Un Pensamiento Finito

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Jean-Luc Nancy UN PENSAMIENTO FINITO Presentación y traducción de Juan Carlos Moreno Romo

Esta obra se beneficia del apoyo del Senñcio Cultural de la Embajada de Francia en Esjxma y del Ministerio francés de Asuntos Exteriores, en el marco del programa de Participación en la Publicación (P.A.P. García Lorca) Publicada con la ayuda del Ministerio Francés de Cultura - Centro Nacional del Libro

Un pensamiento finito / Jean-Luc Nancy; pi'esentación y traducción de Juan Carlos Moreno Romo — Rubí (Barcelona): Anthropos Editorial, 2002 XXI + 18 i p .; 20 cm. — (Pensamiento Ciútico / Pensamiento Utópico; 120. Pensar de Nuevo) Tít. orig.: "Une pensée finie" ISBN 84-7658-615-9 !. Pensamiento finito - Filosofía 2. Finitud y sentido - Filosofía 3. Universalidad, l/mite, singularidad-Filosofía I. Moreno Romo, J.C., pres.y tr. XI.Título IH. Colección 111

Título original: Une pensée finie Primera edición en Anthropos Editorial: 2002 © Éditions Galilée, 1990 © Anthropos Editorial, 2002 Edita: Anthropos Editorial. Rubí (Barcelona) ISBN: 84-7658-615-9 Depósito legal: B. 8.896-2002 Diseño, realización y coordinación: Plural, Servidos Editoriales (Nariño, S.L.), Rubí. Tel. y fax 93 697 22 96 Impresión: Edim, S.C.C.L. Badajoz, 147. Barcelona Impreso en España - Printed in Spain

PARA PENSAR NUESTRO PRESENTE. PREFACIO DEL TRADUCTOR La verdadera lectura avanza sin saber, abre siempre un libro como un corte injustificable en el continuum supuesto del sentido. Es necesario que se ex­ travíe sobre esta brecha. JEAN-LüC NANCY («Lo exento») Y entonces, en la hora del Eureka próximo, cuando se cumpla la justicia terrestre y la dicha embriague a los hombres, entonces será preciso volver a sacu­ dirles la entraña con el puño implacable de Prome­ teo. La obra del espíritu recomenzáis vigorosa el día del banquete fraternal de los pueblos. Las razas, ali­ mentadas, contentas y sanas levantarán al cielo la frente. Más eficaz que nunca sera entonces el grito nuevo de la inconformidad... jEn el día más peligro­ so de la creación! Y 110 hay nada nuevo en decir que será entonces cuando empiece en serio la obra del espíritu. ¡Primero se hizo el milagro de los panes, se dio de comer, se dio de beber y después vino el sermón de la montaña! JOSÉ VASCONCELOS (.Pesimismo heroico) ¿Qué es sino el espanto de tener que llegar a ser nada lo que nos empuja a querer serlo todo, como único i'emedio para no caer en eso tan pavoroso de anonadamos? MIGUEL DE UNAMUNO (Vida de Don Quijote y Sancho)

A la izquierda de los ventanales de la sala 402 del Portique se alcanza a ver, no muy lejana, y ahora cubierta por los moderní­ simos andamios de los restauradores, la flecha de la catedral de Nuestra Señora de Estrasburgo. En esta brumosa ciudad de edificios altos y de calles circulares, que sin ella sería un labe­ rinto y que gracias a ella es una urdimbre de abrazos de brazos de río, y de muelles y puentes y paseos y parques, y plazas y plazuelas, y de calles y callejuelas por las que uno se puede VTT

perder para volver a encontrarse, la'flecha de la única torre de la catedral es visible desde casi todos los lugares —desde la Es­ trasburgo medieval que ha maquillado sus arrugas y exhibe sencilla y orgullosa a los turistas sus típicas casas de vistosos tejados inclinados y de gruesos entramados de madera,1sus te­ rrazas y sus cafés, y sus cervezas, sus vinos y sus tradiciones culinarias; desde la vieja Estrasburgo moderna que la continúa en un primer círculo de edificios que le pueden contar a uno en unas cuantas calles la historia de los ascensores y otros imple­ mentos urbanos; desde el grave y solemne palacio universitario y desde esta gris y opaca explanada de las universidades y de las torres de concreto que rescatan de la fealdad esas hileras de árboles que la habitan y la visten, según la estación, de tiernos o de densos follajes verdes, de hermosas hojas amarillas como la luz, o doradas, o de obscuras ramas desnudas que no sin poesía le piden al cielo gris del invierno, con manos implorantes, ma­ nos de mendigo de dedos nudosos, la vuelta de sus hojas; y desde la periferia industrial también, y desde los trenes que lle­ gan, y los aviones, desde las carreteras, desde el tan peculiar tranvía, o desde la modernísima capital europea, la Estrasburgo de los palacios, circulares también, de tubos y de cristal, de espejos que reflejan el agua del río y el paso de los cisnes, los patos, los barcos de turistas, y las nubes y los colores de un cielo que no para de cambiar; desde los barrios de inmigrantes, barrios calientes en los que, en pequeñas bandas y las manos en los bolsillos, lo mismo en invierno que en verano acecha, in­ quieto e inquietante, el descontento; o desde los fríos barrios residenciales, laberínticos también éstos, curiosamente (como prolongando secretamente una estrategia, un gesto defensivo) y en los que uno no ve gente sino cuando el sol los invita a abrir­ se, como a las flores, en alguna inesperada aparición... ¿Señala hacia el cielo o señala hacia ella misma la flecha de la torre de la catedral? ¿O hacia abajo, hacia la ciudad de la que es un símbolo más, con las cigüeñas y con esas banderas azules en las que las estrellas se ordenan en un orbe perfecto? Platón y Aristóteles lo discutirán acaso en alguno de los pasajes de la his­ toria que nos cuentan los innumerables relieves de este poema o 1. La arquetípica casa de dos aguas y chimenea que cuando ninos nos ensenan a dibujar, yo la he visto por primera vez en ios pueblitos de Alsacia.

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esta fuga, o esta suma de piedra; acaso entre las gárgolas y los personajes de la historia sagrada haj'a para ellos, como en La di­ vina comedia de Dante, un rinconcito especial, un nobile castello; o acaso no, pues pensándolo bien los filósofos no ocupan un lu­ gar tan de primer orden en la historia de la redención, y no es preciso contarle su historia a todo el pueblo, pero da igual. Vista desde los ventanales de la sala 402 del Pórtico, la fle­ cha de la catedral es ella misma por un instante el índice levan­ tado del viejo Platón, y al mismo tiempo y por una inversión extraña de los significantes, juguetes de la imaginación, es el dedo realista del joven Aristóteles, y es en última instancia eso mismo, un significante herido, un dedo. Los andaniios nos ha­ cen pensar en ella, en la flecha de la catedral, como una vendoíeta nos haría pensar en el índice herido que la portara antes que en aquello a lo que el índice señala. En la sala 402 del Pórtico, unas cuarenta o cincuenta perso­ nas, entre estudiantes de filosofía, de letras, de teología y algu­ nos auditores libres,2 asistimos al curso que, precedido por al­ gunas intervenciones en exámenes de grado, y por algunas con­ ferencias, y por varias publicaciones, marca la entera reincor­ poración de Jean-Luc Nancy a sus labores docentes en la Facul­ tad de Filosofía, luego de un par de años de ausencia que el rumor temía definitivos y que significaron un sensible decai­ miento en las actividades académicas de esta universidad. La enfermedad ha quebrantado algo el timbre de su voz, pero es un hombre otra vez fuerte el que nos habla, enfundado en su habitual suéter obscuro de cuello alto, y con el ceño y la mano puntuando ligeramente el ritmo de su pensamiento, en un tono 2. La Alsacia es la tínica región de Francia en la que la universidad pública cuenta con una Facultad de Teología, y no es sorprendente que sus estudiantes se interesen por este seminario. Los estudiantes de letras son acaso mayoría, al menos entre los estu­ diantes extranjeros; Lacoue-Labarthe y Nancy atraen a esta universidad especialmente a estudiantes de letras, lo que se explica por la importancia que el deconstmccionismo ha adquirido, luego del estructuralismo y el post-estructunüismo, como herramienta de trabajo en esa área; véase a este respecto, por ejemplo. Rivera, Elias, «La desconstruc­ ción de la poesía del Siglo de Oro», en M. García Martín (ed.), Estado actual de tos estudios sobre el siglo de oro, Ediciones Universidad de Salamanca, Salamanca, 1993, pp. 131-138. En La République niondiale des ternes (Seuil, París, 1999, p. 229), Pascale Casanova observa en efecto que, apoyados por el prestigio literario del que a nivel internacio­ nal sigue gozando 3a cultura francesa, pensadores como Lacan, Foucault, Deleuze, Derrida o Lyotard, «han sido introducidos en los Estados Unidos por los departamentos de francés y los departamentos literarios de las universidades americanas».

acaso más familiar que el de antes, más próximo del de sus recientes entrevistas en France Culture3 que del de la sólida marcha conceptual de su seminario de 1996-1997 sobre la cues­ tión de la libertad en el pensamiento moderno. ¿Es en francés que todo el mundo se atarea tomando notas? Seguramente; y sin embargo aquello bien podría ser Babel: en la sala hay, además de franceses y alsacianos, estudiantes ex­ tranjeros venidos del Japón, de Taiwan y de Corea del Sur, del Líbano, de Argelia y de Túnez, de Rumania, de Rusia, de Gre­ cia, de Albania, de Italia, de Alemania, de Finlandia, de Austra­ lia, de Canadá... en la distancia un chileno está pendiente de este curso, y este mexicano que escribe y que no toma notas, vuelve a mirar la torre de la catedral, mientras se pregunta si estas orejas de tinta no tendrán algo que ver con el famoso grafocentrismo del que tanto ha hablado y ha hecho hablar Jacques Derrida. Con la atención de cada estudiante disciplinada­ mente atada a la punta de su pluma, el phármakon de Theuth conjura aquí sin falla, al parecer, la pluralidad de las lenguas.4 El curso, que en cierto modo cierra y vuelve a abrir la carre­ ra académica de Jean-Luc Nancy, porta sobre la deconstrucción del cristianismo. Ese también pareciera que es un regreso, el boucle o ciclo que se cierra, o una vuelta de la espiral. Cuando le reprocho el germanocentrismo o el luteranocentrismo de su bibliografía y del itinerario propuesto, y en general de su visión del Occidente y del cristianismo Jean-Luc Nancy me responde con una sonrisa que en su medio otros le reprochan, al contra­ rio, la visibilidad de su origen católico. *** 3. Para presentar sus libros, principalmente, pero también, por ejemplo, para co­ mentar las distintas versiones, la árabe, la francesa... de la canción Historia de un amor, de Carlos Almarán, 4. En francés estudiar se dice répéter: los estudiantes toman notas en cui'so, y luego las «repiten», las pasan en limpio y se las aprenden para luego poder repetirlas eficien­ temente y pasar los exámenes o ganar los concursos respectivos. No creo que esta actitud, que desde luego está lejos de crear un ambiente de veras universitario y que echa en saco roto, por no afrontarlo, el riquísimo riesgo de la diversidad de perspecti­ vas, y del examen y el rigor compartidos, dialógicos, socráticos, no creo que esta dis­ tancia o esta fosa, que parecieran insalvables y que provocan todos los temores del mundo cuando a uno se le ocurre ignorarlas, tengan poco que ver en la constitución francamente monológica de muchos de los discursos que, de Hegel a Lacan, producen las instituciones filosóficas europeas de los últimos siglos.

Católico es, pues, su origen y es en los medios católicos que adquiere su formación intelectual inicial: en las Juventudes Ca­ tólicas primero, y luego en la enseñanza del jesuita Georges Morel quien, sin embargo, es asimismo un especialista en Hegel. En la Sorbona seguirá los cursos de Georges Canguilhem y de Paul Ricoeur, quien dirigirá su tesis de licenciatura precisamente de­ dicada al problema de la religión en Hegel. La lectura de la Carta sobre él humanismo de Heidegger lo marcara también por aquel entonces. «La agregación en el bolsillo (1964), renuncia a los estudios de teología y parece darle la vuelta, una vez por todas, a la página del cristianismo. El descubrimiento del estructuralismo, la lectura, y el encuentro luego de Derrida, Althusser, Deleuze lo confortan en su opción por la modernidad.»5 En 1968 comienza sus labores docentes en la Universidad de Estrasburgo, en la que será decisivo su encuentro con Philippe Lacoue-Labarthe. En ésta harán ellos cursos a dos voces de los que todavía se acuerdan algunos de sus estudiantes como de una gran época. Y también escribirán a dos: en 1972 publican Le tittre de la lettre (vine lecture de Lacan), en Galilée; en este libro, saluda­ do por el propio Jacques Lacan y coceado al pasar por Alan Sokal y Jean Bricmont en la crítica que éstos hacen de las obscuridades de aquél,6 Nancy y Lacoue-Labarthe se suman al trabajo de «de­ construcción» de Jacques Derrida. En 1978, en Editions du Seuil, publicarán Vabsolu littéraire: théoñe de la littérature du romantisme allemand, trabajo en el que traducen, editan y comentan algu­ nos textos fundamentales del movimiento literario que en el siglo xix inventó, según sostienen ellos, la literatura. Le mythe nazi, desarrollado a partir de una conferencia de 1980 y publicado como libro en Editions de l'Aube en 1991, nos ofrece una intere­ sante y esclarecedora síntesis de los resultados de las investigacio­ nes y las reflexiones de los autores en tomo a la compleja y com­ plicada imbricación entre la filosofía alemana y el nacionalismo alemán, o entre la filosofía, la ideología, el mito y la política.7 *** 5. Cfr. el artículo «Jean-Luc Nancy» de la Enciclopedia Universalis, escrito por Didier Cahen. ó. Cfr. Alan Sokay y Jean Bricmont, Impostares intellectiielles, Editions Odile Ja­ cob, 2997, p. 64, n. 32. 7. El mito nazi estará disponible en breve en esta misma casa editorial con un

La mayor parte de los libros de Jean-Luc Nancy aparecerán en la colección «La philosophie en effet», dirigida por Jacques Derrida, Sara Kofman, Philippe Lacoue-Labarthe y por él mis­ mo. «La filosofía en efecto» se da por tarea el tomarse en serio la dimensión de los efectos, las formas, las vestimentas, las estrate­ gias y los intereses «extrafilosóficos» de la filosofía, desde una perspectiva explícitamente deconstructivista.8 Ya sea en Flam­ marion, o en Galilée: en 1973 publica La remarque spéculative (en Galilée); en 1975, Mimesis des articulations (en Flammarion, como los dos siguientes); en 1976, Logodaedálus', en 1979, Ego sum (una serie de trabajos sobre la cuestión del sujeto en Des­ cartes); en 1982, Lepartage des voix (Galilée); en 1983, L’impératif catégorique (Flammarion); en 1986, L’oubli de la philosophie (en Galilée de nuevo, como los que siguen); en 1988, L'expéríence de la liberté; en 1990, Une pei'isée finie (que aquí ofrecemos en su mayor parte al lector de lengua española); en 1993, Le Sens du monde; en 1994, Les muses; en 1996, Etre singulier pluriel; en 2000, Le regará du portrait y Vintnis (a propósito del corazón de otro que, injertado en su cuerpo, le permite seguir viviendo); y en 2001, La pensée dérobée y La communauté afjrontée. En la misma editorial Galilée pero en las colecciones «Incises» y «Lignes Fictives» publica este mismo año, en 2001, L’i ly a du rapport sexuel (El hay de la relación sexual, que responde a la conocida frase de Lacan que niega que haya tal relación), y estudio o «Epílogo del traductor» en el que el problema hispánico es examinado en el espejo del problema alemán. 8. El lema de la colección es el siguiente: «Someter, en primer lugar, el análisis de lo filosófico al rigor de la prueba, a las cadenas de la consecuencia, a las obligaciones internas del sistema: articular, primer signo de pertinencia, en efecto. No desconocer ya más lo que la filosofía quería ignorar o reducir, bajo el nombre de efectos, a su afuera o a su debajo (efectos "formales" —"vestimentas" o "velos" del discui'so— "instituciona­ les", "políticos", "pulsionales", etc.): operando de otra manera, sin ella o con ti-a ella, inteipretar la filosofía en efecto. Determinar la especificidad de lo postfílosófíco —la tardanza, la repetición, la representación, la reacción, la reflexión que remiten la filoso­ fía a lo que ella pretende, sin embargo, nombrar, constituir, apropiaste como sus pro­ pios objetos (otros "discursos", "saberes", "prácticas", “historias", etc.) asignados a resi­ dencia j'egional: delimitar la filosofía en efecto. No pi'etenderya a la neutralidad transparente y arbitral, tomar en cuenta la eficacia filosófica, y sus armas, instrumentos y estratagemas, intervenir de manera práctica y crítica: hacer trabajar la filosofía en efecto. El efecto en cuestión no se deja entonces ya dominar aquí por lo que la filosofía controla con ese nombre: producto simplemente segundo de una causa primera o última, apa­ riencia derivada o inconsistencia de una esencia. Ya no hay, sometido de entrada a la decisión filosófica, un sentido, y ni siquiem una polisemia del efecto».

Visitation (de la peinture chrétienne), en el que encuentra, en concordancia con su trabajo de deconstrucción del cristianis­ mo, que en la Visitación de Pontormo la pintura deja de revelar lo divino oculto y pasa a revelarse ella misma como pintura. Fuera de esta colección publica, en 1987 y en 1997, en Éditions T.E.R., Des íieux divins, seguido de Calcul du poete; en 1992 y en 2000, en Editions Métailié, Coipus; en 1997, en Hachette, Hegel, Vinquiétude du négatif; en 1997 también La Naissanee des seins, en Erba; y el mismo año, en William Blake & C.°, Résistance de lapoésie; en 1999, en Mille et une nuit, La ville au loin (la ciudad a lo lejos). Fruto de otras colaboraciones son otros libros a dos, o a tres, como La Compamtion, con Jean-Christophe Bailly, que publica en Bourgois en 1991; o Nium, con Frangois Martin, que publica en Erba en 1994; Les Amhassadeurs/Étre, cest étre pergn («Passage»), en el que con Jean-Claude Conésa comenta los grabados de Jean-Marc Cerino, en Editions des Cahiers intempestifs; o Mmmmmmm, con Susana Fritscher, en Au Figuré, 2000. *** La communauté désoeuvrée (Bourgois, 1986, 3.a ed. 1999), escrita en diálogo con Bataille y con Blanchot, es un hito im­ portante en su trabajo. Al otro lado de la hybris del «ser co­ mún», la hybris de los nacionalismos europeos y, sobre todo, del nacionalsocialismo alemán en la que la sangre, la substancia, la filiación, la esencia, el origen, la naturaleza, la elección, la iden­ tidad orgánica o mística, y en suma el ser, aparecen como res­ ponsables de esa terrible experiencia cuyo espectro campea aún por encima de la conciencia europea, ese libro entrevé la tarea y la esperanza del «estar-en-común», según traduce atinadamen­ te Juan Manuel Garrido.9 *

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Obscurece, y se hace inevitable a estas horas —los cristales son así— un juego de espejos. La torre de la catedral que marca la escena de la ciudad al otro lado de los ventanales se dobla del 9. C&\ La comunidad inoperante, LOM/Universidad Arcís, Santiago de Chile, 2000.

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reflejo de nuestra propia escena, la de una sala de cursos en el cuarto piso del ala interior del Pórtico, en donde Nancy deconstruye y los estudiantes se atarean tomando notas y, en la me­ moria de uno que no las toma, todo esto se espejea mientras tanto en otra escena contada por otros, y por ese libro: Conocemos la escena —escribe Nancy en «El mito interrumpi­ do»—: hay hombres reunidos, y alguien que les hace un relato. Esos hombres reunidos, no se sabe aún si forman una asamblea, si son una liorda o una tribu. Pero nosotros los llamamos «herma­ nos», porque están reunidos, y porque escuchan el mismo relato. El que cuenta, no se sabe aún si es uno de ellos, o si es un extranjero. Lo consideramos uno de ellos, pero diferente de ellos, porque tiene el don, o simplemente el derecho —a menos que no sea el deber—de recital*. No estaban reunidos antes del relato, es la recitación la que los reúne. Antes, estaban dispersos (es al menos lo que el relato, a veces, cuenta), codeándose, cooperando o afrontándose sin re­ conocerse. Pero uno de ellos se inmovilizó, un día, o quizás so­ brevino, como volviendo de una ausencia prolongada, de un exi­ lio misterioso. Se inmovilizó en un lugar singular, apartado pero a la vista de los otros, un montículo, o un árbol quemado por un rayo, y comenzó el relato que reunió a los otros. Les cuenta su historia, o la suya, una historia que todos sa­ ben, pero que sólo él tiene el don, el derecho o el deber de recitar. Es la historia de su origen: de dónde provienen, o cómo provie­ nen del Origen mismo —ellos, o sus mujeres, o sus nombres, o la autoridad entre ellos. Es entonces lo mismo, a la vez, la historia del comienzo del mundo, del comienzo de su asamblea, o del comienzo del relato mismo (y eso cuenta también, ocasional­ mente, quién lo enseñó al narrador, y cómo es que él tiene el don, el derecho o el deber de contarlo). Éste habla, recita, canta a veces, o actúa. Él es su propio héroe, y ellos son de vez en vez los héroes del relato y aquellos que tienen el derecho y el deber de aprenderlo. Por la primera vez, en esta expre­ sión del recitante, su lengua no sirve para ninguna otra cosa que para la confección y la presentación del relato. No es ya la lengua de sus intercambios, sino la de su reunión —la lengua sagrada de una fun­ dación y de un juramento. El recitante la reparte entre ellos. Todo mundo toma notas, no paran de hacerlo. ¿Entende­ rán? ¿Estarán de acuerdo? Toman notas en los cursos y toman notas en las conferencias, registran con avidez precisamente las

palabras que alguien autorizado les reparte, todos parecen es­ cribir y leer el mismo libro... Y, sin embargo, hay algo que falta, aquella escena dista radicalmente de la nuestra, y de la escena de la ciudad al otro lado de los ventanales... Es una escena muy antigua, inmemorial, y no tiene lugar una sola vez, se repite indefinidamente, con la regularidad de todas las reuniones de hordas, que vienen a aprender sus orígenes de tribus, de fraternidades, de pueblos, de ciudades —reunidos alre­ dedor de fuegos encendidos por doquiera en la noche de los tiempos, y de los que no se sabe aún si son encendidos para calentar a los hombres, para alejar a las bestias, para cocer la comida, o bien para alumbrar la cara del recitante, para hacer que se le vea diciendo, o cantando, o actuando el relato (cubierto quizás con una máscara), y para encender un sacrificio (quizás con su propia carne) en honor de los ancestros, de los dioses, de las bestias o de los hombres que el relato celebra. Frecuentemente el relato parece confuso, no siempre es cohe­ rente, habla de poderes extranjeros, de metamorfosis múltiples, es cruel también, salvaje, implacable, pero a veces hace reír. Mienta nombres desconocidos, seres jamás vistos. Pero los que se han reunido comprenden todo, se comprenden ellos mismos y al mundo al escuchar, y comprenden por qué debían reunirse, y por qué era necesario que esto les fuese contado.10 ¿Qué es lo que falta de este lado del espejo, en esta sala? Fal­ ta acaso la comunidad, y falta el fuego, el incendio. Nosotros nos alumbramos ahora con luces eléctricas, y estamos al abrigo de los poderes de la palabra ritual, como estamos al abrigo de los elementos. Y sin embargo queda el juego de los espejos. Esta escena transmitida por Nancy nos la cuenta el romanticis­ mo alemán, que quiso el fuego y quiso el incendio, y que en su frenesí por el mito y por la comunidad terminó mirándose en el rostro de la Gorgona, y en el inesperado horror del sacrificio. Es peligroso jugar con el fuego. •k

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10. Cfr. La communauté désoeuvrée, Bourgois, 1986, pp.109-111 (en la recién cita* da traducción de J. M. Gañido este pasaje se encuentra en las pp. 81-82; yo me lie entretenido aquí en el juego o ejercicio de traducirlo yo mismo para poder ver luego las variaciones de ambas lecturas.

En la pacífica y ordenada ciudad de Estrasburgo de vez en cuando algunos automóviles amanecen incendiados; los esquele­ tos metálicos de algunos andan todavía por ahí, en algún rincón de la ciudad, oxidados y llenos de hollín, abandonados. Los ha alcanzado el fuego de los barrios «difíciles» de la periferia, o una chispa de la comunidad que choca consigo misma, que no se acaba de encontrar, o que se quiebra. Si, en general, en la bru­ mosa y fría ciudad de Estrasburgo se acuerda uno de Luvina, el pueblo aquel de una montaña fría de un cuento de Rulfo, en este caso nos acordamos más bien de «Paso del norte», o de El labe­ rinto de la soledad, en el que Octavio Paz nos habla de la violen­ cia del Pachuco, ese descendiente de mexicanos que no logra arraigar en los Estados Unidos, y que pareciera el espejo exacto de la violencia del Beurre, del hijo de los inmigrantes musulma­ nes de Francia (y en su tiempo, de otra manera, de la del joven francés frente a la ocupación alemana): ese marginado que se viste o se disfraza exagerando la moda de la sociedad que lo rechaza, y que se pavonea frente a ella, este «clown impasible y siniestro, que no intenta hacer reír y que procura aterrorizar... busca, atrae la persecución y el escándalo. Sólo así podrá esta­ blecer una relación más viva con la sociedad que provoca: vícti­ ma, podrá ocupar un puesto en ese mundo que hasta hace poco lo ignoraba; delincuente, será uno de sus héroes malditos».51 Soledad, comunidad imposible, violencia, sacrificio, mito, soledad... laberinto. «El hombre —escribe el poeta— es nostal­ gia y búsqueda de comunión. Por eso cada vez que se siente a sí mismo se siente como carencia de otro, como soledad.»12 El Norte se fragmenta en soledades, se deshumaniza. La persona humana requiere de otras personas para realizarse como persona, la pérdida de la comunidad es un desastre, una desgracia, una nueva barbarie.13 11. Cfr. El laberinto de la soledad / Postdata / Vuelta a El laberinto de ¡a soledad, «Colección Popular», n " 471, Fondo de Cultura Económica, México, 1993, pp. 18-19; y también la nota 3, en la p. 20. Los cuentos de Juan Rulfo se encuentran, como es sabido, en El llano en llamas, del que hay varías ediciones, especialmente en el Fondo de Cultura Económica. 12. Ibíd., p. 211. 13. Dos libros recientes abordan el asunto: Michel Henry, La barbarie, PUF, París, 2001; y Nicolás Grímaldi, L'homme disloqué, PUF, París, 2001.

Es —escribe Nancy— una privación de ser para el ser que es esencialmente y más que esencialmente un estar en común. El estar en común significa que los seres singulares no son, no se presentan, no aparecen sino en la medida en la que com-parecen, en la medida en que son expuestos, presentados, u ofrecidos los unos a los otros. Esta comparecencia no se agrega a su ser, su ser viene al ser en ella.14

*** Europa está perpleja. El tiempo es largo, y esta agitada pe­ nínsula del Asia que se empeña en considerarse un continente, y que se quiso dueña del mundo, y que se empeña en ser al menos eso, Europa (y que es Europa a pesar de los pesares, y que es grande), Europa se despierta con dificultades del sueño de ella misma.15 ¿No era la portadora de la luz, de la ciencia y del progreso? ¿No era la abanderada de la libertad? ¿No era la suya la raza superior? «Si se ensalza lo humillo, y si se humilla lo levanto, y lo contradigo siempre hasta que se dé cuenta que es un monstruo indescifrable.»16A la mitad de la noche el sueño se tomó en amarga pesadilla, y ahora, por la mañana de este temprano siglo XXI que sucede al tardío siglo XX, por más que se lava y se vuelve a lavar, no logra la perpleja Europa borrar la sangre que conforme se despierta se descubre todavía en las manos. El tiempo es largo y la vida continúa, y Europa, somnolienta, a ratos se queda dormida y sueña todavía con que descu­ bre el gen de la eterna juventud, y con que instaura el tribunal internacional del juicio final y atrapa y castiga, justiciera, lo mismo al político corrompido y al terrorista, y al criminal se­ xual, que al odioso responsable de los accidentes, las enferme14. La communauté désoeuvrée, ed. cit., p. 146; p. 103 de la citada edición española (aunque de nuevo aquí la traducción es mía). 15. Además de la Europa real, la múltiple, la descame y hueso, y tierra, y agua, y aire, y fuego, y además de la Europa política que se está formando, está la Europa ideológica, que es una suerte de categoría teológico-política (o el «Occidente», lo mis­ mo da, o el «Norte» ahora). «¡Europa! —observa Unamuno—. Esta noción primitiva e inmediatamente geográfica nos la han convertido por arte mágico en una categoría casi metafísica.» Cfr. Del sentimiento trágico de la vida, la conclusión: «Don Quijote en 3a tragi-comedia europea contemporánea» (p. 465 en la edición de sus Obras selectas, Biblioteca Nueva, Madrid, 1986). 16. Pascal, a partir de una frase del Evangelio. Cfr. el pensamiento 130 en la edi­ ción de Lafuma, 420 en la de Brunschvicg.

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dades y las catástrofes naturales... ¿Es la sangre de la humani­ dad, la sangre de las razas inferiores, la sangre de sus hijos sacrificados en las innumerables batallas, o es la sangre de Dios la que le ha dejado esas manchas? «La muerte de Dios —escribe Nancy en Des lieux divins— es el pensamiento final de la filosofía.»17 ¡Qué extraño enigma! ¿Qué significa «Dios» en esta proposición?, ¿qué significa «muerte», qué significa «pensamiento final», y qué significa «fi­ losofía»?18 «¿Qué significa significar?», me respondería acaso el autor de este libro. Europa está perpleja, y Jean-Luc Nancy tiene el valor y la indiscreción de esta perplejidad, que para él es una derrota general del sentido. Sentido de la frase, sentido de la existencia, sentido de la historia... Acaso otro juego de espejos (¿será que, ausentándose Dios, el genio maligno recupera terre­ no y extiende el reino de la incertidumbre hasta el dominio de la frase o del juicio, hasta el dominio del «dos más tres son cinco»?). El Occidente se pierde en el vasto mundo, se disuelve en él Una torre más fracasa en su intento de penetrar los cielos, y en la tierra es Babel una vez más, y otra vez nos perdemos en la confusión de las lenguas. Jean-Luc Nancy busca ponerse a la al­ tura de los tiempos, y entiende que éstos requieren de un pensa­ miento finito, de un pensamiento «a la altura del fin», de un pen­ samiento que sea capaz de hacerse cargo de la interrupción del sentido, y de asumir la fínitud y la singularidad de todo sentido. «Es finita en su género —leemos en la segunda definición de 17, Cfr. la p. 23 de la edición de 1997. 18. Que no se lean en inglés estas preguntas mías; las formulo en español, como podría formularlas en el francés de Descartes. El imperativo de la claridad no es la característica peculiar o ideológica de una deteiminada escuela filosófica, y yo tengo muy poco que ver con la llamada filosofía analítica (¡qué difícil es, en el norte, hacer entender que aparte de Europa y los Estados Unidos existe un vasto mundo!). Una anécdota: las primeras páginas del Court traité d'ontologie transito iré de Alain.Badiou (Senil, París, 1998) me engañaron al hojear el libro en la librería; creí que éste, que tampoco formula sus preguntas en inglés, iba de veras a examinar en serio la tal proposición, «Dieu est mort», como lo hacen creer las primeras líneas de su prólogo, que así se titula. No es el caso, y me temo que el autor confunde la filosofía con la literatura; que una vez más la filosofía es tomada por un mero género literario y el rigor del pensamiento por un mero ejercicio de estilo (véase, en cambio, la conferencia «De la mort de Dieu a la mort de la philosophie», de Ferdinand Alquié, recogido en su libro Éludes cartésiennes, J. Vrin, París, 1982).

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la primera parte de la Ética de Spinoza—, la cosa que es limitada por otra de la misma naturaleza.» Babilonia, la gran Babilonia no ve su finitud en los insignificantes pastores de más allá de las fronteras de la gran Babilonia; los hebreos, «los de más allá» del Eufrates, los marginados de la gran Babilonia saben en cambio que aquélla no es «la puerta del cielo».59 La Modernidad no es tampoco la puerta de la tierra, y sus paraísos artificiales, sus jardines colgantes no han logrado, a pesar de sus portentosos logros y sus reiterados y a veces trágicos esfuerzos, instaurar de nuevo el paraíso terrenal. No hay tal, y no lo puede haber. ¿Se descubre al fin, en el centro, lo que parecía ser el privilegio del arrabal? El centro, en todo caso, se da cuenta poco a poco de que también es arrabal, de que también está desterrado en la periferia del tiempo. No sin cierta vanidad constataba ya Paul Valéry, en el momento en el que Europa era desplazada de la hegemonía mundial, la mortalidad de las civilizaciones.20En Eu­ ropa, la voie romainep Remi Brague nos pinta una Europa que al mirarse en el espejo de su historia, al acordarse de su propio Sur, se descubre un rostro mediterráneo, un rostro rayado de moro que a penas difiere del rostro de la harto periférica cultura latinoamericana, en la que un Borges ha cantado ya el asombro que el gran poeta experimenta ante el misterio de los poetas menores, ésos que no aparecerán en las antologías, y que libera­ dos de esta vanidad alcanzan los primeros la que humanamente pareciera ser la meta de todos, y de todo: el olvido. *** Y ahí está, sin embargo, herida pero en pie, esta catedral medieval cuya flecha sigue disparándonos al cielo. Y en la sala 402 del Pórtico, Jean-Luc Nancy se ejerce mientras tanto en la deconstrucción del cristianismo. «¿En qué y hasta qué punto nos apegamos al cristianismo?» He ahí una pregunta que se esquiva, y que Nancy afronta, como la de los fines, como la del sentido, como la del sacrificio. «¿En qué y cómo, exactamente, somos cristianos?». 19. Cfr. Paul Zumthor, Babelou l'iimchévcnient, Senil, París, 1997, p. 35. 20. Cfr. Regarás sur le monde actnel et nutres essais, Gallimarci, París, 1945. 21. Criterion, 1992 / Europa, la vía romana, Gredos, Í995.

XDC

A pesar de los turistas que las invaden a las horas de visita, y a pesar de las máquinas traga monedas que por unos minutos alumbran sus rincones volviéndolas museos, a pesar de los pe­ sares la irreligión de Estado que decía Proust no ha consumado aún la muerte de las catedrales.22 No es el lugar para desarro­ llarlo, pero a veces creo que en el fondo cabe esperar que no se cumplan los temores que Romano Guardini manifestaba hace cincuenta años frente a los harto desalentadores signos de la disolución del cristianismo europeo.23 La Europa neopagana, Sodoma y Gomorra en la superficie provocadora de sus campa­ ñas publicitarias, es en el fondo más cristiana de lo que general­ mente se cree, o se quiere creer, o se insiste en hacer creer que se cree. El tiempo es largo, y ahí están todavía las catedrales, las parroquias, las capillas, los monasterios, las emees en los cam­ pos y en los caminos; el tiempo no lleva prisa y la Europa pro­ funda, la de la intrahistoria que diría Unamuno, prosigue su marcha sin armar tanto escándalo. Nancy piensa que si la fe cristiana pervive aún en Europa se trata empero de experiencias individuales y fragmentadas, inca­ paces de producir un sentido como ése de cuyo fin se ocupa en este libro. Habría que detenemos a pensarlo, a meditarlo. Para pensar nuestro presente habría que meditar en esta crisis del cristianismo europeo, y en la diferencia que va de un cristianis­ mo como el de lo que fue la cristiandad, un cristianismo históri­ 22. Cfr. Mainel Proust, Ecrits mondains, 10/18, n. 2.398, U.G.E., París, 1993: «L'in'éligion d'État», pp. 395-397; y «La mort des cathédrales», pp- 423-433. El 31 de diciembre del año 2000 no fue posible poner en practica 3a idea de celebración que Jean-Luc Nancy propuso en un artículo publicado en Denñúres Nouveltes d'Ahacc, «Ecoute 2000»: «delante del reloj astronómico de 3a catedral de Estrasburgo, a media noche, ceiTar los ojos, escuchar el timbre del silencio en la enorme nave vacía». Esa noche y a esa hora Ja catedral de Estrasburgo no estaba vacía. 23. Cfr. Romano Guardini, La fin des temps modernos (1950), Editions du Senil, París, 1953. Estos temores los podríamos resumir en una imagen: a los humildes enanos medievales que se volvían gigantes al sublime a los hombros de ¡os gigantes antiguos sucede una engreída modernidad que, pagada de sentirse más alta que el obscuro y medieval cristianismo, se empeña en destruirlo sin saber que al hacerlo destmye sus propios cimientos, los pies que la sostienen (la oposición al pasado cris­ tiano-medieval, observa Alain Gueireau en L'avenir d'un passé incertain, Seuil, París, 2001, p. 34, sigue siendo uno de los legitimantes del sistema contemporáneo). «¿No oyes ladrar los peiros?», le pregunta el padre agotado ai liijo herido que lleva en hom­ bros y que no lo deja ni ver, ni oír, ni respirar; y el hijo no responde, no le ayuda. En el cuento de Rulfo el padre escucha al fin el ladrar de los perros que 3e anuncian que ha llegado al pueblo.

co y acaso también en cierto modo ideológico (como sus here­ jías que diría Toynbee, como el marxismo, como el Occidente mismo),24 al cristianismo propiamente dicho que no se confun­ de ni con una civilización ni con ninguna ideología, y al que lo mismo la caída del muro de Berlín o el reciente atentado contra las torres gemelas de Nueva York que el saqueo de Roma, que también se pretendía eterna, lo dejan impávido. Habría que ver­ lo. Mientras tanto saludemos el diálogo al que nos invitan los textos de Nancy, que tienen el gran mérito de afrontar, a su manera, estas cuestiones. En una conferencia anterior al curso al que nos hemos refe­ rido aquí, Nancy nos recuerda las siguientes palabras del filóso­ fo italiano Luigi Pareysson: «Solo puede ser actual un cristianis­ mo —escribe el autor de Esistenza e persona— que contemple la posibilidad presente de su negación». Uno que se haga cargo de ella, agreguemos, que piense con lucidez y con serenidad, y al mismo tiempo con fe, y con esperanza y caridad esta posibili­ dad. «Sólo puede ser actual un ateísmo —responde Nancy— que contemple la realidad de su proveniencia cristiana.»25 J ua n C a r l o s M o r e n o R o m o *

24. Cfr. Ainold Toynbee, Le monde et l’Occident, Desclée de Brouwer, París, 1964 / Oxford, 1953. En El pomenir de España (cfr. El porvenir de. Esjmña y los esjxuloles, «Colección Austral», n.l>1.541, Bspasa-Cnlpe) Unamuno y Ganivet cruzan una interesan­ te correspondencia a este respecto; en la primera carta el primero llama la atención del segundo a propósito de la íntima contradicción del cristianismo español, el de la con­ quista, a propósito de la tensión de la m iz y de la espada, la contradicción desgarradora, el doble imperativo (double bínd, como dirían ahora) del ideal evangélico cié no resistir al mal y el ideal caballeresco dei honor y de la gloria. En la película La misión (The Mission), de Robert Bale y Roland Joffé (1986), el personaje iateipretado por Robert de Niro, don Rodrigo Mendoza, encama admirablemente esta contradicción. 25. Cfr. «La déconstmetion du ebristianisme», Les Étndes phUosophiqnes, n." 4/1998, pp. 503-519; las citas son de la página 504. De Luigi Pareysson hay que leer, pues, principalmente Esistenza e persona, U Melangolo, Génova, 1985 ( í e d . en 1950), o al menos el comentario de Vattimo en Uetica dcíl'intcrprctazione, Rosenberg & SeMier, Turín, 1989. Nancy remite asimismo al trabajo de Michel Hemy, C'cst tnoi la vérité. Pour une philosophie du christianisme, París, Senil, 1996. Como al propio Nancy, yo le recomiendo al lector la relectura de La agonía del cristianismo de don Miguel de Unamuno. * Licenciado en Filosofía por la Universidad Nacional Autónoma de México; pro­ fesor de la Facultad de Filosofía de la Universidad Autónoma de Querétaro; becario de la Comisión Nacional de Ciencia y Tecnología de su país; y candidato a doctor por la Universidad Marc Bloch de Estrasburgo.

UN PENSAMIENTO FINITO

¿Tiene la existencia algún sentido? —esta pregunta requerirá de algunos siglos tan sólo, para ser oída enteramente y en toda su profundidad. N ietzsche, La gaya ciencia, § 357 Porque la filosofía se dirige al hombre en su totali­ dad y en lo que éste tiene de más elevado, es necesa­ rio que la finitud se indique en la filosofía de una manera completamente radical. H e id e g g e r , «Davoser Disputation», Kant und das Ploblem der Metaphysik, ed. 1973, pp. 267-268

El sentido es desde ahora la menos compartida de todas las cosas del mundo. Pero a partir de ahora compartimos, sin re­ serva ni escapatoria posibles, la cuestión del sentido. La cues­ tión, o acaso al mismo tiempo más y menos que una cuestión: una preocupación, una tarea, una oportunidad.1 1. Nos permitimos retomar aquí algunas líneas que aparecieron la primavera de 1990 en la Lettre Internationale (n" 24), haciendo eco a los acontecimientos europeos de ese año. Su título era «A suivre» [A seguir, continuará] —y aquí está la continua­ ción. «En esto nadie se equivoca. No se trata ya solamente de una crisis, y ni siquiera de un fin de las "ideologías". Se trata de una deirota general del sentido. El "sentido" debe entenderse aquí en todos los sentidos: sentido de la historia, sentido de la comu­ nidad, sentido de los pueblos o de las naciones, sentido de Ja existencia, sentido de cualquier trascendencia o de cualquier inmanencia posibles. Y hay más: no sólo se trata de unos contenidos de sentido, de unas significaciones —todas nuestras significa­ ciones— que se encuentran invalidadas. Es en el lugar mismo de la formación, del nacimiento o de la donación del sentido que se abre un extraño agujero negro. Todo ocurre como si en la disolución de esta capacidad originaria de hacer o de recibir sentido cuyas numerosas figuras componen hasta nosotros la historia del Sujeto mo­ derno: sujeto de la filosofía, de Ja política, de la historia, de la praxis, de la fe, de la comunicación, del arte. Todo ocurre como si un mundo surgiera, o unos mundos, o unos ü'ozos de mundo, sin que haya nadie para acogerlos, cogerlos o recogerlos en tanto que "mundo". El "Oeste" no es capaz de acoger al "Este" que se resquebraja. »“Toda consciencia es consciencia de algo", siendo en primer lugar "consciencia de

«El sentido» quiere decir aquí, por supuesto, el sentido, toma­ do absolutamente: el sentido de la vida, del hombre, del mundo, de la historia, el sentido de la existencia. Es decir: la existencia que es o que hace sentido, y que sin ello no existiría. Y el sentido que existe, o que hace existir, y que sin ello no sería sentido. El pensamiento no se ocupa nunca de otra cosa. Sí hay pen­ samiento, es porque hay sentido, y es según el sentido que cada vez da y se da a pensar. Pero existe también la inteligencia, o peor, la intelectualidad: éstas son capaces de entregarse a sus sí": tal era el compendio de nuestro pensamiento, mas he ahí que hay cosas que proliferan sin ser cosas de ninguna consciencia, y he ahí unos "sí" [50/] errantes, desligados de la relación de consciencia para con ellos mismos, "Toda acción se orienta, a la habitación común de un reino de Ja libertad”: tal era el compendio de nuestras máxi­ mas. Mas he ahí que cada una de esas palabras está gravada por el pasivo de un desastre irreparable. »En esto nadie se equivoca: de hecho, los mejores testigos son aquellos que aprove­ chan pesadamente de la ocasión para volver a sacar unas mercancías intelectuales que en efecto no son sino mercancías, y de las que, por lo demás, la fecha de caducidad está ya más que rebasada; "liberalismo", "humanismo", ''diálogo", "formación de los hombres", "socialismo abierto", "democracia" son expresiones que aquellos mismos que las emplean no las pronuncian sino con prudencia, en modo menor, preocupados por no perder los pálidos jirones de sentido que allí quedan colgados. Se comprende, es cierto, y se comparte el entusiasmo de aquellos que pudieron clavar una piqueta en el muro de Berlín. De aquellos que pudieron deshacerse de Marcos, y ahora de Ceau* ¡jescu. De quienes pudieron manifestar en las calles de Pretoria. Pero todo mundo también, sin decirlo demasiado, comprende y comparte la discreción que sigue a esos momentos. Hay que ser discretos, o bien: nadie se reconoce ya el derecho, o la fuerza, de ser indiscreto. »Ser indiscreto no podría significar sino una cosa; plantear el problema del senti­ do, o bien, si se prefiere una formulación más clásica y, después de todo, más tajante, el problema de los fines —o del fin, de la finalidad en general. Es en efecto a propósito de la finalidad que las bellas almas neo-liberales, neo-demócratas, neo-estetas o neoéticas son más discretas. Sin duda, ellas no hablan sino en términos de "fines" (de "horizontes", de "porvenires”), puesto que ese es e! régimen ordinario y obligado de nuestro pensamiento (del que es también una forma de compendio). Pero lo que uno se cuida bien de decir es que todas nuestras finalidades han estado intrínsecamente ligadas a esos regímenes de trascendencia o de inmanencia del sentido de los que desde ahora, discretamente, ya no es cuestión. »Se capitula o se disimula frente al hecho de que la cuestión de los fines está desde ahora, toda entera, vuelta a poner en juego, expuesta sin reservas delante de nosotros, y no solamente, ni en primer lugar, como la cuestión de "¿cuales fines?", sino como la cuestión de 3a idea misma de “fin". O, de "sentido". Una buena parte de la inteligencia contemporánea es empleada, obstinadamente, en esta huida. »No es que la cuestión no haya sido planteada. Queda por escribirse la historia precisa de treinta años de pensamiento. Pero el consenso neo-liberal, neo-socialista, se obstina en desviarse... (continuará).»

ejercicios como si, en primer lugar y exclusivamente, no se tra­ tara del sentido. Esta cobardía o esta pereza están siempre muy extendidas. Acaso no puedan dejar de introducirse en todo es­ fuerzo o en toda inclinación de pensamiento, desde que hay discurso —y siempre hay «discurso» (del sentido, no hay éxtasis silencioso, aunque esté en el límite de las palabras, y aunque sea su propio límite). Parece entretanto que hay, de este modo, uña cobardía y una irresponsabilidad intelectuales muy propias a este fin de siglo: hacer precisamente como si dicho fin de siglo, aunque sólo fuera por su valor simbólico (pero también por algunas otras circunstancias, políticas, técnicas, estéticas), no nos apelara con una cierta rudeza a la cuestión, a la oportu­ nidad o a la preocupación del sentido. ¿No ha sido el siglo que termina el siglo de varios naufragios del sentido, de su deriva, de su abandono, de su inanición, en pocas palabras, de su fin? Al fin, ¿pensaremos el fin? La cobardía intelectual reacciona mal a la palabra «fin»: «fin de la filosofía», «fin del arte», «fin de la historia»... como si con ello temiera el verse privada de algu­ nas evidencias y certidumbres sin las cuales se vería obligada a lo que evita: la extremidad, la radicalidad del pensamiento.2 Y es precisamente de eso de lo que se trata, de lo que se debe tratar sin esperar más: de pensar sin reserva este fin polimorfo y proliferante del sentido, porque es ahí, solamente, donde tene­ mos alguna oportunidad de pensar la proveniencia del sentido, y cómo un sentido, una vez más, nos llega. *** El título UN PENSAMIENTO fin ito pone así en juego tres cosas muy simples: por una parte, hay para nosotros un pensamiento que está terminado, un modo del pensamiento al que se lo ha llevado el naufragio del sentido, es decir el acabamiento y el cierre de las posibilidades de significación del Occidente (Dios, Historia, Hombre, Sujeto, Sentido mismo). Pero al cumplirse y al retirarse, este pensamiento hace surgir una nueva configura­ ción (la suya, pues, la suya deshaciéndose en su propio límite), a la manera de la más poderosa de las mareas, cuyo retiro deja 2. De manera simétrica, ésta ha fabiicado la fórmula del «fin de las ideologías», que es para ella el buen final, el final del exceso de sentido. Mas no por ello afronta la falta de sentido.

ver modificado el límite de la orilla. Nos viene entonces, por otra parte, un pensamiento a la altura del fin, si se lo puede de­ cir, un pensamiento que para empezar debe medirse con el he­ cho de que «el sentido» ha podido acabar, y que podría ser cuestión de una finitud esencial del sentido —que demandaría a su vez ima esencial finitud del pensamiento. En efecto, y es el tercer interés del título, sea cual sea el contenido o el sentido de lo que se nombra de este modo «finitud» (y este libro no se ocu­ pa de otra cosa, si bien está muy lejos de ser el correspondiente tratado), es por lo menos cierto que el pensamiento de tal «obje­ to» debe desposar su forma o su condición, siendo él mismo un pensamiento finito: un pensamiento que, sin renunciar a la ver­ dad, a la universalidad, y en pocas palabras al sentido, no puede pensar sino tocando idénticamente a su propio límite, y a su singularidad. ¿Cómo pensar todo —todo el sentido, no se puede hacer menos, es indivisible— en un pensamiento, en el límite de un solo ínfimo trazo? ¿Y cómo pensar que este límite es el de todo el sentido? No se busca responder directamente, sino por la afirmación liminar de una necesidad: «La elaboración de la más íntima esencia de la finitud debe ser siempre ella misma, en principio, finita».3 *** ¿Qué es el sentido? Es decir, ¿cuál es el sentido de esa pala­ bra, «sentido», y cuál es la realidad de esta cosa, «el sentido»? ¿Cuál es el concepto, cuál es el referente? Nos viene pronto a la mente que el concepto y el referente en este caso deben confun­ dirse, puesto que es en tanto que concepto (o como se lo quiera llamar, idea, pensamiento) que esta «cosa» existe. El sentido es el concepto del concepto. Se puede analizar ese concepto en tanto que significación, comprensión, querer decir, etc.4 pero lo 3. Heidegger, Kantbuch, op. cit,t p. 229. El contexto inmediato de esta frase no le hace justicia. Heidegger parece quedar ahí preso de una concepción en suma relativis­ ta del «pensamiento finito», que pennanecería siempre solamente «una posibilidad» entre otras, no pudiendo pretender conocer la «verdad en sí» de la finitud. Eso requie­ re por lo menos ser esclarecido. No se conoce la «finitud en sí»: pero no es por el efecto de un perspectivismo, es porque no hay finitud «en sí». Es de eso de lo que se debe tratar, y no de una retórica modestia del pensamiento, en la que Heidegger permanece aquí atrapado. 4. Son presupuestos, como los considerandos de todo esto, Nietzsche, Husserl, la

que está implicado, articulado y explotado en todos estos análi­ sis, es que el concepto en cuestión, en toda su extensión y en toda su comprensión, no puede ser simplemente el concepto (o el sentido) de algo que quedaría puesto, colocado en una reali­ dad exterior, sin relación en sí con su concepto (así, al menos, como corrientemente se entiende la relación de una piedra, o de una fuerza, y de su o sus conceptos. Pues el concepto de sentido implica que el sentido se aprehenda él mismo en tanto que sentido. Ese modo, ese gesto de aprehender-se-él-mismo en tanto que sentido hace el sentido, el sentido de todo sen­ tido: indisociablemente, su concepto y su referente. Como un concepto que tuviera lo pedroso de la piedra, o la fuerza de la fuerza. (Y tal es en efecto el absoluto de sentido a la extremi­ dad de toda metafísica del Saber y del Verbo, de la Filosofía y de la Poesía.) El sentido no es lo que él es en sí si no lo es «para sí» [á soi\. Y lo mismo vale para el otro sentido de la palabra «sentido», para su sentido «sensible»: sentir, es necesariamente sentir que hay sensación. El sentir no siente nada si no se siente sentir, del mismo modo que el comprender no comprende nada si no se comprende comprender. El «otro» sentido de la palabra no es otro sino de acuerdo a esta mismidad.5 Lo que apela el quiasmo: lo que siente en el sentir, es que comprende que siente, y lo qué hace sentido en el sentido, es que se siente él mismo hacer sentido. Se podría objetar que así 110 se hace otra cosa que re­ troceder cid inflnitum la cuestión del sentido del sentido, o bien que se pierde incluso toda posibilidad de plantearla, en ese jue­ go oximórico en el que nada nos hace saber qué pueda ser eso de «sentir el sentido», ni «comprender el sentir». Ningún azar, sin duda, si esta doble aporía remite a la más poderosa distinción de la filosofía: la de lo sensible y de lo inteli­ gible (de lo que tiene sentido). Por lo demás, se podría mostrar sin dificultad que no hay filosofía, ni poesía, que 110 haya pre­ tendido, de una manera o de otra, superar, disolver o dialectizar esta doble aporía. Tal es siempre la punta de la extremidad me­ tafísica evocada hace un instante. La tarea que sucede a la filo­ lectura de éste por Deirida, luego por Marión, y I-íeideggei', y Deleuze. No liace falta decirlo, pero es mejor decirlo. 5. Ya Hegel admiraba el doble sentido de Sinn (en su Estética, obviamente).

sofía, nuestra tarea, es la misma, solamente alterada, pero alte­ rada sin límites, por- el fin del sentido.6 *** Todo el trabajo de una época —la de la filosofía hurgando su propio fin, deconstruyendo su propio sentido— nos habrá desde ahora enseñado esto, este otro despliegue de la misma aporía (no su «solución», sino más bien el pensamiento de su ausencia de solución en tanto que lugar mismo del sentido), que uno puede tratar de expresar así: El sentido depende entonces de una relación para con sigo mismo [a soi] en tanto que otro, o [algo] de lo otro. Tener senti­ do, o hacer sentido, o ser sensato [sensé: dotado de sentido], es ser para sí [á soi] en tanto que [algo] de lo otro afecta esta ipseidad, y que esta afección no se deja reducir ni retener en el ipse en cuanto tal. Al contrario, si la afección del sentido es reabsorbida, el sentido también desaparece. Así de la piedra (por lo menos según lo que de ella representamos), así de esos grandes monolitos, monumentos y monogramas de la filosofía, Dios o Ser, Naturaleza o Historia, Concepto o Intuición. «Fin de la filosofía» quiere decir: despliegue de esta reabsorción del sen­ tido —pero asimismo, cuestión de lo que, del sentido, le resiste, la recomienza y la abre todavía. El sentido es la apertura de una relación a sí [á soi: para consigo]: lo que lo inicia, lo que lo empeña y lo que lo mantiene a sí en y por la diferencia de su relación. («Sí» [So¿] designa aquí tanto el «sí mismo» [soi-méme] del «sentido», si se puede hablar de ello, como toda constitución de «sí» [soz], entendida como «identidad», o como «subjetividad», o como «propiedad», etc.) El a del a-sí [á-soi], con todos los valores que se le pueden dar (deseo, reconocimiento, especularidad, apropiación, incor­ poración, etc.), es para empezar la fisura, la separación, el espaciamiento de una apertura. O incluso: «La significatividad (Bedeutsamkeit, la propiedad de tener o de hacer sentido) es eso hacia lo cual el mundo en cuanto tal está abierto».7 6. Cfr. «Sens elliptique», pp. 269-296 de Une pensée finie [este capítulo no se inclu­ ye en la presente traducción]. 7. Ser y tiempo § 31. Se notara de paso que, aunque ese libro defina el pnncipio de

Pero la «apertura» se ha vuelto hoy un motivo llano, la evo­ cación de una suerte de muelle generosidad en un discurso bien pensante a la moda (en el que figuran también, obligatoriamen­ te, la «alteridad», la «diferencia», etc.): una propiedad moral, más bien que ontológica. Y, sin embargo, es del ser que debe tratarse: ¿qué sentido sería o produciría sentido, a menos que fuese el sentido del ser?... ¿Y que ser sería, si no fuese sentido (del ser)?8 La apertura del a-sí [á-soi] debe entonces ser pensada con esta radicalidad ontológica (independientemente de lo que ahí deba advenir del «sentido» de la «ontología»). Es en el fondo lo que define, para nuestro tiempo, lo esencial del trabajo del pen­ samiento. *** El ser que está abierto no es esto y aquello, y, además, [está] marcado o distinguido de una apertura. El ser que está abierto —y es lo que nosotros buscamos como el ser del sentido, o como el ser-a-sí [Vetre-á-soi]— está en esta apertura, en cuanto tal: él mismo es lo abierto de ella. De la misma manera, el sí [soí] que es a-sí [á-soí] por y en una alteridad no tiene este «otro» como un correlato, ni como el término de una relación que vendría, precisamente, a «relacionarse» con el sí. En rigor, no se trata ni de «otro» ni de «relación». Se trata de una diéresis o de una disección del «sí» que precede toda relación a lo otro, tanto como toda identidad del sí. En esta diéresis, el otro es ya el mismo, pero este «ser» no es una confusión, y menos aún una fusión: es el ser-otro del sí en tanto que ni «sí», ni «otro», ni ninguna relación de ambos puede serles dada como origen. Es menos que origen, y más que origen: el a-sí como apropiación de lo inapropiable de su a-ser [a-étre] —de su sentido. El sí que sería su origen, apropiándose su fin (tal es, o parece ser, el Sí hegeliano, y el Sí filosófico en general, incluso si él una «deconstrucción» del. sentido, en tanto que sentido del ser, Heidegger no deja en ello de ser tributario de un doble régimen, clásico, de la presentación del sentido: una vez como «comprensión», otra vez como «sentir» o «sentimiento» (Befludlichkeit). Re­ pite que los dos son indisociables, pero los dos siguen siendo dos, y Heidegger no interroga explícitamente esta dualidad. 8. Cfr. Max Loreau (La genése du phénomóne, París, Minuit, 1989, p. 303): «No hay ser que sea distinto del sentido del ser.»

diluye esta apropiación en «idea reguladora», o en toda especie de relativismo, o incluso en «enigma de los fines», o en «persecu­ ción incesante de la cuestión», en pocas palabras en desbandada del pensamiento) —ese sí [soQ sería precisamente lo insensato [tnsensé]. Un poco a la manera de un juego cuya regla quema que el ganador fuese dado por adelantado. Es a esta insensatez que toca, precisamente, la filosofía en su fin (esquematismo / sa­ ber absoluto / muerte de Dios). Y es precisamente este toque lo que hace pensar el fin, en todos los sentidos de la expresión. Hay sentido desde que el ser-a-sí [étre-á-soí] no se pertenece, no se retoma. Desde que éste es ese no-retomar-se: no retomar­ se sin resto, y sin un resto que no «resta» [se queda] afuera, en falta o en exceso, sino que es él mismo el a del ser-a-sí, lo abier­ to de su apertura. El sentido es el a-sí del que el a determina el sí al extremo de poder ser desviación del «sí», desinteresamiento del «sí», su olvido incluso, y también la intrincación que está en él, que es él, de un «tú», de un «nosotros», e incluso del «él» del mundo. ;V

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Pensamiento simple, y duro, y difícil. Pensamiento rebelde a todo pensamiento, y que el pensamiento, sin embargo, conoce —comprende y siente— como eso mismo que piensa en él. Pen­ samiento en insurrección permanente contra toda posibilidad de discurso, de juicio, de significación, y también de intuición, de evocación o de encantamiento. Pero pensamiento que no está presente sino para esos discursos o para esas palabras a las cuales hace violencia —de las que él es la violencia. Es por ello que este pensamiento se llama también «escritura», es decir inscripción de esta violencia, y del hecho de que para él todo sentido es exento, no se vuelve sin resto, y que todo pensamien­ to es un pensamiento finito de este exceso infinito. Pensamiento que está condenado al pensamiento de un solo sentido —porque está claro que no puede haber ahí varios sen­ tidos, ni jerarquías, situaciones o condiciones más o menos «plenas» o más o menos «dignas» de sentido. (En cuanto al mal, volveremos a ello: es la autosupresión del sentido.) Pero a ese sentido, el sentido absoluto en su absolutidad y en su singu­ laridad, le corresponde precisamente, por razón de esencia (si hay una «esencia»), el no comprender y no presentar ni su uni­

dad ni su unicidad. Ese «un solo» sentido no tiene ni unidad ni unicidad: es «un solo» sentido (de «un solo» ser), porque es cada vez el sentido. No lo es «en general», y no lo es de una vez por todas. Lo sería, si fuese acabado, reabsorbido, insensato. Infinito e insensato. La finitud designa la «esencial» multiplicidad y la «esencial» no-reabsorción del sentido, o del ser. En otros términos, si es como existencia, y únicamente como existencia, que el ser está enjuego: ella designa el sin-esencia del existir. «Cuando el ser es planteado como infinito, es entonces pre­ cisamente que es determinado, si es planteado como finito, es entonces su ausencia-de-fundamento la que es afirmada.»9 La ausencia-de-fundamento (Abgründlichkeit) es lo que aquí se transcribe por «el sentido». La ausencia-de-fundamento no es una falla [manque] del ser a ser sostenido, justificado, origi­ nado en tanto que es y en lo que es. Esta es: que el ser no remite a nada, ni a substancia, ni a sujeto, ni siquiera a «ser», sino a un a de un ser-a, a sí, al mundo, que produce también la apertura, o el arrojo, el ser-arrojado de la existencia. Más rigurosamente todavía: el ser no es el ser, ni el sustanti­ vo, ni la substancia, «El ser» no es sino ser, el verbo —por cuan­ to uno pueda desubstantivar el verbo mismo, y desestabilizar la gramática. Y no ese verbo intransitivo que la lengua nos da, sino un verbo «ser» transitivo, que no existe:10«ser lo existente», como se diría «hacer, o fundar, o comer lo existente», pero pre­ cisamente, no transmitiendo ninguna cualidad o propiedad, transmitiéndose solamente, transmitiendo al existente ese a de la transmisión, el ser-a del sentido, dando a la existencia el ser en tanto que el sentido, no el «sentido del ser» como contenido de significación, sino el ser-sentido del ser. No «dándolo» pues, 9. Heidegger, Beítrcige, Klosterraann, Frankfmt a.M., 1989, pp. 268-269. 10. Heidegger evoca su posibilidad en ¿Qué es filosofía? En ese sentido, la diferen­ cia del ser y del ente no podría ni siquiera ser asignada como «diferencia». El ser que es (transitivamente) el ente no difiere de este último sino en la medida en la que esta misma diferencia difiere de una diferencia del ser (intransitivo) al ente. Esta última diferencia (la que más frecuentemente es retenida como sentido de la «diferencia óntico-ontológica») difiere entonces de ella misma, y se difiere: el ser no adviene ahí como ser. Es lo que Jaques Denida ha querido poner al día con el ni término ni concepto de «différar^ce». Y como él lo ha escrito en La vo'tx et le phénoméne (París, PUF, 1967, p. XXX): «La diferencia finita es infinita» — «Esta frase, lo temo, no tiene sentido», dijo él un día. Quizás, pero el sentido ahí está.

siendo solamente el a —-presentación, tensión, dirección, aban­ dono— de una ofrenda que de entrada, sin ningún fundamento, coloca o transforma la existencia en «deuda», es decir en exceso de su propia existencia, debiendo serlo (existencia, sí), debiendo apropiarse en tanto que lo inapropiable de ese sin-fondo que habrá sido su ser, más y menos que origen. «Finitud» quiere decir: no que el todo del sentido no esté dado, y que haya que remitir (abandonar) su apropiación al infinito —sino que todo el sentido está en la inapropiación del «ser», cuya existencia (o el existir) es la apropiación misma. Lo que, para el existente, hace sentido, no es la apropiación de un Sentido que haría la existencia in-sensata como un mo­ nolito de ser. Es al contrario, cada vez, y de cada nacimiento a cada muerte, la apropiación (a sí) de lo siguiente: que no hay sentido en ese sentido in-sensato. Es, por ejemplo, lo que quiere decir un pensamiento de la muerte cuando piensa, no que la muerte da sentido, sino al contrario que el sentido hace sentido porque la muerte suspende su apropiación, y apropia lo inapro­ piable del ser-a, que él mismo no es ya a nada más. Por así decirlo: lo que porta el pensamiento en una expre­ sión como «ser a la muerte» (zum Tode sein),u no es para em­ pezar «la muerte», es el a, del que «la muerte» indica solamente que se mantiene, en tanto que estructura del ser, «hasta el final» —el cual es ausencia de «final», de extremidad o de extremo en el que se cerraría el círculo infinito de una apropiación insensa­ ta. El ser-a «finaliza» en el ser-a, y no es un círculo, ni una tautología —menos aún una llamada a heroísmos mórbidos, y menos aún una invitación a acuñar la muerte en insignia de una misión o de un servicio. Pues es la muerte apropiada la que es lo insensato. El sentido, es la existencia que cada vez está por [á] nacer y por [á] morir (por [ó] nacer, es decir por [a] morir: por [a] no volverse). Eso no le quita nada a la dureza de la muerte, a la angustia delante de ella. Eso no conlleva, estricta­ mente hablando, ni consolación ni compensación. Eso índica solamente que en la «finitud» no es cuestión de «fin», ni como 11. Si nos empeñamos en traducir «para la muerte», introducimos una finalidad extranjera al texto. O bien, hay que reinterpretar ese «para», ese zmn, que un a traduce más justamente. En todo caso, hay que pensar aquí Ja muerte fuera de toda lógica sacrificial —lo que requeriría también una crítica y una deconstrucción de ese motivo en Heidegger mismo (cfr., más adelante, «Lo insacrificable»).

meta, ni como cumplimiento, y que ahí no es cuestión sino de un suspenso del sentido, in-fínito, cada vez rejugado, reabierto, cada vez expuesto con una novedad tan radical que en seguida se falla [se manque]. *** Lo nuevo, el acontecimiento del sentido se escapa a sí mis­ mo. Yo no puedo nunca decir; «He ahí, aquí, así, el sentido de mi existencia». Al decirlo, al sentirlo incluso, desvío el sentido ya hacia un acabamiento. Sin embargo, eso mismo que se esca­ pa, o este escape que es sentido, nosotros lo hemos siempre comprendido ya. Esencialmente, un pensamiento finito de la finitud es un pensamiento del hecho de que nosotros hemos ya, en tanto que existentes, desde que existimos, «comprendido» la finitud del ser. Una ontología del ser finito no elabora otra cosa que «lo que todos nosotros, en tanto que hombres, comprende­ mos ya y constantemente».52 «Comprender» no quiere decir aprehender bajo un concepto determinado, sino en primer lugar entrar (estar ya) en la di­ mensión misma de la «comprensión», es decir tener relación con [á] algún sentido. Nacer al elemento del sentido, al mundo singular de su presencia. Lo que es propiamente nacer: venir a una presencia cuyo presente se ha escapado ya, oculto en el «venir a». Pero, venir. Y en esta venida, «comprender», haber «comprendido» ya lo que concierne la presencia-en-venida, el la presencia-a, de la existencia. Haber venido al mundo: haber ve­ nido al sentido. Y al sentir, como al sentir no podremos decir más, aquí, que lo que hemos dicho ya a propósito del quiasmo aporético de los sentidos de «sentido». Sino que desdobla el «ya» del «ya comprendido»: ya se ha comprendido, porque se ha sentido; ya se ha sentido, porque se ha comprendido. O bien: se está en el sentido, porque se está en el mundo; se está en el mundo, porque se está en el sentido. El uno abre el otro —y es eso, y nada más, lo que es «comprendido». El sentido es la existencia en esta antecedencia ontológica en la que ella se alcanza y no se alcanza, en la que la existencia alcanza su no alcanzarse. ¿Como desviar la mirada de ese pun­ 12. Kantbuch, op. cit., p. 219. El análisis que sigue se apoya en primer lugar en todo el §41.

to duro, brillante, obscuro?: el nacimiento nos ha tomado hacia él. Pero cómo abrir, solamente, el ojo: en ese punto, la muerte lo ha cerrado ya. Obedecer a esta doble imposición absoluta —el absoluto mismo de la existencia— es entrar en un pensa­ miento finito. *** O bien, es entrar en lo finito de todo pensamiento, pues en verdad ninguno ignora ese punto, y él está en el corazón de toda filosofía, por más «metafísica» que ella sea. Ningún pensa­ dor ha pensado, si ha pensado, sin pensar eso. Nos corresponde en propio solamente el tener que pensar ese finito en cuanto tal, y sin infinitizarlo. Tarea tan finita como otra: momento de his­ toria, ni azar, ni destino, puntuación del evento del sentido. La tarea es cierta, pero eso no quiere decir que se tenga el saber de su cumplimiento. Todo mundo va preguntando: «¿qué hay en­ tonces que pensar?» (a menos que no se prefiera: «¡no pense­ mos entonces demasiado!»). Hay qué pensar esto: que el pensa­ miento no está nunca dado, ni al origen, ni al término. En con­ secuencia, nunca es «dable» tampoco. No hay un «gramo» de sentido que uno pueda recibir o transmitir: la finitud del pensa­ miento, eso es que el sentido es ahí indisociable de la «com­ prensión» singular, cada vez, de una existencia singular. (Lo que no quiere decir que no haya nada que [ó] pensar en común: volveremos sobre ello.) *** La existencia es sentido del ser: no según una relación para con el «ser» en general (como si hubiera algo parecido), sino de tal manera que cada vez se trata de una singularidad (finita) de ser. «Singularidad» no se entiende solamente de un «individuo» (no solamente del «cada vez mío» de Heidegger), sino de pun­ tuaciones, de encuentros, de eventos tanto individuales como pre-individuales, o comunes, y de toda suerte de grados de co­ munidad. «En» «mí», el sentido es múltiple, incluso si también puede ser parte de esta multiplicidad, aquí o allí, un sentido «mío»; «fuera» de «mí», el sentido está en la multiplicidad de los momentos, estados o flexiones de comunidad (pero enton­ ces también cada vez de un «nosotros» singular). La singulari­ dad del sentido del ser significa en todo caso que el hacer-senti­

do del ser no es el ser-sí [étre-soi] de una esencia. La esencia es del orden del haber: conjunto de cualidades. Pero la existencia es para [a] ella-misma su propia esencia, es decir que ella es sin esencia. Ella es, por ella misma, la relación al hecho de su ser en tanto que sentido. Esa relación es de falta, y de necesidad: «El privilegio de existir abriga en él la necesidad (y la estrechez: clie Not) de necesitar la comprensión del ser.» Lo que ella tiene siempre-ya y constantemente, la existencia no lo tiene. Precisa­ mente porque no se trata de un tener. Existir: estar en falta de sentido. En cambio, eso que es según el modo de la esencia —si una cosa parecida puede ser—,13 ya no es tener el sentido. Es sim13. ¿Y si, en consecuencia, no hay que extenderla existencia (ía «ek-sistencia»), así fuese modalizándoia, más allá del hombre, comprenderla más ampliamente que como solamente humana? Cuestión difícil (indicada ya con dificultad en L'expéñence áe ¡a liberté [París, Galilée, 1987; versión española de Patricio Peñalver en Paidós-Ibérica, 1996]), que Heidegger no ha contemplado. Es en el fondo la cuestión de Ja existencia del mundo. No solamente «¿cuál es el sentido de la existencia (humana)?», sino, si el mundo no es separable de ésta, si éste no es el contexto contingente de una existenciaríedad, sino el lugar mismo de Ja existencialidad, «¿por qué existe el mundo, en su totalidad?». No solamente, «¿por qué hay algo?», en general, sino también «¿por qué hay lo que hay, todo lo que hay, y nada más que lo que hay» —y el todo del «hay» [il y a]? es decir también, ¿por qué la diferencia proliferante de los entes, hombres, anima­ les, vegetales, minerales, galaxias y meteoritos? Así las cosas, hay que reconocer que «la piedra al ras de Ja piedra» puede difícilmente ser reducida a una inmanencia «pura», o bien hay que poder reconocer que toda «inmanencia» es también de alguna manera «a sí» [á soij. Entonces, la piedra no es una esencia (y si no, ¿cómo se haría sentir dura su dureza?), y no hay esencia sino para el entendimiento. (Sobre la piedra, cfr. Spinoza, Ética, II, prop. XIII, escolio.) Pero para hacer oír, o tocar, 1a modalidad ínfima, pesada, casi inexistente, de la existencia de la piedra, habría que pasar, sin duda, por la literatura. Que se lea, por ejemplo, lo siguiente: «¡Magníficos, insondables, los guijarros! Resbalan todo alrededor nuestra, viejos de miles de años, no solamente redondeados y pulidos por siglos de rozamiento al ritmo de las olas, sino su substancia misma batida, amasada y vuelta a amasar por el levantamiento de las montañas y su erosión crónica, no una sola vez sino frecuentemente en la inmensa cena fugaz de la eternidad...» (John Updike, Las brujas de Eastwich) aquí, la existencia (reducida, es cierto, a un «yacer» y a un «ser amasado») de las piedras no es la i-elación de éstas con una subjetividad. Es lo inverso: una subjetividad se distiende, en la escritura, hasta tocar, como con la punta de los dedos, eso sin lo cual no habría nada por escribir, y que permanece afuera, y que es el mundo, y que sin embargo, es verdad, no se presen­ ta «existiendo» sino en ese gesto de escritura. «Hay» [il y a] no es del orden del haber. (Sobre el ser tratado como haber, cruzamos aquí una indicación de Alain Badiou a propósito del Pli de Gilíes Deleuze, Annuaire Phüosophique, París, Senil, 1989, p. 170.) El verbo «haber», aquí, pasaría de la apropiación al ser por difracción, dislocación y diseminación instantáneas del «haber» del «ser»: no tiene esencia, sólo tiene el estar ahí, en ese ahí que no le es ni preexistente ni exterior. Él «ha» [tiene: a] el no ser sino el «ahí» [y], todos los ahí [y] de todos los «hay» [¡7y ¿z]. «Allí» [y] no es del orden exacta­ mente ni del haber, ni del ser, del mismo modo que no es exactamente, ni espacio, ni

p] emente lo in-sensato. Además, carecer de sentido, o del senti­ do, no implica carecer de una plenitud, de la que la carencia portaría las huellas, o las primicias, o los estigmas. Se podría decir al contrarío: carecer de sentido, estar en la estrechez del sentido, es eso mismo, el sentido. Se podría decir también: care­ cer del sentido, es no carecer de nada, propiamente hablando. Seguramente no hemos terminado de recuperamos, me­ diante el pensamiento, de una fascinación de la carencia [falta: manque] (abismo, sobreseimiento [non-lieu], duelo, apertura, ausencia, etc*) de la que la necesidad, para la historia reciente del pensamiento, sigue siendo evidente, pero de la que el riesgo de confusión dialéctico-nihilista no es por ello menos evidente. Y, sin embargo, «no carecer de nada» (ser en el sentido) no es tampoco la condición plena, satisfecha de una esencia. Una teo­ logía negativa no se disimula aquí. Carencia de nada, y a pesar de todo carencia: tal es el existir. En otro registro, Heidegger dice: «estar cargado de responsa­ bilidad (Ueberantwortung) para con el ente» y «para consigo mismo en tanto que ente». Es decir: tener que responder del hecho de que él es, y que «sí» [soi] es. Así, la «comprensión» del ser «es ella misma la esencia de la finitud». La finitud reside en el hecho de que la existencia «comprende» que «ser» no consiste tiempo. (Cfr. más adelante «El corazón de las cosas».) Se diré: eso depende de) evento. Pero esa es en efecto la cuestión: ¿de dónde el evento del mundo? El evento-mundo, en la diseminación singular de sus acontecimientos (que él no tiene, sino que él es, no siendo sino eso), ¿de dónde proviene? E-venire implica ya ese pro-ven ire, ¿De dónde 3a piedra? Del estallido del ser que hace el ser, del estallido de ser que es el ser. En esas condiciones, no hay más que eventos (las esencias y los hechos son para el entendi­ miento), y todo evento «tiene» [lia: a3 la estructura del «evento-mundo». O bien: todos los eventos son substituibles, y todas las singularidades. No indiferentes, sino substi­ tuibles en tanlo que singulares, en tanto que absoluto, cada vez, de un singular. Y de hecho, ¿cómo habría ahí [y] sentido, si un evento no comunicara (con) todos los even­ tos? ¿Pero cómo no sería finito el sentido, si esta comunicación misma no tiene lugar como una transmisión de haber (de cualidades, de propiedades), sino solamente como esta substituibilidad universal del «evento-mundo»? Este proviene entonces de ahí [/d] —es decir que no proviene de ninguna parte, ni de nadie; ni de átomos, ni de Dios. Y, sin embargo, ni los átomos (con el clñjamen), ni Dios (el creador, no el ser supremo, si se los puede distinguir) han sido nunca sin duda verdaderamente pensados de otro modo que como la eventuidad [événementicúitel del mundo sin origen asignable, ni uniñcable. Los «átomos» o «Dios» han sido los contra fuelles infinitizantes del pensa­ miento del sentido finito. La proveniencia del mundo no está ni en una preveniencia ni en una providencia. El mundo proviene de su evento. Existe pues de parte a parte —aunque la existencia no sea ahí homogénea a ella misma, de hombre, de piedra o de pez. No hay sentido sino tocando a eso. Pero tocando a eso, no hay sino sentido finito.

en reposar sobre la base de una esencia, sino únicamente en responder a y de el hecho de que hay «ser», es decir en responder a y de sí mismo en tanto que existir de una existencia. La finitud es la responsabilidad del sentido, absolutamente. No hay otra. Se dirá entonces también: la fínitud es el reparto [partage] del sentido. Es decir, que el sentido no tiene lugar sino en el cada vez de la existencia, en el cada vez singular de su respues­ ta/responsabilidad; pero también, que el sentido es el lote, la parte de la existencia, y que esta parte es repartida a todas las singularidades de existencia (y no hay entonces sentido que pueda no comprometer sino a un existente; la comunidad es de entrada, como tal, compromiso del sentido: no de un sentido colectivo, sino del reparto de la fínitud). A *

Eso puede también llamarse «libertad». La libertad así com­ prendida no es un sentido conferido a la existencia (como ese sentido insensato de la autoconstitución de un Sujeto, o la liber­ tad como esencia). La libertad es el hecho mismo de la existen­ cia en tanto que abierta al existir mismo, y ese hecho es el senti­ do.14 Él es el único hecho que sea por sí mismo sentido, y el sentido. Y ésa es la razón por la cual, de entre los pensamientos que nos preceden y que, en la articulación de una época sobre la otra, han todavía expresamente querido pensar el «sentido», ninguno ha dejado de exigir la libertad, no tanto como el medio que como él ser mismo, o incluso la verdad, del sentido. Así ha sido ante todo, de la manera más visible, en Marx y en Heideg­ ger (y Sartre lo había comprendido). Hay que agregar ahí, pero desde otro sesgo, a Rimbaud.55 Esos pensamientos han hecho la ruptura del siglo, portán­ 14, Habría que retomar aquí todo el argumento de L'expérieuce ác la liberté, que no es otro que el de desplazar el concepto de «libertad» de la auto-nonnación de un Sujeto infinito a la exposición de un existente finito. 15. Cfr. «Posséder la vérité dans une ame et un corps» [recogido en Une petisée finie, Galilée, 1990; pero no en esta traducción]. En cuanto a Marx, y para aquellos que se sorprendieran de verle atribuir un pensamiento de la fínitud, diremos brevemente aquí que se trata al menos, en él, de ese rasgo constante y decisivo de apelación a lo «real», a lo particular, a su materialidad, a la inefectividad de toda generalidad, e incluso a lo contingente de la naturaleza y de la historia. Que el hombre se haya quedado en hombre genérico para Marx, como lo habremos de recordar más adelante, no impide que la esencia del hombre comience en él su descomposición, en la historia y en la libertad.

dose a la medida de la «muerte de Dios» (es decir, de esta invo­ lución y de esta implosión que hicieron el sentido insensato), porque ellas exponían o por lo menos presentaban que la cues­ tión es el sentido, todo el sentido —y que eso no es «la libertad» que es «el sentido» (discurso de las Luces, y de Kant, y de He­ gel), pero el sentido es la libertad, en tanto que sentido finito, o en tanto que infinito ausentamiento de la apropiación del senti­ do. La «libertad» (si se debe conservar ese nombre) es el acto de la estrechez del sentido. Pero, en totalidad o en parte, esos pensamientos se han ce­ rrado. Ellos han pensado cerrar el ciclo de una significación primera y última: una autoproducción del hombre, o bien un heroísmo del abismo y del destino, o bien el dominio de una conciencia, así fuese ésta definitivamente desdichada.16En eso, ellos desconocían la finitud que habían reconocido en su hori­ zonte. Dicho de otro modo, terminaban por explotar la «muerte de Dios», reconstituyendo, re-fundando un sentido infinitamen­ te apropiado, o apropiable, y hasta en su negatividad. Pero la «muerte de Dios» —así lo habremos aprendido de esta historia misma-— es por definición inexplotable. Uno toma acta de ella, y uno piensa después de ella, eso es todo. Es por ello que este siglo se ha roto, partido, abierto sobre la «cuestión» del sentido. De un lado, el último despliegue de lo in-sensato, a Ja vez monstruoso y agotado. Del otro, pensamien­ tos abatidos, extraviados o deprimidos, pensamientos del pocoo-nada-de-sentido (pedazos de «humanismo», absurdo, juegos amargos). En fin, la necesidad imperiosa, que se volvió visible, de los temas de la condición de posibilidad de un sentido en general: formas, procedimientos, campos de validez, fuerzas, intercambios de todo eso que hace o parece hacer efectos de sentido —lógicas, lenguajes, sistemas, códigos (todo eso que uno ha querido llamar «formalismo», cuando el único objetivo era el de despejar de nuevo las inmediaciones de una cuestión o de una tarea del sentido). Esta historia nos ha entregado, el día de hoy, el motivo del sentido a partir de ahora situado bajo esta exigencia: pensar su finitud, no colmarla ni apaciguarla, y tampoco según el movi­ 16. Pero uno piensa a penas, aquí, en Rimbaucl. Más bien, por un lado y por el otro de él, en Nietzsche y en Bataille.

miento insidioso de. una teología o de una ontología negativas, en las que lo insensato finaliza, al infinito, por cerrar el sentido mismo. Sino pensar la inaccesibilidad del sentido como el acce­ so mismo al sentido, y de nuevo, en todo rigor, este acceso no teniendo lugar, no accediendo a algún inaccesible, pero teniendo lugar, in-accediendo a sí mismo, a ese suspenso, a este fin, sobre este límite en el que simultáneamente se deshace y se concluye, sin mediación del uno al otro gesto.17 Un pensamiento finito es un pensamiento que pemtanece en esta in-mediación. Si debe tratarse aquí de «libertad», no es entonces, para decirlo una vez más, porque algo así como «la libertad» viniese a «llenar» el sentido (y mucho menos aún conío si las liberta­ des humanas viniesen tranquilamente a jugar en el espacio de­ sertado por la necesidad divina). Pero «libertad» puede ser la palabra —provisoria, incierta— para decir eso que expone a la carencia del sentido y al sentido en tanto que carente. Así, el sentido de «libertad» no es otra cosa que la finitud misma del sentido. Y la libertad «misma» no tendrá otro sentido que el de ser el suspenso entre el acceso a la carencia y la carencia de acceso. La conclusión que sin embargo no es una solución. El fin que no naufraga, ni delante del infinito, ni en él —pero el fin que no termina de ser fin. *** Nuestra historia ha sido representada como el proceso de un derrumbamiento o de una destrucción del sentido, en el sal­ vajismo planificado de una civilización venida a su límite, ella misma vuelta la civilización de la liquidación del sentido de toda «civilización», y del sentido en general. Eso mismo, esta estrechez o este desaliento que nada hasta ahora ha aliviado, es todavía sentido. Eso es quizás, a la medida del Occidente, la más grande estrechez y la más grande necesi­ dad del sentido —si por lo menos puede uno medir así, y si cada época no debe pasar por la representación de una estre­ chez inconmensurable, inscrita incluso en el reverso de las do­ 17. Hablando de acceso, pensamos, desde luego, en Bataille —con una evocación distinta de la precedente. Aunque haya que decir por Jo demás, es en él que la exigen­ cia ha suicido en su desnudez.

minaciones y los triunfos— como si el Occidente se hubiese dado esa ley o ese programa. Lo que acaso sea posible decir a partir de ahora, o bien lo que debemos tratar de indicar a partir de ahora, es en qué nues­ tra estrechez y nuestra necesidad, en tanto que nuestras, en tan­ to que estrechez y necesidad de nuestra historia presente —de esta «vez» en la que nosotros nacemos al sentido— se deben comprender como la estrechez y la necesidad del sentido finito. Y así las cosas, ya no conviene ni importa el designamos como «modernos» o como «postmodemos». No estamos ni en el an­ tes, ni en el después de un Sentido que no hubiese sido finito. Sino solamente en esta escansión, en esta inflexión de un fin cuya finitud misma es la apertura, el acogimiento posible —el único— de otro a-venir, de otra demanda de sentido, y que in­ cluso el pensamiento del «sentido finito» ya no podrá pensar, aunque la haya liberado. Un pensamiento finito es también, cada vez, un pensamien­ to que piensa esto: que él no puede pensar lo que le viene. No se trata, desde luego, de rehusarse a prever ni a programar. Pero un pensamiento finito es también un pensamiento cada vez sor­ prendido por su propia libertad. Y así, por su historia: la histo­ ria finita, que hace evento y sentido a través de lo que se repre­ sentaba como lo infinito de un proceso in-sensato.18Es también por lo que, en nuestro tiempo, no conviene y no importa el querer apropiarse su proveniencia: no somos ni griegos, ni ju­ díos, ni romanos, ni cristianos, ni una combinación ordenada de esos nombres, cuyo sentido, de todas maneras, nunca está simplemente dado. No somos ni el «cumplimiento» ni el «rebasamiento» de la «metafísica», no somos ni el proceso, ni la errancia. Pero es el caso que existimos, y que «comprendemos» que eso (nosotros mismos) no es lo in-sensato de una significa­ ción reabsorbida, anulada. En la estrechez y en la necesidad, «comprendemos» que «nosotros», aquí, ahora, es todavía, de nuevo, responsable de un sentido singular. Nuestra estrechez se expone bajo cuatro encabezados: la ex­ terminación, la expropiación, la simulación, la tecnicización. 18. Cfr. «La historia finita», en La comunidad inoperante, traducción de Juan Ma­ nuel Gañido, LOM Ediciones / Universidad ARCIS, Santiago de Chile, 2000 (original en La communauté desoeuvrée, 2.“ ed. aumentada, París, Boui-gois, 1990).

Todos los discursos de la deploración del tiempo .están tejidos de esos cuatro motivos. (¿Y hay otros discursos sobre nuestro tiempo, que los de deploración? La estrechez misma deviene un objeto de consumo intelectual, desde las pequeñas nostalgias refinadas hasta el destroy. Lo que nos hace saber, si fuese nece­ sario, que la verdad de la estrechez está en otra parte.) *** La exterminación: por los campos [de concentración], por las armas, por el trabajo, por el hambre, la miseria, el odio ra­ cista, nacional, tribal, el furor ideológico. Simplemente leer el diario cotidiano deviene un ejercicio de resistencia y de contabi­ lidad siniestros. Exterminación de personas, de pueblos, de cul­ turas, del Sur por el Norte, de los guetos y las periferias por las megalópolis, de un Sur por otro, de una identidad por la otra, deportaciones y drogas sin ton ni son. «Exterminar» quiere de­ cir «terminar con» («solución final»): es decir, aquí, aniquilar el acceso mismo al fin, liquidar el sentido. El crimen no es nada nuevo en la humanidad, ni tampoco la destrucción masiva. Pero hay ahí [algo así] como un acorralamiento general, poli­ morfo, articulado en una enorme red económica y técnica, como si el sentido, o la existencia, estuvieran a punto de finali­ zar ellos mismos, para ya no tener más fin que les sea propio. La cuestión del mal había sido siempre planteada, y «resuel­ ta», en un horizonte de sentido que para terminar —al infini­ to— convertía la negatividad del mal. Había dos modelos posi­ bles (groseramente, se los podría llamar, el uno, antiguo, el otro, moderno: pero sus figuras prácticas son más complejas). El modelo del infortunio [malheur], es decir de la suerte mala, de la dustuchia trágica. Ese mal es dado, enviado a la existencia y a la libertad en cuanto tales. Viene de los dioses o del destino, y confirma la existencia en su apertura al sentido, o como senti­ do, así sea destruyendo la vida. Y es por ello que ese mal es portado, reconocido, llorado y superado por la comunidad. Te­ rror y piedad responden a la maldición. Luego, el modelo de la enfermedad [maladie]: ruptura de una norma, ella confirma la normatividad. El mal, aquí, es acciden­ te (por derecho, reparable), y grado de ser inferior, incluso nulo: a fin de cuentas, en el universo clásico el mal no existe sino en la superficie y en la apariencia, y la muerte es reabsorbida por

derecho (por el progreso del saber —Descartes—, o en el inter­ cambio universal —Leibniz). Otro es el mal de la exterminación, la maleficencia. Ésta no viene de otra parte, y no deja de ser un ente: la existencia mis­ ma se desencadena ahí contra ella misma. El mal se da razón ahí, y ahí se da como razón (metafísica, política, técnica). Re­ sulta —saber inédito— que la existencia puede comprender su ser como esencia, y entonces como destrucción de la existencia, y como lo in-sensato que cierra en ella el acceso mismo a la necesidad del sentido. La exterminación no extermina solamen­ te en grandes cantidades, y hasta el final, extermina la «estre­ chez» misma. Las dos, por lo demás, van de la par: el carácter masivo del asesinado completa la negación de la singularidad de toda «estrechez» y de toda «necesidad» de sentido, la nega­ ción del «cada vez» del sentido, del ser-a-sí [étre-a-soi\. Es preciso, entonces, a partir de ahora mantenerse en este pensamiento implacable, indignante incluso: que la finitud es tan radical que ella es también la apertura de esta posibilidad, por la cual el sentido es autodestruido. La finitud es el sentido en su ausentamiento, ella lo es hasta ese extremo, hasta ese punto en el que lo insensato se hace por un instante decisivo, indiscernible del sentido faltante. (Sin duda, se debe preguntar también: ¿eso tiene lugar al fin? ¿Si eso tuviese lugar, no estaría ya todo destruido? Pero precisamente, tenemos que reconocer que nuestra pregunta debe ser: ¿no está todo ya destruido? Y si no todo lo está, si el ser-al-sentido [étre-ausens'] resiste, y resiste absolutamente —si no, ¿quién estará ahí para tener siquiera un «sentido» del «mal»?—, no por ello es menos cierto que resiste a ese punto de lo real en el que lo insensato es indiscernible del sentido faltante.) Discernir en este indiscernible, eso es lo que le corresponde a la libertad: discernir lo insensato sin disponer, sin embargo, del Sentido19 —no disponiendo de nada, empero, sino de eso que ya, y sin cesar, comprendemos de (el ser de) la existencia. Estar desprovisto de reglas, sin estar desprovisto de verdad. Así las cosas, solamente, una ética es posible. Lo que signifi­ 19. Sin disponer, tampoco, de ninguna vía de sacrificio. El infortunio y la enfer­ medad, de maneras diversas, pueden apelar al sacrificio: nosotros ya no podemos. (Cfr., más adelante, «Lo insacrificable».)

ca para comenzar que no podemos reencontrar una ética del «infortunio» o una ética de la «enfermedad», de las que los usos, para nosotros, no pueden ser sino analógicos y provisio­ nales. Se debe tratar de una ética del mal como maleficencia. Eso no quiere decir la norma o el valor de un «bien»: el acceso de la existencia a su propio sentido no hace un «valor» que se pudiese tender al infinito de una buena voluntad. Precisamente porque este acceso no es apropiable como un «bien», sino por­ que él es el ser de la existencia, es y debe ser expuesto en la existencia como existencia. El «deber ser» es aquí la forma del «ser» porque este ser es a-ser. Pero el «deber» no remite al infi­ nito del cumplimiento de un «reino de los fines»: obliga la liber­ tad, o bien es la libertad que se obliga, en seguida, inmediata­ mente, sin plazo, en tanto que su propio fin en los dos sentidos de la palabra. La libertad se obliga en tanto que no se apropia su sentido, y que está también abierta a lo insensato. Se puede de­ cir: así, el ser (de la existencia) es el deber, pero el deber indica la finitud del ser, faltando su sentido. Eso no quiere decir entonces una moral. Sino una disposi­ ción a conservar y a aumentar el acceso de la existencia a su propio sentido inapropiable y sin fundamento.20 No solamente es posible una ética, sino que es cierta, es portada por eso que, ya, comprendemos del ser. Eso no quiere decir que sea simple e inmediato el tomar, y el apreciar, el negociar cada decisión prác­ tica. Pero eso quiere decir que si la apelación a una ética es hoy un testimonio constante de nuestra estrechez, es que la estrechez sabe ya lo que concierne a la ética. Es remitir la existencia a la existencia. Es claro que ningún «humanismo» puede ser aquí suficiente: éste obscurece incluso esta exigencia. (¿Hace falta de­ cirlo? Ello no impide, al contrario, que cada vida humana tenga un derecho absoluto, inmediato y sin plazo a eso que se llama «vivir», en una civilización como se supone que es la nuestra.) * * íc

La expropiación: hay una gran diferencia, a decir verdad una oposición, entre designar la inapropiación del sentido como la 20. Releer, entonces, Spinoza. Pero también, Platón. El «Bien», situado epekeia tés ousias, «más allá del ser, o la esencia», no es el bien de una norata moral. Él es razón y fin de todas las cosas: comienzo de todo pensamiento del fin.

más propia posibilidad de la finitud, y expropiar lo existente de sus condiciones de existencia. En otros términos, no es cues­ tión, a partir del pensamiento del sentido faltante, de concluir en el abandono de la crítica de eso que se llamaba, con Marx, la alienación. Y no es tampoco cuestión, en consecuencia, de te­ ner la condición material, económica y social de los hombres por una circunstancia prescindible y exterior al dominio de ejercicio de un pensamiento de sentido finito. La condición denominada «material» de la existencia es al contrario, cada vez, eso que hace el «cada vez». Un lugar, un cuerpo, una carne, un gesto, un trabajo, una fuerza, una pena, una bonanza o una miseria, tiempo o falta de tiempo, definen el cada vez finito de un acceso al sentido finito. No lo «determi­ nan» a la manera de una instancia de causalidad: lo son —y aunque toda la distribución dualista de nuestro léxico y de nuestro discurso (incluso si se quiere «monista») resiste a dejar­ lo oír, un pensamiento del sentido finito es esencialmente un pensamiento «material» de la «materialidad» del acceso al sen­ tido. Porque el sentido es finito, uno no accede a él fuera de este mundo. Porque no hay «afuera», uno no accede. El «filósofo» que habla del «sentido», él y su «pensamiento» no son otra cosa que una singularidad material (un paquete de «sentido», un lugar, un tiempo, un punto en una historia, un estado de fuerzas) —y que, por lo demás, no garantiza de nin­ gún modo el que uno esté ahí más próximo del «sentido» del cual es cuestión. El pensamiento de la finitud es él mismo un pensamiento finito porque no accede a lo que piensa, y tampoco lo hace al pensar esto: que no accede. No hay un orden privile­ giado, «especulativo» o «espiritual», de la experiencia del senti­ do. Pero la existencia es ella sola, en tanto que ella es, hic et nunc, esta experiencia. Y ésta, siempre y cada vez, es un «privi­ legio» absoluto, que, de ser tal, se pierde como «privilegio» y como «absoluto». Nadie dirá dónde, cuándo, cómo una existen­ cia existe. («Escribir» —volveremos a hablar de ello—, es decir ese no-decir.) Es preciso aún que haya algo, o «alguien», que pueda existir. Es preciso aún que un existente pueda ser, hic et nunc. Existir, eso es un aquí-y-ahora del ser, eso es ser un aquí-ahora del ser. Hay condiciones en las que eso no es posible, y aunque la exis­ tencia, sin duda, resiste siempre y sin cesar, aunque ella resista

hasta el extremo, y más allá, y aunque no sea nunca posible el decir simplemente «esta vida no tiene sentido», sin embargo, hay condiciones en las que el existente no solamente es abando­ nado, sino en las que es como expropiado de las condiciones de la existencia. Es entonces el puro instrumento o el objeto de una producción, de una historia, de un proceso, de una combi­ natoria, siempre de antemano deportada del aquí-ahora, siem­ pre y solamente en el más allá y en el después del hambre, del miedo, de la sobrevivencia, o del salario, del ahorro, de la acu­ mulación. Con todo, no ser expropiado del hic et nunc no significa que uno se lo apropie. No hay en ello simetría. Hic et nunc quiere decir: existir, y nada más, el existir finito «mismo». Ciertamente uno no puede nunca decir que «esta vida» o «este momento de vida» «no tiene sentido». Pero precisamente porque uno no puede decidir a propósito del sentido, uno no puede tampoco, de ninguna manera, decidir que todas las condiciones son indi­ ferentes. Todas las existencias están en el sentido; pero ninguna puede decidir que en consecuencia, para algunas, la condición es y debe ser un sacrificio de la vida (de toda forma de «vida»). Porque el aquí-ahora es la finitud, la inapropiación del sentido, es toda apropiación del «aquí» a un «en otra parte» y del «aho­ ra» a un «después» (o a un «antes») lo que es, y que hace el mal. ¿Por dónde decidir a propósito de lo que hace posible un «aquí-ahora», a propósito de lo que no lo «aliena»? Nada, ni nadie, puede decidir. Y, sin embargo, cada vez, es preciso que un aquí-ahora, un existir, pueda decidirse a ser, y a estar abierto al sentido. Cada vez, es preciso que el ser sea dejado ser. Dejado: liberado y abandonado a su finitud. ¿Es eso disceraible de las coadiciones reputadas «normales» del ejercicio de libertades elementales, que suponen en efecto la vida, con algunas garantías? En cierto sentido, no es para em­ pezar discemible —hoy, por lo menos, y para nosotros. Pero eso debe ser de tal manera que ese «dejar», ese «abandono» sea en verdad remitido al existente, como su finitud misma. Es de­ cir que el gesto no reenvíe a un horizonte de «visiones del mun­ do» y del «hombre», en las que se hubiese decidido ya a propó­ sito de una esencia del sentido, y entre las cuales habría que jugar la «libre elección» de un «sujeto» en efecto «alienado» ya por este horizonte. Así, hay por una parte condiciones elemen­

tales (que la civilización no cesa de saquear), y de las que la empine elemental es también el «trascendental» del aquí-ahora de la existencia. Y hay por otra parte lo siguiente: que en el dejar-ser-al-ser finito, es en efecto la finitud en cuanto tal la que debe ser indicada. Eso requiere de otro pensamiento de la «alienación», o de la «expropiación» (o de la «explotación»). Otro, y sin embargo tan intratable como Marx frente a la «acumulación primitiva» del capital. La «alienación» ha sido representada como la desposesión de una autenticidad original, que se trataría de preservar o de restaurar. Es incluso la crítica de esta determinación de una propiedad original, plenitud y reserva auténticas, que ha contri­ buido en gran parte a la extinción del motivo de la alienación, en tanto que motivo de la pérdida o del robo de una autoproducción original del hombre. De hecho, la existencia no es autoproductriz, aunque no sea tampoco el producto de otra cosa: y eso es también lo que quiere decir finitud. No por ello deja de ser cierto, lo hemos visto, que se puede expropiar lo existente de su o de sus condiciones de existencia: de su fuerza, de su traba­ jo, de su cuerpo, de sus sentidos, y quizás siempre del espaciotiempo de su singularidad. Y no por ello deja de ser cierto que eso se hace sin cesar, y participa de la exterminación tal y como la hemos descrito, y que el «capital» o el «mercado mundial», hasta más amplio informe, no se asegura y no prospera sino por semejante expropiación masiva (ante todo, hoy, del Sur por la parte del Norte: pero sabemos que no es esa la única). La cuestión no es pues la de renunciar a toda lucha. Sino la de saber en nombre de qué: en el nombre de qué querer que el existente exista. La lucha había sido guiada hasta aquí por la idea reguladora de la autoproducción (original y final) del hom­ bre. Y al mismo tiempo, por un concepto general y genérico de este «hombre». Sin duda cambian las condiciones de la lucha, si ésta debe ser pensada según la finitud, y según sus singulari­ dades. El acceso al sentido finito no supone, «des-supone» al contrario la autoproducción, y su reproducción. «Des-supone» el reino del proceso, y el encadenamiento del tiempo a la lógica del proceso: es decir un tiempo lineal, continuo, sin espacio (de tiempo), y siempre apresurado contra su propio «después». (El tiempo heideggeriano del «éxtasis» es sin duda también de­

masiado apresurado.) Pero el acceso supone más bien la apertu­ ra del tiempo, su espaciamiento, el desencadenamiento de las operaciones productivas: el aquí-ahora finito. Y supone que este último pueda ser puesto de otro modo que en esas formas su­ bordinadas al proceso que son los «tiempos muertos», los «tiempos de recuperación» y también los «tiempos libres» (tan­ to que «tiempo libre» [loisir], incluso el «cultural», quiere decir inanidad en cuanto al sentido). Pero supone el espacio (de) tiempo del aquí-ahora: la finitud concreta.21 El nacimiento y la muerte espacian, de-fínitivamente, un tiempo singular. Todo acceso al sentido, a lo «finito» del senti­ do, espacia el tiempo de la reproducción general: el acceso no produce nada, y no es productible. Pero tiene lugar —si es posi­ ble decir que «tiene lugar»— como la materialidad singular, inapropiable, de un aquí-ahora. Digamos: como un goce. Si el concepto de un goce no es el de una apropiación, sino el de un sentido (en todos los sentidos) que aquí y ahora no se retoma. *** La simulación: la verdad del «68», que los hacedores de opi­ nión se obstinan en desconocer o en desviar,22 ha sido doble (si la buscamos más allá del episodio de crisis de crecimiento de una sociedad un poco desfasada). Por un lado, el comienzo de formas inéditas en las luchas sociales, sustraídas al modelo sindical-político. No es este el lugar para hablar de ello (y el análisis correspondería de hecho al capítulo precedente). Por otro lado, el «68» desencadena la crítica de una sociedad del «espectáculo» (era la expresión de la Internacional Situacionista), de la apariencia o de la simulación. Del fondo, para empe­ zar marxista, de una crítica de las apariencias sociales y cultu­ rales, salía la denunciación general de una realidad representa­ da como enteramente consagrada a la simulación de su propia 21. Nos podríamos referir aquí a la vez a los análisis de J.-F. Lyotard sobre el tiempo que el capital «no deja» (en L'mhumain, París, Galilée, 1989), y a los de André Gorz, en varias obras, sobre la reducción del tiempo de trabajo. En cuanto al reempla­ zamiento del «hombre» genérico por «singularidades», cfr. Étienne Balibar, La proposition de l’égaliberté, Conférences du Perroquet, 1989. 22. Pereza y cobardía, ahí también. Para una exploración general deí estado del problema, cfr. Pascal Dumonder, Les sitiiatíonnistes et mai 68, París, Édiü'ons Gérard Lebovici, 1990. Él habla legídnTamentede'«silenciü'Crganizado'a]rédedórde mayo del 68» (p. 13).

naturaleza o calidad de realidad social, política, cultural, hu­ mana en fin.23 Esta crítica se ha hecho —y ha desarrollado toda una poste­ ridad— bajo el signo, una vez más, de la «alienación» (el I.S. empleaba esa palabra). La simulación general aliena la vida en­ cadenándola a la reproducción de las funciones de la «sociedadespectacular-mercantil», y prohíbe a esta vida el acceder a la creatividad que ella encubre, o incluso que ella es, al deseo de crear que hace al hombre real. Es inútil el repetir la crítica de la pareja de la alienación y de la autenticidad original que ella supone. Nadie duda de que «la vida», «la creatividad» y «la ima­ ginación» que entonces se reivindicaron participen de una me­ tafísica que es aún, idénticamente, la de la autoproducción, o la del sujeto, y del sujeto-hombre en su genericidad. El gran moti­ vo, todavía proliferante el día de hoy, de la simulación, no po­ dría ser exentado de platonismo. Con todo, la versión «sesenta-y-ochera» de la crítica del pa­ recer, en esto más nietzscheana que marxista, era una versión «artista» (que no está por lo demás completamente ausente en Marx). Esta versión desplazaba insensiblemente los temas o los esquemas de una crítica de la apariencia inauténtica (sobre todo cuando ella quería cuidarse, a pesar de su modelo artista, de no reconstituir un estetismo). Ese desplazamiento, se lo pue­ de formular así: la «creación» no es la producción, no tanto porque ella opere a partir de nada cuanto porque ella opera para nada —para nada más que para dejar al «creador» ser excedido, sorprendido —raptado— por su creación. Pero en fin, se trata aún —se trata incluso, en cierto sentido, más que nun­ ca— de un sujeto accediendo infinitamente a su propio sentido. Y es también por ello que el modelo ha permanecido, hasta nosotros, esencialmente lingüístico, verbal y poético. ¿Cómo entonces un pensamiento del sentido finito ha de vérselas .con ese motivo tan insistente, y tan insinuante, de la simulación? Porque aquí, los esquemas teológico-estéticos ceden: se trata de esto: de que la existencia «esencialmente» (= existencialmente) carece de un sentido construido como 23. Crítica prolongada, luego desviada o retomada por Baudríllard, quien repre­ senta en cierto modo el límite de una crítica de Ja «simulación» todavía ella misma tributaria de la representación.

un Dios o como una obra —y que es para [a] esa carencia que ella es. La pregnancia más o menos confusa de la «autenticidad» nos impedía, en el 68, el abordar esa carencia. Sin embargo (y es por ello que es indispensable el recordar lo que se levantaba en el 68), la crítica del «espectáculo» tomaba sin duda obscura­ mente alrededor de algo como esto: ninguna forma, ninguna imagen, ningún juego, ningún «espectáculo» incluso, es decir ningún exceso sobre la necesidad de la vida, tiene valor si el sentido de la existencia no está ahí implicado, tocado. Todo lo demás es consumo de «bienes culturales». Y la crítica de la producción no vale, si no va hasta ahí: hasta la crítica de lo que se podría dar como la producción del sentido mismo. Lo que quie­ re decir también (si es posible hilar así la interpretación de un movimiento de pensamiento que no piensa eso): está en juego, no la representación de una presencia, sino el acceso a la existen­ cia, que no es presencia, un acceso tan flaco, todo lo fugitivo, todo lo excesivo y todo lo carente, para terminar, que éste pueda ser. Así, sin duda, la crítica de la simulación general se confun­ de respecto de ella misma: no se trata de representaciones si­ muladas, o simulantes (y disimulantes); se trata de eso que no depende ya para nada de la representación. Hoy, de una cierta manera, la «simulación» no ha hecho otra cosa que proliferar. Pero ha hecho más: se ha extendido al punto de ponerse ella misma en escena, y de gozar de sí al mismo tiem­ po que se denuncia, y al punto en fin de tomar al vacío —como esos aparatos de televisión encendidos a los que nadie mira. Así es desafilado el agarre de una crítica que quisiera reventar el si­ mulacro y acceder a lo auténtico, o a lo real, o a «la vida»: porque el simulacro no puede ya ni siquiera pasar por enmascarar cual­ quier cosa. El «simulacro», lo más frecuentemente enfocado bajo la especie de la «imagen», presenta solamente su desnudez enig­ mática de imagen. En cuanto al arte, éste saca largamente —y a menudo, es verdad, pobremente— las consecuencias rigurosas del fin del arte en tanto que (representación de lo absoluto, de la Idea o de la Verdad.24 Pero abre asimismo, en consecuencia, la cuestión de lo que «arte» pueda querer decir. 24. En el «fin del arte», nunca se ha tratado sino de eso —y en consecuencia también del nacimiento de otra cosa, a la que acaso ya no le convenga el nombre de

Es entonces toda la esfera de la representación la que toma al vacío, una vez agotada la presuposición de una presencia acabada, de un sentido completado del que pudiese haber re­ presentación, imaginación, puesta en forma o recreación. Esta presuposición se ha alojado todavía, así haya sido de un modo negativo, en toda la tradición moderna y post-modema de una «presentación de lo impresentable» —si lo «impresentable», a fin de cuentas, no se deja pensar sino como infinito: «buen» o «mal» infinito, versión monumental o versión fragmentada, ver­ sión surrealista o versión situacionista, gran arte o gran vida, pero siempre indicación de un secreto de in-presencia. Ahora bien, si no hay más que lo finito —si hay [ií y a] es fi­ nito—, todo lo que hay se presenta, pero con una presentación finita, que no es ni representación, ni presentación de un impre­ sentable. El nada del que falta el existir, ese nada de sentido que hace sentido (pero que no hace secreto), viene a la presencia —y en el arte, o en eso que habrá que terminar quizás por lla­ mar de otra manera, es de eso de lo que se trata. Lo que supo­ ne que toda problemática de la representación (y de todas las apariencias, de todos los signos también) pivotea enteramente —sobre un eje tan sutil, es verdad, que lo distinguimos mal to­ davía. Todo asunto de «simulación» cambia por completo si la mimesis25 deviene el concepto de ninguna representación, sino de una presentación de lo que no ha de ser presentado, de lo que no podría ser acabado, completado, ni Naturaleza, ni Idea, es decir de la finitud misma, en tanto que ella ha venido a la pre­ sencia, ella misma sin presencia (y sin secreto). Ya no se trata entonces de (re)presentación: ni de presenta­ ción para un sujeto, ni de reproducción de una presencia prime­ ra. La evicción de ese doble concepto despoja también toda si­ mulación. (Eso no quiere decir que habría que ver la verdad en toda imagen y en todo espectáculo. Eso quiere decir que «ver­ dad» ya no se enfoca en el régimen de la representación.) Se «arte». Volveremos sobre ello en «La jeune filie qui succede aux Muses» (en Les Muses, Galilée, 2." edición aumentada, 2001; 1 “ ed. 1994). 25. Esa palabra remite a Philippe Lacoue-Labarthe. Lo que se dice aquí solicita, e incluso intenta resumir, el movimiento de su pensamiento de la mimesis. Por lo de­ más, querríamos (y sería útil) mostrar la convergencia, así fuese ésta muy lejana, entre este pensamiento y el de Gilíes Deleuze, de una «imagen» que no debe nada a la representación.

trata de lo que venir o nacer a la presencia quiere decir. Existir venir a la presencia del sentido ausente, a su ausencia, al ausentamiento de toda presencia y de todo presente. Y una mimesis que se podría tratar de llamar mimesis de la apresentación, a condición de hacer oír el valor de alejamiento, de distancia, del prefijo «apo». «Presentación» corno alejamiento del sentido. * A *

La tecnicización: «la técnica», esa palabra tomada absoluta­ mente es sin duda uno de los conceptos menos bien formados del discurso ambiente (por lo que da tanto más que hablar). Ya, su uso absoluto hace olvidar que no hay técnica que no sea la técnica de tal o cual tipo determinado de operación (el deshollinamiento de las chimeneas, o la grabación de las imágenes de un telescopio espacial). Se deja infiltrar la idea vaga de que ha­ bría una técnica general, una suerte de enorme aparato maquínico o de combinatoria exhaustiva de las técnicas. Y, sin duda, las interdependencias, las interfaces y las interacciones de las técnicas no cesan de multiplicarse. No por ello deja de ser cierto que una técnica de transporte sigue siendo una técnica de trans­ porte, y una técnica de fecundación, una técnica de fecimdación. Se estaría en serias .dificultades al querer designar el nexus abso­ luto de todas las técnicas. Y la representación, en comics o en cine, ;de la gigantesca, única computadora universal supone re­ suelta, en la computadora, la cuestión de saber de qué «la» técni­ ca, absolutamente, es la técnica. Pero si se quiere plantear esta cuestión, la respuesta está ahí, disponible antes de toda compu­ tadora y antes de toda gran-guiñolada de la robotización univer­ sal. «La» técnica no es otra cosa que la «técnica» de suplir a una no-inmanencia de la existencia en lo dado. Su operación es la operación de existir de lo que no es inmanencia pura. Ella co­ mienza con la primera herramienta, al menos, pues acaso no sea tan fácil como se piensa el trazar una demarcación simple y neta con respecto a toda «técnica» animal, e incluso vegetal. El nexus de las técnicas, es el existir mismo. En tanto que su ser no es, sino que es la apertura de su finitud, el existir es técnica de parte en parte. La existencia no es ella misma la técnica de ninguna otra cosa, pero «la» técnica no es tampoco la técnica de la exis­ tencia: ella es la tecnicidad «esencial» de la existencia en tanto que sin-esencia, y en tanto que suplencia de ser.

«La técnica» —entendida esta vez como esta tecnicidad «esencial» que es también la multiplicidad irreductible ele las técnicas —suplida a la ausencia de nada, ella suple y suplementa nada. O incluso: la técnica suple a una no inmanencia, es decir a la ausencia de lo que se representa como un orden «na­ tural» de las cosas, en el que los medios son dados con los fines, y recíprocamente.' Ella es, en ese sentido, trascendencia sobre «la riaturaleza». Pero la naturaleza representada como la inma­ nencia pura sería lo que ni depende en nada del sentido, y que no existe: piedra al ras de la piedra.26 Así las cosas, la técnica trasciende —nada. O bien, «la naturaleza» designa una exterio­ ridad de los lugares, de los momentos y de las fuerzas: la técni­ ca es la puesta en juego de esta exterioridad como existencia, una «trascendencia» que no contraviene a la «inmanencia» del mundo. La técnica no re-forma una Naturaleza, ni un Ser, en un Gran Artificio: pero ella es el «artificio» (y el «arte») del he­ cho de que no hay naturaleza. (El derecho, por ejemplo, es tam­ bién una técnica.) tan bien que ella designa a fin de cuentas lo siguiente: que no hay ni inmanencia, ni trascendencia. Y es también por ello que no existe «la» técnica, sino una multiplici­ dad de técnicas. «La técnica» es una palabra fetiche que cubre nuestra incom­ prensión de la finitud, y nuestro espanto frente a la velocidad precipitada y desbocada de nuestro «dominio», que no se conoce ya un fin (de cumplimiento). Y sin duda, nuestra incomprensión exige otro pensamiento, y nuestro espanto no carece de motivos, Pero no se obtendrá nada por el exorcismo de un demonio pura­ mente verbal, y que es un falso concepto. Es muy notable el que las tesis de Heidegger sobre «la técnica» se hayan vuelto la parte más «popular» de su pensamiento. Y eso, a dos títulos. En pri­ mer lugar, porque todo ocurre como si el aporte más importante de este pensamiento dependiese de una denunciación de la «par­ 26. De donde sigue que la physis griega, en su relación compleja con la techné, que hace los dos indisocíables, no era la naturaleza en ese sentido. Es una tesis fundamen­ tal de Heidegger, quien sin embargo no saca siempre de ésta todas las consecuencias, y deja la physis, a veces al menos, reconducirse a una suerte de inmanencia original. Simétrica a esto es la parte reactiva de su pensamiento de la «técnica» (no es inútil quizás el agregar que Heidegger no ha conocido por completo el estado de las técnicas que nosotros conocemos hoy). En cuanto a la ambigüedad de las tesis de Heidegger sobre la técnica, cfr. Avital Ronell, The Telephone Book, Nebraslca Press, 1989.

celación regulada», totalitaria y nivelante, de la tierra, para fines devenidos autónomos y privados del acogimiento existencial del ser. Porque en la medida en la que Heidegger ha mantenido ese discurso —y lo ha mantenido—, él fue precisamente menos ori­ ginal que casi en todo el resto de su obra (lo más comparable sería, por una simetría no fortuita, un cierto aspecto al menos de su tratamiento de la poesía). La denunciación de «la técnica» es el gesto más banal, y el más vano, de la edad «técnica». Pero, en segundo lugar, es todavía más notable el que se olvide casi siem­ pre de cómo Heidegger (en textos menos numerosos, es verdad) ha tratado de formular al menos una exigencia de comprender «la técnica» misma como «envío del ser», como el ser mismo enviándose de su último envío: lo que quiere decir, como la exis­ tencia y el sentido mismos. Entonces, el envío es el sentido finito del ser, en tanto que envío final (fuera) del Occidente. «Habitar» la técnica, o «acogerla», no sería otra cosa que habitar o acoger la finitud del sentido. No pretendemos examinar, aquí, más detenidamente este pensamiento de Heidegger (que sin embargo no creemos solici­ tar de manera indebida). No más de lo que se pretende «resol­ ver» la «cuestión de la técnica». Pretendemos solamente situar­ la, sabiendo, como se ha dicho, que nuestra incomprensión y nuestro espanto no carecen de razones. Es decir también, que la finitud está sin límites, y que la humanidad puede destruirse en la implosión de su tecnicidad. No hay ninguna duda de que es legítimo describir el movi­ miento presente de la tecnícización como un movimiento acele­ rado, proliferante, en el que las técnicas no cesan de multiplicar­ se y de transformarse, tejiendo una red cada vez más densa. ¿Pero cómo no preguntarse si la tecnicización —el desarrollo de las técnicas— no es una ley inscrita desde la primera técnica, o, más exactamente, si el crecimiento, la multiplicación, hasta el pánico, no pertenece por derecho o por esencia a lo que suple, sin ninguna oportunidad de que lo que es suplido (una inmanen­ cia) venga jamás a ser? No es por azar sí ios sueños dulces del retomo a un «grado cero de desarrollo» se han apagado rápido en su propia insignificancia. Se sabe bien hoy en día que un ecologismo bien entendido determina nuevos avances técnicos. Por otra parte, se subraya legítimamente la intrincación de las técnicas en la exterminación, la expropiación y la simula­

ción. Pero no tiene sentido el imputar éstas a «la técnica» como a una entidad diabólica, puesto que semejante entidad no exis­ te.27Sin embargo, no se trata tampoco de mantener el discurso moral del «mal uso» de las técnicas. No se trata de «usarlas en el buen sentido» en el nombre de un «bien» previo. Se trataría, para empezar, de acceder al sentido de «la técnica» en tanto que sentido de la existencia. Eso que se manifiesta como tecnicización, a partir de ahora mundial y abiertamente irresistible, es acusado de no tener otro fin que sí (dejamos de lado, aquí, los fines del mercado y de la expropiación). ¿Y si este «fin», que ni siquiera puede ser repre­ sentado como el reino de los robots, ni siquiera de las computa­ doras (sino solamente, si acaso, como la implosión total), si este fin que no está en efecto sino en una tecnicización indefinida expusiera también lo que concierne al sentido finito? ¿Si nos ex­ pusiera así —y ciertamente, en la dureza y en la confusión— a la finitud del sentido? El «reino de la técnica» des-multiplica, des­ reúne, desorienta sin cesar el cierre [bouclage] infinito de un Sentido. Lo mismo, sin duda, que desconcierta y desplaza sin cesar el acabamiento de una «obra», y que la tecnicización po­ dría en todo derecho ser declarada «in-operante» [dós~ceuvrée].n En lugar de remitir con nostalgia a las imágenes piadosas (o a las esencias) del artesano o de la vida en los campos (vieja cantinela, tan vieja como nuestra historia), se trataría de pensar lo siguiente: que toda la técnica, además de la técnica que ella es, y siendo esta técnica, detiene un saber implícito del sentido como finitud, y del sentido de la finitud. Nada, quizás, da mejor testimonio que las cuestiones, las exigencias, las indecidibilidades que tensan las decisiones que deben tomar, cada día, los técnicos de las manipulaciones biológicas, ecológicas, energéti­ cas, urbanísticas, etc. *** 27. Aquí es donde se ve mejor la falta, y el error de Heidegger al reunir Jos campos [de concentración] y «la industria agro-alimentaria» en una misma condenación de la «técnica». 28. En el sentido, desde luego, de Blanchot, y en consecuencia también en una relación necesaria con una «comunidad inoperante». Habría además mucho que decir sobre ese in-operamiento [des-obramiento] en las ciencias, es decir en eso que cada vez se deja confundir menos con el enfoque metafísico de la Ciencia como acabamien­ to del sentido —y que se deja acaso también siempre menos simplemente disdnguir de las técnicas.

A la medida de esas tareas, es necesario un pensamiento finito. No un pensamiento de la relatividad, la cual implica el Ab­ soluto, sino un pensamiento de la finitud absoluta: absoluta­ mente desligada de todo acabamiento, de todo cierre [,bouclage] infinito e insensato. No un pensamiento de la limitación, la cual implica lo ilimi­ tado de un más allá, sino un pensamiento del límite como aque­ llo sobre lo cual, infinitamente finita, la existencia se levanta, y a lo que ella se expone. No un pensamiento del abismo y de la nada, sino un pensa­ miento del in-fundamento del ser: de este «ser», el único, del que la existencia agota toda la substancia y toda la posibilidad. Un pensamiento de la ausencia del sentido como la única prenda de la presencia de lo existente. Esta presencia no es esencia, sino —epekeina tés uosias— nacimiento a la presencia: nacimiento y muerte a la presentación infinita del hecho de que no hay sentido final, sino un sentido finito, que hay sentido finito, que hay sentidos finitos, una multiplicación de estallidos singulares de sentido extraídos de ninguna unidad ni substan­ cia. Esto, que no hay sentido establecido, que no hay estableci­ miento, ni institución, ni fundación del sentido, sino una veni­ da, que hay venida, venidas de sentido. Este pensamiento requiere una nueva «estética trascenden­ tal». La del espacio-tiempo en el aquí-ahora finito, que no está nunca presente, sin ser sin embargo el tiempo apresurado sobre su continuum o sobre su éxtasis. Finitud: la irreductibilidad a priori del «espaciamiento». Pero también, la estética trascen­ dental material de la disparidad y de la dis-locación de nuestros sentidos, de nuestros cinco sentidos de los que nada permite deducir o fundar una unidad orgánica y razonada.29 El reparto de los cinco sentidos, que se puede decir emblemático de la finitud, inscribe o excribe el reparto del sentido finito. En cuanto a la «analítica trascendental», ella deberá dar la disparidad y la dislocación del espaciamiento, de los cinco sen­ tidos, y del sexto, el del concepto. Esquematismo que no retor29. Contrariamente a lo que Hegel, desde luego, no deja de querer hacer —no sin dificultad, Cfr. «Le rire, la présence», en Une pensée finie [este capítulo no se incluye en la presente traducción].

na a lo homogéneo. «Arte escondido» del que ya no hay secreto por esperar. Y, sin duda, un «arte» (una «técnica») es siempre la concien­ cia clara (si eso es una «conciencia») del reparto del/de los sen­ tidos, de su diferencia absoluta, y de que ella expone el sentido mismo. Sin embargo, un pensamiento finito no puede ser un pensamiento esteta, ni siquiera estético en el sentido en el que todo pensamiento de lo bello, e incluso de lo sublime, hasta ahora ha insistido a pesar de todo en prolongar al infinito (cie­ rre, revelación o secreto) el trazo de la finitud. Un pensamiento finito resulta de ese trazo: de solamente tra­ zarlo. Un pensamiento finito no agrega a la existencia el sello o la salvación de su sentido. Se somete solamente a la prueba de eso «que nosotros comprendemos ya y sin cesar»; el ser que no­ sotros existimos. Pensar, aquí, es coextensivo a existir, y es pen­ sar este pensamiento: que el ser-a-sí [Vétre-á-soí] no se retoma. Porque eso no quiere decir que bastaría con «existir» (con estar ahí, en el sentido banal de la expresión) para pensar, ni con pensar (en el sentido banal, con formar representaciones) para existir. Eso quiere decir al contrarío que el hecho de la existencia no es suficiente para ser su propia verdad, que es la de ser el hecho de un sentido —y que el concepto, la significa­ ción del sentido no tiene la suficiencia necesaria para ser su propia verdad, que es la de ser el sentido de ese hecho. Pero que la existencia debe ser pensada, y el pensamiento, existencia, para ser lo que ella es — para solamente ser. Se encuentra ahí una circularidad vacía, o se agota la signi­ ficación de cada una de esas palabras. Pero en verdad, es toda significación lo que se agota aquí. Aquí, las palabras ya no son solamente palabras, el lenguaje ya no es solamente lenguaje. Éste toca su límite, y lo expone. Porque no hay «sentido» en tanto que geometral de todas esas significaciones. Del mismo modo, no hay concepto en tanto que autoconcepción del con­ cepto, ni en tanto que presentación de una «cosa misma». Y el hombre no es la autoproducción de su esencia. Pero el sentido es ese reparto del lenguaje por el cual el lenguaje no acaba (y no comienza tampoco): la diferencia de las lenguas, la doble arti­ culación, la diferencia del sentido, el reparto de las voces, la escritura, su excripción. Se encuentra ahí que el pensamiento, que es lenguaje, no es

sin embargo lenguaje: pero no porque éste sería «otra cosa» (más plena, más presente), es porque el lenguaje mismo es «por esencia» no ser lo que es, no conferir el sentido que no cesa de ofrecer. Un pensamiento finito habita, escribe (en) la finitud que el lenguaje es, y que él expone. Así, se podría decir que un pensamiento finito se rinde adecuado a la existencia que él piensa. Pero esta adecuación misma es finita, y es de ahí que se tiene el acceso al sentido fallante, o a su inapropiación. ¿Cómo puede, cómo debe escribirse, este pensamiento remi­ tido al no-hay-sentido como a su más propio objeto? Eso es lo que éste no sabe, no puede saber, y es lo que se debe inventar cada vez, a la medida, ahí donde ya ninguna «invención» es posible, [estando] todos los discursos suspendidos. Muy rápido, lo penoso y lo ridículo de la «doctrina» pueden amenazar. Al repetir «un pensamiento finito», se hará levantar el fantasma de un «sistema». O, más simplemente, la sombra lamentable de la «respuesta a todo». Cuando es precisamente de «respuestas a todo» de lo que estamos saturados, y vacíos. No, la «finitud» no es una nueva respuesta ni, por lo demás, una nueva pregunta. Ella es, como ya se ha dicho, una respon­ sabilidad frente al no-hay-sentido del que todo el sentido está afectado, frente a lo que debe ser, y hacer, nuestro sentido. Una responsabilidad del pensamiento portada sobre el límite de to­ das nuestras significaciones y, en consecuencia también, como no se lo cesa de mostrar aquí, de la significación de «finitud». Ningún sentido de las palabras «fin» y «finito» nos permite pen­ sar eso de lo que el índice, tendido a la extremidad de nuestra historia, porta el nombre de «finitud» —o, asimismo, el nombre de absoluto de la existencia. No puede haber ahí ni doctrina ni sistema. Sino, un rigor. No es por azar si la filosofía contemporánea —y en primer lugar, en su singularidad francesa— ha pensado en un formida­ ble levantamiento de lengua, un forcejeo de escrituras (bautiza­ das «retórica» o «preciosidad» por aquellos que no disciernen la época, ni sienten la dureza del pensamiento). Una vez más, como ha ocurrido en cada gran ruptura del sentido, la filosofía no se podrá ya escribir de la misma manera. Ni la poesía. És­ tas no se escribirán ya, acaso, ni «filosofía» ni «poesía». Esas palabras que no acaban de terminar portan todo lo que está en juego en la cuestión del sentido —y para empezar el hecho mis­

mo de que una «cuestión» del sentido finito no sea una cuestión que se pueda articular en los términos del sentido, aunque tam­ poco se la pueda desarticular en los términos de un sin sentido, y el hecho, en consecuencia, de que no sea ni siquiera una «cuestión». No «¿qué es el sentido finito?», sino solamente: «La finitud del ser suspende el sentido de lo que es el sentido». ¿Cómo escribirlo? Rimbaud: ¿Cómo actuar, oh corazón robado? Hay ahí decepción, y sufrimiento: es por ello que el pensa­ miento es duro. Pero hay decepción porque hay espera, y hay espera porque hay, ya, sentido. No es una promesa que no fuese mantenida. Nada es prometido a la existencia. Así, la decepción misma es el sentido. Entonces, eso mismo hay que pensarlo. Eso no es absurdo. Eso hace existencia (y comunidad, historia, libertad). Pero pen­ sarlo hasta el extremo pone fin al pensamiento: sólo un pensa­ miento finito está a la medida de esta extremidad. Del sentido finito no se recogen ni siquiera los vestigios, o los minúsculos fragmentos. No se los recoge, y es el sentido, un punto, eso es todo. Siempre se ha hablado ya demasiado, pensado demasia­ do. Pero nunca aún suficiente, porque cada vez, eso recomienza. ¿Y qué es «una vez» de existencia? ¿Un «aquí-ahora»? ¿Qué es un nacimiento, una muerte, una venida singular a la presen­ cia? ¿Cuántas veces ocurre eso en una vida? ¿En una historia? ¿Y por cuánto en una comunidad? El evento del sentido, en tanto que falta, no es ni el continuo de una substancia, ni la rareza discreta de una excepción. Sino, el ser —del que el pen­ samiento es la ética ontológica de ese «ni, ni» estrictamente mantenido en suspenso, sin relevo y sin abismo. El pensamiento se ahonda ahí hasta su fuente. Él sabe esta fuente, su ser mismo, como lo que no es en sí ni pensamiento, ni impensado, ni impensable —sino sentido finito del existir. Se ahonda hasta su fuente y, así, en tanto que pensamiento, abre y agota de nuevo su fuente, la recoge y la dispersa. El pensamien­ to debe pensarse como lo que se pierde en el pensamiento, y de pensar, necesariamente, si el sentido que piensa es el de las finitudes innumerables, y de las apropiaciones de nada! Estaríamos tentados de escribir «Si un pensamiento finito no surge, si no encuentra su escritura, no habremos pensado nuestro tiempo». Como si, en semejante imperativo, conociése­

mos y anticipásemos una esencia del pensamiento finito, con su forma, si no su norma. Pero no: un pensamiento finito está ya a la obra, o se des-obra, ya anterior y ya posterior a lo que se pueda decir de él, aquí o en otra parte. Está escrito aquí, pero antes y después de este «aquí», finalizándolo ya, y todavía no. Ya para ayer, y ya para mañana haciendo y llevando el sentido —pensamiento que ya no lo tiene que imponer, y ni siquiera proponer, pero que debe, con todos sus recursos de pensamien­ to, exponerse a lo finito del sentido. Múltiple, cada vez singular —¿qué es «una vez» de pensamiento?, ¿qué es un pensamien­ to?—, duro, cada vez atrincherado, tan material como este tra­ zo de tinta, y sin embargo huidizo, un pensamiento finito, sola­ mente uno. Agosto de 1990

Los textos que siguen están todos preocupados, de una u otra manera, por la «finitud» y por la «existencia» en tanto que ésta es su absoluto. Están colocados en un orden que, por ello, se deriva de una determinada lógica, y no sigue sus fechas. És­ tas, lo mismo que la diferencia de los propósitos, explicarán ya sea los desplazamientos, ya sea las repeticiones de motivos. Las circunstancias de las publicaciones anteriores se indican, cuan­ do hay lugar a ello, al final del volumen. Todos los textos han sido modificados de manera más o menos importante.

LO EXCRITO

De una corta reflexión sobre Bataille y su comentario, yo quisiera solamente introducir a una palabra, lo «excrito». ¿Por qué a partir de Bataille? A causa de una comunidad con él que va más allá, y que se pasa de la discusión teórica (que puedo imaginar viva, si no es que dura, con lo que se podría llamar la religión trágica de Bataille). Esta comunidad proviene del he­ cho de que Bataille me comunica inmediatamente la pena y el placer que provienen de la imposibilidad de comunicar cual­ quier cosa sin tocar el límite en el que el sentido todo entero se derrama fuera de sí mismo, como una simple mancha de tinta a través de una palabra, a través de la palabra «sentido». A ese derramamiento del sentido que produce el sentido, o a ese de­ rramamiento del sentido a la obscuridad de su fuente de escri­ tura, yo lo llamo lo excrito. *** Se vuelve urgente el cesar de comentar a Bataille (incluso si su comentario explícito, publicado, es todavía bastante magro). Deberíamos saberlo, Blanchot nos lo ha dicho a media voz, como le convenía, rehusándose a comentar ese rechazo del co­ mentario. (En un sentido, hay que dejarlo todo, de inmediato, con Blanchot, a la «interrupción del discurso [...], una interrupción fría, la ruptura del círculo [...], el corazón que cesa de latir, la eterna pulsión parlante que se detiene».)1

Por lo demás, no se puede tratar de un «rechazo». No ha habido, y no habrá jamás nada de simplemente reprensible, ni de simplemente falso en el hecho de comentar lo que, habién­ dose avanzado ya en la escritura, se ha propuesto ya al comen­ tario, y en verdad ha comenzado ya a comentarse a sí mismo. Pero ése es el equívoco de Bataille: él se ha empeñado en el discurso, y en la escritura, lo suficientemente lejos como para someterse a toda la necesidad del comentario. Y en consecuen­ cia a su servilismo. Él ha propuesto un pensamiento lo suficien­ temente adelantado como para que su seriedad le retire la sobe­ ranía divina, caprichosa, desvaneciente, que era sin embargo su único «objeto». (Este límite desgarrante, desolante y alegre, ali­ gerado, esta liberación del pensamiento que no abdica —al con­ trario— pero que ya no tiene, o aún no tiene razón de ser. Esta libertad de antes de todo pensamiento, y de la que nunca será posible hacer un objeto, o un sujeto.) Pero cuando se hurtó a ese gesto, a esta proposición y a esta posición de pensador, de filósofo, de escritor (y él se hurta sin cesar, no acabando sus textos, y menos aún su «suma» o su «sistema» de pensamiento, no acabando ni siquiera sus frases, ocasionalmente, o bien obstinándose a retirar mediante una sintaxis descentrada, desviada, lo que el encadenamiento de un curso de pensamiento depositaba como una lógica o como un propósito) —cuando se ha hurtado, ha hurtado también el acce­ so a lo que nos comunicaba. «Equívoco»: ¿es ésta la palabra? Quizás, si se trata del equí­ voco de una comedia, de un simulacro —que no hay que dudar de imputarle también. Bataille siempre ha representado la impo­ tencia de acabar, el exceso, tendido hasta romper la escritura, de lo que hace la escritura: es decir, de lo que simultáneamente la inscribe y la excribe. La ha representado, puesto que ha escri­ to sin cesar, escribiendo por doquiera, sin cesar, el agotamiento de su escritura. Esa representación, esa comedia, las ha dicho, las ha escrito. Se ha escrito culpable de hablar del vaso de alco­ hol en lugar de beberlo y emborracharse. Emborrachándose de palabras y de páginas para decir y para ahogar al mismo tiem­ po la culpabilidad inmensa y vana de esa representación. Sal­ vándose también por ese lado, si se quiere, y siempre demasia­ do seguro de encontrar la salvación en la representación mis­ ma. Así, sin apartarse de una comedia harto visiblemente cris­

tiana de confesión y de absolución, y de recaída en el pecado, y de nuevo de abandonarse al perdón. (El cristianismo en tanto que comedia: la reparación de lo irreparable. El propio Bataille ha sabido en qué medida el sacrificio era una comedia. Pero no se trata de oponerle el abismo de un «puro irreparable». Es una libertad más alta, más terrible quizás, pero de otra manera, la que debe liberamos del espíritu de catástrofe que nos domina.) Esta comedia es también la nuestra: un sacrificio de la escri­ tura, por la escritura, que la escritura redime. No cabe duda de que algunos fueron a dar en la comedia, con respecto a lo que fueron, a pesar de todo, la discreción y la sobriedad de Bataille. No cabe duda de que se ha hecho demasiado en relación a este arrancamiento de uñas a la mano del escritor, en relación a esta sofocación en los subterráneos de la literatura y de la filo­ sofía. A menos que uno haya a toda prisa reconstituido secuen­ cias de pensamiento, colmado las brechas con ideas. (Comenta­ rio en los dos casos.) Eso no compromete a ninguna crítica de los comentarios de Bataille (y si ese debiera ser el caso, yo esta­ ría implicado en ello). Los hay poderosos e importantes, y sin los cuales no podríamos ni siquiera plantear la cuestión de su comentario. Pero en fin, Bataille escribía: «yo quiero despertar la más grande desconfianza contra mí. Yo hablo únicamente de cosas vi­ vidas; no me limito a los procedimientos de la cabeza» (VI, 261). ¿Cómo no ser alcanzado por esta desconfianza? ¿Cómo pro­ seguir simplemente la lectura, luego cerrar el libro, o cómo ano­ tar sus márgenes? Si subrayo solamente ese pasaje, y si lo cito, como acabo de hacerlo, la traiciono ya, lo reduzco a un «estado de intelección» (como Bataille lo dice en otro lugar). Sin embar­ go, él se había ya reducido él mismo a alguna cosa en la que la intelección, ciertamente, no lo agota todo, pero no por ello deja de vigilar la escena. En otro lugar, aún, Bataille escribe que la escritura es la «máscara» de un grito y de un no-saber. ¿Qué hace entonces esta escritura que escribe eso mismo? ¿Cómo no enmascararía eso que, pór un instante, desvela? ¿Y cómo no en­ mascararía, a fin de cuentas, esa máscara misma que dice ser, y que dice aplicar sobre un «silencio que grita»? El golpe es impa­ rable, la maquinaria o la maquinación del discurso es implaca­ ble. Muy lejos de surgir y de ensordecernos, el grito (o el silen­ cio) ha sido hurtado en su nominación o en su designación, bajo

una máscara tanto menos identificable por cuanto se la ha pre­ tendido mostrar, nombrarla ella también, para denunciarla. El equívoco es pues inevitable, es insuperable. Éste no es otra cosa que el equívoco del sentido mismo. El sentido debe significarse, pero lo que produce el sentido, o el sentido del sen­ tido, si se quiere, no es en verdad otra cosa que «esta libertad vacía, esta transparencia infinita de lo que, en fin, ya no tiene más la carga de tener un sentido» (VI, 76). Bataille no ha cesa­ do de rechazar esta carga, no ha escrito sino para descargarse de ella —para alcanzar la libertad, para dejarse alcanzar por ella—, pero escribiendo, hablando, no podía dejar de ponerse a cargo una vez más de alguna significación. «Consagrarse por una posición de principio a ese silencio y filosofar, hablar, es siempre confuso: el deslizamiento sin el cual el ejercicio no existiría es entonces el movimiento mismo del pensamiento» (XI, 286). El equívoco, es el de pasar por el pensamiento para despojar la experiencia del pensamiento. Eso es la filosofía, eso es la literatura. Y, sin embargo, la experiencia despojada no es una estupidez —incluso si hay en ella estupor. El menor comentario de Bataille lo compromete en una di­ rección de sentido, hacia algo unívoco. El propio Bataille, cuan­ do quiso escribir sobre el pensamiento con el cual entraba él en mayor comunidad, escribió Sobre Nietzsche, en un movimiento esencialmente orientado a no comentar a Nietzsche, a no escri­ bir sobre él. «Nietzsche escribió “con su sangre": quien lo critica o, mejor aún, lo experimenta no puede hacerlo sino sangrando a su vez.» «Que no se dude de ello un instante más: no se ha en­ tendido una palabra de la obra de Nietzsche antes de haber vi­ vido esta disolución estrepitosa en la totalidad» (VI, 15,22). Pero lo mismo vale en relación a todo comentario, de cual­ quier autor, de cualquier texto que sea. En un escrito, y tam­ bién en un escrito de comentario (lo que todo escrito, a su vez, es más o menos), lo que cuenta, lo que piensa (en el límite, si es necesario, del pensamiento) es lo que no se presta sin reservas a la univocidad, ni por lo demás a una plurivocidad, sino que vacila bajo la carga del sentido, y la pone en desequilibrio. Ba­ taille no cesa de exponer eso. Al lado de todos los temas que trata, a través de todas las cuestiones que debate, «Bataille» no es otra cosa que una protesta contra la significación de su dis­ curso. Si se lo quiere leer, si la lectura se coloca de entrada en

rebelión contra ese comentario que ella es, y contra la compren­ sión que ella debe ser, hay que leer en cada línea el trabajo o el juego de la escritura contra el sentido. Eso no tiene nada que ver con el sin sentido, ni con el absur­ do, ni con un esoterismo místico, filosófico o poético. Es en la frase misma —paradójicamente—, en las palabras mismas, y en la sintaxis, una manera, muchas veces torpe o deshecha, sus­ traída en todo caso cuanto le ha sido posible a la operación de un «estilo» («en el sentido acústico-decorativo del ténnino», como dice Borges), de pesar sobre el sentido mismo, dado y reconocible, una manera de estorbar y de oprimir la comunica­ ción de ese sentido, no a nosotros en primer lugar, sino a ese sentido mismo, a su posibilidad de significar y de significarse. Y la lectura debe a su vez permanecer pesante, estorbada, y sin dejar de descifrar, sin embargo siempre de este lado del desci­ framiento. Esta lectura permanece atrapada en la extraña ma­ terialidad de la lengua, ella se acuerda a esta comunicación singular que no se hace solamente por el sentido, sino también por la lengua misma, o más bien, que no es sino comunicación de la lengua a ella misma, sin despejamiento de sentido, en un suspenso del sentido, frágil y repetido. La verdadera lectura avanza sin saber, abre siempre tm libro como un corte injustifi­ cable en el continuum supuesto del sentido. Es necesario que se extravíe sobre esta brecha. Esta lectura —que es para empezar la lectura misma, toda lectura, inevitablemente entregada al movimiento repentino, fulgurante o resbaladizo, de una escritura que la precede y que no alcanzará sí no es re-escribiéndola en otra parte y de otra manera, ex-cribiéndola fuera de ella misma—, esta lectura no comenta todavía (se trata del comienzo de la lectura, de un incipit siempre recomenzado), no está ni en condiciones ni en pos­ tura de interpretar, de hacer significar. Ella es más bien un abandono a este abandono a la lengua en el que el escritor se ha expuesto. «No hay pura y simple comunicación, lo que se co­ munica tiene un sentido y un color...» (II, 315 —y sentido, aquí, quiere decir movimiento, avanzada). No sabe a dónde va, y no tiene por qué saberlo. Ninguna otra lectura es posible sin ella, y toda «lectura» (en el sentido de comentario, exégesis, interpre­ tación) debe volver a ella. Pero así, Bataille y su lector se han desplazado ya en relación

al equívoco. No está por un lado el equívoco del sentido —de todos los sentidos posibles, el equívoco de las univocidades mul­ tiplicadas por todos los «actos de intelección»—, y por el otro el «equívoco» del sentido que se deslastra de todo sentido posible. Se trata en definitiva de algo completamente distinto, y que Ba­ taille sabía: es quizás eso mismo lo que ante todo «sabía», «no sabiendo nada». No se trata de esa maquinaria necesaria e irriso­ ria del sentido que se propone hurtándose, o que se enmascara significándose. Quedarse ahí condena a la escritura sin apela­ ción (seguramente, esta condenación obsesionaba a Bataille), y condena también al ridículo o a lo insoportable a la voluntad de afirmar una escritura hurtada a la intelección e idéntica a la vida («yo he puesto siempre en mis escritos toda mi vida y toda mi persona, ignoro lo que puedan ser los problemas puramente in­ telectuales», VI, 261). Porque es todavía, aún, un discurso pleno de sentido, y que hurta la «vida» de la que había. Lo que hay de distinto, y sin el «saber» de lo cual Bataille no habría escrito, no más que cualquiera otro escribida, es esto: en verdad, el «equívoco» no existe, o sólo existe mientras que el pensamiento considera el sentido. Pero deja de haber equívoco desde que está claro (y eso está claro, forzosamente, antes de toda consideración del sentido) que la escritura excribe el senti­ do tanto como inscribe significaciones. Ella excribe el sentido, es decir que muestra que eso de lo que se trata, la cosa misma, la «vida» de Bataille o el «grito», y para terminar la existencia de toda cosa de la que «es cuestión» en el texto (incluyendo, esto es lo más singular, la existencia de la escritura misma) está fuera del texto, tiene lugar fuera de la escritura. No obstante, ese «afuera» no es el de un referente al cual remitiría la significación (así, la vida «real» de Bataille, signifi­ cada por las palabras «mi vida»). El referente no se presenta . como tal sino por la significación. Pero ese «afuera» —todo en­ tero excrito en el texto— es el retiro infinito del sentido por el cual cada existencia existe. No lo dado bruto, material, concre­ to, reputado exterior al sentido y que el sentido representa, sino la «libertad vacía» por la cual el existente viene a la presencia —y a la ausencia. Esta libertad no está vacía en el sentido de que sería vana. Sin duda, ella no está ordenada a un proyecto, a un sentido ni a una obra. Pero ella pasa por la obra del sentido para exponer, para ofrecer al desnudo el inempleable, el inex­

plotable, ininteligible e infundable ser del ser-en-el-mundo. Que hay —el ser—, o que hay ser, o incluso seres, y singularmente que hay nosotros, nuestra comunidad (de escritura-lectura): he ahí lo que provoca a todos los sentidos posibles, he ahí lo que es el lugar mismo del sentido, pero que no tiene sentido. Escribir, y leer, es estar expuesto, exponerse a ese no-haber (a ese no-saber), y de ese modo a la «excripción». Lo excrito está exento desde la primera palabra, no como un «indecible», o como un «ininscriptible», sino al contrario como esta apertura en sí de la escritura a ella misma, a su propia inscripción en tanto que la infinita descarga del sentido —en todos los sentidos que se le pueden dar a la expresión. Escribiendo, leyendo, escri­ bo la cosa misma —la «existencia», lo «real»— que no está sino excrita, y de la que este estar solo constituye el objetivo [enjeu] de la inscripción. Inscribiendo significaciones, se excribe la presen­ cia de eso que se retira de toda significación, el ser mismo (vida, pasión, materia...). El ser de la existencia 110 es impresentable: se presenta excrito. El grito de Bataille no está ni enmascarado ni sofocado: se hace oír como el grito que no se oye. En la escritura, lo real no se representa, presenta la violencia y la retención inau­ ditas, la sorpresa y la libertad del ser en la excripción donde a cada instante la escritura se descarga de ella misma. Pero «excrito» no es una palabra de la lengua, y tampoco se la puede fabricar, como lo hago aquí, sin ser irritado por su barbarismo. La palabra «excrito» no excribe nada y no escribe nada, hace un gesto desviado para indicar eso que debe sola­ mente escribirse, en el pensamiento mismo, siempre incierto, de la lengua. «Queda la desnudez de la palabra escribir», escri­ be .Blanchot,2 quien compara esta desnudez a la de Madame Edwarda. Queda la desnudez de Bataille, queda su escritura desnuda, exponiendo la desnudez de toda escritura. Equívoca y clara como una piel, como un placer, como un miedo. Pero la com­ paración no es suficiente. La desnudez de la escritura es la des­ nudez de la existencia. La escritura está desnuda porque «excri­ be», la existencia está desnuda porque es «excrita». De la una a la otra pasa la tensión violenta y ligera de ese suspenso del sentido que produce todo el «sentido»: ese goce

tan absoluto que no accede a su propia alegría sino perdiéndose en ella, derramándose en ella, y que ella se presenta como el corazón ausente (la ausencia que bate como un corazón) de la presencia. Es el corazón de las cosas que está exento. En cierto sentido, Bataille debe presentársenos con esta pre­ sencia, que aparta la significación, y que sería, ella misma, la comunicación. No una obra reunida, rendida comunicable, in­ terpretable (siempre, las «Obras completas», tan preciosas y ne­ cesarias, provocan una molestia: ellas comunican completo lo que no fue escrito sino a pedazos y ocasionalmente), sino el resbalamiento finito de una excripción de la finitud. Se descar­ ga ahí un goce infinito, un dolor, una voluptuosidad tan reales que tocarlos (leerlos exentos) nos convence en seguida del sen­ tido absoluto de su no-significación. En cierto sentido aún, es Bataille mismo muerto. Es decir, la exasperación de cada momento de lectura en la certidumbre de que el hombre exista, quien escribió lo que uno. lee, y la evidencia confundidora de que el sentido de su obra y el sentido de su vida son la misma desnudez, el mismo desnudamiento de sentido que los aparta por igual el uno del otro —en toda la separación de una e(x/s)critura. Bataille muerto y sus libros ofrecidos tales y como su escri­ tura los deja: es la misma cosa, es la misma prohibición de comentar y de comprender (es la misma prohibición de matar). Es el alto implacable y alegre que hay que poner a toda herme­ néutica, para que la escritura (y) la existencia, de nuevo, se pue­ dan exponer: en la singularidad, en la realidad, en la libertad de «el destino común de los hombres» (XI, 311). Hablando de la muerte de Bataille, Blanchot escribe: «la lec­ tura de los libros debe abrimos a la necesidad de esta desapari­ ción en la cual ellos se retiran. Los propios libros remiten a una existencia».3

LO INSACRIFICABLE

Según Panfilo, Tales aprendió de los egipcios la geo­ metría, inscribió en un círculo el triángulo rectángu­ lo, y por este descubrimiento inmoló un toro. D ió g e n e s L a ercio,

Vida, doctrina y sentencias de los filósofos ilustres, Libro I

I Es sin duda razonable el atribuir la práctica del sacrificio, lo más tarde, al hombre de Lascaux. Habría que representarse, entonces, para empezar, alrededor de doscientos siglos de sacri­ ficios, luego, los millones de ritos sacrificiales todavía realiza­ dos en nuestro siglo, en la periferia del Occidente, o en algunos de sus repliegues secretos. Esta representación no buscaría solamente el reproducir el espectáculo de sus innumerables altares, o de sus espacios con­ sagrados, de humos que se elevan, de sangre que chorrea, de los alcoholes, o de las aguas que ahí se esparcen, de los frutos, de los panes, de los bienes, de las ofrendas de todo origen que ahí son depositadas. Aunque ese espectáculo debería hacernos to­ mar la medida de una singular ausencia, entre nosotros, para nosotros, del sacrificio. O más bien, de su presencia ambigua, o indistinta. Ahí mismo en donde hay todavía, entre nosotros, al­ tares, sus sacerdotes nos hacen saber que ya no se trata del mismo sacrificio. Volveremos sobre ello. Aquí está todo el asun­ to. Pero lo más frecuentemente, ya no hay ni altares,' ni sacer­ dotes. Y en consecuencia, aquello a lo que el sacrificio está orientado, o bien aquello a lo que nosotros nos representamos que estuvo orientado, la participación, la comunión, la Comuni­ dad, no es tampoco mantenido, o no lo es de la misma manera.

Cada vez que el nihilismo enuncia: «ya no hay más comuni­ dad», enuncia también que ya no hay sacrificio. ¿Podemos reto­ mar este enunciado de un modo que no sea nihilista? Ésa es la cuestión final de este ensayo. *** La humanidad entera, o casi, ha practicado algo que noso­ tros llamamos «el sacrificio». Pero el Occidente reposa sobre otra fundación, en la cual el sacrificio es rebasado, superado, sublimado o relevado de una manera singular. (¿Es decir que éste es él mismo sacrificado? Volveremos sobre ello.) Habría que convocar aquí otra representación: la imagen de la escasa decena de siglos durante la cual, en el borde y luego en el centro de la fundación occidental, el sacrificio se libera de sí mismo, se aligera, se transfigura o se retira. Eso ocurre en los profetas de Israel, en Zoroastro, Confucio, Buda, y ocurre en fin en la filo­ sofía y en el cristianismo. A menos que no convenga decir que eso se cumple como filosofía y como cristianismo, o, si se pre­ fiere, como la onto-teología. Nada, quizás, designa más neta­ mente (aunque obscuramente) el Occidente, como esta asumpción, o subsumción, dialéctica del sacrificio. Y hay que decir que, en efecto, puestos a considerar los límites de la historia propiamente dicha, el espacio indoeuropeo, por lo menos, pre­ senta de entrada el sacrificio debilitado, desplazado, si no es que extinto. Todo ocurre como si el Occidente comenzara ahí donde termina el sacrificio. Ciertamente no basta con decir, como Bataille, por ejemplo, lo ha repetido muchas veces, que una evolución se produjo impulsada por un horror creciente por la inmolación y a la búsqueda de «actitudes religiosas me­ nos chocantes».1Más bien hay que aprehender de esta (aparen­ te) «humanización» del sacrificio no, sin duda, las razones (que se confunden con el origen mismo del Occidente), sino los mo­ tivos [enjeux] profundos. Es lo que quería emblematizar el epígrafe: ese pequeño rela­ to sobre Tales nos remite al tiempo de una mezcla extraña, en la que la ciencia era celebrada por el sacrificio, cuando nosotros sabemos, o cuando nosotros pensamos saber que el origen de la geometría depende precisamente de la disolución de esa mez1. Bataille, CEuvres complétes, GaHimard, t. VII, p. 280.

cía. (De manera análoga, Hegel reporta, con una mezcla de cu­ riosidad interesada y de reprobación, que Jenofonte, a la cabeza de su ejército, ofrecía todos los días un sacrificio, de acuerdo al cual ordenaba sus medidas militares.)2 Hoy, otras ciencias to­ man al sacrificio por objeto: pero, para terminar, éstas nos ha­ cen saber que este objeto está mal construido, que es artificial y, para decirlo de una vez, «una categoría del pensamiento de ayer», a menos que no sea preciso ir al extremo de decir: «en todo caso, en nuestro sistema, el sacrificio no existe sino como cajón vacío, pero también como posición estratégica en la que, desprecio/fascinación, se instaura el rechazo del otro».3 Noso­ tros ya no entendemos el gesto de Tales, no sabemos ni siquiera si, y cómo, éste se comprendía él mismo —pero sin embargo estamos, al parecer, tanto más solicitados, si no es que fascina­ dos, incluso alucinados, por ese gesto mismo. (Sin embargo, hay que hacer aquí este señalamiento: sin duda, el carácter no pertinente de nuestra idea del sacrificio, confrontada a las prácticas no occidentales, 'no contrasta con muchas otras impertinencias, incluso con una impertinencia general. Nosotros no sabemos, en cierto modo, lo que «comer», «besar» o «mandar» quiere decir fuera del Occidente. En ese sentido, nosotros no sabemos nada que no hayamos ya signifi­ cado. Ahora bien, en el caso del sacrificio (y en algunos otros) resulta que la palabra misma que utilizamos es de nuestra in­ vención. Esa palabra latino/cristiana dice algo que no dice nin­ guna palabra venida de otra parte. No traduce: instaura una significación. A fin de cuentas, el «sacrificio», en todas las posi­ bilidades de la palabra, es una elaboración occidental. Sin duda, es posible rechazar el debate, y decir, en todo caso, que lo 2. Enciclopedia. 3. La cuisine áu sacrifice en pays grec, de M. Détienne y J. P. Vemant, Gallimard, 1979, p. 34 (texto de M. Détienne) y p. 134 (texto de J.L. Durand). Esos dos autores insisten, por lo demás, sobre el rol del «cristianismo englobante» (M. Détienne) en la construcción «arbitraría» de la noción etno-anfropológica del sacrificio. Y ciertamente no se equivocan, con la condición de que no olviden que el «cristianismo» (si no la fe de los cristianos) no es lo que.es sino en una doble dialectización filosófica a la cual pro­ cede y a la cual se somete. Y que es la filosofía la que, elaborando la Idea del sacrifi­ cio, cierra el acceso a lo que yo llamo aquí, a falta de una mejor designación, el «sacri­ ficio antiguo». Cuando la investigación antropológica encuentra una diversidad de for­ mas sacrificiales imposible de unificar*, ella es quizás a su vez, de una manera invertida, comandada por este cierre [femieture]. Es por lo menos difícil no pensar que hay una unidad real de ese sacrificio antiguo, aunque nosotros no podamos acceder a ella.

mismo vale con respecto a todas nuestras significaciones. Pero en el caso de la palabra «sacrificio», es notable (aunque ése no sea quizás un caso único) que la palabra nueva pretenda, a la vez, recubrir la significación de otras palabras anteriores, e ins­ taurar una nueva significación, que tiende a abolir o a sublimar las precedentes. Habría en la palabra «sacrificio» un obscuro sacrificio de palabras. Todo el léxico de lo «sagrado» participa en ello sin duda. Pero no puedo detenerme en esto aquí.) n - El pensamiento de Bataille no puede no ocupar [hanter] una reflexión contemporánea sobre el sacrificio. De este pensamien­ to mismo me habré de ocupar más adelante. Por el momento, destacaré solamente tres de sus rasgos distintivos, que le dan su carácter ejemplar: 1) Este pensamiento no sobreviene en absoluto por casuali­ dad, ni por capricho individual, sino que está fuertemente vin­ culado a todo un contexto sociológico, etnológico y antropológi­ co, por un lado, filosófico, teológico y psicoanalxtico por el otro, que lo ha determinado en la primera mitad de este siglo. Entre muchas otras confirmaciones posibles, nos podemos referir, por ejemplo, al libro de Georges Gusdorf, Uexpérience humaine du sacrifica, publicado en 1948, después de haber sido «acome­ tido en cautiverio»:4 su perspectiva es del todo diferente de la de Bataille, a quien sin embargo cita (y a quien Gusdorf conocía personalmente), pero la red de referencias, la importancia con­ ferida al objeto, y la tensión hacia la idea de una necesaria «su­ peración» del sacrificio5 dan testimonio, por encima de estos dos autores tomados como síntomas, de una amplia comuni­ dad de preocupación y de época. Hay en la interrogación del sacrificio algo así como un punto crítico, o cmcial, del pensa­ miento contemporáneo. Quizás se vea mejor, más adelante, a qué se debe esto, y en qué nos concierne. 2) Como es sabido, el pensamiento de Bataille no está sola­ 4. G. Gusdoif, Uexpérience humaine du sacrifice, PUF, 1948, p. VIII. 5. Op. cit., p. 267.

mente marcado por un interés particular por el sacrificio: está ob­ sesionado por él, fascinado. «La carnada del sacrificio» está dicho ahí que no responde a nada menos que a esto: «lo que espera­ mos desde la infancia es esa perturbación [.dérangernent] del or­ den en que nos sofocamos [...] la negación de ese límite de la muerte, que fascina como la luz».6 Se trata nada menos que de «ser la misma cosa que la magnificencia del universo». Y así, Bataille ha podido escribir: «De la cuestión del sacrificio, es ne­ cesario decir que es la cuestión última». Como también es sabi­ do, Bataille no quiso solamente pensar el sacrifieio, quiso pen­ sar según el sacrificio, y quiso el sacrificio mismo, en acto, y por lo menos no dejó de presentarse su pensamiento como un necesario sacrificio del pensamiento. En el mismo movimiento, el motivo del sacrificio empeña en Bataille el gesto sacrificial mismo, el establecimiento de la comunidad o de la comunica­ ción, el arte en su capacidad de comunicación, y en fin el pen­ samiento mismo. 3) Pero también es sabido que un lento desplazamiento, una larga deriva, condujo a Bataille a denunciar la comedia del sacri­ ficio y, en consecuencia, a renunciar a hacer de éste un resulta­ do. Pero ese renunciamiento mismo, sin duda siempre frágil y ambiguo, no resulta. Las preguntas que yo quisiera plantear aquí sin limitarme solamente a Bataille, proceden de lo que su experiencia dé pen­ samiento ejemplifica para nosotros. ¿Qué hay en la fascinación por el sacrificio? ¿De dónde pro­ viene ésta? ¿A qué compromete, en qué se compromete? ¿De qué está hecha en verdad, nuestra relación con el sacrificio? ¿No está ahí todo el Occidente, en cierto sentido, determinado? Y, en consecuencia, ¿esa relación no nos tendría acaso amarra­ dos a la clausura [clófure] del Occidente? ¿No es acaso tiempo, en fin, de levantar el acta del fin del sacrificio real, y de la clau­ sura de su fantasma? ¿No es acaso tiempo, en consecuencia, de inquietarse por una participación y por una comunicación que no debiesen ya nada al sacrificio, y que no dependiesen tampo­ co (pienso en René Girard, y en todo un movimiento cristiano 6. G. Bataille, (Euvres completes, t. XI, Gallimard, 1988, p. 484. Las citas que si­ guen son del tomo VII, pp. 264 y 538.

contemporáneo)* de la revelación de una religión no sacrificial, que no puede sino mantenemos en la rueca del acceso a esta revelación misma? m ¿Cuál es la naturaleza de la relación inicial del Occidente para con el sacrificio? O bien, y para ser más precisos, ¿según qué relación para con los sacrificios del resto de la humanidad (o para con las representaciones de esos sacrificios) el Occi­ * René Girará propone una lectura antropológica de la Biblia y de los Evangelios, y una antropología aclarada por éstos. «El hombre —propone Girard (cfr. Je vois Satan tombercomme l’éclair, Éditions Grasset & Fasquelle, París, 1999, p. 33)— es esta creatura que ha perdido una parte de su instinto animal para acceder a lo que llama­ mos el deseo. Una vez saciadas sus necesidades naturales, los hombres desean intensa­ mente, pero no saben exactamente qué porque ningún instinto los guía. No tienen un deseo propio. Lo pxx>pio del deseo es no ser propio. Para desear verdaderamente, debe­ mos recurrir a los hombres que nos rodean, debemos tomarles prestados sus deseos». Lejos de fundarse en un abstracto pacto social, las sociedades humanas surgen como tales, piensa Girard, a partir de este explosivo contagio de los deseos, o rivalidad mimélica como él la llama: el hombre es rival de su prójimo, de su modelo, en la medida en la que al imitar su deseo desea el mismo objeto que aquél, la misma propiedad, la misma mujer, o el mismo reconocimiento. Las sociedades humanas están fincadas en Satanás, o en la envidia, tensión inconsciente que se acumula y explota en las «pestes» o crisis miméticas que desembocan en un asesinato colectivo en el que «Satanás ex­ pulsa a Satanás» para regenerar su reino (cfr. op. cit., capítulo III). Para Girar el sacrificio es un linchamiento, o la repetición ritual de un linchamiento, que sirve de catarsis o de válvula de escape a una tensión insoportable de las rivalidades miméticas o envidias que tejen una sociedad. Los mitos son los relatos confusos que las distintas sociedades humanas nos transmiten a propósito de estas crisis y de los sacrificios que salvaron el cosmos del caos: una víctima o chivo expiatorio atrajo sobre sí la violencia de todos, y al sacrificarlo éstos se reconciliaron: la violencia. Satanás, expulsó a la violencia; de la vaga conciencia de esta deuda se sigue la divinización de la víctima, y los mitos y rituales asociados a ella. La revelación bíblica y evangélica, y la cruz al centro de ésta, son la denunciación de este mecanismo victimario: el Cristo pone en jaque a Satanás al explicitar su astucia. El sacrificio unánime se vuelve imposible desde el momento en el que la colectividad no es capaz ya de engañarse del todo con respecto a la culpabilidad de la víctima, y desde el momento en el que al reino de la envidia se opone el reino de Dios, o del amor, en el que la infinitud del deseo humano es recuperada o redimida por el «sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celes­ tial» del Evangelio (cfr. Mt. 5, 48). Unamuno, que hace de este mandato imposible su esperanza y su divisa (cfr. Mi religión y otros ensayos breves), también veía en la envidia la herida principal del alma humana (cfr., por ejemplo, su novela Abel Sánchez y su pieza dramática El otro). De René Girard se pueden leer en español, Mentira romántica y verdad novelesca, La violencia y lo sagrado, El chivo expiatorio, La ruta antigua de los hombres perversos y Shakespeare, en Anagrama; Literatura, mimesis y antropología en Gedisa; y Cuando empiecen a suceder estas cosas en editorial Encuentro. pV. del T.]

dente elabora, si podemos decirlo, su propio «sacrificio» (el único quizás, si hace falta insistir, que responde al nombre de «sacrificio»)? Sócrates y el Cristo nos significan que esa relación es deci­ siva, y fundadora. Ahora bien, en uno y otro caso, se trata de una relación a la vez distanciada y repetitiva. Una y otra figura (doble figura de la onto-teología) a la vez se apartan muy deli­ beradamente, y muy decididamente, del sacrificio, y proponen una metamorfosis del mismo, o una transfiguración. Se trata, entonces, ante todo de una mimesis: el sacrificio antiguo es reproducido, hasta cierto punto, en su forma o su esquema, pero es reproducido de tal manera que se revela en él un conte­ nido completamente nuevo, una verdad hasta entonces oculta o desconocida, si no es que pervertida. Por lo mismo, el sacrifi­ cio antiguo es representado, en retomo, como no habiendo constituido sino una imitación previa, una imagen grosera de lo que viene desde ahora a efectuar el sacrificio transfigurado. En el fondo, acaso no haya estrictamente nada que decir del «sacrificio» antiguo, si no es que todas sus representaciones están construidas a partir del sacrificio transfigurado. En cam­ bio, el nuevo sacrificio no proviene de esos esbozos rústicos por vía de simple transmisión, o de generación natural: le hace falta, precisamente, para instaurarse, el gesto de esta «ruptura mimética». -,v

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(Notémoslo, de paso, sin querer demorarnos en ello: ¿hay acaso, para nosotros, «ruptura» alguna que no deba ser «mi­ mética»? ¿No se aplicaría ese principio a las interpretaciones dominantes de lo que nosotros designamos, entre otros, como «muerte del padre» o como «revolución»? ¿En qué medida esas interpretaciones estarían pues en la dependencia del gesto hecho en relación al sacrificio? Es decir, de un gesto en el cual el sacrificio debe ser sacrificado —inmolado, abandonado— para que podamos en fin consagramos (o sacrificamos) a la verdad revelada del sacrificio. Sacrificio al sacrificio por el sa­ crificio del sacrificio. Desde luego, en esta fórmula, el valor de la palabra se desplaza, dialécticamente, a cada instante. Pero ese desplazamiento rinde acaso cuenta, para terminar, de una disolución de todo valor asignable de la palabra, y, entonces, si

tiene todavía sentido el decirlo, de la cosa misma. Volveremos sobre ello.) *** La ruptura mimética del sacrificio occidental (si se quiere: a la occidental..) propone un nuevo sacrificio, que se distingue por un cierto número de caracteres. Eso no quiere decir que todos los rasgos de esos caracteres estén siempre pura y simple­ mente ausentes de los antiguos sacrificios —por más que, por lo demás, sea todavía posible retrazar la verdad de esos «anti­ guos» sacrificios (ese es todo el problema). Pero cuatro caracte­ res son claramente exigidos y presentados por la onto-teología del sacrificio: 1) Es un auto-sacrificio. Sócrates, y el Cristo, son condena­ dos, y lo son, el uno y el otro, mediante una condenación ini­ cua, que en cuanto tal no es representada como sacrificio ni por las víctimas, ni por los verdugos. Pero el desenlace en esta con­ denación, en cambio, es representado como el sacrificio busca­ do, querido, reivindicado por el ser todo entero, por la vida y por el pensamiento, o por el mensaje de las víctimas. Es, en el más pleno sentido de las palabras, y en los dos valores del geni­ tivo, el sacrificio del sujeto. El Fedón no propone otra cosa que un viraje apropiativo de la situación por parte del sujeto Sócrates: él está en prisión, va a morir, y es toda la vida terrestre lo que allí designa como pri­ sión, de la que. conviene liberarse mediante la muerte. La filoso­ fía aparece así, no solamente como el saber de esta liberación, sino como su propia operación: «Ésos que, mediante la filoso­ fía, se han purificado todo cuanto es necesario, ésos viven abso­ lutamente sin cuerpo por toda la continuación de la duración, etc.».7 Así, algunos instantes después de haber pronunciado esas palabras, el filósofo va a beber él mismo, sin vacilar y hasta el fondo, la copa de cicuta, rogando a los dioses «por el feliz suceso de ese cambio de residencia».8 En cuanto al Cristo, es conocida la doctrina pauliniana de la kenosis, de ese gesto por el cual el Cristo «que se encontraba en 7. Fedón, II3c. 8. Ibid., 117c.

la forma de Dios [...] se ha vaciado de sí mismo»9 deviniendo hombre hasta la muerte inclusa. Dios, señor de la muerte de la creatura, se inflige a sí mismo esta muerte, remitiéndose así, a sí mismo y a su muerte, su propia vida y su propio amor expan­ didos en la creación. Para el uno y el otro, el acontecimiento del sacrificio propia­ mente dicho (si es posible todavía decirlo así), la muerte, viene solamente a puntuar y a exponer el proceso y la verdad de una vida que es de parte a parte ella misma el sacrificio. Con el Occidente, no se trata ya de una vida que se mantendría de sacrificios, no se trata siquiera tan sólo, según una expresión muy cristiana, de una «vida de sacrificios», sino que se trata de una vida que sea por ella misma, en ella misma, toda entera sacrificio. San Agustín escribe: «cuando el apóstol nos exhorta a hacer de nuestros cuerpos una hostia viviente, santa, agradable a Dios [...] todo ese sacrificio del que habla, lo somos nosotros mismos».10La vida del sujeto —o lo que Hegel llama la vida del Espíritu— es la vida que vive de sacrificarse. En otro tono, Nietzsche mismo lo testifica, él que por lo demás desconfía de la moral del sacrificio: «"dar su vida por algo" —gran efecto. Pero uno no da su vida por muchas cosas: los afectos, en su conjunto y uno por uno, quieren su satisfacción. [...] ¡Cuántos han sacrificado su vida por las mujeres bonitas —e incluso, lo que es peor, su salud! Cuando uno tiene el temperamento, esco­ ge por instinto las cosas peligrosas: por ejemplo la aventura de la especulación, si uno es filósofo; o de la inmoralidad, si uno es virtuoso. [...] Uno siempre se sacrifica».u 2) Ese sacrificio es único, y es consumado por todos, o más precisamente todavía, todos son reunidos ahí, ofrecidos y con­ sagrados. Aquí también, citemos a San Pablo: «Mientras que todo sacerdote se mantiene de pie cada día, oficiando y ofre­ ciendo muchas veces los mismos sacrificios, que son absoluta­ mente impotentes para quitar los pecados, él .por el contrario, habiendo ofrecido por los pecados un único sacrificio [...] por 9. Epístola a los filipenses, II, 6 y ss. 10. Ciudad de Dios, citado en E. Mersch, Le cor¡)s mystique du Christ, t. II, Desclée, 1951, p. 114 (la referencia dada ahí es imprecisa). 11. Werke, ed. Schlechta, vol. III (Nachlass), Munich, Iíanser, 1956, p. 803.

una oblación única ha rendido para siempre perfectos aquellos a quienes santifica».12 San Agustín dirá: «toda la ciudad de los redimidos, toda la asamblea de los santos, es ofrecida a Dios, en un único sacrificio universal, por el supremo pontífice. Él mis­ mo se ha ofrecido por nosotros en su pasión según la forma del esclavo, a fin de que nosotros deviniésemos el cuerpo de un jefe tan augusto».13 La unicidad del sacrificio se desplaza entonces ella misma —o se dialectiza— con una unicidad ejemplar y que vale como tal (es, para empezar, la de Sócrates; y se podría agregar: de manera general, ¿no es el sacrificio el ejemplo de los ejemplos?), a la unicidad de la vida y de la substancia en la cual o a la cual toda singularidad es sacrificada. Al final del proceso, tenemos a Hegel, por supuesto: «La substancia del Estado “es” la potencia en la cual la subsistencia-por-sí particular de los singulares y la situación de su inmersión en el ser-ahí exterior de la posesión y en la vida natural se experimentan como una nada, y que me­ diatiza la conservación de la substancia universal por el sacrifi­ cio —operándose en la disposición interior que ella implica— de ese ser-ahí natural en particular».14 El discípulo de Sócrates, por su parte, había proporcionado de alguna manera el momento de la exterioridad en esta dialéc­ tica: las Leyes de Platón instituyen la prohibición de los santua­ rios y de los sacrificios privados, tales y como los multiplican, al azar de los momentos y los lugares, «las mujeres en general» y todas las personas inquietas.15 Si los tales sacrificios privados son además ofrecidos por gente impía, es la ciudad toda entera, precisa Platón, la que padecerá por ello. Hay pues comunica­ ción, o contagio, de los efectos sacrificiales, y es a regularla bien que debe velar el sacrificio del Estado. Harto después de Platón, y harto después del propio Hegel (y sin que yo quiera sugerir una simple filiación) Jünger podrá de­ signar así la experiencia moderna de la gueiTa «total»: «\La suma inmensa de los sacñficios consentidos forma un solo holo­ causto que nos une a todos!» —y Bataille citará esta frase, para 12. 13. 14. 15.

Epístola a los hebreos, X, 11-14. Epístola a los füipenses, II, pp. 6 y ss. Op.cit., p. 325 (§546). Leyes, 909d y ss.

saludar en ella la «mística».16 El sacrificio occidental posee el secreto de una participación, o de una comunicación sin límites. 3) Ese sacrificio es inseparable del hecho de que él es la verdad desvelada de todos los sacrificios, o del sacrificio en ge­ neral. No es entonces solamente único, tiene en su unicidad la elevación al principio o a la esencia del sacrificio. Es notable que el Fedón esté enmarcado por dos referencias al sacrificio que llamo «antiguo». Al inicio, en efecto, aprendemos que la muerte de Sócrates tuvo que ser diferida, después del jui­ cio, ya que las ejecuciones estaban prohibidas durante el viaje a Délos, que celebraba cada año la victoria de Teseo sobre el Minotauro: es decir, el fin del sacrificio al que éste obligaba a los ate­ nienses. Al final, en cambio, y como es bien sabido, a punto de morir, paralizado ya a medias por el veneno, Sócrates pronuncia estas últimas palabras: «jGritón, le debemos un gallo a Esculapio; no se olviden de pagarlo!». La interpretación está destinada —es el texto el que lo quiere— a una ambigüedad significativa: o bien Sócrates, quien recobra la salud del alma sacrificando su cuerpo, agradece al dios por su curación; o bien, Sócrates deja detrás de él, con distancia y quizás con ironía, un sacrificio vano en rela­ ción al que realiza en él, en ese momento mismo, la purificación filosófica. Pero de una y otra maneras, la verdad del sacrificio es puesta al día en su mimesis: el sacrificio «antiguo» es una figura exterior, y por ello mismo vana, de esta verdad en la que el sujeto se sacrifica él mismo, en espíritu, al espíritu. Y, por el espíritu, es a la verdad misma que el verdadero sacrificio es ofrecido, es en ella y como ella que él se cumple. A la. mitad del diálogo, consa­ grado a la verdad de la inmortalidad del alma, Sócrates habrá lanzado: «¡En cuanto a ustedes, si me creen, preocúpense poco de Sócrates, pero mucho de la verdad!».17 Después de san Pablo, Agustín, y toda la tradición, Pascal escribirá: «Circuncisión del corazón, verdadero ayuno, verdade­ ro templo: los profetas han indicado que se requería que todo eso fuese espiritual. —No la carne que perece, sino la que no perece».18 16. x. VII, p. 253. 17. Fedón, 91b-c. 18. Pensamientos, edición de la Pléiade 569, Brunschvícg 683.

4) Así, la verdad del sacrificio revela, con la «carne que perece.», el momento sacrificial del sacrificio mismo. Y es precisa­ mente por ello que el último carácter del sacrificio occidental es el de ser él mismo la superación del sacrificio, y su superación dialéctica e infinita. Infinito, el sacrificio occidental lo es ya en la medida en que es autosacrificio, en la medida en que es uni­ versal, y en la medida en que revela la verdad espiritual de todo sacrificio. Pero es todavía infinito, y debe serlo, en la medida en que reabsorbe en él el momento finito del sacrificio mismo, y entonces en la medida en que debe, lógicamente, para acceder a su verdad sacrificarse en tanto que sacrificio. Tal es el sentido del pasaje de la eucaristía católica, consu­ mada en la fínitud de especies sensibles, al culto interior del espíritu reformado. Y tal es la verdad especulativa de ello: «la negación del finito no puede producirse sino de una manera finita; y eso es lo que en general es llamado sacrificio. El sacrifi­ cio contiene la renunciación inmediata a una fínitud inmediata, con el testimonio de que ella no debe serme particular y que yo no quiero tener para mí esta fínitud Aquí la negatividad no puede manifestarse por un proceso interior, porque el senti­ miento no tiene todavía la profundidad necesaria. [...] el sujeto [...] no renuncia en suma sino a una propiedad inmediata y a una existencia natural. En ese sentido, ya no hay más sacrificio en una religión espiritual, y lo que allí se llama sacrificio no puede serlo sino en un sentido figurado».59 IV Mimesis, pues: el sacrificio espiritual no será sacrificio sino en un sentido figurado. En verdad, él es «la reconciliación'con­ sigo misma de la esencia absoluta».20 Mimesis pero repetición: el sacrificio no es superado sino por un modo más elevado, más verdadero, de la lógica sacrificial. La reconciliación de la esencia no deja por ello de exigir, en efecto, el pasaje por la negatividad absoluta y por la muerte. Es por esta negatividad —y es incluso como esta negatividad— que la esencia se comunica con ella 19. Hegel, Filosofía de la religión. 20. Fenomenología del espíritu.

misma. «Sacrificio» quiere decir: apropiación del Sí [Soí] en su propia negatividad, y si el gesto sacrificial ha sido abandonado al mundo de la finitud, no es sino para hacer resaltar mejor la estructura sacrificial infinita de esta apropiación del Sujeto. Por ello, la mimesis exterior del sacrificio antiguo deviene la mime­ sis interior y verdadera del verdadero sacrificio. Bataille escribe, por ejemplo: «En un cierto sentido, el sacrificio es una actividad libre. Una suerte de mimetismo. El hombre se pone al ritmo del universo».21 Se podría llamar a esta mimesis «trans-apropiación», apro­ piación, por la transgresión de lo finito, de la verdad infinita de ese mismo finito. En cierto sentido, ya no hay sacrificio: hay proceso. En otro sentido, ese proceso no vale sino por el mo­ mento de lo negativo, en el que lo finito debe ser aniquilado, y ese momento es el de una transgresión, a pesar de todo, de la ley que es la ley de 3a presencia-a-sí. Ahora bien, esta transgre­ sión se hace en el dolor, incluso en el horror. Para Hegel, por ejemplo, es la cara sombría, sangrante, pero ineluctable de la historia. Pero así, el Espíritu cumple su presencia infinita a sí, y la ley es restaurada, y glorificada. Nietzsche también comprende a veces la historia como la necesidad de sacrificar generaciones enteras, para «reforzar y exaltar por ese sacrificio —en el que nosotros estamos inclui­ dos, nosotros y nuestro prójimo— el sentimiento general de la potencia humana».22 Un sacrificio tal se opone entonces al de los «buenos» que, como lo dice Zaratustra, «crucifican al que inscribe nuevos valores sobre nuevas tablas, y sacrifican su pro­ pio porvenir».23 Pero se opone permaneciendo sacrificio, como Dionisos se opone al Crucificado: es la potencia del desgarra­ miento contra el desgarramiento de la potencia. Pero eso supo­ ne las Ménades, eso supone el orgiasmo, eso supone un punto de desgarramiento y de dolor infinitos. Tal es el resultado de la ruptura mimética: el sacrificio es relevado de sus funciones finitas y de su exterioridad, pero una mirada fascinada permanece fija en el momento cruel del sacri­ ficio en cuanto tal. Como hemos visto, el mismo Hegel que 21. T. VII, p. 255. 22. Aurora, II, 146. 23. En Ecce Homo, «Por qué soy una fatalidad», IV.

abandona el sacrificio religioso reencuentra para el Estado el valor pleno del sacrificio guerrero. (¿Y qué decir del proletaria­ do de Marx, que «posee un carácter de universalidad por la universalidad de sus sufrimientos»?)24Relevando el sacrificio, el Occidente constituye una fascinación por y para el momento cruel de su economía. Y eso, quizás, en la medida misma de la extensión y de la exhibición del sufrimiento en el mundo de la guerra y de la técnica modernas —hasta cierto punto, por lo menos, del cual vamos a volver a hablar. La «carne que no pere­ ce» sigue siendo una carne cortada de un cuerpo adorable, y el secreto de este horror continúa arrojando una luz obscura des­ de el punto central del relevo, desde el corazón del dialéctico: en verdad, es ese secreto el que hace palpitar ese corazón, tenga lo que tenga Hegel al respecto, o bien, y de manera más grave, es el gesto dialéctico el que por sí mismo instituye ese secreto. La espiritualización/dialectización occidental ha inventado el se­ creto de una eficacia infinita de la transgresión y de su cruel­ dad. Después de Hegel y Nietzsche vendrá el ojo fijo en ese secreto, con el sentimiento de una conciencia clara, necesaria e insoportable, el ojo, por ejemplo, de Bataille. ¿Pero qué ve, justamente, este ojo? Ve su propio sacrificio. Ve que no puede ver sino a condición de ima visión insoporta­ ble, intolerable —la de la crueldad sacrificial—, o bien, ve que no ve nada. En efecto, si es todavía cuestión del sacrificio antiguo en el corazón del sacrificio moderno, hay que reconocer que la rup­ tura mimética nos ha hecho perder la verdad antigua de ese sacrificio. O más bien, y como ya lo he sugerido, la ruptura se constituye por la representación de la «pérdida» de una «verdad sacrificial» —y por la fascinación por una «verdad» del momen­ to cruel, sola verdad pretendida conservada de los antiguos ri­ tos. Como sucede en otros lugares determinantes de nuestro discurso occidental, la representación de una pérdida de la ver­ dad —aquí, la verdad de los ritos sacrificiales— conduce direc­ tamente a la representación de una verdad de la pérdida: aquí, la de la víctima, el sacrificio mismo. Después de todo, esta verdad de la pérdida, de la destruc­ ción sacrificial, no se presenta siempre con una claridad total. 24. Crítica del derecho político hegeliano.

Interpretando los antiguos ritos, ésta puede difícilmente condu­ cir su diversidad a la unidad. Del mismo modo que, en nuestros días, los especialistas nos dicen que el «sacrificio» es una no­ ción artificial, del mismo modo es incierto que la conciencia espiritualizante del sacrificio haya sido siempre una concien­ cia clara de su propia recuperación de funciones sacrificiales después de todo heterogéneas. Sería útil el seguir en la teología el destino complicado, y sin duda mal unificado, de las funcio­ nes de remisión de los pecados, de conservación de la gracia y de adquisición de la gloria, para limitarse a las tres funciones que Santo Tomás de Aquino reconoce al sacrificio (y lo mismo valdría sin duda de los tres modos del sacrificio: el martirio, la austeridad, las obras de la justicia y del culto).25 En realidad, una sola cosa es clara, es la interiorización, la espiritualización y la dialectización del sacrificio (o de los sacrificios). Pero esta claridad es ella misma obscura. En efecto, lo que la espiritualización hace aparecer como el sacrificio «antiguo», es una pura economía de trueque del hombre con las potencias divinas. Todo se reduce a esta fórmula del ritual brahamánico (o al menos, a la sola comprensión que nosotros tengamos de esta fórmula): «He aquí la mantequilla, ¿dónde están los do­ nes?».26 La condenación del economismo del sacrificio corre a través de Platón como a través del cristianismo, y Hegel, y Ba­ taille y Girard. Así, el relevo occidental asigna a los ritos anti­ guos una unidad (la del trueque) precisamente hecha para ser rechazada por el relevo, que exige la unidad «espiritual» en la que el sacrificio se entiende que va más allá de sí mismo, al mismo tiempo que'sigue siendo el verdadero sacrificio. Sin duda, se ha discutido mucho esta primera versión, sim­ plista y mercantil de la economía sacrificial. El do ut des ha sido reconocido insuficiente para explicar todo sacrificio. Pero cuan­ do se representa éste como un acceso a la contigüidad de las partes o de las fuerzas del Universo, o bien como una expulsión de la amenaza de la rivalidad en la comunidad, se trata todavía de un economismo general. En verdad, el economismo es el cuadro general de representación en el cual el Occidente toma a priori todo el sacrificio antiguo, y es a un «relevo general» de 25. Suma teológica, Illa, q. 22, 2. C; luego: Ilallae, q. 85, 3 ad 2. 26. Citado en Gursdoxf, op. cit., p. 45.

este economismo que él entiende proceder. Ahora bien, la espi­ ritualización nos ha sin duda rendido, a primera de juego, inca­ paces de comprender la significación propia del sacrificio anti­ guo, en su contexto propio. El que dice a sus dioses: «He aquí la mantequilla, ¿dónde están los dones?», nosotros no sabemos qui­ zás en absoluto lo que dice, puesto que nosotros no sabemos nada de la comunidad en la que éste vive con sus dioses, y de la comunidad de los sacrificantes entre ellos*. Y no sabemos nada de la contigüidad y de la comunicación de las partes del univer­ so. De la misma manera, y para responder a otra acusación que se dirige al sacrificio antiguo.—la de no ser sino un simulacro, en tanto que no viene al autosacrificio—, nosotros no sabemos lo que es la mimesis en ese contexto. A lo más creemos adivinar en ello lo que en ello creía adivinar Lévy-Bruhl, a saber que ésta es m.ethexis, participación (por donde, por lo demás, la cuestión de la mimesis se suma a la de la economía): pero nosotros no sabemos lo que «participación» quiere decir, si no, para noso­ tros, una confusión de identidad, y una comunión cuyo secreto se encuentra, precisamente, en el sacrificio. Andamos pues en círculo en nuestras representaciones. Sólo una cosa es clara: lo que representamos como vínculo, o como comunicación, del sacrificio, no resulta de otra cosa sino de lo que de antemano hemos invertido en la idea del sacrificio. Y eso se resume en la palabra «comunión». Tan bien que habría que decir; de una mimesis/methexis no comunial, nosotros nada sabemos, pero de la comunión, sabemos ante todo que ella implica la negatividad sacrificial, la cual «releva» entonces eso de lo que nosotros no sabemos nada en absoluto (de manera similar, Freud no supo lo que «identificación» quiere decir; y asimismo de manera si­ * Las mandas y los novenarios de la piedad popular acaso guardan algo de ese con- ■ tacto (acaso nos hemos precipitado al pensarlas como mero sincretismo y como mera superstición). Otro ejemplo: el primer canto de la Ilíada (que se presta admirablemente a una lectura girardeana) nos transmite la siguiente oración, hecha por el sacerdote Clises cuando Agamemnón rechaza el rescate que éste le ofrece a cambio de su hija: «¡Dios del arco de plata que proteges a Crisa / y a Cila, sacro albergue, y en Ténedos gobiernas! / Si mi mano sumisa te ha ofrecido sagrarios i donde de toro y cabro asaba pingües piernas, / ay Esminteo, escúchame y fléchalos de guisa / que así paguen mis lágrimas los dáñaos nefarios!» (traducción de Alfonso Reyes/en el vol. XIX de sus Obras completas, Fondo de Cultura Económica, México). Apolo escucha esta oración, y de ella se siguen la peste que enemista a los jefes de los ejércitos griegos, y la cólera de Aquiles, y en el desenlace de ésta los sacrificios humanos que el vencedor de Héctor ofrece a Patroclo en sus funerales. [N. del T.}

milar, hay que preguntarse si Girard sabe lo que quiere decir el contagio de la violencia mimética).27 La denunciación del economismo y de la simulación atravie­ sa, hasta Bataille incluso, toda la dialectización del sacrificio. Ahora bien, esta denunciación, en ella misma ya confusa, se denuncia ella misma. En efecto, y es lo que incontestablemente hay que reconocerle a Bataille, la fascinación por el sacrificio no impide el detectar en su dialéctica (o en su espiritualización) un «economismo» y un «mimetismo» generalizados. El sacrifi­ cio como auto-sacrificio, sacrificio universal, verdad y relevo del sacrificio, es la institución misma de la economía absoluta de la subjetividad absoluta, que en efecto no puede sino mimar el pasaje por la negatividad, de donde ésta no puede, simétrica­ mente, sino reapropiarse o trans-apropiarse infinitamente. La ley de la dialéctica es siempre una ley mimética: si la negativi­ dad Riese propiamente la negación que ella debería ser, la trans-apropiación no podría rebasarla. La transgresión es en­ tonces siempre mimética. Mimética también y, en consecuen­ cia, la comunicación o la participación que es el fruto de la transgresión. Todo ocurre, en definitiva, como si la espiritualización/dialectización del sacrificio no pudiera operarse sino por medio de una formidable denegación de ella misma. Ésta se niega bajo la figura de un sacrificio «antiguo», que pretende conocer y que 27. Cfr. Les carnets de Luden Lévy-Bruhl, PUF, 1949. De un modo general, las rela­ ciones de la mimesis y del sacrificio requieren de un examen que es imposible hacer aquí. Si la mimesis es apropiación del otro por alteración o supresión de lo propio, ¿no tiene ésta una. estructura homóloga a la del sacrificio? (cfr. por ejemplo «Etre personne — ou tout le monde» [«Ser nadie — o todo mundo»], en el análisis de la Pamdoxe de Diderot de Ph. Lacoue-Labarthe, en L'imitation des modemes, Galilée, 1986, p. 35. En cuanto a los vínculos entre sacrificio y mimesis, cfr. también J. Demda, «La pharmacie de Platón», en La disemmation, Senil, 1972, por ejemplo, pp. 152-153.) En esta homolo­ gía, ¿hay que buscar una prioridad? ¿Hay que fundar, pues, el sacrificio sobre la mime­ sis, y por ejemplo sobre una antropología de la livalidad y de ía violencia miméticas (a 3a manera de Girard), que hace del sacrificio una simbolización posterior, y que requiere, para suspender su violencia, de una «revelación»? (En ese caso, y sea cual sea la fineza de los análisis, yo me confieso simplemente extinnjero tanto al carácter pretendidamen­ te positivo de un tal «saber» antropológico, como al o to tipo de «positividad» que se vincula al motivo de una «revelación».) ¿No habría, a la inversa, que entender la mime­ sis a partir de una methexis, de una comunicación / contagio que quizás, fuera del Occidente, no tiene nunca el sentido, que nosotros le prestamos, de una comunión? Lo que nos «capa, y que el «sacrificio occidental» ignora y releva a la vez, es una esencial discontinuidad de la methexis, una incomunicación de toda comunidad. (Cfr. por ejem­ plo, sobre el contagio, Bataille, O.C., VIII, pp. 369-371.)

en realidad fabrica para sus fines, y se aprueba bajo la forma de un proceso infinito de la negatividad, que ella cubre con el nombre «sagrado», o «sacralizante», de «sacrificio». Pero así, ella instala en el corazón de ese proceso la destrucción sacrifi­ cial que ella hace como que abandona al «antiguo» sacrificio. Esta doble operación convoca al centro, simultáneamente, en una ambigüedad dolorosa ¡pénibíe], la eficacia infinita de la ne­ gatividad dialéctica y el corazón sangrante del sacrificio. Tocar a esta denegación, o para decirlo todo esta manipula­ ción, es tocar esta simultaneidad, y es estar obligado a pregun­ tarse si la negatividad dialéctica borra la sangre, o si la sangre, al contrario, debe sin falta brotar de ella. Para que el proceso dialéctico no se quede en comedia, Bataille ha querido que la sangre brote. Ha querido poner en la balanza el cuerpo horri­ blemente lacerado y la mirada —¿azorada o extática?— de un joven chino en el suplicio. Pero al hacerlo, Bataille cumplía en el fondo la lógica del relevo del sacrificio, que quiere arrancarlo a su carácter repetitivo y mimético porque ésta es definitivamen­ te incapaz de saber lo que ocurre, en verdad, con la repetición y con la mimesis28 (o con la methexis), y tampoco con el sacrifico. En cambio, esta misma lógica, que se expone a la vez como ruptura y como repetición mimética del sacrificio, quiere ser por ese movimiento mismo el relevo y la verdad del sacrificio. En­ tonces, hay que pensar que quien está en el suplicio releva, en el éxtasis, el horror que lo azora. ¿Pero cómo pensarlo en verdad, si el ojo que mira, y no el que es aquí mirado, no sabe lo que ve, y ni siquiera si ve? ¿Cómo pensarlo sin que el sujeto de esa mirada se haya apropiado ya, en sí mismo, la dialéctica del azo­ rado y del extático? ¿Cómo pensarlo, pues, sin que la fascina­ ción se constituya ella misma en dominio y en saber dialécticos del sacrificio? Es por ello que, a fin de cuentas, esta fascinación, quizás inevitable, es intolerable. No se trata, hay que decirlo, de sensi­ blería. Pero se trata quizás de cualquier manera de saber lo que quiere decir la sensibilidad o, más exactamente, si la sensibili­ 28. Cfr. «Typographie», op. ciL, en la nota precedente, pp. 238-239: «¿Es revelable la mimesis?». Esta pregunta es acaso la misma que la siguiente: ¿es comunal la methe­ xis? Y es quizás en la construcción teológico-filosófica de la doctrina de la doble hipóstasis crística, en tanto que ésta es también el lugar mismo del sacrificio, y de todas las comuniones posibles, que esas cuestiones se deberían documentar.

dad puede estar fundada al quererse soberanamente sublimada en lo que la devasta. Se trata de saber si el horror no debe ser simplemente —si se lo puede decir— abandonado al horror, que señala que la apropiación transgresiva (la de la muerte del sujeto, y del sujeto de la muerte) es un cebo [leurre] inadmisible. Bataille terminó decidiéndose: «De la nostalgia de lo sagra­ do, es tiempo de reconocer que, necesariamente, ésta no puede llevar a nada, que ella extravía: lo que le falta [manque] al mun­ do actual es el proponer tentaciones. O el proponer unas tan odiosas que valgan con la sola condición de engañar al que tien­ tan».29 Sin duda, la ambigüedad no desaparece del todo en esas frases, y su sintaxis está hecha con el fin de mantenerla: por un lado el mundo actual «carece» [manque] de «tentaciones» ver­ daderamente sagradas, inmediatamente dadas en él y sin recur­ so a la nostalgia; por otro lado, ese mundo «falta» [manque], es decir, esta vez está en falta [