Auguste Rodin 9781780420868, 1780420862, 9781781607336, 1781607338, 9781785250873, 1785250876

Heredero de los preceptos de la Antigüedad y de Bernini, Auguste Rodin (1840 - 1917) recibió unainnegable influencia d

366 47 29MB

Spanish Pages 160 Year 2011

Report DMCA / Copyright

DOWNLOAD FILE

Polecaj historie

Auguste Rodin
 9781780420868, 1780420862, 9781781607336, 1781607338, 9781785250873, 1785250876

Table of contents :
Content: Contenido
El tributo del poeta a
El caminante
Rodin privado
Auguste Rodin : Biografía
Auguste Rodin : Índice de ilustraciones.

Citation preview

Rainer María Rilke

Auguste

RODIN

Autor: Rainer Maria Rilke Traducción al español: Julio Paredes Edición en español: Mireya Fonseca Leal Diseñado por: Baseline Co Ltd 127-129A Nguyen Hue Boulevard Fiditourist Building, 3rd floor District 1, Ho Chi Minh City Vietnam

© Confidential Concepts, Worldwide, USA © Sirrocco, London, UK (English version) ISBN: 978-1-78042-086-8 Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida o Adaptada sin autorización del propietario de los derechos de autor, en todo el mundo. A menos que se especifique lo contrario, los derechos de reproducción de las obras aquí impresas permanecen con los respectivos fotógrafos.

Contenido 5

El tributo del poeta a un gran escultor

91

El caminante (Conferencia de 1907)

139

Rodin privado

153

Biografía

156

Índice de ilustraciones

El tributo del poeta a un gran escultor

6.

“Los escritores trabajan con palabras, los escultores con acciones” Pomponius Gauricus, De Sculptura (circa 1504) El héroe es aquel que permanece inalterablemente centrado — Emerson

R

1. Rodin en su estudio Fotografía anónima. Museo Rodin, París.

odin era un solitario antes de ser famoso. Y la fama, cuando le llegó, lo convirtió en alguien aún más solitario, pues, finalmente, la fama no es más que la sumatoria de todos los malentendidos que se congregan alrededor de un nombre nuevo. Existen muchos de estos alrededor de Rodin, y aclararlos sería una labor larga, ardua e innecesaria. Rodean el nombre, aunque no a la obra, que sobrepasa de lejos la resonancia del nombre, y que se ha convertido en algo sin nombre, como no tiene nombre una gran llanura, o el mar, que probablemente reciba un nombre en un mapa, en los libros y entre la gente, pero que en realidad es sólo inmensidad, movimiento y profundidad. La obra de la que hablamos aquí ha estado creciendo durante años. Crece cada día como un bosque, sin perder nunca una hora. Al pasar por entre sus incontables manifestaciones, quedamos sometidos por la riqueza de descubrimientos e invención, y no podemos evitar maravillarnos ante el par de manos del que ha nacido este mundo. Recordamos lo pequeñas que son las manos de los hombres, de lo pronto que se cansan y del poco tiempo que se les da para crear. Anhelamos ver estas manos, que han vivido la existencia de cientos de manos, de una nación de manos que se han levantado antes del amanecer para enfrentar el largo camino de su obra. Nos preguntamos a quién pertenecen estas manos. ¿Quién es este hombre? Es un hombre viejo. Y su vida es una de aquellas que se resisten a convertirse en una historia. Esta vida comenzó y ahora continúa, pasando a una venerable edad; casi nos parece como si esta vida ha sucedido cientos de años atrás. No sabemos nada de ella. Debió de haber existido algún tipo de infancia, una infancia en la pobreza; oscura, aguda, incierta. Y quizás esta infancia aún pertenezca a esta vida. Después de todo, como afirmó alguna vez San Agustín, ¿dónde pudo haber ido? Quizás aún posea todas sus horas pasadas, las horas de anticipación y desolación, las horas de desesperación y las largas horas de necesidad. Esta es una vida que no ha perdido nada, una vida que acumula incluso mientras pasa. Tal vez. En verdad no sabemos nada de esta vida. Sentimos, sin embargo, la certeza que debe ser así, pues sólo una vida como esta pudo generar tanta riqueza y abundancia. Sólo una vida en la que todo está presente y vivo, en la que nada se ha perdido en el pasado, puede permanecer joven y fuerte y elevarse una y otra vez para crear grandes obras. Llegará el día cuando esta vida tenga una historia, una narración con temas, episodios y detalles. Serán todos inventados. Alguien hablará de un niño que se olvidaba a menudo de comer porque parecía más importante tallar cosas en madera con un cuchillo deslustrado. Hallarán algún encuentro durante los primeros días de este muchacho que pareciera prometer una grandeza futura, una de aquellas profecías retrospectivas que resultan tan comunes y conmovedoras. Podría ser quizás las palabras que un monje le dijo a Michel Colombe hace casi quinientos años : “Trabaja, pequeño, observa todo lo que puedas, el campanario de St-Pol, y las hermosas obras de los compañeros, observa, ama a Dios, y serás merecedor de grandes cosas”. Y se te dará la gracia de grandes cosas. Quizás la intuición le habló al hombre joven en alguna de sus encrucijadas durante sus primeros días, y en tonos infinitamente mucho más melodiosos que aquellos salidos de la boca de un monje. Pues era justamente esto lo que perseguía: la gracia de grandes cosas. Estaba el Louvre con sus muchos objetos luminosos de la Antigüedad, evocando cielos sureños y la proximidad del mar. Y más allá de éste se levantaban pesadas cosas de piedra, vestigios de culturas inconcebibles, perdurando hasta

7.

8.

2. Las puertas del infierno, 1880-1881 (boceto para la composición). Grafito con retoques de pluma y tinta, 30.5 x 15.2 cm Museo Rodin, París.

3. Tercera maqueta para Las puertas del infierno, 1880. Yeso, 111.5 x 75 x 30 cm Museo Rodin, París.

épocas aún por venir. Esta piedra estaba dormida, y uno tenía la sensación de que se iría a despertar; es una especie de Juicio Final. Había piedra que no parecía para nada mortal, y otra que parecía estar en movimiento, gestos que permanecían completamente frescos, como si se preservaran aquí sólo para entregárselos a un niño de paso. Las obras invisibles, diminutas, sin nombre y en apariencia superfluas, no estaban menos colmadas de esta fuerza interna, con esta rica y asombrosa inquietud de vida. Incluso la inmovilidad, donde la hubiera, consistía en cientos de motivos móviles sostenidos en equilibrio. Había pequeñas figuras, especialmente animales, moviéndose, estirándose o acurrucándose, e incluso cuando un pájaro permanecía quieto, uno sabía muy bien que se trataba de un pájaro, pues mientras el cielo se extendía y lo rodeaba, la envergadura era aparente entre los pliegues más pequeños de sus alas, que podrían desplegarse hasta un tamaño asombroso. Y el mismo hecho resultaba cierto para los animales que se erigían y posaban en las catedrales, o se encogían bajo las consolas, doblados e inclinados y demasiado inertes para soportar peso. Había perros y ardillas, gorriones y lagartos, tortugas, ratas, y culebras. Por lo menos uno de cada especie. Estas criaturas parecían haber sido capturadas en los bosques y en los caminos, como si la tensión de vivir entre retoños, flores y hojas de piedra las hubiera transformado lentamente en lo que eran ahora, y continuarían siendo para siempre. Pero había también animales nacidos en este mundo de piedra, sin recuerdos de otra existencia. Habían estado siempre como en casa en este mundo erecto, encumbrado, escarpado. Los esqueletos se arqueaban sobre estas criaturas fanáticamente ladeadas. Las bocas abiertas con los lamentos de los sordos, pues las campanas cercanas habían destrozado su oído. Algunas se acurrucaban sobre las balaustradas, como si sólo estuvieran de paso y quisieran simplemente descansar durante algunos siglos, observando abajo hacia la ciudad creciente. Otras, descendiendo de los perros, avanzaban horizontalmente desde el borde del canalón hacia el aire, listas a escupir agua desde sus fauces hinchadas. Todas estas criaturas se habían adaptado y transformado, pero no habían perdido nada de su vitalidad durante el proceso. Por el contrario, vivían de forma más vigorosa y violenta, vivían eternamente la ferviente e impetuosa existencia del tiempo que las había engendrado. Al observar esta pintura, uno sentía que estas criaturas no habían resultado por un capricho, o por un simple intento juguetón por encontrar formas nuevas e inusuales. Habían nacido por necesidad. Temerosos del juicio invisible de una fe severa, sus creadores habían buscado refugio en estas formas visibles, huyendo de la incertidumbre hacia esta materialización. Aun en la búsqueda del rostro de Dios, estos artistas ya no intentaron demostrar su devoción creando en

9.

su imagen enormemente distante, sino más bien llevando todo su temor y pobreza hasta su casa, poniendo toda su modestia y sus humildes gestos en sus manos y en su corazón. Esto era mejor que pintar, pues la pintura era también una ilusión, una hermosa y artificiosa decepción. Anhelaban algo más significativo, algo más sencillo. Y entonces así surgió la extraña escultura de las catedrales, esta sagrada procesión de las bestias de la aflicción. Cuando miramos atrás desde la escultura de la Edad Media hasta la Antigüedad, y desde ahí hasta los orígenes del tiempo, ¿no parecería que el alma humana no hubiera anhelado siempre, y particularmente en momentos decisivos, fueran apacibles o penosos, por un arte que ofreciera más que palabra e imagen, más que parábolas y apariencias; por la sencilla ejecución de sus deseos o ansiedades en las cosas? La última gran época de la escultura fue el Renacimiento. Fue una época en la que la vida experimentaba una renovación, cuando el misterioso rostro de la humanidad fue descubierto de nuevo; un tiempo cuando los grandes gestos fueron posibles. ¿Y ahora? ¿Es posible que haya llegado otra época que demanda esta forma de expresión, una época que exige una interpretación fuerte y perspicaz de aquello que desafía la articulación, de aquello que era confuso y enigmático? Las artes, en efecto, parecen estar llevando a cabo una especie de renovación, animada por un gran entusiasmo y expectación. ¿Quizás fue simplemente este arte, esta escultura que aún persiste en las sombras de su gran pasado, el que ha sido llamado para descubrir lo que las otras artes anhelaban y buscaban a tientas? Sin duda, este arte podía venir en ayuda de una época atormentada por conflictos que eran casi invisibles. Su lenguaje era el cuerpo, pero ¿cuándo fue la última vez que fue visto este cuerpo? Quedó enterrado bajo capas y capas de despojo, renovado perpetuamente por los últimos estilos. Pero debajo de esta corteza protectora, el alma madura estaba cambiando de cuerpo, incluso mientras trabajaba sin descanso en el rostro humano. El cuerpo había sido transformado. Si lo descubriéramos ahora, probablemente tendría mil expresiones para todo aquello sin nombre y nuevo que hubiera cobrado vida entretanto, para aquellos antiguos secretos que emergen del subconsciente como extraños dioses fluviales, elevando sus cabezas goteantes del torrente de sangre. Este cuerpo no sería menos hermoso que aquel de la Antigüedad. En efecto, sólo podría ser incluso más hermoso, pues la vida lo ha sostenido en sus manos por más de dos siglos, moldeándolo, escuchándolo, y cincelándolo día y noche. Los pintores soñaron con este cuerpo, lo adornaron con luces y lo insuflaron con el crepúsculo. Se aproximaron a éste con ternura y hechizos de todo tipo, lo acariciaron como al pétalo de una flor y se dejaron llevar en él como en una ola. Pero la escultura, a la que pertenecía este cuerpo, aún no lo sabía. Había aquí una labor tan grande como el mundo. Y al hombre a quien fue encargada era desconocido, sus manos buscando ciegamente por pan. Está complemente solo, y si hubiera sido un verdadero soñador, hubiera soñado profunda y hermosamente, hubiera soñado algo que nadie más hubiera comprendido, alguno de aquellos sueños interminables en los que la vida pasa como un día. Pero este hombre joven, que se encontraba en ese momento trabajando en la fábrica de Sèvres, era un soñador cuyo sueño pasaba a sus manos, y empezaría de inmediato a realizarlo. Tenía cierta idea de cómo empezar; una calma interna le enseñó el camino de la sabiduría. Su profunda armonía con la naturaleza era evidente incluso en aquel periodo, esta armonía tan bien descrita por el poeta Georges Rodenbach, quien llama sencillamente a Rodin una fuerza de la naturaleza. De hecho, Rodin está poseído por una paciencia tan profunda que casi lo convierte en alguien anónimo; una reservada y sensible serenidad que recuerda la paciencia y la bondad de la naturaleza, que empieza casi sin nada sólo para recorrer el largo camino hacia la abundancia en una solemnidad silenciosa. De la misma forma, Rodin no era lo suficientemente presuntuoso como para crear árboles. Empezó con la semilla, tan bajo tierra como fuera. Y esta semilla creció hacia abajo, hundiendo sus raíces en la tierra,

10.

4. Las puertas del infierno, 1880-1917. Bronce, 635 x 400 x 85 cm. Museo Rodin, París.

5. Los ciudadanos de Calais, 1884-1886. Yeso, 233.1 x 245 x 1 77 cm. Museo Rodin, París.

11.

12.

13.

14.

6. Los ciudadanos de Calais, 1889. Bronce, 233.1 x 245 x 203 cm. Museo Rodin, París.

anclándose antes de que el primer pequeño retoño comenzara a brotar. Esto tomó tiempo y después mucho más tiempo. Y cuando los escasos amigos a su alrededor lo incitaban y puyaban, Rodin respondía:”Uno no debe nunca precipitarse”. Entonces estalló la guerra franco-prusiana y Rodin salió hacia Bruselas, donde trabajaría en lo que los días le ofrecieran. Diseñó algunas figuras para casas privadas y varias para los grupos en el edificio de la bolsa de valores, y después creó las cuatro grandes figuras para las esquinas del monumento al Mayor Loos en el Parc d’Anvers. Llevaría a cabo estas comisiones concienzudamente, sin dar lugar a ninguna de las expresiones de su creciente individualidad. Su desarrollo personal avanzó paralelo a estos trabajos, relegado a los descansos y las tardes, y continuaba principalmente durante la solitaria quietud de las noches. Soportaría durante años esta división de su energía. Poseía la energía de aquellos sobre quienes aguarda una gran obra, la silenciosa resistencia de aquellos a quienes el mundo necesita. Mientras trabajaba en la bolsa de valores de Bruselas, debió haber sentido que ya no existían construcciones hechas para soportar obras de piedra como lo habían sido las catedrales, aquellos inmensos imanes de la escultura del pasado. Las obras de escultura ahora se levantaban solitarias, así como las pinturas permanecen solas; pero a diferencia de las imágenes creadas sobre los caballetes, una escultura no requería de una pared. Ni siquiera requería de un techo. Era simplemente algo que podía sostenerse por sí mismo, y resultaba provechoso proveerlo con la esencia de alguna cosa, frente a la que uno pudiera caminar alrededor y observarla desde todos los costados. Y aún así tendría que ser algo que se distinguiera de alguna forma de todas las otras cosas, las cosas comunes, las cosas que cualquiera pudiera agarrar. Tendría que convertirse en algo hasta cierto grado intocable, sacrosanto, lejos de la influencia del azar. Y al tiempo, en cuyo contexto se levantara solitario y resplandeciente, como el rostro de un visionario. Necesitaría de un lugar seguro propio, elegido de la manera más atenta, pues debería formar parte de la sutil permanencia del espacio y sus grandes leyes. Debería acomodarse al aire que lo rodea como un nicho, proveyéndolo de seguridad y estabilidad, y con una sublimidad que viene de su sencilla existencia, y no de su significación. Rodin sabía muy bien que el elemento esencial de su trabajo se encontraba en la meticulosa comprensión del cuerpo humano. Exploró su superficie, buscando lentamente, hasta cuando una mano se extendió para encontrarse con él, y la naturaleza de este gesto externo determinaba y al mismo tiempo expresaba las fuerza internas del cuerpo. Entre más avanzaba en este remoto sendero, más se alejaba el azar, y una ley conducía a la otra. Y al final esta superficie se convirtió en el tema de su estudio. Consistió de encuentros infinitos entre las cosas y la luz, y muy pronto resultó evidente que cada uno de estos encuentros era distinto y todos eran extraordinarios. En algún momento la luz parecía ser absorbida, en otro, la luz y las cosas parecían saludarse con cautela, y más adelante volvían a cruzarse de nuevo como extraños. Hubo encuentros que parecían interminables, otros en los que no parecía suceder nada, pero nunca hubo uno en el que no hubiera vida y movimiento. Fue ahí entonces cuando Rodin descubrió el elemento fundamental de su arte y, como resultó ser, el germen de su mundo. Sería el plano –un plano de diversas extensiones y acentuaciones, pero siempre exactamente definido– desde el cual todo llegaría a realizarse. Desde ese momento en adelante, el plano fue el material de su arte, la fuente de todos sus esfuerzos, de su vigilancia y pasión. Su arte no se basó en una gran idea, sino más bien en la fuerza de una humilde y concienzuda ejecución, en algo realizable, en la habilidad. No existía en él la arrogancia. Se entregó con devoción a esta modesta y difícil belleza, a la que podía contemplar, emplazar y juzgar. El resto, la grandeza, sólo vendría cuando todo lo demás estuviera terminado, así como los animales van a beber cuando la noche ha concluido y ya no hay cosas extrañas en el bosque.

15.

16.

7. Cabeza de Pierre de Wissant. Yeso, 28.6 x 20 x 22 cm. Museo Rodin, París.

8. Estudios para Los ciudadanos de Calais, 1884. Bronce. Museo Rodin, París.

17.

La obra más característica de Rodin empezó con este descubrimiento. No fue sino hasta ese momento cuando las tradicionales nociones sobre la escultura perdieron para él todo su valor. No hubo ya ni poses, ni grupos ni composiciones. Ahora sólo existía una interminable variedad de planos vivientes, sólo existía la vida y los medios de expresión que él iba a encontrar para que lo condujeran hasta su origen. Se había convertido ahora en un asunto de dominar la vida en toda su plenitud. Rodin se aferraba a la vida que veía a todo su alrededor. La observaba, se adhería a ella, y se apoderaba de sus manifestaciones en apariencia más insignificantes. La buscaba en momentos de transición y vacilación, la alcanzaba al vuelo, y en todas partes la encontraba igual de grandiosa, igual de poderosa y cautivante. Ninguna parte del cuerpo era insignificante o trivial, pues incluso las más pequeñas estaban vivas. La vida, que aparecía en los rostros con la claridad de un cuadrante, fácil de leer y plagada de las señales de los tiempos, era mayor y más difusa en los cuerpos, más misteriosa y eterna. Allí no había ninguna decepción. Aquí la indiferencia aparecía como tal, y el orgullo era simplemente orgullo. Separándose del escenario ofrecido por el rostro, el cuerpo se despojaba de la máscara y se revelaba a sí mismo como en realidad era detrás de los velos de lo trajes. Fue aquí donde encontró el espíritu de su época, así como había descubierto el espíritu de la Edad Media en sus catedrales: congregándose alrededor de una oscuridad misteriosa, mantenido unido por algún organismo, adaptándose al mismo y a su servicio. Los seres humanos se habían convertido en templos, y existían decenas de miles de estos templos, ninguno de ellos idéntico y todos completamente vivos. Y lo más importante de todo era demostrar que todos estos cuerpos pertenecían a uno solo: Dios. Rodin seguiría los caminos de esta vida año tras año; un humilde peregrino que nunca dejó de pensar en sí mismo como un principiante. Nadie conocía sus obras; tenía pocos amigos y aún menos en quienes pudiera confiar. Protegida detrás de los esfuerzos que lo sostenían, su obra continuaría creciendo, esperando su momento. Leía mucho. A menudo se le veía por las calles de Bruselas leyendo un libro, aunque no podemos evitar preguntarnos si estos libros no eran más que un pretexto para una absorción en sí mismo más profunda, en esa insondable empresa que lo aguardaba. Como sucede con todos los llamados a la acción, esta sensación de la enormidad de la obra futura le proporcionaba un incentivo, intensificando y concentrando sus energías. Y cuando surgían las dudas y las incertidumbres, cuando la impaciencia se volvía amenazante, cuando el temor a una muerte prematura se deslizaba sigilosamente, o acechaban los apuros de la vida diaria, siempre terminaban por tropezar con una tranquila y decidida resistencia, con un desafío, una fuerza y una resistencia, con todas las banderas que se desplegarían en esa victoria por venir. Quizás el pasado se puso de su lado, en aquellas horas; la voz de las catedrales, que él nunca dejaría de escuchar. De los libros, también, le llegó un apoyo considerable. La primera lectura de la Divina comedia de Dante fue una inmensa revelación. Vio los cuerpos sufrientes de otra generación. Vio, a lo largo de incontables días, un siglo despojado de sus vestidos, y reconoció el gran e inolvidable juicio del poeta sobre su época. Había imágenes que no hicieron, sino que reconfirmar su propia sensibilidad, pues cuando leyó sobre los llorosos pies de Nicolás III, ya sabía que los pies podían llorar; en efecto, ya sabía que existe una especie de llanto que abarca todo el cuerpo y que las lágrimas brotan por todos los poros. De Dante pasó a Baudelaire. Allí no había ningún tribunal enjuiciador, ningún poeta ascendiendo al cielo de la mano de una sombra. Aquí, por el contrario, había un simple ser humano, un simple mortal que sufría como todo el mundo, levantando su voz por encima del estruendo, como si nos salvara a todos de la destrucción. Y había secciones de estos versos que sobresalían del resto, pasajes que parecían haber sido más formulados que escritos, palabras y grupos de palabras que habían sido moldeadas en las ardientes manos del poeta, líneas como relieves al tacto, y sonetos como columnas con capiteles enroscados,

18.

9. Estudios para Los ciudadanos de Calais, 1884. Bronce. Museo Rodin, París.

19.

20.

10. Balzac con sotana de dominico, 1892-1895. Yeso, 108 x 53.7 x 38.3 cm. Museo Rodin, París.

11. Monumento a Balzac, 1897. Bronce, 127 x 120 x 128 cm. Museo Rodin, París.

21.

22.

12. Balzac. Estudio desnudo c. 1892-1893. Bronce, 127 x 56 x 62.2 cm. Museo Rodin, París.

soportando el peso de agitados pensamientos. Sintió confusamente que las abruptas fracturas de este arte se abalanzaban contra los cimientos de otro arte, y que este anhelaba ese otro arte. Llegó a considerar a Baudelaire como un predecesor, un artista que se negó a dejarse extraviar por los rostros y que en su lugar buscó los cuerpos, en los que la vida es mayor, más horrible e intranquila. De ahí en adelante, estos dos poetas permanecieron siempre a su lado. Sus pensamientos se elevaban mucho más allá de ellos, pero siempre regresaban. En aquel período seminal y formativo de su arte, cuando la vida que estaba aprendiendo aún no tenía nombre ni significado, los pensamientos de Rodin deambulaban por entre los libros de estos poetas, y encontraría en ellos un pasado. Más adelante volvería a inspirarse en este rico material como una fuente para su propio arte creativo. Las figuras se levantarían, abatidas y completamente reales, como recuerdos de su propia vida, abriéndose paso en su obra como si regresaran al hogar. Finalmente, después de años de trabajo solitario, emergió con una de sus obras. Era una pregunta lanzada al público, y el público respondió de forma negativa. Así que Rodin se encerró de nuevo en sí mismo por otros trece años. Estos fueron los años en los que, aún esforzándose en la oscuridad, evolucionó hasta convertirse en un maestro, adquiriendo un dominio completo de su medio, trabajando, pensando y experimentando de manera constante, sin recibir influencias de su tiempo, que no se fijaba para nada en él. Quizás fue precisamente por esta razón que todo su desarrollo avanzara con esta imperturbada serenidad, que le daría más tarde aquella tremenda confianza en sí mismo cuando lo atacaron, cuando su obra se convirtió en objeto de una crítica nada despreciable. Cuando los otros empezaron a dudar de él, él ya no tenía ninguna duda sobre sí mismo. Todo eso quedaba atrás suyo. Su destino ya no dependía del reconocimiento ni de los aplausos del público; ya estaba decidido por el tiempo que la gente intentaría aniquilarlo con hostilidad y desprecio. Rodin era inmune a las voces del mundo exterior en el momento de su transformación. No existía ningún halago que pudiera hacerlo equivocar, ninguna censura que pudiera confundirlo. Como Parsifal, su obra ganó en pureza, solo consigo misma y con una naturaleza inmensa y eterna. Su obra misma le hablaba. Le hablaba en las mañanas cuando despertaba, y resonaba en sus manos como un instrumento en las tardes. Su obra era invencible porque llegó al mundo madura. Había dejado de parecer algo que estuviera tomando vida y que por lo tanto buscara una justificación; más bien, era como si la realidad hubiera emergido y uno simplemente tuviera que tenerla en cuenta. Como un rey cuando se entera sobre los planos de una ciudad que será construida en su reino, considera si otorgar o no la prerrogativa, duda, hasta que finalmente decide inspeccionar el lugar destinado sólo para descubrir que la ciudad ya está terminada, sus muros, torres y puertas levantadas como para toda la eternidad; así el público llegó cuando fue convocado y encontró la obra de Rodin ya completa. Dos obras marcan este periodo de creciente madurez. En el comienzo se encuentra la cabeza de El hombre con la nariz rota, y al final la figura que Rodin llamó Primer hombre. El hombre con la nariz rota fue rechazado por el Salón de 1864. Esto es algo que no resulta difícil de imaginar, pues uno no puede evitar sentir que con esta obra, tan íntegra y segura como era, Rodin ya había alcanzado la completa madurez. Con la franqueza de una gran confesión, violaba los preceptos de la belleza académica que aún predominaban en el momento. En Vano, Rude le había dado el gesto salvaje y el grito desmesurado a su Diosa de la Sublevación en el arco del triunfo de la Place d’Etoile; en vano también, Barye había creado sus ágiles animales, y la Danza de Carpeaux fue recibida con desdén, hasta que eventualmente la familiaridad hizo imposible observarla por lo que era. Nada había cambiado. En aquellos días la escultura aún seguía siendo modelos, poses y alegorías; la simple, superficial y ociosa actividad que consiste esencialmente en las variaciones más o menos logradas de algunos

23.

gestos canonizados. En este ambiente la cabeza de El hombre con la nariz rota casi con seguridad habrá causado una tormenta semejante a la que se desató sólo cuando aparecieron las obras posteriores de Rodin. Pero parece más factible que, debido a que se trataba de la obra de un artista desconocido, haya sido rechazada de forma inmediata. Sentimos lo que llevó a Rodin a elaborar esta cabeza, que es la de un hombre envejecido, feo, cuya nariz rota sólo aumenta la dolorosa expresión de su rostro. La plenitud de la vida se concentra en estos rasgos, y no existe en absoluto ningún plano simétrico en el rostro. Nada se repite, ninguna zona queda vacía, muda o neutra. La vida no ha tocado simplemente este rostro, lo ha moldeado una y otra vez, como si una mano inexorable lo hubiera lanzado hacia el destino y lo hubiera dejado allí, en el ímpetu y el torbellino de unas aguas purificadoras. Al sostener esta máscara y voltearla lentamente, uno no puede dejar de sentirse asombrado por los perfiles en constante cambio, ninguno de los cuales es de ninguna manera incierto, incidental o indefinido. En esta cabeza no aparece una sola línea, un solo ángulo o contorno que Rodin no haya visto o proyectado. Tenemos la sensación de que algunos de estos surcos aparecieron antes y que otros aparecieron después, que los años -años difíciles-, se extienden entre las hendiduras de los rasgos. Sabemos que algunas de las marcas sobre este rostro fueron grabadas con lentitud, con grandes vacilaciones, y que otras fueron trazadas suavemente al principio, para ser delineadas más profundamente por el hábito o por una idea recurrente. Y reconocemos aquellas marcadas incisiones que sólo pudieron haber sido el resultado de una noche, hendidas como por el pico de un pájaro en la fatigada frente de alguien muerto de sueño. La vida que emana de esta obra es completamente densa y anónima, y luchamos por recordar que todo esto aparece bajo la forma de un rostro. Al ponernos la máscara enfrente, pareciera como si nos encontráramos sobre una enorme torre, mirando abajo hacia un paisaje desigual, contemplando los sinuosos senderos cruzados por innumerables personas a lo largo de los años. Al levantarla de nuevo, sostenemos en las manos algo que sólo puede calificarse como bello gracias a su perfección. Pero su belleza no sólo es el resultado de la meticulosidad incomparable con la que fue tallado. Proviene, más bien, del sentido de la proporción, del balance entre los planos vivientes, y de la comprensión del hecho de que todos estos momentos de fermentación han llegado a descansar al interior de la cosa misma. Y mientras uno no puede dejar de conmoverse ante el dolor proteico de este rostro, al mismo tiempo uno tiene la inequívoca sensación de que no profiere ninguna acusación. No lanza ninguna apelación contra el mundo. Parece llevar en sí mismo su propia justicia, la reconciliación de todas sus contradicciones, y una paciencia suficiente para el peso de esta carga. Un hombre se sentó inmóvil frente a Rodin cuando él creó esta máscara, de expresión calmada e inconmovible. Pero se trataba del semblante de un ser viviente, y mientras Rodin estudiaba este rostro resultó evidente que estaba lleno de movimiento, lleno de agitadas olas y en colisión. Había movimiento en la trayectoria de las líneas y en el grado de los planos. Las sombras jugaban como en el sueño, y la luz pasaba suavemente sobre la frente. No existía, en síntesis, paz ninguna, ni siquiera en la muerte, pues incluso en el ocaso, que es también movimiento, la muerte estaba subordinada a la vida. Había también movimiento en la naturaleza, y el arte que deseara ofrecer una representación consciente y fiel de la naturaleza no podía idealizar una inmovilidad que no existe en ninguna parte. En realidad, no existía un ideal semejante en la Antigüedad. No tenemos más que pensar en Niké. Esta escultura nos brinda algo más que el movimiento de una encantadora muchacha que va al encuentro de su amante; es también la representación eterna del viento de Grecia, de su aliento y de su gloria. Incluso las piedras de las culturas antiguas no permanecían inmóviles. La agitación de las superficies vivientes se inscribía en los gestos hieráticos y moderados de los antiguos cultos, como el agua entre las paredes de una vasija.

24.

13. Cabeza monumental para Balzac, c.1899. Vidrio esmaltado, 42.2 x 44.6 x 38.2 cm. Museo Rodin, París.

25.

14. Busto de Víctor Hugo, 1883. Bronce, 18 x 39 x 19 cm. Museo Rodin, París.

15. Busto de Victor Hugo, 1887. Mármol, 47 x 21 x 20 cm. Museo Rodin, París.

26.

27.

16. Monumento a Víctor Hugo, 1890. (primera versión, boceto de la segunda maqueta). Bronce, 38.2 x 29 x 36 cm. Museo Rodin, París.

28.

17. Monumento a Víctor Hugo, 1901. Yeso, 155 x 254 x 110 cm. Museo Rodin, París.

29.

30.

18. El hombre con la nariz rota, 1864. Bronce, 26 x 18 x 23 cm. Museo Rodin, París.

19. El pensador, 1879-1880. Modelo en yeso. Museo Rodin, París.

20. El pensador, 1880-1881. Bronce, 71.5 x 40 x 58 cm. Museo Rodin, París.

Las corrientes fluían a través de los dioses en descanso, y aquellos que estaban de pie parecían encarnar el movimiento, como una fuente brotando de la piedra para caer de nuevo, cubriéndola de innumerables olas. El movimiento nunca entró en conflicto con el espíritu de la escultura (que significa simplemente la esencia de las cosas); era sólo un movimiento que permanecía incompleto, un movimiento que no estaba en equilibrio con otras fuerzas, un movimiento que se extendía más allá de los límites de la cosa. Las obras de escultura se asemejan a aquellas antiguas ciudades donde la vida sucedía por completo dentro de las murallas de la ciudad: la gente no carecía de aire y sus gestos nunca se vieron restringidos. Pero nada sucedía fuera de los límites del círculo que los encerraba. No existía ninguna noción de lo que existía más allá, nada que ofreciera señales de vida más allá de las puertas, y ningún sentido de esperanza se abría hacia fuera. No importa lo grandioso que sea el movimiento en una obra de escultura, y si proviene de extensiones infinitas o de las profundidades de los cielos, siempre debe retornar a sí mismo, y el gran círculo de soledad en el que el objeto del arte pasa sus días debe permanecer cerrado. Esta fue la ley no escrita que vivía en la escultura del pasado, y Rodin la comprendió. Esta distintiva característica de las cosas –esta completa autoabsorción– fue la que le imprimió a la escultura su serenidad; no podía ni exigir ni esperar nada por fuera de sí misma, y no podía referirse a nada ni ver nada que no estuviera dentro de sí misma. Sus contornos había que encontrarlos en su interior. Sería Leonardo, el escultor que le dio esa inaccesibilidad a La Gioconda, ese movimiento hacia adentro, esa mirada con la que nadie se puede cruzar. Su Francesco Sforza probablemente posee la misma cualidad, esta expresión de movimiento de regreso, como un orgulloso embajador que regresa a su país después de haber llevado a buen término una gran misión. En los largos años que transcurrieron entre la mascarilla de El hombre con la nariz rota y la figura de El primer hombre, Rodin evolucionó de muy distintas maneras. Nuevas asociaciones lo vincularon más estrechamente con la tradición de su arte. Este pasado y su grandeza, que muchos antes de él lo habían sentido como una carga, le prestó alas a Rodin, llevándolo en alto, pues cuando sintió alguna confirmación en aquellos años, la afirmación de lo que deseaba y estaba buscando, le llegaría por parte del arte de la Antigüedad y de la rugosa oscuridad de las catedrales. Los seres humanos vivientes no le hablaban en aquellos años. Las piedras sí. Si El hombre con la nariz rota había demostrado la profunda comprensión de Rodin del rostro humano, El primer hombre manifestó su dominio absoluto del cuerpo. “Souverain tailleur d’ymages” –aquel título orgullosamente usado por los maestros de la Edad Media para valorar la obra de alguien más– ahora se le aplicaba a él. La vida no era solamente grandiosa sobre toda esta figura desnuda de tamaño natural, dotada con la misma sublimidad de expresión por todas partes. Lo que aparecía en el rostro –el dolor de un difícil despertar junto con el ansia de esta pena– también aparecía escrito en el delineado más pequeño del cuerpo. Cada parte era una boca que le daba voz de alguna manera. El ojo más avisado no podría descubrir ningún fragmento de esta figura que pudiera identificarse como menos vivo, menos determinado y claro. Era como si la fuerza brotara desde las profundidades de la tierra para inflamar las venas de este hombre. Era como la silueta de un árbol enfrentado a las tormentas de primavera, temeroso porque el fruto y la plenitud de su verano han dejado de vivir en las raíces, y en cambio suben lentamente, a lo largo del tronco azotado por los fuertes vientos. La figura también resulta significativa desde otro aspecto: marca el nacimiento del gesto en la obra de Rodin. Este gesto, que llegará a crecer y a desarrollarse con increíble fuerza y proporción, surgió aquí como las aguas de un manantial, deslizándose suavemente sobre el cuerpo. Se despertó en la oscuridad de los primeros tiempos, y parece, a medida que crece, correr a través del aliento de esta obra como lo hace a través de las edades, y correr más allá de aquellos que vendrán después. Aparece de manera tentativa en los brazos levantados, brazos tan

31.

32.

33.

pesados que una de las manos descansa en la corona de la cabeza. Pero esta mano no está dormida; está acumulando fuerza. Bien alto en la solitaria cima del cerebro, se prepara para el trabajo, para una tarea de siglos, que no tiene límites ni final. Y en el pie derecho aguarda el primer paso. Podríamos describir este ademán como el reposo encerrado en una yema dura. Rescoldos de pensamientos y una tormenta de la voluntad: se abre y Juan sale, con aquellos brazos elocuentes, agitados, y el magnífico comportamiento de alguien que siente que otro viene detrás. El cuerpo de este hombre ya no está intacto: los desiertos lo han abrasado, el hambre lo ha atormentado, la sed ha socavado su fuerza. Ha logrado resistirlo todo y se ha endurecido. Su cuerpo enjuto, ascético, es como un mango de madera, sosteniendo la amplia horcajadura de su zancada. El hombre camina. Camina como si todo el ancho mundo estuviera en él, como si lo estuviera midiendo mientras camina. Camina. Sus brazos hablan de su caminar, y sus dedos se estiran, una señal de su zancada en el aire. Este Juan es el primer caminante en la obra de Rodin, pero vendrán muchos otros. Están Los ciudadanos de Calais dispuestos para su arduo viaje, y todos sus caminantes parecen preparar el camino para la gran zancada desafiante de Balzac. Pero los gestos de los que permanecen de pie también se han desarrollado mucho más. Las figuras se repliegan en sí mismas, rizándose como papel ardiendo, volviéndose más fuertes, más concentradas y vitales. Un ejemplo de esto es la figura de Eva, que se había proyectado originalmente para aparecer en lo alto de Las puertas del inf ierno. Su cabeza está hundida en la oscuridad de sus brazos, cruzados sobre su pecho como si estuviera congelada de frío. La espalda es redonda, el cuello casi horizontal, y se echa hacia delante como si quisiera escuchar su propio cuerpo, en el que un extraño futuro está empezando a agitarse. Es casi como si el peso del futuro presionara los sentidos de esta mujer, arrastrándola de las abstracciones de la vida y llevándola hacia el profundo y humilde servicio de la maternidad. Rodin retorna una y otra vez en sus figuras desnudas hacia este repliegue interior, hacia esta escucha intensa de las profundidades íntimas. Lo vemos en la extraordinaria figura que él llamó Meditación, y en la inolvidable Voz interior, la voz más suave de las canciones de Victor Hugo, que queda casi oculta bajo la voz de cólera en el monumento del poeta. Nunca antes el cuerpo humano ha estado tan concentrado alrededor de su interior, tan moldeado por su propia alma y aún así también tan contenido por el poder elástico de su sangre. Y la manera como el cuello se eleva ligeramente, estirándose para sostener la atenta cabeza por encima del bullicio distante de la vida, se siente de una manera tan impresionante y profunda que a uno le cuesta tiempo recordar un gesto tan conmovedor o expresivo. Los brazos están ausentes de forma evidente. En este caso Rodin los debió haber considerado una solución demasiado simple para su problema, algo que no pertenecía a un cuerpo que deseaba permanecer amortajado en sí mismo, sin ninguna ayuda desde afuera. Uno imagina cómo Duse, dolorosamente abandonada en uno de los dramas de D’Annunzio, intentaba abrazar sin brazos y sujetar sin manos. Esta escena, en la que su cuerpo aprendía una caricia que estaba más allá de sí misma, forma parte de los momentos inolvidables de su carrera de actriz. Comunicaba la sensación de que los brazos son superfluos, simples efectos decorativos comunes entre la riqueza y el exceso, de los que uno podía deshacerse para ser completamente pobre. En ese momento uno no tenía la impresión de que ella hubiera perdido algo importante; más bien parecía como si ella fuera alguien que hubiera entregado su copa para beber del manantial, como alguien que está desnudo y todavía un poco incómodo con la profundidad de la revelación. Lo mismo resulta verdad en las estatuas sin brazos de Rodin: nada esencial se omite. De frente a ellas, a uno lo embarga la sensación de una profunda totalidad, una consumación que no admite ninguna añadidura. La idea de que están de alguna forma incompletas no resulta de una simple observación, sino de una consideración tediosa, de la mezquina

34.

21. La Edad de Bronce, 1877. Bronce, 180 x 80 x 60 cm. Museo Rodin, París.

35.

36.

22. Las tres sombras, antes de 1886. Bronce, 96.6 x 92 x 54.1 cm. Museo Rodin, París.

23. Jules Bastien-Lepage, 1887. Yeso, 176 x 87.5 x 88 cm. Museo Rodin, París.

37.

pedantería que dictamina que los brazos pertenecen al cuerpo y que, por lo tanto, un cuerpo sin brazos nunca puede ser un todo. No hace mucho tiempo que el público objetaba la manera como los impresionistas cortaban los árboles en los bordes de los cuadros, pero rápidamente nos habituamos al hecho. Aprendimos –por lo menos en lo que se refiere al universo de la pintura– a ver y a creer que una integridad artística no necesariamente coincide con la ordinaria integridad de las cosas, y que, más allá de su concordancia, surgen nuevas unidades, nuevas asociaciones y relaciones, nuevos equilibrios. No es distinto en escultura. La labor del artista consiste en crear una cosa de muchas otras, y crear un mundo del fragmento más pequeño de una cosa. En la obra de Rodin existen las manos, pequeñas manos independientes, que están vivas a pesar de no pertenecer a ningún cuerpo en particular. Hay manos que se levantan, irritadas y coléricas, y manos cuyos cinco dedos erizados parecen ladrar como las cinco cabezas falsas de Cerbero. Hay manos que caminan, manos que duermen y manos que se despiertan; manos criminales que cargan con el pasado, y manos que están exhaustadas y ya no desean nada más; manos que están echadas en una esquina como animales enfermos que saben que nadie podrá ayudarlas. Pero al mismo tiempo, las manos son organismos complejos, un delta en el que la vida de muy distintas fuentes fluye a un mismo tiempo, avanzando en la gran corriente de la acción. Les adjudicamos el derecho de tener su propio desarrollo, sus propios deseos, sentimientos, estados de ánimo, y oficios. Rodin sabe, gracias a la formación que él mismo se ha impuesto, que el cuerpo consiste únicamente de escenas de la vida, una vida capaz de volverse grande e individual en cualquier parte, y él cuenta con el poder de proporcionar cualquier parte de este extenso y abigarrado plano con la autonomía y la riqueza de un todo. Así como el cuerpo humano es para Rodin una totalidad sólo en cuanto todos sus miembros respondan a un movimiento común (interno o externo), así las partes de varios cuerpos se unen por la necesidad interna de construir un organismo particular. Una mano puesta sobre el brazo o el muslo de otro cuerpo ya no pertenece completamente al cuerpo del que proviene: una realidad nueva surge de esta y del objeto que toca o agarra, una entidad que no tiene nombre y no pertenece a nadie, y es esta cosa nueva, que posee sus propios límites definidos, lo que importa de ahí en adelante.

38.

24. Georges Clemenceau, 1911. Bronce, 50 x 32 x 25 cm. Museo Rodin, París.

25. Busto del escultor Jules Dalou, 1882. Bronce, 52.2 x 42.9 x 26.7 cm. Museo Rodin, París.

39.

26. La Tour du Travail, 1898-1899. Yeso, 154 x 64.5 x 67.5 cm. Museo Rodin, París.

27. Bendiciones, antes de 1894. Mármol, 91 x 66 x 47 cm. Fundación Calouste Gulbenkian, Lisboa.

40.

41.

Esta visión proporciona la base para la agrupación de las figuras en Rodin; de aquí surge aquella interconexión sin precedentes de las figuras, aquella inseparabilidad de las formas, aquel no soltarse, a ningún precio. Él no se dispone a crear figuras, y no existen modelos para darles forma y juntarlos. Comienza con lugares donde el contacto es más fuerte, y estos son los puntos culminantes de la obra. Comienza allí, donde algo nuevo está por suceder, dedicando el vasto conocimiento de su destreza a las misteriosas apariciones que acompañan la llegada de una nueva cosa. Trabaja bajo la luz de los destellos que ocurren en estos puntos, viendo sólo aquellas partes del cuerpo entero iluminadas durante el proceso. La magia de aquella extraordinaria pareja de una mujer joven y un hombre, llamada El beso, radica en este sabio y eminentemente justo reparto de vida. Al observar esta obra, uno casi puede sentir que por dentro de los cuerpos pasan ondas que vienen de los distintos puntos de contacto sobre la superficie, torrentes de belleza, intuición y energía. Ésta es la razón por la que sentimos poder ver el éxtasis del beso en cada rincón de los dos cuerpos; es como un sol naciente, arrojando su luz por todas partes. Pero existe otro beso que es incluso aún más maravilloso, el beso a cuyo alrededor de la obra, llamada El ídolo eterno, se levanta como las paredes alrededor de un jardín. Una de las copias de esta pieza de mármol perteneció a Eugène Carrière. En la suave penumbra de su casa esta luminosa piedra vivía como una fuente, animada por un movimiento inalterable, siempre la misma ascensión y caída de fuerzas mágicas. Una muchacha se arrodilla. Su encantador cuerpo se recuesta suavemente. Su brazo izquierdo se estira hacia atrás, y la mano a tientas ha dado con su pie. Estas tres líneas, de las que no sale ningún camino que conduzca al mundo, encierran su vida entera y todo su misterio. La piedra debajo la eleva, incluso mientras está arrodillada. Y de repente reconocemos en el porte de esa muchacha, en el letargo, el ensueño o la soledad de los que han caído, el gesto sagrado de una diosa primordial de algún culto distante y terrible. La cabeza de la mujer se inclina ligeramente hacia delante. Con una expresión de ternura, nobleza y paciencia, mira hacia abajo como si lo hiciera desde las alturas de una noche silenciosa, abajo hacia el hombre cuyo rostro está enterrado entre sus pechos como en una infinidad de flores. Él también se arrodilla, pero más hondo, más profundo en la piedra. Sus manos yacen a su espalda como cosas inútiles y vacías. La mano derecha está abierta, permitiéndonos ver adentro. Una misteriosa grandeza emana de este conjunto. Y como sucede tan a menudo en el caso de Rodin, uno difícilmente se atreve a adjudicarle un significado. Hay miles. Los pensamientos pasan sobre esta escultura como sombras, y en la estela de cada uno se levanta renovada y enigmática, lúcida e innombrable. Algo con la atmósfera de un purgatorio vive en esta obra. Existe un cielo cercano, pero aún no ha sido alcanzado: un infierno está cerca, pero aún no se ha olvidado. Y aquí también, todo este resplandor proviene del contacto entre dos cuerpos, y del contacto de la

42.

28. General Lynch, 1886. Yeso, 43.7 x 34 x 18.2 cm. Museo Rodin, París.

43.

29. Mme Morla Vicuna, 1884-1888. Mármol, 56 x 49.9 x 37 cm. Museo Rodin, París.

44.

30. La mano de Dios, 1896. Mármol, 94 x 82.5 x 54.9 cm. Museo Rodin, París.

45.

mujer consigo misma. La colosal Puertas del inf ierno, en la que Rodin trabajó durante veinte solitarios años y que aún falta por fundir, es también otra representación de este gran tema: el contacto de planos vivientes y móviles. Al avanzar con la exploración del movimiento y de la unión de estos planos en uno y único tiempo, Rodin buscó cuerpos que se tocaran en distintas partes, cuerpos cuyos contactos fueran más intensos, poderosos, y menos contenidos. Entre más puntos de contacto hubiera para dos cuerpos, más impacientemente se acercarían el uno al otro, como sustancias químicas afines, y más estable y orgánica sería el nuevo todo creado entre los dos. Aparecían recuerdos de Dante. Ugolino y los mismos peregrinos. Dante y Virgilio venían juntos. El tropel de los codiciosos, sobre los que el ávido gesto de la avaricia se asomaba amenazante como un árbol arrollador. Centauros, gigantes y monstruos se levantaban ante él, así como faunos y sus consortes, y todas las bestias divinas del bosque de la era precristiana. Y Rodin creó. Realizó todas las figuras y formas del sueño de Dante, levantándolas de las agitadas profundidades de su propio recuerdo y dándoles a su vez a cada una la tenue redención de una existencia material. Cientos de figuras y grupos surgieron de esa manera. Pero los movimientos que Rodin descubrió en las palabras del poeta pertenecían a una época distinta. Despertaron en el artista que los trajo a la vida el conocimiento de miles de otros gestos, gestos de amontonamiento, pérdida, sufrimiento y resignación, y todos aquellos gestos que se han producido entretanto. Sus manos incansables avanzaron más y más, más allá del mundo del poeta florentino, hacia nuevos gestos y figuras. Este trabajador serio, enfocado, que nunca buscó material y quien nunca deseó un éxito más allá del que su arte, cada vez más maduro, pudiera traerle, pasó de esta forma por todos los dramas de la vida: hondas noches de amor se le revelaron en toda su profundidad, aquel espacio de oscuridad, sensualidad y dolor en el que, como en algún perdurable mundo heroico, el vestido era desconocido, los rostros estaban extinguidos, y los cuerpos entraban en posesión de sí mismos. Arribó a la gran confusión de esta lucha con los sentidos candentes, como cualquier buscador de vida, y lo que vio fue justamente eso: vida. Esta no se cerró sobre él, mezquina y opresiva. Se expandió, dejando atrás la estrecha atmósfera de las alcobas. Aquí se encontraba la vida, multiplicada en cada instante, en la nostalgia y en la pena, en la locura y en el miedo, en la pérdida y en el beneficio. Había aquí un deseo sin límites, una sed tan inmensa que secaría toda el agua del mundo hasta dejar una sola gota. Aquí no había rechazos ni mentiras, y en cuanto a los gestos de dar y tomar, aquí eran honestos y grandiosos. Había vicios y perversión, maldiciones y bienaventuranzas por igual, y entonces uno comprendía de repente que un mundo que ocultaba y encubría todo esto, un mundo que actuaba como si fuera de otra forma, sólo podía ser un mundo pobre. Pero no era de otra forma. Esta otra historia avanzaba paralela a la historia de la humanidad. Desconocía cualquier clase de disfraz o convención, y no le prestaba atención a ningún rango ni clase. Sólo conocía la lucha. Esta otra historia posee igualmente su propio desarrollo. El instinto se ha transformado en anhelo, y el deseo del hombre y de la mujer entre sí se ha convertido en la pasión de las relaciones humanas. Y así es como aparece en la obra de Rodin. Aún persiste la eterna batalla de los sexos, pero aquí la mujer ha dejado de ser un animal que se somete o a quien se subyuga. A ella también la despierta y alienta el deseo, como si los dos hubieran unido fuerzas para buscar sus almas. El hombre que se levanta para buscar calladamente a otro en las noche, es como el cazador de tesoros que anhela descubrir la gran felicidad tan necesaria en la encrucijada del sexo. Y en todo este vicio, en toda esta lujuria, en todos los desesperados y fallidos intentos por atribuirle a la existencia un significado eterno, existe algo de la inexplicable melancolía que anima a los grandes poetas. Aquí el ansia de humanidad va más allá de sí misma, y las manos se extienden intentando alcanzar la eternidad. Los ojos abiertos, miran el rostro de la muerte sin ningún temor. Un heroísmo inútil también

46.

31. La catedral, 1908. Piedra, 64 x 34 x 32 cm. Museo Rodin, París.

47.

32. Máscara de Camile Claudel por la mano de Pierre de Wissant. Yeso, 32.1 x 26.5 x 27.7 cm. Museo Rodin, París.

33. Camile Claudel con gorra, 1886. Yeso, 25.7 x 15 x 17.7 cm. Museo Rodin, París.

48.

49.

se despliega aquí, cuya gloria va y viene como una sonrisa, como una rosa que florece y se marchita. Aquí surgen las tormentas del deseo y la calma de la expectación; aquí se encuentran los sueños que se transforman en acciones, y las acciones que se desvanecen en sueños. El poder se gana y se pierde aquí como en una enorme mesa de juego. Todo esto se puede encontrar en la obra de Rodin. Fue aquí donde este hombre, que había experimentado tanto del mundo, descubriría la riqueza y la abundancia de la vida. Cuerpos que parte era deseo, y bocas que tomaban la forma de gritos que parecían levantarse de las entrañas de la tierra. Encontraría los gestos de los dioses primitivos, la belleza y la gracia de los animales, la intoxicación de las danzas antiguas, y los movimientos de ritos religiosos olvidados, todo esto extrañamente ligado a los nuevos gestos que han surgido a lo largo de los años, desde que el arte se dio la vuelta, ciego a todas estas revelaciones. Encontraría estos nuevos ademanes particularmente interesantes. Eran gestos impacientes. Como un hombre que busca un objeto por todas partes, y se vuelve más y más ansioso, distraído y apresurado, desatando destrucción a su alrededor, acumulando cosas como si pudiera forzarlas a que se le unan en la búsqueda, pero sembrando caos en el proceso; estos son los gestos de una humanidad que no encuentra sentido, una humanidad que se ha vuelto cada vez más impaciente y nerviosa, más frenética y febril. Todos los interrogantes de la existencia viven inquietos alrededor de estos gestos. Pero al mismo tiempo sus movimientos se han vuelto más vacilantes. Ya no poseen la contundencia gimnástica y decisiva con la que nuestros antecesores agarraban todo. Ya no reproducen aquellos movimientos preservados en las antiguas esculturas, aquellos gestos cuyos nacimientos y muertes lo eran todo. Entre estos dos momentos simples se han interpuesto incontables transiciones, y muy pronto se hizo evidente que la vida moderna, en sus acciones y en su incapacidad para actuar, se encontraría precisamente en estos estados intermedios. Agarrar se había convertido en algo diferente, así como también agitar la mano, y como liberar y sujetar. Todos poseían mucha más experiencia, pero también mucha más ignorancia; mucha más cobardía y una continua violencia contra los objetos; mucho más remordimiento por lo que se había perdido, mucho más cálculo, más enjuiciamiento y reflexión, y al mismo tiempo menos espontaneidad. Rodin crearía estos gestos. Los hizo de una o muchas formas, moldeándolos en objetos a su manera. Hubo cientos y cientos de estas figuras, muchas ligeramente más grandes que sus manos, para cargar la vida de todas las pasiones, la eclosión de toda la sensualidad y el peso

50.

34. Busto de Hélène von Nostiz, c.1902. Mármol, 23 x 21.3 x 44.8 cm.

35. El ídolo eterno, 1889. Yeso, 74 x 61.8 x 42 cm. Museo Rodin, París.

36. El ídolo eterno, 1889. Bronce, 17 x 15x9 cm. Museo Rodin, París.

de todas las cargas. Creó cuerpos que se tocaban por todas partes, enlazados furiosamente como perros en un aferramiento mortal, precipitándose como una sola cosa en las profundidades. Hay cuerpos que escuchaban, como rostros y cuerpos que agarran como brazos, cadenas de cuerpos, guirnaldas, y aretes, y figuras como uvas, cargados con la dulzura del pecado que se levanta de las raíces del dolor. Leonardo fusionó cuerpos humanos con una fuerza y una majestad semejantes en su grandiosa representación del fin del mundo. Aquí y allá encontramos figuras abalanzándose hacia el abismo con la esperanza de escapar de una gran miseria, y otras aplastando las cabezas de sus hijos para impedir así que crezcan en el dolor. El ejército de las figuras se había convertido en algo demasiado prodigioso como para que entrara en el marco y las hojas de Las puertas del inf ierno. Rodin llevó a cabo varias selecciones. Excluyó todo lo que resultara demasiado solitario para someterse a la gran totalidad, todo lo que no fuera completamente necesario bajo este contexto. Dejó que las figuras y los grupos encontraran sus propios lugares; observó la vida de la gente que había creado, escuchándolos y dejando que todos actuaran de acuerdo con su propia voluntad. Esta fue la manera como el mundo de las puertas surgió gradualmente. Las superficies, a las que se acoplarían las formas esculpidas, empezaron a tomar vida. La agitación de las figuras se fundió sobre la superficie en relieves de profundidad decreciente. En los dos costados sobre el marco existe un movimiento ascendente, un estiramiento y un empuje hacia arriba, mientras que el movimiento dominante en las hojas de la puerta es el de un deslizamiento hacia abajo, una precipitación. Las hojas retroceden ligeramente, el borde superior queda separado del borde saliente del dintel por una superficie bastante grande. En el frente de ésta sobre la encerrada quietud de este espacio, aparece la figura de El pensador, el hombre que observa la enormidad y el vasto horror de la escena, porque él la imagina. Se encuentra sentado en una cavilación silenciosa, cargada de imágenes y pensamientos, y toda su fuerza (que es la fuerza de un hombre de acción) se dirige a esta meditación. Todo su cuerpo se ha transformado en un cráneo, toda la sangre de sus venas en un cerebro. Él es el centro de esta puerta, aunque aparecen otras tres figuras masculinas encima de él, en el borde superior del marco. Por efecto de la profundidad o de la puerta, parecen emerger de una gran distancia. Las cabezas se inclinan juntas y tres brazos se extienden hacia delante, uniéndose y señalando abajo hacia el mismo punto, hacia el mismo abismo, que los arrastra con la fuerza de su peso. El pensador, por otra parte, debe arrastrar dentro de sí con este peso. Muchos de los grupos y esculturas a las que estas puertas dieron origen, son de una belleza extraordinaria. Resulta imposible enumerarlas a todas, así como resulta imposible describirlas. El mismo Rodin alguna vez afirmó que tendría que hablar durante todo un año para reproducir en palabras una sola obra suya. Pero quizás sea suficiente decir que semejantes a las pequeñas figuras de animales dejadas por la Antigüedad, las pequeñas esculturas de Rodin en yeso, bronce o piedra transmiten la inequívoca impresión de grandes cosas. En el taller de Rodin existe un pequeño molde griego de una pantera (el original se encuentra en el gabinete de medallones de la Biblioteca Nacional de París). Al mirar por debajo del cuerpo, en el espacio formado por las cuatro patas, uno casi tiene la sensación de estar mirando las profundidades de un templo rupestre de la India. De esta forma la obra de Rodin se expande a grandes proporciones. Lo mismo es verdad para sus pequeñas esculturas. Al aplicarles tantas capas, innumerables planos tan completa y perfectamente definidos, los transforma en algo inmenso. El aire gira a su alrededor como lo hace alrededor de las rocas. Donde hay un movimiento ascendente el firmamento se levanta con ellas, y el vuelo de su caída arrastra también a las estrellas. Es bastante probable que La Danaide, aquella figura que desde su posición arrodillada se lanza hacia su cabello suelto, pertenezca al mismo periodo. Caminar lentamente alrededor de esta pieza de mármol es una experiencia extraordinaria: el prolongado trayecto desde la

51.

52.

53.

exquisita curva de la espalda hasta el rostro que se pierde en la roca como en un profundo llanto, hasta la mano como una flor perdida, expresa quedamente la vida en lo profundo del hielo eterno de la roca. Y también La ilusion, hermana de Ícaro, la deslumbrante encarnación de una prolongada e impotente caída. Y el magnífico grupo llamado El hombre y su pensamiento. Si tuviéramos que interpretar esta representación de un hombre que se arrodilla y despierta con el simple toque de su frente, con la suave forma de una mujer aún en los límites de la piedra, tendríamos que empezar con la expresión de indivisibilidad con la que el pensamiento se ciñe a la frente del hombre: pues al final es sólo su pensamiento el que toma vida ante él, y justo detrás de este está la piedra. La cabeza, también, está relacionada con esto, levantándose silenciosa y meditabunda del gran bloque de piedra sobre el que descansa la barbilla: El pensamiento, esta pieza de claridad, ser y rostro que se levanta con lentitud del pesado sueño de un agotamiento inalterable. Y luego se encuentra la Cariátide. Ya no se trata de una figura erguida que soporta la carga de una piedra con facilidad o gran dificultad, como si hubiera adquirido la posición sólo después de que se hubiera fijado la piedra. Se trata de la figura de una mujer desnuda, arrodillada, inclinada hacia delante, constreñida en sí misma y formada completamente por la mano de una carga cuyo peso se hunde en todos sus miembros como en una caída perpetua. La piedra descansa incluso hasta en el más pequeño fragmento de este cuerpo como una voluntad mayor que el cuerpo mismo, más antigua y poderosa, así el cuerpo esté destinado a cargar con el peso eternamente. Soporta esta carga como nosotros soportamos lo imposible en los sueños, sin encontrar una salida. Y esta actitud aparece incluso en el colapso y el palpable deterioro de este cuerpo, y cuando el agotamiento lo sorprende de nuevo, obligándolo a recostarse, habrá también postración aun en la actitud de recostarse, la postración de una carga infinita. Esta es la Cariátide. Si se nos antojara hacerlo, podríamos asociar la mayoría de las obras de Rodin con ideas, explicándolas y abarcándolas. Existen aquellos para quienes la simple contemplación es un sendero inusual y difícil hacia la belleza, y para ellos existen otros caminos, desvíos que llevan a significados: nobles, grandiosos y totalmente establecidos. Es como si la infinita bondad y verdad de todas estas figuras –el equilibrio perfecto de todos sus movimientos, la maravillosa justicia interna de sus proporciones, su ser imbuido de vida-, como si todo lo que las hiciera hermosas las dotara también con el poder de ser inimitables realizaciones del material que usó el maestro cuando les dio un nombre. Con Rodin el material nunca queda limitado al objeto de arte como un animal en un árbol. El material vive en alguna parte cerca de la cosa; vive de la cosa, como el guardián de un museo. Mucho se puede aprender acudiendo a la gente de Rodin, pero si podemos arreglárnoslas sin sus conocimientos y observamos la obra solos y sin que nos interrumpan, podemos experimentar mucho más. Ya fuera que el primer impulso viniera de algún material, que la fuente de inspiración fuera una leyenda antigua, parte de un poema, una escena histórica, una vez Rodin empezaba a trabajar en el material éste se transformaba progresivamente en algo objetivo y sin nombre. Traducidos al lenguaje de las manos, los requerimientos resultantes tienen todos un significado nuevo, que sólo podía efectuarse en la piedra. Este proceso de olvidar y transformar el material original se anticipa a menudo en los dibujos de Rodin. Por este medio Rodin también desarrolló sus propios métodos de expresión, y es esto lo que convierte a estos bocetos (de los que existen varios cientos) en revelaciones independientes y originales de su individualidad. Existen algunas acuarelas de este primer periodo con efectos de luces y sombras asombrosamente fuertes. La famosa Hombre con toro, tan evocadora de Rembrandt, es un excelente ejemplo, como lo son también la cabeza del joven Juan el Bautista y la chillona máscara del Genio de la Guerra; todas pueden considerarse como estudios que ayudaban al artista a reconocer la vida de los planos y su relación con la atmósfera. Después vienen figuras trazadas con una precipitada seguridad, formas redondeadas en todos sus contornos,

54.

37. La esposa del fabricante de cascos, c.1887. Bronce, 50.6 x 30 x 25.8 cm. Museo Rodin, París.

55.

38. Llamado a las armas, 1879. Bronce, 112 x 58 x 50 cm. Museo Rodin, París.

56.

39. Centaura, 1887 ó 1889. Bronce, 40 x 45 x 18 cm. Museo Rodin, París.

57.

58.

40. Palas con Partenón, 1896. Mármol, 47 x 38.7 x 31 cm. Museo Rodin, París.

delineadas con muchos rápidos trazos de lápiz, y otras encerradas en la melodía de un único contorno vibrante, del que surge un gesto de una pureza inolvidable. Típicos de estos son los dibujos que Rodin hizo para ilustrar Las f lores del mal para un refinado coleccionista. No decimos nada cuando hablamos de su profunda comprensión de la poesía de Baudelaire, pero empezamos a decir algo cuando recordamos cómo la perfección completa de estos poemas no permite ninguna adición, ningún realce ni efecto. Y aún así sentimos tanto la intensificación como la elevación cuando observamos cómo los trazos de Rodin complementan esta obra. Se trata de una sutil indicación de la encantadora belleza de estos dibujos. El boceto puesto al lado del poema titulado La muerte de los pobres, se extiende más allá de estos formidables versos con un gesto de tal sencillez y floreciente grandeza que parece colmar el mundo entero, del amanecer al atardecer. Lo mismo ocurre con los grabados a punta seca; aquí la trayectoria de líneas delicadísimas da la apariencia del contorno externo de algún hermoso objeto de cristal, que, delineado claramente en algún momento dado, fluye más allá de la esencia de algo real. Y finalmente suceden aquellos extraños documentos de lo momentáneo, aquellas crónicas de todo lo que es imperceptiblemente transitorio. Rodin asumió que si se lograban capturar rápidamente los movimientos más inconspicuos y espontáneos de cualquier modelo, estos proporcionarían una desconocida intensidad de expresión, pues nosotros no estamos acostumbrados a observarlos con una aguda y activa atención. Sin perder nunca de vista a su modelo y dejando por completo el papel a disposición de su veloz y experimentada mano, dibujaría un incontable número de gestos que raramente se ven y casi siempre se desdeñan. La fuerza de expresión que emanaba de estos gestos era prodigiosa; los movimientos aparecían enlazados de maneras que se habían pasado por alto o no se habían reconocido, y todos poseían la determinación, la fuerzas y la calidez de la vida animal pura. Una pincelada de ocre, trazada rápidamente y con énfasis variable sobre estos contornos, delineaba la superficie encerrada con tan increíble fuerza, que las figuras plásticas perecían haber sido creadas en arcilla horneada. Una vez más, todo un mundo nuevo había sido descubierto, colmado de una vida sin nombre, y las profundidades sobre las que otros habían pasado separaban sus aguas para aquel que había profetizado con su varita de sauce. Esta práctica de reproducir el tema primero en dibujos fue también parte importante de las preparaciones que Rodin siguió lenta y cuidadosamente para los retratos. Aunque resulte de verdad inapropiado ver en su escultura una forma de impresionismo, esta abundancia de impresiones, y la manera tan precisa y osada como han sido reunidas, le proporcionan una riqueza de material desde donde selecciona lo que es importante y esencial, para así agruparlo todo en una síntesis madura. Moviéndose desde los cuerpos, que Rodin prepara y forma, hasta los rostros, podría parecer por momentos que llegara de una zona turbulenta y momentánea a una habitación llena de gente: allí todo está atiborrado y oscuro, y el ambiente de un espacio interior reina bajo las cejas y en la sombra de la boca. Así como siempre existe el cambio y el ritmo de las olas en los cuerpos de Rodin, un constante flujo y reflujo, los rostros evocan el aire. Son como habitaciones donde han sucedido muchas cosas, donde ha habido felicidad y temor, desdicha y esperanza. Ninguna de estas experiencias ha desaparecido del todo; ninguna reemplaza a la otra, sino que cada una toma un espacio entre las demás, esperando a desvanecerse como una flor en el agua. Y aquel que llega de afuera, del poderoso viento, trae aliento al cuarto. La mascarilla de El hombre con la nariz rota fue el primer retrato creado por Rodin. Su particular manera de encontrarse con un rostro está ya totalmente desarrollada en esta obra temprana. Encontramos su devoción sin límites por lo que estaba frente suyo, su reverencia por cualquier línea trazada por el destino, su confianza en la vida, que crea incluso allí donde desfigura. Creó El hombre de la nariz rota con una especie de fe ciega, sin preguntar

59.

41. La pequeña hada de las aguas, 1903. Mármol, 41.5 x 66.5 x 58.5 cm. Museo Rodin, París.

42. Torso femenino sentado, o Torso Morhardt, c.1895. Yeso, 44 x 26.5 x 25 cm. Museo Rodin, París.

60.

61.

quién era el hombre, este individuo cuya existencia pasaba de nuevo en sus manos. Lo creó así como Dios creó al primer hombre, sin pretender crear otra cosa distinta a la vida misma,a la vida sin nombre. Pero retornaría a los rostros de la humanidad, siempre mucho más eruditos, más experimentados, más magnánimos. Ya no pudo evitar observar sus rasgos sin pensar en los días que habían trabajado sobre los mismos, ese gran ejército de artesanos trabajando constantemente en un rostro, como si se tratara de algo que no pudiera terminarse nunca. De esta forma, la silenciosa reproducción consciente de vidas se transformó para el artista maduro –al principio vacilante y experimental, después cada vez más certero y audaz– en una interpretación del guión que cubría estos rostros. No daría rienda suelta a la imaginación, ni tampoco inventó nada. En ningún momento desdeñó el difícil desarrollo de su oficio. Hubiera sido sencillo ascender de alguna forma y sobrepasarlo. Pero como siempre, mantuvo el paso a su lado, avanzando la distancia correcta, como el granjero detrás del arado. Pero a medida que abría los surcos, reflexionaba en la profundidad de la tierra y en lo alto del cielo, en el paso de los vientos y en la caída de las lluvias, en todo lo que era y ocasionaba daño y pasaba y retornaba, y en todo lo que no cesaba de ser. Y ahora, más fuerte y menos confundido por la multiplicidad, se sintió capaz de reconocer lo eterno en todo esto, en aquello que también hacía bueno el sufrimiento, en aquello que daba esperanzas en los momentos difíciles, y belleza en el dolor. Esta visión, que empezó con los retratos, se tornó más y más profunda en su obra. Es la última etapa, el último círculo de esta inmensa evolución. Comenzaría de manera lenta. Y Rodin avanzó con infinita precaución por este nuevo sendero. Procedió de nuevo, plano a plano, siguiendo y escuchando a la naturaleza. Fue la propia naturaleza la que le indicó aquellos lugares de los que sabía más cosas de las que se presentaban ante sus ojos. Cuando trabajaba y creaba, una gran simplificación de muchos pequeños detalles en desorden, y el resultado se asemejaba a los que Cristo había hecho cuando la gente se le acercaba con preguntas confusas y él les limpiaba los pecados por medio de una sublime parabola.. Rodin satisfacía las intenciones de la naturaleza. Completó cosas que se veían impotentes en su realización, y reveló relaciones ocultas, así como la tarde de un día brumoso revela montañas que se prolongan en la distancia como ondas sinuosas. Henchido de la animosa carga de su vasto conocimiento, observaba como un vidente a los rostros de aquellos que vivían a su alrededor. Este hecho le daba una claridad extraordinariamente precisa a sus retratos, pero también aquella grandeza profética que alcanza una indescriptible perfección en las imágenes de Víctor Hugo y Balzac. Para Rodin, crear un retrato significaba buscar la eternidad en un rostro específico, aquel trozo de eternidad con el que éste tomaba parte en la gran vida de las cosas eternas. Así como sostenemos una cosa contra el cielo para comprender su forma de una manera más pura y sencilla, todas estas figuras han sido llevadas, así fuera sólo un poco, de sus amarras hacia el futuro. Esto no es lo que comúnmente se llama beatificación, como tampoco sería acertado hablar de dar la expresión de algo característico. Se trataría más de una cuestión de separar lo perdurable de lo transitorio, de un criterio pasajero, de ser justos. Aparte de los grabados, la obra de Rodin incluye un inmenso número de retratos perfectos y geniales. Hay bustos hechos en yeso, bronce, mármol, y piedra arenisca; cabezas en arcilla horneada, y mascarillas puestas simplemente a secar. Hay retratos de mujeres durante todos los periodos de su obra. El famoso busto, hoy en el antiguo Museo Luxemburgo es uno de los primeros. La figura está colmada de una vida extrañamente hermosa y poseída de un encanto inconfundiblemente femenino, pero muchas obras posteriores la sobrepasan en la simplicidad y la concentración de sus planos. Esta es quizás la única de las obras de Rodin que no le debe su belleza exclusivamente a las virtudes de su escultor, pues este retrato también vive en parte por el espíritu de una gracia que ha caracterizado a la escultura francesa por siglos. Esta pieza se distingue vagamente por la

62.

43. El beso, 1888-1889. Mármol, 138.6 x 110.5 x 118.3 cm. Museo Rodin, París.

63.

44. La violación, estudio para Soy hermosa, c.1885. Mármol, 69.8 x 33.2 x 34.5 cm. Museo Rodin, París.

45. Abajo: La caída de Ícaro, 1895. Yeso, 46 x 69.3 x 36.2 cm. Museo Rodin, París.

64.

65.

46. Ángel caído, 1895. Bronce, 38 x 69.8 x 40.9 cm. Museo Rodin, París.

66.

47. Paolo y Francesca, c.1886. Bronce, 30.1 x 60.4 x 30 cm. Museo Rodin, París.

67.

68.

48. Torso de Adèle, 1882. Yeso, 16 x 50 x 19 cm. Museo Rodin, París.

elegancia que marca incluso a la mala escultura en la tradición francesa; no está completamente libre de aquella representación galante de la belle femme, que pronto quedaría atrás gracias a la asiduidad y mordacidad de Rodin. Pero haríamos bien en recordar que esta heredada sensibilidad también sería superada; Rodin tuvo que reprimir esta destreza innata para poder comenzar de nuevo como cualquier menesteroso. No fue que hubiera necesitado dejar de ser francés; después de todo, los grandes maestros de las catedrales fueron también franceses. Las últimas imágenes femeninas poseen una belleza distinta, arraigada más profundamente y menos común. Deberíamos quizás mencionar que estos últimos retratos fueron en su mayoría de extranjeros, a menudo de norteamericanos. En algunos de estos retratos hay un trabajo extraordinario, la piedra tan pura e indemne como en los antiguos camafeos. Hay rostros cuyas sonrisas no se ven definidas por ninguna parte; juegan suavemente entre los rasgos, levantándose como un velo con cada respiración. Los labios cerrados de manera misteriosa y los abiertos ojos ensoñadores ven más allá de todas las cosas, hacia una noche de luna eterna. Y sin embargo Rodin se inclina siempre hacia la representación del rostro de una mujer como parte de su hermoso cuerpo, como si los ojos fueran los ojos de su cuerpo, y la boca, la boca de su cuerpo. Donde él ha visto y creado de esta manera, el rostro a menudo adquiere una expresión de inesperada vitalidad tan poderosa y conmovedora que sobrepasa el retrato como un todo (incluso si toda la figura parece estar más pulida). Sucede algo distinto con las figuras masculinas. Resulta más sencillo pensar que la esencia vital de un hombre se concentra en el rostro. Incluso podemos imaginar que hay Instantes -tanto de agitación silenciosa como interna– cuando la vida queda plasmada en su totalidad en el rostro de un hombre. Rodin escoge esos instantes cuando decide hacer retratos masculinos. O incluso aún mejor: los crea. Va mucho más lejos. No se detiene en la primera o segunda impresión, ni en las siguientes. Observa y toma notas. Descubre movimientos sobre los que no vale la pena discutir, giros y medios giros, cuarenta tomas y ochenta perfiles. Sorprende al modelo en sus hábitos y contratiempos, haciendo expresiones, en el agotamiento y la tensión. Llega a conocer todas las transiciones en sus rasgos, de dónde provienen y hacia dónde van las sonrisas. Observa el rostro del hombre como una escena en la que él mismo toma parte; se encuentra en el centro de la acción, nada indiferente, y nada se le escapa. No quiere oír nada concerniente al hombre, y no quiere saber nada distinto a lo que observa. Pero lo ve todo. Invierte bastante tiempo con cada uno de los bustos. El material crece en los bocetos hasta cierto punto, en algunos trazos de la pluma o pinceladas de color, y también en su memoria, pues Rodin ha convertido su memoria en un recurso fiable de manera inmediata y siempre listo. Durante las sesiones su ojo ve más allá de lo que recuerda en el momento. No olvida nada, y a menudo el verdadero trabajo comienza, extraído de la fértil reserva de su memoria, cuando el modelo ya se ha ido. Su memoria es amplia y espaciosa; las impresiones no se transforman en su interior, sino que se ajustan a lo que las rodea, y cuando pasan a sus manos es como si fueran los gestos completamente naturales de estas manos. Este método lleva a un masivo número de combinaciones de cientos de momentos vitales: y esta es también la impresión que recibimos de estos bustos. Los múltiples contrastes distantes y las inesperadas transiciones que conforman a una persona y su constante desarrollo se juntan aquí en una auspiciosa unión, sosteniéndose uno al otro firmemente por una interna fuerza de adhesión. Esta gente se ha unido por el aliento total de sus seres, y todos los climas de sus temperamentos se revelan en los hemisferios de sus cabezas. Está el escultor Dalou, en quien un agotamiento nervioso vibra al lado de una energía porfiada y casi insignificante; está la emprendedora mascarilla de Henri Rochefort; está Octave Mirabeau, con los sueños y anhelos de un poeta que surge detrás de la fachada de un hombre de acción; y Puvis de Chavannes y Víctor Hugo, a quien Rodin conocía perfectamente; pero sobre todo, la indescriptible belleza

69.

49. Eterna primavera, 1884. Bronce, 64.5 x 58 x 44.5 cm. Museo Rodin, París.

70.

50. Iris, mensajero de los dioses, 1890-1891. Bronce, 82.7 x 69 x 63 cm. Museo Rodin, París.

71.

del retrato en bronce del poeta Jean-Paul Laurens. La superficie de este busto es tan profunda y al mismo tiempo tan grande en su concepción, tan moderada en su porte y tan fuerte en su expresión, tan alerta y llena de movimiento, que nos preguntamos si fue la misma naturaleza la que arrebató esta obra de las manos del escultor, para guardarla y preservarla como una de sus más preciosas posesiones. La magnífica pátina, su negra superficie ahumada penetrada por un resplandor metálico, como llamaradas, contribuye enormemente a la perfecta y misteriosa belleza de esta escultura. Existe también un busto de Jules Bastien-Lepage, hermoso y melancólico, que porta la expresión del artista sufriente para quien cada uno de sus esfuerzos significa una prolongada despedida de su obra. Fue hecho para Damvillers, el hogar del pintor, donde se levanta en el campo santo de la iglesia. De tal forma que esta pieza es en realidad un monumento. Pero por la plenitud y el aliento de su concepción, en todos los bustos de Rodin existe algo monumental. Con este, sin embargo, hay una mayor simplificación en los planos, y una selección incluso más rigurosa de lo que es esencial, y todo con la mirada de algo visto desde la distancia. Los monumentos creados por Rodin tendieron de manera creciente a la satisfacción de estas condiciones. Empezó con el monumento a Claude Gelée para Nancy, y desde este primer paso vino un empinado ascenso, un esfuerzo bastante interesante hasta llegar a la maravillosa hazaña de Balzac. Muchos de los monumentos de Rodin fueron llevados al continente americano, y el más maduro de todos fue destruido en Chile incluso antes de tomar su puesto. Se trataba de la escultura ecuestre del General Lynch. Así como la obra maestra perdida de Leonardo, a la que muy seguramente se le aproximaba en la fuerza de expresión y en la maravillosamente animada unidad entre caballo y jinete, esta estatua no estaba destinada a sobrevivir. Basándonos en un pequeño modelo de yeso en el Museo Rodin en Meudon, sólo podemos concluir que la imagen era la de un hombre delgado sentado derecho en la silla, sin la brutal arrogancia de un mercenario y más bien con una especie de tensión nerviosa; más como un hombre que ejercita la autoridad de manera obediente que como uno que la ha convertido en su vida. Incluso en este molde, podemos ver la mano del general señalando hacia el frente, emergiendo de la maciza base de hombre y bestia. Se trata del mismo rasgo que le imprime una majestuosidad inolvidable al gesto de Víctor Hugo, esa sensación de haber llegado desde muy lejos, esa fuerza que desde el primer vistazo nos obliga a creer. La gran mano viviente de un hombre mayor que conversa con el mar no proviene sólo del poeta; desciende de la cima de todo el grupo como si bajara de una montaña donde hubiera estado orando antes de empezar a hablar. Aquí el exilado es Víctor Hugo, el hombre solitario de Guernesey, y una de las maravillas de este monumento se encuentra en que las musas que lo rodean no dan la impresión de ser figuras que han venido a visitar al viejo abandonado: por el contrario, son las sombras de su soledad que se hacen visibles. Rodin logra transmitir esta impresión al interiorizar cada una esta de estas figuras y al concentrarlas a todas alrededor del ser íntimo del poeta; aquí una vez más, al dar vida individual a cada uno de los puntos de contacto, consigue hacer que estas figuras maravillosamente vitales parezcan expresiones del hombre que se encuentra sentado. Lo rodean como ademanes ejecutados una vez antes, gestos tan jóvenes y hermosos que una diosa les otorgaría el don de la inmortalidad, para perdurar eternamente bajo la forma de hermosas mujeres. Rodin realizó varios estudios para la figura del poeta. Durante las recepciones de Hugo en el Hotel Lusignan, se retiraba al nicho de una ventana, donde observaba y notaba todos los movimientos del poeta, y cada una de las expresiones de su animado rostro. Los distintos retratos que hizo Rodin de Hugo se derivaron de estas preparaciones. Sin embargo, tendría que cavar aún más profundo para hacer el monumento. Se apartó de todas las impresiones

72.

51. La joven madre, 1885. Bronce, 39 x 36.9 x 25.5 cm. Museo Rodin, París.

73.

52. Perseo y Medusa, 1887. Bronce, 49.5 x 26.4 x 49.1 cm. Museo Rodin, París.

53. El baño de Venus, 1885. Bronce, 57 x 22 x 28 cm. Museo Rodin, París.

74.

75.

individuales y las ordenó desde la distancia. Entonces, así como la figura individual de Homero sería creada probablemente de una serie de rapsodias, Rodin crearía esta imagen con todo lo que guardaba en su memoria. Y entonces le proporcionó a esta imagen final la grandeza de lo legendario; como si al final todo hubiera sido un mito que pudiera rastrearse hasta las macizas rocas que surgen del mar, en cuyos extraños contornos gente distante hubiera visto un gesto dormido. Allí donde los personajes históricos o materiales buscan vivir de nuevo en su arte, Rodin siempre contó con el poder de revelar todo aquello que es intemporal en el pasado. El mejor ejemplo quizás sea Los ciudadanos de Calais. El material histórico para esta obra consistió sólo en un par de columnas en la Crónica de Froissart. Se trataba de la historia de cómo el pueblo de Calais fue asediado por Eduardo III, de cómo el rey inglés se rehusó a mostrar piedad por este pueblo agobiado por el hambre, y cómo al final accedió a levantar el cerco sólo si seis de sus más distinguidos ciudadanos se entregaban a sus manos, “para hacer con ellos lo que se le antojara”. Ordenó que abandonaran la ciudad sin llevar nada sobre sus cabezas, vestidos sólo con camisas, cada uno con un lazo alrededor del cuello y las llaves de la ciudad fortificada en la mano. El cronista describe la escena; narra cómo el alcalde, Jean de Vienne, ordena que repiquen las campanas, y cómo los ciudadanos se reunen en la plaza. Esperan en silencio, después de haber escuchado las terribles noticias. Pero entonces los héroes, empiezan a ponerse de pie, entre ellos, aquellos escogidos que se sienten llamados a morir. En este punto los lamentos y los llantos de la multitud casi pueden escucharse entre las palabras del historiador. Él mismo parece conmovido por un instante, como si la mano le temblara mientras escribe. Entonces se repone de nuevo. Nombra a cuatro de los héroes, pero parece olvidar a los otros dos. Del primero dice que es el hombre más rico del pueblo. Del segundo nos cuenta que tiene poder y prestigio, y “dos hermosas doncellas como hijas”. Del tercer hombre sabe que es rico en posesiones y herencias, y del cuarto sólo que era hermano del tercero. Relata cómo son despojados de toda la ropa excepto las camisas, de cómo les atan cuerdas a los cuellos, y de cómo se dirigen con las llaves hacia la ciudad fortificada. Narra cómo llegan hasta el campo del rey y describe la crueldad con la que fueron recibidos, y de cómo ya el verdugo ha aparecido detrás suyo cuando su señor, por petición de la reina, ha decidido perdonarles la vida. “Hace caso a las palabras de su esposa”, escribe Froissart, “porque ella lleva un niño”. Eso es todo lo que aparece en la crónica. Rodin creó a los dos hermanos, uno de los cuales vuelve a mirar hacia atrás, mientras que el otro baja la cabeza en un gesto de sumisión total, como si ya se la estuviera ofreciendo al verdugo. Y creó el impreciso gesto del hombre que “pasa a través de la vida”, de quien Gustave Geffroy se ha referido como le passant. Camina solo, pero entonces voltea a mirar una última vez, no para ver el pueblo, ni a aquellos que lloran o aquellos que caminan con él. Se da la vuelta, el brazo derecho levantado, doblado a la altura del codo; su mano se abre en el aire y suelta algo, como si dejara libre a un pájaro. Es una despedida de toda incertidumbre, de una felicidad aun no realizada, de un dolor que ahora aguardará en vano, de gente que vive en alguna parte, y a quienes él tal vez haya conocido en algún momento, de todas las posibilidades del mañana y de los días por venir, y también de una noción de la muerte como algo distante, gentil y silencioso, algo que sólo vendría después de mucho tiempo. Esta figura, puesta sola en un jardín oscuro y olvidado, haría un

76.

54. El baño de Venus, 1885. Bronce, 57 x 22 x 28 cm. Museo Rodin, París.

55. Meditación, 1885. Bronce, 154.9 x 73.7 x 66 cm. Museo Rodin, París.

77.

78.

79.

80.

56. La mujer acurrucada, c.1881-1882. Yeso, 53 x 93.5 x 45 cm. Museo Rodin, París.

57. La mujer acurrucada, 1882. Bronce, 85 x 60 x 50 cm. Museo Rodin, París.

58. El pensamiento, 1886. Mármol, 74.2 x 43.5 x 46.1 cm. Museo Rodin, París.

monumento adecuado para todos aquellos que han muerto jóvenes. Al crear estos últimos gestos de vida, Rodin dio vida a cada uno de estos hombres. Las figuras individuales resultan sublimes en su sencillez. Podría uno pensar en Donatello, y quizás incluso en Claus Sluter y sus profetas en la Chartreuse de Dijón. Inicialmente parecería como si Rodin no hubiera hecho otra cosa que reunirlos. Les ha proporcionado a todos la misma camisa y la misma cuerda, y los ha puesto uno al lado del otro en dos filas; los tres que ya han empezado a caminar se encuentran al frente, mientras que los otros detrás suyo giran hacia la derecha, como en el acto de unírseles. La obra fue diseñada originalmente para la plaza central de Calais, para ser puesta en el lugar exacto donde alguna vez empezó aquel arduo viaje. Estas silenciosas imágenes habían sido pensadas para permanecer allí en una plataforma baja, levantadas sólo un poco por encima de la vida diaria del pueblo, como si la horrible procesión estuviera por comenzar de nuevo en cualquier momento. Sin embargo, por ser contrario a la costumbre, los habitantes de Calais rechazaron la perspectiva de un pedestal tan bajo. Y entonces Rodin propuso un escenario distinto. Pidió que construyeran una torre cuadrada con paredes planas, con aproximadamente las mismas dimensiones de la base de la escultura y una altura de casi dos pisos. Se levantaría en la orilla del mar, y proporcionaría un lugar para que las seis figuras permanecieran en la soledad del viento y el cielo. No fue una sorpresa que esta sugerencia también fuera rechazada, a pesar del hecho de que evidentemente se ajustaba a la esencia de la obra. Si lo hubieran intentado, habríamos contado con la incomparable oportunidad de admirar la unidad del grupo, que consiste en seis figuras independientes fusionadas juntas como si formaran una cosa. Y sin embargo estas figuras individuales no se tocan entre sí; están una al lado de la otra, como los últimos árboles de un bosque derribado, unidas sólo por el aire, que parece ser parte de las mismas de forma extraordinaria. Al caminar alrededor del grupo, resultaba asombroso observar cómo los gestos se levantaban puros y sublimes del ritmo de los contornos, cómo surgían, se detenían por un instante, para volver a caer después entre la masa, como banderas recogidas. Todo allí era diáfano e inequívoco. No había espacio para el azar. Como en todos los grupos de Rodin, este era un grupo completo, todo un mundo en sí mismo, lleno de una vida que circulaba sin escaparse por ningún punto. Contornos sobrepuestos reemplazaban aquí el contacto de planos, a pesar de que estos mismos contornos fueran también una forma de contacto, reducida infinitamente por el medio interpuesto del aire, que ejerce influencia sobre los mismos y los transforma. Suceden contactos desde la distancia, las formas se encuentran una a la otra y se sobreponen, como capas de nubes o montañas, donde el aire que las separa no es un abismo sino una transición gradual, la señal de una dirección. Esta interacción del aire con la obra que rodea siempre fue de gran importancia para Rodin. Él diseñaba sus cosas y sus planos en relación con el espacio, y es esto lo que les da esta grandeza e independencia, esta indescriptible madurez, lo que los distingue de todas las otras cosas. Pero ahora que su interpretación de la naturaleza ha llevado gradualmente hacia un énfasis en la expresión, se volvió aparente que la relación entre la atmósfera y sus obras también se haya intensificado, de tal forma que ésta rodea de una manera mucho más compulsiva y apasionada los planos que se cruzan. Si estas cosas antes habían estado simplemente en el espacio, ahora el espacio arrastraba estas cosas hacia él. Raramente uno ve algo comparable a este efecto, pero algunos animales en las catedrales lo tienen. Allí, también, el aire parece comulgar con las figuras: parece estar calmado o agitado a medida que pasa alternativamente sobre lugares de énfasis o relieve. De hecho, cuando Rodin eleva las superficies de sus obras, cuando crea los puntos más altos y da mayor profundidad a las cavidades, el resultado se asemeja fielmente a la manera como la atmósfera interactúa con las cosas que han estado expuesta a esta durante siglos.

81.

82.

83.

El aire también las ha elevado,, ahondado y cubierto de polvo, moldeándolas con lluvia y escarcha, con sol y tormentas, para una vida que transcurre más lentamente, si acaso más a la vista, en una oscura perpetuidad. Rodin se encaminaba hacia este efecto en Los ciudadanos de Calais. El principio monumental de su arte ya se había llevado a cabo en esta obra. Con estos medios fue capaz de crear cosas que resultaban visibles desde la distancia, cosas que estaban circundadas no sólo por el aire a su alrededor, sino por todo el cielo. Rodin podía atrapar y reflejar las distancias como con un espejo, y formar un gesto que parecía inmenso, forzando al espacio a comunicarse con este. Un buen ejemplo es el joven delgado que se arrodilla y extiende los brazos hacia arriba y atrás en un gesto de eterna súplica. Rodin llamó a esta figura El hijo pródigo, pero por alguna razón tomó el título de Oración, al que también pronto sobrepasó, pues no se trata simplemente de un hijo arrodillándose frente al padre. Este gesto hace necesario a Dios, y en aquel que lo realiza están todos los que lo necesitan. Todas las extensiones pertenecen a esta piedra; solitaria en el mundo. Lo mismo es cierto para el Balzac. Rodin le dio proporciones que tal vez en realidad excedían a las del escritor. Capturó la esencia de su ser, pero no se detuvo en los límites de esta esencia; esbozó contornos enormes que se extendían más allá de los logros del hombre para abarcar sus definitivas y más distantes posibilidades, contornos prefigurados en las tumbas de remotos ancestros. Quedó completamente absorbido por esta figura durante años. Visitaría el campo de Touraine, donde creció Balzac y hacia el que regresaba repetidamente en sus libros, revisó su correspondencia, estudió los retratos existentes, y leyó una y otra vez sus obras. Se encontró con los personajes de Balzac a lo largo de todos los sinuosos caminos de su obra, familias y generaciones completas, un mundo que parecía tener una fe imperecedera en su creador, existir a través de su vida y contemplarlo afectuosamente. Descubrió que estos cientos de personajes, cualesquiera que pudieran ser sus funciones, podían rastrearse todos hasta el hombre que los había creado. Y así como uno puede adivinar qué obra se está representando por las expresiones de la audiencia, Rodin buscó todos los rostros de estos personajes por el hombre que les había dado vida eterna. Así como Balzac, Rodin creía en la realidad de este mundo, y durante un tiempo logró insertarse en él. Vivió como si Balzac también lo hubiera concebido, inadvertido entre la multitud de sus creaciones. De esta manera aprendió bastante. Todo lo demás parecía mucho menos elocuente. Los daguerrotipos ofrecían puntos de referencia generales, pero ciertamente nada nuevo. El rostro que le mostraban resultaba familiar por los retratos que había visto en la escuela. Sólo uno de estos, que pertenecía a Stéphane Mallarmé y que mostraba a Balzac en tirantas y sin chaqueta, era el más característico. Después reunió las observaciones de sus contemporáneos, desde las palabras de Théophile Gautier hasta las notas de los Goncourts, y el extraordinario esbozo de Balzac hecho por Lamartine. Aparte de esto sólo existía el busto de David en la Comedia Francesa y el pequeño retrato hecho por Louis Boulanger. Pleno por entero del espíritu de Balzac, Rodin procedió ahora a elaborar su apariencia externa con la ayuda de estos soportes. Usó modelos vivos de proporciones físicas similares para elaborar siete figuras en distintas posiciones, todas llevadas a cabo de manera brillante. Los hombres a quines contrató para esta labor eran tipos pesados, robustos, con piernas gruesas y brazos cortos, y el resultado de estos estudios preliminares fue un Balzac bastante parecido al hombre representado en los daguerrotipos de la época de Nadar. Pero se sentía seguro de que no había sucedido nada definitivo. Retornó a la descripción hecha por Lamartine. Allí estaba escrito: “Su rostro era elemental”, y: “Estaba tan lleno de espíritu que éste cargaba su pesado cuerpo como si no fuera nada”. Rodin sintió de manera instintiva que gran parte de su tarea se encontraba en estas frases. Se acercó a una solución cuando intentó meter a las siete figuras bajo capuchas de monjes, imitando el atavío preferido de Balzac para trabajar.

84.

59. Torso de Adèle, 1882. Yeso, 13.1 x 44.8 x 20.5 cm. Museo Rodin, París.

60. La Danaide, c.1889. Mármol, 35 x 72 x 57 cm. Museo Rodin, París.

El resultado fue un Balzac en una casulla, demasiado íntimo, demasiado retirado en el silencio de su traje. Pero la visión de Rodin creció, desplazándose lentamente de una forma a otra. Y finalmente lo vio. Vio una figura ancha, que avanzaba a grandes zancadas, vertiendo todo su peso en la caída de una capa. Un poderoso cuello se juntaba con el pelo, y por debajo de este pelo había un rostro que observaba, un ímpetu de observación, bullente de creación: un rostro elemental. Éste era Balzac en toda su prolífica abundancia, fundador de generaciones y derrochador de destinos. Era un hombre cuyos ojos no necesitaban nada; si el mundo hubiera estado vacío, lo habría llenado con su Mirada. Este era el hombre que buscaba fortuna en minas de plata de fábula, y felicidad en un amor extranjero. Era la Creación en sí misma, en toda su presunción, arrogancia, frenesí, y éxtasis, haciendo uso de Balzac para aparecer bajo esta forma. La cabeza, echada hacia atrás, suspendida en la punta de esta figura como bolas danzando en la espuma de una fuente. Todo lo pesado se ha vuelto ligero, y se ha levantado y ha caído. En un momento excepcional de tremenda concentración y exageración trágica, Rodin había visto a su Balzac, y éste fue el modo como lo realizó. La visión no desapareció, se transformó. Este desarrollo en la obra de Rodin, que circundó con aliento los trabajos grandes y monumentales, también dotó de una nueva belleza a los otros. Les proporcionó una cercanía inconfundible. Entre los trabajos más recientes hay pequeños grupos marcados por una extraordinaria unidad de composición y por un tratamiento maravillosamente delicado del mármol. Estas piezas conservan a mediodía el misterioso resplandor emanado por los objetos blancos en el crepúsculo. Esto no se debe sólo a la vitalidad en los puntos de contacto; una mirada cercana revela que entre algunas de las figuras se han dejado franjas

85.

61. Psique, 1899. Mármol, 73.6 x 48.5 x 38.1 cm. Museo de Bellas Artes, Boston.

86.

62. Torso de Ugolino, antes de 1899. Yeso, 108 x 80 x 79 cm. Museo Rodin, París.

87.

planas de mármol, como travesaños que conectan las partes individuales de una forma con otra en la parte del fondo. Esto no es accidental. Las franjas de piedra evitan que el observador mire a través y más allá del objeto, hacia el espacio vacío. Preservan los redondeados contornos de las formas, que tienden a mostrarse afilados y desgastados en los huecos, y recogen la luz como cuencos con un constante y discreto rebosamiento. Aunque Rodin parece haber intentado llevar el aire lo más cerca posible a la superficie de sus obras, aquí es casi como si hubiera disuelto la piedra en el aire mismo: aquí el mármol parece ser un núcleo firme y fecundo, y el latiente aire, su más delicado contorno. El aire que ha llegado hasta esta piedra abandona su voluntad; no pasa de esta pieza hacia otros objetos; abraza la piedra, vacila, titubea, y ahí vive. Este bloqueo a toda visión no esencial representó un tipo de aproximación al relieve. De hecho, Rodin planeó realizar un inmenso relieve donde quedaran reunidos todos los efectos de luz que consiguió en los grupos pequeños. Tiene en mente una inmensa columna, alrededor de la cual una ancha franja de relieve serpenteará hacia arriba. A lo largo de estas espirales subirá una escalera interior, cerrada al exterior por arcadas abovedadas. Las figuras vivirán en su propia atmósfera en las paredes de este corredor, y el resultado será el de un arte que conoce los misterios del Claro-oscuro, una escultura del crepúsculo, afín a las figuras que aparecen en los vestíbulos de las antiguas catedrales. Este será un Monumento al trabajo. Sobre este lento relieve ascendente se desarrollará una historia del trabajo. El extenso rollo empezará en una cripta, con imágenes de hombres que envejecen en las minas, y su ancho camino atravesará por todas las formas de la ocupación humana, desde las ruidosas y enérgicas hasta las cada vez más taciturnas, desde las ráfagas de los hornos hasta las obras del corazón, y desde las labores de los martillos hasta las del cerebro. Aparecerán dos figuras a la entrada, el Día y la Noche, y dos deidades aladas coronarán la cima de la torre, con bendiciones que descenderán de las gloriosas esferas. Y este monumento al trabajo será en efecto una torre. Rodin no hubiera imaginado representar el trabajo con una única figura o un único gesto voluminoso, pues no se trata de algo para ser observado desde la distancia. Pertenece al taller, a los pequeños alojamientos de los artesanos a las mentes y a la oscuridad. Esto es algo que Rodin conoce muy bien, pues él mismo trabaja sin descanso. Su vida transcurre como un día de trabajo. Tiene varios estudios. Algunos son bastante conocidos para los visitantes y los corresponsales, otros están retirados y nadie los conoce. Se trata de celdas escuetas, escasamente llenas de gris y polvo. Pero su pobreza es como la gran pobreza gris de Dios, en la que los árboles se despiertan en marzo. Hay algo de comienzos de primavera en estos espacios: una silenciosa promesa y una profunda solemnidad. Quizás la torre del trabajo se levantará algún día pronto en alguno de estos estudios. Por ahora, mientras está por llevarse a cabo, sólo podemos hablar de su significado, y este parece descansar en el material. Cuando el monumento finalmente ocupe su sitio, resultará obvio que con esta obra Rodin, también, no desee nada más allá de su arte. El cuerpo trabajador se le ha revelado así como antes se le reveló el cuerpo amante. Era una nueva revelación de vida. Pero este creador vive tan profundamente en sus cosas, tan completamente absorto en las profundidades de su oficio, que él sólo puede responder a estas revelaciones con los simples medios de su arte. Para él una nueva vida significa en esencia nuevas superficies y nuevos gestos. En este sentido la vida para él se ha simplificado. Ya no puede equivocarse. La evolución de Rodin ha proporcionado una señal para todas las artes en esta confusa era. Algún día el público reconocerá lo que hizo tan grande a este artista: que se trataba de un trabajador que no deseó otra cosa que entregarse completamente, con toda su fuerza, al humilde y difícil mundo de su oficio. Hubo una especie de renunciación a la vida en este acto, pero con paciencia la recuperó: pues el mundo llegó a su obra.

88.

63. Ugolino, c.1881. Yeso, 41.5 x 40.3 x 58.7 cm. Museo Rodin, París.

89.

El caminante (Conferencia de 1907)

92.

E

64. Soy hermosa, 1882. Bronce, 69 x 30.8 x 31.9 cm. Museo Rodin, París.

xisten algunos pocos nombres que, si los pronunciara aquí y ahora, establecerían un sentido de solidaridad entre nosotros, una calidez y una unanimidad que harían parecer como si yo –sólo en apariencia apartadoestuviera hablando desde el centro de ustedes, como si fuera una de sus voces. Pero el nombre que preside esta noche como una constelación de cinco estrellas brillantes no puede ser nombrado. No por ahora. Sólo los perturbaría a ustedes, poniendo en movimiento corrientes de simpatía y hostilidad, pues necesito de su silencio y del espacio despejado de su atenta expectación. Ruego a aquellos de ustedes que aún puedan hacerlo, olvidar el nombre en cuestión, y pido a todos un olvido, incluso más amplio. Ustedes están acostumbrados a escuchar gente hablar de arte, y ¿quién podría negar que se sienten particularmente propensos a las palabras que les dirigen en este sentido? Un cierto movimiento fuerte y hermoso ha fijado su mirada como el vuelo de un gran pájaro, un movimiento que ya no puede ocultarse: y ahora se les pide que bajen los ojos durante parte de una noche, pues no tengo el deseo de llevar su atención hacia el firmamento de novedades inciertas. Tampoco deseo profetizar, basado en el vuelo de pájaro del arte moderno. He venido hasta ustedes para recordarles su propia infancia. No, no la suya, sino más bien todo lo que alguna vez fue infancia, pues debe ser posible despertar recuerdos que no son suyos, recuerdos que son más viejos que ustedes. Debo buscar la manera de restaurar conexiones y renovar relaciones que sucedieron mucho antes que ustedes. Y si pretendo hablar de gente, podría empezar justo donde ustedes quedaron antes de entrar en este recinto. Al recoger sus conversaciones, llegaría naturalmente a todo: elevado y arrastrado por esta vigorosa era, en cuyas orillas parece descansar todo lo humano, inundado y reflejado de maneras inesperadas. Sin embargo, al reflexionar en mi tarea, se ha vuelto evidente para mí que no he venido para hablar ante ustedes de gente, sino más bien de cosas. Cosas. Cuando pronuncio la palabra (¿están ustedes escuchando?), se convierte en silencio; el silencio que rodea a las cosas. Todo movimiento desciende y se transforma en contorno, y algo permanente se forma del pasado y del futuro: el espacio, la gran calma de las cosas, liberado del deseo. No, ustedes no sienten que enmudezca. La palabra “cosas” no significa nada para ustedes –demasiado y por lo tanto demasiado ordinaria- y pasa por su lado. Y en este sentido es provechoso que haya evocado la infancia; quizás esta sensación de algo precioso, algo asociado con tantos recuerdos, pueda ayudarme a traer para ustedes esta palabra de regreso al hogar. Si es posible, les pediría a ustedes retornar con su madura y refinada sensibilidad a una de las cosas más familiares para ustedes como niños. Traten de recordar si existió algo en el mundo, más cercano, más familiar y más necesario que esta cosa. ¿No era el caso que todo lo demás en el mundo podía causarles sufrimiento o tratarlos muy mal, asustándolos con el dolor y confundiéndolos con la incertidumbre? Si la bondad, la confianza y la sensación de no estar solos pudieran contarse entre sus experiencias más tempranas, ¿no se las deberían ustedes a esta cosa? ¿No fue con esta cosa que por primera vez ustedes compartieron su pequeño corazón como un trozo de pan que debería ser suficiente para dos? Después encontrarían una sagrada dicha en las leyendas de los santos, una bendita humildad y una disposición para ser todas las cosas, y la reconocerían porque algún pequeño trozo de madera tomó alguna vez para ustedes estas mismas cualidades. Este pequeño y olvidado objeto, que estaba dispuesto a significar casi cualquier cosa,

93.

los familiarizaba con miles de objetos al representar miles de papeles; era un animal y un árbol, un rey y un niño, y cuando se alejó, todas esas cosas permanecieron ahí. Este árbol, inútil por sí mismo, preparaba el camino para sus primeras relaciones con el mundo; los introducía a la vida y a la gente. Y lo que es aún más: en su Ser y en su apariencia externa, en su destrucción final o en su misteriosa escabullida, ustedes experimentaban todo lo humano y profundo en la muerte misma. Difícilmente recordarán ustedes estas cosas, y raramente son ustedes conscientes del hecho de que incluso hoy ustedes necesitan de cosas, que, como las cosas de su infancia, necesitan de su confianza, amor y devoción.. ¿Cómo pueden volverse tan importantes las cosas? ¿Cómo se relacionan las cosas con todos nosotros? ¿Cuál es su historia? Los seres humanos empezaron a formar cosas desde muy temprano. Con gran dificultad, y siguiendo modelos proporcionados por las cosas que encontraban en la naturaleza, la gente empezó a elaborar herramientas y vasijas, y debió haber sido una extraña experiencia observar al principio lo que habían creado con sus propias manos, algo tan correcto y auténtico como lo que existía en la realidad. Las cosas tomaron vida ciegamente, en las feroces angustias del trabajo, aún calientes con los vestigios de una existencia abierta y peligrosa; pero tan pronto como fueron terminadas y puestas a un lado tomaron su lugar entre las otras cosas, asumiendo una compostura y una silenciosa dignidad, buscando encontrar su propia permanencia con un consentimiento distante y melancólico. Esta experiencia fue tan extraordinaria y grandiosa que no resulta difícil imaginar cómo las cosas pronto empezaron a ser elaboradas por interés propio. Las primeras imágenes de dioses quizás hayan sido manifestaciones de esta experiencia, intentos por elaborar algo inmortal y permanente fuera del mundo humano y animal, algo que perteneciera a un orden superior: una cosa. ¿Qué tipo de cosa? ¿Una cosa hermosa? No. ¿Quién hubiera sabido lo que es la belleza? Una cosa que tuviera alguna semejanza. Una cosa en la que uno reconociera lo que se ha amado y temido, y lo incomprensible en toda ella. ¿Recuerdan este tipo de cosas? Quizás exista alguna que desde hace tiempo parezca simplemente ridícula. Pero algún día ustedes habrán quedado sacudidos por su urgencia, por la particular, casi desesperada gravedad que poseen todas las cosas; ¿y no se dieron cuenta de cómo la belleza vino hasta esta imagen aparentemente contra su propia voluntad, una belleza que ustedes no hubieran creído posible? Si ustedes han experimentado instantes como éste, desearía invocarlos ahora, pues en estos momentos las cosas son traídas de nuevo a la vida. Nada puede conmoverlos si ustedes no permiten que la cosa los sorprenda con una belleza inimaginable. La belleza siempre es algo hacia lo que nos acercamos, aunque no sabemos qué es este algo. La noción de una sensibilidad estética capaz de asir la belleza nos ha conducido por un mal camino, y ha producido artistas que entienden su labor como la creación de la belleza. En este contexto vale repetir que la belleza para nada se “crea”. Nadie nunca ha creado la belleza. Sólo podemos crear de diversos modos condiciones agradables o sublimes para aquello que algunas veces habita entre nosotros: un altar y una fruta y una llama. Nada más allá que esté en nuestro poder. Y la cosa misma, que evoluciona irrefrenable en las manos humanas, es como el Eros de Sócrates, es el d aimones, entre dios y el hombre, no necesariamente hermoso en sí mismo, pero amor puro y anhelo por la belleza. Imaginen cómo esta intuición cambia las cosas completamente cuando nace en un artista. El artista guiado por este conocimiento no necesita pensar en la belleza; de hecho, no sabe mejor que ningún otro en qué consiste la belleza. Gobernado por la

94.

65. Torso femenino, 1910. Bronce, 74 x 35 x 60 cm. Museo Rodin, París.

66. Fugit Amor, c.1884. Bronce, 30 x 51 x 19 cm. Museo Rodin, París.

95.

96.

97.

98.

67. Desesperación, 1890. Bronce, 34 x 36 x 30 cm. Museo Rodin, París.

urgencia de cumplir con un propósito más allá de sí mismo, sólo sabe que existen ciertas condiciones bajo las cuales la belleza puede llegar a las cosas que elabora. Y su vocación consiste en aprender a conocer estas condiciones, y en conquistar la habilidad para generarlas. Pero aquellos que estudian estas condiciones a fondo descubren pronto que no pasan más allá de la superficie y que no hay por dónde penetrar el núcleo de la cosa; que lo máximo que uno puede hacer es crear una superficie independiente y bajo ningún sentido fortuita, una superficie que, rodeada, oscurecida e iluminada como las cosas naturales por la atmósfera, no es absolutamente nada más que una superficie. Alejado de la retórica presuntuosa y caprichosa, el arte retorna a su humilde y digno lugar en la vida de todos los días, a la habilidad manual. Pues ¿qué otra cosa significa elaborar una superficie? Consideremos por un momento si todo lo que está frente a nosotros, todo lo que percibimos y explicamos e interpretamos, no consistiera simplemente de superficies. Y para lo que nosotros llamamos mente y alma y amor, ¿no serían todos, simplemente, una sutil transformación en la pequeña superficie de un rostro cercano? Y el artista que ha formado esta superficie, ¿ no tiene que permanecer en contacto con el elemento tangible que corresponde a su medio, la forma a la que él se puede agarrar e imitar? Y el artista que es capaz de ver y recrear todas las formas ¿no nos proveería (casi sin saberlo) con la vida entera del espíritu? ¿Con todo aquello que ha sido llamado siempre anhelo o dolor o bienaventuranza, y con todo lo que no se puede nombrar en su indescriptible vitalidad espiritual? Toda la felicidad que siempre ha estremecido el corazón; toda la grandeza que por poco nos destruye con su fuerza; todo pensamiento amplio y transformador; lo que alguna vez no fue más sino un fruncido de labios, un levantamiento de cejas, sombras sobre un rostro; y quizás, esta expresión de la boca, esta línea sobre las cejas, esta oscuridad sobre el rostro, siempre estuvieron ahí exactamente de la misma forma: como una marca en un animal, como una fisura en una roca, como una magulladura en una fruta… En realidad sólo existe una sola superficie que experimenta miles de cambios y transformaciones. Podríamos imaginar el mundo entero en esta idea, así fuera por un solo instante, y se transformaría en una tarea sencilla en nuestras manos. Pues la cuestión de si algo puede tomar vida no depende de grandes ideas, sino más bien si se puede hacer con ellas un oficio, un proyecto continuo que permanece con él hasta el final. En este punto me atrevo a mencionar el nombre que no se puede ocultar por más tiempo: Rodin. Como ustedes saben, éste es el nombre de innumerables cosas. Ustedes piden verlas, y yo me siento confundido pues no puedo enseñarles ni una sola. Pero casi alcanzo a sentir como si pudiera ver algunas de éstas en su memoria, como si las pudiera levantar y ponerlas delante de nosotros: aquel hombre con la nariz rota, inolvidable como un puño levantado repentinamente; aquel hombre joven que se estira en un movimiento semejante al propio despertar de ustedes; aquel caminante, erguido como una nueva palabra en el vocabulario de sus sentimientos; y aquel que se sienta, pensando con todo su cuerpo, replegado en sí mismo, y el ciudadano con la llave, como un gran depósito de puro dolor. Y Eva, doblada en su propio abrazo como si se encontrara a gran distancia, las manos extendidas hacia fuera como si rechazara todo, incluso su propio cuerpo cambiante. Y la dulce, suave e interna voz, sin brazos como la vida al interior y separada del ritmo del grupo.

99.

Y alguna pequeña cosa cuyo nombre ustedes han olvidado, hecha de un trémulo abrazo blanco que se mantiene unido como un nudo; y la otra que podría llamarse Paolo y Francesca, y aún otras más pequeñas que encuentran en ustedes mismos, como frutas con una cáscara muy delicada. Y entonces sus ojos, como los lentes de un poderoso proyector, se vuelven hacia un gigante Balzac en la pared detrás de mí. La imagen de un creador en toda su hubris, erecto en su propio movimiento como en un vórtice que inhala el mundo entero en su furiosa cabeza. Y ahora que todo esto ha sido traído a su memoria, ¿debería extraer más de estos cientos de cosas? ¿Orfeo, Ugolino, Santa Teresa sufriendo sus heridas? ¿Victor Hugo con su dominante gesto, oblicuo y macizo, y la otra figura, inconsciente de todo excepto de las voces susurrantes, y aún una tercera arrullada desde abajo por las voces de tres doncellas, como un manantial que brota de la tierra para encontrarse con él? Y puedo ya sentir cómo el nombre se deshace en mi boca, cómo todo es simplemente el poeta, el mismo poeta llamado Orfeo cuando sus brazos se extienden más allá de todas las cosas hasta las cuerdas, el mismo que se aferra con dolor y angustia a los pies de la musa que se escapa, y que muere al final, su rostro recto en las sombras de las voces que colman el mundo con canciones. Una muerte tan impresionante que a menudo este pequeño grupo ha sido llamado Resurrección. Pero, ¿quién puede detener la agitación de los amantes que se levantan sobre el mar de esta obra? Los destinos se acercan unos a otros en la implacable unión de estas figuras, con dulces nombres de pequeño consuelo, pero se desvanecen repentinamente como un resplandor pasajero, y comprendemos por qué. Vemos hombres y mujeres, hombres y mujeres, una y otra vez, hombres y mujeres. Y cuanto más observe uno, más sencillo se vuelve el contenido, hasta que uno ve simplemente: cosas. En este punto las palabras se vuelven inadecuadas, y retorno hacia el gran descubrimiento para el cual empecé a prepararlo: el conocimiento de la única superficie con la que el mundo se ofreció a sí mismo para este arte. Se ofreció, pero que aún no se ha entregado. Aceptando que este hecho requería (y aún lo requiere) un trabajo interminable. Consideren por un momento cuánto trabajo hubiera requerido un artista que deseara dominar todas la superficies; después de todo, ninguna cosa es igual a otra. No le preocupaba conocer el cuerpo en general, tampoco el rostro o la mano (ninguno de los cuales existe en todo caso), sino todos los cuerpos, todos los rostros, todas las manos. ¡Esta es toda una labor! Y qué sencilla y seria es, completamente desprovista de tentaciones y promesas; completamente modesta. Un oficio desarrolla aquello que parece ser lo de un inmortal; es tan amplio, tan infinito y sin fronteras, y por lo tanto sometido a un proceso de constante aprendizaje. ¿Dónde encontrar una paciencia adecuada para este oficio? Este trabajador renovaba de manera incansable el oficio con amor. Y quizás sea este el secreto de Rodin, se trataba de un amante que no podía resistirse. Su deseo era tan constante y apasionado e ininterrumpido, que todas las cosas se rendían: las cosas de la naturaleza y las misteriosas creaciones de todas las épocas en las que los seres humanos han anhelado ser naturales. No se interesó en aquellos a los que se admira fácilmente. Buscó aprender cada elemento de la admiración. Aceptó las cosas difíciles y reticentes, llevándolas como una carga, y su peso lo presionó aún más allá en su oficio. Debió haberse vuelto claro para él bajo esta presión que lo que importa con los objetos de arte, así como con un arma o una escala, no es ni su apariencia ni el “efecto” que crean; por el contrario, lo más importante es que estén bien hechos.

100.

68. Jean-Baptiste Rodin, padre del artista, c.1864. Bronce, 41.5 x 28 x 24 cm. Museo Rodin, París.

101.

102.

103.

104.

69. Avaricia y lujuria, c.1885. Yeso, 22.5 x 53 x 46 cm. Museo Rodin, París.

70. Las tres faunas, 1882. Yeso, 17 x 28 x 18 cm. Museo Rodin, París.

Esta destreza, esta labor con la más pura conciencia, lo fue todo. Recrear una cosa significaba repasar cada una de las partes, sin ocultar nada, sin traicionar nada; conocer cientos de perfiles, cada ángulo y cada traslapo. Sólo entonces había una cosa ahí, sólo entonces era una isla, separada completamente del continente de la incertidumbre. Esta labor (el trabajo en el modèle) era el mismo en todo lo que uno realizaba, y tenía que llevarse a cabo tan humildemente, tan obedientemente, tan devotamente, tan imparcialmente en el rostro y en la mano y en el cuerpo, que los nombres dejaban de importar; uno simplemente se entregaba a la materia sin saber cuál sería el resultado, como un gusano abriéndose camino de un lugar a otro en la oscuridad. ¿Quién puede mostrarse inhibido cuando lo confrontan formas con nombres? ¿No implica inevitablemente alguna clase de selección llamar algo un rostro? Pero el artista creativo no tiene el derecho de elegir. La obra del artista debe estar imbuida con un espíritu de inflexible sumisión. Las formas deben pasar sin ningún adorno por sus manos, como algo que se le ha confiado, con el propósito de que permanezcan puras e intactas en su trabajo. Y las formas en la obra de Rodin son puras e intactas; sin cuestionarse, las transfirió a sus cosas, que parecen como si nunca hubieran sido tocadas cuando las termina. Las luces y las sombras se extienden suavemente a su alrededor como lo hacen con las frutas muy frescas, y mucho más vivas con el movimiento, como si el viento de la mañana las hubiera traído. Aquí debemos hablar de este movimiento, aunque, por supuesto, no en el común sentido de un reproche, ya que el movimiento en los gestos de esta escultura, que se han comentado ampliamente, sucede entre las cosas, como la circulación de una corriente interna, sin perturbar nunca la calma ni la estabilidad de su arquitectura. Pero la introducción del movimiento en la escultura no representa en sí misma una innovación significativa. Esta es una nueva clase de movimiento; sin embargo, donde la luz interactúa de maneras extraordinarias con la particular composición de estas superficies, cuyas pendientes son tan multifacéticas que la luz fluye lentamente en ciertos lugares, para después precipitarse en otros, mostrándose panda y enseguida profunda, reluciente y después mate. La luz que hace contacto con una de estas cosas ha dejado de ser cualquier tipo de luz, ya no experimenta cambios incidentales; la cosa toma posesión de esta luz y la usa para sus propios fines. Rodin reestableció la adquisición y apropiación de la luz a modo de superficies claramente definidas como cualidad esencial de la escultura. Tanto en la escultura clásica como en la gótica se habían intentado varias soluciones a este problema, y Rodin se situó en la más venerable de las tradiciones cuando su desarrollo lo guió finalmente hasta el dominio de la luz. Alguna que otra piedra posee, en efecto, su luz propia, como el rostro inclinado sobre el bloque en el antiguo Museo de Luxemburgo. Esta figura, llamada La Pensée (El pensamiento), se inclina hacia adelante en la sombra, para descansar sobre el resplandor blanco del mármol, bajo cuya influencia las sombras se disipan y pasan a una transparencia vagamente luminosa. Y ¿quién podría olvidar uno de los grupos más pequeños, donde dos cuerpos crean el crepúsculo y se encuentran uno al otro en esta velada suavidad? Y es en verdad extraordinario ver la luz pasar con lentitud sobre la postrada espalda de La Danaide, como si avanzara palmo a palmo por horas. Y ¿alguien más conoció la extensión completa de la sombra, que tendría que haber incluido la tímida, transparente oscuridad que encontramos alrededor del ombligo en pequeñas piezas de la Antigüedad, y que ahora sólo se puede encontrar en la forma cóncava de los pétalos de las rosas?

105.

71. Fauna de pie, 1884. Yeso, 62 x 30 x 25 cm. Museo Rodin, París.

72. Fauna arrodillada, 1884. Yeso, 56 x 20 x 28 cm. Museo Rodin, París.

106.

107.

La trayectoria del progreso en la obra de Rodin se encuentra en estos pasos apenas descriptibles. Con el dominio de la luz daría comienzo también el siguiente gran logro, aquella cualidad que le daría forma a sus obras, aquella grandeza más allá de toda medida. Me refiero a la manera como llegó a un acuerdo con el espacio. Aquí, una vez más, como tantas veces antes, las cosas eran la esencia, y entonces volvería una y otra vez a interrogar a las cosas encontradas en la naturaleza, así como a ciertos objetos de arte de origen sublime. Estos le respondieron repetidamente con la constancia que los animaba, y poco a poco Rodin los logro comprender. Le revelaron una misteriosa geometría espacial, que le enseñó que los contornos de una cosa deberían disponerse según la dirección de los planos que se inclinaban, uno hacia el otro, para que así el objeto tomara de manera apropiada su sitio en el espacio, para que fuera reconocido, hasta donde fuera posible, en su independencia cósmica. Resulta difícil describir este conocimiento con precisión, pero podemos observar cómo se aplicó en la obra de Rodin. Los detalles se reúnen con una creciente energía y certidumbre en fuertes secciones individuales, hasta que finalmente toman forma, como si se encontraran bajo la influencia de fuerzas de rotación, en cierto número de amplios planos, y tenemos la sensación de que estos planos forman parte del universo y continúan hacia el infinito. Están obras como Juventud de una ed ad primitiva, puesta como en un espacio interior. Y Juan, alrededor del cual el espacio retrocede en todas direcciones. Y toda la atmósfera que rodea Balz ac, pero existe también un número de figuras sin cabeza, entre estas el nuevo caminante gigante, que parecen pasar muy lejos de nosotros, hacia el universo, para habitar entre las estrellas en vastas e inefables esferas. Pero así como en un cuento de hadas, donde el gigante que ha sido derrotado disminuye de tamaño frente a su vencedor para someterse a él completamente, así el maestro fue capaz de convertir el espacio que había ganado de las cosas en algo que le perteneciera a él por entero. Este espacio en toda su vastedad también puede encontrarse en aquellas extrañas hojas de papel, que fácilmente podrían confundirse con el punto culminante de su obra. Estos dibujos de los últimos diez años no son, como a menudo se les considera, trozos insignificantes ni estudios meramente provisionales y preliminares; contienen la expresión última de una larga e ininterrumpida experiencia. Y la contienen, como por un continuo milagro, en aquello que parece ser nada, en los trazos apresurados, en un contorno extraído jadeante de la naturaleza, en el contorno de un contorno demasiado delicado y precioso para que la naturaleza lo retenga. Las líneas nunca habían sido tan expresivas y al mismo tiempo tan espontáneas, incluso en los más extraordinarios dibujos japoneses. Aquí no hay representación, ningún plan ni propósito, y ningún rastro de un nombre. Y aún así, ¿qué no está ahí? ¿Qué sujeción o liberación o incapacidad para seguir sujetando, qué postración, qué estiramiento, y contracción, qué caída o vuelo que alguna vez se hayan visto o imaginado antes no se hallan de nuevo aquí? Si alguna vez han sido vistos en alguna parte, ahora están perdidos: eran tan efímeros y tenues, estaban tan lejos de un único significado, que nadie nunca fue capaz de atribuirles uno. Y es sólo ahora, cuando lo encontramos de manera inesperada en estos dibujos, que entendemos este significado: los extremos del amor, del sufrimiento, de la desesperación y de la bienaventuranza emanan de ellos, aunque no sabemos por qué. Hay figuras que se levantan, y esta elevación es tan gloriosa como sólo puede serlo un sol de mañana. Hay figuras livianas que se marchan velozmente, y su despedida nos llena de consternación, como si no pudiéramos vivir sin ellas. Hay figuras echadas, rodeadas por el reposo y los sueños; y figuras lánguidas cargadas de lasitud y espera; y figuras perversas que no pueden esperar. Podemos ver su

108.

73. Invocación, 1886. Yeso, 56 x 25 x 23 cm. Museo Rodin, París.

109.

110.

74. En la playa, 1906-1907. Yeso, 58 x 83 x 50 cm. Museo Rodin, París.

75. Cristo y María Magdalena, 1894. Mármol, 84.5 x 74 x 44.2 cm. Museo Rodin, París.

76. Hombre y su pensamiento, 1896. Mármol, 77 x 46 x 55 cm. Alte Nacional Galerie, Berlín.

depravación, y es como el crecimiento de una planta, desarrollándose en la locura porque no puede hacer otra cosa. Y podemos sentir que hay mucho de la inclinación de una flor en esta figura doblada, y que todas estas figuras son parte del mundo, incluso aquellas que serán siempre remotas como los signos del zodiaco, firmes en su apasionada soledad. Pero cuando alguna de estas animadas figuras se vuelve visible bajo una ligera tonalidad verde, entonces es el mar o el fondo del océano, y la figura se mueve de forma distinta, con mayor vigor, bajo el agua. Y un toque de azul por detrás de una forma fugaz es suficiente para traer el espacio dando tumbos desde todos los extremos de la página, envolviendo la figura con tanta nada que uno se marea y extiende involuntariamente la mano hacia el maestro que sujeta el dibujo al frente con un movimiento delicado y generoso. Y con esto, me siento obligado a confesar, les he enseñado uno de los gestos del maestro. Ustedes desean otros más. Se sienten suficientemente preparados para juntar rasgos externos y superficiales, transformándolos en fragmentos de un retrato personal. Desean escuchar el sonido de una frase como fue pronunciada; desean entrar en lugares y fechas en el atlas de su obra. Existe una fotografía basada en una pintura al óleo. La imagen, aunque borrosa, es la de un hombre joven al final de los sesentas. Las simples líneas del rostro sin barba son hasta cierto punto duras, pero los ojos claros penetrando la oscuridad se unen a los distintos rasgos en esa expresión apacible, casi ensoñadora, que la gente joven adopta bajo la influencia de la soledad; es casi el rostro de un hombre joven que estuvo leyendo hasta que se hizo oscuro. Pero existe otro retrato, tomado alrededor de 1880. Muestra un hombre marcado por la actividad: el rostro es flaco, la larga barba cae con descuido sobre un amplio y grueso pecho, sobre el que cuelga la chaqueta suelta. Uno siente como si pudiera vislumbrar los párpados enrojecidos en los tonos ahumados y desvanecidos de la fotografía, pues la mirada que sale de estos fatigados ojos es resuelta y segura, y hay en el porte una especie de tensión elástica e irrompible. Y entonces de golpe, después de sólo unos pocos años, todo parece haber cambiado. Algo final ha surgido de aquello que era temporal e indeterminado, algo hecho para durar. De repente, esta frente ahí, rocosa y abrupta, desde donde desciende una nariz recta y fuerte, con ventanas nasales delicadas y sensibles. Los ojos aparecen por debajo de viejas cejas pétreas, mirando con claridad hacia adentro y hacia fuera. La boca de la máscara de un fauno, medio disimulada y aumentada por el sensual silencio de los nuevos siglos. Y la figura porta esta cabeza, como si no fuera a ser movida de ese sitio. Y si tuviéramos que decir qué es lo que emana de esta figura, sería lo siguiente: parece remitirse atrás como un dios de los ríos y mirar hacia delante como un profeta. Esta figura no es característica de nuestra época. Pero al mismo tiempo que aparece preciso y definitivo en su singularidad, se pierde en un cierto anonimato medieval; posee una humilde grandeza que recuerda a los hombres que construyeron las ilustres catedrales. La soledad de esta figura no es reservada, pues se basa en una conexión cercana con la naturaleza. Su virilidad es sólida, sin ser dura, lo que trae a la memoria una descripción hecha por uno de los amigos de Rodin, quien lo visitaba ocasionalmente en las noches: “Cuando parte, deja atrás una cierta dulzura en la tenue luz de la habitación, como si una mujer hubiera estado allí”. Y de hecho, aquellos pocos selectos escogidos como amigos del maestro han experimentado su bondad, que es elemental como una fuerza de la naturaleza, como la bondad de un largo día de verano, que nutre todo y desaparece sólo hasta tarde en la noche. Pero incluso la gente que lo visitaba brevemente los sábados en la tarde

111.

112.

113.

experimentaba lo mismo, cuando se encontraba al maestro entre obras terminadas y a medio terminar en los dos talleres de Dépôt des Marbres. Su cortesía le transmitía a uno de manera inmediata una sensación de seguridad, pero la intensidad de su interés resulta terrible cuando fija la atención. Entonces adopta una mirada concentrada que va y viene como los rayos de luz de un faro, pero es tan poderosa que uno puede sentir que ilumina mucho más allá del inmediato objeto de su atención. Ustedes habrán escuchado muchas descripciones de los talleres en la Rue de l’Université. Son cobertizos donde se cortan los bloques de construcción de esta gran obra. Inhóspitos como las minas, no ofrecen ninguna diversión; diseñados únicamente para trabajar, obligan al visitante a emprender la labor de la observación, y es ahí donde muchos han experimentado por primera vez lo poco habituados que están para llevar a cabo este trabajo. Aquellos que lo aprendieron parten iluminados, y pronto se dan cuenta de que lo que han aprendido se aplica también a todas las cosas afuera. Pero, sin duda, estos espacios fueron mucho más extraordinarios para aquellos que aprendieron a cómo observar. A menudo venían de lejos, guiados por un sentido de amable necesidad, como si estuvieran destinados a encontrarse un día ahí, protegidos por estos objetos. Fue la conclusión y el comienzo y la callada realización de un deseo por una muestra en alguna parte de todos los mundos, por la sencilla realidad del éxito. Y Rodin se les uniría, admirando con ellos lo que los admiraba. Pues el oscuro y espontáneo método de su trabajo, que conducía al dominio del oficio, hacía posible que él también se detuviera y admirara las obras finalizadas una vez se encontraran ahí, como si él mismo no las hubiera llevado. Y su manera de admirarse siempre es mejor, más concienzuda, y más extasiada que la de cualquiera de los visitantes. Sus indescriptibles poderes de concentración son siempre una ventaja. Y cuando él rechaza de forma magnánima cualquier sugerencia de inspiración con una sonrisa irónica, y alega que no existe tal inspiración sino sólo trabajo, uno reconoce instantáneamente que la inspiración se ha vuelto constante para este artista, y que él ya no siente que aparezca, porque nunca lo abandona, y uno comprende la base de su ininterrumpida fecundidad. Recibe a todos los que le interesan con una pregunta sencilla: “¿Va bien el trabajo?” Y cuando la pregunta puede contestarse afirmativamente, queda la satisfactoria sensación de no tener nada solo de esta forma trabaja es feliz. Esta solución fue posible para la sencilla e íntegra naturaleza de Rodin, con sus inmensas fuentes de energía, y su genio la transformó en una necesidad, pues solo de esta forma se podía abarcar el mundo. Su destino fue trabajar como trabaja la naturaleza, no como trabajan los hombres. Quizás sea esto lo que Sebastián Melmoth sintió cuando fue a ver en solitario, en una de aquellas tardes tristes, Las puertas del inf ierno. La esperanza de realizar un nuevo comienzo quizás haya vibrado una vez más en su corazón medio destrozado. Quizás, si hubiera sido posible, le habría preguntado al hombre cuando finalmente tuvo un momento a solas con él, “¿Cómo fue su vida?” Y Rodin hubiera contestado. “Buena”. “¿Tuvo algún enemigo?” “Ninguno que hubiera podido mantenerme lejos de mi trabajo”. “¿Y la fama?” “Convirtió el trabajo en un deber”. “¿Y los amigos?” “Esperan que haga mi trabajo”. “¿Y las mujeres?” “Aprendí a admirarlas en el curso de mi trabajo”.

114.

77. La despedida, 1892. Yeso, 38.8 x 45.2 x 30.6 cm. Museo Rodin, París.

78. Miss Vicunha, 1884. Mármol, 57 x 36 cm. Museo Rodin, París.

79. Bernard Shaw, 1906. Mármol, 60 x 58 x 40 cm. Museo Rodin, París.

115.

116.

117.

“¿Pero usted fue joven alguna vez?” “En ese entonces era como todo el mundo. Uno no sabe nada cuando es joven; eso viene después, y sólo poco a poco”. En cuanto a lo que Sebastián Melmoth no preguntó, ha estado en la mente de aquellos que observan al maestro con gran atención, asombrados por la incansable fuerza de este hombre de casi setenta años de edad, por su juventud, que parece tan fresca y preservada como si la tierra lo reaprovisionara constantemente. Y entonces se encuentran ustedes preguntando de nuevo con impaciencia: “¿Cómo fue su vida?” Si yo vacilo en proporcionales una narración, como usualmente lo hace uno cuando describe una vida, es porque las fechas que conocemos (y sólo existen muy pocas de las mismas) parecen demasiado impersonales y generales en comparación con lo que este hombre hizo con ellas. Separado de todo lo que vino antes por la infranqueable cadena de montañas de su poderosa obra, resulta difícil reconocer el pasado. Tenemos que fiarnos en lo que el maestro mismo dijo sobre el tema, y en lo que los otros han añadido. De su infancia sólo sabemos que fue enviado desde París a una pequeña pensión en Beauvais cuando era apenas un muchacho. Sintió muy pronto nostalgia del hogar, y, delicado y sensible, sufría en la compañía de extraños que lo trataban con dureza. Regresó a París cuando cumplió los catorce años y aprendió a trabajar con arcilla en una pequeña escuela de arte. De ahí en adelante sería el más feliz de todos cuando sus manos tocaban el material, por el que siempre sintió una gran atracción. Todo lo que se asociara con el trabajo le producía un inmenso placer; incluso trabajaba durante las comidas, o mientras leía o dibujaba. Dibujaba mientras caminaba por la calle, y temprano en la mañana dibujaba los animales dormidos en el jardín de plantas. Y cuando el amor por el trabajo desfallecía, la pobreza lo hacía regresar. La pobreza, sin la cual su vida hubiera sido impensable; nunca olvidó que la pobreza lo hermanaba con los animales y la flores, sin poseer nada entre aquellos que no poseían nada, de aquellos que dependían sólo de Dios. Cuando tenía diecisiete años empezó a trabajar para un decorador, así como más tarde trabajaría para Carrier-Belleuse en la Fábrica de Sèvres, y para Rasbourg en Antwerp y Bruselas. Su vida como artista independiente, por lo menos en cuanto a lo que le concierne al público, comenzaría alrededor de 1877. Empezó con la gente acusándolo de haber hecho la estatua L’Âge d’airain, que se exhibía en aquel momento, sacando un molde de la naturaleza. Comenzó con una acusación. Él probablemente ya lo hubiera olvidado si la opinión pública no hubiera continuado a la manera de acusaciones y rechazos. No se quejaba, pero como resultado de esta hostilidad constante, que no disminuía, Rodin desarrollaría una excelente memoria para las experiencias desagradables, una memoria que él –con su buen sentido para lo más esencial– de otra forma hubiera ignorado. Sus habilidades para aquel momento ya se encontraban considerablemente desarrolladas (debió haber sido alrededor de 1864) cuando elaboró la mascarilla para El hombre con l a nariz rota. Ya había llevado a cabo una gran cantidad de trabajo como parte de sus obligaciones, pero todo había sido desfigurado por otras manos y no llevaban su nombre. Los modelos que elaboró para Sèvres fueron encontrados tiempo después y adquiridos por Mr. Roger-Marx; en la fábrica los habían arrojado a un lado con otros cascos inservibles. Diez mascarillas pensadas para una de las fuentes del Trocadero desaparecieron del sitio tan pronto como fueron puestas ahí, y no volvieron a encontrarse nunca. Los ciudadanos de Calais nunca recibieron el emplazamiento que el maestro había sugerido; ninguno quería tomar parte en el acto para descubrir este monumento. En Nancy, Rodin

118.

80. Amanecer, 1885. Mármol, 57 x 57 x 35 cm. Museo Rodin, París.

119.

120.

81. La tempestad, c.1900. Mármol, 44.3 x 50.3 x 29.3 cm. Museo Rodin, París.

se vio obligado a hacer modificaciones en la base de la estatua de Claude Lorrain. Ustedes recordarán el rechazo sin precedentes del Balzac por aquellos mismos que lo encargaron, con el pretexto de que la escultura representaba de manera inadecuada su tema. Pero quizás ustedes hayan pasado por alto aquellos informes periodísticos de un par de años atrás, cuando el molde de yeso de El pensador, que había sido puesto provisionalmente fuera del Panteón, fue atacado con un hacha. De tener por estos días otra obra de Rodin escogida para el espacio público, sin duda se encontrarían ustedes con una noticia similar. Pues esta lista, que representa sólo una selección de atropellos que se multiplican sin fin, está con seguridad incompleta. No es difícil imaginar cómo al final el artista tuvo que moverse para asumir el desafío en esta guerra declarada constantemente. La rabia y la impaciencia pudieron fácilmente haberse llevado lo mejor de él, pues entrar en esta lucha lo hubiera apartado de su obra. La gran victoria de Rodin se encuentra en el hecho de haber perseverado y respondido de la manera como lo hace la naturaleza: con un nuevo comienzo y una mayor intensidad productiva. Si temiera el reproche de estar exagerando, no podría describirles a ustedes la actividad de Rodin después de su regreso de Bélgica. Su día empezaba, pero no concluía con el sol, pues invariablemente venían después largas horas iluminadas por alguna lámpara. Tarde en la noche, cuando ya no había modelos disponibles, su esposa, compartió largo tiempo su vida con un apoyo y una devoción conmovedora, siempre estuvo lista para permitirle seguir trabajando en su desgastada habitación. Era invisible como su asistente, oculta detrás de las muchas humildes tareas dejadas a su cargo, pero también podía ser hermosa, como el busto llamado La Bellone y un retrato posterior que nos prohibió olvidar. Y cuando ella se encontraba al final agotada, la mente de Rodin estaba tan llena de recuerdos de formas que no había necesidad de interrumpir su trabajo. Los cimientos de todo su inconmensurable proyecto se echaron durante estos años; fue por esta época cuando surgieron casi todas las obras más conocidas, y con una simultaneidad asombrosa. Es como si el comienzo de su realización fuera el único indicio de que iba a ser posible completar semejante colosal empresa. Este poder inmenso continuaría intacto a lo largo de los años, y cuando finalmente se impuso el agotamiento, no fue debido tanto al trabajo como a las insalubres condiciones en el oscuro apartamento (en la Rue des Grands-Agustins), y que Rodin ignoró durante tanto tiempo. Es cierto que Rodin a menudo añoraba la naturaleza, y salía ocasionalmente las tardes de los domingos. Pero por lo general ya era al final de la tarde, para cuando –caminando entre la multitud (tomar un autobús fue algo inconcebible durante varios años)– llegaba a las fortificaciones, detrás de las cuales se encontraba el campo, indistinto e inalcanzable bajo el crepúsculo. Sin embargo, al final le resultó posible cumplir su viejo sueño y trasladarse al campo, primero a una pequeña casa en Bellevue y después a las tierras altas de Meudon. Allí la vida se volvió mucho más espaciosa; la casa (la Villa des Brillants de una sola planta y con el alto techo estilo Luis XIII) era pequeña y nunca se amplió. Pero existía ahora un jardín, cuyo alegre cultivo formaría parte de todas las nuevas tareas, extendiéndose al otro lado de la ventana. En estos nuevos alrededores no sería el amo de la casa quien tomó espacio y necesitó de mayor expansión; ahora era el momento de complacer a sus amadas cosas. No se escatimarían esfuerzos por ellas. Hace seis años, como recordarán ustedes, Rodin se trasladó del Pabellón de Exhibición en Pont d’Alma a Meudon, y dejó aquel iluminado y amplio salón para los cientos de objetos que ahora lo llenan. Una colección de estatuas y fragmentos clásicos, seleccionados personalmente y con considerable esmero, ha crecido gradualmente junto con este Museo Rodin. Contiene un número de obras griegas y egipcias que se destacarían en los salones del Louvre.

121.

82. “El hombre caído” en un capitel corintio, c.1885. Yeso, 82 x 37.5 x 51 cm. Museo Rodin, París.

83. El hijo pródigo, c.1886. Yeso, 139.7 x 71.1 x 108 cm. Museo Rodin, París.

122.

123.

124.

84. El caminante, 1900-1907. Bronce, 213.5 x 71.7 x 156.5 cm. Museo Rodin, París.

En otro salón hay varios cuadros detrás de vasijas atenientes, y uno puede nombrar fácilmente los artistas que los pintaron sin mirar las firmas: Ribot, Monet, Carrière, Van Gogh, Zuloaga; y entre aquellos sin firma, aparecen varios que se pueden rastrear hasta el gran pintor Falguière. Naturalmente hay varias devociones: los libros forman por sí mismos una vasta biblioteca que es al mismo tiempo independiente de su dueño, acomodada con meticuloso cuidado. Todos estos objetos están rodeados por la atención y el respeto, pero nadie espera que contribuyan al confort o la atmósfera. Uno casi tiene la sensación de que estos singulares objetos de arte de clases y épocas tan variadas nunca han sido experimentados con tanta intensidad como en este lugar, donde están libres de la ambición que a menudo caracteriza las colecciones, y donde no se ven forzados a contribuir con su propia belleza a un sentido general de complacencia que no tiene nada que ver con ellos. Alguien dijo alguna vez que estos objetos permanecían allí como hermosos animales, y esta idea capta la relación de Rodin con las cosas a su alrededor, pues cuando él se mueve entre sus cosas en la noche, de manera cautelosa como si no quisiera molestarlas, y se acerca finalmente con una pequeña luz a una pieza de mármol antiguo, que se agita, despierta, y se levanta de repente de su sueño, resulta evidente que lo que ha estado buscando y lo que ahora admira es la vida. “La vida, qué portento”, fue así como lo dijo alguna vez. Aquí, en la soledad de su casa de campo, aprendió a tomar la vida con un amor más fiel. Se le reveló como si él hubiera sido iniciado, sin volver a ocultársele, más allá de cualquier señal de desconfianza. La reconoció en lo que era pequeño y en lo que era grande; en lo que apenas era visible y en lo inmenso. Se encuentra en el momento de levantarse y de ir a dormir, y se encuentra también en sus vigilias nocturnas. Igualmente, a las sencillas comidas a la antigua -el pan, el vino- las colma esta vida. Está en la alegría de los perros, y está en los cisnes y en el brillante vuelo de las palomas. Colma cada pequeña flor, cada pedazo de fruta. Una sencilla hoja de col en la huerta rebosa de vida, y con justa razón. Esta se refleja alegremente en el agua, y llena de felicidad a los árboles. Y cómo se apodera de los hombres y las mujeres cuando renuncian a sus fatigas. Qué bien se sostienen las pequeñas casas, justamente como deberían estarlo, en perfecta armonía. Y qué manera tan magnífica como salta el puente sobre el río en Sèvres; tomándose una pausa, descansando, recuperando fuerzas para volver a saltar tres veces más. Y mucho más atrás, Mont Valerien con su fortaleza, como una gran obra de escultura, como una acrópolis o un antiguo altar. Y todas estas cosas también fueron levantadas por hombres que estaban cerca de la vida: este Apolo, este Buda sereno reposando sobre una flor abierta, este halcón, y después ahí, este reclinado torso de un muchacho, en el que nada es falso. Construyendo sobre estas intuiciones, que invariablemente revalidan tanto las cosas cercanas como las lejanas, los días de trabajo del maestro de Meudon avanzaban rápidamente. Y han seguido siendo días de trabajo, uno igual al otro, excepto que ahora todo esto también pertenece al trabajo: esta manera de ver hacia fuera y ser parte de todo y comprenderlo. “He terminado a comprender”, dice a menudo Rodin, y con una cierta gratitud reflexiva. “Y es así porque me dedico con seriedad a cualquier cosa. Aquel que logra entender una cosa entiende todo, pues las leyes son las mismas para todo. Aprendí escultura y comprendí muy bien que se trataba de algo grandioso. Recuerdo ahora cómo alguna vez reemplacé la escultura por Dios a lo largo de toda La imitación de Cristo, pero particularmente en el tercer libro, y fue correcto en todo sentido”. Sonreirán ustedes ahora, y está bastante bien que lo hagan. La profundidad de esta afirmación aparece tan desprotegida, que uno se siente impulsado a ocultarla. Pero ustedes

125.

comprenden que palabras como estas no han sido pensadas para ser pronunciadas en voz alta como debo hablar yo aquí. Quizás sólo cumplen su misión si aquellos que las han recibido intentan ordenar su vida en conformidad. Rodin, en todo caso, es un hombre silencioso, como todos los hombres de acción. Muy rara vez presume de expresar en palabras sus reflexiones, ya que estas son el instrumento de los poetas, y él sitúa modestamente al poeta muy por encima del escultor, quien, como él mismo dijo alguna vez con una sonrisa de resignación frente al hermoso grupo titulado El escultor y su musa, “debe llevar a cabo un desmesurado esfuerzo, en su torpeza, por comprender a su musa”. Y lo que se ha dicho sobre su conversación también resulta cierto en este caso, “¡Qué maravillosa comida, qué alimento tan enriquecedor!” Pues la sencilla realidad de los días que ha experimentado se levanta imponente y alentadora detrás de cada una de las palabras que abla. Ahora ustedes pueden entender que estos días están llenos. La mañana transcurre en Meudon; a menudo se emprenden varios trabajos en progreso en diferentes talleres, y cada uno avanza un poco. Los asuntos comerciales se interponen, molestos e inevitables. El maestro no puede librarse de estos inconvenientes y refriegas, ya que varias de sus obras están en manos de los comerciantes de arte. Por lo general hay un modelo esperando en la ciudad a las dos de la tarde, alguien acomodado para un retrato o un modelo profesional, y sólo es durante el verano que Rodin logra retornar a Meudon antes del atardecer. Allí las noches son cortas y siempre iguales, pues a las nueve en punto el ama de llaves se retira. Y si ustedes estuvieran por preguntar sobre las distracciones o las excepciones en su horario, el hecho es que no hay ninguna. El concepto de Renan, Trabajar rel aja, nunca ha sido tan preciso como aquí todos los días.

126.

85. Eclesiastés, 1898. Bronce, 24.9 x 25.8 x 28 cm. Museo Rodin, París.

86. Torso de mujer joven, 1910. Bronce, 86 x 48.1 x 32.2 cm. Museo Rodin, París.

127.

128.

87. Hanako, 1907-1908. Bronce, 22 x 15 x 13 cm.. Museo Rodin, París

Pero algunas veces la naturaleza prolonga de manera inesperada estos días, que se parecen tanto los unos a los otros, agregando tiempo y estaciones enteras antes de que el día de trabajo comience; ella no permite que su amigo se pierda de nada. Las mañanas alegres lo reaniman, y él comparte su existencia. Camina por su jardín o se dirige a Versalles para asistir al despertar de los parques, como alguna vez alguien rindió homenaje al levée del rey. Rodin adora la calma de estas primeras horas. “Uno de verdad ve los animales y la vegetación en su medio ambiente”, comenta con placer, y se regocija con todo a lo largo del camino. Recoge una seta y se la enseña con placer a Madame Rodin: “Mira”, dice con emoción, “y tomó sólo una noche; todas estas laminillas fueron creadas en una noche. Esto es lo que es un buen trabajo”. Las granjas se extienden más allá de los límites del parque. Una yunta de cuatro bueyes se da la vuelta lentamente, arando con pesadez sobre el campo fresco. Rodin admira el paso lento, su calmada deliberación, su riqueza. Y entonces dice: “Es sólo obediencia”. Sus reflexiones pasan a su trabajo de una forma similar. Comprende esta escena, así como comprende las escenas trazadas por los poetas con quienes a menudo pasa sus noches. (Ya no se trata de Baudelaire, sino de vez en cuando Rousseau, y bastante a menudo Platón). Y cuando suena la trompeta, aguda y escandalosa, desde los campos de entrenamiento en Saint-Eyr, sonríe, pues ve el escudo de Aquiles. En el recodo siguiente el camino se estrecha, “l a belle route”, plano y extenso hasta donde uno camine. Y caminar también es un placer. Esto lo aprendió de sus días en Bélgica. Hábil en su trabajo, pero por varias razones sólo ligeramente intrigado en su compañero del momento, se escabullía días enteros para estar afuera. A menudo llevaba consigo un tarro de pintura, pero lo usaba cada vez menos, pues Rodin entendió que dedicarse a un solo lugar sólo lo desviaba del placer que le podían brindar miles de cosas más, y que él conocía tan poco. Así que este fue un periodo de intensa observación. Rodin lo llamó el más enriquecedor de todos. Los grandes bosques de hayas en Soignes, los largos caminos blancos extendiéndose hacia el poderoso viento de las llanuras, las alegres posadas, en donde el descanso y las horas de las comidas tenían algo festivo en toda su sencillez (usualmente sólo con un pan sumergido en vino, “une trempête”): todo esto conformaba el mundo de sus impresiones, en el que cada suceso llegaba como acompañado por un ángel, pues encontraba detrás de todo las alas de la gloria. Con seguridad tiene la razón en pensar con profunda gratitud en aquellos pasados años de caminatas y observaciones. Fueron una especie de preparación para la obra venidera, una especie de estado preliminar en todo sentido, pues fue entonces también cuando su condición física adquirió aquella fuerza duradera que él más tarde explotaría de forma tan implacable. Así como tomó de aquellos años una vitalidad incansable, así también aún hoy regresa de una larga caminata mañanera con espíritu renovado y ansioso por trabajar. Feliz como si acabara de recibir buenas noticias, se dirige hacia sus cosas, y empieza con una como si le hubiera traído a esta algo hermoso. En el mismo instante queda completamente absorbido, como si llevara trabajando varias horas. Y empieza, completando algo aquí o cambiando algo allá, atravesando esta multitud como si respondiera a la llamada de las cosas que lo necesitan.

129.

No se olvida de ninguna; las otras esperan con paciencia por su turno en la parte de atrás. Como en el jardín, no todo crece al mismo ritmo. Las flores esperan al lado de las frutas, y aquí y allá hay hojas en los árboles. ¿No he dicho que una característica esencial en este titán es la de tener tanto tiempo como la naturaleza, y de producir con igual abundancia? Déjenme decirlo de nuevo: aún sigue siendo un milagro para mí que exista un hombre cuya obra haya crecido a tan extraordinarias proporciones. Pero nunca olvidaré la mirada de alarma que me lanzaron una vez, cuando usé la misma expresión entre un grupo de gente, para evocar por un momento la enormidad del genio de Rodin. Un día comprendí esa mirada. Atravesaba los inmensos talleres, absorto en mis reflexiones, y descubrí que todo se transformaba, pero nada se hacía a la carrera. Allí se encontraba el bronce terminado de El pensador, intensamente concentrado en sí mismo. Pero también pertenecía a la trama creciente de Las puertas del inf ierno. Había uno de los monumentos para Víctor Hugo, avanzando lentamente hacia su terminación, aún bajo observación, abierto quizás a los cambios, y mucho más allá había otras variaciones, obras aún en proceso. El grupo de Ugolino aguardaba a un lado, como las arrancadas raíces de un antiguo roble. También se encontraba a la espera el extraordinario monumento para Puvis de Chavannes, con la mesa, el manzano, y el glorioso espíritu de la paz eterna. Aquella pieza a la distancia debe ser un monumento en honor a Whistler, y esta silenciosa figura a mi lado será probablemente la tumba para alguien desconocido y famoso alguna vez. No es sencillo abrirse paso entre todo esto, pero al final llegó de nuevo al vaciado en yeso del Tour du Travail, que aguarda por un patrón en su forma definitiva, alguien que erigirá por encima de los hombres la inmensa lección de sus imágenes. Y aquí, a mi lado, aparece otro objeto, un rostro sereno acoplado a una mano sufriente. El yeso posee esa blancura transparente que sólo pueden ser transmitidas por las herramientas de Rodin. Y en el pedestal, escrita y vuelta a tachar, la palabra Convalescente. De repente me encuentro entre cosas nuevas en proceso y sin nombre; cosas empezadas ayer o el día antes, o incluso hace varios años, pero que tienen la misma ecuanimidad de las otras. No llevan cuenta del tiempo. Y entonces me pregunto por primera vez: ¿Cómo les resulta posible no llevar cuenta del tiempo? ¿Por qué es que esta cantidad inmensa de obras crece continuamente, y cuándo terminará? ¿No tienen consideración con su señor? ¿Pueden realmente creer que se encuentran en las manos de la naturaleza, como las rocas para las que mil años pasan como un día? Y con cierta consternación tengo la sospecha de que todo el trabajo terminado tendrá que desaparecer de los talleres, para poder así ver lo que falta por hacer para los siguientes años. Pero mientras contaba las numerosas obras terminadas –las relucientes piedras, los bronces y los incontables bustos-, mi mirada quedó fija en el grandioso Balz ac, que había sido rechazado y retornado, sólo para levantarse ahora ahí con orgullo, como si no quisiera volver a partir nunca más.

130.

88. Hanako, 1907-1908. Vidrio fundido, 22 x 15 x 13 cm. Museo Rodin, París.

131.

89. Eva en el pilar, Bronce, 42 x 12 x 12 cm. Museo Rodin, París.

132.

90. Movimientos de danza E, 1910. Bronce, 35.7 x 11.7 x 20.2 cm. Museo Rodin, París.

133.

134.

91. Movimientos de danza G, 1910. Bronce, 32 x 10 x 9 cm. Museo Rodin, París.

Desde ese momento pude ver la tragedia incrustada en la magnitud de la obra de Rodin. Siento con una fuerza como nunca antes que con estas cosas la escultura ha alcanzado un prodigio que sólo podría compararse con la Antigüedad. Y esta escultura ha nacido en una época que no posee cosas ni casas ni objetos externos, pues la vida interior que constituye a esta época es informe e intangible: está, en pocas palabras, en un flujo continuo. Y se le dejó a este hombre para que la agarrara; en su corazón él es uno de los que dan forma. Se apoderó de todo lo que era vago, de todo lo que se desarrollaba, lo que cambiaba constantemente –y que también todo estaba dentro de él– y le dio forma como un dios, pues la transformación también , tiene su dios. Fue como si él hubiera tomado metal fundido y lo hubiera dejado endurecer en sus manos. Quizás parte de la resistencia que parece encontrar su obra en todas partes podría originarse en el sentido de la fuerza al interior del trabajo. En su tiempo, el genio siempre es aterrador, pero, aquí donde constantemente supera nuestra época en su concepción y realización, el efecto es asombroso, como una señal en los cielos. Uno no puede sino preguntarse hacia dónde irán estas cosas. ¿Quién se atreverá a acogerlas? ¿Y no muestran su propia tragedia, estas cosas radiantes y solitarias que han arrastrado los cielos hacia sí mismas? ¿Que ahora se levantan allí con libertad, sin la presencia de las paredes? Se encuentran en el espacio. Y no tienen nada que ver con nosotros. Imaginen una montaña elevándose en mitad de un campamento de nómadas. Ellos abandonarían el lugar y se marcharían por el bien del grupo. Y ahora todos somos nómadas; no porque ninguno de nosotros tenga una casa donde permanecer y trabajar, sino porque más bien no contamos ya con un hogar común. Porque debemos cargar con lo que hay de grande en nosotros, más que habitar, así sea sólo periódicamente, en la grandeza. Y aun así, cada vez que la humanidad se vuelve en realidad grandiosa, desea un hogar de grandeza universal, sin nombre. Cuando la grandeza emergió por primera vez desde la antiguedad, , en las esculpidas figuras creadas por los hombres que eran también nómadas en espíritu y colmados de cambios, ésta se lanzó hacia las catedrales, refugiándose en los vestíbulos y escaló los portales y las torres como si escapara de una inundación. Pero ¿adónde podían ir las cosas de Rodin? Eugène Carrière escribió alguna vez de Rodin: “Él no pudo tomar parte en la catedral ausente”. No había para él sitio donde colaborar, y nadie trabajó con él. En las casas del siglo XVIII, y en sus ordenados parques, Rodin descubrió con cierta tristeza el rostro último del mundo interior de una época. Y con paciencia reconoció en este rostro los rasgos de una conexión fundamental con la naturaleza, aconsejándonos a regresar “a la obra de Dios, una obra maestra inmortal y una vez más desconocida. Aquí se encuentran todos los estilos futuros”, ofreciendo un razonable consejo para aquellos que vendrán después de él. Sus cosas no podían esperar; tenían que ser hechas. Él había previsto su indigencia desde tiempo atrás. La única opción que tenía era: o sofocarlas o darles el firmamento alrededor de las montañas. Esa fue su obra. Elevó su mundo por encima de nosotros en un inmenso arco, y lo convirtió en parte de la naturaleza.

135.

92. Movimientos de danza A, 1910. Bronce, 71 x 20 x 26 cm. Museo Rodin, París.

93. Movimientos de danza H, 1910. Bronce, 27 x 11 x 12 cm. Museo Rodin, París.

136.

137.

Rodin privado

140.

L

94. Desnudo en el movimiento de sus velos, c.1890. Mina de lápiz, pluma y tinta, acuarela y gouache en papel, 17.5 x 11 cm. Museo Rodin, París.

95. La serpiente y Eva, Mina de lápiz, acuarela y toques de gouache sobre papel color crema, 50 x 33.4 x 22.6 cm. Museo Rodin, París.

a liberación erótica de Rodin llegaría tarde en su vida. Se le cita diciendo: “No sabía que, receladas a los veinte, ellas [las mujeres] me encantarían a los setenta. Desconfiaba de ellas porque era tímido”. Este entusiasmo resulta evidente de manera inmediata en las superficies de las obras de Rodin, en particular sus bronces. Estos exudan una sensual maleabilidad, un juego de luces y sombras fluido y vívido; se estremecen y bailan en un estado de licuefacción anatómica. Parecen inducir nuestra propia respuesta táctil. Y aquí vale la pena recordar que Rodin trabajó inicialmente como modelador. Sus mármoles fueron, en términos generales, esculpidos por sus asistentes, copiando los bronces o los originales en yeso. El proceso de trabajo era para él intrínsicamente manual, digital, dúctil y seductor. Obras como El ídolo eterno, Vertumne y Pomona, El baño de Venus, Torso de una mujer joven y Eterna primavera, ponen de manifiesto su deuda con una musa erotica, tanto en las poses de las figuras como en la textura del acabado. Esta fuerza es esencial para gran parte del arte de Rodin y se refleja en muchas de las historias sobre él mismo. Estas anécdotas se concentran en su presencia física (a pesar o por su baja estatura), su energía sexual, sus manos, sus penetrantes ojos azules, su pisada fuerte. El prolífico diarista francés Edmond de Goncourt comparaba a Rodin con un fauno libidinoso y relató cómo una vez en una comida con Monet y sus cuatro hijas, Rodin las había observado a todas y cada una tan detenidamente, que abandonaron una a una la mesa, presas de la turbación. Otra de las anécdotas habla de Rodin besando con reverencia el vientre de una modelo que posaba para él en su estudio de París (que es exactamente lo que hace Pigmalión con Galatea en la versión de este mito esculpida por Rodin); el dramaturgo irlandés George Bernard Shaw relata cómo Rodin tomaba un gran sorbo de agua en la boca y los escupía sobre la arcilla para mantenerla húmeda.

141.

96. Bailarina camboyana sosteniéndose en la pierna izquierda con los brazos abiertos, 1906. Mina de lápiz, difumino y acuarela con óleo sobre papel color crema, 32 x 24.5 cm. Museo Rodin, París.

142.

97. Bailarina camboyana sosteniéndose en la pierna derecha con la mano izquierda sobre la cadera, 1906. Mina de lápiz, acuarela y gouache con lápiz negro sobre papel color crema, 32.1 x 24.6 cm. Museo Rodin, París.

143.

Los últimos dibujos de Rodin Rodin dibujó durante toda su vida, pero los dibujos que realizó a finales de siglo (cuando tenía sesenta años) hasta su muerte en 1917, son totalmente particulares. Hay alrededor de 8000. Elaborados tanto en lápiz sólo, o con adiciones de pluma y tinta o pinturas de colores, estos últimos dibujos son imágenes de la sencillez más refinada y de la más concisa belleza. Están divididos en dos tipos: bailarinas, en particular bailarinas de Java y Camboya, y modelos femeninas desnudas. Las dos clases fueron hechas con rapidez, en lápiz, en vivo; algunas fueron trabajadas más tarde. Algunos dibujos los realizó calcándolos de un original en otra hoja de papel, tanto para eliminar líneas superfluas como también por motivos de simplificación; algunos otros fueron recortados para recombinarlos con otras figuras. Este método de trabajo era bastante inusual, tanto por su velocidad como por su libertad. Rodin no miraba la hoja mientras trabajaba. Tampoco les pedía a sus modelos que mantuvieran una pose en particular. Por el contrario, dibujaba mientras se movían libremente a su alrededor, dejando caer al piso cada hoja terminada mientras comenzaba con otra. Las atrevidas poses y perspectivas y las audaces distorsiones que resultaron son extraordinarias. Esa manera tan novedosa de trabajar coincidió con la obsesión de Rodin durante este periodo con la danza moderna. En un artículo publicado en 1912, declaraba que “la danza siempre ha contado con la prerrogativa del erotismo en nuestra sociedad. En la danza, como en otras expresiones del espíritu moderno, las mujeres son las responsables por la renovación”. Todos los grandes bailarines norteamericanos lo conocían y todos posaron para él; los rusos Diaghilev y Nijinski, la actriz japonesa Hanako, y las norteamericanas Loïe Fuller e Isadora Duncan. Esta última describe cómo invitó al gran maestro a su estudio a comienzos del siglo, donde representó uno de sus bailes para él (él estaba por sus sesenta años, ella por los veinte): “Empezó a amasar todo mi cuerpo como si se tratara de arcilla, al tiempo que de él emanaba un calor que me abrasaba y derretía. Mi deseo total era entregarle todo mi ser, y en efecto lo hubiera hecho así si no fuera porque mi absurda crianza provocó que me asustara, y me retiré y lo obligué a que se retirara perplejo… ¡Qué lástima! Cuán a menudo me arrepiento de esta incomprensión infantil que me hizo perder la divina oportunidad de entregarle mi virginidad al mismo gran Dios Pan, el inmenso Rodin”. Cuando ella abrió su escuela de ballet llevaba a sus estudiantes al estudio de Rodin para que él pudiera dibujarlas. En 1906, Rodin siguió a un grupo de bailarinas de Camboya desde París hasta Marsella con el mismo propósito. Su extasiada respuesta a los distintos movimientos elegantes y libres de estas bailarinas hallaría su expresión en la forma escultórica (Iris) también como en los dibujos. Muchos de estos dibujos de modelos desnudas poseen una naturaleza intensamente erótica; entre estos se encuentran los que aparecen ilustrados aquí. No se parecen a nada hecho por su mano. Rodin había elaborado dibujos eróticos en otras épocas y bajo diferentes circunstancias, como ilustraciones para libros. Había entregado dibujos para una impresión privada de Las f lores del mal (1855) de Baudelaire y para una edición limitada en folio de El jardín de los suplicios (1902) de Octave Mirabeau; pero ninguna de las dos ni siquiera iguala pálidamente estos últimos dibujos por su obsesionante concentración sexual, por su energía y libertad. Los trabajos de Rodin reproducidos en litografías para la novela erótica de Mirabeau no se concentran en las partes sexuales femeninas, como sucedió con las ilustraciones posteriores, aunque son similares en estilo. Los dibujos para Baudelaire son igualmente menos explícitos y están elaborados en un estilo gráfico más oscuro, nervioso y más agitado.

146.

98. Mujer recostada sobre su costado izquierdo, una pierna arriba, una mano en el sexo. Mina de lápiz, difumino, acuarela, sobre papel color crema, 24.8 x 32.9 cm. Museo Rodin, París.

99. Mujer sentada. Mina de lápiz, acuarela y difumino sobre papel marrón.

147.

100. El Cantar de los Cantares. Mina de lápiz y acuarelas sobre papel color crema, 25 x 32.6 cm. Museo Rodin, París.

148.

101. Hedonismo. Mina de lápiz y difumino sobre papel color crema, 25.1 x 32.9 cm. Museo Rodin, París.

149.

150.

Ciertamente, la naturaleza inquieta y dolorosa de estos dibujos, así como también las esculturas hechas alrededor de la misma época, son comparables en temperamento al tono y la atmósfera tanto de la poesía de Baudelaire como de Las puertas del inf ierno. Parece razonable sentir en obras como Soy bella, por ejemplo, una visión erótica culpable o mórbida en la que la satisfacción sexual permanece inasequible. Los últimos dibujos no exponen nada de la indulgencia autoconsciente y virtuosa en una expresión tan opresiva de oscuridad, lucha e impiedad. Son de un orden completamente distinto. Lo que lo diferencia en especial, es su cantidad (en general desconocida hasta hace muy poco); el hecho de que la inmensa mayoría nunca fue exhibida; los novedosos métodos bajo los que fueron hechos y la intransigente y obsesiva naturaleza de su temática. Desnudas, las modelos femeninas aparecen dibujadas, una y otra vez, con las piernas abiertas. La vulva aparece en el centro de la imagen; este es el fulcro o foco de atención, o así parece, de los años de vejez de Rodin. En algunos, las modelos se masturban y también simulan o realizan actos de amor lesbio.. Parece, de manera categórica, como si Rodin hubiera dejado atrás la culpa y el tormento de Las puertas del inf ierno para entrar a un universo labial de una exuberancia y un placer desinhibidos.

Reacciones

102. El demonio de Milton. Mina de lápiz, difumino, acuarela, gouache sobre papel color crema, 32.7 x 25 cm. Museo Rodin, París.

Las reacciones a estos dibujos han sido variadas. Cuando fue expuesto un pequeño número de los mismos en Colonia durante la exhibición de 1906, el director del museo del momento fue forzado a renunciar, debido al furor que sobrevino. Como resultado, Rodin se mostró cauteloso de mostrar estos dibujos en público. Se trataba en su mayoría de obras privadas, que sólo habían entrado en la esfera pública de una manera lenta y por lapsos. Habían generado cargos de voyerismo y de ser simplemente las fantasías de un hombre viejo impotente y habían sido rechazados como pornográficos. Aun así, tomando su obra como un todo, el rango de experiencia erótica que abarca es enorme. Desde el conflicto, el extrañamiento, la lucha y la desesperación, desde la violencia y el dolor seductor (María Magdalena al pie de la cruz) hasta la liberación y la energía de los últimos dibujos, es como si todas las emociones humanas pudieran concebirse en términos eróticos. Un artista del siglo XX tan decisivamente iconoclasta como Jean Arp, escribiría un breve homenaje poético a Rodin, en el que se lamenta el advenimiento de lo que él llamó la “érotomachie méchanique de notre siècle”, comparando tristemente este avance contra los logros más humanos de Rodin dentro de una esfera erótica. Entonces, para no ser molestado, Rodin mismo colgó un aviso en la puerta de su estudio cuando se encontraba con alguna de sus modelos: “Monsieur Rodin está afuera visitando catedrales”. Y en un sentido figurativo, la afirmación no era del todo falsa, pues el cuerpo humano, y en particular el cuerpo femenino, era un templo para él. “El deslumbrante esplendor que se le revela al artista por la modelo cuando se despoja de su ropa tiene el mismo efecto del sol penetrando las nubes. Venus, Eva, son débiles términos para expresar la belleza de la mujer”, lo cita diciendo su primer biógrafo. Así como resulta clara la manera como compuso Las puertas del inf ierno, Rodin nunca se sintió obligado a seguir ningún sendero establecido con anterioridad por la literatura. De hecho, en otras obras él simplemente añadía títulos literarios o mitológicos una vez las figuras ya estaban moldeadas. En ocasiones parecía haber ignorado deliberadamente su fuente literaria: en La mano de Dios, Rodin modela la mano divina trayendo a la Mujer o a Eva a la vida; ella ha nacido, no de la costilla de Adán, sino como una criatura independiente por derecho propio. Desde los directos avances de Francesca en El beso, pasando por la sumisión del hombre ante su musa en El ídolo eterno y, finalmente, en los últimos dibujos eróticos, parece como si, quizás, el legado más relevante que nos dejaron las exploraciones eróticas de su obra (si no de su vida) es este: la mujer como una criatura sexual equivalente del hombre.

151.

103. Pareja abrazándose sentada, vista de perfil. Mina de lápiz, acuarela, sobre papel color crema, 49.8 x 33 cm. Museo Rodin, París.

152.

Auguste Rodin : Biografía 1840 Nacimiento de Auguste Rodin en París el 12 de noviembre. 1850 Rodin empieza a dibujar. 1854 Entra a una escuela especial para dibujo y matemáticas llamada “La petite École”, y recibe clases de Lecoq de Boisbaudran y del pintor Belloc. 1855 Rodin descubre la escultura. 1857 Deja “La petite École” e intenta entrar a la Escuela de Bellas Artes, pero es rechazado tres veces. 1862 Muerte de su hermana María. Agobiado por la pena de su muerte, Rodin entra a Très-Saint-Sacrement, una orden católica, donde permanece hasta 1863. 1864 Comienzo de la colaboración con Carrier-Belleuse. 1872 Fin de la colaboración con Carrier-Belleuse. 1873 Entra bajo contrato con el escultor belga Antoine-Joseph Van Rasbourgh. 1875 Viaja a Italia donde ve las obras de Miguel Ángel. 1877 Exhibe La Edad de Bronce en Bruselas y después en París en el Salón de Artistas Franceses. Rodin es acusado por los críticos de vaciar un molde de un modelo vivo. 1880 El Estado compra La Edad de Bronce y le pide a Rodin que diseñe una puerta para el futuro Museo de Artes Decorativas. Trabajará en este proyecto por el resto de su vida, aunque el museo nunca se construyó. 1881 Aprende grabado con Alphonse Legros en Londres. 1882 Rodin realiza las figuras de Adán, Eva y El pensador. 1883 Conoce a Camile Claudel, de diecinueve años. 1885 La Corte Municipal de Calais comisiona un monumento conmemorativo a Eustache de Saint-Pierre, que se convertirá en el Monumento a los ciudadanos de Calais, inaugurado con la presencia de Rodin en 1895. 1887 Es nombrado Caballero por la Legión de Honor.

153.

104. Pareja sáfica sentada. Mina de lápiz, acuarela y difumino sobre papel color crema, 32.6 x 25.2 cm. Museo Rodin, París.

154.

1888 El Estado comisiona El beso, en mármol, para la Exposición Universal de 1889. 1889 Es miembro fundador de la Sociedad Nacional de las Bellas Artes. 1890 El proyecto Monumento a Víctor Hugo para el Panteón (Víctor Hugo sentado) es rechazado. 1891 Un nuevo modelo para el Monumento a Victor Hugo( Víctor Hugo de pie ) es diseñado y la Sociedad de los Hombres de las Letras comisiona un Monumento a Balzac. 1898 Se separa de Camile Claudel, quien tiene en ese momento treinta y cuatro años. La Sociedad de los Hombres de las Letras rechaza el Monumento a Balzac en yeso. 1899 Primeras exposiciones en Bruselas, Rótterdam, Ámsterdam y La Haya. 1902 Rodin conoce al poeta Rainer María Rilke (1875-1926), quien será su secretario desde septiembre de 1905 hasta mayo de 1906. 1904 Rodin conoce a la Duquesa de Choiseul, de quien se separa en 1912. Primera exhibición de El pensador (yeso/modelo grande) en la International Society de Londres y después en el Salón de París (bronce). Tiene un affaire con Gwendolen Mary John. Ella se convierte en su amante y posa como modelo para la Musa de Whistler. 1905 Rodin es nombrado miembro del Consejo Superior de Bellas Artes. 1906 El pensador es puesto frente al Panteón. Rodin realiza una serie de acuarelas de bailarinas camboyanas y las exhibe en la Exposición Colonial de Marsella. 1907 Primera gran exhibición dedicada exclusivamente a sus dibujos en la Galería Berhheim Jeune en París. 1908 Se traslada al Hotel Biron (hoy Museo Rodin) en París. 1910 Es nombrado comendador de la Legión de Honor. 1913 Reclusión de Camile Claudel. Exhibición en la Facultad de Medicina de París, donde antiguas obras de la colección de Rodin se exhiben por primera vez. 1914 Rodin parte durante la guerra y viaja a Inglaterra y después a Roma. 1916 Rodin enferma gravemente. El Estado ofrece tres donaciones sucesivas a las colecciones de Rodin. 1917 Rodin se casa con Rose Beuret el 29 de enero, pero ella muere poco después el 14 de febrero, no poco antes de morir Rodin, quien fallece el 17 de noviembre. El pensador se levanta en la base de su tumba.

155.

Auguste Rodin : Índice de ilustraciones p.6

p.25

Rodin en su estudio

Fotografía anónima. Museo Rodin, París.

Cabeza monumental para Balzac, c.1899. Vidrio esmaltado, 42.2 x 44.6 x 38.2 cm. Museo Rodin, París.

p.8

p.26

Las puertas del inf ierno,

1880-1881 (boceto para la composición). Grafito con retoques de pluma y tinta, 30.5 x 15.2 cm. Museo Rodin, París.

Busto de Víctor Hugo, 1883.

Bronce, 18 x 39 x 19 cm. Museo Rodin, París. p.27 Busto de Víctor Hugo, 1887.

Mármol, 47 x 21 x 20 cm. Museo Rodin, París. p.9 Tercera maqueta para Las puertas del inf ierno, 1880. Yeso, 111.5 x 75 x 30 cm. Museo Rodin, París.

Monumento a Víctor Hugo, 1890.

p.11

(primera versión, boceto de la segunda maqueta). Bronce, 38.2 x 29 x 36 cm. Museo Rodin, París.

Las puertas del inf ierno, 1880-1917.

Bronce, 635 x 400 x 85 cm. Museo Rodin, París. pp.12 y 13 Los ciudadanos de Calais, 1884-1886.

Yeso, 233.1 x 245 x 177 cm. Museo Rodin, París.

p.28

p.29 Monumento a Víctor Hugo, 1901

Yeso, 155 x 254 x 110 cm. Museo Rodin, París. p.30 El hombre con la nariz rota, 1864. Bronce, 26 x 18 x 23 cm. Museo Rodin, París.

p.14 Los ciudadanos de Calais, 1889. Bronce, 233.1 x 245 x 203 cm. Museo Rodin, París.

p.32 El pensador, 1879-1880.

Modelo en yeso. Museo Rodin, París. p.16 Cabeza de Pierre de Wissant.

Yeso, 28.6 x 20 x 22 cm. Museo Rodin, París. p.17 Estudios para Los ciudadanos de Calais, 1884. Bronce. Museo Rodin, París.

p.33 El pensador, 1880-1881.

Bronce, 71.5 x 40 x 58 cm. Museo Rodin, París. p.35 La Edad de Bronce, 1877.

Bronce, 180 x 80 x 60 cm. Museo Rodin, París.

p.19 Estudios para Los ciudadanos de Calais, 1884. Bronce. Museo Rodin, París.

p.36

p.20

p.37

Balzac con sotana de dominico, 1892-1895.

Jules Bastien-Lepage, 1887.

Yeso, 108 x 53.7 x 38.3 cm. Museo Rodin, París. p.21 Monumento a Balzac, 1897.

Bronce, 127 x 120 x 128 cm. Museo Rodin, París.

Las tres sombras, antes de 1886. Bronce, 96.6 x 92 x 54.1 cm. Museo Rodin, París.

Yeso, 176 x 87.5 x 88 cm. Museo Rodin, París. p.38 Georges Clemenceau, 1911.

Bronce, 50 x 32 x 25 cm. Museo Rodin, París. p.39

p.22 Balzac, Estudio desnudo c. 1892-1893.

Bronce, 127 x 56 x 62.2 cm. Museo Rodin, París. 156.

Busto del escultor Jules Dalou, 1882. Bronce, 52.2 x 42.9 x 26.7 cm. Museo Rodin, París.

p.40

p.57

La Tour du Travail, 1898-1899. Yeso, 154 x 64.5 x 67.5 cm. Museo Rodin, París.

Centaura, 1887 ó 1889.

p.41

Palas con Partenón, 1896.

Bendiciones, antes de 1894.

Mármol, 47 x 38.7 x 31 cm. Museo Rodin, París.

Mármol, 91 x 66 x 47 cm. Fundación Calouste Gulbenkian, Lisboa.

p.60

Bronce, 40 x 45x 18 cm. Museo Rodin, París. p.58

p.42 General Lynch, 1886.

Yeso, 43.7x34x18.2 cm. Museo Rodin, París. p.43 General Lynch, detalle.

p.44 Mme Morla Vicuna, 1884-1888.

Mármol, 56 x 49.9 x 37 cm. Museo Rodin, París.

La pequeña hada de las aguas, 1903. Mármol, 41.5 x 66.5 x 58.5 cm. Museo Rodin, París.

p.61 Torso femenino sentado, o Torso Morhardt, c.1895.

Yeso, 44 x 26.5 x 25 cm. Museo Rodin, París. p.63 El beso, 1888-1889. Mármol, 138.6 x 110.5 x 118.3 cm. Museo Rodin, París.

p.64 p.45

La violación, estudio para Soy hermosa, c.1885.

La mano de Dios, 1896.

Mármol, 69.8 x 33.2 x 34.5 cm. Museo Rodin, París.

Mármol, 94 x 82.5 x 54.9 cm. Museo Rodin, París. p.47 La catedral, 1908.

p.65 Arriba: La caída de Ícaro, 1895. Mármol, 41.7 x 85 x 51.5 cm. Museo Rodin, París.

Piedra, 64 x 34 x 32 cm. Museo Rodin, París. p.48

Abajo: La caída de Ícaro, 1895. Yeso, 46 x 69.3 x 36.2 cm. Museo Rodin, París.

Máscara de Camile Claudel por la mano de Pierre de Wissant.

Yeso, 32.1 x 26.5 x 27.7 cm. Museo Rodin, París.

p.66 Ángel caído, 1895.

p.49 Camile Claudel con gorra, 1886.

Bronce, 38 x 69.8 x 40.9 cm. Museo Rodin, París.

Yeso, 25.7 x 15 x 17.7 cm. Museo Rodin, París.

p.67

p.50

Bronce, 30.1 x 60.4 x 30 cm. Museo Rodin, París.

Busto de Hélène von Nostiz, c.1902.

Mármol, 23 x 21.3 x 44.8 cm. p.52 El ídolo eterno, 1889.

Yeso, 74 x 61.8 x 42 cm. Museo Rodin, París. p.53 El ídolo eterno, 1889.

Bronce, 17 x 15 x 9 cm. Museo Rodin, París.

Paolo y Francesca, c.1886.

p. 68 Torso de Adèle, 1882. Yeso, 16 x 50 x 19 cm. Museo Rodin, París.

p.70 Eterna primavera, 1884.

Bronce, 64.5 x 58 x 44.5 cm. Museo Rodin, París. p.71 Iris, mensajera de los dioses, 1890-1891.

Bronce, 50.6 x 30 x 25.8 cm. Museo Rodin, París.

Bronce, 82.7 x 69 x 63 cm. Museo Rodin, París. p.73 La joven madre, 1885. Bronce, 39 x 36.9 x 25.5 cm. Museo Rodin, París.

p.56

p.74

Llamado a las armas, 1879. Bronce, 112 x 58 x 50 cm. Museo Rodin, París.

Perseo y Medusa, 1887.

p.55 La esposa del fabricante de cascos, c.1887.

Bronce, 49.5 x 26.4 x 49.1 cm. Museo Rodin, París. 157.

p.75

p.98

El baño de Venus, 1885. Bronce, 57 x 22 x 28 cm. Museo Rodin, París.

Desesperación, 1890.

p.76

p.101

El baño de Venus, 1885.

Jean-Baptiste Rodin, padre del artista, c.1864.

Bronce, 57 x 22 x 28 cm. Museo Rodin, París. p.77 Meditación, 1885.

Bronce, 154.9 x 73.7 x 66 cm. Museo Rodin, París. p.78 La mujer acurrucada, c.1881-1882.

Yeso, 53 x 93.5 x 45 cm. Museo Rodin, París.

Bronce, 34 x 36 x 30 cm.Museo Rodin, París.

Bronce, 41.5 x 28 x 24 cm.Museo Rodin, París. pp.102 y 103 Avaricia y lujuria, c.1885.

Yeso, 22.5 x 53 x 46 cm. Museo Rodin, París. p.104 Las tres faunas, 1882.

Yeso, 17 x 28 x 18 cm. Museo Rodin, París. p.106 Fauna de pie, 1884.

p.79

Yeso, 62 x 30 x 25 cm. Museo Rodin, París.

La mujer acurrucada, 1882.

Bronce, 85 x 60 x 50 cm. Museo Rodin, París.

p.107 Fauna arrodillada, 1884.

p.80

Yeso, 56 x 20 x 28 cm. Museo Rodin, París.

El pensamiento, 1886.

Mármol, 74.2 x 43.5 x 46.1 cm. Museo Rodin, París. pp.82 y 83 Torso de Adèle, 1882.

Mármol, 74.2 x 43.5 x 46.1 cm. Museo Rodin, París. p.85 La Danaide, c.1889. Mármol, 35 x 72 x 57 cm. Museo Rodin, París.

p.109 Invocación, 1886.

Yeso, 56 x 25 x 23 cm. Museo Rodin, París. p.110 En la playa, 1906-1907.

Yeso, 58 x 83 x 50 cm. Museo Rodin, París. p.112 Cristo y María Magdalena, 1894.

Mármol, 84.5 x 74 x 44.2 cm. Museo Rodin, París. p.86 Psique, 1899.

p.113

Mármol, 73.6 x 48.5 x 38.1 cm. Museo de Bellas Artes, Boston.

Hombre y su pensamiento, 1896.

Mármol, 77 x 46 x 55 cm. Alte Nacional Galerie, Berlín. p.87 Torso de Ugolino, antes de 1899.

p.115

Yeso, 108 x 80 x 79 cm. Museo Rodin, París.

La despedida, 1892.

Yeso, 38.8 x 45.2 x 30.6 cm. Museo Rodin, París. p.89 Ugolino, c.1881.

Yeso, 41.5 x 40.3 x 58.7 cm. Museo Rodin, París. p.92 Soy hermosa, 1882.

Bronce, 69 x 30.8 x 31.9 cm. Museo Rodin, París. p.95 Torso femenino, 1910.

Bronce, 74 x 35 x 60 cm. Museo Rodin, París. pp.96 y 97 Fugit Amor, c.1884. Bronce, 30 x 51 x 19 cm. Museo Rodin, París. 158.

p.116 Miss Vicunha, 1884. Mármol, 57 x 36 cm. Museo Rodin, París.

p.117 Bernard Shaw, 1906.

Mármol, 60 x 58 x 40 cm. Museo Rodin, París. p.119 Amanecer, 1885.

Mármol, 57 x 57 x 35 cm. Museo Rodin, París. p.120 La tempestad, c.1900.

Mármol, 44.3 x 50.3 x 29.3 cm. Museo Rodin, París.

p.122

p.142

“El hombre caído” en un capitel corintio, c.1885.

Bailarina camboyana sosteniéndose en la pierna

Yeso, 82 x 37.5 x 51 cm. Museo Rodin, París.

izquierda con los brazos abiertos, 1906.

p.123

Mina de lápiz, difumino y acuarela con óleo sobre papel color

El hijo pródigo, c.1886.

crema, 32 x 24.5 cm. Museo Rodin, París.

Yeso, 139.7 x 71.1 x 108 cm. Museo Rodin, París. p.124

p.143

El caminante, 1900-1907.

Bailarina camboyana sosteniéndose en la pierna

Bronce, 213.5 x 71.7 x 156.5 cm. Museo Rodin, París.

derecha con la mano izquierda sobre la cadera, 1906.

Mina de lápiz, acuarela y gouache con lápiz negro sobre papel p.126 Eclesiastés, 1898.

color crema, 32.1 x 24.6 cm. Museo Rodin, París.

Bronce, 24.9 x 25.8 x 28 cm. Museo Rodin, París. pp.144 y 145 p. 127 Torso de mujer joven, 1910.

Bronce, 86 x 48.1 x 32.2 cm. Museo Rodin, París. p.128

Mujer recostada sobre su costado izquierdo, una pierna arriba, una mano en el sexo.

Mina de lápiz, difumino y acuarela sobre papel color crema, 24.8 x 32.9 cm. Museo Rodin, París.

Hanako, 1907-1908.

Bronce, 18 x 11.3 x 12.5 cm. Museo Rodin, París.

p.147

p.131

Mujer sentada.

Hanako, 1907-1908.

Mina de lápiz, acuarela y difumino sobre papel marrón.

Vidrio fundido, 22 x 15 x 13 cm.Museo Rodin, París. p.132 Eva en el pilar,

Bronce, 42 x 12 x 12 cm. Museo Rodin, París.

p.148 El cantar de los cantares.

Mina de lápiz y acuarelas sobre papel color crema, 25 x 32.6 cm. Museo Rodin, París.

p.133 Movimientos de danza E, 1910.

Bronce, 35.7 x 11.7 x 20.2 cm. Museo Rodin, París.

p.149 Hedonismo.

p.134

Mina de lápiz y difumino sobre papel color crema, 25.1 x 32.9 cm.

Movimientos de danza G, 1910.

Museo Rodin, París.

Bronce, 32 x 10 x 9 cm. Museo Rodin, París. p.136

p.150

Movimientos de danza A, 1910.

El demonio de Milton.

Bronce, 71 x 20 x 26 cm. Museo Rodin, París.

Mina de lápiz, difumino, acuarela, gouache sobre papel color

p.137

crema, 32.7 x 25 cm. Museo Rodin, París.

Movimientos de danza H, 1910.

Bronce, 27 x 11 x 12 cm. Museo Rodin, París. p.140 Desnudo en el movimiento de sus velos, c.1890.

Mina de lápiz, pluma y tinta, acuarela y gouache en papel, 17.5 x 11 cm. Museo Rodin, París. p.141 La serpiente y Eva,

Mina de lápiz, acuarela y toques de gouache sobre papel color crema, 50 x 33.4 x 22.6 cm. Museo Rodin, París.

p.152 Pareja sentada abrazándose, vista de perfil.

Mina de lápiz y acuarela sobre papel color crema, 49.8 x 33 cm. Museo Rodin, París. p.154 Pareja sáf ica sentada.

Mina de lápiz, acuarela y difumino sobre papel color crema, 32.6 x 25.2 cm. Museo Rodin, París. 159.

H

eredero de los preceptos de la Antigüedad y de Bernini, Auguste Rodin (1840 - 1917) recibió una innegable influencia de Miguel Ángel, en particular, por su obra Los esclavos. Y como Miguel Ángel, Rodin gozó de fama y fortuna (doctor honoris causa y miembro de la Legión de Honor, entre otras), aunque ciertos escándalos y controversias mancharon su reputación: sus esculturas de Víctor Hugo y de Balzac fueron rechazadas y El beso fue considerada demasiado erótica. Sin embargo, a pesar de tener muchas amantes y de haberse encaprichado con su estudiante Camille Claudel, quien esculpía el cuerpo femenino mejor que nadie, pleno de realismo y sensualidad, Rodin sigue siendo uno de los artistas más determinantes en la escultura del siglo XX. “Venus y Eva son palabras demasiado simples para describir la belleza de la mujer”. (Rodin) Este libro revela la vida de Rodin, a través del estudio de sus obras más famosas, como Las puertas del inf ierno, El pensador y El beso.