Todorov, Loa géneros del discurso, 01.pdf

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TzvetanTodorov

LOS GENEROS DEL DISCURSO

Traducción

Jorge Romero León

Monte Avila Editores Latinoamericana

Título original Les genres du discours

© Editions du Seuil, 1978 D.R. © M onte Avila E d itores Latinoam ericana, C. A., 1991 Apartado Postal 70712, Zona 1070, Caracas, Venezuela ISBN: 980-01-0865-3 Diseño de colección y portada: Claudia Leal Autoedición electrónica: Imprimatur, artes gráficas Impreso en Venezuela Printed in Venezuela

Los t e x t o s q u e siguen son lo suficientem ente explícitos en sí mismos p a r a qu e sea necesario h a b la r a q u í d e ellos. Adem ás, el prim ero p u e d e ser leído com o un p rog ram a q u e los otros tratarán d e desarrollar e ilustrar. Están agrupados en cuatro secciones. La p rim era es d e carácter g en eral y teórico: en ella se d efinen y se discuten las nociones d e literatura, discurso y g én ero. La segunda está com puesta p o r estudios a cerca d e los gran des «géneros» literarios: la fic c ió n y la poesía, cuyo p ro b lem a com ún vendría a ser el d e la representación a través d el len­ guaje. La tercera sección reúne los análisis d e algunos textos p articu la­ res; estos análisis h a n sido reunidos siguiendo u n a p roblem ática c o ­ m ún d el len guaje y delpsiqu ism o hu m an o: parten d el rech azo d e u n a cierta id ea d e la interioridad e incluso d e la oposición entre lo exterior y lo interior. Finalm ente, la últim a parte está con sagrada a los géneros no literarios, teniendo a llí un lugar im portante las cuestiones a cerca d e los niveles d e análisis y d e la v aried ad d e las fo rm a s verbales. A unque estos estudios están an im ad os p o r un espíritu com ún, el cu a l tiene su origen en la id ea d e qu e la literatura es u n a exploración d e las p oten cias d el lenguaje (de hecho la m ás intensa), fu ero n escritos sepa­ radam ente, entre I97L y 1977; d e a llí ciertas repeticiones, o a l con tra­ rio, ciertas divergencias, que no deseé elim in ar sistemáticam ente, pu es

creo (¡iic el proceso de fo rm a ció n y d e en u n ciación d e u n a id ea p u e d e (al m enos) ser tan instructivo com o su simple en u n ciado. H ay algo pertu rbador en la relectura d e estos textos y qu e tal vez suscitará la reticencia d e m i lector: m e ref iero a l carácter, en cierto m odo intermediario, d e estos textos. No m e interesa la p u ra especula­ ción, tam poco la descripción d e los hechos en sí: no m e can so d e p a s a r d e u n a a otra. El cam po com pleto d e la teoría literaria p osee este estatus interm edio: doblem ente tentado p o r una reflexión totalm ente g en eral y p o r el estudio concreto d e los textos. La m ism a a m b ig ü ed ad se prolon ga incluso en el estilo d e la exposición. Trato d e alejarm e tanto d e un impresionism o que m e p a r ec e irresponsable — no p o rq u e esté privado d e u n a teoría sino porqu e no desea conocerla— com o d e un form alism o terrorista, en el cu al todo el esfuerzo del au tor se agota en descubrir u n a nota a ú n m ás precisa p a r a u n a observación a m en udo pobre. Quisiera q u e mi discurso p erm an eciera perm eable, sin p o r eso volverse inform e; pero, com o se sabe, queriendo g a n a r en los dos cam pos, se corre el riesgo d e p e r d er en am bos: destino p o c o envidiable, a l cu a l sin em bargo no sabría renunciar.

I

Antes de sumergirnos en el abismo de la pregunta acerca de «qué es» la literatura, ayudémonos de un ligero salvavidas: nuestra pregunta no es acerca del ser mismo de la literatura, sino acerca del discurso que, como el nuestro, intenta hablar de ella. La diferencia reside más en el recorrido que en el objetivo final; pero, ¿quién sabe si el camino recorrido no es a fin de cuentas más interesante que la meta en sí? Hay que comenzar por poner en duda la noción misma de literatura, no porque exista la palabra o porque se encuentre en la base de toda una institución universitaria esta noción es obvia. Se podrían encontrar, primero, las razones empíricas de esta duda. Todavía no se ha llevado a cabo la historia completa de esta palabra en todas las lenguas y en todas las épocas; pero una ojeada aun superficial sobre la cuestión revela que ella no ha estado siempre presente. La palabra «literatura», en las lenguas europeas y en su sentido actual, es reciente: data apenas del siglo xix. ¿Se trata entonces de un fenómeno histórico, para nada «eterno»? Por una parte, numerosas lenguas (del Africa por ejemplo) no conocen un término genérico para designar todas las producciones literarias; y ya no estamos en la época de Lévy-Bruhl para encontrar la explicación de esto en la famosa

naturaleza «primitiva» de estas lenguas que ignoraran la abstracción y, de esta manera, a las palabras que designan al género y no a la especie. A estas primeras constataciones se agregaría la de la dispersión que conoce actualmente la literatura: frente a la gran variedad irreductible de escritos que tendemos a agregarle a la literatura, y dentro de pers­ pectivas tan diferentes, ¿quién se atrevería hoy a separarla de aquello que aparentemente no es literatura? Este argumento no es contundente: una noción puede tener derecho a existir sin que le corresponda una palabra precisa del vocabulario; pero conduce a una primera duda sobre el carácter -natural» de la literatura. Sin embargo, un examen teórico del problema no nos brindaría una mayor tranquilidad. ¿De dónde nos viene la certeza de que una entidad como la literatura existe? De la experiencia: estudia­ mos las obras literarias en la escuela y después en la universidad; encontramos este tipo de libros en las tiendas especializadas; estamos acostumbrados a citar autores «literarios» en la conversación corriente. Una entidad llamada «literatura» funciona a nivel de las relaciones intersubjetivas y sociales; esto parece indudable. De acuerdo. ¿Pero qué se ha demostrado con ello? ¿El hecho de que en un sistema más vasto, una sociedad y una cultura determinadas, exista un elemento identificable, al cual uno se refiere a través de la palabra «literatura», demuestra acaso que todos los productos particulares que asumen esa función participan de una naturaleza común, a la cual igualmente tenemos derecho de identificar? De ninguna manera. Llamemos «funcional» a la primera aprehensión de esta entidad, aquella que la identifica como un elemento de un sistema más vasto, y como una unidad que «hace» algo específico dentro de ese sistema; llamemos «estructural» a la segunda, en la cual buscamos ver si todas las instancias que asumen una misma función participan de las mismas propiedades. Los puntos de vista funcional y estructural deben ser rigurosamente diferenciados, aunque podamos pasar perfectamente del uno al otro. Tomemos como ejemplo, para ilustrar la diferencia, un objeto distinto: la publicidad asume, ciertamente, una función precisa en el seno de nuestra sociedad; pero la cuestión se vuelve mucho más difícil a partir del momento en que nos interrogamos acerca de su identidad estructural: ella puede tomar préstamos de los media, visua­ les y sonoros (y aun de otros), puede tener una duración en el tiempo, ser continua o discontinua, servirse de mecanismos tan variados como la incitación directa, la descripción, la alusión, la antífrasis, y así sucesivamente. A la entidad funcional incontestable (admitámoslo por

ahora) no corresponde forzosamente una entidad estructural. Estructu­ ra y función no se implican mutuamente de una manera estricta, aun si entre ellas las afinidades son siempre observables. Se trata más bien de una diferencia de punto de vista que de objeto: si uno descubre que. la literatura (o la publicidad) es una noción estructural, habrá que rendir cuenta de la función de sus elementos constitutivos; recíprocamente, la entidad funcional llamada «publicidad» forma parte de una estructura que es, digámoslo, la sociedad. La estructura está hecha de funciones, y las funciones crean una estructura; pero como el punto de vista es el que determina al objeto de conocimiento, la diferencia no es menos irreductible. La existencia de una entidad funcional denominada «literatura" no implica en absoluto la existencia de una entidad estructural (aunque ella nos incite a buscarla). Ahora bien, las definiciones funcionales de la literatura (lo que ésta hace y no lo que ella es) son muy numerosas. No hay que creer que esta vía conduce siempre a la sociología: cuando un metafísico como Heidegger se interroga sobre la esencia de la poesía, aprehende igualmente una noción funcional de la misma. Decir que «el arte es la puesta en obra de la verdad», o que «la poesía es la fundación del ser a través de la palabra», equivale a formular un deseo sobre lo que el arte y la poesía deberían ser, sin pronunciarse acerca de los mecanismos específicos que los posibilitan a realizar estas tareas. Aunque sea una función ontológica no deja de ser al fin y al cabo una función. Incluso, Heidegger mismo admite que la entidad funcional no corresponde a una entidad estructural, ya que por otra parte, en su investigación, él nos aclara que, «solamente se trata del gran aite». No disponemos de un criterio interno que nos permita identificar toda obra de arte (o literaria), sino solamente de una afirmación acerca de lo que una paite del arte (la mejor) debería hacer. Así pues, es posible que la literatura no sea sino una entidad funcional. Pero yo no tomaré esa vía y admitiré, corriendo el riesgo de decepcionarme al final, que ella también posee una entidad estructural y buscaré saber cuál es. Otros optimistas me han precedido, y puedo partir de las respuestas que ellos han sugerido. Sin entrar en el detalle histórico, intentaré examinar los dos tipos de solución propuestos más frecuentemente. Desde la antigüedad hasta la mitad del siglo xviii, se presenta, implícita o explícitamente, la misma definición en los escritos de los teóricos del arte occidental. Observándola detenidamente, esta defini­ ción contiene dos elementos en desacuerdo: genéricamente, el arte es

una imitación, diferente según el materiai que se utiiice; la literatura es imitación a través del lenguaje, así como la pintura lo es a través de la imagen. Específicamente, no se trata de cualquier imitación, ya que uno no imita forzosamente las cosas reales, sino también las cosas ficticias, las cuales no tienen necesidad de haber existido. La literatura es una ficción: esta es la primera definición estructural. La formulación de esta definición no se realizó en un día y se ha revestido sucesivamente de términos muy variados. Uno puede supo­ ner que es esta propiedad de la literatura la que lleva a Aristóteles a constatar que «la poesía se ocupa más de lo general y la historia de lo particular» (Poética, 1451 b; al mismo tiempo, esta observación apunta también a otra cosa): las frases literarias no designan acciones particu­ lares, las únicas que pueden producirse realmente. En otra época se dirá que la literatura es esencialmente mentirosa, falsa; Frye ha recor­ dado la ambigüedad de los términos «fábula», «ficción», «mito», los cuales se aplican tanto a la «literatura» como a la «mentira». Pero esto no es jus­ to: estas frases no son más «falsas» que «verdaderas»; los primeros lógicos modernos (Frege, por ejemplo) observaron ya que el texto literario no se somete a la prueba de la verdad, que él no es ni verdadero ni falso sino precisamente ficticio. Lo cual, hoy, se ha convertido en un lugar común. ¿Es esta definición satisfactoria? Uno podría preguntarse si no se está aquí sustituyendo la definición de la literatura por una de sus conse­ cuencias. Nada impide que una historia que relate un hecho real sea percibida de manera literaria; no hay que cambiar nada en su compo­ sición, sino decirse simplemente que uno no se interesa en su verdad y que uno la lee «como» si fuera literatura. Uno puede imponer una lectura «literaria» a cualquier texto: la cuestión de la verdad no será propuesta «porque» el texto es «literario». Más que una definición de la literatura, aquí nos es dada, de manera indirecta, una de sus propiedades. ¿Pero puede uno observar esto en todo texto literario? ¿Acaso es por azar que aplicamos voluntariamente la palabra «ficción» a una parte de la literatura (novelas, cuentos, obras de teatro) pero que lo hagamos mucho más difícilmente con la poesía, otra de sus partes? Uno querría decir que, al igual que la frase novelesca no es ni verdadera ni falsa a pesar de que describa un evento, la frase poética no es ni ficticia ni no ficticia: la pregunta no se realiza en la medida misma en que la poesía no cuenta nada, no designa ningún hecho, sino que se contenta, a menudo, con formular una meditación, una impresión. El término específico «ficción» no se aplica a la poesía

porque el término genérico «imitación» debe perder todo sentido pre­ ciso para que continúe siendo pertinente; a menudo, la poesía no evo­ ca ninguna representación exterior, ella se basta a sí misma. La cuestión se vuelve mucho más compleja a partir del momento en que se presta atención a géneros que, a pesar de estar considerados como menores, están presentes en todas las literaturas del mundo (oraciones, exhorta­ ciones, proverbios, adivinanzas, canciones infantiles) y que, evidente­ mente, exponen problemas diferentes. ¿Acaso vamos a afirmar que es­ tos géneros también «imitan», o los vamos a descartar del conjunto de hechos que hemos designado con el nombre de «literatura»? Si bien todo lo que ha sido considerado como literatura no es obli­ gatoriamente ficticio, inversamente, toda ficción no es forzosamente literatura. Por ejemplo, tomemos las «Historias de los casos» de Freud: no sería pertinente preguntarse si todas las peripecias en la vida del pequeño Hans o del hombre de los lobos son verdaderas o no; ellas comparten exactamente el estatus de la ficción: todo lo que uno puede decir es que ellas ilustran bien o mal las tesis de Freud. Tomemos un ejemplo diferente: ¿incluiremos en la literatura todos los mitos, ya que ellos son con toda certeza ficticios? Claro está que no soy el primero en criticar la noción de imitación en la literaaira o en el arte. A lo largo del clasicismo europeo se trató de corregirla para volverla más utilizable. Pues devino necesario darle a este término un sentido más amplio para que fuera conveniente a to­ das las actividades enumeradas; pero entonces se aplicó también a otras cosas, demandando como complemento una especificación: la imi­ tación debe ser «artística», lo cual equivale a retomar el término y a de­ finirlo desde el interior mismo de la definición. En algún momento del siglo xviii se operó la inversión: más que acomodarse a la antigua defi­ nición, se propone otra completamente independiente. Nada más indi­ cativo al respecto que los títulos de los dos textos que marcan los límites de los dos períodos. En 1746 aparece una obra de estética que resume el sentido común de la época: se trata de Les Beaux-Arts réduits á un m ém eprincipe, del abad Batteux; el principio en cuestión es la imitación de la bella naturaleza. En 1785 otro título le hace eco: el Essai d e réunion d e tous les beaux-arts et sciences sous la notion d e Vaccomplissement en soi de Karl Philipp Moritz. Las bellas artes se encuentran de nuevo reunidas, pero esta vez en nombre de lo bello, entendido éste como «un fin en sí mismo». En efecto, la segunda gran definición de la literaaira se sitúa precisamente dentro de la perspectiva de lo bello; aquí, «gustar» vence

a «instruir». Ahora bien, la noción de lo bello se cristalizará hacia finales del siglo xviii en una afirmación del carácter intransitivo y no instru­ mental de la obra. Lo bello, después de haber sido confundido con lo útil, se define ahora por su naturaleza no utilitaria. Moritz escribe: «Lo verdaderamente bello consiste en que una cosa no significa sino lo que ella misma quiere decir; no designa ni contiene sino a sí misma; ella es un todo en sí mismo». Pero lo bello es precisamente aquello que define al arte: si una obra de arte tuviera por única razón de ser la de indicar algo que le es exterior, ella se convertiría en un simple accesorio; en cambio, en el caso de lo bello, se trata siempre de que él mismo constituya lo esencial.

La pintura es el conjunto de imágenes que uno percibe en sí mismas y no en función de otra utilidad; la música, los sonidos cuyo valor reside en ellos mismos. En fin, la literatura es un lenguaje no instru­ mental, cuyo valor reside en sí mismo; o como dijo Novalis, en ser «una expresión por la expresión». Podrá encontrarse una exposición más detallada de esta inversión en la parte central de mi obra Teorías del sím bolo1. Esta posición será defendida por los románticos alemanes, quienes a su vez la dejarán como legado a los simbolistas; ella dominará todos los movimientos simbolistas y post-simbolistas en Europa. Más aún, se convertirá en la base de las primeras tentativas modernas de crear una ciencia de la literatura. Ya sea dentro del Formalismo ruso o del New Criticism, se parte siempre del mismo postulado. La función poética es aquella que coloca el acento sobre el «mensaje» mismo. Aún hoy es la definición dominante, incluso si varía su formulación. A decir verdad, tal definición de la literatura no merece ser calificada de estructural; en ella se nos dice lo que la literatura debe hacer, pero de ninguna manera cómo llega a hacerlo. Sin embargo, la perspectiva funcional muy pronto va a ser completada por un punto de vista estructural: más que ningún otro, es el carácter sistemático de la obra el único aspecto que nos hace percibirla en sí misma. Diderot ya definía de esta manera lo bello; luego se sustituirá en seguida el término «lo bello» por el de «forma», el cual, a su vez, será reemplazado por el de '■estructura». Los estudios formalistas tendrán el mérito (y es por ello que fundan una ciencia de la literatura: la poética) de ser los estudios del sistema literario, del sistema de la obra. La literatura es entonces un «sistema», un lenguaje sistemático que, poniendo el acento en sí mismo,

deviene autotélico; esta es su segunda definición estructural. Examinemos también esta hipótesis. El lenguaje literario, ¿es el único lenguaje sistemático que existe? Sin lugar a dudas, la respuesta es ne­ gativa. No es solamente dentro de campos a menudo comparables a la literatura — como la publicidad— que uno puede observar una orga­ nización rigurosa, e incluso el empleo de mecanismos idénticos (rima, polisemia, etc.), sino también dentro de campos que están en principio bastante alejados del literario. ¿Acaso podemos afirmar que un discurso judicial o político no está organizado, que no obedece a reglas estrictas? Por otra parte, no es por azar que hasta el Renacimiento y, sobre todo, en la antigüedad greco-latina, al lado de la Poética se encontrara siempre la Retórica (es más, habría que decir que ía Poética no se estu­ diaba sino después de la Retórica), la cual tenía la tarea de decodificar las leyes de los discursos no literarios. Se podría incluso ir más lejos y cuestionar la pertinencia misma de una noción como la de -sistema de la obra-, precisamente a causa de la gran facilidad con la que uno puede siempre establecer tal «sistema». La lengua no contiene sino un número limitado de fonemas, y más aún de rasgos distintivos; las cate­ gorías gramaticales de cada paradigma son poco numerosas: lejos de ser poco frecuente, la repetición es inevitable. Se sabe que Saussure formuló una hipótesis sobre la poesía latina, según la cual los poetas inscribían dentro de la trama del poema un nombre propio: el del desti­ natario o el del objeto de la poesía. Su hipótesis llegaba a un impasse, no por falta de paiebas, sino más bien por una sobreabundancia de las mismas. En un poema más o menos largo uno puede encontrar inscrito cualquier nombre. Es más, por qué limitarse a la poesía: «esta costumbre era una segunda naturaleza de todos los Romanos cultos que tomaban la pluma para decir la palabra más insignificante» ¿Y por qué solamente los Romanos? Saussure llegará incluso a descubrir el nombre de Eton en un texto latino que servía de ejercicio para los estudiantes de ese colegio del siglo x d í ; desafortunadamente para él, el autor del texto era un «scholar» del King’s College de Cambridge del siglo x v ii , y el texto no fue adoptado en Eton sino den años después. Debido a que tal facilidad se encuentra en todas partes, el sistema termina no estando en ninguna. Consideremos ahora una pmeba com­ plementaria: ¿todo texto literario es sistemático hasta el punto de que lo podamos calificar de autotélico, intransitivo y opaco? Se puede concebir perfectamente el sentido de esta afirmación en el momento de aplicársela al poema, objeto pleno en sí mismo, como habría dicho Moritz; ¿pero y la novela? La idea de que la novela es un «trozo de vida»

desprovisto de convenciones y, por lo tanto, de un sistema, está muy lejos de nuestra perspectiva; además, este sistema no vuelve al lenguaje novelesco «opaco». Al contrario, este último sirve (al menos en la novela clásica europea) para representar los objetos, eventos, acciones, per­ sonajes. Tampoco puede afirmarse que la finalidad de la novela reside, no en el lenguaje, sino en el mecanismo novelesco, que lo «opaco», en este caso, es el mundo representado. Tal concepción de la opacidad (de lo intransitivo, del autotelismo), ¿no puede aplicarse también a cual­ quier conversación cotidiana? En nuestra época, varios ensayos han sido realizados para amalga­ mar las dos definiciones de la literatura. Pero como ninguna, tomadas aisladamente, es del todo satisfactoria, su simple suma no bastará para hacernos avanzar. Para remediar esta debilidad hay que «articular» las dos, en lugar de agregarlas simplemente o mucho menos confundirlas. Desafortunadamente es lo que frecuentemente sucede. Tomemos va­ rios ejemplos. En un capítulo de la obra de Wellek y Warren, René Wellek trata acerca de la «naturaleza de la literatura». El señala primeramente que «el medio más simple de resolver el problema es precisando el uso parti­ cular que la literatura hace del lenguaje», estableciendo así tres usos principales del mismo: el literario, el cotidiano y el científico. Luego opone, sucesivamente, el uso literario a los otros dos. En oposición al científico, el lenguaje literario es «connotativo», es decir, ambiguo y rico en asociaciones; opaco (al contrario del uso científico del lenguaje, en el cual el signo es «transparente, no llama la atención sobre sí mismo señalándonos sin ninguna ambigüedad su propio referente»); es plurifuncional: no solamente referencial, sino también expresivo y pragmá­ tico (conativo). En oposición al uso cotidiano del lenguaje, el literario es sistemático («el lenguaje poético organiza y concentra las fuentes del lenguaje corriente») y autotélico porque él no encuentra su justificación fuera de sí mismo. Hasta aquí podríamos creer que Wellek es partidario de nuestra se­ gunda definición de la literatura. Colocar el acento sobre una función cualqLiiera (referencial, expresiva o pragmática) nos lleva lejos de la li­ teratura, dentro de la cual el texto vale por sí mismo (esto es lo que se denomina función estética, y era ya la tesis de Jakobson y Mukarovsky en los años treinta). Las consecuencias estructurales de estos puntos de vista funcionales son: la tendencia al sistema y la valorización de todas las facultades simbólicas del signo.

Continúa luego otra distinción, que aparentemente prolonga la oposición entre uso corriente y uso literario del lenguaje. «Es sobre el plano referencial que la naturaleza de la literatura surge más claramen­ te», nos dice Wellek, ya que en las obras más «literarias» «uno se refiere a un mundo de ficción, de imaginación. Las aserciones de una novela, de un poema, o de una pieza de teatro no son literalmente verdaderas; no son proposiciones lógicas». Y es éste, concluye, el «rasgo distintivo de la literatura»: es decir, la «ficcionalidad». En otros términos, hemos pasado, sin siquiera damos cuenta, de la segunda a la primera definición de la literatura. El uso literario ya no se define por su carácter sistemático (y por lo mismo autotélico), sino por la ficción, por proposiciones que no son ni verdaderas ni falsas. ¿Quiere decir esto que la una iguala a la otra? Sin hablar de demostra­ ción, tal afirmación merece al menos una formulación. No hemos avan­ zado más del punto donde Wellek concluye que todos estos términos (organización sistemática, toma de conciencia del signo y de la ficción) son necesarios para caracterizar a la obra de arte; la cuestión que nos planteamos es precisamente ésta: ¿cuáles son las relaciones que unen a estos ténninos? Northrop Frye, de manera comparable, destaca el problema en el capítulo «Fases literales y descriptivas: el símbolo como motivo y como signo», en A n atom ía d e la c rítica 2. También él comienza por establecer una diferencia entre uso literario y no literario del lenguaje (reuniendo así en uno solo los términos de «cotidiano» y «científico» de los cuales hablaba Wellek). La oposición subyacente se encuentra entre la orien­ tación externa (aquello que los signos no son) y la interna (los signos mismos, los otros signos). Las oposiciones entre centrífugo y centrípeto, entre fases descriptivas y literales, entre símbolos-signos y símbolosmotivos, son correlativos a la primera diferenciación. Es la orientación interna la que caracteriza al uso literario. De paso, remarquemos que Frye, al igual que Wellek, jamás afirma la presencia exclusiva de esta orientación en la literatura sino sólo su predominio. Aquí, nuevamente, reencontramos una versión de nuestra segunda definición de la literatura; y una vez más, sin siquiera darnos cuenta, nos deslizamos dentro de la primera. Frye escribe: En todas las estructuras verbales literarias, la orientación definitiva de la significación es interna. En literatura, las exigencias cié la significación externa son secundarias, pues las obras literarias no pretenden ni describir ni afirmar, ya que no son ni verdaderas ni falsas. (...) En literatura, los planteamientos acerca de la verdad y la realidad están

subordinados al objetivo literario esencial, el cual consiste en producir una estructura verbal que encuentre dentro de sí su propia justificación; y el valor representativo o apelativo de los símbolos es mucho menos importante que la estructura de los motivos relacionados entre sí.

En esta última frase ya no es la transparencia sino la no-ficción (la pertenencia al sistema verdadero-falso) lo que se opone a lo opaco. El pasaje que ha pemiitido este paso es la palabra «interna». Ella figu­ ra en las dos oposiciones: en una, como sinónimo de «opaco», en otra, de «ficticio». El uso literario del lenguaje es «interno» debido a que el acento recae sobre los propios signos, y a que la realidad evocada por éstos es ficticia. Pero quizá más allá de la simple polisemia (y de la con­ fusión elemental) existe una implicación mutua entre los dos sentidos de la palabra «interna»: es decir, que toda «ficción» es «opaca» y toda «opacidad» «ficticia». Es lo que parece sugerir Frye cuando afirma en la página siguiente que si un libro de historia siguiera el principio de simetría (de sistema, por lo tanto, de autotelismo), entraría por eso mis­ mo dentro del dominio de la literatura y, en consecuencia, de la ficción. Intentemos ver hasta qué punto es real esta doble implicación, lo cual tal vez nos aclare más acerca de la naturaleza de la relación entre nuestras dos definiciones de la literatura. Supongamos que el libro de historia obedece al principio de simetría (encon trándose así dentro del dominio de la literatura, según nuestra segunda definición); ¿gracias a ello, deviene ficticio este libro (literario, según la primera definición)? La respuesta es negativa. Tal vez sea un libro mediocre de historia, el cual, para salvaguardar las simetrías, está ya preparado para lesionar la verdad. El pasaje aquí se cumplió entre lo «verdadero» y lo «falso», y no entre «lo verdadero-falso» por un lado y «lo ficticio» del otro. Igualmente, un discurso político puede ser alta­ mente sistemático; no obstante, ello no implica que sea ficticio. ¿Hay una diferencia radical, desde el punto de vista de la «sistematicidad» del texto, entre un relato de viajes real y un relato de viajes imaginario, teniendo en cuenta que uno es ficticio y el otro no? El punto de vista del sistema, toda la concentración puesta sobre la organización interna no hacen que el texto sea ficticio. Uno de los recorridos, al menos por todo lo q u e él implica, es impracticable. ¿Y qué ocurre con el otro recorrido? ¿Acaso la ficción implica necesariamente tener un enfoque del contexto? Todo depende del sentido que le demos a esta última expresión. Si lo entendemos en el sentido estricto de recurrencia, o de orientación sintagmática (no paradigmática), como lo dejan suponer cieitas observaciones de Frye,

es cierto que existen textos ficticios desprovistos de esta propiedad: el relato puede estar gobernado únicamente por la lógica de la sucesión y de la causalidad (aunque tales ejemplos sean raros). Si en cambio entendemos aquella expresión en el sentido más amplio de -presencia de una organización cualquiera», entonces todos los textos ficticios po­ seen esta «orientación»; pero difícilmente puede uno encontrar un texto que no la posea. Así, la segunda implicación tampoco es rigurosa y no ten em os el derecho a postular que los dos sentidos de la palabra «in­ terna» sean en efecto uno solo. Una vez más, las dos oposiciones (y las dos definiciones) han sido yuxtapuestas desarticuladamente. Todo lo que podemos retener es que las dos definiciones permiten rendir cuenta, si no de todas, sí de un buen número de obras calificadas frecuentemente de literarias; también, que estas dos definiciones guar­ dan entre sí una relación afín aunque no se impliquen forzosamente. De lo contrario, permaneceríamos en la vaguedad y la imprecisión. Tal vez el relativo fracaso de mi investigación se explica por la naturaleza misma de la pregunta que me planteé desde el comienzo. Constantemente me pregunté: ¿qué distingue a la literatura de lo que no es literatura? ¿Cuál es la diferencia entre el uso literario del lenguaje y el no literario? Ahora bien, interrogándome de esta manera acerca de la noción de literatura suponía ya adquirida la existencia de otra noción coherente: la de la «no-literatura». ¿Acaso no es mejor comenzar por cuestionar esta última noción? Ya sea que nos hablen de escritura descriptiva (Frye), de uso co­ rriente (Wellek), de lenguaje cotidiano, práctico o normal, se postula siempre una unidad que al parecer es de las más problemáticas a partir del momento en que la interrogamos. Parece evidente que esta entidad — la cual incluye tanto a la conversación corriente como a la broma, al lenguaje ritual de la administración y las leyes como al del periodista y el político, tanto a los escritos científicos como a los filosóficos y reli­ giosos— no es una sola. No sabemos cuántos tipos de discursos hay, pero rápidamente nos pondremos de acuerdo en afirmar que hay más de uno. En relación a la noción de literatura, es necesario introducir aquí otra noción genérica: la de «discurso». Se trata de la contrapartida estructural del concepto funcional de «uso» del lenguaje. ¿Por qué se hace nece­ sario esta noción? Porque la lengua produce las frases a partir del vocabulario y de las reglas gramaticales. Ahora bien, las frases no son sino el punto de partida del funcionamiento discursivo: estas frases estarán articuladas entre sí y serán enunciadas dentro de un cierto

contexto socio-cultural; se transformarán en enunciados y la lengua en discurso. Además, el discurso no es único sino múltiple, tanto en sus funciones como en sus formas: todo el mundo sabe que una carta íntima no puede reemplazar a un informe oficial, y que ambos no se escriben de la misma manera. Cualquier propiedad verbal, facultativa a nivel de la lengua, puede volverse obligatoria a nivel del discurso; la escogencia realizada por una sociedad, entre todas las codificaciones posibles del discurso, determina lo que llamaremos su «sistema de géneros». De hecho, los géneros literarios no son otra cosa que una determi­ nada elección entre otras posibles del discurso, convertida en una convención por una determinada sociedad. Por ejemplo, el soneto es un tipo de discurso que se caracteriza por unas leyes suplementarias que recaen sobre el metro y la rima. Pero no hay ninguna razón para que esta noción de género sea limitada sólo a la literatura: fuera de ella la situación no es diferente. En principio, el discurso científico excluye la referencia a la primera y a la segunda personas del verbo, así como el empleo de otros tiempos que no sean el presente. Las «puntas» (o palabras alusivas)3 contienen reglas semánticas ausentes en los otros discursos, mientras que su constitución métrica, no codificada a nivel del discurso, será fijada durante la enunciación. Ciertas reglas discur­ sivas encierran la siguiente paradoja: suprimen una regla de la lengua; así, como lo han demostrado Samuel Levin y Jean Cohén, ciertas reglas gramaticales y semánticas son suprimidas por la poesía moderna. Pero dentro de la perspectiva de la constitución de un discurso, se trata siempre de reglas de más y no de menos; la prueba es que en tales enunciados poéticos «desviados» nosotros reconstituimos fácilmente la regla lingüística infringida: ella no ha sido en verdad suprimida sino más bien contradicha por una nueva regla. Como puede verse, los géneros del discurso dependen tanto de la materia lingüística como de la ideología históricamente determinada de la sociedad. Si admitimos que existe pluralidad de discursos, nuestra pregunta sobre la especificidad literaria debería ser reformulada de la siguiente manera: ¿existen reglas, identificadas intuitivamente, que sean propias y exclusivas de todas las instancias de la literatura? Pero, propuesta de este modo, me parece que la interrogante no puede recibir sino una respuesta negativa. Ya evoqué numerosos ejemplos que certifican que las propiedades «literarias» se encuentran también fuera de la literatura (desde el juego de palabras y la canción infantil hasta la meditación filosófica, pasando por el reportaje periodístico o el relato de viajes);

también señalé la imposibilidad en la que nos encontramos para descubrir un denominador común en todas las producciones «litera­ rias-, a no ser la utilización del lenguaje. Todo esto cambia radicalmente si nos dirigimos, no ya a la «litera­ tura», sino a sus subdivisiones o subespecies, No tenemos ninguna dificultad en precisar las reglas de ciertos tipos de discursos (es lo que siempre han hecho las Artes poéticas-, confundir, ciertamente, lo des­ criptivo y lo prescriptivo); en otros casos la formulación es más difícil, pero nuestra «competencia discursiva- nos hace presentir siempre la existencia de tales reglas. Por otra parte, nosotros vimos que la primera definición de la literatura (la funcional) se aplicaba particularmente a la prosa narrativa, y que en cambio la segunda (la estructural) se aplicaba a la poesía; tal vez no sea un error buscar el origen de estas dos definiciones tan independientes en la existencia de estos dos «géneros» distintos: y es que la literatura considerada en uno y otro caso no es la misma. La primera definición parte del relato (Aristóteles habla de epopeya y tragedia, no de poesía), la segunda parte de la poesía (por ejemplo, los análisis de poemas realizados por Jakobson). De este modo se han caracterizado dos grandes géneros literarios, creyendo cada vez que se estaba caracterizando a toda la literatura. De manera semejante, pueden identificarse las reglas de los discur­ sos juzgados habitualmente como «no literarios». Propondré entonces la siguiente hipótesis: si uno opta por un punto de vista estructural, cada tipo de discurso frecuentemente considerado literario tiene «pa­ rientes» no literarios cuya cercanía le será más próxima que la de cualquier otro tipo de discurso «literario». Por ejemplo, podemos encontrar más reglas comunes entre cierta poesía lírica y la plegaria que entre aquélla y la novela histórica del tipo de La gu erra y la paz. Así, la oposición entre literatura y no literatura cede su lugar a una tipología de los discursos. Y, en mis conclusiones concernientes a la «noción de literatura», reúno a los últimos clásicos y a los primeros románticos. Condillac escribía, en De l ’art d ’écrire. Cuanto más se multiplican las lenguas que ameritan ser estudiadas, más difícil es decir lo que se entiende por poesía, pues cada pueblo posee de ella una idea diferente. (...) Lo propio y natural de la poesía y de cada especie de poema es una convención natural [!]* que varía demasiado para poder ser definida. (...) Sería inútil intentar definir la esencia del estilo poético: no la hay.

Y Friedrich Schlegel, en los fragmentos de A tben aeu m , dice:

Una definición de la poesía puede solamente determinar io que ella debe ser, no lo que en realidad ella ha sido o es; de otro modo ella se enunciaría de la forma más breve: es poesía lo que se ha denominado así quién sabe cuándo, quién sabe dónde.

El resultado de este recorrido puede parecer negativo, ya que consiste en negar la legitimidad de una noción estructural de la «literatura», en poner en cuestión la existencia de un «discurso literario» homogéneo. Si la noción funcional tal vez es legítima, la estructural no lo es. Pero el resultado es negativo sólo en apariencia. Pues en lugar de la sola literatura, aparecen ahora abundantes tipos de discursos que igualmente merecen nuestra atención. Si nuestro objeto de conoci­ miento no ha sido escogido obedeciendo a razones puramente ideo­ lógicas (las orales necesitarían ser explicitadas), ya no gozamos del derecho de ocuparnos únicamente de las sub-especies de la literatura, aunque nuestro lugar de trabajo sea el «Departamento de literatura» (francesa, inglesa o rusa). Citando a Frye una vez más y ahora sin reservas: «Nuestro universo verbal ha alcanzado a ser un universo literario» CA natom ía de la crítica ); o, para citarlo más extensamente: Todo profesor de literatura debería darse cuenta de que la experiencia literaria no es sino el extremo visible de un iceberg verbal: en la parte inferior se encuentra el reino subliminal de las reacciones retóricas que suscitan la publicidad, los presupuestos sociales y la conversación cotidiana; estas reacciones permanecen inaccesibles a la literatura en sí. Si no, ella se encontraría en el nivel de lo más popular junto al cine, la televisión y las tiras cómicas. De ahora en adelante el profesor de literatura tendrá que estar vinculado con la totalidad de la experiencia verbal del estudiante, aunque el 90% de la experiencia de éste sea subliteratura (The Secular Scripturé).

Un campo de estudios coherente, en la actualidad cruelmente fragmentado entre semánticos y literatos, socio y etno-lingüistas, filó­ sofos del lenguaje y psicólogos, requiere entonces de manera imperio­ sa un reconocimiento en el cual la poética cedería sli lugar a una teoría del discurso y al análisis de los géneros. Dentro de esta perspectiva han sido escritas las siguientes páginas.

NOTAS

1 Cf..- Teorías del símbolo. Caracas, Monte Avila, 1981[Nota del Editoñ2 Caracas, Monte Avila, 1977 [A', del E], 3 «Puntas», «indirectas» o «pullas». He preferido traducir «puntas» por ser, al parecer, la palabra de uso más frecuente en el ámbito hispano [Nota del Traductoñ. 4 Marca del autor [N. del T\.

A r ist ó t eles , en el Libro I de su Retórica, formula una distin­ ción cuyo porvenir él mismo ignoraba; para estudiar un discurso, decía, se deben aislar tres factores: «quien habla, el objeto acerca de quien se habla, aquel a quien se habla» (1358 ab), o si se quiere: el carácter del orador, el discurso mismo y las disposiciones del auditor interlocutor (1356 a)1. Codificada en la actualidad por la teoría de la comunicación, esta trilogía (de la cual uno de sus elementos se subdivide en dos: el propio discurso y su objeto) funciona incluso dentro del dominio de la estética, permitiendo clasificar las diferentes concepciones de la obra de arte2. De allí la diferenciación que René Passeron revela entre una poiética, cuyo objeto es la «instauración», la creación de las obras; una estética en sentido estricto, la cual se ocupa de las obras «desde el punto de vista de su recepción», y, entre ambas, las cien cias d el arte (la poé­ tica, la musicología, etc.) que se ocupan de las «estructuras específicas de la obra»3. Quisiera consagrar las páginas que siguen al examen de una de estas fronteras: la diferencia entre p oiética y ciencias del arte, restringiendo todavía dos veces más este último objeto: primero sincrónicamente, limitándome sólo a la literatura (de donde proviene la perturbadora proximidad entre poiética y p o ética ); luego desde el punto de vista diacrónico, escogiendo un momento particular de la historia de la

estética que considero privilegiado: aquel que constituye la obra teórica de Lessing. Partiré entonces de la siguiente pregunta: ¿cuál es la idea que tiene Lessing acerca de la poiética? O de manera más precisa: admitiendo supuestamente un cierto determinismo en el surgimiento de una obra de arte (tal es el caso de Lessing), ¿cómo está constituido este determinismo? ¿Cuáles son las fuerzas, las condiciones que determinan la presencia (o la ausencia) de un elemento artístico cualquiera en la obra, la elección cuyo resultado es la obra? Comencemos por las malas respuestas descartadas por el propio Lessing. La obra no es tal cosa gracias a una realidad de la cual ella sería su transposición. Es decir que no se trata de un determinismo mimético [de imitación]. La actitud de Lessing en relación al principio de imitación, en ese entonces en apogeo, es complejo. Sólo excepcional­ mente se decide a rechazarlo por completo, y en la mayoría de los casos, particularmente en las afirmaciones generales, lo acepta como una evidencia que no se discute («esta imitación que es la esencia del arte del poeta»: L, VII, 1964, p. 78; «aquello que imita a la naturaleza no puede ser un defecto»: DH, LXLX, pp. 321-322)4. Pero es otra intención bien distinta la que particularmente anima a sus análisis, haciendo que la afirmación implícita que éstos contienen resuene a todo lo largo de su obra. En primer lugar recordemos el ejemplo que sirve de punto de partida en el Laocoonte. ¿cómo explicar que el personaje principal de la escultura, aunque padece un sufrimiento atroz, apenas abre la boca? Winckelmann lo explica basándose en el carácter noble de los griegos, en otras palabras, en el principio de imitación. «Sea cual sea la pasión que expresen las obras de arte griegas, ellas traicionan un alma grande y serena» (Z, I, 1964, p. 53). No obstante, Lessing señala que en las obras literarias que representan los mismos griegos de noble simpleza y serena grandeza (como en el Filoctetes de Sófocles), los personajes gimen, lloran y se quejan como cualquier otro ser humano. Sin embargo, es verdad que la boca petrificada de Laocoonte apenas está contraída. ¿Cómo explicarlo? Lo que ocurre es que las leyes de la escultura imponen representar el dolor de una manera muy distinta a las de la poesía. La escultura y la pintura no pueden representar sino un solo momento de la acción; entonces hay que elegir el momento más fecundo; «ahora bien, es fecundo sólo para quien deja un campo libre a la imaginación» (Z, III, 1964, p. 68). No hay que escoger entonces el momento de paroxismo, sino aquel que lo precede o sigue. Del

mismo modo, «ya que este instante único adquiere a través del arte una duración inmutable, no debe expresar aquello que se considera transitorio» ( ibicL ). De esta forma quedan explicadas otras escogencias de los pintores antiguos (los cuadros de Ayax, de Medea). Lessing concluye: Examinando los motivos indicados para explicar la moderación del do­ lor físico que el autor clel Laocoonte ha aportado, encuentro que todos han sido extraídos ele la naturaleza misma ( von d er eigenen B eschaffenheít) del arte, de sus exigencias y límites necesarios (Bedürfnissen) (Z, IV, 1876, p. 27).

Los motivos o las razones de la presencia de cualquier elemento en la obra no se encuentran situados fuera del arte, en la realidad griega que estaría siendo imitada, sino en el principio constitutivo de cada arte, en las condiciones impuestas a la obra por su propia forma. En sus Traités sur la fa b le [Tratados sobre la fábula\, Lessing recuer­ da una exigencia que el crítico suizo Bodmer había formulado a propó­ sito de los autores de fábulas.- éstos observan el comportamiento de los animales en el campo, en particular en la caza, para descubrir en ellos las características que los asemejan a los hombres. Lessing responde: «El profesor puede ahorrarse el trabajo de ir con su alumno a la caza si él supiera practicar una especie de cacería a las antiguas fábulas» ( GW, IV, p. 84). Más vale conocer las leyes del género dentro del cual se escribe que entregarse a la observación de los seres de los cuales se está hablando. En la D ram aturgie d e H am bourg [La dram aturgia d e H am burgo], Lessing se interroga acerca de las relaciones que mantiene la ficción literaria con la verdad histórica. Si la obra estuviera determinada por lo que ella representa (imita), la verdad histórica más grande engendraría la obra más perfecta. Lessing invierte la relación: si los hechos históricos pueden, eventualmente, servir a la ficción, no es sino en la medida en que ellos se conforman según ciertas exigencias, precisamente las del arte (y aquí Lessing cita, aprobándolo, a Aristóteles, para quien no es lo verdadero sino lo verosímil aquello que conviene a la poesía). Si el poeta tiene necesidad de hechos históricos, no es simplemente porque sucedieron, sino porque difícilmente podría inventar otros que convengan mejor al objetivo de ese momento. (Zwecke) (...) ¿Cuál es la primera cualidad que surge de un relato histórico digno de fe? ¿No es acaso su verosimilitud intrínseca? ( innere W ahrscheinlichkeit)? (XIX, pp. 94-95).

El discurso histórico en sí mismo está determinado, no solamente por los hechos que relata, sino también por las leyes que le son propias; esto es aún más cierto para la poesía. Esto llevará a Lessing a concluir lo siguiente: siempre me parece que, en relación a los personajes, es menos grave no ser fiel a los caracteres que ellos tienen en la historia que buscar en sus caracteres libremente escogidos, ya sea la verosimilitud intrínseca o el aprendizaje que de ellos debe desprenderse (XXXIV, p. 166).

Es la verosimilitud intrínseca y no la verdad extrínseca quien modela a la obra. No es el objeto imitado, el referente, el factor determinante de la obra; hay entonces que descartarlo de la poiética. Luego, antes y ahora, surge fácilmente otra respuesta: este nuevo factor es el autor; él es quien decide volver los personajes alegres o tristes, quien les transmite sus ideas y sus obsesiones, quien escoge cada palabra, cada letra de su texto... El rechazo de Lessing será aquí menos directo pero aún más cerrado. Cualquiera que sea la obra que él analiza, jamás se interesa en la personalidad del autor, como si éste no fuera tampoco un factor determinante de la obra. Ya escribía en Lettressurla littérature m o d em e [Cartas sobre la literatura m oderna] lo siguiente: «¿Para qué nos interesa la vida privada de un escritor? Rechazo extraer de allí el comentario de sus obras» (GW, IV, p. 103); y, de una manera más extensa, se explica en D ram aturgie d e H ambourg, en la cual considera particularmente la curiosidad del público (y de los críticos) por la personalidad del autor: ¿Cómo entonces se imaginan que está hecho un poeta? ¿En forma distinta a cualquier otro hombre? (...) ¿Qué débil impresión ha debido causar la obra teatral si, en el momento mismo, ella no inspira otro deseo que el de ir a comparar la figura del autor con la de su obra? Una verdadera obra maestra, me parece, se adueña de nosotros de tal manera que perdemos de vista a su autor y que consideramos su obra no tanto como el trabajo de un individuo sino como el producto de la naturaleza impersonal. (...) Así, en el fondo, un genio debería sentirse poco alabado del deseo que le manifiesta el público de conocer su persona. Es más: ¿qué ventaja le proporciona eso sobre la marmota que el pueblo curioso desea igualmente ver? También es verdad que la vanidad de los poetas franceses se ha adaptado muy bien a ello (XXXVI, pp. 179-180).

Lessing agrega este argumento paradójico que recuerda la parábola de Henry James en La ca sa natal:

Sospecho que la belleza extraordinaria del poema de Homero es la verdadera razón que explica por qué sabemos tan poco de su persona y su vida. Ante un vasto río de rugientes aguas permanecemos sorpren­ didos, sin soñar en la débil fuente escondida en las montañas. Así mismo no queremos saber, deseamos olvidar que Homero, el maestro de escuela de Esmirna, el mendigo ciego, es el mismo de las obras que tanto nos encantan. El nos lleva donde se encuentran los dioses y los héroes, y habría que sentirse allí muy aburrido para ponerse a averiguar quién es el anfitrión que allí nos ha llevado (ib id j.

La verdadera obra de arte no tiene autor: se ignora todo de la vida de Homero «porque» sus poemas nos satisfacen cabalmente. No es el individuo quien escribe sino un espíritu impersonal. De este modo, luego del factor realista, se encuentra descartado el de la psicología individual: ni el referente ni el autor hacen de la obra lo que ella es. Antes de pasar al aspecto positivo de la concepción de Lessing, antes de buscar lo que es la poiética — pLies ya establecimos lo que ella no es— , hay que agregar que no debe comprenderse esta actitud de Lessing como una versión cualquiera de la teoría del «arte por el arte». Lessing rechaza la determinación externa, pero exige también del arte una finalidad que lo vuelva trascendente. En el Laocoonte reclama que el nombre de obra de arte sea acordado sólo a las obras que no se sometan a ninguna exigencia externa (fundamentalmente religiosa): «Quisiera que no se aplicase el nombre de obras de arte sino a aquellas donde el artista ha podido mostrarse tal cual, es decir, donde la belleza sea su solo y único principio» (IX, 1964, p. 93)5. Pero eso no qLiiere decir qLie la prodLicción de la obra sea un fin en sí mismo (lo erial sería la tesis de Moritz y de Novalis): Lessing pertenece a un siglo en el que los imperativos morales dominan todo; su teoría, al menos en parte, es, en la terminología de Abrams, «pragmática», es decir, orientada hacia el lector, de allí las advertencias tan netas como éstas: Inventar e imitar en función de un cierto diseño (Absicht) es lo que dis­ tingue al hombre de genio de los pequeños artistas, quienes inventan por inventar e imitan por imitar: ellos se conforman con el pequeño pla­ cer de permanecer adheridos al uso de los medios y formas que em­ plean; ellos convierten a estos medios en su único diseño (DII. XXXTV, p. 169).

La no contradicción de estos dos enunciados define con precisión la posición histórica de Lessing (después de un cierto «clasicismo» y antes del «romanticismo», como está escrito en los manuales): la belleza es el

único principio del artista, pero el arte no debe ser sin embargo autotélico. Frente a esta mala versión de la poiética, que busca las causas de la obra fuera del arte — llamémosla «exogénesis»— , Lessing va a defen­ der con brío una nueva concepción, la cual es al mismo tiempo su principal contribución a la estética, la endogénesis de las obras. La pre­ sencia o la ausencia de un elemento dentro del texto está determinada por las leyes del arte que se practica. Esta afirmación general se especifica y diversifica en múltiples nive­ les. En primer lugar, las leyes de la poesía son diferentes a las leyes de las otras artes, de la pintura en particular, ya que el material de la una es el lenguaje y el de la otra, en cambio, la imagen (o, en el caso de la música, el sonido, etc.). El material impone sus condiciones a las obras: es esta la gran tesis del Laocoonte, demasiado conocida para ex­ ponerla aquí en detalle6. Ya vimos cómo ella permite explicar los gemi­ dos en Filoctetes, de un lado, y la ligera contracción de la boca del propio Laocoonte por otro. Pero el ejemplo más impactante de su apli­ cación es el análisis de las descripciones homéricas. El material lin­ güístico, lineal en el espíritu de Lessing, vuelve la descripción literaria — es decir, la suspensión del tiempo— indeseable. Ahora bien, las des­ cripciones de Homero son perfectas. ¿Cómo es esto posible? Homero, sensible a las restricciones del material empleado, jamás describe los objetos en sí mismos, sino siempre un proceso, así sea tan temporal como el del lenguaje: el de la fabricación o la utilización del objeto. Si, por ejemplo, Homero desea mostrarnos el carro de Juno, Hefestos tiene que construirlo pieza por pieza ante nuestros ojos. (...) ¿Desea Homero mostramos el traje de Agamenón? Hace falta que el rey se vista frente a nosotros, que se ponga, pieza por pieza, la fina túnica, el gran manto, los bellos coturnos y la espada.

Lo mismo ocurre con el cetro de Agamenón, el escudo de Aquiles y el arco de Pandaro. Asi, las diversas partes del objeto, que nosotros vemos yuxtapuestas en la naturaleza, se suceden naturalmente dentro de los cuadros acompa­ ñando, con igual paso, si se puede decir, el curso del relato. Por ejemplo, cuando Homero desea representarnos el arco de Pandaro, un arco de cuerno, de tal longitud, bien pulido y orlado de hojas de oro en sus extremos, ¿qué hace: nos enumera secamente, uno a uno, todos sus detalles? En absoluto: eso equivaldría a catalogarlo, a presentarlo como modelo, pero no a desrealizarlo. El comienza por la caza de la cabra que ha proporcionado el cuerno; Pandaro la había espiado en las

rocas y la había matado; los cuernos eran de un tamaño extraordinario, de allí la idea de hacer con ellos un arco; el artista los talla, los ajusta, los pule, los ornamenta; y así vemos en el poeta crearse lo que en el pintor sólo percibimos como terminado (XVI, 1964, pp. 111-116).

Pero no es suficiente decir, para explicar la producción de la obra literaria, que el poeta posee el lenguaje como material. Luego de esa elección fundamental (lenguaje y no imagen) vienen otras más espe­ cíficas pero no menos importantes. Hay, primero que nada, aquella en­ tre escritura asertiva y ficción; o, en los témiinos de Lessing, entre meta­ física y poesía. Precisamente, el texto que inaugura lo que podríamos llamar sus «investigaciones poiéticas» está consagrado a la diferencia­ ción de estos dos tipos de discurso: »¡Pope un metafísico!» (1755), escri­ be en colaboración con Moses M endelssohn. Aquí demuestra Lessing la inanidad que implica tratar a un poeta (Pope en este caso) como si fuera un filósofo (la comparación la establece con Leibniz). Los escritos del uno y del otro obedecen a reglas diferentes que se desprenden de la opción inicial por un tipo de discurso. ¿Qué debe hacer antes que nada el metafísico? Debe explicar el sentido de las palabras que desea emplear; no debe jamás utilizarlas con una acepción diferente a la que acaba de explicar; jamás debe reemplazarlas por otras palabras que sean equivalentes sólo en apariencia. De todo esto, ¿qué debe observar el poeta? Nada. La eufonía es ya una razón suficiente para escoger una expresión y no otra, y la alternancia de sinónimos es para él algo bello (GW, VII, p. 233)-

Una vez más la naturaleza de la obra está conforme con las leyes pro­ pias de su especie; endogénesis y no exogénesis. La ficción no es tampoco un todo indivisible. Lessing consagrará tres libros importantes al estudio de sus sub-especies: Les Traites sur la fab le, la D ram aturgie d e H am bourg y R em arques éparses su r l ’é pigram e [Ob­ servaciones dispersas sobre el epigrama\, así como numerosas páginas diseminadas dentro de otros escritos. No hay que juzgar el valor de su hipótesis general sobre el determinismo de la forma a partir de los resultados particulares a los cuales llega. La hipótesis puede ser válida incluso si las observaciones particulares sobre las cuales reposan cada una de sus aplicaciones se muestran inexactas; nuestra concepción del lenguaje y de sus propiedades ha podido evolucionar desde la época de Lessing (no se considera, como lo indicaba Herder en aquella época, que la linealidad del lenguaje sea una de sus características constitu­ tivas), eso no nos impedirá, hoy, deducir las propiedades de la litera-

tura de las del lenguaje. Pero las descripciones de las sub-especies li­ terarias que Lessing nos dejó hoy no valen únicamente como ilustra­ ciones de su hipótesis; en numerosos puntos, ellas continúan siendo los mejores análisis de las categorías literarias en cuestión. Por esta ra­ zón ellas ameritan que se las considere aquí brevemente. En estos análisis Lessing procede por oposiciones binarias: define un género oponiéndolo a otro. No se preocupa de unificar dentro de un cuadro de conjunto todas las categorías puestas, de este modo, al día. Así pues, es a nuestra cuenta y riesgo que podemos elaborar un plan general semejante. En la base del sistema yo colocaría la oposición entre lo narrativo y lo sim bólico (aun si estos términos jamás aparecen dentro de este contexto en la obra de Lessing). ¿Cómo interpretar esta oposición? Lessing trata de hacerlo en varias ocasiones. En el primero de sus Traités sur la fab le, la aproxima a la oposición entre lo particular y lo general: en el género narrativo (por ejemplo la fábula), se descri­ ben casos particulares; en el género simbólico (ejemplo la parábola) se habla en general de casos posibles. La oposición es entonces entre lo que realmente sucedió (lo narrativo) y lo que p u e d e su ced er (lo sim­ bólico). Tanto el tiempo pasado como el sujeto individual son medios lingüísticos que sirven a un mismo principio: constatar la realidad con la realidad de la acción. El caso singular que constituye la fábula debe ser representado como si fuera real ( wirklich). Si yo permaneciera con la sola posibilidad, tendría sólo un ejemplo, una p a r á b o la (CíW, IV, p. 39). La realidad (W irklich keit) no pertenecería sino a lo singular, a lo individual; y no se puede concebir una realidad sin individualidad (ibid., p. 40). El comentador introduce la parábola a través de un «como si», y cuenta las fábulas como algo que realmente sucedió (ibid., p. 43).

Lo narrativo se opone a lo simbólico como lo real a lo virtual, como lo singular a lo general. En el mismo nivel de lo general (y probablemente llegando a la misma repartición de las obras) se encuentra una segunda interpreta­ ción de la oposición inicial: la que hay entre a cció n (la fábula, por ejemplo) y la im agen (el emblema, por ejemplo). «Tántalo, sediento en medio de las aguas es una imagen, y una imagen que me muestra la posibilidad de perder lo necesario mientras abunda lo superfluo. Pero esta imagen, ¿es una fábula?». No, y la razón aquí es la falta de acción. ¿Qué es una acción? «Llamo acción a una serie de cambios ( Verande-

rungeri) que juntos forman un todo. La unidad del todo descansa sobre el acuerdo de las partes en vista de un objetivo final» ( ibid., p. 24). El objetivo final de la fábula es la sentencia moral. Esta oposición, como puede verse, prefigura la del Laocoonte entre relato y descripción. Dentro del género narrativo se opondrá la fábula a la tragedia y a la epopeya; pero esta nueva oposición no deja de recordar la prece­ dente: en cierta medida, la fábula es un género híbrido que participa a la vez de ambas vertientes. La acción de la epopeya y del drama debe poseer, fuera del diseño (Absicht) que le añade el autor, un diseño interior que le pertenece exclusivamente. La acción de la fábula no tiene necesidad de este diseño interior, ella se realiza completamente cuando el poeta alcanza, gracias a ella, su propio diseño (ibid., p. 35).

El autor de las fábulas puede abandonar sus personajes a partir del momento en que ellos ya han ilustrado su sentencia, mientras que el dramaturgo debe perseguir la lógica propia de ellos si desea que la ac­ ción se realice completamente y no sea sólo interrumpida. Los persona­ jes del drama o de la epopeya existen en cierto modo en sí mismos; ellos encuentran su razón de ser en su lógica interna. AJ contrario, los de la fábula no existen sino en función de una intención que les es ajena. La literariedad del texto épico o dramático se opone al rol transitivo, sumiso, de la acción en la fábula. La misma oposición es retomada en D ram aturgie d e H am bourg, en la cual Lessing se interroga acerca de las diferencias entre dos obras: un cuento moral de Marmontel, y su versión en fomia de drama hecha por Favart. Como puede esperarse, según Lessing, estas diferencias no se desprenden ni de las desemejanzas entre estos dos autores ni de las circunstancias representadas aquí y allá, sino únicamente de las con­ diciones que impone la forma. El autor de la fábula —escribe Lessing— , una vez que ha alcanzado su objetivo (Ziel), puede interaimpir la acción donde le plazca; él no se preocupa del interés que tengamos por la suerte de los personajes que le sirvieron para esta acción. (...) El drama, al contrario, no pretende para nada dar una lección determinada, la cual se desprende de la fábula de la pieza; el drama tiene por objeto las pasiones encendidas y alimentadas por el curso de los eventos y por las peripecias de la fábula, o el placer que nos procura un verdadero cuadro viviente de las costumbres y los caracteres.

Esto es lo que explica la actitud diferente de los dos autores:

Así pues, sí es verdad que Marmontel quiso con su relato enseñamos que el amor no obedece a la imposición, que uno debe obtenerlo a través del cuidado y la complacencia y no del orgullo y la fuerza, tuvo razón en terminar la obra como lo hizo. (...) Pero Favart, al querer trans­ poner este cuento a la escena, no tardó en sentir que la forma dramática (d ie dram citische Fonri) anulaba en gran parte la demostración de la máxima moral; y que, en el momento mismo en que esta demostración pudiera conservarse por completo, la satisfacción que se obtendría no sería ni lo suficientemente grande ni lo suficientemente viva para dar lugar a otro placer más esencial al género dramático. (...) Pero como no podía cambiar estos caracteres desde el comienzo sin privarse de un gran nú-mero de juegos escénicos considerados por él del agrado de su público, no le quedó más remedio que hacer lo que hizo (XXXV, pp. 173-175).

Favart no pudo hacer otra cosa distinta, debido precisamente a la pre­ sión de la «forma» (en este caso dramática). Mediante esta triple oposi­ ción — entre lo general y lo particular, entre la imagen y el relato, lo alegórico y lo literal— , Lessing parece cercar una sola categoría sobre la cual, desde un primer momento, decide operar aquel que se en­ cuentra inmerso dentro del campo de la literatura. Continuando con la exploración del menú de géneros, llegamos a subdivisiones más familiares: tragedia y comedía, poesía épica y poesía lírica. Lessing se detiene particularmente en estas distinciones en las cartas que dirige a Mendelssohn y a Nicolai entre 1756 y 1757; por ejemplo, la discusión que entabla sobre la diferencia entre tragedia y poesía heroica ( H e ld e n g e d ic b te ). ¿Por qué confundir innecesariamente los tipos de poesía y dejar que el dominio de una invada el de la otra? Del mismo modo que en la poesía heroica lo principal es la admiración, sometiendo tocias las otras pasio­ nes, particularmente a la piedad, en la tragedia es la piedad lo principal, y cualquier otra pasión, sobre todo la admiración, será sometida; es decir que esta última servirá solamente para suscitar la piedad. El poeta heroico deja que su héroe sufra para iluminar así su perfección. El escri­ tor trágico ilumina la perfección de su héroe para volver aún más penoso su sufrimiento (Briefw echsel, p. 80).

Llegados a este punto uno podría preguntarse en qué medida este determinismo de la forma, profesado por Lessing, es distinto a la exi­ gencia tradicional de la obediencia a las reglas de los géneros clásicos. A primera vista, uno podría pensar que en esto el propio Lessing es fiel a la tradición cuando afirma, por ejemplo:

Tal vez un poeta haya hecho mucho y sin embargo haber perdido todo su tiempo. No es suficiente que su obra produzca un efecto sobre nosotros: aún es necesario que ese sea el efecto que le convenga en función del género al cual pertenece (DH, LXXEX, p. 371). Pero no hay que permanecer bajo el efecto superficial de estas frases, pues aquí todo depende del sentido de la palabra «género»; incluso, es dentro de este contexto que la concepción de Lessing cobra toda su especificidad. Sin decirlo en forma explícita, Lessing modifica radicalmente el sen­ tido de esta noción (y, más generalmente, el de forma)7. Más que con­ cebir el género como un conjunto de reglas exteriores a las cuales las obras deben conformarse, Lessing busca mostrar las relaciones estruc­ turales entre los elementos constitutivos del género. De allí la oposición entre géneros internos y externos, o lógicos y normativos, o más aún, en sus propios términos, entre las propiedades esenciales del género (■wesentlicbe Eigenschafteri) y sus propiedades accidentales (zufallige), «que el uso ha vuelto necesarias» (DH, LXXVII, p. 357); dentro de la acti­ vidad del crítico, ésta es también la diferencia entre describir y prescri­ bir. La unidad de tiempo es un carácter accidental del drama, inventado por los teóricos del clasicismo, el cual no encuentra ninguna justifica­ ción dentro de la misma lógica del género; al contrario, la existencia de una dimensión temporal (en oposición a la espacialidad de la imagen) es un rasgo esencial de todo relato. De esta manera, Batteux da una larga lista de los «adornos» propios de la fábula. «Pero todos estos adornos entran en conflicto con el verdadero ser (luirklichen Weseri) de la fábula» (GW, IV, p. 74), no son esencialmente necesarios sino sola­ mente frecuentes. ¿Y qué decir acerca de la presencia de animales en las fábulas?, ¿acaso es una de sus «propiedades esenciales» (p. 46)? Los animales en sí mismos no son lo esencial, sino la función que ellos asu­ men de manera apropiada: a saber, constituir una tipología de carac­ teres notorios y constantes. Las verdaderas reglas no son asunto de un legislador, sino que ellas se desprenden de la esencia del género; es por ello que no se constituyen en una simple lista sino que forman un sistema en el cual todo se relaciona. Una regla implica otra; por ejem­ plo, debido a que no puede haber sino una moraleja por fábula, se impone la brevedad. Se debe recorrer el camino que va de las carac­ terísticas de la superficie a las propiedades profundas y, de allí, a la esencia misma del género. O a la inversa: «A partir de mi principio fun­ damental — escribe Lessing— se desprenden de manera fácil y feliz no so-lamente las reglas bien conocidas, sino también una multitud de

nuevas reglas» (Briefwechsel' p. 55). Igualmente, en la Dramaturgie, lleva la definición aristotélica de tragedia a lo que ésta tiene de esencial, y concluye: «De estas dos ideas se deducen perfectamente todas las reglas del género e incluso la forma que más le conviene: la dramática» (LXXVII, pp. 357-358). Sólo E. A. Poe profesará un determinismo interno tan absoluto8. ¿Cómo descubrir estas esencias? En el nivel más general, el de la literatura en oposición a las otras artes, el caso es relativamente simple: aquí es el material — es decir, el lenguaje— qLiien determina las escogencias fundamentales. ¿Pero cómo justificar las subdivisiones de la literatura? Una vía posible habría podido ser la de las subdivisiones del lenguaje; pero Lessing no la tomará prestada, no la menciona sino para descartarla: Sería lamentable que estos dos géneros (la epopeya y la tragedia) no presenten ninguna diferencia más esencial que aquella de la duración, o de la interrupción del diálogo por el relato del poeta, o de la división en actos y libros (Briefw echsel' pp. 89-90).

Otra vía, mucho más tradicional, habría podido ser el procedimiento por inducción a partir de las obras clásicas greco-latinas; pero es aqvií precisamente donde Lessing se separa de la doctrina del «clasicismo». No porque deje de erigir las obras de Homero y de Sófocles como ejem­ plos constantes: lo hace y con mucho gusto; pero no se conforma con ello: ello habría implicado que la percepción es la base de todo conoci­ miento. Lessing, al contrario, exigirá siempre que se proceda en distin­ tas etapas: primero una observación exacta, a partir de allí el descu­ brimiento de una regla abstracta, y, finalmente,. la presentación del hecho inicialmente observado como una instancia, entre otras, de la categoría universal que él acaba de establecer. A causa de este rechazo de atenerse a los modelos heredados del pasado es que Lessing se aparta de los críticos anteriores: «Todos aceptan la forma dramática de la tragedia como una tradición: ella es así porque ella fue antes así; y se la deja tal cual porque se la considera que está bien así» (DU, LXXVII, p. 358). La originalidad de Lessing reside en que llevó las reglas em­ píricas a un principio abstracto, y sólo las reglas que pueden deducirse de tal principio merecen ser retenidas9. La gran diferencia entre un Boileau y un Lessing es que para el pri­ mero el sistema de los géneros está ya dado de una vez por todas, en cambio para el segundo es un sistema abierto. El determinismo abso-

luto que proclama Lessing tiene algo de paradójico: reposa sobre bases todas relativas, relativistas incluso. Hay algo irrisorio en ser tan exigente y lógico a nivel del detalle cuando la escogencia primera y decisiva es, después de todo, arbitraria: una escogencia implica otra10. Ya lo vimos en la comparación entre epopeya (poesía heroica) y tragedia: una erige la admiración en la cumbre de las pasiones, la otra, a la piedad; ninguna es sin embargo mejor que la otra, y esta primera escogencia no está determinada por nada. No obstante, tan pronto como se dé este primer paso, ya todo está en juego; la libertad total está seguida, como por encanto, de una necesidad absoluta. El predominio de la piedad determina la escogencia de la intriga, ésta prejuzga la naturaleza de los caracteres, quienes a su vez exigen un vocabulario particular. Otro ejemplo: ¿qué pensar del reto, de la bofetada en la escena? Si en el drama hay un género del que yo quisiera ver expulsados los retos es en la comedia. Pues, ¿cuáles podrían ser aquí sus consecuen­ cias? ¿Trágicas? De ser así, ellas estarían entonces por encima de la esfera de la comedia. ¿Ridiculas? Entonces se encontrarían debajo pertenecien­ do así sólo a la farsa (DH, LVI, p. 269).

En sí mismo el reto no es ni bueno ni malo; él implica simplemente una serie de correlaciones que no hay que ignorar; en consecuencia, ya que en la obra todo se relaciona, bueno para la tragedia y la farsa, el reto no tiene cabida dentro de la comedia. La lógica interna de los géneros es absoluta, implacable, pero la elección de un género en particular es completamente libre. Los trazos esenciales no son intrín­ secamente distintos de los accidentales, la única ventaja de la cual ellos gozan sobre éstos es la de haber sido escogidos en un primer momento: la diferencia entre ambas es la posición que ocupan al in­ terior de una estrategia. No hay sustancias negativas sino malas relaciones: cualquiera que haya sido el punto de partida se puede permanecer coherente consigo mismo; y el género consiste en eso: en la lógica de las relaciones mutuas entre los elementos constitutivos de la obra. El sistema de los géneros no es cerrado; en consecuencia, él no preexiste necesariamente antes de la obra: el género puede nacer al mismo tiempo en que está siendo diseñada. Aquel que exitosamente crea géneros nuevos es un genio; el genio no es otra cosa que un g en o teta. Es de esta manera que Lessing interpreta esta noción esencial de la estética del siglo x v ii i11.

Finalmente, ¿qué se desea con la mezcla de géneros? Que, en el mo­ mento más oportuno, se los separe lo más exactamente posible a como aparecen en los tratados dogmáticos; pero cuando un hombre de genio, en proyectos más elevados, introduce varios géneros en una misma obra, hay que olvidar el libro dogmático y ver solamente si el autor ha realizado su propio diseño. ¿Qué importa que una pieza de Eurípides no sea del todo relato ni drama? Llamémosla un ser híbrido; es suficiente que este híbrido me guste y me instruya más que las producciones regulares de vuestros autores correctos, como Racine y otros (DH, XLVIII, p. 236).

La coherencia interna y no la conformidad a una regla externa es lo que asegura el éxito de la obra. No hay pues ninguna contradicción entre el genio y las reglas, si uno considera a éstas como inherentes a la forma artística escogida. «Los críticos añaden (...): ‘¡las reglas ahogan al genio!’ ¡Como si el genio se dejara ahogar por algo! Y más aún por algo que viene de él mismo, ¡como lo confiesan ellos mismos! (...) El genio (...) lleva consigo el control de todas las reglas» (ibid., XCVI, p. 435). La coherencia interna es la sola exigencia en relación al genio y al arte. Quisiera al menos que estos personajes, si no pertenecen a nuestro mundo real, puedan pertenecer a otro mundo, un mundo donde los fenómenos estén encadenados a un orden distinto de éste, pero en el cual se encuentren igualmente encadenados (eben so g en a u verbunclen); (...) pues es así el mundo particular del hombre de genio, quien, imitando al Genio supremo, en pequeño, desplaza las partes del mundo presente, las cambia, las empequeñece, las engrandece para construir para sí un todo al cual pueda agregar sus propios proyectos y diseños (ib id , XXXIV, p. 167).

El genio no imita al mundo que Dios ha creado, sino a Dios que crea mundos coherentes; la lógica de Lessing no es teo-lógica. Esta es, en síntesis, su posición sobre el problema de la forma (y de la endogénesis): poco importa cuál es el mundo (el género) escogido, es sufi­ ciente que los fenómenos estén «estrechamente encadenados»... Una vez identificadas y formuladas las reglas, ¿cómo verificar su exactitud? Haciéndolas funcionar, aplicándolas sucesivamente y con­ frontando el resultado final con la imagen intuitiva que poseemos del género en cuestión. En particular, es en su Traité sur la fa b le que Les­ sing procede de esta manera: Uno encuentra este enunciado en Aristóteles: «Elegir un magistrado al azar es como si el propietario de un buque, teniendo necesidad de un piloto, tirara a la suerte cuál de sus marineros lo haría, en lugar de

escoger con cuidado el más hábil entre ellos para desempeñar tal tarea». He aquí dos casos particulares que pertenecen a una misma verdad moral general. Uno es el que la ocasión presenta en el momento; el otro es aquel inventado. Este último, ¿es una Fábula? Nadie lo considerará tal cosa. Pero si Aristóteles hubiera dicho: «Usted quiere nombrar sus magistrados al azar, me temo que le suceda lo mismo que al propietario del buque, quien, necesitando un piloto», etc., esto sí sería la promesa de una Fábula; pero, ¿cuál es la razón? ¿Qué diferencia hay entre este último trozo y el precedente? Si nos fijamos bien, la única razón es ésta: en el primer caso el propietario del buque ha sido introducido diciendo «es como si» (un propietario, etc.). Este propietario no existe sino en estado de posibilidad; en cambio en el segundo caso él existe realmen­ te, el propietario del buque es alguien (GW, IV, pp. 38-39).

Para comprobar la veracidad de su regla, Lessing la obliga a producir una instancia particular que él comprueba al someterla a nuestra intuición; sólo de esta manera la regla es confirmada o desmentida. Otra regla: la presencia necesaria de los animales. Si en la fábula del lobo y la oveja, uno pone a Nerón en lugar del loto y a Britannicus en el de la oveja, la fábula perdería su propiedad de fábula ante nuestros ojos. Si en vez del lobo y la oveja pusiéramos el Gigante y el Enano, perdería mucho menos, ya que el Gigante y el Enano son individuos cuya sola denominación permite conocer sufi­ cientemente su carácter. Pero si más bien uno transforma ( verw andle) esta fábula en una que suceda entre los hombres... ( ibid., p. 15).

Seguiría entonces otra versión de la fábula12. Como puede verse, no se trata simplemente de dar un ejemplo; o, si se prefiere, el status mismo del ejemplo ha sido profundamente modificado. El índice de la regla explícita, lo sabemos hoy gracias a la gramática generativa, es poder formular enunciados conformes a la imagen intuitiva que tenemos de cada género. La regla sirve para p rod u cir el texto (o para transform ar un texto en otro). Recorrido todo el trayecto, Lessing inventó un modo de análisis que es hoy básico en las ciencias humanas; en las palabras de Dilthey, «es el primer gran ejemplo de un modelo de investigación analítica en el campo de los fenómenos del espíritu»13. Habiendo partido de la pregunta acerca del origen de las obras, pasamos imperceptiblemente a la de su estructura: la descripción rigurosa de las obras es equivalente a su producción. En efecto, dos ecuaciones separadas poseen un término común: conocer las obras es conocer las causas formales, y, al mismo tiempo, son éstas las que

producen las obras. Aplicando la ley lógica de la transitividad se obtiene: conocer las obras es saber producirlas. Pues, según Lessing, no hay abismo entre la actividad del conocimiento y la actividad de la invención. «¿Por qué los inventores y los pensadores independientes hacen tanta falta en todas las artes y ciencias? La mejor respuesta a es­ ta pregunta es esta otra: ¿Por qué no somos mejor educados?» ( ibid., p. 81). Por otra parte es en el sentido de una producción que finalizan los Traités su r la fable. Lessing ve una «utilidad particular» de las fábulas dentro de la enseñanza: conociéndolas se aprenderá a inventarlas; una vez aprendido lo que es la invención en un dominio, se podrá exten­ derlo a todos los otros. Y él sugiere procedimientos concretos que per­ mitirían a los alumnos inventar fábulas o transformar una fábula en otra. Ya que, no hay que olvidarlo, el determinismo formal que preconiza Lessing se detiene a nivel genérico; en el interior de cada género nu­ merosas variaciones son posibles (y en parte realizadas)14. Examinando cada fábula dentro de la perspectiva de su género, uno descubre que no es solamente una de las innumerables fábulas que pueden ser pro­ ducidas a partir de la misma fórmula abstracta. Prefigurando la actitud de un Valéry o de un Queneau, Lessing descubre la «literatura poten­ cial»: a partir de una sola obra, variando los elementos dentro del cua­ dro fijado por las reglas del género, se pueden obtener miles, millones de otras obras. Se podrá «ya sea interrumpir la historia, prolongarla, o bien cambiar cualquier circunstancia, de manera que uno pueda reco­ nocer cada vez una moral diferente» (ibid, p. 84). Lessing nos da nu­ merosos ejemplos de esta máquina combinatoria, extraídos todos de su propia colección de fábulas. La célebre fábula del león y del asno comienza así: Un león y un asno tenían negocios comunes e iban a cazar juntos — aquí el profesor se detiene— . ¿El asno acompañado del león? ¡Qué satisfecho debía estar él de esta compañía! ( Véase la novena lección d e mi segundo libró). ¿El león acompañado del asno? ¿No debería acaso tener vergüenza de tal compañía? ( Véase la séptima). De esta manera nacieron dos fábulas, gracias al pequeño desvío que siguió la' historia de la antigua fábula; desvío que conduce a un propósito distinto al que se había propuesto Esopo (ibid.).

Gracias al conocimiento de la endogénesis, una fábula genera otras. «A la verdadera crítica pertenece la capacidad de producir lo que es criticado», escribía Novalis. Lessing sería entonces el verdadero primer crítico; en él el conocimiento se confunde con la capacidad de

producción, la poética con la poiética. El límite, entre el estudio de la creación y el estudio de la obra, no puede estar más marcado: la poética es la poiética. De manera más exacta, la mejor poética (y en efecto la sola verdadera) es una poiética de la endogénesis. Se conoce verdade­ ramente la obra desde que, a partir de ese conocimiento, se es capaz de reproducirla, de producir otras obras del mismo género. La actitud científica coincide aquí con la actitud creadora; los dos sentidos del verbo «engendrar», técnico y poético, se funden en uno solo. No hay entonces por qué distinguir la poética de la poiética de la endogénesis. Por el contrario, la oposición entre endogénesis y exogénesis, o más exactamente entre la génesis abstracta de las fomias y la génesis concreta y factual de la obra particular, merece ser el centro de nuestra atención. El error más frecuente era considerar a las obras como el producto de la pura exogénesis; reaccionando contra la tradición, Lessing elimina completamente los factores externos de la génesis de las obras: la deformación no es menor. Conocer lo uno y lo otro, captar el movimiento mismo de su articulación: ése puede ser hoy el objetivo de la poiética (de la poética).

NOTAS

1 Cf. Rolancl Barthes, «L’ancienne rhétorique», Communications, 16, 1970, p. 1792 Así ocurre en TheMirror and tbe Lamp, N. York, 1953, pp. 3-29, de M. H. Abrams, quien conserva los cuatro elementos distintos identificándolos, en consecuencia, con las teorías expresiva, pragmática, formal y mimética. 3 R. Passeron, «La poiétique», en Recbercbes poiétiques, t. 1, Paris, 1975. 4 En relación a las obras de Lessing he adoptado el siguiente sistema de referencias: para Dramaturgie de Hambourg (las siglas DLL)-. el número de sección en números romanos, la página de la traducción francesa de 1869 en números árabes; para el Laocoonte (la abreviación: /.): el número de capítulo en números romanos, el número de página, precedido del año de publicación de la traducción francesa (1877 o 1964), en números árabes; para el resto de las obras: la edición de los Gesammelte Werke (siglas: GW), Aufbau-Verlag, 1968, en números romanos el volumen, en números árabes los de la página; para la correspondencia: la edición de Robert Petsch, Lessings Briefwechsel tnit Mendelssobn un d Nicolai über das Trauerspiel, Darmstadt, Wissenschaftliche Buchgessellschaft, 1967 (Ia ed. 1910; abreviación: Briefwechsel)- A veces modifico las traducciones existentes. 5 Lessing emplea la fórmula «Kunst um ihrer selbst Willen», la cual es quizás el origen de las expresiones “el arte por el arte», «art for art’s sake», etc. (N. del A.). 6 Cf. Tbéories du symbole, Paris, 1977, cap. V [Teorías del símbolo, Caracas, Monte Avila, 1981]. 7 Esto ha sido señalado por Joseph Frank en su estudio fundamental “La forma espacial en la literatura moderna» (tr. fr. en Poétique, 10, 1972, pp. 244-266; el original en inglés data de 1945). El escribe: «Los diversos críticos se fundamentaron en uno o en el otro de sus juicios (de Lessing) y estimaron que eso les permitía atacar sus posiciones. Pero esta actitud hace suponer que ellos no comprendieron la importancia del Laocoonte en la historia de la teoría estética. Bien puede uno contentarse con utilizar las intuiciones de Lessing como instrumentos de análisis sin buscar determinar el valor de las obras individuales según las normas que él mismo prescribió: es incluso bajo esta única condición que el profundo significado del Laocoonte puede ser percibido. No eran nuevas normas las que Lessing proponía, sino una nueva manera de enfrentarse a la forma estética» (op. cit., p. 246). Es por esto que Lessing es el verdadero fundador de la estética moderna. 8 «Mi objetivo es demostrar que ningún punto de su composición es producto del azar o la intuición — que la obra avanzaba hacia su realización plena, paso a paso, con la precisión y la consecución rígida de un problema matemático» (Pbilosopbie de la composition). 9 Ya anotaba Dilthey: «No es sino después de haber encontrado las leyes por induc­ ción que él formula, del modo exacto como recomiendan los más grandes ejemplos de las ciencias naturales, una teoría explicativa global, a partir de la cual se deducen los procedimientos de las artes particulares; y es solamente al final que muestra el acuerdo entre esta teoría y una serie de procedimientos en Homero que nunca antes habían sido considerados» (Das Erlebnis und die Dicbtung, Stuttgart-Gottingen, 1957, p. 34; el estudio data de 1867). 10 Una fórmula de Novalis condensa bien esta paradoja: «Es suficiente para el poeta, desde el primer instante, la decisión libre y arbitraria, después de la cual no tiene más que desarrollar hasta realizar todo lo virtual contenido en ese germen» (Oeuvres completes, Paris, 1975, t. II, frag. III, 227). 11 Para otros aspectos de esta noción en Lessing dentro del contexto histórico, con-

súltese: P. Grappin, La Tbéorie du génie dans le preclassicisme allemand, París, 1952, cap. IV. 12 Uno encontrará otras instancias de esta actitud “generativista» en Lessing citado por P. Szondi, «Tableau et coup du théátre», Poétique, 9, 1972, pp. 11-13, y en K. Stierle, "L’Histoire comme Exemple, l’Exemple comme Histoire», Poétique, 10, 1972, pp. 180-181; pero ellas están comentadas desde otro punto de vista. 13 Oh. cit., p. 33. 14 «Remárquese bien que no hablo de la solución (de la tragedia), porque dejo al poeta decidir si él va a coronar a la virtud con una solución feliz, o si la va a volver mucho más interesante con una solución dolorosa», escribe Lessing (Briefwecbsel, p. 55).

I

E n nuestros días, seguir insistiendo en la cuestión de los géneros puede parecer un poco ocioso y hasta anacrónico. Todo el mundo sabe que en la mejor época del clasicismo existían baladas, odas, sonetos, tragedias y comedias; pero ¿y en la actualidad? Incluso los géneros del siglo xix (poesía, novela), los cuales sin embargo, según nuestro punto de vista, no son del todo géneros, parecen disgregarse, al menos en la literatura «importante» de esa época. Como escribía Maurice Blanchot a propósito de Hermann Broch, un escritor justamen­ te moderno, «él ha padecido, como tantos otros escritores de nuestro tiempo, esta presión impetuosa de la literatura que no sufre ya la distinción de los géneros y que desea romper los límites». Sería incluso un signo de auténtica modernidad en un escritor no obedecer más a la diferencia entre los géneros. Esta idea, cuyas transformaciones pueden seguirse desde la crisis romántica de princi­ pios del xrx (aunque los románticos alemanes hayan sido grandes creadores de sistemas genéricos), ha encontrado en nuestros días, en la figura de Maurice Blanchot, uno de sus más brillantes representantes. De manera más radical que cualquier otro, Blanchot dijo lo que los

demás no osaban pensar o no sabían formular: hoy en día no hay ningún intermediario entre la obra particular y singular y la literatura entera, el género último; y no lo hay porque la evolución de la literatura moderna consiste precisamente en hacer de cada obra Lina interroga­ ción sobre el ser mismo de la literatura. Releamos esta página de Blanchot particularmente elocuente: Sólo importa el libro, tal como es, lejos de los géneros y de las rúbricas: prosa, poesía, novela, testimonio... bajo los cuales él resiste acomodarse y a los cuales él niega el poder de que fijen su lugar y determinen su forma. Un libro ya no pertenece a un género, todo libro surge de la sola literatura, como si ésta albergara, de antemano y en todas sus genera­ lizaciones, los secretos y las fórmulas que permiten, solos, dar realidad de libro a lo escrito. Texto sucedería entonces como si, una vez los géne­ ros disipados, la literatura se afirmara sola, brillara sola en su misteriosa claridad que ella propaga y que cada creación literaria le devuelve multiplicándola — como si hubiera una -esencia» de ia literatura (Le Livre á venir; [El libro que vendrá '] París, 1959, pp. 136, 243-244).

Más aún: El hecho de que las formas, los géneros, no tengan ya significación verdadera, de que sea por ejemplo absurdo preguntarse si Finnegans W ake pertenece o no a la prosa y a un arte que se llamaría novelesco, indica este profundo trabajo que busca afirmarse en su esencia, arrui­ nando las diferencias y los límites (L ’E space littéraire [El espacio litera­ ria, París, 1955, p. 229; cf. además L ’E ntretien inftnie [El diálogo in­ co n clu so 2), París, 1969, p. VI).

Las frases de Blanchot parecen tener la fuerza de la evidencia. En esta argumentación hay un solo punto inquietante: el privilegio dado a nuestro «ahora». Se sabe que toda interpretación de la historia se hace a partir de un presente, del mismo modo que la del espacio se realiza a partir de un «aquí», y la del otro a partir de un «yo». No obstante, desde el momento en que a la constelación del «yo-aquí-ahora» se le concede un lugar tan excepcional — punto culminante de toda la historia— , uno podría pregLintarse si la ilusión egocéntrica no juega aqLií Lin papel importante (tarea, complementaría de Jo que Paulhan denominaba la «ilusión del explorador»). Leyendo además los propios escritos en los cuales Blanchot afirma e s t a desaparición de los géneros, se puede observar la p L ie s ta en mar­ cha de categorías cuya semejanza con las distinciones genéricas es difícil negar. Así, Lin c a p í t u l o de Le Livre á venir está consagrado al dia­ rio íntimo; otro, a las palabras de los profetas. Refiriéndose al mismo

Broch («quien no padece más la distinción de los géneros»), Blanchot nos dice que «se confía a todos los modos de expresión —narrativos, líricos y discursivos» (p. 141). Más importante todavía, todo este libro reposa en la diferenciación entre dos, tal vez no géneros, pero sí modos fundamentales del discurso: el relato y la novela, caracterizándose el primero por la búsqueda obstinada de su propio lugar de origen, el cual lo borra y esconde. No son pues los géneros los que han desaparecido, sino los géneros del pasado; y no es que han desaparecido sino que han sido reemplazados por otros. No se habla más de poesía y prosa, testimonio y ficción, sino de novela y relato, lo narrativo y lo discursivo, diálogo y diario. El hecho de que la obra «desobedezca» a su género no quiere decir que éste deje de existir; tino inchiso podría estar tentado a afirmar lo contrario. Y esto por dos razones. Primero, porque la transgresión, para que exista, tiene necesidad de una ley que, precisamente, debe ser transgredida. Se podría aún ir más lejos: la norma no se hace visible — no vive— sino gracias a sus transgresiones. Esto es por otra parte lo que escribe el mismo Blanchot: Si Joyce quiebra la forma novelesca volviéndola aterrante, es porque él también hace presentir que la novela no vive, tal vez, sino a través de estas alteraciones. Ella se desarrollaría, no engendrando monstaios, obras informes, sin ley y sin rigor, sino únicamente provocando sus propias excepciones, las cuales forman la ley al mismo tiempo que la suprimen. (...) Es necesario pensar que cada vez que en estas obras excepcionales es traspasado un límite, se debe a que sólo la excepción nos revela esta «ley» de la cual ella constituye al mismo tiempo la insólita y necesaria desviación. Todo ocurriría como si en la novela, o quizás en toda la literatura, no pudiéramos reconocer jamás la regla sino a tra­ vés de la excepción que la anula: la regla, o más exactamente, el centro de la obra cuya certeza es la afirmación incierta, la manifestación desde ya destructiva, la presencia momentánea y pronto negativa (Le Livre á venir [El libro qu e vendrcft, pp. 133-134).

Pero hay más. No se trata únicamente de que la obra presuponga necesariamente una regla para ser una excepción, sino también de que apenas reconocida en su estatus excepcional, esta obra a su vez se convierta, gracias al éxito en las librerías y a la atención de los críticos, en una regla. Los poemas en prosa podían parecer una excepción en la época de Aloysius Bertrand y de Baudelaire; pero, ¿quién se atrevería hoy a escribir un poema en alejandrinos, con versos rimados, al menos que se trate de la nueva transgresión de una nueva norma? ¿Los excepcionales juegos de palabra de Joyce no se convirtieron en la regla

de una cierta literatura moderna? La novela, así sea muy «nueva», ¿no continúa ejerciendo presión sobre las obras que se escriben? Volviendo a los románticos alemanes, y particulannente a Friedrich Schlegel, uno encuentra en sus escritos, al lado de ciertas afirmaciones propias de Croce («a cada poema su propio género»), frases con un sen­ tido completamente opuesto que establecen una ecuación entre la poe­ sía y sus géneros. La poesía comparte junto a las otras artes la repre­ sentación, la expresión, la acción sobre el receptor. Ella tiene en común con el discurso cotidiano y cognoscitivo el uso del lenguaje. Sólo los géneros le son exclusivamente propios. «La teoría de las especies poé­ ticas sería la doctrina artística específica de la poesía». «Las especies de la poesía son la poesía misma» ( Conversation sur la poésié) [Conver­ sación sobre la poesía]. Los géneros son la poesía, y la poética, la teoría de los géneros3. Defendiendo la legitimidad de un estudio de los géneros, en el ca­ mino se encuentra una respuesta a la interrogante implícitamente propuesta en el título: el origen de los géneros. ¿De dónde vienen los géneros? Pues bien, simplemente de otros géneros. Un nuevo género siempre es la transformación de uno o varios géneros antiguos: ya sea por inversión, desplazamiento o combinación. Un «texto» de hoy (esto también, en uno de sus sentidos, es un género) le debe tanto a la «poe­ sía» como a la «novela» del siglo xrx, de la misma forma como la comedia sentimental combinaba trazos de la comedia y de la tragedia del siglo precedente. Jamás ha habido literatura sin géneros; ella es un sistema en continua, transformación, y la cuestión de los orígenes no puede abandonar, históricamente, el terreno de los géneros en sí: en el tiem­ po, no hay un «antes» de los géneros. Ya decía Saussure: «El problema del origen del lenguaje no es otro que el de las transformaciones». Y antes Humboldt: «Llamamos a una lengua original porque ignoramos los estados anteriores de sus elementos constitutivos». La cuestión del origen que quisiera proponer, sin embargo, no es de naturaleza histórica, sino sistemática; tanto la una como la otra me parecen legítimas y necesarias. No se trata de preguntarse: ¿qué prece­ dió a los géneros en el tiempo? sino ¿qué es lo que preside, en todo momento, al nacimiento de un género? Más exactamente, ¿existen en el lenguaje (ya que aquí se trata de los géneros del discurso) formas que sin ser aún géneros, los anuncien de antemano? De ser así, ¿cómo se produce el pasaje de lo uno a lo otro? Pero para tratar de responder estas cuestiones hay primero que preguntarse, ¿qué es, en verdad, un género?

II

A primera vista la respuesta parece ser evidente: los géneros son clases de textos. Pero tal definición, detrás de la pluralidad de términos en juego, finge mal su carácter tautológico: los géneros son las «clases», lo literario es lo textual. Antes de que continuemos multi­ plicando las apelaciones, será mejor interrogarse acerca del contenido de estos conceptos. En primer lugar acerca del contenido de texto, o para proponer un sinónimo, de discurso. Es, podría decirse, un conjunto de frases. Y es aquí que comienza el primer malentendido. Frecuentemente se olvida una verdad elemental de toda actividad cognoscitiva, que el punto de vista escogido por el observador recorta y redefine su objeto. Así, con respecto al lenguaje, uno olvida que el punto de vista del lingüista designa, en el seno de la materia lingüística, un objeto que le es propio; objeto que no será ya el mismo si uno cambia de punto de vista, aun si la materia permanece idéntica. La frase es una entidad de lengua y de lingüista. La frase es una combinación posible de palabras, ella no es una enunciación concreta. La misma puede ser enunciada en circunstancias diferentes; para el lingüista ella no cambiará de identidad aun si, a causa de esta diferencia de circunstancias, llega a cambiar de sentido. Un discurso no está hecho de frases, sino de frases enunciadas, o más precisamente, de enunciados. Ahora bien, la interpretación del enunciado está determinada, por una parte, por la frase que uno enun­ cia, y por otra, por su enunciación misma. Esta enunciación incluye un locutor que enuncia, Lin destinatario a quien uno se dirige, un tiempo y un lugar, un discurso que precede y otro que sigue; en fin, un contexto de enunciación. En otros términos, un discurso es siempre y necesariamente un acto de habla4. Miremos ahora el otro término de la expresión «clase de textos». Clase, el problema lo constituye su propia facilidad: siempre se puede encontrar una propiedad común en dos textos y reunidos entonces en una sola clase. ¿Hay algún interés en llamar «género» al resultado de tal reunión? Pienso que se podría estar siempre de acuerdo con el uso corriente de la palabra, y que al mismo tiempo se disponga de una noción cómoda y operante si convenimos en llamar géneros a las solas clases de textos que han sido percibidas como tales en el curso de la historia5. Los testimonios de esta percepción se encuentran fundamen­

talmente en los discursos sobre los géneros (discursos metadiscursivos), y, de manera más o menos esporádica e indirecta, en los textos mismos. La existencia histórica de los géneros es señalada por el discurso sobre los géneros; sin embargo, eso no quiere decir que los géneros sean solamente nociones metadiscursivas y no discursivas. Tomemos un ejemplo: nosotros constatamos la existencia histórica del género «tragedia» en la Francia del siglo xvii gracias al discurso sobre la tragedia (que comienza con la existencia de la palabra misma); pero esto no sig­ nifica que las tragedias en sí mismas no posean rasgos comunes y que sea imposible dar una descripción de ellas distinta a la histórica. Como se sabe, toda clase de objetos puede ser convertida, a través de Lin pasaje que va de la extensión a la comprensión, en una serie de propiedades. El estudio de los géneros, que tiene como pLinto de partida los testimonios sobre la existencia de los géneros, debe tener precisamente, como objetivo último, el establecimiento de estas pro­ piedades6.

Los géneros son entonces unidades que pueden ser descritas desde dos puntos de vista diferentes: el de la obseivación empírica y el del análisis abstracto. Dentro de una sociedad se institucionaliza el cons­ tante recurrir de ciertas propiedades discursivas, y los textos individua­ les son producidos y percibidos en relación a la norma que constituye esta codificación. Un género, literario o no literario, no es otra cosa que esta codificación de las propiedades discursivas. Tal definición demanda a su vez ser explicitada según los dos tér­ minos que la componen: el de «propiedad discursiva» y el de «codifica­ ción». «Propiedad discursiva» es una expresión que entiendo en un sentido inclusivo. Todos saben que, aun ateniéndose sólo a los géneros literarios, cualquier aspecto del discLirso puede volverse obligatorio. La canción se opone al poema por rasgos fonéticos; el soneto es diferente a la balada en su fonología; la tragedia se opone a la comedia por los aspectos temáticos; el relato de suspenso se opone a la novela policial clásica por la disposición de la intriga; en fin, la autobiografía se diferencia de la novela en que el aLitor prefiere contar hechos qLie construir una ficción. Adaptándola a nuestro objetivo, para reagrupar estos diferentes tipos de propiedades (aunque esta clasificación no tenga mucha importancia para mi propósito), podríamos servimos de la terminología del semiólogo Charles Morris-, estas propiedades se hacen evidentes a partir ya sea del aspecto semántico del texto, de su

aspecto sintáctico (la relación de las partes entre sí), de su aspecto pragmático (relación entre los usuarios), o en fin, de su aspecto verbal (término ausente en Morris, el cual podría servirnos para englobar todo aquello que toca la materialidad misma de los signos). La diferencia entre un acto de habla y otro, así como entre un género y otro, puede situarse en cualquiera de estos niveles del discurso. En el pasado se buscó distinguir, y aun oponer, las formas «naturales» de la poesía (por ejemplo la lírica, la épica, el drama) de sus formas convencionales, como el soneto, la balada o la oda. Hay que intentar ver en qué nivel tal afirmación conserva un sentido. O bien la lírica, la épica, etc., son categorías universales, o sea, del discurso (lo cual no excluiría que sean complejas, por ejemplo, a la vez semánticas, prag­ máticas, verbales); en este caso ellas pertenecerían a la poética general, y no específicamente a la teoría de los géneros: ellas caracterizarían las posibilidades del discurso, y no las realidades de los discursos. O bien cuando se emplean tales términos es en relación a fenómenos histó­ ricos; así la epopeya es lo que encarna La llíad a de Homero. En este caso se trata seguramente de géneros, pero en el plan discursivo éstos no son cualitativamente diferentes de un género como el soneto, fundado también sobre ciertas condiciones temáticas, verbales, etc. Todo lo que puede decirse es que ciertas propiedades discursivas son más interesantes que otras: personalmente me intrigan mucho más las condiciones que recaen sobre el aspecto pragmático de los textos que sobre su estructura fonológica. Gracias a que los géneros existen como una institución es que ellos funcionan como «horizontes de expectativas» para los lectores, y como «modelos de escritura» para los autores. Estas son en efecto las dos vertientes de la existencia histórica de los géneros (o, si se prefiere, de este discurso metadiscursivo que toma a los géneros por objeto). Por una parte, los autores escriben en función del sistema genérico existente (lo cual no quiere decir que estén de acuerdo con él), en fun­ ción de aquello de lo cual ellos pueden rendir testimonio tanto al inte­ rior del texto como fuera de él, o incluso, en cierto modo, en esa zona ubicada entre lo uno y lo otro: la portada del libro; evidentemente, este testimonio no es el único modo de probar la existencia de los modelos de escritura. Por una parte, los lectores leen en función del sistema ge­ nérico que ellos conocen mediante la crítica, la escuela, el sistema de difusión del libro o simplemente mediante el decir de la gente; sin em­ bargo, no es necesario que ellos estén conscientes de este sistema. Por el lado de la institucionalización, los géneros se comunican con

la sociedad en la que se producen. También, gracias a este aspecto, ellos interesan tanto al etnólogo como al historiador. En efecto, dentro de un sistema de géneros, el primero retendrá sobre todo las categorías que lo diferencian de aquel de los pueblos vecinos; estas categorías habrá que ponerlas en correlación con los otros elementos de la misma cultura. Lo mismo ocurre con el segundo, el historiador: cada época tiene su propio sistema de géneros, el cual está en relación con la ideología dominante, etc. Como cualquier otra institución, los géneros evidencian los rasgos constitutivos de la sociedad a la cual pertenecen. La necesidad de la institucionalización permite responder a otra cuestión que quisiéramos plantear: admitiendo que todos los géneros provienen de actos de habla, ¿cómo podemos explicar el hecho de que todos los actos de habla no producen géneros literarios? La respuesta es la siguiente: una sociedad elige y codifica los actos que correspon­ den más o menos a su ideología; es por esto que la existencia de ciertos géneros en tina sociedad, o su ausencia en otra, son reveladores de esta ideología y nos permiten establecerla más o menos con una gran certeza. No es un azar el hecho de que la epopeya sea posible en una época, la novela en otra, el héroe individual de ésta se oponga al héroe colectivo de aquélla: cada una de estas elecciones depende del cuadro ideológico en el seno del cual se llevan a cabo. Mediante dos distinciones simétricas uno podría precisar aún más el lugar que ocupa la noción de género. Ya que el género es la codifi­ cación constatada históricamente de las propiedades discursivas, es fá­ cil concebir la ausencia de cada uno de los dos componentes de esta definición: la realidad histórica y la realidad discursiva. En el primer caso, se está frente a las categorías de la poética general, la cual, según los niveles del texto, uno llama modos, registros, estilos, o incluso for­ mas, maneras, etc. El «estilo noble» o la -narración en primera persona» son realidades discursivas; pero no pueden ser fijadas en un momento único: ellas son siempre posibles. De manera recíproca, en el segLindo caso, se trata de nociones que pertenecen a la historia literaria, enten­ dida ésta en el sentido más amplio, tales como comente, escuela, mo­ vimiento, o, en otro sentido de la palabra, «estilo». Es cierto que el movimiento «simbolista» existió históricamente; pero eso no prueba que las obras de los autores que se consideraban dentro de ese movimiento tengan en común las mismas propiedades discursivas (además de las banales); la unidad bien pudo haberse formado alrededor de las amistades, las manifestaciones comunes, etc. Admitamos que ese sea el caso; tendríamos allí el ejemplo de un fenómeno histórico que no

tiene realidad discLirsiva precisa, lo cual no lo vuelve inapropiado para el estudio sino que lo distingue de los géneros, y, con más razón, de los modos, etc. El género es el lugar de encuentro de la poética general y de la historia literaria eventual. En este sentido es un objeto privilegiado, cuyo honor será convertirse en el personaje principal de los estudios literarios. Este es el cuadro global de un estudio de los géneros7. Quizás miestras actuales descripciones de los géneros son insuficientes; eso no prueba la imposibilidad de Lina teoría de los géneros, más aún, las proposiciones precedentes qLiisieran ser las preliminares de tal teoría. Quisiera al respecto recordar otro fragmento de Friedrich Schlegel, en el cual busca fonnular una opinión equilibrada sobre la cuestión, preguntándose si la impresión negativa que se desprende cuando uno adquiere conocimiento de las distinciones genéricas no es debida, sim­ plemente, a la imperfección de los sistemas propuestos en el pasado. ¿La poesía debe ser simplemente subdividida, o debe permanecer una e indivisible, o alternar entre la separación y la unidad? La mayoría de las imágenes del sistema poético universal son aún tan groseras e infantiles como las que, antes de Copérnico, se hacían los antiguos acerca del sistema astronómico. Las habituales subdivisiones de la poe­ sía no son sino una construcción agónica para un horizonte limitado. Aquello que sabe hacerse o que tiene algún valor es la tierra inmóvil en el centro. Pero en sí, en el universo de la poesía nada está en reposo, todo deviene y se transforma y se mueve armoniosamente; y también los cometas poseen en s li movimiento leyes inalterables. Pero antes de que se pueda calcular el curso de estos astros y determinar de antemano su vLielta, el verdadero sistema universal de la poesía no ha sido aún descubierto (A thenaeum , 434). Los cometas, también, obedecen leyes inalterables... Los antiguos sis­ temas sabían solamente describir el resultado muerto; es necesario aprender a presentar los géneros com o principios de producción diná­ micos, de lo contrario se correría el riesgo de nunca atrapar el verda­ dero sistema de la poesía. Puede ser que haya llegado el momento de poner en m archa el programa de Friedrich Schlegel. Debemos ahora volver a la cuestión inicial concerniente al origen sistemático de los géneros. En cierto sentido ya recibió su respuesta, porque, com o dijimos, los géneros provienen, com o cualquier acto de habla, de la codificación de las propiedades discursivas. Tendríamos entonces que reformular nuestra pregunta de la siguiente manera: ¿Hay alguna diferencia entre los géneros (literarios) y los demás actos

de habla? Rezar es un acto de habla; orar es un género (literario o no): la diferencia es mínima. Pero, tomando otro ejemplo, contar es un acto de habla y la novela es un género en el cual ciertamente se cuenta algo; no obstante, la distancia es grande. En fin, un tercer caso: el soneto es en efecto un género literario pero no existe un acto verbal tal como «sonetear». Existen entonces géneros que no derivan de un simple acto de habla. En suma, tres posibilidades pueden ser entrevistas: o el género, como el soneto, codifica las propiedades discursivas tal como lo haría cualquier otro acto de habla, o el género coincide con un acto de habla que tiene también una existencia no literaria, como orar; o en definitiva, deriva de un acto de habla mediatizado por un cierto número de transformaciones y amplificaciones: este sería el caso de la novela en su acción de contar. En efecto, sólo este tercer caso presenta una si­ tuación nueva.- en los dos primeros, el género no es en nada diferente de los otros actos. Aquí, en cambio, no se parte directamente de las propiedades discursivas, sino de otros actos de habla ya constituidos; se va de un acto simple a un acto complejo. Es también el único que amerita un tratamiento distinto de las otras acciones verbales. Nuestra pregunta acerca del origen de los géneros se convierte entonces en esta otra: ¿cuáles son las transformaciones que siguen ciertos actos de habla para llegar a producir ciertos géneros literarios?

III

Trataré de responder a la pregunta anterior examinando algunos casos específicos. Este modo de proceder implica desde ya que, así como el género no es en sí mismo ni un hecho puramente dis­ cursivo ni puramente histórico, la cuestión del origen sistemático de los géneros no puede permanecer en la pura abstracción. A pesar de que el orden de la exposición nos lleve, por razones de claridad, de lo sim­ ple a lo complejo, el orden del descubrimiento sigue el camino inverso: partiendo de los géneros observados, se trata de encontrar el germen discursivo. Mi primer ejemplo será tomado de una cultura distinta a la nuestra: la de los Lubas del Zaire; lo he escogido por su relativa simplicidad8. «Invitar» es uno de los actos de habla más comunes. Uno podría restringir el número de fórmulas utilizadas y obtener así una invitación

ritual, como se hace en nuestra civilización en ciertos casos solemnes. Pero en el caso de los Lubas existe también un género menor derivado de la invitación y que se practica incluso fuera de su contexto original. En el ejemplo que sigue, «yo» invita a su cuñado a entrar a la casa. Esta fórmula explícita no aparece sin embargo sino en los dos últimos versos de la invitación (29-33; se trata de un texto ritmado). Los veintiocho versos precedentes contienen un relato en el cual el «yo» es quien va a casa de su cuñado, y es éste quien lo invita. He aquí el comienzo del relato: Je partís chez mon beau-frére, Mon beau-frére dit: bonjour, Et moi de dire: bonjour toi aussi. Quelques instants aprés, lui: Entre dans la maison, etc9. El relato no se queda allí; él nos conduce a un nuevo episodio en el cual «yo» pide que alguien lo acompañe comiendo; el episodio se repite dos veces: Je dis: mon Beau-frére, Appelle tes enfants, Qu’ils mangent avec moi cette páte. Beau-frére dit: tiens! Les enfants ont déjá mangé, lis sont déjá allés se coucher. Tu dis-, tiens, Tu es done ainsi, beau-frére! Appelle ton gros chien. Beau-frére dit: tiens! Le chien a déjá mangé, II est déjá alié se coucher, etc10. Continúa una transición formada por algunos proverbios, y al final se llega a la invitación directa, esta vez dirigida por «yo» a sli cuñado. Sin entrar en detalles, uno puede constatar que entre el acto verbal de la invitación y el género literario «invitación», cuyo texto precedente es un ejemplo, tienen lugar varias transformaciones: 1. una inversión de los roles del emisario y el destinatario: «yo» invita al cuñado, el cuñado invita al «yo»; 2. una narrativización, o más exactamente, una inserción del acto

verbal de invitar en el de contar; así obtenemos, en kigar de una invitación, el relato de la misma; 3. una especificación: no solamente se es invitado, sino que se es invitado a comer una pasta; no solamente se acepta la invitación, sino que se desea comer acompañado; 4. una repetición de la misma situación narrativa, pero la cual compor­ ta 5. una variación en los actores que asumen el mismo rol: una vez los niños, otra el perro. Seguramente, esta enumeración no es muy exhaustiva, pero ella puede ya brindarnos una idea de la naturaleza de las transformaciones que sufre el acto de habla. Ellas se dividen en dos grupos que podríamos llamar: a) internas, en las cuales la derivación se realiza al interior mismo del acto de habla inicial; este es el caso de las transformaciones 1, 3, 4 y 5; y b) las externas, en las cuales el primer acto de habla se combina con uno segundo, dependiendo de una relación jerárquica cualquiera; es el caso de la transfonnación 2, en la cual «invitar» está insertada dentro de «contar». Tomemos ahora un segundo ejemplo, siempre dentro de la misma cultura luba. Vamos a partir de un acto de habla aún más esencial: nombrar, atribuir un nombre. En nuestra cultura, la significación de los antropónimos es olvidada la mayoría de las veces; los nombres propios en nuestro caso significan algo por la evocación de un contexto o por asociación y no por el sentido de los morfemas que lo componen. Esto también es posible en los Libas; pero al lado de estos nombres desprovistos de sentido,vse encuentran otros completamente actuales y cuya atribución es, por otra parte, motivada por este sentido. Por ejemplo (hago hincapié en que no marco los tonos): Longi significa «lo feroz» M ukunza significa «piel clara» Ngenyi significa «inteligencia» Aparte de estos nombres en cierto modo oficiales, el individuo puede también recibir sobrenombres, más o menos invariables, cuya función puede ser el elogio, o simplemente la identificación según los rasgos característicos del sujeto, como por ejemplo su profesión. La elaboración de estos sobrenombres ya los aproxima a las formas literarias. He aquí una muestra de una de las formas de estos sobrenom­ bres, los makumbu, o nombres del elogio:

Cipanda w a nshindumeenu, columna [viga] contra la cual uno se apoya Dtlejidya kwikisha munnuya, sombra bajo la cual Lino se refugia Kasunyl kaciinyi nkelende, hacha que no teme a las espinas Como puede verse, los sobrenombres pLieden ser considerados como una expansión de los nombres. En ambos casos se describen a los seres tal como son o como deben ser. Desde el punto de vista sintáctico, se pasa del nombre aislado (sustantivo o adjetivo sustanti­ vado) al sintagma compuesto de un nombre más un relativo que los califica. Semánticamente, las palabras, tomadas en un sentido literal, inician sli paso al nivel metafórico. Estos sobrenombres, al igual qLie los nombres, pueden también aludir a proverbios y dichos comunes. En fin, en los lubas existe un género literario bien establecido —y bien estudiado— que se llama K asala11. Se trata de cantos de dimen­ siones variables que pueden pasar de los ochocientos versos; ellos «evocan las distintas personas y eventos de un clan, exaltan, a través de grandes alabanzas a slis miembros difuntos y/o vivos y declaman slis grandes hechos y gestas» (Nzuji, op. cit., p. 21). Nuevamente, pues, se trata de Lina mezcla de caracterizaciones y elogios: por una parte se indica la genealogía de los personajes, sitLiando a Linos en relación a otros; por otra, se les atribuyen cualidades remarcables; estas atribucio­ nes inchiyen a menudo sobrenombres, como los que venimos de observar. Además, el rapsoda interpela a los personajes y los conmina a comportarse de manera admirable. Cada uno de estos procedimien­ tos es repetido muchas veces. Como puede observarse, todos los rasgos característicos del K asala estaban ya contenidos potencialmente en el nombre propio, y más todavía en esa forma intermediaria que repre­ sentaba el sobrenombre. Volvamos nuevamente al terreno más familiar de los géneros de la literatura occidental, para saber si se pueden observar transformaciones semejantes a las que caracterizan a los géneros lubas. Tomaré com o primer ejemplo el género que yo mismo describí en mi libro Introduction á la littérature fan tastique [Introducción a la literatura fantásticd[. Si mi descripción es correcta, este género se caracteriza p or la vacilación a la cual es sometido el lector en cuanto a la explicación sobrenatural o natural de los hechos evocados. Más exactamente, el ímindo que se describe es ciertamente el nLiestro, con sus leyes naairales (pLies no estamos en lo maravilloso), pero en el seno de este universo se produce un evento al cual es difícil encontrar una

explicación natural. Así, lo que codifica al género es una propiedad pragmática de la situación discursiva: la actitud del lector, tal como ella es prescrita por el libro (y que el lector individtial puede o no adoptar). Este rol del lector, la mayoría de las veces, no permanece implícito, sino que se encuentra representado en el propio texto bajos los rasgos de un personaje testigo; la identificación entre el uno y el otro es facilitada por la atribución a este personaje de la función de narrador: el empleo del pronombre de la primera persona permite al lector identificarse con el narrador, así como también con este personaje testigo que vacila en cuanto a la explicación de los hechos ocurridos. Para simplificar, dejemos de lado a esta triple identificación entre el lector implícito, el narrador y el personaje testigo. Admitamos que se trata de una actitud del narrador representado. Una frase que se en­ cuentra en una de las novelas fantásticas más características, El m a­ nuscrito hallado en Zaragoza, de Potocki, resume emblemáticamente esta situación: «J’en vins presque á croire que des démons avaient, pour me tromper, animé des corps pendus»12. Bien puede verse la ambigüe­ dad de la situación: el hecho sobrenatural es designado por la pro­ posición subordinada; la principal refleja la adhesión del narrador, pero se trata de una adhesión modulada por la aproximación. Esta propo­ sición principal implica, pues, la inverosimilitud intrínseca de lo que sigue, y constituye por eso mismo el cuadro -natural» y «razonable» dentro del cual el narrador desea mantenerse (y, desde luego, mante­ nernos). Así, el acto de habla que se encuentra en la base del género fan­ tástico es, incluso simplificando un poco la situación, un acto complejo. Uno podría reescribir su fórmula de la siguiente manera: «yo» (pro­ nombre cuya función ya explicamos) + verbo correspondiente a una actitLid (como «creer», «pensar», etc.) + modalización de este verbo en el sentido de la incertidumbre (modalización que sigue dos vías principales: el tiempo verbal, el pasado, permitiendo así la instauración de una distancia entre el narrador y el personaje; los adverbios tales como «casi», «tal vez», «sin duda», etc.) + proposición subordinada que describe un hecho sobrenatural. Bajo esta forma abstracta y reducida, con toda seguridad puede encontrarse, fuera de la literatura, al acto de habla «fantástica»: este será el caso de tina persona relatando un evento fuera del marco de las explicaciones naturales, y que en ese momento no desea renunciar a ese mismo marco sobrenatural, haciéndonos así formar parte de su incertidumbre (situación quizás rara en nuestros días, pero en todo

caso perfectamente real). La identidad del género está completamente determinada por la del acto de habla, lo cual, no obstante, no quiere decir que ambos sean idénticos. Desde el punto de vista del sentido retórico, este nudo se enriquece de una serie de amplificaciones: 1) una narrativización: hay que crear una situación donde el narrador termine formulando nuestra frase emblema, o uno de sus sinónimos; 2) una aparición irreversible de lo sobrenatural; 3) una proliferación temática: ciertos temas, como las perversiones sexuales o los estados próximos a la locura, serán más favorecidos que otros; 4) una representación verbal que explorará, por ejemplo, la incertidumbre que se puede sentir al escoger entre el sentido literal y el sentido figurado de una expresión; estos son temas y procedimientos que he tratado de des­ cribir en mi libro. No hay, pues, desde el punto de vista de los orígenes, ninguna diferencia de naturaleza entre el género fantástico y los que encontrá­ bamos en la literatura oral luba, a pesar de que subsisten diferencias de grado, es decir, de complejidad. El acto verbal que refleja la osci­ lación «fantástica» es menos frecuente que aquel que consiste en nom­ brar e invitar; sin embargo, no es menos acto verbal que los otros. Las transformaciones que sigue para convertirse en género literario son quizás más numerosas y variadas que aquellas con las cuales nos familiarizaba la literatura luba; ellas permanecen también con su misma forma natural. La autobiografía es otro género literario propio de nuestra sociedad descrito con suficiente precisión para que pueda ser interrogado según nuestra perspectiva acaial13. Para decirlo de manera más simple, la autobiografía se define por dos identidades: la del autor y narrador, y la del narrador y personaje principal. Esta segunda es evidente: ella es quien resume el prefijo «auto» y quien permite distinguir la autobiogra­ fía de la biografía o las memorias. La primera es mucho más sutil: ella diferencia la autobiografía (como la biografía y las memorias) de la novela, estando ésta impregnada de elementos provenientes de la vida del autor. Esta identidad separa, en definitiva, todos los géneros «referenciales» o «históricos» de todos los géneros «ficticios»: la realidad del referente está claramente indicada ya que se trata del mismo autor del libro, alguien con estado civil y registrado en su ciudad natal. Nos encontramos aquí, entonces, con un acto de habla que codifica a la vez propiedades semánticas (es esto lo que implica la identidad narrador-personaje: «hay que hablar de sí mismo»). Bajo esta fomia, este acto de habla está extremadamente difundido fuera de la literaaira: se

lo practica cada vez que uno cuenta su propia vida. Es curioso notar que los estudios de Lejeune y de Bruss en los cuales me apoyo, bajo la cobertura de una descripción del género, establecieron en efecto la identidad del acto de habla, el cual no constituye sino el nLido. Este deslizamiento de objeto es revelador: la identidad del género viene del acto de habla que se encuentra en la base: contarse a sí mismo. Esto no impide que, para convertirse en género literario, este contrato inicial deba seguir numerosas transformaciones. Dejo a los especialistas del género la tarea de establecerlas. ¿Qiié será de los géneros todavía más complejos, como la novela? No me atrevería a lanzarme a la formulación de la serie de transfomiaciones que presiden su nacimiento; pero, demostrando sin dudas un optimismo al respecto, diré, otra vez, que el proceso no me parece ser cualitativamente diferente. La dificultad del estudio del «origen de la novela», entendido en este sentido, residiría sólo en el engranaje infinito de los diferentes actos de hablas. En lo más alto de la pirámide, estaría el contrato ficticio (y en consecuencia, la codificación de una propiedad pragmática), que a su vez exigirá que se alternen los elementos descriptivos y los narrativos, es decir, que describan los estados de inmovilización y las acciones que se desarrollan en el tiempo (hay que tener en cuenta que estos dos actos de habla están coordinados entre ellos y no engranados como en los casos precedentes). A esto se agregarían las restricciones concernientes al aspecto verbal del texto (alternancia del discurso, del narrador y de los personajes) y a su aspecto semántico (preferiblemente la vida personal y no los grandes frescos de época) y así sucesivamente... De no ser por su brevedad y esquematismo, esta enumeración rápida que acabo de hacer no es diferente de la de los estudios ya consagrados a este género. No obstante no es así: en estos últimos faltaba esta perspectiva —desplazamiento ínfimo, ilusión óptica qui­ zás— , la cual permite ver que no hay un abismo entre la literatura y lo que no es literatura, que los géneros literarios encuentran su origen, simplemente, en el discurso humano.

NOTAS

1 El libro que vendrá, Caracas, Monte Avila, 1969 [N. del T], 2 El diálogo inconcluso, Caracas, Monte Avila, 1970 [N. del T], 3 Una afirmación parecida se encuentra en Henry James, quien, en tanto teórico, participa de la posteridad romántica: «Los ‘géneros’ son la vida misma de la literatura; reconocerlos completamente, ir hasta el extremo del sentido de cada uno, hundirse profundamente en su consistencia, produce verdad y fuerza» (Prelado de The Awkward Age, Londres, 1975, p. 18). 4 Esta manera de exponer los problemas no es para nada original (la diferencia entre frase y enunciado remonta al menos a aquella entre significación gramatical y significación histórica que a principios del xix hacía F. A. Wolf); no hago sino recordar las evidencias, incluso si ellas son a veces ignoradas. Para las exposiciones más completas que utilizan una terminología actual, se puede consultar los escritos de Austin, Strawson, Searle, o las presentaciones que yo hacía de esta problemática en «Enunciación» (Langages, 17, 1970) y, en colaboración con Oswald Ducrot, en nuestro Dictionnaire encyclopédique des sciences du langage [Diccionario enciclo­ pédico de las ciencias del lenguaje], 1972. Ver también, más recientemente, Dan Sperber, «Rudiments de rhétorique cognitive», Poétique, 23, 1975. 5 Esta afirmación tiene su corolario: la disminuida importancia que doy ahora a la noción de género teórico o tipo. En absoluto renuncio a la necesidad de analizar los géneros en categorías abstractas; pero el estudio de los tipos posibles me parece hoy una reformulación de la teoría general del discurso (o de la poética general); ésta contiene integralmente a aquélla. Los géneros históricos son géneros teóricos; pero en la medida en que lo recíproco no sea verdaderamente necesario, la noción separada de género teórico me parece perder su interés, al menos que forme parte de una estrategia heurística, como en los ejemplos estudiados por Christine BrookRose. 6 En definitiva, soy más optimista que los autores de dos estudios recientes, los cuales me llevaron por otra parte a precisar mis puntos de vista (Dan Ben-Amos, «Catégories analytiques et genres populaires», Poétique, 19, 1974, pp. 265-286 y Philippe Lejeune, Le Pacte autobiograpbique, 1975, pp. 311-341, «Autobiographie et histoire littéraire»). Lejeune y Ben-Amos tienden a ver un abismo infranqueable entre lo abstracto y lo concreto, entre los géneros que históricamente existieron y el análisis de las categorías al cual pueden hoy ser sometidos. 7 La idea de que los géneros deben ser puestos en relación con los actos de habla se encuentra formulada en K. Stierle, «L’Histoire comme Exemple, L’Exemple com­ me Histoire», Poétique, 10, 1972, pp. 176-188; Ph. Lejeune, Le Pacte autobiogra­ pbique, 1975, pp. 17-49 (“Le pacte autobiographique»); E. Bruss, «L’Autobiographique considérée comme acte littéraire», Poétique, 17, 1974, pp. 14-26. Los géneros son examinados desde un punto de vista etnológico en el estudio de P. Smith, «Les genres et les hommes», Poétique, 19, 1975, pp. 294-312; e histórico, en «Autobio­ graphie et Histoire littéraire», de Ph. Lejeune, en el capítulo de las conclusiones del libro citado (en el cual se encontrarán otras referencias sobre el mismo tema). En un estudio reciente leo esta lista de géneros propios de la literatura árabe, lista que revela claramente las relaciones de éstos con los actos de habla: «Nosotros tenemos la exigencia de una realización —de una promesa, por ejemplo— , el reproche, la amenaza, la sátira, la excusa...» (A. Kilito, «Le genre ‘séance’: une introduction», Studia Islamica, 43, 1976, p. 27). 8 Debo todas las informaciones concernientes a los géneros literarios de los Lubas

y su contexto verbal a la amabilidad de Mme. Clémentine Faik-Nzuji. 9 Yo fui a casa de mi cuñado,/ Mi cuñado dijo: buenos días,/ Y yo le dije: buenos días tú también./ Unos instantes después él dijo:/ Entra a la casa, etc. [A" del T.1. 10 Yo dije: cuñado,/ llama a tus hijos,/ Que vengan a comer conmigo esta pasta./ Mi cuñado dijo: mira!/ Los niños ya comieron,/ Ellos ya se acostaron./ Yo dije: mira,/ Así pues eres tú, cuñado!/ Llama a tu perro./ Mi cuñado dijo: mira!/ El perro ya comió,/ Ya se acostó, etc. [/V. del T.]. 11 Cf. P. Mufuta Kabemba, Le cbant Kasala des Lubas, París, 1968; C. Faik-Nzuji, Ka­ sala, cbant béroique luba, Lubumbashi, 1974. Para hechos análogos al Rwanda, cf. P. Smith, artículo citado, sobre todo pp. 297-298. 12 «casi llegué a creer que los demonios, para engañarme, habían animado los cuerpos colgados» [N. del T.\. 13 Pienso particularmente en los estudios antes citados: Philippe Lejeune, «Le pacte autobiographique»; Elizabeth Bruss, «L’autobiographie considérée comme acte littéraire».

II

Ya

q u e lo que

sigue va a tratar sobre el relato, com en zaré por

con tar una historia.

Ricciardo Minutolo está enamorado de Catella, la esposa de Filipello. Pero ésta no le corresponde, a pesar de todos los esfuerzos de Ri­ cciardo. El se entera de que Catella cela en extremo a su marido y decide aprovecharse de esta debilidad de Catella. Así, él muestra su desinterés hacia ella; un día, al encontrarla, se lo confirma personal­ mente al mismo tiempo que le participa del cortejo que Filipello le está haciendo a su propia esposa. Catella, furiosa, desea saber todo. Nada más fácil, responde Ricciardo; ha citado a su esposa para mañana en unos baños públicos de los alrededores. Catella sólo tiene que ir en su lugar y ella misma se dará cuenta de la perfidia de su marido. Es esto lo que ella hace, pero en lugar de su esposo encuentra a Ricciardo, sin reconocerlo, pues la oscuridad de la habitación de la cita es total. Catella cede entonces al deseo de quien ella cree que es su marido, pero en seguida comienza a injuriarlo, revelándole que ella no es la esposa de Ricciardo sino Catella. Es entonces cuando Ricciardo le revela que él no es Filipello. Catella comienza a desesperarse pero Ricciardo le demuestra que el escándalo no serviría de nada ni a nadie y que, además, «los besos del amante tienen más sabor que los del marido».

Todo termina bien y Boccaccio agrega que el cuento fue acogido con un «concierto de elogios» cuando fue narrado por primera vez (D ecamerón, III, 6). He aquí, pues, una serie de frases que todo el mundo coincidiría en reconocer como lo propio de un relato. Pero, ¿qué constituye al relato? Regresemos al principio de la historia. Boccaccio describe primero a Nápoles, el lugar de la acción; en seguida presenta a los tres protagonistas; luego nos habla del amor que siente Ricciardo por Catella. ¿Es esto un relato? Creo que una vez más coincidiríamos en responder que no. No son las dimensiones del texto las que deciden tal cosa; en efecto, éste ocupa en Boccaccio solamente dos párrafos, pero se percibe bien que aun siendo cinco veces más largo nada cambiaría. Al contrario, cuando Boccaccio dice: «Así se encontraba su espíritu cuando...» (y en francés se pasa aquí del imperfecto al pasado simple), el relato, podemos decirlo, comienza. La explicación parece simple: al principio asistimos a la descripción de un estado de ánimo; ahora bien, el relato no se conforma con ello, él exige el desarrollo de una acción, es decir, el cambio, la diferencia. Todo cambio constituye en efecto un nuevo «anillo» en el relato. Ricciardo se entera de los grandes celos de Catella —lo cual le permite concebir su plan— en consecuencia puede ponerlo en marcha — Ca­ tella reacciona de la manera prevista— la cita tiene lugar — Catella revela su verdadera identidad— Ricciardo revela la suya — ambos des­ cubren juntos la felicidad. Cada una de estas acciones, así aisladas, sigue a la precedente y, la mayoría de las veces, mantiene con ella una rela­ ción de causalidad. Los celos de Catella son una condición del plan qLie será concebido; el plan tiene como consecuencia la cita; el escarnio pú­ blico es resultado del adulterio, etc. Tanto la descripción como el relato presuponen la temporalidad, pero la naairaleza de esta temporalidad es distinta en cada caso. La des­ cripción inicial se situaba en el tiempo, pero este tiempo era continuo; en contraste, los cambios, propios del relato, fragmentan el tiempo en unidades discontinuas; el tiempo de «duración pura» se opone al tiempo de los acontecimientos. La pura descripción no es suficiente para hacer un relato, pero éste no excluye a la descripción. Si es necesario un ténnino genérico que a la vez incluya al relato y a la descripción (es decir, los textos que no contienen sino descripciones), podría servir el de ficció n , poco corriente en francés. La ventaja sería doble: primero, porque la ficción incluye al relato y a la descripción; segundo, porque ella evoca el uso transitivo y referencial que se hace de las palabras en

uno y otro caso (y en esto no es un contra-ejemplo Raymond Roussel, quien construye el relato a partir de la distancia que hay entre los dos sentidos de una misma palabra), en oposición al uso intransitivo, literal, que en efecto es el lenguaje de la poesía. Con toda certeza, esta manera de ver el relato como el encadena­ miento cronológico y a veces causal de las unidades discontinuas no es nueva; hoy en día es bien conocido el trabajo de Propp sobre el cuento de hadas ruso, el cual llega a una formulación parecida del relato. Propp llama función a cada Lina de estas acciones así aisladas, a partir del momento en que ésta es vista desde la perspectiva de su Litilidad dentro del conjunto del cuento; y él postula que existen sólo treinta y una variedades de funciones para todos los cuentos de hadas rusos. «Si leemos en segLiida todas las fondones, veremos que una función se desprende de la otra por una necesidad lógica y artística. Veremos que ninguna función excluye a la otra. Ellas pertenecen todas a un mismo pivote y no a varios». Las funciones se siguen y no se parecen. Propp analiza así y de manera integral un cuento titulado «Les Oies-cygnes»; recordemos aquí ese análisis. Es la historia de una niña que olvida despertar a su hermano y los ocas-cisnes lo roban. La niña parte en su búsqueda y, sabiamente aconsejada por un puerco espín, logra encontrarlo. Ella se lo lleva, las ocas la persiguen, pero, ayudada por el río, el manzano y un tapiz, llega a la casa sana y a salvo con su hemiano. Propp identifica veintisiete elementos en este relato, cuyas dieciocho funciones (los otros elementos son descripciones, transicio­ nes, etc.) forman parte de la lista canónica de las treinta y una. Cada una de estas funciones está situada en el mismo plan; cada una es diferente a las otras; la sola relación que ellas mantienen entre sí es la de la sucesión. Uno puede pregLintarse sobre la justeza de este análisis, o más exactamente, tratar de saber si Propp no confundió necesidad genérica (empírica) y necesidad teórica. Quizás todas las funciones son igLialmente necesarias en el cuento de hadas ruso; pero ¿son necesarias por las mismas razones? Experimentemos algo. Relatando el cuento mso omití algunas de las funciones iniciales: por ejemplo, que los padres habían prohibido a la niña salir de la casa; que ella había preferido ir a jugar, etc. Siempre idéntico, el cuento no deja de ser fundamental­ mente un relato. Al contrario, si no hubiera dicho que una niña y un niño vivían felizmente en su casa, o que los gansos habían secuestrado al niño, o que la niña partió a buscarlo, etc., el cuento no habría existido; o se habría transformado en otro cuento. En consecuencia,

tocias las funciones no son igualmente necesarias para el relato; de­ bemos aquí introducir un orden jerárquico. Analizando de esta manera -Les Oies-cygnes», llegaremos al siguien­ te resultado: este cuento contiene cinco elementos obligatorios: 1) La situación de equilibrio del comienzo. 2) La degradación de la situación debido al secuestro del niño. 3 ) El estado de desequilibrio constatado por la niña. 4) La búsqueda y hallazgo del niño. 5) El restablecimiento del equilibrio inicial, la vuelta a la casa paterna. Ninguna de estas cinco acciones podría ser omitida sin que el cuento no pierda su identidad. Con toda seguridad uno podría imaginar un cuento que omita los dos primeros elementos y comience por una situación ya deficiente; o que suprima los dos últimos, teniendo un final triste. Pero se sentiría clara­ mente que se trata de dos mitades de un ciclo, mientras que antes dis­ poníamos de un ciclo completo. Investigaciones teóricas han demos­ trado —y los estudios empíricos lo han confirmado— que este ciclo participa de la definición misma del relato: no podemos imaginar un relato que no contenga al menos una de estas partes. Las otras acciones aisladas por Propp no tienen todas el mismo status. Muchas de ellas son facultativas; ellas se ajustan al esquema fundamental. Por ejemplo, la ausencia de la niña en el momento del secuestro puede obedecer o no a un motivo. Hay otras alternativas: una de ellas, al menos, debe aparecer en el cuento; se trata de una concretización de la acción preescrita por el esquema. Por ejemplo, la niña encuentra a su hermano, ¿pero cómo? Gracias a la intervención de un ayudante. Ella pudo haberlo encontrado gracias a la rapidez de sus piernas, o a su poder de adivinación, etc. Se sabe que Claude Bremond se propuso establecer el catálogo de las alternativas posibles de las cuales dispone cualquier relato. Pero si se jerarquizan las acciones elementales, puede percibirse que entre ellas se establecen nuevas relaciones: no podemos ya conformar­ nos con la cadena de secuencias o consecuencias. Es evidente que el primer elemento repite al quinto (el estado de equilibrio); y que el tercero es su inversión. Además, el segundo y el cuarto son simétricos e inversos: se secuestra al niño de su casa, pero allí también es de­ vuelto. No es entonces verdad que la sola relación entre las unidades sea la de la sucesión; podemos decir que estas unidades deben encon­ trarse también en una relación de transformación. Nos encontramos aquí frente a los dos principios del relato. ¿Puede un relato prescindir del segundo principio, el de las trans­ formaciones? Discutiendo los problemas de definición y de denomina­

ción, hay que estar consciente de lo arbitrario que en cierto modo y necesariamente acompaña a estos gestos. Nos encontramos delante de un continuum, de hechos y relaciones; trazamos en seguida un límite en alguna parte, llamando relato todo lo que está dentro de él, y no relato aquello que se encuentra fuera. Pero las palabras de la lengua, de las cuales nos servimos, revelan matices diferentes para cada sujeto hablante. Hace un instante opuse relato y descripción, según los dos tipos de temporalidad que manifiestan; pero muchos llamarían -relato» a un libro como Dans le labyrinthe [En el laberinto] de Robbe-Grillet, el cual sin embargo suspende el tiempo narrativo y coloca como si­ multáneas las variaciones en el comportamiento de los personajes. Lo mismo ocurre con la presencia o ausencia de relaciones de transforma­ ción entre las acciones individuales. Se puede construir artificialmente una narración que esté desprovista de ellas; se pueden incluso encon­ trar, dentro de ciertas crónicas, ejemplos reales de pura lógica en cuanto a la sucesión. Pero creo que estaremos fácilmente de acuerdo con el hecho de que ni estas crónicas ni la novela de Robbe-Grillet son representantes típicos del relato. Es más, diré que iluminar la diferencia entre relato y descripción, o el principio de sucesión y el de transfor­ mación, nos permite comprender por qué percibimos tales relatos co­ mo si fueran en un cierto sentido marginales. Habitualmente, incluso el relato más simple, el menos elaborado, pone a actuar simultánea­ mente los dos principios; testigo (anecdótico) el siguiente titulo francés de un western italiano reciente, J e vais, j e tire, j e reviens [Voy, disparo, regreso], detrás de la aparente pureza de la sucesión se esconde una relación de transformación entre «ir» y «regresar». ¿Cuál es la naturaleza de estas transformaciones? La que hemos examinado hasta ahora consistía en cambiar un término por su contra­ rio o sil término contradictorio; para simplificar, llamémosla «negación». Lévi-Strauss y Greimas insistieron mucho en esta transformación estu­ diando sus variedades particulares, hasta hacer creer que era la sola posible. Es cierto que esta transformación goza de un estatus particular; esto se debe sin duda al lugar tan singular que ocupa la negación de nuestro sistema de pensamiento. El pasaje de A a no-A es en cierta manera el paradigma de todo cambio. Pero este estatus excepcional no debe sin embargo llegar a ocultar la existencia de otras transformacio­ nes —y ya veremos que ellas son numerosas. En el cuento analizado por Propp se puede remarcar, por ejemplo, una transformación de modo-, la prohibición — es decir, una obligación negativa— que los padres imponen a la niña, la de dejar solo, aunque sea por un instante,

a su hermano. O esta otra transformación-, la intención: la niña decide ir en busca de su hermano, en seguida ella parte efectivamente; de uno al otro, la relación es la que va de la intención a su realización. Si volvemos a nuestro cuento del Decatnerón, podemos observar las mismas relaciones. Ricciardo es infeliz al principio y feliz al final: he aquí la negación. El desea poseer a Catella, luego la posee: he aquí la transfomiación de modo. Pero otras relaciones parecen jugar aquí un papel más importante. Una sola y misma acción es presentada tres veces-, primero está el plan de Ricciardo de hacer ir a Catella a los baños, luego viene la percepción equívoca de esta escena por parte de Catella, quien cree encontrar allí a su marido; y finalmente la verdadera situación es revelada. La relación entre la primera y la tercera propo­ sición es la del proyecto y su realización; en la relación entre la segunda y la tercera se oponen la percepción equívoca de un acontecimiento y su justa percepción ulterior. Es esta trampa lo que evidentemente constituye el impulso del relato boccacciano. Una diferencia cualitativa separa al primer tipo de transformaciones del segundo. En el primer caso, se trataba de la modificación llevada a cabo sobre un predicado de base: éste se encontraba en su forma positiva o negativa, modalizada o no. Aquí el predicado inicial se encuentra acompañado de un se­ gundo predicado, como «proyectar» o «aprender», el cual, paradójica­ mente, designa a una acción autónoma que al mismo tiempo nunca puede aparecer sola: uno siempre proyecta «otra» acción. Se puede observar aquí cómo se esboza una oposición entre dos tipos de orga­ nización del relato: por una parte, aquel donde se combinan la lógica de la sucesión y las transformaciones del primer tipo; en cierto modo éstos serán los resultados más simples, y quisiera designar a este tipo de organización con el nombre de mitológica. Por otra parte, se en­ cuentra el tipo de relato en el cual la lógica de la sucesión está secun­ dada por el segundo género de transformaciones; relatos donde la importancia del acontecimiento es menor que la de la percepción o del grado de conocimiento que del mismo poseemos; esto último es lo que me hace proponer, para el segundo tipo de organización narrativa, el nombre de gnoseológica (también podría llamársele «epistémica»). Es obvio que una oposición de este tipo no apunta a reducir la distribución de todos los relatos del mundo en dos montones: aquí los mitológicos, allá los gnoseológicos. Como en todo estudio tipológico, busco más bien poner en evidencia las categorías abstractas que permiten rendir CLienta de las diferencias reales entre un relato y otro. No se trata, tampoco, de que un relato deba poseer exclusivamente un

tipo de transformaciones y no otro. Volviendo al cuento «Les Oiescygnes», uno puede igualmente observar allí los rastros de una orga­ nización gnoseológica. Por ejemplo, el robo del niño se produjo en ausencia de la niña; en principio, ella ignora quién es el responsable, y aquí podría tener lugar una búsqueda de conocimiento. Pero el cuento dice simplemente: «La niña adivinó que ellas habían robado a su pequeño hemiano», sin detenerse en este proceso. Al contrario, el cuento de Boccaccio reposa por completo sobre la ignorancia seguida del reconocimiento. Si se desea relacionar un relato particular a un tipo de organización narrativa, se debe buscar el predominio, cualitativo y cuantitativo, de ciertas transformaciones, no su presencia exclusiva. Observemos ahora otros ejemplos de organizaciones gnoseológicas. Una obra como la Quete du G raal {La búsqueda del Santo Griaft hace frecuentemente que las secuencias que relatan eventos materiales vayan precedidas por otras, o que el mismo evento sea evocado bajo forma de predicción. Estas transformaciones de suposición tienen, en este texto, una particularidad: ellas siempre se realizan y son percibidas por los personajes como un imperativo moral. Así, el desenlace de la intriga es relatado en las primeras páginas por la tía de Perceval: Porque sabemos bien, aquí como en otros lugares, que al final tres caballeros, más que los otros, tendrán la gloria de la Conquista: dos serán vírgenes y el otro casto. De los dos vírgenes, uno será el caballero que usted busca, y el otro, usted; el tercero será Bohort de Gaunes. Esos tres llevarán a cabo la búsqueda.

O la hermana de Perceval, quien prevé dónde morirían su hennano y Galaad: «En mi honor, hágame enterrar en el Palacio Espiritual. ¿Sabe por qué se lo pido? Porque Perceval reposará allí mismo y usted después de él». En general, en toda la segunda parte del libro, las acciones futuras primero son anunciadas por la hermana de Perceval bajo la forma de predicciones imperativas. Estas suposiciones que preceden al acontecimiento son completa­ das por otras, las cuales se recuerdan sólo en el momento en el que ya el evento tuvo lugar. Su camino azaroso lleva a Galaad a un monasterio; la aventura del escudo comienza; y, en el momento mismo en que se te mi ina, un caballero celeste aparece y declara que todo estaba de antemano previsto. He aquí lo que se hará, dijo José. Allí donde será enterrado Nascien, será colocado el escudo. Allí vendrá Galaad, cinco días después de haber recibido la Orden de Caballería. — Todo sucedió como él lo había

anunciado, pues al quinto día usted llegó a esta abadía en la cual yace el cuerpo de Nascien.

Lo mismo ocurre con Gauvain; él recibe una ruda estocada de la espada de Galaad y recuerda en seguida-. He aquí confirmada la palabra que escuché el día de Pentecostés, a propósito de la espada que llevaba en la mano. Me fue anunciado que antes ele mucho tiempo recibiría un golpe terrible, y es la misma espada con la cual acaba de herirme este caballero. Esto sucedió tal como fue predicho.

Pero, más que esta transformación particular de suposición que es el «anuncio», La búsqueda del Santo Grial se caracteriza por otra trans­ formación, de conocimiento esta vez, la cual consiste en una reinter­ pretación de los eventos ya ocurridos. En general, todos los gestos realizados en la tierra reciben, de parte de los p r u d ’h om m es y del er­ mitaño, una interpretación celestial, agregándose a menudo revelacio­ nes puramente terrenales. Así, cuando uno lee el principio de la Búsqueda uno cree comprender todo: los nobles caballeros que deci­ den partir en busca del Grial, etc. Pero poco a poco el relato nos hace conocer el otro sentido de estas mismas escenas: Lancelot, a quien creí­ amos fuerte y perfecto, es un pecador incorregible que vive en adul­ terio con la reina Ginebra. Messire Gauvain, el primero en haber hecho la promesa de partir a la Búsqueda, jamás la llevará a término, pues su corazón es duro y no cree lo suficientemente en Dios. Los caballeros que al principio admirábamos son pecadores sin remedio que serán castigados: desde hacía años no se habían confesado. Los aconteci­ mientos del comienzo son nuevamente evocados, pero esta vez nos encontramos en medio de la verdad y no en la apariencia engañosa. El interés del lector no reside aquí en la cuestión de lo que sucederá después, la cual nos envía a la lógica de la sucesión o al relato mito­ lógico. Desde el comienzo se sabe con certeza qué sucederá, quién llegará al Grial, quién será castigado y por qué. El interés nace de una cuestión distinta que nos lleva, esta vez, a la organización gnoseológica: ¿qué es el Grial? Este relato cuenta, como tantos otros, vina búsqueda; no obstante, lo que se busca no es un objeto sino un sentido: el de la palabra Grial. Y como la cuestión reposa más sobre el ser que sobre el hacer, la exploración de lo que sucederá se opacará frente a la del pasado. A lo largo de todo el relato Lino se interrogará acerca de la significación del Grial; el relato principal es un relato de conocimiento

que, idealmente, jamás cesará. La búsqueda del conocimiento domina también otro tipo de relato que, con ciertos escrúpulos, uno relacionaría con la Búsqueda del San­ to Grial-. la novela policial y de misterio. Se sabe que éste se constituye sobre la base de la relación problemática de dos historias: una historia ausente, la del crimen; otra presente, la de la investigación, cuya sola justificación es la de hacemos descubrir a la primera. De hecho, un elemento de esta última nos es dada desde el comienzo: un crimen es cometido casi frente a nosotros; pero desconocemos los verdaderos agentes y los verdaderos móviles. La búsqueda consiste en volver in­ cesantemente sobre los mismos hechos para verificar y corregir los me­ nores detalles hasta que al final surja la verdad sobre la misma historia inicial; se trata de un relato de aprendizaje. Pero a diferencia del Grial, el conocimiento se caracteriza aquí porque posee solamente dos valo­ res: verdadero o falso. Uno sabe o no quién es el asesino; en cambio la búsqueda del sentido del Grial conoce una infinidad de matices intermediarios, e incluso al final no se está seguro si ha sido o no rea­ lizada. Si tomamos ahora como tercer ejemplo un cuento de Henry James, veremos que la búsqueda gnoseológica puede tomar aún formas distintas (ya veremos cómo En el corazón d e las tinieblas de Conrad todavía presenta una variante diferente). Como en la novela policial, aquí se busca la verdad sobre un acontecimiento material y no sobre una entidad abstracta; pero, al igual que en la Búsqueda del Santo Grial, al final del libro no estamos seguros de poseer la verdad: más bien hemos pasado de una ignorancia primera a una ignorancia menor. Por ejemplo, D ans la cage [La caja d e cristal cuenta la experiencia de una joven telegrafista cuya atención está concentrada en dos personas que apenas conoce, el capitán Everard y Lady Bradeen. Ella lee los telegramas que envían estos personajes, ella oye fragmentos de frases; pero, a pesar de su aptiaid para imaginar los elementos ausentes, ella no llega a reconstituir el retrato de los dos desconocidos. Incluso, el encuentro personal con el capitán no mejora las cosas: ella puede ver cómo es físicamente, observar sus gestos, escuchar su voz, pero su «esencia» pemianece tan intangible o más que cuando los separaba la caja de vidrio. Los sentidos no aprehenden sino las apariencias, la verdad es inaccesible. La comprensión se vuelve particularmente difícil por el hecho de que la telegrafista aparenta saber mucho más de lo que sabe, cuando, en ciertas circunstancias, ella puede interrogar a otros intermediarios.

Así, cuando ella encuentra a una amiga, Mrs. Jordán, ésta pregunta: «Cómo, ¿no sabe nada del escándalo?... La telegrafista tomó un poco la delantera con el siguiente comentario: ¡Oh! no ocurrió nada en públi­ co...». James siempre rechazará nombrar directamente la «verdad» o la «esencia»; ésta no existe sino bajo la forma de múltiples apariencias. Esta toma de partido afectará profundamente la organización de sus obras y llamará la atención sobre sus técnicas del «punto de vista», sobre lo que él mismo llama «that m agnificent a n d masterly in d irectn essD a n s la cage nos presenta la percepción de la telegrafista subordinada a la de Mrs. Jordán, quien a su vez cuenta lo que le contó su novio, Mr. Drake, quien así mismo conoce sólo de lejos al capitán Everard y a Lady Bradeen. Una vez más, el proceso de conocimiento en el cuento de James es dom inante, aunque no con la condición de que se excluya cualquier otro. D ans la cage se somete también a la organización mitológica.- el equilibrio original de la telegrafista es perturbado por un encuentro con el capitán; al final del relato, sin embargo, ella volverá a su pro­ yecto inicial de casarse con Mr. Mudge. Por otra parte, al lado de las transformaciones de conocimiento propiamente dichas, existen otras que poseen las mismas propiedades formales aunque no recaigan sobre el mismo proceso (el término «gnoseológico» ya no es aquí apropiado); éste es el caso de lo que podríamos llamar la «subjetivación», la reacción o toma de posición personal delante de un evento. En busca d el tiempo perdido desarrollará esta última transformación hasta la hipertrofia: el menor incidente de la vida, como el grano de arena alrededor del cual crece la perla, servirá de pretexto para hacer largas descripciones sobre el modo como un evento es vivido por tal o cual personaje. Es necesario distinguir aquí dos maneras de juzgar las transforma­ ciones: según su poder fo rm a d o r o su poder em cador. Entiendo por poder formador la aptitud que posee una transformación para formar, ella sola, una secuencia narrativa. Difícilmente pueda imaginarse (aun­ que no sea imposible) un relato que comporte únicamente transformaciones de subjetivación, el cual, dicho de otra manera, se reduciría a la descripción de un acontecimiento y a las reacciones que éste sus­ citaría en diferentes personajes. Incluso la novela de Proust posee ele­ mentos de un relato mitológico-. la incapacidad del narrador de escribir será superada; el camino de Swann y el lado de los Guennantes, antes opuestos, se reunirán a través del matrimonio de Gilberte con Saint-

Loup. La negación es, con toda evidencia, una transformación con una gran energía formadora; pero el binomio ignorancia (o error)-conocimiento sirve también frecuentemente para encuadrar los relatos. Los otros procedimientos del relato mitológico parecen menos aptos (al menos en nuestra cultura) para formar secuencias en sí mismas. Un relato que contenga únicamente transformaciones modales parecería más bien un libro didáctico o moral, en el cual las secuencias serían del tipo: «A debe comportarse como un buen cristiano —X se comporta como un buen cristiano». Un relato que esté fonnado sólo de transfor­ maciones de intención se asemejaría a ciertos pasajes de Robinson Crusoe. Robinson decide construirse una casa — él se construye la casa; Robinson decide enrejar su jardín — él enreja su jardín, etc. Pero esta energía formadora (o si se prefiere sintáctica) de ciertas transformaciones no debe confundirse con lo que apreciamos de manera particular en un relato, o aquello cuyo sentido es de mayor riqueza, o aun con aquello que permite distinguir con precisión un relato de otro. Recuerdo que una de las escenas más apasionantes de un reciente film de espionaje, The Ipcress File, consistía en mostramos al héroe preparando una tortilla. Naturalmente, la importancia narrativa de este episodio era nula (bien habría podido comerse tranquilamente un sandwich con jamón); pero esta escena irremplazable se convierte en el emblema de todo el film. Es esto lo que llamo el poder evocador de una acción; me parece que sobre todo son las transformaciones de modo las que caracterizan un determinado universo ficticio en oposi­ ción a otro; pero ellas solas no podrían, sino difícilmente, producir una secuencia autónoma. Ahora que comenzamos a familiarizamos con esta oposición entre principio de sucesión y de transformación (así como con las variantes de éste), podríamos preguntamos si esta oposición no guarda rela­ ción con la realizada por Jakobson entre metonimia y metáfora. Esta relación es posible pero no me parece necesaria. Es difícil asimilar to­ das las transformaciones a relaciones de similitud, así como toda se­ mejanza a la metáfora. La sucesión tampoco gana nada con ser llamada metonimia o contigüidad; además, una es esencialmente temporal y la otra espacial. La analogía sería aún más problemática ya que, según Jakobson, «el principio de semejanza gobierna a la poesía» y el de -la prosa, al contrario, se mueve esencialmente dentro de las relaciones de contigüidad»; ahora bien, desde nuestro punto de vista, sucesión y transformación son igualmente necesarias para el relato. Si fuera ne­ cesario oponer relato y poesía (o épica y lírica), se podría retener, en

primer lugar (y esta vez de acuerdo con Jakobson), el carácter transitivo o intransitivo del signo; en segundo lugar, la naturaleza de la tempo­ ralidad representada: discontinua en el relato, presente perpetuo en la poesía (lo que no quiere decir atemporalidad); en tercer lugar, la naairaleza de los nombres que ocupan el lugar del sujeto semántico o el tema: en oposición al sujeto, el relato no admite sino nombres particulares; la poesía admite tanto nombres particulares como gene­ rales. El discurso filosófico, en cambio, se caracteriza a la vez por la exclusión de los nombres particulares y por la atemporalidad; la poesía sería entonces una fomia intermediaria entre el discurso narrativo y el filosófico. Pero volvamos al relato y preguntémonos más bien si todas las relaciones de las acciones entre sí se pueden distribuir entre el tipo mitológico y el tipo gnoseológico. El cuento analizado por Propp contenía un episodio que no pude dejar pasar por alto. Buscando a su hermano, la niña encontró algunos ayudantes posibles. Primero, una cacerola a quien ella demanda una infonnación y la cual promete dársela con la condición de que le permita comer de su pan; pero la niña, insolente, la rechaza. En seguida encuentra un manzano y un río: «proposiciones análogas, la misma insolencia en las respuestas». Propp designa con el término “triplemente» a estos tres episodios; se trata de un procedimiento muy frecuente en el folklore. ¿Cuál es la relación exacta entre estos tres episodios? Ya vimos que, dentro de las transformaciones, dos proposiciones estaban muy próxi­ mas; la diferencia residía en una modificación que recaía sobre el predicado. Pero ahora, en las tres acciones descritas por Propp, es el predicado precisamente quien permanece idéntico: en cada caso, uno ofrece y el otro rechaza con insolencia. Lo que cambia son los agentes (los sujetos) de cada proposición, o las circunstancias. Más que transformaciones, estas proposiciones aparecen como las variaciones de una sola situación, o como las aplicaciones paralelas de una misma regla. Se podría entonces concebir un tercer tipo de organización del relato, ya no gnoseológico ni mitológico, sino, digamos, ideológico, en la medida en que es una regla abstracta, una idea que produce las distintas peripecias. Las relaciones entre las proposiciones ya no son directas, no se pasa de la forma negativa a la positiva, de la ignorancia al conocimiento; las acciones están vinculadas por el intemiediario de una fónnula abstracta: en el caso de -Les Oies-cygnes», la de la ayuda ofrecida y el rechazo insolente. A menudo, para encontrar la relación

entre dos acciones materialmente distintas, uno debe buscarla en una abstracción muy elevada. He tratado, a través de varios textos, de describir las reglas lógicas, los imperativos ideológicos que rigen los eventos del universo narra­ tivo; pero uno puede hacerlo también con cada uno de los relatos evocados precedentemente. Así, en Liasons dangereuses [Las relaciones peligrosasi, todas las acciones de los personajes pueden ser presentadas como el producto de algunas reglas muy simples y abstractas; estas reglas, a su vez, nos llevan a la ideología organizadora del libro. Lo mismo ocurre con el Adolphe de Constant. Las reglas que aquí rigen el comportamiento de los personajes son esencialmente dos. La primera surge de la lógica del deseo tal como ella está afirmada por este libro; podría formularse así: se desea lo que no se tiene, uno deja escapar lo que posee. En consecuencia, los obstáculos refuerzan el deseo y toda ayuda lo debilita. Un primer golpe recae sobre el amor de Adolphe cuando Elléonore abandona al conde de P... para vivir junto a él. Un segundo golpe, cuando ella se esmera en curarlo después de haber sido herido. Cada sacrificio de Elléonore exaspera a Adolphe: le roba aún más su deseo. Al contrario, cuando el padre de Adolphe decide provocar la separación de la pareja, el efecto es inverso y Adolphe lo dice explícitamente: «En croyant me séparar d’elle, vous pourriez bien m’y rattacher á jamais»2. Lo trágico de esta situación reside en que el deseo, para obedecer a esta lógica particular, no cesa sin embargo de ser deseo-, es decir, de causar la infelicidad a aquel que no sabe satisfacerlo. La segunda ley de este universo, igualmente moral, será formulada de este modo por Constant: «La grande question dans la vie, c’est la douleur que Ton cause, et la métaphysique la plus ingénieuse ne justifie pas l’homme qui a déchiré le coeur qui l’aimait»3. Uno no puede arreglar su vida provocando, al buscar el bien, la felicidad de uno, el infortunio del otro. Pero uno puede organizaría exigiéndose a sí mismo hacer el menor mal posible: este valor negativo será el único en tener aquí un estatus absoluto. Los mandamientos de esta ley vencerán a los de la pri­ mera, a partir del momento en que ambas están en contradicción. Es esto lo que hará que a Adolphe le cueste tanto decirle la «verdad» a Ellé­ onore. «En parlant ainsi, je vis son visage couvert tout á coup de pleurs: je me arrétai, je revins sur mes pas, je desavouai, j’explicai» (cap. 4)4. En el capítulo 6 Elléonore escucha todo; cae desmayada e incons­ ciente, y Adolphe le brinda involuntariamente la seguridad de su amor. En el capítulo 8, él tiene un pretexto para dejarla, pero no lo aprove­

chará: «Pouvais-je la punir des imprudences que je lui faisais commettre, et, froidement, hypocrite, chercher un pretexte dans ces impruden­ ces por l’abandonner sans pitié?»5. La piedad domina aquí al deseo. De esta manera, acciones aisladas e independientes, realizadas a menudo por personajes distintos, revelan la misma regla abstracta, la misma organización ideológica. La organización ideológica parece poseer un débil poder fonnador: sería raro un relato que no encuadre las acciones producidas por otro orden, que no agregue a la primera organización una segunda, puesto que una lógica o una ideología pueden ser ejemplificadas hasta el infinito; y no hay ninguna razón para que tal ejemplificación preceda — o siga— a otra. Así, en Liaisons dangereuses las acciones descritas se encuentran retomadas dentro de un cuadro que surge de la orga­ nización mitológica: el estado excepcional que constituye el reino de los «inmorales», Valmont y Merteuil, será reemplazado por un regreso a la moral tradicional. El caso es algo distinto en Adolphe y Memorias del subsuelo, otro texto que ilustra bien la organización ideológica, como veremos en detalle en un próximo capíai lo. Otro orden — que no se basa en la simple ausencia de precedentes— se instaura y está hecho de relacio­ nes que uno podría llamar «espaciales»: repeticiones, antítesis y grada­ ciones. Así, en Adolphe la sucesión de los capíaüos sigue una línea precisa: el retrato de Adolphe en el primer capítulo; repunte de los sentimientos en el segundo y tercero; su lenta degradación del cuarto al décimo. Cada nueva manifestación de los sentimientos de Adolphe debe ser superior a la precedente, dentro del movimiento ascendente, e inferior dentro del otro. El final se vuelve posible gracias a un acon­ tecimiento que parece tener un estaais excepcional: la muerte. En las M emorias del subsuelo la sucesión de los acontecimientos obedece al mismo tiempo a la gradación y a la ley del contraste. La escena con el oficial presenta en resumen los roles ofrecidos al narrador-personaje; en seguida es humillado por Zverkov, quien a su vez es humillado por Lisa; él es nuevamente humillado por su sirviente Apollon, humillando el narrador, de nuevo y más gravemente, a Lisa. El relato se interrumpe gracias al anuncio de una ideología diferente, la que trae Lisa, y que consiste en rechazar la lógica del amo y el esclavo y en amar a los otros por sí mismos. Una vez más puede verse: los relatos individuales ejemplifican a más de un tipo de organización narrativa (de hecho, entre ellos cualquiera habría podido servir de ilustración a todos los principios organizado­

res); pero el análisis de uno de estos tipos de organización es más clarificador para la comprensión de un texto particular. Podría hacerse una observación análoga cambiando radicalmente de nivel y decirse lo siguiente: un análisis narrativo será esclarecedor para el estudio de ciertos tipos de texto y no para otros. Porque lo que examino aquí no es el texto, con sus variantes, sino el relato, el cual puede jugar un rol importante o nulo dentro de la estaictura de un texto y que, por otra parte, aparece tanto en los textos literarios como en otros sistemas simbólicos. Hoy ya es un hecho que la literatura no es más quien proporciona los relatos que toda sociedad parece necesitar para vivir, sino el cine: los cineastas nos cuentan historias mientras que los escritores juegan con las palabras... Las observaciones tipológicas que acabo de presentar se refieren en principio no solamen­ te a los relatos literarios, como todos mis ejemplos, sino a todas las especies de relato; ellas forman parte no tanto de la poética como de una disciplina que me parece que merece todo el derecho de existir y que podría ser llamada la narratología.

NOTAS

1 «esa magnífica y suprema indirección». 2 «Queriendo separarme de ella, lo único que hace es encadenarme a ella para siempre» [N. del 71]. 3 «La gran pregunta acerca de la vida es el dolor que uno causa, y la metafísica más ingeniosa no justifica al hombre que ha desgarrado al corazón que lo amaba» [N. del TI 4 «Hablándole así, vi su rostro cubierto de lágrimas, me detuve, me retracté, repro­ baba, explicaba» [N. del T). 5 «¿Podía acaso castigarla por las imprudencias que yo le incitaba a cometer, y, con frialdad, hipócritamente, buscar un pretexto en estas imprudencias para abando­ narla sin piedad alguna?» [/V. del T.].

M i hipótesis parte de un lugar común de la psiquiatría, al cual trataré de darle un sentido más preciso. Desde Bleuler hasta Henry Ey, pasando por Freud, se dice que la psicosis es una degradación de la imagen que el individuo se hace del mundo exterior1. Si en general la psicosis es una perturbación de la relación entre el «yo» y la realidad exterior, entonces el discurso psicótico fracasará al evocar esta realidad, es decir, en su trabajo de referencia. Este fracaso de la referencia puede adoptar varias formas. Primero, en el caso más simple y para nosotros marginal, el enfermo puede refugiarse en el silencio, en el rechazo a hablar —y, en consecuencia, a referirse a cualquier cosa. Segundo, el proceso de referencia puede realizarse normalmente, pero el mundo al cual se refiere no tendrá para nosotros, no-psicóticos, existencia real, aun cuando en el discurso mismo no haya ningún índice que permita deducir que ocurre lo mismo con aquel que lo está enunciando. La referencia se hace, pero a un mundo imaginario, o más bien, a un mundo donde la diferencia entre lo real y lo imaginario está anulada. Tercero, un caso en cierto modo intermediario es posible: el sujeto habla pero uno no llega a construir, a partir de su discurso, cualquier

mundo referencial. En el primer caso es la palabra misma quien es atacada; en el segundo, las cosas de las cuales se habla; en el tercero, la capacidad de las palabras de referirse a las cosas, la posibilidad de pasar de las unas a las otras. Grosso modo, estos tres casos corresponden a las tres especies de psicosis reconocidas por la nosografía actual: la catatonía, la paranoia y la esquizofrenia. Se comprende bien que en una exposición acerca del discurso psicótico no tengo nada que decir de la catatonía, que es precisamente rechazo al lenguaje. La paranoia tampoco ofrece problemas desde este punto de vista. El discurso del paranoico es bastante semejante, en tanto discurso, a uno presuntamente normal; la sola diferencia impor­ tante reside en el hecho de que los referentes evocados no tienen para nosotros forzosamente existencia real. Habría sido suficiente con que este discurso se hubiera presentado como una ficción, o como una manera de decir otra cosa, indirectamente (alusivamente, en tropos, en broma), para que desapareciera todo carácter patológico. Esto es precisamente lo que el paranoico no puede hacer: él ignora esta dife­ rencia. Lo que sigue es un ejemplo de un discurso paranoico, producido (escrito) por Mme. N., quien afirma que ella conoce a Cristo en su encamación presente, la cual se encuentra encerrada en el mismo hospital: La penúltima vez que fui a visitar al Rey-Cristo en la 11a división, in­ ternado con el seudónimo de M. X., y estando yo acompañada por dos personas, solamente me fue permitido verlo a través de la reja. ¡Cómo había cambiado su rostro! ¡Se parecía al príncipe Sihanouk! Para mí esto no tiene nada de raro. ¡Los seres inmortales pueden transformarse en cualquier otro para someternos a prueba! (...) La última vez que quise ver al Rey-Cristo o a Dios padre, curiosamente un enfermero me hizo entrar rápidamente y sin problemas a la cura 11. Por razones que comprendí luego de mi visita, seguramente era un extraterrestre. Yo me apuré para subir a la división 11 y, a pesar de mis esfuerzos y los de los enfermeros, él no estaba allí. Seguro había partido en misión con su cuerpo visible e invisible.

Nosotros comprendemos perfectamente lo que quiere decir Mme. N., podemos evocar el universo que ella describe; pero nosotros no creemos en la existencia de extra-terrestres, en seres inmortales o en cuerpos invisibles. Si este texto fuera presentado como un relato maravilloso jamás habríamos pensado en la paranoia. Pero el relato

maravilloso está acompañado de índices que nos hacen comprender que su autor no «cree» en los eventos evocados. La diferencia no está en el discurso mismo, sino en la actitud que adopta el propio locutor con respecto al mismo discurso: él lo considera como verdadero o ficticio, literal o digno de interpretación en un sentido indirecto. Esta diferencia de actitud puede traducirse en el discurso a través de índices apropiados, ya sean lexicales (como el subtítulo «cuento maravilloso» o el uso de la forma convencional «había una vez»), fonéticos (la entonación o la expresividad sonora), o en fin, a través de índices no verbales (gestos o situaciones que indiquen la cualidad del discurso que sigue o precede). El discurso paranoico está desprovisto de estos índices (o cuando aparecen son incoherentes). Existe otra diferencia entre el discurso paranoico y aquel que no lo es; pero se sitúa a un nivel más abstracto y de hecho separa los llamados discursos «superorganizados» de los otros. Nada en el mundo de Mme. N. surge sin razón; nada está allí desprovisto de sentido; antes había propuesto para designar tales fenómenos los términos «pandeterniinismo» y «pan-significación». Este es un rasgo común en el discurso paranoico y en todo discurso sistemático e interpretativo: el del filósofo, el sabio y el crítico. Estos últimos, al igual que el paranoico, perciben todo lo que percibe el individuo común; pero también otras cosas que este último no sospecha. La diferencia entre los representan­ tes de estas profesiones y el paranoico es, por una parte, cuantitativa: el deseo de explicar todo, de comprenderlo todo, conoce grados diversos. Por otra parte ella es cualitativa: es paranoico aquel que pierde la posibilidad de distinguir entre la ficción y la verdad (y por lo tanto, de verificar sus interpretaciones); aquel que, dicho de otro modo, ha extraviado el uso de los índices que sirven para diferenciar a ambas. Veamos ahora el discurso esquizofrénico, el más interesante desde el punto de vista lingüístico, ya que es él mismo quien lleva en su seno sus propias especificidades. Citaré un breve enunciado cuyo autor es M. C.: Obviamente, el director se enfrentó a la Prefectura, como lo exige su rol, puesto que él es el director 6 administrativo, me dice, me encaja el bisturí en la cara y me pone la camisa de fuerza bajo el brazo. El director me lo hace tomar, yo hice aprehender dos policías, obviamente, ya que los dos están de acuerdo para desfigurar, el internista me inyecta la anestesia; ahora que la investigación ha terminado, él ha desfigurado, ahora que ya ha desfigurado es muy tarde, la culpa es de él.

Puede verse claramente el fuerte contraste entre éste y el discurso paranoico citado anteriormente: allá se podía construir fácilmente la referencia; aquí no se sabe de qué se trata, no se pueden evocar los hechos a los cuales supuestamente estas palabras se refieren. Este discurso ya no refiere; resta saber por qué, ¿en cuáles hechos lingüís­ ticos se encarna esta posibilidad? Ya se vio que el problema del discurso paranoico se reducía a la ausencia de los índices propios de la ficción (o el sentido indirecto), y se sabe que Bateson2 quiso encontrar, en esta perturbación del fun­ cionamiento metalingüístico del lenguaje, el rasgo característico del dis­ curso psicótico. Pero lo que era valedero en el caso de la paranoia deja de serlo en el de la esquizofrenia. Aunque es verdad que existen aquí problemas que pueden inscribirse dentro del cuadro del funcionamien­ to metalingüístico, ellos poseen ya una naturaleza distinta: no afectan las etiquetas que permiten distinguir los modos del lenguaje, sino a los elementos que aseguran la coherencia de un discurso. Sin embargo, esta coherencia puede ser perturbada por otros medios distintos a los elementos metalingüísticos que fallan. Y, además, el problema de la coherencia no es un fin último: la incoherencia es una de las razones por las cuales la referencia ha devenido imposible. Podría esquemati­ zarse así la jerarquía de estas categorías:

Por disfuncionamiento metalingüístico (1) Por incoherencia Por otras razones (2)

Problemas de referencia Por otras razones (3)

Nos serviremos de esta distribución, así sea arbitraria, para revisar los procedimientos lingüísticos que vuelven imposible la referencia. 1. Comencemos por los hechos relacionados con el proceso metalingüístico puesto en marcha dentro del discurso. No se trata, repito, de la ausencia de términos que califiquen el estatus del discurso que sigue o precede, sino de un funcionamiento específico de los elemen­ tos lingüísticos que, en un discurso, remiten a otros segmentos del discurso, asegurando así la coherencia del conjunto. El primer tipo de estos elementos es, evidentemente, la anáfora, bajo todas sus formas,

y más particularmente pronominales: aquí las anáforas abundan, pero ellas permanecen indeterminadas; manteniéndose dentro de las leyes habituales del discurso, es imposible identificar los referentes (los antecedentes). En este sentido el enunciado antes citado es caracterís­ tico. Al principio se habla del director; pero, ¿es él quien en seguida es evocado a través de «él»? Uno se sorprende de ver que le atribuyen el bisturí. Luego «me lo hace tomar»; ¿a qué se refiere? «Los dos»; ¿se trata de los policías? «El ha desfigurado»: ¿quién, el director, el internista, o uno de los policías? ¿Y quién es ese «él» culpable? En el resto del discurso se encuentran varias formas pronominales cuyos antecedentes son imposibles de encontrar. En oposición a la paranoia, es evidente que aquí ha sido tocado otro aspecto del funcionamiento metalingüístico.- las anáforas son metalingüísticas en la medida en que ellas nos envían a otras partes del discurso. El caso es algo semejante al de las conjunciones, las cuales expresan relaciones entre las proposiciones. Dos proposiciones pue­ den guardar entre ellas relaciones de causalidad, o de adversidad, o de sucesión temporal, o de inclusión, etc.; estas relaciones pueden estar o no denominadas por las partes apropiadas del discurso, tales como «porque», «pero», «en seguida», «por ejemplo», etc. Esta denominación puede estar o no justificada; se sabe que Spitzer veía el rasgo caracte­ rístico del estilo de Charles-Louis Philippe en las «motivaciones pseudoobjetivas», es decir, aquellas donde los «porque» no corresponden a ninguna relación de causalidad. Es un fenómeno del mismo tipo que uno observa en los esquizofrénicos. Teníamos un enunciado en nuestro enunciado: «Hice apresar dos policías, obviamente, puesto que los dos están de acuerdo para desfigurar». Hay que observar aquí que el rol indicial que juegan las conjuncio­ nes, puede estar igualmente asegurado por los semas de otras palabras, semas que también indican la relación entre las proposiciones. Por ejemplo los verbos causativos: decir que una cosa impidió otra es es­ tablecer entre ellas una relación de causalidad que puede parecemos justificada o no. Una tercera propiedad de estos discursos se aproxima a los proble­ mas del funcionamiento metalingüístico: se trata de la ausencia de una jerarquía perceptible entre los segmentos que componen al discurso. Esta estructura jerárquica del discurso se manifiesta antes que nada por lo que podríamos llamar los señalizadores, los cuales describen el resto del discurso explicando así las relaciones de jerarquía. Ahora bien, éstos se encuentran ausentes del discurso esquizofrénico; incluso es

bastante raro el simple llamado de una parte precedente del discurso. 2. En el discurso no esquizofrénico estos aspectos del funcionamien­ to metalingüístico sirven para asegurar la coherencia; los problemas que estos aspectos sufren vuelven imposible el establecimiento de esta coherencia. Esta falta de coherencia ha sido siempre destacada como uno de los rasgos característicos de la palabra en los esquizofrénicos; lo que se sabe menos es, una vez más, cuáles son los medios lingüís­ ticos que comúnmente aseguran esta coherencia, y en qué consiste su alteración. Ya vimos el rol que juegan ciertos elementos metalingüísticos del discurso; ellos no son los únicos que están al servicio de la coherencia. Primero, a nivel de la proposición, para alcanzar la coherencia, es necesario que la proposición esté completa. Y las proposiciones ina­ cabadas abundan en el discurso esquizofrénico. Una variante de este inacabamiento es la perturbación de las relaciones entre los miembros de la proposición, por ejemplo de la relación de transitividad (se co­ noce la relación que hay entre transitividad y causalidad). De esta manera. M. C. emplea los verbos transitivos de manera absoluta, como en el enunciado citado («para desfigurar», «él ha desfigurado»), o con un complemento de objeto indirecto. Pero la incoherencia se revela sobre todo en la relación interproposicional. Aún aquí pueden distinguirse varios casos. Primero, uno observa a menudo una especie de asíndeton semántico, proposiciones pegadas las unas a las otras sin que ellas posean ninguna relación de contenido, ni de conjunciones que indiquen su jerarquía. El caso es todavía más neto cuando la transición observable surge de lo que Wundt llamaba las asociaciones extrínsecas. Estas son principalmente de dos tipos: metonimias de coincidencia, es decir, de tiempo y lugar; y de asociaciones a partir del significante. Con frecuencia el significante sirve de conductor en el discurso; esto es lo que los psiquiatras llaman la «intoxicación verbal»; una palabra (o una sílaba, o una expresión) se repite varias veces seguidas manteniendo o cambiando su sentido; este es el caso de los verbos «tomar» y «desfigurar» en nuestro ejemplo. En fin, la coherencia interproposicional es particularmente débil cuando las proposiciones que se siguen fomian contradicciones. 3. La incoherencia no es un hecho final, en todo caso, no más que el disfuncionamiento metalingüístico; la incoherencia produce a su vez un resultado: la imposibilidad de construir la referencia. Esta relación de causa a efecto no es obvia, aunque al ser formulada se ponga en evidencia. La referencia es una constmcción mental del alocutario:

oyendo a X hablarme de la noche de ayer, soy capaz de reconstruir una representación de los hechos evocados. No todo segmento lingüístico es referencial, del mismo modo, no toda proposición contribuye de la misma manera en la elaboración de esta construcción. Si a X le satisfa­ ce enunciar las sentencias generales, yo tendría de su noche una repre­ sentación mucho más vaga que si él me enumerara los nombres de los que se encontraban allí presentes y si me describiera sus acciones. Pero antes de llegar a esta variedad referencial de las proposiciones, es necesario destacar una condición preliminar: todos los segmentos de un discurso se refieren al mismo hecho, y lo describen de manera constante. En consecuencia, el inacabamiento hace que uno no se refiera a nada; la discontinuidad, que uno se refiera a hechos diferentes; y la contradicción, que no se refieran de la misma manera. La cohe­ rencia es, entonces, una condición necesaria para la referencia. Sin embargo, no es suficiente; ella es sólo algo preliminar. La refe­ rencia está fijada por una serie de índices particulares (los -shifters», los nombres propios y las fechas, en ciertas condiciones los sintagmas nominales); ella se alimenta de los predicados, y mucho mejor si éstos son más concretos, precisos, si están mejor detenninados. Los predica­ dos constituyen la carne de la referencia; los índices le brindan su esqueleto. Se puede entonces esperar que surjan los problemas, pro­ pios de los esquizofrénicos y concernientes a cada uno de estos dos aspectos de la referencia. Y es esto lo que se produce sin cesar. Un discurso que no refiera, que no permita la construcción de re­ presentaciones, es un discurso que no encuentra su justificación fuera de sí, un discurso que es solamente discurso. Todos aquellos que se han interesado en los esquizofrénicos han repetido, siguiendo a Bleuler: «El paciente tiene la intención de escribir, pero no de escribir algo (...) Numerosos enfermos hablan pero no dicen nada ( reden aber sagen nichts)». Escribir es para el esquizofrénico un verbo intransitivo, habla sin decir nada. Lo cual es, al mismo tiempo, la apoteosis y el fin del lenguaje. Quisiera, antes de terminar, evocar una cuestión muy debatida, la de las relaciones entre la locura y la literatura, entre el discurso psicótico y el poético. Numerosas obras han intentado establecer paralelos entre ambos (cuando no demostrar, de manera más brutal, que los poetas son locos o a la inversa). Por ejemplo, se dirá que en uno y otro caso se encuentran metáforas, que se privilegia el significante y que el texto es oscuro. A veces se agrega al grupo así constituido a los niños, a los salvajes y a nuestros ancestros [hominiens], para terminar de construir

el bloque «prelógico», «paleológico» o «preedípico». Según mi punto de vista, presentada en esta forma, la comparación no tiene ningún interés en la medida en que la literatura no es un discurso en el sentido en que lo es la palabra psicótica. La literatura es una institución cuyo contenido varía con las CLilturas y las épocas, y no se la puede comparar en bloque a un discurso particular. Sin embargo, la aproximación se vuelve posible si se manipula, en lugar de la literatura, la idea que se ha tenido de ella en diferentes épocas, o incluso la idea de lo que ella debería ser. El rechazo del lenguaje como evocación del mundo, o como se dice en teoría estética, en tanto imitación, data, en general, de la época romántica (de la segunda mitad el siglo xviii); podríamos decir ahora que a partir de entonces la idea de la literatura comienza a «psicotizarse». K. Ph. Moritz exige para la poesía el derecho de devenir lo que Bleuíer cree que es esencialmente el discurso psicótico: un lengLiaje que se basta a sí mismo, una palabra cuya plenitud no remite a nada que le sea exterior; hablar por hablar, como decía Novalis en Les disciples d e Sais. Incluso hoy en día, continuamos viviendo de esta idea romántica de la literatura; no es extraño, entonces, si vuelven a proponerse nuevas aproximaciones entre la locura y la poesía. . El paralelo entre las concepciones literarias y el discurso psicótico puede aun ser llevado más lejos todavía. En el siglo xix, la reacción contra la representación se hace de manera parecida a los paranoicos: la analogía universal, el mundo de las correspondencias caracteriza a los románticos y a los simbolistas, atraídos, al mismo tiempo, por lo sobrenatural (bastante semejante, después de todo, al discurso de Mme. N.). En nuestros días, en cambio, la reacción es esquizofrénica: no es el mundo habiuialmente representado lo que se quiere reemplazar por otro, es la representación misma que debe ceder su lugar a la norepresentación. Y los procedimientos literarios que se acercan lo más posible a este ideal son apenas diferentes a los que acabamos de revisar. ¿Hay que esperar entonces que el siguiente paso sea la catatonía, es decir, una literatura del silencio?3

NOTAS

1 E. Bleuler, Dementia Praecox oder Gruppe der Schizopbreinien, Leipzig et Vienne, 1911 (resumen francés por H. Ey, París, Círculo de estudios psiquiátricos, 1964): «Una alteración particular y característica de la esquizofrenia es la que padece la relación entre la vida interior y el mundo exterior. (...) Esta evasión de la realidad, y al mismo tiempo el dominio relativo o absoluto de la vida interior, es lo que llamamos autismo (nota: la palabra autismo expresa esencialmente el lado positivo de lo que Janet designa negativamente como ‘pérdida del sentido de la realidad’)” (pp. 51,53). S. Freud, «Neurosis y psicosis», en Neurosis, psicosis y perversión, París, 1973: «La psicosis [sería el resultado de un conflicto] en las relaciones entre el ‘yo’ y el mundo exterior (...) En la forma de psicosis más extrema o más impactante, o bien el mundo exterior no es percibido en absoluto, o su percepción es ino­ perante» (pp. 283,284). J. Delmond-Bébet, Ensayo sobre la esquizofrenia, París, 1935: «El empleo del lenguaje para expresar cualquier cosa... no se encuentra en tal conjunto de palabras. (...) Todo esto significa la pérdida de la actividad repre­ sentativa del lenguaje» (p. 67). H. Ey, «Psiquiatría», I, Enciclopedia médico-quirúr­ gica, 1955: «Los médicos clínicos están todos felizmente de acuerdo sobre este punto: el pensamiento esquizofrénico está sobre todo caracterizado por la altera­ ción del sistema de la realidad» (p. 7). Etc. 2 G. Bateson, Steps to an Ecology of Mind, New York, 1972, p. ex. pp. 190, 191, 205, 26l, etc. 3 Esta exposición es la versión abreviada de un trabajo cuya versión completa no poseo. El Dr. Lantén-Laura me ha proporcionado amablemente las transcripciones de los discursos psicóticos.

Uno no percibe lo omnipresente. Nada más común, también nada más ignorado, que la experiencia de la lectura. Leer es algo tan obvio que, a primera vista, parece que no hubiera nada que decir al respecto. En los estudios acerca de la literatura, a veces — muy raras veces— se ha entrevisto el problema de la lectura desde dos puntos de vista muy distintos: en uno se toma en cuenta a los lectores, su diversidad histórica o social, colectiva o individual; en el otro, la imagen del lector, tal como se encuentra representada en ciertos textos: el lector como personaje, más aún, como «narratario». Pero hay un campo que per­ manece inexplorado: el de la lógica de la lectura, el cual no está re­ presentado en el texto y es anterior a la diferencia individual. Existen varios tipos de lectura. En esta oportunidad me ocuparé solamente de uno de ellos, por cierto no el de menor importancia: la lectura de textos clásicos de ficción, más exactamente, de los textos presuntamente representativos. Es esta lectura de por sí la que se efectúa como una construcción. Aunque hayamos dejado de considerar al arte y a la literatura como una imitación, nos cuesta desembarazamos de una manera de ver, inscrita hasta en nuestros hábitos lingüísticos, que consiste en concebir

ia novela en términos de representación, de transposición de una realidad preexistente. Incluso si esta novela no busca sino describir el proceso de creación, esta visión constituye desde ya un problema; ella es francamente deformante, pues no se remite sino al texto mismo. Lo primero y único que existe es el texto; no es sino sometiéndolo a un tipo particLilar de lectura que construimos, a partir de él, un universo imaginario. La novela no imita la realidad, la crea: esta fórmula de los prerrománticos no es una simple innovación terminológica; sólo la perspectiva de constmcción nos permite comprender correctamente el funcionamiento del texto llamado representativo. La cuestión de la lectura se encuentra entonces reducida a lo siguiente: ¿cómo un texto nos conduce a la constmcción de un universo imaginario? ¿Cuáles son los aspectos del texto que detemiinan la constmcción que prodLicimos a partir de la lectura, y de qué manera? Comencemos por lo más simple.

EL DISCURSO REFERENCIAL

Solamente las frases referenciales pemiiten la constmcción; pero toda frase no es forzosamente referencial. Este es un hecho que conocen muy bien los lingüistas y los especialistas en lógica; no será necesario que nos detengamos mucho tiempo en este problema. La comprensión es un proceso distinto a la constmcción. Tomemos dos frases del Adolphe. «Yo sentía que ella era mejor que yo; me despreciaba por ser indigno de ella. Es un gran infortunio no ser amado cuando uno ama; pero es todavía peor ser amado con pasión cuando uno ya no ama». La primera de estas dos frases es referencial: ella evoca un evento (los sentimientos de Adolphe); la segunda no lo es: es Lina sentencia. La diferencia entre las dos está señalada por los índices gramaticales: la sentencia exige el presente, la tercera persona verbal y está libre de anáforas. Una frase es referencial o no. No hay grado intermediario. Sin embargo, en este sentido, las palabras que la componen no son todas iguales, la escogencia que el autor haga en el léxico provocará resultados bastante diferentes. Dos oposiciones independientes pare­ cen ser aquí particularmente pertinentes: lo sensible y lo no-sensible; lo particular y lo general. Por ejemplo, Adolphe se referirá a su pasado de este modo: «en medio de Lina vida muy disipada»; esta expresión

evoca acontecimientos perceptibles, pero a un nivel muy general; fácilmente uno imagina centenares de páginas que describirían exac­ tamente el mismo hecho. En cambio en esta otra frase: «Veía en mi padre, no un censor, sino un observador frío y cáustico, que sonreía primero por piedad y que luego terminaba la conversación con impaciencia», se ve una yuxtaposición de hechos sensibles y nosensibles: la sonrisa, el silencio, son hechos observables; la piedad y la impaciencia son suposiciones — sin duda justificadas— sobre senti­ mientos a los cuales no se tiene ningún acceso directo. Con frecuencia, uno encuentra en el mismo texto de ficción mues­ tras de todos estos registros de la palabra (pero uno sabe que su distribución varía según las épocas, las escuelas, o en función de la organización global del texto). Las frases no referenciales no son retenidas en el momento de realizarse la lectura constructiva (ellas participan de otra lectura). Las frases referenciales conducen a cons­ trucciones de calidad diferente, según sean más o menos generales, o evoquen hechos más o menos sensibles.

LOS FILTROS NARRATIVOS

Las cualidades del discurso, hasta aquí evocadas, pueden ser identificadas fuera de todo contexto: ellas son inherentes a las frases mismas. No obstante, uno no lee las frases sino los textos en su totalidad. Uno compara las frases entre ellas desde el punto de vista del universo imaginario que ellas ayudan a construir; y es entonces cuando se descubre que ellas difieren en muchos aspectos y según distintos parámetros. En el análisis narrativo parece haber un acuerdo para distinguir tres de ellos: el tiempo, la visión y el modo. Aquí todavía nos encontramos en un terreno relativamente conocido (del cual traté de hacer una relación detallada en mi Poétiqué)\ simplemente, ahora es necesario examinarla desde el punto de vista de la lectura. El modo: el estilo directo es el único medio de eliminar toda diferencia entre el discurso narrativo y el universo que él evoca: las palabras son idénticas a las palabras, la construcción es directa e inmediata. Lo cual no vale para los eventos no verbales, ni para el discurso transpuesto. Una frase de A dolphe dice: Nuestro huésped, que había conversado con un sirviente napolitano, quien servía a este extranjero sin saber su nombre, me dice que él no

viajaba por curiosidad, pues él no visitaba ni las ruinas, ni los lugares, ni los monumentos ni los hombres.

Podemos imaginar la conversación del narrador con el huésped, aunque es poco probable que éste haya empleado, al menos que sea en italiano, una frase idéntica a la de la fórmula «me dice que». La construcción de la conversación entre el huésped y el sirviente, igual­ mente evocada, está mucho menos determinada; si deseamos cons­ truirla con todos sus detalles disponemos entonces de una libertad más grande. En fin, las conversaciones y las otras actividades comunes del sirviente y de Adolphe son completamente indeterminadas; de ellas sólo nos es transmitida una impresión global. La palabra del narrador puede ser considerada igualmente de estilo directo aunque a un nivel superior; particularmente si, como en el caso de Adolphe, el narrador está representado en el texto. La sentencia, excluida antes de la lectura constructiva, será aquí recuperada —no ya como enunciado sino como enunciación. El hecho de que Adolphe, el narrador, haya formulado una máxima como aquélla sobre el infortu­ nio de ser amado, nos informa acerca de su carácter, y de ese modo, acerca del universo imaginario del cual participa. Sobre el plano temporal: el tiempo del universo imaginario (el tiempo de la historia) está ordenado cronológicamente; pero las frases del texto no obedecen, y no pueden obedecer, a este orden; el lector procede entonces, inconscientemente, a un trabajo de reordenamiento. Igualmente, ciertas frases evocan hechos diferentes pero comparables (relato reiterativo); en el momento de la constnicción, nosotros resta­ blecemos la pluralidad. La «visión» que tenemos de los hechos evocados es detenninante para el trabajo de construcción. En el momento de una visión valorizadora, hacemos: a) la relación del evento, b) poseemos la actitud del que «ve» en relación al hecho contado. Más todavía, nosotros sabemos distinguir entre la información que una frase nos brinda acerca de su objeto y aquella que concierne a su sujeto; así, el «editor» de Adolphe piensa solamente en la segunda información al comentar de esta manera el relato que acaba de serle leído: Odio esta vanidad que se ocupa de ella misma relatando el mal que ha hecho, que tiene la pretensión de dar lástima describiéndose, y que, planeando inexorable en medio de las ruinas, se analiza en lugar de arrepentirse.

El editor construye entonces el sujeto del relato (Adolphe, el narrador), no su objeto (Adolphe, el personaje y Elléonore). Frecuentemente, uno percibe poco hasta qué punto el texto ficticio es repetitivo o, si se quiere, redundante; se podría incluso decir desde ya, sin miedo a equivocarse, que cada acontecimiento de la historia es relatado al menos dos veces. Estas repeticiones son moduladas, la mayoría de las veces, por los filtros que se acaban de enumerar: una conversación será reproducida una vez, otra evocada rápidamente; un acontecimiento será observado desde distintos puntos de vista; será evocado en el futuro, en el presente, en el pasado. Todos estos pará­ metros pueden además combinarse entre ellos. La repetición juega un papel importante en el proceso de constmc­ ción, ya que a partir de varios relatos se debe constmir un solo evento. Las relaciones entre los relatos repetitivos van de la identidad a la contradicción; e incluso la identidad material no lleva necesariamente a la identidad de sentido (de lo cual sería un buen ejemplo el film de Coppola, La conversación). Así sean diversas las funciones de estas repeticiones, ellas contribuyen a establecer los hechos (en la investi­ gación policial) o a disolverlos; como en Adolphe, el hecho de que el mismo personaje, en momentos muy cercanos, tenga visiones contra­ dictorias del mismo acontecimiento, nos lleva a comprender que los estados físicos no existen en sí mismos, sino siempre en relación a un interlocutor, un partenaire. El propio Constant formulaba de este modo la ley de este universo: «El objeto que se nos escapa es necesariamente diferente de aquel que nos persigLie». Para entonces poder, a partir de la lectura de un texto, constmir un universo imaginario, es necesario que ese texto sea en sí mismo referencial; en ese momento, luego de haberlo leído, dejamos «trabajar» nuestra imaginación, filtrando la información recibida gracias a las cuestiones del género: ¿en qué medida la descripción de este universo es fiel (el modo)?; ¿en qué orden se desarrollaron los acontecimientos (el tiempo)?; ¿en qué medida hay que tener en cuenta las deformacio­ nes impuestas por el «reflector» del relato (la visión)? Pero en ese instante el trabajo de la lectrira apenas comienza.

SIGNIFICACION Y SIMBOLIZACION

¿Cómo conocemos lo que se produce en el momento de la lectura? Por introspección y, si buscamos confirmar una impresión,

recurrimos a los relatos que otros hacen de su propia lecaira. Sin embargo, dos relatos que traten sobre el mismo texto jamás serán idénticos. ¿Cómo explicar esta diversidad? Por el hecho de que estos relatos describen, no el universo del libro mismo, sino ese universo transformado, tal como se encuentra en la psique de cada individuo. Podrían esquematizarse los estadios de ese recorrido de la siguiente manera:

1. Relato del autor

4. Relato del lector

I

t

2. Universo imaginario ---- ► 3- Universo imaginario evocado por el autor. construido por el lector

Podría preguntarse si la diferencia entre los estadios 2 y 3 existe realmente, tal como aparece en el esquema. ¿Existen otras construccio­ nes que no sean individuales? Es fácil demostrar que la respuesta a esta pregunta debe ser positiva. No hay ninguna duda, para cualquier lector de Adolphe, que Elléonore primero vive con el conde de P..., que ella lo deja en seguida y vive junto a Adolphe; que ellos se separan; que ella lo encuentra en París, etc. En cambio, no hay ningún medio para establecer con la misma certeza si Adolphe es débil o simplemente sincero. La razón de esta dualidad es que el texto evoca los hechos a través de dos modos que he propuesto denominar significación y simboliza­ ción. El viaje de Elléonore a París está significado a través de las pa­ labras del texto. La fragilidad (eventual) de Adolphe está simbolizada por otros hechos del universo imaginario, que, a su vez, se encuentran significados por las palabras. Por ejemplo, el hecho de que Adolphe no sepa defender a Elléonore en sus discursos está significado; a su vez, este hecho simboliza su incapacidad de amar. Los hechos significados son comprendidos, para ello es suficiente que se conozca la lengua en la cual fue escrito el texto. Los hechos simbolizados son interpretados, y las interpretaciones varían de un sujeto al otro. La relación entre los estadios 2 y 3, señalados más arriba, es pues una relación de simbolización (en cambio, la que hay entre 1 y 2, o 3 y 4 es de significación). Por otra parte no se trata de una relación unívoca, sino de un conjunto heterogéneo. En primer lugar, se abrevia:

4 es (casi siempre) más breve que 1, así también 3 es más pobre que 2. En segundo lugar, uno se equivoca. Tanto en un caso como en el otro, el estudio del pasaje del estadio 2 al 3 nos lleva a la psicología proyectada: las transformaciones realizadas nos informan sobre el sujeto de la lectura: ¿por qué él retiene (o agrega) tales hechos y no otros? Pero existen otras transformaciones que nos infonnan sobre el mismo proceso de lectura, y estas transformaciones son las que aquí fundamentalmente nos preocuparán. Me es difícil decir si el estado de cosas que observo en los ejemplos más diversos de la ficción son un hecho universal, o si se trata de un hecho condicionado histórica y culturalmente. Resta decir que, en todos los ejemplos, la simbolización y la interpretación (el pasaje del estadio 2 al 3) implican la existencia de un detem iinism o de los hechos. ¿Puede ser que acaso la lectura de otros textos, por ejemplo de los poemas líricos, exija un trabajo de simbolización que repose sobre otros presupuestos (la analogía universal)? Lo ignoro; lo que sí es cierto es que la simbolización, en el texto de ficción, reposa sobre el consentimiento implícito o explícito, del principio de causalidad. Así, las preguntas que se formulan a los hechos que constituyen la imagen mental del estadio 2 son: ¿cuál es la causa?, ¿cuál es el efecto? Sus respuestas son las que se agregarán a la imagen mental tal como ésta se encuentra en el estadio 3Admitamos que este determinismo es universal; lo que no es del todo seguro es la forma que en cada caso tomará. La forma más simple, pero menos extendida en nuestra cultura como n orm a de lectura, con­ siste en la constmcción de otro hecho semejante. Un lector puede decirse: si Jean mató a Pierre (hecho presente en la ficción), es porque Pierre se acostaba con la mujer de Jean (hecho ausente en la ficción). Este razonamiento, típico de la averiguación judicial, no es aplicable con todo rigor en la novela: se admite tácitamente que el autor no está haciendo trampa y que nos ha transmitido (ha significado) todos los eventos pertinentes para la comprensión de la historia (el caso de Arm an ce es excepcional). Lo mismo ocurre con las consecuencias: exis­ ten bastantes libros que prolongan otros libros, que escriben las conse­ cuencias del universo imaginario representado por el primer texto; pero el contenido del segundo libro no es considerado usualmente como inherente al universo del primero. Nuevamente, aquí se separan las prácticas de la lectura de la vida cotidiana. Es según otra causalidad como se procede comúnmente al realizar una lectura constructiva; las causas y consecuencias de Lin acontecí-

miento hay que buscarlas en una materia que no le es homogénea. Como lo señalaba Aristóteles, dos casos parecen ser los más frecuentes: el acontecimiento es percibido como la consecuencia (y/o la causa) ya sea de un rasgo del carácter, o de una ley impersonal. A dolphe contiene numerosos ejemplos de ambas interpretaciones integrados en el texto mismo. He aquí cómo Adolphe describe a su padre: «No recuerdo, durante mis primeros dieciocho años, haber tenido jamás con él una conversación de más de una hora... Yo no sabía entonces lo que era la timidez...». La primera frase significa un hecho (la ausencia de conversación prolongada). La segunda nos lleva a considerar este hecho como el símbolo de un rasgo de carácter que es la timidez: el padre actúa así porque es tímido. El rasgo de carácter es la causa de la acción. He aquí un ejemplo del segundo caso: Yo me dije que no había que precipitar nada, que Elléonore estaba muy poco preparada para la confesión que yo meditaba, y que mejor era esperar un poco más. Casi siempre, para vivir en reposo con nosotros mismos, revestimos de cálculos y de sistemas nuestras impotencias y debilidades: esto satisface esta porción de nosotros que es, por decirlo así, espectadora de la otra.

Aquí, la primera frase describe el acontecimiento y la segunda nos da la razón, la cual es una ley del comportamiento humano, no un rasgo de carácter individual. Agreguemos que es este tipo de causalidad el dominante en Adolphe. esta novela ilustra las leyes psicológicas, no las psicologías individuales. Después de haber construido los acontecimientos que componen una historia, nos avocamos al trabajo de reinterpretación que nos permite construir, por una parte, los caracteres, por otra, el sistema de ideas y de valores subyacentes en el texto. Esta reinterpretación no es arbitraria; está controlada por dos tipos de restricciones. La primera está contenida en el texto mismo: es suficiente que el autor nos enseñe, durante cierto tiempo, a interpretar los acontecimientos que él evoca. Este es el caso de los fragmentos de A dolphe que acabo de citar: des­ pués de haber establecido algunas interpretaciones deterministas, Constant puede dejar de nombrar la causa del acontecimiento; ya aprendimos la lección y continuaremos interpretándola como él nos lo ha enseñado. Tal interpretación, presente en el texto del libro, tiene pues una función doble: por una parte, enseñarnos la causa de este hecho particular (función exegética); por otra, iniciarnos en el sistema de interpretación que será el del autor a lo largo de su texto (función

meta-exegética). La segunda serie de restricciones proviene del contex­ to cultural: si leemos que alguien cortó en pedacitos a su mujer, no tenemos necesidad de indicaciones en el texto para concluir que se trata de un ser cruel. Estas restricciones culturales, que no son otra cosa que los lugares comunes de una sociedad ( sli verosimilitud), cambian con el tiempo, lo cual permite explicar la diferencia de interpretación dada a ciertos textos del pasado. Por ejemplo, al no considerar ya el amor extraconyugal como la prueba de un alma corrompida, nos cues­ ta a veces un gran esfuerzo comprender las condenas que recaían sobre tantas heroínas novelescas del pasado. Los caracteres, las ideas, las identidades de este tipo, están simbo­ lizadas a través de las acciones; pero ellas pueden igualmente estar sig­ nificadas. Este es precisamente el caso de los fragmentos que cité de Adolphe. la acción simbolizaba la timidez del padre; pero en seguida Adolphe la significaba diciendo: mi padre era tímido. Lo mismo ocurre con la máxima general. Los caracteres y las ideas pueden entonces ser evocadas de dos maneras: directa e indirectamente. El lector confron­ tará las informaciones extraídas de una y otra fuente en el momento de su trabajo de construcción; ellas pueden o no coincidir. Evidente­ mente, la dosis relativa de estos dos tipos de información ha variado mucho en el curso de la historia de la literatura: Hemingway no escribe como Constant. El carácter así constituido debe ser diferenciado del personaje: todo personaje no es un carácter. El personaje es un segmento del universo espacial y temporal representado, nada más; hay personajes a partir del momento en que una forma lingüística referente (nombres propios, ciertos sintagmas nominales, pronombres personales) aparece en el texto a propósito de un ser antropomórfico. Tal cual, el personaje no tiene contenido: alguien es identificado sin ser descrito. Se pueden imaginar —y existen— textos donde el personaje se limitaría a eso: ser el agente de una serie de acciones. Pero desde que surge el determinismo psicológico el personaje se transforma en carácter: él actúa así porque él es tímido, frágil, valiente, etc. Sin determinismo (de este tipo) no hay carácter. La constmcción del carácter es un compromiso entre la diferencia y la repetición. Por una parte hay que asegurar la continuidad: el lector debe constmir un solo carácter. Esta continuidad está ya dada por la identidad del nombre, en la erial reside su función principal. A partir de allí todas las mezclas son posibles: todas las acciones pueden ilustrar el mismo rasgo de carácter; de lo contrario, el personaje puede tener

un comportamiento contradictorio, o él puede cambiar el aspecto circunstancial de su vida, o puede sufrir una modificación profunda de carácter. Los ejemplos son muy numerosos para poder recordarlos; también aqvií las escogencias están dictadas por la historia de los estilos y no tanto por la idiosincrasia de los autores. El carácter entonces puede ser un efecto de la lectura; existe una lectura psicologizante a la cual se puede someter cualquier texto. Pero en realidad no es un efecto arbitrario; no es un azar que encontremos caracteres en las novelas del siglo xviii y del xix, y que no los encon­ tremos en las tragedias griegas ni en el cuento popular. El texto siempre contiene dentro de sí una nota con sus propias instrucciones de uso.

LA CONSTRUCCION COMO TEMA

Una de las dificultades del estudio de la lectura reside en que su observación es difícil: la introspección es incierta y la investigación psico-sociológica resulta aburrida. Con cierto alivio se descubre enton­ ces el trabajo de construcción representado al interior de los propios textos ficticios, en los cuales es mucho más cómodo estudiarlo. El texto ficticio toma la constaicción como tema porque es simple­ mente imposible evocar la vida humana sin mencionar ese proceso esencial. Cada personaje está obligado, a partir de las informaciones que él recibe, a constaiir los hechos y los personajes que lo rodean. En esto hay un riguroso paralelo con el lector, quien construye el uni­ verso imaginario a partir de sus informaciones (el texto, lo verosímil), convirtiendo así la lectura, inevitablemente, en uno de los temas del libro. No obstante, esta temática puede ser más o menos valorizada, más o menos explotada. En Adolphe, por ejemplo, ella lo es de una manera muy parcial: sólo la indecisión ética de las acciones es puesta en evidencia. Si nos queremos servir de textos ficticios como materiales para el estudio de la constaicción hay que escoger aquellos donde ella sea uno de los temas principales. A rm ance de Stendhal es un buen ejemplo. Toda la intriga de esta novela está sometida a la búsqueda del conocimiento (el relato gnoseológico). Una constaicción errónea de Octavio sirve de punto de partida: él cree que Armance aprecia demasiado el dinero a causa de una cierta conducta (una interpretación

que va de la acción al rasgo de carácter); este malentendido, apenas disipado, es seguido por otro, simétrico y contrario: Armance cree aho­ ra que Octavio aprecia demasiado el dinero. Este entrecruce inicial ins­ taura la figura de las construcciones que vendrán. Armance construye en seguida correctamente su sentimiento hacia Octavio; pero éste dura diez capítulos antes de descubrir que lo que él siente por Armance no se llama a m istad sino amor. Durante cinco capítulos Armance cree que Octavio no la ama; Octavio cree que Armance no lo ama durante los quince capítulos centrales del libro; el mismo malentendido se repite hacia el final. La vida de los personajes transcurre buscando la verdad, es decir, construyendo los acontecimientos y los hechos que los rode-an. El desenlace trágico de la relación amorosa no se debe, como se ha repetido a menudo, a la impotencia, sino al desconocimien­ to. Octa-vio se suicida a causa de una mala construcción: él cree que Armance ya no lo ama. Como dice Stendhal en una frase emblemática: «Le faltaba penetración, no carácter». De este rápido resumen ya se puede inferir que varios aspectos del proceso de construcción pueden variar. Se puede ser el agente o el paciente, el emisor o el receptor de una información; se puede ser tam­ bién ambos. Octavio es agente cuando él disimula o revela; paciente cuando aprende o se equivoca. Se puede construir un hecho (de «primer grado») o la constaicción realizada por cualquier otro de ese mismo hecho (en segundo grado). Así, Armance renuncia a su matri­ monio con Octavio porque ella imagina lo que los otros pensarían en ese caso. Yo pasaría por el mundo como una dama de compañía que sedujo al hijo de la casa. Escucho desde aquí lo que diría Mme. la duquesa de Ancre e incluso las mujeres más respetables, por ejemplo la marquesa de Seyssins que ve en Octavio el esposo de una de sus hijas.

Igualmente, Octavio renuncia al suicidio construyendo las construccio­ nes posibles de los otros. Si me mato, Armance se comprometerá; toda la sociedad buscará curiosamente durante ocho días las más insignificantes circunstancias de esta noche; y cada uno de los señores allí presentes estará autori­ zado a hacer un relato diferente.

Lo que se aprende a través de Armance es sobre todo que la cons­ trucción puede ser un éxito o un fracaso; y si bien todos los éxitos se

parecen (pues remiten a la «verdad»), los fracasos varían, como varían también sus causas, es decir, los defectos de la infonnación transmitida. El caso más simple es el de la ignorancia total: hasta cierto momento de la intriga, Octavio disimula la existencia misma de un secreto que le concierne (rol activo), y Amiance ignora la existencia del mismo se­ creto (rol pasivo). En seguida la existencia del secreto puede ser cono­ cida, pero sin ninguna información suplementaria; el receptor puede entonces reaccionar imaginando la verdad (Armance supone que Octa­ vio ha asesinado a alguien). Hay un grado posterior constituido por la ilusión: el agente no disimula pero reviste las cosas; el paciente no igno­ ra pero se equivoca. Este es el caso más frecuente en el libro: Annance enmascara su amor por Octavio pretendiendo que ella se casará con otro; Octavio piensa que Armance no siente por él sino amistad. Se puede ser a la vez el agente y el paciente del encLibrimiento; de este modo Octavio se esconde a sí mismo que él ama a Armance. En fin, el agente puede revelar la verdad, y el paciente aprenderla. La ignorancia, la imaginación, la ilusión y la verdad: el proceso de conocimiento pasa al menos por tres grados antes de conducir al perso­ naje a una constmcción definitiva. Los mismos estadios son evidente­ mente posibles en el proceso de lectura. Habitualmente, la constmc­ ción representada en el texto es análoga a la que toma el texto como punto de partida. Lo que los personajes ignoran es también ignorado por el lector. Ciertamente, otras combinaciones son igualmente posi­ bles. En la novela policial, Watson, al igual que el lector, es quien cons­ truye; pero es Sherlock Holmes quien construye mejor los dos roles igualmente necesarios.

LAS OTRAS LECTURAS

Las fallas de la constmcción llevada a cabo por la lectura para nada ponen en cuestión su identidad: no se deja de constmir porque la información sea insuficiente o errónea. Al contrario, tales fallas no hacen sino intensificar el proceso de constmcción. Sin embargo, es posible que la constmcción no se produzca y que otros tipos de lectura vengan a reemplazarla. Las diferencias entre una lectura y otra no están forzosamente donde uno espera encontrarlas. Por ejemplo, no me parece que haya una gran diferencia entre la constmcción a partir de un texto literario y la realidad

a partir de otro texto, referencial pero no literario. Esta cercanía estaba sobre-entendida en la proposición hecha en el párrafo precedente: la constaicción de los personajes (a partir de materiales no literarios) era semejante a la del lector (a partir del texto de la novela). No se cons­ truye la «ficción» de manera distinta a la «realidad». El historiador, a partir de documentos escritos, o el juez, apoyándose en los testimonios ora­ les, cuando reconstruyen los hechos, en principio no proceden de for­ ma diferente al lector de A rm a n ce ; lo cual no quiere decir que en detalle no subsistan diferencias. Una cuestión más difícil, y que va más allá de las posibilidades de este estudio, concierne a la relación entre la constaicción a partir de informaciones verbales y aquella que se realiza sobre la base de otras percepciones. Después de haber sentido el aroma de un guiso, uno constaiye el muslo; igual ocurre luego de una visión, de haber escucha­ do algo, etc.; esto es lo que Piaget llama la «construcción de lo real». Las diferencias aquí corren el riesgo de ser más grandes. Pero no es necesario alejarse mucho de la novela para encontrar la materia que nos ceñiría a otro tipo de lectura. Existen textos literarios, no representativos, que no nos llevan a ninguna constaicción. Podrían distinguirse aquí varios casos. El más evidente es el de cierta poesía, llamada comúnmente lírica, la cual no describe acontecimientos ni evo­ ca nada que le sea exterior. La novela moderna, a su vez, nos obliga a realizar una lectura diferente: el texto es referencial, pero la constaic­ ción no se lleva a cabo porque ella es, en cierto modo, insoluble. Este efecto se obtiene por el desarreglo de cualquiera de los mecanismos necesarios de la constaicción, tal como fueron descritos en los párrafos anteriores. Tomemos un ejemplo: nosotros vimos que la identidad del personaje reposaba sobre la identidad y no-ambigüedad de su apela­ ción. Imaginemos ahora que en un texto el mismo personaje sea evo­ cado sucesivamente con distintos nombres: una vez Jean, otra Pierre, en alguna ocasión «el hombre de cabellos negros», y en otra «el hombre de ojos azules», sin que nada nos señale la correferencia de las dos ex­ presiones; o imaginemos que Jean designa no a uno sino a tres o cuatro personajes; cada vez el resultado será el mismo: la constaicción ya no será posible porque el texto será representativamente insoluble. Aquí se ve la diferencia con respecto a las fallas de la constaicción evocadas más arriba: se pasa de lo desconocido a lo incognoscible. Esta práctica literaria moderna tiene su contrapartida fuera de la literatura: se trata del discurso esquizofrénico. Conservando su intención representativa, éste vuelve la constaicción imposible a través de una serie de proce­

dimientos apropiados (repertoriados en el capítulo precedente). Por ahora es suficiente haber marcado el lugar de.estas otras lecturas al lado de la lectura como constaicción. El reconocimiento de esta última variedad es tan necesario que el lector individual, lejos de sospechar los matices teóricos que él ejemplifica, a la vez o sucesiva­ mente, lee el mismo texto de distintas maneras. Su actividad le es tan natural que ella permanece imperceptible. Es necesario entonces aprender a construir la lectura, ya sea como construcción o como deconstaicción.

1. TEORIAS DE LA POESIA

El discurso de la poesía se caracteriza, en primer lugar y de manera evidente, por su naturaleza versificada. Pero el verso no es suficiente para definir la poesía. En consecuencia, podría formular así la cuestión que quisiera debatir en las páginas que siguen: dado que la poesía es un discurso versificado, ¿se podrían descubrir en otros niveles otras características lingüísticas? En lugar de proponer una respuesta propiamente mía, trataré de situar aquí, relacionándolas en­ tre sí, las respuestas comúnmente dadas a esta pregunta actual. Para facilitar este examen partiré, como siempre, de una imagen del texto que distinga el aspecto verbal, semántico, sintáctico y pragmático. Las reglas de versificación son un ejemplo típico de lo «verbal»; dejo entonces de lado las respuestas que se limiten a ese aspecto para acer­ carme a los otros. Curiosamente, en la actualidad son raros los estudios que den una definición pragmática de la poesía; o más simplemente, que la definan basándose en el temperamento del autor, el cual precede a su apa­ rición, o en el del lector que la sucede. El hecho es curioso, porque es el testimonio de una repugnancia antes totalmente ausente; aún hoy

continúa estándolo en aquellos que se embriagan de poesía en lugar de convertirla en el objeto de una disertación. El resto de las razones de esta renuncia es bien conocido: bajo su forma común e ingenua, tal respuesta no define verdaderamente a la poesía. No es porque se ha sufrido tin día que automáticamente se escribe poesía; es más, a partir del poema es que se concluye algo acerca del estado de su autor; éste es un efecto del texto, no su causa; la verdadera pregunta sería la siguiente: ¿cuáles propiedades del texto nos llevan a esta conclusión? Lo mismo ocurre con los sentimientos del lector: decir que el discurso poético es quien produce la emoción no es sino retardar la interrogante esencial: ¿cómo la produce? Pero se podrían imaginar variantes rejuvenecidas de la respuesta pragmática: por ejemplo, que la versificación juega el rol de una señal que introduce un contrato particular entre Lin emisor y un receptor, el cual precisa que la lecaira poética debe segLiir reglas distintas a las aplicables a otros actos de habla, etc. Esta es la vía que comenzó a explorar Jonathan Culler en Structuralist Poetice, sin duda que en este campo queda mucho por hacer. La mayoría de los estudios actuales se ocupan de los aspectos se­ mánticos y sintácticos. Comencemos por el primero. Realizando ciertos reagrupamientos y simplificaciones, se podrían distinguir tres respues­ tas principales concernientes al semantismo poético, a las cuales daré el nombre de ornamental, afectiva y simbolista. La teoría orn am en tal de la poesía es la de la gran corriente de la retórica clásica, a la cual no le conozco defensores actuales; por otra parte, ella no nos interesa sino de manera marginal porque ella consiste en descartar de la poesía toda especificidad semántica. Dos expresio­ nes tienen el mismo sentido, pero una lo formula de L in a manera más bella, más adornada; es ésta la que conviene a la poesía. Los adornos poéticos están al servicio del «gusto», no contribuyen a la «instrucción». En efecto, es la teoría pragmática la que rechaza explícitamente la diferencia semántica. Según la teoría afectiva, hay una diferencia entre lo que designan las palabras en la poesía y lo que designan fuera de ella: aquí poseen un contenido intelectual, nocional, conceptual; allá emotivo, afectivo o «patético». En Condillac se encuentran diversas versiones de esta teoría (y antes, en Port-Royal), en I. A. Richards, en los positivistas lógicos, y aún en Jean Cohén. Como ya lo señaló Philip Wheelwright, «el posi­ tivismo conduce natLiralmente a poner el acento sobre los efectos emotivos del poema y no sobre el examen de lo que él significa en sus

propios términos»-, esta teoría va a la par de la filosofía racionalista y positivista. Se toma demasiado en serio la significación (conceptual) para poder admitir que el poema posea una; pero al mismo tiempo no se desea rebajar a este último; se le concederá entonces un campo específico, una parte de la experiencia que no es la misma del lenguaje común, en la cual el poema reencuentra la pertinencia que antes le faltaba. En suma, la diferencia entre poesía y no-poesía reside en el contenido mismo de lo que es dicho: en aquélla se trata de los senti­ mientos; en ésta, de las ideas. No obstante, en su inmensa mayoría, nuestros contemporáneos no se adhieren ni a la teoría ornamental, ni a la teoría afectiva, sino a una tercera, cuyo origen es claramente romántico; se trata de una mayoría tan abrumadora que cuesta percibir que se trata, después de todo, de una teoría entre otras (y no de la verdad finalmente revelada). En este caso, la diferencia entre poesía y no-poesía ya no es buscada en el contenido de la significación sino en la manera de significar: sin querer significar otra cosa, el poema significa de un modo distinto. Dicho de otro modo: las palabras son (solamente) signos del lenguaje cotidiano, mientras que en la poesía ellas mismas devienen símbolos; de allí que me sirva del nombre de simbolistas para designar a estas teorías. Recordaré en pocas palabras en qué consiste la teoría romántica del símbolo, noción en la cual culmina toda la estética del romanticismo (entiendo por «romántica» la doctrina del círculo de Jena, del cual formaban parte, sobre todo, los hermanos Schlegel, Novalis y Schelling, aunque se encuentren los rasgos de esta teoría incluso en Kant, Goethe o Solger). Podría resumirse en cinco puntos (o cinco oposiciones entre el símbolo y la «alegoría»): 1) El símbolo muestra el devenir de su sentido, no su ser, la producción, no el producto acabado. 2 ) El símbo­ lo es intransitivo; sirve, no solamente para transmitir la significación, sino que debe ser percibido en sí mismo. 3 ) El símbolo es intrínseca­ mente coherente, o lo que es lo mismo, el símbolo está motivado, no es arbitrario. 4) El símbolo realiza la unión de los contrarios, muy parti­ cularmente la de lo abstracto y lo concreto, la de lo ideal y lo material, lo general y lo particular. 5 ) El símbolo expresa lo inefable, es decir, lo que los signos no simbólicos no llegan a decir; en consecuencia es intradLicible y su sentido plural, inagotable. Un ejemplo acerca de la influencia romántica sobre la reflexión contemporánea nos es dada por la crítica americana, desde hace unos cuarenta años. Tomemos el brillante ensayo de R. P. Blackmur: «El

lenguaje como gesto» (retomado en su libro Language a s Gesturé). El discurso de la poesía se distingue porque las palabras se han convertido en gestos, o «es gracias al poder del gesto descubierto o invocado que el simple nombre se transforma en un símbolo rico y complejo»; «los gestos son los primeros pasos para la producción de símbolos». ¿Pero qué es un gesto verbal? «Es lo que le sucede a una forma cuando se identifica con su sujeto»: el gesto iguala a la motivación. Y un símbolo es «lo que utilizamos para expresar de manera permanente un sentido que no puede ser comunicado de manera completa por las palabras directas o por las combinaciones de palabras». Las palabras se convier­ ten en gestos cuando ellas producen un sentido nuevo en el momento de cada nueva aparición. Para obtener estos efectos semánticos se recurre a lo que la retórica llamaba las figuras: repeticiones, oposiciones y otras disposiciones convencionales. Con otro lenguaje, Geoffrey Hartman participa, me parece, del mismo cuadro conceptual: nunca se trata de otra cosa que no sea la significación en el poema; pero las palabras aquí significan más o menos que en el lenguaje común, poseen a la vez una precisión aumentada y reducida, al mismo tiempo son redundantes y ambiguas; la figura ejemplar de la poesía consiste en una sobre-precisión de los extremos, en una indeterminación del medio. En nuestros días, otros han explorado abundantemente las relaciones de motivación entre el significante y el significado. La seducción de los ejemplos analizados por Blackmur o Hartman, la belleza de sus propios análisis no reemplazan siempre a la argumen­ tación lógica (y ya no poética): ¿es éste el único rasgo pertinente, y lo es para toda poesía? Sobre esta misma cuestión quisiera exponer otra argumentación, la de Philip Wheelwright quien, en el capítulo «Los rasgos del lenguaje expresivo», de su libro The B u m in g Fountain, enumera hasta siete virtudes cardinales de lo que para él desborda explícitamente a la poesía, para incluir toda literatura, la mitología, la religión, pero que no deja de manifestarse de manera ejemplar en la poesía; si esta enumeración hubiera sido mejor conocida, quizás ella nos habría ahorrado bastantes discusiones sobre la diferencia entre el lenguaje poético y el otro (la primera versión de ese texto data de 1942). Esas virtudes son: 1) La motivación, que implica el carácter intraducibie de lo poético y la fusión entre significante y significado. 2 ) La inconstancia del sentido de las palabras en los diferentes contextos donde se las emplea. 3 ) La pluralidad del sentido en el seno mismo de un solo contexto. 4) La expresión de lo inefable, vago y

borroso. 5 ) El rechazo de la ley de la no-contradicción. Cualquiera que sea la exactitud de estas oposiciones, ellas no apuntan — o no lo hacen tanto— al discurso versificado; incluso no se ve en qué el verso sería necesario para que se produzcan estas transformaciones en la manera de significar. En este sentido tenemos una deuda con Yuri Tynianov, autor de Problém e d e la langue du vers [El p rob lem a d e la lengua p oética]. Al igual que el resto de los formalistas, Tynianov participa de la corriente romántica de las ideas y parte de la idea de la intransitividad. Pero más allá de eso, él tiene un doble mérito: es el primero de los autores que hemos revisado, que trata de deducir las características semánticas del discurso poético de las características «verbales», es decir, de la versificación. Además, sin perder su sensibilidad literaria ni su conocimiento de la historia, él se propone dar, a propósito de este fenómeno de lenguaje, una descrip­ ción concreta y lingüística (y no poética o filosófica). Se podría resumir así su razonamiento: el cierre del verso da el sentimiento de una necesidad de la construcción verbal (este es un tema valeryano) y produce un efecto de contracción, el cual refuerza en las palabras la significación contextual, sintáctica o, como dice Tynianov, flotante, en detrimento del nudo lexical. En la poesía, las palabras mantienen «un lazo más fuerte y más estrecho que en el discurso cotidiano; entre las palabras surge una correlación posicion ab. En la poesía, las palabras se iluminan con fuegos recíprocos... Pero es hora de pasar al último grupo de teorías sobre el discurso poético; teorías que he llamado «sintácticas» y que, todas, sitúan la especificidad poética en la relación entre las partes del texto, y ya no entre sus niveles (forma y contenido, significante y significado, etc.). En el plano de las ideas generales permanecemos en un terreno familiar: se trata de otro formalista, amigo de Tynianov, Román Jakobson, quien parece ha influenciado a todos los autores que trabajan dentro de esta perspectiva. En muchos sentidos, Jakobson no hizo sino traducir en una terminología lingüística las ideas de August Wilhelm Schlegel y de Novalis. Sin duda, la razón de su éxito reside en parte en la simplicidad y la elegancia de su hipótesis. Como Tynianov, parte del fenómeno de la versificación, pero de éste retiene otro aspecto: no el carácter cerrado del verso sino el principio de la semejanza, que gobierna el encade­ namiento de las secuencias fónicas (es decir, la repetición). La hipótesis consistirá entonces en una simple afirmación de la coherencia y de la unidad entre los distintos planos del texto: las semejanzas métricas están secundadas por las semejanzas fónicas (paranomasias, aliteracio­

nes, paragramas), gramaticales (el paralelismo) y semánticas (la metá­ fora). En un fragmento que Tynianov recuerda en su libro, Novalis ya afirmaba que la poesía se caracteriza por la naturaleza de las asocia­ ciones (ya no causales) que vinculan a sus unidades; y, en otro frag­ mento, reemplazaba la motivación «vertical» por una motivación «ho­ rizontal»: «La poesía eleva a cada elemento aislado, a través de una conexión particular, al resto del conjunto». Incluso, A. W. Schlegel es­ tableció, en Lina página de la Kunstlehre, la transición que, al igual que en Jakobson, hace de la repetición dentro de la continuidad el mejor medio de volver al lenguaje intransitivo y autónomo (lo que se supone sucede en la poesía). No tengo otra teoría sintáctica que proponer; insisto solamente en señalar que la hipótesis romántica, una vez más, no es sino una hipó­ tesis entre otras posibles. Es bastante sorprendente constatar hasta qué punto la doctrina romántica domina la producción actual de «poéticas» (aunque el punto de partida romántico esté olvidado). Otro signo de este predominio (a menos que no sea el mismo) es el rol jugado por los poetas románticos (en Lin sentido amplio) en la elaboración de nuestra imagen de la poesía: piénsese en el lugar que ocupa (en Fran­ cia) Baudelaire en los análisis contemporáneos de poesía. Sin embargo, no se trata, despriés de todo, sino de una doctrina históricamente deter­ minada y limitada (como lo recordaba recientemente Gérard Genette en Mimoloqiques), y no, necesariamente, de una evidencia eterna u objetiva. El «postulado de la correlación del plano de la expresión y del plano del contenido que define la especificidad de la semiótica poética» (A. J. Greimas) se distingue de otros posibles postulados por su origen romántico, no por sli superioridad científica. Volvamos a la hipótesis según la cual la sola semejanza gobierna a la poesía; esta hipótesis reposa sobre una primera idea, a saber, que los diferentes planos de un poema se parecen en su organización — ciertamente se trata de la semejanza al cuadrado, de la analogía fundada sobre la analogía— y es precisamente su postulado implícito de coherencia, sin duda una toma de partido desde el punto de vista filosófico, lo que quizás debería comenzar a interrogarse. ¿Y si el texto poético no fuera coherente, armónico, unitario y repetitivo? ¿Y si la relación entre las partes fuera otra y no solamente una analogía imperfecta, sazonada con diferencias e incluso con contrastes, sino simplemente otra? Demoremos, por ahora, la fonmilación de la pregunta.

En su novela H einrich von Ofterdingen, Novalis opone, en tres ocasiones, a dos especies de hombre1. La primera vez es Heinrich quien lo hace en medio de una conversación con los comerciantes que lo acompañan en su viaje; la oposición tiene que ver, más precisamente, con dos vías para alcanzar el conocimiento de la historia humana. Una, difícil y sin término, de innumerables caminos, que es la vía de la experiencia; la otra, casi de un solo salto, o casi, que es la vía de la contemplación interior. El que toma la primera vía está obligado a deducir una cosa a partir de las otras, siguiendo una compatibilidad que nunca termina; el otro, al contrario, ve de inmediato y conoce rápida e intuitivamente la naturaleza de todas las cosas y de cada circunstancia, las cuales él puede examinar a partir de entonces en la viva diversidad de su encadenamiento, comparándolas entre sí tan fácilmente como ocurre con las figuras de un cuadro.

La segunda vez es el propio autor quien toma la palabra. Nos encontramos al comienzo del capítulo 6. Este es el retrato del primer tipo de hombre: Los hombres de acción, aquellos que nacieron para los negocios, no sabrían comenzar temprano a estudiarse a sí mismos (...) no les es posible entregarse a reflexiones silenciosas, a las invitaciones del pensamiento meditativo. Su espíritu no sabe replegarse en sí mismo y su alma no sabe ser contemplativa; al contrario, les es necesario abrirse incesantemente al mundo exterior y poner todo su fervor, su ingenio y eficacia al servicio de la inteligencia. Ellos son los héroes, alrededor de quienes confluyen y se presentan los acontecimientos que esperan ser dirigidos y realizados. Estos hombres tienen el poder de transformar en hechos históricos todos los caprichos del azar, y su vida es una cadena ininterrumpida de acontecimientos al mismo tiempo singulares y complejos, resaltantes, esplendorosos y memorables.

Esta es ahora la descripción de los segundos. No sucede lo mismo con esos seres recogidos, tranquilos y desconoci­ dos, para quienes el mundo es interior, la acción contemplativa, y la vida un secreto y discreto crecimiento de fuerzas interiores. Ninguna impaciencia los empuja hacia el exterior. Poseer en silencio les es suficiente, y si la inmensa escena del mundo exterior no les inspira ningún deseo de intervenir en ella, es porque ellos encuentran el

espectáculo lo suficientemente maravilloso e instaictivo para pasar el tiempo contemplándolo. (...) Los acontecimientos muy importantes o muy diversos no harían sino perturbar a estos hombres. Su única pertenencia es una existencia simple, y les es suficiente una buena cantidad de libros y relatos para conocer todo lo que ocurre en el mundo y todo lo que contiene. (...) A cada paso ellos realizan por sí mismos los descubrimientos más sorprendentes sobre la esencia y la significación del mundo. Estos hombres son los poetas...

En fin, la tercera vez es Klingsohr quien evoca rápidamente el mismo contraste y se contenta con marcar la perfecta simetría entre los dos tipos de hombre: los héroes puros, dice, «son la figura más noble opuesta al poeta, su contra-imagen y su gemelo». En el momento de establecer otra comparación, Novalis señala que si la poesía puede despertar al heroísmo, lo inverso jamás es verdad. Se podría esquematizar así esta oposición, para recordarla mejor:

HEROE

POETAS

Experiencia Acción Las cosas del mundo

Contemplación Reflexión La esencia y significación del mundo La simple existencia

Eventos asombrosos y memorables Implicación de la persona en sí El cuerpo Aprendizaje paulatino en el tiempo Paso de una cosa a otra por deducción Cadena ininterrumpida de acontecimientos Diversidad y singularidad

a

Interés por el espectáculo del mundo El alma Conocimiento inmediato Aprehensión intuitiva de cada cosa tomada aisladamente y luego comparada Crecimiento de las fuerzas interiores Identidad secreta de las cosas, del microcosmos y del macrocosmos

Ahora bien, Novalis concibe a su propia novela como si perteneciera serie que se define, igualmente, por oposición a otra. Esto se

L in a

adivina a través de breves observaciones que hay en los borradores de Heinrich von Ofterdingen. «No hay transición propiamente histórica al pasar a la segunda parte», escribe, y añade: sólo hay la «Disposición y la coherencia poética de Heinrich>. Una coherencia y una continuidad poéticas, no históricas. Su amigo Tieck es más explícito en la noticia que coloca al final de la novela, tal como la describiera Novalis: Le importaba poco, en efecto, describir cualquier episodio, tomar a la poesía (identificada como el tema central del libro) bajo un solo aspecto e ilustrarla a través de historias y personajes: él esperaba, al contrario, así como lo indica netamente el último capítulo de la primera parte (de hecho el antepenúltimo), expresar la esencia misma de la poesía y sacar a la luz su propósito más profundo. (...) La naturaleza, la historia, la guerra o la vida ordinaria con todas sus banalidades se transforman y se vuelven poesía...

Un género histórico, o narrativo, evocado como hueco tanto por Tieck como por Novalis, se opone a otro género, el poético. Evidentemente es muy tentador asimilar las dos oposiciones. No­ valis mismo hace mucho más que invitarnos a ello. No solamente por­ que él llame «poetas» a los hombres y «poéticos» a los textos, sino tam­ bién porque la segunda (y más larga) evocación de las dos especies de hombre desemboca en la siguiente constatación: «Por su naturaleza profunda Heinrich había nacido poeta». Heinrich von Ofterdingen, his­ toria de la vida de un poeta, y no de un héroe, encarna a la vez al género y al hombre poéticos. El lector de hoy no puede evitar extrañarse de la discordancia que ve entre lo que expresa el título, Heinrich von Ofterdingen, una novela, y el carácter tan poco novelesco de las páginas que siguen. Explicaré esta impresión basándome en la oposición que hacía Novalis entre los dos tipos de texto: la novela poética, cuyo ejemplo sería el Ofterdingen, una novela que podríamos llamar así, para oponerla a la primera, la novela narrativa. Por mi parte, estaría tentado a atribuirle a estos dos géneros no solamente los rasgos evocados lacónicamente a propósito de los textos, sino también aquellos, más abundantes, que caracterizan a los dos tipos de hombres. Incluso veré, en los rasgos genéricos del Ofterdingen, una cierta manera de calificar el discurso de la poesía, tal como es practicado desde la época romántica. ¿Pero cómo pasar de las personas a las clases de textos? Más que seguir las intuiciones de Novalis, aun teniéndolas presentes, buscaré explicitar las mías propias. Leo el libro y tengo la impresión de que no es del todo una novela como las otras. En seguida me viene

la idea de calificada de «poética». Busco entonces los puntos que, en el texto, me han forjado esta impresión. Tomándome entonces a mí mismo como un ejemplo de este lector contemporáneo, trato de anotar todos los detalles que, desde el primer capítulo de la «novela», me parecen poco «novelescos». La primera acción relatada (en la segunda frase del texto) es que el héroe, el adolescente, «piensa»: acción poco activa. Por otra parte él no piensa en otra acción material, sino en lo que dice un Extranjero, y es todo lo que sabremos a propósito de la pasión que siente por una flor azul. Así, en lugar de una acción de este tipo: «el adolescente hace tal cosa», tenemos esta otra: «el adolescente piensa que el Extranjero dijo que la flor azul ha desper­ tado una pasión»: la acción propiamente dicha no surge sino en un tercer nivel. Lo mismo ocurre con la segunda acción, que es nuevamente un recuerdo relacionado con relatos escuchados hace tiempo. La siguiente acción es: el adolescente sueña e introduce el relato de ese sueño. Recuerdo y sueño tienen en común lo siguiente: desplazan el relato a otro nivel, alaren una nueva línea narrativa y con ella misma suspenden el relato inicial. En ese sueño dos elementos me detienen. Heinrich sueña que él sueña con «hechos indecibles»: se trata de un repliegue que comienza a ser familiar y que interrumpe uno de los rela­ tos, sin poder aún expresar el otro. El segundo elemento se encuentra al final del sueño, y no es verdaderamente resaltante a menos que se olvide que se está en un sueño: la transformación de la flor azul en un «dulce rostro». Si no aceptamos lo sobrenatural, debemos buscar un senti­ do alegórico a estas preguntas: ¿no puede acaso ser metafórica la iden­ tidad entre la flor y la mujer? Terminado el sueño, llegamos a una nueva acción cuyo carácter no es más activo que en el caso anterior: el adolescente (Heinrich) y su padre entablan un debate abstracto sobre la naturaleza del sueño. Ni su existencia como acción ni el contenido de esta conversación influyen en el desarrollo del relato. El sueño está allí considerado como un medio de comunicación: se comunica entonces acerca de la comunicación mis­ ma. Y se evocan los sueños de otras personas sin siquiera precisar su contenido: Heinrich cuenta que el capellán ha relatado un sueño. A su vez, el padre cuenta recuerdos relacionados con el encuentro con un anciano durante el cual se establece una conversación cuyo tema era la poesía. Así, el padre le cuenta que el viejo le contó que los poetas cuentan... En seguida evoca un sueño, de hace veinte años; esta vez quedó impactado, desde la primera lectura, al igual que Heinrich, por el parecido de este sueño con el suyo: tanto aquí como allá el soñador

penetra en una caverna en el seno de la montaña, está encandilado por la luz, sale a la pradera y descubre una flor extraordinaria. Este paralelismo debilita para mí aún más la realidad, ya sea ficticia, de las acciones evocadas, o de una realidad ya anulada por el hecho de tratar­ se de sueños. En la segunda lectura descubro nuevos paralelos entre una parte de este sueño y el desarrollo global de la historia; lo mismo ocurre con una parte del sueño precedente de Heinrich (la muerte de la amada). El capítulo termina con el final del relato de este sueño. Resumiendo mi impresión: el relato primero se limita a poca cosa, interrumpido sin cesar por los segundos relatos; podría transcribirse de la manera siguiente sin abreviar mucho: Heinrich recuerda, sueña, ha­ bla del sueño en general, escucha a su padre hablar. Esta brevedad no está compensada en los relatos del segundo nivel (los cuales tampoco dejan de estar interrumpidos a su vez por otros relatos de tercer nivel): las acciones que los componen, como las del relato primero, son, en primer lugar, internas, y luego no implican ninguna consecuencia den­ tro del conjunto de la historia. El paralelismo y la tendencia a la alegoría terminan creando esta impresión diferente a la que deja comúnmente una «novela». Sería fastidioso continuar esta lectura página por página. Pienso que son los procedimientos mismos los que mantienen el clima «poético» a lo largo de esta novela. Trataré entonces de examinar uno por uno teniendo en cuenta sus otras apariciones. Cuatro tipos de hechos lla­ man mi atención: la naturaleza de las acciones; el encastramiento de los relatos, o relatos de segundo grado; los paralelismos; la alegoría. 1. N aturaleza d e las acciones. Las acciones perceptibles de la pri­ mera parte de H einrich von Ofterdingen, las cuales no están asumidas por un narrador secundario, pueden ser enumeradas así: Heinrich parte de viaje y llega a su destino sin encontrar ningún obstáculo; en el lugar se enamora de Mathilde, que también le ama. Eso es todo, y estaremos de acuerdo en afirmar que no es mucho para las 124 páginas del texto. Estas acciones son poco numerosas y, además, no tienen nada de extra­ ordinario, no son acontecimientos «resaltantes y memorables», para ha­ blar como Novalis; la calidad no compensa la cantidad. Pero hice, para llegar a esta cuenta, varias restricciones: retuve solamente las acciones perceptibles, contadas presumible y directa­ mente por el autor. En efecto, en ciertos relatos encastrados se en­ cuentran mucho más acciones perceptibles: igualmente en los CLientos relatados por los comerciantes, o en las palabras de Soulima, del minero y el ermitaño; dejemos por ahora de lado el efecto ejercido por

el encastramiento. En el relato asumido por el autor hay bastantes acciones distintas; pero, como sugería Novalis, uno estaría tentado a calificarlas de «reflexiones». Estas son, a su manera, acciones en segun­ do grado: no porque estén relatadas por un segundo narrador, sino porque no pueden tener lugar sino como reacción a otra acción nece­ sariamente anterior: «recordar», «reflexionar», o «pensar»; pero esto equi­ vale a nombrar la principal actividad de Heinrich. El interés que él posee por el «espectáculo del mundo» domina de lejos su propia parti­ cipación en el desarrollo de los hechos. Otra actividad muy apreciada por los personajes del libro es «hablar» («los relatos y los libros» ocupan gran parte de su tiempo); pero se trata de una acción perceptible. Falta todavía precisar la naturaleza de las palabras enunciadas aquí y su lugar en el seno de la variedad de las conversaciones. Hablar es, en verdad, una acción de primer grado, en el sentido en el que acabamos de emplear el término; pero entonces se tiene en cuenta el acto mismo de hablar y no de lo que se comunica: para que Sherezade sobreviva es necesario que ella hable, cierto, aunqvie poco importe lo que diga. Pero este aspecto de la palabra no está valorizado en la novela de Novalis: ninguna atención particular recae sobre el hecho mismo de que los personajes hablen. Sin embargo, una palabra exclusivamente transitiva aún no es contraria al espíritu novelesco. Es suficiente con pensar en ese proce­ dimiento familiar de la novela picaresca que consiste en encadenar (encastrar) una historia en otra: si la palabra en sí no es, en sentido estricto, una acción, su contenido sí puede ser un relato de acciones. Pero, salvo algunas excepciones señaladas, este no es el caso de las palabras que intercambian los personajes de H einrich von Ofterdingen. De hecho, sus palabras se pueden clasificar dentro de dos categorías principales. Por una parte, los poemas, dichos o cantados. En el capí­ tulo 3, el futuro poeta es primero atrapado por «un irresistible deseo de escribir algunas palabras en el papel»; más tarde, delante de su suegro, entona un canto de 88 versos. En el cuarto capítulo, se escucha primero el «Canto de los Cruzados», en seguida el «canto sutil y envol-vente de una voz de mujer». En el siguiente capítulo, el minero canta dos veces, el ermitaño una. En el capítulo 6, primero canta Sch-waning, luego Klingsohr. En sus proyectos sobre la segunda parte, Novalis anotaba: «Un poema como introducción y conclusión y títulos en cada capítulo. Entre cada capítulo la poesía habla». Frecuentemente se encuentra un segundo tipo de conversación, aquella en la cual el sujeto es general; este es el caso incluso de la

mayoría de los diálogos del Ofterdingen. Ya vimos cómo el padre y el hijo conversaban acerca del sueño en general; Heinrich y los nego­ ciantes, acerca de las vías por las cuales uno accede al conocimiento de la historia. Otra conversación de los mismos protagonistas compara la pintura, la música y la poesía, lo mismo que en una conversación entre Heinrich y Klingsohr. En el capítulo 4 se habla de la religión; en el quinto, de las riquezas que se han escapado al corazón de la tierra y de los inconvenientes de la soledad. Incluso entre Heinrich y Mathilde, la conversación versa más sobre el amor en general que sobre el sentimiento que los une: más que los «asuntos» amorosos, lo que les interesa es la «esencia» del amor. Estas acciones interiores (reflexiones) o abstractas (los debates) neutralizan incluso los raros momentos de acción en el sentido más es­ tricto de la palabra. Así ocurre con el encuentro entre Heinrich y Mathilde; o entre el minero y los acompañantes del ermitaño. Al menos una vez, podemos suponer que nos encontramos en una situación digna de una novela negra {gótica): visita nocturna a gaitas, descubri­ miento de esqueletos de origen desconocido, canto subterráneo. Se descubre una segunda cueva, en la cual un hombre permanece senta­ do. ¿Qué sucede entonces? El minero y el ermitaño se concentran en uno de los debates más abstractos sobre el interés de la vida en la sociedad. En forma distinta, las abundantes reflexiones que acompañan la más mínima acción (por ejemplo la partida de Heinrich) juegan el mismo rol neutralizante. Poco «novelescas», las acciones del Ofterdingen producen un efecto parecido por la manera como ellas se encadenan entre sí. Los sistemas causales más poderosos que se observan en una novela son de dos tipos: o un acontecimiento provoca otro (el caso del relato clásico de aventuras), o la nueva acción colabora con el descubrimiento de una verdad escondida. Ninguna de esas dos formas de causalidad está re­ presentada en nuestro libro; no se ve ningún secreto y la causalidad de los eventos se limita a la de este tipo.- partida-viaje-llegada. Otra forma de la causalidad es la de la novela psicológica: todas las acciones contribuyen a la composición de un carácter (un poco opuestamente a los Caracteres de La Baiyére, en los cuales un carácter produce una serie de acciones que lo ilustran). Pero no puede decirse que Heinrich sea un carácter, y el arte de la motivación es completamente extraño en Novalis. Finalmente, tampoco encontramos en su novela esa causa­ lidad que había denominado «ideológica» y que consiste en que todas las acciones sean engendradas por una ley abstracta, por ejemplo una

concepción de la naturaleza moral del hombre, como sucede más o menos en la misma época en Adolphe de Constant. No obstante, los distintos acontecimientos referidos en el Ofterdingen no están desprovistos de relaciones recíprocas. Como ocurre un poco en la novela psicológica, ellos todos contribuyen a la formación de Heinrich: no de su carácter sino de su espíritu. Cada encuentro sucesivo le hace descubrir una parte de la humanidad o del mundo y enriquece su mundo interior. Por otra parte, lo mejor sería recordar las palabras de Novalis: la vida de Heinrich es un «secreto y discreto crecimiento de las fuerzas interiores». «Todo lo que veía, todo lo que escuchaba, parece, no era sino para, dentro de él mismo, abrirle Lina nueva ventana». Un fragmento lo dice aún más fehacientemente: -En Heinñch, finalmente, hay una descripción exhaustiva de la transfigu­ ración interior del fondo del alma ( innern Verklarung des Gemüts)». La transformación constitutiva del relato está bien presente; pero lo que se transfomia es únicamente el Gemüt; y esta transformación se traduce entera en acontecimientos interiores, de los cuales Novalis hace más que Lin relato, su descripción exhaustiva. 2. Los encastramientos. Evidentemente, éstos no tienen la misma función en Novalis y en Don Quijote, podemos decir, si tenemos en cuenta todo su conjunto, que ellos son excepcionalmente narrativos. La mayoría de las veces, ya lo vimos, son cantos o reflexiones abstractas que se encuentran encastradas. A menudo, Novalis dice que ha habido relato pero sin precisar el contenido: así ocurre en el primer capítulo, en las palabras del Extranjero o en el sueño del capellán. Además, él se limita a las frases del tipo: «un día escuché lo que se cuenta desde hace tiempo»; «si tenía una idea acerca del mundo era por los relatos que había podido escuchar»; «la madre de Heinrich decidió entretenerlo con la vida jovial que se vivía en Suabia, contándole así mil cosas de ese lugar»; «la conversación versaba sobre la guerra, evocando el recuer­ do de las aventuras de antes», etc. Novalis está más atento a la represen­ tación de la enunciación que a la reproducción del enunciado. Tome­ mos ahora el ejemplo de la primera historia de poetas relatada por los negociantes. Estos cuentan que en el transcurso de sus viajes realiza­ dos, alguien les relató la historia de un poeta, autor de magníficas historias; pero éstas, justamente, llegan a este triple encastramiento sin ser referidas. En cuanto a los encastramientos propiamente narrativos (el segundo relato de los negociantes, las relaciones de Soulima, del minero, del er­ mitaño, el cuento de Klingsohr), incluso dejando de lado todo lo que,

al interior de éstos, los distingue de los relatos tradicionales, esto no impide constatar que la disonancia en relación al relato primero vuelve a los eventos relatados menos cautivadores, introduciendo así una dis­ tancia suplementaria entre ellos y el lector. 3. Paralelismo. La tendencia a la semejanza o a la identificación rige las relaciones de muchos elementos de la novela. En su «Nota» Tieck resumía así este rasgo: «Todas las diferencias están aquí resaltadas, por lo cual las épocas parecen separarse y los mundos oponerse con hostilidad». El principal paralelismo es el que hay entre las dos partes; como la segunda parte jamás fue escrita, hay que darle nuevamente la palabra a Tieck: «Esta segunda parte se llama La realización, así como la primera tenía por título La espera, pues uno debía ver aquí el des­ enlace y la realización de todo lo que, en la otra parte, se adivinaba y presentía». Heinrich habría así «revivido, pero sobre un plano nuevo y mucho más amplio que en la primera parte, su experiencia de la naturaleza, de la vida y de la muerte, de la guerra, del Oriente, de la historia y la poesía». Este paralelismo general se multiplica de muchas maneras. Ya vimos la semejanza de los sueños del padre y el hijo; Tieck revela también que, al principio de la segunda parte, «el jardinero con quien Heinrich conversa es el mismo viejo que había recibido antes al padre de Hein­ rich». Cuando encuentra a Mathilde, Heinrich se dice: «¿No es exacta­ mente igual a mi sueño, a la visión de la Flor Azul?». La identificación entre los personajes está muy marcada en Novalis, quien anota en uno de los planes para la segunda parte: «Klingsohr es el monarca de la Atlántida. La Madre de Heinrich es la Imaginación; su padre, el Senti­ do. Schwaning es la luna, el rey, y el coleccionista de antigüedades es el Minero y también el Hierro. (...) El emperador Friedrich es Arctur». Mathilde es también Cyané, y al mismo tiempo es Soulima (también la poesía, la Flor Azul y Edda), y la joven, escribe Novalis, «es una trinidad (dreieiniges Madcheri)». Ellas son, como decía él, las «figuras de un cua­ dro», a las que estamos invitados a comparar e incluso a intercambiar. Cuando un relato encastrado se parece al relato que lo contiene, y en consecuencia, la parte al todo, o para hablar como Novalis, cuando uno encuentra «en pequeño la imagen del gran mundo», se tiene que ver con aquello que hoy llamamos el relato en abismo. Lo que llama la atención en el Ofterdingen es la abundancia de estas imágenes. Ellas son, aquí, de dos tipos: las unas hablan del arte y de la poesía en general (del código), las otras, de este libro en particular (del mensaje). No hay por qué sorprenderse de las primeras: Tieck se refirió al

proyecto de Novalis de escribir otras novelas para tratar otros temas, «así como hizo con la poesía en Ofterdingen>; el personaje principal del libro es con toda certeza un poeta. Los negociantes, el ermitaño, Heinrich, y sobre todo Klingsohr, sostienen conversaciones bastante profundas acerca de la poesía; ya se vio además que, incluso hablando de los diferentes tipos de hombre, no se abandonaba el tema. La puesta en abismo de la novela en sí se repite igualmente en muchas ocasiones; ya la encontramos, al menos parcialmente, en los sueños del comienzo; las fusiones de los personajes nos revelan otras: el cuento que ocupa el tercer capítulo es una imagen reducida de la totalidad, pues Klingsohr es el rey de la Atlántida, y Heinrich es el poeta que se casa con su hija. Igualmente ocurre con el cuento del propio Klingsohr. Los Fragm entos concernientes al libro anuncian otros reflejos no realizados «la historia de la novela en sí misma». «Ella le relata a Heinrich la propia historia de él mismo». Pero la puesta en abismo más acabada y espectacular es la del quinto capítulo, en la cual Heinrich descubre su propia historia en un libro que pertenece al ennitaño. El no comprende la lengua, es verdad, pero puede deducir el relato de las ilustraciones; la semejanza es «completa, sorprendente»; ve incluso una «miniatura en la que reconoce la caverna y, a su lado, al viejo minero y al ermitaño»: casi se ve mirando la imagen donde se ve la imagen, etc. La única diferencia es temporal: «todos llevaban puestos otros trajes que parecían de otra época». El ermitaño agrega que «es una novela acerca del destino fabuloso de un poeta, en el cual el genio poético está representado en la diversidad de sus formas y altamente exaltado». El paralelo se vuelve verdadera­ mente cautivador cuando, conociendo el destino de H einrich von Ofterdingen, nos enteramos de que «falta el final en el manuscrito». Al lado de estas repeticiones y estos desdoblamientos que descubre el lector, existen otros distintos que simplemente dependen de la manera como los personajes perciben el mundo que los rodea. Sus vidas están llenas de presentimientos; así, la madre prevé que Heinrich encontrará una bella joven en casa de Schwaning; Heinrich, en el momento mismo de dejar su ciudad, tiene el presentimiento del re­ corrido completo que le espera, se siente «lleno de deliciosas premo­ niciones» después del encuentro con Mathilde; esto es tan contundente que, independientemente del acontecimiento que se produzca, los personajes tienen el presentimiento de ya haberlo vivido: en este mundo donde el desarrollo temporal perdió su pertinencia, ya no hay más experiencia original, la repetición es inicial y el sentimiento de lo

«ya conocido» se ha generalizado. «Heinrich tuvo la impresión, cuando el viejo se calló, de haber escuchado antes ese canto». «Heinrich ex­ perimentó el sentimiento de haberlo ya visto y tenía la impresión de estar atravesando el pórtico del palacio interior y secreto de la tierra» (la traducción francesa fuerza aquí un poco el sentido) [N. del A], El mismo sentimiento en relación a Klingsohr se explica, al menos parcialmente, por la familiaridad de Heinrich con el libro del ermitaño: las diferentes formas del paralelismo se motivan mutuamente. 4. La alegoría. La tendencia a la alegoría, es decir, la presión ejercida sobre el lector para que éste no se atenga al sentido literal de las palabras que lee sino que busque una segunda significación, era cons­ ciente en Novalis; en sus borradores hablaba de un «territorio alegóri­ co», de «personajes alegóricos»; Tieck en su «Nota» evocaba la «natura­ leza alegórica» y concluía diciendo: «Todo converge y se funde en una alegoría». A tal punto que Novalis escribió una especie de precaución: «Pero no tan alegórico». Por otra parte, la alegoría se impone de una manera subyacente en el cuento de Klingsohr. Ella está marcada por varios índices. Uno, evi­ dente, es la escogencia de los nombres propios: como en las personi­ ficaciones alegóricas, los personajes se llaman Eros, Scribe, Fable, Aurore, Soleil, Lune, Or, Zinc y así sucesivamente. El otro, más difuso, reside en la dificultad misma de comprender el encadenamiento del cuento si uno se atiene únicamente al sentido literal. Lo sobrenatural (la incoherencia paradigmática) y la extravagancia de los encadena­ mientos (la incoherencia sintagmática) juegan aquí el rol de índices de la alegoría y nos obligan, desde el punto de vista de la interpretación, a tomar una vía independiente de la continuidad semántica principal. Me parece que a esta altura podemos considerar como establecida la continuidad de dos oposiciones: la de los géneros y la de los nom­ bres. Resta preguntarnos si el término «poética» es justo o, desde otro punto de vista, cuál es la razón textual de la presencia de todos estos procedimientos. Se puede responder de inmediato que ninguno de ellos, en sí, es específicamente poético, al menos si uno se atiene a sus descripciones generales; particularmente los encastramientos y los pa­ ralelismos pueden ser fácilmente observados en las novelas más nove­ lescas (o narrativas). La acción conjunta de las cuatro propiedades tex­ tuales (entre otras) es la única en producir esta impresión; ellas se determinan mutuamente, nos llevan a realizar determinadas interpreta­ ciones y no otras; gracias a su presencia conjunta, ellas conducen a una misma dirección. La única razón que hace que estos procedimientos

sean poéticos es aquello que los une. Además, no hay que olvidarlo, lo que allí analizo es mi intuición de lo que es poético y no la idea que de ello tenía Novalis (al menos que coincidamos ambos, lo cual es pro­ bable). Además, no encuentro un denominador único para las cuatro, sino más bien dos. La primera razón de esto es la abolición del reino del encadenamiento lógico-temporal de los hechos, su sustitución por el orden de las «correspondencias». En Heinrich von Ofterdingen reina lo contrario de lo que Novalis llamaba «El camino difícil y sin término, el camino de la experiencia», o «la cadena ininterrumpida de los aconte­ cimientos» que gobierna a la novela de «héroes», a la novela narrativa. Este efecto es obtenido particularmente por: a) los paralelismos: la semejanza está del lado de los poetas, la diferencia del lado de los héroes; b) por el modo como están encadenadas las acciones; c) por las digresiones introducidas por los encastramientos. La segunda razón es la tendencia a la destrucción de toda representación: mientras una descripción (inmóvil) del mundo sensible escaparía a los golpes de la primera serie de procedimientos, en la actualidad, descripción y narración — o sea, toda ficción— están como diluidas, se han vuelto transparentes. A esto contribuyen sobre todo los pasajes llenos de discusiones generales (asumidas por el autor o por los personajes), los poemas y, por otro lado, la tendencia a lo alegórico. La diferencia aquí se sitúa al nivel del contrato de la lectura establecido entre el lector y el texto: la lectura poética posee sus propias reglas, las cuales no im­ plican, como ocurre en el caso de la ficción, la construcción de un universo imaginario. Klingsohr decía: «La poesía es el propio camino del espíritu huma­ no», sin permitir al lado de ella a ningún otro género; pero agrega: «Un poeta, que sea a la vez un héroe, es con toda certeza un enviado divi­ no», lo cual era una manera de reencontrar la diferencia, revelándose así los géneros literarios como la proyección textual de la diversidad de las actitudes tomadas por los hombres en relación a la vida.

3. LA POESIA SIN VERSO

Este título debe ser leído como una pregunta: ¿eliminado el verso, qué queda de la poesía? Desde la Antigüedad, se sabe que el verso no hace a la poesía, como lo atestiguan los tratados científicos

en verso. No obstante, la respuesta es mucho menos simple; si se la quiere formular en términos positivos: ¿si no es el verso, qué es lo poético? Pregunta que se duplica dada la dificultad de responder a la primera: ¿existe una «poeticidad» transctiltural y transhistórica, o somos sólo capaces de encontrar respuestas locales, circunscritas en el tiempo y en el espacio? Para debatir este problema quisiera ahora referirme al poema en prosa. La prosa es lo que se opone al verso; una vez desaparecido éste, podemos preguntarnos a qué se opone el poema, y a partir de allí, remontarnos hasta la definición de lo poético. Podríamos decir que allí tenemos las condiciones experimentales perfectas para buscar las respuestas a nuestras preguntas. Si el poema en prosa es el lugar ideal para tratar de encontrar una respuesta a la CLiestión sobre la naturaleza de la «poesía sin verso», hay que comenzar por dirigirse hacia los estudios consagrados a este género, y muy particularmente, a la impresionante historia y enciclo­ pedia del género que es Le Poéme en prose de Baudelaire á nos jours [Elpoema en prosa desde Baudelaire hasta nuestros días] de Suzanne Bernard (París, 1959), para ver si encontramos allí la respuesta. De hecho, el capítulo «EsthétiqLie du poéme en prose» [«Estética del poema en prosa»] está completamente dedicado a este problema. S. Bernard encuentra que la esencia del género está perfectamente representada en su apelación oximorónica. Todo el complejo conjunto de leyes que presiden la organización de este género original se encuentra ya en germen, en potencia, en su sola denominación: poema en prosa. (...) En efecto, el poema en prosa, no solamente en su forma sino en su esencia, está fundado en la unión de los contrarios: prosa y poesía, libertad y rigor, anarquía destructora y arte organizador.

El autor del poema en prosa «apunta a una perfección estática, a un estado de orden y equilibrio, o si no, a Lina desorganización anárquica del universo en cuyo seno pueda surgir otro universo, recrear un mundo» (pp. 434, 444). Aún estamos en la definición del poema en prosa, no de la poesía sin verso; sin embargo, una observación preliminar se impone, pues ella concierne a un rasgo característico del discLirso de S. Bernard. Una cosa es afirmar que este género se define por el encuentro de sus contrarios, y otra decir que él puede estar dirigido, ya sea por un principio o por su contrario (por ejemplo, una tendencia hacia la

organización o hacia la desorganización). La primera afirmación tiene un contenido cognoscitivo preciso, y ella puede ser confirmada o des­ mentida siguiendo un estudio de los ejemplos, como ya lo veremos; la segunda, en cambio, no tiene ninguno: A y no-A recortan el universo de forma exhaustiva, y decir que un objeto está caracterizado por A o por no-A, equivale a no decir nada. Ahora bien, S. Bernard pasa sin transición de una afirmación a la otra, como se ha podido remarcar en los dos gaipos de frases citadas que abren y cierran la primera parte de su exposición. Pero volvamos al tema que nos interesa más directamente: la defi­ nición de la poesía. Después de explicar en qué consiste la «prosa», el realismo, la modernidad, el humor (dejemos todavía de lado esta iden­ tificación), S. Bernard se dirige hacia la definición del poema. Su primer y principal rasgo es la unidad: es una «definición del poema como un todo, cuyos caracteres esenciales son la unidad y la concentración»; «todo ‘trabaja’ estéticamente, todo concurre a la impresión total, todo se mantiene indisoluble en este universo poético al mismo tiempo muy unitario y complejo»; es un «conjunto de relaciones, un universo altamente organizado» (pp. 439, 441). Para el lector de hoy estas frases que describen la unidad, la totalidad y la coherencia son familiares; él está, sin embargo, más acostumbrado a verlas atribuidas a toda estructura y no al solo poema. Se podría incluso agregar que si toda estructura no es forzosamente poética, tam­ poco cada poema está necesariamente estructurado en el sentido que tiene esta palabra: el ideal de la unidad orgánica es aquel del roman­ ticismo, ¿pero puede calzar allí todo «poema» sin violentar al texto o al meta texto, es decir, al vocabulario crítico? Más tarde volveré sobre esto. S. Bernard percibe que la definición según la unidad es muy general (después de todo, ¿la novela no es también «un universo altamente organizado»?); agrega, entonces, un segundo rasgo del poema, el cual, además de especificar al primero, permite distinguir al género poético de otros géneros literarios: se trata de una cierta relación con el tiempo, más exactamente, de una manera de escapar de su propio dominio. El poema se presenta como un bloque, una síntesis indivisible. (...) Llegamos aquí a una exigencia esencial, fundamental del poema: la condición para que exista como poema es que nos regrese al «presente eterno» del arte de las más largas duraciones, que coagule un devenir móvil en formas intemporales, reencontrando en esto las exigencias de la forma musical (p. 442).

Si bien estas frases no son perfectamente transparentes, si se desea saber cuáles son las realidades lingüísticas que ellas recubren, apren­ demos que esta intemporalidad particular es el dominador común de dos series de procedimientos. A partir de la primera, se encuentra el principio que soporta tanto a la rima como al ritmo hasta ahora au­ sentes: se trata de la repetición, la cual «impone una estructura rítmica al tiempo real de la obra>(p. 451). En el segundo caso, más que suspen­ der el tiempo, se lo suprime, ya sea por la yuxtaposición de momentos diferentes, ya sea por la destrucción de las categorías lógicas (diferen­ ciación por otra parte rápidamente cuestionada, ya que S. Bernard agre­ ga subrayando las siguientes palabras: «lo cual viene a ser lo mismo», p. 455). Esta última (o estas últimas) categoría (s) se traduce en el he­ cho de que «se salte brutalmente de una idea a otra», que «no haya transición» (p. 455), que se dispersen los encadenamientos, las relaciones de ideas, toda coherencia en la descripción, toda secuencia en el relato: los poetas modernos, después de Rimbaud, se instalan en lo discontinuo para así negar mejor el universo real (p. 456).

Dejemos de lado el hecho de que aquí la incoherencia se presenta como una subdivisión, una especificación de la coherencia, la unidad, la totalidad (a través de su intermediario: el «presente eterno»), Y dejemos para más adelante el examen empírico de estas afirmaciones. Ateniéndonos por ahora a la sola definición de lo poético, obtenemos su equivalente en lo intemporal. Pero los diferentes «medios» de producir este estado intemporal —o más bien los diferentes procesos que pueden abrigar como consecuencia la intemporalidad (las repeti­ ciones, las incoherencias)— no se reducen sino muy hipotéticamente a este único resultado común. La deducción que permite subordinar la repetición y la incoherencia a la noción de intemporalidad es tan frágil como los silogismos a los cuales nos acostumbró el «teatro del absurdo»: los hombres son mortales, los ratones son mortales, ergo los hombres son ratones... Olvidando los grandes principios de unidad y tempora­ lidad que no nos enseñan nada, sería más prudente y exacto reformular de esta otra manera la tesis de S. Bernard: lo poético se traduce unas veces por las repeticiones, y otras veces por las incoherencias verbales. Si bien esto es una afirmación justa —ya la verificaremos— no da una definición de la poesía. Veamos ahora, para comprobar la validez empírica de estas hipó­ tesis, la práctica misma del poema en prosa, en la cual se está reali­

zando una idea de la poesía. Dos ejemplos, entre los más célebres de los autores que cultivaron el poema en prosa, quizás nos ayuden en este trabajo. Es natural comenzar con Baudelaire. El no es el «inventor» de esta forma, como hoy bien se sabe (y suponiendo que esta noción de inventor tenga algún sentido hoy en día), pero es él quien le da todo su rango de nobleza, quien la introduce dentro de la perspectiva de sus contemporáneos y de sus sucesores, quien hace de ella un modelo de escritura: un género, en el sentido histórico de la palabra; es él quien también populariza la expresión misma de «poema en prosa», ya que él la emplea para designar los primeros poemarios de este tipo publi­ cados. La esperanza de encontrar una resptiesta a nuestra pregunta se cierra cuando se lee, en la dedicatoria del poemario, que él soñó con «el milagro de una prosa poética, musical, sin ritmo ni rima»; esta música prometida del significado no es sino una variante terminológica de la «poesía sin verso». La pregunta está entonces bien formulada. Sin embargo, la respuesta dada por los textos del poemario es, en cierta medida y al menos a primera vista, decepcionante. Lo que ocurre es que Baudelaire no escri­ be verdaderamente poesía sin verso, él no busca simplemente la músi­ ca del sentido. Más bien, él escribe poemas-en-prosa, es decir, textos que, en su principio mismo, explotan el encuentro de los contrarios (por esta razón se puede pensar que el poemario, cuyo título hizo vacilar tanto a Baudelaire, merece más bien la denominación de Petits P oém es en p rose [P equ eñ ospoem as en prosal que la de Spleen d e Paris, a pesar de que ambos títulos en alguna parte sean sinónimos). Todo ocurre como si Baudelaire hubiera extraído la temática y la estructura de las nueve décimas de estos textos del nombre, poético-prosaico, del género; o si se prefiere una visión menos nominalista, como si el géne­ ro lo hubiera atraído sólo en la medida en que éste le permitía encon­ trar una forma adecuada (una «correspondencia») para una temática de la ambigüedad, del contraste, de la oposición; así, él ilustra muy bien la definición que S. Bernard da del género. Se puede reforzar esta afirmación recordando, primero, las diferen­ tes figuras de la exploración de la ambigüedad. Ellas son tres. La primera amerita el nombre de inverosimilitud (Baudelaire mismo habla de «bizarrería»): un solo hecho es descrito, pero cuadra tan mal con nuestras costumbres cotidianas que no podemos evitar compararlo con los hechos y eventos «normales». Mlle. Bistouri es la chica más extraña del mundo, y el diablo es de una generosidad que rebasa todas nuestras

expectativas («Le joueur généreux» [«El jugador generoso»]). El don superior es rechazado («Les Dons des fées» [«Los dones de las hadas»]) y la perfección de una amante conlleva a un crimen («Portraits de maítresses» [«Retratos de queridas»]). Algunas veces este contraste per­ mite oponer el sujeto de la enunciación a sus contemporáneos: estos profesan el humanismo ingenuo, él cree en cambio que hay que infligir el dolor para despertar la dignidad («Assommons les pauvres!» [«A los pobres ¡matémoslos a palos!»]). La segunda figura es la de la am bivalencia. Los dos términos con­ trarios están aquí presentes, pero ellos caracterizan a un solo y mismo objeto. Algunas veces, de manera más bien racional, la ambivalencia se explica como el contraste entre lo que las cosas son y lo que ellas parecen ser: un gesto presuntamente noble es mezquino («La Fausse Monnaie» [«La moneda falsa»], «La Corde» [«La cuerda»]), una cierta ima­ gen de la mujer es la verdad de otra imagen («La Femme sauvage et la Petite Maítresse» [«La mujer salvaje y la petimetra»]). Pero, la mayoría de las veces, el objeto mismo es doble, tanto en su apariencia como en su esencia: una mujer es a la vez fea y atractiva («Un Cheval de race» [«Un caballo de raza»]), ideal e histérica («Laquelle est vraie?» [«¿Cuál es la verdadera?»]), un hombre ama y al mismo tiempo desea matar («Le Galant tireur» [«El tirador galante»]) o encarna simultáneamente la cruel­ dad y la aspiración a la belleza («Le Mauvais Vitrier» [«El mal vidriero»]), un cuarto es al mismo tiempo sueño y realidad («La Chambre double» [«El aposento doble»]). Ciertos lugares y momentos son valorados por el mismo hecho de que pueden ser figuras de la ambigüedad: el crepúsculo, lugar de encuentro entre el día y la noche («Le Crépuscule du soir» [«El crepúsculo»], o el puerto, lugar de interpenetración de la acción y la contemplación («Le Port» [«El puerto»]). La tercera y última figura de la dualidad, la más abundante, es la antítesis, la yuxtaposición de dos seres, hechos, acciones o reacciones, dotados de cualidades contrarias, así como el hombre y la bestia («Un Plaisant» [«Un bromista»]), el hombre y la naturaleza («Le Gáteau» [«El pastel»]), los ricos y los pobres («Les Veuves» [«Las viudas»], «Les Yeux des pauvres» [«Los ojos de los pobres»]), la alegría y la tristeza («Le Vieux Saltimbanque» [«El viejo saltimbanqui»]), la muchedumbre y la soledad («Les Foules» [«Las multitudes»], «La Solitude» [«La soledad»]), la vida y la muerte («Le Tir et le Cimetiére» [«El tiro y el cementerio»]), el tiempo y la eternidad («L’Horloge» [«El reloj»]), lo terrestre y lo celeste («L’Etranger» l'Tl extranjero»]). Más aún, al igual que las cosas inverosímiles, dos reacciones contrarias ante un mismo hecho estarán colocadas frente a

frente, siendo una, a menudo, la reacción de la mayoría, la otra, la del poeta: alegría y decepción (Dejá![\Ya!]), felicidad e infortunio («Le Désir de peindre» [«El deseo de pintar»]), el odio y el amor («Les Yeux des pauvres»), el rechazo y la aceptación («Les Tentations» [«Las tentacio­ nes»]), la admiración y el miedo («Le Confíteor de Partiste» [«El confitelor del artista»]), y así sucesivamente. Esta yuxtaposición antitética puede ser vivida, a su vez, de manera trágica o feliz: incluso aquellos que son semejantes se rechazan entre sí («Le Désespoir de la vieille» [«La desesperación de la vieja»]): un segundo hijo «tan parecido al primero que se podría haber creído que era su hermano gemelo», entabla con el otro una «guerra perfectamente fratricida» («Le Gáteau»). Pero, por otro lado, el niño rico y el niño pobre, aunque están separados por «barrotes simbólicos», se reencuentran gra­ cias a sus dientes «igualmente blancos» («Le Joujou du pauvre» [«El jugue­ te del pobre»]). Luego de atacar baitalmente a un viejo mendigo y luego de que éste hace lo mismo, el «yo» puede declarar: «¡Señor, usted es mi igual!» («Assommons les pauvres!»). Y, aunque el sueño se opone a la realidad, aquél puede volverse tan real como ésta («Les Projets» [«Los proyectos»], «Les Fénetres» [«Las ventanas»]). Esta dualidad constante no solamente se la encuentra en la compo­ sición general o en la estructura temática. Ya señalamos cuántos títulos estaban hechos a partir de estas yuxtaposiciones contrastantes: «Le Fou et la Vénus» [«El loco y la Venus»], «Le Chien et le Flacón» [«El perro y el frasco»], «La Femme sauvage et la Petite Maitresse», «La Soupe et les Nuages» [«La sopa y las nubes»], «Le Tir et le Cimetiére» [«El tiro y el cementerio»]. Otros poemas se refieren explícitamente a la dualidad (sin mencionar aquéllos que incluso la descubren en objetos como el puer­ to y el crepúsculo; tal como sucede en «La Chambre double» [«El aposento doble»], «Laquelle est la vraie?» [«¿Cuál es la verdadera?»], «Le Miroir» [«El espejo»]. Las frases mismas a menudo se balancean entre dos términos contrarios: «deliciosa y execrable mujer», «tantos placeres, tan­ tos dolores» («Le Galant Tireur» [«El tirador galante»]), «paquete de excrementos» y «delicados perfumes» («Le Chien et le Flacón»), O estas frases sucesivas de «Le Vieux Saltimbanque»: «En todas partes la alegría, las ganas, la intemperancia; por todas partes la certeza del pan para el día siguiente; por todos lados la frenética explosión de la vitalidad. Aquí la miseria absoluta, la miseria disfrazada, para colmo del horror, con cómicos harapos...». O estas otras frases en «Les Foules»: «Multitud, sole­ dad: términos iguales y reversibles para el poeta activo y fecundo. Quien no sabe poblar su soledad, no sabe tampoco estar solo en medio

de la agitada muchedumbre». Textos enteros están construidos sobre simetrías perfectas: así, «La Chambre double» se compone de diecinue­ ve párrafos, nueve son relativos al sueño, nueve a la realidad, separa­ dos por un párrafo que comienza por «pero». Igual sucede con «Le Fou et la Vénus»: tres párrafos se referirán a la alegría, tres al dolor, y un séptimo en el medio que dice: «Sin embargo, en esta alegría universal, percibí un ser afligido». Más que teorizar, la dedicatoria misma del poemario ilustra este encuentro constante de los contrarios, a través del desplazamiento, en el seno de una misma frase, de la forma poética al tema de la gran ciudad, ambos considerados por Baudelaire como el rasgo constitutivo del poema en prosa. La regularidad de estos contrastes es tal que se llega a olvidar que se trata de contrastes, de contradicciones, de desgarramientos quizás trágicos. En Baudelaire la antítesis está recubierta de un sistema de correspondencias, y esto no solamente porque el poema en prosa oximorónico corresponde perfectamente a las contradicciones que él debe evocar. Cualquiera que sea el objeto o el sentimiento descrito, el poema termina integrándose en una pluralidad de ecos, igual a esta mujer, «alegórica Dalia», para quien, en «L’Invitation au voyage» [«Invitación al viaje»], el poeta sueña con encontrarle un país que le calce y se le parezca: «¿No estarás dentro del marco de tu analogía, y no podrías re­ flejarte, para hablar como los místicos, en tu propia corresponden cia?». Admiremos la multiplicación de las semejanzas: la analogía en cuatro términos (la mujer es al país lo que el retrato al cuadro) se encuentra reforzada por una similitud entre los objetos contiguos: el cuadro debe parecerse al retrato, y el país a la mujer; esto sin olvidar que el retra­ to es de la mujer, que él es su fiel imagen (no falta sino la semejan­ za directa entre el cuadro de la pintura y el país). Tal correspondencia superlativa no es excepcional en el universo poético de Baudelaire, ya esté escrito en verso o en prosa, y sin duda ella constituye una bue­ na ilustración de lo que S. Bernard llamaba un «conjunto de relaciones, un universo altamente organizado». En todo caso, es precisamente la confrontación de los contrarios lo que configura la unidad del poemario de Baudelaire. La relación entre poema-en-prosa, por una parte, y contraste temá­ tico por otra, no se limita a esta sola semejanza de estructura. Se sabe que hay una gran cantidad de poemas que tienen como objeto el trabajo del poeta, agregando así a la similitud la relación de participa­ ción: «Le Confíteor de l’artiste», «Le Chien et le Flacón», «Les Foules», «Le Vieux Saltimbanque», «Les Tentations», «Le Désir de peindre», «Perte

d’auréole» [«Pérdida de aureola»] y otros más. Pero lo más resaltante es que el contraste evocado se compone precisamente de lo «prosaico» y lo «poético» — entendidos esta vez no como categorías literarias sino como dimensiones de la vida y el mundo. ¿No es un poeta aquel que sueña con las nubes, mientras los otros buscan traerlo a la tierra, más cerca de la sopa prosaica («La Supe et les Nuages», «L’Etranger»)? ¿Vivir como poeta no es vivir en la ilusión? («Si bien soy poeta, no soy tan tonto como usted quisiera», «La Femme sauvage et la Petite Maítresse»)? ¿No es vivir como esos vagabundos despreocupados, liberados de toda atadura material que admira el joven cuyo enunciador — el poeta— dice: «Tuve un instante la rara idea que podía tener un hermano desco­ nocido» («Les Vocations» [«Las vocaciones»])? ¿El «horrible fardo» de la vida no se opone precisamente a la embriaguez «del vino, de la poesía y la virtud» («Enivrezvous» [«Embriagaos!»])? ¿Y no es a la prosa de la vida a la cual consagramos todo el día, esperando, en medio de la noche, poder eqLiilibrarla con una actividad propiamente poética?: «¡Señor! concédeme la gracia de poder producir algrinos bellos versos que me pmeben a mí mismo que no soy el último de los hombres» («A une heLire du matin» [«A la una de la madmgada»]). El poema en prosa afirma esta continuidad del plano temático y formal de un modo más fuerte que otros: es «Le Thryrse» [«El tirso»]. El tirso es un objeto, un bastón utilizado en las ceremonias religiosas. Esta dualidad, aunque es bien conocida, es el punto de partida del texto, en el mal el tirso es descrito, primero, «según el sentido moral y poé­ tico», luego, «físicamente». Así, el tirso es Lin objeto ambiguo, como el puerto y el crepúsculo, ya que es poético y espiritual por un lado, y prosaico y material por otro. En seguida se suma una segunda antítesis, la de la línea recta y la del arabesco. Luego, como si la relación con la poesía y el arte no fuera lo SLificientemente clara, como si la analogía estructural no bastara, sigue una ecuación directa: el tirso es el trabajo del propio artista. El tirso es la representación ele vuestra sorprendente ambigüedad, maestro grande y venerado [el texto está dedicado a Liszt]. Línea recta y arabesco, intención y expresión; rigor de la voluntad, sinuosidad del verbo; unidad del fin, variedad de los medios; amalga­ ma todopoderosa e indivisible del genio, ¿qué análisis tendrá el detes­ table coraje de dividirte y separarte?

Material y espiritual, en un primer momento el tirso participa de la prosa y de la poesía; fusión de la recta y los arabescos, ahora es el

símbolo del contenido y la forma en arte prolongándose estos últimos, a su vez y de manera ideal, en lo prosaico y lo poético. ¿Acaso puede Lino soñar mejor símbolo del propio poema en prosa que el tirso? Esta es la unidad de Petits Poémes en prose de Baudelaire; también esta es la idea que ellos nos transmiten acerca de la poesía. Como se ve, esta idea no tiene nada de sorprendente: lo poético aquí no es visto sino en su unión contradictoria con la prosa, y él no es más que un sinónimo del sueño, de lo ideal, de lo espiritual — uno quisiera decir, sin caer en lo taLitológico, de lo poético. Si seguimos entonces al propio Baudelaire, lo poético es puramente una categoría temática, a la cual se agrega la exigencia de la brevedad. Por otra parte, el texto que puede ser tanto narrativo como descriptivo, abstracto o concreto, debe, para ser poético, ser breve; esta regla de Poe fue percibida por Baudelaire como un rasgo constitutivo del género («nosotros podemos cortar donde deseemos; yo mi ensoñación, usted, el manuscrito, el lector su lectura, ya que no se suspende la irreductible voluntad de aquel que se encuentra en el extremo del hilo interminable de una intriga superflua», decía la dedicatoria del poemario). El poema es breve; lo poético es aéreo; esto sería todo si no fuera por el «trabajo» de las correspondencias ya señalado, y que se encuentra no sólo en Les Petits Poémes en prose sino en Les Fleurs du mal [Las flores del mah. Baudelaire ilustraría, con este último rasgo, la primera hipótesis de S. Bernard, aquella que identifica lo poético con una sumisión al principio de la semejanza. Pero tomemos un segundo ejemplo, lo más cercano posible a Baudelaire, tanto histórica como estéticamente: Les Illuminations de RimbaLid. Con toda certeza estos textos están escritos en prosa, pero al mismo tiempo nadie pone en cuestión su carácter poético; aunque el propio RimbaLid no los llame «poemas en prosa», los lectores sí lo hacen, y ello nos es suficiente para considerarlos pertinentes para nuestro debate. Comencemos por una constatación negativa: la escritura rimbaldiana no está regida por el principio de la semejanza que podríamos observar en Baudelaire. La metáfora, el tropo más importante en éste, se encuentra aquí casi completamente ausente. Las comparaciones, cuando las hay, no ponen en evidencia ninguna similitud: son compa­ raciones absolutamente inmotivadas. «La mar de la noche, como los senos de Amélie» («Veillées III» [«Noches III»]): pero nosotros ignoramos todo acerca de Amélie, y no sabremos entonces jamás cómo es la mar de la noche. «Es tan fácil como una frase musical» («Guerre» [«Guerra»]):

pero, hasta donde se sabe, la frase musical no es una encamación de la simpleza y, además, el texto que precede esta comparación y que supuestamente ella debe aclarar está muy lejos también de ser simple. «Sabiduría tan despreciable como el caos» «Vies I» [«Vidas I»]): he aquí dos contrarios unidos por el desdén que ellos suscitan. «Orgullo más indulgente que las caridades perdidas» («Génie» [«Genio»]): aún dos desconocidos aproximados a través de la intermediación de un terce­ ro... Lejos de contribuir al establecimiento de un universo fundado en la analogía universal, estas comparaciones ponen en evidencia la incoherencia del mundo evocado. Si se desea verdaderamente encontrar tropos en Rimbaud, en esta ocasión serán las metonimias; pero éstas no crean un mundo de correspondencias. La cosa no es ni siquiera cierta; pues se podría de­ fender que, al igual que esas partes del cuerpo o esas propiedades de los objetos que en principio uno puede estar tentado a interpretar como una sinécdoque, y que finalmente se revelan como partes y propieda­ des literales que no nos remiten a ninguna totalidad, de ese mismo modo, este mundo dislocado y recortado, que evocan literalmente las expresiones de Rimbaud, no exige ningún orden que lo sustituya. Sin embargo, la tentación de sentir el llamado de la imaginación metonímica es enorme, aun si no se puede identificar siempre el punto al que llega la metonimia. Cuando se lee, «nuestro patois ahoga el tambor» («Démocracie» [«Democracia»]), nuestros hábitos lingüísticos nos obligan a transponer: la lengua está allí para el habla, el instrumento, para el sonido que él produce; en un segundo momento, cada una de las acciones evoca a su agente. Cuando se oye, «la arena... que lavó el cielo» («Métropolitain» [«Metropolitano»]), o «El humus de la espina es pisotea­ do por todos los homicidas y todas las batallas» («Mystique» [«Místico»]), se tiene nuevamente la impresión de que el uso de la metonimia del tipo agente-acción, o agente-lugar de la acción, juega algún papel im­ portante en la oscuridad de esta frase. Hay una característica estilística bien conocida en el texto de Rim­ baud que se puede igualmente anexar al movimiento metonímico: el poeta describe ilusiones ópticas como si fueran reales: una cosa que se encuentra en lo alto de un cuadro sube, y si está abajo, desciende. ¿Pero no es una metonimia, por contigüidad y no por semejanza, este pasaje que va de la imagen al objeto representado? De este modo, en un bosque «hay una catedral que desciende y un lago que sube» («Enfance III» [«Infancia III»]), que «sobre las crestas más altas aparece la mar airbulenta» («Ville I» [«Ciudad I»]), o que «uno juega caitas en el

fondo del estanque» («Soir historique» [-La noche histórica»]); la meta­ morfosis está motivada en «Aprés le déluge» [«Después del diluvio»]: «arriba, el mar escalonado como en los grabados». Me parece que la metonimia es aún la responsable de expresiones como «las hierbas de acero» («Mystique» [«Místico»]), «los ojos... tricolor» («Parade» [«Desfile»]), «llanuras picantes» («Vies I» [«Vidas I»]), «el campo agrio», «la infancia mendiga» («Vies II» [«Vidas II»]), las «miradas llenas de peregrinaje» («Enfance I» [«Infancia I»]), o de estas frases extrañas: «los gentiles hombres salvajes persiguen sus crónicas» («Villes II» [«Ciudades II»]), «los Rolands emiten el sonido de su bravura» (Ville I), «escenas líricas se inclinan» («Scénes» [«Escenas»]), «las lámparas y los tapices de la noche hacen el ruido de las olas («Veillées III» [«Noches III»]) o «yo observo la historia de los tesoros que ustedes encontraron» («Vies I» [«Vidas I»]). Las Ilu m in acion es son poéticas no porque estén «altamente organi­ zadas», en el sentido que podría tener esta expresión en el contexto baudeleriano, tampoco por su carácter metafórico (la metonimia tiene una reputación prosaica). Por otra parte no es lo que comúnmente se le atribuye; S. Bernard, ya lo vimos, establecía la segunda tendencia fundamental a partir del poema en prosa de Rimbaud: la incoherencia, la discontinuidad, la negación del universo real. Podríamos decirlo con una sola palabra: el texto de Rimbaud rechaza la representación; y es por ello que es poético. Pero tal afirmación exige algunas explicacio­ nes, sobre todo de aquello concerniente al carácter representativo de los textos literarios. Es Etiénne Souriau, en su C orrespondence des arts [C orrespondencia d e las artes] (1947; 2' ed. corregida, la cual cito, de 1969), quien ha expuesto el problema de la representación en el arte de la manera más explícita, estableciendo un rasgo distintivo y tipológico. Y es que, en efecto, al lado de las artes representativas, existen otras que no lo son y a las cuales Souriau da el nombre de «presentativas». Al ser de la sonata o al ser de la catedral, al igual que a su sujeto, le son inherentes tocios los atributos, morfológicos u otros, que contribu­ yen a conformar su estructura. Mientras, en las artes representativas hay una especie de desdoblamiento ontológico, una pluralidad de estos su­ jetos inherentes (...). Es esta dualidad de sujetos ontológicos inherentes — por una parte la obra, por otra los objetos representados— lo que caracteriza a las artes representativas. En las artes presentativas obra y objeto se confunden. La obra representativa suscita, para decirlo de al­ gún m odo, al laclo suyo y fuera de sí (al menos fuera de su cuerpo y más allá de sus fenómenos, aunque saliendo de ella y soportado por ella) un mundo de seres v de cosas que no sabrían confundirse con ella

(p. 89).

De aquí resulta esta gran división de las artes en «dos grupos distintos», el grupo de las artes donde el universo de la obra coloca seres ontológicamente diferentes de la obra misma; y aquel de las artes en las cuales la interpretación de las cosas interpreta a la obra sin suponer otra cosa distinta de sí misma (p. 90).

No obstante, cuando Sonrían se acerca al campo literario, se ve obligado a constatar una asimetría en su cuadro de la «correspondencia de las artes»: no existe de verdad una literatura «presentativa» en primer grado. La forma primaria de la literatura sería «el arabesco de consonan­ tes y de vocales, su ‘melodía’, (...) su ritmo y, más ampliamente, el gesto general de la frase, del período, de la sucesión de períodos, etc.» (p. 154). Esta casilla primaria (donde en principio figuraría un arte de la asociación de las sílabas, en cierto modo musical, sin ninguna intención de significación, es decir, de evocación representativa) está prácticamente vacia — excepto por una «prosodia pura» que no existe en tanto arte autónomo: ella solamente se encuentra implicada en la poesía, a título de forma primaria de un arte realmente en segundo grado (p. 132).

Tal dominio del significante pemiite oponer la poesía a la prosa (es así que Souriau, p. 158, responde a la pregunta que me formulo en estas páginas), pero jugando, evidentemente, un papel bastante marginal en relación al conjunto literario: Lautdichtung de los dadaístas, neologis­ mos futuristas, poesía letrista o concreta. La razón, según Souriau, es la pobreza de los sonidos del lenguaje comparados con la música pro­ piamente dicha; y, se podría agregar, la pobreza visual de las letras, comparadas con el conjunto de medios de los que dispone la pintura. Todo esto parece justo, y sin embargo uno lamenta que la dicotomía presentación/representación, aplicada al campo literario, arroje resul­ tados tan pobres. A tal punto que conviene preguntarse si su interpre­ tación es justa para el campo literario y si ella no cuadra mejor con aquello que no es sino un material para la literatura: a saber, el lengua­ je. Souriau misma escribe: «La literatura... toma prestado el conjunto de signos de un sistema ya constituido fuera de ella: el lenguaje» (p. 154). La «forma primaria» de la literatura no son los sonidos, sino las palabras y las frases, y éstas ya poseen un significante y un significado. La li­ teratura «presentativa» sería no solamente aquella donde el significante deja de ser transparente y transitivo, sino aquella, más importante cuantitativa y cualitativamente, en la que el significado también deja de

serlo. Se trataría entonces de poner en cuestión la deducción automá­ tica que citaba hace un instante («sin ninguna intención de significación, luego, de evocación representativa»), para ver si no existe una forma de escritura en la cual la significación esté allí, a pesar de la ausencia de la representación. Es esta literatura de la presentación que ilustran las Ilu m in aciones de Rimbaud y es en este carácter presentativo que reside su poesía. Los medios que emplea Rimbaud para destruir la ilusión represen­ tativa son muy numerosos. Van del comentario metalingüístico explí­ cito, como en la célebre frase de B arbare. «El pabellón de carne san­ guinolenta sobre la seda de los mares y de las flores árticas (que no existen)» hasta frases francamente agramaticales cuyo sentido jamás se sabrá, como la que cierra «Métropolitain»; «La mañana en que, con Ella, os debatisteis entre los resplandores de la nieve, los labios verdes, los cristales, las banderas negras y los rayos azules, y los perfumes purpú­ reos del sol de los polos — tu fuerza». Entre ambos, una serie de proce­ dimientos vuelven la representación incierta y hasta imposible. Así, las frases indeterminadas que colman la mayoría de las Ilu­ m in aciones no prohíben toda representación pero la vuelven extrema­ damente imprecisa. Cuando, al final de «Aprés le déluge» Rimbaud dice: «la Reina, la Bruja que enciende su brasa en el pote de tierra, jamás querrá contarnos lo que sabe y que nosotros ignoramos», observamos bien un gesto concreto llevado a cabo por un personaje femenino, pero ignoramos todo acerca de este personaje, o de sus relaciones con lo que precede (los diluvios), y, desde luego, ignoramos lo «que nosotros ignoramos». Del mismo modo, nunca sabremos nada de «los dos niños fieles», de «la casa musical» o del «anciano solitario, tranquilo y bello» del cual habla «Phrases» [«Frases»]; tampoco sabremos nada de los demás personajes de las Ilum inaciones. Estos seres surgen y desaparecen como los cuerpos celestes en medio de la oscura noche, en el instante de una iluminación. La discontinuidad tiene un efecto parecido: cada palabra tal vez evoque una representación pero su conjunto no cons­ tituye un todo, incitándonos entonces a atenernos a las palabras. «En l.i infancia de Helena temblaron las pieles y las sombras — y los senos de las pobres, y las leyendas del cielo» («Fairy»): el problema está en la pluralidad misma de estos sujetos, cada uno contribuyendo a «irrealizar» a sus predecesores. Lo mismo sucede con todos los complementos ( uvimstanciales en la frase citada de «Métropolitain», o de esta otra frase del mismo texto, en el cual hay «rutas bordeadas de rejas y muros», «las llores atroces», «las posadas que para siempre ya no abren más y — hay

princesas, y si no estás extenuado, el estudio de los astros— el cielo». Esta es quizás la razón por la cual, en los textos de Rimbaud, uno siempre está tentado a permutar las palabras con el fin de encontrarles una coherencia. Otros procedimientos vuelven la representación no solamente in­ cierta sino realmente imposible, como los oximorones y las frases contradictorias, el marco cambiante de la enunciación, en el cual «yo», «tú», «nosotros», «ustedes», rara vez se mantienen en el texto de principio a fin (por ejemplo, en «Aprés le déluge», «Parade», «Vies I», «Matinée d’ivresse» [«Mañana de embriaguez»], «Métropolitain», «Aube» [«Aurora»]); este «Ser de Belleza», ¿es exterior o interior al sujeto, quien al final dice: «nuestros huesos están revestidos de un nuevo cuerpo enamorado? («Being Beauteous»)2. Lo mismo ocurre con esa costumbre de Rimbaud, ya evocada, que consiste en describir las propiedades o las partes de los objetos sin jamás nombrarlos, a tal punto que uno no sabe exac­ tamente de qué se trata. Esto es cierto no sólo en textos como en «H», que se presenta como una adivinanza, sino también para otros, como lo demuestran a menudo las vacilaciones de los críticos. Es esta aten­ ción a las propiedades, a la carga de los objetos que éstas caracterizan, lo que nos da la impresión de que Rimbaud prefiere emplear el término genérico y no la propia palabra, coloreando así sus textos de una gran abstracción. ¿Qué es exactamente el «lujo nocturno» de «Vagabonds», o el «lujo inaudito» de «Phrases», la «generosidad vulgar» o las «revoluciones del amor» de «Conte», «la hierba del verano» y el «serio vicio» de «Dévotion», «Mis complicaciones» y «esta vil desesperanza» de «Phrases», el «estallido precioso» y la «fría influencia» de «Fairy», los «horrores eco­ nómicos» y la «magia burguesa» de «Soir historique»? Como un legislador, Rimbaud siente también una predilección por los cuantificadores uni­ versales: «seres de todos los caracteres en medio de todas las apa­ riencias» («Veillées II»), «todos los caracteres matizan mi fisonomía» («Guerre»), etc. A este análisis del fracaso de la representación en las Ilum inaciones, a la cual nos referiremos en detalle en los capítulos siguientes, se pueden oponer dos argumentos. Primero, no es verdad que todos los textos de las Ilum inaciones, y que en cada texto, todas las frases par­ ticipen de esta misma tendencia: si a veces la representación fracasa, en otras ella se lleva a cabo. Por otra parte, estas mismas características que contribuyen con este fracaso de la representación, podemos en­ contrarlas fuera de la literatura, y más aún, fuera de la poesía: funda­ mentalmente en los textos abstractos y generales.

Felizmente, la respuesta a estas dos objeciones es la misma. La oposición entre presentación y representación del lenguaje no se sitúa entre dos clases de enunciado sino entre dos categorías. El lenguaje puede ser transparente u opaco, transitivo o intransitivo; pero éstos no son sino polos extremos, y los enunciados concretos se sitúan siempre en algún lugar entre los dos; ellos sólo se encuentran más cerca de una ode otra extremidad. Ni nunca ni en el mismo instante es una categoría aislada, y es su combinación con otras lo que hace del rechazo de la representación una fuente poética en las Iluminaciones: por ejemplo, el texto filosófico, que carece de representación, mantiene la coheren­ cia a nivel de su propio sentido. Es ciertamente su carácter «presentativo» lo que vuelve poético a estos textos; y a pesar de que Rimbaud no supiera nada de esto, el sistema tipológico interiorizado por sus lectores podría ser esquematizado de la manera siguiente: VERSO

PROSA

Presentación

Poesía

Poema en prosa

Representación

Epopeya, narración y descripción versificadas

Ficción (novela, cuento)

Esto nos permite volver a nuestro punto de partida. La intempora­ lidad, a la cual S. Bernard deseaba convertir en la esencia de la poeticidad, no es sino una consecuencia secundaria del rechazo de la representación en Rimbaud y una consecuencia del orden de las co­ rrespondencias en Baudelaire. Así pues, desear aproximar lo uno y lo tro (la poeticidad y la intemporalidad) sería en verdad una distorsión violenta de los hechos. Pero, si incluso los textos de los dos poetas .separados apenas por una década, escritos en la misma lengua y en el mismo clima intelectual del presimbolismo, son calificados de «poétii os» (por ellos mismos y por sus contemporáneos) por razones tan diferentes y tan independientes, ¿no debemos entonces rendirnos ante esta evidencia: la poesía no existe, pero sí existe, y existirán conceptiones de la poesía que varían, no solamente de una época o de un país a otro, sino también de un texto a otro? La oposición entre I >!vsc'ntación/representación es universal y «natural» (está inscrita en el lenguaje); pero la identificación de la poesía con el uso «presentativo» del lenguaje es un hecho históricamente circunscrito y culturalmente

determinado: ella deja a Baudelaire fuera de la «poesía». Queda pre­ guntarse — y uno ya puede ver la dimensión del trabajo preliminar que implicaría la respuesta— si no hay, sin embargo, una afinidad entre todas las diferentes razones por las cuales se pudo, en el pasado, calificar a un texto de poético. Mostrar que esta afinidad no está allí donde se creía, y formular algunas de estas razones diferentes de una manera más precisa fue el objetivo de las páginas precedentes.

NOTAS

1 Cito la tracl. de A. Guerne (Novalis, Oeuvres completes, Paris, 1973, t. 1), modificán­ dola a veces. 2 Juego de palabras inventado por el poeta evidentemente utilizando la palabra Belleza íN. del V'.l.

III

Un encuentro fortuito en una librería: Memorias del subsuelo d e Dostoyevski... La voz d e la sangre

(¿cómo llam arla d e otro modo?) se hizo escu char en seguida, y mi alegría fu e extrema F. Nietzsche, Carta a Overbeck

Creo qu e llegamos, con Memorias del subsuelo, a la cum bre d e la carrera d e Dostoyevski. Considero qn e este libro es (y no soy el único) la llave maestra d e su obra entera A. Gide, Dostoyevski

Las Memorias del subsuelo... ningún otro texto d e novelista alguno h a ejercido tanta influencia sobre el pensam iento y la técnica novelesca del siglo xx G. Steiner, Tolstoi o Dostoyevski

P odría alargarse aún más la lista de citas. No será necesario: hoy todos conocen el papel central que juega este libro tanto en la obra de Dostoyevski como en el mito dostoyevskiano característico de nuestra época. Si la reputación de Dostoyevski ya está hecha, no ocurre así con la exégesis de su obra. Los escritos críticos que se le han consagrado son sin duda innumerables; el problema está en que ellos rara vez se ocu­ pan de las obras de Dostoyevski. En efecto, él tuvo la mala suerte de vivir una vida aimultuosa: ¿qué biógrafo erudito habría resistido delante de esta conjunción de los años transcurridos en los campos de trabajo forzoso, la pasión por el juego, la epilepsia y las turbulentas relaciones amorosas? Traspuesto este umbral, uno se enfrenta a un segundo obs­ táculo: Dostoyevski se interesó apasionadamente por los problemas filosóficos y religiosos de su tiempo; transmitió esta pasión a sus per­ sonajes y está en sus libros. De pronto, es raro que los críticos hablen de “Dostoyevski — el escritor», como decía antes: todos se apasionan l>r sus ideas, olvidando que éstas se encuentran dentro de sus novelas.

Por otro lado, suponiendo que hubiera un cambio de perspectiva, el peligro no habría podido ser eludido; sólo se habría invertido: ¿puede estudiarse la «técnica» de Dostoyevski haciendo abstracción de los grandes debates ideológicos que animan estas novelas? (Chklovski pre­ tendía que Crimen y castigo era una novela policial por la sola par­ ticularidad de que el efecto de «suspenso» estaba provocado por los interminables debates filosóficos). Proponer hoy una lectura de Dos­ toyevski es, en cierto modo, un desafío: se debe llegar a ver, shmiltáneamente, las «ideas» de Dostoyevski y su «técnica» sin inclinarse des­ mesuradamente por las unas o por la otra. El frecuente error de la crítica interpretativa (distinta a la erudita) ha sido (y es siempre) el de afirmar: 1) que Dostoyevski es un filósofo, haciendo abstracción de la «forma literaria», y 2) que Dostoyevski es un filósofo, a pesar de que la mirada más desprevenida se sorprende inmediatamente por la diversidad de concepciones filosóficas, morales, sicológicas que se codean en su obra. Como escribe Bajtin, al comienzo de un estudio sobre el cual volveremos, Cuando uno aborda la vasta literatura consagrada a Dostoyevski, se tiene la impresión de estar frente, no a un solo autor-artista que escribió novelas y narraciones, sino a una serie de filósofos, a varios autorespensadores: Raskolnikov, Mychkin, Stavroguin, Iván Karamazov, el Gran Inquisidor y otros...

Las M emorias del subsuelo son, más que cualquier otro escrito de Dostoyevski —salvo quizás la «Leyenda del Gran Inquisidor»— , respon­ sables de esta situación. Leyendo este texto uno tiene la impresión de disponer de un testimonio directo de Dostoyevski-ideólogo. Entonces, debemos también comenzar por este texto si queremos leer a Dosto­ yevski hoy, o, de forma más general, si deseamos comprender en qué consiste su papel en este conjunto siempre en transformación que llamamos literatura. Las M emorias del subsuelo se dividen en dos partes tituladas «El subsuelo» y «A propósito de la nieve derretida», y el propio Dostoyevski las describe así: En el presente fragmento que llamo «El subsuelo», el personaje se presenta a sí mismo, presenta su visión de las cosas y busca, en cierto modo, comprender claramente las razones por las cuales apareció, o debía aparecer, en nuestro medio. El siguiente fragmento ofrecerá, propiamente hablando, las «memorias» de este personaje sobre ciertos hechos de su vida.

Es en la primera parte, defensa del narrador, que se encuentra la exposición de las ideas más «resaltantes» de Dostoyevski. Es allí por donde también entraremos en el laberinto de este texto — sin saber aún por dónde podremos salir.

LA IDEOLOGIA DEL NARRADOR

El primer tema que ataca el narrador es el de la conciencia (.soznanie)2. Este término no debe ser tomado aquí en oposición al inconsciente sino a la inconciencia. El narrador esboza el retrato de dos tipos de hombre: uno es el hombre simple y directo (neposredstvennyj), «l’homme de la nature et de la véríté» (en francés en el texto)3, quien, actuando, no posee ninguna imagen de su acto; el otro, el hombre consciente. Para éste, todo acto está doblado por su propia imagen, surgiendo ésta así en la conciencia de aquél. Peor aún, esta imagen aparece antes de que tenga lugar, volviéndose, a causa de ello, imposible. El hombre de conciencia no puede ser un hombre de acción. Porque el fruto directo, legítimo, inmediato de la conciencia, es la inercia, es el cruzarse de brazos deliberado... Lo repito, lo archi-repito: si todos los hombres directos y los de acción son activos, es precisa­ mente porque son obtusos y obstinados.

Tomemos por ejemplo el caso de un insulto que normalmente habría suscitado la venganza. Seguramente así se comporta el hombre de acción. Admitamos que ellos sean presa del deseo de venganza: ninguna otra cosa subsistirá en ellos mientras ella dure. Un señor de esta especie se hunde por completo sin otra forma de proceso; como un toro furioso, los cuernos abajo, sólo un muro sería capaz de detenerlo.

No sucede lo mismo con el hombre de conciencia. Yo se lo dije: el hombre busca vengarse porque lo encuentra justo... Pero yo no veo en ello ninguna justicia, ninguna virtud, y en consecuen­ cia, si se me ocurriera vengarme, sería por maldad. Evidentemente, la maldad podría arrastrarlo todo, todas mis dudas, y en consecuencia ser­ virme, con cierto éxito, de causa primera, precisamente porque no es en absoluto una causa. Pero, ¿qué puedo hacer si no soy malvado? Mi

cólera — una vez más efecto de estas malditas leyes de la conciencia— es susceptible de descom ponerse químicamente. ¡Epa! Y a el objeto se volatilizó, las razones se evaporaron y el culpable desapareció; la ofensa deja de ser tal cosa para devenir una fatalidad, algo así co m o un dolor de muelas cuyo responsable es nadie, lo cual hace que no me quede sino la misma salida de siempre: golpearme aún más dolorosam ente contra la pared.

El narrador comienza deplorando este exceso de conciencia (les doy mi palabra señores: el exceso de conciencia es una enferme­ dad, una verdadera enfermedad integral. Para los usuarios de la vida corriente, sería más que suficiente una conciencia humana ordinaria, es decir la mitad, un cuarto de la porción que posee el hom bre evolucio­ nado de nuestro infeliz siglo xix);

pero al final de sil razonamiento él se da cuenta de que se trata, a pesar de todo, de un mal menor: Aunque al principio les haya hecho saber que la conciencia era, según mi punto de vista, el peor mal del hombre, sé sin em bargo que él está atado a ella, que no la abandonaría en aras de ninguna otra satisfacción. El fin de los fines, señores, es no hacer absolutamente nada. ¡Más vale la inacción consciente!

Esta afirmación tiene un correlato: la solidaridad entre conciencia y sufrimiento. La conciencia provoca el sufrimiento, condena al hombre a la inacción; pero al mismo tiempo ella es su resultado: «¡Veamos!... el sufrimiento es el único motor de la conciencia». Aqiií interviene un tercer término, el placer, y nos encontramos frente a una afirmación muy «dostoyevskiana»; contentémonos por ahora con exponerla sin buscar explicarla. En varias oportunidades, el narrador afirma que en el seno del sufrimiento más grande, a condición de estar bien cons­ ciente de ello, encontraba una fuente de placer, «una felicidad que alcanza a veces la cumbre de la volupaiosidad». He aquí un ejemplo: Llegaba al punto de experim entar una felicidad secreta, anormal, un pequeño placer innoble al entrar en mi perdido rincón en una de esas noches particularmente desagradables que envuelve a Petersburgo, y sentirme archi-consciente de haber cometido una vez más, ese día, algo desagradable, que, una vez más, lo que estaba hecho estaba hecho; y en el fondo de mí mismo, en secreto, roerme, roerme sin misericordia, atormentarme, revolverme la sangre, hasta el m om ento en que la amargura cedía su lugar a una dulzura infame, maldita, en fin, a una

definitiva y verdadera felicidad. (...) Me explico: la felicidad venía justamente de la conciencia excesivamente clara que yo tenía de mi propio envilecimiento, de sentirme acorralado contra el último muro, que ciertamente todo iba mal, pero que no podía ser de otra manera...

Más todavía: Pero es precisamente en esta semi-confianza y esta semi-desesperanza odiosamente frías, en este dolor que te empuja, con toda lucidez, a en­ terrarte vivo en el subsuelo, hundido al precio de grandes esfuerzos en una situación sin salida y sin embargo dudosa, en el veneno de estos deseos insatisfechos y seguros, en esta fiebre de vacilaciones, de reso­ luciones irrevocables acompañadas siempre de remordimientos casi inmediatos, que reside la jugosa sustancia de la extraña felicidad de la cual hablaba.

Este sufrimiento que la toma de conciencia transforma en felicidad puede ser también puramente físico, como el dolor de muelas. He aquí la descripción de un «hombre culto» al tercer día de su dolor: Sus gemidos son desconsolados, coléricos, repugnantes, y duran no­ ches y días enteros. No obstante, él sal>e bien que no sacará ningún provecho; sabe mejor que nadie que se obstina y extenúa inútilmente, y los otros con él; sabe que incluso el público delante del cual se debate, y su familia completa, se acostumbraron, no sin repulsión, a sus gritos, que no le tienen la más mínima confianza y que se dan cuenta sin decir nada de que podría gemir de otra forma, más sencilla, sin contorsiones, y que si se divierte con eso es por pura maldad e hipocresía. Pero, vean ustedes, es justamente en esos estados de conciencia y de vergüenza que se esconde la voluptuosidad.

Es esto lo que se domina el masoquismo del hombre del subsuelo. Sin ninguna relación visible (quizás sólo aparentemente) el narrador pasa a su segundo gran tema: el de la razón, su parte en el hombre y el valor del comportamiento que desea adaptarse a ella exclusivamen­ te. La argumentación adopta más o menos la siguiente forma: 1) La ra­ zón no conocerá jamás sino lo «razonable», es decir, solamente una «vi­ gésima parte» del ser humano. 2) Ahora bien, la parte esencial del ser está constituida por el deseo, el cual no es razonable. ¿Qué sabe la razón? Ella no sabe sino lo que ha tenido tiempo de aprender (y hay cosas, creo, que ella nunca aprenderá; esto no es un consuelo, pero, ¿por qué no decirlo?), mientras la naturaleza humana actúa en su totalidad, con todo lo que ella posee de consciente o inconsciente, y aunque diga que es falso, ella está viva.

La razón es una buena cosa, indiscutiblemente, pero la razón es siempre y únicamente la razón y no satisface sino la facultad racional del hombre, mientras que el deseo es la manifestación de toda la vida del hombre, comprendida allí la razón y todo aquello que lo roe por dentro.

3) Entonces es absurdo fundar una manera de vivir —y de imponerla a otros— únicamente sobre la razón. Por ejemplo, usted desea liberar al hombre de sus viejos hábitos y re­ construir su voluntad conforme a las exigencias de la ciencia y del buen sentido. Pero, ¿qué le hace a usted pensar que esto es no solamente po­ sible sino necesario! ¿Qué le permite concluir que el deseo del hombre tiene tanta necesidad de ser regenerado? En una palabra, ¿de dónde infiere usted que esta regeneración le brindará una ventaja real?

Dostoyevski denuncia así este determinismo totalitario en nombre del cual se tratan de explicar todas las acciones humanas en referencia a las leyes de la razón. Este razonamiento se funda sobre algunos argumentos e implica, a su vez, ciertas conclusiones. Primero veamos los argumentos. Ellos son de dos tipos: por una parte, los provenientes de la experiencia colec­ tiva, de la historia de la humanidad: la evolución de la humanidad no trajo el reino de la razón, hay tanta absurdidad en la sociedad antigua como en la moderna. «¡Pero mire bien alrededor de usted! Corren tantos ríos de sangre, y tan alegremente y sin uno darse cuenta que se diría que es champagne». Los otros argumentos provienen de la experiencia personal del narrador: el hecho de que todos los deseos no puedan ser explicados por la razón y, de haber podido serlo, el hombre habría actuado de manera diferente — a propósito, para contradecirla; el hecho entonces de que la teoría del determinismo absoluto sea falsa y que el narrador defienda, frente a ella, el derecho al capricho, es lo que Gide retendrá de Dostoyevski. Además, amar el dolor va contra la razón, pero existe (como lo vimos precedentemente y como él aquí nos lo recuerda: «lo que ocurre es que el hombre a veces está terriblemente ligado a su sufrimiento, es una verdadera pasión, un hecho indiscuti­ ble»), Hay finalmente otro argumento que debe abonar una eventual objeción. De hecho, se puede constatar que la mayoría de las acciones humanas obedecen, a pesar de todo, a propósitos razonables. La res­ puesta es aquí la siguiente: eso es verdad pero no es sino una apa­ riencia. De hecho, incluso en estas acciones aparentemente razona­ bles, el hombre se somete a otro principio: él realiza la acción en sí misma y no para alcanzar un resultado.

Lo esencial no es saber adonde ella se dirige, sino solam ente que ella avanza. Pero el hombre es un ser frívolo y desgraciado; semejante al jugador de ajedrez, quizás se interese únicamente en la búsqueda del objetivo y no en el objetivo mismo. ¿Y quién sabe? A lo mejor la única meta hacia la cual tiende la humanidad sobre esta árida tierra reside en la perma­ nencia de esta búsqueda, dicho de otro modo, en la vida misma, y no en la meta propiamente dicha.

Las conclusiones que se desprenden de estas afirmaciones concier­ nen a todos los reformadores sociales (comprendidos los revoluciona­ rios), ya que éstos imaginan conocer al hombre de manera absoluta, y deducen, a partir de estos conocimientos de hecho parciales, la ima­ gen de una sociedad ideal, de un «palacio de cristal»; pero sus deduc­ ciones son falsas pues no conocen al hombre; en consecuencia, lo que le ofrecen no es un palacio sino «un edificio para inquilinos pobres»; más aún, un gallinero, un hormiguero. Vea usted, si en lugar de un palacio fuera un gallinero y lloviera me encerraría quizás en el gallinero para no mojarme, pero sin confundirlo con un palacio por simple gratitud al haberme guarecido de la lluvia. Usted ríe, usted incluso dice que en esos casos gallinero o palacio es lo mismo. Sí, le respondería, si uno viviera solamente para no mojarse. Mientras tanto, yo continuaré no confundiendo el gallinero con el palacio.

El determinismo totalitario no es solamente falso, sino peligroso: en lugar de considerar a los hombres com o un tornillo más de la máquina, o com o «animales domésticos», los empuja a ser eso. Aquí reside el llamado antisocialismo (conservadurismo) de Dostoyevski.

EL DRAMA DEL HABLA

Si las M em oria s d e l su bsu elo terminaran en esta primera parte, y ésta se limitara a las ideas que acaban de exponerse, uno podría sorprenderse de ver la reputación de la cual goza este libro. No es que las afirmaciones del narrador sean inconsistentes. Tam poco hay que eliminarle, a causa de una deformación de perspectiva, toda origina­ lidad: los cien años que nos separan de la publicación de las M em o rias (1864) nos han quizás acostumbrado demasiado a pensar en términos ( ercanos a los de Dostoyevski. Sin embargo, el solo valor filosófico,

ideológico, científico de estas afirmaciones no es suficiente para desta­ car a este libro de otros. Pero no es esto lo que leemos cuando abrimos las M em o ria s d e l su bsu elo. No leemos una recopilación de pensamientos sino un relato, un libro de ficción. En el milagro de esta metamorfosis consiste la primera verdadera innovación de Dostoyevski. No se trata aquí de oponer la forma a las ideas: eliminar la incompatibilidad entre ficción y no-ficción, o si se prefiere, entre lo «mimético» y lo «discursivo», es también una «idea» considerable. Hay que rechazar la reducción de la obra a frases aisladas, fuera de su contexto, atribLiidas directamente al pensador Dostoyevski. Una vez que conocemos la sustancia de los argumentos que serán presentados, conviene ahora ver cómo nos llegan estos argumentos. Porque, más que a la tranquila exposición de una idea, asistimos a su p u e s ta e n escen a. Y disponemos, como ocurre en una situación dramática, de varios roles. Un primer rol es atribuido a los textos evocados o citados. Desde su aparición, las M em orias d e l su b su elo fueron percibidas por el pú­ blico como un escrito polémico. V. Komarovitch, en los años veinte, explícito la mayoría de las referencias que se encuentran dispersas y disimuladas en la obra. El texto se refiere a un conjLinto ideológico que domina al pensamiento liberal y radical ruso de los años 1840 a 1870. La expresión «lo bello y lo sublime», siempre entre comillas, remite a Kant y al idealismo alemán; «el hombre natural y verdadero» a Rousseau (ya veremos que el rol de éste es más complejo); Buckle, el historiador positivista, aparece citado con su propio nombre. Pero el adversario más directo es un contemporáneo ruso: Nicolai Tchernychevski, «maítre á penser» de la juvenaid radical de los años sesenta, autor de una novela utópica y didáctica, Q u e fa ir e ? {¿Qué h a cerñ , y de varios artículos teóricos, entre los cuales se encuentra uno titulado «Del principio antropológico en la filosofía». Tchernychevski es quien de­ fiende el determinismo totalitario, tanto en el artículo citado como a través de los intermediarios o personajes de su novela (muy particularmente Lopoukhov). El es quien hace soñar a otro personaje (Vera Pavlovna) con el palacio de cristal, lo que nos lleva, indirectamente, al «falansterio»4 de Fourier y a los escritos de sus continuadores r i s o s . En ningún momento, entonces, el texto de las M em oria s es una exposición imparcial de una idea; lo que leemos es Lin diálogo polémico cuyo otro interlocutor estaba muy presente en el espíritu de sus lectores contem­ poráneos. Al lado de este primer rol, que podríamos denominar ellos (los

discursos anteriores), surge un segundo, el de usted o del interlocutor representado. Este usted aparece desde la primera frase, más exacta­ mente en los puntos suspensivos que separan «Yo soy un hombre enfermo» de «Yo soy un hombre malo»: el tono cambia de la primera a la segunda frase porque el narrador oye, prevé, a propósito de la primera, una reacción que inspira lástima y que se niega a través de la segunda. En seguida, luego aparece el usted en el texto. Estoy seguro de que usted no me honra al comprenderlo. Sin embargo, ¿no crean ustedes, señores, que pateo mi culpa delante de ustedes, que aparento excusarme de no sé qué culpa?... Es eso lo que ustedes creen, estoy seguro... Sí, hartos de esta verborrea (yo siento que ya están hartos), ustedes se permitieron preguntarme [etc.]

Esta interpelación del interlocutor imaginario, la formulación de sus supuestas réplicas, continúan a lo largo de todo el libro, no permane­ ciendo así idéntica la imagen del usted. En los seis primeros capítulos de la primera parte, el usted simplemente denota una reacción común, la de Mr. Tout-le-Monde^, quien escucha esta confesión afiebrada, ríe, desconfía, se obstina, etc. Sin embargo, desde el capítulo 7 hasta el 10 este rol se modifica: el usted no se contenta sólo con una reacción pasiva, él toma una posición y sus réplicas devienen tan largas como las del narrador. Nosotros conocemos esta posición, es la del ellos (para simplificar, digamos la de Tchernychevski). A ellos ahora se dirige el narrador cuando afirma: «Porque, hasta donde yo sepa, señores, todo su repertorio de las ventajas humanas, ustedes lo han establecido según cifras medias de las estadísticas y de las fórmulas de las ciencias eco­ nómicas». Es a este Ustedes-ellos a quien dirá: «Usted cree en un palacio de cristal para siempre indestructible...». Finalmente, en el último capílulo (el 11), se vuelve al ustedes inicial, y este ustedes se convierte al mismo tiempo en uno de los temas del discurso: Claro, estas palabras que le hago decir, soy yo quien acaba de inventarlas. También ellas son un producto del subsuelo. Yo las he observado por una pequeña grieta durante cuarenta años. Soy yo quien las ha inventado, era con lo único que tenia algo que ver...

Para terminar, el último rol en este drama es desempeñado por el ciertamente por un yo desdoblado, ya que, se sabe, toda aparición del yo, toda apelación de aquel que habla, propone un nuevo contexto de enunciación en el cual es otro yo, aún innominado, quien enuncia.

En este discurso este es a la vez el trazo más fuerte y más original: su aptitud para mezclar libremente lo lingüístico con lo metalingüístico, para contradecir el uno con el otro, para marchar regresivamente hasta el infinito de lo metalingüístico. De hecho, la representación explícita de aquel que habla permite una serie de figuras. He aquí la contradic­ ción: «Yo era un funcionario malo». Una página después: «Diciéndoles hace un instante que yo era un funcionario malo les contaba tonterías». El comentario metalingüístico: Yo era un grosero y eso me daba placer. ¡Lo que pasa es que yo no me dejaba sobornar! Yo tenía derecho a esta compensación. (La broma no valía mucho, pero no la borraré. Escribiéndola, creía que iba a ser muy picante; ahora me doy cuenta de que lo que buscaba era dármelas bajamente de astuto, ¡pero adrede no la borraré!)

O: «continúo tranquilamente mi discurso sobre la gente de sólido carácter...». Refutación de sí mismo-, «Porque se los juro, señores, no creo una sola traicionera palabra de lo que acabo de garabatear». La marcha regresiva hasta el infinito la tenemos en el ejemplo de la segunda parte: En efecto ustedes tienen razón. Es vulgar e innoble. Y lo más innoble de todo es que yo esté tratando de justificarme delante de ustedes. Y más innoble aún que lo señale. ¡Ah! Ya es suficiente; en el fondo, de otra manera uno no terminaría nunca con esto: unas cosas siempre serán más infames que otras...

Y todo el capítulo 11 está consagrado al problema de la escritura: ¿por qué escribe y para quién? La explicación que él propone (él escribe para sí mismo, para desembarazarse de sus dolorosos recuerdos) de hecho no es sino una entre otras sugeridas en otros niveles de la lectura. El drama que Dostoyevski pone en escena en M emorias es el de la palabra, con sus constantes protagonistas: el discurso presente, el esto, los discursos ausentes de los otros, ellos, el ustedes o el tú del desti­ natario, siempre preparado para convertirse en locutor; el yo, en fin, del sujeto de la enunciación —el CLial no aparece sino cuando Lina enun­ ciación lo enuncia. Atrapado en este juego, el enunciado pierde toda su estabilidad, su objetividad e impersonalidad: ya no existen ideas ab­ solutas, esta es la cristalización intangible de un proceso nunca olvi­ dado; las ideas se volvieron tan frágiles como el mundo que las rodea. El nuevo estatus de la idea es precisamente uno de los puntos que se encuentran clarificados en el estudio de Bajtin sobre la poética de

Dostoyevski (y que retoma las observaciones ya hechas por varios críti­ cos rusos anteriores: Viatcheslav Ivanov, Grossman, Askóldov, Elgelgardt). En el mundo novelesco no dostoyevskiano, que Bajtin deno­ mina monológico, la idea puede tener dos funciones: expresar la opi­ nión del autor (y ser atribuida a Lin personaje únicamente por razones de comodidad); o bien, no siendo una idea a la cual el autor se adhiere, servir entonces para caracterizar psíquica o socialmente al personaje (por metonimia). Pero desde que la idea es tomada en serio, ella no pertenece a nadie. «Todo aquello que, en las conciencias múltiples, es esencial y verdadero, forma parte del contexto único de la ‘conciencia en general’ y está desprovisto de individualidad». Al contrario, todo lo que es individual, lo que distingue una conciencia de las otras, no tiene ningún valor para el conocimiento en general y se relaciona con la or­ ganización psicológica o con los límites de la persona. A decir verdad, no existen conciencias individuales. El solo principio de individuación cognoscitiva reconocido por el idealismo es un error. Un juicio verda­ dero nimca está ligado a una persona, pero satisface a un solo y único contexto fundamentalmente monológico. Sólo el error individualiza. La «revolución copernicana» de Dostoyevski consiste precisamente, según Bajtin, en haber anulado esta impersonalidad y solidez de la idea. Aquí, la idea es siempre «interindividual e intersLibjetiva», y «su concep­ ción creativa del mundo no conoce v e r d a d im p erso n a l ni sus obras contienen verdades susceptibles de ser aisladas». Dicho de otro modo, las ideas pierden su estatus singular, privilegiado, dejan de ser esencias inmutables para integrarse a un circuito más vasto de la significación, en un inmenso juego simbólico. Para la literatura precedente (tal gene­ ralización es evidentemente abusiva), la idea es un significado puro, ella está s ig n ific a d a (por las palabras y los actos), pero ella en sí no sig n ifica (al menos que sea como una característica psicológica). Para Dostoyevski, y en distinto grado para algunos de sus contemporáneos (como el Nerval de A u relia), la idea no es el resultado de Lin proceso de representación simbólica, ella es una parte integrante de la misma. Dostoyevski elimina la oposición entre lo discursivo y lo mimético dando a las ideas el rol de sim b o liz a n tes y no solamente de sim b o li­ z a d a s ; él transforma la idea de representación no rechazándola ni restringiéndola sino, muy al contrario (aunque los resultados puedan parecer semejantes), extendiéndolas sobre dominios que hasta enton­ ces parecían extraños a ella. Se pueden encontrar en los P en sa m ien to s de Pascal afirmaciones sobre el corazón que la razón desconoce, al igual que en M em o ria s d e l subsuelo, pero uno no piiede imaginar los

Pensamientos transformados en tal diálogo interior en el cual quien enuncia al mismo tiempo se denuncia, se contradice, se acusa de mentid roso, se juzga irónicamente, se burla de sí mismo —y de todos. Cuando Nietzsche dice que «Dostoyevski es el único que me ha enseñado algo en psicología», participa de una tradición secular que, en lo literario, lee al psicólogo, al filósofo, al sociólogo, pero no a la lite­ ratura misma o al discurso; una tradición que no percibe que la inno­ vación de Dostoyevski es mucho más grande en el plano simbólico que en el de lo psicológico, el cual es aquí un elemento más entre otros. Dostoyevski cambia nuestra idea acerca de la idea y nuestra represen­ tación de la representación. ¿Pero hay una relación entre este tema del diálogo y los temas ubicados dentro del diálogo?... Se siente que el laberinto aún no nos ha revelado todos sus secretos. Tomemos prestada otra vía, aventurémo­ nos en otra zona todavía inexplorada: la segunda parte del libro. ¿Quién sabe?, a lo mejor el camino indirecto quizás sea el más rápido. Esta segunda parte es tradicionalmente más narrativa, pero ella no excluye sin embargo los elementos de este drama de la palabra que se observa en la primera. El y o y el ustedes se comporta de manera se­ mejante, pero el ellos cambia y adquiere más importancia. Más que entrar en diálogo con los textos anteriores, en polémica — es decir, en una relación sintagmática— , el relato se empareja con la forma de la p a ro d ia (en una relación paradigmática) imitando e invirtiendo las situaciones de los relatos anteriores. En cierto sentido, las Memorias del subsuelo contienen la misma intención que el Quijote, ridiculizar una literatura contemporánea atacándola a través tanto de la parodia como de la polémica abierta. El papel de las novelas de caballería es desem­ peñado aquí por la literatura romántica nisa y occidental. Más exacta­ mente, este rol está dividido en dos: por una parte el héroe participa de las situaciones que parodian las peripecias del mismo Q uefaire? de Tchemychevski; así, en el encuentro con el oficial o con Lisa, Lopoukhov, en la novela de Tchemychevski, tiene la costumbre de jamás ceder el paso, excepto a las damas y a los ancianos; cuando en una ocasión un personaje grosero tampoco se aparta, Lopoukhov, hombre de gran fuerza física, simplemente lo hace caer en la zanja. Otro perso­ naje, Kirsanov, encuentra una prostituta y, por su amor, la redime de su condición (él estudia medicina, al igual que el pretendiente de Lisa). Este plan paródico jamás es mencionado en el texto. Al contrario, el hombre del subsuelo está siempre consciente de comportarse (o desea hacerlo) como los personajes románticos de principio de siglo; las

obras y los héroes están aquí nominalmente citados: Gogol (Almas muertas, D iario de un loco, El abrigo — este último sin mencionarlo explícitamente), Gontcharov ( Historia ordinaria), Nekrassov, Byron (.Manfredo ), Pouchkine (Le Coup d e feu ), Lermontov (M ascaradé), George Sand, e incluso el mismo Dostoyevski indirectamente (Hum i­ llados y ofendidos) . Dicho de otro modo, la literatura liberal de los años treinta y cuarenta es ridiculizada desde el interior de situaciones pres­ tadas de los escritores radicales de los años sesenta, lo cual ya cons­ tituye una acusación indirecta de los unos a los otros. Contrariamente a la primera parte, el rol principal está aquí desem­ peñado por la literatura liberal y romántica. El héroe-narrador es un adepto de la literatura romántica y quisiera (tomándola a ella com o modelo) adaptar a ella su comportamiento. Pero — y aquí reside la parodia— esta conducta está dictada en realidad por una lógica muy distinta, lo cual hace que los proyectos románticos, uno tras otro, fraca­ sen. El contraste es sorprendente porque el narrador no se contenta con sueños vagos y nebulosos, sino que imagina en detalle cada escena, frecuentemente continuas; por otro lado, sus previsiones nunca son justas. Primero con el oficial: él sueña (y ya veremos por qué este sueño es romántico) con una pelea al final de la cual él es lanzado por la ventana («¡Señor! habría dado cualquier cosa por una buena pelea, más justa, más conveniente, más literaria, ¡para llamarla de algún modo!»); de hecho, a él lo tratan com o alguien que no merece el combate, que ni siquiera existe. En seguida, a propósito del mismo oficial, él sueña con una reconciliación de amor; pero no alcanzará sino a estropearla «sobre un palmo de perfecta igualdad». En el episodio con Zverkov sueña con una noche en la cual todo el mundo lo admira y lo ama; él la vivirá com o la humillación más grande. Finalmente, con Lisa se dis­ fraza del sueño más tradicionalmente romántico: «por ejemplo: salvo a Lisa justamente porque ella me visita y le hablo... Y o desarrollo su espíritu, la educo. Termino percibiendo que ella me ama, que me ama apasionadamente. Simulo no comprender», etc. Pero cuando Lisa llega, la trata com o una prostituta. Sus sueños son aún más románticos cuando no están .seguidos de ninguna acción precisa. Como por ejemplo en ese sueño intemporal que se encuentra en el capítulo 2: Por ejemplo, triunfo. Naturalmente, los otros están vueltos polvo y obligados a reconocer de su propio agrado mis numerosas cualidades, y yo los perdono a todos. Poeta y gentilhombre de la Cámara, me enamoro; toco tantos millones que sacrifico ahí mismo en aras de la

especie humana; luego confieso delante del pueblo todas mis infamias, las cuales, naturalmente, no son infamias ordinarias pero contienen locas cantidades de -bello» y de «sublime», en el estilo de Manfredo,

etc. Nuevamente con Zverkov, cuando prevé tres versiones sucesivas de una escena que jamás tendrá lugar: en la primera éste baja los pies; en la segunda, se baten a duelo; en la tercera el narrador muerde la mano de Zverkov; es enviado a los campos de trabajo forzoso y, quince años más tarde, regresa para ver a su enemigo: Mira monstruo, mira mis mejillas hundidas, mis harapos! Perdí todo: carrera, felicidad, arte, ciencia, la mujer que amaba, y todo eso por tu culpa. He aquí las pistolas. Vine a vaciarla y... yo te perdono. —En ese momento dispararé al aire y no se oirá hablar más de mí... —Me encontraba a punto de llorar y, sin embargo, al mismo tiempo sabía — la duda no estaba permitida— que todo eso lo había sacado de Sylvio y de Mascarada de Lermontov.

Todas estas ensoñaciones se llevan a cabo explícitamente en nombre de la literatura, de cierta literatura. Cuando los hechos corren el riesgo de desarrollarse de otra manera, el narrador los califica de no literarios («todo aquello sería miserable, no literario, ¡banal!»). De este modo se esbozan dos lógicas o dos concepciones de la vida: la vida literaria o libresca, y la realidad o la vida viviente. Nosotros todos nos hemos desacostumbrado a vivir, todos, unos más que otros, hemos devenido cojos. Nos hemos desacostumbrado a tal punto que a veces, sentimos una especie de repulsión frente a la «vida viviente» y, en consecuencia, detestamos que nos recuerden su exis­ tencia. Hemos llegado al pLinto en que es justo no considerar a la «vida viviente» como una labor, casi como una función pública, en que en nuestro fuero interior pensamos que el mundo de los libros es mejor. (...) Déjennos solos, sin libros, y pronto nos enredaremos, nos per­ deremos...:

así habla el narrador desilusionado al final de las Memorias.

AMO Y ESCLAVO

De hecho no asistimos a un simple rechazo de los sueños. Los acontecimientos representados no se organizan solamente con el fin de

rechazar la concepción romántica del hombre, sino en función de una lógica que les es propia. Esta lógica, nunca formulada pero sin cesar representada, explica todas las acciones, aparentemente aberrantes del narrador y de aquellos que le rodean.- es la lógica del amo y el esclavo, o como dice Dostoyevski, del «desprecio» y la «humillación». Lejos de ser la ilustración del capricho, de lo irracional y la espontaneidad, la con­ ducta del hombre subterráneo obedece, como ya lo señaló René Girard, a un esquema bien preciso. El hombre subterráneo vive en un mundo de tres valores: inferior, igual, superior; pero éstos conforman una serie homogénea sólo en apariencia. En primer lugar, el término «igual» no puede existir sino negado: lo propio de la relación amo-esclavo es ser exclusiva, no admi­ tir ningún tercer término. Aquel que aspira a la igualdad prueba por eso mismo que no la posee; él se atribuirá entonces el rol del esclavo. Desde el momento en que una persona ocupa uno de los extremos de la relación, su pareja automáticamente se encuentra encadenada al otro. Pero ser amo no es más fácil. De hecho, desde que uno se ve con­ firmado en su superioridad, ésta, por ese mismo hecho, desaparece; pues la superioridad existe sólo bajo la condición de ser ejercida entre iguales; si uno cree verdaderamente que el esclavo es inferior la su­ perioridad pierde sentido. Más exactamente, ella lo pierde cuando el amo percibe no solamente su relación con el esclavo sino la imagen de esta relación; o si se prefiere, cuando él adquiere concien cia de ella. Aquí está, precisamente, la diferencia entre el narrador y los otros personajes de las Memorias. A primera vista, esta diferencia puede parecer ilusoria. El mismo cree en ella a los veinticuatro años; «Otra cosa me atormentaba: justamente esto, que nadie se me parecía y que yo no me parecía a nadie. ‘Es que yo soy solo, pero ellos son todos’, me decía perdiéndome en conjeturas». Pero dieciséis años más tarde el narrador agrega: «Allí se ve que no era sino un niño». En efecto, la diferencia existe únicamente para él, pero eso es suficiente. Lo que lo vuelve diferente a los otros es su deseo de no diferenciarse; es decir, su conciencia, la misma que exaltaba en la primera parte. Desde que uno se vuelve consciente del problema de la igualdad, desde que uno declara desear ser igual, uno afirma, en este mundo en el que no hay sino amos y esclavos, que uno no es igual, y — como sólo los amos son «iguales»— que uno es, en consecuencia, inferior. Por todos lados, el fracaso persigue al hombre subterráneo: la igualdad es imposible, la superioridad está desprovista de sentido y la inferioridad es dolorosa.

Tomemos el primer episodio, el encuentro con el oficial. Uno podría encontrar extraño el deseo del narrador de verse lanzado por la ven­ tana; o para explicarlo, recurrir a ese «masoquismo» con el cual nos ha entretenido en la primera parte. La explicación, sin embargo, no está allí. Y si nosotros juzgamos como absurdo su deseo es porque tenemos en cuenta únicamente los actos explícitamente expuestos, y no aquello que presuponen. Pero una pelea en regla implica la igualdad de los par­ ticipantes: no se pelea sino entre iguales. (Nietzsche escribía —sin duda era la lección de psicología que extraía de Dostoyevski: «No se odia a un hombre mientras uno lo considere inferior, sino solamente cuando se lo juzga igual o superior».) Obedeciendo a la misma lógica del amo y el esclavo, el oficial no puede aceptar esta proposición: exigir la igualdad implica que se es inferior, el oficial entonces se comportará como superior. «Me tomó por los hombros y, sin ninguna advertencia ni explicación, me hizo cambiar de lugar, luego pasó como si no hubie­ ra remarcado siquiera mi presencia». He aquí que nuestro héroe se encuentra en el lugar del esclavo. Encerrado en su resentimiento, el hombre subterráneo comienza a soñar — no exactamente en la venganza, sino nuevamente en la igual­ dad. El escribe al oficial una carta (que no enviará) que debería llevar a este último ya sea al duelo, es decir, a la igualdad de los adversarios, o a «pasar por mi casa, precipitarse sobre mí y ofrecerme su amistad. Y ¡cómo habría sido bello ese gesto! ¡En ese momento, habríamos comenzado a vivir!»: en otras palabras, la igualdad de los amigos. Después el narrador descubre la vía de la venganza. Ella consistirá en no ceder el paso en la avenida Nevski, en la cual ambos frecuen­ temente se pasean. Una vez más, lo que él sueña es la igualdad. ¿Por qué te borras tú primero? me hacía yo mismo la guerra, despertán dome de golpe a las tres de la madrugada, en plana crisis de nervios —¿Por qué serías tú y no él? No hay ley sobre ello, no está escrito en ninguna parte, ¿no es así? Vea usted cómo es de banal este hecho, cuando la gente delicada se encuentra: él te cede la mitad del paso y tú la otra, y ustedes se cruzarán así, con miradas recíprocas.

Y cuando el encuentro se lleva a cabo el narrador constata: «Me había colocado públicamente a un palmo de igualdad social con respecto a él». Esto es por otra parte lo que explica la nostalgia que él siente ahor; i por este ser poco atractivo («Mi dulce amigo, ¿qué hace ahora?...»). El incidente con Zverkov obedece exactamente a la misma lógica. 1.1 hombre subterráneo entra en un salón donde se encuentran reunid< >.s antiguos camaradas de escuela. Ellos también se comportan como si n< >

lo percibieran, lo cual revela en él el deseo obsesivo de probar que es igual. También, enterándose de que se preparan a celebrar a otro antiguo camarada (que no le interesa para nada), pregunta si puede participar en la fiesta: ser como los otros. Mil obstáculos se erigen en su camino; él no va a dejar de vencerlos y de asistir a la cena de Zverkov. Sin embargo, en sus sueños el narrador no se ilusiona: él se ve ya sea humillado por Zverkov, ya sea a su vez humillándolo: no se puede sino elegir entre rebajarse o despreciar al otro. Zverkov llega y se comporta de manera afable. Pero todavía aquí el hombre SLibterráneo se comporta siguiendo algo preconcebido y no lo (¡ue sucede en sí, y esta afabilidad misma lo pone en guardia: Así pues, ¿se creía él inconmensurablemente superior en todo tipo de relación? (...) ¿Y si la idea miserable de que él era inmensamente superior a mí, y que a causa de ello no podía considerarme sino de una manera protectora, sin abrigar ningún deseo de herirme, se había incrustado en su cerebro de mosca?

La mesa alrededor de la cual todos se sientan es redonda; pero la igualdad se detiene allí. Zverkov y sus camaradas hacen alusiones a la pobreza, a los infortunios del narrador, en una palabra, a su inferioridad —pues ellos también siguen la lógica del amo y el esclavo, y desde que alguien desea la igualdad, se sobreentiende que se cree inferior. A pe­ sar de todos sus esfuerzos se deja de notar su presencia. «Era imposible humillarse de manera más baja, más deliberadamente». En seguida, en la primera ocasión, él pide de nuevo la igualdad (ir con los otros al hurdel), pero ella le es negada, a lo cual siguen nuevos sueños de superioridad, etc. Por otra parte, el otro rol no le es del todo negado: él encuentra seres más débiles de los cuales es el amo. Pero esto no lo satisface para nada ¡virque él no puede ser amo a la manera del «hombre de acción». El lícne necesidad del proceso de devenir amo y no del estado de superioridad en sí. Esta mecánica está brevemente evocada en un uruerdo de la escuela: Una vez, incluso tuve un amigo. Pero ya en mi alma era un déspota; yo deseaba reinar en la de él como un amo absoluto; yo quería inspirarle para que despreciara su medio, del cual le exigí una ruptura altísima y definitiva. Mi amistad apasionada le dio miedo: lo arrinconaba hasta hacerlo llorar y que le dieran convulsiones; era un alma ingenua y confiada; pero cuando se abandonó por completo a mí comencé a odiarlo y a rechazarlo, pues creía que no sentía necesidad de él sino para vencerlo y someterlo.

Para un amo consciente, el esclavo, una vez sometido, no presenta ya ningún interés. Pero es sobre todo en el episodio con Lisa que el hombre subte­ rráneo se encuentra en el otro extremo de la relación. Lisa es una prosti­ tuta, está en lo más bajo de la escala social: es lo que permite, al hombre subterráneo, por una sola vez, actuar según la lógica romántica qLie le es tan cara: ser magnánimo y generoso. Pero él da tan poca importancia a su triunfo que la olvida al día siguiente, pues su interés reside todo en la relación con sus amos. Pero evidentemente, lo más importante, lo esencial no estaba allí: tenía que apurarme, ir a salvar mi reputación a los ojos de Zverkov y de Simonov. Eso era lo principal. En medio de las preocupaciones de esta mañana me había olvidado completamente de Lisa.

Si el recuerdo vuelve es porque el hombre subterráneo teme que, en el próximo encuentro, no pueda mantenerse en el mismo nivel de su­ perioridad al que había llegado. «Ayer, me tomó por un... héroe... mientras que ahora...». El duda que Lisa no se convierta, también, en alguien que lo desprecie, y que sea nuevamente humillado. Pero, por azar, ella entra en casa de él en el preciso instante en que está siendo humillado por su sirviente. De allí que la primera pregunta que él le haga sea: «Lisa, ¿tú me desprecias?». Después de una crisis de histeria, él comienza a creer que, desde ahora, los roles están definitivamente invertidos; que, desde ahora, era ella la heroína, y que yo era una criatura tan humillada, tan abofeteada como ella lo había sido la otra noche delante de mí —de eso hacía cuatro días...

Esto provoca en él el deseo de volverse amo; él la posee y le paga, como a cualquier prostituta. Pero el estado de superioridad no le brinda ningún placer, y su solo deseo es que Lisa desaparezca. Una vez que ella se ha ido, él descubre que ella no tomó el dinero. ¡Así pues, ella no era inferior! A sus ojos, ella vuelve a adquirir todo su valor y se lanza a perseguirla. «¿Para qué? ¡Para arrodillarme delante de ella, estallar en lágrimas de arrepentimiento, besarle los pies, implorar su perdón!» Lisa le era inútil como esclava, pero ella regresa a él ahora necesaria como un amo en potencia. Ahora se entiende que las ensoñaciones románticas no son ajenas a la lógica del amo y el esclavo: ellas son la versión rosa del com­ portamiento del amo, el cual vendría a ser la versión negra. La relación

romántica de igualdad o de generosidad presupone la superioridad, del mismo modo que la pelea presuponía la igualdad. Comentando su primer encuentro con Lisa el narrador se da completamente cuenta de ello. Me habían abofeteado, yo quería también abofetear; me habían tratado como a un trapito, yo quería ahora ejercer mi dominio... He aquí el negocio. ¿Y tú te imaginaste que yo había venido aquí expresamente para salvarte, no? De lo que yo tenía necesidad ese día era de potencia, sentía necesidad de jugar, de hacerte incluso llorar, rebajarte, provocar tus gemidos — ¡era de eso de lo que sentía necesidad ese día!

La lógica romántica no está sólo constantemente rebatida por la del amo y el esclavo, sino que incluso no es diferente de ésta; es por eso que, por otra parte, los sueños «rosa» pueden alternar libremente con los «negros». Toda la intriga en la segunda parte de las Memorias d el subsuelo no es otra cosa que la explotación de esas dos figuras fundamentales del juego del amo y el esclavo: el vano intento de acceder a la igualdad, el cual se paga con la humillación, y el esfuerzo también vano — pues los resultados son efímeros— de vengarse, lo cual es, en el mejor de los casos, sólo Lina compensación: se humilla y se desprecia por haber sido humillado y despreciado. El primer episodio con el oficial presenta resumidamente las dos posibilidades; en seguida ellas se alternan obedeciendo a la regla del contraste: el hombre subterráneo es humi­ llado por Zverkov y sus camaradas, él humilla a Lisa, luego él es hu­ millado por su sirviente Apolón, para vengarse una vez más de Lisa; la equivalencia de las situaciones está marcada ya sea por la identidad del personaje, o por una semejanza en los detalles: así Apolón «seseaba sin parar», mientras que Zverkov habla «seseando o estirando las palabras, lo cual no le ocurría desde hacía tiempo». El episodio con Apolón, el cual escenifica una escena concreta entre el amo y el escla­ vo, sirve de emblema para el conjunto de estas peripecias tan poco caprichosas.

EL SER Y EL OTRO

Constantemente el hombre subterráneo será llevado a asumir el rol de esclavo; a causa de ello él siifre profundamente y, sin embargo,

en apariencia él lo desea. ¿Por qué? Porque la misma lógica del amo y el esclavo no es una verdad última, ella misma es una apariencia que disimula un presupuesto esencial al cual ahora hay que acceder. Este centro, esta esencia a la cual llegamos nos reserva, sin embargo, una sorpresa: ella consiste en afirmar el carácter primordial de la relación con el otro, en colocar la esencia del ser en el otro, en decirnos que lo simple es doble, y que el último átomo, indivisible, está en realidad hecho de dos. El hombre subterráneo no existe fuera de la relación con el otro, sin la mirada del otro. Ahora bien, no ser produce aún más angustia que no ser nada, que ser esclavo. El hombre no existe sin la mirada del otro. No obstante, uno podría equivocarse sobre la significación de la mirada en las Memorias del subsuelo. En efecto, las indicaciones al respecto, muy abundantes, pa­ recen a primera vista inscribirse dentro de la lógica del amo y el escla­ vo. El narrador no desea mirar a los otros porque, al hacerlo, les reco­ nocería sus existencias y, por eso mismo, les concedería un privilegio que él mismo no está seguro de poseer; dicho de otro modo, la mirada puede convertirlo en esclavo. «En la cancillería donde yo trabajaba me esforzaba incluso en no mirar a nadie». En el encuentro con sus anti­ guos camaradas de escuela, él evita con insistencia mirarlos, permane­ ce «con los ojos fijos en su plato». «Me esforcé sobre todo en no mi­ rarlos». Cuando mira a alguien, él trata de poner en su mirada toda su dignidad — luego, un desafío. «Yo los miraba con rabia, con odio», dice él del oficial y de sus camaradas de escuela: «Yo paseaba alrededor ais­ ladamente mi mirada embrutecida». Recordemos que en ruso las pala­ bras prezirat y nenavidet, despreciar y odiar, tan frecuentes en el texto para describir precisamente este sentimiento, contienen la raíz de ver y mirar. Los otros hacen lo mismo, con mucho más éxito la mayoría de las veces. El oficial pasa al lado de él como si no lo viera; Simonov «evita mirarlo»; sus camaradas, una vez borrachos, no lo notan. Y cuando lo observan lo hacen con la misma agresividad, lanzándole el mismo desafío. «Fertichkin hundía en mis ojos una mirada furibunda», Troudolioubov «me atisbaba con desprecio», y Apolón, su sirviente, se espe­ cializa en las miradas displicentes: El comenzaba por fijar en nosotros una mirada extraordinariamente severa que no apartaba de nosotros antes de varios minutos, sobre todo cuando venía a abrirme la puerta o a acompañarme hasta la salida. (...) De repente, sin ninguna razón aparente, entraba con un paso suave y silencioso en mi habitación; mientras yo deambulaba o leía, se detenía

cerca de la puerta, pasando la mano por la espalda y adelantando la pierna apuntaba hacia mí una mirada donde la severidad había cedido su lugar al desprecio. Si yo le preguntaba qué quería, en lugar de responder, me atravesaba con los ojos unos minutos más, luego, con un gesto particular en los labios y un aire lleno de sobreentendidos, daba lentamente media vuelta y se marchaba de la habitación con el mismo paso imponente.

También hay que analizar desde esta óptica los raros momentos en que el hombre subterráneo logra realizar sus fantasías románticas: este logro exige la ausencia total de la mirada. No es un azar que esto se pro­ duzca en el momento del encuentro victorioso con el oficial: «De pronto, a tres pasos de mi enemigo, fuera de toda expectativa, me decidí, cerré fuertemente los ojos y... ¡nos tropezamos violentamente de espalda!». Tampoco es puro azar que esto se repita durante el primer encuentro con Lisa; al comienzo mismo de la conversación, el narrador nos dice: -las velas se habían apagado, ya no le veía el rostro»; y es sólo al final, una vez que ha terminado s l i discurso, que él encuentra «fósforos y un candelabro iluminado de nuevo». Es precisamente entre estos dos mo­ mentos luminosos que el hombre subterráneo puede enunciar sus pa­ labras románticas, dirigidas hacia el rosado rostro del amo. Pero allí no se trata sino de la lógica de la mirada «literal», concreta. De hecho, en todas estas circunstancias la condición de inferioridad es aceptada, incluso es deseada, pues ella permite atraer sobre sí la mirada de los otros, aunque se trate de una mirada de desprecio. El hombre subterráneo está siempre consciente del sufrimiento que le causa la mi­ rada humillante; no por eso deja de buscarla. Ir a casa de su jefe, An­ tón Antonytch, no le brinda ningún placer; las conversaciones que allí oye son insípidas. Se hablaba de los impuestos, de las adjudicaciones en el Senado, de tratos, promociones, se hablaba de Su Excelencia, de los modos de hacerse gustar, etc. Yo tuve la paciencia de quedarme, como un cretino, cuatro horas seguidas cerca de esa gente, de escucharlos sin atreverme, ni saber cómo hacerlo, a hablar acerca de nada con ellos. Me estaba volviendo estúpido, sudaba y tenía calorones, la parálisis me perseguía; pero eso era bueno, útil.

¿Por qué? Porque anteriormente ha sentido «la necesidad insuperable de precipitar (se) en la sociedad». El sabe que Simonov lo desprecia: «Yo sospechaba que él sentía por mí una gran repulsión (...) Justamente me decía que este señor encontraba muy desagradable mi presencia y que

sería un error ir a verlo». Pero, continúa, «este tipo de consideraciones, com o si fiieran intencionales, me daban coraje para verm e en situacio­ nes equívocas». Una mirada, aunqLie sea de amo, vale más que la aLisencia de la mirada.

La escena toda con Zverkov y los camaradas de la escuela se explica de igual manera. El tiene la necesidad de sus miradas; si él toma poses ligeras y libres, es porque espera «con impaciencia que sean ellos los prim eros en dirigirme la palabra». Luego, «yo quería demostrarles que podía perfectamente prescindir de ellos; y sin embargo, yo golpeaba el piso haciendo sonar mis tacones». Lo mismo ocurre con Apolón: él no obtiene ningún provecho de este sirviente grosero y perezoso, pero tampoco puede separarse de él. No podía lx)tarlo, pues creía que él estaba químicamente relacionado con mi existencia. (...) Yo me pregunto por qué, pero me parecía que Apolón formaba parte, desde hacía siete años, de este hábitat del cual era incapaz de echar.

Esta es la explicación del «masoquismo» irracional, relatado por el narrador en la primera parte y qLie los críticos han amado tanto: él acep­ ta el dolor porque el estado de esclavo es finalmente el único que le asegura la mirada de los otros; y sin ella el ser no existe. En efecto, la primera parte ya contenía explícitamente esta afirma­ ción, hecha a partir del postilado de un fracaso: el hombre subterráneo no es nada, precisamente no es siquiera un esclavo, o como él mismo lo dice, no es ni siquiera un insecto. «No solamente no supe volverme malvado, sino que no supe volverme nada: ni malo ni bueno, ni crápula ni hombre honesto, ni héroe ni insecto». El sueña con poder afirmarse aunque sea a través de una cualidad negativa, como la pereza, la ausencia de acciones y de cualidades. Yo me respetaría justamente porque sería capaz de abrigar al menos la pereza, poseería al menos un atributo aparentemente positivo del cual, yo también, estaría seguiro. Preguntan: ¿quién es él? Responden: un perezoso. ¡Pero diablos!, qué agradable sería escucharlo. Así poseo una definición positiva, y entonces puede decirse algo de mí.

Porque ahora él no puede ni siquiera decir que no es nada (y circuns­ cribir la negación dentro del atributo); él no es niega incluso al verbo de la existencia misma. Ser sólo es no ser6. Hay un gran debate, casi científico, que ocupa casi todas las páginas de las Memorias, sobre la concepción misma del hombre, sobre su es-

taictura psíquica. El hombre subterráneo busca probar que la concep­ ción que le es adversa no solamente es amoral (lo es de manera secun­ daria, derivada), sino también inexacta, falsa. El hombre de la natura­ leza y de la verdad, el hombre simple e inmediato, imaginado por Rousseau, no es solamente inferior al hombre consciente y subterrá­ neo, sino que ni siquiera existe. El hombre uno, simple e indivisible, es una ficción; el más simple ya es doble; el ser no posee existencia anterior al otro o independiente de él; es por eso que los sueños de un «egoísmo racional» deseados por Tchemychevski y sus amigos están condenados al fracaso, como lo está toda teoría que no esté fundada sobre la dualidad del ser. La universalidad de estas conclusiones está afumada en las últimas páginas de las Memorias. Yo simplemente llevé hasta el límite extremo, en mi propia vida, lo que ustedes no han osado ni siquiera llevar hasta la mitad, incluso tomando el miedo de ustedes como única razón, lo cual les servía de consuelo, mientras que ustedes, de hecho, se engañaban a sí mismos.

Así pues, de un solo gesto se encuentran rechazadas tanto una con­ cepción esencialista del hombre como una visión objetiva de las ideas; no es por azar que las alusiones a Rousseau aparecen en estos dos casos. La confesión de Rousseau estaría escrita p a r a los otros pero por un ser autónom o.; la del hombre subterráneo está escrita p a r a él, pero él mismo es desde ya doble, los otros están en él, lo exterior es interior. Así como es imposible concebir al hombre simple y autónomo, se debe superar la idea del texto autónomo considerado más como la expresión auténtica de un sujeto que como el reflejo de otros textos, como juego entre los interlocutores. No hay dos problemas: uno concerniente a la naturaleza del hombre, el otro al lenguaje, uno situado en las «ideas», el otro en la «forma». Con toda certeza se trata de la misma cosa.

EL JUEGO SIMBOLICO

De este modo, los aspectos aparentemente caóticos y contra­ dictorios de las Memorias del subsuelo encuentran su unidad. El maso­ quismo moral, la lógica del amo y el esclavo, el nuevo estatus de la idea, participan todos de una misma estructura fundamental, más semiótica que psíquica, que es la estructura de la alteridad. De todos los elementos esenciales que aislamos durante el análisis, sólo queda

uno cuyo lugar dentro del conjunto de la primera parte aún no aparece: la denuncia de los poderes de la razón. ¿Sería esto acaso un ataque gratuito de Dostoyevski contra los socialistas, sus amigos-enemigos? Pero terminemos de leerlas M emorias y descubriremos también el lugar y la significación de esta denuncia. De hecho, dejo de lado a uno de los personajes más importantes de la segunda parte: Lisa. Y esto no es una mera casualidad: su comporta­ miento no obedece a ninguno de los mecanismos hasta aquí descritos. Observemos por ejemplo su mirada: ella no se asemeja ni a la del amo ni a la del esclavo. Yo entrevi un rostro fresco, joven, un poco lívido, con las cejas negras y rectas y una mirada grave, ligeramente impresionada. De pronto, a mi lacio, percibí dos ojos enormemente abiertos que me fijaban con curiosidad. Su mirada era fría, apática, sombría, totalmente extraña; le dejaba a uno una impresión desagradable.

Al final del encuentro: En general ya no era el mismo rostro, la misma mirada de antes — mo­ rosa, desafiante, obstinada. Ahora se leía en ella la oración, la dulzura y la confianza, la ternura, la timidez. Así miran los niños a aquellos que aman mucho y a quienes quieren pedirle algo. Ella tenía los ojos color almendra, muy bellos, ojos vivos que sabían reflejar el amor y un odio sombrío.

En él, después de asistir a una escena terrible, su mirada conserva su singularidad: «Ella me miraba con inquietud». «Ella me miraba muchas veces con una sorpresa triste», etc. El momento crucial en la historia relatada en las M emorias del sub­ suelo ocurre cuando Lisa, injuriada por el narrador, reacciona de un solo golpe, de una manera inesperada para él, lejos de la lógica del amo y el esclavo. La sorpresa es tal que el mismo narrador debe ponerla en relieve. Fue entonces cuando se produjo un hecho extraño. Yo estaba tan acostumbrado a pensar e imaginar todo como si saliera de un libro y a representarme al mundo entero tal como lo había inventado en mis fantasías [actualmente sabemos que la lógica libresca de los románticos y la del amo y el esclavo de hecho son una sola], que este extraño acontecimiento no lo pude interpretar en seguida. Ahora bien, he aquí lo ocurrido: la misma Lisa que yo acabada de humillar, de injuriar, había comprendido más cosas de las que yo creía.

¿Cómo reaccionó ella? De pronto, con un impulso irreprimible, se lanzó a mis pies y, tendida hacia mí, siempre intimidada y sin atrever a moverse, me abrió los brazos... Y mi corazón se conmovió. Entonces ella se lanzó contra mi pecho, me rodeó el cuello con sus brazos y estalló en lágrimas.

I-isa rechaza tanto el rol de amo como el de esclavo, ella no desea ni dominar ni complacerse en el dolor: ella ama al otro p o r él mismo. Es este reverbero de luz lo que hace de las Memorias una obra nuicho más clara de lo que uno está acostumbrado a creer; esta misma escena justifica la realización del relato, mientras que en la superficie se pre­ senta como un fragmento recortado por el capricho del azar: el libro 110 podía terminarse antes, y ya no hay razón para que continúe; como dice Dostoyevski en las últimas líneas, «uno puede detenerse aquí». Se puede comprender un hecho que a menudo ha provocado la inquietud ilc los comentaristas de la obra de Dostoyevski; por una carta del autor, contemporánea al libro, sabemos que el manuscrito contenía, ai final de la primera parte, la introducción de un principio positivo: el narrador indicaba que la solución estaba en Cristo. La censura suprimió este pasaje en el momento de su primera publicación; pero, curiosamente, Dostoyevski no lo restableció en las ediciones posteriores. Ahora puede verse la razón: el libro habría tenido dos fines en lugar de uno; y el propósito de Dostoyevski habría perdido gran parte de su fuerza si hubiera estado colocado en la boca del narrador en vez de encontrarse en el gesto de Lisa. Varios críticos (Skaftymov, Frank) ya han destacado que, contraria­ mente a una opinión muy difundida, Dostoyevski no defiende los puntos de vista del hombre subterráneo sino que lucha contra ellos. Si pudo producirse este malentendido es porque asistimos a dos diálogos simultáneos. El primero es aquel entre el hombre subterráneo y el defensor del egoísmo racional (poco importa si está representado por el nombre de Tchernychevski o de RoLisseaLi, o de cualquier otro); este debate recae sobre la naturaleza del hombre y sobre ella opone dos imágenes, una autónoma, la otra dual; es evidente que Dostoyevski acepta a la segunda como verdadera. Pero de hecho este primer diálogo no sirve sino para eliminar el malentendido que escondía al verdadero debate; es allí que se instaura el segundo diálogo, esta vez entre el hombre subterráneo de un lado, y Lisa, o si se prefiere Dostoyevski, del otro. La dificultad mayor en la interpretación de las

M emorias reside en la imposibilidad de conciliar la aparente verdad, acordada a los argumentos del hombre subterráneo, con la posición de Dostoyevski, tal como por otro lado la conocemos. Pero esta dificultad proviene de la yuxtaposición de los debates en vino. El hombre subterráneo no es el representante de la posición moral, inscrita por Dostoyevski con su propio nombre en el texto; él simplemente desarrolla hasta sus extremas consecuencias la posición de los adver­ sarios de Dostoyevski, los radicales de los años sesenta. Pero una vez que estas posiciones han sido lógicamente presentadas, se entabla el proceso esencial —aunque no ocupe sino una pequeña parte del texto— en el cual Dostoyevski, colocándose dentro del contexto de la alteridad, opone la lógica del amo y el esclavo a la del amor a los otros, tal como está encarnada en el comportamiento de Lisa. Si en el primer debate se confrontaban, en el plan de la verdad, dos descripciones del hombre, en el segundo, suponiendo resuelto este problema, el autor opone, en el plano de la moral, dos concepciones del justo compor­ tamiento. En las Memorias del subsuelo esta segunda solución no aparece sino en un breve instante, cuando Lisa tiende bruscamente sus brazos para alcanzar a aquel que la injuria. Pero a partir de este libro ella se irá afirmando cada vez más en la obra de Dostoyevski, aunque perma­ nezca más como la marca de un límite que como el tema central de una narración. En Crimen y castigo, la prostituta Sonia, con el mismo amor, escuchará las confesiones de Raskolnikov. Lo mismo sucederá con el príncipe Mychkin, en El idiota y con Tikhone, quien recibe la confesión de Stavroguine en Los demonios. Y en Los herm anos Karam azov este gesto se repetirá, simbólicamente, tres veces: al comienzo del libro, el starets Zossima se aproxima al gran pecador Mitia, y se inclina silenciosamente ante él. El Cristo, quien escucha el discurso del Gran Inquisidor amenazando quemarlo, se acerca al anciano y besa sus labios exangües. Y Aliocha, luego de haber escuchado la «revuelta» de Iván, encuentra dentro de sí la misma respuesta: él se aproxima a Iván y lo besa en la boca sin decir nada. Este gesto, repetido a lo largo de toda la obra de Dostoyevski, adquiere un valor preciso. El abrazo sin palabras, el beso silencioso, es una superación del lenguaje pero no una renuncia al sentido. El lenguaje verbal, la conciencia de sí, la lógica del amo y el esclavo, los tres se encuentran del mismo lado, ellos son el pan del hombre subterráneo. Porque el lenguaje, nos han dicho en la primera parte de las Memorias, no conoce sino aquello bañado por el lenguaje — la razón no conoce sino aquello que es razonable— , es

decir, una vigésima parte del ser humano. Esta boca que ya no habla sino que besa, introduce el CLierpo y el gesto (todos habíamos perdido, dice el narrador de las Memorias, nuestro «propio cuerpo»); esta boca interrumpe el lenguaje pero instaura, con más fuerza aún, el circuito simbólico. El lenguaje será sobrepasado no exactamente por el altivo silencio que encarna «el hombre de la naturaleza y de la verdad», el hombre de acción, sino por este juego simbólico superior que ejecuta el gesto puro de Lisa. Al día siguiente de la muerte de su primera esposa, durante los mismos días en los que trabajaba en las Memorias, Dostoyevski escribe en sli diario (16.4.1864): Amar al hombre como a sí mismo, según el mandamiento de Cristo, es imposible. La ley de la personalidad en la tierra lo ata, pero el yo lo impide... No obstante, después de la aparición de Cristo como el ideal del hombre convertido en carne, se volvió algo tan claro como el agua que el desarrollo superior y último de la personalidad debe precisamen­ te alcanzar este grado (absolutamente al final del desarrollo, en el momento mismo en el que se alcanza la meta), en el cual el hombre encuentra, adquiere conciencia y, con todas sus fuerzas, se convence de que la suprema utilización que puede hacer de su personalidad, de la plenitud del desarrollo de su yo, reside, en cierto modo, en negar ese yo, entregarlo por completo a los otros sin ninguna reserva. Esta es la máxima felicidad.

Creo que esta vez le podemos dejar al autor la última palabra.

NOTAS

1 Cito ia traducción de Lily Denis, publicada en la edición bilingüe de Notes, AubierMontaigne, 1972. 2 En ruso en el texto [N. del T], 3 Hombre de la naturaleza y de la verdad [N. del T.]. 4 De «Phalanstére». El término pertenece a la doctrina de Fourier. Es una unión de falange y monasterio y sirve para denominar las Comunidades o Asociaciones de trabajadores que plantea Fourier en su doctrina utópica [N. del T], 5 La palabra en francés quiere decir, literalmente, Sr. Todoelmunclo, designando así una personificación de la multitud o muchedumbre [N. del T.}. El subrayado es nuestro]. 6 El subrayado es nuestro. En francés, como en inglés, el verbo «étre» significa al mismo tiempo «ser» y «estar». Hemos preferido, por el contexto de la reflexión, traducirlo como «ser» [N. del T.\.

Si uno lee por vez primera los tres volúmenes de cuentos de Edgar Poe traducidos por Baudelaire, las Historias extraordinarias, las Nuevas historias extraordinarias y las Historias serias y grotescas, uno no deja de sorprenderse de su extremada variedad. Al lado de cuentos fantásticos tan célebres como «El gato negro» o «Metzengerstein», se en­ cuentran relatos que parecen proceder de un movimiento inverso, al cual el mismo Poe denominaba «razonamiento»: por ejemplo, «El esca­ rabajo de oro» o «La carta robada». En el mismo conjunto de cuentos hay ciertas historias vecinas que prefiguran al género de «horror»: «HopFrog», «La máscara de la muerte roja» y otros pertenecientes a lo «gro­ tesco» (para utilizar el vocabulario de la época): «El Rey Peste», «El diablo en el campanario», «Los leones». Poe también se destacó bastante en el puro relato de aventuras («El pozo y el péndulo», «Un descenso al Maelstróm») así como en un género más descriptivo y estático: «La isla del hada», «El dominio de Amheim». Y eso no es todo: hay que agregar los diálogos filosóficos («El poder de las palabras», «El coloquio de Mo­ nos» y «Una») además de los cuentos alegóricos («El retrato oval», «William Wilson»), Otros ven en su obra el nacimiento de la novela policial («Los crímenes de la calle Morgue») o el de la ciencia-ficción («La incomparable aventura de un tal Hans Pfaall»)... Aquí hay todo para ex­

traviar al amante de las clasificaciones. A esta primera variedad, desplegada horizontalmente, se agrega otra que puede manifestarse en un solo y mismo cuento. Poe ha disfrutado (y continúa haciéndolo) de la atención de los críticos, quienes vieron en su obra la más perfecta ilustración de un cierto ideal — cada vez diferente. En su prefacio a las Nuevas historias extraordinarias, Baudelaire convierte a Poe en el ejemplo del espíritu decadente, en el modelo de aquellos que comparten el arte por el arte: aquél ve en éste aquello que personalmente más le interesa. Para Valéry, Poe encarnaba perfectamente la tendencia a dominar el proceso de creación, a redu­ cirlo a un juego de reglas en lugar de cederle a la inspiración ciega el poder de las iniciativas. Marie Bonaparte le ha consagrado uno de los estudios más célebres (y más cuestionados) de la crítica psicoanalítica.la obra de Poe ilustraría con certeza todos los grandes complejos psí­ quicos en ese entonces recientemente descubiertos. Bachelard lo leyó como un maestro de la imaginación material. Jean Ricardou como un adepto al juego del anagrama... ¡Y la lista no se cierra! ¿Se trata del mismo autor? ¿Cómo es posible que las mismas obras se conviertan en ejemplo — además privilegiado— de tendencias críticas tan alejadas unas de otras? Como toda obra, pero de una manera más particular en este caso, la obra de Poe desafía al comentarista: ¿existe, sí o no, un principio común generador de escritos tan diversos? ¿Los cuentos de Poe trazan aquella «imagen en el tapiz» cuya parábola formuló Henry James? Tratemos de esto más claramente a pesar de que para ello haga falta renunciar a algunas certezas ya establecidas. Este principio generador había recibido un nombre de parte de los primeros grandes admiradores de Poe (y si el valor de un poeta está en razón del de sus admiradores, Poe estaría entre los más grandes): Baudelaire y Dostoyevski. Pero parece que ellos no apreciaron toda la importancia de este principio, al percibirlo en una de sus realizaciones concretas y no como un movimiento fundamental. Baudelaire le daba una palabra: la excepción, pero en seguida agregaba: en el orden m o­ ral; y afirmaba: «Ningún hombre ha contado con tanta magia las excep­ ciones de la vida humana y de la naturaleza», pero en seguida se conformaba con enumerar algunos elementos temáticos. Y, de modo semejante, Dostoyevski afirmaba: «El escoge aproximadamente siem­ pre la realidad más rara y coloca a su héroe en la situación objetiva o psicológica más insólita». Ahora bien, más que poseer un denominador temático común, estos

cuentos surgen todos de un principio abstracto que engendra tanto lo que llamamos las «ideas» como la «técnica», el «estilo» o el «relato». Poe es el autor de lo extremo, lo excesivo y superlativo; él lleva todas las cosas a sus límites — más allá si es posible. No se interesa sino en lo más grande o lo más pequeño: el punto en el que una cualidad ad­ quiere su grado superior, o aquel donde corre el riesgo de transformar­ se en lo contrario (aunque a menudo esto revierte en lo mismo). Un único principio determina los aspectos más variados de su obra. Esto es tal vez lo que Baudelaire resumía de la mejor manera titulando esta obra Historias extraordinarias. Comencemos por lo más obvio: los temas. Ya se mencionó la pre­ sencia de algunos cuentos fantásticos; pero lo fantástico no es otra cosa que una vacilación prolongada entre una explicación natural y otra sobrenatural concernientes a un mismo acontecimiento. No se trata de otra cosa distinta a este límite, natural-sobrenatural. Poe lo dice muy explícitamente en las primeras líneas de sus cuentos fantásticos, co­ locando esta alternativa: locura (o sueño), en consecuencia explicación natural; o bien, intervención sobrenatural. Así ocurre en «El gato negro»: Loco estaría si lo esperara [que los lectores le crean], cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño... Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes; una inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la mía, capaz de ver en las circunstancias que temerosamente describiré, una vulgar su­ cesión de causas y efectos naturales1.

() tal como se expresa en «El corazón delator»: «¡Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso. ¿Pero por qué afir­ man ustedes que estoy loco?». El tono de estas exploraciones de los límites no es siempre tan solemne; es de una manera más bien placentera que se oscila entre lo humano y lo animal en «Cuatro bestias en una», «El hombre-cameleoparilo»; o dentro de este mismo límite de la locura-razón, en «El sistema del doctor Tarr y del profesor Fether». Pero en el plano temático hay un límite que, más que cualquier otro, llama la atención de Poe, lo cual .se comprende fácilmente pues se trata del límite por excelencia: el de l.i muerte. La muerte acecha en casi todas las páginas de Poe. Acecho que se concilia con los puntos de vista más diversos, que ilumina aspectos muy variados de la no-vida. Como puede imaginarse, el crimen juega un rol en primer plano apareciendo bajo todas sus

formas: el utensilio filoso («El gato negro»), la asfixia («El corazón dela­ tor»), el veneno («El demonio de la perversidad»), el emparedamiento («El tonel de amontillado»), el fuego («Hop-Frog»), o el agua («El misterio de Marie Rogét»)... La fatalidad de la muerte «natural* es igualmente un tema recurrente, ya sea colectiva («La máscara de la muerte roja», «Sombra»), o individual («Los recuerdos del señor Augusto Scdloe»); también lo es la amenaza de una muerte inminente («El pozo y el péndulo», «Un descenso al Maelstróm»). Las alegorías de Poe son fre­ cuentemente sobre la muerte («La isla del hada», «El retrato oval») y sus diálogos filosóficos tienen por tema la vida después de la muerte: tal como ocurre en «El coloquio de Monos» y «Una» o en «La conversación de Eiros y Charmion». La vida después de la muerte, esto es lo que revela el límite que separa a ambas; de allí las numerosas incursiones en este dominio: sobreviviente de la momia («Conversación con una momia»), sobrevida gracias al magnetismo («La verdad sobre el caso del señor Valdemar»), resurrección en el amor («Morella», «Ligeia», «Eleo­ nora»), Aún queda un rostro de la ímierte que particularmente fascina a Poe: el entierro de un ser vivo. Entierro que tiene como causa el deseo de matar («El tonel de amontillado») o de esconder el cadáver («El corazón delator», «El gato negro»). En el caso más impactante, el entierro procede de Lin error: se entierra al vivo tomándolo por muerto. Este es el caso de Berenice y de Madeline Usher. Poe ha descrito los estados catalépticos que provoca esta confusión: Entre la numerosa serie de enfermedades provocadas por la primera y fatal, que ocasionó una revolución tan horrible en el ser normal y físico de mi prima, debe mencionarse como la más afligente y obstinada una especie de epilepsia que terminaba no rara vez en catalepsia, estado muy semejante a la disolución efectiva y de la cual su manera de recobrarse era, en muchos casos, brusca y repentina («Berenice»).

La catalepsia eleva el juego de los límites a una energía superior: no solamente muerte en la vida (como toda muerte) sino vida en la muer­ te. Entierro: vía hacia la muerte, pero entierro prematuro: negación de la negación. Sin embargo, lo que importa comprender es que esta fascinación por la muerte no resulta directamente de una pulsión mórbida descono­ cida; ella es el producto de una tendencia global que es la exploración sistemática de los límites a la cual se libra Poe (lo que podríamos llamar su «sLiperlativismo»), La prueba de esta generalidad mayor del principio

generador es que uno puede observar su acción sobre hechos mucho menos macabros. De allí las características casi gramaticales del estilo de Poe, que abunda en superlativos. El lector los encontrará en cada página; citemos algunos al azar: Es imposible que una acción haya sido antes así maquinada y delibe­ rada a la perfección. ¿Acaso los vientos indignados no han divulgado hasta en las más lejanas regiones del globo su incomparable infamia? La sala de estudios era la más vasta de toda la casa — e incluso del mundo entero. No hay en todo el país castillo más cargado de gloria y de años que mi melancólica estancia antigua y heredada. ¡Seguramente hombre alguno hasta entonces había cambiado tan terriblemente, en un período tan breve, como Roderick Usher! ¡Oh! los más inmisericordes, ¡oh! ¡los más demoníacos de los hombres!...

Sus comparaciones, incluso sus descripciones, participan siempre de lo excesivo: Un chillido, mitad horror y mitad triunfo —como sólo puede surgir del Infierno; De repente, una idea terrible expulsó torrentes de sangre de mi corazón, ¡un potente rugido como el de mil truenos! [etc.]

Lo superlativo, la hipérbole, la antítesis, son las armas de esta retó­ rica un poco fácil. Sin duda, es esto lo que más se nota en la obra de Poe para un lector contemporáneo, acostumbrado como está a des­ cripciones más discretas. Poe consume tantos sentimientos excesivos en sus frases que no deja ninguno para el lector; la palabra «terror» deja indiferente (mientras que uno habría estado seguramente aterrorizado por una evocación que no nombrara sino que surgiera con sólo suge­ rir). Cuando él exclama: «¡Oh! lúgubre y terrible máquina de Horror y ('rimen —de Agonía y Muerte!», «¡Oh! gigantesca paradoja, cuya mons­ truosidad excluye toda solución!», el narrador despliega tanta emoción que su pareja, el lector, no sabe qué hacer con la suya. Pero sin duda sería un error atenerse a la constatación del «mal gusto» de Poe —como a ver en su obra la expresión inmediata (y preciosa) de fantasmas mórbidos. Los superlativos de Poe se desprenden del mismo principio generador de su fascinación por la muerte. Principio del cual no se han terminado de enumerar las consecuen­

cias. Pues Poe es sensible a todos los límites — comprendido aquel que da un estatus de literario, de ficticio a sus propios escritos. Se sabe que él es el autor de numerosos ensayos (algunos traducidos por Baudelaire); pero al lado de ellos, ¡cuántos textos de estatus incierto, los editores vacilan en incluirlos en cualquiera de sus rúbricas! «Revelación magnética» figura a veces entre los ensayos, otras entre las «historias»; igual ocurre con «El jugador de ajedrez de Maelzel». Textos com o «Si­ lencio», «Sombra», «El poder de las palabras», «El coloquio de Monos» y «Una», «La conversación de Eiros y Charmion» conservan sólo débiles huellas (aunque sin embargo las conservan) de su estatus ficticio. El caso que más llama la atención es el de «El demonio de la perversidad», al cual Baudelaire incluyó dentro de las N uevas h isto rias e x tr a o r d in a ­ rias. durante los dos primeros tercios del texto creemos estar frente a un «estudio teórico», a una exposición de las ideas de Poe; luego, de pronto, el relato aparece, transformando de golpe y profundamente to­ do aquello que lo precedía, haciéndonos corregir nuestra reacción primera: la inminencia de la muerte da un nLievo resplandor a las frías reflexiones de antes. El límite entre ficción y no-ficción se encuentra de esta manera iluminado y convertido en polvo. Aun éstos son rasgos superficiales de la obra de Poe que se dejan ver por una observación inmediata. Pero el principio de los límites acaba determinándolo de una forma esencial, a través de Lina elección estética fundamental, a la ciial todo escritor se encuentra confrontado y frente a la cual Poe opta de nuevo por una solución extrema. Una obra de ficción clásica es a la vez, y necesariamente, imitación, es decir, relación con el mundo y la memoria, y juego, luego regla y arreglo de sus propios términos. Un elemento de la obra — una escena, un deco­ rado, Lin personaje— es siempre el resultado de Lina determinación doble: la que viene de los otros elementos, copresentes del texto, y la que impone la «verosimilitud», el «realismo», nuestro conocimiento del ímindo. El equilibrio qLie se establece entre estas dos especies de facto­ res puede ser muy variable, según se pase de los «formalistas» a los «naturalistas». Pero rara vez la desproporción de los factores alcanzará un grado tan elevado com o en Poe. Aquí nada es imitación, todo es construcción y jLiego. Sería vano buscar en los relatos de Poe un CLiadro de la vida americana de la primera mitad del siglo xrx. La acción en ellos se sitúa habitualmente en viejas mansiones, macabros castillos, países lejanos y desconocidos. El decorado en Poe es completamente convencional: él obedece a las exigencias del desarrollo de la acción. Hay un estanque

cerca de la mansión de los Usher para que ésta pueda dermmbarse allí dentro, no porque el país sea célebre por sus estanques. Ya vimos có­ mo en sus relatos abundan no solamente las expresiones sino también los personajes superlativos: Ellos son los habitantes de los cuentos de Poe, no de la América contemporánea. Las pocas excepciones a esta regla no hacen sino demostrar más aún su vigor: tal vez la descripción de la escuela, en «William Wilson», se fundamenta en la experiencia personal de Poe en Inglaterra; tal vez la mujer que resLicita, Ligeia o Eleonora, evoque a su esposa muerta joven. ¡Pero qué distancia hay entre las experiencias reales y estas acciones, estos personajes sobre­ naturales y excesivos! El mismo BaLidelaire, sucumbiendo a la ikisión realista y expresiva, creía qLie Poe había viajado muellísimo; en efecto, era el hermano de Poe quien viajaba y Edgar quien relataba sus viajes. Poe es un aventurero pero no en el sentido banal de la palabra: él explora las posibilidades del espíriai, los misterios de la creación artística, los secretos de la página en blanco. Por otra parte él se explicó extensamente en textos sobre arte y literatLira, de los cuales uno fue traducido por Baudelaire: The P hilosop h y o fC o m p o s itio n (bajo el título L a G en ése d ’u n p o é m e )2; Baudelaire dudaba, sin embargo, de la sinceridad de Poe. Este último cuenta de hecho la producción de su célebre poem a «El cuervo»; ningún verso, ninguna palabra es debida al azar (eso quiere decir también a ninguna relación con lo «real»); él está allí por la fuerza de sus relaciones con otras palabras, otros versos (ya tuve ocasión de evocar este texto). Yo creé la noche tempestuosa, primero para justificar a este cuervo buscando la hospitalidad, luego para crear el efecto de contraste con la tranquilidad material de la habitación. Igual, coloqué el pájaro sobre el busto de Pallas para crear el contraste entre el mármol y el plumaje; se adivina que la idea de busto ha sido únicamente sugerida por el pájaro; el busto de Pallas ha sido escogido, primero, a causa de su relación íntima con la erudición del amante, y luego, a causa de la sonoridad misma de Pallas. En otro lugar él afirma abiertamente su repugnancia por el principio de imitación: Todas las artes han avanzado rápidamente — cada una casi directamen­ te en razón de que sea menos imitativa; La simple imitación, así sea exacta, de lo que existe en la naturaleza, no autoriza a nadie a tomar el título de artista.

Poe entonces no es un «pintor de la vida», sino un constructor, un inventor de formas; de allí la ya mencionada exploración de los géneros más diversos (cuando no son de su invención). La disposición de los elementos de un cuento le importa mucho más que el acuerdo de éstos con nuestro saber sobre el mundo. Poe alcanza, una vez más, un límite: el de la anulación de la imitación, el de la excepcional valorización de la construcción. Esta elección fundamental tiene numerosas consecuencias que se encuentran entre los rasgos más característicos de los escritos de Poe. Enumeremos algunas. Primeramente, los cuentos de Poe (como sus otras obras) están siem­ pre construidos con un rigor extremo. En su teoría del cuento (desa­ rrollada al rendirle un estado de cuenta a los relatos de Hawthorne), Poe ya afirma esta necesidad. Un hábil escritor construye un cuento. Aunque conozca su materia, él no ha modelado sus pensamientos sobre los incidentes, sino que, después de haber concebido con cuidado y reflexión un cierto efecto único, se propone producirlo e inventa entonces estos incidentes — combina los acontecimientos— que le permiten obtener lo mejor posible el efecto preconcebido. Si su primera frase no tiende a producir este efecto entonces fracasó en el primer paso. En toda obra no debería haber una sola palabra escrita que no tienda, directa o indirectamente, a realizar este diseño preestablecido.

Pueden identificarse en la cita anterior, extraída de La Genése d ’un poém e, dos tipos de restricciones internas: unas surgen de la causalidad, de la coherencia lógica; las otras de la simetría, del contraste, de la gradación, dando así a la obra una coherencia que podría llamarse espacial. El rigor de la causalidad alcanza a cuentos que están construi­ dos dentro del espíritu del método deductivo, caro a Poe, tales como «El escarabajo de oro», «La carta robada», «Los asesinatos de la calle Mor­ gue». Y uno puede preguntarse si el descubrimiento, por parte de Poe, del «demonio de la perversidad» no participa de ello. Este estado particular del espíritu consiste en actuar «por la razón según la cual no deberíamos», pero más que permanecer en una constatación negativa, Poe construye una facultad del espíritu humano en el cual lo propio es determinar tales actos. Así, el gesto aparentemente más absurdo no es abandonado sin ninguna explicación; también él participa del determinismo general (y haciendo esto, Poe descubre el rol de ciertas motivaciones inconscientes). De modo más general, se puede pensar

que el género fantástico atrae a Poe precisamente a causa de su ra­ cionalismo (y no a pesar del mismo). Si uno se atiene a las expli­ caciones naturales, hay que aceptar el azar, las coincidencias en la organización de la vida; si se quiere que todo esté determinado se de­ ben admitir también las causas sobrenaturales. Dostoyevski afirmaba lo mismo de Poe —pero a su manera: «Si él es fantástico lo es sólo superficialmente». Poe es fantástico porque es superracional, no porque sea irracional, y no hay ninguna contradicción entre los cuentos fantásticos y los cuentos llamados de razonamiento. El rigor caLisal está duplicado por Lin rigor espacial, formal. La gradación es la ley de numerosos cuentos: Poe capta primero la aten­ ción del lector con Lin anuncio general de los acontecimientos ex­ traordinarios que él desea contar; luego presenta, lleno de detalles, el plano de fondo de la acción; después el ritmo se acelera hasta alcanzar, a menudo, la frase última, cargada de la más grande significación, la cual a su vez ilumina el misterio inteligentemente sostenido y anuncia un hecho que en general es horrible. Así, en «El gato negro», la última frase es: «¡Había emparedado al monstruo en la tLimba!»; y en «El corazón delator»: «¡Ahí... ahí! ¡Donde está latiendo su horrible corazón!»; y en «La caída de la Casa Usher», también todo lleva a esta frase: «¡La encerramos viva en la tumba!». Este determinismo formal se ejerce en niveles diferentes. Uno de los más elocuentes es el de los sonidos mismos; bastantes cuentos funcio­ nan como juego de palabras: así, muy específicamente muchos cuentos grotescos, como «Los leones», «El Rey Peste», «Conversación con una momia» (el héroe de este último se llama Allamistakeo, es decir, «todo aquello era Lin error»), Pero frecuentemente sucede igual en otros cuentos en los qLie las determinaciones formales son menos evidentes; Jean Ricardou pudo demostrar el rol que jLiegan ciertas corresponden­ cias verbales en cuentos como «El escarabajo de oro» o «Los recuerdos del señor Auguste Bedloe». Finalmente, la construcción en abismo (se­ gún la cual el cuento relatado al interior de otro es del todo semejante a este último) es frecuente en Poe; y particularmente evidente en «La caída de la Casa Usher», donde el relato que sirve de marco imita al mismo tiempo un CLiadro y un libro que él nos hace conocer. Cada nivel de organización del texto obedece a una lógica rigurosa; además, estos niveles están estrictamente coordinados entre ellos. Retengamos uno solo como ejemplo: los cuentos fantásticos y «serios», de las Nuevas historias extraordinarias, están siempre contados en primera persona, preferiblemente por el personaje principal, sin distan­

cia entre el narrador y su relato (las circunstancias de la narración jue­ gan allí un papel importante): es esto lo que ocurre en «El demonio de la perversidad», «El gato negro», «William Wilson», «El corazón delator», «Berenice», etc. Al contrario, los cuentos «grotescos» como «El Rey Peste», «El diablo en el campanario», «Los leones», «Cuatro bestias en una», «Conversación con una momia», o los cuentos de horror como «HopFrog» y «La máscara de la muerte roja», están relatados por una tercera persona o por un narrador testigo y no actor; los acontecimientos son distanciados y el tono es estilizado. Ningún encabalgamiento es po­ sible. Una segunda consecuencia de la escogencia extrema llevada a cabo por Poe (contra la imitación y en virtud de la construcción) es la de­ saparición del relato o al menos en su forma simple y fundamental. Podría sprprender tal afirmación, pues se presume que Poe es el na­ rrador por excelencia; pero una lectura atenta nos convencerá de que en él casi nunca hay un encadenamiento simple de los acontecimientos sucesivos. Incluso en los relatos de aventuras que más se asemejan, como «Manuscrito hallado en una botella» o «Arthur Gordon Pym», el relato, el cual comienza por una simple serie de aventuras, se vuelve de misterio obligándonos a volver sobre él para realizar una relectura más atenta de sus enigmas. Lo mismo ocurre con los cuentos de razo­ namiento, los cuales, en este sentido, se encuentran muy lejos de las formas actuales de la novela policial: la lógica de la acción es reempla­ zada por la búsqueda del conocimiento, y nunca asistimos al enca­ denamiento de las causas y los efectos, solamente a su deducción re­ pentina. Ausencia del relato tradicional, ausencia también de la psicología común en tanto medio de construcción del relato. A menudo se ha se­ ñalado que el determinismo de los hechos hace las veces de motivación psicológica, y que los personajes de Poe, víctimas de una causalidad que los supera, carecen siempre de espesor. Poe es incapaz de cons­ truir una verdadera alteridad; el monólogo es su estilo preferido e incluso sus diálogos («Coloquio...», «Conversación...») son monólogos disfrazados. La psicología no podía interesarle sino como un problema entre tantos otros, como un misterio para ser explorado, como objeto y no como método de construcción. La pmeba es un cuento como «La carta robada», en el cual Dupin, personaje fantoche desprovisto de toda «psicología» en el sentido novelesco de la palabra, formula lúcidamente las leyes de la vida psíquica humana. El relato es esencialmente imitativo, repitiendo en la sucesión de

eventos qLie él evoca la de las páginas leídas por el lector; Poe encon­ trará entonces los medios para desembarazarse de esa esencia imitativa. Primero el más evidente: sustituirá al relato por la descripción, opone, al movimiento de las palabras, la inmovilidad de los hechos descritos. Esto culmina en CLientos tan extraños com o «La isla del hada» o «El dominio de Arnheim», o más aún en «El cottage de Landor», donde Poe introduce de golpe una SLicesión; pero ésta pertenece al proceso de observación, no al hecho observado. Más importante todavía, esta mis­ ma tendencia transforma los cuentos «narrativos» en una yuxtaposición discontinua de momentos inmóviles. ¿Qué otra cosa es «La máscara de la muerte roja» sino Lina disposición estática de tres cuadros: el baile, la inquietante máscara, el espectáculo de la muerte? ¿O «William Wilson», donde una vida entera es reducida a algunos momentos descritos con la más grande precisión? ¿O «Berenice», en el CLial un largo relato en tiempo imperfecto (y por ello pleno de acciones repetitivas, no únicas) es segLiido de la imagen de la difunta y luego, separada por una línea de puntos SLispensivos, por una descripción de la habitación del narrador? En la pausa — en el blanco de la página— se jugó lo esencial: la violación del sepLilcro, el despertar de Berenice, el gesto loco qLie llevó sus dientes a reposar debajo del escritorio de Egaeus dentro de una caja de ébano. Sólo está presente la inmovilidad que deja adivinar al torbellino de acciones.

Poe describe los fragmentos de una totalidad y, en el interior de estos fragmentos, escoge aún el detalle; pues practica, en términos de retórica, una doble sinécdoque. Dostoyevski, nuevamente, había reve­ lado este rasgo: «Hay en s l i facultad de imaginación una particularidad que no existe en ningún otro: la fuerza de los detalles». El cuerpo humano en particular se encuentra reducido a uno de sus componen­ tes. Así por ejemplo, los dientes de Berenice: «Estaban aquí y allí y en todas partes, visibles y palpables, ante mí; largos, estrechos, blanquí­ simos, con los pálidos labios contrayéndose alrededor, como en el momento mismo en que habían empezado a distenderse». O el ojo del anciano en «El corazón delator»: «Tenía un ojo semejante al de un buitre... Un ojo celeste, y velado por una tela. Cada vez que lo clavaba en mí se me helaba la sangre» (este anciano está hecho de un ojo y de un corazón que late, nada más). ¿Cómo olvidar tampoco el ojo tuerto de «El gato negro»? Recibiendo tal fuerza, el detalle deja de ser un medio para crear el sentimiento de realidad (como lo será igualmente en Flaubert y Tolstoi, por ejemplo) y devenir alegoría. La alegoría se adapta bien a la

desaparición del relato, característica de Poe: despliegue abismal y no horizontal, ella tiene sus afinidades con la inmovilidad, es decir, con la descripción. Toda la obra de Poe está atraída por Lina tendencia hacia la alegoría (lo que explica, dicho sea de paso, la admiración de la crítica psicoanalítica, principal forma moderna de la crítica alegóri­ ca). Ciertos cuentos son alegorías declaradas (uno lleva como subtítulo ‘Silencio», «El retrato «Relato en el qLie hay una alegoría»): tales como ■ oval», «Conversación con una momia» o «William Wilson»; otros, más sutilmente, se abren a la interpretación alegórica sin exigirla necesa­ riamente («Ligeia», «La carta robada»). La tercera y no última consecLiencia de la elección de Poe: sus CLientos tienen Lina tendencia a tomar la literatura por objeto: se trata de cuentos metaliterarios. Una atención tan sostenida en la lógica del relato lo empuja a hacer del relato mismo uno de sus temas. Ya vimos la existencia de cuentos construidos sobre una «imagen en abismo»; más importante, numerosos cuentos adoptan el tono paródico, estan­ do dirigidos tanto a su aparente objeto como a un texto o género anterior: son, de nuevo, los cuentos grotescos, de los CLiales sólo algunos fueron traducidos por Baudelaire. Sli conocimiento por parte del público ha padecido visiblemente de una supuesta familiaridad de ellos con cierta tradición literaria. Así pues, Poe es, en todos los sentidos, un escritor de los límites — lo cual, a la vez, es su principal mérito y, si no es muy osado decirlo, su límite. Creador de formas nuevas, explorador de espacios desco­ nocidos, es cierto; pero sli producción es necesariamente marginal. Felizmente, en todas las épocas, quedan lectores que prefieren el margen y no el centro.

NOTAS

1 Para los relatos de Poe, hemos tomado la traducción realizada por J. Cortázar. Ver Cuentos, 2 vols., Madrid, Alianza, 1970, publicados por primera vez en 1956 por Ediciones de la Universidad de Puerto Rico [/V. del 7'.]. 2 La génesis de un poema [N. del T],

E l c o r a z ó n d e la s tin ieb la s, de Joseph Conrad, se parece su­ perficialmente a un relato de aventuras. Un niño sueña viendo los espacios blancos de un mapa; grande, Marlow decide ir a explorar uno de ellos, el más extenso: el corazón del continente negro, al cual alcanza un río serpentino. Le es asignada una tarea: encontrar a Kurtz, lino de los agentes de la sociedad que explota el marfil; se anuncian peligros. Sin embargo, este esbozo convencional no cumple sus pro­ mesas: los riesgos de la sociedad que profetiza el doctor son de orden interior: él mide el cráneo de aquellos que parten de viaje y los in­ terroga acerca de la presencia o la ausencia de la locura en la familia. Igualmente, el capitán sueco que lleva a Marlow al primer puesto del recorrido es pesimista en relación al futuro, pero la experiencia que evoca es la de un hombre que se colgó, completamente solo. El peligro viene del interior, las aventuras se realizan en el espíritu del explorador y no en las situaciones por las cuales atraviesa. La continuación de la historia confinna esta impresión. En el puesto central, al cual Marlow termina por llegar, él se encuentra confinado a la inacción debido al naufragio del barco a vapor del cual supues­ tamente él iba a tomar el mando. Largos meses transcurren; mientras, la única acción de Marlow es esperar el envío de los clavos que faltan.

No sucede nada; y cuando algo ocurre, el relato omite hablarnos de ello. Es esto lo que sucede cuando parte al lugar donde está Kurtz, cuando se encuentra este último con el director del puesto central, cuando regresa Marlow y hace sus reportes a los «peregrinos» después de la muerte de Kurtz. Durante la escena decisiva en la cual va a conocer a Kurtz, Marlow permanece en el barco y conversa con un ruso insignificante; uno nunca se entera de lo que sucedió en tierra. Tomemos ese momento tradicionalmente culminante en los relatos de aventuras: la batalla, aquí, entre Blancos y Negros. El único muerto digno de ser mencionado es el timonel, y aún así Marlow no se refiere a él sino por el hecho de que la sangre del moribundo llena sus zapatos obligándolo a lanzarlo por la borda. El desenlace de la batalla es irrisorio: los disparos de los Blancos no alcanzan a nadie y no producen sino humo («Me di cuenta, cuando la cima del arbusto se movía y volaba, de que casi todos los disparos habían caído demasiado alto»). En cuanto a los Negros, se fugan escuchando el solo silbido del barco: «Las voces furiosas y belicosas se detuvieron al instante... La desban­ dada se debía únicamente al ruido estridente del silbido del vapor». Igual sucede con este otro momento donde culmina la intensidad del relato, la inolvidable imagen de la mujer negra que sale de la jungla mientras Kurtz es colocado en el barco: «De pronto, ella abrió sus brazos desnudos y los elevó, derecho, sobre su cabeza, como en un irresistible deseo de tocar el cielo...». Gesto potente pero que, después de todo, no era una acción sino un signo enigmático. Si hay aventura, no está allí donde uno podría creer encontrarla: no está en la acción sino en la interpretación que se tendrá a partir de ciertos hechos dados, propuestos desde el principio. Las aventuras que hubieran podido captar nuestra atención no pueden hacerlo porque, contrariamente a todas las leyes del suspenso, su desenlace es anun­ ciado mucho antes y en varias ocasiones. Al comienzo mismo del viaje, Marlow previene a sus auditores: «Tuve el presentimiento de que bajo el enceguecedor sol de este país, iba a aprender a conocer el demonio, flácido, hipócrita, de miradas evasivas, el demonio de una locura rapaz e inmisericorde». No sólo la muerte de Kurtz sino el destino de Marlow van a ser en lo sucesivo recordados en varias ocasiones («sucedió que fui yo quien quedó a cargo de su memoria»). El advenimiento de los hechos no tiene importancia, pues sólo contará su interpretación. El viaje de Marlow sólo tiene un objeto: «el viaje había sido emprendido nada más que para permitirme hablar con Kurtz... Yo... me di cuenta de que ahí estaba justamente todo lo que

me había prometido: una conversación con Kurtz». Hablar: para com­ prender, no para actuar. Esta es sin duda la razón por la cual Marlow irá a buscar a Kurtz después que éste se fuga, desaprobando, al mismo tiempo, que haya sido secuestrado por los peregrinos: si Kurtz hubiera escapado a su mirada, a su escucha, no habría permitido ser conocido. 1.a subida por el río es entonces un ascenso a la verdad, el espacio simboliza al tiempo, las aventuras sirven para comprender. «Remontar el río era trasladarse, por decirlo así, a las primeras épocas del mundo...». «Nosotros viajábamos en la n oche de los primeros tiempos». El relato de acción («mitológico») existe aquí para permitir el des­ pliegue de un relato de conocimiento («gnoseológico»). La acción es insignificante porqLie todos los esfuerzos recaen sobre la búsqueda del ser. (Conrad escribía en otra parte: «Nada más fútil bajo el sol que un aventurero puro».) El avenairero de Conrad —si todavía se lo quiere llamar así— ha transformado la dirección de su búsqLieda: ya no busca vencer sino conocer. Numerosos detalles, diseminados a lo largo de la historia, confirman el predominio del conocer sobre el hacer, porque el diseño global repercute sobre una infinidad de gestos puntuales que apuntan todos a la misma dirección. Los personajes no cesan de meditar sobre el sentido escondido de las palabras qLie escuchan, sobre la significación impenetrable de las señales que perciben. El director de la sociedad tennina todas sus frases con una sonrisa que «sellaba aquello que de­ cían sus p alab ras con el fin de volver absolutamente indescifrable el sentido de la frase más trivial». El mensaje del Ruso que debe ayudar a los viajeros, está escrito, Dios sabe por qué, en un estilo telegráfico que lo vuelve incomprensible. Kurtz conoce la lengua de los Negros pero cuando se le pregunta: «¿Usted entiende eso?», en su rostro dibuja •una sonrisa cuyo sentido era indescifrable»: sonrisa tan enigmática como las palabras pronunciadas en una lengua ignorada. Las palabras exigen la interpretación; más aún, también los símbolos no verbales que intercambian los hombres. El barco remonta el río: Algunas veces, en la noche, un ritmo de tambores, detrás de la cortina de los árboles, llegaba hasta el río persistiendo débilmente, como si merodeara en el aire, sobre nuestras cabezas, hasta el amanecer. Es imposible decir si anunciaban la guerra, la paz o una oración.

Ijo mismo ocurre con otros hechos simbólicos no intencionales: acon­ tecimientos, comportamientos, situaciones. El barco ha naufragado en el fondo del rio: «No sé en este instante la significación de este

imifragio». Los peregrinos permanecen tranquilos en la estación cen­ tral: «Algunas veces me preguntaba qué quería decir todo eso». Por otra parte, la profesión de Marlow, conducir un barco, no es otra cosa sino la capacidad de interpretar signos: Necesitaba adivinar el canal, discernir —inspiración sobre todo— los signos de un fondo oculto. Tenía que espiar las rocas descubiertas (...) Y tenía que ver los signos de la madera muerta que cortábamos durante la noche para estar seguros del vapor del día siguiente. Cuando uno tiene que dedicarse por entero a todo este tipo de cosas, a los solos incidentes de la superficie, la realidad —sí, la realidad misma— palide­ ce. La verdad profunda permanece oculta... ¡Gracias a Dios!

La verdad, la realidad y la esencia demoran intangibles; la vida se agota en una interpretación de signos. Las relaciones hLimanas no son sino una búsqueda hemienéutica. Para Marlow, el Ruso es «inexplicable», «uno de esos problemas que uno no puede resolver». Pero el mismo Marlow se convierte en objeto de interpretación para el alfarero. Y el Ruso, a su vez, debe exclamar, al hablar de las relaciones entre Kurtz y su esposa: «Yo no comprendo». La jungla misma se presenta a Marlow «tan sombría, tan impenetrable al pensamiento humano» (anotemos: al pensamiento, no al cuerpo) que él cree descubrir allí un «encanto mudo». Varios episodios emblemáticos indican también que se trata de Lin relato en el cual predomina la interpretación de los símbolos. Al inicio, en la puerta de la sociedad explotadora de marfil, en Lina ciudad europea, se encuentran dos mujeres. A menudo, cuando estaba allá, volvía a ver aquellas dos criaturas guardianas de la puerta de las Tinieblas, tejiendo sus negras lanas como si estuvieran haciendo un sofocante lienzo cálido; una introducía sin tregua en lo desconocido, la otra escudriñaba los rostros alegres y despreocupados de sus viejos ojos impasibles.

Una busca (pasivamente) conocer; la otra lleva a un conocimiento que se le escapa: he aquí a dos figuras del conocimiento que anuncian el desarrollo del relato que vendrá. Al final exacto de la historia, se en cuentra otra imagen simbólica: la novia de Kurtz piensa en lo que ella puede haber hecho si se hubiera encontrado a su lado.- «Habría celo sámente recogido el menor de sus suspiros, sus más mínimas palabras, cada uno de sus movimientos, cada una de sus miradas»: habría hech< > una colección de signos. El relato de Kurtz se abre además con una parábola, en la cual nc >

se ve aún ni Kurtz ni ningún continente negro, sino un romano ima­ ginario, conquistador de Inglaterra en el año cero. Este se habría en­ frentado al mismo salvajismo, al mismo misterio — a lo incomprensible. «Tiene que vivir en el seno de lo incomprensible, lo que es en sí y desde ya detestable... Y hay allí sin embargo, una especie de fascinación que se pone a funcionar». El relato que vendrá, que ilustrará este caso general, es pues el del aprendizaje de un arte de la interpretación. La abundancia metafórica de lo blanco y lo negro, de lo claro y lo oscuro, fácilmente observable en este texto, no es, evidentemente, ex­ traña al problema del conocimiento. En principio, y de acuerdo con las metáforas de la lengua, la oscuridad equivale a la ignorancia, la luz al conocimiento. La Inglaterra oscura del principio es descrita con un nombre: tinieblas. La sonrisa enigmática del director produce el mismo efecto: «El selló esta exclamación con su singular sonrisa, como si hubiera, en un instante, entreabierto las puertas de las tinieblas de las cuales tenía la custodia». Recíprocamente, la historia de Kurtz ilumina la existencia de Marlow: Me pareció que irradiaba una especie de luz sobre todas las cosas alrededor mío y de mis pensamientos. El era voluntariamente sombrío, no obstante (y lamentablemente) —y esto era un punto extraordinario en cualquier caso, aunque tampoco muy claro, no muy claro...— pa­ recía irradiar una especie de luz...

A esto también se refiere el título de la historia: El corazón de las tinieblas. La expresión vuelve varias veces en el transcurso del texto: para designar el interior del continente desconocido donde se dirige el barco («Penetrábamos cada vez más profundamente el corazón de las tinieblas») o para designar de dónde viene («La corriente sombría se ale­ jaba con rapidez del corazón de las tinieblas»). La expresión también designa, por restricción, a aquel que encama este corazón intocable, Kurtz, tal como demora en el recuerdo de Marlow atravesando el umbral de la puerta donde vive la novia; o, por generalización, en la última frase del texto, el lugar del desconocimiento, al cual huyen las aguas de otro río: «Hacia el corazón mismo de las infinitas tinieblas». Por concomitancia, la oscuridad también simbolizará el peligro y la des­ esperanza. En efecto, el estatus de la oscuridad es más ambiguo, ya que él deviene objeto de deseo; a su vez, la luz se identifica con la presencia, con todo lo que ésta tiene de frustrante. Kurtz mismo, objeto de deseo tic todo el relato, es «las impenetrables tinieblas». El se identifica a tal

pLinto con la oscuridad que, cuando hay una Iliz a su lado, ni siquiera se da CLienta. «‘Yazgo en lo oscuro esperando la ímierte...’. La luz ardía a menos de un pie de sli rostro». Y en la noche, cuando se hace la Iliz, Kurtz no está allí: «Una luz ardía en el interior pero Kurtz no estaba allí». Esta ambigüedad de la luz se traduce mejor en la escena de la muerte de Kurtz-, viéndolo morir, Marlow apaga las velas: Kurtz pertenece a la oscuridad, pero en seguida Marlow se refugia en la cabina iluminada rechazando abandonarla, a pesar de que esto lleve a los otros a acLisarlo de insensibilidad: «Había una lámpara ahí — luz, ¿compren­ de?— ¡y afuera todo estaba horriblemente oscuro!» La luz es reconfor­ tante cuando la oscuridad nos excede. La misma ambigüedad caracteriza la distribución de lo negro y lo blanco. Nuevamente, de acuerdo con las metáforas de la lengLia, lo desconocido es descrito com o negro-, ya vimos qLie ese era el color de la lana qLie tejían las mujeres a la entrada de la sociedad; es el color del continente desconocido («el borde de una jungla colosal, de un verde tan oscuro que era casi negro»), también es el color de la piel de los habitantes. Significativamente, los Negros qLie entran en contacto con los Blancos se contaminan: necesariamente tendrán cualquier mancha blanca. Así ocurre a los remeros qLie viajan en barcas desde el continente: las barcas subían «con los remeros negros. De lejos podía verse cóm o el blanco de sus ojos brillaba». También les sucede a aquellos que trabajan con los Blancos: «Estaba sorprendido por ese cuello negro, por la pLinta de un cordón blanco proveniente de más allá del mar». El peligro será también negro, hasta el pLinto de parecer cóm ico: Lin capitán danés es asesinado a caLisa de dos gallinas, «sí, dos gallinas negras».

No obstante, lo blanco, al igual que la luz, no es un valor deseado: se desea lo negro, y el blanco es sólo el resultado decepcionante de un deseo que se considera satisfecho. El blanco será condenado: la verdad, ya sea engañosa (como los espacios blancos del mapa que esconden al continente negro), ya sea ilusoria-, los Blancos creen que el marfil, blanco, es la última verdad; pero, como exclama Marlow, «en mi vida jamás vi algo tan poco real...». Lo blanco pLiede impedir el conocimiento, como esa neblina blanca, «más enceguecedora que la noche misma», la cual le impide qLie se aproxime a Kurtz. Lo blanco, en suma, es el hombre Blanco frente al Negro; y todo el etnocentrismo paternalista de Conrad (que podía pasar por anticolonialismo en el siglo xix) no puede impedirnos que veamos que su simpatía recae sobre los habitantes indígenas del continente negro; el Blanco es caiel

y estúpido. Kurtz, ambiguo en la relación claro-oscuro, lo será también en cuanto a lo blanco y lo negro. Porque, por una parte, creyendo poseer la verdad, preconiza en su relación el dominio de los Blancos sobre los Negros y, buscador infatigable de marfil, su cabeza misma se convertirá en «una bola de marfil»; pero, por la otra, huye de los Blancos y desea pemianecer cerca de los Negros. No es un azar que Marlow evoque, a propósito de su encuentro con él, «la negrura particular de esta prueba». El relato está entonces impregnado ele negro y blanco, de oscuridad y claridad, porqLie estos tintes están coordinados con el proceso de co­ nocimiento —y con su reverso, la ignorancia, con todos los matices que pueden comportar estos dos términos. Hasta en los colores y en las sombras, todo tiene que ver con el conocimiento. Pero nada revela su dominio con tanta evidencia que el rol desempeñado por Kurtz en la historia. Pues este texto es dé hecho el relato de la búsqueda de Kurtz: es lo que uno aprende poco a poco y retrospectivamente. La gradación que se sigue es la del conocimiento de Kurtz: se pasa del primero al segundo capítulo en el episodio en el que Marlow se dice: «Para mí, me parecía que descubría a Kurtz por primera vez»; y del segundo capítLilo al tercero, cuando se encuentra con el Ruso, quien, entre los personajes del libro, lo había conocido más de cerca. Es más, Kurtz no es el único SLijeto en el primer capítulo, en cambio domina todo el segtindo; finalmente, en el tercero se encuentran episodios que no tie­ nen que ver con el viaje en el río pero que contribuyen con el cono­ cimiento de Kurtz: de allí los enctientros posteriores con los más pró­ ximos a él, o la búsqueda de todos los que querían saber quién era. Kurtz es el polo de atracción de todo el relato; pero lo es sólo después que descubrimos las líneas de fuerza. Kurtz es las tinieblas, el objeto de deseo del relato; el corazón de las tinieblas, es «las áridas tinieblas de su corazón». Y como podía adivinarse, cuando se convierte en pin­ tor, pinta la oscuridad y la luz: «un pequeño esbozo en aceite, repre­ sentando, en un retablo, una mujer, envuelta en una tela y con los ojos vendados, llevando Lina antorcha prendida. El fondo era sombrío, casi negro». Kurtz es ciertamente el centro del relato, y su conocimiento es la fuerza motriz de la intriga. Pero el estatLis de Kurtz en el interior del relato es bien particular: no poseemos de aquél, por decirlo de algún modo, ninguna percepción directa. Durante la primera gran parte del texto está anunciado para un futuro, como un ser que se quiere alcanzar pero que aún no vemos: esto lo vemos en los primeros anun­

cios de Marlow; en los relatos sucesivos que lo desmenuzan: el del contador, el del Director, el del alfarero. Todos estos relatos nos hacen desear conocer a Kurtz, provengan ya sea de la admiración o del terror; pero ellos no nos enseñan gran cosa aparte del hecho de que hay algo que aprender. Luego viene el viaje sobre el río, el cual sLipuestamente nos conduce al verdadero Kurtz; no obstante, los obstáculos se multiplican: primero la oscuridad, el ataque de los Negros, la espesa neblina impidiendo toda percepción. En este punto del texto, a los obstáculos propiamente narrativos se agregan los de la jungla.- en lugar de continuar su relato del progresivo conocimiento de Kurtz, Marlow se interrumpe bruscamente y hace un retrato retrospectivo de su héroe, como si Kurtz no pudiera estar presente sino en el tiempo de la ausencia, el pasado y el futuro. Esto es lo que anuncia explícitamente el Director cuando —al observar a Marlow que viene de encontrarse con Kurtz, a quien él «estima como un hombre remarcable»— responde: «Era un hombre remarcable». En seguida volvemos del retrato al relato, pero nuevas decepciones nos esperan-, en lugar de Kurtz, uno encuen­ tra al Ruso, autor de una nueva relación sobre el héroe ausente. Kurtz aparece finalmente; pero sin embargo, no aprendimos gran cosa. Primero, él está agonizando, participando ya más de la ausencia que de la presencia; no se le ve sino de lejos y de manera fugaz. Cuando al final uno se encuentra con su presencia, Kurtz es reducido a una pura voz —en consecuencia— , a palabras, las cuales están tan sujetas a ser interpretadas como lo estaban los relatos que los otros hacían de él; un nuevo muro se levanta entre Kurtz y nosotros («Kurtz discurría. ¡Qué voz! ¡Qué voz! Ella conservó su profunda sonoridad hasta el final»); no hay nada sorprendente en que esta voz sea particularmente impresio­ nante: «El volumen de sonido que emitía sin esfuerzo, sin casi mover los labios, me dejó estupefacto. ¡Qué voz! ¡Qué voz! Era grave, profunda, vibrante, y uno habría jurado que este hombre ya no era ni siquiera capaz de un murmullo». Pero incluso esta presencia enigmática no dura, y en seguida un «velo» se precipita sobre su rostro volviéndolo impenetrable. La muerte no cambia nada, dado que el conocimiento se afirmaba como imposible cuando estaba vivo; se pasa simplemente de las estimaciones a los recuerdos. Así, no solamente el proceso de conocimiento de Kurtz llena el relato de Marlow, sino que además este conocimiento es imposible: Kurtz se nos ha convertido en alguien familiar, pero no lo conocemos, ignoramos su secreto. Esta frustración es expresada por Conrad de mil maneras. En suma, Marlow no pudo perseguir sino una sombra, «la

sombra de M. KLirtz», la cual vuelve más espesas las palabras proiuinciadas por KLirtz: «Sombra más negra que la sombra de la noche, noblemente envuelta en los pliegues de su resplandeciente elocuen­ cia». El corazón de las tinieblas no está en «Ninguna Parte» y no se le pLiede alcanzar. Kurtz se desvanece antes de que uno pLieda conocerlo («Todo lo qLie perteneció a Kurtz lo tuve entre mis manos: su alma, su cuerpo, su pLiesto, slis proyectos, su marfil, su carrera. Y no quedaba nada sino Lin recuerdo...»). Su nombre, Kurtz, corto, es engañoso sólo en apariencia. Marlow destaca, percibiendo el personaje por vez primera: «Kurtz, Kurtz, eso significa corto en alemán, ¿no? Pues bien, el nombre era tan verídico com o el resto de su vida, com o su muerte misma. Parecía tener siete pies de largo al menos». Kurtz no es peqLieño com o su nombre lo indica; pero el conocimiento que tenemos de él es corto, es para siempre insuficiente; y no es un azar si él se resiste al esfuerzo de los Blancos para desprenderlo de su oscuridad. Marlow no comprendió a Kurtz, aunque al final haya sido su confidente («Me honró con una confianza sorprendente»); igualmente, después de su muerte, sus esfuerzos para comprenderlo son vanos: «el primo mismo... no pudo indicarme exactamente lo que Kurtz había sido». Kurtz es el corazón de las tinieblas pero este corazón está vacío. No se puede soñar sino en el momento último, en el umbral de la muerte, donde se adquiere el conocimiento absoluto («ese SLipremo instante de pleno conocimiento»). Lo que Kurtz dice realmente en ese momento son palabras que enuncian el vado, que anulan el conocimiento: «¡El horror! ¡El horror!». Un horror absokito cuyo objeto minea conocere­ mos. Nada prueba mejor lo irrisorio del conocimiento que la escena final del relato, el encuentro con la Novia. Ella anuncia: «Era yo quien mejor lo conocía» — y, sin embargo, vemos allí cuán imperfecto e ilusorio es el conocimiento. Nada qLiedó de Kurtz, sólo su reciierdo; pero ese re­ cuerdo es falso. Cuando ella exclama: «¡Es verdad! ¡Es verdad!», es por­ que se acaba de proferir Lina mentira. «Al menos sus palabras no están muertas», dice ella a manera de consuelo: y un segundo después ella le arranca a Marlow una mentira acerca de las últimas palabras de Kurtz: «El último nombre que profirió fue su nombre — ¡Yo lo sabía, estaba segura!», replica la Novia. ¿Es por ello que, durante esta conver­ sación entre ella y Marlow, «mientras se pronunciaba cada palabra, la habitación se hacía cada vez más sombría»? El texto entero nos dice que el conocimiento es imposible, qLie el corazón de las tinieblas es tenebroso. Este viaje va jListo al centro («justo

al centro»), al interior, al fondo: «Me pareció que en higar de ir al cora­ zón de un continente, estaba a punto de hundinne en el centro de la tierra»; el puesto de Kurtz se llama con justicia Puesto Interior; Kurtz está justo «en el fondo». Pero el centro es vacío: «Un río desierto, un gran silencio, una selva impenetrable». Según el Director, «la gente que viene aquí no debería tener entrañas»; esta regla parece ser seguida de manera estricta. Cuando ve al alfarero, Marlow dice: «Si hubiera tratado, habría podido atravesarlo con mi dedo sin encontrar nada al interior». El Director mismo, recordemos, imprime a todo sli sonrisa enigmática; pero quizás su secreto es impenetrable porque es inexistente: -Jamás reveló su secreto. Tal vez, después de todo, no había nada dentro de sí». Lo interior no existe, como tampoco existe el sentido último, y las experiencias de Marlow son todas «inconclusas». De pronto, es el acto mismo del conocimiento lo que se encuentra puesto en cuestión. ¡Qué cosa tan barroca es la vida: este obrar misterioso, de una lógica implacable, en aras de objetivos tan absurdos!... Lo más que uno puede esperar es una luz sobre uno mismo, adquirida cuando ya es muy tarde, y cuando ya no queda sino volver sobre los mismos remordimientos que nunca mueren.

La máqLiina gira perfectamente bien, pero en el vacío, y el mejor conocimiento del otro solamente informa sobre sí mismo. El hecho de que el proceso de conocimiento se desarrolle de manera irreprochable no pmeba en absoluto que se pueda alcanzar el objeto de ese cono­ cimiento; incluso, uno está tentado a decir lo contrario. Es esto lo que no alcanzaba a comprender E. M. Foster, quien señalaba, perplejo, a propósito de Conrad: Lo particularmente ambiguo en su caso, es que él siempre está prometiéndonos algunas declaraciones filosóficas generales sobre el mundo, y que luego se refugia en una agria declamación... En él hay una oscuridad central, algo noble, heroico, inspirador, una media doce­ na de grandes libros, ¡pero oscuros! ¡Oscuros!

En cuanto a la oscuridad, ya sabemos a qué atenernos. Conrad escribía en alguna parte: «el objeto del aite no está en la clara lógica de una conclusión triunfante; no está en la revelación de uno de esos secretos sin corazón que se llaman ‘Leyes de la Naturaleza’». La palabra, ya lo vimos, juega un rol decisivo en el proceso del

conocimiento: ella es esa luz que podría disipar las tinieblas pero que finalmente no alcanza a hacerlo. Es esto lo que nos ha enseñado el ejemplo de Kurtz. Entre todos sus dones, el que sobrepasaba a los otros e imponía en cierto m odo la impresión de una presencia real, era su talento para la palabra, ¡su palabra! — ese don perturbador e inspirador de la exp re­ sión, el más despreciable y el más noble de los dones, corriente de luz temblorosa o flujo ilusorio salido del corazón de impenetrables tinie­ blas.

Pero esto no es sino el ejemplo de algo más general: la posibilidad de construir una realidad, de decir una verdad con la ayuda de las pala­ bras; la aventura de Kurtz es al mismo tiempo una parábola del relato. No es por azar que Kurtz es, en sus momentos, poeta — de igual modo que es pintor y músico. Sobre todo, no es simple casualidad que se establezcan numerosas analogías entre los dos relatos, el que sirve de marco y el encuadrado; entre los dos ríos, el de aquí y el de allá, en suma, entre Kurtz y Marlow, el narrador (los únicos que tienen nom­ bres propios en toda esta historia; los otros se reducen a sus funciones: el Director, el administrador — a quien uno encuentra tanto en la his­ toria encuadrada como en la que sirve de marco) y, correlativamente, entre Marlow, el personaje, y sus interlocutores (cuyo papel hacemos nosotros los lectores). Kurtz es una voz. Hice el extraño descubrimiento de que nunca me lo representé actuan­ do, sino discurriendo. No me dije: «No lo veré», o, «No le estrecharé la mano», sino «¡Nunca lo escucharé!». El hombre se me ofrecía com o una voz.

Pero, ¿no sucede lo mismo con Marlow como narrador? «Desde ya hacía tiempo, sentado aparte, para nosotros no era sino una voz». Lo cual no es otra cosa sino una definición de la escritura: «El artista es en este punto una voz, para él el silencio es como la muerte», escribía Conrad en un artículo. Es Marlow, en el momento en el que interrumpe su relato, quien se encargará de explicitar la relación entre las dos series. «Kurtz... era sólo un nombre para mí. Al igual que ustedes ya no veía al hombre detrás de ese nombre. ¿Lo ven ustedes? ¿Ven ustedes la historia?... ¿Ven ustedes algo?». Tanto el uno como el otro, tanto el explorador como el lector, tiene que ver únicamente con los signos, a partir de los cuales deben construir, uno el referente (la realidad que

lo rodea), el otro la referencia (aquello de lo cual se trata el relato). El lector (todo lector) desea conocer el objeto del relato, así Marlow desea conocer a Kurtz. Y de igual manera que este último deseo será frustrado, igualmente el lector o el interlocutor jamás podrá alcanzar, como él lo hubiera querido, la referencia del relato: su corazón está igualmente ausente. ¿No es revelador que en el relato, el cual comienza con la caída del sol, su desarrollo coincida con el espesor progresivo de las tinieblas? «La oscuridad se había vuelto tan profunda que nosotros, los auditores, po­ díamos apenas distinguirnos unos de otros». Y, así como en el relato de Marlow es imposible conocer a Kurtz, del mismo modo es igualmen­ te imposible toda constmcción a partir de las palabras, toda tentativa de aprehender las cosas a través de las palabras. «No, es imposible. Es imposible brindar la sensación de vida de una época dada de la existencia, lo cual constituye a la realidad, a la significación, la esencia sutil y penetrante. Es imposible». La esencia, la verdad — el corazón del relato— es inaccesible, el lector no lo alcanzará jamás. «Ustedes no pueden comprender». Las palabras no permiten siquiera que se trans­ mitan las palabras. Yo les dije las palabras que intercambiamos, repetí las mismas frases que pronunciam os pero, ¿qué quiere decir eso? En esos sonidos fa­ miliares e indefinidos que sirven cotidianamente, ustedes no ven sino palabras banales. Para mí, ellas revelaban el carácter de sugestión terrorífica que tienen las palabras escuchadas en un sueño, las frases pronunciadas en una pesadilla.

Este aspecto de las palabras no seríamos capaces de reproducirlo. Es imposible alcanzar la referencia; el corazón del relato está vacío, tanto como lo estaban los hombres. Para Marlow, el sentido de un episodio no había que buscarlo al interior, com o una semilla, sino exteriormente, en aquello que, envolviendo al relato, lo­ graba precisamente manifestarlo, del mismo m odo que el calor suscita la bruma, del mismo m odo que el halo de neblina vuelve visible la iluminación espectral del claro de luna.

La luz del relato es la misma, vacilante, de la luna. Así, la historia de Kurtz simboliza el hecho de la ficción, la constmcción a partir de un centro ausente. No hay que equivocarse: la es­ critura de Conrad es bastante alegórica, como lo atestiguan múltiples

hechos (por ejemplo la ausencia de nombres propios, una forma de generalización), pero todas las interpretaciones alegóricas de El cora­ zón d e las tinieblas no son tan bienvenidas. Reducir el viaje sobre el río a un descenso al infierno o al descubrimiento del inconsciente es una afirmación cuya entera responsabilidad incumbe al crítico que la enuncia. El alegorismo de Conrad es intratextual: .si la búsqueda de la identidad de Kurtz es una alegoría de la lectura, ésta, a su vez, simboliza todo proceso de conocimiento — cuyo ejemplo sería el acto de conocer a Kurtz. Lo simbolizado a su vez deviene el simbolizante de aquello que antes era simbolizante; la simbolización es así recíproca. El sentido último, la verdad última, no se encuentran en ninguna parte porque no hay interior y el corazón está vacío: aquello que era verdad para las cosas, es verdad, y con más razón aún, para los signos; no hay sino la vuelta, circular y sin embargo necesaria, de una superficie a la otra, de las palabras a las palabras.

¿De q u é se trata La ed a d difícil? No es fácil responder a esta pregunta aparentemente tan elemental. El lector no lo sabe con certeza, y su único consuelo es que los mismos personajes parecen tener la misma dificultad para comprender las palabras que les son atribuidas. De hecho, gran parte de las réplicas que se leen en esta novela, constituida sin embargo casi exclusivamente de conversaciones, con­ siste en pedir explicaciones. Por otro lado, estas preguntas pueden tener que ver con aspectos diferentes del discurso y poner en evidencia varias razones de la oscuridad del sentido. La primera, la más simple y la menos frecuente, reside en la incertidumbre en la que uno se encuentra en cuanto al sentido mismo de las palabras; es la que nor­ malmente resentiría un extranjero que conoce imperfectamente la lengua; las preguntas recaen aquí en el vocabulario. En La ed a d difícil no hay ningún extranjero que hable mal el inglés; pero uno de los personajes, Mr. Longdon, ha vivido durante mucho tiempo lejos de la ciudad; de regreso, tiene la impresión de que ya no comprende el sentido de las palabras y, en el transcurso de sus primeras conversa­ ciones, al menos, hace este tipo de pregunta: -¿Qué quiere decir usted con la palabra ‘temprano’?». «¿Qué entiende usted por ‘tensión’?» Estas preguntas, por más inocentes que parezcan, obligan a los interlocutores

a explicar y al mismo tiempo a asumir plenamente el sentido de las palabras; es por eso que ellas provocan a veces vivas reacciones de rechazo. «¿Qué entiende usted por rápido?», pregunta Mr. Longdon, pero la respuesta de la Duquesa es brusca: «Yo quiero decir lo que dije». No obstante, podrá verse que la propia sobrina de la Duquesa padece del mismo mal: no comprender el sentido de las palabras. Más extendida y más compleja es la segunda situación verbal, en la cual las explicaciones que se requieren no conciernen al sentido de las palabras sino a su aplicación a una situación concreta-, no se ignora el vocabulario sino el referente. Esta ignorancia se debe, en el caso más elemental, al carácter demasiado elíptico del enunciado inicial: éste ca­ rece de un complemento que permita determinar el campo de su apli­ cación. He aquí algunos ejemplos de estos intercambios: Pero a pesar de sus ideas eso no impide... — ¿No impide qué? — Pero lo que usted llama, supongo los portavoces — ¿Por la mano de Aggie? Es gentil de parte de ella ahorrarnos esto. — ¿Usted quiere decir hablar delante de ella? ¿Debo yo acaso preguntar? — Pero Vanderbank había perdido el hilo. — ¿Preguntar qué? — Pero si ella recibe algo... — ¿Si n o soy lo su ficien ­ tem ente amable? — Van había retomado el hilo.

Algunas veces el enunciado no es propiamente elíptico, pero está relleno de pronombres anafóricos y deícticos cuyo antecedente y refe­ rente ignoramos; la pregunta, «¿qué quiere decir?», evidentemente no interroga al sentido del pronombre sino que busca a qué aplicarse. El siente una gran debilidad por él. — ¿El anciano por Van? — Van por Mr. Longdon. ¿Qué hay entre ella y él? — Mitchy pensaba en otros dos. — ¿Entre* Eclward y la joven? — No diga tonterías. Entre Patherton y Jane. Pero, ¿qué está tramando ella? — Aparentemente era para Mrs. Brook una pregunta tan diversa que ella formuló com o un intento: — Jane? — No, ¡Dios!

La distancia que hay entre los referentes de cada interlocutor es considerable: «¿Quisiera usted saberlo? —¿Usted quiere decir quién viene a cenar? — No, eso no tiene importancia. ¿Pero si Mitchy permitió algún abuso?». Mitchy, particularmente perdido en el arte de la elipsis, comienza una conversación de esta manera: «Y entonces, ¿lo hizo?» Los pronombres anafóricos constituyen sólo el ejemplo más elo cuente de esta indeterminación referencial que afecta, igualmente, a otras variedades expresivas. La cuestión metalingüística que ellas susci

tan ya no consiste en proponer nombres propios, sino, de una manera más vaga, en preguntar-, ¿qué llama usted...? Lo dejo a tu suerte. — ¿Qué llama usted mi suerte? — Oh, algo terrible ... Y o quiero que usted haga conmigo exactam ente lo que hace con él. — Ah, qué rápido, respondió la joven con un tono extraño. ¿Qué quiere decir usted con «hacer»?

La Duquesa, nuevamente, rechaza explicar a Mr. Longdon: — Ella favorece a Mr. Mitchett porque ella quiere al «viejo Van» para ella. — ¿En qué sentido «para ella»? — Ah, usted debe darle el sentido, yo sólo puedo brindarle el hecho.

Naturalmente, a menudo, estas diferentes formas de indeterminación referencial se suman las unas a las otras y se presentan en el seno de una misma frase. «¿Usted quiere decir que usted no sabe v e r d a d e r a ­ m en te si ella la tendrá? — ¿El dinero, si no funciona?». «El debe aceptar la consecuencia. — ¿El? — Mr. Longdon. — ¿Y que quiere decir con ‘con­ secuencia’?» Además, no es cierto que el descubrimiento del referente sea siempre posible. ¿A qué se refieren estas palabras que Nanda dirige a Vanderbank: Es el tono, y la corriente, y el efecto en todos los demás lo que a usted lo empuja [¿adonde?]. Si tales cosas son contagiosas [¿qué cosas?], com o dice todo el mundo, usted lo com prueba más que ninguno [¿quién?]. Pero usted n o comienza, al menos, ¿usted no puede ser el origen, haber comenzado?

() en estas palabras dirigidas a Mitchy: «Es lo que creía, pero hay todavía más. Llegaron más y habrá más. ¿Usted ve?, cuando no había nada, todo llegó tan rápido». En vano uno espera algo que permita anclar en el inundo estas frases aéreas. Existe también otra situación simétrica e inversa en la cual ya no se parte de una expresión que busca un referente, sino de algo que anda en búsqueda de un nombre. «Yo pensaba que él tenía una especie de cosa. — ¿Una especie de modernidad mórbida? —-¿Es así que se la lla­ ma? Un bello nombre». O se oponen dos denominaciones para un mis­ ino objeto-, «¿Llama usted dama a Tishy Grendon? — Y usted, ¿cómo la llama? — Pero, la mejor amiga de Nanda...». Algunas veces, la aproxi­ mación brutal del nombre corriente de la cosa y su denominación puntual (un tropo) produce un goce. «No podemos ser griegos si

queremos. — ¿Llama usted a la abuela un Griego?». «Cuando usted cree que una mujer es ‘verdaderamente’ pobre, ¿usted no le da un pedazo de pan? — Duquesa, ¿llama usted pedazo de pan a Nanda?». Uno de los rasgos característicos de Nanda o, lo que es lo mismo, una de las características de su conversación, es una cierta indiferencia en relación a las palabras empleadas, mientras las cosas permanezcan idénticas. «Ah, no sabía que eso tuviera tanta importancia, la manera com o eso se llama», dice ella a su madre y a Mr. Longdon: «Yo estoy feliz de ser lo que sea — no importa el nombre que usted quiera darle y aunque yo no le dé el mismo— con tal de que sea bueno para usted». La primera vez, entonces, uno pregunta cuál es el sentido de las palabras, permaneciendo así en el nivel de la lengua; la segunda, dentro de la perspectiva del discurso, se interroga acerca de la relación que hay entre las palabras y las cosas que éstas designan. Pero es el tercer caso el que, al mismo tiempo, es el más común e interesante: uno com prende el sentido de las palabras; uno conoce sus referentes; pero uno se interroga si las palabras quieren decir exactamente lo que parecen decir, o si más bien no están utilizadas para evocar, de manera indirecta, otra cosa. La sociedad representada en L a e d a d d ifíc il cultiva la expresión indirecta, y Mrs. Brook califica a una de sus amistades de «camarada oblicuo». Nanda, quien está consciente de la capacidad de las palabras para adquirir nuevos sentidos, reclama esta actitud con su propio discurso: «Hay que dejar que llegue el sentido de todo lo que acabo de decir». El uso indirecto o simbólico es propio de una gran diversidad de casos; pero podemos comenzar separando dos especies: el simbolismo lexical y el simbolismo proposicional, según la abolición o constancia de la afirmación inicial. El primer caso es el de los tropos, y es sorpren­ dente que se encuentren tan pocos ejemplos (¿se trata de una carac­ terística de toda conversación o solamente de aquella que se practica alrededor de Mrs. Brook?), y que además el tropo siempre se encuentre acom pañado de su traducción. Nuevamente es Mr. Longdon quien se obstina en no comprender los tropos. Por ejemplo, Mitchy le dice: «Dé­ jeme meter el dedo», y, dada la perplejidad del otro, le explica: «Quiero decir, déjeme participar». O en otra conversación: «La nariz rota de Mrs. Grendon, explica Vanderbank a Mr. Longdon, es, señor, la manera amable com o estas damas designan al corazón herido de Mrs. Gren­ don». Aquí se explica la metáfora de invención a través de una metonimia de uso; pero es el propio Mr. Longdon quien suministrará la expresión literal en su réplica: «Mrs. Grendon no la ama». Cuando el

iropo está huérfano de su traducción, el narrador insiste al menos en señalarlo con un término retórico: «la imagen de la Duquesa», -ella habló sin notar su hipérbole», «Mis. Brook, luego de un exam en rápido, escogió la ironía». El único tropo utilizado frecuentemente en la conversación munda­ na es el eufemismo. Más precisamente, con el fin de no herir la susceplibilidad de alguien, y también para dar pruebas de reserva o discre­ ción, quien habla se desliza del nombre de la cosa, el cual lleva en sí una apreciación, al nombre del género más próximo, el cual no está valorizado ni positiva ni negativamente. He aquí un primer ejemplo positivo: «El me ha hablado mucho de su madre. — Oh, seguramente cosas bonitas, si no usted no lo diría. — Es eso lo que quiero decir». En cuanto a la situación negativa, está ilustrada, particularmente, por el sentido que toma en esta sociedad la palabra «diferente» o uno de sus equivalentes: decir que alguien es diferente sugiere que esa misma |KTsona está lejos de ser perfecta. «Nada podría parecerse tan poco a usted com o sus modales y su conversación», dice Mr. Longdon a Nanda, quien interpreta: «Usted debe pensar que no son muy buenos». «Cier­ tamente, yo no puedo ser usted, Van. — Y o sé lo que usted quiere decir con eso. Usted quiere decir que soy un hipócrita». De tal manera que, si uno quiere aún emplear la palabra «diferente» sin ningún matiz peyorativo, es necesario especificarlo: «la manera de coquetearle, decla­ ró Mitchy, es dejándole ver que usted siente hasta qué punto él puede soportar juzgarla diferente. Quiero decir, claro está, sin odiarla». Es el simbolismo proposicional el que domina la conversación. La afirmación no debe ser desechada, pero en suma, ella revela ser úni­ camente el punto de partida de asociaciones que conducen a un nuevo enunciado. En la novela, esta manera de hablar es designada con tér­ minos com o «alusión», «insinuación», «sugestión». He aquí un ejemplo: Mitchy le pregunta a la Duquesa por las razones de una de sus opi­ niones sobre Nanda. En lugar de responderle, la Duquesa le pregunta: •¿Con qué derecho, dentro de esta relación, hace usted lo que sea de ese modo?». Mitchy, quien comprendió bien el sentido de las palabras que componen la frase y supo identificar el referente del enunciado, cree develar una tercera dimensión, la cual es justamente un sobre­ entendido, y que él explícita bajo la forma de una nueva interrogante: *,;l Isted quiere decir que si una joven amada por alguien, y que ella lo ama poco...?». Esta solicitud de explicación es en sí misma elíptica; pero no tenemos ninguna dificultad para terminar la frase: «¿esta persona no liene derecho a hacer ese tipo de preguntas?». Retrospectivamente,

gracias a la interpretación de Mitchy, descubrimos que el enunciado de la Diiquesa llevaba dentro algo implícito. Analicemos las fases que atraviesa el establecimiento de este segundo sentido. La fórmula de la Duquesa es una cuestión retórica que se podría explicitar convirtién­ dola en una afirmación negativa: «Usted no tiene derecho a actuar de esa manera, haciéndome este tipo de preguntas». ¿Podemos, sin ayuda de Mitchy, reconocer que esta frase está cargada de un sentido sobreentendido y explicitarlo? Lo dudo; pero Mitchy juzga que el sentido literal de este enunciado carece de suficiente pertinencia para justificar su existencia; esta carencia de las reglas de la comunicación lo incita a buscar un segundo sentido (es entonces la interpretación quien suscita la simbolización en el texto, la respuesta la que hace sur­ gir la pregunta). A partir de allí, es necesario identificar al sobre-enten­ dido cuya existencia ha sido reconocida. Para hacerlo, Mitchy recurre a un lugar común, propio de la sociedad descrita (y también al lector contem poráneo), que adquiere la forma de una implicación, algo como esto: si usted defiende en público los intereses de Lina joven, quiere decir que usted es íntimo de ella. Este lugar común no tiene necesidad de estar presente activamente en la memoria de quienes conversan; perm anece completamente implícito hasta que sli presencia se vuelve necesaria para interpretar un enunciado que de otro m odo parecería injustificado. Bastará, entonces, con enunciar la primera proposición de esta implicación, habiéndola concretado con la ayuda de un pronom­ bre personal o de un nombre propio, para que la segunda surja en el espíritu del interlocLitor bajo la forma de un sobre-entendido. Para que haya alusión, es necesario que estén reunidas tres condi­ ciones: algo debe inducirnos a buscarla; una implicación debe estar presente en el espíritu de dos interlocutores; y finalmente, un enuncia­ do debe introducirla. Pero estas condiciones pueden ser satisfechas de maneras muy variadas. Comenzando por la primera condición, no es necesariamente evidente que el índice de la alusión esté presente en el mismo enunciado (aunque pLieda hacerlo). Cada sociedad, o microsociedad com o el salón de Mrs. Brook, parece poseer lo que puede llamarse Lin umbral de pertinencia mínima, debajo del cual todos los enunciados son reinterpretados com o alusiones (de otra manera no habrían sido formulados). El olvido del principio de pertinencia es a veces evidente; así, cuando Mitchy pregunta a Mrs. Brook: «¿Y esta v e / dónde está el niño?», su interlocutora, con el único fin de interrogarla a su vez-, «Por qué dice usted ‘esta vez’ — ¡como si fuera diferente de las otras veces!». Pero el salón de Mrs. Brook ha elevado la barra de la

pertinencia mucho más arriba de lo habitual; por ejemplo, cuando Mrs. Hrook dice de la Duquesa: «¡Pero ella nunca ha pagado nadal» Nanda interpreta: «¿Quieres decir que tú has pagado?...». Aparentemente, no se puede decir «X es a», al menos que quien lo diga quiera sugerir: pero yo no lo soy; el com ún acuerdo de los miembros de este círculo es que uno no afirme algo acerca de alguien al menos que lo contrario no sea verdad en sí mismo. Es suficiente con que una palabra esté subrayada, acentuada en la respuesta, para que sea evidente que se han recono­ cido sus implicaciones; ahora bien, esta manera de destacar las palabras del otro es de las más frecuentes en el salón. Por ejemplo, Mrs. Brook dice a Mitchy: el milagro suyo es que usted jamás es vulgar. — Gracias por tocio. Sobre tocio, gracias por lo ele «milagro», dice Mitchy con una sonrisa. — Oh, yo sé lo que digo, dice ella sin sonrojarse. Ciertamente, hablando ele «advertencias», usted tiene las expresiones más felices. «Lealtad» también es exquisita. «Accesible» está bien.

Incluso, de modo general, en este universo ninguna palabra es obvia; el discurso es w illkü rlich , arbitrario y, por lo mismo, deliberado; todos los nombres, todas las maneras de hablar son siempre posibles (o com o dice Vanderbank: «Nosotros llamamos todo de cualquier manera»), y por eso son siempre sugestivas: las cosas no justifican a las palabras, es necesario (o al menos se puede hacer) buscar la razón en otra parte, y sobre todo, en otro sentido. El lugar común puede igualmente variar en los interlocutores; lo esencial es que permanezca presente. Es a un hecho com o éste, en sí mismo banal, pero cuya anotación tiene algo de paradójico, que se refieren las frases de este tipo: «Su venida aquí, cuando ella sabe que yo sé que ella sabe...». «Yo sé que usted sabe que yo supe» (este saber pletórico viene a equilibrar la ignorancia en la cual están hundidos los personajes en cuanto a la interpretación de cada palabra enunciada). No es necesario que el lugar común sea propio de una sociedad, que esté presente en su memoria pasiva; es suficiente que sea enunciado al mismo tiempo por uno de los interlocutores para que se haga, de golpe, común en ambos; y todos los casos intermedios son posibles, entre el lugar verdaderamente común, codificado por ejemplo por un proverbio, y el saber compartido, extraído de su contexto inmediato. Mr. Longdon dice a Vanderbank: «Su madre me ha consolado más que

los otros». Este enunciado no se inscribe aparentemente en ningún pa­ radigma de ningún acuerdo de la sociedad. Pero las frases precedentes del mismo Mr. Longdon nos dan la clave: si alguien me consolara, dice en esencia, es que no me ama. Vanderbank interpreta entonces sin di­ ficultad: «¿Usted quiere decir qué sucedió?». Nanda dice a Vanderbank: «El lo am ó a usted en seguida». Este interpreta: «¿Usted quiere decir que yo lo he manipLilado muy bien?». Tampoco la frase de Nanda parece remitir a ningún acuerdo común; y en el contexto inmediato nada autoriza a Vanderbank a proponer esta interpretación audaz. Aquí, la formulación del sobre-entendido (con certeza imaginario) sirve com o punto de partida para la búsqueda de un acuerdo que justificaría la interpretación. El primero dice «p»; ¿el segundo responde: entonces «q»?, lo que lleva al primero a descubrir que se le ha imputado el encade­ namiento «si p entonces q». El verdadero sobre-entendido es aquí la implicación subyacente; siendo ésta a su vez el punto de partida para otra implicación que califica (falsamente) a Nanda. Estas implicaciones del enunciado (o sobre-entendidos, o alusiones, o sugestiones), deseadas por el emisor, o impuestas por su p a rten a ire, pero siempre producidas al interior de un texto discursivo particular, ocupan un lugar intermediario entre dos fenómenos, de los cuales uno es más estricto y el otro casi ilimitado. El primero está representado por las implicaciones de la frase o las presuposiciones: ellas pertenecen a la lengua y podrían ser enumeradas de antemano sin que haya nece­ sidad de recurrir a un contexto determinado. Por ejemplo, cuando Mr. Longdon dice: «Felizmente, las damas aún no han llegado», Mitchy pue­ de replicar sin probar ninguna complicidad o refinamiento particular: «Oh, ¿debe haber damas?». El carácter incontestable de las presuposi­ ciones es un arma eficaz para las necesidades de la argumentación; incluso se intentará camuflar la implicación del enunciado en implica­ ción de la frase. Mrs. Brook dice: «Usted niega haber declinado, lo cual quiere decir que le dio esperanzas a nuestro amigo». Mrs. Brook aquí confunde, intencionalmente sin duda, los contrarios y los contradicto­ rios: la frase que ella interpreta dice que su sujeto no rechazó; pero «aceptar» o «dar esperanzas» no son sino algunas instancias posibles del no rechazo. No es en nombre de la lógica del lenguaje que interpreta Mrs. Brook, sino de acuerdo con una implicación social que sostiene que, si uno no rechaza, es porque está dispuesto a aceptar. Del otro lado se sitúan las implicaciones, no del enunciado sino de la enLinciación, es decir, del acontecimiento constituido por la pronun­ ciación de ciertas palabras. Incitado por la conversación que sostiene

con Mr. Longdon, Vanderbank llama a Mrs. Brook «Fernanda», aunque él nunca la llama por su nombre. Mr. Longdon interpreta este hecho com o el indicador, digamos, de una cierta vulgaridad en Vanderbank. Evidentemente, esta no es una implicación del enunciado «Fernanda», sino solamente del hecho de que este nombre haya sido articulado en ciertas circunstancias. Otro ejemplo, en el momento de la misma con­ versación, Vanderbank dice que desde hace algún tiempo, Mrs. Brook rejuvenece a su hija. Este enunciado tiene una implicación que Mr. Longdon com prende perfectamente: Mrs. Brook persigue rejuvenecer ella misma. Pero lo que él retiene es nuevamente otra cosa: una impli­ cación de la enunciación: hablar así demuestra (ya no quiere decir) una falta de lealtad hacia los amigos. Las implicaciones de la comunicación son difíciles de delimitar, ya que la naturaleza verbal de los acontecimientos es contingente: los acontecimientos verbales, o las enunciaciones, exactamente significan, com o lo hacen todos los demás acontecimientos, situaciones o hechos. Por ejemplo, cuando Nanda entra en casa de Vanderbank y encuentra únicamente a Mitchy y a Mr. Longdon, ella interpreta así la situación (aunque no las palabras): «¿Ustedes quieren decir que Van no está aquí?». Mr. Longdon cuenta muy particularmente con la perspicacia de sus amigos para que interpreten las situaciones antes de que se pronun­ cien las palabras, evitándole así el desagrado de tener que hacerlo él mismo. Mitchy lo entiende rápidamente, mientras que Vanderbank, en otra ocasión, es más lento. Su p a r t e n a ir e insiste: Mr. Longdon alza otro cenicero pero com o si fuera una consecuencia directa del tono de Vanderbank. Cuando lo puso de nuevo, puso sus monóculos, y luego fijando con la vista a su com pañero, preguntó: — ¿Usted no tiene la menor idea? ... — ¿De lo que usted tiene en la cab e­ za? ¿Cómo podría tener alguna idea, querido Mr. Longdon? — Pues bien, yo en su lugar me preguntaría si no tendría alguna. En tal circunstancia, ¿usted no ve nada que yo probablemente pueda decir?

La entonación, el tono, los gestos que acompañan a la palabra, ase­ guran la continuidad entre lo verbal y lo no verbal, ellos son com o una orquestación no verbal de las palabras: «...respondió Nanda en un tono que marcaba bien hasta qué punto él le procuraba placer». «Su ento­ nación establecía maravillosamente la diferencia». Así — resumiendo todo lo anterior— para comprender mejor, el interlocutor hace a su vez las preguntas: ¿qué quiere decir eso?, ¿qué entiende usted con eso?, ¿a qué llama usted así? En la búsqueda de ilu-

i ilinaciones suplementarias, él puede también interrogar a la enuncia­ ción misma, exigirle que se le precisen las razones que han conducido a la formulación de este enunciado; al mismo tiempo es una excelente manera de no responder a las preguntas formuladas (com o si fuera necesario poner en evidencia la ambigüedad de este gesto destinado, a la vez, a completar y a bloquear la comunicación). Y a vimos un intercambio entre Mitchy y la Duquesa ilustrando esta posibilidad; he aquí otro ejemplo. Es la Duquesa quien pregunta: «¿Puedo transmitirle un mensaje de su parte?». Y Mitchy, a manera de respuesta, la interroga acerca de las razones de su pregunta «¿Por qué imagina usted que ella estaría esperando un mensaje?». El rechazo a responder es todavía más neto en este intercambio: «Por qué arregló usted el regreso de Nanda? — ¡Qué idea preguntármelo a esta hora del día!». Se puede también desviar la conversación comentando la palabra misma para decidir su propio valor — preparados para extraer en seguida las conclusiones sobre aquel que lo asuma. Así Vanderbank comenta sin cesar las palabras de Mrs. Brook: «¡Yo amo a tal punto sus expresiones!». «¡Cómo amo sus expresiones!». Este tipo de comentario se convierte en una pmeba de que cada personaje posee una manera de hablar y de comprender, la cual es percibida y comentada a su vez por los otros. La Duquesa dice de Mitchy: «El se ve muy ligero en la conversación, pero eso depende mucho de la gente con qLiien habla», mientras que Mrs. Brook lo caracteriza así: «Su conversación es la mitad del tiempo imposible (...) No hay nadie con quien, durante la conver­ sación, yo tenga más a menudo ganas de detenerme». A propósito de Tishy, la Duquesa es todavía más severa: «Su conversación carece por completo de propósitos, ella dice todo lo que le pasa por la cabeza...». Al contrario, Vanderbank ha «desarrollado el arte de la conversación hasta el punto de que podría mantener a una dama en el aire». Mrs. Brook, por su parte, habría apreciado jamás n o m b r a r las cosas; tener que hacerlo la lleva a infinitas lamentaciones: «Yo digo cosas verdade­ ramente repugnantes. Pero hemos dicho otras peores, ¿verdad? (...) — ¿Usted piensa en el dinero? — Sí, ¿no es horrible? — ¿Pensar en él? — ¡Que yo hable así!». A pesar de que las características discursivas de los individuos no sean comentadas por otros personajes, constantemente están eviden­ ciadas y a veces señaladas por el narrador; todas están confrontadas en una escala de capacidades de comprehensión. Ya vimos varios rasgos de Mr. Longdon: él no se permite decir algo de un personaje en su ausencia que no se atreviera a repetir frente a frente; es lo que el narra­

dor llama «su costumbre de no despreciar en privado a la gente con quien era amable en público»; su manera de utilizar los nombres pro­ pios es un caso particular. El otro rasgo ya mencionado es su rechazo a comprender los sobre-entendidos o los tropos. Lo que ocurre es que, ya lo vimos, toda interpretación de este tipo implica un saber común en los interlocutores, y así pues, una complicidad; no comprendiendo, es precisamente esta complicidad la que rechaza Mr. Longdon. Una de las conversaciones con la Duquesa, por ejemplo, está marcada de: «Tengo miedo de no comprenderlo», «Su comprensión quizá era imper­ fecta, pero ella lo hizo sonrojar», «El permaneció de pie, el rostro lleno de percepciones forzadas y dispersas»; es este rechazo a la complicidad lo que le reprocha la Duquesa: «No trate de crear oscuridades inútiles siendo inútilmente modesto». Otros personajes, com o Mr. Longdon, escapan a la norma de la comprensión perfecta, representada en la novela por el círculo de Mrs. Brook. El rasgo com ún de todos los excluidos es que comprenden mal, pero esta incomprensión no se debe forzosamente al rechazo a com ­ partir ciertos postulados. Más que los demás, cuatro personajes sufren de una sordera simbólica: Tishy Grendon, la pequeña Aggie, Mr. Cashmore y Edward. El caso más grave es el de la pequeña Aggie: protegida maravillosamente por su tía la Duquesa de todo contacto que pudiera corromperla, ella no tiene dificultades a nivel de las alusiones y de la búsqueda del referente; su dificultad está simplemente en que ella no comprende el sentido de las palabras. De esto es testimonio una conversación con Mr. Longdon, sostenida sin embargo, con un lengua­ je muy reservado. Ella dice: «Nanda es mi mejor amiga, después de otras tres o cuatro». Mr. Longdon comenta: ¿No cree usted que ocupa un lugar insignificante para ser una buena amiga? — ¿un «lugar insignificante»? ¡preguntó ella inocentemente! — Si usted no entiende, tengo lo que m erezco, pues s l i tía no me ha permitido que le enseñe la jerga de moda. — ¿La «jerga»? preguntó ella de nuevo, inmaculada y sorprendida. — ¿Nunca había escuchado esa expresión? Pensaría que es un gran halago, sobre todo en nuestros días, pero m e tem o que lo que ha sucedido es que la sola palabra ha sido mantenida lejos de usted. — La luz de la ignorancia en la sonrisa de la niña era con toda certeza de oro. — ¿La palabra? — repitió ella de nuevo. Ella no com prendía suficientemente, y él terminó dándose por vencido.

Tishy Grendon no entiende sino una cosa a la vez, pero el discurso de sus interlocutores toma a menudo y simultáneamente varias direc­ ciones; así, en medio de las réplicas, ella siempre se encuentra en una

posición de retraso. Su único recurso es su amiga Nanda: «¿El está di­ ciendo algo malo? No puedo entenderle si Nanda no explica, dijo ella dirigiéndose a Harold. De hecho, no comprendo nada al menos que Nanda me explique». Mr. Cashmore es al mismo tiempo demasiado ex­ plícito cuando se expresa y, recíprocamente, demasiado lento en el momento de comprender, particularmente si su interlocutor es Mrs. Brook. Mr. Cashmore la seguía con mucha dificultad. Mr. Cashmore se maravilló — de un modo casi místico. — Y o no le entiendo. Por piedad, ¿entonces, de qué habla usted? Es que yo... quiero saber, declaró Mr. Cashmore con vitalidad.

La variante más sutil de sordera simbólica es la de Eclward Brookenham. El com prende apenas un poco mejor que Mr. Cashmore el tejido de alusiones con el que lo envuelve su mujer. Ella le dirige una réplica: Y luego com o la cara de Edward decía que era un misterio: — No tienes necesidad de comprender pero puedes creerme, agregó. (...) Era una declaración que no disminuía su incomprensión. (...) Las tinieblas de Edward no eran absolutas pero eran densas.

Sin embargo, su rol de jefe de la casa, la cual también es el corazón del círculo, lo lleva a ejercer una actitud que no revele su incompren­ sión; evidentemente, esta actitud es el silencio que, no obstante, no está desprovisto de sus propias ambigüedades. «Por ejemplo, uno de sus modales era ser lo más silencioso posible cuando había mucho que decir y, también, cuando no había nada que decir; esto era una parti­ cularidad desconcertante...». Esto hace que, en esta otra conversación, nada revele su incomprensión — ni, por otra parte, su inteligencia ocasional. «¡Oh! dijo simplemente (...) ¡Oh! se limitó a repetir. (...) ¡Oh! observó Brookenham (...) ¡Oh! respondió Brookenham. (...) ¡Oh! res­ pondió su marido. (...) ¡Oh! repitió su compañero. (...) ¡Oh! exclam ó de nuevo su marido», etc. Frente a estos inválidos de la conversación está el círculo de Mrs. Brook, donde no solamente todo es comprendido, sino donde también todo puede ser dicho. En efecto, las dos reglas fundamentales y com ­ plementarias que rigen el uso de la palabra en este salón son-, todo se puede decir y nada se debe decir directamente. La Duquesa llama a eso, con un tono peyorativo, «sus sorprendentes y periódicas exhibi­ ciones en público de ropa sucia», y Nanda, tan benévola com o neófita,

dice: «Nosotros discutimos todo, todo el mundo; siempre estamos disc utiendo acerca de nosotros mismos. (...) ¿Pero no cree usted que es el tipo de conversación más interesante?». Al mismo tiempo (lo uno permite lo otro), estas exhibiciones de ropa sucia pueden hacerse por­ que las cosas jamás son designadas por sus nombres, son solamente evocadas o sugeridas. De allí esta frase con valor axiomático en la boca de Mrs. Brook: «Después de todo, las explicaciones amainan las cosas»; de allí también su desolación cuando ella debe formular explícitamente un juicio («es horrible y vulgar hablar de ello, pero...»). A su vez, Mitchy constatará que mientras más difícil sea nombrar al objeto, más refinada será la conversación. «Las peores cosas parecen ser con toda certeza las mejores para desarrollar el sentido del lenguaje». El lenguaje por ex­ celencia es semejante al del Oráculo de Delfos, que ni dice ni calla sino que sugiere. Sin embargo, esta constante exigencia está en contradic­ ción con el objetivo de la actividad principal de todos estos personajes, la cual, ya lo vimos, consiste en pedir explicaciones. Todo ocurre com o si los personajes estuvieran animados por dos fuerzas contrarias y par­ ticiparan simultáneamente de dos procesos con valores opuestos: por un lado, movidos por la nostalgia de una aprehensión directa de las cosas, tratan de hacer transparentes las palabras, de atravesarlas para apresar la verdad; pero por otro, el posible fracaso de esta búsqueda está más o menos neutralizado por el placer que sienten en no decir la verdad, de condenarla para siempre a la indecisión. Uno de los acontecimientos principales relatados en L a e d a d d ifícil es, precisamente, el malestar que se ha creado en el salón por la in­ tervención perturbadora e inevitable de Nanda, la hija de Mrs. Brook, quien, no siendo ya niña, tiene derecho a bajar al salón, pero, no siendo aún una mujer, no debe escuchar todo. Nanda percibe al principio los aspectos positivos del acontecimiento. «Ahora podré bajar. Siempre ve­ ré la gente que viene. Esto es una gran cosa para mí. Quiero oír toda la conversación. Mr. Michett dice que debería, que eso ayuda a formar los jóvenes espíritus». Pero su madre ve solamente el reverso de esta intnisión: ella traerá una pérdida de la libertad del lenguaje, ella arniinará sus conversaciones, ¿y no es acaso esto lo más importante que poseen? Es lo que expresa de manera un poco torturada delante de Mr. Cashmore: «Ella [Nanda] siente que su presencia pone un freno a nues­ tra libertad de lenguaje», y, más cmdamente delante de Vanderbank: Cierto, hablaba del cambio de mi vida. Sucede que estoy hecha de tal m odo que mi vida tiene algo que ver con mi espíritu, y mi espíritu con mi conversación. Una buena conversación... ustedes saben qué impor­

tancia tiene para mi vida. También cuando uno debe deliberadamente volver pobre la conversación... quiero decir estúpida, llana, de quinto orden; cuando uno debe velar tal punto — por una razón com pletam en­ te ajena— no hay nada extraño en hacer a veces la confidencia de su molestia a un amigo.

Luego, Nanda juzga su situación con otros ojos: ¿No será que uno se convierte en un pequeño caño por donde todo corre? — ¿Por qué no dices de manera más graciosa, preguntó Mitchy, que eres una pequeña arpa eólica suspendida en la ventana del salón, vibrando según la corriente de la conversación?

Y en un lenguaje más directo, con Vanderbank: su madre, dice ella, du­ daba «que pudiéramos captar entre todos ustedes aquello que no sería biieno para nosotros», «el peligro de captar demasiado». En el prefacio del libro, redactado diez años después de la propia novela, Henry James cuenta que el conflicto de esta tensión era el germen mismo del libro. La e d a d difícil, escribe, es precisamente el estudio de uno de estos períodos, limitados o extensos, de tensión y de aprehensión, un estado de cuenta de la manera com o, en un caso particular, se ha tratado el resentimiento de la interferencia de las antiguas libertades-,

de la manera com o, «en un círculo de libre conversación, se debe tener en cuenta una presencia nueva e inocente, completamente inadapta­ da», es el relato de una «libertad amenazada por la inevitable irrupción del espíritu ingenioso». Sin embargo, James reconoce en el mismo prefacio, que este germen inicial fue opacado — hasta el punto de llegar a pasar inadvertido— por aquello que inicialmente estaba destinado a ser únicamente una forma de este tema, una manera de tratarlo y ela­ borarlo. Pero, al mismo tiempo, él observa que «su tema probablemente estaba condenado de antemano a una sobre-elaboración apreciable». Al menos que la «sobre-elaboración» nunca sea, en principio, posible. Es esto lo que Jam es llama una «verdad artística importante» surgida al final de su experiencia. La principal lección de mi exam en retrospectivo será de verdad una revisión minuciosa de toda esta pregunta: ¿para un objeto, qué es sufrir, si es que acaso se puede concebir que la sobre-elaboración sufra? Mi conciencia artística encuentra aquí un verdadero alivio en no reconocer ninguna huella de sufrimiento...

¿Quizás porque la elaboración puede convertirse en tema, y el tema en una manera de elaborar? Esta forma, esta manera de tratar el tema — la tensión creada en la conversación— , no es otra cosa distinta a una serie de conversaciones. En medio de la enorme familia de las novelas, La e d a d d ifíc il tiene el rasgo particular de estar escrita casi exclusivamente en diálogos; dicho de otro modo, esta novela tiende a confundirse con el drama, género que siempre fascinó a Henry James. Incluso, en el mismo prefacio, él explica bien el uso que deseaba hacer del diálogo. El ideal que quería alcanzar era hacer que el encuentro representado relatara por sí mismo toda su historia, que quedara encerrado en su propia presencia y que, sin embargo, en este pedazo de terreno marcado se convirtiera en algo por com pleto interesante permaneciendo perfectamente claro...

Ahora bien, ¿no es esto lo que ofrece la forma dramática? Y o me decía que la distinción divina de los actos residía en su ob ­ jetividad especial y preservada. A su vez, esta objetividad surgía, cuando alcanzaba su ideal, de la ausencia impuesta de toda mirada «por detrás», destinada a dar explicaciones y amplificaciones, arrancar migajas y pedazos de la gran boutique del ilusiones de «simple» narrador...

Lo que atrae a Jam es hacia la forma dialogada es su objetividad, la posibilidad de prescindir de todo narrador, o al menos de un narrador que sabe y explica. Esto podría objetarse diciendo que L a e d a d d ifícil tiene un narrador. Se nos recuerda su existencia aproximadamente cada diez páginas: es un «espectador», «observador» u «oidor», calificado según el caso de «advertido», de «iniciado» o «atento». A veces este es­ pectador es evocado de manera más detallada: «un observador dis­ puesto a interpretar la escena», se convierte en «el observador ingenio­ so que acabamos de sugerir», o «nuestro espectador perspicaz». O se puede suponer que «una persona que lo conociera bien habría encon­ trado esta escena, si esa persona estuviera aquí...». O si no uno imagina «una rápida vuelta del espejo que refleje toda la escena». En otras ocasiones, el narrador acepta jugar provisionalmente el rol de testigo: «Si lo hubiéramos visto, sin duda lo habríamos adivinado...»; o de manera aún más explícita aunque negativa: Como Mr. Van no pudo explicar más tarde a un curioso amigo el efecto que produjo en él el tono de estas palabras, su cronista sacó ventaja de

este hecho sin pretender una mayor comprensión, limitándose al contrario a la simple constatación del sonrojo apenas visible que las palabras produjeron en las mejillas de Mr. Van.

Finalmente, otras veces el narrador deplora la ausencia de tal testigo: «¿Estaba allí para obseivar si la joven lo había remarcado?», «la historia nunca lo sabrá». En todos los casos, este testigo permanente, aunque no sea constantemente mencionado, permanece indispensable y está implicado en la presentación de los acontecimientos relatados; el na­ rrador lo sabe: «el perspicaz observador que creemos co n sta n tem en te presente», «el testigo c o n tin u o de estos episodios» (el subrayado es mío). Este testigo, a quien es necesario imaginar (esta SLipuesta presencia hacía decir a Dostoyevski que un relato así era «fantástico», pues admitía la existencia de seres invisibles), no es sin embargo una instancia narrativa unificadora; el narrador ve pero no sabe. Se puede observar que los personajes mismos ya tienen una curiosa costumbre (la cual, por otra parte, contribuye a la dificultad de comprender sus palabras y provoca los requerimientos de explicación): ellos no se refieren a los otros con un nombre constante y conocido por todos, sino que los llaman con locuciones que varían de una circunstancia a otra, com o si no quisieran presumir nada en cuanto a la existencia de una identidad inmutable en el seno de cada ser, sino contentarse con registrar, cada vez, sus percepciones puntuales y sujetas al cambio. Así, la Duquesa, hablando a Mitchy de Carrie Donner, supuesta amante de Mr. Cashmore, la llama una vez «esta absurda y pequeña persona»; otra vez, «la encantadora muestra del buen gusto de Mr. Cashmore que tenemos bajo nuestra mirada»; una tercera vez, «esta víctima de injustas calum­ nias»; pero nunca la llama por su nombre: la pobre Mrs. Donner tiene dificultad en tener una entidad. ¡Cuán inestable se vuelve uno al pasar, no sólo de un instante al otro, sino de la mirada de una persona a la de otra! Es esto lo que hace exclamar a Nanda: «Somos en parte el resultado de los otros», y a Vanderbank: «Nos vemos nosotros mismos reflejados». Ahora bien, el propio narrador ha elegido lo mismo al no llamar a sus personajes de manera uniforme: una vez será Vanderbank, otra el viejo Van, una tercera Mr. Van, dependiendo de que éste sea percibido por tal o cual persona, en tales y cuales circunstancias, y de que el narrador mismo no posea ninguna percepción que le sea propia; de hecho, son nuevamente los personajes los que perciben, incluso si el narrador es quien habla. Mrs. Brook se convierte en el «objeto de este elogio» luego de una réplica de Vanderbank, «la com pañera de Nanda»,

durante una conversación con su hija. Mr. Cashmore, en una ocasión en que es enfrentado en relación a su esposa, es llamado «el esposo de su Señoría»; en otra oportunidad, esta vez en relación a su amante, es llamado «el visitante de Mrs. Brook». Según el tono de las réplicas

que además se trata de conversaciones bien particulares: ellas no evo can acontecimientos exteriores, sino que se confonnan con ser el pro pió acontecimiento. Es como si la palabra-relato y la palabra-acción n fueran más los aspectos complementarios de una actividad única: la palabra aquí no cuenta nada. Las conversaciones forman la historia pero no la relatan. Pero nuevamente esto no es suficiente. Lo que uno cree ser guión último de esta historia —Nanda y Mrs. Brook enamoradas de Vander bank, éste, pobre, queriendo casarse con una mujer rica pero a quien él pueda amar, la evolución de los sentimientos de Mr. Longdon por Nanda— se lleva a cabo delante de nosotros y sin embargo tenemos la impresión de poseer una visión indirecta de ello. No se trata sola mente de que la regla general de esta sociedad, como ya lo vimos en profundidad y en detalle, sea la de nunca nombrar las cosas sino suge­ rirlas. La dificultad es más esencial, y es lo que justifica que sea a la vez el tema de las conversaciones y el principio constructivo de la novela. Paso a paso, hemos sido llevados de los casos más simples, en los cuales se podía encontrar, sin dificultad, más allá de la expresión indi recta, el sentido consistente y directo, a las palabras indeterminadas ele las cuales sabemos qué significan, pero también que no alcanzaremos nunca a interpretarlas con toda ceiteza. Recíprocamente, en esta novela hay hechos y acciones que podemos reconstituir sin vacilar un instante, pero hay otros que jamás podremos establecer. Y quizás por esta sola razón nos parecen los más importantes; lo oblicuo ha alcanzado tal grado que ya no lo es más: las amarras entre las palabras y las cosas no están ni flojas ni apretadas; han sido cortadas. El lenguaje funciona en un espacio que siempre permanecerá lingüístico. No se trata de que a los personajes les falte sinceridad, o que no traten de formular ninguna opinión sobre nada ni nadie. Ellos lo hacen; sin embargo no podemos confiar en sus palabras porque hemos sick > privados de la medida de la verdad. «Para Mr. Longdon, la verdad era difícil decirla»; y él no es el único. Las palabras indirectas que intercam­ bian los personajes nos han empujado dentro de un movimiento cuya violencia deja bien atrás las alusiones que le servían de punto de par tida. Toda palabra se encuentra bañada de una sospecha ontológica, y simplemente ya no sabemos si conduce a una realidad y, en caso de

hacerlo, a cuál. La simbolización y la inferencia podían ser portadoras ilc información segura en un mundo en el que ellas se encontraban enmarcadas por la palabra directa o al menos por los instrumentos que pennitían verificar la interpretación. Pero es ésta precisamente la proeza técnica de James en La ed a d difícil: la información directa no es simplemente predominante en este libro, es la única presente; alcan­ zando un grado extremo, cambia de naturaleza: deja de ser informa­ ción. El lector, entonces, está más que nunca implicado en la consIrucción de la ficción, y no obstante, él descubre durante el trayecto que esta construcción no podía llevarse a término. La relación del lenguaje con el mundo es ambigua, y ésta es también la posición de Henry James en cuanto a esta relación. En alguna parte escribe —nunca hizo otra cosa— una novela social y realista sobre el amor y el dinero, es decir, sobre el matrimonio. Pero las palabras no atrapan a las cosas. Sin embargo, lejos de sufrir —y en eso se asemeja bastante a sus personajes, convirtiéndose así La ed a d difícil en una alegoría de las ficciones— , James se deja llevar poco a poco por el placer que descubre en esas frases que suscitan, hasta el infinito, otras frases, en estos personajes que provocan, por sí mismos, la aparición de sus dobles y sus contrarios, en sus acciones, hijas de la simetría y la proporción. Quien manipula palabras poseerá sólo palabras: esta constatación adquiere en James el color de dos sentimientos opuestos, el remordimiento de haber perdido el mundo, la alegría ante la proli­ feración autónoma del lenguaje. Y sus novelas son la encarnación de esta ambigüedad. Proust también cuenta, en En busca del tiempo perdido, cómo sus personajes descubren que las palabras no dicen forzosamente la ver­ dad. Pero este descubrimiento (de que el lenguaje directo es insuficien­ te) está allí para conducir a una conciencia feliz del poder expresivo del lenguaje del cuerpo o de aquello que tiene lugar en lo verbal: el lenguaje figurado e indirecto. En Proust, la decepción que se produce en la superficie está compensada por la felicidad que procura el acceso a la profundidad. El lenguaje indirecto es el único verídico —lo cual es ya mucho, pues al menos la verdad existe. La semejanza con James es entonces sospechosa: sabemos bien que la palabra de los personajes de La ed a d difícil es indirecta, pero jamás alcanzamos la verdad profunda. Aqvií, el desencanto que acontece en la superficie nos remite a otra cosa (es por ello que el lenguaje es indirecto), pero esta otra cosa es nuevamente una superficie, ella misma sujeta a la interpretación. James no nos conduce hacia una nueva interioridad, como lo harán

después Proust y Joyce, sino hacia la ausencia de toda interioridad, es decir, hacia la abolición de las oposiciones mismas entre lo interior y lo exterior, la verdad y la apariencia. Toda la constmcción de La ed a d difícil (no solamente la de los personajes) descansa en la oblicuidad, en la indirectness, como si ésta encarnara no únicamente la regla de una sociedad excepcional sino simplemente la regla: ya uno .se encuentra, para siempre, en lo indi­ recto. En su prefacio, James describe su proyecto de la siguiente ma­ nera: Tracé en una hoja ele papel el elegante diseño de un círculo com puesto de una serie de pequeños círculos colocados a igual distancia alrededor de un objeto central. El objeto central era la situación, mi objeto en sí; de aquí se justificaría el título, y los pequeños círculos representarían varias lámparas separadas, com o me gustaba llamarlas, cada una de ellas iluminando con toda la intensidad requerida alguno de los aspectos de ese objeto. Dado que yo lo había dividido en aspectos. (...) Cada una de mis «lámparas» sería la luz de un «encuentro mundano» sobre la historia y las relaciones de los personajes concernientes, y manifestaría en toda su plenitud los colores latentes de la escena en cuestión, llevándola a ilustrar, hasta el último detalle, su contribución a mi tema.

En verdad las cosas son más complicadas. La novela está dividida en treinta y ocho capítulos que corresponden, cada uno, a una escena teatral: los mismos personajes conversan desde el comienzo hasta el final. Pero sobre esta división se inserta otra: una división en diez libros: semejantes a los actos de una obra de teatro, éstos se caracterizan por la unidad de lugar, de tiempo — aunque de un modo más ligero— , y sobre todo, llevan títulos (lo que implica una unidad de acción). Estos títulos son los nombres de los personajes; no necesariamente de los que participan en la conversación (así, el primer libro se titula «Lady Julia», estando este personaje ausente del libro), sino más bien de aquellos que se encuentran iluminados por la conversación y que, a su vez, la determinan. Finalmente, estos diez libros-personajes iluminan al tema central del título.- la edad del malestar. Así, estamos en presencia de un perfecto sistema solar (James habla de luz): un centro, diez grandes cuerpos a su alrededor, cada uno custodiado por tres o cuatro satélites-capítulos. Pero este sistema solar tiene una particularidad sor­ prendente que perturba el sentido mismo de la comparación: en lugar de ir del centro a la periferia, la luz sigue el camino inverso. Son los satélites quienes iluminan a los planetas, y éstos envían la luz, ya in-

directa, al sol. Así, este sol permanece bien negro y el tem a en sí impalpable. Podría admirarse la interpenetración infinita de todos los elementos que forman el sistema de la novela. James mismo, fiel representante aunque tardío de la estética romántica, describía, en su prefacio, los resultados de su trabajo de esta manera: H acer esto nos ayuda a ver, felizmente, que la pesada diferencia entre sustancia y forma en una obra de arte realmente trabajada se derrumba de manera remarcable. (...) Ellas están separadas antes del acto, pero el sacram ento de la ejecución las une indisolublemente. (...) La cosa, una vez hecha, es artísticamente una fusión; si no, no ha sido realizada. (...) H acer esto ayuda a probar, bajo la luz del resultado global, que tal valor, tal efecto, forma parte de mi tema, y que este otro valor, este otro efecto, pertenece a mi elaboración, ayuda a probar que no los he revuelto, co n un arte consum ado, com o debe hacerlo el prestidigitador que pretendo ser. Admito que soy com o el fanfarrón que grita delante de su tarantín de feria.

En efecto, ¿qué podemos imaginar más armónico que este estudio de la palabra realizado a través del uso mismo de la palabra, que esta manera alusiva de evocar la alusión, que este libro oblicuo sobre la oblicuidad? Creo que La e d a d difícil es una de las novelas más importantes de nuestra -época» y uno de los libros ejemplares, no única y exactamente por la perfecta fusión de «forma» y «contenido», que cumplen también otras obras, y que uno no sabe con toda certeza por qué es necesario admirarlas. Yo la compararía más bien con las grandes novelas que le siguieron y que son mucho más veneradas por nuestra modernidad, y esto, porque ella explora a fondo una vía abierta por el lenguaje pero desconocida por la literatura, porque ella lleva esta exploración más lejos de lo que hasta entonces se había realizado, de lo que hasta ahora se ha hecho. La ed a d difícil es un libro ejemplar porque, más que expresarlo, es una figura de lo oblicuo del lenguaje y de lo indecible del mundo. De este modo podemos responder a la pregunta formulada inicialmente: ¿acerca de qué habla La e d a d difícil ?: de lo que significa hablar, hablar acerca de cualquier cosa.

Ma sagesse cst aussi dcdaignée q u e le chaos. Q u ’est mon néant au/)res d e la siit[>cur qu e vous attend? Rimbaud, Vies I 1

El v e r d a d e r o problema de las Ilum inaciones no es eviden­ temente cronológico; es semántico: ¿de qué hablan estos textos enig­ máticos, qué quieren decir? Siendo la literatura sobre Rimbaud tan particularmente abundante, no podemos dejar de volver sobre ella, para buscar una respuesta. Y, a pesar de que la mayoría de los autores se hayan interesado más en los viajes a Inglaterra o a Harrar, en las experiencias homosexuales y de drogas, que en el sentido de sus textos, existe no obstante un buen número de estudios consagrados a la interpretación de las Iluminaciones. Sin embargo, al leerlas, tengo la impresión de que en general se quedan rezagadas, o que inmediata­ mente van más allá del problema real que propone este conjunto de «poemas en prosa». Para situar mi propia reacción frente al texto, voy entonces a resumir rápidamente las distintas actitudes que él ha sus­ citado en el pasado y a explicar por qué me dejan insatisfecho. Llamaré crítica «evemerísta»a la primera forma de reacción frente al texto de Rimbaud, la cual, desde mi punto de vista, no puede ser cali­ ficada verdaderamente de «interpretación». Evemero, autor de la Anti­ güedad, leía a Homero como una fuente de información sobre las per­ sonas y los lugares descritos en la epopeya, como un relato verídico y no imaginario; instantáneamente, la lectura evemerísta atraviesa el

texto buscando los índices de un mundo real. Aunque nos sorprenda, el texto de Rimbaud, aparentemente tan poco referencial en su inten­ ción misma, ha sido frecuentemente leído como una fuente de infor­ mación sobre la vida del poeta. Esto es aún más peligroso ya que esta vida permanece, en gran medida, ignorada, siendo los textos poéticos la única fuente de la cual disponemos para conocerla: la biografía está construida a partir de la obra, sin embargo, se tiene la impresión de que la obra se explica a través de la vida. Esto puede juzgarse tomando como ejemplo uno de los textos más fáciles de comprender en las Iluminaciones. «Ouvriers» [-«Obreros»]. La expresión «chande matinée de février» [«cálida mañana de febrero»], y la indicación de que el lugar de la acción no es el Sur, provocan el siguiente comentario de Antoine Adam: «Nos encontramos en un país del Norte, en febrero, y la temperatura es clemente». Pero, entre 1872 y 1878, la temperatura fue especialmente suave en este último año (la temperatura media en Oslo fue de -0,7°). Se habla de un viaje de Rimbaud a Hamburgo en la primavera de 1878, y esta indicación va­ ga, ligeramente modificada, podría coincidir con el poema «Ouvriers». A esto responde Chadwick que el poema está fechado en febrero de 1873 ya que el Times menciona inundaciones ocurridas en Londres durante el mes de enero, y que el texto habla también del agua «laissée par l’inondation du mois précédent» [un charco restante de la inunda­ ción del mes anterior]. Así, los críticos deben probar un ingenio digno de Sherlock Holmes, consultando el calendario de los sucesos meteoro­ lógicos durante una década; y sin embargo, ellos no están en capacidad de confirmar sus hipótesis a causa de la información inicial tan pobre, aunque ésta esté «ligeramente modificada». Pero, evidentemente, el problema no reside allí. Aunque las indica­ ciones del texto concuerden con la historia meteorológica, aunque el paso de lo uno a lo otro sea de lo más peligroso, implica el olvido de la diferencia más elemental: aquélla entre la historia y la ficción, entre lo documental y lo poético. ¿Y si Rimbaud no estuviera hablando de una inundación real, de un invierno caliente qLie en realidad no ocu­ rrió? El hecho de que uno pueda hacerse esta pregLinta y que la res­ puesta sea positiva, vuelve toda la erudición de Adam o de Chadwick impertinente. Para saberlo, era suficiente leer lo que el mismo Rimbaud había escrito: «Ta mémoire et tes sens ne seront que la nourriture de ton impultion créatrice» («Jeunesse IV») [«Tu memoria y tus sentidos sólo serán el alimento de tu impulso creador» («Juventud IV»)]. Sin embargo, supongamos que el texto describe con certeza la vida

de Rimbaud. Vacilo en dar el nombre de interpretación a tal constatación porque ella es, en rigor, una contribución al conocimiento de la biografía del poeta; en nada explica su texto. El «satanique docteur» [ese doctor satánico] de «Vagabonds» [«Vagabundos»] quizás se refiere a Verlaine, como lo han repetido hasta el cansancio todos los comentaristas luego del propio Verlaine; y el agua, «large comme un bras de mer» [ancha co­ mo un brazo de mar], en «Les ponts» [«Los puentes»], puede que sea una descripción del Támesis, como desea por ejemplo Suzanne Bernard; pero no se explica el sentido del texto identificando (suponiendo que esto se haya logrado) el origen de sus elementos. El sentido de cada pala­ bra y de cada frase se determina únicamente en relación con las otras palabras y las otras frases del mismo texto. Me siento incómodo al tener que enunciar tal evidencia; no obstante, ella no parece existir para los comentaristas de la obra de Rimbaud. De este modo, cuando, a propó­ sito de «Royauté» [«Realeza»], otro de los textos particularmente transpa­ rentes de las Ilum inaciones, S. Bernard anota lo siguiente: «El texto, dado el estado actual de lo que sabemos, permanece oscuro», me parece que su interés queda fuera de cuestión: ningún descubrimiento fortuito, ninguna clave biográfica, clarificará este texto (por otra parte él no tiene necesidad de ello), pues el pretexto que alimentó la «memoria» y los «sen­ tidos» no contribuye con la tarea de establecer el sentido. La crítica etiológica representa la segunda actitud frente al texto de Rimbaud. Aquí, nuevamente, no se puede hablar verdaderamente de «in­ terpretación»: más que buscar el sentido del texto, la interrogante recae sobre las razones que empujaron a Rimbaud a expresarse de ese modo. Ui transparencia referencial cede aquí su lugar a una transparencia orientada hacia el autor, cuyo texto no es propiamente su expresión sino su síntoma. La explicación más común es la siguiente: Rimbaud escribe estos textos incoherentes debido a las drogas; Rimbaud escribe bajo el estímulo del haschish. Es cierto que algunos poemas, por ejemplo «Matinée d’ivresse» [«Mañana de embriaguez»], pueden dar la impresión de ser la descripción de una experiencia con las drogas. Sin embargo, ello no es evidente; pero aun siéndolo, no agregaría nada a nuestra com­ prensión del texto. Decirnos que Rimbaud había consumido haschish cuando escribió tal poema, es una información tan poco pertinente para la interpretación de este texto como decir que escribía en su bañera, con una camisa rosada o con la ventana abierta. A lo sumo, ella contribuye con una fisiología de la creación literaria. La pregunta que debe hacerse al leer «Matinée» o algún otro texto parecido no es si su autor estaba o no drogado, sino cómo leer ese texto sin renunciar a la búsqueda del

sentido. ¿Cómo reaccionar delante de esta incoherencia o de esta apa­ rente incoherencia? De la crítica etiológica surgen comentarios que dicen que la extrañeza de este texto se debe a que él describe un espectáculo de ópera, un cuadro o un grabado; o, como afirma Delahaye a propósito de «Fleurs» [«Flores»], que Rimbaud está acostado sobre la hierba al borde de un estanque y observa de cerca las plantas; por su parte, Thibaudet imagina, en «Mystique» [«Místico»], un caminante agotado, tendido boca arriba y mirando el cielo. Nuevamente, el crítico aquí se conforma con identificar (y de qué manera tan problemática) la experiencia que habría incitado a Rimbaud a escribir este texto; no se pregunta qué significa. Sin embargo, tal afirmación puede transformarse en una in­ terpretación con la condición de que hable no del cuadro que vio Rimbaud sino del que pinta su propio texto; es decir, con la condición ele que hable del efecto pictórico y no de su pretexto. Las otras dos actitudes críticas que quisiera aquí distinguir restable­ cen cierta interpretación: explican el sentido o la organización del texto. Sin embargo, lo hacen de un modo que me parece elimina lo más característico de las Iluminaciones, olvidando así lo más importante de su mensaje. El caso es relativamente simple con la crítica esotérica. Como todo texto oscuro, las Ilum inaciones recibieron numerosas in­ terpretaciones esotéricas que vuelven todo claro: cada elemento del texto, o al menos cada elemento problemático, se ve reemplazado por otro, extraído de una variante cualquiera del simbolismo universal, desde el psicoanálisis hasta la alquimia. El extraño «hijo del sol» de «Vagabundos» sería la unidad, el amor o el faraón; el arco iris de «Des­ pués del diluvio», el cordón umbilical; y las «Flores», la pura sustancia contenida dentro del metal. Estas interpretaciones jamás podrán ser ni confirmadas ni desmentidas, de allí su poco interés. A esto se agrega el hecho de que ellas traducen el texto trozo a trozo, sin tomar en cuenta su composición y tampoco que el resultado final, perfectamente claro, no permite explicar la oscuridad inicial; ¿qué necesidad tuvo entonces Rimbaud de ponerse a cifrar pensamientos con tan poco relieve? La cuarta y última actitud frente al texto de Rimbaud merece el nombre de crítica paradigm ática. Aquí se parte del postulado, explí­ cito o implícito, de que la continuidad está desprovista de significación; de que la tarea del crítico consiste en aproximar elementos del texto más o menos alejados para mostrar así su similitud, su oposición o su parentesco; en una palabra, que el paradigma, a diferencia del sintag­

ma, es pertinente. Como cualquier otro, el texto de Rimbaud se presta a estas operaciones, ya sea en el plano temático, semántico-estructLiral, o en el gramatical y formal. Sólo que, como resultado, ya no hay nin­ guna diferencia de estatus entre las Ilum inaciones y, justamente, cualquier otro texto. Esto ocurre porque el crítico paradigmático trata todos los textos como si fueran las Ilum inaciones, desprovistas de orden, de coherencia y continuidad, ya que, aunque las encontrara, no las tomaría en cuenta, y en su lugar, exigiría el orden paradigmático por él descubierto. Pero aquello que ya podía ser puesto en cuestión en el análisis de otros textos (el postulado de la no pertinencia de la dimensión sintagmática, de la continuidad discursiva y narrativa) pro­ duce un resultado inadmisible en el caso de las Iluminaciones, pues no disponemos de otro medio para revelar el rasgo más sorprendente de este texto: su aparente incoherencia. Resultado de haber tratado todos los textos como si fueran las Iluminaciones, el crítico paradig­ mático ya no puede decir en qué se diferencian las Ilum inaciones de los otros textos. Frente a estas diversas estrategias críticas, quisiera formular otra posición que, me parece, es reclamada imperiosamente por el texto de las Iluminaciones. Ella consiste en tomar seriamente en cuenta la dificultad de la lectura; en considerarla, no como un accidente del trayecto, como una falla fortuita de los medios que deberían llevarnos a su sentido último, sino en convertirla en el objeto mismo de nuestro examen; consiste en preguntamos si el principal mensaje de las Ilu­ m inaciones reside más que en un contenido establecido a través de las descomposiciones temáticas o sémicas, en el modo mismo de la apa­ rición (o tal vez desaparición) del sentido. Colocándose en otro nivel, esta otra posición consistiría en saber si la explicación del texto debe ceder el paso, en el caso de las Iluminaciones, a una com plicación del texto, la cual pondría en evidencia la imposibilidad principal de llevar a cabo toda «explicación». Cuando el texto de Rimbaud evoca un mundo, al mismo tiempo el autor toma todas las precauciones necesarias para hacernos compren­ der que ese mundo no es verdadero. Serán seres o acontecimientos sobrenaturales o mitológicos, como la triple metamorfosis en «Bottom», la diosa de «Aurora», los ángeles de «Místico», o el ser andrógino de «Antiguo»; objetos y lugares que alcanzan dimensiones nunca vistas: «Esa cúpula es un armazón de acero artístico de unos quince mil pies de diámetro» («Ciudades II»), «Los cien mil altares de la catedral» («Después del diluvio»), la villa y sus dependencias, las cuales forman

un promontorio tan vasto como Arabia («Promontorio»), o los innume­ rables puentes de formas diversas («Los puentes»), O más simplemente, objetos físicamente posibles pero hasta tal punto inverosímiles que uno renuncia a creer en su existencia, como ocurre con las avenidas de cristal en «Metropolitano», con las avenidas de teatros en «Escenas», con la catedral en medio del bosque («Infancia III») y los «Chalets de cristal y de madera que se deslizan sobre poleas y rieles invisibles» («Ciudades I»), con el piano en los Alpes y el Hotel Espléndido en la noche polar («Después del diluvio»). Cuando surgen las indicaciones geográficas para aplacar aparente­ mente la pasión de Evemero y permitir así identificar los lugares de los cuales se habla, Rimbaud, con cierta ironía, mezcla intencionalmente los países y los continentes. El fabuloso promontorio recuerda el Epiro y el Peloponeso, Japón y Arabia, Cartago y Venecia, el Etna y Alema­ nia, Scarborough y Brooklyn, y, como si no fuera suficiente, «Italia, América y Asia» («Promontorio»), El ídolo es al mismo tiempo «mejicano y flamenco», los barcos tienen nombres «griegos, eslavos y célticos» («Infancia I»); las aristocracias son alemanas, japonesas y guaraníes («Metropolitano»); Alemania, los desiertos tártaros, el Celeste Imperio, Africa e incluso los «Occidentes» se unen en «Noche histórica». ¿Dónde se encuentra el país que describen estos textos? Esto es precisamente lo que no aclararán ni los eruditos de Java ni los especialistas de Inglaterra. A menudo, una frase o una palabra del texto dice, abiertamente, que la cosa descrita es solamente una imagen, una ilusión, un sueño. Los puentes inverosímiles desaparecen con la luz del sol: «Un rayo blanco, al caer de lo alto del cielo, aniquila esta comedia» («Los puentes»), y las coordenadas de las fabulosas ciudades han sido bien dadas: «¿Qué buenos brazos, qué hora feliz me devolverán esa región de donde proceden mis sueños y mis menores movimientos?» («Ciudades I»). Los seres evocados en «Metropolitano» son «fantasmagóricos». Para Rim­ baud, el sueño no es ya un elemento temático, como lo era para Baudelaire por ejemplo, sino más bien un operador de la lectura, una indicación de la manera como debe interpretarse el texto que está ante nosotros. Los personajes de «Desfile» se visten «con el gusto por la pesadilla», y las montañas de «Ciudades I» son también «de ensueño»; «postillón y bestias de ensueño» atraviesan el «Nocturno vulgar», y también es del sueño que habla «Vigilias». Además, desde hace tiempo se ha resaltado el vocabulario teatral, «operático» de las Iluminaciones. En lugar de ver en ello la prueba de que Rimbaud, durante su estadía

en Londres frecuentaba la ópera, ¿no debemos más bien ver en ello el índice del carácter ficticio, ilusorio del objeto acerca del cual estamos hablando? ¿Acaso no es su inexistencia lo que caracteriza a tantos otros objetos evocados, las «melodías imposibles» de «Noche histórica», las «posadas que ya no abren más para siempre» («Metropolitano»), y los parques de castillos invisibles, en los cuales, «Por lo demás, no hay nada que ver allí dentro» («Infancia II»)? Todos los parajes de las Ilum inacio­ nes, no solamente las ñores árticas de las cuales se habla en «Bárbaro», merecen este comentario incisivo y definitivo: «lillas no existen». Pero aun la indicación del carácter ficticio del referente es la manera más convencional de poner en cuestión la capacidad del texto de evocar un mundo. Al lado de esta descalificación del referente se observa de hecho una acción, mucho más insidiosa, sobre las aptitudes referenciales del propio discurso. Los seres designados por el texto de las Ilum inaciones son esencialmente indeterminados: no sabemos ni de dónde vienen ni adonde se dirigen, y el choque es aún más grande porque Rimbaud no parece incluso darse cuenta de esta indetermina­ ción, empleando así el artículo detemiinado para introducir a estos seres. Las piedras preciosas, las flores, la gran avenida, los estantes, los circos, la leche, los castores, los masagranes, la gran mansión, los niños en luto, las maravillosas imágenes, las caravanas: tantos seres surgen (en «Después del diluvio»), Linos al lado de otros, sin que sepamos nada de ellos, sin que, al mismo tiempo, el poeta perciba miestra ignorancia, pues él habla de ellos como si nosotros estuviéramos al tanto. ¿Cómo saber, sin más detalles, sin otra indicación, lo que son los «boquetes operádicos», «jadear por la tormenta», las «sofocantes espesuras», «rodar sobre el ladrido de los dogos» («Nocturno vulgar»)?; «la doncella de labios de naranja» («Infancia I»), «los animales pacíficos» («Infancia IV»), el «anciano solo, tranquilo y hermoso» («Frases»), «la música de los anti­ guos» («Metropolitano»), «las savias ornamentales» («Fairy») y tantos otros objetos parecen evocar algo preciso que, dada la ausencia de una información complementaria, nosotros ignoramos y difícilmente pode­ mos imaginar: estos objetos son percibidos en el lapso infinitesimal de una iluminación. Tomados aisladamente, cada uno de los objetos evocados es inde­ terminado, como consecuencia de la evocación tan breve y fulgurante. Se busca entonces establecer una determinación relativa entre los objetos, o lo que es lo mismo, entre las paites del texto. Y es aquí que el choque resulta violento: las Ilum inaciones erigieron la discontimiidacl como su regla fundamental. Rimbaud hizo de la ausencia de

organización el principio de organización de estos textos; y este principio funciona en todos los niveles: desde la totalidad del poema hasta en la combinación de dos palabras. Por ejemplo, esto es evidente en las relaciones entre los párrafos: no las hay. Suponiendo por ejemplo que cada párrafo de «Metropolitano» sea resumido por el sustantivo que lo cierra — lo cual no dejaría de ofrecer problemas— , ¿qué relación une en el seno del mismo texto a la «ciudad», «la batalla», «el campo», «el cielo», «tu fuerza»? O en «Infancia I», ¿qué justifica el pasaje del ídolo a la niña, a las danzas y a las princesas? Todos los textos de las Ilum inaciones, no solamente eí que lleva ese nombre, podrían llevar este título sig­ nificativo: «Frases». Uno podría decirse que el cambio de párrafo señala al menos un cambio de tema justificando así la ausencia de continuidad. Pero las proposiciones, en el seno del párrafo, e incluso en una misma frase, se acurmilan de la misma forma desorganizada. Leamos el tercer párrafo de «Metropolitano» ya aislado de sus vecinos: Levanta tu cabeza: ese puente de madera, arqueado; las últimas huertas de Samaría; esas máscaras coloreadas bajo el fanal azotado por la noche fría; la ondina tonta de la túnica clam orosa, en la orilla del río; los cráneos luminosos en los plantíos de guisantes — y las otras fantas­ magorías— , el campo.

Pero, ¿qué une a todas estas fantasmagorías en el seno de la misma frase? ¿Qué permite encadenar, en el seno del mismo párrafo, «Los castores construyeron sus cuevas. Los ‘masagranes’ humearon en las tabernas» («Después del diluvio»)? No se sabe si uno debe sorprenderse ya sea por la incoherencia de la ciudad descrita («Ciudades I»), o por la del texto qLie la describe, el cual yuxtapone, en el mismo párrafo, chalets, cráteres, canales, gargantas, precipicios, avalanchas, el mar, las flores, cascadas, el suburbio, las cavernas, los castillos, los pueblos, la avenida de Bagdad, etc. Los instmmentos del discurso destinados a asegurar la coherencia —los pronombres anafóricos y deícticos— fun­ cionan aquí en contrasentido: «Flores mágicas tarareaban. Los taludes lo mecían» («Infancia II»): pero, ¿a quién mecían?; «como te son indi­ ferentes estas desventuradas y estas maniobras» («Frases»): ¿pero ciiáles? O «esa atmósfera personal», «¡la turbación de los pobres y los débiles sobre esos proyectos estúpidos!» («Noche histórica»): pero antes no se ha mencionado ninguna atmósfera ni ningún proyecto. Las conjunciones que expresan relaciones lógicas (por ejemplo de causalidad) son raras en el texto de las Iluminaciones-, muy poco las

echamos de menos al damos cuenta de que cuando aparecen es difícil justificarlas y comprenderlas. Al contrario del «maestro en sintaxis» que es Mallanné, Rimbaud es un poeta lexical; él yuxtapone palabras que, lejos de toda articulación, conservan cada una su propia insistencia. Las únicas relaciones entre acontecimientos y frases cultivadas por Rim­ baud son de copresencia. Así, todas las acciones heterogéneas, rela­ tadas en «Después del diluvio», están unificadas en el tiempo, pues ellas ocurren tan pronto como «la idea del Diluvio se hubo asentado»; las de «Noche histórica» suceden en «cualquier noche»; en «Bárbaro», «Mucho después de los días y las estaciones». Más todavía, están las de copresencia en el espacio; el ejemplo más claro sería el de «Infancia III», en el cual el complemento circunstancial de lugar con el cual comienza el texto, «En el bosque», permite encadenar en seguida un pájaro, un reloj, una hondonada, una catedral, un lago, un cochecito y una compañía de pequeños comediantes. A menudo, la copresencia espacial está subrayada por las referencias explícitas al observador, cuya posición inmóvil está implicada por adverbios relativos como «a la izquierda», «a la derecha», «arriba», «abajo». «A la derecha, el alba estival despierta... y los terraplenes de la izquier­ da...» («Huellas»), «A la izquierda, la tierra del borde... Detrás del borde de la derecha... Y, mientras la banda superior... allá abajo...» («Místico»). «En una falla en la parte superior del cristal de la derecha...» («Nocturno vulgar»). «La muralla frente al que vela» («Vigilias II»). Así pues, se tiene la impresión de que se trata de la descripción de un cuadro llevada a cabo por un observador inmóvil que lo examina con cuidado; y la palabra «cuadro»2 aparece en «Místico» de la misma manera como la palabra «imagen» en «Nocturno vulgar»; pero se trata de imágenes pro­ ducidas por los textos: la inmovilidad descriptiva inexorablemente evoca a la pintura. Las frases nominales producen el mismo efecto de inmovilidad, de pura copresencia espacial y temporal, y este tipo de frases son abundantes en las Iluminaciones, ya sea ocupando posicio­ nes estratégicas particularmente importantes en el texto, como en «Being Beauteous», «Vigilias II», «Fiesta de invierno», «Noche histórica», «Angustia», «Fairy», «Nocturno vulgar», «Infancia II», «Mañana de embria­ guez», «Escenas», ya sea invadiendo enteramente el texto, como en «Bárbaro», «Devoción», «Huellas», «Partida», «Vigilias III». No debe entonces uno sorprenderse del hecho de que estos textos se presten tan eficazmente a una aproximación «paradigmática»: dada la ausencia de relaciones explícitas, uno deja esta cuestión a un lado; ausente la sintaxis, uno se vuelve hacia las palabras buscando sus

relaciones, como bien pudo hacerse a partir del simple léxico. De este modo Suzanne Bernard evoca con razón la forma musical cuando habla de un texto tan ininteligible como «Bárbaro» (los poemas de Rimbaud invocan el vocabulario de la pintura y de la música, como si ellos no estuvieran hechos de lenguaje): la misma frase se repite tres veces, al principio y al final; los sustantivos alrededor de cada párrafo se encuentran reunidos en una exclamación común: «¡Oh Dulzuras, oh mundo, oh música!». Uno no puede evitar sorprenderse ante las modu­ laciones repetidas en «Nocturno vulgar», en «Genio» o en «A Lina razón», por el rígido paralelismo gramatical que domina textos como «Devo­ ción», «Infancia III», «Partida», «Vigilias I» «Genio». Lo mismo sucede en el plano semántico-, se puede tener la más grande dificultad para saber qué quiere decir el texto de «Flores», pero no pueden ignorarse sus series de términos tan homogéneas, las cuales corresponden con la casi totalidad del texto: las materias preciosas (oro, cristal, bronce, plata, ágata, caoba, esmeraldas, rubíes, mármol), las telas (seda, gasas, tercio­ pelo, satén, tapices), los colores (gris, verde, negro, amarillo, blanco, azul). No se sabe qué une en el plano referencial a estas personas, pero ellas nos sorprenden en tanto enumeración de un paradigma femeni­ no: un ídolo, una niña, damas, niñas, gigantes, negras, jóvenes madres, grandes hermanas, princesas, pequeñas extranjeras... («Infancia I»). Pe­ ro, ¿no es demasiado sencillo regocijarse ante la coincidencia entre un método que se muestra desinteresado por la continLiidad y un texto que la ignora? Tanta facilidad debería inquietarnos. El ataque contra la sintaxis es particularmente ostentoso cuando alcanza la proposición. La audaz alianza que practica Rimbaud (del tipo «Aguas y tristezas», «Después del diluvio») es bien conocida. En él los géneros literarios se combinan con objetos y seres materiales. «Todas las leyendas evolucionan y los alces irrumpen en los poblados» («Ciu­ dades I»). «El seno de los pobres, y las leyendas del cielo» («Fairy»), «En esos planos se encuentran lunas y cometas, mares y fábulas» («Infancia V»). Más todavía, en «Después del diluvio», «las églogas en suecos gruñir en el vergel». Aun sin pasar de lo abstracto a lo concreto, la distancia continúa siendo grande y la coordinación problemática: «En venta... el movimiento y el porvenir...» («Saldo»), «están los santos, los velos, y los hilos de armonía, y los cromatismos legendarios», «Después un baile de mares y de noches conocidos, una química sin valor, y melodías imposibles» («Noche histórica»), «Es el afecto y el presente», «Atrás estas supersticiones, estos antiguos cuerpos, estas habilidades y estas edades» («Genio»), etc. La cima de este abandono de la sintaxis es la pura

enumeración ya sea de sintagmas, como ocurre en -Juventud III» o en una de las «Frases»: Una mañana nublada, en julio. Un sabor de cenizas vuela por el aire; — un olor a madera que suda en el lbgón, — las flores anegadas, — el destrozo de los caminos, — la escarcha de los canales por los cam pos, — ¿por qué no ya los juguetes y el incienso?

o de palabras aisladas, como en el segundo párrafo de «Angustia» (¡Oh palmas!, ¡diamante! — ¡Amor!, ¡fuerza! — ¡más alto que todas las alegrías y glorias! — de todas maneras, en todas partes: — Demonio, dios — juventud de este ser: ¡yo!)

Puede verse cómo se engrandece el rol que juega la discontinuidad al descender de las grandes unidades a las pequeñas; el hecho de que los párrafos no tengan continuidad no impide que cada uno de ellos posea su propia referencia; el problema es saber si debe buscarse una unidad referencial en el texto entero. En este caso, la inexistencia de predicados — estas palabras o sintagmas enumerados, acumulados— no permite ninguna construcción, así sea ésta parcial: la discontinuidad entre las frases atenta contra el referente; y aquélla entre sintagmas contra el sentido mismo. Así, uno debe conformarse con comprender las palabras, luego la vía qLieda abierta para cualquier suposición de parte del lector destinada a suplir la carencia de articulación. La referencia está debilitada por la imaginación; ella se vuelve proble­ mática a medida que crece la discontinuidad; ella está definitivamente acorralada por la muerte a causa de las afirmaciones abiertamente contradictorias. Rimbaud siente una predilección por el oxímoron-, los viejos cráteres «rugen melodiosamente», y «El derrumbe de las apoteosis alcanza los campos de las alturas donde las centauras seráficas evokicionan en medio de las avalanchas» («Ciudades I»), las torturas «ríen, en su silencio atrozmente agitado» («Angustia»), los ángeles son «de fuego y de hielo» («Mañana de embriaguez»), hay una «inflexión eterna de los momentos» («Guerra») y existen «desiertos de tomillo» («Después del diluvio»). Más característico aún, Rimbaud propone dos témiinos completamente diferentes, como si no supiera cuál utilizar o como si eso no tuviera ninguna importancia: «dura un minuto, o meses enteros» («Desfile»), «un pequeño cochecito abandonado en el monte, o que desciende en el sendero corriendo, engalanado» («Infancia III»), «El fango es rojo o negro» («Infancia V»), «en el lecho o en el prado» («Vigi­

lias I»), «los salones de modernos clubes o de las salas del Oriente an­ tiguo» («Escenas»), «aquí, no importa dónde» («Democracia»). Otros textos se construyen abiertamente sobre la contradicción, co­ mo ocurre en «Cuento». El Príncipe asesina a las mujeres, pero ellas permanecen vivas. Ejecuta a sus más cercanos, éstos pennanecen siempre cerca de él. Destruye a las bestias, a los palacios y los hombres: «La muchedumbre, los techos de oro, los bellos animales existían aún». Luego el Príncipe muere, pero queda vivo. Una noche encuentra un Genio, pero éste es él mismo. Igual sucede en «Infancia II»: la pequeña muerta está viva, «La joven mamá difunta desciende la escalinata», el hermano ausente está presente. Uno ofrece su vida entera y sin em­ bargo, todos los días se vuelve a empezar («Mañana de embriaguez»), ¿Cómo reconstruir la referencia de estas expresiones?, ¿qué es un silencio agitado, un desierto de plantas, una muerte que no es tal cosa, una ausencia que es presencia? A pesar de que se comprenda el sentido de las palabras, se es incapaz de constaúr su referencia: uno comprende lo dicho, pero uno ignora acerca de qué se está hablando. Los textos de las Ilum inaciones están recorridos por estas expresiones enigmáticas, ambiguas: el cam­ po está «atravesado por bandas de música rara»: pero, ¿qué es una banda de música rara?, ¿o quiénes son «los fantasmas del futuro lujo nocturno» («Vagabundos»)?, ¿o qué es «el árbol de manipostería»?, ¿qué son las «capas atmosféricas», los «accidentes geológicos»3 («Vigilias II»), «los hallazgos y los términos insospechados» («Saldo»), o «la arista de las culturas» («Escenas»), «la hora del estudio»1, el «ser serio» («Noche histó­ rica»)? Como antes, podría hablarse de indeterminación, pero por otra parte se tiene además el sentimiento de que el fenómeno no ha sido verdaderamente llamado por su nombre. Las Ilum inaciones contienen muy pocas metáforas ciertas que puedan ser identificadas sin ninguna vacilación, aun teniendo dudas acerca del objeto evocado: «el sello de Dios» en «Después del diluvio», «el clavecín de los prados» en «Noche histórica», «la melancólica lejía de oro del crepúsculo», en «Infancia IV», y algunas otras. Al contrario, siempre se está tentado de leer metoni­ mias y sinécdoques. Bastantes expresiones recuerdan las sinécdoques del tipo «la parte por el todo». Del objeto, Rimbaud sólo retiene el aspecto o la parte que está en contacto con el sujeto, o con otro objeto; no se preocupa en absoluto de nombrar las totalidades. «Anduve, y despertaron los hálitos vivientes y tibios... y las alas se alzaron sin mido» («Aurora»): pero, ¿a quién pertenecen esos hálitos, esas alas? No se ve

un solo ser en «Bárbaro», sin embargo, allí están «las fomias, los sudores, las cabelleras y los ojos, flotando» (y en «Flores», un tapiz es de «ojos y cabelleras»), Y en «Being Beauteous» hay un Ser de Belleza; [«¡O el rostro ceniciento, el escudo de cabellos, los brazos de cristal!»]. Del «desierto de betún huyen... los cascos, las medas, los barcos, las grupas» («Metropolitano»): ¿pero de cuál ser participan? Y el genio será única­ mente denominado por sus elementos: sus hálitos, sus cabezas, su cuerpo, su vista, su paso... («Genio»). Uno se pregunta si, en estos casos o en otros, se tiene todo el de­ recho de hablar de sinécdoque. El cuerpo es desmembrado, las tota­ lidades descompuestas; pero, ¿verdaderamente nos exigen que aban­ donemos la parte para encontrar el todo, como lo hubiera permitido la verdadera sinécdoqLie? Más bien yo diría que el lenguaje de las Ilum inaciones es esencialmente literal y que no exige, e incluso no admite, la transposición de tropos. El texto nombra partes, pero ellas no están allí «por el todo»; se trata más bien de «partes sin el todo». Lo mismo ocurre con otro tipo de sinécdoque, presente de una manera aún más abLindante en estos textos: la del género por la es­ pecie, es decir, la evocación de lo particular y concreto a través de términos abstractos y generales. Para un poeta, a quien uno siempre imagina sumergido en lo concreto y lo sensible, Rimbaud tiene una tendencia muy pronunciada por la abstracción, la cual salta a la vista en la primera frase del primer poema: «No bien la idea del diluvio se hubo asentado...»; no es el diluvio en sí lo qLie se disipó, sino la idea del diluvio. A lo largo de todas las Ilum inaciones Rimbaud preferirá los nombres abstractos. El no dice «monstruos» o «acciones monstmosas», sino «Todas las monstruosidades violan los gestos». No es un niño quien vigila, pero se está «Bajo la vigilancia de una infancia»; y en el mismo texto se habla de «soledad», «lasitud», «mecánica» (nombre), «dinámica» (nombre), -'higiene», «miseria», «moralidad», «acción», «pasión»... («H»), El mar no está hecho de lágrimas sino de «Lina eternidad de lágrimas calientes» («Infancia II»), Uno no erige su destino (lo cual ya sería bastante abstracto) sino «la sustancia de nuestros destinos» («A una razón»). Las mismas exclamaciones que pvmtualizan al texto están hechas a menudo y exclusivamente de nombres abstractos: «¡La elegan­ cia, la ciencia, la violencia!» («Mañana de embriaguez»). En la venta inmensa qvie «Saldo» amincia también domina la abstracción: «En venta... la inmensa opulencia incontestable», «las aplicaciones del cálculo y los inaiiditos saltos de armonía», las «migraciones» y el «movimiento», «la anarquía» y «la satisfacción irreprimible». «En venta»

también «aquello que ignora el amor maldito y la probidad infernal de las masas»: aquí puede admirarse el número de «relevos» que nos separan del objeto designado, si es que acaso existe uno. El «amor maldito» es una perífrasis cuyo término propio ignoramos, las «masas», un ténnino genérico; pero incluso no son las masas quienes ignoran algo sino su probidad. Y no olvidemos que esta calificación, tan sos­ tenida sin embargo, tiene una función únicamente negativa: es aque­ llo que ignoramos. ¿Acaso puede uno siquiera intentar representarse aquello que ignora la probidad de las masas? Tenemos un texto como «Genio», que practica abundantemente, como ya vimos, la «sinécdoque» material. El ser innominado que se describe es «el afecto y el presente»: coordinación problemática pero sobre todo muy abstracta. ¿A qué acción se refiere esta frase: «Todos hemos sentido el espanto de su concesión»? Intencionalmente Rimbaud multiplica los términos mediadores que nos empujan de una palabra a la otra: «la terrible celeridad de la perfección de las formas y de la acción»; puede que uno esté preparado para imaginar la celeridad de las formas y de la acción (Rimbaud nunca dirá: las acciones son rápidas, las formas son perfectas), pero, ¿lo estamos para imaginar la «celeridad de la perfección»? Todo el vocabulario del poema se mantiene en este alto nivel de la abstracción: sentimientos, fuerzas, infortunios, carida­ des, sLifrimientos, violencia, inmensidad, fecundidad, pecado, alegría, cualidades, eternidad, razón, mesura, amor... Incluso, una frase de «Guerra» tiene como sujeto a los «fenómenos». El mismo efecto de abstracción (también de inmovilización) es obte­ nido por la aparición sistemática de nombres de acciones no verbales en lugar de verbos. En «Genio» no se emplean los verbos abolir, so­ meterse, quebrantar, desprender, pero se evoca «el desprendimiento soñado, el quebrantamiento de la gracia», «los sometimientos antigLios», «la abolición de todos los sufrimientos». «Nocturno vulgar» habla de «la armazón de los techos» y de «dispersión». Las palomas no vuelan, pero «un vuelo de palomas escarlatas truena alrededor de mí pensamiento («Vidas I»), «elevaciones armónicas se unen» en «Vigilias II», «la inflexión eterna de los momentos... me persiguen» («Guerra»), Esta abundancia de vocabulario abstracto no conduce a Rimbaud, como podría creerse luego de una lectura de estas listas de palabras, a una temática metafísica.- si Rimbaud hubiera tenido una filosofía, después de un siglo de comentarios, ésta se sabría. Pero los términos genéricos o abstractos producen el mismo efecto que las partes del

cuerpo cuando aparecen sin que la totalidad jamás sea nombrada; al cabo de un momento, uno se da cuenta de que aquí no se trata de sinécdoques sino de partes o de propiedades que hay que aceptar como tales; de pronto, ya no es posible representarse al ser del cual se habla y uno termina conformándose con comprender sus atributos. ¿Cómo representarse las «monstruosidades», la infancia, la sustancia, los fenómenos, o la celeridad de la perfección? Este es uno de los graneles problemas que han tenido los comen­ taristas de la obra de Rimbaud: en cada texto en particular, incluso si uno comprende el sentido de las frases que lo componen, se tiene demasiada dificultad para saber cuál es exactamente el ser que sus frases caracterizan. ¿Quién es el Príncipe de «Cuento»: Verlaine o Rimbaud? ¿De qué habla «Desfile»: de militares, de eclesiásticos o de saltimbanquis? El personaje de «Antiguo», ¿es un centauro, un fauno o un sátiro? ¿Quién es el Ser de Belleza («Being Beauteous»)? En el poema «A una razón», ¿acaso se refiere ésta al logos platónico o al de los alquimistas? «Mañana de embriaguez», ¿habla del haschish o de la ho­ mosexualidad? ¿Quién es ella en «Angustia»: la Mujer, la Virgen María, la Bruja, la Vampiro del cristianismo, o simplemente la angustia misma? ¿Quién es Helena en «Fairy»: la Mujer, la Poesía o Rimbaud? ¿Cuál es la respuesta a la adivinanza que hace «H»: la cortesana, la masturbación o la pederastía? ¿Y finalmente, quién es el «Genio»: Cristo, el nuevo amor social, o Rimbaud mismo? En lo que concierne a Antoine Adam, ve un poco por todas partes bailarinas asiáticas: visión deliciosa nacida en el desierto de las bibliotecas. Incluso dejando a un lado esta ilusión evemerista, el abundante número de preguntas continúa siendo perturbador. Y uno puede interrogarse si no es más importante permanecer dentro de la cuestión que apresurarse a responderla. Tal como ocurre con el detalle en la frase, Rimbaud no nos incita, en los textos completos, a pasar de los atributos al ser. En él la totalidad está ausente, y tal vez uno se equivoca al desear suplantarla de cualquier manera. Cuando un texto como «Desfile» termina con esta frase: «Sólo yo tengo la clave de este desfile salvaje», no estamos obligados a ver en ella la afirmación de un sentido secreto que Rimbaud sólo conoce, un ser cuya identidad, al conocerla, bastaría para que la totalidad del texto se ilumine; la «clave» podría estar también en la manera como hay que leer el texto: sin buscar saber, justamente, acerca de qué habla, porque él no habla d e algo. Muchos títulos de bastantes textos, que siempre comprendemos como sustan­

tivos que describen el ser/referente, podrían también leerse como los adjetivos calificativos del tono, del estilo, de la naturaleza misma del texto. Un texto que lleva por título «Bárbaro», ¿acaso es tal cosa por el solo hecho de tener ese título?, ¿no lo es sobre todo porque es un ejercicio dentro del género de lo bárbaro? Esto también puede inferirse de «Místico», «Antiguo», «Metropolitano», «Fairy» (=féerie)5. Cuando la indeterminación, la discontinuidad, el desmembramiento de los seres y la abstracción se conjugan, se producen frases de las cua­ les provoca decir que no sabemos ni a qué se refieren ni qué sentido poseen. Hay una frase en «Juventud II» en la que se lee: «aunque razón de un doble hecho de invención y de éxito, en la humanidad fraternal y discreta a través del universo sin imágenes»; otra en «Fairy» dice: «El ardor del verano fue confiado a pájaros mudos y la indolencia reque­ rida a una barca de duelos sin valor por ensenadas de amores muertos y de perfumes ahogados». Las palabras son familiares, los sintagmas que ellas forman, tomados separadamente, son comprensibles, pero más allá reina la incertidumbre. Las islas de palabras no se comunican verdaderamente entre ellas porque los desplazamientos sintácticos no son claros. Y cuando determinada frase aparece al final del texto, lanza una oscuridad retrospectiva sobre todo aquello que la precede: por ejemplo, en «Cuento» «La música sabia ofende nuestro deseo», o esta otra frase: «Pero más entonces», que sella «Devoción». Esta impresión es aún más nítida cuando la sintaxis es identificable o francamente distinta a la de la lengua francesa. ¿Qué quiere decir «Rodar hacia las heridas» («Angustia»)? ¿O «La visión se halló en todos los aires» («Partida»)? ¿Cómo interpretar una secuencia como «el mundo, vuestra fortuna y vuestro peligro» («Juventud II»)? ¿Quién pLiede dibujar el «árbol» sintáctico de la última frase de «Ciudad»?: Así es com o, desde mi ventana, veo espectros nuevos que circulan a través del apretado y eterno humo de c a rtó n — ¡nuestra sombra del bosque, nuestra noche de verano!— , Erinnias nuevas, ante mi villa que es mi patria y todo mi corazón, dado que todo se parece aquí a eso — la Muerte sin lágrimas, nuestra activa niña y sirvienta, un Amor desesperado y un lindo crimen plañendo en el lodo de la calle.

Siempre se está tentado a imaginar adornos en el texto de Rimbaud para poder así regresarlo a la norma a través de una transformación, ya sea sintáctica o léxica. Así, se ha querido agregar diversas comas, sustraer ciertas palabras a esta frase de «Fairy»: «Después del momento

del canto de las leñadoras en el rumor del torrente bajo la mina de los bosques, de los sones del ganado en el eco de los valles y de los gritos de las estepas». Y en esta otra de «Vidas I»: «¡Me acuerdo de las horas de plata y de sol junto a los ríos, la mano de la compañera sobre mi hombro, y de nuestras caricias de pie en las llanuras picantes!». ¿No volveríamos todo inmediatamente transparente si leemos «compagne» en vez de «campagne»6. Las diferentes formas de negación del referente y de destrucción del sentido se transforman mutuamente; sin embargo, la distancia que separa a la primera de la última es considerable. Del referente claro pero inexistente se pasa a los objetos indeterminados, tan aislados los unos de los otros que parecen irreales; de la afirmación simultánea, por lo tanto irrepresentable, de «él está muerto, él está vivo», o «él está presente, él está ausente», se llega a esta descomposición y abstracción que, no permitiéndonos alcanzar al ser total y unificado, impide nuevamente la representación; al fin se llega a estas frases agramaticales y enigmáticas, de las cuales ignoraremos, no solamente en el «estado actual de nuestro conocimiento» sino siempre, el referente y el sentido. Por esto me parece que se encuentran en una vía equivocada los críticos que se han propuesto, muy gentilmente y de muy buena voluntad, reconstituir el sentido de las Iluminaciones. Si se pudieran reducir estos textos a ser un mensaje filosófico o una configuración SLibstancial o formal, habrían tenido la misma resonancia que cual­ quier otro texto, o incluso menos. No obstante, ninguna otra obra en particular, como las Iluminaciones, ha determinado tanto a la historia de la literatura moderna. Paradójicamente, el exégeta, tratando de restituir el sentido de estos textos, lo que logra es eliminarlo, pues el sentido de estos textos, paradoja inversa, es no tener ninguno. Rimbaud elevó al estatus literario textos que no hablan acerca de nada, textos cuyo sentido siempre permanecerá ignorado, lo cual les da Lin sentido histórico enorme. Desear descubrir lo que quieren decir es despojarlos de su mensaje esencial: precisamente la afirmación de la imposibilidad de identificar el referente y de comprender el sentido, el cual es una manera y no una materia, o más bien, manera hecha materia. Rimbaud descubrió el lenguaje en su (des)funcionamiento autónomo, libre de sus obligaciones expresivas y representativas, en el cual la iniciativa ha sido realmente cedida a las palabras. El ha encontrado, es decir in­ ventado, una lengua y, luego de Hólderlin, nos legó el discurso es­

quizofrénico como modelo de la poesía del siglo xx. De este modo comprendo las frases de Rimbaud que me sirvieron de epígrafe: en aquello que constituye su sabiduría nosotros sólo vemos caos. Pero el poeta se consuela de antemano: aquello que llamamos su vacío absoluto no es nada aún comparado con la per­ plejidad dentro de la cual hunde a sus lectores7.

NOTAS

1

2 3 4

5 6 7

«Mi sabiduría es tan despreciada tomo el caos. ¿Que es mi nada, al lado del estupor que os espera?» «Vidas I»; Una temporada en el infierno. Iluminaciones. Carta del vidente, Caracas, Monte Avila, 1976 (Tracl. Raúl Gustavo Aguirre). A partir de ahora, todos los textos de las Iluminaciones serán los de esta edición [Ar. del T], En la versión en español que hemos utilizado encontraremos la palabra «tablero» (cf. «Místico», p. 90). En la versión de R. G. A. dice “accidencias geológicas» (p. 88) [N. del T], En la versión de R. G. A. dice: «El momento de la estufa»; en la de Alfredo Terzaga dice: “El instante ciel Burdel» (Iluminaciones. Córdoba, Argentina, Ed. Assandri, 1955) [N. del T I La palabra «féerie» viene de «fée», la cual significa Hada [;V. del T.]. Esto es exactamente lo que hace R. G. Aguirre al sustituir «Campagne» (campo) por ■compañera» (compagne) [A' del T], Utilizo el texto de la edición establecida por A. Py ( Textes littéraires frangais, Genéve/Paris, 1969). Las notas que Suzanne Bernard agregó a su edición de Rimbaud (París, 1960) son una fuente de información preciosa. El estudio de Jean-Louis Baudry, «Le texte de Rimbaud» (Tel Quel, 35, 1968, y 36, 1969) se sitúa dentro de una perspectiva parcialmente semejante a la mía [/V. del A.}.

IV

REVISION DE TRABAJOS ANTERIORES

de siglo, numerosos investigadores han estu­ diado las adivinanzas; hoy disponemos no solamente de las buenas descripciones que han hecho los folkloristas clásicos, sino también de intentos de análisis estmcturales; hasta donde sé, los más importantes son los de Georges y Dundes y el de Mme. Kóngás-Maranda1. Recor­ demos brevemente sus resultados. Georges y Dundes parten del postulado de una relativa indepen­ dencia de las estmcturas discursivas en relación a las estructuras lingüísticas: D esd e

p r in c ip io s

Dado que las definiciones fundamentadas en el contenido y en el estilo se han mostrado inadecuadas, la mejor vía para llegar a una definición de la adivinanza será el análisis estructural. Se puede estudiar el estilo de las adivinanzas, pero esto no debe ser confundido con su estmctura (p. 113).

Pero ambos no van más allá de lo que hubiéramos querido. Descom­ ponen la adivinanza de la siguiente manera: está dividida primero en

elementos descriptivos (la parte presente) y referente (la parte ausente). A su vez, los elementos descriptivos su subdividen en tema (tópico) y propósito (cómo): una palabra que apunta al objeto buscado y a la afirmación concerniente. Los elementos descriptivos pueden o no estar en oposición, lo cual genera dos grandes tipos de adivinanzas: oposicionales y no oposicionales. Estas últimas pueden ser literales o meta­ fóricas. Las literales se caracterizan por el hecho de que el tema coincide con el referente (es decir que está igualmente ausente). Por ejemplo: (1) ¿Qué es lo que vive en el río? —El pez (Taylor, 98)2 (2) Duerme de día y camina de noche. —La araña (Taylor, 255) En las adivinanzas no oposicionales metafóricas, el tema no coincide con el referente, por ejemplo: (3) Dos filas de caballos blancos sobre una colina roja. — Los dientes. (Taylor, 505 a) («caballos blancos- sería el tema, metáfora de «dientes»), A su vez, las adivinanzas oposicionales están subdivididas en varias categorías, según la clasificación de las oposiciones propuesta por Aris­ tóteles; así, tenemos oposiciones antitéticas, privativas y causales. Con toda certeza, esta descripción representa un gran avance en la identificación de la estructura de la adivinanza. No obstante, muchas de las categorías empleadas son discutibles porque son precisamente muy lingüísticas (o están simplemente mal definidas). Por ejemplo, el «refe­ rente»; en lingüística, es aquello exterior al lenguaje; pero aquí es una palabra, ¿conserva aún el término su sentido? «Tema» y «propósito» (calco semántico del binomio sujeto-predicado), ¿estamos seguros de encon­ trarlos aquí automáticamente? Metafórico-literal: separación rudimenta­ ria y peligrosa; ¿qué ocurrió con los tropos distintos a la metáfora? Y en el mismo orden de oposición, ¿no significa dar demasiada importancia a la presencia de una p a la b ra (precisamente el tema), para fundar sobre ella una oposición que, en los propios términos de los autores, quiere ser estructural, no textual? ¿No es acaso concebible que la función de esa palabra sea asumida por un sem a, o elemento del sentido de una palabra? ¿La dicotomía entre presencia y ausencia de oposición se sitúa

acaso en el mismo nivel (o en un nivel superior o inferior) que la que hay entre la adivinanza metafórica y la literal? E. Kóngás-Maranda parte del mismo principio que Georges y Dundes: Cuando se estudian las adivinanzas, no nos enfrentamos a las unidades de la frase desde un punto de vista sintáctico, sino de la estaictura del discurso folklórico. [...] La imagen es siempre una pregunta, indepen­ dientemente de que lo sea o no desde el punto de vista sintáctico (pp. 10-11).

Pero nuevamente desearíamos aquí que se hubiera ido más lejos en esta misma vía. Su análisis puede ser resumido (en lo que me con­ cierne) de la siguiente manera. La adivinanza contiene cinco elemen­ tos: 1) el término dado, el significante, 2) una prem isa constante, válida tanto para el significante como para el significado; 3) una variante es­ condida, nunca explicitada, la cual caracteriza al significado; es un lu­ gar común, una evidencia; 4) una variante d a d a que caracteriza al significado pero no al significante aunque ella le haya sido atribuido; 5) el significado, la respuesta. Por ejemplo: (4) Un cochino, dos hocicos. —El arado. (Haavio, p. 227) Los elementos de esta adivinanza están identificados así: 1-) sig­ nificante. un cochino; 2e) prem isa constante, tiene hocico; 3a) variante escondida-. el cochino tiene uno; 42) variante dada: éste tiene dos; 5Q) significado-, el arado. Pero esta es sólo una de las especies de la adivinanza: la metáfora. La otra es la paradoja, que ilustra el siguiente ejemplo: (5) Aunque no sabe nada, da consejos a otros. —Las señales de tránsito. (Haavio, p. 295) E. Kóngás-Maranda dice que la metáfora es la unión de dos conjuntos, mientras que la paradoja es su intersección (p. 31); pero es necesario reconocer que la relación de las dos nunca está completa­ mente explicitada; ¿son dos especies de un mismo género, o un género y Lina de slis especies? De nuevo, aquí se puede relevar el empleo discutible de términos

lingüísticos como «significante» y «significado». Si estuviera justificado, uno podría preguntarse por qué «significante» cubre una sola palabra de la pregLinta (el «tema» en Georges y Dundes) y no la interrogante completa. En cuanto a la presencia obligatoria de una premisa cons­ tante (válida tanto para el significante como para el significado) y de una variante (válida sólo para el significado), parece estar en contra­ dicción con muchos de los ejemplos de Georges y Dundes (quienes se confomiaban con hablar de los «elementos descriptivos» sin precisar sus relaciones). Por ejemplo, todas las adivinanzas que no contienen temas (1, 2), por esa misma razón no se prestan para hacer esta di­ ferenciación. Esto nos lleva una vez más a adjudicarle un rol excesivo a la presencia o ausencia de la palabra que realice esta función. En cuanto a la oposición entre metáfora y paradoja, ella equivale a oponer el pan blanco y el pan caliente: es decir, se compara lo incomparable. De hecho, la metáfora se lleva a cabo entre la pregunta y la respuesta, mientras que la paradoja tiene lugar al interior mismo de la pregunta. Más aún, ¿acaso un cochino con dos hocicos, además de metafóri­ cos, no es paradójico, como bien desea Kóngás-Maranda? ¿Y no hay una relación trópica (aun si no es metafórica) entre la pregLinta 5 y su respuesta? Es difícil evitar la influencia de las categorías lingüísticas. Con el fin de neutralizarla al máximo, se distinguirán dos fases en el trabajo de descripción de un discurso. En un primer momento, se le considerará como un sistema simbólico completo, irreductible al sistema de la len­ gua. Sólo en un segundo momento, se podrá observar de qué manera se manifiesta esta estructura abstracta a través de las palabras, o si se prefiere, cómo se efectúa el pasaje que va del simbolizante (discursivo) al significante (lingüístico). Los trabajos aquí evocados nos llevan igualmente a formular una segunda diferenciación. Los autores tienen razón en destacar el proble­ ma de la metaforización de la adivinanza y el de su carácter paradójico; pero se equivocan al colocar estos dos problemas en el mismo plano. ¿No es acaso evidente qLie el lugar donde se establece la relación metafórica no es el mismo que el de la paradoja? En un caso se trata de una relación de equivalencia («metafórica») y de un trabajo de interpretación: es decir, que a partir de un primer sentido de las pa­ labras se descubre uno segundo. En el otro caso tenemos que ver con la disposición de las palabras entre sí. Llamemos a estos dos casos por su nombre: una relación sim bólica une pregunta y respuesta (una

simboliza a la otra); ya que la aserción primera quedó abolida, nos en­ contramos en el subconjunto de los tropos (la metáfora es uno de ellos; sería diferente en el caso de las simplicaciones, alusiones, etc., en los cuales la aserción inicial se mantiene). Al contrario, dentro de la misma terminología de la retórica, la paradoja sería una figura (la relación se establece entre dos términos presentes y no entre uno presente y uno ausente); ella forma parte de la organización figurativa de la adivi­ nanza. Como todo sistema simbólico, todo discurso obedece a esta doble organización figurativa y simbólica; la primera tiene que ver con la percepción de los discursos; la segunda hace posible su interpretación, gracias a los recorridos que establecen los tropos (o las implicaciones). Estas dos funciones (que deben ser cuidadosamente distinguidas de las funciones propias de la adivinanza considerada como un todo) son in­ herentes a toda producción simbólica; en consecuencia, esta doble organización está presente en todo discurso. Mientras que frecuente­ mente la organización simbólica y la figurativa están mezcladas de manera intrincada, las adivinanzas nos ofrecen el raro ejemplo de una disociación material de ambas, pues la primera se realiza entre las dos réplicas y la segunda únicamente al interior de la misma pregunta. Mi trabajo seguirá, a partir de ahora, esta subdivisión en el análisis del discurso.

ORGANIZACION SIMBOLICA

El primer rasgo constitutivo del discurso particular de la adivinanza es el de ser un diálogo: dos réplicas, enunciadas por inter­ locutores distintos, se suceden. A esta característica genérica se agrega una segunda, la cual permite situar a la adivinanza en el seno de otros géneros clialógicos; estas dos partes tienen un referente común, dicho de otro modo, son sinónimos. Ciertamente, se trata de una sinonimia un poco particular, pues, no solamente ella no está institucionalizada dentro de la lengua, sino que además las dos réplicas no pertenecen al mismo tipo de unidades lingüísticas; frecuentemente, a una frase de la primera réplica responde una palabra aislada de la segunda. Sin embargo, es indudable que la adivinanza no existiría si no hubiera esta sinonimia. Siendo la pregunta la forma dialógica más típica, se le da a menudo

al enunciado inicial una forma interrogativa para marcar así que debe suscitar un segundo enunciado. Dados estos rasgos característicos (diálogo, sinonimia no institucional, oposición de dos enunciados como frase y palabra), podemos proponer una forma canónica de la primera réplica: ¿Cuál es el nombre de esta cosa (de este ser) que... Esto no quiere decir que esta forma sea tan frecuente; de hecho, la cuestión esencialista («¿Qué es...?») es mucho más común que la cuestión metalingüística; por otra parte las dos pueden estar ausentes del enunciado verbal. Pero siempre será posible llevar la primera réplica a la forma canónica. En el caso contrario, no se trata de adivinanzas en el sentido que aquí le estamos dando a esta palabra. Dicho de otra manera, según mi punto de vista, un gran número de cuestiones clasificadas como adivinanzas no lo son realmente y justi­ ficarían la introducción de un nuevo término dentro de la taxonomía de los folkloristas. Un ejemplo sorprendente nos es dado por una serie de «enigmas» védicos3 en los cuales las preguntas están formuladas pol­ los diferentes oficiantes de un sacrificio; aquel que sepa responder sale de la prueba «bañado de una energía santa». Al lado de las preguntas asimilables a la adivinanza se encuentran otras de este tipo: (6) Te interrogo con el fin de comprender, tú cuyos dioses son ami­ gos: ¿Es Visnú quien penetró al mundo entero con los tres pasos donde recibe la oblación? (7) ¿Cuántas estructuras hay en este sacrificio, cuántas sílabas, cuán­ tas oblaciones? ¿Cuántas veces el fuego fue encendido? La pregunta y la respuesta no son aquí sinónimas. Es entonces imposible llevar la pregunta a la forma canónica de «¿Cuál es el nombre de...?». Este segundo tipo de pregunta se aproxima más a las fórmulas que emplearíamos en un examen (o en un catecismo). La ruptura entre estas dos formas es puesta en evidencia en otra serie clásica de adivinanzas: las que formula Odín al rey Heidrek. Este responde a todas, antes de que Odín le pregunte: (8) ¿Qué dijo Odín en el oído a Badr antes de que estuviera delante del carnicero? El rey está indignado y desea castigar al dios traidor: esta pregunta ya no es una adivinanza'.

Si recogiéramos las dos réplicas en nna sola frase afirmativa, con­ virtiendo a la primera en su predicado y a la segunda en su sujeto, obtendríamos una definición (mediando, a veces, otras transformacio­ nes lingüísticas menores). En efecto, al igual que la adivinanza, la de­ finición descansa sobre la sinonimia entre una palabra y una frase, la adivinanza es Lina definición dialogada. Tanto la vina como la otra excluyen recurrir a un saber subjetivo e individual aunque admitan dos tipos de proposiciones: analíticas y sintéticas (definiciones «lexicográ­ ficas» y «enciclopédicas»). Se puede entonces eliminar aquí del género de las adivinanzas propiamente dichas todo intercambio de réplicas, incluso sinónimas, si la respuesta implica un saber individual, pues en este caso no se esclarece la adivinanza salvo que sea conocida de antemano. Un célebre ejemplo de este último tipo nos lo da Sansón en la Biblia. (9) De aquel que come sale lo comido, y del fuerte sale el frágil (alusión a una experiencia de Sansón al encontrar un panal de abejas y la miel dentro del cadáver de un león). La naturaleza de la cuestión determina aquí la actitud de los alocutarios: más que buscar la respuesta, ellos exigen a Dalila sobornar a su esposo5. Observemos que la primera réplica sola no nos permitía decidir acerca de la ausencia de adivinanza: si la respuesta hubiera sido «la leche de la leona», estaríamos frente a una adivinanza. ¿La única diferencia entonces entre la adivinanza y la definición es la naturaleza sintáctica de ambas? No. Difieren también en el plano semántico. Primero, en el caso de la definición la equivalencia de las dos partes (sujeto y predicado) es institucional; lo cual, como ya pu­ dimos ver, jamás sucede en el caso de la sinonimia entre las dos réplicas de una adivinanza. Por otro lado (y esto viene a explicar aquello), la escogencia de los rasgos característicos no es la misma en cada caso. Comparemos algunos ejemplos sobre el mismo término: (10) ¿Qué está siempre cubierto y siempre mojado? — La lengua (Walter, p. 273) (11) ¿Qué es esa cosa que siempre está en movimiento? — La lengua. (Nzuji, 57) Y la siguiente definición del diccionario Larousse:

(12) lengua, n.f. Cuerpo carnoso, móvil, situado en la boca y que sirve para la degustación, la deglución y la palabra. El rasgo evocado por la adivinanza luba («siempre en movimiento») se vuelve a encontrar en la definición de la palabra «móvil», pero es el único rasgo. Lo que ocurre es que la definición contiene las caracte­ rísticas juzgadas científicamente esenciales en cuanto a la identificación de Lin objeto; mientras que la adivinanza descansa principalmente so­ bre el conocimiento perceptivo de las apariencias. Ahora bien, aquello que es importante para los sentidos (que la lengua esté siempre mo­ jada) puede que no lo sea en absoluto desde el punto de vista cien­ tífico. Así, ambos se oponen (no obligatoria pero sí frecuentemente) de igual modo que el ser y el parecer; oposición que, por lo demás, es tan frágil como la de estas dos categorías. Abandonando provisionalmente el nivel de la organización simbó­ lica, se puede también observar en el plano de la realización verbal varias diferencias entre adivinanza y definición. La primera tiene que ver con el empleo de un término genérico: obligatorio en un caso, en el otro no desempeña ningún rol. O bien la adivinanza no contiene ninguno (como en 1, 2, 5, 10), o está presente pero no es el correcto (por ejemplo: 3,4); o si no, es tan general que no nos enseña nada (como en 11). Como lo señala C. Faik-Nzuji (oh. cit.), cuatro sustantivos aparecen en el 85% de las adivinanzas luba: «señor», «cosa», «bestia» y «hombre» (o «persona»). Por otra parte, en la definición la palabra a definir ocupa regularmente el lugar del sujeto: mientras que la palabra para adivinar puede igLialmente desempeñar otras funciones, por ejemplo, la de objeto directo, como ocurre en (2) o en (13) Tendí una piel de búfalo, y puse granos a secar, amarré una gallina para que los cuidara. — El cielo, las estrellas, la luna. (Stojkova, 20) Así pues las diferencias existen con toda certeza y no hay que ignorarlas; sin embargo, ellas pasan a un segundo plano delante de la semejanza estmctural tan sorprendente entre la definición y la adivi­ nanza. El desmembramiento de la definición en dos réplicas, aproximada­ mente pregunta y respuesta, saca a la luz la relación semántica que une el término a definir (o a adivinar) con su definición. Sólo siguiendo esta relación el adivinador puede llegar a tener éxito. ¿Cuál es su naturaleza?

Nosotros vimos que, según los autores revisados, podía ser metafórica o no metafórica. Pero proponer tal alternativa significa que la metáfora es facultativa, y que no es necesaria, entonces, ninguna relación. Nuestra hipótesis será diferente: las dos réplicas están siempre ligadas por una relación simbólica; desde este punto de vista, la primera será identificada como un simbolizante, la segunda como un simbolizado-, como vimos, esta relación es, más específicamente, trópica-, y podemos esperar que las adivinanzas llamadas «no metafóricas» realicen simple­ mente un tropo diferente a la metáfora. Puesto que se trata de relaciones trópicas debemos recurrir a la terminología retórica. Designar un término por una de sus partes o una de sus propiedades equivale a realizar una sinécdoque. La mayoría de las adivinanzas pretendidamente «literales» se organizan de hecho alrededor de una sinécdoque. Así (1, 2, 5) o más aún: (14) Entra a través del vidrio y no lo rompe. —La luz (Stojkova, 181)

(15) No tiene ni brazos ni piernas pero abre la puerta. — El viento. (Stojkova, 219) Si hemos creído en estas adivinanzas «literales» (sin relación trópica entre las dos réplicas), es porque intuitivamente sentimos su parentesco con las definiciones. Igualmente, éstas se organizan a partir de una relación sinecdótica (la parte por el todo): independientemente del elevado número de propiedades, siempre se trata de una elección entre todos los rasgos que caracterizan al objeto. La diferencia está en otro lugar: la definición yuxtapone dos elementos que en la adivinanza se hallan en una relación de sustitución. La frecuencia de las sinécdoques es grande; aunque los demás tropos tampoco están ausentes. Desde hace mucho tiempo se ha destacado la metáfora. No obstante, esta relación no se establece entre un término del simbolizante (el «tema», el «simbolizante») y el simboli­ zado, sino entre éste y el simbolizante completo. De otro modo no podríamos rendir cuenta ele casos como el siguiente: (16) Tiene la espalda delante y el vientre detrás. — La pantorrilla. (Walter, p. 269)

Ninguna p a la b ra del simbolizante desempeña aquí el rol de metá­ fora; pero el simbolizante entero sí lo hace ya que contiene a la vez semas comunes con el simbolizado (tener delante y atrás; ser plano delante y redondo atrás) y semas específicos (tener una «espalda», un «vientre»). Se trata entonces de una metáfora y no de una sinécdoque como podríamos haber creído. No tendremos ninguna dificultad en identificar las otras relaciones trópicas, como la antífrasis, la hipérbole y la litote6. El caso es un poco más particular para la metonimia. Este tropo realiza una relación simbólica relativamente débil ya que el simboli­ zante y el simbolizado no tienen ningún elemento en común aunque ambos pertenezcan a un sistema más vasto. Así, raras veces lo encon­ traremos solo en la base de una adivinanza. Al contrario, la metonimia pura servirá para ese tipo de adivinanzas que marcan el límite del gé­ nero: las adivinanzas absurdas (llamadas en los países eslavos «arme­ nias»). Jakobson cita el siguiente ejemplo7: (17) ¿Qué es lo que es verde y cuelga del techo del salón? —Bueno, un arenque. —¿Por qué en el salón? — Porque no había lugar en la cocina. — ¿Por qué verde? —Porque lo pintamos. — ¿Pero por qué? — Para que sea difícil de reconocer. Eso demuestra que mediante la metonimia se puede explicar el absurdo a primera vista más irreductible; para ello recordemos el ejemplo de Sansón (9). Existe una excepción aparente a esta regla según la cual las dos réplicas se encuentran siempre ligadas por una relación simbólica; es­ te es el caso en el cual los significados, tanto en una como en otra, no guardan ninguna relación, llevándose a cabo la adivinación gracias a la cercanía de los significantes. Por ejemplo: (18) Dva Petra v izbe? —Vedra [¿Dos piedras en la casa? —Los tobos], (Sadovnikov, 441) (19) Samsonica v izbe? — Solonica [¿La señora Sansón en la casa? —El salero], (Sadovnikov, 462) Pero, como bien podemos ver, la relación simbólica de las dos réplicas no está ausente, sim plem ente ha cambiado de nivel: «Samso-

nica» y «solonica» forman lo que podríamos llamar una metáfora fónica, «dva Petra» y «vedra», una sinécdoque del significante.

ORGANIZACION FIGURATIVA

¿Puede detenerse aquí la descripción de la adivinanza? No, si nos atenemos a los trabajos precedentes que le han sido dedicados. Robert Petsch8, y en seguida casi todos los especialistas, han confir­ mado, como ya pudimos ver, la existencia de relaciones obligatorias al interior incluso de la primera réplica (del simbolizante). En trabajos recientes se distinguen dos clases de adivinanzas: con y sin oposición (Georges y Dundes), con o sin paradoja (Kóngás-Maranda). Pero también ya vimos lo insuficiente que resulta esta descripción: si la Lina y la otra son posibles, no se trata entonces de un rasgo obligatorio de la adivinanza sino de un rasgo facultativo no muy importante para su definición. Del mismo modo que la metáfora no es el (mico tropo, la paradoja no es la única figura; lanzaremos aquí una hipótesis más sólida, según la cual la adivinanza exige la presencia, no sólo de una organización simbólica sino también la de una organización figurativa en el seno del simbolizante. Primero tomemos los ejemplos que dan Georges y Dundes de la estructura no figurativa (por ejemplo 1, 2, 3), y también-, (20) ¿Quién vuela en el cielo y desciende a comer los pollos de las gentes? —El halcón. (Taylor, 360)

(21) Roja por fuera blanca por dentro. —La manzana. (Taylor, 1512) Es cierto, como observan Georges y Dundes, que ninguna de estas adivinanzas contiene en sí alguna paradoja; y ello no es diferente en el caso de (2) y (21), donde los atributos, a pesar de ser opuestos, se refieren a momentos y lugares diferentes. Retomemos el análisis. Contrariamente a lo que piensan Georges y Dundes, (1) y (20) contienen una oposición; sus dos términos no

obstante no se encuentran presentes de la misma manera: el segundo no se encuentra en la adivinanza sino en la conciencia colectiva de los usuarios de la lengua (de las adivinanzas); es un lugar común, una «variable escondida de verdad», como dice Kóngás-Maranda, pero com­ prendida en un sentido más amplio. Georges y Dundes no observan que el simple hecho de vivir en el río, es decir en el agua, es, en cierto sentido, paradójico: en el agua, los seres vivos se ahogan y mueren. Este es el lugar com ún sobre el cual descansa la adivinanza que, negándolo, compone la figura de lo inverosímil. Lo mismo sucede con (20): quien vive en el aire debe encontrar allí sus alimentos: he aquí el lugar común cuya negación da lugar a una adivinanza. Igualmente ocurre con (11): ¿cómo es posible que una cosa esté siempre en mo­ vimiento? La percepción de las figuras no se produce de manera natural y automática, sino en función de un cierto número de esquemas que controlan nuestros procesos psíquicos y que hacen que, entre todas las relaciones posibles, por definición innumerables, de un término cual­ quiera (en este caso un significado), retengamos sólo algunas. La ins­ titución de las figuras se origina entonces en una determinada psico­ logía social; por ello, esta última es puesta en evidencia por aquéllas. Para un público de franceses de hoy, por ejemplo, (1) no contiene nin­ guna figura y, a causa de ello, no será incluida dentro del conjunto de las adivinanzas, lo cual nos informa acerca de ciertos esquemas de percepción actualmente corrientes. El contexto cultural forma parte de la adivinanza, incluso antes de que ésta se convierta a su vez en una parte de aquél. Podemos constatar la distancia que media entre estas inverosimili­ tudes y lo que hemos llamado propiamente paradojas, de las cuales (16) ya era un buen ejemplo: la espalda es, por definición, lo que está detrás; afirmar que está delante contradice el sentido mismo de la palabra. He aquí otros ejemplos de paradojas: (22) ¿Quién es este ser QLie desde su nacimiento está siempre embarazado Sin nunca engendrar, Y que muere si engendra? — La pantorrilla. (Nzuji, 17)

(23) Dos amigos vivieron juntos. Tenían catorce años cuando na­ cieron. — Los senos de una joven. (Walter, 264) Nacer de catorce años es imposible, no porque nunca se hayan observado tales hechos sino porque eso contradice el sentido de las palabras-, tener catorce años es equivalente a haber nacido hace catorce años. Igualmente, la definición de la palabra «embarazado» implica que no es aplicable a una persona recién nacida pues presupone, antes, la realización de cieitos actos, ni que se pueda pemianecer «siempre embarazado». La oposición entre los dos grupos que acabamos de distinguir es clara (Georges y Dundes llaman al segundo «oposiciones antitéticas»); en el primer caso, se contradice a una verdad sintética (y ello produce la inverosimilitud); en el segundo, se contradice a una verdad analítica, inherente al lenguaje y no extraída de la experiencia, es decir, a una tautología (originándose así una paradoja). De hecho, la diferencia entre estos dos tipos de adivinanzas es paralela a la que hay entre los lugares comunes (por ejemplo, en nuestro caso, «Para vivir se necesita aire», «El movimiento siempre está seguido de reposo», etc.) y las tautologías de este tipo «No se puede comer sin comer», «Lo que está detrás está detrás», «El que tiene catorce años nació hace catorce años», etc. Pero hemos dejado de lado algunas de las adivinanzas que Georges y Dundes citaban como «no oposicionales», como la (2) y la (21). Según nuestros autores ellas no contienen oposiciones porque las acciones contradictorias se encuentran situadas en momentos diferentes del tiempo [en (2): el día y la noche], o en diferentes puntos del espacio [en (21)-. adentro y afuera]. En efecto, la situación es diferente en cada caso. Después de (2) («duerme en el día, camina durante la noche»), se pueden enumerar las siguientes adivinanzas9: (24) Descongelada en invierno congelada en verano. —La nariz. (Stojkova, 1658) (25) Se infla con el frío, tiembla en el fuego. —La nieve. (Stojkova, 318) Estas adivinanzas (y muchas otras) poseen Lina estmctura formal y lingüística rigurosamente idéntica. Dos versos paralelos, frecuentemen­

te rimados, se componen de dos complementos circunstanciales en oposición (invierno-verano, frío-fuego, día-noche) y de dos verbos an­ titéticos que, sin embargo, y según el sentido, deberían encontrarse en una distribución inversa. De hecho, si permutamos los verbos regre­ samos a los lugares comunes: — camina en el día, duerme en la noche; — descongelada en verano, congelada en invierno; —inflada con el fuego, tiembla en el frío. Como antes, estamos nuevamente frente a las inverosimilitudes (inversiones de proposiciones sintéticas banales): la figura mínima está confimiada, pero ella está duplicada de otra, pues a la primera inverosimilitLid («duerme de día»), la cual habría sido suficiente en sí misma, se agrega una segunda, simétrica e inversa («camina de noche»); se trata de una figura típica del absurdo o del «mundo al revés», el cual ha gozado de Lin gran éxito en la literatura europea. Allí donde Georges y DLindes veían sólo una figura, había de hecho dos. Regresemos ahora al último ejemplo no explicado, (21), en el cual la manzana está descrita como roja por fuera y blanca por dentro. Geor­ ges y Dundes tienen razón en afirmar que, desde el pLinto de vista lógi­ co, no hay ninguna contradicción; sin embargo, las adivinanzas no in­ vierten la implicación lógica, el silogismo riguroso, sino un razonamien­ to aproximativo, una inferencia probabilista, denominada en la retórica clásica con el nombre de entimema. No es «si p entonces g>>, sino que existen «p que», «sip entonces», «frecuentemente q>... A diferencia de los dos primeros casos, la paradoja y lo inverosímil, ya no se trata aquí de proposiciones singulares sino de una relación entre proposiciones; es necesario entonces dar un nombre nuevo a este entimema invertido; llamémoslo contradicción. Las especies de la contradicción no serán fácilmente distinguibles pues el entimema en sí es proteiforme, vago, impreciso; en cualquier caso es aquí que encontraremos las oposicio­ nes causales y privativas de Georges y Dundes; pero sin duda alguna también otras variedades. De este modo, el entimema puede estar fun­ dado sobre la co-ocurrencia frecuente, o sobre la relación entre un acto y las condiciones de su realización (las CLiales deben ser diferenciadas de sus caLisas), etc. Se pueden resumir dentro del sigLiiente cuadro las figuras hasta ahora observadas:

Truismos subyacentes

Lugares comunes

Tautologías

Entimemas

A divinanzas inversoras

Inverosimilitudes

Paradojas

Contradicciones

Queda ahora preguntamos si esta interpretación más amplia de la «oposición» permite dar cuenta de todas las adivinanzas existentes, dicho de otra manera, si estas tres figuras son las únicas cuya presencia hace posible la constitución de una adivinanza. Ciertos ejemplos pueden dejamos perplejos: así (3) y también: (26) Un plato lleno de almendras, en el medio una sola. — El cielo, las estrellas, la luna. (Stojkova, 25) (27) Un campo lleno de hierba. — La cabeza y los cabellos. (Stojkova, 1548) Si hubiera algo extraño en la (3), los veinte caballos blancos sobre una colina roja, ¿pero podemos realmente hablar aquí de inverosimi­ litud? No ocurre lo mismo con los otros ejemplos; al contrario, es perfectamente natural que un plato esté lleno de almendras y que un campo lo esté de hierba. Tampoco hay paradoja ni contradicción. No obstante, si observamos plenamente estas adivinanzas (junto a sus respuestas) no dejará de sorprendemos un rasgo común: siempre se trata de adivinar no uno sino varios objetos que mantienen una relación fija. Los dientes y las encías (las mandíbulas), los diez dedos, el cielo, las estrellas y la luna, la cabeza y los cabellos. Es decir, que simbolizante y simbolizado no forman en estas adivinanzas una rela­ ción trópica simple (de metáfora, de sinécdoque, etc.) sino que designan una relación entre dos o varios términos a través de otra relación: se trata de describir, como sabemos, la analogía aristotélica o el diagrama de Pierce. Cuando la adivinanza realiza en el nivel trópico una relación diagramática, no solamente «irónica», no tiene necesidad de una figura de oposición: ésta es la hipótesis que debemos formular. La mitad de un diagrama, es decir, la simple relación, es pues una figura suficiente para que exista la adivinanza10. Agreguemos que, en el caso

del diagrama, en general, simbolizante y simbolizado no se juntan sino que se encuentran en intersección. Al menos una de estas figuras debe estar presente; pero también varias pueden estarlo simultáneamente. Por ejemplo: (28) ¿Quién es ese señor Que vive en una montaña Que no come nada Pero que sin embargo defeca? —Una oreja. (Nzuji, 36) Identificaremos aquí una parte del diagrama (hombre:montaña; oreja:cabeza), una inverosimilitud (un hombre que no come nada) y una «contradicción» (defeca sin comer). No obstante, existe un grupo muy homogéneo de adivinanzas donde parece imposible descubrir cualquiera de las figuras identifica­ das hasta el presente. He aquí un ejemplo: (29) ¿Qué es lo qvie baja por la calle, regresa a la casa, se sienta en un rincón y espera un hueso? — El zapato. (Taylor, 4536) No hay nada en la primera réplica que nos indique que se trata de algo que no sea un perro. ¿Dónde está la figura? Sólo podemos descubrirla conociendo la respuesta. Lo más próximo de este fenóme­ no descrito por la retórica es la silepsis, según la cual una palabra debe ser tomada simultáneamente en un sentido «propio» y en un sentido «figurado» (o sea, en Lin sentido mayor — independiente del contexto— y en un sentido menor)” . La diferencia entre la silepsis y la figura realizada por esta adivinanza es que la polivalencia se sitúa aquí a nivel del enunciado y no de la palabra aislada. La misma descripción se aplica a dos objetos radicalmente distintos (aquí el perro y el zapato); el primer simbolizado es «mayor» (independiente del contexto), el segundo «menor» (sólo existe en ese contexto preciso). La figura consiste precisamente en la existencia simultánea de estos dos simbo­ lizados. Este mecanismo es frecuentemente explotado en las adivinanzas eróticas (llamadas aún «equívocos»). El simbolizado mayor es el acto sexual o los órganos sexLiales del hombre o de la mujer, etc.; el simbolizado menor, la «verdadera» respuesta, es un objeto completa­

mente inocente. El adivinador piensa inexorablemente en el témiino erótico, vacila al nombrarlo decepcionándose enormemente al escu­ char la respuesta. De esta manera se roza lo prohibido sin exponerse a la culpa que implicaría su transgresión. Por ejemplo: (30) Saqué mi pequeña cosa de mis pantalones, La meto en un hueco peludo, Luego la retiro, la punta toda mojada. —La pipa (Walter, 332) En la tradición hindú estas adivinanzas forman un sub-género llamado Kahmukri. Por ejemplo: (31) Estaba acostada y de pronto se montó sobre mi Cuando bajó, yo transpiraba. Y temblaba sin poder hablar. ¡Oh amigo! ¿era mi amante o mi esposo? —No amigo, era la fiebre. (Khusro, 148) Evidentemente, uno puede preguntarse, junto a Claude Gaignebet12, en qué medida, otras adivinanzas con apariencia inocente no se refieren igualmente a representaciones eróticas (aun si éstas hoy ya no son evidentes para nosotros). Salimos allí de la descripción interna de la adivinanza para alcanzar el problema de sus funciones. En el corpus que examiné, no hay adivinanza que no contenga alguna(s) de estas figuras; es posible que en otras civilizaciones se pueda observar la presencia aun de otras figuras. ¿Puede haber una adivinanza sin figura? Podremos responder esta pregunta si recordamos la función que asume la organización figurativa, la cual consiste en focalizar la atención. Esta función es obligatoria; las formas que la rellenan ptieden variar. ¿Para qué otra cosa, por ejemplo, sirve la fórmula ritual de introducción (de la cual no nos hemos ocupado aquí) si no es para llamar la atención del interlocutor sobre el hecho de que se trata precisamente de una adivinanza? La fórmula de introducción puede entonces reemplazar eficazmente a la figura en su función de focalización. Incluso, puede que ninguna forma verbal desempeñe este rol si las condiciones de enunciación de la adivinanza se encuentran suficientemente ritualizadas y asumen así el rol de focalizador. Tanto aquí como en otro lugar, debemos buscar reconstituir un sistema

abstracto de funciones sin confundirlo con las formas que lo manifies­ tan, aun si éstas están siempre presentes13.

DEL SIMBOLIZANTE AL SIGNIFICANTE

La descripción realizada hasta aquí hacía abstracción de la materia lingüística concreta a través de la cual se manifestaban las adivinanzas; yo estudiaba una estaictura simbólica, no una prodLicción lingüística. Es necesario ahora examinar el problema de la representa­ ción verbal de esta estructura, más aún si ésta está inflLienciada a su vez por aquélla. En esta ocasión sólo podremos detenemos en algLinas cuestiones particularmente interesantes. 1. Sujeto y predicado, p alabras y semas. Hasta ahora no he dicho nada de la estaictura propiamente lingüística de la primera réplica, mientras que, podemos recordarlo, los estudios evocados al principio la analizaban en detalle: en tema y propósito en el caso de Georges y Dundes; en término dado (significante) y premisas, en el de KóngásMaranda. Independientemente de las escogencias terminológicas pode­ mos reconocer allí la vieja distinción entre sujeto y predicado. Esta oposición ya estaba presente en Robert Petsch, quien identificaba, en el nudo de la adivinanza, un elemento denominativo y otro descriptivo. Mi propósito será aqLií mostrar que esta distinción pLiramente lingüís­ tica1"1 no tiene ninguna pertinencia para la descripción de la estaictura discursiva y simbólica; más aún, que su utilización hace surgir dificul­ tades suplementarias. Hay qvie comenzar constatando que la afirmación de esta estructura, tal como aparece en Petsch o en Georges y Dundes, no especifica para nada la natLiraleza de la adivinanza: puesto que toda frase se compone de un SLijeto y un predicado, ¿para qué sirve decirnos que la adivinanza se divide de la misma manera? Así pues, esta afirmación es redundante; al menos que se la especifique, como hace Kongás-Maranda, quien nos asegura qLie este «término dado» es el significante de la metáfora. Para probar lo contrario basta con remarcar que la mayoría de las adivinan­ zas citadas hasta ahora no poseen tal término (su papel dentro de la fra­ se es desempeñado por un pronombre interrogativo o personal). Igual­ mente existen adivinanzas (como ya ha sido observado) cuyo modelo lingüístico no es la frase atribLitiva sino una frase transitiva, como podría encontrarse dentro de un relato, por ejemplo (2) y (3) o esta otra:

(32) Trabajo con mis cinco bueyes, La tierra que labro es blanca como la nieve, El grano que siembro es negro como un arrendajo. —Los dedos, los papeles, la tinta. (Walter, 270) Si nos fundamentáramos en criterios puramente lingüísticos, identi­ ficaríamos el sujeto — el significante— con el pronombre personal «yo». Pero la palabra a adivinar se halla aquí en el predicado y no en el sujeto. Ya observamos la desviación que representa esta construcción lingüís­ tica en relación a la formulación clásica de la definición. No obstante, no nos eqLiivoquemos: el «relato» que aquí nos narran no es verdade­ ramente tal cosa (no es observable ningLina transformación de estado). La adivinanza nunca es un relato, sólo puede serlo su máscara verbal.

Pasando ahora al análisis del predicado, podemos poner en cuestión la necesidad de tener que encontrar un elemento aritónomo que encarne la «premisa constante verdadera». No es que tal elemento no exista del todo (no habría entonces relación trópica), pero puede que no tome la forma de una palabra autónoma. Retomemos la adivinanza (16), en la ciial la pantorrilla es descrita con la espalda delante y el vientre detrás. Si nos atenemos a la letra, no hay «premisa constante verdadera»: la pantorrilla no tiene ni espalda ni vientre. Pero cada uno de estos dos sintagmas contiene semas que comparte con el simboli­ zado: ella es plana delante y redonda detrás; «espalda» y «vientre» son tomados aquí como sinécdoques conceptuales de sus propiedades «plana» y «redonda». Podríamos afirmar que aquí (como en tantas otras adivinanzas) aparece una relación trópica de segundo grado. En una adivinanza como la (1) («¿Qué vive en el río?») la relación trópica se establece entre el simbolizante (presente) y el simbolizado (ausente). En la (16) es dentro del simbolizante mismo que se establece una nueva relación trópica: «espalda» es una sinécdoque de «plana», que a su vez (acompañada de «delante») es una sinécdoque de «pantorrilla». La existencia de estos tropos de segundo grado, muy frecuentes, nos obliga a colocarnos en el nivel de los semas y no en el de las palabras: de otro modo, no estaríamos en capacidad de establecer la relación trópica entre el simbolizante y el simbolizado. Observemos aquí que las únicas palabras jamás metafóricas en el segundo nivel son los nombres (ya que son monosémicos), lo cual hace que su presencia en la pregunta sea una preciosa clave para encontrar la respuesta15: cuando hablan de treinta y dos, podemos estar seguros de que se trata

de los dientes, de -diez», se trata de los dedos, «dos», menos fácil, de las manos o de los pies, de los ojos o de las orejas. Pero no podemos describir las adivinanzas como si todas las palabras fueran cifras. Lo que es pertinente para la estructura de la adivinanza es la relación trópica entre simbolizante y simbolizado; ahora bien, éste no está relacionado de manera unívoca con la división del simbolizante en sujeto y predicado: el sujeto puede no contener ningún elemento au­ tónomo que caracterice al simbolizado. Pero podemos ir aún más lejos y encontrar casos donde sujeto y predicado mantengan en la pregunta la misma relación con el simbolizado (lo cual demostraría que su diferenciación no es pertinente desde el punto de vista discursivo). Tomemos un ejemplo: (33) Un cazador que dispara de lejos a su presa, ¿Quién es ese cazador? — El ojo. (Nzuji, 10) El ojo no es un cazador pero posee mira, no tiene presa pero sí objetos de percepción. Cada uno de los términos de la pregunta, sujeto y predicado, contiene tanto semas comunes al simbolizado, el «ojo», como semas específicos: la relación simbólica se sitúa a nivel de los semas, no a nivel de las palabras; tampoco ella toma en cuenta la situación de las palabras en las estructuras de la frase. Las descripciones consagradas a esta dicotomía conciernen no a la adivinanza sino a las frases que la realizan. 2. Polisemia. La adivinanza es una definición distinta a la definición socialmente institucionalizada de cada palabra. En consecuencia, las palabras que la com ponen no sirven frecuentemente para formar esta definición sino que tienen otro uso. La primera réplica de la adivinanza es entonces intrínsecamente polisémica (si no se trataría de una defi­ nición ordinaria). En términos retóricos, diremos que la relación trópica en la adivinanza nunca es una catacresis (cuando el "término propio» no existe, como en el caso de una «hoja de papel»); ahora bien, todos los tropos no catacréticos exigen que se tenga en cuenta, para poder describirlos, tanto a la sinonimia de los dos significados como a la po­ lisemia de un significante. Siendo un discurso fundado sobre la sinonimia la adivinanza explota también obligatoriamente los recursos de la polisemia. Esta tendencia aparece claramente cuando una palabra específica de la primera ré­ plica, y no únicamente de la frase entera, es polisémica. Por otra parte

se pueden distingLiir dos grados de la utilización del doble sentido, ya sea que se trate de la polisemia propiamente dicha, o de la homonimia, la cual produce adivinanzas muy semejantes a ciertos juegos de pa­ labras.

En el primer caso se juega con los dos sentidos de una palabra, de los cuales el primero es el sentido mayor y el segundo, precisamente, una catacresis. De pronto, la primera réplica parece evocar el sentido mayor mientras que la respuesta recae sobre el sentido menor (sobre la catacresis). Georges y Dundes aislaron a este grupo de adivinanzas pero sin revelar la polisemia: (34) ¿Qué es lo que tiene dientes pero no muerde? —El peine. (Taylor, 299b)

(35) ¿Qué tiene cabeza pero no cuerpo? —El alfiler. (Taylor, 1) Precisamente porque no podemos llamar a la cabeza de un alfiler de otra forma que «cabeza», los dientes del peine «dientes», etc., la adivinanza evocará en ambos casos estos dos sentidos; la figLira que focaliza esta relación simbólica es la inverosimilitud. Estamos allí frente a un mecanismo particularmente neto que nos permite producir al menos tantas adivinanzas de la misma estmctura como catacresis en la lengua.

En el segundo caso, la palabra que aparece en la primera réplica y aquella evocada en la segunda no tienen entre sí ninguna relación semántica aunque sean homónimas; algunas veces son sólo homofónicas (el mismo procedimiento es explotado en las charadas). He aquí dos ejemplos franceses: (36) ¿Cuál es el santo que tiene la cabeza un poco dura? — St. Cloud16 (Tabourot)

(37) ¿Cuál es la santa que no se pone ligas de medias? — Santa Sebastiana. (Tabourot)57

3. Organización fónica. Es de todos conocido que las adivinanzas, semejantes en esto a otras formas menores del folklore verbal, como los proverbios, canciones, etc., se caracterizan por una fuerte organi­ zación fónica, por la presencia de rimas, aliteraciones y de un ritmo regLilar, etc. Jakobson ha analizado varias de estas organizaciones rigurosas18. Al respecto, los nombres propios que aparecen en la pregunta a menudo son reveladores. Existe por ejemplo una adivinan­ za búlgara concerniente al río y construida sobre el siguiente modelo: «La gran + nombre propio femenino + no tiene sombra». Pero el nombre varía dependiendo de los dialectos y del orden preciso de las otras palabras, obedeciendo siempre a las exigencias de la rima: si la palabra del final del segundo verso es njama (no tiene), el nombre propio es Jana-, si es sjanka (sombra), se transforma en fa n k a ; si es senka (sombra en los dialectos occidentales), deviene EnkaV). Al lado de este fenómeno extendido y bien conocido, existe otro que caracteriza aún más a la adivinanza sin serle reservado de manera exclrisiva: se trata de la relación fónica entre las dos réplicas. Este hecho fue destacado por primera vez por Brik en su análisis de las repeticio­ nes sonoras20; este trabajo es recordado por Jakobson en el estudio citado. Pero es sobre todo un especialista soviético contemporáneo, A. I. Guerbstman, quien lo ha estudiado en detalle21. Guerbstman se preocupa precisamente de esta relación fónica entre pregunta y res­ puesta oponiéndola a las relaciones que se establecen al interior de la pregunta22; él le da el nombre de otgadachnaja zvukopis, el cual podríamos traducir como «aliteración adivinatoria». El distingue entonces varios casos según la relación que se establece entre esta analogía fónica (primera relación simbólica) y el tropo constitutivo de la adivinanza (segunda relación). En un primer grado, las dos relaciones están presentes y, para encontrar la respuesta, uno se apoya en la una o en la otra. En un segundo grado, las dos relaciones permanecen presentes, pero la de los sonidos es infinitamente más neta y sugestiva, por ejemplo: (38) Net ni okon ni dverej, Posredine — arkhierej. — Orekh [Ni ventanas ni puertas y en el medio un cura. — La nuez], (Rybnikova, 274) El análisis fónico revela la siguiente dispersión en la respuesta:

1 .... o .... re 2 . o .. re ... (a)rkh ere En otras palabras, la respuesta está repetida casi tres veces en la pregunta. La elección del cura entre todos los posibles habitantes de esta extraña mansión obedece evidentemente a la relación fónica. OREKH —ARKHIEREJ

Finalmente, en un último grado, pregunta y respuesta ya no man­ tienen ninguna relación trópica a nivel de los significados, sino solamente a nivel de los significantes, como en los ejemplos (18) y ( 19). A veces, la primera réplica contiene incluso palabras desprovistas de sentido en la lengua, pero que evocan fónicamente la respuesta; tocamos aquí el neologismo puro y la «poesía transracional», por ejemplo: (39) Ton da totonok? —Pol i potolok. (Sadovnikov, 53) La palabra totonok no existe; ha sido creada de ton (probablemente en este caso el adjetivo «fin») por analogía con la relación p o l y potolok, suelo y techo ( d a es aquí sinónimo de i y significa «y»). Como vimos anteriormente, contradicen sólo en apariencia la exigencia de una relación trópica entre simbolizado y simbolizante: la relación existe pero se sitúa entre significantes y no entre significados.

NOTAS

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R. A. Georges y A. Dundes, «Toward a structural definition of the riddle», Journal o f American Folklore, 1963, pp. 111-118; E. Kóngás-Maranda, -Structures des énigmes», L’Homme, IX, 1969, pp. 5-49- Aunque desde una perspectiva diferente, mi análisis del trabajo de Georges y Dundes se emparenta a muchas críticas formuladas por Ch. T. Scott, «On defining the riddle: The problem of a structural unit», Genre, II, 1969, 2, pp. 129-142. Para una visión de conjunto sobre la adivinanza, ver R. D. Abrahams y A. Dundes, «Riddles», en R. M. Dorson ed., Floklore and floklife, Chicago/Londres, 1972, pp. 129-143. Estas son las referencias de las recopilaciones de adivinanzas citadas: A. Taylor, English Riddles from Oral Tradition, Berkeley/Los Angeles, 1951 (citado: Taylor); M. Haavio y J. Hautala, Suomen Kansan arvoituskirja, Helsinski, 1946 (citado: Haavio); Sir Walter, R. Morel y P. Ferran, Le livre des devinettes, Les H. Pl. de Mane, 1969 (citado: Walter); St. Stojkova, Bágarski narodní gatanki, Sofía, 1970 (citado: Stojkova); Clementine Fa'ik-Nzuji, Enigmes lubansbinga, Kinshasa, 1970 (citado: Nzuji); Brajratna Das, Kbusro Ki Hincli Kavita, Kasni, 1922 (citado: Khusro); V. Sadovnikov, Zagadki russkogo naroda, Moscú/Leningrado, 1959 (citado: Sadovnikov); E. Tabourot, Les Bigarrures du Seigneur des Accords, 1583 (reimpreso Slatkine, 1969; citado: Tabourot). Salvo que se señale lo contrario, el número que aparece al lado del nombre de la obra corresponde al de la adivinanza, no al de la página. Torneo de enigmas de la Vajasameyvi sambita, traducida por Louis Renou, “Sur la notion de Braman», Journal asiatique, 237, 1949, pp- 7-46. R. CailloLs. Artpoétique, Paris, 1958, p. 188. De este modo yo interpretaría la siguiente observación de Jolles: «podemos decir aquí que quien cuestiona —a quien hemos llamado sabio — no está solo, no es independiente, encarna un saber, una sabiduría, o más aún, a un grupo relacionado por el saber. Quien adivina por su parte no es un individuo que responde a la pregunta de otro, sino aquel que busca acceder a ese saber, a ser admitido en ese grupo, y que prueba con su respuesta que está ya preparado para esa admisión» (Formessimples [1°, 1930], Paris, 1972, cap. «La devinette», pp. 109-110). Al contrario, no seguiremos a Jolles en su aproximación entre las adivinanzas por una parte y los exámenes y los catecismos por otra. Se encontrarán ejemplos en la tesis de tercer ciclo de Alain Boucharlat, Le commencement de la sagesse. Structures et fonctions des devinettes au Rwanda, EPHE, 1972. «Du réalisme en art», Tbéorie de la littérature, Paris, 1965, p. 106. -Neue Beitráge zur Kenntnis des Volkrátsels», Palestra, IV, Berlín, 1899Este tipo de adivinanza está descrita por Cl. Fa'ik-Nzuji en la rúbrica «Estructura I, Tipo I». Pero no se trata de una metonimia, como cree Kóngas-Maranda, pues no hay una relación simbólica: la almendra no simboliza a las almendras ni el campo a la hierba. A propósito de estas nociones, cf. W. Empson, The Structure o f Complex Words, Londres, 1950, cap. 2; trad. francesa: «Assertions dans les mots», Poétique, 6, 1971. «Le Chauve au col roulé», Poétique, 8, 1971, p. 444. Exigencia fundamental formulada e ilustrada por Benveniste, «La classification des langues», Problémes de linguistique générale, Paris, 1966.

14 La llamo lingüística porque no encuentro en estos autores ningún indicador específico que vaya en otro sentido, ni otros criterios lingüísticos para establecerlo. 15 Como lo señalaba ya Stojkova, op. cit., p. 6l. 16 En francés fonéticamente Cloud se pronuncia igual que -clavo». De allí la asociación fonética con la pregunta de la adivinanza [/V. del T], 17 Este género de construcción ha sido codificado en la literatura sánscrita con el nombre de antarlapika ; en la colección de textos hindi ya citada se encuentran igualmente ejemplos, a veces muy complejos (interpretación bilingüe, etc.). Cf. Ved Prakash Vatuk, «Amir Khusro and Indian Riddle Tradition». Journal o f American Folklore, 82, 1969, pp. 142-154. 18 «Estructuras lingüísticas subliminales en poesía», Questions depoétique, Paris, 1973. 19 Cf. Stojkova, op. cit., p. 58. 20 «Zvukovye povtory», 1917, reproducido en O. M. Brik, Two físsays on Poetic Lan­ guage, Ann Arbor, 1964. 21 “O zvukovom stroenii narodnoj zagadki», Russijfolklor, 11, 1968, pp. 185-197. 22 Recordemos que Saussure opone de la misma manera dos estructuras fónicas de los versos latinos que él estudia: "interno, ...correspondencia de elementos entre ellos», y «externo, es decir, inspirándose en la composición fónica de un nombre»: J. Starobinski, Les Mots sous les mots, Paris, 1971, p. 34; ya veremos que la cercanía con el fenómeno estudiado por Saussure es enorme.

En la magia encontramos más o menos todas las formas de los ritos orales que conocemos en la religión: sermones, deseos, votos, oraciones, himnos, interjecciones, fórmulas simples. Pero, así como no tratamos de clasificar los ritos manuales tampoco intentaremos clasificar bajo estas rúbricas a los ritos orales. Ellos no corresponden aquí a hechos bien definidos. Marcel Mauss (1960, p. 47)1

Muy someramente , se puede estudiar el lenguaje de la magia desde dos perspectivas diferentes. Ya sea poniendo todo el acento sobre el término magia, examinando la relación de la fórmula con los otros elementos del acto mágico y, a través de ellos, con la cultura de cada pueblo (dejo este estudio funcional, para nada despreciable, al etnólo­ go, al especialista de cada etnia), o bien colocando el acento en la pala­ bra lenguaje y confrontando las propiedades del discurso mágico con aquéllas de los demás discursos, es decir, del lenguaje en su globalidad: es este estudio estructural (y de retórica general) lo que me propongo realizar aquí. En otros términos, quisiera adoptar una actitud radicalmen­ te opuesta a la de Mauss, tal como ésta aparece citada en el epígrafe. El estudio del lenguaje mágico tiene ya su propia historia. Simplifi­ cando aún más, podría decirse que ha conocido dos grandes etapas. Durante la primera, la cual nos es familiar, en las obras corrientes sobre las sociedades primitivas, las supersticiones, los ritos y las costumbres, un capítulo o un apéndice está dedicado a las fórmulas mágicas (en­ cantos, hechicerías, etc.); toda obra general sobre la magia contiene una parte que trata acerca del «verbo mágico». Esta separación traiciona incluso a la teoría del lenguaje mágico, la mayoría de las veces implícita, según la cual esta provincia de la palabra no se comunica con las de­

más: suposición confirmada por la existencia, en cualquier idioma, de palabras y giros que no se emplean fuera del contexto mágico2. Frente a esta actitud tradicional que deja a la magia tan poco espacio dentro del lenguaje, se erigió una reacción que culmina en la obra de Bronislaw Malinowski: por decirlo de alguna manera, al respecto, él goza de todo el reconocimiento. Buscando definir el verbo mágico de tal manera que la definición pueda recubrir todos los casos observados en las islas Trobriand, Malinowski llega a escribir: «Cada rito [mágico] es la ‘producción’ o el ‘engendramiento’ de una fuerza y su transferen­ cia, directa o indirecta, a cierto objeto dado que, como lo creen los in­ dígenas, está afectado por esta fuerza» (Malinowski 1966, p. 215). Dicho de otro modo, el verbo mágico actúa sobre las cosas. Pero visiblemen­ te, una definición tan amplia cubre fenómenos que no se consideran habitualmente como mágicos y que pertenecen a la vida cotidiana, lo cual Malinowski no deja de señalar. Ya el niño maneja sin cesar el lenguaje mágico. «El niño llama a la madre, a la nodriza o al padre y la persona aparece. Cuando pide co­ mida es como si formulara un encantamiento, un Tiscblein deck dich!« (ibid., p. 63). Cuando crece, él no está obligado a cambiar de hábito, pues las palabras le aseguran siempre la obtención de las cosas. Sí uno observa eí aprendizaje de una materia en una comunidad pri­ mitiva o en nuestra sociedad, uno percibe siempre que la familiaridad con el nombre de la cosa es el resultado directo de la facilidad con Ja cual se manipula esa cosa (i b i d p. 233).

Para dominar las cosas, es necesario conocer las palabras. Lo mismo sucede con cualquier dominio de nuestra vida social. Y así con todo el conjunto de hechos relacionados con la ley. «Aquí el valor de la palabra, la fuerza del compromiso de la fórmula se en­ cuentra en la base misma del orden y de la confianza de las relaciones humanas" (ibid., p. 234). Lo mismo podría decirse para la religión, la vida política, la publicidad. Malinowski puede concluir: Las palabras pueden ser el discurso estúpido de un «líder» moderno o de un primer ministro, o una fórmula sacramental, una observación indiscreta que hiere el «honor nacional», o un ultimátum. Pero en cada caso las palabras son causas de acción igualmente potentes y fatídicas (ibid., p. 53).

Pero si toda palabra causante de una acción (o seguida de un efecto) es mágica, entonces no hay palabra que no sea mágica. La teoría de Malinowski sobre el lenguaje en general, a la vez punto de partida y

resultado de sus reflexiones sobre el lenguaje mágico, nos enseña que el sentido mismo de las palabras —es decir, su propiedad constituti­ va— consiste en «el cambio real realizado por el enunciado en el contexto de una situación junto con la cual forma pareja» (ib id , p. 214)\ Si toda palabra es acción, entonces toda palabra es magia. Hacia este mismo sentido generalizador se dirige otro teórico del lenguaje mágico: Toshihico Izutsu. Originalmente, el lenguaje participa de la magia, pues toda simbolización ya es una apropiación de las cosas, por lo tanto, una acción sobre ellas, es decir, magia. El simple hecho de la significación es en sí mágico; en consecuencia, el libro de Izutsu concierne más a las operaciones lingüísticas fundamentales que a los encantamientos singulares, privilegio exclusivo de los magos. Asistimos aquí a un desplazamiento de objeto evidente. Es posible que la magia en el lenguaje esté relacionada con la acción del lenguaje; pero si decimos que toda acción es mágica, es necesario encontrar otro nombre para designar este tipo de acción del lenguaje que corriente­ mente llamamos mágico para diferenciarlo del resto: lenguaje jurídico, administrativo, ritual, etc. Calificar de «mágico» el valor ¿locutorio de un enunciado (y constatar luego la universalidad de la magia) para nada nos ayuda a comprender la especificidad del discurso mágico.

ANALISIS DE UNA FORMULA MAGICA

Tomemos una fórmula mágica, tal como la encontramos en las transcripciones de los folkloristas': (1) Contra el carbunco Gemien o carbunco, negro o rojo, del color o la especie que seas, te conjuro en los aires o en lo más profundo del mar, y te ordeno de parte del Gran Dios (+) viviente, salir en seguida del cuerpo de N... tan rápido como Judas (+) traicionó a nuestro Señor Jesucristo en el Jardín de los Olivos (+) y como los doce mártires lo asistieron y subieron al cielo (+). Natusex, christusex, mortusex, résurrex (3 veces). (Rives, Dauphiné) Sólo la singularidad del objetivo que me propuse me autoriza a aislar así esta fórmula de su contexto de enunciación. Se sabe que la fórmula

en sí no posee potencia mágica; ella la adquiere sólo en circunstancias precisas, pronunciada por una persona determinada que posee el derecho o el poder. En otras palabras, la magia no es un enunciado sino una enunciación; ahora bien, ésta se compone del enunciado, de los interlocutores, de las circunstancias espacio-temporales de la alocu­ ción, así como de las relaciones que pueden establecerse entre los di­ versos elementos. Ateniéndome al solo enunciado, pongo entre parén­ tesis varios elementos del acto mágico; esto tendremos necesidad de recordarlo constantemente. ¿Qué nos obliga a pensar que esta fórmula es parte de un discurso mágico?: el hecho de que se trata de actuar sobre una enfermedad a través del intermediario de un simple enunciado verbal. Tratemos de variar los elementos de esta descripción para verificar los límites de la magia. ¿Es indispensable que la enfermedad sea el destinatario? Si yo digo: «Conjuro al gemien o al carbunco, que sea...», etc., mi discurso continúa siendo mágico. Si digo: «Conjuro al panadero a que me traiga el pan en este mismo instante», mi discurso sigue siendo mágico. Si le digo al panadero: «Le exijo que me dé un croissant [el subrayado es nuestro] p a r a que me dé pan, mi discurso sigue siendo mágico (al menos que esta espera se realice en virtud de un código secreto). Si al contrario digo al panadero: «Le exijo me dé ese gran pan», mi discurso deja de ser mágico aunque esté seguido de una acción. ¿Por qué? Desear provocar una acción a través de la palabra no es suficiente para asegurarle a esta palabra un carácter mágico: todo depende del agente de esta acción. Si el agente es aquello de lo cual hablo (el delocutario o referente del discurso)5, cualquiera que sea su naturaleza, mi discurso es mágico. Si este agente es aquel a quien hablo, mi discurso no es mágico, al menos que este agente no lo perciba (interlocutor ausente), o que no lo comprenda (interlocutor inanimado o frase que quiere decir otra cosa), o que esté incapacitado de someterse («Párate y anda», dicho a un paralítico). «Abrete Sésamo» es una fórmula mágica: la acción debe ser realizada por una roca; «María, ábreme» no lo es si la tal María supuestamente debe percibir mis palabras. La identificación de la magia descansa entonces sobre la categoría de lo posible (científico): fertilizar un terreno para mejorar su rendimiento no constiaiye un acto mágico; pero colocar allí mismo talismanes sí. Esto es quizás una base frágil pero es indispensable. Este procedimiento equivale a identificar el discurso mágico por lo que puede hacer, por su intención; o —ya que estamos en un sistema simbólico— por su elemento simbolizado. ¿Existen medios que cons­

tantemente estarían puestos al servicio de esta intención? Más aún: siendo lo simbolizado lo que es, ¿cuál debe ser el simbolizante? Es lo que intentaremos ver a través del análisis de la fórmula citada, recor­ dando sin embargo, que el objeto de nuestro examen no es la materia lingüística en sí sino la estructura simbólica que ella recubre; en otros términos, dispondremos el análisis en dos etapas: el estudio del sim­ bolizante (lo mágico); y el pasaje del simbolizante al significante (lo lingüístico). Primero, la fórmula que tenemos delante de nosotros se deja descomponer en tres partes diferentes. La una va de la primera palabra hasta la mención de un nombre propio (aquí designado como N...): ella contiene toda la información de la cual disponemos sobre el acto má­ gico que va a realizarse. La segunda comienza por «tan rápido» y ter­ mina al final de la frase.- es una comparación del evento presente con una del pasado (mítico). En fin, la tercera parte está formada por la úl­ tima proposición: a primera vista incomprensible, ella está compuesta de palabras latinas deformadas. Aprovecharé la presencia, en el léxico francés, de una serie de términos emparentados que se relacionan todos con el discurso má­ gico; dentro del cuadro de este estudio, les daré un sentido preciso que no esté en contradicción con su sentido común y los utilizaré para designar las subdivisiones o las subespecies de la fónnula mágica. Llamaremos entonces invocación a la primera parte, com paración a la segunda, y encantam iento a la tercera. Es la primera parte, la invocación, la que exige en este nivel ser analizada en detalle: la comparación repite, de manera más simple, la misma estructura; en cuando al encantamiento, éste se presenta como un bloque indivisible. Al contrario, en la invocación se identifican fácilmente varios elementos que podrían agruparse de la manera siguiente: — roles: están designados por «Germen o carbunco» («tú»), «yo», «el gran Dios viviente», y «N...»; — acciones’, las cuales están designadas por los verbos: «conjuro», «exijo», por una parte, «salir» por otra; — expansiones o diversos complementos atributivos, etc.: «negro o rojo», «en los aires o en lo más profundo del mar». Provisionalmente dejaremos de lado al grupo de las expansiones para limitamos a las dos primeras especies, las cuales parecen ocupar un lugar muy destacado. En primer lugar los roles. Puede verse claramente que ellos son de

dos tipos: los protagonistas de la enunciación (identificados por «yo» y «tú») y los protagonistas del enunciado («germen», «Dios», «N...»). «Ger­ men» equivale a «tú», mientras que «yo» no posee otro nombre. Pero, incluso si el discurso no lo hace, nosotros debemos separar claramente estas dos series de roles, discursivos y enunciativos, aunque sea para poder estudiar su articulación. Por ahora, los roles enunciativos no nos enseñan nada. ¿Cuáles son los roles discursivos? Intentemos darle a cada uno, provisionalmente, un nombre que lo delimite un poco más. «Yo» es el mago ; «tú» o «germen» es el objeto de la acción mágica; «N...» es el beneficiario de la acción; «Dios» es el intemiediario cuya ayuda es invocada. En cuanto a las acciones, dos de los verbos que las designan son casi sinónimos: «conjuro» y «exijo». También tienen en común la propiedad de ser verbos performativos; es decir que su enunciación realiza la acción que ellos significan. Juntos se oponen al verbo «salir», el cual designa una acción ordinaria y que por ello llamaremos verbo descriptivo (o constativo). Detengamos aquí el análisis. Si deseamos estar más claros acerca de la naairaleza del discurso mágico, es necesario abandonar esta única fórmula para compararla con otras: único medio de estudiar el sistema jerárquico del cual ella es una ilustración6.

ESTRUCTURA DE LA FORMULA MAGICA

Pasando de la descripción de una fónmila única a la de un discurso mágico, se tomarán los caminos de la comparación y la deducción (de hecho este trabajo estaba ya implícito en mi descripción inicial). Llegaremos entonces a formular una nueva dicotomía que vuelva a establecer las distinciones precedentes: aquella que se produ­ ce entre la organización sintagmática (o de las figuras) de un discurso y su organización simbólica. 1) Organización sintagmática. Apegándose primero a una lectura «horizontal» de la única acción efectuada por la fórmula mágica, se llega a una primera conclusión: el discurso mágico es una subespecie del discurso narrativo, la fórmula mágica es un micro-relato. Esta constatación se apoya en la presencia de un elemento preciso de la fórmula que acabamos de identificar como el «verbo descriptivo»: este verbo («salir», en nuestro ejemplo) significa necesariamente un

cambio de estado (pasar de la presencia a la ausencia); ahora bien, la transformación de un estado es una condición necesaria para la exis­ tencia de un relato. No hay que creer que tal exigencia pueda ser siempre satisfecha y que pemiita clasificar entre los relatos cualquier secuencia verbal. Para tomar otro ejemplo del folklore, las adivinanzas, como ya vimos, nunca son relatos (contrariamente a lo que pudimos pretender), a pesar de que la pregunta adquiera a veces la forma de una frase narrativa: la adivinanza es una definición no convencional; pero la definición re­ tiene los rasgos fijos (aunque sean sólo acciones) y no los comporta­ mientos transitorios. En palabras de Sapir, podría decirse que la pre­ gunta de la adivinanza designa un elemento «existente» (el adjetivo o el sustantivo de la gramática), mientras que la fórmula mágica concier­ ne a un elemento «ocurrente» (el verbo). Por otra parte, el relato de la fórmula mágica posee un rasgo específico que lo distingue inmediatamente de la mayoría de los otros relatos: y es el hecho de que él designa una acción virtual, no real; una acción que todavía no se ha realizado pero que está a punto de serlo. No obstante, él no es el único que llena esta condición. Otro ejemplo de «relato imperativo» nos es dado por las recetas de cocina. Es el verbo descriptivo quien asegura el carácter narrativo de la fónnula mágica; por ello amerita que lo examinemos más de cerca. «Salir» es un verbo de movimiento que designa el pasaje de la presencia a la ausencia; su sujeto es nuestro «objeto» (germen o carbunco), agente nocivo que hay que alejar. Tal descripción ya sugiere que dos de los elementos identificados se prestan a variantes: se puede hacer salir, o hacer venir un objeto nocivo o un objeto útil. De esto se desprende que la fórmula analizada ilustra solamente una variedad de magia entre cuatro que podríamos inscribir de este modo en el siguiente cuadro: de un objeto negativo

positivo

la ausencia

1

3

la presencia

2

4

Provocar

Tradicionalmente, se llaman las fórmulas 1 y 4 (provocar la ausencia de lo negativo o la presencia de lo positivo) m agia blan ca,; y las

fórmulas 2 y 3 m agia negra. También se podría, aprovechando la abundancia de sinónimos en este campo, dar un nombre particular a cada una de las especies: 1) desaparecer lo negativo: exorcismo, 2) hacer aparecer lo negativo: im precación); 3 ) desaparecer lo positivo: conm inación; 4) hacer aparecer lo positivo: conjuro. La muestra que encontré en las transcripciones de los folkloristas contiene sólo ejemplos de magia blanca (fórmulas 1 y 4). Ya vimos el ejemplo de exorcismo, o magia de protección (defensiva); he aquí un ejemplo de conjuro, o magia de adquisición (ofensiva): (2) P ara casarse bien Gran San José, ya que las buenas bodas se realizan en el cielo, te conjuro, por la incomparable felicidad que recibiste cuando te hiciste el verdadero y legítimo esposo de María, para que me ayudes a encontrar un buen partido, una fiel compañía, con la gracia que yo pueda amar y servir para siempre a Dios. (Hautes Vosges) A esta altura observemos que la oposición entre exorcismos y conjuros, o entre magia defensiva y ofensiva es exactamente paralela a la que traza Propp entre dos tipos de cuentos de hada: aquellos que comienzan con una falta (elemento negativo que hay que desaparecer) o por una carencia (elemento positivo que hay que hacer aparecer). En cuanto a las imprecaciones y a las conminaciones, podemos producirlas fácilmente a partir de dos fórmulas presentes: en el primer caso, se pedirá al carbunco para que venga sobre el cuerpo de N...; en el segundo, se exigirá que N... nunca llegue a casarse. Ensayemos ahora una variante más importante: más allá de cambiar la dirección del verbo o de cambiar el valor de su sujeto, observemos lo que ocurre si suprimimos este verbo entero. Con él desaparecería su sujeto (al cual llamé el objeto de la magia); la fórmula se limitaría a una convocatoria del mediador, la cual, en sí misma, convierte al mago en un beneficiario. La siguiente fórmula se aproxima a esta descripción: (3) P ara obtener la ayu da de los ángeles Adonai, Théos, Ischyros, Athanatos, Paraclytus, Alpha y Omega, los conjuro y les ruego que me sean favorables y que vengan pronto a ayudarme.

Pero de hecho tal estructura nos es familiar a partir de un tipo de habla entendida habitualmente como distinta: el orar. Así, tocamos aquí los límites entre dos discursos: la oración y las fórmulas mágicas examinadas hasta ahora, las cuales, en oposición a la anterior, llamaré encantos. ¿Cómo delimitar esta diferencia? Pueden adoptarse varias soluciones. La primera, que descartaremos en seguida, será declarar oraciones a toda fórmula que comience por «el ruego» y sus sinónimos, y encantos, todas aquellas donde se dice «os conjuro». La segunda sería recurrir al canon contemporáneo de la Iglesia, la cual acepta ciertas fórmulas (las oraciones) y rechaza otras (los encantos). Van Gennep ya señalaba lo arbitrario de tal criterio: ...los murmullos, es decir las fórmulas, las cuales, reconocidas a veces por la Iglesia, inscritas en el ritual anteriormente diocesano, en nuestros días romano, universal y obligatorio, son llamadas oraciones; si no están reconocidas, o no lo están más en nuestros días, son heterodoxas o mágicas. Pero se debe recordar que m agia y religión son términos relativos... (1933, p. 479).

En efecto, tal criterio nos informa más acerca de la historia de la Iglesia que sobre la naturaleza del discurso. Por su parte, Mauss opone las oraciones y los encantamientos según haya o no mediador: Diremos que es probablemente una oración siempre y cuando estemos en presencia de un texto que mencione intencionalmente una potencia religiosa. (...) En los otros casos diremos que se trata de un encanta­ miento mágico puro o una forma mixta. (...) El puro encantamiento es uno y simple, no recurre a ninguna fuerza exterior (1968, pp. 410-411).

Pero este criterio no me parece apropiado aunque se refiera a la estructura simbólica y no lingüística o institucional: a menudo, fórmulas desde todo punto de vista semejantes difieren solamente por esta presencia o ausencia, la cual aparece como un rasgo facultativo y no como una diferencia fundamental. A este precio, nuestra fórmula (1) sería una oración, y la siguiente un encanto: (4) Contra el m al de ojo Dragón rojo, dragón azul, dragón blanco, dragón que vuelas, de la especie que seas, te ordeno y conjuro que vayas al ojo del sapo más grande que puedas encontrar.

La diferencia entre las dos salta a la vista. La diferencia que quisiera colocar en la base de la oposición ora­ ciones/encantos es más esencial. En el encanto la invocación de un mediador es una acción transitiva: se consume en su objetivo, el cual es facilitar el movimiento de desaparición o aparición de un objeto benéfico o maléfico. Al contrario, en la oración es la invocación en sí misma, la comunicación con el mediador que agota el contenido de la fórmula. Esto es lo que los teólogos llaman oración pura o mística. Releamos estas frases de Gabriel Marcel: Mientras más se acerca mi oración a la demanda, mientras más recaiga sobre algo que pueda ser asimilado a un medio de incrementar mi fuerza (una información, un objeto cualquiera), menos es, en sentido estricto, una oración. (...) En conclusión, la oración nunca puede ser tratada como un medio sobre el cual uno se interroga, del cual respectivamente uno pone en cuestión su eficacia.

En resumen, lo único que he hecho aquí es explicitar tal intuición sobre el plano discursivo. Naturalmente, la presencia de uno de estos dos polos descritos no exige la exclusión del otro. El objeto de la fórmula puede permanecer presente; es suficiente con poner el acento sobre la relación con el mediador y estaremos más cerca de la oración; el mediador puede permanecer presente pero borrado, concentrándose así la atención sobre el objeto: en ese caso estaremos en el dominio del encanto (es esto lo que explica la ilusión óptica de Mauss). ¿Pero cómo medir este «acento», esta «atención»? Después de haber definido a la oración por su carácter intransitivo, G. Marcel agrega: es evidente que esto es una actitud extrema, y que en la práctica la ora­ ción tiende inevitablemente a ser tratada como un medio. No puede haber una delimitación rigurosa entre una religión específica y una determinada brujería.

En la oración más conocida del catolicismo, se yuxtaponen elementos de los dos géneros: «Padre nuestro que estás en los cielos...» es una oración; pero «Danos el pan de cada día» o «Líbranos del mal» son frases que podrían encontrarse en cualquier encanto; la primera destaca el conjuro, la segunda, el exorcismo. Podemos entonces concluir: toda fórmula desprovista de objeto es una oración; toda fórmula desprovista de mediador, un encanto. En cuanto a las numerosas fórmulas en las cuales el uno o la otra están presentes, recurriremos a otro criterio que

pertenece a la realización lingüística del sistema simbólico (cf. infra, p. 293). Examinemos ahora los roles narrativos. Observemos primero que éstos aparecen si sólo una acción verbal (un «ocurrente-) está ya pre­ sente; el adjetivo (lo «existente») no implica ningún rol. Lo mismo su­ cede en la lengua, en la cual el sistema de casos, que no es otra cosa sino una red de roles alrededor de una acción, depende del verbo, no del adjetivo. Los nombres dados a estos roles eran apropiados solamente para el tipo de magia ilustrada en la fórmula (1). Para tomar el contra-ejemplo más evidente, sólo se puede hablar de beneficiario cuando se trata de magia blanca; en el caso contrario, se tratará de una víctima. En una teoría más general, será entonces necesario introducir un término neu­ tro en relación a la oposición benéfico/maléfico; lo mismo ocurre con el destinatario. Igualmente, será necesario un término genérico que englobe al m ago y al sacerdote, por ejemplo, el de oficiante. Al desa­ parecer el objeto, el ser invocado no amerita más el nombre de me­ diador, pues de entrar en relación con él se convertiría en el objeto de sí mismo; se trata entonces de una transformación más profunda de la estructura de los roles, pues Dios participa tanto del antiguo rol de mediador como del que yo atribuía al objeto. El encanto, en rigor contiene entonces tres roles obligatorios (mago, destinatario y objeto) y un rol facultativo, el de mediador. Por otra parte, veremos que el mediador a veces puede tomar aspectos menos netos, confundiéndose con los elementos externos al sistema de roles. ¿Hay otros roles facultativos? Algunos ejemplos de nuestra muestra podrían hacerlo creer así: (5) Contra la helada Brujo o bruja que has creado esta nube, te conjuro de parte del gran Dios viviente y del gran Adonai, tu amo y el mío, te conjuro a no acercarte a mi territorio, a marcharte a los desiertos. Sí, te conjuro por las tres grandezas que son las personas de la Santísima Trinidad, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. (Hautes Vosges) (6) Contra la hem orragia Hierba que no fue ni plantada ni sembrada Que Dios ha creado, ¡Detén la sangre y cura la plaga!

A primera vista los casos son diferentes. En el primero, más que enfrentarse a un objeto simple, se combate al mismo tiempo a la nube y al brujo que la ha creado; en el segundo, la mediación de la hierba es solicitada, pero haciendo mención de que ella es producida por Dios. La semejanza de las dos fónmilas reside en que cada vez un simple rol (objeto, mediador), es escindido en dos, siendo una de las mitades el agente activo y creador, el otro, el instrumento práctico, el producto que sirve de auxiliar. Pero esta nueva dicotomía entre «agente» e «instrumento» no se sitúa en el mismo nivel que la configuración de roles precedente, puesto que, precisamente, cada Lino de los roles puede ser analizado de este modo. En el análisis del discurso hay que distingLiir entonces dos niveles donde las redes relaciónales se estable­ cen: uno más abstracto, propio a todo relato, en el cLial se podrá distingLiir, probablemente, entre un «agente» y un «paciente», un «ayu­ dante» y un «oponente» (para retomar la terminología de Greimas); otro más concreto que caracteriza a un universo discursivo en oposición a otro: así, en el caso de los encantos, el mago, el objeto, el destinatario, el mediador. Esta diferenciación parece aún más necesaria porque ella nos permitirá dar cuenta de la singularidad de una fórmula como ésta: (7) Contra el m al d e ojo Malla, fuego, garra o germen o araña, Dios te exige que no tengas sobre este ojo más poder que los judíos sobre el CLierpo de Jesucristo el día de Pascuas. ( Verriéres-Le-Buisson, Hurepots) AqLií el mediador no es más un agente, se encuentra reducido a ser sólo el aLixiliar del mago, quien de pronto aparece como un dios superior.

Examinemos ahora el tercer elemento esencial de la estructura sintagmática: el verbo perfomiativo. En los encantos sli función es la de establecer la relación entre el mago y el objeto de la magia (eventLialmente el mediador); ya vimos que su rol se volvía cada vez más importante en las oraciones. Fuera de su contenido de verbo, designa una relación de poder entre los dos roles: de superioridad en «exijo», «ordeno», «conjuro», o de inferioridad en «ruego», «suplico», etc. Se marcará la diferencia en relación a los dos otros grupos de verbos performativos igualmente usados en el discurso religioso. Las promesas {sermones} y las amenazas establecen Lina especie de contacto de intercambio: las dos parejas se colocan, en cierto modo, en un plano de igualdad. Los encantos en cambio están más acá o más allá del

contrato: la diferencia de poder permite olvidar el intercambio. Por otro lado, las bendiciones y las maldiciones no implican forzosamente que el que las pronuncie tenga un cierto poder; ellas no garantizan la realización de una acción particular. Una sola fórmula puede contener elementos de varios tipos de discurso [nuestro ejemplo (2)], esencial­ mente un conjuro, contiene al final un sermón. El verbo performativo garantiza la eficacia de la fórmula, transforma al relato en un acto mágico. Pero esta misma función puede ser asu­ mida por otros elementos fomiales. Estos pueden figurar únicamente en el contexto de la enunciación: siendo oficiante en circunstancias muy precisas, el mago simboliza por eso mismo su acto y no tiene ne­ cesidad de designarlo al interior de su discurso. Más adelante veremos qué transformaciones específicamente lingüísticas puede seguir el mis­ mo verbo performativo. Observemos aquí que la misma función (la de indicar que se trata de un acto mágico) es asumida corrientemente por otra parte de la fórmula mágica: el encantamiento. Este apareció pri­ mero como una parte residual: es ello lo que quedó de la fórmula una vez sustraídas las partes fácilmente identificables, la invocación y la comparación. Al mismo tiempo ya vimos que ella era parcialmente in­ comprensible. Ahora podemos designar precisamente la función de esta parte incomprensible (para el resto ya veremos que el encanta­ miento duplica la invocación y la comparación): ella señala la natura­ leza mágica del acto, la relación de poder que se establece entre el mago y el objeto de la magia. Por otra parte, esto explica por qué los encantamientos como «abracadabra» se convirtieron en símbolos de la magia en general. Si he dejado a un lado las expansiones, no es porque ellas tengan poca importancia; al contrario, desde el punto de vista etnológico, serán precisamente las expansiones quienes distinguirán la magia de un pueblo (o de un área cultural) de otra. Tchernov (1965) demostró, por ejemplo, que las circunstancias de lugar, en los encantos amorosos rusos, están rigurosamente fijados y organizados en dos oposiciones: «campo/mar», y «este/oeste», sirviendo el primer término preferiblemen­ te para la magia blanca, y el segundo para la magia negra. Sin embargo, mi cuadro de referencia aquí no es la cultura de tal pueblo o tribu, sino la tipología de los discursos; pero, en relación a esto, las expansiones juegan un rol más limitado ya que su presencia es facultativa. 2) O rganización sim bólica. Hasta ahora me he atenido al análisis de la sola situación central, copresente en la enunciación de la fórmula. Se sabe, sin embargo, que la fórmula puede evocar otro plan de

referencia paralelo al primero. Volvamos al ejemplo (1). En tres ocasiones se mencionan los elementos externos al contexto de la enunciación, y esto en cada una de las tres partes identificadas inicialmente: primero, refiriéndose al «gran Dios Viviente»; luego, evocando un episodio de la vida de Cristo; y en fin en el encantamien­ to, donde a pesar de la deformación del latín se adivina aún una referencia a la vida de Cristo. Es este paralelo de dos situaciones distintas (una, de la vida cotidiana y presente, la otra, del canon cristiano) lo que llamo organización simbólica. Como puede verse, ella se realiza gracias a medios verbales muy variados que ocupan posiciones sintagmáticas diferentes. ¿Es ne­ cesaria esta organización simbólica? Tchernov lo cree así (1965, p. 168); por otra parte, es indudable que existen fórmulas sin ninguna referen­ cia a otra situación, como ocurre con la (4) ya citada. No obstante, me parece que tales fórmulas son muy raras. Yo estaría inclinado a creer que la organización simbólica es obligatoria, a pesar de que en ciertos casos ella sea reemplazada por el recurso al contexto cultural. Esta segunda serie de circunstancias se manifiesta entonces a través del mediador (visto aquí desde otro ángulo), el encantamiento, en la medida en que éste sea comprensible, y, muy particularmente, la comparación, cuya única función es la de mediatizar7. Observemos que en nuestra muestra de encantos franceses se trata de una comparación explícita y no de un tropo en sentido estricto (en el cual la comparación estaría escondida detrás de la sinécdoque, o la metáfora, etc.). Atenién­ donos igualmente a los encantos franceses, podemos destacar el origen cristiano de la mayoría de las comparaciones, aunque también otros elementos se mezclen episódicamente; se comprende por qué pudie­ ron llamar a los encantos «oraciones populares». He aquí otro ejemplo de comparación cuyo interés reside en que ésta se encuentra incrustada en el lugar del mediador: (8) Contra el cólico ¡Oh cólico! te suplico, por el dolor terrible que los judíos hicieron probar al cuerpo de Jesucristo cuando levantaron la cruz y por el que le hicieron probar al bajar la cruz por el hueco cavado en la roca para salvar nuestras almas, que abandones el cuerpo de N... y que le devuelvas la salud. Cólico, te suplico por el sufrimiento de Erasmo cuando sus verdugos le arrancaron las entrañas con un gancho de hierro. Le ruego a Dios y a la Virgen. (Flandre)

¿Podemos identificar la función de esta organización simbólica, cuando he dejado de lado la del relato? Intentaremos responder a esta pregunta examinando Lina comparación frecuente en numerosas fórmulas (la más común en nuestra muestra). Ella aparece bajo una forma motivada en encantos como el que sigLie: (9) Contra las quem aduras Fuego de Dios, pierde tu calor Como Judas perdió su color Cuando traicionó a Nuestro Señor En el jardín de los Olivos. {La Com be-de-Lancey, Dauphiné) Dos slijetos, el fuego y Judas, tienen un predicado en común («perder»), lo cual motiva la comparación aunque los complementos permanezcan diferentes (calor y color). Todo tipo de supresiones, adiciones, y sustituciones pueden inter­ venir en la comparación sin por eso quitarle su carácter motivado. Sin embargo, las cosas se entLirbian aún más cuando Jesús y Judas se intercambian los roles: (10) Contra las quem aduras FLiego, fuego, fuego, Apaga tus calores Como Jesús slis colores En el jardín de los Olivos. (Plessis-Robinson-HLirepoix)

(11) Contra las torceduras Pierde ais fuerzas, tus calores y ais colores como N. S. J. C. perdió sus fuerzas, sus calores y sus colores en el jardín de los Olivos. (.Bruyéres-le-Chátel\ HLirepoix) El predicado común subsiste; no obstante, no se puede evitar la impresión de que el sentido de la comparación importa poco para aquel que la enuncia, pues lo positivo y lo negativo pueden sustituirse fácilmente. Un solo paso de más y la comparación será inmotivada. He aquí cómo esto se prodLice:

(12) Contra las quem aduras Cambia tu color, como Judas cambió de color al entrar al jardín de los Olivos. (,Saint-Pierre-d Allevard, Dauphiné) (13) Contra las quem aduras Fuego, retén tu calor Como Satán traicionó a Nuestro Señor En el jardín de los Olivos. ( Villemoirieu, Dauphiné) (14) Contra el chancro Chancro amarillo, chancro blanco, chancro negro, chancro de los chancros, apaga tu fuego y tu luz como jLidas crucificó N. S. J. C. CSoucham p, Hurepoix) ¿Cómo se puede calmar el dolor com o Judas cambió de color? ¿O retener el calor com o Satán traicionó? ¿O apagar su fuego así como Judas crucificó? Queda muy claro que la comparación no puede poner en evi­ dencia la semejanza entre los dos eventos puesto que, justamente, no hay semejanza. Todo nos lleva entonces a formular una hipótesis más general: la función de la comparación no es destacar las semejanzas, sino más bien afirmar la posibilidad misma de una puesta en relación entre acontecimientos pertenecientes a series distintas, permitir ordenar el universo. En este caso particular, se trata de inscribir un aconteci­ miento contingente y nuevo — una quemadura— en una serie finita y bien conocida, limitada a los principales acontecimientos de la vida de Cristo. De esta manera, el acto perturbador, desconocido, se encuentra integrado en un orden seguro; se trata de una actividad de clasificación. En esta puesta en relación lo más importante, al punto de ser capaz de liberarse de su motivación (la semejanza real). Otros géneros folklóricos nos enseñan que la función de la organización simbólica es más de naturaleza ordenadora que informativa. Tomemos como ejemplo las adivinanzas, las cuales uno califica de «sabiduría popular» y se pregunta a veces si ellas no sirven para transmitir el saber de los viejos a los jóvenes, de los sabios a los ignorantes, etc. He aquí dos adivinanzas que tienen lugar en la misma cultura8: (15) Estos dos señores nunca se ven. Pero si uno sufre el otro lo consuela. ¿Quiénes son? —Los ojos (n2 108).

(16) Estos dos señores viven en la misma Montaña. Pero cuando llueve, el agua que corre donde uno no llega a la casa del otro, ¿Quiénes son? — Los ojos (N2 110). En el primer caso, los dos ojos están caracterizados por su alejamien­ to físico y su proximidad «moral»; en el segundo por su cercanía física y su alejamiento «moral». ¿Cuál de las dos afirmaciones revela «sabiduría popular»? Quizás ninguna: tanto la una como la otra apunta a una puesta en relación de órdenes diferentes sin preocuparse por el conocimiento de los hechos cuya función ellas deberían transmitir. No se puede deducir una teoría funcional del simbolismo a partir de dos ejemplos. Lo que sí es seguro es que la organización simbólica de las fórmulas mágicas y de las adivinanzas tiende a mostrar que la función «constructiva» prima sobre la función «informativa»9.

DEL SIMBOLIZANTE AL SIGNIFICANTE

Hasta el presente, me he preocupado solamente de la estructura de este sistema simbólico que es el discurso mágico, no de la materia lingüística que lo manifiesta. La diferencia es esencial: este sistema incluye no sólo al enunciado lingüístico sino también a su contexto de enunciación. Es esto lo que no debe olvidarse cuando se está frente a fórmulas como ésta: (17) P ara com batir un brujo Rostin clasta, auvara clasta custodia durane. (Hautes Vosges) Esto es puro encantamiento, y si tuviéramos que atenernos al enunciado no podríamos establecer ningún rol, identificar ninguna acción. Sin embargo, el contexto de la enunciación nos indica quién pronuncia la fórmula (el mago), a favor de quién es pronunciada (el beneficiario) y contra quién (el objeto); la acción prescrita se desprende de la naturaleza del objeto (aquí es combatir al brujo). La realización lingüística de la fórmula propone una serie de problemas: a manera de ejemplos trataré sólo algunos de ellos. 1) Apostrofes y narraciones. Van Gennep ya había señalado que, en

el plano lingüístico, las fórmulas mágicas eran de dos tipos: fórmulas directas o reprobatorias (ilustradas por todos los ejemplos citados hasta ahora), y fórmulas indirectas o narrativas, en las cuales uno se con­ forma con reportar un acontecimiento semejante sin indicar explícita­ mente su relación con la situación presente (Van Gennep 1928, p. 5). He aquí un ejemplo de estos últimos: (18) Contra las quem aduras Nuestro Señor Jesucristo pasa sobre un puente con un brasero de fuego dejando caer un poco; él lo sopla diciendo: Fuego, yo te detengo. (Jon s, Dauphiné) La diferencia lingüística entre estos dos tipos de fórmulas es clara; es la misma a la que apunta Benveniste cuando opone discurso e historia. En el primer caso el enunciado contiene pronombres perso­ nales («yo» y «tú») y los tiempos verbales que le son correlativos; en el segundo se permanece en el modo impersonal (el de la tercera persona), sin ninguna indicación de la relación entre ese enunciado y su acto de enunciación; si aparecen los pronombres personales, ellos deben estar bajo la responsabilidad de una instancia de enunciación ya enunciada. Basándose en sus propiedades lingüísticas, se podrían llamar a las fórmulas del primer tipo apostrofes, y a las del segundo, narraciones. Si ponemos en relación esta diferenciación con lo que sabemos ahora de la estructura de la fórmula se hace posible describir esta transformación desde otro punto de vista. Mientras que en los apostro­ fes la invocación ocupaba un lugar dominante y la comparación se mostraba sometida, aquí, al contrario, la comparación es dominante y la invocación subordinada. A esto debe agregarse que la comparación, en el segundo caso, está relacionada con el mediador y no con el objeto. Así, podríamos transformar la fórmula (18) en: (19) Fuego, yo te detengo, como te detuvo N. S. J. C. cuando pasó sobre un puente con un brasero de fuego, etc. Como puede observarse, la fórmula original indica no solamente los elementos del enunciado (las palabras pronunciadas), sino también los de la enunciación (los gestos del acompañamiento). En otros ejemplos sólo se describen estos gestos: la magia verbal se engrana a una magia no verbal:

(20) Contra la tiña Pablo estaba sentado sobre una piedra de mármol, N. S. al pasar le dijo: «Pablo, ¿qué haces allí? —Curando del mal a mi jefe. — Pablo, levántate y ve a buscar a Santa Ana para que te dé este aceite; te untarás con él en ayunas una vez al día; aquel que lo haga no tendrá roña, ni sama, ni tiña, ni rabia». (Flandre) A partir de estas narraciones canónicas, son posibles dos fórmulas derivadas: aquella donde sólo la comparación está presente, y aqLiella en la cual, al interior de la invocación, aparece una nueva compa­ ración. En seguida Lin ejemplo de la primera: (21) Contra el leucom a Bienaventurado San Juan, pasando por aquí, encontró en el camino a tres Vírgenes. El íes dijo: «¿Qué hacen aquí? — Nos estamos curando del leucoma. —Cíirense Vírgenes, curen el ojo de N...» (Hurepoix) IgLialmente podríamos decir que se trata de una invocación indirec­ ta del mediador (las Vírgenes), lo cual nos aproxima a los apostrofes, pero no contradice la descripción precedente, pues sabemos que, simbólicamente, el mediador pertenece a la esfera de la comparación. Continuemos con Lin ejemplo del segundo caso:

(22) Contra las quem aduras San Pedro y San Juan encontraron en el campo a una persona cubierta de quemaduras. «Quemadura, quemadura, detente, al igual que Jesús se detuvo con su cruz a cuestas». (Flandre) Estamos aquí frente a un encastramiento de segundo grado; y podemos fácilmente concebir, al menos en teoría, que los encastramientos podrían continuar indefinidamente: sería suficiente con que Jesús, al detenerse, pronunciara una fórmula que contuviera a su vez una nLieva comparación y así SLicesivamente. Al contrario, el vértigo cesa si el encastramiento se vuelve autoencastramiento. Por ejemplo: (23) Contra el dolor d e dientes Cuando Pedro y Simón Subieron los montes

Simón se sentó; Nuestro Señor le dijo: —¿Qué haces ahí Simón? — ¡Oh Señor! estoy tan mal [de los dientes] Que no puedo subir el cerro. — ¡Levántate, levántate Simón! Cuando hayas dicho Tres veces esta oración Estarás curado Del dolor [de los dientes] (Hautes Vosges) La narración misma confirma que ella debe ser tomada como un apostrofe. «Esta oración» es la fórmula en sí; no obstante, si uno siguiera literalmente su orden uno jamás podría detenerse: cada oración pro­ nunciada exige que se la diga tres veces. También es el autoencastramiento lo que vuelve imposible la reescritura en apostrofe, precisa­ mente porque la fórmula declara ser desde ya un apostrofe. Se trata entonces de una segunda explicación de la naturaleza real de la fór­ mula, pues las narraciones son, de todos modos, apostrofes disimula­ dos: su cualidad como apostrofes proviene del contexto de la enuncia­ ción. 2) Form ulación d e las acciones. Anteriormente identifiqué dos ac­ ciones y, respectivamente, los dos verbos que las designan-, uno performativo, el otro descriptivo. Sin embargo, es posible que la acción designada por el verbo perfonnativo nos sea comunicada por el verbo descriptivo: «te ordeno partir» es equivalente a «¡Vete!». De hecho se puede encontrar toda una serie de sustituciones lingüísticas:

El imperativo simple

(24) Contra las quem aduras Fuego de Dios, pierde tu calor Como Judas perdió su color Cuando traicionó a Nuestro Señor Jesucristo En el jardín de los Olivos. En el nombre de Jesús y María Que ese fuego se aleje. (Les Aveniéres, Dauphiné)

El imperativo con «hacer»

(25) Contra las cortadas, heridas, p lag as Haz, mi Dios, que no sufra más que la Virgen cuando dio a la luz a Nuestro Señor J. C. (Jons, Dauphiné)

El imperativo con «deber» (obligatorio)

(26) Contra las larvas Así como las tinieblas desaparecen y son derrotadas por la divina luz del sol, igualmente ustedes, gusanos, deben desaparecer y conver­ tirse en nada. (Flandre) En fin, sucede que, aun conservando el modo indicativo, se reem­ plazan los dos verbos por uno solo, el cual ya no designa, como nuestro verbo performativo, el valor ilocutorio sino el valor perlocu torio del acto: (27) Contra la fieb re Ortiga, te doy mi fiebre. (Jons, Dauphiné) (28) Contra las larvas Insecto que todo lo roe, te expulso en nombre de N. S. J. C. (Jons, Dauphiné) (29) Contra las quem aduras En nombre del padre, del Hijo y del Espíritu Santo, N... te quito la quemadura que te qLiema. (Savoie) «Te doy», «te expulso», «te quito», son verbos que combinan las dos funciones: la descriptiva (verbos de movimiento) y la perfomiativa (verbos que se identifican con la acción presente). Un último grado de la desaparición de las marcas lingüísticas de la acción del conjuro está ilustrado por las fórmulas narrativas, en las

cuales la acción deseada (por ejemplo la desaparición del carbunco) está simplemente presentada como ya llevada a término, a pesar de que sea relativa a otro beneficiario. El valor ilocutorio no puede deducirse sino a partir del contexto de la enunciación: es porque sabemos que el carbunco está ahí que la frase en indicativo, «el carbunco se fue», cesa de estar en indicativo para tomar el valor de un exorcismo. Es una especie de tropo gramatical. 3) V erbalización d e los roles. En el pasaje del simbolizante al signi­ ficante hay dos operaciones obligatorias: la distribución de roles discur­ sivos a actores y la distribución de roles discursivos a roles enunciativos. En cuanto a la primera operación, se sabe muy bien a partir de Propp que un rol puede ser asumido por varios actores (por ejemplo, varias enfermedades desempeñan el papel de objeto) y que un acto puede asumir varios roles. He aquí un ejemplo en el cual el mago es al mismo tiempo el beneficiario: (30) P ara en con trar el cam in o Luna, te exijo que quites mi hechizo, en nombre del gran diablo Lucifer. (Hautes Vosges) En cuanto a la segunda operación, en las fónnulas de las cuales disponemos, el locutor siempre coincide con el mago. Ai contrario, el alocutario puede desempeñar cualquiera de los cuatro roles. Este es un ejemplo (un poco raro) en el que se dirigen al beneficiario: (31) Contra el eczem a ¡Oh pobre criatura N..., estás extenuado e infestado de eczema en tus brazos, piernas o cualquier otra parte del cuerpo. Que estés ahora liberado de él (+) y recubierto de salud (+). (Flandre) Comúnmente, como ya pudimos observar, el alocutario es ya sea el mediador o el objeto. En esta diferenciación lingüística veré un medio suplementario para separar encan tos y oraciones: cuando los dos roles están presentes, se pueden clasificar como encan tos a las fórmulas donde uno se dirige al objeto; como oraciones aquellas donde uno se dirige al mediador. 4) El prin cipio d e paralelism o. La mayoría de las veces, la organiza­ ción fónica y sintáctica de la fórmula obedece al principio del parale­

lismo, el cual asume, al igual que las otras figuras, la función de focalizar la atención. La rima, el metro regular, las aliteraciones abun­ dan. El mismo principio rige con freaiencia la estructura lexical del enunciado, por ejemplo, determinando por paronimia10 la escogencia de los santos mediadores: (32) Contra las escrófulas Yo las conjuro mil veces en las manos de Dios todopoderoso y la intervención de San Marcos de curar todas slis incomodidades llamadas Mal de San Marco tan rápido como N. S. J. C. curó al bienaventLirado Lázaro y resLicitó de la muerte. (Flandre) Otras veces, es la escogencia de los verbos descriptivos o performativos que está regida por la consonancia: (33) Contra el m al d e ojo No haré nada qLie no tenga qLie hacer si eso place a Dios. En nombre de Dios y de la Santa Virgen, si es la Liña, que Dios la arruine, si es el dragón, que Dios lo confunda, si es el viento, que Dios lo ordene. (Hautes Vosges) Desafortunadamente, las transcripciones existentes de las fórmulas son evidentemente inexactas, están «retocadas», traducidas en buen francés, lo cual hace difícil una apreciación precisa a partir de los materiales ya recogidos del papel qLie desempeña el paralelismo fónico y gramatical.

FORMAS ACTUALES DEL DISCURSO MAGICO

En la sociedad actual es poco frecuente qLie se recurra a fórmulas mágicas comparables a estas que acabo de analizar. ¿Pero puede encontrarse otra forma de discurso, con propiedades análogas, a pesar de que comúnmente no se les califique de mágicas? Sí existe una, bien conocida y repertoriada: el eufemismo. Cuando evitamos llamar la cosa por su nombre dándole otro nombre, más benéfico, tratamos de actuar sobre el delocutario (el referente) a través de un discLirso; ahora bien, nosotros vimos que ésta era la definición misma del discurso mágico.

El mecanismo del eufemismo hoy no es ya ignorado después de los trabajos de Meillet, Bonfante y Bruneau. El eufemismo contiene dos tiempos: primero el de la prohibición, el cual recae sobre el nombre de las cosas juzgadas peligrosas por una sociedad (tabú) — es posible quedarse allí; luego el de la sustitución, la mayoría de las veces, del nombre tabú por otro diferente. En términos retóricos, los nombres que sirven de reemplazo pueden clasificarse en metaplasmas, o modifica­ ciones del significante, y tropos. A su vez, éstos pueden ser, ya sea propiedades del objeto apuntado — por ejemplo, llamamos al oso «el marrón» o «comedor de miel» ( m edved’ ruso) (serían entonces sinéc­ doques), o propiedades de otros objetos similares, contiguos o contra­ rios (metáforas, metonimias y antífrasis) — por ejemplo el ojo es llamado en irlandés por el nombre del sol. Si comparamos el eufemismo con la fórmula mágica, tal como la hemos observado, podemos destacar un cambio notable: la fórmula se encuentra redLicida a la sola comparación y, lo más importante, ésta no lleva ninguna marca de su estado. En vez de decirse: (34) Te conjuro, muerte, de ser tan agradable como el pasaje a un mundo mejor, se dice: (35) Pasó a un mundo mejor. La expresión eufemística funciona sin anunciar sus colores. Se produce una operación comparable a la que observábamos en el verbo performativo: sólo el conocimiento del código cultural nos permite saber que se trata de un eufemismo (por lo tanto de un discurso mágico). El eufemismo está codificado a nivel de la lengua: en francés sólo hay un número limitado de expresiones que permiten referirse a la muerte de manera educada. Pero los teóricos del discurso mágico han buscado saber si no existen otros usos del lenguaje, menos evidentes y convencionales pero igualmente comunes, que se emparenten sin embargo, a antiguas fórmulas. Una opinión difúndida, que encontra­ mos en Malinowski o Castiglioni, consiste en ver los avatares particu­ lares de la magia en dos tipos de discurso: el de la publicidad y el del orador político. Pero esta hipótesis procede de la confusión inicial entre el discurso mágico y el discurso que suscita la acción. El anuncio publicitario y el parloteo político provocan la acción; pero ellos lo

hacen dirigiéndose a personas presentes. Para poder hablar de magia, habría que observar una acción ejercida sobre el delocutario o sobre un alocutario ausente, lo cual no ocurre ni en la publicidad ni en el discurso político. Como Malinowski, creo que actualmente existen usos mágicos de la lengua; pero hay que buscarlos en otras partes en el discurso descriptivo y no tanto en el persuasivo; a diferencia del eufemismo, este discurso se distingue en que él funciona solamente al interior de un tipo de discurso y no al interior de la lengua. Podríamos darle el nombre de eu fem ia (témiino introducido por Bruneau en otro sentido), y en seguida agregar su contrario, la cacofem ia (término igualmente intro­ ducido por Bruneau), para designar la magia negra después de la magia blanca. En cada uno de los casos se trata de modificar la naturaleza de las cosas dándoles nombres nuevos, benéficos o maléficos; pero este uso no está codificado a nivel de la lengua. Debemos ahora medir el largo camino que separa al en can to del eufem ism o, y a éste de la eufemia-. se trata de la implicación, de la disimulación de su propia naturaleza. Las fórmulas mágicas clásicas se anuncian como tales explícitamente; por otra parte, ellas son sólo practicadas por profesionales reconocidos, magos y brujos. El eufemis­ mo es magia usada por todos: uno aparenta no darse cuenta de la naturaleza mágica de la fórmula, aunque uno no pueda ignorarla ya que pertenece al código común. En fin, el eufemismo funciona úni­ camente en la medida en que se ignore que es tal cosa: desenmasca­ rado, ya no tiene valor. Por esta misma razón es difícil aislar casos de eufemia. Para observarlos, sería necesario disponer de dos descripciones contradic­ torias de una misma cosa; al menos una, entonces, puede ser un intento para asemejar al objeto del cual se habla a otra cosa distinta de sí mismo. Dicho de otra manera, ser Lin intento de modificar las cosas a través de las palabras. Si no, sería necesario conocer en sí al objeto en cuestión para poder darse cuenta de que su «descripción» es de hecho una eufemia o una cacofemia. En seguida tenemos un ejemplo de estos dos métodos de observa­ ción. En Le M onde del 24/12/1971, se lee esta declaración del Partido Socialista a propósito del encuentro entre Pompidou-Nixon en las Azores: (36) No se trata del «acuerdo monetario más significativo de la historia del mundo», sino de un reacomodamiento provisorio del

sistema monetario internacional. El interés de esta frase reside en que ella desde ya ejerce una crítica metalingüística: al menos una de las dos expresiones que se refieren al mismo hecho «acuerdo» monetario y ‘-reacomodamiento provisorio») participa de la eufemia o de la cacofemia, o sea del discurso mágico, pues al atribuir a este hecho una cualidad que no posee, se desea instalarla allí. En cuanto al segundo método de observación, debo referirme a las discusiones que han tenido lugar en materia de teoría estilística, en las cuales puedo intentar medir el potencial mágico de las fónmilas utili­ zadas. Un bLien ejemplo nos es proporcionado por las recientes discu­ siones sobre la noción de desviación. Muchos autores afirmaron que la noción de desviación era científicamente inadecuada o ideológica­ mente malsana, etc. Sin embargo, estos mismos autores, cuando están frente a los hechos de los cuales rinde cuenta esta noción, no saben desprenderse de ella, utilizando otra palabra de la cual oímos de ma­ icera evidente su efecto benéfico. Mis ejemplos son sacados de los escri­ tos de Henri Meschonnic, de jean-Claude Chevalier y de Julia Kristeva11. Estos autores atacan a la categoría de desviación y a sus defensores; pero he aquí cómo ellos mismos proceden. H. Meschonnic llama al lenguaje poético, tradicionalmente «desvia­ do» del lenguaje cotidiano (ver Jean Cohén, por ejemplo), literariedad, y en sli definición escribe-. (37) Se opone a la sub-literatura, espacio literario no orientado; se opone al habla cotidiana, espacio enteramente abierto, ambiguo, pues su sistematización está indefinidamente puesta en cuestión. O en este otro texto más reciente a propósito de Jean-Claude Chevalier: (38) Funda el texto como rebelión a la linealidad, diferencia de objetivo y no de naturaleza con respecto al lenguaje vehicular instrumental. ¿Pero se puede creer haber abandonado la noción de desviación reemplazándola por la de «se opone» y «rebelión»? También en J. C. Chevalier leemos esto:

(39) El habla cotidiana se crea refiriéndose a varios elementos externos: el o los interlocutores, las circunstancias ambientales, el tema que denota; a través de ellos se desarrolla de modo muy libre y difícilmente previsible. Inversamente, el discurso escrito se pre­ senta como una totalidad que el lector descifra siguiendo general­ mente el hilo de la escritura sobre el cual puede volver (etc.) Esta actitud aparece de la manera más explícita en una intervención oral de J. Kristeva en el primer Coloquio de Cluny: (40) El rechazo total de la noción de desviación podría hacer pensar en una obra replegada sobre sí misma, sin referencia a ningún otro texto. Pero yo creo sin embargo que la palabra “desviación» es bastante peligrosa, porque siempre vuelve precisamente al concepto de «desviación»; decir «desviación» o «anomalía» es lo mismo. Es mejor entonces hablar de «transfonnación» si se desea hablar de intertextualidad. Es muy notorio el hecho de que J. Kristeva se refiera aquí a las palabras y no a las nociones. Lo peligroso y maléfico es la palabra; es por ello que se la reemplaza por otra palabra benéfica sin cambiar nada en la noción12.- este es un ejemplo explícito de eufemia. Los procedi­ mientos de sustitución aparecen muy claramente: se escogen, ya sea palabras relativamente neutras, desprovistas de connotaciones secun­ darias («se opone», «inversamente»), encontrándonos así dentro de la magia de protección; o se escogen palabras que penniten especular, con la ayuda de toda una ecuación implícita, otro sentido de la palabra: sentido científico por «transfonnación», sentido político p or «rebelión» (magia de adquisición). Llegados a este punto, debo sin embargo confesar que, desprovisto de estas marcas exteriores, el discurso mágico se distingue únicamente del discurso descriptivo en casos extremos como en los que acabo de citar. Pues, ¿no es sucumbir en una superstición aún más grave creer que las cosas llevan sobre sí su nombre inscrito? Todo acto de deno­ minación es una hipótesis; como tal, participa del deseo del locutor de volver el mundo inteligible, es decir, someterlo. ¿Podemos creer que disponemos de un modelo inocente que nos permita medir el grado de «magia» en los discursos de los otros, que nos permita saber si el objeto evocado con témiinos distintos es el mismo? Fuera de un mar­

gen relativamente estrecho de eufemias indiscutibles, se debe recono­ cer (como hizo Izutsu, pero después de haber recorrido un camino diferente) que todo discurso descriptivo — lo cual quiere decir también todo discurso— posee una dimensión mágica. Nuestra ambición podría residir en saber reconocerla sin llegar a eliminarla.

RESUMEN: ALGUNAS REFLEXIONES GENERALES SOBRE LA MAGIA

Desde el comienzo de la etnología la magia se convirtió en uno de sus objetos favoritos, conquistando en seguida un estatus ambiguo cuya responsabilidad no le incumbe a sí misma sino a lo que podría llamarse la mala conciencia constitutiva de la etnología. Porque, por una parte, el interés por la magia que han tenido los grandes etnólogos, desde Frazer hasta Lévi-Strauss, pasando por Mauss, Malinowski, Evans-Pritchard y otros tantos, este interés sostenido dibuja como en el vacío el carácter excepcional del fenómeno mágico, el hecho de que tal fenómeno —tan inexplicable— no pueda librarse de ser explicado. Pero, por otra parte, al mismo tiempo, como atrapados por el remordimiento de haber encontrado a los otros tan diferentes, todos los teóricos de la magia han buscado demostrar que, después de todo, la magia, una vez que sea asimilada por la ciencia, no es tan diferente de las actividades que nos son familiares, incluso las del más digno respecto. Es así que Lévi-Strauss, resumiendo una larga tradición, puede llegar a escribir: En lugar de oponer magia y ciencia, sería mejor situarlas en paralelo, como dos modos ele conocimiento, disímiles en cuanto a los resultados teóricos y prácticos,... pero no en cuanto ai tipo cte operaciones mentales que ambas suponen, las cuales difieren menos por su natu­ raleza que en función de los tipos de fenómenos a los cuales se aplican (1962, p. 21).

Así, el etnólogo, después de haber exhibido con una mano el extraño carácter de la magia, ahora lleno de culpa, anula este gesto con su otra mano, asegurándonos así que ella se asemeja mucho a lo que nosotros somos, a aquello que apreciamos. Como en miniatura, allí vemos el doble movimiento fundador de toda empresa etnológica: el reconoci­ miento de la extrañeza del otro, luego, tratando de borrar toda

sospecha de etnocentrismo, la magnificación de este hecho extraño y la reducción del otro a lo mismo. Más que deducir una teoría de la magia a partir de mis principios personales, quisiera seguir ahora un camino inverso y, partiendo de un acto mágico del que fui testigo e incluso actor, observar cuáles son las condiciones necesarias y suficientes para su existencia. El hecho es completamente simple. Un día en el campo, en vano intentaba reparar la ventana; un ambicioso gesto me hizo lastimar el dedo pulgar; cuando estaba gimiendo, mi vecina, una campesina del lugar, se propuso para curar mi dolor ahí mismo. Ella tomó mi mano, hizo un gesto alrededor del dedo y pronunció en voz baja algunas palabras que yo no dis­ tinguía; luego se dirigió a mí diciéndome «ya está». En efecto, ya no me dolía. Este hecho tan ínfimo pienso que sería reconocido por todos como un acto de magia, más exactamente, de magia curativa. Entonces trataré ahora de describirlo, de enumerar sus propiedades, estando preparado con toda seguridad para abandonarlo cuando sea necesario para reemplazarlo por otros hechos mágicos más explícitos o elocuentes. Primero que nada la magia se manifiesta bajo la forma de actos mágicos, actos llevados a cabo por el mago, y en mi caso, seguidos por una transformación de estado en el destinatario de este acto. Este acto está compuesto al menos de tres roles: aquel que actúa (mi vecina), aquello sobre lo cual actúa (mi dolor), aquel a favor de quien se actúa (yo). Llamo a estos roles de la manera siguiente: mago, objeto de la magia, destinatario. Estas nociones muy generales permiten ya enunciar una primera definición de los actos mágicos, a saber: son actos a través de los cuales el mago actúa sobre el objeto de la magia p ara, de hecho, actuar sobre su destinatario. En efecto, comparemos el acto mágico con dos hechos más simples, que en cierto modo podemos establecer al descomponerlo. Por una parte, un acto técnico puro, como una intervención quirúrgica, se conforma con actuar sobre el objeto. Por otra parte, un acto como la defensa judicial consiste en actuar sobre el interlocutor, sin pretender actuar sobre aquello acerca de lo cual se habla. Así, nos encontramos frente a dos clases de actos: en un caso se actúa sobre el referente, en el otro sobre el alocutorio; llamémosles «referenciales» y «alocutarios». La magia es un acto alocutorio que se presenta como un acto referencial. Varias objeciones podrían ser aquí formuladas, y sería recomenda­

ble examinarlas desde ahora. Primero, puede parecer un abuso hablar de «referente» en el caso del objeto, pues este término pertenece al cuadro conceptual de la lingüística, y la magia no es forzosamente verbal — sólo lo es mLiy parcialmente en mi ejemplo, en el cual vi bien el gesto pero no escuché las palabras que lo acompañaban. No obs­ tante, si me he permitido hacer esta asimilación es porque los actos mágicos pertenecen a la categoría de los comportamientos simbólicos, cuyo discurso es sólo un ejemplo —a menudo, es verdad, el más fácil para analizar. Al respecto, ya Mauss afirmó el parentesco entre los diferentes canales de transmisión de la magia: Todo gesto ritual contiene una frase ya que siempre hay un mínimum de representación, dentro de la cual la naturaleza y la finalidad del rito están expresadas al menos con un lenguaje interior. Es por eso que decimos que no hay un verdadero rito mudo, pues el aparente silencio no anula este encantamiento sobre-entendido que es la conciencia del deseo. Desde este punto de vista, el rito manual no es otra cosa que la traducción de este encantamiento mudo; el gesto es un signo y un lenguaje (1960, p. 50).

También podría objetarse que a veces el destinatario es el objeto de la magia; ya vimos qLie existen fórmulas mágicas en las que se dice, por ejemplo, «te conjuro, enfermedad, a abandonar el cLierpo de N...», etc. Pero formular esta objeción ya no equivale más a describir la magia sino a padecerla. La presente enunciación no es sino la parte visible de un iceberg, y los roles que nos interesan a menudo sólo se revelan a partir del examen de la parte inicialmente invisible. Si, como mago, me dirijo a la enfermedad en lugar de al enfermo, empleo un pro­ cedimiento retórico, un tropo gramatical: aquel sobre el cual actúo es con toda certeza el enfermo, y sólo aparentemente he aislado a la enfermedad. El diálogo se establece entre humanos, hasta nLieva orden y a pesar de lo que sostengan los magos. Otra objeción, aún más fundamental, podría poner en cuestión el hecho de que la acción real concierne siempre al destinatario. Tome­ mos otro caso familiar de magia: el mago actúa en provecho de una joven para ayudarla a conquistar el corazón de un joven. A primera vista, aquí no hay ninguna acción que recaiga sobre el alocutario, sino únicamente sobre el objeto de la magia. Yo diría que tal acción no es propiamente eficaz — es decir, mágica— sino CLiando, a pesar de todas las apariencias, alcance al interlocutor real, en este caso la joven; al menos que haya un segundo diálogo, en el cual el joven se convierta

en el interlocutor de la magia. Allí nuevamente habría que padecer la magia para poder darle otra descripción. Uno de los términos empleados, en el momento de este examen de las objeciones posibles, exige algunas explicaciones suplementarias: el de acto sim bólico. De hecho, aplicado a la magia, este ténnino se puede entender al menos de tres maneras diferentes. Permaneciendo primero dentro de la imagen que la magia quiere imponer de sí misma — la de una acción sobre el objeto del cual se habla— , se observa una relación simbólica un poco marginal para mi actual propósito. El acto mágico se refiere casi obligatoriamente a una serie de hechos diferentes de los hechos presentes; compara la situa­ ción presente con una situación canónica, la cual forma parte de una lista cerrada y dé antemano bien conocida. Ya vimos que con mucha frecuencia esta referencia adquiere la forma de una comparación explícita: que te cures, declara el mago, como Nuestro Señor Jesucristo fue liberado de su mal por la cruz. La función de esta comparación y de este simbolismo no es hacemos conocer mejor la naturaleza del acto presente (en este sentido la magia no es un modo de conocimiento), sino la de aprehender, de volver familiar lo singular y contingente, anexándolos a un tipo de hechos bien ordenados; lo simbólico ejerce el rol de poner en orden la materia percibida. A primera vista, el epi­ sodio que me ocurrió no obedece a esta descripción; pero tratemos de representamos mejor las cosas: colocándome en las manos de mi veci­ na establezco ya un contrato no formulado, según el cual le doy mi confianza a la curandera. Ahora bien, al hacer esto, ¿no estoy supo­ niendo que mi maga sabe tratar este caso particular, que ella sabe en­ tonces inscribirlo en una de las clases de actos de su competencia? Incluso mi compromiso en esta acción implica que el accidente que me acaba de ocurrir no es ya un hecho aberrante y singular, sino que corresponde más bien a una serie establecida, a pesar de que ignore su naturaleza. Volvamos ahora hacia los otros dos aspectos simbólicos del acto mágico. En primer lugar, la relación simbólica puede establecerse entre el pretendido acto mágico (la acción sobre el referente) y el acto mágico real (la acción sobre el alocutario); esta relación es simbólica porque el uno evoca al otro, sin que este último sea explícito; es el desdoblamiento (al menos a los ojos de un observador exterior) lo que hace al símbolo. En segundo lugar, el acto mágico es simbólico en el sentido en que lo entendía Mauss: porque está constituido de palabras, o de gestos que

podrían convertirse en palabras. En cierto modo, esta fonna de simbolismo es complementaria de la precedente: si admitimos que el acto mágico busca esencialmente actuar sobre el alocutario, deviene por ello un acto de habla como cualquier otro que se agota en su propia existencia y que no remite a otra cosa que a sí mismo. El acto mágico está hecho de símbolos, pero eso no quiere decir para nada que él sea ficticio o no serio, pues lo «serio» de los actos simbólicos exige precisamente que éstos se formulen en símbolos. Esto permite descartar muchos de los malentendidos concernientes a la eficacia má­ gica: la magia curativa, por ejemplo, no es una mala fisiología porque trate de curar a los enfermos con gestos y palabras absurdas, sino una buena psicología porque ella encuentra el modo apropiado para actuar sobre el otro; más que un acto referencial fracasado, ella es un acto alocutorio exitoso. Si colocamos el acento sobre el acto referencial, la relación simbó­ lica es de tipo sustitutivo; si colocamos adelante el acto alocutorio, ella es de participación. La magia es a la vez signo y conflicto. Este análisis de la relación entre símbolo y magia permite observar más de cerca la naturaleza de ésta. Primero, el acto mágico no está únicamente constituido por el solo enunciado, verbal o no, sino por la enunciación en su totalidad; incluye no solamente las frases pronun­ ciadas o los gestos realizados, sino también a los protagonistas del acto, a las circunstancias de su producción, las relaciones de todos los ele­ mentos entre ellos; él se realiza gracias al concurso de una serie de condiciones— sobre las cuales no me extenderé— que, sin constituir la magia, sólo ellas la vuelven posible. Luego, lo específico de la magia es precisamente la posibilidad de esta doble perspectiva, el hecho de que ella sea a la vez signo y conflicto, que ella busque actuar sobre el otro pretendiendo actuar sobre el objeto de sli discurso. Ahora nos encontramos en condiciones de poder comparar la magia con otras actividades vecinas para intentar así precisar su naturaleza. Primero podríamos compararla con una descripción interesada de las cosas cuando evocamos un hecho con el propósito de convencer a nuestro interlocutor, de conquistar su atención. Aquí también hay dos actos: uno dirigido hacia el referente, el otro hacia el alocutario. Pero la diferencia reside, primero, en la naturaleza del acto referencial: aquí, la descripción, es decir, predominio del referente; allá, la trans­ formación. Además, la relación entre los dos actos no es la misma: en la descripción persuasiva, el acto referencial está sometido al acto

alocutorio: la intención de actuar sobre el otro si no está explícitamente declarada, al menos es fácil establecerla. Al contrario, sólo en el acto mágico el acto referencial se deja ver; si actúo directamente sobre el interlocutor desaparece la magia. Ahora podemos ver cuán grande es la diferencia entre ciencia y magia —sin que ella se erija forzosamente en detrimento de esta última. El acto científico es un acto que antes que nada desea ser pLiramente referencial (tal es al menos la intención de la ciencia pura); es más, el sabio no admite que busca, en su actividad científica misma, transfor­ mar la realidad que él describe. Sólo se puede asimilar la magia a la ciencia reduciendo la enunciación al puro enunciado, tachando la naturaleza performativa de la magia. Frecuentemente se han comparado la magia y la religión. AqLií las diferencias son de otro tipo: ambas se asemejan sólo en tanto actos alocutorios, a menos que sea necesario distinguir entre el discurso dirigido a Dios y aquel que pueden intercambiar dos miembros de la misma comunidad religiosa; al contrario, el discurso religioso no realiza ningún acto referencial: él transforma la relación entre el hombre y Dios, no la que lo Line a las cosas; si no, esta religión sería tratada como magia, lo cual no deja de producirse en la práctica. Con frecuencia nos interrogamos acerca de las formas que toma la magia (si es que lo hace) en nuestras civilizaciones modernas, en las cuales CLiras magníficas como aquella de la cual yo fui objeto, son percibidas como restos de un pasado definitivamente superado. ¿Existe una magia moderna, sin fantasmas ni fómiulas, realizándose en las circunstancias cotidianas de nuestra vida? A menudo se cita el ejemplo de la publicidad. Ahora podemos ver en qué residen las diferencias y las semejanzas. El discurso publicitario actúa sobre su alocutario: eso fonna parte de su definición misma. Para realizarse, busca modificar la naturaleza de aquello que se publicita, pero esto no es sino una de las formas de la publicidad: como si para vender un aparato se dijera que funcionará durante veinticinco años sin necesidad de reparación. Pero nunca este discurso admitirá que él transforma aqLiello de lo cual habla; menos aún reivindicará esta transfonnación como Lina definición de su ser: si confesara el acto refe­ rencial de transformación, el acto alocLitorio de persuasión estaría condenado al fracaso, Todos los parientes modernos de la magia —de los cuales ciertas formas de la publicidad constituyen un ejemplo— se distinguen de su ancestro por este rasgo específico: ellos disimulan la naturaleza de sli

acción sobre el referente en lugar de reivindicarla. La magia moderna es una magia avergonzada. Embelleciendo el objeto del cual hablo busco convencer a mi p a rten a ire: esto es idéntico tanto de una parte como de la otra. Pero en un caso disimulo el embellecimiento, en el otro escondo la búsqueda de la convicción. La magia «moderna» y la clásica son entonces perfectamente simétricas: cada una es un acto doble que pretende ser simple; una no confiesa su acto referencial, la otra su acto alocutorio. Otras diferencias se desprenden de ésta: el productor de la magia clásica es un profesional, reconocido por todos, su reputación asegura su eficacia; el mago moderno nunca se reconoce como tal, ya que, pre­ cisamente, él disimula la naturaleza mágica de su acción en lugar de proclamarla; el único que hoy se parece al antiguo mago es el artista que cuelga su viejo lienzo en el muro, lo titula «Composición BX 311» y lo vende al elevado precio de diez mil dólares; claro que la transfor­ mación del referente, en lugar de provocarla, es consecuencia de la persuasión del comprador. Cambio simétrico del lado del destinatario: en el caso de la magia clásica, el individuo bien identificado, que so­ licita por su propia elección la intervención de un mago, hoy es anó­ nimo y múltiple: es la opinión pública, el inasible «hombre común» que no sabe que es víctima — o beneficiario— de la magia. Este parentesco, del cual importa ver por igual los aspectos seme­ jantes y diferentes, bien muestra que la actividad mágica, aprehendida en su totalidad, está lejos de ser la extraña bestia enigmática que a menudo quieren pintamos. La presentación de estos actos varía; pero detrás de los distintos camuflajes se descubre una estructura común. La predisposición a la magia no tiene necesidad de ser buscada muy lejos, ni en el tiempo (en la tenebrosa Edad Media, por ejemplo), ni en el espacio (en los lejanos y salvajes continentes); ella está presente en cada uno de nosotros, a pesar de que sus formas diverjan, pues cada uno de nosotros intenta, ejerciendo una actividad simbólica — hablan­ do, por ejemplo— «acomodar» las cosas de la manera que más le conviene, en virtud de un diálogo incesante en el cual está comprome­ tido con sus semejantes. La única actividad verdaderamente extraña sería — si existe— el acto de la pura descripción, una designación del mundo que no llegaría ni a transformarlo ni someterlo a ningún objetivo de persuasión; acto al cual algunos pueblos confinados de la parte occidental del continente europeo dan el nombre de ciencia...

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NOTAS

1 Las referencias a los textos concernientes a la teoría del discurso mágico están señaladas al final del capítulo. 2 Sobre esta última tradición, cf. Günter 1921 (la obra concierne a la literatura clásica). 3 Esta posición es tan significativa que en Malinowski se elabora a partir de una superación de sus propias concepciones anteriores. El escribe: «En uno de mis escritos precedentes [Malinowski 1923], opuse el discurso civilizado y científico al discurso primitivo, y di por sentado que el uso teórico de las palabras en los discursos modernos de filosofía y ciencia estaba completamente amputado de sus fuentes pragmáticas. Esto era un error, y un error grave. Entre el uso salvaje de las palabras y el uso más abstracto y teórico, no hay sino una diferencia de grado. To­ do el sentido de todas las palabras derivan finalmente de la experiencia corporal» (Malinowski 1966, p. 58). De esta primera generalización se desprende una se­ gunda. Los enunciados «con sentido» se oponen a los enunciados «con función». Pero, dado que todos los enunciados poseen una «función», no nos queda sino sacar la conclusión lógica: el sentido es la función. De esta manera, Malinowski ha sido llevado, para su propia sorpresa, a no ver más ninguna diferencia entre las frases corrientes y las palabras desprovistas de sentido, utilizadas en el momento de los ritos mágicos: «En realidad, el sentido de éstas reside en que ellas desempeñan un papel» ( ibid ., p. 247)... La teoría lingüística de Malinowski reduce todas las palabras a ser sólo «abracadabra». Serán necesarias las investigaciones de J. L. Austin para percibir que la categoría de función en Malinowski se interpreta en efecto con tres nociones: el valor locutorio (locutionary forcé), el cual comprende el sentido y la referencia; el valor ilocutorio, o dimensión accional de todo enunciado; y el valor perlocutorio, o efecto concreto del enunciado (Austin 1970). Para ei conjunto de estas nociones, cf. Todorov, ed. 1970. 4 Para el presente estudio, tomo prestadas estas fórmulas de las siguientes obras: L. F. Sauvé, Le Folklore des Hautes-Vosges, Paris, Maisonneuve, 1889; Cl. & J. Seigneule, Le Folklore du Hurepoix, Paris, Maisonneuve, 1937; A. Van Gennep 1928 (en Annecy...); 1933 {Le Floklore du Dauphiné, II); e id., Le Folklore de la Flandre et du Hainaut frangais, Paris, Maisonneuve, 1936, II. No se trata de un corpus sino de ejemplos, o si se prefiere, de una muestra. El gesto del signo de la cruz, en ciertas fórmulas, esta aquí transcrita así (+). 5 El término empleado por Todorov en francés es délocutaire, del cual no existe una traducción. He decidido utilizar delocutario a manera de neologismo dada la recurrencia de parte de Todorov a los términos alocutario, ilocutario y perlocutario (ver nota 3) [M del T\. 6 En un estudio desde muchos puntos de vista semejante a éste, I. Tchernov in­ troduce una serie de diferencias parecidas: los roles del objeto, del mediador y del sujeto (que en él designa nuestro beneficiario); la división en cuadro (= encanta­ miento) y el nudo (invocación + comparación). Sin embargo, tentado por una aproximación puramente descriptiva y lo más formal posible, el autor subestima precisamente esta jerarquización interna que caracteriza cada tipo de discurso; él ignora las funciones de los elementos estructurales identificados, no distingue entre sistema simbólico y sistema lingüístico; no se pregunta acerca del lugar que ocupa el discurso mágico entre otros discursos semejantes. A partir de constataciones descriptivas similares intento extraer conclusiones sobre la estructura abstracta de este tipo de discurso. Al contrario, existe una incompatibilidad entre los resultados de Tchernov y los míos por una parte, y, por otra, aquellos de los cuales rinden

cuenta los estudios d e Sebeck (1 9 5 3 ) o E. Maranda & Maranda (1 9 7 1 ). 7 Invierto así el sentido d e una observación ya hecha p or I. Tchernov (1 9 6 5 , p. 163): «Hemos incluido en nom bre de los m ediadores no solam ente a los personajes actantes, sino tam bién a los fenóm enos y objetos introducidos únicam ente para servir d e co m p aració n co n el objeto». 8 Las tom o prestadas del libro de Clémentine Fa'ik-Nzuji, Enigmes luba-nsbinga, Kinshasa, 1970. 9 No es este el lugar para precisar esta tesis o de buscar argum entos a su favor, tesis afirmada d esde Rene Thom («De l’icóne au simbole. Esquís e d ’une théorie du symbolisme», Cahiers íntemationaux de symbolisme, 22-23, 1973, pp. 8 5 -1 0 6 ) hasta Lessing, d e quien nos perm itirem os record ar aquí esta página: «En la naturaleza todo está en tod o; tod o se entrecruza, todo es alternativa y metam orfosis incesante. Pero d esd e el punto d e vista d e esta diversidad infinita, la naturaleza es un es­ p ectácu lo con ven iente sólo para un espíritu infinito. Para q ue los espíritus finitos puedan g o zar d e ello, era necesario darles la facultad d e im p on er a la naturaleza límites que en sí no existen, introducir divisiones y gobernar su atención según su gusto. Esta facultad la ejercem os en todo m om ento de nuestras vidas; sin ella no habría vida posible, seríam os sucesivam ente la presa d e la impresión presente; soñaríam os sin cesar y sin sab er que soñam os. Lo propio deí arte es ayudam os a introducir esta división en el cam p o d e lo bello y a fijar nuestra atención» ( Dramaturgie de Hambourg, Paris, 1869, p. 327). 10 C om o lo lia observado, en varias ocasiones, Pierre Guiraud (cf. p o r ejemplo Guiraud, 1967, p p. 106-107). 11 Cito los siguientes textos: H. M eschonnic, Pour lapoétique, Paris, 1970; Id., Langue frangaise, 1970, 7 , pp. 126-127; Jean-Claude Chevalier, -Alcools- d ’Apollinaire, essaí d ’analyse desformes poétiques-, Paris, Minard, 1970; Julia Kristeva, intervención oral en «Linguístique y littérature”, La Nouvelle Critique, París, 1968. 12 La prueba d e q u e se trata de la misma co sa la constituye la sustancia d e los estudios de aquellos partidarios de la desviación y de aquellos que la con d en an . Tanto Jean Cohén («Teoría d e la figura», Communications, 16, 1970, pp. 3-25) co m o Julia Kris­ teva («Poésie et négativíté», Séméiotiké, Paris, Seuil, 1969, pp. 2 4 6 -2 7 5 ) se refieren a la misma «ley d e la no-contradicción» usada en la poesía (desp ués d e h aber sido usada, si creem o s a Lévy-Bruhl, en la mentalidad primitiva).

Al i g u a l q u e en los capítulos anteriores, consagrados a las fórmulas mágicas y a las adivinanzas, adoptaré aquí una perspectiva retórica (análisis del discurso), y no socio o etno-lógica (la cual toma en cuenta el lugar y la función del humor dentro de una estructura más vasta). Pero a diferencia de lo que intentaba hacer en aquellos dos estudios, no propondré un cuadro global, una explicación de conjunto. La razón es que no tengo la impresión de saber exactamente cuáles son las propiedades lingüísticas de los enunciados productores de «humor». En esto creo compartir la suerte de numerosos teóricos que me han pre­ cedido en este camino y que, en el mejor de los casos, han descrito las condiciones n ecesarias para que surja el humor, pero no sus condi­ ciones suficientes. La mayoría de las veces, las teorías acerca del humor aprehenden de hecho las estructuras comunes de todo simbolismo lin­ güístico: así ocurre por ejemplo con la doctrina más popular hoy en día, la que explica el humor por la biasociación2. Así pues, más que una expresión sistemática, presentaré aquí algunas observaciones concer­ nientes a ciertos aspectos particulares del discurso humorístico. La primera se refiere a la organización misma de un estudio de la palabra humor. Podríamos partir de una afirmación antigua, ya que desde hace milenios la palabra humor es objeto de reflexión teórica;

ella se encuentra, justamente, al interior de la retórica: D el orad or de Cicerón. Interrogándose acerca de las fuentes del humor, el vocero de Cicerón las resume así: En suma, engañar a los auditores, ridiculizar los defectos de sus semejantes, burlarse de los propios, recurrir a la caricatura o a la ironía, emitir falsas frases ingenuas, destacar la torpeza de un adversario... éstos son los medios para excitar la risa3.

Lo primero que nos sorprende de tal enumeración es la heterogeneidad de elementos que la componen. Destacar la torpeza de un adversario, burlarse de los defectos de sus semejantes, pertenece a aquello que Freud llamaba las «tendencias» del humor: agresión, obscenidad, etc. El engaño a los auditores es solamente un medio para conducir a estos auditores a la interpretación del enunciado humorístico. En fin, decir que uno recurre a la caricatura, a la ironía, a la falsa ingenuidad, equi­ vale a describir el trabajo mismo de la producción de humor. Así, al menos tres niveles deben ser diferenciados: al lado de la «tendencia», se encuentran los dos planos que yo aislaba en el análisis de las adi­ vinanzas y de las fórmulas mágicas: el trabajo de figuración (sintagmá­ tica), el cual llama la atención del auditor llevándolo a buscar una interpretación nueva; y el trabajo de simbolización, que consiste en in­ ducir, a partir de un primer sentido, un segundo sentido. Primero hay que remarcar que, en cada uno de estos niveles, uno encuentra características indispensables en la constitución del humor. Al contrario de lo que pensaba Freud, por ejemplo, quien consideraba a la «técnica» (nuestros dos últimos niveles) la responsable del efecto humorístico, es incuestionable que sólo ciertas «tendencias» permiten su realización: la agresión, por ejemplo, pero no el elogio. Cicerón daba este ejemplo: Las palabras con doble sentido no son siempre divertidas; incluso con frecuencia se vuelven serias. El Primer Africano en un festín, a duras penas podía tener en su cabeza su corona de flores; varias veces llegó a romperse. «No tiene nada de raro, le dijo Licinius Varus, que no te sirva; la cabeza es muy grande» (ibid., 6l, 250).

El doble sentido está aquí muy presente, pero la tendencia al elogio impide la producción de humor. Sería un error creer que todos los teóricos del humor practican toda esta amalgama de categorías a la manera de Cicerón. La diferenciación entre lo que aquí llamo figuración y simbolización está muy presente en varios viejos autores, o se formula cada vez de manera diferente.

Es esto lo qLie ocurre en Lessing, quien se preocupa, no del humor en sí, sino más bien de Lino de sus «parientes»; el epigrama. He aquí cómo él identifica los elementos constitutivos de éste: «Primero, un objeto perceptible cualqLiiera despierta nuestra curiosidad; luego, una noticia sobre este mismo objeto satisface nuestra curiosidad»4. Con esta fórmula Lessing describe un estado bastante antiguo del «epigrama»: la época en que éste estaba inscrito en un letrero; este último desempe­ ñaba el rol de focalizador de la atención mientras el texto servía de interpretación. Pero son elementos funcionales y no sustanciales los que busca identificar; se los encontrará entonces cuando los epigramas sean exclusivamente verbales: Estos se subdividen naturalmente en dos partes: en una nuestra aten­ ción recae sobre un reproche particular, fijando nuestra curiosidad sobre un objeto único; en la otra nuestra atención encuentra su objeto y nuestra curiosidad su satisfacción (p. 11).

Por otra parte, Lessing está muy consciente de que esta doble orga­ nización no es una propiedad exclusiva del epigrama, sino que caracteriza, en sus diversas modalidades, a todos los tipos de discurso; el epigrama sólo exhibe de manera particularmente clara la diferencia entre ambos: el elemento de focalización y el de interpretación. Com­ parando el epigrama y la fábula: «La diferencia esencial consiste en que las partes que se sigLien en el epigrama coinciden en la fábula; en con­ secuencia, ellas no constituyen partes sino de manera abstracta» (p. 26). Dicho de otro modo, no se trata de dos partes, sino de dos niveles, dos principios de organización. Lessing aprehende entonces la oposición desde Lin punto de vista funcional. Al contrario, es dentro de una perspectiva estructural y de la tradición de la retórica clásica que se colocan los románticos alemanes cuando abordan el mismo problema. Friedrich Schlegel ya había formulado una diferenciación entre dos especies de figuras: «Todas las figuras poéticas o retóricas deben ser sintéticas (metáforas, símil, alegoría, imagen, personificación) o analíticas (antítesis, parígnosis, etc.)5». Y cuando otro romántico, Jean Paul, consagra un capítulo al humor en slis Legons préparatoires á l ’esthetique, distingue dos es­ pecies de humor: uno basado en la imagen ( bildich, el CLial corres­ ponde a las figuras sintéticas de Schlegel), y el otro no fundamentado en la imagen ( unbildich, analítico)6. En la introducción a su libro, Frerid cita a Lina serie de autores que han buscado recoger en una fónnula única la definición del humor; allí

se encuentran expresiones como «estupefacción y luz» (Heymans) o «sentido dentro del no-sentido» (Lipps). A pesar de su carácter super­ ficial, puede adivinarse que tales fórmulas apuntan a la misma dupli­ cidad de la cual hablaban Lessing y Jean Paul: un primer momento de incomprensión («estupefacción», «no-sentido»), el cual también equivale a la percepción inicial, que luego será seguida por un trabajo de rein­ terpretación («luz», «sentido»). El mismo Freud vacila ante las dos con­ cepciones. En una, la cual no está muy presente en su libro, ve cla­ ramente dos aspectos en cada palabra humorística: Recordemos que el enunciado humorístico presenta al auditor una doble cara imponiéndole dos concepciones diferentes. En los enuncia­ dos humorísticos dados a través del no-sentido, como los que acabamos precisamente de citar, una de las concepciones, la que se atiene únicamente ai texto, afirma el no-sentido; la otra, la que en el hilo de las alusiones sigue su camino a través del inconsciente del auditor, termina alcanzando el sentido profundo. En las palabras de Wippchen, que se acercan al humor, una de las máscaras del enunciado humorís­ tico está vacía, opaca; es una cabeza de Janus de la cual un solo rostro sería modelado. (...) A estas llamadas sentencias humorísticas les queda únicamente una de las concepciones, uno de los rostros: el del nosentido7.

El «no-sentido» y la «alusión» están diferenciados como si pertenecieran a dos procesos independientes (sin embargo, no es verdad que uno de ellos deba necesariamente situarse en el inconsciente). Pero, formulada de esa manera, la diferenciación no figura ni siquiera en el cuadro de recapitulaciones de las técnicas del humor. La segunda presentación de la misma oposición, que guarda rela­ ción con la primera y que goza de los favores de Freud, consiste en diferenciar, ya no dos aspectos de toda sentencia humorística, sino dos especies de verbalizaciones cómicas, a las cuales Freud da el nombre de humor y broma ( Witz y Scherz); su actitud se emparenta entonces con la de Jean Paul al distinguir el humor de imágenes y el humor analítico. Este lo lleva a analizar del siguiente modo un ejemplo particular: Fue con una broma que el maítre Rokitansky respondió a un interlo­ cutor que lo interrogaba acerca de la profesión de sus cuatro hijos: «Zwei heilen und zwei heulen» (dos médicos y dos cantantes). Esta respuesta era exacta y por lo tanto incuestionable pero no sugería nada que no estuviera expresado por las palabras entre paréntesis. Incon­ testablemente, la respuesta se desvió de las formas banales únicamente

por el placer de la unificación y de la asonancia unido a estas dos palabras (p. 196).

La unificación y la paronomasia están muy bien identificadas aquí como procedimientos de la figuración (mientras que en su análisis de las «técnicas» Freud tiene la tendencia a asimilarlas a la metáfora y a la alusión); pero uno puede preguntarse si existen bromas puras, en las cuales todo trabajo de interpretación estaría ausente, al menos que la figuración implique automáticamente a la interpretación8. En otras palabras, uno puede preferir la primera presentación a la segunda, y ver dos aspectos del humor allí donde Freud tiende a identificar dos especies. En lo que sigue me ocuparé de algunos problemas particulares de cada uno de estos dos niveles, figuración y simbolización, tomando mis ejemplos de los recogidos por Freud en su libro.

FIGURACION

Quisiera aquí examinar en detalle una de las figuras más fre­ cuentes que nos conducen, en un enunciado humorístico, a buscar un segundo sentido: la contradicción. La forma más simple, que relativa­ mente uno encuentra raras veces, consistiría en la afirmación simultá­ nea de dos opuestos: X es A y no A, o p y no p. Este sería el caso de: (1) Este personaje tiene un gran porvenir detrás de él El p Divenir no puede ser sino «por venir»: delante, no detrás. Pero en la mayoría de los casos la contradicción no es tan evidente, pues no se lleva a cabo entre dos elementos copresentes sino entre dos enunciados de los cuales el primero propone (o presupone, o implica) una inferencia: si p entonces q; el segundo se aparta de ello de dos maneras posibles: o afimia n o p sino q, o p p e r o no q\ agreguemos que aquí se trata de entimemas y no de inferencias en sentido riguroso. Tomemos primero el caso de no p sino q. aquí el antecedente está negado pero se mantiene la verdad de la consecuencia. Este es el caso de un enunciado humorístico muy largo para ser transcrito: los fieles creen que su rabino ve desde Cracovia hasta Lemberg a pesar de que parece haberse reconocido que el tal rabino se ha equivocado en su

«visión». El fiel admite el error de la visión (antecedente), pero olvida que es también la única prueba de la existencia misma de esta visión (consecuencia). La misma descripción puede aplicarse a otros grupos de enunciados humorísticos, no obstante con la siguiente diferencia: en el caso que acabo de evocar, el juicio lógico (lógica de la conversación, claro está) habría consistido en afimiar no q (el rabino no ve hasta Lemberg); en el nuevo gmpo, q es en efecto verdad: uno enunciaba p para que se escuchara q, dado el carácter automático de la implicación; en la respuesta, uno niega a p, pero se lo reemplaza por p ’ que implica q, tanto o más que p. He aquí tres ejemplos: (2) Un pretendiente, en compañía de su casamentero, hace su primera visita a su eventual prometida; esperando a la familia en el salón, el casamentero hace que el joven admire una bella vitrina llena de platería. «Vea qué fortuna denota toda esta platería. —Pero, dice el joven escéptico, ¿no serán prestados para esta ocasión estos objetos tan caros? — ¡Qué idea!, dice el casamentero con dejo, ¿quién podría prestarle algo a esta gente?». (3) A la buena Galatea la acusan de teñir sus cabellos de negro; pero si sus cabellos estaban negros cuando los compró. (4) Un judío nota en la barba de uno de sus amigos algunos restos de comida. «Te puedo decir lo que comiste ayer. —Di pues. —Lentejas. — ¡Te equivocaste! Las comí antes de ayer». La implicación de la frase del joven en la (2) es la siguiente: esa gente no es rica. El casamentero niega que la platería sea prestada, pero su argumento para probarlo posee la misma implicación: sólo se le presta a los ricos, esa gente, por lo tanto, es pobre. Lo mismo sucede en la (3): tanto aquí como allá la cabellera de Galatea es artificial; o en la (4): las lentejas se encuentran de todos modos en la barba del judío. Examinemos ahora la segunda fórmula, p pero no q. Se podría citar aquí: (5) Federico el Grande oye hablar de un predicador de Silesia que tiene la reputación de estar en relación con los espíritus. Lo hace llamar y le hace esta pregunta: «¿Sabe usted conjurar a los espíritus? —A su orden Majestad, pero ellos no vendrán».

(6) En más de una cosa se parece esta mujer a la Venus de Milo.como ella es sumamente vieja, está igualmente desdentada y en la superficie amarillenta de su cuerpo presenta algunas manchas. La (5) presenta la técnica p p ero no q en estado puro: uno admite la afirmación pero niega su implicación (significativamente, esta nega­ ción está introducida por un «pero»). Si la (6) no contiene dos réplicas, la contradicción se lleva a cabo entre las dos proposiciones, o más exactamente entre las implicaciones culturales de la primera (= es una bella mujer) y la segunda. Una vez más, se acepta entonces la afirmación explícita al negar sus implicaciones, las solas que la justi­ ficaban. Igualmente, esta técnica conoce una variante, simétrica e inversa a la representada en los ejemplos (2), (3) y (4). Aquí se coloca, en lugar de la implicación corriente q otra q ’ la cual sin embargo es del todo equivalente. Así: (7) El pretendiente objeta que la señorita tiene una pierna demasia­ do corta y que ella cojea. El casamentero responde: «Se equivoca. Supongamos que usted se casa con una mujer con las piernas rectas e iguales. ¿Qué tendrá usted? Usted no puede estar seguro de que ella no se caerá un día y se romperá la pierna quedando estropeada para el resto de su vida; ¡luego el dolor, la agitación y los honorarios médicos! Si se casa con esta mujer estará libre de esta calamidad, pues ya está hecha». Aquí se admite la verdad de p pero se rechaza su consecuencia: que la señorita sea un mal partido; se afirma lo contrario, pero los argu­ mentos dados no hacen sino poner en evidencia la equidad de las dos implicaciones: la señorita está estropeada «para el resto de su vida». Cualquiera que sea la forma de la contradicción, su efecto es siempre parecido: ella lleva al auditor a rechazar el sentido superficial y a buscar un segundo sentido-, es decir, a postular, a través del humor, un trabajo de simbolización.

SIMBOLIZACION

En cuanto a la simbolización, me concentraré nuevamente en un solo aspecto del problema que por ahora me parece mal conocido:

la jerarquía de los sentidos y el papel que desempeña en la prodLicción humorística.

Admitiendo que el humor contiene siempre un doble sentido, me adelantaré primero diciendo que estos dos sentidos no se sitúan jamás en el mismo plano, sino que uno se presenta como un sentido dado y evidente, mientras que el otro, el sentido nuevo, se le superpone para dominarlo una vez terminada la interpretación. Diré que el primer sentido está expuesto (o dado), y el segundo es impuesto (o nuevo). La idea de una jerarqLiía de los sentidos está presente en la obra de Freud, pero no lo está de manera neta. Discutiendo los ejemplos de «doble sentido con alusión», Freud nota, de paso, que «las dos signifi­ caciones de doble sentido no son igualmente familiares»; y a propósito de Lin ejemplo, señala: «El sentido banal... se impone primero, el sentido sexual se esconde y disimula al punto de escapar a un lector sin malicia» (p. 58). El alcance de esta observación es, tanto para Freud como para su lector, limitada: primero, se aplica solamente a uno de los sub-grupos de una de las clases; e incluso al interior de éste, ella no se aplica a todos los ejemplos: a propósito de otro enunciado humorístico, Freud afirma que «los dos sentidos son igualmente com­ prensibles, no se podría distinguir si es la significación sexual o la no sexual la más común y la más familiar» (pp. 57-58). Por otra parte, evidentemente esta diferencia cualitativa de los dos sentidos está poco elaborada: si no ¿se podría opon er seriamente el sentido banal al sen­ tido sexual? ¿Qué ocurre entonces con el ejemplo de Freud, en el cual esta re­ lación de imposición está ausente y «los dos sentidos son igualmente comprensibles»? El ejemplo es el siguiente: (8) Esta joven me recuerda a Dreyfus. El ejército no cree en su in o­ cen cia. Los dos sentidos de la palabra «inocencia» no están evidentemente en el mismo plano. La inocencia jLirídica a la cual se refieren los términos vecinos de «ejército» y de «Dreyfus», representan el sentido expuesto (y banal); la inocencia sexual (la virginidad) es realmente el sentido al que apunta el enunciado humorístico: éste es el sentido impuesto. Cuando FreLid afirma que los dos sentidos de la palabra «inocencia» son igualmente comunes, él piensa en la palabra fuera de todo contexto, tal como se encuentra definida en el diccionario: él considera a esta ambigüedad como si no fuera simbólica; pero para la

palabra la anécdota forma un contexto e impone la prioridad de uno de sus sentidos sobre el otro. La diferencia de la cual Freud no se da cuenta es aquélla entre la palabra tomada del léxico y la palabra tomada al interior de un sintagma (en la terminología de Benveniste, él confunde lo sem iótico y lo sem ántico). Al lado de esta jerarquía semántica existe otra gramatical, morfoló­ gica y sintáctica, que no hay que confundir con la primera, sobre todo en las contaminaciones, en las cuales ambas están presentes. Así, Dichteritis, compuesta de Dichter + Diphteritis, está dominada grama­ tical y semánticamente por la difteria. Pero esto no siempre ocurre, y en este sentido difiero de J. M. Klinkenberg, quien escribe, en un estudio dedicado a las contaminaciones, lo siguiente: Uno de los términos permanece dominante: cuando un teso solemne lo da un personaje ligeramente borracho, R. Queneau utiliza la expre­ sión -dar una alcoolade>; evidentemente, es la palabra a c c o la d e 9 la más importante, pues ella impone su función semántica y gramatical10.

Pero este juicio es cierto sólo parcialmente: si «accolade» impone su forma y su función gramatical, al contrario, es «alcool» quien se impone semánticamente, o quien al menos posee el sentido «interesante», mientras que «accolade» en este caso tendría el sentido «banal». Puede notarse que la jerarquía de los dos sentidos, en una primera aproxima­ ción, puede ser interpretada como semejante de la relación semántica entre el sujeto (dado) y el predicado (nuevo). ¿De qué mecanismo nos valemos para escoger el primer sentido y luego el segundo? Se podría recurrir aquí a una diferenciación entre contexto sintagmático (lo que está contenido en las frases vecinas o en la situación enunciativa) y el contexto paradigmático (el saber compar­ tido por dos interlocutores y, a menudo, por la sociedad a la cual pertenecen). Uno de estos contextos puede sugerir el sentido dado, mientras el otro impone el sentido nuevo. La mayoría de las veces los ejemplos concretos muestran estos contextos en compleja interacción. Retomemos el enunciado humorístico concerniente a la inocencia de la joven. Los dos contextos intervienen simultáneamente en la deter­ minación de cada uno de los sentidos; pero una acentuación distinta nos pennitiría encontrar la distribución, la cual al menos no estaría de más. El contexto sintagmático inmediato, es decir, las palabras Dreyfus, ejército, determinan el sentido expuesto de «no culpable», el cual es el primero que surge. Un contexto sintagmático más remoto (la joven)

impone, por su propio contexto paradigmático, el sentido «virgen»: en nuestra sociedad (o mejor, en el medio donde se desarrolla esta anécdota), la primera cosa de la que uno se informa acerca de una joven es sobre su virginidad. La acción simultánea de dos contextos se encuentra también en los retruécanos, en los cuales un solo significante presente evoca dos significados: el suyo y el de un parónimo. Dos casos son aquí posibles. En el primero, es el contexto sintagmático quien evoca a la palabra ausente, como en el ejemplo que sigue: (9) En un baile de la corte, Napoleón dijo a una dama italiana: «Tutti gli Italian i d an zan o si male!» Ella respondió instantáneamente: «Non tutti m a bu on a part&>. Para que bu on a p arte evoque, no sólo a «una buena parte» (nuestro conocimiento de la lengua nos lo recuerda, es decir, un saber compar­ tido), sino también a «Bonaparte», es necesario que, en el contexto sintagmático inmediato, la historia tuviera que ver con Napoleón. La segunda variante del mismo tipo se encuentra ilustrada en el siguiente ejemplo: (10) ¿Por qué los franceses rechazaron Lohengrin!, preguntaba uno en una época en la que sus ideas eran distintas a lo que son hoy. La respuesta era: «E lsa’s (.Elsass) ivegen>. Aquí ya no es el contexto sintagmático sino el paradigmático (cul­ tural) el que suple a la palabra faltante. En una época en la que todo francés lamentaba la pérdida de Alsacia, el nombre de la heroína de Lohengrin evocaba inevitablemente (para un alemán) el nombre de la provincia. Inversamente, el contexto sintagmático («Lohengrin») nos había llevado al sentido expuesto. La neta diferenciación entre un sentido dado y un sentido nuevo, Lino expuesto y otro impuesto, nos permitirá describir con más precisión un rasgo del humor frecuentemente señalado: la importancia del orden de aparición de sus elementos (el locutor humorístico sabe muy bien arreglar las sorpresas). Ya decía Cicerón: «[entre los géneros humorísticos] uno de los más comunes es el de hacer esperar una cosa y decir otra» (op. cit., 63, 255); y, en términos más generales, Jean Paul decía: «Es absolutamente cierto que siempre es la posición la que da la victoria, tanto al guerrero como a las frases» ( op . cit., p. 384).

Comparemos estos dos enunciados humorísticos: (11) Si el médico preguntaba a uno de sus jóvenes clientes si se masturbaba, el joven respondía: «O n a nie> (¡oh, nunca!) (12) Durante la primera representación de Antígona en Berlín, los críticos pensaron que la representación carecía de antigüedad clásica. El humor berlinés aprehendió esta crítica en los siguientes términos: AntikF Oh, n e e ! Estos son dos ejemplos de retruécanos: dos significantes son seme­ jantes (.A ntígona—Antik,? Oh nee, O nanism o— O na nié). La aparición de uno solo de ellos es suficiente para evocar los dos significados [si pensamos en el (12) tal como se practicó en Berlín y no como aparece en el libro de Freud], Pero en el (11) el significante (y el significado expuesto) son «¡Oh nunca!», y el nuevo significado, impuesto por el contexto sintagmático, es «masturbación»; mientras que en el (12) el sentido expuesto, contrariamente a las apariencias, es el nombre de la pieza, y es él quien nos viene del contexto de la enunciación (integrado en el libro al contexto sintagmático inmediato); el sentido impuesto (el «pred'cado psicológico») es la falta de antigüedad, expresada explícita­ mente en la frase; su comprensión surge entonces del solo conocimien­ to de la lengLia. Esta situación paradójica —el sentido expuesto está ausente— vuelve difícil la descripción de este ejemplo; también lo priva, al menos en parte, de sli carácter humorístico: estamos en el límite de la simple afirmación agresiva, sin doble sentido. Creo que estaríamos de acuerdo en que (11) es más humorístico que (12). Puede notarse también que el uso de sinónimos (Napoleón en lugar de Bonaparte, masturbación en lugar de onanismo) permite no «quemar la mecha» tan rápido. El orden de aparición del sentido expuesto y luego del impuesto (o si se prefiere, la sorpresa), contribuye con toda certeza a prodLicir el humor, de igual modo que la contradicción, el doble sentido o los discursos tendenciosos y agresivos permiten engendrar el humor de manera automática.

NOTAS

1 «Mot d ’esprit» p udo haber sido traducida p or «chiste» o algo parecido. H e preferido «palabra d e humor", n o sólo p o r su sentido literal, sino tam bién p o r el juego de palabras que encierra la expresión [/V. del T], 2 Fue formulada p o r A. Koestler en The Act o f Creation, Londres, 196 4. En un capítulo de Théoríes du symbole (Paris, 19 7 7 ) busqué dem ostrar que lo m ism o sucedía co n el estudio clásico de Freud («Rhétorique de Freud», pp. 28 5-3 2 1 ). Algunos estudios recientes sob re estas cuestiones: D. Noguez, «Structure du langage humoristique», Revue d ’esthétique, 1969, 1, pp. 37-54; G. B. Milner, «Homo Ridens: Tow ards a Semiotic T heory o f H um or and Laughter», Semiótica, 6, 1972, pp. 1-28; R. Joh nson . «The Sem antic Structure o f a Jo k e and Ríddle: Theoretical Positioning», Semiótica, 14, 1975, pp. 142-174; id., «Two Realms and a Jo k e: Bissociation Theories o f Joking», Semiótica, 16, 1976, pp. 195-221. 3 Paris, 1966, Libro II, 71, 299. 4 Gesammelte Werke, Berlín, 1968, t. VII, p. 10. 5 Literary Notebooks, 1797-1801, Londres, 1957, NQ 221. 6 Vorschule zur Aesthetik, trad. fr. «Le trait d ’esprit», Poétique, 15, 1973, p. 375. 7 Le mot d ’esprit dans ses rapports avec l’inconscíent, Paris, 1971, p. 322. 8 Cf. Teorías del símbolo, Caracas, Monte Avila, 1981. 9 La palabra «alcoolade», derivada de alcohol, n o existe en francés. La palabra «accolade» sí existe y significa gran abrazo. D e allí el juego de palabras em pleado p or Q ueneau [/V. del T.\. 10 Rhétorique générale, Paris, 1970, p. 56. Lewis Carroll, gran p ro m o to r de las co n ta­ m inaciones, a las cuales él llamaba «palabras-maletas», ya había señalado la exis­ tencia de una jerarquía sem ántica.

La fo rm a original d e la poesía es el ju eg o d e p a lab ras F. Schlegel, Cahier, «Zur poesie», 1802, II, 12

I

En nuestras lenguas, la existencia misma de la expresión «juego de palabras» es significativa. El «juego» de palabras se opone a la utilización de las palabras tal como ésta es practicada dentro de todas las circunstancias de la vida cotidiana. Esta oposición no concierne únicamente al jLiego y a lo serio, sino también, por un lado, a la palabra cuya construcción obedece a una regla particular (la palabra artificial), y por otro, a aquella palabra que sólo sirve para expresar, designar, incitar, aquella que se consume en su finalidad u origen (la palabra natural). Desde esta perspectiva, la literatura tampoco es un juego. Cuán significativa resulta, desde este pLinto de vista,-la actitud de E. R. Curtius, uno de los raros historiadores de la literatura qLie buscó aprehender su objeto en su máxima amplitud, queriendo equilibrar la tradición clásica con una «contra-tradición» barroca o manierista, no encontrando, sin embargo, para describir esta oposición, sino las siguientes palabras: «El autor manierista pretende decir las cosas no de Lina manera normal sino de Lina forma anormal. De modo natural, él prefiere lo artificial, lo alambicado; él desea sorprender, impactar, encandilar»1. El juego de palabras se aproxima a lo anormal: es la locura

de las palabras. Esta categorización no impidió a Curtius interesarse en los juegos de palabras o en el manierismo. No obstante, lo que ocurre es frecuen­ temente lo contrario, y buscaríamos en vano, dentro de las historias tradicionales de la literatura (de las cuales dependemos obligatoria­ mente, dada la inexistencia de una historia de los discursos), un lugar reservado a los juegos de palabras entre los demás géneros: la coha­ bitación de la tragedia, de la epopeya, de la novela con los juegos de palabras parece inconcebible. Los raros autores que consagran sus escritos al sistema de los juegos de palabras consideran necesario jus­ tificarse; casi se excusan y terminan lanzando anatemas sobre el propio objeto de su interés. Algunos ejemplos podrán ilustrar esta actitud2. En sus Am usem ents philologiques [Divertimientos filológicos! (1842), Ga­ briel Peignot escribe: Uno se sorprende de ver que gente de letras haya perdido su tiempo en extraer de su cerebro semejantes bagatelas; un tiempo que habrían podido utilizar de mejor manera. Un antiguo profesor (M. Colón) dice que estos versos eran atribuidos al Demonio; con toda certeza, no era el demonio de la verdadera poesía sino más bien el de la locura; ¿y cuál sería el espíritu diabólico que podría descifrar el sentido de la mayoría de estas lamentables futilidades? (pp. 1-2).

Es esta una actiaid típica: se la encuentra antes y después de Peignot. Así la hallamos en una «Dissertation sur les jeux des mots» [«Disertación sobre el juego de palabras»], de Albéric Deville (?), la cual sigue su edición de la B iévrian a (publicada en el año rx): La revolución, que ha producido tantos cambios, casi no ha provocado nada en el carácter de los franceses. La misma frivolidad, el mismo gusto por lo humorístico. París, una ciudad tan fértil en contrastes, ofrece en esto una extravagancia excesiva; mientras que todo está en plena com­ bustión, el parisino juega con las palabras y se consuela con retrué­ canos. Nosotros vimos los juegos de palabras más pueriles sucederse los unos a los otros; los anagramas ilustraron el siglo de Ronsard; las rimas finales fueron las favoritas de toda la nación durante mucho tiempo; hace tiempo las charadas florecían, y los retruécanos se mantienen aún a pesar de nuestras tormentas políticas. Este gusto lamentable ha aparecido y se ha eclipsado en varias ocasiones, y debemos creer que resurgirá siempre que domine el amor por la frivolidad (pp. 137-8).

Al final de la nota que se encuentra en la misma obra, el autor ex­ clama: «Jamás habían estado tan en boga los juegos de palabras; es una

verdadera locura, ¡ojalá pase rápido!» (p. 87). Así mismo leemos en una obra de A. Canel, autor de uno de los más copiosos censos de juegos de palabras (R echercbes sur lesjeu x d ’esprits, 1867), a propósito de una obra antigua, lo siguiente: En este libro, compuesto en honor de M. de Vergy, gobernador de la Franche-Comté, por sus alumnos del colegio de Dole, se pueden observar acrósticos, anagramas, versos quebrados, versos en forma de figuras representando alas, altares, huevos, anteojos, círculos, ángulos, triángulos, etc. No había sido necesario que el mal penetrara hasta las entrañas de la sociedad para que la juventud fuera sometida oficialmen­ te a semejantes obras (pp. 10-11).

El mal, el demonio, la locura, la irresponsabilidad política: éstas son las únicas explicaciones posibles de las prácticas de los juegos de palabras, o del más mínimo interés que se pudiera tener por ellos. (¿Cuál de todas estas explicaciones conviene mejor para el presen te estudio?) Esta actitud naturalmente no deja de tener consecuencias lamentables, sobre todas, aquella relativa a nuestra ignorancia sobre los juegos de palabras. Ya que las antologías de juegos de palabras en cuestión no son verdaderos estudios, uno debe conformarse con acumular ejemplos, entre todo tipo de conocimientos bizarros o, como las llama G. Peignot, «variedades de todos los géneros». Los índices de materias de estas antologías están llenos de aproximaciones imprevi­ sibles. He aquí una breve muestra (siempre de Peignot, p. 501): Del origen del telescopio Del consumo actual del té De la vacuna, la viruela y del Mal Venéreo De los largos viajes y noticias de los descubrimientos de los cuales somos deudores, etc. Tendríamos mucha dificultad en enfrentar esta tradición a no ser que ella no estuviera tan abiertamente limitada al Occidente cristiano de los últimos cinco siglos. Para percibir su carácter contingente basta con dirigir la mirada hacia otra tradición cuyo hogar es la literatura sánscrita. Aquí regresamos al campo literario pero este empequeñecimiento del espacio es inevitable: es necesario pasar del discurso en general a la literatura si se desea encontrar una atención sostenida sobre las reglas de construcción. La literatura es el discurso construido por excelencia, de allí su afinidad congénita con el juego de palabras. En sánscrito, la

poesía es denominada tradicionalmente Kavya, es decir, ornamento. La idea de la poesía como discurso natural, sin reglas, no existe. Cada género literario (y no literario, podríamos agregar) se distingue por sus reglas específicas. En uno de los textos más antiguos de la literatura sánscrita, un himno védico, se lee: «Es dentro del filtro de las mil fuentes que los poetas, buscando la inspiración, clarifican su discurso» (himno 9-73). Así, de en­ trada, está presente la idea de que la regla poética es un filtro. Comen­ tando esta situación el gran especialista en sánscrito, Louis Renou, escribe: «La composición, la técnica poética, comprendida de este modo, deviene un fin en sí misma. La imagen se vuelve insensiblemen­ te objeto, el objeto retrocede hacia el plano de la imagen; hay un desplazamiento incesante de uno a otro registro»3. Tenemos más: Que la reflexión sobre la obra se confunda con el mismo contenido de esta obra no debería sorprendemos mucho en la India sánscrita, donde a menudo vemos —sobre todo en gramática, aunque no exclusivamen­ te en este campo— que la manera en que las cosas están dichas cuenta con un valor didáctico casi del mismo nivel que el contenido ( ibid., p. 27).

La creación literaria es una actividad regida completamente por leyes. La descripción, la narración, la expresión de los sentimientos, están sujetos a una minuciosa selección, gracias a la cual conviene equilibrar hábilmente los recursos de la lengua, la manipulación de los compues­ tos nominales y de los sufijos, la escogencia estética del vocabulario, el juego de sílabas susceptibles de formar una especie de rima (interior o final) o una aliteración. (...) La convención no se encuentra solamente en la forma; también se halla en el tema, pues sólo son admitidos ciertos relatos de tipo épico, ciertas escenas mitológicas, ciertos motivos de la vida galante, heroica, religiosa4.

Esta concepción de la poesía como una actividad sometida a reglas precisas tiene múltiples consecuencias —tanto para la poesía en sí misma como para la vida del poeta que la practica. La vida del poeta, un poco como la del campeón de deportes de hoy (otro juego), exige muchos sacrificios. Un historiador de la literatura hindú, H. de Glasenap, escribe5: Para escuchar el sánscrito y los distintos dialectos prácrits, cuyo cono­ cimiento es indispensable para el poeta, siempre en la forma más pura, él escoge sus amantes y sus domésticas en los lugares del país más diversos (p. 151, según Rájasekhara).

No siendo para nada un individuo aislado que se abandona a la ins­ piración ciega sino un artesano concienzudo, maestro de su oficio, el poeta participa con un grupo profesional bien establecido, y las oca­ siones para la creación no dependen en absoluto del azar: los sobera­ nos disponen siempre de poetas en sus cortes y las veladas poéticas son el pan de cada día. Glasenap continúa: Así Baílala (fin del s. xvi) muestra en el Bhojaprabandha... a los más grandes poetas de la India, quienes en la corte de Bhoja, dan prueba de finesa de espíritu. Una vez que el rey ha dicho: «el sol se hunde en el mar en el brillo de la noche», los demás continúan:

B ána. las abejas ebrias se hunden en el cáliz del loto. M aheshvara: El pájaro, en el bosque, se hunde en el agujero del árbol. K álidása. Y el amor, suavemente, se hunde en el corazón de la joven (p. 152). Es evidente que la perfección formal de los poetas alcanza grados desconocidos antes y desde entonces. Se ha llegado a manejar tan sabiamente la ambigüedad que ciertas obras resumen simultáneamente al R ám áyan a y el M ahábbárata pudiendo cada estrofa aplicarse a ambas epopeyas; otras obras realizan el doble sentido dependiendo del hecho de que cada verso se lea de izquierda a derecha y de derecha a izquierda6.

Para sólo citar otro ejemplo, célebre entre todos, en una novela de Dandin, el héroe, Mandragupta, hace en la mañana un largo relato en el que sus labios están ausentes: «Sus labios habían sido heridos durante una noche de amor» (Glasenap, p. 181). La misma complejidad, el mismo refinamiento, la misma tendencia a explicitar las reglas de la poesía caracterizan también a las otras lite­ raturas orientales, lo cual no dejan de condenar los historiadores occi­ dentales de la literatura, como Glasenap: Si tales escapes en los juegos verbales, tan admirados en Oriente, nos parecen divagaciones desprovistas de gusto, que nada tienen en común con la poesía, no se debe descuidar, sin embargo, el hecho de que la propensión a tales juegos está profundamente arraigada en el espíritu de los países de Oriente: se encuentran ejemplos paralelos en los poetas de las otras literaturas orientales (p. 166).

Concluiré esta breve evocación del juego de palabras en Oriente (uno está siempre obligado a valerse en estos casos de estas categorías tan someras) con una descripción de la literatura clásica persa, que uno encuentra en una de las mejores obras consagradas a la poesía como juego (A. Liede, D ichtung ais Spiel, t. II); La literatura persa podría servir como ejemplo de una poesía orientada hacia el juego. Es por ello que sería inútil indicar algunos de estos juegos, más aún si ellos coinciden, muy frecuentemente, con los de la literatura europea. Comencemos con los juegos de sonidos y de letras. En el «reverso» uno invierte una palabra, ya sea intercambiando parcial­ mente las letras, de manera que parezca una nueva palabra (anagrama), o invirtiendo exactamente el orden de las letras (palíndromo). Un verso entero puede también ser leído en los dos sentidos. El poema puede omitir totalmente ciertas letras (lipograma), puede estar escrito con o sin signos diacríticos, con o sin ligamentos. Las palabras de un poema todas pueden comenzar con la misma letra (tautograma). Otros poemas alternan regularmente las letras marcadas o no con un punto. Finalmen­ te, una obra toda puede estar compuesta por el conjunto del alfabeto sin que ninguna letra jamás se repita. En los juegos de palabras o de versos, se repetirá de varias formas dentro del verso la misma palabra (poliptote); todas las palabras aparecen en diminutivos; cada hemisti­ quio o cada verso debe contener una o varias palabras idénticas; se colocan juntas dos o más palabras que se pronuncian o se escriben igual pero cuyo sentido es diferente (el juego de palabras propiamente dicho); tanto en el verso como en la prosa las partes del discurso estarán dispuestas de tal manera que, palabra por palabra, la primera secuencia corresponda a la segunda a nivel de la rima y el metro; en este caso se alcanza la perfección a partir del momento en que no se repite ninguna palabra. Algunas líneas de un mismo poema se pueden tomar de dos formas: como una prolongación de aquello que la precede, o como el comienzo de lo que sigue (versos encabalgados); si no también, varios temas están yuxtapuestos y se enumera en seguida todo lo relativo a cada uno de ellos (versos relativos). La poesía persa es igualmente rica en los juegos de metro y rima; ella conoce los abundantes tipos de rima total, de pausa, rima interna, central o acentuada; la mayoría de las veces, en lugar de introducir una nueva palabra, se repite la misma, lo que da a menudo la impresión de una rima encadenada. En cuanto a la rima final, se utilizan en orden todas las letras del alfabeto (rima alfabética). Los juegos métricos permiten leer un poema según dos o más fórmulas rítmicas, y las poéticas elogian exageradamente los versos en los que se pueden identificar seis e incluso hasta treinta medidas diferentes. El acróstico, el mesóstico, el teléstico, el cronóstico, son manejados con un virtuosismo que las literaturas europeas jamás han alcanzado. El acróstico no solamente brinda nombres propios, sino también nuevos versos; o las iniciales de sesenta y cuatro versos son introducidas bajo forma de cifras en un tablero, los cuales deben ser

leídos siguiendo el movimiento del caballo. A partir de un solo verso se obtienen, cambiando los miembros de la frase, hasta sesenta y ocho nuevos versos (versos proteicos). Los versos están construidos de tal forma que se puede combinar cualquier línea con otra sin perjudicar la regularidad de la rima, del metro y del sentido. Uno o dos versos serán distribuidos al interior de un círculo, de manera que cada segmento contenga únicamente una palabra o una parte de la misma y que uno pueda comenzar a leer a partir de cualquier segmento. Cuatro versos estarán dispuestos de tal modo que se pueda también leerlos de arriba hacia abajo, en grupos de palabras que dividan al verso en cuatro; lo mismo pero con ocho grupos (versos quebrados). Los poemas persas figurados son de los más fascinantes. Ellos van mucho más lejos que sus correspondientes europeos gracias a su elegancia (dada de antemano por la elegancia de la escritura) y al refinamiento de la construcción. Uno encuentra figuras emblemáticas, pentagramas, árboles, palmeras, parasoles y techos de pabellón. (...) La poesía persa no ignora la mezcla de lenguas. Los versos en persa y en árabe pueden alternarse, una frase o un verso pueden ser leídos en dos o tres lenguas; incluso, un poema puede ser leído desde el principio al final, o desde el último verso hasta el primero, según la lengua utilizada en la lectura. Dada la inclinación de los persas por el juego de palabras, las palabras polisémicas llevan al poeta a relacionar los diferentes conceptos de una manera incom­ prensible, lo cual deja al traductor perplejo, a pesar de que en el original estas construcciones sean sumamente graciosas. Hay poemas en los que basta modificar los signos diacríticos o mover las vocales para que el elogio o el panegírico se transforme en reproche e injuria. La primera mitad de un verso parece ser un reproche o algo que no rinde ningún honor al objeto del elogio, pero la segunda mitad invierte el sentido (versos quebrados). Esta breve visión de conjunto sólo entrevé la riqueza de los juegos verbales persas. Nos contentaremos con mencionar el arte refinado del enigma que posee su lengua artificial con un sistema extremadamente complejo de alusiones, indicaciones y relaciones que al mismo tiempo señalan y esconden la palabra a adivinar. El préstamo literario, que puede llegar a la centena, es naturalmente bien conocido y para nada sospechoso. No debemos sorprendernos, entonces, al aprender que, según un poeta, su poema posee ciento veinte sentidos aparentes y ciento ochenta escondidos, (pp. 59-63).

II

Dejemos a un lado esta somera definición histórica e intente­ mos definir qué es el juego de palabras. Para comenzar, tomemos un ejemplo simple e incuestionable de una de las primeras grandes

recopilaciones de juegos de palabras en lengua francesa, Bigarrures de Etienne Tabourot, llamado Chevellier des Accords (1583)- Este juego es conocido con el nombre de versos relativos: Ta beauté, ta vertu, ton esprit, ton maintien Esblouit et défait, assoupit et renflamme Par ses rais, par penser, par crainte ou pour ríen Mes deux yeux, mon amour, mes desseins et mon ame7. La regla puede verse fácilmente: cada verso contiene únicamente las palabras que asumen la función sintáctica: el sujeto, el verbo, el complemento, el objeto. Son cuatro las frases; el número de las mismas podría ser superior o inferior. Para reconstruirlas, en cierta manera se debe leer de arriba hacia abajo y no solamente de izquierda a derecha. Tratemos de pasar ahora de este juego de palabras singular al juego de palabras en general. A partir de este ejemplo podría proponerse la siguiente definición: el «juego de palabras» es un texto breve cuya construcción obedece a una regla explícita que preferiblemente concierne al significante. Esta definición contiene tres elementos de desigual importancia: la regla explícita, la brevedad, el nivel del signifi­ cante. Estas últimas dos características, puede verse en seguida, perma­ necen aproximativas; nos ocuparemos entonces de la primera, la cual juega el rol esencial. Por otra parte, es gracias a la regla que el juego de palabras participa del ju ego (se sabe que, según Piaget, los consti­ tuyentes de éste pueden ser el ejercicio, el símbolo o la regla). ¿En qué sentido puede afirmarse que la construcción de un texto obedece a una regla? Aquí se corre el riesgo de caer en una generalidad en la que el juego de palabras perdería toda su especificidad. Desde cierto punto de vista, no existe ningún texto cuya construcción no obedezca reglas. Eijenbaum decía: «Ni siquiera una sola frase de la obra literaria p u ed e ser; en sí misma, una ‘expresión’ directa de los senti­ mientos personales del autor, sino una construcción y un juego». Hoy resulta banal afinnar que ningún elemento del texto es gratuito, que se encuentra al contrario encadenado a los demás a través de múltiples relaciones de necesidad. Pero sería un abuso emplear el término de regla para referirse a esta coherencia inherente al texto. La regla implica una diferencia abstracta entre ella y las instancias que ella gobierna. La relación entre dos elementos de un texto, así sea éste «regular», no conforma aún una regla. Al contrario, la regla es identificable a partir del momento en que

hay más de una instancia gobernada por ella. Mientras es difícil hablar de la regla de un libro, es muy fácil en cambio referir a las reglas de la novela policial, epistolar o histórica; dicho de otro modo, la regla se aplica al género, no a la obra. De otra forma, si se aplica a la obra, es porque ésta no es tomada como u n a unidad sino como un conjunto de unidades más pequeñas que la constituyen. Así podemos hablar de la regla a la cual obedece la construcción de las estrofas de un poema, de los capítulos o episodios de una novela. No obstante, si la «novela» estuviera hecha de un solo capítulo y el poema de una sola estrofa, no sabríamos entonces formular su regla: tendríamos que conformarnos con una descripción. No es que la regla no exista; pero no habría ningún medio para confirmar o invalidar la hipótesis formulada por nosotros concerniente a su naturaleza, ya que esta hipótesis coincidiría con la única instancia de la regla. En el caso imaginado hasta aquí, correspondía al análisis descubrir la regla de un grupo de textos. Sin embargo, ésta puede ser explicitada en el acto mismo de su producción: ya sea porque ella figura con todas sus letras, o bien porque el texto índica, en su propia construcción, cuál ha sido su regla: así ocurre con el cuarteto de Tabourot citado ante­ riormente. Independientemente de que la regla esté dada o pueda ser deducida, ella es percibida como pre-existente al poema siendo éste una aplicación de la regla. Esto es esencial para nuestro propósito ya que es precisamente este tipo de reglas el que caracteriza a los juegos de palabras. Ahora vemos por qué el juego de palabras está tan vinculado a la repetición (las recopilaciones de juegos humorísticos contienen reglas que cada uno debería poder aplicar; pensemos también en los torneos poéticos propios de la cultura antigua «oriental»), y también por qué puede pasar inadvertido: es suficiente con que su regla no sea ni «evi­ dente» ni esté señalada de manera explícita. En estos casos, el autor (acaso un poco contrariado) vuelve a tomar la palabra y enuncia la re­ gla que siguió. Esto es lo que sucede con Philosophie d e la Com position [Filosofía d e la com posición1de Poe; con Com m ent j ’a i écrit certains d e m es livres [Cóm o escribí algunos d e mis libros] de Roussel; con Queneau, que transcribe las reglas que presidieron la creación de sus libros en Techniques du rom án [Técnicas d e la novelci\\ con Georges Perec, autor de la novela lipogramática La D isparition [La desaparición], cu­ yos críticos no se dieron cuenta de que faltaba la letra e. En estos últimos años un grupo se ha consagrado a reanimar y divulgar la tradición del juego de palabras: se trata del Oulipo, o Ou-

vroir de Littérature potentielle [Taller de literatura potencial], cuyos tra­ bajos aparecieron recientemente en forma de libro8. Los miembros del Oulipo están muy conscientes del rol primordial que juegan las reglas dentro de su propia perspectiva. Por ejemplo, Frangois Le Lionnais escribe: «Toda obra literaria se construye a partir de una inspiración... que debe adaptarse, mal que bien, a una serie de restricciones y procedimientos» (p. 20). Y Jean Lescure hace el siguiente comentario: «Lo que el Oulipo deseaba demostrar era que, incluso para la literatura, estas restricciones eran felices y generosas» (p. 31). A partir de este principio se define el programa de trabajo del grupo, el cual consta de dos aspectos: uno analítico, el cual consiste en demostrar la existencia de estas leyes en las obras del pasado o en repertoriar aquellas que las exhiben abiertamente; el otro sintético, es decir, «creador», en el cual se inventan nuevas leyes y se producen obras que las ilustren; o como escribe Claude Berge, «se quiere reemplazar a las leyes clásicas, como el ‘soneto’, por otras lingüísticas: alfabéticas..., fonéticas..., sintácticas..., numéricas..., incluso semánticas» (p. 49). ¿Pero podemos decir que una novela es un juego de palabras? Ella no corresponde al uso corriente del mismo y nos lleva al delicado problema de las dimensiones. Dos cosas son ciertas: por una parte existen dimensiones textuales que, una vez sobrepasadas, nos obligan a no poder hablar más de juegos de palabras; pero por otra parte es imposible precisar un límite con exactitud. La novela de Perec, la cual realiza uno de los juegos de palabras más conocidos, no es el primer lipograma que alcanza las dimensiones de un libro. Sin embargo, comúnmente el juego de palabras se atiene a la frase, al párrafo, a la página. El otro límite incierto de los juegos de palabras concierne, no ya tanto a la dimensión, sino al nivel lingüístico en el cual se llevan a cabo. En su inmensa mayoría, los juegos de palabras tocan (también) al significante. No obstante, existen géneros que corrientemente son calificados de juegos de palabras y que se refieren únicamente al significante; por ejemplo, las adivinanzas y los galimatías. Sin embargo, la condición relativa al significante es más importante que la de las dimensiones: entre los juegos de palabras se podrá admitir una novela lipogramática, pero no una novela policial, a pesar de lo convencional y de que sus reglas gocen hoy de un estatus explícito. La novela policial es un «género»; este último término no está marcado en relación al juego de palabras, aunque al mismo tiempo lo incluya. El hecho de que el juego de palabras se defina por su regla explícita

es lo que a la vez determina su interés y su límite. En primer lugar el interés, pues él permite poner en marcha y observar, en condiciones en cierto modo experimentales, uno de los principios fundamentales de la producción verbal y más precisamente literaria. Dicho sea de paso, condiciones privilegiadas, pues cada juego de palabras posee sólo una regla independientemente de la complejidad de ésta. Pero, ya lo vimos, para muchos autores no hay una solución de continuidad entre los juegos de palabras y la literatura. Así entonces, disponemos con ello de una posibilidad única para observar las formas literarias en su estado naciente; se trata de un parentesco original, a menos que sea necesario hablar de identidad. Pero este mismo privilegio determina los límites del juego de palabras-, porque, justamente, a diferencia del juego de palabras, el texto literario nunca aplica una sola regla (el lipograma no es además la única regla de La Disparitiori), sino varias a la vez; o si se prefiere, es un texto que subvierte su propia regla. Este es el mismo caso incluso en los escritores que construyen sus libros a la manera de un juego de palabras; y Queneau, comentando uno de sus libros en el cual acaba de producir su fórmula aritmética, escribe en «Techniques du román»-. Dije más arriba que el número de Demiers Jours [ Los últimos días] era cuarenta y nueve, aunque, tal como fue publicado, sólo contenga treinta y nueve capítulos. Lo que sucedió fue que eliminé el andamiaje y asincopé el ritmo...9.

Una literatura completamente sometida a reglas explícitas muere: el olvido de la regla es tan necesario como su estricta aplicación.

III

¿Cómo podemos sistematizar los juegos de palabras? Ya que la aplicación de una regla es lo que caracteriza más que cualquier otra cosa, y que la regla a su vez no es otra cosa que la sistematización de un aspecto cualquiera de la producción lingüística, la respuesta parece evidente: los juegos de palabras serán clasificados según el hecho lingüístico con el cual se relacionen, por ejemplo, juegos sobre la sinonimia, sobre la homonimia, sobre el encadenamiento de las palabras en la frase o de las palabras en el enunciado. Esta actitud, sin embargo, nunca parece haber sido asumida por los autores de nume­

rosos tratados sobre la cuestión. Habitualmente el orden en el que nos presentan los juegos de palabras es muy frágil (a pesar de que sea, también, una fuente de juegos de palabras): casi siempre es el orden alfabético. Por otra parte, la definición de cada tipo o clase no está aún establecida, como debería estarlo, sobre la explicación del hecho lin­ güístico pertinente; esto provoca recortes y encabalgamientos desagra­ dables. Un ejemplo servirá para ilustrar este tipo de confusión. Albéric Deville, en sus palabras preliminares de Jeu x d e mots d e M. Biévre [Los ju egos d e p a la b ras d e M. Biéi/re], hace un meritorio esfuerzo para fijar el sentido de los diferentes términos de los cuales nos servimos comúnmente para designar los tipos de juegos de palabras. Pero su lista yuxtapone clases completamente diferentes (antiestrofa, burlas, retrué­ canos, anominación, anfibologías) con otras cuya diferencia parece ser bien secundaria. E quívoca «palabra que posee dos sentidos, uno natural, el cual parece ser el que uno quiere dar a entender...; el otro desviado, el cual es entendido solamente por la persona que habla...» (p. 9). Por ejemplo: un vendedor, al vender un caballo, dice: Hágalo ver, le garantizo que no tiene ningún defecto. El caballo era ciego, el vendedor sincero. Punta, «agudeza que debe su brillo a una oposición de pensamien­ tos, en la cual se pasa del sentido propio al sentido figurado a través de una alusión más o menos picante» (p. 10). Por ejemplo: Mlle. Vestris, cuyos gustos diversos son muy conocidos, se indignaba ele la fecundidad de su camarada Rey, y no admitía que esta niña se dejara tomar tan fácilmente. Usted habla muy a sus anchas, dijo Mlle. Arnould, un ratón con un solo hueco en seguida es tomado.

Pulla: «Fundamentada sobre una alusión trivial, la pulla es para la punta lo que es el juego de palabras para la buena palabra» (p. 13). Por ejemplo: un actor en su lecho de muerte le pide al cura junto con los últimos sacramentos: tráigame el aceite que estoy frito. Chistes-, «insípida ironía fundada sobre un mal juego de palabras» (p. 17). Ejemplo: X dice a Y: me pusiste mala cara. Y le responde: no, si te la hubiera puesto la tendrías mejor. Como bien puede verse, el rasgo común de estos cuatro ejemplos es la utilización de una palabra polisémica cuyos dos sentidos están simultáneamente actualizados, uno por la frase que lo contiene, el otro por la frase vecina: el «Hágalo ver» en el primer caso, «hueco» y «ratón» en el segundo, «aceite» en el tercero y «poner mala cara» en el último. ¿Dónde se encuentra la diferencia? En una oportunidad Deville califica

a los dos sentidos de «natural» y «desviado», de «propio» y «figurado» respectivamente: se trata de una pura variación tenninológica. Una vez la alusión es «picante», otra «trivial»; una vez el juego de palabras es impactante, otra es «insípido»: éstos son juicios de valor que no tienen nada que ver con la descripción del hecho. A nivel de la generalidad en la que se colocó Deville, estas cuatro clases o tipos no conforman en realidad sino una sola. Hasta donde tengo conocimiento, existe sólo un intento de fonmilar un sistema de los juegos de palabras: el de Liede, en el segundo volumen de su D ichtung ais Spiel. Este sistema tiene su fundamento en las dimensiones de la unidad lingüística puesta en juego; se obtienen así los juegos de letras, de sílabas, de rima, de versos y de textos de más grandes dimensiones. Pero ya vimos que las dimensiones del jue­ go de palabras, a pesar de ser pertinentes, no es aquello que más lo caracteriza. Además se pierde así la posibilidad de aproximar los juegos que descansan sobre el mismo principio; por ejemplo, una repetición puede realizarse en cada uno de estos niveles. Por mi parte no intentaré enumerar ni clasificar todos los juegos practicados hasta ahora. No podría agregar nada, al menos que sea un orden distinto a la enumeración hecha en los abundantes tratados sobre el problema (Canel, Liede); además, nuevos juegos de palabras son y serán creados, de manera que ninguna enumeración puede ser exhaustiva: el mismo principio de su construcción demuestra que los juegos de palabras forman una serie abierta. En cuanto a la clasifica­ ción, ésta deberá seguir, en grandes rasgos, una descripción integral del hecho, pues cualquier aspecto del enunciado puede ser sometido a una regla explícita y convertirse así en el punto de partida de un nuevo juego de palabras. Me conformaré entonces con ilustrar dos principios de la descripción: por un lado, la necesidad de saber identificar la regla común de varios juegos, y por otro, el hecho de que un juego puede poner en evidencia más de un aspecto del lenguaje. Un gran número de juegos de palabras tiene que ver con un solo rasgo de la lengua: la posibilidad, de un solo significante o varios significantes semejantes, de evocar significados completamente inde­ pendientes. Albéric Deville destaca este hecho a su manera, afirmando que es únicamente la penuria de los significantes lo que explica la existencia de los juegos de palabras: Podemos atribuirle sobre todo a la imperfección de las lenguas la facilidad de jugar con las palabras. Si tuviéramos menos términos

metafóricos, y si nuestras expresiones fueran menos variadas, tendría­ mos menos palabras con la misma consonancia, y en consecuencia, menos equívocos (p. 132). En estos casos, en materia de lenguaje, hablamos de polisemia, de homonimia, de paronimia; pero los juegos de palabras matizan mucho a estas categorías. Aquí encontraremos todas las figuras utilizadas en los discursos humorísticos, tales como la silepsis, el atanaclasio, la paronomasia, el retruécano, las palabras-valijas, etc., así como todos los juegos relacionados con la rima, como las rimas leoninas, fratern ales, acrobáticas, coron adas, en caden adas, en cabalgadas, etc.; como señala Liede, «la organización del discurso en función del ritmo y la rima es ciertamente el juego más difundido» (p. 121). Solamente recordaré, a manera de ilustración, algunos juegos que explotan otros aspectos de los mismos fenómenos. Se puede leer una letra de dos maneras: llamándola por su nombre o simplemente pronunciándola. Uno puede entonces escribir las letras y leer sus nombres, lo que da el célebre: G a = J ’ai grand appétit10 o también se pueden escribir las palabras, pero leer cada una de sus letras por su nombre, como lo hace a veces Leiris en su glosario11: ch ain e = c ’est hache haie et noeud n éan t = est né á haine, hanté cheval = c’est achevé á aile (Pégase)12 Aquí se trata, si podemos decirlo así, de una homonimia de la letra o del sonido, distinta en sus dimensiones pero no en su principio de común homonimia. Este mismo aspecto del lenguaje es puesto en juego en los anagram as, con la diferencia de que el anagrama no implica necesariamente la semejanza fonética: se trata de un procedi­ miento gráfico en el cual se intercambian las letras. El anagrama puede estar explícito (el mismo enunciado contiene dos palabras compuestas de letras idénticas) o implícito (sólo una está presente mientras la otra es evocada por la fuerza que ejerce el contexto). Sabemos que existe una obra, un poema compuesto en el siglo xix, de doscientos versos, y que en cada uno hay un anagrama sometido seguramente a restric­ ciones sintácticas; se trata de A nagram m éana, p oém e en huit chants

p a r l ’a n agram m e dA rcbet [=Rachet], l ’un des treinte associés á l ’a bon nem ent d ’un Jou rn al littéraire, quatre-vingt-quinziém e édition, rem e, corrigée et augm entée, á A nagram m atopolis, l ’an x iv d e l ’é re an agram m atiquexi. Se podrá juzgar la calidad de esta poesía por el primero y el último verso: Lecteur, il sied que. je vous dise Moi, je vais p oser mon reposu Los «anagramas» de Saussure, que recientemente llamaron la aten­ ción sobre este fenómeno, no son verdaderos en el sentido tradicional de la palabra, pues no se trata de una simple permutación de las letras en dos palabras, sino de la diseminación de las letras que componen una palabra dentro de un enunciado completo; sería preferible emplear otro término, como paragram a. Una variante del anagrama implícito es la contrepéterié\ uno de los raros juegos de palabras aún hoy exis­ tentes, gracias quizás a la obscenidad obligatoria en una de las lecturas (el ejemplo de Rabelais es canónico: fo lie á la messe)U). Finalmente, un anagrama particularmente restrictivo es el palíndrom o, enunciado del que podemos imaginar que contiene un espejo en el medio. La grafía brinda la posibilidad de incluir una letra en más de una palabra, dicho de otro modo, de utilizar las dos dimensiones de la pági­ na; todavía no hemos abandonado el campo de la homonimia, enten­ dida ésta en su sentido más amplio. Esto da, en primer lugar, el acrós­ tico, en el cual las iniciales de todos los versos forman una palabra o un verso completo; pero este principio puede ser generalizado a todas las letras del verso; si se produce en el medio, se llama m esostiquio, si se lleva a cabo al final, de telestiquio. El mismo principio llevado a la dimensión del sintagma da el verso quebrado. Todos estos juegos, a pesar de lo variado que puedan parecer, descansan en un solo y mismo principio: la -homonimia». La aproximación de palabras con sonido semejante pero sentidos diferentes conoce numerosas formas; estos juegos ponen en evidencia la ausencia en la lengua de un paralelismo riguroso entre el nivel del significante y el del significado. Esta era la práctica de los etimologistas precientíficos, a pesar de que ellos no quisieron hacer de esto un juego. Pero Tabourot ya estaba consciente del valor cómico de este procedi­ miento: él cita ejemplos, escribe él mismo, porque «amo hacerme cosquillas para reírme». Sus ejemplos son los que siguen: parlem ent,

lien o h on parle et ment, cordonniers, qui donnent des cors aux pieds, etc.17 En el G losario, Leiris explota el mismo procedimiento con una intención claramente poética: abim e, vie secrete des amibes abrupt, ápre et bait absolu, base unique: sol aboli m erveilleux (il met la mer en veilleuse)18 Por otra parte existen juegos de palabras que sistematizan, simultá­ nea y sucesivamente, a más de un aspecto del lenguaje. Así, la charada es un juego al mismo tiempo sobre la homonimia y la sinonimia: primero se sustituye la palabra a adivinar por un homónimo, eventual­ mente compuesto de varias palabras, luego se formula una adivinanza para cada una de estas nuevas palabras, describiéndolas pues según un principio de sinonimia. Por ejemplo (tomado parece de Ampére): «Mon premier marche, mon second nage, mon tout volé [mi primer paso, mi segundo nado, mi total partida]. Hanneton (áne+thon [asno+atún]». El acertijo está próximo a la charada, excepto que en lugar de la definición sinónima se encuentra la imagen: en cierto modo, es el referente quien toma el puesto del significado. Así, en Tabourot encontramos este ejemplo: «Un os, un bouc, un duc, un monde sont pris pour dire, Au but du monde»19 sabemos que el acertijo es también un procedimiento de las escrituras llamadas ideográficas). Los crucigram as también jue­ gan sobre la homonimia de las letras (la posibilidad de hacer participar la misma letra en varias palabras) y sobre la sinonimia: las palabras a escribir deben ser adivinadas a partir de su definición; se trata entonces de una combinación del principio del acróstico y el de la adivinanza. El caligram a coloca la ambigüedad de las letras en otro nivel, pues éstas tienen, fuera de su función habitual, la de figurar, en su conjunto, el objeto en cuestión es el enunciado que ellas forman; las restricciones recaen entonces tanto en la grafía como en el sentido.

IV Concluiré con una respuesta tentativa a la pregunta que mi lector no dejará de hacerse: después de todo, ¿qué interés representan estos juegos de palabras? Ya vimos que, aunque quisiéramos, no podríamos excluir el aspecto «lúdico» de la producción literaria ni de

cualquier discurso; pero pueden matizarse los juicios sobre los diferen­ tes juegos de palabras. El interés de ellos varía, me parece, en función de la importancia de las categorías lingüísticas que ellos ponen en evidencia. Los juegos basados en el alfabeto me parecen muy débiles. Al contrario, aquellos que ponen en evidencia la polisemia de las palabras, la ausencia del paralelismo riguroso entre el significante y el significado se relacionan con uno de los rasgos más esenciales del lenguaje, y nos enseñan mucho, consciente o inconscientemente, acer­ ca del funcionamiento simbólico del lenguaje.

sobre todo del siglo xrx, cuyos autores son Peignot, Lalanne, D’Israeli, etc. El más completo, y que dispensa de la lectura de los demás es: CANEL, A. R echerches sur les jeu x d ’esprit, les singularités et les bizarreries littéraries, prin cipalem ent en France, 2 vol., Evreux, Impr. Auguste Hérissey, 1867. Entre los tratados más antiguos es necesario retener sobre todo al ancestro de toda la tradición: TABOUROT, E. Les Bigarrures du Seigneur des Accords, Genéve, Slatkine Reprints, 1969 (reedición de la de Bruselas de 1866). Entre los libros más accesibles el mejor es: BENS, J. G uide des jeu x d ’esprit, Paris, Albin Michel, 1967. Algunos juegos han sido objeto de estudios monográficos; señale­ mos aquí a un autor curioso: DELEPIERRE, O. Essai historique et bibliographique sur les rébus, Londres, 1870. ______ M acaron éana, ou M élanges d e littérature m acaron iqu e des différents peuples d e VEurope, Brighton-Paris, 1852. ______ M acaron éan a an dra overrum . N ouveaux M élanges d e littéra­ ture m acaronique, Londres, 1855. Existen

muchísimos,

______ D e la littérature m acaron iqu e..., Londres, 1855-1856. ______ La P arodie ch ez les grecs, ch ez les Rom ains et ch ez les m odem es, Londres, 1870. ______ TabJeau d e la littérature du centón chez les an cien s et ch ez les m odem es, Londres, 1874-1875. El repertorio sistemático fundamental es el de: LIEDE, Alfred. D ichtung ais Spiel. Studien zu r U nsinnpoesie a n den G renzen del Sprache, 2 vol., Berlín, Walter de Gmyter, 1963 (el segundo volumen contiene la descripción de los juegos con la bibliografía detallada; el primero es un ensayo sobre la poesía como juego).

NOTAS

1 La littérature européene et le Muyen Age latín, Paris, 1956, p. 342. 2 Se podrá leer un recenso paralelo en el estudio de G eorges P erec, «Histoire du lipogramme», en Oulipo, La littérature potentielle, Paris, 1973, pp. 79-80. 3 L. Renou, «Les pouvoirs de la parole dans le Rigveda», Etucles védiques etpaninéennes, t. I, 1955, p. 26. 4 Renou et Filliozat, Linde classique, t. II, Paris-Hanoi, 1953, & 1 / 49, 1751 (el texto es de Renou). 5 Les littératures de linde. Paris, 1967. 6 L inde classique, 1752; este texto tiene una doble lectura, Rüghavayádavíya, ha sido traducido y estudiado p or Marie-Claude P orch er (Pondichéry, Institut franjáis d ’Indologie, 1972). 7 Tu belleza, tu virtud, tu espíritu, tu com postura / Encandila y d esh ace, apaga y enciende / P or sus rayos, su pensam iento, p or m iedo o p or nada / Mis dos ojos, mi am or, mis d eseos y mi alma [¿V. del T] 8 Oulipo, La littérature potentielle, Paris, 19739 Bátons, chiffres et lettres, Paris, 1965, p. 33. 10 En español n o p u ed e ser observado este fenóm eno fonético p orque las letras y su pronunciación alfabética no divergen. El sentido de la frase en francés es el siguiente: T engo un gran apetito [/V. del 7'.]. 11 M. Leiris, Mots sans mémoire. Paris, 1969. 12 En francés, la lectura alfabética de cad a una de las letras en conjunto p roduce, en cada línea, una frase co n sentido. La traducción de cada frase es la siguiente: cadena = es h ach a odio y nudo vacío = nación para el odio, encantado. caballo = se realizó co n ala (Pegaso). 13 A nagram eana, p oem a en o ch o cantos p or el anagram a de Archet [Rachet], uno de los treinta ab on ados al periódico literario, edición 95, corregida y aum entada en Anagram atopolis, añ o xiv de la era anagram ática [N. del 7’ ]. 14 «Lector, es n ecesario que le diga / Y o , voy a p roponer mi reposo». En español, la frase no tiene ningún juego porque éste tiene lugar en los anagram as subrayados en el texto original [N. del Ti. 15 Contrepéterie quiere decir intercam bio de letras o de sílabas p ara producir otras palabras co n un sentido burlesco o irónico. Esta palabra no tiene una traducción exacta en español ÍN. del Ti. 16 La contrepéterie com pleta de Rabelais es la siguiente: «Femme folie á la messe» en vez de «femme molle á la fesse»: mujer loca en la misa, mujer blanda en las nalgas [el subrayado es mío] [Ar. del Ti. 17 parlamento-, lugar donde se habla y se miente. En francés habla y miente se construyen co n la misma grafía de parlement ; zapatera aquél que d a callos en los pies. Igualm ente, cors (callos), done (dar) y pieds (pies) guardan una relación hom ónim a co n cordonniers (zap atero) [V. del Ti. 18 abismo: vida secreta de las amibas / abrupto-. áspero y bruto / absoluto-, base única: suelo abolido / maravillosa puso a la m ar en vigilia [N. del Ti. 19 «Un hueso, un cam ero , un duque, un m undo son tom ados p or h aber dicho: En el fin del mundo». Todo el juego d e palabras en francés reside en la hom ología fonética entre las palabras [N. del Ti.

N o ta d el a u t o r .....................................................................................

7

I La noción de literatura............................................................................

11

«POIÉTICA» Y POÉTICA SEGÚN LESSING........................................................

TI

EL ORIGEN DE LOS GÉNEROS.........................................................................

47

II Los DOS PRINCIPIOS DEL RELATO.................................................................

67

E l DISCURSO PSICÓTICO..................................................................................

83

La lectura como construcción .............................................................

93 94

El discurso referencial...................................................................

Los filtros narrativos............................................................................ Significación y simbolización........................................................... La construcción como tem a............................................................. Las otras lecturas.................................................................................

95 97 102 104

torno a la poesía.............................................................................. 1. Teorías de la poesía....................................................................... 2. Una novela poética........................................................................ 3. La poesía sin v e rso ........................................................................

107 107 113 124

M em o rias d el su b su e l o .............................................................................

La ideología del narrador.................................................................. El drama del habla.............................................................................. Amo y esclavo...................................................................................... El ser y el o tr o ..................................................................................... El juego simbólico...............................................................................

145 147 151 158 163 167

LOS LÍMITES DE EDGAR ALLAN POE.........................................................

173

E l CORAZÓN DE LAS TINIEBLAS....................................................................

187

LA EDAD DIFÍCIL ............................................................................................

201

Las Ilu m in ació n m .......................................................................................

223

En

III

IV La

adivinanza............................................................................................. Revisión de trabajos anteriores....................................................... Organización simbólica...................................................................... Organización figurativa...................................................................... Del simbolizante al significante......................................................

245 245 249 255 262

El

discurso mágico .................................................................................. Análisis de una fórmula m ágica..................................................... Estructura de la fórmula m ágica..................................................... Del simbolizante al significante......................................................

271 273 276 287

Formas acaiales del discurso m ágico...................................... Resumen: algunas reflexionesgenerales sobre la magia........

293 298

Palabra de humor ...............................................................................

309 Figuración......................................................................................... 313 Simbolización................................................................................... 315

Los

juegos de palabras..............................................................................

321

Esta edición de L os g é n e r o s d e l d i s c u r s o , se terminó de im­ primir el día 28 de febrero de 1 9 9 6 en los talleres de L ito ­ grafía M elvin, situados en la calle 3 -B , E dificio E scach ia, La Urbina, C aracas, Venezuela. Im preso en papel Prem ium