Las voces de la reconciliación
 9789568639198, 9789568639204

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LAS VOCES DE LA RECONCILIACIÓN
PÁGINA LEGAL
ÍNDICE
PRESENTACIÓN
PRÓLOGO A DOS VOCES
LAS VOCES DE LOS PRESIDENTES
POR UN CHILE RECONCILIADO Y EN PAZ SEBASTIÁN (...)
EL DESAFÍO DE MIRAR AL FUTURO PATRICIO (...)
RECONCILIACIÓN NACIONAL EDUARDO FREI RUIZ-TAGLE
25 AÑOS DESPUÉS. NOTAS PARA UNA DIFÍCIL (...)
LAS VOCES DE LA POLÍTICA
CHILE. LOS CAMINOS HACIA LA RECONCILIACIÓN (...)
RECONCILIACIÓN JORGE BURGOS VARELA
LA RECONCILIACIÓN EN CHILE CAMILO ESCALONA (...)
APRENDER DEL PASADO: EL CAMINO HACIA LA (...)
UNA RECONCILIACIÓN CON SENTIDO DE FUTURO (...)
VOCES DESDE EL MUNDO DE LOS DERECHOS HUMANOS
¿QUÉ NOS FALTA PARA RECONCILIARNOS? MIGUEL (...)
VIVIMOS JUNTOS, CON NUESTRAS HERIDAS RICARDO (...)
VERDAD, JUSTICIA Y REPARACIÓN LORENA FRIES (...)
RECONSTRUCCIÓN DE LA CONVIVENCIA NACIONAL (...)
RECONCILIACIÓN NACIONAL COMO META ÚLTIMA (...)
VOCES ACADÉMICAS
RECONCILIACIÓN Y RECONSTITUCIÓN FERNANDO (...)
LA RECONCILIACIÓN COMO OBJETO DE DISPUTA (...)
LA DIFÍCIL RECONCILIACIÓN FRANCISCO CLARO
PERDONAR LO IMPERDONABLE ALEJANDRO GOIC (...)
PERO, ¿ES POSIBLE LA RECONCILIACIÓN? FERNANDO (...)
REFLEXIONES SOBRE UNA EXPERIENCIA PARTICULAR (...)
CHILE Y LA RECONCILIACIÓN JULIO RETAMAL (...)
SIETE OBSERVACIONES SOBRE LA RECONCILIACIÓN (...)
VOCES INSTITUCIONALES
LA RECONCILIACIÓN: UNA TAREA INCONCLUSA (...)
LA ACTUACIÓN ECLESIAL DE LA RECONCILIACIÓN (...)
¿ES CHILE UN PAÍS RECONCILIADO? FERNANDO (...)
VOCES DESDE EL EXILIO
¿RECONCILIACIÓN O CONVIVENCIA? SERGIO BITAR
LA VERDADERA RECONCILIACIÓN AÚN NO HA (...)
40 AÑOS NO ES NADA MIGUEL ÁNGEL SOLAR SILVA
NUEVAS VOCES
LA RECONCILIACIÓN COMO LEGITIMACIÓN DEL (...)
CHILE POST BINOMINAL MAX COLODRO
LA PENA DE LOS DOMINGOS DANIEL MANSUY
RECONCILIACIÓN, PERDÓN, Y RECONSTRUCCIÓN (...)
UNA RECONCILIACIÓN PERSONAL JORGE NAVARRETE (...)
VIOLENCIA, MITO Y RECONCILIACIÓN PABLO (...)
RECONCILIACIÓN: LA DEUDA DE LA TRANSICIÓN (...)

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LAS VOCES DE LA RECONCILIACIÓN

las voces de la reconciliación

Hernán Larraín Fernández y Ricardo Núñez Muñoz (Editores) Joaquín Castillo Vial (Coordinador) ©  © 

Instituto de Estudios de la Sociedad, 2013 Ricardo Núñez, Hernán Larraín, Joaquín Castillo, Sebastián Piñera, Patricio Aylwin, Eduardo Frei, Ricardo Lagos, Soledad Alvear, Jorge Burgos, Camilo Escalona, Lily Pérez, Sergio Romero, Miguel Luis Amunátegui Monckeberg, Ricardo Brodsky, Lorena Fries, Carmen Hertz, José Zalaquett, Fernando Atria, José Joaquín Brunner, Francisco Claro, Alejandro Goic Goic, Fernando Monckeberg, Ernesto Ottone, Julio Retamal Favereau, Héctor Soto, Juan Emilio Cheyre, Cristián Contreras Villarroel, Fernando Montes, Sergio Bitar, Mauricio Rojas, Miguel Ángel Solar, Gabriel Boric, Max Colodro, Daniel Mansuy, José Andrés Murillo, Jorge Navarrete, Pablo Ortúzar, Francisco Urbina.

Director colección Temas actuales: Daniel Mansuy Huerta ISBN: Tapa rústica: 978-956-8639-19-8 Tapa dura: 978-956-8639-20-4 Primera edición: agosto 2013 Instituto de Estudios de la Sociedad Dirección de Publicaciones Teléfonos (56-2) 2321 7792 / 99 Nuestra Señora de los Ángeles 175 Las Condes, Santiago Chile www.ieschile.cl Diseño interior: Elena Manríquez D. Diseño portada: Francisca Ibieta y Diego Castillo V. Impresión: Andros Impresores Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida o transmitida, mediante cualquier sistema –electrónico, mecánico, fotocopiado, grabación o de recuperación o de almacenamiento de información– sin la expresa autorización del Instituto de Estudios de la Sociedad.

LAS VOCES DE LA RECONCILIACIÓN Hernán Larraín Fernández, Ricardo Núñez Muñoz (Editores) Joaquín Castillo Vial (Coordinador)

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Índice

Presentación

Joaquín Castillo Vial

11

Prólogo

Hernán Larraín F. y Ricardo Núñez M.

15

Por un Chile reconciliado y en paz

Sebastián Piñera E.

25

El desafío de mirar al futuro

Patricio Aylwin Azócar

35

Reconciliación nacional

Eduardo Frei Ruiz-Tagle

41

25 años después. Notas para una difícil reconciliación

Ricardo Lagos Escobar

49

Chile. Los caminos hacia la reconciliación

Soledad Alvear Valenzuela

61

Reconciliación

Jorge Burgos Varela

71

La reconciliación en Chile

Camilo Escalona Medina

77

Aprender del pasado: el camino hacia la reconciliación

Lily Pérez San Martín

81

Una reconciliación con sentido de futuro

Sergio Romero Pizarro

91

Las voces de los Presidentes

Las voces de la política

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Voces desde el mundo de los Derechos Humanos ¿Qué nos falta para reconciliarnos?

Miguel L. Amunátegui Monckeberg 101

Vivimos juntos, con nuestras heridas

Ricardo Brodsky

Verdad, justicia y reparación

Lorena Fries Monleón

113

Reconstrucción de la convivencia nacional

Carmen Hertz

123

Reconciliación nacional como meta última de la reconstrucción política y moral de un país José Zalaquett Daher

105

133

voces acadÉMICAS Reconciliación y reconstitución

Fernando Atria Lemaitre

145

La reconciliación como objeto de disputa

José Joaquín Brunner

159

La difícil reconciliación

Francisco Claro

171

Perdonar lo imperdonable

Alejandro Goic G.

175

Pero, ¿es posible la reconciliación?

Fernando Monckeberg B.

181

Reflexiones sobre una experiencia particular Ernesto Ottone

191

Chile y la reconciliación

Julio Retamal Favereau

201

Siete observaciones sobre la reconciliación

Héctor Soto

211

La reconciliación: una tarea inconclusa

Juan Emilio Cheyre E.

219

La actuación eclesial de la reconciliación

Mons. Cristián Contreras Villarroel

229

¿Es Chile un país reconciliado?

Fernando Montes S.J.

239

Voces institucionales

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Voces desde el exilio ¿Reconciliación o convivencia?

Sergio Bitar

253

La verdadera reconciliación aún no ha comenzado

Mauricio Rojas

263

40 años no es nada

Miguel Ángel Solar Silva

273

La reconciliación como legitimación del nuevo orden

Gabriel Boric

285

Chile post binominal

Max Colodro

291

La pena de los domingos

Daniel Mansuy

299

Reconciliación, perdón, y reconstrucción de la confianza

José Andrés Murillo U.

307

Una reconciliación personal

Jorge Navarrete P.

317

Violencia, mito y reconciliación

Pablo Ortúzar Madrid

327

Reconciliación: la deuda de la transición

Francisco Javier Urbina

341



Nuevas voces

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presentación

El desafío de la reconciliación nacional Joaquín Castillo Vial

Reflexionar en torno a la historia reciente de nuestro país es una tarea necesaria. Estamos próximos a cumplir cuarenta años del 11 de septiembre de 1973 y esta fecha sigue abriendo una brecha entre nosotros. Por lo mismo, profundizar en los desafíos pendientes en materia de la reconciliación nacional es imprescindible. Si entendemos ésta como la reconstrucción de los lazos sociopolíticos que la violencia había destruido, es innegable que durante la transición hubo esfuerzos y logros que nadie podría de buena fe ignorar. Con todo, puede pensarse que dicha tarea está lejos de haberse terminado: nuestras diferencias políticas y sociales, a ratos, parecen traer de vuelta el fantasma de nuestras enemistades pasadas, y eso indica que todavía nos queda un camino por recorrer. Si bien el desarrollo económico, el funcionamiento democrático y el orden institucional suelen mostrar que la tarea se logró con relativo éxito, hay que distinguir los procesos: la transición alcanzó sus objetivos y nos legó un Chile democrático, pero el triunfo del proceso de reconciliación está lejos de ser igualmente nítido. Es evidente que tenemos una deuda para con el tratamiento de nuestro pasado: la reconciliación se olvida fácilmente cuando se tocan ciertas teclas sensibles. Y vuelven a surgir los espectros de la desconfianza y de la caricatura, de la violencia y del odio, al punto que no falta quien alerte sobre el riesgo latente de tirar por la borda el trabajo de muchos años. En este contexto, el objetivo de Las voces de la reconciliación fue convocar a los principales actores políticos e intelectuales que participaron activamente en la historia reciente de Chile o a quienes, no alcanzando a participar en ella por un asunto generacional, hayan aportado con sus reflexiones a comprender mejor los períodos que han rodeado la división de los años '70 y '80. También quisimos dar espacio a algunos líderes de opinión que, no siendo parte activa

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Joaquín Castillo

de la vida sociopolítica de la transición, han podido, desde su experiencia y a partir de sus propias reflexiones, ofrecer algunas luces acerca de la manera en que hemos recorrido este camino de recuperación de la confianza mutua y restablecimiento de la amistad cívica. Este volumen se gestó gracias al ex senador Ricardo Núñez y al senador Hernán Larraín, quienes condujeron este proyecto de manera entusiasta. Ambos han compartido una participación en la primera línea de la política nacional –tanto en el Senado como en sus respectivos partidos políticos– junto con un trabajo intelectual que sustenta y profundiza su actuar. Ambos han escrito y publicado acerca de los alcances que tienen las ideologías en una sociedad en conflicto, han dedicado una vida de servicio público a cuidar la democracia y han observado con atención nuestro pasado –muchas veces con autocrítica y asumiendo los errores cometidos– para que la construcción del futuro no ignore el aprendizaje que nos ofrece nuestra historia. Durante este proceso nos enfrentamos a un desafío múltiple, el cual no se acaba con la publicación de este volumen, sino que se proyecta hacia el futuro. Por un lado, hubo que evaluar críticamente un período en el que primaron las buenas intenciones, pero donde lo realizado no siempre estuvo a la altura que las circunstancias necesitaban. Por lo mismo, se solicitó a los autores que reconocieran cuáles habían sido sus propios errores, y que valoraran los aportes de quienes habían sido sus adversarios políticos. Se quisieron dejar atrás las culpas y la violencia para centrarse en los aprendizajes de las últimas décadas. Y, como dan cuenta varias de las reflexiones aquí reunidas, es indudable que enseñanzas no nos han faltado. Hoy sabemos que los derechos humanos son un patrimonio de todos y que deben respetarse siempre, sin utilizarlos como bandera partidaria ni relativizarlos bajo ninguna circunstancia. Sabemos que la democracia, aunque imperfecta, es el mejor sistema de gobierno al que podemos aspirar, y que exige la adhesión a ciertos principios fundamentales. Ella permite avanzar lentamente hacia los objetivos propuestos, con disciplina, orden y virtud. Por lo mismo, no da lo mismo quiénes se dediquen a la política. Sabemos también que no podemos ser prisioneros del pasado ni olvidarlo sin más. Debemos aprender de la historia, ya que es el mejor camino para comprender que las ideas que defendemos pueden tener consecuencias

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insospechadas. Los episodios dolorosos de nuestro propio pasado nos enseñan qué cosas hay que cuidar de manera especial y cuáles son las barreras de respeto, reconocimiento y diálogo que siempre se deben defender. Sobre todo, hemos aprendido que la reconciliación no se construye desde el olvido u obviando las dificultades, sino que es un trabajo cotidiano, cuyo resultado siempre es frágil. Ella se alcanzará solo si se dejan de lado las lógicas beligerantes y se avanza hacia una unidad nacional en donde nunca más nadie quiera prescindir de otros por el sólo hecho de pensar distinto. Probablemente el mayor logro de Las voces de la reconciliación sea volver los ojos de manera crítica y reflexiva sobre un proceso que es necesario observar una vez más, especialmente en este año de elecciones presidenciales, que exige de modo particular cuidar las formas de nuestra vida pública. Así, sacando a la luz las mejores versiones de nosotros mismos, podremos seguir avanzando en este largo camino de reconciliación. Antes de terminar quisiera agradecer a todos los que hicieron posible la gestión de este volumen. En primer lugar, a Ricardo Núñez y Hernán Larraín, quienes desde un principio aceptaron la invitación del IES e hicieron suyo el proyecto. En segundo lugar, a todos los autores que amablemente aceptaron la invitación a escribir, a pesar de la falta de tiempo y de la dificultad de emprender una reflexión en estas materias. Por último, quisiera agradecer a todos quienes, de una u otra manera, ayudaron a gestionar las invitaciones, aportaron con ideas para el proyecto o conversaron muchas veces con nosotros para mejorar variados aspectos de difícil solución, propios de una empresa como esta: a Daniela Lazo, Ignacio Rivadeneira, Mariana Aylwin, Eugenio Fredes, Rodrigo O'Ryan, Clara Budnik, Cecilia Herrera, Lorna Gutiérrez, Claudia Cortés, Héctor Ruiz, Claudio Rojas y Alejandro San Francisco. De manera especial, a todo el equipo del IES y su directorio, quienes ayudaron a que este proyecto llegara a buen término: Christel Lindhorst, Catalina Siles, Pablo Ortúzar y Claudio Alvarado, y especialmente a María Fernanda Badrie y Daniel Mansuy, quienes han sido los encargados de guiar este pequeño barco. En adelante, cada uno desde donde corresponda, tenemos la tarea de contribuir a la elaboración de una memoria que se oriente siempre a una comprensión global de nuestra historia, que es de todos. Si nuestro pasado

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Joaquín Castillo

solo les corresponde a unos pocos, significa que no lo hemos relatado poniendo por delante la verdad y la justicia, sino con un sesgo que la mutila de manera antojadiza. La justa memoria debe construirse con fidelidad a la historia y permitiéndonos no quedar entrampados en el pasado. En eso podemos resumir el gran desafío de la reconciliación: sacar, de una enorme división, una enseñanza para los tiempos venideros.

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Prólogo a dos voces

Hernán Larraín F.; Ricardo Núñez M.

Un ambiente enrarecido perdura en la conciencia nacional. Pasa el tiempo

y la percepción de que existen heridas que no cicatrizan sigue siendo real. Hay gestos, declaraciones, informes de comisiones, mesas de diálogo, leyes, monumentos y peticiones de perdón de muchos, pero aún existe la sensación de que, a pesar de los años, el conflicto permanece. Por ello, es significativo que figuras prominentes de nuestro quehacer sociopolítico hayan decidido colaborar con esta publicación que nace al amparo del Instituto de Estudios de la Sociedad, y que hemos querido promover los editores de esta obra. Este libro busca ser un estímulo a la voluntad de establecer marcos de convivencia más sólidos, estables y legítimos que todos aquellos vividos a lo largo de nuestra historia. Los escritos aquí reunidos reflejan diversos enfoques teórico-conceptuales y escuelas de pensamiento que pretenden estimular la reflexión, el análisis y el debate sobre el tema que nos convoca. Avanzar con decisión y prudencia hacia un estado superior de entendimiento entre los chilenos es un desafío mayor al que sin duda este libro contribuirá de manera clara y decidida. Nosotros no queremos rehuir esta tarea. El concepto reconciliación tiene a lo menos dos dimensiones. Desde luego, una que nos evoca la visión cristiana de la vida y la sociedad. Esta es la que da especial sentido en el ámbito de la estructura espiritual del hombre en su compromiso social. Otra, de raíz histórica, nos plantea que la reconciliación supone siempre que alguna vez, en un determinado período de su existencia, existió una sociedad conciliada en la que la convivencia fue armónica, los conflictos en su interior fueron excepcionales y que además fueron superados sin mayor tensión entre sus miembros. ¿Cuándo se quebró ese sentimiento de unidad nacional que formaba parte de la cultura chilena? Algunos dicen que ello ocurrió cuando se entronizó

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la violencia como método legítimo de acción política, en los años setenta. Otros dicen que fue cuando la violencia tomó forma de golpe de Estado y se instaló en Chile la violación sistemática a los Derechos Humanos con sus miles de víctimas. Y no faltan quienes estiman que fue cuando, recuperada la democracia, superada la intervención de la fuerza, no hubo o no se consideraron suficientes las expresiones de perdón y reconocimiento de responsabilidades que se imputaban recíprocamente, manteniendo heridas abiertas que aún impiden pensar en un futuro sin remordimientos. Nuestra historia nos ha mostrado que, desde la Colonia hasta nuestros días, son pocos los períodos –tal vez ninguno– donde la convivencia se desarrolló en un marco de pleno respeto a todas las normas de general aceptación (legales, morales o de otra índole) y con un deseo explícito de todos los sectores a convivir bajo un mismo orden institucional, económico, social y cultural. Lo que se manifestó como acuerdo social básico o entendimiento de común reconocimiento al constituirse la República, fue un cierto consenso en torno al ordenamiento constitucional, a las leyes esenciales y especialmente, a la estructura ético-moral impuesta de manera hegemónica por los grupos dominantes. Fueron normas que, en un transcurrir paralelo, legitimaron en la mayoría la conciencia de la común pertenencia a una misma Nación y a un mismo Estado. La temprana conformación de un cierto ordenamiento institucional básico y el respeto a ese ordenamiento –más allá de diferencias que culminaron a veces en enfrentamientos violentos– fue una situación altamente valorada por quienes, desde el exterior, veían en Chile un país que se acercaba más que otros países de la región a los moldes de la llamada cultura y democracia occidental. A pesar de lo anterior, y sin considerar otras situaciones históricas –como las divergencias que separaron por largo tiempo a “carreristas” y “o’higginistas”– a lo menos en dos oportunidades se rompió de manera dramática ese orden institucional y la estructura valórica de la sociedad chilena. Estas profundas desestructuraciones de lo establecido se dieron especialmente antes, durante y después de la Guerra Civil de 1891, y en el contexto del Golpe de Estado de 1973.

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En el primer hecho, las consecuencias fueron dolorosas para todo el país, pero mayormente para el bando derrotado. La guerra que, como es sabido, terminó con el gobierno y la vida del Presidente Balmaceda, generó una división que afectó políticamente a las clases altas de la sociedad y a los dos partidos preponderantes: el Conservador y el Liberal. Los gobiernos posteriores, formados en torno a las fuerzas triunfantes, ejercieron represalias de carácter selectivo durante un período relativamente corto. Luego se dictaron leyes de amnistía que contribuyeron a restituir, de manera paulatina, la confianza y la armonía en una sociedad fuertemente escindida. Durante la guerra, el factor internacional tuvo una relevancia acotada. Salvo por los intereses ingleses en juego, poco se involucró el mundo exterior. El contexto en el que se produjo el quiebre del '73 fue muy diferente. Tal como lo reconocen historiadores y politólogos de diversas tendencias, la sociedad chilena venía experimentando fuertes tensiones internas desde finales de los cincuenta. Los entendimientos políticos se fueron haciendo crecientemente difíciles. Dos revoluciones de signos distintos impulsaron reformas estructurales y cambios de tal magnitud que su influencia y efectos permearon todo el acontecer nacional e involucraron a toda la población. La primera fue resistida por partidos políticos y sectores minoritarios pero poderosos de chilenos, lo que permitió la vigencia de la democracia. La segunda, en cambio, fue contestada por fuerzas mayoritarias que terminaron por coligarse con los mandos de las Fuerzas Armadas para deponer por la fuerza al gobierno de Salvador Allende. Los efectos de aquella enorme división entre los chilenos han sido traumáticos. En ese tiempo, a la gran división ideológica imperante –donde jugó un rol determinante la Guerra Fría– se sumaron las violaciones a los Derechos Humanos que se vivieron a lo largo de diecisiete años. Durante la transición a la democracia el desafío fue múltiple: por un lado, había que devolverle la confianza y la esperanza al país; por otro, había una importante tarea: reconciliar a los chilenos. Este año, cuando se cumplen cuarenta años del punto de mayor quiebre, nos encontramos en un momento propicio para profundizar en las razones que nos llevaron a esa división y para hacer un balance equilibrado de los avances así como de las deudas que tenemos en

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este intento por restablecer la confianza y la amistad cívica entre los chilenos. Cuando nos preguntamos si Chile es un país reconciliado nos damos cuenta que no parece haberse vuelto a conciliar en plenitud. Lo que sí parece existir es una razonable convivencia. ¿Será necesario que pase una generación entera para que se inicie un nuevo momento de respeto y tolerancia entre los chilenos? Esa es tal vez una mirada demasiado cómoda y pragmática, pero también es, sin duda, una actitud de renuncia al propósito de construir una sociedad que se reencuentra consigo misma, compromiso necesario que se sustenta en una necesidad ética. Lo que necesitamos para cumplir aquel compromiso es, en primer lugar, asumir que Chile experimentó por 17 años un hecho inédito en su historia, incomparable y diferente a cualquier otro suceso dramático que antes haya vivido. Ése es el antecedente a tener presente y que hay que considerar como marco válido para aquella noble aspiración de construir una patria reconciliada. Ahora, si queremos impulsar aquel anhelo a niveles superiores, se requiere tener en cuenta algunos aspectos que la dificultan, pero no por ello la hacen imposible. En primer lugar, no todos los miembros de la sociedad chilena tienen una misma lectura de la historia reciente del país. Se cruzan nuestras miradas personales, nuestras interpretaciones y los prejuicios que hemos incubado en nuestros espíritus. Serán las mismas divergencias que tendrán quienes lean y comenten los trabajos presentes en este volumen: la diversidad se aplaude, pero nos cuesta aceptarla, a sabiendas que no siempre coopera en la búsqueda de las soluciones compartidas. En este volumen colectivo hay múltiples miradas que también están en el debate público; miradas que justifican o rechazan el actuar de uno u otro bloque enfrentado en el golpe de Estado. En segundo lugar, no todos están de acuerdo ni comparten las medidas destinadas a castigar a todos aquellos que impulsaron o promovieron la violación de los Derechos Humanos, la represión y los actos arbitrarios cometidos por funcionarios del Estado. Este consenso necesario no ocurre aún en el ámbito político, ni en muchas de las instituciones relevantes del país. Por último, no todos aceptan que la reconciliación es un bien necesario en la conciencia civilizada. Más allá de las diferencias sociales, culturales, étnicas

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o religiosas existentes, los chilenos deben reconocer la existencia de objetivos, metas y valores comunes que los involucren a todos, lo que exige una cultura política bastante más desarrollada que la que se practica en la actualidad. Entre quienes prologamos este volumen también están presentes muchas de estas diferencias, particularmente en lo referente a los caminos que se deben seguir a futuro. Pero sendas vidas dedicadas al quehacer político, ya sea desde el Parlamento o desde los correspondientes partidos políticos, nos han enseñado que la reconciliación plena de una sociedad que ha estado escindida supone un enorme esfuerzo de generosidad política e intelectual. Esa generosidad no impide expresar las posiciones propias o claudicar en los ideales que guían nuestro el actuar, ni nos obliga a hacer una política vacía donde una visión particular del país esté acallada en pos de una aparente reconciliación. Compartimos, por ejemplo, que es necesario enraizar en el conjunto de la sociedad una serie de valores y principios sólidos que hagan imposible repetir los errores del pasado. Ello significa hacer de la democracia el mejor modo de resolver los conflictos sociales y políticos; hacer de “la cultura y la amistad cívica” la manera de comprender y aceptar al otro en un país diverso y heterogéneo como el nuestro; hacer del reconocimiento de una igual dignidad un objetivo compartido por todos, y de los derechos humanos un valor esencial de la convivencia que nada ni nadie pueda pasar a llevar. Considerando aquellos objetivos comunes, también hay espacio para las divergencias: uno de nosotros cree que esos objetivos compartidos pasan por el camino de eliminar todas las consecuencias políticas, jurídicas e institucionales heredadas del orden dictatorial que dividieron a los chilenos. De acuerdo con su punto de vista, aún existen, lamentablemente, herencias del pasado que horadan la vida política e institucional. No ha existido voluntad suficiente, ni capacidad política, para despejar el camino de los obstáculos que dificultan reconocernos como pueblo reconciliado dentro del cual el perdón sea un modo natural para cerrar las heridas del pasado. Qué duda cabe, hay demandas de justicia todavía no resueltas. Empero, otro de nosotros considera que en la dimensión ética del problema queda mucho por hacer. Hay quienes han dado su testimonio pero que, junto

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con ello, se apartan de la realidad y se quedan hundidos en el pasado. Están los insatisfechos, los escépticos y los autoflagelantes, quienes piensan que todo será siempre poco para la magnitud del dolor, pero que parecen estar más interesados en que nada cambie, que nada se supere, que sigamos presos de la división y del odio. Aquellas actitudes no son propicias: es necesario que lo hecho por muchos se valore y se reconozca, como también lo es que se admita de modo impostergable la conveniencia de algunos esfuerzos adicionales, de testimonios de mayor generosidad, tanto de quienes no se atreven a pedir perdón como de quienes no lo aceptan cuando se da el paso. Al recorrer los escritos contenidos en este libro, se podrá apreciar la multitud de factores que explican por qué se puede decir que, si bien se ha avanzado, no ha sido demasiado. Es más, aunque hoy Chile es un país mucho mejor que hace 20, 40 ó 60 años, existe la sensación de que aún permanece entrampado; que hay situaciones pendientes, a pesar de los muchos avances y logros. Para superar este momento es esencial exigirnos condenar en toda circunstancia la violencia; repudiar siempre las violaciones a los derechos esenciales de las personas y estar dispuesto a pedir perdón si por nuestras acciones u omisiones ofendemos o perjudicamos a otro ser humano. El grito de “nunca más” es una necesidad liberadora que compromete al ser nacional y se constituye también en una exigencia moral. Todas estas exigencias son desafíos que una sociedad debe recordar una y otra vez, volviendo sobre ellas para renovar permanentemente el compromiso con los derechos humanos y con los valores esenciales de justicia y verdad. En esta nueva etapa, lo esencial es sembrar de ideas nobles la actividad política, asumir las falencias de nuestro sistema institucional para poder superarlas, terminar con la influencia de visiones ideológicas que pretenden totalizar el conocimiento de la vida moderna. Sólo de esta manera podremos seguir avanzando en la construcción de una sociedad efectivamente reconciliada, que haga del entendimiento en la diferencia una obligación moral y política, que supere la herida del pasado sin olvidar las causas de su ocurrencia; una sociedad que en toda su diversidad aprenda a enriquecer valores comunes. Probablemente no lograremos todos los propósitos que son necesarios para alcanzar una reconciliación plena. Por eso es que, para quienes somos

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inconformistas, no solamente esperamos pasivamente, sino que creemos que se puede hacer un nuevo esfuerzo y trabajar por avanzar un poco más en este camino. Cuarenta años después, la inmensa mayoría de chilenos y chilenas –que han sabido reencontrarse y recuperar la fe en que se puede seguir caminando juntos, que tienen sus ojos puestos en un mismo destino– son parte de un llamado a que todos renovemos nuestras promesas hasta el último aliento para perseverar en la búsqueda de la paz y de la unidad, bases irreemplazables que sustentan toda reconciliación. Se trata de una convocatoria dirigida especialmente al mundo político, cultural e intelectual: son ellos quienes aún tienen deudas pendientes. Son estas personas las que deben liderar el paso de reconciliación que todavía sentimos que nos hace falta. El reto a futuro, entonces, es hacer de Chile efectivamente una patria para todos.

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por un chile reconciliado y en paz Sebastián Piñera E.1 Presidente de la República

1.  11 de septiembre de 1973: crónica de una muerte anunciada

Chile es, comparado con el resto de Latinoamérica y aún con la mayoría de las naciones de Europa, un país que ha gozado de una larga y admirable tradición de estabilidad democrática y vigencia de su Estado de Derecho. En los últimos 180 años hemos sido regidos por sólo tres constituciones políticas y la gran mayoría de nuestros gobernantes han ejercido sus funciones y traspasado el poder conforme a las reglas y en las oportunidades previstas por ellas. Sin embargo, nuestro historial político dista mucho de ser perfecto. Junto a largos períodos de luces, han existido también oscuros momentos de sombras que invariablemente impusieron sobre sus coetáneos una pesada carga de desencuentros, violencia y abusos, que en muchos casos se transmitieron a las generaciones que les siguieron. Hechos como la matanza de Lo Cañas en 1891, el asesinato de miles de trabajadores en la Escuela Santa María de Iquique en 1906, la masacre de decenas de jóvenes en las oficinas del Seguro Obrero en 1938 y, más recientemente, los asesinatos de Edmundo Pérez Zujovic, René Schneider y Jaime Guzmán, por nombrar solo algunos casos ocurridos en plena democracia, nos recuerdan dramáticamente la presencia cruel y desgarradora que la violencia política ha tenido en distintos pasajes de nuestra historia. Por lo demás, aún si descontamos las primeras dos décadas de nuestra vida republicana, lo cierto es que Chile sufrió graves guerras civiles o quiebres institucionales en 1851, 1859, 1891 y 1924, además de la última en 1973. Todas ellas tienen en común el que los líderes y agrupaciones políticas optaron por destinar sus mejores esfuerzos a destruirse mutuamente. Y para 1

Presidente de la República de Chile en el período 2010-2014. Ingeniero Comercial de la Pontificia Universidad Católica de Chile y Master y Doctor en Economía en la Universidad de Harvard, Estados Unidos. Senador por la circunscripción Región Metropolitana Oriente durante el período 1990-1998. Presidente de Renovación Nacional entre los años 2001-2004.

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Sebastián Piñera

pesar de nuestra patria, lo lograron. Porque de paso arruinaron también la democracia, la economía y nuestra sana convivencia. En este contexto, el 11 de septiembre de 1973 representa otro hecho triste y doloroso para Chile, cuyas causas y consecuencias todavía hoy dividen a una parte de nuestros compatriotas. Por lo mismo, la conmemoración de su cuadragésimo aniversario nos concede una gran oportunidad. La oportunidad de reflexionar con serenidad respecto de sus causas, a fin de no repetirlas hacia el futuro; de acompañar a los familiares de las víctimas y honrar con respeto la memoria de los caídos, tanto civiles como uniformados; de renovar nuestros esfuerzos en aras de una perdurable reconciliación entre los chilenos; y de consolidar entre nosotros una verdadera cultura de respeto a los derechos humanos, en todo tiempo, lugar y circunstancia. Ese día nuestra democracia se quebró. Pero su fractura en ningún caso fue intempestiva ni súbita. Fue, más bien, el desenlace previsible, aunque no inevitable, de una larga y penosa agonía de los valores republicanos, de una polarización extrema en los espíritus de nuestros dirigentes, de la intromisión creciente de la violencia en la acción política y del resquebrajamiento progresivo de nuestro Estado de Derecho. En efecto, ya a principios de la década del sesenta se advierte cómo, poco a poco, casi sin darnos cuenta, la sensatez que por largos momentos había caracterizado a la política chilena comenzó a ceder su lugar a las pasiones desbordadas y proyectos excluyentes; el respeto, a la intolerancia; el diálogo republicano, a la violencia verbal y aun física; la visión de Estado, a consignas tan aplaudidas como inconducentes. Un senador de la época declaró abiertamente que su rol era negarle la sal y el agua al gobierno; un presidente llegó a decir que no cambiaría una coma de su programa ni por un millón de votos; otro, que no era el presidente de todos los chilenos; y un tercero, que en Chile no se movía una hoja sin que él lo supiera. El resultado fueron tres décadas de odios, divisiones y sufrimiento para millones de chilenos. En este sentido, el quiebre de la democracia en 1973 y las graves violaciones a los derechos humanos que le siguieron representan el fracaso político de una generación. No quiero decir con esto que todos sus integrantes hayan sido sus responsables, ni mucho menos que las culpas sean equivalentes en

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todos los casos. Pero sí que la responsabilidad de lo ocurrido fue bastante más compartida de lo que habitualmente se reconoce. Por lo pronto, las dictaduras militares no fueron un fenómeno exclusivo de Chile, sino una realidad propia de la guerra fría que el mundo vivía en esos momentos y que alcanzó a prácticamente todas las naciones de América Latina. De hecho, está más que demostrada la incidencia decisiva que las dos principales potencias mundiales de la época –entonces rivales acérrimos e irreconciliables– tuvieron en la forma como se produjeron y desencadenaron los hechos en nuestro país, intromisión foránea que hoy no puede sino avergonzarnos. Algunos quisieran creer que toda la responsabilidad de lo ocurrido recae en quienes cometieron u ordenaron a otros cometer delitos de lesa humanidad: aquellos que asesinaron, torturaron, hicieron desaparecer o privaron de libertad al margen de todo juicio justo a miles de personas. Esta postura es correcta tratándose de la responsabilidad penal, pero claramente parcial e insuficiente para formarse una opinión acabada de lo que ocurrió. Por lo demás, buena parte de los partícipes de esos crímenes atroces ya han sido juzgados y sancionados por nuestros tribunales de justica. Y es absurdo creer que, por este sólo hecho, el examen de conciencia que la sociedad chilena se debe a sí misma está concluido. Porque no lo está. Y no lo está porque junto a la responsabilidad penal existen otras de carácter político o histórico, que si bien conllevan una carga de reproche moral menor, no por ello son menos concretas. En mi opinión, esta responsabilidad histórica o política recae, en primer lugar, en quienes previamente promovieron el odio y proclamaron a la violencia armada como un método legítimo de acción política; aquellos que sembraron vientos predicando el desprecio hacia nuestra democracia como un simple instrumento de la burguesía y pretendieron imponer al país un programa revolucionario votado por sólo un tercio de los ciudadanos. Se trata de una situación equivalente a la descrita magistralmente por Victor Hugo en uno de sus poemas, en que la cabeza cortada de Luis XVI reprocha a los reyes de Francia que lo antecedieron haber construido el sistema que terminaría por degollarlo. Pero esta responsabilidad también alcanza a quienes, atendidas sus profesiones, investiduras o influencia, pudieron haber evitado la ocurrencia de graves abusos a los derechos humanos y no lo hicieron, ya sea porque accedieron

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a subordinar los principios a sus pasiones o intereses, porque renunciaron a actuar con la diligencia o cuidado que se esperaba de ellos, o sencillamente porque sucumbieron frente al temor. Pienso, por ejemplo, en aquellos jueces que abdicaron de sus funciones jurisdiccionales para conocer recursos de amparo y ejercer facultades disciplinarias sobre tribunales militares en tiempos de guerra interna en la etapa inmediatamente posterior al 11 de septiembre de 1973; así como en algunos periodistas que ocultaron, distorsionaron o se prestaron para la manipulación de la verdad. En fin, la responsabilidad de lo ocurrido recae también en aquellos que aplaudieron o mantuvieron un silencio impávido frente a los crímenes y desvaríos de unos u otros, y en quienes, aun reprobando todo ello, pudimos haber hecho algo más para evitarlos.

2.  ¡Nunca Más! Lecciones para el futuro

Pero así como debemos ver más atrás de 1973, también debemos mirar más adelante del 2013. Y para ello necesitamos preguntarnos qué lecciones podemos recoger para evitar que estos dolorosos hechos vuelvan a repetirse en el futuro. Sin duda, ellas son muchas y variadas, por lo que quisiera detenerme en las tres que considero más relevantes. La primera es admitir, sin reservas de ninguna naturaleza, que aún en situaciones extremas, incluidas la guerra externa o interna, existen normas morales y jurídicas que deben ser respetadas por todos, combatientes y no combatientes, civiles y militares, jefes y subordinados. Y que, en consecuencia, fenómenos como la tortura, el terrorismo, el asesinato por razones políticas o la desaparición forzada de personas nunca pueden ser justificados sin caer en un grave e inaceptable vacío moral. En otras palabras, no existe estado de excepción, ni revolución política, económica o social alguna, cualquiera sea su orientación y por justa o provechosa que se la estime, que justifique el grado de violencia y abusos a los derechos humanos que conocimos en Chile en esos años. Esto es válido no solo en el campo de los principios, razón más que suficiente para sostenerlos, sino también en el ámbito más estratégico o, si se quiere, práctico, de la lucha por alcanzar el respaldo ciudadano. En efecto, transcurridas más de dos décadas desde el retorno a la democracia, resulta

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evidente que aquellos grupos o personas que han mantenido posiciones ambiguas frente a la legitimidad de la violencia como medio de acción política, como es el caso de algunos sectores de extrema izquierda, han sido sistemáticamente relegados a un verdadero ostracismo electoral por parte de la propia ciudadanía. Y también, que otros sectores del país, que quizás podrían haber simpatizado con el régimen militar por la globalidad de su obra modernizadora, o por las ideas básicas que lo inspiraron, o que hubieran estado dispuestos a reivindicarlo como un mal menor atendida las circunstancias bajo las que le correspondió intervenir, se vieron, no obstante, impedidos de hacerlo a causa de este drama, de este abismo moralmente insalvable de los abusos a los derechos humanos. Y es que no pudieron encontrar, ni con la mejor voluntad del mundo, un mal mayor que su violación grave, cruel y reiterada. La segunda lección es que la democracia, la paz y la amistad cívica son todos valores mucho más frágiles de lo que solemos creer, por lo que jamás podemos ni debemos darlos por garantizados. Son, en cierto sentido, como un árbol que requiere ser regado cada día para evitar que se marchite y termine por secarse. Y ese cuidado ha de darse no solo en los actos, sino también en las palabras, en los gestos y en las formas. A este respecto, conviene recordar las sabias palabras de Gandhi quien sostuvo que “no hay caminos a la paz, la paz es el camino”. Una paz que todos, cada uno desde su propio ámbito o lugar, tenemos el deber ineludible de practicar y promover y el derecho irrenunciable a exigir y defender. Y esto supone aislar y condenar siempre, sin excusas ni demoras, a la violencia, aun aquella larvada o encubierta; uniendo fuerzas para rebatir a quienes la practican o promueven en el terreno de las leyes, las ideas y los principios; levantando nuestras voces en su contra en los medios de comunicación, en la academia, en la calle y en el campo de la cultura y las artes; y, por cierto, derrotando a sus instigadores en las confrontaciones electorales. Y la tercera lección es que existe una relación muy estrecha entre la calidad de la democracia, el progreso económico y la justicia social, pues se retroalimentan y potencian recíprocamente, al punto que el deterioro en cualquiera de ellas, tarde o temprano, termina por impactar negativamente a las demás. No cabe duda, por ejemplo, que se hace muy difícil garantizar

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estabilidad política y paz social en un país que mantiene niveles excesivos de pobreza y desigualdad. Nuestro desafío, entonces, consiste no solo en seguir fortaleciendo nuestras instituciones políticas, sino también en perseverar y profundizar una estrategia de desarrollo económico y social fundado en la libertad, la responsabilidad, la igualdad de oportunidades, la lucha contra la pobreza, la iniciativa privada y el respeto a los derechos fundamentales, incluido el de propiedad, pues es esta estrategia la que ha permitido el período de mayor desarrollo económico y social en la historia Chile. Si así procedemos, estaremos prestando una colaboración muy decisiva a la calidad y estabilidad de nuestra democracia.

3.  Aportes al proceso de reconciliación nacional

Pero así como podemos sacar lecciones de nuestros errores, también debemos aprender de nuestros aciertos, que han sido muchos y muy notables. Porque tal como el proceso que llevó al quiebre institucional de 1973 representó el fracaso de una generación, la transición que nos permitió recuperar y consolidar nuestra democracia y amistad cívica significó el éxito de otra. Normalmente el paso desde un gobierno autoritario a uno democrático se hace en un ambiente de agitación, con caos político, crisis económica y violencia social. No fue el caso de Chile, que tuvo la sabiduría para realizar una transición pacífica y ejemplar, que hoy nos llena de orgullo y nos tiene a las puertas del desarrollo. Este proceso no fue fácil ni tampoco lineal, pues tuvo avances y retrocesos, promotores y detractores. Su hito inicial lo marcó el Acuerdo Nacional de 1985, alcanzado a instancias de la Iglesia Católica, que si bien no prosperó por la oposición del régimen de la época, permitió generar un clima de entendimiento entre las principales fuerzas políticas –de derecha, centro e izquierda– inédito hasta entonces y fundamental para lo que vendría después. Porque cuatro años más tarde una abrumadora mayoría de los chilenos respaldaría en un plebiscito las reformas constitucionales consensuadas entre el Gobierno Militar, la Concertación por la Democracia y Renovación Nacional. Nacía así la democracia de los acuerdos, una nueva forma de hacer política fundada sobre una idea simple pero profunda: este país nos pertenece a todos; en Chile no sobra nadie.

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Pero la reconciliación no es solo un tema de instituciones y procedimientos, sino fundamentalmente de actitudes. Y la principal de ellas es el compromiso con la verdad, presupuesto ineludible tanto de la justicia como de aquella expresión más alta y noble del amor, que es el perdón. Porque cuando prevalece la mentira o la verdad queda a merced de la manipulación política o ideológica, inevitablemente florecen sospechas y divisiones que siempre terminan por socavar las posibilidades de alcanzar una paz auténtica y duradera. Esta necesidad de conocer la verdad de lo ocurrido para desde ahí avanzar hacia una reconciliación sincera, llevó al gobierno del Presidente Patricio Aylwin a formar una comisión que denominó, precisamente, “de Verdad y Reconciliación”. Ella determinó inicialmente que 2.279 personas habían perdido sus vidas por la acción de organismos o agentes del Estado. Frente a esta realidad tan triste y dolorosa, el mismo Presidente Aylwin, en su condición de Jefe de Estado, pidió públicamente perdón a los familiares de los detenidos desaparecidos, en un gesto que, como su sucesor, y a pesar de pertenecer a una coalición política distinta, valoro, reitero y hago propio, en toda su profundidad y extensión. Posteriormente se sumaría a este esfuerzo la Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura que, en su último informe, evacuado durante nuestro gobierno, reconoció oficialmente a cerca de 40.000 personas como víctimas de torturas y apremios ilegítimos por razones políticas. Sin embargo, no basta con reconocer el mal causado. Éste ha de ser, en lo posible, reparado. Y a ello han apuntado una serie de medidas compensatorias para las víctimas o sus familiares implementadas por organismos públicos especialmente creados al efecto, como la Corporación Nacional de Reparación y Reconciliación, desde 1992 en adelante.

4.  Hacia una verdadera cultura de defensa, respeto y promoción de los derechos humanos en Chile

Nuestro gobierno ha tomado con mucha energía y decisión las banderas de la reconciliación nacional así como las del respeto, defensa y promoción de los derechos fundamentales de la persona humana, desde su concepción hasta su muerte natural, y en todo tiempo, lugar y circunstancia.

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Entre otros avances, hemos realizado una completa restructuración de nuestra institucionalidad en la materia. Esta incluye la puesta en marcha, el año 2010, del Instituto Nacional de Derechos Humanos, corporación autónoma de derecho público encargada de elaborar un informe anual, emitir recomendaciones, deducir acciones legales en caso de violaciones graves y difundir su conocimiento y comprensión entre la población. Además, presentamos al Congreso Nacional un proyecto de ley que crea la Subsecretaría de Derechos Humanos. Tan pronto se apruebe, Chile contará por primera vez en su historia con una autoridad y organismo estatal encargado y responsable de liderar todos los esfuerzos del gobierno –hoy desperdigados en distintas reparticiones– para la elaboración de planes, programas, decisiones y acciones relativos a ellos. Entre otras facultades, podrá diseñar políticas públicas y proponer reformas legales y administrativas para su adecuado tratamiento y deberá recibir, evaluar y responder las quejas y denuncias presentadas en contra del Estado de Chile ante los organismos internacionales con competencia en materias de derechos humanos. También aprobamos dos importantes reformas a las Ley Antiterrorista que nos permitieron perfeccionar la tipificación de sus delitos para distinguirlos más claramente de aquellos de carácter común, fortalecer el debido proceso y racionalizar sus penas de manera de adecuarla a los estándares internacionales. Junto con ello, llevamos a cabo una profunda revisión y reforma al Código de Justicia Militar, a fin de delimitar su ámbito a aquel que le es propio y excluir siempre y bajo toda circunstancia de su jurisdicción y competencia a las personas civiles. Además, luego de más de siete años de tramitaciones, promulgamos la ley Antidiscriminación, legislación inédita en Chile que nos está permitiendo enfrentar con mucha mayor prontitud y eficacia los casos de discriminación arbitraria que aún subsisten en nuestra sociedad. Finalmente, en el campo formativo, hemos incorporado la temática de los derechos humanos a los planes y programas de nuestra educación básica y próximamente la extenderemos a las bases curriculares de la educación media. Y hemos realizado cursos específicos de capacitación para miles de funcionarios de la administración pública y creamos una unidad especial orien-

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tada a la implementación de programas de educación y difusión de derechos humanos en Gendarmería de Chile.

5.  Reflexiones finales

Concluyo estas breves palabras con tres reflexiones y una invitación a todos los chilenos. La primera, es que el pasado ya está escrito. Podemos discutirlo, interpretarlo y, por cierto, recordarlo. Pero no tenemos derecho a permanecer prisioneros de él. Porque cuando el presente se queda anclado en el pasado, el único que pierde es el futuro. Por lo demás, tres de cada cuatro compatriotas de hoy eran menores de edad o ni siquiera habían nacido en 1973. Y si bien ellos tienen el deber de conocer nuestra historia, no tienen por qué cargar con las culpas y fracasos de las generaciones que los antecedieron. El desafío, entonces, no es olvidar lo sucedido, sino releerlo con una disposición nueva, positiva, cargada de esperanza, buscando aprender de las experiencias sufridas para que nunca más se repitan en el futuro. La segunda, es que la conquista de la paz y la reconciliación nacional, más que una meta, es un proceso, una lucha permanente del ser humano que no podemos dar nunca por terminada ni, menos aun, por ganada. Porque a fin de cuentas se trata de una actitud, una disposición de ánimo, una forma de vida, una manera de enfrentar y resolver los conflictos imposible de imponer a los demás, porque nace y muere en el corazón de cada cual, pero que lejos de representar un signo de debilidad como piensan algunos, es una muestra excelsa de patriotismo, fortaleza y generosidad. Y la tercera reflexión, es que tal como en el pasado, Chile enfrenta hoy una nueva transición. Una transición que, si hacemos las cosas bien, nos permitirá, antes que termine esta década, ser el primer país de América Latina que logre dejar atrás el subdesarrollo, la pobreza y las desigualdades excesivas. Y alcanzar todo ello en democracia y paz. Este fue, a fin de cuentas, el sueño que nuestros padres y abuelos siempre acariciaron, pero nunca obtuvieron. Y esta es la gran misión de nuestra generación, la generación del Bicentenario. Por eso quisiera terminar invitando a todas las chilenas y chilenos a que aprovechemos esta conmemoración para fortalecer la unidad nacional. Porque

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en la unidad está la raíz de nuestra fuerza y en la división el germen de nuestra debilidad. Unidad nacional que no significa que gobierno y oposición confundamos nuestros roles ni, menos aun, renunciemos a defender y promover nuestros valores, principios y convicciones. Significa simplemente no olvidar que, más allá de nuestras legítimas diferencias, es mucho más fuerte lo que nos une que lo que nos separa. Porque a fin de cuentas todos somos hijos del mismo Dios, todos amamos con pasión a Chile y todos queremos un futuro mejor para nuestros hijos y nietos.

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El desafío de mirar al futuro Patricio Aylwin Azócar1

Creo que Chile es hoy un país reconciliado. Las confrontaciones que hubo en el pasado tenían causas que se han ido superando. Se explicaron en un principio por las grandes diferencias entre ricos y pobres y las divisiones ideológicas que se fueron produciendo en las respuestas que los distintos sectores fueron planteando frente a esa realidad. Ello se tradujo en una polarización del país que ya se expresó en el gobierno de Eduardo Frei Montalva pero que se agudizó en el gobierno de Salvador Allende y culminó en la dictadura militar. En el correr de los gobiernos post-dictadura los acontecimientos han superado los conflictos que entonces teníamos. Si me preguntan si Chile es hoy un país dividido o un país unido, no tendría duda en afirmar que es un país unido y no dividido. Lo cual no significa que no haya diferencias ni conflictos. El problema social, la desigualdad y la distancia entre los pobres y los ricos estuvo en la base de la división entre los chilenos. Derivó en un conflicto político e ideológico que terminó en un enfrentamiento. El gobierno de Frei Montalva llevó a cabo un proceso de transformaciones graduales que encontraron resistencias de lado y lado. Para unos era mucho, para otros era poco. La reforma agraria fue especialmente conflictiva. Por su parte, el gobierno de Salvador Allende planteó el problema desde una ruptura con el sistema capitalista –propio del contexto de la guerra fría– y provocó, como consecuencia, una fuerte división entre los chilenos. Allende no tenía la mayoría política necesaria para intentar convertir a Chile en un país socialista; vino la reacción no sólo de la derecha, y terminamos con un gobierno militar de derecha. El orden que impuso la dictadura agudizó la confrontación. No se superó el problema, 1

Presidente de Chile entre los años 1990-1994. Abogado. Fue Senador entre 1965 y 1973 por la Circunscripción de Talca, Linares, Curicó y Maule. Ha sido condecorado como Doctor Honoris Causa en diversas universidades de Chile, Colombia, Japón, Estados Unidos, Francia e Italia.

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sino al contrario: se dividió más al país. Si el gobierno de Salvador Allende entregó, cuando lo derrocaron, un país bastante divido, el gobierno de Pinochet llevó la división al extremo. Era una división muy odiosa. Por una parte, la utilización del problema social como motivo para romper la unidad entre los chilenos: los pobres contra los ricos, la lucha de clases en buenas cuentas. Eso, de alguna manera, fue lo que se exaltó durante el gobierno de Salvador Allende. Después vino el gobierno de Pinochet, que dividió a los chilenos entre amigos y enemigos y que llevó a cabo una política de violación a los derechos humanos. El gobierno de Salvador Allende apareció como un gobierno que iba a destruir la democracia, pero el que lo sucedió destruyó aun más la convivencia que la hace posible. No creo que en la historia de Chile, después de la guerra civil del ‘91, haya habido una situación de tanta división entre los chilenos como en esa etapa. La violencia en un país dividido es esperable, y la verdad es que en Chile los distintos sectores, especialmente los extremos de la derecha y de la izquierda, fueron abandonando la fe en la democracia y estuvieron dispuestos a romper sus reglas, imponer su visión y sus aspiraciones. Por uno y otro lado. Sin embargo creo que esos procesos se encontraron con un país que, más allá de lo que pasó, pudo reencontrarse con su histórica tradición democrática y recuperarse de las grandes tensiones que dividían al país. Esa recuperación avanzó por los cauces de la democracia. Creo que felizmente logramos, en el curso de la transición democrática, superar la profunda división que existía todavía cuando asumí el primer gobierno después de la dictadura. Habíamos conseguido ya el reencuentro entre los demócratas de distintas posiciones, que nos pusimos de acuerdo en un camino para derrotar la dictadura, a través de la formación gradual de la Concertación. Con ello reconstruimos confianzas que habían quedado quebradas con la crisis política que habíamos vivido. Luego, el objetivo principal de mi gobierno fue la reconciliación entre los chilenos. En mi primer mensaje luego de asumir la presidencia, frente al Congreso Nacional, establecí las bases de lo que sería una tarea primordial. El retorno a la democracia y la articulación de los consensos y disensos fueron prioritarios. Para eso definimos como tareas primordiales las siguientes: primero,

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“Esclarecer la verdad y hacer justicia en materia de DD.HH como exigencia moral ineludible para la reconciliación nacional”; segundo, “Democratizar las instituciones”; tercero “Promover la justicia social corrigiendo las graves desigualdades e insuficiencias que afligen a grandes sectores de chilenos”; cuarto, “Impulsar el crecimiento económico, desarrollo y modernización del país”; y quinto, “Reinsertar a Chile en el lugar que históricamente se había ganado en la comunidad internacional”. Ese fue mi primer mensaje, donde fui desarrollando cada uno de esos desafíos que teníamos por delante, y que decidimos enfrentarlos desde distintas políticas laborales, de salud, de vivienda, de educación y de la pobreza, todas ellas dentro del camino del desarrollo. Es difícil preguntarse si hoy estamos más prevenidos para afrontar problemas como los que se vivieron hace cuarenta años. Vivimos un proceso donde se tuvo que reconstruir la confianza entre los chilenos y con las instituciones. Lamentablemente las cosas se olvidan. La mayoría de la gente de las nuevas generaciones no sabe bien lo que pasó a raíz del gobierno de Salvador Allende y luego del gobierno de Pinochet, ni las dificultades de la transición. Sin ninguna pretensión personal, creo que mi gobierno fue, en ese sentido, la entrada o el inicio de un cambio para volver a una verdadera democracia en Chile. Los que no vivieron el proceso lo pueden juzgar muy teóricamente. Lo cierto es que fue un proceso gradual y delicado, con Pinochet de Comandante en Jefe, siendo una figura muy presente todavía en la vida pública del país. Él había estado en el poder diecisiete años y logramos hacer una transición sin violencia; en cierto modo, pactada. A pesar de sus intentonas, pudimos tener una buena convivencia. Él hacía sus “diabluritas”, y a veces también yo se las correspondía. Sin duda hubo una transacción, pero fue una transacción en el modo, no en las tareas. Nosotros democratizamos a Chile: la democracia volvió de manera efectiva. Pero el modo de hacerlo fue gradual y cuidadoso. Podríamos nosotros haber pretendido que Pinochet se fuera inmediatamente, pero lo tuvimos de Comandante en Jefe. La Constitución establecía eso. El paso de la dictadura a la democracia, diría yo, mirándolo a la distancia, fue un paso civilizado. Esa sería la palabra adecuada. Ese paso civilizado permitió que la ciudadanía volviera a confiar en sus instituciones, dejara el odio, la venganza y la violencia de lado. En ese proceso

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fue muy importante abordar el problema de las violaciones a los derechos humanos ocurridas durante la dictadura. El país no habría entendido si no hubiésemos planteado la necesidad de esclarecer lo sucedido en el pasado. Y ahí vino el Informe Rettig. El Informe llamado de Verdad y Reconciliación da cuenta no solo del significado del quiebre de la democracia, sino también de la recuperación de la democracia. Es mucho más que la documentación de víctimas de la dictadura. Es cierto que yo hablé de buscar la verdad y hacer justicia en la medida de lo posible, y me han criticado mucho por ello. Pero la verdades que por ese camino ha habido más justicia en este país que en muchos otros que sufrieron dictaduras similares. La justicia ha tardado, pero ha llegado. En mi gobierno pude pedir perdón en nombre del Estado chileno a los familiares de las víctimas de violaciones a los derechos humanos y reivindicar su honra. Varios años después, el General Juan Emilio Cheyre, como Comandante en Jefe, hizo lo mismo en nombre del Ejército. Son actos simbólicos que ayudan a reparar algo que no tendrá nunca una reparación completa. Entiendo que hoy es difícil para los que no lo vivieron ver la transición como un proceso y no como una claudicación, como se caricaturiza por algunos. Creo que en gran parte lo que hicimos fue impulsar un proceso de reencuentro, de construcción de un país para todos. Nosotros planteamos, al inicio del gobierno, la necesidad de hacer un juicio sobre el pasado. Y eso fue la comisión que encabezó Raúl Rettig, que fue un análisis objetivo, no meramente reivindicativo, sino que bastante honesto, objetivo, formado por una comisión para la cual me costó mucho conseguir a los que aceptaron formar parte de ella, especialmente en la derecha. A Francisco Bulnes lo fui a ver a su casa, le dije: “Tú nopuedes restarte para esto”. Habíamos sido senadores juntos, teníamos una buena amistad y aunque teníamos posiciones distintas (yo era democratacristiano y él era el líder del mundo conservador) teníamos una común formación jurídica. Los dos éramos abogados y teníamos ciertas afinidades. Pero no aceptó. Finalmente integró la Comisión Juan de Dios Vial, el historiador, que había sido ministro de Pinochet. Fue valiosa su participación.Tampoco sabíamos cómo iba a ser la reacción de las Fuerzas Armadas. De hecho hacían ver su molestia y nosotros asumíamos riesgos, pero sabíamos que contábamos con el apoyo de los chilenos que querían volver a vivir en paz y sin miedo.

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Es necesario decir que la transición contó con un ambiente favorable de la oposición y hubo líderes que se jugaron para construir los consensos necesarios para restablecer una convivencia civilizada y superar las heridas del pasado. Entre ellos Sergio Onofre Jarpa, quien fue senador y quien, en la práctica, era el peso pesado de su sector. Andrés Allamand también ayudó, pero la verdad es que para lograr acuerdos había que entenderse con Jarpa. También Manuel Feliú, dirigente de los empresarios, hizo un gran aporte porque estuvo abierto a entender los cambios laborales necesarios y entenderse con los trabajadores. Por otra parte, Manuel Bustos como dirigente sindical ejerció un papel fundamental. Los trabajadores tenían motivos muy legítimos para haber sido más exigentes, pero comprendieron la situación y entendieron que se trataba de un proceso. En la izquierda, jugó un rol muy importante Clodomiro Almeyda, quien era del sector duro del Partido Socialista. Sirvió que teníamos una relación de amistad de jóvenes. En la formación de la Concertación, Almeyda fue un líder fundamental. Hoy en día tenemos muchos desafíos, pero partimos desde un país reconciliado, donde las visiones ideológicas extremas que nos dividieron en esa época y que podrían habernos llevado a una guerra civil se han quedado en el pasado. Hoy día hay más respeto a las instituciones, pese al deterioro del prestigio de la política que se advierte. Es muy diferente de lo que vivimos en las décadas anteriores. Hoy hay también mayores libertades y más bienestar. Asimismo hay conciencia de que no queremos volver a vivir las divisiones que nos llevaron la ruptura de la democracia y que tuvieron un costo de dolor tan grande. La gente está mirando más al futuro que al pasado. La desigualdad que mencionaba al comienzo aún subsiste, aunque distinta, pero… ¿se irá a acabar algún día la desigualdad? Se puede ir aliviando, disminuyendo, que sea menor desigualdad, pero yo creo que es un sueño. Hay que lograr la mayor igualdad posible. Ese es otro proceso, el que corresponde a este tiempo; un desafío mayor para las nuevas generaciones.

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Reconciliación nacional: logros y desafíos de un objetivo que sigue pendiente Eduardo Frei Ruiz-Tagle1

Se cumplen cuarenta años del golpe de estado, el que no sólo interrumpió la vasta trayectoria democrática que hasta entonces ostentaba nuestro país y que nos distinguía en América Latina, sino que además dio inicio a uno de los periodos más oscuros y trágicos de nuestra historia. Las causas del quiebre democrático son hasta hoy objeto de estudios, análisis y discusiones. No pretendo entrar en ese debate, pero sí considero importante señalar que cualquiera que sean los hechos que hayan desencadenado el derrocamiento del gobierno del Presidente Allende, la verdad es que nuestra vieja democracia llevaba varios años experimentando un progresivo proceso de erosión. Contribuyeron a ello la extrema ideologización y polarización de los partidos, la incapacidad de la clase política para construir acuerdos, la opción de la vía violenta que escogieron tanto grupos de izquierda como de derecha y el deterioro de nuestra economía. Todos esos factores causaron un fuerte debilitamiento del consenso político, social y cultural que había caracterizado a Chile en los últimos 40 a 45 años y terminó –como ya sabemos– de la forma más brutal que hubiéramos podido imaginar. La experiencia del régimen militar fue dramática, pero a la vez puede terminar siendo valiosa si aprendemos de ella y nunca más cometemos los errores que nos condujeron al rompimiento de nuestra democracia. Fueron dieciséis años en que la actividad política fue prácticamente desterrada de la vida nacional, en los que fueron restringidas las libertades y derechos de las personas y en el que se cometieron las más horrorosas violaciones a los derechos humanos. 1

Ingeniero Civil con mención en Hidráulica de la Universidad de Chile. Fue Presidente de la República entre los años 1994 -2000. Desde 1958 es miembro del Partido Demócrata Cristiano, el cual presidió en los años 1991- 1993. Actualmente es Senador de la República por la circunscripción de Los Ríos.

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Sin perjuicio de lo anterior, yo creo que a cuarenta años del golpe de Estado, más que discutir el legado de la dictadura y las causas que nos llevaron a la pérdida de la democracia, lo relevante es analizar qué aprendimos de esa experiencia. En particular, y atendiendo que para objeto de este libro se me ha pedido una reflexión acerca del proceso de reconciliación nacional, creo conveniente hacerlo a partir de dos hechos que caracterizaron dicho periodo: primero, el proceso a través del cual el país conoce la verdad de las violaciones a los derechos humanos ocurridas durante el gobierno militar y el esfuerzo que hizo el Estado por revalorizar dichos derechos; y segundo, la fase de rearticulación de la oposición a Pinochet, antes acérrimos rivales políticos. En uno de estos hechos la reconciliación no se ha logrado y veo muy difícil que se cumpla ese anhelo, mientras que en otro sí se alcanzó, pero luego de un largo ejercicio de reconstrucción de confianzas, en el que las partes reconocieron los errores cometidos en el pasado.

La compleja tarea de asumir la verdad

No cabe duda que a todos nos gustaría vivir en un país reconciliado. Pero, ¿por qué debemos reconciliarnos? ¿Qué condiciones deben darse para llegar a ese punto? Como ya sabemos, entre los años 1973 y 1990 se produjeron en Chile graves violaciones a los derechos humanos, cuya verdad fue develada tras la recuperación de la democracia, al tiempo que el Estado impulsaba el reconocimiento de tales derechos. Esta realidad es una parte de nuestra historia que no podemos ni debemos olvidar, así como también requerimos de ella para que nunca más estos hechos vuelvan a suceder. Por lo mismo es que tras la recuperación de la democracia en el año 1990, el Estado de Chile adquirió como un imperativo moral el compromiso, que va mucho más allá de nuestras fronteras, de promover el irrestricto respeto a los derechos humanos en todos los países, en todas las culturas y entre todas las razas y religiones. Enfrentar ese desafío significó asumir –en medio de las dificultades y tensiones propias de nuestra peculiar transición democrática– esa parte de nuestro pasado, con todas sus complejidades y las responsabilidades que de allí emanan, aunque doliera. Precisamente esa experiencia nos hizo

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apreciar la importancia central del respeto a los derechos y libertades de las personas, elemento propio de un sistema democrático. Es por ello que, a partir de 1990, se adoptaron una serie de medidas de distinta índole destinadas a mejorar su protección, garantizada en la Constitución vigente y en los convenios internacionales de derechos humanos ratificados por Chile. Así, nuestro país se insertó plenamente en la gran corriente universal de respeto genuino a los derechos del hombre, y hoy somos un país que valora la universalización de estos conceptos, prácticas y comportamientos. Sin embargo, claro está, la aceptación de estos principios universales no fue la única vía para que Chile asumiera la experiencia traumática vivida por Chile entre los años 1973 y 1990. Había que conocer la verdad y hacer justicia, y para ello hubo que recurrir a otras iniciativas. En este contexto, una de las decisiones que adoptó en el terreno de los derechos humanos el primer gobierno democrático, encabezado por el Presidente Patricio Aylwin, y que contribuyó decisivamente a ese objetivo, fue la convocatoria de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación. Presidida por el destacado jurista Raúl Rettig, su informe final estableció la verdad global de las violaciones a los derechos humanos y propuso medidas de reparación, traducidas en leyes y medidas concretas destinadas a ese fin. También resulta relevante resaltar a este respecto la labor que desarrolló posteriormente la Corporación Nacional de Reparación y Reconciliación, la que reconoció la calidad de víctimas de violaciones a los derechos humanos a aquellos casos sobre los que la Comisión no dispuso de suficientes antecedentes. En cuanto a las iniciativas legislativas, se aprobaron las denominadas “Leyes Cumplido”, impulsadas por el ministro de Justicia, Francisco Cumplido, las que tenían por objetivo cautelar la integridad física y psíquica del detenido y evitar que la detención e incomunicación extrajudicial se prestara para someterlo a tormentos por parte de los policías. Luego, en mi gobierno, en 1998, aprobamos la Ley de Derechos de los Detenidos destinada a perfeccionar las normas protectoras de los derechos de las personas privadas de libertad. Además, en el marco de la Reforma Procesal Penal, modificamos la composición y sistema de nombramientos de los magistrados que integran la Corte Suprema. Mientras ello ocurría, de manera

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paulatina la Corte Suprema comenzó a imponer nuevos criterios respecto a las investigaciones de violaciones a los derechos humanos. Por un lado, asumieron que tenían la obligación de investigar la suerte corrida por las personas “desaparecidas” y enjuiciar y castigar a los autores de esos crímenes, ya que al ser de lesa humanidad, no estaban sujetos a ningún tipo de prescripción, por lo que debían abstenerse de aplicar la Ley de Amnistía que cubría los delitos registrados entre los años 1973 y 1978, la que era incompatible con las obligaciones internacionales del Estado de Chile. Y por otro lado, los jueces especiales que comenzaron a ser designados para llevar adelante los procesos judiciales, empezaron a tipificar los casos de detenidos desaparecidos bajo la figura del secuestro permanente. A la postre, estas medidas tuvieron un positivo impacto en la búsqueda de verdad y justicia en los casos de violaciones a los derechos humanos. Así, pasamos de la idea de “hacer justicia en la medida de lo posible” a transitar un camino de justicia inédito en los países iberoamericanos que vivieron una tragedia similar a la chilena. Años después, tras el término de la Mesa de Diálogo que impulsó mi gobierno y concluyó en la administración del Presidente Ricardo Lagos, en la que las Fuerzas Armadas admitieron su responsabilidad en la desaparición de personas, los jueces especiales pudieron investigar en regimientos y recintos militares, reconstruyendo la historia de lo ocurrido, con lo cual Chile fue cerrando el camino a la impunidad judicial y social. El último esfuerzo de este proceso sería la llamada Comisión Valech, creada en 2003 para esclarecer la identidad de las personas que sufrieron privación de libertad y torturas por razones políticas, por actos de agentes del Estado. Con ella se subsanó un vacío de la Comisión Rettig, la que sólo se pronunció acerca de los muertos por la represión.

La reconciliación: ¿un camino posible?

Sin embargo, la lección que aprendimos respecto a los derechos humanos y la obligación ética de conocer la verdad y hacer justicia, no nos llevó al reencuentro entre todos los chilenos. Desde que se restauró la democracia, todos los gobiernos se han propuesto alcanzar la anhelada reconciliación nacional.

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Sin embargo, ello no ha sido fácil y duele no haber logrado ese objetivo pese a que propiciamos varios proyectos en tal sentido. Es un camino que ha resultado ser tortuoso. Cada cierto tiempo se producen acontecimientos, como, por citar dos casos, el encarcelamiento de Manuel Contreras y la detención de Pinochet en Londres, que han puesto de manifiesto las limitaciones de nuestra convivencia. Esos y otros episodios nos han llevado a constatar dolorosamente que la reconciliación entre los chilenos sigue pendiente y que nuestro pasado nos persigue una y otra vez, removiendo heridas y sacando a flote los resentimientos acumulados durante tantos y tantos años. ¿Cómo lograr un entendimiento para la reconciliación nacional? Esa pregunta me la hice muchas veces, tanto en mi rol de Presidente de la República como de senador. Pienso que cuando una nación ha vivido agudos conflictos, su reconstrucción moral se vuelve una tarea permanente, sobre todo cuando se producen hechos que atizan las pasiones. Durante mi gobierno, por ejemplo, esta situación se hizo patente tras el fallo que envió a la cárcel a Manuel Contreras y Pedro Espinoza por su participación en el asesinato del ex Canciller Orlando Letelier. La sentencia provocó una severa convulsión política, pero mi posición como gobernante fue una sola: el fallo de la justicia se acata, y así fue. Sin embargo, a raíz de las divisiones que este episodio dejó en evidencia, decidí –con la finalidad de facilitar la reconciliación del país– enviar al Congreso Nacional un conjunto de proyectos de ley que buscaban perfeccionar nuestra democracia y apurar los juicios sobre casos de violaciones a los derechos humanos nombrando jueces especiales. Dichas iniciativas nacieron muertas. No había disposición de respaldarlas y varias de ellas ni siquiera fueron aprobadas en su idea de legislar. Por un lado un sector mayoritario de la Concertación estimaba que equivalía a una especie de “punto final”. El Ejército estimaba que la solución era el olvido y la derecha señalaba que el juicio había que dejarlo a la historia. Incluso el entonces senador Sebastián Piñera presentó un proyecto de ley que proponía ampliar la Ley de Amnistía hasta el año 1990. Estas experiencias que han tenido lugar en estos últimos veintitrés años me han llevado a convencerme que no podemos desconocer que la reconcilia-

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ción exige aclarar la suerte individual de los detenidos desaparecidos. Sus familias merecen respeto por su sufrimiento y la consideración básica de saber cuál ha sido su destino final, especialmente por la generosidad y paciencia con que han actuado en todos estos años, a pesar de la enorme carga emotiva que han debido soportar. Es fundamental emprender esta tarea. De lo contrario, seguiremos divididos. Y un país desunido es un país que no está en condiciones de asegurar el futuro de su desarrollo. Las tensiones soterradas, los asuntos no resueltos, las heridas abiertas, minan la estabilidad de las instituciones y deterioran la calidad de la convivencia. Tenemos que mirar de frente a la realidad: el país no está plenamente reconciliado, nuestra democracia es imperfecta y basta que se produzcan ciertos hechos, por muy pequeños que puedan ser, para que se desaten todas las pasiones y rencores. Pero además del imperativo de la verdad debemos tener claro que la reconciliación no se logra por decreto ni consiste exclusivamente en discutir cada cierto tiempo un conjunto de temas controversiales o en aprobar un par de leyes, como lo demostró la situación acaecida en mi gobierno. Se construye primordialmente día a día, con un espíritu de reciprocidad y de cooperación, en múltiples actitudes que van creando un vasto y amplio tejido de lazos fraternos, que nos permitan compartir sin temores ni recelos. En este sentido, lamento que quienes cometieron las violaciones a los derechos humanos hayan sido incapaces de pedir perdón por el daño que causaron o siquiera de manifestar un asomo de arrepentimiento por los hechos en que participaron. Asimismo, cuesta entender que actuales dirigentes y parlamentarios de los partidos políticos que respaldaron a la dictadura, muchos de los cuales trabajaron en ella, jamás hayan tenido el coraje, salvo unas pocas tibias declaraciones, de reconocer que se equivocaron y que no les importó o que fueron indolentes ante el sufrimiento de miles de familias chilenas, ignorando que reconciliarse es sinónimo de conceder y reconocer con humildad los errores. En definitiva, tengo la convicción de que en este ámbito la reconciliación sigue siendo una tarea pendiente y tal vez solo se logre cuando para las generaciones posteriores a las nuestras miren los hechos de nuestro pasado reciente

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con la suficiente distancia como para no sentir ira y dolor, pero –ojalá– sin olvidar nunca sus trágicas consecuencias.

El largo y paciente proceso de reconstrucción democrática

Pero hay una segunda valiosa lección que nos dejó lo vivido en la dictadura. Me refiero a que las fuerzas democráticas del país aprendieron el valor de la unidad. El camino para la recuperación de la democracia fue un proceso largo de reconstrucción de confianzas. Poco a poco, los distintos grupos que componían la oposición a la dictadura, otrora fuerzas antagónicas, fueron reconociéndose, cultivaron la amistad cívica, se aceptaron y respetaron unos a otros en sus diferencias, y asumieron su culpa por las equivocaciones cometidas en los años previos al golpe militar. Cada una de esas fuerzas políticas fue capaz de comprender que lo que estaba en juego demandaba anteponer la voluntad de cooperación y entendimiento por sobre las aspiraciones particulares. Así fue como se asumió que desde el fondo de los dolores y sufrimientos de nuestra patria, estaba el deber ineludible de darle a Chile la oportunidad de recuperar su trayectoria histórica. La conformación de la Alianza Democrática fue el primer paso para comenzar a movilizar el país. Continuó con la firma del Acuerdo Nacional, en la que los participantes dieron a conocer su voluntad de concretar el anhelo de generar las bases para la recuperación de nuestra democracia. En tiempos de incertidumbre, la firma del Acuerdo Nacional en 1985, elaborado con el estímulo de la Iglesia Católica, constituyó un hito de esperanza. Más allá de su resultado final, ese gesto abrió las puertas al diálogo entre opositores y partidarios del gobierno de entonces, entre dirigentes del mundo empresarial y del mundo laboral. Luego vino la constitución del Comité por las Elecciones Libres en 1987, en el cual tuve el honor de participar, instancia de carácter transversal que tenía por finalidad sustituir el plebiscito, que de acuerdo a la Constitución debía realizarse en 1988, por elecciones libres. Y en el caso de que eso no fuera posible, establecer un dispositivo técnico político de control y vigilancia para conseguir que el plebiscito cumpliese las condiciones mínimas de un acto de sufragio libre e informado. La importancia de este Comité es que el despliegue realizado por quienes trabajamos en ella permitió generar una masiva

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difusión cívica de los fundamentos de la democracia, sus instituciones y de la importancia de que los ciudadanos ejercieran sus derechos políticos. Fue una especie de pedagogía cívica que contribuyó a que miles de chilenos, incluso los más escépticos, se convencieran de que era posible derrotar a la dictadura en las urnas. Y el último paso del proceso de reconstrucción democrática fue la fundación de la Concertación de Partidos por el No. Todos sabemos lo que ocurrió ese 5 de octubre. Más de siete millones de personas acudieron en forma pacífica y responsable a votar. Fue un momento único y la decisión adoptada en esa jornada tuvo positivas consecuencias en la vida nacional y de cada familia de Chile.

Aprender para construir un mejor país

Hace veintidós años nuestro país recuperó su democracia, pese a la persistencia de residuos institucionales provenientes del pasado autoritario, cuyo cambio debemos seguir promoviendo. En verdad, Chile se ha transformado profundamente y para bien, aunque tenemos plena conciencia de que todavía hay desafíos pendientes y nuevas preocupaciones que atender. Los países inteligentes son aquellos que aun de sus experiencias más desgarradoras y dolorosas son capaces de sacar lecciones positivas y llevarlas a la práctica. Nosotros aprendimos y hemos ejercitado en estos años el valor de la unidad, la importancia de privilegiar el diálogo y la búsqueda de acuerdos, y que por sobre todas nuestras diferencias, Chile está siempre primero. Pero como lo expresé anteriormente, ningún avance se puede dar por consolidado. Debemos cuidar las muchas cosas buenas que hemos logrado a lo largo de los últimos cinco gobiernos y la mejor manera de hacerlo es perfeccionando nuestra democracia, la que está lejos de ser perfecta; mejorando la calidad de la política democrática para que cumpla con las expectativas de la ciudadanía; enfrentando nuestras lacerantes desigualdades y procurando que los beneficios del progreso lleguen a todos los rincones del país.

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25 años después. Notas para una difícil reconciliación Ricardo Lagos Escobar1

Siendo invitados a reflexionar sobre la reconciliación en Chile, se hace necesario observar lo que ha ocurrido desde aquel 5 de octubre de 1988, cuando la ciudadanía dijo NO a la perpetuación de Augusto Pinochet en el poder. Han pasado casi veinticinco años, y para algunos la reconciliación es aún una tarea pendiente. Veamos el porqué de tan difícil proceso. El golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973 marcó el inicio del quiebre más grande de la historia de la sociedad chilena. Aquella dictadura de más de 17 años fue la herida más profunda que afectó a chilenas y chilenos, provocando la separación en bandos irreconciliables. Como dijera el cardenal Raúl Silva Henríquez, aquello “afectó lo más profundo del alma nacional”, enfrentando a la sociedad chilena en torno a los valores más básicos de la convivencia humana. ¿De dónde salieron los chilenos que torturaron, que violaron derechos con tanta saña? ¿Qué explica que el trabajo del torturador deviniera casi en un trabajo burocrático, con una pausa para el café, para luego seguir torturando? La sociedad chilena sabía que eso ocurría todos los días. Pero una parte de los chilenos, curiosamente, daba la razón de que “algo habrán hecho” para merecerlo, y así alivianaban su conciencia. Otros, en cambio, miraban con horror tanto terror. Algunos veían en el exilio obligado una suerte de consuelo, porque al menos el peligro inminente desaparecía. Recordar esto no es para abrir heridas, sino para entender la materia del objeto de una reconciliación posterior. En una sociedad donde todavía hay quienes debaten si la razón en 1

Abogado de la Universidad de Chile, Doctor en Economía de la Universidad de Duke. Fue Presidente de la República en el período de 2000-2006. Fue militante del Partido Radical, hasta 1961. Luego ingresó al Partido Socialista en 1970, siendo parte de sus líderes. Fue fundador del Partido Por la Democracia. Ministro de Educación durante el gobierno de Patricio Aylwin y Ministro de Obras Públicas durante el gobierno de Eduardo Frei Ruiz Tagle. Actualmente preside la Fundación Democracia y Desarrollo.

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la Patria Vieja, para definir dónde enfrentar a los españoles, la tuvo O’Higgins o Carrera, cuesta imaginar qué queda para sanar las heridas del más grande quiebre sociopolítico de este país. El título de este libro, Las voces de la reconciliación, puede dar a entender que todos los que aquí escribimos somos parte de un proceso colectivo de reconciliación. Sin embargo, creo que, en verdad, al menos este autor no ha sido parte de un proceso colectivo de reconciliación, ya que la reconciliación es un acto subjetivo. Prefiero decir que he sido parte de un proceso de transición. Pero aun respecto de la transición, los pareceres son diversos. Para algunos ha sido ejemplar; otros opinan que fue pactada. Hay quienes la ven como un proceso evolutivo hacia un Chile más adecuado; otros piensan que es algo más complejo y difícil. Para quienes hemos sido actores de la vida política chilena buena parte de los últimos 30 ó 35 años, definimos la lucha contra la dictadura como un proceso que debía hacerse con las armas de la democracia y no por la violencia. No todos tenían la misma percepción en esos momentos: para muchos era imposible concebir que una dictadura terminara por la vía pacífica, pero también muchos pensábamos que era imposible enfrentar una dictadura de las Fuerzas Armadas por medios violentos, porque eran ellos quienes, detentando el poder, la practicaban a diario, haciendo del terror su arma fundamental. Era absurdo pensar que podrían ser desalojados por las armas. Por el contrario, las acciones que pretendieran recurrir a la fuerza justificarían el seguir practicando a diario la violencia contra la población civil. Lo que ocurrió es que, poco a poco, luego de muchas movilizaciones y protestas sociales, sectores de los más distintos ángulos de la sociedad chilena lograron ponerse de pie. Lo anterior se logró gracias a la voluntad de movimientos sociales genuinos y valientes, como el movimiento de mujeres por la vida, el de los jóvenes que conformaron federaciones estudiantiles y el de los trabajadores que comenzaban a tener una incipiente sindicalización, todos reunidos casi clandestinamente para poder operar. Junto con ellos, una lenta pero continua reorganización de las agrupaciones políticas. Reconciliar sí, pero no olvidemos que todas las formas de asociación fueron destruidas y eliminadas: sindicatos, partidos políticos, organizaciones no gubernamentales.

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Frente a estos hechos, los principales diarios, los canales de televisión y buena parte de las radios sabían lo que podían y no podían decir o publicar. Más allá de la censura existente, había una poderosa auto-censura manipulada por el temor. Por otra parte, el dictador, para mantenerse en el poder, tenía que seguir un camino establecido en el itinerario de su peculiar constitución del ‘80. Originalmente, se quiso establecer en ella que el Presidente duraba 16 años; sí lector, lo lee bien, ¡16 años! Pero un atento ministro le dijo: “¿No será mucho, Presidente? ¿No será mejor establecer un mandato de ocho años, reelegible por otros ocho años mediante un plebiscito para que usted siga en el poder?”. Y esa fue la razón por la cual debió llamarse a un plebiscito el ‘88. En ese tiempo ya teníamos la convicción más profunda de que Pinochet, a esas alturas, era minoría. Y pensamos que era posible organizarnos para derrotarlo a partir del propio camino que él había elegido y que tenía que recorrer para seguir en el poder. Por primera vez sabíamos por dónde tenía que transitar Pinochet, y al mismo tiempo sabíamos dónde y cómo podíamos oponernos a él. Fue así como se dio comienzo a la campaña, primero, para que hubiere registros electorales, y después, para poder llamar y convocar a inscribirse en dichos registros. Existía además la necesidad de formar un partido político, que contara con una campaña para que esos partidos pudiesen tener apoderados y contar los votos el día de la elección y así obtener nuestros propios cómputos ese mismo día. Todo esto respondió a un largo proceso cívico, proceso que se basaba en una convivencia cívica entre los que pensábamos distinto. Los amigos de la derecha liberal, pero demócrata. Los amigos de la Democracia Cristiana, del Partido Radical, del Partido Socialista, de los que habían sido las fuerzas políticas del país. El mundo socialista tenía más complejidades, estaba dividido en varias facciones, donde seguía el debate violencia/no violencia, participación o no participación con el Partido Comunista, etc. Todo esto contribuyó entonces a la punta del iceberg político que significó ese peculiar plebiscito del 5 de octubre, que el mundo observó en un comienzo con incredulidad pero luego con gran alborozo tras el triunfo, puesto que la derrota de Pinochet conmocionó al mundo. Se había demostrado que era posible derrotar al dictador con las armas de la democracia y valiéndose de las propias reglas creadas por el régimen, aho-

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ra volcadas en contra del tirano. Con cierto eufemismo se dijo “lo derrotamos con un lápiz y un papel”; pero para llegar a ese lápiz y papel fue necesario un largo proceso de movilización social y sobre todo, diluir el miedo, el temor que los largos años de dictadura habían incrustado en la población. Sin miedo, sin odio, sin violencia era lo que repetíamos cada día previo al plebiscito. A partir del triunfo hubo negociaciones para cambiar algunas cosas mínimas de la constitución, como fue el Art. 8 que prohibía la inscripción de determinados partidos en función de su ideología y en virtud del cual no podía inscribirse el Partido Socialista, por ejemplo. Las modificaciones del ‘89 fueron modestísimas y la más importante, la que exigíamos todos, el cambio al sistema binominal y la reducción de los quórums, no se logró. Ahí se produjo el inicio, quizás, de una reconciliación futura. Se convino que la Concertación junto a Renovación Nacional iban a ser capaces de modificar el sistema electoral chileno y sus quórums. Esto sería a partir de las mayorías que ambas coaliciones obtendrían en el primer parlamento que debía elegirse y que debía estar en funciones en marzo de 1990. Esa es, precisamente, la famosa transición que se tuvo en los años 90. A partir de entonces se comenzó a practicar una convivencia civilizada. Recuerdo como si fuera hoy cuando fui nombrado Ministro de Educación en el gobierno del presidente Aylwin. En el ejercicio de mi cargo sostuve una reunión con los alcaldes de la Isla de Chiloé. La reunión que se hizo en Ancud fue tensa. En esa oportunidad llegaron los alcaldes de las catorce comunas que, creo, existían en esa época. Los ediles tenían a su cargo la administración educacional de los establecimientos públicos que les habían sido traspasados a los municipios por la dictadura. El ambiente parecía un hielo difícil de cortar. Les señalé que los había convocado en mi carácter de Ministro de Educación porque quería escuchar sus opiniones acerca del sistema educacional que ellos administraban. Se produjo un silencio total. Nadie hablaba. Miraban fijo al frente, sin mirarme. El silencio se convirtió en un ruido imposible de seguir escuchando. Permanecía la tensión. Entonces, opté por tomar el toro por las astas y les dije “ustedes jamás pensaron, como alcaldes que nombró Augusto Pinochet, que tendrían que conversar con Ricardo Lagos y menos que éste sea Ministro de Estado. Yo quiero decirles a ustedes que jamás pensé que si me

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nombraban Ministro de Estado tendría que estar conversando con alcaldes designados por la dictadura. Lo concreto es que ustedes tienen que hablar conmigo para ver sus problemas y yo tengo que hablar con ustedes para ayudar a resolverlos, porque la educación de los niños de Chile está primero”. Se rompió el hielo y comenzamos a conversar. Esa fue la transición, con Augusto Pinochet como Comandante en Jefe del Ejército por ocho años. ¿Podemos decir entonces que ahí comenzó una convivencia civilizada? El ejemplo precitado es tremendamente ilustrativo. A partir de eso, de aquella mirada directa y de frente entre adversarios ahora obligados institucionalmente a interactuar, se comenzó a conversar, a dialogar con aquellos que venían de la dictadura. Un segundo ejemplo. Recuerdo que los senadores designados en el Congreso hablaban muy poco en las sesiones que me tocó asistir. Estaban sentados debajo de unas tribunas que sobresalían, de manera tal que casi no se veían. Tenían el temor de que se les inquiriera acerca de a quién representaban, de quién los había elegido. Que yo sepa, nunca se les dijo algo así, pero ellos lo temían. Así fue cómo la transición comienza a entender que para ser exitosa debía practicar la tolerancia. Pero tolerancia significa aceptar la verdad del otro; tolerancia significa siempre entender que mi verdad termina donde comienza otra verdad; y tolerancia significa entender que no puedo hablar desde una verdad absoluta, porque eso implica que los otros están en el error. Es difícil, lo comprendo. Es complicado entender que si yo pienso que el derecho natural existe desde antes o viene de origen divino, alguien lo ponga en cuestión y sostenga, por ejemplo, que no existen tales derechos preestablecidos, sino que todos ellos son creación del derecho positivo (Kelsen dixit). Sé que tal argumento pueda ser difícil de entender por el iusnaturalista. Sin embargo, lo crucial está en cómo comprendemos que la práctica de la tolerancia obliga a tener que despojarnos de aquella creencia en una verdad absoluta en virtud de la cual, si acepto una posición contraria, entonces estoy renegando de mi estructura de valores. Es necesario saber que justamente es en esa fricción argumental donde descansa alguna posibilidad de entendimiento. Es preciso concebir que la aceptación de una posición contrapuesta no significa perder los valores propios, los que siguen siendo mis valores; ahora comprendiendo que no puedo imponérselos a otro. Con ciertos

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límites, por supuesto. ¡Ah! Es que hay valores en los cuales todos debemos concordar, sin duda. El respeto a los derechos humanos es uno de esos valores, pero entonces ¿por qué algunos no los respetaron? ¡Ah! Es que había excusas para violarlos. Entonces fuimos aprendiendo que la tolerancia es una tarea compleja de realizar. Los temas de valores y tolerancia son dificultosos. Recuerdo en una ocasión haberle preguntado a un parlamentario, joven en ese tiempo, de la UDI: “¿Y ustedes hoy día aprobarían las leyes laicas de Santa María, cuando se crea la Ley de Registro Civil, los cementerios laicos, el matrimonio civil, etc.?” “No lo había pensado”, me dijo. Después de un rato de conversación sobre otros temas, me contestó: “Lo tengo claro, nosotros hoy lo rechazaríamos porque está en contra de nuestros valores”. Vaya, pensé para mi capote. Parece ser que en el Chile del siglo diecinueve, el de Domingo Santa María, había más tolerancia porque se entendió, por parte de los conservadores de la época, que podían votar en contra de esas leyes, pero había que aceptarlas porque era parte de la tolerancia de una sociedad donde no todos eran católicos. Diría entonces que tenemos en Chile una institucionalidad que nos ha permitido procesar diferencias. Una institucionalidad que nos ha permitido ser más tolerantes. Sin embargo, ¿quiere decir ello que la transición ya concluyó? Me parece que es distinto sostener que vivimos una transición civilizada, que tenemos una transición que practica la tolerancia o que hemos aprendido a practicarla, a decir que terminó la transición. Siempre he pensado que la transición termina cuando las reglas por las cuales en una democracia se procesan las diferencias son aceptadas por todos. Y tengo que concluir, casi 25 años después, que una de las reglas básicas de una democracia, que es el sistema electoral, todavía no es consensuado entre todos porque aún los que vienen de ayer, creyentes de la constitución de Pinochet, no aceptan modificar el sistema binominal. No es una transición muy ejemplar si todavía no concluye después de 25 años y existe una derecha que se sigue parapetando en el sistema binominal, que en la práctica produce el empate en las coaliciones, haciendo imposible la obtención de los quórums necesarios para la modificación de la carta fundamental, con lo cual se mantiene una suerte de derecho a veto sobre la sociedad chilena. Me

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pregunto: si esto aún no concluye, ¿cómo haremos para poder avanzar hacia la reconciliación? La transición tiene normas y reglas. Muchas de ellas las hemos mejorado sustancialmente. Todos los enclaves autoritarios, afortunadamente, están erradicados. Ha habido algunos pasos que ha dado la derecha. Claro, como el fin de los Senadores designados. Para decirlo claramente, esto ocurrió cuando el poder cambió de mano y no era seguro que estos nuevos designados estuvieran tan dispuestos a mantener las cosas como estaban. No quiero seguir por este camino porque alguien podría decir que no tengo derecho a pensar mal de nadie y tendrá razón.2 Lo que sí diría es que es difícil pensar en reconci-

liarse cuando alguien todavía está, a juicio de otros, abusando de un sistema electoral que se hizo al amparo de la fuerza y se mantienen los altos quórums que exigía la constitución de Pinochet. Claramente habla de un aprovechamiento de un sistema electoral en el cual los chilenos, creo, mayoritariamente, no aceptamos. Tal vez llegaríamos a dar por concluida la transición si nos pusiéramos de acuerdo en lo electoral y en la disminución de quórums. De igual manera hay que eliminar la idea de Estado subsidiario porque eso es expresión simplemente de una ideología y no de una realidad. El Estado debe ser lo que la ciudadanía mayoritariamente desee. Si la ciudadanía decide que el Estado no debe participar en nada, pues no participará en nada. A la inversa, si decide que, luego de lo visto en la actual crisis internacional y a la necesidad de mejores regulaciones financieras, cree necesario que el Estado debe tener un rol más decisivo porque el mercado no se regula a sí mismo, tiene todo el derecho a hacerlo. Pero esto no quiere decir de antemano que es inconstitucional un Estado activo pues significa incorporar una particular ideología en la constitución. Estos son los temas que están pendientes. Si estos temas no encuentran solución, si todavía no hemos culminado con un orden institucional en que

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“Su disposición a eliminar a los senadores designados, por ejemplo, estaba en directa relación con la pérdida de votos en el Congreso a medida que los partidos de la Concertación concurrían a designar senadores.” Fuentes Saavedra, C. El Pacto. Poder, Constitución y prácticas políticas en Chile (1990-2010). Santiago: Ediciones Universidad Diego Portales, 2012, pág. 21.

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todos consensuemos, ¿cómo procesamos nuestras diferencias?, ¿podemos, en nuestro fuero interno, pasar al plano más subjetivo de la reconciliación? Veamos. Uno se reconcilia con quién ayer discrepó, pero la reconciliación asume que ese con quién ayer se discrepó, también entiende que hubo un error. El error lo cometí yo, pido perdón. El error lo cometió el otro, ¿pedirá el otro perdón? Sí, cometimos muchos errores y desde mi punto de vista así fue. ¿Los hemos reconocido? Aquellos que en un momento distinguían si la democracia era burguesa o revolucionaria, ¿entienden hoy que hay una sola democracia, que la democracia es un proceso evolutivo y que este proceso, con todas sus complejidades y dudas, requiere sobre todo de respeto y tolerancia? Es cierto, el tema del perdón es muy importante para alcanzar la reconciliación y es aquí donde en la sociedad chilena y sus instituciones morales –como la Iglesia– han planteado la necesidad del perdón. Fue en extremo importante cuando después del Informe Valech las instituciones armadas estuvieron de acuerdo en validar el Informe, a diferencia de lo que ocurrió con el Informe Rettig. Hubo un avance importante en las instituciones armadas en los trece años que mediaron entre los dos informes. Fueron informes importantes para reconciliar el país. Recuerdo perfectamente el debate al interior de mi administración acerca de constituir o no una Comisión Presidencial sobre Prisión Política y Tortura y, en caso afirmativo, pedirle a Monseñor Valech que lo encabezara por el rol tan ejemplar que había tenido en la defensa de los derechos humanos. Cuando anuncié la formación de la Comisión dije que “no hay mañana sin ayer”, o sea, no se construye futuro sin mirar el pasado. Después, cuando recibí el trabajo y lo informé a Chile, concluí diciendo “para nunca más vivirlo, nunca más negarlo”. Para nunca más vivir violaciones a los derechos humanos y nunca más negar que estas violaciones existieron. Es indudable que estos informes han contribuido a aclarar lo que ocurrió, pero, más importante, para reconciliar a unos y otros. Sin embargo, ¿hay que pedir perdón por esto? Muchas instituciones lo han hecho. El mundo civil está en deuda. Los que participaron de ese gobierno, los que fueron personeros de ese gobierno, ¿no supieron que se violaban los derechos humanos? ¿No sería el momento de decir nos equivocamos, no levantamos la voz, o lo que muchos dicen, tratábamos de hacer lo posible desde dentro? ¿No sería ahora el mo-

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mento de decir que aquello no fue digno del pasado de Chile? No deja de ser notable que quién haya pedido perdón al país haya sido alguien opositor al gobierno militar, el presidente Patricio Aylwin. Aquí entonces llegamos hacia la parte final de estas voces de la reconciliación. La reconciliación es un acto personal, subjetivo. Cada uno de nosotros puede sentirse reconciliado con los culpables. ¿Reconciliado con todos y cada uno? ¿Reconciliado en abstracto? Tal vez, más que reconciliación, deberíamos proponernos avanzar hacia una sociedad tolerante, hacia una sociedad en donde nos respetemos los unos a los otros, en que ninguno crea hablar con la verdad absoluta para imponérsela al resto. Crear las instituciones que nos permitan procesar las diferencias, la diversidad que tenemos en todos los ámbitos y, por lo tanto, nutrirnos de ella para poder llegar a ciertos temas comunes a todos. La reconciliación, para que sea posible, debe ser un acto de contrición que todavía no llega ni se otea en el horizonte. A lo mejor nunca llegará y en ese caso, entonces, a otras generaciones, las que no vivieron lo que ayer ocurrió, les sea más fácil mirarse a los ojos. Comprenderán, quizás, el desencuentro profundo que vivieron sus abuelos o bisabuelos. Las nuevas generaciones quieren pensar en el futuro, entonces hay que dejar que la historia realice su importante tarea. Podrán así aprender de los errores que cometimos. Allí están esos informes, allí está el Museo de la Memoria, y los recuerdos de tantos sufrimientos y muertes, que cada uno podrá recrear en silencio o en la conversación franca y leal de una deseable y verdadera reconciliación.

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Chile. Los caminos hacia la reconciliación Soledad Alvear Valenzuela1

Conmemoramos este año 2013 los 40 años de uno de los acontecimientos más terribles y dramáticos de nuestra vida nacional, constituido por el quiebre de nuestra democracia y la instauración de una dictadura militar que cometió violaciones graves, masivas y sistemáticas a los derechos humanos de miles de mujeres y hombres de nuestra patria. La práctica de la ejecución por motivos políticos, la desaparición forzada de personas, la tortura y otros tratos crueles, inhumanos o degradantes, la prisión política, el exilio, la exoneración por motivos políticos, el desconocimiento de los derechos políticos, sociales y sindicales que se cometieron en ese período, por mencionar las violaciones más graves a los derechos humanos, dejaron abierta una herida en nuestra sociedad que ha tardado décadas en sanar. La dictadura además impuso en esos años una Constitución y un modelo político y económico basado en la fuerza y al margen de toda deliberación que condujese a un consenso en el proyecto de la construcción de nuestro país. Aun así, nunca dejaron de existir voces que clamaran por la reconciliación. Aquí hay que recordar la gigantesca labor que en esos años desarrolló la Iglesia en la defensa de los derechos humanos y en postular, sin descanso, la necesidad de avanzar a un país de hermanos. Las fuerzas políticas de oposición también se organizaron en pos de lograr la demanda más anhelada por los chilenos, que era el retorno a la democracia y respeto a los derechos humanos, para construir una patria justa y solidaria. En ese camino privilegiaron el diálogo, la movilización social y finalmente la movilización electoral de millones de personas para derrotar de la forma más pacífica que se haya conocido a 1

Senadora de la República por la Circunscripción de Santiago Oriente. Ex Presidenta Nacional Partido Demócrata Cristiano. Ex Ministra de Relaciones Exteriores. Ex Ministra de Justicia. Ex Ministra del Servicio Nacional de la Mujer.

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una dictadura: mediante un lápiz y un papel. Este fue también un triunfo del anhelo de reconciliación de nuestro pueblo. El 5 de octubre de 1988 triunfó el deseo de la vuelta a la democracia y la construcción de un orden social y político con libertad y justicia, en que todos los que habitamos esta tierra tengamos un lugar en él. Una vez restaurada la democracia los caminos hacia la reconciliación han sido complejos y largos, pero hemos ido avanzando decididamente hacia allá. En el doloroso capítulo de las graves violaciones a los derechos humanos cometidas por la dictadura militar, la búsqueda de la reconciliación ha implicado, en primer lugar, el establecimiento de la verdad de lo ocurrido y por lo tanto el reconocimiento de la existencia de estos graves crímenes –que habían sido negado o minimizados por dicho régimen– y la restauración del honor y dignidad de las víctimas y de sus familiares. Recordemos la importancia que en ello tuvo el Informe de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación o “Informe Rettig” y la petición de perdón –a nombre del Estado– que hiciera emocionado el Presidente Aylwin a los familiares de las víctimas. También conllevó, en segundo lugar, el adoptar medidas específicas de reparación a cada una de las víctimas de las violaciones más graves a los derechos humanos contenidas en la Ley de Reparación que creó la Corporación Nacional de Reparación y Reconciliación y luego en la ley que estableció la llamada “Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura” o Comisión “Valech.” Pero ello no era suficiente para avanzar en la reconciliación. Era necesario asimismo que los tribunales de justicia pudieran cumplir con su labor de establecer la verdad y hacer justicia en los casos de violaciones a los derechos humanos. Ésta era una tarea difícil dado que durante la dictadura los tribunales, con escasas excepciones, aplicaban el Decreto Ley de Amnistía de 1978 o bien sobreseían las causas sin una investigación profunda o las enviaban a la justicia militar y estas terminaban archivadas, dejando estos hechos en la más absoluta impunidad. Además recordemos que hasta fines 1997 la Corte Suprema estuvo compuesta en su mayoría por Ministros que fueron designados en su cargo el último año del Gobierno Militar y que el General Pinochet permaneció como Comandante en Jefe del Ejército hasta marzo de 1998. Sin embargo, lograr la verdad y la justicia constituía una tarea indispensable si

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queríamos avanzar en la reconciliación. Ella no es posible conseguir con un “borrón y cuenta nueva” como aspiraban algunos partidarios de la dictadura. Es por ello que sabiamente el Presidente Aylwin habló de la necesidad de establecer la verdad y de hacer justicia en la medida de lo posible. La tarea era entonces extender los márgenes de lo posible. Un patrimonio ético de nuestra transición a la democracia fue que en Chile, a diferencia de lo ocurrido en otras latitudes que enfrentaron las consecuencias de gobiernos dictatoriales, los gobiernos democráticos jamás dictaron una ley de punto final. Con el correr de los años las posibilidades de lograr la justicia se hicieron cada vez mayores. En ello tuvo especial protagonismo el movimiento de defensa de los derechos humanos y sus agrupaciones que demandaron desde siempre la verdad y la justicia y libraron una lucha permanente contra la impunidad, demanda y lucha que encontraron eco en los gobiernos democráticos y en la mayoría de los actores políticos del país. Los gobiernos democráticos establecieron una oficina de derechos humanos en el Ministerio del Interior y el Poder Judicial designó jueces con dedicación exclusiva para conocer y fallar estas causas. Es importante reflexionar un momento acerca del testimonio de reconciliación que significó la lucha de las agrupaciones de familiares de víctimas de violaciones a los derechos humanos. Ellas siempre siguieron el camino de la búsqueda de la justicia a través del derecho y jamás actuaron con ánimo de venganza. Aún en los tiempos más difíciles de la dictadura interpusieron recursos de amparo, sistemáticamente denegados en ese entonces por los tribunales, y presentaron las querellas criminales correspondientes, a pesar del escaso o nulo avance en dichas investigaciones. Restaurada la democracia continuaron con su lucha por el imperio del derecho y la justicia demandando algo tan básico que es que con arreglo al debido proceso se pueda establecer la verdad de estos graves crímenes y se pueda identificar y sancionar a sus responsables. No pedían ellas que quienes llevaron a cabo estas graves violaciones a los derechos humanos como las ejecuciones ilegales, desaparición forzada o tortura sufrieran la misma suerte que sus víctimas, sino tan solo que fueran sometidas a juicio de acuerdo a las reglas del debido proceso de nuestro estado de derecho. ¡Qué testimonio más claro de ánimo de reconciliación que éste!

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También fue importante el cambio que se empezó a producir en nuestras Fuerzas Armadas respecto a la valoración de las violaciones a los derechos humanos. Recordemos que el Ejército comandado por el General Pinochet en 1991 había rechazado el “Informe Rettig”. En contraste a lo anterior y como producto de la Mesa de Diálogo las Fuerzas Armadas condenaron las violaciones a los derechos humanos en que incurrieron agentes de organizaciones del Estado durante el gobierno militar.2 Más adelante, el Comandante en Jefe

del Ejército expresaría que “El Ejército de Chile tomó la dura, pero irreversible decisión de asumir las responsabilidades que como institución le cabe en todos los hechos punibles y moralmente inaceptables del pasado. Además, ha reconocido en reiteradas oportunidades las faltas y delitos cometidos por personal de su directa dependencia; las ha censurado, criticado públicamente y ha cooperado con los tribunales de justicia para, en la medida de lo posible, contribuir a la verdad y a la reconciliación. Asimismo, se ha condolido por los sufrimientos de las víctimas de estas violaciones, reconociendo que recibieron un tratamiento que no se condice con la doctrina permanente e histórica de la institución. Unas violaciones que no justifica y respecto de las cuales ha hecho y seguirá haciendo esfuerzos concretos para que nunca más vuelvan a repetirse”.3 Este reconocimiento por parte de la máxima autoridad del Ejército de entonces también ha contribuido en el proceso de reconciliación nacional. En la reconstrucción democrática también se ha avanzado en la reconciliación. En primer lugar es de destacar el esfuerzo emprendido por los gobiernos democráticos por constituirse en un gobierno de todos los chilenos, abierto a escuchar y representar a todos nuestros compatriotas ya sean éstos partidarios u opositores de él. Un elemento importante también ha sido la necesidad de construir acuerdos entre los diferentes actores políticos y sociales. Si algo hemos aprendido de nuestro doloroso pasado en que perdimos la democracia es que la política 2

Texto de la Declaración de la Mesa de Diálogo de 13 de junio de 2000. Su contenido puede consultarse en: www.derechos.org/nizkor/chile/doc/mesa.html

3

General Juan Emilio Cheyre. Ejército de Chile: El fin de una visión. Columna de Opinión del Diario La Tercera de 4 noviembre de 2004. En: Anuario de Derechos Humanos. 2005. Centro de Derechos Humanos. Facultad de Derecho. Universidad de Chile. Págs. 241 a 243.

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no es una lucha sin cuartel para imponer sobre nuestros adversarios el sistema que postulamos sino que, respetando nuestras legítimas diferencias, debemos avanzar en la construcción de los consensos necesarios para el desarrollo integral de nuestro país. Construir los acuerdos conlleva la necesidad de desarrollar en el grado mayor posible la virtud de la empatía que significa escuchar, no sólo oír, para sí colocarse en el lugar del otro. También aprendimos a valorar lo realizado por los gobiernos anteriores y no creer que el país se inicia con el comienzo de cada gobierno. Si algo puede ejemplificar lo que venimos diciendo es precisamente la reforma a nuestro sistema de administración de justicia que fue un ejercicio de construcción de consensos entre los diversos actores políticos, sociales y de la comunidad jurídica. Ella fue planteada como una reforma que debía efectuarse con la participación de los jueces y no contra ellos. Dicha reforma concitó un acuerdo abrumador que posibilitó su aprobación, y su gestación y aplicación se llevó a cabo por los diversos gobiernos democráticos, al término de los cuales cada gobierno le entregaba el “testimonio” de esta “posta” al otro. Aprendimos también que hay ciertas políticas que deben ser enfrentadas por el país en su conjunto como “políticas de Estado” al margen de las trincheras políticas. Todo ello también ha significado un progreso en el camino a la reconciliación. También ha sido importante en este proceso el rechazo a todo tipo de violencia en la acción política. Conocimos en el pasado cómo la violencia desgarró nuestra sociedad y sólo condujo a mayor violencia. Es por ello que la reconciliación pasa también por el que la expresión y movilización de las demandas de los distintos grupos de nuestra sociedad se encaucen por las vías pacíficas. Ello no significa pasividad. Las movilizaciones sociales, como lo hemos visto últimamente, son legítimas vías de expresión, pero deben desarrollarse pacíficamente. La tarea de avanzar en la reconciliación también ha implicado desarrollar políticas de integración, inclusión y cohesión social, evitando la discriminación de diversos grupos históricamente marginados, para que todos nos sintamos formando parte de una sociedad común que quiere avanzar al desarrollo que ofrezca frutos para todos los chilenos y no sólo para algunos. Ejemplos de lo anterior han sido las políticas públicas dirigidas a la mujer y

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la protección de sus derechos, a los niños considerándolos como sujetos de derechos y no objetos de protección, a las personas con discapacidad, posibilitando su integración a las distintas actividades de la sociedad, y los diversos grupos que comparten una identidad propia en nuestra sociedad que como tal debemos respetar. Aquí se encuentran las más diversas confesiones religiosas que existen en nuestro país que requieren de un marco igualitario y no discriminatorio en que se puedan expresar. Por ello ha sido tan importante la dictación de la ley de culto, fomentando al mismo tiempo en nuestra sociedad el respeto por las diferentes expresiones en que las personas pueden ejercer su libertad religiosa en Chile, sin que tengan que ocultar o renunciar a su fe o a ser tratados en forma desigual por ello. En este marco se encuentran también nuestros pueblos originarios, que comparten la historia, la lengua, las costumbres y la cultura de aquellos pueblos que habitaban en estas tierras antes de la llegada de los europeos. Ellos tienen un legítimo reclamo por el reconocimiento de su propia identidad como pueblos que forman parte de nuestra patria. La reconciliación en este aspecto requiere atender activamente esta demanda por el respeto a su propia identidad como pueblos indígenas. Se ha avanzado con la dictación de la Ley indígena, la Comisión de Verdad Histórica y Nuevo Trato con los Pueblos Indígenas y la ratificación del Convenio 169 de la OIT. Pero aún no hemos podido materializar el reconocimiento constitucional de los pueblos indígenas y falta avanzar más en la generación, en todos los sectores del país de una cultura respetuosa de la diversidad cultural, que asuma conscientemente el pleno respeto y la no discriminación al desarrollo de su identidad como pueblos. Como chilenos debemos sentirnos orgullosos de la existencia de los diversos pueblos indígenas con su lengua, tradiciones y costumbres que enriquecen nuestra comunidad. Asimismo cabe mencionar lo importante de avanzar en la no discriminación de las personas por su orientación sexual. Hemos tenido casos recientes en nuestro país de casos que han llegado a instancias internacionales en las que se ha condenado a nuestro país por discriminaciones fundadas en este motivo. Hemos sido testigos además de hechos de violencia, incluso homicida, dirigidas contra personas por su orientación sexual. Un avance significativo

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fue la aprobación por parte importante del Congreso de la Ley Antidiscriminación, después de años de discusión en el Congreso, lo que significa que toda persona, independiente de su edad, religión, sexo, raza, orientación sexual, etc. es considerado igual en dignidad y derechos y no puede ser discriminado, estableciéndose por primera vez una Acción legal Antidiscriminación. Debemos seguir avanzando en iniciativas legales referidas al Acuerdo de Vida en Pareja que se discute hoy en el Congreso y en la generación de una cultura de pleno respeto a cada persona independiente de su orientación sexual. Muchas personas pertenecientes a estos distintos grupos, por demasiados décadas han tenido que ocultar sus creencias o los rasgos que definen su propia identidad para no ser víctimas de discriminaciones de toda índole no sólo a nivel legal, sino también social y por qué no decirlo, incluso en distintas ocasiones a nivel familiar. Hemos avanzado mucho en estos 23 años en la lucha contra la discriminación. Sólo a título ejemplar recordemos lo importante que fue la dictación de la ley de filiación que permitió terminar con la discriminación legal entre hijos nacidos dentro y fuera del matrimonio. Estos esfuerzos tuvieron también su fruto con la reciente dictación de la ley antidiscriminación. También contribuye a la reconciliación el avance en las políticas sociales para que cada habitante de este país, independiente de su cuna, tenga reales posibilidades de desarrollar todas sus potencialidades en su proyecto de vida. Los frutos del desarrollo tienen que llegar a todos los chilenos. Para ello se requiere avanzar más en las políticas de vivienda, trabajo, salud y educación, superando la pobreza y asegurando los derechos de los trabajadores, todo ello en pos de alcanzar una efectiva justicia social que asegure una paz social duradera. Como se puede advertir, el desafío de contar con un país reconciliado conlleva la necesidad de desarrollar políticas que promuevan la integración y la inclusión en nuestra sociedad, evitando toda exclusión de ciertos grupos diversos a las tendencias dominantes. También implica desarrollar al máximo la tolerancia, el respeto al otro y los otros y a su propia identidad, permitiendo que todos nos podamos sentir –desde el respeto a nuestra propia cultura, creencias e identidad– como pertenecientes a la propia patria. En el fondo, la

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reconciliación demanda la construcción de la unidad de nuestro país respetando la diversidad existente en su interior. Asimismo, requiere de ampliar los canales de consulta y participación en el diseño y ejecución de políticas públicas. Hoy estamos en presencia de una ciudadanía que desea participar y espera que su opinión pueda ser tomada en cuenta. Un terreno que ha sido especialmente difícil avanzar en la reconciliación política de nuestro país ha sido la construcción de una institucionalidad que todos sintamos propia. El camino a la democracia fue el de la reforma de la institucionalidad establecida por la dictadura a través de sus propios mecanismos de reforma. Esto ha significado múltiples reformas a la Constitución en los últimos veinticuatro años, pero hasta el momento no ha sido posible remover los últimos enclaves autoritarios de nuestra institucionalidad, constituidos por el sistema electoral binominal y los quórum supra-mayoritarios en la formación de ciertas leyes, que no permiten la plena expresión de las mayorías. Un país plenamente reconciliado requiere de una Constitución en la que todos nos sintamos interpretados, que sea el marco común compartido a partir del cual podamos desarrollar libremente nuestras legítimas visiones de país buscando la adhesión de nuestro pueblo para llevar a cabo estos ideales. No debe ser la Constitución ni del partido ni de un grupo determinado, sino que tiene que ser la Constitución del país como baluarte de la democracia, la libertad, el respeto a los derechos humanos y el estado de derecho. En tiempos muy duros y difíciles para nuestro país, nuestro recordado Cardenal Raúl Silva Henríquez alzó su voz para describir en sus homilías lo que es el alma de Chile. Nos decía el Cardenal que el alma de nuestro país se caracterizaba en primer lugar por el primado de la libertad sobre todas formas de opresión. En el alma de Chile, decía, se da como componente esencial el aprecio y costumbre de la libertad individual y nacional como bien supremo. En Chile, agregaba, no tiene cabida o vigencia ningún proyecto histórico, ningún modelo social que signifique conculcar la libertad personal o la soberanía nacional. Toda estructuración nacional debe asegurar el ejercicio de esta libertad. Luego mencionaba el primado del orden jurídico sobre todas formas de anarquía y arbitrariedad, cuyo corolario, la libertad de discrepar, singulariza la vida nacional. La libertad, señalaba, sólo es posible dentro del común acata-

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miento de normas objetivas que la garantizan. Finalmente, expresaba que el alma nacional se caracterizaba por el primado de la fe sobre todas formas de idolatría, material o espiritual, por ello ha sido siempre un pueblo movilizado, activo, en camino a la trascendencia. Un pueblo nutrido en la fe en que nada puede interrumpir su marcha, ni siquiera el dolor, el inexpresable sufrimiento de una división, de una profunda herida en el cuerpo social. 4

En otra oportunidad, caracterizaba al alma de nuestro pueblo como uno hospitalario y cordial, enemigo del rencor y la violencia. Alma de un pueblo que siente la solidaridad, un pueblo limpio de corazón, ajeno a las disputas de poder y de prestigio, a los sueños de ficticia grandeza, a las rivalidades y envidias que abundan donde sobreabunda el dinero.5 El Cardenal nos enseñó que la justicia es sólo fruto de una ecuación sistemática de respetar y amar el derecho de los otros y que todos debemos entender que en nuestra mesa común no pueden haber privilegiados ni marginados.6 Todos queremos –agregaba– que esta tierra de todos la disfruten todos, con los mismos derechos y las mismas oportunidades.7 Asimismo, nos enseñó que no hay paz ni reconciliación sino donde los derechos de los hombres –todos los derechos y de todos los hombres– son celosamente respetados8 y que nunca una opinión política legítima y respetable puede querer imponerse a costa el valor supremo, que es el respeto a toda persona y toda vida humana.9 Creo firmemente que el desafío de avanzar en la reconciliación es un una tarea permanente que debemos emprender todos los días y que consiste nada más y nada menos que en cuidar y preservar el alma de Chile descrita tan magníficamente por el Cardenal Raúl Silva Henríquez.

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Cavallo, A. Memorias Cardenal Silva Henríquez, Tomo III. Santiago: Ediciones Copygraph, 2009. (39-40)

5

Silva Henríquez, R. El cardenal nos ha dicho: 1961-1982. Santiago: Salesiana, 1982, p. 156.

6

Ibíd. Pág. 155.

7

Mensaje del Cardenal Raúl Silva Henríquez el 3 de septiembre de 170. Ibíd p. 98.

8

Palabras dirigidas por el Cardenal Raúl Silva Henríquez al culminar la celebración del Año Santo el 24 de noviembre de 1974. Ibíd p. 217.

9

Alocución del Cardenal Raúl Silva Henríquez por el canal 13 de TV en agosto de 1970. Ibíd p. 95.

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Reconciliación Jorge Burgos Varela1

Es común que en la historiografía chilena se destaquen tanto una tradición de estabilidad institucional así como el compromiso democrático de quienes tuvieron injerencia en las decisiones gubernamentales a lo largo de buena parte de la vida independiente del país. El quiebre institucional de 1973 es, en cierto sentido, una interrupción y una excepcionalidad en nuestro devenir político, pero sus consecuencias aún perduran en lo que se han denominado “enclaves autoritarios” y que abarcan tanto aspectos formales como informales. Pero más que estos enclaves, lo que ha marcado y caracterizado al régimen militar ha sido la carga de las violaciones a los derechos humanos y es lo que, en definitiva, ha dado una impronta distintiva a la recuperación democrática. Tanto es así que, a cuarenta años del golpe militar, seguimos haciéndonos las mismas preguntas. En especial, si estamos o no ante una sociedad reconciliada. La pregunta en sí pareciera envolver todos los saldos pendientes de nuestra particular transición política. Si hay una reconciliación efectiva, se entendería que el proceso y los traumas devenidos del régimen militar se han cerrado, dando paso a un sistema que deja atrás el pasado y se desenvuelve en la recuperación de los códigos de convivencia. No obstante, la sola persistencia de la pregunta nos lleva a un terreno de interpretaciones y balances tremendamente complejos que, finalmente, siguen evidenciando los vacíos objetivos de la transición y aspectos emocionales difíciles de superar. Aún hoy podemos ver que la justicia sigue investigando y determinando nuevas responsabilidades

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Diputado por el Distrito 21 (Providencia-Ñuñoa) desde 2001. Abogado de la Universidad de Chile y miembro de la Democracia Cristiana desde 1976. Ex jefe de gabinete y asesor jurídico del Ministerio del Interior (1990-1993), ex Subsecretario de Guerra (1993-1996) y ex embajador de Chile en Ecuador (1996-2000).

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sobre crímenes ocurridos durante el gobierno de facto, y se abren nuevas sospechas –cuando no presunciones fundadas– sobre la muerte de personeros de oposición al régimen. Pero hablar de reconciliación no se restringe a las deudas judiciales o políticas vigentes, más aún porque en la medida que se hace justicia o los sucesos comienzan a padecer el paso del tiempo, es fácil caer en la tentación de dar vuelta la página de estos lamentables capítulos de la historia reciente. Pero esta visión voluntarista colisiona con el sentido de la reconciliación, un concepto que, si bien admite interpretaciones, en ningún caso puede ser impuesto ni prospera al amparo del olvido. De ahí surge necesariamente la cuestión sobre los significados de la reconciliación y desde qué perspectiva estamos entendiendo el problema. Quizás en parte por razones de nuestra propia cultura, de por sí poco dada al uso directo del lenguaje, se pudo convivir por largo tiempo con expresiones que buscaban evadir o distorsionar la realidad. En el extremo de este uso y abuso de los conceptos, quienes adhirieron al régimen militar calificaban las violaciones a los derechos humanos como “excesos”, el golpe de Estado como un “pronunciamiento”, la democracia tutelada devenía en “democracia protegida”, etcétera. Esta negación persistente es sólo un indicio de lo extemporáneo que podía parecer, al inicio de la democracia, las ideas de “verdad” y “reconciliación”. ¿Cómo se construye la reconciliación desde la negación de una parte influyente de la sociedad? Es evidente que la “reconciliación”, en sentido político, no podía referirse a una suerte de conciliación o avenimiento entre partes. De hecho, incluso en el discurso oficial se adoptó el concepto de “reconciliación nacional”, en referencia a que el Estado promovería o generaría condiciones para alcanzar la justicia, propendería a la reparación a las víctimas y se asentarían nuevos fundamentos para una convivencia estable. No obstante, estos propósitos han estado lejos de agotar la discusión sobre la reconciliación, en gran medida porque no es el Estado el único actor que debe intervenir en estos procesos. En el caso chileno, la reconciliación nos remite al activo rol de la Iglesia Católica en la defensa de los derechos humanos y la forma como se abordó el tema ya entrada la democracia. El concepto mismo de “reconciliación” tiene

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una temprana ligazón con la Iglesia Católica. El sacramento de la reconciliación, que llama a los fieles a arrepentirse de los pecados y buscar la absolución mediante la confesión y la penitencia, pretende recuperar la gracia bautismal (“reconciliatia gratia”). Es este sentido del término lo que explica su relación con una suerte de restitución de un estado pretérito, es decir, un punto antes del pecado. De ahí que se hable de “reconciliación” y no de “conciliación” y que originalmente se ligue a los términos latinos “restituo” o “revoco”, es decir, “restaurar” y “restablecer”. En la perspectiva católica, la reconciliación requiere de arrepentimiento, perdón y penitencia; por lo tanto, se trata de un proceso integral cuyas etapas son relativamente distinguibles. Como católico, uno no está más o menos reconciliado; tampoco puede estar arrepentido a medias, en especial si la reconciliación pasa, por un lado, por volver a aceptar a Cristo y, por otro, por ser merecedor del perdón. En síntesis, se trata de un proceso que tiene una fuerte dimensión íntima que caracteriza toda la acción, pese a que podría considerarse la existencia de un componente colectivo en los actos propiamente litúrgicos. De esta forma, la idea de reconciliación, en su significado propio, reposa en la búsqueda por recuperar un estado perdido, y responde a una transgresión de un precepto moral. Esta cualidad vendría a inscribir el término en lo que Aristóteles denomina “actos imperfectos”, indicando aquellas acciones cuyo fin último está fuera de sí mismas. El arrepentimiento y el perdón no pueden originarse en la misma fuente. Con esto es posible afirmar que no hay reconciliación por un mero acto de voluntad unilateral, ni tampoco por una política en particular, sino que depende de un conjunto de actores y condiciones determinadas. La pregunta de rigor es ¿cómo se extrapola la reconciliación a la política? De hecho, ¿es pertinente realizar este paso desde la ética a la política? Santo Tomás, en su comentario a la Ética a Nicómaco de Aristóteles, sostiene: “la filosofía moral se divide en tres partes, de las cuales la primera, llamada individual, considera las actividades o acciones de un hombre en particular, ordenadas a un fin. La segunda, llamada familiar o doméstica, considera las actividades o acciones de la sociedad familiar. La tercera, llamada política, considera las actividades o acciones de la sociedad civil”. Si bien el filósofo no

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se refiere a la “reconciliación” en específico, es relevante que se acepte tempranamente en la cultura occidental esta relación entre la moral individual y la política. De hecho, la reconciliación se suma a otros conceptos “morales” que circulan habitualmente en la discusión política como “fe pública”, “justicia social”, “amistad cívica”, “salario ético”, por citar algunos. Asumiendo esta pertinencia –en el contexto de un nexo objetivo de la moral individual a la política– un punto pendiente es la aplicación de la “reconciliación” en la esfera pública. En este sentido, el concepto puede funcionar por analogía, tanto en el ámbito de la política como en el del derecho. Bajo la mirada de la ciencia política, la “reconciliación” se inscribe dentro de los estudios de transición y resolución de conflictos, en particular aquellos relacionados con problemas de derechos humanos, conflictos étnicos o discriminación de género. En el ámbito del derecho, en tanto, las obligaciones y compromisos contenidos en el estatuto de Roma y la proliferación de acuerdos internacionales en materia de derechos humanos marcan un cambio relevante en el sistema internacional, especialmente en lo que respecta a sancionar delitos contra la humanidad y a perseguir eventuales responsabilidades. Lo anterior indica que la idea de “reconciliación” ha adquirido un espacio importante dentro de ámbitos y procesos diversos. Además, la idea extiende su influencia o se relaciona con conceptos como “verdad”, “perdón” o “reparación”. Es decir, si se habla de reconciliación en un sentido político, difícilmente se pueden omitir otros elementos que son los que, finalmente, terminan dando la especificidad a cada caso particular. Pero el concepto, en el tránsito desde la moral a la política, pierde una de sus características más distintivas. Esto es, la reconciliación deja de mirar especialmente a la “restauración”, quizás en parte por la imposibilidad de retrotraer a la sociedad a un estado previo, pero también porque la política es poco dada a mirar el pasado. Por otro lado, hay casos en que la reconciliación tampoco puede invocar un tiempo virtuoso o más o menos armónico, sino que da cuenta de la superación de condiciones de inequidad permanentes y de grandes traumas. Un ejemplo de ello es la experiencia de Sudáfrica después del apartheid. Es razonable considerar que el centro de gravedad de la reconciliación, en la dimensión política, está en establecer la verdad; esta es una condición sine

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qua non para que el tejido social alcance un grado de convicción y compromiso que evite la recurrencia de las violaciones a los derechos humanos. Sin embargo, la ecuación “reconciliación” y “verdad” ha sido más una conquista que una política. Es indiscutible que, de no mediar la extraordinaria tenacidad de agrupaciones de derechos humanos y de las propias víctimas, los avances en el establecimiento de la verdad judicial y la sensibilización pública habrían sido mucho más modestos. Por otra parte, ha sido esta misma persistencia la que también contribuyó a generar una mayor proactividad política, pero dentro de una historia difícil y no necesariamente lineal o progresiva. A lo anterior, qué duda cabe, contribuyeron ciertas políticas y compromisos impulsados desde los distintos gobiernos, particularmente la decisión de Patricio Aylwin, más allá de los riesgos involutivos, de impulsar la necesidad de investigar y juzgar por sobre los autoperdones heredados. El otro punto importante, al margen de todas las medidas de “reparación” que el Estado ha dispuesto en estos años, es la preservación de la memoria. Aunque para algunos pueda resultar cuestionable mantener un recuerdo vivo de las violaciones a los derechos humanos, hay que considerar que las políticas tienden a construirse con visión de futuro. La experiencia vivida no puede terminar en el olvido o la ignorancia de las generaciones que hoy comienzan a tener una voz en el devenir nacional. Su recuerdo es la mejor salvaguarda si se busca evitar traumas similares a los pasados y es una de las manifestaciones inherentes a la finalidad de la reconciliación. La reconciliación, considerada desde estos dos elementos, “verdad” y “memoria”, se resume en una idea central: compromiso. Las sociedades modernas esperan que el Estado y sus políticos manifiesten una adhesión real y concreta con principios que, en la actualidad, podemos considerar universales. El sistema internacional ha avanzado mucho en estos años en materia de derechos humanos y el Estado chileno no ha estado ajeno a esta construcción. Sin embargo, hay nuevas expresiones y doctrinas que seguirán tocando otros elementos de la reconciliación, esta vez bajo el prisma del tratamiento a minorías étnicas o sociales. Es evidente que las sociedades han ido evolucionando aceleradamente estos últimos años, generando mayores demandas por sistemas que condenen la discriminación y todo tipo de abusos. Este

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es uno de los mayores desafíos de la política. De este modo, la reconciliación no se agota, sino que se transforma en un esfuerzo permanente y colectivo, que busca impedir o condenar la reedición de cualquier tipo de violencia y errores pasados, a la vez que debe considerar nuevas demandas que, en esta ocasión, nos ponen en la necesidad de profundizar en una sociedad más equitativa y justa.

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La reconciliación en Chile Camilo Escalona Medina1

Chile es un país de grandes paradojas dado que, a nivel global, se valoran y elogian sus innegables logros macroeconómicos, pero también esos mismos interlocutores que nos halagan, señalan críticamente que el país sufre de grados de desigualdad económica y social que son inaceptables. Esa dualidad se expresa, desde el punto de vista práctico, en una desigualdad que tensiona el país, extendiéndose un desencanto que hace fermentar en el seno del mundo popular una irritación que se desahoga en furiosos y enceguecidos brotes de violencia callejera y que aleja y distancia muy profundamente a los más pobres de los más ricos. Con tal desigualdad la reconciliación social difícilmente se producirá en Chile.  Asimismo, en materia institucional el país ha gozado de estabilidad y logró, el año 2005, la aprobación de una serie de reformas constitucionales en el Congreso Nacional que permitieron remover los enclaves autoritarios establecidos en la Constitución de 1980, enclaves que fueron establecidos con el expreso propósito de perpetuar la dictadura, la cual había sido finalmente desplazada en marzo de 1990. De tales artilugios antidemocráticos solo quedó pendiente el sistema electoral binominal. Es decir, avanzamos en la estabilidad institucional dándole a la democracia solidez y legitimidad, pero permaneció incólume un mecanismo electoral que daña severamente la representatividad del sistema político. En materia de derechos humanos sucede algo similar, ya que se ha generado una doble situación. Por una parte, no cabe duda que en la conciencia del país resultan estremecedoras e inaceptables las crueles y sistemáticas violaciones a los derechos humanos del período 1973-1989. La amplísima aceptación del 1

Senador por la región de los Lagos, 17ª Circunscripción. Fue Presidente del Senado (20122013). Miembro del Partido Socialista desde 1969, fue vicepresidente del partido en 1992 y presidente del PS durante los períodos 2006-2008 y 2008- 2010.

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trabajo cinematográfico expresado en la película NO es muestra contundente de ello. En el mismo sentido, es posible apreciar cómo se encuentran en prisión un grupo de torturadores y ejecutores del terrorismo de Estado sancionados con condenas de los Tribunales de Justicia a largos períodos de reclusión. Por ello, en el debate público la herencia de Pinochet ha quedado huérfana. No hay un actor mínimamente relevante en el país que pueda intentar defender o justificar el oprobioso período de las violaciones a los derechos humanos en Chile. Sus incondicionales de ayer se ven reducidos al silencio. Asimismo, un hecho de alta significación fue el llamado por el “nunca más”, formulado por el ex Comandante en Jefe del Ejército, Juan Emilio Cheyre, máxima autoridad castrense entre los años 2002-2006, acompañado de una línea de gestión doctrinaria destinada a establecer el rol del Ejército de Chile como el de una institución perteneciente a todos los chilenos y chilenas y no como la detentora de la responsabilidad de cautelar la “obra” del régimen militar. Con ello se removió una de las situaciones pendientes de mayor gravitación para la consolidación democrática. Resulta evidente que las instituciones uniformadas, por su naturaleza profesional, no deliberante y prescindente sobre materias de contingencia, dan estabilidad al Estado en su conjunto y no podrían hacerlo si se subsumieran y abanderizaran con el desempeño de un régimen determinado, especialmente si aquél se impuso con el uso desproporcionado de la fuerza de las armas y se mantuvo aferrado a las mismas, desconociendo el ejercicio de la voluntad soberana, internándose por un camino tan nefasto como fueron las permanentes y sistemáticas violaciones a los derechos humanos. Para la estabilidad del Estado, el profesionalismo de las Fuerzas Armadas es fundamental. De esa consolidación institucional, de la transparencia y del goce y disfrute de los derechos fundamentales de las personas depende directamente que tales garantías sean debidamente cauteladas. El restablecimiento de un Estado de derecho democrático no ha sido un camino fácil. A comienzos de la transición democrática el ex Presidente Patricio Aylwin constituyó la llamada Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación formada por notables juristas y hombres públicos, presidida por el ex parlamentario Raúl Rettig. Su autoridad moral y su solvencia jurídica llevaron a que el trabajo de dicha instancia se transformara en un verdadero patrimo-

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nio nacional, pasando a conocerse como la Comisión Rettig, que estableció la verdad de lo acontecido en cuanto al uso extremo de la violación de los derechos humanos como arma de perpetuación en el poder. A su vez, provocó un impacto estremecedor: significó un gran paso adelante de la nación chilena en su conjunto. Hasta ese momento, la derecha se empeñaba en negar los hechos y glorificar al ex dictador Pinochet. Además, el entonces Presidente de la República, don Patricio Aylwin, envió al Congreso Nacional las llamadas Leyes Cumplido, conocidas así por el nombre de su ministro de justicia, don Francisco Cumplido, que siendo un camino complejo e incluso engorroso, posibilitaron que salieran de las cárceles los presos políticos que permanecían recluidos desde la dictadura.  Luego, durante la Presidencia de Eduardo Frei Ruiz-Tagle, la condena de Manuel Contreras y la cúpula de la DINA por el asesinato en Washington de Orlando Letelier y su secretaria fue otro avance sobresaliente. Este fallo condenatorio venía a señalar que a la verdad también era posible agregar el ejercicio de la justicia. Posteriormente, la Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura, presidida por monseñor Sergio Valech , constituida en el gobierno del Presidente Ricardo Lagos, fue otro avance en la conciencia nacional, y estableció que la tortura y crueles tormentos fueron práctica recurrente y sistemática de los servicios represivos de la dictadura, los cuales se ensañaban con víctimas indefensas. En cada una de estas ocasiones, salvo excepciones personales, la derecha chilena nunca colaboró. Al comienzo adoptó una actitud de una cínica negativa; luego, enclaustrándose ella misma en el triste rol de un observador que se resigna a un silencio culpable frente a la cruda realidad de los hechos, durante un cuarto de siglo ha rehuido su responsabilidad política en tan dramática etapa de nuestra historia patria. Ante este silencio sostengo que Chile goza de estabilidad institucional, pero no es un país reconciliado. Para que ello ocurra todavía está ausente un hecho fundamental: que los actores políticos responsables y comprometidos en ese período histórico pidan perdón. De modo especial aquellos que sostuvieron políticamente al régimen que ejecutó los crímenes y abusos que, en buena medida, resultan imborrables para las víctimas.

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Con distintos énfasis las fuerzas de izquierda han reconocido su responsabilidad en la configuración de la encrucijada vivida por Chile en el período 1970-1973, previa al Golpe de Estado que se impuso con una fuerza más brutal, haciendo uso de todos los medios a su alcance. Aún más, han aceptado como interlocutor a la derecha que estuvo en el régimen militar y han mantenido una conducta de irrestricto esfuerzo político para que las reformas necesarias en distintos ámbitos de la vida del país se realicen conforme a derecho y con el respaldo de un concierto ancho y potente, que asegure la viabilidad de las decisiones que se tomen.  La violencia inusitada del régimen militar generó brotes de respuestas militaristas en la izquierda; no obstante, a pesar de hechos dolorosos y graves como el asesinato del senador de la UDI, Jaime Guzmán, tales actos fueron debidamente rechazados. La izquierda chilena retomó el cauce fundamental de su lucha por transformaciones económicas y sociales en democracia. De manera que ha sido capaz de dar respuesta oportuna a ese afán de pervertir la lucha social, a ese intento de reemplazarla por el “ojo por ojo”: el camino de la venganza repugna la conciencia humanista del pensamiento democrático de la izquierda. De esa manera, el humanismo de Allende, de seguir el camino de los cambios “en democracia, pluralismo y libertad”, se ha reinstalado clara y categóricamente. Sin embargo, la derecha como colectivo político, moral y cultural aún nada dice. Incluso más, ha defendido situaciones tan vergonzosas como el enclave de Paul Schaffer en la ex Colonia Dignidad y ha justificado reiteradamente el régimen que ejecutó el terrorismo de Estado con la excusa de respaldar su programa ultraliberal en materia económica. Por eso, sostengo que el día en que los actores políticos que todavía no han condenado el terrorismo de Estado se hagan cargo de asumir su responsabilidad política se podrá hablar en Chile de reconciliación nacional.  En el intertanto, es necesario continuar afianzando una institucionalidad robusta de la democracia chilena, con el propósito que nunca más puedan repetirse esas circunstancias tan trágicas y dolorosas. 

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Aprender del pasado: el camino hacia la reconciliación Lily Pérez San Martín1

Cuando reflexiono sobre los difíciles años que vivió Chile durante la década de los setenta y ochenta, no puedo evitar recordar las palabras de alguien que para mí es un símbolo viviente de la lucha por la paz y la reconciliación, Nelson Mandela. Él, en su libro Largo camino a la libertad, señala que “si quieres hacer la paz con tu adversario tienes que trabajar con él. Entonces se convierte en tu compañero”. 2 Esta frase en particular me representa de gran manera ya que, a lo largo de mi vida y de mi participación en política, uno de los valores que ha regido mi rumbo es el de la diversidad y la riqueza que ésta posee. Creo firmemente que la diferencia de opiniones e ideas son una ventaja en todo sentido. Éstas dan a cada sociedad un toque particular que las diferencia del resto. Son lo que fundamentan la real libertad y armonía entre la gente. El sólo hecho de imaginar una sociedad donde se etiquete como correcta una única forma de pensar y se condene todo tipo de diferencia o preferencia es algo aterrador. En este sentido, también soy una fiel convencida en que generar ámbitos de diversidad, tolerancia y respeto no es algo que venga en el ADN de la gente. Es verdad que unos pueden ser más propensos que otros, pero, a la larga, todo proviene de la educación, la cultura y de la idiosincrasia de la sociedad. De esta manera, muchos comportamientos se pueden promover mediante imposiciones y propuestas, como las normas y las leyes.

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Senadora por la 5° Circunscripción Cordillera (Región de Valparaíso) desde 2010, militante de Renovación Nacional desde 1988 y Secretaria General del partido desde 2006. Publicista de la Universidad del Pacífico y diplomada de Filosofía Política de la Universidad Gabriela Mistral. Ex diputada por el distrito 26 (La Florida) entre 1998-2006 y concejala por La Florida entre 1992-1996. Integra desde 1993 la Comisión Política de Renovación Nacional, donde fue presidenta de Alcaldes y Concejales hasta 1996.

2

Mandela, N. Long Walk to Freedom. Boston: Little, Brow and Company, 1994. Pág. 420.

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El Proyecto de Ley que tipifica el delito de Incitación al odio racial y religioso, del cual soy coautora, tiene por objetivo no sólo condenar con sanciones efectivas a quienes cometan este delito, sino que dar un mensaje de tolerancia cero frente a quienes promuevan el odio entre las personas; dar a conocer a todos que la época en la cual se permitía tal pasividad ya acabó. Lo mismo sucede con la Ley Antidiscriminación, la cual contó desde un primer momento con mi trabajo y apoyo permanente. Dicha ley, que lógicamente tiene por fin condenar a quienes cometan actos discriminatorios frente a otros, tiene también por finalidad promover cambios sociales, generar un cambio de mentalidad en la gente, haciéndola estar conscientes de que ese tipo de acciones son algo sumamente perjudicial para el conjunto de nuestra sociedad. Para generar una conciencia efectiva de lo que está pasando creo que, por lejos, lo más importante es tener conocimiento absoluto de lo que ya ha pasado. No se puede pensar en el presente y el futuro si se desconoce el pasado. En esa línea, yo nunca he creído mucho en la frase cliché “un punto negro en nuestra historia”: creo que la historia está para aprender de ella. No creo que haya momentos oscuros o períodos de vergüenza histórica. Errar es parte de la naturaleza humana, y corregir es una virtud. Es por eso que creo que, si bien lo que sucedió en nuestro país en la década de los setenta fue algo lamentable, creo que más desconsolador aun es no aprender nada de lo ocurrido y seguir cultivando aquellas falencias que generaron estos profundos errores. Resulta innegable el hecho de que a principios de dicha década Chile estaba viviendo una crisis política, institucional, social y económica. Chile estaba dividido en dos bandos irreconciliables e irreductibles. En ese sentido, si analizamos lo sucedido en la época desde un punto de vista netamente histórico y objetivo, nos daremos cuenta que existen versiones y explicaciones para prácticamente todo. Hoy, disciplinas como la ciencia política, la historia, la sociología y la antropología pueden entregarnos claves para entender lo sucedido de ambos lados. Pero independiente de eso, la vida de los seres humanos no se acumula sólo en libros, sino que se vive. Estoy convencida que nadie de los que lideraba y tenía responsabilidad pública en ambas partes deseó que la realidad nos llevara a algo así. Más aún, estoy segura de que si hubieran sabido el dolor y división que caería sobre nuestro país por las décadas venideras, hubieran hecho lo imposible para evitarlo.

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Antes de entrar al terreno de si Chile es un país reconciliado o no, creo que es necesario aclarar lo que considero que es una cierta y verdadera reconciliación. Bajo mi concepción, la reconciliación social no implica un acuerdo absoluto de todas las partes, sino que aprender a vivir en paz y armonía, respetando las legítimas diferencias que se pueden tener con quien piensa distinto. En este sentido lamento ser tajante, pero creo que Chile no es país reconciliado. Creo que está en vías de hacerlo, pero aún estamos lejos de poder declarar una reconciliación nacional. Más aún, creo que la gente está mucho más reconciliada que nuestra elite política. Siento que penosamente, hasta el día de hoy –es decir, casi cuarenta años después del golpe de Estado– siguen habiendo sectores (cada vez menores, pero aún importantes) que justifican, sustentan y fundamentan sus diferencias políticas en algo que sucedió hace casi medio siglo. En ningún caso quiero restar importancia a lo que sucedió. Creo que el golpe de Estado y los cambios políticos y sociales que vivió Chile en los años venideros fueron de los más cruciales y determinantes en la historia nacional, pero sin lugar a dudas sostengo de manera muy firme que no es razón para generar división, sino que todo lo contrario, es una oportunidad única e invalorable la que se tiene para aprender y mirar hacia el futuro. Pero además de las divisiones políticas, podemos ver que todos los años, cuando se conmemora un nuevo aniversario del 11 de septiembre se vive un ambiente de separación y odio. Año a año podemos ver a través de los diversos medios de comunicación cómo miles de personas salen a las calles a generar nada más que caos y conflicto. Vemos, sin lugar a dudas, miles de personas recordando el momento con máximo respeto y congojo, pero siempre su legítimo derecho se les ve empañado por disturbios y protestas teñidas con violencia. Dentro de ese mismo punto resulta muy importante y necesario recalcar que en su mayoría se puede ver que quienes participan de estas verdaderas faltas de respeto al orden público y a la integridad de la gente son personas que no superan los veinte años de edad. Es decir, todos nacidos en democracia. Este es un germen muy complejo. Siempre he sido una fiel defensora de la libertad de pensamiento. Creo que la diversidad es un valor en sí mismo, ya que nos permite ampliar nuestros conocimientos, absorber experiencias y trabajar las relaciones humanas.

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También creo que no es necesario haber vivido algo para poder tenerlo como bandera de pensamiento. Pienso que la libertad de enseñanza y el libre pensamiento son algo legítimo y necesario en el desarrollo de toda sociedad. Pero asimismo pienso que la diversidad debe siempre apuntar a fines constructivos y positivos. El libre pensamiento debería ser algo cultivado por todos y cada uno de nosotros, pero siempre manteniendo altura de miras, apuntando hacia el diálogo y la unión. Tal como lo señala el lema de la Unión Europea. Debemos apuntar hacia una “unidad en la diversidad”. Nunca podemos olvidar que, por muy diferentes que sean nuestras historias de vida, nuestras raíces o nuestras cosmovisiones, somos primero que todo personas, las cuales por ser tales, tenemos dignidad y merecemos respeto. Somos seres sociales, los cuales estamos formados para vivir en conjunto. Generar odio y cultivarlo no sólo es algo lamentable en ese sentido, sino que totalmente contraproducente. La reconciliación social, al igual que cualquier tipo de reconstrucción de relación humana, es un camino duro, largo y que necesita de constante trabajo. En este sentido, creo que la educación juega un rol fundamental. Es labor de todos los que participan en el proceso educacional de la sociedad traspasar los beneficios de la reconciliación social. Tan importante como enseñar historia, matemática o biología, es enseñar una real convivencia cívica. Traspasar a las futuras generaciones la validez e importancia de pensar distinto, pero también, la riqueza que tiene convivir con quienes difieren de nosotros. Volviendo a la reconciliación en Chile, quiero plantear un ejemplo. Durante los años 1939 y 1945, Europa fue escenario de la mayor contienda bélica del mundo, la Segunda Guerra Mundial. En esta guerra se movilizaron más de cien millones de militares, afectó a prácticamente todo el mundo y para su sexto y final año, se aproximaba que habían muerto aproximadamente setenta millones de personas. De estos, se estima que 38 millones eran civiles, de los cuales, seis millones eran de origen judío, quienes perdieron sus vidas en campos de concentración ubicados a lo largo de todo el continente. Durante seis años, Europa fue un infierno, todo provocado por la ambición e intolerancia de una persona que condujo a un país por un camino guiado por el odio. Dicho conflicto dejó no solo millones de pérdidas humanas, sino que modificó hasta el día de hoy el mapa geopolítico de la región, desplazando a

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millones de civiles, transformando las fronteras y generando deudas económicas que demoraron décadas en ser sobrellevadas. A pesar de todo el horror que se vivió en dicha guerra, las atroces historias que se fueron conociendo a través del tiempo y de las funestas consecuencias que dejó para todo el mundo, en especial para el este del continente, hoy podemos ver que el escenario es sumamente distinto. Si bien, las relaciones no son perfectas, los gobiernos de Alemania, Inglaterra, Francia, Italia y Rusia (principales combatientes) gozan de una paz absoluta. Por su parte, los más afectados, los civiles, viven en una armonía permanente. Hoy en día, las fronteras en prácticamente toda Europa están abiertas y el tránsito de sus residentes es libre. No sólo manejan una misma moneda y tienen un parlamento en común, sino que no resulta en lo absoluto extraño ver a quienes pueden ser hijos o nietos de soldados alemanes y franceses, caminar juntos, vivir juntos, estudiar juntos y trabajar juntos. Un claro ejemplo de lo anterior son los días 8 y 9 de mayo, cuando se celebran “Los Días del Recuerdo y la Reconciliación. Conmemoración de la Segunda Guerra Mundial”. Ahí podemos ver cómo países que hace menos de una generación vivieron la peor guerra de la historia, se abrazan de manera fraternal, recordando el pasado, perdonándose en el presente y aspirando a un futuro en paz y reconciliado. Se puede apreciar a primeras que el espíritu que se vive en dicha conmemoración es de unidad absoluta. Sin duda que se reconocen los errores del pasado, pero entiende que de nada sirve el rencor. Uno puede observar que ellos toman a la historia como una herramienta para aprender, determinar e influir en su propio futuro. Siento que Chile lamentablemente está aún lejos de eso. En nuestro país, las conmemoraciones de lo ocurrido el 11 de septiembre de 1973 están a gran distancia de lo que sucede en Europa. Acá, es sumamente común ver que durante ese día y otros como el día del trabajador o el día del joven combatiente, el panorama es sumamente diferente. Las protestas violentas y disturbios son un plano común año a año. Uno penosamente puede ver que lo que reina no es la memoria, sino que el odio y la intolerancia. Pero creo que no todo es oscuro. Creo que poco a poco se ha ido forjando un camino hacia dejar estas conductas en el olvido. No puedo asegurar si es por un real deseo de cambio o

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porque simplemente es una respuesta de las nuevas generaciones a lo tedioso que se ha puesto el tema. Es un asunto que se responderá con el tiempo, pero lo que sí es claro es que nuestra sociedad, en este y otros temas, está tomando lentamente un buen camino. En este sentido, me gustaría reconocer el trabajo que ha realizado el actual Gobierno. Desde los inicios de su campaña, los derechos humanos han sido un tema de gran importancia. Esto queda demostrado en su programa de gobierno 2010-2014, donde no sólo vela por los derechos humanos y sus necesidades actuales, tales como el respeto a las minorías, sino que también reconoce la necesidad de velar por lo que ha sucedido en el pasado y apuntar a una sociedad reconciliada. Es por esto que en el segundo acápite del capítulo “Fortalecer los Derechos Humanos”, el presidente Piñera se comprometió a “reforzar una política para enfrentar las situaciones del pasado, orientada por valores de verdad, justicia y reconciliación”.3 Desde entonces, el Presidente se ha caracteriza-

do por mantener siempre un discurso constructivo, de unidad y reconciliación. Numerosas han sido las instancias en las que el Presidente ha hecho público su deseo por lograr de nuestra sociedad, una que tenga la unidad, la tolerancia y el respeto como ejes principales. Su postura íntegra como mandatario ha sido la de generar un cambio con miras al futuro, sin olvidar el pasado, pero teniéndolo como eje aglutinador y de aprendizaje y no de división y odio. Tampoco puedo dejar de mencionar y reconocer los esfuerzos que han realizado los distintos gobiernos de la Concertación. La vuelta a la democracia fue una tarea complicada y no exenta de trabas. Hay que mencionar al ex presidente Patricio Aylwin, la creación de la “Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación” y posterior informe Rettig y la Comisión Valech durante el período del ex presidente Ricardo Lagos, entre otros. También a otras instituciones como la Iglesia Católica, especialmente a la Vicaría de la Solidaridad, quienes prestaron ayuda y asistencia hasta 1992 a los familiares de detenidos desaparecidos. Todos ellos, al igual que muchas otras instituciones, instancias y personas particulares, que tenían como único fin sanar las heridas del pasado para así poder enfrentar el futuro con aires de reconciliación. 3

http://www.gobiernodechile.cl/cuenta-publica-2010/interior/programacion-2010/

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Pero mi idea no es sólo dar un diagnostico o una opinión de la situación actual. Creo que en temas así es necesario siempre ser propositivo. Tal como dije anteriormente, creo que Chile aún está lejos de un estado de reconciliación social, pero estoy convencida de que va en la vía correcta. El camino será difícil y lento. Hay muchas heridas que sanar, muchas situaciones que hay que perdonar y mucha mentalidad que cambiar. En este sentido creo que la educación juega un rol fundamental. La educación es la herramienta de movilidad social por excelencia. Permite a la gente no sólo descubrir el mundo y apoderarse de su realidad, sino que ayuda a las sociedades a construir futuro. La educación es la puerta a la verdadera y real libertad individual. Es rol de todos los que participamos en el rol educativo de la sociedad, incluidos padres y profesores, es poner la semilla que germinará y creará el verdadero cambio. Es labor de todos enseñarles a las futuras generaciones que la historia es algo que no se puede negar ni olvidar. La historia de los países queda grabada en la mente y consciente colectivo. Pero esta historia no está ahí solo para hacer reminiscencia, sino que es un medio en sí, ya que tiene un fin. Tiene un fin útil. La historia nos enseña a no cometer los errores del pasado y en lo posible a guiarnos de las buenas decisiones alguna vez tomadas. Muchos países en el mundo han vivido lo que vivimos nosotros. No somos los primeros en tener un golpe de Estado y no vamos a ser los últimos. Muchos académicos e historiadores tienen teorías distintas sobre la historia, unos dicen que es cíclica, es decir, existe un nacimiento, un auge y una caída. Otros sostienen que es pendular, que todo se repite entre un inicio y un fin. Pero todos concuerdan en que la historia se repite para aquellos pueblos que la ignoran. También creo, tal como lo mencioné anteriormente, que las leyes y políticas de Estado pueden jugar un rol crucial. Estas, tal como lo decía Santo Tomás de Aquino, son una “ordenación de la razón dirigida al bien común”. Las leyes deben interpretar lo que pensamos que es lo correcto y no sólo penalizar a quienes las rompan. Tienen que promover un buen comportamiento, para así lograr una armonía social. En ese sentido, es labor de quienes fuimos electos por la gente para crear normas, legislar en pro de un marco que permita un libre desarrollo, pero con directrices que apunten siempre a un bien general,

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a una armonía, a una paz social. Tengo plena fe en que las leyes tienen un rol superior a prohibir y permitir. Si estas son aplicadas con buena intención y un sentido correcto, son capaces de eliminar cualquier falencia imaginada. En esta misma línea creo que establecer políticas de Estado que generen un acuerdo social en el tema es algo absolutamente posible y realista. En ningún caso iría en contra de la libertad de cátedra de colegios y universidades. Entiendo perfectamente que las visiones históricas tienen distintos puntos de vista, pero sí creo que todo puede ser enseñado desde un marco general o una arquitectura interna que tenga como finalidad algo superior al hecho histórico. Creo que uno puede dar cualquier punto de vista de lo ocurrido y que en esa diversidad está la ventaja, pero si todo es enfocado desde un marco superior que apunte a enseñar con bases reconciliadoras y no separatistas, estaríamos frente a una sociedad que avanza hacia lo positivo, hacia la unidad y respeto. El anuncio hecho por este gobierno, en cuanto a la creación de una Subsecretaría de Derechos Humanos, es un ejemplo perfecto de lo que anteriormente expuse. Dicha entidad, que será parte del Ministerio de Justicia, es un avance vital realizado por el presidente Piñera, ya que tendrá como fin proponer políticas públicas que promuevan y protejan los derechos fundamentales de las personas. Por su parte, dicha institución propiciará la creación de un Comité Interministerial, el cual generará un plan nacional de Derechos Humanos. Sin lugar a dudas, hacer que los derechos humanos pasen de ser una preocupación social a una política de Estado, responde a las preocupaciones propias de una agenda de gobierno moderna y de una visión social acorde con las necesidades que presenta nuestro país. Para concluir, quiero manifestar mi más plena y absoluta confianza en las capacidades que tiene nuestro país para salir adelante. Hemos pasado por las mayores crisis y tragedias que la naturaleza nos puede brindar. Somos un país con pasión, con fuerza, un país que es hijo del rigor. Nos fundamos en nuestro esfuerzo. Hoy en día hemos logrado ser líderes económicos y políticos en nuestra región. Tenemos una estabilidad envidiada por los países de las más altas esferas mundiales. Pertenecemos a los grupos multilaterales más selectos del mundo y a las elites económicas planetarias. Todo esto es gracias a nuestras

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propias capacidades. Tenemos todo lo que se necesita para poder decir que somos una sociedad reconciliada, sólo hace falta poner la voluntad necesaria y lograr un mínimo acuerdo para que las divisiones que hasta hoy nos cazan, sean temas del pasado. Como dije anteriormente, la reconciliación es algo a lo que se llega después de recorrer un camino difícil, duro y complicado. Pero si lo pensamos, nada de lo que valga la pena en la vida es fácil de conseguir.

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Una reconciliación con sentido de futuro Sergio Romero Pizarro1

La reconciliación es un tema crucial en la vida de las personas y de las sociedades. El Diccionario de la Real Academia Española lo define con precisión: reconciliar es “volver a las amistades, o atraer y acordar los ánimos desunidos”, es decir, se refiere al restablecimiento de la concordia entre dos o más partes enemistadas. Supone entonces en primer lugar una pelea, una enemistad, una discordia, para luego pasar a restablecer la amistad o concordia perdida. Lo que vale para la vida personal tiene también su forma de expresión en la política. En el mundo ha habido numerosos y gravísimos problemas de división y guerras, seguidos muchas ocasiones de procesos de reconciliación, unas veces fallidos, en otros casos exitosos (como sucedió en Europa después de la Segunda Guerra Mundial). Chile también ha experimentado la división, como ocurrió en el caso de la guerra civil de 1891, al cual siguió un proceso de reconciliación nacional que se llevó a cabo en pocos años, a pesar de las miles de muertes y de la violencia asociada a ese dramático conflicto. En esta ocasión se me ha pedido reflexionar sobre la reconciliación chilena, al cumplirse cuarenta años desde el 11 de septiembre de 1973. Se trata de un asunto fundamental de la historia reciente de Chile en el que me ha correspondido participar, lo que me ha permitido formar opinión, conocer gente de distintas posiciones y promover leyes y proyectos que procuraban la consolidación de una democracia sólida y con sentido de unidad nacional. El quiebre de la democracia en Chile es un tema muy conocido, aunque todavía poco estudiado y reflexionado. Parecía que nunca sucedería, pues hacia 1973 el país había gozado de más de cuatro décadas de continuidad 1

Abogado de la Universidad Católica de Chile. Fue Senador por la 5ª Circunscripción, V Región Cordillera, entre 1990 y 2010. Fue Presidente del Senado en 1997 y 2005. Actualmente es embajador de Chile en España y Andorra.

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institucional, con ocho elecciones presidenciales de acuerdo a la Constitución vigente y una renovación democrática del Senado y de la Cámara de Diputados. Adicionalmente, las diversas fuerzas políticas del país tenían representación y participaban dentro del sistema institucional. Por eso, entre otras cosas, Chile se ha preciado, con justicia, de ser un país que durante dos siglos ha logrado un desarrollo institucional de buen nivel, con continuidad jurídica y una sólida evolución democrática. Los países extranjeros y sus estudiosos han confirmado por distintas vías su valoración hacia Chile, al que incluso consideran una excepción en el contexto latinoamericano, tanto por su prestigio político como por su actual nivel de desarrollo económico y social. A pesar de estos logros, en la década de 1960 se produjo un claro proceso de descomposición en la convivencia nacional, se desató la violencia política, que fue incluso adoptada como estrategia de partidos tradicionales de la izquierda chilena, en una década marcada por la odiosidad y polarización, que terminaron –a juicio de un ex Presidente del Partido Socialista– con el “inevitable” quiebre democrático de 1973. Lo que ocurrió en esos años y el mismo 11 de septiembre marcaron a toda una generación y también pusieron una nota amarga en la historia institucional del país. Felizmente, con el paso de los años la situación evolucionó en la forma que debía desarrollarse y, a pesar de nuestras legítimas diferencias, podemos decir que Chile es un país reconciliado en gran medida, y en el que se han producido importantes consensos fundamentales. El aprendizaje más valioso de todos es que debemos cuidar nuestra democracia día a día, que no es ni sensato ni patriótico destruir las bases de la convivencia cívica, que las convicciones personales o ideológicas deben ser matizadas con la necesidad de encontrar acuerdos, que se debe respetar siempre el Estado de Derecho y preservar las instituciones. En política, el maximalismo, el odio, la violencia y la irracionalidad deben dar paso a la prudencia, a la amistad cívica, a la paz y a la persuasión a través de la razón. Para quienes hemos dedicado parte importante de nuestras vidas a la política esto es algo que responde tanto a la genuina convicción personal como al aprendizaje que se adquiere en el mundo real de los gobiernos, los sistemas legislativos, la relación con el pueblo y los electores, la vida interna de los partidos y todo cuanto forma parte del servicio público cuando se ejerce con visión de Estado.

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La transición chilena

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En el contexto de la Guerra Fría y de su expresión específica en América Latina, la existencia de regímenes militares se convirtió prácticamente en una regla, mientras al Este de la Cortina de Hierro había dictaduras comunistas. Las democracias, en las décadas de 1970 y 1980, parecían ser minoritarias en el mundo. Pronto la historia cambiaría y se producirían transiciones a la democracia en América, Asia y en Europa oriental, donde comenzaron a organizarse gobiernos e instituciones democráticas. Ese fue el caso de Chile y, felizmente –aunque no exento de dificultades y de los problemas asociados a este tipo de procesos– podemos decir que el país tuvo una transición exitosa, ejemplar y ampliamente apreciada desde el exterior. Es evidente que todos estos procesos dejan tareas pendientes, pero también es cierto que los logros obtenidos durante la transición chilena son valiosos y positivos para el país, al menos en dos ámbitos: el político-institucional y el económico-social. En el orden institucional se avanzó a través de un proceso constitucional que tuvo tres momentos decisivos. Primero en 1980, cuando se aprobó la nueva Carta Fundamental que fijó el itinerario de la transición y formación de instituciones renovadas (Servicio Electoral, partidos políticos), estableció las normas para el plebiscito de 1988, así como también para las elecciones presidenciales y de Congreso Nacional de 1989, y que permitió una transición pacífica al régimen democrático, con la victoria de Patricio Aylwin y de la Concertación de Partidos por la Democracia. En julio de 1989 se aprobaron, además, a través de un plebiscito que contó con una aprobación de más del 90% de los electores, una serie de importantes reformas constitucionales – que contaban con el acuerdo entre el gobierno y la oposición–, que dieron mayor legitimidad al texto constitucional de cara al nuevo proceso histórico que se iniciaba. En lo personal, fui candidato independiente y resulté uno de los senadores elegidos en las parlamentarias de 1989, representando a la Quinta Región Cordillera, y más tarde formé parte del Primer Congreso Nacional de la democracia y me incorporé a Renovación Nacional. En dos ocasiones presidí la Cámara Alta, en 1997-1998 y en 2005-2006. Precisamente 2005, siendo yo Presidente del Senado y bajo el gobierno de Ricardo Lagos, acordamos una

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última reforma que permitía tener “una constitución de todos los chilenos”, como lo destacó el Presidente en esa ocasión. Por otro lado, hemos tenido un camino político con dificultades, pero también exitoso. Entre 1990 y 2010 hubo cuatro gobiernos de la Concertación, dos de ellos liderados por demócrata-cristianos (Patricio Aylwin y Eduardo Frei Ruiz-Tagle) y dos por socialistas (Ricardo Lagos y Michelle Bachelet). Esta diversidad, lejos de ser un problema, era prueba fehaciente de continuidad institucional y manifestación de que podían gobernar personas de ideologías diferentes sin que ello pusiera en riesgo la democracia chilena. Esto se consolidó el 2010, cuando asumió el presidente Sebastián Piñera, de la Coalición por el Cambio, de centro derecha, permitiendo la alternancia en el poder propia de los regímenes libres. En el plano económico-social los éxitos también están a la vista. La pobreza, uno de principales flagelos que afectaba a Chile, se ha reducido de manera notable entre 1987 y hoy, desde un 45% a menos de un 15%; la educación ha tenido una considerable expansión y hoy son más de un millón de jóvenes los que acceden a estudios universitarios; hemos mejorado la infraestructura y las comunicaciones de manera impensada hace algunas décadas; la minería, las exportaciones agrícolas y otras tantas áreas de la economía también han tenido una proyección muy atractiva; la inflación está controlada, con todo lo que eso significa para la calidad de vida de las familias. Lo que mencionamos está enmarcado en un país que desde 1985 en adelante ha tenido un desarrollo económico sin precedentes y con un crecimiento anual muy superior al que ostentaba antes de 1973, concitando la admiración del mundo, reflejada en los numerosos y positivos tratados de libre comercio que tiene Chile con las principales economías del orbe. Las reformas institucionales que se hicieron en el ámbito económico en los años 70 han tenido resultados positivos para el país. Todo lo anterior no significa que no haya tareas pendientes, como sabemos todos los que hemos dedicado una vida al servicio público. En pobreza, en vivienda, en educación, salud y tantos otros temas hay trabajo por hacer; hemos logrado avances importantes, pero que requieren sentido de urgencia para las próximas etapas. Pero, por otro lado, debemos advertir con claridad que nunca antes habíamos experimentado como país un desarrollo tan con-

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sistente y positivo para todos los chilenos como el que ha tenido Chile en las últimas tres décadas. Lo anterior nos lleva a dos conclusiones. Lo primero es que el modelo de desarrollo escogido es el adecuado, con la democracia y la economía de mercado como dos alas o expresiones de la libertad. Lo segundo es que debemos proyectar los consensos alcanzados hacia el futuro, considerando tanto las expectativas actuales de la sociedad como la necesidad de dar continuidad al progreso alcanzado.

Tarea de futuro

La transición chilena exigió un esfuerzo común de todos los actores, así como también recíprocas concesiones en lo ideológico y en el plano práctico. En este sentido, la experiencia histórica y el aprendizaje político tuvieron un papel crucial. En democracia no se puede aspirar el imponer una sola visión de la sociedad, ni se debe actuar de esa manera. Por lo mismo, la derecha y la izquierda, los sectores de centro y los independientes, estuvieron decididos y dispuestos a buscar acuerdos antes que a privilegiar las diferencias. Esto fue bueno para Chile. La reconciliación nacional se inscribe en este ambiente: el reconocimiento de los propios errores, la convicción de que los distintos actores contribuyeron al quiebre democrático y la necesidad de que las nuevas generaciones proyectaran un Chile en paz y democracia. Por eso, salvo excepciones muy contadas, los distintos líderes y partidos procuraron acuerdos en materias constitucionales, como las señaladas, así como también laborales, fiscales, políticas o de otra naturaleza. No fueron solo los sectores políticos: también la Iglesia Católica y otros grupos religiosos, el Ejército y las Fuerzas Armadas en general y la sociedad civil en sus diversas expresiones contribuyeron a perfilar una convivencia social donde ser adversario político no nos transformara, como en el pasado, en enemigos. La democracia exige discrepancias, argumentación, enfrenamiento doctrinal y electoral, pero no debe convertir a las personas en enemigos irreconciliables, que deban solucionar sus diferencias por la violencia o las armas. Por eso, una reconciliación con sentido de futuro exige algunas decisiones fundamentales.

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En primer lugar, la convicción de que los actores políticos debemos actuar dentro de las reglas de la democracia. Esto podría parecer obvio, pero no lo es: antes del 11 de septiembre de 1973 había una clara desafección a la democracia como sistema político y mientras algunos promovían la revolución socialista, otros privilegiaban la solución militar, mientras las fórmulas democráticas quedaban huérfanas en el camino. Es verdad que la democracia es un sistema con fallas, donde la deliberación es un valor que significa a veces una menor velocidad en la acción; los resultados a veces no nos convencen y los acuerdos parecen demostrar un abandono de los ideales más que una genuina búsqueda del bien común. Pero hemos tenido experiencia dramáticas en el siglo XX, como el nazismo y el comunismo, y hoy sabemos con certeza que, por el momento, la democracia sigue siendo el “menos malo” de los sistemas políticos. Y eso no solo significa elecciones cada cierto tiempo, sino que también la existencia de amplias libertades políticas (asociación, opinión, participación, prensa), una transparencia real, la condena de la violencia como método de acción política y el pleno respeto a los derechos humanos. En segundo término, es preciso procurar un desarrollo económico sostenido, sobre la base de un sistema de libertad económica y con capacidad de resolver los problemas sociales de manera oportuna. De esta manera no sólo se logra un bien que beneficia a los ciudadanos, sino que también se impide el aprovechamiento de los problemas por parte de los grupos extremistas. La economía y el desarrollo social no son factores laterales, sino que esenciales en la vida política del país. En tercer lugar, es necesario elevar el nivel de la política. Si uno analiza el prestigio de las instituciones chilenas hacia 1990 o 1993, por ejemplo, y las compara con la situación de hoy, el resultado es elocuente: en la encuesta CEP-Adimark de 1991 la Iglesia, los ministros y el Congreso Nacional eran las instituciones que gozaban de la máxima confianza ciudadana; en la encuesta CERC de 1991 los diputados y senadores tenían un 74,1% de confianza social. Por otro lado, en la encuesta Adimark de marzo de 2012, el Senado obtiene una aprobación de un 25% y la Cámara de Diputados de un 21%, lo que se suma a la mala evaluación de los partidos políticos.

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Recuperar el prestigio de la actividad política no es tarea fácil ni tiene una fórmula mágica. No se hace de un minuto para otro, sino que requiere de múltiples factores. Entre ellos podemos mencionar la necesidad de mantener un alto nivel cultural y profesional de quienes se dedican a la política, sin que por ello se vuelva una actividad elitista; rechazar el espectáculo lamentable de peleas permanentes, luchas intestinas en los partidos o rechazo de todo lo que venga de la contraparte política, sin evaluar su mérito; necesidad de renovación de las caras, de efectiva incorporación de las generaciones más jóvenes a las tareas legislativas y de gobierno (a esto contribuye, por ejemplo, la inscripción automática y el voto voluntario); la importancia de solucionar los problemas y no dejarlos de manera permanente en la lista de espera; en fin, la capacidad de tener un sistema político eficiente y transparente. Por todo esto, es necesario pasar de la fase de la reconciliación que ha logrado Chile en las últimas décadas, a una forma que permita mantener la estabilidad institucional y el desarrollo económico en el mediano y largo plazo. Nunca debemos olvidar el hecho de que Chile ha tenido largos periodos de estabilidad que le han granjeado su fama en el exterior y un legítimo orgullo en el interior, pero también es cierto que ha habido quiebres políticos e intervenciones militares en momentos tan importantes como decisivos y que, estamos convencidos, no deben volver a repetirse.

Reflexiones finales

Evitar las rupturas institucionales es un deber. Cuando se produce un quiebre político, es preciso volver a reconstruir lo perdido, unir lo dividido y armonizar lo quebrado. Después de la ruptura y los odios, la reconciliación no sólo es una necesidad política sino también un imperativo moral. Es lo que hemos procurado en Chile en las últimas décadas. Mis veinte años en el Congreso Nacional me permiten tener una visión muy completa de la vida política de Chile en las últimas décadas. Más todavía cuando me correspondió ser oposición en cuatro gobiernos de la Concertación. Me tocó compartir en el Senado con muchos adversarios socialistas, demócratas cristianos y radicales, y pude comprobar en los hechos que se movían con patriotismo y sentido de responsabilidad, se buscaron acuerdos

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y se tuvo éxitos en muchos aspectos. Esa fue también la actitud de la oposición y en lo personal contribuí especialmente a ello cuando fui presidente del Senado en 1997-1998 y en 2005-2006, donde procuramos hacer de la Cámara Alta un lugar de encuentro en los distintos sectores políticos y de búsqueda de grandes acuerdos con sentido de Estado, que se lograron en ámbitos tan variados como las reformas constitucionales, la ley de transparencia o la reforma judicial, entre muchos otros. Si eso fue posible fue porque los distintos servidores estuvimos disponibles. Cuando actuamos en política, y especialmente si lo hacemos con responsabilidad y patriotismo, debemos dejar de lado las pequeñas batallas cotidianas y concentrarnos en lo que realmente vale la pena: obtener la victoria final contra el subdesarrollo. Ya lo han dicho otros anteriormente, y vale la pena recordarlo: no debemos pensar en las próximas elecciones, sino en las próximas generaciones. Fue precisamente eso lo que muchos tuvimos en mente cuando se produjo el paso de un gobierno militar a un gobierno civil, cuando comenzamos la tarea de reconstruir y de construir instituciones democráticas, asumiendo el desafío de tener una sociedad más justa, pacífica y libre para todos los chilenos.

VOCES DESDE EL MUNDO DE LOS DERECHOS HUMANOS

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¿Qué nos falta para reconciliarnos?

Miguel Luis Amunátegui Monckeberg1

Preguntarse si es Chile un país reconciliado significa inquirir sobre los procesos de transición y de reconciliación porque ellos, aunque son procesos diversos, ciertamente están vinculados por influencias recíprocas. El primero es un proceso político, técnico y jurídico, urgente y pragmático, que se traduce en darse un sistema de gobierno, fundado en la tradición democrática y cuyo consenso es algo que necesitó hacerse presente muy pronto, aunque como un proceso evolutivo, luego de un prolongado y traumático período dictatorial de diecisiete años. El segundo, es uno más profundo, que requiere de tiempo y de actitudes interiores dolorosas, transparentes, guiadas por una voluntad que nace del reconocimiento de las propias culpas de cada quién, del entendimiento y comprensión del adversario, de la verdad, de la justicia, de la reparación de víctimas de graves delitos y del perdón. Ambos requieren, sin embargo, de honestidad y sana intención de entendimiento en la búsqueda del bien común y por ello, sus influencias son recíprocas. No cabe duda que la transición ha seguido un curso prudente y sostenido de valiosos consensos en los que tuvieron su influencia determinante la crisis de los socialismos reales, la renovación socialista, la mayor valoración de la democracia y de los derechos humanos entre los personeros de mayor influencia de todos los sectores y todo ello conducido con un constante esfuerzo por parte de las dirigencias. En tal proceso mediaron en forma clara las primeras reformas constitucionales de 1989 propuestas por la Comisión 1

Abogado por la Pontificia Universidad Católica de Chile. Actualmente es consejero del Instituto Nacional de Derechos Humanos por designación de la Cámara de Diputados.. Fue profesor de Introducción al Derecho, director del Departamento de Ciencias del Derecho en la Universidad de Chile y decano de la Facultad de Derecho de la Universidad Andrés Bello. Fue consejero del Colegio de Abogados y de la Academia Judicial. Es socio del Estudio Amunátegui y Cía. y miembro del Cuerpo Arbitral de la Cámara de Comercio de Santiago. Integró la Comisión de Prisión Política y Tortura, entre 2003 y 2005 y posteriormente, entre 2010 y 2011, por designación presidencial con acuerdo del Senado.

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Técnica Concertación-Renovación Nacional y luego convenidas con las propuestas por el Gobierno Militar y, de forma relevante, el resultado del plebiscito, que dio paso a la elección presidencial y reinició el curso de la democracia. El proceso se ha venido consolidando en los sucesivos gobiernos con un amplio espectro de acuerdos y la aprobación de nuevas reformas constitucionales que, junto al transcurso de estos años de vida democrática, de la vigencia real del Estado de Derecho, de las garantías constitucionales, de la mayor fluidez en el ejercicio de los derechos ciudadanos y de una mayor conciencia de los derechos humanos, han contribuido a un clima de mayor reconciliación. Y es preciso señalar también que no ha sido menor la influencia que ha tenido hasta aquí, en ambos procesos, la justicia transicional que, paralelamente, se ha venido llevando a cabo por la vía de comisiones de designación presidencial como la de Verdad y Reconciliación (Comisión Rettig) convocada por el Presidente Aylwin, que buscó, primero, el reconocimiento oficial de graves hechos y crímenes cometidos en el país y en el extranjero que afectaron a 2.296 casos que daban cuenta de personas torturadas y muertas o desaparecidas a manos de agentes del Estado y, segundo, la reparación moral de las víctimas junto a la asistencia social a sus familiares, por mediación de la Corporación Nacional de Reparación y Reconciliación aprobada por ley, todo ello sumado a la promoción de acciones tendientes a ubicar el paradero de las personas detenidas y desaparecidas y de aquellas cuyos restos no hubieran sido entregados. Esta Corporación reconoció 899 nuevas víctimas. A estas dos instancias le siguió, durante el Gobierno del Presidente Frei, la Mesa de Diálogo en la que participaron, por primera vez, delegados del Gobierno, de las Fuerzas Armadas y Carabineros, entidades Éticas y Religiosas, y de la Sociedad Civil y abogados de derechos humanos, la que obtuvo información sobre el paradero de doscientas personas. Durante el Gobierno del Presidente Lagos, en el año 2003, fue convocada la Comisión sobre Prisión Política y Torturas, destinada a determinar las personas que sufrieron privación de libertad y torturas por razones políticas, por actos de agentes del Estado o de personas a su servicio, en el período comprendido entre el 11 de Septiembre de 1973 y el 10 de Marzo de 1990 (Comisión Valech). Esta comisión recibió antecedentes de 36.035 personas y reconoció 27.255 vícti-

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mas y, según su proposición y la decisión Presidencial, se dictó la ley 19.922 que acordó medidas reparatorias para ellas o sus familiares. Y durante el Gobierno de la Presidenta Bachelet se dictó la ley 20.405 que creó el Instituto Nacional de Derechos Humanos, en cuyos artículos transitorios se dispuso una nueva Comisión tanto para la calificación de Detenidos Desaparecidos y Ejecutados Políticos, como para las Víctimas de Prisión Política y Tortura. Esta Comisión reconoció treinta nuevos casos de detenidos desaparecidos y 9.795 nuevos casos de prisión política y tortura, entregando su informe al Presidente Piñera, con iguales reparaciones. Los informes presentados por cada una de estas comisiones, ciertamente formaron conciencia generalizada sobre las reales dimensiones del problema vivido en el país y ello contribuyó al reconocimiento oficial de las víctimas, a restablecer su dignidad y poner en evidencia los hechos, lo que también ha contribuido a la agilización de las investigaciones judiciales y a un clima de mayor reconocimiento reparatorio. Hoy existen treinta Ministros de Corte de Apelaciones asignados a la tramitación de procesos que ascienden a 1.268, de modo que, al 30 de Septiembre de 2012, se encontraban procesadas 814 personas vivas y 257 condenadas. Sin embargo, no obstante los mayores consensos políticos que se han puesto en evidencia y la notable influencia que estas Comisiones han tenido en ambos procesos, tenemos que reconocer que la Justicia, aun no concluida, no es suficiente para lograr la reconciliación. Hay todavía una enorme extensión entre ambos juicios de condenación que nos dicen de historias, de formación, de convicciones, de ideales, de enconos, de debilidades, de pasiones, de odiosidades, de errores, de ignorancias y de incomprensiones de larga data. Existe aún la necesidad de matizar y de comprender. A tantos años de distancia hay mucha reflexión que promover, hay mucha comprensión y amistad que ofrecer y hay mucho arrepentimiento que acoger. No podemos dejar de avanzar con coraje en la reflexión y comprensión del período y entusiasmar en este espíritu a otros; debemos dejar de lado el temor, desconfianza o rencor, abandonar las injustas insinceridades hacia quienes reconocen sus errores y se abren a la democracia. Esa voluntad de profundizar y de comprender no debe excusar ni soslayar las responsabilidades políticas que a cada uno le correspondan.

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Hay que asumir los hechos si realmente queremos reconciliación. Asumirlos significa reconocer el drama en todos sus contornos; los previos y los posteriores a la crisis de nuestra democracia y no rechazar su existencia imputando culpas o manteniéndonos como meros espectadores. Los intentos de que las cosas se diluyan o se olviden, o de buscar empates sin asumir responsabilidades, serán fallidos. La realidad se nos presentará siempre por delante si no la asumimos con valor, confianza y amor. Asumirla significa no seguir pensando que este problema sólo se da entre extremistas y torturadores. Significa, en cambio, pensar que fracasamos como sociedad y como dirigentes de la misma; que no hicimos lo suficiente para entendernos; que seguimos ciegamente una voluntad errada; que nos deshumanizamos; que de verdad no fue nuestra primera preocupación la enorme cantidad de pobres; que fuimos tras el poder con soberbia, como únicos poseedores de la verdad y que de no asumirlo quedaremos ante el verdadero riesgo de recorrer nuevamente ese ominoso camino, sin escarmentar. No podemos ceder a la tentación de no asumir nuestra responsabilidad y dejar las cosas entregadas, en todo su enorme drama generado por más de medio siglo de desencuentros, únicamente a la resolución de nuestros jueces. Ellos no podrán cubrir toda la profundidad y extensión del conflicto político, social y moral vivido. Todos sabemos que el conflicto es más vasto y que envuelve a toda la sociedad, a un período mucho más largo de nuestra historia en el que no nos vimos como hermanos sino como enemigos de clase y en el que la violencia fue erróneamente justificada entre nosotros. Las generaciones protagonistas no pueden dejar este conflicto, que culminó en la peor crisis, como injusta carga a los jóvenes que no lo vivieron ni lo causaron. Es pues, entonces, un paso político y moral en común el que aún falta por recorrer, junto a la justicia y la democracia y es el camino hacia la reconciliación. También en este proceso es indispensable un ¡nunca más! Los síntomas que nuevamente se advierten hacen pensar, con honradez, que la tarea más profunda aun está pendiente.

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Vivimos juntos, con nuestras heridas

Ricardo Brodsky1

La reconciliación es una aspiración de toda sociedad que se ha visto envuelta en un conflicto grave. Se trata del natural deseo de reconstruir los vínculos de una comunidad, reparar el desorden moral causado por el enfrentamiento y restituir una relación armónica entre partes que estuvieron en conflicto. Nadie mejor que aquel que ha sufrido producto de la confrontación desea con más fuerza que ello ocurra. No se trata, sin embargo, de una cuestión que se pueda resolver en el plano formal por medio de acuerdos políticos o arreglos institucionales, si bien estos pueden jugar su papel, sino de algo que se juega en el campo de las convicciones personales. Desde el punto de vista formal, el país ha reconstruido las instituciones y relaciones propias de una democracia, siempre perfectibles por cierto: hay igualdad ante la ley, libertad de expresión, recursos contra la discriminación arbitraria y separación de los poderes del Estado. La lógica de la guerra interna ha sido excluida: no se busca hoy la destrucción física de los adversarios políticos. No obstante lo anterior, no es posible afirmar que el proyecto de la reconciliación haya sido exitoso: las partes que estuvieron en conflicto aceptan vivir juntos y respetar las normas propias de una convivencia democrática, pero están lejos de reconstruir vínculos de pertenencia común, de amistad cívica y de solidaridad; por el contrario, siguen viéndose como héroes y villanos; las recriminaciones, los miedos y las heridas siguen abiertas.

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Director Ejecutivo del Museo de la Memoria y los Derechos Humanos desde mayo de 2011. Es Licenciado en Literatura de la Universidad de Chile. Ha dirigido y asesorado distintos proyectos en instituciones como la Corporación Proyectamérica, el Ministerio Secretaría General de la Presidencia, el Ministerio Secretaría General de Gobierno y el Consejo Nacional de la Cultura y las Artes. Fue embajador de Chile ante Bélgica y Luxemburgo. Fundador y Secretario Ejecutivo de la Fundación “Chile 21” en 1992 y de la Corporación “Proyectamérica” en 2006.

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Ricardo Brodsky

Esto es así porque no hay una memoria común. Si bien todos reconocen y repudian los hechos horrorosos, no existe una valoración colectiva del pasado, del significado que para nuestra cultura y convivencia tienen las violaciones sistemáticas y masivas de los derechos humanos por parte de agentes del Estado durante el período de la dictadura. Quizás nuestra sociedad no está tan lejos de construir una lectura donde exista un acercamiento entre las partes con respecto a las causas de la crisis política que condujo al golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973. Este acercamiento lo demuestra el hecho que el Informe sobre Verdad y Reconciliación haya podido incluir un capítulo denominado “Marco Político” que analiza detenidamente las causas complejas del golpe de Estado; pero definitivamente la sociedad chilena está muy lejos de encontrar un rechazo categórico común de lo que significó la dictadura. Un consenso fuerte y extendido, donde se acepte la verdad de lo ocurrido y exista una condena a las violaciones de los derechos humanos podría haberse convertido en un rasgo de la cultura política chilena a 40 años del golpe de Estado. De hecho, se hicieron muchos esfuerzos y hay señales de que así fuera, como es la existencia de cientos de memoriales y la amplitud de las políticas de reparación a las víctimas que se llevan adelante con apoyo de gobiernos de distinto signo y amplias mayorías parlamentarias. Sin embargo, en el país resulta también perfectamente aceptable para buena parte de la población, los medios y el mundo político relativizar los hechos ocurridos, insistir en teorías justificatorias inspiradas en una supuesta guerra interna, e incluso realizar homenajes en recintos públicos a personas que han sido condenadas por crímenes atroces y reiterados, sin que por ello se rompan los vínculos de pertenencia y solidaridad con la actual coalición de derecha gobernante. Al respecto, es muy conocido el homenaje que organizó el ex alcalde de Providencia Cristián Labbé al alto miembro de la DINA y torturador Miguel Krasnoff; pero más recientemente, y haciendo un guiño al electorado duro de la derecha, el presidente del partido Renovación Nacional, senador Carlos Larraín, en el contexto de la proclamación del candidato presidencial Andrés Allamand, se permitió, en medio de una gran ovación, realizar un homenaje a los miembros en retiro de las FFAA, los que según él “nos salvaron de la instau-

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ración en Chile del socialismo. Sólo eso hicieron, creo que merecen un mejor trato”, dijo. (La Tercera, domingo 20 de enero de 2013). Por su parte, el propio candidato ha expuesto sus dudas con respecto a la calificación de Dictadura al régimen de Pinochet. La cuestión de fondo parece ser entonces la consideración o importancia que atribuyen los distintos sectores políticos de la sociedad chilena a las violaciones de los derechos humanos. Transcurridos 40 años, ¿se trata de algo verdaderamente importante? Parafraseando lo dicho por el Premio Nobel húngaro Imre Kertész a propósito del Holocausto, habría que decir que las cosas son importantes si acaso son vitales. Y a la pregunta de si acaso la experiencia dictatorial chilena es un período definitorio, trascendental para nuestra cultura política, concluyente para confrontar los valores que nos rigen; si acaso la existencia de los detenidos desaparecidos, de los centros de tortura y exterminio en el corazón de las ciudades de Chile –como fueron Villa Grimaldi, Londres 38, o el recientemente descubierto Simón Bolívar 8800– y el silencio y la indiferencia con que esos hechos fueron aceptados por los tribunales, los medios de comunicación y buena parte de la elite empresarial, académica y política del país, son o no hechos que marcan la cultura política chilena, a esa pregunta, desgraciadamente, hay que responder que sí, que son hechos que definen lamentable y tristemente nuestra identidad, que no pueden ser olvidados ni banalizados. Para sanar sus heridas, una sociedad joven como la nuestra requiere reflexionar sobre lo que se ha hecho en el marco de su cultura y en el nombre de su defensa. Si no lo hace, elude sus responsabilidades y se condena a la intrascendencia, se convierte en una civilización accidental, irrelevante para la historia humana. Los griegos entendieron estos problemas tempranamente. Edipo, al contemplar sus crímenes, decide arrancarse los ojos y partir al exilio porque sabe que sólo así su pueblo será liberado de la peste que lo azota. No es posible restituir la normalidad sin asumir los hechos ni aceptar las culpas. Abordar estos temas en serio implica asumir los deberes de verdad y de justicia que tiene toda sociedad que ha expuesto a una parte de los suyos a una experiencia como la señalada, pero además supone un gesto, un acto ritual en el que se muestre el arrepentimiento y una disposición de ánimo a la compasión, es decir, a la capacidad de sentir el sufrimiento del otro como propio. Y eso no ha ocurrido.

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Verdad

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El presidente Patricio Aylwin emprendió con vigor esa tarea estableciendo la Comisión de Verdad y Reconciliación, cuya labor culminó con la entrega del Informe Rettig y el inicio de una serie de políticas destinadas a reparar moral y materialmente a las víctimas de las violaciones de los derechos humanos, las que se consideraron sistemáticas, masivas y emanadas de una voluntad política explícita del más alto nivel. El reconocimiento de esa verdad fáctica, pormenorizada, de los hechos, encontró serias resistencias en los mandos de las Fuerzas Armadas y en sectores de la derecha política. A pesar de ello, con el paso de los años se fue instalando como una realidad aceptada por la mayoría de la sociedad chilena, verdad que vino a expandirse con más detalles escabrosos con ocasión de las investigaciones de la Comisión sobre Prisión Política y Tortura y su Informe Valech. La sociedad chilena aceptó las medidas de reparación impulsadas por los gobiernos y aprobadas por el Parlamento. Pero la existencia de un permanente discurso de defensa de la dictadura por parte de ciertos líderes instaló una duda legítima acerca de la convicción con que estos sectores concurrieron a apoyar estas políticas. Lo anterior se vio reforzado por la permanencia del personal político civil comprometido con el régimen militar, los que, salvo excepciones, no muestran signos de arrepentimiento ni han estado disponibles para pedir perdón a las víctimas. Hay excepciones, desde luego, como quienes integraron las dos comisiones de verdad. También es digno de destacarse el llamado “Nunca Más” del Comandante en Jefe del Ejército Juan Emilio Cheyre, quien incursionó en lo que podría definirse como un arrepentimiento institucional. Su mensaje fue profundo y honesto, no obstante no logró que sus continuadores profundizaran la doctrina o rompieran el pacto de silencio con que los miembros de la institución se protegen solidariamente unos a otros. En el mundo político, fue relevante la afirmación del Ministro del Interior Andrés Chadwick, quien manifestó su arrepentimiento de haber prestado apoyo político al gobierno de Pinochet, aún estando informado de lo que ocurría en materia de derechos humanos. Ese remordimiento refleja un itinerario íntimo, inspirado sin duda por el paso del tiempo, el conocimiento del dolor

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de las víctimas y una mayor madurez personal, que implica dar un paso en la jerarquía de los valores. La dignidad de las personas concretas pasó a ser más importante que ciertas ideas abstractas en nombre de las cuales se atropellaron los derechos humanos y se conculcaron las libertades. Es un cambio de actitud vital importante y que en rigor interroga no sólo a sus camaradas de ruta, sino a todos los actores políticos de derecha, centro e izquierda; ciertamente, puestas las cosas a ese nivel, nadie está en condiciones de juzgar al resto. A pesar de estas excepciones, la negación o justificación de los hechos ha impedido que la derecha social y política haga el duelo necesario e inicie un proceso de renovación política e ideológica como la que vivió la izquierda socialista, revalorizando la democracia y los derechos humanos en su ideario. Lejos de ello, en lo sustancial la derecha reafirmó las ideas que dieron sostén al régimen militar e incluso mantuvo en sus filas a personeros claves del período dictatorial, haciendo guiños permanentes al pinochetismo, una parte sustancial de su electorado, del cual no parece estar dispuesta a desligarse.

Justicia

A la negación de los hechos por parte de las instituciones y personeros involucrados se agregó un largo período de impunidad para los perpetradores de violaciones a los derechos humanos, dadas las características de la transición y la doctrina jurisprudencial imperante en la Corte Suprema, que aceptó aplicar un triple cerrojo a la búsqueda de justicia por parte de las víctimas: el decreto ley de Amnistía, la aplicación del criterio de cosa juzgada y la prescripción de la acción penal. La impunidad, sin embargo, sufrió su primer revés tras el arresto del general Pinochet en Londres a petición del juez español Baltasar Garzón. Este hecho, unido a los cambios en la judicatura, permitió que los tribunales dejaran de aplicar únicamente la ley positiva nacional y comenzaran a aceptar la vigencia y competencia del derecho internacional de los derechos humanos. Se modificó la jurisprudencia relativa a los casos de los detenidos desaparecidos aceptando la tesis del secuestro permanente (la llamada Doctrina Aylwin) y las Fuerzas Armadas consintieron en concurrir a una Mesa de Diálogo, un primer y tardío paso para la aceptación de los hechos establecidos en el Informe Rettig.

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La labor de la justicia ha sido importante en el país en la última década. Avanzan los procesos, las investigaciones y los condenados2. Una verdad judicial, que establece las circunstancias de los crímenes y los nombres de los perpetradores, ha venido abriéndose paso lentamente en el país. No se ha logrado toda la verdad que quisieran las víctimas, pero la justicia es por definición una aspiración que se traduce en batallas diarias. El hecho que, a pesar del tiempo transcurrido, la justicia en Chile no haya renunciado a cumplir su papel ha sido muy importante para sanar el alma de la sociedad, para ayudar a las víctimas a encontrar la paz en el hecho que nuestro país asume su deber de justicia, que no deja en la indiferencia el dolor ni la experiencia vivida. Pero no tiene nada que ver con la reconciliación. Esta no nacerá de una verdad fáctica ni del ejercicio de la justicia, sino del perdón.

Reconciliación

La metodología de establecer Comisiones de Verdad ha sido seguida por muchos países después de la experiencia chilena. Algunos las cuestionan por considerar que excusan a la justicia de cumplir su labor. La diferencia entre ambas, como bien lo ha hecho ver Tzvetan Todorov, es que mientras la justicia se limita a enjuiciar cargos y descargos, establecer culpas o validar disculpas, proteger a la sociedad de sus coetáneos peligrosos, todo ello supeditado a las leyes vigentes, las comisiones de verdad, junto con describir casos específicos y establecer relaciones entre ellos, tienen una función interpretativa de los hechos en su conjunto que permitiría comprender de qué manera y porqué ocurrieron las cosas, así como establecer juicios morales sobre lo ocurrido. Para ello, realizan una tarea que resulta bien diferente a la de la justicia. Comparan experiencias, realizan análisis estadísticos, abordan el contexto político e histórico en que ocurrieron los hechos. Como se ha dicho, tanto el Informe

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Según los datos del Programa de Derechos Humanos del Ministerio del Interior y Seguridad Pública, 1.446 causas se encontraban activas en Chile a fines de marzo 2011 por desapariciones, torturas, inhumación ilegal o asociación ilícita cometidas entre 1973 y 1990. Producto de ello 777 ex agentes de servicios de seguridad han sido procesados y/o condenados, de los cuales 231 han recibido sentencias definitivas, encontrándose alrededor de 60 cumpliendo penas de cárcel. (Observatorio de Derechos Humanos, Universidad Diego Portales, Boletín Nº 17, mayo 2012).

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Rettig como el Informe Valech contienen extensos capítulos analíticos en los que se abordan los marcos político-culturales nacionales e internacionales, las ideologías imperantes que hicieron posible, a su juicio, el desencadenamiento de la crisis política de 1973 y luego la política de violaciones de los derechos humanos por parte de agentes del Estado. Fue tal el impacto de la verdad fáctica contenida en ambos informes, que la necesidad psicológica y política de negarla ocupó los corazones y las mentes de quienes se sintieron cuestionados por los hechos descritos, impidiéndoles participar del debate interpretativo, como no sea para buscar excusarse o justificarse, cuando no simplemente reafirmarse. La verdad entonces, establecida por ambas comisiones, quedó limitada en el nivel fáctico, un nivel que sin manifestaciones de arrepentimiento de los victimarios hace difícil la reconciliación y que lleva a los familiares de las víctimas, con razón, a exigir justicia, que es lo que efectivamente ocurrió. En ese contexto, los llamados a la reconciliación, más allá de la intención de sus voceros, dada la ausencia de arrepentimiento, se convirtieron en una presión moral sobre las víctimas, no sobre los victimarios. Nos dimos cuenta entonces, que éstas, al exigir justicia, es decir, al pedir una investigación exhaustiva y una condena a firme sobre cada uno de los casos, serían los culpables que el país no supere “las odiosidades del pasado”. Así las cosas, la palabra reconciliación dejó de ser bienvenida desde el mundo que se sentía parte o solidario con las víctimas. De hecho, las invocaciones a la reconciliación, que fueron parte sustancial del discurso público en los primeros años de la transición, han desaparecido. En efecto, en los discursos más relevantes del presidente Patricio Aylwin, se encontrarán permanentes llamados a la reconciliación de los chilenos. No ocurre, sin embargo, lo mismo en los discursos públicos de los años posteriores. En la presentación del Informe Valech, sobre Prisión Política y Tortura, un paso muy relevante en el establecimiento de una verdad más completa sobre lo ocurrido en el país, el presidente Ricardo Lagos, omite la palabra Reconciliación y habla de “memoria y de cohesión en torno al derecho”, mientras que la presidenta Michelle Bachelet, en su discurso inaugural del Museo de la Memoria y los Derechos Humanos, una suerte de consagración de los

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Ricardo Brodsky

esfuerzos de reparación moral hacia las víctimas, habla de “la necesidad de una sociedad que se encuentre y reencuentre asumiendo y enfrentando su propia historia, no para negarla o reescribirla, sino para no repetirla”. No es raro entonces que a 40 años el balance de la reconciliación haga evidente una falla política fundamental: la ausencia de una memoria compartida. Si queremos una convivencia reconciliada–como dice Xabier Etxeberría a propósito de la construcción de la paz en Euskadi– tendríamos que asumir el reto de no contentarnos con el horizonte de coexistencia pacífica y aceptar de una vez por todas abrirnos a un proceso de renovación moral e ideológica que ponga en el centro el imperativo ético de respetar los derechos humanos.

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Verdad, justicia y reparación Lorena Fries Monleón1

Cuarenta años han pasado desde que se quebró la democracia chilena y es justo preguntarse dónde estamos en relación con las profundas heridas que, producto de las violaciones sistemáticas y generalizadas de derechos humanos, vivió la sociedad chilena y, en particular, las víctimas y familiares de desaparición forzada, ejecuciones arbitrarias y crímenes de lesa humanidad. Han pasado un poco más de veinte años desde que el Estado de Chile comenzó a asumir su responsabilidad en los crímenes cometidos, en los que la sociedad ha ido conociendo los hechos, a sus responsables, y las consecuencias que ello produjo a miles de familias y a la sociedad en su conjunto. Todos y todas fuimos víctimas de la dictadura que gobernó Chile durante 17 años. Con distinta intensidad, con distinta responsabilidad, en distintos momentos y por cierto con distinto grado de participación ya fuera a favor o en contra de la misma, vimos alterados nuestros proyectos de vida, en algunos casos para siempre. Un episodio de esta envergadura no se disipa por el paso del tiempo –aunque sí parte de él–, ni tampoco por la buena voluntad de algunos y el arrepentimiento de otros –que sí contribuye–. En efecto, no existe una fórmula única para hacer frente a un pasado marcado por graves abusos a los derechos humanos, pero cualquiera sea el camino que se elija debe basarse en el respeto y garantía universal a los derechos humanos. Bajo este supuesto, el retorno a la democracia dio inicio a un proceso de verdad, justicia y reparación que es la forma, desde una perspectiva de derechos 1

Abogada y Máster en Derecho Internacional de los DD.HH. de la Universidad de Oxford. Ha sido consultora en derechos humanos de las mujeres para instancias gubernamentales, ONG’s y agencias internacionales, y es autora de diversas publicaciones en la materia. Es profesora de post grado en el Diplomado “Derechos Humanos de las Mujeres: Teoría y práctica” de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile. Fue Presidenta de la Corporación Humanas hasta el 20 de julio de 2010, fecha en la que es elegida para dirigir el Instituto Nacional de Derechos Humanos.

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Lorena Fries

humanos, en la que un Estado democrático debe aproximarse a responder por la transgresión a las normas más básicas de la dignidad humana y a restaurar la convivencia democrática. En el marco de lo que en la literatura especializada es un enfoque de justicia transicional,2 estos tres vectores en con-

junto permiten abordar ampliamente las cuestiones que en dichos contextos se requiere resolver. No es fácil sustraerse a la hegemonía que ha tenido en Chile el discurso de la reconciliación. Este permitió aunar voluntades políticas necesarias para el restablecimiento de las reglas del juego democrático y sirvió para restaurar la confianza cívica perdida. Si bien es una idea legítima, resulta parcial, sin embargo, para dar cuenta de las complejidades y tensiones de este tipo de procesos, y del rol fundamental que debe cumplir el Estado en ellos. En efecto, se trata de un supuesto ético cuya equivalencia político jurídica es la reconstrucción democrática en base a la verdad, la justicia y reparación por los atropellos cometidos en materia de derechos humanos. Por otra parte, la idea de re-conciliar resulta equívoca en el campo de los derechos humanos puesto que en materia de abusos del Estado lo que corresponde es adoptar todas las medidas necesarias para evitar la impunidad sobre dichos crímenes y para reconstituir la confianza cívica.

El derecho a la verdad

El derecho a la verdad es parte de las obligaciones que tiene el Estado en relación a las víctimas y familiares de violaciones sistemáticas y generalizadas de los derechos humanos. Si bien inicialmente estaba acotado a las víctimas y familiares de desaparición forzada, en la actualidad se reconoce la existencia de este derecho en relación con las victimas de ejecuciones arbitrarias y de tortura. Implica acceder a conocer la totalidad de los hechos que conformaron

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ICTJ. El objetivo de la justicia transicional es una respuesta a las violaciones sistemáticas o generalizadas a los derechos humanos. Se trata de un enfoque que surge a finales de los años 80 y principios de los 90 principalmente como respuesta a cambios políticos y demandas de justicia en América Latina y Europa Oriental. Se buscaba hacer frente a los abusos sistemáticos de los regímenes anteriores, pero sin poner en peligro las transformaciones políticas en marcha.

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los abusos en materia de derechos humanos, las circunstancias específicas en que se cometieron, la identificación de quienes participaron en ellos, las causas que los originaron y, de ser el caso, la suerte final y el paradero de las personas detenidas desaparecidas. Este derecho se concreta tanto a través de procedimientos judiciales como no judiciales y en ningún caso dicha verdad puede quedar supeditada a la posibilidad de llevar adelante juicios penales. Conocer la verdad sobre los graves crímenes cometidos ayuda a las comunidades a entender las causas del abuso y a enfrentarlas de manera de prevenir su ocurrencia; ayuda también en la recuperación de las personas afectadas, restaura su dignidad personal y evita la impunidad o negación de los hechos. En Chile el derecho a la verdad se ha ido realizando de manera gradual a través de comisiones de verdad. Tanto la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación3 como las Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura4 y la

Comisión Asesora Presidencial para la Calificación de Detenidos Desaparecidos, Ejecutados Políticos y Víctimas de Prisión Política y Tortura5 constituyen las principales –aunque no únicas– iniciativas que en diferentes momentos políticos fueron ampliando y completando el conocimiento sobre la represión y sus circunstancias, contribuyendo con ello a la restauración de la dignidad de las víctimas y habilitándolas a través de su reconocimiento a distintos mecanismos de reparación. La creación de estas instituciones ad-hoc han sido fundamentales para el establecimiento de una verdad histórica que en la actualidad es reconocida y aceptada por el 80% de la población6. No obstante, existen todavía sectores minoritarios que cada cierto tiempo elevan su voz para justificar la comisión de las atrocidades en materia de derechos humanos durante la dictadura y reivindican incluso a personas actualmente condenadas por la perpetración

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Ministerio del Interior, Decreto Supremo N°355 de 25 de abril de 1990

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Ministerio del Interior, Decreto Supremo N° 1040 de 26 de septiembre 2003

5

Art. 3 Transitorio de la Ley 20.405 del 10 de diciembre de 2009.

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Encuesta sobre Discriminación y Derechos Humanos del Instituto Nacional de Derechos Humanos, 2011.

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de los crímenes cometidos.7 Frente a esto, la creación del Museo de la Memoria y los Derechos Humanos, del Instituto Nacional de Derechos Humanos y de los sitios de memoria, han contribuido al establecimiento de una red institucional que es fundamental para la preservación y promoción de la memoria sobre las violaciones a los derechos humanos, en tanto se requiere de una política activa para sostener la memoria como parte central de la construcción democrática. Junto con ello, y desde hace unos pocos años, ha existido una creciente industria cultural que revela historias y memorias de la represión permitiendo el acceso masivo de chilenos y chilenas a la historia reciente en materia de derechos humanos. No obstante, aún quedan desafíos pendientes. El primero de ellos es sin duda el total esclarecimiento de la verdad sobre las personas detenidas desaparecidas y su paradero, así como la recuperación de sus restos, si esto fuera posible. El tiempo transcurrido desde la comisión de los crímenes y la persistencia de los familiares de las victimas de detenidos desaparecidos por conocer las circunstancias y el paradero de sus seres queridos evidencian que se trata de un reclamo que se mantendrá en el tiempo hasta ser satisfecho. Por otra parte, aún hay información que se desconoce y que se relaciona con los distintos niveles de responsabilidad de los actores que participaron en este tipo de hechos, más allá de las Fuerzas Armadas y de Orden Público, y que podrían incluir a empresas privadas o a civiles que se encontraban en cargos públicos al momento de la comisión. “Los resultados de las comisiones (de verdad) contribuyen al establecimiento de una verdad oficial incuestionable, sobre la cual pueden discutirse las diversas interpretaciones históricas respecto a por qué ocurrió lo que ocurrió, pero no es posible cuestionar la veracidad de lo que allí se relata.”8 De allí que el Estado tenga la obligación de preservar y promover la memoria sobre las violaciones de derechos humanos, pero también la de adoptar todas las medidas legisla7

El homenaje a Krassnoff, condenado por crímenes de lesa humanidad realizado en un recinto de la Municipalidad de Providencia; las críticas al Museo de la Memoria y Derechos Humanos por un supuesto sesgo en su enfoque; el homenaje a Pinochet en el Teatro Caupolicán, entre los más conocidos.

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INDH. Informe Anual de Derechos Humanos 2011, Santiago, Chile, pág.249

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tivas y administrativas necesarias para sancionar a quienes hagan apología de este tipo de crímenes y a quienes, por ejemplo, ejerciendo una función pública, utilicen fondos públicos para realizar homenajes u otro tipo de acciones que tengan por finalidad reivindicar, minimizar o negar la ocurrencias de los crímenes de lesa humanidad en Chile. Se trata de un estándar internacional que Chile aún no cumple, sin perjuicio de que han existido mociones parlamentarias en esta dirección.9

En segundo lugar, para reforzar la democracia chilena y los principios de transparencia y rendición de cuentas, se requiere repensar el objetivo de resguardar con un secreto de 50 años los antecedentes y registros recopilados por las comisiones de verdad.10 En efecto, dichos antecedentes constituyen un patrimonio histórico respecto de los cuales se pueden sacar lecciones que prevengan la posibilidad de su recurrencia a futuro y son fundamentales para facilitar la obtención de justicia para las víctimas y sus familiares.

Acceso a la justicia

El Estado tiene también la obligación de investigar las violaciones a los derechos humanos que se hayan cometido dentro de su jurisdicción, a fin de identificar a los responsables y de imponerles sanciones proporcionales a la gravedad del crimen y efectivas en su cumplimiento. La existencia de comisiones de verdad no precluye la obligación de ejercer acciones penales y más aún, resultan complementarias a éstas. La naturaleza de los crímenes cometidos –se realizan como parte de una política de Estado contra la población civil– es distinta a las de los delitos comunes puesto que se altera con su comisión la finalidad misma del Estado, que es servir de medio para la plena realización de las personas y no para su exterminio. Su comisión afecta a la humanidad en su conjunto, por lo que el Estado requiere dar señales efectivas de que estas atrocidades no quedarán impunes y que no se protegerá a los responsables con medidas como la prescripción o la amnistía. 9

Boletín N°8049-17, Boletín 7.130-07 y Boletín 8064

10 Art. 15 de la Ley 19.992 y Art. 3 Transitorio de la Ley 20.405

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A pesar de que en una primera etapa el poder judicial se negó a investigar los crímenes justificándose en la vigencia del Decreto Ley de Amnistía, lo cierto es que en los últimos años los tribunales de justicia han dado pasos importantes por establecer las responsabilidades penales de quienes los cometieron. A octubre de 2012, 557 ex agentes del Estado se encontraban procesados11 y 257

personas habían sido condenadas en causas por violaciones masivas y sistemáticas a los derechos humanos.12 Como lo señalara en una visita a nuestro país durante el año 2012 el Grupo de Trabajo sobre Desaparición Forzada e Involuntaria de Naciones Unidas, Chile “es quizás el país con la más completa respuesta judicial respecto a las graves violaciones a los derechos humanos, incluidas desapariciones forzadas, donde por lo menos tres cuartos del total de víctimas de desapariciones forzadas tienen un proceso judicial concluido o en curso”.13 A pesar de estos avances, subsisten una serie de situaciones que producen desconfianza en la población. La aplicación de la media prescripción14 que altera el principio de proporcionalidad y efectividad de la pena disminuyéndola sustantivamente, hasta quedar en algunos casos por debajo de la sanción asignada a un delito común equivalente; el acceso a beneficios penitenciarios dado lo bajo de las penas, o el trato privilegiado que reciben los condenados que cuentan con cárceles especiales y gozan de comodidades a las que no tienen acceso las personas condenadas por delitos comunes pueden constituirse en señales respecto de la voluntad real del Estado por proteger a los responsables de estos actos. Algo más grave ocurre con los sobrevivientes de la tortura. Se trata de un universo de 37.050 personas acreditadas como víctimas que no cuentan con el apoyo y representación legal del Estado para acceder a la justicia como es el caso de los familiares de detenidos/as desaparecidos/as y ejecutados políticos. Ningún actor político discute la necesidad de que dichas víctimas acce11

INDH. Informe Anual 2012, Santiago, pág. 283.

12

Op.cit, pág. 283.

13

Naciones Unidas. Informe del Grupo de Trabajo sobre las Desapariciones Forzadas o Involuntarias. A/HRC/22/45/Add.1. 29 de enero de 2013. Párr. 26.

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Institución penal chilena que tiene su fundamento en el paso del tiempo y que se aplica como atenuante a los delitos que son prescriptibles.

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dan a la justicia, pero lamentablemente no se aprecia voluntad política para avanzar en este campo.

Derecho a la reparación

La reparación es un proceso que debe tener al centro a la víctima con el fin de aliviar su sufrimiento y contribuir a su plena reincorporación a la sociedad. Ello requiere de un proceso integral que combine iniciativas de restitución, indemnización o compensación, rehabilitación, satisfacción y garantías de no repetición.15 Desde los inicios de la transición democrática, se han realizado esfuerzos para garantizar el derecho a la reparación. Esta noción, a la que está obligado el Estado de Chile ha gozado, en términos generales, del apoyo de todos los sectores políticos para su obtención. Las medidas adoptadas han procurado cubrir un conjunto de violaciones a los derechos humanos como son el derecho a la vida, a la integridad física y psíquica, la libertad de desplazamiento y el derecho a la seguridad social producto de la pérdida del trabajo, entre otras. Para ello se han diseñado políticas y programas que permiten el acceso a beneficios sociales en el ámbito de la salud, la educación, previsión social, exención de servicio militar, que están dirigidas a las victimas y/o a sus familiares, además de una pensión de gracia vitalicia. Junto con ello se han adelantado medidas de corte simbólico, individual y/o colectivo que buscan reponer la centralidad de la dignidad humana ahora ya en un contexto democrático. A través de conmemoraciones y homenajes a las víctimas así como del apoyo a la creación de sitios de memoria levantados a partir de las organizaciones de víctimas y sus familiares, se ha construido un circuito de la represión en todo el país que, junto con satisfacer los anhelos de dignificación de las víctimas, son fundamentales para evitar que crímenes como estos se vuelvan a repetir. También aquí es posible avanzar más con el fin de consolidar una cultura de derechos humanos que, a partir de nuestro pasado, se proyecte hacia un

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AG Res 60/147. Los Principios y Directrices sobre el derecho de las víctimas de violaciones manifiestas de las normas internacionales de derechos humanos y de violaciones graves del derecho internacional humanitario a interponer recursos y obtener reparaciones.

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futuro en el que las violaciones masivas y sistemáticas a los derechos humanos no tengan cabida. Este tipo de medidas, que garantizan la no repetición de los crímenes a futuro, se dirigen a la sociedad en su conjunto con el objetivo final de valorizar la democracia y los derechos humanos como el contexto idóneo para la convivencia pacífica. En este sentido, la necesidad de reforzar la educación formal con la inclusión de contenidos sobre memoria y derechos humanos resulta sustantiva y, si bien hay avances en términos de la incorporación de contenidos de derechos humanos en ella, en el caso de las Fuerzas Armadas, de Orden y de Seguridad se constata un déficit. En efecto, el currículo de estas instituciones no contempla contenidos directamente ligados con las violaciones a los derechos humanos vividas ni tampoco la responsabilidad que en ellas les cupo, cuestión que a todas luces resulta fundamental para que nunca más en Chile se vuelvan a cometer este tipo de crímenes. En contextos autoritarios y de represión como el que vivimos en Chile a partir de 1973 suelen exacerbarse las desigualdades que hacen parte de los órdenes sociales previos. Los colectivos que históricamente han sufrido la discriminación como es el caso de las mujeres, pueblos indígenas o población de diversidades sexuales, entre otros, a menudo son víctimas de formas específicas de represión que en estos contextos los hace aún más vulnerables. Además, suelen quedar invisibilizados en la generalidad de las violaciones por lo que muchas veces las medidas de reparación no son las adecuadas a las situaciones específicas que viven. El desafío en estos casos es el de articular la política pública de manera de superar definitivamente la situación de desigualdad que los afecta. En el proceso de transición chileno ha habido un esfuerzo por reconocer la deuda histórica hacia estos colectivos vulnerabilizados.16 Sin embargo, el avance en materia de igualdad y no discriminación respecto de estas poblaciones y colectivos ha sido lento, entre otros factores porque no ha sido parte explicita de la agenda de reparación. Junto con lidiar con el pasado ésta debe ser capaz de garantizar hacia el futuro la no repetición de los hechos y ello

16 Fundamentalmente a través de la creación de institucionalidad hacia estos sectores (mujeres, jóvenes, indígenas).

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obliga a conjugarla con el desarrollo de políticas públicas dirigidas a superar la discriminación estructural que viven y presente antes, durante y después de la dictadura. Cabe enfatizar, a modo de reflexión final, que el trauma que vivió la sociedad chilena y particularmente las víctimas y familiares de los graves abusos en materia de derechos humanos no pueden sino mirarse como parte de un continuo entre los hechos ocurridos en el pasado, durante una dictadura y los procesos de reparación integral a que va dando lugar la reconstrucción democrática. En este sentido, las políticas adoptadas y los avances en materia de verdad y justicia, lejos de acercarnos a un final, nos anuncian nuevos desafíos que se insertan cada vez más en la dinámica democrática, como parte de la agenda de derechos humanos.

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Reconstrucción de la convivencia nacional Carmen Hertz1

“Quien cree en sus propias mentiras, no puede diferenciar más entre lo que es verdad o no, tanto en sí como a su alrededor”. F. M. Dostoievski. Los hermanos Karamazov.

El concepto de reconciliación no parece el adecuado para reconstruir con legitimidad la convivencia nacional en un país como el nuestro, donde se cometieron terribles crímenes contra la humanidad. Este objetivo solo se logra con la justicia, la memoria y la reparación integral. Únicamente de ese modo será posible la reconstrucción de una sociedad fracturada por el exterminio de su tejido social y de sus instituciones. Cualquier llamado al diálogo y a la reconstrucción en una comunidad afectada por una política de exterminio de parte de sus miembros pasa, antes que nada, por la satisfacción de justicia, lo que obliga a restablecer tanto la verdad jurídica como la histórica. Se hace imperativo cuando estamos en un escenario de crímenes de lesa humanidad, como el vivido en Chile, el reconocimiento de que el perpetrador pretendió, a través del aparato estatal, anular el conflicto mediante la tortura, desapariciones forzadas y asesinatos políticos. El Estado ha lesionado la condición del hombre, causando daños irreparables tanto a la sociedad 1

Abogada de la Universidad de Chile. Ha trabajado en el Consejo de la Corporación de Reforma Agraria, en la Vicaría de la Solidaridad y en la Corporación Nacional de Reparación y Reconciliación. En el Ministerio de Relaciones Exteriores trabajó como Asesora de Derechos Humanos y Directora Jurídica. Fue Agregada de Chile ante los Organismos Internacionales con sede en Ginebra (2003) y abogada del Programa de Derechos Humanos del Ministerio del Interior (2004-2006). Fue embajadora en Hungría y concurrente en Bosnia Herzegovina (junio de 2006 a marzo de 2009), y directora de DD.HH en la Cancillería.

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como a las víctimas. No es a estas últimas a quienes corresponde generar la reconciliación con el Estado. Para abordar el tema de la justicia y la reconstrucción es imprescindible establecer con rigurosa precisión lo ocurrido en Chile a partir del golpe de estado del 11 de septiembre de 1973 y del cual han transcurrido cuarenta años.

El exterminio en el cono sur

El siglo XX, llamado “la era de las catástrofes” por el historiador británico Eric Hobsbawm, fue el de las mayores tragedias de la humanidad: además de las guerras mundiales, desde Guernica, pasando por Auschwitz-Birchenau, Gulag y Srebrenica, hemos padecido una larga sucesión de masacres, implementadas desde el aparato del Estado, constituidas por asesinatos en masa, desapariciones forzadas, tortura masiva y terror indiscriminado, usados sistemáticamente como instrumentos de política interior o exterior. Podemos afirmar que no existen para la conciencia civilizada de la humanidad crímenes más odiosos y brutales que el genocidio y los crímenes contra la humanidad. Las dictaduras militares que se impusieron en el cono sur en la década de los setenta implementaron todos estos métodos de exterminio. Convirtieron nuestros países en verdaderos reductos del terror bajo la llamada doctrina de la seguridad nacional. Este concepto ideológico y político fue impulsado por los Estados Unidos en el marco de la guerra fría y materializado en la Escuela de las Américas, centro de instrucción de nuestras Fuerzas Armadas. El adversario político pasó a ser el enemigo interno al que había que destruir. Se trataba de impedir cualquier intento de expansión de las ideas progresistas y las transformaciones sociales y económicas profundas, que en el continente americano fueron hegemonizados por los movimientos populares. En Chile y Argentina se cometieron horrendos crímenes contra la humanidad. Se asesinó y se hizo desparecer a miles de personas, la mayoría de ellas arrojadas al mar. Funcionaron en el territorio nacional centros clandestinos de detención, donde se torturó sistemáticamente a las víctimas, se violó constantemente a las mujeres detenidas, se ejecutó a mujeres embarazadas, ignorándose hasta la fecha el destino de las criaturas que estaban por nacer. Se comercializaron recién nacidos, tratados como botín de guerra. Se imple-

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mentaron técnicas de eliminación de cadáveres en hornos crematorios, fosas comunes y fondeos en alta mar.

La desaparición forzada de personas como método de exterminio

El terrorismo de Estado constituye el aspecto más notorio de la doctrina de la seguridad nacional, traducido en un total desconocimiento del derecho a la vida y la libertad personal con el recurrente discurso de la “lucha contra la subversión”. Una de las expresiones más perversas de este terrorismo de Estado la constituye la desaparición forzada de opositores políticos. La desaparición es el último eslabón de una fatídica secuencia que comienza con el secuestro de la víctima, sigue con el encarcelamiento clandestino, la tortura atroz, el asesinato clandestino y el ocultamiento o destrucción de los restos. Así se concreta la desaparición forzada, es decir, la sustracción de la víctima del mundo social. Ello genera en sus redes sociales, políticas y familiares y en el conjunto de la sociedad un efecto reiteradamente traumático y doloroso, un amedrentamiento que tiene por objeto neutralizar al opositor político. Enfrenta a la sociedad a un temor permanente y a un profundo sentimiento de indefensión. En Chile la práctica de la desaparición forzada se implementó a partir del mismo 11 de septiembre de 1973 como método de subordinación de la sociedad civil y principalmente de los oponentes del régimen de facto. En Chile 3.000 personas fueron víctimas de este método de eliminación. Los ideólogos del terror en el cono sur no fueron originales. Se inspiraron en directrices nazis: el conocido decreto de 1941 de Hitler “noche y niebla” imponía la desaparición de ciertos grupos de personas de manera que “se desvanecerían en la noche y la niebla sin dejar rastros”. Así se provocaba lo que los nazis llamaron “el efecto duradero de la disuasión” donde la angustia y el miedo por la desaparición continuaran indefinidamente. Un ejemplo que lleva al paroxismo el mecanismo de la desaparición forzada y revela la complicidad de la prensa, el poder judicial y políticos afines al régimen lo constituye la llamada operación Colombo, maniobra de encubrimiento de los crímenes de la DINA. En julio de 1975, en circunstancias que se había presentado un primer grupo masivo de denuncias ante los tribunales chilenos por la desaparición de

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119 personas secuestradas por la DINA en diversos puntos de la capital, aparecieron publicados en falsos medios de prensa argentinos y brasileños que esas personas habían muerto en enfrentamiento “entre sí” en la Argentina. La noticia fue profusamente difundida por la prensa chilena, en especial los diarios La Segunda, El Mercurio, La Tercera y Las Últimas Noticias. Asimismo, Sergio Diez Urzúa, embajador de Pinochet ante los organismos internacionales en Ginebra, señaló en la Comisión de Derechos Humanos que las denuncias sobre detenidos desparecidos eran falsas y muchas correspondían “a purgas internas del MIR”. Poco después quedó en evidencia la verdad de este macabro montaje. En 1996 Sergio Diez fue elegido presidente del Senado. El terrorismo de Estado aseguró la impunidad de sus crímenes mediante la desinformación sistemática, el sometimiento de los medios de comunicación, la destrucción u ocultamiento de pruebas y la obsecuencia del poder judicial. En definitiva, ejerciendo en todos los ámbitos del quehacer social el terror como instrumento político y de dominación: el terrorismo de Estado hizo uso de la totalidad del aparato del Estado para delinquir, ocultarse, protegerse y asegurarse la impunidad.

Los crímenes cometidos en Chile a la luz del derecho internacional

La escala, volumen y gravedad, así como el carácter sistemático de los crímenes perpetrados en nuestros países, constituyen, a la luz del derecho internacional, tanto consuetudinario como convencional, crímenes contra la humanidad. Es a partir del enfrentamiento de la comunidad internacional con los horrores del Holocausto cometido por los nazis que se asumió la necesidad de regular penalmente estas conductas delictivas. A partir de entonces se conocieron como crímenes contra la humanidad. Esta larga travesía parte con el estatuto de Núremberg, la creación de las Naciones Unidas y culmina con el estatuto de Roma de 1998 que crea la Corte Penal Internacional. Del conjunto de normas llamadas ius cogens y convencionales, adoptadas por la comunidad internacional, se establece que el genocidio, los crímenes de guerra y los crímenes contra la humanidad son imprescriptibles, inamnistiables y de jurisdicción universal. En virtud de lo cual todos los Estados están obligados a perseguir tales crímenes y las victimas tienen siempre el derecho fundamen-

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tal a la justicia. Como lo definió el fiscal francés de Núremberg, tales crímenes lo son contra la condición humana y ofenden no solo a las víctimas que los padecieron, no solo a los intereses de los Estados donde se cometieron, sino que también ponen en peligro la paz y seguridad mundial. Un crimen capital contra la conciencia que el ser humano tiene de su propia condición. Este es el concepto básico que fundamenta la jurisdicción universal respecto de los crímenes internacionales. Los crímenes que se cometieron en Chile son crímenes internacionales, lo que significa que su contenido, su naturaleza y las condiciones de su responsabilidad, son establecidos por el derecho internacional, con independencia de la que pueda establecerse en su orden interno.

La causa de los derechos humanos y la lucha contra la impunidad

En Chile, la lucha por la defensa de los derechos humanos y la denuncia de la política de exterminio fueron los principales espacios de resistencia anti-dictatorial. Sin embargo, durante el largo proceso de transición a la democracia el desafío de tratar de imponer como bienes sociales, políticos y jurídicos principios como la verdad y la justicia, soportes ineludibles de la reconstrucción democrática y moral de nuestra sociedad, fue un camino difícil: lleno de obstáculos interpuestos por intereses todopoderosos, además de estar determinado por las características propias del proceso de transición a la democracia. El miedo a los denominados “poderes fácticos” significó que el establishment intentara durante todos esos años asegurar la impunidad de los perpetradores y legitimar la ausencia de sanción política y social para los civiles que avalaron, justificaron y propiciaron el exterminio. Los referidos elementos han limitado gravemente la vigencia del estado de derecho y de la democracia real, propiciando permanentemente la intervención del poder político para buscar las llamadas “salidas” al tema de las violaciones de los derechos humanos, que en nombre de la “reconciliación” intentaron siempre excluir la justicia y asegurar expresa o hipócritamente la impunidad. En Chile, el sello distintivo de nuestra transición fue la llamada democracia de los acuerdos, el consenso con los poderes hegemónicos que significó pactos de silencio y complicidades fraguados a espaldas de la ciudadanía. En el ámbito

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económico social estos mismos consensos significaron la mantención del injusto y distorsionado modelo impuesto por la dictadura.

La distorsión de la memoria colectiva

La impunidad en sí misma constituye una evidente violación al derecho a la justicia consagrado en todos los pactos internacionales de derechos humanos. Una expresión flagrante de la impunidad y de la falta de voluntad de los poderes ejecutivo y legislativo es la no derogación del Decreto Ley de Amnistía de 1978 que viola todos los compromisos internacionales de Chile sobre la materia. La impunidad no es solo la falta de sanción penal sino también la falta de verdad sociabilizada que conduce a escamotear incluso la sanción política, social y moral para los perpetradores y sus cómplices. Estos últimos con plena vigencia política y social hasta ahora. La impunidad, a fin de cuentas, intenta borrar la memoria colectiva, imponer el olvido y la desmemoria. De esta manera las definiciones jurídicas de la impunidad no abarcan todas las dimensiones políticas y simbólicas que tiene. No basta la letra de la ley para luchar contra la injusticia. Esta es indispensable, pero también lo son la recuperación del pasado, el ejercicio constante de la memoria, la reivindicación social y moral de las víctimas. En Chile se ha pretendido, por ejemplo, mantener en silencio tanto el exterminio de cientos de luchadores sociales y políticos como el recuerdo de esas víctimas y de quienes se opusieron frontalmente a la dictadura. Este despropósito de eliminar las huellas no ha sido posible del todo porque los anhelos de verdad, justicia y memoria recorren en lo profundo a nuestra sociedad, a la que se le ha intentado privar una y otra vez de la única reparación posible: verdad, justicia, y reconstrucción de su memoria colectiva. La justicia es su principal fuente. Sirve para fijar la identidad de los pueblos en torno a experiencias que están marcadas por la condena historia. Parte de la distorsión de la memoria lo constituye el que en Chile no ha sido posible reivindicar el proyecto político y social de las víctimas, las que creyeron y construyeron alternativas de vida, proyectos políticos para una sociedad mejor y más justa. Se ha mantenido en una suerte de limbo oscuro a quienes con enorme coraje intentaron, después del golpe de estado, hacer

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sobrevivir a los partidos políticos perseguidos, a quienes protagonizaron las protestas populares de los ochenta, a los que arriesgaron sus vidas para terminar con la muerte, optando en plena juventud por caminos político militares, porque entendieron como deber moral y político hacerlo y, en definitiva, a todos quienes conformaron un vasto movimiento popular que permitió el tránsito a la democracia. Es precisamente a ese movimiento popular al que se dejó fuera de los acuerdos transicionales a los largo de dos décadas. Todos los afanes de resistencia radicales anti dictatoriales de ese entonces son mirados hoy con una distancia desconocedora y estigmatizadora, colocando un manto de olvido sobre los reales sufrimientos de entonces, como si la vida hubiese sido la de hoy, como si los jóvenes que participaron, por ejemplo, en el atentado contra Pinochet hubieren surgido de la nada. Esos hombres y mujeres siguen siendo satanizados por una sociedad hipócrita profundamente temerosa de su pasado. Todas aquellas personas que no se silenciaron, sino que desde sus opciones ético-morales exigieron y exigen verdad y justicia, a la vez que reclaman la reparación integral a nombre de la dignidad humana, han sido un gran aporte a la reconstrucción democrática de una sociedad fracturada.

Punto de inflexión en la lucha contra la impunidad del país: La detención de Pinochet

La detención de Pinochet en Londres en octubre de 1998 puso en evidencia los pactos tácitos de impunidad sobre los cuales se construyó la transición. El gobierno desplegó intensas maniobras políticas y diplomáticas para lograr el envío a Chile del dictador. Se montó una operación diplomática y política con participación de las más altas autoridades del país para asegurar que Pinochet no fuera juzgado en Europa. Se apeló al Papa Juan Pablo II, se presionó con la intervención del secretario de Estado del Vaticano, Angelo Sodano, de primeros ministros y presidentes y hasta del secretario general de las Naciones Unidas. La Cámara de los Lores dictaminó en dos ocasiones que Pinochet debería ser extraditado a España. Solo una decisión administrativa del entonces ministro del interior británico, Jack Straw, permitió burlar esas resoluciones judiciales que habían determinado que Pinochet permanecería sine die en

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Europa. Sin embargo, la perseverancia, convicciones y organización de los familiares de las víctimas, de los activistas de derechos humanos, de jueces independientes y honrados, de periodistas con coraje, lograron horadar el blindaje jurídico y político que Pinochet había construido en torno suyo para asegurarse la impunidad y colocó el tema de las graves violaciones a los derechos humanos en el centro de la agenda nacional. Hasta la detención de Pinochet en Londres, en términos de justicia se había avanzado muy poco en Chile. La doctrina internacional de los derechos humanos y el derecho humanitario eran ignorados permanentemente por los tribunales de justicia. La detención de Pinochet marcó un punto de inflexión en la lucha contra la impunidad. Al ser enviado a Chile se produjo en el poder judicial una dinámica distinta. Sintieron la obligación de ejercer sus facultades jurisdiccionales y reivindicar su rol en la sociedad, bastante desacreditado hasta entonces. La detención de Pinochet produjo en la sociedad un gran efecto que se ha denominado la fractura del compromiso del Estado chileno con la impunidad. Pinochet fue desaforado y procesado por los crímenes de la llamada “Caravana de la muerte”, operativo de exterminio de más de un centenar de funcionarios del gobierno de Salvador Allende y posteriormente fue suspendido el juicio en su contra por supuestas dolencias mentales, en una resolución de evidente acomodo político. Más tarde fue desaforado por otros episodios criminales y por su participación en enriquecimiento ilícito y apropiaciones indebidas, eludiendo la acción de la justicia solo a través de la “senilidad”. No obstante, el dictador terminó como un cadáver político y una ruina moral. Su desafuero aceleró la transición, al revés de lo que pronosticaron los agoreros de la impunidad y el miedo. En nuestro país, la ruptura del cerco de la impunidad se ha logrado por fuera del sistema político, y más bien contra el sistema político. Horadar la impunidad ha sido posible porque se contó con el apoyo mayoritario de la sociedad chilena. Cada hombre y mujer de este país sabe que la impunidad de los crímenes de exterminio equivale a instituir la injusticia como norma de convivencia política; por tanto, significa legitimar el crimen político como regulador de los conflictos entre las personas. Significa propo-

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ner un pacto de sociedad excluyente, en el cual se borra el principio de igualdad ante la ley y en que un sector minoritario del país queda por sobre los demás. Podemos afirmar que la exclusión se expresa, asimismo, en un modelo de desarrollo perpetuado por casi 40 años que sitúa a nuestro país entre los más desiguales del mundo, como también en la exclusión política que significa el sistema binominal de la Constitución de 1980. Sin embargo las pretensiones de impunidad no han prosperado del todo. Gradualmente se ha establecido la verdad de los principales episodios criminales que asolaron nuestro país. Se han impartido algunas dosis de justicia y la memoria, tan escamoteada por años, se abre paso. No cabe, por lo tanto, a mi juicio, postular una reconciliación imposible, dada la severidad con que la comunidad internacional ha calificado los crímenes de lesa humanidad. Dejando de lado la reconciliación inaceptable debemos buscar alguna fórmula de convivencia social que necesariamente debe estar basada en el estado de derecho, en la justicia, en la memoria y en el reconocimiento a las víctimas que dieron su vida por una causa humanitaria, equitativa y patriótica, expresiva de los anhelos de una clara mayoría de chilenos. Reitero que, sin considerar esos aspectos, no tenemos derecho a simular un entendimiento que no es tal. “La verdad es aquello que no se puede sustituir”. Hannah Arendt

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Reconciliación nacional como meta última de la reconstrucción política y moral de un país

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La noción de reconciliación ha cobrado creciente importancia en la agenda ética y política internacional de las últimas dos décadas, de la mano del desarrollo y expansión, también creciente durante este período, de la temática que ha llegado a ser conocida como “justicia transicional”. Ésta se refiere a las políticas que diversas naciones han adoptado o deberían adoptar con miras a reconstruir sociedades quebrantadas por la polarización política, religiosa y/o étnica, u otros graves males, lo que ha ido acompañado de graves violaciones de los derechos humanos y/o crímenes de guerra. Si bien la expresión “justicia transicional” ha acabado por imponerse para aludir a esta problemática, ésta, aunque tiene el mérito formal de la brevedad, resulta inapropiada, pues sugiere que la justicia es transitoria o cambiante y que, además, es la única o principal medida para enfrentar un legado de atrocidades del pasado reciente. Esto último no es así. De hecho, en el curso de las tres décadas de evolución de esta temática, en distintos países se han propuesto y aplicado un conjunto de medidas que se añaden a las de justicia penal. Estas incluyen, prominentemente, la revelación de la verdad de lo ocurrido en el pasado reciente, particularmente respecto de los abusos más graves que son negados o minimizados por los hechores y por quienes los apoyan; el reconocimiento social e institucional de esa verdad; la preservación de la memoria sobre tales prácticas; políticas de reparación material o simbólica, individuales o colectivas, para las víctimas o sus familiares; y reformas institucionales para fortalecer la 1

Abogado de la Universidad de Chile. Desde 1973 trabaja en el campo de los derechos humanos. Dirigió el Departamento Legal del Comité de Cooperación de la Paz para Chile. Fue exiliado del país en 1976. Formó parte de Amnistía Internacional, de la que fue Secretario General y Presidente. Durante los años 2003-2004 fue miembro y Presidente de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Participó en la Comisión de Verdad y Reconciliación que emitió el “Informe Rettig”. Recibió el Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales el año 2003.

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democracia, el estado de derecho y la protección de los derechos humanos, de modo de prevenir la repetición de los graves hechos del pasado. El objetivo último de todas estas medidas sería promover la reconciliación nacional. El campo de la hoy llamada justicia transicional comenzó a establecerse y crecer a partir de la transición a la democracia de Argentina, luego de una dictadura militar de siete años de duración (1976-1983). A poco de iniciado el gobierno civil del Presidente Raúl Alfonsín, éste creó lo que vendría a ser la primera comisión de verdad que realizó un trabajo serio. Esta fue la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP). Con posterioridad se han establecido cerca de cuarenta comisiones similares en todo el mundo. Seis años luego de formada CONADEP, en mayo de 1990, luego de más de dieciséis años de dictadura militar (del 11 de septiembre de 1973 al 11 de marzo de 1990), Patricio Aylwin, Presidente de Chile, creó la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación, conocida popularmente como “Comisión Rettig”, en referencia a su presidente, don Raúl Rettig (1909-2000). Esta comisión es considerada generalmente como una de las más serias –si no la más seria– de entre las que cumplieron razonablemente bien la misión que les fuera encomendada (una minoría, entre las muchas comisiones de verdad que el mundo ha conocido desde 1984). La comisión de verdad chilena fue la primera en incluir la palabra “reconciliación” en su título. El propósito del Presidente Aylwin, al nombrarla de esta manera, fue que efectivamente se buscara el fin último de la reconstrucción de la convivencia nacional. Sin perjuicio de ello, esperaba también que la inclusión de esa palabra en el nombre de la comisión ayudara a disipar los temores de los miembros del anterior régimen militar y los sectores civiles que lo apoyaron, de que la comisión fuera un paso en la dirección de una política de venganza. La misma palabra formó parte del título de la entidad sucesora de la Comisión Rettig, la Corporación Nacional de Reparación y Reconciliación (1992-1996). En 1994, la elección de Nelson Mandela como presidente de Sudáfrica puso fin a décadas del régimen de apartheid. En 1996, Sudáfrica estableció su propia Comisión de Verdad y Reconciliación (TRC, por su sigla en inglés), inspirada, en lo general, en los modelos de Argentina y Chile (sobre todo, este último) aunque, por cierto, con características muy propias, incluyendo un mandato

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más amplio y una estructura más grande. El trabajo de este órgano y su informe final tuvieron gran difusión mundial, contribuyendo a la expansión del modelo de comisiones de verdad y a la inclusión en el nombre de éstas de la palabra reconciliación. Ello se explica, en primer lugar, por el extraordinario simbolismo internacional que alcanzó, durante décadas, la lucha por superar un sistema institucionalizado de cruel segregación racial; también contribuyó a esa difusión el que Sudáfrica sea, mayoritariamente, un país anglófono pues, como bien se sabe, el inglés es la lingua franca de nuestros tiempos. Con posterioridad a la TRC de Sudáfrica, el vocablo “reconciliación” ha sido incorporado en el título de diversas comisiones de verdad sobre violaciones de derechos humanos del pasado reciente, acompañado de otras palabras, como “verdad”, “equidad” o “reparación”. Estas son, en orden alfabético, las de: Corea del Sur, Costa de Marfil, Ghana, Islas Salomón, Kenia, Liberia, Libia, Marruecos, Perú, República de Fiyi, Sierra Leona, Sri Lanka y Timor Oriental. Más aún, en Colombia, país que vive un conflicto aún no resuelto, se creó, en 2005, una Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación; en Honduras se estableció, en 2011, una Comisión de la Verdad y la Reconciliación con un mandato sobre una crisis político-constitucional, antes que humanitaria; y en Estados Unidos se formó, en 2005, una comisión no gubernamental con el nombre de Comisión de Verdad y Reconciliación de Greensboro, para investigar una masacre cometida en 1979, en la ciudad de ese nombre del estado de Carolina del Norte.

¿Qué significa “reconciliación”?

La expresión “reconciliación” ha provocado suspicacias en ciertos círculos vinculados al campo de “justicia transicional”, por dos razones principales. La primera es que “re-conciliación” presupondría que en algún momento del pasado, la nación en cuestión estuvo “conciliada”, situación que se habría perdido y que se procura restaurar. Ello sería contradictorio con el hecho de que virtualmente en todos los casos conocidos de “justicia transicional” los países afectados han presentado, desde tiempos inmemoriales, graves injusticias y exclusiones sociales, cuando no, a más de ello, formas flagrantes de explotación o dominación de las mayorías por parte de una minoría y ausencia de instituciones democráticas verdaderamente funcionales.

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El segundo motivo de suspicacia radica en la historia de esa noción, inocultablemente asociada a las grandes religiones y al concepto de perdón, el cual –se dice– sería incompatible con el sentido de la justicia transicional. En cuanto a la primera objeción –sin negarle un núcleo de validez–, la idea de reconciliación, en realidad, que se ha propuesto como fin último de las políticas de verdad, reconocimiento, memoria, reparaciones, justicia y fortalecimiento democrático luego de un grave quiebre político, apunta a algo distinto que recobrar una supuesta condición utópica de plena armonía y justicia. Se refiere a la recuperación de ciertas formas democráticas de convivencia social y política. (En algunos países que no presentan en su pasado algo digno de rescatar, se trataría de avanzar, por primera vez, hacia la democracia) En este sentido, la reconciliación tendría una o más de las siguientes connotaciones: — Que los actores políticos lleguen a reconocer en el adversario un opositor, no un enemigo. Esto es, una persona titular de dignidad y de derechos humanos. Ello se relaciona con el hecho de que, en el paroxismo de la polarización política que ha precedido o acompañado medidas de fuerza y de violación de los derechos humanos, a menudo las fracciones en pugna han tendido a deshumanizar a los contendores, como una forma de justificar, ante sus subalternos y seguidores, que darles muerte o someterlos a tratos crueles no tiene la misma gravedad que perpetrar esos ataques contra personas, ya que se trataría de alimañas extremistas o terroristas y, por tanto de “humanoides”, o bien de burgueses que, al no formar parte del pueblo, no tienen los derechos que solo a éste pertenecerían. —  Alcanzar un estado tal, social, político e institucional, con posterioridad a la resolución del grave quiebre del pasado, que haga difícilmente imaginable una regresión. —  Lograr que, en lo sustancial, las víctimas puedan mirar a sus anteriores agresores, o relacionarse con ellos, si les toca hacerlo, desde una posición anímica de seguridad y no de temor. En lo que se refiere a la segunda objeción, esto es que la palabra “reconciliación” conlleva resonancias religiosas asociadas a la (inaceptable) idea de perdón, podemos apuntar lo siguiente: es cierto que la historia confirma la connotación antedicha, particularmente en la tradición del cristianismo, que

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considera la reconciliación como una restauración de una alianza entre Dios y una humanidad caída, merced a la redención de Jesús. Más aún, dentro de la Iglesia Católica el denominado sacramento de la confesión es llamado con más frecuencia, modernamente, el sacramento del perdón o la reconciliación. Sin embargo, se hace necesaria una importante clarificación: quienes recelan de cualquier medida de clemencia suelen decir: “sólo las víctimas pueden perdonar”. Tal expresión no distingue entre el perdón personal y el institucional. Esta distinción es relevante. En efecto, el perdón personal es resorte del fuero íntimo de cada cual. Una víctima o sus familiares pueden otorgar perdón incluso sin que medie arrepentimiento de parte del hechor, o bien pueden negarlo aunque el agresor reconozca los hechos, adopte una convincente actitud de enmienda y repare los daños. El perdón personal y el institucional no están relacionados entre sí. En este sentido, es ilustrativo el conocido ejemplo del Papa Juan Pablo II, quien en 1983 visitó en la cárcel a Alí Agca, quien le había disparado en la Plaza de San Pedro en 1981, y le otorgó su perdón. Sin embargo, el Estado italiano, que tenía jurisdicción penal sobre el caso, de acuerdo al Tratado Laterano, mantuvo a Agca en la cárcel. Contrariamente al carácter variable del perdón personal, que depende enteramente de la voluntad del ofendido, el perdón institucional (esto es, el del Estado, el de una determinada comunidad o entidad, o bien, el de una iglesia) está siempre sujeto a determinados requisitos. Desde el punto de vista religioso, el Cristianismo, el Islam y el Judaísmo, coinciden en lo principal respecto de estos requerimientos: debe haber un reconocimiento de los hechos, arrepentimiento, propósito de no volver a cometer ofensas y una penitencia o servicio a Dios, lo cual, en caso que se haya causado daño a otra persona supone, además o alternativamente, una reparación. Bien miradas, estas exigencias apuntan a algo esencial: si el transgresor las cumple, él mismo está reconociendo y refirmando las normas morales que violó y puede entonces ser perdonado. En cambio, el derecho internacional, en su desarrollo posterior a la Segunda Guerra Mundial, establece directamente la imprescriptibilidad de los crímenes de guerra y de los crímenes contra la humanidad. También dispone, indirecta pero claramente, que tales crímenes no son susceptibles de perdón legal, esto

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es, de amnistía o indulto. Debe precisarse que así como no toda transgresión a las leyes de los conflictos armados es un crimen de guerra, no toda violación de los derechos humanos es un crimen contra la humanidad. Para calificarlos de tales, se requiere que ciertos hechos graves hayan sido perpetrados por los hechores como parte de un ataque masivo o sistemático contra la población civil y con conocimiento de dicho ataque. De acuerdo a lo anterior, el perdón estatal podría otorgarse a quienes hayan cometido delitos bajo el umbral de crímenes de guerra o contra la humanidad, si cumplen con los requisitos ya señalados para el perdón institucional. “Podría otorgarse”, esto es, es resorte de la comunidad respectiva concederlo o no, aun cuando se cumplan las condiciones enunciadas.

¿Cuánto se ha avanzado en Chile en materia de reconciliación post dictadura militar y quiebre institucional?

De los alrededor de cuarenta países que han enfrentado, en las últimas tres décadas, la tarea de intentar recuperar un sistema democrático fenecido (o avanzar hacia tal sistema, allí donde éste no había echado raíces), luego de una grave crisis política y humanitaria, Argentina y Chile se hallan entre los que han avanzado en mayor medida. En el primero de estos países el progreso ha sido en zigzag, con medidas de justicia seguidas de perdón, sucedidas a su vez por la anulación del perdón. En nuestro país, los avances han sido graduales, con períodos de estancamiento, seguidos, más tarde, de una reanudación de las políticas de “justicia transicional”, pero sin serios retrocesos. En Chile, las comisiones de verdad y las comisiones o actos de reconocimiento han realizado un aporte especial en la dirección de la reconciliación nacional. En cuanto a las primeras, cronológicamente se comenzó por la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación (mayo de 1990 a febrero de 1991) o “Comisión Rettig”, cuyo mandato se enfocaba principalmente a dar cuenta de las víctimas fatales (desaparecidos, ejecutados políticos, “caídos” a consecuencias de la violencia política) y de las circunstancias que enmarcaron esos crímenes, así como formular proposiciones de prevención y reparación. Luego, en el período 1992-1996, funcionó, como sucesora de la Comisión Rettig, la Corporación de Reparación y Reconciliación, que recibió y analizó nuevos ca-

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sos de víctimas fatales, además de completar el examen de los casos respecto de los cuales la Comisión Rettig no pudo alcanzar una conclusión definitiva. Entre 2003 y 2004 operó la Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura, conocida popularmente como “Comisión Valech”, por su presidente, el obispo Sergio Valech (1927-2010). Esta comisión fue reabierta y llamada “Comisión Valech II”, durante el período 2010-2011, en el cual recibió numerosas nuevas denuncias de prisión política o tortura; también admitió y procesó algunas denuncias, no anteriormente formuladas, de víctimas fatales. La comisión Rettig y su sucesora señalaron, nominativamente, 3.195 víctimas fatales producto de desapariciones forzadas, ejecuciones políticas o violencia política durante el período 1973-1990. La comisión Valech, en sus dos períodos de trabajo, consignó una lista de 37.050 personas que sufrieron prisión política dentro de esos mismos años. Con respecto a la tortura, la Comisión Valech se refirió a esta práctica como generalizada, pero sin intentar (tarea irrealizable) determinar nominativamente quiénes fueron víctimas de ella. El trabajo de las tres comisiones de verdad ha sido reconocido como escrupuloso por tirios y troyanos. De hecho, luego de más de 20 años, se ha determinado que sólo seis de los 3.195 casos de víctimas fatales fueron erróneamente calificados. Esto es, el 0,2%, una tasa muy inferior a la de error judicial. La verdad revelada por la Comisión Rettig fue inicialmente reconocida, en marzo de 1991, por los partidos políticos e instituciones sociales de Chile, aunque en algunos casos con peros y reservas. Pinochet y los altos mandos militares de 1991 rechazaron el informe. Mucho después, en el año 2000, una nueva generación de comandantes militares habría de reconocer esta verdad, luego del trabajo de la Mesa de Diálogo sobre Derechos Humanos (1999-2000). Inicialmente cauteloso, este reconocimiento militar se tornó más enfático con el curso de los años: en 2003, el Comandante del Ejército, Juan Emilio Cheyre, hizo público un documento titulado “Nunca Más”; en 2004, los mandos militares se apresuraron a reconocer el informe de la primera Comisión Valech, aun antes de que éste fuera publicado. El hecho de que la verdad de lo ocurrido virtualmente ya no es discutida en Chile, aunque todavía hay sectores que, más velada o abiertamente, procuran, si no justificarla explícitamente, al menos relativizarla o “explicarla”, es un logro poco frecuente.

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Las medidas de reparación también han sido serias, aunque muchos las juzguen insuficientes, para los familiares de víctimas fatales y los que sufrieron prisión política. En cambio, el proceso de calificación de “exonerados políticos”, esto es, de personas que habrían sido despedidas de su trabajo en instituciones estatales y relacionadas, por motivos políticos, ha merecido, justificadamente, graves reparos. Los tribunales de justicia han evolucionado a lo largo de los años. Actualmente juzgan y condenan graves crímenes del pasado, haciendo caso omiso de la legislación de impunidad adoptada por el régimen militar. Aun así, las investigaciones judiciales, si bien han revelado considerable cantidad de detalles del sistema represivo de la dictadura y de sus crímenes, se prolongan en el tiempo y encuentran, en muchos casos, un muro de silencio por parte de ex militares, quizás pactado explícitamente, quizás fruto de una mal entendida lealtad. También se puede afirmar que la valorización de la democracia y el Estado de derecho, así como el respeto por los derechos humanos ha crecido en Chile. Ha contribuido a ello la erección de diversos memoriales a lo largo del país, entre los cuales destacan, en Santiago, el Parque de la Paz, en la Villa Grimaldi, utilizada durante la dictadura militar como centro de prisión clandestina y tortura; el Muro de los Nombres, en el Cementerio General; y el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos. Otros aportes han sido la ratificación de diversos tratados de derechos humanos; numerosas reformas constitucionales (aunque quedan pendientes otras reformas y, a juicio de varios sectores políticos, la misma redacción de una nueva Constitución); la reforma del procedimiento penal; la modificación de algunas leyes contrarias a los estándares internacionales de derechos humanos. La reconciliación nacional, en el sentido que hemos esbozado en este artículo, cuando un país ha vivido una profunda crisis política y humanitaria, marcada por una aguda polarización y por graves violaciones de los derechos humanos, toma largos años, aun en el mejor de los casos. De hecho hay quienes apuntan que no es posible alcanzarla plenamente mientras los hechos del pasado pervivan “en memoria viva”. Con ello se busca indicar que en tanto no pasen del todo las generaciones que vivieron los trágicos hechos del pasado, sea como adultos o como niños, los sentimientos de agravio e injusticia

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perdurarán con vital intensidad. En un futuro distante, según estas opiniones, podrán persistir contrastantes afiliaciones o lealtades (como en la historia de Chile llegó a ser la antigua pugna entre carreristas y o’higginistas), pero más como posiciones ideológicas o interpretaciones históricas, lo que no es obstáculo para que se logre un acuerdo sobre reglas básicas de convivencia. Seguirán, en tal caso, habiendo luchas y conflictos, a veces intensos, pero llamaremos reconciliado a un país que postula que todas las personas son titulares de dignidad y de derechos fundamentales y tienen, efectivamente, una voz en la conducción de la cosa pública.

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Reconciliación y reconstitución

Fernando Atria Lemaitre1

Sólo aquél que conoce el imperio de la fuerza y sabe cómo no respetarlo puede amar y ser justo Simone Weil, La Ilíada, o el Poema de la Fuerza (1940)

En muchos países que han enfrentado el problema de lo que ahora se denomina “justicia de transición” la meta fundamental ha sido la reconciliación. Pero ¿qué es exactamente la reconciliación política? ¿Cómo se relaciona con conceptos tales como perdón, olvido y castigo? En este artículo quiero considerar algunos de los problemas envueltos en la respuesta a estas preguntas.

1.  Notemos que “reconciliación” es un concepto que ha sido trasladado de

contextos no políticos: la teología es el caso más obvio. “Porque siendo enemigos, fuimos reconciliado con Dios por la muerte de su Hijo”, dice Pablo en la Epístola a los Romanos. La reconciliación aquí es el restablecimiento de la relación de Dios con la humanidad, relación que había sido afectada por el pecado. Pero ¿cuál es la conexión entre la muerte de Cristo en la cruz y el restablecimiento de la relación entre Dios y la humanidad? ¿Por qué era necesario

1

Doctor en Derecho de la Universidad de Edimburgo. Abogado y Licenciado en Ciencias Jurídicas y Sociales en la Universidad de Chile. Es profesor de Derecho en la Universidad de Chile y en la Universidad Adolfo Ibáñez. Además de numerosos artículos en revistas especializadas, ha publicado, entre otros, los libros On Law and Legal Reasoning (Oxford: Hart Publishing, 2004), Mercado y ciudadanía en la Educación (Santiago: Flandes Indiano, 2007), La Mala Educación (Santiago: Catalonia, 2012) y Veinte Años Después, Neoliberalismo con Rostro Humano (Santiago: Catalonia, 2013). Este artículo es una versión abreviada del artículo homónimo que apareció en Atria, F.: “Reconciliación y Reconstitución”, en Alegre, M., R. Gargarella y C. Rosenkrantz (eds): Homenaje a Carlos S Nino (Buenos Aires: La Ley, 2008), pp. 411-423. Gracias a Pablo Ortúzar por su colaboración en la producción de esta versión.

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que Cristo muriera para que esa relación pudiera ser restablecida? ¿Por qué no podía Dios simplemente “perdonar” los pecados de la humanidad? Hay diferentes respuestas a estas preguntas, y ellas difieren en la forma en que entienden la idea de reconciliación, lo que a su vez lleva a diversas maneras de entender la reconciliación como idea política y en particular el rol que castigo y perdón tienen en ella. Entender la idea teológica de reconciliación, como veremos, es altamente relevante para formular un concepto político de esa idea. Este último es el objeto de este artículo. Desde el inicio de los años 90, “reconciliación” fue el concepto utilizado para expresar la esperanza de que las sociedades pudieran emerger de un período de terror y de algún modo asumir esa experiencia. Este concepto apareció en el discurso político durante el conflicto más apasionado y peligroso que esas sociedades enfrentaban. Ese no es precisamente el contexto propicio para la reflexión calmada, y la idea de reconciliación aparecía habitualmente como una especie de comodín, reclamado por las partes del conflicto para defender su interés (usualmente, olvido en el caso de los perpetradores, castigo en el caso de las víctimas). Esta es una de las razones por las que un examen de la noción política de reconciliación es necesario. La idea de reconciliación es la manera de hacer político el momento límite de lo político, el momento del terror. La pregunta por el sentido de la reconciliación es la pregunta por el sentido de lo político.

2.  Tomás Moulian ha sostenido: La reconciliación no va a existir nunca (…) La reconciliación es la hermandad. Es decir, son dos hermanos separados por una lucha, pero que reconocen su linaje común, que reconocen que la misma sangre corre por sus venas y la misma sangre no corre por las venas de los pinochetistas y de los antipinochetistas. El tema de la reconciliación es falso, que está absolutamente mal planteado. Lo que tenemos que hacer es aprender a vivir con tolerancia, pero por qué voy a amar al torturador. No. Eso es una pura ilusión mística. Es una palabra del lenguaje teológico desplazada al lenguaje político. Sí podemos decir que necesitamos vivir en paz, por motivos prácticos y éticos, para no volver a repetir las carnicerías, las noches de San Bartolomé.2 2

En una entrevista en www.elperiodista.cl (17 de agosto de 2003; último acceso: 5 de noviembre de 2004).

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Este texto se refiere a muchos de los temas que me gustaría discutir. Él correctamente nota que reconciliación es un concepto de origen teológico y no político. Pero supone que el contenido teológico del concepto es claro, porque parece darle un sentido, por así decirlo, pastoral. Como es común en la literatura sobre el tema, Moulian entiende la reconciliación política en términos de algo distinto de ella misma: la asume en un sentido personal o religioso, y supone que para estar políticamente reconciliados las víctimas necesitan poder establecer una nueva relación con sus perpetradores y cuestiona el porqué de aceptar este vínculo. Cuando hablamos de reconciliación en términos de relaciones personales o de la relación de Dios con la humanidad, podemos dar por aceptado que las partes que necesitan reconciliarse se aman y por eso están dispuestas a perdonar u olvidar. Visto así, el argumento de Moulian parece especialmente fuerte ¿Por qué las víctimas deberían amar a los perpetradores? Y sin embargo el asunto dista de ser obvio. En lo que sigue intentaré explicar por qué la tesis de Moulian es equivocada, porque la idea de reconciliación no se mantiene a través de los diversos contextos que él menciona. Hay efectivamente algo en virtud de lo cual los conceptos político, teológico y personal de reconciliación son nociones relacionadas, pero significan cosas distintas, y esas diferencias hacen toda la diferencia.

3.  La segunda crítica a la idea de reconciliación como ideal político ha sido formulada por el filósofo Ernesto Garzón. A él le molesta que la reconciliación “presuponga por definición la culpa de las partes que se reconcilian, la existencia de faltas recíprocas”.3 Para Garzón, la reconciliación es la reunión de dos partes que se han dañado mutuamente, en la que cada uno perdona la ofensa del otro y se manifiesta de acuerdo en restablecer una relación de reciprocidad hacia el futuro.

3

Garzón Valdés, E.: El Velo de la Ilusión. Buenos Aires: Sudamericana, 2000. P. 312. La idea de que la reconciliación es en este sentido simétrica es compartida por Margalit, A.: “Is truth the road to reconciliation?”, en O. Enwezor, C. Basualdo, U.M. Bauer, S. Ghez, S. Maharaj, M. Nash y O. Zaya (eds): Experiments with Truth. The Hague: Hatje Cantz, 2002. P. 63.

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Luego de definir así la reconciliación, Garzón razonablemente la rechaza cuando se aplica al terror: “después del derrocamiento de un gobierno terrorista, no se puede proponer la reconciliación colectiva”. 4 La pretensión de reconciliación después del terror es inmoral, porque iguala el status moral de los que cometieron hechos atroces y los que los sufrieron, víctimas y perpetradores. Así, bajo este concepto de reconciliación, ella parece una idea abominable. Por mi parte, quiero mostrar que esta comprensión de la idea de reconciliación es errada ya que ella es efectivamente un proceso simétrico, pero no uno en el cual todos aceptamos que todos somos perpetradores, sino víctimas.

4.  Una última objeción se basa en la identificación (parcial o no) de la idea

de reconciliación con la de perdón. Si para que las víctimas y los perpetradores se reconcilien es necesario que las primeras perdonen a los segundos surgen varias preguntas: ¿Pueden perdonarse actos de asesinato o tortura política? ¿Podemos los que no estuvimos estricta y directamente involucrados como víctimas o perpetradores exigir o esperar que las víctimas perdonen? Si el mal causado por los perpetradores no es reducible a un mal privado, ¿tienen las víctimas derecho a perdonar? Luego, ¿quién debe perdonar? ¿Quién ha sido dañado? ¿Puede cualquier persona que pertenece a una sociedad azotada por el terror decir que no ha sido dañada? Adicionalmente, ¿existe una noción política de perdón? El perdón parece ser un acto personal, moral. Uno perdona al otro en atención al otro. Hannah Arendt sostenía que como el perdón es siempre algo que se da en atención al perdonado, requiere la existencia de una relación entre perdonador y perdonado que sólo podía ser amor o respeto.5 Esto, como ella misma vio, hacía al perdón crecientemente difícil en el mundo moderno, en el que “el respeto se debe sólo cuando admiramos o estimamos”6. Quizás por lo mismo Arendt concluía que los actos de mal radical no podían ser perdonados.7

4

Garzón Valdés, E.: El Velo de la Ilusión. Buenos Aires: Sudamericana, 2000. P. 312.

5

Arendt, H. The Human Condition. Chicago, IL: University of Chicago Press, 1958. pp. 242-243.

6

ibid, 243.

7

ibid, 241.

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Quizás, sin embargo, sea posible trazar la línea entre lo personal y lo político antes de llegar a la conclusión de que la reconciliación es una finalidad política imposible. Quizás el argumento de Arendt es sólo que, en la medida en que la reconciliación es la consecuencia del perdón, no hay posibilidad de reconciliación tratándose del terror y el mal radical. Si esto es así, para discutir la reconciliación política ésta debe ser separada de la idea de perdón. Sostendré que no hay, en un sentido políticamente relevante, nada que perdonar al hechor porque él, como la víctima, pero en un sentido diverso, debe ser compadecido. El proceso que lleva a entender que el perpetrador debe ser compadecido y no castigado o perdonado es el proceso de reconciliación, el que, así, no sólo no supone perdón, sino que muestra que no hay espacio para el perdón.

5.  La venida de Cristo y en particular su muerte en la cruz fue un evento rec-

onciliador; antes de eso éramos enemigos de Dios, como lo dice Pablo en su Epístola a los Romanos, y “fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo” (5:10). Pero, ¿cuál es el significado de este “por”? Quisiera considerar dos respuestas posibles a esta pregunta, y luego relacionarlas con dos concepciones de la reconciliación. La primera entiende la pasión de Jesús a través de los ojos del derecho penal: alguien tenía que pagar por los pecados de la humanidad y, como muestra de su amor por nosotros, Cristo se ofrece en sustitución de la humanidad. Podemos llamar a esta lectura la lectura “sacrificial” de la pasión en la medida en que interpreta el sufrimiento de Cristo en la Cruz como una forma vicaria de castigo a la humanidad. En la lectura sacrificial, la reconciliación se alcanza mediante la expiación. No hay posibilidad de reconciliación sin que alguna forma de sufrimiento, en la forma de una víctima, compense el mal ya hecho. Esta lectura es incompatible con la naturaleza gratuita del amor de Dios por los hombres. Una lectura alternativa entiende la pasión como algo que era necesario para que la humanidad aprendiera algo sobre sí misma que la habilitaría para entrar en una nueva relación, reconciliada, con Dios. En este caso la muerte de Cristo en la Cruz sería necesaria no porque el padre la demandaba como su derecho, porque ella de alguna manera incomprensible compensaba alguna

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forma de desbalance metafísico entre el mal hecho y el castigo recibido, sino por lo que en realidad es reconciliarse. Esto es lo que defiende René Girard. De acuerdo a él, la vida comunitaria no es posible entre seres humanos sin que exista algún mecanismo para reducir y prevenir la violencia autodestructiva. Ésta, en la forma de conflicto mimético, surge en todas las formas de vida comunitaria, de modo que sólo aquellas comunidades que han encontrado un modo de prevenirla, dirigirla y controlarla pueden sobrevivir. Para entender esta idea de que la violencia amenaza con destruir todo, porque no tiene límites, es útil mirar a lo que Girard llama “mimesis adquisitiva”: A desea un objeto X, y porque A lo desea B también lo desea. El conflicto suscitado entre A y B por la mimesis adquisitiva está limitada por la cosa objeto del conflicto, y por eso la violencia que ese conflicto puede generar no tiene la potencialidad para contagiarse a todos y así destruir al grupo. Pero la mimesis adquisitiva cede pronto paso a lo que Girard llama “mimesis conflictual”. Tratándose de la mimesis conflictual “la rivalidad se purifica de cualquier referencia externa y se convierte en una cuestión de pura rivalidad y prestigio”.8 El conflicto entre las partes ya no es un conflicto acerca

de tener lo deseado sino acerca de los antagonistas mismos. Purgado de la limitación que le daba el objeto, este conflicto ya no tiene límites, y puede alcanzar cualquier grado de intensidad y destruir todo. Es esta violencia, la que se funda en la mimesis conflictual, la que debe ser controlada. Según Girard, el “mecanismo” para controlar esta violencia originada por la mimesis conflictual es la substitución del antagonista: Si la mimesis adquisitiva divide al llevar a dos o más partes a converger en uno y el mismo objeto con la finalidad de apropiárselo, la mimesis conflictual tenderá inevitablemente a unificar a dos o más individuos que convergerán en uno y el mismo adversario que todos quieren eliminar.9

Esta convergencia de todos contra la víctima los unifica. El conflicto culmina cuando la víctima es asesinada. Contemplando el cuerpo sin vida de la 8

Girard, R.: Things Hidden Since the Foundation of the World. London: The Athlone Press, 1987. P.26.

9

ibid.

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víctima, los victimarios se miran uno al otro y descubren que ahora están en paz. Ellos ven que están es paz, pero no entienden lo que ha pasado. El modo en que el mecanismo del chivo expiatorio ha operado esta pacificación es opaco para ellos. Ellos sólo notan que al matar a la víctima la comunidad volvió a la paz. Girard ve en esto el origen de los mitos, la prohibiciones y en definitiva de todas las religiones, que son, entonces, el intento de perpetuar el efecto pacificador del sacrificio: “los seres humanos no entienden el mecanismo responsable de su reconciliación: el secreto de su efectividad los elude, por lo que intentan reproducir el evento completo tan exactamente como sea posible”.10

En este contexto, Girard nota una diferencia entre los relatos bíblicos y todos los demás: “los escritos bíblicos tienen una tendencia innegable a tomar partido por la víctima por razones morales, por salir ‘en defensa’ de la víctima”.11 Para Girard el tema desarrollado a través de todo el Antiguo Testamento es precisamente el descubrimiento del mecanismo de victimización, un proceso que se completa con la pasión de Cristo. En ella Jesús, la víctima, es siempre presentado como radicalmente inocente, como el chivo expiatorio del conflicto comunal. La historia de los evangelios es la de todos los asesinatos fundacionales, narrada, por primera vez, desde el punto de vista de la víctima. La pasión es la revelación de la naturaleza y el modo de operación del mecanismo victimizador, del hecho de que todas las formas de vida comunitaria están fundadas sobre la violencia contra inocentes. En la lectura de Girard, la reconciliación es posible no por el sacrificio del inocente (como en la lectura sacrificial), sino porque Jesús revela el mecanismo victimizador, y al revelarlo lo inutiliza. En efecto, el mecanismo solo puede controlar la violencia si permanece oculto para los participantes, solo si los miembros del grupo no lo entienden. La venida del Señor, de acuerdo a Girard, debe ser entendida como el intento de Dios de revelar a la humanidad que vivimos bajo el pecado original (no hay una doctrina judía del pecado original:

10 ibid. P. 28. 11

ibid. P.147. Girard se refiere a Weber, Ancient Judaism.

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es sólo después de la pasión que sabemos del pecado original12). El pecado original es el de la violencia contra el inocente que infecta todas las formas humanas de vida. Habiendo aprendido esto, por aprenderlo (éste es el “por” de Rom. 5:10), podemos ahora reconciliarnos con nuestros hermanos (las víctimas inocentes) y también, consecuencialmente, con Dios. Pero la reconciliación es contingente, sin garantías, y por eso en los evangelios podemos encontrar dos líneas paralelas: una anunciando la venida del Reino, si los seres humanos somos capaces de desarrollar formas de vida comunitarias que no se funden en el mecanismo del chivo expiatorio, ahora inutilizado (esas formas de vida se caracterizan por la renuncia al deseo mimético. Una descripción de cómo vivir sin deseo mimético es la contenida en el Sermón de la Montaña), y la otra apocalíptica, anunciando el fin del mundo, si la humanidad no es capaz de controlar la violencia una vez que el mecanismo ha sido develado y ha, por eso, dejado de operar.13 Lo que es importante aquí es la idea, característica de la noción cristiana de reconciliación, de que el sentido del evento reconciliador solo puede entenderse en que él no sea concebido a través de, sino como impugnando nuestras nociones de expiación y castigo. La reconciliación no es un perdón divino que cae del cielo, es un revelación acerca del pecado intrínseco a todas nuestras formas sociales de vida. En virtud de esa revelación podemos reconciliarnos, es decir establecer una relación nueva entre nosotros y con Dios. Esta es la idea que nos provee la clave para formular un concepto político de reconciliación que, pese a ser abiertamente cristiano en sus orígenes, tiene un contenido específicamente político.

6  Ya hemos mencionado la afirmación de Hannah Arendt de que lo que ella llamaba “mal radical” no podía ser perdonado ni castigado.14 Una de las

12

Véase Alison, J.: The Joy of Being Wrong: Original Sin through Easter Eyes. New York, NY: Crossroads. 1998.

13

Girard, R.: Things Hidden Since the Foundation of the World. London: The Athlone Press, 1987. PP.202-205.

14

Arendt, H. The Human Condition. Chicago, IL. University of Chicago Press, 1958. p. 241.

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razones por las que no podía ser perdonado es que no puede ser entendido.15 Como hemos visto, esto presenta la idea de reconciliación después del terror como imposible: implica pretender que es posible entender el mal radical, la inhumanidad del hombre con el hombre. Adicionalmente, presentar la situación como una en la que la noción crucial es la de perdón hace la reconciliación imposible, porque éste es el re-descubrimiento de la común humanidad de víctimas y perpetradores, mientras que el perdón es una relación no simétrica. El perdón supone que el status moral de una de las partes es superior al de la otra: la víctima y el perpetrador no están en el mismo nivel moralmente hablando. Enfatizar la necesidad del perdón como antecedente de la reconciliación obstaculiza el restablecimiento de los vínculos de comunidad entre víctimas y perpetradores, porque la reconciliación es posible sólo entre quienes están en el mismo status. La reconciliación, a diferencia del perdón, es simétrica, pero es simétrica en un sentido en el que no implica que las víctimas sean también culpables.

7.  He evitado utilizar la etiqueta de “violaciones a los derechos humanos”

para referirme al terror porque la idea misma de derechos distorsiona el problema, asignándole una categoría privada incompatible con la naturaleza pública de la idea de reconciliación que defiendo. El debate chileno sobre reconciliación y reparación es un buen ejemplo del efecto privatizador del discurso de los derechos.16 En general, la cuestión más acuciante en el problema de las “violaciones a los derechos humanos” es el problema de los directamente afectados por el terror: personas brutalmente dañadas cuyo predicamento genera (en quienes no fuimos directamente afectados) un arrebato de simpatía.17 Sentimos y empatizamos con su dolor, pero es su dolor. Una vez 15

Arendt, H. “Understanding and politics (the difficulties of understanding)”, en J Kohn (ed): Arendt. Essays in Understanding. New York: Hartcourt Brace & Co, 1994. pp.307. He discutido esta cuestión con cierto detalle en Atria, F.: “La hora del derecho. Los ‘derechos humanos’ entre el derecho y la política”, en 91 Estudios Públicos (2003), 45-90.

16 Atria, F. “La hora del derecho. Los ‘derechos humanos’ entre el derecho y la política”, en 91 Estudios Públicos (2003), 45-90. 17

En el sentido de Smith, A.: The Theory of Moral Sentiments. Indianapolis: Liberty Fund, 1984. p.10.

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que hemos hecho lo posible para paliar o compensar su sufrimiento no les deberemos nada por el saldo. Su sufrimiento no necesita hacernos reflexionar sobre las bases de nuestros vínculos comunitarios. La retórica privada de los derechos también impone su noción correspondientemente privada de reconciliación. Básicamente, un derecho es un interés individual protegido. Luego el restablecimiento del balance entre víctima y perpetrador aparece como lograble a través del olvido, el perdón o la sanción del acto, o de la indemnización del daño.

8.  El significado político de la idea de reconciliación es diferente. Política-

mente hablando, ella es el re-descubrimiento de la común humanidad de víctimas y perpetradores. Implica entender que en algún sentido no obvio víctimas y perpetradores son víctimas. Esa es la verdad que se esconde detrás de la idea girardiana de que la violencia es una fuerza incontenible, que arrasa con lo que encuentre a su paso. En palabras de Simone Weil, Tan implacablemente como la fuerza aplasta, así implacablemente embriaga a quien la posee o cree poseerla. Nadie la posee realmente. En La Ilíada los hombres no se dividen en vencidos, esclavos, suplicantes por un lado y en vencedores, jefes por el otro; no se encuentra en ella un solo hombre que en algún momento no se vea obligado a inclinarse ante la fuerza.18

Nadie puede oír o leer sobre, por ejemplo, sesiones de tortura sin preguntarse, “¿cómo fue esto posible?” Es un error entender que esta pregunta busca una respuesta en términos sociológicos, psicológicos o históricos.19 La pregunta no es una sobre el proceso que llevó al terror, sino sobre la agencia humana: “¿Cómo es posible que un ser humano trate a otro de esta manera?” Esta cuestión es “una pregunta sin respuesta, y quien ofrezca […] una respuesta muestra su incapacidad para entender” la naturaleza de la pregunta.20 En este sentido Arendt estaba en lo correcto al decir que no es posible 18 Weil, S. The Iliad, or the Poem of Force . Wallingford, PA. London: Pendle Hill. 1993; ed.orig. 1940. p. 11. 19 Gaita, R.: A Common Humanity. London: Routledge. 1998. p. 39. 20 ibid,

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entender el mal radical. Pero incluso si no podemos entenderlo podemos preguntarnos qué lo hizo posible. Y podemos ofrecer (parte de) una respuesta: se trata de una situación gobernada por la fuerza, que aplasta a los que la sufren y embriaga a los que creen poseerla. Quienes están embriagados por la ilusión de que controlan la fuerza pierden la capacidad de “esa pausa de donde proceden nuestras consideraciones hacia nuestros semejantes”.21

La intoxicación a la que se refiere Weil hace que quienes creen que poseen la fuerza pierdan la capacidad para reconocer la humanidad de la víctima y, de este modo, en un sentido más sutil pero no menos real, los priva también a ellos de su humanidad: El poder que posee [la fuerza] de transformar los hombres en cosas es doble y se ejerce en dos sentidos; petrifica diferentemente, pero por igual, a las almas de los que la sufren y de los que la manejan.22

Perder la capacidad para esa pausa es perder la capacidad de reconocer al otro como humano, lo que es lo mismo que perder la capacidad de ser humano. La reconciliación es entonces la posibilidad de ver a los perpetradores como víctimas en algún sentido, es decir, en el sentido de que ellos fueron también deshumanizados “diferentemente, pero por igual” por su creencia ilusoria de que controlan la fuerza. En este sentido, entonces, ellos también fueron víctimas de la fuerza. La pregunta es: ¿qué puede controlar la fuerza? ¿Cómo podemos evitar ser aplastados o embriagados por ella? A mi juicio la respuesta está en la noción de poder: El poder y la violencia son opuestos; cuando uno manda absolutamente, el otro está ausente. La violencia aparece cuando el poder está en peligro, pero entregada a sí misma termina en la desaparición del poder. Esto implica que no es correcto pensar de la no violencia como el opuesto de la violencia; hablar de poder no violento es en realidad redundante. La violencia puede destruir el poder; es completamente incapaz de crearlo.23

21 Weil, S. The Iliad, or the Poem of Force . Wallingford, PA. London: Pendle Hill. 1993; ed.orig. 1940. p.4. 22 ibid. p. 25. 23 Arendt, H. On Violence. San Diego, CA: Harcourt Brace and Company. 1969. p.56.

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En breve: lo que evita que nuestras vidas estén controladas por la violencia, que los seres humanos seamos aplastados o embriagados por ésta es la existencia de poder, es decir, lo político. Sólo porque vivimos bajo condiciones políticas podemos mostrar esa “pausa” que nos hace humanos. Lo que esto significa es que las formas humanas de vida son completamente artificiales. Es artificial que hombres y mujeres entiendan “sus relaciones con otro como un equilibrio de fuerzas desiguales”.24 Esto es algo que

aprendemos viviendo con otros que hacen lo mismo. Por eso cuando unos notan que los demás no lo hacen, “concluyen que el destino les ha dado todas las licencias, ninguna a sus inferiores”.25 Esto explica por qué no podemos entender el terror sobre la base de la naturaleza perversa de los perpetradores, sino sobre la base de que ellos perdieron la capacidad de ver a la víctima como ser humano, porque (creían que) poseían la fuerza. Por consiguiente la manera obvia (aunque improbable) en la que podemos vivir como seres humanos es vivir de modo tal que nuestras relaciones expresen “un equilibrio de fuerzas desiguales”, y la única manera en que esto es posible es formando comunidades con otros que reconocemos como iguales. Por consiguiente sólo en condiciones políticas podemos vivir vidas propiamente humanas. El proceso de reconciliación hace explícito este vínculo entre lo político y lo humano. La reconciliación, podemos decir ahora, es el re-descubrimiento de lo político como eso que necesitamos para poder vivir vidas propiamente humanas. Pero lo político es contingente. No podemos tener una garantía trascendental de que no colapsará. Todo lo que podemos pretender es una garantía política. ‘Reconciliación’ es el nombre que le damos a esa garantía política.

9.  Queda abierta una cuestión, sin embargo. ¿Qué implica esta comprensión de la idea de reconciliación respecto de nuestro tratamiento de víctimas 24 Weil, S. The Iliad, or the Poem of Force. Wallingford, PA. London, Pendle Hill. 1993; ed.orig. 1940. p.14. 25 ibid.

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y perpetradores? No hay razón por la que debamos responder en bloque, cubriendo todos los casos. La cuestión central es que el perpetrador no puede ser tratado como si hubiera cometido un crimen similar en tiempos normales. Esta es la razón por la que no pueden ser sancionados, incluso si son condenados. La noción de reconciliación que estoy defendiendo implica que los perpetradores son víctimas en algún sentido, y deben ser tratados así. Bajo una comprensión no sacrificial de la pasión de Cristo, Dios se reconcilia con la humanidad no en virtud del sacrificio de Cristo, sino por la vía de revelar a los seres humanos que en algún sentido somos todos víctimas de nuestra ceguera respecto a que nuestras formas de vida se fundan en la violencia arbitraria contra el inocente. Esto no implica simetría entre la víctima y sus inconscientes verdugos. Sólo implica que habiendo entendido el mensaje de la pasión ahora es posible para nosotros entender que éramos ciegos a nuestra violencia y restablecer una forma diferente de comunidad. De modo que podemos aceptar la objeción de Garzón pero rechazarla por la vía de invertirla: nos reconciliamos unos con otros no porque somos todos culpables, sino porque somos todos víctimas: La violencia aplasta a los que toca. Termina por parecer exterior al que la maneja y al que sufre. Entonces aparece la idea de un destino bajo el cual verdugos y víctimas son igualmente inocentes; vencedores y vencidos, hermanos en la misma miseria.26

Entonces, somos todos víctimas, aunque en diferentes grados: esta última cláusula apunta al hecho de la contingencia de la reconciliación. No hay, como hemos visto, garantía trascendental de que nos reconciliaremos, de que podremos mantener la capacidad para ese intervalo de duda, de que podremos vivir vidas humanas. Cuando el poder es constituido de nuevo –y lo político restablecido– y la normalidad recuperada, algunos perpetradores apreciarán la significación de sus acciones, y su capacidad de apreciarlo hará posible para el resto de nosotros entender que ellos fueron víctimas de una situación en la que actuaron embriagados por la fuerza. Otros no serán capaces de esto. ¿Cómo podemos reconciliarnos con ellos? Si ellos son incapaces de apreciar 26 ibid, 19.

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ahora la significación de lo que hicieron sólo puede ser porque la intoxicación que sufrieron fue demasiado severa, tanto que los privó definitivamente de la capacidad de estar en el mundo como un ser humano, de la capacidad de ser humanos. Han sido transformados en cosas: Del poder de transformar un hombre en cosa matándolo procede otro poder, mucho más prodigioso aun: el de hacer una cosa de un hombre que todavía vive. Vive, tiene un alma, y sin embargo es una cosa.27

Hay un sentido, entonces, en que las peores víctimas del terror son los osvaldos romos de este mundo, quienes perdieron sus vidas humanas y sin embargo no murieron. Ellos son esas entidades extrañas, cosas con alma. ¿Cómo debemos tratarlos? Hannah Arendt pensaba que, como “no puede esperarse de ningún miembro de la especie humana que quiera compartir la tierra” con ellos, debían ser colgados. Pero en realidad, tenemos el deber (con nosotros, porque no hay deberes con las cosas) de tratarlos como cosas sagradas. Sagradas, porque tienen alma, pero cosas, porque ya no son capaces de ser humanos.

27 ibid. 5.

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La reconciliación como objeto de disputa

José Joaquín Brunner1

“Reconciliation is a theme with deep psychological, sociological, theological, philosophical, and profoundly human roots – and nobody really knows how to successfully achieve it” Johan Galtung.2

La tesis propuesta en este artículo es que la batalla por determinar los contenidos, implicancias, avances y retrocesos y, sobre todo, los legítimos alcances de la reconciliación nacional, se libra en aquel campo donde la cultura se transforma en poder simbólico. Mientras la reconciliación es un hecho indubitable en la vida cotidiana de la sociedad civil y del Estado, al mismo tiempo se manifiesta débil y oscilante en el terreno de la cultura, el lenguaje, las interpretaciones y el sentido de las cosas y la historia. En este segundo aspecto da cuenta de corrientes subterráneas enfrentadas –paradigmas, sensibilidades, experiencias, recuerdos, identidades colectivas– que pugnan por estabilizar una interpretación de la sociedad chilena del período que se extiende desde 1960 hasta el presente, proyectándose incluso más allá a través de un conjunto de preguntas abiertas hacia el futuro. ¿Qué causó el golpe militar de 1973? ¿Qué papel juega Pinochet en la historia del siglo XX chileno y dónde caerá su sombra a lo largo del siglo XXI? ¿Cómo entender la crueldad, el silencio y la renuncia a frenar la barbarie? 1

Doctor en Sociología por la Universidad de Leiden. Profesor titular, investigador y miembro del Consejo Directivo de la Universidad Diego Portales. Fue Ministro Secretario General de Gobierno (1994-1998), presidió el Consejo Nacional de Televisión y el Comité Nacional de Acreditación de Programas de Pregrado. Fue director de FLACSO y profesor de la Universidad Católica de Chile.

2

Galtung, Johan, “After Violence, Reconstruction, Reconciliation and Resolution”. En Mohammed Abu-Nimer(ed.) Reconciliation, Justice and Coexistence: Theory and Practice. Lanham, MD: Lexington Books, 2001, p. 4.

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¿Es razonable proclamar que en el balance final Chile se hizo más fuerte en la desgracia? Estas cuestiones, cruciales para la elaboración cultural de la experiencia político-social chilena del siglo pasado y para las disputas de orientación, sentido y legitimidad del nuevo siglo, forman la base de las actuales querellas en torno a la reconciliación nacional. Si existiera un índice de reconciliación nacional (IRN), semejante a los que abundan en otros ámbitos de la vida de las naciones como el de competitividad, desarrollo humano, confianza, calidad de la educación, criminalidad, felicidad o innovación, nuestro IRN sería, conjeturo yo, tan positivo como el alemán o el español, semejante al de República de Corea, Uruguay o Portugal, y superior al de Colombia y Guatemala, y (todavía) al de algunos países de Europa Central y del Este. Efectivamente, en el plano colectivo del “volver a las amistades, o atraer y acordar los ánimos desunidos”, que es como el diccionario de la RAE define el término “reconciliar”, Chile muestra un saludable grado de recuperación postraumática. Es decir, posterior al trauma dictatorial.3  De hecho, la vida de la república ha transcurrido normalmente, habiéndose sucedido cinco administraciones gubernamentales desde el momento de la recuperación democrática. Hemos tenido dos presidentes demócrata cristianos, dos socialistas y uno de derecha; el congreso nacional se renueva periódicamente; los tribunales de justicia funcionan con independencia. La vida cívica exhibe un trato civilizadamente amistoso entre las élites y, a nivel masivo, un comportamiento de moderada agresividad propio de las democracias capitalistas. La desigualdad socioeconómica es, con toda seguridad, de mayor calibre que las brechas ideológico-políticas que se manifiestan en la esfera pública. Aun así, el orden de los intercambios del mercado no se ha visto interrumpido por la lucha de clases ni esta última se manifiesta con virulencia a través del sistema electoral. Más bien, la sociedad civil –en su cara cotidiana– se halla preocupada de las oportunidades de empleo, la seguridad personal, la mejoría de los servicios básicos de salud, vivienda y educación, la dignidad del trato individual, la participación en el consumo de bienes masivos y el pro-

3

Completamente distinto sería el análisis si se tratase de los pueblos originarios y la lucha por la integración nacional. Como se ha vuelto evidente en estos años, allí la reconciliación no se ha logrado ni en la sociedad civil, ni en la economía, ni en la cultura.

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greso material de las hijas e hijos. Las energías que recorren a esta sociedad no parecen ser de odio, revancha o vuelta de mano sino, por el contrario, de movilidad social e “individualismo adquisitivo” según acusan ciertos críticos; en suma, de participación en el progreso. Los malestares, en tanto, así como los movimientos de protesta que de manera oscilante se hacen presentes en la sociedad, tienen una impronta inconfundiblemente tardío-capitalista y posmoderna. Es decir, pertenecen al ciclo de desarrollo de un país que se aproxima al estatus de “ingreso alto” pero mal distribuido, cuyas demandas, por lo mismo, tienen que ver ante todo con acceso, identidades, reconocimiento y la posibilidad de aprovechar los beneficios del mayor desarrollo. Son, por decirlo de alguna manera, malestares de clase media, no proletarios. Por un lado, el malestar ante la ausencia de una verdadera carrera abierta a los talentos y la falta de suficiente meritocracia, la más burguesa de las reivindicaciones según el historiador Eric Hobsbawm. 4 Por otro lado, aquellos malestares que se manifiestan a través de las reivindicaciones identitarias –de género, étnicas, de comunidades culturales y estilos de vida, de orientaciones sexuales y opciones religiosas– y que por eso mismo apuntan más a la diversidad inherente al capitalismo posmoderno que a los ideales de lo nacional-popular propios de un capitalismo estatal. En breve, nada hay en este programa de época del Chile postraumático –ni en la polis ni en la sociedad civil con sus variados mercados, ni en los malestares y las reivindicaciones presentes en la subjetividad y los discursos de los diferentes actores– que apunte hacia un retorno de las enemistades y los ánimos desunidos. Esto es, hacia un quiebre de la conciliación y un regreso a las figuras del enfrentamiento, la división y el aplastamiento del enemigo.  Y, sin embargo, ciertamente no todo bajo el cielo que cubre nuestro territorio es conciliación. Nuestro IRN, habitualmente alto y robusto en la polis y la sociedad civil, en el Estado y los mercados, sufre frecuentes oscilaciones en 4

Hobsbawm, Eric, La era de la revolución 1789 – 1848, Cap. X “La carrera abierta al talento”. Buenos Aires: Editorial Crítica, 1998. Señala nuestro autor: “La instrucción despierta aspectos como el individualismo, los negocios y la competencia. Hacerse una carrera conllevaba siempre la llamada competitividad; la selección de grupo dependía siempre de los méritos de lo que cada hombre realizaba. Un ejemplo fue la escuela, la cual manifestaba una selección de méritos por medio de exámenes”.

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el ámbito de la cultura. Allí –en el terreno de las artes y las letras, de la memoria y los monumentos, de las narrativas y los discursos, de los análisis y las remembranzas, de la historia y las ciencias sociales, de la conciencia colectiva y los medios de comunicación, del cine y las conversaciones cotidianas– subsisten y se reproducen simbólicamente las diferencias y el antagonismo, las huellas y los ecos de los grupos que ayer se enfrentaron unos contra otros quebrando violentamente su convivencia y sometiendo a una parte de la sociedad a un régimen de fuerza, atropello de sus derechos y temor. Tan intensos llegan a ser estos movimientos en la cultura que suelen crear la (falsa) impresión de que el descubrimiento de un cadáver, la sentencia administrada a un torturador, el impacto de una teleserie, la confesión de un jefe militar, el arrepentimiento de un ministro rememorando su juventud, el relato de una víctima, el texto de un escritor podrían interrumpir –revelar como falsa o incluso revertir– la reconciliación que ha cementado en la sociedad y vuelto a cubrir de civilidad a la política.  Desde el punto de vista de una sociología de la reconciliación nacional dichos movimientos reflejan algo completamente distinto. Expresan el normal proceso de lucha en el campo del poder simbólico de la sociedad, como lo llama Pierre Bourdieu. Una lucha por controlar la interpretación de aquel fenómeno de ruptura, por elaborarlo como memoria, por otorgarle un determinado sentido en la narrativa de la historia nacional y, sobre todo, por conectarlo con las disputas político-ideológicas y culturales del presente, con las cambiantes emociones colectivas y con la formación de los horizontes dentro de los cuales serán socializadas las generaciones futuras. Esta dimensión simbólica del poder ha sido caracterizada por nuestro autor mediante unos pocos rasgos clave, resumidos a continuación:5 —  El poder simbólico es un poder de construcción de la realidad.  —  El poder simbólico tiene la capacidad de hacer ver y de hacer creer, de confirmar o de transformar la visión del mundo, y por lo tanto el mundo. —  El poder simbólico es casi mágico al permitir obtener el equivalente de lo que es obtenido por la fuerza (física o económica) gracias a un efecto

5

Bordieu, P. “Sobre el poder simbólico”. En: Intelectuales, política y poder. Buenos Aires: UBA/ Eudeba, 2000. Págs. 65-73.

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especifico de movilización. No se ejerce sino que es reconocido, es decir, desconocido como arbitrario. —  El poder simbólico, poder subordinado, es una forma transformada –es decir, irreconocible, transfigurada y legitimada– de las otras formas de poder.  —  Las relaciones de comunicación son siempre relaciones de poder que a su vez dependen, tanto en su forma como en su contenido, del poder material o simbólico acumulado por los agentes (personas o instituciones) involucrados en la comunicación. —  Las diferentes clases y fracciones de clase están comprometidas en una lucha propiamente simbólica para imponer la definición del mundo social más conforme a sus intereses. Pueden plantear esta lucha directamente, en los conflictos simbólicos de la vida cotidiana, o bien a través de los especialistas en producción simbólica (a tiempo completo). Siguiendo a Bourdieu, entonces, la reconciliación nacional –y su dispositivo metafórico, nuestro IRN– se desenvuelve dentro de una dimensión simbólica del poder, dimensión crucial ésta que proporciona la base de los procesos de comunicación política, de apropiación de la memoria colectiva, de creación de lo que suele llamarse imaginario social, de competencia por la legitimidad, de lucha por la hegemonía de las interpretaciones y de búsqueda (siempre adversaria, conflictiva) de 'construir la realidad' usando el poder performativo del lenguaje. Es una lucha, por decirlo de la manera más dramática posible, por el alma nacional, o al menos por la autocomprensión de nuestra sociedad durante la segunda mitad del siglo XX y su proyección hacia la primera mitad del siglo XXI. ¿Qué causó el golpe militar de 1973? ¿Cuánto y cómo influyó el período precedente (el gobierno de la Unidad Popular, la agitación revolucionaria de la sociedad y, más atrás incluso, la Revolución en Libertad, la reforma agraria y la promoción popular, la teología de la liberación y la reforma universitaria de 1967 o el desprendimiento de grupos juveniles católicos de su familia burguesa, los que luego bascularían hacia el marxismo y una alianza con la izquierda tradicional)? ¿Qué incidencia efectiva tuvieron las acciones del gobierno de los Estados Unidos de la época, y de la CIA en particular, en el desencadenamiento del 11 de septiembre y en el comportamiento de actores claves como la Democracia Cristiana y el diario El Mercurio?

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¿Qué explica la saña –palabra que el diccionario define como “furor, enojo ciego, intención rencorosa y cruel”– que acompañó a la intervención civil-militar de un sector (armado no solo de ideología), prolongándose luego a lo largo de años de torturas atroces, crímenes selectivos (Letelier, General Prats y tantos otros), desapariciones y persecuciones, actos realizados todos, no bajo fuego enemigo, presión o amenaza, sino sobre seguro y en condiciones de banalidad del mal? ¿Cuánto de todo este mal puede adjudicarse a motivos de 'contexto' y cuánto se debe a un profundo decaimiento de la conciencia moral de los altos mandos civil-militares que se hicieron cargo del Estado de excepción y dispusieron a su arbitrio del monopolio de la fuerza? ¿Cómo entender el silencio de reputados académicos, editores de diarios, influyentes políticos de derecha, dirigentes gremiales del empresariado e ilustres abogados católicos y su completa renuncia a usar su influencia para frenar la barbarie? ¿Compensa la liberalización de la economía y su apertura al mundo el uso violento del poder? ¿Puede emplearse el índice de crecimiento del PIB o el descenso del IPC para justificar –así no sea indirecta y derivadamente– el desmembramiento de cuerpos, la aplicación de corriente eléctrica en los genitales y el lanzamiento de cuerpos al mar?  ¿Es razonable proclamar que en el balance final Chile se hizo más fuerte en la desgracia y que su movimiento popular y clases subalternas aprendieron con dolor a controlar sus impulsos revolucionarios y su resentimiento social? ¿Liberaron las FFAA al país de una dictadura comunista de estilo cubano que habría durado más y sido más cruenta que la dictadura pinochetista? ¿Qué papel, en fin, juega Pinochet en la historia del siglo XX chileno y dónde caerá su sombra a lo largo del siglo XXI? ¿Será acogido con respeto o con vergüenza su legado? ¿Cuál será su figura ante la opinión pública ilustrada y los centros hegemónicos (Nueva York, Bruselas, San Pablo, Shanghái)? Estas cuestiones, cruciales para la elaboración cultural de la experiencia político-social chilena del siglo pasado y para las disputas de orientación, sentido y legitimidad del nuevo siglo, forman la base de las actuales querellas en torno a la reconciliación nacional. Son grandes y graves cuestiones: algunas de dimensión casi religiosa, como quiénes son culpables y quiénes

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deberían públicamente arrepentirse y pedir perdón. Otras, de indudable trascendencia ética, como si acaso el imperativo moral kantiano puede aplicarse a la esfera política o si ésta, en cambio, ha de regirse por la efectiva capacidad de decidir y la disposición de la fuerza, a la manera en que algunos leen a Karl Schmitt o a Nicolás Machiavelo. Aún más, cuestiones de profundas consecuencias en el plano político-cultural, como quién goza de mayor legitimidad para juzgar el comportamiento democrático de los otros, si aquel que fue víctima de la violencia o aquel que triunfó en virtud de su astucia o mediante el recurso a la fuerza. Nada hay de sorprendente, por tanto, en un IRN oscilante en el plano de la cultura; específicamente en el campo de las luchas simbólicas que es consustancial al poder en las sociedades de la modernidad tardía. En esas aguas, sujeto a los vaivenes de una disputa, nuestro Índice crece y disminuye con más o menos regularidad, reflejando las querellas que tienen lugar en la sociedad a través de las cuales se busca procesar y dar respuesta a las cuestiones (o, mejor, al tipo de cuestiones) planteadas más arriba, en un juego continuo, sin fin, de circulación de signos, flujos de interpretaciones contrapuestas y cambiantes balances del poder performativo de las palabras a lo largo del tiempo.  Por lo demás, tales movimientos son comunes en la etapa postraumática de las naciones que han descendido al infierno de la política (piénsese en el revisionismo post-soviético, en la disputa intelectual alemana en torno al problema de la culpa y en el debate recientemente reabierto sobre las causas y consecuencias de la guerra civil española), aunque son asumidos también y elaborados de diferente forma en cada una de esas culturas nacionales. Incluso, puede conjeturarse que son necesarios. En efecto, la reflexión sobre la guerra y la muerte, la crueldad y el odio, la violación de los derechos humanos y el Estado de derecho, la culpa y la imposición de ideologías es central para el proceso democrático. La tesis propuesta en este artículo es que la batalla por determinar los contenidos, implicancias, avances, retrocesos y, sobre todo, los alcances de la reconciliación nacional se libra en aquel campo en donde la cultura se transforma en poder simbólico. Así, mientras la reconciliación es un hecho indubitable en la vida cotidia-

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na de la sociedad civil y del Estado, expresándose allí en un IRN superior, se manifiesta débil y oscilante en el terreno de la cultura, el lenguaje, las interpretaciones y el sentido de las cosas y la historia. En efecto, en este segundo aspecto da cuenta de corrientes subterráneas enfrentadas –paradigmas, sensibilidades, experiencias, recuerdos, identidades colectivas– que pugnan por estabilizar una interpretación de la sociedad chilena del período que se extiende desde 1960 hasta el presente, proyectándose incluso más allá a través de un conjunto de preguntas abiertas hacia el futuro. ¿Cómo debe enseñarse a los alumnos del ciclo básico la historia contemporánea de Chile, en particular el período previo al golpe militar, los años de plomo y electricidad, desapariciones y tortura, la transición hacia la democracia y el origen del actual modelo de desarrollo del país? ¿Cómo dar cuenta ante nosotros mismos y nuestros hijos de esas zonas donde las bajas mareas de la cultura dejan al descubierto el fango de la historia, sus escombros, desechos y malos olores? ¿Qué futuro tiene el 11 de septiembre como símbolo, nombre de calle, fecha de conmemoración, título de novela? ¿Dónde –en la geografía de nuestras ciudades y en la topografía de nuestra cultura– quedarán emplazados a fines del siglo XXI los monumentos de Frei Montalva, Allende, Pinochet (si acaso), Aylwin y Bachelet? Y yendo más adentro del concepto eje de nuestro IRN, ¿se hablará en el futuro de reconciliación, con su inescapable connotación religiosa, o más bien de coexistencia? Pues este último término, sugieren algunos desde ya, se ajusta mejor a la premisa básica que subyace a la política democrática secularizada –v.gr., coexistencia como acomodo– sin el sobre tono religioso, interpersonal, subjetivo y emocional que acompaña al concepto de reconciliación.6 ¿Debería favorecerse que la televisión abierta transmita programas que muestran de manera realista la trastienda moral de la dictadura, las sesiones de tortura, los cuarteles de la DINA, las caravanas de la muerte? ¿Necesitamos preguntarnos junto con Jaspers –cuando indagaba sobre la culpabilidad alemana por el régimen nazi– si acaso los líderes (militares y

6

Kriesberg, Louis, “Changing Forms of Coexistence”. En Mohammed Abu-Nimer (ed.) Reconciliation, Justice and Coexistence: Theory and Practice. Lanham, MD: Lexington Books, 2001, pp. 47-64.

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civiles) de la dictadura fueron posibles justo porque tantas personas “no querían ser libres, no querían ser autorresponsables”? De haber sido así, ¿significa que el mismo fenómeno podría volver a repetirse, y no precisamente como tragicomedia? ¿O es que nuestro sentido de responsabilidad propia por los asuntos de la polis ha crecido y madurado, al punto de eliminar el riesgo de caer en manos de caudillos que son exaltados por una masa que no quiere ser libre y cuyos miembros no están dispuestos a asumir la responsabilidad de su autonomía? Y aun de la mano del filósofo alemán, ¿cómo definir para el caso de nuestro relativo pero intenso descenso al infierno –y quién debería asumirlas– las culpas que él distingue, criminal, política y moral y, sobre todo, aquella que él denomina “culpa metafísica”? Es decir, la culpa nacida del hecho de que existe “una solidaridad entre hombres como tales que hace a cada uno responsable de todo el agravio y de toda la injusticia del mundo, especialmente de los crímenes que suceden en su presencia o con su conocimiento. Si no hago lo que puedo para impedirlos soy también culpable. Si no arriesgo mi vida para impedir el asesinato de otros, sino que me quedo como si nada, me siento culpable de un modo que no es adecuadamente comprensible por la vía política y moral”.7 ¿Es razonable, es conducente extender el círculo de la culpa a todos

aquellos que presenciaron o conocieron los crímenes y barbaridades, pero no actuaron y guardaron silencio ya bien por lealtad ideológica, conveniencia, temor o por creer que podían asistir a las víctimas más eficazmente si no perturbaban a los victimarios? ¿O cabe sencillamente invocar el olvido como remedio social, a la manera prescrita por David Rieff en Against Remembrance? Recuérdese (pues es inevitable recordar) que allí este ensayista neoyorkino embiste contra “la memoria histórica colectiva, tal y como ha sido entendida por comunidades, pueblos y naciones [pues] ha llevado a la guerra más que a la paz, al rencor más que a la reconciliación, y a la determinación de buscar revancha más que al compromiso con la dura labor del perdón”. “No veo”, concluye más adelante, “por qué la noción nietzscheana del olvido activo es menos viable o menos moral, 7

Jaspers, Karl, El problema de la culpa. Barcelona: Ediciones Paidós, 1998, p.54

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una vez que han muerto los sobrevivientes de un grave crimen y sus descendientes inmediatos, que la terca adhesión a la memoria como imperativo categórico”.8 ¿Deberíamos olvidar entonces las tumbas para que sobre ellas crezca el pasto hasta hacer desaparecer cualquier rastro de nuestra propia historia, cubriéndola con un (falso) manto de inocencia recuperada? ¿Podría sobrevivir siquiera la cultura de una nación si suprimiera las agonías de su sociedad, reflejándola en un espejo que nunca se empaña ni triza y, en cambio, olvida sus enfermedades, instintos asesinos y la agresividad y hostilidad de sus miembros? ¿O haríamos mejor en inclinarnos hacia la hipótesis de la conservación de lo pretérito según la cual “en la vida psíquica nada de lo una vez formado puede desaparecer jamás; todo se conserva de alguna manera y puede volver a surgir”, como proclama Freud en El malestar en la cultura, así no sea a la manera en que se conservan las ruinas romanas que él usa para describir el paisaje del inconsciente? En el contexto de nuestro análisis, no puede eludirse esta metáfora: “Hoy, estos lugares están ocupados por ruinas, pero ni siquiera por las ruinas auténticas de aquellos monumentos, sino por las de reconstrucciones posteriores, ejecutadas después de incendios y demoliciones. Casi no es necesario agregar que todos estos restos de la Roma antigua aparecen esparcidos en el laberinto de una metrópoli edificada en los últimos siglos del Renacimiento. Su suelo y sus construcciones modernas seguramente ocultan aun numerosas reliquias. Tal es la forma de conservación de lo pasado que ofrecen los lugares históricos como Roma”.9 Así también aparece nuestra memoria inconsciente: como un campo de ruinas y monumentos mutilados y contrahechos que ni el olvido puede demoler. Por otro lado, si no hay olvido, ¿puede haber perdón? ¿O cabe solo el escape mencionado por el poeta Heirnrich Heine: “Sí, uno debe perdonar a sus enemigos, pero no antes de ser colgados”? ¿O el verdadero triunfo de los derrotados y victimizados viene después, justamente en la hora de la reconciliación? En efecto, ¿cómo evitar ahora, en democracia, que las responsabilidades del

8

Rieff, David, Against Remembrance. Melbourne: University of Melbourne Press, pp.27-28 y 127, respectivamente.

9

Freud, Sigmund, Civilization and its Discontent. London: Penguin Books, 2002, pp. 6-7.

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pasado sean utilizadas primero para neutralizar y enseguida para invalidar la palabra del oponente que habiéndose identificado en su momento con la dictadura, estaría hoy condenado a callar por una supuesta, radical, inferioridad, falla o carencia moral? Dicho en otros términos, ¿cómo evitar que una suerte de autoexaltación virtuosa (la selfrightousness de que hablan los anglosajones) por parte de los herederos políticos directos o por afinidad electiva de las víctimas emplee su aparente ventaja para quedarse con la última palabra en un régimen que por esencia es una deliberación continua, donde nadie posee el derecho a clausurar el debate?10 Si la democracia reconoce igual dignidad a

los ciudadanos, ¿puede negársela a aquellos que llevan el estigma de una ‘culpa metafísica’? ¿No es tarea de la historia justamente, la de los historiados, contribuir a hacer posible una memoria esclarecida y escéptica, que impida la manipulación por igual por parte de los sucesores del partido triunfador y el de los derrotados? ¿No es esa una de las lecciones que nos deja el historiador Tony Judt cuando dice que “a diferencia de la memoria, que se confirma y refuerza a sí misma, la historia contribuye al desencanto del mundo. Mucho de lo que tiene que ofrecer es incómodo, hasta perturbador”?11 Pero para esto, ¿hemos tenido en nuestro período de convalecencia postraumática historiadores o historiadoras a la altura de nuestra historia?

10 Abordé por primera vez este tópico cuando recién empezaba a hablarse de reconciliación, el año 1985. Ver Brunner, José Joaquín: “Políticas Culturales de Oposición”, Material de Discusión Núm. 78, FLACSO, Santiago de Chile, pp. 18-19. 11

Tony Judt, Postwar. New York: Penguin Group, 2005, p. 829.

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La difícil reconciliación Francisco Claro1

Dicen que con el tiempo todo se olvida. Luego de casi un cuarto de siglo en democracia, ¿vivimos acaso el olvido de los traumas de una dictadura militar que violó derechos básicos de muchas personas? Cuando se provocan heridas profundas entre hermanos el pasar del tiempo quizás las oculte, pero no las sana. Sólo el perdón tiene la virtud de cerrarlas completamente y así dar lugar a una verdadera reconciliación. Como sentimiento humano espontáneo, el perdón emerge del arrepentimiento del otro y supone primero que éste reconozca su falta. En el caso chileno no parece realista esperar que lo último ocurra, primero porque el ente que tendría que reconocer y pedir perdón –el gobierno militar– ya no existe, y segundo, porque los individuos involucrados en las violaciones a los derechos humanos no han mostrado a la fecha una actitud de reconocer su culpa. Por ello es comprensible que haya gente insatisfecha con la reparación a su sufrimiento, que, desechando la rutina del perdón, se apoye en el consuelo que otorga la justicia –cuando llega– y alguna forma de compensación económica. Por esto, la reconciliación verdadera será siempre difícil para quienes sufrieron más agudamente los abusos de la dictadura, particularmente los que perdieron a un ser querido. Para la gran mayoría, sin embargo, el reproche a ese pasado es moral y no afectivo. No duda que se cometieron abusos graves y los condena, no admira al líder responsable en última instancia de estos hechos, particularmente tras la investigación que cuestionó el oscuro origen y monto de sus haberes per1

Es doctor en Física de la Universidad de Oregon, Estados Unidos. Ex presidente de la sociedad Chilena de Física y ex decano de la facultad de Educación de la Universidad Católica (2008-2012). Actualmente es director de Enseña Chile y Elige educar. Ha publicado más de un centenar de textos en revistas especializadas y ha recibido numerosos premios en reconocimiento a su labor científica.

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sonales. A pesar de este juicio moral, esa mayoría vive hoy el día a día y mira hacia adelante sin odios, concentrada en la búsqueda de su propio bienestar y el de los suyos. Si bien el periodo de gobierno militar fue de larga duración, no alcanzó a abarcar una generación, permitiendo que las tradiciones democráticas tan acendradas en nuestra cultura revivieran en breve tiempo. La experiencia fue diferente en la Unión Soviética, cuya transición ocurrió apenas un año después del triunfo del No en nuestro país. Las siete décadas que duró esa dictadura abarcaron un par de generaciones, afectando profundamente los hábitos de los pueblos bajo su dominio y dificultando así la pronta adopción del sistema democrático moderno. En cambio, Chile retomó rápidamente su senda, con instituciones democráticas y partidos políticos que operaron a poco andar, con líderes que conocen de gobierno y una ciudadanía que respeta las reglas vigentes. Las circunstancias fueron favorables para la pronta recuperación de la democracia. En primer lugar, la transición se decidió en las urnas y conforme a las propias reglas del gobierno militar. Luego, la difícil convivencia con el liderazgo del régimen militar en los primeros años, que mantenía la comandancia en jefe del ejército, al cabo de una década dio paso a la normalidad con el término de esa relación, la voluntad de colaboración de los nuevos jefes de las fuerzas armadas y el descrédito público del propio general Pinochet. En tercer lugar, la sucesión de gobiernos democráticos, con presidentes respetuosos de la institucionalidad y pertenencia a partidos diversos: Democracia Cristiana, Partido por la Democracia, Socialista y Renovación Nacional, ha permitido una maduración política transversal que beneficia el respeto mutuo y el libre debate de ideas y estrategias de gobierno. Quizás el aspecto institucional pendiente más importante es el que atañe a la Constitución, promulgada al promediar el régimen militar y que muchos consideran por ello ilegítima. Es, sin duda, aún una espina en el proceso de reconciliación, que podría convertirse en tema mayor si no se logran consensos para su manejo. A pesar de la auspiciosa restauración de la democracia, preocupa la importante fracción de la ciudadanía que no se expresa en las urnas, cercana al 60% del universo de votantes en las últimas elecciones municipales. ¿Cuál es el significado de tan alta abstención?

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Hay distintas explicaciones para este fenómeno. Entre otros, están involucrados el grado de compromiso que la ciudadanía tiene con la institucionalidad vigente, su voluntad de aportar, su confianza en el sistema, su evaluación del accionar político. Ante un panorama regional con líderes populistas que se eternizan en el poder constituyendo verdaderas “dictaduras democráticas”, preocupa la posibilidad de que esa mayoría ciudadana, que hoy no vota y que incluye a muchos jóvenes muy críticos, sea el capital silencioso de un populismo latente, que pudiese desviar el ejercicio democrático hacia una versión más sutil de autoritarismo que no deseamos. Alarma causan también las recientes movilizaciones estudiantiles, que expresan un evidente descontento ciudadano. Los jóvenes piden una educación de calidad para todos, conscientes de que el ejercicio pleno de la libertad y los derechos requiere hoy de una buena educación. No la tuvieron sus padres hace cuarenta años, pero hoy, conocedores de la importancia que alcanza, aspiran a ella y no cejan de exigir que se haga una realidad. Pero no sólo reclaman por la mala educación que los afecta, sino que más en general por “el modelo” en que se insertan las políticas educativas, exhibiendo en sus marchas leyendas como “Contra la educación de mercado”, o “No más lucro”, o “El capitalismo es el terrorista más grande”. Cuando se escucha atacar al “modelo”, muchos se preguntan qué será eso exactamente. Quizás la interpretación más acertada sea “aquella filosofía que orienta el manejo de la economía y las políticas sociales”. Éste es un territorio sensible, donde la discusión es planetaria y enfrenta a actores de la talla de China y los Estados Unidos, y otros menores pero importantes por lo significativo de sus procesos, como Cuba, Venezuela y Chile. Se cuestionan, a su vez, conceptos y estrategias fundamentales de gobierno, como “desarrollo” y “equidad”. Quizás lo que más ofenda a los detractores del modelo es que, si bien en el quehacer político la transición produjo un cambio radical al recuperarse la democracia, en un ámbito tan importante como la economía ha habido más bien continuidad. ¿Cómo es ello posible? Para comprender esta realidad es bueno notar que por más de cincuenta años los economistas más destacados en Chile, los de derechas e izquierdas, han estado completando su formación académica en las mejores universidades del

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mundo. Esto les ha puesto en la frontera del saber económico y de las estrategias que se derivan de esa ciencia para el manejo de la hacienda pública. Es un gremio altamente profesional que ha convertido a Chile en un ejemplo de buenos resultados en su ámbito. Los ministros de economía y hacienda de las últimas décadas pertenecen a dicho grupo, así como dos de los cinco presidentes democráticos recientes. Se critica el que a pesar de un manejo responsable de la economía y el crecimiento que éste ha generado, hay grandes problemas sociales aún sin solución, como la brecha en los sueldos y las diferencias en el acceso a educación y salud de calidad, los que parecen más bien agudizarse con el tiempo. Hemos aprendido a generar recursos pero no sabemos bien cómo aprovecharlos para generar más igualdad y equidad. Durante la guerra fría se enfrentaron, con el rigor y dramatismo de aterradoras armas nucleares apuntando al otro, dos nítidos modelos de sociedad, antagónicos en sus fundamentos y prácticas. Cuando terminó esa confrontación en 1989, apareció como triunfador el modelo de libre mercado liderado por Estados Unidos y adoptado con diferentes variantes por los países de Europa occidental, y hoy por Chile. En el debate local, la ausencia de un opuesto debilita la crítica al modelo como tal, ya que no se ve una alternativa consensuada, coherente, fuerte y viable, respaldada por una historia de éxito empírico. Mientras se mantenga esta situación la única manera sensata de manejar esa crítica es escucharla, debatirla y acogerla con apertura cuando corresponda, a través de correcciones al modelo y no un rechazo radical a su vigencia. Este camino aporta a la reconciliación y aleja actitudes de violencia que dañan la convivencia. Quizás la reconciliación plena no sea posible para quienes experimentaron de cerca los abusos de la dictadura. Pero vivir hoy como hermanos sí lo es, en la medida que avancemos con determinación en la dirección de ser un país con genuina igualdad de oportunidades, priorizando en mejorar la educación, llave maestra para conquistar esa meta.

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Perdonar lo imperdonable Dr. Alejandro Goic G.1

En toda sociedad existen conflictos, mayores o menores, que suelen provocan malestar social e, incluso, resentimiento. Muchos de ellos se incuban en la pobreza, la desigualdad social, la discriminación, la injusticia, la violencia o el fanatismo ideológico; pese a su relevancia, suelen no alterar el funcionamiento estable de las instituciones ni la convivencia social. Pero cuando en una determinada situación de conflicto, sectores de la sociedad se convierten en enemigos irreconciliables y beligerantes, significa que las causas del antagonismo tienen una magnitud y trascendencia excepcionales, haciendo difícil el restablecimiento de la convivencia perdida e incierta la reconciliación. A lo largo de la historia republicana de Chile han existido varios conflictos políticos que han llevado a una ruptura institucional, algunos con graves enfrentamientos armados y pérdidas humanas. En el pasado remoto, la sociedad chilena logró superar sus rencores y la enemistad cívica, factores que fueron difuminándose paulatinamente a través del transcurso de los años y la sucesión de las generaciones. Olvidados en la memoria colectiva, esos eventos traumáticos hoy sólo están presentes en los textos de la historia del país y en conocimiento de los especialistas. Una actitud muy común ante un hecho doloroso de cualquier naturaleza, incluidas las rupturas sociales, es buscar su causa: algo o alguien a quien culpar o responsabilizar. Se suele olvidar, tal vez, que en la génesis de los complejos fenómenos sociales –así como en las enfermedades– intervienen no uno, 1

Médico-Cirujano de la Universidad de Chile. Decano de la Facultad de Medicina de la Universidad de Chile en 1972 y 1986-1994. Integrante del Consejo Nacional de Educación del Ministerio de Educación (2002-2012). Distinción de “Maestro de la Medicina Chilena”, año 2005, otorgado por la Sociedad Médica de Santiago. Ganó el Premio Nacional de Medicina en el 2006, presidió la Academia Chilena de Medicina durante diez años (2000 a 2012) y fue nombrado Profesor Emérito de la Universidad de Chile en el 2011.

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sino varios factores que, tras una incubación más o menos prolongada, convergen en un momento determinado provocando un estallido social. Haber seleccionado un solo factor causal dentro de un conjunto de antecedentes temporales de un acontecimiento dado no implica que otros factores causales no hayan jugado un papel relevante. Esto explica la discrepancia que, habitualmente, se observa entre los analistas políticos e historiadores a la hora de interpretar el origen de los conflictos políticos, sociales o étnicos del país. En el pasado reciente, la palabra reconciliación ha aflorado con fuerza entre nosotros, recordándonos el período más trágico de la historia republicana del país: el de un régimen dictatorial que se prolongó por diecisiete años. Lo más grave en ese periodo es que el Estado no sólo encarceló y expatrió a los disidentes, sino que, en muchos casos, sus agentes planificaron la aniquilación física del adversario, excediendo todo límite de humanidad. A la violencia extrema se sumó el exilio, con sus irreparables consecuencias desintegradoras y desnacionalizadoras de miles de familias. El drama vivido penetró profundamente en la mente y el corazón de los chilenos; la prueba es que, después de cuarenta años, sus heridas se reabren por cualquier episodio que recuerde ese pasado. Por otra parte, hablar de reconciliación implica, inevitablemente, revivir sucesos dolorosos, los que, por mecanismos psicológicos de defensa, el ser humano tiende a evadir o negar. Algunos dirán que recordarlos es contradictorio con un espíritu de conciliación. La percepción de la reconciliación resuena de distinta manera para quienes sólo sufrieron los sinsabores del régimen que para los encarcelados, torturados o exiliados, o para los familiares de las víctimas que, después de cuatro décadas, desconocen el destino de sus seres queridos. Ante una tragedia de tal magnitud, pedirles a las víctimas de abusos o a sus familiares que olviden lo ocurrido ofende la razón y los sentimientos. Tampoco la reconciliación, y la esperanza de alcanzarla, pueden ser usadas para ocultar la verdad o justificar la impunidad. Toda sociedad que ha sufrido una crisis grave requiere de alguna forma terapéutica colectiva. En los períodos post dictadura, lo primero es conocer la verdad de lo ocurrido. En nuestro país se fue descorriendo, paso a paso, el velo que la ocultaba, en gran medida gracias a la lucha activa y perseverante de

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organizaciones sociales de derechos humanos, en lo que colaboraron diversos sectores políticos y religiosos. Por contraste, ha obstaculizado este proceso una pertinaz resistencia de algunos sectores de nuestra sociedad y de sus representantes a reconocer las brutales violaciones de los derechos humanos; incluso, algunos han llegado al extremo de justificar esas violaciones. Nadie podría pedir a otro que renuncie a sus ideales políticos, pero sí que condene, sin ambigüedad, los actos de terror del Estado y reconozca sus responsabilidades si las tuviere. Pese a que es una tarea inconclusa, también se ha logrado avanzar en el plano de la justicia y de la reparación, juzgando y privando de libertad, conforme a derecho, a algunos de los principales violadores directos de los derechos humanos. Pero, aunque esclarecer los hechos sea un paso necesario para la reconciliación, no es suficiente. Se requiere, además, reivindicar la dignidad de persona de las víctimas, cualquiera hayan sido sus ideas y procederes. Un gesto excepcional, y ciertamente ejemplar, fue la petición pública de perdón del Presidente Aylwin a los familiares de las víctimas en representación de la Nación. Su trascendencia política y humana hizo posible, entre otras cosas, que el difícil período inicial de la transición política transcurriera con razonable normalidad. La permanencia de la Constitución del ‘80 ha sido un obstáculo para un reencuentro político en el país. Sus modificaciones parciales post-dictadura en un ambiente de incertidumbre y temor, no logran ocultar su origen y sus propósitos políticos excluyentes. Es de toda evidencia que se requiere de una nueva Constitución, consensuada a través de cauces institucionales, que devuelvan a Chile su tradición republicana y democrática en plenitud y que ponga énfasis, resguarde y garantice los derechos humanos, el respeto irrestricto a la vida y el reconocimiento de la diversidad ideológica, cultural y étnica de la sociedad chilena. De gran significado simbólico sería retornar el Parlamento al histórico edificio del Congreso Nacional en Santiago; también, aunque de aparente menor relevancia, cambiar el nombre de avenidas urbanas que recuerdan el Golpe de Estado de 1973. Constituirían gestos republicanos plenos de significado político y afectivo para quienes nos educamos en un régimen democrático.

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No estoy cierto cómo ven las nuevas generaciones el proceso histórico que vivió Chile en los últimos cuarenta años. Lo que sé es que los jóvenes deben ser educados cívica y éticamente para que interioricen y reflexionen sobre lo ocurrido, sus causas y consecuencias; y para que se comprometan a respetar la vida, a ser tolerantes con la diversidad, a rechazar la violencia y a entender y valorar la democracia. Lo cierto es que hoy gozamos en Chile de una democracia con limitaciones, pero democracia al fin. Pese a sus imperfecciones, tenemos un Estado de derecho que nos permite a cada cual opinar sin censura, viajar libremente dentro y fuera del país, participar en organizaciones sociales autónomas, dormir en nuestros hogares sin el riesgo de ser invadidos de madrugada por agentes del Estado, acceder a un abogado si nuestros derechos han sido conculcados y recurrir a tribunales de justicia independientes. Los que vivimos la democracia por decenios como una forma de convivencia amistosa –de amistad cívica y no sólo de tolerancia cívica– y, posteriormente, una prolongada dictadura, pudimos comprobar una vez más, y dolorosamente, que el sistema democrático representativo es el único que puede dar garantía de respeto a los derechos de las personas. En los últimos veinte años, en nuestro país se pudieron lograr amplios acuerdos que le dieron gobernabilidad en el incierto período inicial de la transición política, gracias a una revalorización de la democracia y a la autocrítica y rectificación de posturas ideológicas excluyentes en favor de la convergencia y la colaboración. Estos gestos de acercamiento han permitido una forma de convivencia civilizada, un correcto funcionamiento institucional y social, y el sostenimiento de un régimen democrático no exento de dificultades y conflictos. Pero una verdadera democracia no es posible si se consideran únicamente sus aristas políticas sin enfrentar los problemas sociales pendientes que tiene un país. Es evidente que, desde la segunda mitad del siglo XX, Chile ha progresado económica y socialmente. Es visible el desarrollo habitacional y de la infraestructura vial, así como la modernización de las ciudades. La desnutrición infantil fue erradicada, mejorando la capacidad intelectual de los niños y, con ello, sus posibilidades educacionales. La mejoría de los indicadores sanitarios gracias a políticas públicas específicas es impresionante: en cincuenta años, la mortalidad materna e infantil se redujo en 93% y la esperanza de vivir

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que tiene hoy un niño chileno al nacer ha aumentado en veinticuatro años. A través del tiempo la pobreza se ha ido reduciendo progresivamente y se ha ampliado el acceso y permanencia de los niños y jóvenes en todos los niveles educacionales. No obstante lo anterior, es sabido que persiste una desmesurada desigualdad en la distribución de la riqueza, así como la marginalidad de vastos sectores de nuestra población, lo que contrasta con la opulencia exuberante de otros. Estos males sociales hieren la conciencia moral de la nación y exigen un esfuerzo mayor para corregirlos, particularmente de los que más tienen. Es perentorio terminar con el verdadero escándalo social que son los centenares de “campamentos” –guetos de miseria humana– que aún existen, y vencer la pobreza extrema; asegurar el acceso a la educación y la salud de calidad a toda la población; promover no sólo el crecimiento económico, sino también el desarrollo humano. A mi parecer, estas aspiraciones no son utopías sino acciones razonables y posibles en la actual etapa de desarrollo del país e indispensables para prevenir conflictos sociales. Para concretarlas, se requiere de voluntad política y el concurso de líderes visionarios comprometidos con las personas y las familias, con su dignidad y sus necesidades vitales y culturales. En último término, se trata de recomponer la convivencia social, no para que todos pensemos lo mismo, sino para que los chilenos seamos una comunidad unida por valores cívicos y éticos básicos que nos permitan convivir en armonía, una meta deseable pero aún no lograda. No menos importante es desarrollar una sensibilidad más aguda para enfrentar los problemas sociales de parte del conjunto de la comunidad chilena y sus gobernantes. Como muchos, me he preguntado si basta la verdad, la justicia y la equidad para alcanzar la pacificación de los espíritus. Siendo ellas indispensables, la respuesta parece ser que la verdadera pacificación espiritual exige una disposición personal de extrema humildad y generosidad. Tanto para creyentes como para no creyentes, una vía posible para lograrla es la milenaria fórmula judeo-cristiana del perdón: examen de conciencia, reconocimiento de la falta cometida, arrepentimiento, reparación y promesa de no reincidir. Este proceso involucra tanto a los que están abiertos a perdonar como a los que desean ser perdonados. En rigor, las víctimas son las únicas que está calificadas para

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perdonar al culpable y, subsidiariamente, sus familiares directos, herederos de recuerdos dolorosos y perdurables. No obstante, aunque sea el perdón una categoría de origen religioso y un acto personal, íntimo e incondicional, tiene también una dimensión política, dado que vivimos junto a otros y la sociedad en su conjunto puede ser víctima de abusos y acreedora de perdón. El perdón no puede imponerse ni apresurarse, no significa impunidad ni olvido, no está reñido con la verdad ni tampoco reemplaza a la justicia. Parece factible el perdón de aquellas ofensas menores en que se puede encontrar una razón verosímil y comprensible; pero, lo que hace que el perdón parezca imposible es el desafío humano y moral de las ofensas crueles, degradantes y, además, irreparables. Es probable que por su carácter ejemplar de generosidad y renuncia –tal vez heroica– el perdón individual pueda tener, en el transcurso del tiempo, una contagiosa repercusión política y social. Aunque excepcional, el perdón de lo imperdonable parece ser, en último término, el único camino posible y a la vez culminante de una verdadera reconciliación.

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Pero, ¿es posible la reconciliación?

Fernando Mönckeberg B.1

Cuando hace algunas semanas recibí una amable invitación para participar, junto a muchos otros autores, con el loable propósito de contribuir en una “reconciliación nacional”, pensé que poco podía yo contribuir a ello, dado que no pertenecía a ninguna agrupación político-partidista involucrada en la confrontación que el país había estado viviendo durante los últimos cincuenta años. Más aún, yo tenía serias dudas que esa reconciliación llegara a concretarse. Es que para ello se requiere, en primer lugar, que cada una de las partes en conflicto estén dispuestas a reconocer su parte de responsabilidad que les corresponde en la génesis del mismo, y pienso que eso es muy poco probable que suceda. Es mucha la tentación de utilizar conflictos como eficiente instrumento en la lucha por el poder, y desde ese momento la reconciliación no tiene sentido. Con todo, y pensándolo dos veces, decidí participar, porque algo tengo que comunicar al respecto y no debo perder la oportunidad de hacerlo. En pocos meses más voy a cumplir 87 años y en buena parte de ellos he estado sinceramente involucrado en el quehacer público y, más específicamente, en el quehacer social. Como tal, he sido testigo –y en parte también actor– de todo lo que ha estado sucediendo en el país durante los últimos sesenta años. He visto, he constatado y he investigado lo que significa el drama de la pobreza y las desigualdades y el impacto que ello ha tenido en las personas y en la comunidad. He presenciado cómo se fue generando el conflicto social y económico que terminó en una profunda crisis económico-social, con 1

Médico nutricionista de la Universidad de Chile. Durante el año 1965 fue Presidente de la Sociedad Chilena de Pediatría y Presidente de la Sociedad Latinoamericana de Nutrición. En 1972 creó el Instituto de Nutrición y Tecnología de los Alimentos (INTA), del cual fue director hasta 1994. Recibió el Premio Nacional de Ciencias Aplicadas y Tecnológicas en 1998 y el Premio Nacional de Medicina el 2012. Actualmente es presidente y fundador de CONIN y director de la Revista Creces.

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un quiebre de la democracia e instalación de una dictadura que duró diecisiete años, para luego restablecerse la democracia que perdura hasta ahora. Sin duda que este ha sido un período turbulento y confrontacional, que ha acarreado demasiados sufrimientos y lamentables pérdidas de vidas. Lo ocurrido no ha sido muy diferente a los numerosos conflictos similares o peores que el país ha vivido a lo largo de su historia y en cuya génesis siempre han intervenido factores comunes, como la ignorancia, la pobreza y la consecuente instrumentalización de ellos en las luchas del poder.2 Ninguno de ellos ha terminado

en una reconciliación. Por el contrario, ha sido el transcurso del tiempo, con el consecutivo recambio generacional, los que los han ido desdibujándolo, hasta llegar a olvidarlo, pasando a guardarse en las páginas de la historia. Pero desde este último conflicto, hay una variable que ha impactado a toda la humanidad y que es pertinente considerar. Me refiero al explosivo incremento de nuevos conocimientos que ha llegado a cambiar fundamentalmente la vida del hombre (y de la mujer) en el planeta. Como consecuencia de ello, hoy el ser humano vive más y mejor, pero al mismo tiempo, la sociedad se ha ido haciendo cada vez más compleja y demandante de saberes para con quienes pretenden incorporarse a ella. Por otra parte, esta verdadera revolución del conocimiento no ha beneficiado a todos por igual. Mientras algunas regiones del mundo, al ser muy eficientes en su generación y en las aplicaciones tecnológicas derivadas han ido logrando que su gente viva más y mejor, hay otras que, en cambio, ajenas al proceso, han permanecido en condiciones de vida muy precarias. Es así como se han incrementado las diferencias, llegando a separarse entre desarrollados y subdesarrollados3 y, dentro de cada país, entre los que viven bien y los que viven mal. 4 Es en este escenario, durante los últimos sesenta años Chile ha tenido un comportamiento muy especial. A pesar de la confrontación y la violencia generada durante este período, se han venido experimentando los más tras2

Sepulveda, A.: Bernardo. Santiago: Ediciones B, 2007; Amunátegui, M. L.: La dictadura de O’Higgins. Santiago: Imprente, Litografía y Encuadernación Barcelona, 1914.; Barros Arana, D.: Historia general de Chile. Santiago: Rafael Jover editor, 1894.

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Mönckeberg, F.: Jaque al subdesarrollo. Santiago: Editora Nacional Gabriela Mistral, 1974.

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Mönckeberg, F. y Albino, A.: Desnutrición, “el mal oculto”. Córdoba: Colección Cono Sur, 2002.

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cendentales cambios de su historia, hasta tal punto que, por primera vez, se comienza a vislumbrar la posibilidad de alcanzar el desarrollo y consolidar el progreso y estabilidad social. Hasta mediados del siglo pasado, Chile era un país extraordinariamente pobre y atrasado. Así lo demuestran diversos indicadores económicos, sociales y educacionales de aquella época (1950). Las exportaciones comerciales anuales alcanzaban los 500 millones de dólares, el ingreso per cápita era sólo de 300 dólares y el porcentaje de la población que vivía en condiciones de pobreza superaba el 60%. El analfabetismo era del 23% y la escolaridad promedio se reducía a dos años. La deserción escolar, durante la educación básica (cuatro años), era del 70%. Los indicadores de salud eran muy negativos: en 1950, la mortalidad infantil bordeaba 200 por mil nacidos vivos y el porcentaje de niños de bajo peso al nacer alcanzaba casi al 20% (peso menor de 2.5 kilos). En aquella época, más del 70% de las muertes se producían antes de los 15 años de edad y por lo tanto la expectativa de vida al nacer era sólo de 39 años. De los que sobrevivían, al cumplir cinco años de edad, más del 60% presentaban retrasos del crecimiento debido a deficiencias nutricionales.5 En aquel entonces el número de jóvenes que tenían

acceso a la educación superior era sólo del 1.2% (en 1959, sólo 12.000 jóvenes ingresaron a la educación universitaria). Sesenta años más tarde, en el 2012, estos mismos indicadores muestran una situación absolutamente diferente. Las exportaciones comerciales han alcanzado los 80 mil millones de dólares, mientras que el ingreso per cápita, ajustado a la capacidad de compra, según el Banco Mundial, se ha elevado a 18.345 dólares. Mientras tanto, el porcentaje de población que vivía en condiciones de pobreza ha descendido al 14.4%. La desnutrición en menores de cinco años, afecta sólo al 0.5%. La mortalidad infantil es de siete por mil nacidos vivos y el porcentaje de niños de bajo peso al nacer, es sólo del 3% (debido a nacimientos prematuros). Con ello, la expectativa de vida al nacer se ha elevado a 80 años. En lo educacional, el analfabetismo es menos del 1% y la escolaridad promedio alcanza a los doce años. Más aún, cada año está

5

Mönckeberg, F.: Contra viento y marea, hasta erradicar la desnutrición. Santiago: Aguilar, El Mercurio, 2011.

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accediendo a la educación superior el 40% del grupo etario correspondiente. En la actualidad el sistema de educación universitaria (privada y estatal) ya ha sobrepasado el millón de estudiantes. ¿Qué ocurrió durante ese período que hizo cambiar tan drásticamente la realidad socioeconómica del país? ¿Cómo fue posible que ello ocurriera en medio de una dramática crisis económica, que arrastró a un profundo quiebre institucional de larga duración? La respuesta requiere de un análisis desprejuiciado y profundo, de cómo y por qué se fueron desencadenando los acontecimientos hasta llegar a la crisis institucional y sus dramáticas consecuencias. Es difícil llegar a un esclarecimiento, no sólo por la complejidad de los factores condicionantes, sino también por la variada interpretación personal que cada uno puede darle. En cada caso la interpretación variará según cuáles hayan sido sus saberes e información, sus vivencias personales, sus intereses, sus ideologías y/o sus prejuicios. En lo económico, para unos el progreso se debería a la prolongada estabilidad político-administrativa, que dio oportunidad a que persistieran y se estabilizaran los cambios económicos que fueron implementados entre 1973 y 2012. Para otros, el cambio se habría debido al prudente manejo del gasto fiscal, que habría mantenido en una adecuada relación con las variaciones experimentadas por el Producto Interno Bruto. Otros insisten que lo trascendente ha sido la transformación de la política económica, que evolucionó desde una economía centralizada y sobreprotegida por el Estado, a una abierta, de libre mercado. Otros, en fin, hacen énfasis en la oportuna decisión de orientar la economía hacia el mercado internacional, junto con una agresiva implementación de convenios de libre comercio, sin exclusiones, llegando a abarcar a la casi totalidad de los países desarrollados y emergentes. Finalmente hay quienes lo atribuyen al aprovechamiento de la oportunidad del momento internacional, que ha necesitados de recursos naturales renovables (agropecuarios, marinos y forestales), como no renovables (mineros), cuya eficiente producción y comercialización permitió desarrollar una contundente fuente generadora de riquezas. Seguramente ha sido la suma de todos estos factores –y probablemente también de otros que se escapan a la consideración– los que explican el cambio que ha hecho posible este histórico viraje hacia el desarrollo econó-

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mico y social del país. Sin embargo, para los que tenemos más años y hemos tenido la oportunidad de observar lo ocurrido en un mayor espacio de tiempo, incluimos en el análisis otros factores más allá de las intervenciones puramente económicas. Me refiero a realidades del pasado que muchos han olvidado, o simplemente por su juventud, no las han vivido. Es que algo muy trascendente ocurrió al lograr prevenir el daño que ancestralmente se venía produciendo desde los primeros períodos de la vida. Se trataba de un daño oculto y silencioso6 que, afectando el crecimiento y desarrollo, causaba una

elevada mortalidad temprana y lesionaba a los sobrevivientes, dificultando la expresión de su potencial genético, restando sus posibilidades posteriores de inserción social exitosa. Se trataba de un daño crónico del capital humano que, al afectar a muchos, llegaba a impedir el desarrollo de la sociedad entera. Fue en el período entre 1950-1990, cuando se investigó la cuantía del daño, se evaluó su trascendencia, se elaboraron estrategias de intervención y procedió de acuerdo a ellas, llegando a prevenirlo.7 Fue sólo entonces cuando se dieron las condiciones necesarias para que fueran rindiendo fruto las posteriores intervenciones económicas y sociales. Si bien es cierto que la pobreza ha disminuido, aún está presente en un 14.4% de las familias. A pesar de ello, sus hijos han logrado un normal crecimiento y desarrollo, pero aun carecen de un ambiente familiar que les permita la adecuada estimulación emocional y cognitiva, necesaria para completar su desarrollo intelectual y emocional.8 Sin embargo, lo ya logrado ha llegado a impactar significativamente en la dinámica de las diferentes estructuras sociales. Al superarse el daño de los primeros períodos de la vida, se han estado generando cambios sustantivos en el tejido social y en el rendimiento económico y social del país. Sobre todo, se ha incrementado el desarrollo intelectual de la nueva generación, como también la salud y el desarrollo físico, 6

Mönckeberg, F. y Albino, A.: Desnutrición, “el mal oculto”. Cordoba: Colección Cono Sur, 2002.

7

Mönckeberg, F. y Valiente, S.: Antecedentes y acciones para una política nacional de alimentación y nutrición. Santiago: Editorial Nacional Gabriela Mistral, 1976.

8

Mönckeberg, F.: “Endocrine mechanism in nutricional adaptation” 1971 En: WHO/Pan American Health Organization. Metabolic adaptaron and Nutrition. Washington D C PAHO. Scientific Publication 222:121-31.

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e incrementar significativamente sus años de vida. De allí en adelante, el proceso de cambio fue rápido.

Impacto en el desarrollo intelectual

En el año 1950, el sistema educativo básico, que no alcanzaba una cobertura total, terminaba con una elevada deserción que llegaba al 70%. Se pudo demostrar que la causa de ella radicaba fundamentalmente en una incapacidad en el aprendizaje, lo que a su vez era consecuencia de la desnutrición de los primeros años.9 Ya en 1990, cuando se había logrado superar la desnutrición temprana, la deserción había descendido a menos de un 30%. Ello produjo un enorme incremento de la demanda, poniéndose en evidencia la carencia de infraestructura escolar y de profesorado idóneo para satisfacerla. Subsecuentemente, ello fue impactando sobre la demanda de educación media, a la que en 1970 sólo accedía el 15% del grupo etario correspondiente. En aquella época, bastaban unos pocos liceos estatales en las principales ciudades para satisfacer esa demanda. Frente a la enorme e inesperada demanda recién generada, y ante la imposibilidad de respuesta suficiente por parte del Estado, éste abrió las posibilidades para que el sector privado se incorporara al proceso de satisfacer el déficit. Mediante un decreto con fuerza de ley, se dio inicio a la llamada Educación Privada Subvencionada, autorizada tanto para la educación básica como media. Ello significó un rápido incremento en el número de establecimientos educacionales. En la actualidad están terminando la educación media el 70% del grupo etario correspondiente. A su vez, el incremento de la educación media repercutió sobre la educación superior, incrementando fuertemente su demanda, que tampoco podía ser satisfecha por la infraestructura de educación estatal existente. Si bien ésta respondió incrementando sus matrículas, ello no fue suficiente para satisfacerla. De nuevo el Estado, mediante otro decreto de ley, autorizó la existencia de universidades privadas, sin fines de lucro. En pocos años se crearon treinta y cinco nuevas universidades; la mayor parte de ellas obtienen lucro a través de diferentes subterfugios, eludiendo el precepto legal que las creó. 9

Mönckeberg, F. y Albino, A.: Desnutrición, “el mal oculto”. Córdoba: Colección Cono Sur, 2002.

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Con todo, aun cuando algunos nuevos establecimientos no alcanzan los niveles de excelencia requeridos, se ha estado produciendo un explosivo ingreso de jóvenes al sistema de educación superior. En el año 1950, el acceso a la educación superior era sólo del 1.2% del grupo etario correspondiente (ese año entraron al sistema universitario existente: Universidad de Chile, Universidad Católica, Universidad de Concepción y Universidad de Valdivia, un total de 12.000 estudiantes), mientras que en la actualidad está accediendo a él (estatal y privado) el 43%, habiéndose incorporado en la actualidad más de un millón de jóvenes. El 70% de ellos es la primera generación universitaria de la familia. Sin duda que este explosivo crecimiento educacional constituye una verdadera revolución, que no habría sido posible si no se hubiese previamente logrado la prevención de la desnutrición de los primeros años de vida. Sin embargo, si bien es cierto que el crecimiento educacional ha sido exponencial, no así la calidad de él. Es una realidad el que la calidad de la educación, tanto media como universitaria, aún está lejos de lograr los niveles que requiere la demanda de la sociedad del conocimiento de los actuales tiempos. Avanzar en este sentido requiere de tiempo, y ya se ha transformado en una necesidad que cada día es más apremiante. Es una demanda social tan evidente que incluso se ha generado desde los mismos alumnos, que estiman que el sistema educacional actual no los está capacitando adecuadamente para incorporarse como elementos útiles dentro de la sociedad.

Impacto en la mejoría de la salud

La disminución de la desnutrición en los primeros períodos de la vida no solo ha logrado disminuir la mortalidad temprana, sino también ha cambiado fundamentalmente los indicadores de salud, que si bien muestran avances substantivos, también están planteando nuevos paradigmas, con nuevas y apremiantes necesidades. Es así como han disminuido las enfermedades infecto-contagiosas hasta casi desaparecer. Es evidente que ello no es sólo debido a la mayor cobertura de la medicina preventiva y los programas de vacunaciones, sino es también es consecuencia de la prevención de la desnutrición en los primeros períodos de la vida. Es que el niño desnutrido tiene un

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Fernando Mönckeberg

sistema inmunológico ineficiente, por lo que está constantemente expuesto a infecciones. Incluso las vacunas no consiguen que su organismo reaccione con la esperada tasa de anticuerpos. Es que en condiciones normales el sistema inmunológico en su labor, sin que nos demos cuenta, está gastando el 20% de las calorías que consumimos y en el desnutrido la disponibilidad calórica está muy limitada. Todo ello constituye un círculo vicioso, dado que las infecciones agravan la desnutrición y ellas constituyen la causa última de su muerte.

Impacto en el capital humano

Al disminuir las muertes prematuras, la expectativa de vida al nacer se incrementó de 39 a 80 años, al mismo tiempo que mejoró su desarrollo físico (la nueva generación ha alcanzado una talla promedio de 10 cm. mayor que sus padres)10 y mayor capacidad intelectual. Hoy este recurso humano está siendo muy diferente a la que existía en 1950. Es más fuerte, posee una mayor capacidad mental y vive más tiempo, por lo que es ahora, al insertarse en la sociedad, contribuye a la creación de nuevos recursos, necesarios para mejorar su calidad de vida y la de las próximas generaciones.11 Con ello se está consolidando una clase media sólida y pujante que contribuye a estabilizar la estructura social y mejorar la calidad de vida de todos. Es esta clase social la que en los últimos siete años se ha triplicado en Chile, pasando a liderar esta posición en América Latina, y que continuará expandiéndose en los próximos años.12 Todo parece indicar que la inversión económica que se ha hecho en la prevención del daño de los primeros años de vida, más allá de ser intrínsecamente justa, ha sido altamente rentable y no tiene comparación con ninguna otra. Una verdadera revolución es la que logra proteger al niño desde el momento en que nace y durante su desarrollo, más que aquella que busca igualar a los adultos ya dañados. Es que en condiciones de subdesarrollo no siempre es 10 Mönckeberg, F. y Albino, A.: Desnutrición, “el mal oculto”. Córdoba: Colección Cono Sur, 2002. 11

Mönckeberg, F.: “Desnutrición y desarrollo socioeconómico”. Mensaje 1969, 18: 411-17.

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Marticorena, N.: “Chile triplica su clase media en siete años, liderando nivel en América Latina”. En: El Mercurio, Cuerpo B, Febrero 2013.

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posible elaborar políticas a largo plazo, por el constante apremio de las necesidades presentes, que fácilmente se instrumentalizan como banderas en las luchas por el poder. Al disminuir la ignorancia y la pobreza, estas ya no serán banderas de lucha y los conflictos serán de otra naturaleza y magnitud. Ese es mi mensaje que deseaba entregar.

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Reflexiones sobre una experiencia particular

Ernesto Ottone1

El proceso de reconciliación nacional es, a mi entender, un componente de un asunto más amplio y susceptible de atrapar y medir, que es el de la transición democrática o reconstrucción democrática. Este proceso ha tenido en Chile un conjunto de particularidades que han dado lugar a juicios muy controvertidos tanto aquí como en el mundo. Existen visiones muy positivas que lo consideran admirable porque se ha logrado realizar de manera pacífica y gradual, lo que ha permitido negociar los conflictos y evitar una polarización que podría haber puesto al país al borde de nuevos quiebres. Quienes comparten esa visión subrayan que ello se ha hecho además sin tener que pagar el costo de una anestésica amnesia, logrando avanzar en el reconocimiento de la verdad sobre la violación de los derechos humanos durante la larga dictadura militar, generando paso a paso una institucionalidad para la reparación y castigo para los ejecutores de los crímenes. Otras visiones ven en esa gradualidad un defecto y una injusticia; hubieran querido que se avanzara más allá y más rápido. El hecho de que el dictador, si bien fue juzgado, no haya terminado sus días en prisión, les resulta el mayor indicador de que el camino recorrido ha sido insuficiente. Consideran que ha tenido rasgos temerosos y claudicantes, de lo que responsabilizan a los gobiernos de la Concertación. Esta visión controvertida no es sólo nacional. En mi ejercicio docente en Europa me he dado cuenta que al tratar la transición chilena, existe una buena parte de mis alumnos y colegas que comparten esta última visión de las cosas. 1

Sociólogo de la Universidad Católica de Valparaíso, Doctorado en Ciencias Políticas en la Universidad de París III “La Sorbonne Nouvelle”. Entre 2000 y 2006 fue director de la Unidad de Análisis Estratégico de la Presidencia de la República de Chile. Fue Secretario Ejecutivo Adjunto de la CEPAL. Autor de numerosas publicaciones y artículos. Actualmente es director de la Cátedra Globalización y Democracia de la Universidad Diego Portales y es catedrático del Colegio de Estudios Globales de Francia.

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Ernesto Ottone

Para varias generaciones de europeos, Chile fue un símbolo del atropello a la democracia y llevó a los padres y abuelos de los jóvenes de hoy a manifestarse en las calles. Es algo que fue simbólicamente casi tan fuerte como Vietnam como marca generacional. Pero también responde a una visión más extendida –aunque no general– entre los universitarios y particularmente entre quienes estudian Latinoamérica en otras latitudes. La América Latina que muchos de ellos prefieren es más colorida, épica y emocionante que la reconstrucción democrática chilena. Tienden a echar de menos emociones expresivas más altas, mayor acción callejera y líderes carismáticos que encarnen mesiánicamente la salvación popular y se querellan contra los vecinos del Norte, aún cuando la solidez, resultados y efectividad de sus gestiones sean muy discutibles y menos convenientes para generar democracias sólidas y cohesionadas como las que ellos han vivido en Europa por generaciones, al menos antes de la crisis global. Resulta útil, en consecuencia, tratar de establecer los logros y los límites de la experiencia que hemos vivido, siendo necesario clarificar lo que me parece un error conceptual: considerar que hay un determinado momento en el que la transición democrática se completa y concluye. Por supuesto que hubo un momento fundacional con el plebiscito y las elecciones presidenciales que culminaron en la elección de Patricio Aylwin: ahí termina la dictadura. Pero la construcción democrática es un camino abierto e interminable que tiene hitos muy importantes. Es a partir de estos hitos donde podemos afirmar que las reglas básicas exigibles que la definen como tal, aquellas que han señalado Kelsen, Sartori, Dahl y Bobbio entre otros, adquieren un nivel de vigencia suficiente, pero, como bien nos ha dicho el mismo Bobbio, la promesa democrática estará siempre parcialmente incumplida, y siempre deberá responder a nuevos desafíos. Quisiera explicar ahora por qué considero el término de reconstrucción democrática como un término más inclusivo que el de reconciliación, aún cuando no desestimo el valor de esta última. En este caso, como en tantos otros, tiendo a coincidir, aunque no enteramente, con Agustín Squella, quien en su libro ¿Es usted liberal? Yo sí, pero… distingue la transición hacia una democracia en forma, de la reconciliación, señalando que la primera constituye “un proceso

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político de avances jurídicos e institucionales” y la segunda un proceso “de tipo espiritual y avances culturales”. Advirtiendo que a esta última “no hay que darle un significado piadoso”. Squella agrega que “ella no puede consistir en llegar a mirarnos unos a otros como hermanos y ni siquiera como amigos. Lo que en nombre de la reconciliación debe ser restaurado es la tolerancia, de manera que una aceptable convivencia nacional no depende de la unificación de las lecturas del pasado y menos aún tratándose de aquellas partes más traumáticas de nuestra historia, ni de la de los deseos y aspiraciones que tenemos sobre el futuro. Los países cuando forman sociedades abiertas, necesitan no unidad, sino coexistencia; cohesión social y no perfecta concordia”2. Si concordamos con Squella, deberíamos poner los pies en la tierra y contentarnos con una visión mínima (aunque no pobre, diría él) pero eficaz y básica de la reconciliación necesaria para la reconstrucción y el funcionamiento de una sociedad democrática. Ello no debería, sin embargo, excluir necesariamente el concepto de unidad nacional, entendiéndose como un “nosotros”, una composición de individuos muy diversos, quienes, aún cuando se reconozcan con una cierta unidad de experiencias –habitar un territorio que les es común, estilos de integración social con los mismos símbolos de referencia, ciertos rasgos culturales compartidos– y un número de costumbres que les dan un “cierto aire de familia”, donde se tienen diversidades, conflictos y adversidades no menores y, en ocasiones, muy grandes. Es decir, se trataría de una “unidad en la diversidad”, un nosotros compuesto de diferencias que logran tolerarse y donde esa tolerancia se expresa en una aceptación, que podríamos denominar “habermasiana”, de un conjunto reglas que permiten la solución pacífica de esas diferencias. En ese sentido, el concepto de ruptura del “alma nacional” que acuñó el cardenal Silva Henríquez, refiriéndose a los efectos del golpe de Estado de 1973, iría más allá de un concepto meramente piadoso. Se referiría a un hecho grave en la historia de la comunidad nacional: el de la escisión profunda de las subjetividades en un grupo humano que lleva a que las diferencias y contraposiciones de ese “nosotros” supere y quiebre los elementos de unidad, dando por resultado a

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Agustín Squella. ¿Es usted liberal? Yo sí, pero… Santiago: Ediciones Lolita, 2012.

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que ésta se exprese no de manera democrática, sino a través de la fuerza y la violencia que algunos ejercen sobre otros, situación donde el “otro” debe ser transformado en enemigo, ser aniquilado y expulsado y, en el mejor de los casos, sometido. Así considerada, la recomposición del “alma nacional” no sería sino la recomposición del respeto a la tolerancia y –ojalá ya en una etapa más avanzada– del pluralismo, es decir, pasar del acto de tolerar la diferencia, a considerar la diferencia como un valor, como un enriquecimiento, como algo positivo. Es decir, como fundamento subjetivo sólido de existencia de una sociedad democrática. Significa, finalmente, renunciar a aquello que caracteriza a toda dictadura –que existe una verdad política que algunos poseen y que debe ser impuesta al resto– y aceptar la frase de Vattimo de que “no es cuando tenemos la verdad que nos ponemos de acuerdo, es cuando nos ponemos de acuerdo que encontramos la verdad”3, verdad que por lo demás varía, que se compone y recompone, que es fruto del acuerdo que surge de la libre confrontación de aproximaciones diferentes y que siempre nos reflejará a todos en parte y a nadie en todo. Por su carácter subjetivo, la reconciliación así entendida constituye la parte más lenta y pedregosa de la reconstrucción democrática y hay que aceptar su necesaria lentitud, aquella que es propia de los fenómenos subjetivos y culturales. El paso de la aceptación al aprecio, el cambio de la percepción de enemigo a adversario, del espíritu de venganza a tratar de comprender las razones del otro no son procesos apurables. Una cosa es exigir el respeto a las reglas de convivencia que exige la democracia, y otra cosa es que ese respeto se haga con “el corazón ligero”, por convicción y no por necesidad. Miremos ahora a la luz de estas reflexiones la experiencia chilena. ¿Ha sido lenta? ¿Ha sido incompleta? ¿O ha sido razonablemente eficiente? Quizás antes de enfocarnos en ella resulta útil un brevísimo bosquejo de análisis comparativo aún cuando sea de una manera puramente impresionista y sin atribuir a esta comparación ningún juicio de valor sobre cada proceso, pues

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Gianni Vattimo, en Conferencias Presidenciales en Humanidades. Santiago: Gobierno de Chile, 2005.

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cada contexto es único. En cada tránsito de una dictadura a una democracia pesan enormemente las causales que permiten ese cambio, la coyuntura internacional, la necesidad de no provocar explosiones de violencia y la eficiencia en avanzar hacia un sistema democrático. Como es de suponer, los niveles de comparabilidad entre cada proceso son muy diversos, especialmente cuando las realidades a comparar y sus historicidades son muy diferentes. La comparación con países que vivieron dictaduras militares en América Latina, más o menos en paralelo a la chilena, estuvieron marcadas con mayor o menor intensidad por un contexto similar, el de la “inflación ideológica” del cual nos habla Norbert Lechner, del agotamiento del Estado clientelar modernizador y de la guerra fría y la imposición de una respuesta conservadora dura inspirada por la Doctrina de Seguridad Nacional en el marco de aquel conflicto. Ese es el contexto de los golpes de Estado y posteriores dictaduras en el caso de Brasil, Uruguay y Bolivia. Paraguay, que se asimiló a este contexto, venía de antes. El tema de las violaciones de los derechos humanos en los casos de Brasil, Paraguay, Uruguay y Bolivia, aún con diferencias entre ellos, ha tenido un peso mucho menor que en el caso chileno, y todavía esa ausencia levanta ruidos en esos países. El caso de Argentina, en ocasiones mostrado como una reparación más audaz, lo es sólo parcialmente, pues ha recorrido un camino con avances notables, pero también con retrocesos y posteriores correcciones. Si bien ese camino ha tenido y tiene una mayor expresividad política, su recorrido sinuoso ha contribuido quizás menos a una mayor solidez institucional y a un mejor funcionamiento de una democracia en forma. Si nos referimos al paso de las dictaduras del socialismo real de los países del Este Europeo a la democracia, salvo en casos excepcionales o brutales (parodia de juicio y ejecución de Ceaucesu y su mujer en Rumania), estas han tenido lugar sin una política de investigación y reparación de las violaciones de derechos humanos y mucho menos de castigo a los violadores. Otras situaciones que tuvieron una larga duración histórica, como es el caso de España, la transición democrática supuso, quizás con razón, un silencio no sólo sobre los crímenes perpetrados en la guerra civil (1936-1939) sino sobre los delitos cometidos por el franquismo hasta pocos años antes de la muerte del

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dictador. Hasta hoy existe un debate acerca de la consistencia de las medidas tomadas en la Alemania post-nazi y la Italia post-fascista como igualmente respecto al régimen de Vichy en Francia. Si comparamos entonces la experiencia del caso chileno con la experiencia internacional, la transición democrática chilena no aparece en ningún caso en situación desmedrada, olvidadiza o indiferente frente a la violación de los derechos humanos de la dictadura militar. Sin embargo, conviene analizar el caso chileno en su propio mérito. Para ello es necesario examinar las características políticas en que se desarrolló este proceso. La transición a la democracia en Chile tuvo lugar en condiciones muy particulares: no obedeció a un momento catastrófico ni a una situación de ruptura revolucionaria, sino a la suma de un proceso de luchas por la democracia en Chile y una coyuntura internacional. Aquellos elementos condujeron a la dictadura a idear un proceso que ella imaginó como de ratificación legitimadora a través de un plebiscito que sin embargo perdió, derrota que a regañadientes tuvo que reconocer. Se abrió así un proceso eleccionario en el cual sus partidarios también fueron derrotados. Ello dio origen a una situación “sui generis”: un gobierno de la Concertación con una gran legitimidad democrática, pero que sin embargo gobernaba con un sistema electoral que amplificaba las fuerzas de la derecha, con las Fuerzas Armadas intocadas e intocables y el ex dictador como Comandante en Jefe del Ejército. Si agregamos a esto que además una fuerte alianza fáctica entre empresarios y prensa escrita, se hacía preciso entonces la voluntad mayoritaria estuviera obligada a avanzar en todos los terrenos negociando con extremada prudencia. Todo ello en un entorno psicológico marcado por el miedo de unos a otros. Se encontraban los que llegaban al gobierno y venían de un pasado doloroso y temían una vuelta atrás; los que dejaban el gobierno, a su vez, que temían la venganza y se refugiaban en una sobre-representación parlamentaria, en el poder económico, en los medios y en la seguridad de poseer el monopolio de las armas. Sin embargo –y ahí existen méritos de realismo y sensatez en ambos sectores– ese miedo alimentó un camino negociador que permitió ir avanzando en la construcción gradual de una convivencia pacífica, cada vez más valorada por todos.

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Hoy se puede discutir, con razón, si esa negociación inicial pudo haber sido más audaz en la reconstrucción democrática. Probablemente fue posible. Pero como bien sabemos, siempre es muy difícil de aseverar a “ciencia cierta” lo contra factual, lo que no existió. Es difícil juzgar la percepción de las fuerzas que tenían los actores en aquel entonces para tomar las decisiones que tomaron. El temor era generalizado y alimentaba la prudencia. Lo que sí resulta injusto y artificioso es señalar que se impuso una política de olvido en materia de derechos humanos. Fue todo lo contrario. Así lo mostró el Informe Rettig y la emocionada petición de perdón del Presidente Aylwin, en nombre del Estado, a las víctimas y sus familiares. Conviene recordar que en ese momento las Fuerzas Armadas no reconocían la violación de los derechos humanos, la dictadura tenía el púdico nombre de gobierno militar, y tales violaciones eran negadas por la derecha política y sus seguidores, salvo unos pocos casos excepcionales. El perseverante camino de las asociaciones de familiares de las víctimas, los cambios que poco a poco se fueron gestando en un poder judicial, que había acompañado, en su gran mayoría con escaso pudor, el proceso dictatorial, y que se expresaron en una reinterpretación de la amnistía heredada de la dictadura. Esto, junto con el inicio de un replanteamiento del rol profesional de los sectores militares y la salida de comandante en Jefe de Pinochet y su posterior detención en Londres, fueron factores determinantes para generar una nueva situación, que se expresó ya en el gobierno de Eduardo Frei Ruiz Tagle con la “mesa de diálogo” que, más allá de resultados concretos, tuvo una significación simbólica importante. El gobierno de Ricardo Lagos configuró una realidad más avanzada. Pinochet remecido por sus escándalos financieros se desmoronó como referente para la derecha y desilusionó a muchos militares, quedando su apoyo reducido a un grupo de fieles marginales. Las Fuerzas Armadas, antes de que se produjera el cambio constitucional, se subordinaron al sistema republicano y democrático. Se extendió no sólo el conocimiento de la verdad de lo acontecido sino también el castigo a los culpables. Se innovó a nivel mundial con el informe de la Comisión Valech sobre la tortura. El miedo quedó atrás como rasgo predominante en las relaciones sociales. Tan sólo una minoría defendía o justificaba la violación de los derechos humanos por parte de la dictadura.

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En sectores conservadores disminuía el miedo a la democracia ya la voluntad popular y dejaban de asimilarla al temor de la pérdida de su derecho más querido: el de la propiedad. En general en todos los sectores la democracia pasaba a ser cada vez más un bien compartido. El discurso del Presidente Lagos para el 30 aniversario del golpe de Estado, donde al mismo tiempo de condenar la dictadura, se reconocía la falencia de todos los sectores en la pérdida de la democracia; la apertura de la puerta de Morandé; diversos gestos y acciones de las Fuerzas Armadas, entre los cuales el “nunca más” del General Cheyre fue un importante punto de inflexión; el fin de los enclaves autoritarios más ofensivos a las reglas democráticas de la Constitución del año ‘80, son los elementos simbólicos, políticos y jurídicos que marcan la consolidación de una República democrática, aún con problemas, defectos y muchas imperfecciones, pero que pusieron a Chile en otra etapa de su camino de desarrollo democrático. Es ese cuadro, en el cual ha cambiado la cultura del miedo, se ha generado una sociedad más libre que explica, junto a su talento político, la elección de Michel Bachelet y el desarrollo de un gobierno que extiende y perfecciona la defensa de los derechos humanos, da un paso decisivo en su institucionalización y en la cristalización de la memoria histórica con la creación del Museo de la Memoria. Es a partir de la recuperación y la preservación de la memoria que se puede construir el futuro, pues su negación es un gesto idiota e inútil que no construye un sólido camino. Solo en base a esa memoria y no a su negación pudieron surgir nuevas centralidades en el avance societal, ligadas a la discriminación de género, social y étnica y se pudo vivir sin dramatismo la alternancia de gobierno. El gobierno de Sebastián Piñera, salvo en situaciones puntuales que ha corregido, no ha sido un gobierno restaurador de ese pasado en el que rompió el alma nacional, y se ha conducido dentro del sentido común democrático acumulado por este recorrido largo, en ocasiones lento, pero eficaz, que siempre se negó con justa razón a establecer un punto final a los juicios por violación a los derechos humanos. Los puntos finales no existen en la historia. Más allá del tiempo transcurrido, todo elemento relacionado con la violación de los derechos humanos

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deberá ser procesado por el Estado Democrático de acuerdo a las reglas establecidas, ellas mismas también sujetas a perfeccionamientos. ¿Se ha tenido éxito entonces? Resulta muy difícil no reconocer que al menos parcialmente si se ha tenido éxito desde una perspectiva democrática. Por supuesto, en democracia surgirán nuevos desafíos y nuevos atropellos, asimetrías e indefensiones que será necesario abordar. Como ya lo señalamos, la democracia debe hacer convivir por medios pacíficos las diversidades propias de una sociedad abierta, evitando tanto la polarización como la componenda. Me he centrado en el nudo de los derechos civiles y políticos y en la vigencia de la democracia procedimental. Lo he hecho con una intencionalidad metodológica. Ello no significa que en la vida real se detengan ahí los requisitos que exigen una democracia y la aspiración creciente de la expansión de los derechos económicos y sociales. Pese a los avances realizados, estamos todavía lejos de poder mirar sin sonrojarnos los niveles de injusticia social que perduran hasta hoy en nuestro país. Pero no seamos ciegos ante lo logrado. Sólo en una sociedad donde se ha avanzado sólidamente en el camino democrático, puede una comuna escandalizarse ante el hecho que un alcalde, carente de biografía y convicciones democráticas –entre otras tantas manifestaciones de autoritarismo y nostalgia de la dictadura– rindiera un homenaje a uno de los peores violadores de los derechos humanos. Y demostrar que sería luego la misma comuna la que procediera a castigarlo de la manera más democrática imaginable: sacándolo de la vida pública a través del voto popular.

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Chile y la reconciliación Julio Retamal Favereau1

Abordo este tema con cierta reticencia, dado que no forma parte de las materias que domino más cabalmente. Sin embargo, espero contribuir en algo aunque más no sea aclarar algunos temas. La reconciliación es un largo proceso en el cual toman parte varias personas, grupos o instituciones. El primer requisito, por ende, parece ser el de definir cuáles serían estos grupos en el caso chileno. Es obvio que el gobierno de la nación es la parte más destacada. Pero, por el momento, vamos a prescindir de tal parte institucional. Luego están quienes participaron en los hechos que han engendrado el deseo de reparación o reconciliación. Es también obvio que esos grupos son varios. Por un lado estarían los agentes activos, vale decir quienes cometieron actos gravosos. Por otro lado, estarían quienes, reaccionando a tales actos, adoptaron conductas castigadoras, condenatorias o aflictivas hacia los primeros. En otras palabras, hay al menos dos elementos contrapuestos que generaron el proceso que debe concluir en una reconciliación. Ha habido acción y reacción, autores y reactores, estímulo y respuesta. A veces, pareciera que en el largo proceso chileno, sólo hubiera existido un lado: el de los condenadores, que castigaron inmerecidamente a otro grupo que sería absolutamente inocente de los hechos. Ese lado estaría encarnado en el gobierno militar que, gratuitamente, habría atacado y sancionado a ciudadanos ejemplares nada más que para ejercer una autoridad absoluta y satisfacer anhelos de dominación brutal. 1

Historiador de la Universidad de Chile y doctor en Filosofía de la Universidad de Oxford. Entre 1973 y 1976 fue director del Instituto de Historia de la Universidad Católica. Fue agregado cultural de Chile en Francia. En el 2003 es nombrado “Profesor Emérito” de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Vicerrector Académico de la Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación (1983-1985); Miembro de Número de la Academia Chilena de la Historia. Actualmente es profesor en Historia en las Universidades Adolfo Ibáñez y Gabriela Mistral.

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Me temo que no fue así. La realidad política, social y económica de Chile sufrió una larga evolución de deterioro progresivo, durante los años previos a la intervención militar. Y no fue única. En realidad, todo Occidente y parte del resto del mundo se vio afectado por una penetración, a veces calmada y a veces violenta, de las ideologías de carácter totalitario. Estas tienen en común que han sido todas más bien de izquierda: desde el fascismo, fundado por el socialista Mussolini; pasando por nacional-socialismo de Hitler; hasta el comunismo, campeón de la revolución izquierdista. Estas ideologías crearon estados y gobiernos personalistas fuertes y fanáticos, con partidos políticos y sindicatos únicos, con censura de prensa, con supresión del orden constitucional, con policía secreta y campos de concentración para recluir en ellos a los opositores, y con una persistente violación de la libertad, de la igualdad ante la ley y en general, de todos los derechos. La izquierda ha sido a menudo así, desde la Revolución Francesa. Basta recordar el gobierno del Terror (1793-94), que presidiera Robespierre. Ahora bien, en Europa la acción de estos poderosos grupos generó varias revoluciones nacionales y culminó  en la Segunda Guerra Mundial. Nuestro continente vivió de manera marginal la embestida ideológica de izquierda. Pero, durante los años de la década de 1960, fue pasando a una situación más central en el plano de la política, en particular luego del inicio de la Revolución Cubana, que todavía dura (¡!). Desde Cuba y desde los ámbitos intelectuales: universidades, artes, folklore, centros culturales, literatura, etc. se propalaron las ideologías revolucionarias con la rapidez del fuego, a toda la América Latina. Y, por supuesto, a Chile. Desde el reformismo del gobierno de Frei Montalva (la revolución en libertad), hasta la formación de partidos de extrema izquierda y de grupos armados llamados “brigadas”, se fue generalizando el ambiente revolucionario. Quienes vivimos esto desde dentro  –yo era reciente profesor del célebre “Pedagógico” de la Universidad de Chile–, pudimos medir las graves consecuencias de esta escalada. Durante el gobierno de Salvador Allende, el extremismo continuó, junto con medidas de gobierno que no auguraban nada bueno. Las erróneas directivas económicas, las equivocadas actitudes  políticas y los intentos de dirigismo de izquierda, como en la educación (ENU), precipitaron una situación

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insostenible. Eso provocó, por reacción, el llamado a los militares para que tomaran el poder. Y, como todos sabemos, así ocurrió.  De manera que lo que los militares hicieron fue tratar de asumir la corrección del desgobierno, para lo cual tomaron medidas correctas e incorrectas, afortunadas y desafortunadas, como tiende a ocurrir siempre en este tipo de reacción. Incluso hubo medidas excesivas y censurables. Con todo, particularmente al comienzo, una considerable mayoría de la población aprobó el Golpe de Estado.  Pero, a nivel internacional, la situación fue muy diferente. Allende había logrado lo que parecía impensable: ganar el gobierno para una izquierda revolucionaria sin mediar una rebelión, una guerra civil o un caos político. Y he aquí que unos militares retrógrados, apoyados por los EE.UU., hacían fracasar este “modelo de transición pacífica hacia el socialismo”. Visto en retrospectiva, la intervención militar chilena fue justo lo contrario: el primer signo precursor del fracaso de los socialismos y comunismos, que había de llevar hasta la famosa Caída del Muro de Berlín y de la Unión Soviética. Entonces, en el caso de la reconciliación chilena, los dos grupos: el de actores y el de reactores, tienen visiones diametralmente opuestas. Lo que para unos fue un triunfo, para los otros fue una catástrofe. Y, por supuesto, hay sectores que persisten en su visión, a pesar de los castigos a militares que han predominado en los cinco últimos gobiernos del país, incluyendo el actual. La crispación de esos grupos no declina en absoluto.  

Algunas consideraciones al pasar

En mi libro: ¿Existe aún Occidente? (Andrés Bello, 2007) toqué el tema del perdón con cierta detención. Ahí sostengo varias nociones, desde el punto de vista católico, que aquí sólo resumiré. 1.- No existe el pecado social, todo pecado es personal. 2.- La culpa de los pecados no se hereda ni se puede trasladar de titular a voluntad. Nadie es culpable en lugar de otro. Sólo se responde de las faltas propias. 3.- Las peticiones de perdón públicas y masivas no tienen, en consecuencia, más que un valor relativo y constituyen más bien una especie de show muy adecuado a la demagogia de masas actual. 4.- Hay que pedir perdón a quien corresponde y no al aire o a sujetos genéricos inexistentes.

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5.- Hay que pedir perdón a quien se muestra dispuesto a darlo. En esto sigo al filósofo chileno Humberto Giannini, en su artículo: “Una experiencia límite: el perdón”. Allí dice Giannini: “el perdón es algo que ocurre entre dos sujetos... y en su significado va implícita una trans-acción”. Vale decir, el perdón es siempre un acto personal individual; no es jamás algo colectivo e implica una relación mutua: petición-dación-aceptación-perdón. También sigo a Pascal Bruckner en “La tiranía de la penitencia”, en la cual condena esas constantes peticiones de perdón en que caen algunas instituciones, que sólo ensoberbecen a los supuestos afectados, cayendo en un “fariseísmo”. Finalmente, sigo también a Jacques Derrida en “Foi et Savoir suivi de Le Siecle et le Pardon” en donde este filósofo critica las excesivas peticiones u ofertas de perdón, ya que al final no quedaría “ningún inocente sobre la tierra, que pudiera ocupar la posición de juez o árbitro”. Ahora bien, para los cristianos sólo corresponde reparar el error y pedir perdón a Dios, siempre dispuesto a perdonar. En el Evangelio de San Mateo, San Pedro le pregunta a Jesús: “Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano? ¿Hasta siete veces?”. Dícele Jesús: “No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete”. Esto es, un número indeterminado (Mt 18, 21-22). No obstante, hoy por hoy, en Chile, muchos partidarios de la fenecida Unidad Popular, lejos de perdonar, insisten en que les pidan perdón. En esto quieren incluir a toda la población, incluso a aquellos que no habían nacido cuando ocurrieron los hechos real o supuestamente malos. Por supuesto, nunca han asumido que ellos también son culpables y también deberían solicitar remisión de la culpa. Pero hay otro factor muy importante que subrayar en nuestra época de “transparencias” y “comunicaciones” sin parar. La falta de resignación, si se es cristiano, o de estoicismo, si se es agnóstico. En efecto, en los grandes momentos de la historia y en la vida de los grandes hombres, hay determinadas circunstancias en que la virtud de la resignación es la única actitud que cabe, como antídoto de la pequeñez, de la venganza, del desquite, del resentimiento. Resignación y estoicismo son lo mismo: una reacción del fondo del alma en que se asume con virilidad y coraje, una desgracia terrible donde se aprovecha

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de templar el ánimo, de alzarse por encima de las circunstancias negativas o de la ofensa atroz, como un acto de crecimiento espiritual o intelectual. Eso se echa de menos en Chile, en donde muchos gritan exigiendo compensaciones morales o materiales, sin que medien arrepentimientos o deseos de perdonar. A esto hemos llegado, creo yo, por la llamada “Muerte de Dios”, inaugurada por algunos filósofos del siglo XIX, que “liberó” al hombre de un referente superior inclinado a la justicia y al perdón y no a la venganza. La “muerte de Dios” debía acarrear necesariamente la “muerte del hombre”, como intuyó Foucault. En efecto, éste quedó preso de la inmediatez, del subjetivismo, del revanchismo miope, que alarga los problemas sin fin. Ya no habrá más santos católicos ni héroes laicos, sólo individuos y grupos viviendo en el resentimiento eterno. Hasta la resiliencia desaparece.

En el plano de la historia

Luego de estas consideraciones generales, cabe señalar situaciones similares o parecidas resueltas de manera muy distinta a la que prevalece en Chile. Hay ejemplos en la llamada Historia Universal y otros en nuestro país. Recurriré sólo a los más conocidos, pero en todos ellos se dieron gobiernos tiránicos, que provocaron muertes, atropellos a la libertad y graves faltas a las legislaciones vigentes en cada caso. Un caso es el de Napoleón Bonaparte. En 1814, derrotado por la coalición europea, debió abdicar y retirarse a la pequeña isla de Elba, que le había sido asignada como residencia. Sin, embargo, unos meses después, en marzo de 1815, desembarcó subrepticiamente en Francia y avanzó hacia París, siendo aclamado por los mismos franceses que lo habían escarnecido. Es necesario recordar que las guerras napoleónicas le habían costado a Francia más de un millón de muertos, casi todos soldados, vale decir, hombres jóvenes. Además, Bonaparte había cometido crímenes e injusticias en el camino hacia el poder y en su mantención en el mismo. Así y todo, en marzo de 1815, incluso quienes debían detenerlo terminaron pasándose a sus filas, de manera que pudo reasumir el gobierno por unos meses, hasta su derrota final en Waterloo. Aun así, la memoria de Napoleón sobrevivió gloriosamente al destierro en Santa Elena y a su muerte. De ese modo, en 1840, a sólo 19 años de su deceso, el

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gobierno del rey francés Luis Felipe de Orléans organizó un retorno triunfal de las cenizas del gran militar, que fueron solemnemente depositadas en el templo de los Inválidos en París. Otro ejemplo más reciente lo ofrece el del emperador de Japón Hiro-Hito. Basta rememorar que su gobierno, despótico y militarista, embarcó al Japón en la Segunda Guerra Mundial. Luego de años de fulgurantes victorias, vino una lenta y agónica derrota, hasta su rendición incondicional en 1945, luego de las bombas atómicas que arrasaron con Hiroshima y Nagasaki. Cientos de miles de japoneses murieron por seguir incondicionalmente a su emperador. Sin embargo, cuando los americanos ocuparon Tokyo y establecieron un gobierno democrático, respetaron la figura del emperador. No sólo eso. Hiro-Hito no fue injuriado ni juzgado por crímenes de guerra, sino que siguió siendo jefe de Estado y terminó siendo recibido y agasajado por sus súbditos y sus antiguos enemigos, sin reticencias ni resquemores. Un caso que nos toca muy de cerca es el de la caída del comunismo en la Alemania Oriental, en 1989. El durísimo dictador Honecker, que dirigía la “Stasi” –autora de innumerables crímenes, deportaciones y encarcelamientos–, se refugió en Chile, junto a su mujer. Sin embargo, nadie los acusó ni les enrostró nada. Y eso que Pinochet era a la sazón Comandante en Jefe del Ejército. Más aún, algún tiempo atrás visitó Chile la Canciller de Alemania, Sra. Angela Merkel, oriunda de Alemania Oriental y, que se sepa, no vino a pedirle cuentas a la viuda de Honecker, que todavía vive entre nosotros. Esta actitud uno puede calificarla de prudente o de indiferente, pero es una lección de perdón y olvido muy notable. ¿Y cómo no admirarse de la profunda amistad actual de los gobiernos de Francia y Alemania, después de haberse batido por siglos con saña? En cuanto a la historia nacional, puedo citar ejemplos muy conocidos y no tan remotos de casos similares. El primero que surge a la memoria es el de la guerra civil de 1891. El gobierno de Balmaceda procedió de manera anticonstitucional y esto provocó una insurrección general encabezada por el congreso nacional. Lo que siguió fue una guerra despiadada de enfrentamientos de chilenos contra chilenos, que se saldó en varias batallas con unos diez mil muertos en total. Se cometieron también actos reprehensibles por ambos lados y el odio llegó hasta el suicidio del Presidente y el saqueo de las casas y

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exilio de sus más cercanos colaboradores. Sin embargo, a pesar de todo, sólo tres años después, en 1894, los balmacedistas habían creado una fracción del partido liberal y lograron ser elegidos en cargos públicos parlamentarios. El odio había desaparecido rápidamente. Cabe seguir por un militar que fomentó y dirigió varios golpes militares y que gobernó el país durante el período 1927-1931. Me refiero al general Carlos Ibáñez del Campo. Su gobierno fue dictatorial, hubo policía política, hubo destierros, apremios físicos, cárcel para opositores y suspensión de las garantías constitucionales. El gobierno de Ibáñez cayó en 1931, en medio del desprecio general. Sin embargo, a los pocos años, este personaje se presentaba como político a elecciones públicas. Fue candidato a la Presidencia de la nación en 1938 y en 1942; logró ser elegido senador en 1949 y, Presidente de la República para el período 1952-58. Y nadie soñó con someterlo a juicio o con escarnecerlo públicamente por sus años de dictador. Como es fácil de ver, lo que provocó en nuestro país el cambio drástico de mentalidad fue la penetración de las ideologías, en particular las provenientes de las corrientes del materialismo histórico. Estas han formulado la frase: “ni perdón ni olvido”, que es su lema de batalla. Lo han dicho públicamente muchas veces. Además, se han dedicado a fomentar este lema. Han creado figuras jurídicas muy discutibles, como la de los “detenidos-desaparecidos”. Han fundado museos, han establecido fechas de celebración, han formado grupos de petición incesante. Y, por supuesto, al amparo de esta actitud prevalente han dedicado su tiempo a producir toda clase de obras de recordatorio y de continuidad del odio. Novelas, películas, pinturas, revistas, diarios, telenovelas, documentales, cursos, foros, mesas redondas, festivales y todas las formas de la propaganda actual se han destinado a mantener vivo el espíritu de resentimiento y revancha. Además, tienen una enorme caja de resonancia en el extranjero: fundaciones, becas, ONGs., festivales conmemorativos son firme y devotamente dedicados al caso chileno. Aun cuando muchos de los partícipes de estos movimientos no saben nada de la historia chilena ni del carácter nuestro. La persistente concentración en esta temática parece haber obnubilado completamente a la izquierda, ya que no parecen capaces de crear nada en torno a otros temas o fuentes de inspiración. Uno se pregunta

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qué habrían hecho sin el rencor antimilitar… El resultado ha sido que el ambiente esté más que saturado al respecto. Pero, mientras existan fuentes de financiamiento, privadas o de gobierno, se corre el riesgo de continuar con la cantinela. Un problema tal vez no considerado por los animadores ideológicos es la banalización del tema que se está produciendo, lenta pero inexorablemente. Sabemos que la memoria colectiva es frágil, incluso cuando es reavivada sin cesar. El tiempo no pasa en vano en la historia. Pero hay más sobre esta materia. Como pareciera que efectivamente se está desgastando el tema por las razones expuestas, los mismos grupos ideologizados han creado otros temas de enfrentamiento y de denigración de los principios tradicionales. En este momento, la causa que moviliza más a esta forma de pensar es la del pueblo araucano o mapuche. Han tratado de crear una pugna entre los miembros de esa etnia y la masa de la población, incluyendo el gobierno central. Los hechos delictivos han llegado al extremo del asesinato brutal, además de la destrucción de viviendas y bienes en general de los supuestos grupos “explotadores”. Afortunadamente, la inmensa mayoría del pueblo chileno, dentro del cual están los descendientes de muchas etnias, tanto americanas como europeas o asiáticas, se ha manifestado contrario a esta reanudación del odio bajo nuevas formas. Pero el tema, desafortunadamente, no se agota con este ejemplo. Hay quienes están creando sin parar nuevos frentes de batalla, justos o injustos, relativos a estudiantes, homosexuales, partidarios de la legalización de la droga, del aborto libre o de la eutanasia. Se trata de mantener a toda costa la dialéctica confrontacional en la sociedad. Es de desear que se produzcan cambios de actitud considerables sobre estas materias. No es necesaria una reconciliación forzada, dirigida y acaparada por un grupo crispado. La conciencia del pueblo va decantando los hechos y quitando presión y obsesión en las conductas. Sólo entonces podrá darse una verdadera reconciliación. En el intertanto, basta con vivir en la convicción de que tales resquebrajamientos de la vida de los pueblos no deben producirse nunca más. Para terminar, cito nuevamente a Jesucristo, quien ha sido el gran Maestro de Occidente. En una ocasión, llamó a algunas personas para que lo siguieran.

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Uno de ellos le pidió permiso para ir antes a enterrar a su padre, pero el Señor le espetó: “Deja que los muertos entierren a sus muertos, tú vete a anunciar el Reino de Dios”. Otro le solicitó anuencia para despedirse de los suyos. Le dijo Jesús: “Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás es apto para el Reino de Dios”. (Lucas, IX, 60; y Mateo VIII, 21-22). Lo que Cristo quiso decir, claramente, fue: la justicia y el bien se han de hacer mirando al futuro que, pletórico de vida latente, espera nuestra benéfica acción creativa, y no al pasado que está muerto, enterrado y lleno de faltas e injusticias.

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Siete observaciones sobre la reconciliación Héctor Soto1

1.

La palabra reconciliación cruza sobre todo la historia política chilena de los años 90 y primera mitad de la década pasada. Fue un concepto muy presente durante la transición política porque, al reencontrarse con la democracia, las divisiones y heridas acumuladas por el país luego de tres décadas de profundos desencuentros no estaban en absoluto superadas ni habían tampoco cicatrizado. Puesto que la transición impuso un libreto de recato, moderación y contención, que obligó en los primeros años a mantener sobre todo la vista en el futuro que nos podía unir y no en el pasado que nos había dividido, la reconciliación fue vista en algunos momentos de esa década como el capítulo final del drama de las violaciones a los derechos humanos cometidas durante el gobierno militar. En distintas instancias y por parte de importantes actores sociales, fue considerada como una experiencia ineludible de transparencia, limpieza y perdón. Porque básicamente eso era lo que estaba en juego: transparentar los desafueros, tropelías y abusos cometidos por agentes del estado, encontrar los restos de los detenidos desaparecidos, descargar sobre todo a las instituciones armadas, pero también a la judicatura, de la mancha envuelta en esos episodios y ofrecer las condiciones para que victimarios y víctimas pudiesen saldar sus recriminaciones y abrirse recíprocamente al arrepentimiento, a la compasión y el perdón. 1

Abogado y periodista de la Universidad de Chile. Ha sido editor de las revistas Capital, Mundo Dinners y Paula. Autor del Libro Una vida crítica (Ediciones UDP, 2013). Es columnista del diario La Tercera, crítico de cine y panelista del programa Terapia Chilensis de Radio Duna. Ha dirigido el Diplomado en Escritura Crítica para cine, literatura, teatro y artes visuales de la Universidad Diego Portales.

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2.

La reconciliación se volvió en Chile una demanda política generalizada y un imperativo ético ampliamente compartido, en función de la magnitud y profundidad de los traumas heredados de las divisiones políticas y del clima de confrontación registrado entre los años 60 y 90. Los desencuentros, que ya fueron muy profundos a la caída del gobierno de la Unidad Popular, agudizaron todavía más en los años siguientes, a raíz de las políticas represivas del gobierno militar y de las sistemáticas violaciones a los derechos humanos cometidas por organismos como la DINA, la CNI y diversas unidades policiales y de inteligencia de las fuerzas de seguridad. El problema es que aun cuando el régimen militar tenía prácticamente todo a su favor –desde la función legislativa hasta los tribunales de justicia, desde la mayoría ciudadana inicial hasta medios de comunicación, desde el poder de las armas hasta el control centralizado del territorio– esa lucha se desarrolló al margen de la ley y adoptó los contornos de una “guerra sucia”. Esta guerra se tradujo en una actividad represiva fuera de control y despiadada que, si es que no obedeció a órdenes directas de las máximas autoridades del país, en cualquier caso se desarrolló con la evidente complicidad de muchas de ellas. No obstante que el régimen estaba en objetiva ventaja para haber llevado a los tribunales a los responsables no sólo de acciones subversivas o terroristas –que las hubo– sino también de conductas asociadas a atisbos de resistencia u oposición política, el gobierno militar optó en diversos momentos y circunstancias, especialmente en los primeros años, por la represión directa, por la práctica de tortura, por la desaparición forzada de personas, por la desarticulación de los cuadros dirigentes del MIR y de los partidos socialista y comunista, y no en último lugar por la eliminación (muy improvisada al comienzo, más selectiva hacia el final) de dirigentes políticos, sindicales o poblacionales identificados con acciones terroristas o de sabotaje.

3.

El proyecto de reconciliación –que estuvo envuelto en iniciativas tales como la Comisión Rettig en tiempos del Presidente Aylwin y de la Mesa de Diálogo que

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auspició a fines del gobierno del Presidente Frei el ministro de Defensa Edmundo Pérez Yoma, con el respaldo del entonces obispo auxiliar de Santiago monseñor Sergio Valech– puede considerarse exitoso en la medida en que estableció hechos históricos, en que dispuso diversas asignaciones y beneficios para las víctimas y en que expresó la voluntad de la sociedad chilena de compartir su dolor. Pero el proyecto fue más bien un fracaso en la expectativa de conocer por esta vía el destino de muchos de los detenidos desaparecidos, de recuperar sus cuerpos y de acortar la brecha de odiosidades con miras a un eventual perdón entre las partes que se habían enfrentado en los años ‘70 y ‘80. Puesto que fue un proyecto cargado de muy altas expectativas, llamado a concluir por un lado con relatos indiscutibles acerca de todo lo que había ocurrido y con el abrazo incondicional que dejaría atrás viejas enemistades, el saldo que dejaron en la opinión pública los esfuerzos de reconciliación se tradujo en un sentimiento de insatisfacción. En concreto, porque nunca se supo toda la verdad de lo ocurrido y tampoco hubo el abrazo que buena parte de la opinión pública estaba esperando.

4.

Hubo probablemente una cierta cuota de ingenuidad en creer que la reconciliación era enteramente factible y sólo una cuestión de buena voluntad. Por desgracia, a veces la historia es más poderosa que las voluntades. El entusiasmo de muchos actores, en cuanto a que era esto lo único que se necesitaba para cerrar definitivamente el que quizás sea el capítulo más tenebroso de la historia política chilena, terminó transformado en desaliento luego de comprobarse el fracaso del esfuerzo relativo a los detenidos desaparecidos. Fue poco realista pensar que el proceso podría haber terminado de otro modo, entre otras cosas porque por parte de las victimas el dolor y el resentimiento eran enormes y también porque, por parte de los victimarios, en el proceso seguían estando en juego responsabilidades penales que comportaban destituciones y cárcel.

5.

Hubo adicionalmente otras confusiones. Hoy aparece, más claro que en su momento, que fue un error condicionar el éxito de reconciliación a la even-

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tualidad de un abrazo fraternal entre las víctimas de la represión y los represores. Fue también un error pretender que el proceso reparatorio debía consultar perdones y blanqueos colectivos. El perdón es por definición un acto individual y ninguna sociedad está en condiciones ni de otorgarlo ni de exigirlo. En más de un momento, por otra parte, se confundieron planos que, como composición de lugar al menos, la sensatez exigía mantener separados. Porque una cosa era la reconciliación –con todo lo que comportaba de catarsis, de verdades restituidas, de contención del dolor de las víctimas, de reparación simbólica por los abusos sufridos– y otra eran los procesos penales en curso, que supuestamente se iban a agilizar a raíz de la actitud colaboradora de los organismos de seguridad y las instituciones armadas. Los organismos de derechos humanos confiaron quizás demasiado en que los tribunales iban a poder hacer justicia y se opusieron siempre a la idea de generar incentivos penales e incluso económicos para que, quienes conocieron el destino de los detenidos desaparecidos, hablaran o confesaran. Al parecer hubo demasiada fuerza en esa oposición. Pensaban que la justicia iba a ser más exitosa de lo fue en identidad culpables y ubicar restos. Pero los implicados levantaron un muro de hermetismo y silencio. El resultado fue que no se logró avanzar demasiado. Ahora bien, no obstante las frustraciones asociadas a este proceso, habla bien de la sociedad chilena el haber hecho los esfuerzos para amparar a las víctimas, reconocer las heridas y superar los traumas. Fue un trabajo arduo y que se hizo con buena fe. En más de un momento, por otro lado, quedó de manifiesto que el interés colectivo no necesariamente era coincidente con el de las agrupaciones de víctimas o de las organizaciones de derechos humanos. La reconciliación ganó mucho terreno en términos de clima social, no obstante que para el mundo de los derechos humanos las heridas siguieron tan abiertas como antes.

6.

Si bien el atropello a los derechos humanos es un asunto inadmisible en todo tiempo, lugar o circunstancia histórica, la experiencia mundial muestra que hay una correlación extremadamente tóxica y perversa entre represión al

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margen de la ley y el terrorismo. Ambas se retroalimentan recíprocamente y llega en momento en que cuesta establecer cuál es la causa y cuál la consecuencia. Incluso a veces da lo mismo establecer si es primero el huevo o la gallina, atendido el grado de interdependencia que hay entre la conducta del encapuchado que coloca una bomba en un lugar concurrido y el falso agente de seguridad que secuestra a medianoche sin orden judicial. La historia prueba que el terrorismo fuerza con tal presión los mecanismos de defensa y de control de las sociedades democráticas que incluso países desarrollados y de fuerte tradición liberal han manchado su prontuario de libertades civiles con abusos y operativos ilegales. Fue lo que le ocurrió en alguna medida a Italia con las Brigadas Rojas, a Inglaterra con las acciones del IRA y, muy en particular, a España con el terrorismo ETA y los Gal. La experiencia de los Estados Unidos en la campaña contra el terror también da cuenta de distorsiones parecidas. Estos desbordes ciertamente que no corresponden a una fatalidad histórica, pero un mínimo de realismo obliga a reconocer que no son casualidad. En Chile se podrá decir que los militares prontamente controlaron el país después del golpe, pero hay que reconocer que la resistencia subversiva no desapareció y que en 1986 Pinochet se salvó de un atentado que no fue amateur y que era parte de un operativo militar y político mucho mayor.

7. Es posible que en lo básico el grueso de la sociedad chilena esté hoy mucho más reconciliado que en cualquier momento del último medio siglo. Es posible que, a medida que van pasando los años, las cicatrices del ‘73 se vayan notando menos. En poco tiempo más, la mayoría de la población no tendrá memoria alguna del golpe de Estado por el mero hecho de haber nacido después de esa fecha. Con todo, 40 años después del golpe, el trauma permanece y a veces basta una pequeña chispa en el pastizal reseco –el homenaje a Krasnoff, la celebración del aniversario del golpe en el pinochetismo venido a menos, la negación de las violaciones de los derechos humanos por parte de algún exaltado– para que la pradera vuelva a encenderse. El piso de la sociedad chilena en este sentido todavía es muy débil. A la menor provocación hay grupos que todavía se descontrolan. El hecho tiende a darle la razón a quienes

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piensan que la transición, el dinamismo económico y la modernización del país se han llevado a cabo a costa de ocultar o bloquear muchas presiones y descontentos subterráneos. En más de algún sentido, el nuestro es un país modelo que en los últimos años ha impartido lecciones de estabilidad política, de prosperidad económica y de superación social. Pero eso no nos hace todavía una sociedad incombustible, porque el nuestro es también un país donde, más allá de sus fastos modernizadores, subsisten brechas enormes de desigualdad y donde a veces sigue respirándose un clima de resentimiento y bronca. Bronca contra las élites, contra la política, contra los que tradicionalmente fueron poderosos. Bronca o hartazgo contra toda suerte de autoridad o liderazgo.

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La reconciliación: una tarea inconclusa Juan Emilio Cheyre E.1

Por qué escribo estas líneas

Convocado por el Instituto de Estudios de la Sociedad (IES), me sumo a quienes compartiremos una reflexión acerca del tema de la reconciliación en Chile. Lo hago convencido que es un asunto de la más alta prioridad para el futuro de nuestro país. Me alegra que los editores sean Hernán Larraín y Ricardo Núñez, dos políticos que han jugado un rol fundamental y demostrado valor para construir futuro asumiendo un pasado en el que sus visiones fueron contrapuestas. Este año 2013 resulta una fecha especialmente propicia para emprender una tarea como ésta. El 11 de Septiembre se cumplirán 40 años de aquello que algunos todavía llaman pronunciamiento y otros golpe militar. Una fecha que deberíamos aprovechar para encontrar caminos de restablecimiento de la concordia dramáticamente fracturada hace cuatro décadas. Parte de mi vida, especialmente el tiempo en que me correspondió ejercer el mando en jefe del Ejército de Chile, ha estado marcada por ese objetivo. Hace ya casi diez años, en el Seminario “Ejército y Derechos Humanos: Compromiso para el siglo XXI” (7 de Diciembre de 2004) pude manifestarlo públicamente señalando que un objetivo prioritario de mi acción de mando fue hacer lo que el Ejército estaba obligado moral, institucional e históricamente a realizar para “cerrar las heridas; cerrarlas en lo que a nosotros compete, lo cual está hecho, y contribuir a la reconciliación y la plena recuperación de nuestro ser nacional” Viviendo ya mi vida civil observo con preocupación que el preciado propósito en que millones de compatriotas sueñan –de un Chile donde la amistad cívica y la unión entre aquellos que se sintieron separados o enemigos se 1

Director del Centro de Estudios Internacionales de la Pontificia Universidad Católica de Chile. General de Ejército, fue Comandante en Jefe del Ejército de Chile en el período 20022006. Es Doctor en Ciencia Política y Sociología por la Universidad Complutense de Madrid.

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restablezcan– es aún una tarea inconclusa. Inconclusa porque, aunque ha habido avances significativos, estos no han logrado aún la plena reconciliación, y todavía persisten divisiones importantes. Pese a ello resulta significativo que los esfuerzos hayan sido transversales y que se hayan generado desde diferentes sectores, independientemente de sus posiciones y conductas en la tragedia del pasado. Por ello creo que debemos todavía hacer un esfuerzo adicional y recorrer lo que queda del camino. Hacerlo nos permitirá lograr el objetivo que, estoy convencido, una mayoría abrumadora de chilenos queremos alcanzar: aquel que un país consigue cuando cada uno de sus hijos e hijas, independiente de sus diferencias de pensamiento e historias de vida, sienten que están hermanados y que entre ellos la división, e incluso el odio que pudo existir, finalmente han sido superados. Redacto estas líneas en Frutillar. Me recluí en este lugar hace años, cuando recibí la tarea de mandar el Ejército. Aquí llegué a la conclusión que el pasado había que asumirlo sin negarlo y me comprometí de por vida a ser consecuente con esa idea. Desde este mismo lugar, buscando la verdad en los signos de la historia, redacté, entre otros, el compromiso de que nunca más el Ejército rompería el orden Institucional ni su personal emplearía la violencia que llevó a algunos de ellos a cometer crímenes contra sus compatriotas. Orientado a aportar a la reconciliación, aquí mismo redacté la declaración donde el Ejército reconocía su responsabilidad “que como institución le cabe en todos los hechos punibles y moralmente inaceptables del pasado”. Debo reconocer que asumir con convicción esas responsabilidades constituyó la tarea más compleja y la conclusión más dolorosa de toda mi vida personal y profesional. Sin embargo, al mismo tiempo creo bueno dar testimonio del efecto benéfico de esos pasos. La Institución y su personal, incluso muchos de los procesados por la justicia, sintieron los efectos de liberarse de una carga que impedía relacionarse con aquella parte de la sociedad que los veía indiferentes ante una verdad que no podía ser negada o justificada y pudieron transitar hacia un reencuentro con aquellos que habían sentido como adversarios. Hoy, más de una década después de esos momentos y de las acciones que buscaron aplicar esos conceptos, con fe e ilusión trataré de entregar algunas

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nuevas ideas, con la esperanza que contribuyan a avanzar por el camino que aún nos queda por recorrer a fin de volver a unir lo que nunca debió haberse separado.

Nuestra necesaria reconciliación

Estoy firmemente convencido de que lograr la reconciliación dará a Chile su mejor arma para conquistar un mejor país, en beneficio de todos y especialmente de aquellos que menos tienen o que más han sufrido. Más allá de profundas definiciones acerca del concepto, creo que la esencia de la reconciliación radica en la voluntad y capacidad de los seres humanos para rescatar y recomponer una comunidad que por diferentes razones y en distinto grado, en un momento de la común historia de vida de sus integrantes, se desintegró gravemente. Sin duda en el caso de nuestra historia reciente la común unión entre los chilenos sufrió un proceso progresivo de deterioro que culminó con su profunda fractura el 11 de septiembre de 1973. Los hechos posteriores, hasta el advenimiento de la democracia, tendieron a que la ruptura del tejido social y de la convivencia se profundizara, especialmente por la violación de los derechos humanos por parte del sector en el poder. No ha sido nuestra única experiencia de desintegración social y de deterioro de nuestra convivencia interna, pues ya vivimos un proceso similar con los acontecimientos durante y posteriores a la revolución de 1891. De igual manera en el ámbito internacional han existido procesos de descomposición de la convivencia entre compatriotas de similares o peores características que la nuestra. Sin embargo, tanto la ruptura de la unidad y la convivencia como la recuperación de la armonía y la amistad cívica son procesos eminentemente nacionales e irrepetibles. Una primera verdad que debe acompañarnos en este camino a recorrer es, por consiguiente, que las soluciones a nuestra experiencia del pasado reciente debemos encontrarlas entre nosotros, que no hay ejemplo que podamos seguir ni otra experiencia que podamos imitar. Debemos ser conscientes, en consecuencia, que como chilenos tenemos una tarea pendiente que nadie pude hacer por nosotros. Y debo agregar que estoy profundamente convencido que no podremos avanzar en esa tarea si no somos capaces de valorar el camino que ya hemos recorrido, los avances

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que ya hemos realizado en materias de verdad, justicia, reconocimiento y reparación en los casos de violaciones a los derechos humanos y de todo aquello que produjo nuestra crisis de convivencia nacional. En los últimos años me ha correspondido compartir con otros chilenos la experiencia de mostrar en países extranjeros y ante organismos internacionales nuestro proceso de transición. Como resultado de ello he podido constatar que audiencias ilustradas en Egipto, Túnez, Noruega, Estados Unidos, países de nuestra región latinoamericana y funcionarios internacionales de Naciones Unidas u otras instituciones, reconocen que en Chile hemos asumido el compromiso de buscar la verdad y que hemos hecho avances importantísimos en esa tarea, sentando sobre esas bases la posibilidad de reconstruir nuestra convivencia nacional. Y efectivamente, es innegable que ese esfuerzo ha sido factor clave para reencontrarnos en una comunidad que supere las divisiones del ayer y se comprometa con los ideales de democracia, libertad y respeto a la dignidad del ser humano. Sin embargo, todavía dentro de nuestro país se oyen voces que minimizan esos logros. Yo saludo esas voces si nos recuerdan cuánto falta por avanzar, pero no puedo sino deplorarlas si lo que buscan es mantener permanentemente abiertas heridas del pasado como una forma de reivindicar propósitos o ideales políticos o ideológicos particulares. Personalmente creo que todos los propósitos e ideales políticos son legítimos y los respeto a todos por igual, pero debo decirlo: ese respeto, no sólo de mi parte sino de todos los chilenos y del resto del mundo, se ve deteriorado cuando ideales o ideologías son instrumentalizados para alimentar odios y una enemistad cívica que la mayoría desea superar. Por eso me atrevo a afirmar que en la tarea pendiente de avanzar en nuestra reconciliación se hace vital, sin miradas exitistas o autocomplacientes, asumir lo positivo de lo logrado. No avanzaremos si en algunos sectores prevalece una mirada fatalista e incluso negadora de nuestros resultados. Ello impide identificar las tareas pendientes volviendo a insistir en temas ya resueltos e imposibilita centrar los esfuerzos en la profundización de lo que realmente falta por hacer. El Chile desarrollado al que aspiramos y que podemos lograr requiere de una objetiva ponderación de nuestros avances y una clara identificación de nuestras carencias. Haciéndolo así, la reconciliación será el más

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poderoso instrumento puesto al servicio de alcanzar los objetivos que el país se ha planteado de manera transversal para lograr un sitial entre las naciones que disfrutan de estabilidad y progreso. Soy consciente sin embargo que no se trata sólo de un problema colectivo, que los temas de que hablo alcanzan a muchas personas en lo más íntimo de sus vidas, en su paz interior y en la forma como ven a otros seres humanos y conviven con ellos. Sé que en nuestro país son miles aquellos que, por las experiencias traumáticas del pasado, viven un dolor que les impide confiar en instituciones o personas a las que legítimamente hacen responsables del drama que afectó sus existencias. Por ello quiero compartir en estas líneas dos experiencias, acaso contrapuestas, pero igualmente ilustrativas y quizá aleccionadoras respecto de la tarea que tenemos por delante. La primera de ellas la viví a pocos meses de haber terminado mi vida en el Ejército en 2006. Regresaba al aeropuerto de Santiago después de un viaje al extranjero y, mientras caminaba junto a mi mujer en busca de nuestro automóvil, se me acercó una señora que, luego de preguntarme si yo era “el general Cheyre”, aunque se veía muy segura de haberme reconocido, me dijo algo que quedó grabado en mi memoria y en mi corazón: “Señor, yo le agradezco porque sus palabras y su actuar reconociendo los crímenes y la responsabilidad del Ejército cambiaron mi vida. Yo tenía odio en el corazón y ya no lo tengo. Mataron a mi marido y a mi hijo y no podía entender ni perdonar. Desde que veo que los militares se arrepienten vivo diferente”. Sin duda no es textual, pero no me alejo en nada de lo que escuché. Segunda experiencia: al término de una exposición mía en un Seminario de DD.HH. en la Universidad Central organizado por el abogado Juan Guzmán, una señora de edad y con una dignidad que también ha quedado grabada en mi memoria, me dijo en forma personal y privada: “Señor, lo he escuchado y le creo, pero yo perdí a mi marido y no he podido perdonar. ¿Cree usted que haciéndolo pueda vivir en la paz que no he alcanzado?”. Mi respuesta fue, lógicamente, que yo no podía contestar eso, pero que sí podía decirle que había conocido a muchas personas que en situaciones similares habían transitado el camino de la reconciliación y que siempre les había hecho bien. Con unos ojos claros y tristes que no puedo olvidar, me contestó que trataría de hacerlo

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porque el dolor era muy grande y deseaba sobreponerse a esa carga que cada día le resultaba más dura, pero con la misma serenidad agregó que no sabía si le sería posible dar el paso. Nunca había dado testimonio público de esas dos vivencias que han marcado mi vida en estos últimos años. Lo hago ya que de mi experiencia deduzco que quienes son capaces de actitudes como las de esas dos mujeres son seres excepcionalmente generosos y nobles. Algunas de esas personas logran cambiar su vida a través de procesos que, sin pretender borrar su experiencia traumática y dolorosa, logran o intentan sobreponerse a ellas. Esas dos vivencias me han enseñado, también, que la reconciliación, aunque no es tarea fácil para aquellos que experimentaron los dolores de la división y el antagonismo, tampoco es imposible, y puede llevarnos, además de a la paz social, a la paz con nosotros mismos.

Las prioridades a enfrentar para alcanzar la reconciliación

2013 es un año propicio para ser transformado en símbolo de nuestra voluntad y capacidad de construir futuro, en lugar de convertirlo en recordatorio de una fecha que marcó la división y fractura de nuestra alma nacional hace cuarenta años. Transitar el camino que falta por recorrer no es tarea fácil. A mi juicio existen ciertas prioridades que es posible identificar. Son las siguientes: La primera es reconocer y valorar lo construido, alejándonos de la sensación de fracaso al tiempo de identificar aquello que debe enfrentarse y que aún se encuentra pendiente. En este año, en el que las partes que se enfrentaron podrán sentir la tentación de reivindicar los fundamentos de la posición de antaño y asumir una defensa del actuar del pasado, deberíamos hacer lo contrario y buscar un consenso mínimo acerca de lo que ninguno desea vuelva a repetirse. Parte insustituible de ese consenso es la explicitación de algunas verdades compartidas por todos. Los chilenos de hoy no estamos disponibles para debilitar la democracia o las instituciones poniéndolas en peligro. Debemos desterrar la persecución de todo objetivo ideológico, sobre todo en sus aspectos que excluyen la estabilidad y la institucionalidad: las legítimas diferencias entre diversos proyectos pueden separarnos, pero al mismo tiempo pueden constituir

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una base para el diálogo democrático. Necesitamos revalorar ese diálogo y los acuerdos, rechazando la imposición de la idea propia. La violencia, en cualquiera de sus formas, debe ser rechazada, denunciada y perseguida. Es un deber comprometerse a no volver a utilizar a quienes poseen la fuerza para dirimir conflictos de carácter político y resulta imperativo que las Fuerzas Armadas y las Policías mantengan su pleno compromiso democrático y su subordinación al poder político. Se deben fortalecer tribunales independientes y una justicia que proteja a quienes ven vulnerados sus derechos. Igualmente debemos esforzarnos para que los medios de comunicación sean capaces de evitar la instrumentalización con cualquier fin. El rechazo a la violencia, al uso ilegítimo de la fuerza, a los atropellos a los derechos humanos y a todo crimen requiere un compromiso de quienes ostentan el uso legítimo de la fuerza y también de una población donde no es aceptable que surjan grupos que atentan contra la vida o la integridad para sembrar terror. En fin, un rechazo al odio en cualquiera de sus formas es un punto común que, cuarenta años después de que éste se entronizara en nuestro país, permitirá construir un punto de partida para activar las etapas de reconciliación que faltan por desarrollar. Entre los avances ya efectuados, diversos sectores han asumido pública y oficialmente sus responsabilidades en la crisis que vivió Chile. Entre ellas destacan las FF.AA. y, a mi juicio, particularmente el Ejército. Muchas veces se afirma que faltan actores, instituciones y personas que asuman un pasado del cual deberían arrepentirse. Desde mi perspectiva, avanzar en tal sentido habría sido bueno, justo y necesario. Sin embargo, a esta fecha, persistir en forzar a otros a hacerlo no conduce a nada, menos aún cuando son pocos los que podrían erigirse como jueces imparciales para exigir culpas de otros sin visualizar su propia cuota de responsabilidad en un drama nacional en el que la democracia, finalmente, la perdimos entre todos. Por mi parte, pienso que es más útil y conducente al objetivo de la reconciliación el que, como personas y como instituciones, nos comprometamos con una conducta que no repita los hechos y formas de actuar del pasado y que ello se transforme en una forma de vida dentro de nuestra sociedad. Avanzar en la investigación de todo aquello que está en curso en tribunales, con procesos justos y con pleno cumplimento de la ley hasta cerrarlos con

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la ejecución de las sentencias significará una fase fundamental del proceso de reconciliación. Una reflexión serena parece ser necesaria para asegurar que no sea la venganza el criterio que se aplica contra aquellos que aparecen como responsables de los excesos y delitos que hemos conocido. La justicia y la sociedad, en su momento, deberán ponderar la forma de cumplimento de las penas. Todo ser humano tiene derechos que son exigibles y que, si les son negados, terminan por envilecer a aquellos que aplican el máximo rigor sobre pocos, olvidando el magnánimo perdón que a otros han dado o, lo que es peor, al auto perdón que a su propia conducta han otorgado. Finalmente y por encima de todo, esta incompleta relación de prioridades sería aún más rudimentaria si no incluyese la necesidad de ampliar nuestra cultura de la democracia y los derechos humanos. Hoy día existe entre nosotros una institucionalidad democrática y el respeto por los derechos humanos. Sin embargo no es suficiente. Es posible que nunca sea suficiente y su ampliación sea un proceso permanente. Sin embargo hoy, más que nunca, es preciso que hagamos un esfuerzo colectivo por alcanzar una comprensión común y única acerca de sus contenidos, de su profundidad y de sus alcances en el Chile contemporáneo.

Debemos ser capaces

A cuarenta años del quiebre de nuestra convivencia hemos logrado recomponer la armonía en una sociedad que sufrió una brutal división. Hacerlo ha sido fruto de la generosidad y voluntad de una inmensa mayoría de los chilenos y chilenas. Hoy disfrutamos de un país democrático, libre, con instituciones sólidas y que camina con paso firme hacia el desarrollo. Subsisten en nuestro país problemas acuciantes que –todos somos conscientes de ello– deben ser resueltos con urgencia: focos de pobreza que deben ser eliminados, inequidad que debe desaparecer, déficit en educación que debe ser superado y desequilibrio en oportunidades que debe quedar atrás. Hemos llegado a esta situación porque fuimos capaces de enfrentar juntos el pasado, generando sobre esa base una cohesión social que ha sido fundamental para alcanzar el nivel que se ha logrado. Ahora debemos con-

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solidar esos tremendos avances. Nos encontramos en una fase en la que está en juego el logro de un objetivo que no hemos sido capaces de concretar en nuestros primeros 200 años de vida como nación independiente. Tenemos las capacidades humanas y los recursos para hacerlo, como asimismo los proyectos de quienes nos lideran a través de la institucionalidad vigente. Alcanzar la reconciliación en forma mayoritaria o plena se constituiría en poderoso instrumento coadyuvante al proyecto país que queremos, que lleve a la generación actual a poder afirmar que fuimos capaces de construir la armonía allí donde había prevalecido el conflicto. Que fuimos capaces de vencer al odio y la división para hacer triunfar la paz, la amistad cívica y el respeto que nos debemos todos, más allá de nuestras diferencias. Que fuimos, en suma, capaces de recuperar nuestra dignidad de verdaderos seres humanos.

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La actuación eclesial de la reconciliación Mons. Cristián Contreras Villarroel1

I.  En estas páginas abordaré el tema de la actuación eclesial por la reconciliación en Chile. Lo haré basado en algunos documentos de la Conferencia Episcopal de Chile entre los años 1973 y 1989. La tarea reconciliadora de la Iglesia viene a ultimar todas las opciones pastorales tendientes a suscitar un ethos desde el evangelio de Cristo. Desde la opción pastoral por la vida, surgirá para el creyente un imperativo moral: la tarea de la reconciliación. La convocatoria del papa Pablo VI para la celebración del Año Santo de 1975, encontró a la comunidad chilena en un largo y doloroso proceso de división. El episcopado chileno vio en aquel evento de la Iglesia universal un momento propicio para iniciar un itinerario de reconciliación a nivel social: “procurar, tras años de apasionadas luchas políticas, económicas y sociales, la reconciliación de los chilenos, en el respeto de sus diferencias y divergencias, mediante una toma de conciencia más profunda del carácter fraternal de la humanidad, de la dignidad inviolable del ser humano”. Para la Iglesia, esta dignidad deriva de nuestro origen divino y del hecho de la encarnación y nacimiento de Cristo, hijo de Dios, verdadero hombre, “participante de nuestra naturaleza humana, hermano nuestro, insertado en nuestra historia”. En efecto, “los resentimientos mutuos, el deseo de venganza, hacen cada vez más urgente en Chile este año de Reconciliación. Alcancémosla entre cristianos, en el interior del mismo Pueblo de Dios: será el mejor aporte que podemos ofrecer a la comunidad nacional”.2

1

Obispo Auxiliar de la arquidiócesis de Santiago (2003) de la cual es sacerdote desde 1984. Es doctor en Teología Dogmática por la Universidad Gregoriana de Roma. Desde 1992 a 1999 se desempeñó como Oficial de la Congregación para los Obispos, en la Curia Romana.

2

Cfr. Secretaría general del Episcopado, “La reconciliación en Chile”, 24 de abril de 1974, N°II.1.

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MONS. CRISTiÁN CONTRERAS

Desde el año 1974, el término “reconciliación”, poco a poco, pasó a ser una categoría interpeladora para la conciencia eclesial y también nacional. Llegará incluso a ser parte integrante del lenguaje de la vida política de la nación, y sigue siendo una de las tareas urgentes en el período democrático iniciado el 11 de marzo de 1990. La necesidad de una reconciliación nacional parte de un diagnóstico global de la sociedad chilena aceptado más o menos por todos los referentes sociales, culturales e ideológicos del país, y llegó a imponerse como un imperativo moral, no obstante que la comprensión del contenido de la reconciliación pudiera ser diversa en los distintos universos culturales e ideológicos: “la aspiración a una reconciliación sincera y durable es, sin duda alguna, un móvil fundamental de nuestra sociedad como reflejo de una incoercible voluntad de paz; y –por paradójico que pueda parecer– lo es tan fuerte cuanto son peligrosos los factores mismos de la división”.3 Uno de los grandes aportes durante los años de polarización social es que la Iglesia en Chile ha estimado, defendido y educado en los valores de la democracia y la participación. En la carta “El renacer de Chile”, del año 1982, los obispos, después de constatar la crisis económica, social, institucional y moral, propiciaban un renacer de Chile que exigía tres condiciones: el respeto por la dignidad humana, el reconocimiento del valor del trabajo y el regreso a una plena democracia; señalan también que “los abusos que haya habido [en democracia] no justifican una interrupción tan larga en la vida normal de la nación. Esto no es sano y nos ha traído las consecuencias que ahora lamentamos. Abrir los cauces de participación política es una tarea urgente. Antes que el nivel de las tensiones provoque una posible tragedia”. 4 Por estas razones, el episcopado vuelve a reiterar que “el régimen democrático con participación representativa parece tener mejores posibilidades de conjugar libertad con igualdad, siempre que la participación se dé no sólo en los derechos civiles, sino también en los derechos económicos y sociales. 3

Juan Pablo II (1984), Exhortación apostólica “Reconciliatio et Paenitentia”, N°3.

4

“El renacer de Chile”, N°7. Cfr. “Para una real democracia”, Conferencia Episcopal de Chile, 14 de octubre de 1983; “Declaración sobre Inscripción en los registros electorales”, 10 de junio de 1987.

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Ello es realizable, sin embargo, sólo en un contexto de efectivos valores morales y responsabilidades libremente consentidas, guiadas por un alto sentido de justicia y solidaridad”.5 La fe cristiana aporta al ámbito político dos elementos: por una parte, “asume, fomenta y eleva todas las formas positivas de consenso vivido, en cualquier comunidad histórica concreta, operando como un fermento fecundante”; y, por otra parte, simultáneamente “será una instancia crítica, atenta y vigilante, ante cualquier intento de doblegar y anular la inagotable riqueza personal de lo humano, en aras de algún sistema cerrado de ideas férreas, aun cuando ese sistema se autointerponga como inspirado en el depósito revelado”.6 En el contexto de la política –las realidades del mundo y de la vida social– la fe cristiana cumple una doble función: por una parte, comprende al hombre en un origen dado y le señala su vocación a la filiación divina; y por otra parte, al servicio de ese memorial antropológico, la fe comporta “exigencias morales no sólo en la conciencia individual, sino también en la condición social y política de la existencia humana”.7 El que la Iglesia resalte la importancia de valores como la verdad, la justicia, la libertad y el amor, señala la existencia concreta de sus opuestos; esa existencia, voluntaria y no casual, de vicios antagónicos a los anhelos de la comunidad humana, y que a la luz de la fe implican a Dios mismo, se han reflejado de modo especial en la convivencia social y son en parte los elementos constituyentes de la llamada “crisis moral” que afectó a la vida política y social en Chile. La Iglesia en Chile planteó al país y a los creyentes un desafío histórico por establecer las bases de una institucionalidad que garantizara los valores señalados y permitiera que el imperativo de la reconciliación nacional se fuera haciendo realidad. Tal propuesta no se hacía desde un lugar ideal. Por el contrario. El prolongado proceso de desencuentro y división de la familia chilena en las décadas de los años 70 y 80 se manifestó de manera especial en la crisis política, siendo el signo más patente la violencia fratricida, pero cuyo antecedente

5

“Humanismo cristiano y nueva institucionalidad”, Documento de Trabajo, 4 de octubre de 1978, N°73. Cfr. “¡Vence el mal con el bien!”, 9 de octubre de 1984, N°2.

6

“Humanismo cristiano…”, N°42-43.

7

“Humanismo cristiano…”, N°46.

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el episcopado de la época instó a buscarlo en lo que llamó “una grave crisis moral”.8 Es exigencia moral ineludible, afirmó el episcopado, el contribuir a renovar los esfuerzos para crear un clima prospectivo y esperanzador, que no recuerde a cada paso los presuntos o efectivos delitos y culpas pasadas.9

Es interesante constatar cómo en la búsqueda de ese consenso pacificante, se asume el problema de la culpabilidad en un horizonte “prospectivo y esperanzador”. Sin embargo, hay que tener en cuenta que en Chile se verificó la “imposición coercitiva de soluciones” a través de un régimen militar sustentado por la “doctrina de la seguridad nacional”. Para el episcopado, esa solución impuesta no sólo no garantizaba la superación de la crisis, sino que la agravaba hasta el extremo de contradecir la “Unidad Nacional” que dicho régimen pretendía reconstruir. Es en ese escenario real e histórico donde el episcopado juzga que por ese camino se empiezan a comprobar los mismos males que terminaron por destruir el sistema democrático en Chile: “planteadas las cosas en un régimen que quiere ser de reconstrucción nacional, como una guerra prolongada entre chilenos, entre buenos y malos, los amigos y los enemigos, se introduce una cuña de discriminación que prolonga incluso acentuándolo, el antiguo sectarismo que con razón se reprocha a los antiguos partidos políticos. Decimos acentuándolo porque el discrepante pasa a ser considerado no sólo opositor al Gobierno, sino contrario al Estado y a la Nación y por tanto anti-patriota y anti-chileno. Si es efectivo este enfoque, parece desprenderse la urgencia de que no se erija la doctrina de la seguridad nacional como ideología doctrinal o filosofía básica para la búsqueda de una nueva institucionalidad democrática, pues lleva en sí un germen de discriminación, desconfianza, prepotencia y división, que siempre impedirá un consenso mínimo para la convivencia fraternal”.10 Por eso, para ubicar correctamente la relación que se establece entre la tarea eclesial de la reconciliación y la búsqueda de una institucionalidad que permita ver comprobadas –o al menos aseguradas– las aspiraciones humanas,

8

“Humanismo cristiano…”, N°50.

9

“Humanismo cristiano…”, N°55.

10 “Humanismo cristiano…”, Nº 56.

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hay que establecerla en el horizonte histórico, ético y eclesiológico expuesto por el episcopado, es decir, en esa actitud permanente para señalar los errores y sobre todo para indicar los caminos que condujeran a una real y auténtica reconciliación entre los chilenos: “No es nuestro propósito entablar aquí un proceso de culpabilidades ni dirigir un dedo acusador contra nadie. Sólo Dios juzga. Pero, si se trata de diagnosticar desde el punto de vista moral los antecedentes y la explosión de la crisis, nuestra reflexión hecha ahora en la situación de búsqueda de un consenso pacificante, nos lleva a evitar el ver a la sociedad dividida en dos bandos, uno de los cuales tiene él solo toda la razón, la verdad, la justicia, y el otro, toda la culpa, el error, la mentira y la injusticia”.11 Estas afirmaciones, realizadas en 1978, concluyen con elocuente rechazo a la división ideológica de la época: “Esta mirada dualista y maniquea peca ante todo de simplista, pues no es fácil que la múltiple gama de posiciones divergentes en una sociedad pueda reducirse a la dicotomía de buenos y malos. Una tal división dicotómica ya la habíamos oído y la rehusábamos en el diagnóstico marxista de la lucha de clases, polarizada entre opresores y oprimidos, dominantes y dominados, burguesía y proletariado. No sería sano reintroducirla con otro signo, cuando se busca una reconciliación basada en la verdad y la justicia”.12

II.  El Año Santo de 1975, el Congreso Eucarístico Nacional de 1980, la Misión por la Vida y la reconciliación de 1985 y la visita del papa Juan Pablo II a Chile en 1987 fueron hitos de ese constante esfuerzo de la Iglesia chilena de unir en un espíritu de paz y unidad a nuestra sociedad. El proceso reconciliador que testimonia la praxis de la comunidad eclesial, en el sacramento de la penitencia, posee un “valor paradigmático” capaz de orientar e iluminar el proceso de reconciliación a nivel de la sociedad chilena. En efecto, “el reconocimiento de la culpa, el dolor por el mal causado y la adecuada satisfacción”,13 tocan las raíces más hondas de la nostalgia de reconci11

“Humanismo cristiano…”, Nº 56.

12

“Humanismo cristiano…”, N°56. Cfr. “Construyamos con Cristo la civilización del amor”, N°15.

13

Cfr. “Nueva evangelización para Chile”, N°112, p.45.

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liación y de los anhelos de auténtica liberación que existen en la persona y sociedad humanas. Este sacramento nos enseña que “la reconciliación no es el simple olvido de la falta por parte del ofendido; sino que exige, por parte del ofensor, el reconocimiento de la culpa, la reparación, hasta donde sea posible, del daño causado y la recepción humilde del perdón de Dios y del hermano, con el propósito sincero de no repetir las ofensas”.14

Es importante el reconocimiento del pecado: “el pecado contrasta con la norma ética, inscrita en la intimidad del propio ser”.15 “Si uno no reconoce sus pecados, mal puede impulsar un dinamismo de reconciliación”.16 La realidad del perdón se hace necesaria como “la única manera de frenar la espiral del odio”. Pero, el “perdón no suprime la justicia, sino la venganza. Exige la justicia, pero va más allá de ella y es capaz, con la gracia de Dios, de conseguir el supremo triunfo del amor que es la conversión del criminal”.17 Reconciliarse no equivale a decir “borrón y cuenta nueva” y nada tiene que ver con aquello de “ni perdón ni olvido”. Ambas actitudes conducen a caminos sin salida. Por eso, hay que recurrir a los criterios evangélicos que introducen en la vida una mirada diferente, capaz de cortar el ciclo de la violencia, despertando las mejores capacidades humanas”.18 Un dinamismo reconciliador, como acción moral, sólo será posible únicamente y en la medida en que se reconozca efectivamente la realidad del pecado, y se ofrezca el perdón eficaz y real ya realizado en Jesucristo. La garantía de un perdón tal, afirmaba el cardenal Ratzinger, es lo que concede seriedad a la moral. De lo contrario, ésta permanece en una pura potencialidad. En contraste con aquello que constituye el “alma de Chile”, es decir, de esas raíces culturales cristianas del pueblo chileno, la violencia fratricida aparece como la destrucción objetiva de tal peculiaridad. En virtud de esa identidad profunda del ser nacional, la Iglesia confrontada con el Dios de la Vida y en el 14

“Iglesia servidora…” N°113, citando “Reconciliatio et Paenitentia”, N°5. Cfr. “Reconciliación en la verdad”, N°5.

15

“Reconciliatio et Paenitentia”, N°31, III.

16 “La Iglesia en Chile hoy”. Síntesis de comisiones. 17

“Reconciliación en la verdad”, N°22-23.

18

“Nueva evangelización para Chile”, N°150.

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escenario de una violencia creciente, se sintió especialmente llamada al ministerio de la reconciliación: “Atentos al Dios de la Vida, los Obispos sentimos que Él nos encarga la misión de reconciliar. Porque tenemos tanto en común, los chilenos estamos llamados a ser un pueblo de hermanos. Si, en cambio, vivimos en un país tenso y polarizado es porque no logramos erradicar la práctica de la violencia. En el clamor que nace de las heridas de nuestro pueblo, percibimos la urgencia de llamar a cuantos formamos la Iglesia a ser instrumentos de reconciliación en la verdad, en la justicia, en el amor, que Chile necesita hoy”.19

¿Qué constituye lo peculiar de la reconciliación tal como la vive y comprende la Iglesia? La tarea reconciliadora de la Iglesia “capta en lo más vivo de la división un inconfundible deseo de reconciliación”,20 una nostalgia de la reconciliación. El que Dios haya asumido la condición humana hace patente la realidad del pecado. Aquí se está tocando un elemento fundante de la reconciliación cristiana y necesario para toda sociedad humana: el reconocimiento de la objetividad del mal y del pecado se hace desde un contexto salvífico que anuncia al hombre que “el pecado no ha logrado destruir la creación”.21

III.  Las distintas lecturas de la actuación episcopal desde el marco categorial ideológico o cultural que sea, tanto en la época del régimen militar como en el sucesivo período de consolidación democrática, evidencian la incapacidad de las morales pragmáticas de aprehender y asumir la integralidad de la verdad acerca de la persona humana. Si bien es cierto en el nivel de la predicación de los valores morales pueden existir puntos de coincidencia con culturas, cosmovisiones y humanismo diversos, puede existir, y de hecho así sucede, puntos de desencuentro, en virtud de que la moral eclesial es una moral de fe. En efecto, la Iglesia al servicio de la reconciliación no ofrece una teoría o un sistema ideal, sino que confiesa a una persona: a Jesucristo.

19 “Iglesia servidora…”, N°108. 20 “Reconciliatio et Paenitentia”, N°3. 21

“Iglesia servidora…”, N°110.

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El imperativo de la reconciliación transitó, sin lugar a dudas, por el reconocimiento del ideal democrático y por la exhortación a que la nueva institucionalidad pudiera garantizar los derechos integrales de las personas. Si hubo insistencia en el aspecto de garantizar los derechos políticos de los ciudadanos, además de contextualizarlo en la amplia tarea de defensa de los derechos humanos, se justifica, por una parte, porque aquéllos estaban especialmente amenazados, y, por otra parte, porque en las aspiraciones de justicia, igualdad y participación la Iglesia ve líneas fuertes de una visión religiosa y cristiana sobre el mundo social y el sentido de la historia. Y por lo mismo, esos derechos y valores son anteriores a cualquier ideología o doctrina política que quiera monopolizarlos. Pero este nivel ético, en el cual el episcopado reivindicó la importancia de la vida política y la noble misión que ésta encierra, fue complementado por una autocomprensión de la Iglesia como servidora del hombre integral. Este horizonte contextual y motivacional libera a la Iglesia del riesgo de asumir la realidad social humana de un modo distinto al que le viene exigido por la inteligencia de la fe. De este modo, la actividad y la vida social de los hombres es proyectada a un horizonte plenificador, al servicio del cual está la Iglesia como sacramento eficaz de salvación. Con todo, este ha sido el nivel más conflictivo de la actuación eclesial en favor de la reconciliación nacional. Pero, al mismo tiempo, ha sido una de las acciones que realiza a la Iglesia más plenamente en aquella vocación e identidad con que se define e identifica a sí misma el Concilio Vaticano II: “La Iglesia es en Cristo como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano”.22 Un factor importantísimo de la actuación eclesial de la reconciliación fue la visita del papa Juan Pablo II a Chile (1 al 6 de abril de 1987). Un acontecimiento inédito para la Iglesia en Chile, y que en cuanto a la reconciliación se refiere significó la condensación de los elementos mayormente resaltados por la enseñanza episcopal en todos aquellos años: “El testimonio del Papa fue una invitación para que todos nos reconciliáramos con Dios. Somos testigos de la sinceridad de tantas conversiones (…). Ha habido esfuerzos por su22 Concilio Vaticano II, “Constitución Dogmática sobre la Iglesia, Lumen Gentium”, 1.

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perar el pecado, que es la raíz de todo mal. Esto nos alienta en la esperanza de que el encuentro con Cristo Resucitado sea el comienzo de una profunda reconciliación también social. Invitamos ahora a los chilenos a pasar a la acción. Si nuestra reconciliación es sincera deberá tener consecuencias fraternales”.23

Ese año 1987, el papa Juan Pablo II expresó al episcopado chileno: “Es de alentar que en Chile se lleven pronto a afecto las medidas que, debidamente actuadas, hagan posible, en un futuro no lejano, la participación plena y responsable de la ciudadanía en las grandes decisiones que tocan a la vida de la Nación. El bien del país pide que estas medidas se consoliden, se perfeccionen y complementen, de modo que sean instrumentos válidos a favor de la paz social en un país cristiano en que todos deben reconocerse como hijos de Dios y hermanos en Cristo”.24 Años después, el 4 de marzo de 1991, el Presidente de la República, don Patricio Aylwin, político de acendrada adhesión al humanismo cristiano, comunicó a la ciudadanía la creación de la “Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación”. Esa fue motivo de referencia en su saludo al papa Juan Pablo II, con ocasión de la visita oficial a la Santa Sede, en abril de 1991: “Porque sabemos que la paz es obra de la verdad y de la justicia, procuramos alcanzar la reconciliación entre los chilenos mediante el esclarecimiento de la verdad y la búsqueda de la justicia en la medida de lo posible (…). La constitución de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación tuvo ese objetivo. Su informe ha sido recibido por el país con entereza y madurez. En nombre la nación he instado a todos mis compatriotas aceptar esa verdad y he pedido perdón a los familiares de las víctimas. La tarea no está concluida; pero con estos fundamentos éticos estamos enfrentando este doloroso capítulo de nuestra historia, con la esperanza que jamás vuelva a repetirse”.25 Meses después, el entonces Secretario de Estado, cardenal Angelo Sodano, en entrevista al periódico alemán Die Welt, a la pregunta sobre los derechos humanos en el Sur, debido a su experiencia vivida en Chile, responde: “El caso

23 “Los desafíos de la reconciliación”, 22 de mayo de 1987, Nº 2-3. 24 Cfr. Discurso al Episcopado de Chile, Santiago 2 de abril de 1987, Nº 6. 25 En: L’Osservatore Romano, edición cotidiana en italiano, 22-23 de abril de 1991, pp. 1 y 7.

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de América Latina es muy diverso de aquellos de África y Asia (…). Hay un grado de civilización muy alto. Ciertamente bastantes regímenes militares o, de todos modos, los regímenes dictatoriales que en el pasado han detentado el poder, se han manchado de delitos, tratando de justificarlos con la doctrina de la seguridad nacional. Es una mancha negra en la historia de varios países sudamericanos. Hoy, empero, gracias a Dios, asistimos a un profundo mejoramiento de la situación. Y un gran mérito corresponde a los católicos latinoamericanos comprometidos en la vida pública. Ellos han sabido llevar o están tratando de conducir a sus países al camino de la convivencia democrática”.26

Los deseos del papa Juan Pablo II en su discurso al episcopado de Chile (1987), tuvieron cumplimiento en lo que respecta al tránsito pacífico hacia una plena vigencia de las instituciones democráticas, en la inserción de la nación en el contexto internacional, así como en la solicitud y aportes que la comunidad eclesial aportó y que estará siempre dispuesta a ofrecer en su servicio a la comunión humana. Pero el mismo Juan Pablo II no omitió el “lugar” en donde se resuelve en definitiva la problemática humana y comunitaria: “No podemos, sin embargo, olvidar que la raíz de todo mal está en el corazón del hombre, de cada hombre, y si no hay conversión interior y profunda, de poco valdrán las disposiciones legales o los moldes sociales”.27

26 Cardenal Angelo Sodano, en entrevista de M. Schell y R.-M. Borngässer, en Die Welt (30 de septiembre y 1 de octubre de 1991). Tomada de la versión italiana en 30 Giorni, 10, octubre de 1991, pp. 30-36. Sobre la “doctrina de la seguridad nacional” como una expresión ideológica del período post guerra mundial, cfr. Juan Pablo II, en Carta encíclica Centesimus Annus, Nº 19. 27 Discurso al Episcopado de Chile, Santiago 2 de abril de 1987, Nº 6.

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¿Es Chile un país reconciliado? Fernando Montes S.J.1

Como en toda sociedad humana, en Chile hay varias reconciliaciones pendientes. Centrarse excesivamente en una puede tener como efecto detener la historia en un momento o, sin darnos cuenta, ir metiendo subrepticiamente los nuevos desafíos dentro de los antiguos problemas, complicando el análisis e impidiendo los correctos enfoques para solucionarlos. Por eso, para responder a la pregunta si es Chile un país reconciliado, es necesario hacer previamente algunas precisiones. El país debe reconciliarse no solo frente a los graves hechos acaecidos durante el gobierno militar y sería errado e insuficiente enmarcar la situación actual solo en referencia a lo sucedido entre los años 1973 y 1990. Desgraciadamente, a menudo la pregunta a la que estas líneas responden se refiere a las heridas que dejó ese período de nuestra historia. De ser así, sería estrecha. Reconciliar significa restablecer la armonía y la concordia. En nuestra sociedad ciertamente existen quiebres en estos dos puntos, pero esas rupturas tienen diversas causas, distintas expresiones y diferentes grados de hondura y conflictividad. Para precisar la calidad de la reconciliación que hemos alcanzado, es necesario previamente analizar a qué quiebre de la armonía social nos referimos y cuál es su naturaleza. Actualmente, como ejemplo podemos señalar el hondo y profundo conflicto histórico con el pueblo mapuche y una serie de conflictos de grupos que se sienten marginados o maltratados, como sucede con las minorías sexuales o los habitantes de regiones que no se sienten perfectamente integrados en el conjunto del país. Obviamente, tales problemas nos afectan a todos como nación y pueden ser graves, pero, 1

Rector de la Universidad Alberto Hurtado. Sacerdote Jesuita, ordenado en 1968. Es filósofo de la Universidad del Salvador (Argentina). Teólogo de la Universidad Católica de Lovaina (Bélgica) y sociólogo de la misma casa de estudios.

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por ser relativamente focalizados, no podríamos decir que ellos atraviesan de igual modo al conjunto de la vida social. Esos conflictos están siendo tratados de formas diversas, con mayor o menor éxito, pero son todavía problemas pendientes. Con ello, si se les preguntase a los diferentes actores si el país está reconciliado, desde su particular perspectiva, la respuesta sería probablemente negativa. Me referiré a ellos sólo tangencialmente pues supongo que la pregunta que se nos formula se refiere al conflicto generalizado y a la división producida en nuestra sociedad a partir de los años 60 y que culminó con el golpe militar, la que siguió con los años de gobierno de facto y aún con el proceso de vuelta a la democracia. Sin duda es ese el gran conflicto que también afectó a las minorías y retrasó el que nos ocupáramos de los problemas que afectan hoy a esos grupos. Sería complejo que esos conflictos parciales terminen siendo parte de esa gran crisis, arropándose con ella. Es interesante constatar que las soluciones que se proponen a los conflictos focalizados a menudo dividen las aguas políticas en parecidos grupos antagónicos a los que se enfrenaron en la gran crisis de finales del siglo XX y por eso podemos confundirnos. Derechas e izquierdas pueden reabrir antiguas heridas a partir de conflictos que en sí mismos son de diferente naturaleza. La naturaleza del conflicto que llevó al quiebre de las instituciones es muy variada y tiene fundamentalmente tres componentes: el primero es el factor socioeconómico que trajo consigo graves desigualdades en la sociedad chilena; el segundo es político-social que conllevó a la inadecuación de las instituciones para ordenar la vida en sociedad hasta el quiebre total de dichas instituciones y el tercero se relaciona con la violación de los derechos humanos fundamentales. En el devenir histórico uno u otro elemento ha cobrado relevancia central y la búsqueda de solución se ha focalizado en resolver lo que en un determinado momento cobraba máxima relevancia. Cada uno de esos componentes ha tenido un proceso de sanación diferente y en algunos estamos todavía en la búsqueda de la solución definitiva. Se puede decir que el largo periodo después del cual necesitamos reconciliarnos tiene tres etapas: el primero es el período previo al golpe, el segundo es el gobierno militar y finalmente la etapa de vuelta a la democracia. Cada

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una de esas etapas acentúa un aspecto de la ruptura que nos desangró y que debe ser reparada. A fines de la década de los sesenta el foco estaba en las diferencias sociales, la atención se ponía en la reforma social y la redistribución radical del ingreso y el poder. Ese foco nuevamente parece hoy ocupar un lugar preponderante. Sanar la sociedad implicaba generar justicia distributiva en el más amplio sentido. Después del ‘73, la gravedad del atropello a los derechos humanos focalizó dramáticamente el problema en ese tema. A juzgar por las encuestas, ese problema, por grave que sea, hoy no es central en la opinión pública. Sin embargo, no está todavía plenamente sanado. En el período de vuelta a la democracia, aunque se buscó castigar a los responsables, resarcir a las víctimas y se llamó al perdón, el foco principal de la “curación” fue rehacer las instituciones democráticas. Se acabó el pánico a la dictadura marxista. La violación a los derechos humanos dejó de ser un delito central y frecuente. Comenzaron a funcionar las instituciones pero con enclaves que requerían modificación. Detengámonos en cada una de las tres etapas, pues cada cual tiene sus respectivos malestares que deben ser tenidos en cuenta para juzgar la calidad de la reconciliación. La década del sesenta estuvo marcada por la guerra fría y por muy hondos cambios culturales. La revolución cubana, el movimiento hippie, los movimientos estudiantiles, los focos guerrilleros o la lucha por la igualdad de los afroamericanos en Norteamérica, generaron un ambiente de efervescencia. En Chile surgió la revolución en libertad, la reforma agraria, la reforma universitaria y la nacionalización del cobre. Nacieron también movimientos que propiciaban la lucha violenta para introducir los cambios. Hacia el final de la década muchos pensaron que las transformaciones de la llamada “revolución en libertad” no habían sido suficientemente radicales. Todo ese proceso terminó con el triunfo del Presidente Allende. Como parte de la guerra fría el país se dividió en dos bloques que hicieron muy difícil el diálogo político. El período de gobierno de la Unidad Popular exacerbó los ánimos. La creciente radicalización, la intervención de las empresas, las “tomas”, el uso de los resquicios legales, el desorden de la economía y sobre todo el temor a una dictadura marxista, terminaron por quebrar el sistema generando hon-

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FENANDO MONTES S.J.

das divisiones. El mundo político fue incapaz de conducir pacíficamente el proceso. En el centro estaban las reivindicaciones sociales de un pueblo que exigía justicia, poder, abolición de privilegios y celeridad de los cambios. El país ciertamente no estaba reconciliado, se había roto la armonía social y no hubo mediación posible. Se agrió el lenguaje de la prensa y de las personas hasta lo indecible. La intervención militar violenta, el sentimiento de estar en guerra interna fomentado por la ideología castrense y por la doctrina de la seguridad nacional ahondaron el foso, los temores y el odio entre los chilenos. El fondo del conflicto generó esquemas políticos antagónicos, llegando a un estado de beligerancia total, con vencedores y vencidos. Llegó el 11 de Setiembre. Una parte importante del país aprobaba la intervención de los militares como un mal menor y necesario, dando como resultado una ruptura insuperable de la armonía social y política. La mayoría de los que apoyaron la intervención militar esperaban que ella fuese relativamente breve para permitir la reanudación de un diálogo político en términos menos confrontacionales. Los más clarividentes intuyeron que se trataba de un régimen “refundacional” que tomaría mucho tiempo. Pocos sin embargo imaginaron que para llevar adelante el nuevo proyecto se atentaría de una manera tan brutal contra los derechos humanos. La represión, la tortura, la desaparición de personas y el total desamparo por parte de la justicia abrió una nueva y definitiva faceta en la herida social, como pocos pensaban que podía suceder en Chile cuyos militares históricamente se apegaban a la Constitución. El problema se desplazó de la lucha política por alcanzar justicia y mejor distribución de las riquezas a un plano más fundamental del derecho a la vida y a la dignidad de las personas. Ya no sólo eran “enemigos” los desplazados violentamente de la arena política, sino verdaderas víctimas desplazadas de la vida. Víctimas fueron no sólo los torturados, los desaparecidos, sino las miles de familias que vieron sus proyectos humanos y familiares destruidos. A esa larga lista se añadió un número impresionante de exiliados que debieron partir para salvar sus vidas, a quienes se les negó por años el regreso a la patria. La atención se centró entonces en la situación de las víctimas y los exiliados. En esta etapa la Iglesia jugó un rol muy importante defendiendo a las

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víctimas, y guardando la memoria de lo sucedido. Antes que reconciliar era necesario detener el proceso. Durante el gobierno militar, a esa situación política de defensa del ser humano se añadió un factor económico no menor que debe ser mencionado, ya que es muy gravitante hoy si queremos hablar de reconciliación. Se trata del nuevo esquema económico que ahondó las diferencias sociales entre ricos y pobres, que unió de una manera particularmente delicada al mundo empresarial y a las grandes fortunas con el régimen considerado opresor. Eso es delicado porque abrió una nueva faceta en el problema de la reconciliación. Ya no era sólo un tema de derechos humanos sino un problema de justicia, pobreza y de relaciones laborales. Este factor económico reabrió heridas del pasado y ha rebrotado con fuerza en los últimos años. La privatización de las empresas del Estado contribuyó a concentrar cada vez en menos manos la riqueza y el poder fáctico, generando una brecha económica y social no fácil de superar. Aunque ciertamente puede haber relación entre ellas, no es de la misma naturaleza la reconciliación frente al atropello de los derechos humanos que la reconciliación frente a la desigualdad social y económica. Finalmente, luego del golpe refundacional se abolieron las formas políticas del pasado. Se licuaron las instituciones. Se suprimieron los partidos políticos, se cerraron el Senado y la Cámara de Diputados, corazón de la democracia, se cambió la Constitución y se promulgó una nueva luego de un discutido plebiscito. Se suprimieron las elecciones y numerosas formas de participación que estaban incrustadas en nuestras tradiciones culturales. Todo eso también es una herida que ha sido necesario curar si queremos una real reconciliación. Rehacer la democracia y los canales de participación fue tarea prioritaria en el periodo que sucedió al gobierno militar. Los hechos tienen siempre una doble dimensión: por una parte los acontecimientos objetivos y, por otra, su repercusión en el corazón de las personas donde se acumulan temores, odios y rencores. La reconciliación supone una pacificación de los espíritus, pero ella puede ser incompleta y transitoria si no se reconocen y atacan a fondo las causas que rompen la armonía y la concordia. Más aun, puede producirse una mayor conciencia de los problemas de fondo y un malestar mayor, aunque haya habido evidentes mejoras en las causas.

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Supuesto lo que hemos dicho, vale la pena revisar los diferentes elementos en juego para ver dónde estamos en cuanto a la reconciliación del país. Esa reconciliación, de hecho, ha tenido avances pero no ha sido homogénea. ¿Es Chile un país reconciliado? La respuesta debe formularse con matices distinguiendo los planos. Es un hecho que la enorme mayoría está mirando al futuro, y ese es un buen signo de que vamos superando los traumas del pasado. La gran crisis está en importante medida superada. Nadie mira esos tiempos con nostalgia. Nadie quisiera repetirlos en su integridad. Eso de ninguna manera significa que todas las heridas están curadas. En el orden de los derechos humanos, se avanzó en el conocimiento y el reconocimiento de los hechos acaecidos que antes fueron negados; las comisiones Rettig y Valech, los procesos y condenas de no pocos de los responsables, las reparaciones ofrecidas por el Estado, la aparición o la información sobre muchos restos de desaparecidos o el solemne “nunca más” del ejército ciertamente han sido pasos importantes. Por otro lado, el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos, Villa Grimaldi y la abundante literatura de testimonios nos recuerda lo que el país no puede olvidar, y eso es parte de una sana reconciliación. Recordar para no repetir, y en ningún caso para ejercer venganza. Un número importante de los exiliados pudo retornar y se incorporó en la vida política social y económica del país. Muchos de ellos volvieron con la notable madurez que da la distancia y el dolor, siendo un aporte de sensatez a la convivencia. Es bueno recordar que una de esas personas exiliadas y vejadas incluso llegó, a su vuelta, a ocupar la primera magistratura de la nación. Queda pendiente el problema institucional de permitir alguna participación en la vida cívica a aquellos que no volvieron. Una herida de esa magnitud no se cierra sin dejar huellas. No todos los desaparecidos aparecieron. No toda la verdad se ha revelado. Quienes perdieron un familiar seguirán llorando su ausencia. Pero es importante constatar que la sociedad no se lavó las manos. Grupos muy minoritarios siguen justificando lo sucedido, pero en verdad son cada vez menos, y cuando han pretendido reivindicar o justificar sus acciones la repulsa ha sido general. Siempre se podrá esperar que quienes tuvieron alguna responsabilidad pidan perdón y se

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arrepientan, pero quienes tienen sentido histórico saben cuán difícil es lograr en esto más de lo que se ha logrado. Por todo lo anterior, aunque a algunos pueda dolerles y aunque no hayamos logrado lo ideal, podemos decir que se ha avanzado seriamente en el sentido correcto de la reconciliación. Chile no puede olvidar, ya que solo así se evitarán estos crímenes en el futuro; ciertamente ha aprendido, pero en lo fundamental lo sucedido es cosa del pasado. Las víctimas conservan su dolor pero se han reintegrado hidalgamente en la vida nacional y no han ejercido ni la violencia ni la venganza. Han procedido civilizadamente recurriendo a la justicia que, aunque lenta, ha avanzado. Un hecho no menor, después de un periodo bochornoso, ha sido la nueva actitud del sistema judicial. Con relación a la reconciliación política y la reconstrucción de las instituciones, también hay en esto algo de dulce y de agraz. A pesar de las posiciones opuestas, los actores políticos no son enemigos en el nivel que llegaron a serlo. Por el contrario, han sido capaces de llegar a acuerdos hasta niveles que a algunos les parecen excesivos. Es universal el rechazo de la violencia como camino político. Las visiones son menos utópicas y, por lo tanto, dan lugar a la gradualidad y a un posible diálogo. Han existido coaliciones de gran estabilidad, una de ellas formada por quienes antes fueron adversarios. La democracia es el tablero donde todos aceptan jugar. En puntos importantes se han logrado políticas de estado con visiones comunes. El lenguaje, aunque duro, se mueve entre coordenadas universalmente aceptables en la discusión política. Muchos actores, sobre todo de la izquierda, han reconocido su responsabilidad en el calentamiento político de finales de los sesenta y han demostrado haber aprendido la lección durante los años que han ejercido el poder. No obstante lo anterior, aunque se han dado enormes pasos hacia la reconciliación en este ámbito –como la supresión de los senadores designados– permanecen enclaves que detienen la marcha del reencuentro. Señalemos algunos elementos que producen malestares: la Constitución que, aunque ha sufrido reformas, sigue conservando resabios de la mano que la promulgó; el sistema binominal que, si bien da una cierta estabilidad, distorsiona el conjunto de la vida política y sobre todo la representatividad que es elemento clave para la legitimidad del sistema; los altos quórums en algunas materias

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que permiten a una minoría bloquear los cambios; y finalmente, una definición estrecha de lo que debe ser un Estado subsidiario genera una delicada tensión entre la necesaria iniciativa privada y la no menos necesaria intervención de un Estado moderno. Así como muchos actores que provocaron las tensiones previas al ’73, también hay personas que, habiendo tenido responsabilidades importantes en el anterior gobierno, han reconocido esa responsabilidad, pero quedan muchos que conservan importantes cuotas de poder y siguen guardando riguroso silencio sobre sus respectivas responsabilidades. Ese es un factor de enervamiento. Finalmente quisiera referirme a la dimensión económica de la reconciliación, dimensión que concentra buena parte de la atención cuando se habla de una sociedad justa. Es un hecho que en la década de los sesenta y en el gobierno de la Unidad Popular, el deseo de generar una sociedad más justa con una mejor distribución de las riquezas y del poder estuvo en el centro de los malestares y de los movimientos sociales. La flagrante diferencia entre los ricos y los pobres hacía sentir su peso en todos los aspectos de la vida social. La resistencia a los cambios generó una tendencia a producir “cambios revolucionarios”, aunque los políticos hicieron esfuerzos para que no fuesen violentos. Difícilmente se puede hablar de un país reconciliado si persisten en su seno tales inaceptables diferencias. El gobierno militar quiso enfrentar esa realidad centrándose en el desarrollo económico producido como fruto de un mejor emprendimiento y la libre competencia en el mercado. En esto aplicó de modo muy ortodoxo teorías que estaban en boga en la Inglaterra de Margaret Thatcher y en los Estados Unidos de Reagan. Por una curiosa paradoja, un gobierno fuerte en lo político, en lo económico achicó el Estado y produjo una delicada desregulación. Al final del gobierno militar, a pesar del éxito en el ordenamiento económico, nos encontramos con un índice de pobreza muy elevado y una muy mala distribución del progreso alcanzado. Eso era tanto más hiriente en cuanto, fruto de los esquemas en boga, la ciudadanía se ejercía más en el consumo que en la participación activa en las instituciones. La concentración de la riqueza se incrementó aún más con la privatización de las empresas estatales. La generación de grandes grupos económicos fue uno de los frutos más visibles del período.

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La vuelta a la democracia significó ante todo cuidar que la transición fuese ordenada, que no se perdieran los avances alcanzados con tanto sufrimiento. Se introdujeron reformas importantes que permitieron reducir drásticamente los índices de pobreza, pero las desigualdades en lo fundamental subsistieron, los grupos económicos se hicieron más poderosos tomando el control de bancos, de los sistemas de salud, de la educación, etc. Mejoraron muchos aspectos de la vivienda, de la salud y de la educación, pero en escala desigual. Los niveles de desarrollo alcanzado y la mayor comunicación han hecho tomar conciencia creciente de tales diferencias provocando un malestar progresivo. Los movimientos sociales exigen cambios, no tanto en lo político o en los derechos humanos, sino en cuanto a la distribución y la calidad de los servicios. En esto, aunque hay avances, estamos lejos de haber alcanzado una igualdad que justifique poder decir que hemos alcanzado la reconciliación. Como en los años sesenta, el país no está reconciliado en lo referente a la distribución y esto incide fuertemente en la vida social. La reconciliación es un proceso muy complejo que no se limita sólo a la reparación o al castigo, mucho menos se reduce al olvido. La reconciliación, como las heridas, tiene dos niveles. Sanar la herida y subsanar las causas que las provocaron. Ella supone restituir las instituciones suprimiendo las desigualdades, sanar objetivamente la sociedad, ir a las causas, cerrar las heridas internas de las personas, restablecer la confianza y la amistad cívica. El problema no fue sólo el quiebre de las instituciones; fue también el quiebre de las relaciones y sobre todo el quiebre de las almas, herida incurable en las personas. En esta última dimensión interviene la amistad, las convicciones religiosas, el cambio de trato, la educación, la formación ética. Ahí juegan un rol esencial las instituciones educacionales, la familia, la Iglesia, los diferentes grupos religiosos que deben ayudarnos a dar pasos hacia el reencuentro y el perdón que nadie puede imponer por la fuerza. La reconciliación supone un cambio de actitud, pasar del rencor a la esperanza, de la reivindicación a la proposición, de la focalización repetitiva de un problema como si fuese único a la mirada de conjunto, de rehacer el mismo sendero a abrir un camino nuevo por donde puedan transitar las nuevas generaciones. La reconciliación es un proyecto de país siempre en construcción más que un resultado acaba-

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do. Hemos de saber reconocer con generosidad lo que hemos avanzado, sin negar lo que nos falta. Es la clásica mirada al vaso medio lleno o medio vacío. Teniendo todo lo anterior en cuenta y respondiendo derechamente a la pregunta, es obvio que hemos avanzado hacia la reconciliación, sin ser ella perfecta. Chile es hoy otro país. En algunos puntos ese avance ha sido admirable, siendo reconocida la sabiduría con que transitamos de la dictadura a la democracia sin sangre. Como decíamos, el país mira ahora hacia adelante. A pesar de los vacíos, el avance es claro en el área de las reinstitucionalización de la democracia como también en el área de los derechos humanos. Ha crecido la conciencia de su importancia y el reconocimiento de lo que falta. Donde Chile tiene un grave escollo para la reconciliación es en el área de la igualdad a todos los niveles, de la plena integración y en particular en la distribución del ingreso. Un punto delicado es que, ante los problemas que hoy tenemos, resurjan las rabias y rencores que existieron después del 11 de septiembre y que la violencia que se ejerció entonces se convierta en violencia hoy. Eso significa leer el hoy con los ojos de esos tiempos, con las categorías y los malestares de otra época. Llama la atención ver las actitudes violentas de muchos jóvenes que salen a las calles a manifestar sus malestares el 11 de septiembre de cada año y el día del Joven Combatiente. Muchos de esos jóvenes no sólo no habían nacido en esa fecha, ni vivieron en el tiempo del gobierno militar, sino que llegaron al mundo después de la vuelta a la democracia. Eso significa que han recibido en herencia muchos de los sentimientos que teníamos nosotros. Los problemas que deben enfrentar son muy serios, pero en un mundo globalizado, cuyos avances tecnológicos transforman a fondo la cultura, no es conveniente que enfrenten ese mundo nuevo con categorías que son resabios del pasado. Es un notable avance en la normalización y la reconciliación el hecho que los jóvenes hayan comenzado a interesarse por los grandes problemas del país. El desafío es que lo hagan con métodos de participación democrática. Lo que decimos de ellos vale a su modo para todos nosotros y en especial para los políticos. Es urgente enfrentar los problemas subsistentes en la institucionalidad democrática para que no haya desinterés y sobre todo enfrentar los problemas en la distribución para construir un futuro reconciliado, no vuelto al pasado.

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Termina la serie de preguntas que me formularon para estas páginas con algo más personal: ¿Qué le faltó a Ud. para avanzar con la reconciliación? Debo confesar que me duele no haber hecho aún más por contribuir a una auténtica reconciliación y en particular el no haber reflexionado y hablado más explícitamente de la enseñanza de Jesús en torno al perdón haciéndola comprensible, justa, aceptable y atractiva sobre todo a las víctimas que han sufrido tanto. El perdón no es olvido, no quita responsabilidades; debe construirse sobre la verdad y dando por supuesto que se encaran las cosas de manera objetiva, es lo único que finalmente rehace las relaciones y sana en profundidad a las víctimas, las que de otro modo arrastrarán su herida sin consuelo. El perdón además contribuye a la corrección profunda del victimario. Todos, sin exclusiones, tenemos que sanar y reencontrarnos en un país más fraternal.

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¿Reconciliación o convivencia? Sergio Bitar1

Confieso que la reconciliación no ha sido el criterio político que ha inspirado mi acción pública. Lo que ha orientado mi compromiso después del golpe militar ha sido construir una convivencia social basada en normas democráticas y en el respeto a los derechos humanos. Siempre he tenido disposición a la comprensión y aceptación del otro, sin rencor ni resentimiento. Pero era y es mi convicción que la reconciliación, en tanto proceso social, requería, requiere y requerirá de condiciones políticas previas, aun no satisfechas, y que solamente seguirá germinando si somos capaces de mejorar a diario las bases democráticas de convivencia. Para dedicar mi vida a la construcción de una democracia no he necesitado reconciliarme con los que no lo piden, ni menos con quienes aún hoy justifican la violencia de entonces. Con ellos puedo convivir, pero no reconciliarme. Después de casi cuatro décadas de vida política, me siento satisfecho del éxito logrado, de haber ayudado a restablecer la convivencia nacional, con justicia y sin olvido, como base para construir juntos el futuro. Para intentar una respuesta sincera a los editores de este libro, puedo decir que los hechos violentos de entonces me marcaron para toda la vida, y que para mí esos hechos no son pasado, sino presente y futuro. Después del golpe, como ocurrió a tantos miles de compatriotas, lo esencial fue sobrevivir. El shock había sido monumental. El bombardeo de La Moneda con el Presidente Allende en su interior, el asesinato de amigos, la desaparición falsa, la tortura, la prisión y el exilio parecían a ratos difíciles de 1

Político e intelectual chileno, es Ingeniero Civil de la Universidad de Chile y Máster en Administración Pública de la Universidad de Harvard. Ha sido Ministro de Minería del gobierno del presidente Allende, de Educación con el presidente Lagos y de Obras Públicas en el gobierno de la presidenta Bachelet. Además, fue elegido Senador de la República y ha sido presidente del Partido por la Democracia en tres ocasiones.

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soportar sin quebrarse. La violencia irracional obligaba a resistir, evitar traumas y superar angustias. Desde esos primeros días, se anidó en mi mente la convicción de que la sociedad chilena, por pacífica que pareciera, tenía un enorme potencial de violencia latente, y que cuando se quiebran las normas –peor aún, cuando se hace a través del terrorismo de Estado– ésta aflora de manera incontenible. Me era difícil explicar cómo un aparentemente civilizado coronel de la FACH que visitó mi casa al yo asumir como Ministro de Minería del presidente Allende pudiera, tiempo después, dirigir torturas en su institución. Y cómo personas con las que nos relacionábamos a diario eran los primeros delatores y constructores de un discurso para ocultar o justificar lo que sucedía. Entendí que para salir adelante debía restablecer mi equilibrio interior, alejar los sentimientos negativos y definir un rumbo. Mi familia, en particular mi esposa, fue fundamental en ese trance. También me dio fortaleza la unidad con los otros prisioneros políticos, la solidaridad con quienes sufrían, y la convicción de luchar por una causa justa. A esto se sumó la solidaridad internacional y el apoyo de tantas personas y gobiernos. La tarea, en ese entonces, no era reconciliarnos, ni siquiera organizarnos para luchar, sino simplemente sobreponernos y levantarnos. Para mí fue muy sanador dictar mi vivencia en Dawson y dejar un testimonio para mis hijos, para todos los hijos. El texto quedó guardado más de 8 años y lo retomé recién en 1983. Al releerlo me percaté de que había fragmentos que no recordaba. Comprobé la fragilidad de la memoria, o de la fuerza con que la mente bloquea lo malo para permitirnos seguir adelante. Si olvidamos, pensé entonces, ese sufrimiento podría repetirse. Aprendí en carne propia que la memoria hay que mantenerla porque nos sana y nos alerta. En 1987, cuando el Papa visitó Chile, la editorial se atrevió a lanzar una primera edición del libro Isla 10.

El exilio

En el exilio comenzamos a organizarnos para ayudar a los que llegaban e iniciar campañas internacionales de protección de los derechos humanos y condena a la dictadura. Entonces tomé la decisión de dedicar mi vida a luchar

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por la libertad y terminar con el régimen de Pinochet. No podía tolerar lo que ocurría ni esperar pasivamente. Nunca tuve odio ni ánimo de venganza. Tampoco podía hacer a otros lo que nos hicieron a nosotros. Siempre he pensado que la fuerza superior radica en una ética superior. Pero reconozco que me embargaba una enorme indignación, que para mí ha sido una fuerza movilizadora positiva, una medida de mi capacidad de reaccionar y combatir la injusticia. Tener una causa, aunque entonces pareciera imposible, me dio fuerza y sentido. Para buscar acuerdos y superar la pesadilla que vivimos era inevitable preguntarse en serio por qué pasó lo que pasó… qué hicimos mal. A diferencia de otros, yo tenía una visión autocrítica, que plasmé en el libro Transición, Socialismo y Democracia. La Experiencia Chilena publicado en México y después en EEUU, Brasil y Chile (en nuestro país, titulado Chile 1970-73). Los ejemplos de gobierno en países democráticos también nos abrieron perspectivas y mostraron caminos nuevos. La aspiración y meta era unir a los demócratas, en Chile y en el extranjero, con generosidad y humildad, reconociendo responsabilidades y errores. Unir a todos los que compartieran el respeto de los derechos humanos, la convicción de que se debía combatir la dictadura y construir la democracia por medios pacíficos. Al igual que la mayoría democrática que comenzaba a perfilarse, estaba convencido de que no se puede construir una sociedad pacífica por caminos violentos. El proceso de convergencia política y social en torno a esta a visión empezó temprano. La primera reunión de dirigentes ligados al socialismo democrático y a la DC, organizado por la Fundación Friedrich Ebert, partió en 1975 en colonia Tovar, Venezuela. Fue un proceso de reencuentro creciente del centro y la izquierda, al cual después se sumarían liberales de derecha. Ahí se tejieron confianzas personales, sin las cuales las transiciones y los acuerdos se tornan muy lentos. Un nombre que no se puede olvidar es el del cardenal Silva Henríquez. Desde su perspectiva humanista, protegió esos valores, a los vulnerables, e influyó mucho en el espíritu de los chilenos y en la estrategia política. Junto a otras iglesias, defendió la vida y dio esperanza en la desolación. Tal vez ése fue el momento de más cercanía de la iglesia Católica con el pueblo de Chile.

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Entonces no se peleaba por la democracia. La meta diaria era más modesta: que la Justicia accediera a conceder el recurso de amparo cuando alguien desaparecía. Era una batalla casi estéril ante jueces corruptos o cobardes. Sólo unos pocos actuaron con dignidad y brindaron algún consuelo. Nadie, ni siquiera la Iglesia, hablaba entonces de reconciliación. Se buscaba detener la violencia contra las personas, combatir el miedo que paralizaba, y, con ello, proteger la movilización social y abrir espacio a la política. La formación del Grupo Constitucional de los 24 en 1979 y las manifestaciones de los trabajadores del cobre en 1983 mostraron los primeros pequeños éxitos.

El “desexilio”

La Alianza Democrática fue un paso gigantesco y un signo esperanzador a comienzos de los ochenta. En medio de la violencia e intransigencia implacable de la dictadura, la tarea era desalojarla e instalar un régimen democrático. No era forjar una reconciliación de la cual no hablaba ni buscaba la derecha. Cuando en 1984 la dictadura autorizó mi regreso y se retiró la “L” de mi pasaporte, terminó mi exilio y empezó mi “desexilio”. Aunque no fui de los que tenía la maleta abierta junto a la cama, estaba preparado y retorné en pocos meses. Al llegar encontré otro país, y de a poco pude reconocer lo familiar, aunque sumergido. En ese tiempo no sólo sentí la opresión diaria de la dictadura, sino de muchos que la apoyaban. Percibía las actitudes despectivas, y más de una vez escuché decir: “Ustedes deberían estar todos muertos. Aunque tal vez no tú, porque te conozco”. Yo entendía que viviríamos en el mismo país personas que pensábamos muy distinto, y que era esencial que lo hiciéramos de modo que ninguno pudiera aplastar al otro por la fuerza. Por esa razón, el camino era restaurar el Estado de derecho e imponer normas de convivencia democrática a través del voto. Con el correr del tiempo, diversos partidarios de la dictadura fueron inclinándose a favor del retorno a la democracia. El llamado del Cardenal Francisco Fresno a un Acuerdo Nacional atrajo a algunos. Los espíritus se abrían, alguna gente quería informarse. Se fue afirmando en mí la esperanza de que brotara un espíritu de acercamiento. Mi libro Isla 10 se leía en la Armada. Recuerdo un episodio más reciente, en

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2009, cuando acompañé a la Presidenta Bachelet como Ministro de OO.PP a una comida que ofrecía el Comandante en Jefe de la Armada en Talcahuano. Entonces se me acercó un oficial y me dijo: “Leí su libro y supe que después volvió a Dawson en 2003, como Ministro de Educación; visitó la escuela de nuestros hijos en Puerto Harris, ordenó arreglarla y ampliarla, y acaba de inaugurarse, ¿por qué lo hizo?”. Tal vez debí responderle: “Porque los niños deberán construir el país nuevo”.

El plebiscito y el gobierno

El plebiscito marcó un tremendo cambio histórico, y asumimos la enorme tarea de reconstruir las bases institucionales, neutralizar los odios y buscar la unidad de los chilenos. Lo que entonces inspiró la acción de la Concertación fue la prudencia y firmeza para restablecer el respeto a la autoridad civil y a los derechos humanos, priorizar la justicia, y atender a los más necesitados, reduciendo la tremenda pobreza. La Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación, cuya misión era buscar la verdad como requisito para la convivencia, fue un paso audaz del presidente Aylwin. Sus prerrequisitos de verdad y justicia, como proclamaban también las iglesias, fueron rechazados por muchos partidarios de la dictadura. El presidente Aylwin relata que acudió en persona a casa del ex senador Bulnes Sanfuentes para pedir que integrara esa comisión, sin éxito. Aceptó en cambio el historiador Gonzalo Vial. Pinochet, ya Comandante en jefe del Ejército, protestó y amenazó: su argumento era que lejos de contribuir a la reconciliación abriría las heridas y despertaría el odio. La Concertación se proponía subordinar al poder militar, neutralizar a sus partidarios, atenuar la hostilidad. En tanto, la Comisión trajo paz, fue disipando el miedo y gatilló la demanda de Justicia en los tribunales. Fue un referente mundial. Con el objeto de extraer lecciones que sirvan a las naciones árabes y algunas de Asia y África, he realizado recientemente entrevistas a presidentes de países que lideraron transiciones a la democracia. Fruto de este proceso, puedo dar fe de que, con todas sus luces y sombras, Chile logró como ningún otro país evitar el olvido, buscar la verdad y hacer justicia. Esas conquistas se debieron también a la fuerza moral de las mujeres y familiares de los deteni-

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dos desaparecidos, a la Vicaría de la Solidaridad de la Iglesia Católica y a muchas organizaciones de derechos humanos. Nuestro país también fue capaz de enfrentar con firmeza el terrorismo, que al comienzo pretendió obstruir o empañar la transición. A esas alturas, entendí que la reconciliación solo podría surgir de cada espíritu en la medida que avanzara la verdad y la justicia. También comprendí que nunca ha habido ni habrá una sola historia, sino muchas historias, y que jamás nos pondremos de acuerdo en ese tema, pero que podemos convivir si nos ceñimos a normas democráticas y al respeto a los derechos humanos. A la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación de Aylwin siguió la “Mesa de Diálogo” en el gobierno de Frei; la “Comisión Valech”, en el de Lagos, y el Museo de la Memoria, en el periodo de Bachelet. Vinieron los juicios, las reparaciones, la exhumación de los cuerpos de dos presidentes de la República, de José Tohá y de tantos chilenos, para comprobar las causas reales de sus muertes. Tras muchos intentos, a pesar de un sistema electoral que distorsiona la representatividad y que hasta hace poco contemplaba a senadores designados, el Congreso logró aprobar la pertenencia de Chile a la Corte Penal Internacional y la Comisión contra la Tortura. Ha sido un proceso largo, pero hemos ido construyendo un nuevo país.

La justificación del golpe y la reconciliación

El debate sobre las causas del golpe es un tema que seguirá pendiente. Su trascendencia radica en evitar el peligro de que quienes lo justifican terminen amparando nuevamente la violación de los derechos humanos. Nadie está exento de responsabilidad por lo que ocurrió. Cada uno ha de extraer sus lecciones. La mía es que en el Gobierno de Allende, del que formé parte, se crearon tensiones y polarización que sirvieron de excusa para desconocer la legitimidad del gobierno y desatar un golpe militar. Sin embargo, cualquiera sea la razón, nada, en ninguna circunstancia, puede justificar las violaciones a los derechos humanos. Habrá razones históricas y políticas, y la historia está jalonada de desenlaces violentos, pero hay un límite moral que no se puede traspasar. Quienes abusan de la justificación política al final justifican la violencia contra sus conciudadanos. A su vez, quienes desconocen

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sus causas y no sacan las lecciones también contribuyen a su repetición. De esa experiencia extraigo enseñanzas que han guiado mi accionar en la política. Aprendí que debemos impulsar los cambios buscando construir una mayoría capaz de confrontar el enorme poder económico y político de los sectores conservadores dominantes. Debemos crear conciencia y educar. Nadie puede olvidar que en Chile más del 40% votó por la continuación de Pinochet, y que igual o superior proporción ha respaldado a sus seguidores. También aprendí a desconfiar de los vociferantes de extrema izquierda que proclaman revoluciones a voz en cuello con apenas un puñado de votos de respaldo, y que dan pie para la acción de los grupos de inspiración fascista. Aprendí a detectar a tiempo a los que amenazan con la fuerza para desbaratar la construcción institucional. Aprendí, por último, que los cambios constructivos y democráticos se forjan por medio de reformas sucesivas, profundamente vinculadas con la ciudadanía. ¿Dónde trazar la línea entre justificación de lo ocurrido y la violación de los derechos humanos? Fue muy difícil reconstruir la convivencia con el dictador vivo, al mando del Ejército y luego en el Senado. Haberlo hecho habla bien de la capacidad del pueblo chileno y de la inteligencia política de la Concertación. La presencia de Pinochet retrasó todo el proceso y, muy particularmente, los cambios en el poder judicial. Para todos era clara la subordinación de éste último a la dictadura y a la lógica de los sectores civiles que lo acompañaban, salvo contadas y honorables excepciones. La convivencia chilena sin duda se fortaleció con la decisión europea de enjuiciar a Pinochet por el asesinato y la desaparición de ciudadanos europeos. Sin ello, Pinochet nunca habría sido procesado, y otra sería la historia de nuestra transición. Con impunidad, la democracia se habría debilitado, mientras que los sectores antidemocráticos y justificadores habrían salido fortalecidos. La acción del juez Garzón y la justicia británica fueron valiosas. Esto pudo acontecer gracias a que los derechos humanos son un valor universal reconocido en los pactos internacionales. En 1998, Pinochet ingresó al Senado sin elección, impuesto por una norma

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constitucional que él mismo implantó en su constitución de 1980. Yo lo tuve a menos de 10 metros por varios meses. Era el responsable de tantos crímenes y allí estaba, votando, con el mismo derecho de los senadores elegidos por el pueblo, rodeado de sus designados y protegido por algunos senadores que le servían de guardaespaldas. Contenernos ya era difícil. ¿Reconciliarnos?, imposible. El camino era cambiar las reglas y sacarlo. Cuando se homenajea a un torturador o se mantiene el nombre de una avenida que conmemora la fatídica fecha del golpe militar, se violan, a mi juicio, condiciones básicas de convivencia. Siento que una parte importante de la derecha chilena no ha sabido o no ha querido reconocer por dónde debe pasar esa línea que separa la justificación del golpe de la violación de los derechos humanos. El legado político de la Concertación, a pesar de sus falencias, ha sido grande: crear para nuestros hijos y nietos un sistema donde se pueda convivir aceptando las diferencias, evitando la radicalización y el statu quo, con instituciones fundadas en los derechos humanos.

De la memoria personal a la memoria social

Pero aún falta una cuestión esencial para dejar un legado que perdure y sustente un proyecto de futuro común: pasar de la memoria personal de quienes lo vivimos a la memoria colectiva de los que vendrán. El olvido es una enfermedad de nuestro tiempo. Muchos lo desean, pensando que estaremos más tranquilos con amnesia. Pero la memoria es fuente de sanación y esperanza para un futuro mejor. Ese tema no lo tenemos resuelto ni en los textos escolares. Ejemplo de ello es el reciente intento del Ministerio de Educación de homologar los términos “dictadura” y “régimen autoritario”. La nuestra fue una generación privilegiada que luchó por sueños, sufrió la dictadura y participó activamente en la creación de una nueva sociedad democrática. Pero el legado está inconcluso si no preservamos el recuerdo de lo que costó, la importancia de atesorar y resguardar los valores esenciales para el futuro. En 2009 se estrenó la película “Dawson Isla 10”, de Miguel Littin, con la presencia de la Presidenta de la República. Previo a su presentación, el periodista Ricarte Soto comentó que estaba con sus alumnos universitarios de

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periodismo, a quienes relató a lo que venía, y describió su sorpresa ante la pregunta: “¿Qué es Dawson?”A los ex presos que estábamos allí y a los actores que nos representaban también nos sorprendió. Entonces, ¿cómo dejar testimonios y enseñanzas útiles? Nuestra generación pasará y se irá con sus dolores y alegrías. Le falta aún dejar un legado nítido para las nuevas generaciones. Nuestra gran causa ha sido desarrollar la cultura de los derechos humanos. Esa cultura aún no está arraigada y la misión de todos es transformarla en sentido común. ¿Está Chile reconciliado? Pienso que no. ¿Hemos construido las bases para convivir en democracia? Ciertamente. ¿Qué dejé de hacer? Me faltó hacer más para cambiar la Constitución, más por la memoria y por la cultura de los derechos humanos, por la educación ciudadana, por la igualdad. ¿Reconozco el aporte de los adversarios políticos? Si, el de quienes han buscado acuerdos y escuchado con sensibilidad. En lo que a mí concierne, me siento orgulloso de lo que hemos logrado, sin desconocer las falencias y errores. Logramos el mayor progreso continuo registrado en la historia de Chile. Conseguimos la consolidación de la democracia, el respeto de los derechos humanos, la recuperación de la convivencia y de la unidad nacional, la erradicación del odio y el temor, el avance económico, la transformación de la infraestructura, la expansión económica internacional y la vanguardia en la firma de tratados internacionales, la reducción de la pobreza y el sustancial progreso en protección social, las reformas de educación, salud, justicia, vivienda, previsión, el prestigio de Chile y su presencia internacional y, lo más importante , vivir en libertad, cultivando una cultura del pluralismo y no discriminación. Ello ha permitido avanzar hacia niveles superiores de convivencia, fundados en el diálogo, la participación y la igualdad de derechos. Y se han creado los espacios para que los chilenos asumamos los nuevos desafíos: crear más igualdad y participación, y abrir nuevos horizontes en derechos, educación, cultura, ciencia, y dignidad. También me siento motivado para apoyar a las nuevas generaciones que se han levantado para recorrer un nuevo cambio. Cada uno de los que vivimos este periodo queremos dejar nuestra contribución a las futuras generaciones: saber convivir respetando las diferencias y

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los derechos de cada uno y dedicarse con pasión y en paz a construir juntos un país y un planeta mejor. Considero que esa es una tarea noble y permanente, que da sentido a la vida. Así es como me siento reconciliado conmigo mismo y contribuyendo a la convivencia y también a la reconciliación nacional.

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La verdadera reconciliación aún no ha comenzado Mauricio Rojas1

Sería injusto negar que la responsabilidad de algunos es mayor que la de otros, pero, unos más y otros menos, entre todos estamos empujando a la democracia chilena al matadero. Carta de Radomiro Tomic al General Carlos Prat, agosto de 1973 Para nunca más vivirlo, nunca más negarlo. Ricardo Lagos, noviembre de 2004

Reconciliar es entender, reconocer y enmendar

Reconciliar es algo más que convivir, tolerar o aceptar, y algo muy distinto de olvidar, condenar, hacer justicia, reparar o perdonar. Todo ello se puede hacer sin reconciliarse. Reconciliar es recuperar la confianza en el otro o en una parte de nosotros mismos si se trata de una comunidad o una nación. Pero la confianza no puede restablecerse si no entendemos lo que nos llevó a la desunión y no realizamos un esfuerzo por enmendar lo que cada uno puso de sí para que ello ocurriese. Solo así, entendiendo, reconociendo y enmendando, podremos estar seguros de que no vuelva a repetirse. En este sentido, reconocer los crímenes y las violaciones de derechos humanos cometidos bajo la dictadura militar, así como hacer justicia y reparar a las víctimas, es la antesala necesaria de la reconciliación, pero no debe ser confundida con ella. Eso es lo que hasta ahora se ha hecho y allí estamos, en la antesala de un esfuerzo por alcanzar una verdadera reconciliación. 1

Doctor y profesor de Historia Económica de la Universidad de Lund. Dejó Chile en octubre de 1973 estableciéndose en Suecia, donde fue miembro del parlamento (2002 -2008) en representación del Partido Liberal. Dirigió el Observatorio para la Inmigración y la Cooperación al Desarrollo de la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid. Ha recibido diversos premios como el IV Premio Educación y Libertad Internacional 2008 de ACADE-Fundel.

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Sin embargo, no es seguro que emprendamos ese esfuerzo ya que nos involucra a todos quienes de una manera u otra aportamos algo a esa lamentable marcha de Chile hacia la destrucción de su vieja democracia. Probablemente no sean muchos los que estén dispuestos a reconocer y asumir, con franqueza, valentía y generosidad, su parte en el drama que culminó en septiembre de 1973. Pero no hacerlo implica que nunca podremos alcanzar aquello que es el sentido final de la reconciliación: entender, enmendar y, por ello, poder decir “nunca más”. Hace ya tiempo llegué al convencimiento de que si algo le debemos a Chile quienes participamos en los hechos que desembocaron en el golpe es justamente esa reflexión sincera y autocrítica. Especialmente si uno proviene de esa izquierda radical que apostó por la destrucción de la vieja institucionalidad chilena y la lucha fratricida como medio para crear una sociedad acorde con sus ideales revolucionarios. Nuestra responsabilidad no fue pequeña por lo que ocurrió en Chile y de ella no nos exime el que después hayamos sido víctimas de las tropelías de la dictadura. Pongamos las cosas claras. La democracia chilena y la convivencia cívica que era su condición indispensable no se hundieron repentinamente el 11 de septiembre de 1973. La verdad es que ya se habían derrumbado como consecuencia de aquel proceso de división irreconciliable de nuestro pueblo que se inicia durante los años 60 y se va profundizando hasta crear un ambiente de guerra civil mental entre los chilenos. Es hora de sincerarnos sobre el cómo ello pudo ocurrir. No para hacer más leves las responsabilidades de la dictadura de Pinochet, sino para entender cómo se le abrieron las puertas a quienes luego no trepidaron en usar sistemáticamente la violencia y el crimen para alcanzar sus propósitos. Pero hay algo más. Nuestra experiencia puede servir para que nuevas generaciones de chilenos deseosos de luchar por una sociedad mejor no se dejen conducir por un camino que puede llevar a un Chile en guerra consigo mismo, ya que entonces todos volveremos a perder.

Genealogía y dinámica del enfrentamiento

Hay momentos en la historia de los pueblos en que las cosas se tuercen y se abre una secuencia de sucesos que se van entrelazando hasta culminar en un violento enfrentamiento. Establecer esta genealogía del enfrentamiento es la gran

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tarea que debemos realizar para acercarnos a un entendimiento que no solo nos reconcilie con el pasado sino que también sirva de advertencia para el futuro. Ahora bien, en el proceso de inquinamento paulatino de la convivencia social que lleva al enfrentamiento existe un momento clave: aquel en que se instala una dinámica de la acción colectiva en la que la prescindencia de la legalidad y el uso de la fuerza se transforman en un modus operandi legítimo y eficaz. Ambas condiciones, legitimidad y eficacia, son fundamentales para que el recurso a la fuerza se consolide como método de intervención social y política. Cuando ello ocurre, se genera un efecto demostración que impulsa a un número creciente de actores a canalizar sus reivindicaciones de esa manera, descartando las vías institucionales previamente existentes. Así, las tensiones estructurales de una determinada sociedad van pasando de un cauce de expresión a otro: de la legalidad al uso directo de la fuerza y de la búsqueda de acuerdos a la imposición de la propia voluntad. Eso es lo que, a mi juicio, ocurrió en Chile a partir del año 1967, cuando grandes tomas victoriosas –como la de terrenos que da origen a la Población Herminda de la Victoria o de la Casa Central de la Universidad Católica de Chile– desencadenan una ola de acciones directas que no cesaría hasta su violento fin con el golpe militar de 1973. Un elemento esencial en este proceso es la justificación de los medios usados en virtud de la bondad, real o supuesta, de los fines que se pretende alcanzar. Este es un aspecto decisivo en la aceptación, legitimación y difusión del uso de la fuerza. Los fines legitimadores pueden ser de carácter muy variado –crear una sociedad mejor, restaurar el orden, luchar contra la pobreza, etc.– pero lo decisivo es su uso para justificar, moral o ideológicamente, la prescindencia o ruptura de la legalidad. Ahora bien, se debe entender, como lo muestra el caso de Chile, que la legitimación del recurso a la fuerza para ciertos fines tiende rápidamente a generalizarse y hacerse válido para cualquier fin que un segmento de la población estime importante. Finalmente, toda la sociedad se orienta hacia una resolución de los conflictos donde, como lo dijese un famoso titular de la revista Punto Final, “tiene la palabra el Camarada Máuser”.2 2

Portada del número publicado el 14 de agosto de 1973.

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Esta es la primera gran lección de la tragedia chilena: legitimar la ruptura de la legalidad y el recurso a la fuerza como forma de canalizar los conflictos sociales es abrir una peligrosa compuerta que luego se hace muy difícil de cerrar.

Problemas estructurales y planificaciones globales

Aquí se debe dilucidar un punto importante. Entre los problemas subyacentes o estructurales de una determinada sociedad y su canalización no existe una relación mecánica de causalidad. Es por ello una falacia reduccionista decir, por ejemplo, que determinados problemas –falta de desarrollo, pobreza, desigualdades, etc.– explican un tipo concreto de conflictos y su desenlace. Entre lo uno y lo otro existe una serie de eslabones intermedios, actores e ideologías específicas, que son fundamentales para entender la evolución real de la sociedad. Los fundamentos estructurales de la discordia chilena fueron múltiples y varían de acuerdo al grupo social involucrado. En términos generales se puede hablar de un déficit subyacente de progreso, ya sentido por los sectores dirigentes del país a comienzos del siglo XX –como lo pone de manifiesto el célebre discurso de Enrique Mac Iver de agosto de 1900– y que se expresa como una serie de carencias materiales apremiantes entre los sectores populares. Por ello, este síndrome del subdesarrollo chileno se entrecruza desde sus inicios con “la cuestión social”, agudizada desde mediados de siglo por el incremento demográfico y la urbanización acelerada, que dan pábulo a una alarmante concentración de la pobreza en Santiago y otras ciudades. Las respuestas a estas dos cuestiones marcarán la década de 1960, abriendo una fase de radicalización ideológica que es determinante para explicarnos la marcha de Chile hacia el desenlace de 1973. Surge entonces la idea de una gran solución drástica tanto al subdesarrollo como a la cuestión social. Es la era de lo que Mario Góngora3 llamó las “planificaciones globales”, representadas a su juicio por los proyectos de la Democracia Cristiana de Frei Montalva, de las fuerzas marxistas encabezadas por Allende y, finalmente, de

3

Góngora, M., Ensayo histórico sobre la noción de Estado en Chile en los siglos XIX y XX. Santiago: La Ciudad, 1981.

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la dictadura militar “neoliberal” de Pinochet. 4 Estas planificaciones no solo daban un conjunto coherente de respuestas a los problemas planteados sino que las insertaban en un proyecto de sociedad futura radicalmente distinta de la actual. Eran, por definición, proyectos revolucionarios, excluyentes y, por ello, sectarios. Querían cambiarlo todo de raíz y se bastaban a sí mismos para diseñar el Chile futuro. Esta ideologización radical de las tensiones estructurales de la sociedad es el eje central sobre el que gira la dialéctica del enfrentamiento chileno. Era el todo por el todo, un programa inflexible, donde, para usar una célebre expresión de Frei Montalva, ni una sola coma era negociable.5 Aquí reside la segunda gran lección del drama chileno: los que quieren cambiarlo todo terminan muchas veces por destruirlo todo.

La frustración del progreso

Existe otro fundamento importante del drama chileno, circunscrito esta vez a los años de rápidas transformaciones iniciados por el gobierno de Frei Montalva en 1964. Debemos recordar que después de un comienzo difícil se logró un importante crecimiento económico que el año 1966 alcanzó el 11,2% (8,6% en términos per cápita) y los incrementos del salario real fueron notables (un 46,8% entre 1965 y 1967).6 Simultáneamente, se habían lanzado grandes planes de mejora social para los sectores más vulnerables de la sociedad chilena. Ello era parte de un enfoque político centrado en la integración social de los 4 Que no debe confundirse con liberal, ya que el liberalismo rechaza las planificaciones globales. Tal como lo subrayó uno de los grandes pensadores liberales, Friedrich Hayek: “no somos neoliberales. Quienes así se definen no son liberales, son socialistas. Somos liberales que tratamos de renovar, pero nos adherimos a la vieja tradición, que se puede mejorar, pero que no puede cambiarse en lo fundamental. Lo contrario es caer en el constructivismo racionalista, en la idea de que se puede construir una estructura social concebida intelectualmente por los hombres, e impuesta de acuerdo a un plan, sin tener en consideración los procesos culturales evolutivos”. Citado en Góngora, ibid., p. 137. 5

La frase exacta, pronunciada por Frei Montalva durante la campaña presidencial de 1964, es la siguiente: “Ni por un millón de votos cambiaría una coma de mi programa”.

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Haindl, E., Chile y su desarrollo económico en el siglo XX, Santiago: Editorial Andrés Bello, 2007, y Velasco, A, “The State and Economic Policy: Chile 1952-92”, en B. P. Bosworth y otros, The Chilean Economy. Washington D.C.: The Brookings Institution, 1994.

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así llamados “sectores marginales”. La reforma agraria, la ley de sindicalización campesina, la de juntas de vecinos y la Promoción Popular fueron iniciativas trascendentales en un Chile que mayoritariamente buscaba el cambio. Este progreso generó, sin embargo, una reacción social sorprendente: los rápidos avances reales no estuvieron a la altura de las grandes expectativas creadas. Por ello, la intranquilidad social aumenta notablemente ya en 196566,7 desbordando el ritmo reformista impuesto por el gobierno de Frei Mon-

talva. Esta dialéctica entre expectativas que crecen exponencialmente y un progreso que las alimenta pero no puede colmarlas forma el trasfondo de los dilemas del Chile de entonces y parece también estar presente en el malestar del Chile de hoy. En este frustrante intersticio entre progreso real y expectativas de progreso se inscribe la deriva revolucionaria de esos años al ser explotado por una izquierda que siempre pide más y que ve en el reformismo democratacristiano su peor enemigo.8 Era una pugna sin cuartel entre dos planificaciones globales incompatibles en la que, como armas, se utilizaron los conflictos sociales y la “frustración del progreso”. Esta utilización de las tensiones sociales existentes es decisiva para entender el desarrollo chileno. Primero desestabilizó el proyecto reformista de Frei Montalva y luego puso al propio Salvador Allende ante una situación similar, al verse constantemente desbordado por un movimiento social impulsado y utilizado por los grupos marxistas más radicales. Esta es la tercera gran lección de ese período: el progreso genera su propio malestar que puede ser explotado ideológicamente con fines muy distintos a 7

El número de huelgas pasó de 566 en 1964 a 723 en 1965 y 1.071 en 1966. Por su parte, el número de jornadas laborales perdidas aumentó desde 585.514 en 1963 a 2.015.253 en 1966. Véanse R. M. Marini, El reformismo y la contrarrevolución. México: ERA, 1976; y J. R. Whelan, Out of the Ashes. Washington, D.C.: Regnery Gateway, 1989.

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En carta a Mariano Rumor de noviembre de 1973 Frei Montalva resume con amargura la oposición radical que le hizo la izquierda marxista: “anunciaron textualmente que le negarían al gobierno de la DC ‘la sal y el agua’. El Partido Comunista estuvo en una oposición constante y total. Para hacerlo recurrieron a la injuria, a la violencia, y el Partido Socialista una y otra vez manifestó que no respetaba el orden legal y democrático, que no era sino un orden burgués. Cada vez que había una huelga o un conflicto, el señor Allende y los partidos Socialista y Comunista lo promovían o acentuaban para llevar al extremo la situación.” Ver C. Gazmuri y otros, Eduardo Frei Montalva (1911-1982). México: FCE, 1996, pp. 476-496.

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los que mueven a quienes se movilizan por una cierta reivindicación determinada. La responsabilidad por esta escalada de conflictividad social, que fue un ingrediente esencial de la marcha hacia el 11 de septiembre de 1973, aún no ha sido reconocida con la claridad y amplitud que se merece.

La responsabilidad de los revolucionarios

Un papel fundamental en la dinámica de radicalización que vivió Chile lo jugó la determinación ideológica revolucionaria encarnada primordialmente por el Partido Socialista y el MIR, dos actores de gran significación que conscientemente promovieron el enfrentamiento violento entre chilenos. Por ello, su responsabilidad es singularmente desatacada. En su Congreso de Chillán celebrado en noviembre de 1967 el PS se declara marxista-leninista9 y adopta una resolución diciendo que “la violencia revolucionaria es inevitable y legítima […] Constituye la única vía que conduce a la toma del poder político y económico y, a su ulterior defensa y fortalecimiento.” Allí se declara, además, el carácter puramente instrumental de “las formas pacíficas o legales de lucha”: “El Partido Socialista las considera como instrumentos limitados de acción, incorporados al proceso político que nos lleva a la lucha armada”.10 Chile estaba advertido. La conversión al marxismo-leninismo y a la lucha armada como único medio para alcanzar el poder fue la culminación de un largo proceso de radicalización del socialismo chileno que culminará en el Congreso de La Serena de enero de 1971, donde Carlos Altamirano es elegido Secretario General y los sectores más radicales, provenientes del Ejército de Liberación Nacional (ELN, lo que les da el nombre de “elenos”), se hacen con el control de los órganos directivos del partido.11 Este es un dato clave para entender la dinámica de los

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La adhesión al marxismo-leninismo fue establecida en el Congreso de Linares de 1965, pero ahora sería incorporada a los estatutos del partido.

10 Jobet, J.C., El Congreso de Chillán. Partido Socialista de Chile. Ver http://www.socialismochileno.org/PS/index.php?option=com_content&task=view&id=461&Itemid=47 11

Rama chilena del ELN fundado por Ernesto Che Guevara en Bolivia. Un excelente recuento de la evolución del PS es Ignacio Walker, Socialismo y democracia. Santiago: Cieplan-Hachette, 1990.

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años siguientes y la impotencia de Allende para contener la deriva extremista de sus propias fuerzas. A su vez, el MIR vive un proceso de radicalización que lleva, en su III Congreso de diciembre de 1967, a un cambio de dirección y línea política. La dirección pasa al grupo de jóvenes liderado por Miguel Enríquez y la línea política, que ya desde su congreso fundacional de 1965 proclamaba que “el único camino para derrocar el régimen capitalista es la insurrección popular armada”, pasa a decantarse por una estrategia de “guerra revolucionaria prolongada e irregular”, que mezclaba los ejemplos chino y cubano.12 Chile volvía a estar

advertido y los años posteriores serían testigos de un accionar político del MIR centrado en la creación de las condiciones para un enfrentamiento armado exitoso. Esta es la parte que más me concierne personalmente ya que yo fui uno de esos destructores revolucionarios de nuestra vieja democracia. Ni la modestia real de mi esfuerzo destructor ni mi juventud me eximen de culpa. Tampoco lo hacen aquellos sueños mesiánicos que le dan al extremismo su fuerza de atracción y su coartada legitimadora. Más aún, he llegado al convencimiento de que es justamente la grandiosidad de la meta propuesta –la creación del “hombre nuevo” y un verdadero paraíso terrenal– la que impulsa a un accionar donde todos los medios están justificados. Por ello es que tantos jóvenes idealistas como yo se transformaron voluntariamente en soldados de una causa que proclamaba la inevitabilidad del enfrentamiento fratricida y la instauración de una férrea dictadura para lograr sus objetivos.13 Esta es la cuarta gran lección del proceso chileno y una de las más importantes para el futuro: el idealismo revolucionario se transforma en una fuerza destructiva que legitima la violencia.

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Véanse, entre otros, Pedro Naranjo (ed.), Miguel Enríquez y el Proyecto Revolucionario en Chile. Santiago: Editorial LOM, 2004; y José Leonel Calderón, La política del MIR durante los dos primeros años de la dictadura militar. Santiago: Universidad de Santiago de Chile, 2009.

13

He tratado detenidamente el tema en Las desventuras de la bondad extrema – Ensayos sobre Hegel, Marx y las raíces del totalitarismo (http://bibliotecademauriciorojas.wordpress.com/ libros-3/) y Lenin y el totalitarismo. Málaga: Editorial Sepha, 2012.

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Lo que le debemos a Chile

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Sobre todo esto deberíamos ser capaces de iniciar una reflexión sincera, ya que para reconciliarse Chile necesita de una memoria histórica sin silencios, que no se adecue a las conveniencias de unos u otros ni se quede a medio camino. Una memoria trunca distorsiona la verdad y da pábulo a una distribución unilateral de las responsabilidades que no nos ayuda a avanzar hacia aquello que le debemos a Chile: un relato verídico de cómo llegamos a separarnos y odiarnos a tal punto que un día nos arrogamos el terrible derecho a destruirnos unos a otros.

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40 años no es nada Miguel Ángel Solar Silva1

“Me han preguntádico varias persónicas”2 ¿Estoy reconciliado con aquellos que me declararon la guerra el 11 de Septiembre de 1973? Respondo sí, y sin ninguna duda; lo he conversado y lo he soñado. Veamos si puedo mostrarlo.

Recuerdos

El movimiento popular y nacional, impulsor de las reformas democráticas por la equidad, que empezó con Frei y llegó a su cumbre con Allende, se dividió 1973. Una gran huelga de los mineros del cobre y de importantes grupos medios, los médicos entre ellos, se pusieron en contra del gobierno de la Unidad Popular y empujaron su caída. ¿Cómo viví ese tiempo? En ese período yo trabajaba en el Hospital de Nueva Imperial y logramos evitar allí la huelga médica, a pesar de la orden del Colegio Médico. También estaba encargado, con el apoyo de todas las fuerzas políticas –incluido el Partido Nacional– y de todas las fuerzas sociales, incluido el comercio, de asegurar mediante fichas que todo el pueblo, sin discriminación, tuviese aceite y azúcar a entregar por el comercio establecido. Además, unas semanas antes del golpe, convine con Celindo Silva, presidente de la Democracia Cristiana, que nosotros, los de la Unidad Popular, lo apoyaríamos para que él fuese Gobernador del Departamento en caso de que la crisis nacional se agudizara. En Nueva Imperial no hay un solo muerto producto del Golpe, porque allí nunca se rompió la trama comunitaria. 1

Médico Cirujano de la Universidad Católica. Tuvo un rol protagónico en la toma esa casa de estudios en 1967 cuando era Presidente de la FEUC. Fue militante del Mapu en 1969. Fue detenido y exiliado en Holanda.

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“Mazúrquica Modérnica”. Violeta Parra

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En medio de esa división, la derecha logró convencer a las Fuerzas Armadas para que iniciaran una guerra contra más de la mitad de Chile, la más pobre. El comando golpista preparó con tiempo “el Golpe”. Es así que recuerdo unas ‘ricas onces’, allá por 1969, en casa de Gutiérrez Olivos, quien había sido embajador de Chile en EE.UU. Invitados, por una vez, estabamos José Joaquín Brunner y el que escribe. Además del anfitrión y su hijo, los otros comensales al ‘tecito’ eran Hernán Larraín Fernandez, Arturo Fontaine Aldunate y Jaime Guzmán Errázuriz. A este último le pregunté, en un aparte: “¿Qué iba a hacer Alessandri, si ganaba, ante un Movimiento Popular en ascenso?”. Me respondió: “Entonces haremos entrar a los militares”. No ganó Alessandri, sino Allende, y un ascendente Movimiento Popular logró el apoyo de la Democracia Cristiana y Nixon pidió a sus asesores “hacer chillar la economía chilena”, provocar e incluso financiar el caos. Aquí en Chile, mi cuñado, Oscar González Clarke, en 1971, postula a la Presidencia de la Juventud Demócrata Cristiana, compitiendo con Hormazábal, presentándose él y sus seguidores uniformados y proponiendo salir a la calle a combatir a los jóvenes de la UP para obligar a Allende a rectificar. Sin embargo, en la revista Política y Espíritu, Claudio Orrego Vicuña critica la propuesta de González Clarke planteando, en su articulo “La Táctica de los Generales Rusos”, que a los de la Unidad Popular hay que dejarlos equivocarse para que cuando llegue ‘el invierno’, podamos derrotarlos. Se cumple lo planeado y el golpe llega contra más de la mitad de Chile. Más de la mitad pues el mismo día 11 de Septiembre, trece diputados democratacristianos, encabezados por Leighton, se pasan a la oposición al gobierno militar. Esa mañanade 1973, Allende señala el camino que el pueblo debe seguir. Allende, abandonado por los generales, ve caer el puntal de su fuerza; antes había perdido la fuerza pues se habia dejado aislar y debilitar. Se aisló al no haberse puesto de acuerdo con la Democracia Cristiana de Fuentealba para fijar como reserva las cuarenta hectáreas de riego básico en la Reforma Agraria y definir constitucionalmente el Área Social de la Economía. Se debilitó por no haber propuesto una reforma del Estado concordante con la nueva realidad política, como era el proyecto de la Asamblea Única. Era obvio esperar la agresión de los EE.UU. y el acuerdo de éstos con la derecha chilena; por ello Allende debió detenerse en lo económico y avanzar en lo político.

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En el instante del golpe, sólo pide “no dejarnos avasallar” y confía en que el mal desatado terminará algún día “y se abrirán las anchas alamedas”. Allende propone la doctrina de los fisicamemente débiles y moralmente fuertes ante la violencia: ser pacíficos, incluso poner “la otra mejilla” para así desarmar la furia criminal del adversario. Eso permite al violentado hacer llegar su demanda al interior del agresor, aislando al recalcitrante del privilegio y de la guerra. El suicidio de Allende fue la máxima postura de su “otra mejilla” y con su gesto a muchos nos salvó la vida al bajar la ira del fratricida. Lo anterior no quitó usar las diversas formas de lucha para expresar por todos los medios las demandas de libertad y justicia. Así fue cómo el pueblo chileno durante las Jornadas de Protestas en los ‘80 mostró ante el mundo que Pinochet y su política debían terminar. La inmensa masa, atomizada por la política económica del régimen militar, se unió en un gran bloque antipinochetista y remeció al país por cuatro años logrando obligar al gobierno a cambiar sus políticas. Fue así como llega la devaluación, la que impidió poner el país en venta; el subsidio a la vivienda y las bandas de precios para los productos agrícolas que activaron el mercado interno, se abre la puerta para la participación de los exiliados en la política y en el mercado –a mí me dan permiso para volver en 1985–. La derrota de Pinochet en los ‘80 posibilitó el funcionamiento de un mercado más libre en que todos participan, lo cual favoreció el crecimiento económico. Hay que dejar en claro que antes de las protestas solamente “concurrían” al mercado los “amigos” del régimen. Los años de las protestas en donde se gritaba “y va a caer y va a caer” fueron finalmente un enorme traspié para el gobierno de Pinochet. Pero para no caer del todo tuvo que cambiar, tuvo que aceptar las exigencias de quienes había catalogado como su enemigo y asumir parte del programa del movimiento popular. Este último fue apoyado por un “quantum” de amistad entre quienes se habían definido como adversarios eternos de la izquierda. Es el caso de Leigh, quien había prometido extirpar el “cáncer marxista” y ahora aparecía aliado con aquellos a quienes así había motejado. Nuestra primera victoria estuvo en la derrota de la política de guerra y la apertura de una política electoral en que la disputa social se haría posible por medios pacíficos, es decir, mediante un plebiscito con razonables garantías

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para todos; fue significativa la dramática sentencia del Tribunal Constitucional que resolvió por cuatro votos contra tres que el referendum fuese examinado por el Tribunal Calificador de Elecciones. ¿Se imaginan los chilenos votando en 1988 como en 1980?… Otro “pedacito del carnet”. Esa apertura no fue una concesión graciosa del régimen militar, sino expresión de la victoria del movimiento popular que disponía de suficiente apoyo militar al interior del régimen y también fuera del mismo, como lo certificó el caso Carreño. El modelo pinochetista original –la guerra, el enemigo interno, ‘los humanoides’, los prisioneros políticos, la exclusión ideológica, los despojos de nacionalidad, los desterrados, los desaparecidos– había sido derrotado. Las protestas obligaron al régimen militar a negociar la paz y la victoria política fue sancionada en el plebiscito del ‘88, con el acuerdo de paz del ‘89 –reforma constitucional mediante, ampliamente votada– y que terminó con la elección de Aylwin el ‘90 dando paso a cinco gobiernos para el “crecimiento (pero) con equidad”.

Vivencias hoy

Vivimos en el país que nació en uno de los “1000 días más luminosos de la Historia de Chile” según alguna vez dijo Palestro, pues sentaron las bases del Chile más democrático, moderno e independiente que hoy transitamos. Hagamos un recuento: el Cobre fue nacionalizado mediante una ley votada por la unanimidad del parlamento y con ello aumentó no sólo el ingreso nacional sino la autonomía de la nación chilena, la educación se extendió, la mortalidad infantil descendió –vacunas y leche para los niños de por medio–, el fin del latifundio y del vasallaje campesino y el asentamiento de miles de ellos como parceleros crearon las condiciones en el agro para inversiones que aumentaron la productividad y permitieron una economía exportadora. Se debilitaron los intereses oligárquicos agroindustriales, que hicieron posible la baja de aranceles. Vino el voto de los soldados y suboficiales –propuesta del MIR, que el Gobierno Militar implementó– con esto se iniciala democratización de las Fuerzas Armadas. La derecha, ahora centro derecha, lucha con credibilidad popular contra la pobreza, ninguna etnia ni clase tiene el privilegio de la belleza. El ecumenismo del Estado, con los Tedeum Ecumé-

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nicos, abre espacios a los evangélicos; los mapuches, raíz cultural de Chile, acrecientan sus tierras y su irradiación. Finalmente, la unidad política de la izquierda, a quien Allende pudo haber dividido, quedó con su sangre sellada para siempre. El Chile moderno, una sociedad de más iguales oportunidades, lo inició Frei y lo llevó a su culminación Allende y, a pesar de su intento restaurador, el Gobierno de Pinochet tuvo que cumplir algo de lo que la izquierda propuso. La democracia y la economía de mercado, es decir, la modernidad, no pueden funcionar bien sin equidad; hoy la Alianza y la Concertacion se pelean la bandera de distribución del ingreso o la sociedad de oportunidades, y ello es muestra de nuestra segunda victoria. Esa victoria del ideario de la justicia social nació tan tempranamente como en 1972. Un ejemplo en medio de la Unidad Popular. Jaime Guzmán, ligándose al movimiento popular y oponiéndose a las estatizaciones, propone una reforma de la empresa que la socializa internamente. Dice Guzmán: “Estimamos que la estructura tradicional de la empresa debe ceder su paso a otra, más justa y más humana. Con fórmulas diferentes según la importancia que en cada empresa tenga, el trabajo y la organización, reconociendo siempre al capital un margen mínimo de utilidad que lo atraiga a arriesgarse para crear nuevas riquezas, deben establecerse los mecanismos adecuados para que quienes trabajen en una unidad productiva, tengan efectiva participación en la gestión, propiedad y utilidades de ella”.3 En el contexto de la guerra que nos declararon, la economía de mercado fue usada también como un arma: atomizaba al “enemigo interno”. Sin embargo, una vez obtenida la paz mediante las protestas, como ya se ha dicho, la economía de libre mercado se transformó en un arma que también se puede usar hoy para la equidad: hasta la KGB y el PC Chino o Vietnamita se dieron cuenta de la ineficiencia de mercados planificados centralmente. La añoranza de muchos de nuestros dirigentes por el Estado como el único instrumento para alcanzar la equidad está equivocada; también puede ha-

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Guzmán Errázuriz, J., La Iglesia chilena y el debate político, editado por Tomas Mac Hale, 1972, Ediciones Portada: citado en la Revista de Estudios Públicos, Nº 42, Otoño 1991, páginas 297 a 298.

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cerlo un mercado libre, regulado para no conceder privilegios a nadie. Y si lo hace, que sea por razones técnicas, caso en el cual todos podemos ser accionistas de esas empresas de rentabilidad segura como son las sanitarias, eléctricas, etc. A nadie se le concede un privilegio y, si alguno así lo requiere, todos vamos en la ganancia. ¿Por qué mis compañeros no ven con suficiente nitidez nuestras victorias –y al no verlas no podemos confiadamente desplegarlas– y, en cambio, nos pasamos la vida buscando reformas a una constitución que los derrotados demandaron para firmar la paz? ¿Por qué tenemos nostalgia de una constitución política, la del 25, como si ella no hubiese sido también producto de un golpe militar? ¿Por qué no reconocemos que hubo una guerra, preventiva pero guerra al fin, desatada a nuestro pesar y nunca aceptada totalmente por nosotros? ¿Por qué no apreciamos la paz para la equidad como nuestra gran victoria? ¿Victoria? Sí, victoria aun cuando algunos de nuestros mismos “compañeros” quieren hacernos creer que fuimos derrotados, ellos lo hacen en nombre del terror al que fuimos sometidos. Sin embargo toda victoria tiene sus pérdidas, pero el balance es azul. Esos muertos que enterramos varias veces, ¿qué nos piden? ¿Venganza u otras victorias? Yo diría que otras victorias. Según el Deuterenomio 32-35, Dios nos dice: “mía es la venganza”; pero hoy podemos dar un paso más acá del Antiguo Testamento y recordar que perdonar “setenta veces siete” es un buen “negocio”. Así es, pues todo lo bueno que me sucede viene de Dios y cuando algo malo recibo es el bien de un otro que, buscando lo suyo, me hace daño y por ello me hace bien otorgarle el perdón. Comprender el bien del otro(a); aunque éste sea mínimo, aumenta mis bienes. Sí, aquí hubo una guerra, diseñada más por los civiles de derecha que por los generales, y el país la considera una guerra injusta y por ende desligitima a la derecha. Ella no ha quedado bien parada, no son “los buenos de la película”. Fue la derecha como bloque social la que perdió la guerra preventiva que desató; las guerras siempre las dirigen los políticos, y los buenos militares lo saben. La denuncia y el reconocimiento de los excesos es sólo una manifestación más de la pérdida de legitimidad de los políticos y sectores sociales que sustentaron el régimen militar. “En política y amores” gana quien se queda

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con el corazón del otro, y la derecha se quedó sin el cariño de la gente y, por lo mismo, debió buscar una democracia que la protegiera. Y ahora último, políticos que votaron por el NO para representarla. En síntesis, la derecha perdió la guerra en el único terreno que las guerras se pierden o se ganan: el político. Clausewitz dice que “la guerra es la continuación de la política por otros medios”. En mi opinión, su aserto es demasiado militarista. Prefiero decir que la guerra es una de las formas de hacer política y ella no excluye la simultaneidad de las otras. Hace unos años, una historiadora me preguntó: “¿Qué ideas lo separaban de Jaime Guzmán?” Le respondí. “Mirado desde hoy, no me separaba la Reforma de la Empresa que Guzmán proponía en la Revista Portada en 1972, ni tampoco la Economía Social de Mercado; una cosa con otra pueden conducir a la Equidad. Tampoco me separaba el Cristianismo como tradición cultural que lleva a vivenciar la vida humana como hijo de Dios. Lo que me separa de Guzmán fue su decisión de usar la guerra para dirimir las diferencias entre los chilenos”.

Esperanzas para el Mañana

Cuando tenía 20 años sentí como una agresión que hubiese gente más arriba y más abajo, a unos les veía la coronilla y a otros la pera. Hoy se puede hablar del “maravilloso y misterioso mundo de la gente” que muestra que dicha agresión está bastante aventada y “nadie” como decía Musso, un entrenador de la Universidad de Chile, “es más ni menos que uno”. ¿Termina el aserto con las jerarquías? Por supuesto que no, pero asume que cada persona es superior o “maravillosa” en su particularidad “misteriosa” y por ende ninguna jerarquía genera dependencia interpersonal; es como si fuese entre hermanos. Sucedió producto de muchos procesos materiales que la modernidad trajo en nombre de la libertad. Son nuestras superioridades personales las que intercambiamos en el mercado. Hoy se trata de escuchar a los otros y ver cómo detrás de reclamos, peticiones, declaraciones y recuerdos, asoma una propuesta que puedo conectar a la mía y así generar algo nuevo, un acuerdo. Un acuerdo es un intercambio en un mercado sano, con buenas reglas. ¿Tenemos buenas reglas para el intercambio? Heredamos una larga cantidad de preceptos para guiar las relaciones in-

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Miguel Ángel Solar

terpersonales, que muchas veces bloquean los buenos acuerdos. ¿Qué hacer? Emprender la renovación normativa de las relaciones sociales o reforma del Estado. Hacerlo supone reformar cuatro grandes organizaciones que ponen los preceptos y así regulan el mercado; ellas son la salud, la educación, la justicia y la seguridad. Yo trabajo en la organización que a partir de la enfermedad establece las normas para la salud –las preventivas y curativas–, pautas que disminuyen o frenan los factores agresivos que afectan a las personas y apoyan los síndromes reactivos para así preservar y desarrollar el capital humano: espiritual, emocional, cognitivo y motor. ¿Tenemos instrumentos políticos eficientes para llevar a cabo las reformas necesarias? Veamos, ¿cuánta confianza tiene usted en el Congreso?, preguntó hace poco tiempo la encuesta CEP. La respuesta fue categórica: apenas un 13% dijo aprobar y legitimar la labor de los legisladores. Fue la segunda institución peor evaluada del país junto con los tribunales y solo superó en respaldo a los partidos políticos, que obtuvieron un 7%. ¿Qué hacer con tan poca legitimidad? Tal vez, debamos hacer una Reforma Constitucional Quirúrgica que modifique el sistema electoral: Cámara Unica –el Congreso DC ideológico ya la aprobó– con nuevos distritos electorales por comunas o asociación de las afines o fracción de las muy grandes y sistema mayoritario, como el parlamento de Coz Coz. El que salga elegido se obliga a todos y sólo la unidad local da la fuerza. Tal propuesta contaría con el apoyo de los alcaldes de Chile, ellos si son autoridades legitimadas y, cuando la pierden, el Tricel ‘los saca’. ¿Tenemos una espiritualidad que nos ayude a reconciliarnos y desarrollarnos? Sí, hay muchas fuentes de agua viva pero acudamos a la más familiar: “……la Ley no llevó nada a la perfección, pues no era más que introducción a una esperanza mejor, por la cual nos acercamos a Dios”. (Hebreos 7, 19). O también: “De manera que la ley ha sido nuestro ayo, para llevarnos a Cristo... pero venida la fe, ya no estamos bajo ayo” (Gálatas 3.24-25). O “Cristo es el fin de la ley”. (Romanos 10-4). Si es así, Jesús no murió por nuestros pecados sino que vino aterminar con el predominio de la ley y no pudo escapar de los que se beneficiaban administrándola.

LAS VOCES DE LA RECONCILIACIÓN

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Reconciliado sí, no sé si alguna vez no lo estuve, pero ahora más que nunca, pues estoy “parado” en mis victorias y desplegando mis “puentes de plata”. Espero dar mi aporte a todos aquellos que intenten orquestar voces chilenas para ayudar a nuestros hijos y nietos a vivir sus existencias en una patria más fraterna.  P.S. “Y más no cántico porque no quiérico Tengo flojérica en los zapáticos En los cabéllicos, en la camísica en los riñónicos, en el cintúrico”. “Mazúrquica Modérnica”. Violeta Parra

NUEVAS VOCES

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La reconciliación como legitimación del nuevo orden Gabriel Boric1

Lo primero que sorprende a la hora de abordar el concepto de reconciliación en Chile es que la inmensa mayoría de la literatura existente al respecto limita su análisis a las violaciones a los derechos humanos cometidos por la dictadura cívico militar en nuestro país entre 1973 y 1990. Y no es solo la literatura. También las políticas públicas estatales dirigidas a alcanzar la reconciliación se han centrado en este aspecto como si fuera el único a abordar para que una eventual reconciliación nacional fuera posible. Se ha olvidado así, como señalan Loveman y Lira, que “los mayores obstáculos a la reconciliación política derivan de la persistencia de los problemas que originaron el conflicto”.2 Bien cabe preguntarse entonces, a la hora de reflexionar sobre si Chile es o no un país reconciliado, sobre esos problemas originarios que, al no ser resueltos, terminaron en el terror. Hace muchos años, en el prólogo de su libro de 1962, Chile, un caso de desarrollo frustrado, Aníbal Pinto Santa Cruz advertía, desde una óptica académica, los peligros que entrañaba la expansión de la economía nacional sin una subsecuente distribución de los mayores ingresos por ésta producida. Anotaba el autor que “el desequilibrio tendrá que romperse o con una ampliación substancial de la capacidad productiva y un progreso en la distribución del producto social o por un ataque franco contra las condiciones de vida democrática que, en esencia, son incompatibles con una economía estagnada”.3

1

Estudiante de Derecho de la Universidad de Chile. Consejero FECh por Derecho 2007-2008. Presidente Centro de Estudiantes de Derecho 2008-2009. Senador estudiantil Universidad de Chile 2010-2012. Presidente FECh 2012. Es director de la Fundación Nodo XXI.

2

L.oveman B.; Lira, E.: Las suaves cenizas del olvido. Santiago: LOM, 1999.

3

Pinto Santa Cruz, Aníbal: Chile, un caso de desarrollo frustrado. Santiago: Editorial Universitaria, 1959.

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Gabriel Boric

Me detengo en este punto porque mi impresión es que, en las reflexiones que los actores de aquella época han hecho del período, se evita ligar las causas que llevaron al golpe de Estado del 11 de Septiembre de 1973 con lo que vino después. Es decir, unas serían las causas de la derrota del proyecto popular encabezado por Salvador Allende, y otras serían las causas de la violencia de Estado desatada en Chile a partir de su caída. La tesis que quiero defender en este artículo es que no hay reconciliación posible si es que no se abordan las causas que explican la asunción y caída del gobierno de la Unidad Popular y, por lo tanto, un proceso de reconciliación debe ser más abarcador que limitarse estrictamente a las violaciones a los derechos humanos cometidas por el Estado chileno entre 1973 y 1990. En este sentido, me interesa plantear lo que viene de modo que sirva también para un análisis crítico de nuestro presente, y no solo como un alegato nostálgico sobre lo que se hizo y no se pudo (o quiso) hacer durante el largo proceso de transición chileno hacia la democracia.

Los no reconciliados

Durante los últimos 23 años en Chile se ha hablado mucho de reconciliación. Y muchas veces se ha hecho de manera impetuosa, como si ésta fuera una suerte de deber moral al que hay que llegar, sin importar mucho los costos ni reflexionar mucho el por qué. Lo que desde mi punto de vista se esconde detrás de este imperativo es una necesidad de las elites de legitimar el nuevo orden construido después de 17 años de dictadura, en donde son los vencedores quienes imponen los términos de la nueva “pax”. Por cierto, quienes deciden no formar parte de este proceso son inmediatamente calificados como “resentidos”, se vuelven outsiders y son marginados de la política que se despliega sobre los nuevos consensos y acuerdos. La enorme tarea de la reconciliación traía intrínsecamente consigo la necesidad de aceptar el nuevo Chile que emergía desde las fauces de la dictadura. Ya lo explicaba uno de los ideólogos de la Concertación en sus primeros tiempos, Edgardo Boeninger, cuando, respecto a la necesidad de legitimar el nuevo modelo, señalaba: “desde el punto de vista del imperativo económico se trataba de dar legitimidad política y social a un modelo de crecimiento que acarrea-

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ba con el pecado original de haber sido implantado por la repudiada dictadura. El sentimiento popular era que todo lo obrado por Pinochet era malo, de modo que el mandato recibido del electorado era fundamentalmente uno de cambio. La adhesión y confianza popular en su gobierno democrático dio sustento a esta difícil tarea; el componente de equidad fue el elemento diferenciador crucial que permitió realizar con éxito la “operación legitimadora” de la economía de mercado con preponderancia del sector privado”. 4 De esta manera, se fue consolidando en Chile la obra gruesa de lo que había sido la principal transformación llevada adelante por la dictadura: la creación de un Estado subsidiario, que solo podía ser el guardián del libre juego de los agentes en el mercado. El guión de esta obra magna, que fue escrito en las oficinas del ODEPLAN de Miguel Kast, trajo consigo además la negación de derechos sociales universales, en pos de una política de focalización del gasto público con excusa de la eficiencia. En este contexto, la reconciliación fue utilizada como una suerte de moneda de cambio. Para reconciliarse hacía falta estar de acuerdo también con el modelo político, económico y social heredado de la dictadura y que hoy administraba la Concertación. Los tiempos exigían, desde la óptica de quienes habitaban la Moneda, una unidad compacta que asegurara a toda costa la gobernabilidad. Es así como en este proceso, quienes no aceptaran el paquete completo, quedaban relegados a la más absoluta marginalidad política. Este fue el caso de todos los sectores de izquierda que decidieron no formar parte de este nuevo pacto. Se va formando así un “consenso excluyente”, que tenía en el desarme del tejido social uno de sus pilares fundamentales. Como argumenta Carlos Ruiz Encina, “mantener la desarticulación social heredada de la dictadura –producto de la represión, así como de los cambios estructurales– es el secreto de la celebrada “gobernabilidad democrática”. Esa se constituye en la base del orden en la nueva democracia, empero al mismo tiempo, del desprestigio de la política”.5

4

Boeringer, E., Democracia en Chile, Lecciones para la gobernabilidad, Santiago: Editorial Andrés Bello, 2007, p. 463. Citado por Ricardo Camargo en “Del Crecimiento con Equidad al Sistema de Protección Social: La Matriz Ideológica del Chile Actual”.

5

Ruiz Encina, C.: “Impunidad: la otra cara del consenso entre las élites”. Revista Política y Utopía, Corporación Representa (2009).

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Gabriel Boric

Paralelo al proceso de desarticulación social (pérdida de poder de los sindicatos, cierre de medios independientes por falta de financiamiento, criminalización de la protesta social como legítima expresión política, marginación de aquellos grupos ajenos al pacto de gobernabilidad, etc…), se va instalando en Chile la idea de que para reconciliarnos como país, bastaba con reconocer primero y eventualmente castigar después, los excesos en los que había caído la dictadura en materia de derechos humanos. Así, la dictadura había sido “mala” porque había torturado, desaparecido, exiliado y exonerado a miles de compatriotas, pero no porque haya llevado adelante un profundo proceso de expropiación de derechos sociales para entregarlos a los vaivenes de un mercado desregulado en el cual el Estado solo podía jugar el rol de un árbitro de ojos vendados. En definitiva, lo que se esconde detrás del consenso de la transición es que la reconciliación pretendió reducirse solo a un debate sobre las violaciones a los derechos humanos. Pero lo cierto es que violar los derechos humanos fue una política de Estado (categóricamente inaceptable) que se utilizó en un proceso de transformación más profundo, que consistió en excluir de la participación de la riqueza a las grandes mayorías de nuestro país. Así, se pretende reconciliar sólo abordando los excesos y crímenes del poder, pero dejando intacta su esencia. Por cierto, todo lo anterior vino aparejado de una democratización formal de la vida en sociedad. Se fueron recuperando poco a poco los derechos políticos que habían sido negados durante 17 años. Libertad de expresión, de prensa, de asociación y de reunión, votaciones regulares y una serie de reformas a la Constitución de 1980, fueron por una parte conquistas reales de derechos largamente reprimidos, y por otra, maquillaje para encubrir la esencia de una democracia protegida y antipopular que desconfiaba de sus mismos ciudadanos. Así, fuimos construyendo sin darnos cuentas un Chile disociado. Un país que crece pero que cada día está más dividido, un país en donde disminuye la pobreza pero aumenta la desigualdad. Un país donde, en definitiva, parafraseando la famosa frase de Orwell, unos parecieran ser más iguales que otros. Con lo anterior no pretendo en absoluto negar ni desmerecer los esfuerzos que se han hecho en materia de derechos humanos, los que si bien han

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sido insuficientes a la hora de identificar responsables y aliviar el dolor de los afectados, han generado un consenso transversal en que las atrocidades vividas en Chile durante los 17 años de dictadura en esta materia no pueden volver a repetirse (el “nunca más”). Lo que sostengo es que, para que sea posible una reconciliación sustantiva del pueblo chileno, se requiere mucho más de lo que se ha hecho, y mucho más de lo que se ha intentado hacer. Para que exista una reconciliación integral (o conciliación, si se estima que ésta nunca ha existido realmente), es necesario que todos nos comprendamos como iguales, como sujetos que tienen los mismos derechos sin importar el apellido, ni el domicilio. Y hoy, seguimos muy lejos de ese ideal. Lo que demuestra realmente la desigualdad en nuestro país es una tremenda brecha en la distribución del poder en Chile. Ese mismo poder que fue usurpado el 11 de septiembre de 1973 de la soberanía popular (con todos los defectos que tenía la democracia en ese entonces –no pretendo idealizarla–) y que fue traspasado a las elites, con exclusión del pueblo, el 11 de Marzo de 1990. Para todo lo anterior, y enmarcado en el contexto de la discusión sobre la reconciliación, es necesario comprender el carácter político del problema, y no reducirlo a un conflicto privado entre víctima y victimario. Como dice Fernando Atria “la existencia de poder, la existencia de lo político, entonces, es condición para llevar una vida propiamente humana. La reconciliación supone re-descubrir el valor de lo político. Esto es particularmente importante hoy, cuando lo político cada vez más se concibe como un espacio de gerencia, de pura racionalidad de medios (‘solución de problemas’). Lo político a la luz de la reconciliación es lo que nos permite relacionarnos unos con otros como humanos, y de ese modo nos permite vivir como humanos, nos hace humanos”.6

Quien dijo que todo está perdido…

Los sucesos de los últimos años nos han demostrado que, pese a todo, el panorama no es tan sombrío. Poco a poco emerge una nueva generación libre de las amarras de la transición, que es capaz de revelarse sin culpa frente a lo que

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Atria, F. “Reconciliation and reconstitution” en Scott Veitch (editor), Law and the politics of reconciliation. Ashgate, Aldershot. 2007.

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Gabriel Boric

se presenta como el único orden posible. Si hasta hace poco la discusión política giraba en torno a quién podía gestionar mejor tal o cual aspecto del modelo, después de las movilizaciones estudiantiles del 2006, 2011 y 2012, nuevos temas han aparecido en la palestra, y la política vuelve a entenderse como un espacio de disputa de poder en función de un proyecto que persiga el bien común, donde lo que se discuten son ideas y visiones de mundo diversas, y no solo capacidades gerenciales para solucionar “los verdaderos problemas de la gente”. En definitiva, después de mucho tiempo, se han vuelto a poner en debate no solo los excesos del modelo, sino también su esencia. Para que esto sea posible han debido pasar muchas cosas. En primer lugar, quienes nos sentimos de izquierda hemos enfrentado el difícil proceso de despercudirnos de la carga de derrota con que la izquierda tradicional, quizás inconscientemente, empapó su actuar durante las dos décadas pasadas. Pero para que lo anterior se consolide y no se desvanezca en el aire, todavía falta mucho camino por recorrer. Como advertía Antonio Gramsci “… el viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos”. Son esos monstruos contra los que combatimos hoy, los que nacen del claroscuro para tratar de dar apariencias de cambio, pero que abogan por mantener el antiguo orden. La tarea no es fácil pues exige un cambio de mentalidad del que resulta sumamente difícil ser conscientes. Afortunadamente, esta nueva generación pareciera no tener los miedos del pasado, lo que no implica que no tenga memoria. Arrojo y memoria, una potente combinación para apostar por una verdadera reconciliación. Hacia allá vamos.

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Chile Post Binominal Max Colodro1

I.- El quiebre

La sociedad chilena no se ha mantenido políticamente ‘partida en dos’ sólo por efecto de un sistema electoral. En rigor, los imperativos de convergencia y de estabilidad bipolar instaurados por la Constitución del ‘80 –uno de cuyos alcances perdurables es la ‘binominalización’ de nuestro sistema político–, no podrían ser cabalmente comprendidos sin hacer referencia al contexto histórico reciente, a las profundas transformaciones que el país vivió a partir de la segunda mitad del siglo XX. Fue, en los hechos, un largo antecedente de cambios sociales, políticos y culturales que vinieron a cristalizar a comienzos de los años ‘60, generando las condiciones para un quiebre muy profundo y trascendental de la sociedad chilena; una desestabilización de base que fracturó el orden tradicional dominante, y que obligó a los actores políticos a intentar procesar sus consecuencias en los diferentes ámbitos de la vida colectiva. Aunque desdibujada en nuestra historia política, la Hacienda fue el pilar institucional que dio continuidad al orden en Chile por más de tres siglos. Unidad territorial en la que se articuló la actividad productiva, la hacienda fue donde vivió la inmensa mayoría de la población hasta bien entrado el siglo XX, y en la cual se fue gestando un ethos agrario y rural que define hasta hoy uno de los sentidos más hondos de la “chilenidad”. Fue el espacio social donde la separación entre patrones, inquilinos y peones marcó a fuego nuestros atavismos de clase, germen de una desigualdad y de un resentimiento que fue acumulándose durante muchas décadas y que empezó a expresarse cuando otras actividades –la minería del salitre en el norte y la del carbón en 1

Doctor en filosofía de la Universidad Católica de Chile y sociólogo de la Universidad de Chile. Fue director de Relaciones Internacionales del Ministerio de Educación, vicepresidente de la Comisión Nacional de la UNESCO y director de la Comisión de Estudios de la Secretaría General de la Presidencia. Actualmente es profesor de Filosofía en la Universidad Adolfo Ibáñez.

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el sur–, se transformaron en la primera válvula de escape del conflicto social. En el curso de nuestra vida como nación independiente, el lento desarrollo urbano, del comercio y la actividad portuaria, fueron el telón de fondo de una modernización que no llegó al campo sino hasta muy tarde, cuando sectores políticos y de iglesia empezaron a comprender que la Hacienda, y luego el latifundio, era la gran traba que impedía el desarrollo del país y que lo condenaba a un orden inmóvil, autoritario y profundamente desigual. Con el término del siglo XIX fueron quedando atrás los debates entre conservadores y liberales sobre la relación entre religión, Estado y sociedad civil. El “orden portaliano” fue una larga garantía de estabilidad política, que empezó sin embargo a resquebrajarse con el surgimiento de partidos de clase media como el Radical y, posteriormente, cuando las nacientes fuerzas de izquierda inician la organización política y sindical del mundo del trabajo. En las primeras décadas del siglo XX la élite se encuentra así ante una nueva división entre los sectores que aspiran a la mantención del orden tradicional a cualquier precio y aquellos que, al calor de nuevos idearios políticos y de la Doctrina Social de la Iglesia, abogan por cambios sociales de mayor profundidad. En el seno de la minería salitrera ya había surgido el Partido Comunista y en la década del ‘30 sectores medios y de la oficialidad progresista dan a luz al Partido Socialista. Los conservadores tienen precisamente en esa época una gran ruptura, de la cual emigrarán los sectores juveniles para fundar una nueva fuerza política articulada en torno a la doctrina social emanada del primer concilio Vaticano. La futura Democracia Cristina será de ahí en adelante un actor clave en el proceso de cambios políticos y sociales que comienza a experimentar el país. Su opción preferencial por el campesinado sentará uno de los pilares de lo que llegará a consumarse a partir de la década del ‘60, cuando Chile viva una encrucijada histórica en la cual terminará siendo un verdadero laboratorio de la guerra fría. A fines de la década de los ‘50 los vientos de cambio asolan el continente. La revolución cubana impregna de fervor y de entusiasmo a un sector muy importante de la izquierda latinoamericana. Y será precisamente esa epopeya uno de los factores que explica el creciente temor de la oligarquía criolla y de la administración norteamericana, llevándolos a impulsar una Alianza para el Progreso cuyo eje central será en Chile la reforma agraria. Un proceso de

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cambios tímidos al comienzo, pero que a partir de la llegada de la DC al poder va radicalizándose sin tregua. La reforma agraria fue, en los hechos, el proceso de transformación social y política más profundo del siglo XX, un cambio en las relaciones de poder que termina fracturando las bases materiales de sustentación del orden oligárquico. Chile vive en los ‘60 la confrontación de modelos de desarrollo totalizadores y excluyentes. Proyectos políticos radicales en sus medios y en sus fines, y en los cuales la sociedad deja de verse a sí misma como una unidad integrada. La reforma agraria fue en el fondo una guerra civil larvada, que a medida que se profundiza hace saltar los cimientos de la sociedad tradicional y paraliza el funcionamiento del sistema político. La derecha se agrupa el año ‘65 en el Partido Nacional, dejando definitivamente en la trastienda a las facciones conservadoras y liberales. La izquierda desecha en ese mismo período el ‘orden burgués’ y desprecia la ‘democracia formal’, abriendo una fuerte disputa interna sobre ‘los medios’ para su transformación y la gradualidad de dicho proceso. La DC, por último, busca en aquellos años una ‘reforma’ equidistante entre la continuidad y la revolución, transformándose sin embargo en el gran catalizador de una voluntad mayoritaria de cambios ya sin retorno. La llegada de la UP al gobierno supone el comienzo del fin del orden tradicional. La guerra civil larvada se vuelve conflicto manifiesto. La encrucijada entre vía capitalista y no-capitalista de desarrollo no logra encontrar cauces institucionales y la confrontación violenta termina por coparlo todo. El gobierno de Allende intenta llevar a cabo un programa de transformaciones profundas sin contar con el respaldo mayoritario. Sus opositores enconados terminan a través del expediente del sabotaje generando un cuadro de ingobernabilidad general, que paradójicamente se retroalimenta con las posiciones más extremas de sectores del propio gobierno. Chile y sus instituciones llegan así a un punto de colapso y, en ese escenario, la mesa para el golpe de Estado queda servida. Las FF.AA. juegan el papel de punta de lanza de una oligarquía decidida a la ruptura democrática y el 11 de septiembre de 1973, la guerra civil iniciada en la década anterior hace finalmente honor a su nombre. La dictadura buscó desde sus inicios imponer la lógica de una restauración del orden tradicional. Suprime los derechos civiles y políticos e impone

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una brutal represión a las fuerzas de izquierda. La fractura de Chile, su abismo interno, se profundiza ahora a sangre y fuego. El país comienza subliminalmente a consagrar su ‘binominalización’, la línea divisoria que lleva a los ciudadanos a terminar incluso cantando estrofas distintas del himno patrio. El conflicto político y social que había tenido en la reforma agraria de los ‘60 su agente histórico, empieza a institucionalizarse mediante el expediente del terror y de la fuerza, en la perspectiva de un nuevo proyecto político ya no sólo restaurador, sino también, ‘refundacional’. Los ideólogos de la Constitución del ‘80 lo tenían a esas alturas meridianamente claro: Chile no puede volver atrás; se deben tomar las precauciones institucionales para impedir que nuevamente existan gobiernos de minoría y para ello, es imprescindible suprimir la lógica de los ‘tres tercios’. A su vez, se requiere de una ‘democracia protegida’ donde el poder civil tenga un contrapeso permanente en el poder militar. Se consagra entonces la inamovilidad de los comandantes en jefe, la figura de los senadores designados entre los cuales las FF.AA. tendrán una representación garantizada; se establece un Consejo de Seguridad Nacional con equilibrio perfecto entre autoridades civiles y militares; se garantiza a su vez la estabilidad constitucional por la vía de los quórum supra-mayoritarios y, finalmente, se impone una ingeniería electoral que forzará a una ‘binominalización’ constante e inevitable del sistema político. En definitiva, la institucionalidad impuesta y dejada como herencia por el régimen militar posee en su seno el germen de una descomunal paradoja histórica: busca en lo formal evitar la reedición del conflicto político propio de la guerra fría, pero lo que consigue al final es consagrar una institucionalidad que condena al país a estar permanentemente dividido en dos. El abismo histórico de Chile queda perpetuado. La línea divisoria cristalizada en el plebiscito del ‘88 entre el Sí y el No se reproduce una y otra vez en el marco de un sistema político que progresivamente pierde sintonía con las nuevas tendencias económicas y culturales que vive el país a partir de los ‘90. La restauración democrática se ve obligada a convivir y a mantener vigentes las bases de una ruptura social que fue precisamente el origen del odio y de la intolerancia incubada a partir de los años ‘60.

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II.- La reconciliación

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El proceso de transición a la democracia tuvo en Chile un conjunto de particularidades consistentes con la paradoja histórica antes mencionada. En rigor, la democratización del país no fue provocada por el derrocamiento de la dictadura, sino por su derrota “electoral” en un plebiscito fijado en su propia institucionalidad. A su vez, el dictador cedió el gobierno según los plazos establecidos, pero no dejó de jugar un rol político, en la medida que mantuvo un grado relevante de poder a través de su permanencia en la jefatura del Ejército por ocho años más. Y también, porque la transición política se dio en el marco de una institucionalidad y de un modelo económico-social cuyas normas y principios fueron generados por el propio régimen militar. Así, la transición chilena debió entonces acomodarse desde sus inicios a una lógica de cambio gradual “dentro del orden heredado”; un orden que era la expresión normativa de un conflicto histórico ya largamente resuelto por el lado de sus vencedores, pero que debía mantenerse ahora como un recurso de legitimación para su continuidad en el tiempo. El quiebre histórico vivido por el país desde comienzos de los ‘60 había sido la justificación del proyecto refundacional impuesto por el bando triunfante, pero dicho proyecto requería del ‘fantasma’ de su permanencia para darle estabilidad a la sociedad política emanada del mismo. Y la encarnación de esa estabilidad no era otra que la forzada ‘binominalización’ de su sistema político. Con todo, aun teniendo estas restricciones de origen, los gobiernos de la Concertación lograron ir imponiendo paulatinamente su agenda: la nueva política social tuvo logros sustantivos en la reducción de la pobreza; la economía se abrió definitivamente al mundo a través de los acuerdos de libre comercio y el fomento de la inversión extranjera; la justicia consiguió que los principales casos de violaciones a los DD.HH fueran sancionados y sus responsables cumplieran condena. La modernización se imbricó con el avance de una cultura del consumo y de masas, al cual fueron incorporándose las capas medias y vastos segmentos de menores ingresos. De este modo, todos estos elementos irán confluyendo con el paso de los años en un cambio social y cultural de envergadura. La sociedad se pluraliza y se vuelve más dinámica y heterogénea. La política pierde centralidad y las diferencias de proyecto se van haciendo más tenues. Las sucesivas reformas

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constitucionales eliminan finalmente el 2005 la figura de los senadores designados, la inamovilidad de los comandantes en jefe, y el rol tutelar que las FF.AA. tenían a través del Consejo de Seguridad Nacional y el Tribunal Constitucional. Pero por sobre todas esas transformaciones, el sistema político se mantiene inalterable mediante el expediente de un engranaje electoral binominal atado a la línea divisoria de los últimos cincuenta años, lo que impide cualquier nueva configuración y reordenamiento de fuerzas. Y ello supone, finalmente y de modo inevitable, mantener vivo el ethos de la fractura de origen, de un trauma histórico que cada día va teniendo menos nexos y menos sentido frente a las nuevas diferencias del presente. Obligados así por una institucionalidad política y electoral a mirarnos en el espejo del pasado, los atavismos del conflicto sobreviven en una sutil esfera subliminal. El país de los enemigos no logra reconciliarse consigo mismo y ni aún los importantes consensos construidos en estos años respecto a la significación de las violaciones a los DD.HH. en la historia reciente o al valor de la democracia, logran aún permear y romper la lógica de la desconfianza y de las “cuentas pendientes”. Las nuevas generaciones no son capaces de imponerse frente a este status quo, que ha sido también alimentado por una elite política hija de aquel conflicto, que se resiste a perder privilegios y posiciones de poder. Así, al final del día, otra de las paradojas de la transición termina siendo que sus propios administradores optan por no ponerle fin; y que siguen buscando en los hechos que el país del Sí y el No, el de los que tienen superioridad moral y los que carecen de ella, continúe existiendo indefinidamente. Pero pese a todo Chile se mantiene en movimiento, más allá incluso de la voluntad de aquellos que quieren sostenerlo inmóvil. El desgaste natural del ciclo histórico de la Concertación impuso a la larga el imperativo de la alternancia, una alternancia que para bien o para mal, modificó coordenadas políticas y culturales significativas. La centroderecha debió aprender a gobernar en democracia y la centroizquierda ha tenido que saber ser oposición a un gobierno legítimo. Y aún con grados importantes de malestar y de descontento social, las bases de la institucionalidad y del modelo de desarrollo se han mantenido relativamente estables. El país crece y la responsabilidad fiscal sigue siendo un activo de amplio consenso. El consumo se mantiene como la variable aspiracional que pone

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en entredicho cualquier pretensión intelectual de dar por terminado ‘el modelo’. La gente al parecer no quiere menos de lo mismo sino más, reaccionando activa frente a los abusos corporativos y las inequidades de origen. En definitiva, un malestar y una desconfianza hacia lo público que convive con un auge de deseos nuevos, volcados no a emergentes ofertas políticas sino, por el contrario, a una ampliación indefinida del acceso a más bienes y mejores servicios. En este escenario de avances y de cambios, la esfera que no ha sido capaz de actualizarse y de ponerse al día es sin duda la política. Una política sostenida aún por una matriz histórica ya casi sin conexiones con el presente y el futuro, donde se refleja la apatía y la pérdida de sentido, encarnadas hoy día en la búsqueda de sustratos emocionales y referentes empáticos. Y donde una sociedad ya bastante reconciliada a nivel cotidiano, se ve forzada a convivir con un sistema político que no logra dejar atrás los códigos y los tics del pasado. En rigor, muy poco une ya a los distintos sectores que conforman la denominada centroderecha; del mismo modo como muy poco mantiene en un mismo vector a las heterogéneas fuerzas que hoy componen el espacio del centro y la izquierda. Salvo, obviamente, el imperativo electoral de construir mayorías “binominalizadas”, aunque ello impida dar cuenta de transversalidades programáticas o culturales mucho más fieles al Chile actual. En definitiva, la gran reconciliación pendiente es hoy la del país del siglo XXI con su sistema político. Un sistema políticamente muerto que descansa sobre los vestigios de una tragedia colectiva dejada atrás hace mucho tiempo. Que tiene la obligación ética de hacerse cargo y de no olvidar la historia, pero que debe asumir también el imperativo de su renovación, para no desaparecer de la trama de desafíos que suponen el presente y el futuro. El Chile del binominal, del temor y del odio, de la intolerancia política, no es el Chile de las nuevas generaciones, salvo por un orden político y electoral que lo retroalimenta y lo mantiene artificialmente vivo. Ser de derecha, de centro o de izquierda no puede seguir teniendo relación con el país y el mundo de la guerra fría, sino que debiera conectarnos con los imperativos y contrastes que supone el futuro. Mucho o todo de lo que hemos vivido en estos últimos años es el síntoma de un Chile que se resiste a morir y a ser devorado por un país que nació y crece pleno de nuevos desafíos, hace ya más de dos décadas.

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La pena de los domingos Daniel Mansuy1

En aquellos años, yo solía acompañarla a misa todos los domingos a las diez de la mañana. Íbamos al sanatorio marítimo, ese que ya no existe. Yo esperaba con impaciencia el final, pues podía comer barquillos si había guardado el silencio debido. Sin embargo, ella aguardaba siempre largo rato después de terminada la ceremonia. Se quedaba arrodillada, rezando. Nunca he vuelto a ver a alguien rezar así. Un domingo me acerqué a ella, para apurarla –mis barquillos esperaban. La vi llorar, no supe qué hacer. Sin mediar pregunta, me confió el secreto motivo de su pena: lloraba porque llevaba más de 15 años sin ver a su hijo primogénito y no sabía cuándo volvería a verlo; se preguntaba si acaso volvería a verlo. La tragedia de 1973 los había dejado en campos opuestos y a miles de kilómetros de distancia. Supongo que esa fue la primera señal que tuve respecto de la complejidad del mundo y de la ambigüedad inherente a las cosas humanas; y mi propia vocación tiene mucho que ver con ese descubrimiento. Mientras fui creciendo, esa primera intuición se fue acentuando por cierta esquizofrenia que debe haber sido común a tantas familias chilenas. Así, mientras en mi familia materna leían Ercilla y Qué Pasa, en mi familia paterna leían las revistas Hoy y Apsi; si en una se escuchaba la Agricultura, en la otra se oía con adicción la Cooperativa; y si en una había una foto gigante y autografiada de Augusto Pinochet, en la otra el caballero no era especialmente admirado. Es evidente que el país de hoy no es el de los años ochenta, y esa es la primera deuda que tenemos con todos quienes condujeron la transición. De hecho, mi abuela se reencontró con su hijo tan querido, y pudo darle el abrazo 1

Daniel Mansuy es doctor en Ciencia Política por la Universidad de Rennes y profesor de la Universidad de los Andes, donde integra el Grupo de investigación en filosofía práctica. Es también columnista habitual del diario La Tercera. Desde el año 2013 es el director ejecutivo del Instituto de Estudios de la Sociedad.

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más largo del que tenga recuerdo. Con todo, ¿puede decirse que Chile sea un país reconciliado? ¿Hemos cerrado nuestras heridas? ¿Somos capaces de mirarlas sin que vuelvan a surgir esas reacciones que querríamos olvidar y esos dolores que creíamos superados? No es fácil responder a estas preguntas. Afectan dimensiones muy íntimas de nuestra alma colectiva, y tocan cicatrices que siguen siendo sensibles. Por lo mismo, es difícil hasta formularlas sin herir susceptibilidades, emociones y sentimientos cuya legitimidad nadie podría discutir de buena fe. Y quizás esa sea la mejor prueba de que, por más que hayamos avanzado, la reconciliación sigue siendo una tarea inconclusa. Naturalmente, siempre está la opción de seguir esperando que el tiempo haga su trabajo y cierre por sí solo las heridas. Pero no estoy demasiado seguro de que sea una buena salida, porque envuelve más olvido que auténtica reconciliación. Además, es demasiado patente que el tiempo no necesariamente lo cura todo. Han pasado 40 años desde aquel 11 de septiembre, y todavía podemos encendernos, llegando incluso hasta la agresión física –hemos tenido ejemplos recientes. En la guerra civil de 1891 murieron más personas en un país más pequeño, y las divisiones fueron profundas. Empero, era inimaginable en 1930 que cualquier discusión girara en torno a las responsabilidades de la guerra civil. De hecho, a nadie se le habría ocurrido escribir sobre la reconciliación cuarenta años después: había corrido demasiada agua bajo el puente, los desafíos del país eran otros, y el pasado estaba enterrado. ¿Por qué la persistencia de esta, nuestra, memoria? No dispongo de una explicación integral para el fenómeno. Supongo que los métodos utilizados por la represión rompieron cierto consenso implícito respecto del trato del adversario, consenso básico de cualquier convivencia pacífica. Supongo también que la división ideológica respecto de lo que cada cual quería para Chile era mucho más profunda en 1973 que en 1891. La ruptura de 1891 fue dentro de un cierto plano compartido, o dentro de cierto horizonte común, y por eso la reconciliación pudo ser más expedita. 1973 es justamente el fin de ese plano común: no sólo chilenos que no están de acuerdo respecto de la forma de administrar el poder, o respecto de cómo repartirlo, sino chilenos que, en el fondo, ya no quieren vivir juntos. 1973 es, si se quiere, el fin de cierta comunidad nacional, el fin de nuestra propia polis, cuyos orígenes

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remontaban a Portales, que se había transformado en epopeya en la guerra del Pacífico, y que Arturo Alessandri había refundado con éxito. Por eso se ha dicho, con razón, que el régimen militar no podía sino ser refundacional, o propiamente revolucionario: las bases comunes habían sido destruidas por un cataclismo político de dimensiones insospechadas.2 Estos factores pue-

den ayudar a explicar que la reconciliación sea tan lenta y difícil y que siga siendo, hasta cierto punto, incompleta. Tiendo a pensar que una reconciliación auténtica no será posible mientras no nos dotemos de una mirada coherente sobre nuestro pasado, sobre lo que pasó en Chile desde, digamos, 1967 hacia adelante. Nos falta una estructura narrativa que nos permita adentrarnos en la complejidad de aquellos años, en los meandros de la conciencia colectiva. Nos falta identidad narrativa, porque nuestros relatos dominantes han pecado de esquizofrenia; nos falta identidad narrativa porque asumir nuestra historia implica asumirla entera, en sus luces y sombras, y abrirnos a su complejidad. El trabajo es arduo, pero imprescindible, y algún día tendremos que abocarnos a él. Necesitamos una narración coherente, tan alejada de la moralina como del cinismo, que permita dar cuenta de lo que ocurrió en Chile, que nos permita contarnos una historia creíble y no por eso menos veraz. El principal enemigo de una tarea de este tipo es el simplismo. O: nuestra debilidad por las caricaturas morales e históricas. Esto no es casual: bien decía Orwell que la interpretación del pasado siempre es una forma de ejercer poder político, y 1973 no podía escapar a esa lucha. En el fondo, 1973 sigue siendo una bandera partidista, una excusa para hacer política y obtener ventajas. Eso atenta contra cualquier posibilidad de observación serena. Charles Péguy decía, a propósito de la utilización que hacía cierta izquierda del caso Dreyfus, que la mística no debe mezclarse con la política: no podemos permitir que cosas sagradas entren en la refriega. Yo diría: hemos hecho mal en mezclar los planos de la tragedia y de la política. Al hacerlo, hemos convertido a la tragedia en política, y a la política en tragedia. En ese sentido, Chile se ha paseado

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Fermandois J., Mundo y fin de mundo. Chile en la política mundial 1900-2004. Santiago: Ediciones PUC, 2005, p. 404.

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entre extremos. Si durante el régimen militar se utilizó hasta el hartazgo la retórica anti-marxista, que culpaba a la Unidad Popular de todos los males y proyectaba en la oposición al régimen todos los fantasmas de la derecha con una puesta escena un tanto excéntrica, el Chile post-detención de Pinochet siguió un camino análogo, aunque inverso. Desde 1998 en adelante, Pinochet ha encarnado todo el mal pensable y posible. Chile asumió la visión paternalista europea sobre su propia historia, esa mirada que nunca aceptó la caída de Allende y el fracaso de la revolución con empanadas y vino tino. Pinochet quebró todas las ilusiones europeas sobre la revolución latinoamericana, y ese fue su primer pecado: los europeos adoran las revoluciones siempre y cuando se produzcan a más de diez mil kilómetros de distancia. Por eso, no tiene nada de casual que el proceso se haya desencadenado en Londres y no en Santiago. Como sea, hay un curioso paralelo entre ambas miradas, que simplemente demonizan lo que políticamente es de buen tono rechazar, siempre desde una perspectiva moral. No me interesa aquí el grado de verdad que pueda haber en cada una de estas posiciones, ni los motivos (a veces muy legítimos) que llevan a adoptarlas. Me interesa simplemente remarcar que suele ser una lógica tuerta, que nos impide comprender lo que ocurrió porque nos ciega frente a los motivos humanos del otro. La derecha militar, si me permiten la expresión, nunca se interesó en conocer las motivaciones de la izquierda ni en comprender por qué tantos se rebelaron de modo tan violento frente al orden establecido. El marxista simplemente salió del plano de la humanidad común, y por eso muchos de ellos fueron víctimas del trato abyecto que conocemos. El Chile post-detención de Pinochet tampoco quiere saber por qué intervinieron los militares, y por qué contaron con el consentimiento, tácito o expreso, de buena parte del país. Son preguntas incómodas, que preferimos no formular, porque nos obligarían a mirar el pasado con menos ingenuidad y más escepticismo. Son preguntas que no admiten respuestas en blanco y negro, porque la historia chilena está plagada de grises, porque lo humano está más hecho de matices que de juicios morales a priori. Son preguntas que nos obligarían a mirar nuestro pasado con ojos más adultos. Si este trabajo se hace bien, no tiene por qué llevar a una justificación de las atrocidades, que es el gran temor de quienes pregonan una visión pu-

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ramente moralista y pedagógica de nuestra historia. Según ellos, cualquier intento comprensivo llevaría inevitablemente a justificar hechos que no admiten justificación alguna. Yo creo que allí reside nuestra gran confusión, nuestra gran dificultad. Queremos rechazar con toda la fuerza que sea posible las violaciones a los DD.HH., queremos mostrar que los hombres que cometieron esas atrocidades son extranjeros, son tipos que no tienen nada en común con nosotros. El peligro es que al expulsarlos así, nos privamos de los medios indispensables para comprender la condición humana y nuestra propia historia. El punto de vista puramente moral puede ser correcto, pero es siempre insuficiente. Es muy convincente para el hombre contemporáneo, porque confirma sus propias certezas morales, pero no puede ni quiere acceder a una comprensión más profunda de lo ocurrido, porque le basta el juicio moral: el mal son los otros. Tampoco suscribo la tesis de Hannah Arendt sobre el mal, pues éste nunca puede ser completamente banal. Develar el misterio del mal, si algo así es posible, exige comprender sus resortes y motivaciones, justamente para mostrar bien cuánto hay de horror, cuánto hay de indecible. Es falso, al menos en el caso chileno, que el contexto exculpe: sería más bien lo contrario. Una condena a las atrocidades exige una comprensión cabal de aquellas, por más contraintuitivo que parezca. Ese esfuerzo debería partir por intentar comprender 1973. Todavía nos falta mucho, por ejemplo, para terminar de comprender la figura de Salvador Allende, que encarnó a su manera todas las ambigüedades y tensiones de la izquierda chilena, y que de algún modo sigue simbolizando nuestro gusto por la caricatura y la brocha gorda. Ni ángel ni diablo, Allende es de seguro el personaje principal de la tragedia, y resulta llamativo lo poco que ha sido estudiado más allá de los panfletos de lado y lado (hay, desde luego, excepciones; pero son sólo eso: excepciones). ¿Cómo vivió Allende la ambigüedad de ser un político burgués y un admirador del guevarismo? ¿Cómo una misma personalidad pudo contener a dos personajes tan distintos, el parlamentario de salón y el revolucionario que se pasea fusil en mano, dispuesto a sacrificar la vida por la causa? ¿Cómo conjugó Allende estos dos personajes, como los conjugó su entorno? Allende sigue siendo un enigma. Por otro lado, es cierto que la izquierda cambió, y mucho, pero, ¿asumió realmente esos cambios?

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¿No merecería el régimen cubano, o el régimen de Alemania oriental, una condena más dura y explícita de parte de nuestra izquierda? ¿Qué falta allí para admitir abiertamente que su proyecto tenía mucha más de barbarie que de idealismo? Otro tanto falta por comprender a Pinochet, el oficial silencioso y discreto del que nadie esperaba nada, y que en pocas horas pasó a ocupar el centro de la escena. ¿Cómo surgió un personaje así, cómo se formó, dónde reside el misterio de su poder? ¿Dónde y cómo escondió esa ambición casi ilimitada en tantos años de servicio silencioso y oscuro? También nos hace falta mirar mejor la actitud de la derecha, tentada desde un primer momento con la salida de fuerza, queriendo responder con violencia a la violencia. Nos hace falta comprender por qué la derecha fue incapaz, a lo largo de casi todo el siglo XX, de proponer al país un programa político que fuera algo más que defensivo, y entender a partir de allí su silencio cómplice en las violaciones a los DDHH: la derecha necesitó de un gobierno autoritario para elaborar (e imponer) un proyecto. No hace menos falta preguntarse por las ambigüedades de la DC, que no supo cumplir con sus deberes de centro político, de eje estructurante: cuando falla la quilla, todo naufraga. Es curioso, pero aunque hayan pasado 40 años, sigue habiendo mucha oscuridad sobre el 11 de septiembre de 1973. No tanto en lo relativo a los hechos mismos, pero sí en lo referido a la narración de la psicología colectiva, en la narración de la progresiva decadencia de la política.3 Porque 1973 fue

también, y fue sobre todo, el fracaso de la política: en 1973 ya nadie creía en las posibilidades de esa noble actividad. El diseño institucional no pudo soportar ese nivel de conflictividad, y a los actores no les importó mucho reventarlo: en palabras de Mario Góngora, las planificaciones globales de cada cual fueron más importantes que las reglas del juego, que todos consideraron instrumentales. Y la política no es sino aquel frágil velo que nos separa de la barbarie: esa es la verdad que tantos actores olvidaron, esa es la verdad que tanto nos 3

Por cierto, no ignoro que hay una amplia bibliografía de mucha calidad sobre estos temas. Baste mencionar los trabajos de Arturo Valenzuela o de Claudio Véliz. No obstante, la instrumentalización política ha impedido la generación de una narración colectiva, cuyos detalles no todos tenemos por qué compartir, pero que sirva de base para disentir –toda divergencia se da sobre cierto acuerdo. De lo contrario, debemos renunciar a cualquier posibilidad de diálogo auténtico, y contentarnos con el imperio de lo políticamente correcto.

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cuesta asumir, porque hoy nos resulta más cómodo culpar de todo a los militares. Ellos son, desde luego, responsables de gran parte de lo que ocurrió desde el 11 en adelante, pero poco responsables de lo que ocurrió hacia atrás. Los militares, como ayer el “cáncer marxista”, han sido el perfecto chivo expiatorio que, en términos de Girard, nos ha permitido librarnos de la violencia. Pero el chivo expiatorio no es nunca una explicación razonable, es sólo la salida que encuentra la comunidad para detener la espiral de violencia, y tranquilizar así la conciencia. Y como la reconciliación, por definición, debe incluirlos a todos, la lógica es un poco perversa: el chivo expiatorio nos reconcilia con nosotros mismos, cuando en rigor, para que tenga algún sentido, debe reconciliarnos con el otro. Acaso sólo el arte sea capaz de cumplir cabalmente esta tarea, de liberarnos de esta violencia interminable y del círculo de las culpas. Quizás sólo el arte otorgue esa distancia necesaria para permitirnos reencontrarnos con nuestro pasado. Tienen que escribirse todavía muchas novelas, muchas biografías; tienen que filmarse muchas películas, porque sólo el arte puede aportar el matiz sin herir. 4 Si no queremos que nuestra sociedad vuelva a trizarse

como se trizó, si no queremos que Chile vuelva a quebrarse como se quebró, no podemos pasar por alto estos desafíos. Es tan doloroso como imprescindible, pero supongo que la madurez se trata de eso. Al menos yo lo necesito, porque todavía no termino de entender la pena de mi abuela. Y vaya que me gustaría avanzar en ese esfuerzo, aunque sólo fuera para seguir construyendo mi propio puzzle.

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Hay otra dimensión de la reconciliación que, creo, no puede obviarse. No me detengo más por falta de espacio, pero se trata de lo siguiente: durante el régimen militar se impusieron políticas que le cambiaron el rostro a Chile y que marcaron de modo decisivo a nuestro país. Esas políticas nunca fueron deliberadas, porque fueron aplicadas en un contexto de autoritarismo político, y porque luego la Concertación las asumió sin hacerse demasiadas preguntas (en parte por la lógica de la transición, y en parte porque fue cooptada por el sistema). Una democracia madura debería ser capaz de deliberar esos asuntos de manera serena, evitando de igual modo el pacto de silencio tan propio de la transición como el rechazo irreflexivo a todo lo avanzado.

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Reconciliación, perdón y reconstrucción de la confianza José Andrés Murillo U.1

La lucidez –apertura del espíritu sobre lo verdadero– ¿no consiste acaso en entrever la posibilidad constante de la guerra? Emmanuel Levinas, Totalidad e Infinito

Prácticamente todos los discursos que apelan a la Reconciliación Nacional confunden perdón, reconciliación y confianza social. Esta confusión, que vuelve el discurso totalmente inútil, puede llegar a ser irresponsable, cruel e incluso perversa. No sólo el contenido de cada una de estas realidades es diferente, sino también su contexto, finalidad y condiciones. En este breve texto propondré una distinción analítica y profundizaré especialmente en las condiciones de la reconstrucción de la confianza social. He dejado fuera de este texto el concepto de lesa humanidad, es decir, el traumatismo que da contexto a este trabajo. En ningún caso soy neutro ante nuestra historia herida, sin embargo, por razones de espacio y coherencia de estilo, he decidido centrarme en las condiciones para una posible reconstrucción de la confianza.

La reconciliación

La melodía de la Reconciliación Nacional ha nutrido miles de discursos políticos durante la última parte del siglo XX hasta nuestros días. En Europa, África del Sur, Japón y América Latina se ha invertido mucha energía política y social en intentar reconstruir sociedades fragmentadas por heridas produ-

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Doctor en Ciencias jurídicas y políticas con mención en Filosofía política por Universidad de Paris VII; Master en Sociología del Poder; Fundador y Presidente de Fundación para la Confianza: por un mundo sin abusos. Es autor del libro Confianza Lúcida.

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cidas sobre todo por crímenes que hoy se conocen como de lesa humanidad, cometidos con la aprobación del Estado o directamente en su nombre. En casi todos estos países se han formado comisiones de Verdad y Justicia buscando responsabilidades, víctimas, victimarios, cuyo objetivo último es restablecer lazos quebrados por crímenes que se cometieron en nombre del Estado. En esa búsqueda se confunde el perdón con la unidad y la confianza con la justicia, pero hay que ser claros: no es perdón lo que buscan, sino la unidad programática de la nación, es decir, en general, hallar el cálculo necesario para determinar el precio del olvido. Se busca, bienintencionadamente tal vez, que un país progrese, “olvide las heridas del pasado” y se concentre en el futuro y los desafíos del desarrollo. Comisiones, programas y mesas de diálogo han estado encargados de cerrar las heridas, buscando sacrificar el dolor (generalmente ajeno) en aras de un bien mayor, que es la unidad de toda la nación. Así se va calculando el costo de ese sacrificio –como si se tratara de un intercambio– en becas, subsidios, conmemoraciones para calmar la indignación, buscar la reconciliación, la unidad nacional y el perdón. Más allá del éxito o fracaso de tales políticas por la unidad, es la confusión conceptual lo que me parece más peligroso de tales programas. Es común hacer pasar perdón por reconciliación, amnistía o prescripción por justicia, pervirtiendo los planos de la realidad y ejerciendo una cruel presión sobre las víctimas para que olviden y perdonen, pues de lo contrario deberán sentirse culpables de la fractura nacional y de impedir el desarrollo de todo el país. Esta confusión constituye una nueva afrenta a las víctimas

El perdón

La lógica del perdón es inaccesible al orden del cálculo político que muchas veces lo exige. El perdón es misterio. Tal vez uno de los más profundos de la condición humana. Única acción, según Hannah Arendt, que logra trascender el tiempo presente y sumergirse en pasado, modificándolo. Pero en sí, el perdón es misterio, incluso locura, como lo llama Derrida. No hay una lógica lineal capaz de dar cuentas de las dinámicas del perdón, y cualquier discurso o método de investigación que intente explicarlo sólo puede ser periférico.

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Desde lo periférico, podemos decir, siguiendo a Jacques Derrida, que sólo puede haber perdón de lo imperdonable, es decir, de lo que no cabe en ningún cálculo ni proyecto de intercambio entre el daño y una reparación posible. En este sentido, el perdón no puede tener finalidad alguna, es puro don gratuito, locura. La utilización del perdón como un medio para un fin, aunque sea noble, es una perversión del perdón. Como dice Derrida, “cada vez que el perdón se pone al servicio de una finalidad, aunque sea noble y espiritual (rescate o redención, reconciliación o salvación), cada vez que intenta restablecer una normalidad (social, nacional, política, psicológica) por un trabajo de duelo, por alguna terapia o ecología de la memoria, entonces el “perdón” no es puro –ni su concepto. El perdón no es, ni debería ser ni normal, ni normativo, ni normalizante. Debería ser excepcional y extraordinario, a prueba de lo imposible: como si interrumpiera el curso normal de la temporalidad histórica”.2 Para Paul Ricoeur el perdón también es un don que sólo puede ser dado por la víctima y que jamás puede ser debido ni exigido, aunque sí tiene una finalidad muy precisa: “sanar la memoria”.3 La única persona que puede perdonar es la víctima, y ahí donde la víctima ha desaparecido producto del mismo hecho respecto del que se busca perdón, el perdón es imposible. No hay perdón vicario, y el perdón entregado por las víctimas indirectas o colaterales no reemplaza el perdón que la víctima no ha dado, no ha podido o no querido dar. Ni siquiera un Dios puede tomar el lugar de la víctima y perdonar, en lugar de ella, lo que ésta no ha perdonado y tal vez no lo hará. Cuando se invoca el nombre de Dios para perdonar lo que la víctima no ha perdonado, se produce una nueva violencia, hacia la víctima y hacia lo divino. El perdón jamás puede ser confundido con amnistía ni con la prescripción, ni siquiera con la justicia y la sanción. El perdón sigue su propia lógica, tiempo y razón, no de manera caprichosa, sino misteriosa. El perdón puede ir y volver, e incluso, en algunos casos, desaparecer. 2

Derrida, J.: “Le Siècle et le Pardon”, editado por Michel Wieviorka, y publicado en Le Monde des Débats, Diciembre 1999.

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Ricoeur, P.: “Sanction, réhabilitation, pardon” en Le Juste. Paris: Ediciones ESPRIT, 1995. Texto presentado en 1994 durante el coloquio “Justicia o Venganza” organizado por el periódico La Croix, L’Événement.

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Ahora bien, cuando digo que el perdón es misterio no me refiero a algo místico, sino a una realidad que trasciende la suma de los elementos que pueden ser identificados en su análisis: la víctima, el victimario, la agresión, la culpa, el arrepentimiento, la petición de perdón.

La confianza

He decidido centrar este texto en la confianza porque ésta no requiere maquillarse de perdón ni busca la muchas veces violenta ilusión de unidad o Reconciliación Nacional. La confianza no exige el perdón ni la unidad de una nación sino sólo el respeto a la justicia y todas sus instancias, como el debido proceso, la investigación expedita, el respeto a las sentencias, la igualdad ante la ley, la no discriminación arbitraria. La confianza no es un medio para reconstruir la unidad nacional ni para reconstruir nada. De hecho, la confianza no puede ser un medio, puesto que cuando se la utiliza, se la destruye. Esa es, justamente, la garantía de su autenticidad y su fortaleza: la fragilidad. Aunque la confianza no pueda ser un medio para la reconciliación, sí es su condición, es decir, no hay reconciliación posible sin confianza. Por eso la pregunta debiera ser: ¿cómo se reconstruye la confianza? La confianza no se reconstruye. La fragilidad de la confianza es su fortaleza y garantía, y su reconstrucción no puede constituir una finalidad en sí. Cuando alguien se propone crear directamente confianza, crea exactamente lo contrario: suspicacia, desconfianza. Es difícil confiar en alguien que se dice de sí mismo digno de confianza, y es probable que si se confía en esa persona, será por otros motivos, no por su discurso acerca de su propia confiabilidad. Si la confianza no se reconstruye directamente, ni por decreto ni discurso nacional, sí puede renacer ahí donde se dan ciertas condiciones. A continuación intentaré, analíticamente, exponer algunas de estas condiciones. No se trata de una lista taxativa ni la enumeración de pasos a seguir para reconstruir la confianza. No se trata de condiciones necesarias, sino sólo posibilitantes. Es imposible lograr la Reconciliación Nacional si no se dan las condiciones para la confianza en el país. Por eso he intentado pensar estas condiciones, de manera tal vez abstracta, pero por eso transportable a distintos escenarios y situaciones de ruptura de la confianza.

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1.  Justicia

La primera condición para la posibilidad de la confianza es la detención de cualquier tipo de agresión, abuso, delito. Ahí donde hay algún tipo agresión, es imposible la confianza. A pesar de la evidencia de esta condición, no es extraño hallar situaciones donde se exige confiar a la persona que está siendo agredida. Por Justicia me refiero, en un sentido muy amplio, al cese de toda agresión. Esto se da, generalmente, gracias a un tercero que viene a poner orden, a ajustar el lugar y rol de cada uno. La falta de la justicia y la petición simultánea o incluso exigencia a confiar en el agresor puede producir una relación doblevinculante, es decir, ezquizofrenizante. 4

2.  Eliminación de ambigüedades: claridad

La claridad es una condición fundamental para hacer posible la reconstrucción de la confianza. Las ambigüedades, las lagunas en la información son terreno propicio para la injusticia, sobre todo (aunque no exclusivamente) cuando hay relaciones asimétricas de poder. Las ambigüedades deben ser clarificadas explícitamente para que se haga posible la reconstrucción de la confianza. Los intersticios que dejan las ambigüedades dan lugar a la desconfianza y el abuso de la confianza, porque son aprovechados para obtener beneficios en perjuicio de los que se encuentran en situación más precaria, lo que necesitan justamente reconstruirse desde la confianza. Lo contrario a la ambigüedad es la claridad en los procesos, especialmente en aquellos que dicen buscar reconciliación o unidad nacionales. La falta de claridad y transparencia en los procesos de reconstrucción de la memoria y la confianza de un país destruye las condiciones mismas para algo como una reconstrucción y, es más, sienta las bases para futuras violencias. Pero no sólo en los procesos debe haber claridad, sino también en las relaciones, los roles, las responsabilidades, los plazos, contratos. Las ambigüedades en estas realidades hace imposible la estabilidad necesaria para la creación de confianza. Ahora bien, la eliminación de ambigüedades y la clarificación no

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Bateson, G., Jackson, D., Haley, J., Weakland, J.H., “Hacia una teoría de la esquizofrenia”, Behavioral Science, Vol. I, número 4, 1956.

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significan construir procesos blindados, apodícticos, sino clarificar incluso las situaciones de fragilidad y pequeñas ambigüedades propias de las relaciones y sistemas humanos.

3.  Límites

Los límites crean la claridad necesaria para la reconstrucción de la confianza. Los límites no en tanto rechazo, sino como distancia que permite ver y escuchar, ser visto y ser escuchado. La confianza es, antes de cualquier contenido temático, esa distancia que permite y da lugar al lenguaje, al mundo humano, a modo de espacio transicional.5 Todo espacio está constituido por límites: sin límites no hay espacio sino infinito indeterminado o fusión ciega. Lo que conceptualmente llamo infinito indeterminado, se traduce en las relaciones en desconfianza generalizada, donde el otro no puede ser visto, puesto que se encuentra más allá de mi horizonte. Si el otro se pierde de vista, entonces su presencia no exige respeto, todo está permitido. Por otro lado, la falta de límites es fusión con el otro o, como la he llamado también, confianza ciega.6 En una situación de fusión o confianza ciega, el otro también es perdido de vista, puesto que no es más que extensión de las propias necesidades, miedos y proyecciones. Respecto de las propias proyecciones, todo está permitido. El único concepto que parece establecerse entre la desconfianza generalizada y la confianza ciega, es decir, entre el espacio infinito y la falta de espacio, es la lucidez, entendida espacio de reconocimiento respecto del otro, confianza lúcida.

4.  Reconocimiento

El espacio que permite ver, ser visto, escuchar, ser escuchado, es decir, el espacio de confianza, es de reconocimiento mutuo. Este acto de reconocimiento mutuo, por el que se valida y confirma la existencia propia y ajena recíproca-

5 Winnicott, D., Playing and Reality. Londres: Tavistock Publications, 1971. 6

Cf., Murillo, J.A. Confianza lúcida. Santiago: Uqbar, 2012.

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mente, es un acto performativo en el que el yo y el tú se vuelven humanos7 y el espacio que los une y separa, se vuelve mundo común, mundo humano. Reconocer es lo opuesto a humillar, despreciar, utilizar al otro como si fuera una cosa. El reconocimiento acepta y a veces incluso requiere del conflicto mutuo, pero un conflicto en el que las personas se enfrentan no para eliminarse unas a otras, sino para ser reconocidas por su contrincante, validadas, confirmadas. La lucha por el reconocimiento es una manera de estimar al otro, no de despreciar ni someterlo. Sólo el reconocimiento es capaz de generar confianza en sí mismo, y sólo gracias a esta auto-confianza, a su vez, es posible que exista identidad y que esta identidad actúe en el mundo. Dicho de otro modo, sin reconocimiento mutuo no hay identidad humana. No puede haber un yo si no es reconocido por un tú afectivamente significativo.8

5  Comunicación

Al hablar de comunicación como condición para la reconstrucción de la confianza, no me refiero a la transmisión efectiva de un mensaje desde un emisor a un receptor. No me refiero al diálogo ni a la institución de las mesas de diálogo, que lejos de establecer condiciones para la confianza crean nuevas suspicacias en el intento de simular las asimetrías de poder.9 Comunicar no es dialogar sino intentar compartir el mundo. Compartir no en el sentido de tener la misma visión, sino saber que el mundo sólo existe desde puntos de vista, es decir, de manera incompleta, y la única manera de ir completando el mundo es a través de la comunicación de esos puntos de vista. Todo lo que existe, según Merleau-Ponty, existe en ángulos, perspectivas, situaciones. El mundo total, absoluto, ilusión newtoniana, es en realidad 7

Cf., Honneth, A., La lucha por el reconocimiento. Barcelona: Grijalbo Mondadori, 1997.

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La teoría del reconocimiento como condición del surgimiento del yo y de lo social, nace explícitamente con Hegel y hoy está presente, con sus variantes, en diversas escuelas de filosofía política, ética, psicoanálisis, entre otras.

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En toda mesa de diálogo hay que preguntarse de quién es la mesa, quién establece el lenguaje que se utilizará, el tiempo que durará y quién paga la cuenta.

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un mundo invisible, inexistente. No hay mundo ni sociedad, sino en puntos de vista. Cada uno tiene acceso a un punto de vista y es ciego a los demás, a menos de que reconozca en la visión del otro, la posibilidad de ir completando su mirada. Este ir completando, es la comunicación. Cuando alguien pretende que su punto de vista es absoluto, se tratará de un punto de vista medio ciego y en su ceguera intentará imponer su propia mirada, mientras más obtusa, más violenta. Para compartir la mirada sobre el mundo se requiere, según Merleau-Ponty, tiempo y lenguaje: en eso se juega la comunicación.

6.  Empatía

Con empatía no me refiero a la compasión por el que sufre sino, en primer lugar, al hecho de que el otro forma parte de la estructura misma del yo.10 Por la empatía el yo sabe que el otro tiene una capacidad de conocer el mundo similar a la suya propia. Si la empatía puede ser una condición para la reconstrucción de la confianza es porque el yo puede darse cuenta de que necesita del otro para completar su mirada. La relación empática está en el fundamento de la confianza porque cuando se hace consciente, se va necesitando de las miradas de otros, de otros puntos de vistas, situaciones y ángulos. Cuando la empatía se hace explícita, se están creando las condiciones para que la confianza se reconstruya.

7.  Crítica

La crítica es condición para la reconstrucción de la confianza en dos sentidos. En primer lugar, es la posibilidad de criticar. Las relaciones sociales acríticas, donde la crítica está prohibida o es tabú, son ciegas, propensas al abuso e incapaces de confianza. En segundo lugar, la confianza está siempre al borde de la crisis. Las ideologías totalizantes, las sectas y las relaciones abusivas no soportan la crítica y pretenden que jamás están en crisis: se ofrecen y se aceptan como seguridades totales y blindadas.

10 O, como diría fenomenológicamente Heidegger, en su obra Ser y Tiempo el coestar [Mitsein] es parte del estar en el mundo del Dasein (el ser humano).

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En muchas culturas (como tal vez la nuestra) la crítica es mal vista o es interpretada como desconfianza. Por eso la crítica, siendo anticultural, es aún más fundamental para reconstruir la confianza herida, y constituye un ejercicio nada fácil. Toda relación tanto social como política, debiera no sólo tolerar activamente la crítica y estar abierta a la crisis, sino fomentar la crítica y la crisis. Crítica y crisis son condición para la reconstrucción de la confianza, puesto que sobre todo delimitan el desborde de poder, su utilización para dominar, agredir y abusar. Todo poder que se cierra a la crítica y es incapaz de entrar en crisis se vuelve con certeza delirante y abusivo. La apertura a la crítica y a la constante posibilidad de la crisis es una manera de vérselas con la realidad que siempre es frágil y crítica.

8.  Valentía

Para que la confianza se reconstruya, es necesaria una cuota de valentía, puesto que la confianza es riesgo. Hay confianza ahí donde no hay un manejo absoluto de la realidad, de todos los factores, de todos los actores. La confianza incorpora el riesgo constante de la traición. Sólo es imposible la traición a la confianza cuando no hay confianza en absoluto. La confianza siempre es una acción que implica coraje. La confianza no es mera esperanza de que no ocurra un daño, una traición, sino que asume el riego y actúa en la incertidumbre y la fragilidad, sabiendo que no sabe lo que devendrá aquello que ha iniciado al confiar. Por eso la confianza no es cálculo ni estadística de riesgos, sino acción valerosa que se juega por construir un mundo humano común, compartido y siempre frágil.

Conclusión

La Reconciliación Nacional como ideal político es un proyecto ambiguo y puede llegar a ser revictimizante, sobre todo cuando exhorta al perdón como medio necesario para realizarse. Intentar apurar los tiempos del perdón o pretender intercambiarlo por unidad y progreso nacional es una ficción y una ofensa a las víctimas. El perdón y la reconciliación tienen tiempos y condiciones que escapan necesariamente a lo programático y más aún a los intercambios.

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JOSÉ ANDRÉS MURILLO

Por otro lado, la creación y defensa de las condiciones para la reconstrucción de la confianza generan un espacio que hará posible (jamás necesaria) no sólo la confianza como cualidad relacional, sino también –y desde ahí– la reconstrucción del espacio auténticamente político, cuyo sentido y fin no puede sino ser la libertad,11 es decir, donde todos los hombres y mujeres son

igualmente dignos y necesarios para construir un mundo: mundo común12. El espacio de la confianza, de la libertad, de lo político, mundo común, es esencialmente frágil, y esta fragilidad lejos de constituir una fatalidad, es su garantía, ya que al estar siempre al borde de la destrucción, es necesario trabajar para defenderla constantemente. La libertad consiste, según Levinas, (y podríamos decir lo mismo del mundo común y de la confianza) “en saber que la libertad está en peligro”.13

11

Arendt, H.: ¿Qué es la política? [1950], edición castellana de Fina Birulés. Barcelona: Paidos, 1997.

12

Para el tema del Mundo Común recomiendo el libro Un monde commun. Pour une cosmopolitique des conflits, de Etienne Tassin. Paris: Seuil, 2004.

13

Levinas, E.: Totalidad e Infinito: ensayo sobre la exterioridad [1971], edición castellana de Daniel Guillot. Salamanca: Ediciones Sígueme, 1977.

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Una reconciliación personal

Jorge Navarrete P.1

Es muy probable que en este volumen usted pueda leer espléndidos artículos que hagan referencia a varias miradas y perspectivas sobre la reconciliación. La calidad intelectual y personal de los autores, como también su experiencia y trayectoria, supuso una difícil tarea para quienes sentimos que se nos había hecho un inmerecido honor al poder participar en esta publicación. Lo que he querido hacer entonces, y espero se refleje algo en las líneas que preceden, es una modesta reflexión a partir de lo que fueron algunos de mis recuerdos personales, los que –quiero creer– entroncan con el tema que hoy nos convoca.

La noche del plebiscito

Recuerdo el 5 de octubre de 1988 como si fuera ayer. Hace pocos días había cumplido 18 años de edad pero, por cuestiones reglamentarias de la inscripción, estuve impedido de votar. Al igual que para muchas personas, esa jornada fue una vigilia íntima y familiar, en la que se contenían años de emociones. En casa con mi madre y mis hermanos, no despegábamos la atención de radio Cooperativa, rindiendo de esta forma un modesto homenaje a todos quienes lucharon por una prensa libre, pese a las restricciones y embates de la dictadura. Esa noche, ya casi de madrugada y cuando se tenía meridiana certeza del triunfo de las fuerzas democráticas, mi padre –que desempeñaba alguna función en el comando del NO– volvió a casa para esperar juntos los resultados oficiales. Visiblemente emocionado, nos abrazó a mí y a mi hermano José Manuel para decirnos algo que nunca más podría olvidar: “Les hemos devuelto aquella democracia que nosotros no supimos cuidar”. 1

Abogado de la Universidad Diego Portales. Máster en Derechos Fundamentales y Diplomado en Estudios Avanzados en  Derechos Fundamentales con especialidad en Filosofía Política, en la Universidad Carlos III de Madrid. Durante el gobierno del Presidente Ricardo Lagos fue nombrado subsecretario del Ministerio Secretaría General de Gobierno.

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Con el pasar del tiempo, fui entendiendo a cabalidad el mejor sentido de aquellas palabras. Por una parte, quizás lo más difícil durante todas estas décadas ha sido comprender que hubo una evidente responsabilidad colectiva en el deterioro de nuestra convivencia que llevó al golpe de Estado de 1973; por otra, que nada de aquello justifica las atrocidades que se cometieron con posterioridad, segando la vida de tantos compatriotas y atentando gravemente contra la integridad física y síquica de muchos más. De esa forma, y hasta el día de hoy, desgraciadamente, varios de los que adhirieron al régimen militar, continúan explicando, contextualizando o derechamente justificando las graves violaciones a los derechos humanos, con el argumento de que fueron los partidarios de la Unidad Popular quienes llevaron al país a una situación insostenible, lo que no dejó otra alternativa que la intervención de las Fuerzas Armadas. De esta forma, lo ocurrido después pareciera ser una consecuencia inevitable de lo primero, lo que de alguna forma calmaba el espíritu de los muchos que supieron y los que deliberadamente no quisieron saber lo que acontecía por esos años y que se extendió hasta las postrimerías del gobierno de Pinochet. Por otro lado, sin embargo, también están los que no sólo desligan cualquier responsabilidad al gobierno de Salvador Allende por el quiebre de nuestra democracia, sino incluso han perseverado en mitificar a un ex Presidente y a sus más cercanos colaboradores, olvidando lo paupérrima de su gestión, la que discurrió por el borde de la ley y la Constitución –cuando no la vulneró en varias ocasiones–, exacerbando los ánimos en la población y contribuyendo a sembrar el rencor en sus propios compatriotas. Y pese a que nadie pudo haber imaginado lo que ocurriría después, ese horror no puede ser utilizado como excusa para soslayar un fracaso de tales proporciones, como lo fue el gobierno de la Unidad Popular. Aunque ni por asomo querría que alguien pudiera equiparar ambas situaciones, esta doble tensión ha cruzado permanentemente nuestro debate. De hecho, la mayor dificultad estriba en el afán de discutir ambos puntos de manera conjunta, como si fuera un indivisible par en una línea de continuidad lógica, donde uno es consecuencia de lo otro. He ahí, a mi modesto modo de entender, donde estriba la falacia. Una cosa son las culpas que nos llevaron al

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deterioro institucional y social de principios de la década de los setenta; otra, completamente diferente, es la responsabilidad por las graves atrocidades cometidas después por los agentes del Estado. No hay, bajo ninguna circunstancia creo yo, una relación directa entre ambas. Es sólo bajo esta perspectiva que la reconciliación puede ser posible, donde cada actor asuma su responsabilidad, diferente y no necesariamente vinculada, en los acontecimientos por todos ya conocidos.

Una familia de derecha

Una segunda controversia que ha cruzado esta polémica se refiere a los grados de conocimiento y participación. Vuelvo a una referencia personal. Provengo de una familia, por parte de madre, tradicionalmente vinculada a la derecha. Fueron varias las ocasiones donde en compañía de mis tíos y primos se sucedieron agrias discusiones políticas, generando –más de alguna vez– momentos de rabia y enojo. Traigo a colación este hecho, porque si hay un espacio de fuerte tensión es justamente aquel donde se cruzan los cariños con el reproche ético y político. ¿Cómo es posible –más de alguna vez me pregunté– que gente buena, que dice abrazar con profunda convicción los valores religiosos, pueda avalar y justificar esta barbarie? Con el paso del tiempo, fue inevitable introducir matices y hacer también las respectivas distinciones. Por una parte, me imagino que algunos compatriotas apoyaron decididamente a la dictadura sin conocer de las torturas o desapariciones forzadas de muchas chilenas y chilenos. En este grupo habrá quienes estuvieron impedidos materialmente de saber y, cuestión distinta, quienes no quisieron conocer. Obviamente el juicio de reproche moral y político no puede ser similar en ambas situaciones. De hecho, el segundo caso se emparenta de forma cercana con aquel que sabiendo o intuyendo lo que ocurría, aun así estaba dispuesto a soslayar las violaciones a los derechos humanos o justificarlas –explicarlas, en el uso eufemístico de la época– en atención a consideraciones políticas e ideológicas. Durante esos años, fue habitual escuchar frases del tipo “para hacer una tortilla hay que romper huevos” o “algo habrán hecho”, refiriéndose a las “presuntas víctimas” de la violencia política.

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Una tercera categoría la constituyen quienes sabiendo, o no pudiendo no saber, dieron soporte directo y explícito, político o profesional, al régimen durante varios años. Es el caso de una significativa parte de la cúpula política de la derecha, los altos funcionarios del gobierno o los responsables de los medios de comunicación de la época. Se trata del grupo más complejo, en la medida que son los depositarios de la mayor responsabilidad política, sin alcanzar –salvo particulares excepciones– la responsabilidad penal. Por muchos años fue este segmento –hasta hoy, me atrevería decir– el que tuvo la posibilidad de haber facilitado una sincera reconciliación por la vía del reconocimiento y el perdón. Pero a diferencia de aquello, ya en plena democracia, muchos de éstos siguieron negando lo ocurrido, intentando desacreditar los esfuerzos por esclarecer la verdad (pienso en el informe Rettig o Valech) y reprochando los incipientes esfuerzos que acometían los tribunales de justicia. Si hay un dolor que persiste entre nosotros es a causa de la indolencia y el descaro de aquellos que hasta ahora, en las palabras y en los hechos, no exhiben el menor arrepentimiento por lo ocurrido e incluso, en el paroxismo de la obscenidad, se muestran orgullosos de la “obra” del régimen militar. Por último están los autores materiales e intelectuales de los graves crímenes de la época. Con el paso del tiempo, una parte importante de aquellos han tenido que enfrentar a la justicia, pese a los ilegítimos privilegios y prebendas que mantuvieron con posterioridad a la dictadura. Para estos casos, la única posibilidad de consolidar una real reconciliación es sobre la base de la justicia y el que se afronte su responsabilidad penal por los crímenes cometidos. Puestas así las cosas, no resulta legítimo, ni menos política y moralmente equivalente, el juicio de reproche por responsabilidades que son muy diferentes. Mientras algunos habrán ajustado cuentas con sus conciencias y convicciones, otros deberían dar un paso adicional exhibiendo público arrepentimiento; de igual forma, en los casos más graves ninguna de estas dos cuestiones previas debería impedir el ejercicio de la justicia.

La herencia castrense

La tercera controversia que ha distinguido este debate es si estamos en frente de responsabilidades personales o institucionales. La respuesta corta, la más

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obvia y que solíamos hacer los abogados, es reafirmar que son las personas y no las instituciones las que deben responder penalmente por sus actos. Sin embargo, el debate pareciera apuntar a si se trató de actos circunscritos a la barbarie de un número reducido de personas en el aparato público o, por el contrario, su expansión y generalidad involucró a las instituciones en su conjunto. Soy nieto de un General de Ejército y bisnieto de un Comandante en Jefe de la misma institución. Mi padre incluso fue Brigadier Mayor de la Escuela Militar antes de estudiar economía en la Universidad de Chile. Por razones obvias y pese a tan contundente herencia, mi vocación pública discurrió por otros derroteros. Con todo, fueron varios los años que asistí junto a mi familia a la Escuela Militar el día 19 de septiembre y contemplábamos la llegada y último desfile de los cadetes. Como quizás ningún joven de una familia de oposición por esos días, yo era capaz de reconocer los movimientos del Tambor Mayor, tarareaba todas las marchas, sabía cuándo y cómo se encajonaba la banda o me pavoneaba con algunos amigos explicándoles que el director de la escuela era el único cuyo casco exhibía plumas de ganso y no el crin blanco y rojo que distinguía a los demás. En un par de aquellas jornadas mi padre repitió la misma frase: “no odien a su Ejército por lo que ahora está pasando”. Y era difícil no hacerlo. Lo sistemático y generalizado de la acción delictual de los integrantes del aparato público, fuere por acción u omisión culpable, devino en una degradación moral de muchas de nuestras instituciones; por de pronto, de las Fuerzas Armadas. De esa manera, sus objetivos y métodos, al igual que su infraestructura personal y material, fueron puestos al servicio del régimen, lesionando muy severamente y por varias décadas el prestigio y confianza en instituciones que debían pertenecernos a todos. En lo simbólico, con menos gravedad pero en la misma dirección, vimos cómo aquéllos, los más importantes símbolos de nuestra identidad nacional parecían representar sólo a un sector de los chilenos y chilenas. Hubo muchos, y por varios años, que se avergonzaron de izar la bandera o cantar el himno nacional. La lógica del enemigo que se impuso a la del adversario, el cómo los matices cedían al discurso de la realidad binaria, especialmente de aquellos que sintieron quedar en la mitad de la indefensión, la injusticia o el desamparo, generó una herida cuya cicatrización continúa hasta estos días.

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Sin embargo, la necesidad vital de reconstruir la convivencia en paz y libertad, nos llevó a resolver esta tensión por la vía de los hechos. Las instituciones, más allá de las circunstancias, debían volver a ser de todos sin distinción, separando lo que otrora muchos habían hecho con ellas. Ha sido un proceso largo y no exento de dificultades. Quizás lo más complejo ha sido revertir lo que podríamos denominar la privatización del espacio público, recuperando así no sólo las instituciones para todos, sino también generando una identidad colectiva y un sentido común de país, que esté por arriba –o si prefieren, por debajo– de nuestras legítimas diferencias políticas e ideológicas. Aunque a ratos parezca nimio o procedimental, lo que hemos tratado de reconstruir son las reglas del juego sobre las cuales jugaremos este partido. Es cierto que todavía persisten, como resultado de la transacción y el privilegio, muchas opciones ideológicas y políticas que se han disfrazado como bases de nuestra convivencia. Es el caso del sistema electoral u otros despropósitos consagrados en nuestra Constitución. Con todo, es ya un triunfo que su discusión y modificación deba hacerse bajo reglas que consideren la soberanía popular que debe representar la mayoría, bajo el irrestricto respecto a las minorías. El método es el mensaje o, parafraseando a Martín Vinacur, el debate es sobre el debate. He ahí donde radica el éxito de cualquier proceso de transición.

Una lección temprana

En mi casa estaba erradicado el castigo físico. La única vez que mi padre me pegó, fue una tarde que, volviendo del colegio, llegué a mi casa cantando una canción cuya estrofa hablaba del “Perro Judío”. No alcancé a cerrar la puerta cuando una dura cachetada se convirtió en la única excepción a la manera de cómo mi familia había decidido educar a sus hijos. La verdad sea dicha, fue bien injusto. De hecho, creo no haber cumplido los cinco años de edad en aquel momento, sino además mi comprensión del castellano, después de haber vivido una larga temporada en Londres, era deficitaria o prácticamente nula. Con todo, el episodio marcó una regla que se nos marcaría a fuego con mis hermanos: el irrestricto respeto a las personas no importando sus creencias políticas, religiosas o condición social. Para qué decir cuando se trataba

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de un acto de matonaje, fuera el abuso de una mayoría o el desprecio que pudiera imponer una minoría poderosa. Recuerdo esta anécdota porque quienes lucharon por la libertad y en contra de los abusos, lo hicieron animados en la profunda convicción de que se trataba de una cuestión esencial a la dignidad de un pueblo. Lo hicieron también bajo la premisa de que el Estado de derecho constituía una garantía para todos sin distinción, lo que por cierto incluía a quienes habían justificado o callado las violaciones a los derechos humanos contra sus compatriotas. De esa forma, y más allá de las deudas, me interesa también decir algo sobre aquellos que, siendo o no víctimas de la represión política, representamos a quienes de diferentes formas y maneras, manifestamos nuestra oposición el régimen de Pinochet. No se honra tal condición cuando confundimos la justicia con la venganza, cuando pretendemos justificar que se haga con otros lo que otrora se hizo con nosotros, o cuando la libertad y el derecho tienen un solo color político. Hace algunos meses circulaba un video en la red –que incluso alcanzó visibilidad posterior en los noticiarios de la televisión– donde se mostraba a un grupo de manifestantes agrediendo reiteradamente a una mujer, por varias cuadras y de diferentes maneras, sólo por el hecho de haber manifestado su adhesión al régimen de Pinochet. Lo que comenzó con insultos y escupos, devino en golpes físicos, tanto con los puños como con los pies. Otro episodio similar aconteció para el obsceno homenaje que el ex edil y Coronel(r) Labbé organizó para homenajear Miguel Krassnoff, un criminal condenado por sus graves delitos. En dicha ocasión pudimos observar cómo una turba violentó sin misericordia a varios de los que asistieron al acto, lo que incluyó la golpiza de mujeres y ancianos. Las imágenes y acontecimientos descritos resultan inaceptables para cualquier demócrata. Quienes contribuyeron a recuperar la libertad, no lo hicieron para que ésta beneficiara sólo a las personas que pensaban como ellas. Podremos tener un desacuerdo, incluso un severo juicio de reproche moral sobre las motivaciones o actos de nuestros adversarios, pero si no somos capaces de manifestar estas diferencias mediante la razón y la opinión, habremos sucumbido a la peor de todas las derrotas. Recuerdo con emoción las palabras

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del periodista y poeta argentino Juan Gelman, quién, pese a que padeció el secuestro, tortura y posterior desaparición de sus dos hijos adolescentes, Nora y Marcelo, al volver del exilio sentenció triunfante: “no nos convirtieron en ellos”. Ese es nuestro más bello e importante desafío. La prueba de fuego de la densidad de nuestras convicciones democráticas estriba justamente en el reconocimiento de que todas las personas tienen el derecho a pensar y actuar de forma diferente, aunque lo que digan o promuevan a ratos nos parezca una brutalidad. Es por todo lo anterior que me resulta tan irritante el que sectores políticos duramente golpeados por la represión de la dictadura, que hicieron de su discurso una oda a la libertad y la lucha por los derechos humanos, tenga la desfachatez de proteger o intentar justificar los atropellos a la integridad de las personas cuando estos son liderados por algún rufián de su propio color político. Cuando se escuchan sandeces del tipo “debemos ser respetuosos de la autonomía de los pueblos” o “no podemos opinar sobre la realidad de otros países”, refiriéndose hoy a Cuba o ayer a Libia, no puedo dejar de pensar en que hace 30 años, en medio de la peor represión de la dictadura militar, esas mismas personas opinaban y defendían exactamente todo lo contrario. Sin ir más lejos, en la recuperación de nuestra democracia tuvo un rol muy decisivo la condena internacional y la solidaridad de aquellos países que, mediante el envío de ayuda o acogiendo a los perseguidos, representaron la estatura moral que ayer aplaudíamos y hoy algunos desconocen.

Reconciliación, pasado y futuro

Y la reconciliación tiene mucho que ver con esto. El reencuentro entre chilenas y chilenos, hermanos de una misma familia, debe cimentarse sobre una convicción civilizatoria común; más que un acuerdo, una solemne promesa de que nunca más volveremos a esgrimir una razón –sea por la base de la acción o la omisión– que justifique o explique el atropello a los derechos fundamentales de quienes piensan de forma diferente. Ese es el sentido más profundo de este libro. La reconciliación consiste en una discusión e interpretación sobre nuestro pasado, cuyo propósito no es ahondar o abrir nuevamente las heridas, como tampoco erigir un muro que

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distinga la solvencia política y moral que nos anima a unos u otros, ni menos todavía alentar la revancha o la vendetta. La mirada sobre el ayer sólo tiene sentido en la medida en que el aprendizaje y arrepentimiento colectivo, de cada cual en la medida de sus responsabilidades, se convierte en los sólidos cimientos de un pacto para el futuro. Nuestro deber también es hacer partícipe de esta alianza a las nuevas generaciones. En momentos de mayor agitación social y al observar que gozamos todos del pleno derecho a disentir públicamente de nuestras autoridades y representantes, o cuando miles de personas se convocan para reclamar por una mejor educación, proteger el medio ambiente, fortalecer la posición de quienes trabajan en condiciones precarias, denunciar la desigualdad o reivindicar los derechos de una minoría étnica, sexual o social; todo aquello se constituye en el mejor homenaje a quienes lucharon –incluso dando su vida– por recuperar la democracia y la libertad. Pero nada de aquello fue fácil o sencillo. Sin querer hacer ningún juicio de reproche a esos muchos jóvenes que bregan por una patria más justa e igualitaria, me preocupa a ratos la escasa comprensión de que una sociedad se construye no sólo sobre la base del ejercicio de derechos, sino también del cumplimiento de deberes. Anhelar un país plural y diverso, donde todos tengamos la posibilidad de trazar nuestro propio plan de vida y, al mismo tiempo, que dispongamos de las equitativas oportunidades para poder llevarlo a cabo, requerirá de grandes transformaciones en el futuro. Podremos muchas veces disentir en la dirección y profundidad de esos cambios. De igual manera, no serán pocas las veces que protagonicemos duros debates y controversias. Nuestro compromiso entonces es cuidar y fortalecer la política y la democracia. La manera de hacer aquello es poniendo, en primer lugar y antes que nada, el principio de la dignidad humana, cuyo principal sustento descansa en la libertad política y la justicia social. Sólo la fuerte convicción colectiva de que no volveremos a flaquear, pase lo que pase, será el vivo testimonio de una sincera reconciliación: aquella que sana las heridas del pasado y nos hace levantar la mirada para transitar por un mejor futuro para nuestros hijos, legándoles lo que, esta vez, sí supimos cuidar.

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Violencia, mito y reconciliación

Pablo Ortúzar Madrid1

Dedicado a Carlos Ortúzar Aldunate (1950-1978)

Introducción

A cuarenta años del golpe de Estado de 1973, ocurrido en un clima “objetivamente propicio a la guerra civil”2 y que vino a interrumpir un proceso progresivo de enfrentamiento entre civiles y la disolución de la institucionalidad, mirar hacia atrás y pensar en el largo ciclo político de violencia que se abre en Chile en los años 60 parece una obligación. Esta obligación nace de que, a pesar de lo traumático del período –y quizás por lo mismo– no se ha reparado en él con la suficiente distancia como para superar el testimonialismo y maniqueísmo que nos dejó la generación pasada, cuyo fin, comprensible, fue buscar la justicia y la reparación antes que la reflexión. Tomar distancia, entonces, ahora que podemos, es el objetivo de este breve ensayo. Y tomar distancia frente a la violencia significa buscar un punto de vista no partisano para reflexionar sobre ella. Es el punto de vista de la reconciliación. Para aproximarnos a él, trataré de ir construyendo un diálogo entre la teoría y los hechos ocurridos en Chile. Por lo mismo, le pediré paciencia al lector durante el inicio más bien abstracto del artículo, cuyo sentido irá quedando claro en la medida en que dichas categorías sean puestas en juego para entender la situación actual de Chile.

1

Antropólogo Social, Universidad de Chile. Magister en Análisis Sistémico Aplicado a la Sociedad, Universidad de Chile. Profesor de Antropología Económica, ISUC. Director de Investigación del Instituto de Estudios de la Sociedad.

2

Informe de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación. Santiago de Chile: Secretaría de Comunicación y Cultura. Ministerio de Secretaría General de Gobierno. Tomo I. 1991, p. 38.

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El diagnóstico presentado, en líneas generales, es que en Chile se ha instrumentalizado míticamente el ciclo de violencia política vivido en el contexto de la guerra fría, no existiendo una visión realmente crítica del periodo, sino un intento constante de victimización de cada bando donde se culpa al otro de encarnar el mal. Una visión mítica y maniquea del pasado como esta permite generar legitimidad para ciertos grupos políticos, pero al costo de encubrir la violencia y sus mecanismos, evitando que podamos reflexionar sobre lo ocurrido desde una perspectiva no partisana y dejando abierta la puerta para el surgimiento de nuevas violencias, incluso en nombre de las víctimas del pasado. Como alternativa, finalmente, propongo asumir, como país, el deber de una crítica reflexiva de aquella época desde la perspectiva de la violencia misma y no desde la de un bando u otro, y abandonar la peligrosa pretensión de usar a las víctimas del período como instrumento para la fundación del orden actual.

1.  La constitución simbólica del orden social

El ser humano no puede vivir sino en sociedad, pero la constitución de las sociedades en las que vive no es un hecho natural, sino cultural, siendo una cultura una determinada forma de los vínculos dotada de sentido, el cual es producido simbólicamente, siendo el hombre “un animal inserto en tramas de significación que él mismo ha tejido”.3 La pregunta por la configuración del mundo simbólico en que habitamos es la pregunta por la fundación de ese orden, es decir, por el origen de la normatividad en los grupos humanos. Según René Girard, la explicación de los mecanismos del orden estaría en el deseo mimético, es decir, el deseo imitativo referido a otro, a un “modelo”. El deseo mimético “elige el modelo más que el objeto (…) es lo que nos hace humanos, lo que nos permite escapar de los apetitos puramente rutinarios, puramente animales, y construir nuestra identidad”. 4 El crecimiento de la maquinaria mimética –la imitación recíproca, la generalización de la imitación y la consiguiente rivalidad en torno al objeto de de3

Geertz, C.; La interpretación de las culturas. Barcelona: Gedisa, 2005, 13a Ed., p. 20.

4

Girard, R., Los orígenes de la cultura. Madrid: Trotta, 2006, p. 53.

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seo– van concentrando “una energía de conflicto que, de forma natural, tiene tendencia a desplegarse y a implementarse por todos lados”.5 El mecanismo victimario, en tanto, es la salida a estas crisis y opera por “la convergencia de toda esa cólera, de toda esa rabia colectiva en una víctima (inocente) designada por el mimetismo mismo y adoptada en forma unánime (…) el asesinato del chivo expiatorio pone punto final a la crisis por el hecho mismo de ser unánime” y, por este medio, “la mímesis rivalizadora y conflictiva se transforma, espontáneamente y automáticamente, en mímesis de reconciliación (…) pues si bien los rivales no pueden entenderse acerca del objeto que todos, en común, desean, en cambio sí que se entienden maravillosamente al posicionarse contra una víctima que todos aborrecen por igual”. Luego del asesinato, la paz se establece por un tiempo en la comunidad, la cual no se atribuye a sí misma el mérito de la reconciliación, sino que es vista como “un don gratuito que dimana de la víctima”, la cual, entonces, se convierte en una divinidad en el sentido arcaico, es decir, “en una deidad todopoderosa para el bien y para el mal”.6 La cultura, entonces, se desarrolla a través del ritual de repetición deliberada y planificada de ese momento sacrificial. Es decir, se desarrolla a través del rito. Para intentar evitar los episodios imprevisibles –y frecuentes– de violencia mimética “las culturas organizan momentos de violencia planificados, controlados, en fechas fijas, ritualizados (…) repitiendo sin cesar el mismo mecanismo del chivo expiatorio, sobre víctimas de recambio, el ritual se convierte en una forma de aprendizaje”.7 El mito surge para cubrir y explicar lo que ha ocurrido, especialmente esta contradicción entre el carácter maléfico de la víctima sacrificial –el chivo expiatorio– y el hecho de que con su muerte haya traído la paz y la reconciliación. Así, “es concebible que una víctima aparezca como responsable de las desdichas públicas, y eso es lo que ocurre en los mitos, al igual que en las persecuciones colectivas, pero la diferencia reside en que exclusivamente

5

ibid. p. 62.

6

Girard, R., Los orígenes de la cultura. Madrid: Trotta, 2006, pp. 62-64.

7

ibid. p. 67.

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en los mitos esta misma víctima devuelve el orden, lo simboliza e incluso lo encarna”.8 Lo sagrado entonces, en su dimensión tanto ritual como mítica, surge a partir de la experiencia real, concreta, del sacrificio humano, que sin embargo queda velada en el mito y en la representación ritual, “al pasar a la violencia mítico-ritual, la violencia se desplaza hacia el exterior y este desplazamiento posee, en sí mismo, un carácter sacrificial: disimula el espacio de la violencia original, protegiendo de esta violencia al grupo en cuyo seno debe reinar una paz absoluta”.9

El mito, así, explica el orden y la paz que goza la sociedad, ocultando su origen violento y proporcionando “la red de significaciones mediante la cual se piensa y se explica el mundo en su totalidad”.10 Al hacer esto, fija un orden, una norma, y la sustenta en lo sagrado.

3.  De la violencia al mito, del mito a la ideología y de la ideología a la violencia

La eficacia del mito y del rito para mantener la paz en las sociedades primitivas se va perdiendo con el paso del tiempo. Esto permite la innovación cultural, ya que los seres humanos se ven cada vez menos atados a la tradición por el temor sagrado. El “poder mágico” del que habla Bertrand de Jouvenel es sustituido por teorías cada vez más seculares sobre su origen y legitimidad, que no por ello dejan de estar fundadas en nociones religiosas.11 El origen de este proceso es atribuido por Girard a la revelación cristiana, que, según él, devela el mecanismo sacrificial y, por tanto, expone lo que estaba oculto en todos los mitos y ritos de la antigüedad: el asesinato de una víctima inocente. El efecto desmitificante de tal revelación, prosigue Girard, se extiende a lo largo de la historia hasta nuestros días, dejándonos en una situación en la cual la violencia generalizada y su alternativa, “la abstención 8

Girard, R., El chivo expiatorio. Barcelona: Anagrama. 1986, p. 60.

9

Girard, R., La violencia y lo sagrado. Barcelona: Anagrama. 1983, p. 258.

10 Ansart, P., “Ideologías, conflictos y poder” en Eduardo Colombo (editor) El imaginario social. Montevideo: Nordan, 1993. p. 95. 11

Ver Schmitt, C., Political Theology. Chicago: Chicago UP, 2005, p. 36. y Jouvenel, Bertrand de. Sobre el poder. Historia natural de su crecimiento. Madrid: Unión Editorial, 2011.

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completa de represalias”,12 aparecen frente a la humanidad como una decisión cada vez menos cubierta y encubrible por el mito. Otros atribuyen esto a la progresiva diferenciación funcional de la sociedad y a la especialización y tecnificación que terminan por reducir las certezas del hombre y trastocar su capacidad de generar expectativas confiables respecto al futuro y el sentido de la vida (“la soledad”, en Arendt), lo que lleva a los hombres a buscar seguridades absolutas en doctrinas que se reclaman como “objetivas”. Ambas explicaciones, en todo caso, no se contradicen. La paradoja que se constata es que la pérdida progresiva de la eficacia sacrificial hace que la violencia se vuelva más difícil de controlar y de justificar al mismo tiempo. La ideología surge entonces como un sustituto del mito y la organización cada vez más compleja de la sociedad se da de la mano con una creciente posibilidad de ejercer la violencia en una escala antes nunca vista. El proceso es interesante pues las nuevas ideologías seculares denuncian a las religiones como mitos infundados y se les remplaza por creencias a las que se exige una total e irreflexiva sumisión, pero que ya no tienen el mismo poder pacificador del mecanismo sacrificial primitivo. La necesidad de generar seguridades absolutas en contextos de crisis hace que la forma religiosa que adoptan las ideologías sea salvífica: esto es, que prometa la redención de la humanidad, pero además, dada la negación de lo trascendente, que la promesa de esa redención para los “elegidos” o “fieles” sea terrenal, inmanente y que se ponga al “enemigo”, al “infiel” como obstáculo para la salvación, en contra del cual deben movilizarse todo tipo de recursos. Voegelin llamó “gnosticismo” a este tipo de doctrinas y afirmó que la especulación gnóstica “superó la incertidumbre de la fe al apartarse de la trascendencia y dotar al hombre y a su radio de acción intramundano del significado de realización escatológica” y, en la medida en que esa inmanentización avanzaba en la experiencia, “la actividad civilizacional se convirtió en una tarea mística de autosalvación”13 cuyo objeto era la transformación de la naturaleza humana y la transfiguración de la sociedad.

12

Girard, R., Clausewitz en los extremos. Buenos Aires: Katz, 2011, p. 16.

13

Voegelin, E., La nueva ciencia de la política. Buenos Aires: Katz. 2006, p. 158.

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El producto de esto fueron los totalitarismos y sus ideologías, “culminación de la búsqueda gnóstica de una teología civil”.14 En sus propuestas “el lugar de las leyes positivas queda ocupado por el terror total, que es concebido como medio de traducir la ley del movimiento de la historia o de la naturaleza en realidad”, terror cuyo objetivo es “la fabricación de la humanidad”.15 Conduciendo así la política gnóstica, por su indiferencia respecto a la estructura de la realidad, a la “guerra permanente”.16

4.  El caso chileno

El ciclo de violencia política sufrido por Chile en el siglo XX en el contexto de la Guerra Fría nunca ha sido abordado seriamente desde la perspectiva de la violencia misma y sus mecanismos. Los análisis suelen ser simplemente partisanos y orientados a culpar “al otro” de empezar las agresiones. El resto no es más que testimonialismo victimal, el cual se volvió especialmente importante dado que muchos en la derecha, de buena o de mala fe, negaban que fuera cierto que estos hechos de violencia hubieran siquiera ocurrido. Rara vez, por lo demás, se atiende a los antecedentes prácticos e ideológicos de las manifestaciones más radicales de la violencia, dando la impresión, finalmente, de que sólo la violencia física ejercida por agentes del Estado fue real y, además, que ésta y el clima que hizo posible la indiferencia de millones de chilenos ante ella hubieran surgido de la nada o bien de fuentes exclusivamente extranjeras. El argumento que se utiliza normalmente para este recorte selectivo del ciclo político apunta a lo excepcional de la violencia de Estado y a la supuesta eficacia simbólica de mostrar estos actos de violencia fuera de todo contexto, fijados en la eternidad como inexplicables, de modo que el horror que inspirarían, nos dicen, sería preventivo respecto a nuevos hechos de violencia, además de creer que explicarlos, contextualizarlos, sería algo parecido a justificarlos. Hay en ello una creencia sincera de muchas personas, pero también interés político por parte de sectores de una izquierda que se encontraba, en ese tiempo, totalmente dispuesta a ejercer la violencia como instrumento de 14

Ibíd.p. 196.

15

Arendt, H., Los orígenes del totalitarismo. Madrid: Alianza. 2006, p. 623.

16 Voegelin, E., La nueva ciencia de la política. Buenos Aires: Katz. 2006, p. 207.

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transformación social, y que, de hecho, muchas veces la ejerció, amenazó en forma creíble con ejercerla o justificó teórica y políticamente su uso.17 El problema, como advierte Girard, es que la preocupación por las víctimas “se ha convertido en una competencia paradójica de rivales miméticos, de oponentes que constantemente intentan derrotarse (…) las víctimas que más nos interesan son siempre aquellas que nos permiten condenar a nuestros prójimos. Y nuestros prójimos hacen lo mismo. Siempre piensan primero en las víctimas por las cuales nos responsabilizan”.18 Esto nos lleva a un callejón sin salida en el cual la palabra ‘’reconciliación’’ carece de sentido.

5.  La lucha por la posición sacrificial en Chile y la tentación política de reactivar la violencia

El déficit reflexivo en torno a los mecanismos de la violencia que operaron en Chile durante el siglo XX, el excesivo testimonialismo presente en la reflexión y la constitución identitaria de un sector político en base a esta memoria genera el riesgo cierto de lo que Paul Ricoeur llama “manipulación de la memoria”, uno de sus tipos de abuso como instrumentalización, cuya principal característica es “la movilización de la memoria al servicio de la búsqueda, del requerimiento, de la reivindicación de la identidad”.19 La búsqueda de la legitimidad sacrificial para una opción política a través de su identificación con las víctimas y la descalificación moral del adversario mediante su identificación con los victimarios20 constituye un abuso instrumen17

Arancibia, P., Aylwin A., Reyes S.., Los hechos de violencia en Chile: del discurso a la acción. Santiago de Chile: CIDOC-LyD, 2003; Arancibia, Patricia (editora). Los orígenes de la violencia política en Chile. 1960-1973. Santiago de Chile: CIDOC-LyD, 2001; Dooner, Patricio. Crónica de una democracia cansada. ICHEH, Santiago de Chile. 1985; Dooner, Patricio. Periodismo y política. La prensa de derecha e izquierda. 1970-1973. Santiago de Chile: Andante-Hoy, 1989; Piñera, José. Una casa dividida. Cómo la violencia política destruyó la democracia en Chile. Santiago de Chile: Proyecto Chile. 2005; Informe de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación. Santiago de Chile: Secretaría de comunicación y Cultura. Ministerio de Secretaría General de Gobierno. Tomo I.. 1991.

18

Girard, R., I seen Satan fall like a lightning. New York Orbis, 2008. P.164

19 Ricoeur, P., La memoria, la historia, el olvido. Buenos Aires: FCE, 2010. P. 110. 20 Ricoeur, P., La memoria, la historia, el olvido. Buenos Aires: FCE, 2010. P. 116. Girard, René. I seen Satan fall like a lightning. Orbis, New York, 2008:164, Todorov, T., Los abusos de la memoria. Barcelona: Paidós, 2000, p. 54.

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tal de la memoria que siempre resultó una tentación, y muchas veces una práctica, para la Concertación mientras estuvo en el poder y que se acentuó en la medida en que la dictadura estaba más distante y, por tanto, el valor intrínseco de “estar en democracia” era menos fuerte, debiendo ser reforzado mediante un discurso cada vez más sacrificial respecto a las víctimas y su supuesta encarnación política en la Concertación. Estas prácticas de abuso de la memoria estuvieron, por cierto, acompañadas del despliegue de una enorme industria cultural que tiene como centro la reconstrucción mítica y maniquea del pasado de tal forma que resulte funcional a la opción política que reclama para sí la legitimidad moral de las víctimas. Durante los gobiernos de la Concertación, a través del llamado “mundo de la cultura y las artes”, se relató la dictadura una y otra vez desde la óptica sacrificial. Así, se estableció una especie de relación clientelar financiando con fondos públicos prácticamente todo proyecto artístico o académico que tuviera como objetivo el reforzar la legitimidad simbólica del pacto gobernante. Otro elemento que volvía tentadora la utilización instrumental de la memoria, al menos en los primeros años de democracia, es el hecho de que el discurso político de Pinochet –y de buena parte de la derecha con él– también funciona desde la lógica sacrificial y está cubierto de su misticismo. Así, a ratos emerge una verdadera “lucha por el espacio sacrificial” en la cual la Concertación se configura simbólicamente como una “contradictadura”, lo que deriva en un enfrentamiento estéril en el cual “cada uno de los participantes intenta restaurar el orden patrio a partir de la construcción de un discurso desde los sacrificados, acusando al otro bando de ser los sacrificadores”.21 Más allá de ello, el punto problemático de esta administración simbólica de los hechos de violencia vividos en Chile es que, tal como ha operado hasta ahora, parece tener como consecuencia, buscada o no, el sacralizar a las víctimas para usarlas como mito fundacional de un “nuevo orden”, pensado justamente como constituido en la exclusión del “otro” político, asumido como victimario.

21

Ortúzar, P., Tomic C., Huneeus, S., “El mesianismo político de Augusto Pinochet y la lucha por el espacio sacrificial”. Revista Temas Sociológicos Nº 13, pp. 231-247. Santiago de Chile, 2009, p. 240.

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Tal construcción simbólica permite edificar una paz precaria sobre la base de la victimización de un bando que reclama toda la legitimidad moral, como vimos, pero es incapaz de prevenir la violencia política a futuro, ya que mitifica los sucesos (prohibiendo, inclusive, la investigación sobre el contexto de lo ocurrido) y los instrumentaliza políticamente, haciendo imposible una reflexión sobre las características universales de la violencia en los grupos humanos a partir de las manifestaciones particulares de ella en un determinado período de la historia política chilena y evitando, además, la investigación de los antecedentes políticos e ideológicos de la violencia física, mostrando muchas veces a esta última como única “verdadera violencia”. El único camino de salida de esta situación es intentar pensar la violencia por fuera de la rivalidad mimética, es decir, observar el modo en que la violencia, y quienes están sometidos a ella, observan. Y llegar reflexivamente a conclusiones.

6.  Pensar una reconciliación sin chivo expiatorio: Simone Weil y la guerra de Troya

Simone Weil dedica dos notables textos a la guerra de Troya. El primero es “No empecemos otra vez la guerra de Troya” (1937) y el segundo “La Ilíada o el poema de la fuerza” (1940). En este último nos dice, de entrada, aquello que considera más valioso del texto de Homero: El verdadero héroe, el verdadero tema, el centro de la Ilíada, es la fuerza. La fuerza manejada por los hombres, la fuerza que somete a los hombres, la fuerza ante la que se retrae la carne de los hombres. El alma humana aparece sin cesar modificada por sus relaciones con la fuerza, arrastrada, cegada por la fuerza de que cree disponer, encorvada bajo la presión de la fuerza que sufre. Quienes habían soñado que la fuerza, gracias al progreso, pertenecía en adelante al pasado, han podido ver en ese poema un documento; los que saben discernir la fuerza, hoy como antaño, en el centro de toda historia humana, encuentran ahí el más bello, el más puro de los espejos.22 La fuerza (o violencia), nos dice Weil, hace una cosa de quien se somete a ella, incluso al extremo de lo literal, al convertirla en cadáver. Ella embriaga a 22 Weil, S., Escritos históricos y políticos. Madrid: Trotta, 2007, p. 287

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quien cree poseerla hasta destruirlo y “termina por parecer exterior al que la maneja y al que la sufre”.23 Sometidos a la violencia, los hombres se convierten simplemente en magnitudes ciegas de fuerza guiadas por el odio mimético, sin objetivo más allá de los nuevos sacrificios que exigen los sacrificios pasados. Además, la violencia envilece tanto al que la hace como al que la sufre, generando espirales de venganza en los cuales ambos son sometidos al mismo (bajísimo) estándar ético, igualándose. La autora compara entonces a las ideologías con Helena de Troya, quien fuera la excusa desproporcionada para una carnicería humana que duró diez años. Dice que ahora “son palabras adornadas de mayúsculas las que desempeñan el papel de Helena”24 y que esos absolutos, esas entidades, en el fondo, nada quieren decir, a nada remiten, definiéndose el éxito entonces “por el aplastamiento de grupos de hombres que apelan a otras palabras enfrentadas; pues ésa es una característica de tales palabras, que viven en parejas antagónicas”.25 Lo que Weil rescata de la obra homérica es exactamente lo que ha faltado en la reflexión respecto al ciclo de violencia política que vivió Chile en el siglo XX: la exposición de los mecanismos de la violencia actuando sobre hombres que creen poder controlarlos y que terminan, las más de las veces, aplastados por ellos, entregados a la fuerza.

7.  La tesis de Fernando Atria

La idea de que la reconciliación pasaría por entendernos a todos como víctimas de la fuerza es la misma a la que, siguiendo a Weil, llega Fernando Atria en dos notables artículos.26 Sin embargo, al concluir, propone entender el 23 ibid. p. 298 24 ibid. p. 353 25 ibidem. 26 Atria, F., “La hora del derecho. Los ‘derechos humanos’ entre la política y el derecho”. Revista Estudios Públicos Nº91, Invierno, pp.45-89. 2003; Atria, Fernando. “Reconciliation and reconstitution” en Scott Veitch (editor), Law and the politics of reconciliation. Ashgate, Aldershot. 2007.)

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poder y la violencia como ideas opuestas, tal como hace Hannah Arendt,27 en contra de todo lo que podría entenderse desde Girard (donde el orden se funda normalmente en la violencia) y desde Weil. Atria, además, realiza una curiosa interpretación del pecado original, asimilándolo a la violencia fundacional y postulando, por tanto, que la redención humana sería posible a través de la construcción de una comunidad no fundada en la violencia (“el reino”). Es decir, que la redención sería política y estaría, por tanto, en manos humanas, siendo Cristo no más que una especie de portador del secreto para lograrla. En otras palabras, parece hacer una lectura inmanentista del cristianismo que dista mucho de las conclusiones de Girard y que se corresponde a lo que Voegelin, como vimos, consideraría una “teología civil”, una “ideología gnóstica”. La salvedad que Atria parece hacer es señalar que esta comunidad no fundada en la violencia, al ser política, sería “contingente” (siendo su alternativa el apocalipsis); pero no se hace cargo de que la contingencia de ese orden viene dada justamente, al menos en la tradición católica, porque la estructura del ser (que incluye el pecado original, que no es “social”) no es modificable por las estructuras sociales. Y que es justamente este hecho el que obliga a la prudencia y rechaza las tesis gnósticas, que en Weil y en Girard corresponden a sustitutos del mito que justifican la violencia sacrificial. Así, la lectura teológica de Atria parece mucho más cercana a Ernst Bloch28 y la por él llamada

“izquierda aristotélica”,29 que a Girard, Weil o incluso Arendt. A diferencia de Atria, entonces, el desafío de pensar la reconciliación nos parece que implica una desmitificación de lo político que exponga su vínculo con la violencia y sus mecanismos, además de su incapacidad para modificar la naturaleza humana, que es capaz del bien, pero débil frente al mal. Esto lleva a la conciencia de la precariedad del orden y a una crítica a las ideologías que prometen la realización del sentido en el mundo. En otras palabras, la reconciliación pasaría por entender los mecanismos

27 Arendt, H., Qué es la política. Barcelona: Paidós, 1997; Arendt, Hannah. Sobre la violencia. Madrid: Alianza, 2005. 28 Borghello, U., Ernst Bloch: Ateísmo en el cristianismo. Madrid: EMESA, 1979. 29 Bloch, E., Avicena y la izquierda aristotélica. Buenos Aires: Ciencia Nueva, 1966.

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de la violencia humana, incluidas las ideologías gnósticas que operan como mito, y rechazarlas en el espacio público, sometiéndolo entonces a la prudencia y a la moderación. Esto significa no renunciar a la política, sino combatir la tentación de poder que le es intrínseca, asumiendo la imperfección del hombre y del mundo como un dato objetivo a partir del cual se debe buscar en conjunto la vida buena, que se da por equilibrios virtuosos entre libertad individual y exigencias colectivas, bajo el entendido de que “la política es el arte de buscar la relación óptima entre la fuerza y la ética”30 y que, por el contrario, “los que pretenden saber todo y arreglar todo, terminan por matar todo”.31

8.  Conclusión: la reconciliación como conciencia y denuncia del poder y sus mecanismos.

Si la reconciliación significa el enfrentamiento de nuestra propia humanidad mediante la denuncia (exposición) obstinada y persistente de la lógica y los mecanismos de la violencia para alejarlos de nuestras formas de vincularnos unos con otros, sólo se hace posible a partir de la destrucción de los mitos sobre el ciclo de violencia política que afectó a Chile y la observación del mismo desde una perspectiva no partisana: la de la propia violencia, que somete a los hombres a sus operaciones. Desarrollar una nueva perspectiva desde la violencia, exponerla, difundirla, podría ser una labor de las mismas instituciones que desarrolló la Concertación para la “memoria”, pero reorientadas a la prevención de la violencia desde el estudio del pasado reciente. Asimismo, esa tarea supone abrir una nueva fuente para la industria cultural de la “memoria”, orientándola hacia una reflexión probablemente más profunda que la ya desarrollada hasta el cansancio. La alternativa, persistir en los mitos partisanos, sólo puede llevar a legitimar nuevas formas de violencia y es algo que hemos comenzado –tristemente– a ver en los enfrentamientos entre grupos políticos de generaciones nuevas, no marcadas por la dictadura, pero que disputan la posición de vengadores de víctimas. 30 Gómez, N., Escolios para un texto implícito, Tomo I. Bogotá: Villegas, 2005. P. 125. 31

Camus, A., Moral y Política. Buenos Aires: Losada, 1978. P. 36.

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Sólo la posibilidad de entender lo ocurrido como la historia de un grupo de seres humanos sometidos al imperio de la fuerza nos obliga a fijar la atención en las víctimas y victimarios de todos los bandos como prójimos y protegernos, mediante la prudencia y la moderación, de las fuerzas del horror, sin caer en la ilusión ridícula de que ellas no habitan en algún “nosotros”, sino sólo en “los otros”.

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Reconciliación: la deuda de la transición Francisco Javier Urbina1

Reconciliación

¿Es importante la reconciliación? ¿Es algo que vale la pena buscar como país? Alguno podrá decir que no lo es. La reconciliación ocultaría la culpa de quienes cometieron o validaron hechos atroces, y los pondría en pie de igualdad con las víctimas. ¿No implica la reconciliación acaso aceptar al otro? La preservación de la culpa y la exclusión de quienes la tienen exige la permanente hostilidad hacia ellos, y por lo tanto, exige que no haya reconciliación. Pero esto es problemático. Si por reconciliación entendemos un proceso entre dos personas o bandos hostiles, que culmina en la reconstrucción de la relación pacífica entre ambos, mediante la generación de confianza y entendimiento recíproco, entonces es claro que esto no implica ni justificar ilícitos ni borrar culpas. Pero sí es cierto que matiza la relación entre víctimas y victimarios en el siguiente sentido: obliga a entender tanto al victimario como a la víctima como más que eso: obliga a entenderlos como personas, dotadas, con independencia del abuso sufrido o causado, de dignidad. Exige abandonar las explicaciones fáciles (“nosotros los buenos, contra esa gente mala”) y acercarse a aquél que se desprecia, lo que en muchos casos (pero no todos) exige reconocer faltas (quizás de menor magnitud) propias o de personas o ideas cercanas. Y esto exige una fortaleza moral poco frecuente, especialmente en quienes se perciben como víctimas. Y lo común es que en conflictos políticos y sociales de magnitud ambos bandos se imaginen a sí mismos como víctimas. Esto ciertamente ocurre en el caso chileno. Quienes vivieron el período

1

Abogado de la Universidad Católica de Chile, donde obtuvo el premio Carlos Casanueva. Master of Studies in Legal Research, Universidad de Oxford. Candidato a Doctor en Derecho por la misma universidad. Agradezco la invitación de los editores a participar de este libro, así como los generosos y eruditos comentarios de Ignacio Urbina.

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que va, en términos gruesos, desde fines de los sesenta hasta principios de los noventa del siglo pasado, y que se sienten personas de derecha o izquierda (la gran mayoría, en una sociedad politizada), se perciben como víctimas. Es cierto que la izquierda logró posicionarse como víctima en el debate político formal y a nivel internacional —víctima, fundamentalmente, de la represión de la dictadura y de las violaciones a los derechos humanos en que ésta incurrió—. Pero la derecha, o al menos gran parte de ella, también se imagina a sí misma como víctima. ¿Víctima de qué? Víctima de una “cascada de brutalidad”:2 una

competencia en que el jugador menos escrupuloso impuso las reglas del juego. La derecha se imagina víctima de los resultados nefastos de un juego que no quería jugar, cuyas reglas fueron puestas por la izquierda al validar el uso del poder por fuera de las instituciones, y la violencia como medio político. Al hacer esto, la izquierda redibujó las reglas del proceso político, que exige que todas las partes las acepten. Si una las respeta y la otra no, la que lo hace juega en desventaja. Necesita, entonces, abandonar las reglas. Jugar un juego distinto, que consistió en hacerse del poder (para hacer la revolución socialista, o para evitarla) por medios que no eran los institucionales. Este juego lo ganó la derecha, al ser más exitosa en hacerse del poder por esas vías. Con los costos para la sociedad chilena que todo ello implicó. Pero no se habría llegado a ello, desde la perspectiva de la derecha, si la izquierda no hubiera tirado la primera piedra. Es por esto (porque la reconciliación exige a todos acercarse al otro, abandonar explicaciones fáciles, reconocer eventuales faltas, matizar historias) que la reconciliación exige grandeza moral. Y, por lo mismo, la reconciliación es siempre improbable. ¿Vale la pena hacer el esfuerzo, derrotar la inercia?

Reconciliación, perdón y disculpas

Sí, lo vale. Esto por razones que llamaré, para distinguirlas más fácilmente, morales y políticas. Las razones morales tienen que ver con el bien individual. Lo que se opone a la reconciliación es una relación de hostilidad respecto del otro. Hay un bien moral en no estar con otro en una relación de hostilidad, sino en paz, e idealmente en alguna forma de amistad, es decir, en una rela2

Brooks, P. “The Brutality Cascade”, en The New York Times. 5 de Marzo de 2013, pp. A25.

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ción en que a ambos nos preocupa el bien del otro. La reconciliación es en ese sentido un bien en sí mismo, que consiste en cierta armonía respecto de otra persona. Con todo, que sea un bien en sí mismo no hace razonable el uso de cualquier medio para alcanzarlo. Tampoco implica que haya una exigencia de alcanzarlo en todos los casos. ¿Cómo se abandona la hostilidad respecto del otro? ¿Cómo se restablece la armonía en la relación con un agresor? El problema central aquí es el del perdón. Nos reconciliamos completamente con alguien luego de haberlo ofendido, mediante su perdón. ¿Cuándo hay buenas razones para perdonar a otro? Una razón es cuando el otro se arrepiente de lo que ha hecho, y pide perdón honestamente. Al pedir perdón ocurren dos cosas. La primera es que la petición de perdón abre un espacio privilegiado para un diálogo sobre las causas y contexto de la ofensa. Por qué el ofensor hizo lo que hizo. Es un momento privilegiado para ese diálogo precisamente porque, al pedir perdón, renuncia a justificarse. No es un alegato forense para evitar una pena. Lo que ocurre entonces es que se abre un espacio para que tanto el ofensor como el ofendido puedan ver más allá de la ofensa, y se encuentren con la persona del ofensor y su víctima. Y esto es fundamental, pues una de las consecuencias de la ofensa es precisamente deshumanizar a las partes. Como lo planteó el obispo anglicano Joseph Butler en uno de sus célebres sermones sobre resentimiento y perdón, “en los casos de ofensa o enemistad, todo el carácter y la persona [del ofensor] son considerados desde la perspectiva de la parte que nos ha ofendido, y todo ese hombre aparece monstruoso, con nada correcto o humano en él”.3 Pero tanto la víctima como el ofensor son personas, y es mediante el perdón que se reencuentran como tales, es decir, se reconocen plenamente su dignidad. Visto así, perdonar no implica olvidar; de hecho, pasa inicialmente por reconocer la agresión. Tampoco implica borrar el castigo, porque rehabilitar la relación no lo exige ni lo implica. Lo segundo que ocurre al pedir perdón es que se interpela moralmente al ofendido. Se le da una buena razón para perdonar. La petición honesta de

3

Butler, J., “IX. Upon Forgiveness of Injuries” (en Fifteen Sermons Preached at the Rolls Chapel [1726]), en The Works of the Most Reverend Father in God Joseph Butler D.C.L.. Oxford, Oxford University Press, 1844, p. 110.

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perdón enfrenta al ofendido a un dilema: “¿Puedes encontrar en tu corazón la capacidad de perdonar a este hombre o mujer que se arrepiente? ¿O le dirás ‘no, quiero que sigamos siendo enemigos’?” El ofendido tiene una razón para perdonar, o al menos para aceptar las disculpas, y así se crean los cimientos para la reconciliación. Dos problemas aparecen en este punto. El primero es que, como ha señalado Charles Griswold, hay delitos atroces que podrían parecer imperdonables. Serían imperdonables porque es tal el nivel de abuso y pérdida que sufrió la víctima, que a ella (y a la comunidad moral que se pone en su lugar) le resulta simplemente imposible dejar de lado el resentimiento contra el agresor. Con todo, Griswold llama a la cautela en este punto. Existen casos como el de Eric Lomax, quien sufrió varios años de tortura en un campo de concentración japonés en la segunda guerra mundial, que fue capaz de perdonar completamente a uno de sus interrogadores. Griswold observa que lo que nos parece imperdonable, puede terminar no siéndolo. Con todo, son casos de inusitada fortaleza moral por parte del que perdona, y de completa redención y propósito de enmienda por parte del que es perdonado. Son, por lo mismo, excepcionales. 4

El segundo es que no siempre el agresor pide perdón en la forma debida. ¿Debemos perdonar también a quienes no nos piden perdón, o no lo hacen honestamente y previo arrepentimiento? La respuesta natural y comprensible frente a quien nos es hostil es, precisamente, la hostilidad –de ahí lo probable que resulta, como entendían bien los pueblos primitivos, la generación de un espiral de violencia–.5 El contraste es, por supuesto, la novedad del cristianismo, que llama a perdonar al ofensor todas las veces que sea necesario. El sistema de creencias cristiano da razones para esto. Todos hemos recibido el perdón de Dios mismo, y la redención de nuestros pecados mediante su propio sacrificio. Puesto en simple: si Dios nos perdona a nosotros, ¿no debiéramos nosotros perdonar a los que nos ofenden? Además, si debemos imitar a Cristo, y Cristo perdonó a quienes lo ofendían (“perdónalos, Señor, porque

4

Ver Griswold, C., Forgiveness. Nueva York, Cambridge University Pess, 2007, pp. 90 ss.

5

Girard, R., Violence and the Sacred., Londres, Continuum, 2005 (versión original en francés de 1977), cap. 1.

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no saben lo que hacen”), ¿no debiéramos nosotros también perdonar?6 Estos recursos que tiene el cristianismo para abordar el tema del perdón no estaban disponibles para sociedades primitivas. ¿Lo están para las sociedades modernas, secularizadas? ¿O sólo para los cristianos (y otros creyentes que prediquen el perdón de manera similar) que habitan en ellas? Quienes no creen, ¿podrían traducir esas ideas del cristianismo en términos seculares, en la forma que ha sido propuesta por Jürgen Habermas para que la filosofía se beneficie de los recursos de las tradiciones religiosas, “[abriendo] el contenido de los conceptos bíblicos al público universal, al de quienes profesan otras creencias o de quienes, simplemente, no son creyentes?”7 Tal vez la paz que da

el perdón, o la capacidad de ver la persona del otro y de compadecerse de ella, aún cuando haya cometido crímenes atroces,8 representen valores morales que interpelen a quienes están fuera de la tradición cristiana. Baste con plantear la pregunta, que aquí no podemos abordar. Con todo, si bien la reconciliación se alcanza completamente con el perdón, se puede alcanzar en un nivel aceptable mediante algo menos que el

6

Este punto es abordado con mayor detalle en Butler., Op. cit., nota 3, pp. 112-114.

7

Habermas, J. “Necesidad de reflexión de las tradiciones religiosas y de las tradiciones de la ilustración.” en Ratzinger, J. y Habermas, J., Diálogo entre la razón y la fe., disponible en http:// www.lanacion.com.ar/704220-por-jurgen-habermas. Es dudoso (y el mismo Habermas es consciente de esto en otras partes de su escrito) que la filosofía actual esté en condiciones de hacer disponible conceptos ‘al público universal’, si por esto nos referimos al conjunto de la humanidad como existe, y no a los filósofos profesionales, o a una abstracción o ideal. Creo que Habermas debe ser entendido aquí como postulando que la filosofía puede ampliar la disponibilidad de dichos conceptos, en el mismo sentido en que una traducción (la palabra que usa Habermas) de un texto a otro idioma la hace disponible a quienes hablan ese idioma (no a todos, ni es la traducción en sí misma más universal que el original).

8

De hecho, el argumento de Butler para compadecerse del criminal, como razón para el perdón, está formulado en términos puramente filosóficos, sin remitirse a la revelación cristiana —lo que no implica que sea persuasivo—. El argumento se basa en la idea de que quien comete una ofensa no sólo daña a la víctima, sino a sí mismo, corrompiendo su carácter. Butler., Op. cit., nota 2, pp. 112. Piénsese en el caso de un torturador. ¿Puede, luego de abusar brutalmente de otra persona, llevar una vida de familia normal? Un ejemplo pertinente es el de Osvaldo Romo, emblemático agente de la DINA, asociado a torturas, desapariciones forzadas, entre otros abusos, quien, al fallecer en Julio de 2007 fue sepultado en absoluta soledad, sin ningún familiar o amigo que quisiera asistir al entierro, según relataron los diarios de la época.

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perdón: mediante el ofrecimiento y aceptación de las disculpas.9 Esto es una etapa intermedia, entre perdón y hostilidad, donde se reconoce la falta y la víctima. No es una reconciliación total, aunque sí se deja de lado, necesariamente, la hostilidad.10 Las disculpas, sin llegar a la profundidad del perdón, sí pueden ser suficientes para obtener algunos de los beneficios de la reconciliación, como la paz social.

Reconciliación política

Hay también razones políticas para buscar la reconciliación, ya no entre dos particulares, sino entre grupos al interior de una sociedad. Razones que apuntan a establecer por qué viviríamos mejor como comunidad si estuviéramos (más) reconciliados. Es por esto que el problema de la reconciliación es un problema público, y por lo tanto, un problema que merece la atención del Estado. La primera razón política apunta a la importancia de la historia. El punto es el siguiente: la historia es un depósito de lecciones sobre educación cívica. Enseña qué tipo de conductas, medidas y formas de organización tienen resultados deseables para la vida en comunidad y cuáles no. Permite tematizar los vicios y virtudes públicas y entender sus consecuencias. En un área en la que no existe precisión científica, el relato histórico sirve de testimonio de los resultados probables de la acción política.11 En ese sentido, permite educar a gobernantes y ciudadanos sobre las exigencias de la vida en común, aumentando las probabilidades del buen gobierno. Pero sin reconciliación no es posible obtener las lecciones fundamentales que nos debería dejar nuestra historia reciente, pues la historia no se concibe como una instancia de la que aprender, sino como un campo de batalla, instrumentalizado por cada bando para obtener ventajas tácticas. Por ejemplo: una lección crucial es el respeto a derechos humanos absolutos, cuya vulneración 9

Ver Griswold., Op. cit., pp. 135 ss.

10 Ver Ibid., pp. 174 ss. 11

Este valor de la historia es reconocido por una larga tradición que comienza con los historiadores romanos y se prolonga hasta la modernidad, defendida particularmente por Maquiavelo. Una breve explicación de esta tradición puede verse en Viroli, M., Machiavelli. Oxford, Oxford University Press, 1998, pp. 97 ss.

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es injustificable. Sin embargo la mera repetición de la importancia de respetar los derechos humanos no basta. No puede tener la eficacia que necesita si aparece, a la vez, como una herramienta al servicio de la táctica política-electoral, o de la obtención de beneficios materiales por parte de grupos políticos. El escepticismo de ciertos sectores con toda alusión a los “derechos humanos”, tiene que ver con esta percepción de la historia como un campo de batalla en el que se reivindican posiciones políticas. La lección de los derechos humanos, en lo que concierne a la historia reciente de Chile, es una lección fundamental, necesaria y verdadera. El respeto a ciertos derechos básicos es fundamental para el bien común. Sin embargo, esta prédica se ve distorsionada y menguada por el contexto de escepticismo generado por la incapacidad de reconciliarnos. La solución de la ortodoxia concertacionista, la solución muscular de aumentar museos, memoriales, series o imágenes que aborden o evoquen el tema de los derechos humanos, no puede obtener los frutos deseados de constituirse en el consenso social si una parte de la población lo percibe como la acción estratégica del “otro”, del bando rival, para obtener ventajas políticas o materiales. Y no podría ser de otra manera, precisamente por la lógica intrínseca de la agresión, que aún no ha sido suprimida. Al usar la historia como herramienta política para una disputa vigente, fuerzo al adversario a no reconocerla, a tener que negarla, precisamente porque es una jugada en oposición a él. Más aún, se hace imposible sacar esas lecciones, porque las voces que abogan por ellas son atacadas por los bandos en juego, que ven perjudicados sus intereses, o son recibidas con escepticismo y desconfianza por una opinión pública acostumbrada al uso instrumental de la historia, como una maniobra destinada a obtener ventajas políticas. La historia, así instrumentalizada, se distorsiona y degrada; se hace poco importante. Quienes usan la historia políticamente son responsables de la incapacidad de obtener lecciones comunes. Y las lecciones comunes que deberíamos obtener de nuestra historia reciente son fundamentales. E incómodas tanto para la derecha como para la izquierda. No se puede profundizar acá en ellas, pero sí enumerarlas brevemente. La primera es el respeto irrestricto por los derechos humanos absolutos, como son la prohibición de tortura, el respeto al debido proceso y el respeto al derecho a la vida. La segunda es constatar el peligro del poder no su-

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jeto a reglas y, por lo mismo, la importancia del Estado de derecho. La tercera es que el desprecio revolucionario por las instituciones (siempre imperfectas) las pone en riesgo y, si estas colapsan, entonces se acaban las formas pacíficas de distribuir y ejercer el poder que estas instituciones definían. Lo que queda es la violencia. Y la violencia es indiscriminada y desproporcionada: afecta a inocentes y culpables por igual, y no se fija en medidas. Por lo mismo, se deben cuidar las formas democráticas, que, con todas sus imperfecciones, son un baluarte de la paz. Y cuarto, se debe recordar que la legitimidad del Estado y sus reglas son fundamentales para su preservación. Es importante entonces que la sociedad sea entendida como un esquema de cooperación justo, que nos beneficia a todos. Esto también falló en el Chile anterior al ‘73. Como ha dicho Joaquín Castillo: “La derecha culpaba a la izquierda por sembrar el odio social, sin preguntarse qué hacía que el odio social pudiera ser sembrado tan efectivamente.”12

La reconciliación es importante también para la elaboración de proyectos comunes, que es, en gran medida, la tarea de la política. El bien común requiere de confianza y cooperación social. Sin reconciliación, esto se hace más improbable. A nivel de debate político las heridas abiertas siguen influyendo, a veces distorsionándolo. Por cierto, hay ocasiones en que lo relevante en la discusión es nuestra visión del pasado. Pero otras veces no lo es. Sin embargo los ejes de la discusión suelen estar teñidos por las hostilidades del Chile de hace cuatro décadas.

La vía institucional a la reconciliación

Si, como hemos dicho, la reconciliación es un objetivo social deseable, pero a la vez es improbable que ocurra, entonces la pregunta es qué es lo que se podría hacer –o se debería haber hecho– para favorecer la reconciliación. Una vía es carismática: la acción del líder moral, que convoca con su ejemplo y palabra a sanar las heridas. En Chile faltaron líderes morales. Acá no tuvimos un Nelson Mandela o un Martin Luther King. No hubo alguien en la derecha que llamara —durante los setenta u ochenta, cuando se tenía el sartén por el mango— a olvidar los miedos y rencores, a perdonar, a ver al enemigo como

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Castillo, J., “Menos memoria, más historia”, en El Mostrador. 18 de Junio de 2012. Disponible en http://www.elmostrador.cl/opinion/2012/06/18/menos-memoria-mas-historia/

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persona, prestarle atención y atender a sus necesidades. Ni lo hubo después en la izquierda, en los años de la transición. Hubo orden y una conducción política responsable de parte del gobierno y la oposición, que permitió preservar y modificar instituciones políticas y económicas. No es un logro menor. Pero no hubo un real liderazgo moral orientado al encuentro. Otra vía es la institucional: que las instituciones promuevan la reconciliación. Piénsese, por ejemplo, en lo difícil que sería pedir perdón. En algunos casos no hay realmente una víctima concreta, como cuando se difunde el odio político y se actúa mediante la intimidación (¿con quién disculparse por gritar “el momio al paredón y la momia al colchón”?). En otros, en los casos más severos, aun suponiendo que el victimario estuviera dispuesto a pedir perdón a sus víctimas (a las que puede no conocer, como en el caso de los parientes de alguien que fue asesinado), será difícil encontrarlas y hacerlo en condiciones que den garantía de seguridad para todos. Además, dado que aspiramos a una reconciliación nacional, el encuentro debería tener algún carácter público y simbolizar el perdón entre grupos de personas, lo que genera un problema de coordinación, pues requiere que el perdón se haga con cierta publicidad y en un contexto institucional. Esto exige más de lo que un individuo arrepentido puede dar. Y por cierto hace abstracción de lo más complejo: que exista la disposición de parte de los ofensores de pedir perdón, y de las víctimas a al menos abrirse al encuentro con su ofensor. Lo normal, como hemos dicho, es no hacerlo. Y, en el caso de las víctimas de crímenes de lesa humanidad, no se les puede reprochar no dar ese paso. Pero si la reconciliación es un valor, al menos las instituciones podrían haber facilitado el encuentro y creado un contexto favorable a ello, por ejemplo, mediante comisiones abiertas que hubieran permitido reconocer los crímenes y pedir perdón públicamente, y en general mediante instituciones y un discurso público que busque no azuzar las hostilidades. Las comisiones Rettig y Valech no eran aptas para abordar el problema de la reconciliación, fundamentalmente por dos razones: primero, ocurrían a puerta cerrada.13 Esto era entendible en el caso de la comisión 13

Esto es parte de la breve crítica a la comisión Rettig de Desmond Tutu, uno de los líderes de la transición sudafricana. Véase Tutu, D., No Future Without Forgiveness. Nueva York: Doubleday, 1999, pp. 27-28.

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Rettig, que se producía en medio de importantes presiones. Sin embargo, es una deficiencia desde la perspectiva de la reconciliación, que requiere precisamente de un testimonio público, como ocurrió, por ejemplo, en Sudáfrica en el contexto de la Truth and Reconciliation Comission (TRC). Segundo, si bien dichas comisiones recibieron el testimonio de las víctimas (lo que es fundamental) no daban la oportunidad a los ofensores para reconocer sus hechos y pedir perdón, como lo hizo la TRC.14 Las instituciones y el discurso político pueden y deberían haber generado instancias en las que fuera posible pedir perdón, núcleo moral de un proceso de reconciliación. Un tema crucial es el de las competencias institucionales. La transición, junto con asegurar la estabilidad del sistema democrático, requería armonizar los valores de verdad, justicia, y reconciliación. Estos valores no son contradictorios. Por de pronto, la verdad es condición de los otros dos. Justicia y reconciliación no son opuestos, pero sí pueden estar en tensión en circunstancias determinadas. La verdad y la justicia, por otro lado, por sí solas no producen reconciliación, de la misma manera que la reconciliación no produce verdad ni justicia. La forma en que se armonizaban estos valores determinaría en gran medida nuestra transición y, por lo tanto, sería de aquellas definiciones que determinan el tipo de país que sería Chile. Es decir, era una tarea esencialmente política, que requería de una visión completa de la sociedad, de todos los valores y problemas a lo largo de un amplio espectro de relaciones, y de articular las diversas posiciones existentes. En las democracias occidentales el órgano estatal diseñado para abordar problemas políticos que exijan una visión de conjunto de la sociedad, canalizando constructivamente el disenso político, es el legislador. Crear las instituciones adecuadas que realizaran armónicamente los valores de verdad, justicia y reconciliación era una tarea de la política, del Congreso. 14

Un aspecto problemático de la propuesta sudafricana era el conceder amnistías. De un total de 7.112 peticiones de amnistía, se otorgaron 849, cuando “el acto u omisión se asociaba a un objetivo político cometido en el transcurso de los conflictos del pasado”, el ofensor había relatado todos los hechos relevantes, y se cumplía con los demás requisitos que establecía la Promotion of National Unity and Reconciliation Act 1995 (ver especialmente sec. 20 (1) y siguientes). La amnistía puede ser un incentivo importante para obtener la verdad y motivar la participación de los ofensores. Pero no es un aspecto necesario de un proceso de transición que considere la reconciliación, y su uso es materia de razonamiento moral y prudencia política en las distintas circunstancias concretas.

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Pero esto en Chile no ocurrió. Abordar el problema mediante el diálogo formal en el Congreso exigía que todas las partes aceptaran las distintas ofensas y violaciones a los derechos humanos. La derecha —y este fue su error fundamental– no estaba disponible para ello. Había que negar o ignorar los crímenes, minimizarlos, y luego, cuando esto era ya insostenible, intentar limitar la responsabilidad por ellos lo más abajo posible en la escala de mando –la solución más injusta de todas–, para proteger a Pinochet. La reconciliación no fue abordada precisamente porque, al igual que la justicia, exigía asumir la verdad. Esto nunca lo entendió la derecha, que optó por una estrategia reactiva: negar, o llamar a olvidar el tema. Apostar por la reconciliación mediante el olvido. Pero esta era una estrategia dura e ingenua. Era dura porque, ¿cómo pedir a las víctimas que olvidaran? Era ingenua, porque la historia de los abusos daba una ventaja electoral a la Concertación, la que naturalmente no renunciaría a ella. La Concertación, por el contrario, tenía fuertes incentivos para mantener la situación de hostilidad y de superioridad moral frente a su rival, y es lo que hizo y ha intentado hacer hasta el final. El problema de los derechos humanos no desapareció. Fue simplemente abordado por el órgano disponible para ello, pero el peor capacitado para realizar el valor de la reconciliación: los tribunales de justicia. El proceso judicial intenta producir verdad y justicia, pero no está diseñado para reconciliar. Al judicializar un problema, éste se convierte en un juego de suma-cero; o, mejor, sólo es visible el aspecto de suma-cero del problema. Se convierte, por lo tanto, en una competencia, canalizada mediante el proceso adversarial. El trato que se dan las partes es precisamente el de partes hostiles que luchan una contra la otra. Y qué duda hay que mucho de esto había en los ajustes de la transición. Pero se perdió una oportunidad. La oportunidad de reconciliar. De ver la dignidad de todos los involucrados y ofrecer a los ofensores no la impunidad, sino la posibilidad de una rehabilitación moral. La de ofrecer a toda la sociedad la oportunidad del encuentro. Ofrecer, porque no se puede hacer más que eso. Pero ya que la sociedad se esforzara por ofrecer esa oportunidad habría sido significativo. La reconciliación, en cambio, pasó a ser el valor olvidado. Estamos en deuda.