Vanguardia española e intermedialidad: Artes escénicas, cine y radio
 9783954870301

Table of contents :
CONTENIDO
INTRODUCCIÓN
PAUTAS INICIALES
PRODUCCIÓN DE FUTURO —Y DE PRESENCIA: UNA NUEVA APROXIMACIÓN A LAS VANGUARDIAS ESPAÑOLAS DE LOS AÑOS 1920
LITERATURA Y COCTELERÍA
«AVIÓNICA Y TRASPARENTE»: RE-VISIÓN DE CASTILLA EN LA ESTÉTICA VANGUARDISTA
LA ANTÍTESIS ‘POPULAR’ / ‘DEMOCRÁTICO’ EN EL ROBINSÓN LITERARIO DE ESPAÑA (1931-1932)
TEATRALIDAD Y DESEO VISUAL — FORMAS LÚDICAS E INTERMEDIALES EN EL SURREALISMO ESPAÑOL
TEATRO
LA INTERMEDIALIDAD EN LAS DANZAS Y PANTOMIMAS DE RAMÓN GÓMEZ DE LA SERNA
CHAPLIN VISTO POR RAMÓN GÓMEZ DE LA SERNA: UN LIBRETO DE ÓPERA PARA UN PROTAGONISTA MUDO
LAS VANGUARDIAS TEATRALES EN ESPAÑA: EL EPISTOLARIO ENTRE ADRIÀ GUAL Y CIPRIANO DE RIVAS CHERIF (1921-1927) O LA NECESIDAD DEL DIRECTOR DE ESCENA
INTERMEDIALIDAD EN EL TEATRO VANGUARDISTA DE GABRIEL CELAYA
MANUEL DE FALLA
HONRADEZ Y CUBISMO EN EL TEATRO ESPAÑOL DE LOS AÑOS VEINTE: MANUEL DE FALLA Y LAS ARTES ESCÉNICAS
LA DANZA RITUAL DEL FUEGO DE MANUEL DE FALLA Y LA COMERCIALIZACIÓN DE LA MÚSICA ‘LATINA’ EN LOS ESTADOS UNIDOS
MANUEL DE FALLA, GREGORIO MARTÍNEZ SIERRA Y CARLOS SAURA: EL AMOR BRUJO
MÚSICA Y DANZA
EL ARTE Y LA MÁQUINA PARADOJAS DE LA MODERNIDAD ESCÉNICA 1900-1939
RUIDO, FURIA Y NEGRITUD: NUEVOS RITMOS Y NUEVOS SONES PARA LA VANGUARDIA
PROYECCIÓN ESTÉTICA Y LITERARIA DEL BAILE EN LOS AÑOS 20
EL ARTE NUEVO Y EL JAZZ: EL CIFRADO DEL SIGLO XX
CANCIÓN PARA DESPUÉS DE UNA GUERRA: MÚSICA POPULAR Y MEMORIA CULTURAL EN LA POESÍA DE MANUEL VÁZQUEZ MONTALBÁN
LUIS BUÑUEL
ESTRUCTURAS POÉTICO-NARRATIVAS EN UN CHIEN ANDALOU DE LUIS BUÑUEL
EL REPARTO DE LA EDAD DE ORO DE LUIS BUÑUEL: UNA FORMA ORIGINAL DE INTERMEDIALIDAD
CAMBIO ESTÉTICO Y COMPROMISO EN BUÑUEL (1929-1933): UNA INTERPRETACIÓN DE LAS HURDES. TIERRA SIN PAN
CINE Y LITERATURA
JARNÉS Y EL CINE
LA MIRADA FÍLMICA SOBRE EL MUNDO DE LAS COSAS EN JARNÉS: UN JUEGO DE IRONÍA MEDIAL
EL CINE EN LA NOVELA DE VANGUARDIA (1923-1936)
ENTRE LAS SOMBRAS: CÉSAR M. ARCONADA Y LA CRÍTICA CINEMATOGRÁFICA
EL CINE COMO GENERADOR DE LA ESCRITURA VANGUARDISTA EN FEDERICO GARCÍA LORCA
LUIS CERNUDA: UNA GENUINA FASCINACIÓN POR EL CINEMA
ESTÉTICA CINEMATOGRÁFICA Y NARRATIVA DEL NEORREALISMO SOCIAL
RADIO
LA RADIO: UN NUEVO MEDIO DE INFORMACIÓN Y PROPAGANDAAL SERVICIO DE LAS VANGUARDIAS INTELECTUALES Y ARTÍSTICAS
LA IMAGINACIÓN SIN HILOS: RAMÓN Y LA RADIO
TOMÁS BORRÁS Y LOS COMIENZOS DEL TEATRO RADIOFÓNICO EN ESPAÑA
TÉCNICAS INTERMEDIALES, HIPERMEDIALES Y TRANSMEDIALES DE LA VANGUARDIA: EL CASO DE JARDIEL PONCELA
NOTA SOBRE LOS AUTORES DEL VOLUMEN

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VANGUARDIA ESPAÑOLA E INTERMEDIALIDAD: ARTES ESCÉNICAS, CINE Y RADIO MECHTHILD ALBERT (ED.)

LA CASA DE LA RIQUEZA ESTUDIOS DE CULTURA DE ESPAÑA, 7

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LA CASA DE LA RIQUEZA ESTUDIOS DE CULTURA DE ESPAÑA 7

E

l historiador y filósofo griego Posidonio (135-51 a.C.) bautizó la península ibérica como «La casa de los dioses de la riqueza», intentando expresar plásticamente la diversidad hispánica, su fecunda y matizada geografía, lo amplio de sus productos, las curiosidades de su historia, la variada conducta de sus sociedades, las peculiaridades de su constitución. Sólo desde esta atención al matiz y al rico catálogo de lo español puede, todavía hoy, entenderse una vida cuya creatividad y cuyas prácticas apenas puede abordar la tradicional clasificación de saberes y disciplinas. Si el postestructuralismo y la deconstrucción cuestionaron la parcialidad de sus enfoques, son los estudios culturales los que quisieron subsanarla, generando espacios de mediación y contribuyendo a consolidar un campo interdisciplinario dentro del cual superar las dicotomías clásicas, mientras se difunden discursos críticos con distintas y más oportunas oposiciones: hegemonía frente a subalternidad; lo global frente a lo local; lo autóctono frente a lo migrante. Desde esta perspectiva podrán someterse a mejor análisis los complejos procesos culturales que derivan de los desafíos impuestos por la globalización y los movimientos de migración que se han dado en todos los órdenes a finales del siglo XX y principios del XXI. La colección «La casa de la riqueza. Estudios de Cultura de España» se inscribe en el debate actual en curso para contribuir a la apertura de nuevos espacios críticos en España a través de la publicación de trabajos que den cuenta de los diversos lugares teóricos y geopolíticos desde los cuales se piensa el pasado y el presente español.

CONSEJO EDITORIAL: Óscar Cornago Bernal (Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid) Dieter Ingenschay (Humboldt Universität, Berlin) Jo Labanyi (Southampton University) José-Carlos Mainer (Universidad de Zaragoza) Susan Martin-Márquez (Rutgers University, New Brunswick) Chris Perriam (Newcastle-upon-Tyne University) Norbert von Prellwitz (Università di Roma La Sapienza) Joan Ramon Resina (Cornell University, New York) Lia Schwartz (City University of New York) Ulrich Winter (Philipps-Universität Marburg)

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VANGUARDIA ESPAÑOLA E INTERMEDIALIDAD ARTES ESCÉNICAS, CINE Y RADIO

Mechthild Albert (ed.)

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Bibliographic information published by Die Deutsche Bibliothek Die Deutsche Bibliothek lists this publication in the Deutsche Nationalbibliografie; detailed bibliographic data are available on the Internet at http://dnb.ddb.de

Publicación financiada con ayuda del Programa de Cooperacion Cultural «ProSpanien».

Agradecemos a la Asociación para Economía y Sociedad así como a Saartoto el apoyo financiero, que hizo posible la publicación de este libro. © Iberoamericana, 2005 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 - Fax: +34 91 429 53 97 [email protected] www.ibero-americana.net © Vervuert, 2005 Wielandstr. 40 – D-60318 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 - Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.ibero-americana.net ISBN 84-8489-200-X (Iberoamericana) ISBN 3-86527-210-X (Vervuert)

Foto de la cubierta: MNAC 201971. La locura del charleston, Josep Masana, col·lecció MNAC. Dipòsit Família Masana Diseño de la cubierta: Michael Ackermann The paper on which this book is printed meets the requirements of ISO 9706 Impreso en Alemania

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CONTENIDO

Introducción.......................................................................................

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PAUTAS INICIALES

Hans Ulrich Gumbrecht: Producción de futuro — y de presencia: una nueva aproximación a las vanguardias españolas de los años 1920 ...........................

19

José-Carlos Mainer: Literatura y coctelería.......................................................................

37

José Manuel del Pino: «Aviónica y trasparente»: re-visión de Castilla en la estética vanguardista.................................................................................

59

Enrique Selva Roca de Togores: La antítesis ‘popular’/ ‘democrático’ en El Robinsón literario de España (1931-1932) ................................................................

75

Volker Roloff: Teatralidad y deseo visual — formas lúdicas e intermediales en el surrealismo español .....................................................................

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TEATRO

Emmanuel Le Vagueresse: La intermedialidad en las danzas y pantomimas de Ramón Gómez de la Serna ...................................................................................

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Juan Ramón García Ober: Chaplin visto por Ramón Gómez de la Serna: un libreto de ópera para un protagonista mudo..........................................................

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Manuel Aznar Soler: Las vanguardias teatrales en España: el Epistolario entre Adrià Gual y Cipriano de Rivas Cherif (1921-1927) o la necesidad del director de escena ......................................................................................

161

Thomas Stauder: Intermedialidad en el teatro vanguardista de Gabriel Celaya .........

179

MANUEL DE FALLA

Alberto Romero Ferrer: Honradez y cubismo en el teatro español de los años veinte: Manuel de Falla y las artes escénicas.........................................

199

Carol A. Hess y Tetzlaff: La Danza ritual del fuego de Manuel de Falla y la comercialización de la música ‘latina’ en los Estados Unidos ...............................

215

Ana María Pilar Koch: Manuel de Falla, Gregorio Martínez Sierra y Carlos Saura: El amor brujo ...............................................................................

229

MÚSICA Y DANZA

Serge Salaün: El arte y la máquina. Paradojas de la modernidad escénica 1900-1939 ....................................................................................

253

Román Gubern: Ruido, furia y negritud: nuevos ritmos y nuevos sones para la vanguardia ...............................................................................

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Domingo Ródenas de Moya: Proyección estética y literaria del baile en los años 20 ...................

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Juan Herrero Senés: El arte nuevo y el jazz: el cifrado del siglo XX ..................................

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Pere Joan Tous: Canción para después de una guerra: música popular y memoria cultural en la poesía de Manuel Vázquez Montalbán .................

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LUIS BUÑUEL

Rosario Herrero: Estructuras poético-narrativas en Un chien andalou de Luis Buñuel

355

Nancy Berthier: El reparto de La Edad de oro de Luis Buñuel: una forma original de intermedialidad ............................................................................

371

José Manuel López de Abiada: Cambio estético y compromiso en Buñuel (1929-1933): una interpretación de Las Hurdes. Tierra sin pan .......................

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CINE Y LITERATURA

Francis Lough: Jarnés y el cine ..................................................................................

407

Dagmar Schmelzer: La mirada fílmica sobre el mundo de las cosas en Jarnés: un juego de ironía medial ...........................................................................

423

Brigitte Magnien: El cine en la novela de vanguardia (1923-1936)..............................

441

Francisco Soguero García: Entre las sombras: César M. Arconada y la crítica cinematográfica

457

Uta Felten: El cine como generador de la escritura vanguardista en Federico García Lorca................................................................................

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Rafael Utrera Macías: Luis Cernuda: una genuina fascinación por el cinema ....................

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Juan Cano Ballesta: Estética cinematográfica y narrativa del neorrealismo social .........

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RADIO

Paul Aubert: La radio: un nuevo medio de información y propaganda al servicio de las vanguardias intelectuales y artísticas.....................................

523

Nigel Dennis: La imaginación sin hilos: Ramón y la radio.....................................

543

Mechthild Albert: Tomás Borrás y los comienzos del teatro radiofónico en España ....

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Jochen Mecke: Técnicas intermediales, hipermediales y transmediales de la vanguardia: el caso de Jardiel Poncela ......................................

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Nota sobre los autores del volumen ..................................................

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INTRODUCCIÓN

Voy a hacer lo más prohibido por ciertos absolutistas teóricos, que es mezclar el nuevo arte y la literatura; pero del conjunto de esta herejía brotará una idea general de cómo es más verdad de lo que parece esta influencia recíproca. [...] De la mescolanza de unos con otros y sus doctrinas brotará la palingenesia del arte nuevo, el horóscopo para entenderlo; entendiendo por arte nuevo esa mezcla de literatura, pintura y demás músicas.

Esta afirmación programática que Ramón Gómez de la Serna hace en el prólogo a Ismos (1931: 7-8) pone de relieve la orientación multimedial y totalizadora de la vanguardia, ilustrada de manera impresionante por la gran exposición Los Ismos de Ramón Gómez de la Serna que se celebró en el Centro de Arte Reina Sofía del 5 de junio al 25 de agosto de 2002.1 Esta dimensión integradora de las vanguardias, relacionada tanto con la curiosidad experimental de su estética como con su afán por transgredir los límites tradicionales entre arte y literatura, es tenida en cuenta por parte de la investigación dedicada a las vanguardias hispánicas en el último decenio, como demuestran las publicaciones de Harris (1995), Pérez Bazo (1998), Morelli (2000) y Wentzlaff-Eggebert (1998, 1999). En Alemania está particularmente desarrollada tal aproximación pluridisciplinar e intermedial del hecho literario que, partiendo de determinados planteamientos propios de la literatura comparada (Zima 1995) y de la ciencia de la cultura, llega a considerar a la historia de la literatura como historia integrada de los medios («Literaturgeschichte 1 Véase el correspondiente catálogo Los Ismos de Ramón Gómez de la Serna y un apéndice circense (2002); en cuanto a la dimensión intermedial de los Ismos, véase por ejemplo Albersmeier (1999).

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als integrierte Mediengeschichte», Albersmeier 2001), dentro de un determinado contexto cultural. Entre los pioneros de esta tendencia propia del hispanismo alemán cuentan, entre otros, Franz-Josef Albersmeier (2001), Volker Roloff (Link-Heer/Roloff 1994)2, Jochen Mecke (1999), Walter Bruno Berg (2002) y Angelica Rieger (2003). A partir de estas bases se originó el proyecto de un coloquio internacional e interdisciplinar dedicado específicamente a la actitud de la literatura de vanguardia frente a los nuevos recursos expresivos y comunicativos que ofrecían tanto las artes escénicas (teatro, baile, música) como los nuevos medios técnicos del cine y de la radio. Tal planteamiento no sólo permitía analizar determinadas innovaciones de orden estético o relacionar teoría y práctica intermedial, sino también discutir la relación entre cultura de élite y cultura de masas,3 entre arte y comercio, en el marco de la vanguardia española. Quedaban excluidas, de manera muy consciente, las artes plásticas (pintura, gráfica, fotografía, poema visual, etc.), ya que la relación texto-imagen constituye un núcleo propio, bastante complejo, al que ya se han dedicado varios volúmenes colectivos, aunque no haya sido tratado de manera sistemática.4 Por otra parte, se querían destacar las artes escénicas, o artes ‘performativas’, como el teatro o el baile, cuya relevancia para la modernidad estética española hasta ahora apenas ha sido valorada.5 El coloquio que se celebró en Saarbrücken del 5 al 7 de junio de 2003 logró reunir a unos treinta especialistas de seis países, cuyas contribuciones, repartidas en media docena de secciones, abarcan un amplio, pero homogéneo, abanico de temas. Dentro del ámbito teatral, marcado por los muy diversos impulsos innovadores de Ramón Gómez de la Serna, Rivas Cherif y Adrià Gual, el compositor Manuel de Falla, en su colaboración con María y Gregorio Martínez Sierra, representa de manera ejemplar el intento de los modernos por remozar al teatro, liberándolo de su mimetis-

2 Esta es una de las primeras publicaciones del centro de investigación sobre los medios, ubicado en la Universidad de Siegen. 3 Respecto de este tema véase la interesante aproximación de Walz (2000) a la vanguardia francesa. 4 Véase, entre otros, Wentzlaff-Eggebert (1999); Pérez Bazo (1998); Harris (1995); así como Stoll/Strosetzki (1993). 5 La relación entre teatro y vanguardia sigue enjuiciándose como problemática, véase: Fuente (1992); Paco (1998); Dougherty (1984).

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mo naturalista a través de la integración de recursos multimediales para acercarlo al público del siglo XX (véase los apartados «Teatro» y «Manuel de Falla»). La música popular, del flamenco (Bennahum 2000) al jazz, constituye una importante fuente de inspiración para la literatura de vanguardia —testimonio de ello es el capítulo «Jazzbandismo» en los Ismos de Ramón (véase la sección «Música y baile»)—. El cine, ya ampliamente estudiado,6 se revela como medio privilegiado de la vanguardia española —tanto por las películas de Luis Buñuel que revolucionan los hábitos de la percepción como por su relevancia para la escritura vanguardista en autores como Jarnés o Arconada, Alberti o Cernuda (véase los apartados «Luis Buñuel» y «Cine y literatura»)—. Al lado del cine, la radio constituye un medio hasta ahora muy poco estudiado,7 que influye en las vanguardias de manera tan transitoria como intensa —desde la «imaginación sin hilos» de los futuristas hasta la emergencia del radioteatro (véase la sección «Radio»)—. En la parte introductoria, titulada «Pautas iniciales», se presentan perspectivas analíticas y estudios temáticos centrados en la relación entre vanguardia, medios y percepción. Asimismo, Hans Ulrich Gumbrecht (Stanford), autor de una reciente síntesis histórico-cultural del año 1926 (Gumbrecht 1997), se sirve de su concepto de la producción de presencia para definir el carácter específico de la vanguardia española, pormenorizando con ello sus anteriores acercamientos a la generación del 27 (Gumbrecht 1982). José-Carlos Mainer (Zaragoza), profundo conocedor de la «Edad de plata», indaga en la importancia vivencial y artística del cocktail en cuanto metáfora de la modernidad cosmopolita y dinámica propia de los ‘roaring twenties’ en España. José Manuel del Pino (Dartmouth) analiza la percepción del paisaje castellano tal como se plasma en la obra vanguardista de Ernesto Giménez Caballero, para destacar el potencial innovador de la vanguardia respecto a la generación de 1898. Basándose en el mismo autor vanguardista convertido al fascismo, Enrique Selva Roca de Togores (Valencia) estudia el declive del vanguardismo español, analizando el tratamiento ideológico de los temas de política, cultura y arte en El Robinsón literario de España (1931-1932), con6

Véase, entre otros, Morris (1980); Urrutia (1984); Utrera (1985, 1987); LinkHeer/Roloff (1994); Mecke/Roloff (1999); Gubern (1999); Albersmeier (2001). 7 Mientras que apenas existen análisis de detalle sí que contamos con valiosos estudios de conjunto, véase por ejemplo: Balsebre (2001); Díaz (1997); Garitaonandia (1988).

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tinuación pervertida del quincenal vanguardista La Gaceta Literaria. Volker Roloff (Siegen) presenta varias modalidades de intermedialidad en el marco de la vanguardia española y cuyo denominador común es su marcada teatralidad y visualidad. La sesión sobre teatro se dedica, en su primera parte, al personaje emblemático de Ramón Gómez de la Serna (1888-1963), mentor de la vanguardia española y autor de pantomimas cuya relevancia intermedial es estudiada por Emmanuel Le Vagueresse (Reims). Juan Ramón García Ober (Múnich), por su parte, analiza las repercusiones intermediales del libreto ramoniano para Charlot, ópera con música de Salvador Bacarisse. A través de la correspondencia entre Cipriano Rivas Cherif y Adrià Gual, Manuel Aznar Soler (Barcelona) ilustra los difíciles intentos de coordinar sus esfuerzos por renovar el escenario español. Thomas Stauder (Erlangen) nos muestra un Gabriel Celaya poco conocido, autor dramático fascinado por la estética multimedial del teatro balinés, al igual que sus contemporáneos Antonin Artaud y Hermann Hesse. El compositor Manuel de Falla es un artista polifacético cuyas actividades ilustran de manera ejemplar el esfuerzo de los modernos por revolucionar el teatro español mediante recursos multimediales —así lo subraya Alberto Romero Ferrer (Cádiz) en sus consideraciones preliminares—. Carol A. Hess (Bowling Green), musicóloga especialista en Manuel de Falla, llama la atención sobre la sorprendente recepción que su «Danza ritual del fuego» experimentó en EE. UU., en el contexto intercultural de la música latina. Ana María Pilar Koch (Bonn) se dedica a las metamorfosis intermediales de El amor brujo, desde la obra escénica de Martínez Sierra y de Falla, hasta la película de Carlos Saura. La sección sobre música y danza, rica en aportaciones novedosas, es abierta por Serge Salaün (París) que reflexiona sobre la aparente paradoja según la cual son precisamente los géneros musicales más comerciales los que se sirven de los efectos dramatúrgicos más avanzados desde el punto de vista técnico y estético. Tres contribuciones debidas a sendos investigadores barceloneses de tres generaciones —a saber, Román Gubern, autor de la magistral monografía sobre la generación del 27 y el cine (Gubern 1999), Domingo Ródenas de Moya, editor y estudioso de Benjamín Jarnés, entre otros, y Juan Herrero— estudian la incidencia estética y cultural del jazz en la vanguardia española, aduciendo amplia y valiosa documentación. Para terminar, Pere Joan Tous (Constanza) valoriza la importancia de la música popular en la memoria colectiva de la

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posguerra, tal como se articula en la poesía de Manuel Vázquez Montalbán. Al igual que Manuel de Falla, Luis Buñuel se merece una sección aparte que comprende tres contribuciones a propósito de la obra vanguardista del genial realizador de cine, de Un perro andaluz a Las Hurdes. Rosario Herrero (Saarbrücken) analiza las estructuras lírico-narrativas de su primera película, Un perro andaluz, mientras que Nancy Berthier (París) detecta las implicaciones intermediales del reparto de su película-escándalo L’Age d’or y José Manuel López de Abiada (Berna) se centra en el documental Las Hurdes, tierra sin pan. La larga serie de artículos sobre la influencia del cine en la literatura de vanguardia, tanto narrativa como poesía, queda abierta por sendos análisis matizados sobre Benjamín Jarnés por Frank Lough (Birmingham) y Dagmar Schmelzer (Ratisbona). Que Jarnés no constituye un fenómeno aislado lo demuestra la contribución de Brigitte Magnien (París), cuyo corpus abarca novelas de varios autores como Jacinto Verdaguer, Benjamín Jarnés, Felipe Ximénez de Sandoval o Mauricio Bacarisse. Francisco Soguero García (Bilbao) toma en consideración la crítica cinematográfica de César M. Arconada, mientras que Uta Felten (Leipzig) plantea nuevamente las repercusiones del cine en la crea-tividad poética de Rafael Alberti y Federico García Lorca. Rafael Utrera (Sevilla), decano de los estudios sobre vanguardia española y cine, afirma, a través de testimonios poéticos y autobiográficos, la persistente fascinación de Luis Cernuda por el cine. A modo de epílogo, Juan Cano Ballesta (Madrid) echa una ojeada sobre la relación entre cine y literatura en el contexto del neorrealismo de los años 50. Al contrario del medio visual que es el cine, la atracción por la radio en cuanto medio de comunicación y artístico —cuyo alcance sociocultural pone de relieve Paul Aubert (Aix-en-Provence)— se basa en la voz y en los fenómenos acústicos. Ramón Gómez de la Serna, pionero de la radio, debe importantes impulsos creadores a este medio de la oralidad, como revela Nigel Dennis (St. Andrews). Mechthild Albert (Saarbrücken) comenta la primera «telecomedia» española, radiada en 1931, en el contexto del debate contemporáneo en torno al «teatro radiofónico». Refiriéndose al ejemplo de Enrique Jardiel Poncela, Jochen Mecke (Ratisbona) discute las técnicas transmediales que el humorista desenvolvía al sondear las posibilidades estéticas que la radio ofrecía a los artistas de vanguardia.

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La calidad y la cantidad de los resultados originados en el coloquio de Saarbrücken ha vuelto a demostrar la productividad científica del concepto de intermedialidad, aplicado al estudio de la vanguardia española. Se ha podido contribuir a la rehabilitación del teatro, medio que se ha revelado como muy innovador, frente al tópico de la crisis del mismo. Los interesantes datos sobre el jazz han puesto de relieve que la música y la danza juegan un papel decisivo para un enfoque intermedial de la vanguardia. Junto al atractivo inagotable del cine, merece tomarse en consideración la radio, aunque carezcamos de documentación sonora. Y es que una importante nómina de autores de vanguardia colaboraron en la radio, escribiendo para o sobre este nuevo medio. Asimismo, la perspectiva intermedial contribuye a poner en cuestión la frontera entre cultura de élite y cultura popular, y a preguntar por la parte que toma lo popular y lo trivial en la revolución estética de las vanguardias. Para terminar, esperamos que el presente volumen logre dar impulsos para ulteriores investigaciones. Mis más sinceros agradecimientos van a todos y a cada uno de los que han contribuido al éxito del congreso y a la publicación de estas actas. En particular quisiera dar las gracias muy especialmente a José-Carlos Mainer por haber acogido al presente volumen en «La Casa de la Riqueza». Mechthild Albert Saarbrücken, diciembre de 2004

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Mi planteamiento parte de una postura en cierta manera paradójica: por una parte, no he visto jamás argumentos más estimuladores para una nueva exploración de las culturas españolas de los años veinte del siglo XX que los esbozados para este coloquio; por otra parte, sin embargo, me cuesta convencerme de que los conceptos claves elegidos para sus debates —es decir, «vanguardia» e «intermedialidad»— bastarán para pulir las perspectivas intelectualmente más productivas acerca del periodo en cuestión. Soy consciente de que esta es una afirmación muy general, una afirmación que requiere explicaciones serias, sobre todo porque constituye la razón para mi intención de hacer más complejo el foco que ha sido propuesto. Mis dudas parten de la observación francamente banal de que tanto «vanguardia» como «intermedialidad» son conceptos cuya utilidad ha sido examinada y comprobada, sobre todo, por investigadores que han trabajado las culturas de la «alta Modernidad» en Inglaterra y los Estados Unidos de América, en Alemania, Francia y, a escala menor, también en Italia. No me cabe duda de que, en su aplicación a las culturas cronológicamente paralelas en España, estos conceptos nos servirán para identificar un número casi infinito de fenómenos y artefactos importantes que no han sido considerados hasta el momento. Más interesante, sin embargo, es plantear la pregunta de si estos fenómenos concretos serán capaces por sí solos de hacernos captar todo lo que es específico y merecedor de nuestra atención en cuanto a las culturas españolas del temprano siglo XX, y si nos acercarán a entender —a entender de manera completa, si fuera posible— por qué ese momento ha sido canonizado como la «Edad de Plata» de la literatura es-

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pañola. Temo que, sin una ampliación de la complejidad de los planteamientos, los conceptos de «vanguardia» e «intermedialidad» (de modo parecido al concepto de la época de la «Ilustración»), producirán inevitablemente lo que se podría llamar un efecto de «parientes pobres», en su aplicación a las materias españolas. En otras palabras, pienso que nos harán ver sin duda que había un movimiento surrealista también en España, y que las nuevas tecnologías de comunicación fueron introducidas también en Madrid y en Barcelona. Pero, al mismo tiempo, sin una ampliación de la perspectiva, estos descubrimientos retrasados implican el riesgo de producir una imagen de España de cultura secundaria, de una cultura condenada a seguir, a cierta distancia cronológica, lo que ya siempre había sucedido antes en Europa central y en Norteamérica. Por lo tanto, trataré de proponer un planteamiento más complejo que el elegido para el coloquio, y lo haré en cinco pasos. Comenzaré proporcionando algo más de evidencia histórica para mi hipótesis de que la aplicación exclusiva de los conceptos de «vanguardia» e «intermedialidad» no producirá resultados totalmente satisfactorios para entender lo que es específico de las culturas españolas en el temprano siglo XX. La segunda parte de mi planteamiento resaltará una serie de fenómenos culturales y literarios que considero claves dentro del mismo marco histórico —a pesar de que se escaparían de una identificación bajo las perspectivas de «vanguardia» e «intermedialidad». A continuación, pasaré a explicar lo que —a diferencia de la idea de las «vanguardias» como movimientos que produjeron proyectos para el futuro— entiendo como «producción de presencia», es decir, desplegaré el concepto en el que se basa mi propuesta complementaria, y lo ilustraré con un número de textos y acontecimientos que considero decisivos para una imagen de la cultura española del siglo XX que no caería bajo el embrujo de aparecer como «secundaria». La cuarta parte evocará lo que ha podido constituir el lado oscuro del componente de «presencia» en la cultura española, es decir, una fascinación por la muerte, que, si no ha supuesto en el sentido absoluto una causa histórica para la excepcionalmente atroz cadena de acontecimientos que llamamos la «Guerra Civil española», sí que pudo haber allanado el camino a muchos intelectuales hacia esta infernal maquinaria de muerte. Mi argumentación finalizará con una breve reflexión sobre los posibles antecedentes históricos que convirtieron a los gestos de producción de presencia en tan centrales para las culturas españolas en el temprano siglo XX.

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1 Mi incertidumbre respecto a la aptitud exclusiva del concepto «vanguardia» para el contexto histórico en cuestión parte de la sospecha de que el cronotopo específico que —hacia finales del siglo XIX y primero en Francia— transformó lo que al principio había sido una metáfora militar en expresión de un nuevo sentimiento del presente, no fue central en la cultura española (Gumbrecht 1992: 79-110). Hago alusión aquí a la percepción extendida de una «aceleración del tiempo», que había sido mencionada por primera vez en el cambio de siglo del XVIII al XIX, manifestándose posteriormente en la impresión cada vez creciente de que la extensión del presente se estaba contrayendo, culminando en la famosa descripción de Baudelaire del presente como un «momento imperceptiblemente breve de transición», y que finalmente fue empujada a una consecuencia extrema en la metáfora de las «vanguardias» que concibe el presente como anticipación de su propio futuro inmediato. Lo que dominó en España, debido en gran parte a la pérdida de sus últimas colonias transatlánticas durante el año 1898, fue la impresión de que el proceso histórico de la nación se había estancado (Gumbrecht/Sánchez 1986: 191-203). Esta autoimagen insólitamente pesimista provocó dos reacciones complementarias: reactivó la idea del progreso de la patria o bien mediante la apertura a influencias de otros países, o bien mediante el intento de identificar la hasta el momento oculta «esencia» de España a través de una intensa reflexión acerca de su propio pasado. Conceptos como «vanguardia», por lo tanto, tenían un aura de ser «extranjeros» para muchos intelectuales y nunca encontraron tanta resonancia como en la mayoría de las demás culturas europeas. Así, en vez de escribir un programa propio, Ramón Gómez de la Serna sólo tradujo el Manifiesto futurista de Marinetti en 1910, y es revelador que dos escritores de Sudamérica, el chileno Vicente Huidobro y el peruano César Vallejo, contribuyeron más al lanzamiento de conceptos como «Creacionismo» o «Ultraísmo» durante la década de 1910 que cualquier otro autor en España. Una vez propagados, estos conceptos fueron usados frecuentemente de manera autoirónica y deliberadamente superficial, o sea, como meros gestos polémicos. Por razones que trataré de explicar más adelante, la demanda de una ruptura radical con los principios tradicionales de la representación nunca fue una cuestión tan crucial para los poetas y artistas españoles de aquella época como lo fue para los distintos movimientos surrealistas en Europa central o para los modernistas sudamericanos como Huidobro:

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HANS ULRICH GUMBRECHT Queremos hacer un arte que no limite ni traduzca la realidad: deseamos elaborar un poema que tomando de la vida sólo lo esencial, aquello de que no podemos prescindir, nos presente un conjunto lírico independiente que desprenda como resultado una emoción poética pura. Nuestra divisa fue un grito de guerra contra la anécdota y la descripción, esos dos elementos extraños a toda poesía pura que durante tantos siglos han mantenido el poema atado a la tierra (Janik 1982: 198).

En cuanto al concepto de «intermedialidad», mis reservas surgen de ciertas dudas acerca de su poder analítico (Gumbrecht 2003: 173-178). Creo que invita a concentrarse en situaciones en las que coinciden múltiples efectos mediáticos —sin ofrecer ningún recurso para describir las estructuras y desenredar las posibles consecuencias de su interferencia y complejidad intrínsecas. Aplicada a la cultura española en el primer siglo XX, la categoría de la «intermedialidad» nos remitirá una vez más a múltiples contextos en los que podemos observar procesos de recepción retrasada, cuya productividad específica, si es que hubo alguna, queda por investigarse. Como en cualquier parte, por lo menos en el mundo occidental, hubo un fervor intenso en España en cuanto a las primeras décadas del cine, y particularmente en cuanto a la figura inventada y encarnada por Charlie Chaplin. Como en cualquier parte, aquellos que se preocupaban por ser «modernos» sabían mejor que bien cómo supuestamente tenían que delirar con las bandas de jazz —aunque muy pocas de ellas lograron en realidad llegar a su país. La impresión producida por la historia de la radio en España1 no difiere en absoluto. Sabemos que el primer programa se radió en 1923 y que este medio también se convirtió inmediatamente en objeto de fascinación para muchos intelectuales. No sorprende que José Ortega y Gasset haya estado entre las primeras figuras de prestigio nacional en hablar en la radio, y tan pronto como en 1925 un encuentro de la mítica tertulia de Gómez de la Serna en el Café Pombo fue retransmitido en directo. Rápidamente siguieron programas con música de flamenco, y los partidos de fútbol se cubrieron con regularidad desde 1927. En cualquier caso, si buscamos verdaderas innovaciones en la historia de la radio provenientes de España, los estudiosos podrían destacar los boletines diarios del general del bando nacional Queipo de Llano durante los primeros años de la Guerra Civil como única referencia —por lo menos hasta que las investigaciones en marcha co1

Véase la documentación monumental de Díaz (1993).

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miencen a concentrarse más en fenómenos específicos de la cultura española. Lo que sabemos de la historia del deporte en España se ajusta a esta imagen. Como en cualquier parte, las masas que veían ciertos acontecimientos deportivos —y naturalmente los partidos de fútbol en especial— crecieron de manera casi exponencial entre 1910 y 1930, facilitando así los primeros pasos hacia la profesionalización que llegó al fútbol durante el año 1927. Visionando fotografías de equipos de fútbol de aquellos años, se llega a la impresión de que, durante los primeros años 1920, los jugadores se presentaban habitualmente en medio círculo, y con los brazos cruzados, mientras que sólo pocos años después su estilo preferido era alinearse en dos filas, con los jugadores delante arrodillándose con una rodilla en el césped. Como en la mayoría de las demás culturas nacionales de fútbol, el portero se había convertido por entonces en objeto de la admiración más intensa (Ricardo Zamora era el nombre del guardameta favorito de España —y probablemente de Europa).2 Pero, miremos donde miremos, ya sea entre los vanguardistas más ambiciosos, ya sea en los distintos mundos de la cultura popular, no sabemos lo suficiente, en cuanto al primer tercio del siglo XX, acerca de las reacciones que fueron específicas de España —a pesar de que es evidente que algunos gestos e innovaciones estimados internacionalmente no causaron particular entusiasmo en España. Un caso que ilustra mi postura es el primer vuelo transatlántico, llevado a cabo en 1926 —un año antes del vuelo de Charles Lindbergh— por Ramón Franco, el hermano de Francisco Franco, entre las islas Canarias y el norte de Brasil. Ramón Franco se convirtió en un héroe de inmensa popularidad en Sudamérica, mientras que su propio país parece haber estado sólo reaciamente receptivo al tipo de modernización que representó su hazaña.3

2 Cualquiera que esté familiarizado con la cultura española del primer siglo XX sabe que ofrece mucho más que gestos retrasados con el fin de alcanzar la Modernidad. Para ilustrar lo que estoy explicando, citaré a

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Libro de Oro del Real Madrid (1952). Agradezco a mi amigo Juan José Sánchez. Véase la entrada «Airplanes» (Gumbrecht 1997: 3-11).

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Luis Buñuel, que escribe sobre la presencia cautivadora de su amigo Federico García Lorca: Su vida y su personalidad superaban con mucho a su obra [...]. De todos los seres vivos que he conocido, Federico es el primero [...]. Me parece, incluso, difícil de encontrar alguien semejante. Ya se pusiera al piano para interpretar a Chopin, ya improvisara una pantomima o una breve escena teatral, era irresistible. Podía leer cualquier cosa, y la belleza brotaba siempre de sus labios. Tenía pasión, alegría, juventud. Era como una llama (Gumbrecht 1990: 886).

Lo que importa en estas líneas es la implicación obvia de Buñuel de que sólo aquellos que estuvieron alguna vez en la presencia física de Lorca podían tener la esperanza de captar su grandeza. Sin embargo, no queda claro en qué pudo haber consistido su grandeza. Una sensación parecida, parecida desde un punto de vista sociológico, debe haber estado detrás de la fama de algunos cafés de Madrid, sobre todo de la del Café Pombo, en donde intelectuales y poetas, y aquellos que pretendían ser intelectuales o poetas, se encontraban regularmente para celebrar largas noches de alcohol, tabaco y debates. La siguiente escena en la que el periodista Rafael Cansinos-Assens es reclutado por Ramón Gómez de la Serna como contertuliano en el Café Pombo sugiere que los participantes en la tertulia no hubieran sido capaces de explicar, con alguna precisión conceptual, por qué encontraron tan fascinantes aquellas reuniones. Porque a pesar de todo y fuera de toda duda tiene que haber existido una recompensa por asistir a aquellas reuniones: Ramón frunce el entrecejo y sigue: —Nos reuniremos todos los sábados..., y además organizaremos banquetes periódicos... He hablado con el dueño y nos hace una rebaja... Pero, claro, hay que hacer propaganda..., tener gente..., usted les hablará a sus amigos... Tiene que ayudarnos..., hablar en el periódico..., ¡eh!...— Me apunta con su pipa apagada, decorativa. Se lo prometo y me siento. El saloncito se llena de humo de cigarros y del runrún de las conversaciones. Chismorreos literarios, epigramas a los ausentes, de cuando en cuando exclamaciones desentonadas: —¡Ramón! ¡Qué grande es Ramón! (Cansinos-Assens 1985: 64).

El tercer ejemplo de mi lista representa una dimensión cultural muy diferente. La poesía en Europa central, durante las primeras dos décadas después de 1900, tomó su salida hacia gestos de surrealismo, es decir, hacia una ruptura aparatosa con todos los modos y las técnicas tradicio-

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nales de la representación, mientras que, por el contrario, los poetas más admirados en España después de 1898 parecían preocuparse por la referencia al mundo tanto como antes —o quizá incluso más. En Campos de Castilla, una colección de poemas que se convirtió en la expresión lírica canonizada de la Generación de 1898, Antonio Machado no sólo se centró en el paisaje árido de Castilla, sino que prestó mucha atención a los detalles y las imágenes de su cambio estacional: CAMPOS DE SORIA Es la tierra de Soria árida y fría. Por las colinas y las sierras calvas, Verdes pradillos, cerros cenicientos, La primavera pasa Dejando entre las hierbas olorosas Sus diminutas margaritas blancas. La tierra no revive, el campo sueña. Al empezar abril está nevada La espalda del Moncayo; El caminante lleva en su bufanda Envueltos cuello y boca, y los pastores Pasan cubiertos con sus luengas capas (Gumbrecht 1990: 819-820).

Nada parece estar más lejano de la sobriedad solemne de estos versos que la intensa emoción del toreo, la «fiesta nacional», dentro de cuya historia los años 1920 se han canonizado como indisputada Edad de Oro. Joselito, a quien los especialistas consideran el mejor toreador de todos los tiempos, murió debido a una herida causada por un toro en 1925. Mientras tanto, y de manera francamente asombrosa, el toreo se había convertido en objeto de fascinación para intelectuales, artistas y escritores del mundo entero. Con verdadera competencia y un entusiasmo que a veces rozaba el fuego de las emociones religiosas, Ernest Hemingway en los EE. UU., D. H. Lawrence en Inglaterra, Henry de Montherlant en Francia y, con unos matices más ambiguos, Harry Graf Kessler en Alemania (véase Gumbrecht 1997: 54-61), atraparon la atención de sus lectores respecto a un asunto que, sólo un siglo antes, el espíritu de la Ilustración había estigmatizado como un escandaloso rito sediento de sangre.

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La renovada fascinación por el toreo a principios del siglo XX coincidió con el ya mencionado esfuerzo de muchos intelectuales españoles, siguiendo el impacto del año de crisis 1898, por revelar lo que ellos consideraban ser la esencia de una identidad nacional verdadera y largamente reprimida. Miguel de Unamuno, que había acuñado el concepto programático de «intrahistoria» para este movimiento, publicó en 1906 el libro Vida de Don Quijote y Sancho, en el cual se imaginó a sí mismo como posible testigo de una conversación entre el Caballero de la Mancha y Don Juan —como si estos caracteres literarios hubieran sido protagonistas históricos, y como si hubieran vivido un tiempo sincronizado con el propio presente de Unamuno: ¡Cuánto daría por haber presenciado un encuentro entre Don Quijote y Don Juan y haber oído al noble caballero de la locura, al que anduvo doce años enamorado de Aldonza, sin atreverse a abrirle el pecho, lo que diría al rápido seductor de Doña Inés! Tengo para mí que quien lograse penetrar en el misterio de ese encuentro —porque no me cabe duda que Don Quijote y Don Juan se encontraron alguna vez— y acertase a contárnoslo tal y como fue, nos daría la página acaso más hermosa de que se pudiese gloriar la literatura española (Gumbrecht 1990: 816).

En 1926, veinte años después de la publicación de Vida de Don Quijote y Sancho de Unamuno, Ramón Menéndez Pidal estaba padeciendo temporalmente una enfermedad ocular que le hizo imposible continuar con su trabajo filológico diario en manuscritos medievales y libros de la Edad Moderna temprana. Sólo en esta situación de crisis existencial Menéndez Pidal alcanzó plena conciencia de que había memorizado un número suficiente de los textos para continuar sus investigaciones incluso sin la vista, es decir, que el cuerpo de textos disponible para él había crecido quizás tanto hasta ser más complejo que el de cualquier juglar o cantante antes de él, y que, por consiguiente, se había convertido sin saberlo en parte de la «viva tradición» de la cultura nacional española (véase Gumbrecht 1988: 148-176). Había pues razones más que convincentes —aunque no deja de ser asombroso— para que Ramón Menéndez Pidal se convirtiera en modelo de aquellos jóvenes poetas que, en 1927, decidieron conmemorar el 300 aniversario de la muerte de Luis de Góngora. A través de una traducción de sus versos al castellano del siglo XX, rescataron el lenguaje difícil del poeta barroco —tantas veces exuberante, pero siempre elegante— de un profundo

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olvido en el que había caído; y lo que redescubrieron se convirtió en una inspiración inmediata para su propia producción lírica. Con un gesto que recuerda al discurso de Unamuno sobre Don Quijote y Don Juan —pero en unos tonos incomparablemente más tiernos—, Federico García Lorca se imaginó los momentos finales de la vida de Luis de Góngora: La mañana del 23 de mayo de 1627 el poeta pregunta constantemente la hora que es. Se asoma al balcón y no ve el paisaje, sino una gran mancha azul. Sobre la torre Malmuerte se posa una larga nube iluminada. Góngora haciendo la señal de la cruz, se recuesta en su lecho oloroso de membrillos y secos azahares. Poco después, su alma, dibujada y bellísima como un arcángel de Mantegna, calzadas sandalias de oro, al aire su túnica amaranto, sale a la calle en busca de la escala vertical que subirá serenamente. Cuando los viejos amigos llegan a la casa, las manos de don Luis se van enfriando lentamente. Bellas y adustas, sin una joya, satisfechas de haber labrado el portentoso retablo barroco de las Soledades. Los amigos piensan que no se debe llorar a un hombre como Góngora, filosóficamente se sientan en el balcón a mirar la vida lenta de la ciudad (Gumbrecht 1982: 173).

Otro componente más de mi panorama alternativo de la cultura española del siglo XX son escenas y efectos de una crueldad física extrema y agresiva. Cualquiera que se interese por la historia del cine recordará la secuencia inicial de Un perro andaluz, de Salvador Dalí y Luis Buñuel, en la que una hoja de afeitar corta lentamente un globo del ojo. Entre tanto, Ramón del Valle-Inclán había desarrollado un género, el esperpento, en el que entregas similares de los aspectos físicos de la vida se habían convertido en regla. Indico una escena de Luces de Bohemia, una de sus obras de mayor éxito: MAXIMO ESTRELLA se tiende en el umbral de su puerta. Cruza... un perro golfo que corre en zig-zag. En el centro, encoge una pata y se orina. El ojo legañoso, como un poeta, levantado al azul de la última estrella. MAX. —Latino, entona el gori-gori. DON LATINO. —Si continúas con esa broma macabra, te abandono. MAX. —Yo soy el que se va para siempre. DON LATINO. —Incorpórate, Max. Vamos a caminar. MAX. —Estoy muerto. DON LATINO. —¡Que me estás asustando! Max, vamos a caminar. Incorpórate, ¡no tuerzas la boca, condenado! ¡Max! ¡Max! ¡Condenado, responde!

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HANS ULRICH GUMBRECHT MAX. —Los muertos no hablan. DON LATINO. —Definitivamente (Gumbrecht 1990: 885).

Terminaré mis referencias a textos, gestos y acontecimientos que considero representativos de lo que puede ser único (quizá se podría decir incluso «auténtico») de las culturas españolas en el temprano siglo XX con una cita merecidamente famosa de José Ortega y Gasset. En su ensayo La deshumanización del arte, publicado en 1925, Ortega intentó captar lo que consideró específico de la manera en que los artistas y autores españoles trataban el gran tema de la representación en su entorno europeo contemporáneo. Su intuición básica fue la de un umbral, el cual, en opinión de Ortega, no habían cruzado nunca y tampoco deberían cruzar jamás. Fue el umbral tras el cual los contornos de la autorreferencia humana —hoy en día debemos resaltar: los contornos de la autorreferencia humana en la cultura occidental— aparecían como desfigurados: Lejos de ir el pintor más o menos torpemente hacia la realidad, se ve que ha ido contra ella. Se ha propuesto denodadamente deformarla, romper su aspecto humano, deshumanizarla. Con las cosas representadas en el cuadro tradicional podríamos ilusoriamente convivir. De la Gioconda se han enamorado muchos ingleses. Con las cosas representadas en el cuadro nuevo es imposible la convivencia: al extirparles su aspecto de realidad vivida, el pintor ha cortado el puente y quemado las naves que podían transportarnos a nuestro mundo habitual. Nos deja encerrados en un universo abstruso, nos fuerza a tratar con objetos con los que no cabe tratar humanamente. Tenemos, pues, que improvisar otra forma de trato por completo distinto del usual vivir las cosas; hemos de crear actos inéditos que sean adecuados a aquellas figuras insólitas (Gumbrecht 1990: 842-843).

3 Ahora bien, ¿qué podría ser un denominador común —o, quizá mejor, el origen común— que subyace bajo una serie de fenómenos tan diversos como aquellos a los que me he referido como una especie de «contra-canon» de lo que es verdaderamente importante —y diferente— en cuanto a las culturas españolas del temprano siglo XX? ¿Qué pueden haber tenido en común las provocaciones teatrales de Ramón del Valle-Inclán y los poemas silenciosamente orientados a la referencia de

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Antonio Machado?; ¿qué pueden haber tenido en común las reflexiones de José Ortega y Gasset sobre los límites de la representación y la atracción personal de Federico García Lorca? Mi respuesta es que todos estos objetos, gestos y acontecimientos comparten un efecto, que al mismo tiempo los interrelaciona entre ellos. Este efecto propongo llamarlo la «producción de presencia» (Gumbrecht 2004). Uso los dos conceptos en cuestión, «presencia» y «producción», en un sentido estrictamente etimológico —y eso significa: en un sentido estrictamente espacial. El adjetivo «presente» se puede aplicar a todos los fenómenos que están a nuestro alcance y que son por lo tanto tangibles. «Producción» se refiere a acciones y movimientos que «generan» fenómenos, estableciendo así relaciones de proximidad espacial y de inmediatez sensual. Presencia no se puede subsumar bajo ni transformar en significado, porque es inaccesible a la interpretación y externa a la dimensión hermenéutica. Sin embargo, sería un error pensar que la producción de presencia tiene efectos perjudiciales para el significado. Parece ser, más bien, que nuestra relación con todos los fenómenos materiales es, al mismo tiempo y sin excepción alguna, una relación tanto de presencia como de interpretación. Como Martin Heidegger explicó en Ser y tiempo, no podemos evitar atribuir significado a los fenómenos con los que nos encontramos. Del mismo modo y debido a nuestra corporeidad, no podemos evitar hallarnos en una relación espacial con todos los objetos materiales. El hecho de que seamos tan extrañamente inconscientes de la dimensión de presencia debe de ser la consecuencia de un desarrollo cultural mediante el cual, a lo largo de los últimos cuatro o cinco siglos, nuestra autorreferencia como seres humanos se ha convertido exclusivamente en espiritual. Si aceptamos, con Descartes, la capacidad de pensar como prueba suficiente de nuestra existencia, entonces tenemos que perder de vista la dimensión de presencia. Como las disciplinas académicas que llamamos «las Humanidades» están basadas de manera programática en este tipo (cartesiano) de autorreferencia humana —y desde Wilhelm Dilthey también en la interpretación como su práctica central—, no nos debe asombrar que estas disciplinas han fracasado en el desarrollo de herramientas conceptuales con las que podríamos captar el lado de la presencia de objetos culturales. Con el objetivo de cambiar esta situación académica e intelectual, he propuesto la distinción tipológica entre «culturas de significado» y «culturas de presencia». Esta distinción produce una tipología con todas las implicaciones de los «Idealtypen» de Max Weber, es decir, la distinción excluye la posibilidad de una cultura históricamente específica que haya

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sido exclusivamente una cultura de significado o exclusivamente una cultura de presencia. El propósito de nuestra distinción es hacer posible la identificación de y la distinción entre efectos de significado y diferentes efectos de presencia en culturas históricamente existentes —y poder quizás acercar así el nivel de sus posibles relaciones estructurales. Voy a indicar cinco contrastes de esta tipología (potencialmente mucho más compleja). En una cultura de significado, en primer lugar (y como acabo de explicar), la autorreferencia humana dominante es la de ser una mente, y más precisamente la de una mente que está separada de los objetos materiales que constituyen el mundo; una mente, tal y como sugiere el concepto de «sujeto», que observa las cosas del mundo desde una postura excéntrica. La autorreferencia humana dominante en una cultura de presencia, sin embargo, es la de ser un cuerpo y una mente, y a través de la implicación del cuerpo, los seres humanos se autoconcebirán como partícipes del mundo de los objetos (como «ser-en-el-mundo», en las palabras de Heidegger). La dimensión dominante de una cultura de significado tiene que ser la del tiempo, porque todas las diferentes construcciones de tiempo que podemos observar históricamente están basadas en la estructura temporal de la conciencia, es decir, en lo que es la autorreferencia humana dominante en una cultura de significado. Como el espacio, por el contrario, es la dimensión que emerge de la relación de los cuerpos humanos con los objetos a su alrededor, traspasará necesariamente cualquier cultura de presencia. En tercer lugar, en una cultura de significado cualquier producción legítima de conocimiento tiene que originarse en un sujeto: desde su postura excéntrica, el sujeto penetra o va más allá de la superficie «puramente material» de las cosas del mundo y descubre su significado subyacente. En una cultura de presencia, los humanos no se conciben a sí mismos como fuente de conocimiento. Más bien, reciben conocimiento por revelación divina, a través de tradiciones de las que forman parte, o a través de la epifanía, es decir, a través de la aparición y el desocultamiento propio de los objetos. Por consiguiente, y en cuarto lugar, la relación que una cultura de significado mantiene con su pasado, es una relación de interpretación. En su presente, tiene que reinventar los significados que ciertos objetos solían tener, y mediante esta práctica conmemora mundos pasados. Las culturas de presencia, sin embargo, presuponen que es posible evocar el pasado, hacerlo sustancialmente presente de nuevo, por lo que es absorbida la distancia temporal que el acto de conmemoración tiene que superar en las culturas de significado. Finalmente, el concep-

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to de signo adecuado para una cultura de significado separa el significante material del significado (por supuesto, puramente espiritual) que transporta. Conceptos de signo de este tipo repiten la distancia ontológica entre el observador cartesiano puramente espiritual y las cosas del mundo puramente materiales. Las culturas de presencia, por contraste, necesitan conceptos de signo de un tipo más aristotélico. Distinguen la «sustancia», es decir, lo que ocupa espacio, de la «forma», como la que, en cualquier momento dado y con contornos cambiantes, hace posible la percepción de la sustancia. La consideración de la dimensión de presencia y el alcance de sus manifestaciones típicas nos ayuda a imaginar, en un acercamiento inicial y muy provisional, una base común para muchos de aquellos fenómenos y gestos que caracterizan las culturas españolas en el temprano siglo XX. Sugiere, por ejemplo, que el estilo lírico de Antonio Machado, orientado a la referencia, y la insistencia de Ortega y Gasset en la necesidad de contornos en la apariencia humana podrían guardar relación con un ansia de conocimiento y de verdad que sería la epifanía de cosas y de cuerpos —y no sólo significado. Facilita un contexto teórico, en el cual los gestos por parte de Unamuno, Menéndez Pidal y Lorca de hacer presente de nuevo el pasado nacional ya no parecen inocentes. Explica los esfuerzos extremos de directores de cine y de teatro por provocar reacciones físicas entre sus espectadores. Finalmente, nos ayuda a entender el aprecio particular e incluso la celebración de la presencia física y de la copresencia en el espacio, que nos encontramos en la alabanza por parte de Buñuel de su amigo Federico García Lorca o en el deseo de participar en la tertulia de Ramón Gómez de la Serna.

4 ¿Pero es posible decir, como lo hice al principio de este ensayo, que el «lado oscuro» del deseo de presencia podría haber sido un deseo de muerte, y que esto podría explicar, en el caso de por lo menos unos cuantos poetas, artistas e intelectuales españoles del temprano siglo XX, cómo ellos fueron absorbidos por la vorágine letal de la guerra civil de su país? La base conceptual de esta sospecha (concedo que sea quizá algo obsesiva) se halla en la idea de que la presencia máxima, en el sentido de un ser en el espacio absolutamente físico, sería convertirse en un objeto, es decir: convertirse en pura materialidad. La presencia absolu-

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ta, la presencia insuperable en este sentido del concepto, pondría fin para siempre al destino existencial de nuestro anhelo eterno de transformación; y el fin de la transformación eterna es exactamente aquella implicación del deseo de presencia que Federico García Lorca describió con una claridad tanto deprimente como estimulante en un poema perteneciente a su Poeta en Nueva York: MUERTE ¡Qué esfuerzo! ¡Qué esfuerzo del caballo por ser perro! ¡Qué esfuerzo del perro por ser golondrina! ¡Qué esfuerzo de la golondrina por ser abeja! ¡Qué esfuerzo de la abeja por ser caballo! [...] Y yo, por los aleros, ¡qué serafín de llamas busco y soy! Pero el arco de yeso, ¡qué grande, qué invisible, qué diminuto!, sin esfuerzo (Gumbrecht 1990: 887).

Convertirse en un objeto material, por ejemplo, en un arco de yeso, podría significar la salvación de una existencia que no nos permite descansar —o sencillamente: que no nos permite existir— sin esfuerzo. Sólo unos años más tarde y más cerca de la Guerra Civil, en un poema de lamento por la muerte de su amigo el toreador Ignacio Sánchez Mejías, Lorca expresó el mismo deseo —pero el deseo había surgido ahora por la vista del cuerpo sin vida de una persona amada. Los versos iniciales de este poema culminan en un grito de dolor causado por el rechazo absoluto a ver la sangre del amigo muerto. Pero una vez que la tercera parte del poema («Cuerpo presente») comienza a describir su cadáver, el sonido de los versos se vuelve más tranquilo y sereno —hasta que encuentran consuelo en la belleza «oscura» del cuerpo sin vida de Ignacio Sánchez y en la idea que «también se muere el mar»: La piedra es una frente donde los sueños gimen Sin tener agua curva ni cipreses helados. La piedra es una espalda para llevar al tiempo con árboles de lágrimas y cintas y planetas.

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Yo he visto lluvias grises correr hacia las olas levantando sus tiernos brazos acribillados, para no ser cazadas por la piedra tendida que desata sus miembros sin empapar la sangre. Porque la piedra coge simientes y nublados, esqueletos de alondras y lobos de penumbra; pero no da sonidos, ni cristales, ni fuego, sino plazas y plazas y otras plazas sin muros. Ya está sobre la piedra Ignacio el bien nacido. Ya se acabó; ¿qué pasa? Contemplad su figura: la muerte le ha cubierto de pálidos azufres y le ha puesto cabeza de oscuro minotauro. [...] No quiero que le tapen la cara con pañuelos para que se acostumbre con la muerte que lleva. Vete, Ignacio: No sientas el caliente bramido. Duerme, vuela, reposa: ¡También se muere el mar! (García Lorca 1971: 542 y ss.).

Los colores e imágenes en los que Federico García Lorca está evocando la configuración existencial de materialidad, presencia y muerte, ya habían aparecido en un poema de 1928 dedicado al motivo teológico de la presencia real de Dios en el pan de la Eucaristía. En este caso, la muerte física de Jesucristo contaba como la condición de presencia: Cantaban las mujeres por el muro clavado cuando te vi. Dios fuerte, vivo en el Sacramento, palpitante y desnudo, como un niño que corre perseguido por siete novillos capitales. Vivo estabas, Dios mío, dentro del ostensorio. Punzando por tu Padre con aguja de lumbre. Latiendo como el pobre corazón de la rana que los médicos ponen en el frasco de vidrio. Piedra de soledad donde la hierba gime y donde el agua oscura pierde sus tres acentos,

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HANS ULRICH GUMBRECHT elevan tu columna de nardo bajo nieve sobre el mundo de ruedas y falos que circula. Yo miraba tu forma deliciosa flotando en la llaga de aceites y paño de agonía, y entornaba mis ojos para dar en el dulce tiro al blanco de insomnio sin un pájaro negro. Es así, Dios anclado, como quiero tenerte. Panderito de harina para el recién nacido. Brisa y materia juntas en expresión exacta, por amor de la carne que no sabe tu nombre (García Lorca 1971: 630 y ss.).

En el lado políticamente opuesto de este escenario histórico se hizo realidad una idea complementaria —y quizás un anhelo similar de muerte—, a través de la consigna de guerra de la Falange, «¡Viva la muerte!». El propósito de su significado no estaba lejos del ruego de Heidegger, efectuado en Ser y tiempo, que «enfrentar la muerte con los ojos abiertos», en vez de «caer» en las «habladurías» de la vida cotidiana, era una condición necesaria para llevar una existencia de autenticidad. Si, en cualquier caso, para Heidegger el valor de enfrentar la muerte consistía en abandonar todas las proyecciones y esperanzas ingenuas acerca de una trascendencia inexistente de la vida humana, la consigna fascista de guerra sugería que la amenaza de la muerte aportaría a la vida una excitación positiva, y que sólo por ella valdría la pena vivir.

5 Si finalmente abrimos nuestra reflexión sobre la producción de presencia, entendida como disposición central y quizá decisiva para las culturas de España durante el primer tercio del siglo XX, a su pasado y a su futuro inmediato, entonces de hecho es posible imaginar, respecto al futuro, una inquietante coincidencia entre una rabia por matar y un anhelo de muerte que se articuló a sí mismo, sobre todo en la obra de Federico García Lorca, como un ansia de presencia absoluta en la materialidad absoluta. Esta intuición no implica en absoluto una concesión de perdón a aquellos que, en ambos lados del espectro político, simple-

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mente querían matar. Sin embargo, podría ser un nuevo camino para entender por qué una víctima de la Guerra Civil como Lorca se expuso a peligros obvios que podría haber evitado fácilmente (véase Gibson 1989: 446-470). En cuanto al pasado de la Edad de Plata de la cultura española, y tratando la cuestión de qué condiciones y desarrollos históricamente previos podrían explicar cuán sobrecogedoramente central se había vuelto la fascinación por la presencia, podemos ofrecer una respuesta obvia (y por lo tanto: una respuesta fácil) —pero también una hipótesis mucho más compleja. La respuesta fácil relacionará la fascinación por la presencia con la tradición católica de España, como una tradición de práctica religiosa y de pensamiento teológico construida sobre y orientada a la fe en la presencia real de Dios en la Tierra y en su producción a través del sacramento de la Eucaristía. La hipótesis más compleja e históricamente más específica acerca del valor central que tiene la presencia en las culturas españolas del primer siglo XX presupone que este periodo fue inaugurado por reacciones a la humillación nacional de 1898, esto es: por una reacción intelectual en la que un movimiento de Ilustración y reforma, que había llegado con mucho retraso, coincidió con un sentimiento romántico de autobúsqueda nacional igualmente retrasado. El impulso de la Ilustración quería abrir la nación a la Modernidad y asignarle un nuevo sentido a su historia. El sentimiento romántico, por contraste, quería convertir en inmediatamente presentes a los mundos «auténticamente nacionales» del pasado (independientemente de lo que hayan podido ser) —en el mismo presente histórico. Es bien posible que esta duplicidad excepcional explique por qué, en España, el impulso «de vanguardia» hacia el futuro nunca fue apartado completamente de un deseo de presencia. Traducción del inglés de Juan Ramón García Ober

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Para Domingo Ródenas de Moya, a quien debo una cita, entre otras cosas Todo lo que es puro, simple, no se puede unir sin un resultado explosivo. El cocktail no es ecléctico, ni el jazz: no son aglutinantes, sino disyuntivos; si se juntan, es para hacer más escandalosa su separación. No componen nada; lo rompen todo. José Bergamín, La cabeza a pájaros (1934)

1 Esta investigación se ha contagiado naturalmente de su objeto: es fragmentaria, centrífuga y también excéntrica con respecto al tema al que debiera responder (la intermedialidad como referente de las vanguardias; quizá esté más cercana a lo que se ha llamado producciones de presencia). Pero resulta casi inevitable pensar en el cóctel como una metáfora (superpuesta a una metonimia) acerca del arte contemporáneo: la mezcla arbitraria, la agitación a que se somete a sus ingredientes, la frialdad (el cóctel se toma con hielo), la intención tan manifiesta (es bebida fuerte) y la instantaneidad de su ejecución (se ingiere en una barra, sin la morosidad inherente a la copa de coñac, por ejemplo) son los rasgos esenciales de la coctelería y no parecen ajenos a la vanguardia. Al menos a la vanguardia todavía inocente pero ya algo cínica, cosmopolita y hedonista, que sobrevivió a la guerra europea, dominó en los años veinte y fue tan mal vista en los años del compromiso. El cóctel es una bebida que supone también un ademán de consumirla, como también es un atractivo color que se ingiere y como evoca un lugar muy especial —el bar america-

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no— donde se oficia su rito: escenificaciones que también tienen que ver con el arte de su tiempo. Ya Benjamín Jarnés en Textos y márgenes (hacia 1931) dejó escrito un texto que, como el exergo bergaminiano de más arriba, sitúa muy bien la oportunidad de nuestro tema: El espectador de hoy quiere —por lo mismo que apenas conserva el apetito— comidas de varios platos y, cuando se trata de beber, cocktails. Es decir, deliciosas mixtificaciones. Una buena pieza musical será aquella por la que veamos desfilar miriñaques junto a jugadores de tennis y a maillots. Una agradable pieza teatral será aquella en que se mezclen momentos trágicos y momentos de agudo humorismo. Más que tragicomedia, tragisainete. Y mejor que nada, espectáculo. Gran menú vital. Desfile de la vida en todas sus actitudes. Y bien agitada la mezcla. No desarrollar nada, sino presentarlo todo, y por grados (Jarnés 1988: 7).

No son muchos, sin embargo, los títulos de libros que adoptaron la metáfora del cocktail como motivo explícito. Mi amigo Domingo Ródenas de Moya me hace llegar un volumen de la Editorial Ulises, impreso en 1931, que se presenta como traducción de una novela de Claudio Mac Kay titulada Cock-tail negro, aunque no se dice si es el título original. Se incluyó en la colección Universal de su catálogo, al lado de obras de Blaise Cendrars, Pierre Mac Orlan, Jean Cocteau y el estupendo New York, de Paul Morand, lo que parece buena y significativa compañía. Pero la novela es harto endeble. Cuenta la historia de un negro de Harlem, Jake, que regresa de Europa, tras haber combatido en la Gran Guerra, para malvivir en su antiguo barrio, y que luego es empleado del servicio de restauración de ferrocarriles: todo aliñado de aventuras amorosas, peleas y amistad, y regado de copiosas libaciones, que conforman una suerte de representación afroamericana de la lost generation. Quizá lo mejor de la novela fue la cubierta dibujada por Mauricio Amster, que mezcla el esbozo esquemático de la cabeza de un negro y la bandera de las barras y estrellas.1 De unos años antes es el pequeño volumen de Ernesto Giménez Caballero, Julepe de menta (1928), que adopta como título el de uno de

1 Se reproduce en la p. 60 del catálogo Mauricio Amster, tipógrafo (1997); el catálogo tiene interesantes textos de los comisarios, Juan Manuel Bonet y Andrés Trapiello, acerca de la vida y obra de este dibujante polaco que se trasladó a España en 1930 y fue uno de los puntales del diseño tipográfico y la cartelística republicanos.

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los cócteles más veteranos y famosos.2 Se trata de una breve colección de ensayos que incluye «Trisagio de la aleluya», «Cuadrangulación de Castilla», «Síncopas y tangentes» y, por muestra de fidelidad al rótulo elegido, «Dos cucharadas. Alcohol» (que, a su vez, tiene dos apartados, los más iconoclastas de todo el volumen: «Góngora en el dancing», uno de los más divertidos homenajes del centenario, y la «Oda al bidet», un juguete en verso libre cuya pirotecnia imaginativa no deja de tener una relación muy estrecha con la potenciación vanguardista de los objetos sanitarios: pensemos, sin ir más lejos, en la ruptura epistemológica que supuso en 1917 «Fontaine», el urinario convertido en ready-made por Marcel Duchamp, o la trasmutación irónica, a cargo de Francisco Ayala, del tema bíblico de «Susana saliendo del baño» en una escena de toilette contemporánea, escrita también en 1928). Lo cierto, sin embargo, es que todo el libro busca la variedad pero también el escándalo: una alabanza del viejo arte icónico de la aleluya callejera («abuela de la linterna mágica»), una estética de Castilla que no deba nada al tono noventayochesco (y que acaba en el apartado «Sobre el signo avión») y los resultados de la aproximación de las dos Américas y de Italia y España. Pero el homenaje más explícito de Giménez Caballero a su título estriba en que el breve volumen muestra una portadilla donde se lee «Mint Julep» y en la página siguiente, la receta de la combinación: ranúnculos de menta fresca, azúcar, hielo picado, un dedalillo de whisky, una medialuna de limón y una fresa. Las últimas indicaciones van más allá, sin duda, de la simple coctelería práctica: «Se deja reposar hasta el enfriamiento total. Sírvase con paja». Dos años después, Enrique Jardiel Poncela precedió de «7 gotas de cocktail de prólogo» el texto de su novela ¡Espérame en Siberia, vida mía! (1929). Pero nada más relaciona el referente con el texto, divertido como suyo, donde nos viene a advertir que, tras haberse burlado de la novela de amor en Amor se escribe sin hache, ahora lo hace de la nove-

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El volumen fue el 21 en la cuarta serie de los «Cuadernos Literarios», una exquisita colección iniciada en 1924 y concluida en 1929, que llevaron al alimón José Moreno Villa y Alfonso Reyes para la empresa de «La Lectura». El catálogo ofrecía títulos de Pío Baroja —que abrió la serie con Crítica arbitraria—, Díez Canedo, Gómez de la Serna, Gerardo Diego, Azorín, D’Ors, Azaña, Fernando Vela, Bacarisse, Max Aub... Todo muy fiel al propósito editorial de «responder con la fidelidad posible a las corrientes espirituales, quizá un poco antagónicas para vistas de cerca, que se van marcando en nuestros días. Junto a la obra del hombre consagrado con personalidad definida, cabe aquí la tentativa del escritor joven que ve claro su propósito».

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la de aventuras. En 1931, Tomás Borrás incluyó «La botella borracha» en la colección de escenificaciones Tam-Tam. Pantomimas. Bailetes. Cuentos coreográficos. Mimodramas. La escena está ambientada en un american bar, poblado de «muchachos deportistas» en traje de tennis a quienes atiende un «barman que agita la coctelera para servirles». Los dados de unos jugadores van a parar a la coctelera, en vez de ir al cubilete, y una botella que ha cobrado vida se los bebe y con ellos las palabras de un poema. Y se rompe en pedazos. La relación del cóctel con el juego de dados es un hallazgo, si se piensa en lo que estos han significado como signo de la nueva literatura desde Mallarmé hasta Tzara. En 1935 el joven José Ferrater Mora se estrenó como ensayista al publicar un Cóctel de verdad en la Pen Colección de la revista Literatura. Lo dedicó a Eugenio D’Ors, «exhausto en las lides de la Cultura» y, a la fecha, claramente emplazado en la derecha política más llamativa. El prólogo desarrolla ampliamente la metáfora titular: De verdad te invito, bebedor infatigable, a que mires bien la copa, porque el cóctel que te ofrezco no es un cóctel cualquiera, sino un cóctel verdadero, un auténtico cóctel, un cóctel de verdad. No de Verdad —incompatible con bebida tan frívola—, ni de verdades —reñidas con ingredientes tan varios— sino de verdad; auténtico cóctel cuyo sabor no se conoce sino una vez apurado. Por eso da lo mismo empezarlo por cualquier parte, interrumpirlo en cualquier momento, y aun dejarlo para un mañana próximo [...]. En un cóctel verdadero lo más auténtico es la discontinuidad.

Era su primer libro... El 23 de julio de 1934 había escrito a su «admirado Jarnés» porque no sabía «a quién enviar las cuartillas que encontrará usted con esta carta». El veterano escritor era, en efecto, alguien que «no se halla encerrado en torre de marfil» y nunca negaba su auxilio a un joven para publicar «en cualquier parte. Usted comprenderá. En cualquier parte». No fue cualquiera, en efecto, aunque sí fue un sitio de gente de sus años (Jarnés 2003: 155).3 Valía la pena, ya que es un texto variado que tiene un poco de todo: lecturas, arbitrariedad, lirismo y cierto juvenilismo petulante, muy de época pero menos enfadoso que otros. En el capítulo «Nervio y linfa en la historia» leemos:

3 El volumen se integró en la Pen Colección, de la revista Literatura, que dirigieron sus fundadores Ildefonso Manuel Gil y Ricardo Gullón (publicada en edición facsimilar por el Gobierno de Aragón, Zaragoza: 1993, y prologada por I. M. Gil). Los volúmenes

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Yo creo que nuestros nietos no podrán burlarse de nuestros gustos. Si lo hacemos nosotros con respecto a nuestros abuelos es porque era aquella una época convencional y vacía de sentido. No nos burlamos de los griegos como tampoco nos burlamos de las modas del siglo XVIII. Y es porque esos gustos y modas no son convencionales, sino esenciales; no rebuscados, sino sinceros; no linfáticos, sino nerviosos. La nuestra es también una época nerviosa. Y de las épocas de nervio no se ha burlado nadie todavía (Ferrater Mora 1935: 42).

Observación que relacionamos sin esfuerzo con otro momento en que el ensayista discurre acerca del imperativo aparente de «definirse», sobre todo en lo político: Ahora aún encontramos jóvenes voces en cuyos labios la palabra «definición» adquiere todavía valores místicos. «No estoy definido», dicen. «No sé si inclinarme por el fascismo o por el marxismo». (Resurrección de la metafísica en nuestra época. Fascismo, marxismo: Absolutos en que, como en el de Schelling, todos los gatos son pardos (Ferrater Mora 1935: 57).

Por otro lado, la palabra «agitar», tan propia de la liturgia de la coctelería, compareció en dos ismos muy reveladores de los censados por Ramón Gómez de la Serna en su libro de 1931, «Humorismo» y «Novelismo». Y me parece que aquí su uso es, a los efectos que se persiguen, todavía más significativo y rotundo que la apelación a la mezcla de bebidas en los títulos antecedentes. Del primer ismo afirma que «el humorismo es una anticipación. Es echarlo todo en el mortero del mundo, es devolvérselo todo al cosmos un poco disociado, macerado por la paradoja, confuso, patas arriba» (Gómez de la Serna 1931: 199). En «Novelismo» se afirma que «hay que agitar la vida, mezclarla con verosimilitud y circunstancias inverosímiles y anticonvencionales, agitar todo eso, dar las contestaciones descaradas que son difíciles en la vida o quedan sofocadas bajo su burguesismo o su conservadurismo» (Gómez de la Serna 1931: 353). blancos y azules de la Pen Colección fueron 13: los abrió San Alejo, de Jarnés, y los cerró Entre luna y acequia, de Vicente E. Pertegaz, cuyo colofón lo da impreso el 12 de diciembre de 1935; Cóctel de verdad llevó el número 8 y quedaron en buenos propósitos los originales de Antonio Espina, Valentín Andrés Álvarez, Eugenio d´Ors, Alfredo Marqueríe, Jarnés (Tratado de holgazanería y Examen de ingenuos), Fernando Vela y el propio Gullón, todos relacionados en la solapa del libro de Pertegaz.

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2 El cóctel como práctica social fue todo un símbolo pero no debemos ligarlo en exclusiva a los días de entreguerras. No vale la pena hablar aquí de los legendarios orígenes norteamericanos de estas «colas de gallo» —los cuenta cualquier manual al caso, más o menos adornados—, pero sí conviene recordar que conoció un fértil amanecer ligado a la belle époque, cuando el ajenjo era la bebida de la depravación bohemia (y apache) y el champagne se asociaba a la vida frívola, aunque también al abuso del rastacouère burgués. Guillermo de Torre, al historiar en 1925 las Literaturas europeas de vanguardia, dedicó el segundo capítulo de la III y última parte («Otros horizontes») a «El nuevo espíritu cosmopolita», donde repasó la obra de Valéry Larbaud y Paul Morand, símbolos privilegiados de una época. Como señala, la muerte de Pierre Loti en 1923 marcó el simbólico final del exotismo fin-de-siècle y el comienzo de lo cosmopolita que habría de ser emblema del nuevo siglo: El cosmopolitismo en el arte y en ciertas expresiones líricas y novelescas de la literatura más reciente no es una característica accesoria ni secundaria, sino algo consustancial de las obras que condensan una pluralidad de panoramas. Nace de un sentimiento viajero, de una avidez nómada, de una aspiración ubicua vibrante en el espíritu de ciertos poetas y novelistas. Por encima de las fronteras, sin hacer gestos de asombro, propios del turista pasajero ante lo exótico, tienden más bien a aclimatarlo, elaborando psicologías, costumbres y paisajes disímiles sobre el mismo plano, haciéndolo todo familiar y accesible (Torre 2002: 312-313).

Los trenes, los barcos, el contagio de las lenguas, son frutos de lo nuevo. Y es que todo se desplaza incesantemente y también todo se dice en otra lengua, como si siempre se tratara de huir de la rutina de nosotros mismos: jazz-band, music-hall, wagon-lits, clipper, bar y, por supuesto, cocktail. En lo que se me alcanza, el primer manual de coctelería español fue El arte del coktelero europeo. Manera de preparar los cocktails, ponches y demás bebidas exóticas, de Ignacio Doménech, uno de los mejores cocineros españoles del siglo pasado (su obra capital, La nueva cocina elegante española, fue de 1915 y todavía se reedita). La primera edición del libro de marras fue de 1911 y, como asegura su subtítulo, «contiene más de trescientas recetas figurando todos los claret-cups y veintidós secciones de refrescos americanos e ingleses». Bastantes de

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ellos revelan la ya aludida vinculación de los primeros cócteles a la época fin de siglo: hay un Fornarina Cocktail, que se hace con jarabe de horchata, kirsch, curaçao, jarabe de grosella, hielo y seltz, y hay un Modernista Cocktail, con chartreuse verde, cognac, anisette Marie Brizard, angostura y unas gotas de jerez. Ambos debían ser jarabes fuertemente empalagosos, condición que perdieron los combinados de los años veinte, de abolengo norteamericano más que francés. Pero, en unas páginas «A guisa de prólogo», Doménech explica que estas nuevas bebidas «tienen su origen en los «bars»; en esta clase de establecimientos fue en donde salió la inmensa mayoría de sus preparaciones», lo que ratifica la temprana identificación transoceánica de la bebida (Doménech 1911: s.p.). En la cuarta edición, «notablemente corregida y aumentada», de 1931, el autor —es el año culminante de la fiebre coctelera nacional, como hemos visto y se irá recordando— manifiesta en la nota prologal, veinte años después de la primera: Me cabe el honor de manifestar al público que tanto me ha favorecido, que fui el primero en España que presentó una obra de esta naturaleza, pues en la época de mi primera edición, al tomar un cocktail, no sabían ni la mayoría de los camareros, ni tampoco el público, de qué se trataba; hoy en día ya saben que un compositor barman es un artista especializado en componer caprichosas bebidas frías y calientes a base de licores, sodas, vermouths, vinos, hielo, etc.

El volumen de 1931 ofrece más de cuatrocientas recetas que se acompañan de recomendaciones sobre meriendas y aperitivos y consejos generales: Todo barman bien entrenado de sus atribuciones, debe vestir correctamente, con chaqueta planchada de inmaculada blancura, aire simpático y corriente, tanto que debe inspirar a su clientela la alegría de las degustaciones, o sean sus preparaciones, que debe preparar delante el propio cliente, y trabajar con una seguridad completa, demostración de su habilidad, y completa seguridad en hacer sus mescolanzas aprisa y bien (Doménech 1931: 6).

El maestro indiscutible y casi mítico del cóctel español fue Pedro Chicote, al que sus clientes confianzudos y algún periodista despistado llamaba todavía «Perico» en los últimos años de su dilatada vida. Su recuerdo está ligado para siempre a la música gachona y melancólica del chotis «Madrid», de Agustín Lara («en Chicote un agasajo postinero /

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con la crema de la intelectualidá»: dos versos que valen por un curso de sociología cultural del altofranquismo), y luego su popularidad se fue debilitando; en su bar ya no se traficaba con la penicilina más pura de Madrid ni se ofrecían mujeres de bandera, sino que se había convertido en un mercadillo de prostitución algo chillona, a la vez que a su propietario se le recordaba más como fundador de un museo internacional de bebidas (digno de los anales del mejor kitsch universal) y como pulcro veraneante solterón en el balneario de Panticosa, tocado siempre con un inevitable jipijapa. Su obra maestra, El bar americano en España, vio la luz en 1927, que no deja de ser una fecha adecuada y oportuna (Chicote 1927).4 Gregorio Corrochano recuerda en su prefacio que la fama de Chicote empezó en 1922, en Beni Aros (Marruecos), por parte de los oficiales que se hacían lenguas de las habilidades de aquel barman que había sido ayudante en la barra del Hotel Ritz y ahora era cabo de transmisiones. Aquel crédito personal y sus ahorros le permitieron establecerse por su cuenta. Por eso, la edición de 1928 suministra a futuros émulos unos consejos inapreciables que, sin duda, habían sido la base de su éxito. Al barman, le resulta «fundamental el saber idiomas extranjeros, aprendidos a ser posible en los países de origen; poseer una educación esmerada para el trato directo con nuestra clientela, siempre formada por las clases más selectas de nuestra sociedad; tener una conversación fácil y amena; haber viajado mucho, conocer muchas grandes capitales, hoteles, casinos, clubs» (Chicote 1928: 15). En el apartado «De la instalación del bar», considera que «son preferidos los locales de figuras geométricas regulares, como cuadrados y rectángulos», que formen un «conjunto severo y agradable», donde el centro sea la «barra de bronce a veinte centímetros del mostrador», y repartidas por el local, las «mesas cuadradas de madera de roble y la superficie de cristal» que presidirá «un reloj grande, que a la vez que sirva de ornato al establecimiento, señale siempre la hora exacta» (Chicote 1928: 27-29). Los preliminares incluyen unas «Impresiones de un viaje a Nueva York» en plena ley seca. A Chicote le impresionaron los speak-easy (locales públicos donde se vendía alcohol bajo mano), el activo contraban-

4 Se repite con algunas variaciones en Cocktails (1928), y luego en Mis 500 cócteles (1932), e incluso en El mundo bebe (1957, con ilustraciones de Ángel Mingote), que tuvo muchas reediciones.

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do, los ingeniosos sucedáneos de las bebidas y los atestados clubs clandestinos. Y no fue el único... En 1930 también viajó a Nueva York el periodista bilbaíno Jacinto Miquelarena que trajo un montón de historias de la prohibición. Ya en el barco empieza a sufrirla porque, al poco de atracar, en plena madrugada, llegarán los agentes y «todo debe estar cerrado a esa hora, inventariado, para recibir los precintos». Y cuenta que «el barman —que prepara un Porto Flip para el señor Wormelinger— exclama mientras hace sonar el grijo de hielo dentro del doble vaso de metal: —No podemos servir más que agua de colores. Y añade, con uno de esos gestos inabordables para la literatura que tienen los franceses: —¡De la peinture!» (Miquelarena 1930: 49). Pero la mejor de las anécdotas la proporcionan en un vagón de tren dos viajeros sedientos que ven acomodarse en su departamento a un negro que ha colocado con mucho mimo una cerrada cesta de mimbre en la red de equipajes. Al rato, el negro duerme y la trepidación del coche agita la cesta y caen de ella, continuamente, unas gotas de color de ámbar [...]. Uno de los amigos coloca el dorso de su mano en la trayectoria perlada. Obtiene así una perla líquida y la prueba. Su compañero siente que se le paraliza el corazón: —¿Whisky?— pregunta. —Fox-terrier— se le contesta (Miquelarena 1930: 96-97).

La historia es algo más divertida que la que narra Maurice Dekobra en una novela tan significativa como Mon cœur au ralenti, que situó los antecedentes argumentales de su más famosa creación: La Madone des sleepings (la primera es de 1924 y la segunda, de 1925). Gérard, su protagonista, advierte en el Palais Royal que sólo se sirven cocktails sin alcohol. Pero Griselda saca una botellita de gin del bolso «entre son rouge gainé d’or et son nécessaire à poudre de riz [...]: —Les bons soldats n’oublient jamais leurs munitions!» (Dekobra 1992: 87). La popularidad de Chicote fue inmensa y en los años republicanos llegó a dar por Unión Radio el «cóctel del día». Su bar americano, en la Gran Vía, fue obra del arquitecto Luis Gutiérrez Soto y se inauguró en 1931; a efectos de la crónica de la arquitectura moderna en España, es bueno recordar que comparte fecha con la piscina La Isla y el Cine Coliseum, que Soto firmó con Pedro Muguruza. Una piscina, un salón de cine y un bar: tres signos de la nueva sociabilidad que reducía los maillots femeninos, estrenaba el cine sonoro y se apasionaba por la coctelería... Pero también fue el año en que Gutiérrez Soto se presentó al re-

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ñido concurso para resolver con un edificio singular el chaflán en forma de proa que dejaba la plaza del Callao y la prolongación de la Gran Vía hacia la plaza de España. Ganaron el certamen Eced y Martínez Feduchi, que en 1933 entregaron la obra a sus propietarios (los Carrión, que dieron primer nombre al rascacielos), pero casi todos los concursantes trataron de modo muy mendelshoniano el atrevido solar y todos incluyeron bar y sala de fiestas en la planta baja («café-restaurant-grill room», se lee en el proyecto de Soto). Pero lo que en España era una novedad contaba ya algunos años en Europa, siempre asociado a la nueva arquitectura. Adolf Loos, el arquitecto checo-austriaco, escandalizó a toda la Viena pacata y Biedermeier al construir el café Museum (1898), en la esquina del Ring y la Friedrichstrasse, y luego provocó la irritación del mismísimo Kaiser al erigir su espartana casa de pisos de la Michaelerplatz, justo enfrente de la entrada del Hofburg, el palacio imperial, en 1909. Un año antes, en 1908, había decorado el diminuto Kärntner Bar, al que rotuló «american bar» y cuyo letrero campeaba sobre una bandera norteamericana, convertida así en friso decorativo. Una larga barra fue el motivo principal del interior, donde unos espejos remataban los muros y multiplicaban el geométrico artesonado de mármol del techo. El bar Chicote, como el María Cristina, que Gutiérrez Soto firmó en 1930, tuvo (y tiene) una traza más expresionista (a la tudesca y a lo Frank Lloyd Wright) que cercana al estilo de Le Corbusier; de hecho, el autor no quiso figurar en el grupo de los ortodoxos racionalistas, el GATEPAC (Grupo de Arquitectos y Técnicos para el Progreso de la Arquitectura Contemporánea), que se constituyó en San Sebastián y Zaragoza, en los meses de septiembre y octubre de 1930, como delegación del CIRPAC internacional.5 Aunque, por supuesto, el bar americano de Chicote era mayor que el Kärntner vienés no era tan grande como «Le plus grand bar du monde», que Paul Morand describió en Rien que la terre (1926). Se trataba del Shanghai-Club, en esta ciudad china:

5 Tomo las noticias del número monográfico sobre Luis Gutiérrez Soto publicado por la revista Nueva Forma, 70, noviembre de 1971; para los proyectos y la significación del hoy conocido como Edificio Capitol, véase el número 66-67, julio-agosto de 1971.

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La porte s’ouvre et je vois fuir, comme des rails, les lignes parallèles du bar. Cinquante mètres de long. Sous des arches de four, voutées, doublées par le jeu des glaces, mille bouteilles, chacune enfermant son démon, son climat. Au plafond, cent ventilateurs sèchent, à la même cadence, de leur bourrasque ronde, les dos trempés [...]. Comme du bétail à l’auge, les rouges buveurs —ils sont cinq cents— se poussent de l’épaule, du genou, essaient de glisser un coude [...]. Il y a des cocktails aux alcools concis, encore réduits par le froid, union subite de forces perdues chacune dans sa bouteille [...]. Le bambon-cocktail, des anglo-indiens; le blenton, de la Marine Royale; le hula-hula, des îles Hawaï; les gin-fizz des hauts paquebots P. and O.; le sol y sombra, de Saint Sébastien, à deux liqueurs, ombre et soleil, comme aux arènes; le chocolate cocktail des brésiliens —chartreuse, porto et poudre de chocolat frais—; puis le gibson, de Yokohama, si singulier avec son oignon blanc; sans oublier le H. P. W. Vanderbilt et le Bennet, baptisés du nom des grands milliardaires par un barman obséquieux; en fin, le minnenoaba, des Indiens, ou ‘eau qui fait rire’ (Morand 1926: 7274).6

Javier Pérez Rojas ha podido citar al cóctel, junto al té de las cinco, el tenis, la conducción de automóviles y el baile del charleston como signos de identidad de la nueva Venus de los años veinte. Lo saben muy bien quienes recuerdan las ilustraciones de Rafael de Penagos y del primer Carlos Sáenz de Tejada (anteriores a sus delirios falangistas, pero no reñidas con ellos): mujeres solas, esbeltas, de largas piernas, sentadas en taburetes altos casi inverosímiles, tocadas de sombreros que dejan asomar una melena corta. Suelen fumar en largas boquillas y no es infrecuente que de sus hombros, o del exiguo respaldo del taburete, cuelgue una mullida boa destinada a abrigar su cuello. Las citas literarias podrían multiplicarse en este apartado. Bástenos, sin embargo, la de un artículo de Francisco de Cossío en Blanco y Negro (5 de junio del 32), titulado «El bar»: En lo moderno, época de grandes inventos, apenas si se ha inventado una nueva manera de pecar. Se ha llegado, sin embargo, en la alegría al tumulto, con el jazz-band, y en la embriaguez al matiz, con el cock-tail. Pero con una superioridad del cock-tail sobre el jazz-band. La superioridad de lo serio sobre lo frívolo. No es lo mismo suministrar ruidos que venenos, y es

6 La cita acerca del Shanghai Bar figura también en el capítulo «Bars», del imprescindible libro de Gumbrecht (1997: 34-41).

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JOSÉ-CARLOS MAINER cosa diferente confundir la alegría que afinarla. Un buen cock-tail tiene mucho de creación poética. Aspiración de ver la vida a través de un color, y así el barman ha de ofrecer toda la gama de heladas transparencias que el materialismo moderno necesita para contemplar las realidades, de tal modo que parezcan ficciones.7

3 El cóctel tuvo también sus detractores. Julio Camba lo trata con absoluto desdén en La casa de Lúculo (1929), el más divertido de los libros gastronómicos españoles y único que su autor concibió como tal. «El solitario del Palace», como lo llamó a su muerte César González Ruano, era un gourmet partidario del refinamiento y, a la vez (como todo buen gourmet), de la naturalidad, y los cócteles le parecieron algo que pertenecía a escalas de valores artificiales muy distintas: Los american drinks, o bebidas norteamericanas, son una creación exclusivamente política, a semejanza de los american citizens o ciudadanos norteamericanos. ¿Qué más dará agitar un poco de vermouth francés y otro poco de gin inglés en el cubilete de un barman que resolver en el melting pot o crisol nacional un puñado de rusos con un puñado de húngaros? En el primer caso la americanización se consigue a base de hielo, destruyendo el sabor y aroma especial de cada ingrediente. En el segundo, a base de can’t, o moralina, anulando lo característico y temperamental de individuos y de razas (Camba 1997: 138).

Sus nombres, añade, revelan que esas bebidas no son, en el fondo, sino simulacros: «Lo mismo que para nombrar bebidas, estos títulos pueden servir para designar discos de jazz-band o frascos de perfume, y en ellos están toda la ternura y la barbarie norteamericanas» (Camba 1997: 139). En L’aperitiu, serie de deliciosos artículos que el escritor catalán Josep María de Sagarra publicaba en la revista Mirador, se suceden dos visiones contradictorias de la coctelería. En «Els llibres i el bar», rigurosamente coetáneo del vejamen de Camba, un elogio de la imaginación tipográfica de los nuevos libros trae aparejada la metáfora de fondo que

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Véase el importante catálogo La Eva moderna (1997: 167).

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tantas veces hemos ilustrado ya (el cóctel es un signo de la variedad llamativa con que se presenta el mundo moderno): «Fixeu-vos en una vitrina de novetats bibliogràfiques, i la idea d’un bar ben servit se us acudeix al pensament. Els artistes que estan al servei dels editors tenen alguna cosa de l’instit diabòlic dels barmen. Un llibre és un poliedre de color» (Sagarra 1964: I, 29-31). Pero apenas unos años después, el escritor está harto de recibir invitaciones a cócteles y abomina de ellos, com a beguda i com a imatge, pel sòrdid abús que s’ha fet del cocktail líquid i del cocktail literari. Jo em pensava que aviat passaria de moda, que els periodistes tronadíssims, sapastres, mancats d’imaginació i de delicadesa, es cansarien d’esmaltar les cròniques i fins les gasetilles amb la paraula americana.

Y es que el cinema amb la seva literatura, especialment els films arrevistats i frívols, glorifiquen el cocktail i el serveixen entre les piscines, les llàgrimes i la prostitució. El pùblic —inmensa massa pecuària— creu que el cocktail l’ha de salvar del xaronisme i de les dotzenes de gats escanayats pels besavis inconfessables de moltes famílies que es fan arrossegar per un motor. De totes les americanitzacions, la afició al cocktail és la més idiota de totes plegades, és la més inhumana (Sagarra 1964: II, 232-234).

Idéntica entropía de la imagen coctelera había apreciado el madrileño Felipe Ximénez de Sandoval en el prólogo a su novela Tres mujeres más X (1930): «La metáfora del cock-tail está ya un poco desacreditada. Pero, en realidad, no se ha encontrado otra que defina como ella —precisamente— la vida humana, llena de sabores diversos, múltiple dentro de la unidad» (Albert 2002: 226-227). Para entonces ya se hablaba de la «americanización de la vida» y los términos de la polémica anticipaban bastante de lo que, más tarde, sería —en los decenios de los cincuentas y sesentas— la cruzada de la izquierda política europea frente a la vulgaridad autosatisfecha de lo yanqui. Pero toda cruzada (desde las epónimas) significaba, a la larga, el reconocimiento de una parte de lo combatido. En los años cincuenta se abominaba de la vida ordinaria de la insustancial América urbana, de sus prejuicios políticos y religiosos, de su moda barata y de mal gusto... pero se admiraba el jazz y las novelas de William Faulkner y los filmes del cine negro (las películas de John Ford y Howard Hawks, el expresionismo abs-

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tracto y la arquitectura de Chicago eran materia opinable y a menudo discutida con virulencia por gentes que tenían el corazón dividido entre la política y la estética). En los años veinte y treinta, los políticos norteamericanos resultaban fantoches ridículos y gesticulantes, se condenaba la producción industrial en serie y se criticaba el fuerte componente de violencia que imperaba en la vida de Estados Unidos... pero encantaban las películas cómicas mudas y entusiasmaba el jazz... Quizá la expresión más clara de ese tirón americanizante la hallemos en el Manifest Antiartìstic Catalá (el famoso «Manifest groc», por el color de sus páginas), que firmaron en 1928 Salvador Dalí, Sebastià Gasch y Lluis Montanyá. Resulta un texto más ecléctico de lo que parece a primera vista, donde se diluyen algunos recuerdos del futurismo y una evidente pugnacidad contra la ordenación noucentista de la vida civil catalana en una vindicación de lo norteamericano como mejor expresión de lo «antiartístico», del arte que no está hecho adrede. Un afirmativo «Hi ha» (hay) precede una larga letanía de fetiches de la modernidad industrial: el cinema l’estadi, la boxa, el rugby, el tennis i els mill esports la música popular d’avui; el jazz i la dans actual el saló de l’automòbil i la aeronàutica els jocs a les platges els concursos de bellesa a l’aire lliure la desfilada de maniquins el nu sota l’electricitat en el music-hall la música moderna l’autòdrom

Es un milagro que la relación no incluya los cócteles a título de remedios estéticos contra «la sensibleria malaltissa servida per l’Orfeó Català», a la que se contrapone «el cor dels revellers americans». Al cabo, estos nuevos iconoclastas quieren elevar su protesta contra la Fundació Bernat Metge, obra predilecta de Francesc Cambó, y sus inútiles ediciones de clásicos griegos y latinos. Los manifestantes piensan que «Grècia es continua en l’acabat numèric d’un motor d’avió, en el teixit anti-artístic d’anònima manufactura anglesa destinat al golf, en el nu del music-hall americá». Ninguno de los firmantes conocía todavía los Estados Unidos de verdad. Julio Camba, sí... Estuvo en Nueva York, a la vez que también vi-

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sitaba la ciudad Juan Ramón Jiménez: el Diario de un poeta recién casado y Un año en el otro mundo tienen la misma fecha de referencia, 1916, y algunos motivos comunes (la muerte de Rubén Darío, el ruido de los elevadores, los anuncios luminosos...). La opinión de Camba es inequívocamente hostil y se fragua en las dinámicas barberías, ante la grosería de los camareros o en las apreturas de Coney Island: ¿Cómo no habían de producirme una mala impresión los Estados Unidos? Fuera de la mecánica, apenas si existe allí nada verdaderamente importante. La cocina es pésima y la literatura abominable. Las muchachas, muy hermosas por lo general, tienen para el europeo el inconveniente de carecer de psicología. Imposible sentimentalizar con ellas. El amor ha sido sustituido en Estados Unidos con el fox-trot y con el one-step. No existen tradiciones americanas, ni existe siquiera un paladar americano (Camba 1919: 5-6).

Ramón Gómez de la Serna no iría nunca a América del Norte pero experimentó la misma grima, mezclada con algo de atracción. Su opinión de los cócteles parece muy cercana a la del Camba de La casa de Lúculo, como se comprueba en las ya tardías Novísimas greguerías 1929, que son el mejor observatorio de sus reservas ante los objetos de la modernidad. Casi la tercera parte de las que componen la colección se refieren al mundo de los automóviles y no pocas tratan del cine y hasta del ferrocarril metropolitano. Y hallamos dos que tienen como referente los cócteles: Esa manía de los hombres de hacer «cocktails», llegando a la diversidad más repugnante, hará que el Creador un día, mueva la tierra con todos sus seres y mezclándola con algún otro planeta en la «cocktelera» inmensa del vacío, se lo sorba todo de un sorbo. [...] Tal combinación armaba aquel «cocktail» en la copa, que aparecía un pez de colores, hijo de la mixtura (Gómez de la Serna 1929: 23 y 124).

En la sección de «miradas» finales, hallamos, sin embargo, la más inquietante de las sospechas, colocada bajo el dibujo de un ojo abierto. Ramón no vacila en asociar la bebida a la muerte (¿quizá al crimen?), o, si se prefiere una explicación más compleja y, en lo que cabe, precisa, establece una atrevida transfusión de vitalidad entre un ser humano que queda exangüe y la espectacularidad de la mezcla bebible: «Parecía que había perdido toda su sangre por la mañana y daba un «cocktail» por la tarde» (Gómez de la Serna 1929: 198).

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Más temprano es su texto «Los cocktails absurdos», que apareció en la revista coruñesa Alfar, 40 (1924), y que poco antes fue el capítulo XII de la novela Cinelandia. Nos hallamos ante una de sus viñetas de la ciudad del cine, donde siempre se enlazan la verdad y la falsedad, como si la vida ordinaria se hubiera contaminado para siempre de la ambigüedad del oficio de los cineastas: El Bar Principal de Cinelandia, la alegre ciudad del veraneo eterno en que se impresionan las películas, tiene altos taburetes a los que hay que subir por una escalera y sobre los que la figura del que bebe parece la de un vigía en el alto parapeto [...]. Las bebidas están en las copas largas como medias de listas de distintos colores o como esas bolsas alargadas hechas con el mosaico de las cuentas de cristalitos de color. Como un cohete de colores chisporrotean en el estómago con distinto estrago [...]. Los del mostrador son expertos camareros de cinematógrafo que manejan las botellas cogiéndolas por el cuello en racimos que van tomando a la suerte para formar la composición pedida, buscándolos en distintas estanterías con rápido golpe de vista de cocktelistas, produciendo las botellas variados impromptus xilofónicos. —A mí, cocktail antillano. —A mí, cocktail de las praderas. —A mí, cocktail Charlot (con el cocktail Charlot se sale imitando a Charlot involuntariamente, dominado el que bebe por un fatal baile de San Vito de Charlot) (Gómez de la Serna 1998: 87-90).

También hay un «cóctel Mary Pickford» que produce efectos similares y, ya convertidas las bebidas en venenos de propiedades trasmutadoras, se halla también «aquella fórmula suicida: era la única fórmula que estaba prohibida en la Bar Principal de Cinelandia, pero todos iban adquiriendo el suicidio deseado lentamente, llevando bien la película de su vida».

4 Para Ramón Gómez de la Serna el vértigo que lleva a las cosas a transformarse en otras no significa solamente un motivo fundamental de su literatura y un mecanismo desencadenante de su peculiar humor moderno, al que ya se ha aludido páginas atrás. Ni tampoco se limita a ser una forma de desconfianza metafísica, a la vista de la tendencia natural a la mutabilidad. Representa el temor concreto a la despersonalización, a la vampirización (ya lo vimos: sangre por cóctel...), a la aniquilación.

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Que es, a fin de cuentas, el destino de la sociedad y sus fundamentos cuando se los considera como pura representación o como efímera mercancía intercambiable, bajo el signo del capitalismo del siglo XX, que es la gran amenaza de inestabilidad. Más que un entusiasta de la destrucción, Ramón es el último mosquetero del derecho sentimental a la perduración, decidido a montar guardia en favor de los objetos degradados del Rastro, de la vida del barrio castizo madrileño, o de los confortables y penumbrosos interiores de la clase media más tradicional. Fueron las referencias predilectas de este moderno que, como Jano, tenía una de sus caras vuelta al pasado sentimental. Más que en ningún otro testigo de los que han venido compareciendo, Ramón nos enseña que el principio de la mescolanza es el principio de la disolución y la consecuente decadencia de lo simple y tranquilizador. En Bajo la luna nueva (1935), la novela fascista de Guillén Salaya, que en otro lugar he llamado «etopeya de un rufián», los personajes desdeñan explícitamente las bebidas complejas y brindan con castizo morapio: «Ya en la cantina, las libaciones de vino eran copiosísimas», anota el autor cuando los amigos celebran el paso del hidalgo Kinito a la vida laboral (Guillén Salaya 1935: 30). Todo el relato es una apología de la abyección masculina y una pedagogía del maquereau, pero también hubo fascistas algo más complejos... Alarico Alfós es una novela inacabada de José Antonio Primo de Rivera, comenzada en 1924 y reanudada en la cárcel en la primavera de 1936, pocos meses antes de su fusilamiento (el texto se salvó en aquella maleta de objetos personales de la que se incautó Indalecio Prieto con objetivos políticos; en ella estaba el célebre y nada belicoso testamento del Fundador, que dio a conocer la propaganda republicana). El relato inconcluso tiene mucho de autobiográfico, sin duda. Es un trozo de la vida de un muchacho aristócrata, sensible y muy tímido con las mujeres, que entra por vez primera en un cabaret de la Gran Vía con «el placer pecaminoso y al mismo tiempo el temor de quien se lanza a un riesgo desconocido». Y pide un Queen Alexandra Flip, que resulta ser un vaso enorme «que estaba lleno de un líquido amarillo y anaranjado. En el fondo sucumbían una cereza náufraga y una corteza de limón que el barman se encargó de sobar concienzudamente». La ingestión de aquel inoportuno brebaje le sienta como un tiro: Dije: «Después de todo no está muy alto el mostrador». Todas las caras se volvieron hacía mí. Vi un círculo de caras que parecían flotar en el aire;

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JOSÉ-CARLOS MAINER más allá de esas caras nada veía. Entonces oí que alguien hablaba mucho. ¿Quién era? Era yo. Me oía a mí mismo como quien oye a otro (Primo de Rivera 1996: 80).8

Resulta indudable que aquel muchacho, víctima de su primer cóctel, no tenía madera de jefe fascista, como señalaron casi todos sus rivales políticos. Pero al fascismo también se llegaba por añoranza de seguridad en tiempos de tanta incertidumbre y no faltaron los jóvenes de inteligencia clara que buscaron certezas más directas. En su precioso libro Notre avant-guerre (1941), Robert Brasillach, que fue uno de ellos, explicó casi con candor y siempre con solvencia el conflicto que le llevó a su autodestrucción. Este excelente estudiante de 1925 y sus compañeros découvrions, dans la mesure de nos moyens, généralement petits, quelques plaisirs de la mode. Sans doute, nous lisions, dans les journaux et les revues, que la jeunesse de ce temps aimait les cocktails, l’auto, parfois les drogues. Notre jeunesse à nous, pauvre et enfermeé au Lycée, était plus réservée. Nous buvions peu de cocktails, nous ignorions bien entendu les drogues, et je suis sûr qu’il n’y avait pas un seul garçon de dix-sept à vingt ans qui sût conduire une voiture (Brasillach 1983: 32-33).

El paso del tiempo trajo otras cosas, unas divertidas —los filmes de Greta Garbo y Marlene Dietrich— y otras menos recomendables: las batallas intelectuales del lado de Action Française. En 1936, el estallido de la guerra de España proporcionó veracidad a lo que hasta entonces había sido pura aventura intelectual impune: Pour qui n’a connu de la guerre que l’enfance dans des petites villes éloignées, c’est une grande émotion que de retrouver, tout d’abord, à peine la frontière franchie, des spectacles vieux de trente ans. À Saint-Sébastien, à Burgos, voici les blessés en uniforme, voici les bandes rieuses d’infirmières qui parcourent l’Espolon, voici les quêtes dans les rues, voici tant de détails oubliés: les pancartes qui indiquent les réfuges, les affiches invitant à se garder des espions (Brasillach 1983: 258-259).

8 En 1977, Víctor Salazar, como representante del Partido Socialista Obrero Español, hizo entrega al autor de las llaves de la caja fuerte del Banco Central de México donde se hallaba depositada la maleta; sobre el contenido de la misma, véase Mainer (1997: 4-5).

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Si Marinetti había establecido que «la guerra es la única higiene del mundo», Brasillach descubre ahora que es, en realidad, el aroma de su infancia y el esperado retorno a la fe colectiva. El último capítulo de Notre avant-guerre —«Orages de septembre»— cuenta con pormenor su visita a la España vencedora, donde se encuentra muchos amigos franceses y algunos españoles. Y, ocupado Madrid, entra —¡cómo no!— en el famoso Chicote donde el barman, «dans son bar plein comme un œuf, nous offrait une combinaison, et nous avertissait avec gourmandise qu’il avait obtenu le monopole des rafraîchissements dans les tribunes du Défilé» (Brasillach 1983: 583). Brasillach termina su testimonio con la invasión nazi de Polonia y el recuerdo de que el número de Je suis partout de 1 de septiembre de 1939 se abría con un «Vive la France! À bas la guerre!». Llegaron la drôle de guerre, los años de la ocupación y de la colaboración con el ocupante. Y, al final, el paredón del fusilamiento: Brasillach tenía treinta años cuando entraba en Chicote a tomar su cóctel y treinta y seis cuando caía ante las balas. Aquí podría acabarse la historia moral de la coctelería en España, o, al menos, la etapa de su inocencia histórica. Pero resulta difícil sustraerse a la sugestión de una última cita. Corresponde a una obra teatral, Gente que pasa, original de Agustín de Foxá y José Vicente Puente, que fue estrenada el 30 de octubre de 1943, en el Teatro María Guerrero, bajo la dirección escénica de Luis Escobar y Humberto Pérez de la Ossa, con Guillermo Marín y Ana María Noé al frente de un reparto de campanillas. Pese a todo, no tuvo apenas éxito... La trama se parece mucho a la del filme Casablanca, de Michael Curtiz, pero se trata de un Casablanca español, nada favorable a la causa aliada. Por el escenario desfila la gente que pasa por Madrid para intentar embarcar hacia América, mientras la guerra incendia, uno tras otro, todos los países de Europa. Llevan la voz cantante un caballero español —Pepe Luis Benllana— y un cínico europeo, llamado Armand, siempre en la barra de un bar elegante que es el escenario de los tres actos. Y se beben, claro, bebidas complicadas. Por eso, más de uno debió reír con un breve diálogo que tiene toda la insolencia señoritil (y el gracejo) de las más celebradas bromas de Agustín de Foxá: CLIENTE: Camarero, una cerveza. CAMARERO 1º: Señor, aquí no hay cerveza. Este es un bar elegante, de lujo. SEÑOR: ¿Y qué cree usted, que soy un pocero por pedir cerveza? (Foxá 1944: 27).

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«AVIÓNICA Y TRASPARENTE»: RE-VISIÓN DE CASTILLA EN LA ESTÉTICA VANGUARDISTA* José Manuel del Pino

La construcción de Castilla como símbolo predilecto de una esencia de lo nacional español y la valoración de la lengua castellana como depósito de la identidad colectiva constituyen dos de los principios más influyentes en el ideario de la llamada generación del 98. En su reacción antipasatista de fervor por lo nuevo, los jóvenes de la vanguardia española hallan en esos postulados, afianzados ya para los años veinte como pilares de la crítica literaria y cultural, blancos adecuados a donde dirigir sus invectivas. Si el Noventayocho privilegia una estética exaltadora del paisaje, de la cultura rural y del pueblo, el vanguardismo por su lado se fascinará por la ciudad y la vida cosmopolita. Herederos del culto baudelaireano por la urbe y del maquinismo de las primeras vanguardias —como estudió tempranamente Juan Cano Ballesta—, los jóvenes españoles participantes en los diferentes ismos consideran la noción de Castilla dominante en sus antecesores una mixtificación y una reliquia del idealismo romántico y del pensamiento reaccionario de la burguesía del cambio de siglo. Críticos reconocidos como Pedro Laín Entralgo y Sumner Greenfield, entre otros, señalaron con acierto que el concepto de Castilla para el Noventayocho estaba claramente condicionado por una cuestión de perspectiva y por la particular retórica que de esta práctica deriva. La mirada sobre el paisaje y los pueblos castellanos suele consistir en una contemplación estática desde un lugar elevado (campanario, colina, monte) o bien en una observación dinámica pero al ritmo pausado de la

* Este artículo fue publicado anteriormente en Pino (2004).

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cabalgadura, del carro o del lento tren decimonónico. Esta perspectiva horizontal a ras de tierra y la elevada desde una moderada altura dominan la mirada del observador de Castilla en la estética modernista. Laín Entralgo, que reproducía en su pionero ensayo La Generación del Noventa y ocho (1945) muchas de las ideas ya establecidas por Miguel de Unamuno y José Martínez Ruiz, delineaba el procedimiento típico de contemplación-reflexión que caracteriza la percepción del campo castellano. El escritor, en primer lugar, mira el paisaje; ello origina una emoción que desencadena una serie de juicios estéticos con implicaciones de tono filosófico en torno al carácter de los habitantes de la región y a su ser histórico. Con relación a dichas meditaciones se propone una poética del paisaje sustentada en un discurso específico de lo nacional. Así lo señala perspicazmente Javier Varela (1999: 158): «La posición noventayochista ante el paisaje, del paisaje castellano en particular, está muy lejos de reducirse a una fruición estética. El sentimiento de la naturaleza entraña siempre una interpretación».1 La ekfrasis funciona así como base para una práctica de «invención de la tradición» erigida sobre una comunidad en la que lengua y pertenencia a un territorio originario (también religión, en algunos casos) actúan como elementos definidores. El Unamuno de En torno al casticismo (1895) instaura de modo emblemático la conexión entre una particular visión de Castilla y la reflexión sobre su esencia. Interesa resaltar esta cuestión porque Ernesto Giménez Caballero, cuya «teoría» sobre Castilla constituye el núcleo de este trabajo, comparte en gran medida el modo krausista y noventayochista de mirar e interpretar el paisaje a pesar de que en Julepe de menta (1928) establezca una poética propia que se opone, al menos en intención explícita, a las ideas de sus criticados maestros.2 1 Varela sitúa el origen de este sentimiento de la naturaleza en la influencia de los krausistas, quienes infieren de la observación del paisaje castellano un sentido de religiosidad y patriotismo. «Subir a la sierra [para Giner de los Ríos] era como fundirse poéticamente con el ser de España. El paisaje era un modo poético que, además podía simbolizar un modo político [...]. Para Giner, las dos vertientes de la cordillera central son ejemplo de unidad [...]. El Guadarrama es la ‘espina dorsal de España’; la tierra de Castilla, un ‘organismo de la vida’, anticipo de nación perfecta» (Varela 1999: 88). 2 José-Carlos Mainer se refería al estudiar Julepe de menta al modo que tiene el autor de enlazar las dos temáticas que le interesan: «la específicamente vanguardista y la nacionalista». Sobre «Cuadrangulación de Castilla» afirma que «es un intento de revisar el mito noventayochesco de Castilla a la luz de los nuevos presupuestos (y por añadidura, una burla de la Castilla de Azorín)» (Mainer 1983: 246-247).

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Es hecho conocido que los correligionarios vanguardistas de Gecé se preocupan más por la representación de la experiencia de la modernidad, derivada en parte considerable del ejercicio visual, que por la investigación sobre las esencias nacionales. Desde este punto de vista, el campo castellano, la aldea y la pequeña ciudad de provincias apenas si interesan, como no sea como polo de contraste para la exaltación del proyecto cosmopolita. Por ejemplo en Pedro Salinas —representante de un vanguardismo moderado y bienpensante de gran influencia en los medios artísticos españoles de la época—, la tentación de un discurso de lo nacional se minimiza al insertarse su reflexión sobre el paisaje dentro de unas coordenadas eminentemente estéticas. El campo castellano funciona poco más que como elemento de ubicación espacial para una meditación de tipo artístico. El campo, como espacio intermedio entre la ciudad de origen de la que parte el viajero cosmopolita y la ciudad de destino, cede su protagonismo a la indagación sobre el problema de la autonomía de la obra artística. La evocación morosa del paisaje al modo modernista se convierte en un modelo castizo y pintoresco de representación del que el vanguardista rehuye conscientemente. Dicha exaltación paisajista encontraba su modelo en muchos textos de Azorín, para quien «lo que da la medida de un artista es su sentimiento de la naturaleza, su emoción del paisaje» (Varela 1999: 157): Yo veo las llanuras dilatadas, inmensas, con una lejanía de cielo radiante [...]. Yo veo los pueblos vetustos, las vetustas ciudades. En ellas [...] los talabarteros y los percoceros tienen sus tiendecillas [...]. Yo veo las añosas seculares alamedas que hay en las afueras de las antiguas ciudades; en ellas pasean lentamente los clérigos, los abogados, los procuradores, los viejos militares. Yo veo las ventas, mesones y paradores de los caminos [...]. Yo veo las vidas opacas, grises y monótonas de los señores de los pueblos [...]. Yo veo estos charladores de pueblo que no hacen nunca nada [...]. Yo veo esta fuerza, esta energía íntima de la raza, esta despreocupación, esta indeferencia [sic], este altivo desdén, este rapto súbito por lo heroico; esta amalgama, en fin, de lo más prosaico y lo más etéreo.3

Azorín y otros coetáneos suyos descubren en la Castilla real que se presenta ante sus ojos la esencia y el «alma española», el sentido de lo

3 Texto de España (1909) citado por Greenfield dentro de la sección: «Ciudades y pueblos viejos» (Greenfield 1997: 73-75).

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intrahistórico, el pueblo originario. También llega el alicantino a la conclusión, al meditar sobre su decrepitud y atraso, de que es necesario modernizar la región mas sin la renuncia a su tradición y legado histórico. Las contradicciones derivadas de un proyecto modernizador poco inclinado a la superación de una tradición anticuaria son, por lo general, dejadas de lado por el autor. Un cambio notable en el modo de representar Castilla por parte de los prosistas del 27 y de la vanguardia se halla en uno de los relatos más líricos de Víspera del gozo (1926) de Pedro Salinas, el titulado «Delirios del chopo y el ciprés», publicado por la Revista de Occidente en 1924. Se recrea aquí una leve historia en la que dos enamorados rememoran desde la ciudad un viaje en tren por Castilla; ella padece nostalgia por su paisaje y para conjurar ese sentimiento de distanciamiento o pérdida de la realidad van al museo a contemplar en uno de los cuadros de El Greco un paisaje que les recuerde al añorado. En este relato, como señalé (Pino 1995: 107), Salinas realmente no muestra con ese deseo de acercarse al campo por parte de sus personajes un interés genuino por la tierra castellana; por el contrario, usa la pequeña anécdota —no en vano la sección se titula «Anécdota incidental»— para desarrollar lo que realmente le preocupa: reflexionar sobre la percepción de toda experiencia vital digna de ser recordada, experiencia que desafía el poder aniquilador del tiempo al ser evocada por la imaginación y reproducida artísticamente por el poeta. El papel central del ojo, como órgano a la vez que símbolo de la creación artística, está destacado por el hecho de que el ojo del narrador encuentra el paisaje en el ojo del personaje retratado: Y como sentías nostalgia del suelo y los chopos de Castilla, te llevé al Museo [...] te llevé a la sala de retratos, y allí, en los ojillos de un personaje desconocido (traje negro, barba lacia, color terroso) estaba tu árbol de Castilla [...]. Tú, por broma, escribiste en el catálogo: Identificado este retrato de desconocido, por el Greco. Retrato de chopo con vagos accesorios fisonómicos e indumentarios. Pase a la sala de paisajes (Salinas 1976: 37).

Esa «broma» resulta ser más significativa de lo que una lectura superficial podría sugerir pues apunta a la importancia de la percepción subjetiva de la realidad y a su posterior metaforización, procedimiento desrealizador de primer orden en la poética del arte nuevo como bien examinara José Ortega y Gasset en La deshumanización del arte (1925).

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Salinas transforma la realidad del campo castellano —descrita, retratada, codificada hasta la saciedad por los noventayochistas, al menos en ciertos periodos de su producción— en una imagen estilizada desprovista de costumbrismo y de toda apelación tanto a las esencias nacionales como al carácter de la casta. En su lugar lo que se encuentra es un paisaje convertido, mediante la evocación lírica, en imagen de resonancia onírica: por los viales de Castilla los chopos desnudos se contorsionan con secos chasquidos de esqueletos mondos, para flagelarse los blancos huesos, miserias finales. Por el suelo van huídas, locas de persecución y de agonía, acosadas por las ascéticas jaurías del cierzo, las últimas sensualidades, doradas hojas secas (Salinas 1976: 37).

Compartiendo métodos comunes a pintores y cineastas de la vanguardia, el arte que propone Salinas adquiere su autonomía de la realidad gracias a un énfasis especial en los cambios de percepción y perspectiva, así como en la función desfamiliarizadora del lenguaje y de la imagen. La relevancia del ojo que penetra y que transforma se convierte así en principio artístico de primer orden en toda la poética vanguardista. El cine, ya se sabe, descubre a los vanguardistas españoles una nueva manera de mirar. La velocidad esencial al fenómeno cinematográfico —filmación y proyección—, la capacidad para captar imágenes desde nuevas perspectivas —tomas desde vehículos en movimiento—, y la virtud de organizar la realidad a gusto del artista —montaje—, son fuente de inspiración permanente en la vanguardia y alusión inevitable en esa época ante todo ejercicio de observación artística. Ojo-lente, ojo-obturador, ojo-globo, ojo-luna: parejas que identifican el órgano visual con objetos o procedimientos mecánicos y con símbolos poéticos basados en la capacidad de cambiar el punto de vista de la contemplación. Lo que intenta Giménez Caballero (Gecé en su etapa vanguardista) en Julepe de menta es situar el ojo del creador en posiciones que muestren la realidad desde ángulos distintos a los habituales. La poética de Gecé se fundamenta muy especialmente en todo procedimiento visual que conduzca al extrañamiento de las formas convencionales. En su novela vanguardista Yo, inspector de alcantarillas (1928) se proponía explorar con ojo de detective freudiano el interior del ser humano y su entorno, principalmente el «reino de los epiplasmas: la alucinante comarca de las

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atarjeas: donde vertían las ciudades [...] las últimas sustancias disueltas en fango» (Giménez Caballero 1928: 29). Por su lado, Luis Buñuel, colaborador en La Gaceta Literaria, da el paso más llamativo en el desafío a la mirada que domina el arte de la época: con castiza navaja barbera procede a sajar el ojo-luna. Esta acción de extraordinario sadismo, como señala César Nicolás, representa «una llamada al surrealismo» y «actúa como símbolo metacinematográfico no sólo de la fragmentación posterior de la película, sino de la nueva visión —aparentemente irracional— que han de adoptar la cámara y el espectador» (Nicolás 1999: 25). La crítica ha destacado también de ese momento fundacional del surrealismo su significado de ataque a una tradición literaria muy deudora del realismo decimonónico. Buñuel ciega el ojo que contempla la luna con intención de que nazca otro órgano visual y otra manera de hacer arte antisentimental. El nuevo ojo, quebrado como una lente rota, perseguirá una realidad que no pueda reflejarse ya en el espejo intacto de un arte mimético ni basarse en manidos símbolos románticos.4 En esta línea, el ojo de Buñuel en Un chien andalou (1929), el paisaje del sueño de Salvador Dalí en «El gran masturbador» (1929), las metáforas oníricas de Federico García Lorca en Poeta en Nueva York (1929-1930) o las aventuras del detective-analista del subconsciente de Yo, inspector de alcantarillas, invitan a penetrar en territorios poco explorados o incógnitos. Junto a la mirada hacia dentro y la «visión quebrada» proclamadas por el surrealismo se enfatiza en la vanguardia también la mirada en movimiento vertiginoso y desde lo alto, ya que ambas perspectivas producen imágenes insólitas. Del interés que Gecé tiene en esta exploración estética es buena prueba su película Esencia de verbena (1930), donde éste plasma cinematográficamente su fascinación por el dinamismo y la perspectiva cenital. En este famoso corto, en el que Ramón Gómez de la Serna ejerce papel de protagonista, se acentúa una perspectiva que es compartida tanto por el artista como por el niño asistente a las verbenas, lugar éste donde abundan artilugios giratorios como tiovivos, carruseles y norias. La cámara se encargará de mostrarlo al espectador desde diversos ángulos. Asimismo la fascinación por juegos, pantomimas, atracciones de circo y fiestas populares se ofrecen como desafío a la seriedad del arte burgués.

4 A las diferentes interpretaciones de la escena así como a las fuentes iconográficas, literarias y cinematográficas se refiere Román Gubern (1999: 396-398).

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Conectado a ese interés por las nuevas miradas que la vanguardia privilegia, Gecé explora en Julepe de menta las posibilidades artísticas de la visión desde el aire sobre la meseta castellana. Buscando una posición que lo eleve por encima del paisaje, de los animales, de las gentes, el aviador-artista adquiere una vista más excelsa a la del resto de la humanidad, no sólo ya en un sentido figurado sino literalmente pues mirará desde las alturas a ojo desnudo. De este modo se convierte en un poeta vidente que alcanza a ver más y mejor. La sección de Julepe de menta titulada «Cuadrangulación de Castilla»,5 supone un momento decisivo de renovación a la vez que el anuncio de los derroteros políticos que la vanguardia española, y en concreto Giménez Caballero, empieza a tomar a finales de los años veinte. Dicha sección está compuesta de cuatro partes: «I. Vivir sobre meseta», «II. Cartulario», «III. Paisaje de Materia gris» y «IV. Sobre el signo avión». Se estructura toda alrededor del motivo del viaje y del ojo observador. La primera parte, «Vivir sobre meseta» se basa en una repetición descriptiva que reproduce el ritmo reiterativo de una letanía religiosa o de una serie de aforismos y greguerías vanguardistas, que a su vez recuerda a la prosa azoriniana.6 Para definir la experiencia de vivir en Castilla Gecé acude a su particular archivo de motivos del arte nuevo: Vivir sobre meseta, es como vivir sobre pista de circo [...]. Vivir sobre meseta, es como vivir sobre tarima de cadalso [...]. Vivir sobre meseta, es como vivir en campos de aterrizaje y elevaje [...]. Vivir sobre meseta, es como vivir sobre geometría (Se siente el cono truncado bajo los pies [...] Y el ∞ del pájaro en el aire) [...]. Vivir sobre meseta, es como vivir sobre la palma de una mano. De una mano que alguien empina para que acariciemos la nieve de las sierras. 5 Julepe de menta (Giménez Caballero 1981) se divide en las siguientes secciones: «Mint Julep»; «Trisagio de la Aleluya (‘I. Procesión’, ‘II. Ecuación’, ‘III. Notre Dame de la Aleluya’)»; «Cuadrangulación de Castilla»; «Síncopas y tangentes (‘I. Una América y otra’, ‘II. Italia y España circuito sin competición)’». «2 cucharadas, alcohol (‘I. Primer amor. Y Góngora en el dancing’, ‘II. Oda al bidet’)». En adelante indicaremos solamente el número de página al referirnos a esta edición. 6 La confluencia de motivos religiosos y cosmopolitas (con una subversión no exenta de sublimación estética al modo buñueliano) es central en esta obra como se comprueba en la parte titulada «Procesión»: «Toda la ciudad lanza su maquinismo contra la procesión [...]. Pasa un avión por el cielo [...]. El avión sahúma la tarde con el incienso de su bencina» (13); «Cristo se acerca bamboleante, atado a una encina. Los rieles del tranvía lavan con su linfa perdurable la sangre de los azotes» (15).

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JOSÉ MANUEL DEL PINO Vivir sobre meseta, es como vivir sobre el parche de granito [...]. Vivir sobre meseta, es como vivir sobre pezón de la tierra [...]. Vivir sobre meseta, es como vivir sobre una superación constante de la superficie. Es elevarse metódicamente todos los días hacia ese sistema estelar que nos llama, con su cenit, por nuestros nombres propios. Es volar del mundo todos los días un poco: Vivir sobre meseta, volar del mundo. (29-30)

Junto a símiles vanguardistas como pista de circo, geometría o campo de aterrizaje también se halla el velado homenaje a la denigrada retórica del Noventayocho, de la que Gecé nunca terminará de separarse como se deduce de la referencia unamuniana.7 El granito mesetario preludia, por su lado, la exaltación de las sierras castellanas y de las pétreas alturas, de tanta relevancia en la futura retórica de la poesía falangista a la que él contribuyó de modo notable. No obstante, domina en el pasaje el ansia de elevación sobre la realidad inmediata y sobre una tradición literaria de la que intenta distanciarse. «Cartulario» describe la llegada a Castilla en tren, seguida de una interpretación sobre el alcance cultural de este motivo en la vida artística española del fin de siglo. Distinguiéndose con ello de sus coetáneos vanguardistas, Gecé aventura una definición de Castilla diseñada —al igual que para el Noventayocho— en torno a su valor simbólico, lo que conduce a un discurso sobre el papel de la región en la formación del carácter nacional. Castilla, liberada de todos sus accidentes, termina siendo identificada con un principio puro, el de su Dureza: suelo duro, alma dura, vida dura (32). Esa cualidad apela tanto al carácter ascético de Castilla y de su literatura como a un primitivismo ancestral sobre el que supuestamente se constituye la esencia nacional. Giménez Caballero se esfuerza por aunar el idealismo antirracionalista del Noventayocho con la exaltación de lo primordial e instintivo (lo originario en el ser humano) de los surrealistas. Los impulsos primarios conectan al ser, según Gecé, con el territorio y con la comunidad orgánica: «(Cerca ya de Madrid. En el trozo interplanetario de Getafe —color asteroide— lo que

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Este famoso texto de Unamuno parece inspirar directamente alguna metáfora de Gecé: «Tú me levantas, tierra de Castilla,/ en la rugosa palma de tu mano [...]. Es todo cima tu extensión redonda/ y en ti me siento al cielo levantado/ [...]. ¡Ara gigante, tierra castellana,/ a ese tu aire soltaré mis cantos,/ si te son dignos bajarán al mundo/ desde lo alto!» (Unamuno 1975: 73).

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nunca creí sentir: alma dura de salvaje, defendiendo su tribu con los dientes y las piedras. Alma de guardador de muertos)» (33). Exhibiendo su ambigua actitud antipasatista califica al Noventayocho de generación absolutamente castellana empeñada en sacralizar un sentido unívoco de la Historia de España, generación «guardadora de muertos: vestal de reliquias» (33) y compuesta por hombres de vocación sacerdotal empeñados en defender el espíritu sobre la materia. Hay que tener en cuenta, no obstante, que para Gecé esta comparación hiperbólica, y un tanto arbitraria, no es peyorativa pues en su particular interpretación los mejores escritores españoles: Unamuno, Ortega, Azorín, Baroja, Ayala, Machado o Juan Ramón «tienen almas de cura y de soldado [...]. ¡Gran alma por tanto!» (34). La extensa nómina y clasificación de escritores tan diversos dentro de una misma corriente responde a una ansiedad propia de Gecé por distinguirse de unos antecesores hacia los que siente a su pesar una afinidad que le perturba. No se olvide que con su proyecto de La Gaceta Literaria, Giménez Caballero pretende convertirse en faro y guía del vanguardismo español, movimiento necesitado de «enemigos» literarios y de padres contra los que rebelarse. «Paisaje de materia gris» reproduce esta dicotomía valorativa del mito noventayochista de Castilla como centro y alma de España, pues si por un lado realza el papel de la meseta, por otro parodia el modo en que el Noventayocho se había apropiado de su significado: Castilla —afortunadamente— va dejando de ser un tema retórico. Hundiéndose —con su generación inventora, la del 98— en los museos. Comenzamos ya a transitar por los pueblos castellanos sin acordarnos demasiado de Azorín, de Baroja, de Unamuno ni de Zuloaga. Ni aun de Ramón ni de Solana [...]. Y a no interesarnos de ese pequeño oficio con el sufijo en -ero que perpetuaba, lejos del ferrocarril, estampas mediévicas. (Percocero, melcochero... Véase Martínez Ruiz). Comenzamos a transitar por los pueblos castellanos higiénicamente enrollados por esa cinta cinemática que es la carretera; englobados en la esfera, vertiginosa de humo, de la gasolina (35).

El autor propone un juego de sustituciones simbólicas como estrategia para liberar a Castilla de la retórica anterior; de este modo la iglesia románica, identificada con el valorado periodo medieval, deja paso a un nuevo objeto propio de la modernidad maquinista: el surtidor de la gasolinera donde reposta el automóvil del nuevo viajero. Y como mencionaba anteriormente, el campo y las aldeas dejan de ser el centro de aten-

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ción para un observador que transita por ellos en actitud de pasajero cosmopolita: Los pueblos castellanos comienzan a gustarnos, al fin, sólo como un festón de nuestro camino. Como corpúsculos sintéticos, que confrontar —a las dos horas de marcha— con otros organismos ya no castellanos. La bencina ha limpiado de manchas la costra poética del viejo tema de nuestros padres: Castilla (36).

Dicha costra se identifica con una anticuada visión carente de dinamismo y en consecuencia «mística y nostálgica» (36). Ésta ha sido, sugiere Gecé, la manera tradicional de mirar Castilla tanto por parte de visitantes y turistas como por los noventayochistas. Para contrarrestar la retórica dominante en una literatura de viajes cultivadora de un paisajismo, tanto literario como pictórico, costumbrista y pintoresco que hacía de España un lugar exótico congelado en el tiempo y lastrado por su pasado glorioso y antimoderno, Gecé propone su personal «re-visión de Castilla». Esta novedosa manera de contemplar la meseta ha de derivar de la observación «fugaz, humeante y neumática— del coche en directa por las rutas que [atravesó] Don Quijote» (36). La vieja imagen de Castilla se compara cáusticamente, y con insinuación racista, con «la testa rapada y amarilla de un beduino» (37), testa en la que los pueblecitos son manchas de sarna y los habitantes piojos. Culpable para Gecé de esta imagen anclada en un vetusto regionalismo es, por ejemplo, Antonio Machado y su concepción del paisaje. Será el automóvil, un «Citroën» el que pueda empezar a cambiar esa noción de Castilla. Homenajea Giménez Caballero a Ortega y Gasset, quien no sólo fue el gran impulsor de la renovación estética española de los años veinte sino también apasionado automovilista. El filósofo aparece en el texto como arriesgado piloto que con su coche recorre los mismos paisajes que transitaron los noventayochistas pero percibiendo una realidad muy distinta: «Ortega y Gasset fue el primero de nuestros escritores que dejando a un lado el carrito azoriniano, montara en un torpedo sin sangre animal, para examinar de cerca las circunvoluciones cerebráticas que ofrecía la cabeza famosa de Castilla» (37). La nación es entendida nuevamente, como para los krausistas, como organismo vivo, un cuerpo en el que la meseta actúa de carburador y motor. Pero la mirada que propone Gecé ya no se circunscribe a la visión de Ortega, del que se esfuerza por distinguirse; su perspectiva escópica

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será más radical y novedosa pues consiste en observar Castilla desde el avión. De esta «re-visión» ha de surgir una nueva poesía menos sentimental y más en consonancia con su dureza esencial. Criticando las veleidades costumbristas y emotivas de la literatura regionalista —«(Nada de frondas, agua, casitas blancas, pintadas vacas, fábricas, canciones y bellas mujeres. Ninguna morosidad para las apetencias. Ninguna distracción hacia los particularismos)» (38)— se concentra Gecé en la valoración del intelecto y de un paisaje que es «materia gris» y «refinada organización central de nervios distributores de voluntad y de energía» (38). Su alta valoración de la abstracción pictórica influye marcadamente en esta teoría de Castilla. En la cuarta parte, «Sobre el signo avión», se desarrolla la idea de la necesidad de un cambio radical en la manera de representación artística del campo castellano. Un cuadro de Jean Arp sirve a Gecé para establecer la diferencia entre el impresionismo pictórico modernista y el surrealismo, distinción establecida sobre una cuestión de perspectiva: Para que una generación se discrimine y diferencie de las anteriores será preciso [...] que aporte un nuevo y radical punto de vista. *** Donde se veía ya clarificarse distintamente esta diferenciación —dentro de las nuevas generaciones— era en la pintura. Justamente, donde el paisaje (la superficie y fondo de las cosas) podían ser visualizadas de otra manera, antes que en otros sectores del arte. Uno de esos últimos cuadros suprarrealistas que acaba de exponer Arp en París, comparado con una tela impresionista finisecular (y aun con una expresionista del 1915), se diferencia, no ya lo que un huevo de una castaña (huevo y castaña = ovoidismo), sino lo que una montaña vista desde la carretera y desde una nube (39).

Valora Gecé en Juan Gris y Joan Miró el sentido geológico de su pintura y su visión de pájaro; resume el arte del primero como «mapa de poliedros» y del segundo como «itinerario estratégico de subconsciencias» (40). Reconociendo el desgaste que han sufrido para finales de los años veinte las apologías futuristas del maquinismo, mostrará mayor interés en las novedades surrealistas. Así, su exaltación del avión y de la visión aérea no se deja llevar del todo por el entusiasmo mecanicista. La interpretación sobre las nuevas maneras de representación artística se va revelando como un discurso de apoyo a la vanguardia más novedosa del

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momento —la que representan André Breton y sus seguidores— y como alegato político. Pero intentando distanciarse del movimiento francés, Gecé (siempre en su fervor ibérico) aspira a dar a sus reflexiones en Julepe de menta el carácter de «ensayo hispánico» (40). A estas alturas de su actividad de animador cultural de la vanguardia española, se va interesando paulatinamente por un arte comprometido con un proyecto político-cultural conservador y extremadamente nacionalista. Esta orientación hace que el viaje en avión de un grupo de escritores castellanos a Barcelona, en acto de hermanamiento cultural, no sólo sirva para proclamar sus postulados estéticos sino para avanzar un ideario político que se afianzará en los meses venideros y sobre todo a partir de la instauración de la Segunda República en 1931. Giménez Caballero presenta cinco visiones desde el aire a las que van unidas unas reflexiones sobre el problema de los nacionalismos peninsulares. Lo que vio Gecé desde el aire fue: 1) Que un caballo negro tiene un aspecto simpático de insecto [...]. 2) Que un carromato tiene una apariencia de bola de escarabajo: cosa lenta, triste, exagerada y hedionda [...]. 3) Que un tren es algo atrozmente petulante, insoportable y ridículo... El tren fue nuestro 98. Un pueblecito y otro pueblecito. Kilómetros de desolación. ¡No hay que dejar piedra sobre piedra! (Las piedras se ven muy bien desde el tren. Y los campanarios. Todo desde el tren toma aspecto de campanario. De problema local.) 4) Que un automóvil es —desde 2 300 metros— algo más insignificante de lo que a ras de tierra parece [...]. El automóvil no tiene importancia desde el avión: se le ve trabajar sobre ruedas. Y las ruedas son organismos demasiado viejo estilo. Demasiado noria, todavía. 5) Que el avión es el nuevo caballo de Troya. (Vientre de leño con luchadores dentro.) (41-42).

En la progresión maquinista y dinámica, ningún medio de transporte (caballo, carromato, tren ni automóvil) alcanza la relevancia del avión, verdadero símbolo vanguardista. El símil militar del aeroplano como un alado caballo de Troya que transporta a unos nuevos guerreros no puede pasar desapercibido pues apunta a la influencia de un ideario político muy concreto como base misma de «Cuadrangulación de Castilla».8 Sobre di8 En el fragmento titulado «Italia y España (circuito sin competición)», Giménez Caballero hablando en calidad de director de La Gaceta Literaria alude a la venida a

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cho ideario reposan los cimientos para la visión castellanista de España que triunfó en el credo falangista pocos años más tarde con la muy notoria participación del propio Giménez Caballero. El avión vanguardista supera al tren noventayochista y al moderno automóvil por mostrar una nueva España diversa pero orgánica, cuya meseta funciona como centro neurálgico: «Cerebro de la Península; masa capital de una geografía; carburador de sus explosiones; motor de sus ruedas, sus bielas y sus dientes» (38). «Cuadrangulación de Castilla» concluye con tres hurras. El primer grito de júbilo se hace al avión que transporta a los escritores, un «Junker ibérico» (42). El segundo es invitación a superar la estética anterior, condicionada por la dependencia de los viejos vehículos que ofrecían una imagen localista y anticuada del paisaje. El tercer hurra se dedica elocuentemente a la nueva España: «aviónica y trasparente: en aspa: desde un cabo al otro cabo, recorrida sin escalas» (42). El avión le muestra una España como «sumario de relieves orográficos, de tintas planas y de horizontes sin cierres» (42), la que triunfa según su interesada interpretación en la nueva lírica y la nueva pintura. La perspectiva aérea además de aportar imágenes novedosas le hace llegar a una conclusión de considerable trascendencia política: la visión de un territorio sin fronteras del que emana un sentido de unidad. Así lo expresa: «Que el avión suprime todo problema nacionalista [...]. Que el problema de la multiplicidad de lenguas en una demarcación cualquiera no tiene interés. No se oye nada con el ruido del motor» (42). Esta cuestión alcanza notable relevancia al ser el destino del viaje Barcelona, y en concreto en un momento en que la Dictadura del general Miguel Primo de Rivera (1923-1930) suprimía las reivindicaciones nacionalistas y secesionistas catalanas. La evolución posterior de Giménez Caballero no hace sino confirmar su lectura eminentemente política de Castilla y de los mitos del Noventayocho. En su artículo de 1931, «Color de España»,9 prosigue el autor sus reflexiones en torno al problema nacional. En este artículo se consolida la noción de Castilla como «cifra» de toda España y lugar

España de Marinetti y a sus preocupaciones políticas. Aboga por la amistad y entendimiento con Italia «sea cual sea la ocasión o el régimen en que éstos se produzcan» (55). 9 Este fragmento es calificado como «aperitivo» en la edición de Julepe de menta y otros aperitivos de 1981. En el prólogo del autor, titulado «Modo de gustar este libro», Giménez Caballero reconoce la imbricación entre lo político y lo estético tan característica de su escritura. Así expone que «mis mejores artículos literarios fueron siempre políticos» (5).

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donde se condensa la idea de nación: «La España —nueva y grande— que otra vez se avecina, NO TENDRÁ YA NINGÚN COLOR» (92). Este principio le va a permitir considerar a Castilla como rayo de luz que refractado sobre el prisma peninsular produce la variedad que es España, variedad que emana sin embargo de una sola fuente de luz: «Pureza y diafanidad. Cristal» (92). Pero su propuesta va más allá pues Giménez Caballero defiende la uniformidad de toda la nación bajo el dominio de un monocromatismo de naturaleza ideológica: «Basta de color para España. Terminado nuestro imperio colonial nada queremos saber del color. Terminado nuestro reino de la carne y la materia, sólo espiritualidad y traslucidez. Aire virgen. Altura olímpica de meseta» (93). La repercusión del pensamiento del autor en los principios que sustentaron el ideario franquista se muestra aquí en toda su extensión. Giménez Caballero se vuelve así contra las ideas que dieron origen a Julepe de menta, pues de hecho termina proponiendo un esencialismo casticista mucho más radical que el que cultivaron los noventayochistas. La visión de Castilla desde el aire sirve de excusa para promocionar un proyecto político anclado en una idea retrógrada de la tradición, a la que identifica a partir de los años treinta con catolicismo, imperio y lengua española. Abjura Gecé de toda conexión con el credo liberal y vanguardista del que nació su proyecto de La Gaceta Literaria. Si en Julepe de menta, Castilla era el cerebro de España, se convierte poco después en alma o incluso en manifestación de la divinidad, como afirma con delirante mesianismo: «Que todo el mundo al venir a España por color —como por agua bendita se fue en otros tiempos a Compostela— se encuentre, atónito, que moja sus dedos en luz y sombra, como si los introdujese en la boca de Dios» (93). A partir de 1932, con su obra Genio de España, Gecé desciende definitivamente del avión vanguardista para comenzar su ascenso (ascesis) a los montes y sierras desde donde contemplar nuevamente Castilla. Describe su subida al monte de El Pardo como culminación de su proceso de unión mística con una Castilla transformada en tierra sagrada: «enraizado a esta tierra de El Pardo por parentesco de sangre familiar, siempre lo he considerado como el generatriz de mi ser, de mi alma y de mi poesía, como si en él residiese el mejor genio de mi casta [...]. Por eso en este Tabor de mi Pardo siento que algo profético y delirante me asciende desde las entrañas de esta tierra, que son mis propias entrañas» (94-95). En este momento de su trayectoria vital y literaria, ya ni siquiera coincide con el esteticismo un tanto romántico del Noventayocho; ha triunfado finalmente la mirada tradicional de un profeta reaccionario.

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Prefiero concluir, sin embargo, con el atrevido y original escritor que fue Ernesto Giménez Caballero, y no con el ideólogo fascista en el que se convirtió en los años treinta. Velocidad, imaginación, prosa dinámica, ligereza, aprensión por lo grave son algunas de las claves para interpretar el proyecto vanguardista de Gecé así como el propio título de su obra. Ernesto Giménez Caballero reflexiona con entusiasmo juvenil en Julepe de menta sobre el papel del arte nuevo y sobre las insólitas perspectivas que se ofrecen al ojo vanguardista bajo el dominante influjo de un refrescante julepe de menta. Por el contrario, cuando se entrega a meditaciones sobre la esencia de lo nacional y sobre el mito de Castilla como símbolo de la España eterna cae bajo los efectos de densos licores que le inducen a producir una literatura mareada, estomagante e indigesta.

BIBLIOGRAFÍA CANO BALLESTA, Juan (1981): Literatura y tecnología. Las letras españolas ante la revolución industrial (1900-1933). Madrid: Orígenes. GIMÉNEZ CABALLERO, Ernesto (1981): Julepe de menta y otros aperitivos. Barcelona: Planeta. — (1928): Yo, inspector de alcantarillas. Madrid: Biblioteca Nueva. GREENFIELD, Sumner M./GONZÁLEZ DEL VALLE, Luis T. (eds.) (1997): La generación del 98 ante España. Boulder, Colorado: Society of Spanish and Spanish-American Studies. GUBERN, Román (1999): Proyector de luna. La generación del 27 y el cine. Barcelona: Anagrama. LAÍN ENTRALGO, Pedro (1947): La Generación del noventa y ocho. Madrid: Espasa Calpe. MAINER, José-Carlos (1983): La edad de plata (1902-1939). Ensayo de interpretación de un proceso cultural. Madrid: Cátedra. NICOLÁS, César (1999): «Surrealismo y provocación. La navaja en el ojo: Una imagen literaria, pictórica y fílmica». En: Wentzlaff-Eggebert, Harald (ed.): Naciendo el hombre nuevo... Fundir literatura, artes y vida como práctica de las vanguardias en el Mundo Ibérico. Frankfurt am Main/Madrid: Vervuert/Iberoamericana, pp. 17-57. ORTEGA Y GASSET, José (1986): La deshumanización del arte y otros ensayos de estética. Madrid: Revista de Occidente en Alianza Editorial. PINO, José M. del (1995): Montajes y fragmentos: una aproximación a la narrativa española de vanguardia. Amsterdam/Atlanta, GA: Rodopi.

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— (2004): «“Aviónica y trasparente”: re-visión de Castilla en la estética vanguardista». En: Pino, José M. del: Del tren al aeroplano: ensayos sobre la vanguardia española. Prólogo de Antonio Gómez L. Quiñones. Boulder, Colorado: Society of Spanish and Spanish-American Studies, pp. 161-175. SALINAS, Pedro (1976): Víspera del gozo. En: Salinas, Pedro: Narrativa Completa. Edición de Soledad Salinas de Marichal. Barcelona: Barral, pp. 9-63. UNAMUNO, Miguel de (1975): Poesías. Edición de Manuel Alvar. Barcelona: Labor. VARELA, Javier (1999): La novela de España. Los intelectuales y el problema español. Madrid: Taurus.

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LA ANTÍTESIS ‘POPULAR’ / ‘DEMOCRÁTICO’ EN EL ROBINSÓN LITERARIO DE ESPAÑA (1931-1932) Enrique Selva Roca de Togores

DE GECÉ AL ROBINSÓN «Giménez Caballero [...] cada día más solo y no por falta de querer estar acompañado, [y] tan indiscreto como siempre.» Con esta afortunada instantánea, Pedro Salinas describía a su amigo Jorge Guillén, en carta de abril de 1930, la posición de Gecé un año antes de la proclamación de la II República (Salinas/Guillén 1992: 106). Lúcido testimonio, porque databa en fecha temprana el aislamiento, y sobre todo porque subrayaba que esa soledad era cualquier cosa menos deseada. Precisamente en esos momentos, Gecé estaba empeñado en abrir un hueco a su proyecto político heredero de la vanguardia —una vez decretada su extinción artística— en el marco de las nuevas expectativas surgidas con la caída de la dictadura. La efervescencia del «asunto catalán», la política cultural expansiva hacia las comunidades sefardíes del área balcánica, la pujanza del movimiento universitario o las posibilidades que ofrecía el cine como medio propagandístico y educador ocupaban sus afanes en esos días inciertos que presagiaban un cambio radical en la situación del país. Sería incurrir en una simplificación excesiva limitar las razones de su progresivo aislamiento a su adhesión a la ideología fascista, cuando ésta era ya pública desde el regreso de su «circuito imperial» de 1928 y más que explícita con la aparición de la «Carta a un compañero de la Joven España» en febrero de 1929. Ese proceso lo hemos analizado por extenso en otro lugar (Selva 2000: 101-163) y no será necesario —ni posible— incidir de nuevo en él. Pero quizá sea conveniente remarcar esta constatación: para explicar su conversión en El Robinsón literario de España, tan importante, al menos,

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como su decantación ideológica, fue el clima espiritual y político de esos meses convulsos que median entre la dimisión del general Primo de Rivera y la proclamación de la República. Un tiempo en que «había que definirse», y en el que cada vez quedaba menos espacio para las piruetas y los juegos verbales, paradójicos y ambivalentes, de Giménez Caballero. Desde este prisma, el tono de la nueva situación habría de ser mucho mejor reflejado por la recién aparecida revista de izquierdas Nueva España que por La Gaceta Literaria, cuya estrella —apenas dos años antes tan chispeante— se apagaba a ojos vista. Fue, con todo, el advenimiento de la República el hecho determinante que precipitaría su final. El tono vindicativo con que La Gaceta acogió el cambio de régimen no deja lugar a dudas: tras repasar la ejecutoria de su publicación como precursora de la República, Giménez Caballero reclamaba «una estimación justa. Más que justa: justiciera» (EGC 1931: 1). Y por sorprendente que pueda parecer, habida cuenta de su conocida significación ideológica y su participación —¡en esos mismos momentos!— en el semanario fascista La Conquista del Estado, acarició la esperanza de que el naciente régimen le premiase sus anteriores méritos. Se arrimó a los nuevos gobernantes, se ofreció para filmarlos, abandonó la revista de Ledesma, se alejó prudentemente de Cambó al advertir que el eje de la política catalana giraba en torno a Macià, y volvió a recorrer las comunidades sefardíes balcánicas al amparo del presupuesto de la Junta de Relaciones Culturales del Ministerio de Estado... Precisamente a la vuelta de esa gira cultural fue cuando se percató de la desbandada de los ya menguados colaboradores que le quedaban a La Gaceta Literaria. La respuesta de Gecé a esa soledad impuesta consistió en lanzarse a la empresa obstinada y titánica de los seis números de El Robinsón literario de España,1 encarnándose en el mito creado por Defoe, particularmente repelente a su sensibilidad: «mito liberal, indus-

1 Utilizo la edición de bibliófilo recogida por el autor en 1932, sobre todo por su fundamental introducción titulada «Mi género». Los seis números del Robinsón aparecieron en las siguientes entregas de La Gaceta Literaria: I (GLit., 112, 15 de agosto de 1931); II (GLit., 115, 1 de octubre de 1931); III (GLit., 117, 1 de noviembre de 1931); IV (GLit., 119, 1 de diciembre de 1931); V (GLit., 121, 15 de enero de 1932) y VI (GLit., 122, 15 de febrero de 1932). En adelante, haré constar entre paréntesis, en cada cita textual, el número de la entrega en números romanos y la página correspondiente en arábigos.

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trioso, anglosajón, moderno —anatemizado por los místicos nuevos y celulares del mundo» (IV, 1). Redactados íntegramente por él con pasión desatada entre agosto de 1931 y febrero de 1932, amparados bajo la cabecera de La Gaceta y sin romper con su condición de «periódico de las letras», están escritos en una variedad de registros que recorren todas las escalas entre la sutil ironía y el sarcasmo brutal; entre el gracejo eutrapélico y el disparo cargado de la más aviesa intención. Como en ninguna otra de sus obras, el yo del autor se fracciona en voces múltiples y contradictorias: con frecuencia el Robinsón se exalta y grita; otras veces afecta posturas de dudosa humildad; en ocasiones adopta el susurro confidencial e íntimo, con abundantes dosis de sustancia autobiográfica. Le cuadra bien la condición de «polifónico» que George Steiner (1995: 277-278) atribuyó al Kierkegaard pensador, salvadas todas las distancias. O la apreciación de García Venero (1967: 31) cuando calificó a Giménez Caballero como «un simulador dotado de talento literario» . El Robinsón constituye un documento único en las letras españolas por su voluntad de experiencia periodística total. En él se dan cita todos los géneros y todos los formatos del periodismo: el artículo de fondo, el suelto, la gacetilla, el manifiesto y la recopilación documental; el reportaje; la nota de crítica literaria y costumbrista, el esbozo de ensayo político o la indagación folclórica, desde perspectivas siempre personales y sorprendentes; el texto deliberadamente satírico, la parodia de la copla popular («Coplas del tarará a los ugetés madrileños»), la visita literaria, la entrevista y —como no podía ser menos en un Robinsón— la autoentrevista... Con sus secciones fijas: el miradero impertinente de «Los anteojos» o «El paseante en Cortes»; «Los anuncios del Robinsón», dibujados por su mano, donde prosigue en abreviatura extrema sus experimentos de síntesis visual iniciados en los «Carteles literarios»; la búsqueda de la interacción de los lectores en «Servicios de estafeta», o desde la segunda entrega, la «Fortuna del Robinsón», buena oportunidad para el autobombo, al recoger el eco de su publicación en otras voces. Todo ello en un espacio de confluencia intermedial que abreva en las artes y espectáculos de mayor calado popular (el teatro, el baile, los toros, el cine), hace su incursión en el folletín (con «La feminidad en la República», que acabaría por llamarse «Las mujeres de Cogul» y dejaría inconcluso) y prolonga el alcance de su curiosidad al arte olfativo, con la propuesta de un «Esencial Club». El resultado es esa novedosa y poliforme tribuna, que él mismo acertaría a calificar así:

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«Una Summa literaria hecha con cante jondo». Un auténtico tour de force, un derroche verbal que se tomó la licencia de medirlo en uno de sus característicos alardes «recordmánicos», cuando agavilló las seis entregas en una edición de bibliófilo: Yo he levantado —escribía en la introducción, titulada «Mi género»— [...] este templete del Robinsón Literario, sobre 64 columnas de periódico. En la trabazón edicular utilicé 38.400 líneas teóricas de linotipia, a 14 cíceros de los cuerpos 8, 9 y 10. Para nutrir esas líneas, y como cimentado mortero de ellas precisaron 230.400 palabras. Para todo ello dar como resultado una arquitectura totalitaria, complexiva y armónica: «El Robinsón Literario de España». Esto es: una estructura de 6 cuerpos integrantes, con una amplia zona solariega en torno donde continuar «las obras y los días» de una planimetría ambiciosa y futura. Dicho de otra manera y con términos profesionales: una Biblioteca equivalente a 6 volúmenes de unas 250 páginas cada uno. Unas 1.500 páginas de tomo en formato de 4º corriente.

Su valor como documento para seguir los avatares político-intelectuales de la II República en su primer año de existencia, desde una subjetividad absoluta, teñida de humor no pocas veces amargo, es inapreciable. Pero además, sumado a los dos libros, de muy distinta factura y propósito, publicados paralelamente en 1932 —Genio de España, su obra más difundida, y Manuel Azaña (Profecías españolas), compuesto en parte por una recopilación de artículos periodísticos, algunos de ellos del Robinsón—, nos arroja un corpus literario de considerable extensión para definir un momento clave en su trayectoria ideológica y en su perfil como escritor. Hasta el punto de poder afirmar que al término de este período robinsónico cabe situar el punto de no retorno, la consumación de la ruptura con las débiles amarras que le unían aún con la cultura política liberal.

LA REPÚBLICA DE INTELECTUALES QUE «NADA INVENTA» Pocas imágenes tan reveladoras del significado del 14 de abril como la transmitida por Elisa Morales, mujer de un futuro ministro de la República, Bernardo Giner de los Ríos, en los momentos mismos del acontecimiento: aquella del obrero madrileño voceando, desde lo alto de

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un camión, en medio de un desbordamiento de júbilo irrepetible: «¡Viva la República traída por hombres cultos como Fernando de los Ríos!» (Morales 1981: 13). Reveladora, porque apuntaba a dos elementos omnipresentes en los arranques del régimen: la reactivación del concepto de pueblo, que parecía cobrar pujante realidad, y la idea de su redención por la cultura. Ahora bien: la concepción del pueblo sobre la que se asentó la política republicana —y sobre todo su política cultural— era en exceso tributaria de la contrafigura colectiva creada por los intelectuales finiseculares; como tal, en buena medida hacía oídos sordos a la realidad de la irrupción de los movimientos de masas y del proletariado organizado, que había tenido lugar en el primer tercio de siglo. Había, pues, mucho de espejismo en la imagen de pueblo en marcha que podía deducirse facilonamente de los entusiasmos callejeros del 14 de abril. Este arquetipo de los hombres del regeneracionismo y del 98 —ha escrito Francisco Villacorta— [...] se componía precisamente de los múltiples elementos heterogéneos que la razón ideológica, la práctica política y la norma jurídica colocaban sistemáticamente fuera o en la frontera del orden dominante. Era el pueblo amenazante de las organizaciones proletarias, que se iba separando de los valores liberales: de la propiedad, de la religión, las libertades en su sentido normativo clásico; era el pueblo sufriente y desarraigado, objeto de curiosidad estética y moral de los hombres del 98; era el rebelde anarquista, que conectaba arquetípicamente, en su destructivo empuje, con la conciencia antifilistea del nietzscheanismo, tan presente en todos ellos. Era también el pueblo «menor de edad», «las masas neutras» de las diatribas costianas.

Un «pueblo proteico», en suma, «difícilmente asumible como valor político positivo» y para el que «fue preciso estilizarlo con el maquillaje de un nacionalismo estético o petrificarlo en una idealizada concepción cientifista» (Villacorta 1998: 136-137). Los límites de la política ilustrada republicana —tan bienintencionada y meritoria, por otra parte— derivaron en no escasa medida de esa «trasnochada inteligencia del concepto de pueblo» sobre la que se asentó una gestión política cultural casi en exclusiva cobijada en criterios pedagógicos, en una receta «básicamente escolar y libresca, un tanto —o un mucho— despreocupada por el avance experimentado en el tercio de siglo anterior por los medios masivos de comunicación y por su incidencia sobre las culturas po-

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pulares», y aferrada a «viejos clichés anticlericales» (Martínez Gallego et al. 2003: 163-166). Todo ello dio a los primeros compases del nuevo régimen un cierto aire de anacronismo. O dicho en otros términos: la República se disponía a afrontar problemas «muy siglo XX» sin haber superado plenamente los esquemas del XIX. Giménez Caballero fue muy consciente de este hecho. Y lo abordó desde ángulos diversos. El más llamativo, el que domina en las páginas iniciales de El Robinsón, consistió en poner en solfa la «República de los intelectuales» con el pretexto de la deserción masiva de los escritores al campo de la política. Que esa percepción no era una interesada fantasía suya, al menos en el primer año republicano, parece confirmarlo la impresión de un escritor menos desaforado, y nada sospechoso de antirrepublicanismo, como Salinas. En vísperas de la proclamación, y de nuevo en carta a Guillén, calificaba a la política como «el verdadero gas asfixiante de nuestros días»; escribir versos o comentar a Dante, por ejemplo, se veía «como una incalificable cobardía». «Total —concluía Salinas—, la vida imposible. Porque ese terrorismo de la política, ese pistolerismo social llega a todas partes, lo invade todo» (Salinas/Guillén 1992: 134). Y en junio de 1931 llegaba a constataciones análogas a las de Giménez Caballero: «Los amigos que no han sido nombrados directores generales o consejeros de Estado [...] son embajadores» (Salinas/Guillén 1992: 138). Desde la sección «Los anteojos», y como quien juega infantilmente al veo-veo, dirige sus dardos a los antiguos amigos que lo habían abandonado o a sus enemigos más acérrimos. «Veo que Arconada se ha hecho comunista», parece decir con tristeza. «Veo a José Díaz Fernández, por fin, de diputado, descansando en paz. Se lo merecía...». «A quien no veo es a Nueva España», comenta no sin malicioso regocijo porque su Gaceta la hubiese sobrevivido. «Veo que Ledesma ya no grita» (I, 2), en alusión a su salida estrepitosa de La Conquista del Estado. Araquistain, antiguo compañero en la redacción de El Sol, ocupa una flamante subsecretaría en el Ministerio de Trabajo, con Largo Caballero; y José Bergamín, a quien visita intempestivamente en su despacho oficial, es nada menos que Director de Acción Social Agraria e Inspector General de Seguros y Ahorros (I, 3). No obstante, lo que más parece irritarle es ver a sus compañeros de letras desempeñando puestos en la diplomacia, sin duda porque le hubiese gustado contarse entre los elegidos. Así lo confiesa, entre bromas y veras, en un divertido suelto titulado «Si usted... Es decir, yo»:

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¡Si usted fuese embajador...! [...] Pero resulta que no soy embajador de la República. Que la República ha creído prudente reservar en su Arca de Noé un ejemplar macho, para que no se acabe la especie tras el diluvio. [...] ¡Si usted no fuese rico...! —Si yo no fuese rico, tan rico de recursos [...], ¿quién iba a sostener al Estado, a la situación, a nuestra amada República ante la antipatriótica emigración de capitales, de capitales literarios? [...] ¡Sí, usted es un dinámico! Sí, usted es un dinámico —me comenzaron a decir desde hace tiempo—. ¡Usted es un dinámico infatigable! Naturalmente yo me lo creía [...]. Y yo me seguía moviendo como una hélice, ebrio de mi dinamismo. Pero poco a poco mi ebriedad fue desapareciendo, como cuando Buster Keaton, despertando de sus alucinaciones de amor, advertía que eran otros los que se llevaban la novia (III, 6).

Al visitar la sede del diario Crisol, donde ha ido a recluirse la figura venerable de don Nicolás María de Urgoiti después de la maniobra que lo desposeyera de El Sol, el local del periódico le parece sumamente estrecho; pero los que van allí «saben que por esa puertecita feliz —como en feria mágica— se sale a una Embajada, a un alto cargo, a un bonito chapuzón en el presupuesto...» (I, 3). Estupefacto contempla los destinos diplomáticos de Álvarez del Vayo, Madariaga, Pérez de Ayala (en Londres), su antiguo maestro Américo Castro (Berlín), Ricardo Baeza (Santiago de Chile)... Puestos a cometer el desatino de confeccionar un cuerpo diplomático nutrido de escritores, ¿por qué no se ha pensado en Baroja para la embajada en Roma? «Ha hecho novelas con la obsesión de Italia. En César o nada hay una comprensión de Roma, que vaticina el ensueño del Duce.» ¿Y Gómez de la Serna, para cualquier parte del mundo? Ramón se ha revelado en su tertulia de Pombo como el diplomático más acertado y con más sentido de «la mesa, del banquete, del convivio». O José María Salaverría, para una embajada iberoamericana: Alguien me dirá: ¡Es que Salaverría no era republicano! Pero, ¿quién era republicano sin ser embajador? No. Lo que le ha fastidiado a Salaverría no es el declararse o no republicano cinco minutos antes de la cosa. Sino el enseñar la oreja demasiado crudamente en favor de la burguesía española. Esto no lo perdona nunca una bur-

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ENRIQUE SELVA ROCA DE TOGORES guesía naciente y vergonzante como la nuestra. A la nuestra había que decirle: ¡Abajo la cochina burguesía! Y luego ametrallar a los obreros (I, 4).

Su largo repaso concluye con estas palabras: «No es que me parezca absurdo que los diplomáticos sean intelectuales. Lo que me parece inmoral es que a los intelectuales se les haga diplomáticos.» ¿Quién le iba a decir que, en un futuro aún lejano, estas palabras se volverían contra él, que también sería un «embajador de los que saben escribir», aunque en una situación política muy distinta y en un país de tanta relevancia desde el punto de vista internacional... como el Paraguay del general Stroessner? El sarcasmo se desata cuando, en diciembre de 1931, lo visita un joven pastor-poeta desconocido. Viene de Orihuela y responde al nombre de Miguel Hernández. Se lo envía Concha Albornoz, hija del ministro de Justicia. Lo recibe en los talleres de La Gaceta Literaria; lo somete a un «interrogatorio de Juzgado municipal», lee algunos de sus poemas. «Despedí a nuestro nuevo pastor poeta. Y le prometí que hablaría de él. Comprendí su angustia, su ansia, su sueño. Simpático pastorcito caído en esta Navidad, por este nacimiento madrileño.» A los pocos días el joven le envía una carta, desde el mismo Madrid, anunciándole que se le acaba el poco dinero que ha logrado reunir en su pueblo natal. Giménez Caballero lanza un llamamiento con su tono más achulapado y chillón: Queridos camaradas literarios: ¿no tenéis unas ovejas que guardar? Gobierno de intelectuales: ¿no tenéis algún intelectual que esté como una cabra para que lo pastoree este muchacho? [...] ¡Hacedle aunque sea ferroviario! ¡A ver, a ver! ¡Vosotros los literatos influyentes y mangoneadores! ¡Un premiecillo nacional para este pastor! ¡Para este poeta parado!2

En última instancia, esa República ilustrada que se precia de redimir al país de la incultura se ve condenada a ser testigo de «las salvajadas magníficas de nuestros indígenas patrios». Gecé recorta maliciosamente noticias de los periódicos para elaborar su propio archivo surrealista: «Unos campesinos andaluces, cortan las patas a reses vivas. Un indivi-

2 «Un nuevo poeta pastor» (V, 10-11). Una versión más accesible del suceso, con retoques, en EGC (1985: 209-212). Sobre la relación entre Giménez y el poeta oriolano, véase Sánchez Vidal (1992: 28-29 y 52-55) y Ferris (2002: 104-110 y 133-135).

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duo enlaza corredizamente el cuello de un niño a una camioneta en marcha. Unos tales de Granada prenden fuego a un viejo». Espectáculos ante los que imagina a la creciente escuadra de Consejeros de Instrucción Pública... cayendo sobre el inminente delincuente indígena —agarrándole por la camisa, y propinándole un grave, sesudo, respetable consejo de instrucción pública, para que no deje mal a la decencia nacional, a la redención de las provincias, donde todo respeto debía ya tener asiento y acomodo; donde toda violencia de incultura debía estar proscrita ya a estas horas; a estas horas tan cultas e instruidas, de España (III, 2).

La República ofrecía a Giménez Caballero múltiples flancos sobre los que disparar, siempre desde posición arriesgada, sus envenenados dardos. Por no decir sus pedradas, pues el Robinsón más genuino tiene el aire del muchacho madrileño barriobajero que Gecé, por florecientes que fuesen los negocios paternos o muchos los países recorridos en circuito de misión cultural, nunca dejó de ser. Sus críticas coinciden y anticipan en algunos extremos la labor de zapa emprendida por la derecha antirrepublicana en el bienio social-azañista (pensemos en semanarios satíricos como Gracia y Justicia). Pero están arrojadas desde otro parapeto; o mejor: desde parapetos distintos y aun contrarios. Porque en el ánimo del escritor confluía, en cóctel explosivo, el vanguardista estridente, pero arrepentido, que se había permitido transgredir los sensatos límites del proyecto de modernidad artística alentado desde los círculos orteguianos (véase su «Eoántropo», publicado en la mismísima Revista de Occidente); el intelectual de orígenes regeneracionistas, con los que vuelve a encontrarse, y el resentimiento del preterido. La República encarna todos aquellos valores que él repudia. Es un régimen anacrónico: «esta terrible República que ‘nada inventa’. Que ‘hereda’ el Himno de Riego, que ‘hereda’ el morado de la bandera, que ‘hereda’ la confusión del 73... Que ‘hereda’ hasta ministros y situaciones de la Monarquía...» (I, 6). Un régimen acogido a la vieja fórmula parlamentaria —«toda la psicología de nuestro parlamentarismo trasciende a café con leche» (III, 2), pues de la tertulia de café ha salido la mayoría de los diputados—; que refugia su proyecto cultural en la escuela y los libros, desoyendo las posibilidades ofrecidas por los nuevos medios de comunicación de masas. Un sistema matriarcal, la cristalización del poder en una «Mítica del sexo femenino» consistente en:

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ENRIQUE SELVA ROCA DE TOGORES Hablar de «la niña que se hace mujer en las Cortes». Elegir mujeres como símbolos de régimen (concursos populares). Y —sobre todo— en dar beligerancia a los elementos menos virulentos del régimen: el intelectual, el abogado, el médico, el socialista, el efebo, e incluso la misma mujer, con su falda, sexo y todo. Es decir, aquellos elementos de sentido, que llamaría Marañón intersexual, que diesen un sentido humanitario, pacifista, dulce, idílico y materno a la situación. Por el contrario, quedaron relegados a sospecha, vigilancia o desuetud, los elementos más netamente virófilos y agresores: sindicalistas, militares, ingenieros, empresarios... (II, 4).

A la vista del espectáculo republicano, el Robinsón cada vez confía menos en la formación de partidos, entendidos como «masas encuadradas en una disciplina para el asalto al Poder»: Cada vez voy creyendo más —en cambio— que el Poder está en España al alcance de cualquiera, de cualquiera que desee sobre él encaramarse, con tal que —persona o grupo— nos divierta a los demás. (¿Golpe de Estado? No: de tablado.) [...] Hay algunos que sueñan para España en marchas heroicas al Poder —como las bolcheviques, las fascistas, las hitlerianas. Un sueño. España tolerará la marcha de una cuadrilla de toreros, de una tropa de circo, de una farándula cualquiera, y mejor que nada de un solo actor, de un protagonista. [...] España es un inmenso café, un inmenso casino, una inmensa sala de butacas alunadas para ver la calle, lo que pasa, lo transeúnte, la acción. Y comentar (IV, 2).

La República, además, es percibida como el dique contra las «barrabasadas impertinentes e impetuosas» (I, 16) de la juventud más bárbara y escandalosa, y el lugar de acomodo de los jóvenes más domesticados. Por eso, no parece sorprenderse mucho ante los resultados de una encuesta organizada por el semanario Estampa sobre el suicidio por amor. El hecho de que nadie se muestre partidario del mismo, le merece este comentario: «Los nuevos románticos de España se ríen de Werther y de Larra. ¡Matarse por amor! ¡Qué risa! ¡Si fuera matarse por un sueldo en el presupuesto! Porque, en España, los sueldos en el presupuesto llevan un nombre romántico, romántico: se les llama: Destinos» (III, 6). Y es que la angustia desolada de Larra, su «candente mirar» sobre la realidad española, entre tanto escritor «fácil, suave, chocolatoso y optimista», sólo lo recoge en la España republicana el Robinsón: «Junto a la

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tumba de Larra, último cirio que se consume: mi piedad, solitaria e indecible, al viento» (IV, 4). Por otra parte, las páginas de El Robinsón literario de España registran puntualmente la crónica de los desencuentros y las enemistades con antiguos compañeros de lides culturales. En varios de sus artículos es posible seguir por sus pasos el progresivo distanciamiento de Ortega, convertido en estrepitosa ruptura con el ataque feroz que le propinará en Genio de España. Con Benjamín Jarnés está dolido porque le lanza «excomuniones solapadas» con «estilo frailuno», utilizando el pretexto de citar a Ortega, «el santo que le paga las misas y al que siempre será poco rezarle un padrenuestro diario» (II, 13). Se incomoda con Domingo Barnés al encontrarlo «evasivo» y «áspero» ante sus intentos de aproximación para llevar adelante sus proyectos de cinema educativo y de los sefardíes (III, 2). Pedro Salinas se ha molestado con el Robinsón por la nota publicada a propósito de la concesión del Premio Nacional de literatura a Cipriano Rivas Cherif, cuñado del jefe del Gobierno (VI, 6). La ruptura con Ricardo Urgoiti se produce cuando el Cineclub Español cambia su nombre por Estudios de Proa-Filmófono, al iniciar su 4ª temporada, y es invitado con 24 horas de antelación a que la presente: El papel de bailarín de circo —le escribe en carta hecha pública— me gusta hacerlo cuando ello redunda en beneficio de una idea superior, pues no temo el ridículo, como te ha constado más de una vez. Pero el que me señale la gente con el dedo, diciendo: «ése ha bailado tres años por nada y ahora baila diez minutos por una propina» eso no entra dentro de mi abnegación (V, 11).

Y con Antonio M.ª Sbert, el fundador de la FUE, a quien se había acercado en 1930 con el propósito de incrustar su proyecto nacionalista en el empuje de la rebeldía estudiantil, acaba por confesar su desencanto: Yo me equivoqué cuando juzgué a Sbert al salir de su cárcel y ser recibido por Madrid. Le creí un arrebatacorazones, un héroe pasional, un enciendellamas. (¡Hacía tanto frío en Madrid!). Pero Sbert no era un condotiero, ni un cabecilla, ni un gran capitán. Era un ebanista chino. Un relojero suizo. Un coleccionista de cajas de cerillas (IV, 14).

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CRISIS ÍNTIMA Y REORIENTACIONES POLÍTICAS Los que hayan observado —escribirá en 1932, en Genio de España— mi vida literaria o espiritual de estos últimos tiempos saben [...] que mi ánimo se levanta hoy del yermo y soledad donde hace un año se ejercita en liberarse de crisis e inquietudes, algunas de las cuales he ido transcribiendo a esta mi obra monacal de El Robinsón literario de España (testimonio respetable, al menos, por su generosa abundancia) (EGC 1983: 163).

La mueca irónica, la salida sarcástica, esconde, cuando no revela abiertamente, un estado íntimo desesperado: el de un rechazo radical de los fundamentos del mundo moderno, del demoliberalismo como forma de organización política, de las bases de su cultura, de la pérdida de la fe en los valores ilustrados, en la idea del progreso, en la razón como modo de acceder a su conocimiento. Ante el hundimiento de un mundo en que ha vivido extremada, intensa e inestablemente, Giménez Caballero necesitaba hacer un ajuste de cuentas con su propia trayectoria, reorientar sus posiciones, aclararlas (y sobre todo aclarárselas). Samuel Ros se haría eco, en clave de humor, de esa circunstancia. En el banquete final del epílogo de El hombre de los medios abrazos —certeramente calificado por Mechthild Albert (2003: 40) como «un epitafio para la vanguardia española»— nos presenta la estrambótica aparición de Giménez Caballero. «Saludó a la presidencia [...] y en sus labios anidó la risita de las impertinencias que llevaba ocultas». Esperaba ansioso la hora de los discursos para recalcar la injusticia que suponía su postergación. «Gecé, el genial tarambana de la raza, se encontraba frente a todos con sus dos manos de escribir, sin enterar a la una de las cosas de la otra... Claro que algún día —concluía Ros— puede que llegue a interpretarse a sí mismo» (Ros 1932: 217). Acaso intentase eso Giménez Caballero, cuando se flageló por su pasado vanguardista. Tiempo hacía que había decretado la caducidad de la vanguardia en el campo del arte, pero nunca su condena tendrá la rotundidad de ahora. La lectura de un texto vanguardista americano le suscita «un ansia feroz de desnudez, de simplicidad, de poesía directa, de asesinato de la imagen». Toda aquella literatura, antes reverenciada, le parece ahora una «literatura de chófer» (en clara alusión al arquetipo dibujado por su admirado Keyserling en El mundo que nace); y frente a ella postula «quemar el automóvil, ignorarlo, ruralizarse del todo» (I, 8). Ante la vertiente más lúdica de su obra vanguardista, no duda en entonar la pali-

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nodia: «Todo mi período de exaltación del deporte, de Hércules, de un mundo plástico y clásico, lo veo ahora como una alucinación, sin consistencia y apenas sin solidaridad conmigo mismo» (III, 10). No menor desazón le ocasiona la arquitectura «racionalista, cubista, lecorbusieriana» que, en su opinión, «empieza a invadirnos, a aplastarnos»: «¡Quién me lo hubiera dicho hace tres, hace dos, hace un año! Cuando al fundar La Galería y traer muebles de acero por primera vez a Madrid, y amistar con Mercadal y Aizpurúa y Domínguez y los otros arquitectos jóvenes, me parecía entrar en un terreno evangélico» (II, 12). Ahora, ese «terreno evangélico» ya no lo buscará por un deslumbramiento de los artefactos de la más estridente modernidad, sino por un chapuzón en la entraña de lo popular y en las fuentes originarias por las que el hombre se siente arraigado. Su reencuentro con lo popular lo devuelve de pleno a sus orígenes regeneracionistas, pero con un tono tremendista ausente en sus escritos juveniles. Por esa vía, el Robinsón se va a lanzar al descubrimiento de los «secreto[s] pliegue[s] del alma nacional de España» (V, 2). A propósito del crimen pasional, asegura que es «la única sección del periódico que me sorbo como se sorbe a Dios en la eucaristía». En el mismo artículo asegura tener «el recetario popular de cartas amorosas que se vende a perra gorda a nuestras criadas, a los obreros, en los pueblos, a nuestros humildes —y es uno de los libros de poesía más peligrosos y magníficos de España» (III, 7-8). Como a Ortega se le ocurriese hablar, en su célebre discurso del Cinema de la Ópera de diciembre de 1931, de la necesidad de «organizar la alegría de la República española», el Robinsón se crispa y exclama: Eso de la «alegría organizada» está bien para las kermeses. Para los pueblos protestantes, nórdicos y sensuales. [...] Nuestro pueblo tiene su alegría organizada desde muchos siglos. La canta en su guitarra pensando en cuándo tiene que morirse. La canta en su paisaje desértico y desolado —pero con un cielo puro encima, inefablemente alegre y sereno. La canta en sus ciudades muertas donde vive una vida humana, noble y posada, como el del cielo azul y radiante que la cubre. Para salirse por alegrías y peteneras ya se salió bastante nuestro flamenco Primo. ¡Organizar nuestra alegría! ¿La España del pandero? (V, 10).

La entraña de lo popular, entendida como «el sentido rural, pagano, genial, originario y manantiálico de un país» (IV, 7), nada tiene que ver

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con el demos urbano y es inasimilable al concepto de democracia. Ésta, por el contrario, es expresión del poder de toda ciudad europea y moderna, como va siendo Madrid. Y así, «no es Azaña quien ha llegado al poder hoy en Madrid, sino Madrid quien hoy ha llegado al Gobierno con Azaña». No sabemos —nos dice Giménez Caballero— lo que mañana será Madrid, pero... Hoy sí sabemos lo que es: democracia. Lo que es: Paseo de Rosales, Parque del Retiro, Casa de Campo dominguera, carretera del Pardo llena de taxis. Cracia del demos de Madrid: o sea: poder del funcionario, del empleado, del burócrata, del periodista, del pequeño comerciante, del obrero burgués, Madrid del fútbol en Chamartín, de la Cuesta de las Perdices, de la merienda en Molinero, del «golf» de los bares de un teatrillo, del Cementerio del Este, del metro a los Cuatro Caminos, del Cine del Callao, del Lyceum Club, del bailecito de trajes en fondas hoteladas... Madrid es la democracia del césped recortado del Parque del Oeste, de excursionistas a la sierra, a Toledo, aquí, allí, autobuses, chalecos, morrales, casas con ascensor y un cuartito de baño, lectura de Crisol o de Estampa, y Escuela Central de Idiomas, mecanografía, Instituto Reus... el Madrid de los destinos en el Estado. El Estado soy yo, yo, el demos de Madrid (IV, 7).

Enumeración caótica que transmite con fortuna la imagen de los tipos humanos, las costumbres y los lugares característicos de aquella alianza sobre la que se asentó el poder durante el primer bienio, constituida en esencia por grupos urbanos de la pequeña burguesía y las clases medias (con destacada presencia intelectual) y el sector moderado de la clase obrera afecto al Partido Socialista. Alianza precaria e inestable, como demostró el tiempo, atenazada por fuerzas que, a derecha e izquierda, hostilizaron —y desde un principio— su proyecto reformista por razones tan contrarias como equidistantes. Como equidistantes y contrarias fueron las barricadas desde las que el Robinsón —autoproclamado a la vez reaccionario y anarcosindicalista—, la tiroteó. Nada de esa grisura mesocrática se puede identificar con «la tradición de España intrahistórica, subconsciente, superrealista, salvaje, a caño libre, antiacadémica y bárbara: la verdadera, la eterna» (IV, 13-14), como escribe —y no es casualidad— a propósito de Solana y con el fondo siempre resonante de Unamuno. No: lo democrático se contrapone a lo popular. Con el texto siguiente culmina su rechazo visceral de un mundo ante el cual sólo una catástrofe apocalíptica puede sacarle de la más absoluta alienación:

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Ya sé que todo camina hacia la democracia, hacia lo mecánico; que todo conspira contra lo popular, contra el pueblo mismo; que la ciudad devora como un cáncer el agro, el paisaje, el hombre y la bestia, la primitivez de la vida. Que todo se hace máquina, deshumano, racionalizado, confortable y tal. Que vivir y morir van siendo cosas sin excesiva importancia, cosas flanqueadas de específicos, de fórmulas urbanas, de mediocridad, de grisura, de americanidad, de sensatez y de facilidades. [...] Gracias a que todavía en el mundo hay chinos, y rusos, y católicos locos, y kukluxklanes fanáticos, y perfidias y horrores, y catástrofes terráqueas, y guerras y epidemias y nuevas enfermedades desconocidas y tiros por las calles y hospitales llenos de gentes de pueblo, y hambre, y niños aplastados por camionetas y algún que otro suicidio [...] puede seguirse viviendo todavía un poco, y teniendo esperanzas de morir con esperanza, es decir, con temblor de futuro, con Destino diferente al destino del cemento Asland, sin soñar con el paseo de Rosales, al dejar de soñar (IV, 7).

A la vista de esta volcánica enumeración de sus desazones podemos entender bien esos «atavismos de enracinement» (la «profética palabra de Barrès») a que se ha referido Steiner (1995: 251) como un producto de «la dislocación de la modernidad» que llevó a muchos hombres de la época a un estado de primitivismo casi salvaje. Y entendemos también el reencuentro de Giménez Caballero con la religión, vislumbrada desde un prisma cultural, pero intuida en última instancia por su capacidad de representación de lo más abismal del ser humano, de su necesidad de arraigar. En «Judaísmo, Catolicismo, Laicismo» (II, 12) nos transmitirá su experiencia gozosa del judaísmo al acompañar a unos amigos sefardíes a la sinagoga madrileña, y su sentimiento de hombre al mismo tiempo libre y ligado al entrar a continuación en la iglesia de San Isidro, tan vinculada emocionalmente a su infancia. Allí, en el templo, presencia alborozado el espectáculo de la ritualidad católica que apela a toda la sensualidad humana: Ojos, cuadros, luces. Oídos, música y canción. Olfato, incienso y cera. Tacto, estatua y cúpula. Sabor, hostia en los labios, vino de cáliz, vino y pan. Y sentido quinético, dramático, en los movimientos sacerdotales, en las comitivas canónigas, acólitas, ministriles. Y voluptuosidad de la casulla en seda. Y el brocado, y el oro, y la llama de cirio y el herraje del altar... (II, 12).

Parecidas sensaciones debieron experimentar sus amigos judíos en la sinagoga, porque, al cabo, el mundo es «una serie de madres» y hasta el

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más pródigo de los hijos no puede dejar de sentir «el vaho remoto de un regazo indisoluble, al reencontrarse a sí mismo, infante e indefenso, apretado a un pecho caliente, a la leche primera de su vida». Por eso rechaza con toda vehemencia el laicismo de la República: Me puse a pensar en el crimen frío, viscoso y horrendo —en la atroz hipocresía— que significa la tesis laica de dejar al niño sin religión para que escoja «libremente» cuando llegue a adulto. ¡Pero si no hay religión sin niñez! ¡Si la religión es fuerza oscura, atávica, salto atrás, defensa del subconsciente, poesía de orígenes! ¡Escoger religión! ¡Pero si eso es imposible! [...] ¡Qué crimen, la tesis laica; qué brutalidad monstruosa contra el niño, como son todas las tesis humanitarias! Se comprende —y yo la aplaudo porque la comprendo— la decisión rusa de prescindir de toda religión en toda época y en toda edad. Eso significa una valentía hermosa, una nueva religión indecible. ¡Pero permanecer sin religión hasta los treinta años y luego escoger, como se escoge a una mujer en un burdel para acostarse un rato con ella! (II, 12).

Ahora bien: el rechazo del laicismo republicano no le lleva a una identificación con el clericalismo, calificado como «el caparazón de toda religión sin vida». El Robinsón no duda en proclamarse como «el más rabioso anticlerical»; ni en sumarse a quienes piden la disolución de las órdenes religiosas tradicionales. Éstas han perdido vitalidad y sentido trascendente de procurar a los hombres y a las masas la «solución de la Muerte y de la Vida». Pero siempre y cuando esa disolución sea el paso previo para fundar, sobre sus escombros, «la gran estructura religiosa que recupere todo. Sometamos a orden religioso la vida otra vez. Volvamos otra vez a lo internacional para poder salvar cada nación, cada grupo de gentes» (III, 9). Con esta forma de expresarse, empezará a conferir al fascismo —sin nombrarlo— un vago carácter religioso, la aspiración a una nueva trascendencia. Porque fuera de esa aspiración, sólo está la «nueva moral de lo abominable que comienza a regirnos», donde «la mierda va a pasar a serlo todo: la divinidad misma. [...] Cuando ya el oro no vale en el mundo. Ni el héroe. Ni el amor. Ni la forma. Ni las ganas de vivir». (III, 10) «Los mismos sentimientos que me impulsan para considerarme anticlerical siento que operan en mí para alarmarme contra el socialismo». Con el socialismo ha venido a ocurrir lo mismo que con el liberalismo:

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nacido de un ansia pura y noble de liberación, se bastardeó —palabra que Giménez Caballero va a convertir en clave de su vocabulario— y «lo liberal llegó a ser arrollado por verdaderas reacciones liberadoras, que —si reacciones aparentes— eran mucho más liberadoras en el fondo que lo liberal». De forma análoga, el socialismo comenzó pronto a ser «desleal consigo mismo, promiscuo, ecléctico, bastardo»; a desnaturalizar lo social a base de interpretarlo en términos clasistas (IV, 7). La reacción liberadora contra el liberalismo y la defensa de lo social desde una perspectiva supraclasista, apuntan, como es fácil colegir, hacia su idea del fascismo; aunque el autor, en estos momentos, procure esquivar la referencia directa a él. Y cuando lo haga, será a partir de un paralelismo falaz con el bolchevismo o desde una posición de distanciamiento calculado.3 A la postre, su mismo concepto de pueblo, contrapuesto a lo democrático, le resulta inservible para vislumbrar un proyecto alternativo al republicano. En sus manos, lo popular se torna en arma arrojadiza para desacreditar la política de la II República. Si ésta, como decíamos, se basó en no pequeña medida en el espejismo de deducir la existencia de un auténtico sujeto político en la explosión interclasista, popular, de los entusiasmos que acompañaron al 14 de abril, Giménez Caballero tuvo que aplicar sobre un pueblo no menos imaginario, pero de orígenes comunes, el aparato ortopédico del totalitarismo fascista. En «Oda, indecible, a la libertad» (II, 8) expone la inaccesibilidad de las masas para gozar de la libertad sin la mediación del «pastor». La libertad es presentada como una esencia inefable que muy pocos —entre ellos, él— pudieron sentir al advenir la República. «Sólo aquellas almas capaces de 3

Véase la autoentrevista EGC: «El fascismo y España» (V, 7-8), donde dice lo siguiente a propósito de Mussolini y el fascismo: «El fascismo no es más que un empezar, los orígenes de un movimiento aún oscuro, y que no se llamará fascista en el porvenir. Algo que está —desde luego— por encima del mismo Mussolini. Mussolini fue un marxista que quiso hacer un nacionalismo italiano. Que consideró el fascismo como una mercancía imposible de exportar fuera de Italia. Pero el genio eterno de Roma avanzó su mano, aplastó a Mussolini, y hoy Mussolini mismo lucha nuevamente al servicio de una universalidad. Mussolini ya no tiene importancia fundamental para Roma. Le pueden asesinar cuando gusten. Mussolini es un César que huele aún demasiado a ‘materialismo histórico’, a lucha de clases, a marxismo. Le falta santidad. Le faltan alientos para crear una nueva religión, un nuevo orden espiritual del mundo». Contrástese este texto con la arrebatada imagen que del mismo Mussolini nos ofrece, el mismo año, en Genio de España (EGC 1983: 115-123).

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soledad, en aquellos momentos, pudieron contemplar la transfiguración: aquella sonrisa etérea sobre el cielo inmóvil y vacante», cuando todo un sistema secular, la monarquía, caía hecho trizas. Y da esta explicación, producto de sus aplicaciones del psicoanálisis a la colectividad social, pero donde resuenan indudables ecos nietzscheanos,4 ilustrada con los ejemplos de dos países que han separado radicalmente sus caminos de la democracia liberal: ¡La libertad! ¿Quién dice que la libertad tiene nombre de «masa»? La masa sólo es libre cuando alguien la esclaviza. No hay peor tormento para la masa que entregarla [sic] la libertad, mariposa de espuma, iris de humo, tornasol de agua. Yo no he visitado Rusia. Pero conozco Italia. Y he visto «la alegría de la masa», con su libertad conquistada en su tirano. La libertad política de la masa es una forma de amor que sólo se siente satisfecha, «libre», como cuando se siente libre la mujer enamorada, al ser poseída (II, 8).

Rusia e Italia. Pero también Rusia y España. Desde la perspectiva de su proceso de definición ideológica en 1931-1932 el momento álgido lo alcanza cuando en una plana de la quinta entrega del Robinsón confronta, en un golpe de efectismo visual, los retratos sorprendentemente parecidos de Ignacio de Loyola y Lenin. Y amparándose en textos de Dostoievski (de Los demonios, pero sobre todo el pasaje espeluznante de El Gran Inquisidor5 de Los hermanos Karamázov), en obras como El poder y el secreto de los jesuitas del historiador austriaco René Fulop Miller (cuya traducción acaba de publicar Biblioteca Nueva), o en las visiones de Berdiaiev en Una nueva Edad Media (aparecida en versión 4

Adviértase la sintonía del texto que sigue con lo escrito por Nietzsche en El gay saber: «Donde se ejerce dominio es que hay masas y donde hay masas existe una necesidad de esclavitud. Donde se da la esclavitud existen solamente unos pocos individuos y éstos tienen en contra suya los instintos de rebaño y la conciencia» (1986: 166). 5 «La historia reciente —ha escrito Steiner al respecto— ha hecho difícil leer este pasaje de Los hermanos Karamázov con indiferencia. Es testimonio de un don de videncia que raya en lo demoniaco. Presenta ante nosotros, con detalles exactos, un resumen de los desastres peculiares de nuestro tiempo. [...] Predice, con misteriosa presciencia, los regímenes totalitarios del siglo XX: el control del pensamiento, los poderes aniquiladores y redentores de la elite, el bestial deleite de las masas en los ritos musicales parecidos a danzas de Nuremberg y el Palacio de los deportes de Moscú, la estrategia de la confesión y la subordinación total de la vida privada a la pública» (Steiner 2002: 344).

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francesa en 1930), va a establecer los puntos de contacto entre el chigalevismo y el jesuitismo, entre el pueblo ruso y el español. Pues por encima de sus profundas diferencias, ambos pueblos coinciden en «esa incapacidad de sentir ‘la libertad’ como un bien autónomo». Su conclusión a partir de los textos dostoievskianos será taxativa: «La libertad de conciencia de los síngulos, de los individuos, el escoger entre el bien y el mal, son peligrosos para la felicidad de las masas; la única vía para obtener esa felicidad no consiste más que en la ‘obediencia ciega’» (V, 56). Pero donde el genial escritor ruso describió una pesadilla que ha asolado el siglo XX, Giménez Caballero creyó ver la aurora de un sistema que resolviese los conflictos de la sociedad moderna... y una salida, la más perversa, a las contradicciones en que se debatía su pensamiento.

LA PÉRDIDA COLECTIVA Y EL EXTRAVÍO PERSONAL En el ya citado prólogo a la edición de bibliófilo de El Robinsón literario de España Giménez Caballero aseguró haberse lanzado a esa empresa con el ánimo de superar, en su escritura y en su entorno intelectual, «el capcioso y cobarde imperativo imperante del límite, de lo parco, de lo puro, de las sílabas contadas, del canonjil mester de clerecía al uso» tan alejado, por otra parte, de la tradición fecunda y «multípara» de España. Estaba escrito con la materia de la pasión: «Pasión, pasión... Yo creo ser un alma apasionada. Un alma que sólo rompe a vivir cuando algo fuertemente la oprime». Es —dirá más adelante— un temblor y una vehemencia continua desde la primera a la última línea. Me consta que sus páginas queman, muerden y hasta sangran. Sobre mi carne y sobre la carne de los demás. Pero también me consta que de esa lucha de pasión y vehemencia se desgaja un lejano equilibrio, allá en lo alto [...], donde reposar un instante de todo murmullo.

En El Robinsón hallará siempre el lector «el trozo histórico de un país —de tal a tal fecha— puesto a flamear por el retorcimiento de un yo, de una conciencia». Pero nada más lejos de su ánimo que la fórmula romántica y lírica de la confesión, a lo Diario de Amiel, sobre quien acababa de aparecer el célebre estudio del doctor Marañón. Su deseo apuntaba a resolver en una síntesis, como quizá no se había logrado des-

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de la Edad Media, esta aspiración: «Ecuacionar la existencia de lo colectivo con el ansia de salvación personal». Toda la trayectoria de Giménez Caballero puede contemplarse como la búsqueda de su propio género, de «su módulo intransferible de expresión». En este sentido El Robinsón literario de España bien puede ser considerado como obra bisagra. A un lado deja la obra crítica vanguardista de sus comienzos, tal y como la definió en Carteles (1927) al colocarla bajo la advocación de la «era industrial del mundo», con su prosa esquemática, imaginativa y fulgurante. Por delante, se abren las perspectivas que cristalizarán en Genio de España (1932) y sobre todo en Arte y Estado (1935), donde su género adoptaría la forma de la «exaltación», y donde proclamaría la naturaleza intrínsecamente política del arte y su funcionalidad en el Estado fascista. Sobre Gecé ha pesado la marginación compartida por casi todos los prosistas de su generación, oscurecidos por un elenco extraordinario de poetas. Y pesa sobre ese olvido, y como redoblándolo, su vinculación inseparable e irreversible con la ideología fascista, de la que fue el primer y principal introductor en España. Se suele ignorar, no obstante, el hecho no menos cierto de que ya en la dictadura de Franco —a la que con tanto entusiasmo se entregó (el mismo que pusiera en un Azaña imposible en las mismas páginas del Robinsón)— su figura fue sistemáticamente preterida, al compás del decaimiento de su obra, confinada cada vez más en el ámbito de lo estrambótico. Contándose entre los vencedores de la guerra civil, fue desde entonces —hasta su muerte, en 1988— un postergado y un superviviente. ¿Cómo explicar, si no, sus continuas quejas por no encontrar la situación y la oportunidad desde las que canalizar sus energías inextinguibles? En diciembre de 1932 se confesaba por carta con su antiguo maestro, el institucionista José Castillejo. «Pruébeme, retuérzame», le suplicaba; advirtiéndole del peligro que suponía dejar a un ingenuo como él «fuera del templo»: «A Voltaire, a Renan, a Azaña, les dejaron en el atrio. Y no dejaron piedra sobre piedra» (cit. Selva 2000: 231). En 1934 se lamentaba ante el falangismo: «Dejádme con mis pecados de ver mi propia juventud que se va sin ser aprovechada por nadie» (EGC 1934). Y en pleno franquismo —en 1947— declaraba: «Ciertamente que mi querida patria no ha sido muy generosa conmigo. Pero lo digo sin amargura alguna. Y también sin asombro» (EGC 1947: 224). A esas alturas, quizá era sincero cuando negaba el asombro, pero ¿lo era al negar la amargura?

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Nunca pareció ser consciente de que su labor de creación y agitación cultural frenéticas —aquella que llevó a Antonio Machado a calificarle, en 1929, de «gran estandarte, cartelista y jaleador de un ejército juvenil»— sólo podía desarrollarse en un clima de libertad, y él, paradójica y trágicamente, como otros intelectuales de su tiempo, contribuyó en la medida de sus fuerzas a hacer inviable la experiencia democrática republicana. Y de esa forma, la ecuación entre ‘lo colectivo’ y ‘lo individual’ que había buscado y creído encontrar en El Robinsón, se extraviaba por el camino más sombrío. Mientras la tragedia colectiva le hacía perder a España el tren de la posibilidad —difícil, pero cierta— de una experiencia democrática avanzada, Ernesto Giménez Caballero, Gecé, El Robinsón literario de España, se perdía, irremisiblemente, para la literatura.

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TEATRALIDAD Y DESEO VISUAL — FORMAS LÚDICAS E INTERMEDIALES EN EL SURREALISMO ESPAÑOL Volker Roloff

En la lista de definiciones programáticas que los propios movimientos vanguardistas han escogido para sí mismos —ultraísmo, creacionismo, postismo, etc.— el nombre de surrealismo se aplicó relativamente pronto primero en Francia. Y desde allí se dio a conocer sobre todo en Cataluña —pero sin que se hubiese diferenciado estrictamente del futurismo y del dadaísmo—. En España, la noción «surrealismo» —también en sus variantes «sobrerrealismo» y «superrealismo»— surge realmente bastante tarde: a finales de los años veinte y a principios de los años treinta, para ser marginalizada pronto y sustituida como importación europea por un nacionalismo español (Wentzlaff-Eggebert 1999: 455462), aunque algunos de los surrealistas internacionalmente más conocidos como Picasso, Lorca, Gómez de la Serna, Alberti, Buñuel, Dalí, Miró, Vicente Aleixandre, Cernuda sean españoles. Entretanto, la situación ha cambiado radicalmente, no sólo en el sentido terminológico, sino también en el sentido conceptual. Y es que, entre todos los movimientos comparables de la vanguardia, el surrealismo posee la mayor influencia y actualidad, si se considera por ejemplo la gran resonancia de las últimas exposiciones en París, Madrid, Londres, Zúrich y Düsseldorf. En comparación con las otras vanguardias históricas estrechamente ligadas, el surrealismo provoca también una fascinación y una popularidad nuevas que invitan a reflexionar. Estos fenómenos los voy a tratar a continuación. Mi tesis es que sobre todo los elementos españoles del surrealismo juegan un papel importante en relación con estas actualizaciones, y con ellas los temas, las figuras y los procedimientos que hoy se ha-

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cen transparentes bajo el concepto de la intermedialidad1 como formas e intersticios del tratamiento creativo de los medios clásicos y nuevos. El surrealismo gana una nueva dinámica y actualidad sobre todo porque básicamente está marcado por transgresiones, intercambios, escenificaciones, confusiones, subversiones y superposiciones, a saber, formas lúdicas de teatralidad y de deseo visual que cada vez crean formas y figuras nuevas, y traspasan los tabúes existentes de la sociedad. Sobre todo en España, el surrealismo produce formas de hibridización y de ars combinatoria (Holländer 1982: 244-312), formas intermediales que hoy en día se hacen notar bajo el aspecto de la posmodernidad y que permiten nuevas combinaciones. Esas formas de teatralidad, de deseo visual, de sátira e ironía que constituyen el surrealismo español y europeo, y que marcan una estrecha conexión entre el surrealismo de los años veinte y treinta y los actuales escenarios y cambios mediales se resumen bajo las formas lúdicas e intermediales. Para Werner Spies, el organizador de la gran exposición sobre el surrealismo en París y Düsseldorf, una de las razones posibles de la actualidad del surrealismo es que los surrealistas: «reflejan y enigmatizan la realidad [...], la transforman en formas enigmáticas, dejan derretir lo biomórfico con lo antropomórfico y subvierten así todas las configuraciones lógicas de sentido y racionalidad», y que bajo estos aspectos se hacen otra vez importantes para nuestro presente: También en los mundos de imágenes de hoy la realidad parece estar subordinada a una metamorfosis constante que destruye todas las identidades y abre abismos: principalmente la realidad se considera como algo ambivalente, algo polivalente.2

Quiero añadir que la realidad influida por los medios parece en sí escenificable, construible, teatral. Werner Spies subraya además la mirada aguda de los surrealistas puesta en la «fragilidad de esos códices que habían influido el conjunto social europeo», la nueva «mirada nobilitadora puesta en lo extraño»3, la muy pronto reconocida problemática de la perspectiva limitada eurocéntrica y el interés por la reversibilidad de las direcciones visuales. Esto ha llevado también a la propagación del su1

Véase Paech (1997); Roloff (1999); Rajewsky (2002). Véase Spies en el catálogo de la exposición de Düsseldorf (Spies 2002: prefacio). 3 Ibídem. 2

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rrealismo en varios medios y artes sobre todo en Latinoamérica donde ha podido alcanzar continuos impulsos nuevos; desde Borges, Huidobro a Neruda, Cortázar, Octavio Paz, Carpentier; desde F. Kahlo, W. Lam, Matta, Buñuel a los artistas de nuestra actualidad. Hay que subrayar el potencial reflexivo de los artistas surrealistas para la teoría actual de los medios y para la práctica artística intermedial. Varios de los aspectos estético-mediales de Benjamin, Barthes, Foucault, Lacan, Deleuze hasta Belting o Paech serían casi imposibles sin tener en cuenta el surrealismo. Todavía existe una ruptura entre la hispanística tradicional más bien filológica y nacional, y una investigación comparada que se dedica a las combinaciones intermediales e interculturales.4 Si la estética de los medios se entiende como teoría y análisis de formas de percepción audiovisual (Schnell 2000), las rupturas a principios del siglo veinte (que están ligadas sobre todo con el medio fílmico) ofrecen los mejores ejemplos para esos cambios de la percepción y de los sentidos —lo que, por ejemplo Aumont (1995) intenta captar con la noción del ojo variado—, y que se puede experimentar y definir como deconstrucción de una mirada unificada y homogénea, como dispersión de codificaciones visuales y así como aceleración, fragmentación, dispersión y refracción de los procesos perceptivos. Ya desde Benjamin y McLuhan se considera como idea básica estético-medial que las formas mediales de percepción creadas por el ser humano repercuten en la capacidad natural, la sensibilidad y el idioma corporal del ser humano. Así cobra más importancia la pregunta de cómo las nuevas formas de percepción acogen, transforman o reestructuran residuos antropológicos. En este sentido, son instructivos los experimentos intermediales de los surrealistas. Se trata de experimentos que intentan explorar, arriesgar y supervisar de nuevo los límites de la capacidad de percibir, las normas y los límites de ver, oír y sentir, sobre todo en cuanto a las rupturas de las tradiciones y convenciones culturales, sociales y artísticas. Como todos sabemos, la medida de esos cambios solamente se hace transparente en el intersticio, la tensión y las relaciones mutuas entre las tradiciones culturales y las constantes antropológicas; como dice K. L.

4 Que la filología tradicional y la concepción intermedial y comparada de la literatura no tienen que ser una oposición radical, lo ha mostrado, por ejemplo, Gumbrecht (2003).

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Pfeiffer, entre lo medial y lo imaginario (1999: 165). Esto lo quiero demostrar mediante dos categorías centrales de la estética de los medios, a saber, las categorías del deseo visual y de la teatralidad, en un intento de una combinación de aspectos antropológicos e históricos, subrayando la tradición española. En contraste con Freud, que con su definición del voyeurismo ha subrayado y acentuado lo instintivo e impulsivo, o mejor dicho lo patológico, utilizo la noción de «deseo visual» (Schaulust) como figure del deseo en el sentido de Barthes (1977: 7 y ss.). Esta fascinación por la sensualidad la han descubierto sobre todo los surrealistas y expresa la relación creativa entre imaginación estética y erótica. Así, el deseo visual no se puede definir como una sustitución de la satisfacción, sino como origen de la actividad y sensibilidad artísticas. Con la intención de relacionar problemas antropológicos y estéticoperceptibles (en referencia a Marc Augé e Iser, entre otros) Pfeiffer crea la noción de las «formas proto-estéticas», que entiende como necesidades de escenificación que no dependen ni de la naturaleza ni del instinto, sino que se experimentan sólo a través de los medios comunicativos (y sus cambios), es decir, a través de la forma que obtienen de los diversos medios. De esta manera se crean formas lúdicas e intermediales, escenarios del deseo visual y una alegría lúdica; zonas culturales intermediales que subvierten las oposiciones normativas de realidad e imaginación, de autenticidad y juego, de verdad y simulación: «No existe ninguna realidad con que se podría medir lo lúdico porque lo lúdico mismo se experimenta como algo real» (Pfeiffer 1999: 165). Esto es evidente tanto para las formas lúdicas y de representación de la sociedad española de la corte, de las formas de vivir del Siglo de Oro como para la «sociedad actual de los medios» que ya Debord (1967) denominó como «sociedad del espectáculo». El lugar genuino de una estética de la escenificación era y es —como anotan también Früchtl y Zimmermann— el sector del arte y aquí primariamente «el espacio del teatro»: «Todas las ampliaciones, modificaciones y aplicaciones metafóricas de la noción hasta la sospecha que todo sea escenificación, finalmente recurren al paradigma de las representaciones teatrales» (Früchtl/Zimmermann 2000: 30). El topos del theatrum mundi que en España está ligado sobre todo con la tensión entre el ser y el aparentar, entre el engaño y el desengaño, tiene su lugar justamente en ese espacio cultural intermedial (Pfeiffer 1999: 78 y ss.), en el deseo lúdico y visual que funciona como figura real y al mis-

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mo tiempo imaginaria. Si se parte de tal realidad e influencia de lo imaginario como condición de formas lúdicas e intermediales y escenificaciones en el contexto de la actualización de las teorías tradicionales del juego y de la teatralidad, se pueden reunir diferentes conceptos estéticomediales. Como lo subraya ya Auerbach, la estética figural de Barthes ya no entiende la figure sólo como medio retórico, sino como categoría intermedial de la percepción estética en la que participan los sentidos igual que el cuerpo (Barthes 1977; Borsò/Goldammer 2000: 287 y ss.). Roland Barthes se concentra en figuras intermediales que —según las necesidades y los deseos— actualizan lo imaginario. Habla de un repertorio limitado de tales figuras y escenarios, es decir, de formas lúdicas de lo imaginario. Del mismo modo, Erika Fischer-Lichte anota la dimensión estética y antropológica de las nociones «teatralidad» y «escenificación». Ciertamente, a cada escenificación debería «preceder algo por lo que aquella se pueda percibir», pero en la «cultura de la escenificación», en la «escenificación de la cultura»5 la realidad se percibe como representación y escenificación. La teatralidad se presenta así como modo perceptivo que lleva a los observadores —a los voyeurs— a decidir si una situación, una escena se experimenta como teatral o no teatral. Tal premisa de la recepción y estética de los medios relaciona el deseo visual y la teatralidad, y hace referencia a la antigua definición del teatro como «espacio de mirar». A esto se refieren también el concepto de Foucault (1991: 37) de la heterotopía como espacio real y al mismo tiempo virtual de nuestras primeras percepciones, nuestros sueños y nuestras pasiones, y también las consideraciones de Belting del espacio de las imágenes y de las relaciones mutuas de imagen, cuerpo y medios (Belting 2001: 71 y ss.). En contraste con las teorías clásicas de la imagen, Belting destaca la importancia de las imágenes mentales e interiores y de esta manera el repertorio audiovisual de las figuraciones, del museo imaginario de las imágenes, los sueños, los mitos, las visiones y los escenarios, que en una mezcla continua controlan las figuras colectivas e individuales de nuestra percepción. De esta manera, los modelos de la «estética de la recepción» —que hasta ahora se refirieron principalmente a textos—6 se amplían por una perspectiva figural y al mismo tiempo sinestética con el fin de com-

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Fischer-Lichte (2000: 23); aquí con referencia a Iser (1999: 504). Véase por ejemplo Warning (1975); Iser (1999).

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prender las apariencias y formas lúdicas del cine y del teatro en nuestras cabezas; así como las apariencias y formas lúdicas de la lectura, la mirada, el oído y el sentido interior como escenificaciones del deseo y así como base de la teoría y práctica intermediales. Hace poco, M. Lommel ha propuesto (refiriéndose a Merleau-Ponty, Barthes, Deleuze, Böhme, Serres y Waldenfels) pensar y definir de nuevo los aspectos intermediales y teatrales de la sinestesia, la correspondencia de los sentidos. Lommel distingue «formas de escenificación culturales» «y dispositivos de los sentidos», en los cuales las rupturas, paradojas, disfunciones y formas híbridas no son la excepción, sino que forman en principio (en los intersticios y en las intersecciones entre medios y afectos) el sistema medial de la correspondencia de los sentidos (véase Filk/Lommel 2001: 410 y ss.; Lommel 2002: 9). Para Belting, los sueños y las visiones pertenecen a las imágenes que produce el cuerpo sin nuestra voluntad y sin nuestra conciencia, en ese automatismo del que dependemos durante el sueño (Belting 2001: 71). La correspondencia de los sentidos conduce a Belting a reflexionar sobre las rupturas y los límites de la percepción. La impotencia de los sentidos llega a ser la condición de la inspiración estética y artística. En cuanto a sus reflexiones sobre lo enigmático de las imágenes oníricas y sus analogías con las imágenes fílmicas, Belting también hubiese podido referirse a Marc Augé y a Foucault, que en su prólogo al libro Traum und Existenz de Binswanger habla de «formas iconográficas del sueño que el sentido no puede expresar». Así, Foucault rechaza —como los surrealistas— la hermenéutica freudiana de las imágenes del sueño (Roloff 1998b). Al igual que sucede ya en los estudios de Borges, Foucault y E. Lenk, Belting destaca la estructura intermedial y teatral de los sueños y así las rupturas y contradicciones entre imagen y sentido, al igual que la fascinación, la proliferación y el análisis de imágenes interiores que son constitutivas para la práctica intermedial y sinestética —y así para el surrealismo y sus primeros experimentos fílmicos—. La imagen produce, según Belting, «en el espectador la impresión de que las imágenes fugaces y fluidas ante sus ojos, no son otra cosa que sus propias imágenes que experimenta en la imaginación y en el sueño» (Belting 2001: 75). Con esta alucinación, la película no sólo aparece, según descubrió ya Buñuel, como una imitación de los sueños colectivos, sino que funciona al mismo tiempo como catalizador y generador de esas imágenes de su propio imaginario, de su repertorio de imágenes que el

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espectador recuerda, entremezcla y superpone. En este escenario de la «representación del deseo» (Wetzel 1994: 337) se intercambian, suplementan y sustituyen continuamente imágenes, pero sin satisfacer el deseo visual. Al igual que Borges y Cocteau también Buñuel, ya en una fase temprana del surrealismo, se encaminaba a utilizar los espacios lúdico-estéticos de la fantasía de los sueños para experimentos literarios y fílmicos: «Miles y miles de millones de imágenes surgen, pues, cada noche, para disiparse casi en seguida, envolviendo la Tierra en un manto de sueños perdidos. Todo, absolutamente todo, es imaginado y olvidado, una u otra noche por uno u otro cerebro» (Buñuel 1982: 112). Los elementos teatrales, carnavalescos, grotescos y fantásticos de los sueños son un dominio del surrealismo español y latinoamericano. No es ninguna coincidencia que Foucault recurra en sus estudios sobre el deseo visual y sobre la representación, entre otros, a Velázquez y así a las presentaciones de la corte española del Siglo de Oro como modelo de una sociedad determinada por la representación, la escenificación y el engaño. Foucault muestra en su estudio sobre Las Meninas el juego irónico de las transformaciones, la agilidad de la imagen aparentemente tiesa, el juego mutuo y complejo entre la mirada del pintor y la del espectador. La figura oscura y la cara iluminada del artista forman el centro entre lo visible y lo invisible, y hacen referencia a la relación entre imagen, deseo visual y obra de teatro (Foucault 1980: 31-33). Como lo demuestra Foucault en sus ensayos sobre Las Meninas y sobre la Tentation de Saint Antoine, el deseo visual no solamente es un sentido exterior, sino un espacio fronterizo entre lo visible y lo invisible, entre actualidad y virtualidad. Finalmente, el sujeto y el objeto del deseo visual ya no se pueden distinguir. Por eso en la cultura hispanocatólica, los intentos de limitar y domesticar el deseo visual por regulaciones de la mirada, por tabúes, son inútiles y paradójicos, ya que, como sabemos todos, el deseo estético y erótico como figura de lo imaginario no es controlable, sino por el contrario aumentará con estas prohibiciones de la mirada. Si bajo el concepto de la intermedialidad se entiende la relación mutua entre los medios y las artes, los procesos transformativos entre imagen, tono y texto, al mismo tiempo que se subrayan los intersticios, las rupturas y los pasajes entre los medios y las artes, entonces el deseo visual puede entenderse como modelo para el análisis de procesos intermediales. Así, el deseo visual, el deseo de hablar, los sentidos de ver, oír

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y sentir no pueden ser separados. Solamente por el juego en conjunto, por la correspondencia sinestética y combinatoria de todos los sentidos se puede diferenciar y definir claramente cada uno de ellos. La producción, confusión y difusión permanente de imágenes, secuencias de imágenes y escenarios interiores corresponden —en su surrealidad— al principio del deseo mismo. Sobre todo la fantasía erótica no puede existir sin la sustitución de las imágenes, sin la virtualización. Al igual que cada imagen —en el mundo de nuestra propia imaginación como en el cine ‘real’— no muestra simplemente algo, sino que hace desaparecer, deslizar y superponerse al mismo tiempo otras imágenes (Wetzel 1994: 335, 337), el deseo visual como forma dinámica y teatral del deseo tiene la tendencia de representar, simular y de crear iconos y fetiches. En la historia de los medios y de las artes, los intentos de armonizar la percepción sinestética y de idealizarla en el sentido de una obra universal («Gesamtkunstwerk») son menos efectivos que los intentos de mostrar los límites de los sentidos, la impotencia de cada sentido —sea esta la imposibilidad del decir y escribir, sea la imposibilidad de ver lo que se quisiera ver—. Es uno de los lugares comunes de todas las teorías del deseo visual que el mirón no podrá jamás ver lo que quiere ver; pero es evidente que lo invisible, lo indecible, lo inaudito inspiran la práctica artística. En este sentido, sobre todo España presenta una tradición larga y fascinante que podemos trazar a partir de lo inefable de los místicos, las imágenes del deseo carnavalescas y polivalentes de El Bosco, Goya, hasta Picasso y Dalí y así hasta los experimentos surrealistas del siglo veinte con los textos, las imágenes, el teatro y con las películas. Pero también ya en la mitología antigua y medieval, en las narraciones, las obras de teatro y en las imágenes se encuentran varios ejemplos que forman la fascinación y la irritación de lo invisible, de lo ya no visible y de lo indecible, del silencio. Como en Eurídice, los objetos del deseo serán negados y por sustitución de otro medio, por otro arte como la música, pueden resucitar y aparecer de nuevo. La mirada curiosa (Orfeo y Eurídice, Edipo, Giges) será castigada, pero, como en el caso de Pigmalión puede seducir al artista a una fuerza más creativa. El rol de los viejos mitos y de los nuevos medios como el cine es objeto de estudios ejemplares intermediales sobre todo en referencia a las vanguardias españolas. Es notable que los surrealistas relacionan su juego con los mitos y la búsqueda de nuevas mitologías con los medios más actuales (sobre todo con el film), creando nuevas figuras y formas de es-

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cenificación del deseo visual. Sería un propósito conveniente analizar los mitos —que con tanto gusto son actualizados por los surrealistas como por ejemplo Edipo, Orfeo, Narciso, Hermes, Minotauro (y el laberinto), Dionisio, el Hermafrodita, la Esfinge, Eco, Prometeo, Medusa, Fenice— junto con la problemática intermedial y con su teatralidad y sinestesia. Los trabajos hasta ahora publicados demuestran que son otra vez los surrealistas españoles los que juegan un papel importante. Como lo destaca Mechthild Albert, Hermes (como «Dios del Zeitgeist» en la vanguardia española) (Albert 1997) o Dionisio (como explica Uta Felten), aparecen en nuevas combinaciones en las obras de Lorca y Dalí, por ejemplo, como «significados de juegos sadomasoquistas» (Felten 1998: 52 y ss.). Los surrealistas se concentran en figuras de lo enigmático y de lo polivalente (el laberinto, el oráculo, la esfinge y la quimera), de lo erótico y del éxtasis (como Dionisio, las bacantes, las sirenas), de doble sexualidad (Hermafrodita), de la transgresión, de miradas tabuizadas y mortales (Orfeo, Medusa, Amor y Psique, Melusine), y en figuras de la velocidad y movilidad (Hermes) y de la virtualización (Pigmalión). Aquí hay que añadir además la gran influencia sobre todo en España de los mitos precursores medievales, bíblicos o profanos: San Antonio (Gendolla 1991), el Cid, la Celestina, Don Juan, Don Quijote —mitos que a partir de Valle-Inclán serán recogidos, ironizados y deconstruidos— en un proceso de surrealización de los mitos que hasta hoy en día produce nuevas formas lúdicas y nuevas metamorfosis. Con el intento de reflexionar nuevamente sobre los viejos mitos y reflejarlos en formas nuevas, surgen sobre todo en el cine nuevos mitos típicos de la época, que consiguen que la definición de la misma mitología se transforme. Los surrealistas descubren en su práctica artística (antes de las teorías de Lévi-Strauss, Eliade o Roland Barthes) la analogía onírica de los mitos, las estructuras del pensamiento mítico y también los mitos cotidianos del mundo técnico y de sus medios. Esta observación no es nada nueva, pero hasta ahora existen pocos intentos de analizar más profundamente el nuevo repertorio de los mitos de la vanguardia. Con la referencia a la teatralidad y al deseo visual de los sueños, su estructura carnavalesca y mimética, se abre la posibilidad de conducir los estudios intermediales a las condiciones históricas y a las formas lúdicas del surrealismo español en las que se relacionan aspectos antropológicos e histórico-culturales. Hay que tener en considera-

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ción que los límites entre lo imaginario colectivo y las codificaciones culturales específicas de la época no se pueden definir fácilmente; también metodológicamente nos movemos en un espacio intermedio. Sobre todo los surrealistas españoles tienen en cuenta el método freudiano de la interpretación de los sueños, pero no lo siguen: «no quieren, como Freud, subordinar lo inconsciente al consciente» (Neumeister 1994: 222). Sade, como maestro de la escenificación literaria del deseo visual y de la sexualidad, es más importante para los surrealistas con sus escritos que las definiciones de Freud de las formas patológicas del sadismo. Y las obras de teatro sobre Edipo son mucho más atractivas que el análisis de Freud del así llamado «Complejo de Edipo»; al igual que las visiones fantásticas de San Antonio en las imágenes y los textos (desde El Bosco, Breughel hasta Dalí y Max Ernst) fascinan mucho más que la base teológica de la leyenda. Lo mismo se puede decir de la fantasía y la fascinación homo-eróticas y la androginidad de San Sebastián con su larga historia intermedial, que ha conducido sobre todo a Lorca, Dalí y a Cocteau a metamorfosis surrealistas. El sueño ofrece sobre todo para los surrealistas españoles —más todavía que para Breton— un modelo bienvenido para la confusión de los sentidos internos y externos, para las formas lúdicas de la dramatización, enigmatización y visualización, para una afinidad española con lo grotesco y lo absurdo, para la polifonía carnavalesca. Si bajo el discurso onírico se entiende, refiriéndonos a Foucault, la figura discursiva que adoptan —en el saber de la sociedad— el sueño y su interpretación, entonces los respectivos espacios lúdicos dependen del discurso onírico que se concede en una sociedad para el desarrollo de la estética onírica (Teuber 1989: 228 y ss.). Así no sorprende que mucho antes que Foucault, los escritores más importantes españoles y latinoamericanos relacionen continuamente la crítica del discurso de la modernidad, las dudas sobre el racionalismo y la fe en el progreso con la literatura y el arte del surrealismo europeo, sobre todo con la estética onírica del surrealismo. El surrealismo español de Buñuel, Dalí, Lorca mantiene una posición clave en esta relación, que se tendría que definir de nuevo en base a su distancia y diferencias con el surrealismo francés. El análisis del surrealismo español y latinoamericano no sería exhaustivo si se relacionase al movimiento surrealista exclusivamente con la influencia de los autores franceses. Más bien habría que redefinir el espacio lúdico en el cual se mueven los artistas como Lorca, Buñuel,

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Dalí, Picasso, Borges, Cortázar, Alberti o Carpentier ante el fondo de los movimientos de la vanguardia histórica, y al mismo tiempo en relación con las tradiciones españolas. En la medida en que Buñuel, Dalí y Lorca (o también Arrabal y Almodóvar) subrayan la teatralidad de la fantasía onírica y del deseo visual como principios estéticos, se trata siempre también de formas lúdicas del respectivo entorno vital y de la sociedad. Ya en el Siglo de Oro las tradiciones españolas del theatrum mundi no son solamente importantes en el sentido histórico-literario, sino que generan —como formas de la teatralidad cotidiana y de la representación social— condiciones culturales y topoi que reaparecen sobre todo en el surrealismo en forma de imitación, reversión y distanciación carnavalescas, irónicas y parodísticas. Por ejemplo, las tertulias de Ramón Gómez de la Serna, que como formas lúdicas de la vida y del arte presentan un ejemplo conciso de las formas ‘proto-estéticas’, de la surrealización y la teatralización de la vida cotidiana. Las formas teatrales e intermediales de la escenificación de un grupo y las autoescenificaciones —en parte irónicas, en parte patéticas— de los artistas están muy ligadas entre ellas. Los ejemplos españoles nos llevan desde Valle-Inclán, Gómez de la Serna y Dalí hasta Arrabal y Almodóvar. Estas formas lúdicas del surrealismo español parecen al mismo tiempo correlatos de la farsa y de lo grotesco de los mitos del teatro, de escenificaciones y rituales del Siglo de Oro. Hay que entender la teatralidad y la subversividad de los juegos oníricos surrealistas —como en L’Âge d’Or o en El público— como una forma de meta-teatralidad, de reflexión sobre el juego en el juego. Esto ya aparece en la idea barroca del theatrum mundi en el sentido de una seria intención religiosa, aunque —como en los casos de El Bosco, Quevedo, Cervantes o más tarde Goya7— puede participar en un juego de ambigüedad carnavalesca. Un ejemplo de tal surrealización grotesca e irónica de las tradiciones españolas de imágenes y textos son el teatro y meta-teatro sobre todo en los Esperpentos de ValleInclán, que sirven como modelo para Buñuel, Dalí y Lorca, al igual que para los surrealistas españoles contemporáneos. Este trato lúdico, subversivo, irónico y deconstructivo de las tradiciones por parte de los surrealistas afecta a todos los sectores culturales, sobre todo al repertorio tradicional español del teatro y de las imágenes, a los rituales y discursos de la iglesia y de lo militar, hasta a la hermenéutica psicoanalista de Freud. 7 Véase Teuber (1989) en cuanto a Quevedo y Cervantes; Schlünder (2001) en cuanto a Goya; Felten (1998) en cuanto a Lorca y Buñuel.

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A pesar de las rupturas que significan el fascismo, el exilio y la experiencia de la guerra civil, me parece importante ver que el surrealismo no constituye una fase terminada, sino que contiene un potencial que se puede actualizar continuamente —sobre todo en España y Latinoamérica—. Ciertos elementos del surrealismo como formas lúdicas e intermediales invitan a una renovación, sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial y de las situaciones límites del exilio, es decir, situaciones que contienen en sí el derrumbamiento de los discursos europeos. En este sentido, las obras de Dalí, Arrabal y Carpentier se presentan como particularmente reveladoras, al igual que las obras tardías de Dalí y Picasso, y las películas de Buñuel. Las obras tardías de Buñuel destacan porque —al parecer— recurren más que antes a las estructuras narrativas, pero aclarando de esta manera todavía más las formas de juego surrealistas de origen español. Señalemos la afinidad con el anarquismo, la ironía, la blasfemia en Simón del desierto, Le fantôme de la liberté o Cet obscur objet du désir —su última película, que con su ironización del deseo y del deseo visual actualiza temas centrales del surrealismo español y así ya anticipa la afinidad entre surrealismo y posmodernidad—. Si es cierto que el surrealismo —en comparación con todos los movimientos vanguardistas del siglo veinte estrechamente ligados— posee la resonancia más fuerte e influyente, entonces habrá que seguir reflexionando sobre las condiciones y consecuencias de esta fascinación y popularidad nuevas, y así desarrollar perspectivas para un tratamiento nuevo del fenómeno del surrealismo. Los elementos españoles del surrealismo juegan un papel importante, pero hasta ahora ignorado. Recordemos las recurrencias satíricas e irónicas a los mitos y los mundos de imágenes españoles, y las tradiciones barrocas del theatrum mundi —teniendo siempre en cuenta las transgresiones, fronteras abiertas y confusiones entre teatro y vida en la sociedad del Siglo de Oro, al igual que en varias escenificaciones intermediales y surrealistas de hoy en día—. A esto corresponden las formas lúdicas, las figuras y los procesos que aparecen bajo el aspecto de la intermedialidad —como formas e intersticios del tratamiento creativo con los medios clásicos y nuevos—. El surrealismo gana finalmente esa dinámica nueva y actualidad mencionadas más que nada porque está marcado por transgresiones, formas híbridas, confusiones, subversiones y superposiciones, es decir, formas lúdicas de teatralidad y de deseo visual que cada vez crean formas y figuras nuevas, y que con los medios clásicos y nuevos traspasan los tabúes existentes.

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No se trata aquí de estudiar en su totalidad la obra dramática de Ramón —como lo llamaremos a partir de ahora—, cosa que ya hicieron varios universitarios, sino de reflexionar sobre el punto que en este congreso nos ocupó específicamente, es decir los rasgos de intermedialidad en una producción dada;1 aquí, pues, fue la de Ramón la que nos interesó, y los estudios y aun las meras observaciones sobre este asunto de la intermedialidad son casi nulos. Vamos a ver hasta qué punto la obra, llamémosla así para más conveniencia, «dramática» de Ramón —puesto que nuestra contribución versará sobre sus pantomimas— estuvo, o no estuvo, imbuida de esta intermedialidad, y de qué manera eso añadió, o no, vanguardismo a dichas obras. O sea, si fue o no un elemento vanguardista, pero también de aproximación a un supuesto público popular.2 Y todo eso para «recuperar» a un público recuperando otros medios a fin de alcanzar dicho público y no «espantarlo», en una época en que

1 Por intermedialidad, y de acuerdo con los requisitos del congreso, entendemos la música, el cine, la radio —pero queda totalmente ausente de las obras «teatrales» de Ramón Gómez de la Serna, así que no la mencionaremos ya— y el baile, la danza y/o la pantomima, que ocuparán toda nuestra reflexión. Dejamos de lado la pintura y las otras artes plásticas por no tratarse de un médium en el sentido estricto de la palabra y por haber sido tratadas ya en numerosos estudios. 2 Porque bien se sabe ya que casi no hubo público para el teatro de Ramón y que sus pantomimas casi no se representaron... a lo que se puede añadir que a Ramón no le gustaba particularmente el médium y el mundo teatral, tampoco el público de teatro en general, al que juzgaba demasiado burgués y «limitado».

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«ni los bailes rusos de Diaghilev ni la labor de Jacques Copeau, base del movimiento renovador del teatro europeo ten[ía]n gran repercusión en España» (Rico 2001: 537).3 Bien se saben ya dos cosas importantes sobre la obra dramática de Ramón: la primera es que estas obras dramáticas se dividen cronológicamente en dos periodos distintos, uno que corre entre 1911 y 1913 y que incluye las pantomimas, o sea la prehistoria estética, literaria e ideológica del joven Ramón a veces autoapodado Tristán, la de su revista Prometeo que las publicó a todas,4 y otro que corre entre 1929 y 1935, la de Los medios seres, de Escaleras y de la ópera Charlot. El segundo punto que se conoce pero que hay que señalar aquí es que el carácter «vanguardista» de estas obras más específicamente teatrales está aún por determinar, es un asunto polémico sobre el que los universitarios discrepan. Para sintetizar, diremos que el primer periodo fue un esbozo de vanguardismo (sobre todo en lo que toca al aspecto plástico de las didascalias, numerosas, y a la libertad tomada para con las convenciones del teatro) pero que dichas obras, no necesariamente escritas por el joven Ramón para que se representaran, se inscribieron sobre todo dentro del modernismo o simbolismo, bien en el estilo de su época, con ribetes anarquistas en lo que atañe a su a veces confuso mensaje ideológico. Añadiremos que en su segundo periodo, o sea las dos obras que son Los medios seres y Escaleras, Ramón muestra un savoir faire algo artificial, algo como un vanguardismo de salón de poco alcance y... ya casi caduco en aquella época. Notaremos por fin que todo lo que dice (sea en las piezas liminares o en el «cuerpo» mismo del texto teatral o pantomímico) o pone en práctica Ramón en sus obras dramáticas, lo dice también en su literatura más teórica de la misma época, referida sobre todo pero no sistemáticamente a su prosa, y cuya coherencia las personas interesadas en estos cotejos podrán averiguar, por ejemplo, en El concepto de la nueva literatura (1908) o en Palabras en la rueca (incluido justamente en el

3 Sobre el valor del teatro español en aquellos años y su más o menos importante grado de renovación, véase el imprescindible estudio coordinado y editado por Dru Dougherty y María Francisca Vilches de Frutos, en el que se alude también a la problemática de la intermedialidad: «[...] [S]e trata[n] [...] [aquí] problemas derivados de la interrelación de los géneros teatrales, y más concretamente con el cine, la música y el baile» (Dougherty/Vilches de Frutos 1992: 14). 4 Excepto a la primera, Desolación que publicó Ateneo.

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libro de pantomimas Tapices, 1913).5 Pero, por razones de tiempo y espacio, fue necesario escoger un corpus preciso y limitado y no hablaremos más, pues, que de las pantomimas. Las pantomimas —y danzas— de Ramón, que son unas quince más o menos, según la manera de clasificarlas, no han sido muy estudiadas en general,6 ni en su relación con la vanguardia, ni en su relación con lo popular, aunque se puede decir que forman parte del afán general de renovación del teatro en aquel entonces, como fue el caso para la pantomima en Benavente, por ejemplo, o sea un afán ramoniano que se inscribe en su «búsqueda de propuestas» que «le llevó a experimentar con géneros considerados menores o marginales [y en cuya línea] han de situarse las pantomimas de Gómez de la Serna [...]» (Herrero Vecino 1999: 134).7 Es verdad que no se las representaron, primero, y que después ciertamente no son «pantomimas» sino «reflexiones» sobre las pantomimas, siendo la frontera bastante ambigua. Además, para cierta crítica, esas pantomimas «cercanas en su esencia al poema en prosa modernista», «adolecen de un exceso de narratividad» (Martínez Expósito 1994: 39-40), pero nos parece justamente —y lo mostraremos— que es el interés de estas piezas, porque tienen un aspecto de tema musical.8 Además también, como lo escribe Marta Palenque en su ensayo sobre el teatro ramoniano: «Estas pantomimas [...] constituyen un género híbrido: a medias entre la narración, el mimo y la danza. En algunas, la

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En estos dos libros, por ejemplo, Ramón aboga por la inyección de lo orgánico en el lenguaje, siendo las palabras algo inorgánico, mientras el baile —o el teatro— es algo sumamente orgánico: la escritura de la pantomima será pues el mejor medio de renovar el lenguaje, «[siendo] [l]os hilos de seda, oro y plata [...] los adjetivos que dibujan las figuras o diseño del tapiz» (véase el título del libro: Tapices...) (Herrero Vecino 1999: 142). 6 Excepto en algunos párrafos de estudios sobre el teatro de Ramón que citaremos a continuación a lo largo de este artículo, y especialmente en el artículo de Carmen Herrero que acabamos de citar. Véase este artículo para un análisis general de la pantomima ramoniana, puesto que nosotros aquí no hablamos más que de la intermedialidad ramoniana en esas obras. 7 Es de notar el término «ritual» que repite también Marta Palenque (1992: 139) y que remite tanto a la misa —y al simbolismo místico— como... al circo o, muy borgesianamente, al teatro de Arrabal. 8 «Un aspecto característico es el tono reiterativo de las frases que en un buen número de ocasiones se convierten en elementos entorpecedores de la acción» (Herrero Vecino 1999: 137).

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música es, en consecuencia, componente fundamental» (Palenque 1992: 9).9 Y Soldevila-Durante escribe que son «relatos narrativo-didascálicos en los que intenta visualizar el espectáculo mudo»,10 «en contacto con el discurso cinematográfico» (Palenque 1992: 44),11 añade Palenque, mientras Herrero Vecino habla de «teatro-danza»,12 lo que en sí bastaría para llamarlo espectáculo de o con intermedialidad. No vamos a estudiar detalladamente estas pantomimas sino a reflexionar sobre lo que aportan al arte de vanguardia y, siendo la pantomima un género a priori popular, si este arte, de esta manera, podía reconciliar al público con el arte llamado de vanguardia. Si observamos el primer teatro ramoniano, constatamos que la pantomima aparece de por sí en una escena del drama Cuento de Calleja (1909) y en cierto modo en casi todas las piezas del joven Ramón, haciendo estas obras más propias del simbolismo que de la estricta vanguardia, como en todo el teatro europeo, desde el ya algo anticuado Wilde hasta Maeterlinck, por ejemplo. Mucho se podría decir, también, sobre la inter (o intra)-textualidad, tanto temática como formal, entre piezas y pantomimas o danzas,13 sobre la que varios críticos hicieron hincapié. Pero sobre todo vemos que el lado vanguardista de este teatro es el aspecto plástico que alcanza gracias a estos momentos, que lo aproxima finalmente tanto al cine como al modernismo. Ahora, las pantomimas y los bailes no son pura intermedialidad puesto que no se in9 Llama la atención el que el propio Ramón nunca dice nada sobre el tipo de música que se necesitaría. Sobre la pantomima ramoniana en este ensayo de Marta Palenque, véase el apartado «Nuevos ensayos expresivos: la pantomima y el cine», en el que habla también del circo, pero no relaciona verdaderamente las tres artes o los tres medios artísticos o de espectáculo (Palenque 1992: 33-35). 10 En otro de los pocos estudios de importancia sobre la pantomima ramoniana: Soldevila-Durante (1988: 35). 11 Añade por fin: «Son, en definitiva, largas y detenidas acotaciones llenas de plasticidad» (Palenque 1992: 45). Véase también la misma opinión expresada de otra manera: «Su idea era visualizar el espectáculo a través de la acotación pura» (Herrero Vecino 1999: 142). 12 «[...] [L]e permite al joven dramaturgo huir del academismo imperante en la escena española y, al mismo tiempo, le sirve para experimentar con el lenguaje rompiendo con las sujeciones lingüísticas y narrativas que, según nuestro autor, condicionaban la literatura —especialmente la dramática» (Herrero Vecino 1999: 135). 13 Entre Tránsito y Las rosas rojas, por ejemplo, o entre esta pantomima y ciertos aspectos de El drama del palacio deshabitado o, por fin, entre la danza de la joven mística de El lunático y la de la monja de Las rosas rojas.

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cluyen dentro de piezas de teatro sino que constituyen en sí mismas «obras», pero es justamente este recurso a otro género lo que nos interesa aquí, y cómo funciona en nuestra perspectiva de estudio. Además estas obras se suelen clasificar por comodidad con el «teatro de juventud» de Ramón puesto que hay varios puntos de convergencia entre unas y otras. Empezamos por las danzas, añadiendo ya, que todos estos textos son brevísimos (un par de páginas en la gran mayoría de los casos): se trata de Fiesta de dolores (1911), de las Danzas de pasión (1911) que incluyen El garrotín, La danza de los apaches y La danza oriental y por fin de Los otros bailes. Como lo escriben Muñoz-Alonso López y Rubio Jiménez, la frontera en Ramón es frecuentemente ambigua entre pantomima y danza/baile, pero los seguimos cuando clasifican Fiesta de dolores en los bailes puesto que «[s]i ya en las pantomimas [...] la gestualidad de los actores deriva en dos ocasiones a la danza [y veremos en cuáles de ellas], en Fiesta de dolores —‘drama pantomímico y bailable’— ésta pasa a ocupar su centro» (Muñoz-Alonso López/Rubio Jiménez 1995: 128). Bien se ve, sin embargo, que la intermedialidad estriba ya en esta intergenericidad ramoniana, tanto que los dos autores recién citados emplean muchas veces indiferentemente una u otra palabra. Lo que podemos decir sobre estas piezas es que lo que le interesa sobre todo a Ramón no es lo musical sino lo visual, las miradas, los movimientos... y el silencio. Parece ser que si no se representaron dichas piezas poco le importó a Ramón puesto que se trataba sobre todo para él de dejar rienda suelta a su pluma, escribiendo —no hablando, lo que reserva a sus tertulias, conferencias y emisiones radiofónicas, aunque algo paradójicamente, bien es cierto— de manera plástica y gráfica sus impresiones sobre el baile. En cuanto al ritmo de estos bailes, se puede notar con Carmen Herrero Vecino que «[...] la liberación del lenguaje (propuesto por Ramón) y la ruptura de la coherencia lógica se acompasa perfectamente con el ritmo desenfrenado de la mayor parte de estas danzas» (Herrero Vecino 1999: 142), creando así Ramón, añadámoslo por nuestra cuenta, un juego prosódico al mismo tiempo que una armonía imitativa muy propios de la poesía en prosa si no de la poesía a secas. Y al mismo tiempo, bien podría ser también un elemento vanguardista más... Fiesta de dolores es un texto «escrito para ilustrar con su representación la conferencia que sobre «La danza» pronunció su autor en el Palacio de Cristal [madrileño], durante una Exposición de arte decorati-

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vo» (Muñoz-Alonso López/Rubio Jiménez 1995: 577),14 lo que muestra además su interés general por el baile, pero no sabemos si se representó dicha «fiesta». Se trata aquí de una bailaora. Se nota mucha plasticidad —«[...] [A]lguien la [sic] tira unos claveles de un rojo de sangre caliente y manantial... Ella al verlos se descompone, agrava el ritmo, dilata sus brazos trágicamente, baila aún pero ya en un traspiés y sugestionada por los claveles»15—, pero también mucho sentido del canto. En efecto, al principio del texto, canta la bailaora a telón corrido una canción —de la que no se sabe si es de Ramón o pertenece al folklore. Las danzas de pasión consta de una especie de prólogo, como muchas veces en la juventud verborreante de Ramón, e insiste sobre el mundo del teatro y, aunque no forma parte de la perspectiva de nuestro estudio, podemos decir de paso que se trata en estas piezas, para Ramón, de presentar a una mujer —que baila— por fin más cercana al ideal de Eva en unas «tablas primitivas»16. Esta relación entre baile puro y sensual y teatro depurado y primitivo aparece en esas sus reflexiones, por ejemplo en «Teatro sin denominación, fuera de la ciudad comercial y de D. J.»,17 haciendo algo gráfico «[un baile de mujer como] hecho plástico» (548). No podemos dejar de hablar del aspecto voyeurístico a la vez de estos textos y de estas «piezas» mismas, en que la pulsión escópica funciona en alto grado (Herrero Vecino 1999: 136-139),18 con mucho erotismo en el uso del mirar, tanto por parte del lector/espectador como de los personajes en el escenario. La primera danza es pues El garrotín, texto más largo que los otros, baile aflamencado muy de moda en dicha época (y ya desde finales del siglo XIX) y muy popular. Es una danza que sobrepasa su acompañamiento musical, puesto que «no la [sic] lanzan [a la bailaora] los instrumentos fríos e inquebrantables de estos músicos viejos desastrados» o

14 Se trata del subtítulo, entre paréntesis, de la pieza susodicha. Primero sale en Exvotos y después recopilado en Tapices. 15 Citamos según la edición del Teatro muerto de Ramón Gómez de la Serna (1995: 582). De aquí en adelante, por razones de comodidad, cuando se citen pasajes de obras dramáticas de Ramón se indicará solamente la página a continuación de la nota. 16 O «tabla primitiva» (548). 17 Quizás se trate de don Jacinto (Benavente) o de otro hombre de teatro, Dicenta (Joaquín) (548). 18 Véase también esta observación: «(El espectador tiene la impresión) de estar jugando a la fantasía del voyeur» (Herrero Vecino 1999: 145).

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que «[a] veces desaparece tanto su estofa, que es todo baile sin música» (532), reflexión aquella primera que aboga por una modernidad reivindicada. Importan tanto el ritmo —«[los pechos] señalan el ritmo en lo más sutil, en notas breves pero nutridas, a veces de carillón, a veces de crótalos, a veces de violín punteado...» (555)— como lo gráfico: «Y el garrotín termina; termina en un panorama de serranía que se ha llenado de olivos como distribuidos por Böcklin, porque toda figura de odisea suscita su fondo de árboles» (558)19, pero la primera cita sinestésica que acabamos de dar muestra bien la interrelación entre lo fónico y lo visual y la victoria de esto sobre aquello. La segunda es La danza de los apaches,20 larga también, pero que suena más a evocación que a descripción sola de dicho tipo de baile para representarla. Queremos decir que no es una «fábula» o una «ficción», puesto que Ramón escribe que «[f]ue, hace seis años, la primera vez que hice ese viaje [a París], cuando vi el estreno de esta danza, que ahora baila esta [...] mujer» (561), puesto que quiere comparar lo que ve ahora con lo que vio antes en la capital francesa, este baile bailado por La Polaire: «Aquella noche la Polaire era más sugestiva que una mujer de sedas y perfumes royales [sic]» (561). La Polaire era una célebre bailarina francesa bajita, también famosa en España y en Europa que, como se sabe, junto a Colette fascinó al jovencito Ramón cuando las vio bailar en unas tablas parisinas.21 Lo que nos interesa recalcar aquí es la fascinación por lo canalla que aproxima este texto al pueblo y no a la vanguardia, pero que establece de hecho un puente entre uno y otro, y sobre lo cual volveremos.22 Como lo dice Ioana Zlotescu, «[l]a francesa re19 La referencia al pintor suizo Arnold Böcklin nos permite acercar esta obra, sin embargo, al simbolismo. 20 Es curioso aprender que, entre los títulos de varias piezas que tienen subtítulos o marcas genéricas que remiten al cine, lo que empieza más o menos a mediados de los años 10, hay una llamada Danza de apaches, «película teatral» de 1923, según vemos en el estudio de Urrutia, aunque el crítico nos dice que no se trata a priori de una obra teatral, y tampoco las otras de dicho periodo, siendo ella y ellas en general obras donde «no hay relación de tipo estructural [entender aquí «intermedialidad»], ni siquiera con tipos o situaciones habituales en las películas de la época» (Urrutia 1992: 48-49). Sobre las relaciones entre teatro y cine en aquella época, este estudio es imprescindible. 21 Véase el documental Les grandes dames du strip-tease de François Lévie (1996) en que se presenta a Colette desvelando su cuerpo en las tablas del Moulin Rouge parisino a principios del siglo XX. 22 Todo esto es bien sabido. Demos una sola referencia general: «Lo actual, lo inmediato, como valor estético en alza hace recuperar para el arte zonas que en la tradi-

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presenta a la mujer urbana de arrabal de gran ciudad, tan del gusto del Monsieur de Phocas, el decadente».23 Para Herrero Vecino, «[l]a propia artista y su espectáculo son dibujados a través de una estética feísta próxima al expresionismo» (Herrero Vecino 1995: 209). Se describe en realidad a la Polaire de manera gráfica y hasta algo cubista («ojos siempre de frente») (562) y se la compara con el espectáculo que el autor/narrador presencia ahora, frente a una bailadora acompañada con una música a la que ella «sobrepasa», como en el texto anterior. De nuevo el baile es presentado gráficamente —de donde extraemos este quizás juego de palabras más que paradigmático sobre la escritura ramoniana: «[Los senos] [d]eben guardar una gama más que cromática [...] (566-567)— y eso de una manera moderna pues se nos habla de una mujer que se dibuja «como lineándose sobre la palma del pecho en una línea eléctrica [...]» (568). Hay más puesto que, según Carmen Herrero Vecino, a la que respaldamos aquí totalmente, «[...] nos hallamos con un retrato vanguardista» ya que «[e]l exotismo de esta artista [...] se pone de manifiesto por medio de la comparación con una escultura negra, fetiche primitivo que tanto entusiasmó a los cubistas y al propio Ramón» (Herrero Vecino 1999: 139), lo que vincula el «primitivismo» con la «vanguardia». En cuanto a La danza oriental, presentada de manera general y no in situ por un espectador, se cruzan en ella —y en el texto— «el olfato y el tacto», para alcanzar los «perfumes» (571) del Oriente. Las sinestesias —quizás sea el momento de acercar a Ramón a las experiencias de Kandinsky— son aquí más numerosas que nunca para la presentación de este baile «de [...] plasticidad sin interior» (572), así como la música también: «Así el adjetivo en esta danza es un adjetivo de color, turbados y ciegos los otros adjetivos cerebrales, inquietantes y occidentales. Por eso el tapiz de esta danza es un tapiz sin reverso y sin figuras humanas...» (573) (Zlotescu 1996: 412).24 ¿Será modernidad o vanguardismo? No lo sabemos precisamente, pero notamos cierto exotismo/orientalismo, tanto modernista-simbolisción literaria habían sido ignoradas: lo cotidiano, lo frívolo, lo arbitrario, incluso lo absurdo [y añadimos pues aquí lo popular o lo «canallesco»], pasan a ser componentes esenciales de la nueva literatura» (Martínez Expósito 1994: 62). 23 Monsieur de Phocas: novela del escritor francés Jean Lorrain, arquetípica del decadentismo dandy finisecular. 24 Nótese la relación con el título del libro que recoge la mayoría de las pantomimas ramonianas y que se titula justamente Tapices.

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ta como cosmopolita pero con tintes simbolistas fuertes en la danza misma y su descripción. Para Ioana Zlotescu: Lleva el colorido lleno de vigor de los Ballets Rusos a tal extremo, que, en una extraña sinestesia, éste se convierte en fuerte perfume de tierra-mujer que baila sobre el campo-varón, hasta despertar su virilidad, sugerida en la enhiesta silueta de un león dibujado sobre la luna (Zlotescu 1996: 399).25

Y concluye ella sobre su relación con la pintura, aun más que con la música, debido a su escritura plástica y «movida»: Sobre el dinamismo natural del baile se sobrepone, en todas las pantomimas, el dinamismo de la mirada del autor [...]. En los albores del cubismo y de su defensa por Apollinaire en la prensa parisina [...], la mirada del escritor abarca al ser que baila desde todos los ángulos, para romper así «la línea que aman los profesores de dibujo» [...] (Zlotescu 1996: 399).

Mucho más tarde, en 1931, en el prólogo a Ismos, el escritor mismo afirmará entender «por arte nuevo esa mezcla de literatura, pintura y demás músicas», y considera «las muecas de la Polaire» como una influencia más en su nacimiento (Zlotescu 1996: 412).26 Por fin, Los otros bailes son los bailes «execrables», y en esta presentación general se trata únicamente para Gómez de la Serna de literarizar sobre lo que odia, a un nivel aun mas global que el del puro baile, y hay que entender según Ramón los «[b]ailes [...] para los adinerados, los hombres de boutonniere y de Kursaal, para los hombres de club que toman los palcos, [...] que agradan al empresario, a los militares, a los reporters, y a los policías secretos... [...], [b]ailes sucios porque son los bailes para los hombres...» (575-576). En esta enumeración (que cortamos) bien se notan las contradicciones ramonianas de la época, puesto que se mezcla el rechazo

25 O bien serían «esbozos de ballets» (traducimos del alemán), según los califica Ronald Daus (1971: 87). Este autor ve también intertextualidad con otros artistas europeos. 26 Bien se ve que Ioana Zlotescu aboga por un fuerte vanguardismo teatral por parte de Ramón. Quizás se olvide ella de la temática más simbolista, pero es verdad que formalmente son escenas llenas de ismos avant la lettre. Véase también a este respecto Marta Palenque (Palenque 1992: 29-31), sobre todo los vínculos con el posible «expresionismo» ramoniano (Palenque 1992: 30).

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del deseo masculino, que emana sin embargo de todos sus textos, cierta verosimilitud de tono, con lo exagerado y caricaturesco —los «policías secretos»—, y se mezcla también el rechazo de cierto cosmopolitismo mientras que en otras obras suyas éste aparece como un valor muy positivo. Al nivel inconsciente, ¿qué decir de este desprecio hacia el acanallamiento que el señorito Ramón, muy hijo de su papá, demuestra aquí? En esta prehistoria literaria ramoniana, pues, en que se trata sobre todo para él de «anarquizar» haciendo sus pinitos, vemos que hay no pocas contradicciones. En cuanto a lo que denominamos las pantomimas mismas, en una oposición a veces no muy válida con las danzas, se trata de La bailarina (1910), de Accesos del silencio (1911) que reúne Revelación, Las rosas rojas, El nuevo amor y Los dos espejos, a los que se puede añadir el algo especial Moguer (El pueblo pantomímico) (1911) y dos textos no pantomímicos que sólo citamos aquí por tener «aire de familia» con los otros.27 Cabe notar el fuerte vínculo entre teatro, baile y pantomina en Ramón, puesto que cuando se recogen algunas de esas piezas en Ex-Votos en 1912 o en Tapices en 1913, vemos que en Ex-Votos son vecinos siete obras de teatro28 y un «baile» (muy) pantomímico, Fiesta de dolores. Y notamos también que Tapices recoge tanto Las danzas de pasión como las pantomimas de Accesos del silencio que después estudiaremos, así como Moguer y los dos textos no estrictamente pantomímicos.29 Por lo que se refiere a las pantomimas «de verdad», digamos algunas palabras de La bailarina, pantomima «en un acto y dos cuadros» (notar el segundo término muy pictórico), pieza bastante larga,30 que hace reflexionar sobre el teatro dentro del teatro por su ambientación en una ópera, lo que de por sí no es realmente algo vanguardista, y que, anecdóticamente, procede de las propias relaciones de Ramón con las bailarinas de la ópera de Madrid en su juventud:

27

Se trata de Alma (1912) y El misterio de la encarnación (1911). Se trata pues de Los sonámbulos, Siempreviva, La casa nueva, Los unánimes, Tránsito, La corona de hierro y La utopía (II). 29 El libro contiene también Tristán (Propaganda al libro «Tapices»). Nótese por fin que La bailarina no se incluyó en ninguno de los volúmenes citados, ni en ningún otro. 30 Más que guión, comentario de una pantomima (según Muñoz-Alonso López/ Rubio Jiménez 1995: 131). 28

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En el caso de La bailarina, el cuadro se sitúa en los bastidores de un teatro de ópera [y esto resalta] el carácter vanguardista de [estas] producciones metaficcionales como en [...] El teatro en soledad, e incluso en la sencillez escenográfica que raya en lo indefinido y el vacío de la mayor parte de las pantomimas (Herrero Vecino 1995: 166-167).31

En el «Prólogo», Ramón compara a la bailarina epónima de su pieza con uno de «esos monigotes de estampa de los teatros de cartón» (477), lo que podemos relacionar con el vínculo entre personajes y títeres en la obra «dramática» de Ramón y, de manera más general, con la preocupación europea de renovación de las artes escénicas por las marionetas, que bien merecería un apartado específico. Como siempre, anuncia Ramón su pantomima por una especie de sinestesia,32 e insiste sobre la plasticidad,33 haciendo hincapié en sus gestos, su mirada, su vida, su dinamismo, y también sobre su... «silencio que supera las palabras»,34 lo que explica definitivamente que el baile y todavía más la bailarina —por su plasmación humana y... carnal— sean lo insuperable en lo artístico para nuestro joven autor, lo que llama con un neologismo suyo el «bailarinismo» (495). De ahí que cita al francés Nicolas de Chamfort, el moralista, polemista y también, no hay que olvidarlo, dramaturgo y autor de ballets: «La vérité, je ne l’ai trouvée que chez les danseuses». Ramón entrelaza con virtuosismo las notas de música y los efectos musicales con el mover y el actuar de la bailarina, describiéndola como si volara. No faltan tampoco descripciones de sus pasos con la música y muchas indicaciones auditivas para el público («se oyen...» que aparece varias veces), pero no hay que olvidar que indicaciones visuales tampoco faltan, ya sea para los personajes («siente la mirada») (493), como para el público («La bailarina leve parece volar [...]») (499). Pero sobre todo, es el silencio el que sin embargo vence, puesto que se lee —o se ve, pues aparece bajo la forma de un cartel en medio de la

31 Y ella cita todas las obras, muy numerosas, que pasan en un teatro o en un escenario en la diégesis de la pieza misma. 32 «Su pantomima, es decir: la pantomima que es en lo dramático como entre las flores la gardenia [...]» (477). 33 «¡Qué delicadas y qué plásticas piernas tenían!...» (479). 34 «[...] cosa que no sucede en las cosas que se dicen mucho y que no comienzan por ese interregno inorgánico de la palabra» (483).

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página— «SE PROHIBE HABLAR» (488), y que son muchas las frases que hacen hincapié sobre el silencio de las bailarinas. Entre ellas, ésta, por ejemplo: «Las bailarinas dispersas, esperan en silencio encendido su linón como por la batería dando un efecto de plenilunio...» (488), y esto desde el principio («En el silencio y en la apatía [...]» [488]) hasta el mismísimo final: «Silencio. [...] Y corriendo con dolor [el barítono] [...] impone silencio con el dedo de la diestra en los labios y señala con la siniestra el ramo de flores y las peinetas [...]» (498. Es casi el final de la pieza), lo que además pone de relieve el mimo del actor y su «visualidad». Por lo que se refiere al uso y al valor del silencio, se puede hablar con George Steiner de la «revaluación del silencio» que caracteriza al espíritu moderno,35 situándose el proyecto de Ramón «en una corriente, que arranca de la segunda mitad del siglo XIX, que denuncia la crisis de la razón y del lenguaje» (Herrero Vecino 1999: 140141).36 Precisamente, al leer o presenciar la primera pantomima de Accesos del silencio, que se titula Revelación, no sin precisar que Accesos del silencio está subtitulado Tres pantomimas originales de Tristán, constatamos que Revelación no es de verdad una pantomima «guionada» sino el mero —pero fundador— relato del descubrimiento por Ramón de la actuación de Colette, mujer entre aristocrática y popular/barriobajera para él, sobre unas tablas parisinas... ¡al mismo tiempo que ella ya escribía libros! Lo que impacta en esta descripción es la reivindicación de lo sórdido, lo que aproxima esta «revelación» no sólo a lo popular, sino a lo «canallesco» que ya hemos citado. Hay muchísimos ejemplos de ello, entre los que bastará uno: «El teatro tenía luz, luz sucia de teatro de arrabal con malos sudores y malos pensamientos» (503).37 Carmen Herrero 35

Opinión del crítico George Steiner (Herrero Vecino 1999: 140). Se puede añadir con ella que «[l]as soluciones planteadas son variadas y van desde la respuesta anti-lingüística [...] hasta la de aquellos que desean hallar una palabra nueva en la que confluyan otras formas artísticas, como la danza o el mimo» (Herrero Vecino 1999: 141), concluyendo la crítica que la pantomima ramoniana se sitúa a medio camino entre las dos propuestas, pero anticipando también en dicha pantomima el futuro empleo del mimo, o sea, entre otras cosas, el énfasis puesto en la deshumanización del individuo. 37 Véase también lo que escribe muy a propósito esta crítica: «[D]onde la explosión vital del joven escritor se manifiesta con mayor fuerza es en las pantomimas incluidas en Tapices, todas ellas cargadas de palabras impúdicas y burbujeantes, palpitantes como órganos, nacidas de uno u otro acceso de silencio del autor» (Zlotescu 1996: 409). 36

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Vecino nos dice además que la obra que Ramón presenció era La chair de Georges Wague.38 Lo que es interesante también, para lo que nos ocupa aquí, es el ambiente de film noir que impera al principio de este texto: La calle era sórdida [...]. Había una delegación de policía con ese letrero usual, en caracteres azules, sobre el cristal iluminado, de: «Socorro a los heridos». Y se veían los heridos, y se miraba con recelo el extremo obscuro de la calle que no era el del boulevard, sino el de no se sabe qué callejas, sin cafés con mucha luz siquiera, y con impasses obscuros en que todo se hacía con tranquilidad y hasta se daba [sic] unos pases de un lado a otro a la navaja sobre el canto de la acera para afilarla bien antes de matar al pasajero.... (503).

Y, puesto que hablamos de cine, es verdad también que Buster Keaton, Harold Lloyd o Charlie Chaplin son ejemplos pantomímicos del cine, mudo en dicha época, de donde la relación entre la pantomima y el cine que aparece aquí. Cuando Ramón describe a Colette bailando —pues es también un baile— y «pantomimando», lo hace gráfica y plásticamente, con una fascinación segura ante lo sensual de sus gestos: «Y en esto, llegaba el momento culminante de la Pantomima en que sintiéndose amenazada por los celos del gaucho, su esposo, dejaba caer su manto sobre el cinturón y enseñaba su pecho [...]» (507). También se pueden citar a este respecto las reflexiones de Soldevila-Durante sobre las relaciones teatro-cinematógrafo en la obra dramática en general de Ramón. Según este crítico, más le gustarían a Ramón las propuestas de renovación inducidas por el cine que por el teatro mismo: Su reacción positiva [la de Ramón] frente al cine [...] no está explícitamente manifestada en sus proclamas teóricas y en los textos liminares de sus dramas. Pero la evidencia de su asimilación del nuevo arte está en sus invenciones escenográficas [...] (Soldevila-Durante 1992: 76).39

38 «Este [Georges Wague] interpretaba a un bandido y Colette era su amante. El momento culminante se alcanzaba durante una pelea en la que él le rasgaba el vestido, dejando un pecho de la joven al descubierto» (Herrero Vecino 1999: 136). 39 También se podría añadir: «Ramón parece haber asimilado rápida y positivamente la nueva situación, y en sus momentos más creativos no sólo no tiene en cuenta al cine a la hora de ir por donde aquel no iba o no podía aún ir, sino incluso para dejarse llevar por las posibilidades plásticas que el nuevo arte le permitía vislumbrar. Si en los años

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Este «mimodrama» (508), que lo llama así también Ramón, es la raíz de las tres pantomimas en cuestión y de muchos libros de Ramón. Sobre el grado de vanguardismo de dicho espectáculo, no hay que olvidar que se trataba de un espectáculo muy popular en Francia —que curiosamente no cuajó tanto en España—, como nos lo dice Ioana Zlotescu.40 Eso sí que su recuperación, como otras formas populares de espectáculos en la época, era un rasgo vanguardista, pero como acabamos de decirlo, no funcionó mucho en España la pantomima, y en el caso de las ramonianas creemos saber que no se representaron. Volviendo al aspecto visual, podemos notar con Carmen Herrero Vecino que: [la] capacidad [de Ramón] para transmitir las sensaciones que le causan los sucesos que describe y la minuciosidad con la que retrata a los personajes y perfila cada uno de sus gestos nos acerca a la visualidad cinematográfica [...], [siendo justamente] la mirada, o mejor dicho la nueva forma de mirar, [...] un componente clave del arte vanguardista del siglo XX (Herrero Vecino 1999: 142).41

Para Ioana Zlotescu, cada una de estas pantomimas y danzas estilizadas tiene como argumento común «el deseo nacido entre el varón y la mujer, [que] se despliega y crece hasta constituirse en el baile de la Vida. En el centro está la mujer, a la que, como si fuera un pintor pre-

en que Ramón redactaba aquellos textos dramáticos, era posible afirmar que se dejaba ir a imposibles escénicos, posteriormente hemos asistido a la realización simbiótica y sinérgica de dramaturgia y cinematografía, gracias a la cual los mayores atrevimientos de Ramón en lo que toca a la perceptibilidad de medios y de primeros planos de los actores en el ámbito de un teatro a la italiana se hacen posibles e incitantes para un realizador sin problemas de financiación» (Soldevila-Durante 1992: 71). 40 «[La revelación tuvo lugar] en el París de su adolescencia, ante el espectáculo de las pantomimas de apaches y prostitutas presentadas en los teatros de arrabal, muy de moda entre los artistas y bohemios del París finisecular» (Zlotescu 1996: 410). Además, unos diez años han pasado entre esta época «finisecular» y los años 1910-1913, pero «[t]an fuerte fue la impresión que le dejó el baile de Colette Willy, que algunos años después —ahora, ensimismado ante las páginas de «Revelación» (Tapices)—, el joven, ya autor de muchos textos, elabora su recuerdo y procede a imaginarse otras osadas pantomimas, todas ellas sin otro propósito que el de ‘enseñar a vivir del todo, sin más objeto’ (‘Las rosas rojas’)» (Zlotescu 1996: 410-411). 41 Añade ella muy a propósito en su Conclusión: «[...] [Es] la nueva ‘mirada’ [la] que le permite al artista [Ramón] cuestionar el binomio ‘realidad-ficción’» (Herrero Vecino 1999: 143).

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rrafaelista, el escritor acaricia para encarnarla a través de los gestos posesivos de varón» (Zlotescu 1996: 409-410).42 Pero hay que citar in extenso lo que escribe de esta «trilogía» Ignacio Soldevila-Durante, pues muestra con entusiasmo la novedad de estas obras en aquella época, y aun imagina su puesta en escena actual: Estos textos, como muchos otros de Ramón, siguen reclamando una puesta en escena que, integrando procedimientos fílmicos, pudiera resolver las dificultades planteadas por el rol importantísimo que tienen los gestos y las miradas. Sólo el uso complementario de una filmación podría visualizar en toda su complejísima plasticidad expresionista ese texto absolutamente genial, frente al que palidecen todos los textos teóricos de la época, y nos lo revelan como lo que fue realmente desde sus primeros momentos: un verbalizador excepcional de sensaciones, con una capacidad claramente expresionista, y dueño de una técnica imaginística que está en el origen de toda la imaginería vanguardística (Soldevila-Durante 1992: 76).

Más allá del quizás algo exagerado entusiasmo de Soldevila-Durante, éste bien recalca la intermedialidad latente en estas obras, y la necesidad de ponerla a luz, de desvirtualizarla, pues no aparece explícitamente como en el caso —levemente distinto, además— de la proyección fílmica que acompañará en el futuro la representación de Charlot. La primera de estas pantomimas de Accesos del silencio es, pues, Las rosas rojas, que pasa en una celda y que muestra a una monja exaltada, Sor María, moverse delante de un Cristo en su Cruz, en una actuación en que unas rosas rojas, que aparecen en el reparto como personajes, desempeñan un papel de no poca importancia. Sor María tiene una exaltación que se parece tanto al misticismo como a una pura excitación sexual, con sus cabellos que, a lo simbolista, «desvanecen la cabeza en el placer» (517) y hacen su rostro «más plástico» (516), lo mismo que la escena en sí, bien se podría añadir. Existe un verdadero juego temático/cromático en la atmósfera finisecular creada en esa danza y en este color rojo sangre.43 Hay algo cinematográfico también, y pensamos tan42 Es verdad lo que escribe Ioana Zlotescu, pero es también el baile de la Muerte. Además —excepto Cristo, justamente— no hay hombre en Las rosas rojas. Léanse todas las observaciones sobre estas pantomimas y su tematismo en Zlotescu (1996: 409-411). 43 Es lo que explica y desarrolla, entre otros, Herrero Vecino (1995: 213). O sobre el simbolismo de la rosa, específicamente el finisecular, véase Herrero Vecino (1999: 136137).

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to en los primeros experimentos de Georges Méliès como en los cortos eróticos que ponen en escena a monjas, y que existían desde los primeros tiempos del cine hasta los nun movies44 de hoy. Sobre lo cinematográfico, justamente, no pocos críticos hacen hincapié en este aspecto, por ejemplo Ignacio Soldevila-Durante: [Ramón plasma los movimientos] con una minuciosidad y un detallismo tales que el lector se siente como ante un discurso cinematográfico a cámara lenta y servido por una cámara omnipresente y de una gran movilidad en los escorzos, las distancias y las perspectivas (Soldevila-Durante 1988: 37).

No falta a este respecto la mezcla de pantomima y de baile: Y comienza la danza del miedo, una danza isócrona, sinuosa, pavorosa, retorcida, garrotinesca, en que la mujer pierde sus cabellos, todos sus cabellos, en largos mechones, y pierde sus labios, sus senos y su sexo. [...] [P]recipitadamente se arrastra apretando su belleza contra sí misma, se levanta, se vuelve a sentir cogida por la espalda, y baila de espaldas la misma locura en que todo su ser se siente retenido y todas las fuerzas se contonean, alándose, volándose... (520-521).

La segunda pantomima se llama El nuevo amor, y cuenta con una «Inmolada» vestida «de colores eléctricos» (528) y un «Transportado» que ofrecen una pantomima/danza de sacrificio (por parte de la mujer) que Ramón nos describe así : [La Inmolada] se levanta y comienza una danza de amor, de retrospecciones, de oblación, de agonía [...]. En su danza como un calderón patético, que la entrecorta a intervalos, hay un gran desaliento en que no se la ve [...]. [H]asta que en el último [calderón], más herida que todos los demás y más cansada, cae a plomo sobre un cajón, viendo que la mirada del Transportado sigue su vida privada y laberíntica... (530).

Sigue el autor con su plasticidad, cinetismo y ambientación simbolista/erótica en la que Eros y Tanatos otra vez se mezclan, puesto que aquí, al final, «se desmaya sobre su brazo [del hombre] con la mano ex44 Películas de cinema bis que presentan específicamente a monjas en situaciones a veces escabrosas, muy en boga en los años 70.

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tendida [...], como las céreas ofrendas votivas que no salvaron de la muerte al enfermo [...]» (531), lo mismo que con la última de esos bien llamados Accesos del silencio, Los dos espejos en que, otra vez, «El Espejo» aparece en el reparto [lo encabeza aun] con «La Iluminada» y «El Trágico», en la misma tonalidad que las otras dos pantomimas: El desaparece. Ella entonces, sola, vuelve a coger el espejo caído, limpia lo que tiene empañado, se mira y sonríe como después de matada por el marido, con los hombros pegados a tierra levantando sólo la cabeza, congestionándola y amoratándola, para mirar al hombre imaginario que comienza a tenérselas con el esposo, yéndose tras él (539).45

Es interesante notar que en su presentación de las pantomimas, pieza a pieza, Muñoz-Alonso López y Rubio Jiménez hablan de «guiones» (Muñoz-Alonso López/Rubio Jiménez 1995: 128) para las tres pantomimas de Acceso del silencio, recalcando así su lado cinematográfico y su virtualidad que no quiere sino una concretización futura y un desarrollo personal, virtualidades, en fin, sobre las que queremos llamar la atención como los dos críticos citados.46

45 Vemos un vínculo con el teatro simbolista de Maeterlinck en este «hombre imaginario», puesto que quería el dramaturgo belga prescindir lo más posible de los actores en el escenario, lo que es patente también en El teatro en soledad que opone además a dos tipos de personajes, «reales» y «fantasmales». Jean-Marie y Eliane Lavaud nos recuerdan que Gordon Craig, uno de los mayores renovadores del teatro europeo, predecía «la desaparición del actor y su sustitución por un personaje inanimado al que llama [Craig] supermarioneta [...]» en el que las pantomimas ramonianas hacen pensar (Lavaud 1992: 363). 46 «Tenidas en cuenta las precisiones realizadas y la peculiar textura del discurso ramoniano, se entienden bien estos textos tapices pantomímicos, concebidos abiertos como todo texto pantomímico, es decir, como propuestas que músicos, coreógrafos y actores deben después poner en pie, puesto que [...] no se cierra sobre sí mismo, sino que reclama la participación de otros artistas que conviertan en espectáculo su virtual teatralidad esquemática. O [...] dirigidos al menos a un lector dispuesto a la ensoñación simbolista [...]» (Muñoz-Alonso López/Rubio Jiménez 1995: 124). La segunda parte de esta reflexión aboga por una posibilidad de que existan no obstante estos textos, aunque no se lleven a escena. Sobre las «Pantomimas y danzas», véase el apartado de estos dos críticos en esa su edición del Teatro muerto (Muñoz-Alonso López/Rubio Jiménez 1995: 119-135) que, aunque corto, se concluye con una síntesis muy interesante sobre la representabilidad efectiva de estas pantomimas.

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Para concluir, podemos tomar como punto de partida unas palabras de Ioana Zlotescu, si con ella nos desinteresamos aquí de la mera temática para reflexionar sobre la forma. Estos «ejercicios de estilo» en que Ramón aparece como un «tejedor de palabras», situarían al joven autor «como absoluto precursor, no sólo del ultraísmo [...], sino también, aunque pasajeramente, del creacionismo» (Zlotescu 1996: 399). Así que ¿modernismo o vanguardismo? De todos modos, según lo que escribe Zlotescu a propósito de las pantomimas, «fue quizás esta primera breve estancia en París [...] [lo que le hizo] abandonar definitivamente la vía decimonónica del sentimentalismo y escoger, en lugar del modernismo hispánico, el camino vital y sin tapujos que iba a caracterizar su arte de ahora en adelante» (Zlotescu 1996: 410), lo que es verdad, excepto que quedan unos rasgos de modernismo en esta primera producción. Digamos pues, para valorar esta producción en cuanto a la problemática del congreso, y sintetizando nuestras reflexiones, que, aunque sea un rasgo del modernismo/simbolismo este vínculo con la muerte y este pansexualismo, estas relaciones especiales con las cosas, este hermetismo de ciertos diálogos, esta falta de «conflicto»: es cierto que estos dos últimos puntos [el pansexualismo y el carácter enigmático de buena parte de los parlamentos] son característicos de otros «ismos». Sin embargo, pronto incorporó Ramón intuiciones que compartía con diversos movimientos vanguardistas: una nueva forma de mirar que multiplica las perspectivas; creación por encima de imitación; fragmentación de la realidad; anulación del punto de vista único; eliminación de la distancia estética entre la obra y el público; superposición de los planos de la realidad; rechazo del sentimentalismo; y el absurdo (Herrero Vecino 1995: 258 [Conclusión general]).

Reconocemos que hubiera sido necesario, en este estudio sobre la intermedialidad, insistir también en el uso de la luz en las piezas de Ramón, que esto se acerca a la renovación del teatro y de las pantomimas y, según nosotros, puede formar parte como la música o el baile, de los «medios» utilizados a este respecto. Como lo dice Martínez Expósito: «La particular conciencia plástica de Ramón se manifiesta en el uso simbolista de la luz en obras como Beatriz, El laberinto o El teatro en soledad» (Martínez Expósito 1994: 83),47 y bien se podría ampliar esta reflexión a las pantomimas. 47 Véase también Herrero Vecino que opina que el uso ramoniano de la luz es a veces expresionista, otras simbolista/modernista (Herrero Vecino 1995: 174).

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Pero lo más importante quizás sea la paradoja máxima que Martínez Expósito recalca bien cuando escribe que la obra dramática de Ramón, «con todo el valor plástico de sus ricas acotaciones, es difícil de poner en escena», aunque añade que «[...] más allá de las dificultades técnicas, lo que imposibilita la puesta en escena del teatro [añadamos ‘de las pantomimas’] vanguardista en España es la imposición del público» (Martínez Expósito 1994: 83). Pero quizá en el caso de Ramón se trate para él más de un problema de genericidad que de medialidad, puesto que habla —o escribe— desde el mero espacio de la página en blanco, olvidándose muchas veces de la plasmación concreta de sus proyectos de papel. De la misma manera que para las vanguardias había una intergenericidad muy en boga en dicha época,48 lo mismo pasó con Ramón y es esto más que la intermedialidad lo que resalta de este estudio nuestro. Nos parece además que en el caso de Ramón todo se mezcla, poniendo Gómez de la Serna el acento en lo gestual, en la mirada —o sea un plasticismo que hay que ligar con las artes plásticas, como ya lo hemos sugerido— y el silencio. Quizás sea ésa la verdadera renovación vanguardista de Ramón a la par que su relación más próxima al cinematógrafo.49 Y por fin, el hecho de que se mezclan así las «cosas», y sobre todo «dentro» del «género» mismo de la pantomima, de un modo u otro es algo vanguardista, aunque la música o el baile utilizado no lo son en sí. En efecto, en cuanto a este arte del mezclar: La multiplicación como procedimiento es cómoda porque sugiere la idea de diversidad: frente al monismo propone un pluralismo donde elegir, y frente a la unicidad ofrece la relatividad [...]. No es extraño, por ello, que uno de los filones más aprovechados para toda la vanguardia sea justamente la novedad multiplicativa [...] (Martínez Expósito 1994: 272).50

Volviendo a lo visual y a lo supuestamente cinematográfico stricto sensu en el teatro de Gómez de la Serna, hay que dejar bien claro que, más generalmente que en el caso de Ramón, el cine en el teatro no «cuajó» mu48 «[S]i no es teatro será otra cosa: poema dramatizado, pantomima dialogada, relato dramático, etc. Pero lo cierto es que la marca genérica [...] pierde gran parte de su efectividad en nuestro caso» (Martínez Expósito 1994: 268). 49 «El apartado de lo ficticio incluye variantes como el sueño, el teatro, la introducción del drama dentro del drama, el cine», escribe Herrero Vecino en su conclusión (Herrero Vecino 1995: 257). 50 Olvidemos el tono despectivo del crítico.

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cho en la realidad de las prácticas. Pero su influencia se ancla más en una influencia difusa sobre el teatro y las artes dramáticas en general: El cine va a permitir que la parcelación expositiva se desarrolle [en el escenario]. Escenas breves. Frases cortantes. Consideración en planos de distinta angulación. [...] La vanguardia insist[e] una y otra vez en la vitalidad, el perspectivismo, la fragmentación, la ubicuidad [...]. Todo ello lo encontrab[a] en el cine pero cabe la duda de si el origen de las nuevas formas dramáticas no estaba ya en un teatro contemporáneo de un cine demasiado primitivo como para influir o, incluso, anterior (Urrutia 1992: 50).51

Por fin, y para concluir sobre el grado de vanguardia de esta «intermedialidad» en el sentido amplio de la palabra en el caso de Ramón, es imprescindible primero pasar por una reflexión más general sobre esta cuestión: en las vanguardias, digamos europeas del principio del siglo XX hasta los treinta, la recuperación de otros medios, llamados populares la mayoría de las veces, aunque habría que matizar (sí para el baile o la música, no tanto para el cine, pues), no se quiere ni posmoderna ni excluyente, aunque se pueda utilizar al mismo tiempo para hacer reflexionar sobre la obra de arte (re)presentada. Utiliza estos medios sobre todo para recuperar algo de vitalidad, los «orígenes» primitivos y/o populares, autenticidad en una palabra, y, supuestamente, atraer a un público al que se hubiera dejado de lado, proponiéndole algo nuevo con rasgos populares reconocibles en primera estancia, pues, como lo dice acertadamente Javier Huerta Calvo: «Ofrecen los géneros teatrales menores un formidable campo de trabajo para examinar con detalle una dialéctica siempre apasionante en la historia del arte entre lo viejo y lo nuevo, lo antiguo y lo moderno, la tradición y la vanguardia» (Huerta Calvo 1992: 285).52 51 Las cursivas son nuestras. Cita que sería interesante completar con ésta: «La inquietud, e incluso, la tentación, fílmica excitó a los dramaturgos, al menos hasta 1930, como también excitó a poetas, novelistas o pintores. El cine resultó una ruptura del concepto visual del mundo y propició otro, ni mejor ni peor que los antecedentes, el medieval o el renacentista, por ejemplo, pero acorde con las preocupaciones filosóficas o artísticas de la época, desde el simbolismo y el impresionismo hasta el superrealismo» (Urrutia 1992: 51), para entender que en sí el cine ni es moderno ni popular. Cierto es que en la época de la que hablamos, el público europeo de cine —mayoritariamente burgués, como bien lo sabemos hoy— no veía muchas películas de Eisenstein, Murnau o Dreyer, o sea los «modernos». 52 Guardamos esta cita para nuestra reflexión puesto que incluye en estos géneros menores: «[...] baile/baile entremesado/jácara entremesada/tonadilla/género chico (y

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Ampliando esta observación, bien podríamos decir que así pasaría en el caso de la «dramaturgia» de Ramón Gómez de la Serna con su recuperación de los bailes populares y de la pantomima. Pero, en el caso de nuestro escritor novel como en las otras vanguardias en su inmensa mayoría, hubo y todavía hay una verdadera dificultad en alcanzar al público popular, lo que tanto las vanguardias en general como Gómez de la Serna en particular no parecían querer a fin de cuentas (aunque habría sin duda que matizar aquí también). Es verdad que las pantomimas de Ramón, por su «género», parecen acercarse más a algo «popular» en su forma, pero no tuvieron ningún éxito, ni de venta, ni de lectura, ni de crítica, y no se representaron del todo, lo mismo que pasó con su teatro. Hoy día, además, no se estudian mucho en el campo de la investigación y tampoco se valoran demasiado. Planteamos, pues, por fin, la cuestión de saber si de verdad el teatro de vanguardia, o las danzas/pantomimas, en tanto que espectáculo real y concreto, es algo posible en el sentido de visible, representable, en fin viable para un público al que se quería «recuperar» mezclando lo popular/tradicional y lo nuevo/moderno. Y nos parece que este recorrido por el arte pantomímico nonato de Ramón, con toda la intermedialidad verdadera o virtual que se quiera, nos demuestra, desafortunadamente, que no.

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dentro de él: zarzuela en un acto o zarzuelilla/sainete lírico/revista/[...]/opereta/entremés lírico/ópera bufa/pantomima/teatro de títeres —guiñol y marionetas como modalidades)» (Huerta Calvo 1992: 286).

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HUERTA CALVO, Javier (1992): «La recuperación del entremés y los géneros teatrales menores en el primer tercio del siglo XX». En: Dougherty, Dru/Vilches de Frutos, María Francisca (eds.): El teatro en España entre la tradición y la vanguardia (1918-1939). Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas/Fundación García Lorca/Tabacalera, pp. 285-295. LAVAUD, Jean-Marie y Eliane (1992): «Valle-Inclán y las marionetas entre la tradición y la vanguardia». En: Dougherty, Dru/Vilches de Frutos, María Francisca (eds.): El teatro en España entre la tradición y la vanguardia (1918-1939). Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas/ Fundación García Lorca/Tabacalera, pp. 361-375. MARTÍNEZ EXPÓSITO, Alfredo (1994): La poética de lo nuevo en el teatro de Gómez de la Serna. Oviedo: Universidad de Oviedo. MUÑOZ-ALONSO LÓPEZ, Agustín/RUBIO JIMÉNEZ, Jesús (eds.) (1995): «Introducción». En: Gómez de la Serna, Ramón: Teatro muerto. Madrid: Cátedra, pp. 9-148. PALENQUE, Marta (1992): El teatro de Gómez de la Serna: Estética de una crisis. Sevilla: Alfar. RICO, Francisco (dir.) (2001): Historia y crítica de la literatura española. T. VII, Epoca contemporánea: 1914-1939. Madrid: Crítica. SOLDEVILA-DURANTE, Ignacio (1988): «El gato encerrado (Contribución al estudio de la génesis de los procedimientos creadores en la prosa ramoniana)». En: Revista de Occidente, 80, pp. 31-62. — (1992): «Ramón Gómez de la Serna entre la tradición y la vanguardia». En: Dougherty, Dru/Vilches de Frutos, María Francisca (eds.): El teatro en España entre la tradición y la vanguardia (1918-1939). Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas/Fundación García Lorca/Tabacalera, pp. 69-79. URRUTIA, Jorge (1992): «La inquietud fílmica». En: Dougherty, Dru/Vilches de Frutos, María Francisca (eds.): El teatro en España entre la tradición y la vanguardia (1918-1939). Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas/Fundación García Lorca/Tabacalera, pp. 45-53. ZLOTESCU, Ioana C. (ed.) (1996): «El ciclo de Tristán». En: Gómez de la Serna, Ramón: Obras Completas. T. I: «Prometeo» I. Madrid: Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, pp. 381-419.

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1. CHAPLIN EN LA VANGUARDIA ESPAÑOLA Charlie Chaplin ocupa un lugar destacado en las preferencias y aversiones de los vanguardistas españoles e hispanoamericanos (Bonet 1995: 158 y ss. y Gubern 1999: 58 y ss., 103-106, así como pássim). Guillermo de Torre, en Hélices (1923), fue el primero en dedicarle un poema, titulado precisamente «Charlot», como se conocía a Chaplin desde 1915 en España (Gubern 1999: 103). Sobre Charlot escribieron de manera entusiasta ensayistas, biógrafos y narradores, como Antonio Marichalar, Fernando Vela, Francisco Ayala, Santiago Aguilar, César Muñoz Arconada o Benjamín Jarnés.1 Incluso se llegó a fundar una revista de cine titulada Chaplin. El primero y al parecer único número salió el 22 de febrero de 1929.2 Entre otros artículos podía leerse en ese ejemplar una nota sobre la segunda sesión del Cineclub Español (26-1-1929), en la que Ramón Gómez de la Serna presentó El cantor de jazz. Mención aparte merecen las valoraciones de Buñuel y Dalí. Luis Buñuel se refiere en Mi último suspiro al ambiente artístico e intelectual a principios de los años veinte en torno a la Residencia de Estudiantes (Buñuel 1982: 86); y recuerda que ellos preferían las películas cómicas norteameri1

Véase los títulos en la bibliografía. Chaplin, año 1. Este ejemplar puede consultarse en la Hemeroteca Municipal de Madrid. 2

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canas, con Ben Turpin, Harold Lloyd, Buster Keaton y todos los cómicos de Mack Sennett. Añade Buñuel: «El que menos nos gustaba era Chaplin» (Buñuel 1982: 86). A finales de la década, la aversión sentida hacia Chaplin se ha radicalizado. Escribe Buñuel: «Los intelectuales del mundo lo han estropeado, y por eso, ahora intenta hacernos llorar con los más vivos lugares comunes del sentimiento» (Buñuel 1929: 1). Más radical incluso es Salvador Dalí, que en el último número de la revista L’Amic de les Arts (1929) llama a Charlot un putrefacto (citado según Gubern 1999: 59). Un último homenaje dedicado al cómico es el Homenaje literario a Charlot, que Rafael Utrera Macías publicó en 1991. Relata Utrera aquí la vigésima segunda sesión del Cineclub Español, celebrada el 24 de octubre de 1932 en el Palacio de la Prensa de Madrid. El cartel del evento lo ilustraron Maruja Mallo y Ramón Gómez de la Serna. Durante la sesión se proyectaron las películas de Chaplin El circo, Luces de la ciudad y La quimera del oro, interviniendo además los escritores César Muñoz Arconada, Benjamín Jarnés, Fernando Vela, Jorge Luis Borges, Antonio Marichalar y Rafael Alberti. Como fácilmente puede suponerse, y como el mismo autor del bonito homenaje indica, se trata de una «ficticia sesión» (Utrera Macías 1991: 5).3

2. CHAPLIN ENTRE EL CINE MUDO Y EL HABLADO A finales de los años veinte tiene lugar la mayor transformación que el cine haya conocido jamás: empezó a hablar, se pasó del cine mudo al hablado. En 1928 se había estrenado el primer film completamente hablado, Lights of New York.4 El avance del cine hablado sería ya imparable. 3 Román Gubern ha recopilado de manera exhaustiva todas las sesiones del Cineclub Español, que llegaron a veintiuna. La primera sesión se celebró el 23 de diciembre de 1928 y la última, la vigésima primera, el 9 de mayo de 1931 (véase Gubern 1999: cap. 10, «Las sesiones del Cineclub Español», 279-389). Hemos de corregir, por lo tanto, a Franz-Josef Albersmeier, que en su reciente publicación Theater, Film und Literatur in Spanien —estudio, por lo demás, valiosísimo— señala repetidas veces que esta ficticia sesión del Cineclub se celebró realmente (Albersmeier 2001: 189, 198, 281, 338, 340). A más de 70 años vista, pueden confundirse la ficción y la realidad, pero de todas maneras conviene indicar su frontera. 4 El 6 de agosto de 1926 Warner Brothers ya había presentado la primera película sonora del cine, Don Juan. Un año después, el 6 de octubre de 1927, se estrena The Jazz

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En esta época Chaplin trabaja en City Lights,5 considerado su apología del cine no hablado. Todavía en 1931 declaró no darle más de tres años de vida a los «talkies». Chaplin había preferido siempre la pantomima y consideraba que la voz humana le robaría toda la poesía al cine. Su primera película dialogada no llegaría hasta 1940 con The Great Dictator. Sostenía Chaplin sin reparos que el cine hablado podría destruir el arte más antiguo del mundo, el arte de la pantomima, también la base del arte cinematográfico.6 Chaplin arremetía contra el cine hablado, pero no contra el sonoro, la ilustración de la acción silenciosa con música, para subrayar así la acción.7 Sin embargo, en su autobiografía indica que, por otra parte, tenía bastantes dudas de quedarse anticuado después de City Lights si volvía a hacer cine mudo. Admite que el sonido deja a las personas más vivas, pero pensó que nunca podría alcanzar el nivel de sus películas mudas (Chaplin 1964: 371).

3. LAS IDEAS DE RAMÓN SOBRE EL CINE La relación de Ramón Gómez de la Serna con el cine es sugerente y compleja,8 en sus facetas de escritor, articulista, libretista, y hasta en la de actor. Ramón escribió la primera novela conocida sobre Hollywood, Cinelandia (1923), intervino como actor en los cortometrajes El orador (1928) —un monólogo rodado en sólo una toma de unos cuatro minutos, en el que Ramón nos explica los secretos de su oratoria (Gubern 1999: 350-353)9— y en Singer, el primer film sonoro y parcialmente hablado. El primer film completamente hablado lo estrena Warner Brothers el 8 de julio de 1928, Lights of New York. 5 Véase la biografía de Chaplin de David Robinson (1989: 749). Chaplin empieza con la producción de City Lights el 5 de mayo de 1928; el estreno será el 30 de enero de 1931 en Los Ángeles. 6 En la versión alemana de la biografía de Robinson se encuentra el resumen de la postura de Chaplin con respecto al cine hablado, tomado de una revista alemana de 1929, artículo que falta en el original inglés. (Charlie Chaplin: «Was ich zum Sprechfilm zu sagen habe»). Véase Robinson (1989: 448-449). 7 Chaplin era un notable músico; compuso la música para todas sus películas desde The Circus (1927), añadiendo en 1942 la música en la nueva versión de The Gold Rush (1925). 8 Véase Gubern (1999: 13-30), en donde aparecen también los guiones de Ramón, «Chiffres» y «El sepelio de Stradivarius». 9 Aquí también se encuentra el texto completo del monólogo ramoniano. Gubern señala que El orador fue rodado por Feliciano Vitores en 1928. Antes del estudio de

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Esencia de verbena, rodada por Ernesto Giménez Caballero en 1931 (Gubern 1999: cap. 12, «Esencia de verbena», 430-445). Para nuestro estudio es de especial interés el libreto de Ramón de la ópera Charlot, con música de Salvador Bacarisse (1932). En muchas novelas ramonianas hay referencias al cine —por ejemplo, en La viuda blanca y negra (1921), El Incongruente (1922) y El novelista (1923)—, con escenas que podemos imaginarnos por la fuerza de sus imágenes perfectamente como sacadas de films de vanguardia.10

3. 1. «La nueva épica» El texto que mejor resume la concepción que Ramón tenía del cine es «La nueva épica», publicado el 15 de octubre de 1928 en La Gaceta Literaria (Gómez de la Serna 1928: 4),11 y sobre todo en vista de la temática del cine mudo y el hablado. Ramón se autoconfiesa de entrada como cinéfilo, que va a cada película que se estrena, siempre en busca del film convincente, pero sin haberlo encontrado aún. La mayoría de los temas en las películas le parecen todavía muy triviales, aunque lo mejor, según Ramón, está en las películas cómicas, «porque el humorismo [...] parece que desengloba tiempos más expeditos, tiempos más libres y más listos». Busca Ramón un cine hecho por artistas y escritores. Los que ya han intervenido en el cine son para él «literatos fracasados», que han estado a merced de «señoritos de confuso destino». Fueron los «cameraman» los que con sus procedimientos pudieron salvar los argumentos. Pero Ramón cree que esta situación terminará, porque llega el cine hablado, y con él los literatos podrán ocupar sus puestos usurpados. Con la palabra se logrará nada menos que un nuevo arte que da título a todo

Gubern no había referencias claras al director; como título del film aparecía a veces La mano, y como año de producción se daba 1931. 10 Entre las greguerías hay muchas que hablan del mundo del cine, de la relación entre el espectador y las películas («Los que van al cine se alimentan de fantasmas pasados por la luz», Gómez de la Serna 1979: 86), o que presentan observaciones tan ingeniosas y particulares que Luis Buñuel las puso en relación con el invento del primer plano en el cine, indicando que Griffith debía de haber conocido a su precursor Ramón Gómez de la Serna (Buñuel 1927: 6). 11 Incluido también en Pérez Merinero (1974: 88-93).

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el artículo: «Con esos elementos grandiosos del cine, que reúne lo distante y retrotrae lo pretérito y unidos a la poesía, y a la música, y a la novela, y al drama, se podía crear algo que sobrepasara la ópera y que se podía llamar la nueva épica». Estamos, pues, ante todo un «cocktail» de procedimientos intermediales, y hasta se menciona la ópera, un dato muy interesante si pensamos en el libreto de Charlot, que Ramón habría de escribir cuatro años después. Dice Ramón en «La nueva épica» que el cine ahora camina hacia su objetivo de evoluciones, la evocación literaria. «Todas las artes son evocación literaria, quieran o no quieran la pintura, la música, la escultura». Por la ausencia de la palabra niega Ramón incluso el carácter de arte del cine, reduciéndolo no al séptimo arte, sino al «séptimo procedimiento». Con el cine hablado «van a desaparecer esas vueltas convencionales a lo ya visto», como leones en las habitaciones y carreras incesantes. Habrá menos «trucancia», hasta tal punto que los espectadores del futuro se reirán mucho cuando vuelvan a ver cine mudo y vean los trucos y la torpeza de este cine. En el fondo, se trata para Ramón también de un asunto de jerarquía, porque en el cine hablado el que volverá a ser jefe será «el supremo artista, el creador literario», cuyo estilo determinará la película. El cine hablado será un avance humano y cultural, que también tendrá muchos beneficios didácticos. Se imagina Ramón films científicos, en los que podremos asistir, incluso, a operaciones en directo, «oyendo las palabras del cirujano», pero también los «ruidos [...] del bisturí sesgando la carne».

3. 2. En pos del cine hablado y sonoro: la entrevista de Juan Piqueras a Ramón El segundo texto de Ramón a favor del cine hablado es una entrevista con el crítico de cine Juan Piqueras de 1929, en la revista barcelonesa Popular Film (citado según Llopis 1988: I, 195-198). Piqueras fue uno de los más importantes críticos españoles de la época,12 publicó en La Gaceta Literaria, Popular Film, y fundó la revista de izquierdas Nuestro Cinema. En el año de la entrevista con Ramón, «precursor en-

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Semblanza biográfica en Bonet (1995: 484).

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tusiasta y fervoroso del nuevo cine» (Llopis 1988: 1, 196), Piqueras estaba a favor del cine sonoro, pero no del hablado. Ante las dudas de Piqueras, Ramón creía en la posibilidad de que un artista pudiera sumar a la mímica la voz sonora: «Creo y espero la aparición de este artista que será más artista y más completo que el de hoy. ¿No sería maravilloso que Greta Garbo —en el caso de que su voz sea peliculizable— acompañase su acción con la palabra?» (Llopis 1988: 1, 196). Siguen algunos de los argumentos ya expuestos en «La nueva épica» acerca de la mala calidad de las viejas películas y las posibilidades del sonoro. Los nuevos films serán mucho mejores, y el cine ya no será un arte aparte: «Ahora se va a apoyar en todo, se va a servir de todo. De la pintura, de la fotografía, de la plasticidad, de la literatura, de la voz, de la Naturaleza... Va a ser algo distinto a lo que creen muchos». (Llopis 1988: 1, 197) La siguiente pregunta de Piqueras es de fundamental interés para nuestro estudio, y es que el crítico le recuerda a Ramón que Charlot es enemigo del cine hablado. La respuesta de Ramón es sorprendente, y demuestra que veía a Charlot con bastante menos simpatías que algunos de sus colegas vanguardistas. Dice Ramón que Charlot fracasó en sus deseos de ser actor: «Por eso más tarde se hizo mímico. Lo que en esencia era: mímico y excéntrico» (Llopis 1988: 1, 197). Así se explica Ramón el éxito de Charlot, quien ahora se ve incapacitado de ser el genio del cine hablado como lo fue del silencio.

4. CHAPLIN EN LA OBRA DE RAMÓN Revisemos los textos ramonianos sobre Charlot, para trazar las referencias al «charlotismo». Aparece por primera vez en un texto de Carmen de Burgos, «Colombine», compañera sentimental de Ramón durante más de veinte años, desde 1909. Este texto fue incluido en el Libro nuevo, que Ramón publica en 1920. «Colombine» compara a Ramón y Chaplin, indicando que el fondo de algunas páginas es el «charlotismo», como medio de burlarse de todo lo que era afectado y de rúbrica.13 13 «Nada hay que resulte tan divertido y que reduzca más el mundo a nuestro tamaño que los libros de este escritor. Hay en ellos algo que podría llamarse ‘charlotismo’, en una acepción mucho más amplia de la que esta frase sugiere en el primer momento.

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El siguiente eslabón en la relación de Ramón con Charlot es la novela El Incongruente.14 En el último capítulo de esta novela de 1922 encontramos unas ideas sobre los actores del cine y sobre Charlot, que se leen como un anticipo al planteamiento de la ópera Charlot. Ya en esta novela aparece Charlot como fenómeno del siglo, «el representante de los Charlots perdidos por el mundo» y se habla del «desinteresado charlotismo».15

4. 1. Charlotismo (1924, 1931, 1943) En 2002 se volvió a recordar, gracias a una magnífica exposición en el Centro de Arte Reina Sofía en Madrid,16 Ismos, libro que Ramón publicó por primera vez en 1931. En él recopilaba todos los precursores que en su opinión habían contribuido a configurar el arte nuevo, el arte de vanguardia. En el prólogo calificó su empresa de herejía, con una El gran artista de ‘cine’ Charlot, con su modo de tratar las cosas, sus gestos, sus desplantes, sus miradas, es algo más que una ‘cosa’ cinematográfica, y quizás se ha implantado porque es el tipo representativo de la época. El ‘Charlotismo’, bajo toda esa exageración cinematográfica que es lo que da cierta falsedad y teatricidad a ese modo de conducirse, es, quizás, el medio de burlarse de la especie de todo lo que era insosteniblemente afectado y de rúbrica. El ‘Charlotismo’, lleno de movilidad, de audacia, de fantasía, de gestos definidores, de aspavientos que revelan irónicamente la estructura expresiva de las cosas y su novedad, es, tal vez, el fondo de algunas páginas de Gómez de la Serna» (citado según Muñoz-Alonso López 1993: 222). 14 En esta novela hay una gran influencia del cine. Concluye precisamente en una sala de cine, en la que Gustavo, el protagonista, y su amada se ven de pronto como los intérpretes de la película que están viendo, en una curiosa mezcla de realidad y ficción, y que siempre hemos asociado con The Purple Rose of Cairo (1984), de Woody Allen, en la que Mia Farrow también daba el salto a la pantalla. 15 «El Incongruente sospechaba una cosa que había sospechado siempre: que los grandes funcionarios del cine —¿se puede decir actores realmente?— eran, más que seres reales, representantes ideales, fantasmas de otros seres vivos que vivían su vida, sin mezclarse al cine. [...] ¿Qué fue Charlot sino un fenómeno del siglo, el caso de cien Charlots más auténticos que el que era, por decirlo así; el Charlot mecánico, el representante de los Charlots perdidos por el mundo en existencias mediocres, pero con sincero sentimiento de Charlots, con desinteresado charlotismo, incapaz de la especulación, ni en el gran mercado de Charlots, que son los Carnavales?...» (Gómez de la Serna 1997a: 757 y ss.). 16 Véase el catálogo de la exposición: Los «Ismos» de Ramón Gómez de la Serna y un apéndice circense (2002).

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cierta dosis de intermedialidad: «Voy a hacer lo más prohibido por ciertos absolutistas teóricos, que es mezclar el nuevo arte y la literatura; [...]» (Gómez de la Serna 1975b: 7).17 En todo el libro se encuentran referencias al cine y a Charlot. Quizá donde menos lo hubiéramos sospechado, establece Ramón una analogía. Y es que en el «Picassismo» sostiene que «Picasso [...] es el único héroe del cinematógrafo que hemos tenido» (Gómez de la Serna 1975b: 87), comparándolo a un precursor de Charlot. Volvemos a encontrar a Charlot y el cine en el «Humorismo», en una cita que postula la interacción entre el cine y la vida, describiendo la influencia del cine en las actitudes y mentalidades: «Una gran lección de humorismo contemporáneo ha sido el cinema. La vida ha influido en la gran sábana de la pantalla, pero también la pantalla ha influido de un modo redoblado en la vida y ha creado en ella muchos millones de Charlots» (Gómez de la Serna 1975a: 232). El «ismo» que más nos interesa para nuestro análisis es el «Charlotismo», que tiene una interesante trayectoria editorial. Una primera versión apareció en 1924 en la revista madrileña Tobogán (Bonet 2002: 448)18 y en el mismo año 1924 fue publicada la traducción francesa, «Le Charlotisme», en la revista de Bruselas Le Disque Vert (Gómez de la Serna 1924a: 53-57).19 En 1931 aparece incluido en la primera edición de Ismos, y en la segunda edición de 1943 hay una versión ampliada por Ramón por casi el doble de la extensión original, incluyendo sus comentarios después de ver El gran dictador, la primera película hablada de Chaplin —aunque Ramón no profundiza más en el tema del cine mudo y hablado—.20 Ramón identifica el charlotismo como una especie de patosidad de la época, «cansada de la compostura solemne a la par que graciosa y de la formalidad en la ironía» (1957a: 1109). Dice Ramón que la vida se decidió entonces por el «infantilismo desgarrado», y Charlot lo encarnó como muchos otros, siendo el «hortera rey» (1109). Desde el inicio —aunque a Ramón hay que leerlo siempre en parte en clave humorística— es evi17 En las Obras completas del Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg no se había publicado en el momento de redactar esta conferencia. 18 Juan Manuel Bonet nos ha confirmado que el artículo apareció en Tobogán. 19 La traducción es de Jean Cassou. 20 Citamos a continuación esta última versión, publicada también en las Obras completas, t. II (Gómez de la Serna 1957a: 1109-1117).

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dente que no estamos ante un texto que denota sólo admiración por Chaplin, como se evidenció también en la entrevista con Piqueras. Encontramos, además de la etiqueta «hortera», otras más despectivas incluso, como «pisaverde» y «lechuguino anticuado y deteriorado» (1110). Ramón oscila entre un cierto desprecio y una fascinación por Charlot, ya que el charlotismo logró en cierta manera desenmascarar la época, «ha sido una ráfaga de fantochada de la época, la época del humorismo extravasado y de la quiebra de la seriedad de burro que caracterizaba al mundo y ahora aún lo caracteriza en gran parte» (1109). Otra definición del charlotismo dice que «es algo así como el baile de un hombre solo en medio de las vanidades y las fiestas engoladas del mundo» (1109). Y este baile ha sido una especie de revolución, el inicio de una nueva corriente en el arte, enmarcando a Charlot dentro de los precursores del arte nuevo que componen Ismos, con su revolución «que comienza ahora a ser interpretada y que se reanudará y seguirá su obra en los cuadros de un nuevo pintor, en las obras de un autor menos cazurro que casi todos los que nos rodean; en las pantomimas de una compañía inédita» (1109). Aparte de tipo elemental de la época lo caracteriza Ramón como «el excéntrico de los circos aplicado al largo viaje del cinematógrafo» (1112). Ha destapado la botella que ha llenado de espuma al mundo, la risa del mundo.21 Es la «electricidad crónica de corriente alterna», un «saltamontes cinematográfico», el «distraído sumo, el distraído en libertad, el distraído feroz» (1112). Sigue una sucesión de escenas de películas de Charlot («cobrador de tranvías loco, viajero a pie detrás de los trenes que ya han salido, ultramarinero descompuesto porque se ha bebido las botellitas de muestra [...]. En fin, rana galvanizada que un día se quedará sin corriente y ese día desparecerá el charlotismo» (1113). Aquí terminaba la versión original de 1924. En 1931 añade unas frases muy significativas, en las que sostiene que «Charlot no ha existido», y que precisamente por no haber existido, no desaparecerá, «y sus mismas películas serán largas lombrices de tierra que buscarán el misterioso y anonimado centro de la tierra» (1113). Doce años después, en 1943, y tras ver El gran dictador, citado como «El Dictador», retoma Ramón su retrato de Chaplin, y le expresa 21 Por otra parte, advierte Ramón a los lectores no analizar a Charlot de manera demasiado racional: «Pero la opinión sobre Charlot no puede ir seguida y lógica como un estudio cualquiera. Para definirlo hay que encender el cohete de las imágenes y que estallen en mil lucecitas desperdigadas. Veamos cómo: ¡Fu!...» (1112)

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gran admiración: «Cada vez más único y más viviente Chaplin, porque no ha surgido después de él quien levante la esfera inmensa del cine cómico» (1115).

4. 2. Charlot (1932) En el capítulo 12 de Nuevas páginas de mi vida (1957), «Una ópera malograda», habla Ramón de Charlot (Gómez de la Serna 1957b: 73 y ss.). La idea del proyecto partió en 1932 de Salvador Bacarisse,22 que le insinuó hacer una ópera en tres actos, a la que él le pondría la música. Nuestro libretista recurrió a los «versos de Opera Libre» y se inventó la ópera, en la que Charlot, que no quería ni hablar ni cantar en sus películas, debía haber aparecido con un sosias, que siempre detrás de él, como su sombra, cantase «como si fuera el propio Carlitos» (Gómez de la Serna 1957b: 73). Ramón vuelve a utilizar más de cuarenta años después el primer nombre de Chaplin en España, que, según Gubern, dejó de funcionar en 1915 (Gubern 1999: 103). Salvador Bacarisse, que escribió la música entre septiembre de 1932 y julio de 1933, era uno de los compositores destacados del momento. Había ganado ya dos veces el Premio Nacional de Música (en 1923 y 1931, volvería a ganarlo en 1934) y fue director del Palacio Nacional de Música.23 Conocía a Ramón a través de Unión Radio, en donde era director artístico, y Ramón se convirtió en el primer reportero radiofónico de España, con sus crónicas desde la Puerta del Sol y su micrófono instalado en su casa de la calle Villanueva, un hecho pionero en España (Díaz 1997: 122 y ss.). Además, el primo de Salvador, Mauricio Bacarisse (1895-1931), poeta y narrador, fue contertulio de Pombo, y aparece retratado en el famoso cuadro de Gutiérrez Solana, «La tertulia en el café de Pombo» (1920).

22 Para la biografía de Salvador Bacarisse véase Bonet (1995: 76 y ss.). Es curioso que Ramón escribe «Bacarise» en el capítulo 12 mencionado de Nuevas páginas de mi vida. 23 Veáse Bonet (1995: 76) y Álvarez (1988: 123). Una temprana valoración de Bacarisse y su música (que destaca sobre todo Charlot) fue redactada por el compositor Enrique Casal Chapí (Casal Chapí 1938: 27-53), que reproduce incluso la primera página de la partitura de la ópera.

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Acerca del punto de partida de Charlot hay que mencionar que en julio de 1931 se había fundado la Junta Nacional de Música y Teatros Líricos (JNMT), cuyo objetivo era estimular la ópera nacional,24 tratando de acercar la ópera a las clases más bajas de la sociedad a través de representaciones gratuitas. En 1932 la JNMT subvencionó cinco proyectos de ópera cómica, entre ellos, Charlot. Para principios de 1934 estaba previsto el estreno en el Teatro Calderón de Madrid. Nunca tuvo lugar, probablemente debido al aluvión de críticas que recibió la JNMT por su gestión, lo que motivó su disolución en 1934. En el cap. 76 de Automoribundia menciona Ramón brevemente el intento de estrenar Charlot en Buenos Aires en 1933. Ramón había viajado a la capital argentina para dar unas conferencias: «Como Victoria Ocampo era la directora del Colón metí en mi maleta las partituras de Bacarisse de mi ópera Charlot, algo que hubiera sido un buen escándalo lírico, pero que no se atrevieron a estrenar» (Gómez de la Serna 1998: 645). Repite esta escena en Nuevas páginas de mi vida, indicando que su sueño era verla estrenada en el Teatro Colón. «Enchufe» no le faltó, porque en casa de Ocampo, y tras tararear los tres actos (¡qué pena que no se registrara esa grabación para Unión Radio!), Ramón le entregó las partituras «al joven y destacado músico Juan José Castro» (Gómez de la Serna 1957b: 73), que era el director de la Orquesta del Teatro Colón.25 Ramón propuso contratar para el estreno al propio Charlot, pero el proyecto fracasó, regresando el autor a España «con la ópera en el baúl» (Gómez de la Serna 1957b: 73). Unos años después, cuando Ramón ya se ha exiliado a Buenos Aires, recibe la noticia en 1937 de estrenar Charlot en el Liceo de Barcelona (Gómez de la Serna 1998: 704 y 1957b: 74),26 bajo ciertas condiciones no detalladas, a lo que Ramón se negó. Ya no supo más de la ópera, creyéndola con «Bacarisse en Méjico». No sabía Ramón que Salvador Bacarisse había emigrado a París, en donde murió en el mismo año que Ramón en Buenos Aires, en 1963.

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Véase para lo que sigue Heine (1998: 39 y ss. y 55). Juan José Castro (1895-1968), compositor y director de orquesta argentino. Como decimos, fue director de la Orquesta del Teatro Colón, siendo en la temporada 1933 también el director general del teatro. Puede consultarse la página web: www.arteargentino.com/dic/art/castro,j3.htm. 26 Ramón había recibido una carta de su hermano José, «diciéndome que si yo firmaba no sé qué cosa, se estrenaría en el Liceo de Barcelona» (1957b: 74). 25

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En lo que sigue en el capítulo de Nuevas páginas de mi vida se pregunta Ramón qué habrá sido de la ópera, «tres actos destinados a que los viesen y oyesen señoras con mucho escote y señores con mucho frac» (1957b: 74). Entre tanto, Charlot, el que no hablaba, «comenzó a flautear y por fin se decidió a hablar en el cine nuevo» (1957b: 75). La partitura y el texto de Charlot no aparecieron hasta 1987, cuando el hijo de Salvador Bacarisse donó el legado de su padre a la Fundación Juan March. En 1988, en el centenario de Ramón, Antonio Gallego editó este libreto por primera vez27 y tuvo lugar una representación parcial de la obra en la sede de la Fundación Juan March (5 de octubre de 1988). En 1993, Agustín Muñoz-Alonso López presentó la edición crítica de la ópera, que se publicó en la revista Barcarola. En este proyecto intermedial confluyen las ideas que Ramón tenía sobre el cine mudo y hablado, sobre Chaplin, y sobre los personajes fragmentados de sus novelas y la obra de teatro Los medios seres, en la que en 1929 había retomado su producción teatral abandonada en 1912 tras sus primeras obras. El libreto para la ópera Charlot destaca en la producción de Ramón por tres razones: primero, la relación del autor con la música es escasa; segundo, por la forma en la que está escrito, el verso libre —«libérrimo», como dice Álvarez (1989: 5)—; y tercero, por su aversión al teatro, que le llevó a calificar sus obras de juventud como «teatro muerto».28 Charlot, este singular proyecto que José Luis Borau ha calificado de «el mayor tributo ofrecido en semejante especie al inmortal personaje» (Borau 1992: II), se encuentra, pues, en el cruce de caminos del cine, el teatro, la literatura y la ópera. En lo que respecta al texto de Ramón, podemos señalar influencias intermediales de tres tipos: 1º Los apuntes tomados de otros textos suyos sobre el cine y Charlot, 2º Una escritura cinematográfica basada en diversas escenas de películas de Chaplin, y 3º La inclusión de aspectos de la biografía de Chaplin, en una curiosa mezcla de la ficción de las películas y la realidad biográfica del cómico.

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Se puede consultar en la Fundación Juan March en Madrid (Biblioteca de Música Española Contemporánea). 28 A partir de 1929 Ramón escribe sólo tres obras para la escena: Los medios seres (1929), Charlot (1932) y Escaleras (1936). Puede consultarse: Obras completas XIII, Novelismo V/Teatro, Novelas cortas y teatro de vanguardia (1927-1947) (2002).

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Vamos a presentar el contenido del libreto, fijándonos sobre todo en las citas de Ramón en las que alude directamente al conflicto entre el cine mudo y el hablado, tal y como las había dejado plasmadas en «La nueva épica» y la entrevista con Juan Piqueras. Ya en la primera escena, en la que Margarita canta ante los fragmentos de películas de Chaplin que se proyectan sobre una sábana tendida, menciona los «ecos de voz», para declamar a continuación: «Retazos de cinema / película de olvido / letreros sin razón» (Gómez de la Serna 2002: 747 y ss.).29 Este último verso no deja dudas si se toma como una advertencia cinematográfica: los letreros están anticuados, porque los personajes deben empezar a hablar. El decorado de la escena es una destartalada cabaña, un «‘bungalow’ en el oeste de los Estados Unidos de América»,30 que fácilmente puede identificarse con The Gold Rush.31 El hecho de que en el mismo escenario se proyecten escenas de películas de Chaplin nos hizo pensar que se podría tratar de una idea absolutamente pionera (y que sigue vigente hasta hoy, en versiones modernas de óperas barrocas, por ejemplo). Sin embargo, hay antecedentes: en 1930 se había estrenado en Berlín la ópera Christophe Colomb de Darius Milhaud (con libreto de Paul Claudel, otra sugerente colaboración), en la que había escenas filmadas (Muñoz-Alonso López 1993: 226). Erwin Piscator también había experimentado con proyecciones en el teatro en la Berliner Volksbühne en los años veinte (Rubio Jiménez 2002: 634). En la escena IV hace su entrada Charlot, seguido de los patos de la granja. Le ofrece a Margarita una rosa de papel, una clarísima referencia a City Lights, a la escena en la que Chaplin le compra la rosa a la vendedora ciega. City Lights se había estrenado un año antes en todo el mundo (1931). Ramón describe en el capítulo 68 de Automoribundia las estampas de su torreón, entre las que se encontraba precisamente esta estampa de Luces de la ciudad.32 Otro detalle de interés tiene que ver con esta entrada de Charlot junto a los patos de la granja. En el capítulo 39 de Cinelandia (1923) había un cómico llamado Josué, que era propietario de un gran parque de pa29

En lo sucesivo indicamos solamente el número de página de esta edición. Así aparece anotado por Salvador Bacarisse en la partitura original, que se encuentra en la Fundación Juan March en Madrid (signatura M-267-A). 31 Véase Muñoz-Alonso López (1993: 226) y Rubio Jiménez (2002: 633). 32 Dice Ramón de este retrato que Charlot aparece «con la rosa de la melancolía en la mano» (1998: 576). 30

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tos, que son calificados como «los antecesores de Charlot y de todo el humorismo» (citado según Muñoz-Alonso López 1993: 226). En la quinta escena entra el coro de admiradoras y admiradores que sigue siempre a Charlot y que defiende así su rechazo a hablar: «su gesto lo dice todo / desesperado de amor / y vale más su silencio / que el dinero del burgués» (756). Margarita le suplica a Charlot que comience a hablar: «No basta que tu rosa / se ría en palabras, / palabras de papel. / Necesito tu voz, [...]» (758); una súplica que retoma en la escena octava. El segundo acto (sigue la misma decoración) también se inicia con un aria de Margarita, en la que se pregunta por el carácter de la voz de Charlot. El coro le responde («Tenor tendría que ser / para ser más triunfador», 765), añadiendo una interesantísima referencia a la situación de cambio que estaba viviendo el cine en ese momento, en la que Ramón transmite de manera directa su opinión: «Vuelve, Charlot, / que el mundo espera / la anunciación de tu voz / para confirmar al cine / su privilegio de hablar» (766). El desdoblamiento del personaje, al que Ramón se había referido en Nuevas páginas de mi vida, se produce en la segunda escena de este segundo acto. Detrás de Charlot aparece un caballero, El Bis, que es como su sombra, y que acompaña con su voz los gestos del mudo Charlot. El «truco» de la escena es que Margarita no se da cuenta del doble personaje, y se cree realmente que Charlot ha empezado a hablar: «Tu voz la había yo oído / en la tregua de la ceguera» (766). También aquí es manifiesta la alusión a City Lights, y a la vendedora de flores ciega que recupera la vista al final de la película. Margarita acepta la declaración de amor y la misión de curar a Charlot, «pero lograré curarte / de tu baile de San Vitor» (768). Este detalle, que podría parecer insignificante, nos remite, sin embargo, por segunda vez a Cinelandia, y otra breve referencia a Charlot que encontramos en esta novela dedicada íntegramente a Hollywood. En el capítulo 12 —«Los ‘cocktails’ absurdos»— no falta el cocktail Charlot, que produce el siguiente efecto: «Con el cocktail Charlot se sale imitando a Charlot involuntariamente, dominado el que lo bebe por un fatal baile de San Vito de Charlot y cogiendo con un bastoncito de cayada por el cuello o por una pierna o por un brazo al transeúnte distraído» (Gómez de la Serna 1997b: 88). En la tercera escena de este segundo acto de Charlot asistimos al baile de unas bailarinas; Charlot se muestra amoroso con Margarita, como

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en una escena muda, como aparece indicado al principio de la escena. El coro de admiradores defiende la mudez de su ídolo, que es «sólo rico en silencio» (770). Muñoz-Alonso ha señalado que esta escena parece tomada de la película de Chaplin, Sunnyside (1919), en la que sueña con un grupo de ninfas de los bosques, que lo rodean bailando (MuñozAlonso López 1993: 228). En la siguiente escena nos topamos con la exigencia del coro de que el cine se renueve, en un tono parecido con el que Ramón había criticado en «La nueva épica» los contenidos tradicionales del cine, exigiendo, por el contrario, su renovación a cargo de los escritores. En la ópera, el coro pide «otras novias, / otros asuntos, / otras rivales, / otras películas, / nuevos trucos, / variaciones, / originalidad, / desdoblamientos, / viajes sin fin, / bodas y divorcios, / niños perdidos» (772). En el tercer acto cambia la decoración, ahora nos encontramos en una fiesta en casa de Chaplin (anotación de Bacarisse en la partitura original: «Salón de fiestas en la casa de Charlie Chaplin»). Hay galanes y estrellas del cine, «ya medio borrachos todos». Charlot está sentado en el sofá junto al tenor, su Bis, los dos se abrazan y beben. La escena recuerda de inmediato a la del vagabundo y el millonario en City Lights, que también se emborrachan después de que Charlot le ha salvado la vida. Como Ramón lo había hecho ya en Nuevas páginas de mi vida, una de las estrellas se refiere en esta escena a Charlot como «Carlitos» (782). En la segunda escena sigue la confusión de nombres del artista: entran más estrellas en la escena, que se dirigen a él como «Charlot», y que se burlan y se aprovechan de él. El Bis les comunica, en principio, en tono de burla: «Mi señor ordena y manda / que no le llamen Charlot / que aquí sólo es Chaplín / elegante, calavera y borrachín» (783). Sigue el desdoblamiento del personaje, puesto que en este tercer acto Charlot ya no aparece vestido como vagabundo, de la manera típica de sus películas, sino de esmoquin, es decir como personaje «real». Sin embargo, a esta dualidad (personaje de película-personaje real) se vuelve a unir el debate entre el cine mudo y el hablado, ya que El Bis de Charlot se separa del personaje, para exigir la voz en las películas: «que mi alma está ahogada / de hacer papeles en voz baja / sin poder ofrendar mi voz / al Supremo Dios del Arte» (786). La cita parece una alusión a las dudas que el mismo Chaplin manifestó en esos años, convencido, por una parte, de la superioridad de la pantomima y el cine mudo, pero, por otra, temeroso de quedarse anticuado.

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El Bis continúa con su defensa de Charlot, plena de alusiones al cómico del cine: «Sé vagabundo siempre, / vive como filmando / y así viviendo en farsa / te salvarás farsante. / [...] Para curar tu cáncer / tienes que ser actor / de un solo papel, / déjate de elegancias, / vivir cual mudo Hamlet, / ser sólo un emigrante, / no cambiar de mentir, / sobrepujar tu farsa» (787 y ss.). Se enuncian todos los conflictos entre mundo auténtico y el mundo falso del cine, y Ramón esconde además dos referencias a películas de Chaplin, The Vagabond y The Immigrant (1917). En la tercera escena continúa la confusión entre los planos de película de Charlot y biografía de Chaplin, cuando aparecen como aguafiestas cuatro divorciadas de Charlot, que le acusan de su abandono y de que sus hijos aspiran a ser Charlot e imitan sus gestos.33 Éste se levanta con espanto y busca la ayuda de su tenor Bis, quien les promete a las divorciadas que serán indemnizadas. Ramón se burla aquí de los divorcios de Chaplin y de los costosos procesos en los que se vio envuelto. Con todo, en el libreto Ramón se permite una exageración humorística, ya que Chaplin en ese momento sólo se había divorciado dos veces (de Mildred Harris en 1920 y de Lita Grey en 1928; Robinson 1989: 745, 748), y tenía dos hijos con Lita Grey. En la cuarta y última escena de la ópera vuelve Margarita, acompañada de la policía y el coro. Charlot es acusado de seducción, y Margarita lo reclama para ella. La fragmentación de su amado la expresa así: «Engañas con tu pobreza, / con tu traje de mendigo / y después eres un dandy / que vive ciego de lujo» (790). Margarita insiste en que no fue la voz, sino la pantomima la que hizo que se enamorara de Charlot: «[...] a mí me habló su silencio / sólo oír su pantomima / la mímica de Charlot. [...] No me engañó con palabras, / sólo a sus ojos miré / sin escuchar tus romanzas / de gramófono servil» (791 y ss.). El policía mantiene su acusación y pregunta a Charlot si conoce a Margarita. Charlot responde que sí, se pone toda su indumentaria de vagabundo, le arranca al Bis el bigote que no encontraba y abandona la escena, esposado por el policía y cogido del brazo de Margarita. Charlot es sin duda alguna un proyecto singular, un experimento que no ha encontrado continuación. Como intertexto entre el cine, la litera-

33 Muñoz-Alonso López señala que esta escena es una alusión a The Kid (1921), en la que Charlot está acompañado de un niño que repite todos sus movimientos (MuñozAlonso López 1993: 231).

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tura y la ópera, y por la colaboración entre dos destacados artistas, ocupa un lugar único en esta época en la que la vanguardia ha perdido mucho de su vigor inicial. El análisis completo de la música de «Charlot» ha sido realizado por Christiane Heine (Heine 1998).34 En esta conferencia no podemos detenernos con profundidad en la composición de Bacarisse, que sólo sonó en una ocasión: el 5 de octubre de 1988 se representaron en la Fundación Juan March en Madrid algunas escenas de la ópera, de la versión reducida para piano y voces.35 Christiane Heine resalta la calidad experimental de la música de Bacarisse, en la cual destacan los elementos de jazz que se encuentran en la ópera (Heine 1998: 51). Estos elementos coinciden con la entrada de Charlot en escena, como en la cuarta escena del primer acto, en donde Bacarisse integra de manera grotesca dos saxofones, es decir, el instrumento más típico del jazz, en los instrumentos de la orquesta. Bacarisse quiso rendir quizá un homenaje al «Jazzbandismo» de Ramón, que este presentó en el Cineclub Español con motivo del estreno en España de El cantor de jazz, como vimos más arriba. Heine resume que Charlot, el Opus 15 de Salvador Bacarisse, es «un formidable progreso de su evolución artística debido a la amplificación de su lenguaje musical y la originalidad de su invención» (Heine 1998: 37).

5. CONCLUSIÓN En el caso de Ramón Gómez de la Serna hemos podido señalar una visión ambigua de Chaplin, que se inscribe en la admiración y el rechazo que Charlot suscitó entre los vanguardistas españoles. Al ser Ramón un defensor a ultranza de todo lo nuevo, se ve de pronto enfrentado al hecho de que las cosas necesitan poco tiempo para dejar de ser nuevas. Y para el caso del cine podía ilustrarse con el ejemplo de Chaplin, que se aferraba al cine mudo. Para Ramón, las películas tenían que hablar, y

34

Un capítulo traducido de la tesis doctoral de la autora en Heine (1993). Concretamente se representaron las escenas I, II, III, VI, VII y VIII del primer acto; y la escena II y V del segundo acto. Los intérpretes fueron: María José Sánchez (Margarita), Juan Cabero (Charlot), Luis Álvarez (El Burgués) y Juan Pedro García Marqués (El Padre), con el acompañamiento musical a cargo de Sebastián Mariné. Una grabación de estos fragmentos se encuentra en la Biblioteca de Música Española Contemporánea de la Fundación Juan March en Madrid. 35

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el Charlot que insistía en el cine mudo aparece como personaje fragmentado, un «medio ser», en la ópera Charlot. Realidad y apariencia, mundo de verdad y mundo falso, cine mudo y hablado: Ramón presenta con su estilo peculiar estos dilemas, sin ofrecer, por supuesto, una solución. Quizá el mejor resumen que puede ofrecerse en vista de nuestro tema intermedial es esta greguería: «La ópera es la verdad de la mentira, y el cine es la mentira de la verdad» (Gómez de la Serna 1994: 42). O quizá esta otra: «Al entrar en las puertas giratorias miramos hacia atrás por si viene Charlot queriéndonos empujar» (Gómez de la Serna 1979: 166).*

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* Nota: Agradecemos la colaboración y la ayuda prestadas a nuestra conferencia a Juan Manuel Bonet (Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía), Mª Victoria Goberna (Instituto Valenciano de Arte Moderno), Agustín Muñoz-Alonso López (Universidad de Castilla-La Mancha) y Carmen Pérez de Arenaza (Fundación Juan March).

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LAS VANGUARDIAS TEATRALES EN ESPAÑA: EL EPISTOLARIO ENTRE ADRIÀ GUAL Y CIPRIANO DE RIVAS CHERIF (1921-1927) O LA NECESIDAD DEL DIRECTOR DE ESCENA Manuel Aznar Soler

Para Juan Aguilera Sastre

En la Biblioteca del Institut del Teatre de Barcelona se conserva el archivo de Adrià Gual (1872-1943). Entre su valioso epistolario puede consultarse un corpus de trece cartas que Cipriano de Rivas Cherif (18911967) le dirigió, cartas fechadas entre el 2 de diciembre de 1921 y el 20 de diciembre de 1923 (Registro 12252-12264, folios 45-68). Por otra parte, la generosa amistad de Enrique de Rivas Ibáñez, hijo de Cipriano, posibilitó el conocimiento de catorce cartas de Gual a su padre, fechadas entre el 7 de marzo de 1925 y el 18 de febrero de 1927, que vienen a completar un corpus total compuesto por veintisiete cartas cruzadas entre ambos. Este epistolario entre dos hombres de teatro a los que podemos considerar como pioneros de la dirección escénica en España nos va a permitir reconstruir, como vamos a tener oportunidad de comprobar, un capítulo de la historia de nuestras vanguardias teatrales.

1. EL TEATRO DE LA ESCUELA NUEVA DE RIVAS CHERIF Y EL TEATRE ÍNTIM DE ADRIÀ GUAL (1921-1922) La primera carta conservada fue escrita por Rivas Cherif al director del Teatre Íntim el 9 de diciembre de 1921 y consta de ocho folios mecanografiados en papel con membrete de la «revista literaria» La Pluma que concluye con estas palabras:

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Perdón por la larguísima cuanto deslabazada carta, que quizás le dará a V. una impresión de atolondramiento juvenil que ya no me cuadra. No soy tan ligero y vagamente soñador como por ésta pudiera llegar a colegir. Quiero, eso sí, que de una manera u otra vea V. en mí un discípulo, un compañero, un amigo en fin.

No olvidemos en ningún momento que Adrià Gual era diecinueve años mayor que Rivas Cherif y que en ese año 1921 éste tenía treinta años y aquél cuarenta y nueve, esto es, que le escribe el discípulo al maestro, tal y como reitera Rivas Cherif cinco años después: Quizá podamos ese día no muy lejano instaurar aquí una sucursal o corresponsalía del intento magnífico que Gual lleva a cabo año tras año. [...] Confiemos, pues, en que el terreno empiece a sernos más propicio a cuantos tenemos a gala considerarnos discípulos de tan buen maestro y amigo como Adrián Gual (Rivas Cherif 1926b: 2).

Rivas Cherif confiesa que ha iniciado este intercambio epistolar con Gual al conocer «su proyecto de venir a Madrid y su deseo de hallar en nosotros ayudantes a la extensión de su escuela de Barcelona», le adjunta «certificados unos números de LA PLUMA, revista que sostengo denodadamente con Manuel Azaña, en que publiqué el año pasado dos pequeños manifiestos del TEATRO DE LA ESCUELA NUEVA» y le agrega que en breve le remitirá también «algún ejemplar de los números de ESPAÑA correspondientes al verano de 1920 en que empezamos a pensar en esto de hacer un teatro». En esta carta Rivas Cherif le explica con claridad las limitaciones e insuficiencias del Teatro de la Escuela Nueva (ausencia de un local adecuado; falta de actores y actrices, aunque Magda Donato sea la excepción digna de elogio; dificultades económicas, etcétera) y revela un notable sentido no sólo crítico sino también autocrítico («Yo soy muy mal actor. [...] Una vez en el escenario pierdo toda animación y no tengo gracia de expresión alguna. Mucho me alegraría que pudiera V. hacer de mí un buen cómico; es lo que me gustaría ser»): Las representaciones que dimos el año pasado adolecieron de todos los males propios de la improvisación y la inexperiencia. Creo, con todo, que lo menos difícil de hallar es un público y aun públicos. Nosotros abrimos un abono de prueba, que sólo a medias pudimos cumplir. Nos falta la última de las funciones anunciadas, precisamente la farsa de Valle-Inclán, que

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tengo verdadero empeño en hacer y que V. puede leer en los números de LA PLUMA que le envío (Rivas Cherif, carta de 9 de diciembre de 1921).

Al margen de comentarle que estaba «muy en relación actualmente con LA ARGENTINA» y sus proyectos y posibilidades de colaboración con la bailarina Antonia Mercé, lo sustancial de la carta residía en la invitación de Rivas Cherif a que Gual dirigiese al Teatro de la Escuela Nueva (Aguilera Sastre/Aznar Soler 1999: 91-109) con la puesta en escena de la Farsa y licencia de la reina castiza de Valle-Inclán: Nosotros tenemos que hacer, y cuanto antes, la REINA CASTIZA, de Valle-Inclán, a ser posible coincidiendo con su vuelta de América, donde ha sido huésped de honor de la República Mejicana, durante las fiestas del centenario de su independencia y ha dado lugar a la protesta de los colonos españoles estrecha-lazos y patrioteros de por allá, con motivo de unas valientes y sincerísimas declaraciones acerca del rey Alfonso, que no han gustado a los que andan preparándole la vuelta al ruedo por la América española. ¿Es que no habría manera de que nos ensayara ya V. mismo esa representación? (Rivas Cherif, carta de 9 de diciembre de 1921).

Gual, quien le confesaba al inicio que «su carta me causó mucha alegría», se limitó a responderle con brevedad el 20 de diciembre de 1921 y aplazaba hasta después de navidad y Año Nuevo su respuesta, finalmente negativa por las razones que le expresaba en la siguiente, fechada el 6 de enero de 1922, una carta también de ocho páginas manuscritas: Yo aceptaría muy gustoso dirigir La reina castiza, de Valle-Inclán, porque estoy seguro de su bondad, pero hay dos cosas que me lo impiden; en primer lugar, que deba ser pronto, en segundo lugar, que exista ya trabajo realizado sobre esta obra. [...] Un principio mío, muy arraigado en mí, en materia teatral, no me permite hacer nada que no sea aceptando la responsabilidad total de la representación (Gual, carta de 6 de enero de 1922).

Y, a continuación, manifestaba su verdadero interés en orden a esa posible colaboración escénica en Madrid: No debo ocultarle que yo ante todo estimo mi obra de autor y que me parecería muy humano trabajar por cuenta propia, y representar algo mío en esta primera sesión. [...] Lo que sí me interesaría sería organizar, extra pú-

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blico, para nosotros solos, una sesión de algo mío, muy nuevo, muy arriesgado, que apenas si puede leerse y necesita de la realización para dar cuenta de ello. Precisamente dentro de este género, es donde yo vería a La Argentina. Pero de esto hay que hablar, sería cosa de no acabar nunca explicarlo por carta, y como espero venir pronto para mi conferencia del Ateneo, entonces lo trataríamos y detallaríamos también lo demás (Gual, carta de 6 de enero de 1922).

En rigor, Gual estaba intentando por entonces que el Teatre Íntim volviese a representar y lo hiciese no sólo en Barcelona sino acaso también en Madrid: «Yo trato de dar a mi Teatro Íntimo una organización definitiva en Barcelona. Podríamos hacerlo conjuntamente con Madrid» (carta de 6 de enero de 1922). Y en su carta siguiente concretaba de una manera mucho más precisa sus intereses reales al proponer un programa compuesto por obras de «teatre concert» —Paràbola de les Vídues a la Font, Bressolada, Scherzo tràgic dels amants de Verona (Nocturn) y Simfonia d´un dia seré, «devotament composta sota les serenors de J. S. Bach»—, estrenadas por los alumnos de l´Escola Catalana d´Art Dramàtic en el Orfeó Gracienc el 30 de junio de ese mismo año 1922 y posteriormente traducidas al francés y presentadas por Georges Pitoëff (Batlle/Bravo/Coca 1992: 244): Por los títulos de mi programa podrá ver que se trata de algo nuevo. Es, en conjunto, una selección de mis teorías, una síntesis de mi credo, realizado todo por mí. [...] Es éste el programa que yo quisiera dar en Madrid. Hay en él los gérmenes del Teatro de mañana. Yo creo eso como una revelación (Gual, carta de 15 de julio de 1922).

2. LA CONFERENCIA DE ADRIÀ GUAL EN EL ATENEO DE MADRID (1923) Como hemos visto, Gual le anunciaba a Rivas Cherif en su carta del 6 de enero de 1922 su proyecto de dar una conferencia en el Ateneo de Madrid, conferencia que en su carta tercera, fechada el 15 de julio de 1922, explica que fue objeto de numerosos aplazamientos: «No la tuve dispuesta hasta primeros de Junio y Ossorio me aconsejó esperar a Octubre. Creo que el consejo fue bueno y así se ha acordado. Es, pues, seguro que en Octubre nos veremos».

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Finalmente, el 21 de abril de 1923 Adrià Gual, presentado por Ramiro de Maeztu, pronunció su conferencia «Hacia un teatro nuevo» en el Ateneo madrileño, una conferencia que, con variantes que afectan al propio título («Ideas sobre el teatro futuro»), fue publicada en 1929 por quien era entonces el director del Instituto del Teatro Nacional (Gual 1929: 35-154). Una conferencia de la que el propio Rivas Cherif se hacía eco entonces en las páginas de la revista España: No hace mucho dio una conferencia en el Ateneo, Adrián Gual, director hace más de veinte años, del Teatre Íntim, de Barcelona [...] y propulsor infatigable del movimiento triunfante por doquier en Europa y Norteamérica, en pro del teatro artístico, contra su industrialización excesiva y consiguiente rebajamiento. Algunos hombres de buena fe, creyentes, contra el parecer, y la actuación sobre todo, de cómicos y empresarios, en la posibilidad de redención del teatro español, tan a la zaga del mundo civilizado, pretendemos, con ocasión de la reciente conferencia de Gual, y movidos por su ejemplo, extender su actividad a Madrid, centro de radiación natural a toda la Península y a la América española (Rivas Cherif 1923c: 11).

Y, a continuación, Rivas Cherif explicaba con toda claridad el proyecto: El plan inicial es sencillo: Organizar, para la temporada 1923-1924, una serie de representaciones escogidas, a base de un abono cerrado —como la Sociedad Filarmónica, y otras, económicamente similares, de aficionados—, la seguridad del cual garantice luego el montaje adecuado del primer repertorio. Una comisión literaria y otra comisión administrativa, seleccionarán las obras, cuya presentación escénica ha de incumbir a Adrián Gual en calidad de director responsable en último término del espectáculo, concebido de esta suerte con la participación de cuantos entienden cooperar con él (Rivas Cherif 1923c: 11).

Contra la mentalidad de cómicos, empresarios y público del teatro comercial, el proyecto de un teatro artístico era el proyecto alternativo que vinculaba a Gual y Rivas Cherif, quienes manifestaban explícitamente sus afinidades electivas: «Lo que yo conozco de la obra de V. como autor dramático, como director artístico y como entrepreneur no se diferencia de mis aspiraciones en ningún punto esencial», escribirá Rivas Cherif en su carta de 9 de diciembre de 1921, mientras que Gual,

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por su parte, manifestaba en la suya de 6 de enero de 1922 que la lectura de los materiales adjuntos enviados por aquél, «todo me ha servido maravillosamente para darme cuenta de la rareza de las coincidencias a que V. aludía en la suya, y de que me hallo frente por frente de almas ardientes». Pero, a pesar de estas bellas palabras, el diálogo entre ambos no iba a ser un camino de rosas precisamente. Porque la conferencia de Gual en el Ateneo madrileño, lejos de favorecer el proyecto de Rivas Cherif, había enfriado el entusiasmo de la mayoría de los miembros que integraban la Comisión Literaria pro-Teatro Íntimo en Madrid, reunida por el propio Rivas Cherif el 31 de octubre de 1923, tal y como él mismo le comunicaba con cruda sinceridad en su carta de 10 de noviembre de 1923: Luego de dilatada discusión en que se echó de ver la desorientación y no mucha voluntad —¿a qué negarlo?— en pro del Teatro Íntimo, al que —¿para qué no voy a serle franco?— perjudicó en el ánimo de nuestros amigos su conferencia en el Ateneo, excesivamente mística, diríamos, conseguimos Marquina y yo encauzar la cosa a una proposición inmediata (Rivas Cherif, carta de 10 de noviembre de 1923).

Esta concepción «excesivamente mística» que tuvo, en efecto, la conferencia de Gual ya la había anticipado el director catalán en algún fragmento epistolar, por ejemplo en uno de su segunda carta: Yo quiero bien ser de Vds., aportarles mi esfuerzo y contribuir a salir adelante en su camino, que es el mismo mío y el de todos aquellos contados, que de lejos o de cerca, sienten el encanto del monasterio ideal (Gual, carta de 6 de enero de 1922).

Y el propio Rivas Cherif no tuvo reparo en acudir al lenguaje religioso al escribir que esa conferencia «suscitó de nuevo en mí hace dos años el deseo de contribuir a la difusión de su apostolado teatral» (Rivas Cherif 1926b: 2). Naturalmente, a esta valoración «mística» de su conferencia respondió en carta fechada el 29 de noviembre de 1923 un Gual desalentado y dolido por su «incomprensión (aparte la mejor buena voluntad), una incomprensión y una falta de sentimiento de lo que debiera ser y es el Teatro Íntimo» que invalidaba las posibilidades del proyecto:

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El perjuicio de mi conferencia demasiado mística, me da el tono de todo. ¿Pues qué? Si no se aceptan aquellos puntos de vista míos, que en la misma conferencia decía que no eran para ser puestos en práctica hoy y que aceptaban un aspecto de traspaso, el pequeño cenáculo (el Teatro Íntimo), ¿a qué venimos nosotros? (Gual, carta de 29 de noviembre de 1923).

Con todo, la estrategia diseñada por Rivas Cherif impulsaba un proceso que se iniciaba con la publicación de un Manifiesto, que inicialmente estaba previsto que escribiera Luis Araquistain pero que acabará redactando Rafael Marquina, texto que el propio Gual suscribe: «He leído el manifiesto, que me parece muy bien», afirma en su carta fechada el 1 de junio de 1923. Y en la carta del 14 de agosto de ese mismo año añadía: «El Día Gráfico de Barcelona ha publicado ya un artículo serio, de nuestros planes. El mismo se ha reproducido en Valencia. Interesa —creo yo— que se divulgue por todas partes nuestro propósito». Publicación del Manifiesto y naturalmente, a continuación, recogida de firmas. En segundo lugar, constitución de una Comisión literaria, compuesta inicialmente por Azorín, Gómez de Baquero y Melchor Fernández Almagro, y concreción definitiva del proyecto: «El Teatro Íntimo de Adrià Gual viene a dar unas representaciones selectas en Madrid, patrocinadas por un grupo de amigos del teatro con unos abonos en tales y cuales condiciones» (Rivas Cherif, carta de 29 de junio de 1923). Y, por último, formación definitiva del Comité literario, que «ha quedado constituido de la siguiente forma: Azorín, Gómez de Baquero, Araquistain, Pérez de Ayala, Díez-Canedo, y Melchor Fernández Almagro» (Rivas Cherif, carta de 29 de julio de 1923), Comité literario que Gual aprueba también: «Estoy muy contento de la constitución del comité literario. Todos los nombres me gustan mucho y alguno especialmente le creía absolutamente indispensable» (Gual, carta de 14 de agosto de 1923). Sin embargo, ese Comité literario, reunido por Rivas Cherif el 31 de octubre de 1923, iba a rechazar la propuesta de Gual (la Velada Shakespeare y unas escenas del Fausto): Canedo y Fernández Almagro fueron los únicos dispuestos a que V. eligiera desde luego tres o cuatro programas suyos, siempre que no fueran la Velada Shakespeare ni Fausto, consideradas como muy académicas. Opinión ésta que compartimos, dado el escaso número de representaciones, [Rafael] Marquina y yo (Rivas Cherif, carta de 10 de noviembre de 1923).

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En rigor, este Comité sólo aceptó Le malade imaginaire de Molière, de la que no existía, sin embargo, traducción en lengua castellana, y le hizo una contra-propuesta de cuatro funciones: «1ª Un diálogo de Luciano. Miles gloriosus de Plauto, que tendría que traducir Pérez de Ayala. 2ª Alcalde de Zalamea, íntegra. 3ª La señorita Julia de Strindberg y La cacatúa verde de Schnitzler. 4ª El enfermo de aprensión, de Molière, y Sombras (un acto nuevo de Moreno Villa). Este inédito, pero muy fácil de poner» (Rivas Cherif, carta sin fechar, respuesta a la de Gual de 29 de noviembre de 1923). Pero, al igual que cuando leyó que su conferencia les había parecido «excesivamente mística», también ahora reaccionó Gual con tristeza y desaliento ante dos obras «consideradas como muy académicas»: «El miedo a las dos sesiones demasiado académicas me hizo comprender, más vivo que otro motivo cualquiera, la distancia, la incomprensión de nuestros puntos de vista» (carta de 19 de noviembre de 1923, p. 14). Y, por ello, Gual formuló una nueva propuesta, que se concretaba en «una sola representación ajustada en absoluto a nuestro criterio, en todo. Una representación de prueba, una muestra en cuyo éxito confío a ciegas»: Esta representación sería a base de una comedia clásica española, de las nunca representadas y apenas leídas en estos tiempos (un descubrimiento, un verdadero estreno), obra que elegiría, de acuerdo con nosotros por lo que tiene que ver con cosas de orden técnico, el comité literario de nuestros amigos (Gual, carta de 29 de noviembre de 1923).

Por su parte, en una carta posterior Rivas Cherif le informaba de la propuesta definitiva de tres espectáculos: El soldado fanfarrón de Plauto y Paquebot tenacity de Charles Vildrac, El caballero de Olmedo de Lope y «Los ojos del diablo, comedia de César Falcón, nueva, inédita y sin complicación escénica —género entre el Teatro Libre de Antoine y Strindberg» (Rivas Cherif, carta de 20 de diciembre de 1923). Mientras tanto, Gual le informaba de la reaparición del Teatre Íntim en Barcelona, pues estaba «montando El sueño de una noche de verano, con la partitura de Mendelssohn, que ejecutará la orquesta Pablo Casals, cuyo organismo económico ya está resuelto. Vamos a ver qué se hace en Madrid» (Gual, carta de 15 de octubre de 1923). Sabemos que, finalmente, el Teatre Íntim no se presentó en Madrid y, como en el caso del Teatro de la Escuela Nueva, la posible colaboración entre Gual y Rivas Cherif fue en realidad la historia de una frustración.

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3. SEIS CARTAS DE ADRIÀ GUAL A RIVAS CHERIF (1925-1927) La última carta que se conserva en el Institut del Teatre de Barcelona de Rivas Cherif a Gual está fechada en Madrid el 20 de diciembre de 1923. Sin embargo, gracias a la generosa amistad de Enrique de Rivas Ibáñez, hijo de Cipriano, he podido leer seis cartas más de Gual a su padre, escritas entre el 7 de marzo de 1925 y el 18 de febrero de 1927, es decir, tras la frustrada tentativa de que el Teatre Íntim se presentara en Madrid (Gallén 1992: 165-173). Quiero precisar, sin embargo, que dos cartas más de Gual a Rivas Cherif, fechadas el 16 de octubre y el 9 de diciembre de 1932 y que se conservan también en la Biblioteca del Institut del Teatre de Barcelona (Registro 12052-12054, folios 95-99), quedan excluidas del presente trabajo al exceder sus límites cronológicos. En estas seis cartas se documentan varios temas: por ejemplo, el estreno el 20 de marzo de 1925 en el Teatro Goya de Barcelona de La cabeza del Bautista de Valle-Inclán por la compañía de Mimí Aguglia, estreno que Gual reseñó en el Heraldo de Madrid (Gual 1925: 5). Gual le escribió a Rivas Cherif, que era «director de propaganda» (Aguilera Sastre/Aznar Soler 1999: 138-141) y que se alojó en el Hotel Oriente, una breve nota en donde lamentaba su desencuentro: «¡Cuánto siento mi falta de ayer! No es mi costumbre, pero fue fuerza mayor, cosa inesperada de trabajo» (Gual, carta de 7 de marzo de 1925). Un Gual al que ese mismo año 1925 la revista parisina Comoedia le organizó un homenaje en París en donde el director catalán conoció a Gémier, Louis Jouvet y el matrimonio Pitoëff (Batlle/Bravo/Coca 1992: 245). Es cierto que la capacidad de trabajo de Gual era inmensa y por eso lamentará el silencio tanto de Rafael Marquina como del propio Rivas Cherif «cuando yo trabajo como un loco para darle solución definitiva a mi organización teatral, de la cual se podría sacar el patrón para su extensión por acá, V. ni me contesta a mi carta en la que le pedía limosna de un artículo siguiendo mis planes» (Gual, carta de 22 de marzo de 1926). Ciertamente, en la primavera de ese año 1926 se intensificaron los intentos de Gual de representar en Madrid y tanto Gual en «Carta abierta a Rafael Marquina» (1926: 4) como Rivas Cherif (1 de mayo de 1926: 4; y octubre de 1926: 2) se refieren al hecho. Pero la concreción más precisa del programa previsto nos la proporciona el propio Gual en una carta a Rivas Cherif fechada el 13 de noviembre de 1926:

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En primer lugar y referente al asunto Exposición, supongo que habrá V. visto a Rafael Marquina, y por todos los detalles que sabrá por él, no extrañará que nada más les haya dicho sobre este asunto, respecto del cual tiene ahora la palabra nuestro amigo. Nada sé de él. Y espero saber con impaciencia, dado lo mucho que este asunto me interesa. Hablemos ahora del Círculo de Bellas Artes: En cuanto a presupuesto, espero que ya se andará todo como también me indicó Rafael. En cuanto a materiales de preparación: 1º El Escherzo trágico de los amantes de Verona lo tiene traducido Eduardo [Marquina] y, naturalmente, él le facilitará una copia o los medios para sacarla. 2º Debe Eduardo tener también mi original catalán de La Bercense, que debía traducir y que, de no quererlo o no poderlo traducir hoy (en menos de media hora está traducido), se lo puede pasar a V. para que lo haga. 3º Las viudas a la fuente, no hay que hablar. 4º Falta únicamente el ejemplar catalán de El Secreto, mi pequeña y simplicísima farsa a la italiana cuyo ejemplar le remito enseguida. Y algunos pequeños fragmentos de diálogos de feria auténticos que le remito también. Lo demás resulta así resuelto. Lo más intrincado resulta lo de la fecha. El 22 va Nausica en el Íntimo y durante Diciembre no tengo más remedio que dar dos sesiones y esto, antes de Navidad. Sabe V. que tengo el tiempo tan justo que sólo un milagro puede hacerme salir bien de este trance (Gual, carta de 13 de noviembre de 1926).

Rivas Cherif por entonces estaba vinculado al grupo teatral de El Mirlo Blanco y en un artículo dirigido precisamente a Carmen Monné, mujer de Ricardo Baroja, Gual se apresuraba a precisar que «mirlo blanco equivale en mi léxico a pequeño cenáculo» (Gual, 1926: 5): un auténtico elogio porque «pequeño cenáculo» era también para el director catalán, como ya hemos visto en su carta de 29 de noviembre de 1923, su Teatre Íntim. Y, por su parte, Rivas Cherif, a propósito de El Caracol (Aznar Soler 1990: 19-22), afirmaría un par de años después que necesitaba «una sala pequeña donde la conferencia, el concierto de cámara, el teatro íntimo, tuvieran lugar adecuado» (Rivas Cherif 1928: 10). Así, pese al constante fracaso de sus intentos de colaboración, sus afinidades electivas seguían intactas y por ello no debe resultarnos extraño que en la última carta que se conserva, fechada el 18 de febrero de 1927, Gual le plantease que, puesto que parecía difícil que el Teatre Íntim representase en Madrid, lo hiciese El Mirlo Blanco en Barcelona:

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Amigo Cipriano: ¿Qué le vamos a hacer? Yo no podía dejar de mano en aquel entonces mis ensayos. Era imposible. En otra ocasión seremos más afortunados. Y ¿a ver por qué no podríamos combinar en mi Teatre Íntim una sesión de El Mirlo Blanco? Esto es, con Vds. y con su repertorio. Una noche de noble invitación sería, a mi entender, una nota, sobre todo en estos momentos. Piénselo y piénsenlo. Sería cosa de, como quien hace un viaje a Barcelona, aprovecharlo a este objeto. Quiero decir, que somos pobres. Por lo menos ¡como el Círculo de Bellas Artes! Pero así y todo, correríamos con el gasto completo de teatro. Más, no podríamos. A ver qué me dice, pero muy pronto, porque voy por las sesiones cinco y seis y acabo antes de terminar Junio (doy en todas doce) (Gual, carta de 18 de febrero de 1927).

Pese a su precariedad económica, resulta admirable el esfuerzo de Gual por invitar a representar en la capital catalana a El Mirlo Blanco quien, para completar esta historia de frustración total, tampoco pudo presentarse en Barcelona.

4. LA NECESIDAD DEL DIRECTOR DE ESCENA Este valioso epistolario entre Adrià Gual y Cipriano de Rivas Cherif nos permite documentar las coincidencias y diferencias entre ambos directores de escena, de acuerdo ambos en considerar, eso sí, que el teatro era la síntesis «intermedial» de todas las artes. Unas diferencias a las que se refería con concisión Rivas Cherif al afirmar sobre el director catalán que «su concepto del arte dramático, por más que en sus intenciones últimas no coincida con el nuestro, encierra las únicas posibilidades de salvación del teatro agonizante en la mentecatez de sus actuales detentadores» (Rivas Cherif 1923a: 330). Pero este epistolario nos sirve también para reconstruir un capítulo de la historia de las vanguardias teatrales españolas, pues ambos —el uno en Barcelona ya desde mucho antes, y el otro en Madrid— fueron protagonistas relevantes de las mismas y lucharon durante los años en defensa de un teatro artístico contra la «pobretería» escénica del llamado teatro «comercial». En defensa de un teatro artístico o de un teatro experimental, conceptos dramáticos que servirían tanto para el Teatre Íntim de Gual como para los sucesivos grupos dirigidos por Rivas Cherif durante los años veinte (Teatro de la Escuela Nueva, El Mirlo Blanco, El Cántaro

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Roto o El Caracol), que querían ser, con sus contradicciones e insuficiencias económicas, intentos alternativos a la mercantilización degradadora de la escena comercial española del momento. Un teatro artístico que, según Rivas Cherif, Gual juzgaba incompatible con el teatro comercial, pues creía «imposible por razones fundamentales de constitución la fusión del teatro artístico y el teatro industrial» (Rivas Cherif 1923a: 330). Quiero precisar que cuando hablo de vanguardias teatrales en España me refiero tanto a la literatura dramática como a la puesta en escena de ese repertorio. Porque el vanguardismo no debe limitarse únicamente a una cuestión de repertorio sino también, y sobre todo, a una cuestión de puesta en escena. Y, en este sentido, el protagonismo del director de escena, inexistente todavía entonces en el teatro español, es un aspecto crucial. Rivas Cherif fue un permanente defensor de su necesidad en la escena española y prueba de ello es un artículo de abril de 1923 en el que, a propósito precisamente de Gual, afirmaba la necesidad de que la representación dramática dependa no de la voluntad omnímoda del autor, ni menos en la de los cómicos en libertad, sino de la del director de escena, que acopla al texto la declamación, los gestos, los movimientos de los actores en el cuadro y la luz convenientes, dentro de un ritmo total, de una coloración, de un concepto orgánico del que él sólo es responsable (Rivas Cherif 1923a: 331).

Hubo una vanguardia escénica posible, un repertorio vanguardista que pudo estrenarse y se estrenó durante aquellos años (Los medios seres, de Ramón Gómez de la Serna; ¡Tararí!, de Valentín Andrés Álvarez; Tic-tac, de Claudio de la Torre; Sinrazón, de Ignacio Sánchez Mejías; Un sueño de la razón, del propio Rivas Cherif), pero hubo también un «teatro imposible», pero «imposible» no porque fuera irrepresentable sino porque las miserias económicas y artísticas de la escena española del momento determinaban que en aquel momento no fuera posible su estreno. Y no sólo «imposible» el repertorio más vanguardista de Federico García Lorca (El público, Así que pasen cinco años) sino también el del Narciso de Max Aub, por ejemplo, quien no necesitó la derrota republicana para poderse considerar a sí mismo como un exiliado de la escena española al serlo ya en realidad desde antes del 18 de julio de 1936. Esta vanguardia «imposible» es la que debería haber estrenado en España durante los años veinte y treinta ese teatro «artístico» que no pudo ser.

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Mientras el Teatre Íntim de Gual va a permanecer como un grupo pionero cuyo lento naufragio es tan estructuralmente irreversible como artísticamente conmovedor, la opción posibilista de Rivas Cherif tras el fracaso de El Caracol —no olvidemos que prohibido por la Dirección General de Seguridad durante la dictadura de Primo de Rivera— determina su ingreso en la escena «comercial» española. En este sentido, sus cinco temporadas en el Teatro Español de Madrid entre 1930 y 1935 como «director artístico» de la compañía de Margarita Xirgu (Aguilera Sastre/Aznar Soler 1999: 165-287; Gil Fombellida 2003) posibilitan el estreno de algunos autores vanguardistas como, por ejemplo, no sólo García Lorca (Yerma) o el joven Casona (La sirena varada) sino también el más joven estéticamente de todos ellos pese a su avanzada edad, Valle-Inclán, del que, muy significativamente, Rivas Cherif consigue por fin poner en escena su Farsa y licencia de la reina castiza. Pero la cuestión «vanguardista» candente que nos plantea este epistolario entre Gual y Rivas Cherif es la de la dirección escénica, es decir, la necesidad artística de que se produzca en España el nacimiento del director de escena en su concepto moderno. Sin un director de escena «moderno» (Craig, Copeau, Reinhardt, Piscator, Tairov) no era posible entonces ni el estreno de un repertorio «imposible» ni la creación de un público, minoritario pero militante que, frente al conservadurismo estético e ideológico del público burgués que asistía a los teatros «comerciales», podamos considerar «vanguardista». Porque ese director de escena en España tendría que haber conseguido, a mi modo de ver, un triple objetivo: primero, imponer un repertorio vanguardista contra el gusto estético e intereses económicos de empresarios, compañías y público del teatro «comercial»; segundo, practicar una puesta en escena «vanguardista», desde la escenografía a la interpretación o música, con la colaboración de pintores y artistas de vanguardia, como hizo Gual con el joven Dalí, autor del diseño escenográfico de La família d´Arlequí que Joan Morales realizó, obra representada por el Teatre Íntim en el Coliseum Pompeia de Barcelona el 12 de marzo de 1927 (Batlle/Bravo/Coca 1992: 238); y tercero, crear un público vanguardista, sin duda minoritario pero real, que hiciese posible escénicamente ese, por entonces, teatro «imposible». Pero la polémica que se desarrolló en 1935, cuando el Patronato del Teatro Español de Madrid impidió que se renovara la concesión a la compañía de Margarita Xirgu de aquel teatro, tuvo la virtud de hacer estallar verbalmente a Rivas Cherif, quien reivindicó con orgullo su condición de director de escena y reflexionó sobre las relaciones entre teatro y revolución:

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La idea [...] no es mala en sí misma. Siempre que esa Junta descargara toda responsabilidad y toda intervención en la gestión directiva sobre un director. [...] Hoy por hoy somos muy pocos en España los que podemos llamarnos con justo título directores de teatro. Antes que yo [...] Adrián Gual, en Barcelona, y Martínez Sierra. Después de mí, a mi lado o en contra mía, con las mismas ideas que yo o con ideas opuestas, nadie. Absolutamente nadie. Y si hemos de concederle un crédito de confianza a alguien [...] no puede ser otro que Felipe Lluch Garín, mi primer ayudante en el Teatro Escuela de Arte, cuya educación jesuita [...] habla mejor que todas las disquisiciones en pro del apoliticismo fundamental en que vivimos liberalmente compenetrados por la idea de un teatro real y verdaderamente artístico. [...] Aunque yo no pertenezca a partido alguno y crea que el ejercicio de la profesión teatral puede ser perfectamente independiente de la calidad del voto que cada cual deposite en una urna electoral, o del grito que le salga a uno del alma, es lo cierto que nuestras simpatías tienen ciertas correspondencias en todos los órdenes. Tampoco tenemos por qué renegar de nuestras convicciones en holocausto a una imparcialidad artística que el contrario no respeta jamás a favor nuestro. Lo que sí aseguro es que a un intento de renovación política corresponde siempre otro parejo de renovación literaria y artística, aunque no coincidan exactamente en el tiempo. Sobre todo en el teatro. En España, los republicanos netos, mejor dicho, los simplemente revolucionarios, propugnamos, con la idea de una mejor justicia social, la revolución de los medios expresivos por los que esa conciencia social se manifiesta. Sin etiqueta definida, sin sujeción a norma alguna partidista. Porque el arte es, ante todo y sobre todo, la libertad (Rivas Cherif 1935: 1-2).

La esperanza que generó el 14 de abril de 1931 como inicio de un proceso histórico en el que la Segunda República se vinculaba a una política general de progreso, se refleja con claridad en estas palabras de Rivas Cherif: «En España, los republicanos netos, mejor dicho, los simplemente revolucionarios, propugnamos con la idea de una mejor justicia social, la revolución de los medios expresivos por los que esa conciencia social se manifiesta». Una declaración verdaderamente «vanguardista», más próxima al García Lorca «imposible» de Comedia sin título que al «posible» de Yerma. Y esa «revolución de los medios expresivos por los que esa conciencia social se manifiesta» sólo podían protagonizarla en el teatro español «los que podemos llamarnos con justo título directores de teatro», es decir, los directores de escena que, a juicio de Enrique DíezCanedo, en España eran escasos:

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La labor de Rivas Cherif como director teatral sólo tiene como antecedentes, en España, la de Gregorio Martínez Sierra en el Teatro Eslava o la de Adrián Gual en Cataluña [...], muy en contacto con los movimientos de vanguardia europeos (Díez-Canedo 1938: 44).

5. EPÍLOGO Los sucesivos desencuentros y fracasos que constata este epistolario entre Gual y Rivas Cherif revelan la propia debilidad y la misma «pobretería» de la escena española vanguardista. Así, puesto que la historia de las vanguardias teatrales en España es una historia de frustraciones sucesivas, parece necesario concluir este trabajo con una reivindicación de la utopía, de la belleza ética y estética de las utopías escénicas. Y, en este sentido, nada mejor en este año 2003 en que conmemoramos el centenario del nacimiento de Max Aub —es decir, del autor de un Proyecto de estructura para un Teatro Nacional y Escuela Nacional de Baile, dirigido a su Excelencia el Presidente de la República don Manuel Azaña y Díaz, escritor (Valencia, Tipografía Moderna, 1936) publicado en vísperas del estallido de la guerra civil— que añadir otro estreno ficticio a la historia de la vanguardia teatral que pudo ser y no fue. Recordemos que Max Aub publicó en 1972 su discurso ficticio de ingreso en una Academia que no era Real porque no había habido guerra civil, discurso titulado El teatro español sacado a luz de las tinieblas de nuestro tiempo. Pues bien, imaginemos que aquel 12 de diciembre de 1956 en que Max Aub leyó su «fabuloso» discurso académico, reivindicó también el orgullo de haber programado, como director del Teatro Nacional, el estreno el 14 de abril de 1939 de El público de Federico García Lorca, puesta en escena de Cipriano de Rivas Cherif que contó, naturalmente, con la presencia de un autor que, por otra parte, era también académico y estaba escuchando en 1956 a Max Aub. Y aquel utópico 14 de abril de 1939 imaginemos que recordaba Max Aub que fue el propio Manuel Azaña, presidente de la Segunda República española quien, en un acto solemne, entregó el Premio Nacional de Teatro a Federico García Lorca, un premio otorgado por la unanimidad de un jurado del que formaban parte, entre otros, Rafael Alberti, Alejandro Casona, Adrià Gual, María Teresa León, Pedro Muñoz Seca y José María Pemán: el teatro de la España que no pudo ser".

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BIBLIOGRAFÍA AGUILERA SASTRE, Juan/AZNAR SOLER, Manuel (1999): Cipriano de Rivas Cherif y el teatro español de su época (1891-1967). Madrid: Publicaciones de la Asociación de Directores de Escena de España (serie Teoría y práctica del teatro-16). AZNAR SOLER, Manuel (1990a): «El Caracol y la Sala Rex (1928-1929)». En: Pausa, 4, julio, pp. 19-22. — (1990b): «Una exposición en la Sala Beckett: Adrià Gual, Rivas Cherif y la renovación escénica». En: Pausa, 4, julio, pp. 27-29. BATLLE I JORDÀ, Carles (1990): «El Teatre Íntim». En: Pausa, 4, julio, pp. 13-18. BATLLE I JORDÀ, Carles (2001): Adrià Gual (1891-1902): per un teatre simbolista. Barcelona: Publicacions de l’Abadia de Montserrat/Curial Edicions Catalanes/Institut del Teatre. — /BRAVO, Isidre/COCA, Jordi (1999): Adrià Gual. Mitja vida de modernisme. Barcelona: Diputació de Barcelona/Institut del Teatre. BONNIN, Herman (1976), «Idees sobre el teatre futur, un text bàsic d´Adrià Gual». En: Bonnin, Herman: Adrià Gual i l’Escola Catalana d´Art Dramàtic (1923-1934). Barcelona: Rafael Dalmau, pp. 44-51. DÍEZ-CANEDO, Enrique (1938): «Panorama del teatro español desde 1914 hasta 1936». En: Hora de España, XVI, abril, pp. 13-52. GALLÉN, Enric (1992): «La reanudación del ‘Teatre Íntim’ de Adrià Gual, en los años veinte». En: Dougherty, Dru/Vilches de Frutos, María Francisca (eds.): El teatro en España, entre la tradición y la vanguardia (1918-1939). Madrid: CSIC/Fundación Federico García Lorca/Tabacalera, pp. 165-173. GARCÍA PLATA, Valentina (1996): «Primeras teorías españolas de la puesta en escena: Adrià Gual». En: Anales de la Literatura Española Contemporánea, 2, 3, pp. 291-312. GIL FOMBELLIDA, M.ª Carmen (2003): Rivas Cherif, Margarita Xirgu y el teatro de la II República. Madrid: Editorial Fundamentos. GUAL, Adrián (1923): Hacia un teatro nuevo, cincuenta y dos cuartillas, numeradas y mecanografiadas, que se conservan en la biblioteca del Institut del Teatre de Barcelona. — (1925): «De Barcelona. ‘La cabeza del Bautista’». En: Heraldo de Madrid, 18 de abril, p. 5. — (1926): «Yo quisiera una parte en el festín. Para la señora de Baroja». En: Heraldo de Madrid, 1 de mayo, p. 5. — (1929): «Ideas sobre el teatro futuro». En: Tercer Congreso Internacional del Teatro. Estudios y comunicaciones. Barcelona: Publicaciones del Instituto del Teatro Nacional, tomo segundo, pp. 35-154.

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— (1960): Mitja vida de teatre. Memòries. Barcelona, Editorial Aedos. RIVAS CHERIF, Cipriano de (1923a): [Un crítico incipiente], «Teatros. Hacia un teatro nuevo». En: La Pluma, 35, abril, pp. 330-331. — (1923b): «Hacia un nuevo teatro. Adrián Gual en el Ateneo». El Sol, 23 de abril, p. 4. — (1923c): «La semana teatral. El Teatro Íntimo». En: España, 374, 16 de junio, p. 11. — (1926a): «La escuela de Adrián Gual». En: Heraldo de Madrid, 1 de mayo, p. 4. — (1926b): «Propósitos incumplidos del Teatro Íntimo en Madrid, con otros atisbos de esperanza». En: Téatron, «Revista de l’obra del Teatre Íntim», 1, octubre, p. 2. — (1928): «La cifra ‘Rex’. Una cámara para ‘Espectáculos’ dentro del espectador». ABC, 24 de octubre, pp. 10-11. — (1935): «El Patronato del Teatro Español. Carta abierta». En: La Libertad, 16 de junio, pp. 1-2.

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1. INTRODUCCIÓN El vasco Gabriel Celaya (1911-1991) es conocido por los historiadores de la literatura española sobre todo como «poeta social» de los años cincuenta e intelectual comunista comprometido contra el franquismo; en esta función compuso poemas tan memorables como «La poesía es un arma cargada de futuro» (en Cantos iberos, 1955). Hasta entre los especialistas de la literatura del siglo XX, pocos saben que antes de escribir poemas sociales, Celaya pasó por una fase de poesía surrealista (en los años treinta) y una fase de poesía existencial (en los años cuarenta). En el primer periodo de su vida artística Celaya compuso también un número de piezas cortas para teatro de cámara: La cabeza de Orfeo; Teorema griego; Las cuatro esquinas; La Noche; El Secreto; Jugando al Edipo; Edipo, en directo; Commedia dell’Arte; Esperpento español; El relevo. La mayor parte de estas piezas vanguardistas, redactadas todas1 antes de la guerra civil, quedó inédita hasta 1989, cuando apareció la edición de Felix Maraña de la obra teatral completa de Celaya. 1 Sólo El relevo fue retocado por Celaya entre 1960 y 1962; es la única pieza teatral de Celaya que fue publicada antes de la edición de Felix Maraña, a saber, en 1963. El estreno de la pieza tuvo lugar en 1971 en Santa Cruz de la Zarza (Toledo); a pesar de los problemas con la censura causados por algunos pasajes abiertamente políticos, hubo más representaciones antes de la muerte de Franco: en 1972 en Eibar y en 1973 en Bilbao (más tarde, en 1988 en Santurce por la «Compañía de Teatro BEDEREN-1»). Las otras piezas de Celaya no han sido estrenadas hasta hoy.

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En cuanto a la intermedialidad en estas piezas, hay que saber que Celaya fue férvido admirador del ballet ruso de Diaghilev, noto por su colaboración con una pléyade de artistas; en Madrid, Celaya asistió a las representaciones del ballet de Ana Paulova, que actuó en la segunda mitad de los años veinte en el Teatro de la Zarzuela. Esta influencia del baile se puede notar en varias de sus piezas vanguardistas, por ejemplo en el «mimodrama» La Noche, dedicado «a Nyota Inyoka y su ballet javanés». En las notas escénicas de Edipo, en directo, Celaya dice del comportamiento que él desea de los actores: «Todo se confía al cuerpo. Es una mímica plástica, una mímica rítmica, casi una danza». En Commedia dell’Arte hay caracteres que se comportan en escena «como una marioneta de guiñol» (Celaya 1989: 43, 93 y 110). Lo que quisiera analizar a continuación, es el papel que desempeña el baile en el teatro vanguardista de Gabriel Celaya. Hacia el final de mi contribución trataré las alusiones a la pintura de Giorgio De Chirico e Henri Rousseau en las piezas de Celaya, tratándose de otra forma de intermedialidad, cuya función puede también ser explicada. Pero antes mostraré la importancia que tiene el surrealismo en esta primera fase de la obra de Celaya.

2. CELAYA Y EL SURREALISMO Cuando Rafael Múgica, quien había nacido en Hernani (Guipúzcoa) en 1911 y quien sólo en los años treinta adoptó el nombre de artista Gabriel Celaya, en 1927 tenía que decidirse entre seguir la carrera de ingeniero y entrar en seguida en la empresa de su familia para trabajar, optó por lo primero, porque así podía por lo menos viajar a Madrid (Vivas 1984: 19). Allí tuvo la suerte de poder instalarse en la Residencia de Estudiantes de la Calle Pinar, hoy en día famosa; en su cuarto habían habitado antes de él Salvador Dalí y Federico García Lorca. En la Residencia vivían entonces poetas geniales como Jorge Guillén, Rafael Alberti y Emilio Prados; los más importantes intelectuales contemporáneos, como por ejemplo el surrealista francés Louis Aragon,2 venían a la Residencia para dar conferencias. De gran importancia para la formación 2 Celaya dice haber asistido a una conferencia de Aragon en la Residencia (Chicharro Chamorro 1985: 122). Pero no está claro a qué fecha se refiere; no puede ser la conferencia dada por Aragon en Madrid en 1925 (cuyo texto es reproducido en Morris 2000: 328-333), porque durante ese año Celaya no estaba todavía en Madrid.

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artística del joven Celaya fueron también sus vacaciones de verano de 1928, que pasó en la ciudad francesa de Tours, donde descubrió las publicaciones de la vanguardia del país vecino: «Lo de los surrealistas fue una chiripa. Yo era muy lector, siempre lo he sido, y andaba por las librerías de Tours; un día cogí un libro, me entusiasmó, y al día siguiente volví a ver cuántos más había parecidos. Allí leí por primera vez a Eluard y a los primeros surrealistas».3 De regreso a España, Celaya se procuró las revistas de los surrealistas franceses —como por ejemplo Minotaure y Le Surréalisme au Service de la Révolution—, leyéndolas asiduamente hasta el comienzo de la guerra civil.4 También en España existía ya un movimiento surrealista, desde que Juan Larrea había viajado a París en 1924, donde trabó conocimiento con André Breton; los poemas de Larrea compuestos en la capital francesa fueron publicados en España por Gerardo Diego. Este último debía a Vicente Huidobro el haber conocido la nueva concepción de la metáfora de Pierre Reverdy. Ya en 1925 fue publicada una traducción española del primer manifiesto surrealista de André Breton, que había aparecido en París el año anterior.5 Entre los poetas españoles de entonces —siendo la poesía para Celaya durante toda su vida el género literario más importante— los más inclinados al surrealismo eran Vicente Aleixandre con Pasión de la tierra (1928-29), Espadas como labios (1930-31) y La destrucción o el amor (1932-33), Rafael Alberti con Sobre los ángeles (1929) y Federico García Lorca con Poeta en Nueva York (también 1929-1930); además Luis Cernuda y el chileno Pablo Neruda, quien en la primera mitad de los años treinta se encontraba en España. Hablando en 1984 con Ángel Vivas, Celaya confirmó el influjo de los surrealistas españoles sobre su propia obra juvenil: La primera influencia es de Alberti;6 hay también de Guillén.7 Pero no de Federico, aunque es el que tenía más cerca y le admiraba enormemente. 3

Conversación de Gabriel Celaya con Ángel Vivas (Vivas 1984: 29). Así lo contó Celaya a Tino Villanueva (Villanueva 1988: 328). 5 En cuanto al surrealismo en España, véase por ejemplo Aranda (1981); Bodini (1988) y Morris (2000). 6 Celaya piensa aquí sólo en la poesía surrealista de Alberti; los poemas políticos de Alberti, marcadamente comunistas desde el principio de los años treinta, fueron importantes para Celaya sólo mucho más tarde. 7 Guillén es mencionado aquí no como representante del surrealismo, sino por el vitalismo de su poesía (véase al respecto la colección Cántico de 1928). 4

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Luego hay una influencia de Neruda clarísima. Y más tarde de Aleixandre, que, en aquella época, era el menos estimado de toda la generación del 27. [...] Yo entonces estaba entusiasmado con Aleixandre, me parecía el verdadero surrealista español (Vivas 1984: 85).8

Sin embargo hay que decir que la «escritura automática» según la concepción estricta de André Breton apenas encontró seguidores en España, a pesar de la popularidad de las imágenes oníricas entre los surrealistas españoles. La mayoría de aquellos autores españoles que integraron elementos surrealistas en sus textos no quiso renunciar al control consciente del proceso creativo, en contradicción con la exigencia de Breton de dar rienda suelta a las asociaciones casuales del subconsciente. Aparte de eso no hubo en España una colaboración tan estrecha entre surrealistas y comunistas como en Francia; esto vale también para Celaya, quien llegó a ser comunista sólo mucho más tarde, a finales de los años cuarenta. Durante su periodo surrealista, es decir en la primera mitad de los años treinta, Celaya no tenía una clara orientación política, exceptuando su oposición a la sociedad burguesa: Yo me consideraba surrealista. Yo no era comunista entonces, ni mucho menos. Y eso que estaba rodeado de comunistas en la Residencia. [...] Pero yo era anarcoide, surrealista, y «muera esto y muera lo otro y muera lo contrario». [...] Ser socialista o ser comunista a mí me parecía ser de derechas (Vivas 1984: 28).

Antes de analizar el teatro vanguardista de Celaya —naturalmente teniendo en cuenta especialmente el aspecto de la intermedialidad—, es preciso echar una mirada a la poesía que Celaya compuso en aquellos tiempos, porque comparte con el teatro los mismos motivos surrealistas. El primer libro de poesías que Celaya terminó fueron los Poemas de Rafael Múgica, fechados «mayo 1934».9 En el poema de apertura de este librito («I, 1»), el yo lírico habla en seguida de la cosmovisión del surrealismo: «Aunque es de noche, veo. Y veo demasiado. / A veces me da miedo ver todo lo que veo, / y si llego a nombrarlo, me parece que explico. / Mas no explico, pues no puede / explicarse ese trasmundo, 8 Celaya expuso su entusiasmo relativo a Aleixandre también en otras ocasiones, por ejemplo en Poesía y verdad (1979: 113): «Nací a la verdadera vida poética con La destrucción o el amor entre las manos». 9 Estos poemas fueron publicados mucho más tarde, a saber en 1967.

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más que bello, sagrado» (Celaya 1977: I, 155). El motivo de la noche ya había estado de moda en la época del romanticismo, entendido como parte del día durante la cual el hombre puede sustraerse al dominio de la razón y entrar en la esfera de la irracionalidad. El surrealismo con su interés por el mundo del sueño y de lo subconsciente tomó luego posesión de aquel símbolo. En el tercer poema de la primera sección encontramos algunos versos adicionales con referencias al surrealismo: «Mi alcoba estaba llena de agua: / Un agua espesa, pesada, negrísima. / Y yo avanzaba por el fondo de esa agua lentamente, entorpecido. / Avanzaba como un buzo o un sonámbulo por el fondo del silencio submarino. / Me asomaba a los espejos como se asoma uno a los abismos» (Celaya 1977: I, 156). Esta extraña especie de escafandrismo expresa sin duda alguna una visión de ensueño; el entorpecimiento sonámbulo del yo lírico indica una pasajera ausencia de la razón en su conciencia. El espejo había sido utilizado ya por los surrealistas franceses (entre ellos Jean Cocteau) como símbolo de una puerta al mundo extrasensorial;10 lo encontraremos más abajo en la pieza teatral La cabeza de Orfeo. En el poema «I, 5» Celaya habla de «las vírgenes sonámbulas y los ángeles de lluvia muerta / que han sido desterrados de las ciudades» (Celaya 1977: I, 157). Estas vírgenes, quienes aparecen también en el teatro de Celaya, son un motivo constante en el surrealismo francés, el cual veía en la mujer una fuente inagotable de irracionalidad. Como ejemplo se podría señalar el famoso cuadro «Je ne vois pas la... cachée dans la forêt» (1929) de René Magritte, donde una joven mujer desnuda se encuentra en medio de dieciséis surrealistas masculinos, todos con sus ojos cerrados, símbolo de la mirada vuelta hacia el interior. Los ángeles, igualmente presentes en el teatro de Celaya (por ejemplo en la pieza El relevo), ya habían sido mediadores en la iconografía cristiana entre la esfera terrenal de los hombres y la esfera celestial de Dios. En el surrealismo, los ángeles habían adoptado el significado de mensajeros de lo subconsciente; Celaya siguió aquí el ejemplo de Sobre los ángeles de Rafael Alberti.11 10 En el poema «I, 4», Celaya habla del espejo como «la puerta de cristal por donde se entra / en la cámara pequeña donde dos hombres mudos se miran fijamente» (Celaya 1977: I, 157); está pensando en la confrontación del yo lírico con su mitad desconocida, es decir, lo subconsciente. 11 Véase lo que dijo Celaya a Ángel Vivas: «Para mí, a los diecisiete años, no había más poeta que Alberti. Alberti era mi pasión. Después vino Aleixandre; y después,

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Una confirmación inequívoca de la afiliación de Celaya al movimiento surrealista durante aquellos años la constituye el poema «I, 7», donde encontramos los versos «¿Por qué me parece revelador el hallazgo de una máquina de coser junto / a un guante morado, en la alcoba del crimen?» (Celaya 1977: I, 158). Celaya se refiere aquí a la famosa definición de la belleza en los Chants de Maldoror de Lautréamont, apreciada luego por los surrealistas Breton y Aragon: «Beau comme la rencontre fortuite d’une machine à coudre et d’un parapluie sur une table de dissection» (Rispail 1991: 34). En el poema «II, 5» Celaya alude a la «escritura automática» de los surrealistas, noción con la que estaba familiarizado, aunque no la practicara en su acepción más estricta: «A veces miro mi mano como si no fuera mía. / A veces me parece que está escribiendo. / [...] / y es como si ante mis ojos asombrados apuntara signos que yo hago, y no son míos» (Celaya 1977: I, 165).12 El tercer poema de la tercera sección de los Poemas de Rafael Múgica ofrece un nuevo motivo, a saber la alienación mental, presente también en el teatro vanguardista de Celaya: «La luna tiene los ojos verde-claros, y sus ojos son los de la locura» (Celaya 1977: I, 170). En 1925 los surrealistas franceses habían publicado una Lettre aux médecins-chefs des asiles de fous, en la cual subrayaron «le caractère parfaitement génial des manifestations de certains fous» (Rispail 1991: 26), una afirmación que naturalmente debe ser interpretada en el marco del antirracionalismo del movimiento. Finalmente hay que mencionar aún los poemas «IV, 13» y «V, 4», donde Celaya introduce con la figura del niño otro motivo caro a los surrealistas franceses y que desempeña también un papel importante en su Neruda. Pero primero fue Alberti. Y él vino a la Residencia a leer Sobre los ángeles, y yo me acuerdo que me acerqué a él y no me hizo ni caso. Vamos, no es que no me hiciera caso, pero estaríamos treinta o cuarenta estudiantes, y claro. Me saludó y eso, pero no tengo ningún recuerdo. Después, sí; hemos estado juntos muchas veces» (Vivas 1984: 25). 12 En el poema «II, 14», Celaya define la poesía surrealista de nuevo como arte no racional; ya los románticos habían contrapuesto la poesía a la actividad racional de la aritmética como lo hace Celaya aquí: «Mi mano derecha va contándole a mi izquierda los dedos: / Uno, dos, tres, cuatro, mil millones, un pájaro —son cinco— y un poema. / [...] / Debe haber un error. / Yo no sumo, sucedo. Transcurro como un verso. / Un poema —¡sabedlo!— es esa equivocación que el / hombre comete cuando / cuenta el número de estrellas» (Celaya 1977: I, 168).

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propio teatro; la pureza, la inocencia y la espontaneidad del niño parecían a los surrealistas como condiciones ideales para el acceso al mundo del subconsciente. Para poner de manifiesto la pertenencia del teatro de Celaya al mismo tipo de vanguardia es particularmente apropiada la pieza La cabeza de Orfeo, porque allí entra en escena la figura de un poeta en busca de la puerta que da a la esfera del sueño: «El poeta no es un mago. No pretende hacer milagros. Se limita a provocar en todos y cada uno de ustedes ciertos atavismos arcaicos y ciertas intuiciones descuidadas» (Celaya 1989: 20). Para protegerse durante su avance en el mundo de lo subconsciente, el poeta se pone una especie de escafandra simbólica, ya presente en el teatro de Jean Cocteau,13 admirado por Celaya: «Y esto me obliga a tomar precauciones. Por eso tengo este impermeable, esta careta antigás y estos guantes. Es mi atuendo de buzo para caminar por el mundo submarino de la muerte» (Celaya 1989: 20). En las indicaciones escénicas, el significado del extraño disfraz del poeta es explicado con más detalle: «Parece un buzo o un sonámbulo sumergido en las profundidades misteriosas y exactas del sueño» (Celaya 1989: 21). Después de haber leído más arriba una muestra de la poesía surrealista de Celaya, no nos sorprende ahora la presencia de un espejo encantado, cuya función nos explica la figura del poeta: «El espejo que, como enseñaba ya la ciencia mágica de los especularios, permite establecer comunicación con lo desconocido» (Celaya 1989: 22). Además, el poeta utiliza como ‘utensilios’ para su expedición «una cabeza griega de efebo, con los ojos en blanco» (Celaya 1989: 21) —se trata de la cabeza de Orfeo, el poeta griego quien según la mitología bajó a los infiernos—, una lira —el instrumento musical tradicionalmente perteneciente a Orfeo— y una pistola; con esta última el poeta producirá más tarde una especie de fuego artificial, marcando de esta manera el momento decisivo del acceso al subconsciente. Cuando Celaya introdujo el mítico personaje de Orfeo en su teatro vanguardista durante la primera mitad de los años treinta, podía ya basarse en el modelo de Jean Cocteau, quien en 1926 había modernizado el mismo mito según concepciones surrealistas en su pieza de teatro Orphée. En La cabeza de Orfeo, el protagonista luego avista en el espe-

13 Roland Manuel habló respecto a la coreografía de la pieza de Cocteau Le Train bleu de «ces ébats de scaphandriers» (citado según Aschengreen 1986: 133).

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jo una especie de sosia, un símbolo muy frecuente en el surrealismo de la confrontación con el propio subconsciente: «El espejo se ha vuelto transparente y se ha convertido en un cristal abierto a un larguísimo corredor plateado. En el fondo de él, envuelto en un halo de luz violeta, se ve al DOBLE. Es exactamente igual al poeta» (Celaya 1989: 23). A continuación el protagonista entra en el espejo y su sosia sale de él, simbolizando de esta manera el trueque entre conciencia racional y subconsciencia; al cabo de un rato, ambos vuelven a sus puntos de partida. El poeta dispara por segunda vez su pistola, produciendo de este modo un efecto luminoso que señala el final de su viaje al mundo del sueño. Como consecuencia de esta operación aparecen de repente «dos cuartillas blancas estremecidas todavía por un soplo misterioso» (Celaya 1989: 24). Para los espectadores o lectores, quienes a estas alturas no hubiesen todavía comprendido el carácter simbólico de estas hojas,14 el protagonista proclama: «El poema» (Celaya 1989: 24). Con esta creación de la obra de arte según la cosmovisión del surrealismo termina La cabeza de Orfeo. En cuanto a las otras piezas de teatro que Celaya compuso hasta 1936, valgan algunas breves indicaciones para cada pieza, teniendo en cuenta ante todo la relación con el surrealismo. En Teorema griego Celaya contrapone a la «fría impasibilidad de los geómetras» y su «afán de reducirlo todo a números» (Celaya 1989: 30-31) el misterio no racionalmente descifrable de la Esfinge.15 En Las cuatro esquinas aparecen dos vírgenes juguetonas y cuatro ángeles mudos; en La noche de nuevo dos vírgenes, esta vez con cuatro «guerreros nocturnos», siendo la luna en esta pieza el símbolo principal del subconsciente. En El secreto está en el centro otra vez la Esfinge, «la que guarda el secreto de lo desconocido» (Celaya 1989: 61); en Jugando al Edipo el autor nos da a entender más extensamente la relación simbólica entre la Esfinge y lo subconsciente humano;16 y en Edipo, en directo la Esfinge está circun14

Este motivo está presente también en el décimo poema de la cuarta sección de los Poemas de Rafael Múgica, lo que nos muestra la relación estrecha entre el teatro y la poesía en la obra de Celaya durante su época surrealista: «el poema que vuela en el instante. / Esta cuartilla en blanco que abandono en el viento: / ¡Favor del aire nuevo! / No el libro consagrado, pesado, muerto, sordo» (Celaya 1977: I, 178). 15 «La Esfinge no tiene forma precisa. Es múltiple y surge en el cuerpo de todos aquellos que se abandonan al misterio» (Celaya 1989: 35). 16 «Ofrecía a los hombres su espejo de aguas muertas forzándoles a que se volvieran hacia sí mismos y descubrieran así su propio misterio. Despertaba al desconocido

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dada de las imágenes de la noche y de la luna. En Commedia dell’arte los personajes Arlequín, Pierrot y Colombina son la encarnación del mundo de la niñez y del sueño. En la pieza Esperpento español, cuyo título alude evidentemente a Valle-Inclán, aparece un «ángel birlibirloque», quien se burla de la «sabiduría de barba blanca» (Celaya 1989: 122) de talante tradicional, es decir del racionalismo occidental; al final de esta pieza, el autor pone en ridículo los fundamentos de la sociedad burguesa a través de un guiñol grotesco. En El relevo encontramos el mismo anticonformismo surrealista, con la «Estatua de D. Máximo» y el «Guarda del Parque» como representantes del orden burgués y racional,17 mientras que «El Ángel» y «El Extraviado» encarnan la rebelión de lo irracional contra ese orden.18

3. INTERMEDIALIDAD EN EL TEATRO VANGUARDISTA DE GABRIEL CELAYA La integración de elementos del baile como la forma más importante de intermedialidad en el teatro de Celaya puede ser explicada como parte de una tendencia general del teatro europeo a principios del siglo XX, a saber un movimiento contrario al realismo burgués y al naturalismo positivista del siglo XIX. En el prólogo a su Obra teatral completa (1989: 13), Celaya se remite al dramaturgo inglés Edward Gordon Craig, quien en 1906 en su ensayo «El actor y la Supermarioneta» había pedido más estilización y artificialidad en los actores, lo contrario de un simple reflejo de la realidad como en el teatro tradicional (Sánchez 1999: 95). Esta nueva estética había sido realizada hasta entonces sólo por algunos autores dramáticos pertenecientes a la vanguardia, muchas veces combinada con comicidad grotesca, como, por ejemplo, Alfred Jarry en Ubu roi, una pieza teatral que en 1888 fue representada con títeres, antes de ser interpretada en 1896 por verdaderos actores, permaneciendo todavía —segun las palabras del autor— una «sátira con marionetas». que duerme en el fondo de nuestra conciencia. Invitaba a la inmersión de Narciso, absorto como un místico en el enigma de su yo» (Celaya 1989: 70). 17 «Soy el primer enemigo de esas gentes que se saltan a la torera las convenciones y lanzan a ultranza el quiquiriquí de su yo loco-lírico». Así D. Maximo (Celaya 1989: 135). 18 «El Extraviado: ‘Pero usted hace cosas que podría haber hecho yo. Usted trastorna el orden y las buenas costumbres.’ El Ángel: ‘Sí, es lo mismo que hace usted, sólo que al revés’» (Celaya 1989: 153).

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También Celaya en su teatro de vanguardia escrito en la primera mitad de los años treinta exigió frecuentemente de los actores que se comportaran como marionetas, como por ejemplo en sus indicaciones escénicas para Edipo, en directo: «Los rostros de los actores, impasibles, no deben expresar nada. Todo se confía al cuerpo. Es una mímica plástica, casi una danza» (Celaya 1989: 93). En la pieza Commedia dell’Arte, los actores deben parecer verdaderos fantoches, como nos muestra esta acotación de Celaya: «Colombina se desploma hacia adelante y queda, doblada por la cintura, colgando de la caja de sorpresa, con los brazos caídos, como una marioneta de guiñol. El General Pantalón y Doña Tecla desaparecen a una en la caja de sorpresa como muñecos de pim-pampum derribados» (Celaya 1989: 110). De particular importancia para Celaya fue el modelo de Jean Cocteau, a quien admiraba abiertamente, y quien en 1917 había estrenado en colaboración con los «ballets rusos» de Serge Diaghilev la pieza teatral Parade, para la cual Picasso había diseñado el decorado y los trajes, mientras que el acompañamiento musical fue compuesto por Erik Satie. El antimimetismo de Parade, subrayado por las máscaras grotescas y una nueva forma de baile, tenía la función, según Cocteau, de llamar la atención de los espectadores sobre un «spectacle intérieur» no visible materialmente (Aschengreen 1986: 68), comparable con el interés de los surrealistas por lo subconsciente, durante siglos reprimido por el racionalismo occidental: Je m’intéresse surtout au ballet s’il ne se contente pas d’être guirlande ou grimace, s’il cherche à dire quelque chose d’irréel et de vrai [...]. Par réalisme je n’entends pas une plate paraphrase de la vie et c’est pourquoi j’avais intitulé Parade «ballet réaliste», voulant expliquer par ce terme que ce ballet était l’image d’une réalité qui m’est propre et non d’une réalité telle que les habitudes la conçoivent (Aschengreen 1986: 79).

A Cocteau le gustaba que los actores se moviesen como a cámara lenta, lo que otorgaba a la acción escénica una atmósfera surreal como en un sueño. Darius Milhaud, quien había compuesto la música para Le Bœuf sur le toit, dijo de esta pieza de Cocteau, estrenada en 1920: «Par contraste avec la musique rapide, Jean régla les mouvements lentement comme dans un film au ralenti. Cela donnait à tout l’ensemble un caractère irréel côtoyant le rêve» (Aschengreen 1986: 91). Esta particular forma de puesta en escena —una especie de procedimiento de extraña-

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miento, opuesto al tradicional realismo del teatro— fue imitada por Celaya en su teatro de vanguardia, por ejemplo en Edipo, en directo, donde la acotación inicial dice: «Todos los movimientos deben hacerse al ‘Ralentí’» (Celaya 1989: 93). En su comentario de 1922 a su pieza de 1921 Les Mariés de la tour Eiffel, cuyas escenas de baile esta vez no fueron ejecutadas por miembros de los «ballets rusos», sino por los «ballets suecos», también establecidos en este momento en París, Cocteau subrayó el carácter intermedial de este nuevo tipo de ‘obra de arte total’:19 Ce genre nouveau, plus conforme à l’esprit moderne, reste encore un monde inconnu, riche en découvertes. Révolution qui ouvre, toute grande, une porte aux explorateurs. Les jeunes peuvent poursuivre des recherches, où la féerie, la danse, l’acrobatie, la pantomime, le drame, la satire, l’orchestre, la parole combinés réapparaissent sous une forme inédite ; ils monteront sans moyens de fortune, ce que les artistes officiels prennent pour des farces d’atelier, et qui n’en est pas moins l’expression plastique de la poésie (Aschengreen 1986: 99).

Con la intermedialidad de Les Mariés de la tour Eiffel, Cocteau según su propia afirmación quería remitir a «l’inconscient du poète», a «ces mystères [qui] me dépassent» (Aschengreen 1986: 109); su propósito era lograr «un réalisme supérieur, ce plus vrai que le vrai» (Aschengreen 1986: 110) —lo que hace pensar en el surrealismo, determinante también para el teatro de Celaya. El dramaturgo francés Antonin Artaud —quien alcanzó una cierta notoriedad en los años treinta a través de sus tratados vanguardistas Manifeste du théâtre de la cruauté y Le théâtre et son double— exigió también que se redujera la importancia del texto en el teatro a favor de otros medios de expresión, sobre todo el lenguaje del cuerpo: «Un teatro que subordine al texto la puesta en escena y la realización —es decir, todo lo que hay de específicamente teatral— es un teatro de idiotas,

19 En Francia, aún antes de Cocteau, hay que recordar a Guillaume Apollinaire, quien en el prólogo de su pieza Les mamelles de Tirésias, estrenada en 1917, hizo hablar de intermedialidad a la figura del director de teatro: «Le grand déploiement de notre art moderne / Mariant souvent sans lien apparent comme dans la vie / Les sons les gestes les couleurs les cris les bruits / La musique la danse l’acrobatie la poésie la peinture / Les chœurs les actions et les décors multiples» (Apollinaire 1987: 32).

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de locos, de invertidos, de gramáticos, de tenderos, de antipoetas, y de positivistas, es decir, occidental» (citado según Sánchez 1999: 19). Como los surrealistas y como Celaya en esta época, Artaud se oponía al tradicional racionalismo europeo; una coincidencia importante con Celaya, quien dedicó su drama La noche a «Nyota Inyoka y su ballet javanés» (Celaya 1989: 43), la constituye el hecho que Artaud desarrolló su teoría del teatro bajo el estímulo de una tropa de actores de Balí, que se presentó en París en 1931 (Engler 1994: 146-147). En cuanto a Nyota Inyoka, la bailarina mencionada por Celaya, ella fue de descendencia mitad egipcia y mitad india; hacia finales de los años veinte había representado en París un programa de bailes orientales basados en la religión del hinduismo.20 Lo que más fascinaba a Celaya en los bailes del Extremo Oriente era su dimensión mágica y transcendental, para él comparable a los orígenes del teatro griego en la antigüedad: Un pretendido realismo [...] no nos acerca tanto a la realidad como lo aparentemente fabuloso de un teatro mágico, en el que todo se transforma en lo que simula, y en el que lo imaginado se vuelve presencia real y dominante. [...] El teatro conserva, y debe conservar, la vivencia de lo que fué en su origen, y es su condición ritual. [...] El tiempo teatral no debe ser el de la vida cotidiana sino el de una celebración que de hecho, como en los ritos, nos mueve a revivir un acontecimiento fabuloso de una manera realmente real. Algo de esto sabían los griegos que concebían el teatro como un templo y no como un artificioso cajón mágico.21

Para producir esta atmósfera vagamente religiosa en su «mimodrama» La noche, Celaya no sólo prescribió a sus actores movimientos como en los bailes orientales, sino también imaginó un acompañamiento musical típicamente javanés, logrando de esta manera una intermedialidad muy marcada: En «este misterio» no hay hablando propiamente música pero sí un acompañamiento sonoro. La orquesta sólo consistirá en una batería o una agrupación de instrumentos de percusión con timbres variados: címbalos,

20 Véase Vincent Warren en la revista Sruti, 195, diciembre de 2000 (www.sruti.com, consulta en el mes de mayo de 2003). 21 Así Celaya en el prólogo a la edición de su obra teatral (Celaya 1989: 12).

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tambores, campanas, xilófonos, tantanes, exactamente como en los ballets javaneses. Sólo hay un momento en que surge la melodía, una melodía dulce, densa y lejana, que precisamente por ser única adquiere en la representación su pleno valor mágico. Como esto es un mimodrama y no un ballet, no debe bailarse en el sentido estricto de la palabra. Eso sí, los movimientos tienen en la acción un papel decisivo, mayor aún que el de las palabras, y deben ser ejecutados con ritmo. Son propiamente actos litúrgicos, y como tales deben realizarse, lenta y exactamente, de acuerdo con el tembloteante acompañamiento sonoro. La luz tiene también un valor decisivo y es la que da toda la atmósfera en este escenario desnudo, casi sin decorado, que no es más que el templo en el que se celebra un rito mágico (Celaya 1989: 44).

En La noche las indicaciones escénicas relativas a los movimientos de los actores ocupan más páginas que el texto que los actores deben declamar. En algunos pasajes la imitación del baile javanés es particularmente bien visible, como por ejemplo cuando Celaya hace tomar a sus dos actrices una posición que recuerda a los múltiples brazos de ciertas deidades orientales: «La Virgen Lunática abre ahora sus brazos en cruz, y La Virgen Negra levanta entonces los suyos, rígidos, verticales. Como está exactamente detrás de su compañera, su cuerpo no es visible para el público, y La Virgen Lunática aparece como un ídolo de cuatro brazos» (Celaya 1989: 54). También la siguiente indicación escénica de La noche está inspirada por el baile javanés: «La Virgen Lunática, con los brazos extendidos, mantiene abierta la capa en torno a su cuerpo de gusano blanco, y parece una gigantesca mariposa» (Celaya 1989: 55). En la parte occidental de la isla de Java existe un baile llamado «tari kupu-kupu», que quiere decir «la danza de las mariposas»; ejecutado por jóvenes bailarinas, tenía originalmente un significado totémico y religioso. Antes de que la famosa bailarina rusa Ana Paulova —quien había sido miembro de la tropa de Diaghilev en París y luego había seguido una carrera internacional como solista— debutase en la segunda mitad de los años veinte en el Teatro de la Zarzuela de Madrid,22 donde fue admirada por Celaya,23 había viajado en 1924 a la India (Smakov 1984: 22

En cuanto a la estancia de Ana Paulova en Madrid, véase Lewalter (1938: 199-

200). 23

166).

Según el testimonio de Félix Maraña, amigo personal de Celaya (Celaya 1989:

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18) y desde allí a la isla de Java. Heinz Schmidt-Aleman, uno de los muchos biógrafos de Ana Paulova, informa de este viaje: «El beneficio artístico para la bailarina fue aún mayor [que en la India] en Java, donde pudo estudiar las danzas del templo, cuyos movimientos ancestrales constituyeron para ella una fuente inagotable de ideas». (SchmidtAleman 1958: 306) Por lo tanto hay que suponer que Celaya —quien nunca viajó al Extremo Oriente— debe su interés por el baile javanés a la actuación madrileña de Ana Paulova, que tuvo lugar antes de que él redactase sus piezas de teatro vanguardista. Quien también integró elementos de religión y baile orientales en un espectáculo escénico fue Jean Cocteau; en 1912 el francés, con cuya estética Celaya, durante su época surrealista, se identificó en gran parte, había estrenado en el parisiense Théâtre du Châtelet Le Dieu bleu, con el gran bailarín Vaslav Nijinsky en el papel principal. Esta pieza, llamada por Cocteau y su colibretista Frédéric de Madrazo «une légende hindoue» (Aschengreen 1986: 248), cuyo escenario fueron los alrededores de un templo en una «India fabulosa» (Aschengreen 1986: 265), logró que los espectadores educados según la cosmovisión occidental entrasen en contacto con la magia misteriosa del Extremo Oriente, como nos muestra esta acotación: Lentement le bassin s’éclaire ; le Lotus s’ouvre. La Déesse paraît. Souriante, grave, immobile, elle est accroupie au milieu d’un jet d’étamines éblouissantes. L’index de sa main droite est tourné vers l’eau ; touchant presque la sienne, une main inverse, une autre main, dont l’index est levé, sort de l’eau ; puis un bras. Cette main et ce bras sont bleus, et, suivant cette lente montée, le Dieu émerge. Il est complètement de couleur bleue, avec des lèvres et des ongles d’argent (Aschengreen 1986: 266).

Sin embargo, tanto Cocteau como Celaya no tuvieron una actitud de etnógrafos, sino se sirvieron de la religión y del folklore del Oriente sólo para aludir a esferas normalmente inaccesibles para mentes occidentales, esferas comparables a lo subconsciente explorado por los surrealistas. En cuanto al «mimodrama» La noche de Celaya, es posible poner en evidencia su arraigo en el surrealismo con la misma claridad como en el caso de La cabeza de Orfeo. En esta pieza intermedial dedicada a la bailarina hindú Nyota Inyoka encontramos numerosos motivos surrealistas ya utilizados por Celaya en su poesía, sobre todo los ojos cerrados, la noche, el sueño y la locura.

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Estos elementos se hallan, por un lado, en las indicaciones escénicas que anuncian los movimientos de los actores, tales como las siguientes: «Como quien sale de un sueño, Los Cuatro Guerreros levantan la cabeza y miran en torno» (Celaya 1989: 46). — «La Virgen Lunática entorna los párpados, y sus ojos redondos, verde-claros, dilatados antes hasta la locura, se cierran y reposan» (Celaya 1989: 49). — «La Virgen Lunática [...] con actitud y paso de sonámbula, avanza hacia el primer término de la escena» (Celaya 1989: 54). — «Continúan lentos y continuos estos movimientos combinados, suaves e interminables como el sueño» (Celaya 1989: 54). Por otro lado hay un gran número de nociones surrealistas también entre las palabras pronunciadas por los actores, como en estos ejemplos: «¡Oh noche extasiada! ¿Es por tu delirio o por tu pecado por lo que luego el alba nos parece triste, mustia, incolora?» (Celaya 1989: 48) — «El alba nos verá de nuevo paradas frente al mar como estatuas desenterradas con los ojos vueltos a la nada» (Celaya 1989: 49). — «Veo. Veo aún con mis ojos cerrados» (Celaya 1989: 50). — «Sueña azul el silencio» (Celaya 1989: 55). El drama vanguardista La Noche contiene además alusiones intermediales al pintor surrealista Giorgio de Chirico, quien colaboró con Jean Cocteau durante su estancia en París (Schmied 2001: 121) y cuya «pittura metafisica» fue muy apreciada por Celaya hacia finales de los años veinte.24 Una arquitectura de arcadas espectralmente vacías, que constituye una de las marcas distintivas de la obra de De Chirico, aparece al inicio de la pieza en el decorado: «Al fondo, cinco arcos abiertos en un muro desnudo que cubre enteramente el fondo de la escena, dejan ver un cielo de un hondo azul nocturno, limpio y frío» (Celaya 1989: 45). La primera figura humana que los espectadores pueden ver en escena se semeja a una estatua antigua, comparable a las estatuas que en los cuadros de De Chirico muchas veces son el único adorno de una plaza vacía: «Al levantarse el telón, La Virgen Lunática [...] está rígida e inmóvil bajo el arco central. Como su cuerpo desnudo es de una blancura marmórea y tiene los dos brazos cruzados colocados a la espalda, [...] parece una antigua estatua mutilada» (Celaya 1989: 45). Estos ele-

24 Hablando con Ángel Vivas, Celaya dijo en 1984: «Yo intenté ser pintor en los años de la Residencia. Este cuadro que hay aquí es una copia de Chirico, y está hecho por mí» (Vivas 1984: 87).

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mentos se encuentran juntos en numerosos cuadros de De Chirico, por ejemplo en «La méditation automnale» de 1911/12. En otra de las piezas de teatro que Celaya escribió antes de la guerra civil, a saber El Relevo, entra en escena un «Angel montado en bicicleta», cuyo aspecto es descrito por Celaya en sus acotaciones: «Parece escapado de un cuadro del Aduanero Rousseau» (Celaya 1989: 143). Aquí tenemos otra alusión intermedial a un pintor particularmente elogiado por los surrealistas: Henri Rousseau (1844-1910), llamado «el Aduanero» a causa de su ganapán poco artístico. La obra de este autodidacta ingenuo, quien expuso sus cuadros a partir de 1886 en el «Salon des Indépendants», fue celebrada por la vanguardia parisiense de las primeras décadas del siglo XX,25 porque apreció en ella el ‘primitivismo’ presuntamente salvaje de un arte no académico, comparable bajo ese aspecto a los productos de las tribus africanas, que surrealistas como Breton comenzaban entonces a coleccionar. «Il voyait avec des yeux d’enfant, aidé par son cerveau d’enfant. Naïf et sensible, il était merveilleusement doué pour la peinture. Un don naturel de peintre primitif».26 En muchos cuadros de Henri Rousseau reina una atmósfera irreal y onírica, a pesar de su manera de pintar nítidamente figurativa; esta proximidad al mundo del sueño no podía sino fascinar también a Celaya.

4. CONCLUSIÓN Según la teoría de Irina O. Rajewsky se pueden distinguir dos tipos de intermedialidad en el teatro vanguardista de Gabriel Celaya: Por un lado la referencia intermedial, es decir «el proceso de generación de significado de un producto medial a través de la referencia a un producto [...] de un medio normalmente percibido como distinto, siendo esta referencia realizada con la técnica del medio de origen»; por otro lado como combinación de medios, es decir, «la combinación excepcional o continua de por lo menos dos medios normalmente percibidos como distintos, que todos están presentes con su propia técnica en el producto final» (Rajewsky 2002: 157; traducción al español: Th. Stauder). Se trata 25 En 1908, Picasso organizó en su estudio llamado «Bateau-Lavoir» un banquete en honor de Rousseau; entre los invitados estaba también Apollinaire (Müller 1994: 132157). 26 Fernande Olivier, citado según Müller (1994: 162).

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de referencia intermedial en el caso de las alusiones en el texto de Celaya a la pintura de De Chirico y Henri Rousseau; se trata de combinación de medios en el caso de la integración de elementos del baile javanés, que está presente directamente en el movimiento de los actores. Los dos tipos de intermedialidad se caracterizan por la misma función en el teatro de Celaya, a saber, la remisión a una realidad no racional, no marcada por la cultura occidental, como, por ejemplo, en las religiones orientales o como en el surrealismo.

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Cuando Diaghilev conoce España entre 1916 y 1920 y decide renovar completamente el repertorio y la estética de sus producciones, una de las opciones que baraja es la incorporación de la música y folclore españoles, y muy significativamente el vinculado con Andalucía. Sus colaboraciones contemporáneas con Albéniz, Fauré y Ravel, le llevan a la evocación de un mundo popular español que, tras las huellas de la fuerte tradición romántica, y después de algunos fracasos, consigue finalmente triunfar cuando incorpora a sus espectáculos dramáticos la colaboración de uno de los músicos cuya autoridad era cada vez mayor: Manuel de Falla, y de uno de los pintores —ahora escenógrafo— más importantes del siglo XX: Pablo Ruiz Picasso. De esta peculiar colaboración va a surgir una de las obras teatrales más interesantes del teatro europeo de aquellos años, pues a partir de su estreno en el Alhambra Theatre de Londres, la noche del 22 de julio de 1919, El sombrero de tres picos —la obra de Alarcón-Martínez Sierra-Falla-Picasso-Diaghilev— se incorpora a la tradición del ballet occidental como una de sus expresiones clásicas dentro del repertorio español. Con El sombrero de tres picos podíamos poner un excelente ejemplo, en lo que a las artes del espectáculo se refiere, del proceso y los procedimientos que recuperan para el teatro del primer tercio del siglo XX sus formas más primitivas, autóctonas y tradicionales, en las líneas teóricas de Raúl Castagnino o Antonin Artaud en Le théâtre et son double, dentro del marco de la cultura occidental. Sin embargo, esta obviedad —esto es, la fuerza de este tipo de piezas dramáticas— contrasta con el trazo historiográfico con el que sole-

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mos abordar el estudio del teatro español de esos mismos años —pienso, por ejemplo, en los clásicos panoramas de Ruiz Ramón y Valbuena Prat—, olvidando que obras como ésta —pues no es la única— también forman parte de ese arte teatral que historiamos desde una perspectiva machaconamente equivocada, en la que continúan pesando tal vez demasiado prejuicios de canon, valor y norma literaria, prejuicios de carácter ideológico y prejuicios relativos a la propia concepción teatral del texto dramático propiamente dicho, cuya representabilidad se considera, a veces, algo muy secundario. En realidad, como nos comenta Ricard Salvat, debería ser todo lo contrario, y mucho más para el teatro del siglo XX, uno de cuyos logros es, precisamente, la representabilidad de todo tipo de textos, incluso de aquellos que no han sido pensados o diseñados previamente para la escena (Salvat 1974: 9-23). Así, a la hora de abordar el estudio del teatro español en el primer tercio del siglo XX, suele considerarse esta época como un periodo de profunda crisis y escasa validez estética, frente a los grandes momentos que viven la poesía o el ensayo, y salvando —claro está— las excepcionales figuras de Valle-Inclán y Lorca. No es el objetivo de estas páginas declarar la guerra a esta tan injusta como contradictoria situación, pero no estaba de más señalar las deficiencias en nuestro conocimiento de la época desde la perspectiva del sistema literario-teatral, pues si bien es cierto que gozamos de una buena bibliografía sobre los autores más importantes del periodo, falta aún, precisamente, una bibliografía suficiente sobre el sistema literario donde se insertan esas grandes figuras, y porque es también en esa perspectiva del sistema donde podremos abordar los otros nombres y las obras que forman, todos juntos, la Edad de Plata, en afortunada frase del profesor Mainer, y porque es en ese contexto donde Manuel de Falla va a desarrollar una buena parte de su producción musical, muy especialmente, su música para el teatro, cuando se predica de la escena, curiosamente, su poca o nula calidad.1

1 El primer tercio del siglo XX se ve sacudido por un intenso y agitado debate sobre, como diría Ricardo Baeza, el «trascendental problema del teatro», que divide la opinión en dos grandes sectores, aunque también habría mucho que matizar al respecto. En cualquier caso, los dos frentes abiertos son, en primer lugar, aquellos que defienden la necesidad de trasformar la escena y, acabar, por tanto, con el teatro comercial al uso —Muñoz Seca y los Álvarez Quintero, por ejemplo— con la idea ciertamente ilustrada de un teatro político y público al servicio de la educación y la revolución; y, en segundo lugar, aquellos que como reacción a esta crítica defienden la salud del teatro del momento,

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En cualquier caso, a este primer y no único prejuicio en torno a la invisibilidad crítica de la escena española del primer tercio del siglo, como diría Francisco Ruiz Ramón, hay también que añadir otros que atañen ahora a la propia naturaleza estética de la literatura dramática (Ruiz Ramón 1978: 123-252). Me refiero con ello a autores y obras en los que esa literatura dramática se ha venido considerando de escaso o nulo interés —cada vez menos, afortunadamente—, al interpretarse como un código secundario, sólo complementario, con relación a los otros lenguajes teatrales, que en esas obras parecen tener una mayor relevancia: la música, la escenografía, la danza o el gesto. Géneros como la zarzuela, la ópera o el ballet, dado su carácter centáurico a caballo entre la música y la literatura dramática han permanecido en tierra de nadie.2 En cualquier caso, desde el punto de vista metodológico, con la idea de abarcar este otro teatro, resultan muy esclarecedoras, además de coherentes, las propuestas de estudios culturales que nos proponen los profesores Serrano y Salaün para el periodo, en el que se registra —insisto en ello— una fuerte interacción de códigos culturales y artísticos (Salaün/Serrano 1991 y 2002). De todas maneras, este teatro en tierra de nadie era otro prejuicio más, que venía a deteriorar la legitimidad misma de esas otras artes escénicas, y que en el caso que nos ocupa —las vanguardias y Manuel de Falla— va a tener una significativa incidencia tanto en la misma valoración del periodo, como en la estima teatral del músico gaditano. Era importante subrayarlo, ya que de no hacerlo, no advertiríamos la presencia de un número de obras, aunque reducido, muy significativo de las extraordinarias interrelaciones artísticas que se dan en los años de las vanguardias, con una confluencia muy interesante de mundos como la pintura, la literatura o la música, que si bien siempre habían mantenido

como es el caso de Jacinto Benavente o el mismo Muñoz Seca, autores de mucho éxito, todo sea dicho de paso. En relación con este problema remito a Dougherty (1984); Romero Ferrer (1996a y 2003a), y al completo panorama que nos ofrecen Dougherty/ Vilches de Frutos (1992). No obstante, también contamos con los trabajos de carteleras de Dougherty/Vilches de Frutos (1990). 2 Un acercamiento a estos prejuicios en Amorós (1987). Es necesario subrayar la urgencia de contar con una historia del espectáculo en España. Algo tenemos en el volumen colectivo coordinado por Amorós/Díez Borque (1999). Sin embargo, hace falta la perspectiva integradora de obras como la monumental Historia del teatro de Amico (1954) y la Histoire du théâtre de Pandolfi (1969).

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una muy estrecha relación en lo que se refiere al ámbito del teatro desde el corral de comedias, ahora, dada esa nueva experimentación estilística que preside las vanguardias, sus conexiones serán aún mucho más explícitas si cabe, como resultado de ciertos fenómenos de carácter cultural como son, por ejemplo, los protocolos de la intermedialidad o la incidencia de la imagen a través del cine. Tampoco había que perder de vista, cómo en estos mismos años en toda Europa se están buscando nuevos lenguajes teatrales, otras formas de expresión dramática en las que incluso, se cuestionan problemas tan esenciales como la funcionalidad del actor, su sustitución por otros elementos, la ruptura de la caja italiana como sistema técnico de representación o la huida del realismo escénico. Como respuestas a estas búsquedas, y siempre dentro de los cauces de la escena española, nos encontramos, por ejemplo, en el terreno teórico con las propuestas de Cansinos Assens, Ricardo Baeza, Ortega y Gasset o Gómez de la Serna; en los terrenos de la práctica, con el expresionismo del esperpento, los intentos surrealistas de Azorín, los Machado y el torero Ignacio Sánchez Mejías, o el neopopularismo de las programaciones teatrales de Margarita Xirgu en el Teatro Español,3 donde llegaría el Teatro de Arte de Moscú con obras de Gorki, Ostrovski, algunas adaptaciones de Dostoievski y otros espectáculos de marcada inspiración popular,4 alternándose con la compañía flamenca de La Argentinita y su espectáculo folclórico compuesto por romances y canciones transcritas por Federico García Lorca, bailes populares argumentados y curiosas escenografías del prestigioso figurinista Bartolozzi (Arias de Cossío 1991: 289-292). Manuel de Falla va a jugar un papel muy significativo como ejemplo sintético de todo este complejo mundo de las artes escénicas en su sentido más amplio,5 con unas aportaciones que, en algunos casos, podríamos considerar incluso emblemáticas de ese panorama de la considerada imposible vanguardia teatral en España. Así, sus relaciones con el mundo de la escena o su amistad con los Martínez Sierra no sólo va a influir en los cauces de la música española de la primera mitad del siglo 3 Sobre esta búsqueda del teatro español véase Romero Ferrer (1996a, 1996b y 2003a). También Oliva (2002: 63-116). 4 Es el caso, por ejemplo, del espectáculo La pobreza no es pecado, que bajo la dirección de Pauloff, se fundamentaba en una recreación del pueblo ruso a través de su folclore, sus danzas y su música. 5 Ya me ocupé de este asunto en Romero Ferrer (1997a).

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XX, sino que también contribuirá a desarrollar aportaciones dramáticas de cierto riesgo e interés en el ámbito de la escena europea contemporánea, ampliamente relacionadas —al menos eso pienso— con las innovaciones teatrales que incorpora Federico García Lorca a la escena del momento, de la mano, por ejemplo, de la recuperación del sentido trágico y religioso del teatro a través de la tragedia,6 y su ubicación en la Andalucía trágica que había retratado años antes Azorín. Como aportación de Falla a este mundo, suele olvidarse con descarada frecuencia que El amor brujo nace precisamente como obra de teatro, independientemente de su desarrollo sinfónico posterior.7 El teatro musical de Manuel de Falla nos ofrece un excelente ejemplo, aunque sintético, muy convincente de algunas de esas interrelaciones artísticas y esas líneas de renovación teatral, que atañen no sólo a la literatura dramática, sino también a otros lenguajes escénicos, dentro de los sucesivos contextos de cambios teatrales que se dan en la escena española desde 1900 hasta los momentos de Valle-Inclán y Rivas Cherif.8 Debemos pensar, por ejemplo, en la renovación del baile español, con nombres como Pastora Imperio, La Argentina o La Argentinita, con la incorporación del flamenco, o la también incorporación de la estética y ética cubista en la escenografía teatral de la mano, en esta ocasión, de Picasso y sus decorados y figurines para el estreno en Londres de una curiosa versión de El sombrero de tres picos bajo el título de El tricornio y donde volverían a utilizarse ritmos andaluces y castellanos de fandangos, alegrías, farrucas y bulerías. Por otro lado, en contraste con esta fuerza vanguardista, también podían rastrearse en sus obras otras líneas estéticas de carácter más tradicional y folclórico que tienen sus referencias más inmediatas y claras en el entorno andaluz y en ciertas esferas de su mundo popular, sin olvidar —claro está— la fuerza de una tradición romántica que desde finales del siglo XVIII y hasta este primer tercio del XX se había incluso incrementado como consecuencia de una literatura y un teatro, dentro y fuera de España, que proyectaba el paisaje del Sur como un escenario coherente y verosímil para el desarrollo de sus conflictos narrativos y dramáticos (Romero Ferrer/Álvarez Barrientos 1998). En cualquier caso, no está-

6 Como han señalado Allen Josephs y Juan Caballero en su edición de Bodas de sangre (García Lorca 1985). 7 Que ha estudiado Gallego (1990). 8 Véase Rubio Jiménez (1998) y Aznar Soler (1989 y 1992).

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bamos ante mundos enfrentados, como había ocurrido en otras épocas, sino de líneas abigarradamente ligadas entre sí desde las estéticas vanguardista y neopopular que presiden las claves de la literatura, la música y la pintura de la Generación del 27, como nos sugiere Valeriano Bozal (Bozal 1986). En este mismo sentido, no había que olvidar que la incursión de Falla en la música profesional se realiza de la mano de la zarzuela. Ahí quedaba su temprano, y olvidado, sainete lírico Los amores de la Inés de 1902, sobre un libreto de Emilio Dugi de Meras.9 La obra se estrenaría en el Teatro Cómico de Madrid por la compañía de Loreto Prado y Enrique Chicote, dentro de los cauces del Teatro por Horas y el género chico, un sistema teatral sobre el que Falla en alguna que otra ocasión se había pronunciado en los siguientes términos: «Soy de los que siempre han declarado su admiración para no pocas obras del género llamado zarzuela grande o chica» (Revista Música, junio de 1917). Otras obras de este mismo ropaje son la no localizada hasta la fecha El conde de Villamediana (ca. 1891), sobre el romance del duque de Rivas, o zarzuelas poco conocidas como La casa de Tócame Roque (ca. 1900), sobre el texto del mismo título de Ramón de la Cruz adaptado por Javier Santero, Limosna de amor (ca. 1901-1902) con libreto de José Jackson Veyán, El cornetín de órdenes (ca. 1903), La cruz de Malta (ca. 1903) o Prisionero de guerra (ca. 1903-1904), todas en colaboración con Amadeo Vives.10 Con todo, no serán éstas las únicas incursiones del gaditano en los terrenos del teatro, donde además conseguirá uno de sus éxitos, con su ópera —prefiero llamarla zarzuela— La vida breve;11 una obra estrenada primero en traducción francesa, en el teatro del Casino Municipal de Niza en abril de 1913, y en enero de 1914 en la Ópera Cómica de París (en ambas ocasiones por la compañía de Streliski y Miranne), donde rara vez se escuchaba música española. En noviembre de ese mismo año —1914—, en esta ocasión con su texto original del libretista también gaditano Carlos Fernández Shaw, muy conocido en los círculos teatrales por obras como La Revoltosa y La Tempranica, dos de los grandes éxitos del género chico (Fernández-Shaw 1972). Sin embargo, a pesar

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Madrid: Sociedad de Autores Españoles, 1902. BN. Remito al catálogo de Gallego (1990: 301-307). 11 Madrid: Renacimiento, 1914. 10

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de las apariencias técnicas más o menos tradicionales que exhibía el libreto y su música, ya podían verse en esta obra con bastante claridad algunos elementos del fuerte cambio que se observará en Falla algunos años más tarde. Se trata, precisamente, de la moderna utilización del baile escénico y del mundo del flamenco, tanto en la música como en los aspectos literarios del libreto: caracterización externa e interna de los personajes y ambientes de los conflictos, protagonismo generalizado del coro; o la incursión de ciertos elementos de modernidad teatral, como es la utilización del fatum de la tragedia griega o del motivo de la boda con desenlace trágico, aspectos ambos que nos recuerdan inevitablemente la lorquiana Bodas de sangre. Tampoco había que perder de vista cómo en otras obras de Fernández Shaw, especialmente en La Revoltosa, se habían incluido a pesar de su madrileñismo algunos bailes y canciones de raíces, al menos en apariencia, gitanas, siguiendo la tradición decimonónica de la tonadilla escénica y el género andaluz, y repitiendo el modelo que con éxito se había actualizado en la popular soleá En Chiclana me crié que había escrito Bretón para La verbena de la Paloma, y que sería imitada en zarzuelas y sainetes hasta la saciedad debido a su éxito y calado popular. Así resumía Martínez Sierra sus impresiones de la obra, publicadas en El Imparcial, el 14 de noviembre de 1914, lo que, por otra parte, le animaría a proyectar con el músico gaditano sus futuras colaboraciones, esto es: El amor brujo, El sombrero de tres picos y La oración de las madres que tienen a sus hijos en brazos. El juicio de Martínez Sierra sobre La vida breve es el siguiente: Vengo del ensayo. Aún me suena, no ya en los oídos, sino en toda la carne y en toda la sangre, la música bravía, cruel y dulcísima, áspera y soñadora, desgarrada, desolada, mora y mística a un tiempo del maestro andaluz; esta música hecha de sol y llanto, con amor y muerte que, a merced a no sé qué prodigio de alquimia endemoniada, huele a incienso y sabe a fatalidad (El Imparcial, 14 de noviembre de 1914).

Aunque ya en La vida breve habían empezado a despuntar algunos elementos de cierta renovación escénica, sería un año después, en 1915, cuando vamos a encontrar la primera obra que supone una ruptura estética y técnica con el panorama teatral al uso de aquellos años. Me refiero a la «gitanería» El amor brujo, con texto de Gregorio Martínez Sierra. En esta ocasión se trataba de un «apropósito» en un solo acto y

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dos cuadros, pensado para el lucimiento de Pastora Imperio, aunque un año antes —1914—, la pieza había formado parte del ballet Embrujo de Sevilla, y su interpretación corrió a cargo de La Argentina. Esta primera versión española de El amor brujo se estrena, no obstante, como fin de fiesta en una representación de teatro en verso, en el escenario del Teatro Lara de Madrid, la noche del 15 de abril de 1915 (Gallego 1990). El propósito de esta nueva obrita, que nacía paradójicamente a su fortuna y consideración posterior sin grandes pretensiones, era el de ampliar con una canción y una danza el repertorio flamenco de Pastora Imperio, quien se había incorporado a la compañía de Martínez Sierra para animar las representaciones en las que solían incluirse, junto con la obra principal, otras de tono más ligero, incluso frívolo. Unas obras que, al igual que solía ocurrir en la representación barroca, podían ser los auténticos reclamos del espectáculo, en que se mezclaban géneros dramáticos de muy diferente tono y condición. El amor brujo venía, pues, a engrosar aquella larga tradición de géneros chicos, incluso ínfimos, del teatro español,12 y que va a dar unas marcas autóctonas a la tradición hispánica desde los modelos propuestos por Lope y experimentados por Calderón, con sus respectivas concepciones del Teatro Nacional. Tomás Borrás, en su crítica del estreno publicada en La Tribuna (16 de abril de 1915), subrayaba con sus palabras la plasticidad de la obra: Una música de extrañas sonoridades, de ásperas disonancias. Un interior en penumbra. La colocación de las figuras, la armonía de los colores, el sentido decorativo de la composición, hacen la escena semejante a un cuadro de la manera zuloaguesca. Se anima una mujer de las pintadas en el lienzo. Es Pastora Imperio (cit. Gallego 1990: 263-264).

Como puede desprenderse de este revelador comentario de Borrás, la obra parecía inscribirse dentro de aquel abigarrado mundo casticista, el mismo del que se nutrió Valle-Inclán en su concepción del esperpento, y del que la pintura de Zuloaga era uno de sus testimonios visuales más preclaros y directos. De hecho, en el proyecto inicial de la obra, en 1915 el mismo Falla había considerado la posibilidad de contar con la colaboración de Ignacio Zuloaga, amigo suyo al que dirigió una carta pidiéndole que se encargara de todo lo concerniente a escenografía y ves12 Véase al respecto Huerta Calvo (1992); Peral Vega (2001) y Romero Ferrer (1996b).

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tuario. Falla quería «una cosa absolutamente gitana..., con hechizos, magia, danzas, canciones».13 Finalmente, motivos de trabajo obligaron al pintor a declinar esta sugerente propuesta. El guiño a Zuloaga también había que relacionarlo con los motivos de la España Negra, el problema del casticismo y, por supuesto, con el ruralismo andalucista en el que se enmarcaba un sector muy importante del teatro español de finales del XIX hasta bien adentrado el primer tercio del XX. Tal vez el ejemplo más convincente de todo ello lo encontremos en la obra del sevillano José López Pinillos, «Pármeno» quien como dramaturgo destacaría en sus dramas rurales —Hacia la dicha (1910), La casta (1912), El pantano (1913), Nuestro enemigo (1913), La otra vida (1915), A tiro limpio (1918), Esclavitud (1918), La red (1920), El caudal de los hijos (1921), La tierra (1921) y Embrujamiento (1923)— de ambientación generalmente andaluza, en una línea muy similar a la desarrollada en su prosa. Su estética, de carácter abigarrado, se acercaba a las líneas del naturalismo tremendista y a la denuncia social. En otro orden, pero siempre dentro de estas líneas estéticas, la procedencia de las fuentes utilizadas por el libretista y músico apuntaban también hacia la fuerte tradición teatral andaluza, cuyos puntos de inflexión importantes había que ubicarlos, precisamente, en el costumbrismo romántico y en el teatro popular del género chico, ya en el último tercio del siglo XIX (Romero Ferrer 1992, 2000 y 2003b), sin perder de vista que el sainete empezaba a ser otra cosa, sin olvidar sus raíces pero con una clara vocación estética —también ética— de adentrarse por los otros caminos más profundos de la risa y la carcajada, y también por los otros caminos de la figuración-deformación casticista, que por esos mismos años podía detectarse en autores tan controvertidos y complejos como el ya citado López Pinillos (1875-1922), Eugenio Noel (1885-1936) o Gutiérrez Solana (1886-1945). Sin embargo, en contraste con esta tradición, El amor brujo también se dirigía hacia la vanguardia más colorista, de la mano ahora de una extraña y arriesgada mezcla de elementos extraídos del Art Déco y la efervescencia nacionalista. Génesis, en parte, del llamativo proyecto de la opereta Fuego fatuo de acuerdo con las coordenadas expresivas del

13 Carta de Falla a Zuloaga, Madrid (16 de enero de 1915). La respuesta de Zuloaga es del 19 de enero de 1915. Véase Sopeña (1982) y Gallego (1990: 114).

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Teatro de Arte, tal y como lo habían formulado por aquellos mismos años los Martínez Sierra (Gallego 1987 y 1990), y que también abarcaban los aspectos relacionados con la escenografía (Arias de Cossío 1991: 253-261). Así, de aceptarse estas consideraciones, podemos afirmar con cierta dosis de optimismo que la propia evolución de las diferentes versiones de esta obra, desde los iniciales y modestos «apropósito» y «pantomima escénica», hasta la versión desarrollada del ballet de 1915, sintetiza uno de los cauces de renovación primero, y tímida vanguardia después, que cristalizarían en el teatro español de los años veinte y que desembocan en algunos de los logros literarios —también escénicos— de Federico García Lorca: Romancero gitano (1928), La zapatera prodigiosa (1930) y Bodas de sangre (1933). Un Lorca con el que también mantendría una intensa relación de amistad y profesional que se proyectaría en obras como Lola la comedianta (Peral Vega 2001). En cualquier caso, no había que olvidar tampoco —y las colaboraciones de Falla y Martínez Sierra deben interpretarse como un precedente de ello— el magisterio que entre los años 1920 y 1939 va a ejercer Antonio Machado sobre la literatura y la intelectualidad de la época, a través de sus apócrifos de Juan de Mairena en lo que Tuñón de Lara denomina como «humanismo enraizado en lo popular» (Tuñón de Lara 1977: 232), y que desde el punto de vista teatral se consolida en sus colaboraciones dramáticas con su hermano Manuel en La Lola se va a los puertos (1929) y La duquesa de Benamejí (1932), esencialmente (Romero Ferrer 1996a). Para visualizar esta sincronía de datos, basta con observar cómo el teatro español de final de la década de los veinte y principio de los treinta acusa el peso de determinadas estrategias neopopulistas, ya bastante sistematizadas técnicamente en obras como El amor brujo, y que vendrán a codificar una nueva imagen del mundo rural andaluz, con escasas añoranzas y remordimientos casticistas, lejos de los tópicos ideológicos con los que tradicionalmente se había venido identificando a lo largo de todo el siglo XIX y principios del XX. Así, esta ausencia de pintoresquismo, que se ve sustituido por lo que podríamos llamar la ingenuidad cubista —y la incorporación del mundo del flamenco al teatro estaría en esta línea estética— va a marcar sin posibilidad de retroceso alguno, afortunadamente para el teatro español de esos momentos, una cierta modernización de motivos, escenarios y técnicas en la escena contemporánea, cuyos presupuestos entroncarán con la

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esencia más honda de la Andalucía fatal de las tragedias lorquianas y los primeros intentos teatrales del gaditano Rafael Alberti. La audaz colaboración de Falla con Martínez Sierra (Aznar Soler 1989) también se va a materializar en un excelente ejemplo de estos nuevos complejos estéticos, con lo que primero (1917) será la pantomima El corregidor y la molinera, y poco después (1919) el ballet de El sombrero de tres picos, obras inspiradas en la novela del mismo nombre de Pedro Antonio de Alarcón (Rubio Jiménez 1995). La última versión de la obra contará, además, con las escenografías y los figurines cubistas de Picasso. Y sobre su estreno londinense tenemos las significativas palabras de otro hombre de teatro, Cipriano de Rivas Cherif, uno de los impulsores más eficaces de la renovación del teatro español en los años veinte. Sobre la escenografía de Picasso nos comenta: Vi la que hizo para el estreno de Diaghilev, en la ópera de París, del baile del Sombrero de tres picos de Falla. Un fondo de desolada Andalucía, con la calcinación solar del llanto. Nada más que un gris lechoso a fuera de sol sobre el azul de un cielo inmenso (Rivas Cherif 1991: 273-274).

Como puede ya intuirse, de La vida breve a El sombrero de tres picos, se podía establecer una insistente geografía histórica del teatro español, a la que también habría que añadir otras obras tan peculiares como la Pepita Jiménez de Albéniz sobre la narración de Valera, San Antonio de la Florida del mismo autor, El contrabandista de Rivas Cherif y música de Óscar Esplá con figurines de Salvador Bartolozzi, El fandango de candil de Gustavo Durán, La romería de los cornudos de Gustavo Pitaluga —estas últimas con libretos del mismo Cherif—, o Cartel de feria de Salvador Bacarisse, entre otras muchas, y ello sin olvidarnos de la incursión del músico gaditano en los terrenos del títere con su Retablo cervantino, bajo el texto de Martínez Sierra. Nos encontrábamos, pues, con un repertorio de literatura dramática olvidada, silenciada y exiliada, entre otras muchas circunstancias, por la condena maldita de algunos de sus autores durante la dictadura franquista o por la compleja naturaleza hermafrodita de este tipo de obras, a caballo siempre entre la música, el texto y la imagen. En cualquier caso, y a pesar de estos obstáculos, no había que perder de vista cómo la música más danzable del músico gaditano —El amor brujo— sería una de las obras más influyentes y determinantes en la configuración contemporánea del ballet español, con la ayuda —claro está— de Pastora Imperio,

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Antonia Mercé «La Argentina» y Encarnación López Júlvez «La Argentinita». De todas maneras, desde aquella comunidad de gustos e intenciones anteriormente aludidas, y respaldadas con la presencia de figuras tan simbólicas del entorno cultural de esos años como era el caso de Antonio Machado, podríamos hacer una lectura muy distinta del teatro musical (o música teatral) de Manuel de Falla, para quien, al igual que Federico García Lorca con el que quedaron algunos proyectos pendientes, el mundo popular, y muy especialmente Andalucía, se había configurado como una de las bases fundamentales de su concepción estética. Una concepción literaria y dramática, pues, que hundía sus raíces en la misma Andalucía trágica de Azorín como ejemplo convincente de aquella machadiana «España devota de Frascuelo y de María», al parecer —y sólo al parecer— desprovista ahora de su «charanga y pandereta». Honradez, inocencia y cubismo, como habían dicho de sus obras teatrales los hermanos Machado (Machado 1986: 176), podían ser junto con el fuerte arraigo a la tradición, algunas de las aportaciones de Manuel de Falla al mundo de la escena española del primer tercio del siglo XX, de la mano de un teatro musical en el que contará con los mejores artistas —como él— del momento. Un momento literario muy marcado por la vanguardia y la búsqueda de nuevos esquemas y nuevas formas de expresión dramática que rompieran el exagerado letargo de la escena española, anclada en una carpintería teatral de sesgo decimonónico y en unos lenguajes demasiado convencionales. Manuel de Falla, como un poco más tarde Lorca, quiso y pudo romper parte del sistema, utilizando sus mismos presupuestos, aunque también es cierto que su fuerza musical, además de dar un valor añadido a los textos sobre los que se sustenta, consigue captar y acaparar la atención del espectador sin más preámbulos. La fuerza de su música consigue traer la vanguardia a la escena, sin que por ello asistamos a un teatro en soledad, en el que se haya producido la deserción del público.

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Debido principalmente a sus obras de los años veinte (El Retablo de Maese Pedro, el Concierto para Clave y el Soneto a Córdoba), Manuel de Falla ha sido considerado el adalid musical de la vanguardia española (Hess 2001: 1-12; Christoforidis 1997: 669; Marco 1989: 31-42). Bajo su influencia, compositores como Gustavo Pittaluga, los hermanos Halffter, Salvador Bacarisse y otros compatriotas suyos resistieron los convencionalismos musicales de la zarzuela (armonías restringidas por el sistema tonal, frases muy regulares, formas tradicionales) y las fórmulas nacionalistas (una dosis abundante de andalucismo junto, sin embargo, con la presencia de recitativo al estilo de Donizetti y bailes centroeuropeos, como el vals y la mazurca), situación que el propio Falla comentó en un artículo en La Gaceta Literaria (Falla 1929: 1). En su lugar abrazaron el estilo depurado del neoclasicismo, perfeccionado por Falla (Chase 1959: 311; de Persia 1989: 21-23). Este movimiento europeo de entreguerras, liderado por Stravinsky, rechazó la opulencia de la orquesta wagneriana y los llamados «excesos» del romanticismo tardío en búsqueda de «objetividad», cualidad que Stravinsky y sus seguidores encontraron al resucitar las formas musicales y técnicas de orquestación del siglo XVIII (Messing 1996: 87-128; Stravinsky 1924: 574-577). Tal vez paradójicamente, esta orientación invitara a los compositores españoles a forjar una manera de sutilizar —universalizar, según muchos— su propia herencia musical con el resultado feliz de ganar para la música española un estatus internacional.

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La obra más emblemática de este proyecto estético es el Concierto para Clave de Manuel de Falla. En ella coinciden la instrumentación stravinskiana y armonías vanguardistas bajo un designio formal barroco (Nommick 1998: 27-29). En cuanto a las referencias al pasado, hay que notar la manipulación sutil de una melodía extremeña del siglo XVI y el uso del canto litúrgico. En el segundo movimiento, por ejemplo, se oye una melodía basada en el Pange lingua moro hispano, utilizada por tantos compositores españoles del pasado, incluyendo Cabezón y Victoria (Vinay 1989: 185-187). En este movimiento también se encuentra la entonación del salmo que emplearon Mozart en su última sinfonía y Mendelssohn en su Sinfonía de la Reforma, en cuyo contexto la cita es una referencia explícita al catolicismo (Todd 1997: 86-87). Hay que señalar también que muchos críticos europeos, especialmente en París y Madrid, atribuyeron cualidades místicas a la obra, llegando a designar a Falla el continuador vanguardista de la venerable tradición establecida por San Juan de la Cruz en la literatura y Francisco de Zurbarán en la pintura (Ros Fábregas 1998: 70-74; Tomlinson 1997: 72; Hess 2001: 245-261). No ha sido así en los EE. UU. Allí, el público siempre ha favorecido las obras menos esotéricas de Falla, como se verá a lo largo del presente trabajo. Este fenómeno se ha comprobado en el hecho de que las «Danzas» de El sombrero de tres picos, por ejemplo, figuran con frecuencia en los conciertos de «pops» o «clásicos ligeros». Esta situación ha provocado que Michael Steinberg, uno de los críticos principales de los EE. UU., describa —con cierta ironía— a Falla como «un compositor de la música clásica ligera de primera clase», estatus muy distinto del que disfruta en España (Steinberg 1995: 19). Este fenómeno se funda en arbitrarias distinciones entre arte «popular» y arte «elitista», términos elaborados por Ortega y Gasset en obras como La deshumanización del arte (1925) y el poco meditado ensayo Musicalia (1921) y que el estudioso estadounidense Lawrence Levine ha descrito como «etiquetas simplistas que han sostenido una actitud siempre defensiva junto con un sinfín de rectificaciones» (Levine 1988: 3). En otros trabajos he considerado la calificación de Steinberg sobre Falla desde la perspectiva española, o sea, la valoración que le otorgaron sus contemporáneos en Madrid, Barcelona y Granada (Hess: 2001; 1999). Hoy, tomando como punto de partida la conocida «Danza Ritual del Fuego», quisiera probar la veracidad de tal calificación a la luz de los valores de la industria de la música comercial en los EE. UU., o,

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como la llamaban Adorno y Horkheimer, inicialmente en Dialektik der Aufklärung de 1944, «la industria cultural». Al mismo tiempo, sugeriré implicaciones ideológicas que se presentan en la recepción de la obra, tema que todavía no ha sido tratado en los estudios sobre el compositor. Cuando consideramos el éxito de la «Danza Ritual del Fuego» en los EE. UU., hay que tomar en cuenta la popularidad enorme de la música «latina», un aspecto del Erwartungshorizont de la cultura popular en los EE. UU., si se quiere. En los años treinta y cuarenta, cuando la obra empezaba su trayectoria brillante, el público estadounidense aplaudía con entusiasmo un estilo musical «latino» —los acentos punzantes del tango o las impetuosas efusiones del saxo en el mambo. Formando parte de esta popularidad fue una actitud o una mente supuestamente «latina». Esta forma de ser, a la cual los títulos de varias canciones hacen referencia, consistía en tendencias hacia la pereza («Mañana Is Good Enough for Me», de Dave Barbour y Peggy Lee), la pasión («Hot Tamales» de Marion Sunshine) o los placeres sibaríticos («All Dressed up Spic and Spanish», de Rogers y Hart y cantada por Desi Arnaz en el «musical» Too Many Girls). Junto con su tambor de conga, Arnaz ganó fama con su interpretación de «Babalu» en la serie televisiva, I Love Lucy donde para el delirio de sus fans, encarnó la imagen del varón latino —temperamental y romántico. Como ha observado el autor estadounidense John Storm Roberts, la letra de las canciones, junto con las supuestas personalidades de los intérpretes, «reforzó una imagen de la música latina como divertida, frívola y esencialmente trivial [. . .] un estereotipo decisivo» (Roberts 1999: 21). Tendríamos que añadir «sexualmente provocadora» a la lista de Roberts, como han confirmado comentarios recientes sobre Enrique Iglesias, quien sigue representando ese estereotipo duradero, el «latin lover» (Pareles 2002: 1). La Política del Buen Vecino, establecida en 1933 por la administración Roosevelt para asegurar nuevos mercados mientras Europa estaba en guerra, estimuló el interés estadounidense por el mundo latino (Green: 1971). Bajo esta política, la industria de la música y del cine intentaron unir las Américas. A veces esos esfuerzos acababan mal, como, por ejemplo, en la película Down Argentine Way, protagonizada en 1940 por Carmen Miranda. Con sus peones sonrientes y sus bailes vistosos pero poco auténticos, la película ofrecía un punto de vista paternalista que provocó disgusto en Buenos Aires (Clark 2002: 267). Otros intentos de Hollywood de presentar el temperamento «latino» —mujeres peligrosas y hombres que se presentan sólo como bandidos o Romeos in-

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cansables— se apoyaban en una objetivación semejante (Reyes/Rubie 2000: 18-22). Al mismo tiempo, muchos músicos que habían hecho la carrera del conservatorio se dedicaban a un repertorio que podría denominarse «clásicos ligeros latinos». El violinista catalán, Enric Madriguera, que estudió con el conocido Leopold Auer, experimentó con la «música para cenar» y con los tangos, género que Stravinsky probó más de una vez. Otros se aventuraron en Hollywood: el cantante de ópera Carlos Ramírez cantó en el dibujo animado de Walt Disney The Three Caballeros, por ejemplo, y otro violinista catalán, Xavier Cugat, tiene la reputación de haber aparecido en más películas que cualquier otro director de combo (Roberts 1999: 85). Tal vez el artista «latino» que mejor demuestra la frecuente falta de separación entre la sala de concierto y la «fábrica de sueños» fue el pianista y director español José Iturbi. En películas como Holiday in Mexico y Anchors Aweigh, Iturbi invariablemente actuaba de sí mismo, o sea, el músico con formación de conservatorio que hace que un público general aprecie la «buena» música —cueste lo que cueste. Al interpretar la «Danza Ritual del Fuego» en dos «musicales» de Metro Goldwyn Mayer, Two Girls and a Sailor (Dos muchachas y un marinero) y Three Daring Daughters (Tres hijas atrevidas), Iturbi introdujo la obra a un público masivo. (En el apéndice se ven otros usos cinematográficos de la misma obra.) La «Danza Ritual del Fuego» de Falla forma parte de la «gitanería» El amor brujo que compuso en 1915 para orquesta de cámara (Gallego 1990: 33-51). El estreno formó parte de la temporada de Gregorio Martínez Sierra en el teatro madrileño Lara; no sorprende saber que, como en muchas otras producciones de Martínez Sierra, la verdadera autora del libreto de El amor brujo haya sido su mujer María Lejárraga (Gallego 1991: 120; O’Connor 1977: esp. 49). El estreno provocó alguna controversia sobre la manera en que, según algunos críticos Falla mezclaba indiscriminadamente géneros populares y cultos (Hess 2001: 53-59). Inmediatamente después del estreno, varios números fueron arreglados para piano. La versión pianística de la «Danza Ritual» ha sido asociada con Artur Rubinstein. Aunque su narrativa sobre cómo descubrió la obra es poco fiable (Hess 2004), introdujo la «Danza Ritual» a un público amplio, ofreciéndola habitualmente como un bis y grabándola cuatro veces entre 1922 y 1961 (Klavier KCD-11101; RCA Red Seal, 09026-630002-2 y 09026-63018-2). Cada una tiene su propio carácter: desde la libertad interpretativa de la de 1922, pasando por la

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intensidad dramática de 1947 hasta la grandeza olímpica de 1961 (Rubinstein 1973: 472; Sachs 1995: 226). En sus últimos años, físicamente debilitado y en serios apuros, Falla reaccionó muy favorablemente desde Argentina cuando su agente le informó que MGM iba a pagarle una buena suma por el uso de la «Danza Ritual del Fuego» en Dos muchachas y un marinero, que, a causa de sus canciones pegadizas y visión optimista sobre la solidaridad estadounidense frente a la guerra, llegaría a ser una de las películas más taquilleras de 1944 (Jenkins 2001: 315-318). Sin embargo, antes de comprometerse, Falla, un devoto católico, quiso saber qué tratamiento cinematográfico recibiría su música para evitar que ella se pusiera «al servicio del pecado», como siempre decía el maestro. En realidad, Falla no tenía que preocuparse, gracias a las normas establecidas por la Administración del Código de Producción, entonces vigente en Hollywood. Esta organización trabajaba estrechamente con la Liga Católica de la Decencia para vigilar que todos los detalles de cualquier producción se ajustaran a preceptos morales muy estrictos, o sea, muy parecidos a los del compositor (Black 1997: 23-28). Así fue que Two Girls ofreció la «Danza Ritual del Fuego» de manera inmaculada en un escenario de muy buen gusto. La película relata las aventuras de dos hermanas (June Allyson y Gloria De Haven), quienes abren con escasos medios una cantina para militares. El menudo argumento no es nada más que un pretexto para una catarata de actuaciones musicales, incluyendo el «Concierto para el dedo índice» interpretado por Gracie Allen, «Granada» de Agustín Lara, interpretada por Carlos Ramírez acompañado por Cugat e «Inky-Dinky-Doo», cantada por Jimmy Durante junto con el trompetista Harry James y su combo. Anunciados por James, Iturbi y su hermana Amparo ejecutan la «espectacular ‘Danza Ritual del Fuego’» en dos pianos de cola y en atuendo formal. Para esconder temporalmente el ambiente cantinesco, el «telón de fondo» cuenta con macetas con palmeras y dos lujosas cortinas (Schallert 1944: n. p.). Al terminar la actuación, la cámara panea por las caras entusiastas de los soldados para que el espectador entienda que la «Danza Ritual del Fuego» ha sido aplaudida tan calurosamente como cualquier número de varietés efectuado por las infatigables hermanas. Los críticos destacaron esta convivencia entre la música clásica y las demás selecciones. Uno de ellos, Red Kann en Motion Picture Daily, elogió la presencia de «una espléndida obra de Falla —para los que quieren su ‘buena música’ sin elaborar» (Kann 1944: n.p.). Así Iturbi

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aseguraba que la «buena música» llegara a las masas. Y las masas respondieron con una sonrisa, reacción que nos recuerda los comentarios de Umberto Eco sobre el elemento «consolador» de la cultura popular. Como señala David Robey en su Introducción a Opera aperta, Eco insiste en la tendencia de tal cultura (específicamente en forma de Kitsch) a abarcar «visiones prefabricadas, simplificadas y complacientes que reafirman lo justo y lo permanente del mundo en que vivimos» (Robey 1989: xvii). Volveremos a esta idea, fundamental al género del «musical», más tarde en este trabajo. En 1947 la «Danza Ritual del Fuego» apareció en una película titulada Carnegie Hall, una variación «clásica» del «musical». En ella brillan numerosos artistas que interpretan obras conocidas del repertorio clásico en escenarios decorativos: por ejemplo, el violoncelista Grygor Piatigorsky toca «El Cisne» de Saint-Saëns, acompañado por un conjunto de arpistas femeninas vestidas en togas romanas. La «Danza Ritual del Fuego» es un bis ofrecido por Rubinstein después de su interpretación deslumbrante de la Polonesa en La Bemol Mayor de Chopin. El argumento de Carnegie Hall se concentra en una asistenta de la famosa sala de conciertos, interpretada por Marsha Hunt, quien, ávida por la cultura alta, cría a su hijo (William Prince) con la esperanza de que llegue a ser un famoso pianista clásico. Cuando su hijo opta por el jazz, la madre se siente decepcionada. Lo que más molestó a los críticos fue la torpe yuxtaposición de selecciones de jazz y de música clásica a lo largo de la película. Un periodista no identificado comparó Carnegie Hall «a un bocadillo aliñado con cualquier ingrediente de la cocina musical, sin tomar en cuenta lo apropiado de ellos, y que ningún público discriminador podría engullir en una sola tarde» («Carnegie Hall Concert on Film»). Frente a este supuesto cisma en los gustos del público —los que engullen versus los gourmets discriminadores— al menos un crítico aplaudió la presencia de la «Danza Ritual del Fuego» en la película. Edwin Schallert del Los Angeles Times declaró que la programación de esta obra llevó en sí una «discreción particular», «discreción» que, según él, efectivamente redimió ese baturrillo musical y constituía una mediación entre el arte «elitista» y el arte popular (Schallert 1947). Tal sugerencia no resultó nada trivial a luz de los demás fallos, mayormente negativos, sobre Carnegie Hall. Dos años después de la muerte de Falla, el director Fred Wilcox probó fortuna con la «Danza Ritual del Fuego» en Tres hijas atrevidas. Otra vez, Iturbi actúa de sí mismo: durante un crucero en el Caribe conoce a

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una divorciada, interpretada por una Jeanette MacDonald ya en mediana edad. El arte por sí no satisface a Iturbi, y persigue a la señora a pesar de las protestas de sus tres hijas, lideradas por la incansablemente alegre Jane Powell. Aún más que Carnegie Hall, Tres hijas atrevidas buscó una coexistencia tranquila entre idiomas populares y clásicos. Los números «clásicos» incluyen (1) el Liebestraum de Liszt, interpretado por Iturbi como «música de cena» a bordo, (2) uno de los valses de la ópera Rosenkavalier con letra de Earl Brent, y (3) la Rapsodia Rumana de Enesco, interpretada por los Iturbi en dos pianos con Larry Adler en la armónica. Sin embargo, estas selecciones se encontraban muy a gusto con la canción «Dicky-Bird Song» de Walter Donaldson y «Route 66» de Bobby Troup, este último un número de boogie-woogie interpretado por Iturbi para conquistar a las tres muchachas. Todo se desarrolla de acuerdo con las convenciones dramáticas del «musical», o sea, una canción para cada uno de los principales acontecimientos del argumento. El tratamiento de Wilcox de la «Danza Ritual del Fuego» está infundido con la pasión «latina». Mientras el coro (que por supuesto no está presente en la versión de Falla) canturrea una introducción en un ambiente bochornoso y tropical, Iturbi mira tristemente a la butaca vacía de MacDonald. Por fin, entra la divorciada, y ella, Iturbi y Amparo se miran con cierta complicidad mientras la música sigue impetuosamente. Muy distinta de la interpretación bastante fiel de los Iturbis en Dos muchachas y un marinero, esta «Danza Ritual del Fuego», sin embargo, cuenta con cadenzas intercaladas, un intermitente acompañamiento del coro y una cromática melodía añadida como contracanto. Frente a esta demostración de la pasión «latina», el público enloquece y aplaude fervorosamente. Después del concierto, el agente de Iturbi confiesa a MacDonald: «Nunca le he visto conmocionar la audiencia como lo hizo anoche». ¿Cuáles son, recordando las palabras de Eco, los elementos «consoladores» en estos «musicals»? Cada «musical» propone una reconciliación entre la cultura «elitista» y la popular. No hay ningún rastro de inseguridad por parte de los personajes menos cultos, quienes ni siquiera sienten la necesidad de aspirar al gusto elitista —esto queda claro en Dos muchachas y un marinero, en la cual los humildes militares aplauden la «Danza Ritual del Fuego» y el «Concierto para el dedo índice» con igual fervor. Cualquier fricción entre los dos bandos no es nada más que un tópico pasajero en un argumento exquisitamente sencillo, que

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además promete un feliz final hollywoodense. Es así que las cuestiones tratadas por el arte a mediados del siglo XX —ambigüedad, pluralidad de significación y un proceso interactivo entre lector y texto— se pierden totalmente en los mensajes fácilmente consumibles de los tres «musicals». Sin embargo, por más que se sofoca la complejidad, la presencia de la «Danza Ritual del Fuego» sugiere dos ejes interpretativos. Uno es la mediación entre arte popular y arte elitista que ya hemos notado en Dos muchachas y Carnegie Hall. El otro, tratado en Tres hijas atrevidas, consiste en el exotismo y erotismo que la música latina representaba —y sigue representando— en la cultura estadounidense. Los numerosos arreglos de la «Danza Ritual del Fuego» se dirigieron a los mismos fines, según las estrategias de marketing. (Hablaré sólo de algunos que aparecen en el apéndice.) Un artista que sacaba provecho de la pasión asociada con la obra fue Dick Stewart. La publicidad para su grabación de 1955 enfatiza los encantos del cantante: atletismo, actitud romántica y masculinidad. Esas cualidades tienen el acompañamiento musical que incluye órgano, «efectos» y «el saxo más sensual del mundo». La «Danza Ritual del Fuego» se encuentra en un grupo de «números instrumentales para aumentar vuestro entretenimiento». Otro artista, Tommy Dorsey, conocido como «The Sentimental Gentleman of Swing», grabó la «Danza Ritual del Fuego» con números románticos como «Cheek to Cheek» de Irving Berlin en su grabación Tommy Dorsey’s Dance Party de 1958. Los Harmonicats, un conjunto de armónicas, la grabó con el siempre popular cha-cha, «Tea for Two». La observación de Roberts de que la música «latina» era considerada divertida, frívola y esencialmente trivial también es evidente en el álbum Accordion Powerhouse de Ernie Felice, anunciado como una «novedad» y en el cual la «Danza Ritual del Fuego» aparece junto con otras selecciones ligeras. La compañía Decca, por su parte, calificó la obra como «clásica ligera». En Seated One Day at the Organ de esta etiqueta, la esbelta Ethel Smith, ofreció, junto con la «Danza Ritual del Fuego», el Acorde perdido de Sullivan, el Vuelo del moscardón de Rimsky-Korsakov y el «Largo» de la Sinfonía del Nuevo Mundo por Dvořák. Liberace, el carismático pianista, grabó la «Danza Ritual del Fuego» en repetidas ocasiones: una vez con «Begin the Beguine» de Cole Porter, otra vez con «12th Street Rag» y, al igual que los Harmonicats, con «Tea for Two». Otros intentos de marketing atrajeron la atención de los consumidores musicales a los elementos exóticos de

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la «Danza Ritual del Fuego», como, por ejemplo, en el album Safari, grabado en 1958 por Edmond de Luca y la Sinfonía Transmundo y cuya cubierta —en que se ven máscaras primitivas entre palmeras— no carece de estereotipos culturales. El arreglo más atrevido de la «Danza Ritual del Fuego» será el de Fred Waring, defensor enérgico del gusto popular. En su Fred Waring and the Pennsylvanians in Concert de 1969, Waring presenta a una Srta. Betty Ann McCall que ofrece varios números, incluyendo la «Danza de las horas» de Ponchielli en un instrumento nuevo confeccionado por Waring, el Cordovox, algo parecido al acordeón. Seguidamente, Waring anuncia la segunda parte del show, en la cual lucirá la «Danza Ritual del Fuego». Pocas expresiones artísticas nos recuerdan tan tajantemente la diatriba poco moderada de Adorno contra los arreglos, en la cual insiste que «su secreto más escabroso es su compulsión de no dejar nada en su estado original» (Adorno 1991: 43). La «Danza Ritual del Fuego» de Waring mezcla impresiones del jazz (no siempre un jazz auténtico), la orquestación de Broadway, la música frenética de los dibujos animados y el estilo esquizofrénico de Esquivel (Space Age Bachelor Pad Music). Todo está adornado con glissandi, gestos robados del álbum Fuego cubano de Stan Kenton y la adición de tambores «primitivos». Por otro lado, la opinión de Adorno de que los oyentes contemporáneos «siempre prefieren destrozar ciegamente lo que respetan» puede aplicarse también a la facilidad con que Waring se burla de Falla en sus comentarios introductorios (Adorno 1991: 43). Esta indiferencia caprichosa a las intenciones del compositor, sin embargo, está supuestamente ameliorada por la sinceridad con que Waring y su conjunto de jóvenes saludables han rescatado a la «Danza Ritual del Fuego» de la indignidad de un estatus elitista. Si salió en filmes como parte de un «mensaje fácilmente consumible», prometiendo un feliz término medio entre gustos elitistas y populares, o en manos de los arregladores «pop», representando una variedad de valores, la suerte de la «Danza Ritual del Fuego» en los EE. UU. dependió de los estrategas de «marketing», que basaban sus asesoramientos en estereotipos étnicos y construcciones arbitrarias de lo «popular» y lo «elitista». En suma, la industria cultural, tan impersonal y monolítica, afectó a la obra de Falla y a su reputación póstuma en una manera que el compositor nunca habría podido imaginar.

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APÉNDICE: Usos cinematográficos de la «Danza Ritual del Fuego» y grabaciones al estilo pop PELÍCULAS: Two Girls and a Sailor Carnegie Hall Three Daring Daughters El amor brujo Aguaespejo granadino Luna de miel Brindis al mundo El amor brujo Eaux profondes El amor brujo L’Année de l’éveil

(1944, dirigida por Richard Thorpe) (1947, dirigida por Edgar G. Ulmer) (1948, dirigida por Fred Wilcox) (1949, dirigida por Antonio Román) (1952-1955, dirigida por José Val del Omar) (1959, dirigida por Michael Powell) (1965, dirigida por José Grañena) (1967, dirigida por Francisco Rovira Beleta) (1981, dirigida por Michel Deville) (1986, dirigida por Carlos Saura) (1991, dirigida por Gérard Corbiau)

GRABACIONES: Dick Stewart Tommy Dorsey Harmonicats Harmonicats

(Dick Stewart Sings, Hi Fi Record R-401, 1955) (Tommy Dorsey’s Dance Party, Vocalion VL-3613, 1958) (Harmonicats, RKO, 1958) (Harmonicats, International Award AKS-261, ca. 1960)

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LA DANZA RITUAL DEL FUEGO DE MANUEL DE FALLA Ethel Smith Ernie Felice Anthony Galla-Rini Morton Gould Edmond de Luca and the Trans-World Symphony Al Caiola Tito Puente Arthur Fiedler Liberace

Fred Waring Xavier Cugat Stan Fisher Jerry Fielding Whittemore and Lowe Pierre Luboshutz, Genia Nemenoff Medallion Piano Quartet Stanley Black and his Orchestra George Greeley

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(Seated One Day at the Organ (Hi Fi Decca DL-78902, 1959) (Accordion Powerhouse, Capitol, ca. 1950) (Anthony Galla-Rini and his Accordion, Tempo, 1949) (Jungle Drums: Morton Gould and his Orchestra, RCA Victor LSC-1994) (Safari, Somerset, 1958) (Spanish Guitars, Stereo Time S/2039, 1961) (Tito Puente and his Concert Orchestra, Tico 1308, 1973) (The Pops Goes Latin (RCA Victor, 1968) (Souvenir, 1947) (Daytone, 1947) (Signature, 1948) (Fred Waring and his Pennsylvanians in Concert, Columbia, Harmony HS-11363, 1969) (Cugat in Spain, RCA Victor, 1959) (Harmonica Classics, Epic, 1955) (Magnificence in Brass, Time, ca. 1961) (A Night in Spain, Capitol, 1965) (An RCA Camden Sampler, RCA Camden, 1955) (The Sound of 8 Hands on 4 Pianos, Medallion, 1960) (Spain, London: 1962) (World Renowned Popular Piano Concertos, Warner Brothers, 1959)

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Carlos Saura nos puede caer bien o no, pero nadie podrá negar que con sus películas ha proporcionado suficiente material a la investigación intermedial. El amor brujo (1986) del director aragonés Carlos Saura es la última parte de su trilogía flamenca, después de Bodas de sangre (1981) y Carmen (1983). Respecto al Amor brujo, una adaptación según el libreto de Martínez Sierra y la música de Falla, también se trata de una construcción intermedial. El Amor brujo fílmico es considerado intermedial porque es el resultado de un conjunto combinatorio multimedial que incluye otros elementos mediales como la literatura, el teatro, la música y danza. El producto final film es por ende una transformación intermedial procesal realizada con interferencias y fusiones, pero también con divergencias necesarias causadas por el medio del cine. A pesar de ello, no hay que poner de relieve el concepto especial fílmico, la imagen, sino más bien —así en El amor brujo— el sonido, que sirve de efecto readquirido, ya que el cine de danza o musical resulta un género inter- y multimedial por excelencia. Como adaptación literaria y de ballet —la versión, hoy en día, más conocida de El amor brujo es el ballet— se muestra la película como desenvolvimiento de acciones intencionales e intermediales. Se compone de diferentes versiones que le causaron al director, al ocuparse de ello, no pocas dificultades. Saura señala que: El primer problema con que nos topamos [...] fue la dificultad de descifrar y adaptar el contenido del argumento original de Gregorio Martínez

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Sierra, que —al menos en teoría— debía servir de base para las canciones y para fijar las partes en que se divide la partitura, así como el ballet (Saura 1986: 216).

Pero antes de dedicarnos a la pregunta de si la película ha transformado el modelo literario y musical adecuadamente, es decir, antes de pasar a la pregunta del cómo, nos ocuparemos convenientemente con el qué. ¿Hasta qué punto se ha dejado influir Saura por los modelos? Para ello es necesario un examen de los medios primarios, para después comprobar cómo integra Saura en un nuevo concepto medial los conceptos temáticos y estéticos del medio literario, musical y de danza de un Martínez Sierra y de un Falla. Por consiguiente, el interés está dirigido al desarrollo histórico de los modelos —teniendo la obra desde su idea inicial, desarrollos polifacéticos— hasta el producto final, con lo cual uno no hace frente sólo a los retos de la vanguardia española, como por ejemplo los nuevos recursos expresivos y comunicativos en las artes escénicas vanguardistas frente a la literatura, sino también, al mismo tiempo, a los retos del presente fílmico. Tenemos que tratar con dos, o más bien, con tres diferentes transformaciones cronológicas intermediales; aparte de la presente transformación fílmica, con ambas versiones originarias que exhiben también cronológicamente el proceso de transformación temporal, complejo e intermedial así como multimedial.

EL AMOR BRUJO. GITANERÍA EN UN ACTO Y DOS CUADROS (1915) Durante mucho tiempo el libreto de El amor brujo fue atribuido a Gregorio Martínez Sierra, ya que aparece su nombre hasta hoy en día bajo su obra, así por ejemplo también en la película de Saura. Martínez Sierra (Madrid, 1881-1947) era junto a Cipriano de Rivas Cherif y la actriz Margarita Xirgu una de las personalidades más influyentes del teatro de la época. Como director de teatro y empresario ejecutaba durante la Edad de Plata trabajo de pionero, después de haber adquirido ya cierta fama como escritor y fundador de las revistas modernistas Vida moderna (1901), Helios (1903), Renacimiento (1907) y como editor de autores contemporáneos. De no menor importancia es su labor fílmica. Después de haber experimentado ya en tempranas obras teatrales con el nuevo medio na-

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ciente, se fue en 1931 a Hollywood para trabajar como adaptador, guionista y productor.1 Como autor y traductor fue considerado incluso un metódico emborronador de cuartillas, preguntándose más de uno, cómo tenía todavía tiempo con tanta ocupación teatral y otras labores, para escribir las numerosas novelas y obras teatrales (como Tú eres la paz, Canción de cuna, Lirio de espinas, Mamá, El Reino de Dios) y además de traducir a tantos contemporáneos de diversas lenguas. Cada vez más se está difundiendo en la literatura secundaria la opinión de que tras la mayor parte de las obras firmadas por él, se oculta su esposa, María Martínez Sierra, nacida María de la O Lejárraga y García (San Millán de la Cogolla, Logroño, 1874-Buenos Aires, 1974).2 Ambos nombres están unidos a la tradición pero también a la vanguardia, aunque con la labor del novelista y escritor de obras teatrales, o sea la labor de María, puede que esté más ligado lo tradicional y con la labor del director de teatro, la ocupación predilecta de Gregorio, lo vanguardista (Checa Puerta 1992: 122). Después de que Gregorio se dedicase más al teatro comercial al estilo de Benavente, con las obras de mujeres y de conflicto, creadas por su mujer, intentaría apartarse cada vez más del canon teatral burgués y empezar a crear una escena teatral alternativa, en una época, en la que se hablaba ya sin descanso de la crisis teatral. Y así fundó y dirigió entre 1916 y 1926 junto a Catalina Bárcena (Cienfuegos, 1891-Madrid, 1978), primera actriz, amante y madre de su única hija y con la propia compañía, Compañía cómico-dramática Martínez Sierra (1915-1930) el Teatro de Arte en el madrileño teatro Eslava. A éste trajo a muchos importantes ar1

Respecto al trabajo fílmico de Martínez Sierra, véase Albersmeier (2001: 144147); Utrera (1985: 79-83); Hernández Girbal (1992: 68-74) y Checa Puerta (1998: 309360). Este libro me fue facilitado por Carol A. Hess y Mechthild Albert, a quienes agradezco su generosidad. 2 Véase el libro de O’Conner (1977) que aclara, con muy buen comentario, la autoría de María Martínez Sierra basándose en opiniones de críticos y miembros de la compañía teatral del marido, así como en cartas dirigidas a María; igualmente Checa Puerta que tras el amplio epistolario de Gregorio dirigido a María, publicado en su libro, llega a la conclusión de que él se ocupaba de la selección de temas, la planificación detallada de las comedias, los caracteres y la escenificación, mientras que María se dedicaba a escribir los diálogos (1977: 224, 219-244); véase también el testimonio de Martínez Sierra (1953). Respecto a la amplia obra de ambos: Goldsborough Serrat (1965), quien, sin embargo, no duda de la autoría de Gregorio; y Rusciolelli (1981).

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tistas, siendo luego el centro de teatro experimental en España en la sucesión de Vsevolod Meyerhold, Constantin Stanislavski, Max Reinhardt, Edward Gordon Craig, Adolphe Appia, Aurélien Marie Lugné-Poe et al.3 Cabe subrayar una renovación estética en la escenografía porque gracias a la ayuda de ésta los méritos innovadores del teatro alcanzaron en aquella época la mayor resonancia. A ello contribuye la presencia de escenógrafos, pintores y figurinistas internacionales como Fernando Mignoni, Oleguer Junyent, Maurici Vilomara, Manuel Fontanals, Rafael Pérez Barradas y el alumno reinhardtiano Siegfried Burmann.4 El concepto de esta escenificación artística con efectos de decoración e iluminación ya lo encontramos en los Ballets Russes de Sergei Diaghilev que visitan en 1916 por primera vez España. Debido a esta influencia decisiva sobre sus ideas estéticas Martínez Sierra incluyó nuevamente en el escenario teatral el género olvidado en España de la pantomima y la danza y con ella la música, con lo cual se hace más estrecha su cooperación con los compositores José María Usandizaga, Joaquín Turina, Conrado del Campo, Pablo Luna, María Rodrigo y precisamente Manuel de Falla. Con su amplio repertorio de clásicos extranjeros y españoles como también autores prósperos (entre ellos los españoles Concha Espina, Alberto Insúa, Manuel Abril, Jacinto Grau, Juan Antonio Luca de Tena, Tomás Borrás, Felipe Sassone o Federico García Lorca), abarcando casi todos los géneros, desde los autos pasando por los sainetes, comedias, teatro lírico a la pantomima, uniendo lo tradicional con corrientes modernas, a Martínez Sierra se le puede considerar un autor de transición entre la tradición y la vanguardia; porque la compilación concepcional de texto, imagen, decoración, música, danza y pantomima era un procedimiento con el que se experimentaba cada vez más en la vanguardia española. Con especial consideración de la escenografía el teatro adquirió el concepto de un teatro como espectáculo total, alejándose de una escenificación tradicionalmente concebida como también del texto dramático.5 Así Martínez Sierra estrenó ya en 1916 la pantomima en un 3 Véase Reyero Hermosilla (1980). Sus conceptos de la dramaturgia adquiridos en este teatro los ha editado en su colección programática Un Teatro de Arte en España, a la que han contribuido varios artistas, escritores y críticos (publicada en 1926 en Madrid en Ediciones La Esfinge). 4 Respecto a los escenógrafos, véase Reyero Hermosilla (1980: 8-18) y Plaza Chillón (1998: 58-70, 255-275). 5 Plaza Chillón (1998: 57-58); véase Checa Puerta (1992). Respecto a la pantomima: Checa Puerta (1998: 133-136).

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acto con prólogo, El sapo enamorado, de Tomás Borrás y con la música de Pablo Luna, en su concepción no muy diferente a la primera obra teatral de García Lorca, El maleficio de la mariposa, con escenas de ballet bailadas por La Argentinita y estrenada allí —teatro Eslava— en 1920.6 En el fondo son formas de arte primitivas, pero a las que todavía era ajeno un público acostumbrado a la palabra. Igual que en estas obras, no pasa inadvertido tampoco el influjo de los Ballets Russes en El corregidor y la molinera de Martínez Sierra y Manuel de Falla de 1917, según El sombrero de tres picos de Pedro Alarcón de 1874.7 Diaghilev estrena dos años más tarde en Londres la obra ahora con el título original transformada en ballet, conocido mientras tanto en todo el mundo. Debido a la colaboración de Falla con los Ballets Russes éstos extienden también la tradición del ballet español.8 Pero esta tradición del auténtico ballet español comenzará ya antes con otra obra. Manuel de Falla y Matheu (Cádiz, 1876-Alta Gracia, Argentina, 1946) y el matrimonio Martínez Sierra se conocieron en París a través de Joaquín Turina. En 1914 Falla volvió a Madrid e inició una estrecha amistad y colaboración con el matrimonio, principalmente con ella, tal como lo evidencia la intensa correspondencia entre ambos, por lo cual es también de suponer que fue ella la autora de los libretos entonados por el músico (O’Conner 1977).9 Falla empezó a escribir pequeñas piezas musicales para sus comedias, pues era la costumbre finalizar así el espectáculo. Y de allí nació seguramente la idea de componer algo para la famosa bailaora Pastora Imperio (Pastora Rojas Monje, 1888-1979) que actuaba por aquel entonces en el teatro Lara, donde Gregorio dirigía su compañía (Gallego 1990: 114).10 Del propósito de querer enriquecer su repertorio con una canción y danza11 resultó la Gitanería con 6

A pesar de la excelente colaboración artística en esta obra no se pudo convencer al público, así que fue representada tan sólo cuatro días. La obra se adelantó a su tiempo; véase respecto a esta obra Plaza Chillón (1998: 29-83). 7 Véase respecto a esta obra Nommick (2001: 531-540). 8 Además, Falla allana el camino para la composición de ballet a los músicos españoles —ante todo a los músicos de la generación del 27 (Álvarez Cañibano/ Cano/González Ribot. 1998: 69). 9 Y, respecto a las obras que nacieron de esta colaboración, véase Nommick (2001: 532-533, nota pie de página 9). 10 Respecto a la génesis, véase también: pp. 39-41; asimismo: Revista Poesía (otoño-invierno 1991-1992: 107-108); Franco (1986a: 36-39). Véase respecto a Pastora Imperio: Álvarez Caballero (1998: 184-189). 11 Véase Franco (1986b: 70), quien considera la Danza del fuego como pieza inicial.

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cuatro danzas, tres canciones, recitales y diálogos en dialecto andaluz,12 que anuncia la prensa el 6 de febrero de 1915 como «apropósito»13 en dos cuadros y algunos bailes según el original de Martínez Sierra y la música de Falla. El término «apropósito» no definía bien lo que en realidad representaba la obra, aunque ni autores —Gregorio también la había nombrado «obra pantomímica»14— ni críticos y público lo tenían muy claro. Al menos el subtítulo Gitanería prometía más música y baile de lo que habituaba la zarzuela. De todas formas esta obra reflejaba algunas de las corrientes estéticas y sociales de la época anticipando así lo que poco después sería el Teatro de Arte. El crítico por excelencia de esta obra, Antonio Gallego, la ve «en el eje de una encrucijada estilística muy importante para el teatro moderno español, y es así, [...], como adquiere mayor interés y profundidad» (Gallego 1990: 116). Si a Gregorio le importaba mucho la escenificación, a Falla no menos la música, y como alumno del fundador de la música nacional moderna, el investigador de música y compositor catalán Felip Pedrell i Sabaté (18411922),15 se propuso introducir en El amor brujo la herencia músical primitiva andaluza al estilo de la música clásica contemporánea. Esta es considerada como música progresiva, justamente por inspirarse únicamente en las fuentes de la música popular sin adoptarla directamente, excepto los rasgos principales del folklore original andaluz que estilizaba, dejando solamente resonar los ritmos característicos de la danza.16 Para entonces ya suponía Falla que su música no sería comprendida, por lo cual se lee la explicación al principio del libreto impreso: «Es una serie de canciones y danzas, en las cuales se ha procurado conservar el carácter a un tiempo bravío y sensual de la raza gitana-andaluza con todas sus extrañas sonoridades y sus ritmos peculiarísimos» (Martínez Sierra 1915: 3). No olvidemos que las composiciones de Falla están entre 1900 y 1922 bajo el influjo del cante jondo puro y que al final de esta época

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Véase el argumento, libreto y «Escenario» en el apéndice documental en Gallego (1990: 185-213). 13 Véase El Liberal, Madrid, 6.2.1915, citado según Gallego (1990: 115). 14 Fernando Izquierdo, «En Lara. Hablando con Martínez Sierra». En: La Patria, Madrid, 14.4.1915, citado según Gallego (1990: 115). 15 Véase respecto a Pedrell y su influencia en Falla: Weber (2000) y Falla (1923). 16 Emilio Casares Rodicio considera El amor brujo y La vida breve, anteriormente compuesta, como «las obras fundamentales del nacionalismo musical progresivo» (Casares Rodicio 1986: 27).

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culmina a la vez su interés, fuera de sus composiciones, por los gitanos y el flamenco en el Concurso de cante jondo, siendo él uno de los iniciadores más importantes. El amor brujo. Gitanería en un acto y dos cuadros se estrenó, pues, el 15 de abril de 1915 en el teatro Lara de Madrid, es decir, un teatro de comedias habladas en vez de uno para obras musicales, lo cual tuvo como consecuencia técnica que la orquesta sólo podía estar compuesta de 15 músicos ya que el teatro no disponía de más espacio. La dirección orquestal estaba a cargo de José Moreno Ballesteros, los decorados, trajes y escena a cargo del maestro del modernismo, el canario Néstor Martín Fernández de la Torre (1887-1938). El único papel principal fue interpretado por Pastora Imperio, los demás actores eran familiares de una de las gitanas. La acción cortita y simple que se desarrolla en Cádiz trata de una gitana que con ayuda de hechicería y conjuros intenta recuperar el amor del antiguo amante, despertándose con la aurora del siguiente día también el amor de ambos. Tal como se esperaba, las críticas del «experimento» fueron discrepantes, sin poder clasificar al nuevo género, considerando más importante la música, a la que pronosticaron un éxito mundial, calificándola otras de «afrancesada» (Gallego 1990: 46-47). En fin, este espectáculo representaba a la vanguardia española que se encontraba en un estado de búsqueda (Suárez-Pajares/Acker 1998: 24).

EL AMOR BRUJO. BALLET EN UN ACTO (1919-1925) Como no era de extrañar en Falla, también hizo de esta obra diferentes arreglos musicales, la mayoría de ellos versiones para orquesta.17 Sin embargo, de especial interés es la versión de ballet creada entre 1919 y 1925, y que llegaría a ser una de las obras más populares de Falla. Él mismo dirigió el estreno del ballet en el teatro parisino de Marguerite Bériza, el Trianon-Lyrique, el 22 de mayo de 1925.18 El encargado de los decorados fue Gustavo Bacarisas. Los principales intér-

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Respecto a las diferentes versiones de concierto, véase Gallego (1990: 123-135). Sobre la fecha exacta (22 ó 25 de mayo) hay divergencias, véase al respecto Gallego (1990: 95, nota pie de página 242). 18

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pretes fueron el famoso bailaor Vicente Escudero, el gran actor de mímica y bailarín Georgues Wague, y Antonia Mercé, La Argentina, que desde entonces se identificará con la figura de Candelas y el ballet de Falla, representando como ninguna la música con su concepto de baile estilizado. Pero no sería ella la única Candelas destacada. En 1933, Encarnación López, La Argentinita, musa de la generación del 27, obtendría también gran aprecio del público (Salazar 1933). Comparando la Gitanería con la versión de ballet con ayuda de una sinopsis (al final del ensayo), las diferencias saltan enseguida a la vista, tratándose sobre todo de diferencias estructurales y narrativas, como también orquestales.19 El ballet es bastante más corto que la Gitanería. La acción cambia porque se reparte ahora entre varios protagonistas exigiendo así un nuevo desarrollo argumental. Los diálogos son eliminados y lo gitano propiamente dicho se españoliza. La acción ya no transcurre en Cádiz por faltar la alusión verbal al mar, sino que se evoca una «escena gitana de Andalucía» con una «cueva de gitanos andaluces» haciendo pensar más bien en Granada.20 Candelas y Carmelo se aman. Sin embargo, el Espectro del primer amante de Candelas perturba su amor. Sólo por una astucia se entrega el Espectro a Lucía, amiga de Candelas, y el hechizo se rompe. Como demuestra la sinopsis, ambas versiones tienen en común el principio (Introducción y Escena como también la Canción del amor dolido con diferente acentuación) (Gallego 1990: 138) y el Final. Algunas escenas musicales (V, XIII y XIV) fueron eliminadas, por tratarse de un argumento diferente; y otras (VIII y IX) fueron resumidas en el número 3 del ballet. Por lo demás el orden de escenas cambia. En una carta (con fecha 14.11.1943) de Falla dirigida a Gregorio nos da a entender que del texto del estreno sólo quedaban las canciones, y que el nuevo contenido obligaba a hacer «cambios profundos» en la partitura (Gallego 1990: 260-261). Después se debe haber adaptado la acción a los cambios musicales realizados a partir de la versión para concierto de 1917, reduciendo el texto y cambiando la sucesión de episodios, debido también al cambio de género (Gallego 1990: 114, 118, 135-136). También están —como Manuel Orozco— los que ven a Falla en el ba-

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Véase respecto a las diferencias orquestales Nommick (2001: 545-546). La ubicación es un tema discutido en la literatura secundaria, véase Gallego (1990: 75-76) y la carta impresa en Orozco (1985: 98, 95-99). 20

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llet desprendiéndose «del folklorismo de pandereta y zarzuelero que le da el libreto» (Orozco 1985: 101). Es decir, un distanciamiento del Gregorio tradicional, o más bien de María Martínez Sierra. Es, por supuesto, el ballet de Falla, con esta sucesión de escenas musicales el que ha inspirado a tantos coreógrafos como también a directores de cine.

EL AMOR BRUJO EN LA PANTALLA Falla fue muy cuidadoso respecto de lo que implicaba llevar al cine su música, mostrándose muy escéptico ante el nuevo medio. Se pueden encontrar algunas huellas de proyectos para el cine, pero tan sólo en la última etapa de su vida (Sanz de Soto 1986: 237-239; Gallego 1990: 104 y 247).21 Durante los primeros tres años después de su muerte, no hubo ninguna adaptación íntegra de su obra. En 1949 Antonio Román adaptó El amor brujo, Michael Powell filmó en 1958 Honeymoon (Luna de miel), que contenía dos ballets, uno de ellos El amor brujo y en 1967 Francisco Rovira-Beleta adaptó la obra de Falla al cine.22 Baste con sólo nombrar estas películas —a mi juicio bastante mediocres— me gustaría ahora pasar directamente a tratar la adaptación de Carlos Saura. Saura filmó esta película, así como las primeras dos partes de su trilogía, junto al productor Emiliano Piedra y al bailarín y coreógrafo Antonio Gades, cuya colaboración es significativa, al ser éste no sólo protagonista sino también responsable junto al director del guión, de la adaptación y naturalmente de la coreografía. El contenido de la película se puede tomar del protocolo de secuencias expuesto al final. En el centro está el matrimonio entre gitanos condicionado por las tradiciones étnicas. En la primera parte son expuestas las personas y se dispone el conflicto. La promesa de los padres, de casar a Candela y José viene al principio. El envejecimiento de la cara de Carmelo aparece en un salto hacia adelante mediante la elipsis, mientras van pasando los títulos de cabecera. En realidad es él el que ama a Candela.23 La verdadera acción fílmica comienza con la boda de Candela y José. En la si21 Véase además su testamento que dio lugar a problemas con las representaciones de El amor brujo (impreso en: Sopeña 1988: 240 y 244). 22 Véase respecto a las adaptaciones Sanz de Soto (1986). 23 La Candela fílmica, al contrario de sus precursoras, se escribe sin «s».

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guiente fiesta de Navidad progresa el ritmo del relato hasta la muerte de José, provocada por una pelea a causa de su amante Lucía. Después de una elipsis de cuatro años vuelve de la cárcel Carmelo, quien había estado envuelto en la pelea. Él observa cómo Candela baila con el espectro invisible de su marido muerto. Tras un cante y baile de las mujeres se entera Candela de que su marido la engañaba. Decide —lo que marca la peripecia— responder al amor de Carmelo. El espectro o Aparecido, sin embargo, se interpone entre ellos. El intento de conjurar al espectro en la Danza ritual del fuego fracasa. Tan sólo una astucia con la ayuda de Lucía les libra. El curso de la acción fílmica está determinado por conflictos interiores (Candela desgarrada de acá o para allá entre El Aparecido y Carmelo) y exteriores (el carácter infiel de José y su muerte) de los protagonistas. La perspectiva de la narración es omnisciente, tanto en la focalización externa por la cámara narrativa, como también en la focalización interna mediante pasajes intercalados de imágenes internas. La película se desarrolla en un escenario artificial conscientemente colocado, que sugiere un carácter de escenario teatral, típico en Saura. Un travelling ajustado a los compases de la música de Falla va mostrando la construcción del estudio. La acción transcurre exclusivamente en el enclave de los gitanos y con ellos como actores, con excepción de la intervención insinuada de la policía como únicos payos. La obstrucción del mundo exterior se simboliza ya al comenzar la película cerrándose el portón corredizo. La selección de accesorios de una época mecanizada que contienen un toque naturalista e indican una forma de presentación realista, distancian la película de Saura claramente del modelo de ballet con un ambiente inspirado en la magia del Sacromonte.24 Los decorados (decoración y vestuario de Gerardo Vera) singularmente sencillos aluden a las circunstancias pobres de los gitanos. El espejo y cristal como accesorios desempeñan un papel importante. En la película aparecen muchas veces, también como símbolos en los invertidos movimientos sincrónicos de los bailarines, especialmente acentuado en la Danza del juego de amor de las dos parejas en la última secuencia. La luz artificial como única fuente de iluminación destaca muy expresivamente el transcurso del día. 24 Véase al respecto Saura: «[...] hemos huido de las referencias concretas a la España de hoy, en la medida que nos ha sido posible [...] para seguir respetuosamente la obra de Manuel de Falla, aunque, evidentemente, hemos incluido aportaciones propias» (Saura 1985, sin indicación de la página).

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La cámara (fotografía de Teo Escamilla) deja participar de forma muy precisa al espectador en el desarrollo de la acción (Pérez Gómez 1987: 105). Sugiere poder ver en la psique de los actores poniendo de relieve los gestos y la mímica y subraya importantes detalles como los movimientos de los pies de los bailarines. Largos planos de la cámara25 y por eso mismo los pocos planos en total (384) caracterizan a la película. En el guión publicado Saura indica cuándo entona qué música, sin definir siempre con exactitud el pasaje correspondiente en Falla. Las sinopsis al final exponen las convergencias y divergencias en los temas musicales de los modelos y de la transformación. Saura integra en la acción fílmica por completo la música de ballet de Falla, que sirve como modelo verdadero en vez del libreto. Simplemente desmembra escenas musicales o no las toca por completo (por ejemplo la Pantomima en 7.2) ateniéndose sino en general, a la sucesión de escenas musicales. Utiliza partes de la música como por ejemplo la Introducción o los primeros compases del tema de El amor brujo como leitmotiv musical y como conductor de la acción, siempre en relación con la muerte de José y su aparición como espectro (3.4, 6.2). Otro ejemplo es la Canción del fuego fatuo anunciando el siguiente relato de persecución. El lenguaje recibe nuevamente un papel central y, a veces, igual al de la música como elemento vaticinador. La promesa matrimonial y la boda son al contrario del ballet escenas añadidas. Las informaciones y desarrollos importantes para el transcurso de la acción como también las personas se presentan aquí. Carmelo recibe en la película un papel mucho más importante. La figura del Aparecido, algo burlón en el modelo, es sustituida por el marido muerto, que está presente constantemente en el mundo afectivo de la protagonista.26 De especial importancia es su relación amorosa con Lucía, rival de Candela, en vez de amiga como en el modelo. A Lucía se la asocia siempre con música de flamenco, a Candela con la de Falla. Saura selecciona un ritmo que se apoya exclusivamente en la acción extendiendo así claramente el tiempo y concediendo más significado a los actores, al contrario del contexto espacio-temporal comprimido en Falla. 25

Por ejemplo las secuencias 1, 3.1, 3.3. Véase Saura: «Yo creo que nuestra versión de El amor brujo, al abandonar la posibilidad de un espíritu burlón como se aboceta en el texto original, se inclina más hacia una cierta exacerbación de los sentimientos, hacia un romanticismo al que yo nunca he salido ajeno» (Saura 1986: 218). 26

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Se plantea la cuestión, ¿las escenas añadidas por la sobrecarga de elementos flamencos y las repeticiones, no estorban? El desagradable toque moderno del dúo Azúcar Moreno desencaja completamente con la anterior ceremoniosa Alboreá, un cante de las bodas gitano-andaluzas con alusiones a la virginidad de la novia. Saura utiliza el flamenco para alternar momentos de relajación con momentos trágicos. Así por ejemplo con los Villancicos aflamencados (3.1) antes de expresar Candela su dolor al son de la Canción del amor dolido (3.3) de Falla, como también las festivas Bulerías por soleá (6.1) poco antes de la peripecia decisiva señalada por la música trágica de Falla En la cueva. No obstante, la música de flamenco no representa en la película los momentos alegres y relajados, de la misma forma que la música de Falla los trágicos.27 Saura emplea por ejemplo para la construcción del conflicto un baile de cuchillos y bastones al ritmo de un compás sincopeado con zapateado. No sólo utiliza los cantes festeros, sino también los trágicos y jondos cantes del flamenco, por ejemplo cuando Candela sigue los pasos de Carmelo al compás de la Siguiriya. La Siguiriya no tiene concordancia en el ballet, ni las dos escenas musicales de Falla entre las que está situada. Tanto la presentación de El Aparecido y la Danza del terror (5) como también En la cueva, la Canción del amor dolido y el Romance del pescador (6.2), recalcan la cercanía de Candela a Carmelo con los medios interpretativos del baile, adquiriendo de este modo función narrativa. El lenguaje de movimiento contribuye a marcar el cambio de los planos narrativos y de forma retardada a la música, a introducir el decisivo cambio repentino de la narración. La música —tanto la de Falla en off como también el flamenco generalmente sonando en on28— es un elemento sustancial que contribuye mucho al ambiente de la acción. Se refiere a la acción y transmite mediante su texto informaciones y señales. El flamenco entra en función de contrapunto a la música de Falla. Mientras que las escenas con flamenco tienden a resaltar el tono realista de la acción, la música clásica de Falla en la mayoría de los casos sugiere todo lo contrario, es decir, hay un predominio del plano irreal y del ambiente mágico (A medianoche y Danza ritual del fuego), lo que se ve por medio de la imaginación de Candela (Canción 27

Como a Saura le importa mucho el flamenco, escogió a la tonadillera Rocío Jurado que interpreta las canciones de Falla con aire aflamencado (véase Saura 1986: 218). Desde 1924 se ha impuesto la tradición de una cantante clásica para interpretar las canciones, sólo en la película de Saura se rompe esta tradición (Gallego 1990: 87, nota a pie de página 223). 28 Excepciones son Coro de voces «Y tu mirar», Siguiriya, Música de guitarra.

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del amor dolido, El Aparecido y Danza del Terror). En estas secuencias el baile que progresivamente tematiza el desgarramiento de Candela, también se convierte en medio de expresión de fantasías semiinconscientes pero sin hacer uso de la técnica de efectos especiales, porque viéndolo desde el aspecto de la técnica de la imagen, la acción de baile y las imágenes del Aparecido en el inconsciente de Candela no están separadas. Tampoco se da en esta película el caso de que la encuadración de la acción de baile con la música esté tan vinculada al desarrollo fílmico, que sólo difícilmente puede ser separada entre realidad e irrealidad, como en la anterior película Carmen o en la más tardía, Tango. Después de que la pareja protagonista, o más bien, ambas parejas, se declaren su amor anunciando con su baile el happy end, acaba la película con el Final y Las campanas del amanecer de Falla. Este último baile, o más bien la entera realización coreográfica con el vocabulario de movimiento arraigado al flamenco, parece —viéndolo de manera aislada— más bien poco expresiva. Aunque no se presenta exclusivamente como arte escénico autónomo y cinematográfico sino también como medio fílmico, apoyando al texto dramático, y junto a la música, adopta la función dramatúrgica por el carácter comentativo en el completo contexto fílmico siendo a la vez el centro y punto cardinal de la película. Y a pesar de ser aquí el baile parte de un contexto intermedial, en el cual el baile apoya la música de Falla y viceversa, es fomentado como forma de arte autónomo. Con sus películas, el dúo Saura y Gades le ha proporcionado al baile español, en especial al flamenco, cierto prestigio de arte serio en el plano internacional, quitándole la fama de españolada, mientras que anteriormente en el cine español era denigrado como una forma de danza kitsch y folklórica. Pero con todo el elogio merecido, ¿han cumplido con los modelos de Falla y Martínez Sierra, incluso si califican a su adaptación como adaptación libre? ¿Se puede confrontar una obra importante del patrimonio cultural español llena de magia y embrujo con un mundo realista? El ambiente demasiado realista de Saura completamente sobrecargado con flamenco de estilo festero no corresponde con la composición de Falla, misteriosa y libre del folklore de pandereta. Además, si la intención de Saura fue la de crear una película situada entre la realidad y la irrealidad, o como dice él mismo: «Aquí se va a hacer un poco de todo, entre verdad y mentira [...]»,29 el problema radica justamente en haber querido incluir 29

Saura en Fotogramas, citado según Sánchez Vidal (1988: 197).

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demasiado. Hubiese sido suficiente el contraste del baile ritual de boda (Alboreá) y el baile de los cuchillos con la mágica Danza ritual del fuego, en vez de mostrar detenidamente el ambiente demasiado realista de los arrabales y las abundantes canciones populares que no encajan con el mundo misterioso en el que Falla evoca lo jondo (Sánchez Vidal 1988: 196 y 198). Lo mismo se podría decir de muchos elementos narrativos y de la mayoría de los diálogos que tematizan y verbalizan inútilmente en el desarrollo fílmico la acción anteriormente expresada en el episodio bailado. Una película más corta, libre de repeticiones superfluas y sin carga inútil, habría podido mantener mejor la tensión fílmica. En este caso menos hubiera sido seguramente más.

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PROTOCOLO DE SECUENCIAS* DE EL AMOR BRUJO DE CARLOS SAURA (1986) *[El protocolo aquí acortado y tomado de mi artículo «El múltiple embrujo de El amor brujo: De la Gitanería de Falla y Martínez Sierra a la película de Saura» (Koch 2003), se basa en la versión original, distribuida como vídeo-casete en la colección Cine Español de DVD Films, Madrid, y en el guión publicado de Saura.] (Notas explicativas: S = Secuencia, Subsecuencias en el sistema decimal; P = Plano, número de planos en paréntesis; D = Duración de la secuencia o subsecuencia, respectivamente; la música adaptada de Falla y la música y los bailes de flamenco en cursiva) Primera Parte (P 1-123) D 30:40 S 1 Introducción. Escena. Compromiso. Canción del fuego fatuo. Títulos de cabecera en sobre-impresión, transformación de la cara de Carmelo niño en adulto (P 1-14) D 7:00 S 2 La boda (P 15-98) D 15:04 2.1 Taller y vivienda de Carmelo preparándose para la boda (P 15-19) D 0:28 2.2 Comienzan los rituales. Alboreá. Tangos. Baile de las abuelas La mosca. Azúcar Moreno, todos bailando de forma libre. José buscando a Lucía. Lucía le rechaza. Los novios se marchan (P 20-95) D 11:37 2.3 Calles del poblado. Música de guitarra. Los novios se acuestan (P 96) D 1:54 2.4 Carmelo dirigiéndose a su taller donde se pone a llorar (P 9798) D 1:05 S 3 La Navidad. Muerte de José (P 99-123) D 8:36 3.1 Las familias reunidas cantando Villancicos. José busca a Lucía (P 99) D 1:30 3.2 Descampado. Lucía y José bailan. Carmelo tocando las palmas (P 100-101) D 0:36 3.3 Candela advierte la ausencia de José. Canción del amor dolido (P 102) D 1:40 3.4 El Chulo se acerca e interrumpe el baile de Lucía con José. Empieza la confrontación entre El Chulo y José. Luchan al ritmo de un compás sincopeado, zapateado. Candela se acerca. Se oyen las sirenas de la policía. Un tipo mata a José. Carmelo acude a Candela y al muerto. Primeros compases de la Introducción. Cogen preso a Carmelo (P 103-123) D 4:50

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Segunda Parte (P 124-266) D 38:23 S 4 Cuatro años más tarde (P 124-160) D 14:15 4.1 En la cueva. Candela se levanta en la noche y sale de la casa (P 124-129) D 1:54 4.2 Candela va al lugar de la muerte. Cita y baila con El Aparecido/José a la música de El Aparecido/Danza del terror (P 130-141) D 3:54 4.3 El Círculo mágico. Romance del pescador. Carmelo vuelve de la cárcel. Rumba gitana. Lucía bailando Como el agua. Carmelo encuentra y saluda a la Hechicera (P 142-155) D 3:17 4.4 Carmelo en casa de la madre. Música de guitarra. La casa de Candela. Llega Carmelo. Un coro de voces populares canta con sentimiento Y tu mirar mientras que Candela y Carmelo se van acercando lentamente casi como en pasos de ballet (P 156-160) D 5:10 S 5 En un bar baila Lucía. Carmelo y El Lobo ven a Candela y la siguen al descampado. El Aparecido/Danza del terror. Candela baila el anterior baile con El Aparecido pero esta vez sin que se le pueda ver (P 161-177) D 5:26 S 6 Poblado, otro día (P 178-266) D 18:42 6.1 Soleá por bulerías. Mujeres con la ropa lavada en el tendedero comunal. Bailan y cantan por Tangos (P 178-209) 4:52 6.2 Pastora, hermana de Carmelo, cuenta a Candela que José la engañaba con Lucía. Empieza a sonar En la cueva. Trueno y mucho viento. Todas las mujeres excepto Candela corren hacia las casas. Llega Carmelo. Carmelo se le declara. Bailan una Siguiriya. Candela de repente cree que está bailando con José. Al mismo tiempo suenan los primeros compases de la Introducción. Candela desaparece. Carmelo en su taller. Paralelamente Candela sobre la cama agitada. Canción del amor dolido. Candela baila. Romance del pescador. Se abrazan. De repente oye ella los ruidos del final de la escena cuando matan a José. Candela siente que José la llama (P 210-266) D 13:50 Tercera Parte (P 267-384) D 27:29 S 7 Conjuro, primer intento (P 267-315) D 10:29 7.1 Carmelo y Candela, cogidos de la mano, acuden a la Hechicera. Ella, esperándoles ya, señala y dice: el fuego (P 267-273) D 1:14 7.2 Aparece una gran hoguera y de repente es de noche. La Hechicera con mujeres y hombres alrededor de la hoguera. A medianoche. Danza ritual del fuego. Bailan, entre ellos

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Candela. Al final se van retirando dejando a Candela desvanecida en el suelo. Llega Carmelo. Escena. Suenan los compases que identifican a El Aparecido en la Escena. Bailan por Bulerías a la Canción del fuego fatuo. De nuevo el tema de El Aparecido que también aparece bailando. Son los primeros compases de la Pantomima (Introducción y Escena). Al amanecer desaparece (P 274-315) D 9:15 El poblado, un día soleado (P 316-340) D 5:55 Lucía baila al son de unas Alegrías. La Hechicera dice a Carmelo que Lucía tiene que ir a donde el encuentro con El Aparecido (P 316-325) D 2:31 Taller de día. Lucía y Carmelo bailan por Alegrías. Lucía queriéndolo seducir, provocándolo. Carmelo, al principio débil, luego la convence de que puede volverse a encontrar con José (P 326-340) D 3:24 De noche. Segundo conjuro (P 341-384) D 11:05 Candela preparándose para el encuentro. Carmelo y Lucía la esperan. Los tres van al descampado (P 341-342) D 1:19 Candela llama a El Aparecido. Aparece él y se oyen las campanas de su tema: El comienzo de la Pantomima (Introducción). Bailan. Tema lírico de la Pantomima. Lucía le ve y bailan juntos como dos enamorados. Las parejas se cambian mutuamente. Candela vence en la Danza del juego de amor definitivamente a El Aparecido que se aleja con Lucía. Final. Las campanas del amanecer. Suenan las campanas anunciando el amanecer. Candela y Carmelo se abrazan (P 343-384) D 9:46

Genéricos mientras se oye la Canción del fuego fatuo D 1:37 Número de planos en total (P 384); duración total con genéricos 98:22, sin genéricos 96:32

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ANA MARÍA PILAR KOCH El amor brujo. Gitanería en un acto y dos cuadros (1915) Cuadro 1°. La cueva de los gitanos (cercana al mar de Cádiz) I.

[Las siguientes sinopsis han sido extraídas de mi artículo, nombrado arriba. La sinopsis de la Gitanería y del ballet se basa en Gallego (1990: 120). En la versión de ballet aparece en paréntesis el número romano correspondiente a la Gitanería, y en la versión de Saura en paréntesis el número árabe correspondiente al ballet; la secuencia correspondiente del protocolo de secuencias en el sistema decimal que se halla delante.]

Introducción y Escena. Plantación del marco: Gitana vieja, Gitanilla, Candelas II. Canción del amor dolido. Primer solo Candelas, desesperada porque las cartas le revelan una suerte adversa en sus amores III. Sortilegio. Recitados Gitanilla y Candelas. Conjuro a la noche mientras las doce campanadas IV. Danza del fin del día. Recitado inicial de Candelas, luego Gitanilla. Primer baile de Candelas. Reminiscencias del tema V. Escena. Breves recitados (El amor vulgar). Escena desarrollada sin palabras. Silbido indica la presencia del amante de una gitanilla VI. Romance del pescador. Pequeño melodrama/melólogo recitado sobre la música VII. Intermedio. Cambio de decoración

Cuadro 2°. La cueva de la bruja VIII. Introducción (El fuego fatuo). Obertura sin personaje en escena, sólo los fuegos fatuos IX. Escena (El terror). Recitado sobre la música de Candelas X. Danza del fuego fatuo. Baile huyendo del fuego tras haberlo provocado XI. Interludio (Alucinaciones). Instrumental. Preparación Candelas para siguiente bloque XII. Canción del fuego fatuo. Danza y Canción Candelas XIII. Conjuro para reconquistar el amor perdido. Conjuros con recitados y cánticos XIV. Escena (El amor popular). Solo musical escuchado ya en VII, acercándose el amante XV. Danza y canción de la bruja fingida. Baile con canciones. Candelas fingiendo al amante de ser la bruja XVI. Final (Las campanas del amanecer). Resumen: partes habladas y cantadas. Reconciliación de los amantes Duración: unos 35 minutos

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FALLA, MARTINEZ SIERRA Y SAURA: EL AMOR BRUJO El amor brujo Ballet en un acto (1925)

El amor brujo (1986)

(Detrás entre paréntesis la escena correspondiente de la Gitanería en números romanos.)

Primera Parte

1. 2.

3. 4.

5.

6.

7.

8. 9. 10.

11.

12.

Introducción y Escena. En la cueva (I). Ambientación musical y escénica Canción del amor dolido (II). Gitanas aparecen. Candelas, echa las cartas queriendo saber su suerte, empieza a entonar la canción El Aparecido (VIII, IX). Aparece el Espectro del amante muerto Danza del terror (X). Intimidación de Candelas por parte del Espectro. Inerte es adicta a su hechizo El círculo mágico. Romance del pescador (VI). Gitanas preparando las hierbas en el brasero para el hechizo A medianoche. Los sortilegios (III). Doce campanadas de medianoche, las gitanas vuelven para cumplir los ritos de la media noche Danza ritual del fuego, para ahuyentar los malos espíritus (IV). Candelas echa incienso en el brasero. Candelas se defiende en el baile contra el Espectro. Al final cae al suelo Escena (XI). Candelas se levanta lentamente Canción del fuego fatuo (XII). Candelas expresa cantando y bailando su amor dolido Pantomima (VII). Reencuentro de Candelas con Carmelo. Al final augurio de la nueva tiranía del Espectro. La astuta idea de Carmelo, de que Lucía seduzca al Espectro Danza del juego de amor (XV). Las dos parejas bailan una Danza de amor. El Espectro amenazante, se pone nuevamente entre la pareja. Lucía logra seducir al Espectro, apartándole de esta manera de Candelas. Candelas y Carmelo, intercambiando, por fin, el beso salvador Final. Las campanas del amanecer (XVI). Las campanas al despuntar el nuevo día, la pareja unida, abandono de la cueva, dolor y muerte vencidos

Duración: unos 23 minutos

1. 2.2 3.1 3.3 3.4

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Introducción y Escena (1) Canción del fuego fatuo (9) Alboreá, Tangos, La mosca, Azúcar Moreno, Guitarra Villancicos Canción del amor dolido (2) Introducción (1) Segunda Parte (Cuatro años más tarde)

4.1 4.2 4.3 4.4 5. 6.1 6.2

En la cueva (1) El Aparecido (3) Danza del Terror (4) El Círculo mágico. Romance del pescador (5). Rumba gitana (Como el agua) Guitarra. Coro de voces (Y tu mirar) El Aparecido (3) Danza del terror (4) Soleá por bulerías. Tangos En la cueva (1). Siguiriya. Introducción (1) Canción del amor dolido (2) Romance del pescador (5) Tercera Parte

7.2

8. 9.2

A medianoche (6) Danza ritual del fuego (7) Escena (8) Canción del fuego fatuo (9). Primeros compases de la Pantomima (Introducción y Escena) (10) Alegrías Pantomima (10) Danza del juego de amor (11) Final. Las campanas del amanecer (12)

Duración: 96:32 minutos

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EL ARTE Y LA MÁQUINA PARADOJAS DE LA MODERNIDAD ESCÉNICA 1900-1939 Serge Salaün

«On a trop souvent tendance, lorsqu’on écrit l’histoire d’une expression artistique, à négliger les facteurs technologiques de l’évolution pour privilégier les facteurs esthétiques et idéologiques». Esta opinión de Louis-Jean Calvet (1981: 86), aplicable a todas las épocas, lo es aún más para principios del siglo XX (concretamente, entre finales del XIX y la guerra de España), cuando la aceleración del progreso tecnológico fomenta una auténtica revolución en la sociedad, en las ofertas y en los hábitos culturales y, en el caso que me interesa, en la evolución de los espectáculos. Estos factores tecnológicos condicionan unas nuevas recepciones de los productos culturales, en los dos polos tradicionalmente opuestos: desde la absorción masiva y estandardizada de la cultura industrial que conocemos hoy, hasta la elaboración de estéticas nuevas promovidas por las élites. En lo «popular» y lo «culto», la máquina impone sus fueros y las consideraciones estéticas no pueden ya desligarse de consideraciones meramente técnicas. Está bien claro que el primer tercio del siglo XX es un periodo de tanteos, de experimentaciones más o menos afortunadas y minoritarias, pero, aunque desiguales según las aplicaciones y las modalidades expresivas (y las resistencias de los «castizos» de todo pelo), los progresos son rápidos y, sobre todo, irreversibles, anunciando o preparando nuestra actual sociedad industrial de la cultura. Y la escena, para cualquier tipo de espectáculo, desde los más «nobles» hasta los más «adocenados» (una palabra tópica entonces), es, a la vez, la que más prove-

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cho saca de las tecnologías modernas y la que las impulsa o fomenta, por paradójico que pueda parecer; el siglo XX sella definitivamente la alianza del progreso y del arte.

LA ELECTRICIDAD Los dos motores principales de estas (r)evoluciones culturales y escénicas son la electricidad, en primer lugar, y, después, las técnicas de reproducción industrial del sonido. En un principio, la electricidad supone una auténtica revolución, en todos los planos, como lo fue anteriormente el gas. Aunque tardará décadas en incorporarse a la vida cotidiana de la mayoría de los españoles, a finales del siglo XIX y principios del XX, la electricidad impresiona los espíritus y se considera muchas veces como una atracción, casi un espectáculo, con verbena y festividades, como es el caso en la instalación del alumbrado eléctrico en la Puerta del Sol y en la calle Alcalá de Madrid, en 1894, o en todas las capitales de provincia que también se convierten a los «arcos voltaicos». No me parece una casualidad que, en España, la electricidad se instala con prioridad en los teatros (después de algunas instituciones prestigiosas1), confirmando así la importancia del teatro en la vida cultural y en la sociabilidad del país. El Teatro Apolo, por ejemplo, la instala en 1888,2 seguido de todos los «salones» finos de la capital (Salón Rouge, Salón Bleu, Salón Japonés, en 1900), sobre todo después de la Real Orden del 30 de marzo de 1888 que instaura, para los teatros de Madrid, la obligación de instalar la electricidad (como suele pasar, la aplicación es arena de otro costal). El Teatro Jovellanos, de Gijón, lo hace en 1886 (Uría 1996: 56), el Teatro Cervantes, de Málaga, el 24 de septiembre de 1897, etc. El fenómeno es nacional. En 1913, el Reglamento de Policía de Espectáculos, en su artículo 141, impone a todos los establecimientos de espectáculos que sustituyan el gas por la electricidad, salvo excepciones «extraordinarias» (¿?); este Reglamento, el más completo (también el más rígido y conservador) hasta la fecha, fijará las normas hasta la guerra. Hacia 1915, se puede pensar que la inmensa mayoría de 1 El primer edificio con electricidad, en Madrid, es el Casino de Madrid, en 1881, seguido por el Ateneo (en 1884) y las Cortes. 2 Pero se funde inmediatamente y la nueva, de 1889, no es de fiar. La instalación definitiva es de 1891.

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las salas de espectáculos tienen electricidad, cuando son aún muy minoritarios los hogares españoles, incluso burgueses, que disponen de dicha instalación. A título de comparación, en 1900, existen sólo 861 centrales eléctricas en toda España; en Madrid, la inmensa mayoría de las calles están alumbradas con gas... o no tienen luces: sólo el centro tiene electricidad. En Barcelona, el Paralelo (avenida sólo dedicada a los ocios y espectáculos) es la primera calle electrificada, en 1894, con (sólo) «doce candelabros y lámparas de arco voltaico» para los dos kilómetros de la avenida (Badenas 1945: 63); en 1900, Barcelona ya posee sus primeros tranvías eléctricos (desde 1899), pero aún tiene 13.000 farolas de gas, 729 de petróleo y sólo 400 lámparas eléctricas.3 La primera consecuencia de la aparición de la electricidad es que el teatro es sinónimo de confort. El gas era ruidoso, «apestoso» y sumamente peligroso; con las luces eléctricas, la sensación de seguridad y de lujo al alcance del público es inmediata, sobre todo cuando se instala la calefacción (en 1897, en el Apolo, por ejemplo) y la climatización en algunos teatros del sur de la península, cosa apreciable en verano. Más generalmente, los teatros y su entorno se vuelven modelos de modernidad y de comodidad; la zona de la calle Alcalá, en Madrid, donde abundan bancos, cafés y teatros, es la mejor iluminada del país, la mejor pavimentada, la más segura, etc. Los teatros, en primer lugar, y, luego, los cabarets y los cafés cantantes son los establecimientos más cómodos donde el parroquiano disfruta una luz y un calor todavía impensables en su casa. Todavía en 1929, José Escofet escribe en La Voz (2 de mayo de 1929): «Abundan en Barcelona los cabarets de lujo, los music-halls y los cines de todas clases, desde el caro y fastuoso para los ricos, que ningún teatro iguala en comfort (sic) y elegancia».4 La expansión de la electricidad tiene un impacto inmediato y radical en el plano estético. Antoine (un antiguo empleado de la compañía del gas, la anécdota tiene su gracia), en el Théâtre Libre y, luego, en el Théâtre Antoine, es el pionero indiscutible de la escenografía moderna, un modelo respetado durante décadas, precisamente por ser el primero en utilizar la electricidad en el escenario. El paso del gas al arco voltaico supone (incluso provoca) una auténtica revolución artística. A la di-

3

La Exposición Universal de París, de 1900, está dedicada al «hada electricidad». La frase es caótica, pero reveladora. En los años 20, en los teatros «chics» de Barcelona, se perfuma la sala tarde y noche. 4

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ferencia de las candilejas de las baterías de gas que sólo permitían iluminar desde abajo y sin grandes posibilidades lumínicas, la electricidad permite las luces direccionales, con intensidades variables, colores múltiples y efectos infinitos. La luz eléctrica esculpe literalmente el espacio, crea volúmenes y áreas de juego. Está estrechamente vinculada con todas las teorías modernas de la escena (Appia, Craig, Lugné-Poe, Meyerhold, Piscator, etc.) y, en gran medida, las posibilidades que ofrece la electricidad provocan el cambio radical del teatro contemporáneo que, en adelante, dará la prioridad a la escena sobre el texto, al «director» (acompañado de los arquitectos, electricistas y luminotécnicos que desempeñan un papel cada vez mayor) sobre el autor. En España, el teatro tradicional tarda en amoldarse a esta inversión de las jerarquías entre escena y texto; los autores se resisten a perder su hegemonía y la función de director se instaura difícilmente. En realidad, son las Variedades, el music-hall, los cabarets donde reina la «canción unipersonal»5 los que sacan inmediatamente el mejor partido de la aparición (y de los progresos) de la luz eléctrica. Hasta se puede decir que es la escena «varietinesca» la que inventa, en España como en Estados Unidos y en Europa, el espectáculo nuevo y da pruebas de la mayor inventividad artística. El ejemplo emblemático de esta evolución de los espectáculos sigue siendo el de Loïe Fuller, la bailarina americana que dedicó su vida a perfeccionar la danza, utilizando la electricidad (y la ciencia en general) con fines estéticos. También es la primera en comprender que el espectáculo moderno asociaba íntimamente arte, industria y comercio. Hasta su muerte (en 1928), todos sus espectáculos compaginan teoría y práctica. Desde el principio, elimina candilejas y bastidores. Su obsesión de la luz la empuja a abrir laboratorios de electricidad (en París, en 1898, y en Passy, en 1905) y en depositar más de diez patentes para proteger sus inventos.6 En 1900, en la Exposición Universal de París, tiene su propio pabellón donde expone sus experimentaciones. Cuando estrena su primer espectáculo en las Folies 5 La expresión es de Álvaro Retana. La expansión del cuplé tiene mucho que ver con esta historia de los adelantos técnicos. 6 Algunos ejemplos: inventa gelatinas especiales para sus proyectores y un dispositivo para espejos (con suelos de cristal) con efectos especiales. Es la primera en utilizar proyectores móviles de color, con gama cromática amplia. Utiliza la óptica, la química, las tecnologías punta como los rayos ultravioletas.

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Bergères (lugar que los moralistas califican de «lugar de perdición»), en 1892, la acompañan veintisiete técnicos que atienden a cien proyectores; luego, su compañía alcanzará las cuarenta personas (electricistas, iluministas, maquinistas...). También es pionera en la asociación de la imagen y de la danza, introduciendo proyecciones de video; inventa decorados proyectados, en vez de los clásicos decorados pintados,7 o utiliza proyectores de diapositivas para arrojar en el escenario unas imágenes que ella misma había pintado sobre cristal. La innovación técnica está siempre al servicio de su preocupación artística. Su Danza serpentina, estrenada en Nueva York, en 1892, es, sin duda, lo que la lanza y lo que emblematiza la nueva estética del baile y de la escena; la baila envuelta en inmensos tules y con focos de luces adaptados en la extremidad de unas varitas de madera que mueve con las manos. Esta Danza serpentina servirá de modelo y de referencia hasta los años 30. Hasta su muerte, cada nuevo espectáculo implica un derroche de inventividad tecnológica, desde su Danza del fuego, en 1895 (con un escenario de cristal iluminado por debajo con luces refractadas por espejos), hasta el Baile de la nieve, estrenado en Niza, en 1924 (el público, vestido de blanco, deambula en una sala sin butacas bajo los proyectores. Se han distribuido 8.000 globos blancos, movidos por ventiladores que dan un efecto de «nieve». En el escenario, las bailarinas se mueven con pequeños fuegos artificiales en las manos).8 La paradoja de Loïe Fuller es que utiliza los espacios, así como los medios humanos y técnicos de las Variedades y del music-hall para inventar una danza moderna y hasta vanguardista. Desde sus principios, su utilización de la luz, de las telas y de los velos, de los colores y de los movimientos, su afición al «japonismo» y al «Art Nouveau» la integran 7 Es la primera en atreverse a tender telas negras en el escenario. En 1895, aparece en la primera película coloreada (a mano) de Edison, Annabella Serpentine Dance. En 1920, proyecta imágenes en negativo y planos rodados en ralentí. 8 Otros espectáculos que han marcado la época: en 1895, baila una Salomé memorable, con 30 proyectores; en 1895, también, su Danza ultravioleta es una aplicación artística de los trabajos de Curie sobre los rayos ultravioletas, experimento que repetirá en 1924, en sus Ballets fluorescentes; en 1903, baila La Dama fosforescente, con puntos de sales de plata en los vestidos negros. En 1922, crea dos espectáculos: Las brujas gigantescas, donde utiliza la luz para invertir las proporciones de las sombras proyectadas y Las sombras gigantescas, donde emplea el resultado de sus investigaciones sobre las propiedades reflectoras y de absorción de las telas para producir efectos fantásticos.

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de lleno en el movimiento simbolista europeo. Es adoptada y celebrada por todos los escritores y artistas simbolistas: es amiga de Mallarmé (que habla de «ivresse d’art et, simultané, un accomplissement industriel», Mallarmé 1976: 198), de Lorrain (que califica su trabajo de «esculturas de luces»), de los cartelistas Chéret y Orazi, de Flammarion y de los Curie, de Garnier y de Rodin. En realidad, a lo largo de su obra, acompaña todas las vanguardias estéticas; en 1925, con motivo de la Exposición Internacional de Artes Decorativas Industriales de París, su espectáculo incluye una tela de 4.000 metros cuadrados que cubre unas setenta y cinco bailarinas que le dan un efecto de oleaje de colores, con música de Debussy. En 1916, compone la coreografía de la película futurista, Vita futurista, de Arnaldo Ginna y, en 1926, su Danza del esplendor geométrico (con bailarinas vestidas de papel de estaño) puede considerarse como la primera danza futurista. En 1924, había compuesto la escenografía de Mouchoir de nuages, de Tristan Tzara. Loïe Fuller instaura una nueva estética del cuerpo,9 del gesto, del movimiento. Pone en práctica los preceptos teorizados por Appia10 y Craig. Prefigura la escena contemporánea, los juegos cromo-iluminosos de los actuales conciertos de rock. Ya desde la Danza serpentina, prefigura el arte abstracto, liberado de la referencia realista y antropomórfica. Loïe Fuller podrá parecer un caso excepcional, pero su influencia es decisiva, tanto en el aspecto artístico como en el aspecto comercial. Tendrá innumerables imitadoras en toda Europa que le copian con el mayor descaro su Danza serpentina; en cierta medida, lanza una dinámica de la danza vanguardista, desde Isadora Duncan (que le disputa la supremacía, a partir de 1902), también vinculada con la estética simbolista y vanguardista, hasta Mary Wigman (estrella vinculada con el expresionismo, en los años 20) y artistas más contemporáneas como Mercé Cunningham... A nivel «industrial», París, Londres, Nueva York, Berlín explotan frenéticamente el filón descubierto por la Fuller en los music-halls y cabarets que dan el tono. Los años 20 significan esencialmente la muerte de las salas pequeñas y el auge de las salas inmensas con dispositivos complejos, como los parisinos Tabarin, el Casino de París (donde un ascensor gigante eleva desde las entrañas del teatro un 9 Es la primera que baila sin corsé, antes de que Poiret (admirador de la Duncan) lo suprimiera en el vestir femenino. 10 Según Appia, el cuerpo es «el centro vivo del escenario» y la luz, «la música en el espacio».

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enorme cubo de cristal de 100.000 litros de agua)11 o el Néant (un cabaret de Montmartre, famoso porque el espectador penetra en un ataúd, bajo una luz verde mortuoria). Es la época de las «revistas de visualidad» con derroches de luces y de lujos, con suntuoso desfile de «girls». Estos espectáculos fantásticos ilustran, a la vez, el progreso técnico y la maestría que la escena varietinesca ha sabido alcanzar con los adelantos modernos,12 y un paso decisivo en la domesticación del público, definitivamente limitado a un papel pasivo.13 La tecnología condiciona la producción artística, la impulsa hacia la vanguardia y, también, modifica sensiblemente los mecanismos de recepción hacia la estandardización y el mero reflejo consumidor.

EL SONIDO En lo que concierne al sonido y sus procedimientos de reproducción industrial, podrán parecer los progresos menos rápidos, o menos espectaculares, que con la electricidad, pero son igualmente decisivos, sobre todo cuando se pueda combinar la electricidad con el cine, el disco y la radio. Las primeras décadas del siglo XX, en este aspecto, instauran las condiciones de la cultura de masas que tenemos hoy. Para el fonógrafo, «el disco de gramófono» (como dice la Sociedad General de Autores, en la época) y el micrófono, corre bastante tiempo entre la fecha teórica de su invención y sus aplicaciones industriales, al contrario de lo que pasa en el cine, por ejemplo.14 Las razones de esta

11 El Casino de París es referencia en toda la época. En octubre de 1931, estrena Paris qui brille, con Mistinguett y Jean Sablon. En una escena giratoria inmensa (un mes de obras), un ascensor surge entre dos pianos con un tercer piano en el que toca Jean Sablon. 12 En los años 30, en los grandes escenarios de moda, domina el neón. 13 En los años 20, se apagan las luces en los music-halls (cosa que no se hacía antes), lo que marca un hito en la relación entre espectador y escenario. 14 Algunas fechas que marcan estas invenciones. Los primeros aparatos de reproducción de la voz humana se remontan a 1877 (Charles Cros) o 1878 (Edison), ya que son dos en disputarse el hallazgo. David Edward Hughes inventa el micrófono, también en 1878. En 1905, el disco de cera sustituye el incómodo cilindro. Se normaliza el diámetro del disco (30 y 25 centímetros) en 1910, y las 78 revoluciones, en 1927. Los primeros discos de «larga duración» (L.P.), de 33 revoluciones, con cada cara de 3 a 4 minutos, se experimentan entre 1928 y 1936.

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(relativa) lentitud son técnicas; hasta los años 20, por lo menos en España, la calidad de la voz «en lata» es muy inferior a la calidad de la voz «en vivo», lo que no favorece la expansión de los gramófonos y de los discos, sólo al alcance de las señoritas ateneístas, como dice Vázquez Montalbán. No pasan de ser atracciones de ambientes adinerados o de music-halls, como el Moulin Rouge donde, en 1893, los clientes oyen las canciones de moda sobre «fonogramas» Edison. La radio es, evidentemente, la que acelera el proceso y prepara su masificación. Cuando, a principios de los 20, la radio, en España, no pasa de ser una excentricidad balbuceante, ya es una industria moderna y poderosa en Inglaterra, y sobre todo en Estados Unidos. La NBC o la BBC, por ejemplo, son emisoras potentes, ya son entidades económicas y culturales, auténticos imperios con amplitud nacional: poseen inmensos edificios y estudios de grabación. La radio se apoya en la voz y le va a dar un protagonismo decisivo, rompiendo el equilibrio entre voz, oído, vista y movimiento que caracteriza los espectáculos tradicionales. La radio favorece la expansión de la canción como cultura nacional; en una época en que todo se hace en directo, y más aún cuando se difunden las grabaciones, la canción ocupa un lugar preeminente en las programaciones.15 En cuanto al micro, al principio, sólo se usa en las radios o en las (confidenciales) grabaciones de cilindros y discos. A mediados de los años 20 (como en el caso de Kiss me, de Manuel Sugrañés, en Barcelona), el micrófono empieza a emplearse en las salas grandes especializadas en las «revistas de visualidad», como soporte de las orquestas. En cuanto a la utilización del micro por un cantante solo en el escenario, tarda en imponerse, porque tiene que enfrentarse con las fuertes resistencias de la inmensa mayoría de los gremios que pululan alrededor de la canción: la gran Damia, por ejemplo, en Francia, considera el micro como «el instrumento que mató nuestro oficio». El primero que lo utiliza en sus actuaciones, en Europa, es Jean Sablon, en 1936 (a imitación de los americanos), quien se convierte así en el primer «crooner» europeo, a pesar de todas las cuchufletas y motes con que le tildan.16 15 Tanto un cilindro como una cara de los primeros discos duran unos 3 o 4 minutos, es decir, la duración media de un cuplé, de un cantable de zarzuela o de cualquier canción. Esta coincidencia entre el producto cultural y la técnica moderna (¿causa o efecto?) favorece evidentemente la difusión y la comercialización de la canción. 16 «Don chuchotte» o «le petit qu’a le son court» son algunos de los apodos que recibe.

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Pero la verdadera expansión del micrófono —España incluida— es posterior a la Segunda Guerra Mundial. El micro, pese a las campañas en contra, también desempeña un papel decisivo en la expansión y el desarrollo estético de la canción, paralelamente al disco, cuando se le deje de considerar como un artificio que oculta la debilidad de la voz. En efecto, el micro no es sólo un amplificador de la voz humana sino que revoluciona la manera de cantar, como señala Louis-Jean Calvet. El micro introduce matices, dosificaciones y fineza en las inflexiones. Paralelamente, en los estudios de grabación, permite una individualización de las partituras musicales y de los instrumentos. Paradójicamente, el micro suscita un «efecto de naturalidad», que afecta incluso la presencia física del cantante, en el escenario o en la radio.17 Es verdad que el micro provoca la decadencia de los cantantes con voz poderosa, «a gran voz», como dice la prensa de la época,18 pero determina toda la historia de la canción actual. Hasta los años 40, todos estos adelantos técnicos son más o menos minoritarios, todavía fuera del alcance del «gran público»: representan algo así como la era preindustrial de la cultura de masas, pero todos los mecanismos (técnicos, comerciales, económicos y culturales) de nuestra actual cultura industrial ya están instalados.

ESPAÑA Y LA RECEPCIÓN DE LA MODERNIDAD TECNOLÓGICA España se incorpora al progreso tecnológico con algún retraso y timidez. Las consecuencias de este retraso no afectan tanto la producción y el consumo cultural (al fin y al cabo, España, en este aspecto, no puede envidiar a nadie), por lo que a los escenarios y a la canción se refiere, como el desarrollo industrial: el mercado y la producción nacional no pueden competir con las industrias francesas y, sobre todo, anglosajonas. Como en el caso del cine, en que la debilidad de sus infraestructu-

17 Muy lejos de las pobres cupletistas que se tenían que desgañitar en los escenarios de las zarzuelas o de los cafés conciertos, ante un público no siempre atento, ni mucho menos callado. 18 Los «chanteurs à voix», como se dice en Francia donde constituyen un sector importante. En España, donde la calidad de la voz no es lo que predomina, los cantantes «a gran voz» no tienen tradición, salvo, quizás, en muchas «folklóricas» y «flamencas» que ostentan un imponente vozarrón.

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ras crea una situación de dependencia con respecto a los circuitos ingleses, norteamericanos o franceses, se acentúa esta dependencia tecnológica en la industria de la canción, del disco y del micro. Incluso una parte importante de las «revistas de visualidad», en los años 20 y 30, se queda en mera imitación de modelos extranjeros: los empresarios barceloneses, como el famoso Sugrañés, viajan a París para comprar espectáculos ya completos, «clés en main». Las corporaciones interesadas (profesionales de todo tipo, empresarios, incluso directores, autores y artistas) no favorecen una modernización verdadera de la arquitectura, los decorados y las tramoyas de los escenarios en los establecimientos «frívolos» y menos aún en los «serios», lo que acentúa la diferencia entre el teatro tradicional y los espectáculos líricos ligeros, cada vez más a favor de estos últimos. En lo que concierne al teatro convencional, el concepto de «crisis» (recurrente entre 1860 y 1939, por lo menos) podría analizarse también en función de las resistencias de todos los productores económicos y culturales frente al progreso. Los coliseos siguen siendo clásicos, «a la italiana» y la competencia con el cine no favorece la aparición de salas modernas con instalaciones «revolucionarias» (Vilches/Dougherty 1997: 26-31). Los mismos autores, vinculados con la burguesía de las grandes capitales, en su mayoría, son incapaces de pensar una escena moderna, incluso los que son (o se creen) los más renovadores. La «renovación» (un término omnipresente), en España, sigue enraizada en la preeminencia del verbo, del lenguaje y en la desconfianza (¿o la ignorancia?) de todo lo demás: el caso de Unamuno, enemigo de todo tipo de «carpintería teatral», es emblemático. En los mejores de los casos (Valle-Inclán, Martínez Sierra, Lorca, Rivas Cherif19), la plástica (la pintura, esencialmente) permite introducir elementos estéticos auténtica-

19 En Valle-Inclán, la intertextualidad pictórica es fenomenal y abarca todo el espectro de las corrientes vanguardistas (simbolismo, expresionismo, cubismo...), pero su teatro sigue regido por la iluminación de la vela y del quinqué. Lorca es más atento a las luces (linternas de horizontes, proyectores de colores...), pero no elabora un sistema coherente, una doctrina de la teatralidad, aplicable a sus obras. El Teatro de Arte de Martínez Sierra, considerado como una de las únicas empresas de reteatralización por la escena, se contenta con vestir sus obras (convencionales en su inmensa mayoría) con pinturas vanguardistas de Barradas, Fontanals, Torres García y Burmann). Ni el teatro de Rivas Cherif se puede considerar como una revolución teatral, como la adaptación en España de las tendencias europeas más radicales.

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mente nuevos. Pero no hay reflexión sobre el trabajo del actor, sobre la gestualidad, el espacio, la iluminación. No se aprovechan de manera sistemática los dispositivos que autoriza la electricidad: los escenarios siguen siendo planos y los desplazamientos de los actores banalmente horizontales, no hay escenas giratorias, ni ascensores, ni tramoyas sofisticadas, etc. Es significativo que el debate entre teatro y cine, hasta la guerra, se exprese en términos de jerarquía o de exclusión, nunca en términos de fusión.20 No faltarán estudiosos que objeten que algunos autores introducen innovaciones, por ejemplo en lo que concierne la relación entre texto e imagen. Pero no dejan de ser atracciones21 o curiosidades más o menos logradas que en ningún caso crean una alternativa sólida a la escena convencional. La compañía de Anton Giulio Bragaglia trabaja con los sistemas Brandt y Fortuny (unos aparatos que permiten la iluminación a cuatro colores y, en segundo término, la del horizonte panorámico) que individualizan los colores en función del personaje y ofrecen una mayor amplitud cromática. En 1917, Martínez Sierra proyecta la película Christus en la representación de un auto religioso, Luces de salvación (Rubio 1993: 142). El mismo procedimiento, en Brandy, mucho brandy, de Azorín (17-III-1927), da «resultados discutibles» y cuando Luis de Vargas introduce una breve película entre el segundo y el tercer acto de ¿Quién te quiere a ti?, también en 1927, no provoca ninguna sorpresa. Hay que esperar el final de los años 20 para asistir a tímidos intentos de juegos lumínicos y de trucajes mecánicos más elaborados, bajo la influencia de Pitoëff22 que pasó por España, en 1927. Algunos grandes pintores y escenógrafos como Fontanals, Burmann, Bartolozzi, Miguel Xirgu o César Bulbena, a partir de 1930, abandonan a veces el telón pintado y usan aparatos con lámparas de proyección para representar nubes, estrellas, fuegos, relámpagos u otros efectos ópticos como montañas, ciudades o el arco iris.23 20

El teatro como víctima del cine es un tópico de la época. Los (pocos) vanguardistas que defienden el cine no piensan en el teatro. 21 Como los «anaglifos», unas máquinas que proyectan sombras en relieve y crean una «prodigiosa ilusión óptica», estrenados en el Reina Victoria, el 19 de marzo de 1924. 22 Con «efectos de iluminación lateral, con supresión de la batería, destaque de figuras en una claridad determinada [...], juego de sombras» (Vilches/Dougherty 1997: 239-240). 23 Tanto en el teatro serio como en la comedia. En Los ojos verdes, de los Quintero (Sevilla, 19-IV-1930), las luces son de Bulbena. En Anna Christie, de O’Neill (20-I-

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Total, poca cosa en un panorama tenazmente conservador. El único, quizás, que «inventa» escenografías audaces es Enrique Rambal, el «rey del truco», que monta tormentas en alta mar, serpientes al acecho, incendios, etc., en la línea del espectáculo total de la zarzuela tradicional24 y se lamenta: «La mayor parte de nuestros escenarios llevan un siglo de atraso en capacidad, fosos, telares y cuadros de luces; y de esa manera resultan estériles los esfuerzos de todo director artístico» (Vilches/Dougherty 1997: 239). Pero Rambal es sinónimo de teatro comercial del folletín y del melodrama, en las antípodas del teatro de vanguardia que busca afanosamente la modernidad en el extranjero. Es revelador el asombro (e incluso la fascinación) de Max Aub, durante su viaje a Alemania y a la URSS, en 1933,25 ante las escenografías de Stanislavski (con ascensores), de Taïrov (escenas giratorias, escenas superpuestas o simultáneas) o de Piscator y sus «maravillosas realizaciones escenográficas» (Aznar 1993: 95). Pero, en realidad, Max Aub desconfía de tanta máquina y teme la superioridad del director sobre el autor; para él, en resumidas cuentas, Piscator no es más que un «régisseur de génie», opinión reveladora de los límites de la vanguardia teatral española,26 por parte de uno de sus adeptos más fervorosos y mejor informados. La reflexión de Sender, en los mismos años treinta, es más elaborada; conoce la labor de Reinhardt y de Piscator y su montaje de Rasputín, de Alexis Tolstoï, multiplica los «alardes mecánicos» (utilización del cine con proyectores interiores y exteriores, escenario esférico, presencia de la radio; Aznar 1993: 90). Pero, insisto, la suma de esos tímidos intentos no son más que gotas infinitesimales en el océano convencional del teatro español.

1930), el sistema de luces de Fontanals «resulta de modo pasmoso» (Vilches/ Dougherty 1997: 239-241). 24 Algunas zarzuelas cultivaron este concepto de «espectáculo total» (Los sobrinos del Capitán Grant, Cádiz...), visual, auditivo, musical, verbal. La ópera bufa de Arderíus también supuso, en su tiempo, una tentativa de modernización de la escena (publicidad, pantallas luminosas). Pero los autores «renovadores» del primer tercio del siglo XX nunca se inspiraron del patrimonio zarzuelero, sinónimo, para ellos, de arcaísmo burgués. 25 Max Aub tiene una beca precisamente para estudiar el teatro en la URSS. 26 Max Aub es uno de los primeros en prever una escena giratoria en una de sus obras de vanguardia... que no se representará.

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LAS VARIETÉS Y EL MUSIC-HALL EN ESPAÑA Son los géneros llamados frívolos los que aprovechan, inmediatamente, las técnicas nuevas, prolongando los trucos de las zarzuelas e introduciendo todo lo que el progreso les ofrece. Loïe Fuller viajó a España varias veces, en 1902 (Barcelona), 1912 (Madrid), 1920 (Barcelona, Madrid), 1921, 1922 y 1923 (Santander), pero la prensa es parca en sus comentarios.27 En cambio, es ditirámbica con una de sus imitadoras más descaradas, la Bella Geraldine, que se apunta éxitos apoteósicos con su «Danza serpentina»; entre finales del siglo XIX y principios del XX, gira por toda España28 y asume, como Loïe Fuller en el resto de Europa, una estética simbolista de la danza, antirrealista, antiantropomórfica, con la misma utilización de la electricidad y del espacio. Pero su impacto en la escena culta es nulo. Desde el principio, los cabarets y music-halls españoles aprovechan la electricidad, son los primeros establecimientos de espectáculos en España que utilizan focos luminosos, «spots» de color (a partir de 1906), y luz en la teatralización de la canción (Raquel Meller es uno de los mejores ejemplos de la escenificación del cuplé, con luces, traje y gestualidad variables en función de cada canción). La luz eléctrica también revoluciona las técnicas del maquillaje. Pero, en la inmensa mayoría de los casos, no se busca mucho más lejos. En 1925-1927, Álvaro Retana, en su Arte frívolo, afirma que Rosita Carrión debe su éxito a que baila «con focos eléctricos de colores cambiantes»; estamos muy lejos de las audacias de los cabarets parisinos. A finales de los años 20, las «revistas de visualidad» marcan una etapa en el lujo y la sofisticación (luces, decorados, trajes, la escalera monumental29), pero son importaciones de Francia.

27 Debo estas informaciones a Ana María Pilar Koch. Se lo agradezco muchísimo. Según algunas fuentes, Loïe Fuller hubiera bailado en una de las primeras fiestas modernistas de Rusiñol, en Sitges. Según otras, sería una de sus imitadoras, probablemente Geraldine. 28 A finales el XIX, ¡Benavente la acompaña en una de sus giras! Por lo visto, no le sirvió para modernizar su propia producción teatral. 29 El dispositivo más emblemático de los nuevos espectáculos. La primera apareció en París, en 1911.

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RADIO, DISCO Y MICRO EN ESPAÑA Hasta la guerra, el impacto de la radio, del disco y del micro es reducido en España. La radio tiene mucho de atracción popular, en los bares del país (sólo 8.323, en 1939, y 284.463 aparatos de uso particular), al servicio del cuplé y de los «flamencos». Me parece revelador que en su primera retransmisión desde el Café de Levante, Gómez de la Serna —una de las máximas figuras de la modernidad literaria— cantara «La zarzamora». La radio acompañará la expansión nacional de la «ópera flamenca»; Juanito Valderrama y Pepe Marchena, por ejemplo, son auténticas «vedettes» de la radio. En cuanto al disco, en 1912, según el Boletín de la Sociedad General de Autores, los derechos sobre «discos de gramófono» ascienden a 150 pesetas (890 en 1913, y ¡100 en 1915!30). En 1917, según La Propiedad intelectual (el boletín de la SGA, por estas fechas), el número de grabaciones no pasa de los 29 títulos musicales (22 canciones españolas). Son las cifras oficiales de la SGA, pero poco fiables. Lo que sí es evidente es la reticencia, el rechazo incluso, ante estos artilugios, según se deduce de algunas campañas en contra.31 Cupletistas, flamenquistas, críticos y gacetilleros son casi unánimes para zaherir el disco y el micro. En 1932, la revista Nuevo Mundo (n° 1982, 4-III-1932) pide la desaparición de las «gramolas» so pretexto de que representan la desaparición del Arte. En 1954 todavía, Zúñiga se opone al micro: «El micrófono, además, es un estorbo para el artista de veras, ligado a su suerte, limitado en sus movimientos. [...] Es un truco para el artista mediano»32 (Zúñiga 1954: 435). Señal del retraso en España, la legislación sobre el disco y la música «en lata» es tardía; el decreto del 13 de octubre de 1938 es el que impone el depósito legal para «las obras musicales y piezas de gramófono».

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Pero la SGA tiene muchos problemas para incluir estas novedades en su sistema: para controlar, censar y cobrar los derechos. 31 Pocos artículos a favor, como el de Actualidades, n° 27 (16-VIII-1908), sobre la nueva temporada del Eslava que se termina con este grito: «¡Sus y a la conquista del disco!». 32 Según Zúñiga (1954: 435), «tal vez fue Rina Celi quien primero, o al menos quien hizo imprescindible el micrófono en la escena. Su voz necesitaba esa impostación, porque el verdadero lugar de Rina es la radio, la orquesta». Puede ser, pero sin olvidar que la inmensa carrera de Antonio Machín en España pasa por la radio y el micro, apenas terminada la guerra, en 1939.

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UN CASO POCO ATENDIDO: EL DE LAS GRANDES BAILARINAS La danza y las grandes bailarinas de principios del siglo XX son seguramente las grandes sacerdotisas de la modernidad escénica, tanto técnica como estéticamente. Quizás sean las verdaderas «locomotoras» de la reteatralización y de la renovación escénica. En Europa, la continuidad es perceptible entre Loïe Fuller, Isadora Duncan, Mary Wigman, incluso Josephine Baker, hasta ahora. Su aportación fundamental reside en una nueva estética del cuerpo y del movimiento, hacia pautas simbolistas y abstractas de la danza. Son el punto de encuentro de todas las expresiones artísticas, fomentando una transdisciplinaridad o pluridisciplinaridad fecunda. Entre 1892 y la Segunda Guerra Mundial, acompañan todas las rupturas, ismos y vanguardias estéticas, en la pintura y el cartel, la escultura, la música, la literatura, etc. Hemos visto que Loïe Fuller tenía amistades en los sectores más avanzados del arte y de la ciencia. Josephine Baker sugiere una nueva aproximación a la forma y al cuerpo (es la época del «Art nègre») que inspira a Matisse, Picasso, Picabia, Man Ray, Duchamp; en música, favorece la asociación del jazz (o música «negra») y de la música «clásica», como se observa en Debussy, Stravinsky, Satie, Georges Auric o Dvořák (que, en 1895, recomendaba que los músicos se inspiraran de «las melodías negras para componer la música nacional»). La Baker también influyó en el cine de René Clair. La danza presenta otro rasgo propio del siglo XX: cultura comercial y cultura «culta» dejan de ser opuestas o separadas. Las fronteras son más ambiguas. Entre un espectáculo en el Moulin Rouge y los Ballets rusos, la diferencia no será siempre perceptible. Esta conexión entre la vanguardia estética más experimental y las manifestaciones más comerciales, en particular con la mediación de la danza, me parece un factor radicalmente nuevo que no se suele tomar en cuenta. En España, quizás sean algunas bailarinas las que mejor representen este fenómeno. Pastora Imperio, Tórtola Valencia, la Argentina y unas cuantas más, sin olvidar el papel de José de Zamora, ocupan un puesto relevante, prolongado hasta hoy por Pilar López y Antonio Gades. Valle-Inclán no regateaba sus elogios: «La Imperio, la Tórtola y la Argentina me producen una gran emoción estética, un gran placer artístico» (Dougherty 1982: 70). Maeterlinck afirmaba que Tórtola Valencia era «la expresión del arte más puro que [había] visto en su vida» (citado según Peláez/Andura 1988: 51). Estas tres grandes también están ín-

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timamente relacionadas con la flor y nata de la modernidad artística. La Argentina (que imita algo a la Duncan y aplica en España los principios de los Ballets rusos, entre 1916 y 1921), se relaciona con Albéniz, Granados (que escriben para ella), con Ramón Casas, Oscar Esplá, Arbós, Sert; Lorca la elogia, Bartolozzi, Fontanals, Nestor de la Torre y Rivas Cherif trabajan con ella. Baila El amor brujo, en París, en 1925 y 1936,33 y El sombrero de tres picos, en Londres, en 1919. La Argentina recorre Europa donde lanza la moda de «lo español» y dignifica la danza española. Fokin, en Rusia, escribe una «Jota aragonesa» (el primer intento moderno de integrar la danza española en el ballet «clásico»), Massine monta un Tricornio y El capricho; Lifar se ensaya en el taconeo en su Juan de Zarissa. Tórtola Valencia alterna con Zuloaga, Anglada Camarasa, Zubiaurre, Romero de Torres, Valle-Inclán, Penagos; trabaja con Martínez Sierra (en 1916-1917) y... con Coco Chanel. Las tres son más admiradas en Europa, donde son sinónimo de modernidad, que en España, donde se les relaciona demasiado con la farándula y el folklore. La Argentina recibe la Légion d’honneur, en París, en 1930. La Tórtola fue profesora de coreografía en el Teatro de Arte de Múnich, en 1912-1914, antes de ser «la coqueluche» de París en 1920. José de Zamora, heredero de Beardsley y Bakst, es otro ídolo en París como figurinista y decorador; trabaja con Poiret. Las tres significan una auténtica renovación del baile español, síntesis del Ballet y del patrimonio folklórico y regional, síntesis del baile andaluz (o del flamenco) y de la vanguardia. Las tres siguen siendo desdeñadas por la crítica oficial y por los estudiosos. ***

Todo lo que precede es necesariamente rápido e incompleto (una comunicación no da para más), pero invita a algunas conclusiones o sugestiones sobre el caso español: —Es la escena «frívola» la que saca el mejor partido de todos los adelantos técnicos. Y con diferencia. El teatro tradicional, con o sin música, se caracteriza por su escasa audacia, se queda en «crisis» y en el

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Fue Pastora Imperio la que estrenó El amor brujo, en 1915.

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«dogma» absurdo del teatro «imposible» o «irrepresentable», mientras que la escena «frívola» es la caja de resonancia de todas las modernidades, acoge e incluso favorece el espíritu de invención y de experimentación. No sólo se apropia los adelantos técnicos, también representa una nueva estética del cuerpo muy necesaria en España, en todos los ámbitos.34 —En cierta medida, el music-hall y el cabaret representaban vías posibles o fuentes de inspiración para la tan ansiada reteatralización del teatro (como pudo serlo la zarzuela). En España, no fue el caso, pero sí que lo supieron utilizar algunos directores europeos (Reinhardt, Piscator, Meyerhold, Pitoëff) o algunos autores (Ghelderode, 35 Cocteau). —En el siglo XX, el music-hall y el cabaret, los espectáculos de variedades y de la canción en general marcan la abolición de las fronteras entre Arte e industria, entre Arte «superior» y arte «inferior». No cabe la menor duda de que las variedades y la canción, en los años 20 y 30, prefiguran la era industrial de la cultura, con el proceso de industrialización, de estandardización de los productos y de los gustos y de la mecanización a ultranza. Se instaura la «música en lata» o la «música en conserva», como dice Umberto Eco (Eco 1965: 10), la era de los «ociosmercancías» (Corbin 1995: 11) y la era de los modelos dominantes procedentes de los Estados Unidos que imponen su potencia industrial, comercial y, por consiguiente, cultural. Sin embargo, «[l]e critère industriel-commercial n’est pas la ligne de démarcation radicale, claire, nette, entre l’art et le non-art, la richesse et la pauvreté humaine» (Morin 1965: 2). La dimensión infracultural de algunos productos (por ejemplo, muchas canciones de moda) no debe ser un pretexto para liquidar como no arte un sector importante de la cultura contemporánea. —Hay que aceptar que la canción sea un arte, un patrimonio, una cultura masiva que es preciso revalorizar. Una canción es una especie de exhibición total, por la voz, la interpretación, la música, la gestualidad, la teatralidad, etc. «L’avènement de la musique reproduite a changé les conditions de consommation et de production musicale, de même que l’imprimerie avait changé les conditions de lecture et de production littérai34 En el marco de una verdadera etnología de la cultura contemporánea, cabría relacionar esta nueva aprehensión del cuerpo con la moda femenina, los bailes nuevos que pululan, los deportes, las bebidas de moda, el coche, la velocidad, etc. 35 La mort du docteur Faust (1925) es una «tragédie pour le music-hall».

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re. Un changement quantitatif a produit, dans les deux cas, un changement qualitatif» (Eco 1965: 11-12). —Rehabilitar esta cultura significa rehabilitar su análisis. «L’étude des phénomènes discrédités est elle-même discréditée. L’étude des phénomènes jugés frivoles est jugée frivole» (Morin 1965: 1). La fórmula de Manuel Vázquez Montalbán, aunque provocadora, podría ayudar a liquidar prejuicios: «Las prevenciones que despierta la subcultura son de un elitismo aristocrático obscenamente victoriano» (Vázquez Montalbán 1972: 1). —Esta prevención «victoriana», por lo visto, afecta mucho más los países católicos de Europa que los anglosajones. En nuestro sur mediterráneo, pese a la aspiración remachada a la fusión del arte popular y del arte de élite, media un abismo entre los dos, un abismo paradójicamente menos vehiculado por los mismos creadores (que no discriminan en sus fuentes) que por los valores culturales e ideológicos de uso y por la crítica (universitaria, sobre todo) que zanja de lo divino y de lo humano con juicios mayestáticos. En los países anglosajones, se han difundido muchos productos culturales donde arte, difusión masiva y comercio no riñen en absoluto: piénsese en el cine americano (del oeste, de aventuras, de ciencia ficción...), en el cómic, en el pop art, en la novela (sobre todo la policíaca, desde el pulp de quiosco hasta Chandler o Hammet que nada tienen que envidiar a muchos de nuestros más excelsos novelistas, incluso en el aspecto estético y, además, menos aburridos), en la música (el jazz que inspiró a Debussy y a Gershwin, las comedias musicales, el rock). Como apunta Corbin, los países anglosajones son, hoy día, «le principal laboratoire de loisir de masse contemporain. [...] Travail et jeu se sont trouvés liés par le même esprit d’aventure» (Corbin 1995: 13 y 3), mientras que, en nuestra austera civilización mediterránea, amenazan con colgar el sambenito de lo frívolo y de lo «ínfimo» sobre todo lo que es risa, placer por el placer, o ejercicio lúdico de la cultura.

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El jazz llegó a Europa con las tropas norteamericanas de la Primera Guerra Mundial, con la banda negra de música del 369 Regimiento de Infantería, liderada por el teniente Jim Europe. Cuando acabó la contienda, Francia acogió jubilosamente la nueva música y en 1918 ya saltaba al escenario del Casino de París, con la pareja de baile formada por Harry Pilcer y Gaby Deslys. Esta moda se afianzó con la instalación de una influyente colonia intelectual norteamericana en París, nucleada en torno a Ernest Hemingway, Gertrude Stein, Francis Scott Fitzgerald, autor de la expresión «Era del Jazz» (Jazz Age), y otros escritores. El espectáculo negro The Chocolate Kiddies Review, con la banda de jazz de Sam Wooding y que luego actuaría también en España, llegó a París antes que la famosa Revue Nègre. Y de esta yanquimanía parisina surgiría en 1920 Le bœuf sur le toit, de Jean Cocteau y con música de Darius Milhaud, cuya acción transcurre en un local clandestino de bebidas de Estados Unidos y uno de sus personajes principales es un boxeador norteamericano.

PROMISCUIDAD E HIBRIDIZACIONES El primer music-hall madrileño, el Alhambra, se había inaugurado en 1894, más de medio siglo después del primer local londinense de este género. Serge Salaün ha explicado en detalle, en su libro El cuplé, las resistencias tradicionalistas y preindustriales que frenaron la modernización de la cultura de masas española, de modo que la proliferación de

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cafés cantantes flamenquistas y la solidez del edificio del género chico, durante el último tercio del siglo XIX, quizá expliquen que España haya tardado casi medio siglo en abrirse plenamente a las influencias extranjeras del cabaret y del café cantante dedicado a las varietés y al musichall (Salaün 1990: 35 y 40). Aunque es obligado señalar que Barcelona tuvo en este campo, con su puerto cosmopolita, su vecindad francesa y la irradiación espectacular de la Avenida Paralelo, una posición de vanguardia respecto a Madrid. Pero también en la capital catalana a las zarzuelas sucedieron las operetas y a las operetas las varietés (Cabañas Guevara 1944: 249).1 El jazz irrumpió en España, como en otros lugares, en el marco de locales especializados en espectáculos frívolos y en promiscua vecindad con afrancesados cuplés, coplas castizas, espectáculos de varietés y revistas musicales. Y esta convivencia del jazz con otros espectáculos populares y otros géneros musicales produjo efectos de hibridización y de contaminación en doble sentido. Esta dialéctica cultural entre el polo del casticismo y el del internacionalismo fue equivalente o parecida a la que generó el crisol neopopularista que se halla en García Lorca, Alberti o Giménez Caballero, que no renunciaron a la tradición popular en el marco de su modernización y experimentación estética. Al presentarse la Revue Nègre en Berlín, Harry Kessler elogió la tensión que existía entre sus cualidades «ultramodernas y ultraprimitivas» (Rose 1991: 106), es decir, entre su atavismo y su modernismo. Y este vector atávico y popular explica la frecuente aproximación que se ha hecho entre el jazz y el flamenco. La hicieron ya Federico García Lorca (en Nueva York), Miguel Pérez Ferrero y Sebastià Gasch en la anteguerra, como luego veremos, y en los años cuarenta Ángel Zúñiga podía resumir su conexión, al escribir: «El jazz y el flamenco parten, al parecer, de la oscuridad ancestral de dos razas antiguas y trashumantes. Son cantos de pueblos oprimidos que se liberan, en la queja mélica, de sus represiones» (Zúñiga 1949: 74). La promiscuidad entre la voluntad vanguardista y la tradición musical popular tuvo su ejemplo más emblemático en las colaboraciones entre Federico García Lorca y La Argentinita (Encarnación López), cofundadores del Ballet de Madrid e intérprete la segunda en 1920 de la Mariposa Blanca en El maleficio de la mariposa, entre otras colabora-

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Véase también la exposición cronológica detallada en Gasch (1972).

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ciones. Otra alianza promiscua y llamativa en esta época fue la del escritor y diplomático guatemalteco Enrique Gómez Carrillo y la cupletista aragonesa Raquel Meller, con quien se casó en septiembre de 1919 en Biarritz, figurando Pérez Galdós y el conde de Romanones entre sus padrinos y testigos. Gómez Carrillo, que coqueteó con la vanguardia, había fundado la revista ultraísta Cosmópolis en enero de 1919 y desde su atalaya en París informó prontamente en ABC, el 25 de abril de 1925, de los nuevos rumbos poéticos en su artículo «Los nuevos poetas de Francia: los superrealistas». Cuando se casó con Raquel Meller, quien había debutado en 1907, era ya la cupletista una gran figura internacional, que cosecharía elogios de Pérez Galdós, Manuel Machado, Corpus Barga y Eugenio D’Ors, entre otros, y sería retratada por Renoir, Sorolla, Romero de Torres, Moreno Carbonero y Carlos Vázquez. Pues bien, en 1919, en el año de su matrimonio con Gómez Carrillo, Raquel Meller presentó en el Teatro Maravillas de Madrid el fox-trot Amor japonés, dando fe con el nuevo ritmo americano de los nuevos vientos musicales que soplaban en la península. La aproximación de Gómez Carrillo al mundo de la canción popular no fue un caso aislado. Recordemos que el aristócrata Antonio de Hoyos y Vinent, influido por el decadentismo preciosista de Huysmans, en el capítulo «La ingenua libertina» de su novela Vidas arbitrarias, rindió homenaje a la cubana Consuelo Portela, más conocida como «la reina del Chantecler». Y en El drama del Barrio Chino, de 1930, introdujo a la Bella Chelito. Mientras que Angel Samblancat, político izquierdista y diputado constituyente en 1931, publicó el libro Estampas de musichall. La música de jazz se consolidó muy rápidamente en nuestros locales, a juzgar por el testimonio de Joaquín Belda, que ya a mediados de 1922 escribió: «Hace tiempo que [el jazz-band] había invadido los salones de los grandes hoteles y las salas de baile de los cabarets; ahora ya se le ve también en los teatros de varietés; dentro de poco lo veremos en las iglesias y en los conciertos solemnes de la Sinfónica» (Belda 1922). De su difusión da también buena medida su inserción, a veces paródica, en otros canales culturales más o menos plebeyos. Así, Rafael López de Haro publica en 1924, en la colección La Novela de Hoy, Fútbol... Jazzband; el asturiano Valentín Andrés Álvarez, tertuliano de Pombo, edita en 1925 Sentimental Dancing (Madrid: Artes de la Ilustración), ambientada en París; Eduardo Marquina, por su parte, estampa en La

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Novela Mundial en 1926 el relato satírico Adán y Eva en el dancing; Joaquim «Peric» Montero estrena en 1927 en el Teatro Novedades de Barcelona Jazz-Band. Humorada en dos actos; y hasta Jacinto Benavente se atreve a estrenar en Madrid en 1931 La melodía del jazzband. En esta tarea de difusión desempeñó un papel importante el cine, aunque entonces era todavía mudo. En 1927 se anunció la producción española titulada expresivamente Del schottis al charlestón, dirigida por Ernesto González y protagonizada por José Montenegro. Pero aparentemente no llegó a estrenarse, y tal vez ni se concluyó, de manera que no podemos juzgar esta sugerente confrontación de lo castizo y lo moderno en nuestras pantallas. Pero el cine que llegaba de Hollywood fue un ariete eficaz del espíritu de la Edad del Jazz. En febrero de 1930 se estrenó en España una de sus películas más emblemáticas, una producción de 1928 de Metro-Goldwyn-Mayer titulada Our Dancing Daughters (es decir, Nuestras hijas danzarinas), pero que en España se retituló muy caprichosamente Vírgenes modernas. Este film dirigido por Harry Beaumont, que constituye un escaparate de la libertad de costumbres en los «felices veinte», se abría con el primer plano de los pies de Joan Crawford mientras baila un charlestón, se introduce las bragas y acaba de vestirse ante el espejo de su habitación. Se trata de un plano impensable en la etapa de posterior vigencia del Código Hays de censura. Las chicas de la película son mostradas como sexualmente agresivas y ambiciosas. Pero lo más interesante para nosotros es que, al postsonorizarla la productora con una banda musical como era usual en 1928, se incluyó el pasodoble Valencia, del maestro José Padilla, cantado en inglés, como fondo musical de una escena que representaba una vivaz fiesta mundana. Lo que demuestra que el hibridismo o mestizaje no era característica exclusiva de nuestra cultura musical peninsular. Hemos mencionado hace un momento el fox-trot Amor japonés, cantado por Raquel Meller. El fox-trot, precursor comercial del jazz en Europa, según la Enciclopedia Británica se difundió tal vez a raíz de un espectáculo de revista del Ziegfeld Follies en 1913. Se trató de un ritmo sincopado de 4x4 influido por el rag-time, una música sincopada surgida en los estados sureños a finales del siglo XIX y precursora del jazz. De ser cierta la fecha propuesta por la Enciclopedia Británica, su llegada a España fue extremadamente rápida, pues en enero de 1914 la cupletista bilbaína La Goya (Aurora Mañanós), reciclando rápidamente su intertextualidad, puso en boga la canción Su Majestad el Fox-Trot, que decía:

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La reina soy del Fox, soñar y amar es mi alegría. Soy la diosa del placer, gentil mujer que os extasía.

DEL TANGO AL JAZZ La llegada a España de las primeras formas comerciales de jazz desplazó a la cultura del tango, propia de la anteguerra, y que había llegado a España vía París. Sorprende encontrar todavía en 1919 al poeta ultraísta Rogelio Buendía escribiendo un «Elogio del vals» (Grecia, 12), en el que decía del baile vienés: Por eso que te ocultas entre el fox-trot ruidoso y el cojo one-step.

El tango llegó a Barcelona en el invierno de 1912 y en la Maison Dorée se organizaron unos Thés-Tango, que acabarían por originar los Thés Dansants, de manera que antes de la guerra el vals, el cake-walk y la machicha fueron desplazados en el Paralelo por el tango (Cabañas Guevara 1944: 246; Cabañas Guevara 1945: 151). En 1914, año en que Pío X condenó el tango tras organizar una representación en el Vaticano, debutaron en el Trianon de Madrid la rubia Marianela y el negro Colbert, en una exhibición de tango (Retana 1964: 81). Al acabar la guerra, el famoso tango bailado por Rodolfo Valentino y Alice Terry en Los cuatro jinetes del Apocalipsis (The Four Horsemen of the Apocalypse, 1921), film de Rex Ingram que adaptaba a nuestro Blasco Ibáñez, había hecho verdadero furor. Este éxito fue seguido por una gloriosa gira nacional de exhibición de tangos por Valentino, en compañía de su esposa Natacha Rambova, patrocinados por la empresa de cosméticos Minerva. De manera que la llama del tango siguió viva y se halla su eco en el poema de Guillermo de Torre «Circuito» (1919-1920), de su libro Hélices, en donde escribe:

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ROMÁN GUBERN Sobre las terrazas colgantes multisonas orquestas negras frivolizan el tango de los instantes.

Y en 1921, en el año del citado film de Valentino, Luciano de SanSaor escribió en su poema «Fiesta» (Ultra, 10): Tango Los espejos equivocan las parejas Los monóculos caen en los descotes de las mujeres.

En el registro satírico-popular, en Don Quintín el amargao (1924), de Carlos Arniches y Antonio Estremera y que Buñuel llevaría más tarde al cine, se alude a las mujeres adictas a los vicios entonces de moda: la menta, el pipermint, el tango y la morfina. Tras la arrolladora irrupción del jazz, a partir de 1925 se produjo un revival del tango en los bailes de salón y en el mundo del espectáculo. En febrero de 1927 Valentín de Pedro estrenó en el madrileño Teatro del Centro El veneno del tango. Y dos años después, en un reportaje escrito en París, Salvador Dalí escribió: «Los amigos vamos a escuchar tangos, especialmente la letra, que creemos de una fuerte ejemplaridad dentro de la literatura. [...] En casa del poeta Robert Desnos escuchamos tangos y rumbas que acaba de traer de su viaje a Cuba» (Dalí 1929). Ese mismo año Luis Buñuel cubrirá buena parte de la banda sonora de Un Chien andalou con un vibrante tango cuyo título todavía no ha podido ser identificado por los estudiosos. De esta cohabitación del jazz y del tango sacaría lecciones Ernesto Giménez Caballero en su capítulo «Una América y otra», de su libro Julepe de menta (1928), pues representa las dos Américas, la sureña del tango y la norteña con el blues y el charlestón, enlazadas por la cintura. Sobre el jazz escribe allí Giménez Caballero (Giménez Caballero 1928: 86-87): El saxofón acompaña en su vuelo a Lindbergh. El saxofón saca entradas de cinema. Un jazz es un andamiaje de ciudades nuevas, sin sangre animal. Enciende bombillas de anuncios sobre las fachadas del Broadway. Cuando un tren rueda sobre los rieles marca el compás del tabalo: del bombo del jazz.

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Los guantes de boxeo tocan rag-time sobre los torsos de los gimnodermos. El claxon pertenece a la fauna del jazz y el cocktail a su flora.

Y acaba su texto: Tango y jazz: la América del Sur y la América del Norte, enlazadas por la cintura. Como lo que son: una pareja de baile. Sobre el tablado oceánico.

DESCUBRIMIENTO DE LA NEGRITUD Puede observarse que en dos ejemplos anteriores —la exhibición del negro Colbert en Madrid y el poema «Circuito» de Guillermo de Torre— el tango ha aparecido asociado a artistas de color, lo que nos obliga a examinar el tema de la negritud como indicador de un exotismo cultural estimulante en aquella época. Debemos recordar que el esclavismo negro había connotado a sus sujetos en Occidente con atributos poco favorecedores —primitivismo, brutalidad, etc.— y una consulta al Diccionario de Germanía de María Inés Chamorro (2002) nos revela que negro significa en su jerga: 1) astuto, taimado; 2) infeliz, infausto; mientras que mulato equivale a: 1) rufián; 2) homosexual. En el siglo XIX y en buena parte del siguiente los personajes negros eran interpretados en el escenario por actores blancos con la cara embetunada, lo que convierte en muy excepcional la iniciativa de Felipe Ducazal, empresario del Teatro Apolo de Madrid, al despedir de las representaciones de la zarzuela Cádiz (libreto de Javier de Burgos y música de Federico Chueca, 1887) al actor Julio Ruiz, tras un altercado con él, actor que interpretaba a un mulato, y sustituirle luego por su criado negro, que no tenía ninguna experiencia artística. Se trató, obviamente, de un caso excepcional. De modo que, como en el caso recién expuesto, el estereotipo del negro en la cultura occidental estuvo vinculado en las primeras décadas del siglo siguiente a tareas serviles. Así, César González Ruano recuerda en sus memorias que, hacia 1919, a la puerta del recién inaugurado Maxim’s, el primer bar americano de Madrid, había «un negro gigante vestido con una librea aparatosa y que vendía cocaína en unos frasquitos de cristal marrón que contenían un gramo y eran de la casa Merck»

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(González Ruano 1951: 66). Según parece, este negro sería el inspirador del protagonista de El negro que tenía el alma blanca, novela popularísima de Alberto Insúa, del que hablaremos más tarde. Es sabido que el descubrimiento de las máscaras y de la escultura africana, tanto por los cubistas (Picasso a partir de Les demoiselles d’Avignon) como por los expresionistas alemanes (Kirchner, Max Pechstein) les impulsó a alejarse del naturalismo vigente en las artes plásticas europeas y les empujó a la búsqueda de una «verdad interior» de las formas. Con esta nueva mirada de Picasso, Matisse, Ernst, Nolde, Brancusi o Archipenko nació el «primitivismo modernista» de las vanguardias occidentales, tributario del indigenismo africano. Pronto veremos como el desembarco europeo de Josephine Baker estimuló esta tendencia «negrista» en el ámbito coreográfico-musical. Pero antes de que se produjese tal desembarco, Ramón del Valle-Inclán ya había publicado en 1920 su poema «Estética de la mujer de color» (Grecia, 47), en donde rima: He soñado con la mujer negra: Corales en el cuello, En la boca y en el cabello. ¡He soñado con la mujer negra! Sensual y musical.

Y Adriano del Valle, en plena efervescencia ultraísta de 1922, escribió en el poema «Canciones situadas» (Ultra, 24): Y el beso de esa negra tropicalmente es una copa de curaçao.

Cuatro años más tarde José María Hinojosa, en su poema «S», del libro La Rosa de los vientos (1926), escribe: Baila una negra con sexo de líquido metal. Tantán, tantán.

El africanista alemán Leo Frobenius estuvo en Madrid a mediados de los años veinte, en donde era conocido su fundamental Decameron negro, como recuerda González Ruano en sus memorias. A finales de la

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década Manuel Azaña tradujo la Antología negra de Blaise Cendrars (Madrid: Cenit, 1930), mientras que Joan Llongueras hizo la versión catalana de sus Petits contes negres per a infants blancs (Badalona: Proa, 1929), preparando el terreno al negrismo que propuso Ramón Gómez de la Serna en su libro Ismos (1931), aludiendo también al arte aborigen africano, pero desembocando en la cultura negra incrustada en sociedades occidentales. Y, culminando este interés, en 1932 apareció la antología Teatro burlesco de los negros, que compilaba cuatro piezas, precedidas por un prólogo de Cristóbal de Castro.2 Más vistosa y estridente fue la irrupción de la negritud en la cultura de masas, como evidenció el charlestón ¡Cómprame un negro! (1926), con música de Villajos y letra de M. Bolaños y A. Jofre, que decía: Mamá, cómprame un negro en el bazar, cómprame un negro que baile el charlestón y que toque el jazz-band.

Más triste era el tango de Vidal Tragán titulado Porque era negro: Porque era negro le engañaba; porque era negro le despreciaba. Pobre negrito, muere de amor por la desdicha de su color.

El ejemplo más notable e influyente de utilización literaria del tema de la negritud, en el contexto cultural que ahora nos ocupa, lo suministró la novela del cubano Alberto Insúa El negro que tenía el alma blanca,3 que no constituyó un texto vanguardista, sino que se encasilló en 2

Las piezas compiladas son: Las praderas verdes, de Marc Connelly; Jumbo Jim, de Herbert Powell; El fantasma de la señora Pepper, de Lewis C. Tees y Colgando la ropa, de Catherine E. Smedley y Anny Buzy Palmer. 3 Publicado en 1922 en Madrid por la editorial Estampa. Citamos según la edición de 1969.

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una tendencia cosmopolita y sensiblera propia de su época. Pero esta condición no impidió que el libro se convirtiese también en un buen documento del mundo del teatro y del cabaret madrileño del momento y con su negro bailarín de jazz como protagonista planteara las tensiones profesionales generadas por la modernización de la oferta espectacular. Ante la intrusión de la música moderna en los escenarios de Madrid un autor viejo y castizo protesta: «¡Qué vergüenza! ¿Y esto es España? ¿Esto es Madrid?» (Insúa 1969: 51). El negro que tenía el alma blanca propuso al público un cosquilleo interracista con un negro enamorado sin esperanza de una blanca, haciéndole protagonizar en el libro un triunfo profesional paralelo a un fracaso sentimental que culmina con su muerte. Vale la pena reproducir los párrafos que Insúa escribió para presentar a Peter Wald, su protagonista: Rey del fox-trot, emperador del shimmy y sumo pontífice del tango le llamaban también. Había bailado en los primeros music-halls del mundo. Su equipo era el de un rajá. Isadora Duncan le había recibido como a un maestro en su Academia de la Danza de Berlín. Nijinsky, el maravilloso bailarín ruso, le pedía lecciones. Y su popularidad era tan grande en los Estados Unidos, que un senador había pedido que se derogase en su obsequio la ley de Lynch. ‘Si a Peter le da la gana —decía un cronista— puede fundar un harén con las girls más blancas y más rubias de Nueva York’. En realidad, Peter era una de las grandes vedettes universales de varietés, y, desde luego, el primer bailarín de tango, de shimmy y de fox-trot. Donde Peter fundase un dancing, allí estaría la meca del baile convulsivo de nuestra época (Insúa 1969: 49).

Y el debut madrileño de Peter Wald con su pareja Ginette es descrito con aliento hiperbólico por Insúa de este modo: El fox-trot, no bien iniciado, arrancó murmullos de sorpresa. Era un baile que acababa de ponerse de moda en Madrid. En los flamantes dancings de la calle de Alcalá, en los thés-dansants de los novísimos palaces y en los innumerables —e inconfesables— cabarets de la Villa y Corte el fox-trot imperaba, y venía a ser la expresión caricaturista de este Madrid plagiario de París y de Viena, que va borrando al antiguo, sin gracia, sin belleza y sin rumbo [...].

Peter y Ginette ejecutaban un

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fox-trot espasmódico, que se bailaba con las piernas rígidas, y un sube y baja del cuerpo isócrono como el de un émbolo. Era una danza de hipnotizados, de sonámbulos, o de autómatas dirigidos por dos pilas eléctricas. En aquel baile Peter recobraba todo el alma de su raza, y era el negro, el negro bestial y místico que baila extasiado, como frente a un ídolo, y que da siempre a la danza un extraño sentido religioso y lúbrico, acaso porque su idea de la divinidad está fundida con la del delirio priápico (Insúa 1969: 55-56).

Sabemos que la exitosa novela de Insúa tuvo una versión escénica protagonizada por Carmen Carbonell y Antonio Vico (García Martínez 1996: 50). Y el director cinematográfico madrileño Benito Perojo, que solía rodar sus películas en París con irritación chovinista de una parte de la crítica, decidió a finales de 1926 adaptar la novela de Insúa a la pantalla, en una cinta que supuso el debut de Conchita Piquer en el cine español. La película obtuvo un éxito inmenso en nuestro país y su aportación más original fue la elaboración de una pesadilla de la protagonista, Emma, que expresa su aversión hacia el bailarín negro (interpretado por el egipcio Raymond de Sarka). En la novela se trata de una situación tratada brevísimamente por el autor, pero Perojo, que había podido ver el cine de vanguardia en las salas parisinas, expandió la situación de modo muy creativo —con la colaboración técnica del operador Segundo de Chomón—, iniciándola con el desdoblamiento de la protagonista por sobreimpresión, al levantarse de la cama, con la metamorfosis del bailarín negro en un gorila amenazador que pasa a ocupar luego el interior de la boca del simio y caer desde ella a cámara lenta a la habitación de Emma, para ejecutar una danza convulsiva sobre una mesa, arrancar a la chica de su cama y lanzarla luego al interior de la boca del gorila, en donde la besa en la boca con lascivia, rodeada por los caninos fálicos de la bestia. Con el desdoblamiento de los personajes —que expresa la organización neurótica de la estructura obsesiva de Emma—, la escenificación onírica buceó en el mundo complejo y viscoso de la libido, ofreciendo una potente iconografía precursora de King Kong. Es reseñable que en la publicidad de este film se reprodujese la imagen del simio característica del Anís del Mono, que Emma menciona en la novela. El éxito de esta película hizo que Benito Perojo acometiera una nueva versión sonora en 1934, que resultaría también muy exitosa. En cuanto a la versión muda de El negro que tenía el alma blanca, se estrenó en el Cine Lutetia de París en el verano de 1929 —en el delicado momento de transición del cine mudo al sonoro—, rebautizada Le Danseur de

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jazz (para aprovechar sin duda la publicidad de la cinta sonora norteamericana Le Chanteur de jazz/The Jazz Singer), y con el añadido de música suministrada por discos a través del sistema Synchrophone. Como antes señalamos, la cultura musical de la negritud fue comparada pronto al flamenco gitano, como hizo Sebastià Gasch en el semanario Mirador, al considerar que el temperamento artístico de la gitana Pastora Imperio era «superior al de los rusos, tan extraordinariamente dotados, sólo se puede comparar al de los negros más hiperestésicos».4 Como puede observarse, adjetivos como «convulsivo», «hiperestésico», «descoyuntado», «espasmódico» y hasta «epiléptico» (como propuso Eugenio Montes en «Atardecer en New York») fueron frecuentes a la hora de calificar los nuevos ritmos musicales que llegaban de América. Como eco de este clima cultural, el compositor catalán Frederic Mompou, en su artículo «La nueva música», publicado en Hèlix en 1930, declaró que había buscado una forma de primitivismo, de modo parecido al proceso seguido por los pintores modernos con el arte negro. Y el compositor y musicólogo donostiarra Pedro Sanjuán incorporó los ritmos afrocubanos a su obra, que fue elogiada por Alejo Carpentier, y su Liturgia negra le valió el Premio Nacional de Música en 1934.

EL JAZZBANDISMO ULTRAÍSTA En el Club Parisiana de Madrid, situado en el Paseo de Rosales y regentado entonces por Carlos Revenga, actuó por vez primera en 1919 una orquesta negra de jazz en la capital. María Teresa León ha evocado en sus memorias el Club Parisiana de su infancia —nació en 1903—, en donde se patinaba de día y se bailaba de noche (León 1998: 81). José López Ruiz lo ha descrito más recientemente como un complejo que incluía salón de té, casino de juego, sala de espectáculos y terraza de verano (López Ruiz 1988: 44-46). El jazz llegó a Madrid, por lo tanto, durante la emergencia del movimiento ultraísta y no es raro que la compulsiva modernolatría de sus cultivadores lo adoptara como signo de los nuevos tiempos, como expresión vivaz de una polirritmia sacádica y heterodoxa, de libertad estética, de estímulo a la creatividad instintiva y de desinhibición normativa. Para aquella modernolatría de volun-

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«Pastora Imperio», en Gasch (1957: 127).

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tad vanguardista, además, la cultura popular que llegaba de Estados Unidos —el cine, el jazz, la barra coctelera aquí llamada «barra americana», los restaurantes automatizados, las maratones de baile, o las girls como sincrónicas coristas uniformadas y uniformizadas— era percibida colectivamente como emblema de una modernidad dinámica y ejemplar. En su «Manifiesto Vertical Ultraísta», fechado en noviembre de 1920, Guillermo de Torre asoció la estética cinematográfica a la «estatuaria subconsciente, acerba e impar del Arte negro» (suplemento de Grecia, 50). Y algunas poesías ultraístas, en su estructura sintáctica o fonética, parecen un reflejo del ritmo sincopado o quebrado del jazz. El Club Parisiana sería importante en la historia del ultraísmo, pues en sus locales organizó y presidió Maurice Bacarisse el 28 de enero de 1921, tras su epifanía jazzística, una Velada Ultraísta, con sus salones decorados para la ocasión por los esposos Delaunay, sesión anunciada en el primer número de la revista Ultra y glosado en el siguiente. Participaron en el acto, entre otros, Jorge Luis Borges, Ciria y Escalante, César A. Comet, Gerardo Diego, Pedro Garfias, el compositor Juan José Mantecón que leyó un texto sobre música moderna, y Guillermo de Torre. De modo que el nexo entre jazz y ultraísmo quedó formalizado en esta ocasión. El prolífico Guillermo de Torre fue quien con más frecuencia incluyó referencias a la nueva música en sus poemas. En el número 49 de la revista Grecia, de 15 de septiembre de 1920, incluyó referencias a la nueva música en su «Bric-a-Brac», que comienza así: Apoteosis vibracionista oh el film de nuestras vidas verticales hay refracciones del arte negro.

Y más abajo prosigue: La hélice de los ortos canta en la noche RAG-TIME lunar en el cabaret astral. [...] Hiper-musicales JAZZ-BAND ritmizan las pasiones.

Y en su poema «Puzzle» (del que apareció una variante titulada «Pentagrama» en su libro Hélices), publicado en el quinto número de Ultra (17 de marzo de 1921), proclama: «Las horas danzan un rag-time».

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En su poema «Skating Ring» (Ultra, 17, pero con nueva versión en Hélices), que contiene también alusiones al cine, Guillermo de Torre escribe: «Ritmos del sexteto. Vibraciones de un rag-time propicio a las contorsiones musculares». En su libro de poemas Hélices, publicado por Mundo Latino en 1923, insiste repetidas veces en el tema. Así, en «Trapecio», escribe: Jazz-band Evocación de los rascacielos que trepan hacia la luna Los músicos acrobáticos actúan ritmos salvajes.

Su poema «Diagrama mental» empieza así: Todo es ritmo, contraste y simultaneidad Ondulación discontinua de la trayectoria impresional Taquicardia El motor de mi inquietud acuerda sus latidos al síncope contrapuntístico de los jazz-band.

Y el «Hai-Kai 9» de Hélices dice: El jazz-drummer repiquetea con los palillos de sus dientes en los descotes de las danzarinas.

Otros poetas del grupo o afines a él recurrieron a los mismos motivos. En 1919, el año de la irrupción del jazz en vivo en Madrid, se encuentran ya bastantes referencias a la nueva música. Xavier Bóveda, en «Un automóvil pasa», escribió (Grecia, 13): Si es una niña, se acuerda del rubio novio, del amado con quien bailó, en aquella noche, aquel fox-trot tan exaltado.

Eugenio Montes concluye su «Atardecer en New York» (Grecia, 16) así: «Ante la indiferencia de los espectadores, las trompas epilépticas insisten: —DO RE FA».

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J. Rivas Panedas propone, en su «Edén Concert» (Grecia, 24), una analogía acústica: «Hay xilofones en los vasos». Y al año siguiente, en su poema «Café» (Grecia, 49) escribe en su octavo verso: «Músicos desinteresados brindan el Jazz-Band». Federico de Iribarne ensayó un efecto sinestésico luz-sonido en su poema «Amanecer en el tejado» (Grecia, 33): Al final del horizonte de un rincón verde y ocre lívido de lacas y de cadmios, un punto luminoso gritó su clarín desafinado.

El sevillano Rafael Lasso de la Vega publicó su poema «Cabaret» (Grecia, 37) en francés y castellano, sin puntuación, en cuya versión traducida se lee: A los sones de las orquestas Ráfagas Canciones Oleada que gira bulliciosa Carrusel Tziganes rojos jazz-band Cascabel torbellino Músicas acrobáticas de los negros jocosos.

El creacionista Vicente Huidobro publicó en 1920 «Cow-Boy» (Grecia, 41), donde escribe: «Y él / con la cabeza entre las rodillas / danza un Cake Walk». La generación ultraísta fue también una generación radiofónica, pues se formó entre el protagonismo militar de las radiocomunicaciones durante la Primera Guerra Mundial y la aparición de la primera emisora radiofónica en España en 1923. Este contexto nos obligaría a distinguir la cultura del texto (propia de los poetas) y la cultura del sonido (propia de los músicos, pero también de los poetas). En 1919 había titulado Joan Salvat-Papasseit su primer libro Poemes en ondes hertzianes. La radio, vehículo musical por excelencia de la modernidad, sería homenajeada con frecuencia por los ultraístas. Sin ánimo de exhaustividad recordemos los poemas «T.S.H.» de Juan Larrea (Grecia, 19), «De la radio», texto caligramático de Adriano del Valle (Grecia, 33) y, en Hélices, los titulados «Pleamar», «Madrigal aéreo» y «Torre Eiffel», en donde Guillermo de Torre evoca «las antenas que exultan».

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EL FOCO VANGUARDISTA CATALÁN Ya mencionamos el protagonismo del Paralelo barcelonés en la cultura de los espectáculos populares de la capital catalana. Sabemos que el joven Picasso frecuentó sus locales, pero cuando el jazz llegó a la ciudad él ya residía en París. En su historia del Paralelo, Luis Cabañas Guevara escribió: «A la obsesión tangueril sucedió, después de 1917, la obsesión negra. El jazz llegó, no bastando con que los músicos fuesen negros, sino, también, los bailarines», aunque precisa en otro lugar de su libro que el jazz llegó en 1917 por vía discográfica (Cabañas Guevara 1945: 172, 222, 241-242). Al igual que ocurrió en Madrid, la nueva música no tardó en inspirar a los poetas catalanes. Así, el futuro político Ventura Gassol publicó en enero de 1925 su poema «Les campanetes del Jazz-Band» (D’ací i d’allà, 85). También la crítica alineada con las posiciones vanguardistas tomó partido en defensa de la nueva música. Lluís Montanyà, por ejemplo, en la importante revista sitgetana L’Amic de les Arts (nº 5, agosto de 1926) defendió en su artículo «Elogi del jazz-band» aquella música, polemizando con sus críticos y señalando que el secreto del jazz-band es la sabia utilización de las interrupciones súbitas, de los momentos silenciosos, de los puntos muertos entre los sonidos, o sea, el síncope. Esta es la palabra mágica, la clave de esta innovación musical que ha provocado tanto ruido: la sincopación, ‘el arte de hacer cantar y bailar el silencio’.

Comenta luego Montanyà cada uno de sus instrumentos y del saxofón escribe que él sólo sería suficiente para justificar el jazz y hacerle merecedor de encomio. Su lamento, humano, gemido sensual a veces, queja amorosa otras; ahora grito de pasión, después chillido de ira o estremecimiento de dolor, hace vibrar nuestras más profundas fibras sentimentales.

En 1926, en Gaseta de les Arts (nº 60, 1 de noviembre), su colega Sebastià Gasch comparó los ritmos de un cuadro de Salvador Dalí con los de un disco de jazz de la American Southern Syncopated Orchestra que acababa de escuchar con entusiasmo. Y el pintor aludido en tal texto, en su importante artículo teórico «Sant Sebastià» (L’Amic de les Arts, 16, 31 de julio de 1927) escribió:

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Sobre la cubierta de un blanco paquebote, una chica sin pechos enseñaba a bailar el black-bottom a los marineros saciados de viento del sur. En otros trasatlánticos, los bailarines de charleston y blues veían Venus cada mañana en el fondo de sus gin cocktails, a la hora de su aperitivo.

No ha de extrañar, por tanto, que los tres citados, Dalí, Gasch y Montanyà firmaran en marzo de 1928 un contestatario «Manifest Groc» (también conocido como «Manifiesto Antiartístico Catalán»), que polemizaba con el tradicionalismo cultural académico, para oponer con exaltado optimismo «los nuevos hechos, de intensa alegría y jovialidad, que reclaman la atención de los jóvenes de hoy». En la cúspide de estos nuevos hechos figuraba el cine, pero muy poco después se mencionaban «la música popular de hoy: el jazz y la danza actual», y algo más abajo «el desnudo bajo la electricidad en el music-hall». Fue un manifiesto en defensa de la cultura que los autores llamaban «antiartística» (o antitradicional y antisentimental), que constituiría uno de los nortes de la filosofía estética de Dalí en aquellos años. No tardarían en aparecer en L’Age d’or (1930) de Buñuel un cura violinista y un señor que va por la calle y pisotea y destroza un violín, representación muy gráfica de su proclama antiartística contra la música tradicional y sentimental que aquel delicado instrumento simboliza y al que Buñuel, en su primerizo texto «Instrumentación» de 1922 (publicado en Horizonte, 2), asoció a «señoritas cursis de la orquesta, insufribles y pedantes. Sierras de sonido». Esta idea se halla también, por cierto, en el guión cinematográfico de Ramón Gómez de la Serna titulado El sepelio de Stradivarius, que he reproducido en mi libro Proyector de luna. La Generación del 27 y el cine (Gubern 1999: 25-26). Y, concordando con ellos, en su dibujo Putrefactos musicales (1925) Salvador Dalí mostró su agria animadversión a un gran piano de cola, un violín y un arpa. El jazz estuvo especialmente presente, como resulta previsible, en los escritos de Salvador Dalí. En el último número de L’Amic de les Arts (31, 31 de marzo de 1929) explicó el pintor el origen de su interés por esta música, escribiendo: Era el año 1922 cuando descubrí la música en la orquesta de negros americanos Jackson del Rectors Club de Madrid, donde los amigos nos reuníamos asiduamente [...]. Ya anteriormente los fox, sobre todo los más vulgares, tocados por las pianolas de los cines, nos habían TENTADO, a Pepín Bello y a mí, a encerrarnos a vivir día y noche en un cine vacío, haciendo sonar la pianola y comiendo conservas.

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En The Secret Life of Salvador Dalí el pintor se extendió algo más en el tema de su descubrimiento del jazz en el Rector’s Club del Hotel Palace de Madrid, en compañía de Buñuel y en una loca madrugada: La orquesta negra era excelente y agitaba las profundidades de nuestros intestinos con la cuchara y el tenedor de su ritmo sincopado que no nos daba descanso. El pianista tocaba con divina incontinencia [...] y el saxofonista, habiendo soplado toda la sangre de su pasión, se derrumbó exhausto para no levantarse más. Fue nuestro descubrimiento del jazz y debo decir honestamente que me causó bastante impresión entonces (Dalí 1942: 187).

Tras este descubrimiento en sus días de la Residencia de Estudiantes, las referencias al jazz menudearán en los textos de la etapa catalana de Dalí. Aludió a los blues en su artículo «Peix perseguit per un raïm» (L’Amic de les Arts, 28, 31 de septiembre de 1928). Y al año siguiente, en su artículo «Revista de tendències antiartístiques» (L’Amic de les Arts, 31, 31 de marzo de 1929), escribió: Consecuencia de esta nueva libertad, nacida tan naturalmente de nuestros impulsos reales, es el estado actual de espíritu que no tolera la lectura, la pintura, la música, etc., pero que por un solo sonido de los que ha inventado el jazz daría, sin duda, toda la producción en bloque de la literatura oficiosa contemporánea.

El jazz volvió a aparecer en las crónicas que Dalí envió desde París en 1929 al diario La Publicitat. En su segunda entrega escribió: Le Grand Écart es un local exquis de París, un banjo, un piano y un saxofón tocados por tres negros, las paredes negro-chocolate. Tal lugar es frecuentado y puesto de moda por la gente más funesta de París: Cocteau, Ravel, etc., etc. (La Publicitat, 28 de abril de 1929).

Y al mes siguiente escribió: En el Ambassy (Champs-Elysées) los músicos americanos cantan un blues casi en voz baja, acompañados de piano, los breaks los hace un clarinete o bien un saxofón [...]. Anoto, todavía, el disco de Red Nichols, Five Pennies. Es un blues. Hablamos con el amigo norteamericano Phatterson; dice: Red Nichols representa la última evolución del jazz. Instrumentalmente

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hay que anotar el predominio del clarinete, la supresión del banjo, el declive del saxofón (La Publicitat, 23 de mayo de 1929).5

En la cultura de expresión catalana hay que mencionar todavía al dramaturgo, cineasta y poeta valenciano Maximilano Thous, quien en su Primer recull de versos, que compila textos poéticos suyos escritos entre 1918 y 1930, incluye el poema «Jazz band», así como a su paisano Carles Salvador, que publicó en la revista Taula de Lletres Valencianes dos artículos con el título «El jazz, el maquinisme i la poesía pura». En las Baleares, el compositor, pianista y musicólogo mallorquín Baltasar Samper escribió sobre jazz en los años veinte en La Revista de Catalunya y dio una conferencia sobre el tema en el Ateneo de Barcelona.

EL DESEMBARCO DE JOSEPHINE BAKER El desembarco de Josephine Baker en octubre de 1925 en el Théâtre des Champs Elysées de Paris, en la Revue Nègre de Louis Douglas, impulsó en el continente la moda del charlestón, que la bailarina había aprendido en su Saint Louis natal. El charlestón era un baile social de jazz de un 4x4 rápido, originado hacia 1903 como un baile negro folk de los estados sureños y asociado especialmente a la ciudad de Charleston, en Carolina del Sur. Adoptado en los años veinte por los bailarines profesionales, tras su aparición en el espectáculo musical negro Runnin’ Wild (1923), se convirtió en una expansiva moda social, aunque perdiendo con ello parte de la exuberancia de su versión primitiva. Pero la percepción popular del charlestón fue la de un baile ultradinámico y la revista El Día Gráfico pudo escribir en su artículo «El baile de moda» que sus bailarines parecían «presos de un ataque de epilepsia» (citado en García Martínez 1996: 42). La contaminación espectacular producida por este ritmo fue tan grande, que cuando se importó a España la película de Ernst Lubitsch So This Is Paris (1926), basada en una comedia francesa de Meilhac y Halévy, la distribuidora le cambió el título por La 5 Red Nichols (seudónimo de Ernest Loring) era un trompetista oriundo de Ogden (Utah), que debutó en 1923 en Nueva York con Johnny Johnson, dirigió varias orquestas en comedias musicales de Broadway y fue un representante característico del primer periodo del jazz blanco.

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locura del charlestón y al estrenarse en enero de 1927 en los Cines Kursaal y Cataluña de Barcelona, una gacetilla publicó que en la pantalla el charlestón «lo bailan admirablemente bien y con todas las contorsiones epilépticas que requieren, la bonita Patsy Ruth Miller y Monte Blue» (Popular Film, 25, 20 de enero de 1927). Josephine Baker había llegado a Europa con el jazz-dancer Louis Douglas, a quien Ángel Zúñiga evocó en sus actuaciones barcelonesas, rememorándole con «sus negros de Louisiana y su ruido armónico de viejas cacerolas que recordaban nostálgicamente el curso del Ol’Man River» (Zúñiga 1949: 173-174). Esta articulación rítmica se observó también en París ante el cuerpo descoyuntado de Josephine Baker, elogiado por la intelligentzia local y no faltó quien observara que tenía algo de cubista, inspirando además a Alexander Calder su escultura de alambre titulada Josephine Baker (Rose 1991: 120 y 122).6 Al estreno de la Revue Nègre asistieron Francis Picabia, Blaise Cendrars, Robert Desnos y Van Dongen. En marzo de 1928 inició la bailarina una gira mundial y a principios de 1930 llegó a España, en donde actuaría, con su característico cinturón de plátanos, en escenarios de Madrid, Barcelona, Pamplona, Valencia, Valladolid, Sevilla, Granada, Córdoba y Málaga. En Barcelona, en donde según Gasch el charlestón había sido introducido por la pareja formada por el negro Buby y Sadie Hopkins (Gasch 1972: 47), actuó la Baker en el escenario del Principal Palacio, contratada por el empresario Manuel Sugranyes. Salvador Dalí escribió sobre ella en el citado artículo «Sant Sebastià»: «El ritmo de Josephine Baker al ralenti coincide con el más puro y lento crecimiento de una flor del acelerador cinematográfico». Y Ángel Zúñiga la evocaría, escribiendo de Josephine Baker que pudo ser la encarnación de la Venus negra de que nos habló Baudelaire, fue en la revista algo excepcional, porque añadió a las notas excéntricas del momento y que, por lo tanto, el tiempo superaría, su canto maravillosamente dulce, como todos los de su raza, que quedaría como una caricia aterciopelada del jazz en nuestros oídos (Zúñiga 1949: 174)

6 Sobre la influencia de la cultura negra en la vanguardia francesa véase ArcherStraw (2000). Las relaciones con el jazz son estudiadas en el cuarto capítulo: «L’art jazz and the black bottom».

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Los ecos de la actuación de Josephine Baker en España fueron muchos, desde las imitaciones en los escenarios —como la de La Yankee (seudónimo de la sevillana Reyes Castizo), bailando con cinturón de plátanos—, hasta los retratos, como el del pintor post-cubista aragonés Ramón Martín Durbán que publicó en la revista catalana D’Ací i d’Allà. Mientras que las figuras de Labios y bailarinas de Maruja Mallo, dibujo de 32’5x45 cms., sugieren el ritmo descoyuntado de la Baker. Y hasta La Gaceta Literaria homenajeó a la bailarina con una cena de despedida y con un artículo de Miguel Pérez Ferrero, en el que se leía: «Lo primitivo, negro, que ella traía, daba la mano a nuestro primitivo ‘jondo’ y a lo primitivo ‘bolchevik’. Y al mismo tiempo, era Josefina Baker» («Adioses en cuerda de incredulidad». En: La Gaceta Literaria, 79, 1 de abril de 1930). Y como el azar de los surrealistas hace a veces bien las cosas, recordemos finalmente que fue el film protagonizado en 1927 en París por Josephine Baker La sirène des tropiques, dirigido por Henri Etievant y Mario Nalpas a partir de un guión de Maurice Dekobra, el que puso en relación a Luis Buñuel, como su ayudante de dirección, y al actor Pierre Batcheff, futuro protagonista de su Un Chien andalou.

EL JAZZBANDISMO DE RAMÓN GÓMEZ DE LA SERNA No ha de extrañar que los nuevos ritmos cautivasen la sensibilidad siempre alerta de Ramón Gómez de la Serna, el precursor de nuestra vanguardia. Tuvo oportunidad de manifestar públicamente su admiración hacia el jazz con motivo de la presentación del film sonoro norteamericano El cantor de jazz (The Jazz Singer, 1927), de Alan Crosland, en el Cineclub Español, el 26 de enero de 1929. Se ha relatado muchas veces aquella accidentada sesión celebrada en el Palacio de la Prensa, debido a que la carencia de equipos sonoros Vitaphone hizo que la cinta se acompañase de una música espúrea suministrada por una orquesta local, lo que originó una descomunal protesta. Ramón compareció ante el público con esmoquin y la cara embetunada, como el protagonista del film, Al Jolson, para dirigirle una alocución sobre el jazz.7 El texto de Ramón fue publicado en dos entregas sucesivas por La Gaceta

7

Puede consultarse la crónica de esta sesión en Gubern (1999: 283-288).

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Literaria, con el título «Jazzbandismo», y con el subtítulo «Lo que dije y no pude decir en quince minutos» (La Gaceta Literaria, 51 y 52, 1 y 15 de febrero de 1929, respectivamente). En ellos podía leerse: El jazz-band define la mezcla libertaria, y por eso no hay que buscarle fuentes oscuras, sino aceptar lo que tiene de la nigricia y lo que ha tomado prestado de los claxon que trazan la línea de las aceras en la calle moderna [...]. En el jazz sentimos el abrazo de dos civilizaciones, la negra de la época en que éramos sapos aguanosos y la época de las Grandes Vías y los sorprendentes escaparates ¡Qué abrazo de emigrantes más estupendo! En el jazz se dan un abrazo todas las razas y completa el abrazo el tango, que tiene madre también africana, la tangana [...]. En el jazz-band está la chacota de la vida moderna, su absurdidad, su incoherencia, su deseo de jolgorio continuo, y en él se mezclan todas las fugas de los amores tristes, de las patosidades desesperadas y el desteñido de las bocas, siempre como heridas sin restañar, mezclados a otros mil ingredientes, como tecleos de máquinas de escribir lejanas, reclamos de pato y de perdiz y estallidos de pulgas de elefante.

En la segunda entrega comentó Ramón las impregnaciones religiosas del jazz, observando que «lo que hay en el jazz de música coral protestante —de los viejos coros sabatinos— es tomado por su negrura y añaden abismos a lo religioso y lo hacen más profundo y ponen un frenesí rafagueante en sus notas». Después de comentar cada uno de sus instrumentos y sus formas de baile, añadió: El jazzbandismo cambia la ilusión del fin del mundo y habréis de saber que cuando llegue su último día no serán trompetas las que suenen, sino el más enorme jazz, el jazz triturante y resurrectante, a cuyo son caerán las ciudades y se despertarán los muertos.

No faltan en su texto construcciones greguerísticas, como la que afirma que «los metales del jazz-band son los metales de mejor clase del mundo, y hay todo un ruido de cacerolas entre sus notas». Esta brillante intervención ramoniana se convirtió en el capítulo titulado «Jazzbandismo» de su fundamental libro Ismos, de 1931, que incluyó también al «Negrismo», como ya dijimos.

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LA IRRADIACIÓN JAZZÍSTICA EN LA GENERACIÓN DEL 27 Fue inevitable que la innovadora música afroamericana afectara, en mayor o menor medida, la sensibilidad de muchos miembros de la Generación del 27. Así, el futuro surrealista Juan Larrea escribió en su poema «T.S.H.» (Grecia, 19, 20 de junio de 1919): «América / silba en inglés un cake walk». Sin aludir al jazz, Rafael Alberti se hizo eco de la nueva cultura discográfica en su poema «Romeo y Julieta», de Cal y canto (1929), al escribir: «Esqueleto de níquel. Dos gramófonos / de plata, sin aguja, por pulmones». También Pedro Salinas acogió en sus versos la nueva cultura musical, en su poema «Font-Romeu, noche de baile», de su libro Fábula y signo (1931), en donde se lee: Viene ya. Me equivoco, lo que viene es una nube rubia con un álbum de discos bajo el brazo a tocar fox-trots cándidos en sordina con títulos de estrellas.

Más rotundo fue el poeta extremeño Eugenio Frutos, que dio el título de «Jazz-band» a la primera sección de su poemario Prisma, publicado póstumamente (Diputación Provincial de Badajoz, 1990), así como Concha Méndez, que incluyó el poema «Jazz-band» en su libro Inquietudes (Madrid: Imprenta de Juan Pueyo, 1926). Entre los poetas mayores de la generación, Luis Cernuda explicitó en Poesía y literatura que dado mi gusto por los aires de jazz, recorría catálogos de discos y, a veces, un título me sugería posibilidades poéticas, como este I Want to Be Alone in the South, del cual salió el poemita segundo de la colección susodicha [Un río, un amor], y que algunos, erróneamente, interpretaron como expresión nostálgica de Andalucía (Cernuda 1971: 187).

Este poema, titulado «Quisiera estar solo en el Sur» apareció publicado en el octavo número de la revista Litoral, en mayo de 1929. También José Moreno Villa explicó que en su libro Jacinta la pelirroja «quise que apareciera algo del espíritu y de la forma sincopada de jazz, que me embargó en Norteamérica» (Moreno Villa 1944: 154). Dicho libro, que incluye efectos onomatopéyicos jazzísticos, se abre así:

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ROMÁN GUBERN Eso es, bailaré con ella el ritmo roto y negro del jazz. Europa por América. Pero hemos de bailar si se mueve la noria, y cuando los mirlos se suban al chopo de la vecina. Porque —esto es verdad— cada rito exige su capilla. ¿No, Jacinta? Oh, Jacinta, pelirroja, peli-peli-roja pel-pel-peli-pelirroja.

Los dos últimos versos tratan de traducir fonéticamente el ritmo jazzístico al que Moreno Villa se aficionó cuando fue a Estados Unidos con su novia, inspiradora de su poema. Esta música volvería a aparecer en posteriores poemas de Moreno Villa. Así, su «Caramba 40», dice: «Laberinto serás a toda costa / y saxofón de seria voz humana». Mientras que en su «Caramba 51» se lee: «¿Qué saxofón de ébano y qué piano de cristal, / berbiquean y rompen mi ensueño?». La estancia de Federico García Lorca en Nueva York le puso en contacto con la población afroamericana y con la cultura del jazz, como explicó por carta a su familia. El 14 de julio de 1929 escribe a los suyos que ha conocido a la escritora negra Nella Larsen, quien le acompañó en una visita a Harlem y le introdujo en reuniones con gentes de color. El poeta se explica así (Maurer 1985): Dio una reunión en su casa y asistieron sólo negros. Ya es la segunda vez que voy con ella, porque me interesa enormemente. En la última reunión no había más blanco que yo. Vive en la Segunda Avenida, y desde su ventana se divisaba todo New York encendido. Era de noche y el cielo estaba cruzado por larguísimos reflectores. Los negros cantaron y danzaron. ¡Pero qué maravilla de cantos! Sólo se puede comparar con ellos el cante jondo. Había un muchachillo que cantó cantos religiosos. Yo me senté en el piano y también canté. Y no quiero deciros lo que les gustaron mis canciones [...]. En la reunión había una negra que es, y lo digo sin exagerar, la mujer más bella y hermosísima que yo he visto en toda mi vida. No cabe más perfección de facciones, ni cuerpo más perfecto. Bailó sola una especie de rumba acompañada de un tam-tam (tambor africano) y era un espectáculo tan puro y tan tierno verla bailar que solamente se podía comparar con una

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salida de la luna por el mar o con algo sencillo y eterno de la naturaleza. Ya podéis suponer que yo estaba encantado en esa reunión. Con la misma escritora estuve en un cabaret también negro, y me acordé constantemente de mamá, porque era un sitio como esos que salen en el cine y que a ella le dan tanto miedo.

Su sensibilidad hacia la etnia afroamericana vuelve a aparecer cuando relata a su familia, el 28 de agosto de 1929, un viaje a Vermont y observa que el dueño de la casa en que se hospeda «tiene tal odio a los negros que hay a la entrada un letrero que dice: ‘el charlestón está prohibido en esta casa’». Y el 20 de octubre reitera a su familia: «Voy a algunos espectáculos. He visto una revista negra que es uno de los espectáculos más bellos y sensibles que se pueda contemplar». Algunas de estas percepciones están presentes en su espléndido libro Poeta en Nueva York, cuyo segundo capítulo se titula precisamente «Los negros» y que está compuesto por tres poemas, titulados «Norma y paraíso de los negros», «El rey de Harlem» e «Iglesia abandonada», que contienen cuatro referencias al baile o a los bailarines. En esta sección de su libro Lorca utiliza en sus versos, en varias ocasiones, palabras o expresiones repetidas, como ocurre en las frases musicales jazzísticas. Así, en «El rey de Harlem», por ejemplo, escribe: «Entonces, negros, entonces, entonces». Ya hemos expuesto antes el impacto del jazz presente en varios textos de Salvador Dalí. El aragonés Luis Buñuel, colaborador suyo en el guión de Un chien andalou, también ha confesado su afición a esta música. Nunca se ha observado, por cierto, que su texto poético de 1927 titulado «Palacio de hielo», que publicó en el cuarto número de la revista Hèlix, en mayo de 1929 (y que se integraría en su proyectado libro Un perro andaluz), tomó por título el nombre de un dancing de Madrid que tenía una pista de patinaje central, a cuyos márgenes se abrían salones más pequeños, cada uno con su propia orquesta. Buñuel había tomado clases de violín y en su texto «Instrumentación» (1922) ofreció divertidas opiniones musicales al modo greguerístico, pero en su estancia en Madrid acabó «cautivado por el jazz —según su confesión—, hasta el punto de que empecé a tocar el banjo. Me había comprado un gramófono y varios discos norteamericanos, que escuchábamos con entusiasmo mientras bebíamos grogs al ron (que yo mismo preparaba)» (Buñuel 1982: 78). En una ocasión intentó incluso llevar una orquesta negra a la Residencia de Estudiantes, pero su director se lo

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impidió. Y en París siguió tocando el banjo, según recuerda en sus memorias, iba a escuchar jazz en el Hotel Mac Mahon y poseía unos sesenta discos de esta música (Buñuel 1982: 101). Con estos antecedentes, es legítimo ver en el inserto de unas manos agitando una coctelera para visualizar el sonido de un timbre en Un chien andalou —verdadero primer plano sinestésico—, la mimetización analógica por parte de Buñuel de un vaso de percusión como los utilizados comúnmente en las orquestas de música afro. Los ensayistas de aquella generación hicieron también alusiones a la nueva música. Así, Fernando Vela, en su texto «El arte al cubo» —dedicado a glosar la Sinfonietta de Ernesto Halffter—, asocia el jazz «al ritmo más corporal; al ritmo sin intervalos vacíos, sin poros, al contratiempo y la síncopa, es decir, al contrarritmo» (Vela 1927: 13). Más severo, en su ensayo estético «Pentagrama» publicado en 1924 en la revista Alfar, tras glosar Benjamín Jarnés la novela La Santa Duquesa, del albaceteño Huberto Pérez de la Ossa, escribe en demérito del jazz: Ritmo de salmo en procesión... Con tal luz y tal ritmo no se suelen hacer piruetas. Todavía esas dos cosas no rodaron por la pista. Quedarán harto feos armazones de los juegos de artificio; del último jazz-band lírico quedará apenas un trasto más en los desvanes (Vela 1924) .

Pero este mismo año el poeta zamorano Eusebio García Mina impartió una conferencia titulada «Música y músicos modernos y modernistas», en la que proclamó su admiración hacia el jazz. La Gaceta Literaria mantuvo una ocasional sección dedicada a la música, aunque poco frecuentada, en la que el jazz estuvo ausente. Hizo una referencia a él Ramón Gómez de la Serna en su artículo «Harry Wills» (en la sección de Deportes), en el que fantaseando sobre este deportista, escribe que «se encorvó en la cámara, sacó el banjo y la tafia de Kingston y empezó a embriagarse dulcemente» (La Gaceta Literaria, 21, 1 de noviembre de 1927, p. 3). El único texto significativo sobre jazz que publicó esta revista fue obra de Sebastià Gasch, en un artículo de 1930 titulado «Jazz», suscitado por la actuación del Jack Hylton’s Jazz en Barcelona (La Gaceta Literaria, 94, 15 de noviembre de 1930, p. 9).8 En este texto Gasch elogia al jazz como reacción frente 8 Jack Hylton fue un director de orquesta nacido en Great Laver (Inglaterra) en 1892, que trabajó en su país —en 1913 tocaba el órgano en una sala de cine— y actuó en toda

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a la decadencia del ritmo en la música moderna y lo parangona al cubismo, escribiendo: Y del mismo modo que la morfología cubista, al reaccionar contra el colorismo impresionista, lo hizo con una violencia estructural inaudita, hasta complacerse sádicamente en la abstracción arquitectónica, el jazz, que no es propiamente una reacción, sino el arma que esgrimieron los reaccionarios para combatir la vaporosidad impresionista —aquella sorte de climat flou propice aux oreilles myopes de la música de Debussy, según afortunada frase de Jean Cocteau— el jazz, repetimos, es también de una violencia rítmica extraordinaria.

Es interesante constatar que años más tarde Sergei Eisenstein, como Gasch, asociaría el jazz al cubismo y al montaje cinematográfico en su importante libro teórico El sentido del cine, escribiendo que «no tenemos más que observar un grupo de pinturas cubistas para convencernos de que lo que sucede en ellas es algo oído ya en la música de jazz» (Eisenstein 1955: 82). Esta observación resulta pertinente para añadir el interés de algunos pintores de esta época hacia la nueva música. Así, el pintor peruano César Moro (Alfredo Quispez Asín), afincado en España, expuso en el Ateneo de Madrid en 1925 su cuadro Jazz-Band, mientras su colega aragonés Santiago Pelegrín expuso en su individual madrileña de 1928 otro sobre el mismo tema. En el campo de los músicos, el compositor de origen filipino Federico Elizalde, residente en España, relacionado con la Generación del 27 y colaborador de piezas escénicas de García Lorca —como Títeres de la cachiporra y El amor de don Perlimplín con Belisa en su jardín— cultivó también la música de jazz.

HACIA LA CATÁSTROFE En 1935, el mismo año en que Pere Casadevall fundó en Barcelona el pionero Hot Club, que editaría la revista Jazz Magazine, un Ernesto Giménez Caballero ya definitivamente fascistizado, en su libro programático Arte y Estado condenó al jazz como una música capitalista y sin Europa. Su orquesta fue la primera que participó en una transmisión radiofónica Inglaterra-América en directo.

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alma, aunque delatando su escritura su antiguo entusiasmo futurista e hiperbólico por el ritmo (Giménez Caballero 1935: 141-142). En este texto escribió: ¡Oh saxofón! ¡Oh rey de las pistas enceradas donde el atleta, con la semivirgen girl, restriegan seda de smoking con carnes tostadas, en deslices de fox y de blue. La poesía ya no es rima, sino ritmo. La música ya no es melodía, bel canto: ritmo. ¡Ritmo! ¡Ritmo! El indio que dormía en las venas de Walt Whitman toca su tambor. El Occidente, huyendo del alcohol del vals, cae en el contrabando de gangster que es el jazz.

Atrás ha quedado para Giménez Caballero el enlace coreográfico de las dos Américas con el ritmo afroamericano y el del tango, que su pluma había exaltado ocho años antes. Durante la Guerra Civil esta música fue vista con prevención política en ambos bandos. Para el Frente Popular era un producto alienante del capitalismo norteamericano, mientras para los fascistas era una muestra de primitivismo africano y negroide promovido por los intelectuales judíos. Consecuente con esta percepción crítica, la dictadura franquista contempló al jazz con hostilidad. El Hot Club de Valencia fue clausurado en 1944 por propagar «una música exótica e incluso pagana» (Vizcaíno Casas 1978: 116), mientras algo después Wenceslao Fernández Flórez (1948) escribía sobre él: Y ahora se da en la flor de ilustrar esas zaragatas musicales con una especie de breves conferencias o ampulosos comentarios [...]. La exaltación de esos tipos productores de estruendo es una servil imitación de los extravíos en que un público inferior de Norteamérica incurre al entregarse a una patológica admiración por los directores de esas agrupaciones detonantes.

Pero, por estas mismas fechas, los jóvenes Carlos Barral, Jaime Gil de Biedma, Antonio Saura o Joan Brossa buscaban con avidez en Barcelona y en Madrid los discos de jazz como admiradas rarezas y se deleitaban con sus primeras sesiones catacumbísticas. Como testimonio de esta nueva sensibilidad estética, en 1951 apareció, en edición bilingüe castellano-inglés de 420 ejemplares, Breve antología de cantos espirituales negros, preparada por el poeta catalán José María Fonollosa y

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el crítico de jazz Alfredo Papo y que compilaba dieciocho cantos9. El relevo de la cultura democrática de la anteguerra se estaba iniciando.

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Contaba Valentín Andrés Álvarez, en el «Apunte biográfico» que antecedía su novela Naufragio en la sombra, que cuando a comienzos de los años veinte, salía de las clases de Ortega con la Crítica de la razón bajo el brazo, se iba derecho a bailar a Maxim’s. «Los mismos oídos que recogieran momentos antes graves problemas metafísicos, recibían ahora tangos y foxtrotes. Dentro de mí tuvo lugar el contacto cósmico de la categoría kantiana y el tango argentino. Emparejamiento tan extraño no fue estéril. Tengo a todas mis obras por hijas de él» (Andrés Álvarez 1930: 15-16). Y uno siente la tentación de hacer extensiva esta paternidad a gran parte del Arte Nuevo: la mezcla del pensamiento reflexivo y la jovialidad mundana. Dicho de otro modo, el aventurerismo intelectual y vital. Pero limitémonos por ahora a Valentín Andrés Álvarez y retrocedamos hasta su primera novela, Sentimental-dancing (1925), que ha de servirnos como primer paso de este baile. Dice en ella el narrador: Hacia el año 1912 se produjo en los bailes de Madrid un cambio radical, operado por las danzas exóticas que entonces comenzaron a llegar. Vino primero el tango argentino y fue seguido poco después por el one-step, el fox-trot y el shimmy, nueva invasión de bárbaros que causaron profundos trastornos en un estado de cosas ya de largo tiempo establecido. Todas las invasiones causan víctimas y yo tuve la desgracia de ser una de las primeras de aquella (Andrés Álvarez 1925: 21).

Hubo muchas más víctimas de aquella invasión, desde luego, tantas como para transformar el panorama de los espectáculos de variedades

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en España, dominados hasta entonces por el cuplé y el erotismo sicalíptico (Salaün 1990). La llegada de los ritmos negros hacia 1914 tuvo el efecto de un revulsivo y fue una manifestación popular de ciertos caracteres de la cultura de la modernidad, que se expresaban de manera más elaborada en el arte, la literatura y el cine. El fox-trot, el one-step y el boston twosteps fueron bailes que se conocieron antes del inicio de la Primera Guerra Mundial, casi al mismo tiempo que el tango, y conquistaron el gusto de la juventud que acudía a los dancings en las grandes ciudades, imponiéndose sobre otros bailes, como el pasodoble o el chotis, el cakewalk y, sobre todo, las danzas fuertemente regladas como el vals o la polca. Los años de la Gran Guerra fueron los del imperio del tango, el foxtrot y otros ritmos que extenderían su vigencia a lo largo de los años veinte y hasta bien entrados los treinta. Fueron años en los que, huyendo de la contienda, entraron a la Península muchas jóvenes francesas que iban a intentar ganarse la vida como bailarinas y artistas de varietés. La rápida adopción de los nuevos bailes provocó una reacción conservadora por parte de la sociedad tradicionalista y de los escritores que la representaban y abastecían de ficciones, por ejemplo los novelistas semanales y quincenales como Rafael López de Haro o Eduardo Marquina, pero también de otros en apariencia más circunspectos como José María Salaverría. En 1919, un local madrileño, la Parisiana, paradero de bohemios y ultraístas, ofreció la primera orquesta de jazz compuesta por músicos de raza negra, y Barcelona hervía de actividad nocturna en esa temprana posguerra, lo que la convertía en una de las mecas de la vida desenfadada y noctámbula de una Europa convaleciente. La capital catalana supo rentabilizar su condición de ciudad neutral abierta a los aires internacionales de renovación, un timbre de orgullo que se renovó en 1929 con motivo de la Exposición Universal, cuando la diversión y el espectáculo recibieron un formidable impulso empresarial. En 1919, en la revista Cervantes, Xavier Bóveda asociaba los ruidos mecánicos del automóvil con un fox: «una niña, se acuerda / del rubio novio, del amado / con quien bailó, en aquella noche / aquel fox-trot / tan exaltado» (Díez de Revenga 2001: 75), y ese mismo año Rafael Lasso de la Vega publicaba en Grecia un poema titulado «Cabaret» que trata de remedar el aturdimiento del danzante:

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Todo esto es un barco Fábrica de placeres Se desliza danzando por un río floreciente Es linda la mujer Pantera tórtola Despliega el abanico de sonrisas A los sones de las orquestas Ráfagas Canciones Oleada que gira bulliciosa Carrusel Tziganes rojos jazz-band Cascabel torbellino Músicas acrobáticas de los negros jocosos Para cocotas resplandecientes de joya y de encajes Que tangotean entre los brazos de gentiles amadores (Díez de Revenga 2001: 114).

También hubo quien expresó un desprecio absoluto por la moda de los jazz-band y las «músicas acrobáticas». Uno de los más virulentos fue Rafael López de Haro en la novela Fútbol... Jazz-band (Madrid: La Novela de Hoy, 1924), donde establecía entre ese deporte y el nuevo baile un común denominador irracional: «La importancia y el mérito residen, no más [en ambos casos], en las extremidades inferiores —en lo que más se parece el hombre a los irracionales—, que actúan con independencia como si a ellas hubiesen descendido la inteligencia y la sensibilidad» (apud García Martínez 1996: 53). Por eso podía definir el foxtrot como «un idilio de juanetes y tobillos, armonía de corvas, trenzado de peronés, jugueteo de talones».1 Un año antes, otro novelista folletinesco, Andrés Guilmain, había arremetido contra los thés dansants que ofrecían a media tarde (en general hacia las cinco) algunos locales en Madrid y Barcelona, y a los que acudían muchachos atildados, los pollos pera, y muchachas de buena familia, las niñas bien. Lo había hecho en la novela Entre el fox y el shimmy (Madrid: Caro Raggio, 1923), en la que reputaba de cretinos a los jóvenes «que no sabían otra cosa que bailar y dar puntapiés al balón», e iba a repetir su diatriba meses después en otra narración, La señorita Frivolidad (Madrid: La Novela Corta, 1924), donde, por cierto, también recicla algunos párrafos del texto anterior. Pero no todos los bailes y bailarines en las novelas de comienzos de los años veinte eran objeto de críticas. En 1922 Alberto Insúa testimonia el cambio de orientación que se está produciendo en los espectácu-

1 Para otros testimonios de la hostilidad a los ritmos negros, véase García Martínez (1996: 52-55).

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los de entretenimiento. El empresario Don Narciso de su novela El negro que tenía el alma blanca proclama contundente: «Si hace falta convertiré el teatro del Sainete en un musijol, y no se verán aquí más que películas y varietés...» (Insúa 1969: 11). Y el gran aliciente de su teatro serán los bailes de Peter Wald, que el narrador presenta así: «Peter era una de las grandes vedettes universales de varietés, y, desde luego, el primer bailarín de tango, de shimmy y de fox-trot. Donde Peter fundase el dancing, allí estaría la Meca del baile convulsivo de nuestra época» (Insúa 1969: 49). Una época en que proliferan las iniciativas vanguardistas en todas las artes y se abomina de todo lo que provenga o sugiera el pasado. El caféconcert de la belle époque ha sido sustituido por el dancing, el thé dansant o el cabaret, cada vez con más connotaciones de disipación moral. Insúa anota: En los flamantes dancings de la calle de Alcalá, en los thés dansants de los novísimos palaces y en los innumerables —e inconfesables— cabarets de la Villa y Corte el fox-trot imperaba, y venía a ser la expresión caricaturista de este Madrid plagiario de París y de Viena, que va borrando el antiguo, sin gracia, sin belleza y sin rumbo (Insúa 1969: 55).

El científico Severo Ochoa recordaba en 1990 que en su juventud le apasionaba el fox-trot y evocaba un cabaret de la calle Mayor de Madrid donde cada mesa disponía de un teléfono conectado con las cabareteras repartidas por la sala, a las que se podía reclamar para compartir una copa, conversación o tal vez algo más. Un enigmático personaje anónimo de Locura y muerte de Nadie, que tiene todas las trazas de ser una sombra del propio Benjamín Jarnés, interpela a Arturo, que ha acudido a un cabaret: He venido observando vuestro grupo desde que entrasteis al cabaret. Es mi profesión de estas horas. Elegí este lugar, porque aquí los hombres suelen obrar con más desembarazo. Se acercan más a sus propios instintos. Aquí la gente viene a desnudarse de su traje de sociedad; suele exigir el pago de una semana, de un mes de trabajo encasillado. Suele reclamar cínicamente su plus de goce... (Jarnés 1961: 1437).

Pero la fama de lugares de alterne idóneos para encuentros íntimos ya la habían ganado algunos dancings en 1926. En otoño de ese año se

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inauguró en la calle Aduana, 19, de Madrid el dancing de lujo MaipúPigall’s, cuya publicidad decía: «intimidad encantadora, casi de boudoir de los palcos que circundan la pista y de los saloncitos de las galerías altas» (Bravo Morata 1976: 108). Ese año de 1926, a la boga del tango y el fox-trot vino a sumarse el charlestón, que había popularizado Josephine Baker en su Revue Nègre a finales de 1925 y que iba a tener una vida más bien corta. Se suceden los nuevos ritmos sincopados de baile, como el quick fox-trot, procedente de Inglaterra, el lindy, una modalidad de swing que se puso de moda hacia 1927 en homenaje a Lindberg por su vuelo transoceánico entre París y Nueva York, el black bottom, parecido al slow fox-trot, o el yale, una mezcolanza de tango, fox-trot y one step, baile que, dicho sea de paso, en la República Dominicana llamaban jocosamente Juan Ester. Mientras se relevaban y superponían unos ritmos a otros, en las grandes ciudades españolas se multiplicaban los establecimientos dedicados al baile hasta superar los cinco mil. En Madrid tenían renombre el Stambul, el Palacio de Hielo, la parrilla del Florida Palace, el Central Kursaal, el Lido o el Ideal Room, con reputación de pista acanallada. En Barcelona, donde la afición al jazz arraigó muy pronto, era necesario visitar la Maison Dorée en la céntrica Plaza Cataluña, La Buena Sombra, el Hollywood, el Pompeya o el Gran Edén Concert, éste para los más adinerados. A uno de estos locales debió escapar el novelista que protagoniza El marido, la mujer y la sombra (1927) de Mario Verdaguer cuando, al descubrir a su esposa abrazada a la Sombra que ha cobrado vida independiente del creador, huye de su casa y se refugia en un cabaret donde suena un jazz-band con un trompetista negro. El atribulado novelista debió de meterse, no en una sesión de tarde, que solía empezar a las 6, sino en una de las sesiones de madrugada, que solían iniciarse a la 1 de la noche y se alargaban hasta las 3 o las 4 de la mañana, como en La Buena Sombra, donde podía disponer de «50 señoritas danzarinas» o en el Moulin Rouge de Pompeya, donde, además de «20 esculturales y atrayentes bailarinas» contaba con «30 señoritas de salón», según sabemos por un almanaque de 1931 del diario republicano El Diluvio. Probablemente, Mario Verdaguer pudo asistir en enero de 1926 al sensacional espectáculo de The Chocolate Kiddies en el Olympia, con música de Duke Ellington y dirigidos por Sam Wooding, que había actuado en el Club Alabama de Nueva York y venían de Berlín, donde se mantuvieron en cartel durante dos años (Rose 1991: 146-147). La pre-

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sencia de jazz-band con músicos negros era ya habitual en Barcelona hasta el extremo de que Joaquín Montero pudo estrenar el 6 de enero de 1927 en el Teatro Novedades una humorada en dos actos titulada precisamente Jazz-band. Los artistas y escritores modernos, muchos de ellos excelentes bailarines, como Valentín Andrés Álvarez o el querido Ildefonso-Manuel Gil, fueron muy sensibles a la invasión de la música y los ritmos negros, que no sólo disfrutaban en directo sino ya gracias al gramófono. Hacia 1928, por ejemplo, «La voz de su amo» ofrecía en su catálogo una amplia sección de bailables integrados por tangos y fox-trots (Vila-San-Juan 1984: 141). En ellos advertían una sintonía profunda con sus valores estéticos, fundados en la autenticidad y la novedad, y con su concepción de la vida, desinhibida, vitalista y aventurera, centrada más en los goces inmanentes del mundo moderno que en ninguna eventual promesa de trascendencia. El afán de novedad concentró el interés en el venero musical de la cultura afroamericana y, así, por ejemplo, en 1934 la revista Crónica podía consignar que «entre la música señorial del vals, la sala de disección del tango y las danzas negras, el público se queda con las últimas». Un público joven, es preciso puntualizar. Lo negro se puso de moda y la negritud, ahora transmutada en el jazz y los bailes puros y en apariencia descoyuntados, confirmó el prestigio que le habían conferido los pintores cubistas. La decadencia de Occidente, por decirlo con el título de Spengler, tenía uno de sus rostros en la fatiga cultural. Muchos vislumbraron en las rectilíneas esculturas de ídolos africanos y en los ritmos rituales que habían traído los soldados afroamericanos en la Primera Guerra un foco de regeneración. Un joven y remiso Guillermo Díaz-Plaja sentenciaba en 1931: «Hay una fatiga intelectual en todos los centros de producción; por eso acude [Europa] a lo primario: a la fotografía, al cinema, al ‘jazz’» (Díaz-Plaja 1975: 60). Pero esa creencia no era de una minoría, sino de una amplia mayoría intelectual europea. Años antes, a comienzos de 1927, Max Reinhardt le había propuesto a Josephine Baker en Berlín, tras verla en la Revue Nègre, que se quedara en la capital alemana para formarse como actriz en el Deutsches Theater. Reinhardt había presenciado en 1924 en Nueva York el espectáculo Shuffle Along, donde había debutado la bailarina, y se había persuadido «de que el espectáculo de variedades negro [en especial su lenguaje corporal] podía ayudar a renovar el teatro en Europa» (Rose 1991: 105). La música negra y América llegaron a identificarse y constituir

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una simplificadora ecuación en la década de 1920. El novelista Maurice Dekobra escribió en 1922 la novela Au pays du fox-trot (París: La Renaissance du livre) y un lustro después él mismo compuso el guión del film La Sirène des Tropiques que, dirigida por Marius Nalpas, debió haber sido la primera incursión de Josephine Baker en el cine, destinada a difundir más allá del escenario del Folies-Bergère la magia de su danza frenética y acaso los guiñotes y bizqueras con que arruinaba el efecto erótico. Pero todo salió mal. El ayudante de dirección era Luis Buñuel, que viajó a París ilusionado y se volvió a Madrid, antes de terminar la película, desazonado por el divismo caprichoso de la Baker. Nalpas hizo lo que pudo, rodando en verano en un bosque de Fontainebleau que no acababa de adquirir el aspecto del paisaje de las Antillas. La bailarina se vio a sí misma desgarbada y patética en una película que contaba por enésima vez la historia de Pigmalión y que, después de todo, no llegó a estrenarse. Pero quiero retomar el hilo del prestigio de lo negro en la época que, si bien, como he dicho, se asoció con la América del Norte, conforme avanzaron los años veinte se fue abriendo a otras expresiones de la música y la danza negras, como la rumba cubana, que contenía una intensa carga sexual, o la samba brasileña, presentada en París en 1922 y popularizada hacia 1928, año en que Paul Boucher escribe un manual de baile. Ramón Gómez de la Serna consideró el florecimiento de lo negro como un fenómeno tan eminente que le dio categoría de tendencia vanguardista en su libro Ismos. De las muchas ocurrencias que amontona Ramón en las páginas tituladas «Negrismo» quiero destacar unas líneas: «En todos los momentos apetece una sinceridad mayor que la que se dice. Se clama por volver al primer vagido. Se comprende obscuramente, secretamente, profundamente que bajo todos los artificios del presente se oculta el ansia primera» (Gómez de la Serna 1931: 128). Y añade: «¡Complicado grito mezclado de salvajismo y de última civilización!». La vuelta a los afanes primarios, instintivos, la vindicación de una mayor sinceridad o autenticidad y la mezcla de lo arcaico y lo moderno, lo primitivo y lo civilizado son parte fundamental del programa estético de los artistas del Arte Nuevo. Son exactamente las virtudes que habían cautivado a Max Reinhardt de la danza de Josephine Baker: el movimiento espontáneo y auténtico, la coexistencia de lo «ultraprimitivo y lo ultramoderno». Cuando, en 1930, la bailarina anunció que guardaba la falda de plátanos en un baúl y dejaba el Folies-Bergère para trabajar en el Casino

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de Paris, Miguel Pérez Ferrero le dedicó una hermosa despedida en La Gaceta Literaria en la que celebraba el reducto indómito y salvaje de las contorsiones corporales de Josephine Baker: «ella, con su primitivismo y con su coro de mundanas desnudeces rubias, se pegaba a las entrañas de su mundo de tierra caliente, de sangre caliente y de sol caliente» (Pérez Ferrero 1930: 10) y en las que llegaba a identificar el cuerpo de la artista con los elementos básicos: la tierra y el fuego, a la vez que intuía el desprecio hacia una civilización exhausta. Escribe: «Era eso: la tierra. La llamada a su fuego. Y el odio —todo en el baile— a una civilización que se empezaba a cansar. Desnuda aparecía cada noche, con piruetas increíbles y con ademanes trágicos, que se rompían en estallidos de humor». Pero entre los adioses del crítico se colaban algunas observaciones verdaderamente perspicaces. Una de ellas establecía la vinculación entre el espíritu impugnador del pasado de las vanguardias y la figura emblemática de Baker: Las gentes nuevas, ansiosas de nuevos horizontes, debieron tomarla por bandera, y en alguna ocasión la tomaron, ciertamente. Lo agrio, lo duro, lo agresivo, iba en la negrura de la dulce niña que se puso a bailar. Era lo que necesitaban los hombres que irrumpían en los ruedos de lucha. Los hombres que querían literatizar de modo diferente, que querían imponer normas arquitectónicas y musicales, que querían pintar con los ojos cerrados y con el pincel afilado, para producir heridas profundas. Josefina Baker era una afirmación de lo impuesto por la postguerra a golpes de talento y de espíritu combativo y demoledor.

En efecto, Josephine Baker se convirtió en un mito del Arte Nuevo en el que, como apunta Ferrero, «lo primitivo, negro, que ella traía, daba la mano a nuestro primitivo ‘jondo’ y a lo primitivo ‘bolchevik’». Curioso anudamiento de primitivismos que en su disparidad nos remite a uno de los ensayos de estética novísima más interesantes de la época y al que es preciso echarle un rápido vistazo. Me refiero a «Eoántropo», de Ernesto Giménez Caballero, en el que vamos a encontrar la percepción dual del arte del día, un arte bifronte, que mira hacia un pasado remoto y primigenio y, a la vez, hacia un futuro que se construye esforzadamente contra las rémoras del más inmediato tiempo anterior. En «Eoántropo», el director de La Gaceta Literaria se propone mostrar en qué medida el Arte Nuevo es «animal y primitivo», cómo el más prominente de sus rasgos es el «instintivismo; vitalidad elemental, pri-

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mordialidad zoótica. En suma: paraíso animal» (Giménez Caballero 1928: 316). De ahí que denomine al tipo humano connatural al Arte Nuevo homo elementalis y lo defina inscribiéndolo en el triángulo que forman la Prehistoria, la Etnología y el arte social, por convergencia de los homínidos correspondientes a esos ámbitos: el homo primigenius, el homo nigrus y el homo proletarius. La semejanza con el planteamiento de Pérez Ferrero salta a la vista. Gecé afirma: «El paleolita, el negro, el proletario. He ahí tres esquemas de primordialidad humana, directamente influyentes sobre el sistema conceptual del nuevo arte» (Giménez Caballero 1928: 320). Nótese la asociación de lo primitivo, lo negro y lo proletario (lo bolchevik, al decir de Pérez Ferrero) en la configuración de la imagen del hombre nuevo. Un hombre nuevo cuya humanidad le viene conferida triplemente, por lo que se le antoja absurdo a Giménez Caballero llamar al Arte Nuevo deshumano o inhumano, calificativos a los que opone el de eohumano, que significa «hombre inédito», «ántropo auroral» (Giménez Caballero 1928: 314). La relación analógica entre el Arte Nuevo y el arte primitivo aparece en este ensayo documentada mediante la confrontación de arte moderno con piezas antiguas. Las ilustraciones que acompañan el texto muestran la asombrosa semejanza entre, por poner un caso, una feminidad prehistórica y una de Flouquet, entre un bisonte de Altamira y un jinete de Kandinsky, entre un cuadro de Giorgio de Chirico y una estatuilla tribal. Este método de las correspondencias utilizado por Giménez Caballero en 1928 es el mismo que empleará el Museo de Arte Moderno de Nueva York en 1984 cuando organice una gran exposición sobre el influjo del arte primitivo en el arte del Modernismo. También allí se contraponían esculturas de Max Ernst o Giacometti a figuras africanas. El mismo tipo de analogía se estableció entre las posturas que adoptaba Josephine Baker en su célebre danza de las bananas, con las rodillas flexionadas, los glúteos sobresalientes, los brazos arqueados sobre la cabeza, y las estatuillas negras (Rose 1991: 40). La bailarina parecía haber conservado bastantes elementos característicos de las danzas tribales africanas que, a los ojos sorprendidos de los europeos, resultaban manifestaciones de una autenticidad no erosionada por la civilización. Representaba lo inédito. Con esa significación la incluyó Tomás Borrás en la ronda de cinco bailarinas que aparecen al comienzo de su obra Tam-Tam. Pantomimas. Bailetes. Cuentos coreográficos. Mimodramas (Madrid: CIAP, 1931). Allí están la Argentina, imagen de lo popular, Tórtola Valencia, de lo dramático, Lilian Roth, la danzarina humorística, Ana Pawlova, encarnación de lo

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literario y Josephine Baker, emblema de lo inédito, que es al cabo el perfil que prevalece. La persistencia de lo atávico y lo primordial era una y otra vez descrita como una marca en la música de jazz y los bailes asociados a ella. Cuando Ramón Gómez de la Serna pronunció en la segunda sesión del Cineclub de La Gaceta Literaria, el 26 de enero de 1929, su conferencia «Jazzbandismo», vestido con smoking y pintada la cara de negro, recayó en el lugar común de lo puro genuino y el primitivismo como correctivos de la cultura degenerada. «El baile del jazz —dijo— es el baile del bosque corrigiendo el amaneramiento de los petimetres. Es un baile en que figuran los negros moviéndose según un ritmo de ciénaga voluptuosa» (Gómez de la Serna 1929: 6). Y por si no estuviera claro señaló que el jazz «aparece en todo momento mezclado de lo selvático y de lo moderno». Para Sebastià Gasch (1930: 9), el jazz suponía la recuperación del ritmo, de un ritmo fisiológico, como la base musical más pura. La fascinación por el ritmo que se traduce en movimiento corporal apunta a la separación entre cuerpo y mente en la medida en que el primero es capaz de armonizarse con el ritmo como pura forma pero la mente no, puesto que reclama un significado (Gumbrecht 1997: 69). Los bailes portadores de un sentido determinable, como los bailes de socialización (piénsese en el vals), operan como signos expresivos, mientras que los bailes nuevos (excluyendo tal vez el tango) operan como signos privados de sentido, como significantes irreductibles. Podría decirse que los bailes tradicionales constituyen metáforas de conductas sociales, se sitúan en lugar de esas conductas, las suplantan, en tanto que los bailes negros se constituyen en conductas en sí mismos, en objetos nuevos en la realidad de la época y, por consiguiente, en expresiones metonímicas de ese mundo nuevo. Si se me acepta la comparación arriesgada, ocurre algo similar a la eliminación del objeto en el expresionismo abstracto, donde la forma impura, con significado, es sustituida por la forma despojada y por el color. A este propósito vale la pena recordar la impresión que a Julio Camba le sugirió el bullicio nocturno del barrio de Harlem en Nueva York: «El baile es para ellos [los negros] no sólo el mejor modo de expresar las cosas, sino también una manera efectiva de crearlas» (1934: 32). Tal como el Arte Nuevo aspira a crear objetos autosuficientes, no miméticos, el baile nuevo se quiere forma pura liberada de reglas y de adornos, entidad efímera armada con el movimiento de los miembros que no persigue ningún objetivo que lo trascienda. Es curio-

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so que un personaje de Ricardo Gullón, por ejemplo, sostenga que el tango «es negación de lo humano, de lo vital, de lo trascendente» (Gullón 1934: 109), casi al dictado de los tópicos sobre la deshumanización del arte. El paso de los años convertirá los ritmos negros, como dirá Giménez Caballero en 1932 con motivo de un maratón de baile, en «bailes pútridos de masas» y el fox-trot o el charlestón serán absorbidos, indefectiblemente, por la sociedad como objetos de consumo. Algo de esto evoca el novelista catalán Joan de Sagarra en su novela Vida privada (1932: 128) cuando apunta que «el charlestón ya era plato de suburbio» en las postrimerías de los veinte.2 A un conservador como José María Salaverría nunca le gustó, como a tantos, la irrespetuosidad de los jóvenes para con las normas sagradas de la comunidad, ni la rebeldía ni los anhelos renovadores. Su ideal era una «vida noble, adornada» de morigeración y ceremonias, como antaño, un ideal que expuso por extenso en su «Retrato de una época. Una teoría del adorno» (Salaverría 1930: 173-215). El alegre frenesí sin reglas de los bailes jóvenes le repugnaba tanto como los experimentos literarios novísimos. En su «Filosofía del maillot», de 1930, lo puso bien a las claras: «Nunca ha bailado tanto como hoy la Humanidad civilizada. Ya no es suficiente que existan thé dansants; lo correcto es que en las comidas se interrumpa la absorción de la sopa para dar por la sala unas cuantas vueltas de fox. Y el fox viene a simbolizar de manera exacta toda la filosofía moderna [que] puede expresarse con una sola palabra: aturdimiento» (apud García Martínez 1996: 52). He aquí el juicio de un burgués (lo diré como Moreno Villa) «normativo y petulante, hueco y lleno de lugares comunes, de rutina y de sensatez imbécil», es decir, de un putrefacto. Un representante de una visión del mundo caduca que, en 1932, Miguel Mihura supo retratar en el personaje de Don

2

El pasaje completo dice así: «Por entonces [segunda mitad de los veinte] empezaron a intoxicarse los saxofones de blues y de black-bottom; el charlestón ya era plato de suburbio. Se atravesaba la época más espectacular y candente de Josefina Baker; el cincuenta por ciento de los hombres que estaban [en la fiesta] la habían devorado en el Folies-Bergère mientras salía de su esfera plateada enseñando las nalgas de caucho más dinámicas que nunca se han visto». En el verano de 1927, Luis Buñuel le escribía a Pepín Bello desde París, mientras trabajaba como assistant del film protagonizada por Josephine Baker una carta-poema uno de cuyos renglones dice: «Josefina Baker en vez de culo tiene un émbolo» (Sánchez Vidal 1988: 159).

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Sacramento en Tres sombreros de copa, una comedia por la que transita, no se olvide, una compañía de bailarinas, la del negro Buby Barton. Y es que en los años veinte todo bailaba, las cosas y las certidumbres. Baila el paisaje al comienzo de Luna de copas de Antonio Espina en 1929, mientras Cernuda se inspiraba en un fox-trot para cierto poema de Un Río, un Amor («Quisiera estar solo en el Sur»), y Lorca describía el paraíso de los negros como ese lugar donde «los corales empapan la desesperación de la tinta, / los durmientes borran sus perfiles bajo la madeja de los caracoles / y queda el hueco de la danza sobre las últimas cenizas».3 Insúa imaginó un negro con el alma blanca en 1922, pero el correr de muy pocos años trajo una generación de blancos con el alma negra.

BIBLIOGRAFÍA ANDRÉS ÁLVAREZ, Valentín (1925): Sentimental-dancing. Madrid: Artes de la Ilustración. — (1930): Naufragio en la sombra. Madrid: Ulises. ARCONADA, César M. (1928): «Dancing». En: Parábola, 6, mayo. Repr. en Obra periodística. De Astudillo a Moscú (1986). Edición de Christopher Cobb. Valladolid: Ámbito, pp. 157-158. BRAVO MORATA, Federico (1976): Historia de Madrid, II. Madrid: Fenicia. CAMBA, Julio (1934): La ciudad automática. Madrid: Espasa Calpe. CERNUDA, Luis [1958] (1971): «Historial de un libro». En: Cernuda, Luis: Poesía y literatura, I y II. Barcelona: Seix Barral. DÍAZ-PLAJA, Guillermo (1975): Vanguardismo y protesta. Edición de JoséCarlos Mainer. Barcelona: Libros de Barcelona. DÍEZ DE REVENGA, Francisco Javier (2001): La poesía de vanguardia. Madrid: Ed. del Laberinto. GARCÍA LORCA, Federico (1996): Obras completas I. Poesía. Edición de M. García-Posada. Barcelona: Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores. GARCÍA MARTÍNEZ, José María (1996): Del fox-trot al jazz flamenco. El jazz en España. 1919-1996. Madrid: Alianza. GASCH, Sebastià (1930): «Jazz». En: La Gaceta Literaria, 94, 15 de noviembre, p. 9.

3 Son los versos finales de «Los negros», poema de Poeta en Nueva York (García Lorca 1996: 518).

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El presente artículo se propone un acercamiento fundamentalmente teórico, antes que historiográfico o sociológico, al asunto de la relación entre el Arte Nuevo y el jazz. Para ello se partirá de la hipótesis, ahora meramente enunciada, de que esta relación podría verse como un caso paradigmático de la manera en que el Arte Nuevo interpreta su propia situación como práctica estética en el contexto del periodo de entreguerras.1 En las páginas que siguen no se rastrea la aparición de referentes, digámoslo así, jazzísticos en la creación literaria de vanguardia (dancings, orquestas, o alusiones a iconos como Josephine Baker) ni tampoco se analiza en ella el posible uso de ciertos procedimientos formales que remitirían a una estética jazzística (como serían el ritmo sincopado, la improvisación o el contrapunto),2 sino que meramente esbozaré una formulación de la postura crítica general del arte nuevo frente al jazz, esto es, dónde residiría para la nueva estética su sentido, y por tanto su valor. La posición general que el jazz ocupa en esos años aparece condensada, por ejemplo, en unas páginas del libro de H. U. Gumbrecht In 1926

1 Para una perspectiva general a propósito del jazz en el contexto de la cultura del siglo XX y particularmente en relación con el viejo continente, véase Knauer (1994); Mäusli (1994) y Wolbert (1997), tres libros que, por su carácter misceláneo, proporcionan a la vez que una idea de conjunto, múltiples e interesantes enfoques. 2 Para un buen muestrario de ensayos de este tipo dentro un contexto amplio, véase por ejemplo Minganti (1997), así como el ensayo bibliográfico de Albert (1996).

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(Gumbrecht 1997: 130-135). Una síntesis de las principales reacciones por parte de la intelectualidad europea al desembarco del jazz puede encontrarse, entre otros lugares, en el artículo de John Lucas «Modernism in Black and White: American Jazz in Interwar Europe» (1999).3 En ambos textos queda certificada la importancia de ese estilo musical en el ambiente sociocultural del periodo (fijada para siempre en la fórmula de F. Scott Fitzgerald «The Jazz Age»). Pero, particularmente tras leer el segundo, la conclusión es algo amarga y desalentadora; la mayoría de los intelectuales de la época, en sus acercamientos teóricos, maltrataron al jazz, bien por incomprensión, bien por desprecio. Veamos brevemente cómo se aplica este enunciado al caso de la vanguardia hispánica. Constatemos en primer lugar que, en tanto que fenómeno musical, el jazz no obtuvo por parte del arte nuevo español la respuesta crítica que merecía. Musicólogos y atentos melómanos afectos a la nueva estética como Adolfo Salazar, Gerardo Diego o César M. Arconada no le dedicaron prácticamente atención y cuando lo hicieron fueron bastante refractarios. Lo confirma el hecho de que libros con títulos tan pegados al más inmediato presente como Música y músicos de hoy (1928) o La música actual en Europa (1935) de Salazar no contengan prácticamente referencia alguna al jazz (pese a que el autor le había dedicado algunos artículos en El Sol); o que, del mismo modo, el jazz permanezca prácticamente ausente de las páginas de una revista tan atenta a las palpitaciones de la época como Revista de Occidente. Estas omisiones eran tanto más graves si tenemos en cuenta no sólo que músicos importantes en aquellos años como Milhaud (La création du monde, 1923), Hindemith (Suite 1922, 1922) o Křenek (Jonny spielt auf, 1925) incorporaban los patrones rítmicos, el vocabulario armónico o las sonoridades jazzísticas a sus composiciones, sino que el genuino jazz norteamericano había penetrado en Europa ya en 1918, con los conciertos que una orquesta negra dio en el Casino de París. Para mediados de los años veinte el jazz se erigía en el ritmo de moda en el viejo continente, como lo muestran dos hechos significativos: el éxito rotundo que Josephine Baker obtuvo en sus giras a partir de 1925, lo que además reavivó el interés por la negritud y el primitivismo,4 y que Cocteau y el grupo de les 3 Otra buena síntesis es el artículo del prestigioso historiador Eric J. Hobsbawn «On the Reception of Jazz in Europe» (Mäusli 1994: 13-21). 4 Sobre Josephine Baker, véase por ejemplo la biografía de Rose (1991). Sobre primitivismo: Barkan/Bush (1995), con abundante bibliografía.

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Six eligieran para sus encuentros el Bar Gaya, donde eran frecuentes los espectáculos de jazz.5 En el caso de España, como cuenta pormenorizadamente José M.ª García Martínez (1996), el jazz penetró a través del fox-trot y de los ritmos cubanos muy tempranamente, y así, en 1922, Joaquín Belda hablaba con retórica algo apocalíptica de una «invasión» del jazz (García Martínez 1996: 27). Las orquestas que actuaron por toda la geografía peninsular en los años 20 fueron numerosas y el paso de Josephine Baker significó un auténtico acontecimiento, como lo reflejan estas palabras del artículo que Miguel Pérez Ferrero le dedica en La Gaceta Literaria: «Josefina Baker era una afirmación de lo impuesto por la postguerra a golpe de talento y de espíritu combativo y demoledor» (Pérez Ferrero 1930: 10).6 La indeferencia o incluso la subestimación del jazz por parte de ciertos intelectuales del arte nuevo se enmarca dentro de una práctica crítica mayoritaria de la época, que a grandes rasgos presenta dos perspectivas axiológicas negativas. Por una parte, tendríamos aquellos críticos como Adorno o T. S. Eliot7 que menosprecian el jazz como puro espectáculo comercial. Parten de la oposición central entre alta cultura y cultura de masas y se encomiendan a la primera como tabla salvadora de una civilización en decadencia. El jazz desintegra las formas tradicionales de cultura y promueve la disolución del individuo en lo colectivo. Así explica Jacobo Muñoz este proceso de disolución, a propósito de la estética adorniana: «Cosa entre otras cosas», este arte entkunstet, el jazz, es ofrecido como un «bien de consumo» ideado para servir de «vehículo psíquico» a quienes, proyectando sobre él emociones o impulsos miméticos, disuelven así, escuchándolo, su yo autónomo: uno de los objetivos centrales, por cierto, de la gigantesca maquinaria de la industria cultural (Muñoz 2002: 132).

5 Bernard Gendron (2002) ha estudiado la recepción del jazz por parte de la vanguardia parisina. 6 Véase también la entrevista que la artista le concedió al periódico barcelonés La Noche el 11 de febrero de 1930. 7 Los principales textos donde Th. W. Adorno trata el tema del jazz se encuentran en Prismas (1962), Disonancias. Música en un mundo dirigido (1966b) o Filosofía de la nueva música (1966a). Sobre T. S. Eliot, véase Chinitz (2003).

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Dicho rápidamente, estos críticos subestiman lo que el jazz tiene de genuina praxis artística creadora y lo reifican como bien de consumo, para así unirlo a otros fenómenos de una inquietante rebelión de las masas. En España, esta postura la resumía el compositor Juan Llongueras al sentenciar: «el jazz es indigno del todo de nuestra civilización» (García Martínez 1996: 52). La segunda perspectiva, mucho más simplificadora, destaca del jazz sobre todo su «pureza» y primitivismo, esto es, precisamente el ser un arte casi pre-comercial y poco civilizado, por lo que se acaba juzgándolo pintoresca manifestación antropológica que hunde sus raíces en el salvaje continente africano. Como ejemplo de esta postura algunas opiniones del cronista Antonio G. de Linares en La Esfera (1925): El jazz, naturalizado americano del Norte, no es sino africano del Centro, y hay tribus negras de las orillas de los grandes lagos que podrían reclamar patente de invención y aun derechos de autor a los explotadores de instrumentos y músicas de jazz-band, plaga de hoteles, restaurantes, cafés y cabarets del mundo entero. Los negros de esas tribus manejan para celebrar las fiestas el jazz original: artefactos de cañas de bambú, cobres y tambores, con el que los maestros compositores de color han logrado, sin plagiar, como los blancos, e inspirándose en la naturaleza, un ruido onomatopéyico lo más parecido posible a la infernal algarabía de los monos reunidos libremente en sus cuarteles de la selva... Esto es el jazz en sus comienzos... Los negros lo aprendieron de los simios... Los blancos lo imitaron de los negros... Y en la sonrisa de los jazzbandistas de color, que son centro y alma de todas las buenas orquestas de jazz, hay la satisfacción de una venganza contra la raza opresora y desdeñosa al contemplar a los bailarines blancos del gran mundo en sus contorsiones simiescas, viviendo esa hora suprema de su ‘gran vida’, que se parece tanto a la última hora de la tarde, a la hora más animal de la vida de los cuadrúmanos en la selva tropical... (cit. en Vila-San-Juan 1984: 144).

Como puede observarse, una mezcla de racismo, ignorancia y miedo a lo otro se incorporaba en amplia proporción a los debates sobre el nuevo estilo musical. En contadísimas ocasiones se apelaba a razones estrictamente musicales, como las limitaciones armónicas, la síncopa o la tendencia a la improvisación. Ciertamente, a los autores modernos se les hacía difícil encarar el jazz desde presupuestos prioritariamente artísticos. Y es que el jazz no poseía alguno de los caracteres definitorios de lo que en su opinión constituía la auténtica práctica estética: así, por

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ejemplo, era comercial, no era elitista, rehuía el intelectualismo y carecía de formulación teórica o programática clara. Pero no todo fueron recepciones negativas. El jazz también encontró en ciertos autores, especialmente entre los más iconoclastas y particularmente en la vanguardia catalana, una valoración positiva. Así, Buñuel, por ejemplo, se sintió fascinado por el nuevo ritmo e incluso llegó a tocar el banjo, mientras que su amigo Dalí (al igual que sus compañeros Montanyà y Gasch, como veremos) le dedicó monográficamente algún artículo en La Gaseta de Sitges. Para algunos jóvenes preocupados por marcar la necesidad de renovación y de sintonía con la actualidad, el jazz suponía un estandarte del espíritu de rebelión y antipasatismo. Para otros, el jazz demostraba la posibilidad de un arte alejado de todo romanticismo. Ya Arconada se quejaba en 1924 de que la música era precisamente la disciplina estética que menos había conseguido alejarse del romanticismo (Arconada 1986: 91-95), y contemporáneamente se ha señalado que esa búsqueda de una postura antirromántica se encuentra en la base de la incorporación del jazz por parte de los compositores más destacados de la época (véase Aracil 1994: 107122). Otra razón para un acercamiento positivo al jazz nos la proporciona la hipótesis de Gumbrecht según la cual «white intellectuals wish to find in jazz the essence of an uncanny strength for which they have no appropriate words, but which confuses their value-hierarchies» (1997: 121-122). Esa fuerza misteriosa sería, por ejemplo, la que Lorca echa en falta en el compositor francés Darius Milhaud pero dice encontrar siempre en El Lebrijano, y que intenta definir en su conferencia de 1933 «Juego y teoría del duende» (García Lorca 1994: 329-339).8 Allí Lorca postula que en esa energía reside el origen y sustancia del arte y a la hora de identificarla, señala que «todo lo que tiene sonidos negros [la] tiene» (329).9 Esta capacidad del jazz para alzarse como representación posible de la esencia instintiva, primordial del arte se ve reforzada por el hecho de que el jazz, a diferencia de gran parte de la música tradicional, es prácticamente pura materialidad y puro ritmo, esto es, parece nacer de las cualidades primarias del sonido, y así ser «auténtico» y «real». El

8 Anotemos como curiosidad que precisamente Milhaud le había dedicado al jazz un artículo en fecha tan temprana como 1924: «Jazz Band and Negro Music». 9 La relación del jazz con el cante jondo la ha estudiado Herrero (1991).

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crítico Sebastià Gasch lo describe así: «ritmo primario y puro, descarnado, virgen de la hojarasca y reducido a lo esencial» (Gasch 1930: 9). Esta materialidad, interpretable de forma negativa como primitivismo e incluso como «simplicidad», esto es, falta de progreso y de especulación, permite también ser conceptualizada como síntoma de «pureza», esto es, introduce a la música en los rieles de una praxis donde abandonaría un afán mimético, emotivo o trascendental, para ser única y exclusivamente música. De igual modo que las distintas prácticas estéticas del arte nuevo pretenderían en primera instancia ser sólo eso, arte, y la poesía debería dejar de ser literatura para ser sólo poesía, lo característico del jazz residiría en que es sólo música. En ambos casos desaparecería todo transcendentalismo.10 Así lo entiende el ya citado Sebastià Gasch, para quien el jazz supone en música la misma rebelión que el cubismo en pintura, esto es, el plegamiento a la esencia constitutiva del propio arte, rechazando cualquier afán extraño; en una palabra, pureza: «Ritmo obsesionante el del jazz. Ritmo puro, por lo tanto música pura».11 Un último motivo va a terminar de perfilarnos la oposición ideológica de fondo entre la valoración positiva del fenómeno jazzístico y la negativa que veíamos antes. Frente a los que interpretaban el nuevo ritmo como una desintegración de la tradición musical en manos del comercialismo masivo, para algunos como Arconada o Walter Benjamin, el jazz-band iba indisolublemente unido con el fonógrafo, los discos y la radio, en definitiva, con la «reproductibilidad técnica» de la música, como signos inequívocos de lo que ellos consideraban una creciente democratización de la sociedad europea.12 10 No hace falta recordar que, en La deshumanización del arte, Ortega y Gasset nombraba la intrascendencia como uno de los siete rasgos característicos del Arte Nuevo (Ortega y Gasset 1955: 360). 11 El crítico Clive Bell expresó una idea parecida, aunque con argumentos distintos, en su artículo «Plus de Jazz» (1921). Él, como Gasch, equiparaba el jazz con el modernismo artístico, al notar que figuras como Picasso, Stravinsky, T. S. Eliot o Virginia Woolf se identificaban con «the jazz movement», pues en las obras de ambos podía detectarse una cualidad de «impudence in quite natural and legitimate revolt against Nobility and Beauty» (93). 12 Para la postura del primero véase, por ejemplo, Arconada (1986: 122). Para Walter Benjamin, el texto de referencia es naturalmente «La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica» (1992: 15-59). Anotemos que en el mismo número de la Zeitschrift für Sozialforschung donde aparecía el famoso artículo de Benjamin, Hektor Rottweiler le dedicaba un amplio análisis al jazz: «Über Jazz» (1936: 235-269).

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Una buena muestra de los términos de esta polémica que he intentado esbozar entre detractores y defensores del jazz la encontramos en «Elogi del jazzbandisme» (1926), una de las primeras colaboraciones del sagacísimo crítico literario Lluís Montanyà en las páginas de la revista L’Amic de les Arts.13 Montanyà era especialista en literatura francesa y uno de los más firmes valedores de la modernidad en sus más variadas manifestaciones (recuérdese el provocador «manifest groc» junto a los ya mencionados Dalí y Gasch). Sabedor de las opiniones vertidas a propósito del nuevo ritmo, Montanyà comenzaba su artículo mostrando su indignación por la nefasta acogida que la gran mayoría de la crítica había dispensado al jazz. Nefasta, además, doblemente: las valoraciones eran generalmente negativas y además, quienes las expresaban lo hacían en muchos casos desde la ignorancia, la incomprensión, el despecho o el más ñoño moralismo. Aquí residía, en opinión de Montanyà, uno de los problemas centrales del jazz: había sido recibido sobre todo por gente tradicional, prejuiciosa o con predisposición a la condenación más absoluta, lo que por acumulación había acabado derivando en «un veritable corrent d’opinió advers el jazz-band». Al jazz le habían faltado críticos despiertos, serios y objetivos, y le sobraban acercamientos reaccionarios. Prueba de ello era que alguien lego en asuntos musicales como el propio Montanyà se confiesa, tenga que salir, enojado, en defensa de ese arte. Pues arte es el jazz. Esta constatación que a nosotros nos parece hoy transparente —pero que no lo era en los veinte14—, se erige como la afirmación fundamental del texto. El jazz, dice Montanyà, sólo por derivación tiene que ver con dancings, con faldas cortas, con whisky y con ruido. Antes que todo eso, el jazz representa una nueva etapa en la evolución de la música, por su ampliación prodigiosa de las posibilidades orquestales (preponderancia del viento, menospreciado en los ritmos clásicos, sobre la cuerda, mayor presencia de la percusión), y sobre todo por aquello que Montanyà denomina su «secreto», la síncopa, y que explica así: «la savia utilització de les sobtades interrupcions, dels moments silenciosos, dels punts morts entre els sons». La gran innovación del jazz, aquello que lo legitima como arte nuevo musical, es que proporciona a la negatividad, en este caso al silencio, un valor tal

13 Sobre Montanyà, véase el breve estudio de Centelles (1977) antepuesto a su antología de escritos. 14 Por poner un solo ejemplo, véase Spaeth, «Jazz is not Music» (1928: 267-271).

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que, no sólo lo hace útil, sino medular para la construcción armónica. El jazz se construye, si se me permite la metáfora, «mediante huecos». Lo que en cierta medida lo equipararía con las otras disciplinas artísticas en su modo «nuevo», la literatura o la pintura, basadas también no en un «telling», sino más bien en un «showing» donde lo no dicho «dice» tanto como lo mostrado, y donde la fragmentariedad y la discontinuidad ocupan un lugar central. Del hecho de que el jazz deba ser considerado como arte deriva Montanyà otra importante conclusión que es también básica, a las alturas de mitad de los años veinte, en todo el arte nuevo: su independencia de la moral. Este punto requiere en su opinión aclaración explícita porque el jazz se toca en cabarets y dancings donde reina la vida disoluta, y ello le ha valido el ser tildado de inmoral. Para Montanyà, además de mezclarse aquí esferas totalmente distintas como son la ética y la estética, se comete el error de aplicar a un arte los rasgos que supuestamente poseen sus consumidores. En error parecido, pero por el lado de los productores, incurren aquellos que desprecian el jazz por sus orígenes afro-americanos. Lo que en el fondo, denuncia nuestro crítico, remite a odios racistas. En conclusión, podríamos decir que la importancia del artículo de Montanyà radica en que le confiere al jazz pleno estatus artístico y en consecuencia reclama para él la valoración exclusivamente estética que todo el Arte Nuevo demanda. Esto ocurría en el año 1926. Pocos años después, como es bien sabido, todo había cambiado. Dicho muy rápidamente, en toda Europa, el paso de década afectó a la línea de flotación de la actitud positiva frente al jazz. Si en los años veinte varios de los más adelantados lo habían defendido apelando a su fuerza, su energía, su radical creatividad, su originalidad, su progresismo, ahora incluso muchos de los que se consideraban a sí mismos «avanzados», y eso incluye sobre todo a intelectuales de izquierda, lo atacaban, acusándolo de comercial, de decadente y de símbolo del capitalismo. Así lo hacía, por ejemplo, Ilya Ehrenburg en España, república de trabajadores, al situar al jazz junto a «los rascacielos neoyorquinos y las novelas-cablegramas» como iconos de la odiada civilización burguesa.15 En esa condena, tristemente, los avanzados se 15 Ideas parecidas expresaba Waldo Frank en su libro In the American Jungle (19251936) (1937), al observar que los ritmos de jazz podían equipararse con los sonidos de la «Máquina», por lo que pasaban a simbolizar las condiciones enfermizas de una sociedad industrializada en decadencia, esto es, «the music of a revolt that fails» (119).

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equiparaban con los que se situaban al otro lado del espectro ideológico. Así, Hitler, Stalin y en especial Mussolini condenaron y prohibieron el jazz. Naturalmente, el hecho de que fuera interpretado sobre todo por gente de color no era una razón marginal, pero tampoco la única.16 En esa caída en desgracia del jazz no es difícil ver un paralelismo con lo sucedido con el vanguardismo en general. Es de sobra conocida la espantada de las filas vanguardistas, epitomada en la famosa encuesta de La Gaceta Literaria, con esa casi patética animadversión que todos exhiben por la palabra y por lo que representa. He dicho «todos» y no es correcto. Hay un autor que, en medio de esa encuesta, alza un viva por el vanguardismo: Ramón, quien en su libro de 1931 Ismos, incluye, como no podía ser de otra manera, una vibrante apología del jazz, que queda así incorporado, por derecho propio, a las filas del Arte Nuevo (Gómez de la Serna 1931: 178-196). El acercamiento de Gómez de la Serna al jazz-band, rico en temas y sugerencias, me interesa aquí no sólo por lo que supone de ‘defensa’ en un ambiente poco favorable, sino porque condensa de forma perfecta lo que, como adelantaba, podría considerarse el meollo del acercamiento teórico por parte del arte nuevo al jazz: sobreponer a su calidad en tanto que estilo musical su capacidad para simbolizar de forma perfecta la más absoluta contemporaneidad y actualidad y a la vez el ideal estético deshumanizado. Desde esta interpretación, el jazz constituiría reflejo y síntesis de la vida moderna y del arte que ésta no sólo demanda como propio (así lo afirman las famosas palabras de Debussy «el siglo de los aeroplanos tiene derecho a su propia música», cit. en García Martínez 1996: 15), sino que la representa máximamente, pero sin mimetizarla. Esto significaría que el jazz, sin quererlo, conseguiría una de las máximas aspiraciones de todo el arte nuevo: representar sin mimetizar, esto es, encarnar la modernidad sin copiarla, «mostrarla» sin «contarla». (Frente a la objeción de que la música es de por sí antimimética habría que recordar la diferencia entre el jazz y, por ejemplo, los distintos experimentos musicales 16 Sobre la recepción del jazz en Alemania puede consultarse, para los años veinte, Cook (1989), y para los treinta, Kater (1998). En el caso de Rusia, la referencia obligada es Star (1994). Una visión de época, desde el lado norteamericano, puede verse en el artículo anónimo «No Jazz on Russian Air» (1932). Finalmente, en relación con Italia, véase Cogno (1971). Un par de artículos del momento son «Jazz», publicado en Adelphi en 1925, y «Jazz e Anti-Jazz», de Luizzi (1927: 70-76).

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de aquellos años donde se utilizan ruidos de locomotora, cláxones de automóvil, etcétera, y que tan mala acogida tuvieron entre los teóricos, como muestra, por ejemplo, la reseña que Arconada hizo de Pacific 231 de Honegger.17) Utilizando un concepto de Adorno quizá contra sí mismo, diríamos que para el arte nuevo la significación del jazz reside en que, encarnando presupuestos estéticos legibles a las claras como vanguardistas (así, la intrascendencia, la ironía, la «materialidad» musical, la indisoluble mezcolanza de primitivismo y ultramodernidad), constituye un cifrado de la más absoluta modernidad, esto es, del tiempo nuevo, como ya había señalado en 1927 Rodolfo Halffter: «a mi juicio, su importancia [del jazz] radica en el hecho de representar, para la generación actual, la expresión íntegra, desde un punto de vista popular, del espíritu de nuestra época; retorno, por vía de refinamiento y complicación, al primitivismo» (Halffter 1927: 13). Como tal cifrado, contiene dentro de sí todas las tensiones y todos los rasgos contradictorios de la propia época, y por ello permite, ya lo hemos visto, interpretaciones opuestas, desde las que suponen un rechazo más absoluto —y que, grosso modo, ven en el jazz un signo más de esa civilización en decadencia que debe ser salvada desde las exigencias de la alta cultura—, hasta las que otorgan el más entusiástico apoyo y afirmación, pues atienden especialmente a lo que el presente tiene de una civilización nueva, plena de vitalidad y energía. Este último, como es sabido, es el caso del mencionado Ramón. Veamos, para terminar, cómo en su texto «Jazzbandismo» concurren la mayor parte si no todos los rasgos que he asociado a la atención crítica general que el arte nuevo presta al jazz. Desde el principio, Ramón aclara que va a dejar de lado las cuestiones que atañen a los «críticos musicales» (Gómez de la Serna 1931: 179), como los orígenes del jazz, el momento de su llegada a Europa o su relación con la música africana, para darle vueltas a «otra cosa» que «nosotros hemos encontrado en el

17 Arconada (1986: 110-118). Véase especialmente la p. 117: «Es lástima que Honegger no haya acertado en su Pacific a musicalizar ese patetismo del tren que, a plena marcha, va por la oscuridad de la noche enrollándose las longitudes de su carrera. A musicalizarle haciendo música, naturalmente, y no dibujo. Honegger, a pesar de sus propósitos contrarios, ha sido demasiado fiel al motivo. Pensó que con dar al auditor una idea del proceso mecánico de un tren desde que comienza a moverse hasta que dramatiza de velocidad, es bastante. Y, ciertamente, era bastante pintoresco, pero no bastante musical».

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jazz», y que a lo largo del ensayo va a reformular continuamente, pero cuya primera versión es ésta: «el intento del jazz es el de sacar el mundo a la superficie» (Gómez de la Serna 1931: 181). Con esta frase se alude a eso que se intentó definir anteriormente como representación no mimética, como aclara Ramón poco después: «la última razón que le asiste [al jazz, es] la de sincopar con sus notas la emulación de la vida contemporánea» (181). Las virtudes que el jazz posee para llevar esto a cabo son múltiples, y la escritura de Ramón va a ir desgranándolas y ejemplificándolas; aquí me limitaré a unir paratácticamente las principales: tendríamos así la «sinceridad», el hecho de que se mezclan «dos civilizaciones», esto es, el primitivismo africano con el progresismo occidental, la extrema maleabilidad que permite al jazz incorporar todo el arco emotivo que la vida moderna produce, desde los quejidos más agudos hasta el desenfreno más jovial, la capacidad de anulación de toda trascendencia, por la que sólo permanece el puro espectáculo musical (véase la frase «las notas del jazz machacan toda nuestra lexicografía, nuestra ideología, toda nuestra sentimentalogía»; 185); la abolición de la seriedad; y la facultad para romper la distinción entre arte y vida. La fusión de estas virtudes, como puede colegirse, proporciona un producto estético heterogéneo y confuso, que no permite ser interpretado de manera precisa. Pero es que eso mismo es, para Ramón (pero no sólo para él), el mundo del presente: un melting pot móvil, fugitivo, carente de sentido unívoco; por eso puede decir nuestro autor que «en el jazzband está la chacota de la vida moderna, su absurdidad, su incoherencia» (185). Uniendo las palabras de Ramón a otras anteriormente transcritas, diríamos que para los artistas nuevos la significación última del jazz estribaría en que proporciona una expresión no falseadora del sinsentido, esto es, permitiría mediatizar la experiencia del sinsentido de la vida moderna sin anularla, y de este modo, en cierta medida, hacerla soportable sin escamotearla. En eso se igualaría con las obras del Arte Nuevo. Pero hay más: el jazz poseería un valor suplementario: la «actitud» que establece frente a esa mostración reconocedora del sinsentido, dicho con eco nietzscheano, no sería «triste» o «reactiva», no caería en el lamento por la trascendencia perdida o en la nostalgia de tiempos pasados, sino que esencialmente sería positiva, «alegre», propendería a la jovialidad, constituiría por tanto un «ritmo propulsor» en la vida (Goméz de la Serna 1931: 197). Ramón lo dice en otro momento a manera de una greguería: «todos los que oímos el jazz-band parecemos víctimas de una

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buena noticia» (190), y Sebastià Gasch, en el artículo antes citado (1930), lo ratifica: «los boys de Jack Hylton subrayan los ritmos, comentan las frases musicales, con sus movimientos, empapados de sano optimismo comunicativo, ricos en una desenvoltura completamente deportiva y jovial, y poseedores de una alegría casi infantil». El jazz en su esencia última reproduciría así, en una época de aguda crisis como es la de entreguerras, el dictum del gran poeta alemán Gottfried Benn según el cual el nihilismo, esto es, la falta de sentido estable de la realidad, produce un sentimiento de «felicidad».18 El aceptar este enunciado, rebatirlo, afirmarlo o negarlo, es aquello en que se cifraría la asimilación del jazz por parte de la vanguardia española, así como la constitución de sí misma como alternativa estética.

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CANCIÓN PARA DESPUÉS DE UNA GUERRA: MÚSICA POPULAR Y MEMORIA CULTURAL EN LA POESÍA DE MANUEL VÁZQUEZ MONTALBÁN Pere Joan Tous

Quizás sorprenda, en un tomo dedicado a las vanguardias, una contribución sobre la poesía de Manuel Vázquez Montalbán, incluso si partimos de una comprensión pancrónica de las mismas, no reduciéndolas, pues, a su obvio «clasicismo» de los años veinte, cuando las vanguardias hispánicas desarrollaron una fenomenología de manual. Ahora bien: momentos esenciales de esa poética volverían a remozarse a finales de los sesenta en aquellos «novísimos» que Josep Maria Castellet antologizaría con voluntad de propuesta, una propuesta que se sabía y quería ruptura con todo lo que había significado el malogrado compromiso de la denominada «poesía social». De hecho, la poética generacional de los «novísimos» —entre los que cabe destacar, por su ejemplaridad a Pere (entonces Pedro) Gimferrer— no sólo afirmaba desentenderse de la realidad, eso es de la realidad social y política, para cultivar desde un difuso desencanto la glosa culturalista y el gesto neomodernista, sino que enarbolaba una vuelta al 27 más experimental, a veces incluso con veleidades surrealistas. Aunque Vázquez Montalbán, antologizado él también en su momento como «novísimo» por Castellet, se mostraba deudor de esa generalizada voluntad de ruptura y de vuelta al espíritu de las vanguardias (cosmopolitismo esencial, cultivo de la audacia metafórica,1 interés por el cine y la radio, por los mitos cotidianos mediática-

1 Sobre este concepto de audacia metafórica consúltese el capítulo correspondiente («Semantik der kühnen Metapher») en Weinrich (1976: 295-316).

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mente generados etc.), su poesía significaba una ruptura desde dentro de esa misma apuesta social de la literatura, ya que no renunciaba a su empeño de compromiso, no concibiendo empero su incidencia en la realidad como consigna, sino como «acto de inteligencia crítica» (Rico 2001: 11).2 Se inscribía así en el horizonte de aquella poesía de la experiencia que la generación del 50 (piénsese en Ángel González, sobre todo, pero también en José Hierro) y la Escuela de Barcelona habían ido y seguían cultivando desde la ironía, la autobiografía y la denuncia.3 No es en consecuencia aventurada la presencia de Vázquez Montalbán en un contexto de vanguardias, tanto menos cuando se focaliza, como se hará aquí, su primer poemario (Una educación sentimental, 1967), precisamente éste que le valió el ser nobilitado como «novísimo». Si en esta obra se manifestaba la intención civil del joven militante antifranquista que era entonces Vázquez Montalbán y en esa intención se filtraba también su experiencia de vida y emociones, ambas —intención civil y experiencia— utilizan para convertirse en literatura un código poético en el que abundan —desde el verso libre a los abruptos cambios de plano y perspectiva, desde la ausencia de puntuación a las contraposiciones y yuxtaposiciones de imágenes— recursos y técnicas que remiten a la vanguardia resuelta ya en tradición. Ahora bien: si Vázquez Montalbán, ya en su primer poemario, hace suyos esos recursos, no es buscando como valores intrínsecos la sorpresa y el imprevisto, ni hay en ello más veleidad lúdica que la que se ejercita en potenciar la inteligencia crítica del poema. Menos sorprende, qué duda cabe, asediar la obra de este poeta buscando en ella como momento y quizás como entelequia la intermedialidad. Desde sus ensayos y poemas veinteañeros, Manuel Vázquez Montalbán ha sostenido con particular insistencia que la canción popu2 Consúltese su excelente aproximación a la poesía de Manuel Vázquez Montalbán en torno a las tres semánticas esenciales de la memoria (historia), del deseo (utopía) y de la compasión (empatía y solidaridad). A Manuel Rico también debemos la edición, esmeradamente comentada, de los dos primeros poemarios del autor: Una educación sentimental, 1967 y Praga, 1982 (Vázquez Montalbán 2001). 3 Como señala Manuel Rico, Montalbán es el único poeta de entre los que integran Nueve novísimos que ensambla su voluntad de ruptura con los ejes más novedosos del 50 su visión crítica de la realidad ofrece evidentes parentescos con una concepción cívica, comprometida, de la poesía. «En su obra», puntualizaba ya Josep Maria Castellet, «la ruptura se produce, en cierto modo, a partir de los supuestos anteriores» (véase Rico 2001: 30 y ss.).

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lar, no entendida como canción tradicional, sino como canción de consumo «mediáticamente propiciada», tiene a veces el «inmenso valor» que puede darle la calidad de su letra y música, pero «siempre» el uso que de ella hace la sentimentalidad popular.4 Lo que le ha interesado siempre en la canción de consumo —sea la de Antonio Machín o la de Joan Manuel Serrat— es, pues, su valor de testimonio de la psicología y del temple de una época: las pautas de su recepción en un contexto histórico determinado, el horizonte de espera en que se inscribe, el paradigma de emociones, saberes y prácticas sociales que refleja, y, muchas veces, propicia, el valor de réplica que puede tener. De ahí que recurra incesantemente a este tipo de canción —convirtiéndola en material poético y objeto de análisis— en lo que sin duda alguna ha constituido uno de sus mayores proyectos como escritor, no sólo de izquierdas, sino también y sobre todo de origen obrero: recuperar la memoria de su «gente» y convertirla en un instrumento crítico. Bien puede avalar lo dicho un poema concreto y, sin duda alguna, emblemático: «Conchita Piquer», entresacado del «Libro de los antepasados», sección que abre Una educación sentimental y en la que Vázquez Montalbán ofrece su «primera memoria [...], la que impregnó y marcó [su] infancia, una memoria hecha con los restos del naufragio de la experiencia civil de las generaciones anteriores, pero sobre todo de la de quienes vivieron la experiencia esperanzadora de la República y se vieron obligados a sobrevivir en la realidad devastada y reprimida de los años cuarenta» (Rico 2001: 32). He aquí un momento de esa primera memoria, aquél que conjura uno de los mitos cotidianos de la postguerra, un nombre de mujer con fondo musical de canción de puerto: Conchita Piquer Algo ofendidas, humilladas sobre todo, dejaban en el marco de sus ventanas las nuevas canciones de Conchita Piquer: él llegó en un barco de nombre extranjero, le encontré en el puerto al anochecer y al anochecer volvían

4 Véase su prólogo al ensayo de Iris M. Zavala: El bolero. Historia de un amor (Vázquez Montalbán: 2000b). Puede también consultarse en http://vespito.net/mvm/probolero.html.

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PERE JOAN TOUS ellos, algo ofendidos, humillados sobre todo, nada propensos a caricias por otra parte ni insinuadas en el balcón se consumían los días de aquel verano, cercano al trajín del barrio colector del tráfico de camiones desvencijados, topolines grises como de fieltro, el carro verde del basurero, su corneta un sobresalto en alguien, demasiado próximas las dianas en los campamentos, en las trincheras en las cárceles pero hacia las nueve las emisoras transmitían un «buenas noches» a la ciudad filtradizo por los balcones mellados y luego Glenn Miller, recientemente fallecido en la guerra mundial, llenaba de olor a mil novecientos cuarenta y cinco con brisas de fox trot o el lánguido: canta el petirrojo en Diciembre escépticos —en la calle no crecían violetas en Diciembre— algo velaba sus voces habituales: cerró Ingraf la Sopena precisa obreros para editar cartillas de abastos, o recaderos Roura necesita mozos a horas libres escasos los letrados en el barrio el oficio de recadero era un sí es no mítico, caballeros en su triciclo, los pulmones padecen, decían ellas —no muy solícitas, es cierto— como recordando cortesías remotas de aquel libro Manual de Urbanidad, nostalgia de costumbres mejores, pero reconocidas inservibles tácitamente acababa Glenn Miller y Bonet de San Pedro les cantaba los paisajes mallorquines, la voz insinuante de la locutora de un hotel: langostas vivas, consomés insuperables, el mar

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CANCIÓN PARA DESPUÉS DE UNA GUERRA un alimento de yodo desde la miranda acondicionada de un hotel a la altura de los entonces derruidos en Europa quizá Conchita Piquer otra vez: del por qué de este por qué la gente quiere enterarse o la triste canción de la muchacha asomada a la ventana, mirando el río, ahogada en el río, como una rosa, una rosa mu blanca y de pronto un gong llenaba la calle de futuro, silencio, los rostros ponían el ceño predispuesto porque eran las diez de la noche en el reloj de la Puerta del Sol —Radio Nacional de España— Madrid Eleonora Roosevelt hacía de las suyas: colectas con el fementido político, algunas noches pederasta, fulano de tal, profeta de una próxima vuelta de la normalidad a España naturalmente y en el frente del Rhin, los panzers retrocedían, oh barras y estrellas, una bandera en el cielo de una noche tal vez de verano finalmente el himno, por Dios por la patria y murieron nuestros padres, ellas algo humilladas, ofendidas sobre todo, maldecían las gachas quemadas, breves sopapos en la coronilla del niño poco entregado a las Lecciones de Cosas o las Lecturas Graduadas entre el Padre Coloma, el Padre Balmes y el Padre Claret, después la cena, harina de maíz y tocino espumoso de rosa gelatina, ellos, algo humillados, ofensibles sobre todo hablaban de un singular compañero de trabajo

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PERE JOAN TOUS míticos seres sin una pierna o llenos de vieja metralla soportable habían muerto o pronto ascenderían de escalafón en la Campaña Pro Cama del Tuberculoso Pobre ellas llenaban entonces hasta los bordes el plato del hijo que soñaba imposibles enemigos desconchados en la pared pintada por la madre en primavera con un cubo de cal y polvos mágicos azules (Vázquez Montalbán 1986: 38-40).

Al escribir con sus apenas veinticinco años este poema, Montalbán no sólo asumía su propia memoria de niño de la postguerra, sino también, como hijo que era de la emigración económica y de la derrota histórica, la de sus padres, en un paisaje de patios interiores de un barrio de Barcelona que según repetirá siempre, parecía sobrarle a la ciudad: El Raval. Y de esta memoria no podían surgir paisajes de estatuas ni nostalgias venecianas al modo de sus compañeros de generación que, en los setenta, cultivarían una poesía de sesgo culturalista. «Conchita Piquer» es un poema narrativo que nos rememora fragmentos de un anochecer en un barrio obrero, donde son «escasos los letrados» y el empleo inseguro («cerró Ingraf»), un barrio donde el «oficio de recadero», a horas libres se entiende, pertenece a la mitología de las cosas, como aquellas langostas de vivero y aquellos consomés que la publicidad radiofónica evocaba en un más allá casi irreal de paisajes y mar mallorquines. Son tiempos de racionamiento, de «cartillas de abastos», de «harina de maíz y tocino espumoso de rosa gelatina». Estamos en verano de 1944, en la precaria y dura normalidad de la posguerra, tan próximas todavía en el recuerdo y en el miedo aquellas dianas en los campamentos, las trincheras y las cárceles que incluso la corneta del basurero logra sobresaltar a quienes han sobrevivido la derrota. El protagonista del poema es colectivo y doble. Lo caracteriza, ya en la provocación del primer verso, una etopeya de enigmática resonancia dostoievskiana, cifrada en la humillación y la ofensa. Nos habla así de unas mujeres «algo ofendidas y humilladas sobre todo», por una reali-

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dad desvencijada y gris, palimpsesto de otro tiempo y otra ciudad más esperanzados que éstos. Se narra la vuelta a casa de «ellos», al anochecer, retratándolos en su escepticismo, su cansancio taciturno, en los gestos y palabras de una vida ya sin sueños, reíficada. Se narra el recibimiento que «ellas» les dan —«no muy solícitas, es cierto»— la cena que preparan y sirven luego, maldiciendo «las gachas quemadas», nostálgicas de otra y mejor vida, menos humillada y ofendida, como las vidas que evocan las canciones de Conchita Piquer, éstas que dejan en el marco de sus ventanas, cuando los hombres vuelven, al anochecer. «Conchita Piquer» nos ofrece momentos de vida obrera en una evocación obviamente neorrealista que, sin embargo, se concretiza en una poética cifrada en la fragmentación y yuxtaposición de imágenes, fórmulas entronizadas por las vanguardias clásicas (de Larrea al creacionismo) y que el poema funcionaliza para indagar como totalidad una memoria a la vez colectiva y personal. De hecho la poética narrativa del poema, casi cinematográfica, recuerda la que John Dos Passos utilizara en sus novelas al intentar apresar el rumor y el impacto de la ciudad en sus personajes, haciendo que el lector escuchara y viera, en la confusión de lo real, lo que esos personajes veían y escuchaban: el trajín de la calle, la corneta del basurero, retahílas de conversaciones, la música que se filtra de los balcones. En el poema estos materiales y voces provienen en gran medida de la radio, el medio de comunicación emblemático de los años cuarenta y cincuenta, que conquistó el ámbito privado de los españoles, como la televisión lo conquistaría en los sesenta. Es la radio, pues, la que en gran medida marca y enmarca como decorado sonoro y parafernalia de lo cotidiano la progresión temporal del poema, con sus horas exactas que corresponden a otras tantas emisiones: el musical «Buenas noches, España», a las nueve, el noticiario de Radio Nacional a las diez, que cerraba el programa con su himno por Dios, por la patria y un rey a quien el poema, desde su saber histórico, bien se cuida de silenciar, por ironía o por desdén. Se oyen así las noticias que la voz narrativa escenifica en dos momentos y en dos estilos: primero a modo de esperpento, con sus tópicos propagandísticos, como esa «Eleonora Roosevelt [haciendo] de las suyas» y ese político nacional prometiendo bienaventuranzas, luego con gesto épico, recuerdo quizás de películas y documentales bélicos en sesiones de tarde de domingo, «oh barras y estrellas» en una Europa a punto de ser liberada, y quizás también desde la nostalgia de lo que hubiera podido ser, si esa bandera hubiera cruzado, además del Rhin, los Pirineos.

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Y se oyen, sobre todo, en la intertextualidad del poema las canciones de aquellos años: canciones de Conchita Piquer, canciones de Glenn Miller evocando petirrojos que cantan en diciembre y violetas que florecen en la nieve, canciones de Bonet de San Pedro promocionando una entonces todavía lejana Mallorca en fase de reconversión turística. Su presencia en el texto es proteiforme: desde la mera alusión al título a la cita directa, aunque no marcada, de todo el estribillo. Esas canciones establecen siempre un diálogo con lo narrado, evocando a veces un mundo más amable, un mundo de ensueños y dulce melancolía que contrasta con la tan cotidiana prosa de las circunstancias. En una ocasión, incluso, refrescan el poema americanas «brisas de foxtrot», llamando de «olor a mil novecientos cuarenta y cinco» aquella canícula del cuarenta y cuatro: ilusión de cambio que el narrador desde su saber histórico evoca compasivo, corroborando el escepticismo de esos obreros «en la calle» quienes, desde su condición derrotada se resistían a creer que pudieron producirse milagros como aquellas «violetas en Diciembre» cantadas por Glenn Miller. Otras veces, sin embargo, las canciones evocadas al engarzarse en la sintaxis de la narración establecen con lo narrado relaciones más complejas, sólo aprehensibles, claro está, a quienes comparten la memoria cultural en la que se inscribe el poema. El más obvio de los ejemplos es la referencia a «Tatuaje», ya en la primera estrofa del poema. Quizás convenga remozar nuestros recuerdos: Tatuaje I Él vino en un barco de nombre extranjero, lo encontré en el puerto un anochecer, cuando el blanco faro sobre los veleros su beso de plata dejaba caer. Era hermoso y rubio como la cerveza, el pecho tatuado con un corazón. En su voz amarga había la tristeza doliente y cansada del acordeón. Y ante dos copas de aguardiente sobre el manchado mostrador, él fue contándome entre dientes la vieja historia de su amor:

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CANCIÓN PARA DESPUÉS DE UNA GUERRA Estribillo Mira mi brazo tatuado con este nombre de mujer. Es el recuerdo del pasado que nunca más ha de volver. Ella me quiso y me ha olvidado, en cambio yo no la olvidé, y para siempre voy marcado con este nombre de mujer. II Él se fue una tarde con rumbo ignorado en el mismo barco que lo trajo a mí, pero entre mis labios se dejó olvidado un beso de amante que yo le pedí. Errante lo busco por todos los puertos, a los marineros pregunto por él, y nadie me dice si está vivo o muerto y sigo en mi duda buscándolo fiel. Y voy sangrando lentamente de mostrador en mostrador, ante una copa de aguardiente donde se ahoga mi dolor. Estribillo Mira tu nombre tatuado en la caricia de mi piel, a fuego lento lo he marcado y para siempre iré con él. Quizá ya tú me has olvidado, en cambio yo no te olvidé, y hasta que no te haya encontrado sin descansar te buscaré. Recitado Escúchame, marinero, y dime: —¿Qué sabes de él? Era gallardo y altanero y era más dulce que la miel. Mira su nombre de extranjero escrito aquí, sobre mi piel.

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PERE JOAN TOUS Cantado Si te lo encuentras, marinero, dile que yo muero por él (De León 1997: 181-183).

Sueñan las mujeres del poema, identificándose con esa voz dolorida e irredenta de Conchita Piquer —«él vino en un barco / de nombre extranjero, / lo encontré en el puerto un anochecer»—, con una historia etílica y trágica de moral más que dudosa en una España nacional católica cuyo ideal femenino era la hembra sometida y reprimida que el discurso oficial sublimaba en señora a la española, abnegada y sufrida, devota de María Gorretti y Genoveva de Brabante, tal y como la enaltecían aquellas lecturas graduadas que el niño del poema se niega a repasar. El mismo Montalbán nos ha ofrecido, sin explicitarla como tal, una interpretación cabal de este segmento del poema. La desarrolla en su Crónica sentimental de España, una compilación de artículos publicados, en 1969, en la emblemática revista Triunfo, y donde asedia lo que había sido y continuaba siendo la cultura popular mediáticamente propiciada por el régimen, los mitos y símbolos, las modas y los gustos que la canción y el deporte, la radio y el cine ofrecían al imaginario social. Al referirse allí, en el capítulo correspondiente a la postguerra, a «esa extraordinaria canción llamada ‘Tatuaje’», la valoración es suya, Montalbán se convierte en su propio exegeta, operando una especie de mise en abyme intertextual: La cantaban con toda el alma aquellas mujeres de los años cuarenta. Aquellas pluriempleadas del hogar y de los turnos en trabajos fabriles afeminados. La cantaban para quien quisiera oírlas a través de sus ventanas de par en par. Era una canción de protesta no comercializada, su protesta contra la condición humana, contra su propia condición de Cármenes de España a la espera de maridos demasiado condenados por la Historia, contra una vida ordenada como una cola ante el colmado, cartilla de Abastos en mano y así uno y otro día, sin poder esperar al marino que llegó en un barco, al que muy bien hubieran podido encontrar en el puerto al anochecer (Vázquez Montalbán 1998a: 39 y ss.).

De hecho, la lectura flaubertiana que Montalbán ofrece de «Tatuaje» no sólo nos da la clave del bovarysme como conflicto esencial de aquellas mujeres que protagonizaban su poema. Si soñaban con un extranjero «alto y rubio como la cerveza», nos precisa Montalbán, era en un momento histórico

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en que la talla media del homo hispanicus era el 1,58 y la brillantina abastecía el pequeño derecho a ser Clark Gable todos los domingos. Y fascinada por el mítico, rubio, alto marino extranjero, la mujer de la canción, con voz emborrachada, va preguntando por él a todo navegante que llega al puerto... era más dulce que la miel... era gallardo y altanero. Gallardo y altanero, dos adjetivos muy idóneos para la mitología femenina de la España masculina del sí señor y el como usted mande, don Libertino (Vázquez Montalbán 1998a: 40).

A la vez, esta lectura articula una valoración llamémosla poco menos que dialéctica de la canción popular: si bien configura una cultura obviamente dirigida y condicionada desde el poder, también se ofrece como un «espacio de réplica», en el que se negocia la axiología oficial. La presencia de la canción popular en el poema, cabe pues repetirlo, no corresponde a una función de mero adorno o de ilustración nostálgica, sino que refuerza —a veces con sarcasmo, a veces con ironía— la desolación y la carga crítica de lo narrado, utilizando para ello una sintaxis, eso es un entramado intertextual de rigurosa construcción. Consideremos, por ejemplo, los versos que anteceden el pastiche esperpéntico que constituye, creo yo, la primera parte del noticiero, tal y como nos lo escenifica el poema. Esos versos remiten a la triste canción de una muchacha asomada a su ventana, mirando el río, una muchacha como una rosa, «una rosa muy blanca». A diferencia de «Tatuaje», la presencia de este intertexto (se trata de «No te mires en el río», 1940, cuya letra también se debe a Rafael de León) parece, en una primera lectura, reducirse a su mero poder de evocación. Ni siquiera nos ayuda mucho rememorizar su argumento, de corte casi garcilorquiano, ya que esta copla nos habla de cosas aparentemente tan anodinas como una ventana y un río, un novio y una muchacha. El joven prohíbe a su amada que se mire en ese río, sobre todo durante los días que él pasará en la Feria de Sevilla. Cuando regresa, trayéndole manojillos de corales, zarcillos de plata y una alianza, no está ella esperándole, y así termina la canción: Una noche de verano cuando la luna asomaba vino a buscarla su novio y no estaba en la ventana. Él la vio muerta en el río y que el agua la llevaba.

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PERE JOAN TOUS —¡Ay, corazón— parecía una rosa! —¡Ay, corazón— una rosa muy blanca! (De León 1997: 158).

¿A qué viene el que el poema evoque, en este momento concreto de su desarrollo narrativo, precisamente «No te mires en el río» y no cualquier otra de las docenas de coplas que configuraban el repertorio de Conchita Piquer? De hecho, la presencia de este intertexto resulta, por lo menos a primera vista, tan enigmático, o incluso carente de sentido, como enigmático o absurdo aparentan ser, en la misma canción, aquellos «Matarile, rile, rilerón» que cierran su estribillo.5 Intentemos recurrir de nuevo a la ya mentada Crónica sentimental de España y, en efecto, encontramos allí una lectura de «No te mires en el río» que nos ofrece la clave de su presencia en el poema que escribiera casi diez años antes: Esta canción gustaba [en aquellos años] porque, como una obra de Shakespeare, tiene distintos niveles. Hay una canción sentimental primitiva: un novio, una novia, una muerte trágica, atávica, en el agua. Pero la relación lógica de todos estos elementos es absurda, existe una lógica, pero no es la lógica del tópico común de la canción de consumo. Es una lógica subnormal, para la que hay que tener educado el octavo sentido de la subnormalidad. Y bien educado lo tenían aquellos seres de precaria épica, aquellos españoles de los años cuarenta que habían perdido en el río de acontecimientos incontrolables: novias, novios, tierras, recuerdos, dignidades, palabras sagradas, ideas, símbolos, mitos, la alegría de la propia sombra. Aquella canción les valía para expresar su derecho a no comprender del todo las cosas y hacer de esa profesión del absurdo una extrema declaración de lucidez (Vázquez Montalbán 1998a: 38).

Amparados en esta lectura de «No te mires en el río» nos es ahora posible superar la perplejidad de su presencia y localización en el poema, precediendo un noticiario esperpéntico, del que, por otra parte, ni «ellos» ni «ellas» parecen hacer gran caso. Es más: si radicalizamos la oferta hermenéutica que supone esta lectura de la canción podremos incluso valorarla de nuevo como una mise en abyme del poema, no ya a nivel de lo narrado, como lo era «Tatuaje», sino ahora en el sentido de aquella perplejidad que 5 Este estribillo, que se cantaba por bulerías, reza así: «Ay, ay, ay, ay, / ¡Cómo se la lleva el río! / Ay, ay, ay, ay, / ¡Lástima de mi querer! / Con razón tenía celos de él. / ¡Ay, qué dolor! / ¡Qué dolor del amor mío! / ¡Ay qué dolor! / ¡Madre de mi corazón! / Matarile, rile, rilerón» (De León 1997: 158).

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indefectiblemente produce, por lo menos en una primera lectura, la estrategia de narración, con sus rupturas expositivas, sus contraposiciones elípticas y sus yuxtaposiciones enigmáticas, sus encabalgamientos tantas veces desconcertantes. Sin explicitarlo a nivel conceptual, Montalbán utiliza en su contra-lectura de «No te mires en el río» una argumentación de sesgo psicoanalítico, asediando el subtexto inconsciente —«subnormal»— bajo la letra manifiesta del poema: un subtexto anclado en el trauma irredento de la guerra civil. Montalbán entiende así la copla de Rafael de León como un texto culturalmente neurótico, eso es como un espacio ilusorio de evasión, donde las angustias y conflictos de la realidad, las ofensas y humillaciones de la vida, precisamente por no ser comunicables en esta realidad, se subliman y neutralizan, desplazan y condensan en metáforas inconscientes, tal y como ocurre, por ejemplo, en esta trágica canción de amor que es «No te mires en el río». Montalbán no negocia, pues, la poco probable intención subversiva del letrista, sino la subversiva «lucidez sentimental» que él postula en quien fue el destinatario histórico de esa canción: un público traumatizado por la violencia de la represión y la miseria —moral y material— que, a modo de fatalidad, le imponía el sistema, un público, por lo tanto, predispuesto a asumir la catarsis que le ofrecía esa tragedia de amor, tragedia al fin, un auditorio predispuesto a purificarse en la piedad que le negaban y en el terror que le producía un destino tan sin sentido y sin redención como el suyo propio. Desde esta valoración dialéctica de la canción de consumo como cultura alienada, pero no necesariamente alienante, puede mejor entenderse su presencia en el poema. La canción no sólo sirve para ayudar a conjurar la memoria de un paisaje civil desolado por la historia, sino para recordar que también entonces, en medio de toda aquella sordidez y mediocridad, continuaba pulsando el deseo, parcelas de utopía. Aunque sólo fueran proyecciones de carencias, de exacerbadas insatisfacciones, estas canciones significaban rebeldía frente a un mundo injusto y triste. De hecho, y como nos recuerda Eugenia Afinoguénova (2002), la estrategia de reivindicar el potencial de disidencia, eso es de memoria y deseo, que puede desgajarse de la canción de consumo, tal y como Montalbán la explaya en sus ensayos y poemas del franquismo tardío, estaba emparentada con aquella de una guerrilla semiológica que Umberto Eco iba desarrollando por aquellos mismos años.6 Ambos concordaban en postular 6 Eco desarrolló esa provocativa idea de una «guerrilla semiológica» en una conferencia así titulada que presentó en el congreso Visión ‘67 organizado por el International

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que, en última instancia, la lucha por el poder no se decide en el momento de la codificación del mensaje, sino en el de su descodificación, de su interpretación. Para Montalbán, ofrecer una contra-lectura de esas canciones de consumo y emplazarlas en sus poemas significaba convertirlas de armas que eran en manos del sistema en armas de combate contra el sistema. Había también —sit venia verbo— «orgullo de clase» en esta reivindicación de la cultura popular, de la canción de consumo que cantaba su gente, ya que no es sólo como acudida culturalista que recordaba, en su Crónica sentimental de España, que por las mismas fechas en que la poesía «de altas cejas», la de Dámaso Alonso, por ejemplo, versificaba para sus centenares escasos de lectores, aquello de que Madrid era una ciudad de un millón de cadáveres, millones de supervivientes desarrollaban una parecida reflexión existencial, quizás de menor subjetivización intelectualista, pero más firme en una visión cínica de la vida, cantando aquel tremendo estribillo: Raska yu, cuando mueras qué harás tú Raska yu, cuando mueras qué harás tú. Tú serás un cadáver nada más. Raska yu, cuando mueras qué harás tú.7

Esta era la cultura de su gente, ha insistido Montalbán, no tenían otra.8 Y, si consideraba obviamente absurdo equivalorar las canciones de Rafael de León con la novela universal de Flaubert, no por eso dejaba de afirmar que era «muy sensato admitir que aquellas fueron más útiles al pueblo».9 No es, empero, desde la vanidad paranoide del obrerismo

Center for Communication, Art and Sciences (Nueva York, octubre de 1967). La recogió posteriormente en su libro Il costume di casa (1973). 7 La letra y la música de esta esperpéntica canción son de Pedro Bonet de San Pedro. En su Cancionero general del franquismo, Vázquez Montalbán la incluye (Vázquez Montalbán 2000a: 67 y ss.) en la sección de «canción testimonial». Sin duda alguna lo era en aquellos años de hambre y estraperlo. La canción fue prohibida posteriormente por la censura. 8 Por ello no ha cesado de reivindicarla y de «entenderla como una forma de supervivencia de las clases más desposeídas» (Balibrea 1999: 39). 9 Véase el capítulo «Por una valoración estética de la canción de consumo» de su introducción al Cancionero general del franquismo (Vázquez Montalbán 2000a: XXVXXIX). En su «Pasión y muerte de la sentimentalidad franquista vista desde el año 2000» abunda en ello: «[A] la hora de recordar las canciones que tanto habían amado, que tanto

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estalinista entonces todavía en uso que Montalbán articula este orgullo de clase, sino desde su conciencia de mestizo. «Yo era y soy» —afirmaría años más tarde en su ensayo sobre el papel de la literatura en la construcción de la ciudad democrática— «un mestizo cultural y social, me he alimentado de la cultura popular y de la universitaria, vengo del proletariado más destruido y soy un burgués muy reconstruido por una elemental colección de máscaras» (Vázquez Montalbán 1998b: 130). Es, en efecto, desde este mestizaje identitario, conscientemente asumido, que conjugaba, ya en este veinteañero poemario suyo, el homenaje a Conchita Piquer con el homenaje a aquel emblemático mes de abril, mezcla de memoria y deseo, que magnificara Eliot en su Tierra baldía.10 A lo que Montalbán aspiraba era a un voluntario choque de códigos, como bien lo evidencia la larga lista de agradecimientos que antepuso a su primer poemario, y en la que se encabalgan propuestas estéticas y éticas tan dispares como las que personifican Françoise Hardy y Vicente Aleixandre, Bert Brecht y Antonio Machín, Léo Ferré y Rubén Darío, Carlos Marx y Gustavo Adolfo Bécquer, El Dúo Dinámico y Jorge Luis Borges.11 Consciente de que la cultura constituye el «campo determinante de batalla en la lucha ideológica» y negándose a «olvidar de que es asentado en la posesión de un capital social y

habían enseñado a amar y a sufrir a los adultos supervivientes de la guerra civil, me di cuenta de que les habían sido mucho más útiles que los poemas cultos que no habían leído y que las canciones les ayudaron a sobrevivir por el procedimiento fundamental de hacerles compañía y de convertirles en personajes delegados de esos a veces perfectos sistemas narratorios a los que llamamos copla, corrido, tango, bolero. Dos minutos, tres, de historias ensimismadas y a veces perfectas» (Vázquez Montalbán 2000a: XLIII). 10 Un evidente homenaje a T. S. Eliot lo constituye ya de por sí el poema-pórtico de Una educación sentimental, éste que precede a «Conchita Piquer», abriendo la sección «El libro de los antepasados» y que se titula, en obvia intertextualidad eliotiana, «Nada quedó de abril ...». Sobre la simbología de este mes (tanto en lo antropológico como en lo histórico) y, en general, sobre la presencia de Eliot en la poesía de Montalbán, véase Rico (2001: 123-134). 11 «Agradezco / a Quintero, León y Quiroga, / Paul Anka, Françoise / Hardy, Vicente Aleixandre, / Ausiàs March, Gabriel / Ferrater, Rubén / Darío, Jaime / Gil de Biedma, Gustavo / Adolfo Bécquer, Thomas / Stearn Eliot, Glenn / Miller, Cernuda, Truman / Capote, Modugno, Lorca, / José Agustín Goytisolo, Brecht, / Lionel Trilling, Antonio / Machín, Jorge / Guillén, Joan Vinyoli, Quevedo, / Léo Ferré, Carlos / Marx, Adam Smith, Miguel / Hernández, / Ovidio Nason / palabras, / versos enteros por mí robados. / P.D. — Y al Dúo Dinámico, Jorge Borges, / y Birkkoff & Mc Lane (matemáticos)» (Vázquez Montalbán 1986: 31).

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cultural que no le correspondía por origen» (Balibrea 1999: 40), nunca se ha desdicho Montalbán de esta poética que mezcla los materiales culturales «nobles» y los populares, ofreciéndose como polifonía que no pone en entredicho la capacidad misma de conocimiento, sino que se niega a una percepción única —hegemónica— de la realidad. «No adopto el collage», puntualizaba Montalbán a finales de los noventa, como trasunto de la descomposición de mi mundo burgués, que no lo tenía, sino como intento de recuperar los fragmentos rotos de la conciencia total. La Memoria como reivindicación frente al demonio del olvido y el Deseo como eufemismo de la esperanza, de la Historia si se quiere: he aquí la tensión dialéctica fundamental de todo cuanto he escrito (Vázquez Montalbán 1998b: 136 y ss.).

Ahora bien: este tenso sincretismo de cultura «alta» y «baja», de vanguardia y tradición —sincretismo propio de una personalidad cuya socialización intelectual le había convertido en un «mestizo»— no lleva a Montalbán a soluciones culturalistas y lúdicas de tipo camp, preludio histórico de nuestro postmodernismo. El mismo recordaba en el prólogo de 1972 a su Cancionero general del franquismo que este fenómeno del «campismo», en su día intelectualmente avalado, entre otros, por Susan Sontag, suponía de hecho una «mistificación» de la cultura de masas, ya que «en lugar de servir para la historificación del gusto popular, sirvió para generar una seudoestética snob, ya plenamente gastada». A pesar de ello, reconocía que tenía indudable sentido «volver a esas huellas subculturales con talante de arqueólogos o antropólogos», ya que, si no se hacía «con talante de pisaverdes de pequeño salón, enfants gâtés dispuestos a épater le bourgeois o épater le marxiste», las «bruscas luminarias del campismo arrojadas sobre las canciones de Machín» o sobre otros productos de la cultura de consumo bien podían servir para «descubrir la existencia de un gusto popular, su propia dinámica, su propia lógica interna» (véase Vázquez Montalbán 2000a: IX). Bien podían servirle, pues, y le sirvieron, para reconfigurar desde nuevos presupuestos estéticos lo que, plagiando la afortunada expresión de Gonzalo Sobejano, podría denominarse «la busca del pueblo»: busca que, en los lustros anteriores, había sido la causa movens de la poesía social, pero que, como sabemos, había fracasado tan ostentosamente como aquella Huelga Nacional Pacífica que el Partido Comunista no había cesado de emplazar (con quizás fingida) fe de carbonero.

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Tan enfática y ritual había llegado a ser la consigna de una huelga política como la creencia en la posibilidad de una amplia y eficaz función social de la poesía. Ni en uno ni en otro caso, las masas habían acudido a la convocatoria. «Cómo han envejecido nuestros poemas», constataría José Ángel Valente, al final de la década en uno precisamente titulado «Un joven de ayer considera sus versos»: Cómo han envejecido nuestros poemas (como cartas de amor destinadas a nadie) cómo han ido cayendo de sus dientes abajo, acribillados, asaetados, náufragos (Valente 1999: 360).12

Cabía, pues, en esos tiempos de amor no correspondido, ir a buscar al pueblo allí donde estaba: no sólo en las fábricas y los talleres como lo había hecho la literatura socialrealista, sino también y quizás sobre todo en los estadios de fútbol, en las salas de cine, oyendo la radio o mirando la televisión. Tal sería, a final de la década, el proyecto semiológico de la Crónica sentimental de España, y tal había sido, al principio de los sesenta, el reto poético de Una educación sentimental, un proyecto similar —valga la comparación— al «entrismo» de las entonces recientemente creadas Comisiones Obreras, la organización sindical que, como se sabe, en los años sesenta desarrolló una estrategia de infiltración e instrumentalización de las estructuras sindicales del franquismo. Ambos, la vanguardia obrera y ese «novísimo» firme en su compromiso político que era Montalbán, habían tenido que aceptar que no era con las armas de la épica que se doblegaría el sistema. El mismo Montalbán se ha estremecido muchas veces al recordar la «pesadilla estética» de tantos versos «armados de futuro», con que los poetas socialrealistas apuntaban el pecho del obrero que «trabajaba [...] a España en sus aceros».13 12 El poemario correspondiente, titulado El inocente, recoge la obra poética escrita por José Ángel Valente entre 1967 y 1970. Quizás no sea superfluo citar las últimas consideraciones de aquel «joven de ayer» al releer sus versos de antaño: «Busquemos otra cosa para entregar la vida / entre líneas menores, / otra decoración, / otro piso pequeño de más modesto lujo / y un nuevo amor / otra fidelidad menos posible» (Valente 1999: 360). 13 «La poesía es un arma cargado de futuro», constituye sin duda alguna el poema más emblemático del proyecto socialrealista. Pertenece al ciclo de los Cantos iberos que

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Ahora bien: si Manuel Vázquez Montalbán, a diferencia de los otros novísimos, llega «todavía a concebir la literatura como arma de combate» e «instrumento de vinculación moral» (véase Campbell 1994: 144), ya lo hace sabiendo que su destinatario no serían aquellos obreros que habían constituido el lector ideal de la literatura socialrealista, aquella misma que, en la cruda realidad de las cosas como son, nunca logró superar, ni siquiera con sus novelas de mayor difusión, según reconoció el mismo José Corrales Egea, los «dos o tres mil lectores de clase única: la clase media, sin caber en una masa popular perfectamente indiferente».14 Por ello Montalbán no escribe ya, como lo hacía el imaginario socialrealista, remedando el gesto de Miguel Hernández cuando éste, puño en alto, declamaba sus «Andaluces de Jaén» allí en la misma trinchera, en el fragor de la batalla, dirigiéndose a sus multitudinarios compañeros de lucha, también ellos puño en alto. Si Montalbán, en «Conchita Piquer» y en los otros poemas de Una educación sentimental, busca y encuentra el pueblo, no es angustiado por esa responsabilidad que tanto pesaba a Gil de Biedma, ni «cebado» de esas «consignas» que tanto repudiaban a Claudio Rodríguez, ni siquiera resignadamente «disciplinado y recto» como se auto-ironizaba Ángel González, sino, son sus propias palabras, partiendo de su «sustrato mestizo», «para poetizar [su] memoria combatiente y [sus] gentes, pobladores de esa memoria» (Vázquez Montalbán 1998b: 130).15 Celaya publicó en 1955. Muchos lo recuerdan en la versión musicada por Paco Ibáñez, versión empero que recorta el texto, reduciendo a mera consigna lo que tenía voluntad de arte poética ciertamente más compleja de lo que las interpretaciones al uso han querido hacer de ella. 14 Sobre el pauperismo lector se extiende Corrales Egea en su ensayo sobre La novela española actual (1971). Corrales Egea, hoy injustamente olvidado, tiene a su haber una de las mejores novelas del socialrealismo español —La otra cara (1972)— que en su día no pudo publicarse en España. 15 Shirley Mangini en su excelente ensayo Rojos y rebeldes. La cultura de la disidencia durante el franquismo nos recuerda y cita precisamente a esos poetas al tratar la «defunción del realismo social» que ubica a mediados de los 60 (véase Mangini 1987: 141-196). En su poema «Porque no poseemos» de Alianza y condena (1965), Claudio Rodríguez se dirige a los poetas socialrealistas —»compañeros / falsos y taciturnos, / cebados de consignas, si tan ricos / de propaganda, de canción tan pobres»— para emplazarles a que su «mirada», eso es la poesía, «se agraci[e] y adoncell[e]». A su vez Ángel González en su «Preámbulo de un silencio» (Tratado de urbanismo, 1967), cuestiona su propia buena fe de poeta comprometido desde un escepticismo que es «conciencia de la inutilidad de tantas cosas», «conciencia de la inutilidad de todas las palabras».

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Es, pues, «convocado» por la memoria personal y coral de quienes, como clase, perdieron la guerra civil que Montalbán los convoca a su vez, en sus poemas, haciéndose el cronista de su sentimentalidad, escribiéndose al escribirla. «Conchita Piquer» no está escrita para el pueblo, sino desde el pueblo. Es más: su lector implícito, su narratario, si se quiere, es el fenotipo del intelectual personificado por el mismo Vázquez Montalbán, un lector hecho a imagen y semejanza del texto, un lector cultural y socialmente mestizo, que se ha alimentado de cultura popular y universitaria, poseedor, pues, de un capital simbólico que no le correspondía por origen y que instrumentaliza, precisamente, para recuperar el lazo que le une a este origen y reivindicar su memoria y su deseo. Recuérdese que, por aquellos mismos años, a mediados de los sesenta, Montalbán redactó unas Coplas a mi tía Daniela, un texto mestizo si los hay, en el que invierte el modelo del ubi sunt manriqueriano, aplicándolo ahora a una tía suya que él mismo califica de «analfabeta y fregona», tía ésta que reivindica como contrapropuesta de clase frente a aquella muy señora tía Helen que su admirado Eliot, gran poeta y gran burgués, versificara otrora. «Conchita Piquer» reivindica, como patrimonio social y cultural, aquellas canciones del pueblo vencido de la postguerra, entendiéndolas como una forma de supervivencia y, en muchos casos, de réplica al monólogo axiológico del sistema. Escrito con aguda conciencia de clase, este poema es también un ejercicio de memoria personal que realiza un contra-uso de la cultura «alta», en este caso de la poética de vanguardia, para propiciar una contra-lectura de la cultura popular, en este caso de la canción de consumo de los años cuarenta. Tal es la táctica de guerrilla semiológica que se desgaja de este poema y que es dialécticamente complementaria a aquella otra que Montalbán, a partir de los setenta, iba a poner en práctica en su serie Carvalho donde seguiría explícitamente al pensador marxista Antonio Gramsci quien, partiendo de la fuerza de sugestión que poseen los subgéneros de la literatura y del arte, se había planteado la necesidad de utilizar las formas y temas de la literatura popular, enriquecidos por una intencionalidad transformadora. Bien conocido es, en efecto, el contra-uso del género popular de la novela detectivesca que Montalbán ha venido operando en esta serie para ofrecer una contra-lectura desmitificadora de aquella España del franquismo en fase de reconversión y de esta otra, democrática ya, que continúa empero habitando sin ilusión. Esta contra-lectura abunda en el tópico de la inutilidad de la literatura —de toda literatura— para

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comprender el mundo y sobrevivir en él: recordemos el recurrente motivo de la quema de libros. Y es precisamente en la novela fundadora de esta serie, Tatuaje (1974), donde Vázquez Montalbán vuelve a acercarse al mito popular de «aquel marinero alto y rubio como la cerveza», mito de hombre fiel hasta la desesperación a su antiguo amor, mito que él ya había subvertido en su poema al enfrentarlo a la realidad degradada de la España que le dio voz y gesto en la canción de Conchita Piquer.16 Ambos, la novela y el poema, afirman la necesidad de recurrir al pasado y de implicar los condicionamientos sociales para interpretar el presente degradado y reconstruir, en la aparente sinrazón de los signos, ese sentido. Montalbán no se ha desdicho nunca de aquel niño del poema que soñaba «batallas imposibles» en la pared desconchada que su madre había pintado «en primavera / con un cubo de cal y polvos mágicos / azules», cuando ya nada quedaba de abril, a no ser la ofensa y la humillación de la derrota. Sólo cambió de táctica, pasando de soldado a guerrillero, quizás menguándosele cada vez más la esperanza, aunque siempre con aquel convencimiento que dicen ser propio de los viejos topos. Sus novelas policíacas han obtenido —hechas todas las necesarias salvedades— la popularidad que en su día tuvieron las canciones de Conchita Piquer. Quizás por ello, aunque Pepe Carvalho diste de ser —en el imaginario de sus lectores— «alto y rubio como la cerveza», también él transporta un mito cotidiano, neorromántico: el de las ilusiones perdidas en el río de la historia, mito melancólico que se sabe nostalgia de abriles y sacrificio de rosas.

BIBLIOGRAFÍA AFINOGUÉNOVA, Eugenia (2002): «‘What has to be occupied is the first chair in front every TV set’: la crítica cultural de Manuel Vázquez Montalbán como estrategia política». Puede consultarse en su página web que hospeda la Universidad Emory de Atlanta: http://academic.mu. edu/spain/afinoguenovae/ También es asequible en http://www.vespito.net/mvm/cron.html. La sin duda alguna más ambiciosa página web dedicada al autor. BALIBREA, Mari Paz (1999): En la tierra baldía. Manuel Vázquez Montalbán y la izquierda española en la postmodernidad. Madrid: El viejo topo.

16 Sobre la novela Tatuaje y su transgresión del mito popular consúltese Balibrea (1999: 75-90).

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CAMPBELL, Federico [1971] (1994): Infame turba. Entrevistas a pensadores, poetas y novelistas en la España de 1970. Barcelona: Lumen. CASTELLET, Josep Maria (1970): Nueve novísimos poetas españoles. Barcelona: Barral. CORRALES EGEA, José (1971): La novela española actual. Madrid: Edicusa. DE LEÓN, Rafael [1989] (1997): Poemas y canciones. Selección, introducción y notas de Josefa Acosta Díaz, Manuel Gómez Lara y Jorge Jiménez Barrientos. Sevilla: Alfar. ECO, Umberto (1973): Il costume di casa. Milán: Fabbri-Bompiani. MANGINI, Shirley (1987): Rojos y rebeldes. La cultura de la disidencia durante el franquismo. Barcelona: Anthropos. RICO, Manuel (2001): Memoria, deseo y compasión. Una aproximación a la poesía de Manuel Vázquez Montalbán. Prólogo de Santos Alonso. Barcelona: Grijalbo. VALENTE, José Ángel (1999): Obra poética 1. Punto cero (1953-1976). Madrid: Alianza. VÁZQUEZ MONTALBÁN, Manuel (1986): Memoria y deseo. Obra poética (19631983). Barcelona: Seix Barral. — [1971] (1998a): Crónica sentimental de España. Barcelona: Grijalbo. — (1998b): La literatura en la construcción de la ciudad democrática. Barcelona: Crítica. — (2000a): Cancionero general del franquismo (1939-1975). Barcelona: Crítica. — (2000b): «Platón, Hegel, Lacan y Agustín Lara». En: Zavala, Iris M.: El bolero. Historia de un amor. Madrid: Celeste. — (2001): Una educación sentimental. Praga. Edición de Manuel Rico. Madrid: Cátedra. WEINRICH, Harald (1976): Sprache in Texten. Stuttgart: Klett.

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Las diversas prácticas artísticas que se reúnen bajo la etiqueta de vanguardia comparten todas ellas una sensibilidad y una actitud estética común. Mucho más allá de las diferencias derivadas de los distintos sistemas expresivos (literatura, pintura, música, cine, etc.), se observa a menudo una convergencia en los temas, intereses e incluso en las técnicas utilizadas. Ello, unido al gusto por la experimentación y a los intensos intercambios que en los años veinte se producen entre las distintas artes, hace de este periodo una fase clave para el estudio de las relaciones de intermedialidad, es decir, de los procesos de transferencia e interacción entre distintos medios. El presente trabajo tiene como objeto examinar una de las variantes de dichas relaciones: la conexión entre la escritura (como sistema semiótico del que parte el influjo intermedial) y el cine (como medio receptor), y ello en lo que respecta, no tanto a las adaptaciones cinematográficas o a la adopción de determinados motivos, sino a las posibilidades de transformación y asimilación de estructuras compositivas y recursos técnicoformales de un medio expresivo a otro. Para rastrear estas conexiones intermediales en la construcción del discurso fílmico hemos optado por un acercamiento comparativo de los órdenes textual y fílmico que se concreta en el análisis de una obra emblemática del surrealismo, Un chien andalou (1928) de Luis Buñuel, examinada a la luz de uno de los textos de juventud del cineasta. Conviene recordar que Luis Buñuel había mostrado una temprana vocación por la escritura. Su escasa producción literaria, que se restringe a los años veinte y está marcada por diversas corrientes de vanguardia, es en términos cualitativos bastante irregular y ha queda-

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do limitada a algunos relatos cortos y a un breve libro de poemas. Sin embargo, si esta etapa de tanteos en la literatura sigue teniendo hoy interés, ello es debido a que muchos de los recursos con los que Buñuel experimenta en el terreno literario son aquellos que más tarde adapta al nuevo medio fílmico, donde funcionan como auténticos hallazgos expresivos. El texto elegido, «Palacio de hielo», es un poema en prosa de corte surrealista extraído del libro de versos Un perro andaluz. Esta composición resulta especialmente representativa de lo que fue la técnica y el estilo literario del cineasta, de ahí que su análisis permita extraer conclusiones que trascienden el nivel del texto concreto y aporta información de carácter más general en lo que respecta a los procedimientos compositivos y los recursos empleados. Una vez examinado el pasaje en sus rasgos fundamentales pasaremos a valorar en qué medida Buñuel adapta al medio fílmico procedimientos literarios semejantes y cómo se manifiesta esta transformación en su primer cortometraje. Comencemos pues con la lectura y el análisis del texto seleccionado. PALACIO DE HIELO1 Los charcos formaban un dominó decapitado de edificios de los que uno es el torreón que me contaron en la infancia de una sola ventana tan alta como los ojos de madre cuando se inclinan sobre la cuna. Cerca de la puerta pende un ahorcado que se balancea sobre el abismo cercado de eternidad, aullando de espacio. Soy Yo. Es mi esqueleto del que ya no quedan sino los ojos. Tan pronto me sonríen, tan pronto me bizquean, tan pronto SE ME VAN A COMER UNA MIGA DE PAN EN EL INTERIOR DEL CEREBRO. La ventana se abre y aparece una dama que se da polisoir en las uñas. Cuando las considera suficientemente afiladas me saca los ojos y los arroja a la calle. Quedan mis órbitas solas sin mirada, sin deseos, sin mar, sin polluelos, sin nada. Una enfermera viene a sentarse a mi lado en la mesa del café. Despliega un periódico de 1856 y lee con voz emocionada: «Cuando los soldados de Napoleón entraron en Zaragoza en la VIL ZARAGOZA, no encontraron más que viento por las desiertas calles. Sólo en un charco croaban los ojos de Luis Buñuel. Los soldados de Napoleón los remataron a bayonetazos». 1 «Palacio de hielo» fue publicado en la revista Hèlix n. 4, Vilafranca del Penedès, en mayo de 1929, si bien su composición, como la del resto de poemas de Un perro andaluz, se remonta probablemente a 1927. Citamos según la edición de Agustín Sánchez Vidal (1982: 141).

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Pese a que son muchas las observaciones que cabría realizar sobre la estructura y recursos de esta composición, tan sólo nos limitaremos a mencionar aquellos aspectos que puedan resultar relevantes para el posterior análisis fílmico. Lo primero que se constata tras la lectura del texto es la dificultad que éste presenta de ser adscrito a un determinado género. En un primer acercamiento podría parecer que nos hallamos ante un poema en prosa, y ello no sólo por motivos semánticos (carácter de discurso recurrente, densidad significativa, riqueza de las imágenes, etc.) sino también por razones pragmáticas (el texto aparece incluido dentro de un libro de poemas, lo que conlleva una determinada actitud de lectura por parte del receptor). Sin embargo, en la composición coexisten estrechamente estructuras y elementos tanto de carácter lírico como narrativo: la parte inicial, construida básicamente por acumulación de imágenes, presenta un marcado tono poético, mientras que en la segunda mitad el relato adquiere una dimensión inequívocamente narrativa. Desde el punto de vista de la progresión temática, el texto aparece construido como una sucesión de cuatro escenas. En primer lugar se presenta el escenario que sirve de trasfondo para el posterior desarrollo de la acción: una calle mojada en cuyos charcos se refleja un alto torreón mencionado ambiguamente en el título («Palacio de hielo»).2 Seguidamente y en contigüidad espacial («cerca de la puerta») se introduce la imagen de un ahorcado, que una vez aludido desde una perspectiva externa y objetiva se asimila de forma inesperada a la figura del narrador (cambio de la tercera a la primera persona: «soy Yo», «es mi esqueleto»). A continuación, sin motivo aparente, una mujer arranca los ojos del yo narrador. En este punto se produce un giro inesperado tanto en el estilo (de la minuciosa descripción se pasa a un desarrollo plenamente narrativo) como en el carácter de los acontecimientos relatados a través de una triple ruptura: en el nivel de los personajes (una enfermera viene a sentarse junto al yo que enuncia), en las coordenadas del espacio (una mesa de café) y en las del tiempo (ambigua alusión a la posibilidad de que la escena tenga lugar en el año 1856). Por último, se produce un nuevo salto espacial que remite al contenido leído por el per-

2 Según el historiador y crítico de cine Román Gubern «Palacio de hielo» era el nombre de un club nocturno parisino, si bien esta referencia no desempeña ningún papel en la interpretación del texto.

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sonaje femenino en un periódico y que hace referencia al momento en el que las tropas napoleónicas entran en Zaragoza y rematan a bayonetazos los ojos del yo narrador, aludido ahora en tercera persona y desde su dimensión biográfica («los ojos de Luis Buñuel»). El rasgo más sobresaliente desde el punto de vista del estilo es la propia división interna del texto, en el que, como ya se ha mencionado, alternan pasajes descriptivos (construidos sobre la base de procedimientos propios de la lírica) y narrativos (con la superposición de tres escenarios y tres acciones distintas). La misma dicotomía se observa entre la actitud «desrealizadora» inicial (donde los elementos presentan enorme vaguedad e imprecisión, como si el discurso se situara en una dimensión puramente onírica) y una técnica narradora de extrema concreción (identificable en la fuerte determinación espacio-temporal de la segunda parte). Por otro lado, los pasajes marcadamente líricos se construyen a partir de procedimientos figurados en sus más diversas variantes: en tanto que metáforas aisladas, algunas de ellas próximas a la greguería, como series metafóricas construidas por yuxtaposición, bajo la forma de símiles desarrollados, o en tanto que metáforas absolutas, como dimensión más hermética y carente de todo nexo racional. En segundo lugar, sorprende la insólita dispersión en el desarrollo de las escenas, que van construyéndose por medio de la inserción de elementos imprevistos que no se explican en relación al espacio referencial previo y que más parecen reproducir los mecanismos de la libre asociación de ideas. No obstante, a pesar de esta dispersión en el flujo de los acontecimientos, se observa una fuerte recurrencia en los componentes del texto, que aparecen y reaparecen insistentemente imprimiendo una fuerte cohesión interna a la composición. Nos referimos, no sólo a la obsesiva presencia de los ojos en sus diversas variantes (ojos de madre, ojos de ahorcado, órbitas sin mirada, ojos croando rematados a bayonetazos), sino también a la figura femenina, desde su imagen más afectuosa (madre que se inclina sobre la cuna) a la más descarnada (dama de afiladas uñas que arranca los ojos de un esqueleto). Otro elemento recurrente son los charcos y las calles, que sirven como vínculo cohesionador entre las escenas de la primera y la segunda mitad del texto. También el título, «Palacio de hielo», que en apariencia no vuelve a mencionarse en toda la composición, podría asimilarse, por metonimia, al alto torreón de la infancia, en torno a cuyas puertas y ventanas se desarrolla la acción de la primera parte.

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Por último, cabe señalar como rasgo específico una evidente ruptura de las fronteras entre un mundo exterior (objetivo) y otro interior (subjetivo), lo que queda bien ilustrado en el pasaje en el que la instancia narradora se convierte de forma inesperada en protagonista del propio acontecer (como ahorcado suspendido en el espacio primero; como observador en la mesa de un café después). Si a la luz de la composición «Palacio de hielo» examinamos los rasgos que caracterizan la primera obra fílmica de nuestro cineasta no deja de sorprender la enorme semejanza constatable tanto en las estructuras como en los recursos empleados. En lo que respecta a la adscripción a un género, la película presenta la misma dificultad de asignación que se observa en el texto. Si «Palacio de hielo» podía caracterizarse como un poema en prosa en cuyo interior se despliega una estructura narrativa, Un chien andalou se presenta como un relato cinematográfico basado en la sucesión articulada de componentes líricos. La asimilación inicial de la película al género del relato, además de ponerse en relación con el carácter inherentemente narrativo del medio cinematográfico, se deriva de la fórmula empleada en el primero de los carteles del cortometraje («érase una vez»), propia de la narración fantástica tradicional, que sirve para generar la ilusión de una instancia narradora y de un mundo dispuesto a ser narrado. El resto de los intertítulos, marcas igualmente de enunciación, aportan diferentes referencias temporales que, en apariencia, organizan cronológicamente la narración. La obra se estructura además siguiendo un orden narrativo clásico en torno a la figura de dos protagonistas: se inicia con un prólogo de carácter metafórico (el ojo seccionado por la mano catártica de Luis Buñuel), continúa con el planteamiento y desarrollo de la relación entre dos personajes (un hombre y una mujer presentados en toda indeterminación), y termina con la ruptura de la pareja, concretizada visualmente en el epílogo, en el que los dos protagonistas aparecen enterrados y cubiertos de insectos. Sin embargo, a diferencia del relato tradicional, en el que la acción se inscribe dentro de un marco espacio-temporal bien delimitado y cada escena se construye a partir de la precedente según un encadenamiento lógico, los episodios de la película no presentan apenas relación, su articulación es azarosa y en ella los espacios y los tiempos se subvierten. Así, por ejemplo, se producen rupturas espaciales y saltos temporales insólitos, del mismo modo que ocurría en «Palacio de hielo»: las referencias cronológicas de los intertítulos, cuya función es la de sostener el desarrollo del discurso, son en realidad caóticas, con continuos desplazamientos

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adelante y atrás en el tiempo, por lo que sólo sirven para perturbar, aún más si cabe, la ubicación temporal de los acontecimientos; los espacios también se transgreden: un hombre cae abatido por los disparos en una habitación y concluye su caída en el plano siguiente dentro de un escenario campestre; la mujer, tras romper con el protagonista, sale de la sala, situada en un apartamento en la ciudad, y aparece repentinamente en medio de una playa. Nos encontramos, por lo tanto, ante procedimientos de construcción basados en trastocar las convenciones del género introduciendo elementos que lo desmontan y cuestionan, técnica que Buñuel ya la había desarrollado en sus primeros escritos y que adapta ahora a su filmografía. El resultado final es una obra sustentada en una estructura narrativa sobre la que se va tejiendo una materia que, como tendremos ocasión de demostrar, tiene carácter poético. Continuando con el análisis comparativo, otra de las características que habíamos mencionado al examinar «Palacio de hielo» era la fuerte dispersión en el flujo de los acontecimientos. Este procedimiento encuentra un equivalente fílmico en el desarrollo argumental de Un chien andalou. El cortometraje está compuesto por una serie de episodios apenas relacionados, que se agrupan en secuencias de muy distinta extensión, cuyo desarrollo no se somete a un orden basado en las relaciones causa-efecto (típico de una trama narrativa), sino a una lógica de carácter asociativo. En estos episodios los personajes parecen moverse por impulsos inconscientes, los acontecimientos que se contemplan carecen de explicaciones racionales y su vinculación es azarosa. Veamos un ejemplo: al inicio del cortometraje el protagonista masculino cae incomprensiblemente de una bicicleta y queda inconsciente; la mujer, a la que en la escena anterior se le había seccionado el ojo, corre apasionadamente a socorrerlo; se produce entonces un salto inexplicado que nos lleva al siguiente episodio, en el que el mismo personaje femenino recompone imaginariamente con ayuda de una serie de prendas la representación de un cuerpo tendido, vuelve la cabeza y a sus espaldas se encuentra de pie el protagonista, que observa inmóvil cómo las hormigas van surgiendo de la palma de su mano; por fundido encadenado se suceden después, sin ninguna explicación, las imágenes de una axila, un erizo de mar y la cabeza de una joven en la calle vista en picado, metáforas que sirven de transición hacia el siguiente episodio: una joven desconocida de aspecto andrógino remueve con un bastón una mano cortada que se encuentra en el suelo. En realidad toda la película se constituye como una serie de escenas desconectadas que van siendo sometidas a una organización dis-

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cursiva arbitrariamente impuesta. Para representar gráficamente esta sucesión fragmentaria y dispersa proponemos su ordenamiento a través de un diagrama, constituido por 13 episodios numerados por orden de aparición (Fig. 1). Estos episodios son en realidad unidades de acción que desarrollan un mismo motivo temático o se centran en el comportamiento de alguno de los personajes: el pasaje de la bicicleta, la recreación por parte de la mujer del cuerpo yacente o las imágenes de la mano horadada por las hormigas constituyen unidades aisladas que se suceden sin una clara explicación lógica. No obstante, a pesar de su autonomía y aparente dispersión, estos episodios se van conectando en bloques de acción dramática que conservan una cierta unidad narrativa, es decir, conforman secuencias, si bien de muy distinto carácter al de la secuencia tradicional. En Un chien andalou es posible identificar 5 secuencias, que hemos representado en el gráfico a través de la interconexión en bloques de los correspondientes episodios: —el prólogo, en el que el ojo de la joven protagonista es agredido por el filo de una navaja (episodio 1); —el planteamiento y desarrollo del débil argumento: la relación entre los dos protagonistas (episodios 2 a 7); —el pasaje del alter-ego, motivo lejanamente vinculado a la trama (episodios 8 a 10); — la ruptura de la relación (episodio 11 a 12); —el epílogo, que cierra a través de una imagen inmóvil la historia (episodio 13). Además del listado de episodios numerados y agrupados en secuencias, el gráfico visualiza igualmente la sucesión de intertítulos, elementos introductores de referencias cronológicas que se encuentran representados en los cuadros con fondo gris. Estos intertítulos parecen ir ubicando temporalmente cada nueva secuencia, a excepción del paso de la secuencia cuarta a la quinta (episodios 10 a 11), que se produce sin ningún tipo de indicación temporal. Ahora bien, como ya señalamos, tales indicaciones son en realidad engañosas y no se ajustan a la lógica de las imágenes. Y es que del mismo modo que ocurría con «Palacio de hielo», nos hallamos ante referencias cronológicas de gran precisión que, sin embargo, establecen una temporalidad inexplicable o, como en la película, desconcertante.

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UN PERRO ANDALUZ Erase una vez…

Indicaciones temporales Caja rayada Manteletes Mano Axila Cuerpo yacente Raqueta Muerte – Erotismo

1 Ojo seccionado por la navaja

8 añ os más tarde

2 Protagonista en bicicleta Caja rayada

3 Recreación de un cuerpo yacente

4 Mano de la que surgen hormigas Mano-axila-erizo-cabeza

5

Mujer que remueve una mano cortada

6 Intento fallido de seducción Puerta

7 Protagonista yacente

8 Visita de un desconocido

9

Rebelión contra el alter-ego

Puerta

11 Ruptura

Hacia las tres de la mañana

Puerta

12 Encuentro en la playa En primavera

13 Enterrados en la arena

FIN

Figura 1

16 años antes

10 Muerte en el parque

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A pesar de la dispersión y falta de coherencia en la vinculación de los distintos episodios, resulta paradójico que la película transmita al espectador la impresión de una fuerte cohesión interna. Recordemos que ya en «Palacio de hielo» se había señalado un fenómeno semejante. En esta composición, y pese a la profunda dispersión de su desarrollo temático, se observaba un efecto de trabazón textual que procedía, entre otras razones, de la repetición de determinados motivos (los ojos, la figura femenina, los edificios, los charcos...). También en su primer cortometraje Luis Buñuel utiliza un procedimiento compositivo análogo basado en la introducción de objetos o motivos recurrentes que van reapareciendo con intermitencia a lo largo de los episodios. Estas referencias visuales, además de aparecer integradas en la acción en tanto que componentes fílmicos, juegan un papel fundamental como elementos cohesionadores y vertebran así de un modo subyacente la película. Para representar en nuestro gráfico dichas unidades hemos recurrido a diversos tipos de líneas discontinuas, que van enlazando los motivos que se repiten en las distintas escenas: los manteletes del ciclista, la caja de rayas trasversales, la mano con las hormigas, la axila, la raqueta, etc. Este recurso fílmico evoca en realidad los principios constructivos de la lírica como tipo de discurso recurrente basado en un sistema de continuas correspondencias. Dado que la película se compone de una suma de episodios débilmente trabados (si exceptuamos la relativa unidad espacial y de personajes), estos constituyentes fílmicos permiten enlazar los distintos episodios e imprimen una gran cohesión a la obra. Así queda visualizado en el diagrama donde, a excepción del prólogo y el epílogo, el resto de episodios se encuentran interconectados en uno o varios niveles. Tal es justamente la razón por la que, a pesar del carácter fragmentario y de la falta de coherencia argumental de la película, ésta logra transmitir la impresión de un espacio fílmico unitario. La utilización recursiva de tales objetos, cuyo sentido se redefine y condensa en cada nueva aparición, los convierte además en unidades de una especial densidad semántica, difícilmente reductibles a interpretaciones unívocas. Para ilustrar este fenómeno describiremos el ejemplo de los manteletes, cuya aparición viene señalada por amplias líneas discontinuas en tono gris (episodios 2, 3, 7, 8 y 12). Ya al comienzo de la historia el protagonista masculino aparece vestido con dichas prendas blancas, sujetas en la cabeza, hombros y cintura; lleva además cuello duro, una corbata oscura y una caja a rayas trasversales. Estas ropas y la caja reaparecen en el tercer episodio, que por lo demás no presenta otro vínculo con el anterior. En esta escena la jo-

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ven extiende sobre la cama dichos accesorios y los contempla intensamente, como si estuviera recreando mentalmente la figura masculina a través de tales marcas de identidad. En el episodio 7, cuando la muchacha huye del asedio del protagonista refugiándose en la habitación contigua, vuelve la cabeza y descubre con sorpresa al personaje que la hostigaba, ahora tumbado en la cama con la caja de rayas trasversales y los manteletes. En la siguiente escena el protagonista recibe en medio de la noche la visita del que, como luego descubriremos, es su alter ego. Éste le obliga a levantarse de la cama y le arranca las extrañas prendas, que arroja enfurecido por la ventana. Por último en el episodio 12, cuando la relación de la pareja se ha roto y la mujer pasea con otro muchacho por la playa, éstos encuentran los manteletes blancos tirados en la orilla y llenos de barro, así como la caja rota, que el joven golpea con el pie.

Los manteletes como motivo recurrente y cohesionador Por otro lado, algunos de estos motivos recurrentes, además de conectar entre sí episodios alejados, pueden presentar una función suplementaria en tanto que elementos de transición, función que hemos visualizado en el diagrama por medio de cuadros rectangulares y estrechos interpolados entre los episodios. Tales elementos hacen posible la sucesión de un episodio al siguiente y operan como eslabones dentro de una misma secuencia. Así, por ejemplo, al principio del cortometraje la caja rayada suspendida en el cuello del ciclista permite el paso (a través del primer plano y por fundido encadenado) de una esce-

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na exterior (caída inexplicable del ciclista en medio de la calle) a otra interior (una de las habitaciones de la casa en la que la mujer recrea a través de las prendas la figura del protagonista). La misma función desempeñan la serie de metáforas que por analogía formal enlazan el episodio de la mano y las hormigas con la escena de la joven de aspecto andrógino que manipula con el bastón una mano amputada. Por último, semejante carácter conector adopta la presencia de la puerta. Ésta, por un lado, posibilita la transición entre los episodios 6 y 7 (huida de la protagonista ante el asedio masculino y escena del cuerpo yacente poco antes de que aparezca su doble). Además, permite retomar la historia en el episodio 11, interrumpida por el paréntesis que supone la visita del alterego. Igualmente es también la puerta la que hace posible la transición de los episodios 11 a 12, en los que la mujer rompe su relación con el protagonista y, tras cruzar el umbral, aparece en medio de una playa, donde la espera un nuevo personaje masculino. Nos encontramos, por tanto, ante elementos de transición que, además de funcionar como motivos cohesionadores, justifican el paso de un episodio a otro, a pesar de que no exista entre ellos ningún otro tipo de conexión temática.

La puerta como elemento de transición entre episodios La última de las afinidades entre procedimientos textuales y fílmicos que vamos a comentar se halla en la frecuente utilización de recursos de carácter figurado (principalmente metafóricos aunque también metonímicos). Ya indicamos en el análisis de «Palacio de hielo» que los pasajes textuales eminentemente líricos estaban marcados por una gran profusión de

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metáforas. También Un chien andalou presenta en este punto semejanzas con los escritos del cineasta, no sólo en lo que respecta al abundante número de imágenes, sino también por su hermetismo y su carácter insólito. Estas metáforas fílmicas se basan tanto en las relaciones in praesentia o de contigüidad sintagmática, en las que los dos componentes de la metáfora aparecen explícitamente filmados y se suceden por efecto del montaje (haremos alusión a éstas con el término de metáforas explícitas), como en las relaciones in absentia, en las que tan sólo uno de los componentes de la metáfora encuentra representación cinematográfica, siendo el receptor quien debe inferir cuál es el término significado o el espacio referencial que la metáfora evoca (nos referiremos a éstas como metáforas implícitas).3 Por otro lado en la película se suceden no sólo metáforas aisladas (tanto explícitas como implícitas), sino también series metafóricas e incluso metáforas de segundo grado. Una metáfora explícita en la que el elemento propio se equipara de modo inequívoco con el término metafórico se encuentra en la escena en la que de modo inesperado los libros que sostiene con los brazos en cruz el protagonista (plano real) se transforman en sendas pistolas con las que el joven asesina a su alter ego (plano figurado). Una metáfora explícita más hermética y próxima a la greguería es aquella en la que el visitante nocturno pulsa el timbre de la puerta (plano real) y este acto es recreado en términos metafóricos con la imagen de unos brazos que agitan una coctelera vistos a través de dos agujeros que traspasan una pared blanca (plano figurado). Entre las numerosas metáforas implícitas del cortometraje, una de las más emblemáticas es aquella en la que el personaje masculino, tras acosar sexualmente a la joven, se ve frenado en su impulso por el peso de dos cuerdas que incomprensiblemente empieza a arrastrar y de las que surgen dos pianos de cola, sendas carroñas de burro, dos hermanos maristas, así como otros insólitos objetos (plano figurado). A pesar del carácter irracional de esta escena, que parece surgida del más puro automatismo psíquico, la metáfora puede interpretarse como el lastre que supone una cultura represiva sobre los impulsos sexuales del individuo (plano real). Una serie metafórica basada en la yuxtaposición y encadenamiento de imágenes por semejanza formal es aquella, ya comentada en alusión a los elementos de transición, en la que a la mano de la que surgen las hormigas (plano real) se superponen,

3 Para una justificación de la opción terminológica por la que distinguimos entre metáforas explícitas e implícitas véase Herrero (1998: 435-444).

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por efecto del montaje, la imagen de una axila de mujer tumbada en la arena, un erizo de mar y la redondez de una cabeza vista en picado (planos figurados), imágenes todas ellas que se suceden por fundido encadenado y en las que la misma forma ovalada o circular aparece en el centro inferior del encuadre. Por último, una metáfora de segundo grado se encuentra en la escena inaugural por la que la nube atravesando la luna (plano real) se asocia por semejanza formal con la imagen de una navaja que secciona el ojo de la protagonista (plano figurado), metáfora explícita que a su vez funciona en un segundo nivel que, simplificándolo en su densidad figurativa, ha de ponerse en relación con el propio hecho cinematográfico, al representar la voluntad del cineasta de transformar la mirada del espectador agrediendo su modo de percepción pasivo y automatizado (segundo orden figurado).

Serie metafórica funcionando como elemento de transición Una primera conclusión que se desprende de lo hasta aquí expuesto es el hecho de que tanto el texto analizado como el cortometraje constituyen discursos basados en la interacción de dos tipos de estructuras: las

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poéticas y las narrativas. Ello hace posible la armónica integración de procedimientos en apariencia contradictorios. Así, por ejemplo, lo irracional y lo metafórico se integran en soportes narrativos clásicos, lo fragmentario y arbitrario coexiste con la fuerte trabazón de elementos y el discurso se construye con materiales de la realidad que, una vez funcionando, se descontextualizan y «desrealizan» (es decir, producen la sensación de espacios oníricos surgidos del flujo inconsciente). Los procedimientos de carácter narrativo van tejiendo y ordenando así una sustancia poética, lo que supone una apertura sin precedentes de la ficción cinematográfica al ámbito de la lírica. Por otro lado, en lo que respecta a la influencia intermedial que ejerce la literatura sobre las posibilidades de construcción del discurso fílmico, hemos intentado demostrar a través de nuestro análisis que existen fuertes paralelismos en los recursos y modos de organización entre la producción escrita de Luis Buñuel y su primera obra cinematográfica. Si retomamos algunos de los aspectos hasta ahora mencionados, nos encontramos ante un largo listado de procedimientos fílmicos que son en realidad literarios desde el punto de vista de su concepción. Nos referimos a dimensiones tales como la voluntad de Luis Buñuel de transgredir las convenciones de género, la inserción de estructuras poéticas en espacios narrativos (y viceversa), la ruptura de las coordenadas espacio / tiempo y de las fronteras entre mundo exterior e interior, la construcción de un discurso a través de asociaciones irracionales surgidas del libre flujo del inconsciente, la consiguiente dispersión en el tipo de acontecimientos representados, la vertebración «lírica» del discurso a través de elementos recurrentes de carácter cohesivo, la condensación poética del objeto, la abundancia de metáforas e imágenes insólitas basadas en analogías no siempre accesibles, la construcción de un discurso como espacio plurisignificativo, etc. Se hace evidente, de esta forma, que no es posible abordar el cortometraje Un chien andalou desde una perspectiva de estudio restringida a lo cinematográfico que no tome en consideración los procesos de asimilación intermedial, no sólo de motivos, sino fundamentalmente de estructuras y de recursos de origen literario.

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Dentro del marco de las vanguardias, el cine ha ocupado un lugar destacado, no solamente como fuente de inspiración o como modelo, sino también por su condición de nuevo medio artístico propicio para todo tipo de experimentos, que permitía ampliar los horizontes de la creación gracias a las múltiples posibilidades ofrecidas por la imagen en movimiento. El cine interesó a escritores y a otros protagonistas de los movimientos de vanguardia, pintores, músicos o fotógrafos: «más todavía que la escritura, más aún que el teatro, el filme, para mí, confería al hombre un poder superior» (Mabire/Soupault 1965: 29), expresó por ejemplo Philippe Soupault. El cine de vanguardia fue por consiguiente un espacio de intercambios artísticos, un punto de encuentro. De hecho, su propia naturaleza que asociaba lo visual, lo narrativo y lo sonoro —a partir de 1927—, lo convertía en un lugar idóneo para que se entrecruzaran en él formas artísticas aparentemente heterogéneas, literatura, teatro, pintura, música, en resumidas cuentas un auténtico lugar de «intermedialidad» para utilizar el concepto que este congreso propone. Una «intermedialidad» que si, a veces, adopta la forma clásica de la «intertextualidad», la desborda también ampliamente. La segunda película de Luis Buñuel, La edad de oro, realizada en 1930, ocupa, a este respecto, un lugar aparte. Ideada junto con el pintor Salvador Dalí, se presenta como un auténtico crisol en el que influencias y referencias literarias, plásticas, musicales, cinematográficas y teatrales se mezclan armónicamente en un conjunto cinematográfico explícitamente reivindicado por el grupo surrealista mediante un texto elaborado para el programa difundido en su estreno en el Studio 28 y firmado colectivamente por uno de los máximos exponentes

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de la élite artística de París. Entre las formas muy variadas de «intermedialidad» que se encuentran en la película, he decidido atenerme a una en particular, muy específica y sobre todo específicamente cinematográfica: el modo en que la película se convirtió en una cita artística que reunía a numerosos representantes de las artes contemporáneas y que le dio a La edad de oro un valor simbólico muy peculiar. Desde el inicio de su elaboración hasta el momento de su estreno, pasando por el rodaje, La edad de oro se presenta como una película-acontecimiento, a la que se asocian no solamente los surrealistas sino numerosos miembros de la gran familia artística de finales de los años veinte, sobre todo parisiense. La película-acontecimiento se transformó en película-culto con el chispazo de su prohibición por la censura francesa en diciembre de 1930. Entre los factores que hicieron de La edad de oro una película-acontecimiento, destaca el uso que en ella hace Luis Buñuel de la categoría cinematográfica del actor. ***

Antes de entrar en el análisis del reparto de La edad de oro, me detendré previamente en un texto de Buñuel publicado en 1927, es decir, dos años antes de que realizara su primera película, «Variaciones sobre el bigote de Menjou»,1 en el que el futuro director de cine subraya la importancia del papel del actor en la estética cinematográfica que, según él, diferencia al séptimo arte de los demás géneros artísticos y hace que «las verdades cinematográficas no forman denominador común con las de la literatura y del teatro» (Buñuel 1982: 170). Para el entonces joven español, el cine es fundamentalmente un arte de la encarnación, sumido en la inmanencia. En éste, el actor de cine es una pieza clave, y Buñuel lo presenta con una bella expresión en forma de oximorón: un «fantasma de carne y hueso de la pantalla». De hecho, el actor de cine se sitúa en un cruce entre la vida, habiendo su cuerpo dejado su huella impresa en el celuloide en el momento del rodaje («carne y hueso»), y la ficción en la que cobra sentido como personaje («fantasma»). El espectáculo ci-

1 El texto, ampliado luego para La Gaceta Literaria (número 35 del 01-06-1928), queda reproducido en: Buñuel (1982: 168-170). Las citas que incluimos pertenecen a dicha versión.

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nematográfico realiza de modo único la fusión entre los dos, entre el actor-de-carne-y-hueso y el personaje-fantasma. El texto de Buñuel revela, en un momento en que precisamente está germinando su vocación de cineasta, una sensibilidad intuitiva respecto a lo que constituye la especificidad ontológica del cine. Si el principio de la encarnación está también presente en el teatro, arte multisecular, por el hecho de que en él, un personaje de papel tome cuerpo en el momento de la representación pública a partir del cuerpo de un actor, en un filme, dicha articulación es ontológicamente distinta dado el carácter «indicial» del cine, vinculado con lo que Roland Barthes sintetizó acerca del arte fotográfico con la fórmula siguiente: «ça-a-été» («ha sido» / «ha tenido lugar»):2 cuando queda terminada la película, el encuentro entre un actor de carne y hueso y un personaje-fantasma, fusión milagrosa, es en adelante irrepetible. El cine se puede definir como un arte del collage por haberse fundamentado en el montaje, pero también se puede vislumbrar en él una forma más sutil de collage en torno a la figura del actor, fragmento importado de la vida real e incorporado en la ficción cinematográfica. Dentro de la filmografía de Buñuel, el reparto de La edad de oro representa un caso único de declinación de figuras actoriales que, al margen de los imperativos tradicionales del cine comercial,3 obedece a una doble lógica: por una parte, recurre de manera clásica a unos actores profesionales para interpretar ciertos papeles. Pero paralelamente, el director integra en el reparto a unos no-profesionales que se relacionan personalmente con el ámbito artístico de entonces, sean artistas o amigos o esposas de artistas y que le confieren a la película un aspecto muy original de, casi podríamos decir, película de familia. En efecto, el hecho de que un intérprete sea una persona conocida fuera del marco de la película (famosa o no) introduce en el juego dialéctico actor-personaje una dimensión nueva, que lo cortocircuita parcialmente al interponer, a nivel de la recepción del espectáculo cinematográfico, un tercer ingrediente: el reconocimiento del artista conocido o simplemente del amigo,

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«Le nom du noème de la photographie sera donc: ‘Ça-a-été’» (Barthes 1980: 120). Luis Buñuel ha insistido varias veces en la libertad que le concedió su mecenas, Charles de Noailles, tanto a nivel económico como estético para la realización de su película. Por lo tanto, la elección de los actores corre plenamente a su cargo y es el resultado de unas opciones estéticas plenamente asumidas. Libertad reflejada en la correspondencia que se establece entre los dos, día tras día, y que se publicó en un número de Les Cahiers du Musée national d’art moderne (Bouhours 1993). 3

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con un valor casi documental. Aspecto que sin lugar a dudas pasa algo desapercibido hoy en día para el espectador medio que, fuera de Max Ernst, tal vez, no puede identificar a unos contemporáneos de Buñuel que no pasaron a la posteridad. En cambio, para el público a quien, al fin y al cabo se destinaba la película en 1930, las apariciones, aunque fugaces, de personas conocidas cobraban un sentido determinado. ***

Para el papel del protagonista masculino de La edad de oro, confluyen las dos lógicas. En efecto, Gaston Modot, además de ser un verdadero profesional ya asentado en la carrera en 1930, presenta también la característica de formar parte del ámbito artístico de la época, incluso como creador. Modot es entonces un actor conocido del cine francés mudo. Este hijo de un arquitecto, nacido en el año 1887, había actuado ya en lo mejor del cine francés, en unas treinta películas, de Raymond Bernard (Le miracle des loups), de Jacques Feyder (Carmen), de Jean de Baroncelli (Néné), o de Maurice Tourneur (Le navire des hommes perdus).4 Luis Buñuel lo elige antes de todo por la admiración que tiene hacia él como intérprete: «Me había llamado la atención porque era un actor, y además, un actor muy bueno» (Pérez Current/de la Colina 1993: 41). No ha de extrañar el hecho de que la lógica de la profesionalidad fuera determinante a la hora de elegir al intérprete sobre el que iba a descansar gran parte de la película. Pero este criterio es compatible con la segunda lógica y Buñuel subraya también como factor determinante de su elección la pertenencia de Modot a un círculo cultural común. De hecho, Modot se había interesado tempranamente por la pintura y las artes en general, gracias a lo cual formaba parte del grupo de intelectuales y artistas que frecuentaban Montmartre, era amigo de Modigliani y de Braque y luego se trasladó a la vanguardia cultural que tenía como epicentro Montparnasse, donde Buñuel le había conocido personalmente: «Le conocía de nuestro grupo de Montparnasse. Modot había sido pintor y compañero de Picasso en 1912» (Pérez Current/de la Colina 1993:

4 En adelante, seguirá trabajando en lo mejor del cine francés, en películas de Jean Renoir, Jean Duvivier, René Clair, Jacques Becker, Pabst y Carné (Les enfants du Paradis).

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41). Hasta había realizado una película en el año 1929, adaptando uno de los «cuentos crueles» de Villiers de l’Isle-Adam, La torture par l’espérance. En otras palabras, Modot no era un actor cualquiera. Un artículo de 1959 lo define como «inclasificable», a pesar de su participación en numerosas películas importantes, porque «en él existe un no sé qué muy peculiar que prohíbe clasificarlo como profesional».5 El hecho de moverse intelectualmente en el mismo ámbito que Buñuel facilitaría la dirección de actores ya que el realizador necesitaba a una persona que le entendiera y aceptara la identificación con un personaje atípico, capaz de transgredir los valores sociales, de revolcarse gozosamente en el lodo, o de dar una patada a un perro aunque, eso sí, a regañadientes.6 Por lo demás, Modot conocía y amaba España7 y si esta película es indudablemente francesa en su producción, sin embargo, se puede plenamente hablar de co-producción cultural, empezando por el reparto que le dará un matiz muy específico dentro del conjunto de las películas de vanguardia de la época. Por fin, por amistad, Modot acepta trabajar en la película por 5.000 francos a la semana, es decir, la mitad del sueldo que debería haber cobrado, lo cual le permite a Buñuel realizar unos ahorros importantes en el presupuesto general. En efecto, la preocupación de Buñuel por hacer una película que no exceda la cantidad acordada con Charles de Noailles es constante y el director intentará conciliar sus obligaciones económicas con sus intenciones estéticas. Si la figura de Modot, el actor-artista, se impuso de modo bastante rápido, en cambio, la elección de una actriz, de la «vedette», como escribía Buñuel, no fue fácil, según lo documenta su correspondencia con su mecenas, Charles de Noailles. Parece ser que en ningún momento pensó en una actriz conocida y que el primer criterio para elegir a la protagonista fue el de su belleza física. Por ello, Buñuel se orientó hacia la posibilidad de seleccionar a una intérprete que perteneciera a su ámbito

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«[...] quelque chose empêche de dire qu’il est un acteur. En lui existe je ne sais quoi de très à part qui interdit de l’appeler un professionnel». Artículo anónimo titulado «La Foi et les Montagnes ou le septième art au passé» y sacado de Publications photo-cinéma (Paris: Paul Montel, 1959, incluido en un volumen publicado por Gaumont, que recoge fotos y artículos de prensa: L’âge d’or, sin autor, sin fecha). 6 Cuenta Buñuel que le había pedido a Modot que aplastara la cabeza del perro y que éste se opuso a ello, así como el equipo técnico: «a fin de cuentas, sólo pude obtener que Modot le diera una patada al perro» (Pérez Current/de la Colina 1993: 98). 7 «Era un enamorado de España y tocaba la guitarra» (Buñuel 1982: 132).

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cultural. En una carta de febrero de 1930, evoca la posibilidad de contratar a la mujer de Max Ernst, Marie-Berthe Aurenche, que no era actriz: «si su mujer (que es muy guapa e interesante) sale bien tal vez la contrataré como vedette», le escribe a Charles de Noailles (Bouhours 1993: 56). Sin embargo, tiene que descartar tal posibilidad después de haber realizado una serie de ensayos: «Entre las ocho mujeres ensayadas, Marie-Bert[h]e Ernst es la mejor pero, a causa de su nerviosismo, es imposible contratarla» y concluye: «Sigo investigando para encontrar a la vedette» (Bouhours 1993: 57). En sus memorias, el director confiesa que no recuerda por qué contrató finalmente a la joven rusa Natalia Lyech, nacida en Berlín, conocida como Lya Lys: «me fue enviada por un agente, al mismo tiempo que Elsa Kuprine, la hija del escritor ruso. No recuerdo por qué elegí a Lya Lys» (Buñuel 1982: 132). Aparte del requisito fundamental de la belleza física,8 parece ser que obedeció su elección al criterio de la profesionalidad después de las pruebas fracasadas de Marie-Berthe Aurenche. Una gran parte de la película se relaciona con la historia de la pareja central y el director declaró posteriormente que el cincuenta por ciento del filme descansaba en la figura femenina.9 Cuando, en el segundo día de rodaje, el director se percata precisamente de la falta de profesionalidad de la actriz, del hecho de que le había «engañado diciendo que ya había hecho varias películas» y de que «ni siquiera sabe maquillarse. Y todavía menos actuar» (Bouhours 1993: 60), piensa en despedirla pero no lo hace por motivos económicos y porque, avanzando el rodaje, mediante una dirección de actores muy exigente, no desprovista de violencia, Buñuel logra obtener un resultado que estima satisfactorio: «me costó muchísimo trabajo pero gustó mucho y Hollywood la contrató para hacer de ella una starlette» (Pérez Current/de la Colina 1993: 41). ***

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En una carta del 7 de marzo, recién iniciado el rodaje, reconoce que es «bastante bonita» (Bouhours 1993: 60). 9 «Usted entenderá sin duda la gran responsabilidad que tiene ella y el hecho de que, si no queda como ha de ser, la película perdería el 50%», le escribe al mecenas Bouhours (1993: 60).

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En torno a la pareja central,10 Luis Buñuel incluye a una serie de actores secundarios, que designa como «petits rôles» («pequeños papeles»), así como una importante galería de «extras». Aparte de la historia de amor, el espectador queda marcado por la presencia de unos personajes secundarios que cobrarán gran vida en la película. En los títulos de crédito, sólo aparecen siete nombres —excluyendo a los dos protagonistas—, presentados en el siguiente orden y del siguiente modo: Caridad de Laberdesque Max Ernst Llorens Artigas Lionel Salem Madame Noizet Duchange Ibanez

Hay que añadir a esta lista no exhaustiva otros nombres, numerosos, que, a pesar de que sus apariciones puedan ser muy fugaces, son relevantes para dibujar el sistema de actores de la película. Lo que llama la atención en el reparto, tal como señalé anteriormente, es la imponente presencia en él, al lado de unos auténticos actores (de teatro como Germaine Noizet, o de cine como Lionel Salem, por ejemplo), de unos cuantos no-profesionales, más precisamente de amigos procedentes del ámbito cultural en el que evoluciona Buñuel: —artistas españoles, que pertenecían al entorno artístico de Luis Buñuel cuyo ambiente de camaradería describe en el capítulo «París» de sus memorias (Buñuel 1982: 89-104), hombres atraídos como él por la «capital indiscutible del mundo artístico»,11 y que el joven aragonés designa de forma colectiva, en un subcapítulo, como «Nosotros los metecos» (Buñuel 1982: 90): el ceramista Josep Llorens Artigas, los pintores Pedro Flores, Joaquín Roca, Juan Esplandiu, Francisco G. Cossío, 10 Contratar a la pareja le costará a Buñuel aproximadamente un cinco por ciento del presupuesto general de su película (26.728 francos para Modot, y 10.009,60 para Lya Lys, o sea un total de 36.737,60 francos, ascendiendo el coste general de la película a 576.000 francos, película muda). Las cifras completas se encuentran en los Archivos Buñuel-de-Noailles depositados en la documentación del Centro Pompidou en París. 11 «Se decía entonces que en París, capital indiscutible del mundo artístico, había cuarenta y cinco mil pintores —cifra prodigiosa— muchos de los cuales frecuentaban Montparnasse» (Buñuel 1982: 91).

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Domingo Pruna o Manuel Ángeles Ortiz, en cuyo taller Buñuel conoció a Picasso;12 —artistas extranjeros instalados en París: Roland Penrose, Max Ernst; —escritores: Jacques Prévert,13 Paul Eluard; —personas relacionadas con el cine: Pierre Prévert, Jacques Bernard Brunius (asistente de Buñuel en La edad de oro), Jean Aurenche, Claude Heymann (asistente de Buñuel en La edad de oro), Marval (productor ejecutivo de La edad de oro); —mujeres relacionadas con amigos: Marie-Berthe Aurenche, esposa de Ernst; Simone Cottance, esposa de Brunius; Valentine Penrose, esposa de Roland Penrose. —En cuanto a Caridad de Laberdesque (asistenta), cuyo nombre destaca en los títulos de crédito, no era la esposa de ningún amigo pero su presencia se relacionaba sin lugar a dudas con los mismos circuitos culturales: Paul Hammond la presenta como «a Montparnasse barfly and heroinomane who’d recently distinguished herself in a surrealist raid on the Maldoror nightclub» (Hammond 1997: 41). No obstante la heterogeneidad de las figuras actoriales —actores profesionales con gran experiencia, profesionales con escasa experiencia, principiantes, extras, amigos—, Buñuel logra una gran fluidez estética debida a la coherencia de su dirección de actores. Los papeles secundarios y la figuración, de manera general, funcionan colectivamente como un marco humano sobre el cual destacan los dos protagonistas. Estos, en efecto, a pesar de su anonimato fundamental (no tienen nombre), quedan individualizados por el mero hecho de ser la pareja protagonista en torno a la cual se articula la narración. Los demás, en cambio, casi no se individualizan y se caracterizan, como personajes, dentro de grupos socialmente definidos, desde el más pequeño (el de los bandidos) hasta el más importante (la muchedumbre de la inauguración) pasando por el intermedio formado por el de los invitados (fiesta). Dentro de estos grupos, actúan unilateralmente, conforme con la imagen estereotipada que se relaciona con su categoría social: los invitados actúan 12

«En el estudio del pintor Manolo Angeles Ortiz de la rue Vercingétorix conocí, poco después de mi llegada, a Picasso que era ya célebre y discutido» (Buñuel 1982: 93). 13 Jacques Prévert cobró un sueldo de cincuenta francos como extra el 28 de marzo de 1930 (Archivos del Centro Pompidou). Dice Buñuel: «Añado que se vislumbra a Prévert, que hace de transeúnte en una calle» (Buñuel 1982: 133).

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naturalmente como invitados a una reunión de aristócratas, los bandidos como bandidos, o los asistentes a la inauguración como cualquier público. En el guión técnico, Buñuel pensaba ya en la dirección de actores, por ejemplo, cuando, en la escena de la fiesta, insistía en la naturalidad de los gestos de los invitados. De hecho, dicha naturalidad era necesaria para conseguir el más amplio desfase respecto a las situaciones y sus consecuencias subversivas: entre la mundanal conversación de los invitados y el padre que asesina a su hijo, por ejemplo. Desfase con efecto cómico, a veces: la naturalidad del marqués hablando con sus invitados contrasta con las moscas pegadas en su cara, provocando la risa (del espectador, claro está, porque sus interlocutores no parecen percatarse de nada). Dentro del conjunto de los papeles secundarios y de la figuración, dos casos merecen un enfoque aparte: el de Max Ernst, jefe de los bandidos, y el de Artigas, gobernador. En efecto, habiendo sido elegidos los dos según la lógica de la camaradería, sus respectivas actuaciones tienen un peso mayor que el de los demás extras, con unos auténticos rôles dentro del conjunto fílmico. Buñuel eligió a Ernst por ser un amigo pero también por unas características físicas que le parecían adecuadas para uno de los papeles. El 8 de febrero de 1930, cuando está ya elaborando el reparto de su película, le escribe a Noailles: «Max Ernst me hará seguramente el papel del capitán de los bandidos. Tiene una cara magnífica» (Bouhours 1993: 47). En su autobiografía, recordará luego su «extraño semblante de ave con ojos claros». Y la verdad es que Max Ernst tiene, en la secuencia de los bandidos, una presencia muy relevante en la pantalla. Desde luego, en esta secuencia inaugural, todavía no ha aparecido la pareja Modot-Lys y el espectador, en busca de protagonistas, fija su atención momentáneamente en lo que parece ser el principio de una película de bandidos y más específicamente en el que sobresale como jefe: Max Ernst. El papel de capitán de los bandidos figuraba ya en el guión técnico en una forma muy parecida a la secuencia rodada antes de que Ernst fuera elegido para interpretarlo. Sin embargo, según las notas manuscritas que figuran en el guión y que se escribieron durante el rodaje, se puede deducir que, sobre la marcha, Buñuel le dio mayor consistencia al papel, añadiendo cuatro planos protagonizados por Ernst (integrados entre los planos 31 y 33).14

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Guión técnico, conservado en los Archivos del Centro Pompidou.

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De este modo, la figura de Ernst destaca netamente en el grupo de los bandidos, sobre todo por un gran plano que pone de relieve de hecho la peculiaridad física de una cara en la que lucen dos ojazos de una claridad extraña, aumentada por una iluminación específica, anti-natural. Es decir que Buñuel saca plenamente partido de la potencialidad estética de esta verdadera tête en la pantalla, jugando con la escala de planos, la iluminación y el vestuario. Por consiguiente, el amigo Max Ernst no está solamente en La edad de oro como una presencia simbólica, sino que encarna también plenamente su papel de bandido. De la misma manera, el personaje del gobernador en La edad de oro cobra un relieve específico gracias a la interpretación de Josep Llorens Artigas, el famoso ceramista catalán, galardonado con la Medalla de oro en la Exposición Internacional de Artes Decorativas en 1925, y amigo de Buñuel. La elección de Artigas para el papel es el resultado de un feliz azar. Este cuenta que, habiéndose enterado de que el director aragonés iba a hacer una película, le pregunta si puede verle trabajar, lo cual Buñuel acepta con la condición de que haga un papel de extra para no molestar. Cuando Artigas saca su cartera, Buñuel de repente ve la foto de su carné de identidad, con cabeza rapada y bigote: «si te vuelves a rapar la cabeza, te pondremos unos bigotazos y tendrás un papel en la película» (Permanyer 1975: 46), le dice. Por añadidura, según le comenta a Charles de Noailles, trabaja gratis, «en amigo» (Bouhours 1993: 59). Pero, claro está, mediante una dirección precisa. Primero pasando por una transformación física del actor que va acentuando ciertos rasgos suyos hasta unos límites caricaturescos: el aspecto oviforme de su cara es subrayado por el corte de pelo rapado (en la secuencia de la fiesta) o cortada por un ridículo sombrero de alta copa cuya verticalidad queda como contrariada por unos monumentales bigotes tiesos que forman una oscura línea horizontal en el rostro, encima de la boca. Bigotes que cobran movimiento, casi vida, durante el discurso filmado en plano corto, para mejor ponerlos en evidencia. Recordemos que Buñuel sabía mucho de utilización plástica de bigotes, si nos referimos al artículo arriba mencionado sobre los del actor Menjou. Además, Buñuel se vale de la pequeña estatura de Artigas para subrayar el carácter ridículo de un personaje que encarna la máxima autoridad en la película, colocándole, por ejemplo, al lado de una mujer verdaderamente alta en la escena del salón de fiestas. Como en el caso de Max Ernst, Artigas le da al personaje que interpreta, además del valor añadido de ser un amigo, una indu-

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dable credibilidad: «para mí, sin lugar a dudas su figura es la figura más interesante de toda la película» (Bouhours 1993: 59), comenta Buñuel. ***

La presencia de los amigos, no se puede negar, le permite a Buñuel ahorrar dinero, sobre todo a nivel de «figuración». De hecho, si comparamos el presupuesto previo presentado a Charles de Noailles (573.109 francos, excluyendo la sonorización) con el coste real de la película (576.000 francos), nos damos cuenta de que en la figuración es únicamente donde el sueldo es negativo, con un ahorro de 6.187,80 francos.15 Por ejemplo, en la secuencia de la fiesta, Buñuel les «propone a sus amigos o conocidos que actúen, gratis, como invitados» (Hammond 1997: 41), con la única condición de que se presenten debidamente vestidos. Sin embargo, fuera del motivo económico, la presencia en el reparto de los amigos es también el resultado de un planteamiento artístico. Integrado a la ficción como personaje, el actor-artista o, más generalmente, el actor-amigo, sigue siendo reconocible como persona, o personalidad. Como en la estética del collage, introduce una relación conflictiva entre parte y todo: se integra plenamente en una totalidad ficticia de la que es un elemento entre otros (un bandido, un invitado en la fiesta), pero también su presencia vale por sí misma, como elemento insólito que llama la atención. La persona borra parcialmente al personaje, induciendo para el espectador de entonces un tipo de percepción específica, que se hace en el sentido o de un reconocimiento o de una participación al producto artístico en un acto colectivo. La presencia puede ser meramente simbólica: por ejemplo, Jacques Prévert aparece tan fugazmente que su figura pasa desapercibida. En cuanto al poeta Paul Eluard, su participación se limita a su voz que dobla a Gaston Modot en apenas unas frases. Pero el collage de la voz de este representante del surrealismo tiene una densidad estética insustituible. Sea lo que sea, no importa la importancia cuantitativa de los papeles desempeñados, sino el mero hecho de estar allí, de participar. A este respecto, es de señalar

15 Se preveía un presupuesto de 44.900 francos y se gastaron 38.712,20 francos. También se debió al hecho de que Buñuel renunció al rodaje de ciertas escenas que habrían costado mucho en términos de figuración. Archivos del Centro Pompidou.

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que el propio Eisenstein, de paso por París, estuvo a punto de actuar en la película como bandido, noticia publicada por el periódico L’intransigeant, pero parece ser que Buñuel se negó a incluir en su reparto al autor de la malísima Romance (sentimentale) (L’intransigeant, 10-03-1930). La presencia de actores-artistas-amigos en La edad de oro remite a la dimensión colectiva de esta película manifiesto del surrealismo. Los surrealistas adoptan literalmente la película de Buñuel, hasta tal punto que elaboran el programa que se vendió con motivo de su estreno en el Studio 28, un folleto de unas veinte páginas, que es como una prolongación literaria y gráfica de la película, con un texto de presentación de la misma, firmado colectivamente por la flor y nata artística de la época, Maxime Alexandre, Louis Aragon, André Breton, René Char, René Crevel, Salvador Dalí, Paul Eluard, Benjamin Péret, Georges Sadoul, André Thirion, Tristan Tzara, Pierre Unik, Albert Valentin,16 e ilustrado con dibujos de Salvador Dalí, Max Ernst, Hans Arp, Yves Tanguy, Man Ray y Joan Miró. A modo de prolongación plástica de La edad de oro, se exponen en el Studio 28 obras de estos mismos artistas. En cuanto a las presentaciones públicas de la película, éstas reúnen a lo mejor de las vanguardias artísticas parisienses del momento. En el plano de la sala donde tiene lugar la primera sesión privada organizada por los Noailles en el cine Le Panthéon, el 22 de octubre de 1930, figuraban, aparte de los nombres mentados arriba, Duchamp, Giacometti, Brancusi, Léger, Desnos, Miró, Braque, Bataille, Leiris, Malraux, Cocteau, Gide, Drieu la Rochelle, entre muchos otros.17 La película no sólo funciona como manifiesto sino también como película «de familia» (que provocó, pero es otra problemática, el divorcio entre los Noailles y su propia «familia» social, sus amigos «poniéndoles en el índice purgatorio por haber extremado su generosidad hacia los artistas hasta el punto de apoyar una obra que pasaba por repudiar su propio medio social», Bouhours 2000: 7118). La presencia en la pantalla de numerosos miembros de esta familia artística induce un tipo de relación con ella que es similar a la foto de fami16

Facsimile del programa en Bouhours (1993). Documento reproducido en Bouhours (2000: 70). 18 También cuenta Buñuel al respecto una anécdota incierta pero divertida: «Al día siguiente, Charles de Noailles fue expulsado del Jockey-Club. Su madre tuvo que hacer un viaje a Roma para parlamentar con el Papa, ya que incluso se hablaba de excomunión» (Buñuel 1982: 133). 17

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lia. Pero si, en el presente inmediato de su estreno, los espectadores pudieron reconocer o reconocerse en La edad de oro, en una relación identitaria, a la inversa, los enemigos estéticos e ideológicos pudieron ver en la película también un compendio, un símbolo de lo que rechazaban, lo cual permite entender entre otros motivos por qué la película desencadenó tanta violencia después de haber sido tratada por la censura en un primer momento con bastante benignidad. Por otra parte, con el tiempo, y fuera de su contexto, La edad de oro queda, no sólo en la historia del cine sino en la historia de las artes del siglo veinte, además de sus cualidades estéticas, como una inolvidable página del pasado, la encarnación simbólica de un momento de intensa fecundidad artística, fundamentada en la camaradería y los intercambios, de una mítica «edad de oro»... ***

En sus memorias, Luis Buñuel cuenta que, en París, la esposa del pintor Hernando Viñes, Loulou (hija del escritor Francis Jourdain), le había regalado un «objeto extraordinario» heredado de su abuela que mantenía a finales del siglo pasado un salón literario: un abanico en el que la mayoría de los grandes escritores de fin de siglo, y también algunos músicos (Massenet, Gounot) escribieron unas palabras, unas notas de musicales, unos versos o, sencillamente, pusieron su firma. Mistral, Alphonse Daudet, Heredia, Banville, Mallarmé, Zola, Octave Mirbeau, Pierre Loti, Huysmans y otros, como el escultor Rodin, se hallan reunidos en este abanico, objeto trivial, compendio de un mundo (Buñuel 1982: 92).

La fascinación del director por este abanico, que, según cuenta, lo miraba «con frecuencia», se debe sin lugar a dudas a su condición de extraño y sutil collage en un soporte único, en un lugar común, de las huellas gráficas de unos actores de la historia artística finisecular en París. La película La edad de oro funciona, de cierta manera, como este abanico, las huellas luminosas de los contemporáneos de Buñuel quedan depositadas en el celuloide, reunidas como un testimonio común acerca de una época, auténtico «compendio». Al hacerlo, Luis Buñuel entronca sin lugar a dudas con una práctica corriente en el cine experimental, independiente o de vanguardia. Dos años antes de La edad de oro, en Entr’acte, de René Clair (con guión de Picabia y música de Satie), aparecen entre otros Marcel

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Achard, Marcel Duchamp, Man Ray o el mismo Picabia. Un ejemplo extremo sería la película de Man Ray, Les Mystères du château du dé, financiada por el mismo Charles de Noailles en 1929, y rodada en la casa-castillo de los mecenas en Hyères, uno de los lugares de cita de muchos artistas de la época, con sus invitados. Pero fuera de un círculo de aficionados, esta película no ha marcado la historia del séptimo arte. La especificidad de La edad de oro, respecto a la práctica de incluir a conocidos en el reparto, radica en el hecho de que su condición de película de familia no limitó su alcance a un grupo reducido de aficionados ni se hizo en detrimento de su valor propiamente cinematográfico. Buñuel no excluyó del todo la lógica profesional sino que intentó combinar las dos lógicas.

BIBLIOGRAFÍA ANÓNIMO (1959): «La Foi et les Montagnes ou le septième art au passé» (Publications photo-cinéma. Paris: Paul Montel). En: L’âge d’or de Luis Buñuel et Salvador Dali. Neuilly: Gaumont. BARTHES, Roland (1980): La chambre claire (Note sur la photographie). Paris: Seuil. BERTHIER, Nancy (2000): «Fantasmas de carne y hueso: los actores de L’Age d’or». En: Guigon, Emmanuel (ed.): Luis Buñuel y el surrealismo. Teruel: Museo de Teruel. BOUHOURS, Jean-Michel (ed.) (1993): L’Age d’or. Correspondance Luis BuñuelCharles de Noailles. Paris: Centre Georges Pompidou (Les Cahiers du Musée National d’Art Moderne, numéro hors-série/archives). — (2000): «Nunca más la edad de oro». En: Guigon, Emmanuel (ed.): Luis Buñuel y el surrealismo. Teruel: Museo de Teruel. BUÑUEL, Luis (1982): Mi último suspiro. Barcelona: Plaza & Janés Editores. — (1982): Obra literaria. Zaragoza: Editorial Heraldo de Aragón. HAMMOND, Paul (1997): L’Age d’or. London: British Film Institute. MABIRE, Jean-Marie/SOUPAULT, Philippe (1965): «Entretiens». En: Etudes cinématographiques, «Surréalisme et cinéma», 38-39. PÉREZ CURRENT, Tomás/COLINA, José de la (1993): Conversations avec Luis Buñuel. Paris: Cahiers du Cinéma. PERMANYER, Lluís (1975): Los años difíciles de Miró, Llorens Artigas, Fenosa, Dalí, Clavé, Tàpies. Barcelona: Lumen.

Archivos consultados: Biblioteca del Museo Nacional de Arte Moderno, Centro Georges Pompidou. Archivo Luis Buñuel.

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CAMBIO ESTÉTICO Y COMPROMISO EN BUÑUEL (1929-1933): UNA INTERPRETACIÓN DE LAS HURDES. TIERRA SIN PAN José Manuel López de Abiada

1. BUÑUEL Y EL GRUPO DEL 27 Conviene tener en cuenta que Luis Buñuel es un representante destacado de la generación del 27 no sólo por su fecha de nacimiento, sino también por su obra literaria y porque su vocación de escritor estuvo siempre latente incluso tras su dedicación al cine. Además, no parece aventurado afirmar que su obra cinematográfica es una continuación de lo que había comenzado a hacer y, probablemente, de lo que hubiera deseado y podido hacer en literatura. Su obra literaria más original es un libro integrado por 22 poemas, en verso y prosa, concluido y preparado para su publicación en 1927, pero que, por razones que ignoro, al final se quedó sin publicar. El título elegido para el libro era Polismos —es decir, «varios ismos»— pero terminaría llamándose Un perro andaluz. Varios de los poemas incluidos en este libro aparecieron en revistas (con La Gaceta Literaria en primera fila). Con los versos de Juan Larrea, son los primeros ejemplos de escritura surrealista en España, aunque todavía no llevara el marbete de surrealismo. A juicio de Sánchez Vidal, la imaginería de este poemario tiene ciertas afinidades con Sobre los ángeles de Alberti (1929), Los placeres prohibidos (1931) de Luis Cernuda y los dos poemarios surrealistas de Vicente Aleixandre: Espadas como labios (1932) y La destrucción o el amor (1933). En Buñuel, sin embargo, como bien señala Luis García Jambrina, «hay una mayor virulencia en el uso de las imágenes y una explícita renuncia a embellecerlas, por lo que siempre tienden a ser bastante bruscas en su

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desnudez. Sólo Lorca en Poeta en Nueva York sería capaz de reunir idéntica capacidad crítica y subversiva».1 En su día, el poema cinematográfico o film poemático Un perro andaluz fue recibido por parte de la crítica como lo que era: un poema en imágenes. Así lo apunta Eugenio Montes en la reseña publicada en La Gaceta Literaria (15-VI-1929) con ocasión del estreno en París, el 6 de junio de 1929, en el Studio des Ursulines: Buñuel, poeta con palabras, logra aquí con silencios su mejor poema. Yo creo que logra el mejor poema de la lírica española contemporánea (lírica sin drama ni tradición. Porque la poesía española ha tendido siempre a lo dramático). En veinticinco [sic, por diecisiete] minutos de film, Buñuel y Dalí borran la obra de sus compañeros de generación. Porque su film es eso: poesía. No lo otro: literatura. / Todo es poético en este film utilitario (Giménez Caballero 1980: 393).

Acierta Sánchez Vidal cuando apunta que es imprescindible conocer al Buñuel poeta para entender al Buñuel cineasta, especialmente en su primera película, cuyo título deriva, como sabemos, de su obra literaria: La dependencia de la película respecto al libro que vampirizó, es considerable, y no sólo se refiere al título, aunque esta coincidencia muestre elocuentemente la encrucijada en que se debate Buñuel entre 1927 y 1928, al amparar el mismo título un libro y un film: 1927 es el año de Un perro andaluz literario; 1928 de Un perro andaluz cinematográfico. Mientras los antiguos compañeros de la Residencia andan ocupados con un Góngora que Buñuel no duda en calificar, provocadoramente, como «la bestia más inmunda que ha parido madre», él se adentraba de lleno en el surrealismo y quemaba etapas rápidamente, rechazando el magisterio de Ortega y Juan Ramón Jiménez. Lo peculiar de su mundo poético asombrará a media Europa a través de la película, pero se perfilaba ya en los escritos de que ésta, en gran parte, deriva (Buñuel 1982a: 25).

1 «Cine y literatura en la generación del 27», material inédito distribuido en la Universidad de Berna con ocasión de un seminario sobre cine y literatura del 27.

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2. RUPTURA DE LA LÓGICA Y PULSIONES INCONSCIENTES Suele olvidarse que Buñuel era un apasionado del disfraz, matiz que a menudo se vislumbra en toda su obra, incluidas sus memorias, Mi último suspiro (1982). Lo ha visto bien Agustín Sánchez Vidal en un trabajo reciente: Lo buñuelesco es tan escurridizo que cuando se quiere definir o atrapar, conduce a menudo a las más previsibles caricaturas [...]. Hay quien lo reduce a una especie de tosco baturrismo primario, o a un anticlericalismo propio de comecuras profesional. [...] No obstante, sucede que Buñuel es un tema del que todo el mundo cree tener las supuestas claves tras haber visto a salto de mata algunas de sus películas o leído algún libro (especialmente sus memorias). Y las cosas son un poco más complicadas. En realidad, si se tiene un espíritu independiente y opinión propia, sus películas son muy elocuentes y no creo que necesiten excesivos intermediarios (Sánchez Vidal 2000: 17).

Teniendo muy en cuenta las afirmaciones de Sánchez Vidal —y al hilo de sus sugerencias—, vamos a adentrarnos en el análisis de Las Hurdes desde los presupuestos establecidos. Se impone, sin embargo, un apunte previo. Si en Un perro andaluz se cuenta una historia que se distancia deliberadamente de lo que podríamos llamar, a falta de mejor expresión, la «lógica narrativa», en L’âge d’or,2 la historia narrada es sumamente compleja, puesto que la historia de amor que cruza la obra entera está transida por otras dos historias de no menor envergadura: natural la primera (me refiero sobre todo al plano de los alacranes que inaugura la película) y de la humanidad la otra. Por lo demás, la historia del loco amor coincide a grandes rasgos con la exaltación del amour fou que propone y sostiene Breton, si bien aquí, con un añadido destructor, letal incluso, completamente exento de cualquier asomo de romanticismo. La rápida sucesión del fragmento documental sobre los escorpiones y las historias de los bandidos y mallorquines son una ilustración paradigmática de la firme intención de los guionistas (Buñuel y Dalí) de enlazar representaciones irracionales como si de pulsiones inconscientes se tratara, sin acotaciones o comentarios que faciliten al asombrado espec2 La película fue estrenada en noviembre de 1930 y prohibida ocho días después del estreno, tras haber provocado un escándalo memorable.

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tador el pasaje de una escena a otra o incluso de un plano a otro, subrayando así la elección de una ruptura deliberadamente ostentosa.

3. FASCINACIÓN DEL DESAMPARO Y MISERIA FILMADA En el breve espacio que dedica en sus memorias a la desolada región de Las Hurdes, Buñuel apunta aspectos singulares en más de una ocasión. Por ejemplo, cuando afirma que eran tierras «antaño pobladas por bandidos y judíos que huían de la Inquisición» (Buñuel 1982b: 166, a continuación cito por esta edición); que le «fascinaba el desamparo de sus habitantes» y su apego «a su tierra sin pan»; que cuando «alguien llevaba de Andalucía algún mendrugo [...] servía de moneda de cambio» (167). La exageración se convierte en hipérbole cuando afirma que Las Batuecas «era uno de los contados paraísos sobre la tierra» y que en «sus huertos crecían las mejores hortalizas del mundo» (169). También revela un dato que conviene retener por referirse a un libro primordial para sus fines: Las Hurdes, études de géographie humaine (París, 1927). El pasaje de las memorias referido a esta monografía de Maurice Legendre dice así: «Yo acababa de leer un estudio completo realizado sobre aquella región por Legendre, director del Instituto Francés de Madrid, que me interesó sobremanera» (166). Legendre había acompañado a don Miguel de Unamuno en su viaje a Las Hurdes en 1913, viaje del que aparecieron cuatro crónicas en el diario madrileño El Imparcial. La contribución de Legendre (que ya entonces recogía material para su libro) fue considerable en cuanto a saberes prácticos, guías y personas de contacto. Del viaje del rector de la Universidad de Salamanca, Mercè Ibarz, autora de una espléndida monografía sobre la película —de la que las páginas que siguen son en parte deudoras— apunta: Unamuno ve en la sociedad hurdana una metáfora de lo mejor de lo mejor, de la supervivencia en la austeridad y la lucha contra una naturaleza hostil; en cambio, Buñuel y su equipo verán en ella una metáfora de lo insostenible y apelarán, en el plano que cierra el film, a su destrucción [...]. Entre el texto escrito y el texto fílmico hay un diálogo entre dos generaciones, una pugna entre la compasión unamuniana y la llamada a la destrucción buñueliana (Ibarz 1999: 24).

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De la tesis de Legendre, leída en la Universidad de Burdeos y allí publicada en 1927, Ibarz apunta que se trata de un documentado trabajo, de marcado carácter épico-religioso, de 508 páginas que el autor acompañó de 49 fotografías. Entre estas fotografías hay: paisajes generales, documentación sobre los escasos campos de cultivos, de los caminos igual de escasos y de las colmenas de abejas, vistas generales de poblaciones, de iglesias y del monasterio de Las Batuecas, y vistas particulares de algunas calles de los núcleos urbanos más evolucionados, así como vistas exteriores de las escasas viviendas de los núcleos urbanos más pobres, en Las Hurdes Altas. El conjunto se completa con diez retratos individuales, cuatro retratos de grupo, una fotografía de boda, otra en un cementerio y el retrato de dos mujeres jóvenes vestidas con la rica guarnición de fiesta de La Alberca (Ibarz 1999: 39).

También reproduce un testimonio de Vilar (que había cursado estudios con Legendre), del que entresaco las informaciones imprescindibles para nuestros fines: «[Legendre era] un ferviente partidario de la España tradicional; un católico que había abandonado la universidad cuando la ley de Separación; del hombre que había visto en la miseria de las Hurdes un designio de la Providencia; era contrario por naturaleza a los cambios de 1931 y se sumaría posteriormente al pronunciamiento (o, si lo prefieren, al ‘Movimiento’) de 1936» (Ibarz 1999: 39).

4. ENTRE EL MITO Y LA LEYENDA3 Se suele dar por cierto que Las Hurdes fueron terra ignota hasta el reinado de los Reyes Católicos, fecha en que se convierten en escondite y refugio de judíos perseguidos por la intolerancia religiosa, de bandoleros, de marginados sociales y de huidos de la justicia. De ahí que los primeros testimonios literarios de la zona estuvieran marcados con el hierro de la leyenda. Lope de Vega fue uno de los que más directamente contribuyeron a la creación de la leyenda y de su versión arcádica con la comedia Las Batuecas del Duque de Alba (publicada en 1643, pero escrita a comienzos del siglo XVII, fecha en la que el dramaturgo era

3 En este apartado me apoyo en más de una ocasión en el escrito de José Luis Puerto, del que también me confieso deudor, recogido en Puerto/Grande del Brío (2001).

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secretario del duque de Alba y visitaba con cierta frecuencia la zona, en la que solía pasar largas temporadas). De esta obra lopiana arranca el mito arcádico, ampliación y continuación del espacio utópico-contemplativo del convento de los carmelitas de Las Batuecas, con fama de paraíso de un cristianismo impoluto surgido a raíz de la expulsión de los musulmanes. Lope establece determinados parangones y paralelismos entre el «descubrimiento» de Las Hurdes y la conquista del Nuevo Mundo, rememorados casi un siglo después por Montesquieu en sus Lettres persanes (1721). La saga paradisíaca es retomada, desde la sensibilidad romántica, por Stéphanie Félicité du Crest de Saint-Aubin, condesa de Genlis, en su relato Les Battuécas (1816), quien elige el lugar cual paradigma y modelo de espacio preservado del furor de las guerras napoleónicas y lo hace inmune al progreso y a las ideas revolucionarias. En 1604 (es decir, antes que Lope), el dominico Gabriel de San Antonio había publicado su Breve y verdadera relación de los sucesos del reino de Camboxa (1604), en la que relata el descubrimiento de las majadas de Las Hurdes. El salmantino Alonso Sánchez concedió carta de naturaleza a la leyenda en su De Rebus Hispaniae (1633), obra que gozó de cierta recepción entre los doctos. De ella procede el pasaje siguiente: Un hombre y una mujer de la Casa ducal de Alba que se hicieron amantes, para escapar de la cólera del Duque y ponerse a salvo, partieron hacia las montañas situadas doce leguas al sur de Salamanca y, adentrándose en ellas, descubrieron un valle, en el que habitaban hombres sin cultura y sin religión, desnudos, alimentados con bellotas y castañas, y en posesión de una lengua desconocida. Los amantes, ante semejante contemplación, optan por comunicar a la Casa de Alba su hallazgo. En ese momento, se les unen hombres armados de la Casa ducal y comienza la «cristianización», la «civilización», del espacio salvaje (Puerto/Grande del Brío 2001: 128).

Entre los dramaturgos continuadores de la leyenda figuran Juan de Matos Fragoso (El Nuevo Mundo en Castilla), Juan Pérez de Montalbán (Nuevo Mundo en España) o Juan de la Hoz y Mota (El descubrimiento de las Batuecas), Juan Eugenio Hartzenbusch (Las Batuecas) y Francisco Nieva (El rayo colgado). Fray Benito Jerónimo Feijoo fue quien más contribuyó a desmontar la leyenda en el discurso «Fábula de las Batuecas, y países imaginarios», integrado en el tomo cuarto de su

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Teatro crítico universal (1726-1739). Las conclusiones de Feijoo en cuanto a la propagación de la «Fábula» son perentorias: A la vista de tantas y tan patentes pruebas de ser falso lo que se dice de los habitadores de las Batuecas, ¿quién no admirará, que esta Fábula se haya apoderado de toda España? ¿Qué digo yo España? También a las demás Naciones se ha estendido.4

Como cabe esperar, la leyenda fue desmoronándose paulatinamente a la par que iba cuajando la Ilustración. Sin embargo, volverá a recobrar fuerza al socaire de la aparición y la expansión del romanticismo, debido al atractivo que irradiaba una comarca «remota», supuestamente apartada de la civilización y envuelta en un halo adánico, es decir, una presunta Arcadia incontaminada, un mito sumamente tentador para las sensibilidades románticas. Varios fueron los autores españoles y extranjeros que reanimaron la leyenda en sus escritos. George Borrow, por ejemplo, afirma en su conocida obra La Biblia en España lo que sigue: Es cosa averiguada que, allá lejos, hacia el Oeste, en el corazón de la montaña, hay un valle maravilloso, tan estrecho, que en él sólo se le ve la cara al sol en pleno mediodía. Este valle permaneció desconocido durante miles de años; nadie soñaba su existencia. Pero, al cabo, hace mucho tiempo unos cazadores entraron en él casualmente, y ¿sabe usted lo que encontraron, caballero? Encontraron una pequeña nación o tribu de gente desconocida, que hablaba una lengua ignorada y que acaso vivía desde la creación del mundo sin tratarse con las otras criaturas humanas, y sin saber de la existencia de otros seres cerca de ellos. Caballero, ¿no ha oído usted hablar nunca del valle de las Batuecas? Se han escrito muchos libros acerca de este valle y de sus habitantes (recogido por Puerto/Grande del Brío 2001: 134-135).

5. LA CARA OCULTA DE LA LETRA 5.1 De la leyenda al testimonio La dimensión mítica y legendaria de la comarca de Las Hurdes tiene sus orígenes en su intrincada y apartada geografía y, sobre todo, en el des-

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Para más detalles, véase Puerto/Grande del Brío (2001: 132-133).

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conocimiento que escritores y autores de libros de viaje tenían de la idiosincrasia y de la riqueza folclórica, etnológica y cultural de sus pueblos y habitantes. Por otro lado, necesario es recordarlo, la precariedad vital no afectaba por igual a todas las alquerías y poblados de la comarca. Esta realidad tampoco fue tenida en cuenta por los regeneracionistas, cuyo discurso político de cuño progresista nacía con frecuencia viciado por la exageración, la distorsión y el exceso de celo y buenas intenciones. Dicho de otra manera: en breve tiempo se pasó de la sensibilidad romántica al «tremendismo regeneracionista» (o, quizá mejor, «realismo naturalista»), de la mitificación del territorio a su desmitificación, de la leyenda al testimonio denunciador de una agobiante y despiadada realidad. La transición de un estado a otro fue lenta, y por eso no tiene confines temporales nítidos. No obstante, se puede afirmar que este proceso se consolida en la última década del siglo XIX y llega a su cenit en la siguiente; coincide, por tanto, con los años de la tersa ruptura pilotada por los hombres del 98 y se concreta, nítidamente reflejada, en algunos títulos señeros aparecidos en el mismo año.5 Precisamente en este mismo año 1902 apareció la traducción española de Entartung (Degeneración), la polémica obra de Max Nordau que gozó en España de una considerable recepción, quizá porque venía a añadirse a una nutrida serie de títulos recientes que reflejaban las dificultades del momento. No está aquí de más mencionar las obras más significativas del movimiento regeneracionista: Los males de la patria y la futura revolución española (Lucas Mallada, 1890), En torno al casticismo (Unamuno, 1896), Idearium español (Ángel Ganivet, 1897), El problema nacional (Ricardo Macías Picabea, 1899), El desastre nacional y sus causas (Damián Isern, 1899), Psicología del pueblo español (Rafael Altamira, 1899), Reconstitución y europeización de España (Joaquín Costa, 1899), Problemas del día (Luis Morote, 1900) y Oligarquía y caciquismo como la forma actual de gobierno en España: urgencia y modo de cambiarla (Joaquín Costa, 1902). Ya antes, en Peñas arriba (1895), Pereda había hallado, desde el conser-

5 Efectivamente, aunque en arte no sea común topar con un terminus a quo y un terminus ad quem, en 1902 aparecieron, como es sabido, varios títulos que marcaban una ruptura neta (Amor y pedagogía, Sonata de otoño, Camino de perfección y La voluntad son los más citados, pero no los únicos) y muchos otros que encarnaban la continuidad (Cañas y barro, de Blasco Ibáñez, es sin duda uno de los más significativos). De 1902 es también Alma y vida, de Pérez Galdós, que en ese mismo año comienza su cuarta serie de los Episodios nacionales (inaugurada con Los tormentos del 48 y Narváez).

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vadurismo ideológico, político y novelístico que lo caracterizaba —y sin la menor sombra de ironía—, una solución a los «males de la patria» y un modo de regenerar su «cuerpo degenerado y podrido».6 Como bien señala José Luis Puerto, el momento regeneracionista afecta también a Las Hurdes, una vez que comienza a ser visto este espacio como verdadero problema nacional. Por una parte, distintos autores ponen el dedo en la llaga sobre los problemas y males que provocan el atraso de esta comarca: aislamiento (se la ha llamado incluso «Tíbet hispánico»), hambre, deficiencias higiénicas y sanitarias..., a la vez que crean el nuevo «mito» de Las Hurdes y una verdadera leyenda negra en torno a ellas, que aún hoy, en buena parte, persiste. Por otra, comienzan a realizarse expediciones a la zona que traen como resultado memorias o informes de distintos tipos [...] (Puerto/Grande del Brío 2001: 136).

Huelga decir que, entre los objetivos principales de los regeneracionistas, figuraba la reintegración de facto —y en igualdad de condiciones— de Las Hurdes en el ámbito político, económico y social, objetivos que el Estado y varias instituciones trataron de llevar a cabo con mayor o menor fortuna. Herederos directos del tremendismo regeneracionista son los testimonios de Antonio Ferres y Armando López Salinas (me refiero a su libro Caminando por Las Hurdes, 1960, genuino representante del realismo social), Ramón Carnicer, Víctor Chamorro (aludo a Las Hurdes. Tierra sin tierra, 1968) y algunos más. Heredero indirecto del tremendismo regeneracionista, el documental cinematográfico de Buñuel sobre los hurdanos y su tierra también ha contribuido considerablemente a la difusión de la inmerecida «leyenda negra». Pero a la vez —y no es una paradoja— es, dada su enorme recepción, la creación artística que más ha contribuido a la divulgación de la historia de Las Hurdes y de sus habitantes.

5.2 La realidad y los símbolos Jenaro Talens acierta cuando afirma que las películas de Buñuel son el «espléndido testimonio de un tour de force: un realismo que no refleje re6 Para más información, véase mi edición y notas a la edición crítica de Peñas arriba (Pereda 2001).

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dundantemente la realidad, sino que exprese simbólicamente lo real» (Talens 1986: 12). La primera representación pública de La edad de oro tuvo lugar en Studio 28, pocos días antes de que Buñuel embarcase en Le Havre camino de Hollywood, donde debía quedarse seis meses para aprender la «técnica americana», pues había firmado un contrato muy conveniente con el delegado general de la Metro-Goldwyn-Mayer en Europa. En sus memorias, Buñuel se refiere al «escándalo encantador» provocado por la película, que pudo seguir con todo lujo de detalles por los periódicos que sus amigos le enviaban desde París (Buñuel 1982b: 155). Su desinterés por integrarse en la industria cinematográfica norteamericana y el alcance del escándalo generado por La edad de oro ponían en entredicho su futuro y las posibilidades de seguir dirigiendo películas. Por ello habló a sus amigos Ramón Acín —pedagogo, escultor y dirigente anarquista— y Sánchez Ventura de su intención de realizar un documental sobre Las Hurdes, dado que había roto con los círculos vanguardistas, y su amistad con Lorca y Dalí había terminado. En sus memorias recoge Buñuel la respuesta de Acín: «—Mira, si me toca el gordo de la lotería, te pago esa película» (Buñuel 1982b: 166). El azar hizo el sueño en parte realidad: Acín pudo poner a disposición de Buñuel 20.000 pesetas y Buñuel puso en seguida manos a la obra. Acín y Sánchez Ventura se encargaron de organizar el rodaje y la asistencia a la dirección; de París llegaron el cámara Eli Lotar y Pierre Unik, coautor del comentario. El rodaje duró exactamente un mes: del 23 de abril al 22 de mayo de 1933. Este año coincidía, huelga recordarlo, con los reveses más serios de la República: la tragedia de los colonos anarquistas de Casas Viejas, las huelgas y protestas obreras en los sectores mineros e industriales, la represión de los movimientos anarquistas, la fundación de la CEDA (que ganaría las elecciones municipales de abril). El gobierno de Azaña se ahogaba en sus contradicciones y dimitiría en septiembre; dos meses después, la derecha ganaba las elecciones generales; entre ambas fechas, había sido fundada Falange Española. En Alemania, Hitler había llegado al poder; en la Unión Soviética, el estalinismo estaba en pleno auge y «exportaba» su influencia a otros países a través de los partidos comunistas locales; en Italia, Mussolini llevaba más de un decenio; en Francia, la represión daba fuerzas a los movimientos fascistas... Por si fuera poco, Las Hurdes era lugar de confinamiento de fascistas confesos, entre ellos el doctor Albiñana Sanz, jefe del minúsculo

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Partido Nacionalista Español, precursor de Falange, que publicaría ese mismo año (1933) dos libros de título contundente sobre su estancia en Las Hurdes (Albiñana Sanz 1933). Y como telón de fondo, la naciente reforma agraria, imperiosa pero lenta y pusilánime, que en Las Hurdes se revelaba inoperante, puesto que la propiedad de la tierra se convertía en farsa, dada la dificultad de arrancarle frutos a terrenos infecundos y abruptos, y —directa consecuencia de ello— la miseria de sus habitantes. La comarca de Las Hurdes se revestía de una simbología muy sui generis y se transformaba en un espacio metafórico en el que confluían una serie de elementos que se prestaban bien para convertirlo en memoria viva de un simbólico imaginario colectivo.

6. CAMBIO COPERNICANO DE FONDO Y FORMA 6.1 Del mundo a la comarca Lo primero que constatamos al acercarnos al documental buñueliano es el cambio copernicano nacido de la ruptura con el periodo precedente, caracterizado por la intención de tanteo surrealista, de radicalismo formal y de consumado vanguardismo. Si las dos primeras películas apostaban por secuencias sin ligaduras temporales, geográficas y lógicas perceptibles, y estaban desprovistas de elementos intencionados, el documental consumado arranca de una realidad concreta —aunque manipulable y, efectivamente, manipulada, como luego veremos— y de un espacio delimitado y situado en una de las comarcas entonces más aisladas, atrasadas y míseras de la geografía española. Buñuel renuncia al cosmopolitismo de antaño para centrarse en un localismo primitivo y rústico por los cuatro costados. Por ejemplo, cuando presenta y proyecta la película, en junio de 1941, en el MoMa de Nueva York —donde entonces ejercía de montador de documentales—, Buñuel insiste en la ausencia de la máquina, convirtiendo la región en un «ejemplo único» de una sociedad entre cuyas características más significativas no está sólo la miseria en sí, «sino lo permanente de esa miseria» y «lo perpetuo» de su dolor. De esa misma conferencia procede el pasaje que sigue, recogido por Mercè Ibarz en su monografía: En la leyenda que se ha ido formando sobre Las Hurdes predomina la creencia en su salvajismo. Nada hay más opuesto a la realidad. Si a algo se

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parecen poco esas gentes es a las tribus salvajes. En la mayoría de éstas la vida es paradisíaca. El hombre con sólo alargar el brazo recoge los frutos que le ofrece la naturaleza. No existe conflicto espiritual entre el salvaje y la realidad. A civilización primitiva corresponde cultura primitiva. Pero en Las Hurdes a una civilización primitiva corresponde una cultura actual. Poseen nuestros mismos principios morales y religiosos. Poseen nuestra lengua. Tienen nuestras propias necesidades, pero los medios para satisfacerlas son en ciertos aspectos casi neolíticos. No sé si existe una sociedad humana que posea menos utensilios que los jurdanos. [...] En Las Hurdes Altas no existe el arado, ni las bestias de tracción y carga. No hay armas de fuego, ni blancas. Apenas hay animales domésticos: por ejemplo, no hay perros ni gatos. [...] No hay vehículos sobre ruedas. No hay vasos, ni botellas, ni tenedores. [...] Los pocos utensilios que pueden verse han sido importados de Castilla o Extremadura por hurdanos que fueron a mendigar a aquellas tierras. En Las Hurdes no se fabrica nada. No hay artesanado. [...] Otra cosa increíble del país que nos ocupa es que no tiene folklore. En el tiempo que allí estuvimos no oímos una sola canción. Al trabajar, los hombres lo hacen en silencio [...]. En realidad, no es un silencio de muerte: es un silencio de la vida. Tal vez menos poético, pero mucho más terrible que el otro (Ibarz 1999: 115-116).

Y, sin embargo, se trata de un documental que, tomando como referente la realidad más elemental e inmediata, pasará a formar parte ineludible del acervo imaginario cinematográfico internacional, del conjunto de imágenes que harán y formarán escuela; en parte porque, contrariamente a lo habitual en los documentales, se trata de una creación que, transida de una «rústica» psicología, se convierte en un «documental humano».

6.2 Transgresión del género y arte de avanzada Una somera comparación de Las Hurdes con los documentales de la época pone en evidencia que transgredía el «género» y que era radicalmente distinto de los «noticiarios» o de las llamadas «películas de viaje» que entonces gozaban de considerable aceptación. Ello se debía a los elementos que hacían de él un «documental humano», pero también al «realismo» con el que mostraba la miseria económica y humana de unos seres «elementales» a través de un modo de hacer que traspasaba las re-

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alidades puestas en imágenes hasta convertirlas en ideas y metonimias insólitas. Y ello sin que se notase a primera vista el alcance social, psicológico, político de las imágenes, o la reflexión y la altura intelectual de un realizador que con sólo dos películas había escrito uno de los capítulos más brillantes y enjundiosos de la historia del cine surrealista. Pero hay más. El documental Las Hurdes. Tierra sin pan es a la vez un pronóstico y un diagnóstico. Un pronóstico porque en él se conjetura y presiente la crisis del género documental, circunscrito aún a unas lindes estilísticas en las que los aspectos sociales y políticos estaban condicionados por la presencia de elementos «exóticos» y «deshumanizados», y como tales alejados del torrente social. Buñuel era consciente de que en el documental cinematográfico había espacio para el tanteo, el experimento y el ensayo sociopolítico. Las Hurdes refleja, por tanto, las convicciones ideológicas y estéticas de un hombre comprometido con el pensamiento republicano de izquierdas y una llamada explícita a la politización de los artistas que aún permanecían recluidos en un esteticismo de «pura forma» y de «imágenes visuales», alejados de las preocupaciones de la vida real. Las Hurdes es, también, un documental transido de teoría, un manifiesto fílmico que intenta plasmar, en palabras de Díaz Fernández, «un arte para la vida, no una vida para el arte», que ajusta «sus formas nuevas de expresión a las nuevas inquietudes» del momento político español y europeo. Una obra, en fin, que sigue siendo vanguardista porque se sirve de «elementos modernos —síntesis, metáfora, antirretoricismo—» para expresar el drama contemporáneo de una comunidad aislada y de exiguas proporciones, mas no por ello insignificante o exenta de alcance universal. José Díaz Fernández había calibrado estos elementos y características en un ensayo aparecido en 1930 de subtítulo significativo: El nuevo romanticismo. Polémica de arte, política y literatura.7 Se trataba, en suma, de una «vuelta a lo humano», de un cambio de sentido que, sin dejar de ser moderno e incluso vanguardista, lo llevaba al arte que Díaz Fernández llamó «de avanzada». «Vuelta a lo humano» significaba en Buñuel «desprenderse» del intelectualismo que caracterizaba sus dos películas precedentes para dejar espacio a un sutil disimulo, al enmascaramiento de una imaginación creativa casi imperceptible.

7

Para más detalles, véase mi prólogo a la edición de Díaz Fernández (1985).

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6.3 Reto al espectador: un nuevo modo de mirar La marcada ruptura genérica y el carácter pionero e inconfundiblemente seminal de las imágenes —insólitas, decía debido a su «objetividad»8 y descarnado realismo— sitúan a Tierra sin pan en las indeterminadas e indefinibles lindes de la hibridez y el mestizaje y, con ello, en una «anticipada» modernidad. Lo ha visto muy bien Jean-Louis Comolli cuando apunta que Buñuel era consciente de que con su película ponía al espectador en una situación de «inconfortabilidad», puesto que la crudeza de las escenas hace imposible la indiferencia y despierta en él la indignación. Karl Eder verá en Las Hurdes un madrugador antecedente de los «noticiarios televisivos» y Mercè Ibarz una «contraimagen [...] de lo que no dirá un noticiario» (Ibarz 1999: 151). Y todo ello sucede sin que la obra, calificada por Aranda de «documental síntesis», se convierta en panfleto de intención social. Román Gubern considera que la película constituye una variante nueva «del documental, surgida de la combinación del cine etnográfico militante y de denuncia social, en la que la música de Brahms» —y también el comentario, cabe añadir— confiere a la obra «una condición poética derivada de lo insólito de su articulación audiovisual». Casaus opina que la película es un «precedente del cine directo norteamericano» y que con su «áspera realización [...] representa también un punto de partida de la visión documental del mundo que se propone negar lo espectacular, lo turístico, para convertirse en un instrumento de análisis y de subversión» (Ibarz 1999: 155-156).

6.4 Expresionismo tardío Hemos podido vislumbrar que, entre los mayores logros de Las Hurdes. Tierra sin pan, figura la creación de un lenguaje. Un lenguaje que «presentaba» de forma «natural» y cruel la degradación y la humillación de seres humanos desde una «estética de lo feo», capaz de superar paradigmas y reflejar con «exactitud» —y sin consideraciones— aspectos de una realidad de la vida o, si se prefiere, de la parsimoniosa y gradual muerte. Verdad es que, en la literatura y la pintura barrocas, abundan las obras sobre la degradación humana y la caducidad de lo terreno, pero tam-

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Para más detalles, véase Ibarz (1999: 158).

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bién es cierto que en Las Hurdes no se vislumbra ni por asomo el mundo del más allá y que los seres humanos aparecen meramente en su dimensión física y en una existencia corporal casi exangüe, desanimada. Es más, en no pocas escenas de la película podríamos percibir, si centramos nuestra atención en el aspecto «infernal», ciertos paralelismos con obras de Ribera, el Bosco, Brueghel y otros; sin embargo, las representaciones del «infierno» en las obras de dichos pintores están siempre sometidas a la existencia del cielo, que se da por descontado. Ni que decir tiene que en Buñuel el cielo está ausente, que lo «infernal» de esas escenas queda reducido a la existencia física de los habitantes de Las Hurdes. Así las cosas, se advierten no pocas coincidencias con los expresionistas alemanes, especialmente con la obra temprana de Gottfried Benn y el ciclo original de Morgue (1912), integrado por tan sólo nueve poemas que, sin embargo, también marcaron época. Eran nueve estampas violentas que testimoniaban la experiencia profesional del médico Benn en los campos de la anatomía y la patología. También allí, el yo lírico —que en la película podría corresponder a la voz que hace el comentario en off— denunciaba la discrepancia existente entre la doctrina humanitaria oficial y el menosprecio fáctico del ser humano, dando rienda suelta a su rechazo de la sociedad burguesa y a su desacuerdo con la situación política de la época. Y todo desde un lenguaje descarnado, «técnico», transgresor de la «norma» —que es lingüística en Benn, fílmica en Buñuel— y de «fingido» carácter de informe objetivo; y digo «fingido», porque abundan en Las Hurdes las escenas «dirigidas», perceptibles a simple vista, como la del despeño de la cabra, la del burro atacado por el enjambre de abejas, la de la niña que sufre de una aguda infección bucal o la del bebé que será transportado en una modesta caja al cementerio tras haber sido empujada por sus allegados, al igual que frágil barquilla, por la superficie de las diáfanas aguas del río. Precisamente las escenas dirigidas y el comentario en off brindan elementos y aspectos sugestivos que se prestan a la interpretación desde perspectivas estéticas, culturales, ideológicas, políticas o folclóricas. Como muestra de ello, entresaco y reproduzco, respetando la cronología, algunos pasajes del comentario en off, que, en buena medida, hablan por sí solos, mas pospongo el análisis, por razones de espacio, hasta otra ocasión más propicia: 1. En la Alberca, durante la celebración anual de «una fiesta bárbara y extraña», en la que los hombres que han contraído matrimonio re-

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cientemente tienen que arrancar, desde su caballo al galope y en una escena de un realismo tremendista, la cabeza de un gallo colgado por las patas de una cuerda: De extremo a extremo de una calle tienden una cuerda y, atado por los pies, cuelgan de ella un gallo. Cada uno de los caballeros, al pasar al golpe, deberá arrancar la cabeza a un gallo. A pesar de la crueldad de esta escena, nuestro deber de ser objetivos nos obliga a mostrársela a ustedes (183).9

2. En la Aceitunilla, aldea situada en «uno de los valles más pobres» de la comarca, la voz narradora interrumpe el comentario de escena que reproduce «la vida cotidiana de sus habitantes» con una observación que el espectador supone dicha entre paréntesis, porque tiene un enorme alcance sociocultural: «Detalle curioso: nunca escuchamos una canción en las calles de Las Hurdes» (184). 3. La voz narradora afirma que «la mayor parte de los niños son niños abandonados que las mujeres de Las Hurdes han recogido en el hospicio de Ciudad Rodrigo, situado a dos días de marcha a través de la montaña», y a los que las mujeres «se encargan de criarlos a cambio de una pensión de quince pesetas al mes». Entre tanto, se dice, ese «extraño hospedaje» ha sido prohibido «no hace mucho tiempo», observación en la que se vislumbra una alusión crítica a la labor de la República. Y lo mismo podemos sospechar —esta vez el dardo está dirigido a las reformas de las escuelas y sensu lato a las Misiones Pedagógicas— del pasaje siguiente: Una imagen inesperada y chocante que descubrimos en la escuela: ¿qué puede estar haciendo aquí este grabado absurdo? Abrimos al azar un libro de moral que hemos encontrado encima de una mesa. Uno de los mejores alumnos escribe sobre la pizarra, a petición nuestra, una de las máximas de este libro. La moral que enseñan a este pequeño es la misma que rige nuestro mundo civilizado: Respetad los bienes ajenos (185).

9 La transcripción del texto del comentario de la película aparece en anexo en la monografía indicada de Mercè Ibarz; a ella se refieren las páginas entre paréntesis tras los pasajes citados.

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4. El comentario sobre la alimentación de los hurdanos, acompañado de escenas de un realismo sumamente descarnado, tampoco tiene desperdicio: Los únicos alimentos casi de que disponen son las patatas y las habichuelas, y no siempre. Particularmente en los meses de junio y julio les falta incluso esta base de alimentación. Su alimento cárnico se compone únicamente de cerdo. Sólo las familias ricas, si es que pueden llamarse así, tienen un cerdo. Cada año matan un cerdo. Su carne es devorada: en tres días se han comido toda la carne (186).

5. Las imágenes de la cabra que se despeña y del burro asaltado y muerto por el enjambre van acompañadas de sendos pasajes de alta concisión y habilidad manipuladora: La cabra es el animal que mejor resiste en este paisaje estéril. Su leche se reserva para los enfermos graves. Mojan el pan que los mendigos traen de lejos y que es guardado también para los enfermos. No consumen carne de cabra más que cuando una de ellas se mata, lo que ocurre a veces cuando el terreno es abrupto y los senderos escarpados (186). La principal industria alimenticia de Las Hurdes es la apicultura; pero las colmenas no pertenecen a los hurdanos y además, la miel que las abejas extraen de las flores de la zona es muy amarga. [...] Un día nos encontramos a este asno con su cargamento de colmenas que dos hurdanos llevan hacia Salamanca. Poco después, mientras comíamos tranquilamente, escuchamos un lamento sordo. Los hurdanos habían atado al asno, se le había caído una colmena y el animal fue atacado en seguida por las abejas. Los movimientos desordenados que hacía para defenderse provocaron la caída de las otras colmenas y centenares de abejas se precipitaron sobre él. Una hora después el animal estaba muerto. Un mes antes de nuestra llegada tres hombres y once mulas habían muerto de la misma manera (186).

6. Las escenas referidas a los enanos y a su peligrosidad social son a mi juicio las más impresionantes: El enano y el cretino abundan en Las Hurdes Altas. Generalmente, sus familias los emplean para cuidar de las cabras. Algunos son peligrosos. O bien huyen del hombre o le atacan a pedradas. Se les encuentra en la montaña hacia la caída de la noche, cuando vuel-

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ven al pueblo, y nosotros tuvimos grandes dificultades para filmar a alguno de ellos. El realismo de un Zurbarán o un Ribera se queda muy corto ante una realidad como ésta. La degeneración de esta raza se debe principalmente al hambre, a la indigencia, a la miseria y al incesto. El más pequeño que pueden ver aquí tiene 28 años. Aquí hay otro tipo de cretino viejo. Otro cretino. A éste, casi salvaje, sólo pudimos filmarle con la colaboración de uno de nuestros amigos hurdanos, que supo entretener y calmar a su interlocutor (188).

7. CODA En el apartado introductorio, he considerado que Buñuel forma parte de la generación del 27. En otros trabajos me he referido a los cambios estéticos en la novela y la poesía, y he intentado mostrar el tránsito de la literatura de vanguardia a la de avanzada. Las lectoras y los lectores interesados hallarán en ellos datos y aspectos que aquí no puedo siquiera resumir. A ellos me remito.10 Quedan aún cabos sueltos, algunos relevantes. Acaso el principal sea el de la recepción de Las Hurdes y su significado como documental de propaganda y agitación en el contexto ideológico y político tras su sonorización, en París, en otoño de 1936. Sonorización que, como sabemos, estuvo precedida de modificaciones de «tono» y forma del texto del primer comentario, que Buñuel redactó al alimón con Pierre Unik, urgidos por el deseo de convencer a intelectuales y obreros europeos de la necesidad de abordar la «conquista» del Estado. Pero éste es otro cantar.11

BIBLIOGRAFÍA ALBIÑANA SANZ, José María (1933): Confinado en Las Hurdes: Una víctima de la Inquisición republicana y España bajo la dictadura republicana. (Crónica de un período putrefacto). Madrid: El Financiero. BUÑUEL, Luis (1982a): Obra literaria. Introducción y notas de Agustín Sánchez Vidal. Zaragoza: Ediciones Heraldo de Aragón. 10 11

Me refiero a mis trabajos citados en la bibliografía. Para más detalle, véase Ibáñez Fernández (2001) y Palacio (2001).

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— (1982b): Mi último suspiro. Barcelona: Plaza & Janés. DÍAZ FERNÁNDEZ, José (1985): El nuevo romanticismo. Polémica de arte, política y literatura. Edición de José Manuel López de Abiada. Madrid: José Esteban, editor. GIMÉNEZ CABALLERO, Ernesto (ed.) [1927-1932] (1982): La Gaceta Literaria. Reprint Madrid/Vaduz: Olms. — (1979): Memorias de un dictador. Barcelona: Planeta. IBÁÑEZ FERNÁNDEZ, Juan Carlos (2001): «Elementos para la contextualización histórica de Tierra sin pan: el documentalismo au service de la Révolution». En: Català, Joseph María/Cerdán, Josetxo/Torreiro, Casimiro (coords.): Imagen, memoria y fascinación. Notas sobre el documental en España. Madrid: Ocho y Medio, Libros de Cine, pp. 155-166. IBARZ, Mercè (1999): Buñuel documental, Tierra sin pan y su tiempo. Zaragoza: Prensas Universitarias de Zaragoza. LÓPEZ DE ABIADA, José Manuel (1982): «José Díaz Fernández: la superación del vanguardismo». En: Los Cuadernos del Norte, 11, enero-febrero, pp. 56-65. — (1989): «De la literatura de vanguardia a la de avanzada. Los escritores del 27 entre la deshumanización y el compromiso». En: Cuadernos Interdisciplinarios de Estudios Literarios (Amsterdam), 1, pp. 19-62. — (1990): «Significación de Octubre, revista militante y plataforma literaria de la vanguardia comprometida». En: VV.AA.: De Cervantes a Orovilca. Homenaje a Jean-Paul Borel. Madrid: Visor, pp. 189-209. — (1992a): «La poesía política de Emilio Prados anterior a la guerra civil: de los poemas de adhesión al movimiento revolucionario de No podréis (1930-1932) a los romances elegíacos y de denuncia de Llanto de octubre (1934)». En: Garza Cuarón, Beatriz/Jiménez de Báez, Yvette (eds.): Estudios de folklore y literatura dedicados a Mercedes Díaz Roig. México: CM, pp. 861-873. — (1992b): «De la ‘Elegía cívica’ a las ‘Cuarenta y ocho estrellas’. Compromiso político y devenir poético en Alberti». En: VV.AA.: Estudios de literatura y lingüística españolas en honor de Luis López Molina. Lausanne: Publicaciones de la SSEH, pp. 387-412. — (2002a): «Rafael Alberti y su primera poesía comprometida (1930-1936) en el contexto del cambio estético del 27 y la politización de la cultura». En: Guerrero Ruiz, Pedro (ed.): Rafael Alberti. Alicante: Aguaclara, pp. 141182. — (2002b): «‘Miremos a otro lado que no resuene a sangre’. Acercamiento a Vida bilingüe de un refugiado español en Francia». En: IX Encuentros con la poesía, El Puerto de Santa María, 22 al 26 de julio 2002. El Puerto de Santa María: Fundación Alberti, pp. 67-96. PALACIO, Manuel (2001): «El documental de vanguardia. El documental político y la vanguardia: Ernesto Giménez Caballero». En: Català, Joseph Marí/Cerdán, Josetxo/Torreiro, Casimiro (coords.): Imagen, memoria y fas-

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La evolución técnica que hizo posible el desarrollo del cine se realizaba hacia finales del siglo diecinueve. Pero no fue hasta 1896 que los hermanos Lumière proyectaron por primera vez en la historia una película ante un público. Este acontecimiento señala el nacimiento de la industria cinematográfica, industria que en poco tiempo daría lugar a la creación de una nueva forma de arte. Este «séptimo arte», un arte nuevo para un siglo nuevo (Turner 1993: 1), cobra vida en los mismos años en que los movimientos de la vanguardia histórica empiezan a consolidarse y a dominar la vida cultural de Europa. No es de sorprender que las posibilidades creativas ofrecidas por el cine vendrían a interesar profundamente a los vanguardistas, y menos cuando se considera que es un arte «moderno» dada su base maquinística o técnica y sus vínculos con el mundo urbano. Para los años veinte cuando se intensifica en España la actividad vanguardista, el cine ya forma parte intrínseca de la realidad de todas las grandes ciudades y ofrece al público una serie de nuevas experiencias visuales del mundo en que viven. Como es de esperar «ningún intelectual o artista en estos ‘rugientes años veinte’ fue ajeno al cinematógrafo» (Sánchez-Biosca 1998: 401). Cuando Benjamín Jarnés publica su libro sobre el cine, Cita de ensueños, en 1936 el cine se ha arraigado aún más en la vida de los españoles y el autor es una figura central en la vida intelectual y cultural de España. Aparte de todos sus méritos de novelista, ensayista y crítico, era miembro del Cineclub y del Grupo de Escritores Cinematográficos Independientes.1 Cita de ensueños fue reseñado por R. Gil, que comentó 1 El «Manifiesto del ‘Grupo de escritores cinematográficos independientes’» se incluyó como prólogo de la edición de 1936.

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que «Jarnés es el símbolo de una generación intelectual española —la más reciente— que ha aceptado el cinema sin más reservas que las que le impone su propia admiración hacia él, y que se traducen en un exigente y justificado afán superador». Según indica José Enrique Serrano Asenjo, Gil «reconocía poco después que la obrita [de Jarnés] era el espaldarazo de un autor con obvias cualidades de ‘escritor cinematográfico’» (Serrano Asenjo 1988: 137). En estos comentarios encontramos señaladas las dos vertientes de la relación que se estableció entre el cine y los escritores españoles de vanguardia en los años veinte y treinta: el entusiasmo de éstos por entender el nuevo arte y la influencia que ejerció el cine sobre sus propios escritos. Desde entonces han aparecido muchos estudios sobre estos dos aspectos de la relación cine-literatura en esta época. En su libro seminal This Loving Darkness, C. B. Morris detalla algunos de los vínculos más significativos. Estudia en algún detalle los casos de «the most sensitive Spanish poets who perceived the idea behind the image, who responded to the attitudes and beliefs that selected and disposed images on the screen, in which they saw confirmation of their own attitudes towards, for example, sex, religion, and authority» (Morris 1980: 48). Pero, al mismo tiempo a Morris no le convencen muchos de los comentarios que hacían los autores de entonces sobre el cine por ser ejemplos, según él, de una retórica vacía que no contribuyó nada a un mejor entendimiento del cine. Comenta por ejemplo que las palabras «imagen, música, poesía, [y] ritmo» (Morris 1980: 42) que aparecían en muchos escritos sobre el cine se empleaban con una imprecisión ingenua que no servía para entender ni una cosa ni otra. Más recientemente, sin embargo, Vicente Sánchez-Biosca, al reconocer el valor informativo del trabajo de Morris y de Rafael Utrera, rechaza como banal su intento de «descubrir la raigambre poética de travellings, panorámicas, sobreimpresiones, fundidos y demás recursos propios del cine» (Sánchez-Biosca 1998: 402-403). Sánchez-Biosca reacciona de otra forma ante los comentarios sinestésicos hechos por escritores españoles sobre el cine: Más delicado es evaluar adecuadamente la importancia del cine a la hora de utilizarlo como arsenal de recursos metafóricos que los nuevos escritores se esfuerzan por desplazar o transmitir al mundo de la palabra. El hecho de que muchos teóricos cinematográficos de los años veinte recurran a definiciones sinestésicas del nuevo arte, introduciendo tanto la terminología musical como la poética, según veremos, ayuda a comprender la importan-

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cia de la confusión sensible en la propia retórica irracionalista de numerosos poetas del 27, aun cuando sea complejo determinar la parte que corresponde al cine en dicha empresa.

En otro momento dice: Ahora bien, si las referencias anteriores demuestran la atracción que el cine ejerce en la vanguardia literaria, es necesario evaluar las formas que reviste esta influencia, pues la historiografía literaria se limita a menudo a levantar acta de las referencias desde el lado escrito, demostrando su desconocimiento de las particularidades del cinematógrafo. En otras palabras, a nuestro juicio, no es cuestión tanto de constatar la influencia del cine como tal en los escritores de vanguardia españoles, como de precisar el tipo de cine de que se trata en cada caso, así como las escuelas cinematográficas particulares que les marcaron, sus preferencias y las diferencias que se advierten entre los distintos poetas y narradores hispánicos hacia el nuevo arte (Sánchez-Biosca 1998: 402).2

Este crítico ve en los comentarios confusos de los vanguardistas españoles la base de un nuevo acercamiento a su obra escrita, pero lo que importa aquí es que también pone en tela de juicio el valor de tales comentarios para una mejor comprensión del cine y su impacto sobre los escritores mismos. No niega la posible influencia del cine en la literatura, sólo dice que puede ser difícil de determinar. Sin entrar demasiado en este aspecto del tema, pero como preludio necesario a los comentarios que se hacen a continuación, se podría construir un esquema básico de tres formas de impacto del cine sobre la literatura en esta época: 2 Esta cita continúa: «Hay que tomar el toro por los cuernos y practicar el comparatismo, en lugar de regocijarse en una mirada extranjera y siempre exótica ante el nuevo arte. Tomando esto en consideración, advertimos pronto que para estos poetas y narradores, el cine aparece a menudo como una mera fuente temática de inspiración, lo que constituye, valga la expresión, el peldaño más bajo. Y, como se deduce del escueto listado que acabamos de aportar, la fuente no procede del cine de vanguardia, sino en buena medida de los documentales y de los cómicos o slapsticks americanos, que, justo es decirlo, también ejercieron un influjo poderosísimo sobre muchos vanguardistas soviéticos, como Kuleshov, Kozintsev o Eisenstein. El célebre verso ‘Yo nací —¡respetadme!— con el cine’, escrito por Alberti en Cal y canto, resume a un tiempo la ambigüedad estética y la cotidianeidad de las imágenes en movimiento en la vida de nuestros literatos».

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1. el mimético: la mención del cine en el texto escrito; 2. el metafórico: el empleo del vocabulario cinematográfico como elemento constitutivo de una metáfora cuyo referente es otro elemento; 3. el estilístico o estructural: la intermedialidad auténtica cuando una técnica cinematográfica se transfiere a la literatura.

Este último es el más difícil de determinar —y quizás más difícil de lo que algunos hayan pensado. Los comentarios que quiero hacer sobre Jarnés y el cine hoy se elaboraron como resultado de un creciente interés, por un lado, en el confucionismo identificado por Morris y SánchezBiosca entre otros, en críticos tanto como en narradores, y, por otro, en la importancia de lo visual al principio del siglo veinte no sólo en la narrativa sino en la sociedad en general. Dadas las limitaciones del tiempo, voy a centrarme en un análisis de un estudio que ya se ha hecho de la novela de Jarnés El convidado de papel y en una consideración del libro del autor aragonés sobre el cine, Cita de ensueños. Uno de los estudios más detallados sobre la relación cine-literatura en la obra de Jarnés es el estudio de Robert Hershberger, «Filming the Woman in Benjamín Jarnés’s El convidado de papel» (1994). Hershberger parte de la idea orteguiana que la novela de vanguardia se desarrolla dentro de una estética visual más que poética.3 Lo visual es, ciertamente, uno de los elementos determinantes de la nueva estética que emerge a principios del siglo veinte. Se puede rastrear en las obras de otros novelistas y corresponde con un cambio epistemológico explorado en los escritos de Ortega y Gasset. Por poner sólo un ejemplo es evidente en su insistencia en el carácter contemplativo de toda obra de arte en Ideas sobre la novela. Para Ortega una función primaria del arte es hacernos ver el mundo de otra forma: «Para ver hay que mirar, y para mirar hay que fijarse, es decir, atender» (Ortega y Gasset 1975: 180); «No se atiende a lo que se ve sino al contrario» (Ortega y Gasset 1975: 180). Cuando habla de la novela, emplea una metáfora geográfica que refuerza la imagen visual, el horizonte. Concluye que «la novela está destinada a ser vista desde su interior» (Ortega y Gasset 1975: 194). El reflejo de esta preocupación en la novelística jarnesiana se revela de forma patente en el comentario de Domingo Ródenas sobre otra de sus no3 «Ortega y Gasset, Jarnés’s mentor and sponsor, alludes to the incorporation of a visual rather than poetic aesthetic into the Vanguard novel in his visual metaphor which identifies the artistic medium as ‘el vidrio de una ventana’» (Hershberger 1994: 194).

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velas: «Teoría del zumbel coloca bajo el lente del observador no el objeto de la naturaleza, sino el proceso de observar el objeto, y enmarañado en éste, al mismo observador» (Ródenas de Moya 1998: 189). En el «Prólogo» a la novela Jarnés mismo declara, en relación con la técnica narrativa, que «no se trata de maneras y modos, sino de la ciencia de ver y de expresar libremente lo visto». Lo que queda sin comentar es el tema de cuáles son los elementos artísticos no literarios que pueden influir en esa ciencia de ver. Hasta ahora el cine ha sido una de las influencias más a mano. Pero volvamos a Hershberger quien, en su artículo, llama nuestra atención a una serie de momentos en El convidado de papel en los que domina lo visual para relacionarlos con una técnica cinematográfica. Estos momentos se definen por un cambio de foco,4 por una fragmentación del cuerpo femenino,5 o por la naturaleza contemplativa de la narrativa.6 Cada una de estas características se puede relacionar perfectamente, como indica Hershberger, con una técnica cinematográfica. Pero cabe preguntar si son características predominantemente cinema4

«In contrast to the previous passage in which the focalization is visually connected to Julio’s perspective, in this passage the scene is focalized neither through Julio nor through Adolfo: it is explicitly described from the perspective of a focalizer who is positioned visually opposite the scene. It is the narrator and thus the reader, then, who, as if viewing them on film, are barely able to discern the shadowed faces of the two characters» (Hershberger 1994: 197). 5 «The ‘to-be-looked-at-ness’ of the woman, foregrounded in this passage, is further enhanced by the fragmentation of both the woman’s body —legs, hair, arms and breasts— and the body of the spectator. Reduced to an ‘army of pupils’. Mulvey labels this visual dehumanization, in which the woman is converted into a collection of desirable erotic pieces, as ‘fetishistic scopophilia’. The fragmentation is also accompanied by several images of the woman as the object of a violent assault by her male audience: ‘un ejército de pupilas que asaetan sus piernas color pan tostado’. Mulvey identifies the visual contemplation of the woman accompanied by violent imagery as sadistic voyeurism, a second form of scopophilia also specifically inherent to cinema» (Hershberger 1994: 197). 6 «Another structural element of El convidado de papel that supports a visual experience of the text is its contemplative nature. Darío Villanueva relates this contemplative mode to a poetic construction that ruptures a linear narrative development of time allowing the reader to fix his/her attention on the structure of the work itself. This displacement of a dynamic narrative development, however, is equally, if not more, characteristic of cinema, especially of the silent film of the twenties (most familiar to Jarnés at the time he wrote his best-known novels). The silent film was a genre which fostered a pure sense of visual contemplation uninterrupted by narrative exposition» (Hershberger 1994: 199).

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tográficas o si son características que este nuevo arte tiene en común con otras artes del momento y que, por consiguiente, definen la estética vanguardista en varias de sus formas expresivas sin representar la influencia de una sobre la otra. Hace falta entonces profundizar en la naturaleza del cine, del producto cinematográfico que es la película. Jochen Heymann, en un ensayo sobre «la imagen literarizada» (1998) define el cine como una unión novedosa de dos elementos entre los cuales hasta entonces se había mantenido una separación: Imagen y contexto son en el cine de naturaleza heterogénea: éste tiene, independientemente de toda técnica, una estructura narrativa y organiza por tanto ámbitos narrativos, que son en su origen de procedencia literaria. En cambio, la imagen aislada —panorama, vista parcial, close-up— tiene una estructura iconográfica: No sucede, sino que es. Ambos medios de expresión tienen ya antes de la invención del cine largas tradiciones artísticas, pero básicamente separadas una de otra. Ahora bien, el cine sintetiza, gracias a sus características técnicas, los dos medios de expresión en uno solo, con lo que la inmediatez de la imagen adquiere valor narrativo, mientras que la narración se «desverbaliza», por apoyarse básicamente en series de imágenes (Heymann 1998: 93).7

Cabe preguntar aquí hasta qué punto la síntesis que identifica Heymann en el cine se encuentra también en la narrativa de vanguardia y en sus precursores. Para Ortega la novela moderna es un género moroso porque «[e]l llamado interés dramático [que] carece de valor estético en la novela, pero es una necesidad mecánica de ella», se va disminuyendo. Dice de la novela de Proust que «la morosidad, la lentitud llega a su extremo y casi se convierte en una serie de planos estáticos, sin movimiento alguno» (Ortega y Gasset 1975: 175-176). La distinción que hace Ortega en la novela entre acción y morosidad corresponde con la distinción que hace Heymann en el mundo artístico entre lo narrativo y lo iconográfico, entre lo que sucede y lo que es. Ahora bien, se podría plantear una influencia cinematográfica tanto en Proust como en los novelistas de vanguardia españoles, pero hay que tener en cuenta por una parte que Heymann reconoce que ambos elementos, lo narrativo y lo 7 Añade en una nota a pie de página que «Esto es tanto más relevante cuando se trata, con relación a la literatura de vanguardia, del cine mudo, en el que el diálogo de los personajes está casi completamente eliminado (exceptuando los textos intercalados entre las escenas)».

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iconográfico, tienen «largas tradiciones artísticas, pero básicamente separadas», y por otra que Ortega dirige sus comentarios específicamente a un cambio en las formas narrativas. O sea, que con el cambio de estética a principios del siglo veinte el cine y la novela se desarrollan por un camino parecido, y cada uno impulsado por un motor interior: la novela porque poco a poco la acción se va sustituyendo por un interés contemplativo (que ha dado lugar a la idea de una novela «intelectual», «lírica» o «poética») y el cine porque sus propias técnicas no simplemente lo permiten sino que lo exigen. Volviendo al estudio de Hershberger, se puede argumentar que tanto el carácter contemplativo como la fragmentación y los cambios de foco de la novela moderna tienen sus raíces en la historia del arte en general, a no ser que se pueda presentar alguna evidencia de que en Jarnés el cine haya tenido una influencia mayor que las otras artes. Es cierto que hay varias referencias directas al cine en la novela: «El film es lo que más divierte a Julio» (Jarnés 1979: 124); «Aquella mañana se proyecta dentro de Julio toda la película familiar de Adolfo» (Jarnés 1979: 134; también 121 y 126). Pero estas referencias tienen que leerse en el contexto del lugar que ocupaba el cine en la vida diaria y su representación en la literatura a diferencia de su influencia formal. Son, según el esquema indicado arriba, referencias miméticas y metafóricas pero no estilísticas ni estructurales. Para citar el ejemplo de otro escritor, es bien conocido que en 1923 Unamuno no quería aceptar ninguna conexión entre el cine y la literatura, lo cual no le impidió decir de Augusto Pérez en Niebla, novela publicada en 1914, que «La calle era su cinematógrafo y él sentíase cinematográfico, una sombra, un fantasma» (en Morris 1980: 21). La tesis central del estudio de Hershberger es que El convidado de papel es una novela que aboga por la supremacía del cine sobre la escritura: The narrative voice is foregrounded in El convidado de papel and is often critical of Julio’s role as an artist, particularly of his efforts as a writer. This critical voice not only devalues Julio’s literary style but seems to condemn writing itself, continually arguing for a more direct perception of reality, thus predisposing Julio to the film medium (Hershberger 1994: 199).8

8 Yo diría que, conforme con otros textos jarnesianos, los textos de Julio son «inferiores» a otros textos escritos porque se han escrito a base de otros textos sin la experiencia de la vida misma, tesis que Hershberger expresamente rechaza (véase Lough 1996).

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El objeto principal de su análisis, como indica el título de su artículo, es la representación cinematográfica de la mujer en la novela. Para este crítico un momento clave es cuando Julio baja al claustro a buscar a Eulalia. Cuando ésta, que ha estado contemplando un cuadro, le da la espalda para contemplar «un reguerillo de hormigas» el texto nos dice que el protagonista, al contemplar a su compañera, «bendice la ingenua transparencia de toda su anatomía ocular que puede abrir paso tan franco a sus deseos sin someterlos a la tortura de una mala sintaxis» (Jarnés 1979: 148). Como consecuencia, goza de «una morosa y total inspección del reverso de Eulalia. Ahora en la actitud de indolente fastidio que ella prefiere adoptar, ofrece visible parte de su espalda y de sus senos y toda la ondulante arquitectura posterior» (Jarnés 1979:148). Hershberger ve en esta escena «the triumph of a new visual medium» y nota en la referencia a los ojos de Julio, a su «anatomía ocular», un parecido con la lente de una cámara cinematográfica.9 Yo diría, sin embargo, que la importancia de lo visual aquí tiene más que ver con la contemplación de una obra de arte estática que con la visión de una película, con lo iconográfico más que con lo cinematográfico, no sólo por las características de la escena sino también por el contexto en que ocurre. La escena tiene lugar ante un cuadro que ha estado contemplando Eulalia, el narrador hace referencia a ella como «escultura» (Jarnés 1979: 146) y considera su cuerpo como forma arquitectural. La imagen de la «anatomía ocular» ocurre en un contexto donde domina no sólo lo visual sino también la idea de la presencia física de la mujer —es entre otras cosas una «delicia concreta», «carnosa golosina» (Jarnés 1979: 148). La «morosa contemplación» por parte de Julio de «la actitud de indolente fastidio» que adopta Eulalia se puede leer como paralelo perfecto de las ideas de Ortega y Gasset sobre el arte sin referencia al cine.10 9 «The narrator’s message seems clear: a direct experience of life (in this case, an erotic experience) is better than evoking a sexual fantasy through literature. This straightforward approach to reality championed by the narrator finds its closest representation in the film medium. Therefore, the cinematographic structuring of the text directly answers the narrator’s criticism, providing Julio and the reader with a more immediate and encompassing experience of reality through the eye of the camera. For this reason, despite the strict censure of his textual world, Julio and the reader are able to explore the most intimate and erotic situations through the cinematographic flights of Julio’s imagination» (Hershberger 1994: 200). 10 En una nota, Hershberger indica que ha preferido estudiar la primera edición de El convidado de papel (1928) porque «it exhibits a higher degree of fragmentation than

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Lo curioso es que Hershberger no hace referencia en su estudio a Cita de ensueños, texto en que Jarnés declara abiertamente su opinión sobre la inferioridad del cine frente a la literatura. El ensayo del autor aragonés abre con una evocación de una visita al cine, lugar de la imaginación no del pensamiento, donde está «[q]uieta —o adormecida— la facultad de pensar, libre y ágil la de sentir, la de soñar, la de imaginar» (Jarnés 1974: 23). En la página siguiente quiere avisar a sus lectores acerca de la amenazante capacidad persuasiva del cine: «Y he aquí el gran peligro del cine: hacer creer a los hombres que la pantalla puede sustituir al libro. Hacerles creer que están revelados de todo compromiso con el arte escrito, con la filosofía, con la poesía escritas» (Jarnés 1974: 24). Poco después caracteriza al cine de esta forma: El cinema es encantador. Debe ser encantador, o nada. Y su principal encanto lo comparte con la música. Ni uno ni otra duran. Arrebatan, fascinan, arroban —si queréis—, pero no duran... Pasan por el espíritu como un vendaval —o como una ráfaga—, pero no dejan nada en él. A lo más, un poco de temblor. Son buenas para esos momentos en que el hombre se siente un poco viejo y abre su balcón al aire, al sol, a las fuerzas primeras, a un revoltoso niño: a un tiranuelo que hace retemblar la casa con su desenfrenado júbilo (Jarnés 1974: 29).

No está del todo claro por qué Jarnés encuentra en el cine el mismo carácter inefable que define a la música, ni por qué tiene que durar más el efecto de un libro.11 Por algún motivo no determinado piensa que el cine es incapaz de penetrar en lo más íntimo del hombre: the second edition [1934] and is thus more representative of a cinematographic technique». Por otra parte, la mayor fragmentación del primer texto puede entenderse dentro del esquema ofrecido por Domingo Ródenas de Moya según el cual a los narradores de vanguardia les interesaba primero la exploración de nuevas formas de narrar y más tarde nuevas formas de novelar. Ródenas relaciona la fragmentación de los textos tempranos con «la liricización de la prosa [...] que hizo que la escritura en prosa asumiera características formales, retóricas y temáticas propias de la escritura en verso, a saber la atomización del discurso en segmentos textuales breves» (Ródenas de Moya 2000: 60). 11 ¿Será que Jarnés se ha dejado convencer por la realidad física de un libro que contrasta con la realidad efímera de la imagen en la pantalla? Si es así la comparación es falsa ya que ni la película existe en la imagen ni la novela en la tinta impresa en el libro. Lo que entendemos por «la película» o «la novela» no se puede limitar a su forma física, aunque ésta sea necesaria para su contemplación y estudio; el acceso más fácil al libro que a la cinta cinematográfica no debería persuadirnos del efecto que pueda tener el uno o la otra.

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Al cine —dice Jarnés— le basta con la historia externa. Podremos ver gesticular, no razonar, en la pantalla. El más inteligente —‘Charlot’— expresará emociones sencillas, fáciles, menudas: la genialidad del cine va por otro camino. El cinema tiene que contentarse con recoger espigas sentimentales, plásticas, simbólicas, emotivas, alusivas... La gran cosecha del cerebro humano quedará siempre en los graneros del arte de escribir (Jarnés 1974: 28).

Estas palabras de Jarnés, publicadas en 1936, según él mismo declara, fueron publicadas por primera vez en 1927, lo cual indica la constancia en la actitud del novelista, actitud que no sufrió ningún cambio después de la introducción de la palabra con la llegada del cine sonoro.12 La importancia del libro y el contraste entre el cine y la lectura se revelan en otras declaraciones en otros ensayos. En Feria del libro, obra publicada en 1935, el año anterior a Cita de ensueños, dice Jarnés que todo buen libro es un arriesgado, un patético buzo que desciende a la intimidad del hombre, a buscar allí las raíces del querer y del pensar, del vicio y la virtud. Por eso el buen libro suele ser muy temido, quizá repudiado. Es nuestro inexorable espejo: es nuestro peor enemigo, el más sereno y contumaz (Jarnés 2001: 172).

En otro momento dice que «éste es el problema, el gran problema de todo hombre libre, de toda libre sociedad: encadenarse fuertemente al resto de los hombres libres, al resto de los pueblos libres, y la cadena mas firme es el libro amorosamente, morosamente, leído» (Jarnés 1974: 18-19). El contraste entre una práctica artística que tiene que contentarse con la «historia externa», que vive en la imaginación y que no deja ningún lastre en el espíritu y otra que es un espejo de la vida interior del hombre, de su capacidad intelectual, y que tiene el poder de unir un hombre con otro no podría ser más evidente. Todo esto no quiere decir, sin embargo, que Jarnés no valorara el cine como forma de arte. Era, como ya he dicho, miembro del Cineclub y del Grupo de Escritores Cinematográficos Independientes, y antes de publi12 Es interesante notar la actitud opuesta adoptada por Antonio Espina en su ensayo «Reflexiones sobre la cinematografía» publicado en la Revista de Occidente en 1927: «En el porvenir, cuando el progreso técnico haga factible la exacta traducción visionaria al mundo exterior de nuestros ensueños y fantasmas, el cine habrá absorbido no sólo casi todo el teatro, sino la principal sustancia de las demás artes. Y su radio de acción en nuestra conciencia será enorme» (citado en Martínez Latre 1979: 75-76, n. 131).

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car Cita de ensueños en 1936 ya había publicado una serie de artículos y ensayos sobre temas cinematográficos. A fin de cuentas Jarnés reconoce el cine como arte —arte inferior a la literatura— y como tal tiene una clara función social: «el magnífico porvenir del cine y su ineludible deber social, [...] es, ante todo, la perfección humana, la eliminación en la vida del hombre de todo lo falso y estéril, de cuanto en él propenda a momificarse, a petrificarse, a convertirse en historia inánime» (Jarnés 1974: 27). Mientras para Jarnés todo arte tiene de forma indirecta esta función social y pedagógica, en el cine es un deber mayor: El cinema —por su poder de sugestión— debiera ser instrumento de una labor educativa de las gentes poco educadas y educables por otros medios de mayor exigencia cultural. A las gentes se puede hoy llegar quizá mejor por medio del cine; hoy que está en decadencia la palabra ardiente y —casi siempre— sospechosa. Está en baja la elocuencia, pero sube perennemente el valor de la imagen. El cine, sembrador de imágenes, por tanto, de símbolos, golosinas eternas del hombre, será probablemente el mejor educador del hombre futuro (Jarnés 1974: 27).

Para poder valorar de forma satisfactoria la influencia del cine en la narrativa de Jarnés, hay que tener en cuenta esta misión del cine que le otorga una posición secundaria en relación con la literatura. También habría que explorar más a fondo dos temas fundamentales: primero, el papel de Jarnés como teórico del cine, y segundo, el cambio epistemológico que ocurre a principios del siglo veinte y especialmente el impacto de las nuevas maneras de percepción visual que surgen no sólo con la aparición del cine, sino también como resultado de la industrialización de las prensas y por lo tanto de la producción de imágenes estáticas en el siglo diecinueve. No pienso hoy hacer un análisis detallado de Cita de ensueños, tarea ya llevada a cabo en un excelente artículo de José Enrique Serrano Asenjo (1988); me limito a esbozar las líneas generales de su forma de acercarse a este nuevo arte. El primer apartado del libro se titula «Técnica y expresión. Notas previas». Como ha indicado Morris, y como queda patente en los comentarios de Jarnés sobre el cine y los libros en esta sección, al novelista le interesaba el impacto del cine en la mente del público (Morris 1980: 154). Por una parte, no se distingue de sus contemporáneos al hablar en términos poco concretos sobre la poesía y la música del cine; por otra, las ideas que desarrolla sobre la función social

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del arte, las emociones artísticas y estéticas, la relación entre el arte y la vida, y la gracia, son las mismas que trata en muchos de sus otros escritos. A pesar de su deseo de dejar al cine en una posición secundaria en relación con la literatura hay en este apartado muy poco que sirva como base de una teoría cinematográfica. Martínez Latre ya ha señalado que «Jarnés [...] admite la influencia que la técnica cinematográfica va a imponer en la literatura. Pero no señala específicamente cuáles son los procedimientos del código cinematográfico que la novela incorpora» (1979: 75). Lo mismo se puede decir de los otros apartados que forman la parte principal del texto y en el que Jarnés da «cita» a los ensueños que le han provocado algunas películas. En términos generales, el acercamiento de Jarnés al cine sigue el modelo de su crítica literaria en la que no habla mucho de los elementos técnicos de la obra. Martínez Latre acierta cuando dice que «su crítica se mueve dentro de una concepción ontológica» (1979: 77). Pero esto significa que es más bien comentarista y crítico que teórico del cine y que sus escritos sobre el tema poco nos ayudan a entender cómo el cine haya influido en la creación de su obra literaria. El segundo tema significativo es la relativa importancia del impacto de la fotografía y del cine, de lo visual, en la literatura de vanguardia. Como ya he comentado al principio, el comienzo del siglo veinte se caracteriza por el desarrollo de una nueva epistemología que tenía como base un impulso de romper con el realismo decimonónico para poder ver, entender, y representar el mundo de otra forma. Este impulso tiene sus raíces en los avances científicos del siglo diecinueve. Como uno de los ejemplos más obvios se puede citar la relación entre descubrimientos en la física de la óptica y el impresionismo. Menos estudiada, por lo menos en el contexto hispánico, es la influencia de los cambios industriales que permitieron la reproducción económica de imágenes y principalmente de fotografías. Aunque las primeras fotografías existentes datan de principios del siglo diecinueve, es sólo al final del siglo cuando la máquina fotográfica alcanza un precio que la hace accesible para todos (Clarke 1997: 17-18). O sea, la presencia de la fotografía y de otras imágenes impresas se hace evidente antes del final del siglo diecinueve, pero está en manos del público poco tiempo antes de la llegada del cine. El interés en nuevas formas de ver coincide con cambios industriales y técnicos que hicieron que imágenes de todo tipo llegaran a formar parte de la vida diaria. Al hablar de la combinación de imágenes y texto en los collages cubistas y otras obras dadaístas y surrealistas, Jochen Heymann sugiere que

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[s]obre las razones de esta valorización de la imagen dentro de la literatura sólo cabe especular, aunque sin duda hay que atribuir una influencia considerable a la proliferación de imágenes de producción en gran medida industrial en la segunda mitad del siglo XIX. El desarrollo de las técnicas gráficas y de imprenta, unidas a la fotografía y a la masificación de los medios impresos, así como el crecimiento de la publicidad son a buen seguro factores decisivos para la implantación de un repertorio visual nuevo y distinto del tradicional, anclado en la representación de la mitología y de la historia sacra y profana (Heymann 1998: 92).

Luisa Siles González hace algunos comentarios pertinentes con referencia a la fotografía: «el momento de [su] distensión se produce con las vanguardias históricas» (1998: 385), o sea en paralelo con la distensión del cine. De igual interés es el hecho de que a los fotógrafos, creadores de obras de arte iconográficos, les interesaba «la magnífica investigación de la representación viva del movimiento» (1998: 386). Sin embargo, la fotografía no ha atraído el interés debido en las discusiones del desarrollo del arte de vanguardia, hecho posiblemente debido a la naturaleza de la fotografía misma. Fred Inglis ha reconocido que la fotografía no se ha estudiado tanto como las otras artes en las teorías de los medios de comunicación a pesar de ser lo más cercano que existe a un arte popular universal (1992: 159). Según Roland Barthes la fotografía ocupa en la vida un lugar ambiguo. Por una parte pensaba que es la fotografía y no el cine el arte nuevo que divide la historia del mundo (1993: 88); por otra parte reconocía que mientras una fotografía da una visión de una parte del mundo es de por sí invisible (1993: 5-6).13 Esta invisibilidad puede tener alguna relación con la poca atención que ha recibido. Al mismo tiempo que las imágenes, tanto iconográficas como cinematográficas, empiezan a impactar fuertemente en el campo visual del público, en el arte el ojo del creador comienza a buscar inspiración no sólo en los grandes temas y objetos sino en las cosas nimias del trajín diario. Volviendo a Ortega y a su imagen del horizonte, comenta el filósofo español que «[n]o hay ningún horizonte que por sí mismo, por su contenido peculiar, sea especialmente interesante, sino que todo horizonte, sea el que fuere, [...] puede suscitar interés. Basta para ello con 13 Barthes dice que quiere una Historia del Mirar, porque, según él la llegada de la fotografía representa un cambio importante para la civilización (1993: 12).

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que nos adaptemos vitalmente a él». «La táctica del autor ha de consistir en aislar al lector de su horizonte real» (Ortega y Gasset 1975: 186, 187), idea compartida por Jarnés y por otros escritores de vanguardia como Ramón Gómez de la Serna. Siguiendo el pensamiento de Volker Roloff sobre la literatura y el cine (1998) habría que dar un paso más y pensar en la relación de intermedialidad no sólo entre estos dos medios, sino también entre la literatura y lo iconográfico. Termino este apartado con otra cita de Heymann sobre la fotografía: Al contrario de lo que ocurre en la pintura, no existe conciencia de la manipulación sobre la composición estética. Al ser así, la relación entre imagen y realidad pasa a ser supuestamente inmediata, porque la mediatización por parte del productor de imágenes no es ostensible. Por ese camino se desarrolla un proceso de «aprendizaje visual», por el cual la realidad material se transforma, a los ojos de su observador, en imagen en potencia. Este proceso se acentúa con el auge del cine. Si la fotografía y la publicidad multiplican la importancia de la imagen estática como parte integrante de la percepción de la realidad, el cine da a la imagen una naturaleza más compleja y la inserta además en un contexto de estructura muy particular (Heymann 1998: 92-93).

Casi todas las novelas de Jarnés demuestran su interés en el arte iconográfico y se ha escrito mucho acerca de sus ideas sobre el arte, pero hace falta un mejor entendimiento de las conexiones que existen entre su obra literaria y el arte más allá de las concepciones ontológicas —sería mejor hablar aquí de concepciones epistemológicas— que dominan sus propios ensayos críticos. El primer paso en este camino ya lo ha dado María Soledad Fernández Utrera en su estudio de Locura y muerte de Nadie bajo el título «La novela al cubo» (2001). Según Fernández Utrera, esta novela, en la que el cine tiene un papel más significativo que en El convidado de papel, demuestra «la estrecha conexión entre las teorías narrativas de la vanguardia con las teorías artísticas del momento» (Fernández Utrera 2001: 100) y ejemplifica «[la] teoría poética [de Jarnés] de la multiplicidad de puntos de vista de la realidad» (Fernández Utrera 2001:100). Como parte de su análisis, la autora rechaza las lecturas de críticos anteriores que han querido ver en algunos pasajes la deshumanización de una figura femenina. Ofrece otra lectura que combina «lo sensorial y lo geométrico» de la misma forma que en su libro

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defiende la tesis que muchos de los escritores de vanguardia buscaban la creación de «la obra total: de la obra que aprehenda todos los perfiles de la realidad mediante la creación de una estructura compuesta de un nivel objetivo y un nivel subjetivo» (Fernández Utrera 2001: 110). Fernández Utrera aboga por una idea de la novela de vanguardia que la sitúa en lo que ella denomina una «vía media» donde se combinan formas tradicionales y nuevas formas experimentales, lo sensual y lo intelectual (Fernández Utrera 2001: 216), y en la que los narradores comparten «idénticos presupuestos estéticos, morales e ideológicos» con los artistas que los rodeaban. Esta exploración de la estética de los narradores de vanguardia como Jarnés es mucho más enriquecedora que una valoración de sus ideas y obras basada en la retórica vacía identificada por Morris. Permite una mejor comprensión de la importancia de lo visual y, por consiguiente, de la relativa importancia de lo iconográfico y de lo cinematográfico en sus novelas. De la misma forma que Fernández Utrera no se contenta con una interpretación fácil y superficial de El convidado de papel echando mano al concepto tan traído de la «deshumanización» sería conveniente no responder a la retórica crítica de los novelistas de vanguardia apelando a la influencia del cine en sus obras sin tener en cuenta la importancia de lo visual en la estética vanguardista en su totalidad. Para entender plenamente la influencia del cine en las novelas de Jarnés hace falta reconocer al mismo tiempo la importancia de lo iconográfico.

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LA MIRADA FÍLMICA SOBRE EL MUNDO DE LAS COSAS EN JARNÉS: UN JUEGO DE IRONÍA MEDIAL Dagmar Schmelzer

«Los procedimientos cinematográficos pueden hallarse hoy en muchas páginas de novela». Así opina Guillermo Díaz Plaja en 1930. El cinematismo de la novela nueva es un tópico frecuente y obligatorio de la crítica del momento dada la posición emblemática del cine como el paradigma del arte nuevo (véase Schmelzer 2005). Pero lo cinemático en la prosa narrativa no es idéntico a lo fílmico «de verdad» ni a lo fílmico imaginario discutido en el discurso sobre cine de los años 20. La re-actualización de lo fílmico en un contexto literario desplaza su función estética y su funcionamiento semiótico. En el caso de la novela jarnesiana esta plusvalía estética consiste en el constante modo irónico de la referencia intermedial.

1. CONCEPTO DE LA IRONÍA En 1936 Benjamín Jarnés publica una reseña del libro L’ironie de Jankélévitch (1936) en la Revista de Occidente. Según Jankélévitch, escribe Jarnés, la ironía libra a sus objetos del peso de lo utilitario, los coloca más allá de la «urgencia vital» (Jarnés 1936: 336). El observador irónico se mueve libre de necesidades vitales, se sitúa en la distancia independiente, toma una determinada perspectiva libremente escogida frente al objeto. Eso le otorga al sujeto irónico su poder lúdico, le facilita la elegancia intelectual sin consecuencias, le contagia con una electricidad espiritual, le posibilita un juego de camuflaje en el que niega su

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personalidad de autor demasiado comprometida para seguir el vuelo de lo meramente estético. Pero cuando la ironía se dirige contra el mismo sujeto facilita un autoconocimiento de una profundidad poco usual, precisamente por el poder distanciador de la misma. Pero se entreve también el revés de la medalla: La autocrítica puede tornarse trágica. Lleva consigo la negación y relatividad generalizadas, una tristeza esencial, la pérdida en un laberinto de intranscendencia, la pérdida del yo en la distancia. Jankélévitch y, con él, Jarnés distinguen entre la ironía de las cosas y la ironía de sí mismo o autoironía (Jarnés 1936: 337; Jankélévitch 1936: 10, 18 y 22).1 Analizando la novela de Jarnés en cuanto a su práctica intermedial resulta aclarador introducir un tercer aspecto complementario a este concepto de ironía que también se podría subsumir bajo el lema de la ironía de sí mismo. Es el aspecto de la ironía medial como la define Christian von Tschilschke (2005): Ironía que por contradicción interna de los modos representativos rompe con la ilusión de veracidad de lo representado y se sitúa en un estado de inautenticidad voluntaria, abriendo de paso una dimensión metaliteraria o metamedial al texto. La tesis al respecto será triple: Primero, la perspectiva medial de Jarnés, aquí fílmica y literaria a la vez, es una perspectiva de ironía distanciadora de tres dimensiones: distancia del objeto, autocuestionamiento de la posición observadora y distancia del producto de representación que es el texto. Segundo, el uso específico de la mirada fílmica contamina la ironía de sí misma con la ironía de las cosas hasta deslindar las regiones de lo animado y lo inanimado, lo que origina un efecto cómico muy propio del cine y posibilita la crítica social. Tercero, la referencia intermedial abre —vía ironía medial— un campo a la discusión metaliteraria y metamedial.

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La ironía de sí mismo se sirve, según Jankélévitch, de dos métodos complementarios: de la economía que relativiza la posición del yo explicando la genealogía de la misma en términos generales psicológicos, biológicos y sociológicos y de la diplomacia que deja entrever la pluralidad de posibilidades sincrónicas y equivalentes a la propia posición (Jankélévitch 1936: 18-30).

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2. LA DEFINICIÓN DE LO FÍLMICO POR EL DISCURSO Como la gama de fenómenos que se reúnen bajo el lema de la «intermedialidad» es muy amplia será necesario precisar el objeto escogido. Aquí se tratará de las referencias intermediales que un texto literario determinado establece con otros medios (aquí sobre todo el cine) citando, (re-)actualizando o imitando así en un contexto literario unos códigos mediales extraliterarios. Se abre un paréntesis teórico en el que se presenta un método de definir lo fílmico en materia literaria, un método que sirve para identificar las relaciones intermediales que un determinado texto establece con el cine aun si estas relaciones son implícitas. Una definición de corte científico, teniendo en cuenta los estudios de la ciencia de la información actual, por ejemplo los estudios de Metz, Deleuze, etc., resulta poco viable en el contexto.2 Tiene el inconveniente de ser anacrónica, de ser una proyección del saber actual sobre textos con un concepto de lo fílmico más intuitivo, más sugestivo también. La definición científica excluye del ámbito de lo fílmico fenómenos que se autodefinen como fílmicos o que se percibieron como fílmicos en la crítica del momento histórico. Se puede plantear la siguiente cuestión: ¿Cuáles son las características en las que se basa tal aceptación histórica? La definición científica se olvida de que la literatura fílmica es el producto de una lectura previa. Una lectura de películas concretas, pero una lectura también de críticas del cine, de ideas y mitos del momento histórico. Una novela fílmica entra en diálogo intermedial en el sentido bajtiniano, se coloca en un ambiente discursivo que habla y opina sobre el cine. La definición adecuada de lo fílmico será una definición histórica, la reconstrucción del horizonte expectativo del lector histórico que le posibilite leer un texto como fílmico. Sólo esta definición permite descifrar las señales con que el texto dirige la recepción. «Discurso» se define (siguiendo las ideas de Michel Foucault3) como el promedio a nivel superindividual de todas las realizaciones lingüísti2 Este es el inconveniente y el punto débil del estudio de Carmen Peña-Ardid (1992) que introduce sus comparaciones de novelas realistas, en sí muy esclarecedoras e interesantes, con novelas posteriores (por ejemplo en cuanto a las respectivas técnicas de descripción) mediante una definición técnica y científica de lo «fílmico». 3 El término del discurso en el sentido aquí manejado se remonta a las publicaciones de Michel Foucault (véase 1973 y 1974) y ha dado lugar a amplias anotaciones crí-

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cas probables. En cuanto a su nivel de abstracción se sitúa entre langue y parole (Frank 1988: 26 y 32). Como sistema de pensar y argumentar abstraído de un conjunto de textos (Titzmann 1989: 51), el discurso, aunque sea un sistema abstracto, se deduce de textos históricos concretos y constituye así el medio para acercarse a fenómenos de saber cultural más vagos, llámense ideario colectivo, mentalidad o imaginario. En un análisis del discurso sobre la base de artículos de prensa de los años 20, sobre todo de la Revista de Occidente y de la Gaceta Literaria, se elaboró un número de paradigmas de orden distinto.4 Hay motivos que se perciben como típicos para el cine, por ejemplo la cara humana,5 el beso,6 el objeto en movimiento,7 la parte del cuerpo aislada en movimiento,8 la ticas concretizando y aclarando un término que el mismo Foucault utiliza en diferentes contextos y sentidos sin dar ninguna definición última. 4 El corpus manejado es muy amplio. Por razones de economía de espacio aquí no se podrán exhibir todos los datos al respecto. Los ejemplos citados son sólo una pequeña muestra que, ella sola, no sería suficiente para sostener las tesis propuestas. Para ver el análisis del discurso en extenso véase mi tesis doctoral, de próxima publicación. 5 Fernando Vela describe el efecto del primer plano siguiendo a Béla Balázs: «A veces, en medio de una escena, la acción se interrumpe y la pantalla nos presenta exclusivamente la faz del protagonista. El campo de visión se ha reducido y el rostro aparece, aislado de su anterior contorno, ampliado de tamaño. Con este simple cambio de enfoque, el cine remeda los movimientos psíquicos de la atención, que, en efecto, significan concentración en un punto, angostura diafragmática, acercamiento al objeto y como una más intensa iluminación. A través de la lupa del cine distinguimos en el rostro de la actriz todos los accidentes de la piel, la fina malla de sus células. Sin embargo, no nos quedamos en la mera percepción visual de este paisaje dérmico, sino que cada pliegue del rostro nos parece tan elocuente como un rostro entero; cada parcela de esta carne móvil, empapada de espíritu; cada célula, célula de la expresión total, y el grano de esta retícula, como el del grabado, que con la interposición de su materia presta cuerpo a la belleza del dibujo» (Vela 1925: 219-220). 6 La importancia del beso en el imaginario cinematográfico se admite con rencor en la crítica conservadora: «No puede negarse que el cinematógrafo ha venido a intensificar el cultivo de una de las suficiencias más sospechosas de los humanos, la suficiencia de los escasos y monótonos excitantes sexuales, especialmente del más vulgar y menos limpio que junta unos labios con otros y mezcla los alientos y las salivas» (Barga 1929: 264). 7 «En el cinema no existe la naturaleza muerta [...]. Virtud excelsa de cinema: su animismo» (Jarnés 1928: 388-389). 8 Véase, por ejemplo, la famosa descripción que da Luis Buñuel de la extraña vida de los bigotes de Menjou: «Los hemos visto, en el gran plan [sic!] del beso, posarse como un raro insecto del verano en labios sensibles como mimosas y devorarlos íntegros, cleóptero del amor. Hemos visto su sonrisa emboscada en el bigote, abrirse paso

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masa,9 los milagros de la naturaleza,10 etc. Asimismo, hay ciertas cualidades que se reconocen típicas del cine, en parte confrontando el cine con los demás medios, por ejemplo rapidez11 y fragmentarismo,12 concreción sensual y muda, en vez del dominio de la palabra,13 mezcla de elementos serios y cómicos,14 tendencia al movimiento puro y a la pura forma sin denotación concreta,15 etc. Hay fenómenos que se consideran paralelos al cine, por ejemplo la vida moderna en la gran urbe,16 el progreso científico y técnico,17 el descubrimiento del subconsciente,18 la nueva estima del cuerpo,19 etc. Y por fin, hay campos semánticos que sirven de fuente para

como un tigre, ágil y fina, para caer sobre su presa, para sujetar definitivamente las miradas de su partenaire» (Buñuel 1928a). 9 Véase, por ejemplo, la reseña de Díaz Plaja de la película de King Vidor, Alleluya (Díaz Plaja 1930). 10 «El protagonismo, del mar o del bosque [...]» (Espina 1927: 42). 11 Francisco Ayala define el cine como «luz en movimiento» que descubre del mundo «cuanto encierra de ágil, veloz, desprendido y espectacular: de cinemático» (Ayala 1929: 34). 12 El protagonista Xelfa de Pájaro Pinto vive, según la reseña de Salazar y Chapela, una «vida cinemática, de saltamontes» (Salazar y Chapela 1927: 284). 13 El lema del cine es «sustituir la cultura intelectual por una cultura sensitiva» en que el «signo-imagen» y el «valor plástico» usurpan el papel del «signo-abstracción» y del «valor ideal» de la vieja civilización de Occidente estrenando una nueva «grafía sonética» (Díaz Plaja 1930). 14 El icono de esta mezcla es Charlot. Véase, por ejemplo, Marichalar (1927); Anónimo (1927); Azorín (1928); Chacel (1928); Vela (1928). 15 «Esta gran clave cinematográfica, se asemeja y puede compararse a la clave musical... Como ella, está integrada por tonos y notas. Sólo que los tonos, en vez de constituir relaciones numéricas de vibraciones sonoras, constituyen relaciones numéricas de vibraciones luminosas» (Espina 1927: 41). 16 «[...] un tema tan singular y privativamente cinematográfico como [...] la vida de una ciudad, las veinticuatro horas cotidianas de una gran urbe, reflejados no en unos personajes determinados, sino en la gran masa anónima, no en un argumento coherente, sino en su fragmentarismo multitudinario» (Torre 1930b). 17 «El cine es un medio científico al servicio de la investigación de la naturaleza: [L]a naturaleza entera, en suma, nos rinde su secreto mecánico y [...] se somete a la sensibilidad y la inteligencia del hombre» (Espina 1927: 42). 18 El cine se dispone a «aprehender —después de haber aprehendido al mundo físico— al mundo fantástico, magnífico, de lo irreal y de lo subconsciente» (Azorín 1927a: 9). 19 «Pero en el cine no sentimos diferencia ninguna de temple; está a nuestra temperatura, a nuestro tono y compás, todo él joven y vivo, y se nos adapta y nos envuelve como una camiseta de sport. [...] El cine tiene los mismos años que nosotros los prime-

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las comparaciones y el tratamiento metafórico del cine, por ejemplo la música,20 la química y la física,21 la tecnología moderna,22 el mundo del cuento de hadas,23 etc. ¿En qué consiste, entonces, el método de identificación de lo fílmico en un texto literario? La tesis es que en un texto literario fílmico se reiteran y adicionan dichos paradigmas. Hay una acumulación significante, de significación «estadística», de paradigmas fílmicos. Se trata de un proceso de indicios. La clave no está en elementos aislados sino en lo típico de la combinación de tópicos. Una cadena de paradigmas típica de los 20 sería por ejemplo: aislamiento de partes del cuerpo - visualidad - movimiento - efecto cómico. En cuanto a la representación de las cosas, se manejan los siguientes paradigmas: En un «animismo» generalizado, la naturaleza muerta se aviva, las partes del cuerpo ganan autonomía (Marquina 1928). La oposición vida-muerte es un eje temático principal del discurso, muchas veces combinada con metáforas pictóricas. El cine es el lugar donde se anula la diferencia entre la plasticidad inerte del objeto y la vida incorporal e independiente de lo mental.24 La animación de detalles sin vida forma parte de los procedimientos genuinamente cinematográficos y se estima como un rasgo característico de la pureza fílmica más alta. Se

ros futbolistas» (Vela 1925: 205). Esta idea se encuentra ya en La deshumanización del arte de Ortega: «[...] el cinematógrafo, que es, por excelencia, arte corporal» (Ortega y Gasset 81993: 51). 20 «[E]l film fluirá, naturalmente, de una manera orgánica, perfecto, puro, justo, como un Partenón fisiológico de velocidades ritmadas con la más poética y tangible de las músicas» (Dalí 1928). 21 «Greta Garbo: [...] La luz. Los revelados. La química… Polvo de cinema. Rubio de electricidad. Rubio de incendio de focos» (Arconada 1928). 22 Fernando Vela habla de «microscopia» (Vela 1925: 209), de «portaobjetos», de «rayos X», de «espectrocopia intratómica» (Vela 1925: 210), de la «cruda luz de laboratorio o quirófano» (Vela 1925: 219). 23 La combinación de metáforas técnicas y «maravillosas» es muy frecuente. En un artículo de Alfonso Reyes, por ejemplo, el efecto mágico del «choque de un electrón» se asemeja al despertar de la «Bella Durmiente» (Reyes 1973: 207). 24 En el cine de Man Ray desfilan algunas «naturalezas muertas», «[m]ás vivas que escuadrones de mecanizados jinetes. Más vivas que esas procesiones donde hay un módulo para todas las caras. Expresan, luego viven» (Jarnés 1928: 389). Véase también: «En el ‘ecrán’ —dice Jean Epstein— no hay naturaleza muerta. Los objetos tienen actitudes. Los árboles gesticulan. Las montañas resaltan. Cada accesorio es un personaje» (Díaz Plaja 1930).

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evidencia tanto en el cine de la vanguardia francesa como en las películas soviéticas.25 La fusión de los principios de la vida y de la muerte tiene dos caras. Primero, los objetos ganan vida propia, incluso se hacen protagonistas. La imagen no conoce «jerarquías expresivas» entre lo humano y lo nohumano (Díaz Plaja 1930: 6).26 De esto resulta el «interés dramático» de los objetos, su papel en la acción.27 No sólo fenómenos naturales de gran extensión espacial,28 sino también animales y colectividades y hasta plantas, máquinas y minerales pueden estar involucrados en la acción.29 Las impresiones visuales se igualan sin contar con la diferencia de sus objetos lo que lleva a la animación de lo inerte, al que se inhala «espíritu» («animismo espiritual», Torre 1930a: 7) y, por otra parte, a la desindividualización del hombre. A este último no se le concede más interés que a los objetos.30 La «deshumanización del gesto»31 resulta de

25 El maestro de la «fotogenia», Jean Epstein, da importancia idéntica a los personajes y objetos en El hundimiento de la casa Usher. El objeto, en este caso un cuadro, es un «personaje auténtico» (Piqueras 1929). La cara del campesino en el cine de la Revolución Rusa tiene un «valor cinematográfico puro» (Ayala 1930: 413). Los pequeños detalles, como el vaho que, en el ejemplo de Fin de San Petersburgo, asciende del vaso de té del trabajador y se va esfumando, tienen un «significado múltiple»: El vaho mide el tiempo que discurre y simboliza la pobreza del proletariado (Álvarez del Vayo 1930). 26 «Los objetos nos hablarán con más elocuencia que las contracciones faciales» (Dalí 1928). 27 «A nosotros nos interesa el objeto como valor expresivo. El objeto engarzado en la obra con función argumental» (Díaz Plaja 1930: 6). Así la película sobre el viaje de Shackleton al Polo Sur pone en escena a los perros que (casi) se hacen coprotagonistas: «Madrid ha podido admirar la perseverancia, la intrepidez, el heroísmo de Shackleton y sus compañeros de expedición (y de los simpáticos perros)» (Azorín 1921). 28 «El protagonismo, del mar o del bosque [...]» (Espina 1927: 42). 29 «Un león de veras. [...] Una ciudad de veras... Lo cósmico interviene muchas veces, con doméstica facilidad. [...] ¿En cuántos ‘sucesos’ dramáticos o burlescos pueden complicarse hoy al vegetal, a la máquina, al ser irracional y hasta al mineral yacente?» (Espina 1927: 43). 30 Este hecho se puede valorar positivamente como el elogio de todo lo vivo: «Todo vive, alienta y palpita en el Universo. Dejemos atrás, olvidada, la clara y límpida filosofía cartesiana. Todo vive en el Universo: los seres humanos, los animales, las montañas, los lugares, los ríos, los mares, las ciudades, los edificios, los objetos familiares que nos rodean...» (Azorín 1927b: 16), pero también negativamente: «El cine nos enseña cómo el hombre que entra por una chimenea, sale por un balcón y se zambulle después en un estanque, no tiene para nosotros más interés que una bola de billar rebotando en las bandas de una mesa» (Buñuel 1928b: 6).

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una representación en la que «se situaban el hombre y las cosas circundantes en una misma línea preferente» (Díaz Plaja 1930: 6).32 Mediante la disociación en sus componentes corporales el hombre pierde su integridad física.33 Se sustituye por partes de sí mismo que actúan con independencia.34 Se pasa directamente de un aspecto de la deshumanización a otro: de la parte del cuerpo a la masa. Las manos que bailan en Alleluya de King Vidor son el «signo expresivo de una multitud» (Díaz Plaja 1930: 6). El tema de la masa está estrechamente vinculado al discurso de la metrópoli.35 En el espacio metropolitano, como en el cine, la jerarquía de lo vivo y de lo inanimado se invierte. La gran ciudad se representa mejor en «su vibración colectiva, con la vida, no por inorgánica menos imponente, de su fauna maquinística». «Las máquinas [...] nos desplazan vertiginosamente en el espacio» (Torre 1930a: 7).36 La mecanización del

31 El «gesto» como movimiento y expresión de la parte del cuerpo tiene un significado y una alta significancia atmosférica: «se le ocurre encender un pitillo, y a partir de ese momento comienza su gran carrera cinematográfica. Porque acto tan trivial, tan insignificante, pero de tan difícil realización, adquiere en la pantalla proporciones asombrosas» (Buñuel 1928a: 4). 32 «Una joya, una mano, un papel, un objeto cualquiera [...]», «[e]l pie que se mueve nerviosamente, la carta caída en su tremenda inmovilidad [...]», «sobre todo, las manos. [...] Las manos tienen infinitas facetas expresivas —pájaros, pañuelos de despedida, palomas, sarmientos, pulpos, flores...» (Díaz Plaja 1930: 6). La imitación de esta técnica en la literatura se percibe como fílmica. Antonio Espina cita el siguiente ejemplo de Félix Vargas de Azorín: «La mano con una gruesa perla. En el andén de la estación. La mano que se ha posado un instante en la cerradura niquelada de un maletín» (1929: 117). La mano y los objetos caracterizan al personaje y asumen la función actorial. 33 El clímax de esta disociación es la fragmentación del objeto: «Para Fernand Léger ’el porvenir del cinema está en el interés que el cinema pueda dar a los objetos o a los fragmentos de estos objetos’» (Díaz Plaja 1930: 6). 34 El objeto paradigmático en este sentido es el famoso bigote de Adolphe Menjou que caracteriza a su portador: «su gran fuerza menjouquesca irradia de su bigote, ese genial bigote negro de los films» (Buñuel 1928a: 4). 35 «[U]n tema tan singular y privativamente cinematográfico como [...] la vida de una ciudad, las veinticuatro horas cotidianas de una gran urbe, reflejados no en unos personajes determinados, sino en la gran masa anónima, no en un argumento coherente, sino en su fragmentarismo multitudinario» (Torre 1930b: 6). 36 Véase también la reseña de T.S.F. de Walter Ruttmann: «Máquinas de ingeniería, trenes, tranvías, autos, transbordadores, barcos, las fieras del famoso parque de Hamburgo, etc., todo adquiere en la pantalla realidad vista y escuchada» (Gómez Mesa 1930b: 10).

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movimiento, el ritmo sin sentido, asemeja el cine a la música. El cine metropolitano es «modulad[o] ‘in crescendo’ sinfónico» (Gómez Mesa 1930a: 5).37 La «ilimitada fantasía que nace de las cosas mismas» (Dalí 1927: 229), sin embargo, se despierta sólo en el filme, que con su aparato técnico agranda los objetos, los aísla, los sitúa en nuevos contextos, los distorsiona, frena o acelera sus metamorfosis haciéndolas sensibles para el hombre.38 Sólo el truco técnico hace aparecer la verdadera naturaleza, la vida oculta. Sólo él hace sentir lo cotidiano, lo convierte en algo interesante y sorprendente. Sólo a través de la lente mediática, el terrón de azúcar que se derrama se hace un objeto digno de la representación (Dalí 1927: 228-229).

3. EL MUNDO DE LAS COSAS EN LOCURA Y MUERTE DE NADIE DE JARNÉS La posición central que ocupa el objeto en el modo de percepción de Arturo, el protagonista observador, se demuestra primero en su preferencia de lo concreto a lo abstracto. Así, los conceptos abstractos se visualizan por concreción. «En el reloj, las doce. En el termómetro, los cien grados» (Jarnés 1996: 37). Como en un insert fílmico los instrumentos de medición visualizan lo que de costumbre permanece concepto o una sensación menos concisa. Lo que, está claro, no sería necesario en un contexto literario, es decir verbal, en que el mencionar la hora no es menos exacto y expresivo que el insinuar un cronómetro que permanece invisible. La estructura elíptica y paralela de las frases connota exactitud y eficiencia de métodos representativos. Y eso es, precisamente, lo que no se logra. De ahí el efecto cómico, exagerado.

37 Torre cita en este contexto —al lado de películas vinculadas al tema de la ciudad, como Metropolis de Fritz Lang y Rien que les heures de Alberto Cavalcanti— a representantes del cine abstracto o puro que busca el parentesco con la música: Walter Ruttmann, Hans Richter, Henri Chomette, Man Ray (Torre 1930b). Respecto a Chomette véase también Piqueras (1930): «Henri Chommette [sic!] ha hablado ya del ‘film’ puro, mejor dicho, de los ‘films’ donde las imágenes se suceden, no de una forma poética —de recitación— sino más bien de una manera musical [...]». 38 «El dramatismo y la comicidad, por ejemplo, de que son susceptibles las cosas, no podrían jamás revelarse sin la violación previa de su naturaleza aparente» (Espina 1927: 43).

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Además, Arturo hace hincapié en la materialidad del objeto. Declara privilegiar, en su primer acercamiento por lo menos, la superficie a la vida interior de la cosa —o sea, suspende la carga connotativa, culturalmente codificada. Dentro de esta predilección por lo físico, el esquema exterior y la forma son más importantes que el color. Arturo critica la lectura transitiva, simbólica de la cosa, que considera la consuetudinaria, y reclama una lectura opaca, material:39 Ocurre hundirse en la entraña de un objeto sin haber paseado los ojos y las manos voluptuosamente, por las regiones inexploradas de la piel. Se contenta con ver pasar por ella efímeras caravanas de color, tan enemigo del dibujo, del firme relieve. Sólo ve en ella lo que apenas existe, dejando lo duradero, su pura extensión, su frágil materia encajada en los compartimientos del aire (Jarnés 1996: 64).

En una total inversión o perversión de la jerarquía de valores europea opta por la sensualidad como valor primero, duradero y verdadero de la cosa. Eso no se hace sin un pequeño guiño irónico: véase la excesiva palabrería del pasaje, su discursivismo amanerado junto a la rigidez esquemática y fácil del pensamiento que se quiere transcendental. Aparte de eso, más que un acercamiento a lo material y tangible de verdad, el pasaje es un elogio a la idea de la materialidad. Palabras, pues, en vez de experiencia vivida, aunque palabras de un contradiscurso que se quiere revolucionario, original, innovador. Arturo es, una vez más, víctima de su don de elocuencia que se le va de las manos. Más lejos va la inversión de la relación sujeto-objeto que aquí adquiere claras connotaciones cinemáticas. La distinción jerarquizante entre lo vivo y lo inanimado queda suspendida. La atmósfera del espacio proviene por igual tanto del decorado vivo como del inerte, y ambos son objeto de la misma valoración: «Va inundando el comedor una nube cenicienta, nutrida por espesas oleadas, alimentadas por los cuadros, por las palmeras, por el filtro, por el trinchero, por los comensales, por todo lo allí agrupado, inerte o vivo» (Jarnés 1996: 85). Si la característica definitoria del sujeto es su capacidad de observación, el observador humano queda a salvo en este ejemplo, aunque no distinga entre los objetos humanos y los inanimados que se presentan ante su vista. Pero, en Locura y muerte de Nadie, las cosas se liberan de 39

Para la oposición de lectura transitiva y lectura opaca véase Assmann (1988).

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este poder de definición humana. La situación se invierte hasta el punto extremo de ser los objetos los que observan al agente humano: «Ahora, tres Renault, dos carretillas de mano, una motocicleta, y diecisiete Fords, se detienen a contemplar el desfile de una institutriz, que arrastra a dos niños, y el de un botones» (Jarnés 1996: 53). Pero aun aquí los objetos agentes de la observación son a su vez objetos de la percepción y representación a nivel superior, en este caso por parte de Arturo. En varios puntos de la novela Arturo deduce su superioridad precisamente de este poder de perspectiva, de su posición como generador de sentido. Esta posición, no obstante, se ve amenazada seriamente. De hecho, el autor implícito del relato deconstruye a su protagonista mostrándolo como peón en una construcción suya: Hay sobre el tapete, a cuadros rojos y ocres, un azafate y, sobre él, una pirámide de fruta recién cogida. Entra Arturo en la habitación y se detiene a contemplar, desde lejos, aquella voluptuosa agrupación de formas redondas que realizan todas las travesuras de la curva. Mientras aguarda a Matilde se divierte en extraer del frutero su esencia cristalina: una pirámide (Jarnés 1996: 167).

Cuando el portador de la perspectiva óptica, Arturo, entra en la sala de estar, el objeto de su observación ya queda instalado allí, esperando su puesta en escena por el observador. El objeto precede a su perceptor en el tiempo, como ente autónomo. Claro que esto revela la presencia de una instancia organizadora del relato superior a Arturo que relega al observador homodiegético a un nivel narrativo subordinado. Pero también coloca a la cosa y su perceptor en una misma escala de presencia física —como si fueran dos oponentes de igual corporeidad y valor. Así se combinan dos procedimientos irónicos. Se tematiza la situación enunciativa del texto narrativo rompiendo con la ilusión de veracidad del relato (ironische Parabase según Müller 1995: 19)40 y se simula o insinúa una representación fílmica (Anspielungsironie según Müller 1995: 19). La ironía medial presta servicio a una tematización metaliteraria.

40 El cuestionamiento metaliterario del propio texto es un aspecto primordial de la ironía romántica y moderna en la tradición de Friedrich Schlegel (véase Behler 1997 para la historia del concepto). La teoría literaria más reciente lo considera también central para el concepto de la ironía literaria (véase Weinrich 1961 y Warning 1976).

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Si la posición del sujeto se define por la capacidad de observación, la vida se define por la capacidad de movimiento voluntario. Este será el cuarto aspecto: Las cosas adquieren vida propia por su facultad de movimiento. El objeto usurpa el movimiento humano: «algún ebrio deja caer la copa, que rueda a veces bajo la mesa, acabando con un estrépito el torpe y oscuro gesto de las manos» (Jarnés 1996: 213). El estado de embriaguez de un sujeto indeterminado y no-individualizado —«algún ebrio»— produce garabatos poco controlados, involuntarios —«torpe y oscuro». La voluntad detrás del acto casi parece ser de la copa que cayendo hace suyo el afán de llevar al fin el movimiento poco diestro del hombre («acabando»). El objeto incluso llega a dictar al hombre su ritmo y su ley: Los cangilones de la puerta se van rítmicamente vaciando en el vestíbulo. Un campesino, absorto al ver que entre la calle y el zaguán gira una estrella en vez de un plano, se agarra tan fuertemente a una de las puntas, que, en lugar de un semicírculo, describe dos circunvoluciones (Jarnés 1996: 37).

Los ejemplos se inscriben en la tradición literaria que se ha discutido bajo el lema de la perfidia del objeto —Tücke des Objekts—41 pero tienen un claro carácter fílmico aquí no sólo dada su temática: El encuentro de la inocencia humana con los hallazgos cotidianos de la urbe moderna anula la normalidad de los artefactos novedosos y revela lo que en efecto es la innovación en ellos: Forman parte de una nueva tecnicidad de la vida. El movimiento de la puerta se describe en términos geométricos («semicírculo», «circunvoluciones») que subrayan su exactitud mecánica, su independencia del agente humano. También el ritmo ininterrumpido, monótono refuerza esta impresión («se van rítmicamente vaciando»). El hombre es dominado por su criatura, la técnica, que se personaliza en objetos animados. La masa se deja manejar, dócil

41 El término se remonta a los escritos de Friedrich Theodor Vischer, Ästhetik oder Wissenschaft des Schönen (1846-1857), véase Stierle (1976: 242). Para Stierle lo cómico consiste en la afuncionalidad de una acción mecanizada (Stierle 1976: 240). También cita al respecto la famosa definición de lo cómico que da Bergson: el «mécanique plaqué sur du vivant» (Stierle 1976: 239). Véase también Hamon que distingue cuatro temas principales de textos irónicos: la mecanización de las relaciones sociales, la del lenguaje, la del pensamiento y la misma máquina que contradice las reglas de su funcionamiento (1996: 66-68).

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como un líquido que, a los impulsos físicos, responde con un movimiento mecánico —véase la metáfora acuática de los «cangilones».42 La relación intermedial marca también el modo de representación: La hipérbole de la exactitud formal, casi matemática, en las descripciones geométricas y numéricas —el movimiento geométrico de la puerta, el número de coches aguardando en el paso de cebra, la temperatura en grados— connota la tecnicidad de los medios nuevos. Es decir que se observa una tendencia a la abstracción científica precisamente en la descripción de lo concreto. En su brevedad de esbozo, en su simpleza esquemática, esta técnica de descripción cita la fragmentaridad, el cambio veloz del cine –pero se queda corto en un contexto literario. Más que cumplir con sus deberes representativos indica la voluntad representativa detrás de la observación, hace patente la materialidad y discursividad de los modos de descripción, su procedencia de contextos mediales diferentes y la incompatibilidad de los códigos: La precisión, que en la materia fílmica lleva a una mayor plasticidad, tiene el efecto contrario en la materia literaria, el de la abstracción y la distancia irónica. El último punto, el quinto, demostrará cómo el dinamismo de los objetos tiende al movimiento autónomo, movimiento puro, a la pura forma vaciada ya de contenido. Y a la vez demuestra como Jarnés trabaja con el arte de la catacresis,43 aquí, de estilos fílmicos. Algunos abanicos imprimen velocidades frenéticas, empujándolos hacia cada ventanilla donde remecen montones de misteriosos papeles —cheques, letras, facturas— por donde pasan en filas cerradas los números, en su marcha interminable hacia los monumentales antifonarios financieros, sus estaciones de reposo. El empleado huraño contiene bruscamente un cheque que se lanzó a bailar, azuzado por el viento. Lo aplasta con un lingote de hierro, sigue contando monedas, empaquetando billetes. ¡Qué maestría para encerrarlos en su cárcel de goma! (Jarnés 1996: 243).

42 El agua (especialmente la del mar) es una metáfora frecuente para la masa, véase Grazcyk (1993: 57). Para la representación de las masas en Jarnés véase Schmelzer (2003). 43 El término, en el sentido aquí utilizado, es de Jürgen Link. Según él cada cultura dispone de un sistema de símbolos colectivos («Kollektivsymbole») histórica y tipológicamente específico que se manifiesta en el interdiscurso («Interdiskurs») o discurso general cotidiano y que se nutre de «importaciones» de los diversos discursos especializados. La catacresis como la contaminación de dos imágenes o dos conjuntos discur-

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Partiendo de los abanicos personificados, partes pro toto de las figuras humanas que hay detrás, pasando por unos papelitos hasta seguir con los números que ya no tienen forma concreta, los portadores del movimiento acaban haciéndose cada vez más abstractos. El movimiento en sí se desata de su causante material. Al mismo tiempo hay una aceleración que llega a turbar la vista. El movimiento se multiplica fuera del campo visual humano: El ritmo contagia a varias ventanillas al mismo tiempo así que el objeto no sólo se mueve sin la ayuda del hombre sino incluso independientemente de su observación. Transgrede el límite del control humano. Pero el movimiento desenfrenado de los números anónimos se rompe en una escena individualizada, como ya en el ejemplo anterior el campesino individualizado siguió a la masa movida por los cangilones de la puerta. Al baile frenético le sigue la estática absoluta. Al cinema puro le sigue el gag, en el que la habilidad del prestidigitador humano triunfa, esta vez, sobre la astucia del objeto animado. El cine es el medio de lo discontinuo, de lo disperso, del fragmento y del cambio abrupto. Para resumir un poco las cosas, se puede constatar que el efecto cómico consiste en (a) la presentación de la cosa como sujeto y, por consiguiente, en la alienación del hombre en un universo de cosas animadas que le dominan. Consiste (b) en la cosificación del hombre y la degradación irónica del sujeto humano al estado de cosa, de objeto. Consiste (c) en la mecanización del movimiento, tanto de los objetos como de los hombres, y por lo tanto la ecuación de los dos a la escala de entes sin dominio de sí mismos y subordinados a las leyes de un orden superior, sea un orden social o económico o la integración del elemento individual en el engranaje de una unidad técnica mayor. Consiste (d) en el cambio abrupto y repetido entre abstracción geométrica y concreción humorística, o sea entre modelos fílmicos de vanguardia y otros de proveniencia popular o comercial, (e) en la autoironía de un observador que pone al descubierto el funcionamiento de su representación —o la ironía de un autor implícito que desenmascara su puesta en escena, y (f) en la ironía medial de un texto que juega con las contradicciones de sus materiales estéticos de proveniencia medial diversa.

sivos de procedencia distinta es una práctica típica del interdiscurso. El discurso literario se sitúa a un margen del interdiscurso utilizando los símbolos colectivos de manera más consciente y a veces desautomatizándolos (véase Link 1984).

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4. LA FUNCIÓN DE LA INTERMEDIALIDAD EN JARNÉS Los anteojos mediales posicionan al hombre en la distancia, la distancia de la observación consciente de segundo orden según Luhmann (1997: 94 y 97). El juego de la ironía se hace posible por el distanciamiento previo de las cosas, por la negación de su urgencia vital, y, en un segundo paso, por el distanciamiento de sí mismo. Esta distancia se pone al servicio de intenciones diversas y múltiples que oscilan, como facetas distintas de una misma cosa. Así, la primera función de lo fílmico en Jarnés es el juego sin compromiso, que es experimento alegre con nuevos potenciales de expresión literaria, con una mímesis novedosa tanto como con los conceptismos logrados y divertidos. Pero, en una inversión absurda, el hombre no parece ganar en soberanía frente a un universo distante sino perderla a favor de un objeto ya incontrolable que la usurpa. La distancia lleva a la alienación. Esa es la segunda función de la mirada fílmica en Jarnés: Echa un vistazo crítico a la sociedad moderna en la que la cosa domina al hombre desindividualizado. Mientras la ironía de la cosa se tiñe así de un matiz trágico, la ironía de sí mismo, o sea del hombre, se contagia de cierta simpatía humorística o, dicho en palabras de Jarnés, de «gracia», una gracia que parece tomada de una película de Charlot. Nunca amarga, prefiere la levedad a los detalles asquerosos. Revela la relatividad de lo humano, pero ganando con eso una simpatía por lo humano. Como tercer aspecto de lo fílmico en Jarnés se podría destacar, por lo tanto, la adopción de una perspectiva «graciosa» típica del cine del momento. La cuarta función es la metamedial. La mediatización consciente revela la factura artificial del texto, su funcionamiento estético. La condición medial se presenta como conditio humana: no se puede desprender de la esencial perspectividad de toda observación ni de la esencial discursividad de toda representación. Aunque este saber tenga un matiz trágico, abre también caminos a la voluntad de representación creadora, juguetona, graciosa, alucinada ante la riqueza de la percepción y el vivir humanos. Como lo formuló Jarnés en su reseña del 1936: La ironía es una verdadera fuerza libradora (Jarnés 1936: 337 y 339), libradora de la ficción.

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El cinema figura entre los principales modelos que inspiraron a los escritores de los años veinte en su empeño por renovar la novela y rechazar sus formas de expresión tradicionales. La incorporación en la novela de las modalidades cinematográficas del relato es el aspecto de la novela de vanguardia que, junto con el uso de la metáfora y la autorreferencia, ha sido analizado con mayor atención estos últimos años. En sus publicaciones recientes, Víctor Fuentes, C. B. Morris, Domingo Ródenas y José Manuel del Pino han estudiado la incorporación en la nueva novela de las técnicas del montaje fílmico, del juego de planos y de ritmo, de los procedimientos de aproximación visual con los cambios de enfoques, de iluminación etc., demostrando cómo la adopción de lo que Antonio Espina llamó en su tiempo «la cinegrafía» había contribuido a renovar la estrategia y la escritura de la narración (Fuentes 1990; Morris 1993; Ródenas 2001: 47-57; del Pino 1995). Estos trabajos sobre la escritura fílmica en la novela de vanguardia hacen patente la inmensa creatividad de los escritores de aquella década, y su común interés por los problemas formales de la narrativa. Y en efecto, en sus escritos teóricos sobre el cine, tanto Guillermo de Torre como Fernando Vela, Antonio Espina o Francisco Ayala (Torre 1921; Vela 1925; Espina 1927 y 1928; Ayala 1929) hacían hincapié en la aportación del cine con sus técnicas narrativas más que con sus temas o su capacidad para crear mundos imaginarios. A pesar de todo propongo evocar aquí, a través de algunos relatos de la época, la impregnación no de procedimientos sino de temas del cine en la novela, y para ello conviene considerar el film no como un tipo de relato o un discurso

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narrativo, sino como un espectáculo, aquel espectáculo blanco y negro, hecho de luces y sombras en movimiento, de imágenes mudas, que cierto público seguía mirando como diversión popular de feria, mientras que otros lo consideraban ya como un nuevo arte, y otros más como una industria. Los hombres de la época vieron en el cinema el espectáculo de lo irreal y extraño. Si la fotografía había sido recibida como una mera copia de lo real y tardó bastante en ser admitida como creación artística, se vio en cambio en el cinematógrafo, más que su posible valor documental, una fuente inagotable de imágenes: el cine proporcionaba ante todo la visión de un espacio tan mágico como inmaterial, donde cualquier capricho de la fantasía o del sueño aparecía como viable y susceptible de realizarse en la pantalla; el mundo que el reciente arte cinematográfico creaba era el mundo de la imaginación, abierto a la fantasmagoría, pletórico de posibilidades tanto lúdicas y desenfadadas como mágicas para escapar de lo real y cotidiano; el mundo del cine era interpretado como el mundo de los sueños, capacitado para iluminar o revelar el fondo más recóndito de la psicología humana y del subconsciente. ¿Qué idea del séptimo arte tienen los novelistas de vanguardia? ¿Cómo integran en sus ficciones este mundo encantado del cine para impugnar o enmendar o completar la realidad vivida por sus personajes? En tal novela el cine interviene como la visualización del discurso onírico, como mera proyección del sueño, sirviendo la pantalla de límite entre vida y sueño; en esta otra el film tiene el poder también mágico de revelación de una verdad escondida o ignorada, o de premonición del futuro; en otra novela el personaje incorpóreo y fantasmal del cine se entromete entre los personajes reales de la ficción, incidiendo en su manera de ser. Cine-realidad/cine-fantasía, cine-verdad/cine-falacia, cinearte/cine-industria y negocio, tales son los temas relacionados con el cine que asoman en la narrativa de los años veinte. En Cinelandia, la capital del cinematógrafo que Gómez de la Serna imagina en su novela de 1923, inspirándose en el supuesto modelo de Hollywood, todo el espacio urbano está dividido en diversos escenarios de típica arquitectura dispuestos para estereotípicas escenas: «Jacobo se admiraba de ver cómo pasaba de un barrio chino a un barrio judío o a un barrio de pescadores noruegos» (Gómez de la Serna 1995: 37). Los habitantes, que no se definen más que por el papel convenido que suelen tener en las películas (el hombre con cara de malo, el gordo, la joven in-

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genua, el falso torero, etc.) presentan un repertorio de ojos y sonrisas que sacan del «Museo de las expresiones», hacen prácticas en la «Academia de besos» y se declaran «seres intermediarios entre la sombra y la realidad» (Gómez de la Serna 1995: 130), lo que los libra, dicen, de problemas metafísicos. La novela de R. Gómez de la Serna consiste en demostrar la artificialidad y la futilidad del mundo creado por el cine: la repetición mecánica de las mismas imágenes (situaciones o escenas) y de los mismos tipos esquemáticos provoca la duda sobre la realidad de sus creaciones; por otra parte, conforme con el modelo de los filmes cómicos americanos, el cine mudo se presenta en sus principios, con sus vibraciones y lo mecánico de su ritmo acelerado, como un espectáculo cuya técnica es favorable al efectismo cómico y algo elemental. En su novela de 1927, El marido, la mujer y la sombra, Mario Verdaguer explota esta superficialidad y liviandad de la figura de sombra. El título anuncia el esquema clásico de la novela de adulterio, donde la sombra desempeña el papel de tercero inevitable. Pero lo que en la narrativa tradicional suele ser un drama no es más en esta novela que una farsa ligera, cuyo humor entre festivo y candoroso nace de la condición espectral de esta sombra, intruso desenfadado, que acaba por regir las vidas de los protagonistas. Aunque no se ha escapado realmente de ninguna película, este personaje se relaciona con el mundo visual del cine, y a su contacto todo el relato cobra valores fotogénicos, hasta tal punto que por momentos el texto podría confundirse con un guión cinematográfico. Para divertir a sus hijos, el marido, que sólo es nombrado según su oficio, el Novelista (con N mayúscula), recorta un monigote de papel que coloca en el foco de luz de la lámpara de su salón, proyectando en la pared una sombra que al instante se anima, se mueve y se escapa, cobrando así aparentemente total independencia. El Novelista equipara el hecho a lo que le suele ocurrir con los personajes que va creando en sus novelas, «¿se me escaparán así todos mis personajes?» se pregunta inquieto. El caso es que la Sombra, así llamada por el marido y su mujer, sigue alimentando con su conducta la confusión entre su origen óptico, cuando dice al Novelista: «Usted no me puso en un libro, usted me puso en la pared» (Verdaguer 1927: 40), y su esencia novelesca al afirmar: «no soy aficionado a la política [...] Los personajes de novela hablan raras veces de política, esto sería un defecto imperdonable» (Verdaguer 1927: 10). Pero por otra parte cuando sorprende a su mujer y a la Sombra enfrascadas en la tradicional escena del sofá —tipo de escena de novela de la

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que él es especialista— el Novelista duda entre admitir que «una sombra es inofensiva» y reconocer sin embargo que «se trata de un sofá real y que este sofá es suyo» (Verdaguer 1927: 25). Ser de ficción, persona real, figura óptica o alter ego del novelista, el estatuto de la Sombra queda equívoco mientras permanece en la casa del Novelista, y cuando éste se decide por fin a echarlo fuera, no puede despegarlo de la pared, porque, dice: «las sombras viven pegadas a las cosas y no se conoce todavía el procedimiento para despegarlas» (Verdaguer 1927: 41). Entonces es la propia Sombra quien propone «tomar la elipsis» —«con la misma naturalidad que si hubiese dicho: luego tomaré el tren». El empleo «natural» de esta figura lingüística de la elipsis, que designa una solución de continuidad narrativa, una manipulación de la dimensión temporal, característica del relato cinematográfico, denuncia la condición de ente de ficción, de personaje novelesco de la Sombra, lo que se verifica al final, en la quinta parte de la novela, donde reaparece con el papel ineludible de amante de la mujer, tras su elipsis en las tres partes centrales. Finalmente resulta anodina, ingrávida, la función de este personaje romántico y ordinario, sacado de los folletines que escribe el Novelista o de las «novelas blancas» que lee su mujer; solamente es una pieza esencial en la representación irónica de la vanidad satisfecha de esa pareja de burgueses, cuya «felicidad absurda», descansa en «la mentira, la vanidad, la hipocresía y el egoísmo» (Verdaguer 1927: 198). Aparte de su origen folletinesco o cinemático paródico, este personaje de la Sombra introduce en el espacio novelesco, con su presencia fantasmal e inconcreta, efectos ópticos de intensa plasticidad, reforzada aún por los procedimientos de visualización del relato. Ya de entrada los juegos de luz y sombra provocan el nacimiento de la Sombra, maniquí animado, sombra chinesca con su largo chaquet negro, envuelto en el humo ligero de los cigarrillos que fuma sin cesar, lo que recuerda las partículas de polvo visibles en el foco de luz del proyector cinematográfico en la sala oscura. Los espacios escénicos, tanto interiores como exteriores, son representados casi exclusivamente por medio de indicaciones sobre el alumbrado y las variaciones de intensidad de la iluminación; así, en esta descripción de la escalera de la casa de citas, los distintos grados de luz bastan para delimitar el ámbito en sus cuatro dimensiones: María empezó a bajar los escalones lentamente. La lluvia caía rumorosa en la lumbrera de arriba. Una bombilla eléctrica ardía blanca sobre la pared blanca del rellano y alargaba la sombra de los escalones.

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A través de los vidrios de la ventana que daba a un patio se veía otra ventana iluminada de una cocina, donde iba y venía una mujer gorda. Una sartén humeaba sobre los fogones (Verdaguer 1927: 192).

Los diálogos son reducidos a lo más estricto y a menudo la visión detenida de un gesto, una mímica, un primer plano sobre una sonrisa, una mueca, unas manos, enguantadas o no, substituye a la conversación. Incluso hay secuencias mudas que parecen sacadas del repertorio de las ya clásicas escenas de los filmes cómicos, como ésta que tiene lugar en el pasillo de un gran hotel, y en la que el protagonista parece borrarse detrás de la cámara: Salió corriendo por el corredor interminable del hotel. Todas las puertas de los cuartos estaban entreabiertas. Por las rendijas atisbó al pasar al interior. Pasan visiones rápidas de cosas vulgares, unas botas, un impermeable colgado de la pared, una maleta abierta como un libro enorme, cada hoja una camisa almidonada. Siluetas de hombres gordos, siluetas de hombres flacos. De pronto una mujer desnuda, derecha dentro de un tub, los brazos en alto, estrujando una esponja sobre el cogote. Un espejo delante y dentro del espejo otro cuerpo desnudo [...]. Por fin termina el corredor. Rodríguez se lanza escaleras abajo. El ascensor baja con él, le persigue la gran caja de cristal y de caoba y amenaza metérsele en la cabeza (Verdaguer 1927: 67-68).

Esta escena nos ofrece sucesivamente un largo travelling, horizontal hacia adelante con escapes hacia los lados, y visiones más o menos instantáneas de primer plano en objetos dispares, o en siluetas a contraluz, para terminar con un enfoque vertical, de arriba abajo, y con la superposición de dos imágenes, la del ascensor y la del hombre bajando la escalera. Y de paso, hemos podido vislumbrar un cuadro de Degas o de Pierre Bonnard, el baño de una mujer. En varias ocasiones el Novelista se ayuda de extraños aparatos de óptica que, en una inequívoca referencia al cinema y a su capacidad de proyectar imágenes impalpables, logran hacer visibles espectáculos imaginarios, o representar recuerdos del pasado: un periscopio le sirve para ofrecer al público de la calle el «diorama maravilloso de la ciudad de los maniquíes», visión parabólica y satírica de la sociedad actual. En otro episodio, la Sombra fabrica un aparato de óptica extravagante, abriendo un agujero en una sombrerera, por el que el Novelista puede observar con emoción escenas de su infancia, como «Margarita», la má-

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quina de vapor que con su chorro de humo blanco subía por la calle de Aribau y pasaba alegre por delante del balcón del niño aburrido. Podríamos multiplicar los ejemplos de escenas, recuerdos o diálogos visualizados, sin contar las frecuentes referencias a cuadros de pintura, por lo que Mario Verdaguer no desmiente su filiación modernista, pero sólo citaremos la sinestesia poderosa que convierte unos sonidos discordantes en un cuadro cúbico: se trata de la transmisión por T.S.H., la Telefonía Sin Hilos, de una poesía, la «Oda a Luisa», dicha por la actriz La Patinelli, que la Sombra obliga al Novelista a escuchar. Éste encuentra esta poesía de muy mal gusto, y odia además el fonógrafo, la pianola y la T.S.H. y sea a causa de la mala calidad técnica del aparato, o de la crispación nerviosa del Novelista, los sonidos agudos o estridentes adquieren una consistencia visual transformándose en una punzante figura geométrica: Primero fueron ruidos extraños, burbujeos de sonidos, anuncios imbéciles de depilatorios y lubrificantes, y entre el depilatorio y el lubrificante, fue aquella voz, una voz ondulada, hecha de pliegues, que surgía de la trompa negra como una flor de celuloide de un florero ridículo. Voz doblada en múltiples poliedros, rayas y planos, como las estampas de un libro de geometría... (Verdaguer 1927: 65-66).

Como en las películas, los objetos tienen la posibilidad de animarse y de cobrar una nueva naturaleza, fantástica o mecánica. Es el caso de la percha, en el despacho del periodista, la cual, una vez provista del sombrero, del abrigo y de la bufanda, se anima, adquiere una vida propia, una identidad de «Hombre Percha», y se sienta ante la máquina de escribir-ametralladora. El metro, recién inaugurado en Barcelona, es un tubo neumático que se traga a la amiga del periodista. De todos estos ejemplos, podría deducirse que según el autor, objetos, individuos y aun talentos, una vez filtrados por los aparatos de la industria moderna, sean ópticos o acústicos, se desvirtúan, quedando reducidos a superficialidad, insignificancia y vulgaridad, como la Sombra o como la voz de la Patinelli; pero la mirada impertérrita e irónica del narrador disuade de concluir sobre una supuesta denuncia de la tecnología moderna. La representación visual de hechos, ruidos y situaciones, los juegos de luces y sombras que configuran los escenarios, equiparan el relato a un espectáculo entretenido, capaz no tanto de copiar con exactitud lo real cuanto de transfigurarlo. Plasticidad e intrascendencia

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caracterizan estos episodios de una novela perfectamente afín con las recomendaciones de Ortega y Gasset. Con la novela de Mario Verdaguer, hemos evocado el caso de la irrupción de una figura de sombra en el mundo de la ficción, donde actúa de revelador de la mediocridad de los personajes. En otras novelas, como El incongruente (1922) de Gómez de la Serna y Locura y muerte de Nadie (1929) de Benjamín Jarnés, a la inversa es el protagonista de la ficción quien se ve proyectado en la cinta de celuloide y en la pantalla, lo que produce el mismo efecto de revelador de su auténtica identidad. En el último capítulo de El incongruente el protagonista Gustavo huye de la incongruencia absurda de su vida, refugiándose en la atmósfera placentera de una sala de cine, donde además, gracias a sus gafas azules, logra dar color y sabor a «aquella cosa pálida, falsa, desaborida que solía ser» el cinematógrafo. Y de repente Gustavo se ve en la pantalla: de pronto apareció una película norteamericana, de la que era él el protagonista, él, con su mismo rostro, su misma expresión, todo lo mismo [...]. Pero el caso es que, a medida que pasaba la película, se sentía más él mismo en el gran espejo (Gómez de la Serna 1994: 209).

El efecto de identificación se acentúa más aún cuando Gustavo comprueba que la mujer que tiene a su lado es la misma que la actriz-protagonista del film. Ambos se sienten obligados a cumplir con el destino que, anticipándose al tiempo, les traza el fin de la película. Pero lo realmente interesante es que el hecho de verse en la pantalla obra en el incongruente como una verdadera terapéutica, una Kine-terapia frente a los accidentes de su vivir anterior, curándole definitivamente de su incongruencia. Gustavo en efecto ha elaborado su «teoría del cinematógrafo», su idea del charlotismo que desempeña Charlot, y explica su presencia en el cine por ser él el representante ideal, el fantasma de todos los incongruentes, de todos los seres vivos que han padecido como él peripecias y azotes. El saberse «gran tipo para la vida y para el cine» le ha curado de su incongruencia. La pantalla-espejo del cine ayuda al hombre a saber para siempre quién es y cuál es su papel, cosa indispensable para el equilibrio individual. La idea de que el cine tiene la posibilidad de iluminar las zonas oscuras de la psicología humana y del subconsciente es ya bastante frecuente en los primeros años de la década, aunque será años más tarde, en 1927, cuando Azorín publicará sus artículos sobre el tema (Ródenas 2001: 48).

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En Locura y muerte de Nadie el cine interviene también como espejo-revelador de la personalidad del sujeto de la acción, pero su magia no consiste en transportarlo hacia espacios fantásticos sino en denunciar sin artificios la realidad más ordinaria pero no admitida; en esta novela la película proyectada no es de ficción: la «información gráfica» o noticiario ha recogido y proyecta las imágenes de un atentado que los protagonistas de la novela, espectadores hoy en la sala de cine, presenciaron días antes en la plaza de la ciudad de Augusta. El lector tiene pues dos representaciones del atentado; una real, vista por testigos, otra filmada. En la primera, Arturo observa primero desde su balcón el oleaje de la muchedumbre que se agolpa alrededor de las dos víctimas, «una espuma de sombreros, de cráneos mondos, de pañuelos» (Jarnés 1996: 120); pero la actitud de la gente cambia con la llegada de los operadores que desde un ángulo de la plaza filman la escena: La muchedumbre recibe de golpe esta profunda impresión. ¡También ella es espectáculo! Y se dispone a serlo. Se inventan sonrisas, se avivan miradas, se atusan rizos, se ensayan posturas (Jarnés 1996: 121).

Luego, con la ayuda de los gemelos, que le permiten una visión más próxima, Arturo advierte cómo su amigo Juan Sánchez, el protagonista de la novela, se adelanta hacia la cámara tomavistas, vuelve a pasar pavoneándose, pugnando en vano por destacar entre la masa anónima; y Arturo comprueba, compasivo, que su amigo no es sino «fiel extracto de multitud, ente representativo, delegado insigne de la masa». Y éste es precisamente el drama de Juan Sánchez, ser, con un apellido tan adocenado, un don nadie cualquiera, que habrá pasado en vano por la tierra con una identidad tan vulgar que casi equivale al anonimato. En la sala de cine proyectan ahora la información de los sucesos ante un público ávido de contemplarse, tal Narciso, «en el agua neutral de la pantalla» (Jarnés 1996: 191). Cuando la pantalla-espejo hace visible la cara de Juan Sánchez, pone de manifiesto, y de forma decisiva, su insignificancia: de pronto un lamentable Juan Sánchez conquista todo el rectángulo, crece prodigiosamente, la masa desaparece detrás de unas mejillas, detrás de una boca, detrás de unos ojos sin brillo, impersonales, comunes, ventanas a la nada, troneras hacia un paisaje ceniza (Jarnés 1996: 193).

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El rostro de Juan Sánchez carece tanto de expresividad que ni siquiera se le reconoce calidad de rostro; son sólo partes indefinidas e inconexas de una forma vaga. Dura la visión unos minutos, pero esto basta para impacientar a las dos muchedumbres, la de la pantalla y la de la sala, donde brotan risas de burla. «¡Con qué plasticidad se ha revelado su condición de uno cualquiera, de Nadie!». Paradójicamente en la pantalla la falta de expresividad acaba por tener mucha calidad plástica. La proyección visual del rostro del sujeto no es más que la revelación de su real identidad, convirtiéndose el rectángulo de luz, el «marco de sombras», en implacable espejo de la realidad. Fue Antonio Espina quien puso énfasis en la naturaleza esencialmente imaginativa del cine y en su capacidad para «descargar las imaginaciones». El cine se interpreta como una incitación a la fantasía, y especialmente como la visualización del sueño. Este tema está presente en dos novelas, ya de los años treinta: Tres mujeres más Equis, novela lírica, de Felipe Ximénez de Sandoval (1930) y Los terribles amores de Agliberto y Celedonia, de Mauricio Bacarisse (1931). Como lo afirma en la autobiografía que antecede a su novela, Ximénez de Sandoval se considera «dentro de lo que se llama vanguardia, si ello no supone escuela, ni estilo, ni estética categóricos y definidos de antemano...» (Ximénez de Sandoval 1930: 21).1 En Tres mujeres más Equis el protagonista, Equis, joven burgués vulgar, es detenido por haber perturbado el orden público. En la cárcel Equis sueña con un viaje en avión pilotado por «ella», su amada, que se elevará hasta alcanzar los campos lunares y el aterrizaje despertará al prisionero dormido en el camastro de su celda: no hay duda posible, se trata de un «sueño de verdad». Pero lo que ha provocado el sueño es la visión del ventanuco cuadrado, abierto sobre el cielo y evocado con una serie de metáforas encadenadas antes de convertirse en una pantalla de cine, «puente para trajín de sueños y luces». La situación del prisionero se equipara a la del espectador que espera la inminente aparición de las imágenes en la pantalla, aparición que suele ser acompañada del ruido producido por el proyector y el desfile de la cinta cinematográfica. «Total belleza de écran sin imágenes aún. Súbitamente motor, motor y hélice» (Ximénez de Sandoval 1930: 133). El plano de la pantalla es el marco que, junto con la incitación sonora, permite pasar de la realidad al sueño. 1 Para el análisis del vanguardismo de este autor es indispensable el libro de Albert (2003: 168-183).

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En Los terribles amores de Agliberto y Celedonia el film interviene como la forma más adecuada de expresar e ilustrar el estado psicológico caótico del protagonista. Con el desfase entre el énfasis romántico del plural y del epíteto y lo estrafalario de los nombres de los protagonistas, el título de la novela da ya la tónica del modo irónico con que serán percibidos y narrados los acontecimientos. Es la historia del conflicto íntimo de Agliberto, señorito burgués por excelencia y futuro ingeniero de caminos, entre dos modelos de mujer. Agliberto se ha trazado una vida conforme con las convenciones de su clase escogiendo como novia a Mab, una chica que tiene todos los atributos de la esposamodelo, de la perfecta casada de un matrimonio tradicional. Pero durante un viaje, la presencia de Celedonia, una amiga de la infancia que le acompaña por gusto a la aventura y al riesgo de chocar la buena sociedad, le arrastra a un ritmo imprevisto de vida alegre y deleitosa. Con su viveza y su gracia, con la seducción de su airosa feminidad y la originalidad de su nombre, Celedonia perturba a su amigo en sus convicciones de señorito formal, y en su fidelidad a su ideal de mujer. A los dos días de estar con ella, Agliberto se siente acosado, incapaz de librarse de la situación creada. Su intranquilidad y su aturdimiento son tales que en el quinto capítulo del libro, titulado «Film», se ve o se imagina arrebatado en el ritmo precipitado y caótico de un film mudo en blanco y negro: Observó sus movimientos. Eran demasiado presurosos, sacudidos y mecánicos [...]. «¿me habré convertido en un personaje de película? ¡Triste destino! ¡Qué raro, mis perseguidores vienen todos vestidos de gris! ¡Dios mío, mi pobre ser ha debido laminarse en una cinta de cinematógrafo! ¿O en qué mundo vivo?

Luego se va serenando: Ya sé dónde estoy y cuál es el orbe en que me han proyectado. Parece una pantalla, pero es el mundo vertiginoso de la impaciencia» (Bacarisse 1931: 57).

Este mundo es la representación fílmica de su estado de ánimo; es un mundo en blanco y negro que le lleva hasta una Celedonia vestida de seda blanca listada de negro, «falsilla de cuyas rectas no había medio de apartarse», imagen plástica que sugiere la red de seducción que le tiene

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prisionero. La joven le acoge con palabras «en letras claras sobre fondo oscuro» (Bacarisse 1931: 58) como los rótulos de los filmes mudos. La transposición al mundo del cine es la metáfora más adecuada para traducir la impresión de ser arrollado en un ritmo de vida intensa y trepidante, gozosa y de placeres. Esto es lo que admiten los dos amantes en el epílogo: CELEDONIA.— Oye, tú, pocholito ¿no crees tú que nuestros amores han tenido mucho de película y de experiencia química? AGLIBERTO.— De película, lo terrible; la desproporción de ritmos: apresuramiento, aceleración, gracia atropellada; otras veces, ralenti, desesperante y ridículo (Bacarisse 1931: 343).

Al mismo tiempo la comparación con el cine tiene como otro efecto desdramatizar los hechos, establecer una distancia que da lugar a una visión irónica, incluso paródica de los tópicos literarios de moda, y cuanto menos jocosa y cómica de la realidad; el dilema de Agliberto no es tan dramático ni son tan terribles sus amores con la pizpireta de Celedonia. En sus Reflexiones sobre el cine Antonio Espina insistía en esa capacidad del cine para producir efectos cómicos, favorecidos por la sucesión rápida y mecánica de las imágenes. Es cierto que hay entre los escritores una evidente fascinación por el nuevo arte, por ese mundo de luces y sombras en movimiento, de vibraciones y de ritmos acelerados, vertiginosos, pero perfectamente controlados por la técnica y de los que la literatura trata de impregnarse. Sin embargo frente a este entusiasmo asoma una insatisfacción, una inquietud por el carácter artificial del mundo creado del cine, por lo inauténtico y postizo de sus tipos, de sus mujeres sobre todo, criaturas suntuosas tal vez, pero enajenadas y deshumanizadas. El interés por el arte da paso a la crítica de una industria, al recelo frente a una actividad monopolizada por los americanos que comercializan sus productos fabricados en serie, al rechazo de una mercantilización del arte, sobre todo a partir de la llegada del sonoro, en 1929. Éstos son los temas de tres novelas que, por su manera, ahora grave, de abordar la cuestión, ilustran la evolución general de la novela que, de pasatiempo inocente en los años veinte, pasa a cargarse de ideología en los años treinta. El título del cuento de Valentín de Pedro, de 1936, El maleficio de la pantalla, define bien esa temática: es la trágica historia individual de una actriz de teatro que, tras un paso triunfal por Hollywood, no consigue «encontrarse» de nuevo: el

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cine la ha desnaturalizado, imponiéndole artificio y afectación: «La cinta de celuloide no sólo había ido aprisionando sus gestos y sus actitudes, sino que también absorbió el espíritu que la animaba». En Vidas de celuloide, publicada en 1934 con el subtítulo «La novela de Hollywood», Rosa Arciniega describe el ambiente de la capital del cine que doce años antes Gómez de la Serna había imaginado en Cinelandia. La obra de Ramón era una fantasía sarcástica, con profusión de ideas e inventos para burla de la industria del cine. La novela de Rosa Arciniega cuenta el drama de un actor cantante de variedades que conoce una breve temporada de gloria en Hollywood, y cae después en pleno olvido. La historia del protagonista sólo interesa como ejemplo paradigmático de todos los «obreros» de esta nueva industria del cine, tanto los comparsas como los músicos, decoradores y hasta los más famosos actores, quienes son triturados, explotados, y pronto abandonados y olvidados, víctimas del Starsystem. Vidas de celuloide tiene las características de la novela social que se produce en los años treinta: sujeto colectivo, denuncia social, técnica del reportaje objetivo. Debió de tener en su tiempo cierto éxito por la novedad de un tema que no tardará en llegar a ser un lugar común. Si las dos novelas antes citadas no pueden contarse entre las novelas de la vanguardia artística, en cambio Cinematógrafo (1936) de Carranque de Ríos merece ser incluida entre las novelas de la vanguardia política, tanto por la variedad de sus modalidades de narración como por su temática y compromiso social. La novela cuenta las artimañas, trampas y embustes de unos individuos aventureros y poco recomendables que intentan crear en Madrid sociedades de producción de filmes. Dos grupos son rivales en la plaza: el director de «Films Rocamora» y los hermanos Sánchez, directores de «Academia films», y si ni uno ni otro disponen ni de fondos, ni de material, ni de talento o ideas para rodar películas, tienen en cambio mucha frescura y desfachatez. En la Academia los pobres alumnos que acuden con la ilusión de ganar algunas pesetas como comparsas o de tener un rol en inciertas películas futuras se dejan embaucar y van haciendo ensayos. Pero en la vieja cámara no hay rollo de película. Los guiones propuestos son vulgares, ineptas historias de toreros y bandoleros andaluces, de maridos celosos y aristócratas calaveras que pierden fortunas en las salas de juego. El único productor es un indiano que sólo se preocupa de introducir en los filmes propaganda para el café que produce en sus tierras ecuatorianas. El ambiente es el Madrid miserable de entre Alcalá y la Puerta de Toledo, con

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sus habitantes marginados y desesperados que viven en buhardillas o en pensiones sórdidas y se pasan el día aburridos en los cafés; un ambiente en fin muy parecido al que había descrito Baroja treinta años antes en su serie madrileña. Esta novela es la de los deseos frustrados y las desilusiones y termina con el hundimiento de todos sus personajes. En Cinematógrafo se relatan simultáneamente las historias de varios personajes que comparten la misma ilusión sobre las oportunidades que puede ofrecer el cine, pero que sin embargo son individualizados, con caracteres propios: para ello la novela se estructura en planos y secuencias a la manera del «découpage» cinematográfico, lo que permite el protagonismo colectivo de los personajes y la simultaneidad de las acciones. A esto se añade una escritura en cierta medida polifónica, puesto que, adoptando la técnica del «collage», echa mano de toda clase de discursos, como anuncios publicitarios, intervenciones radiofónicas, canciones, cartas, fragmentos teatrales, llamadas telefónicas, carteles, rótulos de filmes mudos, comunicados oficiales o recortes de artículos sacados de revistas cinematográficas, fragmentos de un diario personal escrito en primera persona... Carranque de Ríos, que conocía bien los medios del cine español, ya que actuó de primer actor en el rodaje de la película Zalacaín el aventurero, basada en la novela de Baroja, da la prueba, con esta su tercera y última novela, de que también domina las técnicas del montaje cinematográfico y su incorporación a la literatura. El cuadro que da de la situación del cine español es bastante pesimista, pero lo es más aún la visión de las desilusiones que ha creado el modelo americano del cinema. Con el tema del cine en la novela, hemos recorrido desde el año 1923, fecha de la publicación de Cinelandia, hasta 1936, en que se publica Cinematógrafo, trece años de la narrativa española, durante los cuales se ha pasado de la «literatura evasiva» a la literatura testimonial. Y a lo largo de esos años, el cine está presente en todas sus dimensiones, como técnica del relato y como temática, con su lenguaje y sus imágenes, con sus verdades y sus ilusiones, con sus aciertos y sus fallos, como ventana abierta a los sueños o como espejo de la realidad, como arte en fin y como industria.

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BIBLIOGRAFÍA Novelas ARCINIEGA, Rosa (1934): Vidas de celuloide. La novela de Hollywood. Madrid: Editorial Cenit. BACARISSE, Mauricio (1931): Los terribles amores de Agliberto y Celedonia. Madrid: Espasa Calpe. CARRANQUE DE RÍOS (1936): Cinematógrafo. Madrid: Espasa Calpe. DE PEDRO, Valentín (1936): El maleficio de la pantalla. Madrid: Sucesores de Rivadeneyra. GÓMEZ DE LA SERNA, Ramón (1994): El incongruente. Madrid: Ed. Orbis Fabri. — (1995): Cinelandia. Introducción de F. Gutiérrez Carbajo. Madrid: Valdemar. JARNÉS, Benjamín (1996): Locura y muerte de Nadie. Introducción de Ildefonso Manuel Gil. Madrid: Editorial Viamonte. VERDAGUER, Mario (1927): El marido, la mujer y la sombra. Barcelona: Editorial Lux. XIMÉNEZ DE SANDOVAL, Felipe (1930): Tres mujeres más Equis. Novela lírica. Madrid: Ediciones Ulises (col. Valores Actuales).

Crítica ALBERT, Mechthild (2003): Vanguardistas de camisa azul. Madrid: Visor. AYALA, Francisco (1929): Indagación del cinema. Madrid: Mundo Latino. ESPINA, Antonio [1927] (1965): «Reflexiones sobre el cine». En: Espina, Antonio: El genio cómico y otros ensayos. Madrid: Cruz del Sur, pp. 183-219. — [1928] (1994): «La cinegrafía en la novela moderna». En: Rey, Gloria (ed.): Ensayos sobre literatura. Valencia: Pre-Textos, pp. 101-104. FUENTES, Víctor (1990): «El cine en la novela vanguardista española de los años veinte». En: Letras peninsulares, 3, pp. 201-212. — (1998): «Novela y vanguardia política (1926-1936)». En: Pérez Bazo, José, (ed.): La vanguardia en España. Arte y Literatura. Toulouse/Paris: CRIC/ Ophrys, pp. 251-274. MORRIS, Cyril Brian (1993): La acogedora oscuridad. El cine y los escritores españoles (1920-1936). Córdoba: Filmoteca de Andalucía. PINO, José Manuel de (1995): Montajes y fragmentos: una aproximación a la narrativa española de vanguardia. Amsterdam/Atlanta: Rodopi. — (1998): «Novela y vanguardia artística (1923-1934)». En: Pérez Bazo, José (ed.): La vanguardia en España. Arte y literatura. Toulouse/Paris: CRIC/ Ophrys, pp. 251-273.

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RÓDENAS DE MOYA, Domingo (1998): Los espejos del novelista. Barcelona: Ed. Península. — (2001): «Introducción». En: Martínez Ruiz, Azorín: Félix Vargas. Etopeya. Superrealismo. Prenovela. Madrid: Cátedra. TORRE, Guillermo de (1921): «El cine y la novísima literatura: sus conexiones». En: Cosmópolis, 33. VELA, Fernando (1925): «Desde la ribera oscura (Sobre una estética del cine)». En: Revista de Occidente, 23, mayo, pp. 202-227.

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INTRODUCCIÓN César Muñoz Arconada fue, sin duda, una de las figuras señeras de lo que se ha denominado «la otra generación del 27» (Boetsch 1985, 1997),1 marbete con el que se ha intentado subsanar el olvido al que habían sido relegados los jóvenes narradores de los años veinte y treinta. Escritor clave de la promoción de los escritores sociales, no por ello deben obviarse sus inicios vanguardistas —acordes con la estética orteguiana desarrollada por los prosistas mal llamados «deshumanizados»— que tienen su punto culminante en las biografías cinematográficas Vida de Greta Garbo (1929), y Tres cómicos del cine (1931), obras que forman parte, asimismo, del auge del género biográfico que vivió el mercado editorial español entre 1929 y 1936 (Serrano Asenjo 2002; Soguero García 2000a, 2000b). Si en la primera Arconada aúna lo más granado del vanguardismo (fragmentación de la materia narrativa, imaginismo poético, renovación metafórica, interferencia metatextual, etc., en definitiva, agresión a las formas académicas), la segunda es una tímida muestra de la rehumanización proclamada por José Díaz Fernández en El Nuevo Romanticismo (1930): convergencia del esmero en la elaboración formal y la exaltación decidida de lo humano y lo vital en los contenidos.

1 Los estudios más completos sobre la vida y la obra de Arconada son los de Santonja (1982); Ayuso (1983) y Cobb (1986: 5-41).

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Sin embargo, no queda ahí la dedicación al cine por parte de Arconada. El escritor palentino, al igual que los jóvenes intelectuales de su generación, sentía pasión por el nuevo arte que nacía con ellos —su otra pasión fue la música—, y a él dedicó numerosas y espléndidas páginas como crítico —intuitivo más que especializado— desde las más renombradas revistas literarias del momento: de la vanguardista La Gaceta Literaria, fundamentalmente, hasta las más políticamente comprometidas de los treinta: Nosotros, Nuestro Cinema, Octubre, etc. A su vez fue un entusiasta dinamizador de las empresas culturales cinematográficas que comenzaron su andadura durante aquellos años, como el Cineclub Español, de cuya Junta Directiva fue vocal así como un asiduo participante en sus sesiones. El objetivo de este trabajo es, por un lado, testimoniar la relación, principalmente desde la vertiente ensayística, con el séptimo arte de quien acuñó quizá la más bella metáfora («proyector de luna») para definirlo; y, por otro, evidenciar cómo a través de esta relación concreta queda fielmente plasmada la evolución estética e ideológica que experimentó gran parte de la joven literatura española en el paso de la década de los veinte a los treinta, al socaire de los cambios políticos (Boetsch 1990). Si para Arconada el cine, en los años de mayor efervescencia vanguardista, fue ante todo un símbolo de modernidad, la expresión suprema de lo nuevo, en los años del compromiso político fue un vehículo de concienciación social y proletaria. Esta mutación queda ejemplificada de manera notable en su obra de crítica cinematográfica.

CÉSAR ARCONADA, TEÓRICO Y CRÍTICO CINEMATOGRÁFICO No fue la reflexión intelectual sobre el cine extraña en el panorama cultural español de la época.2 Los ensayistas cinematográficos acometen su estudio, con mayor preeminencia entre finales de los años veinte y durante la década de los treinta, para dilucidar aspectos tales como la ética y estética del nuevo medio, su potencial didáctico, su idiosincrasia industrial, las filmografías de otros países y, sobre todo, las particularida2 «En contra de lo que suele pensarse, en España la crítica cinematográfica de alto nivel intelectual empieza muy pronto. Andrenio escribe ya en 1913 en Nuevo Mundo. En 1915, en la revista Nueva España, de gran importancia intelectual y política, hay una sección que se titula ‘Frente a la pantalla’...» (Amorós 2001: 144).

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des de su lenguaje, en especial en relación con el resto de las expresiones artísticas.3 Por su parte, tampoco los literatos se sustrajeron a verter sus juicios acerca del cine. En una época en la que el ejercicio crítico, literario, musical, pictórico, artístico en definitiva, vivió una gran etapa dorada —no olvidemos que son los años de la crítica creativa4—, la nueva manifestación iba a contar entre sus exegetas más habituales y agudos con algunas de las mejores plumas del momento, casi exclusivamente las dedicadas al género narrativo, con algunos libros realmente valiosos.5 Sin embargo, gran parte del ensayismo fílmico realizado por los hombres de letras vio la luz en revistas cinematográficas: Popular Films, La pantalla, Nuestro Cinema o Cinegramas, entre otras, pero, sobre todo, en las literarias, haciendo buena la premisa de que la mayor influencia del cine tuvo lugar en el campo de la literatura. Las dos que más importancia tuvieron en la implantación y desarrollo de las vanguardias en nuestro país, Revista de Occidente6 y La Gaceta Literaria, son también las que con 3 Entre los ejemplos más representativos cabe señalar a Ramón Martínez de la Riva con El lienzo de plata (1928), Luis Gómez Mesa con Los films de dibujos animados (1930) y Autenticidad del cinema (1936), Carlos Fernández Cuenca con Panorama del cine en Rusia (1930), Guillermo Díaz-Plaja con Una cultura del cinema (Introducció a una estètica del film) (1930), Fernando Méndez Leite con El cinema y sus misterios (1934), Rafael Gil con Luz de cinema (1936), y Manuel Villegas López con Arte de masas. Ruta de los temas fílmicos (1936) (Utrera 1998: 128-129). Véase también Puyal (2003: 71-112). 4 Para Ródenas (2001: 31), el cometido del crítico creativo «no debía reducirse a premiar o amonestar, ni debía conformarse con ser sobriamente indicativo según la fórmula hic est, sino que, asimilando esas dos funciones debía aspirar a ser ‘producción’, creación sobre otra creación. De este modo, la prosa en que se vierte el juicio o la exégesis de la obra literaria viene obligada a compaginar la reflexión y la notación con una textura verbal superior, no en busca del esplendor autosuficiente o del engolosinamiento en los recursos de estilo, sino siempre sometiéndose al orden de la obra comentada, puesta en crisis». 5 Entre ellos Indagación del cinema (1929), de Francisco Ayala, donde se intenta una caracterización artística y social del cine y se exponen comentarios sobre algunas de las estrellas del celuloide (Charlot, Greta Garbo o Buster Keaton), así como sobre películas del momento. Igualmente interesante es Cita de ensueños. Figuras del cinema (1936) de Benjamín Jarnés, quien reflexiona acerca de la misión del cine, de sus relaciones con la literatura y la pedagogía, entre otros temas, y dedica varias páginas a intérpretes como Charlot o Greta Garbo —de nuevo—, pero también a Marlene Dietrich o Katherine Hepburn, por ejemplo. 6 El precedente establecido en la revista España por Ortega de acoger comentarios sobre el séptimo arte continuó en Revista de Occidente con aportaciones tan interesan-

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mayor asiduidad publicaron en sus páginas crítica cinematográfica, en especial esta última, la que con más ahínco apostó por el cine y lo potenció, como veremos más adelante.7 Centrándonos en el caso de Arconada, se puede decir que su labor como crítico cinematográfico se extiende a lo largo de unos nueve años, de 1927 a 1936, si bien ya se encuentran algunas breves alusiones al cine durante su etapa de colaborador en el Diario palentino (1920-1923).8 Para esta dedicación arconadiana cabría distinguir dos momentos, que se corresponden con las dos grandes etapas literarias, estéticas e ideológicas en las que suele dividirse todo el conjunto de su producción de preguerra (García Jambrina 1999): el primero iría de 1927 a 1929 y se desarrolla fundamentalmente en el ámbito de La Gaceta Literaria y, de manera esporádica, en otras revistas de vanguardia; y el segundo que abarcaría los años de 1930 a 1936, etapa de literatura comprometida y de colaboración en diversas publicaciones de izquierdas, y tiene lugar en el semanario Nosotros, y después, de manera casi exclusiva, en la revista Nuestro Cinema. Lo cierto es que, al igual que sucedía con la música —recordemos que Arconada fue, durante 1923 y 1926, fecha esta última en la que publicó En torno a Debussy, uno de los críticos de música contemporánea de mayor reputación, sobre todo desde las páginas de Alfar (Arconada 1986: 1620)—, el palentino no se consideraba un especialista en cine; sin embargo, sus críticas demuestran que acometía la tarea con gran entusiasmo y dedicación, si bien sin entrar en detalles técnicos o muy precisos. En realidad, tanto el comentario musical como el cinematográfico le servían tes como «Desde la ribera oscura (sobre una estética del cine)» (23, mayo de 1925) de Fernando Vela, de quien es también «Charlot» (59, mayo de 1928); «Reflexiones sobre cinematografía» (43, enero de 1927) de Antonio Espina; «Cinema: Menjou o el actor» (66, diciembre de 1928) e «Indagación del cinema» (70, abril de 1929) de Francisco Ayala; «Cineclub» (66, diciembre de 1928) de Benjamín Jarnés; «Cinematología. Almas y sombras» (77, noviembre de 1929) de Corpus Barga; «Potemkim, film piadoso» (95, mayo de 1931) y «Charlot solista» (50, agosto de 1927) de Antonio Marichalar, entre otros. Véase López Campillo (1972: 235-237) y Hueso (1984). 7 Las firmas van desde Rosa Chacel a Concha Méndez, pasando por Jarnés, Guillermo de Torre o Ramiro Ledesma Ramos y, evidentemente, el director de la publicación, Giménez Caballero así como Luis Buñuel, quien tenía encomendadas, desde los comienzos de la revista, las colaboraciones cinematográficas. El trabajo más documentado sobre la presencia del cine en esta publicación son los capítulos 8, 9 y 10 de Gubern (1999: 202-389). Véase asimismo Sánchez Millán (1991). 8 Se trata, en concreto, de un artículo sobre Chaplin («Fugacidades», 22 de septiembre de 1921), y «El cinematógrafo y la música» (8 de febrero de 1923).

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para desarrollar su particular concepción estética sobre los movimientos artísticos contemporáneos. De ahí que, fundamentalmente sus escritos sobre cine —sin olvidar que también escribió sobre literatura—, sean una magnífica atalaya desde la cual contemplar su trayectoria estética e ideológica. El texto más importante de Arconada de los publicados en La Gaceta Literaria, y uno de los más interesantes en general, aparecido en el número monográfico dedicado al cine, lleva por título «Música y cinema» (Arconada 1928b).9 En él aúna sus dos ámbitos de reflexión, junto a la literatura, más constantes. A este respecto hay que señalar que en los comentarios de la época sobre cine, es muy común establecer paralelismos temáticos y de procedimiento con el resto de las expresiones artísticas: la literatura, la pintura, la música, el teatro, etc. Todo ello responde a una misma concepción estética —rupturista e innovadora— del hecho artístico mantenida por los jóvenes vanguardistas, acorde con la interdisciplinaridad cultural de aquellos años.10 En referencia a esto, Román Gubern aduce como una de las razones que explicaría la fascinación ejercida por el cine en los jóvenes escritores, el hecho de considerarlo como una especie de síntesis de todas las artes, «y como punto de encuentro de la modernidad maquinista y de la estética» (Gubern 1999: 79). Arconada comienza su comentario realizando una poética comparación entre la música y el cine para tratar de definirlos: Si la música es un diagrama de sonidos incrustados en el silencio, el cine es un diagrama de luces incrustadas en la sombra. El fondo de ambos artes —silencio y sombra— tiene esto de común: su blanda materia, su poética substancia, su atmósfera diluida y desmedida. Al fin, el silencio —transportado en imagen— no es sino una sombra entre el sonido, y la sombra, a su vez, no es sino un silencio entre la luz (Arconada 1928b).

Y establece una periodización histórica según las relaciones que cada época haya mantenido con las diferentes manifestaciones artísticas: «El ochocientos está esposado con la música. El setecientos, con la arquitectura. El seiscientos, con la pintura. El novecientos, con el cinema». A la 9

Recogido por Carlos y David Pérez Merinero (Arconada 1974a: 37-43), y por Cobb (Arconada 1986: 199-203). 10 Según Morris (1993: 65), «Las palabras imagen, música, poesía y ritmo aparecían con igual persistencia, e ingenua imprecisión, en los artículos dedicados al cine por escritores españoles durante el mismo período».

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literatura le asigna la Edad Media —«El juglar: correo poético»—, y considera que hoy «la literatura no existe sino como proximidad del cinema», ya que, añade líneas después, «[l]a única literatura que existe —la nueva— está al servicio del cine, de los deportes, de la vida —de la vitalidad—». Volviendo a la música, durante el siglo XIX ésta, señala, «justificaba mejor que ningún otro arte el sentido espiritual de la vida. Lo mismo que hoy el cinema justifica el sentido material de la vida», porque el cine es «un arte horizontal. De asiento, de volumen, de estructuración concreta», y por eso no comprende que «algunos cineastas traten de realizar el film puro o absoluto», ya que «significaría querer alcanzar un film de esencias —música—». Más adelante, llama la atención acerca de la similitud entre el folletín decimonónico y el cine, y la capacidad de éste para crear un nuevo imaginario mítico: [E]l cinema es el gran folletín de nuestra época. Naturalmente: folletín internacional, de extraordinarias proporciones sociales. Los públicos —las damas en primer término. Las damas: que también fueron las mujeres lectoras de folletines— aman a los intérpretes de las películas con la religiosa atracción del mito, pero al mismo tiempo se transparenta en la superficie la ridícula —y burda— mecánica psicológica de la atracción del héroe —absurdo— del folletín. En el cinema —otro siglo— estas morbosidades son más claras, más limpias. El folletín del cine no es nunca negro, sórdido como el de las novelas. Es folletín frívolo, alegre, aséptico. El cinema tiene siempre jocundidad, transparencia, alegría, nitidez. No hay que olvidar que el cine es eso: recortes de vida sobre la luz (Arconada 1928b).

Finaliza el texto señalando la cualidad en la cual confraternizan tanto la música como el cine: el movimiento, signo de la época sin el cual, apunta el escritor, no puede hacerse hoy arte. Movimiento que en el cine se convierte en desfile. El hombre moderno se acomoda en la butaca porque «le gusta ver pasar cosas. Verlas sucederse, desfilar»: Nunca, como ahora, el mundo y la vida y todo es una larga cinta, bullente de imágenes, que desfila —ejército de cosas— ante nuestros ojos, acomodados en el margen de la butaca. La música toca para dar más emoción al desfile. Desde las aceras, todos agitamos pañuelos de entusiasmos (Arconada 1928b).11 11 A este respecto no se debe olvidar que uno de los héroes de la literatura moderna, según Baudelaire, es el flâneur, el paseante que deambula sin rumbo fijo entre la multi-

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La postura antiburguesa que alejaba a los jóvenes del teatro era otra de las razones que les aproximaba al cine. La diferencia entre ambos es que el primero —dominado como estaba, por entonces, por Benavente, Eduardo Marquina o Muñoz Seca— era un espectáculo, como señala Gubern, «burgués, solemne y elegante, mientras que el cine era, en cambio, un espectáculo popular, dinámico, vivaz, sin tradición e industrializado» (Gubern 1999: 80).12 Es bien sintomática, en lo concerniente a este aspecto, la respuesta de César Arconada a la pregunta de la situación del cine frente al teatro, en la entrevista con Luis Gómez Mesa que comentaremos con detalle más adelante: Los teatros industriales están muertos porque a la gente le gusta el cine y no el teatro. Los jóvenes sobre todo no vamos nunca. A mí me aburre. Le encuentro parado, lento. Y además no son fácilmente soportables las tonterías que suelen decir los personajes. Pero un teatro selecto, avanzado, experimental y puro creo que existirá siempre, y ahora más que nunca, ahora que el teatro, como la literatura, se ha hecho impopular, insocial. Después de todo, el caso de la poesía es el mismo que el del teatro. La poesía también es un volcán apagado. Primero fue popular, amplia. Hoy es pura, limitada, selecta. Al teatro le pasará igual: será un volcán apagado (Arconada 1929b).

Sobre este punto ya había dejado clara también su postura, con anterioridad, en un breve texto, aparecido en La Gaceta Literaria, que llevaba por título «La señorita Talía, cineasta» (Arconada 1927).13 Se trata de un sucinto apunte, escrito con fina ironía y no poco desparpajo, que debió de encrespar sobremanera los ánimos de los dramaturgos más tradicionalistas del momento. Arconada se sirve de la nueva indumentaria femenina para cargar las tintas sobre el obsoleto espectáculo teatral en comparación con el nuevo arte cinematográfico:

tud: «El mundo es contemplado como un tableau del que él es un espectador mudo» (Pino 1995: 10-11). Muchos de los personajes de las novelas vanguardistas actúan como flâneurs a los que les gusta pasear por las grandes ciudades, en busca de aventuras amorosas, contemplar diferentes espacios desde perspectivas diversas, etc. Recuérdese, por ejemplo, al protagonista de El profesor inútil (1926 y 1934) de Jarnés. 12 Sobre las polémicas entre cine y teatro en la época, véase el capítulo «Cine, teatro y literatura: Las controversias», en Morris (1993: 51-60). 13 Reproducido en Arconada (1974a: 53-54).

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Amargura de los Esquilos modernos: la falda corta —la deliciosa falda corta— no es un indumento muy a propósito para la tragedia. (Lo ha dicho Benavente. Lo han confirmado todos los Benaventes del mundo.) ¡Castigo de los dioses! Ya no existen más tragedias que las de los propios dramaturgos (Arconada 1927).

Como es bien sabido, Talía era una de las nueve musas mitológicas, en concreto la que presidía la comedia y la poesía festiva. Representante de un espectáculo en decadencia, según el joven parecer, no le queda otro remedio que acatar las nuevas costumbres: ¿Cómo es posible que la señorita Talía, tan arrugada, tan anciana —tan señorita de catequesis—, se haya decidido a dejar las piernas al descubierto? [...] Ideas disolventes, sin duda. Se abusa demasiado de la libertad. Se dejan las puertas de los teatros abiertas, y entran por ellas, sin ningún reparo, las perniciosas costumbres modernas. ¿A quién perjudican? Simplemente: a los púdicos, a los honestos símbolos clásicos. (La señorita Talía, ya achacosa, ya decadente, estaba a punto de buscar el retiro en un convento. [...] Pero ahora, a sus años, se ha hecho libertina. Basta con decir que [...] se viste en la casa Cocteau, modisto parisién, árbitro de la moda —y del fútbol literario—) (Arconada 1927).

El sutil sarcasmo desplegado por Arconada en el párrafo anterior tiene su continuación en el siguiente, con una prosa ágil, entrecortada, casi de ritmo cinematográfico: Pero nosotros sabemos el secreto [...] de esta transformación. Poco a poco, como toda mujer, la señorita Talía ha ido intoxicándose de cinema. [...] El invierno pasado la vimos dejar en el camerino su clámide pesada. Hacía frío. Se puso un abrigo de pieles. Salió del teatro. Tomó un «Rolls». —A Hollywood— dijo al chófer. Después, dentro del estudio, la vimos despojarse [...] de todas las ropas. Y, por fin, vestirse con las tenues gasas de un reflector. Hagan lo que quieran los dramaturgos —el desprecio, la venganza, la condena—. No tiene remedio. La señorita Talía se ha hecho cineasta (Arconada 1927).14

14 Esta actitud antiteatral puede verse también en su artículo «Teatro» (Arconada 1928c), donde reseña obras de Benavente, Marquina, Bernard Shaw... En el texto se leen juicios como los siguientes: «Ahora [...] hay augurios modernos. Habrá autores nuevos,

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Como se ha señalado al comienzo, la revista de Giménez Caballero también le sirvió a Arconada de plataforma desde la que ejercer su labor de dinamizador cultural en el ámbito del séptimo arte. Formó parte, como vocal, de la primera Junta Directiva del recién creado Cineclub Español, junto al mencionado Giménez Caballero y Luis Buñuel, Miguel Pérez Ferrero o Felipe Ximénez de Sandoval, entre otros,15 además de ser el encargado de reseñar en La Gaceta Literaria la sesión inaugural y la tercera (Arconada 1929a y 1929c, respectivamente).16 Son interesantes algunas observaciones vertidas en el primero de los comentarios, referentes a una de las cintas proyectadas en esa sesión inicial, La estrella de mar (L’Étoile de mer, 1928), de Man Ray, un filme de hechura vagamente surrealista, que le sirve para ahondar en la controvertida relación entre cine y poesía: «L’Étoile de mer [...] es poesía. ¿Poesía del cinema o transfilmación poética? Problema difícil. (¿Por qué los medios poéticos de un poema son, equivalentemente, aplicables a un film? ¿Poesía de poesía es igual que poesía de cinema?)» (Puyal 2002). Según Arconada, en este filme se cumple afirmativamente la ecuación, aunque le asalta la duda terminológica de si el resultado «es un poema cinematográfico o un poema literario. Sería difícil esclarecerlo [...] cuando está el cinema por esos confines en pura iniciación». No hay que olvidar que durante estos primeros años la concepción poética del cine llevó a Arconada a valorar, por encima de todo, el carácter innovador y vanguardista de algunas cintas.17 teatro nuevo... Y no faltará un crítico. Yo [...] me quedaré, a lo sumo, en espectador. Soy hombre de la otra orilla: del cinema»; sobre Benavente: «[E]s un autor hecho para el público del 98 —nuestros padres—. Público censurador, crítico, intranscendentemente mordaz. Público burgués, de tertulia, de visita. [...] Gente vieja, cuando era joven. Gente cansada, sin fe, sin exaltación. (Ya sin romanticismo, y todavía sin vislumbrarse la época moderna.)». 15 Gubern (1999: 260-278) realiza un detallado estudio de su gestación y desarrollo, así como de sus precedentes en las sesiones que tuvieron lugar en la Residencia de Estudiantes. 16 Gubern (1999: 279-389) ofrece un amplio comentario de todas las sesiones. 17 Según Ródenas (1997: 88), la admiración de los jóvenes escritores hacia el cine procedía de dos tipos de cine, el cine clásico, institucional y el cine iconoclasta, alternativo, «inspirado en los postulados de las diversas escuelas vanguardistas [...]. El primero surgía, a los ojos de los nuevos literatos, como un lenguaje narrativo inédito en el que aprender a ver la realidad y a verse ante y en ella [...], el segundo brindaba la posibilidad de crear una realidad no subalterna, hecha de la misma materia que el vehículo expresivo que la manifestaba».

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Por esos años el escritor fue entrevistado, como mencionábamos anteriormente, por Luis Gómez Mesa para la encuesta que estaba realizando, desde la revista Popular Film, entre los más destacados representantes de la joven literatura.18 Sus respuestas son sumamente interesantes, no solamente desde el punto de vista cinematográfico, sino incluso desde el sociológico. Interrogado sobre el concepto que le merece el cine responde, una vez más, que «es la expresión de lo moderno», ya que en esos momentos, al hombre medio, «[n]i la pintura ni la literatura le dicen nada. Acaso algo la música. Desde luego, todo el cine». Y añade, a renglón seguido, que es un espectáculo de juventudes pero, sobre todo, «de juventudes femeninas. En esta vida moderna, un poco brutal y terrible: deportes, individualidad, crisis del matrimonio, decadencia de la familia, etc., las mujeres [...] necesitan del romanticismo del cine para curarse de la dureza realista de la vida». A la siguiente cuestión acerca de si es arte el cine, responde haciendo hincapié, fundamentalmente, en su carácter de aglutinador del resto de las expresiones artísticas: [E]s el arte por antonomasia. Es todas las artes juntas, la poesía, la literatura, la música, la arquitectura, la pintura. En esa síntesis está precisamente su eficacia y, a la vez, su grandeza. Es folletín, es novela, es lirismo... Están copados todos los campos [...], sólo existen otras artes en tanto en cuanto están próximas, relacionadas con el cine (Arconada 1929).

En cuanto al lugar que el cine ocupa en el recinto de las artes, no duda en afirmar que el primero, mientras la literatura, pese a que «es muy doloroso confesarlo», si quiere salir del puesto secundario al que ha sido relegada, «tendrá que hacerse cinemática, es decir, ponerse al servicio del cine». A éste le augura un gran porvenir, si bien no ilimitado, pues será suplantado por «el imperio de otro arte», aunque se irá perfeccionando, principalmente como transmisor de conocimientos y de cultura:

18 La encuesta llevaba el significativo título genérico de «La generación del cine y los deportes». Entre los entrevistados, aparte de Arconada, figuraron Giménez Caballero, Jarnés, Antonio Espina o Francisco Ayala, entre otros. La del escritor palentino (Arconada 1929b) aparece reproducida en Arconada (1974a: 63-69). Puede leerse una amplia selección y comentario de algunas de las entrevistas en Gubern (1999: 8393).

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[T]iene un valor pedagógico y documental enorme. El cine será, por un lado, el método de enseñanza del porvenir. Por otro, el cine está escribiendo la historia del mundo. Hoy sobran los historiadores. La edad contemporánea no se escribe con plumas, sino con cámaras. Todavía no nos damos cuenta, pero dentro de siglos será asombroso pasar por delante de la pantalla —reconstruir— toda nuestra vida, toda nuestra historia actual.

Sorprende lo profético de estas afirmaciones hoy día cuando el mundo está inmerso en —y dominado por— la cultura de la imagen, en detrimento de la palabra escrita como vehículo de transferencia educativa y epistemológica. Adelantan, además, juicios arconadianos, vertidos durante los treinta, acerca del potencial didáctico y social del cine. En el resto de las publicaciones vanguardistas, Arconada apenas ejerció la crítica de cine. Sí dejó, en cambió, algunos escritos imbuidos del imaginario cinematográfico y de sus técnicas.19 De lo primero, el texto más interesante es «El cine de la aleluya», publicado en Papel de Aleluyas (Arconada 1928a).20 En él intenta establecer una relación entre el folletín, la aleluya y el cine, dotando así a éste último de carácter popular. «El cine estaba embrionariamente escondido en las aleluyas», escribe. De hecho, «en el balbuceo del cinema, la película no era otra cosa sino un papel de aleluyas desgajado y puesto en continuidad y movilidad». Pero también el folletín «se enlaza con los primeros intentos cinemáticos». Al igual que la literatura, en su amanecer, oscilaba entre la gravedad del romance épico y lo popular del cuento, el cine, en sus orígenes, buscó ambas vertientes en sendas manifestaciones literarias del siglo XIX: Como las aleluyas en lo humorístico, el folletín, en lo dramático, era ya una imperfecta película. Paralizada, inmovilizada, sujeta a la urdimbre espesa de la literatura. No necesitaba sino ese soplo de divinidad que es todo

19 Buena muestra de ello es, por ejemplo, el poema «Nocturno romántico en el cinema» (Urbe, 1928), en el que desarrolla el asunto que más tarde retomará Francisco Ayala en su relato «Polar estrella»: el enamoramiento de una estrella de cine y la imposibilidad de la consecución real de ese amor, lo que dará como resultado el suicidio del enamorado-espectador. Asimismo las prosas poéticas «Cinema para enamorados» (Verso y Prosa, 4, marzo de 1927), «Madrigal a una artista cinematográfica» (Parábola, 3, 1928) o «Posesión lírica de Greta Garbo» (La Gaceta Literaria, 37, 1 de julio de 1928), embrión de la que será, el año siguiente, la biografía novelada Vida de Greta Garbo. 20 La reproducción del texto en Arconada (1986: 151-154).

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invento, para que el mundo fingidamente activo del folletín empezase a moverse y a tomar realidad plástica (Arconada 1928a).

A continuación, señala que el público infantil, mediante un aprendizaje inconsciente, y la familiarización con el nuevo invento, se ha constituido en la avanzada del séptimo arte. Mientras «el padre viejo añora sus tranquilas distracciones de baraja y familia, el niño, el joven, el hombre de hoy, sueña con estar de continuo balconado sobre la pantalla abierta del mundo —maravilloso, tumultuoso— del cinema». Los mismos niños que durante el XIX cortaban los cuadritos de las aleluyas y las echaban a volar por los balcones, previendo quizás que, «después de muchos años de vuelo», esas estampas se reunirían, se engarzarían en una cinta cinematográfica: «Las heladas de invierno convirtieron el papel en celuloide. Una máquina proyectora. Una pantalla. Y al fin, la maravilla del cinema».21 Durante los años 30, Arconada ejerció, incluso de manera más intensa que en la etapa anterior, la critica cinematográfica en las publicaciones de izquierdas de las que fue asiduo colaborador (Nosotros, Nuestro Cinema, Octubre, Línea, fundamentalmente). Si hay un rasgo común aglutinante de todas estas colaboraciones, es su decidido y creciente compromiso ideológico con los postulados marxistas, patente, por otra parte, también en su quehacer creativo —recuérdense sus novelas de temática social— y en el comentario literario. Compromiso que tendrá su más fiel reflejo en la concepción arconadiana del cine como elemento propagandístico —al más puro estilo soviético— y de orientación política. El ejemplo más claro de lo que decimos es el ensayo «Hacia un cinema proletario» (1933), publicado en Nuestro Cinema. 21 Sorprendentemente este trabajo de Arconada guarda estrechas semejanzas con otro texto aparecido al año siguiente. Nos referimos a «Ecuación», de Giménez Caballero —por aquel entonces gran amigo del palentino, cuya firma era una de las más asiduas en su revista—, escrito central del «Trisagio de la aleluya», contenido en Julepe de menta. Según Gecé, «sólo nosotros, los cineastas, podemos amar las aleluyas [...] Sólo nosotros podemos ecuacionar estas escenas de celuloide [...] con aquellas de estracilla —papelones pluricolóridos— que se llaman aleluyas [...] De ahí que, para nosotros, Aleluya sea Cinema. E impongamos hoy la aleluya como una afirmación. Como un sí, nuevo. La aleluya fue la abuela de la linterna mágica [...] El cinema heredó de la abuela vieja el cofrecillo aquel de joyas. Intactas para la linterna, que las legó al hijo sin abrir [...] El cinema heredó aquella alhajería antepasada [...] Nosotros los cineastas imponemos la aleluya —hoy— como una afirmación» (Giménez Caballero 1929: 25-31).

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Antes de esa fecha se había ocupado, durante apenas un mes, del comentario fílmico en la revista Nosotros (siete breves artículos entre el 1 y el 29 de mayo de 1930).22 El trabajo más interesante de los allí aparecidos es la reseña de la película estadounidense El batelero del Volga (The Volga Boatmen, 1926), de Cecil B. de Mille (Arconada 1930b)23. En ella Arconada plantea ya visiblemente la cuestión del arte comprometido, y es fácil intuir los fundamentos de una nueva estética basada en el realismo social, a la vez que se vislumbra un ataque velado al imperialismo norteamericano. La cinta reproduce «un tema ruso, cernido por el sentido industrial de las empresas yanquis y por el sentido social del mundo burgués. Indudablemente Rusia no hubiese hecho esta película con apariencia revolucionaria y con el fondo convencional», sino que «hubiese procedido con más realismo, y, por tanto, con más crueldad. Ante todo, la doctrina, la propaganda». Critica la moral burguesa que despliega la película, «fácilmente reconocible a nuestros ojos, habituados a verla y a practicarla todos los días. En resumen, es el triunfo de lo individual sobre lo colectivo. El triunfo de lo personal sobre lo social». Y vuelve a arremeter con contundencia contra la resolución del drama: «si Rusia tuviese voz, no absolvería a los protagonistas, como lo hace en la americana, sino que los condenaría [...] por servir al espíritu burgués frente al espíritu comunista». No se había desprendido el escritor palentino todavía, sin embargo, de la filiación vanguardista, como se sigue de la lectura del trabajo «Películas de dibujos» (Arconada 1930a).24 En él valora muy positivamente las cintas de animación: Ni Rabelais, ni Hoffmann, ni los fabulistas, ni los magos, ni las mitologías, ni nadie, ha conseguido lo que consigue el cine de dibujos: desnaturalizar todas las cosas. Algo de esto, en otro orden, es lo que consiguen los 22 Todos ellos recogidos en la reedición de Tres cómicos del cine (Arconada 1974a: 71-91). Sobre Nosotros comenta Gonzalo Santonja (1987: 108) que «en cuanto a su significado ideológico, se caracterizaría por la enfática defensa de dos puntos [...]: el hispanismo progresista [...] y la realización de un cambio político-social de orientación revolucionaria en España...». 23 Lo recoge también Cobb (Arconada 1986: 243-244). 24 Hay que recordar que la vigésima sesión (11 de abril de 1931) del Cineclub madrileño estuvo dedicada a los dibujos animados. Para la misma, Luis Gómez Mesa, autor del libro Los films de dibujos animados (1930), había seleccionado cuatro cortometrajes. Véase Gubern (1999: 368).

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poetas por medio de alusiones, de metáforas, de imágenes. Si realizásemos plásticamente un poema —y sobre todo un poema moderno— tendríamos una película de dibujos. Después de todo, la poesía no es más que la desnaturalización poética de las cosas (Arconada 1930a).

El alejamiento, el desprendimiento mimético de la realidad, era una de las pretensiones del arte vanguardista. Y a dos de sus realizaciones concretas —el creacionismo y el surrealismo— se refiere Arconada cuando, a renglón seguido, afirma que «[e]l poeta y el dibujante de cine son los más auténticos creadores: hacer un mundo especial, fantástico, inexistente, aprovechándose sólo de referencias reales de nuestro mundo, del mundo preciso de nuestros ojos, de nuestras manos, de nuestra vida [...]. Los dibujantes de esas películas [...] son como el dios de un mundo de caricatura que crean a cada momento». Y más adelante: «Burlescamente, grotescamente, el cine de dibujos es un cine surrealista».25 Añade, además, que con la aportación de la sonoridad, las películas de dibujos están adquiriendo «un relieve insospechado», lo que las haría «colocarse por encima de todo el cine cómico», si no fuera porque les falta, y ahora aflora el nuevo Arconada, «un poco de humanidad».26 Después de un lapso de casi tres años, en los que se centró casi exclusivamente en la parcela creativa —La turbina (1930), Tres cómicos del cine (1931), Los pobres contra los ricos (1933)—, su firma como crítico cinematográfico hizo de nuevo aparición en Nuestro Cinema.27 La publicación, dirigida por Juan Piqueras, es uno de los intentos de revista cinematográfica, de clara orientación izquierdista, más interesantes del periodo de la República. En total escribió cinco artículos: tres reseñas y dos ensayos generales. En todos ellos se transparenta ya un Arconada que ha adquirido una gran madurez ideológica, plenamente asentado en los postulados marxistas, desde los que encarar algunos de los problemas más candentes del momento, como el de las relaciones 25

Señala Gubern (1999: 368) que los dibujos animados eran «un género que había sido saludado con alborozo por los surrealistas en virtud de sus ilimitadas capacidades expresivas». 26 A este respecto hay que mencionar que, tres años más tarde, en un clima de politización social y artística mucho más agudo, un crítico calificará, en la revista Octubre, a los dibujos animados, de «dulce opio de los sentidos» (F. M. 1933). 27 El mejor estudio realizado hasta el momento sobre esta publicación es el de Carlos y David Pérez Merinero (1975), en el cual se incluye una generosa antología de artículos.

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entre los intelectuales y los movimientos proletarios y la decadencia cultural de la burguesía española. El escrito más enjundioso de los publicados por el palentino en esta revista es el primero que da a la publicación, y también el más politizado. La simple lectura de su expresivo título: «Hacia un cinema proletario» (Arconada 1933a),28 no requeriría de más comentario. En él constata cómo «cada día son más los artistas que van hacia el proletariado [...] se han dado cuenta de que pisan el terreno inseguro de una decadencia, y marchan, huyen, se desplazan hacia el alto horizonte donde apunta un sol de esperanza». Sin embargo, reconoce que el traslado no es fácil porque no es una simple moda, sino una nueva forma de vida y un cambio de mentalidad: «desde luego se fracasará con él [el viraje] si el artista no rompe con todos los principios burgueses que informaban su mundo y toma conciencia proletaria, y se siente solidario de clase, y, además, se apoya doctrinalmente en un conocimiento exacto del marxismo». Doctrina de cuyos postulados demuestra haberse imbuido profundamente, lo que le permite, sin ningún reparo, máxime desde una tribuna tan poco imparcial como desde la que lo hace, dar una serie de consejos, «a todos aquellos que, un poco alucinados de cine ruso, ensayan su gesto protestatario contra el burgués», pero manteniendo «el falso camino de la estética». Cuando lo realmente necesario para llegar al proletariado es la lucha diaria y continua con él, una buena preparación política y, fundamentalmente, esgrimir un gran «juicio crítico sobre cada momento y cada situación de la historia». Y ya refiriéndose en concreto al séptimo arte, dice: El cine proletario en una sociedad capitalista debe tener por finalidad única la de destruir esa sociedad para hacer posible la formación de la nueva sociedad proletaria [...]. No creo que la sociedad capitalista permita un arte cinematográfico directamente revolucionario. El cine tiene, más que ningún otro arte, un poder enorme de agitación. Pero el artista debe sortear los peligros y saber hasta qué límite puede llegar, utilizando los recursos de su inteligencia [...]. Al mismo tiempo, junto al ataque, será necesario señalar la lucha de clases y una dinámica de progresión y de fecundidad histórica que sirva de contraste entre lo que se niega y lo que se afirma. En este momento, en los países capitalistas, sólo cabe hacer arte revolucionario (Arconada 1933a). 28 Reproducido en Arconada (1974b: 39-42), en Carlos y David Pérez Merinero (1975: 41-44), y en Arconada (1986: 244-247).

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Arte revolucionario que, según Arconada, ya está plenamente instalado en el mundo de la literatura. Concluye el ensayo con una declaración contundente: Lo que importa es que esta decadencia infecunda no se prolongue y que la revolución barra pronto este montón podrido de cosas. Entonces, cuando esto suceda, será la hora de edificar la nueva era de justicia y de que el cine y el arte proletario se desarrollen en una unidad plena con la vida (Arconada 1933a).

Su siguiente ensayo en Nuestro Cinema no apareció hasta dos años después, coincidiendo con el estreno de la segunda época de la revista —tras casi año y medio de interrupción—. Se trata de «La poesía en el cinema» (Arconada 1935a),29 una de las cumbres del ensayismo arconadiano, y artículo con el que vuelve a lindar los terrenos de la interferencia artística, como ya había hecho en escritos anteriores, demostrando un gran conocimiento de las dos disciplinas. Llama la atención, por otra parte, el hecho de que no es un artículo excesivamente politizado, más que en escasas referencias. El objetivo del mismo está claro desde el principio: demostrar de qué manera la poesía está presente en el cine, ambos considerados hechos artísticos por Arconada. La poesía, para él, «es el secreto que hace ascender la realidad vulgar de los hechos y de las cosas a la categoría superior de la belleza», y se muestra tajante: «Si el cinema no tuviese relación con la poesía no sería un arte. Sería un documento [...], una unidad de hechos reales o imaginarios mecánicamente sucesivos [...], una transposición de la realidad, pero no una superación de ella». A pesar de ello hay diferencias entre el cine y la poesía; mientras el primero «tiene que existir en convivencia perenne con la realidad», la segunda «no tiene limitaciones de altura». Por otro lado, el cine pertenece, al igual que la pintura o la novela, «al grupo de las artes con precisión y solidez de contornos», mientras que la poesía, emparentada con la música, «[t]iene su existencia en un clima de alta atmósfera, en el espacio que media entre lo suprarreal y lo infinito». Es por ello que el cine no debe olvidar su realismo inherente, al igual que sucede con la novela, aunque no faltarán los mixtificadores, critica Arconada, en clara referencia a los narradores vanguardistas, que que-

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Recogido en Arconada (1974b: 33-37 y 1986: 274-278).

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rrán «transformar la novela, que es un arte de realidad, en el poema, que es un arte de ilusión». Mixturas de las que tampoco está libre el cine, aunque los resultados nunca serán satisfactorios: «Querer hacer del cinema, no ya un poe-ma cinematográfico, que sí es posible, y se han hecho y se hacen, sino un poema poético, un poema donde las palabras son sustituidas por imágenes cinegráficas, es desviadamente absurdo. El resultado será: ni poesía ni cinema». En cambio sí es posible infiltrar el hálito poético, que les dé categoría de hecho artístico, en las películas, como ha sucedido, y cita ejemplos, en La Quimera del Oro (The Gold Rush, 1925) de Chaplin, Y el mundo marcha (The Crowd, 1928) de Charles Vidor, o en El acorazado Potemkin (Bronenoset Potiomkin, 1925) de Eisenstein. Y concluye: Esta es la poesía en el cinema, y no puede ser otra. Esta que está dentro de la naturaleza misma del cinema, y es, no ya una desviación, ni una adición, sino su propia esencia. La expresión, el lenguaje poético del cinema puede estar en todo, en un ambiente, en una rápida imagen, en un gesto, en un ritmo, en un matiz, en un detalle. Estad seguros [...] que cuando una película sea una obra de arte es que está rebosante de poesía (Arconada 1935a).

Los dos últimos artículos que comentaremos de esta época aparecieron en Octubre y Línea: «¿Es posible un cine español?» y «El sentido social del cine», respectivamente (Arconada 1933b y 1935b).30 Ambos tienen en común que centran su comentario en la situación de la cinematografía nacional, el primero desde el punto de vista comercial y el segundo desde el artístico y social. El panorama que describe es absolutamente desolador. En el primero señala la falta de una infraestructura educativa fílmica encaminada a formar profesionales del cine, al igual que sucede en otros países, y proclama que en España «sólo habrá cine, verdadero y auténtico cine, cuando haya un Estado socialista y cuando todo el país sea una gran escuela de renovaciones». En el segundo se hace eco de la deficiencia artística por la que caminaba el cine español de aquellos años: «es tan pobre, tan bajo, tan en descomposición y desaliento como el mismo teatro, donde ya a nadie se le oculta que es cadáver en gusanera», ya que ambos espectáculos se están desarrollan30 Recogidos, el primero por Cobb (Arconada 1986: 247-249), y el segundo por Carlos y David Pérez Merinero (Arconada 1974a: 107-110).

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do «en función social con lo agotado, caduco, frío, muerto que hay en una sociedad». La finalidad del arte, y más en el caso del cine, «que es arte de multitudes», debe ser social, debe enfocarse hacia el pueblo. Sin embargo sólo se produce para halagar «los gustos ramplones, mediocres, conformistas y sentimentales de la pequeña burguesía», y «lo más grave es que se quiere que el pueblo se identifique con esta mediocridad, [...] [con] ese sesudo arte ñoño, sin vuelo, vacío, regocijante y lacrimoso de las películas que se hacen ahora en España». El pueblo sólo responde, añade Arconada, cuando se ve representado, identificado, cuando sus «anhelos han sido recogidos y transfusionados en arte», como así sucede cuando, por ejemplo, ve películas rusas, que es cuando sale a relucir su «propio instinto de clase». Los senderos por los que se pretende hacer caminar al cine, concluye el palentino, son senderos de fracaso si no se afrontan con dignidad. Para finalizar, digamos que esta reclamada dignidad es la que él pretendió transmitir en toda su obra, tanto la creativa como la ensayística. Pero quiso transmitir, sobre todo, compromiso, siempre en pos de una finalidad; primero, durante la etapa vanguardista, compromiso de base estética, cuando la necesidad de renovación artística encaminó los pasos de los escritores hacia la búsqueda perentoria de nuevas formas, de nuevos lenguajes. Después, compromiso ideológico, cuando la especial coyuntura social y política del país hizo que se rompiera «el idilio de los poetas con las musarañas» (Arconada 1936). Lejos quedaba entonces el almibarado mundo de las stars cinematográficas, y de los galanes con modernos automóviles que las enamoraban. Había llegado el momento de que los poetas, cantores del nuevo territorio mítico hollywoodiense, representado en las geografías de celuloide, replegaran sus plumas henchidas de sombras cinemáticas y las pusieran al servicio de causas más reales y cercanas. En este sentido, es sumamente interesante comprobar cómo esta evolución, estética e ideológica, que Arconada comparte con muchos de los miembros de la generación del 27, se ve reflejada en el contenido y la actitud de sus comentarios sobre cine. Una nueva expresión artística que, si en un primer momento representó la culminación de los anhelos transgresores de los jóvenes vanguardistas, después se convertiría en el vehículo más eficaz para transmitir la ansiada revolución social. Así lo entendió Arconada y así quiso contarlo.

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«Al teatro iba poco. El cine era lo que me pasionaba» narra Rafael Alberti en sus Memorias (Alberti 1959: 285). Rafael Alberti es sólo un ejemplo de la cinematofilia tan frecuente en los poetas de la generación del 27, así como en Luis Buñuel o en Salvador Dalí. Lo que fascinaba a los poetas era sobre todo el poder poético del nuevo medio, su posibilidad de movimiento y de metamorfosis de la imagen. En su libro Indagación del cinema Francisco Ayala compara el cinematógrafo a una máquina divina de escamoteos capaz de transformar todo en todo: «El cine consigue este divino escamoteo, que es la imagen con limpieza única. Convierte —sin esfuerzo— una copa en una rosa de cristal. La rosa en una mano; la mano, en un pájaro» (Ayala 1929: 35-36). Existen múltiples testimonios que documentan la recepción entusiasmada del cine en el ámbito de la generación del 27. Basta acordarse del famoso verso de Rafael Alberti: «Yo nací —¡respetadme!— con el cine» (Alberti 1946: 121). En una entrevista con Rafael Utrera, Alberti habla de esa época cinematófila diciendo que: «A todos nos interesaba mucho el cine. [...] Buster Keaton era uno de nuestros favoritos. Buñuel trajo a la Residencia el cine nuevo; la palabra vanguardia tenía entonces un sentido grande... todos estábamos interesados por el cine. Yo desde luego, y Dalí y Lorca» (Utrera 1987: 46). En el ámbito de la recepción del nuevo medio le cabe un papel importante a La Gaceta Literaria, editada por Giménez Caballero a partir de 1927. La Gaceta Literaria se puede considerar como revista intermedial por excelencia que inicia un diálogo creativo, crítico y lúdico en-

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tre los distintos medios: Literatura, Cine, Poesía y Pintura.1 Otro papel clave en el ámbito de la recepción del cinematógrafo corresponde, como es bien sabido, al famoso Cine-Club español inaugurado también por Giménez Caballero en 1928. Lo que fascinaba a los surrealistas y a los poetas del 27 era sobre todo el cine mudo norteamericano de género burlesco, especialmente la figura de Buster Keaton, figura que por su poder subversivo tanto como por su actitud cómica de pena y de melancolía se convierte en un objeto de culto para los surrealistas y los poetas del 27. Rafael Alberti señala en este contexto: [...] quizás el más personal de todos, a pesar de Charles Chaplin, sea Buster Keaton. Creo que es el actor más profundo, más melancólico: tiene mucho auge en estos momentos. La profundidad de Buster Keaton está lejana de la de Chaplin. Keaton es como un animalito mudo; en sus ojos está todo; tiene una profundidad de vaca melancólica, ¿verdad? su mutismo, su personalidad es distinta a todos (Utrera 1987: 44).

La recepción entusiasmada de la artificialidad profunda de Keaton va unida a un rechazo de la comicidad natural de Chaplin y es un argumento común en los contemporáneos de Lorca. André Beucler señala al respecto: El mundo es, hoy en día, un gran film cómico. Pero hay dos grandes géneros, uno de los cuales es ocupado por Charlot (Charlie Chaplin). Este es el género de lo cómico natural, que se entiende sin esfuerzo [...]. Y después hay otro género que es el que proviene del desenvolvimiento de un tema absurdo [...]. Buster Keaton [...] es un personaje que no debe existir más que entre el comienzo y la terminación de un film. [...] Es un truco dotado de movimiento. [...] Charlie Chaplin tiene el sentido del natural [...]. Buster Keaton se hace y se deshace con el film (Beucler 1928: 272).

En homenaje a los cómicos del cine mudo americano, Buster Keaton, Harry Langdon y Charlie Chaplin, Luis Buñuel organizó en el Cine-Club la famosa sección titulada «Lo cómico en el cine». En su co-

1 Véase en este contexto los estudios de Mechthild Albert y Román Gubern sobre las estrategias intermediales de La Gaceta Literaria: Gubern (1999: 202-260), Albert (1994: 13-33).

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mentario a la sesión del Cine-Club Buñuel subraya la analogía poética entre el cine burlesco y las creaciones surrealistas: A mi juicio, el mejor y más interesante programa del Cine-Club es éste. [...] Los mejores poemas que ha hecho el cine. [...] Creo que esa sesión va a ser algo definitivo, y cosa absurda, no se ha hecho aún en ningún Cine-Club ni cine ordinario del mundo. [...] La equivalencia surrealista se encuentra únicamente en esos films. Mucho más surrealistas que los de Man Ray (Buñuel 1929).

La sesión dedicada a los cómicos del cine va transformándose en un verdadero happening intermedial, un diálogo lúdico entre pintura, poesía, teatro y cine. Salvador Dalí produce un collage burlesco titulado El casamiento de Buster Keaton, Rafael Alberti recita su poema fílmico Buster Keaton busca por el bosque a su novia que es una verdadera vaca, un homenaje intermedial a la película Go West de Buster Keaton. En la escritura vanguardista de García Lorca la figura de Buster Keaton también desempeñó un papel clave, pues un año antes, en 1928, Lorca publicó en la revista Gallo una farsa cinematográfica bajo el título El paseo de Buster Keaton. El texto lorquiano se puede considerar como experimento metafílmico sobre las posibilidades cinematográficas del movimiento. Casi en cada secuencia se manifiesta el deseo de Lorca de experimentar con las posibilidades del movimiento aspirando a convertir el texto en un baile burlesco que remite al ballet fílmico de la película de René Clair Entr’acte. Basta señalar algunos ejemplos de la locura del movimiento en El paseo de Buster Keaton para confirmar que el interés del texto consiste en «revelar la capacidad esencial del cine —la de mostrar el movimiento» (Higginbotham 1978: 87-88). (Buster Keaton cae al suelo. La bicicleta se le escapa. Corre detrás de dos grandes mariposas grises. Va como loco a medio milímetro del suelo.) [...] (Buster Keaton se encoge de hombros y levanta el pie derecho.) [...] (Buster Keaton cierra lentamente los ojos y levanta el pie izquierdo) (García Lorca 1990: 278-279).

Al tomar la subversividad surrealista de Buster Keaton como modelo poético de creación literaria, García Lorca produce una farsa fílmicopoética creando un espacio heterotópico inquietante en el sentido de Michel Foucault, lugar fantasmagórico y onírico que perturba nuestros

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sistemas de normas y de pensamiento logocéntrico. Ese procedimiento heterotópico-acausal de encadenación de secuencias insólitas y heterogéneas se manifiesta ya en la primera secuencia de la farsa en la que Buster Keaton goza «la tarde hermosa» después de haber matado a sus cuatro hijos: «BUSTER KEATON. (Saca un puñal de madera y los mata). Pobres hijitos míos. BUSTER KEATON. (Contando los cuerpos en la tierra.) Uno, dos, tres, cuatro. (Coge una bicicleta y se va.) [...] BUSTER KEATON. ¡Qué hermosa tarde!» (García Lorca 1990: 277). La incongruencia y la a-causalidad de esa encadenación surrealista de secuencias equivale, como ha señalado Virginia Higginbotham (1982: 243), a un montaje de choque en el que la crueldad y la inocencia, la risa y el susto se superponen. El paseo de Buster Keaton es sólo un ejemplo de la fructífera relación entre el cine mudo de Keaton y la creación surrealista de Lorca. Aquí voy a terminar con mis observaciones sobre la interdependencia entre cine mudo burlesco y creación poética de los años veinte para invitarles al estudio concreto de otro texto cinematográfico de Federico García Lorca. En 1964 se publicó, en inglés, un manuscrito hasta entonces inédito de Federico García Lorca. Este manuscrito, titulado Viaje a la luna (García Lorca 1994), es un breve guión cinematográfico que escribió García Lorca durante su estancia en Nueva York. Durante esa estancia, García Lorca se convierte en un verdadero cinematófilo, visita los cines, los cabarets, los teatros de Broadway y descubre su fascinación por el cine hablado: «me he aficionado al cine hablado, del que soy ferviente partidario, porque se pueden conseguir cosas maravillosas. A mí me encantaría hacer cine hablado y voy a probar a ver qué pasa» (Maurer 1985: 59). Para García Lorca como para los poetas del 27 el cine presenta una provocación estética y un medio de renovación de la escritura. En este sentido, Lorca tiende cada vez más a rechazar las separaciones estrictas de los géneros (teatro y cine) diciendo que: «Teatro y cine han de complementarse, haciendo el trabajo adecuado cada uno de ellos» (García Lorca 1935: 4). Según Antonio Monegal, la experiencia urbana de Lorca funciona como un generador clave para la renovación de su escritura: La ciudad aparece como una máquina de significar que devora los viejos valores que cimentaban la tradición artística, y se convierte así [...] en modelo favorito [...] de los surrealistas. En Nueva York, Lorca se ve obligado a dialogar con una ciudad cuyo idioma no habla: no maneja ni el in-

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glés ni la gramática de la velocidad y los rascacielos, pero la segunda es más decisiva y es la que Lorca aprende —o se fabrica— para responder a las propuestas vanguardistas (Monegal 1996: 13).

No es nada casual que el Lorca cinematófilo se ponga entonces a jugar y experimentar con el nuevo medio y escriba un guión cinematográfico. El guión está constituido por una serie de setenta y un cuadros numerados que indican las secuencias fílmicas. Lo que se relata en el guión son diferentes secuencias de imágenes sin coherencia marcada que, a su vez, se superponen. Las secuencias constituyen mosaicos pictórico-textuales que exigen un lector/espectador dispuesto a efectuar una re-escritura intermedial, es decir, un lector capaz de colocar el texto dentro de sus relaciones intermediales. El método que voy a aplicar para analizar el texto es el de la intermedialidad. Me limito en lo siguiente a citar algunos de los teoremas claves de la intermedialidad. Bajo el término de la intermedialidad entendemos a continuación todo tipo de superposición, hibridización y mezcla de distintos medios. Según Volker Roloff la noción de la intermedialidad «intenta aclarar la interdependencia, interrelaciones e interferencias, así como la complementariedad, entre los diversos medios» (Roloff 1998: 85) y nos invita a analizar los procesos de combinación, transformación y sustitución de ellos. Para un análisis intermedial no basta yuxtaponer distintos medios, se trata de observar los cambios funcionales y estructurales, las rupturas e intersticios, producidos por los procesos intermediales (Roloff 1998: 86). Las metas de un análisis intermedial son dos. Primeramente se quiere, como han señalado Franz-Josef Albersmeier en el ámbito de una «historia integrada de los medios» y Joachim Paech en su estudio sobre literatura y cine (Albersmeier 2001; Paech 1988), superar las fronteras entre las distintas disciplinas —Filología, Estudio del cine y Estudio del arte— al concebir los productos pictóricos, cinematográficos y literarios como «escritura» en el sentido de Jacques Derrida (Derrida 1967: 19). En segundo lugar se quieren superar las fronteras entre las filologías nacionales al colocar la obra surrealista de García Lorca en la tradición de la vanguardia europea, destacando las referencias al cine de vanguardia francesa, al cine mudo americano de Buster Keaton, a la obra cinematográfica de Buñuel, sin dejar de lado la recepción de la imaginación premoderna del cuerpo grotesco existente ya en El Bosco y Quevedo (Felten 1998).

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Otro enfoque metodológico clave para mi lectura intermedial de los textos surrealistas de García Lorca lo constituye el teorema onírico posfreudiano desarrollado por Jorge Luis Borges y expuesto por la filóloga alemana Elisabeth Lenk, teorema que deja de lado el análisis freudiano del contenido del sueño para concebir el sueño como «la expresión estética más antigua» (Borges 1985: 47), como un «teatro dentro del cuerpo» (Lenk 1983: 21) y subrayar su estructura estética, su polifonía, su discontinuidad, su deseo por lo enigmático y por los cuerpos grotescos y carnavalescos. Vamos a pasar a una lectura onírica e intermedial de Viaje a la luna. El guión lorquiano se puede entender como una verdadera «fábrica onírica» en el sentido de Joachim Paech (1989: 433), fábrica onírica que no sólo produce sueños, sino que está compuesta por sueños y fantasmas codificados por la tradición carnavalesca y la tradición pictórica premoderna de El Bosco. Para los surrealistas españoles Luis Buñuel y Salvador Dalí, igual que para los surrealistas franceses de la época, el cine era el mejor instrumento para expresar el mundo de los sueños, ese «Amour fou» por los sueños significaba para Luis Buñuel «ser libre de todo intento de interpretar los sueños» (Buñuel 1982: 92). Con esas palabras Buñuel destruye de antemano el intento freudiano de reducir los productos oníricos a significados únicos2 y nos invita también a leer el guión de Lorca desde una perspectiva posfreudiana que subraya la dimensión poética del sueño, su deseo por la polivalencia, por lo enigmático, por los cuerpos grotescos. Los comentarios poéticos de García Lorca en los que el poeta subraya su concepción de la poesía como misterio y rechaza de antemano una recepción iconoclasta de la poesía concentrada en la búsqueda del significado confirman nuestra premisa metodológica: El misterio poético es también misterio para el poeta, que lo comunica, pero lo ignora [...]. La creación poética es un misterio indescifrable [...] ni el poeta ni nadie tiene la clave. [...] ¿Poesía? Pues, vamos: es la unión de dos palabras que uno nunca supuso que pudieran juntarse, y que forman algo así como un misterio (García Lorca cit. por Ucelay 1986: 30-31).

2 Un ejemplo de análisis freudiano del guión de Lorca lo constituye el estudio de Virginia Higginbotham, que reduce el guión a un significado único: la frustración sexual: « [...] en el guión abundan las imágenes que sugieren la frustración sexual» (Higginbotham 1986: 344).

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En mi análisis del guión no quiero proceder de una manera iconoclasta, es decir, no quiero reducir las imágenes poéticas a significados únicos, sino que quiero entenderlos —adoptando la perspectiva de Michel Foucault— como «huellas del deseo» (Foucault 1992: 78) que a su vez reflejan y producen otras imágenes hasta el infinito. La designación genérica de guión no parece adecuada. El texto se presenta más bien como una rapsodia de imágenes poéticas determinadas por el deseo. Esa rapsodia se mueve en un intersticio entre el discurso fílmico, pictórico y poético y aspira a visualizar el sueño del despedazamiento y de la transformación del cuerpo. Como un mundo al revés opuesto al orden de las cosas el sueño presenta un espacio ideal para jugar con los límites de la risa y del susto. En cada secuencia del guión se manifiesta el deseo de Lorca de jugar tanto con esos límites entre la risa y el susto como con los tabúes de la sexualidad. Partes fragmentadas del cuerpo se transforman en caras, las caras se transforman en letras, las letras se transforman en vaginas, en piernas que corren, manos que tiemblan. Gusanos de seda se transforman en calaveras, las calaveras se transforman en cielo y luna, la luna se transforma en una cabeza que vomita: 3: Pies grandes corren rápidamente con exagerados calcetines de rombos blancos y negros. 4: Cabeza asustada que mira fija un punto y se disuelve sobre una cabeza de alambre con un fondo de agua. 5: Letras que digan ¡Socorro! ¡Socorro! ¡Socorro! con doble exposición sobre un sexo de mujer con movimiento de arriba abajo. [...] 8: Seis piernas oscilan con gran rapidez. 9: Las piernas se disuelven sobre un grupo de manos que tiemblan. [...] 17: De los gusanos de seda sale una gran cabeza muerta y de la cabeza muerta un cielo con luna. 18 : La luna se corta y aparece un dibujo de una cabeza que vomita y abre y cierra los ojos (García Lorca 1994: 59-63).

La heterogeneidad y la incongruencia de las imágenes de piernas, vaginas expuestas, gusanos de seda, cielo, luna y calavera equivalen a la estructura incongruente y heterogénea del sueño. La superposición y la serialización continua de las imágenes remite a la estructura onírica lacaniana de un «glissement» de imágenes y a un regressus ad infinitum. En su famoso estudio filosófico sobre los procedimientos cinematográficos Gilles Deleuze —al recurrir al ejemplo de Un chien andalou de Buñuel— compara el sueño a un regressus ad infinitum, a una cadena infinita de imágenes en la que cada una de ellas tiene la función de una

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imagen virtual que se actualiza en otra imagen virtual y así hasta el infinito: [...] l’image virtuelle qui s’actualise ne le fait pas directement, mais s’actualise dans une autre image, qui joue elle-même le rôle d’image virtuelle s’actualisant dans une troisième, à l’infini: le rêve n’est pas une métaphore, mais une série d’anamorphoses qui tracent un très grand circuit. [...] Dans Un chien andalou de Buñuel, l’image du nuage effilé qui coupe la lune s’actualise, mais en passant par celle du rasoir qui coupe l’œil, gardant ainsi le rôle d’image virtuelle par rapport à la suivante (Deleuze 1985: 77-78).

Siguiendo los teoremas de Gilles Deleuze, Viaje a la luna se puede entender como una puesta en escena de una cadena infinita de imágenes virtuales determinadas por una visualización del deseo. La mirada determinada por el deseo funciona como un generador invisible que secciona el cuerpo en sus partes deseables: bocas, vaginas, manos, piernas, pies, etc. y produce un cuerpo fantástico y monstruoso, artificio de una imaginación onírica sin límites. La monstruosidad presente en la combinación de imágenes tal como «boca, luna, calavera y cabeza que vomita» produce un «no-lugar», un lugar heterotópico en el sentido de Michel Foucault (Foucault 1966: 10), es decir un lugar que se sitúa al otro lado de los tópicos comunes, un lugar que subvierte nuestros sistemas de normas y de pensamiento: Les hétéropies inquiètent, sans doute parce qu’elles minent secrètement le langage, parce qu’elles empêchent de nommer ceci et cela, parce qu’elles brisent les noms communs ou les enchevêtrent, parce qu’elles ruinent d’avance la «syntaxe», et pas seulement celle qui construit les phrases, —celle moins manifeste qui fait «tenir ensemble» (à côté et en face les uns des autres) les mots et les choses (Foucault 1966: 9).

Viaje a la luna pone en escena un experimento heterotópico situado en el límite de una comicidad carnavalesca, experimento en el que se juega con las reacciones del espectador que varían entre la risa y el temor. Los textos vanguardistas de Lorca —Viaje a la luna y El paseo de Buster Keaton— constituyen ejemplos paradigmáticos de una escritura intermedial y de un ars combinatoria lúdico-subversivo en el que el cine de Buster Keaton, el surrealismo cinematográfico de Buñuel, las fantasías oníricas de El Bosco, los cuerpos obscenos y grotescos de la tradición premoderna se reflejan en un espejo infinito.

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Luis Cernuda definió la pantalla del cinematógrafo como el «campo de los modernos héroes» (Cernuda 1975: 1138). Se alineaba así, como otros miembros de su grupo, en la admiración por un nuevo lenguaje artístico que, al igual que el jazz, el automóvil, el psicoanálisis, se erigía en rasgo distintivo de la modernidad y en símbolo identificativo de la nueva vanguardia literaria. Las influencias venidas de París se hacían eco en nuestros escritores hasta el punto de poder etiquetar a su generación como la del «cine y los deportes». En la poesía de la época encontramos títulos donde el cinema es recurso temático y estilístico: Vicente Huidobro, («El espejo de agua», 1916), Pedro Garfias («Cinematógrafo», 1919), Guillermo de Torre («Friso ultraísta. Film», 1919), Gerardo Diego («Film», 1919), Juan Larrea («Otoño», 1919), Pedro Salinas («Far West», 1924), Francisco Ayala («A Circe cinemática», 1929), entre otros. El camino marcado por estos nombres iba a ser seguido por el sevillano Luis Cernuda, quien desarrollaría a lo largo de su vida, como sutilísimo poeta pero, sobre todo, como ávido espectador, una genuina fascinación por el cinema. En nuestros trabajos precedentes, el artículo «La pantalla cinematográfica, modelo y espejo para Cernuda» y el opúsculo Luis Cernuda: Recuerdo cinematográfico (Utrera Macías 2002a, b), planteamos básicamente qué elementos cinematográficos habían sido utilizados en su obra (prosa y verso) y publicamos una iconografía referida a títulos y personajes mencionados en sus diversos escritos. En esta ocasión, proponemos desarrollar dos cuestiones:

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1ª: Describir la tipología de los actores admirados por el poeta sevillano en el periodo mudo y 2ª: Enunciar ciertos aspectos temáticos y estilísticos de algunas de las películas vistas por el espectador Cernuda en su etapa americana, correspondientes, por tanto, al periodo sonoro.

UNA GENUINA FASCINACIÓN POR EL ACTOR El adolescente alumno de los Escolapios, luego joven universitario hispalense, debió frecuentar desde niño los cines sevillanos; las salas cinematográficas (cercanas a sus domicilios de las calles Acetres, Jáuregui y Aire), Pathé, Imperial, Duque, San Fernando, Lloréns, Cervantes, entre otras, acogieron los estrenos de películas norteamericanas proyectadas en su ciudad natal en la década de los años veinte interpretadas por actores muy admirados por el futuro poeta: Douglas Fairbanks, Rodolfo Valentino, John Gilbert, Ramón Novarro, George O’Brien, Gary Cooper, Charlot, etc. Con ellos establece sus primeras citas cinéfilas tanto en sus iniciales publicaciones como en la correspondencia con los amigos. Este cine norteamericano gozaba de sus preferencias porque, según él, era el mejor portador de unos valores existentes en Estados Unidos, país donde la vida se acercaba «al ideal juvenil, sonriente y atlético» (Cernuda 1975: 910). Parece evidente que para Cernuda, la escritura cinematográfica no debiera incluir, sin más, el nombre del cineasta ya que la vibración estética del celuloide debe tener su correspondencia artística, «el equivalente correlativo» (Cernuda 1975: 906), como le gusta escribir tomando el concepto y la expresión de Eliot. Son excepciones, en tal sentido, los poemas «Nevada» y «Sombras blancas», que remiten, como ya explicamos en otros trabajos, a los títulos homónimos dirigidos, respectivamente, por John Waters (1927) y Van Dyke (1928). Sin embargo, es bien distinta la actitud de Cernuda para su «Oda», nominada inicialmente «Oda a George O’Brien», o «Alguien más», texto éste no recogido por el autor en libro alguno, cuya primera denominación fue «Río Rita». En efecto, el poema «Alguien más» (Cernuda 2003: 548) tuvo como primer título, luego desechado, «Río Rita», homónimo con la película norteamericana. Los versos «Ojos de la Tormenta estaba enamorado / Aun sin saber de quién» o «Es amarillo todo / Es vivir con las manos vacías», tal vez remitan a una subjetiva lectura de aquel largo film Río

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Rita (1929), dirigido por Luther Reed, adaptación de una celebrada revista musical de Ziegfeld, cuyos valores técnicos no sólo estaban en la sonoridad (sistema Photophone RCA) sino en la combinación fotográfica de blanco/negro y color (Technicolor). Para Cernuda, que acaso viera el film doblado en su estreno madrileño, los elementos artísticos se componían de dos interpretaciones principales, las de Bebe Daniels (Rita Ferguson) y John Boles (Capitán Jim Stewart) y de alguna, aparentemente secundaria, llevada a cabo por su admiradísimo Don Alvarado (Roberto Ferguson), de quien nuestro poeta imitaba su bigote. Desde 1929, tal como publicó en Revista de Occidente (nº 26), estaba en contra de esa «turba de escritorzuelos» que creían escribir de cine por añadir en sus textos el nombre del cineasta. ¿Fue ésta la razón para eliminar el nombre del actor y del film en los títulos citados? En la Oda inicialmente titulada Oda a George O’Brien (Cernuda 1977: 75-79), a Cernuda su personaje se le aparece como joven dios, vivo, bello y divino que avanza sonriendo, «cuerpo perfecto en el vigor primero». Este dios cinematográfico se llamó artísticamente George O’Brien. ¿Qué personajes pudieron inspirar la Oda? ¿En quién puso el poeta sus ojos, en el fornido atleta o en el discreto intérprete? La gacetillería de la época enjuició acerbamente Amanecer (Murnau 1927), feliz interpretación del actor, marcando su afectación y su excesivo estilismo. Photoplay calificó a O’Brien como «el niñito del Golem» y al filme como la obra «que camela a los intelectuales y les hace exclamar ¡Arte!» (Allen/Gomery 1995: 141). Las revistas cinematográficas leídas por Cernuda (compradas en algún caso al librero Sánchez Cuesta, para quien trabajó, y a quien declaraba: son «algo importante para mi»; Cernuda 2003: 110, 112, 115), contenían numerosos reportajes sobre la vida de Hollywood, los montajes en torno a los amoríos de las estrellas, su vida privada, etc. Uno de tantos, publicado en Cinegramas (nº 88, 1936), elegía como pareja protagonista a George O’Brien y Johnny Weissmuller, a quienes, respectivamente, los pie de fotos declaran «sospechoso galán romántico» y «deportista inmunizado contra las tentaciones de la Eva moderna». Bajo el genérico «Crónica escandalosa de Hollywood», Santiago Aguilar (1936) describe a los dos «íntimos amigos» como «ágiles atletas», «modernos Apolos», «cuerpos apolíneos» de «marcados músculos»; el lenguaje manejado por el periodista para referirse a sus héroes ofrece connotaciones, salvando las distancias, semejantes al utilizado por Cernuda en su poema. ¿Dónde empieza y dónde acaba la incidencia del lenguaje periodístico cinematográfico en el léxico poético del sevillano?

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«Nevada» es el nombre de un personaje interpretado por Gary Cooper. La prensa gacetillera de la época reconocía que el actor, en Nevada, estaba mejor en las escenas de acción que en las amorosas por más que, en la vida real, sus devaneos sentimentales discurrieran entre las impertinentes indiscreciones de Clara Bow y los vergonzantes escándalos de Lupe Vélez. Su interpretación se caracterizaba precisamente por la aparente ausencia de la misma, por mantener una pose habitual de quien se deja sorprender por la «codicia de la cámara» y le responde con habitual indiferencia mezclada de perezosa ironía. Los historiadores más sensibles supieron apreciar una «limpieza de espíritu» (Zúñiga 1948: II, 425) cuya superficial rudeza se transformaba siempre en comprensión y amor para los otros. Si para los espectadores admiradores de su fotogenia, Cooper representaba el arquetipo de amigo ideal, para sus compañeros, cual es el caso de Charles Laughton, tener su aspecto y exhibir su sex-appeal debía ser algo muy dichoso. Douglas Fairbanks (Douglas Elton Ullman) fue, en la pantalla, además de ladrón en Bagdad y pirata negro en los mares, D’Artagnan, El Zorro, Robín de los Bosques y cuantos personajes requirieran fotogenia, atractivo físico, desbordante vitalidad deportiva, además de «intuición para entender la mecánica de la interpretación, unido a un sentido espectacular de la narración donde el exotismo y la fantasía alcanzaban el rango primordial convirtiéndole en una estrella de fábula» (Sánchez González 1993: 17). El historiador Charles Ford lo definió como «el príncipe valeroso del reino de los sueños» (Sánchez González 1993: 17) y Cernuda en su poema «Luis II de Baviera escucha Lohengrin» (Cernuda 1977: 489) se preguntaba con su personaje: «¿Gobernar? ¿Quién gobierna en el mundo de los sueños?» Al contrario, el aspecto varonil de John Gilbert no estuvo exento de marcada fatuidad por lo que, en determinado momento, su interpretación y fotogenia fuera cuestionada por la Fox; aprovechada de otro modo por la Metro, esta Compañía le construyó un arquetipo destinado a manifestarse en papeles románticos no exentos de cierta carga exótica, donde se mezclaron sutilmente virilidad con fragilidad. Estos evidenciaban manejo interpretativo en la etapa silente y, por el contrario, escasa disponibilidad para adecuarse a las nuevas técnicas, dictum y modus, del sonoro. Su belleza viril, acentuada por el atuendo de la época y el modélico bigote, componía un prototipo gallardo cuyos personajes se orientaban a ser vestidos con impecable traje cruzado o con habitual

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smoking para uso vespertino. Modelos de figurín admirados y deseados por Cernuda. Por su parte, Rodolfo Valentino, arquetipo del latin-lover, fue un conseguido producto del star-system organizado por la industria del cine norteamericano: su ascendencia italiana, su piel morena, sus ojos expresivos, su exótico atuendo, su pose romántica, fuera caíd o gaucho, transmitían desde la pantalla «una estética de la pasión» (Sánchez 1993: 41) cuyos efectos no sólo hacían mella en las gentes sencillas sino en todo tipo de espectadores atentos a las delicias de una notable interpretación y a los efectos de una tentación cuyos resultados traspasaban los límites de la pantalla. Si la espectadora femenina se identificaba con los personajes amados por Valentino, al espectador masculino, pongamos el poeta sevillano, sólo le quedaba reprimir la envidia o admirarlo de modo semejante. «Durango» es un poema de Cernuda (1977: 97) en el que alude a «los bellos guerreros impasibles» como también es el lugar de nacimiento del mejicano Ramón Novarro. Lanzado al estrellato desde el oficio de extra, fue nombre capaz de competir con Valentino desde su primer gran papel en El prisionero de Zenda. Su natural atractivo físico rompía con los forzados toques de romanticismo barato; este provocado antagonismo exacerbaba una sensualidad propia combinada oportunamente con las exigencias de una postura deportiva y moderna. Por ello, la Metro no dudó en ofrecerle el papel protagonista de Ben-Hur (Fred Niblo, 1925) acaso el más brillante de su filmografía y en el que la carrera de cuadrigas, con «guerreros bellos como luz, como espuma» (Cernuda 1977: 97), supondría un hito relevante de la puesta en escena, la interpretación y el montaje. En la pantalla, estos hombres fueron todo lo que Cernuda no pudo ser aunque le «permitieron fantasear» (Morris 1993: 131); por ello, «adoptó la ilusión poética de abandono en un pacifismo feroz desdeñoso de los puños, el acero y la gloria» (Morris 1993: 132) vistos en el lienzo de plata cinematográfico o en la iconografía de las revistas ávidamente leídas y coleccionadas por el sevillano.

UNA GENUINA FASCINACIÓN POR EL CINEMA En la etapa americana (1947-1963), el epistolario cernudiano expone factores relativos a su vida cotidiana y académica, a publicaciones re-

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cibidas y leídas, a la creación y edición de sus poemas; en él, el comentario cinematográfico constituye tema habitual, mencionando el título visto y aconsejando o desaconsejando su visión. Tales referencias las repite el poeta, con idéntico contenido y semejante forma, a cada uno de sus habituales receptores, Concha de Albornoz, Sebastian Kerr y María Dolores Arana. ¿Qué es y qué representa para Luis Cernuda el cine en este periodo? Un espectáculo capaz de rellenar su ocio, una costumbre necesaria, un antídoto para la depresión: «Sin la diversión cinematográfica, ya supondrás que me falta bastante» (Cernuda 2003: 1073) le escribe a Arana. Respecto a la etapa anteriormente comentada, este Cernuda espectador ha modificado su interés por las cinematografías: la norteamericana ha dejado de ser su favorita (aunque se interese por la comedia sofisticada y el film de larga duración) mientras que la europea (francesa, griega, inglesa, alemana) se ha convertido en su predilecta; tales películas son perseguidas y buscadas en las distintas salas mejicanas o estadounidenses. Este cine, entre 1950 y 1960, alterna entre el realismo clásico y la narrativa tradicional —Clair, Tati, Losey, Fellini, Visconti, Dassin, Autant-Lara—, extensivo a cualquiera de los géneros, y los derroteros de las nuevas olas representados por Truffaut, Bolognini, Chabrol, Bourguignon, Vadim, etc., donde la oveja negra es, para nuestro espectador, Alain Resnais. De otra parte, dice guardarse siempre de las películas españolas y mejicanas, incluida la adaptación galdosiana dirigida por Buñuel, Nazarín, «que ahora pasan aquí» (Cernuda 2003: 772) según escribe a Kerr desde Coyoacán. De entre más de cuarenta películas citadas, el nombre del director entendido como autor del film sólo circunstancialmente lo registra el escritor; constituyen excepción Ingmar Bergman, Vittorio de Sica, Alfred Hitchcock y Roberto Rossellini, a quienes menciona como realizadores de Como en un espejo, Dos mujeres, Los pájaros y El general della Rovere. Los actores, y ahora las actrices, siguen siendo uno de los mayores atractivos del espectáculo y a ellos dedica Cernuda atención y, puntualmente, elogios: Charlton Heston, Rock Hudson, Paul Newman, Jean-Pierre Léaud, Vittorio de Sica, Cantinflas, Antonio (bailarín español), Hardy Krüger, Sofía Loren, Gina Lollobrigida, Vivian Leigh, Shirley McLaine, Audrey Hepburn, Joanne Woodward, Ludmila Tcherina, Jeanne Moreau, etc. Los adjetivos se utilizan en función del trabajo interpretativo desempeñado o en el carácter de sus atractivos personales; Melina Mercouri siempre es catalogada de «excelente»

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(Cernuda 2003: 992), Jacques Tati de «encantador» y «prodigioso» (Cernuda 2003: 725), Micheline Presle le gusta «allure» (Cernuda 2003: 881), Elsa Martinelli y una desconocida Geneviève Page (princesa Urraca en El Cid), por sus encantos varios. De entre todos, Cernuda se admira con Warren Beatty, «el nuevo furor de Hollywood» (Cernuda 2003: 951) y con Jean Sorel, «francés [...] muy atractivo» (Cernuda 2003: 976). Los valores temáticos, cómicos, interpretativos, provocadores, permiten aconsejar a sus amigos películas como Boccaccio 70, Fedra, Los domingos de la villa d’Avray, entre otras; por el contrario, son duramente criticadas El Cid: «latazo infinito» (Cernuda 2003: 994), Dos mujeres «deprimente, sórdida...» (Cernuda 2003: 994) y El año pasado en Marienbad, «churro, pretencioso, pedantesco e increíblemente aburrido» perpetrado por el mismo director de aquel «increíble latazo de Hiroshima, mon amour» (Cernuda 2003: 1039). Hemos seleccionado a continuación títulos vistos por Luis Cernuda con el fin de analizar ciertos aspectos temáticos y estilísticos que, posiblemente, le interesaron de ellos. Boccaccio 70 (Fellini, Visconti, De Sica, 1960), con Romy Schneider, Sofía Loren y Anita Ekberg, fue calificada por nuestro poeta como «divertidísima» (Cernuda 2003: 1073). Se compone de tres episodios en torno al modo italiano de resolver ciertas cuestiones relacionadas con el sexo. En «Las tentaciones del doctor Antonio», Fellini presenta a un ciudadano romano obsesionado por la moralidad y su reacción cuando, ante su casa, instalan un enorme cartel publicitario donde una opulenta Anita Ekberg anima al consumo de leche; el carácter onírico del final conlleva un efecto de animación donde el personaje sale del anuncio para divertir a la concurrencia mientras el puritano Antonio se desespera con el escándalo que, para él, conlleva. En «La rifa», de Sica ofrece al ganador un premio: ni más ni menos que Sofía Loren; la feria popular y el ambiente pueblerino, el tono jocoso antes que lascivo, ofrecen una historia donde la diversión viene de dentro y salpica al de fuera y en el que el humor vertebra la narración sin limitaciones. En «El trabajo», Visconti, basándose en un relato de Maupassant (Al borde del lecho) ofrece las desventuras de un matrimonio aristócrata donde la continuada aventura prostibularia del marido se enfrenta a la habitual desolación y aburrimiento de la esposa; la posibilidad de ejercer un trabajo como paliativo a su posición y estado se resuelve actuando para su esposo como una prostituta más y, en consecuencia, cobran-

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do sus servicios según corresponde; la rosa en una mano, el cheque en la otra. Fellini satiriza «la moral fascista residual de la época contemporánea, dirigida hacia una de sus manifestaciones más hipócritas: la censura» (Pedraza/López 1993: 122) aunque tampoco se priva de ciertas incursiones psicoanalíticas. De Sica, partiendo del más puro realismo, transforma en acerba poesía la alienación personal y la confronta con la actuación colectiva. Visconti, al mostrar la relación o «representación» de Ottavio y Pupe, incide en sus temas favoritos: la relación amorosa y sexual siempre está contaminada por elementos ajenos a la misma; a su vez, la descomposición de la pareja incide en la propia descomposición de la familia. La francesa Los domingos de la Villa D’Avray (Serge de Bourguignon, 1961), con Hardy Krüger, Nicole Courcel y Patricia Gozzi, fue, en palabras de Cernuda, «la película mejor que he visto en esta temporada» (Cernuda 2003: 1127). Es la historia de un joven aviador y de una niña, Françoise (Cybèle) que ha sido abandonada por su padre en un internado; la relación entre el hombre y la muchacha se plantea dentro del afecto más puro y, al tiempo, en situación social difícilmente explicable porque no está basada en el amor, ni en la amistad propia de adultos, ni en la hipotética relación paterno-filial; es algo más y bien distinto de todo ello. Para Julián Marías esa relación incompleta, penúltima, deficiente en cada uno de los órdenes, explicada por ciertas anomalías de su situación y de la misma condición de las dos personas implicadas, hace que se desprenda y sustantive lo que es —lo que puede ser— un ingrediente esencial de todas esas relaciones y de otras muchas: la ilusión (Marías 1970: I, 428).

Acaso esa ilusión que Cernuda encontró en los hijos de los Altolaguirre (a quienes llevaba al cine y al colegio con frecuencia) y que expresó en los poemas a ellos dedicados: «Animula, blandula, glandula» (inspirado en una conversación con su tocayo, el pequeño Luis) y «Hablando con Manona» (poema para Paloma Ulacia) donde le pregunta «¿Está bien, te parece / Manona, Manonita, / Que el cariño no sea / Para toda la vida? / Y así / Tú estés ahí / Y yo esté aquí?» (Cernuda 1977: 498, 520). Lawrence de Arabia (David Lean, 1962), con Peter O’Toole y Omar Sharif, es catalogada por Cernuda como buena y aconsejable; además: «lo que en teoría parece ocurrir en El Cairo está filmado en Sevilla»

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(Cernuda 2003: 1088). En efecto, el carácter del personaje junto a la presencia de cierta arquitectura sevillana en el entramado paisajístico del film interesó a nuestro poeta espectador. Del legendario militar se plantean, entre su procedencia inglesa y su vocación arabista, sus problemas de identidad (hipótesis de homosexualidad y tendencia al masoquismo) y de adaptación al mundo militar donde sirve; a la par, su mitificación entre las tribus árabes que intuyen su talante heroico y carácter semidivino. La composición de ciertas secuencias las convierte en poemas visuales: el personaje enciende un fósforo; en continuidad, el amanecer del desierto inunda visualmente la pantalla al tiempo que el sonido convertido en silencio refuerza la belleza y significación de la imagen. Los jóvenes criados, Farraj y Daud, más allá de su consideración efébica, se convierten en víctimas propiciatorias cuya muerte traspasa lo simbólico: aquél, víctima de un disparo perdido a quien Lawrence decide rematar; éste, absorbido por las arenas movedizas de un desierto carnívoro que no distingue ni la juventud de sus víctimas ni tampoco su belleza. Tal como Cernuda advirtió, Andalucía está presente en Lawrence de Arabia. Las inmediaciones de Carboneras, en Almería, permitirían construir un poblado de cartón-piedra, Ákaba en la ficción, la ciudad que Lawrence, en una de sus insensatas locuras, tomaría desde el desierto. Sevilla por su parte, se convertiría en idóneo lugar de rodaje para simular ciudades foráneas cuya semejanza con la hipotética realidad en nada contravenían las leyes de la verosimilitud. En efecto, la parte ocupada por la capitanía general en la Plaza de España, con su torre norte y sus amplios soportales, se transformaban por la magia del arte cinematográfico en el cuartel del general británico Allenby, en El Cairo, mientras que los patios de la Casa de Pilatos servían de marco adecuado a las beligerantes actividades inglesas contra el enemigo turco. A su vez, el Casino de la Exposición (de 1929), anejo al Teatro Lope de Vega, con su brillante espacio circular, servía de mesa redonda para celebrar la conferencia de Damasco y el entorno menos definido de traseras y alrededores acogía las algaradas que se suponen entrada del ejército en Jerusalén. En palabras del director Martin Scorsese, Lawrence de Arabia, significa «la pasión privada de un hombre angustiado» (Riambau 1994: 73). Tras la visión del film, ¿qué sensaciones sentiría Albanio ante aquel Edén, reflejado en Ocnos, que la magia del cine convertía en exótica urbe oriental? La última película vista por el poeta, el 4 de Noviembre de 1963, fue Divorcio a la italiana (1962) con Marcello Mastroianni y Stefania

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Sandrelli; le había gustado tanto que propuso verla al día siguiente con Paloma Altolaguirre; la muerte se cruzó en el camino y en la mañana del día 5 se produjo su fallecimiento. El cineasta italiano Pietro Germi había entretenido con una comedia satírica las últimas horas del poeta sevillano. Cernuda debió reír con las aventuras del barón siciliano Ferdinando, Fefé, casado con Rosalía, empalagosa mujer, aunque enamorado de su joven sobrina Ángela quien no le hace ascos a su tío. El código penal condena de forma laxa a quien mata al cónyuge sorprendido en adulterio; el breve paso por la cárcel dará lugar a una nueva vida... con la deseada sobrina. Germi apuntó sarcásticamente que la indisolubilidad del matrimonio y el asesinato del adúltero no se resolvían civilizadamente ante el juez sino visitando al armero y comprándole una pistola. Y es que en Sicilia el honor es tratado como una institución. El director se preguntaba tras el estreno del film: «¿Cuál es la emoción que está en las raíces de Divorcio a la italiana? Es una emoción de rebeldía: el violento rechazo de los usos y costumbres (y las leyes que los aplican) que ofenden la conciencia moral y civil. De esta negación, de esta rabia, nace la sátira, lo grotesco» (Germi 1963: 7). Las últimas voces oídas desde la pantalla por Cernuda fueron las de Ferdinando en su llegada a casa tras los meses de cárcel y los de su madre, D.ª Matilde, gritando de alegría «Hijo... hijo mío»; seguidamente, el casamiento en la iglesia de Fefé y Ángela y una prolongada luna de miel en su yate. Un joven marinero cuida del timón. Ángela, en bikini, toma el sol muy cerca de él. Ferdinando aparece por la escotilla, se acerca a su mujer y la besa... Mientras, el pie de Ángela... busca y acaricia el del marinero. Fueron las últimas secuencias cinematográficas que Luis Cernuda degustó en el «campo de los modernos héroes, la pantalla» (Cernuda 1975: 1138) donde vivió la vida, la ilusión y el deseo literariamente despierto.

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NOTA COMPLEMENTARIA: Películas mencionadas por Cernuda (título en español si es que existe): Ben-Hur, La clave del enigma, Desayuno con diamantes, Boccaccio 70, Cuando llegue septiembre, El puente, Nosotros los niños prodigio, Los domingos de la villa d’Avray, El Cid, Electra, Fedra, Hiroshima, mon amour, El bello Antonio, El general de la Rovere, El juicio de Nuremberg, Dos mujeres, La giornata balorda, La ley, El año pasado en Marienbad, La travesía de París, Lawrence de Arabia, Los primos, Las relaciones peligrosas, Los cuatrocientos golpes, Luna de miel, Mi tío, Un día volveré, Confidencias de medianoche, Puerta de las lilas, Nunca en domingo, Como en un espejo, Manuela, Los pájaros, La calumnia, The One that Got Away, La primavera romana de la Sra. Stone, Los cuentos de Hoffmann, El tiempo en sus manos, They Made me a Criminal, Vacaciones en Ischia, Víctima.

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Los fenómenos culturales que considero en este trabajo tal vez no quepan estrictamente bajo el concepto de la vanguardia clásica (cuyos límites, por otra parte, son tan difíciles de definir), pero significaron una fuerza de choque, un continuado impulso renovador de vastas consecuencias en las letras europeas de la posguerra y lograron cambiar profundamente el clima literario y artístico de los años cincuenta y sesenta. El cine y la prosa realista de estos años comparten el objetivo de pintar al desnudo una realidad que hería la sensibilidad social y ética de la Europa en ruinas de la posguerra.1 En España se le añadían otras circunstancias: la existencia de una férrea censura, que reprimía la libertad de expresión, y de una prensa oficial, que más que informar difundía una imagen idílica y radicalmente falsa de un país que estaba profundamente desgarrado en su tejido social y físicamente destrozado por la guerra civil. De ahí la necesidad de denunciar e intensificar la lucha contra la dictadura franquista. Ya el fundador de la Falange, José Antonio Primo de Rivera, asociaba un lenguaje lírico y evasivo a su retórica política y llamaba a su organización «un movimiento poético» afirmando que «a los pueblos no los han movido nunca más que los poetas».2 Si el lenguaje es el campo de batalla donde se plantean y dilucidan las grandes cuestiones de un mo-

1 Sobre este conjunto de temas se han publicado estudios fundamentales que se pueden ver en Fernández Fernández (1992); Abellán (1993) y Albersmeier (2001). 2 Más sobre el tema en Cano Ballesta (1994: 21-56).

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mento histórico concreto, resulta extraordinariamente revelador analizar esta retórica. Las letras españolas habían estado dominadas durante los años cuarenta por un discurso encubridor de todo lo horrible y doloroso de la guerra y posguerra, y se habían dedicado a la transfiguración poética de la realidad y a cubrir con un velo de lirismo emocional o de un triunfalismo grandilocuente las más crueles realidades de los llamados años del hambre. Así que se cultivaba un formalismo esteticista, el intimismo religioso y una escritura épica que cantaba supuestas épocas gloriosas. Bastaría recordar las odas de Luis Felipe Vivanco, los Sonetos a la piedra de Dionisio Ridruejo, la antología Poesía heroica del Imperio de Luis Rosales y Luis Felipe Vivanco y tantos poemas de Leopoldo Panero, Rosales y otros, que revelan las interioridades de un intimismo intrahistórico y a veces místico. Era pues urgente y necesario crear una narrativa, un ensayo y una poesía, más próximos a la realidad cotidiana y a los problemas vitales de aquel momento preciso. La censura, con su constante labor de encubrimiento y represión de la libertad de expresión, hacía más urgente una modalidad menos evasiva de la expresión artística. Partiendo de ciertos libros que resultaron ser francamente revolucionarios como Hijos de la ira de Dámaso Alonso o La familia de Pascual Duarte y La colmena de Camilo José Cela, tanto la poesía como la narrativa empezaron a adquirir, lentamente, una función informativa, testimonial y difusora de una realidad social poco conocida. Surgía, como dice J. C. Curutchet, de «la convicción de que a la novela correspondía informar objetivamente acerca de una realidad silenciada por la prensa oficial» (Curutchet 1973: 98). La literatura tenía que mostrar el acontecer diario frente a unos medios de información que lo distorsionaban. Un sobrio lenguaje realista trataba de contrarrestar la palabrería y desinformación de la retórica oficial al uso. El estilo objetivista y testimonial era un antídoto contra el tono exaltado y emocional a que tan frecuentemente recurría la radio y la prensa oficial de los años cincuenta.3 Esta urgencia se respiraba en las páginas de la revista Acento Cultural y de otras publicaciones de entonces. Así Juan Antonio Bardem lo proclama en Cinema universitario (núm. 4):

3 Estas ideas se desarrollan más ampliamente en el ensayo introductorio de la edición de Nuevas amistades (García Hortelano 1991: 9-50).

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Mostrar en términos de luz, de imágenes y de sonidos, la realidad de lo que nos rodea, aquí y ahora. Ser el testigo del momento humano. Porque, a mi parecer, el cine será antes de todo testimonio o no será.4

A esa misma necesidad respondió también la operación «realismo social», lanzada por Carlos Barral desde su editorial Seix Barral y apoyada por el crítico José María Castellet, que resultó ser un claro éxito literario como la «forma [...] más idónea para testimoniar» (Joly/ Soldevila/Tena 1973: 335-336).

1. EL NEORREALISMO ITALIANO Conocido es el movimiento neorrealista que surge en Italia a raíz de la II Guerra Mundial, primero como fenómeno cinematográfico y austera cura de sobriedad, que venía a revelar de modo sorprendente una realidad que había sido encubierta oficialmente durante la época fascista mientras que se evocaban ilusorios imperios en una retórica exaltada. Roberto Rossellini lo lanza con Roma, città aperta (1945), que despertó interés internacional e inició un tipo de cine de intenso y de feroz realismo. Este surgía de una serie de circunstancias. Cinecittà había sido destruida en la guerra y la falta de estudios cinematográficos y de dinero forzaba a directores y empresarios a rodar sus películas en escenarios naturales y con actores no profesionales. Ladri de biciclette (1949) de Vittorio de Sica fue filmado enteramente en las calles de Milán y captaba la pobreza y desamparo de la Italia de posguerra. Muchos otros directores como Pier Paolo Pasolini (Il vangelo secondo Matteo, 1964), Federico Fellini (La strada, 1954), Giuseppe de Santis (Riso amaro, 1948) o Michelangelo Antonioni, hacían un cine que documentaba la cruda realidad de la posguerra y mostraba una fuerte conciencia social y política. Este cine, carente de medios materiales y de estudios apropiados, estaba haciendo películas originales y estremecedoras, que respondían a las necesidades del mundo de la posguerra y que constituían un poderoso desafío al tipo de filmes norteamericanos que salían de los estudios de Hollywood. Vasco Pratolini, Elio Vittorini, Cesare Zavattini, Roberto Rossellini, Michelangelo Antonioni, Federico Fellini, Vittorio 4

245).

Juan Antonio Bardem, «Para qué sirve una película», citado por Berthier (1993:

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De Sica, sentían un compromiso con la realidad cotidiana y vulgar de aquel momento, cultivaban un humanismo de tono antifascista que lograba elevar a la clase obrera y a los marginados al papel de protagonistas, implicando una clara postura ética. El movimiento neorrealista italiano trataba de captar los incidentes cotidianos en las vidas de gentes humildes y tendía a cultivar una estética de la pobreza o el llamado miserabilismo, que pintaba en tonos llamativos lacras de la sociedad que exigían un cambio urgente. Pasando al campo literario, también en la novela italiana de aquellos años se pintaban personajes marginados en regiones pobres y atrasadas como fiel reflejo de la situación por que atravesaba la Italia de la posguerra. Valgan como ejemplo las novelas Cristo si è fermato a Eboli (1945) de Carlo Levi o Le terre del Sacramento (1949) de Francesco Jovine, «considerada por algún crítico marxista de la época como el punto más avanzado del neorrealismo en el terreno de la crónica». Dentro de este vasto movimiento es Cesare Zavattini quien promueve con más vigor «un cine ceñido al documental, a la encuesta y al hecho cotidiano y presente» (Fernández Fernández 1992: 24, 39). Este tipo de película es el que se estaba haciendo en Italia, y, con respecto a España, conocidos son los contactos, ciertamente intensos, entre los neorrealistas italianos y ciertos cineastas o escritores españoles de los cincuenta, que sentían por ellos clara admiración como se ve en las páginas de la revista Film Ideal. Juan Antonio Bardem da testimonio de ello: Culturalmente el hecho más importante para nuestra generación de cineastas fue la organización de una semana de Cine Italiano. Vinieron Zavattini y Lattuanda, y en la pantalla se pudo ver Ladrón de bicicletas, Bellísima, El camino de la esperanza y, sobre todo, Cronaca di un amore. Para una gente ávida de la realidad, puedes suponer lo que significó esta oportunidad (Castro 1974: 57).

Las relaciones de éstos con Zavattini son frecuentes y las ideas de éste resultan muy fecundas en proyectos y métodos. En 1954 Luis García Berlanga, Ricardo Muñoz Suay y Cesare Zavattini recorren España preparando el guión para una película. La simple presencia de Zavattini, propulsor del cine neorrealista, desvela la orientación del film que intentan hacer. Este se titula Cinco historias de España, de las cuales la primera se llama Las Hurdes, y recoge un tema que había despertado mucho interés (Film Ideal, 1, octubre 1965, p. 7). La vieja tradición

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literaria de cultivar el contacto directo con las tierras y las gentes, ya practicada por los escritores del 98, se reaviva y cobra nueva actualidad y sentido en estos cineastas que, incitados por el ejemplo italiano, la convierten en su auténtica estética. El documentalismo propugnado por el cineasta italiano deja su impronta en Carlos Saura, cuya primera película (Cuenca, 1958) y su primer largometraje (Los golfos, 1959) son documentales y resultan obras revolucionarias frente a una producción cinematográfica nacional que solía cerrar los ojos a la realidad. El gobierno de Franco promocionaba en aquel momento un cine religioso o «de exaltación patriótica», y lograba relativos éxitos con películas folcloristas, idealizadas e irreales, de sentimentales aventuras de amor en castizos escenarios andaluces con sus tablaos y cortijos, toros, cantantes y algún millonario americano. Hojeando el primer número de la revista Acento Cultural sorprende ver en un artículo cuáles son los títulos de la última producción cinematográfica española. De por sí nos reflejan la vacua frivolidad y tendencia evasiva que se seguía en películas que llevaban títulos muy significativos como éstos: Muchachas de azul, Las aeroguapas, Llegaron siete muchachas o Muchachas en vacaciones (Egido 1958: 79). La película Esa pareja feliz (1951) de Juan Antonio Bardem y Luis García Berlanga, como demostró Nancy Berthier, viene a romper con el dirigismo oficial y significa una estética de ruptura (nótese el deje irónico del título) en torno a una cierta noción de realismo, que iba a lograr difusión y éxito en años posteriores. Es un desafío al cine en boga y trata de desinflar ese mundo ilusorio que promueven las películas oficiales (Berthier 1993: 255). Las técnicas neorrealistas del cine italiano son palpables en Los golfos (1959) de Saura, película rodada en calles, plazas y escenarios naturales, que nos muestra historias de delincuencia suburbana en ambientes de pobreza y marginación. Carlos Saura, aunque lo había negado, confiesa de qué fuentes bebe su inspiración en este largometraje: Lo que pasa es que cuando digo que ‘Los golfos’ no es una película neorrealista, pues no sé, quizá no debiera decirlo, porque lo que sí es verdad es que todos nosotros estábamos influenciados en esa época de una forma decisiva por el movimiento neorrealista (Fernández Fernández 1992: 109).

El crítico Javier Aguirre saluda el surgir en España de una generación cinematográfica, «joven, universitaria, consciente, preparada», capaz de renovar el cine español con películas y documentales en parte ya realiza-

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dos, y con dos nombres, Juan Antonio Bardem y Luis García Berlanga como banderas que abren el camino. Considera que el neorrealismo está a punto de producir una abundante cosecha en España como la había dado en Italia. Se busca «un cine testimonial, problemático y anticonformista»: Si en la Italia de entonces ya Giuseppe de Santis —desde la revista Cinema— y Cesare Zavattini fraguaban con sus escritos la teoría de un nuevo estilo que todavía no había podido cristalizar, aquí Bardem —desde Objetivo— lanza sus tanteos hacia el cine-testimonio que él preconiza (Aguirre 1958: 14).

La existencia por aquellas fechas de abundantes elaboraciones teóricas sobre el neorrealismo prepara el camino a importantes realizaciones no sólo en el cine sino también en otras artes.

2. CINE Y NARRATIVA NEORREALISTA Desde mediados de la década de los cincuenta el interés por el neorrealismo italiano va en aumento en el cine y en las letras españolas afectando profundamente a la narrativa, como ha documentado el crítico Luis Miguel Fernández Fernández. Ya no es sólo Rafael Sánchez Ferlosio quien manifiesta su gusto por Alberto Moravia, sino que Jesús Fernández Santos señala a los italianos, y sobre todo a Pavese y Vittorini, como destacadas influencias europeas en su novela (Fernández Fernández 1992: 111). Miguel Delibes no oculta sus preferencias. A la pregunta de si había leído a Joyce contesta: «Muy tarde. Me han interesado más los italianos Moravia, Pratolini, Pasolini» (Alonso de los Ríos 1971: 121). Además confiesa su clara relación con esta tendencia del arte italiano: El neorrealismo italiano —escuela que me fascinó— está en muchas de mis obras. La Strada, Milagro en Milán, Ladrón de bicicletas son películas que no pasaron sobre mí sin dejar huella. El neorrealismo es para mí, con el cine centroeuropeo de los 70-80 y el americano de los 40-50, lo más importante que ha dado el séptimo arte. Sin olvidar a Bergman, por supuesto (Albersmeier 2001: 245).

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También Juan Goytisolo se revela ardiente defensor del neorrealismo y de la técnica behaviorista y reconoce como modelos a Pavese, Levi y Vittorini: A mí me influyeron bastante en esta etapa los italianos que habían crecido en la época del fascismo. Me interesaban mucho por la similitud de problemas que ellos habían tenido con respecto a lo que nosotros sentíamos sobre el régimen español. Leí muchísimo, y los que más me influyeron fueron Pavese, Vittorini y el libro de Carlo Levi Cristo se detuvo en Eboli (Lázaro 1982: 154).

El interés por lo italiano (cine, arte, literatura) es bastante general. Jesús López Pacheco, figura destacada de la narrativa neorrealista, es galardonado en 1962 por la Embajada de Italia como difusor de la cultura italiana (Sanz Villanueva 1980: 132). Son muchos los escritores españoles que confiesan la atracción ejercida por los neorrealistas italianos o que en su obra se hacen eco de ellos. Ana María Matute nombra a Vasco Pratolini, Elio Vittorini y Pavese (véase Núñez 1965: 7), y Jesús Fernández Santos constata esta desviación del interés de la novela norteamericana hacia la italiana: «Está pasando la influencia norteamericana [...]. Ahora parece que predominan los italianos». La situación general se pone de manifiesto en el Primer Coloquio Internacional de Novela, celebrado en Mallorca el 26-28 de mayo de 1959. Frente a los que defienden una novela que se desentiende del acontecer social y político, como el «nouveau roman» francés al estilo de Robbe-Grillet, hay otros, con Elio Vittorini a la cabeza, que propugnan «una novela realista y testimonial». En este grupo se apelotona la mayoría de los jóvenes narradores españoles (Fernández Fernández 1992: 114-115). Esto queda confirmado por Juan Goytisolo cuando recuerda cómo en el Congreso de la Comunidad Europea de Escritores que tuvo lugar en Florencia en 1962 «mientras los rusos hablaban de arte abstracto y poesía lírica, Paul Klee y Saint-John Perse, los españoles defendían acerbamente el realismo y citaban a Lukács y Bertolt Brecht» (Goytisolo 1982: 59). Según esta estética, que también es una ética y que resume rasgos esenciales del neorrealismo, el escritor debe ir con los ojos y los oídos abiertos en busca de la verdad: se describe lo que ve la cámara y se graba el diálogo en la cinta sonora. Carmen Martín Gaite dice que el cuento «requería una mirada atenta y unos oídos finos para incorporar las conversaciones y escenas de nuestro entorno y registrarlas» (Martín Gaite 1978: 7) y esto es también lo que hace Sánchez Ferlosio en El Jarama (1956).

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Se puede decir que el neorrealismo de origen italiano combinado con la novela norteamericana de la lost generation son los dos elementos que con más intensidad afectan a la narrativa española de los cincuenta y sesenta. A su vez Esteban Soler afirma que el neorrealismo «engendróse a partir de los supuestos literarios de escritores y guionistas italianos fuertemente influenciados por escritores norteamericanos» (Soler 19711973: 276). En ambos movimientos juega un papel decisivo la cinematografía. Claude-Edmonde Magny, en su reconocida obra The Age of the American Novel, estudia algunas de las hondas metamorfosis que experimenta la novela moderna mediado el siglo XX. Hace notar «el profundo cambio que ha provocado el cine en nuestra sensibilidad colectiva» y observa cómo, sin ser conscientes de ello, hoy día percibimos nuestro mundo exterior de modo muy distinto a como lo sentíamos en épocas anteriores. El cine nos lleva a la costumbre de ver representar historias ante nuestros ojos en vez de escuchar su narración, como se venía haciendo en la narrativa de siglos pasados y en toda la tradición oral. El cine ha dejado su huella profunda en la sociedad y en la vida cultural norteamericana, así como en la novela, dada la espontaneidad y el antiacademicismo de sus novelistas: «casi todas las innovaciones técnicas introducidas por los escritores norteamericanos (con la excepción del monólogo interior...) han sido tomadas prestadas del cine por la novela».5 En El Jarama de Rafael Sánchez Ferlosio son muchos los elementos que denotan este impacto de una estética del cine que sería necesario analizar en detalle. Creo, en efecto, que Sánchez Ferlosio, traductor al español de Totò il buono (obra filmada por el propio autor Cesare Zavattini con el título de Miracolo a Milano) y alumno por dos años del Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas de Madrid, conocía esas técnicas y supo aprovecharlas con profusión. La narración no aparece ordenada en tradicionales capítulos, sino en lo que podríamos llamar secuencias fílmicas sueltas. Alguna figura es individualizada por categorías no verbales de clara inspiración cinematográfica como cuando retrata y nombra a un personaje como «el hombre de los zapatos blancos». La sucesión de los acontecimientos puede a veces verse alterada para aumentar la tensión narrativa y crear un movimiento precipitado y ner-

5 Cito esta obra por su edición inglesa, la única a que he tenido acceso: Magny (1972: 37, 39).

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vioso parecido al ritmo acelerado o ralentizado que con tanta frecuencia se usa en el montaje cinematográfico. Así ocurre en la secuencia en que se ahoga Lucita, donde al relato sensual y lento del baño de Paulina con Sebas (a pesar del toque inquietante de la primera línea: «recelosos del agua ennegrecida») se suceden precipitadamente el grito sobresaltado de Paulina y la reacción nerviosa y atropellada de Sebas, Rafael, Tito y los demás compañeros buscando a la desaparecida (Sánchez Ferlosio 1975: 271-273). Se prescinde del análisis psicológico y de la exaltación del héroe individual, propio de la tradicional novela burguesa, para enfocar la atención del lector hacia los problemas sociales y hacia el protagonista colectivo (grupo de jóvenes junto al río o de adultos en la taberna) siguiendo preferencias del neorrealismo. El narrador, como una cámara cinematográfica, va presentando los movimientos y gestos de los personajes y los elementos del escenario, mientras que se reproducen los sonidos y diálogos como si la banda sonora los registrara cuidadosamente. En escenas de un gran detallismo —acercándose a la técnica del primer plano— Sánchez Ferlosio subraya gestos, posturas y ademanes, a los que, según solía hacer el neorrealismo, se carga de intensidad semántica y hondo sentido.6 La cámara se mueve de una secuencia a la otra con escasas transiciones o con osados cortes que dejan escenas fragmentadas. Se muestra, no se narra la acción. El cine aporta una serie de técnicas que transforman el arte de novelar. Los ambientes marginados de jóvenes y mayores del mundo obrero que retrata El Jarama ya habían sido introducidos, en su equivalente, por el neorrealismo cinematográfico italiano. También el objetivismo narrativo, el behaviorismo o conductismo, la captación precisa del diálogo y la casi supresión de toda subjetividad o de la interioridad psíquica de los personajes responde a patrones impuestos por el cine o inspirados en él. A ello hay que añadir que, como señala Franz-Josef Albersmeier en su valioso y bien documentado trabajo, auch die italienischen Neorealisten der Auseinandersetzung mit dem faschistischen Erbe der Mussolini-Ära Priorität einräumten. Sie taten dies auf

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Nótese la perfecta imagen audiovisual que se nos da en los escasos pasajes narrativos o descriptivos de las pp. 83-91 de El Jarama. G. Sobejano comenta: «Los detalles descriptivos de El Jarama no pretenden cumplir una función documental o trazar una imagen pictórica del medio ambiente, como en el viejo estilo naturalista. [...] Logran así levantar ante la mirada un mundo poblado, habitado, saturado de humanidad» (Sobejano 1984: 332).

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einem Umweg, den auch Ferlosio beschreitet: durch die Erforschung und Visualisierung von Alltagsstrukturen, anders ausgedrückt: in der Ablehnung von heldenhaftem Pathos und verführerischen Parolen. [...] Unser Autor hat die Lektionen des italienischen Neorealismo ‘verinnerlicht’, ohne dessen Rezepte zu verraten (Albersmeier 2001: 235).7

Esta opinión resulta muy próxima a la de otro prestigioso crítico, Ted Riley, quien en su conocido ensayo llega a afirmar que el realismo de Sánchez Ferlosio en El Jarama es más que normalmente objetivo y la ilusión artística —literaria por necesidad— se aproxima a la del cine en grado poco común. Sospecho que su novela debe más al cine contemporáneo —recordemos sobre todo ciertas películas de Antonioni y de Fellini— que a La colmena o al nouveau roman francés (Riley 1976: 125).

Algo parecido cabría decir de Juan García Hortelano en su primer éxito novelesco Nuevas amistades. Si el cine buscó primero en la literatura historias de interés y medios narrativos, podemos decir que en los años cincuenta y sesenta, y en estos autores, es el cine el que sugiere a las letras recursos fílmicos y modos de contar que trasladen al texto el dinamismo de la cinematografía. García Hortelano escribió varios guiones y mantuvo intensas relaciones con el séptimo arte. En Nuevas amistades un personaje considera el cine como excelente medio de evasión: «El cine es algo fenomenal para cuando tienes una preocupación» (García Hortelano 1991: 274), otros lo relacionan con escenas de su propia vida y advierten que no se la debe confundir con las ficciones de la pantalla: «Jovita, animal de bellota, esto no es una película de miedo. —Pues parecíamos ‘gangsters’ esperando a Gregorio dentro del automóvil y dando vueltas por ese barrio absurdo» (García Hortelano 1991: 71, 72, véase también 208, 216, 274, 289). La imaginación de varios personajes parece impregnada de experiencias novelescas y cinematográficas. En su vida aburrida se sienten viviendo aventuras policíacas y películas de detectives. Por otra parte Mínguez Arranz observa cómo «los dos elemen7 «También los neorrealistas italianos prestaron prioridad a la discusión de la herencia fascista de la era de Mussolini. Lo hicieron por un rodeo, que también Ferlosio siguió: por la investigación y la visualización de las estructuras de la vida diaria, expresado de otra manera: por el rechazo del patetismo heroico y de las palabras seductoras [...]. Nuestro autor ha interiorizado las lecciones del neorrealismo italiano sin revelar sus fórmulas».

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tos que constituyen el material básico en la creación cinematográfica, es decir, la luz y el sonido son descritos en la novela con gran insistencia y en toda su variedad» (Mínguez Arranz 1998: 162).8 La impresión de objetividad narrativa que causa en el lector Nuevas amistades se basa fundamentalmente en dos técnicas claramente diferenciadas que se combinan a lo largo de la novela: a) la reproducción fiel del diálogo escueto como captado en la banda sonora de una película. Este, de gran viveza y de parlamentos entrecortados, se ajusta de modo apropiado a los personajes y García Hortelano cuida de que se acomode al argot del grupo o clase: acompañado de gestos, movimientos y cambios de postura. La misma acción cobra capital importancia, ya que, como en una secuencia cinematográfica, constituye el modo de dar a conocer a los diversos caracteres, de los que, con frecuencia, no habíamos oído nada con anterioridad; b) la voz de un narrador en tercera persona que va presentando al lector el exterior de la acción, los movimientos de los personajes y el escenario o paisaje en que éstos se mueven. Claude-Edmonde Magny, al comparar la estética del cine y la de la novela, destaca la movilidad de la cámara como un gran avance que transformó el cine y que ha tenido un gran impacto en la novela: «Como el director de cine, el novelista puede ahora permitirse el colocar la cámara dondequiera que desee, variará su posición continuamente de modo que nos muestre sus caracteres desde muy lejos o muy cerca, desde ángulos inesperados, y dejarnos ver una escena dada desde los ojos primero de uno y después de otro protagonista» (Magny 1972: 38-40). Hortelano hace uso de la completa movilidad de ese narrador cámara. Podemos decir que en Nuevas amistades el narrador se instala en el centro de la acción como una cámara cinematográfica que, atrincherada detrás de un personaje, tuviera una visión completa de la escena, que éste observa. En el capítulo 2 un tipo de cámara subjetiva —ya que lo vemos todo a través de los ojos del personaje— acompaña a Gregorio, al principio, y sigue después a Leopoldo en su visita a Jacinto. En el capítulo 3, siempre desde la perspectiva de Gregorio, el narrador evoca el bar con Lupe, recuerda Gijón con su novia Mari Luz, se da un paseo por la Gran Vía, entra a otro bar, va a casa de los tíos de Gregorio y sale a

8 Este autor cita como ejemplos pasajes de Nuevas amistades (Mínguez Arranz (1998: 227, 293, 352 y 279).

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la calle de nuevo. La voz del narrador va exponiendo en tercera persona la información que esa cámara es capaz de captar: describe los ambientes y escenarios del acontecer, el exterior de los personajes, sus movimientos, gestos y acciones, mientras va captando en su banda sonora los sonidos y el diálogo.9 Y todo esto es presentado con naturalidad y viveza, ya que, como observa Manuel Alvar, «la misión del cine es darnos el alma de las cosas y de los personajes en vivo, sin otras referencias. Pero el alma aflora en el gesto, en el ambiente o en la palabra» (Alvar 1971: 301). Así ocurre también en esta novela.

3. DOCUMENTAL CINEMATOGRÁFICO Y LIBRO DE VIAJES El movimiento neorrealista, en su doble faceta cinematográfica y literaria, contribuyó en España a enriquecer la literatura con un género nuevo que logró gran éxito a pesar de las reticencias oficiales: el libro de viajes testimonial, que se inspiraba en métodos y modas estéticas en parte tomadas del cine y que respondía a necesidades urgentes del momento histórico, sintetizando elementos del documental, de la encuesta y del reportaje. Este género es ampliamente analizado y discutido, junto a las otras modalidades, en importantes revistas como Film Ideal o Acento Cultural, que creen que las nuevas técnicas descubiertas (cámaras portátiles o equipos magnetofónicos) facilitan y conducen al cineencuesta o al reportaje. Según Cesare Zavattini (1958), guionista de las mejores películas del neorrealismo italiano, «la verdadera función del cine no consiste en contar cuentos. Consiste en la función verdadera de todas las artes, que ha sido siempre la de expresar las necesidades de su tiempo; y hay que obligarlo a cumplir con su función». Las aspiraciones del neorrealismo, al menos en Zavattini, conducen a la encuesta y al documental, que él admira en el escocés John Grierson, y que se apoya en su vigorosa fuerza expresiva: «El efecto de un documental —piensa Grierson— será siempre más fulminante y mil veces más eficaz que el de un libro o un artículo» (Cobos 1956: 8). Pedro Amalio López lamenta la función subordinada que se suele asignar al documental como «simple trampolín del que saltar al cine de

9 Un estudio más detallado puede verse en «Nuevas amistades de Juan García Hortelano en su contexto narrativo» (García Hortelano 1991: 9-50).

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ficción». Comenta que el documental apenas existe en España y cuando se cultiva aparece «su falsedad, su rebuscado esteticismo, su ampulosidad estéril. No. Para hablar de documentales españoles hay que remontarse a Tierra sin pan» (Amalio López 1958: 22-23). Con ello nos recuerda el conocido protodocumental de Luis Buñuel en su viaje a las Hurdes como la obra que marca el arranque de este género en España, para recordar después el reportaje Cuenca de Carlos Saura, serie de estampas breves de la vida del campo conquense. Estos modelos y experimentos le llevan a definir lo que es el documental como género en sí y el papel que juega la aportación subjetiva del autor: Sólo la descripción de la realidad, sin deformación alguna, puede recibir tal nombre. Lo que no excluye la interpretación subjetiva ni el tratamiento personal. Tierra sin pan lleva bien marcado el sello enérgico de Buñuel. Junto a la poesía conmovedora del entierro, el sarcasmo cruel de la frase que escriben en la pizarra de la escuela aquellos niños depauperados y hambrientos: «Respetad los bienes ajenos» (Amalio López 1958: 23).

En este nuevo género no se admite la distorsión de la realidad y la huida a mundos abstractos. Pero tampoco se quiere coartar la libertad expresiva ni pretender una «fría sucesión de imágenes asépticas y objetivas». «No habrá documental mientras no se busque al hombre con sus problemas, con su vida. No puede haber documental si no se habla de hoy» (Amalio López 1958: 23). El crítico concluye recordando que el documental cumple una misión social, por lo que debe interesar al estado, y desempeña una función artística y de espectáculo, por lo que también debe despertar el interés del público, de los profesionales y de los hombres de negocios. Cesare Zavattini sugiere realizar con un grupo de jóvenes estudiantes un «film-encuesta» sobre los deseos de paz en la sociedad de su tiempo, y lo hace en la revista Film Ideal, que gozaba de amplia divulgación por los años cincuenta.10 Su programa cinematográfico parece

10 «Yo quisiera enviar a estos muchachos con las cámaras de 16 mm., y con las cintas magnetofónicas, a sondear la opinión de los hombres de diversos países para saber si de verdad queremos la paz, si hacemos algo para conseguirlo, si no nos limitamos a hablar, a protestar y pensamos que son otros los que deben hacer la paz. Piense que es posible que en el fondo la gente lo que quiere es la guerra. ¿Ve como sería interesante llevar al público un film así?» (Zavattini 1958: 10).

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diseñado para servir de modelo a lo que está empezando a hacer la narrativa de viajes y la novela objetiva de tantos escritores españoles de los años cincuenta. En este amplio contexto histórico, cultural y estético, es donde se sitúa toda esa abundante literatura de andar y ver, esa moda literaria del viaje testimonial, que prolifera en España desde fines de los años cincuenta hasta los setenta. Podríamos decir que, históricamente, es la revista Acento Cultural la que abre el fuego publicando en cada número, desde el primero (septiembre de 1958) hasta el número 6 (enero-febrero 1960), bajo el titulo de «Estampas de mi viaje», fragmentos de lo que apareció después como el libro Caminando por las Hurdes de Antonio Ferres y Armando López Salinas,11 que a mi entender da el marco y la teoría del libro de viajes testimonial. En el guión de La venganza (1957) de Saura, aparece un escritor que cuenta a los segadores lo que está haciendo y que en cierto modo nos sugiere lo que tantos narradores van a hacer por los más apartados lugares de la península: visitar tierras remotas y olvidadas, para conocerlas y hablar de ellas, decir cómo son sus gentes y mostrar su solidaridad con ellas. Parece como si esta escena fuera todo un programa detallado de numerosos reportajes de viajeros, que se ponen de moda en la literatura española de estos años. Los autores de estos libros de viaje han leído todos —además de los escritos del 98— Viaje a la Alcarria (1948) de Camilo José Cela, quien les despertó el interés por este tipo de escritura. Sin embargo ellos están creando un estilo muy distinto. Cela acentuaba la visión pintoresca llevando a cabo un relato ficticio que mostraba cierto regusto por el toque esperpéntico y por un tono burlesco y a veces hasta despiadado. Los narradores de los años cincuenta logran dar un rumbo diferente a su narración imprimiéndole el sello de un humanismo solidario, testimonial y ético, o sea, se mueven en la misma clave que los neorrealistas italianos. Antonio Ferres y Armando López Salinas, a quienes podemos considerar sus iniciadores en España, publican en Acento Cultural, bajo el título «Estampas de mi viaje», seis episodios (de lo que será después Caminando por las Hurdes, 1960) de septiembre de 1958 a febrero de 11 Aunque creo que A. Ferres y J. Goytisolo son los que difunden y prestigian el género, conviene no olvidar el libro de Vicente Romero y Fernando F. Sanz: Valle de Alcudia (1957), que de alguna manera, por su enfoque, estilo y objetivos, parece prenunciar el género.

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1960. Esta es en aquel momento la gran revista que recoge las inquietudes de jóvenes universitarios, escritores y artistas, propugnando un modo muy especial de contemplar la realidad y tomar conciencia de la marcha del mundo en torno. Los principios del neorrealismo se aplican en esta revista no sólo al cine sino a diversos géneros literarios como la poesía, el teatro, la novela, el cuento y las otras artes, subrayando siempre la urgencia del testimonio documental.12 En ella colaboran prestigiosos nombres de la avanzadilla de las letras y artes de ambientes universitarios y de intelectuales de izquierda. Pero conviene hacer notar que Caminando por las Hurdes, «una obra madura que es modelo en su género», quiere ser parte de un vasto proyecto generacional que se propone «el trabajo que supone contar España». Trata de suplir el vacío informativo de muchos años de censura dando a conocer «cómo viven, piensan y trabajan los hombres de nuestro país», pero con la clara intención de lograr «una mayor y mejor comprensión social de los problemas de nuestro tiempo, en esta España que hay». Esta impresión es resaltada en el libro, que incluye algunos fotogramas de Tierra sin pan (1932), el «célebre reportaje de Buñuel». Las imágenes que ofrece el relato no pueden ser más desoladoras y los viajeros son conscientes de que lo que describen no son rincones aislados y casos extremos de pobreza, sino que están ofreciendo la imagen de una España olvidada, desconocida, pero existente en muchos lugares: «no ignoran que Hurdes de hambre y de miseria se desparraman profusamente por toda la geografía de la patria».13 Con ello se deja oír la voz testimonial y crítica de este tipo de narrativa. Estos episodios de «Estampas de mi viaje» (1958-1960) son anteriores a Campos de Níjar (1960) de Juan Goytisolo, que se publica el mismo año que Caminando por las Hurdes, donde a su vez se alude a los «capítulos publicados» de Campos de Níjar. Ambos libros, editados por Carlos Barral, lanzan simultáneamente el nuevo género que iba a pro-

12 Curiosamente, según hemos podido comprobar en varios números de Acento Cultural, la pintura no se deja arrastrar por esta moda neorrealista, sino que más bien cultiva las líneas abstractas, el informalismo, el dibujo geométrico, las manchas y rayas y la experimentación panespacial en pintores como Manuel Calvo, Fernando Mignoni y Antoni Tàpies. Puede verse, en especial, Moreno Galván (1959). 13 Las cosas habían cambiado tan poco desde el viaje de Buñuel que los autores añadieron que «cualquiera de las fotografías elegidas para el libro pudieran haber sido tomadas durante nuestro reciente viaje» (Ferres/López Salinas 1960: 9, 10).

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vocar una abundante cosecha de libros de viajes. Campos de Níjar de Juan Goytisolo es la otra obra capital que ayuda a definir y dar prestigio a este novedoso género, el libro de viajes testimonial, que surgía de necesidades profundas y de una estética muy peculiar. Goytisolo siente una fascinación especial por esa vivencia de belleza y subdesarrollo que él descubre en la región almeriense, a lo que él llamó «estética del Sur». El viaje no es un recorrido de placer, ni tiene connotaciones estéticas según la tradición de fin de siglo, sino que pinta y divulga una realidad callada por el régimen que es de por sí una severa denuncia del mismo. Es un relato que quiere ser objetivo, veraz y realista, como captado por una cámara fotográfica o de cine que se acerca a esos campos, pueblos y rincones de la geografía peninsular, para poner de relieve su atraso, insalubridad y condiciones míseras. Goytisolo, en fechas posteriores, hacía notar su proximidad a los postulados marxistas, su intento de cultivar la novela social, pero sobre todo ponía de relieve sus lazos con el neorrealismo italiano al dedicarse al reportaje y al libro de viajes testimonial: me esforzaré en adelante, al menos por un tiempo, en adecuar mi escritura a los postulados más o menos marxistas que esgrimo de puertas afuera: tras la fallida tentativa de novela social en La resaca, tantearé las realidades del reportaje narrativo y relato breve que, siguiendo las huellas de Rocco Scotellaro, Vittorini y Pavese, desenvolveré con mayor o menor ventura de Campos de Níjar a Pueblo en marcha (Goytisolo 1986: 22).

Siguieron otros numerosos libros del mismo signo. Tierra de olivos (1964) de Antonio Ferres, pinta la penuria y míseras condiciones de vida dominantes en los campos andaluces de Jaén y Córdoba; con obreros que merodean sin trabajo por las plazas de pueblos medio deshabitados en esta «tierra de olivos», de terratenientes y jornaleros de temporada, que pasan el resto del año en desesperada situación de paro. El libro de viajes adopta aquí la forma de ficción novelesca, ya que el narrador aparece disfrazado de viajante comercial al que su oficio le abre todas las puertas y todas las posibilidades de contacto social. Ramón Carnicer, en Donde las Hurdes se llaman Cabrera (1964), anota sus experiencias tras un viaje a pie en 1962 por la provincia de León en su frontera con Galicia, la llamada Cabrera Baja. En pueblos desolados habla con campesinos, curas, maestras, médicos, para constatar las duras condiciones en que viven. Con estos libros el público de las

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ciudades va descubriendo aspectos de la vida española de que no hablaba la prensa diaria. Alfonso Grosso y Armando López Salinas, en Por el río abajo (1966), nos llevan por la Andalucía olvidada del bajo Guadalquivir y describen con objetividad documental y casi fotográfica las ínfimas condiciones de vida de sus gentes. Es tal el vigor crítico que se hizo necesaria la publicación del libro en París. El fin testimonial va unido a una rotunda toma de conciencia ética y política de los narradores ante la injusticia. El público lector puede descubrir en un «testimonio vivo, trepidante, tembloroso» (como dice Antonio Ferres) nuevas bolsas de pobreza en la España triunfalista que daba a conocer la radio y la televisión. Víctor Chamorro en Las Hurdes, tierra sin tierra (1968), viene a revisitar las Hurdes, cuya situación escandalosamente pobre, tras las denuncias de Luis Buñuel en 1932 y Antonio Ferres y Armando López Salinas en 1960, había suscitado una agria controversia en la prensa. Chamorro nos ofrece una descripción visual y un relato que es una severa denuncia. Como dice el prologuista: «Víctor Chamorro levanta acta con la objetividad del notario y da fe de cuanto le acontece en sus largas caminatas por las Hurdes» (Chamorro 1983: 9). Así podríamos citar otras muchas obras. Jesús Torbado en Tierra mal bautizada (1969) nos lleva a la árida comarca que se extiende por las zonas limítrofes de las provincias de Palencia, Valladolid, León y Zamora, llamada Tierra de Campos, y describe con cruel realismo tierras desoladas y gentes sin ilusiones, dándole a su relato el interés del documental neorrealista. Soy consciente de que he tocado un tema de gran complejidad y de dimensiones que pueden resultar inabarcables.14 Lo que yo he querido subrayar en este ensayo ha sido cómo en un momento concreto de la historia literaria española (los años cincuenta y sesenta) el cine se convierte en un auténtico desafío para las letras y ejerce un poderoso impacto en diversos géneros literarios, particularmente en la narrativa. Es un fenómeno —como formula un crítico— «consistente en que ciertos escritores se han puesto a pensar sus obras en términos de cine por el simple hecho de que estaban naturalmente impregnados de él; consistente también en que el cine impuso a la novela, en lugar de la tradicional visión

14

A los libros que cito conviene añadir: Gimferrer (1999); Alonso (1997); PeñaArdid (1992, 1993); Quesada (1986); Urrutia (1984).

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novelesca, una visión cinematográfica» (Gutiérrez Carbajo 1993: 126). Esto nos lleva a la situación que describe C. B. Morris: Our understanding of Spanish literature of those years is complete only when we recognize the fertilization of words by images and measure the enrichment of theme, emotion, and technique brought by the cinema (Morris 1980: 165).

Se ha dicho que en arte nada es pasajero y que todo deja su huella. El neorrealismo italiano, su cine y su novela, ejercieron un poderoso impacto en el arte europeo de la posguerra e incluso dejaron su huella en el realismo americano. En España inyectó nueva vida a unas letras y unas artes raquíticas que habían quedado atrofiadas por el aislamiento de la censura y de la dictadura y que no sabían cómo superar su encierro. Gracias al neorrealismo no sólo la novela, la poesía y el teatro cobraron nuevo vigor y adoptaron una orientación acertada y fecunda, sino que surgió un nuevo género, el libro de viajes testimonial, que alimentó por unos años a numerosos lectores revelándoles facetas de la realidad española sistemáticamente encubiertas por la propaganda oficial. Los escritores de estos años deseaban no sólo crear una literatura de protesta y denuncia sino también cultivar un género y un lenguaje que, a tono con las artes de su entorno, incorporaba a su prosa los hallazgos más maduros y logrados del cine y de las letras europeas de aquel momento histórico.

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LA RADIO: UN NUEVO MEDIO DE INFORMACIÓN Y PROPAGANDA AL SERVICIO DE LAS VANGUARDIAS INTELECTUALES Y ARTÍSTICAS Paul Aubert

Entre los años de la Dictadura de Primo de Rivera y la Guerra Civil tiene lugar en España la expansión de la radiodifusión. Nace también un nuevo intelectual cuyas preocupaciones abarcan la totalidad de la vida social y no se circunscriben ya a la salvaguardia de los valores universales, ni a la esfera política ni a lo que Ortega llamaba «la política inmediata». En un contexto europeo equívoco, hecho de pacifismo y de nacionalismo agresivo, y en un contexto nacional de creciente tensión social, a unos jóvenes escritores, tales como Giménez Caballero o Gómez de la Serna, les fascina la estética de lo irracional y del surrealismo. Algunos temen que la invasión de la prensa escrita y hablada por la publicidad, contribuya a una degeneración conjunta del arte y de los medios de información bajo el dominio del capitalismo (Araquistáin 1916). Otros se interrogan sobre las consecuencias sociales y artísticas de la Primera Guerra mundial: «[...] el hombre de la posguerra será un hombre estéticamente desorientado y dará en el culto del infantilismo y del non-sens» (Machado 1963: 628). Tal pesimismo viene matizado para el hombre de la calle por la expresión de un desenfado y de una liberación de las costumbres. Poco impresionada por la crisis de la razón y del historicismo, la burguesía española comprueba que la vida diaria se ha hecho más fácil, mientras cierta modernidad empieza a imponer sus imágenes. La aceleración de la investigación científica desarrolla las adquisiciones teóricas o técnicas de principios de siglo. La difusión de las nuevas concepciones del hombre y del mundo, en cuya primera fila se sitúan el psicoanálisis y la relatividad, cambia las perspectivas.

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Desarrollo científico y problemas de sociedad favorecen la emergencia de nuevas formas de intervención de los intelectuales en la sociedad. Estos intelectuales encuentran un nuevo medio de expresión en la radio. Pero ésta es una apertura sobre lo cotidiano impropia a la transmisión de su tradicional discurso universal y tienen que elaborar un nuevo estilo.1

LA PALABRA AL ALCANCE DE LAS MASAS De medio de información (a finales de los años veinte) con la emisión de informativos y del diario hablado («La palabra» que inició Unión Radio en octubre de 1930), la radio —aunque tarda en enraizarse en la vida cultural del país— se convierte en medio de comunicación social del que se hace un uso político. Con la radio, en los años treinta, la palabra recobra un impacto popular. En los años 20, España está modernizándose y el sector primario deja de ser el más importante de la población activa. Los indicadores demográficos y económicos se acercan a los de los demás países occidentales.2 ¿Evoluciona el discurso de los intelectuales al pasar de la oratoria a la prensa y de ésta a la radio? Por una parte, la utilización de un nuevo medio de expresión no supone el abandono de otro; por otra, el recurso a la radio contribuye a un renacimiento de la oratoria y a la aparición de un público nuevo en una sociedad bastante joven y en plena transformación. Renace la ilusión del discurso verbal como instrumento de acción y de la cultura de masa hábilmente recalcado por el acompañamiento musical.

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La emisión radiofónica tiene un carácter inmediato, pero también efímero, que explica que ésta no haya podido guardar la memoria de sus orígenes. Los archivos radiofónicos ofrecen un testimonio sobre un nuevo medio de comunicación más que sobre el mismo contenido de sus emisiones. No en vano, se observa que a los oyentes les pareció oportuno dotarse de un órgano de prensa, siquiera para conocer los programas. 2 La esperanza de vida es de cuarenta años para el hombre y cuarenta y dos para la mujer, un tercio de la población tiene una edad igual o inferior a los catorce años. Las jornadas laborales son de diez horas. La semana laboral oficial es de sesenta horas, seis días a la semana. Sólo un 25% de la población infantil está escolarizada (Mitchell 1975).

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DE LA DICTADURA DE PRIMO DE RIVERA A LA GUERRA CIVIL Reservada hasta entonces al uso militar, la radio se desarrolla en España a partir de 1923 con la aparición de las primeras emisoras locales y luego con la progresiva constitución de una red nacional, tras una fase inicial de experimentación en radiotelefonía sin hilos entre 1916 y 1923. Una Real Orden del 14 de junio de 1924 regula el sistema de licencias de los aparatos receptores y las concesiones de las emisiones. A principios de la Dictadura de Primo de Rivera nacen Radio Barcelona y Radio Ibérica, la primera emisora con programación regular en España que, en julio de 1924, emitía todos los días de 10 a 12 de la noche. Entre 1924 y 1925 se suceden las concesiones: EAJ-2, Radio España de Madrid (8 de abril de 1925), EAJ-3, Radio Cádiz (12 de agosto de 1924), etc. El 21 de noviembre de 1924 se constituye Unión Radio. Si, a finales de la Dictadura de Primo de Rivera, la radio organiza su programación con la transmisión de conciertos y de ficciones dramáticas, de informaciones deportivas, de conferencias y de noticias, durante la República privilegia la difusión de música y noticias. Libre ya de la censura (entre el 11 de septiembre de 1930 y el 12 de diciembre de 1930, y luego desde el 7 de febrero de 1931 y hasta octubre de 1934), la radio informa en casa, en el despacho, en el café, sobre el cambio político que está produciéndose. Transmite el primer discurso de Alcalá Zamora desde la Puerta del Sol, la proclamación de la República catalana por Francesc Maciá desde el balcón de la Diputación de Barcelona, aunque sólo siete emisoras en la banda media logran propagar la noticia de la proclamación de la República, en Barcelona, Madrid, Valencia, San Sebastián, Sevilla y Asturias. Unión Radio da cuenta de la proclamación de la República y transmite la ceremonia de toma de posesión de los nuevos ayuntamientos republicanos de Madrid y Barcelona, así como la sesión de apertura del Congreso de 1931. Algunas sesiones de las Cortes Constituyentes y más tarde discursos de Melquíades Álvarez o de Manuel Azaña también se radiaron. Los españoles descubren entonces las voces de los nuevos líderes políticos.3 Se radia en directo una alocución del Presidente del Gobierno Provisional, el 29 de abril de 3 Azaña —como antes Fernández Florez— esboza una tipología de los oradores parlamentarios. Fernando de los Ríos es, a su parecer, «árido de vocabulario», y tiene «un tono más de conferenciante que de político». Albornoz «tiene un acento asturiano muy marcado, y entona una salmodia con altos y bajos en los timbres que se suceden a in-

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1931 (El Sol, 30-IV-1931).4 Azaña encuentra luego en la radio un medio que le permite hacer llegar su voz en el momento oportuno a la España popular, alejada de la vida política. Confiesa, sin embargo, que no le gusta el abuso que hacen de ella sus ministros, víctimas de lo que llama la «reporteritis» en cuanto gustan de las revelaciones indiscretas hechas delante de los micrófonos en los pasillos de las Cortes o se expresan ante él de Unión Radio. La radio infunde mayor efectividad a la oratoria que no logra adaptarse siempre al nuevo estilo de locución y se vale todavía de una retórica clásica, con amplios períodos y ademanes majestuosos. En este caso, la palabra no hace más que tomar el relevo de la escritura: en su gran mayoría, los discursos se leían. Los de Ortega estaban totalmente redactados. Azaña parecía saberse los suyos al dedillo. Unamuno los redactaba o improvisaba a partir de algunas palabras apuntadas. En este contexto que otorga una nueva importancia a la palabra, en contraste con los discursos de políticos respetuosos de las convenciones de la oratoria al uso, se oyen también por la radio los discursos menos conformistas de unos nuevos líderes que ya no comunican con una audiencia de élite, como en los años veinte, sino que buscan una audiencia más popular con un lenguaje y un tono más coloquiales, como Alejandro Lerroux cuya palabra demagógica alcanza un amplio auditorio con la febrilidad del verbo populista de antaño. Si las emisoras de radio hacen pública la vida institucional durante el periodo republicano, en 1932, la radio es el instrumento de los militares sublevados que se valen de Radio Sevilla para difundir el texto de su pronunciamiento. Se utiliza como instrumento de propaganda por primera vez durante la campaña electoral de 1933. Hasta tal punto que algunos oyentes protestan afirmando que «la radio ha olvidado sus fines artísticos y culturales y se ha metido en política» (Radio Sport, 99, 9-Xtervalos iguales y regulares, sin ninguna relación con la importancia de la palabra correspondiente, así unas veces se le oye elevar el timbre para decir ‘ministro’, u ‘opinión’, sin que se sepa por qué se engalla. Resulta ese énfasis huero muy ridículo». Encuentra a Luis Jiménez de Asúa «pedantísimo, y en suma superficial. ¡Qué tono, qué apostura!, ¡qué modo de triplicar las erres!» A propósito de Alcalá Zamora, apunta: «Lo sublime y lo ridículo andan revueltos en su acento y en su aspiración» (Azaña 1976, t. I: Albornoz: 331; de los Ríos: 223; Jiménez de Asúa: 202; Alcalá Zamora: 56). 4 Alberto Ghiraldo presenta la emisión en la que participan Clara Campoamor, Gregorio Marañón, Rodrigo Soriano, Eduardo Ortega y Gasset, Fernando de los Ríos y Niceto Alcalá Zamora. Azaña, indispuesto, declina la invitación (Azaña 1976: t. I, 336).

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1933). Luego el Gobierno prohíbe la propaganda electoral a través de la radio, como en las elecciones de febrero de 1936. Sólo interviene entonces el Presidente del Consejo, Portela Valladares, en Unión Radio con la que se han conectado las demás emisoras. Con la Guerra Civil, la radio se convierte en arma de batalla. Desde Unión Radio de Sevilla, Queipo de Llano manifiesta sus talentos de propagandista (sus emisiones entre el 18 de julio de 1936 y el 1° de febrero de 1938 llegaron a ser famosas) mientras en la zona republicana, el Gobierno utiliza para su propaganda las emisoras de Madrid, Barcelona y Valencia. Por fin, Besteiro, el 6 de marzo de 1939, reivindica desde Unión Radio Madrid, en nombre del «Consejo Nacional de Defensa» presidido por el general Miaja, «una paz digna y honrosa», buscando en la radio la publicidad que legitime la rendición de Madrid. Franco había utilizado también las nuevas instalaciones de la recién creada Radio Nacional de España en Barcelona para «saludar a toda España», el 21 de febrero.

EL MONOPOLIO DE UNIÓN RADIO La aplicación, por algunos capitalistas del esquema que habían puesto en práctica en los sectores del papel, de la prensa y de la edición (Cabrera 1994; Aubert 1995: 345-376) permite a la empresa Unión Radio, fundada en 1925 y dirigida por el ingeniero de caminos Ricardo Urgoiti Somovilla, constituir una red que le otorga un monopolio de hecho antes que acabe la década de los años veinte. La preeminencia de los intereses privados tiene como consecuencia la ausencia de cobertura de las zonas no rentables y un retraso del país en comparación con los demás países europeos. En 1930, todas las estaciones emisoras —con la excepción de Radio Asturias, Radio Asociación de Cataluña y Radio España de Madrid— pertenecen a Unión Radio —Radio Barcelona, Radio San Sebastián, Radio Sevilla, Unión Radio Madrid— a las que se une, a finales del verano de 1931, Radio Valencia. Tal proceso de concentración contribuye a mejorar los programas. No obstante, los nostálgicos de la prensa de opinión temen las consecuencias de la industrialización de los medios de información5 y no puede evitarse lo que Luis Araquistáin preveía 5 Cuando se lanzó al mercado la película hablada, a finales de los años veinte, los escritores mayores expresaron sus reservas. Si Azorín no ocultó su entusiasmo, Antonio

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desde 1916, en su artículo titulado «El periódico industrial», la invasión de la prensa escrita y hablada por la publicidad: «Yo no desespero de oír algún día una ópera o sinfonía compuesta para enaltecer cualquier jabón maravilloso o cualquier mágico específico contra el reuma» (España, 57, 24-II-1916). Esta producción, que alcanza un público universal, indujo cierta uniformización del género e incluso un mimetismo, que borró, con fines comerciales, cualquier rasgo nacional demasiado acentuado, pero, a lo largo de los años que nos ocupan, la radio, que estuvo sometida al control del Estado, se libró de este peligro. Según las primeras estadísticas de que disponemos para España —que no incluyen los receptores de galena fabricados por los aficionados—, el número de receptores de radio oficialmente declarados pasó de 45.877 en 1930 a unos 213.004 en 1934 y a 259.512, al año siguiente, para alcanzar unos 303.983 en 1936. Lo cual representa, a pesar de la debilidad del número de receptores en cifras absolutas, una progresión anual de un 25%, comparable con la de los demás países occidentales. La región de Madrid es la que más receptores tiene (20,4 por mil habitantes), seguida por la de Barcelona (18 por mil). La de Orense es la que tiene menos (0,66 por mil). En 1935, España tiene 24 millones de habitantes. Para este año, Manuel Tuñón de Lara (1972: 840) da la cifra de once aparatos de lámparas por cien habitantes en medio urbano.6

UN NUEVO FACTOR DE SOCIABILIDAD Y DE FORMACIÓN DE LA OPINIÓN A finales de los años veinte, la radio es un nuevo factor de sociabilidad. La práctica de la escucha colectiva, en particular en los cafés, es frecuente, puesto que el número de receptores es todavía reducido. El impacto de la transmisión directa irá creciendo con los progresos técnicos y llegará a transformar en verdaderos acontecimientos algunos sucesos: una corrida desde Las Ventas, el 8 de octubre de 1925 en la que

Machado, que siempre se había burlado del micrófono, expresó su temor de ver al hombre privado de su imaginación por este nuevo medio de difusión destinado a las muchedumbres: «El cine [...] no tiene para nosotros más interés que una bola de billar rebotando en las bandas de una mesa», confesó a Luis Buñuel (La Gaceta Literaria, 45, 1° de octubre de 1928). 6 Fuentes: El Sol, 13 de junio de 1935, 6; Ezcurra (1974: 207-208); Mitchell (1975: 667-669).

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participa Juan Belmonte; el combate de boxeo que opone Uzcudún y Spalla, el 15 de mayo de 1926, en Barcelona; el partido de fútbol Zaragoza-Real de Madrid, en mayo de 1927. Pero la radio va conquistando sus públicos potenciales, más allá de la élite inicial, con emisiones destinadas a las señoras y haciendo del fútbol un deporte de masas. Paralelamente los programas van diversificándose. Progresa la ficción, en particular con la difusión diaria del folletón sacado de la novela de Eustache Amadeo Jolly Dix, Les aventures d’un parisien à Madrid. Mejora la calidad de la producción cultural. En 1926, es radiada una obra de Aristófanes, Las nubes, seguida, poco tiempo después, por una adaptación de El Alcalde de Zalamea de Calderón. Luego serán clases de francés, de inglés, de estenografía o de dicción. La radio transmite obras de teatro con comentarios de unos locutores que tienen que intervenir desde el estudio para describir oportunamente el escenario, procurando que el oyente ambiente las palabras que lleguen hasta él. Se sugiere incluso que, de ahora en adelante, el crítico de teatro tendría que hablar en directo desde un palco durante la representación. Hubo, por otra parte, una voluntad de fomentar la creación de un «nuevo teatro» de las ondas. El concurso de «radio sainetes», convocado por Unión Radio Madrid a través de la revista Ondas en julio de 1925 tiene esta ambición. Se trata de promover la creación de una «literatura nueva, ya que la frase ha de suplir el gesto» (Ondas, 6, 26-VII-1925). A principios de los años treinta, gracias a nuevas emisiones, como el diario hablado, «La Palabra», de Unión Radio, o a la transmisión de los grandes acontecimientos políticos, cuando se autoriza, la radio llega a ser un instrumento de formación de la opinión pública. El Patronato de Misiones Pedagógicas, creado el 29 de mayo de 1931 bajo la presidencia de Manuel Bartolomé Cossío, cuenta también con el poder de la radio para llevar a cabo su tarea educadora, organizando sesiones de audición de música radiofónica. El aumento del número de receptores hará de ella después de 1939 un medio de comunicación de masas y de propaganda política. De ahora en adelante la transmisión de ciertas manifestaciones culturales es corriente. Por ejemplo, el 9 de mayo de 1935, cuando la inauguración de la tercera Feria del libro, los escritores pueden hablar en directo de su obra y de la literatura contemporánea. El mismo día, José Bergamín pronuncia una breve conferencia con motivo del homenaje a Lope de Vega organizado por Unión Radio (El Sol, 10-V-1935). El 30 mayo de 1935, Claudio Sánchez Albornoz habla de la Edad Media.

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La radio desempeña también un papel político importante durante el pronunciamiento frustrado del general Sanjurjo, porque, si los rebeldes intentan en vano apoderarse de las emisoras de Madrid, logran transmitir el manifiesto del general por Radio Sevilla, el 10 de agosto de 1932 (El Sol, 11-VIII-1932). Pero el Gobierno no provoca ninguna guerra de las ondas y no se vale de aquel nuevo medio de comunicación para combatir la sublevación. Más importante es el papel de la radio antes de las elecciones legislativas de noviembre de 1933. Hasta tal punto que el Gobierno acaba regulando su uso durante la campaña electoral, para evitar cualquier propaganda intempestiva y lo limita a la radiación de los discursos autorizados. El 17 de noviembre, los discursos de Marcelino Domingo, Manuel de la Torre y Manuel Azaña, pronunciados durante el mitin del Teatro Metropolitano, se radian en directo, así como los de Goicoecha en Cuenca y en Madrid. La radio cobra paulatinamente una importancia creciente en la vida política española. Así es cómo el nuevo jefe de Gobierno, Alejandro Lerroux, inaugura su mandato por una alocución grabada desde el Palacio Nacional (El Sol, 10X-1933). La radio desempeña también un papel importante cuando las elecciones del 16 de febrero de 1936 dando cuenta de la gira que hizo Manuel Azaña por los distritos electorales de la capital y difundiendo rápidamente noticias de la provincia. Por fin el Gobierno se dirige al país cuando se conocen los resultados («El gobierno se dirige al país por medio de la ‘radio’», El Sol, 18-II-1936, 3). Además, la radio encuentra entre los analfabetos un público maravillado, asiduo e inquieto. El ministerio de Agricultura organiza emisiones destinadas a los campesinos sobre el trabajo agrícola y una información sobre el cultivo de la patata (Escobar 1987: 167). Fue en el campo donde el impacto de la radio fue mayor, aunque España carecía de un servicio de información meteorológica y de transmisión de la evolución del precio del mercado de los productos agrícolas, que existía en otros países europeos (Francisco Franco, «La ‘radio’ en el campo», El Sol, 30-V1935, 6). La ley del 26 de junio de 1934 otorga el monopolio de la radiodifusión al Estado y pretende sustituir las emisoras locales por una nacional. Entre 1934 y 1936, la lucha ideológica encuentra en la radio un vector privilegiado. Los partidos políticos y los sindicatos multiplican las emisoras locales y acceden de esta manera a la comunicación de masa en directo. Durante la Guerra Civil ambos campos utilizan la radio con fines

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propagandísticos y solicitan a los intelectuales: Antonio Machado, Alberti, por ejemplo, en el campo republicano; Giménez Caballero, Dionisio Ridruejo, en el franquista.

LOS INTELECTUALES Y LA RADIO En los primeros años de la II República, algunos escritores se percatan de la importancia de este medio para alcanzar directamente a un mayor público y de los cambios que esta práctica supone para el periodismo y la literatura. Aunque los programas son todavía limitados, la radio difunde la palabra de los grandes intelectuales del momento, fascina algunos escritores, como Tomás Borrás, autor de la comedia radiofónica Todos los ruidos de aquel día. Además de Ramón Gómez de la Serna o de Alejandro Casona, con sus Charlas radiofónicas (Casona 1982), José Ortega y Gasset fue sin duda el intelectual más solicitado por los periodistas de Unión Radio. Su discurso del 6 diciembre de 1931 en el teatro de la Ópera se radió en directo, preferentemente al del ministro de Hacienda, Indalecio Prieto, pronunciado al mismo tiempo en el teatro María Guerrero (El Sol, 8-XII-1931), lo que revela la importancia de su magisterio. La presencia de altavoces en la calle y de receptores en los lugares públicos permitía a la radio tener una audiencia mayor que la prensa. Pero, de alguna manera, nutría la prensa que reproducía al día siguiente los discursos que ésta había transmitido y solía, como el diario El Sol, dedicarle una sección especializada en la página seis, los jueves, titulada «Radiotelefonía» (bajo la responsabilidad de un periodista llamado Francisco Franco). Evoluciona la programación que pasa de simple reportaje a verdadera creación de programas originales. Sólo a Azorín (el de Surrealismo, convencido de que la colocación de un micrófono en el hall de la estación de Atocha capaz de grabar todas las conversaciones daría cuenta de una nueva realidad) y sobre todo a Gómez de la Serna se les ocurre valerse de la radio con fines literarios o artísticos. Para ellos, se trata de contribuir a la invención de una nueva creatividad cotidiana, de descubrir la percepción de una nueva simultaneidad poniendo los ruidos y las palabras de la calle al alcance de la mayoría.

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RAMÓN: HACIA EL INSTANTE UNIVERSAL Entre la publicidad y la información, valiéndose del carácter imperioso e inopinado de la palabra radiada, Ramón Gómez de la Serna supo hacer de este nuevo medio de información —que alcanzaba todos los oídos al penetrar por todos los tejados de la ciudad— si no ya un medio de comunicación de masas, al menos el vehículo de lo cotidiano. Da por la noche su «parte del día», que es el comentario de algún suceso de inmediata actualidad cultural, estrenos teatrales o musicales y permanece fiel a esta cita (excepto cuando viaja por Latinoamérica) hasta el 11 de julio de 1936.7 Ramón llega a Unión Radio siguiendo a Ricardo Urgoiti, después de haber colaborado con el padre, Nicolás M.a, el fundador de La Papelera Española, en el diario El Sol y en la posterior aventura de los periódicos Crisol y Luz que surgieron a raíz de la crisis que conoció El Sol, en marzo de 1931. La actividad radiofónica de Ramón se caracteriza por sus relatos y la fabricación de sentencias paradójicas que llama greguerías y que viene publicando desde 1918 hasta el final de su vida (en 1919, 1929, 1935, 1940 y que reunirá en 1962 en su totalidad), así como su labor pionera en dos géneros nuevos, el reportaje y la carta hablada. La revista Ondas está convencida de que ha encontrado en Ramón, por su personalidad y sus intereses, al colaborador peculiar que necesita —«espíritu moderno, ávido de cosas nuevas», escritor que lleva dentro «más ventanas que el edificio de la Telefónica»—, y por el método que éste pretende seguir: «Ramón Gómez de la Serna colocará el micrófono donde su vista observe una posibilidad informativa». Procurará adelantarse al acontecimiento que sólo alcanzará dicha categoría al ser radiado en directo. «Ante la nueva máquina pondrá su voz —anticipa la revista— para lanzarla al espacio envuelta en esa originalidad de frase y de imágenes que son cualidades específicas en el estilo del ilustre compañero» (Ventín Pereira 1987: 23). Se supone, por consiguiente, que Ramón ya hizo alarde en su obra literaria de todas las cualidades requeridas por el nuevo oficio de reportero. Esta nueva máquina a la que alude el artículo de la revista es el micrófono, que representa lo único concreto, con el re-

7 Otra cita diaria de los oyentes fue la escucha del folletón radiofónico. Pero éste conoció su hora de gloria cuando se convirtió, después de la Guerra Civil y hasta mediados de los años sesenta, en distracción cotidiana de la España vencida (Barea 1994).

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ceptor que pone en relación con la nueva realidad. Este embudo que permite alcanzar la universalidad o, mejor dicho, hallar inmediatamente un auditorio. Se trata de un aparato imponente, de un disco espeso colocado encima de un pie metálico delante del cual el locutor está de pie en actitud grave y solemne. Ramón llega a transformarlo en objeto animado que se tuerce, se ladea. Ramón Gómez de la Serna ve en la emisión radiofónica el medio de alcanzar a la gran mayoría que no lee la prensa. Desde el torreón en que había instalado su despacho, rodeado por objetos encontrados en el rastro de los que sacaba los sonidos más inauditos, supo practicar hábilmente con su voz grave, el reportaje y la crónica radiofónica. «No es la información pensada y recortada en las mesas del periódico sino la expresión rápida de lo que se ve y se percibe en los instantes en que el periodista se halla delante del suceso», apunta la revista Ondas, la revista creada por Unión Radio, al anunciar el primer reportaje confiado a Ramón Gómez de la Serna (Ventín Pereira 1987: 23). Este escritor vanguardista, que inventó en España el reportaje radiofónico, acabó afirmando: En mis tarjetas, aunque nunca puse ningún cargo, escribiré bajo mi nombre, en destacada letra cursiva : POSEEDOR DE MICRÓFONO PRIVADO EN FUNCIONES UNIVERSALES. Ese título rimbombante me obliga mucho a una vigilancia sin tregua y a un deber apretado de responsabilidades. (Ondas, 281, 1-XI- 1930)

Así explicaba las razones que le habían conducido, a finales de 1930, a pedirle a Unión Radio que instale un micrófono en su despacho («un embudo directo con la redacción») para poder intervenir en cualquier momento en las ondas y comentar en ellas la actualidad. Es el primer micrófono que posee un escritor conectado a la estación central y con derecho a intervenir en medio de las emisiones. Lo cual sugiere que Urgoiti confía en la capacidad de improvisación de Ramón quien, con estas intervenciones inopinadas, da otro cariz al reportaje radiofónico en directo puesto que crea una nueva realidad.8 «Quiero inaugurar desde París un nuevo sistema de corresponsalía», apunta Ramón quien quiso crear una nueva rea8

Para las referencias en este apartado, véase Ventín Pereira (1987).

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lidad pero tuvo que contentarse con crear un nuevo lenguaje. Éste le sirvió para explicar fenómenos tan inmateriales como aquellas ondas, ruidos inoportunos, que se insinúan por doquier como parásitos y que Ramón procuró domar mediante un sinfín de metáforas con el vocabulario de la peluquería, el léxico acuático o marítimo. Sobre el particular, Ramón es fatalista: «Hay días en que el micrófono burbujea al hablar», aunque es capaz también de adoptar un tono sentencioso para explicar lo que es la interferencia: «los gnomos de la radio juegan al fútbol en los campos magnéticos». Se vale a veces de este tipo de explicación inaudita para dilucidar a su manera misterios históricos afirmando rotundamente que «las pirámides de Egipto fueron las antenas de los aparatos emisores de T.S.H. que utilizaron los egipcios como lanzadores sólo de oraciones a sus dioses». Publica también cuentos en la revista Ondas que pretenden glosar la omnipresencia y la inmaterialidad de la radio, como el titulado «El niño destripó el micrófono para saber qué tenía el micrófono dentro y cuál era el secreto de sus entrañas», quiso abrirlo con un abrelatas y se le escaparon mariposas. O el mismo micrófono, que, animado e independizado, se atreve a preguntar cándida e impacientemente: «¿cuándo nacerá la oreja?», es decir un sentido humano capaz de percibir todos los matices de los ruidos diarios que transmite la técnica. Gómez de la Serna precisaba ya en 1928, en un artículo titulado «Radio humor. El nuevo rotativo», con un evidente entusiasmo cómo concebía la exploración de la simultaneidad, esta nueva faceta de su oficio de periodista: El cronista de este nuevo rotativo con onda continua estará de servicio permanente desde la mañana a la noche, dispuesto a pergeñar su crónica urgente en cuanto el teléfono le dé la noticia temática. Los telegramas llegarán al periódico radiado por el Morse, e inmediatamente, aún palpitante el titiriteo del Morse, serán traducidos y lanzados. Las noticias serán de lo más frescas que se han podido alcanzar nunca, y aun se sentirá el ruido de la explosión en el mundo cuando se noticie la catástrofe explosiva. (Ondas, 152, 13-V-1928)

EL REPORTAJE Y LA CARTA HABLADA Ramón gana el concurso libre de reportajes radiofónicos, convocado por Unión Radio, cuyo reglamento publica la revista Ondas del 23 de no-

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viembre de 1929: «Podrán tomar parte todos los periodistas en activo que trabajen en diarios, revistas o agencias informativas de Madrid». A finales de diciembre inaugura sus emisiones semanales con un reportaje realizado en directo desde la Puerta del Sol. La revista Ondas hace hincapié en esta «nueva modalidad de reportaje» y explica luego que ésta «tendrá que concretar en la palabra cuanto a su alrededor observe, transmitiendo emociones vivas, sintetizando en las imágenes, los varios aspectos del suceso que va desarrollando ante el micrófono» (Ventín Pereira 1987: 255). Se trata de un ejercicio nuevo que requiere del periodista un gran sentido de la improvisación pues tiene que hacer alarde de una gran vivacidad intelectual para hallar en el acto las palabras que se adecuen a la sorprendente realidad que se esboza y que haga compartir a los oyentes el entusiasmo, la sorpresa y la emoción del reportero. Pero Ramón piensa también en la heterogeneidad del público oyente a quien tiene que seducir, introduciéndose en su intimidad, y sorprender «cuando aún colean los acontecimientos» (Gómez de la Serna 1974: 502). El escritor entiende que dispone de un medio capaz de hacerle competencia a la prensa y de alcanzar a la mayoría. Así es cómo Ramón Gómez de la Serna sienta las bases del reportaje radiofónico y llega a ser, al abrir en directo el micrófono de Unión Radio a los personajes pintorescos (el jefe de billares del café de Levante, un vendedor de décimas o de gomas para los paraguas) y a los ruidos de la Puerta del Sol, «el cronista de guardia» de la sociedad española, según el título de una de sus emisiones. De ahora en adelante, las ocurrencias de quien se vanagloria de ser el primer escritor dotado de un micrófono, no tienen límites. Pone toda su ambición, todo su talento y su «voz atronadora y ciclotrónica», según la expresión de Ernesto Giménez Caballero (Giménez Caballero 1979: 70) al servicio del culto al instante: Asimismo glosaré el color del día extraño, la nevada cuando esté poniendo quejadas blancas en las ondas, la impresión de una de esas lunas que no se parecen a las demás noches, el cometa que acaba de cruzar el cielo, todo lo que se vea por mi balcón, lo recién presenciado y lo recién sucedido. Mi voz será como la voz de la intimidad y de la conciencia, dando los últimos alcances del mundo, para lo que lanzaré los más urgentes «¿qué pasa?» por mi teléfono. La bagatela reunida con lo trascendental [...].

Así lo confiesa Ramón (Ondas, 281, 1-XI-1930), convencido de convertir el diario del escritor en género nuevo, capaz de hacer penetrar el

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universo entero en su intimidad aunque esta tensión que experimenta le da a veces la sensación de hablar como si fuera la última vez: Para mí el sillón del conferenciante de radio, con todo lo que tiene de seductor y adorable, es el que más se parece al sillón en que se electrocuta a los condenados a muerte en Norte América. Pasa por uno al actuar una corriente de alta tensión. Siente siempre esa emoción de despedida final del mundo, de confesión de última hora, de adiós supremo (Gómez de la Serna 1974: 504).

Ramón Gómez de la Serna es también el primero que graba programas destinados a ser radiados en diferido. Ricardo Urgoiti inaugura en mayo de 1930, una sección llamada «Cartas habladas» que consiste en la difusión de una grabación previa —«palabra enlatada», la llama Ramón— destinada a suplir las ausencias del escritor, en particular cuando viaja por Latinoamérica durante ocho meses a finales de 1931.

LA «GREGUERÍA ONDULADA» Ramón se vale de las ondas para ponerlas al servicio de su espontaneidad y difundir sus propias ocurrencias. Fue sin duda el primero en percatarse del carácter lúdico de este nuevo medio y en dotarlo de un nuevo lenguaje improvisado, capaz no sólo de captar la actualidad —de ser tan rápido como ella— sino también de transmitir la emoción experimentada frente al acontecimiento inopinado. Escribió entre 1925 y 1935 centenares de greguerías (muchas de ellas publicadas en la revista Ondas entre 1927 y 1929) y cuentos y participó en la tertulia radiofónica de «La Pandilla» y en emisiones humorísticas de Unión Radio que no duda en llamar «nuestro humorista de guardia». El mismo Ramón convierte su despacho en «taller de greguerías» (Ondas, 1-XI-1930). Fruto de un pensamiento poético heterogeneizador (Machado 1963: 430), la greguería nace del equilibrio entre la evidencia injustificable y la justificación inopinada. Es una palabra fragmentaria que superpone varios lenguajes. Cada uno reproduce, modifica, desplaza o rectifica los demás en una perpetua reestructuración de los puntos de vista, del discurso poético y del universo abarcado. Letrada o ingenua, está abierta siempre sobre un mundo nuevo o por reinventar: que se trate de una definición, de la formulación de una intuición, de un lugar común, salidos de un vértigo en el que

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el mismo artista no puede perderse porque está imponiendo su voluntad desde fuera y vuelve a descubrir un mundo nuevamente ordenado según sus propios sentidos. Sensación primero, observación luego, la greguería es también una fórmula cuyo resorte es la analogía, forzada a no. Al fingir haber brotado de la nada, no admite ninguna anterioridad en la historia del pensamiento. El único parentesco que acepta Ramón Gómez de la Serna es el de los haï-kaïs9 o de las kasidas arabigo-andaluzas, haciendo de ellas, como en el caso de la metáfora, unos frutos occidentales de Oriente. La comparación se vuelve atributiva (ser como, ser de, ser el) y de analogía forzada se hace imagen. Salida de un método anti-cartesiano, que no acepta por verdadero ningún objeto pero ve en cualquier forma la virtual metamorfosis de éste, está abierta sobre la imaginación cuando el aforismo y la sentencia se cierra sobre el raciocinio. La fórmula de Ramón, porque no es lógica, no tiene la frialdad de las del clasicismo de Vauvenargues o de La Rochefoucauld (a quien nuestro poeta odiaba). Lentamente, pacientemente con la minucia de un miniaturista, de un pequeño funcionario aficionado al surrealismo, Ramón ha vuelto a pintar el mundo, con el entusiasmo y la candidez de quien sabe que «la palabra es, como la electricidad, una fuerza viva y torrencial que hay que sacudir para devolverle su vigor» prosiguiendo de modo regular en los márgenes de lo inefable y de lo inaudito, la exploración de los presentimientos de la surrealidad. Esta teoría y práctica de la radiodifusión se prolonga con una carga metafórica, lúdica y didáctica de la greguería, porque con su comentario, la realidad llega a ser algo más de lo que fue. Ramón logra transfigurarla con la adjunción de nuevas interpretaciones al mismo tiempo que pone sus oyentes en contacto con nuevos conceptos y nuevos vocablos —fading, toma de tierra, campos magnéticos— que designan un universo misterioso en la distancia que mide entre el silencio y la palabra radiada, el eco y los parásitos radioeléctricos. La greguería intenta calificar por pinceladas u ocurrencias sucesivas esta realidad inmaterial que son las ondas: «sedosa cabellera de la vida», «espejismo del oído», «ovillejo de ondas», esta realidad de la que se perciben sólo los ruidos. De la misma manera que había elaborado una tipología de la voz («hay 9 Valéry Larbaud acepta la expresión en el prólogo a la traducción al francés de las primeras greguerías, hecha con Matilde Pomès, con el título de Echantillons (Paris, Grasset, 1923) en la que llama las greguerías «crialleries», traducción muy discutible cuando «greguería» se aproxima más a «algarabía», charabia en francés.

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conferenciantes que parecen echar polvorones»), un estudio de los tictac y esbozado una «psicología comparada de los gallineros» (Gómez de la Serna 1974: 503), Ramón acaba proponiendo una tipología de las ondas en las greguerías dedicadas al universo radiofónico.

EL TIEMPO DE LAS VANGUARDIAS A la hora de definir, en este mundo difícil de aprehender, las modalidades y el tiempo propios a las vanguardias en España, es decir: una percepción de la realidad que parece ensancharse o diluirse hasta lo infinito y una conexión con los movimientos europeos de los años veinte, nos consta que el progreso técnico no está ligado al historicismo ni a la visión de una humanidad que camina hacia el progreso político, social y moral. Tampoco cree el intelectual que le toca todavía actuar para acelerar el curso de la Historia. Al contrario, ha descubierto, con la radio, la fugacidad, la futilidad y la fragilidad de la vida, y quizá la inutilidad de la misión cultural y política que se asignaba.

PERPLEJIDAD DEL INTELECTUAL Entre el elitismo que practica y el antiintelectualismo que genera esta actitud en la sociedad, entre su deseo de formar el partido de la cultura y la aparición de las masas que piden otra cosa, el intelectual se siente descolocado. Los años de lucha que acaban con la Primera Guerra mundial no han permitido superar el malestar del intelectual tradicional: «Vivimos en una época de transición y de fluencia. En rincón ninguno de la tierra hallaremos unidad ideológica y sentimental», confesaba Pérez de Ayala («Público, pueblo y plebe», El Sol, 24-XI-1927), planteando proféticamente la cuestión de la identidad, de la ubicación y del papel del intelectual en la crisis de la sociedad burguesa. La Historia se encargaría de justificar tal pesimismo: pasados los momentos de crítica o de indignación, el intelectual tuvo que elegir entre su papel crítico y su función política. Entre la impresión de mayor libertad que experimenta y la comprobación de la fragilidad de este nuevo universo, se inscribe la perplejidad del intelectual que puede traducirse también por la actuación de Ramón Gómez de la Serna, en general, y sus intervenciones radiofónicas, en particular.

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Esta práctica, que alcanza un nuevo público, induce una nueva relación entre la literatura y el nuevo lenguaje, entre lo inmediato y lo universal, entre lo privado y lo público. En el caso de Ramón Gómez de la Serna desemboca sobre una teoría de la comunicación radiofónica. Más allá de la necesidad humana de comunicar, se trata de inventar, de modelar una nueva realidad mediante esta nueva herramienta que es la radio. Se oye lo que no se ve. Se describe lo que se descubre. Pero de estas actuaciones quedan pocas grabaciones. De tal manera que vuelven a lo efímero aunque no a la nada: «lo que no ha existido no puede desaparecer», explica Ramón. Estas reflexiones generales en torno a la palabra concebida como «fuerza viva y torrencial» comparable a la electricidad reflejan a su parecer, la ansiedad, «el mal estado de nervios en que está el hombre contemporáneo», al mismo tiempo que traducen la sensación de ubicuidad gracias a la abolición de las fronteras que opera el fluir de las ondas y la presencia del receptor de radio en la intimidad del hogar. En los años veinte se vive la abolición de muchos límites y de muchas fronteras. El horizonte parece dilatarse hacia lo infinito y al mismo tiempo se tiene miedo al porvenir porque se percibe un universo acelerado y, por consiguiente, más frágil. La consabida generación de la posguerra se encuentra en una encrucijada abierta a todos los vientos. A nivel económico, descubre este fenómeno nuevo que es la inflación, cuando la competencia extranjera incita a los gobiernos españoles a volver al proteccionismo y al intervencionismo. A nivel social está desconcertada por la aparición de las masas. La exigencia democrática rige su concepción de la vida política pero el análisis de la situación de la posguerra y el desprestigio del parlamento fomentan el debate en torno a un nuevo modo de representación parlamentaria de tipo corporativo de signo laborista (Lloyd George en Inglaterra) y luego autoritario (Mussolini en Italia). El dilema entre reforma y revolución se transforma en alternativa entre revolución y contrarrevolución que se polariza pronto en torno al bolchevismo y el fascismo, dividiendo a los escritores vanguardistas.

HACIA UN ARTE PERFORMATIVO En estos tiempos de inquietud social y de incertidumbre política, la literatura también evoluciona. Más allá de las exigencias del relato objetivo, se descubre el placer de narrar que se fundamenta en la autobio-

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grafía y se asigna un papel social al relato. Paralelamente, la poesía reacciona contra el academismo, con el uso y abuso de la metáfora que permite crear siempre otro universo, otra realidad hacia un horizonte que va huyendo siempre sin desaparecer jamás. Los artistas españoles ya no se quejan de su aislamiento (Manifiesto de los artistas ibéricos, 1925) y han conectado con los movimientos de la vanguardia europea. Todos estos cambios dan a unos intelectuales y artistas, que se debaten entre la eficacia del elitismo, la búsqueda de un público y la solidaridad con las masas, la sensación de un mundo abierto a todas las aventuras. Pero la impresión de mayor libertad que experimentan viene matizada por la inquietud de que a lo mejor aquello no va a durar y de que es urgente apresurarse a hacer todas las experiencias vitales posibles: «Hay que decir todas las frases, hay que fantasear todas las fantasías, hay que apuntar todas las realidades, hay que cruzar cuantas veces se pueda la carta del vasto mundo, el mundo que se morirá de un apagón», concluye Ramón Gómez de la Serna (1946: 287), como si de repente el mundo le quedara demasiado ancho, haciendo eco al temor que expresara ya «el cronista de guardia» de la sociedad que quiso ser en 1928, desde el micrófono de Unión Radio y presentando la vida como percepción de una realidad fugaz y fragmentada: «un día quizá radie mi último suspiro» (Ondas, 281, 1-XI-1930). Más allá de la dimensión espectacular y efímera de la conferencia y del «ramonismo» entendido como arte performativo, todo parecía posible o, al menos, se intuía que todo estaba por hacer. Puesto que cambiaba la percepción que se tenía de la realidad, el nuevo reportero era el poeta demiurgo del futuro. Un verso de Huidobro resumía el empeño: «Poeta, no cantes la lluvia, haz llover». La radio contribuye a esta ruptura temática y formal con la realidad y con el arte académico. En un momento en que se comprueba o se reivindica una crisis de la representación, la radio ayuda a forjar la doctrina de un arte productor de palabras o de objetos que llevan en sí su propia finalidad. Ya no se trata sólo de decir el mundo detrás de un micrófono a unos oyentes que tienen que imaginarlo a partir de las indicaciones que dé el locutor, sino de crear una nueva realidad con visos iconoclastas y alegres. Más allá de su aspecto lúdico, la metáfora sugiere la presencia simultánea de paradigmas múltiples. Es un juego. Acumula sorpresas. Parece capaz de dar cuenta de todas las potencialidades de la realidad y del lenguaje. Esta conquista del espacio, esta impresión de inmaterialidad de la vida viene explorada y amplificada por

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este nuevo medio de comunicación que es la radio. Y nos consta que Ramón Gómez de la Serna enseñó el camino. *** Si no puede negarse que la radio contribuyó a la formación de la opinión pública en España, a partir de finales de los años veinte, no fue, a pesar del impacto de la palabra directa y del carácter inmediato de las transmisiones, un contrapoder a semejanza de lo que fue la prensa, con sus intelectuales, a lo largo de los años diez. No desempeñó un papel tan importante como en Alemania, donde estaba veinticinco veces más desarrollada («El desarrollo de la radiodifusión alemana en el último año y medio», El Sol, 30-V-1935, 6), pero siguió siendo entre las manos del Estado un instrumento más eficaz que la prensa, aunque no contribuyó a la decadencia tan anunciada de ésta. De medio de información privilegiado, capaz de hacer vivir en directo los grandes acontecimientos, llegó a ser en España, durante la República, un instrumento político sometido a un control ideológico pero dejado hasta 1934 a la iniciativa del sector privado antes de convertirse en vector de la propaganda de ambos campos durante la Guerra Civil. Pero no deja de ser, en los años veinte y treinta, a pesar de las reticencias de los escritores de las anteriores promociones, uno de los órganos de expresión predilectos de las vanguardias literarias y políticas. Pero, la modernidad, al transformarse, gracias a la radio, en contemporaneidad llega a ser más una actitud que un proyecto, cuando una nueva relación al saber y al poder obligaba a los intelectuales a interrogarse sobre las formaciones y luego sobre las normas y las formas de su compromiso.

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«Ya que se contrae el mundo gracias a la telecomunicación, lo tenemos que ensanchar por la invención. La invención es cada día más importante.» Ramón Gómez de la Serna, Ismos (1931) «Noi inventeremo insieme ciò che io chiamo l’immaginazione senza fili...» F. T. Marinetti (1912)

La obra de Ramón Gómez de la Serna constituye, en palabras de Julio Cortázar, «una lección inigualada de libertad y de imaginación» (Cortázar 1978: 1). Como es bien sabido, se trata de una obra inmensa, inconmensurable, prácticamente indefinible, basada en la práctica de una especie de «terrorismo cultural» cuyo objetivo es la destrucción sistemática de todo lo que la tradición y las convenciones literarias ofrecían a comienzos del siglo XX (Flórez 1988: 407). Recordemos que Pedro Salinas le llamaba un «demoledor Hércules de las letras» (Salinas 1983: 140). La obra de Ramón tiene también, sin embargo, un impulso creador esencial porque está anclada simultáneamente en un amplio programa de reconstrucción. Reaccionando violentamente, pues, en contra del «estado comatoso, rígido» de la sociedad literaria de su época (RGS 1915: 99),1 quejándose de que «todos los moldes han resultado estrechos des-

1 De aquí en adelante utilizaré las siglas RGS en lugar del apellido del escritor. Téngase en cuenta que varios de los textos de Ramón a los que me referiré en este trabajo están recogidos en Una teoría personal del arte. Antología de textos de estética y teoría del arte. Edición de Ana Martínez-Collado. Entre paréntesis daré la fecha corres-

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pués de fecundados» (RGS 1909: 65), Ramón emprende, prácticamente solo, la misión de liberar a la imaginación contemporánea y de crear las formas de expresión propias del nuevo siglo. «La entrada en nuevos tiempos», dice, «exige nuevas formas, nuevas invenciones» (RGS 1918: 138). Para él, la innovación constituye el principio fundamental del arte, principio que defenderá a lo largo de su vida: «No hay otra forma ni concepto de la distancia en Arte que el innovar [...]. El deber de lo nuevo es el principal deber de todo artista creador» (RGS 1931: 113, 115). Esta actitud puede relacionarse, desde luego, con esa iconoclasia juvenil y petulante que durante las primeras décadas del siglo XX acaba por reconfigurar gran parte del arte europeo; pero en el caso concreto de Ramón, corresponde más bien a una especie de disidencia permanente, algo que él mismo denomina «mi interminable posición de rebeldía» (RGS 1931: 110). Es decir, que para evitar los efectos asfixiantes de la repetición —que, a su modo de ver, sólo desemboca en la parálisis artística— Ramón necesita reactivar constantemente su búsqueda de la originalidad. Lo nuevo, en cualquiera de sus infinitas manifestaciones, equivale para él a la revivificación y funciona como una especie de antídoto —entre festivo y lírico— al tedio prosaico de la vida rutinaria: «Alcánzame el delirio poético de cada día», dice, «y no me dejes morir de monotonía, que es de lo que se muere realmente» (citado por Ynduráin 1988: 74). Toda la insólita empresa creadora de Ramón puede entenderse, quizá, como un intento de cultivar y, sobre todo, de representar ese «delirio poético de cada día» para así redimir la vida sosa y aburrida con los productos torrenciales de su imaginación. En este sentido, el arte para Ramón —así como el arte de Ramón— es una especie de consuelo tranquilizador que da sentido a la vida: «Para conseguir la paz hay que llenar la vida de sentido y sólo lo logrará de nuevo la grandeza del arte, la pasión por la literatura, el don elocuente del monólogo» (RGS 1943: 254). Para llevar a cabo su misión, Ramón persigue con gran tenacidad el valor absoluto de lo que él denomina «la libertad superior». Por medio del cultivo de esta libertad, nuestro escritor cree que puede enriquecer y elevar la vida, dándole la misma amplitud imaginativa que el arte. En una página reveladora de su autobiografía, identifica con precisión, casi

pondiente a cada uno. En la bibliografía al final de mi trabajo daré la referencia completa.

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en forma de declaración de fe, los imperativos que definen su propio quehacer creador: Creo en la libertad superior para poder hacer proposiciones nuevas, para tener suposiciones originales. Hay que ampliar la conciencia por el arte, por el teatro, por el cine, por la poesía, por la nueva manera de hablar. Hay que sensibilizar a las gentes y crear el sentido lírico de la exaltación. Hay que conseguir mayor imaginación y más posibilidad de vida extraordinaria, no de vida ordinaria (RGS 1974: 422).

No sorprende constatar, pues, que el arte de Ramón, por su misma naturaleza, es un fenómeno incontenible y multi-genérico, que se vale de cualquier medio y aprovecha cualquier ocasión para expresarse. Como ya he sugerido, su actitud hacia los géneros tradicionales es subversiva; siente la necesidad de triturarlos o, al menos, de reconfigurarlos para así crear las formas de expresión más adecuadas tanto para los nuevos tiempos que corren como para su propia sensibilidad e imaginación. Mediante su «frenesí plumífero», sostenido a lo largo de los años, modifica radicalmente toda una serie de géneros establecidos —desde la novela hasta el teatro, pasando por la biografía y el prólogo— y, como es de esperar, crea nuevos géneros —desde el diálogo trivial hasta la greguería misma— para comunicar su percepción de lo que llama «lo subconsciente de la vida» (RGS 1962: 7).2 Además, como se trata de un arte comunicativo, radicado en la palabra, tampoco sorprende constatar que la obra de Ramón tiene una importante dimensión oral —de ahí la significación de esas alusiones del escritor, ya citadas, al «don elocuente del monólogo» y a la «nueva manera de hablar». No olvidemos que es ante todo en la tertulia, en el café, en Pombo, en el foro del diálogo informal y espontáneo, donde se fragua un aspecto fundamental de la estética de la vanguardia (véase Albert 1999). Para contextualizar un poco mis comentarios sobre las intervenciones radiofónicas de Ramón, conviene considerar muy brevemente algunas de sus ideas sobre las palabras. Para el escritor joven, todavía en el umbral de su carrera, las palabras ya parecen tener una extraña energía fluida, casi tangible, eléctrica. «La palabra», dice en 1911, «es un fenó2 Téngase en cuenta que Ramón distingue claramente entre «lo subconsciente de la vida» y «el subconsciente del hombre», considerando esto último como «monótono».

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meno como la electricidad, rezumada por todo y viva, con una vida expandida y corriente, pintoresca y diferenciada en sus fenómenos pero identificada como fuerza viva y torrencial» (RGS 1911: 121). Sin embargo, debido a la «torpeza de la costumbre» —es decir, a la repetición constante— las palabras han caído en una especie de inercia muda. Hay que agitarlas, cree Ramón; hay que sacudirlas y violentarlas para devolverles su vigor esencial: «La palabra tiene que deflorarse depravadamente, reciamente, calcinadoramente al escribirse o pronunciarse, en vez de dar su silencio y su amaneramiento siempre» (RGS 1911: 122). Ramón cree que en ciertas condiciones —que yo diría son las condiciones que él crea en su obra y en su vida— es posible rescatar esa energía originaria, haciendo que la palabra, ya puesta en libertad, en libre vuelo imaginativo, vuelva a cumplir su función epifánica: «El valor de la palabra es de improvisación y de epifanía y está en cómo se envuelve, en cómo se instruye de todo, en cómo se depura y se sedimenta y en cómo llega de invisiblemente para hacerse visible y real, con una dimensión extraña y fija» (RGS 1911: 120). Por esto precisamente hay que reconocer la importancia de las conferencias de Ramón en el marco total y totalizador de su obra. A mi modo de ver, constituyen un género fundamental —si bien unipersonal, inimitable e irrepetible— de la vanguardia española (véase Dennis 2002). En ellas, Ramón envuelve las palabras de tal manera que llegan a cumplir eficazmente esta función epifánica, materializándose en los objetos que presenta al público, dando a la experiencia una insólita dimensión espectacular. No olvidemos que el ramonismo es, entre otras cosas, un arte performativo. «El orador sin más que la voz es poco», dice en cierta ocasión. «El orador de hoy necesita otros atractivos para entretener al público. Los objetos son la alegría de la palabra: la ilustración, el gráfico, la alegría de la literatura» (citado por «F.C.» 1932: 28). El carácter efímero de la conferencia, como de cualquier actuación oral, no supone inconveniente alguno para Ramón; todo lo contrario: su fugacidad es más bien una virtud puesto que deja intactas la energía y expresividad elementales de las palabras. Como él mismo explica: «Las palabras han de perderse después de pronunciadas, dejándolas ir a ese sitio abrupto, escarpado y lejano —o cercano, quién sabe— donde se meteorizan de nuevo y siguen salvajes y enteras» (RGS 1911: 120). Este largo preámbulo sirve para explicar el enorme entusiasmo con que Ramón acoge la aparición de la radio en España. Como ha observado un historiador de la radio, nuestro escritor se convierte muy pron-

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to en un «‘apóstol’ de la radiodifusión», ansioso de explotar todo su potencial expresivo (Ventín Pereira 1987: 22).3 Para él se trata de una auténtica novedad que le abre un terreno virgen, sin fronteras conocidas, para el desarrollo de una nueva dimensión de su arte performativo-oral. Se da cuenta enseguida de que por ese medio podrá comunicarse con un público distinto, cada vez más amplio: «Si el complemento del escritor es la palabra, ningún receptor comparable al micrófono, cuyo auditorio es infinito» (Ventín Pereira 1987: 194).4 Por otra parte, la radio le permitirá hacer incontables «proposiciones nuevas», y hacerlas, además, de viva voz, de una manera nueva. Es decir, que la radio le ofrece la posibilidad de darle un cauce distinto a su palabra y a la expresión de su personalidad y de cultivar una modalidad —impensada e impensable hasta entonces— de esa «nueva manera de hablar» que, a su juicio, había de anunciar la «entrada en nuevos tiempos». No vacila, pues, en aceptar el desafío que representa y, a lo largo de la década anterior a la guerra civil, desarrollará toda una serie de estrategias personalísimas para explotar imaginativamente los recursos del nuevo medio. Como veremos en este trabajo, las actuaciones radiofónicas de Ramón, lejos de ser un divertimento marginal, llegarán a constituir un aspecto integral y definitorio de su arte. Ramón es, sin duda alguna, un verdadero pionero de la experimentación literario-estética de la radio. Desde el momento en que se establece Unión Radio Madrid, a mediados de 1925, y gracias seguramente a su amistad con Ricardo Urgoiti —director de la empresa y figura clave en la historia de la radiodifusión en España—, Ramón se convierte en colaborador asiduo. Mantiene esta colaboración, con algunas interrupciones, durante más de diez años; su última emisión tiene lugar pocos días antes del comienzo de la guerra civil, concretamente el 11 de julio de 1936. Es decir, que durante la época de plena madurez creadora del escritor, la radio constituye un vehículo de auto-expresión decisi-

3 El libro pionero de Ventín Pereira (1987) es de consulta obligatoria para todo el que se interesa por los vínculos que unen a Ramón con la radio. En él están recogidos, en dos sustanciosos apéndices, todos los escritos de Ramón publicados en la revista Ondas. 4 Con respecto a ese auditorio, se ha estimado que existían alrededor de un millón de aparatos de radio en funcionamiento en 1936, lo cual da una cifra aproximada de 3 ó 4 millones de radioyentes (Belsebre 2001: 351). Huelga decir que tal público es infinitamente más grande que el de los libros o las conferencias de Ramón.

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vo. Sus intervenciones radiofónicas son numerosísimas y de muy diversa índole, pero se dividen, de un modo bastante natural, en varios apartados o «géneros». Para dar una idea de la envergadura de este aspecto del arte de Ramón, y ante todo para destacar las innovaciones que introduce, a medida que va explorando las posibilidades expresivas del nuevo medio, quisiera dedicar algunos comentarios a cada uno de ellos. El primer apartado lo constituyen las charlas —llamémoslas así— que da regularmente en Unión Radio Madrid a partir de 1925. Se trata, por lo visto, de textos escritos que lee delante del micrófono en un estudio de la emisora y luego publica en la revista Ondas, órgano informativo de la empresa de Ricardo Urgoiti, bajo diversos títulos: «Greguerías onduladas», «Ovillejos de ondas», «Caprichos ondulados» y «Radio Humor». No deja de ser significativo que en 1931, al sacar a luz Elucidario de Madrid, Ramón anuncia el proyecto —que por motivos desconocidos, no llegará a realizarse— de recoger estos textos en forma de libro, bajo el título de Radio Humor. No cabe duda de que si hubiera aparecido este libro, habría llamado la atención de una manera natural sobre la importancia de la labor radiofónica del escritor, tema que prácticamente no vuelve a surgir en sus escritos posteriores. Para José Agustín Ventín Pereira, el único estudioso que se ha interesado seriamente por los textos de Ramón publicados en Ondas, su valor principal radica en las observaciones que contienen sobre toda una gama de conceptos comunicativos e informacionales aplicados a la radiodifusión, conceptos como la importancia de la voz del emisor, las características de los micrófonos, la relación entre emisor y radioyente, las dificultades técnicas (como la sintonización, la retroalimentación y las interferencias de distintos tipos) y la dimensión pedagógica de la radio. Es decir, que Ventín Pereira enfoca el tema de las intervenciones radiofónicas de Ramón más bien desde el punto de vista de un historiador de la radio o de un teórico de las comunicaciones, destacando cómo en los textos publicados en Ondas se manifiestan diversos aspectos del paulatino desarrollo del medio. Sin embargo, creo que para el crítico literario en general y para el estudioso de la obra de Ramón en particular, especialmente su dimensión oral, el interés de estos escritos es más amplio. Recordemos, primero, que aunque varía la forma de estos textos (hay greguerías, cuentos, apuntes breves al estilo de los recogidos en Gollerías, por ejemplo), todos giran alrededor del tema de la radio. En este sentido son distintos de sus otros escritos periodísticos que suelen ser más bien misceláneos, sin enfoque temático concreto. De hecho, po-

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dría decirse que las colaboraciones de Ramón en Ondas constituyen algo así como una larga reflexión —discontinua y fragmentaria, desde luego, como todo lo suyo— de índole metarradiofónica: los programas de radio de Ramón (por lo menos los que agrupamos en este apartado) son programas sobre la radio. Lo que hace en ellos es aplicar a diversos aspectos del fenómeno de la radio el mismo proceso de interpretación metafórica o lírico-humorística que suele caracterizar su acercamiento a cualquier objeto modesto o prosaico de la realidad. Lo que dice sobre el micrófono, por ejemplo, es puro ramonismo: El micrófono, bien observado, hace extraños gestos. Se pone bizco al oír algunas cosas o ver algunas mujeres, sonríe con discreción, se cae, se empina, se ladea embriagado con algunas músicas, tose, tiembla, lleva con la cabeza el compás de las músicas muy pegadizas, pone los ojos en blanco, echa humo, tiene flemones, quiere irse, etc., etc. (Ventín Pereira 1987: 197).

Lo mismo podría decirse de sus greguerías onduladas sobre la voz del emisor: Hay conferenciantes que parecen haber comido polvorones antes de comenzar la emisión (Ventín Pereira 1987: 155). Hay días en que la voz del emisor no es tan diáfana como otros. Es que ese día le han pasado una cuenta de que ya no se acordaba, o ha perdido el llavero sin saber dónde (Ventín Pereira 1987: 156). Hay voces venenosas, voces cataplásmicas, voces pinchosas, voces que impregnan de dulzonería, voces ratoniles que se quedan escarbando dentro de la cabeza y voces ensuciantes, que hay que llamar a un deshollinador para que nos las saque de la cabeza (Ventín Pereira 1987: 158).

Es evidente que la radio, como cualquier fenómeno nuevo, estimula la imaginación del escritor y funciona como fuente de inspiración para proyectos estrambóticos y, en fin, irrealizables. Confiesa, por ejemplo, su fascinación con los sonidos misteriosos que oye entre las emisiones y comenta al respecto: «Constantemente anoto multitud de sonidos raros que llegan envueltos con las ondas. / Así voy archivando y coleccionando mi material científico para el día cuando escriba la obra en dos tomos sobre El silencio radiado» (Ventín Pereira 1987: 228). La radio incluso le inspira a redactar un poema, su «Oda libre a las ondas», que

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es uno de los poquísimos poemas —textos versificados, mejor dicho— que escribió en su vida. En dicha «Oda», de 58 versos, leemos, entre muchas otras, las siguientes interpretaciones lírico-greguerísticas de las ondas de la radio: [...] muelles trampolines para el verbo, frases de tenuidad de los fantasmas, líneas de lápiz en papel de éter, aros sonoros que empujan las batutas... (Ventín Pereira 1987: 256).

El segundo apartado de emisiones de Ramón lo constituyen los reportajes en directo —auténtica innovación radiofónica— que comienza a hacer a partir de finales de 1929. En noviembre de aquel año, la revista Ondas anuncia las bases del «primer concurso libre de reportajes radiofónicos convocado por Unión Radio Madrid» con el propósito de crear un nuevo tipo de programa, de una duración de entre 15 y 30 minutos. Ramón gana el concurso con una propuesta de reportaje sobre la Puerta del Sol —ombligo de España que él conoce mejor que nadie. En una crónica anónima aparecida en Ondas se explica en qué consistirá la experiencia, según el plan del escritor: Ramón Gómez de la Serna colocará el micrófono donde su vista observe una posibilidad informativa y ante la nueva máquina pondrá su voz para lanzarla al espacio envuelta en esa originalidad de frases y de imágenes que son cualidades específicas en el estilo del ilustre compañero. La Puerta del Sol, tan netamente madrileña, con sus ruidos, sus vendedores ambulantes, sus tipos, que han echado raíces en la acera, personajes «heroicos por su inmovilidad», que vemos a cualquier hora del día y año tras año hasta que la muerte los arranca de raíz. Allí irá Ramón Gómez de la Serna, acompañado del micrófono (Ventín Pereira 1987: 23).

Así es como el 21 de noviembre de 1929, Ramón aparece en plena calle, entre grandes aglomeraciones de público, con un micrófono de Unión Radio en la mano. Fiel a su empeño habitual de «capturar lo pasajero» y esbozar la realidad vital «en medio de la calle», se pasea por la Puerta del Sol, dando sus impresiones personales de todo lo que ve a su alrededor. Esta primera emisión en directo en la historia de la radio en España hace sensación. Según un comentario emocionado, aparecido en la primera plana de El Sol al día siguiente, Ramón entrevista, por

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ejemplo, al jefe de billares del Café de Levante y habla a continuación con los vendedores de décimos, con un panadero que llevaba pan reciente a un café lejano, con el vendedor de gomas para los paraguas, con el vendedor de planos, dando una impresión viva de los anuncios que se encendían y se apagaban y del nerviosismo total de la plaza célebre (El Sol 22-XI-1929).

Es evidente que se trata de un programa improvisado, que le permite a Ramón liberarse de la servidumbre al texto escrito y evitar lo que hasta entonces ha sido la limitación de sus charlas: la simple lectura de un guión preparado de antemano. Obviamente es en los reportajes en directo donde puede sacar a relucir su talento —descomunal, por supuesto— de improvisador, de orador ágil y divertido, de insólita e inimitable cabeza parlante. No sería desatinado, creo, citar como antecedente de esta extraordinaria soltura oral sus largos años de aprendizaje en las tertulias madrileñas de principios de siglo y, desde luego, su experiencia en la cátedra de Pombo, lugar donde la palabra hablada es llevada a unos extremos de extravagante expresividad.5 Por otra parte, conviene tener presente su extensa labor de conferenciante y la habilidad con que por las mismas fechas que su primer reportaje emitido en directo por la radio, cumple magistralmente las funciones de «explicador» de películas mudas. Pienso concretamente en el caso de Esencia de verbena, de Ernesto Giménez Caballero, cuyas escenas costumbristas —muy parecidas, en cierto sentido, a las que habrá presenciado Ramón en la Puerta del Sol— son comentadas de viva voz por el escritor cuando se proyecta la película por primera vez en el Cineclub de Madrid en 1930 (Gubern 1999: 440). Es imposible saber a ciencia cierta cuántos reportajes de este tipo hizo Ramón en España. Hay por lo menos constancia de una emisión parecida, de noviembre de 1934, titulada «Media hora en la Residencia de Señoritas», pero además, según Armand Belsebre, autor de una muy documentada Historia de la radio en España, Ramón hizo una emisión de

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Recuérdese que, según Belsebre, «la primera tertulia radiofónica de la historia de la radio española es una tertulia de humoristas», encabezados por Ramón (Belsebre 2001: 160). Por otra parte, no hay que olvidar, como ya ha señalado Mechthild Albert (1999: 114-115), que incluso se hizo alguna emisión desde el Café Pombo, concretamente en 1926.

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reportaje, de unos 30 minutos de duración, cada semana entre la primavera de 1932, fecha de su regreso de Buenos Aires, y el verano de 1936, cuando, como es sabido, huye de Madrid a raíz del estallido de la guerra civil. Si estos datos son de fiar, podemos calcular la enorme cantidad de tiempo y energía creadora que invirtió durante esos años en este tipo de actuaciones radiofónicas (Belsebre 2001: 285). El tercer conjunto de programas de Ramón que quisiera comentar corresponde a las llamadas «cartas habladas». Se trata nuevamente de una innovación notable —de otro género radiofónico, si se quiere, creado por nuestro autor. El caso es que en la primavera de 1930 inaugura las primeras grabaciones discográficas en la historia de la radio española, hechas gracias a un aparato de grabación en disco adquirido por Ricardo Urgoiti a través de su estudio de grabación Filmófono (Belsebre 2001: 136). La experiencia constituye otro buen ejemplo de la fructífera colaboración entre Urgoiti, empresario sumamente emprendedor, ansioso de promover esa nueva tecnología, y Ramón, siempre dispuesto a probar cualquier medio de expresión nuevo. Las «cartas habladas» de Ramón son grabadas evidentemente en la emisora de Unión Radio en Madrid pero crean la ilusión de estar «escritas» en París y enviadas desde allí. En un anuncio publicitario aparecido en la revista Ondas en mayo de 1930, se destacan las ventajas de esta nueva modalidad de la comunicación radiofónica: En esta semana comienza Unión Radio la transmisión de estas cartas habladas, novedad que por primera vez se hace en España, y tiene el interés de que nuestros colaboradores, al ausentarse, podrán seguir comunicándose con los radioyentes por este medio tan moderno del disco y la radio. Inaugura esta modalidad el ilustre escritor Ramón Gómez de la Serna, uno de los escritores modernos que, sabiendo el enorme porvenir que ofrece la radiotelefonía, prestó siempre su valioso concurso, tanto en nuestra revista como ante el micrófono (Ventín Pereira 1987: 25).

No disponemos más que de la transcripción de la primera «carta hablada» de Ramón, pero en ella vemos ya la gran satisfacción que le produce el poder inaugurar algo tan radicalmente nuevo como la «epístola radiada desde lejos». Es consciente de haber superado por primera vez lo que hasta entonces ha sido un obstáculo insoslayable para el radiohablador —o sea, su ausencia física de la emisora— y de haber aportado una dimensión original a la difusión de sus palabras. Veamos los prime-

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ros párrafos de esa carta inaugural como muestra del orgullo y emoción que siente y de la manera en que presenta el nuevo género a su público: Mis queridos radioyentes: Quiero inaugurar desde París un nuevo sistema de corresponsalía que se implantará en el provenir y en el que el corresponsal de la radio enviará sus discos sobre la actualidad sin temor a interferencias. Carta redonda y hablada, pespunteada de palabras, tiene el crédito de la voz auténtica de quien la escribe y es la nueva carta abierta de la publicidad radiada. Cronista en el extranjero de la radio, debo cargar mi voz de palabras como quien carga una pluma estilográfica de tinta. El afán de hablar con vosotros del que fue verdadero radiohablador desde el principio del maravilloso invento me ha hecho pensar en este nuevo género de la epístola radiada desde lejos, con anhelos de carta en su sobre despuntado, certificada como muestra «sin valor», ya que no se ha inventariado aún en los reglamentos de Correos el servicio postal hablado. Debe sentirse en el micrófono el risras del nema roto y alguien debe decir el «A ver qué dice», que es la introducción de la lectura de una carta (Ventín Pereira 1987: 25).

No deja de ser asombrosa la claridad con que Ramón ve el futuro desarrollo de la radio. A fin de cuentas, ¿no cabe ver en esta pionera carta hablada el antecedente histórico de algo que pronto llegará a ser pieza clave de cualquier programa informativo, a saber: la crónica del corresponsal, residente en algún rincón lejano del mundo, grabada de antemano y enviada a la sede de la emisora para ser retransmitida? Vemos nuevamente cómo al dar rienda suelta a su imaginación —imaginación sin hilos, como quería Marinetti—, Ramón abre nuevos caminos de la radiotelefonía.6 6

Como en el caso de los reportajes en directo, no hay manera de saber con precisión cuántas «cartas habladas» grabó Ramón. No sería desatinado, quizá, ver en ellas alguna relación con las Cartas a mí mismo y las Cartas a las golondrinas que hizo en su autoexilio bonaerense. Con respecto a la frase «la imaginación sin hilos», es, como se indica en el epígrafe de este trabajo, de Marinetti, figura muy importante, como es bien sabido, para el joven Ramón. La frase aparece en su «Manifiesto técnico de la literatura futurista» de mayo de 1912 (Marinetti 1968: 53). Obviamente Marinetti no la aplica a la utilización de la radio como medio de comunicación sino que le da un sentido más amplio, apuntando hacia la plasmación de un arte «más esencial». Por otra parte, con-

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El cuarto apartado de emisiones de Ramón —quizá las más fascinantes, aunque las más difíciles de documentar— corresponde a sus llamadas crónicas. Recordemos que en 1930, debido seguramente al éxito de sus diversas colaboraciones radiofónicas hasta entonces, Unión Radio decide instalar un micrófono en su despacho para su uso particular. La idea es permitirle al escritor ofrecer a los radioyentes, desde la comodidad de su propia casa, una «crónica» personal o breve comentario sobre algún tema de actualidad, y hacerlo, además, si no todos los días, al menos varias veces por semana. Está claro que se trata de un privilegio extraordinario, señal de la enorme confianza que tiene Ricardo Urgoiti en la capacidad de Ramón de entretener e informar —improvisadamente, como ahora veremos— al público de entonces.7 Como antes, en el caso de los otros tipos de programa que hemos mencionado, no tenemos más remedio que recurrir a las páginas de la revista Ondas para saber en qué consisten estas crónicas de Ramón. Allí se explica cómo van a funcionar, en principio: Ramón Gómez de la Serna, desde su taller de greguerías, lanzará al espacio, durante la emisión de noche, «el parte del día», destacando la noticia de última hora, el comentario que le sugiere la actualidad, las impresiones fugaces de una carta recibida en aquel día, de los dos primeros actos de un estreno importante y, en fin, de todo aquello que en la extraordinaria sensibilidad del cronista fluya rápidamente... (Ventín Pereira 1987: 23).

Se ve que el propio Ramón acoge con sincero orgullo la llegada de ese micrófono a su casa. En un texto publicado en Ondas en noviembre de 1930, reflexiona emocionado sobre el estatus especial, por no decir único, que le concede: viene recordar la importante labor radiofónica del fundador del futurismo. A ella le dedica el propio Ramón un interesante artículo publicado en Ondas: «Marinetti, académico y radioparlante» (Ventín Pereira 1987: 193). 7 Desde un punto de vista histórico, no deja de ser significativo el hecho de que Ramón tenga un micrófono privado en su casa antes de la instalación de una línea telefónica permanente —«teléfono directo con la España radioyente»— en el Ministerio de Gobernación (Belsebre 2001: 271). Obviamente, para Urgoiti, así como para los radioyentes de Madrid, resulta más interesante en ese momento oír la voz de Ramón que la de cualquier ministro del gobierno. Este dato viene a recalcar la importancia de la radio para la difusión realmente masiva del ramonismo. El propio escritor es perfectamente consciente de ello: «La Radio, en todos los países, es el gran monstruo de la popularidad, la voz que penetra en todos los lugares» (Ventín Pereira 1987: 194).

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Hace tiempo era mi sueño tener un micrófono particular, pero necesitaba estar curado de las inquietudes viajeras para dedicarme a ese sagrado ostensorio de la palabra. Hoy ya tengo establecido el micrófono de mis ilusiones y me siento como sacerdote de la diosa Radio, esa diosa ante la que me prosterné hace años, desde el día de su advenimiento. En mis tarjetas, aunque yo nunca puse ningún cargo, escribiré bajo mi nombre, en destacada letra cursiva: Poseedor de un micrófono privado en funciones universales Ese título rimbombante me obliga a mucho, a una vigilancia sin tregua y a un deber apretado de responsabilidades. Es el primer micrófono íntimo y permanente que posee un escritor con enlace a la estación central y con derecho a intervenir en medio de las emisiones (Ventín Pereira 1987: 24).

Ante la imposibilidad de oír esas crónicas onduladas, la única manera de hacerse una idea de su contenido y presentación es fiarse de lo que dice al respecto el propio Ramón en un largo esbozo de intenciones que da a conocer justo antes de inaugurarlas: Un día —dice— relataré el estreno de la obra excepcional sobre la misma marcha de los acontecimientos, corriendo del teatro a mi casa para dar a la onda mis notas apresuradas entre el segundo acto y lo que se pueda suponer del tercero; otro día, el grande hombre que muera a la media noche tendrá su necrología inmediata con lirismo de primera oración sobre su cadáver; otro día pondré en mi gramófono ese disco regalado que nos han traído desde muy lejos y que no se vende en las tiendas de por acá; otro día radiaré la conversación sin aire de entrevista que la casualidad me lleve a sostener en mi despacho con alguna visita interesante... (Ventín Pereira 1987: 24).

Si estas afirmaciones preven fielmente la realidad, es evidente que no existía ningún formato previo o programación fija y que Unión Radio le ha dado carta blanca para utilizar el tiempo disponible a su libre antojo. Con su valor y agilidad habituales, Ramón se propone, por lo visto, adaptarse, sin más, a las circunstancias del día, es decir, aprovechar el estímulo del momento y dejar que su palabra tome vuelo espontáneamente, empujada sólo por la obligación ineludible de la improvisación. Sólo podemos especular sobre los posibles resultados de la práctica de tal discurso oral, ideado sobre la marcha.

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Estas crónicas tienen, sin embargo, otra dimensión, incluso más fascinante, a mi modo de ver. En el mismo esbozo de intenciones citado arriba, Ramón, de pronto, cambia de tono y registro, dando a entender que también abordará en ellas temas de índole puramente lírica. Según lo que dice, estos temas corresponderán a lo más hondo y penetrante de su sentir, a la expresión más íntima de sus insólitas percepciones de la realidad: Asimismo —sigue diciendo— glosaré el color del día extraño, la nevada cuando esté poniendo guadejas blancas en las ondas, la impresión de una de esas lunas que no se parecen a las lunas de las demás noches, el cometa que acaba de cruzar por el cielo, todo lo que se vea por mi balcón, lo recién presenciado como lo recién sucedido. Mi voz será la voz de la intimidad de la conciencia, dando los últimos alcances del mundo... (Ventín Pereira 1987: 24).

Y concluye con una espléndida definición de la esencia del ramonismo como forma de ver y expresar la realidad con toda su complejidad, diciendo que en sus crónicas se tratará de «la bagatela reunida con lo trascendental», es decir, lo más chabacano e insignificante mezclado con lo que llama en otro lugar «la poesía que se levanta sobre lo cotidiano» (citado por Ynduráin 1988: 75). En último lugar, como apéndice de las crónicas del cuarto apartado, cabe mencionar un conjunto de actuaciones radiofónicas de Ramón —probablemente bastante numerosas— que tienen un interés muy particular, ante todo porque tienen ciertos puntos de contacto con sus conferencias, aunque también, por razones evidentes, se diferencian de ellas notablemente. Recordemos que las conferencias constituyen algo así como la escenificación del ramonismo. Es decir, que en un escenario determinado (un teatro, un cine, un ateneo, una sala cualquiera...), el Ramón hablador se convierte en espectáculo ante los ojos de su público. El lugar mismo en que habla crea un marco teatral, pero se producen otros elementos de descarado histrionismo o, mejor dicho, de auto-teatralización: cuando el escritor habla del toreo, por ejemplo, sale a la escena vestido de torero; cuando habla de Napoleón, se pone un sombrero de inconfundible corte napoleónico. Por otra parte, un elemento indispensable de sus conferencias —sobre todo las llamadas «conferencias maleta»— lo constituyen los diversos objetos de utilería que expone ante el público: bolas de cristal, faroles, mariposas, peces, cuadros, esqueletos, pisapapeles, pájaros cantores, esponjas, muñecas rusas, etc. Se trata de objetos heterogéneos que, para volver a la

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frase citada al comienzo de este trabajo, son «la ilustración» o «el gráfico» del discurso del escritor. Dicho de otro modo, gracias a ellos, la palabra adquiere una dimensión plástica. En las conferencias, pues, tanto los objetos como el conferenciante mismo subrayan el carácter visual de la comunicación y cumplen una función reveladora —epifánica, en definitiva— ante los ojos de los oyentes. Un programa de radio, en cambio, es todo menos espectáculo. Ramón es perfectamente consciente de ello y sabe que al encontrarse solo delante del micrófono, necesita cambiar de estrategia para comunicarse eficazmente con su público. Es verdad que en ciertas ocasiones, parece concebir la actuación radiofónica en términos de una representación teatral: «Cuando se abre el conmutador y se establece la comunicación, parece que se ha dado luz a la gran sala de espectáculos del mundo. El telón se va a levantar» (Ventín Pereira 1987: 153). Pero reconoce enseguida que, aunque el estudio de la emisora o su propio despacho parecen constituir tipos de escenarios, el «teatro» de la radio permanece siempre a oscuras y tanto los actores —o, en este caso, el actor/‘speaker’ solitario— como el público son víctimas irremediables de una ceguera total: «Me he asomado muchas veces a la miralla de las emisoras y confieso que no se ve nada; noche absoluta; camino sin faroles; sombra llena de oídos» (Ventín Pereira 1987: 153). Obviamente, para dirigirse a esos múltiples oídos invisibles Ramón no puede contar con el apoyo visual de los objetos o los vestidos que suele utilizar para ilustrar lo que dice en sus conferencias. No hay ilustración pictórica que valga. La única manera de superar esta limitación es por medio de una estrategia distinta, de índole auditiva: la de los efectos sonoros. Si el ramonismo aspira, en términos generales, a la «revelación sensorial del mundo» (Soldevila 1988: 37), no tiene por qué reducirse al ámbito de un solo sentido. ¿Por qué no explotar el oído en las emisiones radiofónicas de la misma manera en que se explota la vista en las conferencias? Es interesante notar que en el esbozo de intenciones publicado en Ondas, al que me he referido, Ramón preve ya la posibilidad —o la necesidad, quizá— de recurrir no tanto al valor sonoro de la palabra (aunque de eso se trata a veces) cuanto al sonido mismo, como valor expresivo independiente: «Otro día daré a la llave del micrófono —dice— para dar la psicología comparada de los gallineros o el estudio comparado de los tictac, por ejemplo, hasta del reloj despertador» (Ventín Pereira 1987: 24). Vemos, pues, que incluso antes de iniciar sus emisiones caseras, ha pensado en utilizar los sonidos para desvelar una dimensión desconoci-

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da, puramente auditiva, de la realidad. Parece ser que con el paso del tiempo, a medida que va buscando una especie de equivalente radiofónico de los objetos de utilería de sus conferencias, Ramón creará un amplio repertorio de efectos sonoros sumamente expresivos. Aborda este tema, y nos proporciona algunos datos más al respecto, en una página de Automoribundia, donde dice lo siguiente: Todo lo he practicado por la Radio: ruido de llaveros de bolsillo, despertadores, copas, voz de máscara, diálogos con un mudo, diálogo con la Venus de Milo —que hizo que el gran ventrílocuo Sanz acudiese a esperarme a la puerta de la Radio para ver si era de verdad o de mentira la voz de mi interlocutora (y se encontró con una bellísima mujer). El almirez es lo único que no se puede tocar por Radio. Yo incurrí en esa experiencia porque lo tomé por el guerrero que mete ruido en las cocinas. Un atavismo extraño me hizo dedicarme a ese empeño y no paré hasta tocar su campana invertida encima del micrófono. Desde entonces le tomé miedo al almirez y no porque saliese mal su música con sones tan alegres cuando es día de santo o bautizo, y golpes tan coléricos cuando la cocinera está de mal humor, sino porque recibí la amonestación del director y comprendí que lo único que ofende al radioescucha es el almirez (RGS 1974: 505).

Por muy sugerentes que resulten estas observaciones de Ramón, no pueden ser más que un pálido reflejo —eco mudo, mejor dicho— de lo que habrán sido esas emisiones y, sin duda, otras muchas parecidas. Cuando Ramón habla de la radio por la radio, se permite a veces adoptar una postura profética. Como tiene una confianza absoluta en su porvenir como medio de comunicación masiva, le gusta señalar a los radioyentes ciertos aspectos de su futuro desarrollo. Hay ocasiones en que sus predicciones no son más que caprichos bizarros, como su concepto de la radioolfación: Otra vibración del éter, otra emoción ondística, es el olor... Ese olvido de las flores en que incurrimos durante largas temporadas y ese encarecimiento a que las llevan los vendedores de flores, que es lo que otras veces las aleja de nuestros pupitres, serán obviados gracias a los búcaros receptores. Una estufa emisora, conectada permanentemente con esos búcaros, les remitirá ondas de olor, ondas liliales, ondas de nardo, retorcidas ondas de clavel... (Ventín Pereira 1987: 267).

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En otras ocasiones, sin embargo, acierta. Preve, por ejemplo, un futuro en que la radio podrá emitir imágenes; hace alusión no sólo a la «radiovisión» sino incluso a la «televisión», aunque lo hace en términos humorísticos: «Cuando la radiovisión funcione será horrible, no sólo oír al explorador del Polo que se muere, sino ver cómo se come a un compañero» (Ventín Pereira 1987: 161).8 También acierta cuando anticipa la invención de la radio portátil, con sus auriculares correspondientes, o sea el «Walkman» de finales del siglo XX: «Veo a los pastores del porvenir menos aburridos que los del presente, con sus auriculares puestos y siguiendo, con el mentón apoyado en el cayado, el concierto consolador de las ondas y las palabras de sobremesa» (Ventín Pereira 1987: 173). Pero su profecía más acertada tiene que ver precisamente con el problema con el que nos hemos tropezado una y otra vez a lo largo de esta discusión: la fugacidad de las emisiones radiofónicas y la inexistencia de cualquier grabación de los programas del propio Ramón. No es que no existan grabaciones de la voz del escritor, las cuales obviamente tienen un gran interés; pero no hay, al parecer, ninguna muestra de una charla o de una crónica o de un reportaje o efecto sonoro suyo.9 Huelga decir que esta laguna cons8 La alusión a la televisión propiamente dicha aparece en otra greguería: «Entre los fenómenos de la televisión figurará el de ver con cabeza diferente el cuerpo del amigo, probablemente la cabeza complementaria de la suya y la que nos acabará de aclarar su fisonomía. El nuevo jeroglífico del porvenir estará en la televisión» (Ventín Pereira 1987: 162). 9 Existen varias grabaciones de la voz de Ramón hechas por su amigo Arturo Soria y Espinosa en los años 50. Una de ellas, en que el escritor lee con voz declamatoria una selección de sus greguerías, se hizo en forma de disco, parte de una serie que hizo el gran Soria con la colaboración de otras figuras notables de las letras como Pablo Neruda y Rafael Alberti. En otra grabación, Ramón lee un texto sobre Quevedo. En el vídeo que ha hecho Román Gubern sobre el escritor, vídeo proyectado durante el congreso celebrado en Saarbrücken donde leí una versión preliminar de este trabajo, se oye un fragmento muy breve de una actuación radiofónica de Ramón. Después del congreso, el amigo y ramonista Juan Ramón García Ober me llamó la atención sobre la existencia de una grabación radiofónica del escritor, hecha en 1940 y donada por Ricardo Urgoiti a los archivos de Radiotelevisión Española. Aún no he tenido la oportunidad de oírla, pero según la descripción que aparece en la ficha correspondiente, podría ser una muestra única de una actuación de Ramón delante del micrófono: «El escritor Ramón Gómez de la Serna, durante los tres primeros minutos de la grabación, hace pruebas de micrófono, imita el canto de un gallo y dice palabras altisonantes. Seguidamente realiza una semblanza sobre la vida y obra de Ramón María del Valle-Inclán». Se me ocurre que si, como he argumentado en otro lugar, El orador es una muestra, en miniatura, de una conferencia de Ramón (Dennis 2002), esta grabación podría ser algo así como una breve muestra de una «crónica» radiofónica suya.

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tituye una fuente de frustración para cualquier estudioso de esta faceta de la labor de Ramón: todo tiene que reconstruirse (en silencio) a partir de fuentes secundarias —propuestas, intenciones, descripciones, etc.— que no llegan a dar una idea exacta de lo que eran los programas en el momento mismo de la emisión. El propio Ramón se enfrenta con este problema en un texto de septiembre de 1927 donde imagina al «inventor solitario» que piensa que «lo único que les faltaba a las radiaciones músico-parlantes era conseguir perennidad. Todo su afán en la absorción de las emisiones era pensar cómo podría evitar el disgregarse de lo oído, luchando contra lo efímero de cada sesión» (Ventín Pereira 1987: 180). En este caso, la solución que propone —un estrambótico e incontrolable «enrollador de ondas»— no funciona, pero casi dos años después, Ramón vuelve al tema y con una clarividencia extraordinaria anuncia una solución distinta: la «Radioteca», institución que califica de «la futura biblioteca pública de discos y emisiones pasadas». Explica a continuación, pensando burlonamente, quizá, en el futuro investigador de sus programas de radio: Ese caballero, que ya se supone atrasado en el oír cuando plantea a la Radio el conflicto de que él quiere saber lo que se dijo ayer, encontrará en discos eléctricos, impresionados con la más exquisita precisión, las noticias y los discursos del día anterior.

Tiene todos los detalles perfectamente pensados: Desde la pasarela del bibliotecario de discos y emisiones serán lanzados a través de auriculares con cánulas cambiables de cartón —nuevas para cada escucha— los discos registrados en la fecha que se desee, verdaderas gacetas audibles, de las que habrá varios ejemplares en los plúteos. Obras literarias, revistas del día, crónicas de antaño, oradores desaparecidos, todo podrá ser escuchado en la nueva Radioteca, que dejará deshabitadas las antiguas bibliotecas públicas (Ventín Pereira 1987: 179).

Recordando al Ramón orador que, según se ha dicho, «fue para la radio lo que Eisenstein para el montaje cinematográfico» (Ventín Pereira 1987: 22), no podemos menos de lamentar el que esa Radioteca no existiera ya en 1929 ó 1930. Nos hubiera permitido oír hoy esa imaginación sin hilos, conocer directamente, en toda su envergadura, sus numerosas

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intervenciones radiofónicas y comprender con precisión la naturaleza de sus diversas aportaciones al desarrollo de este medio de comunicación en España. Mejor que ninguna otra fuente, nos hubiera ilustrado, en fin, la «nueva manera de hablar» de Ramón delante de ese «ostensorio de la palabra» que era, para él, el micrófono.

BIBLIOGRAFÍA ALBERT, Mechthild (1999): «Para una estética pombiana: la tertulia, laboratorio de la vanguardia española». En: Martín-Hernández, Evelyn (ed.): Ramón Gómez de la Serna. Clermont-Ferrand: Université Blaise-Pascal, pp. 103120. BELSEBRE, Armand (2001): Historia de la radio en España. Vol. I (1874-1939). Madrid: Cátedra. CORTÁZAR, Julio (1978): «Los pescadores de esponjas». En: Clarín. Cultura y Nación (Buenos Aires), 26 de octubre, p. 1. DENNIS, Nigel (2002): «The Avant-Garde Oratory of Ramón Gómez de la Serna». En: Pao, Maria T./Hernández Rodríguez, Rafael (eds.): ‘¡Agítese bien!’ A New Look at the Hispanic Avant-Gardes. Newark/Delaware: Juan de la Cuesta, pp. 77-117. F.C. (1932): «Ramón Gómez de la Serna nos habla de la radio, después de su excursión a América». En: Ondas, 354, p. 28. FLÓREZ, Rafael (1988): Ramón de Ramones. Madrid: Bitácora. GÓMEZ DE LA SERNA, Ramón (1909): «El concepto de la nueva literatura». En: Gómez de la Serna, Ramón: Una teoría personal del arte. Antología de textos de estética y teoría del arte. Edición de Ana Martínez-Collado. Madrid: Tecnos, 55-78. — (1911): «Palabras en la rueca». En: Gómez de la Serna, Ramón: Una teoría personal del arte. Antología de textos de estética y teoría del arte. Edición de Ana Martínez-Collado. Madrid: Tecnos, pp. 119-123. — (1915): «Primera proclama de Pombo». En: Gómez de la Serna, Ramón: Una teoría personal del arte. Antología de textos de estética y teoría del arte. Edición de Ana Martínez-Collado. Madrid: Tecnos, pp. 97-107. — (1918): Prólogo a Greguerías. En: Gómez de la Serna, Ramón: Una teoría personal del arte. Antología de textos de estética y teoría del arte. Edición de Ana Martínez-Collado. Madrid: Tecnos, pp. 124-159. — (1931): Prólogo a Ismos. En: Gómez de la Serna, Ramón: Una teoría personal del arte. Antología de textos de estética y teoría del arte. Edición de Ana Martínez-Collado. Madrid: Tecnos, pp. 105-115.

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Los comienzos de la literatura radiofónica en España son bastante modestos. El 24 de enero de 1926, Ondas, el órgano oficial de Unión Radio, publica, orgullosa de la «fecunda labor» realizada, un balance de las emisiones radiadas en el segundo semestre de 1925, desde el inicio de sus emisiones regulares el 17 de junio del mismo año. El gráfico correspondiente ilustra el abanico de emisiones, ramificadas en música, conferencias y literatura, cuya variedad se comenta como sigue:1 En la confección de nuestros programas pusimos especial cuidado en darles la necesaria variedad propia para público tan diferente en sus gustos artísticos como es el que nos honra oyendo diariamente las emisiones de UNIÓN RADIO.

Al lado de la música figuran las conferencias, entre las cuales cabe destacar las humorísticas y las literarias. La literatura propiamente dicha queda representada por cuatro géneros heterogéneos, que van del teatro clásico español a la poesía, pasando por los cuentos infantiles y los sainetes. En el sainete, este género muy popular, se centran los primeros intentos de Unión Radio por fomentar un género literario nuevo, basado

1 El difícil manejo de los gustos del público lo ilustra también un dibujo cómico publicado el 5-12-1926, en el que se ve una muchedumbre acalorada pidiendo sus emisiones preferidas en pancartas, donde se nota una clara preponderancia del jazzband respecto a música de órgano, conferencias de astronomía, poesía o cuentos.

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en los recursos específicos que ofrece la radio. A los pocos meses de su existencia, abre un concurso de radiosainetes. El correspondiente llamamiento publicado en Ondas, el 26 de julio de 1925, explica los motivos de semejante iniciativa: La radiotelefonía ha creado una literatura nueva, ya que la frase ha de suplir al gesto, que en escena tiene un alto valor psicológico. Es indudable que las obras teatrales escritas para ser radiadas han de llevar forzosamente esa vigorosidad de frase, a fin de que el radioyente perciba las sensaciones de la palabra radiada. Hasta ahora sólo se ha hablado ante el micrófono lo que se había escrito para la escena, con todos los inconvenientes de aquello que se aplica a un fin distinto para el que fué creado. Al organizar este Concurso queremos iniciar a los escritores en este nuevo aspecto ‘teatral’ que les proporciona la radiotelefonía. Sabemos que la empresa es algo difícil, porque siendo el gesto y la acción de los actores una buena parte del éxito de una obra, en los radiosainetes tendrán los escritores que aguzar el ingenio y crear aquellas sensaciones que han de llevar las ondas, sin otra característica emotiva que el talento de los autores.

Las condiciones del concurso preestablecen el número de los personajes —no más de cuatro— y la duración, que no debe exceder los veinte minutos. «La obra premiada será radiada por el cuadro artístico de UNIÓN RADIO» y remunerada con un premio de 300 pesetas. A pesar de unas 63 obras presentadas, el resultado de esta loable iniciativa es un fracaso total, pues el jurado, reunido el 12 de octubre de 1925 y compuesto por Salvador Bacarisse, Santiago Oria, Luis Medina, Antonio G. Pavón, A. Martín Becerra e Isaac Pacheco, «declara no haber lugar a conceder» tal premio, visto que ninguno de los manuscritos sometidos a examen correspondía a los criterios de innovación formal que se habían requerido.2 Acto seguido se abre otro concurso, dotado de 500 pesetas, con el siguiente consejo: «Pueden servir de modelo a los concursantes los radiosainetes que actualmente se vienen radiando». En el fallo pronunciado el día 7 de diciembre de 1925 se premian tres obras que van a ser radiadas y obtendrán 250, 150 y 100 pesetas respectivamente (13-122 Según una nota en Ondas del 23-9-1928, lo mismo ha pasado en Alemania: «Un concurso de dramas radiofónicos ha sido organizado en Alemania últimamente. El Jurado ha recibido 12.000 obras; pero no ha podido otorgar el premio. Se ha limitado a aconsejar a un puesto de emisión la ejecución de la obra Tempestad sobre el Pacífico».

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1925). Los títulos de estos radiosainetes y las ilustraciones humorísticas que Ondas publica con motivo de su radiación hacen sospechar que no se trata de la inauguración de un nuevo teatro radiofónico que de ellos se esperaba, ni mucho menos: Primer premio: Don Andrés López: Un caso de encefalitis; Segundo premio: Don José de la Vega Gutiérrez: La broma de los amores o cuál de los dos; Tercer premio: Don Miguel Ribagorda: Un chotis accidentao o El amigo del padrino.

DEBATE EN ONDAS EN TORNO AL TEATRO RADIOFÓNICO Paralelamente a estos modestos intentos prácticos, se mantiene en Ondas un intenso debate teórico a propósito del teatro radiofónico (véase Herrero Vecino 1999). Los aspectos más discutidos son: 1° los elementos constitutivos de tal teatro, en particular los recursos dramatúrgicos —verbales o acústicos— con los que la radio debería suplir a la falta de dimensión visual; 2° la comparación de la incipiente literatura radiofónica con el desarrollo estético-literario del cine; 3° la competencia entre la radio y el teatro, en cuanto a público y consecuencias económicas;3 4° la correspondencia entre la radio y la vida acelerada de la época moderna, y 5° el modelo francés, pues en Francia la T.S.H. (Telegrafía sin hilos) está más avanzada en cuanto a experimentos literarios en radiofonía.4 Un año después de la fundación de Unión Radio, Luis Fernández Cancela proclama «[l]a necesidad de un teatro radiofónico» (20-6-1926)

3 Véase Nilo Vargas, «El teatro y la radio» (20-3-1927); «Crónica de Alemania. Teatro y radiodifusión» (12-1-1929); Virgilio de la Pascua: «Al margen de un congreso. El teatro y la radio» (8-6-1929). 4 Véase G. Parville, «El teatro del porvenir» (3-4-1927). En un editorial dedicado a «Un teatro radiofónico» (21-8-1927), se destaca que «[e]n Francia se hace actualmente una intensa campaña en favor del teatro radiofónico» como demuestra un congreso de escritores franceses celebrado recientemente en Reims y al que «acudieron varios literatos amantes de la T.S.H.». A esta ocasión el editorialista (tal vez F. Ginestal) subraya la «necesidad urgente de crear una literatura radiofónica que substituya con ventaja a las actuales comedias o dramas», tarea en cuya realización confía, pues: «En el cine se ha conseguido ya una excelente literatura ‘visual’, y en la radio se llegará pronto a la ‘radiofónica’». Véase también el artículo de F.G., «Teatro radiofónico y teatro clásico» (30-3-1929), en el cual pone de relieve la labor de Louis Cognet en la adaptación de obras de teatro (modernas) a la radio.

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y menciona unos requisitos básicos para la «creación de un teatro adecuado para su emisión por radiotelefonía». En septiembre del mismo año (5-9-1926), Nilo Vargas opina, optimista, que «[e]l teatro radiofónico ha pasado del período de la concepción al de su cabal formación». Un autor anónimo de La Parole libre va hasta «declarar el divorcio entre la literatura impresa y la oral», regidas por normas distintas («Literatura teatral y T.S.H.», 20-12-1930). Para hallar las reglas de la literatura radiofónica aconseja volver a la tradición de los géneros teatrales que se practicaban en la Grecia antigua, en las ciudades medievales o en los salones aristocráticos y burgueses. Por de pronto, sin embargo, la cuestión radical que hace Roberto Molina si «¿Son ‘radiables’ ciertos géneros literarios?» queda sin eco y parece sin interés (29-5-1927). A finales de los años 20 es Francisco Ginestal el que domina el debate sobre literatura radiofónica en las páginas de Ondas. Refiriéndose a un libro del francés Jacques Faucillon, subraya la importancia, para el teatro radiado, de «motivos auditivos» que suplan la ‘ceguera’ de la radio («La literatura y la radio», 192-1928). Por ello entiende «ruidos y explicaciones sucintas que ‘sitúen’ al radioescucha en un ambiente adecuado» y que caractericen el lugar de la acción (la selva, el mar).5 En dos entregas sucesivas, Ginestal diserta con todo detalle sobre la importancia de los personajes (26-2-1928) y del diálogo (11-3-1928) en el teatro radiofónico. Más pormenorizadas son las doce reglas que Paul Delharme propone para la producción de obras radiofónicas y que atañen a la recitación, a las «máscaras vocales», es decir, las voces identificables con determinado papel, a la música de escena o a la cronología de la acción (30-9-1928). En la primera parte de su «Proposición de un arte radiofónico» (23-9-1928), el teórico francés establece una interesante relación entre radioteatro y surrealismo, pues su intención es la de «crear en el espíritu del auditor imágenes análogas a las de los sueños». Sin recurrir al hipnotismo, Delharme pretende, a través de la T.S.H., «neutralizar toda realidad entre la fuente de las sugestiones y el espíritu del auditor que desarrolla su ‘film’ interior.— Teníamos el arte mudo, he aquí el arte ciego». Partiendo de una 5 Contra los comentarios y efectos sonoros que propone Ginestal, A. Martín Becerra («Teatro del sonido», 10-6-1928) opina que «[s]e ha intentado la comedia con ilustraciones musicales, las piececitas dramáticas o cómicas en las que el diálogo y los ruidos se estorbaban más que se ayudaban» y se revela como purista de la palabra: «La palabra es el único elemento sobre el que ha de trabajar el futuro autor radiofónico». Con este parecer, Becerra queda bastante aislado.

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misma aproximación al subconsciente, el radioteatro onírico debe superar al proyecto literario del surrealismo, que según Delharme ya ha llegado a su fin: El superrealismo tiene, en efecto, sus fuentes y su vida en el subconsciente (tal como es hoy definido). Y es el subconsciente lo que nosotros pretendemos conmover por T.S.H., directamente, sin despertar el consciente ni su acción perturbadora. Pero las primeras experiencias superrealistas exploran el país de los sueños con su carácter excesivamente subjetivo. La expresión literaria de estas experiencias ha llegado al fin (23-9-1928).

A lo largo del prolongado debate en torno a la radioliteratura se nota cómo el entusiasmo de los pioneros cede al desencanto ante la evidente imposibilidad de llevar a la práctica la idea de un teatro radiofónico. La desilusión y la impaciencia se notan claramente en un artículo de A. Martín Becerra que conjura la quimera de este «Teatro del sonido» (10-61928) el cual, como «arte nuevo» haría juego con el «arte mudo» del cine: Por contraposición al arte mudo, el arte sonoro. [...] Teatro del sonido. Arte sonoro de la palabra sin ayuda musical. Radioteatro. Arte nuevo, cuyo brillo nos ha cegado a muchos y al que hemos ido con toda la fuerza de nuestro entusiasmo. ¡Cuántos preceptos se han volcado ya en las cuartillas! ¡Cuántas leyes se han fulminado a los recitadores que han de actuar ante el micrófono! ¡Cuánta noble inquietud orientada a este fin, ha llegado, incluso, a concretarse en un articulado perfecto para reglar la producción de la obra radiofónica! Pero la obra radiofónica, como tal obra, no parece [sic] por ningún lado. Ni ante nuestros micrófonos, ni ante los extraños (10-6-1928).

En el mismo sentido, Robot considera vanas las recetas y las fórmulas para puntualizar: «La solución de estos problemas no concierne exclusivamente a las especulaciones teoréticas; ha menester de los elementos que proporciona la práctica» («¿Teatro radiofónico? Hacia una diferenciación», 22-11-1930). En noviembre de 1929, el editorialista E. A. J. Diez también se ocupa del tema, quejándose en particular de que los estímulos y las expectativas por parte de Unión Radio han quedado defraudados: Los ensayos que en un comienzo hizo la radio para hallar la obra radiofónica no pasaron adelante. Unión Radio trató de estimular a los autores teatra-

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les para que aportaran su talento a la obra radiofónica, pero ésta no surgió («El teatro, la radio y el ‘cine’», 23-11-1929).

Habrá que esperar hasta el mes de abril de 1931 para que tal obra surja, a saber la radiocomedia Todos los ruidos de aquel día, de Tomás Borrás, que se radia por vez primera el 17 de abril de 1931 y que marca un hito en la todavía joven historia del radioteatro español, como lo atestigua el siguiente homenaje: Dejando a salvo el nombre de Tomás Borrás, precursor a quien la historia de la radiotelefonía española hará justicia en el mañana, no sé de otro que, como él, se haya dado a cultivar esta nueva y prometedora forma de arte (Robot, «Por una estética de la acción audible», 2-7-1932).

TOMÁS BORRÁS Y LAS ARTES DEL ESPECTÁCULO Nacido en 1891 y miembro de la tertulia de Pombo en torno a Ramón Gómez de la Serna, Tomás Borrás es pionero de un arte multimedial e intermedial. Las raíces de su concepción estética se encuentran en el ámbito del teatro de arte, al cual contribuye con la pantomima El sapo enamorado, estrenada en el Teatro Eslava, el 2 de diciembre de 1916 (Albert 2004a). Al lado de un sinfín de cuentos y algunas novelas, Tomás Borrás escribe sobre todo obras de teatro, libretos de ópera y de revistas musicales. Su curiosidad por todo lo nuevo en las artes del espectáculo se pone de manifiesto en el volumen Tam Tam, publicado en 1931 y que contiene varios textos híbridos, de finalidad escénica, caracterizados, en el subtítulo, como Pantomimas. Bailetes. Cuentos coreográficos. Mimodramas (Peral Vega 2001). Su espíritu pionero lo lleva bastante pronto a descubrir las posibilidades estéticas que ofrece el nuevo medio de la radio.6 Con anterioridad a su radiocomedia, Tomás Borrás ya había cooperado con Unión Radio con motivo de la radiación de su ópera de cámara Fantochines, el día 23 de diciembre de 1927. Conrado del Campo compuso la música de esta obra escrita en 1923, un divertimento amoroso ambientado en la Venecia de Casanova, inspirado en la commedia dell’arte y en el teatro de títeres. 6 Adrià Gual es otro dramaturgo de vanguardia que experimenta con la radio; véase Balsebre (2001: 304-308).

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La radiación de la telecomedia Todos los ruidos de aquel día, el viernes, 17 de abril de 1931, es un gran acontecimiento para Unión Radio, dignamente celebrado en su revista Ondas que publica, entre otros, un breve ensayo explicativo del autor, al que volveremos más adelante, así como fotos del conjunto de artistas que realizaron esta obra. En una de ellas se ve al autor, Tomás Borrás, junto a su «equipo de realización» que era «la crème musical de Unión Radio Madrid» (Balsebre 2001: 299), a saber: el compositor Conrado del Campo, Salvador Bacarisse, el director artístico de Unión Radio, Felipe Briones, el director musical, así como Luis Medina, que actuó como «La voz del Destino», y Carlos del Pozo, famoso «speaker» de Unión Radio que desempeñó el papel del payaso Don Rulito. En la otra foto se ve un conjunto más grande de actores que intervinieron en la producción de Todos los ruidos y entre los cuales cabe destacar a la cupletista La Goya, esposa del mismo Borrás, que hizo el papel de Minnie la écuyère, y al escritor Felipe Ximénez de Sandoval, que hizo de chófer. En cuanto a la acción de esta telecomedia, relativamente banal y subordinada a su función acústica, citamos el resumen que de ella hace Enrique Díez-Canedo («Teatro y radiodifusión», 2-5-1931): Un asunto de circo: el despertar de los artistas, padre e hijo, en el cuarto de la pensión; los rumores de la ciudad en el trayecto de un ‘taxi’ hasta la terraza del café, animada a la hora del aperitivo por los mil ecos de la villa; la función en el circo, con sus músicas y sus números cómicos, y el habla internacional de los personajes; la huida del galán y la dama en avión, el zumbido triunfal de los motores, y con esto, la expresión del carácter, reducida en afortunada comparación, que puede adquirir graciosa realidad en las ondas, a un cauce de sonidos. El Baudelaire de las Correspondencias aprobaría esta composición de personajes en el sonido de instrumentos determinados.

De hecho, el mayor interés de esta comedia radiofónica reside en el virtuosismo de los efectos sonoros, entonces en pleno desarrollo, gracias a las actividades del Conde Cutelli.7 Regularmente, Ondas informa a los radioyentes de los últimos adelantos técnicos y anuncia, orgullosa (18-

7 Según Barea (1994: 34): «[l]os efectos especiales utilizados en estos primeros seriales eran muy rudimentarios. Un testimonio de la época cuenta que un alto directivo de Unión Radio se trajo de Italia a un fabricante de artilugios para efectos acústicos que se hacía suministrar para su trabajo los materiales más raros: [...]».

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2-1933): «Unión Radio adquiere todo el instrumental productor de ruidos con que se sonorizan los grandes films».

TODOS LOS RUIDOS DE AQUEL DÍA — UN TEATRO DEL OÍDO Armand Balsebre, en su Historia de la radio en España, también subraya que la «singularidad» de la obra de Borrás consiste «en el exhaustivo repertorio de efectos sonoros [...] que reivindican en la trama dialogada un protagonismo que nunca hasta entonces se había escuchado» (2001: 299). Dentro de estos «ruidos mecánicos y musicales» (2001: 299), Balsebre establece una tipología de seis clases de ruidos que reproducimos a continuación, a pesar de ciertos reparos:8 — ruidos de base no-naturalista, interpretados por instrumentos musicales, para caracterizar a los personajes; — ruidos escuchados en primer plano (casi siempre les ha correspondido a los efectos sonoros un plano secundario frente a las voces, segundo o tercer plano); — ruidos formados por palabras; — ruidos con función de onomatopeyas, en sincronía con los diálogos de los personajes (por ejemplo: la expresión ‘¡Rayos y truenos!’ va seguida de su correspondiente efecto); — ruidos que desean orientar la ‘mirada’ del radioyente hacia los espacios ‘exteriores’ de la Naturaleza, proscritos en la radiación de obras donde la acción sucede casi siempre en un ‘interior’ (el llamado ‘Teatro de Habitación’, que Borrás critica); — ruidos ‘metáfora’: el claxon que ladra como un perro (Balsebre 2001: 299-300).

Frente a este abanico de fenómenos acústicos es curioso observar cómo, al lado del marcado simbolismo musical, Borrás destaca el mimetismo acústico del radioteatro, haciendo observar en el prólogo que «[e]n el teatro radiado hace de tramoyista la propia naturaleza» (1931: 21). Basándose en una conferencia inédita de Pedro Barea (2001), Armand Balsebre hace resaltar dos elementos particularmente novedo8 Cabe preguntarse, por ejemplo, lo que se entiende por «ruidos formados por palabras»; además, los criterios que sirven para establecer esta tipología se refieren a niveles distintos, reduciendo el alcance analítico-funcional de estas categorías.

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sos del radiodrama de Borrás, a saber, por una parte, la «división estructural de la obra [...] en seis partes, que Borrás llama ‘discos’ según criterios principalmente espacio-temporales» (Balsebre 2001: 301).9 Con ello, sigue comentando, Borrás ‘inventa’ de alguna manera el concepto de ‘secuencia’ como unidad estructural que articula no sólo argumentalmente el relato dramático en la radio, en congruencia con su defensa de un ‘teatro de imágenes’ que trasciende el concepto de teatro de sentimiento, ideas y conflictos (Balsebre 2001: 301).

La segunda innovación es [l]a figura del ‘narrador’ [... que] asume en el guión de Tomás Borrás una función no sólo ‘descriptiva’ (descripción de los rasgos ‘visuales’ del texto) o ‘transitiva’ (de transición entre las 6 partes o secuencias), sino también ‘dramática’, pues el narrador incorpora el personaje de ‘Voz del Destino’ que ‘advierte y casi aconseja, y avanza acontecimientos como un Dios que está más allá de contingencias’ (Barea) (Balsebre 2001: 301).

Este ‘truco’ épico de la «Voz del Destino» está marcado directamente por la experiencia de Borrás como explicador de películas de cine mudo,10 ya que en el prólogo, «Palabras aladas», explica a este respecto que la «Voz del Destino» va a cumplir la función de «traspunte [...] para el público».11 Y en una ficción algo surrealista cuenta cómo ha capturado esta voz en las ondas de la emisora EAJ 7 para ponerla al servicio de su «farsa».12 Veamos ahora en detalle los efectos acústicos de la acción tragicómica, estructurada, como se decía, en seis «discos». En el disco prime9

Sin duda interfieren también en esta denominación cuestiones técnicas de la grabación. 10 Balsebre (2001: 301) menciona esta actividad sin relacionarla, sin embargo, con la «Voz del Destino». 11 «El Teleteatro necesita traspunte, pero no traspunte para los actores, sino para el público. Es el que anuncie, simplemente, el lugar y el epígrafe, el reparto, etc. El traspunte-cartel; porque el cartel, como es natural en el Teatro parlante, también habla» (Borrás 1931: 21). 12 «Yo he encontrado para que me sirva de traspunte en esta obra al Destino. Su voz se había enredado en las ondas emitidas por la EAJ 7, y le hemos pescado sacándole de entre la finísima malla de hilillos eléctricos con que la EAJ 7 apresó al cielo con su red. Capturada la voz del Destino, podremos averiguar el porvenir, lo que sucederá a nuestros ‘dramatis personae’» (Borrás 1931: 21-22).

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ro asistimos al despertar de Tip-Top, joven trapecista mujeriego y de su padre llamado Chocolate, viejo payaso alcohólico, en una casa de huéspedes madrileña. Se oyen los ruidos correspondientes: el despertador, los bostezos, los golpes en la puerta de la criada que lleva el desayuno, las bofetadas y el portazo que siguen las impertinencias de Tip-Top, el agua en la jofaina, ruidos más violentos cuando el joven sermonea a su padre por el alcoholismo, escalas y acordes de una estudiante de piano en el vecindario y, por fin, otros golpes en la puerta. Es Rulito, el compinche de Chocolate que viene para tomar el aperitivo. En el segundo disco, donde oímos el trayecto en taxi por calles y bulevares, Borrás nos presenta, en el fondo, la cinta sonora de un film que podría llamarse «Madrid, sinfonía de una gran ciudad», en alusión a la obra maestra de Walter Ruttmann. El largo párrafo de acotaciones escénicas, o mejor dicho acústicas, nos da una imagen vívida de aquel Madrid del año 1930, una metrópoli entre la tradición y la modernidad. Al mismo tiempo, estos textos constituyen una especie de poema en prosa, muestrario de aquella poesía de la metrópoli, característica de las vanguardias:13 Un sordo rumor. La trepidación continua de la calle, por la que pasan cientos de carruajes. El chirrido que hacen los tranvías eléctricos al deslizarse sobre los rieles; sus insistentes timbrazos de aviso. Motores de autos de diferentes clases: el susurro semisilencioso de los americanos, el borbotear de los cuatro cilindros, el tremendo estallido de los motores de dos tiempos. Muchas palabras que brotan simultáneamente y se golpean y rebotan unas en otras y se deforman y no se distingue de ellas más que un murmullo: zumbido de colmena humana. Los timbres de las señales luminosas cada veinte segundos. Claxons y bocinas próximos y alejados. Todos los tipos de estos medios de aviso: el claxon que ladra como un perro, el pito que insiste y perfora el oído, la bocina que da notas musicales, el grave runrunear de los serpentones. Una granizada que se entrecruza por la atmósfera y da idea de continuo, mareante, ir y venir, pasar, desaparecer. Este será el fondo de ruido de la calle y durará un minuto. Sobresaliendo de ese informe y obscuro zumbar, otros ruidos nítidos, que emergen, se precisan y desaparecen. Pedorreo de una motocicleta que viene de lejos y se va lejos, como si cruzara, incendiada, una traca. Un camión que transporta vigas de hierro, hace vibrar todos los cristales y parece, con su enorme carga de ruido, hundir los edificios. Voz de niña: —¡El quince mil seiscientos veintidós!—. Solamente ruidos confusos de la calle otra vez. El auto de los bomberos, acelerado, ve13

Véase Friedrich (2005).

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loz, con su campilla incesante. Voces: —¡Los bomberos! ¡Los bomberos!... —¡Es en el barrio de Salamanca!— Nuevamente el trepidar de la calle, tan sólo. De pronto el estallido de un neumático, semejante a un disparo. Voz de hombre: —¡Aquel auto, que le estalló una goma!...—Una orquesta de ciegos: clarinete, guitarra, bandurria, violón y flauta, rompe a tocar la pieza de moda. Una mujer de voz desgarrada canta a gritos la letra: —¡Mi caballo murió!... Voces de chicos: —¡El ‘ABC’! ¡’ABC’ de hoy! ¡El ‘Nuevo Mundo’! —¡Quince mil seiscientos veintidós! ¡Mañana sale!—¿Me permite que me lleve esta silla? Gracias.— La ramplona música de los ciegos se desvanece porque los artistas se han alejado. Cinco segundos del zumbido de la calle. Se distingue un claro tocar de cornetas. Voces: —¡Soldados! ¡Los soldados! ¡Corre, Antonio! ¡Chico! ¡Súbete a esta silla!— Entre el parloteo que se deforma, ya sin precisarse las palabras, y el apagado trueno de la calle, que hace los bajos de la sinfonía, irrumpe la llamarada de sonido de una charanga militar que toca, entero, el pasadoble de ‘Los voluntarios’, de Giménez, alejándose al final. Cuando la música desaparece se oye otra vez (Borrás 1931: 48-52).

El empleo que hace Borrás de la banda sonora se debe en gran medida a su formación musical y a su experiencia como libretista de ópera, pues él mismo explica el principio de su composición al observar: «el apagado trueno de la calle [...] hace los bajos de la sinfonía». De este bajo continuo —«fondo de ruido de la calle», «granizada», «zumbido de colmena humana»— medido en minutos y segundos, se destacan diversos «ruidos nítidos» momentáneos, tanto mecánicos (por ejemplo la «enorme carga de ruido» transmitida por el camión cargado de «vigas de hierro» que «hace vibrar todos los cristales») como humanos (por ejemplo la voz del vendedor de periódicos, de la vendedora de lotería o las palabras de cortesía), acentuados, además, por aires de música (sea el pasadoble de la «charanga militar», sea la «ramplona música de los ciegos»). Al entretejerse, esta multitud de fenómenos acústicos crean un espacio polifónico. Con el disco tercero entramos al mundo mágico del circo, donde se nos presentan las artistas internacionales, marcadas cada una por un acento particular: Carmencita, la bailaora andaluza, Bab, la domadora de fieras, de origen austriaco, Minnie, la écuyère francesa que suele tocar un vals de Chopin y finalmente Lillian, la argentina, que actúa junto a su esposo M. Lemaitre, el tirador. El amor de Tip-Top por Lillian, con la que va a huir al final, y los celos del tirador constituyen el escueto núcleo dramático de esta telecomedia. Después de esta exposición, el disco cuarto pone en escena a los dos payasos, Chocolate y Don Rulito,

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embriagados antes de la función, de cuyo diálogo balbuceante, entremezclado de gruñidos y silabeos ininteligibles, se desprende que Chocolate no tolera el amor adúltero de su hijo y amenaza con matar a la amada de éste. El interés del disco siguiente consiste en dos muy logrados elementos sonoros. Por una parte, oímos gran parte de la función del circo casi por completo a través de la banda sonora que contribuye a estructurar la escena, desde los rumores del público que sirven de preludio y las primeras piezas de la banda «The jazz melodies» que hacen de obertura hasta el emocionante número del trapecista y el cautivador baile de Carmencita, todo puntuado por las palabras del presentador y por el «potente timbre» que anuncia los números; sólo en el último número de los dos payasos, con sus rancios chistes, la palabra vuelve a imponerse. Los efectos sonoros reflejan fielmente la excitante atmósfera del circo y otorgan un sugestivo dramatismo a la comedia radiofónica. Buen ejemplo de ello es el crescendo de señales acústicas con las que el público pone de manifiesto su descontento por la tardanza al empezar la función: las «palmadas rítmicas» «individuales» se van intensificando en un «impaciente chaparrón de aplausos» para terminar en un ensordecedor «pataleo a compás». De igual manera, la actuación del trapecista Tip-Top, cuya voz sólo se oye en el característico «¡Hop!», está dotada de una impresionante puesta en escena acústica marcada, por parte del público, por un «¡Aaah! —de sensación, seguido de enérgicos— ¡Chiss! —que imponen silencio» y acompañada de un casi interminable «redoble de tambor» de más de «cinco segundos», que desemboca en una «[c]lamorosa ovación que decrece y vuelve a hacerse estrepitosa nuevamente». Se admira, pues, una vez más, la sabia obra del compositorlibretista-dramaturgo que es Tomás Borrás: (El murmullo de los tres mil espectadores del circo en un momento de espera: suena como un cráter hirviente. Salpica gritos: vendedores que vocean: —¡Quieren bocadillos! —¡Gaseosa! —Personas del público: —¡Que se siente! —¡Basta de intermedio! —El llanto desesperado de un niño. Vendedores: —¡Ahí van los caramelos! —¡De jamón los bocadillos!—. Crece la intensidad de los millares de conversaciones en voz alta. Algunas palmadas rítmicas, protesta contra la tardanza. A esas palmadas individuales sigue impaciente chaparrón de aplausos y a éstos, pataleo a compás: ¡Trum, trum! ¡Trum, trum! Cruzan el aire algunos silbidos. Los vendedores se desgañitan: —¡Patatas fritas! ¡Almendras saladillas!—. Un potente timbre anuncia el número. Le contesta el ¡Aaah! de toda la gente. La orquesta ataca una marcha. Pocos compases. La gente ha callado.)

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El jefe de pista ¡Respetable público: ‘The jazz melodies’, xilofonistas, virtuosos de la concertina y musicales; hawayanos! (Una breve pieza de xilofón. Ruidosos aplausos al final. Afinación de la concertina. Aplausos. Número combinado de xilofón, concertina y cascabeles, muy alegre, ruidoso. Estruendosa ovación que dura unos segundos. El rumor del público, otra vez sin precisarse palabra alguna. El timbre del circo.) El jefe de pista ¡Tip-Top, alambrista, trapecista; español! (Se calma la agitación de la gente. Otra marcha pausada en la orquesta. Aplausos a la aparición del artista. La marcha se corta bruscamente.) El jefe de pista. Se ruega al respetable público que guarde silencio durante la ejecución de este número. La gran altura a que está el alambre y lo arriesgado del ejercicio hacen que cualquier sobresalto sea peligroso para el artista. (La advertencia provoca un ¡Aaah! —de sensación, seguido de enérgicos— ¡Chiss! —que imponen silencio. En medio de la expectación la orquesta empieza a tocar un vals, ese inconfundible vals del circo. Un cuarto de minuto después una voz grita: —¡La plancha!—. Sobreviene el abucheo. Voces de recriminación y —¡Chisss!— que pasan como cohetes. Silencio otra vez y el vals circense. Un redoble de tambor lo acaba. Silencio absoluto. La voz del artista —¡Hop!—. Continuo redoble del tambor. A los cinco segundos se oye: —¡Basta!¡Basta! —El redoble siempre. Termina. Clamorosa ovación, que decrece y vuelve a hacerse estrepitosa nuevamente. La orquesta sostiene un acorde, que no cesa hasta que el artista sale de la pista. El timbre que anuncia el cambio de número.) El jefe de pista ¡Mademoiselle Carmencita, danseuse española! (El rumor de la gente. Aplausos. Silencio. Falsetas de guitarra. Castañuelas. Un zapateado. —¡Olé! gritan algunos mientras Carmencita baila—. Cálidos aplausos al terminar. Nuevamente la presencia, en ruido, de todo el público. El timbre.) El jefe de pista ¡Chocolate y Don Rulito, los emperadores de la pista: entrada cómica! (Borrás 1931: 79-83).14

En el estado extático y fantasioso de la borrachera, Chocolate establece analogías entre los artistas del circo y el sonido de determinados instrumentos. Este procedimiento simbolista y sinestético (que Borrás ya 14 De aquí en adelante, por razones de comodidad, cuando se citen pasajes de la aludida obra de Borrás, indicaremos solamente la página entre paréntesis.

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había utilizado en su revista El arco Iris, de 1921, a nivel de los colores) abre nuevas posibilidades al teatro acústico. Primero, el diálogo entre un acordeón y un fagot refleja la conversación entre Chocolate y Don Rulito (105); luego, una composición más compleja ilustra las relaciones de deseo, celos y rechazo entre Tip-Top, trompeta, y las mujeres del circo, representadas por las castañuelas, el laúd, el piano y el oboe: Chocolate [...] Apaga la luz otra vez, que ahora sí que vas a oír a los espectros del sonido. Pero no a los nuestros. Así, a obscuras. Fíjate lo que pasa entre mi hijo y todas esas mujeres. Llega Tip-Top. (Toque de trompeta alegre, valiente, desafiador.) ¿Oyes? Ha llegado y todas acuden. (Repiqueteo de castañuelas, arpegios de laúd, quejas de oboe, escalas de piano.) ¿Te vas enterando? Todas alrededor de él. ¿Me quieres? —les pregunta. (La trompeta interroga). Y las estúpidas, como tienen celos unas de otras, fingen desdeñarle. (Castañuelas que se alejan; laúd, al que después de unos dulces rasgueos parece saltársele una cuerda; piano que repite el motivo de Chopin, que tocó antes Minnie, y de pronto hace ese fuerte acorde final, con el que acaban todas las piezas. Pero un violín, que enlazó su música con el motivo de Chopin, sigue sonando, patético, dulce, sublime) (106-107).

El último disco trae una gradación dramática, pues Chocolate provoca el escándalo al salir al ruedo para instigar al tirador a matar a su rival Tip-Top, que está por escaparse con Lillian en aeroplano a Biarritz. Vuelve el concierto de los instrumentos emblemáticos del que se desprende el dúo de oboe y trompeta —Lillian y Tip-Top— acompañados por el violín del amor. La culminación del drama amoroso se traduce también a través de sonidos: La «melodía delgada» del violín va convirtiéndose en el «ruido de motor de un aeroplano» (125) que sobrevuela a los personajes con «enorme zumbido»: «Coincidiendo con la mayor extensión de su bordoneo suenan también, cortantes, apresurados, cinco tiros. A cada disparo gritos y voces ahogadas. El aeroplano se aleja» (126). Desgraciadamente, la telecomedia no termina aquí. Fiel al «carácter de leve fantasía y suave romanticismo» que el crítico Enrique Díez-Canedo atestigua «a las mejores obras de [este] autor» («Teatro y radiofonía», 25-1931), Tomás Borrás concluye con una imagen cursi, evocada por la «Voz del Destino» sobre fondo musical del vals op. 11 de Chopin:

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Los enamorados del circo, Lillian y Tip-Top, se unieron al gran vals galante que arrebata en éxtasis a cuantos se quieren. Y la pareja, con las otras parejas, sigue girando todavía en la eterna primavera estelar, en uno de esos prados azules del cielo, cuyos lirios de plata llamamos desde aquí estrellas. Escuchad, como última viñeta lírica, la rueda de los enamorados. (El vals chopiniano, a toda orquesta, saturado de sentimiento y de elegancia, marca el giro de amor del corro de parejas. Cuando termina, habla por última vez el traspunte:) ¡Ha terminado la telecomedia! (128).

RESEÑAS A juzgar por la reacción de la prensa, la radiocomedia Todos los ruidos de aquel día constituye un ejemplo logrado e innovador de este género largamente anhelado para hacer de ella un éxito clamoroso que se merece cuatro reseñas en Ondas, dos de ellas inmediatamente después de la radiación (2 de mayo de 1931) y otras dos a mediados de julio del mismo año. La reseña de Enrique Díez-Canedo, titulada «Teatro y radiodifusión» (2-5-1931), publicada anteriormente en El Sol, se basa no en la realización radiofónica, sino en el libro. A pesar de ello, ha logrado apreciar «cómo Tomás Borrás ha tenido presente lo que llamaríamos calidad sonora de las situaciones». Sin embargo, esta virtud puede pecar por exceso, por lo que Díez-Canedo le achaca «alguna complacencia fácil, que indica avidez de acumular efectos [...]. Avidez propia de todos los comienzos. En cambio, nos complace —sigue— la rapidez de sus parlamentos, el despego de toda predicación». Como se ve, el prestigioso crítico emite un juicio muy matizado. Recuerda el papel precursor de los «bocetos radiofónicos» del francés Tristan Bernard, pero admite que: «Corresponde a Tomás Borrás sin duda el mérito de la primacía en lo que a España se refiere». Aunque reconozca el mérito innovador de la obra respecto al joven medio radiofónico, no oculta su escaso interés dramático: «Al inaugurar esta especialidad con una obra cuya realización teatral sería desde luego inferior a la que puede obtener en el estudio radiofónico, nuestro autor señala un camino en que muchos han de poder llevar a término obras de importancia». En esta línea, el crítico preve para el futuro «el drama del obrero de fábrica, el drama de la guerra» o la «telecomedia regional»... «Y sin duda, con el tiempo, la elaboración

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sonora de los grandes temas teatrales». De momento, sin embargo, este «teleteatro» se revela «muy teatro todavía», «parentesco, que —y con esto concluye— ha de irse debilitando para que el teatro auditivo constituya un verdadero género y no una nueva modalidad expresiva». Al contrario de esta opinión, el periodista que firma como Robot («¿Teatro?... ¿Acción audible?», 2-5-1931) sostiene que esta telecomedia es precisamente «ajena a todo lo teatral, quiero decir, a lo espectacular». Para distinguirla de cualquier otro tipo de «teatro radiado», Robot la denomina «acción audible», ya que «ha sido concebida y realizada dentro de las posibilidades radiotelefónicas, y así tiene de mayor trascendencia, en el campo de la estética radiofónica, que cualesquier adaptación teleteatral». Al otorgar a Borrás «el título de precursor en esto de hacer literatura para el micrófono», el entusiasmo de Robot apenas conoce límites, pues concluye: «Ante el micrófono importa más la acción audible del Sr. Borrás que una adaptación de ‘Hamlet’, porque el gran drama de Shakespeare perderá al ser radiado tanto cuanto al ser radiada ganó la obra de Borrás». En un artículo titulado «El gran teatro del mundo» (18-7-1931), César González Ruano aprecia la telecomedia de Borrás (y otra de Juan del Brezo) como botón de muestra de un genuino teatro radiofónico que obedece al ideal de que «el autor escribiera su obra especializada a las necesidades oyentes y no a las visuales», considerando tal limitación en cuanto «estimulante intelectual que puede producir un nuevo modo de crear. (Se diría un nuevo modo de ver: ver con el oído)». Sin mayor interés poetológico, la reseña de ‘Ruanito’ concluye destacando una de entre las «múltiples ventajas» del radioteatro, a saber, que «los artistas —y sobre todo ellas— pueden no pasar de moda ni temer por lo que parezcan sus patas de gallo o la adiposidad de sus vientres». En la misma página, Luis Ram («Teatro radiofónico», 18-7-1931) considera el radioteatro como un paso decisivo en el camino hacia un teatro más depurado: «El teatro radiotelefónico será el teatro que se oye y no se ve, pero con el cual cabrá obtener los mismos resultados que con el otro teatro, el de hoy, el de hasta ahora, principalmente [...] espectacular». Cerrar los ojos y agudizar el oído contribuye a un proceso hacia la abstracción: «según ascienda en finura el teatro, subirá la inutilidad de aquella parte teatral que nos embarga por medios materiales». Mientras que la concepción de Luis Ram acerca de la evolución teatral queda poco clara, su juicio sobre la telecomedia de Tomás Borrás no deja lugar a dudas:

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Tomás Borrás, espíritu frío, apasionado de todo lo nuevo, no por banal afán sino por sincero respeto al mundo de las posibilidades, por afición buceadora en lo que puede ser... Tomás Borrás nos ha contado con artística minuciosidad los «ruidos de un día». Excelente este «ensayo» hablado. Plausible la tentativa. Alentador el resultado por lo que fué en sí y por lo que promete tras sucesivos desenvolvimientos.

ESTÉTICA DE LA TELECOMEDIA Consciente de su papel de precursor,15 Tomás Borrás escribe un prólogo a su telecomedia, en el que plantea una poética del radioteatro y que se publica, en extracto, en el número de Ondas que corresponde a la fecha de la radiación de Todos los ruidos de aquel día. Este proemio, titulado «Palabras aladas»,16 repite varios elementos del debate en torno al radioteatro, tal como lo hemos seguido en Ondas. Vuelve, por ejemplo, la comparación con las características mediáticas del cine y su estética. Al igual que el cine, el teleteatro posee, según Borrás, un carácter universal, pues este tipo de comedia se escribe «no para un público enredilado en un salón, sino para que la escuchen en cualquier parte de este universo estilo 1931, que es el universo einsteniano [sic]» (10). Y proclama: Este es el principio de un Teatro universal, de un Teatro simultáneo, en el que desaparezcan los temas caracterizados por el nacionalismo y los problemas que se circunscriben a un instante o a un lugar determinado (11).

La telecomedia, lo mismo que el cine, tiene una acción veloz para no aburrir al público.17 Por ello, «[n]o permite la comedia radiada párrafos largos, pero sí chistes, de los llamados retruécanos, de esos que se encuentran en Shakespeare, en Lope de Rueda, en Quevedo y en todos los autores de nuestros días» (14). Borrás se refiere también a la contrapo15

«Yo soy el Zandraka del Teleteatro» (13). . Con este título se alude a Homero que es, según Borrás, «[e]l inventor de la radiofonía» ya que «escribe, cuando un héroe va a hablar a otro: —‘Le dirigió estas palabras aladas’» (9). Respecto a la proyección mítica de la radio véase Albert (2005). 17 «El Teleteatro, a pesar de que se sirve de la palabra, no admite párrafos largos ni discursos. Es un teatro que tiene tanta acción como el cine. El oído, que no ve, se distrae, se aburre, si no salta instantáneamente de tema» (13). 16

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sición de arte mudo y arte sonoro, pues el cine y la radio son dos medios que se oponen en cuanto al sentido receptor: En el cine se oía por la vista; o sea, que una imagen conocida sugería el ruido que produce: por ejemplo, apretar la bocina de un auto. En el teatro radiofónico procuraremos que se vea por el oído; es decir, daremos un sonido conocido para suscitar la imagen correspondiente: el ruido de la bocina insinuará la plástica del auto (12).

Aunque aluda aquí al cine mudo, Borrás no es un fetichista del sinsonido, pues aprecia el invento del cine sonoro, que demuestra, al igual que el teleteatro, en qué medida «la necesidad de los hombres de comunicarse unos con otros es el principio básico de las artes» (15). A pesar de su entusiasmo por la radio y sus posibilidades estético-literarias, Borrás preve el desarrollo vertiginoso de los medios, que van a superar, dentro de poco, el género mediático que él mismo contribuye a fundar: El cine es la imagen sin sonido. La comedia radiada el sonido sin imagen. El cine sonoro ha agregado el sonido a la imagen. Mañana la televisión creará la comedia radiotelevisada. Tendremos entonces un local único que transmitirá sus obras por el espacio. Cada cual en su casa presenciará esas representaciones con sólo poner a punto la pantalla y el altavoz. Entonces habrán muerto las demás expresiones teatrales, incluso esta que inauguramos hoy (12).

Pero de momento, la época de hoy, «época estrepitosa» (14), en la que «existe hasta la enfermedad del ruido» (14), es el momento histórico del oído y de la radio. Por ello llega incluso a formular la idea de una educación del oído:18 «El ojo está ya educado por el Teatro y el Cine. Ahora tenemos que educar el oído, que es el tacto de lo inmaterial» (13). El teléfono ya ha contribuido a sensibilizarnos por la voz y su inconfundible timbre individual: «Con el Teleteatro empezaremos a fijarnos en que las voces tienen una poderosa individualidad. La gente que habla mucho por teléfono ya lo sabe y conoce a cada cual por su timbre de voz» (14). Del mismo modo que todos tenemos un olor particular,

18 Para la actualidad del tema, véase el artículo anónimo, «La radiotelefonía desarrolla el sentido del oído» (28-11-1926).

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«[t]odos tenemos también un sonido. Cada persona suena a algo: a chirrido de carro mal engrasado, a trueno, a chorrito de agua» (14). De ahí su idea de caracterizar a los personajes de su telecomedia por medio de instrumentos musicales. Hasta el mundo de los objetos se articula de manera acústica: «el ruido es la vida de las cosas» (16) afirma Borrás, recordando la célebre definición ramoniana de las greguerías como «lo que gritan las cosas» (Gómez de la Serna 1988: 125). Gracias al conjunto de sus recursos acústicos —«palabra, música, sonido»—, el teatro radiofónico es «eminentemente poético» (19). En este nuevo género mediático no es necesariamente la palabra la que lleva la voz cantante. Así lo demuestra la siguiente ‘estética del sonido’, evocación lírica de la expresividad sonora, en la que se transparenta la formación modernista de Borrás y se refleja su fructuosa colaboración con compositores como Conrado del Campo, Joaquín Turina o Pablo de Luna: Consideramos al sonido como fragor de oleaje, y distinguimos en él sus tic tic cristalinos, sus voces suaves, sus fruiciones de brisa, los choques, los estrépitos, lo retumbante, lo repiqueteante. Sabemos ya que hay sonidos escuálidos, ruidos redondos, murmullos que se arrastran sobre su vientre, resonancias melancólicas, chasquidos que estallan en fragmentos, irisaciones compuestas de mil rocecitos, diminutos vagidos de rumores. Hasta hay ruidos que los hemos recogido para siempre de entre ese oleaje cotidiano, y se nos quejan con dulzura encerrados en la nacarada caracola del recuerdo (16).

CONTEXTO DISCURSIVO A pesar de su impronta modernista, la sensibilidad auditiva de Borrás y el mismo planteamiento de su radiocomedia Todos los ruidos de aquel día forman parte de un conjunto de discursos acerca de los fenómenos del oído. Esta variedad de discursos surge al propagarse los nuevos medios acústicos —gramófono, teléfono, radio, film sonoro— y al plantearse el problema de la polución acústica, debido al progreso técnico-industrial, así como al crecimiento de las grandes ciudades. Más allá de su dimensión técnica (por ejemplo un reportaje sobre la sonorización de películas o una explicación de la medida decibel) el discurso sobre el oído, en particular en su relación con la vista, es de sumo interés para la antropología

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histórica. En las páginas de Ondas, este discurso se refleja, por ejemplo, en un artículo sobre cómo «La radiotelefonía desarrolla el sentido del oído» (28-11-1926) o en la atención que se presta a las «Voces radiofónicas» (Rosa Arciniega, 20-6-1936) y que va hasta plasmarse en una «Teoría de la voz» (Juan Chabás, 9-2-1935). Mientras que unos evocan «El placer de oír» (Luciano de Taxonera, 12-11-1932) o exaltan «Lo que se ve con los ojos cerrados» (Rafael Álvarez, 17-12-1932), otros proponen: «Hablemos de los ruidos» (V.S., 1-12-1935), mientras que bajo la rúbrica «Radioterapéutica» Natalio López trata de «Los ruidos del tráfico urbano. Efectos perniciosos en el sistema nervioso» (1-10-1932). Y no falta, por supuesto, el enfoque humorístico.19 Refiriéndose, precisamente, al debate público en torno a los ruidos molestos, Ramiro Merino propone a Unión Radio hacer un reportaje en directo de un patio madrileño («Los ruidos del patio», 12-7-1930). Al ilustrar los cuatro tipos de ruidos insoportables —a saber: «zoológicos, broncohidraúlicos [por los que entiende «toda la protesta ocasionada por mojaduras del patio»], filarmónicos y coloquiales», estos últimos subdivididos según las personas implicadas: «hombre y hombre, hombre y mujer, mujer y mujer»— tal reportaje «[q]uizás diera lugar a que se adoptaran medidas para imponer el silencio a domicilio y habría dado lugar a una nueva obra de misericordia: la de dar de dormir al despierto». Mientras que todos aborrecen los ruidos de la vida moderna, Borrás los dignifica, elevándolos a protagonistas de su radiocomedia. Tal es la opinión que Manuel Bueno, al que Borrás dedica esta obra, defiende en su reseña para ABC («Teatro literario. Todos los ruidos de aquel día», 6-8-1931): El ruido es el lenguaje de las cosas, y, por lo tanto, una parte de su alma, y la única tal vez que nos sea posible conocer. [...] A menos de romper toda comunicación con lo real, hay que aceptar el ruido como se acepta el hueso, que es uno de los componentes del fruto. Es casi la voz del progreso. A más civilización, más ruido [...]. El ruido, que había intervenido episódicamente en el teatro, debe a Tomás Borrás un ascenso de categoría. El joven e ilustre literato lo eleva al rango de personaje principal.

A pesar de constituir un éxito rotundo, gracias al logrado empleo estético de los efectos acústicos que ofrece el nuevo medio, la radiocomedia 19

Respecto a la radio, objeto de humor, véase Ventín Pereira (1999); Albert (2004b).

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de Tomás Borrás no tendrá seguidores.20 Debido a varios motivos —la función de la radio como entretenimiento fácil y el interés comercial de las emisoras, la crisis económica y, posteriormente, la Guerra Civil— Todos los ruidos de aquel día permanece como testimonio singular de una literatura radiofónica a la altura de su tiempo.21

BIBLIOGRAFÍA ALBERT, Mechthild (2004a): «Pantomima y danza como medios de renovación teatral: el caso de Tomás Borrás». En: Romero Ferrer, Alberto/Cantos Casenave, Marieta (eds.): ¿De qué se venga Don Mendo? Teatro e intelectualidad en el primer tercio del siglo XX. El Puerto de Santa María: Fundación Pedro Muñoz Seca, pp. 35-56. — (2004b): «Komik und Medien in der spanischen Avantgarde». En: Scherer, Ludger/Lohse, Rolf (eds.): Avantgarde und Komik. Amsterdam/New York: Rodopi, pp. 211-228. — (2005): «Radio-Mythen». En: Hülk-Althoff, Walburga/ Roloff, Volker (eds.): Alte Mythen — Neue Medien. En prensa. BALSEBRE, Armand (2001): Historia de la radio en España, vol. I (1874-1939). Madrid: Cátedra. BAREA, Pedro (1994): La estirpe de Sautier. La época dorada de la radionovela en España (1924-1964). Madrid: El País/Aguilar. — (2001): «Radioteatro experimental en España». Conferencia. Valencia: Facultad de Ciencias de la Comunicación, San Pablo-CEU, 5 de abril. BORRÁS, Tomás (1931): Todos los ruidos de aquel día. Telecomedia. Madrid: CIAP. FRIEDRICH, Sabine (2005): Transformationen der Sinne. Formen dynamischer Wahrnehmung in der modernen spanischen Großstadtlyrik. München: Fink. GÓMEZ DE LA SERNA, Ramón (1988): «Prólogo a Greguerías». En: Gómez de la Serna, Ramón: Una teoría personal del arte. Antología de textos de estética y teoría del arte. Edición de Ana María Martínez-Collado. Madrid: Tecnos.

20 Véase Balsebre (2001: 309): «El ‘testigo’ lanzado por Tomás Borrás no fue recogido ni por Unión Radio Madrid ni por Radio Barcelona, las únicas dos emisoras españolas con un ‘potente’ equipo artístico, con suficientes recursos para haber exhibido una mayor dosis de ‘riesgo’ creativo». 21 Agradezco a Juan Ramón García Ober y Nuria Alcalde Delles la revisión lingüística del texto.

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HERRERO VECINO, Carmen (1999): «Teatro radiofónico en España: Ondas (19251936)». En: Anales de la Literatura Española Contemporánea, 24, 3, pp. 557-570. PERAL VEGA, Emilio Javier (2001): Formas del teatro breve español en el siglo XX (1892-1939). Madrid: Fundación Universitaria Española. VENTÍN PEREIRA, José Agusto (1999): La radio en el chiste (1924-1936). Madrid: Editorial de Temas Radiofónicos.

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1. LA RADIO Y LA VANGUARDIA Si pasamos revista a los trabajos críticos de los últimos años, debemos constatar que la mayoría de los estudios literarios sobre la intermedialidad se ocupan principalmente de los medios visuales y la literatura, y especialmente de la relación entre texto e imagen, cine y novela.1 Esta razón por sí sola hace que la radio constituya un objeto de estudio muy prometedor que llena un vacío existente en las investigaciones sobre la intermedialidad. Hay, empero, un motivo más importante para consagrarse a la radio. De hecho, en los estudios mencionados, el análisis se efectúa frecuentemente desde una perspectiva literaria, es decir, que el cine es considerado principalmente como instrumento para la transformación de la literatura y de sus técnicas, mientras que la literatura es enfocada como el medio verdaderamente vanguardista que recibe y adopta las técnicas cinematográficas para salir de los moldes de la convención y la tradición literarias.2 Mucho más escasos son los estudios que investigan las transformaciones del cine causadas por la literatura y que superan los trabajos habituales sobre la adaptación cinematográfica de la lite-

1 Véase a este propósito el trabajo de síntesis propuesto recientemente por Rajewski (2002), que prescinde completamente de referencia alguna a la radio. 2 Véase, por ejemplo, los trabajos pioneros de Albersmeier (1985, 1992), y, más especialmente, sobre cine y literatura en España (2002).

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ratura.3 El motivo por el cual el estudio de la intermedialidad entre la literatura y la radio es sumamente prometedor es que, debido a una evolución técnica del nuevo medio que difiere bastante de la del cine, resulta imprescindible una inversión de la mirada. En lugar de analizar solamente los cambios que la radio ha aportado a la literatura, cabe investigar asimismo las transformaciones literarias sufridas por los géneros radiofónicos. Las razones de esta inversión son múltiples: por un lado, la historia del radioteatro nos muestra que, a excepción de algunos contados casos, los intelectuales todavía no conocían, e incluso no podían conocer, las posibilidades del nuevo medio.4 Las obras radiofónicas realizadas en esa época eran, en la mayoría de los casos, espectáculos en directo con una originalidad y una difusión bastante limitadas, ya que inicialmente la carencia de receptores y la falta de posibilidades técnicas restringían los deseos de innovación.5 Las primeras obras literarias radio-

3 Véase, por ejemplo, los trabajos de Walter (1999); Karg (1999) y Siepe (1999). Un enfoque teórico sobre la transformación literaria del cine aplicado al análisis de la ‘Nouvelle Vague’ francesa se encuentra en Mecke (1998). 4 Como siempre, el caso de Ramón Gómez de la Serna es diferente, ya que Ramón fue probablemente el primer reportero de la radio española y uno de los expertos en el ensayo de nuevas técnicas (véase Ventín Pereira 1987: 255 y la contribución de Nigel Dennis a este volumen). Además, inauguró la grabación de emisiones radiofónicas (véase Balsebre 2001: 170). 5 Es imprescindible recordar en este lugar algunos datos técnicos: Al comienzo de la radiodifusión en 1924, precisamente en plena época de las vanguardias literarias, las emisoras y los radiorreceptores eran todavía de una calidad problemática. Esta deficiente calidad de los micrófonos mejoró, gracias a Joseph Maxfield, con la invención del micrófono eléctrico en 1925, el cual no se introdujo en España hasta la Exposición Universal de 1929 (Balsebre 2001: 188 y ss.). Sin embargo, para obtener una mejora realmente considerable de la emisión, los radioyentes tuvieron que esperar hasta el año 1932, año en el que se inventa el micrófono de condensador (Balsebre 2001: 191). En cuanto a la recepción, el mero intento de sintonizar suponía una aventura y un milagro cotidianos, como se puede advertir en la lectura de obras radiofónicas de Jardiel Poncela como Las sorpresas de las ondas o Máximo, el de la radio (véase Jardiel Poncela 1998: 161-166, 171-180). Por consiguiente, las posibilidades experimentales de la producción eran limitadas: Todas las emisiones se hicieron en directo hasta que, hacia 1932, se abrió la posibilidad de grabar emisiones más cómodamente en discos flexibles. Este procedimiento permitió también trabajar por secuencias, lo que significaba también los albores del montaje radiofónico, que no se realizaría con completa eficacia hasta 1950 con la utilización masiva del magnetófono. En esto la historia de la radio española no difiere mucho de la de otros países como Francia, por ejemplo (véase Chardonnier 1998: 192 y Díaz 1992: 52 y ss., 100 y ss.).

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fónicas estaban a mil leguas de aprovechar las posibilidades técnicas del medio: muy a menudo el llamado «radioteatro» consistía en utilizar la radio sólo como medio de transmisión en directo de una función teatral que tenía lugar en alguno de los teatros de Madrid o Barcelona, y la llamada radionovela se limitaba generalmente a la lectura en voz alta, delante de un micrófono, del texto de una novela por un actor o una actriz (Barea 1994: 28-33). Incluso cuando productores e ingenieros de la radio deciden realizar una obra radiofónica original, el resultado, desde un punto de vista estético, es bastante decepcionante. No es mera casualidad que una de las primeras obras radiofónicas ponga «en ondas» una situación caracterizada por la falta de luz, como es el caso del radiodrama inglés Danger (1924), cuya historia se desarrolla durante un accidente minero. Otras obras cuentan la historia de una catástrofe marítima, como por ejemplo la primera obra radioteatral francesa, Maremoto. El guión, así como la realización de esta obra, 25 años después, muestran que —a pesar del declarado esfuerzo por poner de relieve los ruidos del viento, de la mar y del barco en peligro— la obra no está a la altura de las posibilidades estéticas que el cine y la literatura de la misma época dejan entrever.6 Es obvio, pues, que las posibilidades técnicas experimentales son bastante restringidas. Nos encontramos también lejos de cumplir con los requerimientos formulados en la teoría de la radio de Rudolf Arnheim, uno de los primeros teóricos de la radio, en su Estética radiofónica: «ni la radionovela ni el radioteatro son todavía géneros mediales completos capaces de transmitir todas las informaciones necesarias únicamente a través del canal auditivo» (Arnheim 2001: 87). Se trataría más bien, como se decía en la época, de «teatro para ciegos».7 ¿Cómo, en estas condiciones, pudo entonces nacer una obra genuinamente radiofónica? ¿En qué medida la vanguardia contribuyó a la creación de este nuevo género medial? Y, ¿qué tipo de intermedialidad contribuyó al desarrollo del nuevo medio? En lo que sigue intentaré

6 El guión de Pierre Cusy y Gabriel Germinet se publicó en un número especial de la revista Réseaux (Cusy/Germinet 1992). La misma obra fue representada de nuevo con ocasión del 25 aniversario de la radio francesa en 1949. La obra reconstituida según la versión original está editada por la editorial Phonurgia Nova (Cusy/Germinet 1997). 7 Así, no es mera casualidad que la convocatoria del primer concurso de radioteatro en 1925 fuera declarada desierta a pesar de las 63 obras que se presentaron porque las obras propuestas no correspondían a las exigencias estéticas del jurado (Barea 1994: 32 y ss.).

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acercarme a una respuesta en tres pasos. El primer paso consistirá en el análisis de las formas de intermedialidad conocidas en Jardiel Poncela, en el segundo trataré de acercarme a una forma muy diferente de la relación entre los medios —se trata de la hipermedialidad— que Jardiel utilizó en los años 30 para crear una estética original, mientras que en el tercer paso se analizará el nacimiento de la obra radiofónica desde la paramedialidad o transmedialidad.

2. JARDIEL Y LOS MEDIOS DE COMUNICACIÓN Como muchos autores que formaban parte de la vanguardia española, Jardiel Poncela hacía un uso frecuente de técnicas intermediales, incluyendo el cine, el teatro, la publicidad, la fotografía y la música. Sin embargo, a diferencia de muchos otros entre los intelectuales de su generación, el autor madrileño dispuso ya muy tempranamente de experiencias concretas en los nuevos medios de comunicación. Ya en los comienzos de su carrera como escritor, a saber en el año mismo en el que se estrenó su primera obra teatral, Una noche de primavera sin sueños (1927), se dedica a la adaptación cinematográfica de Es mi hombre, obra teatral de Carlos Arniches. En 1931 escribió Se ha fugado un preso, su primer guión original para el cine, rodado por Benito Perojo (España 1933). Además, durante su estancia en Hollywood, entre 1932 y 1934, trabajando bajo contrato para la Fox Film Corporation, adaptó doblajes y escribió varios guiones para las versiones españolas de distintas películas hollywoodianas (McKay 1974: 11; Flórez 1993: 193 y ss.). En 1934 llega incluso a participar personalmente en el rodaje de la adaptación cinematográfica de su obra teatral Angelina o el honor de un brigadier (1934) (McKay 1974: 11, 18 y ss.).8 Su experiencia concreta del trabajo colectivo en los estudios de Hollywood le incitó a desarrollar su teoría del cine en contra de las prácticas hollywoodienses, apoyándose en el modelo literario: El verdadero escritor no tiene ni tendrá nada que hacer en el cine mientras no asuma en sí los cuatro cargos u oficios —en que se apoya una producción cinematográfica: escribir, dirigir, supervisar el «set» y realizar el 8 No obstante, durante el rodaje Jardiel no cumplió con la función de director de la película, limitándose a supervisar el rodaje.

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montaje. Pero mientras el escritor sea uno, otra persona dirija y otra supervise el trabajo del «set», y otra realice el montaje, lo que resulte no resultará nunca perfecto y, cuando se acierte, el acierto será puramente casual (Jardiel Poncela 1969: I, 385).

Lo que se formula aquí es una aplicación intermedial de la función del autor como la encontramos en la literatura sobre el cine. La cita demuestra hasta qué punto Jardiel se encuentra muy cerca de los críticos de Cahiers du cinéma y de su política de autor.9 En lo que se refiere a la radio, Jardiel dispuso también muy tempranamente de experiencias activas sobre su funcionamiento. Si tenemos en cuenta que, después de unas tímidas tentativas en 1923, la radio como medio de comunicación de masas nace realmente en los años 1924 y 1925, podemos constatar que Jardiel fue uno de los pioneros de este nuevo medio. Ya a tan temprana fecha como en el mes de septiembre de 1924, por consiguiente casi en el primer año de efectivo funcionamiento de la radio en España, escribió su primer guión radiofónico. La obra, que se publicó después en la revista Buen Humor con el título Las sorpresas de las ondas, y que podría ser calificada como sainete radiofónico, trataba los problemas técnicos con los que estaban confrontados los primeros radioyentes (Jardiel Poncela 1998: 161-166). A ésta la siguieron otras obras donde continuó desarrollando el tema de la comunicación radiofónica, como por ejemplo Máximo, el de la radio (1926), La copla andaluza (1925) o La impresión que da el micrófono (1929). Además, entre 1926 y 1928, Jardiel ofrece una serie de conferencias radiofónicas en Unión Radio Madrid. En estos Comentarios quincenales para oyentes informales, el recién iniciado autor radiofónico ya utiliza perfectamente las posibilidades del nuevo medio, como por ejemplo la inclusión en las conferencias de las reacciones que su programa anterior causó entre los oyentes. Esta serie de conferencias radiofónicas tuvo su continuación en Nueve conferencias para la Radio Rivadavia de Buenos Aires (1937). Para completar la relación de las ex-

9 Sin embargo, la diferencia es por lo menos tan obvia como las semejanzas: Mientras Jardiel Poncela concibe al autor literario como guionista y director al mismo tiempo, los críticos de Cahiers y futuros directores de cine pensaban que el director de cine debía asumir la misma función que el autor literario tiene en la novela. Para el estudio de la transposición de la categoría de autor al cine, véase Mecke (1999, en particular: 102-106).

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periencias radiofónicas de Jardiel Poncela, es necesario mencionar también las adaptaciones de obras teatrales que, al igual que para el cine, también realizó para la radio.

3. LIMITACIONES DE LA INTERMEDIALIDAD EN JARDIEL PONCELA 3.1 Intermedialidad en las obras literarias Teniendo en cuenta todas estas actividades para el cine y la radio, se podría suponer que Jardiel estaba perfectamente familiarizado con las más avanzadas técnicas de los nuevos medios de la época, lo que hace esperar una estética intermedial muy desarrollada. Sin embargo, debemos constatar que en sus obras teatrales y narrativas más conocidas, el empleo de técnicas intermediales es bastante restringido. Por cierto, el cine debe tener algo que ver con esa famosa concepción de la vida al revés que constituye el atractivo de Cuatro corazones con freno y marcha atrás (1936). Muy conocidas son también las interpolaciones de carteles, anuncios publicitarios, imágenes o dibujos en las novelas de Jardiel (Heymann 1998). Así, en Espérame en Siberia, vida mía el autor incluye en página impresa imágenes de pomos de esencias y de frascos de colonia en lugar de describirlos como se suele hacer en las novelas realistas. Otra técnica concierne a la intermedialidad entre escritura y sonido. En Amor se escribe sin hache, por ejemplo, el autor sugiere el aumento del volumen de una voz a través del tamaño creciente de las letras (Jardiel Poncela 1969: IV, 1.269). A veces, en Pero..., ¿hubo una vez once mil vírgenes?..., precisamente, consigue un efecto de sorpresa por medio de una representación intermedial combinando escritura, imagen y sonido, de manera que el dibujo esquemático de algunos pájaros sentados en los hilos del telégrafo representa al mismo tiempo las notas musicales de su canto (Jardiel Poncela 1969: IV, 1.047).

3.2 Para una definición de la intermedialidad Ahora bien, si entendemos por intermedialidad, en un sentido más restringido, la presencia de un medio dentro de otro, tenemos efectivamente aquí un caso ya muy clásico, y de sobremanera el más frecuentemente estudiado, de intermedialidad entre letra e imagen, escritura y pintura. En el

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caso de Jardiel, la inclusión del gráfico en el texto escrito no representa sólo su contenido, sino que hace también aparecer su forma misma en el medio del libro. Para aclarar este aspecto de la intermedialidad es imprescindible recordar las definiciones de medio y forma propuestas por Niklas Luhman. En la teoría de los sistemas, el medio se define como «acoplamiento leve» entre varios elementos, y la forma como «acoplamiento más firme» (Luhmann 1990: 168 y ss.). Pese a su imprecisión aparente, esta definición tiene la ventaja de ser relativa, de manera que permite tomar en cuenta para cada forma la posibilidad de funcionar, en otra ocasión, como medio para una forma que se superpone a ella. Para dar un ejemplo: los ruidos en una sala de conferencias constituyen el medio para el lenguaje, una forma por consiguiente, ya que sus elementos están acoplados más estrechamente según las leyes fonéticas, sintácticas y semánticas. Sobre esta base, la lengua, por su parte, puede funcionar también como medio para acoger otra forma, como por ejemplo la novela, la poesía o el teatro, los que obedecen a leyes suplementarias más restrictivas. A la luz de este enfoque, se puede precisar lo que significa la presencia de un medio dentro de otro en la definición propuesta a continuación: ésta consistiría en la aparición de un medio como forma dentro de otro medio que se refiere al primero. En el caso de las novelas de Jardiel Poncela, la integración de la imagen y de la representación gráfica del sonido en el texto, además de hacer aparecer el medio visual como forma, con sus características clásicas de ilusión tridimensional, de simultaneidad y de multilinearidad, desempeña una función muy precisa. La relación entre los dos medios es nítidamente agonal, ya que, en este caso, la imagen sustituye la habitual descripción de los frascos y pomos en cuestión. En Espérame en Siberia, vida mía, el montaje de texto e imagen sirve para denunciar la relativa convencionalidad de la descripción literaria, su carácter estereotípico. Es agonal también en el sentido de que expulsa al texto fuera de su posición tradicional como medio único y universal. En resumidas cuentas, se puede constatar que en sus novelas, Jardiel hace un uso bastante limitado de la intermedialidad, ya que se trata de una integración momentánea de la imagen y —de forma indirecta— del sonido, sin que cambie por ello la estructura de la novela o se produzca una verdadera interpenetración de los medios. Constituye una especie de humor intermedial en el que la referencia a otro medio sirve para distanciar el medio de base sin, por lo tanto, transformarlo. Esta limitación ha incitado a algunos críticos a afirmar que en las novelas de Jardiel, en realidad, no

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hay verdadera ruptura con la tradición, sino solamente una parodia inofensiva de esta última, por lo que el vanguardismo de Jardiel quedaría amortiguado por el humor una y otra vez (Heymann 1998: 103 y ss.).

3.3 Intermedialidad en las obras radiofónicas Como ya constatamos más arriba, las primeras obras radiofónicas escritas por Jardiel son verdaderas mises en abyme de la técnica y de la comunicación radiofónicas mismas. Las primeras obras de radioteatro, como Las sorpresas de las ondas, Una copla andaluza (1925), Máximo, el de la radio (1926), El relato de un crimen (1928) o La captura de la onda (1929), son una reflexión sobre las condiciones de la comunicación radiofónica que ilustran perfectamente los problemas técnicos con los que estaban confrontados los primeros radioyentes. El primer radiosainete, Las sorpresas de las ondas, pone en escena a gente pobre que intenta, infructuosamente, sintonizar su radio para escuchar un concierto: «La verdá es que sin ofender al ilustre y bien nutrido inventor de este fenómeno, no se oye absolutamente nada» (Jardiel Poncela 1998: 162). Entretanto llega otro vecino que todavía no conoce el prodigio técnico, lo que incita a los demás a tratar de explicarle a éste en qué consiste la radio: «La radio es el injerto del teléfono y del gramófono» (Jardiel Poncela 1998: 163). Sin embargo, a pesar de la temática y del medio de la radio, la obra queda totalmente determinada por la estética del teatro. Empieza con una descripción muy larga de la escena, obviamente inapropiada para el nuevo medio, y termina con la frase habitual de «Cae el telón». Lo mismo ocurre, aparentemente, en el caso de Máximo, el de la radio, donde Jardiel empieza, después de una descripción de los personajes, también con una descripción de la escena: «Al levantarse el telón [...] la señora Bibiana entra en la susodicha estancia, donde Paloma, cosiendo, aguarda a Máximo. Son las diez de la noche» (Jardiel Poncela 1998: 171). Sin embargo, esta vez Jardiel corrige la frase que se encuentra todavía en su primer radiosainete y añade, después de haber mencionado el telón: «[...] o mejor dicho, al aplicar el auricular [...]».10

10 Ventín Pereira, a quien debemos una valiosa antología de las primeras obras radiofónicas de Jardiel, ve en este detalle una toma de conciencia de las posibilidades del medio (Ventín Pereira 1998: 109).

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Posteriormente, Jardiel propondrá obras de radiohumor que profundizarán más en la dirección de las nuevas posibilidades técnicas: En Para el micrófono (1929) insiste más en las posibilidades técnicas del medio, renunciando a los personajes convencionales y limitándose a reproducir solamente dos voces y transformando las supuestas desventajas del medio en una ventaja (Jardiel Poncela 1998: 216-220).11 En otras obras pone en ondas elementos de la comunicación narrativa o radiofónica, como por ejemplo del narrador y de sus oyentes (Los vegetarianos, 1930) o del speaker y del público (Las arenas movedizas, 1930).12 En otra obra titulada El Matrimonio, pone en escena las nuevas técnicas, concretamente el uso del gramófono que aparece como un personaje de la obra: El Speaker (poniendo un disco en el gramófono): Señores, van a oír Uds. un precioso y redondo disco, en el que se habla sabiamente del matrimonio, cuestión de interés siempre palpitante. El Gramófono: ¡Run, run, run! ¡Rooooo! ¡Rooooo! El Speaker: Ya está El Gramófono: El matrimonio. Vamos a disertar sobre el matrimonio [...] (Jardiel Poncela 1998: 238).

La cita es ejemplar para el uso especial que hace Jardiel Poncela de la intermedialidad al aplicarla a la estética radiofónica: El autor menciona casi todos los elementos de la comunicación radiofónica como por ejemplo el speaker (= el emisor), los oyentes (= el receptor), los medios (= el micrófono, el radiorreceptor), los nuevos términos y el nuevo lenguaje (= el código) con sus funciones respectivas, a saber entre otros tantos la sintonización (= la función conativa) y la dirección de la palabra al oyente (= la función apelativa), etc. En este sentido podría hablarse de una estética intermedial. Sin embargo, esta estética, salvo algunas excepciones —como por ejemplo el caso del ruido del gramófono en la cita precedente— nunca llega a desarrollar la intermedialidad en el sentido pleno de la palabra, ya que el medio de la radio no aparece como forma, sino siempre como tema de otro medio, en este caso del teatro. Las referencias al marco comunicativo de la radio no constituyen una 11 Sin embargo, esta técnica se aplica en el marco de una lectura de refranes, lo que limita también su alcance estético. 12 Ambas obras están recogidas en el volumen de Ventín Pereira (1998: 221-228).

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verdadera mise en abyme de éste, ya que Jardiel siempre se refiere a él mediante una estética meramente teatral. El hecho de que estas obras teatrales se transmitan por la radio, no constituye en sí mismo un hecho importante. Así, los efectos estéticos obtenidos por el autor son bastante limitados. Como en el caso de las novelas, éstos nunca llegan a hacer aparecer la radio como forma. Sin embargo, las cosas son un poco más complicadas puesto que no se trata de sencillos sainetes, sino de sainetes trasmitidos por la radio. En este caso, el teatro sí aparece como forma en el medio de la radio, pero solamente por su carencia característica de signos visuales. De hecho, en esta práctica Jardiel no difiere mucho de las habituales en las primeras emisiones de la radio que consistían en difundir en directo una obra de teatro. Luego los efectos estéticos que resultan de esta forma de intermedialidad son negativos, ya que ponen de relieve la supuesta «deficiencia visual» de la radio. Lo que hubiera podido ser un primer esbozo de un verdadero radioteatro se revela, en efecto, como mero «teatro para ciegos». 3.4 Razones de la limitación de la estética intermedial En resumidas cuentas podemos constatar que tanto en las obras literarias como en las obras radiofónicas de Jardiel la intermedialidad desempeña un papel bastante limitado e incluso limitador. En el caso de la literatura, las técnicas intermediales entre imagen y texto nunca alcanzan una verdadera transformación del medio acogedor por la interacción del medio acogido. El caso de las obras radiofónicas es más complejo y aun más interesante para la teoría de la intermedialidad, ya que nos enfrentamos aquí con un caso de intermedialidad que limita las posibilidades estéticas de un medio al ámbito del otro. Estas limitaciones son dobles. Por un lado es preciso mencionar las restringidas posibilidades técnicas que solían determinar la producción radiofónica en sus comienzos. La transmisión en directo, la falta de posibilidades de grabación, la imposibilidad de trabajar por secuencias que más tarde fomentarían los primeros esbozos del montaje, todas estas condiciones de producción limitaban las posibilidades de una estética avanzada (véase Chardonnier 1998: 192 y ss.). Sin embargo, no es solamente el medio por sí y en sí, sino también el discurso sobre él, lo que posibilita o limita sus alcances estéticos. De hecho, el análisis de las obras radiofónicas de Jardiel es tan interesante porque demuestra que, además de las limitaciones técnicas innegables, cierta forma

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de intermedialidad misma contribuía a la reducción de los alcances estéticos. Efectivamente, en los años 20 dominaba un discurso sobre la radio que la comprendía todavía en el marco de los géneros tradicionales como por ejemplo el teatro y la novela, respecto de los que el nuevo medio podía aparecer solamente como defectivo. En este caso, la intermedialidad, generalmente considerada como promovedora de nuevas estéticas, actúa al revés, limitando el nuevo medio a las posibilidades de sus predecesores. Una razón suplementaria para explicar el uso bastante conservador que se hace del nuevo medio reside en el hecho de que éste carece todavía de legitimidad cultural, una carencia que los autores intentan generalmente compensar mediante la utilización de medios y géneros ya consagrados.13 Así, la concepción de lo que hubiera podido ser una obra radiofónica genuina se conformó con no ser más que radioteatro o radionovela, el viejo medio de la literatura determinando al nuevo y reduciendo su potencial. Por cierto, trasmisiones directas de teatro y lecturas de novelas ante el micrófono por un único o varios actores pueden ayudar al oyente a acostumbrarse más fácilmente al nuevo medio, pero no alcanzan esa liberación de nuevas posibilidades tan anhelada por la vanguardia. Si, por un lado, la radio desempeña ante todo el papel del tema en los sainetes radiofónicos, ninguna transformación estética significante puede resultar de esta forma de intermedialidad. Si, por otra parte, la obra teatral es trasmitida por la radio, esta técnica limita las posibilidades estéticas de la radio y pone de relieve, por contraste, su supuesta deficiencia. En resumidas cuentas, tanto las limitaciones técnicas como los límites impuestos por el discurso literario sobre la radio restringían el desarrollo de una técnica intermedial avanzada o vanguardista. En vez de ser productiva, la intermedialidad, en este caso, es restrictiva. Si Jardiel consigue, no obstante, efectos intermediales fructíferos, esto se debe a otra forma de relación entre el teatro y otros medios.

13

Sin embargo, tampoco esta forma de intermedialidad que transpone estructuras tradicionales a los nuevos medios debe, fatalmente, tener un efecto restrictivo, como lo muestra el caso de la ‘Nouvelle Vague’, cuya práctica de la introducción de categorías del discurso literario como autor, sentido e interpretación en el ámbito del cine contribuía a una verdadera revolución de éste (véase Mecke 1999).

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4. EJERCICIOS DE HIPERMEDIALIDAD EN «CELULOIDES RANCIOS» (1933) Efectivamente, títulos como Teatro para leer, Teatro irrepresentable, Literatura para analfabetos o Celuloides rancios señalan el destacado interés de Jardiel por los problemas intermediales. En 1933, el autor de guiones cinematográficos se dedicó, bajo el título de Celuloides rancios (1933), a un ejercicio muy particular consistente en escribir un comentario literario para la proyección de una vieja película de cine mudo.14 Sin embargo, a diferencia de las obras mencionadas más arriba, aquí la relación entre los medios no es momentánea, sino permanente. No se limita a alusiones, citas o referencias, sino que determina el texto entero. En este caso ya no se trata de una relación intermedial, sino de lo que, por analogía con la terminología propuesta por Gérard Genette, podríamos designar con el término «hipermedialidad». Definimos así toda derivación de un medio de otro mediante una imitación o transformación que determina una obra entera. En el caso de la narración de películas, el cine es el medio inicial o medio de referencia, el hipomedio, sobre el que se sobrepone el hipermedio literario.15 En lo que sigue se tratará de analizar la narración cinematográfica de Jardiel como un ensayo de estética hipermedial. Varias técnicas sirven para transponer las estructuras del cine a la literatura. Así en Los ex presos y el expreso (1933), una narración en tiempo presente sugiere la simultaneidad de historia y narración, una de las características del cine: «Atención señores. Estamos en la caseta de un telegrafista ferroviario. [...] Por la ventanilla asoma el jefe del tren» (Jardiel Poncela 1969: III, 871). De hecho, se podría objetar que la mayoría de es14

Ya en 1928, Jardiel había ensayado una técnica similar escribiendo lo que él llamaba «cinedramas», a saber, argumentos de películas en tono paródico. En 1933 escribe para la Fox comentarios humorísticos de películas de cine mudo producidas entre los años 1903-1906 y que sirven después como banda sonora (véase Díez 2002: 156 y ss.). 15 Como es sabido, Genette propone una distinción entre, por un lado, la intertextualidad que se define como relación de copresencia entre dos o múltiples textos, a saber, en la mayoría de los casos como presencia de un texto en otro, como, por ejemplo, en la forma explícita de la cita (Genette 1992: 8). De forma análoga, la intermedialidad, en una acepción más reducida de la palabra, sería la presencia de un medio en el otro que lo hace aparecer como forma (ver arriba). A diferencia de la intertextualidad, la hipertextualidad, según Genette, no es momentánea sino permanente en la medida en que, en este caso, se trata del texto completo, el hipertexto, que se sobrepone a otro texto entero, el hipotexto, para imitarlo o transformarlo (Genette 1992: 17).

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tos procedimientos no hace otra cosa que modelar exactamente la percepción de un espectador delante de cuyos ojos se desarrolla la acción. Sin embargo, en el caso de Celuloides rancios no se trata de la experiencia del espectador sino de la del narrador, es decir, del sujeto que produce la historia. Al utilizar la reproducción de técnicas cinematográficas en el medio literario, Jardiel destituye al narrador de su posición trascendental y le relega al mismo nivel que el espectador. Mediante su estética hipermedial, en Celuloides rancios Jardiel obtiene lo que no ha logrado con las técnicas intermediales en sus novelas, a saber, una verdadera ruptura con el sistema tradicional de la narración y su transformación profunda. Estas transformaciones hipermediales afectan también a la representación cinematográfica: «Los feroces bandidos llaman a la puerta. El empleado cierra el cofre que guarda los cheques y tira la llave a la vía. Haría mejor tirando a los bandidos» (Jardiel Poncela 1969: III, 872). Si la narración simultánea y el tiempo narrativo del presente deconstruyen la posición trascendental del narrador, los comentarios auctoriales, en cuanto a ellos, hacen lo mismo con la supuesta presencia de la imagen cinematográfica. De hecho, la confrontación entre los diferentes regímenes temporales de ambos medios destruye la ilusión cinematográfica al mismo tiempo que la ilusión novelesca. Contrariamente a lo que ocurre con el espectador de cine, quien sólo conoce la presencia de las imágenes, el narrador de la novela cuenta, como es sabido, la historia a posteriori, conociendo ya su final. La narración de la película en Los ex presos y el expreso combina ambos sistemas temporales. Así, el narrador finge varias veces, irónicamente, no conocer y solamente adivinar el desenlace de la película, pretendiendo incluso equivocarse respecto al contenido de la imagen: «¡Se sienten tan solos los 263 viajeros del expreso! Digo, los 265, porque no había contado bien» (Jardiel Poncela 1969: III, 873). A veces se dirige directamente al espectador: «¿Quieren Uds. apostar algo que al cruzar el riachuelo se moja el bandido que marcha el último? ¿Eh? ¿No lo dije? Ése acaba reumático» (Jardiel Poncela 1969: III, 873). Y por casualidad o por milagro los pronósticos del narrador se revelan justos: «[...] Y según puede comprobarse, al subir al suyo [se trata del caballo], el bandido que se mojó empieza a dar muestra del reuma que le pronosticamos hace un instante» (Jardiel Poncela 1969: III, 873). El ejemplo de Los ex presos y el expreso muestra que el cine funciona aquí como hipomedio de referencia cuya inclusión en el texto literario crea una estética hipermedial que transforma profundamente el sistema li-

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terario. No obstante, contrariamente a lo previsto por Gérard Genette para la hipertextualidad, la hipermedialidad, en este caso, funciona en ambas direcciones y transforma también las estructuras estéticas del cine.16 Gracias a esta reciprocidad de las técnicas hipermediales, Jardiel alcanza lo que no consiguió en sus novelas, a saber, una transformación de las estructuras de la literatura y, podemos añadir, del cine. No obstante, esta transformación permanece anclada en el marco de los medios de referencia respectivos, puesto que la película muda se proyecta al mismo tiempo que se oyen los comentarios. En esta restricción difiere el caso de otra práctica de hipermedialidad en Jardiel, a saber, el teatro para leer.

5. PARAMEDIALIDAD EN «TEATRO PARA LEER» (1924-1928) Con Teatro para leer, una colección de textos que Jardiel había escrito con anterioridad a los ensayos hipermediales de Celuloides rancios, el autor se dedica otra vez —como el título ya sugiere— a la creación de una estética que pone en escena la relación entre dos medios, esta vez entre teatro y literatura. En efecto, si el autor utilizó más tarde estos textos como guiones de radioteatro es sobre todo porque —ésta es mi tesis— los textos en sí, gracias a la transformación de su relación intermedial agónica en un principio estético de paradojas intermediales, ya sobrepasan los límites de la literatura y del teatro para situarse en una zona paramedial o transmedial. A primera vista las obras del teatro para leer son simples parodias de géneros convencionales. Así, en El conflicto de Lord Walpole, el autor caricaturiza abiertamente los personajes y la acción del vodevil. De hecho, después de las primeras páginas el lector tiene la impresión de que se trata del asunto predilecto de este tipo de comedia, es decir, de un adulterio: Horacio Sterling visita a Lady Walpole y le declara su amor. Los supuestos amantes son sorprendidos por Lord Walpole, quien pide explicaciones: ¿Por qué Horacio Sterling se ha permitido besar los cabellos de su mujer? Sterling contesta que ama a Lady Walpole. Sin hacer caso de las insistencias de ésta para que Sterling revele lo que ella 16 De hecho, en la teoría de la hipertextualidad propuesta por Genette se trata siempre de la transformación de un hipotexto precedente en y por el hipertexto ulterior que se sobrepone al primero (véase Genette 1992: 16). Debido a esta estructura temporal, una transformación del hipertexto por el hipotexto es concebible.

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llama el «terrible secreto», Horacio Sterling le ordena callarse. Acontece lo que tenía que acontecer: Lord Walpole, fríamente, como se espera de un inglés, mata a Horacio Sterling. Ya en las primeras indicaciones escenográficas Jardiel inserta un comentario auctorial que no puede servir para una representación teatral: Al levantarse el telón, la escena está más sola que el faro de Vigo. [...] Entra Lady Walpole, hermosa dama que ha cumplido los veinte años hace ciento doce meses. Lleva un traje de abrigo. Bueno, el traje es de tisú de plata, pero digo que es de abrigo porque le ha costado carísimo y es muy elegante (Jardiel Poncela 1969: III, 28. Las cursivas son mías).

En el texto original los comentarios auctoriales son subrayados por itálicas para indicar que no se trata de acotaciones habituales, sino que exceden los límites del teatro convencional. En otras obras los distanciamientos son aún más explícitos. Así, el comentario auctorial en El crimen de René Plint rompe directamente con la ilusión teatral: Nótese cómo los personajes, que son todos suizos, hablan en francés para que nadie tenga duda de su nacionalidad, y nótese también cómo, de vez en cuando, hablan en castellano para que el espectador les entienda fácilmente (Jardiel Poncela 1969: III, 50).

Además de distanciar al lector, las técnicas intermediales en la obra de Jardiel Poncela sirven para crear una de estas sorpresas inverosímiles, tan queridas por el autor: como no podemos ver actuar a Horacio Sterling, la forma concreta del cariño que demuestra por Lady Sterling permanece ambigua. Pero el género de la comedia de vodevil induce al lector-espectador a interpretar infaliblemente los gestos y las palabras de Sterling como señales de la presencia de un «triángulo erótico con adulterio», hasta que, después del asesinato de Sterling, Lady Alicia revela a su marido que Sterling era su padre, a quien había ocultado por ser aquél de humilde condición. Aquí, la reducción intermedial de la dimensión visual contribuye a subvertir la constelación de personajes y la estructura de la acción teatral tradicionales y, en definitiva, a destrozarlas con un «coup de théâtre» sorprendente. En este ejemplo se perfila ya la técnica consistente en la reducción de los sentidos a la mera audición, característica de la estética radiofónica. También el diálogo contribuye a la subversión de la constelación de los personajes y de la historia:

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Horacio.— (Haciendo paradojas inglesas). Tengo para mí que la muerte es lo más vital. Lady Alicia. — (Imitándole). Sólo hay vitalidad en el movimiento. Horacio. — Pero, ¿acaso el movimiento no es utopía? [...] Horacio. — La vida... Es decir: nada. [...] ¿No creéis que el movimiento es lo más quieto que existe? (Jardiel Poncela 1969: III, 29).

El diálogo se compone de un montaje de sentencias o máximas cuya combinación no tiene sentido. Jardiel se sirve, luego, de los mismos procedimientos que el dadaísmo y el surrealismo, que aparecen por ejemplo en el teatro de Roger Vitrac (Vitrac 1946). Lo absurdo del diálogo puede también inferir en la acción y determinarla. Al examinar la motivación de Lord Walpole con más detenimiento, no es la constelación del adulterio lo que determina su decisión de matar a Horacio Sterling, sino el absurdo diálogo entre los tres protagonistas: «Lord Walpole. —Creo que el movimiento se demuestra andando. (Y para demostrarlo, saca una pistola automática y la dispara contra Sterling, que cae muerto)» (Jardiel Poncela 1969: III, 30). Así, el montaje del diálogo determina la acción, lo absurdo ha reemplazado la motivación sicológica. Montaje, comentario auctorial y diálogo absurdo denuncian, como es también frecuente en otras obras de Jardiel, lo esquemático de los personajes, su constelación estereotípica en forma de triángulo erótico (René Girard) y el cliché de la acción típica, el adulterio (Girard 1992). Pero, a diferencia de otras obras de Jardiel, aquí los personajes se transforman en meros pretextos para el diálogo, una combinación absurda de las palabras que no solamente distancia al lector, sino que destruye también los moldes convencionales del teatro.

6. MÁS ALLÁ DE LA NARRACIÓN Y DE LA REPRESENTACIÓN En el caso de Teatro para leer las técnicas intermediales funcionan como instrumentos cuyos efectos principales consisten en el distanciamiento, por un lado, y en la destrucción de una acción teatral tradicional, por otro. Asimismo, transforman la composición del texto dramático, ya que la materialidad del significante, es decir, sus valores fonéticos, determinan diálogo y acción. Así pues, el efecto principal de las técnicas intermediales de Jardiel consiste en la destrucción del hi-

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pertexto genérico, es decir, del drama tradicional. En este sentido, Jardiel pertenece plenamente a la vanguardia literaria, si se entiende que la vanguardia se define sobre todo por la ruptura con la tradición. Pese a este elemento destructor, su vanguardismo siempre fue muy discutido por la simple razón de que, según los críticos, sus destrucciones de los esquemas tradicionales se limitaban al distanciamiento de la ilusión literaria o dramática y a la denuncia de los estereotipos sin crear nuevas formas estéticas. De esta manera, la obra de Jardiel estaría todavía determinada por lo que intenta destruir. A estas críticas se puede objetar que la reducción de esta estética a la destrucción humorística se debe a una teoría de la intermedialidad reducida: sólo si la consideramos como una simple transposición de técnicas de un medio a otro, en este caso del teatro al texto leído, aparecerá como algo limitado. De hecho, en este enfoque la intermedialidad funciona según el modelo de una metáfora convencional, que también tiene solamente en cuenta la transposición de un elemento, el famoso «tertium comparationis», a un contexto diferente sin hacer caso de la posibilidad de una creación de algo completamente nuevo. Como hemos observado, las técnicas hipermediales, como por ejemplo las «acotaciones auctoriales», emplazan la obra en un espacio situado entre teatro y novela, ya que la novela no conoce el carácter absoluto de la representación y el teatro en sí no dispone de estructuras mediadoras, como por ejemplo una instancia narrativa que comenta la acción.17 Si hay un distanciamiento, este último, desde luego, concierne tanto al teatro como al texto leído. Concretamente, la combinación de un diálogo teatral y un comentario auctorial, de técnicas narrativas y dramáticas es más que un teatro para leer o una novela dialogada. Así, con su Teatro para leer Jardiel no solamente sobrepasa las posibilidades del teatro introduciendo en él procedimientos de los géneros narrativos y tampoco se limita a transformar la práctica teatral mediante técnicas del distanciamiento como las encontramos en el teatro épico de Bertolt Brecht, sino que crea una paradoja medial y, en consecuencia, un espacio paramedial en los intersticios de ambos medios.18 En resumidas cuentas, genera un verdadero espacio transmedial que no pertenece ni a la literatura ni al teatro, un espacio virtual en el que pue-

17

Para una teoría de la comunicación teatral, véase Pfister (1988: 33). Para la técnica brechtiana del distanciamiento y de la ruptura de la ilusión teatral, véase Brecht (1967: 250 y ss.). 18

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den tener lugar obras radiofónicas futuras. Tampoco se trata de una mera adaptación. Lo que acontece en realidad es más bien todo lo contrario: la obra radiofónica posterior realiza las posibilidades esbozadas en los textos paramediales y se adapta a las nuevas técnicas concebidas por la estética paramedial jardielesca. Así, paradójicamente, la liberación de la obra radiofónica de la tutela de la literatura se debe en parte a la literatura misma, una literatura propulsada fuera de sus límites mediales tradicionales hacia un espacio hiper- y paramedial.

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MECHTHILD ALBERT es catedrática de Letras Románicas en la Universidad del Sarre en Saarbrücken. Se doctoró en la Universidad de Maguncia con una tesis sobre Stendhal (1985) y se habilitó en la Universidad de Francfort (1994) con una tesis sobre narrativa vanguardista y fascismo, cuya traducción española se publicó bajo el título Vanguardistas de camisa azul (2002). Entre 1995 y 2000 ocupó la cátedra de Letras Románicas en la Universidad de Münster. Es directora de la revista Romanische Forschungen. Ha publicado numerosos artículos sobre literatura francesa (literatura femenina del siglo XVII, Stendhal, Proust) y española (poesía del siglo ilustrado, literatura de vanguardia, narrativa contemporánea). En 1998 editó el volumen Vencer no es convencer. Literatura e ideología del fascismo español. PAUL AUBERT, ex-director de estudios de la Casa de Velázquez, es catedrático de Literatura y Civilización Españolas Contemporáneas en la Universidad de Provenza (Aix-Marsella I) y trabaja en el campo de la historia política y cultural de la España contemporánea. Es autor de numerosos estudios sobre Antonio Machado, Manuel Azaña, José Ortega y Gasset, Miguel de Unamuno, etc. y de una tesis de Estado sobre Los intelectuales españoles y la política (1898-1936). Es director del Bulletin d’Histoire Contemporaine de l’Espagne y dirige un programa de investigación en el CNRS sobre «Las élites en la Europa meridional: cultura y prácticas». MANUEL AZNAR SOLER es catedrático de Literatura Española Contemporánea de la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB), es director desde 1992 del Taller de Investigaciones Valleinclanianas (TIV) y del Grupo de Estudios del Exilio Literario (GEXEL), dos grupos de investigación

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vinculados al Seminario de Literatura Española Contemporánea del Departamento de Filología Española de la UAB, Seminario del que es responsable. Es autor de numerosos libros, capítulos de libros, ediciones y artículos sobre la literatura española de los siglos XVIII, XIX y XX. Especializado en la literatura durante la II República, la guerra civil y el exilio republicano de 1939, entre sus publicaciones pueden mencionarse libros como Literatura española y antifascismo (1927-1939) (1987); I Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura (París 1935) (1987) o Max Aub y la vanguardia teatral (Escritos sobre teatro, 1928-1938) (1993). Ha sido co-editor de Literatura y cultura del exilio español de 1939 en Francia (1998) y de Cipriano de Rivas Cherif y el teatro español de su época (1891-1967) (1999). NANCY BERTHIER, actualmente profesora titular en el Departamento de Estudios Hispánicos e Iberoamericanos de la Universidad de ParísSorbona (Paris IV), es especialista de cine dentro del hispanismo francés. Es autora de Le franquisme et son image. Cinéma et propagande sous Franco (1998) y de De la guerre à l’écran, ¡Ay Carmela de Carlos Saura (1999). Ha sido miembro de la Escuela de Altos Estudios Hispánicos (Casa de Velázquez, Madrid). Ha dado conferencias y publicado varios ensayos y artículos, en Europa (Francia, Alemania, Inglaterra, España, Holanda) y América (Cuba, México y Estados Unidos), sobre cine hispánico y cubano, con especial énfasis en las relaciones entre cine e historia. JUAN CANO BALLESTA es catedrático de Literatura Española de la Universidad de Virginia (Emérito). Es ensayista e historiador de las letras y ha publicado abundantes artículos en prestigiosas revistas de Europa y América. Libros: La poesía de Miguel Hernández (1978); La poesía española entre pureza y revolución (1994); Literatura y tecnología: Las letras españolas ante la revolución industrial 1900-1933 (1999); Las estrategias de la imaginación. Utopías literarias y retórica política bajo el franquismo (1994); Poesía española reciente (19802000) (2001); La mentira de las letras: Crítica cinematográfica de Juan Gil-Albert en la revista Romance (2003), entre otros. NIGEL DENNIS recibió su doctorado de la Universidad de Cambridge en 1976, fecha en que fijó su residencia en Canadá. Entre 1976 y 1995, trabajó en la Universidad de Ottawa, donde entre 1991 y 1995 desempeñó

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el cargo de Director de la Revista Canadiense de Estudios Hispánicos. En 1996 volvió al Reino Unido, obteniendo la cátedra de Literatura Española de la Universidad de St. Andrews (Escocia). Entre sus publicaciones cabe destacar «Diablo Mundo»: Los intelectuales y la República (1983); José Bergamín. A Critical Introduction (1986) y Studies on Ramón Gómez de la Serna (1988). Ha preparado ediciones de libros de Bergamín (Las ideas liebres, 1998), Ernesto Giménez Caballero (Visitas literarias de España 1925-1928, 1995), Gómez de la Serna (París, 1987), y Ramón Gaya (Obra completa IV, 2000). UTA FELTEN es profesora de Literatura Francesa e Italiana en la Universidad de Leipzig con la especialidad de literatura, cultura y medios. Con anterioridad ha sido profesora de Filología Hispánica y Francesa en la Universidad de Siegen. Investigaciones sobre: El surrealismo español, la literatura del Siglo de Oro, el cine español contemporáneo y el cine francés de la Nouvelle Vague. Últimas publicaciones: Traum und Körper bei Federico García Lorca. Intermediale Inszenierungen (1998); artículos sobre erotismo e intertextualidad en la lírica de Federico García Lorca (1998) y sobre intermedialidad en las novelas de María de Zayas (2003). Editó, junto con V. Roloff, Spielformen der Intermedialität im spanischen und lateinamerikanischen Surrealismus (2004). En 2004 fue publicada su tesis de habilitación Figures du désir: Untersuchungen zur amourösen Rede im Film von Eric Rohmer. JUAN RAMÓN GARCÍA OBER es redactor de la revista Ecos de España y Latinoamérica (Múnich) y colaborador del Departamento de Filología Hispánica de la Universidad del Sarre (Saarbrücken). Ha publicado artículos sobre literatura, cine y cultura españoles en las revistas Tranvía, Notas y Ecos, así como para el programa español de Radio Baviera. Es uno de los traductores del libro de Mechthild Albert Vanguardistas de camisa azul (2003), junto a Cristina Díez Pampliega; esta traducción fue galadornada con el premio de traducción de la Fundación Goethe en 2003. ROMÁN GUBERN ha sido investigador en el Massachussets Institute of Technology, profesor en la University of Southern California (Los Angeles) y el California Institute of Technology (Pasadena), director del Instituto Cervantes en Roma y presidente de la Asociación Española de Historiadores del Cine. Ahora es catedrático de Comunicación

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Audiovisual en la Universidad Autónoma de Barcelona, miembro de la New York Academy of Sciences, de la American Association for the Advancement of Science y del comité de honor de la International Association for Visual Semiotics. Ha publicado más de treinta libros, entre ellos: Historia del cine (1969); La caza de brujas en Hollywood (1970); El lenguaje de los comics (1972); Mensajes icónicos en la cultura de masas (1974); El cine español en el exilio (1976); La censura: función política y ordenamiento jurídico bajo el franquismo (1981); El simio informatizado (Premio Fundesco, 1987); La mirada opulenta. Exploración de la iconosfera contemporánea (1987); La imagen pornográfica y otras perversiones ópticas (1989); Del bisonte a la realidad virtual (1996); Viaje de ida (1997); Proyector de luna. La generación del 27 y el cine (1999) y El eros electrónico (2000). HANS ULRICH GUMBRECHT fue designado como catedrático en las universidades de Bochum y Siegen tras doctorarse y obtener su capacitación de cátedra en la Universidad de Constanza. En la actualidad es «Albert Guérard Professor» en el Departamento de Literatura Comparada de la Universidad de Stanford. Ha pasado periodos como profesor visitante en las universidades de Rio de Janeiro, Bogotá, México, Buenos Aires, Barcelona y Lisboa. Entre sus más de quinientas publicaciones traducidas a diecinueve idiomas se cuentan, por ejemplo, monografías sobre la teoría e historia literaria y cultural como Eine Geschichte der spanischen Literatur (1990; traducción española en prensa); 1926 – Living at the Edge of Time (1998); Corpo e forma (2001); Vom Leben und Sterben der großen Romanisten (2002); The Powers of Philology (2003) y The Production of Presence (2003; traducción española en prensa). Hans Ulrich Gumbrecht colabora regularmente con los periódicos Frankfurter Allgemeine Zeitung, Neue Zürcher Zeitung y Folha de São Paulo. Es además miembro de la American Academy of Arts & Sciences y desde 2003 professor asociado al Collège de France. ROSARIO HERRERO es licenciada en Filología Francesa y doctora en Filología Hispánica por la Universidad de Valladolid, premio extraordinario de doctorado por esta universidad. Igualmente le fue otorgado uno de los premios de investigación para tesis doctorales concedidos por la Fundación Caja Madrid en la sección de Humanidades. Desde 1993 se encuentra trabajando en universidades alemanas. Primero como lectora de español en la Universidad del Sarre (1993-1998), más tarde como co-

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laboradora científica en la Universidad de Friburgo (1998-2000). En la actualidad es profesora titular de español en el Departamento de Traducción de la Universidad del Sarre. Entre sus áreas de trabajo se encuentran la lingüística, la teoría literaria, la traducción y el ámbito del español como lengua extranjera. JUAN HERRERO SENÉS es investigador en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona y en 2003/2004 enseñó lengua y literatura española en Duke University. Sus trabajos giran en torno a la relación entre la literatura y la crisis de los valores en la primera mitad del siglo XX, con especial incidencia en el caso hispánico. Entre otros textos, ha publicado La inocencia del devenir: la vida como obra de arte según F. Nietzsche y O. Wilde (2002), y, en colaboración con Domingo Ródenas de Moya, sendas ediciones de obras de Benjamín Jarnés: Salón de Estío y otras narraciones (2003) y Venus Dinámica (en prensa). CAROL A. HESS, musicóloga, enseña en el College of Musical Arts de Bowling Green State University (Ohio, EE. UU.). En 1998 fue becaria Fulbright en la Universidad Autónoma de Barcelona. Ha publicado artículos sobre la música estadounidense, Brahms, el compositor mexicano Silvestre Revueltas y, principalmente, Manuel de Falla. Su libro Manuel de Falla and Modernism in Spain, 1898-1936 (2001) recibió el premio ASCAP-Deems Taylor (American Society of Composers and Publishers) y premios de la Royal Philharmonic Society de Londres y de la Robert Motherwell Foundation de Nueva York. En 2004 publicó una biografía sobre Falla: Sacred passions: the life and music of Manuel de Falla. PERE JOAN TOUS es profesor de Literaturas Románicas y, en especial, Hispánicas, en la Universidad de Constanza. Su tesis de doctorado (Würzburg, 1984) versó sobre Pío Baroja en el contexto de las ideologías finiseculares y su tesis de habilitación (Paderborn, 1994) sobre la poesía amatoria e ilustrada de Juan Meléndez Valdés desde un planteamiento psicohistórico. Ha publicado numerosos estudios sobre la literatura española del barroco a nuestros días, interesándose sobre todo por su inscripción social, su imaginario y sus subtextos. Entre los volúmenes que ha dirigido cabe destacar El anarquismo español y sus tradiciones culturales (en colaboración con Bert Hofmann y Manfred Tietz, 1995), así como El olivo y la espada. Estudios sobre el antisemitismo en España (en colaboración con Heike Nottebaum, 2003). En los últimos

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años, sus investigaciones se han ido centrando en torno a la representación de la Shoah y del mundo concentracionario en las literaturas del ámbito francés e hispánico. ANA MARÍA PILAR KOCH es licenciada en Comparatística/Literatura Comparada, Hispanística e Historia del Arte en Bonn. Tesina en Comparatística de los Medios con el tema Valle-Inclán en el cambio de medios. El cine en Valle-Inclán — Valle-Inclán en el cine. Actualmente tesis doctoral (en vías de realización) con el título Terpsichore im Musenspiel. Interferenzen von Tanz und Literatur, Theater, Film — dargestellt anhand exemplarischer Sequenzen vom Flamenco und Tango. Eine medienkomparatistische Analyse der Tanzfilme Carlos Sauras (Terpsícore en el juego de las musas. Interferencias entre danza y literatura, teatro, cine... Un análisis comparatístico de los medios de las películas de danza de Carlos Saura) en la Universidad de Bonn, director de tesis Prof. Dr. Franz-Josef Albersmeier. EMMANUEL LE VAGUERESSE es catedrático de Literatura Española Contemporánea en la Universidad de Reims, es autor de un ensayo sobre Juan Goytisolo (Juan Goytisolo: Ecriture et marginalité, 2000) y de varios estudios sobre poesía (Cernuda, Dámaso Alonso), novela (Goytisolo, Sánchez Ferlosio) o fotografía (Ortiz Echagüe, Toni Catany). Su área de trabajo abarca tanto las vanguardias, en particular Ramón Gómez de la Serna, como la creación bajo el franquismo. JOSÉ MANUEL LÓPEZ DE ABIADA es oriundo de Cantabria. Desde 1988 es Catedrático de Literatura Española e Hispanoamericana en la Universidad de Berna. Ha publicado numerosos trabajos de crítica literaria en revistas europeas y españolas. Es autor/editor, entre otros títulos, de: Iberoamérica: Historia — sociedad — literatura (1983); La Venus mecánica y El nuevo romanticismo, de José Díaz Fernández (1983 y 1985); Poemas memorables. Antología consultada y comentada de la poesía española (1939-1996) (1999); Introducción y notas a la ed. crítica de José María de Pereda: Peñas arriba (2001); Entre el ocio y el negocio: Industria editorial y literatura en la España de los 90 (2001); Spanische Lyrik des 20. Jahrhunderts, Spanisch/Deutsch (2003) (con Gustav Siebenmann); Imágenes de España en culturas y literaturas europeas (siglos XVI-XVII) (2004) (con Augusta López Bernasocchi).

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FRANCIS LOUGH es profesor en el Departamento de Estudios Hispánicos en la Universidad de Birmingham. Especialista en la narrativa española del siglo XX con interés especial en la obra de Ramón J. Sender y de Benjamín Jarnés, en la narrativa de vanguardia y política de los años 20 y 30, y en la literatura del exilio. También ha publicado ensayos sobre Manuel Andújar, Felisberto Hernández y José Saramago. Algunas publicaciones recientes: La revolución imposible. Política y filosofía en las primeras novelas de Ramón J. Sender (1930-1936) (2001); Hacia la novela nueva. Essays on the Spanish Avant-Garde Novel (2000); artículos sobre Benjamín Jarnés en Bulletin of Hispanic Studies (1998), Letras Peninsulares (1998) e Ínsula (2000). BRIGITTE MAGNIEN, maître de conférences en la Universidad de Paris VIII hasta 1995. Trabajos y publicaciones sobre la novela del siglo veinte, y particularmente la novela anterior a la guerra civil. Recientemente ha colaborado en el libro dirigido por Carlos Serrano y Serge Salaün: Temps de crise et années folles, Les années 20 en Espagne (2002). Ha participado en la creación y dirección del equipo ERESCEC (Equipe de Recherche sur les Sociétés et les Cultures de l’Espagne Contemporaine) de Paris VIII, colaborando en sus investigaciones sobre la producción de una literatura popular (folletines, colecciones de novelas y cuentos, prensa ilustrada, literatura militante, etc.). JOSÉ-CARLOS MAINER BAQUÉ es catedrático de Literatura Española en la Universidad de Zaragoza. Se ha dedicado fundamentalmente al estudio de la literatura española del siglo XX. Consejero de la Institución Fernando el Católico y director de la cátedra «Benjamín Jarnés». Perteneció al equipo fundacional de Andalán y es miembro asesor, entre otras, de las revistas Anales de Literatura Española (Nebraska, EE. UU.) e Imprévue (Montpellier, Francia). Dirigió la «Nueva Biblioteca de Autores Aragoneses» y la sección de literatura del Diccionario de Historia de España. Es autor de libros como Falange y literatura (1971); Atlas de literatura latinoamericana (1972); Regionalismo, burguesía y Cultura (1974 y 1982); La Edad de Plata (1902-1939): Ensayo de interpretación de un proceso cultural (1975 y 1981); La corona hecha trizas (1989); De postguerra (1951-1990) (1994) o Historia, literatura, sociedad: y una coda española (2000).

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JOCHEN MECKE es catedrático de Filología Románica (Literatura Francesa y Española). Estudios de Filosofía, Letras Germánicas y Románicas en las Universidades de Mannheim, Aix-en-Provence y Heidelberg. Asistente en la Universidad de Heidelberg, profesor de Literatura y Cultura Románicas en Passau y actualmente catedrático en la Universidad de Ratisbona. Centros de interés en la investigación: teoría de la literatura, la dimensión temporal en la novela, estética de la publicidad, cine francés moderno, literatura francesa y española de la modernidad, hipertexto, título literario, intermedialidad (relación entre literatura y cine y radio y literatura), novela picaresca, nouveau roman francés. Algunas publicaciones: Roman-Zeit: Zeitformung und Dekonstruktion des französischen Romans der Gegenwart (1990); Agonie der Moderne: Ambiguität des spanischen Diskurses von 1898 (2002); ed. con Volker Roloff, Kino- (Ro)Mania: Intermedialität zwischen Film und Literatur (1999); ed. con Ulrich Leinsle, Zeit — Zeitenwechsel — Endzeit: Zeit im Wandel der Zeiten, Kulturen, Techniken und Disziplinen (2000); (ed.), Die Krise von 1898 in Spanien und Lateinamerika (número monográfico de Iberoamericana, 1998). JOSÉ MANUEL DEL PINO es profesor de Literatura Española en el Departamento de Español y Portugués en el Dartmouth College. Se especializa en la narrativa del siglo XX y XXI, así como en estudios de cine español y estudios culturales. Entre sus trabajos destacan Montajes y fragmentos: una aproximación a la narrativa española de vanguardia (1995), la co-edición El hispanismo en los Estados Unidos: discursos críticos/prácticas textuales (1999) y la recopilación de artículos titulada: Del tren al aeroplano: ensayos sobre la vanguardia española (2004). En la actualidad prepara el libro Regresar al campo: nostalgia y utopía en el cine español contemporáneo. DOMINGO RÓDENAS DE MOYA es profesor de Humanidades en la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona. Se ha especializado en la prosa de vanguardia, de la que ha publicado las antologías Proceder a sabiendas (1997) y Prosa del 27 (2000), así como el ensayo Los espejos del novelista (1998). Ha editado diversas obras de Benjamín Jarnés, Antonio Marichalar, Ramón Gómez de la Serna, Azorín, Carmen Laforet y Miguel Delibes. Es asimismo autor de la colectánea La crítica literaria en la prensa (2003).

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VOLKER ROLOFF es catedrático de Filología Románica en la Universidad de Siegen con la especialidad en Literatura Francesa y Española y en las Ciencias Culturales y Medios de Comunicación. Trabajos actuales y puntos esenciales de investigación: Teoría y practica estética de la Intermedialidad, Vanguardias Europeas (España y Francia), Proust y los ‘nuevos medios’, historia del teatro y del cine en Francia. Publicaciones recientes: Erotische Recherchen. Zur Decodierung von Intimität bei Marcel Proust (2003, ed. con F. Balke); Die Ästhetik des Voyeur (2003, ed. con W. Hülk, Y. Hoffmann); Jean Renoirs Theater/Filme (2003, ed. con M. Lommel); Französische Theaterfilme — zwischen Surrealismus und Existentialismus (2004, ed. con M. Lommel, I. Maurer Queipo, N. Rißler-Pipka); Spielformen der Intermedialität im spanischen und lateinamerikanischen Surrealismus (2004, ed. con U. Felten). ALBERTO ROMERO FERRER es doctor en Filología Hispánica por la Universidad de Cádiz, donde es Profesor Titular de Literatura Española y Director del Grupo de Estudios del Siglo XVIII. Es director de la revista Cuadernos de Ilustración y Romanticismo. Especialista en Literatura Española de los siglos XVIII, XIX y XX, sus líneas de investigación se centran fundamentalmente en el estudio del teatro español. En este sentido ha publicado trabajos sobre Pedro Muñoz Seca, los hermanos Álvarez Quintero, Manuel y Antonio Machado. Una segunda línea de investigación se centra en la Literatura de y sobre las Cortes de Cádiz. SERGE SALAÜN es catedrático de Literatura Española Contemporánea en la Universidad de la Sorbonne-Nouvelle (Paris III). Se ha dedicado a la poesía, tanto ‘culta’ como popular, obrera y anarquista, y lleva varios años interesándose por la escena española, en su vertiente vanguardista y en la vertiente ‘frívola’ de la zarzuela, del sainete y del cuplé. Ha publicado entre otros El cuplé: (1900-1936) (1990) y Temps de crise et «années folles»: les années 20 en Espagne (1917-1930). Essai d’histoire culturelle (2002, ed. con Carlos Serrano). DAGMAR SCHMELZER cursó estudios de Lenguas, Economía y Cultura (Diplomkulturwirt) con especialización en Cultura Hispánica en las Universidades de Passau y Salamanca (1991-1996). Desde 1997 en la Universidad de Ratisbona. Está realizando una tesis de doctorado sobre la novela española de los años 20 y sus implicaciones intermediales, especialmente sobre las referencias de la literatura narrativa al discurso fíl-

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mico. Ha impartido cursos de introducción en temas de intermedialidad, teatro e imagología. Artículos sobre cuestiones de intermedialidad relacionadas con Beltenebros de Antonio Muñoz Molina (1999, 2002), así como sobre Jarnés y el cine, en: Rieger, Angelica (ed.): Intermedialidad e Hispanística (2003). ENRIQUE SELVA ROCA DE TOGORES es profesor titular de Historia Contemporánea en la Universidad Cardenal Herrera-CEU de Valencia. Autor de los libros Pueblo, «intelligentsia» y conflicto social (18981923) (1999) y Ernesto Giménez Caballero. Entre la vanguardia y el fascismo (2000) y diversos estudios, artículos y comunicaciones en congresos científicos sobre la historia intelectual y de los medios de comunicación desde la crisis española de finales del XIX hasta el primer franquismo. FRANCISCO SOGUERO es licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de Deusto, donde en la actualidad es profesor de Literatura Española del siglo XX y donde desarrolla su labor de investigación en el campo de la prosa española de vanguardia. También ha impartido clases de Lengua Española en la Universidad de St. Andrews (Escocia). Entre sus artículos destacan los dedicados a Benjamín Jarnés, Ramón J. Sender, y la prosa vanguardista, publicados en diversas revistas especializadas y en volúmenes colectivos. Ha realizado las ediciones de El profesor inútil y El aprendiz de brujo, de Jarnés y prepara la de Tres cómicos del cine y otros escritos cinematográficos de Arconada. En la actualidad coordina una colectánea de estudios sobre Jarnés y otros narradores de vanguardia. THOMAS STAUDER es profesor no numerario en el Instituto de Lenguas y Literaturas Románicas de la Universidad de Erlangen-Nuremberg (Alemania), donde se ocupa de literatura francesa, española e italiana. Tesis de doctorado sobre Die literarische Travestie — Terminologische Systematik und paradigmatische Analyse (Deutschland, England, Frankreich, Italien) (1993); tesis de habilitación sobre Wege zum sozialen Engagement in der romanischen Lyrik des 20. Jahrhunderts (Aragon, Éluard — Hernández, Celaya — Pavese, Scotellaro) (2004). Otros campos de investigación: las novelas de Umberto Eco (edición en 1997 del volumen «Staunen über das Sein»: Internationale Beiträge zu Umberto Ecos «Insel des vorigen Tages» y en 2004 de la colección de

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entrevistas Gespräche mit Umberto Eco). Está en preparación un volumen de ensayos sobre el escritor mexicano Homero Aridjis. RAFAEL UTRERA MACÍAS es catedrático de la Universidad de Sevilla con docencia en la Facultad de Comunicación. Temas de preferente investigación son la historia del cine español y sus relaciones con la literatura. Fundador y director del Equipo de Investigación en Historia del Cine Español y sus Relaciones con Otras Artes. Ha publicado los libros Modernismo y 98 frente a Cinematógrafo; Escritores y Cinema en España: un acercamiento histórico; Federico García Lorca/Cine; Literatura Cinematográfica — Cinematografía Literaria; Homenaje literario a Charlot; Claudio Guerin Hill: Obra audiovisual; Azorín: periodismo cinematográfico; Film Dalp Nazarí: productoras andaluzas; Cuatro pasos por la Historia y la Estética del Cine español (edición español-japonés) y Luis Cernuda: Recuerdo cinematográfico. Ha editado los volúmenes Cine en Andalucía: un informe y El cortometraje andaluz en la democracia (ambos en colaboración), así como Imágenes cinematográficas de Sevilla; 8 calas cinematográficas en la Literatura de la Generación del 98; Cine, Arte y Artilugios en el panorama español; Cuentos de Cine: de Baroja a Buñuel y El cine y el momento, de Azorín.

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