Voces y voceros de la megalópolis: La crónica periodístico-literaria en México 9783865278036

La autora analiza las peculiaridades de la representación urbana en la crónica periodístico-literaria contemporánea mexi

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Voces y voceros de la megalópolis: La crónica periodístico-literaria en México
 9783865278036

Table of contents :
ÍNDICE GENERAL
AGRADECIMIENTOS
INTRODUCCIÓN. CIUDAD DE MÉXICO O LA REGIÓN TRANSPARENTE
CAPÍTULO I
CAPÍTULO II. ELENA PONIATOWSKA
CAPÍTULO III. CARLOS MONSIVÁIS
CAPÍTULO IV. JOSÉ JOAQUÍN BLANCO
CONCLUSIONES
BIBLIOGRAFÍA

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VOCES Y VOCEROS DE LA MEGALÓPOLIS La crónica periodístico-literaria en México ANADELI BENCOMO

COLECCIÓN NEXOS Y DIFERENCIAS, N.º 4

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Colección nexos y diferencias Estudios culturales latinoamericanos

Enfrentada a los desafíos de la globalización y a los acelerados proce-

sos de transformación de sus sociedades, pero con una creativa capacidad de asimilación, sincretismo y mestizaje de la que sus múltiples expresiones artísticas son su mejor prueba, los estudios culturales sobre América Latina necesitan de renovadas aproximaciones críticas. Una renovación capaz de superar las tradicionales dicotomías con que se representan los paradigmas del continente: civilización-barbarie, campo-ciudad, centro-periferia y las más recientes que oponen norte-sur y el discurso hegemónico al subordinado. La realidad cultural latinoamericana más compleja, polimorfa, integrada por identidades múltiples en constante mutación e inevitablemente abiertas a los nuevos imaginarios planetarios y a los procesos interculturales que conllevan, invita a proponer nuevos espacios de mediación crítica. Espacios de mediación que, sin olvidar los nexos que histórica y culturalmente han unido las naciones entre sí, tengan en cuenta la diversidad que las diferencian y las que existen en el propio seno de sus sociedades multiculturales y de sus originales reductos identitarios, no siempre debidamente reconocidos y protegidos. La Colección nexos y diferencias se propone, a través de la publicación de estudios sobre los aspectos más polémicos y apasionantes de este ineludible debate, contribuir a la apertura de nuevas fronteras críticas en el campo de los estudios culturales latinoamericanos. Directores

Consejo asesor

Fernando Ainsa Lucia Costigan Frauke Gewecke Margo Glantz Beatriz González-Stephan Jesús Martín-Barbero Sonia Mattalía Kemy Oyarzún Andrea Pagni Mary Louise Pratt Beatriz Rizk

Jens Andermann Santiago Castro-Gómez Nuria Girona Esperanza López Parada Agnes Lugo Kirsten Nigro Sylvia Saítta

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VOCES Y VOCEROS DE LA MEGALÓPOLIS La crónica periodístico-literaria en México

Anadeli Bencomo

Iberoamericana



Vervuert



2002

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Bibliographic information published by Die Deutsche Bibliothek Die Deutsche Bibliothek lists this publication in the Deutsche Nationalbibliografie; detailed bibliographic data is available on the Internet at .

Reservados todos los derechos © Iberoamericana, Madrid 2002 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 [email protected] www.ibero-americana.net © Vervuert, 2002 Wielandstrasse. 40 – D-60318 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: 49 69 597 87 43 [email protected] www.ibero-americana.net ISBN 84-8489-068-8 (Iberoamericana) ISBN 3-89354-606-5 (Vervuert) e-ISBN 978-3-86527-803-6 Depósito Legal: Cubierta: Diseño y Comunicación Visual Impreso en España por Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro

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ÍNDICE GENERAL

Agradecimientos .................................................................................

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Introducción: Ciudad de México o la región transparente ............

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Capítulo I ............................................................................................ 1. La megalópolis: un mapa que se des-tra(o)za ............................ 2. El deambular de la megalópolis: de la crónica al vídeo-clip .... 3. Lo “popular urbano” y su representación ..................................

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Capítulo II. Elena Poniatowska ........................................................ 71 1. Fuerte es el silencio de la ciudad .............................................. 75 2. La crónica y las voces de la ciudad ........................................... 80 3. Una voz generadora ................................................................... 92 4. La crónica como hecho político ................................................ 94 5. El fin de un estilo ...................................................................... 108 Capítulo III. Carlos Monsiváis ......................................................... 1. Monsiváis: un nuevo género literario ........................................ 2. Analista de las conductas gregarias ........................................... 3. El nacionalismo pop .................................................................. 4. Del “público” a la “multitud” .................................................... 5. De la rebelión de las multitudes ................................................

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Capítulo IV. José Joaquín Blanco ..................................................... 1. Cronicar la mitología urbana ..................................................... 2. El flâneur en la megalópolis contemporánea ............................ 3. Ojos que da pánico soñar .......................................................... 4. Prolegómenos y epílogos de un Proyecto ................................. 5. El cronista viajero: Boarding Pass ............................................ 6. La “consumación” de lo popular ...............................................

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Conclusiones ....................................................................................... 193 Bibliografía ......................................................................................... 201

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A Alex

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AGRADECIMIENTOS

En primer lugar quisiera reconocer especialmente a John Beverley, lector y corrector de la versión inicial de este libro. Sus sugerencias me ayudaron a repensar algunos de mis planteamientos y a revisar, sobre todo, el tercer capítulo del texto. Igualmente valiosos resultaron los comentarios de Gerald Martin, Keith McDuffie y María Fernández. Gracias a una beca de la Fundación Rockefeller pude llevar a cabo parte de la investigación que precedió al análisis de los cronistas cuya obra exploro en las siguientes páginas. En aquel momento, resultaron muy provechosas las conversaciones con George Yúdice, Néstor García Canclini, Evodio Escalante y Sergio González Rodríguez. Dentro del tema de la crónica, trabajos como el de Julio Ramos, Susana Rotker y Aníbal González me sirvieron de modelos de lectura y análisis. También en el campo de los estudios del periodismo me resultaron muy útiles los trabajos de uno de mis colegas en la Universidad de Houston, Nicolás Kanellos, quien ha dedicado buena parte de su obra al rescate del periodismo latino en los Estados Unidos en el marco del proyecto “Recovering the U.S. Hispanic Literary Heritage”. Mis conversaciones con Carlos Monsiváis y Elena Poniatowska resultaron igualmente claves para la comprensión de su obra y la de otros autores de su generación. No quiero dejar de mencionar el apoyo fundamental de mi familia –sanguínea y política– durante los años de preparación de este libro. Deseo reconocer especialmente a Frances, quien viajó en más de una oportunidad cargada de materiales desde México y quien se convirtió en una especie de agente bibliográfica de solidaridad entrañable. A Alex, a quien dedico este trabajo, toda mi gratitud por saber ser un compañero incondicional.

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INTRODUCCIÓN CIUDAD DE MÉXICO O LA REGIÓN TRANSPARENTE

Existen múltiples posibilidades para abordar el tema de la ciudad latinoamericana de fines del siglo XX. En esta oportunidad, nos interrogaremos acerca de las particularidades de la representación urbana modelada en el espacio de cierto género de las letras contemporáneas en México: la crónica periodístico-literaria. Hablar de la crónica de la ciudad, de su discurso y sus imágenes, nos lleva inevitablemente a confrontar un panorama de continuidades y rupturas1. En primer lugar, se plantea la noción de una prosa que dentro del panorama literario latinoamericano se vincula con una identidad genérica, tal y como apunta Carlos Monsiváis en la Nota Preliminar a su citada antología. De aquí que se pueda defender la idea de una tradición estilística de la crónica en México. En este sentido, el trabajo de la crónica periodística-literaria se presenta como la “reconstrucción literaria de sucesos o figuras, género donde el empeño formal domina sobre las urgencias informativas” (Monsiváis, 1980: 13). Esta definición se remite primordialmente a la identidad discursiva de la crónica, soslayando otros elementos relevantes para la caracterización del género. Podríamos entonces añadir que la crónica periodístico-literario se presenta como un texto generalmente breve que aborda preferentemente la representación de temas, sucesos y personajes cotidianos, para construir una imagen de la cultura y las prácticas sociales de determinado momento. Muchos críticos del género se refieren además a la crónica periodísticoliteraria como un género menor e híbrido apuntando a varias consideraciones. En primer lugar, la crónica aparece ligada a su espacio de producción y difusión, convirtiéndose en un discurso que incorpora a su perfil algunos de los requerimientos de la prensa o publicación periódica que lo acoge, esto es, economía discursiva, actualidad temática, apelación al lector medio y acopio de información. Tal matriz informativa aparece reelaborada no sólo a partir de la conciencia estética a la que se refiere Monsiváis, sino que igual-

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Carlos Monsiváis en el prólogo a su antología de la crónica mexicana, A ustedes les consta, presenta una revisión de la trayectoria del género en México. El análisis destaca las particularidades de cada etapa de la crónica en este país.

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mente sirve de base material para los comentarios autoriales que son propios de la enunciación cronística. De aquí que se considere la hibridez de la discursividad cronística como una de las condiciones insoslayables de un género que incorpora técnicas, voces y disposiciones de distinta índole: artículo de opinión, nota periodística, reportaje, ensayo, prosa poética, autobiografía, etc. En segundo lugar, y como apuntamos más arriba, la idea de partir de un material noticioso o informativo ligado a la noción de los faits divers, o sucesos curiosos, cotidianos, conlleva esa noción de un género menor en el sentido de representar temas y personajes menos trascendentales que los que protagonizan otras discursividades de mayor jerarquía como las novelas, el tratado histórico, el ensayo sociológico o filosófico. Por otro lado, el espacio de la crónica urbana en Latinoamérica explora, desde sus momentos modernistas, el fenómeno de la irrupción de la ciudad moderna y la idea de “una sensibilidad amenazada”2. En el marco de la crónica urbana en el México de las últimas décadas, los cambios y ajustes vividos por la cartografía urbanística, socio-cultural de su capital obligan a pensar en la figura de la ciudad moderna como paradigma que amerita una revisión frente a las condiciones actuales de ciertas megalópolis. En este sentido, me parece válido pensar en la imagen de la transparencia de la ciudad moderna frente a la aparente opacidad y caos que irrumpen en el horizonte urbano, declarando como obsoletas ciertas miradas que se habían hecho recurrentes al representar las ciudades, ciertos modos de decir y contar esos conglomerados humanos que ahora amenazan con desbordar las claves hermenéuticas. El tránsito de las ciudades a las megalópolis trae consigo, no sólo nuevas experiencias urbanas, sino además, nuevas formas de narrar y representar estos espacios. A este respecto, me parece pertinente entonces la cuestión de la posibilidad de la literatura (de la crónica en nuestro caso) de construir sentidos válidos frente a estas nuevas realidades crecientemente complejas. El título de esta introducción parafrasea aquel de la conocida novela de Fuentes publicada a fines de los cincuenta. Años antes, Alfonso Reyes había

2 Me estoy refiriendo particularmente a la escritura de crónicas urbanas que se modela durante el período del modernismo literario y la modernización de los países latinoamericanos, como punto de partida de mi reflexión. La idea de una figura de intelectual que debe defender cierta especialidad literaria al tiempo que incursiona, voluntaria o involuntariamente, en nuevas prácticas discursivas y literarias es un problema estudiado por críticos como Julio Ramos, Susana Rotker, Gutiérrez Girardot o Graciela Montaldo entre otros. La frase entre comillas remite al título del estudio del Modernismo latinoamericano escrito por Montaldo y publicado en 1994.

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INTRODUCCIÓN

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empleado la frase adjetiva dentro del epígrafe a su “Visión de Anáhuac” para referirse a la impresión que tal región despertaba en observadores remotos. Si el valle de México había suscitado en la época de la Conquista tal adjetivación superlativa, su conformación urbana más reciente parece hablarnos de otra clase de transparencia reinante: la defendida por Gianni Vattimo en su estudio de la sociedad postmoderna3. Retomando el ejemplo de la novela de Fuentes, podríamos referirnos a un momento clave dentro de la representación de la capital moderna mexicana. La región más transparente, publicada en 1958, es uno de los textos donde la representación de la realidad urbana llega a su clímax: imponente mosaico de la sociedad mexicana y de las prácticas culturales de sus habitantes. A mi juicio, esta obra está señalando –sin embargo– uno de los momentos epigonales de un modo de narrar e imaginar la urbe capital moderna. Me refiero a la noción de la potencialidad discursiva de abarcar la pluralidad urbana, describiéndola. Todavía en este momento se hace narrativamente operable la figura del paseante como punto articulador de las distintas subjetividades y realidades urbanas. El mítico Ixca Cienfuegos es la presencia ubicua que reconstruye la pluralidad urbana en la organización del discurso y el imaginario urbano. La ciudad que se expande incesantemente, conformando nuevos paisajes urbanísticos y sociales, reclama la presencia de un intermediario-intérprete que descifre y organice los sentidos diseminados por tal cartografía. La figura del paseante o del flâneur dentro de la crítica moderna se corresponde con este afán hermenéutico e imagina un sujeto que, al deambular por la urbe, va develando las fuerzas elementales de tal espacio. La ciudad decimonónica que comienza a expandirse gracias al influjo industrial sugiere el protagonismo de la muchedumbre urbana tal y como anunciaba Tocqueville en su análisis de la democracia norteamericana o tal como presentaba Baudelaire en su conocido ensayo sobre el pintor de la era moderna o José Martí en sus crónicas neoyorquinas, al recoger sus impresiones sobre la ciudad moderna y su perfil cultural y político. Este imperio de la multitud urbana indicaba, ante los ojos de estos y otros observadores, el declive de cierto heroísmo individualista y la irrupción de nuevos paradigmas para la experiencia metropolitana, artística y política. En el siglo XX, Walter Benjamin vendría a representar el esfuerzo más conocido por descifrar la dialéctica del flâneur dentro de las capitales euro-

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Me estoy refiriendo al conocido libro de Vattimo La sociedad transparente, cuya tesis central es que a finales del siglo XX vivimos una época dominada por la comunicación y la industria de los medios masivos.

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peas. En este sentido, el flâneur benjaminiano se refiere a cierta naturaleza de la subjetividad moderna capitalista que se advierte frente a la creciente complejidad del tejido urbano. En otras palabras, en los textos de Benjamin, el flâneur y su trayectoria dentro de la cartografía urbana se vinculan con la problemática del consumo, real o imaginario, dentro de la ciudad de masas. Más aún, en el campo literario, el narrador-paseante actuaba (como en el texto de Fuentes) a modo de intermediario entre la ciudad y sus lectores, sugiriendo trayectorias, significados y bienes que develarían el sentido de la experiencia urbana. El periodista y el cronista jugaron entonces este rol de forjadores del imaginario metropolitano, tal y como apunta Susan BuckMorss en su ensayo sobre la obra de Walter Benjamin: [...] la flânerie comme forme de perception est preservée par la possibilité de remplacement caractéristique des gens et des choses dans la societé de masse et par la gratification purement imaginaire que nous procurent la publicité, les journaux illustrés, les revues de mode et pornographiques qui sont basés sur le principe de la flânerie [...] Benjamin a examiné ces premieres liens entre le style perceptif du flâneur et celui du journaliste. Si les journaux à grande diffusion exigeaient alors des lecteurs urbains (et les exigent encore maintenant), les moyens plus modernes de communication de masse dénoueraient les liens essentiels du flâneur avec la ville (Wismann, 1986: 367)4.

Esta referencia al desplazamiento del rol articulador y representativo del paseante por parte de los medios de comunicación dentro de las sociedades contemporáneas fue atendida en algunos trabajos de la crítica socio-cultural francesa de las últimas décadas: Barthes (Mythologies), De Certeau (La culture au pluriel), Baudrillard (Culture et simulacre). En estos textos, se proponía la idea de la experiencia urbana y cultural de fines de siglo como un fenómeno de simulación, una especie de subjetividad ligada a las leyes de la experiencia vicaria que debilitaba las posibilidades del ejercicio político y la ciudadanía. Al mismo tiempo, junto a la noción de sociedad de masas se sostenía la norma del consenso como modalidad de articulación social pro-

4 “[...] el paseo como una forma de percepción es conservado por la posibilidad de sustitución característica de las personas y las cosas en la sociedad de masas y por la recompensa puramente imaginaria que nos ofrecen la publicidad, los periódicos ilustrados, las revistas de modas y pornográficas que se basan sobre el principio del paseo[...] Benjamin ha examinado estos lazos iniciales entre el estilo de percepción del paseante y el del periodista. Si los periódicos de gran difusión exigían entonces de lectores urbanos (y aún los exigen), los medios más modernos de comunicación de masas desatarían los lazos esenciales del paseante con la ciudad” (la traducción es mía).

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INTRODUCCIÓN

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puesta por las redes de la cultura de los medios y la industria del consumo. Esta noción de sociedad de masas declaraba filiaciones con el concepto precedente de pueblo en el sentido de un sujeto colectivo capaz de ser aglutinado en un deseo común. Pero más recientemente, se habla del concepto de multitud y del principio de paralogía como manifestación del debilitamiento del consenso como norma operativa de la colectividad. Jean François Lyotard, en La condición postmoderna, se refería a la paralogía como criterio de articulación ciudadana en sociedades contemporáneas. A este respecto, el filósofo francés sostiene que el saber en las sociedades contemporáneas no puede seguir adoptando el consenso como norma legitimadora. El debilitamiento de los grandes relatos, de esas visiones hegemónicas de la modernidad, excluye a los principios totalizadores como instrumentos que nos acerquen a las condiciones de la cultura finisecular. Así, la paralogía como modalidad de disentimiento frente al sistema dominante puede traducirse en una nueva forma de interrogar a las sociedades para obtener respuestas hasta ahora relegadas dentro de los relatos tradicionales. Para Lyotard la cuestión de conocer a las sociedades industrializadas de nuestra época “es en principio elegir la manera de interrogar, que es también la manera en la que ella (la sociedad) puede proporcionar respuestas” (Lyotard, 1989: 33). De este lado del Atlántico y frente a la cuestión urbana y, llamémosla, postmoderna, libros como el de Jameson continuaron en cierta medida la postura escéptica frente a las realidades urbanas y a la sociedad de masas. Sin embargo, textos como los de Mike Davis (City of Quartz) o Marshall Berman (All That is Solid Melts into Air) intentaron apelar a una recuperación de la subjetividad política y humanista dentro de las condiciones postmodernas. Otro libro que nos interesa particularmente dentro de las aproximaciones teóricas a la cuestión urbana contemporánea es Megalópolis, de Celeste Olalquiaga, pues en este texto se plantea una interesante articulación entre el escepticismo de buena parte de la crítica postmoderna y la lectura de las posibilidades creativas y simbólicas de una nueva condición cultural. Ante la idea del debilitamiento de los grandes relatos (Lyotard), Olalquiaga propone que la condición sicasténica de la cultura urbana actual puede traer consigo una “rearticulación de lo verbal por lo visual” y que “tal rearticulación implica una posible reconstitución del lenguaje y, por extensión, de las jerarquías de poder que éste representa” (Olalquiaga, 1993: 27)5.

5 Para Celeste Olalquiaga, el fenómeno de sicastenia se asocia con las condiciones de la cultura y las subjetividades urbanas dentro de las megalópolis actuales: “Definida

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Esta tesis de Olalquiaga vendría a poner en entredicho los principios simbólicos (espaciales y verbales) de la ciudad letrada de la modernidad latinoamericana e implicaría que estamos ante un nuevo estadio de la cartografía y las identidades ciudadanas. En el contexto latinoamericano, García Canclini, Sarlo, Martín-Barbero, Richard, Hopenhayn –entre otros– también han abordado recientemente el fenómeno cultural dentro de las grandes capitales. Estos críticos se preguntan acerca del lugar que la cultura tradicional, humanista, nacional, ocupa dentro de las nuevas condiciones urbanas. O bien, apuestan por la capacidad de integración, transformación e hibridación de los modelos culturales modernos en medio de las sociedades de consumo y cultura de masas de finales del siglo XX. Hacia donde deseo apuntar con este recuento es hacia la cuestión clave de la re-configuración urbanística, política, cultural, de las grandes ciudades de fin de nuestros días, entre las cuales, la capital mexicana se reconoce como uno de sus máximos exponentes. En esta coyuntura histórica surgen interrogantes acerca de los cambios, desplazamientos, innovaciones que el tránsito de la ciudad moderna a la megalópolis postmoderna trae consigo. Y dentro del marco del trabajo que presentaremos a continuación, nos corresponde más precisamente indagar en las propuestas, condiciones y posibilidades que la representación de las crónicas urbanas puede atribuirse en medio de este panorama. En consecuencia, interesa caracterizar el espacio de la crónica como una discursividad que se encuentra inscrita dentro de los paradigmas de la cultura urbana y masiva que modelan las condiciones de vida en las sociedades contemporáneas. Escribir crónica periodístico-literaria, en nuestros tiempos, no puede significar lo mismo que hacerlo unas décadas atrás. Las circunstancias son otras, el referente se ha problematizado y la institución misma del escritor-periodista reviste –hoy en día– no pocos matices diferenciadores respecto a sus antecedentes. Incluso los paradigmas estéticos, siempre

como un trastorno en la relación del ser con su alrededor, la sicastenia es un estado donde el espacio ‘real’, cuyas coordenadas son determinadas por el propio cuerpo del organismo, se confunde con el espacio representado o simulado. Incapaz en consecuencia de demarcar los límites de su propio cuerpo, perdido en la inmensa área que lo rodea, el organismo sicasténico abandona su propia identidad para abrazar el espacio más allá de sí mismo, camuflándose en su medio ambiente. Esta simbiosis implica una doble usurpación: a medida que el organismo reproduce exitosamente elementos que de otra manera, no podría percibir, es engullido por éstos, esfumándose como entidad diferenciada” (Olalquiaga, 1993: 23).

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INTRODUCCIÓN

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pertinentes dentro de la consideración del género, se han reconsiderado tal y como señalamos al referirnos a la tesis de Olalquiaga frente al fenómeno de las megalópolis. Vinculada igualmente con la irrupción de las nuevas cartografías urbanas e imaginarias, surge la noción de la estética contemporánea como espacio de desambientación. Para abordar y explicar este principio desambientador de la estética reciente, Gianni Vattimo confronta y relaciona en una síntesis el concepto de Stoss en Heidegger y la noción de shock presente en Benjamin. De esta confrontación el autor deduce una condición de la problemática estética postmoderna: [...] los dos conceptos, el de Heidegger y el de Benjamin, tienen por lo menos un rasgo en común: la insistencia en su desambientación. En uno y otro caso la experiencia estética aparece como una experiencia de extrañamiento, que exige un trabajo de recomposición y readaptación. Pero este trabajo no apunta a una condición final de recomposición alcanzada; la experiencia estética, en cambio, está dirigida a mantener viva la desambientación (Vattimo, 1991: 109).

Tal afirmación del carácter particular de la estética contemporánea, conduce a una reelaboración del concepto de desambientación dentro de nuestra problemática particular. Según Vattimo, el arte postmoderno produce en el espectador una sensación de vértigo semejante a la experiencia límite de enfrentarnos con la muerte6. Sin embargo, el individuo postmoderno está preparado para asumir el rasgo vertiginoso de las manifestaciones estéticas que invaden sus espacios públicos y privados. El habitante de las ciudades es quien se encuentra mejor preparado para esta experiencia de extrañamiento ante las manifestaciones artísticas. Su misma cotidianidad está inundada de experiencias de desambientación: el tráfico, las vallas publicitarias, las enormes desigualdades sociales, la violencia citadina, son algunos de los fenómenos que afronta el ser urbano en su existencia diaria. La pluralidad y la heterogeneidad de destrezas que se le exigen en cuanto habitante de una metrópolis, lo preparan para un encuentro con la esfera cultural producida por la maquinaria de los mass media. Ésta es una circunstancia que el escritor de las crónicas urbanas no pasa por alto. Al escribir su discurso es consciente del público que podrá consumir su producto: el lector habituado a la desambientación como norma esté-

6 Barthes establece, de manera semejante, esta relación del sujeto con la fotografía en su texto La cámara lúcida (1990).

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tica7. Ante tal evidencia, el cronista urbano responde de múltiples maneras al conformar la representación de la ciudad como referente. Finalmente, y en relación a las problemáticas mencionadas anteriormente, podemos defender la selección de Elena Poniatowska, José Joaquín Blanco y Carlos Monsiváis como los autores centrales en nuestro análisis de la crónica periodístico-literaria contemporánea. Elena Poniatowska, con su recuento del Movimiento Estudiantil del 68 en Ciudad de México, señaló de manera indeleble un nuevo modo de escuchar, de interrogar, de observar, de informar y de cronicar. Luego de la Noche de Tlatelolco, el rol del cronistaintelectual se vería remodelado y reforzado en su labor crítica. Con Elena Poniatowska podemos hablar de una renovación que aglutinaba las propuestas de-solemnizadoras ya apuntadas en los autores de la Onda y la apertura del periodismo que se intentaría consolidar en la década de los setenta. Elena Poniatowska es el nombre ineludible en cualquier estudio sobre la renovación de los géneros narrativos y periodísticos en la producción mexicana de los últimos treinta años. Esta autora incursionó acertadamente en los terrenos de la hibridación genérica, en las variantes de la voz autorial, en el cuestionamiento de la representación y sus perspectivas, y en el reclamo crítico de una prosa que, aun siendo periodística, es mucho más que informativa. De modo similar, la consideración de la obra cronística de Carlos Monsiváis parece justificarse por sí misma. Este autor se ha convertido en el paradigma de un nuevo modo de intelectualidad en el México contemporáneo. Si Octavio Paz logró defender un estilo de sapiencia y elocuencia acorde con la imagen del letrado conocedor de la cultura occidental y de su inscripción dentro de un circuito vasto de tradición intelectual, Carlos Monsiváis se nos presenta como una versión diferente del intelectual mexicano. Frente al hábito sancionador y catedrático de los letrados tradicionales, Monsiváis se asoma con la curiosidad del comentarista de ocasión. Monsiváis no dicta lecciones desde el púlpito de la consagración académica, sino que busca –una y otra vez– sumergirse entre la masa urbana y tratar de entender la fuente de las motivaciones gregarias y las articulaciones de la cultura de los medios masivos. Monsiváis es, a mi juicio, una de las encarnaciones mejor lograda de la intelectualidad postmoderna que México ha 7 En un texto publicado en la revista Estudios, Rodríguez Juliá señala las condiciones del nuevo público lector que se identifica con el estilo particular de las crónicas contemporáneas. El escritor puertorriqueño hace mención a un nuevo tipo de lector “menos literario, más formado en la transitoriedad del periódico, más dispuesto a reconocerse desde el temperamento de un escritor de forma promiscua y fronteriza, situado entre géneros” (Rodríguez Juliá, 1994: 8).

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conocido en los últimos años. Y su prosa responde a este perfil que lo distingue e identifica como protagonista de un modo inusual de dilucidar la urbe y sus habitantes. José Joaquín Blanco, por su parte, representa la producción de una generación más joven que la de Poniatowska y Monsiváis. Blanco se caracteriza por incursionar en diferentes géneros, y su nombre se vincula con la crítica literaria, la escritura de novelas y la redacción de crónicas. La elección de Blanco para completar la tríada de los autores analizados en esta oportunidad responde a diferentes razones: en primer lugar, su obra representa una vertiente diferente a la de Poniatowska y Monsiváis, sin estar por ello desvinculada de las propuestas de éstos; en segundo lugar, su obra ha gozado del respaldo editorial que reúne sus crónicas en volúmenes compilatorios (suerte de la que otros cronistas más jóvenes no han participado). Otra condición de la producción de estos tres autores nos permite representarnos un mapa de proximidades genéricas. La crítica ha señalado con anterioridad cómo algunos de los aportes de la producción cronística mexicana de las últimas décadas se relacionan con la renovación de la prosa periodística que llevó a cabo el New Journalism iniciado en la década de los sesenta en la prensa y narrativa norteamericana por figuras como Tom Wolf, Norman Mailer, Truman Capote, Jimmy Breslin, Gay Talese y Rex Reed, entre otros. Los escritores del New Journalism inauguraron un nuevo modo de hacer y escribir reportajes que revistió a la prosa periodística con la categoría de maestría literaria reservada hasta entonces a los trabajos de ficción (principalmente a la novela). El proyecto del New Journalism se involucró, por un lado, con la renovación formal y la experimentación de técnicas narrativas y, por otro, se adscribió a la tarea de describir la sociedad contemporánea a partir de personajes y sucesos sintomáticos de la sociedad y la psicología de la época8. 8 En su libro sobre el New Journalism, Tom Wolfe se refiere de manera precisa a los inicios del nuevo periodismo y a sus iniciativas formales, sus procedimientos de representación. En cuanto al recurso del estilo “literario” como aliado del reportaje, Wolfe apunta que los escritores se enfrentaron al “descubrimiento de que en un artículo, en periodismo, se podía recurrir a cualquier artificio literario, desde los tradicionales dialogismos del ensayo hasta el monólogo interior y emplear muchos géneros diferentes simultáneamente, o dentro de un espacio relativamente breve [...] para provocar al lector de una forma a la vez intelectual y emotiva” (1994: 26). Más adelante en su recuento, Wolfe subraya cierto procedimiento narrativo que será igualmente reconocible en la prosa de los cronistas mexicanos contemporáneos. Me refiero al uso del detallismo realista que explota el poder de significación de las imágenes y personajes retratados en la prosa. En palabras de Wolfe: “consiste en la relación de gestos cotidianos, hábitos, moda-

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Al mismo tiempo, la esfera de producción literaria mexicana no parece delimitar de manera tan tajante las jerarquías que tal creación implica en sectores como el descrito por Wolfe en su libro. Para Wolfe, uno de los problemas centrales que enfrentó el New Journalism en Norteamérica fue el de la rigidez estamental que separaba en compartimientos bien delineados los distintos modos de insertarse dentro de la esfera letrada. Dentro de esta escala de valores, al periodismo le estaba reservado el nicho inferior del prestigio y la competencia literaria (luego de la ficción y la producción crítica-ensayística). En el caso mexicano, el género de la crónica periodísticoliteraria cuenta con el respaldo de una tradición legitimada por su presencia histórica a partir de los inicios del periodismo en el siglo XIX y por el renombre de los autores que han participado en esta modalidad de escritura. Más aún, y como señala Julio Ramos en relación a la práctica del periodismo latinoamericano del siglo XIX, la heterogeneidad del sujeto literario sugerida en fenómenos como el del New Journalism no es una norma ajena a las condiciones de producción del intelectual latinoamericano y a la tradición que conforma su campo de poder y experticia. Para Ramos, la crónica periodístico-literaria es “un lugar privilegiado para precisar el problema de la heterogeneidad del sujeto literario” en Latinoamérica9. No obstante, Ramos se refiere a un tipo de heterogeneidad del sujeto literario que se encuentra ligada a los problemas centrales de la autonomía del campo literario como lugar de una sensibilidad y una experticia que se encuentran amenazadas por las contingencias mercantilistas y pragmáticas de la modernidad que –aun en una versión dislocada– se convierte en la norma cultural que guía a los proyectos nacionales a fines del XIX. Esta problemática de la escisión del productor literario entre distintos campos discursivos (poesía, crónica, novela, ensayo) corría entonces paralela al afán de legitimidad de la esfera artística como campo de poder (Bourdieu). Cien años más tarde,

les, costumbres, estilos de mobiliario, de vestir, de decoración, estilos de viajar, de comer, de llevar la casa, modos de comportamiento frente a niños, criados, superiores, inferiores, iguales, además de las diversas apariencias, miradas, pases, estilos de andar y otros detalles simbólicos que pueden existir en el interior de una escena. ¿Simbólicos de qué? Simbólicos, en términos generales, del status de la vida de las personas, empleando este término en el sentido amplio del esquema completo de comportamiento y bienes a través del cual las personas expresan su posición en el mundo, o la que creen ocupar, o la que confían en alcanzar. La relación de tales detalles no es meramente un modo de adornar la prosa. Se halla tan cerca del núcleo de la fuerza del realismo como cualquier otro procedimiento en la literatura” (1994: 51-52). 9 Ramos, 1989: 82-111.

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esta heterogeneidad sigue designando el perfil de algunos autores, como los de la tríada de cronistas que nos ocupa en este estudio. Blanco, Monsiváis y Poniatowska se desempeñan invariablemente dentro de distintos géneros (crónica, novela, ensayo literario, crítica cultural) y, más aún, descreen en la rigidez divisoria que separa un discurso de otro. De ahí que lo que el New Journalism concibió como voluntad expresa de préstamo estilístico, pueda explicarse –en parte– en el caso de la crónica mexicana como resultado de la heterogeneidad discursiva en la que se mueven y producen los escritores citados. En consecuencia, la prosa cronística se define por su intertextualidad genérica, por una confluencia de técnicas y lenguajes que ha sido designada generalmente como indeterminación intrínseca de esta crónica reciente. Así por ejemplo, cuando nos enfrentamos a la matriz testimonial sobre la que se construye la monumental crónica de Poniatowska sobre el Movimiento Estudiantil del 68, reconocemos el recurso ya empleado por la autora en Hasta no verte Jesús mío. Pero junto al auxilio del testimonio se hace igualmente medular en el texto el hecho noticioso y su reconstrucción de acuerdo a técnicas del reportaje periodístico. En las crónicas de José Joaquín Blanco el recurso del epígrafe y la cita culta intercalada denuncian su experticia de crítico literario y las incursiones dentro de la sicología de distintos tipos urbanos nos remiten a su producción novelística. Monsiváis, por su parte, recurre a la mirada analítica y sociológica de muchos de sus ensayos para revertirla de manera paródica o sarcástica en algunas de sus crónicas mejor logradas. Sin embargo, esta heterogeneidad constitutiva de la crónica no siempre se lee como acierto y, cierto sector conservador de la crítica arremete contra el género al modo que la ortodoxia literaria norteamericana lanzó sus denuestos en contra del nuevo periodismo de los sesenta10.

10 Adolfo Castañón, en un artículo denigratorio sobre la obra de Monsiváis, tilda al cronista de novelista malogrado, de malabarista genérico que no asciende a la cumbre de la gloria realmente literaria (la de la novela): “Oscilando entre el periodismo, la crónica, la historia, la fábula, la agonía y el éxtasis, la palabra de Monsiváis ha eludido cuidadosamente la creación de personajes al tiempo que rescata –con el mismo escrúpulo– mundos, climas y modismos, voces y ambientes particulares, regionales. De ahí que encarne la última voz intraducible en que se reconocen las masas mexicanas antes de iniciar definitivamente el éxodo hacia la uniformidad sin fronteras; de ahí también que uno de los escritores mexicanos e hispanoamericanos más dotados e inteligentes de nuestro siglo corra el riesgo de no acceder verdaderamente a la literatura –es decir a la intuición de la persona a través de la palabra, a la creación de personajes– y de quedar en la memoria del futuro y en el presentimiento de los lectores en otras lenguas como una leyenda milagrosa e inexplicable. Tom Wolfe –decía Truman Capote– no durará” (Castañón, 1990: 20) (El subrayado es mío.)

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Pero, como afirmábamos en páginas anteriores, la consideración de la crónica periodístico-literaria como un género menor debe vérselas en el caso mexicano –y latinoamericano– con una reconocible tradición que legitima una práctica quizá menos valorada en otros contextos. Se hace pertinente señalar, además, que la selección de los tres autores que abordo en mi estudio intenta recoger diversos modos de observar y cronicar la vasta cartografía de la capital mexicana de fines de siglo. Las miradas de Poniatowska, Monsiváis y Blanco transitan distintos corredores urbanos y, al mismo tiempo, manifiestan modos diversos de interrogar a los protagonistas de la cotidianidad capitalina. Igualmente discernibles son los actos y estilos enunciativos de estos tres autores que recurren a estrategias particulares de locución, interpelación y representación. Estos estilos particulares son, además, susceptibles de análisis gracias a una producción que, recogida bajo el formato de libros, atestigua la extensión y la continuidad en la práctica del género. La obra cronística de Poniatowska, Monsiváis y Blanco, puede entonces abordarse desde un enfoque diacrónico que permite la consideración de tal tríada de autores dentro de un proyecto literarioperiodístico-histórico particular. En los capítulos siguientes nos referiremos a este itinerario de la crónica contemporánea, a sus coordenadas iniciales, a sus apuestas y propuestas y a la posterior crisis de un proyecto que se mantiene a lo largo de dos décadas, aproximadamente. Hablar de un proyecto particular involucra la idea de cierta coherencia en los fines, en los medios y los modos de acercarse a una problemática que en este caso nos remite a la intención de construir un discurso sobre la urbe de fines de siglo. Se puede apuntar cómo en la obra periodístico-literaria de Poniatowska, Monsivaís y Blanco, se reconoce una inflexión propia en el oficio de cronicar la ciudad o la megalópolis. En primer lugar, habría que señalar que a la figura del flâneur mundano y romántico, le sucede en los textos de estos autores la personalidad mucho más política del observador social que todo pone a prueba bajo la doble lente de su mirada crítica y de su prosa renovadora. Se produce, en consecuencia, una tensión constante con las instituciones sociales, literarias y periodísticas que las crónicas insisten en cuestionar y/o subvertir. Priva, una y otra vez, en estos textos urbanos la retórica de la duda, el escepticismo y el distanciamiento reflexivo. Es precisamente este último rasgo, el del predominio de la prosa de reflexión dentro de la crónica, lo que provoca en estos textos su proximidad al género del ensayo. Ahora bien, habría que aclarar que este afán de reflexión puede traducirse en el caso de la crónica periodístico-literaria contemporánea de dos maneras predominantes. De un lado, puede hablarse de cierta personalidad de la voz autorial que

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se afana en desentrañar intelectualmente el problema que lo ocupa: de ahí que se haya tildado a algunos de los exponentes del género de sociólogos instantáneos o de antropólogos urbanos. Esta actitud conlleva a un compromiso de la crónica con la labor de denuncia y la crítica frecuente frente a las realidades reseñadas en los textos. Por otro lado, y en parte como consecuencia de esta postura autorial, los textos producidos por autores como Poniatowska, Monsiváis y Blanco, reclaman de la lectura un ejercicio igualmente crítico y reflexivo. Las crónicas urbanas de estos autores no están en la prensa para suscitar un consumo despreocupado que alimente la curiosidad por informarnos sobre algunos de los rostros de la ciudad habitada; están allí para apelar al lector y re-capturarlo en una especie de labor cívicopolítica: para producir algo parecido a la transformación del lector en ciudadano. Este contrato de lectura pone de manifiesto la ideologización expresa del género y la refuerza a partir del estatuto de veracidad del espacio periodístico. Pero, ¿no habíamos afirmado –junto a Monsiváis– al principio de esta Introducción que la identidad del género privilegiaba los afanes formales sobre los de naturaleza informativa? Lo que cabría aclarar en este momento es que, en las crónicas de Poniatowska, Monsiváis y Blanco, la relevancia formal no se diluye, sino que se re-articula con esa noción de apelación crítica a la que nos referimos en el párrafo anterior. En otras palabras, el trabajo formal en estos textos sigue definiendo en mucho el carácter literario del género. Más aún, lo que particulariza a esta reciente inflexión de la crónica no es tanto su maestría formal cuanto su redefinición de “literatura” en términos de un espacio interpelado por criterios heterogéneos que van mucho más allá de los ejercicios de una maestría estética. Al mismo tiempo que descubrimos y describimos filiaciones como la anterior, otro de los objetivos de nuestro estudio es el de destacar no sólo tales proximidades entre los cronistas, sino además las particularidades que definen la obra de cada uno de ellos. Por eso, he creído conveniente dividir el trabajo en capítulos dedicados a cada autor en particular. El primer capítulo, sin embargo, aborda algunos puntos que conciernen en menor o mayor medida a la producción de los tres cronistas. En ese apartado inicial, desarrollaremos algunos conceptos claves para el abordaje de los textos y los estilos particulares de Poniatowska, Blanco y Monsiváis. En los capítulos posteriores, nos detendremos en la revisión individual de los cronistas para destacar los aportes particulares de cada autor dentro del proyecto de la crónica periodístico-literaria. Con ello esperamos trazar una cartografía pormenorizada de cierta producción cronística en México, durante el lapso aproximado de dos décadas.

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1. La megalópolis: un mapa que se des-tra(o)za El caos es también propuesta estética, y al lado de las pirámides de Teotihuacán, de los altares barrocos y de las zonas del México elegante, la ciudad popular proyecta su vehemencia formal, una de las versiones posibles –la brutalmente masificada– del siglo venidero. Carlos Monsiváis

En 1957, un temblor en el DF mexicano, ocasionó el derrumbe de uno de los máximos símbolos de la ciudad: el Ángel de la Independencia del paseo de la Reforma. La caída del icono urbano por excelencia podría leerse como el inicio de un proceso de transformación de la Ciudad de México, de aquella que Fuentes nos describiera en 1958. En 1985, un terremoto de mayor magnitud devastaría el casco central de la ciudad y, unos años antes –en 1978–, unas excavaciones al lado de la Catedral desenterrarían las impresionantes ruinas aztecas del Templo Mayor1. Estos acontecimientos marcharon paralelos con el deterioro general del proyecto de la ciudad moderna, su organización y gobierno. Los terremotos hicieron visibles las fisuras de un modelo urbano que había acompasado al programa modernizador cuyo auge se había celebrado durante tres décadas de rápido crecimiento capitalista y cuyos resultados invocaban la idea del “Milagro Mexicano” (1940-1968). Los resultados de este período se midieron no solamente por el crecimiento económico y la industrialización creciente del país, sino también por la explosión demográfica polarizada hacia las áreas urbanas2. Así, una ciudad que en 1940 contaba con un poco más de

1 Sobre el rescate del centro ceremonial azteca de Tenochtitlan puede consultarse el artículo de Eduardo Matos Moctezuma (1994). 2 “La población pasó de 19,6 millones de habitantes en 1940 a 67 millones en 1977 y más de 70 en 1980. En 1940, sólo el 20 por ciento de esta población vivía en centros urbanos, en 1977, casi el 50 por ciento; en cuarenta años, junto al proceso de industrialización, el país experimentó un cambio espectacular en sus niveles de urbanización y cre-

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millón y medio de habitantes, alcanzó una población cercana a los diez millones en 1970, y de 14 millones en 19903. En 1948, en “Nueva Grandeza Mexicana”, Salvador Novo registraba algunos de los veloces cambios registrados por la ciudad capital y el influjo del progreso capitalista en su fisonomía exterior, pública, pero también en el ámbito privado, familiar y en el terreno de los hábitos y costumbres. La crónica de Novo se sirve del pretexto del paseo turístico ofrecido a un visitante de la urbe y, a través del recorrido, el cronista despliega la historia de la ciudad y la confronta con la nueva realidad de mediados de siglo: Habíamos visto una ciudad transformada, modernizada, en pleno crecimiento [...] los bancos hipotecarios; un aumento notorio de la natalidad; el centripetismo demográfico nacional; la inmigración de prolíficos refugiados –polacos en 1925, españoles en 1937-1938–; el turismo favorecido por el cambio, y por último, la inflación, que según los sesudos economistas tiende a guarecer el dinero en la tangibilidad de los bienes raíces: todos estos factores juntos, explicaban la fiebre de construcciones que presenciábamos desbordar por doquiera a la ciudad, crecer hacia arriba en módicos rascacielos, faltarle lógicamente el agua, abrirse paso con los codos su tránsito por la fuerza de nuevas, arrolladoras arterias por qué impulsar su sangre nueva (Novo, 1996: 229).

El nuevo ritmo de la ciudad reseñado por Novo, conlleva la valoración creciente de la vida modernizada/capitalista y los espacios públicos en contraposición al ámbito reducido y tradicional de la vida privada. Se inicia así una nueva ciudadanía pública, aquélla volcada enérgicamente a la conquista de los bienes y modos de vida ofrecidos por la modernización. Novo se manifiesta entusiasmado ante esta transformación, pero la posterior crisis política, económica y social de los sesenta traerá consigo el escepticismo crítico y el afán de denuncia que inauguran el giro temático y estilístico de la crónica urbana que nos ocupará en las siguientes páginas. El desenvolvimiento de la capital mexicana a mediados del siglo XX puede leerse dentro del marco de un fenómeno de urbanización latinoameri-

cimiento demográfico” (Aguilar Camín y Meyer, 1990: 193). En los años 70 la Ciudad de México concentraba alrededor del 20 por ciento de la población nacional y producía alrededor de la tercera parte del PIB del país. Para fines del siglo XX, la capital albergaba alrededor del 18 por ciento de la población nacional y producía la cuarta parte del PIB nacional. 3 Un estudio sobre el crecimiento de la Ciudad de México y sus condiciones urbanas que recomiendo para quien desee información más detallada y cuantificable es Mexico City de Peter M. Ward (1998).

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cana que ha sido estudiado por José Luis Romero en su texto sobre las transformaciones de las ciudades y sus ideologías. En este libro, se presenta el modelo de la urbanización latinoamericana del presente siglo como un proceso que conduce a sociedades escindidas entre el paradigma de la ciudad tradicional o “normalizada” y la irrupción de otra ciudad marginal que crece en la medida en que los contingentes de inmigrantes se desplazan hacia los centros urbanos atraídos por el auge de los procesos de industrialización. Para Romero, estos nuevos sectores urbanos se caracterizan por el carácter anómico de sus inserciones dentro del marco más amplio de la ciudad y por su afán de incorporación a la matriz de la urbe tradicional. Por otro lado, el crítico argentino señala que con el advenimiento de estas comunidades anómicas podemos señalar el punto de partida del concepto de masas urbanas, tanto en el sentido cuantitativo o demográfico, como en el aspecto ideológico. Sin embargo, el ya clásico estudio de Romero no llega a abarcar la problemática urbana en Latinoamérica más allá de la década de los setenta, momento de dislocación del paradigma de la metrópolis de cuño moderno. La urbe masificada –momento epigonal del mencionado estudio– se articula gracias a la reflexión de Romero dentro de un modelo de determinismo histórico: “se presentó el conjunto de la sociedad urbana como una sociedad escindida, una nueva y reverdecida sociedad barroca” (Romero, 1976: 336). Ángel Rama, en La ciudad letrada, se pliega igualmente al modelo de análisis histórico e ideológico en el proceso de conformación de las urbes latinoamericanas. Convergiendo con Romero, el crítico uruguayo se detendrá en las postrimerías de la ciudad masificada y moderna como manifestación episódica de una trayectoria cuya lógica se teje en el tramado ineludible de una identidad histórica y regional. Más aún, la norma que subyace tras los análisis de estos críticos es la noción de una especie de causalidad que modela a los centros urbanos en conformación con una realidad continental particular que se asocia a la idea del carácter nacional y/o regional. Las urbes descritas por Romero y Rama no pueden ser sino expresiones de una identidad latinoamericana y de su modo particular de hacerse moderna. En este sentido, el caso mexicano se inserta dentro del paradigma de este desarrollo escalonado de la modernidad urbana y atiende al proceso señalado por Romero. El crecimiento de la clase media, los intercambios entre capitalinos y emigrados del campo y el triunfo del modelo norteamericano fueron las piezas adicionales de un largo trayecto de la historia contemporánea de México: la génesis de la cultura urbana moderna en el país, que tuvo tres períodos. El primero va de 1921 a 1950, cuando se afianzó el ejemplo de la Ciudad de México para el país;

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el segundo se da entre 1950 y 1960, en que la gran Ciudad de México se ve reproducida en otras ciudades medias; y, la etapa crítica, cuando la capital, ya megalópolis, se convierte en emblema del desarrollo mexicano moderno, con sus logros y enormes inconvenientes y su aspecto actual: una especie de collage o montaje arquitectónico y visual que reúne restos de otras épocas, rascacielos, multifamiliares, ejes viales, anuncios publicitarios y cinturones de miseria (González Rodríguez, 1996: 264).

Dentro de estas observaciones acerca de los cambios suscitados dentro del modelo urbano mexicano, se apunta al carácter caótico del estadio contemporáneo de la urbe. La noción del collage y el aspecto entramado de su reciente cartografía, el estilo espacial y arquitectónico de “rapiña aleatoria” (Jameson, 1991) nos sugiere la idea de una multiplicación y explosión de los códigos a partir de los cuales descifrábamos el carácter urbano y su identidad local o regional4. En el terreno de la narrativa mexicana, La región más transparente de Fuentes exploró en los modos narrativos capaces de contener y expresar la multiplicidad de personajes, tiempos y hábitos que se entrecruzaban dentro de la capital mexicana desbordada por los cambios suscitados por la modernización posrevolucionaria. De manera similar, Agustín Yáñez convocaba en Ojerosa y pintada (1961) las posibilidades de narrar el caos urbano, haciendo uso del personaje taxista que recorría la vasta ciudad, transportando a heterogéneos pasajeros. La remodelación urbana que respondía en parte al influjo de la inmigración interna y al boom modernizador/industrializador a partir de los años cuarenta, se enfrenta en las décadas finales de nuestro siglo a otras condiciones más inquietantes si insistimos en prolongar la lectura a la que nos habían acostumbrado los textos de la crítica moderna y regionalista5. Las 4 La Ciudad de México en su caracterización como megalópolis contemporánea participa de las condiciones que perfilan a la urbe postmoderna. Según Olalquiaga el nuevo estadio de la cultura occidental puede leerse en su realización urbana a modo de ‘paisaje cultural’: “El espacio postmoderno, el cual hace constantemente referencia a millares de tiempos y culturas diferentes, al situar anacrónicamente edificios de todas las épocas unos junto a otros, se convierte en un territorio imaginario donde, en lugar de la organización causal prevalece un pastiche de selecciones aparentemente aleatorias” (Olalquiaga, 1993: 94). 5 Si en los años 70 la capital mexicana contaba con una población de 8 millones de habitantes y una extensión de 700 kilómetros cuadrados, para finales del siglo XX la población del DF ha ascendido a más de 18 millones de habitantes reunidos en un territorio de aproximadamente 1.500 kilómetro cuadrados. Este influjo centralizador (el 18 por ciento de la población mexicana vive en la ciudad capital) se vio igualmente traducido en una centralización política y económica (el 25 por ciento del PIB nacional es producido en la Ciudad de México).

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recientes cartografías de urbes como la Ciudad de México se convierten en versiones locales de un proyecto de perfil globalizador y trasnacional: Somos las desoladas unidades habitacionales prefabricadas, erizadas de antenas de televisión. Somos los transitores, los champúes y los desodorantes; la pizza y la hamburguesa. Somos la música disco, las videocaseteras y las películas que lo mismo triunfan en México que en Nairobi y El Cairo. Somos los aviones, los wolkswagens, la Kodak, las computadoras, las microondas. Somos Xerox, General Motors, IBM, ITT, Mobil Oil, Dupont, Chase Manhattan Bank. Somos la comida industrial, la higiene industrial, el bienestar industrial, la miseria industrial, la cultura industrial... (Blanco, 1989: 12-3).

Lo que sugiere esta cita de Blanco es el panorama de una ciudad “mundial” o “global”, esto es, una urbe postindustrial definida más por las ofertas en el área de servicios y de finanzas que por su carácter industrial. La ciudad global no sólo deja de ocuparse primordialmente de la manufactura de bienes, sino además de la manufactura de lo local en concordancia con el Estado nacional centralmente operativo. Asistimos, al fortalecimiento y mayor visibilidad de las corporaciones multinacionales y los mercados de capitales como fuerzas modeladoras de nuevas alianzas y localizaciones urbanas6. Frente a la globalización económica y la mundialización cultural, la identidad urbana-local sobrevive como residuo y como hallazgo ilusorio de mecanismos simbólicos que intentan conjurar esta atomización de la fisonomía hasta entonces familiar de la ciudad que se dejaba abarcar por los mecanismos de la representación moderna. De ahí, que se reconozca en la tarea representativa de la crónica urbana una versión de este esfuerzo por reconstituir los rasgos de un imaginario urbano al cual no se renuncia fácilmente: En una época globalizadora en que la ciudad no está constituida sólo por lo que sucede en su territorio, sino por el modo en que la atraviesan migrantes y turistas, mensajes y bienes procedentes de otros países, el imaginario propio y el de los otros, la experiencia urbana se expande y se potencia. No sólo proyectamos la fantasía en el desierto, en las salidas de fin de semana buscando la naturaleza que rodea la ciudad, sino en la proliferación de textos, que, desde dentro y desde fuera, la imaginan: los relatos de informantes, las crónicas periodísticas y literarias, las fotos, lo que dice la radio, la televisión y la música que narran nuestros pasos urbanos (García Canclini, 1993: 26)7.

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Para un análisis del fenómeno de las ciudades globales puede consultarse P. J. Taylor (2000). 7 El subrayado es mío.

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Ante la irrupción del renovado paisaje cultural urbano no se diluye entonces la inquietud por representar, dilucidar o imaginar los contornos y significaciones de la experiencia urbana contemporánea. Más aún, la consideración de la experiencia urbana, ligada a las condiciones espaciales que modelan y regulan el ámbito público urbano (Olaquiaga 1993), conlleva a un cambio de perspectiva crítica a la hora de acercarnos a la definición de las nuevas identidades y subjetividades dispersas a lo largo de la cartografía de las ciudades. A esto se refiere García Canclini cuando apunta que: “las megaciudades nos ponen a pensar si el sentido que hasta ahora buscábamos en una lógica temporal unificada no debe ser explorado en las relaciones simultáneas que se dan en un mismo espacio” (García Canclini, 1993:20). Las condiciones culturales actuales de una ciudad como la capital mexicana llevan a considerar el desgaste del modelo de crecimiento orgánico de las ciudades, versión compatible con la visión de un desarrollo histórico y obediente a los requisitos de las poblaciones y estructuras locales. Si en la época moderna la experiencia urbana podía ser desentrañada a partir de las marcas que los ciudadanos diseminaban a lo largo de la cartografía, la dirección postmoderna pareciera invertir la dirección del rastreo semántico. Parafraseando a Baudrillard diríamos que la experiencia urbana ya no resulta aprehensible a partir de la abstracción del mapa, pues la cartografía denota una mutación del espacio urbano (Jameson, 1991) que se corresponde con el surgimiento de subjetividades apeladas por un tipo de experiencia extraterritorial. De ahí que la moderna visión del paseante-intérprete de la cartografía urbana resulte anacrónica frente a la infinita intersección de redes que se entretejen en el paisaje cultural urbano complejizándolo de un modo sin precedente en la historia de las ciudades latinoamericanas. Como resultado de la intersección de estas múltiples redes culturales, la ciudad imaginada e histórica, proyectada por y desde la construcción de sentidos ciudadanos, al modo de la ciudad letrada de Rama, pierde su capacidad de interpelación hegemónica frente a la naturaleza de las experiencias cotidianas de la urbe postmoderna. No se hace posible seguir leyendo la ciudad desde “arriba”, desde la abstracción de una proyección ciudadana nacional o local, sin tomar en cuenta los trazos mismos que las prácticas cotidianas están imprimiendo a lo largo de la cartografía urbana. Según Michel de Certeau es a ras del suelo, en el espacio de las intersecciones cotidianas, donde se anuncia la caducidad de la ciudad planificada y pensada desde arriba y se abren los sentidos de la experiencia ciudadana ‘real’: Una forma elemental de esta experiencia son los transeúntes, cuyo cuerpo obedece a trazos fuertes y débiles de un ‘texto’ urbano que ellos escriben sin

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poder leerlo [...] Los caminos que se responden en este entretejido, poesías ignorantes donde cada cuerpo es un elemento signado por muchos otros, escapan a la legibilidad. Todo ocurre como si una ceguera caracterizara a las prácticas organizadoras de la ciudad habitada. Las redes de estas escrituras, que avanzan y se cruzan, componen una historia múltiple, sin autor ni espectador, formada por fragmentos de trayectorias y por alteraciones del espacio: en relación con las representaciones, esta historia permanece –cotidianamente, indefinidamente– ajena (De Certeau, 1990: 141-2)8.

Los cronistas que abordaremos en los capítulos siguientes, apuestan precisamente a desentrañar el sentido de estas trayectorias “ciegas”, a leer las prácticas de las multitudes urbanas que se desparraman por la urbe. Al privilegiar la lectura desde abajo, la representación del anonimato ciudadano, de los tránsitos cotidianos y públicos de los habitantes de Ciudad de México, estos autores proponen un nuevo modo de leer la cartografía urbana y sus significaciones. En consecuencia, se suscitan en éstos y otros autores las reflexiones en torno a las posibilidades de lectura del cuerpo urbano a partir de sus expresiones en el ámbito de lo público y el reto de interpretar las emergentes realidades: “No es fácil reencontrar lo público y el sentido de lo ciudadano en las principales formas de agrupamiento que hoy reemplazan, sin hacer desaparecer, a las entidades macrosociales como la nación y la clase” (García Canclini, 1996: 12). Más aún, debemos precisar que como apunta García Canclini en Culturas híbridas lo público urbano en las décadas finales de nuestro siglo no se asocia al modelo de la esfera pública en cuanto el principio racional y organizador que Habermas reconocía en las etapas tempranas de la modernización. En su lugar, se vive la creciente “mediatización” de las sociedades urbanas que conforma múltiples redes de intersecciones e hibridaciones que remodelan la función y la experiencia colectiva9. Sin embargo, el propio crítico nos ha hablado de un “desplazamiento” y no de una “desaparición” de ciertas matrices culturales, políticas y públicas

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La traducción es mía. García Canclini se refiere a la remodelación de los imaginarios urbanos y colectivos como resultado de la interferencia creciente de la industria de los medios en las sociedades latinoamericanas: “Las identidades colectivas encuentran cada vez menos en la ciudad y en su historia, lejana o reciente, su escenario constitutivo[...] Como la información de los aumentos de precios, lo que hizo el gobernante y hasta los accidentes del día anterior en nuestra propia ciudad nos llegan por los medios, éstos se vuelven los constituyentes dominantes del sentido ‘público’ de la ciudad, los que simulan integrar un imaginario urbano disgregado” (García Canclini, 1992: 268). 9

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dentro de los escenarios urbanos contemporáneos. En este sentido, podríamos rescatar un argumento que Raymond Williams (1982) defendió al tratar el problema cultural dentro de las formaciones sociales. Williams reconoció que en cada momento de una determinada formación social podríamos reconocer tres estadios o momentos culturales: uno dominante, uno emergente y uno residual. La imbricación de tales modos culturales dentro de las sociedades latinoamericanas contemporáneas puede traducirse como el fenómeno de hibridación, clave en la obra crítica de García Canclini. Volviendo al caso mexicano y a la condición cultural urbana, no sólo tendríamos que preguntarnos por las condiciones y las manifestaciones de tal hibridación, sino por los modos en que tal fenómeno se representa dentro del espacio de las crónicas de los autores que nos interesan. Esta indagación nos llevaría a interrogarnos sobre las distintas posiciones desde las cuales los cronistas re-construyen su visión de la experiencia urbana en la capital mexicana de fines de siglo. En otras palabras, nos interesa indagar en los modos de situarse ante la cartografía urbana y sus relaciones con los distintos momentos culturales que se entretejen en la experiencia urbana. En las reconstrucciones modeladas por las crónicas de Monsiváis, Poniatowska y Blanco podemos reconocer distintas perspectivas que dialogan con los momentos culturales que hemos mencionado y que les otorgan un protagonismo que se adecua a los lugares (imaginarios y simbólicos) desde donde se traman los distintos discursos sobre lo urbano. Así, si entendemos que el modo cultural dominante es el modelado por y desde las estructuras de unas cúpulas de poder (político, informativo, económico) habremos de apelar a las representaciones desencantadas que informan muchas de las crónicas de José Joaquín Blanco. Para Blanco, la norma cultural y política dominante de nuestros tiempos se impone desde arriba debilitando las posibilidades de la diferenciación individual y crítica. Poco o nada puede hacer el individuo para contrarrestar los mecanismos saturadores del mercado, los medios de comunicación y el gobierno priísta. Según José Joaquín Blanco, la identidad urbana y sus expresiones son controladas por los mecanismos operativos de un aparato represor apenas contrarrestados por una resistencia subterránea y disgregada que no termina de traducirse en una organización efectiva sino en momentos coyunturales donde se hace visible “alguna resquebrajadura en la práctica del código” cultural dominante: De tal modo, no hay Cultura en un sentido de ascensión progresiva al conocimiento, la técnica, la belleza o la moral, sino sobre todo una guerra cultural cotidiana, en la que el código opresor unificado lucha por enraizarse; y las masas

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divididas y despojadas de estructuras propias que las cohesionaran y les permitieran contrainterpretar sus roles, tratan de resistir con recursos improvisados, individuales, disgregados (Blanco, 1988: 130).

Las fisuras que esporádicamente se reconocen en el aparato de control social permiten la irrupción de los modos culturales que “desde abajo” resisten las prácticas de los códigos dominantes. Se hacen entonces visibles las prácticas de resistencia, las argucias colectivas que –como diría De Certeau– invierten y burlan la vigilancia de las redes dominantes (las tretas del débil). Dentro del contexto de los cronistas que nos ocupan en esta oportunidad, podríamos asociar estas prácticas de resistencia con la idea de un modelo cultural residual o un modelo emergente, de acuerdo a la representación que de tales movimientos y subterfugios se elabore en el espacio de la crónica. En consecuencia, es válido mencionar de qué modo algunas de las prácticas colectivas recogidas por Elena Poniatowska en sus crónicas urbanas apuntan hacia la resistencia “desde abajo” como una expresión histórica de revolución o resistencia cuyas connotaciones hacen visibles algunos paradigmas de la modernidad cultural. Por otro lado, nos parece que quien mejor logra acercarse a la definición y representación de las realidades sociales emergentes dentro del contexto de la postmodernidad urbana en México es Carlos Monsiváis. Este último, no se limita a exponer el escepticismo irresoluble de Blanco, ni a continuar la línea un tanto romántica de Poniatowska. En su lugar, Monsiváis trata de acercarse al fenómeno de la megalopolización de la Ciudad de México a partir de una representación donde se entretejen los modos residuales, dominantes y emergentes de la cultura urbana. Con respecto a las nuevas condiciones culturales, según la óptica de Monsiváis, podríamos retomar el término usado por Roger Bartra al hablar de las sociedades finiseculares. Monsiváis, al igual que Bartra, parece apostar hacia la reconceptualización del término postmodernidad por un mote mexicanizado: la desmodernidad, que se referiría al desmadre que impera en el mundo contemporáneo10. Desmadre es precisamente esa condición de relajo, de desacralización, de parodia, tan presente a lo largo de las crónicas de Monsiváis al tratar de abordar la cuestión de la cultura y la identidad urbana a finales de siglo. De las observaciones acerca de Ciudad de México como un espacio cultural donde se reconocen las condiciones de la explosión urbana, del carácter incontenible de sus rasgos conformadores, surge entonces la interrogante

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Véase Roger Bartra (1993: 19-20).

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acerca de la posibilidad de la crónica para narrar y representar la megalopolización de la capital mexicana.

2. El deambular de la megalópolis: de la crónica al vídeo-clip Narrar es saber que ya no es posible la experiencia del orden que esperaba el flanêur al pasear por la urbe a principios de siglo. Ahora la ciudad es como un vídeo-clip: montaje efervescente de imágenes discontinuas. Néstor García Canclini

Ante la creciente e incontenible complejización de las redes y la cartografía de las megalópolis postmodernas, o “desmadradas”, surge la inquietud acerca de la posibilidad de abarcar este fenómeno glosándolo. En este sentido, me parece pertinente considerar no sólo el rol de la crónica como género que apuesta por la representación de este nuevo estado de la urbe, sino el papel central del cronista como artífice intelectual y material de una mirada y de los textos que la traducen. El cronista se vale del recurso de la observación y de las anotaciones como modos de aprehender la ciudad, sus personajes y sus pulsiones. Podríamos comenzar apuntando que, en líneas generales, el cronista puede adoptar dos perspectivas: la del cronista testigo o la del cronista protagonista. En la primera de estas modalidades, el sujeto de la enunciación se define a sí mismo como un informante que ha observado y documentado de primera mano los acontecimientos que recoge en su texto, “ha estado ahí” en el momento y lugar de producción de los acontecimientos como una especie de lente que captura y filtra los detalles relevantes de la ocasión. Esta posición admite necesariamente diversas variantes como es el caso del cronista-reportero que documenta distintas versiones de un suceso (por ejemplo Elena Poniatowska en La noche de Taltelolco), o el cronista miembro de un público congregado en una arena (como Monsiváis en muchas de sus crónicas sobre espectáculos), o el cronista paseante (por ejemplo Blanco en sus textos sobre prácticas del consumo en el DF). Cabe además la perspectiva de la crónica centrada en el avatar de su narrador quien se convierte en el protagonista de sus propias digresiones textuales. En estos casos, la preocupación central del texto se desplaza del eje del recuento de un suceso hacia la reflexión narcisista del autor que deci-

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de ocuparse primordialmente de su identidad como cronista o como sujeto de una determinada sensibilidad y pericia culturales. La mayoría de las veces este cronista protagonista se inserta, a modo de comentario autorial, en medio de un texto guiado por la voz del cronista testigo y aparece entonces como paréntesis auto-reflexivo. Junto a estas posiciones de la voz narrativa se dan otras variantes discursivas más ligadas al tipo de mirada que el cronista despliega sobre su material primario: la ciudad, los personajes típicos, el suceso de moda, etcétera. Así podríamos hablar de cómo la crónica periodística literaria desde finales del siglo XIX se ha valido del recurso del paseo urbano como estrategia para representar el espacio cultural de las ciudades. Esta estrategia narrativa está asociada a un modo de mirar la ciudad y a una manera particular de abarcar o cruzar el espacio urbano. Surge así el recurso del paseo o de la flanería asociado a un género de escritura y de autoridad intelectual que no se legitima tanto por su capacidad de experimentar la ciudad, sino por su “modo de representarla, de mirarla y de contar lo visto. En la flanería el sujeto urbano, privatizado, se aproxima a la ciudad con la mirada de quien ve un objeto en exhibición. De ahí que la vitrina se convierta en un objeto emblemático para el cronista” (Ramos, 1989: 128). Este concepto del cronista paseante o flâneur fue un elemento central dentro del análisis benjaminiano de los motivos de Baudelaire y dentro de su delineamiento como artista dentro de la metrópolis moderna. En su ensayo, “Le peintre de la vie moderne”, Baudelaire se refería a la identidad colectiva del artista urbano a finales del siglo XIX en los siguientes términos: La multitud es su dominio, como el aire es el del pájaro, como el agua es el del pez. Su pasión y su profesión: desposarse con la multitud. Para el perfecto paseante callejero, para el observador apasionado, es un inmenso gozo elegir domicilio en lo numeroso, en lo ondulante, en el movimiento, en lo fugitivo y lo infinito. Estar fuera de su hogar y, sin embargo, sentirse en casa en todos lados; ver el mundo, estar en el centro del mundo y escondido del mundo, tales son algunos de los placeres de estos espíritus independientes, apasionados, imparciales, que el lenguaje solo puede definir torpemente. El observador es un príncipe que disfruta del anonimato en todos lados [...] Se le puede comparar con un espejo tan inmenso como la multitud misma; con un calidoscopio dotado de conciencia, que en cada uno de sus movimientos representa la vida múltiple y la gracia en movimiento de todos los elementos de la vida (Baudelaire, 1992: 378)11.

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La traducción es mía.

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Walter Benjamin, no obstante, señala que este artista urbano descrito por Baudelaire no debe entenderse como un sujeto que apuesta al anonimato de la multitud citadina y se sumerge en ella a costa de su individualidad. Para Benjamin era un equívoco traducir el flâneur en los términos expuestos por Baudelaire, pues el verdadero paseante-artista en el espacio de la urbe capitalista no llega realmente a una plena comunión con la masa: “For Benjamin, the distinctive heroism of the flâneur, whether poet or not, resides precisely in his refusal to become part of the crowd” (Gilloch, 1996: 153). Más aún, el flâneur es un personaje que conserva su individualidad al tiempo que los miembros de la multitud la pierden por los mecanismos de la sociedad de masas. Esta imagen del flâneur discutida por Benjamin parece aplicarse a los modos del paseante cronista de la tradición moderna en México, incluyendo el ejemplo de Salvador Novo y su investidura como el dandi capitalino por excelencia dentro de las letras del siglo XX. El cronista urbano en México conserva, en la mayoría de los ejemplos, este distanciamiento primordial que en ocasiones se asocia con otra identidad que no necesariamente es la de un sujeto estable. El paseante que se aventura por los espacios de la ciudad “almacén” manifiesta una suerte de crisis de identidad y su movilidad por el paisaje urbano parece corresponderse con la propia indeterminación del sujeto y de su discurso12. Con la exacerbación postmoderna del paradigma de la ciudad capitalista y sus circuitos, la emblemática de la vitrina y de la flanería glorificadas en textos como la crónica del paraguas de Gutiérrez Nájera a finales del siglo XIX, se vuelven inoperantes ante el paisaje creciente de los centros comerciales que redefinen la experiencia del consumo tal y como analiza Beatriz Sarlo en sus Escenas Postmodernas. A la experiencia del tránsito urbano moderno cuya fuerza centrípeta se asociaba con el centro de la ciudad, le sucede ahora la dispersión de las coordenadas geográficas y simbólicas del espacio cultural. Para Sarlo, el auge de los centros comerciales o shoppings marca un cambio

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En otras palabras, estamos frente a una especie de Ulises contemporáneo que recorre el pavimento urbano extraviándose más que encontrándose a sí mismo: “the flâneur, who looks at the commodities in the arcade and thereby becomes a commodity himself, appears as the reincarnation of Odysseus, who, as Homer himself and then later Horkheimer and Adorno in the Dialectic of Enlightenment, point out, had a problematic relationship to his own identity” (Bolz y Reijen citados por Graeme Gilloch, 1996: 210). Un ejemplo de este tipo de personaje calidoscópico, múltiple y de su discurso heterogéneo lo encontramos en la monumental novela de Fernando del Paso, Palinuro de México (1977), asociada tradicionalmente con un estilo joyceano de escritura.

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que sintetiza rasgos básicos de lo que vendrá o, mejor dicho, de lo que ya está aquí para quedarse: en ciudades que se fracturan y se desintegran, este refugio antiatómico es perfectamente adecuado al tono de una época. Donde las instituciones y la esfera pública ya no pueden construir hitos que se piensen eternos, se erige un monumento que está basado precisamente en la velocidad del flujo mercantil. El shopping presenta el espejo de una crisis del espacio público donde es difícil construir sentidos; y el espejo devuelve una imagen invertida en la que fluye día y noche un ordenado torrente de significantes (Sarlo, 1994: 23).

La postura de Sarlo ante el espacio cultural postmoderno es sintomática de una sensibilidad y una razón ordenadora moderna que lee en la re-configuración finisecular de las megalópolis el caos y la desintegración como medidas negativas de un nuevo tipo de crecimiento urbano. Pero aun así la autora no puede dejar de pensar en la posibilidad de un nuevo sistema que disemine sentidos de acuerdo a alguna lógica, aunque ésta se lea como inversión de la precedente. Es precisamente hacia este afán ordenador hacia donde aún apunta la narratividad de la crónica. Como apunta el crítico Stefan Morawski en su ensayo titulado “The hopeless game of flânerie”, las nuevas coordenadas espaciales-temporales introducidas por la cultura postmoderna, las estrategias de la publicidad y el consumo, el imperio de los malls urbanos como retórica simbólica del mercado, hacen de la práctica del paseante-intelectual, una opción de resistencia más crítica que en ninguno de sus momentos anteriores13. Esta afirmación será válida en la medida en que defendamos –junto a Morawski– la noción del flâneur como espejo móvil que captura las imágenes de una realidad que luego será decodificada por el artista intelectual, destinatario final de las observaciones e impresiones del artista paseante. Cuando esta realidad se transforma hacia una dimensión simuladora tal y como acontece en muchos de los espacios y culturas postmodernas (Baudrillard, 1978), el espejo devuelve, como apunta Sarlo, imágenes invertidas donde la fantasía sustituye a la realidad, el orden reproductor al de creación, la experiencia vicaria a la de primera mano, etcétera14. De ahí que podamos encontrar cierta relación entre el flâneur constreñido de Morawski y el intelectual perplejo a lo Sarlo. En ambos casos, esta-

13 “The flâneur as the artist’s (the intelectual’s) probe and shield is today superheroic in his challenge to the drills of our civilization, the narcotizing market supply of idiocies, the lifestyle-tied shibboleths” (Stefan Morawski, 1994: 187). 14 Para un análisis de las condiciones culturales y las posibilidades de la flanería en los shopping malls, tiendas por departamentos o territorios de fantasía –como Disneylandia– puede consultarse el ensayo de Zygmunt Bauman (1994).

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mos asistiendo a la crisis del modelo intelectual crítico y de su poder descifrador ante la mudanza en las coordenadas culturales que determinan la vida colectiva e individual en medio de las sociedades postmodernas. Sin embargo, es posible hablar de la persistencia de una labor indagadora y ordenadora dentro de los cronistas contemporáneos, cuyos objetivos y preocupaciones son congruentes con los del flâneur postmoderno descrito por Peter McLaren: Postmodern flâneur and flâneuses, or etnographers of everyday urban life, find little to establish coherent narratives that can fuse together the warring contingencies of everyday existence under late capitalism. They are obliged through their willing participation in semiotic guerrilla warfare to uncover the deep narratives that remain buried within schemes of representation that occur in contemporary urban spaces. They are motivated to understand how such schemes of representation are linked to regimes of discourse and patterns of social relations and regulations not only locally but also globally through the development and proliferations of new technologies (McLaren, 1997: 150).

Esta insistencia de la labor del cronista paseante en cuanto descifrador crítico de las prácticas y discursos culturales que observa, provoca una reevaluación de la posición autorial. En un principio, la reevaluación invita a una labor deconstructora capaz de desentrañar las lógicas culturales que subyacen tras las re-configuraciones urbanas y sociales del momento atendido. Pero como hemos visto en el caso de Beatriz Sarlo y, como veremos igualmente en los cronistas mexicanos que analizaremos en los capítulos siguientes, esta labor deconstructora se conjuga frecuentemente con la presentación de juicios sancionadores de tintes sociológicos. No quiero sugerir que tales inclinaciones críticas y sociológicas no hayan estado presentes en la tradición de la crónica periodístico-literaria anterior, sino que se dan en conjunción con otros objetivos del género. Si bien el cronista paseante es una figura que se instituye tempranamente en el género, su operatividad y discursividad responden a agendas intelectuales diferentes. Pensemos, por ejemplo, en el caso de la crónica costumbrista que antecede en la historiografía latinoamericana a la crónica modernista. En esta modalidad, el cronista se afana en representar tipologías de filiación popular que propician generalmente el comentario autorial de rasgos satíricos. Esta lectura/escritura del elemento popular lleva implícito el distanciamiento social entre el enunciador del texto y sus personajes protagónicos. Se recrea así una prosa de ciertos afanes sociológicos cuyo objetivo está más cerca de la idea de un catálogo social que de una crítica profunda de las instituciones generadoras de las tipologías representadas.

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En cambio, el recurso a las tipologías rescatado en varias ocasiones por los cronistas que nos ocuparán en los capítulos siguientes, sirve como punto de partida para una disección sociológica que descubre la funcionalidad del sistema y sus sistemas de marginaciones y exclusiones. En este sentido, el cronista aparece, en una primera instancia, como el lector/decodificador de distintas tipologías sociales y culturales para luego arremeter en contra de los mecanismos que ingenian y reproducen las lógicas de diferenciación y desigualdad social. Por otro lado, debemos considerar otras de las vertientes o dimensiones del flâneur moderno. La figura del paseante no sólo hace uso de la capacidad crítica que le permite distanciarse de la materia contemplada durante su deambular, sino que además expresa su identidad artística al reproducir estéticamente su experiencia. Visto de otra manera, la actividad aparentemente despreocupada y sin dirección precisa del individuo que invierte su tiempo en el deambular por los espacios públicos de la urbe, contempla un segundo momento que involucra la producción especializada. El flâneur o paseante va registrando al paso de su vagar constante, las impresiones, las sensaciones que la multitud provoca en su receptividad alerta. Más tarde, esta materia prima debe ser traducida en una obra inteligible que se reintegra al público instaurando el diálogo entre el observador y su laboratorio urbano. En este sentido, la práctica de la flânerie no debe ser únicamente considerada en su dimensión receptora o pasiva, sino que debe tomar en cuenta el acto de producción/creación que sucede al deambular público. Este aspecto del flâneur comprende una metodología compleja que debe ser revisada en sus diversas instancias, tal y como sugiere David Frisby en “The flâneur in Social Theory”15: An investigation of flânerie as activity must therefore explore the activities of observation (including listening), reading (of metropolitan life and of texts) and producing texts. Flânerie, in other words, can be associated with a form of looking, observing (of people, social types, social contexts and constellations), a form of reading the city and its population (its spatial images, its architecture, its human configurations), and a form of reading written texts (in Benjamin’s case both of the city and nineteenth century -as texts and of texts on the city, even texts as urban labyrinths). The flâneur, and the activity of flânerie, is also associated in Benjamin’s work not merely with observation and reading but also with production -the production of distinctive kinds of texts. The flâneur may therefore not merely be an observer or even a decipherer, the flâneur can also be

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Frisby (1994).

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a producer... Thus, the flâneur as producer of texts should be explored (Frisby, 1994: 83).

Las observaciones de Frisby se hacen relevantes en la medida que aceptamos que el escritor de crónicas periodísticas-literarias lleva a cabo precisamente esta faceta de producción textual precedida por su labor de testigo de la ciudad, sus personajes y sus cambios cotidianos. El cronista manifiesta un modo particular de interrogar a la urbe y de esta distinción inicial surgirán particularidades reconocibles en la producción posterior de determinados autores. Podemos incluso ir un poco más allá y defender la idea de que para el cronista contemporáneo la reinserción de su mirada en el consumo lector constituye uno de los objetivos centrales de su labor periodística. El cronista flâneur conjura, de este modo, el narcisismo inicial de su recorrido al provocar a través de sus retratos colectivos un reconocimiento no sólo de su pericia para desentrañar los sentidos, sino de su propia identidad colectiva que por momentos lo hace indistinguible del resto de la multitud espectáculo. En el ejemplo de la representación de la crónica periodístico-literaria estas dos facetas de la flanería, la observación crítica y la reescritura artística, se amalgaman en el texto que recoge la experiencia del paseo urbano. Si bien esta misma retórica del paseo se vuelve una práctica amenazada por las nuevas condiciones de la megalópolis inabarcable tras las pisadas de su cronista, podemos defender la idea de una readecuación del rol del paseante o del flâneur como esa especie de visionario crítico dentro de la nueva conformación urbana. A este respecto, habría que discutir si es posible hablar de una especie de flâneur postmoderno y confrontar cierta concepción de esta imagen/concepto como realidad histórica válida exclusivamente dentro del análisis de ciudades europeas modernas (el París de Baudelaire o el Berlín de Benjamin). A mi juicio, la imagen del flâneur es una de las claves semánticas que nos ayudan a abordar y analizar el rol del escritor de crónicas periodísticas-literarias en la producción mexicana reciente. En este sentido, coincido con muchas de las observaciones que Peter McLaren presenta en su ensayo “The Ethnographer as Postmodern Flâneur: Critical Reflexivity and Posthybridity as Narrative Engagement”, sobre todo en su lectura de la refuncionalización de este concepto urbano dentro del marco de las narrativas sobre las sociedades postmodernas. Peter McLaren presenta la idea del etnógrafo postmoderno como flâneur y de la flanería –aun la postmoderna– como acto de violencia sobre una realidad que hay que desenmascarar desde una postura interpretativa (y sus textos auxiliares). En la época postmoderna, regida por la hegemonía del

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consumo, el mercado y la masificación urbana, habría entonces que preguntarse por el rol del flâneur en cuanto lector y productor de teorías que contradicen la ilusión del fin de los sentidos e instauran la violencia hermenéutica contra el mundo de la “simulación”. De este modo, persiste la funcionalidad del flâneur como el lector capaz de encontrar las claves escondidas tras el aparente caos postmoderno. Si Lyotard habla del fin de los relatos y sus modos epistemológicos, el flâneur postmoderno apuesta aún a una matriz narrativa para entender y descifrar su entorno. Y esa narrativa se apoya a su vez en los relatos de la teoría sociológica, política o cultural. Sin embargo, puede reconocerse una vertiente personalizadora en los recuentos de estos paseantes contemporáneos, una posición individual que, según el propio McLaren, es la traza de cierto individualismo postmoderno: “High modernity has now superseded the discourses of objectivity of earlier modernity with more personalized, subjective temporalities in the form of new, self-created narratives” (McLaren, 1997: 154). Este reconocimiento de la vertiente personal del recuento postmoderno nos abre entonces el espacio para la discusión de la figura de la distinción autorial que es, a nuestro juicio, otro de los rasgos fundamentales en la comprensión del carácter de la prosa cronística de los autores que nos ocupan en esta oportunidad. No obstante, este afán de convertirse en voceros particulares de la urbe y sus personajes, se enfrenta en el México de nuestros días con una cadena de desencuentros y descentramientos que re-articulan no sólo la imagen del cronista, sino la discursividad misma del género. Si como bien ha señalado Julio Ramos (1989) en su conocido libro sobre la crónica de Martí, el escritor moderno que escribía crónicas se desplazaba del espacio privado de la escritura artística al ámbito más comercial y público de la labor periodística, la desterritorialización del cronista contemporáneo sugiere otro tipo de descentramiento. Aunque en ambos contextos podamos hablar de un fenómeno de sensibilidad amenazada, las condiciones de tales desencuentros obedecen a problemáticas intelectuales diferenciadas. El cronista de la tradición modernista o vanguardista en Latinoamérica se preocupaba por una modalidad de profesionalización escrituraria que debilitaba el aura de la legitimidad artística y estética. El escritor-cronista se enfrentaba a la mercantilización de su producción artística cuya competencia era reclamada más allá del espacio sacralizado de la creación estética. Benjamín (1973), desde otra perspectiva, también se refiere a esta condición cuando considera que la práctica periodística en las sociedades modernas debilitaba el “aura” autorial al permitir el ingreso de personas corrientes a espacios anteriormente constreñidos a la experticia literaria. El ciudadano común se veía ahora autorizado a partici-

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par en la prensa como medio divulgativo y democrático por excelencia a partir de artículos de opinión, cartas de lectores, etcétera. Este desencuentro inicial se vio paulatinamente mitigado en la medida en que la identidad del escritor latinoamericano logró conciliar ambas vertientes de la producción –la artística y la periodística– dentro de lo que vendría a considerarse como un modelo de intelectual propio del contexto latinoamericano, tal y como apunta Aníbal González en su estudio de la crónica periodístico literaria16. González se refiere a esta identidad intelectual en términos de una “conciencia social” que perfila las condiciones de la producción narrativa en Latinoamérica desde el siglo XIX hasta nuestros días. El perfil crítico insoslayable de la práctica narrativa e intelectual de los escritores latinoamericanos es el que genera en gran parte el desencuentro que vive el intelectual en la época postmoderna y ante sus múltiples expresiones. En consecuencia, parecemos asistir a un conflicto de códigos entre los modos tradicionales de narrar la ciudad y las dinámicas desplegadas en el espacio de las interacciones urbanas. De pronto parecen hacerse obsoletos los principios medulares de la narrativa cronística moderna: la identidad local, el lenguaje verbal como clave ordenadora del espacio, la resistencia crítica como modo de aproximación y representación de las realidades urbanas, el protagonismo de lo público. La realidad urbana enfrentada a los modos tradicionales narrativos se escabulle ante los afanes contenedores del relato cronístico. Y si en el apartado anterior habíamos hablado de las tretas y subterfugios que las prácticas cotidianas diseminan a lo largo de la cartografía urbana, burlando la lógica y la operatividad de la ciudad planificada e imaginada, estamos ahora ante otro tipo de inaprehensibilidad. En el caso de la crónica mexicana que se desarrolla en los años setenta y ochenta del presente siglo, presenciamos un quiebre de la efectividad narrativa de contener y representar las voces, los personajes, los comportamientos de una ciudadanía tan heterogénea como los códigos mismos en los cuales se expresa. De ahí que Olalquiaga intuya una parcial caducidad de la semiótica intelectual basada en el lenguaje verbal que la expresa. Un lenguaje que a su vez era reflejo de una interpretación guiada por la razón ordenadora de la experiencia moderna. Volviendo a la imagen de la vitrina o a la de las calles recorridas por el cronista paseante de la modernidad, podríamos descubrir la correspondencia entre la dimensión estética, pragmática y mercantilista del paisaje que observaba el narrador y la propia identidad discursiva del lenguaje que recreaba

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Aníbal González, 1993: 14.

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esta correspondencia. En las vitrinas de los locales comerciales, en la imponente fachada de edificios históricos y monumentos que se levantaban gloriosos en el centro del casco urbano, en el casi impecable trazado urbanístico de las ciudades de principios de la modernidad, era posible leer un sentido de la experiencia ciudadana que era traducible en el código igualmente organizado del lenguaje narrativo. Pero con la re-configuración del paisaje urbano, con la imbricación de sus formas exteriores e imaginarias, la capacidad representativa de la narración cronística parece quedarse rezagada junto a sus modos críticos tradicionales de pensar y representar tal espacio17. La imagen de la ciudad construida y representada en el espacio de la crónica literario-periodística modernista y vanguardista era afín al principio de utopía como lugar de enunciación y posible modo de conciliación entre las identidades estéticas de los cronistas y las experiencias urbanas. Más aún, las dimensiones de la Ciudad de México a principios de siglo hacían posible (o al menos imaginable) la dinámica del flâneur pues la ciudad se extendía sobre nueve kilómetros cuadrados que albergaban trescientos cincuenta mil habitantes. En contraposición, la megalópolis de fines del siglo XX lleva al traste la funcionalidad operativa del cronista paseante quien se enfrenta a una urbe desbordada en mil quinientos kilómetros cuadrados y con una población aproximada de dieciocho millones de personas. Tratando de responder a las remodelaciones de la fisonomía y la cultura urbana, cierta modalidad de la crónica mexicana surgida a partir de 1968 apuesta a una especie de reconversión discursiva y autorial que parece responder al fenómeno de heterotopía que Vattimo defiende como principio modelador del arte y la estética postmoderna18. La idea de la heterotopía en

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García Canclini se refiere a este desencuentro entre la megalópolis y el discurso de la crónica moderna en los siguientes términos: “Del paseo donde el flâneur reunía la información citadina que luego volcaría en crónicas literarias y periodísticas pasamos en 50 años al helicóptero que sobrevuela la ciudad y ofrece cada mañana, a través de la pantalla televisiva y las voces radiales, el simulacro de una megalópolis vista en conjunto, su unidad aparentemente recompuesta por quienes vigilan y nos informan. Los desequilibrios e incertidumbres engendrados por la urbanización que desurbaniza, por su expansión irracional y especulativa, parecen ser compensados por la eficacia tecnológica de las redes comunicacionales. La caracterización sociodemográfica del espacio urbano no alcanza a dar cuenta de sus nuevos significados si no incluye también la recomposición que les imprime la acción massmediática” (García Canclini, 1996*: 9-24). 18 Gianni Vattimo, 1991. El concepto de la heterotopía y su relación con el fenómeno de la representación en la época contemporánea había sido abordado antes de Vattimo por Michel Foucault en su Introducción a Les mots et les choses, donde menciona a Borges y a su ejemplo de una cita a una enciclopedia china como muestra de tal fenómeno.

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Vattimo va unida al concepto de desterritorialización de los códigos estéticos tradicionales en la modernidad frente a la irrupción de una estética postmoderna afectada por el influjo creciente de los lenguajes visuales de la industria cultural masiva y el debilitamiento de las voces urbanas hegemónicas. La heterotopía puede definirse como una confrontación constante y heterogénea de los distintos relatos y representaciones que surgen como voces de la experiencia urbana. Según Vattimo, asistimos a una “pluralización indetenible” dentro de las prácticas productivas de la época de los mass media. Esta heterotopía define “el perfilamiento de una experiencia estética de masa como toma de la palabra por parte de muchos sistemas de reconocimiento comunitario, de múltiples comunidades que se manifiestan, expresan y reconocen en modelos formales y mitos diferentes” (Vattimo, 1991: 120). Las potencialidades críticas y democráticas del modelo de heterotopía propuesto por Vattimo, presuponen condiciones políticas y sociales que –según los críticos de la cultura mexicana– distan mucho de ser efectivas dentro del panorama mexicano contemporáneo. Los postulados de la heterotopía alegan por un fortalecimiento de la opinión y la expresión pública como medios de reconversión de la experiencia no sólo estética, sino también política, dentro de los paisajes culturales contemporáneos. En este sentido, un crítico de la expresión pública en México, Raúl Trejo Delarbre, apunta hacia el debilitamiento de la cultura política que reconoce como recursos válidos y democráticos a la opinión y expresión públicas. A la noción de “muchedumbre”, que pudo actuar como identidad colectiva funcional en los espacios de las incipientes capitales latinoamericanas de fines del siglo pasado, le ha sucedido la realidad de “público” con sus consecuentes potencialidades y/o limitaciones políticas19. Para Trejo Delarbre, la creciente urbanización de México y la industria de los medios de comunicación masiva han coartado la expresión política de los sectores sociales y se ha afianzado la condición de una sociedad de espectadores. Lo público dentro de las condiciones de la sociedad de masas se despolitiza y las grandes concentraciones de personas o grupos se definen como reuniones autocomplacientes. Según el crítico mexicano, el problema de la opinión y la

19 “Público no es lo mismo que muchedumbre, o que sociedad inorganizada. La idea de que hay opinión u opiniones públicas, implica que tienen que existir articulaciones de autoorganización y, a través de puntos de referencia que son los medios, autorreconocimiento entre los distintos y numerosos espacios de la sociedad” (Trejo Delarbre, 1995: 192). Renato Ortiz (1996: 69-92) atiende igualmente al tránsito del concepto de multitud al de público.

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expresión pública en el México actual pasa por las condiciones mismas de unos canales de información y entretenimiento dominados aún por los intereses de cúpulas políticas o elites de poder. Lo público se conjuga así con lo masivo y la cultura de los medios electrónicos que modelan una subjetividad y una imagen de ciudadanía representada en múltiples oportunidades dentro de las crónicas periodísticas literarias de autores como Carlos Monsiváis. A modo de ejemplo, podemos citar algunas líneas escritas por Monsiváis a propósito de una Asamblea Nacional de la CTM y de la proclamación –una vez más– de Fidel Velázquez como máximo líder obrero: Triunfó la televisión y no está lejano el día en que sustituyamos democráticamente el método de las elecciones presidenciales: en vez de voto, RATING. Los seis líderes subalternos detrás de Fidel aplauden con toda solemnidad, tocan las dos bandas y los obreros se unen a las porras [...] Sólo faltan los comerciales, los premios, la orquesta y la bullaranga de los espectadores que aplauden al floor mánager. Pero se hace lo que se puede. La Conciencia de Clase de la CTM desciende y se renueva gracias al impulso electrónico, a las miles de horas transcurridas en la captación de ondas que difunden sana diversión para familias [...] La política es como un gran programa en un estudio inmenso y la pobrísima imagen -por ahora- no puede liquidarse cambiando de canal. ¿Cuántos canales mantiene el pluralismo? (Monsiváis, 1977: 202-3).

Esta irrupción de la industria cultural de los medios masivos ha traído consigo cambios en la experiencia urbana y nacional que nos invitan a pensar en la necesidad de nuevos paradigmas representativos a la hora de abordar el fenómeno urbano. La crisis del paradigma narrativo y literario al que se refieren algunos de los críticos de la cultura latinoamericana (García Canclini, Beverley, Richard) nos lleva a pensar en la imposibilidad de seguir mirando la literatura como el discurso formador del pensamiento sobre la identidad latinoamericana cuando la transnacionalización de los flujos massmediáticos influye hoy tan determinantemente en la modelación de los imaginarios sociales, estimulando cambios tecno-perceptivos que escapan al paradigma textual sacralizado por la tradición de lo literario (Richard, 1996: 13).

La crónica periodístico-literaria de las últimas décadas estuvo al tanto no sólo de los cambios que trastornaban el paisaje cultural urbano, sino también de la necesidad de renovación del discurso de este género en la apuesta a su capacidad de narrar las nuevas condiciones urbanas. Dentro de la crónica tradicional, al ritmo del flâneur moderno le correspondía una prosa de

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trazos artísticos, la voz del paseante narrador que dominaba el discurso, las imágenes dispuestas según una organización textual que se suponía la representación narrativa del orden que el cronista imponía sobre la cartografía urbana. La crónica que surgió a partir del 68 en México trastocó muchas de estas convenciones al imponer un estilo heterogéneo con el consecuente descentramiento de la voz narrativa y sus propias estrategias organizativas. La prosa de la crónica urbana sufrió algo parecido a un estallido semántico y formal que intentaba representar el caos creciente de la cartografía urbana ahora inabarcable dentro de los modos de la narrativa tradicional. Poniatowska inauguró este gesto desestabilizador y deslegitimador al incorporar el recurso del testimonio polifónico, la técnica de reportaje periodístico y gráfico, la pluri-perspectiva ciudadana que desplazaba a la mirada fija e individual del modelo autorial precedente. Monsiváis, a su vez, recurrió a la factura de frases breves, a la intertextualidad con el archivo del imaginario popular, al recurso del humor y la parodia que ha inaugurado un estilo único en el modo de cronicar20. Por su parte, José Joaquín Blanco, aunque es el formalmente más apegado a las formas cronísticas tradicionales, se distingue por su uso particular del humor, de la cita culta y la ironía. Más aún, en su libro de crónicas Los mexicanos se pintan solos, el uso de la fotografía y otros recursos editoriales lo acercan formalmente a Poniatowska y Monsiváis. Esta renovación discursiva propuesta por la crónica contemporánea responde no sólo a los cambios sufridos dentro de la cartografía urbana, sino que se vincula igualmente al fenómeno de un público lector formado dentro de tales condiciones urbanas, atento a las expresiones de la contracultura, familiarizado con un lenguaje de menos abalorios estéticos, escéptico frente a la insistencia debilitada de los grandes relatos, bombardeado por la publicidad y la babelización cultural. Este público exige a los cronistas una prosa de intensidad, de información alternativa, irreverente, de apertura temática y formal. Además de la presencia de este lector crítico, se da el auge de las escuelas de comunicación social que proveen al mercado de nuevos escrito-

20 El estilo inconfundible de las crónicas de Carlos Monsiváis se ha visto como uno de los mayores aportes de la nueva crónica en México. Sin embargo, no han faltado ataques a esta propuesta de escritura. En el marco de una polémica entre el cronista y Octavio Paz, que se desarrolló a comienzos de 1978, el premio Nobel mexicano descalificó de manera tajante –entre otros puntos– el modo narrativo de Monsiváis: “Su pecado es el discurso deshilvanado, hecho de afirmaciones y negaciones sueltas. Su ligereza con frecuencia se convierte en enredijo y aparecen en sus escritos las tres funestas fu: confuso, profuso y difuso”.

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res especializados y formados dentro de las más recientes modalidades del periodismo social e informativo. Se produce el encuentro afortunado del público y la empresa editorial que da cabida a los nuevos gustos lectores, tal y como se dio tempranamente (1968) en el cambio de dirección del grupo Excélsior (condenado y asfixiado definitivamente en 1976)21. Destacan en este apoyo al nuevo periodismo, durante los últimos años, publicaciones como Proceso, Unomásuno, Nexos o La Jornada, espacios defensores de la crónica contemporánea y órganos permanentes de su difusión cotidiana. Ahora bien, si se habla de la búsqueda de un discurso que interpele al lector urbano desde la particularidad de su experiencia ciudadana, hay que consentir que tal objetivo no puede ser del dominio exclusivo de las esferas y representaciones verbales desde donde se legitimaba la escritura tradicional de la crónica. Una de las características que definen el nuevo modo de hacer y presentar la crónica urbana, al menos en el caso de Monsiváis y Poniatowska, es el recurso de la fotografía como material que acompaña al texto. Sin embargo, en los libros de crónicas, estas imágenes fotográficas no se presentan como meros añadidos ornamentales o complementos prescindibles del texto. En su lugar, lo que se hace claro es el juego intra e intertextual que tales ilustraciones suscitan. Tales fotografías intentan reconstruir esa especie de fragmentación urbana a la que nos hemos referido en las últimas páginas o bien apelan a un archivo de mitologías visuales (rostros de personajes famosos) que sostienen la idea de una experiencia urbana surcada por un relato visual imparable e ineludible. Esta consideración de la correspondencia entre experiencia urbana y fenómeno visual, es precisamente rescatada por García Canclini en una entrevista hecha al fotógrafo Paolo Gasparini: A diferencia de los relatos del cine y la televisión (películas como Metrópolis o Esquinas bajan, los noticieros y las telenovelas) que ofrecen casi siempre interpretaciones “totalizadoras”, las fotos –y los espacios visuales que deja entre una imagen y otra– representan los saberes fragmentados, desarticulados, que se obtienen en una gran ciudad (García Canclini, 1996: 6-7). 21 Este apoyo editorial no fue inmediato, ni se logró fácilmente. Elena Poniatowska afirma que sus crónicas sobre el movimiento estudiantil del 68 fueron rechazadas reiteradamente por la prensa oficialista (la única que existía en aquel entonces). Estos textos sólo pudieron ser publicados en forma de libro, La noche de Tlatelolco, unos años más tarde. Sin embargo, la gran recepción de sus crónicas señaló la existencia de un público lector con nuevas exigencias y que pedía otro tipo de información, otra versión de la historia, otro modo de narrar los hechos que se diferenciara de los modelos y voces hegemónicas.

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El reto representativo ante los cambios en los paradigmas narrativos del fenómeno urbano parece haber sido tomado en cuenta por el fotógrafo venezolano Gasparini, cuando dentro del marco del Programa de Estudios sobre Cultura Urbana coordinado por García Canclini bajo el apoyo de la Fundación Rockefeller (1993-1995), preparó su vídeo titulado Los presagios de Moctezuma. El audiovisual preparado por Gasparini es deudor de la estética de De Reggio en Koyaanisqatsi desde dos puntos de vista. Primero, la idea de representar la experiencia urbana, su ritmo y manifestaciones a partir de un collage de imágenes que se suceden como instantáneas de un modo de vida; y, en segundo lugar, por la idea de la vida urbana actual en relación con los presagios ancestrales de las civilizaciones indígenas americanas22. En este sentido, el cuestionamiento o debilitamiento de las formas narrativas tradicionales anuncia cierta crisis del relato urbano escrito y legitimado por la autoridad del lenguaje verbal. En las ciudades contemporáneas invadidas por los mecanismos simbólicos e imaginarios de la industria cultural de los mass media, se vislumbra la crisis de la ciudad letrada23. Dentro de la interpretación y representación de las megalópolis latinoamericanas se vuelve obsoleto el modelo de un centro intelectual/letrado desde donde irradian los mecanismos de control del imaginario y las prácticas ciudadanas. No por ello hemos de caer en la ingenuidad crítica de suponer que el antiguo paradigma de la ciudad letrada no se ha traducido en otros mecanismos de control social, político y cultural. Asistimos no sólo al debilitamiento y crisis del modelo letrado de gobierno local, sino –y al mismo tiempo– al protagonismo de los medios masivos dentro de la conformación de los imaginarios ciudadanos en los contextos de fines de siglo. Hacia esta conclusión parecen dirigirse los trabajos del grupo de estudios urbanos que dirige García Canclini en la UAM; análisis urbanos que apuntan hacia la actividad predominante de la industria de los medios de comunicación en la elaboración y perpetuación de roles ciudadanos.

22 Otro ejemplo interesante de la representación visual de las ciudades latinoamericanas contemporáneas, es la película venezolana El camino de las hormigas del director Rafael Marziano-Tinoco. Esta producción de 1993 se ocupa de representar el ritmo y la experiencia urbana en Caracas a partir de una sucesión de imágenes acompañadas por la “voz” de la capital: los múltiples sonidos de una urbe asociada al movimiento incesante y al fluir de sus habitantes, el ruido de los coches atrapados en un tráfico inevitable, los comentarios de chóferes, etcétera. 23 Véase Vicente Lecuna (1996).

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Las ciudades son imaginadas por los medios como lugares donde los cambios acaban siendo absorbidos por la normalidad, y lo que desborda y quiebra el orden urbano es recompuesto en última instancia por las síntesis informativas mediáticas. A los ciudadanos se los imagina como clientes, como legitimadores de la “veracidad” construida por los medios, como interlocutores necesarios para justificar a éstas ante los poderes (económicos, políticos), que también son clientes en tanto anunciantes y socios en la reproducción del orden (García Canclini, 1996: 21).

Ahora bien, si en el universo mediático los cambios se reinsertan dentro de una “normativa” urbana, de usos y saberes ciudadanos, habría que problematizar la cuestión del modo en el cual estos cambios urbanos son representados en el espacio de la crónica. En primer lugar, sería preciso apuntar hacia los nexos entre tales cambios urbanos y el discurso de la crónica que se ocupa precisamente de reseñar los avatares y accidentes de la ciudad que se remodela continuamente. Uno de los objetivos de la crónica urbana es la de archivar, anunciar y analizar las sucesivas remodelaciones de la cartografía real e imaginaria del espacio urbano. Ante esta tarea, la crónica puede privilegiar el discurso de la nostalgia o de la mirada retrospectiva que traduce las variaciones urbanas siguiendo un relato histórico legitimador: el de la tradición. Este tipo de empresa se puede encontrar en los textos de los cronistas oficiales de la ciudad, quienes elaboran sus textos a partir de un archivo histórico. A principios de siglo, en México, podemos citar en esta categoría de cronistas a personajes como Luis González Obregón y Artemio de Valle Arizpe y, más recientemente, a nombres como Guillermo Tovar de Teresa o Miguel León Portilla. Nos estamos refiriendo, en ambos casos, a la crónica urbana como institución letrada que resguarda el acervo de una identidad urbana y la idea de la ciudad como palimpsesto cuyo relato matriz se conserva y se rescata en cada nueva lectura. Por otro lado, se da el espacio de la otra crónica urbana, la no oficial, la escrita por autores como los que nos ocupan en nuestro estudio. Para esta línea de cronistas, los cambios urbanos no se representan como nueva voz de una tradición casi inviolable, sino como expresiones de prácticas e identidades que proyectan un nuevo modo urbano. Las crónicas de Blanco, Poniatowska y Monsiváis están a favor del cambio, se abren hacia la consideración de diferentes formas de ciudadanía no necesariamente encasillables dentro de matrices históricas previas. Las crónicas de estos autores, en los años 70 y 80, al registrar los cambios suscitados dentro del panorama de la ciudad abren el campo para la representación, en ocasiones realista, en otras utópicas, de subjetividades y acontecimientos “otros”.

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Más aún, ambos discursos, el de la crónica oficial y el de la no oficial sobre la Ciudad de México se enfrentan en la época de su megalopolización a la incapacidad autorial/testimonial de convertirse en “vocero” único de esta urbe y sus cambios. La institución del cronista como testigo y emisor de la re-configuración de la capital se encara a las limitaciones de su autoría y se plantea entonces la necesidad de recurrir a numerosos y variados voceros que se comprometan con la tarea de glosar esta ciudad inabarcable. Dentro de las instancias oficiales, esta preocupación se expresa en los siguientes términos: Ante la imposibilidad de que un solo cronista llevase a cabo la crónica de la ciudad más grande del mundo, se vio la conveniencia de crear un órgano colegiado que “dictase los lineamientos para sistematizar la información rendida por la crónica colectiva, así como generar los criterios para una comprensión más profunda de los fundamentos históricos y culturales de la metrópoli”. Con estos propósitos nació el Consejo de la Crónica de la Ciudad de México, el 16 de febrero de 1987 (Consejo de la Crónica de la Ciudad de México, 1996: 2).

El carácter de tal empresa institucional, las motivaciones de tal discursividad, queda sobreentendido en la solemnidad del propósito circunscrito en el no menos rígido recurso del entrecomillado: en breve, labor de sistematización histórica. Para complementar la fisonomía de la empresa del Consejo de la Crónica de la Ciudad de México basta echar una ojeada a la lista de sus integrantes: Homero Aridjis, José Luis Cuevas, Carlos Fuentes, Andrés Henestrosa, Miguel León Portilla, José Luis Martínez, Octavio Paz, Guillermo Tovar de Teresa, son algunos de los nombres que conforman la nómina oficial24. Ante la misma inquietud de contener discursivamente la fisonomía desbordante de la capital mexicana, la intelectualidad menos oficialista reunió cincuenta crónicas en un número especial de la revista Nexos (1990) donde

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Como si la mención del nombre no bastara como referencia de cierta “consagración” intelectual, las introducciones a los diversos números de divulgación de los textos de los miembros del Consejo son prolijas en las adjetivaciones legitimadoras. Así, por ejemplo, don Silvio Zavala es presentado como “sabio historiador” y “legendario defensor de nuestro patrimonio”. Don José Rogelio Álvarez es –a su vez–, como “egregio miembro del Consejo, autor de la magna Enciclopedia de México”. Don Fernando Césarman es introducido como “médico destacado perteneciente a una dinastía de galenos ilustres, todos poetas de afición, con maestría de profesionales”. “El sobresaliente arquitecto don Teodoro González de León [...] enriquece este cuerpo colegiado con su sabiduría en la materia”.

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participaron –entre muchos otros– José Joaquín Blanco, Carlos Monsiváis, Fabrizio Mejía Madrid, Hermann Bellinghausen, Lucía Álvarez Enríquez, Juan Villoro o Sergio González Rodríguez. El objetivo de este compendio de voces era tratar de reconstruir de algún modo el carácter de mosaico infinito que la megalópolis presenta ante la inquietud de sus exegetas. En este caso, la mirada no se circunscribía a rastrear o descubrir los “fundamentos históricos” de la fisonomía urbana, sino a leer el siempre cambiante rostro de una urbe que se modela cada día a partir de los múltiples y encontrados trazos diseminados a lo largo de una cartografía inasible e irreducible a cierta esencia histórica: Para celebrar su número 150, Nexos invitó a reporteros, cronistas, escritores, ilustradores e investigadores a que registraran las horas de la ciudad. El resultado fue un muestreo de sitios, circunstancias y personas que da idea de la infinidad de acontecimientos cotidianos que constituyen un día cualquiera, y lo que representa traer agua, luz, transportar trabajadores y estudiantes, organizar esta aglomeración humana. Veinticuatro horas a través de espacios y tiempos citadinos. Una pinta en los muros: cada día se escribe, cada noche se borra (Nexos, 1990: 9).

Ciudad cambiante, que se rehace cada día entre las trayectorias reales e imaginarias de sus habitantes y que es también fuente inagotable de imágenes, de instantáneas que se suceden al ritmo vertiginoso del vídeo-clip. Cabe entonces preguntarnos de qué artificios se vale la crónica urbana contemporánea para modelarse como la voz de esta metamorfosis inagotable. O en otras palabras, surge la interrogante por el “contenido de la forma” cronística en correspondencia con la ciudad como espacio de lo simultáneo, de la sincronía de oficios y mentalidades25. La crónica urbana reciente puede leerse como escritura del presente siempre móvil de la ciudad que se remodela bajo las heterogéneas voces que la narran y la imaginan dentro de moldes estilísticos expandidos hacia una participación creciente de múltiples estrategias de representación. De este

25 En el mismo texto introductorio al número 150 de la revista Nexos, la imagen de la ciudad se figura como dispersión imparable: “Ciudad ombligo, ciudad dispersa, cronófaga, cotidiana, real y fantástica. Pesadilla de urbanistas, remanso de locos, acosados, solitarios y vivales. Mosaico de clases, etnias, comunidades religiosas e ideologías, dentro de ella subsisten viejos pueblos y se establecen nuevos, se amurallan los ghettos burgueses, se organizan colonias zapotecas o mixes, cerveceras o petroleras, barrios estudiantiles y eriales sobrepoblados. Miserables, opulentos y variadísimas clases medias que viven entre violencia, consumo, alegría, abandono, integración y resistencia” (1990: 9).

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modo, la enunciación del discurso puede leerse como la captación formal de un ritmo y un deambular urbano que se registran y narran de manera “verdadera”: La forma del discurso, la narrativa, no añade nada al contenido de la representación; más bien es un simulacro de la estructura y procesos de los acontecimientos reales. Y en la medida en que esta representación se parezca a los acontecimientos que representa, puede considerarse una narración verdadera (White, 1992: 43).

Según estas afirmaciones, para hablar de una narración verídica la realidad debe traducirse textualmente en una forma que la represente de la manera más cercana posible. Por tanto, la ciudad heterogénea se vierte en las crónicas contemporáneas de ciertos cronistas no oficiales a través de una voz igualmente caótica, fragmentada, conflictiva, cuestionadora, complaciente y/o disidente: el caos se dice dentro del caos, en palabras de Poniatowska. Más aún, ésta parece ser una postura compartida por varios de los cronistas latinoamericanos contemporáneos, preocupados por indagar dentro de nuevas formas narrativas que se apropien del fenómeno cultural que identifica a los conglomerados urbanos finiseculares. En este sentido, las reflexiones del escritor puertorriqueño Edgardo Rodríguez Juliá resultan elocuentes en relación con la conciencia literaria que identifica a cierto grupo de autores latinoamericanos que escriben crónicas en nuestros días: Me alejé de la literatura de proporciones heroicas para asediar el espacio de la sociedad cambiante. Tuve que afinar el oído ante las voces callejeras [...] Mi anhelo de una nueva voz, o voces, también estaba en busca de una nueva forma. Me decidí por lo que llamé crónica, forma que en un primer momento le debió mucho al “new journalism” norteamericano. Se trataba de indagar, también a través de un nuevo “tono”, en las grandes figuras de la política y de la cultura popular puertorriqueña, como emblemas de una coincidencia en la que la formación sentimental también es crónica de la concreción social de unos tiempos (Rodríguez Juliá, 1994: 7).

De una manera menos particular, Carlos Rincón se aboca igualmente a la idea de leer las particularidades formales de la narrativa reciente como una manera de descubrir filiaciones con las condiciones de las sociedades que tales discursos representan. En este sentido, en “Modernidad periférica y el desafío de lo postmoderno: perspectivas del arte narrativo latinoamericano”, Rincón propone la posibilidad de leer la esfera formal como prolongación de una temática que reflexiona en torno a las realidades culturales y

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locales en Latinoamérica26. De esta confluencia se deduce que un punto de partida válido para la confrontación de algunos textos escritos recientemente en América Latina consiste en “desarrollar la determinación de las especificidades en cuanto a materias, métodos, formas y procedimientos literarios a un nivel concreto, a partir de las correspondientes nuevas realidades sociales y explicar en ese marco similitudes y paralelismos” (Rincón, 1989: 81). Volviendo a nuestra idea inicial de trazar el “contenido” de la forma en las crónicas de Poniatowska, Monsiváis y Blanco, nos conviene descubrir las posibles dimensiones de la discursividad de la crónica como concepto urbano. En otras palabras, es necesario confrontar las posibilidades articuladoras de la textualidad de las crónicas en relación con la tarea de representación urbana que las motiva. A este respecto me parecen pertinentes ciertas observaciones de Michel de Certeau en L’invention du quotidien, en torno a las relaciones entre las “prácticas” urbanas y la consecuente conceptualización de tal espacio: la vista en perspectiva y la vista en prospección inauguran (¿después del siglo XVIII?) la transformación del hecho urbano en concepto de ciudad. Mucho antes de que el concepto recorte una figura de la Historia, ésta supone que este hecho es susceptible de ser tratado como una unidad relevante de cierta racionalidad urbanística. La alianza entre la ciudad y su concepto no logra identificarles pero esta misma alianza representa la progresiva simbiosis entre esta ciudad y su concepto: planificar la ciudad, es al mismo tiempo pensar la pluralidad misma de la realidad urbana y darle efectividad a esta idea de la pluralidad; es saber y poder articular (De Certeau, 1990: 142-143).

¿Cuál es, en consecuencia, el poder y saber articulador de la enunciación cronística que nos ocupa? ¿De qué modo sus narrativas se presentan como conceptualización del hecho urbano en la megalópolis mexicana? Para Poniatowska, el paisaje urbano desmembrado se recupera discursivamente a partir de un montaje donde la “polifonía testimonial” hace las veces de textura vocal de una urbe que se expresa en las páginas para desmentir el simulacro silenciador de los discursos oficiales que generalmente se construye como relato monológico de los intereses del poder (político, económico, informativo, social, etcétera).

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Sobre las posibilidades de leer el estatuto discursivo de ciertos textos contemporáneos en cuanto espacio generador de significación, puede consultarse un artículo que analiza los modos de enunciación de algunos escritos de Poniatowska y Monsiváis. Se trata de Claudia Ferman (1991).

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Carlos Monsiváis, por su parte, recurre a un archivo genérico más amplio, haciendo uso de formas y discursividades tan variadas como la gama de prácticas urbanas representadas. En sus libros de crónicas encontramos la reescritura paródica de las páginas de sociedad donde se exponen más míticos que nunca los miembros de la clases altas de México, asistimos a cuestionarios que parecen salidos de algún número de publicación consagrada en el revistero de los lectores casuales (amas de casas, oficinistas en busca de estilos), encontramos la reescritura de fábulas nacionales-populares en su Nuevo Catecismo..., las voces de la televisión y el espectáculo en crónicas magistrales como la ocupada de retratar los bastidores y bambalinas del “Miss México”, el saqueo a la letra de canciones populares e imaginería de la cinematografía nacional... El archivo de los modos narrativos monsivaisianos es inagotable como infinito parece su deseo de hurgar en las prácticas de este México postmoderno y tradicional a la vez. José Joaquín Blanco, más comedido en sus peripecias narrativas, se empeña en leer la ciudad como cuerpo y señala sus dolencias a lo largo de una prosa dominada por el protagonismo del cronista, de su voz y su mirada. Para Blanco la ciudad se asemeja a un gran cuerpo doliente, desahuciado ante los mecanismos hegemónicos del poder político y capitalista27. Finalmente, correspondería cuestionarse, junto a White, por la veracidad de las narrativas de la crónica periodístico-literaria y sus modos, en cuanto relatos articuladores del hecho urbano. Valdría la pena confrontar la pluralidad inabarcable de la megalópolis y la sicastenia de la que nos habla Olalquiaga con la imagen del cronista como intérprete más bien ligado a los mecanismos de representación de la ciudad letrada: la urbe como espacio

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Para Blanco, el papel de las crónicas urbanas críticas, no logra traducirse en nueva conceptualización urbana. En su lugar, aparece como empresa romántica e inevitablemente fallida en su alcance final: “La literatura y el periodismo independiente, tan vitales y difíciles de crear y conservar, no quitan la soga del pescuezo: permiten gritar, respirar un poco entre la asfixia totalizadora, rescatar algunos datos verdaderos entre el cenagal de mentiras e infamias derramado en diluvios constantes: recobrar perfiles de utopías, no olvidar la dignidad más esencial e íntima: asomarse a la realidad concreta entre tanta ilusión manipulada, y hasta ser –en casos cumbres–, durante unos minutos, tan inteligentes y amplios como necesitamos serlo cotidianamente. Pero terminas de escribir o de leer estas difíciles y escasas páginas marginales (que no son beneficio del sistema, sino reacción contra él) y sales a la calle, o prendes un aparato, o platicas con un vecino, o te haces un cabroncísimamente sincero examen de conciencia, y carajo: cómo aprieta la soga de la opresión ubicua y permanente. Cómo la opresión de los demás te jode a ti también, y cómo tu propia opresión jode a tu gente” (Blanco, 1981: 52-53).

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traducible y capaz de ser organizado a través de las simbologías discursivas y alrededor de matrices conceptuales. Surgiría entonces la inquietud de que las condiciones urbanas dentro de la megalópolis pudieran ser mejor representadas por la sucesión vertiginosa de las imágenes que un vídeo-clip proyecta incesantemente, que por los renglones que buscan narrar el mismo panorama. Hay que comprender que los nuevos lenguajes relacionados con la experiencia urbana de fines de siglo, se asocian preferentemente a la problemática de los léxicos dislocados, las subjetividades escindidas, las memorias residuales, que parecen modularse más adecuadamente en las propuestas estéticas del vídeo-clip (fragmentación, yuxtaposición de planos, intertextualidad, solapamiento de temporalidades, etcétera). No obstante, si bien podemos cuestionar con cierta validez la estrategia conceptualizadora de la crónica, no por ello hemos de negarle su capacidad y acierto a la hora de construir posibles sentidos al hecho urbano. Quizá lo impropio sea el tratar de asociar el fenómeno de las megalópolis contemporáneas con la idea de un concepto, en lugar de pensarlo a partir de los múltiples sentidos que tal complejidad urbana provoca y permite.

3. Lo “popular urbano” y su representación Si la ciudad es continua metáfora (y red de aclaraciones materiales) de las combinaciones del Estado y del capital, en sus cambios se advierten las mutaciones y concesiones del poder, su idea y su aprovechamiento de lo popular. Carlos Monsiváis

En 1987, en uno de sus innumerables artículos, Carlos Monsiváis defendía que una de las tareas principales de la crónica contemporánea era la de “indagar en los rasgos que definen lo popular urbano”. Para Monsiváis, como para Blanco y Poniatowska, lo “popular urbano” se anuncia crecientemente dentro de la megalópolis contemporánea como categoría pública, pulsión callejera de una urbe cuya cartografía se convierte en un espacio donde se advierten las mutaciones y las redes de un poder poco solidario con las esferas de lo popular: “Entrampado, sitiado, carente de proposiciones visiblemente articuladas, lo popular intenta sobrevivir y constituirse divertidamente en un ámbito donde la irracionalidad está medida detalladamente por la voracidad capitalista” (Monsiváis, 1987*: 114).

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Pero además, en la época finisecular que nos ocupa, lo popular es –según Monsiváis– un espacio intervenido por las simbologías del Estado y la industria cultural que desdibujan las fronteras entre las esferas de lo público y lo privado. De estas observaciones se infiere que lo “popular urbano” en la óptica de Monsiváis es un espacio otro/diferente al modelo modernizador y capitalista por excelencia. Reconocemos en esta perspectiva, una escisión heredera de la idea de las masas en la crónica mexicana anterior; lo popular visto hasta cierto punto desde un modo tradicional e irreconvertible, la acusación del desencuentro entre las esferas del poder y las mayorías subordinadas. En el caso de la crónica mexicana contemporánea podríamos entonces referirnos (parafraseando a Julio Ramos) a los desencuentros de la ciudad capitalista, a la lógica dislocada sobre la cual lo popular se lee como una versión de una ciudadanía en constante crisis: lo popular deviene cultura urbana que, grosso modo, es, entre nosotros, el espacio generado por los modos operativos de la ciudad capitalista y las respuestas a tal sujeción: el resultado ideológico (la conciencia, falsa o verdadera) que proviene del choque entre la industrialización y las tradiciones, entre el poder del Estado y la insignificancia de los individuos, entre los derechos civiles y las dificultades para ejercerlos, entre la modernización social y la capacidad individual para adecuarse a la oferta (las apetencias) y la demanda (las carencias) (Monsiváis, 1987*: 114).

Pero aparte de esta tensión entre la urbe capitalista y su elemento popular, reconocemos en los cronistas que estudiamos y, en muchos de sus textos, las marcas de otro tipo de desencuentro: el del intelectual con respecto al ámbito de las expresiones de lo popular y su cultura. En este sentido, nos estamos refiriendo a un tipo de correspondencia mediada que intenta suturar las distancias entre la cultura representada y la esfera de autoridad intelectual y artística desde donde se produce el discurso de la crónica. Éste es un aspecto abordado por Úrsula Kuhlmann en su análisis de la crónica contemporánea en México28. Para Kuhlmann, cronistas como Carlos Monsiváis o Elena Poniatowska participan de una “intencionalidad de los productores de literatura/cultura de tomar partido al lado de las masas mayoritarias marginadas y ajenas a la propia identidad social de los intelectuales” (Kuhlmann, 1989: 207)29. Más

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Véase Úrsula Kuhlmann, 1989. Esta intencionalidad de la crónica contemporánea puede leerse en paratextos que introducen algunas antologías de Carlos Monsiváis y Elena Poniatowska: 29

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aún, a esta mediación primera le sucede un desencuentro posterior que se reconoce en el ámbito de la recepción de tales materiales. Si podemos reconocer el compromiso de tales crónicas con la representación del elemento popular, de sus individuos y sus prácticas culturales, también hemos de enfrentar las condiciones de recepción en las cuales son consumidas. Según Kuhlmann, la vertiente comprometida de cierto tipo de crónica mexicana contemporánea no logra resonar o reconvertirse en una nueva praxis social más democrática. En su lugar, lo que se produce es una especie de retorno de esta producción a las prácticas limitadas de la esfera artística: la crónica se relega de vuelta y por el acto lector al ámbito de práctica letrada, de la limitación genérica y la autonomía literaria30. Si bien desde la vertiente literaria que configura cierto aspecto de la producción cronística podemos referirnos a ciertos puntos ciegos de la tarea de los intelectuales comprometidos con el género, no hemos de desvalorizar por ello tajantemente la labor de rescate de lo popular por parte de sus textos. Hay que señalar que uno de los mayores logros de la crónica contemporánea al estilo practicado por Monsiváis, Blanco y Poniatowska es el de dirigir la atención a la reflexión en torno a lo popular desde una perspectiva que ha encontrado ecos crecientes en otras áreas de la producción intelectual y las ciencias sociales. A este respecto, el crítico colombiano Martín-Barbero ha señalado el caso mexicano como uno de los ámbitos pioneros en Latinoamérica en este interés por indagar en la problemática de la cultura popular dentro del ámbito de las sociedades de fines de nuestro siglo. Las ciudades latinoamerica-

“Una encomienda inaplazable de crónica y reportaje: dar voz a los sectores tradicionalmente proscritos y silenciados, las minorías y mayorías de toda índole que no encuentran cabida o representatividad en los medios masivos [...] De modo especial, registrar y darle voz e imagen a este país nuevo que, informe y caóticamente, va creciendo entre las ruinas del desperdicio burgués y la expansión capitalista, significa partir de un análisis de clase o, por lo menos, de una defensa clara y persistente de los derechos civiles” (Monsiváis, 1980: 76). “Porque los que mueren en camionazos son juanes, la clase dominante ha reducido a millones de mexicanos pobres a la inexistencia [...] Se convierte a los mexicanos pobres en nadie. Si la mayoría sólo existe de bulto (es ‘el pueblo’) los pobres no tienen voz. Fuerte es su silencio. Para estas crónicas respondían: ‘Pues póngale nomás Juan’...” (Poniatowska, 1980: 11). 30 En otras palabras, y parafraseando a Pierre Bourdieu, diríamos que el acto receptor de la crónica periodístico-literaria contemporánea no es redituable en términos de un capital político, sino que termina siendo convertida en otro aporte particular al capital cultural del público consumidor del género.

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nas –como bien señalara Romero– se han constituido a lo largo del siglo XX en el ámbito de expresión de un nuevo sentido de lo popular que ha invitado a reconsiderar las tradicionales correspondencias entre lo popular y lo rural. Con la explosión urbana fruto del capitalismo creciente, los procesos modernizadores e industriales, la ciudad se convirtió en el laboratorio de nuevas intersecciones sociales, imaginarias y reales. Al elemento rural que se incorporaba crecientemente a las ciudades se le asoció, en una primera instancia, con la anomia a la que hicimos referencia en páginas anteriores. Una vez superado este momento inicial de una incorporación que no ha cesado de hacerse presente en la forma de la emigración continua a los polos urbanos, la complejización creciente de la sociedad urbana invitó de manera inapelable a una revisión de los paradigmas tradicionales sobre los cuales se construían las imágenes y conceptos de lo popular. Las nuevas corrientes críticas no pudieron despojarse del todo de los modelos anteriores y lo que se impulsó fue un afán por revisitar las categorías y recontextualizarlas de acuerdo a las nuevas condiciones nacionales y sociales. De un lado, estaba la relación entre el concepto de lo popular y su matriz rural, esquema que vino a ser reconsiderado a partir de la visibilidad creciente del problema indígena que encontraba una nueva versión de representación bajo el auge de las narrativas testimoniales que se popularizaron a partir de los sesenta. Por otra parte, lo “popular urbano” reclamaba de nuevas interpretaciones a partir de las mediaciones introducidas por la industria cultural, las estrategias de mercado y consumo, las políticas democratizadoras. El concepto de lo “popular urbano” que tradicionalmente podría leerse como intrínsecamente contradictorio por la asociación recurrente entre el elemento rural y la noción estatal de pueblo y tradición, se desvinculó gradualmente de esta polarización inicial para articular otros modos de desencuentros. Lo popular, a partir de los sesenta, trazaba otras modalidades de resistencia y de hibridación que dentro del espacio urbano expresaban una rearticulación entre los elementos considerados subalternos y las estrategias simbólicas y políticas del poder dominante (en sus múltiples variantes: elites intelectuales, intereses capitalistas, políticas hegemónicas, centralidad estatal, etcétera). En consecuencia, lo popular urbano se vincula con la percepción de identidades emergentes dentro de las condiciones del paisaje urbano de las grandes capitales latinoamericanas. De los años sesenta para acá lo importante está en ver en lo urbano-popular no sólo la homogeneización de los consumos o la transnacionalización de los patrones culturales efectuada por la televisión sino los modos en que las masas

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populares reciclan su incierta relación con el Estado, su distancia al desarrollo tecnológico, la persistencia de elementos que vienen de las culturas campesinas y del mantenimiento del aparato popular de trasmisión del saber, la refuncionalización del machismo, la melodramatización de la vida y los usos de la religión (Martín-Barbero, 1987: 14).

Para Martín-Barbero, el concepto de la mediación popular es un punto central en sus consideraciones sobre la industria cultural, su producción y recepción dentro de los contextos latinoamericanos. Esta idea misma de la mediación popular urbana puede, además, considerarse como un punto a partir del cual pueden trazarse algunas diferencias entre las representaciones de los cronistas que nos interesan, como veremos más adelante. Con respecto a la reflexión en torno a la preeminencia de la categoría de lo popular urbano dentro de los estudios culturales de las últimas décadas, conviene todavía puntualizar ciertos aspectos centrales para nuestro deslinde crítico. En este sentido, es necesario retomar las consideraciones que Martín-Barbero y García Canclini han expuesto al momento de indagar sobre las fuentes del interés creciente hacia la problemática de lo popular en las últimas décadas. En primer lugar, se citan las causas socioeconómicas (expansión del mercado, incorporación al consumo de sectores populares) y políticas (nuevas estrategias de transformación social y apertura democrática por parte de las izquierdas latinoamericanas) que han impulsado cierto protagonismo del fenómeno popular. En segundo lugar, nos enfrentamos con una revalorización de las articulaciones y mediaciones de la sociedad civil y el reconocimiento de experiencias colectivas y comunitarias no sujetas a la exclusividad de formas partidarias. En este sentido, se rescata la experiencia local y latinoamericana que nos viene de los países bajo los regímenes autoritarios del cono sur, y según la cual sus gentes, sin distinción de clases, encontraron en la cultura popular el modo de supervivencia del sentido, un modo de resistir y preservar la memoria fundamental, el sentido de la vida y de la historia. Estrategias de desvío, interrupción, ocultamiento, reutilización de los lenguajes o de resignificación de los objetos y los recuerdos, que materializan una percepción nueva de las relaciones entre cultura y política” (Martín-Barbero, 1987: 10)31.

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Con respecto al caso chileno, los aportes críticos de Nelly Richard se refieren a cierto protagonismo de sectores culturales durante la época de la dictadura en ese país. Para más información, puede consultarse Nelly Richard (1998).

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En tercer lugar, asistimos a una revalorización de lo cultural y la idea de que el espacio de lo popular no es el ámbito de la recepción pasiva, sino y al mismo tiempo, una instancia de respuesta y producción cultural 32. Esta reflexión sobre el poder de gestión cultural por parte de sectores populares se relaciona también –a su modo– con la noción del debilitamiento de las instituciones y partidos políticos a la hora de responder e indagar en las dimensiones actuales del conflicto social. Ahora bien, frente a esta revalorización de lo popular surgen algunas reafirmaciones inevitables sobre las determinaciones que posicionan a la cultura popular en relación con los otros polos de la ecuación. Pues si hablamos de lo popular como contracultura, como cultura de resistencia, como memoria residual, estamos suponiendo que existe una raíz para tal diferencia, llámese cultura hegemónica, alta cultura, historia oficial. Se da en consecuencia la caracterización de lo popular dentro de paradigmas jerarquizadores y diferenciadores que están en la base misma de su conceptualización. Así, por ejemplo, se recurre a la definición de la cultura popular como expresión de una subalternidad irreductible: En principio, lo popular es aquello que no puede evitar serlo, lo que se constituye por exclusión y bajo opresión, y se va configurando como cultura gracias a la sedimentación de tradiciones, las relaciones subordinadas con la Iglesia y la autoridad, y la copia directa o indirecta de las clases dominantes (Monsiváis, 1987: 113).

Otro modo de considerar la subalternidad popular parte de la categorización del fenómeno de la cultura popular dentro del marco del conflicto polí32

Esta revisión del rol de lo popular dentro de la re-configuración de ciertos paradigmas conceptualizadores de la cultura en Latinoamérica, ha sido impulsada en gran medida por los estudios sobre los fenómenos de la industria de la comunicación masiva en las sociedades latinoamericanas. En este sentido, Rowe y Schelling se refieren a tres direcciones fundamentales que deben ser consideradas a la hora de cuestionarnos por el rol de lo popular urbano dentro de este re-mapeo ideológico: “the notion of a distinctively popular urban culture requires investigation in three main directions. In the first place, there is the question of how far earlier forms of mass culture have left traces in the contemporary culture industry, and therefore how far the latter does include a dimension of social memory. Second, there is the issue of the receiving public as actively participant in the constitution of messages, and therefore of the messages themselves as not univocal, not imposing a single or fixed interpretative key. Third, the popular is perhaps above all a space of resignification, in that the culture industry’s products are received by people who are living the actual conflicts of a society and who bring the strategies with which they handle those conflicts into the act of reception” (Rowe y Schelling, 1991: 107).

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tico de la lucha de clases. La cultura popular, en consecuencia, es otra cultura de clase (frente a la cultura culta y la masiva) marcada –en su caso– por los procesos de dominación ejercidos por sectores hegemónicos. Pues la cultura popular no puede definirse en ningún sentido hoy, ni como aquella que producen, ni como la que consumen o de la que se alimentan las clases populares, por fuera de los procesos de dominación y las contradicciones y los conflictos que esa dominación moviliza (Martín-Barbero, 1987: 11).

No obstante, el riesgo que subyace bajo la perspectiva de considerar lo “popular” bajo una matriz de clases irreductible es la posible re-actualización de paradigmas conceptualizadores desacreditados en los últimos años. En el ejemplo particular de la Ciudad de México, podemos referirnos a la idea de la “cultura de la pobreza” defendida durante los años sesenta a partir del trabajo de Oscar Lewis en torno a la vida de ciertos defeños en las casas de vecindad33. Como bien señalan Rowe y Schelling en Memory and Modernity, la ideología que opera detrás de conceptos como el de “cultura de la pobreza” es reconocible en términos de un determinismo socioeconómico que no considera posibles articulaciones en el plano cultural. En este sentido, se rescatan las consideraciones en torno a un modelo alternativo de movilidad para las esferas de lo popular urbano que estaría proponiendo otras salidas frente al escaso horizonte de movilidad social que la crisis nacional de México parece implantar. Si bien se admite que el poder económico de ciertos sectores populares no cesa de menguar bajo la coyuntura de la crisis económica, también se asiste a una fuerte presencia cultural dentro de los hogares urbanos dotados –en su mayoría– de los canales receptores de la industria de comunicación masiva. Se habla entonces de una movilidad cultural que se contrapone a la falta de oportunidades de ascenso social. Aparte de analizar las diferentes fuentes del creciente interés por lo popular dentro de los estudios culturales conviene revisar la trayectoria misma que modela esta temática dentro de la crítica cultural latinoamericana34. Se habla así de la década de los sesenta como el momento de una expansión consumista en sectores medios y populares, paralelo al desarrollo de las industrias culturales, que trajo consigo una re-actualización del pensamiento de la escuela de Frankfurt y de sus teorías de manipulación de las masas y del gusto. En consecuencia, el público (consumidor y espectador)

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Oscar Lewis (1963). Véase Néstor García Canclini (1987)

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quedaba consignado dentro de las redes dominadoras de un poder hegemónico que impartía modos de ser, de actuar35. Se hizo popular entonces el enjuiciamiento a la llamada sociedad tecnológica como forma de civilización donde quedaba entrampado el hombre contemporáneo. Octavio Paz, en su análisis del Movimiento Estudiantil de 1968 recurre precisamente a esta postura al acusar a la “ataraxia” producida por la sociedad tecnológica como la razón de la crisis de la sociedad mexicana e internacional. Para Paz, la revolución estudiantil en México quedaba enmarcada dentro de las reacciones limitadas y previsibles de una sociedad alienada por los mecanismos de la era tecnológica y globalizadora: “Año axial, 1968 mostró la universalidad de la protesta y su final irrealidad: ataraxia y estallido, explosión que se disipa, violencia que es una nueva enajenación. Si las explosiones son parte del sistema, también lo son las represiones y el letargo, voluntario o forzado, que las sucede” (Paz, 1970: 25-26). Otra modalidad de este pensamiento incluyó en el caso mexicano las reflexiones en torno a la colonización cultural y mediática que propiciaba la norte-americanización y la consecuente pérdida de valores tradicionalmente mexicanos. Aunque éste es un punto que desarrollaremos con mayor atención en otro apartado de este libro, podríamos adelantar que el fortalecimiento de la industria cultural y tecnológica en México se asoció con la idea de una sociedad de masas que era manipulada y convertida en un cuerpo de consumidores y espectadores36. Con los años setenta, se vislumbró un cambio de estos paradigmas conceptualizadores de la cultura de masas y la cultura popular, debido en parte a la recepción latinoamericana del pensamiento gramsciano y su propuesta de la resistencia y autonomía que se descubrían dentro de los sectores social y culturalmente subalternos. De este modo, lo popular se enviste gradualmente de una capacidad de réplica e independencia que llega, en sus manifestaciones más extremas, a negar las relaciones culturales entre los sectores subalternos y hegemónicos. En consecuencia, se insiste en leer lo popular desde la casi exclusiva vertiente de la resistencia y la contracultura, en relación a necesidades políticas por redefinir patrones democráticos. En el caso particular de la crónica mexicana, esta apertura hacia la representación de nuevos actores sociales y la oportunidad de abrir el espacio cultural a discursos críticos y contra-hegemónicos reconoció –en los 70– un

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La literatura se encargó de representar estos modelos de la sociedad de masas en libros como El mago de la cara de vidrio (1980) del escritor venezolano Eduardo Liendo. 36 Véase Luis Ramiro Beltrán y Elizabeth Fox de Cardona (1980).

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aliado en la renovación de la prensa y en la diversificación de sus ofertas. Se habla del auge del periodismo mexicano en la década de los setenta en el sentido de la aparición de medios informativos desvinculados de las inherencias oficiales que se habían hecho tradicionales desde la prensa del Porfiriato y que habían continuado en el México posrevolucionario. En este sentido, se apunta a la aparición de un periodismo alternativo que se fortalece a partir de la situación de Excélsior en el 76 y que propicia la fundación de nuevas empresas editoriales como Unomásuno, la revista Vuelta, la revista Proceso, órganos privilegiados de la difusión de la crónica mexicana durante las últimas décadas. A mediados de los ochenta se impulsa una nueva revisión crítica en el campo de los estudios culturales que surge en parte como consecuencia del declive de los movimientos revolucionarios, de la crisis de los modelos políticos liberales y populistas y por el auge de los estudios culturales interesados en indagar sobre las condiciones contemporáneas de la hegemonía, el consumo y las organizaciones populares no partidistas. Según Canclini, “nuevas maneras de concebir estos tres procesos, y su relación con la hegemonía, están cambiando las discusiones sobre el conocimiento y la transformación de lo popular” (García Canclini, 1987: 29). Es el propio Néstor García Canclini quien gracias a su teoría de las “culturas híbridas” está proponiendo nuevas miradas a la hora de enfrentarnos a lo popular y a sus representaciones. En este sentido, nos interesa entonces revisar el papel que la crónica literaria-periodística de Poniatowska, Monsiváis y Blanco, juega dentro del panorama de las redefiniciones de lo popular a la que se refiere el crítico argentino: Quizá lo más alentador que está ocurriendo con lo popular es que algunos folcloristas no se preocupan sólo por rescatarlo, los comunicólogos por difundirlo y los políticos por defenderlo, que cada especialista no escribe sólo para sus iguales ni para dictaminar lo que el pueblo es, sino más bien para preguntarnos, junto a los movimientos sociales, cómo re-construirlo (García Canclini, 1992: 261).

En el caso particular de la reflexión cultural en torno a lo nacional popular, hay que destacar un punto de partida del macro-relato nacionalista defendido por el gobierno de Ávila Camacho hacia 1941. En este momento particular del México posrevolucionario se concibió y llevó a cabo uno de los programas más ambiciosos en torno a la necesidad de crear una identidad nacional conocida bajo el nombre de la Unidad Nacional. A partir de entonces se hace efectiva y primordial la mitología en torno a la conciliación de las diferencias en un sincretismo de “lo mexicano” poblado por los ído-

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los e imágenes que la campaña oficial impone como símbolos de un nacionalismo popular. El ambiente desarrollista de los años cincuenta, el impulso del “Milagro Mexicano” cuyos beneficiarios más logrados son los crecientes sectores de la clase media, trae consigo la quiebra del reconocimiento general tras el aparato simbólico de la Unidad Nacional. Varias son las causas –según Monsiváis– que impulsan el distanciamiento de las clases medias frente al modelo de una cultura nacional defendida por los sectores oficiales. De un lado, y como consecuencia del desarrollo capitalista de la sociedad y el mercado mexicano, se asiste a una creciente norte-americanización del país con un consecuente debilitamiento de los estímulos surgidos en el redescubrimiento nacional. Más aún, la pérdida del aura de la acción política como garante de prestigio social acarrea el desgaste del recurso burocrático de los mitos de la Revolución Mexicana en el terreno del arte y de la cultura (muralismo, novela de la Revolución, realismo social, etcétera), “el abuso de lo que se había promulgado como ‘mexicano’ (la suma de fatalidades y fatalismos) da por resultado que lo allí definido como esencial sea observado en muchos sectores como folklórico (ya entonces sinónimo de comercial)” (Monsiváis, 1988: 1488). La década de los sesenta marca el fortalecimiento ya imparable de la industria cultural y las nuevas mitologías de lo mexicano irradiadas desde esta maquinaria asociada a la sociedad de masas. Dentro del contexto urbano, se sucede a una explosión espacial y demográfica que convierte a las simbologías del Estado en tretas inoperantes frente a la idea de fraguar una imagen y una cultura colectiva. Esta tarea es rápidamente absorbida por los medios de comunicación que crean nuevos relatos de identidad colectiva37. Es hacia ese momento que la vinculación de lo popular y la noción de lo

37 En Consumidores y ciudadanos, García Canclini considera el rol central de los medios de comunicación en la conformación de vínculos sociales y culturales que dan cierta idea de cohesión urbana: “el anárquico crecimiento urbano va junto con la expansión de los medios electrónicos. La industrialización y las migraciones que llevaron a la ciudad en los últimos cincuenta años de un millón y medio a dieciséis millones de habitantes son parte de la misma política de modernización que centra el desarrollo cultural en la expansión de los medios masivos. El desequilibrio generado por la urbanización irracional y especulativa es ‘compensado’ por la eficacia comunicacional de las redes tecnológicas. La expansión territorial y la masificación de la ciudad, ocurrieron junto con la reinvención de lazos sociales y culturales en la radio y la televisión. Son estos medios los que ahora, desde su lógica vertical y anónima, diagraman los nuevos vínculos invisibles de la urbe” (García Canclini, 1995: 63). (El subrayado es mío.)

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“público” se reviste de nuevas connotaciones. De un lado, asistimos dentro de la cartografía urbana al desborde de las muchedumbres en el espacio público38. La ciudad se convierte en el espacio de los hacinamientos y las multitudes que se asoman en todos lados: en el metro, en los estadios, en los desfiles oficiales, en las manifestaciones de protesta, en el tráfico caótico, en las veredas de los parques, etcétera. Por otra parte, lo “público” se refiere a la caracterización de lo popular frente a la industria de los medios de comunicación masivos. El pueblo es el espectador, el receptáculo de los mensajes y las modalidades de entretenimiento que se trasmiten por las redes televisivas, radiofónicas39. Los años setenta se debaten en la encrucijada de la visibilidad de la potencialidad de protesta de vastos sectores urbanos que habían desatado los sucesos del Movimiento Estudiantil del 68, la llegada impostergable de la crisis económica que golpea a la sociedad mexicana y el descrédito creciente del gobierno como fuerza reguladora de la vida ciudadana. En esta época conviven los pronósticos optimistas sobre la renovación política y social del país con la sensación de que el país se ha lanzado hacia un descenso vertiginoso que no se puede detener. Lo que campea como sensación colectiva es una constante incertidumbre acompañada de la idea de la necesidad de cambios en el futuro inmediato. Con los ochenta, el énfasis en lo popular urbano se va desviando, poco a poco, del análisis de sus expresiones culturales para abordar otras dimensio-

38 A este protagonismo público de las masas urbanas se refiere José Joaquín Blanco en los siguientes términos: “El principal panorama de la ciudad es su gente. En otras ciudades destacan principalmente los rascacielos o las avenidas, las plazas y los edificios. En la Ciudad de México la presencia humana voluntariosa, apresurada, tensa, desafiante, ocupa y desborda todos los espacios. [...] Hay también en la muchedumbre sensaciones de exuberancia vegetal o de plenitud de retablo en estas calles siempre llenas –se diría que aborrecen el vacío–, siempre vivas” (Blanco, 1990: 9). 39 Para Monsiváis las relaciones inevitables entre la sociedad de masas y la industria cultural que la intersecciona queda expresada en los términos de una correspondencia inevitable: “En todas partes la cultura de masas intenta volverse real a sí misma haciendo que la gente experimente sus vidas de acuerdo a los modelos industriales. Y dijeron los medios masivos: ésta y no otra, es la vida del pueblo y al pueblo le gustó su imagen y su habla y procuró adaptarse a ellos. La ‘inserción en la sociedad’ pasa también por la recepción pasiva e idolátrica de los medios masivos. Lo nacional (lo Nuestro) y lo social (deberes y derechos voluntariamente asumidos) corren hoy, públicamente, a cargo de la alianza incierta de las costumbres, la interiorización de la voluntad estatal, los islotes democráticos y comunitarios... y las canciones, el radio, el cine, el teatro comercial y la televisión” (Monsiváis, 1987: 132-133).

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nes. Cuando se habla del concepto de lo popular se aborda entonces la cuestión del replanteamiento de las políticas y responsabilidades urbanas. Paulatinamente, lo popular se asocia con las realidades emergentes de la sociedad civil y la participación civil, como propuestas de cuotas de independencia frente a la gestión del gobierno oficial. Hechos como los acontecidos durante el terremoto en Ciudad de México, en 1985, o las elecciones presidenciales en 1988 habían llevado al traste la concepción de la despolitización de las masas que había popularizado el pensamiento sobre la sociedad de masas y de consumo en México40. Los ochenta habían traído cambios trascendentales en la identidad política de la Ciudad de México y en los paradigmas del desarrollismo estatal. A partir de la adopción de las reformas neoliberales hacia 1982 y del rol creciente del Movimiento de Derechos Humanos en México41, los movimientos sociales se iban alejando de agendas visiblemente reivindicativas para centrarse en propuestas democratizadoras que abogaban más por un cambio de régimen político que por un cambio social radical42. Un ejemplo de este viraje se dio durante el terremoto de 1985 cuando la intervención civil en el rescate de miles de víctimas puso sobre el tapete el concepto de sociedad civil en la capital mexicana43. Una de las imágenes

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Para Trejo Delarbre, estos episodios terminaron por constituir coyunturas políticas aisladas que no se tradujeron finalmente en una cultura política sólida. Según el investigador mexicano, mientras no se produzcan cambios sustanciales en los modos de intervención pública, estos movimientos urbanos quedarán restringidos a la categoría de intervenciones aisladas sin resonancias definitivas en las esferas públicas de opinión y gobierno. Sólo una efectiva mediación de los sectores civiles dentro de las esferas de intervención e información en la sociedad de masas podría otorgarles algún poder de gestión pública: “Construir una auténtica, duradera y sobre todo eficaz expresión pública, tendría que pasar por la reforma de los medios de comunicación, que es uno de los rezagos más profundos en la reforma política mexicana. De otra manera, la gente quedará restringida a las plazas, a las calles, a los estadios, como sitios para expresarse aunque no necesariamente para dirigirse al país” (Trejo Delarbre, 1995: 222). 41 En 1983 se funda la Academia Mexicana de Derechos Humanos. 42 A este respecto me parecieron muy puntuales las observaciones de Eduardo Nivón Bolán en su artículo “La ciudad de México en la globalización”, recogido en un volumen sobre ciudades latinoamericanas editado por Marc Zimmerman y de próxima aparición bajo el sello Siglo XXI (México). 43 Como señalan Héctor Aguilar Camín y Lorenzo Meyer, “la sociedad mexicana de mediados de los ochenta vivía la sensación generalizada de un cambio de época, la sospecha de una gran transición histórica” (Aguilar Camín y Meyer, 1990: 295). La irrupción de grupos y organizaciones civiles trajo consigo la apuesta por una posible apertura democratizadora del sistema mexicano poco propenso a los cambios y a los reajustes de poder.

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más popularizadas de este nuevo credo ciudadano se encarnó en la figura de Superbarrio quien, con su rearticulación de la imaginería del cómic, se convirtió rápidamente en emblema de auto gestión popular. Superbarrio comenzó sus apariciones públicas luego del terremoto para reclamar frente a las instancias gubernamentales por las demandas de los habitantes de las colonias que habían resultado más devastadas. Se hizo famoso por sus antesalas en las oficinas de funcionarios de gobierno para interceder en favor de los desposeídos, los desamparados y los “sin voz”. Su facha combinaba de manera singular el traje de superhéroe de serie norteamericana con el rostro enmascarado de un luchador libre mexicano: icono de mediación política y cultural, Superbarrio fundó rápidamente una nueva mitología urbana. Este personaje vino a significar a finales de los ochenta las posibilidades políticas (al menos una de ellas) de la reconversión social de la cultura mediática frente a las condiciones de la sociedad mexicana y sus instituciones. Es, al mismo tiempo, señal de una época de transición en el horizonte político mexicano tal y como destacan Aguilar Camín y Meyer, al referirse a La vigencia de dos lógicas políticas que conviven y pelean en el corazón revuelto del presente mexicano: la lógica popular nacional-corporativa, oriunda del pacto fundamental de la Revolución Mexicana, y la práctica democráticaliberal, hija del México urbano e industrial, que tiende a descreer y a repudiar las respuestas autoritarias y piramidales de la otra. La sociedad y la economía generan sectores, estratos sociales, modos de vida, aspiraciones culturales y de consumo, que caen fuera del horizonte tradicional administrado hasta ahora por la lógica popular nacional. No son mundos aparte, sino mezclados, pero son mundos de lucha, y en esa lucha de contrarios no resuelta reside uno de los nudos históricos de la transición mexicana. El partido del Estado vive en lo fundamental de las reservas políticas, aún existentes, de la primera lógica; pero pierde peso y presencia conforme la segunda irriga y seduce los ánimos de la sociedad mexicana (Aguilar Camín y Meyer, 1990: 301).

Es dentro de este ambiente donde irrumpen modos de imaginar y consolidar nuevos pactos sociales que ya no se apoyan en las fuerzas de cohesión del autoritarismo estatal y la economía desarrollista. Los años ochenta en México marcan, de un lado, el declive de acuerdos sociales y culturales anclados en paradigmas de dependencia estatal y, por otro, señalan la emergencia de políticas neoliberales y globalizadoras que reclaman un nuevo diseño simbólico y real de los agentes sociales. Ante este panorama cabe preguntarse por el rol asignado al elemento popular y a su posibilidad de articularse dentro de las demandas democratizadoras de las nuevas políticas sociales. Cuando el relato nacional unificador pierde vigencia, no se logra o

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no se busca recrear un acuerdo social basado en un proyecto común. En su lugar, surge la idea de agentes sociales diversos que luchan por objetivos particulares, sectores que si bien apuestan a demandas reivindicativas no lo hacen en nombre de un colectivo aglutinante e incluyente de todas las diferencias. Lo que parece agotarse es el relato de la reivindicación revolucionaria con su imagen idealizadora de la movilización popular y con sus agentes representativos tradicionales: el partido y el sindicato. Las luchas populares, a partir de entonces, se dan más en sintonía con el logro de una presencia real en un plano de agentes sociales complementarios que con el protagonismo defendido por las tradicionales narrativas de igualdad, libertad e independencia nacional. Esta remodelación de la política colectiva, unida al rejuvenecimiento de la población de México, sus costumbres y manifestaciones culturales, están delineando un nuevo perfil de lo popular urbano. Este concepto se relaciona con “una nueva mayoría integrada a la perspectiva de modernización y norte-americanización de la vida y del gusto, una nueva mayoría sin tradición, laica, urbana y masiva, sin cuya historia social y mental es imposible comprender el México que vivimos, ni imaginar, aproximadamente siquiera, el México que vendrá” (Aguilar Camín y Meyer, 1990: 306). Es precisamente hacia la indagación y la escritura de esta “historia social y mental” donde se dirigieron los esfuerzos de los cronistas que estudiaremos a continuación. Ellos, a través de una obra periódica, intentaron representar las voces e inflexiones sociales de la vida urbana en la capital mexicana a finales del siglo XX. Al mismo tiempo, estas crónicas trataron de vislumbrar un horizonte de posibilidades e identidades futuras dentro de una urbe que desafiaba muchas de las interpelaciones narrativas y simbólicas tradicionales.

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CAPÍTULO II ELENA PONIATOWSKA

Ciudad infinita, México es todas las ciudades; es París y Nueva York, Berlín y Madrid, Varsovia y Praga. Tiene todas las edades, es prehispánica y es moderna. Es horrible y es fascinante. Es cruel y es díscola, da puñaladas traperas y besos tronados. Sórdida y homicida es asquerosa y es niña de primera comunión. Elena Poniatowska

Elena Poniatowska publicó en 1957 una serie de crónicas en el semanario Novedades. Estos textos iban acompañados con las ilustraciones de Alberto Beltrán y se presentaban como una colección de viñetas de la vida en la Ciudad de México dentro de la tradición de las estampas costumbristas1. Hubiera sido difícil anunciar a partir de estos pasos iniciales la labor renovadora del género cronístico que la misma autora emprendería unos años más tarde con su magistral representación del Movimiento Estudiantil de 1968 en México: La noche de Tlatelolco. No obstante, con el testimonio de Jesusa Palancares, Hasta no verte Jesús mío (1969), Poniatowska daba muestras de haber superado los pintoresquismos de sus estampas anteriores2. Más aún, en este recuento de la vida de Jesusa Palancares (Josefina

1 Hacia 1953, Elena Poniatowska había iniciado su carrera de periodismo en el diario Excélsior, donde se desempeñaba como entrevistadora y colaboradora de las crónicas de sociedad. Las crónicas publicadas semanalmente en Novedades serían compiladas en 1963 bajo el título Todo empezó el Domingo. En 1998 se reeditó este compendio de crónicas bajo el sello editorial Océano. 2 Como bien apunta Monsiváis en “De la santa doctrina al espíritu público...”, el mayor acierto de Poniatowska en Hasta no verte Jesús mío fue haber sorteado el enorme prejuicio teórico de “la cultura de la pobreza” popularizado por Oscar Lewis a partir de su trabajo sobre las vecindades del D. F. mexicano. “Desde técnicas semejantes, Poniatowska llega a conclusiones opuestas y convierte la vida de Jesusa Palancares en relato de múltiples niveles, sin moralejas sociológicas, sin tremendismos que obliguen al lector a concentrarse no en lo leído sino en la respuesta moral que se le demanda. Crónica del

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Bórquez), una mujer de pueblo que representaba la común marginación de sectores pobres en la capital, la autora introduce el recurso del testimonio que será destreza fundamental en su recuento del Movimiento Estudiantil. El año 1968 es una fecha de celebración y orgullo nacional: atareada, la capital se afana en los preparativos para la Olimpiada Mundial que se llevará a cabo en suelo patrio. Sin embargo, en vísperas de la magna contienda deportiva, un nubarrón enturbia el panorama local cuando los estudiantes del Distrito Federal se disponen a liderar un movimiento de protesta en contra del régimen de represión brutal aplicado en anteriores oportunidades a grupos de manifestantes estudiantiles3. Los estudiantes toman las calles para expresar sus demandas, exasperando al gobierno poco paciente o tolerante de Díaz Ordaz. El Movimiento Estudiantil de 1968 marca, sin duda, un momento estelar en la vida ciudadana de México en el siglo XX. El 2 de octubre, día de la matanza de los estudiantes congregados en la plaza de las Tres Culturas, mostró de manera sangrienta la discordia del gobierno y la incapacidad de diálogo entre las esferas civiles y oficiales de la capital mexicana. Los estudiantes querían hacer escuchar sus denuncias, aunque esto significara vociferar cada uno de los puntos, mientras el gobierno respondía con silencio y represión: la distancia entre estas dos instancias no podía ser salvada ni por el más diestro saltador de garrota a ser laureado en las venideras Olimpiadas. 1968 significó, al mismo tiempo, el surgimiento de un despertar de la conciencia ciudadana y de las voces que apoyarían y contribuirían a ello: entre ellas, la de Elena Poniatowska ha conservado hasta nuestros días el estatuto de líder en este terreno. La intervención periodístico-literaria de Poniatowska durante y después de los sucesos estudiantiles de 1968, la con-

costo interminable de la marginación social, autobiografía de clase y de sexo, finísimo registro de las variaciones del habla a través de la vida de una persona, creación de una figura protagónica que es mucho más que la suma de episodios vitales, Hasta no verte Jesús mío niega los procedimientos naturalistas o ‘neorrealistas’ que eran métodos probados de inmersión en terrenos de la pobreza, e inicia el tratamiento literario de las mujeres sin privilegios” (Monsiváis, 1987: 771). 3 A finales de julio de 1968 se forma el Comité Nacional de Huelga (CNH) con el objetivo de organizar y convocar las manifestaciones estudiantiles que marcharán por las calles de la capital mexicana exigiendo el cumplimiento de las demandas: destitución de altos jefes de la policía; supresión del cuerpo de granaderos y del delito de disolución social; liberación de presos y arrestados; indemnización a familiares de estudiantes muertos o heridos y un diálogo entre el gobierno y el CNH, público y televisado a todo el país.

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virtieron casi inmediatamente en leyenda de una nueva prosa democratizadora y atenta a las voces de los distintos sectores sociales de la ciudad. Jesusa Palancares, hasta cierto punto, la había preparado para la empresa descomunal llevada a cabo en La noche de Tlatelolco (1970), para esa capacidad de convertirse en receptora de la historia ajena y de los ecos vocales de distintas experiencias y conciencias4. La noche de Tlatelolco vino a cumplir en su momento las expectativas de un nuevo modo de cronicar al que se refiere Monsiváis en las líneas finales de su prólogo a la antología de la crónica en México. En esa oportunidad, Monsiváis alude a la tarea “inapelable” de un género que a partir de 1970 se renueva gracias a los aportes de escritores como Poniatowska. La crónica ya no se concibe como el espacio para la estampería costumbrista o la auto-celebración del temperamento mundano/moderno de quien la escribe. En su lugar, la población urbana se ve confrontada con una imagen retadora de sí misma, con la posibilidad de cambio que empieza a asomar en los sucesos del 68. La primera pregunta lógica sería la concerniente a la naturaleza del género seleccionado para el recuento del movimiento: ¿por qué la crónica, por qué el testimonio? Poniatowska venía de las filas del periodismo y el reportaje, practicaba igualmente la modalidad de la narrativa testimonial y el apoyo en la grabadora como material de recolección de voces e información. La autora poseía además la maestría de la glosa literaria. Finalmente, se produjo la conjunción afortunada de estas vertientes de su escritura que se volcaron en el estilo único, en el mosaico de voces que es La noche de Tlatelolco. Dentro de este collage vocal, la noticia, el suceso sigue figurando como elemento medular de la composición, lo que otorga al texto la dimensión periodística asociada generalmente a la discursividad que gira en torno a acontecimientos de actualidad5. 4 Otra experiencia anterior había sido decisiva para el giro del periodismo de Poniatowska hacia objetivos sociales. Ella misma lo declara así en una entrevista con María Eugenia de la Rosa. En esta oportunidad Poniatowska se refiere a su experiencia en la cárcel de Lecumberri durante la huelga ferrocarrilera en 1958. En esa ocasión la periodista había tenido la oportunidad de conversar con los presos (“siempre dispuestos a hablar”) y de que éstos le contaran sus vidas. A partir de entonces, Poniatowska empezó a visitar y conocer las vecindades y los barrios más pobres de la ciudad. En otro estudio sobre Poniatowska (The writing of Elena Poniatowska. Engaging Dialogues), Beth Jörgensen aborda la relación entre la práctica de entrevistas periodísticas y la capacidad de diálogo de la prosa comprometida de la autora. 5 La renovación de la crónica llegó, en otros casos, a extremos mucho más inclinados a las proezas formales en detrimento del hecho noticioso. Con él, conmigo, con nosotros

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Aunque el acontecimiento se mantuviera como núcleo o eje temático dentro de los diferentes testimonios recogidos por la autora, lo que le otorgó el estatuto de texto pionero de un género o, mejor dicho, de la renovación del género de la crónica, fue su apertura a otros recursos hasta entonces considerados ajenos a la crónica periodístico-literaria de cuño tradicional. En primer lugar, La noche de Tlatelolco daba un nuevo giro a la explícita conciencia formal del género. En este sentido, la estética vinculada con la vertiente literaria de este género híbrido se vio asistida en esta extensa crónica con recursos hasta entonces asociados con objetivos más pragmáticos como la entrevista o el reportaje. Sin embargo, el resultado excedía los fines informativos al apelar a cierta sensibilidad lectora. El aspecto formal del texto en ésta y otras crónicas de Poniatowska funciona como recurso auxiliar a la hora de interpelar al lector y hacer despertar su solidaridad con la materia narrada. Uno de los logros innegables de La noche de Tlatelolco es haber diluido los límites entre el periodismo y la literatura, entre sus discursividades y entre sus públicos lectores. Como comentamos anteriormente, algo semejante había acontecido con el caso del New Journalism en Norteamérica6. No obstante, otros factores contribuyen a otorgarle estatura de excepción a la producción cronística de Poniatowska. En líneas anteriores nos referimos a su interés por indagar en la vida de los pobres y recontar las experiencias de sectores marginales. La noche de Tlatelolco pone de manifiesto precisamente esta línea de indagación autorial que aproxima el hecho literario a la categoría de “representación política”7. Poniatowska en su intencionalidad de dar voces a los silenciados o marginados, de convertir su prosa en medio que desmiente el discurso mono-vocal del gobierno u otras instancias hegemónicas de poder en México, recurre a una prosa que es un concurso de múltiples voces y opiniones frente a un mismo referente. Haciendo uso tres. Croninovela (1971), de María Luisa Mendoza, es una representación sobre la matanza de Tlatelolco que hace énfasis en la experimentación formal y en el uso de ciertos recursos innovadores del New Journalism. En consecuencia, la des-ambientación lectora se produce más por efectos de las técnicas narrativas que por el contenido o la temática excepcional. 6 Monsiváis ha reiterado en varias ocasiones que el aspecto formal y la conciencia literaria de la crónica mexicana contemporánea son parte fundamental en la definición del género. Como máximo ejemplo de esta premisa el autor mexicano defiende una obra que puede ser considerada como antecedente del New Journalism norteamericano: Ten Days That Shook the World de John Reed, “el clásico de los clásicos”, afirma el cronista mexicano. 7 A. Bencomo (1995).

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del recurso del testimonio, la autora apela a cierta funcionalidad política que le ha sido reconocida a este género por parte de sus teóricos8.

1. Fuerte es el silencio de la ciudad Las crónicas urbanas de Elena Poniatowska tienen como principio de representación el conjuro del silencio de los miles de habitantes de la Ciudad de México cuyas voces son acalladas por una tradición cultural y política que niega las voces de los marginados, de los desposeídos. Para Poniatowska esta minusvalía vocal es consecuencia de los mecanismos de dominación de un sistema hegemónico que se ha consolidado en este país sobre la base de periferias ignoradas dentro de los proyectos nacionales. Si la mayoría sólo existe de bulto (es el “pueblo”) los pobres no tienen voz [...] Antes callaron por prudencia, por delicadeza, porque la grandeza determina su alma. Su silencio sin embargo es menos compacto que el que conservan las autoridades cuando se les pregunta por los desaparecidos, o los que llegan al Distrito Federal muriéndose de hambre (mil quinientos diariamente) o los campesinos que aún pelean por la tierra, menos denso que el de la iniciativa privada cuando inquiere acerca de sus vínculos con las transnacionales y su política de empleos y salarios. Fuerte también es el silencio que por desidia o por resignación inducida guardamos los ciudadanos (Poniatowska, 1991: 11-12).

Este silencio oficial puede ser entendido como “simulacro” instaurado por el poder para borrar del mapa de la identidad urbana a esa periferia que cuestiona con su presencia la efectividad del gobierno en el Distrito Federal. Para Baudrillard, el más reconocido crítico de la simulación como estrategia representativa postmoderna,

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Aquí me refiero al momento de mayor auge de la crítica norteamericana y latinoamericana en torno al género “testimonio”. La discusión en torno al “testimonio” alcanzó tres momentos significativos: 1) La compilación de ensayos Testimonio y literatura (1986) editada por René Jara; 2) La colección crítica en inglés recogida en dos números de Latin American Perspectives (1991) editados por Georg Gugelberger y Michael Kearney; 3) La edición especial de la Revista de crítica literaria latinoamericana (1992), titulada La voz del otro: Testimonio, subalternidad y verdad narrativa, editada por John Beverley y Hugo Achugar. Más tarde, en los noventa, The Real Thing (1996) editado por G. Gugelberger se convierte en el espacio de revisión de la crítica del testimonio y de muchos de sus postulados claves: oralidad/literatura, margen/centro, política y academia, hegemonía/subalternidad, Tercer Mundo/Postcolonialismo, etcétera.

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la simulación se caracteriza por la precesión del modelo, de todos los modelos sobre el más mínimo de los hechos – la presencia del modelo es anterior y su circulación orbital, como la de la bomba, constituye el verdadero campo magnético del suceso. Los hechos no tienen ya su propia trayectoria, sino que nacen en la intersección de los modelos y un solo hecho puede ser engendrado por todos los modelos a la vez (Baudrillard, 1993: 41).

Es de este modo que al “hecho” de la marginación urbana lo precede el modelo del “silencio” oficial como representación tradicional. Esta precesión no se entiende necesariamente como anticipación en el tiempo, sino como mecanismo de construcción de un imaginario urbano donde se pretenden borrar las realidades de marginación que se reúnen con bastante fuerza dentro de los límites del espacio urbano. Pero como bien señala Elena Poniatowska, no se trata de un único silencio simulador: al silencio del gobierno se suman el de las redes capitalistas y económicas, el del resto de la ciudadanía que cierra los ojos ante las desigualdades que transitan por las calles de la ciudad9. No es un silencio, son muchos modelos de silenciamiento que se insertan como lectura simuladora del territorio capital. Dentro de estos modelos se hace evidente un principio de negación también considerado por Baudrillard en Cultura y simulacro. Para el crítico francés el “simulacro” se apoya en la “negatividad” operativa como mecanismo de “disuasión”. En otras palabras, “se trata de probar lo real con lo imaginario, la verdad con el escándalo, la ley con la trasgresión”: el modelo es lo que se convierte en realidad que apunta hacia una categoría inexistente y, paradójicamente, la confirma dándole a la construcción simbólica la apariencia de representatividad. Lo que intenta desmontar teóricamente Baudrillard es la falta de realidad de conceptos como los de existencia efectiva, verdad y ley. Para él estos conceptos existen a partir de los mecanismos simuladores, detrás de las

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Poniatowska contribuyó con su obra a crear un nuevo estilo de periodismo en México. Un periodismo más centrado en decir la verdad y no en perpetuar el silencio o las fórmulas tradicionales. Poniatowska se refiere a esta característica de su periodismo en el marco de alguna entrevista: “[…] yo decía lo que veía, porque en esa época todos los periodistas escribían un poco con clichés, creo que por miedo al gobierno. Siempre ponían, por ejemplo ‘Apoteótica multitud recibió al candidato con los brazos levantados y lanzó gritos de alegría…’ ese tipo de cosas. Entonces, cuando me pedían hacer la crónica de algún suceso, yo ponía, ‘El presidente llegó y si no es por dos de sus guardaespaldas, se cae de bruces porque se tropezó con la alfombra’ […] Lo que yo veía, decía, se volvió una manera más irreverente de hacer periodismo” (De la Rosa, 1994: 133).

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representaciones lo que hay es una gran ausencia de un referente real. Se afirma lo que no existe sobre el modelo de una falsa representatividad. De ahí, entonces, podamos proponer el silencio denunciado por Poniatowska como un simulacro que niega la existencia de esa marginalidad ignorada dentro de las representaciones oficiales. Si no se nombra esa marginalidad, su “realidad” no existe. El silencio urbano presente en los discursos tradicionales se había hecho cada vez más fuerte, pero sucesos como el Movimiento Estudiantil de 1968 revelaron que existía un referente ciudadano que había sido excluido de las redes de representación convencionales. Y de pronto, todo el descontento estaba allí, tomando realidad al apropiarse de las calles y haciéndose audible a través de las voces de protesta. Ante esta irrupción de las manifestaciones, el gobierno optó por continuar sus mecanismos de silenciamiento: La masacre del 2 de octubre fue “justificada” por todos los sectores gubernamentales, los más impúdicos con ruidosas declaraciones públicas y los otros con un profundo silencio cómplice. No se oyó ni una sola voz oficial de protesta por el asesinato de estudiantes salvo, fuera del país, la renuncia de Octavio Paz a la Embajada de México en la India. Raúl Álvarez Garín, del CNH (Poniatowska, 1985: 264)10. ¿Quién? ¿Quiénes? Nadie. Al día siguiente, nadie. La plaza amaneció barrida; los periódicos dieron como noticia principal el estado del tiempo. Y en la televisión, en la radio, en el cine no hubo ningún cambio de programa, ningún anuncio intercalado ni un minuto de silencio en el banquete. (Pues prosiguió el banquete) No busques lo que no hay: huellas, cadáveres que todo se le ha dado como ofrenda a una diosa, a la Devoradora de Excrementos. No hurgues en los archivos pues nada consta en actas. Rosario Castellanos (Poniatowska, 1985: 163). La falta de politización, la desinformación indignante de nuestra bendita prensa cuya labor mayoritaria es dar golpes amnésicos de un día para otro, no

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El subrayado es mío.

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favorecieron al movimiento del 68. Las informaciones televisivas fueron siempre condenatorias. Nuestro país regresó al silencio (Poniatowska, 1991: 63)11.

Como bien señalan las citas tomadas de las crónicas de Elena Poniatowska, el silencio oficial se prolonga en los medios de información vinculados con los intereses del gobierno. “Prensa vendida” fue uno de los eslóganes más repetidos durante las marchas estudiantiles en 1968. La prensa, portavoz del Estado, usaba un lenguaje diferente al de los estudiantes y el pueblo en general. Era como si en Ciudad de México se hablaran de pronto dos idiomas distintos: el del pueblo y el del gobierno12. Esta incomunicación reitera el silencio o la sensación ciudadana de no poder hacerse escuchar por el gobierno: La población, en estos días, se hace cargo de sí misma. De todos modos los de abajo están acostumbrados a que no se les tire un lazo. La absoluta inoperancia del gobierno no es cosa nueva. Son tan distintos del aparato en el poder, tan espectadores inermes de las decisiones gubernamentales, tan hechos a un lado que uno piensa que no hablan el mismo lenguaje. Lo que sucede allá afuera nada tiene que ver con lo que sucede bajo este monumental paraguas, nada. El lenguaje del poder sencillamente es “otro” (Poniatowska, 1988: 101)13.

Esta incomunicación entre los sectores de la vida pública mexicana nos recuerda las consideraciones de Lyotard en torno al lazo social como “juego de lenguaje”14. En este sentido, el gobierno de la capital mexicana parece

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El subrayado es mío. La actitud de silenciamiento ante abusos cometidos en contra de los ciudadanos fue igualmente recurrente en los años inmediatos al 68. Así, por ejemplo, cuando se llevó a cabo una manifestación estudiantil en la Ciudad de México, el 10 de junio de 1970, en apoyo a las protestas de grupos de estudiantes en Monterrey, las fuerzas paramilitares, junto al ejército, disolvieron la marcha de una manera violenta que ocasionó la muerte de varios de los manifestantes. Como relata José Agustín, en Tragicomedia Mexicana, ninguna instancia gubernamental u oficial asumió la responsabilidad por las acciones violentas de “Los Halcones” (un grupo paramilitar del mismo gobierno organizado por el coronel Manuel Díaz Escobar, a quien se atribuía la creación del famoso Batallón Olimpia que inició la matanza de Tlatelolco), y se llegó –una vez más– a los extremos del cinismo en declaraciones como aquellas del líder de la CTM, Fidel Velázquez, ante los medios informativos: “los halcones no existen porque yo no los veo”. 13 El subrayado es mío. 14 “En una sociedad donde el componente comunicacional se hace cada día más evidente a la vez como realidad y como problema, es seguro que el aspecto lingüístico adquiere nueva importancia” (Lyotard, 1989: 38). 12

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establecer de antemano las reglas que dirigen la comunicación urbana. Monsiváis, en uno de sus múltiples ensayos sobre la cultura urbana, reflexiona sobre esta operatividad del lenguaje y la comunicación dentro de las condiciones de una sociedad de masas15. Para el escritor mexicano, las reglas se entienden como dominación del imaginario y las sensaciones ciudadanas por parte de ese gobierno que “monologa consigo mismo” (como diría Poniatowska). En Amor perdido, Monsiváis se refiere al Movimiento Estudiantil de 1968 como la fecha que marca el despertar de la opinión ciudadana silenciada tradicionalmente por el gobierno mexicano. Sin embargo, el poder insiste en callar estos perturbadores abucheos públicos. El silencio ciudadano, sin embargo, dice mucho al no hablar: hace de esta diferencia lingüística un signo semántico cargado de sentidos que pueden ser leídos por los exegetas al estilo de Poniatowska. Precisamente para desenmascarar el carácter simulador de las representaciones oficiales, Poniatowska propone en sus textos la lectura de ese silencio de los miles de habitantes cuya voz ha sido acallada dentro de los discursos vinculados al poder dominante16. Esta elocuencia del silencio de los otros se hizo particularmente significativa durante la “Gran Marcha del silencio” que inundó las calles de la capital mexicana el 13 de septiembre de 1968: El silencio era más impresionante que la multitud. Parecía que íbamos pisoteando toda la verborrea de los políticos, todos sus discursos, siempre los mismos, toda la demagogia, la retórica, el montonal de palabras que los hechos jamás respaldan, el chorro de mentiras; las íbamos barriendo bajo nuestros pies (Poniatowska, 1985: 60).

La denuncia de la distorsión informativa de las representaciones oficiales y la crítica a la práctica simuladora de tales discursos, se convierten en tópicos recurrentes dentro de las crónicas urbanas más importantes de Poniatowska: La noche de Tlatelolco (1970); Fuerte es el silencio (1980) y Nada, nadie. Las voces del temblor (1987). De este modo, el criterio de

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Véase C. Monsiváis (1987*). María Julia Daroqui al referirse a la nueva escritura puertorriqueña en Las pesadillas de la historia en la narrativa puertorriqueña, destaca una condición de esta producción cultural contemporánea, que reconocemos igualmente en las crónicas urbanas de Poniatowska: “La mordaza cae y ‘las voces del silencio’ arremeten contra los discursos desgastados, ya no es la voz de la desesperanza la que se hace oír, sino la que en todos los órdenes produce un cuestionamiento de los códigos institucionales” (Daroqui, 1993: 45). 16

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“simulacro” puede vincularse a la escritura de Poniatowska no como principio formal estructurante de su glosa cronística, sino como punto de partida para la denuncia de tal recurso dentro de las representaciones mexicanas tradicionales, vinculadas directamente a los mecanismos de colonización del imaginario colectivo y consolidación de un poder dirigente que se adapta a la lógica cultural del capitalismo tardío y de las actuales sociedades de masas.

2. La crónica y las voces de la ciudad La voz de ese “otro” ciudadano, del marginado, del disidente, es el espacio que Elena Poniatowska recupera textualmente a partir de un nuevo estilo de enunciación que distingue la discursividad de su crónica urbana. El acto de enunciación al que nos estamos refiriendo tiene mucho que ver con el concepto de género discursivo propuesto por Bajtin en Estética de la creación verbal. Así, el acto de enunciación se define como uso lingüístico particular y diferenciable. Al expresarnos, participamos dentro de ciertas reglas lingüísticas o “enunciados” que se vuelven significativos por sus reglas de formación y organización. Un estilo de enunciación se vincula con una “praxis humana” singular, con una conciencia de nuestro contexto que condiciona nuestra expresión. Esta conciencia se refleja en el discurso: “no sólo por su contenido (temático) y por su estilo verbal, o sea por la selección de los recursos léxicos, fraseológicos y gramaticales de la lengua, sino, ante todo, por su composición y estructuración” (Bajtin, 1990: 248). En el caso de Elena Poniatowska reconocemos una conciencia cultural democrática que se traduce en sus crónicas tanto temática como formalmente. Su escritura podría considerarse –según Bajtin– como género secundario o complejo que conforma una red de realidades textuales que se distinguen de los hechos exteriores al texto. La discursividad de las crónicas instaura un orden textual que revela nuevas relaciones entre los géneros primarios que incorpora como material narrativo17.

17 Para Bajtin “los géneros discursivos secundarios (complejos) –a saber novelas, dramas, investigaciones científicas de toda clase, grandes géneros periodísticos, etcétera– surgen en condiciones de la comunicación cultural más compleja, relativamente más desarrollada y organizada, principalmente escrita: comunicación artística, científica, sociopolítica, etcétera”. Por otro lado, los géneros secundarios “en el proceso de su formación absorben y reelaboran diversos géneros primarios (simples) constituidos en la comunicación discursiva inmediata. Los géneros primarios que forman parte de los géne-

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Según Bajtin, este nuevo orden textual está más lejos de la realidad que los llamados géneros primarios. Sin embargo, para Hayden White, la discursividad narrativa no tiene por qué distanciarse irremediablemente e indiscriminadamente de las condiciones del contexto al cual se refiere. El orden textual puede acercarse formalmente a los “contenidos” de esa realidad exterior al texto, puede establecer un diálogo significativo con ella. Las crónicas urbanas de Poniatowska parecen responder a esa forma consciente propuesta por White, en el sentido de recuperar ciertos géneros primarios (testimonios orales, eslóganes de manifestaciones colectivas, voces callejeras) dentro de una representación que se acerque significativamente a las condiciones reales de existencia de los habitantes de la Ciudad de México. No obstante, esto no quiere decir que la representación poniatowskiana se apoye en un simple modelo de recuperación mimética del contexto al cual se está refiriendo. En lugar de esa representación mimética, Poniatowska propone una estructuración textual de los hechos, personajes y voces tomados de la realidad que descubra un sentido de la vida ciudadana escamoteado de las representaciones simuladoras de la tradición política oficial. Lo que ella cuenta no es irreal, ni distorsionado, sino que es la realidad urbana leída desde una perspectiva más democrática, que considera dentro de la crónica elementos del contexto urbano que han sido tradicionalmente ignorados por la discursividad del poder. La crítica de Elena Poniatowska revela cómo el contexto público y urbano de la Ciudad de México es manejado por los intereses de un gobierno hegemónico que insiste en marginar del espacio y las acciones ciudadanas a elementos de su propia realidad. Su discurso recupera entonces estos elementos como parte esencial dentro de la construcción de la identidad mexicana. Una identidad que debe sujetarse a las realidades sociales y culturales que hacen a la ciudad, más allá del dominio del gobierno. Esta propuesta de renovación democrática de la identidad mexicana se traduce textualmente gracias al apoyo de ciertas estrategias formales del género de la crónica urbana, asumido por Poniatowska como modelo discursivo válido para trazar la fisonomía de esta nueva conciencia ciudadana o política. Así, por ejemplo, en las crónicas escritas por Elena Poniatowska podemos referirnos a la estrategia de “polifonía testimonial” que se vincula con

ros complejos se transforman dentro de estos últimos y adquieren un carácter especial: pierden su relación inmediata con la realidad y con los enunciados reales de otros” (Bajtin, 1990: 250).

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una propuesta política de representación. Poniatowska recurre al testimonio para construir parcial o totalmente la narración de sus crónicas. Un testimonio que es polifónico porque rescata las voces de los distintos personajes que protagonizan los acontecimientos reseñados en sus textos. La noche de Tlatelolco, por ejemplo, se presenta como un mosaico de testimonios que se entrecruzan y confrontan a lo largo de la representación: Puedo declararles a ustedes que en toda mi actuación me ha movido el convencimiento de que no puedo abandonar a mis hermanos los hombres sin dar un signo válido de que el cristiano en cuanto tal debe condenar cualquier forma de injusticia, particularmente cuando la injusticia se hace institución, y se impone aun a los mismos hombres que la cometen. Llevamos años de tolerar muchas injusticias en nombre del mantenimiento del orden, de la paz interior, del prestigio exterior (Doctor Sergio Méndez Arceo, “Mensaje de Navidad, 1969”). (Poniatowska, 1985: 139.) ¿Qué van a hacer? ¿Derrocar al gobierno? A poco, a poco. ¿A poco se sienten tan cabroncitos? (Un oficial a unos estudiantes en la Federal de Seguridad). (Poniatowska, 1985: 58.) El gobierno cree que en México sólo existe una opinión pública: la que aplaude, la que lo lambisconea. Pero existe otra: la que critica, la que no cree en nada de lo que dice, y otra más aún, la del importamadrismo, la que no sabe de promesas, la que no se ha encauzado, la indiferente, la que nadie ha sabido aprovechar, y que es, a pesar de su incredulidad e incluso de su ignorancia, una opinión libre (José Fuentes Herrera, estudiante de la ESIME del IPN). (Poniatowska, 1985: 53.) Hemos sido tolerantes hasta excesos criticados, pero todo tiene un límite y no podemos permitir ya que se siga quebrantando irremisiblemente el orden jurídico, como a los ojos de todo el mundo ha venido sucediendo (Gustavo Díaz Ordaz, IV Informe Presidencial al Congreso de la Unión, primero de septiembre de 1968). (Poniatowska, 1985: 52.) Ni siquiera entre sí hablan mis papás. En mi casa no se usa platicar. ¿Por qué habían de platicar con nosotros? (Hermelinda Suárez Vergara, del salón de Belleza Esperanza). (Poniatowska, 1985: 26.) Todo es culpa de la minifalda (Leopoldo García Trejo, empleado de Correos). (Poniatowska, 1985: 86.) ¿Es culpable la clase intelectual de todo lo ocurrido? En el fondo sí es culpable, del mismo modo que fueron culpables los pensadores y los intelectuales de

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la Independencia, de la Reforma y de la Revolución de 1910. Ellos son los que piensan, los que se informan, los que enseñan, los que transmiten las ideas filosóficas, los conocimientos y las corrientes del pensamiento contemporáneo. La lucha de todos los intelectuales del mundo actual contra la desigualdad, la injusticia, la rigidez de los sistemas autoritarios, la enajenación del hombre (Fernando Benítez, José Emilio Pacheco, Carlos Monsiváis, Vicente Rojo. Editorial de “La cultura en México”, número 350, para el 30 de octubre de 1968, Siempre!) (Poniatowska, 1985: 138.)

La búsqueda por la representación vocal de las múltiples conciencias que conforman la identidad urbana, se encuentra frecuentemente respaldada en el estilo discursivo de las crónicas de Poniatowska por el recurso del testimonio. Elena Poniatowska es periodista, de formación y vocación, y esta categorización de su oficio discursivo se hace presente en la factura de sus crónicas urbanas. El recurso del testimonio es una modalidad representativa que le ha sido reconocida desde sus primeros pasos en la literatura mexicana. Para Poniatowska, pareciera que el conocimiento del “otro” pasara por el acto de escuchar y registrar sus palabras: [...] la Jesusa iba continuamente a la cárcel, pero no para visitar, sino porque caía presa, y yo la escuché hablar y la escuché también hablar en un lavadero en un edificio del centro y dije: “¿Pero qué mujer es ésta? Porque le hablaba a la otra lavandera con un gran vigor y le decía: ¡Qué tonta eres! [...] y yo dije: “¿Quién es esta mujer? Yo quiero conocerla, verla, oírla”. Entonces le pregunté a la portera dónde vivía y así la fui a ver (Poniatowska, 1985*: 157)18.

En la misma conferencia de donde he tomado la cita anterior, Poniatowska declaró: “Mi trabajo está hecho un poco a base de diálogos”. En este afán por escuchar al otro y registrar sus palabras, la escritora mexicana se hace partícipe de esa modalidad genérica tan discutida por la crítica cultural y literaria actual: el testimonio. Detenernos ampliamente en la problemática del testimonio nos llevaría, indudablemente, un espacio y tiempo mayores a los que corresponderían con las dimensiones de nuestro trabajo. Sin embargo, es necesario acotar algunas consideraciones fundamentales para la comprensión del testimonio como práctica discursiva en el modo en que fue abordado por sus primeros teóricos. Para Hugo Achugar, por ejemplo, son varias las razones que explicaron el auge del testimonio como fenómeno de representación y representativi-

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El subrayado es mío.

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dad dentro de los discursos latinoamericanos: “los tremendos cambios políticos y sociales ocurridos durante la modernidad, la transformación de los parámetros críticos y teóricos de las últimas décadas, la revaloración o nueva lectura de fenómenos antes descuidados en la ‘literatura’ belletrística y, por último, la actual discusión y revisión del canon” (Achugar, 1992: 49). Para el crítico uruguayo, esta popularidad del testimonio como estrategia discursiva de la literatura latinoamericana contemporánea respondía a una nueva conciencia crítica reconocible en buena parte de las reflexiones culturales: “Precisamente, el carácter de ‘historia otra’ o de ‘historia alternativa’ que tiene el testimonio sólo parece posible cuando los ‘silenciados’ o ‘excluidos’ de la historia oficial intentan acceder a la memoria o al espacio letrado” (Achugar, 1992: 53). De este modo, Achugar está destacando un rasgo del testimonio que es reiteradamente asociado a la dimensión política de la representación testimonial19. Éste es quizá el punto donde se centró con mayor ahínco el debate crítico que revisó al testimonio como posibilidad de representación del subalterno. Nuestra propuesta de lectura, aborda precisamente la “polifonía testimonial” como una estrategia discursiva vinculada con la propuesta política de representación presente en las crónicas de Elena Poniatowska. Ya hemos mencionado cómo, ante los sucesos suscitados durante el Movimiento Estudiantil de 1968 en Ciudad de México, Poniatowska construye una crónica que se reconoce por un contrapunteo verbal entre los distintos testimonios, comentarios y opiniones, recogidos por el texto. Factura polifónica donde se diluye la voz autorial para llegar paso a paso a esa verbalidad ciudadana múltiple y heterogénea. Sin embargo, en Fuerte es el silencio, crónica publicada diez años más tarde, el testimonio se ve reducido textualmente a la categoría de cita inscrita en la discursividad y modelada por las palabras narrativas de Poniatowska. Con este nuevo estilo, la crónica de Poniatowska pierde el carácter dialógico manifestado en La noche de Tlatelolco. En su lugar, se aloja en el texto la conciencia intelectual de Elena Poniatowska como hilo conductor de las reflexiones textuales. Este dominio de la voz de Poniatowska sobre

19 George Yúdice en “Testimonio y concientización” se refiere más exhaustivamente (citando a Barnet) a los rasgos constitutivos del testimonio como modalidad de representación de la literatura latinoamericana contemporánea: “la misión del escritor de testimonios es desenterrar historias reprimidas por la historia dominante, abandonar el yo burgués para permitir que los testimonialistas hablen por cuenta propia, recrear el habla oral y coloquial de los narradores informantes, y colaborar en la articulación de la memoria colectiva” (Yúdice, 1992: 207).

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aquellas de los personajes recreados en las crónicas que conforman este volumen, se reconoce incluso en una práctica que no encontramos dentro de La noche de Tlatelolco y Nada, nadie: la inclusión de un prólogo elaborado por la autora. A este debilitamiento del testimonio directo20 como recurso textual dentro de las crónicas de Poniatowska, le sucede una recuperación posterior en Nada, nadie. Las voces del temblor. En este texto sobre el terremoto en la Ciudad de México en 1985, el testimonio reaparece como modalidad enunciativa dentro de la glosa poniatowskiana. Sin embargo, los distintos testimonios de los habitantes y autoridades gubernamentales de la capital mexicana se encuentran confrontados, en algunos momentos del texto, con la voz de la autora. Esto parecería señalar que la factura de las crónicas urbanas de Elena Poniatowska responden a esa búsqueda constante de la escritora por encontrar el molde formal que mejor se adecue a su conciencia crítica y política. Pero, en última instancia, lo que destaca dentro de las crónicas de Poniatowska es su intención de rescatar la voz de esa urbe que parece callar dentro de los discursos oficiales. Testimonio directo o indirecto, la voz de los ciudadanos se hace escuchar en los textos, representando esa conciencia democratizadora que determina –en mucho– la acción enunciativa de Elena Poniatowska. En este sentido, me parece pertinente recurrir a las observaciones hechas por John Beverley en la “Introducción” al número 36 de la Revista de crítica literaria latinoamericana dedicado al tema del testimonio. Según el reconocido crítico norteamericano, el testimonio como voz genérica puede pensarse como un recurso discursivo que “se dirige e interpela a un público ‘nacional’ o regional en una relación de compromiso y solidaridad con sus habitantes”. [El] testimonio modela la posibilidad de una política de alianza democratizadora basada en un “frente amplio” de una fracción de la intelectualidad (que a pesar de su privilegio relativo está lejos de ser en sí parte de la clase dirigente) con clases y grupos populares, frente que no subordina la heterogeneidad de sus componentes a una instancia representativa (el partido, estado, texto, etc...) (Beverley, 1992: 9).

A este respecto, podríamos “saquear” una observación de Graciela Reyes en referencia a Crónica de una muerte anunciada y adecuarla a nuestra pre-

20 Por “testimonio directo” entendemos la declaración verbal ajena que se incluye dentro del texto sin la mediación estilística o ideológica expresa del autor de la crónica.

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sente reflexión: “La crónica no es una crónica de acontecimientos, sino de visiones de la realidad” (Reyes, 1984: 216). Representar las distintas versiones de los acontecimientos urbanos recogidos en sus crónicas, sería la intención del enunciado de Poniatowska. Sus crónicas urbanas no pretenden construir un sentido monológico como lectura de la ciudad y sus fenómenos. En su lugar proponen esa “polifonía testimonial” que intenta rescatar nuevas funciones para la discursividad urbana: “No es el tipo de lectura en sí del testimonio lo que es válido, sino la manera en que ésta se ajusta a las necesidades de lucha (de liberación o simplemente de sobrevivencia) que están involucradas en la situación de enunciación del testimonio” (Beverley, 1992: 17-18). Dentro de esta polifonía textual a la que nos estamos refiriendo, se reconoce, además, una intención de resignificación de estos enunciados “primarios” recogidos por Elena Poniatowska. Lo que resulta expresión de una conciencia particular en la realidad, se transforma dentro de la crónica en un segmento discursivo que entra en contacto con otras voces que necesariamente modifican su sentido inicial para dotarlo de una nueva significación que es, en parte, producto del entretejido verbal dentro del cual se inserta el testimonio, el comentario, el titular de prensa, etcétera. Graciela Reyes se refiere a este fenómeno de la semántica narrativa cuando afirma que toda cita es susceptible de transformación al ser incluida dentro de un relato mayor: Todo signo y todo discurso debe ser repetible. Pero, paradójicamente, la repetición total (la cita total) es imposible. El discurso sólo puede repetirse en parte: representarse. Un acto de habla –la parte verbal de un acto de habla– es susceptible de convertirse en una imagen dentro de otro acto de habla (Reyes, 1984: 58-59).

Las crónicas urbanas de Poniatowska se rigen por este proceso de resignificación textual a partir del cual los testimonios múltiples y polifónicos construyen –a lo largo del texto– la imagen de una cultura urbana atravesada por inagotables puntos de vista, experiencias, prácticas ciudadanas. Poco a poco, el collage de voces convertido en texto se vuelve sentido que apunta hacia esa identidad urbana que se debate en los límites de la espacialidad metropolitana. La ciudad se convierte en voz, en imagen fragmentada que parece reconstruirse en el texto a modo de un rompecabezas vocal donde confluyen, reiterándose o diluyéndose, las marcas que separan a todas y cada una de las piezas que se están ensamblando a lo largo de las páginas de Poniatowska. En La noche de Tlatelolco, este entretejido verbal consigue

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una factura ejemplar al confrontar en la crónica las voces de estudiantes, autoridades, prensa, amas de casa, fotógrafos, profesionales, obreros, graffitis, pancartas, etcétera. De todo ello surge la resignificación continua del referente (el Movimiento Estudiantil de 1968) que se presenta al lector como imagen que se modifica continuamente. Las voces múltiples e incesantes están sujetas a una imbricación textual que relativiza continuamente los sentidos de los fragmentos de voces. Este fenómeno de tejido intra-textual se hace particularmente significativo en el estilo de esta primera crónica de Poniatowska. Para apoyar nuestras afirmaciones anteriores, citaremos unas páginas que se refieren a la matanza del 2 de octubre de 1968, en la plaza de las Tres Culturas (Tlatelolco): Hermanito, háblame... ¡Una camilla, por favor! Hermanito, aquí estoy... ¡Una camilla!... ¡Soldado, una camilla para una persona herida!... Hermanito, ¿qué te pasa?... Hermano, contéstame... ¡Una camilla! (Diana Salmerón de Contreras). Varios cadáveres en la plaza de las Tres Culturas. Decenas de heridos. Mujeres histéricas con sus niños en los brazos. Vidrios rotos. Departamentos quemados. Las puertas de los edificios destruidas. Las cañerías de algunos, rotas. De varios edificios salía agua. Y las ráfagas aún continuaban. “Se luchó a Balazos en Ciudad Tlatelolco, Hay un número aún no Precisado de Muertos y Veintenas de Heridos”. (Excélsior, 3 de octubre de 1968). Ahora que Julio y yo estábamos juntos pude levantar la cabeza y mirar alrededor. Mi primera impresión fue la de las personas que estaban tiradas en la plaza; los vivos y los muertos se entremezclaban. Mi segunda impresión fue que mi hermano estaba acribillado a balazos. (Diana Salmerón de Contreras). Quien esto escribe fue arrollado por la multitud, cerca del edificio de Relaciones Exteriores. No muy lejos se desplomó una mujer, no se sabe si lesionada por algún proyectil o a causa de un desmayo. Algunos jóvenes trataron de auxiliarla, pero los soldados lo impidieron. (Félix Fuentes, reportero, “Todo comenzó a las 18:30 Horas”, La Prensa, 3 de octubre de 1968). –¡Soldado, una camilla, soldado! –¡Cállate y échate si no quieres dos! –contestó el “heroico Juan”, como los llama el presidente. Insistí e insistí. De pronto se acercó un estudiante de medicina: –¡Este muchacho necesita ser llevado a un hospital, rápido! –le dijo al soldado. –Cállate, hijo de la chingada.

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Todos los que miraban se unieron y empezaron a gritar: “Una camilla”. Se improvisó una camilla con algunos tubos y un abrigo, pero el estudiante que nos ayudó fue detenido. (Diana Salmerón de Contreras) (Poniatowska, 1985: 186-187).

La resignificación sufrida por la confrontación textual de estos fragmentos tomados de un contexto anterior y diferente a su realización bibliográfica, sugiere que la factura de la crónica de Poniatowska juega con una especie de desterritorialización. Los testimonios, comentarios, noticias, etcétera, vuelven a ser enunciados dentro de la circunstancia textual que los modifica tal como sugería Reyes en una cita anterior. Estas voces al convertirse en elementos del discurso construido por Poniatowska son, entonces, reterritorializados dentro del espacio de la crónica. Y es precisamente en esta reterritorialización donde se descubren los nuevos significados para el referente representado en la glosa cronística. Por otro lado, el lenguaje verbal de los testimonios recogidos o interpretados por Elena Poniatowska en sus crónicas urbanas, se entrecruza textualmente con otro tipo de lenguaje que cumple también una función significativa dentro del relato. Es el caso de las fotografías que se incluyen dentro de las crónicas como ese tipo de lectura crítica de la realidad referida en el discurso. De este modo, las imágenes que acompañan al texto narrativo de las crónicas de Poniatowska reiteran esa modalidad de representación a la que nos estamos refiriendo. Las fotografías recogidas dentro de las crónicas de Poniatowska son bastante elocuentes con respecto a una perspectiva doble: por un lado, reiteran el contenido condensado en los testimonios; por otro, construyen un enunciado visual que apela a esa realidad extra-textual que está siendo desmontada a lo largo de la crónica. En cuanto prolongación del contenido semántico, las fotografías que apoyan las crónicas de Poniatowska sugieren una lectura crítica al igual que el resto del texto. Esta exigencia crítica de la imagen pretende sacudir al lector y reiterar esa apelación a su conciencia política que reconocemos a lo largo de la polifonía testimonial sobre la cual se construye el discurso. Sin embargo, esta apelación producida por la imagen retratada en la fotografía puede resultar demasiado perturbadora para algunos lectores: La sociedad, según parece, desconfía del sentido puro: quiere sentido, pero quiere al mismo tiempo que este sentido esté rodeado por un ruido (como se dice en cibernética) que lo haga menos agudo. Por esto la foto cuyo sentido (no digo efecto) es demasiado impresivo es rápidamente apartada; se la consume estéticamente, y no políticamente (Barthes, 1990: 77).

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Por otra parte, la referencialidad extra-textual propia de la imagen fotográfica disipa la duda que el lenguaje escrito de la crónica esté conformando una ficción simuladora. La fotografía esta allí como apoyo para la veracidad de los testimonios recogidos en la crónica. Las imágenes relatan, a su manera, los sucesos que habían sido recreados por la narración verbal. Más aún, si la ciudad es un cuerpo donde los sucesos o personajes retratados por Poniatowska inscriben sus marcas, la fotografía está allí para leer visualmente estos signos que están trazando una particular fisonomía urbana. Más aún, son los signos que están desmintiendo esa imagen simuladora de la cartografía urbana oficial: Tal foto, en efecto, jamás se distingue de su referente (de lo que ella representa), o por lo menos no se distingue en el acto o para todo el mundo (como ocurriría con cualquier otra imagen, sobrecargada de entrada y por estatuto por la forma de estar simulando el objeto) (Barthes, 1990: 32).

Elena Poniatowska no recurre, para la ilustración de sus crónicas, al archivo oficial que encontramos repetido en las cartas postales y los afiches turísticos de Ciudad de México. La fotografía que acompaña sus textos refleja esa marginalidad que sus palabras intentan denunciar: presentan la otra cara (la fea, la convulsionada, la disidente) de esa ciudad que oficialmente se condensa gloriosa en las imágenes del Ángel de la Independencia, el Zócalo, la Catedral, etcétera. En esta recuperación crítica de la estética fotográfica, los textos de Poniatowska se distinguen de la mirada escéptica de ciertos pensadores de la postmodernidad que niegan la fuerza representativa de la fotografía21. De hecho, estas fotografías que acompañan al texto son otra manera de hacer hablar al silencio oficial: es la voz ciudadana que se recupera a través de la imagen. Pero Poniatowska no sólo adopta textualmente la fotografía como recurso semántico complementario. En sus crónicas urbanas también se recupera otra modalidad de expresión masiva: las canciones populares. Elena Poniatowska recurre a las letras de ciertas composiciones musicales para descubrir en ellas otra voz distinta a la reiterada por la repetición automática de la

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Jameson en El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado (1991) considera que la fotografía ha perdido buena parte de su fuerza representativa al convertirse en mercancía de consumo. Para este autor la imagen fotográfica ya no es cuestión de contenido, sino que es un fenómeno que habla de “una mutación más fundamental del mundo objetivo en sí mismo”.

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melodía. La autora lee (escucha) de un modo particular las letras de las canciones populares, queriendo desmontar la colonización semántica que ellas reproducen a partir de la recepción convencional22. Las canciones se incorporan dentro de la polifonía textual que las re-articula a un significado secundario (Bajtin). Así, entre líneas aparecen esas palabras recordadas por nuestra memoria auditiva: “la marcha de Zacatecas, pasarán más de mil años, suave que me estás matando, que estás acabando con...” (Poniatowska, 1991: 28)23. Entonces, la letra de la canción subvierte su sentido inicial y sus palabras pasan a referirse a una conciencia ciudadana que está muy lejos de acercarse a esa idiosincrasia oficial de la que nos hablaba Monsiváis en una nota anterior. La crónica, en un guiño intertextual, se apropia de estas melodías para refuncionalizarlas dentro del texto, gracias a un fenómeno de resignificación. Igual suerte corren otras modalidades de la expresión popular y masiva como los rezos cotidianos que se repiten tan incansablemente como las melodías nacionales. En Ángeles de la ciudad, el texto se abre y se cierra con una oración de la más pura tradición católica: Ángel de mi guarda dulce compañía no me desampares ni de noche ni de día.

Con esta cita a un rezo popular, Elena Poniatowska está recurriendo nuevamente a la práctica intertextual24 como modalidad de apertura semántica de la crónica. El texto así recuperado dentro del espacio de la crónica, apun-

22 A este respecto, Carlos Monsiváis en “Cultura urbana y creación intelectual…” sanciona a las canciones como instrumentos para la dominación del imaginario ciudadano: “el auge de la industria de la conciencia se inicia en la creación programada de estilos de canciones, de líneas melódicas, de formaciones melodramáticas en apoyo de la familia, de repertorio verbal para la feminidad desamparada, de adulación a un machismo que, seguramente, le debe tanto a la radio, el cine y la industria disquera como a la célebre y fatal ‘Idiosincrasia’” (Monsiváis, 1984: 31). 23 El subrayado es mío. 24 Por intertextualidad entendemos ese fenómeno textual que es definido por Romano de Sant’Anna en su libro Paródia, paráfrase & cia. El crítico brasileño reconoce su herencia lectora (Michel Foucault, Jacques Derrida) cuando señala que la intertextualidad es aquello que nos presenta a un texto como un lenguaje siempre en movimiento “que tiene correlación con otras diversas escrituras, y que es la única manera de aproximarse en lo posible a una cierta verdad y estar preparados para leer todos los artificios que los textos

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ta a una “reapropiación” semántica que exige un tipo de lector capaz de descifrar ese nuevo sentido. Para lograr esta recuperación lectora están los testimonios, las fotografías y en algunos casos las muletas de la voz autorial, como mecanismos múltiples y heterogéneos de representación. Por otro lado, la recurrencia a la fotografía, a las canciones, a la oralidad popular, apuntan hacia una recepción mayor de la crónica. Ésta es una estrategia resaltada por Gisela Kosak a propósito de su análisis en Bolero, calle y sentimiento: textualizar la cultura cotidiana. En esta oportunidad, la crítico venezolana alude al recurso de las canciones populares dentro de textos literarios como modalidad de sintonía con el público lector: [...] el aprovechamiento de las ventajas de estos productos de amplio consumo en cuanto a posibilidades de recepción en el público, aseguran que la novela llegue a sectores más amplios. Esta perspectiva permite entender la existencia del comentario político-social como parte de una voluntad estética de comunicación, que, por otra parte, no quiere simplemente ser identificada en términos de sus estrategias discursivas sino asumida en su intención indagatoria (Kozak, 1994: 77).

El lector se encuentra, de este modo, enfrentado a un discurso altamente provocador. La crónica periodística mexicana, considerada tradicionalmente como expresión “masiva”25, se presenta en el caso de Poniatowska como variante discursiva de una intelectualidad hasta ahora dedicada a la competencia dentro de géneros escriturarios con mayor aura artística. La crítica literaria no ha prestado suficiente atención al fenómeno de la renovación de la crónica periodístico-literaria que se viene realizando desde los años sesenta. Este aparente desinterés podría responder a cierto celo de la crítica tradicional, poco inclinada a legitimar nuevas prácticas culturales y/o discursivas vinculadas con la irrupción de nuevos parámetros de producción. Aquí estaríamos hablando de un tipo de des-ambientación estética y lectora, tal y como se definió en las páginas introductorias. En el caso de Elena Poniatowska, tal des-ambientación estaría provocada –en parte– por un acto de enunciación caracterizado por la pluralidad de códigos narrativos y la preparan” (Sant’Anna, 1995: 72). Finalmente, el autor afirma que la cuestión de la intertextualidad está relacionada, en última instancia, con la búsqueda de verdad. 25 La crónica periodístico-literaria mexicana, al ser publicada en la prensa, se augura un público lector más numeroso que la industria editorial de libros. En México, como en el resto de América Latina, la prensa es el medio de divulgación e información más leído. Varias razones contribuyen a ello: bajo costo del periódico, amplias redes de distribución, la necesidad de información, la identificación los órganos periodísticos con distintas comunidades o grupos de consumidores, etcétera.

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insistencia crítica que perturban ciertas convenciones lectoras. Al mismo tiempo, la heterogeneidad constitutiva de sus crónicas duplica textualmente una des-ambientación extra-discursiva: la producida por las condiciones de vida en una megalópolis como la capital mexicana. La noción de lo caótico como norma urbana actual se traduce discursivamente en un entretejido de lenguajes y voces que sacuden al lector e irrumpen en su conciencia. Tal estado de extrañamiento lector resulta fundamental dentro de los objetivos de la crónica de Poniatowska pues apela a las vertientes de la experiencia estética. La familiaridad debilita la atención y, más aún, la potencialidad crítica de aquel a quien se encuentran dirigidas tales crónicas. Lector habituado al vértigo de lo múltiple, no puede reconocerse en la apacible discursividad tradicional. El cronista urbano que pretende fundar una lectura crítica de sus textos busca conscientemente producir un shock en el lector: [...] el shock, fundamentalmente, no es otra cosa que una movilidad e hipersensibilidad de los nervios y de la inteligencia, características del hombre metropolitano. A esta exactitud e hipersensibilidad corresponde un arte no centrado ya en la obra, sino en la experiencia, pero concebida en términos de variaciones mínimas y continuas (Vattimo, 1991: 113).

Precisamente sobre esta “experiencia” urbana discurre, reiteradamente, la crónica de la escritora mexicana. Esta des-ambientación alcanzada en el nivel formal se corresponde con un contenido igualmente perturbador. Así, la crónica de Poniatowska ha optado por privilegiar la temática de la denuncia como fórmula ideológica que provoque una reacción crítica en el lector. Los textos se proponen, además, revelar el simulacro de los significados que inundan la imagen y la ideología tradicional urbana. La crónica de Poniatowska descubre en su indagar urbano, por ejemplo, las manifestaciones estratégicas del poder que gobierna y controla, en confrontación con los reclamos civiles por una mayor participación ciudadana. La heterotopía, entendida como confrontación constante y democrática de los distintos relatos y representaciones que conforman la identidad heterogénea en metrópolis como la Ciudad de México, se convierte así en norma estructuradora del relato cronístico y sus formas.

3. Una voz generadora Esta heterotopía que proponíamos en el apartado anterior es la traza en la obra de Poniatowska de una inquietud ciudadana e intelectual: la del com-

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promiso con la generación de nuevas maneras de representar y pensar la realidad urbana26. La heterotopía es un criterio vinculado con la razón comunicativa y democrática que está en la base misma de una sociedad plural e inclusiva de sus diferencias. En este sentido, las crónicas de Poniatowska están trazando textualmente una cartografía para un imaginario urbano que reconozca la heterogeneidad de lógicas sociales y la necesidad de articularlas y comunicarlas27. Al mismo tiempo, las crónicas de Poniatowska están proponiendo un modo particular para apropiarse de la realidad que describen, a partir de esa resistencia de la que hablaba Beverley al referirse al fenómeno del “testimonio” como modalidad de lectura de los contextos latinoamericanos. Es una resistencia ante la posibilidad de seguir perpetuando los modos de lectura oficiales, una clara intención de develar los simulacros de la representación cultural mexicana lo que están ofreciendo los textos más comprometidos de la autora. Siguiendo estas ideas, sus crónicas están apostando hacia una propuesta de identidad futura. Una propuesta de representación “política” en la medida en que construye un sentido para la identidad cultural, económica, social, de la urbe capital mexicana. Pero esta representación va más allá de una mera intención textual, apuntando hacia una problemática que rebasa los límites de las esferas estéticas o informativas que se han sugerido tradicionalmente como normas de construcción de la glosa cronística. En este sentido, la “polifonía testimonial” puesta en práctica por las crónicas urbanas de Elena Poniatowska quiere coincidir, en su efecto generador de una propuesta política, con el criterio de “testimonio concientizador” presentado por Yúdice en su artículo “Testimonio y concientización”:

26 Martín-Barbero al referirse a las sociedades de masas que están determinando las lógicas culturales en las grandes metrópolis, considera que se hace necesario un modo de representar esa “masa” urbana donde se hace efectiva la “razón comunicativa”: “Así pues masa debe dejar de significar en adelante anonimato, pasividad y conformismo. La cultura de masa es la primera en posibilitar la comunicación entre los diferentes estratos de la sociedad. Y puesto que es imposible una sociedad que llegue a una completa unidad cultural, entonces lo importante es que haya circulación” (Martín-Barbero, 1991: 45). Elena Poniatowska estaría, entonces, manifestando una conciencia intelectual emparentada con esta reflexión de tipo cultural. 27 Hablo de razón comunicativa para sortear de algún modo los riesgos que el término “pluralismo” parece conllevar en nuestros días. John Beverley, en uno de sus más recientes artículos, se refiere precisamente a la amenaza implícita que el término convoca al proponerse –de algún modo– en sintonía con ciertos parámetros del neoliberalismo.

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[...] los testimonios que surgen de luchas comunitarias a nivel local y cuyo propósito no es representar sino contribuir mediante su acción a la transformación social y conciencial. El énfasis no recae sobre la fidelidad a un orden de cosas ni sobre la función de portavoz ni sobre la ejemplaridad –los tres sentidos de representación– sino sobre la creación de solidaridad, de una identidad que se está formando en y a través de la lucha (Yúdice, 1992: 212).

Es indudable que textos como La noche de Tlatelolco, Fuerte es el silencio y Nada, nadie, se encuentran dentro del género de escritura con fines democratizadores. No en balde, Poniatowska se ha ganado el rango de iniciadora del perfil político dentro de la crónica contemporánea en México. Sus textos se han convertido ya en obra canónica de la literatura “comprometida” en el México contemporáneo. No obstante, nos toca interrogarnos por el papel de la cronista en años más recientes y con el destino de esta prosa precursora de un estilo y una crítica intelectual hace unas décadas.

4. La crónica como hecho político Escribimos para ser. Escribimos para que no nos borren del mapa. Elena Poniatowska

Las crónicas urbanas de Elena Poniatowska, se presentan como representaciones alternativas ante el dominio cultural impuesto por los intereses del poder dirigente. En su intención crítica debemos reconocer el surgimiento de una nueva actitud ante las redes de acción y simbolización monopolizadas por la clase legitimada en el poder que gobierna. Cuando hablamos de “redes de acción” nos referimos a los innumerables mecanismos de control y orden que el poder de ciertas elites instaura como medios para organizar y controlar a los habitantes dentro de la urbe capital. El poder se construye como ritmo urbano, dictando las pautas de comportamiento a los miles de habitantes de la ciudad28. La disposición urbanística

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Elena Poniatowska en “Mujer y Literatura en América Latina” denuncia la funcionalidad restrictiva de lo que nosotros hemos convenido en considerar como “redes de acción”: “Así transcurre la vida en nuestro lado del continente, fincada en ‘reglas de vida’... Tenemos una rutina y un trabajo que nos estructura, poseemos un sentido social y si no leemos Unomásuno (así como los franceses leen Le Monde) para garantizar nuestra

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de Ciudad de México es una de las respuestas a estas redes de acción que determinan la marginalidad espacial de miles de inmigrantes que llegan continuamente a la capital. La acción de los habitantes de la capital mexicana es un hacer controlado, dirigido y vigilado por los intereses de un grupo que se perpetúa desde hace mucho en el gobierno de la ciudad. Por otro lado, la lógica del sistema construye “redes de simbolización” que determinan –en gran medida– el pensamiento y las emociones del individuo común29. La ciudad se transforma en un símbolo oficial y un campo de poder donde cada cual reconoce su espacio y su cuota de participación. Estas redes de simbolización trabajan en la conformación de un imaginario colectivo y urbano que defiende las bondades y la modernidad del espacio capital. Sin embargo, la tal llamada participación ciudadana se convierte para muchos de los habitantes de la Ciudad de México en un aleteo apenas perceptible: en la experiencia ingrávida y fugaz de miles de marginados. Frente al dominio del imaginario colectivo y urbano, Poniatowska propone en sus crónicas la reconsideración del papel jugado por las clases desposeídas e intenta ofrecerles un espacio dentro de la discusión de la urbanidad mexicana. La escritora mexicana vincula en reiteradas ocasiones el carácter feminista de su obra con las condiciones de miles de mexicanos que no tienen peso dentro de estas redes de acción y simbolización diseñadas por la tradición. Desde esta condición marginal defiende la necesidad de una escritura que represente a las minorías y las incorpore dentro de la discusión cultural de nuestros días: La actual literatura de las mujeres ha de venir como parte del gran flujo de la literatura de los oprimidos, la de los sin tierra, la de los pobres, los que aún no tienen voz, los que no saben leer ni escribir [...] Ahora despunta, en ese gran silencio, en ese fuerte silencio latinoamericano ya no una literatura de confesión, intimista, de “amor es una lágrima” sino una literatura de existencia y de denuncia (Poniatowska, 1990: 3).

La mencionada consideración de las minorías dentro de las crónicas urbanas de Elena Poniatowska pasa, en primer lugar, por una revisión de la conciencia civilizada, no dejamos que nadie empañe nuestra ópera de a tres centavos” (Poniatowska, 1983: 470-471). 29 En “Cultura urbana y creación intelectual. El caso mexicano”, Carlos Monsiváis afirma que las técnicas del dominio del imaginario político son muchas y eficientes: “destrucción de la imaginación crítica, identificación de la disidencia con subversión, organización de un saqueo y un enloquecimiento semánticos permanentes, monopolio televisivo” (Monsiváis, 1984: 25).

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tradición temática de la crónica mexicana. Esta actitud responde, sin duda, a una apertura de la crónica hacia nuevos horizontes de representación y discusión. Como muy bien señala Carlos Monsiváis en su antología de la crónica mexicana, el periodismo mexicano de finales de los años sesenta en adelante apunta hacia la factura crítica que reconoce en Poniatowska una de sus voces fundamentales y se vincula con las nuevas condiciones históricas que ya no pueden ser retardadas: El apogeo de la desinformación dirigida culmina dramáticamente en 1968. En feliz y automática semejanza de radio y televisión, la gran mayoría de la prensa escrita se calla, difama, confunde por principio. De modo casi unánime se denuncia el movimiento estudiantil por apátrida, disolvente, comunista, enemigo de la familia y la religión. En vano. Todas las prédicas no disminuyen el vigor expansivo ni evitan las manifestaciones multitudinarias y el contagio politizador. La capacidad desmovilizadora de los medios masivos radica en su condición de vehículo persuasivo del aparato de represión. De otro modo, incita a la pasividad pero no tiene mucho que hacer ante el despliegue de las fuerzas históricas. Esto acrece la importancia del periodismo crítico, uno de cuyos primeros logros, La noche de Tlatelolco (1970) de Elena Poniatowska, es un collage de voces sobre el movimiento estudiantil y la matanza del 2 de octubre, testimonio (hecho político) que anula cualquier voluntad de olvido y recupera –con sus propias palabras– las hazañas y la frustración colectivas (Monsiváis, 1980: 70).

En este juicio de Monsiváis la nueva crónica, al estilo de Poniatowska, se define como “hecho político”: categoría que la distingue dentro de la tradición de crónicas en México. Los años setenta marcan una nueva manera de concebir la crónica en cuanto expresión de la identidad nacional. Ante la falta de un periodismo crítico, la crónica se apropia de sucesos que anteriormente hubieran sido reseñados dentro de otros géneros periodísticos (como el reportaje o el artículo de opinión) para conformar relatos cuestionadores de aquello que debe entenderse como retrato del pueblo y sus actitudes. Más aún, las crónicas urbanas de Poniatowska están proponiendo una consideración de la temática tradicional de las crónicas mexicanas siempre vinculada a los intereses de legitimación de una clase dominante. Esta propuesta debe ser revisada dentro de lo que la historia de la crónica mexicana revela como modelo discursivo recurrente. Parafraseando a Susana Rotker30, diríamos que en Elena Poniatowska se reconoce la intención de fun-

30 Susana Rotker en su trabajo sobre la crónica de José Martí, Fundación de una nueva escritura (1992), considera que la escritura del autor cubano revela una concep-

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dar “una nueva escritura”: respuesta consciente ante el compromiso de escribir crónicas en nuestros días. Las crónicas urbanas de Poniatowska, en las décadas 70 y 80, conforman una transformación temática que se preocupa por incluir dentro de sus representaciones a las acciones y personajes hasta ahora excluidos de la imagen oficial mexicana. La representación vinculada a los intereses del Estado hace caso omiso de las fisuras que acontecimientos como los reseñados por la escritura de Poniatowska están señalando dentro de la simbología inanimada y poco realista de tarjetas postales, páginas sociales, catálogos turísticos... La lectura tradicional de la identidad mexicana ignora reiteradamente las acciones públicas vinculadas a la protesta ciudadana (rebeliones estudiantiles, huelga de hambre de las madres de estudiantes desaparecidos, huelgas civiles) e insiste en perpetuar la imagen poco real de un México idílico que se corresponde con el proyecto político de una minoría dirigente. Este proyecto incluye la proyección de un imaginario nacional distorsionado: Salvo estos acontecimientos (huelgas públicas durante los 60), que muy pronto se archivaron, nuestra vida nacional siguió presentando una imagen de tarjeta postal: cielo mexicano intensamente azul; rosa mexicano, el que se exporta en nuestras artesanías populares; blanco mexicano, el albo pantalón dominguero de nuestros indígenas; la bordada túnica yucateca; amarillo mexicano, el de la paja del sombrero bajo el cual duerme plácidamente el arriero en una eterna siesta, ya que, como él mismo lo pregona, todo puede dejarse para mañana. “El hastío es pavorreal que se aburre de luz por la tarde”, susurraba Agustín Lara. México era maravilloso, los turistas se iban fascinados por lo barato de nuestras platerías, lo imponente de nuestros paisajes, lo impronunciable de nuestros volcanes y la mansedumbre de “those sweet little mexicans Indians” que en Taxco los acosaban en inglés. Con razón, Mexico City debía ser la sede de la Olimpiada (Poniatowska, 1991: 42).

Ciudad de México y sus habitantes aparecen entonces deformados bajo la mirada oficial que se filtra en los espacios privados de la capital y en los ción renovadora de la temática y la formalidad vinculadas al género de la crónica. La mirada crítica de Susana Rotker define a la crónica como modalidad cultural e histórica. En este sentido, la crónica como fenómeno literario y cultural responde a las realidades del contexto que la funda y la legitima. Pero esta respuesta no es mono-vocal y homogénea. La conciencia crítica de Martí lo distingue de los otros cronistas de la época apegados a la representación tradicional. Así como Martí presenta una nueva manera de cronicar, de denunciar y de incluir en sus textos temas y personajes marginados, Poniatowska en México se revela en contra de una forma convencional en el oficio de escribir las crónicas urbanas.

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imaginarios a través del bombardeo televisivo, radiofónico, periodístico. Las imágenes de la urbe gloriosa y próspera se repiten incansablemente, reforzando la utopía capital que se sostiene ilusoriamente en una publicidad engañosa. Miles de mexicanos son seducidos por la promesa capital que parece tan tangible detrás de las pantallas. Hay que vivir en la capital: ésa es la tierra prometida. La identidad mexicana, mediatizada por el discurso publicitario, reconoce en la capital el centro mismo de la modernidad que no ha llegado a la provincia. Aunque a nosotros nos parezca mejor una choza campesina, por más humilde que sea, a un tugurio proletario, ellos, los que vienen del campo, siguen creyendo en la bondad de la gran ciudad que algún día les dará lo que no les ha dado la tierra; la lotería, la suerte te dé Dios, los premios del radio y de la televisión, las canciones dedicadas a mi mamacita porque hoy es el día de su santo, los aparatos domésticos que regala Pelayo, las fotonovelas, las radionovelas, las telecomedias, los dentífricos, las stay-free, el pollo en cubitos y la familia pequeña, el consulte a su médico, Paula Cusi y su horóscopo para el día siguiente, el concurso de los aficionados que por teléfono entonan, mientras la orquesta se va por otro lado y ellos desenroscan nerviosamente el hilo negro: “Amorcito corazón”, el Correo del Corazón, los coqueteos con la voz grasienta, insinuante del locutor: “De veras linda, ¿se llama usted Merceditas? Y, ¿qué hace? ¿Trabaja o estudia?”, hasta la cúspide de la pregunta de los 64 mil pesos, si acaso les sale un hijo machetero (Poniatowska, 1991: 23).

Sin embargo, el afán de Poniatowska no se dirige a representar la cultura mediática, masiva y de consumo en el modo en que lo hacen José Joaquín Blanco o Carlos Monsiváis en muchas de sus crónicas. La crítica que configura las crónicas urbanas de Poniatowska se dirige hacia un tipo de representación de ánimos urbanos y ciudadanos que privilegia cierto tipo de participación pública de los habitantes de la capital mexicana. En este sentido, la autora intenta rescatar el sentido de la ciudad pública, el espacio transitado por miles de transeúntes y conductores urbanos. Y es precisamente este recorrido exterior el que propone otro tipo de representación ciudadana, contrapuesta a las imágenes desgastadas de la prensa, la televisión, la publicidad. La crónica urbana de Elena Poniatowska transita por la ciudad y sus espacios, los lee en un modo que destaca los temas, los sucesos y los personajes involucrados en una participación ciudadana que modela una imagen de la ciudad distinta a la difundida por la industria cultural y los discursos oficiales. La crónica de Poniatowska no lee los mensajes atrayentes de las vallas publicitarias, no recrea los rótulos comerciales, no se pasea por los centros

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comerciales, no repite las frases y promesas reiteradas en las pantallas televisivas, no resalta los titulares de las primeras páginas de la prensa oficial. En su lugar, los textos rastrean los mensajes menos difundidos: las pancartas enarboladas durante las marchas públicas, los graffitis diseminados por los muros capitalinos, las consignas verbales de la propuesta civil. Con ello, la escritora mexicana pretende mostrar que la vida urbana está viviendo una nueva época donde se hace cada vez mayor la participación pública como modalidad de protesta ante el dominio de la práctica y el imaginario urbano revelado en la cultura social controlada por el gobierno. Esta actitud crítica se convierte en razón textual, en imagen dentro de sus representaciones: Nuestra propaganda fueron las bardas con pintas estudiantiles (al día siguiente amanecían con la pintura gris usada por la policía para cubrirlas), pero nosotros le encimábamos otra mano de pintura y otra vez el letrero: “Muera Cueto” o “Libertad Presos Políticos”; los letreros en los costados de los camiones urbanos, en los tranvías; hasta en el techo de los camiones (allí era más difícil despintarlos porque se tardaban más en darse cuenta que llevaban un letrero encima), en el flanco de los trolebuses, en cualquier muro de cualquier esquina de la ciudad. Incluso cuando el Departamento del DF borraba los letreros, quedaban manchones y éstos en cierta forma también protestaban. Las pintas, los volantes mimeografiados y nuestros pulmones fueron nuestra prensa (Poniatowska, 1985: 65-66)31.

En las crónicas urbanas de Elena Poniatowska donde destaca fundamentalmente el ánimo cívico, La noche de Tlatelolco; Fuerte es el silencio; Nada, Nadie, la temática privilegia ciertos acontecimientos que han sido significativos en las últimas décadas de la historia de Ciudad de México: el Movimiento Estudiantil de 1968, la huelga de hambre en 1978 de las madres de estudiantes desaparecidos, el terremoto de 1985... Tal selección no es gratuita y se relaciona con el carácter mismo de “acontecimiento” que distingue a estas manifestaciones humanas y naturales. Por otro lado, hemos afirmado que la glosa cronística debe representar la idiosincrasia, los valores y comportamientos de miles de mexicanos. Según este criterio, el tema y los personajes reseñados en las crónicas son aquellos que se entienden como síntesis de una colectividad que se pretende unida por un principio reconocible de identidad. De este modo, la crónica privilegia el retrato de personajes tipos y modos de actuar convencionales. Se

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retrata lo que es común a muchos, las costumbres, los sitios más concurridos, los modos de hablar y vestir de una colectividad. En tanto tal, la crónica se convierte en un discurso del consenso, del encuentro de personalidades condensadas en la imagen de la identidad mexicana. Pero Elena Poniatowska parece rechazar este estilo tradicional de cronicar a la nación o a la ciudad y propone una readecuación del género que pasa, en primer lugar, por una revisión temática. Según lo acotado anteriormente, la crónica moderna en México selecciona las acciones cotidianas, las esperadas, las convencionales: “así actuamos nosotros”. En las representaciones de las crónicas tradicionales, lo singular es un hecho curioso, una violación de la norma del paisaje nacional que se reseña como excepción. Sin embargo, Elena Poniatowska selecciona precisamente ese suceso o personaje singular como punto de partida para sus representaciones. En sus crónicas urbanas destaca la acción ciudadana como “acontecimiento”32, como diferencia. Y tal como afirma Paul Veyne en Cómo se escribe la historia, este suceso alcanzaría la categoría de “acontecimiento semántico” desde el momento mismo en que está señalando un sentido particular dentro de la interpretación realizada por el historiador (en nuestro caso el cronista). Elena Poniatowska se detiene ante el acto ciudadano singular y lo representa desde la perspectiva de “testigo” que se adecua a las exigencias del género33. La crónica en cuanto discurso puede privilegiar su compromiso histórico o su carácter de relato de la identidad popular, pero también puede conciliar ambas perspectivas e intentar que la circunstancia histórica precisa (el presente) se lea como rasgo de una identidad futura y una posibilidad política. Hacia allí parece apuntar el trabajo realizado por Poniatowska en sus textos

32 Para Paul Veyne, crítico de historiografía actual, el “acontecimiento” es un hecho que marca una diferencia dentro de un contexto histórico: “un acontecimiento se destaca sobre un fondo uniforme; constituye una diferencia, algo que no podíamos conocer a priori” (Veyne, 1984: 15). 33 En “La llegada de José Luis González. Partida de una reconsideración histórica”, María Julia Daroqui señala una caracterización de la crónica como género vinculado a la historiografía: “La crónica intenta informar mediante un sistema peculiar el cual dice el haber visto, haber sido testigo, o haber estado allí, es un elemento de autoridad y además es un elemento constituyente y, por lo tanto, deviene, comienza a ser o termina por ser fuente de autoridad, o sea material de base para lo que va a ser otro gesto discursivo que es la historia. Por eso la crónica es el material de la historia, se sitúa entre la historia y cualquier otro género de intermediación que sea posible concebir” (Daroqui, 1988: 53). El subrayado es mío.

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sobre la Ciudad de México. Por una parte, sus crónicas de la capital mexicana se detienen en la observación de acontecimientos urbanos que destacan en el panorama de la ciudad y lo marcan históricamente (Movimiento Estudiantil de 1968, terremoto de 1985) y, precisamente, a partir de este suceso localizado puntualmente en la historia de la ciudad se representa una nueva identidad de la urbe y sus habitantes. La naturaleza singular de los acontecimientos trae consigo que el suceso se destaque dentro de una continuidad de hechos más o menos homogéneos. El acontecimiento rompe con este criterio de regularidad que señala gran parte del desarrollo de una comunidad. Por tanto, la sucesión más o menos apacible de la vida urbana se ve trastocada por un hecho que ocasiona un desorden imprevisto dentro de la ciudad. Elena Poniatowska reconoce en estos momentos singulares la potencialidad de poner en evidencia las fallas o rupturas del sistema de poder. De ahí que de tales acontecimientos surja la sensación de que un crujido comienza a manifestarse de manera inquietante e intenta ser acallado por los intereses de un poder que no reconoce resquebrajaduras. La crónica de estos sucesos, escrita por Poniatowska, denuncia claramente el carácter desestabilizador de estas movilizaciones populares. En la crónica sobre el Movimiento Estudiantil de 1968 recogida en el título Fuerte es el silencio, la crítica ante las redes de acción y simbolización del poder dominante es bastante elocuente. Poniatowska lee en las condiciones de esta rebelión estudiantil las marcas de una nueva conciencia ciudadana emparentada con una identidad urbana crítica, cuestionadora y disidente. Esta disidencia se convierte entonces en “acontecimiento semántico”, en un sentido diferente de la experiencia urbana organizada y limitada por los intereses del gobierno: Durante 120 días de lucha el movimiento pasó a ser un movimiento de masas, en el que se puso en tela de juicio una serie de valores o mitos, por ejemplo: la llamada unidad nacional y la coparticipación social en la que capitalistas y obreros no tienen intereses contrapuestos; la supuesta estabilidad social y económica del país; la intangibilidad de los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial; la veracidad de la gran prensa nacional (en todas sus manifestaciones –salvo en la del Silencio, el 13 de septiembre–, los participantes se detenían frente a Excélsior y El Universal –camino a la avenida Juárez–, a corear con el puño en alto, los brazos en alto, agitando sus pancartas: Prensa vendida, prensa vendida); la validez de la democracia dirigida, forma personal e inadecuada de gobierno; la supuesta independencia de las centrales obreras y campesinas, la eficacia de partidos independientes con representantes en la Cámara de Diputados, la autenticidad de muchísimas asociaciones que a nadie representan y, en fin, la conveniencia o no de mantener valores individuales ya superados que,

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más que ayudar al desarrollo social y político del país, lo entorpecen con sus juicios y sus opiniones en su recalcitrante calidad de francotiradores (Poniatowska, 1991: 52-53).

El comentario de Poniatowska en este texto revela el carácter simulador de las representaciones oficiales y propone una conciencia que reconoce en los protagonistas del Movimiento Estudiantil la lucidez crítica capaz de responder activamente ante la dominación política de un sector hegemónico. En otras palabras, su crónica pretende atacar a la aparente “sordera” del régimen oficial y de muchos otros mexicanos que viven igualmente la incapacidad de escuchar a las multitudes disidentes. Estas movilizaciones urbanas se representan como “respuestas” ciudadanas donde llama la atención, paradójicamente, la falta de interrogantes por parte del poder que se muestra sorprendido ante la inesperada actuación de sectores tradicionalmente “mudos”34. Ante la ineficiencia del sistema por formular interrogantes válidas que generen respuestas que contribuyan a un conocimiento más democrático de los mecanismos sociales que operan en el espacio capitalino, los testimonios y la actuación populares confrontan este silencio con una nueva conciencia de identidad y poder: “El sentimiento de inferioridad tan viejo que tenemos los mexicanos, lo debemos cuestionar. Los mexicanos no somos inadecuados, el inadecuado es el sistema. Vimos que si trabajamos juntos lo hacemos bien” (Poniatowska, 1988: 172). Las movilizaciones ciudadanas son las respuestas históricas que el pueblo lidera ante la ineficiencia del gobierno capital. A partir de estas respuestas ciudadanas, Elena Poniatowska construye una “propuesta” textual de identidad urbana que se distingue por su apertura democrática y la fuerza de disensión ante lo que se ha entendido como imagen legitimada de la vida y organización dentro del espacio capitalino. Esta conciencia en la selección temática y la representación propias de las crónicas escritas por Poniatowska, coincidía en su momento con una postura intelectual comprometida con la revisión de las condiciones del fenómeno cultural en los países latinoamericanos. Así, George Yúdice en su

34 Jean-François Lyotard en La condición postmoderna presenta la problemática social en los tiempos actuales como una capacidad interrogativa por parte de los elementos involucrados en el pacto ciudadano: “[...] la cuestión del lazo social, en tanto que cuestión, es un juego de lenguaje, el de la interrogación, que sitúa inmediatamente a aquél que la plantea, a aquél a quien se dirige, y al referente que interroga: esta cuestión ya es, pues, el lazo social” (Lyotard, 1989: 38).

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artículo “¿Puede hablarse de postmodernidad en América Latina?” desarrollaba la propuesta de una representación cultural que considerara la formación de un imaginario cultural dentro del cual se hiciera posible “la razón comunicativa entre tradición y modernidad para proyectar un nuevo sistema democrático”. Al hablar de razón comunicativa, Yúdice recurría a un planteamiento formulado anteriormente por Hugo Achugar, y según el cual, debía pensarse la interacción entre el producto literario y la sociedad como un proceso generador de respuestas y propuestas ante contextos históricos. Tradicionalmente los modelos literarios funcionan culturalmente como respuestas frente a las condiciones del contexto que los determinan: “la noción de literatura, y la coherencia implícita en ella, ha posibilitado ejercer el poder y proponer totalidades respecto de la producción cultural de manera que sus reglas de producción reproduzcan o dupliquen las que rigen el imaginario simbólico y la praxis social” (Achugar, 1989: 157). Bajo este criterio de respuesta cultural, la crónica (llámese periodística, literaria, política) ha sido tradicionalmente revisada por la crítica desde la perspectiva de un género que “responde” a determinadas condiciones de producción35. Es decir, se privilegia a las condiciones sociales frente a la representación literaria. La crónica aparecería entonces como discurso que debe hablar de esta realidad que precede y condiciona su misma escritura. Aunque esta postura crítica constituye una modalidad reflexiva sólida y acertada, nuestra lectura pretende describir cómo las crónicas urbanas de Elena Poniatowska pueden entenderse en cuanto género que funciona también como propuesta. La “propuesta” se definiría, según Achugar, como la capacidad del texto para formular condiciones futuras de una realidad alterna que se plantea como deseable, en contraposición a la realidad pasada y/o presente a la que se refiere el discurso. En este sentido, la temática de las crónicas de Elena Poniatowska propone un reconocimiento de emergentes condiciones culturales que se localizan

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Autores como Susana Rotker han insistido en vincular a la crónica periodística con el contexto dentro del cual se producen. A partir de esta premisa (muy válida, por cierto) se analiza la discursividad de la crónica como respuesta formal y temática ante las condiciones precisas del espacio de producción. Género que se construye, entonces, reproduciendo más que proponiendo nuevas perspectivas de construcción que apunten hacia ese sentido comunicativo y democrático sugerido por Yúdice. En otras palabras, las crónicas –consideradas bajo este criterio– estarían continuando el simulacro establecido por la cultura oficial. Ésta es la forma de abordar el fenómeno de la crónica urbana que encontramos en artículo como “Crónica y cultura urbana: Caracas, la última década” de Susana Rotker (Rotker, 1993: 121-130).

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en la capital mexicana como posibilidad de formulación de una identidad urbana distinta a la que se ha propuesto hasta entonces como modelo o imaginario tradicional. Lo que se defiende en última instancia es la potencialidad de la crónica como relato vinculado a los mecanismos de construcción de un imaginario que organice la praxis de los habitantes urbanos. Hay en las crónicas poniatowskianas la propuesta implícita de dar cabida, dentro de la representación urbana, a la conciencia múltiple y heterogénea de los sujetos que habitan los espacios capitales. Así, el acontecimiento popular y la movilización cívica cobran un sentido dentro de la identidad urbana, se ponen a dialogar con otras conciencias y otras perspectivas frente a estos sucesos singulares. El carácter particular del acontecimiento contemporáneo, tal como apunta Baudrillard en La ilusión del fin. La huelga de los acontecimientos, reside en su definición de fenómeno revelador de una conciencia colectiva particular y problemática y, no, en el aura de lo que se acepta como acto “prodigioso”. El acontecimiento ya no se lee como momento de gloria, sino como fenómeno que puede significar una identidad colectiva históricamente distinguible: Ya no buscamos la gloria, sino la identidad, ya no una ilusión, sino por el contrario una acumulación de pruebas, todo lo que pueda servir como testimonio de una existencia histórica, mientras que antes la tarea consistía en perderse en una dimensión prodigiosa, la “inmortalidad” de la que habla Hanna Arendt, y cuya trascendencia igualaba a la de Dios (Baudrillard, 1993: 38).

La crónica urbana de Elena Poniatowska pareciera inscribirse dentro de esta readecuación de la conciencia histórica contemporánea. Y si su mirada de cronista la emparenta, como sostiene Daroqui, con la historia, debe reconocerse que esta mirada no se detiene en el acontecimiento urbano como un momento de gloria, sino en la contingencia que pone de manifiesto el carácter complejo de la identidad urbana en nuestros días. En lugar de una representación totalizadora e inmóvil de la ciudad y sus habitantes, Poniatowska está proponiendo en sus crónicas una mirada

36 George Yúdice toma prestado el término de “refuncionalización cultural” de José Joaquín Brunner para señalar un fenómeno cultural latinoamericano que ha sido destacado por García Canclini: “[...] la idea de la refuncionalización cultural, es decir, [...] cómo los diversos grupos sociales que componen la heterogeneidad cultural de América Latina ‘reproducen en su interior el desarrollo capitalista o construyen con él formaciones mixtas’ en procura de una integración social” (Yúdice, 1989: 120).

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menos restrictiva que la del cronista institucional u oficial. La escritora mexicana practica una readecuación de la crónica urbana a las realidades heterogéneas de la cultura en la Ciudad de México. Éste podría ser llamado un trabajo de refuncionalización36 de la representación cronística, entendida esta refuncionalización como la capacidad del discurso de la crónica actual para incluir dentro de sus temas y voces, la visión urbana de sectores hasta ahora marginados de la representación urbana. “Hace cincuenta años que el gobierno monologa con el gobierno” declara un testimonio recogido por Elena Poniatowska en La noche de Tlatelolco. Es la denuncia que se vuelve expresión recurrente para designar un problema de incomunicación que restringe la refuncionalización cultural a la que hacíamos referencia hace un instante. Esta postura intransigente del gobierno capital se disloca precisamente durante los acontecimientos que señalan la imposibilidad de seguir manteniendo una temática y unas voces controladas por una minoría que dicta las pautas del proyecto nacional. La censura ante nuevas visiones del acontecer urbano se hace insostenible en los momentos críticos donde la sociedad civil no puede seguir apoyando al simulacro institucional. Entonces el acontecimiento permite esa apertura semántica que descubre sentidos alternos a la experiencia ciudadana: Solía decirse que cualquier periodista mexicano se enfrentaba a tres tabúes: el ejército, la Virgen de Guadalupe, y el Presidente de la República y su familia. Eran los temas que jamás podían tocarse “ni con el pétalo de una rosa”. El terremoto también resquebrajó a estos “intocables”. La gente se ha volcado en críticas. Y éstas han sido publicadas (Poniatowska, 1988: 184).

Sin embargo, el gobierno capital insiste en minimizar el poder de las movilizaciones ciudadanas, como aquella protagonizada por los habitantes de Ciudad de México en los días siguientes del terremoto de 1985, tratando de mantener la imagen de la ciudad controlada. Pero el pueblo cada vez cree menos en esta eficiencia política que la prensa oficial insiste en resaltar como gestión adecuada: El gobierno está organizado para controlar, mantener las instituciones y el statu quo, no para ayudar a la población. Para él, ésta pasa a último término; lo importante es detentar el poder. Por lo tanto no supo qué hacer y trató de minimizar el conflicto. [...] El DN-III (plan de rescate) es un programa para gente no preparada. No es imaginativo, no propicia la participación de los que sí saben y pueden y no se aboca a la resolución de problemas sino simplemente al control de la gente. “No hagan, no se muevan”. Es un programa ante todo represivo (Poniatowska, 1988: 286).

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Las observaciones hechas a propósito del plan de rescate DN-III revela cuál es la manera convencional de actuar del gobierno priísta frente a situaciones que desbordan su acción predictiva. El gobierno de la Ciudad de México extiende sus redes represivas a todo lo ancho del territorio urbano, disimulando esta custodia bajo la imagen de una fuerza protectora de los intereses de la ciudadanía. Frente a este dominio de la vida capital, Poniatowska rescata como temas para sus crónicas los sucesos que mejor se prestan para desenmascarar esta acción coercitiva del gobierno. Así, en La noche de Tlatelolco, los testimonios recogidos por Elena Poniatowska denuncian que la aparente conciliación entre habitantes y dirigentes políticos no es ya un argumento sólido para pensar la vida ciudadana: Si el Movimiento Estudiantil logró desnudar a la Revolución, demostrar que era una vieja prostituta inmunda y corrupta, ya con eso se justifica. (Esteban Sánchez Fernández, padre de familia) (Poniatowska, 1985: 142). Aquella primera represión desató otras, completamente insensatas que partieron en dos la opinión nacional: acá los hombres del poder y la gran propiedad; allá los estudiantes, los profesores, los intelectuales y buena parte del pueblo. (Ricardo Garibay, “Salir del Agujero, La Hora Cero”, Excélsior, 27 de septiembre de 1968) (Poniatowska, 1985: 71). Lo inexplicable de lo sucedido en la plaza de las Tres Culturas es lo explicable de la necesidad de dominio de una clase en el poder. Mas disponer de interpretaciones lógicas de Tlatelolco no es aminorar el mundo irracional que ha desatado. Más irracional que la matanza surge el deseo de establecer que no sucedió, que no hay responsabilidad ni la puede haber. (Carlos Monsiváis, “Aproximaciones y Reintegros”, “La Cultura en México”, número 453, 14 de octubre de 1970, Siempre!) (Poniatowska, 1985: 236).

Lo que denuncian estos comentarios es la imposibilidad de seguir defendiendo la validez o pertinencia de discursos mono-vocales e impositivos. Debido al crecimiento de la participación y las denuncias urbanas se producen desencuentros como los planteados en las citas anteriores y la disensión comienza a perfilarse como posicionalidad abarcable dentro de una identidad ciudadana democrática. Se hace entonces posible el pensar en la operatividad de la “paralogía” como modelo de articulación ciudadana en sociedades contemporáneas, tal y como señalamos anteriormente. Más aún, Elena Poniatowska revela en muchas de sus crónicas urbanas una nueva manera de interrogar a la ciudad y en las respuestas que obtiene e incluye en sus textos se hace válida la noción de la paralogía como modali-

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dad democrática de construir el imaginario y la conciencia urbana de la capital mexicana. En sus crónicas el “gran relato” propuesto por la política oficial se diluye y entra en contacto con interrogantes que manifiestan su incapacidad para sostener una imagen sin resquebrajaduras: Pide el Presidente [...] Nos interesa escuchar, dialogar [...] Insiste en los cambios estructurales que demanda la sociedad actual, se trata de transformar la realidad. No son éstas sus palabras exactas, pero siento que el Presidente pide ayuda. Dentro del monolítico “aparato” del Estado y la uniformidad gris del casimir de los funcionarios, aparecen las fisuras que no se cuartearon en toda la retórica gobiernista de discursos anteriores, llenos de repeticiones, de lugares comunes. El Presidente interroga, nos plantea lo que él mismo se ha preguntado: cómo vamos a mejorar la calidad de vida, cómo vamos a traducir el sufrimiento en un proceso activo, cuál va a ser nuestra convivencia de ahora en adelante, qué tratamientos fiscales vamos a ajustar o promover. Pregunta el Presidente. Reestructurar es renovar. En la oratoria de los nueve anteriores no hubo ni una pequeña rajadura, ahora las hay. ¡Qué bueno! Por allí podemos meternos los ciudadanos (Poniatowska, 1988: 100)37.

Más aún, a partir de estos quiebres descubiertos por las interrogantes poniatowskianas comienzan a hacerse visibles otras conciencias de la manera de vivir de la ciudad, de recorrerla, de modificarla, de recompensarla. El Movimiento Estudiantil de 1968 en Ciudad de México pone en primer plano esta conciencia de la disensión como nueva modalidad de insertarse dentro del discurso urbano. La noche de Tlatelolco es precisamente el recuento textual de este despertar de la opinión pública donde las voces del pueblo se convierten en protagonistas de la demanda democrática que Elena Poniatowska asume como razón discursiva en sus crónicas urbanas: En 1968, de pronto estalló en la calle, en el paseo de la Reforma, en el Zócalo, la voz que había permanecido callada durante tantos años, al grado de que se hablaba del mutismo del mexicano, la dejadez del mexicano, el “ni modo” mexicano, la indiferencia del mexicano. En 1968, miles de mexicanos salieron de sus casas a gritar su coraje, su inconformidad. De pronto, no sólo demostraban su repudio al gobierno sino que estaban dispuestos a exigir que se cumplieran sus peticiones, clamadas bajo el balcón presidencial. El movimiento estudiantil actuó como detonador. El rencor de años transmitido de padres a hijos salía a la superficie. Los hijos comenzaron a asfixiarse en esa atmósfera de cuchicheos, de “mejor no”, de “al fin que no podemos hacer nada”, “las cosas no van a cam-

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biar porque tú hables”, etcétera. Al menos podían gritar a voz en cuello y formar parte esa masa crítica, intencionada, móvil que aterrorizó o irritó al gobierno a tal grado que lo llevó al enloquecimiento trágico y criminal que escindió nuestra vida pública (Poniatowska, 1995: 65).

Tal demanda democrática, representada a partir de las voces recogidas por Poniatowska a lo largo de sus crónicas, estaría señalando una intención de construir una nueva historia ciudadana signada por los acontecimientos perturbadores que permiten la irrupción de la denuncia, la crítica, el cuestionamiento hacia el gobierno metropolitano como modalidad de actuación urbana. Es así que el año de 1968 no figura dentro de la representación de la Noche de Tlatelolco como el glorioso momento de la celebración de las Olimpiadas en el país mexicano. Para el lector de la crónica de Poniatowska, el 68 se presenta como el tiempo de la protesta estudiantil y de la intervención arbitraria y violenta de las autoridades capitales. Una historia alterna comienza a tejerse a lo largo de las crónicas que consideramos en esta oportunidad. Este recuento de la vida urbana está marcado precisamente por “acontecimientos”, tal como lo hace todo relato histórico tradicional. Pero estos sucesos se definen a partir de su tensión con el orden histórico resguardado por el poder urbano: no hay una conciliación entre los anales oficiales, la memoria del gobierno, el retrato anquilosado del “eterno” mexicano y estas disidencias masivas que irrumpen para alterar la perspectiva de un progreso lineal y monocorde hacia la meta final de la identidad moderna mexicana. Esta “otra” historia urbana, la de las marchas, la de las huelgas de hambre, la de las víctimas del terremoto de 1985, está defendiendo el papel protagónico de sujetos hasta ahora ignorados por el discurso histórico de la mexicanidad gloriosa; está revelando, como válidas, acciones y prácticas populares que son la imagen de ese otro colectivo confinado al anonimato y rescatado únicamente en los discursos partidistas que se lanzan en vísperas de nuevas elecciones. Poniatowska estaría inaugurando, junto a otras conciencias como la de Monsiváis, un “archivo” histórico donde participen legítimamente las voces y los testimonios de esa masa descontenta o ignorante: esa otra conciencia urbana.

5. El fin de un estilo En los apartados anteriores hemos analizado los objetivos centrales del estilo y la temática de las principales crónicas de Elena Poniatowska. En ellas, el ciudadano se advierte como la imagen a la cual la apuesta democra-

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tizadora de sus textos apunta. Las instancias previas a esta realización civil privilegian el retrato de sectores marginados, de los ciudadanos de segunda y tercera que no participan de una cuota efectiva en la gestión urbana. En La noche de Tlatelolco, esta identidad que resiste y propone al mismo tiempo queda simbolizada en los cientos de estudiantes que se lanzaron a la calle en busca de ciertas demandas. Pero al final de la extensa crónica/testimonio se impone una sensación de derrota, la imagen del empeño frustrado y la impunidad de las fuerzas oficiales. En la siguiente colección de crónicas, Fuerte es el silencio, se da nuevamente una suerte de reescritura del martirologio urbano en el texto sobre las condiciones de vida de los inmigrantes en la capital mexicana (“Ángeles de la ciudad”). Sin embargo, la crónica que relata en este volumen los acontecimientos del Movimiento Estudiantil y los eventos posteriores a éste configura una lectura donde la derrota de los jóvenes se ve superada por la acción de las madres que reclaman ante el gobierno por la devolución de los presos o por el esclarecimiento del paradero de los “desaparecidos”. Rosario Ibarra de Piedra se constituye en el emblema de este movimiento de las madres que posteriormente se traduciría en una propuesta política más organizada38. La imagen de esta madre luchadora y líder de una organización grupal en defensa del derecho a la información y a la comunicación con las esferas de gobierno imprime a todo el libro un tono optimista y militante. Nada, nadie: Las voces del temblor repite la estrategia de la polifonía testimonial presente en La noche de Tlatelolco al tiempo que introduce una confianza más sostenida en las posibilidades de la sociedad civil en relación con una mayor apertura democrática en México. Con este recuento de los sucesos del 85 en México, el estilo de Poniatowska alcanza, una vez más, lo mejor de su producción. Pero lo que se advierte al leer estos textos de Poniatowska, es que los mejores momentos de su obra cronística están condicionados a la irrupción del acontecimiento singular, a la manifestación de un estado de ánimo ciudadano particular e irrepetible. En este sentido, sus recuentos urbanos carecen de la proyección de lo cotidiano y, se definen como documentación de momentos excepcionales de grandiosidad épica.

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Como reseña José Agustín en Tragicomedia Mexicana, Rosario Ibarra de Piedra se presentaría como candidata presidencial en las elecciones presidenciales de 1982 representando al Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT). En aquel entonces, Rosario Ibarra de Piedra era dirigente de la Comisión Nacional pro Defensa de Presos, Perseguidos, Desaparecidos y Exiliados Políticos y del Frente Nacional contra la Represión.

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De este modo, el ánimo ciudadano en las crónicas citadas lleva el aliento de la epopeya y, en consecuencia, el lector se pregunta por la magnitud del evento que sea capaz de re-actualizar este ánimo cívico singular. La insurrección del movimiento neozapatista en Chiapas en 1994, pudo fungir como ese acontecimiento excepcional capaz de colocar en primera plana las demandas civiles y la movilización política39. Ahora bien, nos toca preguntarnos frente al optimismo desbordado de la cronista si este levantamiento ha tenido repercusiones cívicas comparables a las de los acontecimientos urbanos cronicados por Poniatowska en décadas anteriores. Ante la respuesta negativa surgen muchas interrogantes relacionadas con el fenómeno de la crónica urbana que nos ocupa. En primer lugar, la crónica que gira en torno a la vida en la Ciudad de México cuenta con las ventajas que el régimen centralizado en la capital le otorga en cuanto discurso de y desde el ombligo de la República. En segundo lugar, el conflicto en la selva Lacandona no se refiere a las exigencias de una ciudadanía de clase media o mestiza, sino que representa la cara de un México indígena que pocas veces llega a acceder a la atención de las primeras planas de la prensa. ¿Sobre qué escribe Elena Poniatrowska cuando espera por la irrupción del suceso de excepción en la vida capitalina? Curiosamente, el último libro de crónicas de Poniatowska, Luz y luna, las lunitas, retrocede a los inicios del estilo costumbrista en la crónica de Poniatowska. De formato menos popular (el volumen mide 27 centímetros), la calidad de su edición sugiere sus potencialidades decorativas (luciría muy bien sobre una mesa en el recibidor) y se encuentra enriquecida con las artísticas fotografías de Graciela Iturbide. Mientras tanto, las crónicas incluidas en el volumen representan la marginalidad urbana (vendedores ambulantes, empleadas domésticas...) desde una óptica de costumbrismo nostálgico. La reedición en 1997 del primer libro de crónicas de la autora, Todo empezó el domingo con ilustraciones de Alberto Beltrán reitera una dirección estilística, temática –apoyada por la empresa editorial– que pareciera advertir el debilitamiento definitivo de un modo de cronicar que fue pionero en el campo de la literatura crítica.

39 En un volumen publicado por Era alrededor de los documentos y comunicados del EZLN se incluye una crónica escrita por Poniatowska en ocasión de la celebración de la convención neozapatista en Aguascalientes en 1994. En esta oportunidad, la cronista se deja llevar nuevamente por el optimismo ante la posibilidad de cambio encarnada en la figura ya mítica del subcomandante Marcos: “¡Qué lejos está Marcos de la vieja retórica de la izquierda mexicana! No habla del imperialismo yanqui o de la burguesía, no aburre con esa cantinela, sus palabras son nuevas, son jóvenes, se mueven, avanzan, salen del fuego de su pecho” (Poniatowska, 1994, 324).

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CAPÍTULO III CARLOS MONSIVÁIS

1. Monsiváis: un nuevo género literario Carlos Monsiváis (1938) se ha convertido en un icono cultural en el México contemporáneo gracias a su don de aparente ubicuidad: se le invita a participar en congresos, programas radiofónicos y televisivos, en las columnas de los diarios capitalinos, etcétera. Junto a Elena Poniatowska, Sergio Pitol, José Emilio Pacheco –entre otros– forma parte de una generación defensora de la contracultura y los principios de la izquierda política en su país. Enemigo de la solemnidad, le gusta definirse como un “todólogo” y un autodidacta. Aparte de escribir, se ha dedicado a participar y a dirigir diferentes publicaciones culturales en Ciudad de México. Su labor periodística e intelectual le ha valido no poca consagración oficial: en 1977 le fue otorgado el Premio Nacional de Periodismo; en 1986, el Premio Jorge Cuesta; en 1988, el Premio Manuel Buendía; en 1989, el Premio Mazatlán de Literatura, en 1996, el Premio Xavier Villaurrutia, y en 2000, el Premio Anagrama de Ensayo. Su producción cronística ha sido recogida en varios títulos: Días de Guardar (1970), Amor Perdido (1977), Entrada Libre (1987), Escenas de pudor y liviandad (1988) y Los rituales del caos (1995). La obra de Carlos Monsiváis ha sido valorada generalmente desde dos vertientes o categorías. De un lado, se reconoce en el trabajo cronístico del autor una audacia y una renovación formales que le otorgan el carácter de iniciador de un estilo o forjador de una escritura inusual1. Por otro, a la obra

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Con respecto al estilo de los textos periodísticos de Carlos Monsiváis, José Joaquín Blanco presenta una descripción en los siguientes términos: “Monsiváis hizo crecer el ensayo mexicano a las mayores ambiciones: incluir la crónica y el artículo, absorber los recursos de la poesía, rivalizar con la novela, introducir las dramatizaciones del teatro, el sketch, la radio, admitirlo todo en un nuevo género que sólo se logra en su propio estilo, en lo magníficamente bien escrita que suele ser su prosa, en la firmeza de una sintaxis capaz de tan constante y temeraria acrobacia, y en el sentido de la composición prosística que puede crear órdenes tumultuarios y velocísimos” (Blanco, 1982: 86). Álvaro Enrigue, joven narrador mexicano, también comenta sobre la particularidad del estilo monsivaisiano y se refiere al lenguaje de sus escritos como producto de una

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de Monsiváis se le atribuye otro objetivo central más ligado al contenido de sus textos: la tarea de convertirse en el analista e historiador de la cultura popular urbana del México contemporáneo y la de indagar en la idea de una identidad nacional2. Esta labor de reflexión y representación de la cultura urbana y sus tipologías es muy importante dentro del campo de los estudios de la ciudad, pues en México no se cuenta con una tradición antropológica ocupada en caracterizar y comprender los fenómenos de la sociedad urbana contemporánea. Hay, tal y como propone, Eduardo Nivón en Cultura urbana y movimientos sociales una actitud un tanto titubeante por parte de las ciencias sociales a la hora de estudiar el fenómeno urbano en su realización específica dentro del contexto mexicano3. Frente a esta especie de indeterminación del campo, han sido los ensayistas y filósofos quienes más han contribuido a la hora de ofrecer un cuerpo de trabajos y reflexiones en torno a la cultura urbana. Carlos Monsiváis se inserta precisamente dentro de esta genealogía que incluye a autores como Samuel Ramos, Salvador Novo y Octavio Paz y que lo convierte en autoridad insoslayable a la hora de discutir la articulación urbana de conceptos como lo popular, lo nacional y la cultura. Esta tarea de indagación y representación se expresa dentro del género al que recurre Monsiváis en sus colaboraciones periodísticas: la prosa de artículos y crónicas4. Las crónicas monsivaisianas han creado un estilo propio y un espacio para la reflexión cultural y nacional que ha conseguido lectores fieles a lo largo de las últimas décadas. Un público generalmente joven,

singular combinación de erudición literaria, técnicas del Nuevo Periodismo y su gusto de cronista por la cotidianidad más común y corriente (Enrigue, 1997). 2 Linda Egan es la autora del estudio más exhaustivo de la obra de Monsiváis: Carlos Monsiváis. Culture and chronicle in contemporary Mexico (2001). En este trabajo, la autora revisa las dos vertientes de la obra de Monsiváis a las que me estoy refiriendo. 3 Señala Nivón al hablar del panorama de los estudios urbanos en los años ochenta en México que “pese a los esfuerzos de los antropólogos urbanos desde los años treinta, continuados posteriormente por antropólogos mexicanos, no se ha (sic) arribado a ‘una visión de conjunto sobre el significado de la vida en la ciudad’ (García Canclini ctd. en Nivón), por lo que los estudios urbanos se hallaban lejos de poder explicar los procesos simbólicos que operan en la ciudad” (Nivón, 1998: 21). 4 Emmanuel Carballo, en el prólogo a la autobiografía de Monsiváis, se refiere a la correspondencia entre el perfil intelectual del escritor y el género que con mayor asiduidad practica: “Predispuesto por carácter, formación y actitud a ser cronista y juez de la historia reciente de México, Monsiváis no ha tenido más oportunidad que refugiarse en la crítica, ya que el pudor le impidió años atrás sentar plaza como poeta o novelista” (Carballo, 1966: 5-10).

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como se ha dicho en varias oportunidades, y relacionado con las propias corrientes de la contracultura a las que la obra de Monsiváis pretende emular. Al mismo tiempo, la elección de la crónica como género de creación y expresión ha traído para Monsiváis, como para sus compañeros de género, cierto escepticismo por parte de los críticos literarios. A pesar de su extensa historia en el caso latinoamericano, la crónica literario-periodística sigue siendo considerada como un género menor, como el espacio al que recurren los escritores al practicar una prosa apresurada, la colaboración periodística requerida o, como alternativa para los escritores que no logran consagrarse en otros géneros mayores como la novela o la poesía. Esta calidad de prosa escrita a las desveladas, esta idea de la crónica como discurso localista y pasajero, son algunos de los argumentos que se esgrimen tradicionalmente para descalificar el trabajo de autores como Monsiváis. Una muestra de ello es el artículo “Un hombre llamado ciudad” (1990), texto donde el autor –Adolfo Castañón– despliega una retahíla de descalificaciones ante la obra cronística de Monsiváis. Para Castañón, la crónica monsivaisiana es “la prosa como happening del happening”, es la documentación del presente donde se “siente la urgencia de los despachos de guerra” (Castañón, 1990: 19-22). Para otro comentarista de la crónica de Monsiváis, José Ángel Escarpeta, este género periodístico literario se caracteriza por su estilo “ameno, interesante, apropiado para que un lector de cultura mediana no encuentre palabras o frases ininteligibles” (Escarpeta, 1993: 159). Frente a estas consideraciones generales con respecto a la crónica periodístico-literaria y a su categoría de “subgénero”, el propio Monsiváis sale en defensa de la crónica y sus técnicas narrativas: “No obstante sus logros considerables, el nuevo naturalismo es visto con cierto menosprecio por la ciudad letrada”. A la crónica no “se le perdonan la expresión directa, las manifestaciones de rencor social, la abundancia de ‘escenas costumbristas’”. Finalmente, el autor remata el comentario defendiendo que “el nuevo subgénero que aborda a los chavos banda, los gangs de la violencia y la solidaridad, representa la ampliación del sentido literario” (Monsiváis, 1991: 33). El autor se refiere así a una apertura del discurso literario que incorpora con visibilidad protagónica a personajes y prácticas ciudadanas no representados tradicionalmente dentro de otros géneros. Por otro lado, en las páginas preliminares de A ustedes les consta (1980), el autor señala que el discurso de la crónica se apoya en su expresión formal, en su estatuto de escritura literaria. De acuerdo a esta definición, el énfasis identitario del género parece inclinarse hacia la vertiente estética y literaria de la prosa. De ahí que cuando algunos críticos abordan la obra de Carlos Monsiváis se refieran

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reiteradamente a su perfil formal a manera de destacar filiaciones entre la prosa renovadora del autor con los antecedentes del género. Sin embargo, hay que señalar que si bien estas observaciones abren la presentación a la mencionada antología, los párrafos finales del paseo por la crónica mexicana que Monsiváis desarrolla a lo largo del prólogo, invitan a otro perfil de la crónica contemporánea, al tiempo que esbozan una demanda por cierto carácter civil que excede el espacio de los formalismos. Una encomienda inaplazable de crónica y reportaje: dar voz a los sectores tradicionalmente proscritos y silenciados, las minorías y mayorías de toda índole que no encuentran cabida o representatividad en los medios masivos [...] Se trata de darles voz a marginados y desposeídos, oponiéndose y destruyendo la idea de la noticia como mercancía [...] No pretendo que tal encomienda sea el único destino posible de la crónica y el reportaje ni columbro oleadas de periodistas radicales; consigno tan sólo una jerarquización ideal del trabajo periodístico (Monsiváis, 1980: 76).

Es precisamente en la encrucijada de estas dos demandas del género, la literaria y la informativa-crítica, donde se realiza el fenómeno de la crónica literaria-periodística que nos ocupa en esta oportunidad. Ahora bien, hay autores que optan por el énfasis en uno de los polos de la ecuación y otros que, como Monsiváis, logran combinar y equilibrar de manera magistral las distintas exigencias del género. Más aún, cuando se reconoce el protagonismo de Monsiváis en la renovación del género se apunta a los aportes de su crónica en ambos aspectos del trabajo con la prosa. Yo quisiera proponer un neologismo para explicar el fenómeno de la prosa cronística de Monsiváis: la “descritura”. Este término me permite pensar en dos de las claves de la obra periodística del referido autor. La “descritura” se refiere, por un lado, al impulso de deconstruir un estilo tradicional, un tono prosístico, a partir de una renovación formal que se distancia de los modelos de las crónicas mexicanas tradicionales desde mediados del siglo XIX: la crónica educadora, la costumbrista, la celebradora del régimen oficial y sus logros, la de sociedad, etcétera5. 5 El impulso más reconocible en el estilo de Monsiváis es el de su singularidad y su personalidad propia. No obstante, es necesario reconocer –citando al propio autor– las filiaciones entre el estilo cronístico de Monsiváis y el modelo anterior introducido por Salvador Novo en las letras mexicanas. Monsiváis alude a esta relación en los siguientes términos: “Por Novo entiendo que el español no es nada más el idioma que los académicos han registrado a su nombre, sino algo vivo, útil, que me pertenece. Por Novo aprendí que el sentido del humor no difamaba la esencia nacional ni mortificaba excesivamente a

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Al mismo tiempo, la “descritura” se refiere a ese afán de su prosa por describir ciertos momentos y personajes paradigmáticos dentro de la imagen del México contemporáneo. Las crónicas de Monsiváis son textos que giran en la mayoría de los casos sobre sucesos locales, el referente es fácilmente identificable, así como él ánimo crítico del recuento. De este modo, la escritura de Monsiváis se convierte en una forma particular de abordar los referentes, de indagar en los comportamientos y gustos de la inmensa población defeña. Esta discursividad anclada en referentes locales y temporales precisos, hace que su obra sea “menos universal en el sentido de lo que podríamos llamar una teoría, pero más fácilmente encarnado y legible por amplios sectores interesados en los fenómenos de la cultura mexicana” (Nivón, 1998: 32). Volviendo al punto de la “descritura” desde una perspectiva estilística, habría que señalar que en Días de guardar el empeño puesto en parodiar y re-escribir ciertos géneros y estilos, se convierte en uno de los ejes centrales de tal colección de textos. Este saqueo al archivo formal, este recurso de la intertextualidad, junto a otras estrategias discursivas, estará igualmente presente en el resto de su obra aunque no con la misma intensidad con la que se presenta en estos textos de inicios de los setenta. En Días de guardar, por ejemplo, Monsiváis presenta un texto que es la reescritura paródica del famoso poema de Ginsberg, el poeta de la generación Beat. El texto intitulado “Informe confidencial sobre la posibilidad de un mínimo equivalente mexicano del poema Howl (El aullido) de Allen Ginsberg”, se convierte en el espacio para la crítica de las personalidades políticas del México posrevolucionario: He visto a las mejores mentes de mi generación destruidas por la falta de locura, medrosas pensando que alguien pueda darse cuenta de su desnudez, . . . que ejercieron la constancia mañanera en los grandes hoteles donde desayunaron con los importantes funcionarios y los jerarcas de las finanzas, y se mostraron atentos y solícitos y cordiales y supieron reír y celebrar el chiste del perico que sabía esquivar como si lo hubiesen oído por primera vez y que cuando así le convenía al jefe y maestro, supieron eclipsarse y esperar (Monsiváis, 1970: 290-92).

la Rotonda de los Hombres Ilustres; en Novo he estudiado la ironía y la sátira y la sabiduría literaria y si no he aprendido nada, don’t blame him” (Monsiváis, 1966: 49-50).

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Dentro de esta misma recolección de crónicas publicada en 1970, encontramos “Adivine su década” pieza que remeda a los populares cuestionarios usuales en las páginas de las revistas dirigidas a un público femenino, preferentemente aquel dedicado a los “oficios del hogar”. Hay igualmente a lo largo de las crónicas de Monsiváis cientos de citas que re-articulan el mecanismo intertextual a partir del humor, de la apropiación paródica o simplemente como índice de la educación sentimental de una generación. Hay dentro de esta postura, un afán de-solemnizador que, según el propio Monsiváis, era rasgo característico de su generación y de las corrientes contraculturales popularizadas en los años sesenta. De la mano de fenómenos literarios como la Onda, la crónica periodístico-literaria de finales de la década se inserta dentro de una corriente de literatura crítica: “En literatura, se recupera, con la parcialidad demostrable, la visión crítica, una de cuyas vertientes más celebradas ha sido la antisolemnidad, o como se llame esa empresa fallida fundada por la urgencia de renovar y vivificar el lenguaje” (Monsiváis, 1970: 16). Para el escritor, el referente urbano y contemporáneo ha convertido en anacrónicos ciertos modos de representación periodísticos y literarios. La urbe desbordada invita a una rearticulación de sus voces al tiempo que “cancela opciones narrativas, tratamientos lineales” popularizados por la prosa anterior6. En consecuencia, la crónica contemporánea al estilo de Monsiváis asume el reto de renovar formalmente y estilísticamente el género, en un impulso tildado de afán iconoclasta, tal y como apunta Linda Egan: “Monsiváis quisiera dinamitar el México Monumental con sus verbos poderosos y bombas aforísticas y luego reconstruirlo con su risa y la compasión que irradia por cada una de las escenas que dramatizan la lucha de su sociedad por conocerse” (Egan, 1993: 1.302). Monsiváis se distancia de la identidad de la crónica en cuanto “monumento” o discurso signado por una regimentación o normativas previas y, en su lugar propone construir un discurso que –dentro de las categorías foucaultianas– se concibe más como “documento” o discurso denso que codifica nuevos modos urbanos. Se dice que Monsiváis es un archivo infinito de los registros culturales de la capital mexicana, que él parece registrar cada movimiento y sonido de la urbe. En 1972, Octavio Paz afirmaba que “un nuevo lenguaje aparece en Monsiváis, el lenguaje del

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Estas observaciones sobre los cambios introducidos en el género por la crónica mexicana post-68, aparecen citados en el artículo de Monsiváis “De la Santa Doctrina al Espíritu Público (Sobre las funciones de la crónica en México)”, publicado en 1987 en la Nueva Revista de la Filología Hispánica.

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muchacho callejero de la Ciudad de México, un muchacho inteligentísimo que ha leído todos los libros y todos los comics y ha visto todas las películas. Monsiváis un nuevo género literario...”7. Esta capacidad caleidoscópica de la prosa de Monsiváis, esta búsqueda por registrar el presente que el cronista observa y escucha, convoca una prosa heterogénea vocal y temáticamente. Este rasgo de la escritura de Monsiváis ha sido reconocido por varios críticos y ha sido incluso interpretado –por algunos– como un aspecto cuestionable en la obra del cronista. He aquí un ejemplo en los apuntes de Adolfo Castañón sobre la prosa monsivaisiana: La pluma como un micrófono, la página como una calle imaginaria que atraviesa por todos los barrios de la diferencia social y que sube y baja infatigable los peldaños de la pirámide. Escritura a control remoto, libros que son como vastos estudios de radio y de TV, adjetivos como reflectores, a veces la prosa como video-cassetera, el lenguaje de Monsiváis busca la historia, practica una gimnasia de la descripción destinada a dominar el tumulto, a describir lo innombrable: la masa en movimiento, esa ballena blanca que burla al cazador y lo seduce y lo engaña (Castañón, 1990: 21).

De acuerdo al mismo Castañón, la prosa de Monsiváis es “del oído y para el oído”, con lo cual hace referencia a una de las cualidades más singulares de esta escritura. En este sentido, yo creo que podemos apuntar hacia la labor de Monsiváis como cronista de las calles de la urbe, de sus espacios más concurridos, de los eventos más resonados. En todas estas instancias podríamos imaginarnos el protagonismo no sólo de la muchedumbre, sino también del inevitable vocerío que acompaña a las manifestaciones urbanas. Los textos de Monsiváis recrean con preferencia los momentos de la exterioridad urbana, de lo público. De ahí que al leerlo nos quede muchas veces la impresión de habernos adentrado en el espacio de las muchedumbres, de lo colectivo como expresión inevitable de la experiencia urbana. Me parece entonces pertinente retomar las observaciones de Olalquiaga (1993) acerca del debilitamiento del lenguaje verbal en la época finisecular. Esta autora presenta una reflexión sobre la sicastenia donde se plantea que al debilitamiento de la preeminencia del verbo le corresponde el protagonismo de la imagen propio de las realidades urbanas postmodernas. En el caso

7 Tomo las observaciones de Paz (“El precio y la significación”) de la cita respectiva en José Joaquín Blanco (1982: 85).

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de Monsiváis, podríamos reconocer una confrontación o desplazamiento similar, al comprobar el énfasis otorgado por su prosa al elemento auditivo, a las voces que acompañan el ritmo cotidiano de la capital mexicana. En ambas instancias, lo que parece ponerse al descubierto es la crisis de ciertos paradigmas de la representación ligados a sensibilizadas “letradas”. La sensación de oralidad presente en las crónicas de Monsiváis bien podría vincularse con la vertiente periodística del trabajo intelectual, con esa noción de que la letra del periódico y sus titulares se vocean en la calle buscando capturar la atención de los paseantes o conductores. Al mismo tiempo se vinculan con una imagen particular del cronista como flâneur pues en lugar de la reconstrucción de los hechos que se recrea bajo la forma de una prosa cuyo referente inicial se adelgaza ante las exigencias estéticas del género, tenemos en muchas de las páginas de Monsiváis la impresión de estar ahí en medio de la multitud o el episodio que se representa. Esta sensación es convocada, en parte, por los fragmentos de conversaciones y otras marcas de oralidad que otorgan al texto esa impresión de “micrófono” a la que se refería Castañón en una cita anterior. Es como si el cronista quisiera que el lector compartiera de la manera más cercana posible la vivencia del paseante urbano y escuchara junto a él los sonidos de las conversaciones, la voz del anunciador, el lema de la publicidad televisiva, etcétera8. Según Linda Egan, la presencia de la oralidad en la glosa de Monsiváis está relacionada con su propia conciencia del público al cual se dirige su obra, un auditorio más que un conglomerado lector: masas urbanas que han sido formadas dentro de los mecanismos de la cultura audiovisual por excelencia: “Su auditorio es un televidente inmerso en una cultura todavía más oral que quirográfica; por tanto Monsiváis se pinta como orador que se esfuerza por alcanzar la mente pasando por el oído y con todo posible tono” (Egan, 1993: 814). Cuando Monsiváis representa los personajes, los espacios y la cultura urbana de México hace acopio de distintos géneros discursivos que otorgan un carácter heteroglósico a su prosa9. La combinación y convivencia de

8 En un excelente ensayo sobre el cronista, “Monsiváis: los días guardados”, José Joaquín Blanco se refiere a Monsiváis como “un autor que no se siente solitario entre la gente” (Blanco**, 1990:161-184). De ahí que el cronista a lo Monsiváis sugiere a un flâneur que se confunde con la multitud en una actitud gozosa, con un morbo que no se corresponde al distanciamiento romántico del flâneur moderno. 9 Según Bajtin, los géneros discursivos se corresponden con enunciados precisos (orales y escritos), atribuibles a locutores y prácticas diferenciables. De este modo, los enunciados se corresponderían con esferas de saber y enunciación particulares. Para el

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diferentes enunciados que define a la heteroglosia, es un recurso que en la crónica de Monsiváis apoya la idea del cronista testigo en cuya libreta de notas se acumulan los datos de la más variada procedencia. Es al mismo tiempo, un tipo de ampliación discursiva que permite la intervención de distintas perspectivas de enunciación dentro de la prosa cuyo narrador se encuentra en posición dialógica con estos otros enunciados dentro del espacio narrativo. El recurso de la heteroglosia discursiva está presente, en mayor o menor medida, en muchos de los textos de Monsiváis, pero alcanza sus mejores logros en crónicas como “5 de febrero/ La Constitución. Las ceremonias de Durango” (1968-9), “Agustín Lara. El harem ilusorio (Notas a partir de la memorización de la letra de “Farolito”) (1975), “Crónica de una Convención (que no lo fue tanto) y de un acontecimiento muy significativo” (1994). En ellas se representa respectivamente una celebración patriótica en un pueblo de provincia, el retrato de Agustín Lara como emblema de una época de la cultura mexicana y la convención de 1994 en Chiapas, convocada por el EZLN. En todos estos ejemplos, el discurso de la crónica se desdobla en distintos géneros y voces al intentar reconstruir textualmente un episodio colectivo donde intervienen múltiples perspectivas, saberes y comportamientos. Refiriéndose a esta dimensión heteroglósica de la escritura de Monsiváis, Linda Egan sostiene que “Monsiváis imprime una voz encima de otra para enunciar en el nivel de la semiótica lo que dice en el nivel del discurso, y el mensaje es: hay que poner a dialogar las voces que se discuten en el pueblo y eliminar las divisiones en la psique nacional” (Egan, 1995: 308). Esta capacidad de la crónica escrita por Monsiváis de abarcar las voces más dispares y variadas de la cartografía de la capital mexicana, ese estilo de “vídeo-casetera”, construye una textura vocal que puede leerse como intencionalidad de representación de una memoria y un presente urbano que articulan elementos diseminados dentro de una cartografía urbana poco solidaria con la construcción de redes para una ciudadanía incluyente y heterogénea. También habría que señalar que Monsiváis, el cronista de la muchedumbre defeña, cuando describe el fenómeno de la sociedad de masas en su era massmediática delata un mal que él mismo representa. Es un lugar común el

crítico ruso, los enunciados “reflejan las condiciones específicas y el objeto de cada una de las esferas no sólo por su contenido (temático) y por su estilo verbal, o sea por la selección de los recursos léxicos, fraseológicos y gramaticales de la lengua, sino, ante todo, por su composición o estructuración” (Bajtin, 1982: 249).

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referirse al don de ubicuidad del cronista y a su poder de opinión sobre casi cualquier materia nacional. Esta ubicuidad le aproxima a la cualidad audiovisual de la cultura analizada por él. Crítico de mitos e iconos, el propio Monsiváis ha devenido en ídolo reconocible por un público infinito. Es, sin duda, el intelectual de mayor visibilidad en la actualidad mexicana: su rostro aparece retratado diariamente en la prensa, es habitual escucharlo dictando cátedra en algún espacio televisivo, es el prologuista de guías turísticas, de antologías de cualquier suerte, es –a fin de cuentas– el inevitable Monsiváis. En una entrevista publicada en ViceVersa (1997), el cronista se refería a su fama y a su condición de personaje público: “Algunos me reconocen, me atribuyen una actividad y casi hasta ahí. Y esto me causa extrañeza y ya. No me dicen: ‘Usted es escritor, lo he leído’; me dicen: ‘Usted es escritor, lo he visto en la tele’” (Bautista, 1997: 28). Otro elemento que le ha valido la popularidad y el reconocimiento del público, ha sido su recurso recurrente al humor en sus escritos e intervenciones públicas. Se habla de Monsiváis como un escritor extremadamente vital y lleno de energía, carnavalesco en la inversión de los roles y en el protagonismo de las fiestas y el relajo populares, el desmadre en el lenguaje y sus juegos de palabras, el recurso auxiliar de los juegos tipográficos. A la prosa de Monsiváis se la asocia con la representación paródica de otras voces, otros discursos, otros estilos. Sus blancos de ataques son principalmente los lenguajes de la política oficial y los de los medios masivos de comunicación. En ambos casos, el cronista denuncia una retórica de címbalos y abalorios, de fórmulas repetidas y clichés, que prolongan la imagen de lenguajes manipuladores del público. A manera de ejemplo podemos ver a un Raúl Velasco –el famoso animador de un programa de diversión– simbolizando a toda una cultura televisiva: A esa nueva especie social, el Animador, la vida le resulta una sucesión de: Introducciones Sonrisas Elogios Aceptación humilde del elogio y la ovación cerrada Peticiones de aplausos Consejos morales “Todavía no se vayan” La vida jamás concluye. Siempre queda algo, viene alguien/ un domador de nahuales/ un cantante de ranchero/ la cintura más breve de México/ la única estudiantina que canta canciones en árabe/ un prestidigitador que causa la alegría de chicos y grandes/ un grupo de niños que solicita compra de votos para elegir Reina del Colegio Tres Milagros/ la Voz de la Temporada.

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“Y ahora con ustedes” Y ahora con nosotros... Un país, un aparato del que se desprende una acumulación de dones, de complacencias para el gentil auditorio... (Monsiváis, 1977: 194-195).

El uso del humor, del tono desacralizador, de los juegos verbales, es una constante en las crónicas de Monsivaís aunque el énfasis en la prosa lúdica y en las proezas tipográficas, se hace más recurrente en los primeros títulos como Días de guardar y Amor perdido. Las crónicas de los ochenta, aunque no se despojan necesariamente de estas características, no presentan la prosa tan intensa de sus antecedentes. Pareciera que el regocijo monsivaisiano se reposara un poco y diera paso a una reflexión que aunque continúa recurriendo al humor, no se regodea tanto en las peripecias formales. Por otra parte, la intensidad que caracteriza a la prosa inicial de Monsiváis lleva consigo el riesgo del extravío de la idea, tal y como sanciona Blanco en un comentario sobre Días de guardar: Muchas veces dan ganas de decirle al estilo de Monsiváis: “Calma, calma, siéntate, recobra el resuello y barajéamela más despacio”. En el mismo párrafo apiramida la idea general, las acotaciones laterales, los chistes que frecuentemente exigen de la Enciclopedia Británica o de un inexistente Diccionario de Trivia de Coyoacán para su desciframiento; los matices adverbiales, las interpolaciones autocríticas, y queda tambaleando, víctima de su propia carga, peor que los laberintos de la poesía barroca del siglo XVII (Blanco, 1990: 182).

Esta prosa concurrida por malabarismos verbales va dando paso en los textos posteriores a un equilibrio mayor entre el estilo y el contenido. De esta manera, en Escenas de pudor y liviandad, Entrada libre y Los rituales del caos, asistimos a una prosa más reposada y con objetivos más claramente críticos y de denuncia. Así, por ejemplo, en el prólogo a Entrada libre –sin duda el libro más comprometido de Monsiváis– el autor señala que la representación de la cotidianidad propia del género, girará en torno a las luchas civiles que son acalladas generalmente dentro de los espacios de los medios masivos. El ánimo de estas observaciones preliminares revela a un Monsiváis primordialmente cívico en la labor periodística recogida en este título10.

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Su intención autorial queda explícitamente destacada en las palabras finales del prólogo: “Con excepción de las notas dedicadas a las expresiones populares durante el Mundial de Fútbol (en lo básico reacciones de integración del público mexicano en su

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Esta dimensión de reflexión crítica en torno a la realidad mexicana contemporánea es el eje sobre el cual se sostiene la gran parte de la obra cronística de Monsiváis. Sus crónicas son la revisión incansable sobre el tema de lo popular, la identidad mexicana y la historia cultural del país en el presente siglo. Los lectores de Monsiváis reconocen esta insistencia temática, este merodear –una y otra vez– en los espacios donde la sociedad descubre sus simulaciones, sus engaños, sus diversiones y sus aspiraciones civiles. En este sentido, no es exagerado afirmar que Monsiváis ha sido en las últimas décadas la voz más vital y prolífica del registro de la vida cultural en la capital mexicana. Él ha incursionado en los lugares, eventos y personalidades que están construyendo la futura historia de esta megalópolis. Monsiváis reconoce en varias ocasiones esta tendencia omnívora que puede hacerle pecar por excesivo o superficial y sus líneas nos han acostumbrado a la disculpa autorial, a la declaración de las debilidades posibles en la que su discurso incurra11. Pues en no pocas ocasiones, hay en Monsiváis la conciencia de su posición de cronista como fisgón, como voz de un morbo por acercarse al festín que lo deja de lado, trátese de una elite veraneando en Acapulco o del relajo desatado en algún arena de lucha libre o un salón de danzón. Monsiváis se sabe partícipe de una tradición cronística que acarrea consigo el riesgo de la representación costumbrista, o la nostalgia nacionalista de cuño camp. La ciudadanía protagonista de los textos de Monsiváis se identifica en muchas de sus crónicas con la imagen del público como punto de partida de sus reflexiones en torno a las condiciones de la sociedad mexicana actual: [QUERIDO PÚBLICO] Querido público: ¿cómo describirte, cómo descubrirte esta noche, cualquier noche, sin caer en la sociología instantánea, falsa y vulgar? En rigor te imagina-

espíritu internacional normado por la pasión deportiva, los medios masivos y el comercio), en las crónicas de este libro me propuse acercarme a movimientos sociales, no para registrar toda la historia sino algunos fragmentos significativos de entrada libre a la historia o al presente, instantes de auge y tensión dramática” (Monsiváis, 1987: 14-5). 11 Habría que apuntar que una de las debilidades en las que puede caer el estilo monsivaisiano en este afán por abarcarlo todo, por entender y explicar la cultura contemporánea, es la de hacer uso de generalizaciones fáciles. El lector se encuentra a veces frente a sentencias lapidarias que convierten la opinión autorial en juicio lanzado ligeramente, como en este comentario tomado de Entrada Libre: “Así ha sido la derecha en la UNAM, desde hace 60 años: la ansiedad de privilegio que se reserva el monopolio del juicio moral. (No me pregunten qué ha sido la izquierda.)” (Monsiváis, 1987: 295).

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mos y eso es lo que más nos vale; creemos poder definirte a través de tu ropa, de los gestos y los gritos que te atribuimos. ¿No es una acción formidable? Nosotros te inventamos y tú nos ignoras; ignoras que se te calumnia o se te deforma. Muchas gracias, querido público. Todo te lo debemos. Tú nos has hecho y nosotros hemos trazado tu perfil posible. Allí estás, en nuestro inventario típico, con tu bolsa de papas fritas, tu ex-noviecita santa que hoy es tu cara mitad, tu palomita de cafres, tu familia y tu vidorria y tu relajo. ¡Qué padre chamarra verde te compraste, qué suéter tan suavena, qué copetote, compa! Te inventamos un físico, un vestuario, un lenguaje, un caló, y esta noche, querido público, te inventamos y te inventariamos un deseo: el de recuperar tu feroz, bárbaro, íntimo contacto con tu criatura, el artista. ¡Charros, charros, de dónde salió este sapo! ¡Vóytelas, mis cuais! Que disque ya te domaron, que ya te educaron, que ya te domesticaron. Querido público: un día de estos debías tomarte unas cervecitas con los cuates y contarnos tu personal versión de los hechos. ¡Órales, anímate, canijo monstruo de las mil cabezas! (Monsiváis, 1970: 362).

El riesgo de convertirse en cronista de factura costumbrista, nacionalista a ultranza o seudo-sociológico, es uno de los atolladeros posibles cuando la materia narrativa gira sobre el referente de lo popular. Para Carlos Monsiváis, lo popular-urbano se convierte no sólo en tópico recurrente dentro de sus crónicas, sino en un modo posible de imaginar una sociedad más democrática y menos excluyente. Simultáneamente se asiste en sus crónicas a la indagación incansable en torno a una imagen de la identidad nacional que se corresponda con las condiciones de la sociedad mexicana actual. A este respecto, podríamos recurrir a Renato Ortiz y a su insistencia en considerar a la identidad nacional/local como construcción cultural e ideológica ligada a una lectura particular del pasado. En esta tarea de reconstrucción de una memoria, el rol del intelectual es fundamental pues sus hallazgos y selecciones trazan la cartografía de una determinada versión identitaria. En el caso de Carlos Monsiváis, nos enfrentamos a un intelectual que persigue la configuración de una identidad popular, urbana y masiva en el México de finales del siglo XX. En su labor de cronista, se supone que su mirada está sujeta a representar un referente inmediato. La materia noticiosa de la crónica es un episodio o suceso del presente referencial. Ahora bien, cuando Monsiváis observa y describe la vida, personajes y gustos de los años 70, 80 y 90, no puede evitar la mirada retrospectiva, la indagación en una memoria que revele fuentes causales de los comportamientos más recientes. En esta medida, Monsiváis traspasa el modelo de la crónica periodístico-literaria como estampa costumbrista para elaborar arqueologías de la cultura urbana, y sus textos nos revelan entonces una doble inmersión del cronista: 1) aquél que mira con curiosidad el presente;

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2) el otro que se aleja en los laberintos históricos que ofrecen diferentes filiaciones de la cultura contemporánea con momentos y proyectos culturales precedentes12.

2. Analista de las conductas gregarias Mudo espío, mientras alguien voraz a mí me lee. Carlos Monsiváis

Monsiváis afirmaba que en las letras mexicanas recientes dos géneros estaban llevando a cabo la democratización de los temas y el lenguaje: la novela naturalista (de arrabal) y la crónica al estilo de José Joaquín Blanco, Elena Poniatowska o Ricardo Garibay13. Para Monsiváis, “la crónica registra el caos y la energía de las nuevas sociedades” y, más aún, el género se vincula con una tarea democratizadora y civil impostergable. El tipo de crónica dentro de cuyo carácter se inscribe la propia obra de Monsiváis responde no sólo al protagonismo de las masas y sectores menos favorecidos dentro del horizonte de la literatura, sino que además convoca a una labor civil mucho más amplia, vinculada con una especie de cruzada ciudadana. La recuperación y representación de lo popular urbano dentro de la obra de Monsiváis está del lado de la denuncia ante una situación social de alienación y falta de opciones plurales: sin una idea crítica y política de lo popular, las mayorías quedan libradas a las propuestas de los medios masivos, cuyo auge no se explica por la imbecilidad progresiva del pueblo, sino por el exterminio de las alternativas. En una sociedad de masas no se eligen opciones sino respuestas (de sumisión, de doblegamiento, de parodia, de resistencia) ante la gran alternativa de formas de diversión que unifican la apariencia social (Monsiváis, 1987*: 117).

En esta observación encontramos una de las asociaciones recurrentes en la representación de lo popular dentro de la obra de Monsiváis. Como bien

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Como señala Ortiz en El otro territorio, los intelectuales tienen el poder de legitimar ciertas visiones de la identidad ya que “actúan como mediadores simbólicos al establecer un nexo entre el pasado y el presente” (Ortiz, 1996: 81). 13 Carlos Monsiváis (1991).

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afirma el autor, lo popular se encuentra ligado a la noción de la sociedad de masas que caracteriza el perfil contemporáneo de las poblaciones urbanas. Al mismo tiempo, este concepto de sociedad de masas se vincula con los mecanismos culturales de la industria de los medios masivos de información y entretenimiento. Esta parece ser la noción imperante de lo popular que se reconstruye en las crónicas del autor escritas en los años setenta. En estos textos, lo popular se define generalmente como un público masivo fácilmente dócil y manejado por la industria de los medios. Dentro de esta reflexión, el cronista de la vida en la ciudad se pregunta por el significado del término “popular-urbano”, entendido éste como la manifestación de un nuevo tipo de cultura en el contexto del México modernizado. De este modo, se califica a la cultura urbana contemporánea como aquella que emerge a partir de la conversión de la sociedad tradicional en sociedad de masas y que, por lo mismo, implica el sometimiento y la reducción de las clases populares, la ofensiva ideológica de los medios masivos, el muy rentable caos del crecimiento capitalista (Monsiváis, 1984: 25).

Frente a estas condiciones culturales se hacía perentorio un compromiso del intelectual mexicano en cuanto conciencia capaz de traducirse en una producción crítica y liberadora. Una de las modalidades de esta respuesta intelectual consistía, según Monsiváis, en la ampliación y diversificación de los espacios de participación y difusión intelectuales. Era necesario ir más allá de los límites cultos del libro e incursionar en géneros populares como la fotonovela, el cómic, la prensa. De ahí, que el espacio de la crónica literario-periodística se vislumbre como opción idónea para proponer modelos culturales alternativos y recreaciones de lo popular que siendo consumidas por el mismo público medio sirvieran para tomar conciencia sobre los riesgos alienadoras de la sociedad capitalista y de masas. El protagonismo del “público” dentro de las crónicas urbanas de Carlos Monsiváis sugiere la idea de que la sociedad de masas ha creado una identidad colectiva que bajo la tutela de los medios de comunicación conforma una nueva especie de ciudadanía del espectáculo, una multitud que parece orquestada por uno de sus más eficientes animadores, el Raúl Velasco a lo “no te muevas gleba, que ahí te va tu maromero. Pura carencia disfrazada de solista. PAN Y CIRCO!!!” (Monsiváis, 1977: 193). Esta noción de público parece respaldada históricamente con la arremetida de ciertos sectores del poder que ingeniaron, desde la primera mitad del siglo, una red cultural para la realización de un ideal colectivo de identidad

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nacional-popular. Y bajo los objetivos de fortalecimiento de la llamada Unidad Nacional se planificaba una campaña cultural cuyos canales más eficientes serían la radio y el cine, a los que se sumaría más tarde la pantalla chica, tal y como analiza el propio Monsiváis: El país requería bases comunes, lazos colectivos. El cine y la radio (la XEW inicia sus transmisiones en 1930) se anticipan a la televisión en el otorgamiento de esos vínculos y se cohesionan como factores irremplazables de unidad nacional. La política lo ha sido todo, realidad e irrealidad; ahora, los sonidos y las imágenes compartidos del canto o del amor o del humor, generan otra vivencia colectiva, distinta (aunque jamás ajena) a los hechos del Poder y la explotación. Hay un solo decreto (conocido eufemísticamente como “gusto popular”) que dictamina las manifestaciones concretas del chantaje sentimental, de la exaltación demagógica, del reto al mundo, del relajo con los cuates, de la última noche que pasé contigo, del rencor apasionado. El cine y la radio van distribuyendo los reflejos condicionados, la exacta y obediente salivación (Monsiváis, 1988: 1.518-9).

Todavía en este momento –y hasta bien entrados los años sesenta– era posible defender en México la ecuación semántica que igualaba la noción de “masa” con el concepto peyorativo de pueblo inculto, amoral, desbocado en sus instintos, falto de valores, etcétera. De ahí la necesidad de las elites nacionales de contener y controlar a este “mar de semblantes cobrizos que, desde la revolución, invade su panorama visual, para ya nunca desaparecer por completo, volviéndose el alud cobrizo de las ciudades que emergen”14. Pero hacia los años sesenta, “todo cambiaba en México, que a principios de la década contaba con casi 35 millones de habitantes (la mayoría, por primera vez en la historia, en ciudades). La vida rural al viejo estilo se evaporaba rápidamente y en los centros urbanos avanzaba la influencia de Estados Unidos, concentrada en la clase media...” (Agustín, 1991: 224). Este desplazamiento de modos de vida e imaginarios rurales significó un golpe de lanza a la educación sentimental mexicana auspiciada desde la época posrevolucionaria. De ahí que Carlos Monsiváis en su recuento de crónicas Amor perdido, visite nostálgicamente los lugares simbólicos del México de la Unidad Nacional superado por las fuerzas modernizadoras, americanizadas y urbanas de las últimas décadas del siglo.

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Para una información crítica e histórica sobre el desarrollo del concepto y la realidad de la sociedad de masas en el México contemporáneo, recomiendo recurrir al ensayo de Monsiváis incluido en la compilación de José Joaquín Blanco y José Woldenberg (1996: 267-308).

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Con este tránsito señalado por Agustín se asistía entonces a una consideración de las masas urbanas como un colectivo de nuevo cuño. La sociedad de masas urbanas se identificaba con el rol de “público” auspiciado por el poderío creciente de la industria cultural responsable en gran parte de modelar las nuevas sensibilidades urbanas15. Comenzaba entonces a perfilarse una especie de ciudadanía del espectáculo, de estímulos y respuestas gregarias que se desentendían del rol tutelar del Estado como órgano capaz de monopolizar la formación de identidades. Este es, por cierto, uno de los temas centrales de Días de guardar en donde textos como “Raphael en dos tiempos y una posdata” analizan esta remodelación de las masas urbanas16. En esta crónica, Monsiváis se pierde en la multitud que aguarda impaciente el show del cantante español en la Alameda. Esta congregación urbana se distancia de la imagen colectiva que unas décadas antes retratara Diego Rivera en su conocido mural Sueño de una tarde de domingo en la Alameda Central. En la representación del muralista, el grupo congregado intenta condensar la diversidad social del país en la primera mitad del siglo XX, con sus militares, caudillos, mujeres, próceres e indígenas. Lo popular, materia recurrida en el muralismo riveriano con acentos progresivamente decorativos, se desplaza hacia los extremos laterales de la colosal estampa, sugiriendo una marginalidad que la misma composición pictórica impone. Por contraste, en “Raphael en dos tiempos...” el personaje que protagoniza la primera parte del texto es precisamente el pueblo que desborda el famoso paseo defeño con el deseo de presenciar el concierto de Raphael. El pueblo, por efecto de las circunstancias referidas, se transforma en público espectador de la industria del entretenimiento y la mitología televisiva y radiofónica, ante la curiosidad un tanto derrotada del cronista/analista:

15 Las Mitologías de Roland Barthes (1957) son un ejemplo de los textos, que hacia la época, abordaron la transformación de las masas en público consumidor. Elias Canetti, con su libro Masse und Macht (1960), también se convertiría en referencia ineludible para los tratados sobre las multitudes a partir de los sesenta. 16 Esta presencia masiva nos habla del desplazamiento del concepto socio-político de “pueblo” al de “multitud”. Una multitud que, como presenta Monsiváis en muchos de sus textos, ya no ocupa un plano marginal, sino que irrumpe en el paisaje urbano descubriendo una nueva realidad masiva que es la versión histórica de un desarrollo social: “We can say that this destiny of marginality has now come to an end. The Multitude, rather than constituting a ‘natural’ ante-fact, presents itself as a historical result, a mature arrival point of the transformations that have taken place within the productive process and the forms of life. The “Many” are erupting onto the scene, and they stand there as absolute protagonists while the crisis of the society of Work is being played out” (Virno, 1996: 200).

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Y todos los redundantes sistemas comparativos se arrogaban el derecho de representar nuestro pensamiento [...] Pero ninguno de estos rezongos servía, porque sólo el griterío funcionaba al dar fe –por lo menos– de una garganta múltiple manejada por la admiración o el reflejo condicionado. Y Raphael desaparecía y se volvía insignificante en medio de la adhesión total a Raphael y no que el mito engulliese la realidad [...] sino que el impulso colectivo se había olvidado ya de su propósito inicial y no se acordaba de qué hacía allí [...] la muchedumbre atendía ese despliegue manual y vocal sin comprender, sin recordar, sin contemplar (Monsiváis, 1970: 51)17.

Lo que reseña esta crónica, entre otras, es el advenimiento de una nueva presencia urbana cuyo comportamiento y sensibilidad se encuentran interseccionados de manera inequívoca por los discursos publicitarios y massmediáticos. La muchedumbre se describe entonces en términos de una “masa abierta” (Canetti, 1983), esto es, una multitud aglutinante de un colectivo diverso y múltiple que se expresa según la lógica ordenadora de la industria del espectáculo. En este sentido, Monsiváis prosigue en la segunda parte de la crónica mencionada a reseñar el comportamiento de una masa de corte más privado que acude a El Patio, recinto más selecto, a celebrar en mayor intimidad otro concierto de Raphael. Sin embargo, en ambas instancias, la pública y la privada, se asiste a una modelación de las respuestas de un público capaz de invocar a partir de sus respuestas seriadas una nueva forma de ciudadanía: “[...] la entrega a Raphael ha sido, de nuevo, un gran acto de unidad de todos los mexicanos, o por lo menos, de los que hallaron acomodo en la Alameda y El Patio” (Monsiváis, 1970: 56). Lo que Monsiváis denuncia en esta versión de ciudadanía mediática es su carácter de “sociedad del espectáculo” (Debord, 1995), esto es, el debilitamiento y superación de los relatos nacionalistas y urbanos generados por realidades espaciales e históricas reconocibles y correspondientes a una determinada ideología. La ciudad mexicana a partir de los sesenta se muestra incapaz de articular sentidos que traduzcan la vivencia cotidiana de la urbe y se asiste a una suerte de opacidad social: “[...] la ciudad se ha vuelto el paisaje inadvertido y opresivo que carece de personalidad y es incapaz de proporcionarla. El idioma común ya no se forja en calles y sitios públicos o a través de los acontecimientos políticos: ahora lo estipulan los medios masivos de comunicación” (Monsiváis, 1977: 268). No obstante, el cronista reconoce el alto riesgo de las interpretaciones intelectuales que con furor de exégesis absolutas tratan de otorgar sentidos a

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El subrayado es mío.

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los valores y comportamientos dentro de las sociedades de masas18. Al tratar de sortear estos riesgos, Monsiváis –en muchos de sus textos– otorga el protagonismo a la muchedumbre urbana, al relajo vital de esta presencia colectiva. Al mismo tiempo y como recurso auxiliar a su postura crítica, puede darse la denuncia directa al científico social encargado de desentrañar los sentidos de este entramado social que llega incluso a repeler al cronista y a su capacidad representativa: Y la adquisición de los sesenta, el Sociólogo Instantáneo, hablaba del mito en la sociedad industrial y de la capacidad de adhesión de las masas condicionadas exhaustivamente por los aparatos publicitarios [...] Y el pop-psicólogo, el ofrecimiento de los cincuenta, se refería al aura de indefensión y petición de auxilio que de Raphael fluía y explicaba cada uno de los shows como el encuentro, la captura que del hijo desaparecido efectuaba una legión de madres hace un momento todavía espectadoras. Mas ni las agudezas de los culturati ni las definiciones a partir de Fromm ni las introspecciones originadas en Vance Packard podían explicar lo que derrotaba las palabras: esa multitud como al acecho, como atisbando por encima de todos los demás hombros la boda del príncipe o la tajante destreza del verdugo, como lanzada al combate y al asedio con tal de conquistar un sitio cerca de algo tan desconocido que, incluso, podía ser Raphael Sánchez Martos, el cantante español de 22 años que había avasallado al público en México (Monsiváis, 1970: 47).

Lo que se desea poner al descubierto es la persistencia y funcionalidad de un sistema de simbologías verticales donde el pueblo, público o masa, sigue ocupando los niveles inferiores y la correspondiente limitación a la hora de decidir o influir en las demandas culturales. Paralelamente se sostie-

18 Carlos Monsiváis no se exime de esta revisión autocrítica de la mirada del intelectual posándose en las multitudes, y con el humor que lo caracteriza invoca una plegaria previa a la escritura de una crónica sobre el Mundial de Fútbol en México (1986): “Ilumíname Elias Canetti, genial descifrador de las masas, teórico insomne de las multitudes, analista de las conductas gregarias. Guíame por senderos del bien exegético sin caer en la tentación del paternalismo, y aunque ande en trance de populismo, condúceme al puerto seguro de las hipótesis que no naufragan a medio camino, de las metáforas que no resbalan, de las teorías totalizadoras en cuyas redes nunca aletean los lugares comunes. ¡Ah, supremo entendedor del comportamiento del hombre que abandona a su individualidad y se disuelve en el seno de la especie! ¡Ah, Casandra del best-seller, sálvame de las interpretaciones hechas en serie, líbrame de las andanadas freudianas y marxistas a domicilio, y si esto no te es posible, destruye por lo menos mis puntos de vista más obvios sobre las turbas felices cobijadas a gritos y sombrerazos bajo el augusto nombre del país donde viven!” (Monsiváis, 1987: 202).

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nen dentro de la industria cultural los mecanismos homogeneizadores que cronistas como Monsiváis convierten en el blanco de muchas de sus denuncias. Estas reflexiones sobre el rol de la industria de los medios masivos en la conformación de gustos “populares”, de líneas de consumo, de respuestas predecibles a la estimulación manipulada por fuerzas de la política, el mercado y el capital, se hacen igualmente pertinentes en las postrimerías de nuestro siglo y en su re-configuración de los planos y valores sociales. En este sentido, me parecen relevantes las observaciones de Monsiváis en cuanto al fenómeno del público en nuestros días. Ahora, América Latina y vastos sectores hispanos en los Estados Unidos se dejan unificar por la operación del gusto que actúa sobre la música popular, el humor infantil de los adultos, el estilo de conversar o de revelar los secretos más íntimos, los acercamientos a la moda. Ante esta dictadura no tiene caso preguntarse: “¿Qué tiene que ver con el arte o con la realidad?”, ni hablar obsesivamente de la manipulación, que se da con largueza, sin ser el elemento determinante. Más bien, conviene detallar los modos en que se interrumpe o desaparece la relación creativa entre los artistas populares y sus audiencias, la cesación del diálogo entre los ofrecimientos del espectáculo y la selección a cargo del público. Aludo a los diálogos (efectivos y psicológicos) en el teatro frívolo, en las ferias de pueblo, en las carpas de barriada; pienso en los cines atestados donde hace cincuenta o cuarenta años las películas de éxito se sostenían durante largas y felices semanas. No fue exactamente la televisión la que canceló el trato íntimo de artista y público, aunque su irrupción fue sin duda lo determinante; también intervinieron a favor del monólogo dictatorial otras fuerzas: la sociedad de masas, el crecimiento incesante de las ciudades, el resurgimiento del nomadismo, el fin de los aislamientos geográficos (de los pueblos o de las barriadas). Un día, de pronto, un público enorme, el más grande que se había conocido, se descubrió frente a lo que veía y escuchaba, ya ni siquiera en relación con las industrias culturales sino con su oráculo: el rating (Monsiváis, 1995: 205-6).

Me he permitido la larga extensión de la cita, pues ella resume los puntos axiales de la reflexión cultural de Monsiváis en torno al fenómeno de la sociedad urbana de México en las últimas décadas. Por una parte, la cita alude al carácter unificador y mercadotécnico que las industrias culturales están impartiendo a la oferta dirigida al público consumidor contemporáneo. De otro lado, se presenta una de las temáticas más socorridas en la obra cronística del autor. Me estoy refiriendo al interés por realizar una especie de arqueología cultural de la vida mexicana, con sus instituciones pasadas y sus iconos consagrados por el advenimiento de la industria cultural moderna. En este fragmento, se hace referencia a algunas de las instituciones de la cultura popular que se cronicaron de manera extensiva en Amor perdido y,

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años más tarde, en Escenas de pudor y liviandad, compilaciones de crónicas que son el mayor homenaje monsivaisiano al México de las carpas (Cantinflas), a las efigies cinematográficas (María Félix y Dolores del Río), a las glorias de la canción (Agustín Lara y José Alfredo Jiménez), a la izquierda visible y fuente noticiosa (José Revueltas y David Siqueiros), al imperio de los salones de baile en México, etcétera. Las crónicas de Carlos Monsiváis han venido a configurar, de una vez por todas y con estilo singularísimo, el archivo de una educación sentimental mexicana de la que él mismo se declara sujeto y admirador19. Los libros de crónicas de Monsiváis adolecen, de esta manera, de un dejo nostálgico que rescata personajes e instituciones que en su época conjuraron un modo de ser mexicanos. Sin embargo, mucho de esta nostalgia se encuentra tamizada por la revisión crítica del proyecto de Unidad Nacional y sus mecanismos, visión que refrena la admiración del cronista e impulsa el tono satírico de muchas de sus recreaciones20. Lo que ocurre generalmente en estas crónicas dedicadas a representar un momento o personaje estelar del pasado mexicano, es el pasaje de un tono inicial celebrador al desenmascaramiento progresivo y, en ocasiones inclemente, del símbolo que se derrumba del pedestal de las certezas nacionales a la categoría de mitología construida y preservada por los intereses de proyectos culturales que son todo menos producción creativa y genuina de un público popular. Así, el cronista que afirma que “la densidad de los estereotipos es la facilidad de los comentaristas”, selecciona del archivo nacional aquellos personajes y episodios cargados de esta sugestión semiótica. Por ejemplo: “La leyenda de Lara reúne todos los requisitos: es pródiga en anécdotas culminantes, deletrea una sensibilidad colectiva, convoca la burla fácil y el reconocimiento sardónico, exige de los fieles una aguda sinceridad para padecer el amor” (Monsiváis, 1977: 61). 19 Monsiváis, en su autobiografía, declara pertenecer a una generación pre-relajo sesentero, una generación que “por vivir en el mundo anterior al rock’n’roll, fue la última educada en las extrañas normas del México viejo” (Monsiváis, 1966: 28). 20 Para José Joaquín, el tono del humor de Monsiváis es paródico y muy difícilmente satírico. Blanco sostiene que el humor de Monsiváis proviene de una fuente lúdica y optimista y, en consecuencia, el humor corrosivo y mordaz de la sátira no es un recurso que pueda lograr con maestría el autor de Días de guardar. Quizá la afirmación sea válida para este grupo de crónicas que comenta y no para el resto de la obra periodística de Monsiváis. En mi opinión, en la recreación de personajes y prácticas culturales del México de medio siglo, Monsiváis recurre precisamente a este distanciamiento satírico para dejar en claro su crítica en medio del tono nostálgico que sugieren algunas de sus reconstrucciones cronísticas.

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Al mismo tiempo, las crónicas sobre celebridades del mundo artístico mexicano combinan el retrato sobre el personaje con la reflexión paralela en torno a los fenómenos históricos y culturales sugeridos por la trama vital o artística del personaje en cuestión. De este modo, la crónica sobre Agustín Lara se demora en el retrato de la vida durante el porfiriato y la cultura de burdeles y los bajos fondos, junto al imperio de las sensibilidades modernistas y románticas. La crónica alrededor de Mario Moreno (Cantinflas) sirve de marco para la discusión de la cultura de las carpas en las barriadas populares y el símbolo del “pelado” en la cultura mexicana. Cada personaje, a su modo, ilustra con su protagonismo una parcela de cultura popular forjada sobre mitologías renovables y de amplia incidencia dentro de la sociedad de masas que el cronista describe desde esta perspectiva simbólica. Del lado de las mitologías populares, las crónicas de Monsiváis podrían concebirse como un amplio catálogo del gusto popular, que en el caso de la sociedad de masas de las últimas décadas es comparable al imperio del kitsch que abona las sensibilidades y las prácticas de miles de defeños. Agustín Lara, y la crónica que a él dedica en Amor Perdido, es uno de los símbolos de la cursilería que –según el cronista– es el antecedente nacional e histórico de las recientes actitudes kitsch. El pueblo mexicano de principios de siglo tenía en la cursilería “un idioma público” y un modo cultural que nivelaba en un “sentir” a “banqueros con desempleados, a jerarcas de la iglesia con mártires teóricos de la ultraizquierda, a literatos con analfabetos, a nobilísimas matronas con impías hetairas”21. El kitsch es, para Monsiváis, la expresión genuina de la sensibilidad de mercado que se reconoce como nueva norma cultural, como alternativa de consumo y regocijo para las clases menos privilegiadas: “otro consuelo de-los-pobres urdido por la sensibilidad industrial”. Si para José Joaquín Blanco, la capital se figura como almacén, en el caso de Monsiváis la ciudad se representa como tianguis callejero donde deslumbran las baratijas de la reproducción industrial. Esta avalancha del kitsch se vio propiciada por la suplantación de lo artesanal por lo industrial y por la misma reinserción del arte popular dentro de circuitos estéticos y sociales privilegiados. Esta particularidad consumista y estética del postmodernismo industrial se expandió hacia todos los espacios de la vida urbana y popular, incluyen21

Dos textos de Monsiváis se detienen en el análisis de la cursilería y el kitsch en la sociedad mexicana del siglo XX. Las citas pertenecen a la crónica “Instituciones: la cursilería” de Escenas de pudor y liviandad (1988: 172). Mucho más centrado en el fenómeno postmoderno resulta uno de los apartados de la “crónica múltiple” recogida en el primer tomo editado por J. J. Blanco y J. Woldenberg (1996: 276-283).

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do –como señala Monsivaís– la franja sagrada de la religión, sus prácticas y ornamentos. Una devoción popular intacta en medio de las transformaciones incesantes era inconcebible. Por eso, en el campo de la adoración estética, el kitsch ha tenido a su cargo la actualización reverencial. Hace tres años –me informa Ida Rodríguez Prampolini–, en un pueblo veracruzano antes de las ceremonias de Semana Santa, un grupo de vecinos convocó al alcalde y al cura. “No podemos seguir con los ritos tal cual” les dijeron. “A nadie le importan los centuriones y los fariseos. Esa historia quedó muy lejos. Pongamos al día el aspecto de los enemigos del Señor”. La discusión fue muy acre, los vecinos no cedieron, y al final, al representarse la Pasión, en lugar de las cohortes romanas y los funcionarios de la Sinagoga, aparecieron... pitufos, goonies, ewarks de Star Wars, el Freddy Krüger de Pesadilla en Elm Street, Darth Vader... El pueblo aplaudió. Les interesaba la tradición y mucho, pero de una manera alivianada (Monsiváis, 1996: 282-3).

Este desfile santo en las calles de alguna población veracruzana está denunciando no sólo el advenimiento del kitsch como norma cultural en el México de fines de siglo, sino igualmente el perfil de aquello que Renato Ortiz denominara lo “popular-internacional” (1988). En este ejemplo en particular, resulta evidente que la Iglesia católica y su lenguaje universal se está viendo desplazada por nuevos códigos globalizadores tal y como denuncia el episodio descrito. Lo que se discute es el advenimiento de una suerte de sensibilidad vicaria, un modo de percibir el mundo permeado por los discursos del entretenimiento y la publicidad: las imágenes logran suplantar al referente real y erigirse como los paradigmas privilegiados en la aprehensión del mundo exterior. Los dispositivos imaginarios de las reproducciones y las representaciones invocan una experiencia particular de la historia y el espacio, al tiempo que instauran la preeminencia de un reino más allá de lo real22. Ante este cambio en el horizonte de los valores y los

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Monsiváis reconoce que su propia educación sentimental lleva la traza del imperio de los constructos imaginarios de los que se sirven las sociedades en un estadio tardío de la modernidad (la era de la simulación). En este sentido, su visión de la Revolución Mexicana es más que sintomática de esa nueva sensibilidad que él intenta representar en sus crónicas: “ni los murales, ni el anfiteatro Bolívar abrumado por los aplausos ante la simple mención de la palabra Zapata, ni el Seminario de Estudios Históricos al que acudía cada viernes, lograban proporcionarme una imagen real o cierta de la Revolución Mexicana. Para mí la Revolución Mexicana era Dolores del Río llorando ante el cadáver de Pedro Armendáriz o Domingo Soler...” (Monsiváis, 1966: 32-3).

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comportamientos dentro de las sociedades latinoamericanas, surge inmediatamente una interrogante acosada por la prosa de Monsiváis: ¿dónde queda lo “nacional” dentro de este panorama? ¿Cómo se expresa de manera diferenciada el alma del pueblo mexicano? ¿Cómo se relaciona la sociedad de masas contemporáneas con las nociones de ciudadanía, carácter local y entidades regionales?

3. El nacionalismo pop [...] la identidad de un país no es una esencia ni el espíritu de todas las estatuas, sino creación imaginativa o crítica, respeto y traición al pasado costumbrista, lealtad a la historia que nunca se acepta del todo. Carlos Monsiváis

Si queremos esbozar un análisis de la obra cronística de Carlos Monsiváis es necesario destacar uno de los temas que más obsesionan a su escritura: el indagar, una y otra vez, sobre el sentido de lo “nacional” y sus muy variadas expresiones en México. Dentro de esta línea de preocupación intelectual su obra es comparable a la de pensadores como Vasconcelos, Samuel Ramos, Octavio Paz o Roger Bartra. Pero como el propio Monsiváis apunta en el epígrafe a este apartado, su indagatoria intelectual no va detrás de esencias ni de espiritualidades colectivas, sino del lado de la identidad como producción cotidiana y renovada de un pueblo que ha de vérselas con sus tradiciones y su historia23. La obra de Monsiváis parece enarbolar con muy personal audacia el estandarte de “¡Viva México!”, y sugiere una búsqueda incesante tras los múltiples lenguajes en que tal idea se traduce. Desde Días de guardar, el autor descubre una actitud irreverente frente a las desgastadas mitologías

23 Esta noción de identidad es comparable a la definición social de “cultura” presentada por Raymond Williams en Culture and Society, y que fue crucial dentro de la disciplina de los Estudios Culturales. La definición monsivaisiana de identidad nacional supone un doble rechazo: 1) a la noción de la identidad como ideal y conjunto de valores atemporales; 2) a la imagen de la identidad como archivo museológico (estatuas, documentos, fechas patrias). Lo que le interesa al cronista mexicano es la identidad (y aquí aparece su cercanía con Williams) como un modo particular de vida.

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oficiales de la mexicanidad y sus páginas se dedican a desenmascarar este carácter de fachada decorativa que “declara un vacío, la oquedad interminable de este país que debe ataviarse, que debe amueblarse, que debe erigirse y constituirse en decoración, para así cerciorarse de su propia existencia” (Monsiváis, 1970: 179). La ideología del “nacionalismo cultural”, concepto axial en el campo de los ataques y reflexiones monsivaisianas, reconoce un inicio estelar en los predios de la modernización mexicana con la obra de José Vasconcelos y su arremetida cultural desde la Universidad y la Secretaría de Educación Pública. En La raza cósmica (1925) e Indología (1927) el pensador mexicano urde un modelo de latinoamericanismo humanista y espiritual. Más adelante, durante el período dominado por el poder de Calles, el proyecto vasconceliano se ve relegado por las propuestas más locales y económicamente redituables de la Campaña Nacionalista de 1931. Esta campaña llega en algunos momentos a alcanzar excesos chovinistas como podemos leer en las líneas del Decálogo Nacionalista redactado por el diputado José María Dávila e incorporado a manera de epígrafe en uno de los apartados de una crónica recogida en Días de guardar24. En 1934, Samuel Ramos publica una obra que hará historia dentro de la filosofía nacional mexicana: El perfil del hombre y la cultura en México. Con esta obra se suma el elemento psicológico-inconsciente en el delineamiento crítico del carácter nacional. Más aún, dentro de este diagnóstico nacionalista de visos freudianos se introduce la imagen del complejo de inferioridad del mexicano, tesis que logró no pocos seguidores. Diez años más tarde de la iniciativa callista, el gobierno de Ávila Camacho elabora otra campaña de consolidación de una identidad colectiva para el país. El programa de la Unidad Nacional fue lanzado en 1941 y se concibió como una medida de contención ante la amenaza de la arremetida fascista y, en este sentido, se trató de hacer convivir a todas las clases sociales dentro de un ideal nacionalista. A este respecto, comenta María Eugenia Mudrovcic:

24 Citaré, a modo de ilustración, simplemente dos de los artículos del mencionado Decálogo Nacionalista (1931): “Primero: Al levantarte cada día no olvides ordenar, pedir o recomendar a tu esposa, tu criada o tu ama de llaves, que todos los alimentos que te sirvan durante el día sean confeccionados con artículos del país [...] Tercero: Al fumarte el primer cigarro, acuérdate que el tabaco mexicano es mejor que el extranjero y si por desgracia hubieses adquirido el hábito de preferir los pitillos de hoja de calabaza con marcas exóticas, proponte firmemente consumir lo nuestro y verás que el tabaco del país te llega a gustar más y te daña menos” (Monsiváis, 1970: 182-3).

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Los alcances homogeneizadores de esta consigna (la-necesidad-de-unión-acausa-de-la-guerra) pronto ampliaron su radio de acción y rápidamente el discurso oficial borró de su registro toda referencia a la lucha de clases y en su lugar impulsó la idea de una comunidad armónica entre ricos y pobres, una ilusión que a su vez venía bendecida desde arriba por dos figuras que gozaron de enorme poder cohesionador en la época: la famosa abstracción de “lo mexicano”, por un lado, y la fe no menos famosa en el “Progreso Material de la Nación”, por otro (Mudrovcic, 1998: 31).

En palabras de Monsiváis, los alcances cohesionadores del programa de Unidad Nacional, jugaron con dos cartas fundamentales: “el sentimiento nacionalista (virtudes insustituibles de nuestra problemática, perfiles propios, sustentación en las raíces), el culto a los héroes (la cultura y la historia como antología de personalidades y obras excepcionales, el pasado como catálogo o enumeración orgullosa, de las ruinas prehispánicas a Juárez, del muralismo a José Gorostiza)” (Monsiváis, 1988: 1.381). Siguiendo esta línea de búsqueda tras las razones y las expresiones de un ser nacional y una sensibilidad histórica, Octavio Paz escribió su famoso Laberinto de la soledad (1949) donde quedaron plasmados ciertos perfiles nacionales que conformaron su propia mitología a partir de entonces. Ahora bien, es precisamente en discusión con estos modelos y paradigmas popularizados a lo largo de décadas, que la obra cronística de Monsiváis cobra sentido como lectura/escritura que deconstruye el carácter artificial de estos mitos y sus vinculaciones con los programas oficiales de identidad nacional. En consecuencia, podemos afirmar que algunos de los textos cronísticos de Monsiváis recrean un recorrido por el museo de los monumentos, los acontecimientos y los protagonistas del pasado mexicano. Pero Monsiváis parece estar portando unos anteojos que deforman tal exposición nacionalista, que la colocan cabeza abajo invirtiendo su sentido primigenio. Con este gesto paródico por excelencia, el cronista representa el acervo de la cultura mexicana contemporánea a partir de la distorsión crítica. De sus líneas sale la denuncia al carácter camp, cursi y/o kitsch, de la imaginería mitologizante de proyectos como el de la Unidad Nacional. Otros críticos han acompañado a Monsiváis en esta labor de denuncia ante el carácter manipulador, oportunista y decorativo, de tales programas oficiales de cultura nacional. Entre ellos, Roger Bartra ocupa, sin duda, un lugar destacado con dos obras fundamentales publicadas en las dos últimas décadas: La jaula de la melancolía (1987) y Oficio Mexicano (1993). Lo que ambos intelectuales denuncian es el carácter de espectáculo que adquieren muchas de las expresiones de la identidad y el énfasis en un nacionalismo formalista y fosilizado, que se apoya en la andanada de frases, efigies y

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lugares comunes que van perdiendo validez y capacidad de interlocución en las últimas décadas. La idea que reside en el núcleo central de estos ataques, es la crítica a políticas culturales exclusivamente controladas por el Estado y que prescinden de las manifestaciones heterogéneas que no encajen con el propósito de trazar una identidad y un carácter nacional concebidos de antemano25. La denuncia apunta hacia la idea del nacionalismo como ideología estatal y constructo político. En palabras de Bartra: El nacionalismo es la transfiguración de las supuestas características de la identidad nacional al terreno de la ideología. El nacionalismo es una corriente política que establece una relación estructural entre la naturaleza de la cultura y las peculiaridades del Estado [...] El nacionalismo es, pues, una ideología que se disfraza de cultura para ocultar los resortes íntimos de la dominación (Bartra, 1993: 36).

Ante esta realidad cultural, Bartra opta por alentar el compromiso de los intelectuales públicos en la tarea de construir y proponer alternativas culturales y diferentes perfiles para la mexicanidad en nuestros días. Su convocatoria coincide con la invitación que Monsiváis lanzaba en los párrafos finales de “Cultura urbana y creación intelectual. El caso mexicano”. De esta manera, se concibe la figura de un intelectual que no coopere con el clientelismo tan socorrido por las prácticas políticas mexicanas y que tuvo en Paz a uno de sus más reconocidos embajadores26.

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El antropólogo mexicano, Guillermo Bonfil Bantalla, ha insistido en la necesidad de formular un proyecto nacional que considere de manera efectiva el pluralismo cultural que está en la base de la sociedad mexicana. Esta ha sido la idea central en obras como México profundo y Pensar nuestra cultura. En ambos libros, Bonfil Batalla propone que la diversidad cultural mexicana debe reflejarse dentro de proyectos nacionales que consideren y admitan estas diferencias. 26 La labor oficial de Paz en el campo de la cultura mexicana y, más concretamente, en el espacio de la representación de su versión de la mexicanidad, ha tenido no pocos comentarios adversos. En 1977, José Joaquín Blanco, desde las páginas de Siempre lanzaba esta opinión demoledora: “El nacionalismo de Paz, pulido y discreto, da a su obra, en el extranjero, el aura mágica y pintoresca de un México museográfico; mientras que en México funge como conocimiento europeo desdeñoso de la realidad nacional, a la que Paz sólo recurre para estetizarla”. (Blanco, 1980: 189). Roger Bartra también ataca el flanco estético-ideologizante de Paz al referirse al ensayo introductorio, escrito por este último, al catálogo para la exposición “Mexico: Splendors of Thirty Centuries”. En este texto, Paz apunta hacia una sensibilidad paradigmática (el deseo por la forma) en el vasto espacio de la historia de la cultura mexicana. Al respecto, Bartra escribe: “La mira-

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Regresando a la obra cronística de Carlos Monsiváis, concordamos con Mudrovcic en su tesis de que el trabajo del intelectual mexicano puede dividirse a partir de sus reflexiones en torno a la “cultura nacionalista (o lo que percibe como mono-identidad cultural impuesta desde arriba) y cultura nacional (o multi-identidades culturales defendidas desde abajo)” (Mudrovcic, 1998: 31). No obstante, nos parece que la progresión no es tan lineal como propone la crítica argentina, sino que sugiere una circularidad: la serpiente que se muerde la cola. Si bien Días de guardar marca el punto de partida de una trayectoria con referencia a la temática de la identidad nacional, el último libro que reúne las crónicas más recientes, Los rituales del caos, regresa a una idea ya esbozada en el prólogo a la compilación de 1970. En esas páginas introductorias a Días de guardar, el autor se refería a la década de los sesenta, al boom económico que precedió el Movimiento del 68, como el momento pop del proyecto de la Unidad Nacional lanzado décadas antes. Antes de julio de 1968, todo concurría a elaborar esa jactancia, el optimismo de un alza infinita. De un modo u otro, nadie se eximía del juego, el juego de ser una voz disidente o el juego de elaborar un México pop, que no dejase fuera a nadie, que fuese la versión frívola de la unidad nacional propuesta por la sociedad de la abundancia (Monsiváis, 1970: 17).

Este México sesentero fue bastante efímero, según el cronista, pero aunque su obra sucesiva trazara el periplo de posteriores versiones de identidad, nos encontraremos de nuevo con el concepto del México pop a inicios de los noventa. Sin embargo, esta nueva versión pop ya no es emanación privilegiada de una burguesía nacional como aquella jubilosa en la antesala del 68, sino que se concibe como realidad sentimental y manipulación del gusto conformadas por la industria cultural y el imperio de los medios27: “Si algo

da atenta y amorosa puede percibir una continuidad que no se manifiesta ni en el estilo ni en las ideas, sino en algo más profundo: una sensibilidad. Esa voluntad de la forma no es más que la transposición de la razón de Estado al pasado mesoamericano, un pasado artístico donde la figura, la forma, revela las metamorfosis de una voluntad única” (Bartra, 1993: 35). 27 El fenómeno pop nace relacionado con las corrientes contraculturales de los años 50 y 60 en Inglaterra y Norteamérica y con la realidad de la creciente sociedad de masas. Se define –entre otros rasgos– por su perfil masivo de consumo, por su relación con estrategias comerciales y publicitarias, por su conexión con la cultura juvenil y por su contraposición al arte clásico o elitista. El término pop art fue acuñado en los años cincuenta por el artista británico Richard Hamilton. Años más tarde, desde los Estados Uni-

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le queda al nacionalismo es su condición pop. No popular, algo ya más bien anacrónico a fuerza de lo sentimental, sino pop, con el acento en el perfil publicitario, en los mensajes subliminales, en ese “barullo de estaciones” que es la moda” (Monsiváis, 1995: 24). Ahora bien, nos toca preguntarnos de qué lugar, o poder, emana esta nueva versión del pop en México. Podemos defender la idea de un proceso histórico de modernización que arriba a un estadio tardío con los consecuentes cambios y renovaciones en el perfil de la sociedad de masas y sus impulsos. Por otro lado, al pensar en el fenómeno creciente de globalización y de expansión trasnacional es posible apuntar hacia un nuevo tipo de colonialismo en la época de auge y dominio de la industria cultural masiva que se vincula preferentemente con Norteamérica como el centro irradiador y controlador de toda esta maquinaria industrial (radio, cine, publicidad, vídeo, etcétera). Este enfoque nos llevaría a prolongar las pasadas teorías de dependencia que se popularizaron en los estudios del nacionalismo hace unas décadas. Tal es el reclamo que Renato Ortiz elabora al referirse a la insistencia de ciertos sectores intelectuales latinoamericanos de declarar que la industria cultural y su auge en Latinoamérica es la nueva versión del imperialismo primermundista que nos invade y reforma. Concordar con esta línea de pensamiento, continúa aclarando Ortiz, es negar la capacidad histórica al capitalismo en los países de América Latina y suponer que el proceso modernizador en esta parte del continente es simplemente una imposición de intereses foráneos: “Tendríamos, en este sentido, la formación de una cultura popular masiva inducida...”28. En este caso, dentro del marco del pensamiento cultural encontraríamos las advertencias

dos, Andy Warhol teorizaría sobre el mismo fenómeno, rechazando la distinción entre arte comercial y arte no comercial. En un sentido más amplio, podemos pensar en la cultura pop y en su significado social. Stuart Hall y Paddy Whannel (The Popular Arts) apuntan hacia cierta funcionalidad social del pop en los siguientes términos: “The culture provided by the commercial entertainment market... plays a crucial role. It mirrors attitudes and sentiments which are already there, and at the same time provides an expressive field and a set of symbols through which these attitudes can be projected...” (Storey, 1993: 64). Por otro lado, me interesa destacar una particular observación de Huyssen que vincula el fenómeno pop con el advenimiento de cierta sensibilidad postmoderna: “Pop in the broadest sense was the context in which a notion of the postmodern first took shape, and from the beginning until today, the most significant trends within postmodernism have challenged modernism’s relentless hostility to mass culture” (Storey, 1993: 158). 28 Un análisis más detallado de estas posiciones ideológicas dentro de la reflexión cultural en Brasil puede encontrarse en Renato Ortiz (1988).

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frente a la amenaza de que tal penetración extranjera mine las fuerzas de la autonomía nacional. En el contexto mexicano, el ambiente de prosperidad económica y modernización galopante que se vivió en la década de los sesenta y que aún podía sentirse a comienzos de la década siguiente, revivió en ciertos sectores intelectuales el pensamiento anticolonialista. En consecuencia, la renovación urbana y el modelo imperante de la economía capitalista fueron leídos como las muestras de una norte-americanización creciente del país. Venga a nos el universo concentracionario de los hoteles disneylándicos: Continental Hilton, María Isabel Sheraton, Fiesta Palace. Venga a nos el reino de los grandes almacenes y las cadenas de restaurantes, el reino de Dennys, Sanborns, Aunt Jemima, Aurrerá, Minimax, las boutiques y los supermercados, la televisión a colores y el autoestereo, las tarjetas de crédito y las giras de veintiún días por el viejo continente (Monsiváis, 1970: 15).

Sin embargo, el pensamiento cultural de Monsiváis y su contacto con el archivo de la historia local y las tradiciones no le permite considerar el influjo de modelos capitalistas y modernizadores como un fenómeno de tabula rasa. Monsiváis, al igual que críticos como García Canclini y Renato Ortiz, considera que la recepción de los modelos económicos y culturales foráneos tiene que vérselas en México, como en el resto de América Latina en mayor o menor grado, con un sustrato local que no pasa a ser eliminado, sino transformado a partir de fenómenos de hibridación. En este sentido, la identidad nacional no se concibe en oposición absoluta a los modelos internacionales, sino como la manera particular que tiene México de convertirse en un país capitalista, industrializado y moderno: La cultura industrial traspasa pero no fija, porque el lenguaje para asir la realidad (la nacionalización de la tecnología) adapta un universo vertiginoso, computarizado, videológico y telegénico a las necesidades de cuartos desastrosos, de futuros a plazo fijo, del desempleo que es un remedio ante el abuso de los patrones (Monsiváis, 1981: IX).

La postura que Monsiváis representa en sus dos primeros libros de crónicas, Días de guardar y Amor perdido, es la denuncia ante un nacionalismo decadente y decorativo que se corresponde con los estertores finales de un proyecto de identidad histórico. De este modo, una y otra vez, el cronista vuelve en sus textos sobre su afán de revelar este modo oficial como un simulacro, como forma desprovista ahora de contenido: puro camp.

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Luego de la posibilidad de cambio, renovación y democratización abierta por los sucesos del 68, llegaron los setenta con el sexenio de Echeverría. El nuevo presidente pretendió enterrar los nubarrones que Díaz Ordaz había provocado en la opinión pública por su actuación en el sofocamiento del Movimiento Estudiantil. Con el nuevo mandatario priísta se inauguró un nacionalismo ornamental, modelado por la misma residencia presidencial que dictaba las pautas de un mexicanismo “turístico” y prolongaba las veneraciones formalistas de regímenes anteriores29. [...] el famoso “estilo echeverrista” es discursivo, ubicuo, obsesionado con las apariencias y las esencias de la nacionalidad. Para restituir el prestigio del nacionalismo se demanda la integración de artesanías regionales y vida cotidiana. Así lo exhibe la decoración de la residencia presidencial de Los Pinos: equipales de cuero de Jalisco, muebles de barcino, tablas huicholas decoradas con estambre, vajillas de vidrio soplado, cuadros de volcanes o impresiones naifs de bodas pueblerinas, macetas, cortinas, cántaros, soles, máscaras, tapetes, esculturas, faroles. El desfile ornamental se corresponde con las fiestas para visitantes ilustres en Palacio Nacional: estilizado, el traje típico libra una suerte de acometida nostálgica antes de reconocerse en público como disfraz (Monsiváis, 1977: 46).

Este nacionalismo como epígono de un proyecto oficial e histórico sobrevive con este carácter decorativo hasta que la crisis de la segunda mitad de la década provoca la ruptura previsible: Mellado, desértico, el nacionalismo no detiene esta vez las largas hileras frente a los bancos, las compras de pánico y el pánico como organizador y promotor de las situaciones. Sin clientela, una forma de nacionalismo, sostenida y patrocinada oficialmente, se extingue y con ella todo un proyecto histórico (Monsiváis, 1977: 49).

La temática del agotamiento de la simbología y la retórica posrevolucionaria y el surgimiento de posibles alternativas generadas por la comunidad,

29 El gobierno de Echeverría recibió diversas críticas desde las filas de intelectuales mexicanos. El paradigma de estos ataques es el libro publicado por Cosío Villegas en 1974 El estilo personal de gobernar, donde el autor denuncia la elocuencia incontenible y vacua de la discursividad presidencial. Se critica así la tendencia a los formalismos retóricos de un estilo político que, al mismo tiempo, practica la censura más radical en contra de otros discursos como el de la prensa. Se hizo famoso durante el sexenio echeverrista el golpe al periódico Excélsior que publicó en sus páginas comentarios adversos a la gestión presidencial.

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se traduce en un cierto tono que conforma gran parte de las crónicas en el libro de mayor aliento civil de Monsiváis: Entrada libre. Crónicas de la sociedad que se organiza. La detallada crónica sobre el terremoto que sacudió a la capital mexicana en septiembre de 1985 constituye la pieza más extensa del volumen y el espacio de discusión para un concepto axial en todo el libro: la idea de la sociedad civil y su realización concreta en las respuestas generadas en la comunidad ante la destrucción dejada tras el sismo. A este respecto, Entrada Libre es el momento dentro de la trayectoria monsivaisiana donde resultan más adecuadas las palabras de John Kraniauskas en su prólogo a Mexican Postcards. El crítico inglés apunta en sus líneas introductorias a tal antología que Monsiváis escribe para mantener viva la esperanza del cambio en él y en sus lectores30. El mencionado impulso de optimismo y aliento ciudadano del cronista tiene su anclaje en el panorama nacional que se vive en la década de los ochenta en México y que apuntala una crisis inevitable y la necesidad de una renovación democrática y ciudadana por la que Monsiváis apuesta. En la década de los ochenta es claro que “ya el paternalismo agotó sus persuasiones, y el ensueño del Progreso infinito ha resultado devastador”31. Esta crisis del proyecto oficial se ve agravada por el horizonte nacional desolador donde campea (tal y como pronosticaba la CEPAL) la agobiante deuda externa, la inflación, el desempleo, la distribución no equitativa de los ingresos, el Estado burocrático, etcétera. Frente a este panorama, la mirada desacralizadora a la que nos había habituado el trabajo cronístico de Monsiváis se echa a un lado para dar lugar a una prosa más cívica, en su inmediata intencionalidad. Monsiváis, el eterno comentarista de la sociedad y sus estados de ánimo, celebra con optimismo el espíritu creciente de la sociedad civil y sus posibilidades democratizadoras. En lugar de la mirada retrospectiva que rescata ídolos, estilos, modas de un pasado nacional para denunciar su carácter simulador, el cronista proyecta en esta oportunidad su mirada a un futuro prometedor. Y no es que el Monsiváis de crónicas anteriores sea menos vital que el de Entrada Libre, pues esto sería tergiversar el carácter mismo de un estilo personal. Lo que nos ofrece esta compilación de crónicas, publicada originalmente en 1987,

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La antología sobre la obra cronística de Monsiváis –editada, prologada y traducida por John Kraniauskas– constituye la primera traducción al inglés de la obra periodística de Monsiváis. John Kraniauskas (1997). 31 Monsiváis, en el prólogo a Entrada Libre analiza la situación nacional en el primer lustro de los años ochenta en México (1987: 11-15).

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es una confianza inusual en el futuro de una sociedad tradicionalmente sometida a los mecanismos políticos y simbólicos de una hegemonía en el poder32. El optimismo declarado de este libro llega incluso a sugerir el espacio de lo cotidiano como el reino de las propuestas civiles, las iniciativas democratizadoras y “el marco de disidencia”, en lugar del confinamiento de los imaginarios oficialistas y massmediáticos denunciados en crónicas precedentes. A diferencia de José Joaquín Blanco quien lee los ochenta como un túnel sin salida, Monsiváis confía en el avance civil y sus logros democratizadores. Al crecer la idea y la realidad de la sociedad civil se deteriora con rapidez un aspecto medular del presidencialismo, la intangibilidad del Presidente de la República (con su cadena forzosa de ritos y sacralizaciones). Mucho se avanza cuando los-ciudadanos-en-vías-de-serlo dejan de esperarlo todo del Presidente, cuya estatua abstracta de dispensador de bienes se erosiona a diario al democratizarse el trato cultural con los poderes (Monsiváis, 1987: 13).

Como dijimos anteriormente, esta confianza en el porvenir de una democracia civil en México y la realización de una política ciudadana más participativa, se vio suscitada –en gran medida– por la movilización comunitaria luego del terremoto de 1985. Bajo estas particulares circunstancias se configuró una idea de lo popular urbano como fuerza capaz de generar medidas organizativas, una labor de autogestión y una relativa independencia de la administración y gobierno oficial. Este protagonismo civil propició una reflexión teórica y social sobre las definiciones y alcances de la llamada sociedad civil en México33.

32 En el caso particular de la Ciudad de México se hace significativo notar que el Distrito Federal no había contado con un gobierno local e independiente en el siglo XX. Para la fecha de la escritura de estas crónicas, el nuevo ambiente civil y el clima de apertura democrática presagiaban un cambio dentro de la estructura del gobierno capitalino que, por decreto constitucional (1917), asignaba su jefatura al Presidente de la República. La gestión gubernamental del Presidente se complementaba con la labor más ‘municipal’ de las delegaciones urbanas. En ambas instancias era tradicional la hegemonía de las fuerzas políticas priístas que apoyaban y custodiaban el sistema centralizador de gobierno (mucho poder en manos de pocos). No sería hasta 1997 cuando se celebrarían las primeras elecciones para nombrar a un jefe de gobierno para el DF mexicano. En esta oportunidad saldrían derrotadas las filas priístas y el primer regente de la ciudad elegido por voto popular sería el candidato de la oposición Cuauhtémoc Cárdenas. 33 Uno de los apartados de “Los días del Terremoto” está dedicado a definir el fenómeno de la sociedad civil como entidad ciudadana post-sísmica (Monsiváis, 1987: 78-81).

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Entrada libre es un libro singular dentro de la trayectoria cronística del autor porque sus textos se diferencian del estilo más propiamente monsivaisiano al privilegiar la fuente noticiosa, el acontecimiento singular, ante las instancias más literarias o formales del género. Bien se trate del terremoto que sacudió a la capital en 1985, la tragedia de San Juanico o el Movimiento Estudiantil de 1986-7, lo que priva en estas representaciones cronísticas es la materia medular de la noticia, sus detalles y personajes centrales. Podríamos aventurarnos a afirmar que Entrada libre nos ofrece una prosa más periodística que literaria, que sus crónicas están más cerca del reportaje que del ensayo o la reconstrucción subjetiva de la crónica personal. En estas crónicas, la figura del cronista se adelgaza –sin llegar a desaparecer– para optar por la visión fotográfica del escenario y el recurso de la grabadora como auxiliar en la reconstrucción. Sin embargo, una de las crónicas del compendio recupera la factura monsivaisiana más reconocible. “¡¡¡Goool!!! Somos el desmadre”, es la crónica del Mundial del Fútbol celebrado en México en 1986. En esta recreación del festejo multitudinario del Mundial y el relajo popular en su versión unificadora y nacionalista, Monsiváis encuentra uno de sus temas y paisajes preferidos, el ¡Viva México! en plena ebullición y la sociedad de masas desplegando su energía particular: Aferrados a banderas y gritos, estos jóvenes son ahora los New-born Mexicans, los patriotas recién nacidos. Así fue, crecieron vagamente enterados de la posesión de un gentilicio con historia adjunta, y de pronto, como iluminados por un rayo, WHAM!, en ese camino a Damasco de los nacionalismos llamado el Mundial 86, se convirtieron a la religión del patriotismo deportivo cuya sede eclesiástica es la televisión (si la empresa se cree lo anterior, mañana se inauguran las oficinas Vativisa) (Monsiváis, 1987: 228).

El relajo callejero, deportivo y juvenil que alimenta las celebraciones del Mundial borra con su jolgorio la pesadilla del temblor sufrido en la capital un año antes. Pareciera que el espectáculo cumpliese alguna función amnésica sobre un pueblo dispuesto a la memoria efímera. Algo semejante había ocurrido en 1968 cuando las Olimpiadas celebradas en México mitigaron el horror de la matanza de estudiantes el 2 de octubre del mismo año. Cuando Monsiváis decide incorporar la crónica del temblor y la del Mundial dentro del mismo libro, se produce un efecto intra-textual de extrañamiento: ¿son estos fanáticos desbordados al grito “¡Duro, duro, duro!” los mismos socorristas de las brigadas civiles de las páginas anteriores? ¿Es esta ciudadanía en plena fiesta deportiva la misma gente en duelo, cuya tragedia acabo de leer?

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Si esta sucesión de ambientes y estados de ánimos es posible, también ha de ser realizable la otra ecuación: el tránsito del relajo al deber cívico y la lucha por los derechos. El préstamo de consignas de uno a otro momento ciudadano concede esta posibilidad de reciclar, readecuar y actualizar demandas colectivas. Tal es el caso de la actitud retadora de los jóvenes que el cronista presencia durante las jornadas del Movimiento Estudiantil en la UNAM en 1987. Es el turno de un ceuísta, y tras la metáfora golpeadora, al cabo del aplastamiento lógico y político del adversario surge el canto de estímulo: “DURO/DURO/DURO!”, tomado del fútbol sóccer. Al principio se aplicó con un criterio un tanto más deportivo: sigue con fibra, esquiva a los enemigos, profánales su meta antes tan virginal. Pero el transcurso de las sesiones, y la certeza de las resonancias radiofónicas, “militariza” el grito de apoyo, volviéndolo el taladro acústico, el ariete vindicador, el aplastamiento de las argucias del enemigo. ¡DURO/DURO/DURO! Destrózale la tesis, acaba con su falsa dialéctica, exhibe su ignorancia (Monsiváis, 1987: 266).

La crónica del Movimiento Estudiantil del 87 cierra el conjunto de textos con la sensación un tanto ambigua frente al futuro de la organización y las demandas civiles en el México de fines de siglo. A este respecto, Entrada Libre quiere ser una apuesta autorial por un futuro más democrático, pero no logra despojarse del todo de cierto escepticismo. Al final, priva la sensación un tanto utópica frente a la idea de las transformaciones sociales y la disposición ciudadana que, en ocasiones, se transforma en un “mal chiste”34.

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El escepticismo del cronista no sólo se deja entender en las estrategias intra-textuales que ponen a dialogar las crónicas entre sí relativizando sus respectivos contenidos, sino cuando denuncia a modo de colofón las transformaciones deplorables de la solidaridad comunitaria en casos como el de la tragedia de San Juanico. Cuando apenas el público se recuperaba de las imágenes dantescas del incendio que arrasó al vecindario adyacente a la planta de gas que explotó dejando un mortal saldo de víctimas, se hizo presente una andanada de chistes sobre el suceso. Monsiváis cataloga estos chistes como muestra del humor político, “según el cual lo más notorio de la marginación económica y social es su condición hilarante”. He aquí algunos de los chistes citados por el cronista: 1. ¿Cuál es el colmo de los habitantes de San Juanico? R: Pedir que les incineren a sus muertos. 2. ¿A qué juegan los niños de San Juanico? R: A las manitas calientes. 4. Una señora va a adoptar a un niño de San Juanico y le preguntan en qué término lo quiere (Monsiváis, 1987: 143).

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Las reservas que Monsiváis pudo tener en su momento con respecto al futuro de la democratización en la capital mexicana han sido, hasta cierto punto, confirmadas por los rumbos que han transitado los movimientos sociales y políticos en los años noventa en México. Los ochenta representaron el momento propicio para una acción colectiva en contra del autoritarismo político tradicional. Las prácticas de gobierno centralizadoras, el desprestigio creciente del partido del gobierno, su ineficiencia administrativa, generaron una reacción cohesionadora que logró agrupar dentro de la oposición a grupos de muy diversas procedencias y exigencias, y propiciaron igualmente la irrupción de nuevos liderazgos. Se configuró algo cercano a un frente común en contra del Estado tradicional y sus modelos de gobierno y representatividad. Sin embargo, este impulso democratizador se vio confrontado en los noventa con un nuevo panorama que redefinió el rol de la acción colectiva. Por un lado, la desvinculación de los agentes sociales de su dependencia estatal y el desgaste del modelo de gobierno autoritario no canceló las demandas sociales hacia el Estado. Por el contrario, el Estado más democrático de los noventa se encontró constantemente presionado por las exigencias de ciudadanos y grupos sociales. Pero dentro de esta dinámica sociopolítica se adelgazaron simultáneamente los tramados unificadores de la oposición al Estado autoritario. En consecuencia, es difícil encontrar un relato capaz de construir el consenso a la hora de rebatir o resistir a las articulaciones de poder neoliberales o globalizadoras. Es ese debilitamiento de las fuerzas cohesionadoras del colectivo urbano lo que conlleva al declive del optimismo político de comentaristas sociales como Carlos Monsiváis. Quizá sea por ello que Monsiváis, en su último libro de crónicas publicado en los noventa, ya no presta atención primaria al fenómeno de la sociedad civil en el México finisecular. En su lugar, se apresta a centrar su atención en las posibilidades ciudadanas y culturales del relajo y la cultura del entretenimiento. Lo que ocupa al cronista de Los rituales del caos es el carácter multitudinario de la población urbana y aquello que el cronista considera como las claves de la cultura finisecular en México: el consumo y el relajo. El cronista ha reiterado, una vez más, su interés (él lo identifica como morbo) por extraviarse entre los laberintos carnavalescos del gentío defeño. Este interés por el jolgorio, la fiesta callejera, la energía colectiva que se auto-celebra, lo acercaría a los valores que Bajtin reconoce en la escritura liberadora y paródica de Rabelais. Para el cronista, el relajo figura como espacio alternativo frente a las sujeciones ideológicas de las esferas políticas, económicas o culturales hegemónicas, tal y como apunta al inicio de su libro:

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La diversión genuina escapa a los controles, descree de las bendiciones del consumo, no imagina detrás de cada show los altares consagrados al orden. La diversión genuina (ironía, humor, relajo) es la demostración más tangible de que, pese a todo, algunos de los rituales del caos pueden ser también una fuerza liberadora (Monsiváis, 1995: 16).

Esta noción del rol particular del relajo popular y urbano nos permite dar otra vuelta de tuerca a la noción del nacionalismo pop. De un lado, tenemos la versión de la cultura nacionalista oficial y su condición camp denunciada por el cronista en algunos de los textos de Días de guardar y Amor Perdido. Luego, a finales de los ochenta, en Escenas de pudor y liviandad, Monsiváis aborda nuevamente el tema del archivo de la cultura urbana, sus instituciones históricas y sus simulaciones, para considerar las respuestas de las masas y los espectadores y detenerse en lo que el cronista considera como la variante del kitsch en México. Para Monsiváis, el mal gusto y la cursilería no son fenómenos postmodernos en México, han estado ahí desde que se ha intentado manipular la sensibilidad nacional a partir de simbologías culturales que se han convertido en tradición: el día de la madre, la adoración guadalupana, los mariachis de Garibaldi, las telenovelas, etcétera35. Lo que sí es una innovación en el perfil del kitsch en el México finisecular es su vinculación con el consumo (con su noción de status) y la creencia en la era industrial. En la adquisición de mercancías en serie se venera el regocijo emocional y sensorial, a la vez que se confirma el derecho de pertenencia a la cultura urbana e industrial de fines de siglo. Pero como señala Celeste Olalquiaga en Megalópolis, la crítica cultural tradicional apresta sus arsenales sancionadores ante una cultura del kitsch que se vincula a los estímulos sensoriales del público y no, a una interpelación de su intelecto, como suponía –y supone– el credo de la alta cultura. ¿En qué lugar de la crítica cultural se posiciona Monsiváis? ¿Desde dónde recupera y representa los vericuetos de la cultura popular urbana? Sus crónicas de los años setenta describen una trayectoria crítica que denuncia el carácter camp de la cultura oficial que convierte al nacionalismo en una

35 El kitsch es considerado por algunos críticos (Calinescu, Olalquiaga) como fenómeno histórico vinculado a una fase particular de la modernidad occidental. Para Olalquiaga, por ejemplo, “el kitsch es uno de los fenómenos constitutivos de la postmodernidad, porque las cualidades que hasta ahora se le han atribuido (canibalismo ecléctico, reciclaje, gusto por los valores superficiales o alegóricos) son aquéllas que distinguen la sensibilidad contemporánea de la anterior creencia en la autenticidad, la originalidad y la profundidad simbólica” (Olaquiaga, 1993: 69).

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experiencia vicaria de reproducción y no de creación por parte de los diferentes sectores de la sociedad urbana. En los años ochenta, el protagonismo dentro de los textos periodísticos literarios se otorga a las masas ciudadanas, bien desde una perspectiva cívica y política como vemos en Entrada Libre, o bien desde la representación de las instituciones culturales populares –como los salones de baile en México– donde puede leerse otra vertiente de la historia cultural urbana. Como señala Monsiváis en alguna oportunidad, la comprensión de lo popular urbano pasa por el rescate de sus instituciones más genuinas, aquéllas que nacieron de la iniciativa de ciertos sectores de la sociedad y que forjaron una tradición paralela a la de las instituciones culturales erigidas desde un proyecto oficial. En Escenas de pudor y liviandad, se produce precisamente el contrapunteo textual entre estas dos dimensiones de la cultura mexicana urbana. Las crónicas dedicadas a los lugares y hábitos populares se alternan con las piezas dedicadas a las instituciones del mexicanismo formal (museográfico, cinematográfico, sociográfico, etcetera). Finalmente, en Los rituales del caos, Monsiváis se permite el regodeo con la idea de lo popular urbano como espacio posible de libertad y creación ciudadana, no en el sentido cívico de Entrada Libre, sino en la condición más entrañable de las nuevas masas urbanas: la de público. No obstante, aunque ésta sea la perspectiva subrayada en el prólogo, las crónicas congregadas bajo este título desmienten ese optimismo inicial o, al menos, lo ponen en entredicho.

4. Del “público” a la “multitud” El optimismo que se traducía en muchas de las crónicas monsivaisianas de los ochenta iba de la mano con la confianza en los poderes reformadores de las iniciativas democratizadoras lideradas por distintos agentes sociales que estaban proponiendo nuevas conductas civiles y políticas. Nadie anticipaba entonces los enormes cambios que se avecinarían en los noventa y que pondrían en evidencia otros modos de desigualdad ciudadana, social y económica dentro del marco del país que se preparaba a cerrar el siglo XX. No se preveían las significativas consecuencias de la globalización incipiente del mercado internacional, de la implementación del Tratado de Libre Comercio, de la emigración masiva a los Estados Unidos. Paradójicamente, la apertura de México a la postmodernidad globalizada trajo consigo el descubrimiento de una realidad íntima hasta ahora desdeñada: la rebelión de los zapatistas en Chiapas confirmó un desencuentro que ya no podía seguir siendo ignorado:

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Los primeros minutos del primero de enero de 1994, el día en que entraba en vigor el Tratado de Libre Comercio y la familia Salinas daba un fiestón en Los Pinos después de vacacionar en Huatulco, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), compuesto por dos mil indígenas mayas (tojolabales, tzotziles, tzeltales, lacandones), armados con rifles AK-47, machetes y estratégicos fusiles de palo, ocupó San Cristóbal de las Casas, Ocosingo, Altamirano, Las Margaritas, Abasolo y Chalán del Carmen (Agustín, 1991: III, 313).

A esta insurrección se refiere Monsiváis como el momento donde se destruyen las mitologías modernizadoras y nacionalistas que aún estaban en pie. Lo que revelaba Chiapas era el carácter simulador y mitologizante de ambas instancias. Chiapas “condujo al descubrimiento de un escenario hollywoodense, el resultado de un modo de gobierno. Habíamos vivido realmente en un mundo de apariencias” (Monsiváis citado en Thelen, 1999: 614). Lo que puso de manifiesto el conflicto en Chiapas fue un nacionalismo de fachada y las enormes desigualdades que tanto el proyecto de Estado como el programa de modernización neoliberal habían sido incapaces de conjurar. Se destruía así la ilusión de “un” México reducible a una identidad homogénea. En su lugar, quedaba la constatación de una heterogeneidad irreducible a fórmulas de hibridación. Realmente hay cinco naciones en el México actual. Primero, hay un mosaico de culturas indígenas que no conforma una unidad natural porque cada cultura no se identifica a sí misma con el todo. Segundo, en el borde norteño, un 30 por ciento de los mexicanos han creado una cultura completamente nueva en términos de valores, economía, lenguajes, escuela y relaciones con el Estado. Tercero, tenemos a las megaciudades unidas entre ellas porque constituyen una fuente de poder, de centralización, una fuente de lo que se entiende muchas veces como México. Yo creo que lo que muchos mexicanos llaman México es en realidad este espacio de las megaciudades, doce ciudades con una población que sobrepasa el millón de habitantes. Hay además un cuarto país que se ubica en el Caribe, donde se encuentra la población negra de México. Éste está ligado a la Florida, a Cuba y a Guatemala. Y, finalmente, el quinto elemento que es algo que yo llamaría México y que es principalmente imaginario si consideramos el pago de impuestos como una medida considerable de ciudadanía (Semo citado en Thelen*, 1999: 693)36.

Más aún, tal diversidad constitutiva no es un fenómeno exclusivo al mapa nacional visto en conjunto, sino que además es la definición de lo que

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La traducción es mía.

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acontece dentro de las mega-ciudades cuyas multitudes ya no obedecen a identidades ligadas a conceptos espaciales o históricos trascendentes. La urbe ya no actúa como cartografía de anclaje o formación de ciudadanos, pues sus habitantes se encuentran constantemente interpelados por simbologías que se refieren a algo que traspasa la megalópolis local. Lo que pareciera ofrecer la multitud en la era de la globalización es un modelo de fuerza social que se diferencia de los conceptos precedentes de pueblo o sociedad de masas. Mientras el concepto de pueblo apunta a una identidad que se sostiene sobre la idea de una síntesis nacional (lograda en gran parte por la intervención del Estado nacional y su lógica cultural), la multitud apunta a la multiplicidad de identidades. Por otro lado, si el modelo de masas suponía una abstracción de las fuerzas sociales como materia pasiva y manipulable, la multitud ofrece la imagen de un agente social activo y con fuerza creativa. Igualmente se reconoce en la multitud una definición espacial móvil. La multitud se desplaza constantemente señalando nuevos espacios, nuevas residencias. En otras palabras, la multitud es un sujeto migrante: “Through circulation the multitud reappropiates space and constitutes itself as an active subject” (Hardt y Negri, 2000: 397). Ése fue otro de los mensajes que la rebelión zapatista en México envió en su momento. Los indígenas dejaron de ser elementos exiliados de la urbe y sus redes simbólicas y manifestaron su derecho a una ciudadanía desde el centro. Pero este centro no necesariamente era el geográfico (aunque el EZLN ha marchado más de una vez a la Ciudad de México), sino que tenía que ver con hacerse visible, tal y como aconteció gracias al manejo de la tecnología y los medios de comunicación que trasmitieron incansablemente dentro y fuera de México las imágenes de los indígenas y del líder del movimiento, el subcomandante Marcos. De pronto, la rebelión se instalaba en el centro y defendía su poder de autogestión y la inmanencia de sus reclamos37. Es necesario aclarar que la visión de la multitud en los términos que acabamos de describir obedece a una postura crítica ofrecida desde los círculos intelectuales norteamericanos y europeos. En estos polos geográficos, la globalización ha impulsado no sólo la recepción de numerosos movimientos migratorios, sino igualmente planteamientos renovadores frente a la cues-

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Otra de las características que Michael Hardt y Antonio Negri adjudican a las nuevas multitudes es el modelo inmanente de su teleología: “The multitude has no reason to look outside its own history and its own present productive power for the means necessary to lead toward its constitution as a political subject” (2000: 396).

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tión del sujeto colectivo. El influjo de contingentes de inmigrantes, legales e ilegales, ha abierto el debate en torno a las agendas multiculturalistas y nuevos paradigmas democratizadores. Por otro lado, y aproximándonos a la imagen de la multitud que Monsiváis recrea en sus crónicas de los noventa, reconoceremos pocas diferencias entre las nuevas realizaciones colectivas y el concepto precedente de la sociedad de masas. En ambos casos, pareciera inferirse la existencia y funcionamiento de mecanismos unificadores que van desde las iniciativas del Estado hasta las campañas más recientes en manos de la industria cultural de acento privado y publicitario o mercadotécnico. Podríamos entonces adelantar una diferenciación clave entre estos dos modos de aproximarse a la definición del carácter de las multitudes contemporáneas. De un lado, estaría una posición crítica heredera de las propuestas democratizadoras de la sociedad civil y la posibilidad de anticipar rasgos liberadores en los sujetos colectivos de nuestra época. Del otro lado, tendríamos una visión más pesimista que emparentaría a la nueva multitud con los comportamientos seriados, imaginarios compartidos y manipulados, consumos programados, etcétera. Si los noventa en México trajeron consigo un escepticismo creciente sobre el rol democratizador de la sociedad civil, igualmente aportaron la noción del debilitamiento del nacionalismo como un lenguaje capaz de interpelar a las nuevas identidades ligadas a la era de la globalización del mercado y a una industria cultural que reemplaza a los poderes ciudadanos tradicionales. Ilan Semo se refiere a esta sucesión como la demostración del anacronismo de los aparatos oficiales: México perdió su lucha en contra de los medios, que es el lugar donde se produce la imaginación nacional. México no fue capaz de crear en términos de producto nacional lo que había producido en términos de Estado nacional. En algún momento, el cine mexicano había rivalizado con Hollywood en la estimulación del imaginario nacional. Pero las tentativas posteriores de organizar una contrapartida a la arremetida hollywoodense fallaron. Televisa (una red televisiva privada) produjo algunos programas, pero el material central de la televisión se producía en otra parte, por ejemplo, en Chicago, en Europa. El Estado produjo museos, pinturas, cultura escolar y así por el estilo, pero esta iniciativa no se dio efectivamente en los medios de comunicación masiva (citado en Thelen*, 1999: 693)38.

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La traducción es mía.

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Lo que el historiador mexicano denuncia en su intervención es un fenómeno al que Monsiváis se dedica en los textos más significativos de Los rituales del caos39. El cronista, en su representación de las multitudes urbanas de los noventa, insiste en el carácter simulador de los públicos que se congregan para revivir las emociones del espectáculo de los medios. En consecuencia, el cronista postmoderno al estilo de Monsiváis se siente presa de los mecanismos del zapping a lo largo de sus recorridos por las congregaciones capitalinas. Lo que observa a su paso es la gente cuya existencia es equiparable a un vídeo casete que obedece a la lógica de un “control remoto”: “Si un acto público de cualquier índole quiere sobrevivir en esta época, deberá, irremisiblemente adoptar las características del control remoto [...] Ante la cámara, se suspende la indiferencia. Es el tótem, es la Máquina Inmortalizadora...” (Monsiváis, 1995: 58-59). Monsiváis, en sus libros anteriores, había abierto el campo para la representación de dos modelos sociales de producción y orden. En primer lugar, sus crónicas de los sesenta y setenta, denunciaban los mecanismos disciplinarios del Estado que se reconocían detrás de proyectos como el de Unidad Nacional o el de la modernización nacional. De este modo, se advertían las redes de un disciplinamiento social que se diseminaba gracias a las instituciones modeladoras de identidades: la industria de los medios (radio, televisión, cine), la religión, las tradiciones locales, la escuela, los modos de diversión, el lenguaje, los partidos políticos, la burocracia oficial y civil. Se formulaba así el trazado de ciertos modos sociales creadores de diferenciales de poder, de una manera particular de gobernar que admitía y justificaba jerarquizaciones, marginaciones y esencialismos mitificadores40. En un segundo momento, y en respuesta a la mayor visibilidad del fenómeno de la sociedad civil en México, Monsiváis decide apostar por la posibilidad de una apertura democratizadora de las instituciones sociales y políticas. Y aunque inicialmente estas dos posturas parezcan irreconciliables, podemos descubrir detrás de ellas dos modelos de disciplinamiento social modernos según lo explica Michael Hardt en su artículo “The withering of Civil Society”. En otras palabras, lo que Carlos Monsiváis está representan-

39 El tratamiento del tema de la sociedad del espectáculo encuentra sus mejores expresiones en textos como: “¡Oh consuelo del mortal!”, “¿Es la vida un comercial sin patrocinadores?”, “Lo que se hace cuando no se ve tele”, “La multitud ese símbolo del aislamiento”. 40 Esta postura interpretativa de Monsiváis se convierte en la clave protagónica de libros como Días de guardar (1970), Amor perdido (1977) y Escenas de pudor y liviandad (1988).

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do en sus crónicas son dos maneras de organización de las relaciones entre la sociedad civil y el Estado/gobierno que la representa. De un lado, tendríamos el modelo foucaultiano donde la abstracción se da gracias a procesos normalizadores diseminados en el campo social que recrea prácticas de diferenciación y poder. En consecuencia, las fuerzas coercitivas del régimen no se asumen como exclusivamente pertenecientes a la esfera oficial de gobierno, sino que se representan en términos de un pacto social de vigilancia. Por otro lado, tendríamos el modelo de Gramsci que defiende las corrientes democratizadoras de la sociedad civil como punto de partida de una abstracción que parte desde abajo, desde los estratos populares, hacia la configuración de formas de gobierno más incluyentes (aunque no necesariamente menos rígidas). Otra diferencia es que la concepción del poder en Foucault privilegia los macro-relatos de las instituciones sociales que castigan el desvío del consenso, mientras la visión gramsciana funciona preferentemente en el nivel de los micro-relatos, y en la posibilidad de las minorías de construir instituciones contra-hegemónicas. Sin embargo, estas dos modalidades parecieran haber sido superadas por el estadio actual de las sociedades occidentales, donde se admiten los debilitamientos correspondientes de los Estados nacionales y la sociedad civil. En palabras de Hardt: El declive del paradigma de sociedad civil se corresponde con el tránsito dentro de la sociedad contemporánea hacia una nueva configuración de relaciones sociales y nuevas condiciones de gobierno. Esto no significa que las formas y estructuras de intercambio social, de participación y de dominación que se identificaban con el concepto de sociedad civil hayan dejado de existir completamente, sino que ellas han sido desplazadas de la posición dominante gracias a una nueva configuración de aparatos, despliegues y estructuras (Hardt, 1995: 34)41.

Pero como explica Hardt, la crisis correspondiente de las instituciones modernas (Iglesia, escuela, familia, etc.) no implica la cancelación de fuerzas sociales disciplinarias. En su lugar, lo que sucede es que la compartimentación propia de las anteriores instituciones cede lugar a un nuevo tipo de poder que ya no se encuentra localizado en esferas particulares, sino que se esparce gracias a una lógica generalizadora que configura lo que Deleuze distingue como “la sociedad de control”42. Dentro de esta nueva configura-

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La traducción es mía. Gilles Deleuze (1991).

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ción se reformulan las relaciones de mediación y organización que caracterizaran la interacción entre la sociedad y sus fuerzas de gobierno. Al mismo tiempo, la interpelación a las identidades de la nueva multitud no pasa, como en el modelo de la sociedad moderna disciplinaria, exclusivamente por los principios de identidad y posicionalidad pues ya hemos señalado cómo la nueva multitud se conforma con identidades móviles/anónimas y con la indeterminación espacio-temporal. La ciudad postmegalópolis que se corresponde con este estadio de la sociedad de control es un espacio surcado por flujos constantes que demandan estrategias particulares de orden: “Elaborate controls over information flow, extensive use of polling and monitoring techniques, and innovative social use of the media thus gain prominent positions in the exertion of power” (Hardt, 1995: 36-37). La sensación que campea en la postmegalópolis donde se interseccionan las instituciones debilitadas de la ciudad moderna con los nuevos modos del orden, es la de la crisis de una ciudadanía “política”. El entrecomillado se refiere al doble sentido de una identidad ciudadana interpelada por un lado por el espacio que habita (polis) y, por otro, por la noción de representatividad ligada a la figura del gobierno local. Entonces si la megalópolis de nuestros días se define por los constantes y variados cruces de información, los mensajes de la tecnología, el lenguaje de los medios, las redes de un mercado global; la crisis de los modelos más tradicionales de representación urbana sugiere el paso a una sociedad del simulacro. Tal parece ser el sentido de muchas de las crónicas de Los rituales del caos que retratan a una ciudadanía del espectáculo cuyo referente hay que buscar más allá de los lugares tradicionales de la organización social (aquellos formulados en términos de clase, de producción, de afiliación partidista): El control remoto es el ágora de nuestro tiempo y los que acuden tienen derecho a interpretar el papel de público, ellos –que conste– no son público sino actores a quienes contrata el sentido de la oportunidad para hacer lo que haría el público de haber venido: reírse como si oyeran chistes, moverse como si la alegría los sacudiese, estar felices porque le roban unos segundos a la gloria. En estos años, el control remoto es el principio y el fin de la democratización (Monsiváis, 1995:59).

El ciudadano transformado en público espectador goza de ciertas certezas que la multitud le ofrece en sus momentos de júbilo. Así, la multitud puede manifestar un momentáneo nacionalismo durante una pelea de boxeo donde se enfrente la gloria local (Julio César Chávez) al contrincante extranjero (ibídem: 24-30), o en la celebración del triunfo de la delegación

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nacional de fútbol (ibídem: 31-37), o ante los acordes del mariachi que sirve de antesala en un concierto de Sting (ibídem: 186-188). Lo que el cronista reconoce en estas instancias es una nueva sensibilidad colectiva que se corresponde con el protagonismo de los medios como dictadores de una ciudadanía “publicitaria” y reconfortante: “En la tele, la multitud pertenece al espectáculo de un modo que jamás prohijarán los templos” (ibídem: 47). Lo que destaca en el libro de crónicas de Monsiváis es una voluntad intelectual de representación que se corresponde con los mecanismos de la megalópolis moderna. En otras palabras, Monsiváis ante la irrupción de nuevas modulaciones de orden social emparentadas con el estadio de la multitud postmoderna, se muestra proclive a descubrir y denunciar los mecanismos de la sociedad de control y a asumir un tono apocalíptico: “En el Ultimo Instante de los seres vivientes, cuando el rigor y la demasía se combinen, el Relajo será el lenguaje a mano que auspicie la dictadura de lo uniforme, allí precisamente, donde existía la pretensión de las formas infinitas” (ibídem: 134). Tal posicionamiento crítico y cultural le impide al cronista ver más allá de estos mecanismos controladores, le dificulta el reconocimiento de las posibilidades ciudadanas de la multitud que discutiremos en siguiente apartado. Ésta es una de las limitaciones mayores de las crónicas recogidas en Los rituales del caos, su tendencia a la generalización sancionadora y miope de quien se aferra a juicios y valores anclados en el universo simbólico del estadio previo al de la postmegalópolis. En muchos sentidos, el Monsiváis de estos textos de los noventa habla desde el declive de la sociedad civil y sus paradigmas y, más aún, desde una identidad enclavada dentro de una subjetividad moderna: “Baladas hechas en serie para conciertos en serie que convocan reacciones en serie. Esto murmullo desde mi aislamiento generacional y de clase...” (ibídem: 191)43.

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Este posicionamiento sancionador y fatalista definió buena parte del trabajo de otros cronistas de la generación de Monsiváis. Un buen ejemplo, sería el de José Joaquín Blanco, quien en un texto de 1979 se haría eco del escepticismo creciente en parte de la intelectualidad de la izquierda en México frente al panorama de la megalopolización de la urbe moderna: “La ciudad impone una norma de vida unificadora. Nadie sabe exacta y cabalmente cuál es, y nadie la llena por completo. Ella es la perfecta, la completa, el modelo al que tan mal se adaptan sus habitantes [...] La gran liberación sería, desde luego, la existencia de sindicatos, partidos políticos, agrupaciones o clubes independientes, que fueran creando gregariamente modos de vida urbana opuestos a los de la Ciudad Dominante. Pero con estos intentos gregarios, la ciudad es tan brutalmente represiva como lo es con los intentos individuales” (1979: 59).

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Pareciera entonces que, para Monsiváis, la multitud fuera una especie de “gente que acecha”, un conglomerado caótico de dudosa o imposible redención en términos democratizadores. Esta consideración reiterada en las crónicas de Los rituales del caos podría contradecir el optimismo expresado en el prólogo donde se anuncia una voluntad crítica que no se sostiene a lo largo del texto. Al mismo tiempo, el cronista de Los rituales del caos sufre una especie de exilio o marginación frente a esta energía colectiva que le deja de lado con un sentido que se le escapa: ¡¡Aquí está Willy Colón!! El gran Willy se embarca en su primer número... y el Century se vuelve campo de batalla, las detonaciones sustituyen a los magnavoces, la calidad perece bajo la distorsión, qué caso tuvo venir, me digo. Miro a mi alrededor y no entiendo (ibídem: 119).

5. De la rebelión de las multitudes Recapitulando las ideas principales acerca de la multitud defendidas por críticos como Paolo Virno, Michael Hardt y Antonio Negri, nos enfrentamos a una situación política en la era postcivil en donde las fuerzas mediadoras propias de los diagramas de poder y control modernos han sido desplazadas por una diferente disposición política. En el libro de Hardt y Negri titulado Empire, se dedica un apartado final al análisis de este fenómeno y se apunta a otra arista del problema: los conflictos sociales liderados por la multitud se dan de una manera más directa, enfrentando a las fuerzas sociales entre ellas mismas. En consecuencia, los autores defienden que la multitud lleva en sí un mayor potencial revolucionario que las masas sociales precedentes. Sin embargo, las observaciones de Hardt y Negri se dirigen fundamentalmente a analizar el problema del éxodo humano y la re-configuración del sujeto migrante en los centros de atracción laboral y productiva, esto es, Norteamérica y Europa. Dentro de estas coordenadas se apuesta a la fuerza reorganizadora del colectivo en migración quien diseñará redes de solidaridad y defensa de derechos tales como la ciudadanía global y el derecho a las metas particulares44.

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Hardt y Negri hablan de la creación de un “nuevo lugar” como espacio de libertad de la multitud migrante: “La potencia de esos flujos humanos –afirman los autores– está dada por la creación de espacios en los que conviven trabajadores afectados por una fuerte precariedad laboral, social y cultural, con una multitud que se organiza y resiste la

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Para estos críticos, la posibilidad democratizadora o comunista (como ellos prefieren llamarla) de la nueva multitud reside en su capacidad de congregación y en su posición de resistencia frente al Imperio. En este sentido, la fuerza cohesionadora de la multitud es predominantemente de naturaleza política y su capacidad creadora sería capaz de generar nuevas instancias representativas. En contraste con esta visión optimista, la multitud representada por Monsiváis en sus crónicas se refiere a un tipo de multiplicidad que no es recuperable en términos de prácticas democratizadoras. Por el contrario, la imagen de la multitud caótica señala un principio de disgregación. Frente al declive de los relatos homogeneizadores del nacionalismo y la modernización en México, se advierte una especie de extravío y escepticismo político que no ha podido ser conjurado por las iniciativas de una sociedad civil ahogada tras el régimen de impunidad política, de escándalos sucesivos, de corruptelas partidistas. Al centrar su atención en la fenomenología del espectáculo, Monsiváis denuncia una metonimia fundamental que había sido señalada años antes por Guy Debord en su clásico análisis de la sociedad del espectáculo: El espectáculo aparece de pronto como la sociedad misma, como parte de la sociedad y como un medio unificador. Como parte de la sociedad, es en este sector donde converge toda la atención, toda la conciencia. Al ser aislado –y precisamente por esta razón- este sector es el lugar de la ilusión y la falsa conciencia; la unidad que él impone es simplemente el lenguaje oficial de una separación generalizada (Debord, 1995:12).

Es así como el cronista lee en las congregaciones del público una metamorfosis fundamental de los antiguos paradigmas de ciudadanía e identidad. Las instituciones tradicionales se convierten gracias a las reglas del espectáculo en grotescos remedos simuladores: “Algunos posesos del nacionalismo instantáneo bailan envueltos en la bandera, y lo nacional se vuelve lo hogareño, cálido, inevitablemente coreográfico” (Monsivás, 1995: 25). “A esta Chava Única la distingue también el lenguaje, un desprendimiento de la publicidad y sus orgías de elogios, en la vida todo es súper, lo fantástico y lo maravilloso decoran a cada una de las frases, qué in-creí-ble,

restricción de movilidad impuesta por los gobiernos. Las acciones de la multitud se tornan políticas cuando se reapropian del espacio, establecen nuevas residencies y, en esa movilidad, se constituyen en sujetos activos y libres” (Perla Zusman y Aida Quintar, 2001).

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qué rentable el ánimo: El toque locochón ¡Pónte las pilas! Sácale provecho a tus ganas. La Chava Única e Indivisible habita en un comercial que patrocina la familia y en donde a ella le toca promocionarse o promocionar” (ibídem: 190). Y este fenómeno del espectáculo al que Debord atribuyera la provocación de una falsa conciencia, se advierte –una y otra vez– en el público urbano retratado por Monsiváis: “un público sólo lo es en serio y en grande, si hace lo mismo al mismo tiempo, si es disciplinado, si transforma su espontaneidad en protagonismo armónico” (ibídem:188). Esta entelequia de la multitud según la visión que prevalece a lo largo de Los rituales del caos, se asemeja peligrosamente a interpretaciones conservadoras de la sociedad de masas. A lo que asistimos a fin de cuentas es a un nuevo efecto sancionador del sujeto plural en las congregaciones urbanas y del espectáculo. Nada promete aquí las fuerzas redentoras que los críticos como Hardt y Negri proponen como razón política de la multitud. Por el contrario, Los rituales del caos sugieren una “rebelión de la multitud” en un sentido que recuerda la acepción orteguiana del término45. En otras palabras, estos textos re-actualizan la imagen apocalíptica de la muchedumbre que invade el espacio público sin otra meta que la de regodearse con su propia energía instantánea. El cronista-intelectual se margina convenientemente de semejante realidad, desde un efecto sancionador que se elabora metafóricamente en una parábola del Juicio Final y que figura como cierre elocuente de este último recuento de crónicas de Monsivás: Y vi de reojo a la Bestia con siete cabezas y diez cuernos, y entre sus cuernos diez diademas, y sobre las cabezas de ella nombre de blasfemia. Y la gente le aplaudía y le tomaba fotos y videos, y grababa sus declaraciones exclusivas, mientras, con claridad que había de tornarse bruma dolorosa, llegaba a mí el conocimiento postrero: la pesadilla más atroz es la que nos excluye definitivamente (Monsiváis, 1995: 250).

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En una serie de artículos publicados en un diario madrileño en 1926 (compilados más tarde en La rebelión de las masas), Ortega y Gasset manifestaba su asombro ante la creciente multitud urbana de su tiempo. Uno de los rasgos que el filósofo español reconocía y criticaba al analizar esta muchedumbre era su carácter homogeneizador: “La masa arrolla todo lo diferente, egregio, individual, calificado y selecto” (1961: 40). Frente a esta condición de las multitudes urbanas se advertían los riesgos de un desarrollo de la violencia, de la amenaza fascista, el debilitamiento del Estado y el consumismo como conducta generalizada. Esta perspectiva iba de la mano del concepto peyorativo de las masas en cuanto “pueblo”, esto es, un colectivo reducible a una voluntad única y relacionado de manera recíproca con un Estado-nación representativo/organizador de tal consenso popular.

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CAPÍTULO IV JOSÉ JOAQUÍN BLANCO

El principal panorama de la ciudad es su gente. En otras ciudades destacan principalmente los rascacielos o las avenidas, las plazas y los edificios. En la Ciudad de México la presencia humana voluntariosa, apresurada, tensa, desafiante, ocupa y desborda todos los espacios. José Joaquín Blanco

José Joaquín Blanco (1951) es considerado como uno de los autores mexicanos más prominentes de su generación. Tal calificación se debe, en parte, a su facultad de incursionar de manera sobresaliente en distintos géneros discursivos. Blanco es autor de novelas (La vida es larga y además no importa, 1979; Las púberes canéforas, 1983; Calles como incendios, 1985), de poesía (La siesta en el parque, 1982; Elegías, 1992), de crítica literaria y cultural (Se llamaba Vasconcelos, 1977; La paja en el ojo. Ensayos de crítica, 1980; Las intensidades corrosivas, 1990; entre otros) y, por supuesto, de crónicas. Su labor como cronista en publicaciones como Siempre!, Nexos, Unomásuno o La Jornada, ha sido recogida en los libros que abordaremos en las páginas siguientes: Función de medianoche, 1981; Cuando todas las chamacas se pusieron medias nylon, 1987; Un chavo bien helado. Crónicas de los años ochenta, 1990; Los mexicanos se pintan solos. Crónicas, paisajes y personajes de la ciudad de México, 1990 y Se visten novias (somos insuperables), 1993. Su primer libro de crónicas, Función de medianoche, ha sido considerado como el texto fundacional de la crónica más reciente en México, tal y como sugiere Monsiváis en el prólogo a la antología realizada por Jaime Valverde Arciniega y Juan Domingo Argüelles1. A su vez, Función de 1

“Quizás el libro que marca la aparición de los cronistas del ánimo emergente de la sociedad es Función de Medianoche (Ediciones Era, 1979) de José Joaquín Blanco, que combina el ensayo y la crónica o, más bien, que se atiene a la indistinción entre los géneros y se ajusta a la recreación literaria de acontecimientos, personajes, épocas, ideas, impresiones” (Valverde Arciniega y Argüelles, 1992: 24).

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medianoche se encuentra en sintonía con las crónicas cívicas y de denuncia que Poniatowska y Monsiváis habían popularizado a lo largo de los setenta. De ahí que no sorprenda que en esta recopilación inicial de crónicas de Blanco, uno de los temas centrales sea la emergencia de un nuevo proyecto nacional guiado por la hegemonía del capital y las cúpulas dirigentes que remodelan el espacio capitalino y desplazan a otros elementos de la sociedad urbana: Los dueños del país están poniendo su nueva casa. Toda la historia anterior les estorba: anticuada, demagógica, mugrosa, indígena o aldeana. Destrúyase o remodélese; al capital todos los derechos, incluso el de la devastación; y a la población ninguno: no ciertamente el voto ni alguna participación en las decisiones públicas, nacionales o regionales, que la mínima decencia democrática le confiere, sino ni siquiera el de protesta (Blanco, 1981: 11-12).

Esta especie de remodelación antropófaga se nutre de los intereses de una elite que es, al mismo tiempo, incapaz de concertar un legítimo proyecto cultural anclado en la contemporaneidad y en las condiciones presentes de un México masivo e internacionalizado. Y esta incapacidad del Estado y el capital de forjar un nuevo lenguaje nacional se debe precisamente a una ausencia de diálogo entre “ellos” y los “otros” desplazados, los que conforman diferentes sentidos de la marginalidad urbana y ciudadana. El desencuentro que se denuncia en este primer volumen de crónicas de Blanco es el existente entre el poder y una ciudadanía coartada tras la ignorancia, el despojo y la impunidad con la que se le deja de lado. Frente a este panorama, Blanco rescata el rol democratizador de una nueva prosa periodística que recurre a la crónica urbana como una de las modalidades de las prácticas de resistencia cultural. En este sentido, órganos difusores como el periódico Unomásuno estarían construyendo el espacio para la expresión de un nuevo estilo de información que Blanco evalúa como “la mayor (o la única) vanguardia cultural colectiva que ha ocurrido en México en las últimas décadas”. La prensa, como espacio privilegiado para el encuentro entre el escritor y su público dentro del ámbito mexicano, cuenta con una tradición que se remonta hacia el siglo XIX y cuyas posibilidades democráticas pueden ser recuperadas bajo el proyecto del nuevo periodismo post 68. El proyecto de este nuevo periodismo dentro del cual Blanco se reconoce, se justifica a partir de las redes de solidaridad que se tejen entre el cronista y su público lector: La identificación de público y periodistas crea una curiosidad y un temperamento de los cuales salen noticias peculiares con una prosa peculiar. Noticias

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que contengan respuestas, o elementos de respuestas, a determinados cuestionamientos; y no los mensajes que al poder y al capital le convienen, e imponen en fórmulas que no invitan a la razón, a la discusión ni a la duda, sino se establecen verticalmente hacia abajo en juicios, imágenes y slogans unívocos. La prosa que buscamos quiere ser, por el contrario, plurivalente y horizontal (como a través de una mesa de café o de cantina), entre un periodista que habla a su igual (en lugar de una empresa que condiciona a sus consumidores silenciosos) y con el lenguaje cotidiano (opuesto al autoritarismo tecnológico con que los mass-media abruman la mente y la sensibilidad del individuo). Esta horizontalidad de la prosa permite personalizar las crónicas, entrelinear emociones, destacar aspectos laterales, matizar y sobre todo proponer (no imponer) informaciones, ideas y comentarios (Blanco, 1981: 21).

Lo que Blanco sanciona en estas líneas es la práctica tradicional de un periodismo sin representación y mediación de opiniones plurales, un discurso informativo que prolonga la retórica de los poderes políticos que dirigen la vida nacional. La labor periodística al modo de Blanco intenta, a su vez, inscribirse dentro de un nuevo estado de ánimo emergente que denuncia las manipulaciones y simulaciones que han corrido paralelas al fenómeno de la expresión pública en México2. En este sentido, uno de los objetivos de este nuevo tipo de periodismo es la creación y el fortalecimiento de espacios y canales para una expresión pública que represente las diferentes voces y posiciones de la sociedad civil, en contraposición con la prensa clientelista y el control de los medios por parte de los poderes establecidos. Más aún, y como sugiere Trejo Delarbre en su agudo análisis de la expresión pública en el México contemporáneo, se trata de apuntar hacia la reconversión de las masas en “público” en la medida en que los grupos sociales ejerzan su derecho a la participación ciudadana y al espacio efectivo dentro de la industria informativa y las redes de los medios comunicativos. Para Trejo Delarbre existen dos condiciones esenciales para la consecución de un perfil democrático del concepto de la expresión pública en México. De un lado, es necesario contar con el espacio de los medios de comunicación y, por otro, es igualmente indispensable la organización social sostenida a través de lazos horizontales y colectivos, al modo apuntado por Blanco en la cita anterior. Dentro del fenómeno urbano, una de las vías posibles para lograr la representación y la cohesión civil de los distintos sectores, pasa precisamente por el reconocimiento de categorías colectivas por medios y discursos alternativos. A este respecto, la crónica más reciente en Ciudad de México juega un rol fundamental al inven-

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Raúl Trejo Delarbre (1995).

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tariar y trazar los mapas de una muchedumbre que se desborda en la dispersión y el caos que el perfil de una megalópolis configura. Hasta cierto punto, la representación de la crónica periodístico-literaria en Latinoamérica ha corrido paralela a la formulación de tipos sociales que quedan, de este modo, consignados a cierta distinción rígida de los personajes y modos ciudadanos. Pero si en un primer momento costumbrista, la crónica pudo participar como cómplice de un proyecto nacional de ciudadanía excluyente que sancionaba como miembros menores a toda una galería de parias, indígenas, campesinos y fuereños, la crónica de los setenta en México trastoca la funcionalidad de esta representación tipificadora de la sociedad. Si bien podemos reconocer la reescritura de los tipos urbanos en muchos de los textos de Blanco, se advierte que tal condensación intenta rescatarse como vía de reconocimiento de una pluralidad democrática y el fortalecimiento de los diferentes sectores de la sociedad civil. La representación construida en las crónicas intenta develar los mecanismos reductores de las retóricas de unidad nacional, al tiempo que rescata los márgenes de la exclusión que tales proyectos traen consigo. Tal filiación genérica, queda expresada además en términos de una conciencia literaria y lingüística que emparenta a Blanco con una tradición cronística respaldada con nombres como los de Lizardi, Zarco, Payno, Altamirano, Prieto, Nájera, Tablada, López Velarde y Novo, entre otros3. Nos estamos refiriendo a un modo particular de práctica periodística que no gira exclusivamente alrededor de un hecho noticioso, sino que responde –en gran medida– a la valoración formal del material discursivo y el lenguaje de los artículos. Blanco prolonga una manera particular de hacer periodismo desde la plena conciencia del trabajo con el material verbal y el lenguaje como artífice de un modo de ser nacional. Esta preocupación central por la materia 3 José Joaquín Blanco en cuanto cronista no sólo reconoce a sus antecedentes mexicanos, sino que se inserta dentro de una identidad lingüística y literaria que está emparentada incluso con figuras como la de Mariano José de Larra como exponente de un género que se trasladaría exitosamente a Latinoamérica. Tal filiación aparece justificada por el epígrafe referente a “Fígaro” (seudónimo periodístico del cronista español) que encabeza uno de los apartados de Función de medianoche. Los antecedentes costumbristas de la crónica periodístico-literaria en América Latina habría que rastrearlos, según Nicolás Kanellos, en las columnas periodísticas que comentaban sucesos locales y que se hicieron populares en la prensa inglesa. Así, este género particular de periodismo: “owned its origins to Addison and Steel in England and arrived in Spain via France. The leading costumbristas (chroniclers of customs) were Ramón de Mesonero Romanos and José Mariano de Larra in Spain; costumbristas and cronistas existed in Mexico since the writings of José Joaquín Fernández de Lizardi” (Kanellos, 1998: 9).

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verbal sobre la cual se construye el mensaje periodístico y cronístico, manifiesta las particularidades del archivo desde donde se pronuncia esta prosa cronística que el propio autor presenta como “literatura cotidiana”. La labor cronística se vislumbra, al mismo tiempo, como lenguaje que contrarresta la hegemonía creciente de la industria de los medios masivos que, según Blanco, trae consigo el empobrecimiento de la lengua vernácula y de sus posibilidades de diálogo: “Fragmentados en una sociedad que aísla al individuo, cada vez con mayor influencia de los mass-media y menor oportunidad de conversar con gente, estábamos reduciendo nuestra expresión verbal y quedando a merced de la tiranía de los mensajes-objeto” (Blanco, 1981: 21). En este afán por investir a la prosa periodística de carácter literario y distanciarlo del lenguaje como mercancía popularizado por otros medios, Blanco se manifiesta deudor no sólo de los logros de un género con amplia tradición en las letras mexicanas, sino igualmente de las propuestas del New Journalism norteamericano.

1. Cronicar la mitología urbana Blanco llega al periodismo desde la literatura y esta identidad lo acompaña a lo largo de sus crónicas. Sin embargo, el cronista no se identifica con los sectores elitistas de cierta tradición literaria, sino que se inscribe dentro de la vertiente de la contracultura que había popularizado el movimiento de la Onda en la década de los sesenta. De esta manera, el autor inscribe su identidad colectiva y generacional del lado de la masiva clase media de donde proviene y a quien representa. Es fácil reconocer dentro de las crónicas de Blanco el protagonismo de las capas medias de la sociedad, de la pequeña burguesía que imita los comportamientos y el lustre de los sectores privilegiados (locales e internacionales). De este modo, sus textos se convierten en la compilación de una mitología urbana reciente respaldada por los mecanismos reproductores de la industria cultural masiva. Dentro de este panorama, sus textos nos ofrecen la imagen de una “clase media urbana como una desvelada función de medianoche, entre los artificios del consumo y de la civilización del bienestar” (Blanco, 1981: 16). En este sentido, podríamos hablar de las afinidades entre la mirada del cronista mexicano y la ideología burguesa capitalista que Barthes descubre tras las mitologías masivas que describe en uno de sus trabajos iniciales4.

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Roland Barthes (1957).

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Según Barthes, la fuerza de las mitologías masivas reside en la reproducción de los comportamientos y valores impuestos por una lógica burguesa que se convierte en el lenguaje de las sociedades contemporáneas. El crítico francés explica el mecanismo social de tales mitologías como la sujeción de los individuos a las imágenes, en lugar de la producción de un nuevo lenguaje capaz de modificar las condiciones socioculturales presentes a partir de impulsos revolucionarios que desmantelen la simulación mitológica. Frente a la falta de resistencia y a la ausencia de impulsos revolucionarios características de los sectores medios de las megalópolis, el cronista de las clases medias, al estilo de Blanco, actúa como conciencia crítica y como revelador del carácter alienador de los mitos contemporáneos. Como resultado de esta militancia cívica se produce entonces un distanciamiento sarcástico entre el cronista y las masas dentro de las que él mismo se había incluido en su caracterización personal. En el prólogo a Función de medianoche, el cronista se había posicionado del lado de los desplazados por la nueva lógica urbana capitalista: del lado del margen y, al mismo tiempo, dentro de la masiva clase media. Unas páginas más adelante, y rescatando esta identificación social, el autor proponía un periodismo horizontal, un “tú a tú” con el lector que igualmente se encontraba dentro de las filas de la clase media. Pero cuando Blanco arremete en algunas de sus crónicas contra la mitología urbana que seduce a los habitantes de la urbe, se sucede una segunda marginalidad: el cronista se exilia de la muchedumbre urbana a partir de su labor de deconstructor de mitos y se produce una dislocación entre el narrador y el personaje de clase media: [...] el mitólogo se excluye de todos los consumidores de mitos y esto es bastante. Se separa de algún público particular. Pero como el mito alcanza a toda la colectividad, si uno quiere liberar el mito debe entonces alejarse de la colectividad en conjunto. Todo mito un poco general es realmente ambiguo porque representa la humanidad de aquellos que, al no tener nada, lo toman prestado [...] El mitólogo está condenado a vivir una sociabilidad teórica: para él, ser social es –en el mejor de los casos–, ser verdadero: su mayor sociabilidad reside en su máxima moralidad. Su relación con el mundo es de orden sarcástica (Barthes, 1957: 266)5.

Esta escisión entre el cronista y la materia y los personajes representados en sus textos, se hace particularmente evidente en el espacio de los prólogos a Función de medianoche, Cuando todas las chamacas se pusieron medias

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La traducción es mía.

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nylon y Un chavo bien helado. En tales textos, el Blanco prologuista arremete en contra de la mitología urbana y finisecular desde el discurso de la crítica ideológica y nacionalista. Para este Blanco enjuiciador, la tecnología comunicacional y la industria cultural privada están construyendo eficazmente las redes de una nueva mitología de lo mexicano y de su cultura, frente a la incapacidad productora del Estado: “El Estado mexicano no tiene más cultura que proponer que desenterrar huesos y ruinas. Televisa sí está proponiendo a millones de espectadores su cultura” (Blanco, 1981: 23). Junto al protagonismo de la industria cultural, Blanco clama por el poder también hegemónico del capital en las condiciones de la sociedad urbana de fines de siglo. De acuerdo al capital, las jerarquías sociales se delinean siguiendo los patrones consumistas y mercantilistas. Se es más ciudadano si se cruza la ciudad en coche que a pie o en un vagón del metro. El nuevo proyecto de “casa” vuelve la espalda a las antiguas mitologías populares creadas por el Estado posrevolucionario y el contingente urbano de clase media se distancia horrorizado de los estereotipos del mexicano indianizado, sufrido, melodramático. En su lugar, se busca el acercamiento a los personajes televisivos cuya cadencia verbal ignora los antiguos tonos y localismos del mexicanismo oral, se copian las últimas modas con furor de necesidad, el consumo se convierte en la práctica redentora y afirmadora de una identidad urbana que se siente –ahora sí– más cerca del mundo “capital”. Frente a este nuevo perfil mitológico de una cultura urbana modelada desde y por los medios de comunicación masiva, el cronista recrea una jerarquía donde el “mito popular” se asocia con un carácter menos alienador (especie de romanticismo populista): “la lucha libre los corrompe menos que la violencia tecnológica, armada, de caricaturas y series de televisión; y les da, a cambio, la experiencia de un gran teatro, completo y rugiente: un imaginativo sudadero popular” (Blanco, 1990: 32). De manera similar, en otra crónica se defiende a la religión guadalupana y popular en los siguientes términos: “es en su concreción vital en el espacio de las masas, donde las ilusiones religiosas cobran el espesor y el sentido que la reflexión teórica no puede darles” (Blanco, 1990: 33). En contraste, las mitologías urbanas de clase media o más influidas por los circuitos masivos y la rentabilidad capitalista son irreversiblemente sancionadas por el cronista mitólogo: “El resultado final de la industria del fútbol: una eterna mentalidad de escuincles –semejante a los grafitti de los excusados [...] La industria del fútbol (por supuesto multimillonaria, delincuencial y monopólica) garantiza la permanencia de México como una sociedad de perpetuos menores de edad” (Blanco, 1990: 40). Siguiendo estas líneas de Blanco podemos establecer

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esa diferenciación estructural entre las clases populares y las masas medias de la ciudad. Para Blanco, las clases populares parecieran, en cierta medida, escapar de los mecanismos alienadores del capitalismo mercantil gracias a una marginalidad que les permite figurar como fuerza de resistencia posible al relato nacionalista del progreso modernizador6. A diferencia de estos contingentes populares los sectores medios se muestran inermes ante la subordinación impuesta por la industria de capitalismo mercantil y las mitologías massmediáticas. En uno de los textos más logrados de Función de medianoche, “Señores pasajeros: lo que sea su voluntad”, se apunta precisamente hacia la representación del comportamiento y la imagen de la nueva ciudadanía de la clase media en relación con los nuevos modos culturales de la urbe de fines de siglo. En un principio podríamos reconocer la matriz intertextual y genérica de esta crónica en la célebre “Novela del Tranvía” de Gutiérrez Nájera y, desde allí, trazar la ruta de los cambios de la urbe mexicana, de sus habitantes y la propia figura del cronista. En este texto, el tranvía ha sido sustituido por el popular pesero de los setenta, el anonimato romántico de los pasajeros descritos por Nájera da paso, en esta crónica, al protagonismo de la muchedumbre urbana modelada por el carácter desenvuelto de su identidad de clase media que impide incluso el distanciamiento tradicional del cronista que en este caso no es sólo un pasajero más del pesero, sino un tipo colectivo dentro del “Mé-xi-co clasemediero, arrogante y vulgar [...] Un tema a mi medida, como parte que soy de ese medio, de esa cultura, incluso cuando me rebelo; incluso cuando cada uno de quienes con gusto o molestia nos parecemos en tales características, nos rebelamos de cualquier modo” (Blanco, 1981: 16). El análisis de estas clases medias urbanas, de sus sueños y sus frustraciones da espacio para los mejores ensayos caracterológicos al estilo de Blan6 En su prólogo a Función de medianoche, Blanco defiende a ciertos sectores populares (campesinos y obreros) como la fuerza que, desde los márgenes, se resiste a la homogeneización cultural y política que se imparte desde las cúpulas del poder. En estos sectores populares Blanco reconoce un otro país: “Un México seco, sordo, terco entre los dientes; dientes pelones y quijadas duras, aferrados a él como a una peña. Una patria de clase, entre ellos, en la solidaridad de la resistencia, en la invención continua de sus vidas contra los embates de los Méxicos de arriba. De ahí parte de la seducción que ejercen sobre los sectores más responsables y progresistas de la clase media, la envidia que les tenemos: ellos sí son alguien, personalmente y en la trabazón colectiva. Tienen cultura de bulto: modos de vida, de relación cálida, de bondad y cortesía; y cada vez que aparecen en los grandes escenarios de la vida política, recargan a todos los sectores y las manifestaciones del país con nueva fuerza, dignidad e iniciativa” (Blanco, 1979: 15).

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co. Cuando éste se acerca a las mitologías de clase media lo hace, en la mayoría de los casos, desde el recurso de la introspección y el matiz sicoanalítico. Sus crónicas sobre las clases medias urbanas se convierten en ensayos de tipologías urbanas, condensadas en personajes recurrentes como la Gladys y el Paco que reúnen en sus vidas y sueños, las motivaciones de una clase dominada por la mitología de la modernidad capitalista y el bienestar del consumo. Cuando Blanco se propone representar a los personajes y prácticas de las clases medias se produce un fenómeno de consubstanciación que diluye la figura retórica del cronista. En el espacio de las crónicas que se abocan al tema central de la representación: la inevitable clase media urbana, el recurso del distanciamiento no logra hacerse siempre presente y el narrador se confunde con un personaje más dentro de los retratos que tipifican esta muchedumbre media. Es como si ese distanciamiento del que nos hablaba Barthes, se hiciera más difícil cuando se trata de contemplar al público entre cuyas filas el propio cronista se reconoce a partir de sus hábitos, gustos, debilidades y avatares. En consecuencia, el lector no termina de dilucidar si ese borracho impertinente que reaparece en la escena de un conocido establecimiento comercial capitalino es algún personaje más de la galería urbana o la figura travestida del narrador de las crónicas. La figura retórica del cronista, del observador con su cuaderno de notas, requiere una distancia formal e imaginaria entre el paseante-testigo y la materia de su narración. Este recurso temático y discursivo en Blanco, se hará todavía más pertinente y activo en la medida en que el episodio seleccionado dentro del paisaje urbano quede fuera del horizonte de clase media del narrador. En otras palabras, la producción cronística de Blanco adolece de una dualidad intrínseca que está relacionada no tanto con el lugar desde donde se mira, como con el perfil social del espacio observado. Cuando Blanco dirige su lente analítica hacia el horizonte de las clases medias sale ganando el análisis del espacio privado, de las mentalidades y los hábitos domésticos y domesticados. La mirada se despliega entonces de modo introspectivo al tratar de descubrir los condicionamientos internos de una cotidianidad por lo general confinada al ámbito privado. Dentro del paisaje urbano contemporáneo, los contingentes de ciudadanos de clase media parecen quedar relegados al anonimato de sus obsesiones y vidas privadas. Este despliegue de Blanco, como cronista, hacia los espacios privados y los relatos de la educación sentimental de las clases medias, estaría en conflicto con ciertos rasgos de la operatividad del cronista como flâneur. Según Keith Tester (1994), el paseante artista de la ciudad se vuelca hacia los ámbitos exteriores y públicos para escapar de un confinamiento privado que restringe sus sentidos del mundo y la realidad de su propia existencia. En el

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caso de Blanco, la cercanía e identificación con las clases medias lo vuelca al confinamiento de los anónimos edificios de apartamentos donde se observa la vida rutinaria y los mitos predecibles de una clase media que se ha extraviado en medio de un laberinto de mitologías prefabricadas7. Para escapar de esta predestinación sociocultural, el cronista debe entonces aventurarse hacia la multitud urbana donde no se vea reproducirse a sí mismo. Debe aventurarse en los pasajes de la Ciudad-de-abajo y en las galerías de la Ciudad-de-arriba: espacios privilegiados para el cronista que observa la multitud sin sentirse completamente parte de esa energía pública, posibilidad de ser el cronista de la multitud y no el cronista en la multitud. De ahí que cuando queramos informarnos de la cara pública de la ciudad, de sus ritmos y sus múltiples fisonomías debemos recurrir a las crónicas dedicadas a la “Ciudad Dominante” (la de los poderosos) o a la urbe popular y callejera. El Metro de Insurgentes, la calle San Juan de Letrán, los mercados populares, la avenida Obregón, se convierten en los escenarios de una ciudadanía popular que se retrata siguiendo los parámetros de la crónica costumbrista que mira a la otredad irreductible de ciertos tipos urbanos: Por la acera se apretujan desempleados, empleados con sueldos de hambre y van y vienen entre codazos, claxonazos, empujones, toses e insultos. Los almacenes baratos son un insulto en sí: amontonados los artículos corrientísimos en las mesas, eso sí queriendo imitar las supuestas modas de los ricos; y los policías presentísimos, protagónicos en esas tiendas; todo cliente sabe que los dueños de la riqueza y del poder lo ven como delincuente. En tiendas más sofisticadonas, se contrata a muchachos y muchachas pobres, del tipo físico aproximado al de la clientela, pero más guapetones, y se les viste con los mejores productos para que se pasen el día en la puerta –vigilantes y lucientes maniquíes– convenciendo con su presencia a los caminantes de que con unos cuantos pesos podrán hacerse la ilusión de ser tan ociosamente elegantes como ellos (Blanco, 1981: 95).

A mi juicio, el recurso de la representación del cariz mitológico de la vida urbana produce en las crónicas de Blanco un doble efecto significador. De un lado, el protagonismo de las mitologías urbanas permite construir la imagen de una ciudad cohesionada por el relato que interpela a la ciudada-

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En Un chavo bien helado se recoge la crónica que, a mi juicio, constituye el mejor ejemplo de la mirada de Blanco a las intimidades de la clase media. En un contrapunteo entre la prosa del autor y la reescritura paródica del famoso poema de Ginsberg, Howl, se suceden las escenas de una de las parejas heráldicas de los retratos de Blanco. La Gladys y el Pocholo se nos muestran en toda su tipicidad en “La última mata” (1990: 226-232).

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nía desde las redes mediáticas o la industria del consumo. Pero al mismo tiempo, este despliegue de mitologías reconoce recepciones y respuestas diferenciadas que, a su vez, nos hablan de una división de la colectividad capitalina en distintos sectores sociales. Del lado de la expansión indiscriminada de las mitologías subsiste la imagen de la muchedumbre como clave colectiva que está emparentada con las retóricas homogeneizadoras tradicionales dentro de los discursos políticos y oficiales tradicionales: mexicanos, el pueblo, ciudadanos. En contraste, las primeras crónicas de Blanco presentan la posibilidad diferenciadora que su propia mirada de cronista descubre al observar y analizar la población urbana. Al mismo tiempo, se apuesta por la posibilidad de resistencia desde las esferas y los valores de la contracultura. Sin embargo, esta misma representación diferenciadora se debilita a lo largo de la trayectoria cronística del autor y, en sus textos de mediados y fines de los ochenta se reconoce que la fuerza niveladora de las principales mitologías urbanas (consumistas, hedonistas, materialistas, etcétera) ha cobrado un renovado impulso y la mirada crítica del mitólogo parece de antemano derrotada, tal y como parece sugerir el título de su última compilación de crónicas: Los mexicanos se pintan solos (1990).

2. El flâneur en la megalópolis contemporánea El distanciamiento entre el cronista y la multitud representada en muchos de los textos de Blanco responde a cierta dinámica implícita dentro del fenómeno del flâneur urbano, tal y como fue interpretado por Walter Benjamin y sus posteriores críticos. El cronista que al modo de José Joaquín Blanco se desplaza a lo largo de la cartografía urbana, se debate entre el distanciamiento que logra mantener en la mayoría de los textos y un descentramiento del que no puede escapar como sujeto de una maquinaria urbana que se concibe en términos de un capitalismo mercantil modelador del imaginario capitalino8.

8 José Joaquín Blanco, dentro de una tradición de representación urbana que ha descrito a la ciudad como selva, como infierno, como enjambre, propone su idea de la ciudad como “un gran almacén vistoso”, dominado por las redes imaginarias del mercado: “La ciudad es un gran almacén, un interminable proliferar de anuncios, de aparadores, de nombres de establecimientos, de marcas registradas, de gritos de compre, compre, compre. Oferta, ganga, descuento, aproveche; usted es tan maravilloso como las mercancías que puede comprar; renovarse o morir: compre este producto nuevo, compre: su identidad urbana es una tarjeta de crédito” (Blanco, 1988: 28).

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La problemática del flâneur, de su distanciamiento de la multitud (es el otro, el artista) y la contingencia de un posterior descentramiento (con la posibilidad de la autocrítica), se manifiesta de manera precisa en una de las mejores crónicas de Blanco: “Plaza Satélite”. Este texto resulta paradigmático con respecto a la construcción del sujeto cronista y de su intencionalidad representativa frente al espectáculo de las multitudes capitalinas y sus modos de actuar. En el primer párrafo de esta crónica, el narrador se nos presenta bajo la imagen de un bohemio urbano con reminiscencias del genealógico dandi de principios de siglo y su diletantismo característico: Y yo pertenecía a la más modesta población que se acerca a los evaluativos veintiocho años sin conocer Plaza Satélite por haberse felizmente demorado en rincones rancios y entrañables de esta ciudad ineficiente, pero en ellos familiar: la colonia Roma, el centro, Iztacalco, la cantinera Zona Rosa; Nueva Anzures, San Ángel, Condesa... y una tarde ociosa y sabatina del final del verano me trepé en Chapultepec a un pesero rumbo a Satélite, dispuesto a tachar uno de los múltiples ítems que conforman la lista de lo que aún desconoceré cuando cumpla veintiocho años (Blanco, 1981: 85). Estas líneas podrían corresponderse con algunas de las mejores de Salvador Novo, en su afán por construir la imagen del escritor como sujeto marginal y, al mismo tiempo, exquisito, gracias a sus experiencias y sensibilidad singular. En estas líneas se encuentran resumidas varias de las características esenciales del paseante moderno que desdeña la nueva fisonomía de la ciudad, el ritmo acelerado de la urbe y su compulsión consumista. Es a partir de estas convicciones, que el cronista emprende su viaje al centro comercial en búsqueda de un nuevo retrato urbano bosquejado de antemano desde la perspectiva infalible del flâneur callejero: Creía prever esta crónica: durante el trayecto casi la había redondeado mentalmente; una diatriba contra el consumo, centrada en un lugar tan obvio que no requiere el insulto: basta el registro objetivo de algunos de sus detalles –ser una cámara, a la Isherwood. Y efectivamente anoté en una libreta de bolsillo con mi lápiz Mirado mediano: un lugar para dueños de coches (en los enormes y bodegueros estacionamientos el peatón se siente chinche; entra a la plaza previamente menospreciado, casi mutilado: como un cojo en la Ciudad Deportiva o un manco en el abigarrado metro cachondón); es una plaza cerrada; en cualquier lado uno está dentro de una propiedad privada, a diferencia del metro o incluso de Plaza Universidad (donde los espacios al aire nos permiten la sensación de libertad de la calle colectiva) (Blanco, 1981: 85).

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Esta arrogancia inicial del cronista paseante se irá debilitando a lo largo del texto, a medida que la individualidad del narrador sea arremetida por el espectáculo del centro comercial que le devuelve una imagen invertida y devaluada de sí mismo. Poco a poco, el cronista y su mirada especular van perdiendo las certezas de su posicionamiento crítico al verse desplazados a una marginalidad no sólo inesperada, sino inevitable. El narrador se siente excluido de la multitud gozosa que protagoniza el deambular por la plaza comercial, haciendo gala de una identidad privilegiada que se desentiende del cronista y sus pretensiones (“ellos seguirán impune, graciosa, sofisticada, soberanamente de tienda en tienda”). Poco queda de la bohemia triunfante que abría el texto, en las líneas finales de esta crónica: Salí con la cola entre las patas, sin mi diatriba beligerante; mi lápiz Mirado mediano, mis anotaciones (caligrafía palmer) en la libretita de bolsillo, se parecían en su fatigada inutilidad a las escenas que, en el camión apretujado (sólo obreros y sirvientas me acompañaban en la ballena cafre), leía una trenzada chaparrita en una fotonovela donde irrealmente fotogeniaba el galán Jaime Garza. La vencida expresión después de turistear por la “opulencia” de los otros (Blanco, 1981: 87).

Este desencuentro entre el cronista y el paisaje de la opulencia expresa su desenlace dentro del escenario del pesero urbano, espacio donde se produce simultáneamente la comunión del cronista con los otros “despojados” y con otra realidad característica de la ciudad: la de los medios de transporte como el lugar donde reside otro aspecto de la ciudadanía. Cuando nos enfrentamos a los extensos espacios urbanos de nuestros días surge la figura del transporte privado y público como modo de experimentar la urbe, en contraste con la retórica del peatonal paseante de otras épocas de la producción cronística urbana9. El emblema del cronista que deambula despreocu-

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En tal consideración del rol relevante de los desplazamientos metropolitanos y sus medios, se hacen pertinentes las observaciones de García Canclini en su estudio sobre el tránsito terrestre en la capital mexicana, La ciudad de los viajeros. Más particularmente, ciertos fragmentos del citado libro pueden sugerirnos las relaciones entre las prácticas movilizadoras y el imaginario construido por crónicas como las escritas por Blanco: “Más que al trabajar o al enfrentar actividades propias de un residente, es viajando cuando brotan las preguntas acerca de por qué la ciudad es así o cambia, cómo podría mejorar, de qué maneras coexistimos con los otros. Las travesías son también viajes por las relaciones entre el orden y el desorden, donde se activa la memoria de las imágenes perdidas de la ciudad que fue, y se imagina cómo será, por ejemplo en el 2000, la hipermetrópolis que se insinúa a nuestro alrededor. Se accede a través de los viajes a un imagina-

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padamente por las arterias y los recintos públicos se enfrenta a la caducidad de su andar pedestre frente a los modos de transporte más concurridos por el habitante común, aquél que se desplaza hacia un destino concreto dentro del mapa urbano. Para José Joaquín Blanco, el DF “no es una ciudad para gozarla ni caminarla: es para peserearla, rutacientreparla, trolesangolotearla y metrocruzarla” (Blanco, 1981); una ciudad que amerita crónicas como “Informe sobre camiones” donde se otorga el protagonismo a los conductores y pasajeros de tan popular modo de transporte urbano. Frente a este paisaje motorizado, el cronista paseante reconoce aún otro tipo de exclusión: el del status asociado a los miles de conductores que enarbolan su propiedad automovilística como señal de logro social y heroicidad consumista (“quien no puede lucir la inicial de Superman en el pecho, sí ostenta la de Ford o de perdis la de VW”). (Blanco, 1981: 78). El cronista, desde la marginalidad de la acera impreca en contra de este privilegio sobre ruedas que lo deja sintiéndose –una vez más– del lado de cierta marginalidad urbana: [...] me pasé la tarde buscando taxi, y como no lo encontraba me sentí tan humano, tan pobrecito Jaime Olsen frente a tantos supermanes motorizados dueños del tiempo, de las calles, de la buena opinión de sí mismos, de la agresividad, de la cabalística sabiduría del clutch y el acelerador, de la prepotencia civil y de las Lois Lane. Si los peatones dispusiéramos de kryptonita... (Blanco, 1981: 78).

Para Blanco, esta condición automotora de la vida urbana está, al mismo tiempo, impartiendo una remodelación de los espacios públicos y de las normas para circular dentro de la ciudad. Las iniciativas de las oficinas de planificación vial están rediseñando los flujos metropolitanos e impartiendo jerarquías que prolongan el carácter de segregación clasista que leemos en otras prácticas y paisajes. En su crónica “Panorama bajo el puente”, el autor señala los desencuentros entre las autopistas y el flujo rápido de los automo-

rio sobre la ciudad posible, se construyen hipótesis –o se selecciona entre las disponibles– para explicar el sentido de los dramas urbanos” (García Canclini, Castellanos y Mantecón, 1996: 24). En otras capitales latinoamericanas se recurre igualmente a la perspectiva del transporte y el desplazamiento vehicular para representar las complejidades de la ciudad que se ha vuelto inabarcable por los discursos representativos más tradicionales. En Venezuela, por ejemplo, Fundarte publicó en 1993 el libro de Óscar Garaycochea y Ricardo Jiménez donde la ciudad se “retrata” desde el automóvil en movimiento (Caracas desde el carro). Del mismo año, es la película de Rafael Marziano-Tinoco a la que hicimos referencia en el capítulo anterior y donde el tráfico se convierte en uno de los protagonistas de la cinta.

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vilistas privilegiados y la “otra” ciudad, la de la miseria, que queda apresada bajo estas arterias aéreas desde donde no se la vislumbra. De pronto, asistimos a un trazado de distribuidores, ejes viales, periféricos, que conectan zonas residenciales cumpliendo una doble función: “comunicar entre sí a la ciudad del privilegio, y aislarla de la ciudad de la miseria” (Blanco, 1981: 63). Esta misma problemática es denunciada por Marshall Berman en su excelente libro sobre la modernidad y la ciudad de Nueva York, cuando analiza las consecuencias de la remodelación vial emprendida, en los años veinte y treinta, por Robert Moses y causante de drásticos cambios en la fisonomía y la vida de barrios como el Bronx10. Para Berman, la remodelación vial al estilo Moses ponía en evidencia el choque entre dos paradigmas de la modernización urbana: la vida en las calles y el mundo de la autopista. En este sentido, Blanco se posiciona del lado de las calles donde la muchedumbre se apiña rumbo a las estaciones de metros, o las terminales. Al mismo tiempo, insiste en descubrir las posibilidades de la ciudad peatonal que inunda espacios públicos y desmiente el aislamiento encapsulado de los coches que corren raudos hacia un destino de privacidad. Blanco apuesta a la ciudad de las muchedumbres, del gentío con ciudadanía colectiva, aunque esta fuerza haya de buscarse ahora en las veredas subterráneas del metro. La “Ciudad-de-abajo”, con su vibrante multitud sustituye en su energía a la calzada exterior ahora tomada por las hordas automotoras. Es hacia los espacios subterráneos del metro donde se dirige la fe del cronista y la posibilidad heroica del capitalino de fines de siglo: En el nuevo urbanismo que detesta la vida de la calle, de las plazas y los parques, y aspira solamente al invernadero vecinal, comercial u oficinesco de los malls, o de las torres de conjuntos habitacionales y burocráticos, el metro es la nueva calle. Ahí triunfa la gente que camina. Gente entre la gente, y siempre (sobre todo en horas pico y cuando hace mucho calor), con mucho “olor de existencia” (Aleixandre). En su laberinto, la gente es más gente que en cualquier otra parte; recobra la solidez, la rotunda existencia que en la Ciudad-de-arriba ha perdido en beneficio de los automóviles y los Buildings. Todo el metro es una sola plaza (Blanco, 1990:73-74).

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Para Berman: “Este nuevo orden integró a toda la nación en un flujo unificado cuya alma fue el automóvil. Este orden concebía las ciudades principalmente como obstáculos al tráfico y como escombreras de viviendas no unificadas y de barrios decadentes, para escapar de los cuales se daría a los norteamericanos todas las facilidades” (Berman, 1988: 323).

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En estos laberintos se interna el cronista en búsqueda de la energía y los personajes que poblarán muchas de sus crónicas. El metro como símbolo de la ciudad, sus habitantes y sus gustos, permite la supervivencia de esa curiosidad observadora del cronista y re-actualiza la retórica del paseo nonchalant11. Con respecto a este nuevo travestismo del cronista urbano, resulta revelador el diseño de la portada del último libro de crónicas de Carlos Monsiváis; ilustración que representa al autor dentro de un vagón de metro donde se apiñan algunos protagonistas del imaginario “metropolitano”: Luis Miguel, Gloria Trevi, el Santo. Paralela a esta imagen del cronista que toma notas mientras viaja inmerso en las multitudes citadinas, se reconoce en Blanco otra posibilidad de la flanería. Me estoy refiriendo al paseo como retórica de una pasión literaria o las crónicas como el discurso que recorre paralelamente el territorio de los gustos y la experticia de la lectura culta dentro del canon occidental. Podríamos entonces referirnos al trazado de una ciudad invisible que se conforma en los textos como cartografía de una formación letrada. Las crónicas de Blanco se escriben desde un profuso archivo de erudición lectora que lo ha caracterizado en sus estudios literarios. Su conocimiento de la literatura mexicana ha quedado recogido en títulos como La paja en el ojo (1980), Crónica de la literatura reciente en México (1950-1980) (1982), Las intensidades corrosivas (1990), Letras al vuelo (1992). Muchos de los ensayos de Blanco participan, al igual que sus crónicas, de la divulgación periodística en las páginas de La Jornada, El Nacional, Punto, Nexos, Unomásuno, Páginas o Siempre!. En estos ensayos podemos descubrir las lealtades de un lector que persigue incansablemente un género de crítica que es en sí misma literatura. Más aún, Blanco reconoce el espacio que el periodismo otorgó a autores como Alfonso Reyes, César Vallejo, Carpentier, para llevar a cabo este oficio de crítica literaria12. 11 El metro y sus espacios se convierten en sucesores urbanos del paisaje callejero que inundaban las páginas de los cronistas de la ciudad que se hacía moderna. Dentro de la megalópolis, el paseante se transfigura en pasajero de los vagones donde se descubre el imaginario “metropolitano”, colectivo y multitudinario: “Cuando no hay nada que hacer ni a dónde ir, siempre se puede entrar al metro, rolarla por los andenes, ir a ver qué pasa por Pantitlán o Tacubaya; ir y venir o sentarse un rato, curiosear los puestos establecidos o ambulantes, dejarse ir y traer, o solamente mirar las oleadas de gente, entre la que siempre predominan los pobres, y entre éstos los jóvenes” (Blanco, 1990: 73). Ante estas líneas, ¿cómo hablar de la cancelación del imaginario del flâneur y su inagotable curiosidad de testigo anónimo? 12 Al tiempo que Blanco reconoce esta colaboración periodística de legítimo cuño literario, advierte contra la mediocridad que se ha popularizado dentro de estas mismas publicaciones periódicas: “Los periódicos inventaron, especialmente en los dos últimos

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Blanco arremete contra los profesores universitarios, los críticos a destajo, los comentaristas de best sellers, debido a su falta de labor crítica inteligente y trascendente. Éstos parecen pasearse por la creación literaria como torpes lectores de manualitos insulsos, como burócratas de la interpretación y torpes estilistas de la prosa crítica. Estos escritores de cargo son equiparables, en la visión de Blanco, con los cronistas y escritores urbanos que repiten la nostalgia plañidera de la ciudad perdida. Hay que llegar a la crítica y a la crónica desde una pasión que esquive las falsificaciones estilísticas; hay que abordar la literatura y la ciudad desde las convicciones de una escritura creativa y poética. Si no, se cae en el riesgo del cronista de cargo, tal y como le ocurrió al propio Alfonso Reyes a la hora de retratar a la capital mexicana, dejándose llevar por una retórica tan marmórea como los monumentos que añora en esta cita recogida por Blanco: Y Reyes llora a moco tendido pero bien escritito, como para ganar un premio en un concurso de composición escolar de la Academia de la Lengua: “¡Porvenir menguado! ¡Polvo y sopor! No te engañes, gente que funda en el subsuelo blando, donde las casas se hunden, se cuartean los muros y se descascan las fachadas. Ríndense uno a uno tus monumentos. Tu vate, hecho polvo, no podrá sonar su clarín. Tus iglesias, barcos en resaca, la plomada perdida, enseñan ladeadas las cruces. ¡Oh valle, eres mar de parsimonioso vaivén! La medida de tu onda escapa a las generaciones. ¡Oh figura de los castillos bíblicos, te hundes y te barres!” (Alfonso Reyes se queja de la ciudad; yo me quejo de Alfonso Reyes: ¡Qué pinche estilito tan mamón!) (Blanco: 1990: 156).

Para José Joaquín Blanco, la tarea impostergable del intelectual es la de participar, desde una perspectiva crítica, en la propuesta de una obra renovadora, vanguardista. Esa fuerza contestataria, ese afán por modelar nuevas voces y alcanzar nuevos públicos, son precisamente algunos de los rasgos que Blanco reconoce en la caracterización del nuevo periodismo mexicano a partir de los setenta, corriente dentro de la cual su propio trabajo de ensayista y cronista se inscribe. Esta joven generación dentro de las letras mexicanas se definía como contracultura pues sus fuentes y determinaciones se distanciaban de la “cultura pública de las cavernas” que se había vuelto discurso oficial durante el largo período posrevolucionario. Esta corriente de la contracultura practicada por la

siglos, una crítica que no es literatura ni investigación, sino comentario de novedades, casi nota de sociales, que revela menos los libros que el parloteo en los medios culturales, la grilla de autores y funcionarios, las alzas y bajas del mercado de prestigios, etcétera. Es lo que Vidal llama book chatting, cotorreando las novedades editoriales” (Blanco, 1992: 13).

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llamada generación de los setenta, a la cual pertenece Blanco, defendía como propias “la tradición de la crítica, de la incorformidad, de la democracia, de la convicción de que por la desigualdad y el autoritarismo, por la intolerancia y la estupidez cavernaria, nunca construiremos un país habitable” (Blanco, 1990: 189). Este grupo de intelectuales jóvenes reconocía sus filiaciones con otros momentos de renovación cultural en México durante el siglo XX, se emparentaban así con la energía de los ateneístas de 1910, las manifestaciones culturales de la vanguardia y los inicios transgresores de algunos contemporáneos. Blanco reconoce dentro de estos momentos de la producción cultural mexicana hitos de la intelectualidad crítica comandada por la energía singular que se opone a las normas establecidas, a la fosilización de las formas y las ideas. No obstante, paralelo a estos brotes de propuestas renovadoras, se perfila la amenaza siempre latente de la consagración oficial que logra asimilar a los talentos más díscolos del sistema, convirtiéndolos en imágenes suntuarias del régimen oficial y el nacionalismo estatuario. En este sentido, Blanco se dedica en el espacio de sus ensayos literarios a develar precisamente la institucionalización de algunos intelectuales que se desviaron de su posición de resistencia y crítica cultural hacia una obra de visos complacientes y tonos celebradores del régimen oficial. Tal es, según Blanco, el caso de Salvado Novo quien alcanzó en sus primeros títulos de los años veinte y treinta lo mejor de su obra haciendo uso de materiales, temas y procedimientos no literarios en ensayos como “En defensa de lo usado”. Posteriormente vendría la consagración pública y el abandono de las posturas y estilos que en su momento escandalizaron al poder y a la sociedad con su perfil iconoclasta. De aquel primer Novo, lo que quedaba hacia la década de los sesenta era una triste caricatura, el monumento decorativo al que Blanco desprecia sin ninguna conmiseración: Así, el que había llamado a la revolución “una cena fatídica de negros”, y usado su efectivísimo ingenio contra las consignas, mitos y estandartes del populismo mexicano, en su vejez oficializada aún se atreve a continuar en la burla, pero cortándose previamente las garras y descendiendo de la capacidad sarcástica a la otra, de ser un tolerado impertinente, de exigir privilegios para una maledicencia ya meramente decorativa. Novo, el más original de los ensayistas mexicanos en sus primeros libros, concluye como el más convencional, aceptando la receta alfonsina de aprovecharse del escasísimo nivel cultural de México para hacer pasar como sabiduría la mera divulgación escolar, refrito o paráfrasis, de los bien hechos manuales escolares europeos de literatura e historia (Blanco, 1980: 95-96)13.

13 Otra de las polémicas de Blanco que merece ser comentada, aunque sea en este espacio marginal de la nota, es su “Respuesta a Octavio Paz”, recogida en La paja en el

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En otras palabras, la mirada que Blanco despliega frente al panorama mexicano (urbano y letrado) es la del flâneur moderno en su vertiente romántica: se une a la multitud (la de las personas, la de las letras) para encontrar su energía vital, pero resguarda –implacable– su distanciamiento crítico y su escepticismo mordaz, marcas ambas de una individualidad romántica que se resiste a dejarse engullir por el cintilar del horizonte finisecular. Hay en su mirada, sin embargo, un matiz de regocijo sensual que descubre otro de los visos que conforman su posición autorial y ciudadana.

3. Ojos que da pánico soñar Más allá de banderas y de partidos, el erotismo individual revela una verdadera posición política.

José Joaquín Blanco José Joaquín Blanco no sólo se inscribe dentro del grupo literario renovador de los setenta en México, sino que además se convierte en una de las voces de la literatura gay que irrumpe con fuerza a partir de obras como las de Luis Zapata con su texto inaugural del género: La aventuras, desventuras y sueños de Adonis García, el vampiro de la colonia Roma (1979). Según el propio Blanco, los méritos de esta novela pudieron reconocerse en su afán por liberar a la cultura, a la expresión y a la moral mexicana de las imágenes tradicionales y conservadoras que se hacían anacrónicas dentro de las condiciones culturales de fines de siglo. La emergencia de la subcultura gay en las letras mexicanas abrió paso, a fines de la década de los setenta, a un creciente interés por representar el tema de la homosexualidad dentro de la producción literaria urbana14.

ojo (1980). En este texto, el cronista replica a unas declaraciones ofensivas de Octavio Paz (aparecidas en el número del 12 de diciembre de 1977 de la revista Proceso), quien acusa a Blanco de ser “un perrito incontinente que se orina a sus pies”. Blanco contraataca de manera magistral en su “Respuesta” y aprovecha la ocasión para desterrar a Paz al panteón de los ‘marmóreos’ intelectuales al servicio de la gloria oficialista: “Paz se ha cuidado mucho de desentonar con la imagen del autor ‘inmaculado’, trepado en el ‘lado bueno’ de la historia como en su pedestal particular y exclusivo. Su obra y su personaje están calculados, dispuestos en la pose conveniente para la fotografía inmortal, los premios y los folletines de prensa, los elogios y los homenajes” (Blanco, 1980: 188). 14 Varias obras narrativas confirman hacia entonces, la creciente producción dentro de la categoría de literatura gay en México: El desconocido (1977) de Raúl Rodríguez

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Esta mirada sobre el horizonte de las subjetividades y prácticas de la comunidad gay en Ciudad de México se convierte en el tópico central de uno de los textos incluidos en Función de medianoche con el sugerente título de “Ojos que da pánico soñar”. A medio camino entre la factura cronística y ensayística, el artículo se abre con una dedicatoria a Carlos Monsiváis, una especie de guiño entre compañeros de una misma mirada. En este texto, la mirada del flâneur se perfila tras la imagen de aquella lujuria visual que ya habíamos reconocido en los andares del Adonis de Zapata. Los ojos que se representan en las líneas de Blanco despliegan esa “mirada de puto” que escandaliza al objeto de tal actividad observadora. En este sentido, Blanco se refiere al pánico suscitado por la presencia de esa visualidad desestabilizadora dentro de las multitudes urbanas que se resguardan tras la aparente garantía de la homogeneización masiva: Las califican como sesgadas, fijas, lujuriosas, sentimentales, socarronas, rehuyentes, ansiosas, rebeldes, serviles, irónicas, etcétera. Estos adjetivos no hablan de los ojos de los homosexuales en sí sino de cómo la sociedad establecida nos mira: somos parte de ella, sobre todo de su clase media, y a la vez la contradecimos; resultamos sus beneficiarios y sus críticos. Voluntaria o involuntariamente, al decidirnos a ser como somos, lo hacemos contra ella y colaboramos a su disolución (Blanco, 1981: 183).

La amenaza identificada con los sectores homosexuales es traducida en la visión del cronista en términos de una conciencia política, en el poder de resistirse a una asimilación social que desdibuje los contornos de una multiculturalidad crítica. La homosexualidad, en cuanto “diferencia política”, abre el espacio para la libertad y la disensión que caracterizan a ciertos sectores marginales del conjunto urbano: Mi tesis, aún bastante vaga, es que los homosexuales mexicanos de hoy –no necesariamente los de ayer ni los de mañana–, al sufrir las persecuciones, represiones, discriminaciones del sistema intolerante, necesariamente estamos viviendo una marginalidad que además de su joda tiene sus beneficios: los valientes beneficios del rebelde, que no son intrínsecos a opción sexual alguna sino a una opción política: la lucha que nos cuesta sobrevivir ha dado hermosas razones y

Cetina, Mocambo (1976) de Alberto Dallal, El vino de los bravos (1981) de Luis González de Alba, Octavio (1982) de Jorge Arturo Ojeda, Sobre esta piedra (1982) de Carlos Eduardo Turón, Las púberes canéforas (1983) de José Joaquín Blanco, Utopía Gay (1983) de José Rafael Calva.

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emociones a nuestras vidas, y sería una tragedia perderlas a cambio de la tolerancia del consumo que previsiblemente –por el proceso económico y social que experimenta nuestra clase media, tan subsidiaria de las “democracias” capitalistas– pronto se impondrá en México también en los terrenos del sexo (Blanco, 1981: 185).

Esta futura incorporación de los sectores homosexuales dentro de los mecanismos de la sociedad de consumo que preveía Blanco ya en 1979, se convertiría en tema central de sus posteriores novelas Las púberes canéforas (1983) y Mátame y verás (1994). En la temática y los personajes de estas novelas, Blanco parece sancionar lo que al final de los setenta se intuía como futura amenaza: los peligros inminentes de la tolerancia democrática y la asimilación económica como normativas de la sociedad mexicana de fines del siglo XX. Según Blanco, la amenaza tras esta asimilación de sectores marginales y disidentes dentro de la corriente generalizada de consumismo y pluralismo democrático, es la pérdida de la postura de resistencia como posibilidad de crítica política: “For Blanco, the emerging policy of tolerating difference might serve to reinforce class privilege and political conformity, thereby eliding radical politics and subversive sexuality into just another ‘lifestyle choice’ in the big city” (Schaefer, 1996: 134). Un reclamo similar frente a la fachada democrática del pluralismo finisecular es considerado por John Beverley en uno de sus más recientes artículos15. Para Beverley, el riesgo implícito en la celebración acrítica de la “diferencia” y la “alteridad” es que tal actitud pueda conducir a una modalidad de multiculturalismo liberal que no cambie en nada el estado de las cosas y las ideas dentro de una sociedad y un momento determinados. A este respecto, podemos enfrentarnos al fenómeno de la homosexualidad urbana descrita por Blanco como una expresión de subalternidad social y política que cobra sentido histórico en la medida en que se resiste a su reformulación integradora dentro de una sociedad de consumidores. En este sentido, Blanco se cuida de señalar en su artículo la diferencia entre los sectores homosexuales de las clases medias y aquellos de las clases proletarias. Para Blanco, son precisamente los homosexuales de clase media los que corren el mayor riesgo de asimilación gracias a su poder adquisitivo, que les convierte en consumidores potenciales del mercado postmoderno y pluralis-

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John Beverley (1998).

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ta16: “Nos habrán de privilegiar porque tolerarnos será un acceso a nuestros bolsillos. Nuestros ojos no causarán pánico, sino la amabilidad de que ‘el cliente siempre tiene la razón’” (Blanco, 1981: 188). Frente a esta irrupción de las leyes del mercado y el consumo como normas legitimadoras del multiculturalismo liberal, Blanco se retrae a la imagen del cuerpo y el sexo como espacios posibles de libertad y resistencia. Si el Blanco mitólogo había denunciado los alcances imaginarios de la cultura masiva y consumista, persiste la apuesta hacia una marginalidad desde donde se escape a la homogeneización creciente de la identidad urbana. No es fácil, sin embargo, adherirse al optimismo cuando las multitudes urbanas, proletarias y de clase media, se suman al inmenso desfile de modas unificador denunciado en crónicas como “El dese de los chavos” o “Cuando todas las chamacas se pusieron medias nylon”. En ambas crónicas, el cuerpo se representa como el espacio colonizado por los relatos del capitalismo textil y la mitología de las modas urbanas. No obstante, el cronista insiste en la posibilidad de la rebeldía individual, aquella reconocida en los homosexuales de los setenta, como una manifestación de lucha en contra del código unificador de las redes hegemónicas. Tal postura puede ser reconocida en personajes como el Adonis de Zapata quien ejerce la prostitución como norma de supervivencia en la sociedad capitalista, pero que resguarda el espacio del goce a los encuentros sexuales “gratuitos”. Hay en Adonis un desdoblamiento del cuerpo, el cual se convierte en mercancía en los momentos de prostitución asumida y se reconstituye en espacio de libertad y goce en las relaciones deliberadamente buscadas y pasionales que satisfacen el apetito sensual, las ansias carnales, y no, el presupuesto personal. Curiosamente, los ejemplos que Blanco ofrece en sus crónicas sobre esta postura de rebeldía pertenecen fundamentalmente al ámbito de la literatura y no de las multitudes que el cronista presencia en su deambular urbano17. Estos outsiders románticos que no se pliegan al ensordecimiento colectivo

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Esta denuncia se hace particularmente pertinente a través de la trama de Mátame y verás. En esta novela de Blanco, el protagonista homofóbico, Sergio, termina por aceptar la amistad de un antiguo compañero de estudios al que había rechazado por su identidad homosexual, al verlo convertido en un consumidor prestigioso. Las antiguas diferencias entre Sergio y el homosexual, Juanito, quedan borradas al insertarse dentro de la lógica de acceso y participación en las redes del consumo material. En esta novela, el autor nos ofrece un panorama de la rearticulación de relaciones personales dentro de la lógica mercantilista, la cual difumina las particularidades políticas convirtiéndolas en variantes de estilo.

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comandado por las redes imaginarias del poder, alimentan el romanticismo popular que se hace presente en otras reflexiones del autor. Al final, la esperanza de resistencia a partir del cuerpo parece quedar excluida nuevamente al margen del horizonte de clase media del autor: [...] esos homosexuales de barrio, jodidos por el desempleo, el subsalario, la desnutrición, la insalubridad, la brutal expoliación en que viven todos los que no pueden comprar garantía civil alguna [...] esas locas preciosísimas, que contra todo y sobre todo, resistiendo un infierno totalizante que ni siquiera imaginamos, son como son valientemente, con una dignidad, una fuerza y unas ganas de vivir, de las que yo y acaso también el lector carecemos. Refulgentes ojos que da pánico soñar, porque junto a ellos los nuestros parecerían ciegos (Blanco, 1981: 185).

4. Prolegómenos y epílogo de un proyecto Como hemos señalado anteriormente, el espacio de los prólogos en los libros compilatorios de Blanco se presentan como el momento de la reflexión autorial en torno a una sociedad y a una época que sus crónicas intentan retratar. Estos textos abren el diálogo con el lector y enmarcan la mirada crítica que asumirá el cronista a lo largo de su paseo por las cartografías reales e imaginarias de la urbe capital. En la voz autorial de los prólogos podemos reconocer el perfil de un intelectual que analiza, discute y critica los acontecimientos de un presente nacional lanzado continuamente tras el ritmo de la modernización capitalista de fines de siglo y la globalización de la cultura que tal norma del progreso occidental trae consigo.

17 Céline, Genet, Pound entran dentro de la categoría de rebeldes a la que se refiere Blanco cuando alude a la posibilidad de oponerse al código imperante y revelar sus estrategias alienadoras. En otra línea exploratoria frente al problema de la expresión personal, Blanco dedica una crónica al personaje Moosbrugger en El hombre sin cualidades de Robert Musil. El texto defiende la tesis del cuerpo como espacio de libertad subjetiva y denuncia la imposibilidad burguesa de comulgar con esta especie de rebeldía carnal: “La tradicional fascinación de los burgueses (que son ‘menos cuerpo’, pues realizan su personalidad sobre todo en las extensiones materiales o simbólicas de propiedad, familia, capital, Estado, comercio, religión, etcétera) por los cuerpos de la miseria, reside en que, en efecto, estos cuerpos son la Gran Interpretación Carnal sin mediaciones” (Blanco, 1989: 126). Moosbrugger es recreado en esta crónica, no desde la perspectiva de su personalidad criminal (interpretación de la ley colectiva), sino como la realización carnal de los principios de libertad, propiedad y orgullo a través del único medio al que puede acceder el personaje: el espacio de su cuerpo.

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En Función de medianoche, el prólogo denuncia al capitalismo mercantil como la fuerza que ha remodelado el horizonte nacional mexicano y ha provocado el protagonismo de las clases medias dentro de la ciudad masificada y cruzada por las mitologías del progreso y el bienestar. A la idea de la nación del capital, con su tecnología galopante y el imperio de los medios de comunicación, se opone la noción de “patria” como la otra cara de la vida mexicana: Por debajo y al lado de los verdes, dorados y escarlatas de un México de lujo, está esa patria, la exiliada y la verdadera, el México de la resistencia cotidianamente civilizadora de los trabajadores contra la barbarie del poder arbitrario e impune (Blanco, 1981: 14).

Sin embargo, las crónicas de Función de medianoche no otorgan el protagonismo a esta “patria”, sino a ese otro México de abalorios y sueños en series de la clase media, para denunciar el carácter simulador de las mitologías cotidianas y develar el carácter teatral de la capital mexicana que ha convertido a sus ciudadanos en actores (la mayoría en la categoría prescindible de “extras”) del gran juego “capital”. El prólogo que antecede a las crónicas del volumen Cuando todas las chamacas se pusieron medias nylon fue presentado originalmente en el IV Seminario de Cultura e Identidad Nacional organizado por el INBA en Puebla, en 1981. En esta ponencia, Blanco arremete nuevamente en contra de los mecanismos culturales de la globalización capitalista y denuncia la identidad transnacional que se advierte como norma cultural en la capital mexicana. Se aboga en esta oportunidad por la necesidad de un proyecto democratizador que abra posibilidades de participación ciudadana a sectores sociales marginados por la normativa del consumo imperante y la política de los sectores poderosos. Se sancionan igualmente los desencuentros que la imposición del proyecto modernizador trae consigo dentro de las esferas y países del Tercer Mundo, que se adhieren inevitablemente a la identidad internacional de Occidente: Creo que nuestra identidad actual es precisamente este proceso de desnacionalización, de modernización capitalista moderna, siempre violenta e injusta, muchas veces incluso criminal, con las personas y las colectividades a quienes se impone, generalmente poco efectiva. Somos un país de monumentales viaductos inundados a las primeras lluvias; de fábricas que trabajan a la mitad de su capacidad haciendo productos malos que no pueden competir en el extranjero, ni podrían competir en nuestro propio país si no se beneficiaran de leyes proteccionistas; un país de enormes almacenes e intermediarios que monopolizan y especulan en el mercado cautivo (Blanco, 1988: 14).

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Según Blanco, la cultura urbana es, además, “la imposición de pautas y mercancías autoritarias sobre muchedumbres de consumidores pasivos, sin capacidad de respuesta política”. Dentro de esta coyuntura histórica, los medios masivos de comunicación se apropian de los valores e imágenes de la mexicanidad impartida por ellos, desentendiéndose de la tradición y las prácticas no incorporables dentro de la cultura de lo internacional popular. La salida ante este atolladero de la postmodernidad mexicana consiste, según Blanco, en la búsqueda de modelos críticos de identidad que hagan posible un proyecto más democrático de intervención y representación ciudadana. En conclusión, debe leerse la crisis que suscita el desencuentro entre la identidad nacional y la cultura urbana, conceptos que en la óptica de Blanco actúan como antagonistas. El texto que sirve de antesala a Un chavo bien helado manifiesta el escepticismo que surge como consecuencia de la crisis mexicana de los ochenta, del debilitamiento de los sectores de la izquierda y el predominio inconmovible del PRI en el panorama político nacional. Los años ochenta en México son la década del desencanto, de las utopías desenmascaradas, de la corrupción oficial. Pero son también, los años de la irrupción de la sociedad civil y la organización ciudadana que caracterizó a la ciudad luego del terremoto del 85, el retorno de la resistencia estudiantil en 1986, la esperanza de renovación política en las elecciones de 1988. No obstante, Blanco privilegia la mirada descreída, el lamento por el fin del proyecto democrático que había vislumbrado en los setenta. En lugar del optimismo que algunas de las crónicas de Poniatowska y Monsiváis manifestaron durante la penúltima década del siglo, Blanco reconoce en los años ochenta el neoimperialismo de la era globalizadora y la polarización social que ha acrecentado las distancias entre ricos y pobres. Lo que se vislumbra al cierre de esta década deja poco lugar para apuestas optimistas: Tenemos túnel, y túnel-del-túnel, y túnel-del-túnel-del-túnel para rato. El progreso y la modernización nos han complicado vertiginosamente los eternos problemas de desigualdad, centralización, miseria, atraso y autoritarismo. Por primera vez en décadas no aparecen redentores ni soluciones mágicas. Se denuncia todo, se ataca todo, pero nadie atina a cómo salir del atolladero (Blanco, 1990*: 23).

Esta crisis del modelo nacional se asocia con el desgaste del proyecto de la izquierda mexicana y con su incapacidad de proponer respuestas efectivas para contrarrestar la imposición hegemónica de planes de gobierno y administración social. Blanco sentencia la crisis evidente de la cultura

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democrática de los setenta y del proyecto de identidad nacional donde se inserta la crónica post-68. En su texto “¿Nos fuimos con los setenta?” se presenta el panorama cultural de los ochenta como el ocaso del proyecto de la contracultura de la década anterior. Seguramente es aún prematuro intentar el obituario de esa cultura de izquierdismo, incorformidad, rock, antiautoritarismo, feminismo, liberación gay, reivindicación de la sensualidad y de la aventura, rechazo del camino burgués, culto de la sencillez y del instante; en fin, del odio a papá y de las coléricas urgencias de Revolution Now y Paradise Now. El sueño de ser antiburgueses, libres, felices y buena-onda en un civilizable y democratizable país de la segunda mitad del siglo XX. Pero sí es pertinente aceptar que todo ello anda asfixiado y como en agonía; que quienes creímos y participamos en la contracultura nos quedamos colgados de la brocha, sin saber qué se hizo de todo aquello ni qué hacer hoy; y que las liberaciones y los alivianes se esfumaron y México quedó como antes: un Ranchote de las Cavernas (Blanco, 1990*: 183).

Un México cavernícola como opción desencantada o, peor aún, un México de guirnaldas y ruinas aztecas custodiadas por los dioses de la riqueza capitalista tan bien retratados en el número de Town & Country (1980) que servía de umbral a la década. La otra cara del México en crisis, fue aquella retratada por la revista norteamericana que dedicó un número especial a los poderosos mexicanos. En Un chavo bien helado, se presenta la crónica referente a tal publicación (“The mighty mexicans. Próceres del boom petrolero”), donde se denuncia la ostentación de una elite mexicana tan gráficamente impecable como los cientos de anuncios publicitarios que ilustran la revista de los consagrados. Este morbo exhibicionista de los ricos, los poderosos, se convertirá años más tarde en la materia narrativa de las crónicas de Guadalupe Loaeza, que se detienen en la representación de los gustos, personajes y prácticas de los sectores pudientes de la capital mexicana. Curiosamente, las crónicas de Loaeza publicadas semanalmente en La Reforma se han convertido rápidamente en una de las colaboraciones más leídas del diario capitalino. Lo que Blanco observa desde una lente sancionadora y negativa, es explicado por otros críticos mexicanos como la coyuntura de un cambio político y de la sociedad civil que obligó a la izquierda mexicana y muchos de sus intelectuales a reformular su rol de directores de una ciudadanía crítica y democrática que, poco a poco, iba encontrando nuevas vías y modelos de expresión. En el caso particular de la crónica periodístico-literaria, podemos apuntar hacia un debilitamiento de la jerarquía del género como espacio privilegiado de la representación cuestionadora y política. En una entre-

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vista con Sergio González Rodríguez, director del suplemento cultural del diario La Reforma, se dio la discusión alrededor del tópico del debilitamiento del proyecto político asociado con la crónica periodística inaugurada a partir del 68 en México y la diversificación de los canales de expresión de una identidad democrática a partir de los sucesos del terremoto y la acción civil en 1985. Al respecto, González Rodríguez afirmaba que a mediados de los ochenta se había dado tal explosión del género cronístico en la prensa mexicana, que se habían desdibujado las fronteras del género en cuanto a su calidad formal y a su compromiso político. Por otro lado, los sucesos del 85 agilizaron un cambio que parecía ser anunciado por este desbordamiento incontenible del género e introdujeron nuevas variantes en el panorama cultural de la Ciudad de México. Según Sergio González Rodríguez, [...] con el momento de eclosión que se da en el 85, cambia el referente y la recepción del público, porque empiezan a abrirse muchos espacios, la prensa comienza a diversificarse, la gente encuentra nuevos foros de participación, no sólo en la prensa impresa, sino en otros medios como la radio. Y la crónica, que había sido un género con función política muy importante desde el 68 hasta el 85, empieza a dejar de ser funcional políticamente en el punto en el que estuvo en los 15 años de los que hablamos (Bencomo, 1997: 3).

Hacia donde parece apuntar el escepticismo de Blanco es hacia la capacidad de la cultura y la política urbanas de reconvertirse en una efectiva arremetida democrática en medio de un panorama de crisis, de privatizaciones, de consumo generalizado y globalización creciente. Pero en algunos de sus textos, como hemos señalado, se afirma la posibilidad política de las clases campesinas y obreras, la fuerza de las márgenes exiliadas del proyecto modernizador-capitalista. Y sería precisamente desde las márgenes de la “patria” rural, campesina e indígena de donde partiría la movida revolucionaria en los años noventa con la insurgencia zapatista en Chiapas. Probablemente, en este momento, Blanco esbozaría una mueca de satisfacción, un guiño a cierto rescate de la credulidad.

5. El cronista viajero: Boarding Pass El apartado final del libro Cuando todas las chamacas se pusieron medias nylon incluye una serie de notas de viaje sobre una visita del autor a los Estados Unidos (1979). Estas crónicas viajeras guardan cierta reminiscencia con los artículos escritos por Martí desde Nueva York y con su análisis de la sociedad norteamericana y sus costumbres. En las crónicas de Blan-

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co reconocemos el distanciamiento crítico del viajero que descubre tras las vistosas fachadas de la sociedad estadounidense las señales de una cultura pobretona y una política coercitiva (el fascismo de la mayoría, en términos del cronista). Varias hechos provocan la reflexión del cronista que contempla el paisaje estadounidense con ojos curiosos que se van tras el reconocimiento de la diferencia. Así, por ejemplo, le asombra a Blanco contemplar a individuos solos en las plazas en contraste con las multitudes que pueblan los espacios públicos de la capital mexicana. Esta desintegración de la figura de la multitud urbana, la ausencia de la comunión en la masa, es la señal del individualismo nórdico18: Y mucha gente sola. En México uno se sienta solo en un parque cuando espera a alguien, busca onda, anda triste o no le queda otra; aquí muchos jóvenes se sientan o tumban tranquilamente a ventilarse los pies, leer, tocar la flauta o la guitarra y a hacerse felizmente patos (Blanco, 1988: 189).

Este individualismo aparente no se relaciona con una correspondiente libertad política dentro de las sociedades norteamericanas actuales, según la visión del cronista mexicano. En su lugar, lo que parece hacerse operante es el dominio de la política por las organizaciones privadas, asociaciones comunitarias, juntas vecinales que poseen un control mayor sobre la vida pública que las mismas instituciones partidistas y gubernamentales. Son estas organizaciones las que imponen las condiciones de la vida social, con su prodigalidad restrictiva, su temor ante el crimen, sus campañas en favor de la salud o de la solidaridad light con los niños de Asia u otros perdedores de la nueva era. Con un sistema sindical corrupto, con redes de información monopólicas, con un ubicuo y compulsivo consumo (de modo que la única forma de existir es como receptor, y no como creador de formas y de bienes); con un intimidante despliegue de posibilidades, de crímenes, incendios, enfermedades, catástrofes,

18 La figura del sujeto que pasea solo por la urbe también fue motivo de interés para el filósofo francés Jean Baudrillard, tal y como anota en su excepcional cuaderno de viaje Amérique, donde relata sus impresiones de su viaje a los Estados Unidos en los ochenta: “El número de personas aquí que se pasean solos, que cantan solos, que comen y hablan solos por la calle, es increíble. No obstante ellos no se suman unos a otros. Al contrario, ellos se sustraen unos de otros, y su parecido es incierto” (Baudrillard, 1986: 20). (La traducción es mía.)

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etcétera, la persona es incapaz de vivir personalmente o de pensar por su cuenta, y se refugia en grupos en los que no participa, desde ser parte de la pandilla que coma waffles de Aunt Jemina hasta miembros de tal parroquia o tal liga de ex alumnos. De este modo, también en EU “el síndrome del PRI” se fortalece: la minoría poderosa suma más que la mayoría; mil organizaciones se anotan millones de personas. El individuo cede ante organizaciones caníbales que reinstalan, fortalecidas, su ley de la selva (Blanco, 1988: 203).

Boarding Pass es una colección de viñetas viajeras que re-actualiza la práctica del escritor latinoamericano que escribe sus impresiones de ciudades y capitales extranjeras. Al mismo tiempo, este género de crónica viajera o colaboración desde espacios foráneos practica de manera invertida la mirada que sobre Latinoamérica posan los escritores y viajeros extranjeros. A estos “ojos imperialistas” (M. L. Pratt) se contrapone la mirada que despliegan los ojos marginales latinoamericanos al modo de Alfonso Reyes, Miguel Ángel Asturias, César Vallejo, Rubén Darío, Salvador Novo, cuando representan los paisajes culturales de las ciudades europeas o norteamericanas. La lógica cultural tras esas miradas puede ser una de admiración, desconcierto, denuncia, aturdimiento o premonición, pero lo que subsiste siempre es la sensación de alteridad ante la sociedad narrada. En el caso de Blanco, la desaprobación que el escritor siente ante el modelo capitalista norteamericano que afecta la vida nacional mexicana preanuncia la diatriba de sus impresiones de turista en Nueva Inglaterra. Boarding Pass es una crítica incesante en contra de los modos culturales y políticos norteamericanos y esta parcialidad lo distancia de la fascinación que algunos escritores latinoamericanos de principios de siglo sentían ante la metrópolis, con el consecuente sentimiento de inferioridad que instauraba el tópico de la dependencia cultural. En este sentido, la mirada de Blanco ante las calles de Boston o las islas de Cape Cod, denuncia no sólo la artificialidad de la cultura norteamericana, sino las similitudes con ciertas injusticias y problemas que se asocian preferentemente con la vida en los países menos ricos y privilegiados. Así como las fachadas de Nantucket disfrazan la falta de historia y tradición local, los suburbios de Boston revelan igualmente un paisaje que encubre un trasfondo desolador o problemático: En los alrededores de Boston hay pueblitos residenciales, boscosos, palaciegos; el modelo por el que se afanan nuestras Lomas con sus Bosques de las Lomas y el Pedregal con sus B del P y etcétera. El Indian summer los vuelve más paisajísticos, más paraísos de tarjeta postal para propagandizar el American way of life, ocultando con sus vistas, ciertamente hermosas, las barracas de blancos pobres, negros, portorriqueños, mexicanos y todo tipo de asiáticos, que nada

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le piden muchas veces, en cuanto desastre social, a nuestras más representativas escenas del subdesarrollo (Blanco, 1988: 191).

Esta compilación de crónicas viajeras se cierra con un tono premonitorio sobre el efecto de la cultura consumista que se advierte como norma fundamental dentro de la sociedad norteamericana y que se ha convertido, igualmente, en un patrón esencial dentro de la vida urbana de México. De aquí que el párrafo final hable de un plural nosotros donde ya no se atienden a las diferencias nacionales, sino que se alude a una especie de identidad global capitalista que informa la vida urbana a uno u otro lado de la frontera.

6. La “consumación” de lo popular Debido a la insistencia de Blanco en las relaciones de la cultura urbana con los modelos trasnacionales del capitalismo y la cultura de masas, la sustitución de categorías ciudadanas por identidades vinculadas al consumo se convierte en uno de los tópicos más recurridos dentro de sus crónicas sobre la capital mexicana. En muchos de sus textos, los consumidores se convierten en protagonistas como una manera de representar ciertas identidades emergentes en el contexto urbano. Nadie parece escapar de los mecanismos de la ciudad capital que reduce a sus habitantes a la categoría de tipos sociales, de marionetas de un predecible relato conformado por la lógica del capitalismo tardío (Jameson, 1991). Así, por ejemplo, en “Plaza Satélite” el centro comercial se representa como paradigma urbano del relato del consumo y de las redes organizadoras de la mitología capitalista que consagra nuevas distancias y diferencias ciudadanas. Este enjuiciamiento a los recintos comerciales como espacios privilegiados de la alienación ciudadana lo encontramos en otros trabajos de intelectuales latinoamericanos, como el caso de las escenas postmodernas descritas por Sarlo en la última década. Con respecto al tópico de los hábitos y las mitologías de consumo de las clases pudientes mexicanas, Guadalupe Loaeza se ha convertido en los noventa en su cronista más consagrada, como señaláramos previamente. Loaeza ha compilado sus textos en títulos que han logrado una gran acogida en el público lector: Las niñas bien; Los niños bien; Compro, luego existo, representan los modos de consumo de las clases altas de Ciudad de México e informan la nueva mitología kitsh que corre paralela a los emergentes relatos de la modernización mexicana. Pero si Blanco en sus primeras crónicas admitía cierto espacio para la disidencia identificada fundamentalmente con los sectores populares, en

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Cuando todas las chamacas se pusieron medias de nylon (1987) la representación de los centros comerciales urbanos parece expandirse de tal modo que la ciudad misma se presenta como el lugar de las mercancías y la identidad consumidora que reduce la capacidad de conciencia ciudadana. Frente a la imagen de la urbe como inmenso almacén se hace más evidente la eficacia del sistema capitalista que disemina sus mitologías del consumo. Para Blanco, el fortalecimiento de este relato capitalista-consumista va de la mano con el debilitamiento de la opinión pública, las asociaciones no partidistas, las luchas de sindicatos o grupos de la sociedad civil. Ante este panorama, Blanco reclama la necesidad de fortalecer el perfil democrático de la identidad urbana y nacional a partir de lo que entiende por un proyecto de “identidad crítica” que se enuncie desde “abajo” en defensa de una ciudadanía más participativa y democrática: [...] entender concretamente la situación actual de México en el marco internacional de la civilización industrial, de la nueva cultura impuesta, puede acercarnos a una identidad nacional crítica verdaderamente beligerante; mucho más certera que el culto oficial a identidades nacionales dudosas o vencidas, y que el culto neocapitalista de condominios con papas fritas. Y ese proyecto de identidad crítica debería comenzar por lo más grave: la democratización de nuestra vida moderna (Blanco, 1988: 33).

José Joaquín Blanco, al igual que Monsiváis, señala los desencuentros que el modelo de la ciudad capitalista trae consigo, se refiere a sus tensiones y a sus exclusiones, a las periferias de la cartografía real e imaginaria de la ciudadanía mexicana. Así, las zonas pobres de la urbe, los amplios cinturones de miseria se leen como señal del conflicto aún no resuelto entre los proyectos modernizadores y la idea de una cultura urbana democrática19. Sin embargo, este desencuentro no es exclusivamente de índole cultural sino, y al mismo tiempo, la manifestación de las tensiones de una pluralidad urbana que se traduce en términos de una sociedad de clases. Para Blanco, la sociedad de clases es el concepto generador de las diferencias dentro del marco más abarcador de los proyectos de modernización capitalista en México. En las diferentes crónicas recogidas en los títulos de Blanco, la

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“Esas zonas son el nudo contemporáneo del México rural con el México urbano, del México preindustrial con el México tecnológico; del nacionalista México diferente, ancestral y hasta folclórico y el nuevo oficinesco, moderno y computarizado. Sobre todo ahí entran simultáneamente en crisis la identidad nacional y la cultura urbana de hoy en día” (Blanco, 1988: 35).

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diversidad cultural es leída bajo la idea del desigual acceso de los sectores urbanos al horizonte de promesas y posibilidades que ofrece la gran ciudad convertida en metáfora del mercado global. En este sentido, los ciudadanos quedan relegados al rol de mercancías que se distinguen a su vez por la apariencia física, ostentosa o deslucida; por el lugar que le corresponde dentro del “urbano almacén”: mercancía de vidriera o producto relegado con los trastes a la invisibilidad de algún oscuro depósito. En definitiva, tres son los tipos centrales en los textos de Blanco: los ricos, la clase media y los pobres. Cada uno de estos sectores sociales se asocia en sus crónicas con un estereotipo simulador detrás del cual se advierte la carencia de una cultura mexicana o urbana auténtica. Esta caricaturización de los habitantes urbanos es un tópico medular de textos como “Un chavo bien helado”, recogido en el volumen homónimo. En la descripción de este personaje juvenil defeño, de su indefensión ante la crisis nacional y la falta de alternativas para su incorporación productiva dentro de la sociedad capitalina, encontramos uno de los pasajes más representativos del estilo de Blanco: Una modesta proposición para diversificar y dignificar con sentido nacionalista el subempleo infantil del comercio en los camellones, consistiría en fabricar –como otrora los “indios dormidos” de Rómulo Rozo– los chavos bien helados de cerámica y de plástico, de barro y madera, para adornos, ceniceros, pisapapeles, centros de mesa, floreritos. Un chavo bien helado debe ser bajito, flaco y moreno, con camiseta y mezclilla, unos tenis, y siempre está recargado con gesto vacío en una barda. (En las tiendas de autoservicio, así como en las boutiques turísticas de la Zona Rosa y en la producción para la exportación, se podrían añadir rasgos más sofisticados al modelo estándar de chavo helado, tales como algún perfil maya, una trompudita boca olmeca o alguna nariz aguileña de caballero azteca, como en los cromos patrióticos de Helguera; y desde luego, cierta atmósfera romántica de jóvenes nacidos para perderse y sufrir, semblantes de the beautiful and the damned, de antihéroes del baldío, el desempleo, la represión y la hosca y lívida miseria) (Blanco, 1990: 197).

La idea del consumo como norma de conformación de las identidades sociales a finales de nuestro siglo en Latinoamérica, supone la sustitución –como señalamos anteriormente– del rol central del Estado como divulgador y conformador del concepto de ciudadanía. Aunque Blanco parece participar de la consideración del consumo como nueva norma social, su valoración de los nuevos paradigmas de la ciudadanía carece del tono optimista presente en el análisis del sociólogo argentino. Por un lado, podemos hablar de la crítica de Blanco frente a la persistencia de la desigualdad de clases que sigue sosteniéndose bajo las nuevas condiciones urbanas y que consiste

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en su modo particular de representar las diferencias reconocibles dentro de la heterogeneidad constitutiva de ciudad y del país en general. Por otra parte, se lee tras las representaciones de Blanco su sentencia hacia una cultura sostenida por las redes de comunicación masiva y las estrategias del mercado capitalista. Ambas esferas representan para el cronista la amenaza de una alienación tras la figura de fuerzas modeladoras creadoras de mayores desigualdades sociales. La posibilidad de resistencia popular se identifica –de acuerdo a su lógica– con identidades políticas más que culturales. Más aún, la perspectiva crítica de Blanco al condenar a la industria cultural y las redes de mercado coincide con las observaciones de Habermas en cuanto a la identificación de la sociedad contemporánea con un fenómeno de despolitización de las masas. A esta idea de despolitización urbana, se suma en las crónicas de Blanco la imagen del público (espectador y consumidor) como ente pasivo y alienado de acuerdo a una perspectiva de análisis cultural que se había hecho recurrente en los sesenta en Latinoamérica como expresamos en un capítulo anterior20. Con ese tono de derrota, José Joaquín Blanco se despide del tono crítico de sus crónicas más representativas. En los noventa, las crónicas recogidas en Los mexicanos se pintan solos otorgan el protagonismo a las muchedumbres urbanas y no al sujeto que las interpela y representa. La imagen del cronista se encuentra desdibujada tras el primer plano que cobran los habitantes de la urbe. Sin embargo, este protagonismo de la multitud en la prosa más reciente de Blanco no logra iluminar las posibilidades de articulación ciudadana que se intuyen tras la realización multitudinaria de la urbe. Blanco, a diferencia de Monsiváis, no parece poder plegarse a una perspectiva que no se apoye en la reflexión crítica y personal del autor. En este sentido, su proyecto de representación urbana no puede distanciarse del paradigma del intelectual letrado y forjador de lógicas interpretativas de afán totalizador.

20 Los fragmentos sancionadores de las condiciones de la sociedad urbana contemporánea son reiteradamente usuales en las páginas introductorias de los textos de Blanco. En este sentido, quisiera presentar un fragmento típico de la perspectiva del cronista: “La cultura urbana es, entonces, la imposición de pautas y mercancías autoritarias sobre muchedumbres de consumidores pasivos, sin capacidad de respuesta política, que así se ven convertidos en la forma de vida requerida por prepotentes, invisibles, casi simbólicos dueños; pues esas empresas gigantescas son corporativas y aparentemente no están ejerciendo ningún despotismo, sólo negocios libres y decentes” (Blanco, 1988: 25).

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CONCLUSIONES

El ánimo o el tono de estas conclusiones me parece que va a contrastar con algunas de mis aseveraciones en los capítulos precedentes. Sin embargo, siento que es éste el momento en que puedo aventurar consideraciones que logren evaluar el fenómeno de la crónica mexicana contemporánea en su conjunto. Por otro lado, creo que es inevitable que en la revisión de los autores que abordo en esta oportunidad me haya dejado llevar por una especie de optimismo frente a un género que apostó auténticamente a un cambio intra y extra-literario. Y quizá es ahora el momento de aclarar la acotación cronológica que acompaña el título de este libro. 1968-1990 delimita, a mi juicio, la historia de un modo particular de hacer crónica urbana en México. El movimiento estudiantil de 1968 en México y los textos cronísticos que lo narraron marcaron de manera definitiva la irrupción de una conciencia particular de representación. Este impulso inicial liderado por La noche de Tlatelolco de Poniatowska hizo posible la proposición de un género literario-periodístico capaz de retar los lugares comunes del periodismo y la crítica cultural que se habían desgastado a fuerza de repeticiones o posturas ideológicas predecibles. Sin duda, el trabajo inicial de Poniatowska, Blanco y Monsiváis se dirigió hacia un intento de desenmascaramiento de la tradición, del modo de cronicar y de representar la urbe. A pesar de que en sentido estricto, los tres cronistas que hemos abordado en esta ocasión no pertenezcan a la misma generación, en el fondo podemos reconocer en su trabajo una analogía fundamental a partir de la cual irrumpen en el horizonte del periodismo mexicano y por la cual destacan como un grupo singular. Cuando el historiador mexicano Héctor Aguilar Camín se refiere al perfil de su generación intelectual (a la cual pertenece José Joaquín Blanco), llaman la atención las convicciones ciudadanas que hemos reconocido –en menor o mayor grado– en la obra de Poniatowska, Monsiváis y Blanco. Fue una generación de temple radical que soñó radicalmente los cambios que deseaba para México. En el apogeo del gran monólogo institucional de los sesentas, exigió a gritos el diálogo. En medio del gran sueño autoritario, complacido de sus logros –que no eran pocos– desafió a la autoridad; frente al muro triunfal del país corporativo, ejerció sin preguntar sus derechos ciudadanos. Quiso la apertura democrática y ambicionó un cambio decisivo y profundo para la vida pública de México (Aguilar Camín, 1989: 283).

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Este impulso de apertura llegó a proponer nuevas lecturas de la historia nacional o capitalina, ofreciendo versiones renovadoras de la visión del México contemporáneo. En “De la santa doctrina al espíritu público (Sobre las funciones de la crónica en México)”, Monsiváis se refiere al rol jugado por la crónica en los nuevos modos de narrar la historia: Democratizada la noción de Historia, la crónica la multiplica en su variedad de aproximaciones literarias a manifestaciones, almacenes de Suburbia, modas de los mass-media, excéntricos que no lo son tanto, vivencias de alta y baja política, vida cotidiana en las márgenes (Monsiváis, 1987: 771).

En estas palabras de Monsiváis destacan las direcciones fundamentales de la renovación del género: la experimentación formal y la inclusión de técnicas de representación hasta entonces confinadas a otros terrenos de la literatura; la mirada atenta a las manifestaciones de la contracultura y las prácticas cotidianas; la atención crítica al terreno de la política como horizonte forjador de simbologías y modos de actuar que pretenden forjar una cohesión nacional sobre las bases de un imaginario poco democrático y la representación que recupera las zonas periféricas de la sociedad urbana al prestar atención a los personajes, prácticas y discursos desdeñados por otros medios de representación. La crónica periodístico-literaria al estilo practicado por Blanco, Monsiváis y Poniatowska en los años setenta y ochenta, se adhería a un proyecto socio-político de izquierda, con miras a lograr una apertura democrática en la vida y opinión pública nacionales. Aunque estos autores manifestaron estilos diferentes en el modo de cronicar la sociedad mexicana contemporánea, son reconocibles las convergencias en el compromiso de forjar una literatura democratizadora y mantener una posición intelectual crítica que intenta traducirse en una lucha por la transformación de las políticas desiguales de representación y participación ciudadanas. Otra similitud de diferente naturaleza me permite incluirles dentro de la categoría de un proyecto genérico e histórico: las trayectorias de esta tríada lograron sus mejores hallazgos y resonancias públicas en la década de los setenta. Fue ése el momento de esplendor del movimiento de la crónica periodística-literaria contemporánea, su más ferviente toma de conciencia y el clímax del ánimo de denuncia. Las crónicas posteriores, las de los años ochenta, llegan por momentos a alcanzar estos logros excepcionales, pero se percibe un debilitamiento del optimismo autorial y un espaciamiento en las manifestaciones sociales que sostienen tal optimismo. El terremoto del 85 y la excepcional movilización civil revivió de manera singular el proyecto temático del géne-

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CONCLUSIONES

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ro. Tres años más tarde, las elecciones presidenciales en las que Cuauhtémoc Cárdenas surgió como un candidato de oposición con posibilidades reales de ganar la presidencia y derrocar la hegemonía del PRI, señalaron otro episodio del fortalecimiento de la iniciativa ciudadana y la apertura cívica al cambio. En el sentido de sus apuestas democratizadoras, las ambiciones del género son compatibles con el rol educador/concientizador que la literatura y el periodismo se adjudican en ciertos confines (espaciales y temporales) de la ciudad letrada. Sin embargo, tal y como apunta Régis Debray, hemos asistido en los últimos años del siglo al tránsito desde la época de la escritura (la grafósfera) a la era de expansión de los medios audiovisuales (la videósfera). En consecuencia, hemos presenciado la caducidad del Estado Educador en aras del nuevo Estado Seductor1. Algo semejante parece haber acontecido al género que nos ocupa en esta oportunidad. Si bien, la crónica periodístico-literaria contemporánea se identificó en sus inicios con una tarea cívico-política, a finales de los ochenta su protagonismo en la prensa había sido desplazado por otros tipos de artículos y colaboraciones. Sus recuentos debían competir con otros medios y mensajes que cubrían los avatares urbanos, con menor o mayor eficacia. No obstante, hemos señalado que junto a la agenda política la crónica periodístico-literaria se vincula igualmente con la tarea de representar a la sociedad, a sus diferentes sectores, a su visibilidad pública y sus comportamientos genéricos. Esta dimensión de la crónica, no se vio amenazada de la manera en que su propuesta política lo era, pues en esta época de auge de los mass media el público no es sólo animador de espectáculos, sino que quiere él mismo verse representado. Todo pareciera indicar que la sensibilidad postmoderna, además de responder a condiciones vicarias de experiencia, está sujeta al vicio del vouyerismo que actúa en una doble dimensión: la curiosidad de ver vidas y experiencias ajenas y, al mismo tiempo, el impulso narcisista de verse reflejado en los discursos de los medios de comunicación masiva. Esta actitud explicaría el súbito auge que una nueva versión de la crónica periodístico-literaria parece cobrar en la segunda década de los noventas con autores como Guadalupe Loaeza, formada en uno de los talleres literarios dirigidos por Poniatowska y colaboradora semanal del diario La Reforma. A este respecto podemos señalar que aparece un nuevo modo de cronicar que recupera la noción del texto y su lenguaje como vitrina donde se expo-

1 La cita de Debray ha sido tomada de la referencia en Volver a los medios de Rául Trejo Delarbre (1997: 61).

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nen los gestos urbanos, los gustos del consumo, los personajes estereotípicos de esa ciudad almacén que anunciaba José Joaquín Blanco años antes. Esta tendencia de la crónica como estampa celebradora de la vida como espectáculo indulgente contrasta con la visión cuestionadora de los textos más logrados de Monsiváis, Poniatowska o Blanco. En estos autores, la imagen del texto como vitrina de la vida urbana suponía el afán deformador del discurso que invertía la imagen de los comportamientos urbanos para denunciar la caducidad de ciertos relatos modernizadores y culturales. La crónica periodístico-literaria hacía las veces de lente que invertía los lenguajes y los sentidos convencionales a través de la parodia, el guiño intertextual, el tono desacralizador, etcétera. Para emplear la terminología de la crítica literaria podríamos señalar que la labor de las crónicas de los autores que nos ocupan fue proponer el fenómeno de la desterritorialización de las formas y los lenguajes de la cultura y la política mexicana para rearticular modos alternativos de representación y propuestas de identidades futuribles. Este impulso informó de manera singular muchos de los textos de los autores de la crónica periodístico-literaria de los setenta y ochenta, pero la última década parece sugerir una reterritorialización del género, aun en el caso de los escritores mencionados. Esta dirección reterritorializadora del género puede reconocerse en las compilaciones de textos cronísticos que han sido publicadas a partir de 1990. El último libro de crónicas de José Joaquín Blanco, Los mexicanos se pintan solos (1990) adolece de un vouyerismo complaciente que dista del tono escéptico de las primeras crónicas del autor. Las fotografías que acompañan al texto caen del lado de la ilustración hedonista, de la imagen celebradora de una ciudad desbordada por las multitudes humanas. La sensación final es la de la vida urbana como arena circense donde cada cual tiene su número. Desde la portada misma del número, el texto anuncia esta categoría a medio camino entre comentario fugaz y catálogo gráfico de una sociedad auto-celebradora. Por otro lado, las más recientes crónicas de Monsiváis (me estoy refiriendo a las incluidas en Los rituales del caos) también parecen jugar con esta idea de satisfacer el morbo del público lector: mostrarle cómo lucen ciertos grupos que pueden costear el desmadre “espectacular” durante algún concierto capitalino, asomarnos a los modos de vestir como a una vidriera en exhibición, confirmar los hábitos y selecciones de nuestro consumo, etcétera. Más aún, algunos textos de esta compilación caen en el riesgo –ya predecible en crónicas anteriores– de la celebración nostálgica donde se adelgazan las fibras de la crítica cultural más lograda de Monsiváis. Hay la sensación de que “se miran los toros desde la barrera” y que de la faena el

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cronista se ha retirado a la lejanía del público espectador. Y si bien Monsiváis ha usado reiteradamente el recurso del cronista inmerso en la multitud que contempla un espectáculo, hay una especie de derrota en el cronista de Los rituales del caos, el cual parece sucumbir ante el desmadre de estos grupos que lo exilian de una vez por todas y el sentido último del entusiasmo se le escapa al exegeta de las multitudes. El Monsiváis de estas últimas crónicas parece superado por las más recientes modas, los ídolos de última hora, las nuevas sensaciones de una juventud cuya personalidad, reacciones y perfil político escapan a la perspicacia de tan incansable cronista. Elena Poniatowska, a su vez, se aleja de los ímpetus de la crónica como tribuna de aleccionamiento político y ciudadano para ofrecer en Luz y luna, las lunitas (1994) una compilación de textos que recrean la temática y el estilo de los textos costumbristas. En estas páginas, la cronista representa ciertos personajes femeninos desde la perspectiva de instituciones pasadas (“El último guajolote”) o desde una idea de lo marginal desprovista de la urgencia crítica (“Se necesita muchacha”). Sin embargo, en las páginas que rinden homenaje a la inolvidable Jesusa Palancares, la autora elabora una fuerte autocrítica que revela los límites de una actitud intelectual que –a mi juicio– es equiparable con la conciencia autorial que la propia autora trasladó a sus crónicas urbanas más comprometidas: Ni el doctor en antropología Oscar Lewis, ni yo asumimos la vida ajena [...] Para Oscar Lewis, los Sánchez se convirtieron en espléndidos protagonistas de la llamada antropología de la pobreza. Para mí Jesusa fue un personaje, el mejor de todos. Jesusa tenía razón. Yo a ella le saqué raja, como Lewis se las sacó a los Sánchez. La vida de los Sánchez no cambió para nada; no les fue ni mejor ni peor. Lewis y yo ganamos dinero con nuestros libros sobre los mexicanos que viven en vecindades. Lewis siguió llevando su aséptica vida de antropólogo norteamericano envuelto en desinfectantes y agua purificada y ni mi vida actual ni la pasada tienen que ver con la de Jesusa. Seguí siendo, ante todo, una mujer frente a una máquina de escribir (Poniatowska, 1994: 51).

Aunque esta cita se refiere al caso particular del género del testimonio, he creído pertinente su inclusión en estas conclusiones pues sus ideas reflejan una reflexión sobre los alcances de cierto modo de practicar el oficio de la literatura crítica y de denuncia. Si el testimonio mostró sus momentos epigonales en la última década del siglo XX, algo similar aconteció con el género de la crónica periodístico-literaria en México y con sus avatares en los años más recientes. En este sentido, podríamos señalar cómo las observaciones de Poniatowska advierten sobre el riesgo de reproducir uno de los tipos de representación considerado por Spivak (Vertreten), esto es, asumir la práctica

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del intelectual que habla por los otros, por los subalternos, sin que esto signifique un cambio en su propia posición. Es éste un riesgo que frecuentemente acompaña la labor de los cronistas, quienes desde sus textos representan una alteridad: el pueblo, el otro, el ciudadano común, la multitud. En cuanto al género de la crónica que hemos analizado en las páginas anteriores, podemos reconocer que nos enfrentamos con el declive de su fuerza inicial y con cierta autocrítica que descubre las debilidades o desaciertos del proyecto original. Éste parece ser el sentido que Monsiváis da a sus afirmaciones cuando se refiere al fracaso de un género que, buscando desmontar las mitologías oficiales al propiciar la visión crítica, termina siendo re-articulado en la forma de nuevas mitologías de lo mexicano. En otras palabras, el cronista se refiere al fenómeno de reterritorialización de la crónica contemporánea dentro de las matrices más convencionales del género. Me estoy refiriendo a la idea de la relación entre la crónica periodísticoliteraria moderna y la formulación de un relato de identidad: así somos, así actuamos, así sentimos... Y entonces lo que en un comienzo se proyectó como propuesta deconstructora termina siendo –readecuada por efectos de recepción y por la impasibilidad del sistema–una especie de neo-costumbrismo urbano o, en el mejor de casos, un testimonio de una generación y un compromiso intelectuales aparentemente caducados. Al final, campea la sensación de una empresa intelectual fallida frente a las condiciones de una sociedad que repite impasible los “rituales del caos”. Los ídolos reconocibles dentro de la capital mexicana de fines de siglo encuentran así su retrato inevitable dentro de los textos que junto a la crítica dejan constancia de un nuevo protagonismo urbano. Protagonismo que en el caso de José Joaquín Blanco se representa del lado de las redes del consumo y la cultura de mercado. En Monsiváis se dirige al lado de la consagración del espectáculo y la industria de los medios como nuevo lenguaje social. Y en Poniatowska figura como la inevitable marginalidad cuya episódica heroicidad no logra trascender su propia subalternidad. Para compensar esta idea del declive de un género quizá valdría la pena explorar otros aportes de la crónica que le sumaron reconocimientos al estatuto del género en su expresión contemporánea. La crónica escrita por Monsiváis, Blanco y Poniatowska renovó de manera indeleble el ejercicio de la prosa periodística y confirmó la identidad literaria que, según Monsiváis, es la razón última del género más allá de su realización como hecho político. De este lado, estos autores crearon un estilo y unas técnicas que remozaron a la crónica y confirmaron su estatuto dentro de un espacio receloso ante formas consideradas menos puras. Con respecto a esta rigidez valorativa del

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ámbito literario y crítico, Monsiváis criticaba la sujeción a la que de antemano se sometía al género: ¿Quién hace periodismo pudiendo escribir cuentos y novelas? El auge de la narrativa provoca, una vez más, en el medio cultural, la arremetida contra el periodismo, “enemigo de la promesa”. Ante el prestigio de la ficción, la crónica se extravía en la nostalgia profesional, y la despolitización y la censura vetan el acercamiento a huelgas, rebeldías y modos de vida populares vistos sin condescendencia. Y es muy difícil trasladar a la crónica así entendida los ritmos de la gran ciudad, cuyo cambio vertiginoso cancela opciones narrativas, tratamientos lineales, antiguas emociones (Monsiváis, 1987: 770).

Y es precisamente en contra de tales presupuestos, y a pesar de “la crónica así entendida”, que el proyecto de la crónica periodístico-literaria contemporánea logra defender una identidad renovadora del género y apostar por una lectura posible de la megalópolis mexicana a fines de siglo. Tales objetivos y logros nos obligan, en última instancia, a reconsiderar el estatuto de la crónica como “género menor” y a reconocer la necesidad de una valoración muchas veces postergada.

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