Tiempos modernos. Ensayos sobre la temporalidad en el arte y la política

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Tiempos modernos. Ensayos sobre la temporalidad en el arte y la política

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CONTRACAMPO LIBROS Colección dirigida por Mariel Manrique / Hernán Marturet

Tiempos modernos Ensayos sobre la temporalidad en el arte y la política Jacques Ranciére Titulo original: Modern Times Essays on Temporolity in Art and Politics Copyright © 2017 by Multimedijalni Institut Copyright © 2017 by Jacques Ranciére Copyright de la traducción: © Mariel Manrique © de la presente edición: Asociación Shangrila Textos Aparte Avenida Reina Victoria, 22, principal A 39004 Santander - Cantabria Tel. 942 078 469 www.shangrilaediciones.com [email protected] Imagen portada El hombre de la cámara, Dziga Vertov, 1929 Imágenes interior El hombre de la cámara, Dziga Vertov, 1929 - pp.8, 36, 62 y 112. Las uvas de la ira, John Ford, 1940 - p.88. Juventud en marcha, Pedro Costa, 2006 - p.88. Marzo 2018 ISBN: 978-84-94761G-5-2 Depósito legal: SA 3-2018

TIEM POS M O DERNOS E N S A YO S S O B R E LA TEM PO R A LID A D EN EL ARTE Y LA POLÍTICA

Jacques Ranciére

T R A D U C C IÓ N M a riel M a n riq u e

sh

TIEM PO, NARRACIÓN, PO LÍTICA P-7

II LA M ODERNIDAD REVISITADA p.37

EL M OM ENTO DE LA DANZA p.65

IV LOS TIEM PO S DEL CINE

TIEMPO, NARRACIÓN, POLÍTICA

Empezaré por situar el tema de este ensayo dentro del marco de la investigación que he estado realizando durante más de cuarenta años. Esta investigación se ha concentrado aparen­ temente en objetos y áreas muy distantes éntre sí: de las formas de emancipación de los trabajadores a los regímenes de identi­ ficación del arte; de los principios de la democracia a las trans­ formaciones de la ficción literaria; de la teoría de la igualdad intelectual a las formas de consenso construidas por los aparatos dominantes. Una preocupación principal, no obstante, vincula mis investigaciones en esas áreas en apariencia distantes: esas diversas prácticas y conocimientos implican una cierta cartogra­ fía de un mundo común. Cartografían un mundo común al de­ terminar formas de visibilidad de los fenómenos, formas de inteligibilidad de las situaciones y modos de identificación de

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eventos y conexión entre eventos. Así, determinan las maneras en las que los sujetos ocupan este mundo común, en términos de coexistencia o exclusión, tanto como la capacidad de esos su­ jetos de percibirlo, entenderlo y transformarlo. Propuse deno­ minar "distribución de lo sensible" a este grupo de relaciones entre maneras de ser, ver, pensar y hacer que determina a la vez un mundo común y la manera en la que esos sujetos participan del mismo. Las categorías de tiempo y temporalidad juegan un rol clave en dicha distribución. Una narrativa del tiempo siempre define dos cosas a la vez. En primer lugar, dicha narrativa define el contexto del mundo de la experiencia que compartimos con los demás; eso que es dado como el ahora de nuestro presente, la manera en la que este presente depende de un pasado o rompe con el mismo y permite o prohíbe, por lo tanto, un deter­ minado tipo de futuro. De esta forma, se trazan líneas divisorias entre lo posible y lo imposible, lo necesario y lo contingente. Pero también se definen modos de ser en el propio tiempo, lo que significa modos de estar en sintonía o fuera de sintonía con el mismo, de participar en un poder de verdad o error inherente a su desarrollo. La narrativa del tiempo, en consecuencia, nos dice simultáneamente qué es lo que hace posible una tendencia del tiempo y hasta qué punto aquellos que viven en ella son ca­ paces de aprehender lo posible. Esta articulación entre posibili­ dad y capacidad es la ficción que está en el núcleo de cualquier distribución de lo sensible. A esta altura, debo hacer una observación acerca de la no­ ción de "ficción". Una ficción no es la invención de un mundo imaginario. Por el contrario, es la construcción de un contexto en el que puede percibirse la coexistencia de los sujetos, las

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cosas y las situaciones, y pueden identificarse y conectarse los acontecimientos de un modo que hace sentido. La ficción se pone en marcha cada vez que debe producirse un sentido de re­ alidad. Por eso la política y las ciencias sociales utilizan la ficción tanto como las novelas o las películas. Y la narrativa del tiempo está en el corazón de las ficciones que tornan inteligibles, es decir, aceptables, las situaciones. Una narrativa del tiempo siem­ pre es una ficción sobre la justicia el tiempo. La idea de una "jus­ ticia del tiempo" recuerda la famosa afirmación de Anaximandro, mayormente conocida por el comentario de Heidegger: "Allí donde las cosas tienen su origen, allí ocurre también su destruc­ ción, de acuerdo a la necesidad, porque se dan una a otra justicia y reparación, conforme al orden del tiempo". Mi texto tratará también acerca de la relación entre la justicia y el orden del tiempo, aunque lo hará con un marco teórico muy distinto. Consideré necesario volver a poner en escena esta dra­ maturgia de la justicia del tiempo a fin de cuestionar la noción positivista del tiempo subyacente a las descripciones dominantes de nuestro presente desde el colapso del Imperio Soviético. En versiones más o menos sofisticadas -el fin de la historia, el fin de los grandes relatos, u otras versiones semejantes-, estas des­ cripciones aspiran a establecer una división nítida entre dos for­ mas de temporalidad. Dicen que lo que ha desaparecido con el Imperio Soviético no es meramente un sistema político y econó­ mico. Tampoco un período histórico orientado por esperanzas revolucionarias. Es un cierto modelo de temporalidad, un mo­ delo en el que el curso del tiempo estaba determinado por una teleología inmanente, animada por el poder de una verdad in­ terior cuya manifestación portaba la promesa de un futuro de justicia. En esa visión, lo que queda luego del colapso es la rea­

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lidad desnuda del tiempo, un tiempo vaciado de cualquier ver­ dad interior y cualquier promesa de justicia y devuelto a su curso ordinario. Había distintas maneras de entender este curso ordi­ nario del tiempo. Nuestros gobiernos y medios de comunicación dominantes lo consideraban la administración experta del pre­ sente y de sus resultados inmediatos, calculando las probabili­ dades de prosperidad ofrecidas por medidas adoptadas para los meses sucesivos y destinadas a verificarse en esos meses por venir. Los intelectuales insatisfechos equiparaban esa modalidad con una sombría edad post-histórica, caracterizada por el rei­ nado del presente que era, a su vez, el reinado del consumo, la comunicación y el descreimiento desbordante. El optimismo ofi­ cial y el catastrofismo insatisfecho, sin embargo, compartían la misma visión de un presente que había dicho adiós a las grandes esperanzas y las ilusiones perdidas de un tiempo histórico orien­ tado por una promesa de justicia. Uno de mis compatriotas acuñó la palabra "presentismo" para denominar este tiempo uni­ dimensional. Pero pronto resultó que este presente absoluto no se había liberado tan fácilmente de las pasiones engendradas por el peso del pasado y la anticipación del futuro. Los países recien­ temente despojados del futuro comunista pronto asistieron a la plaga del revival de narrativas nacionales y conflictos étnicos y religiosos. Las políticas de consenso de los estados parlamenta­ rios occidentales fueron presa de similares narrativas obsoletas basadas en el terror causado por las otras razas, pueblos y reli­ giones. Y finalmente, sucedió que la administración experta y pragmática del libre mercado exigía sacrificios en el presente para construir la prosperidad futura o evitar, simplemente, una inminente catástrofe. Parece así que la oposición simplista entre

las pasadas ilusiones de la historia^y las sólidas realidades del presente esconde una división dentro del "presente" mismo, un conflicto sobre lo que está presente y sobre qué es un presente. Parece entonces necesario volver a pensar la "justicia del tiempo" que estaba en el centro de los denominados "grandes relatos" y que surte todavía sus efectos en nuestro presente: no solo era una trama vinculada a expectativas asociadas con la su­ cesión y conexión horizontal de los acontecimientos, sino tam­ bién con una jerarquía de temporalidades. Para entender este punto, debemos rastrear su genealo­ gía muy lejos en el pasado hasta llegar al texto que estableció, para el mundo occidental, las reglas de la ficción e impuso un patrón de racionalidad del tiempo que excede largamente los lí­ mites de la ficción confesa, es decir, la Poética de Aristóteles. La labor del poeta, dice Aristóteles, no es hacer versos; es construir una ficción, lo que significa construir una estructura de raciona­ lidad causal que vincula los acontecimientos en una totalidad. Porque no se trata de contar cómo sucedieron los acontecimien­ tos. Se trata de contar cómo pueden suceder, de narrarlos como los efectos de su propia posibilidad. El poeta construye así una trama causal cuya progresión está determinada por dos grandes relaciones: una relación entre la buena fortuna y la mala fortuna y una relación entre la ignorancia y el conocimiento. La tragedia construye un orden temporal conforme el cual los individuos al­ canzan el conocimiento al ser juzgados por su injusticia -una in­ justicia que es a la vez causada por su ignorancia. De esta forma, la tragedia anuda un vínculo duradero entre una trama de justi­ cia y una trama de conocimiento. Existen dos puntos importantes en esta relación. La trama de conocimiento y justicia es una trama que relata eventos fuera de su posibilidad. De acuerdo a

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Aristóteles, esta posibilidad adopta dos formas: necesidad y ve­ rosimilitud. Este es un punto cuya importancia se ha soslayado a menudo: la necesidad científica y la verosimilitud poética se establecen desde el principio como formas equivalentes del vín­ culo racional de los acontecimientos en un tiempo dado. La razón para ello es que ambas se oponen a la "mala" forma del tiempo: el tiempo de la mera sucesión, el tiempo en el que las cosas pasan una después de otra, como hechos particulares o contin­ gentes. Aristóteles lo destaca en el noveno capítulo de su Poé­ tica, cuando opone la vinculación causal de la ficción poética a la mera sucesión de hechos que caracteriza a la historia -o a la crónica. Ahora bien, esta jerarquía poética descansa en una je­ rarquía social que opone dos formas de tiempo vivido y dos cla­ ses de seres humanos. Hay gente cuyo presente está situado dentro del tiempo de los acontecimientos que pueden ocurrir -el tiempo de la acción y de sus fines, que es también el tiempo del conocimiento y del ocio; en resumidas cuentas, el tiempo de aquellos que tienen tiempo y que, por esa razón, son llamados hombres activos. Y hay gente que vive en el presente de las cosas que simplemente suceden, una después de otra, gente que vive en el tiempo restrictivo y repetitivo de la producción y reproduc­ ción de la vida; en resumidas cuentas, en el tiempo de aquellos que no tienen tiempo: esos hombres son llamados pasivos, no porque no hagan nada, sino porque reciben pasivamente el tiempo, sin disfrutar ni los fines de la acción ni el tiempo de ocio que es un fin en sí mismo. De esta forma, la racionalidad causal de la vinculación temporal entre acontecimientos está atada a una distribución jerárquica de las temporalidades, que es una distribución de formas de vida.

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La justicia del tiempo parece tener, así, dos caras. Está la justicia poética del proceso que hace que los hombres activos se muevan de la buena fortuna a la mala fortuna y de la igno­ rancia al conocimiento. Pero también está, por debajo de esta posibilidad y sosteniéndola, la otra clase de justicia que es el tema de la República de Platón, la justicia que consiste en una distribución bien ordenada de los tiempos y los espacios, las ac­ tividades y las capacidades, que descansa en una condición pri­ mera anunciada en el inicio del relato acerca de la fundación de la ciudad. Esta condición es mantener en el espacio del taller a aquellos que no tienen tiempo de hacer otra cosa que el trabajo que no puede esperar. Pienso que es necesario volver a poner en escena estas dos dimensiones del tiempo si queremos entender la lógica en acción en los denominados "grandes relatos" y las formas de su supervivencia en nuestro presente. De hecho, los grandes relatos modernos están basados en una doble distribución de los tiem­ pos. Por un lado, aplicaron la racionalidad causal de la ficción a la sucesión histórica que Aristóteles había opuesto a ella. En ese sentido, podemos decir que descartaron la'jerarquía de las tem­ poralidades. Convirtieron el mundo donde las cosas suceden una después de otra en un mundo estructurado por las leyes de la conexión causal. Aún más, el marxismo localizó la matriz de la relación causal de los acontecimientos humanos en el oscuro do­ minio de la producción cotidiana de la vida material y opuso esa racionalidad causal desde abajo a los acontecimientos superfi­ ciales pertenecientes a la vida gloriosa de los "hombres activos". De igual modo, el marxismo creó una nueva forma de conexión entre necesidad y posibilidad, entre el conocimiento de la nece­ sidad y la posibilidad de justicia. Con escasas excepciones, la vin­

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culación trágica equiparaba el desplazamiento de la ignorancia al conocimiento con un desplazamiento de la buena fortuna a la mala fortuna. El conocimiento que los héroes trágicos alcanza­ ban al final era el conocimiento del error que era la causa de su mala fortuna. Por el contrario, el nuevo relato de la racionalidad histórica propuso un pasaje de la mala fortuna -o la injusticiade la dominación y la explotación a la buena fortuna -o la justi­ cia- basada en el exacto conocimiento de sus leyes. El propio desarrollo de la necesidad producía la posibilidad de una ruptura con su regla. Por lo tanto, la Historia se convirtió en la ficción ejemplar de una conjunción entre el despliegue del tiempo, la producción de conocimiento y la posibilidad de justicia. La evolución histó­ rica en sí misma producía una ciencia de la evolución que per­ mitía a los agentes históricos jugar un rol activo en la transformación de la necesidad en posibilidad. Sin embargo, en la narrativa marxista, la diferencia de temporalidades que había sido descartada por la afirmación de la racionalidad del proceso histórico pronto reapareció en su propio centro. El proceso his­ tórico que pavimentaba los caminos del futuro también producía nuevas formas de distancia y diferimiento. No solo arrojaba a al­ gunas clases al pasado y las hacía actuar como un freno al futuro. También producía y reproducía en la práctica cotidiana del tiempo del trabajo, y en los modos de ver, pensar y hacer que esta engendraba, el velo de la ideología que mantenía a la gente a distancia del conocimiento del movimiento real de las fuerzas históricas. La necesidad, entonces, producía lo posible y repro­ ducía su imposibilidad. Y la ciencia de la historia tenía que inte­ grar este dilema, para ser a la vez la ciencia de las condiciones de posibilidad del futuro y la ciencia de las condiciones de su im­

posibilidad. La jerarquía de las temporalidades que previamente había sido una distancia entre dos mundos separados se volvía ahora una distancia entre dos formas de habitar el mismo mundo. El mismo proceso histórico se vivía de dos maneras di­ ferentes: había personas -una minoría de personas- que vivían en el tiempo de la ciencia, que es el tiempo de la conexión cau­ sal; y había personas -la mayoría- que vivían en el tiempo de la ignorancia, el tiempo de la sucesión y la repetición de los hom­ bres pasivos, que los hacía oscilar entre la adhesión al presente, la nostalgia por el pasado y la anticipación ilusoria de un futuro todavía imposible. No fue entonces una mera fe en un futuro producido por la evolución temporal lo que animó las grandes narrativas de la necesidad histórica. Fue la escisión interna de esa necesidad en un principio de posibilidad y un principio de imposibilidad. El co­ nocimiento de la necesidad fue tanto la ciencia de la posible des­ trucción de la dominación como el conocimiento de su necesaria reproducción y el diferimiento sin fin de su destrucción. Esta es­ cisión descansaba en la división entre el tiempo del proceso cau­ sal y el tiempo de la mera sucesión. Si esto es así, está claro que ni la trama de la necesidad histórica ni sirescisión interna se han desvanecido en el denominado reino del presente. Lo que hoy vemos en acción es una reorganización del juego entre necesi­ dad, posibilidad e imposibilidad. Mientras el fin de la gran narra­ tiva marxista se anunció en todas partes con bombos y platillos, la dominación capitalista y estatal simplemente se adueñó del principio de la necesidad histórica. Más que nunca, la obediencia a la necesidad y su conocimiento se afirmó como el único camino de lo posible, el camino de la buena fortuna. Pero ese camino ya no podía ser el camino de una ruptura. Por el contrario, la buena

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fortuna que la necesidad podía prometer era la "única" posible, una única posibilidad estrictamente predicada en relación con la optimización del funcionamiento del orden existente. La teleo­ logía histórica fue reemplazada por una simple alternativa: o esa única posibilidad producida por la buena administración del orden existente o el gran colapso. Sin embargo la mera reproducción no era en sí misma mera reproducción, no era el reino del "simple" presente. Por el contrario, implicaba una nueva cartografía de lo posible y una nueva trama narrativa del tiempo común y sus requerimientos. La necesidad histórica fue rebautizada "globalización". Y pareció que la globalización estaba en sí misma orientada a un te/os. El te/os era "ya no más Revolución". En su lugar, se alzaba el triunfo del libre mercado global. Pero este triunfo también tenía sus con­ diciones. También exigía sacrificios. No era simplemente una cuestión de ajuste empírico al flujo y reflujo del mercado. No era una cuestión de ajuste entre dos tiempos, el tiempo racional del proceso global de la producción y la distribución capitalista de la riqueza y el tiempo "empírico" de los individuos que viven en la temporalidad de las cosas que pasan "una después de otra"; por ejemplo, el tiempo del trabajo y el momento de la paga, o el tiempo del retiro y la pensión. La trama de la globalización incluía una sub-trama a la que, en forma significativa, se le dio un nom­ bre en la Unión Europea con ecos del viejo término "Revolución". Se la llamó "Reforma"; no un número de medidas empíricas opuestas a la abstracción del símbolo revolucionario sino otro símbolo de necesidad histórica y una nueva narración de la gue­ rra de los tiempos. En el S. XIX, Marx y Engels habían estigmati­ zado a los artesanos y pequeño-burgueses apegados a ideales y formas sociales obsoletas que impedían el desarrollo del capita-

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lismo y del futuro socialista que este preparaba. A fines del S. XX, se revisó el escenario. La condición de la buena fortuna por venir era la destrucción de las formas anticuadas heredadas del pa­ sado, como los códigos laborales y la legislación regulatoria de las condiciones de empleo, planes de salud y sistemas de pen­ sión, servicios públicos y afines. Los que bloqueaban el camino al futuro eran ahora los tra­ bajadores apegados todavía a esas reliquias arcaicas. Para ser castigado, este pecado contra el orden del tiempo tenía que re­ bautizarse. Así fue como los logros sociales alcanzados en el pa­ sado por las luchas de los trabajadores fueron rebautizados "privilegios" y la guerra se condujo contra esas personas privile­ giadas y egoístas que protegían sus intereses de corto plazo con­ tra los intereses de largo plazo de la comunidad toda. Sobre esta base, muchos intelectuales de izquierda rescataron en mi país los argumentos de la ciencia marxista para defender a los gobier­ nos de derecha en su lucha contra los "privilegios" del pasado. El sentido de la necesidad histórica todavía estaba ahí, y el hecho de que ya no condujera al triunfo de la Revolución sino al triunfo del libre mercado era una consideración secundaria. Por otro lado, la "gran narrativa" fue tomada y reciclada por los administradores del orden que se suponía que iba a des­ trozar. Es cierto que queda todavía otra versión de esa narrativa, una versión que se reafirma a sí misma como una crítica del orden capitalista del tiempo. Pero esta versión crítica también debe ser revisada. No acusa tanto a la injusticia del sistema como a la ignorancia de sus víctimas, los habitantes del tiempo de las cosas que simplemente pasan una después de otra. El discurso oficial los denuncia como gente ignorante incapaz de adecuarse al tiempo del libre mercado globalizado. El discurso crítico hace

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un diagnóstico opuesto y simétrico: les reprocha adaptarse de­ masiado bien al tiempo del libre mercado y cumplir con sus re­ querimientos, ya sea bajo la forma pasiva de una internalización de su "libertad", de los valores de la personalidad flexible, el nar­ cisismo consumista y otros valores asociados, o en el reclamo activo de valores anti-autoritarios y libertarios destinados a des­ truir los obstáculos tradicionales al reino de esa "libertad". En el primer caso, la crítica del fetichismo, el consumo o el espectáculo preocupada en el pasado con la demostración del funcionamiento de la máquina capitalista apunta ahora con­ tra los denominados "individuos democráticos", haciéndolos responsables de la reproducción del sistema. En el segundo caso, se acusa a las formas colectivas de revuelta anti-autoritaria de construir modos de subjetivación exigidos por las nuevas for­ mas del desarrollo capitalista. Ese fue el argumento de un influ­ yente libro sociológico, El nuevo espíritu del capitalismo [Luc Boltanski - Eve Chiapello, 1999], De acuerdo a sus autores, los jóvenes estudiantes rebeldes de 1968 habían sustituido la tra­ dición de la crítica social por una nueva forma de "crítica" artís­ tica basada en valores individualistas como la autonomía y la creatividad. Así, le habían dado al capitalismo, luego de la crisis de 1973, los medios para regenerarse a sí mismo, al integrar esos valores de autonomía y creatividad en las nuevas formas de administración flexible. El pensamiento "crítico" termina entonces sosteniendo el discurso oficial, al mostrar de manera incesante cómo el sistema se reproduce constantemente a sí mismo y absorbe, en su propio dinamismo, cualquier forma de subversión. Esta lógica circular se presta en sí misma a dos tramas, una de las cuales privilegia la demostración de conocimiento mientras la otra favorece la

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profecía del Juicio Final. En el prim.gr caso, es la trama de la re­ petición, la eterna denuncia de la eterna reproducción de la ne­ cesidad. En el segundo caso, es la trama de la espiral catastrófica en la que una humanidad de individuos flexibles y consumidores narcisistas se precipita por voluntad propia hacia el día del Juicio Final, en el que expiará de una vez y para siempre sus pecados contra el orden del tiempo. En resumen, el tiempo del proceso causal que implica la posibilidad de la ruptura se ha escindido en dos tiempos que cancelan, ambos, esta posibilidad: un tiempo de eterna reproducción y un tiempo de declinación y catástrofe. Así es como la lógica del juicio de la historia se redistri­ buye de acuerdo a dos dramaturgias. La primera retrotrae al tri­ bunal de la historia el conocimiento de los remedios necesarios para mantener vivas nuestras sociedades; la segunda hace de esta vida misma la escena de un Juicio Final. Ambas dramaturgias se adecúan a la trama dominante de la necesidad de hoy en día, esto es, la trama de una "crisis". En tiempos de Marx, la crisis económica era el signo de la irracionalidad existente en el cora­ zón de la racionalidad capitalista, un signo que apuntaba a su muerte inminente. Hoy funciona exactamente en la dirección opuesta. La crisis se ha convertido en la base misma de la racio­ nalidad capitalista. Por un lado, "crisis" es solo otra manera de decir "globalización". Es la denominada realidad "irremediable" que dicta la destrucción de todas las formas de diferimiento que impiden el gobierno del libre mercado. Pero la crisis también se ha convertido en el signo perpetuamente visible de identificación entre ese gobierno y la ley de la necesidad científica. Por detrás del sentido económico del concepto, esta iden­ tificación reactiva su primer significado, el significado médico. No obstante esta reactivación implica una distorsión que cambia

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la relación entre la noción de crisis y el tiempo de la enfermedad. En la tradición hipocrática, la crisis era un momento bien defi­ nido. Era el momento final de la enfermedad, cuando el médico había hecho todo lo que podía y dejaba que el enfermo afrontase en soledad la batalla final en la que o bien podía morir o salir cu­ rado. En el nuevo escenario, sin embargo, se trata exactamente de lo contrario: la crisis ya no es el momento de la resolución sino el estado patológico en sí mismo. La crisis económica se transformó en una crisis social o incluso antropológica, un estado permanente de enfermedad de la sociedad o la humanidad. Y esta enfermedad crónica le confiere todo el poder al personaje al que acostumbraba ceder el paso en el antiguo escenario, es decir, al médico. Si la crisis designa el estado general del mundo, está claro que lo que requiere es el cuidado atento e ininterrum­ pido de los doctores. A decir verdad, esos "doctores" son las au­ toridades estatales y los poderes financieros que administran el estado de las cosas denominado "crisis", lo que implica decir que la enfermedad llamada "crisis" no es sino la buena salud de un sistema de explotación. Pero el hecho de llamar "crisis" a este proceso normal nos permite protegernos de la distancia entre los enfermos que viven en el tiempo patológico de la sucesión, en el que "crisis" significa pérdida del empleo, reducción del sa­ lario o pérdida de los beneficios del Estado de Bienestar, y los que viven en el tiempo de la ciencia, en el que "crisis" significa la necesidad general conocida por la ciencia y la enfermedad de la gente ignorante que debe ser tratada. Esto confirma tanto la ciencia de los científicos como la ignorancia de los ignorantes pero también la culpa de estos últimos, cuya enfermedad con­ siste en su incapacidad de adaptar su tiempo al tiempo global. La gran narrativa de la justicia del tiempo regresa a la simple opo-

sición entre el tiempo de aquellos que saben y aquellos que no saben. Al mismo tiempo, por supuesto, esta identidad de salud y enfermedad, de norma médica y falta moral, permite ser inter­ pretada de acuerdo al esquema catastrófico que hace de la crisis una crisis general o un juicio final de los pecados humanos. No hemos salido del tiempo de los grandes relatos. Los relatos que construyen adhesión a la dominación o los relatos que claman confrontarla continúan atrapados en la lógica ficcional que nos remite a Aristóteles: la lógica de una conexión nece­ saria entre los acontecimientos, basada en una distribución jerárquica de temporalidades. En la sombra del denominado "presentismo" reinante, todas las autoridades estatales, finan­ cieras, mediáticas y científicas trabajan sin cesar para producir esas distancias que tornan a los mismos individuos a la vez de­ pendientes de la justicia del tiempo global y constantemente en falta ante ese tiempo. Trabajan para reproducir tanto la ficción de la necesidad global como la diferencia entre quienes viven en el tiempo del conocimiento que hace justicia y quienes viven en el tiempo culpable de la ignorancia. El discurso oficial y el dis­ curso crítico, la ficción del progreso y la buena fortuna, y la fic­ ción de la decadencia y la mala fortuna dan vueltas en el mismo círculo. Si queremos salir del círculo y volver a pensar la justicia del tiempo, quizá debamos cambiar nuestro foco y desplazarnos de la dimensión horizontal del progreso y/o la decadencia hacia la distribución vertical de los tiempos. Para ello, me gustaría vol­ ver sobre algunos aspectos de la justicia del tiempo con los que me encontré mientras trabajaba en las formas de emancipación del trabajador y la teoría de la emancipación intelectual. Lo primero que aprendí puede decirse muy sencilla­ mente: la injusticia más radical sufrida por aquellos que están

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sometidos a la injusticia de la explotación es la injusticia de no tener tiempo, la injusticia de la distribución de las temporalida­ des. Porque esta distribución no solo los atrapa en la coacción material del trabajo. También les da un cuerpo y un alma, una manera de ocupar el tiempo y el espacio, de ver, de hablar y de pensar adaptada a esa coacción. Esto es lo primero que aprendí y lo aprendí al leer un texto que comenté varias veces en distin­ tos contextos, porque fue determinante en mi manera de en­ tender lo que significa la emancipación y cómo se vincula con el tiempo y el espacio. Me refiero a la narración del trabajo diario escrita alrededor de 1840 por el carpintero Gauny. Tal como lo narra Gauny, el trabajo diario no es solo un fragmento del pro­ ceso global de la explotación capitalista que se divide a sí mismo en un tiempo de reproducción de la fuerza de trabajo y un tiempo de producción del valor de plusvalía. Es también la ocu­ pación a la que el trabajador está obligado. Una ocupación no es simplemente la práctica de una actividad; es también una ma­ nera de ser en el tiempo y en el espacio. En este sentido, el tra­ bajo diario es la necesidad cotidiana que reproduce sin cesar la división de temporalidades que es una división de las formas de vida. Pero es también el flujo concreto de horas y minutos, uno tras otro, en el que una distancia posible puede entrar en juego en relación con esa reproducción habitual; un trabajo posible del cuerpo y la mente que recupera, a pesar de la coacción del espacio, la desviación de una mirada que lleva el pensamiento hacia otra parte, o, a pesar de la coacción del tiempo, la división de un pensamiento que hace que el cuerpo trabaje más rápido o más despacio y, en cualquier caso, de una manera diferente. En La noche de los proletarios, analicé la dramaturgia de las horas construida de esta manera por Gauny. Mostré cómo la re-

lación de los movimientos del pensamiento con los movimientos del cuerpo construía una lógica compleja de distancias entre una temporalidad de renovada servidumbre y una temporalidad de libertad adquirida; dos formas de temporalidad que ocupan el mismo espacio de tiempo. Pero el primer paso de la recupera­ ción era la decisión de introducir en una narrativa ese tiempo que, por definición, había sido el tiempo excluido del orden de la narración, el tiempo donde nada pasa excepto la reproducción del tiempo, esto es, la distribución de los tiempos. El carpintero no contaba su día de trabajo; construía una ficción. Convertía el tiempo en el que, por definición, nada pasa en un tiempo en el que, en cualquier momento, puede suceder una multiplicidad de micro-acontecimientos. En consecuencia, el trabajo cotidiano ya no era el microcosmos en el que la ciencia reconoce la ley de un sistema de producción. Ese trabajo se convertía en un tiempo de redistribución de tiempos. Esa redistribución era en sí misma la expresión de una redistribución previa; a fin de escribir, el car­ pintero había tenido que tomarse el tiempo que no "tenía", con­ virtiendo el tiempo del descanso destinado a reponer las fuerzas del trabajador en el tiempo del esparcimiento que pertenece a aquellos que no están sometidos a la coacción del trabajo. Este es el punto: antes que una línea tendida entre los acontecimientos pasados y futuros, él tiempo es un medio, una forma de vida. Esto es lo que podía aprenderse de la narrativa del trabajo cotidiano. Desde este punto en adelante, es posible pensar en una justicia del tiempo que no esté encomendada al proceso global de la marcha del tiempo sino que trabaje, por el contrario, como una re-división interna del tiempo, como la pro­ ducción de distancias que no son manifestaciones de ignorancia y diferimiento sino rupturas positivas de la lógica normal de la

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división de temporalidades. Desde este punto en adelante, es posible pensar en otra forma de conexión temporal, anclada en lo que era el tiempo malo, empírico, de la crónica, el momento que viene meramente después de otro momento. Cada uno de esos momentos es a la vez el punto por el que pasa la reproduc­ ción de la distribución de tiempos y el punto de una posible dis­ tancia y una posible redistribución. El momento, entonces, no es el tiempo de lo efímero opuesto a la larga duración y su conexión causal; es el poder de engendrar otro tiempo al redistribuir los pesos en la balanza de los destinos. Es el mismo poder del mo­ mento que engendra otra línea de temporalidad que encontré en el corazón de la teoría de la emancipación intelectual en el trabajo de Joseph Jacotot que analicé en El maestro ignorante. Por un lado, está el tiempo normal del progreso pedagógico, el tiempo determinado como una progresión cuyos pasos deben darse en el orden correcto, desde la simplicidad original corres­ pondiente a un estado de ignorancia a la complejidad del cono­ cimiento. Se supone que este camino de la ignorancia al conocimiento es a la vez un camino de la desigualdad a la igual­ dad. Pero, de hecho, es la temporalidad de la infinita reproduc­ ción de la desigualdad. Por el otro lado, está el tiempo de la emancipación, un tiempo que puede arrancar en cualquier punto y comenzar en un momento cualquiera y expandirse al crear co­ nexiones inesperadas desde ese punto y ese momento aleato­ rios. Esto es lo que implican las máximas aparentemente simplistas que Jacotot sostiene contra el orden explicativo de las cosas: Todo está en todo y Aprende algo y relaciónalo con todo el resto conforme este principio: todos los hombres tienen una inteligencia idéntica. Un nuevo tiempo puede nacer de ese "algo" que puede encontrarse en "todo". Esta forma temporal

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de conexión excede largamente el cpntexto de un método edu­ cativo. El poder del momento que inicia otro tiempo también ca­ racteriza los días revolucionarios en los que aquellos que estaban entre los hombres "pasivos" olvidaron que "el trabajo no puede esperar" y abandonaron sus talleres para afirmar en las calles su participación en un tiempo común. En un texto célebre, Walter Benjamín vio ese tiempo como una explosión poderosa del continuum temporal, simbolizada por el hombre del que se dice que, durante la revolución parisina de julio de 1830, disparó contra los relojes callejeros para detener el tiempo, como Josué dete­ niendo el sol. Lo que producen este tipo de días es más bien la apertura de otro tiempo en el que se borra la evidencia que es­ tructura el orden temporal del tiempo, en el que se reconfigura la distribución de lo posible y, con ello, el poder de aquellos que habitan el tiempo. Es un nuevo tiempo común, hecho de ruptu­ ras del orden temporal dominante. Este poder del momento que engendra otro orden de acontecimientos y otra forma de conexión entre acontecimientos ha tenido un destino contradictorio en los tiempos modernos. Por una parte, la tradición revolucionaria marxista lo envió al lado del "mal tiempo", el tiempo del momento efímero y de los futuros imaginarios en contraste con la temporalidad de la acción predicada sobre la base del conocimiento del proceso histórico. Por la otra, la ruptura en la escala del tiempo fue el principio de otra revolución, la moderna revolución del arte de ficción lla­ mado literatura. Esta revolución cuestionó muy precisamente la oposición aristotélica entre el tiempo de la sucesión y el tiempo de la conexión causal. Pienso en el texto de Virginia Woolf titu­ lado Ficción moderna (Modern Fiction, 1925) que denuncia la ti­ ranía de la trama y opone a las falsas secuencias de causa y

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efecto la verdad de esos átomos de tiempo que caen incesante­ mente en nuestras mentes y que el escritor debe transcribir. Esta ruptura del orden temporal en la ficción fue vista a menudo como la posición elitista y sesgada de la literatura que se toma su tiempo para detallar los sentimientos varios de frívolas almas burguesas. Pero esto sería olvidar que esa ruptura de la escala temporal fue ante todo un rechazo de la oposición entre dos ca­ tegorías humanas. El tiempo de los átomos que caen uno tras otro es el tiempo común de los humanos supuestamente activos y de los humanos supuestamente pasivos. Es el tiempo que la heroína de Virginia Woolf, la Sra. Dalloway, comparte con todas esas vidas anónimas que atraviesan su camino. Es el tiempo de todas esas vidas que luchan por romper el orden que las man­ tiene encerradas en el sentido equivocado de la barrera del tiempo. Detrás del día de la Sra. Dalloway, preocupada con los preparativos de una fiesta, podemos sentir la presencia de otro día descripto por Flaubert: el día de la hija del campesino, Emma Bovary, que contempla a través de su ventana el flujo siempre idéntico del tiempo de las horas e intenta inventar una historia que pueda quebrar la quebrar la repetición de ese orden; y de­ trás de este día está el día del carpintero, Gauny, que transforma sus horas de servidumbre en horas de libertad. La ficción literaria moderna puso en su corazón este tiempo donde la lucha entre la buena fortuna y la mala fortuna puede ocurrir en cualquier hora del día; un tiempo hecho de una multiplicidad de microacontecimientos cuya democrática coexistencia e interpenetra­ ción se contrapone al tiempo de la subordinación que caracteriza a la ficción tradicional. Pero esto también significa que la ficción literaria moderna creó, fuera del tiempo recuperado por hom­ bres y mujeres condenados a la cotidianeidad, un tiempo propio,

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la nueva textura de la narrativa, mientras abandonaba a sus per­ sonajes al infortunio de aquellos que desean vanamente tener el tiempo que no tienen. Pienso que hoy sería útil volver a pensar en este juego de a tres entre las narrativas de los procesos globales, la tempora­ lidad de los momentos de emancipación y el tiempo de la ficción literaria, a fin de salir de la gran narrativa de la necesidad pre­ sente en esas dos versiones de la administración de lo único po­ sible o la catástrofe final. En particular, me parece útil que hoy volvamos a pensar en las posibles conexiones entre el tiempo vi­ vido por los individuos y los momentos de afirmación colectiva. Por un lado, parece necesario debatir ciertos análisis que se han puesto de moda acerca de la conformidad de la individualidad "flexible" o "subjetividad neoliberal" con la ley de un proceso global que ejerce su dominio sobre el tiempo de vida íntegro de cada uno. Es imposible para mí suscribir el análisis de Hardt y Negri, que, desde esta supuesta identidad entre tiempo de tra­ bajo y tiempo de vida, aspiran a extraer la conclusión inversa: la de un futuro tiempo comunista que ya está presente en las for­ mas actuales de la producción capitalista. Las experiencias con­ temporáneas de trabajo imponen más bien las experiencias de un tiempo lleno de agujeros, un tiempo discontinuo y pleno de recesos; pasajes incesantes del empleó al desempleo, él desarro­ llo de puestos de trabajo a tiempo parcial y todas las formas de intermitencia; la multiplicación de aquellos que pertenecen a la vez al tiempo del trabajo asalariado y al tiempo de la educación, al tiempo artístico y al tiempo de los pequeños trabajos diarios, aquellos que fueron entrenados para un trabajo específico y están empleados en un trabajo completamente diferente, aque­ llos que trabajan en un mundo y viven en otro. Quizá este tiempo

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fragmentado vuelve a poner en la agenda actual la problemática de la emancipación, la de un conflicto cuya sede es la ocupación de momentos y cuyo objetivo es la división jerárquica de tem­ poralidades, la división entre actividad y pasividad dentro del tiempo de trabajo y la división entre pausa y esparcimiento den­ tro del tiempo de la inactividad. Quizá esta guerra por la apro­ piación del tiempo precario sea el principio de una nueva conexión entre las rupturas individuales y colectivas. Esto es exactamente lo que se ocurrió varios años atrás en Francia con la huelga de los llamados “intermitentes del espectáculo". Al principio, esta huelga se relacionaba con amenazas concernien­ tes a la compensación por desempleo de esos artistas cuyo tiempo se divide entre las horas visibles de trabajo y el tiempo necesario para su preparación. Pero el curso de la huelga reveló dos tendencias opuestas: algunos de los actores del movimiento deseaban mantener la especificidad de sus demandas categóri­ cas mientras que otro grupo deseaba, por el contrario, generali­ zar esas demandas. Querían mostrar que su tiempo intermitente de "artistas" era la forma general a la que tendía su precario tiempo de trabajo, pero también echar luz sobre una nueva forma de lucha contra esta condición de precariedad: la forma­ ción de un tiempo común construido en el interior de una nueva guerra sobre la asignación de los tiempos. Desde este punto de vista, puede resultar interesante analizar ciertas formas recientes de lucha colectiva. Desde la Pri­ mavera Árabe al movimiento español "Indignados", a los movi­ mientos Occupy, de Madrid a Nueva York o de Atenas a Estambul. Su importancia ha sido a menudo cuestionada en nombre de una simple división de los tiempos, oponiendo a las reacciones espontáneas y su efímera existencia el tiempo de las

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estrategias de larga duración que conectan momentos en base a una conexión de medios y fines. Pero esta simple oposición omite considerar el juego mucho más complejo de la división y el acto de compartir los tiempos. Es precisamente este juego lo que resume la palabra "ocupación". Esta palabra, en efecto, vuelve a la cuestión de la justicia encarnada en la distribución de los espacios y los tiempos. La justicia de la república platónica consistía en una distribución de ocupaciones, que imponía a cada uno la permanencia en el tiempo y espacio adecuados a su actividad específica. Es contra esta distribución del tiempo que los trabajadores fabriles del S. XX ocuparon sus' fábricas para transformar el lugar de la explotación en el espacio de un poder colectivo de los trabajadores. Hoy, en cierto modo, el parque o la calle toman el lugar de la fábrica para una población de tra­ bajadores dispersa a causa de los tiempos y espacios de sus tra­ bajos y obligada a crear, dentro de la circulación de los espacios urbanos, el lugar para un tiempo común. Es también el lugar donde, en la misma afirmación de una distancia, pueden reu­ nirse las diversas experiencias de tiempo fragmentado -múlti­ ples experiencias de desposesión y recuperación del tiempo características del tiempo presente del trabajo precario, un pre­ sente común al pequeño vendedor en una calle tunecina cuyo suicidio provocó la Revolución de los Jazmines y a los estudian­ tes graduados y sin trabajo en los parques ocupados de Nueva York y Madrid. Tal vez ocupar como un pueblo anónimo el sitio indeterminado de la circulación mientras los trabajadores de ayer ocupaban el sitio de trabajo que los había reunido implique volver a colocar en el centro del conflicto la noción de la distri­ bución de los espacios. No resulta indiferente que el debate en torno a uno de los lugares más significativos de las ocupaciones,

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la Plaza Taksim en Estambul, comenzara en parte como un con­ flicto relativo al uso futuro del lugar, una cuestión concerniente a la transformación de un sitio de esparcimiento abierto a todos como sitio de uso indeterminado en un complejo de poder y un espacio comercial. Pero también es significativo que la ocupa­ ción de lugares fuera asimismo el tiempo de un encuentro entre múltiples experiencias temporales que también se tradujeron en múltiples formas de acción sobre el tiempo. Es como si las nuevas formas de acción colectiva, en lugar de las tradicionales temporalidades estratégicas, estuvieran ¡mplementando esas formas de coexistencia de temporalidades que la revolución li­ teraria opuso a la tiranía gastada de la trama. La temporalidad de la ocupación es la conjunción de varias formas de recupera­ ción del tiempo. Hay interrupciones del curso normal de las horas del día y acciones que el standing man simbolizaba en su performance en la Plaza Taksim, manteniéndose de pie, silen­ cioso, durante ocho horas, frente al Centro Cultural Atatürk, un tiempo de interrupción que es también una de esas nuevas for­ mas de encuentro entre el tiempo de una performance artística y el de una acción política. Hay formas organizacionales para el tiempo colectivo de la discusión y decisión autónomas en rela­ ción con las formas institucionales de la vida pública. Hay formas de organización del colectivo cotidiano. Y hay un esfuerzo por instalar en un proceso de larga duración esos momentos de re­ construcción de un tiempo común bajo la forma de instituciones que afirmen la capacidad de cada uno en cada lugar, dentro del sistema dominante, en el que la administración del tiempo fun­ ciona como una producción de distancias, esto es, una produc­ ción de incapacidades, desde el sistema de producción de bienes a la transmisión del conocimiento o la circulación de informa­

ción. Sabemos cómo los movimientos recientes volvieron a poner nuestra atención en esas formas alternativas de organi­ zación del tiempo de la vida que jugaron un enorme rol en los movimientos pasados de los trabajadores bajo la forma de un futuro anticipado en el presente. Por supuesto, estos movimientos también volvieron a poner en debate la contradicción de estas formas de anticipa­ ción. Pero mi problema no es en esta ocasión indicar los modelos correctos o incorrectos de futuro. Es simplemente invitarnos a reexaminar los modelos dominantes que hoy nos sirven para pensar las relaciones entre el flujo histórico del tiempo global, las formas de dominación y el tiempo de nuestras vidas. Propuse operar un doble desplazamiento en relación con estos modelos dominantes. Contra los análisis que declaran ayudarnos a salir del tiempo de los grandes relatos y que están dedicados a un único presente, intenté demostrar cómo la narrativa de la conti­ nuidad histórica continúa estructurando el tiempo dominante al precio de una transformación de las promesas de liberación en afirmaciones desilusionadas de sujeción o profecías de una ca­ tástrofe final. Recordé cómo esta narrativa de'la necesidad está enraizada en una división jerárquica del tiempo que se reproduce sin cesar. Intenté mostrar cómo otro pensamiento del tiempo y de sus posibilidades puede extraerse de las formas de la lucha de clase, así como de las formas de la narrativa que han contro­ vertido esta división jerárquica del tiempo y continúan hacién­ dolo hasta hoy.

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LA M O D E R N I D A D REVISITADA

Debo clarificar el tema que trataré en este capítulo. En varios textos debatí la denominada interpretación "modernista" de la modernidad artística como autonomía del arte, su sepa­ ración de las formas de la cultura de la mercancía y el compro­ miso de cada arte con su propio medio' Mi primer punto fue que una revolución artística no puede ser simplemente una re­ volución en las prácticas del arte. Porque el Arte no existe en sí mismo. Aunque los historiadores de arte suelen comenzar con las pinturas rupestres prehistóricas, el Arte solo existe dentro de un régimen específico de identificación que permite que ob­ jetos y performances hechos con muy diversas técnicas y desti­ nos sean percibidos como pertenecientes a un único modo de experiencia. No es una mera cuestión de "recepción" de las obras de arte. Se trata de la estructura exacta de la experiencia

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en la que son producidas. Esta estructura está constituida por instituciones concretas (lugares para performances o exhibicio­ nes, modos de circulación y reproducción) pero también por modos de percepción y afección, conceptos, narrativas y juicios que las identifican y les dan un sentido. Es este régimen integral de experiencia lo que hace posible que palabras, relatos, for­ mas, colores, movimientos y ritmos sean percibidos y pensados como arte. Si esto es así, significa que el Arte no es el nombre de una práctica inmemorial de la especie humana en general. El Arte es una configuración histórica que existe en el mundo occidental desde fines del S. XVIII. Sin duda, hubo muchas artes -muchas maneras de hacer- que existieron antes. Pero fueron encerradas en una división -esto es, una jerarquía- de ocupaciones huma­ nas que impedía al Arte constituir una esfera específica de ex­ periencia. Las bellas artes fueron los retoños de las denominadas artes liberales, que se distinguían de las artes mecánicas porque eran el pasatiempo de los hombres libres. Los principios que es­ tructuraban el régimen representativo del arte descansaban en esta división de las actividades humanas. La representación no significaba la imitación de la realidad mediante las técnicas del arte. Significaba una legislación de imitación que sometía las prácticas del arte a un conjunto de reglas que determinaban qué objetos o personajes podían o no podían ser tema del arte y qué forma artística era la adecuada para cada tema, de acuerdo a su valor (alto o bajo). En definitiva, esa legislación implicaba la ins­ cripción de las prácticas artísticas en un sistema de concordancia total entre las producciones artísticas y las disposiciones "natu­ rales" de aquellos a quienes estaban dirigidas. Esas disposiciones "naturales" eran realmente las reglas de un orden social jerár-

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quico. Por lo tanto, la anti-represeritación significa mucho más que la destrucción de la figuración en las artes visuales. Significa la destrucción de este conjunto de correspondencias o, en mis propios términos, de esta "distribución de lo sensible". Lo que denomino "revolución estética" es esta redistribución de las re­ laciones entre las prácticas artísticas y sus modos de visibilidad e inteligibilidad. De lo expuesto derivan dos consecuencias, relativas a las nociones a través de las que hemos tratado de "historizar" y "po­ litizar" la revolución estética, particularmente las nociones de "modernidad", "modernismo" y "vanguardia". En primer lugar, estas nociones son incapaces de conceptualizar el conjunto de transformaciones que afectaron la lógica del régimen represen­ tativo. En cambio, dichas nociones ofrecen interpretaciones par­ ticulares de esas transformaciones, interpretaciones particulares que hacen de ellas la implementación de una voluntad artística consciente de cumplir con los requerimientos de los "tiempos modernos". Ahora bien, este "cumplimiento" ha sido represen­ tado a menudo de una manera muy simplista como la adapta­ ción a la evolución de la historia concebida como una línea de dirección única. O ha sido descripto como una voluntad de adhe­ sión a la aceleración de la "vida moderna": el hechizo de la elec­ tricidad, los ritmos de las máquinas, la velocidad de los automóviles, la dureza del acero y el cemento, entre otras cir­ cunstancias. Sin embargo, las nociones de "modernidad", "mo­ dernismo" y "vanguardia" implican un entrelazamiento complejo de temporalidades, un conjunto complejo de relacio­ nes entre el presente, el pasado y el futuro; entre la anticipación y la demora; la fragmentación y la continuidad; la inmovilidad y el movimiento. Asumo que así es porque el tema de la moder­

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nidad no es simplemente una cuestión de ruptura entre el pa­ sado y el presente en una línea horizontal. La modernidad se vincula con la dimensión vertical del tiempo, lo que implica su rol en la distribución de lo sensible. Ya he planteado mi postura: antes que una línea tendida del pasado al futuro, el tiempo es una forma de distribución de los seres humanos, un modo de división entre dos formas de vida. La forma de vida de quienes tienen tiempo y la forma de vida de quienes no lo tienen. Inten­ taré volver a pensar qué puede significar el "modernismo" en relación con esa distribución. Lo haré concentrándome en un trabajo singular que es una implementadón emblemática de la voluntad modernista y, en consecuencia, una ilustración emble­ mática de los temas en discusión en la narrativa "modernista" del tiempo. No obstante, antes debo establecer los términos del problema de la "temporalidad moderna" en base a dos textos, cada uno de los cuales epitomiza una ilustración paradigmática de la paradoja modernista. Comenzaré con el texto que formuló el paradigma domi­ nante del modernismo artístico, antes de convertirse en el blanco principal del denominado "posmodernismo". Me refiero a "Vanguardia y Kitsch", el texto de Clement Greenberg publi­ cado en 1939. Pienso que, ya sea que estuvieran de acuerdo con el texto de Greenberg o lo rechazaran, los comentaristas no pres­ taron suficiente atención .a este aspecto. La paradoja es que el análisis de Greenberg predica la adhesión a los valores "moder­ nistas" en el arte basándose en la imposibilidad de escapar de una necesidad histórica descripta como un proceso de declina­ ción. Les recuerdo cómo planteó Greenberg la cuestión: cuando el desarrollo de una forma social llega a un punto en el que re­ sulta incapaz de justificar sus formas particulares, esa forma so­

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cial rompe, afirma Greenberg, "lasjiociones establecidas de las que los artistas y escritores dependen en gran parte para comu­ nicarse con sus audiencias... Las verdades que involucran la reli­ gión, la autoridad, la tradición, el estilo, son puestas en cuestión de modo que los artistas ya no son capaces de estimar la res­ puesta de sus audiencias a los símbolos con los que trabajan". Esto es lo que les sucedió a los artistas modernos. En un cierto punto del desarrollo del capitalismo, estos artistas se encontra­ ron en la misma situación de los artistas de la Antigüedad, que cayeron en las sutilezas del alejandrinismo y las linduras de la gracia helenística cuando su arte dejó de estar arraigado en la vida colectiva de las ciudades democráticas griegas. Este análisis recoge el famoso concepto hegeliano del fin del arte: cuando el arte ya no puede ser el florecimiento de una forma de vida, se convierte en la pura manifestación del virtuo­ sismo técnico, una mera auto-demostración. Se convierte en la imitación del arte, lo que significa el fin del arte. Ahora bien, es precisamente este hegeliano "fin del arte" lo que Greenberg transforma en el futuro del arte. La vanguardia, dice Greenberg, está cada vez más y más separada de la vida de la gente; por eso , está cada vez más y más dedicada, estrictamente, a imitar el hecho de imitar. Entonces surge la pregunta: ¿por qué un crítico marxista llama "vanguardia" a una práctica que es un mero pro­ ducto de la evolución inexorable de una civilización en decaden­ cia? Una vanguardia modernista semejante evoca mucho más el ánimo desencantado del denominado "posmodernismo". La res­ puesta de Greenberg acentúa aun más la paradoja: la diferencia entre el alejandrinismo y la vanguardia, dice, es que la segunda se mueve hacia adelante mientras que el primero está inmóvil. Esto es más bien un débil privilegio, dado que la única razón por

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la que la vanguardia se mueve es que no puede hacer otra cosa. En cierto modo, la vanguardia está obligada a ser aun más deca­ dente que el alejandrinismo. Pero está obligada a hacerlo, dice Greenberg, porque hay otra forma de arte que él denomina "reta-guardia", aunque esta llamada "reta-guardia" está perfec­ tamente en sintonía con el desarrollo de la sociedad capitalista, es decir, la cultura kitsch que ofrece productos de factura indus­ trial para el consumo de los hijos e hijas de los campesinos que ahora disfrutan en las metrópolis industrializadas de un tiempo de ocio para el que ninguna tradición cultural los había prepa­ rado. El vanguardismo, en pocas palabras, es la aceleración de la decadencia capitalista que debe ganar la carrera a la expresión viviente del desarrollo capitalista encarnada en la cultura kitsch. Pienso que esta extraña concepción de la vanguardia solo puede ser entendida como un juicio retrospectivo de una van­ guardia y un modernismo previos. A través de esta rara combi­ nación de progreso y decadencia, Greenberg proclama el fin de otra confusión -o conflación- de tiempos, una confusión o con­ flación que había sostenido el auténtico modernismo histórico al que Greenberg desea poner fin. Para entender la complejidad temporal del proyecto modernista, propongo que regresemos al diagnóstico formulado, un siglo antes del diagnóstico de Green­ berg, por otro pensador americano, Ralph Waldo Emerson, que dio su propia respuesta al desafío hegeliano en un ensayo titu­ lado "El poeta". Así planteó Emerson la cuestión: "El tiempo y la naturaleza nos ofrecen muchos dones, pero no todavía el hom­ bre de este tiempo, la nueva religión, el reconciliador que espe­ ran todas las cosas [...]. En América aún no hemos tenido un genio de ojo tiránico capaz de reconocer el valor de nuestros ma­ teriales incomparables y percibir, en la barbarie y el materialismo

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de la época, otra ronda de los mismos dioses cuya pintura se ad­ mira tanto en Homero [...]. Bancos y aranceles, diarios y comités electorales, metodismo y unitarianismo, son cosas chatas y des­ lucidas para personas insignificantes pero reposan en los mismos cimientos prodigiosos de la ciudad de Troya y el templo de Delfos y pasan tan rápido como ellos. Nuestro logrolling*, nuestros es­ trados y sus debates políticos, nuestras pesquerías, nuestros ne­ gros y nuestros indios, nuestras jactancias y nuestros repudios, la cólera de los granujas y la pusilanimidad de los honestos, el comercio del Norte, las plantaciones del Sur, los desmontes del Oeste, Oregón y Texas, no han sido cantados todavía. Sin em­ bargo, América es un poema en nuestros ojos; su vasta geografía deslumbra la imaginación y no tendrá que esperar sus metros mucho tiempo" Si pongo el acento en este manifiesto, no es simplemente porque su fe en la llegada de los nuevos tiempos resuena como el inicio de una era de la "modernidad” que la justificación pa­ radójica de la vanguardia según Greenberg parece cerrar. El punto no es solo que Emerson ve el futuro de una nueva poesía en la prosa del mundo americano mientras Greenberg no ve otro futuro para el arte que la separación radical de esta prosa. El punto es la exacta construcción del tiempo que sostiene al proyecto modernista.

* [N. de T.]: El logrolling designa etimológicamente el hecho de hacer rodar troncos de madera hasta una orilla. Se convirtió luego en un deporte en el que uno de los participantes, sobre un tronco, se esfuerza por hacer caer al otro al agua. También se transformó en una metáfora para designar los intercambios de favores políticos.

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El primer elemento en esta construcción del tiempo es una división interna del presente. Por un lado, Emerson afirma que es en el presente, en la propia "barbarie" o caos del pre­ sente, donde debe encontrarse la nueva inspiración para la po­ esía. El privilegio del presente es el privilegio de una forma de temporalidad. El presente es el tiempo de la coexistencia. La po­ esía debe inspirarse en la multiplicidad de fenómenos heterogé­ neos que hacen el presente de América. La tarea del poeta es extraer un hilo común de todos estos fenómenos, expresar el po­ tencial de vida que atraviesa su diversidad. La poesía debe desarrollarse ahora en base a esta temporalidad de coexistencia, una temporalidad "democrática" opuesta al viejo modelo aris­ totélico que hacía de la poesía la construcción de una historia, lo que significa una manera de subsumir una sucesión de eventos en una trama de conexión causal. De esto se trata el privilegio del presente. Pero, al mismo tiempo, el presente está dividido. En cierto sentido, no está presente para sí mismo. El tiempo todavía no ha producido el "hombre de este tiempo", dice Emerson. Esta expresión no.significa solo que el tiempo no ha llegado al punto en el que producirá la poesía que expresa su novedad. De un modo más radical, dicha expresión significa que el tiempo mo­ derno no es contemporáneo de sí mismo. Esta cuestión de la "no-contemporaneidad" es crucial para la definición del moder­ nismo. El diagnóstico de Hegel sobre el "fin del arte" descansaba en una aserción de contemporaneidad: la modernidad había sido alcanzada. La vida colectiva de la gente estaba ahora ade­ cuadamente encarnada en las formas institucionales de la eco­ nomía, el gobierno constitucional y la administración. Y el espíritu que animaba el progreso de la Historia se había vuelto

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consciente de sí mismo en la Ciencia. Por eso el arte, que era la expresión de ese espíritu en la materialidad externa de la piedra esculpida, la superficie pintada o el metro poético, había perdido su contenido sustancial y había tendido a transformarse en vir­ tuosismo formal. O arte o modernidad, ese es el dilema hegeliano. Para refutar este diagnóstico, debemos refutar el conjunto de temporalidades que lo fundamentan. No estamos en el "tiempo del después", el tiempo alejandrino en el que el arte ha perdido su contenido, dice Emerson. Por el contrario, "todavía" no somos modernos. Pero este "todavía" está, a su vez, dividido. Esto significa que la prosa del nuevo continente aún no ha en­ contrado su expresión. Aún vemos estos nuevos fenómenos como cosas, situaciones y personajes prosaicos, confinados en la relación económica y egoísta entre un valor de uso inmediato y un abstracto valor de cambio. Se debe dar otro valor a las mis­ mas cosas, personajes y situaciones, como símbolos de una forma de vida colectiva. El problema "moderno" es construir un nuevo sentido de comunidad, un nuevo tejido sensorial en el que las actividades prosaicas adquieran la dimensión poética que les permita com­ poner un mundo común. Sin embargo, no es cuestión de esperar que el Tiempo produzca la concordancia entre la prosa de los in­ tereses materiales y el sentido espiritual del nuevo mundo. El nuevo poeta debe anticiparla, darle una expresión que todavía no ha alcanzado. Si esta tarea es posible, es porque, lejos de estar en los tiempos alejandrinos, ese nuevo poeta vive en el amanecer de tiempos homéricos, en un tiempo en el que la ra­ cionalidad de la economía política y la administración todavía no han disciplinado el caos de los intereses materiales y las activi­ dades prosaicas. Es en esta auténtica "tardanza" de la moderni­

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dad donde debemos encontrar el hilo que haga posible anticipar un nuevo tejido de comunidad. Es desde esta ruidosa falta de ar­ monía del presente que debemos encontrar la armonía del fu­ turo, el pulso salvaje de la nueva vida. Aunque el término no existía en ese momento, creo que la formulación emersoniana de la tarea del poeta nos ofrece la mejor perspectiva de lo que puede significar una "vanguardia". La vanguardia no es solo el batallón que marcha separado y adelante del resto del ejército. Tampoco es el último batallón que resiste al ejército triunfante de la cultura de la mercancía. La vanguardia está situada en la diferencia de los tiempos modernos con ellos mismos. Si insisto en este diagnóstico, es porque está muy próximo al formulado en ese mismo momento por un pensador más fá­ cilmente asociado con la idea de vanguardia que Emerson, con­ cretamente, Karl Marx. En sus textos de 1843, Marx refutaba la tesis hegeliana que definía la modernidad como el tiempo de la concordancia entre el pensamiento y su mundo; por el contrario, el presente de Alemania daba pruebas, decía Marx, de una per­ fecta falta de armonía. El filósofo alemán ya había elaborado una teoría de la liberación humana que no tenía correlación con la miseria feudal y burocrática de la Alemania contemporánea. Por esa precisa razón, Alemania podía alcanzar una revolución inau­ dita, una revolución humana que salteara el paso de una revo­ lución meramente política. Pero podía hacerlo solo con una condición: adoptar la energía de la transformación activa del mundo que los luchadores revolucionarios franceses habían sa­ bido desplegar sin ser capaces, no obstante, de darle una formu­ lación teórica al nivel de esa época y de sus acciones. Utilizar el poder de anticipación extraído de la propia tardanza del presente en construir un nuevo futuro es la narrativa del tiempo común a

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Marx y Emerson. El arte no tiene lugar en el análisis de Marx. Pero es como si el análisis de Emerson anticipara a su vez el rol anticipatorio que los artistas marxistas asignarían a sus prácticas en los tiempos de la Revolución Rusa, un rol al mismo tiempo exigido y rechazado por la combinación marxista de acción polí­ tica francesa y ciencia alemana. Quiero enfatizar este punto acerca del conflicto de mo­ dernidades con una corta secuencia de un filme, concretamente, El hombre de la cámara, de Dzlga Vertov. Este filme, estrenado en 1928, es parte de un proyecto ampliamente compartido en aquella época por los artistas soviéticos de vanguardia, a pesar de sus divergencias: el proyecto de acabar con la separación entre arte y vida, de no seguir utilizando los medios del arte para producir obras artísticas destinadas al divertimento de los cono­ cedores del arte o los estetas burgueses sino para crear nuevas formas de vida colectiva. Se trata de un filme revolucionario. Sin embargo, un filme revolucionario no es un filme sobre la revolu­ ción. No es una obra artística perteneciente a un arte llamado cine y dedicada a la representación de un acontecimiento social llamado Revolución. Es una actividad que forma parte de todas las actividades que constituyen el comunismo no como un sis­ tema político sino como un nuevo tejido de experiencia común sensible. Por eso en este filme no hay historia, no hay personajes, no hay palabras que cuenten lo que sucede en pantalla. Hay una pura conexión de esos acontecimientos que hacen el presente de cada día en una ciudad moderna, desde el despertar en la mañana hasta el ocio nocturno, pasando por las actividades del trabajo en las fábricas, las tiendas o el transporte público. Ahora bien, esta estructura temporal no debería pensarse en términos de una oposición entre ficción y documental. La his­

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toria de un día en la ciudad es también una "forma ficcional", emblemática de la ficción moderna en sí misma. Ha sido implementada en dos trabajos literarios ejemplares de esa época, es­ pecíficamente, el Ulises (1922) de Joyce y La señora Dalloway (1925) de Virginia Woolf. Así ha sido porque el "día" no es tanto un espacio de tiempo como un patrón de temporalidad. En este patrón, la sucesión de momentos es solo un medio para desple­ gar otra temporalidad, la de la multiplicidad de eventos que su­ ceden al mismo tiempp y disuelven la personalidad de los personajes ficticios en el ámbito de la vida anónima. La "historia de un día" entraña la revolución ficcional que la propia Virginia Woolf había proclamado pocos años antes en su ensayo Ficción moderna (Modern Fiction, 1925), en el que denunciaba la "tira­ nía" de la estructura narrativa y ponía patas arriba el privilegio aristotélico de la conexión causal racional de la trama sobre la sucesión empírica de hechos que se suceden uno después de otro. La verdad de la experiencia, clamaba Woolf, es la lluvia de átomos que caen uno después de otro, pero también uno entre muchos otros. El filme de Vertov no es un documental. Es un tra­ bajo de ficción que obedece ai principio de la ficción moderna: enarbola la sucesión como un sitio de coexistencia contra la co­ nexión causal de la trama. Al mismo tiempo, no obstante, el filme proclama que no es una obra de arte sino el resultado de una actividad de la mano y el ojo cuya especificidad es trenzar el hilo entre la multiplicidad de actividades que no solo ocupan el tiempo de un día sino que constituyen la realidad de la actividad comunista. Por eso, du­ rante el filme la cámara se muestra como una máquina entre otras máquinas, mientras vemos al camarógrafo y a la monta­ dora ejecutar los mismos gestos que un trabajador en una ca­

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dena de producción, un minero enjjna mina, un cajero en una tienda, dactilógrafos en una sala de dactilografía o empleados en una central telefónica. Todas esas actividades están cortadas en secuencias muy breves que se alternan a un ritmo muy veloz. Por lo tanto, es muy fácil ver en el filme, como en muchos pro­ yectos futuristas de la época, una adhesión naíf a esos nuevos ídolos "modernos" constituidos por la máquina, la velocidad, el automatismo, el taylorismo, etc. Semejante perspectiva de can­ didez modernista, sin embargo, es rápidamente cuestionada por la selección -o más bien la ausencia de selección- de las activi­ dades que componen la sinfonía comunista. Aunque la extrema fragmentación del montaje puede evocar la división taylorista de las tareas, tan alabada en la Unión Soviética en aquella época, esa división pronto parece ser el exacto opuesto de lo que hace el montaje. El montaje de Vertov no fractura una única tarea en un número de operaciones complementarias. Al contrario, reúne una multiplicidad de tareas diversas que nada tienen en común excepto el hecho de que todas son ejecutadas por manos activas. Entre las acciones articuladas por el montaje, vemos cómo se hacen las uñas en un salón de belleza o los gestos de un lustrador callejero de zapatos tanto como una prensa rotativa, el empa­ quetado de cigarrillos en una línea de producción o el torrente de agua en una planta de energía hidráulica. El ritmo acelerado de la máquina no está aquí para celebrar el trabajo taylorista o la gloria industrial. Lo que se celebra no es la industria o el tra­ bajo soviéticos. Es el comunismo como tal, la equivalencia de todos los movimientos en la gran sinfonía igualitaria del nuevo mundo. La fragmentación de todas las actividades en unidades equivalentes de movimiento resulta en el flujo de un presente continuo y homogéneo. El montaje juega aquí el rol asignado por

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Emerson al "poeta por venir", antes adoptado por un autor que fue mucho más influyente en el nuevo mundo soviético: Walt Whitman. El montaje teje el hilo espiritual que conecta todas las actividades y lo hace sean estas nobles o vulgares, modernas o arcaicas, burguesas o proletarias. Considerando el resultado, pa­ rece difícil considerar el hecho de hacer las uñas en un salón de belleza o la actividad del lustrador callejero de zapatos como ilus­ traciones de la nueva sociedad comunista. Pero debemos recor­ dar aquí lo que Emerson decía acerca de los tiempos "bárbaros". Es del propio caos de los tiempos y los mundos en conflicto de donde se extrae el hilo espiritual del comunismo. Vertov había puesto en práctica este principio de una manera mucho más ra­ dical en La sexta parte del mundo (1926), una película en la que había mostrado la realidad de una nueva vida comunista en las repúblicas asiáticas de la Unión Soviética con imágenes de cara­ vanas de camellos o renos a través de la tundra, pescadores kalmyks alzando sus redes, cazadores siberianos desenfundando sus arcos, nómades jugando al polo con cabezas de cabra o co­ miendo carne de venado cruda bañada en sangre todavía hume­ ante y caliente, o musulmanes inclinándose a orar. Lo comunista no es la naturaleza de las actividades. Es el ritmo del montaje que las reúne y crea una comunidad de las auténticas discrepan­ cias temporales que las caracterizan. Ahora bien, este movimiento totalizador adopta un as­ pecto muy específico que aparece al final de El hombre de la cá­ mara, cuando la sinfonía de todos los movimientos se condensa en un pequeño número de símbolos. Es un momento estratégico en el filme de Vertov, el momento en el que la síntesis de todas las actividades se presenta en una sala de cine a aquellos que han ejecutado esas actividades durante el día. Los espectadores

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contemplan entonces una nueva puesta en escena de su activi­ dad cotidiana como una actividad "comunista", la construcción de un nuevo mundo común. Pero, en realidad, lo que muestran esas secuencias es una condensación de la actividad través de un número limitado de espectáculos que, más que recordarnos los momentos del día, sintetizan y simbolizan su movimiento total. Entre esos espectáculos, se le concede a uno en especial un alto rol emblemático: la danza. La danza juega aquí un rol dual. Es el símbolo de la energía colectiva, epitomizada en la rueca de la fábrica y la sonrisa de la trabajadora femenina; y es el símbolo del trabajo cinematográfico del montaje, que conecta todos los movimientos giratorios. Ahora bien, la pregunta es la siguiente: ¿Cómo entender este privilegio? Asumo que, en la conjunción de la danza y el cine, lo que se celebraba no era solo un nuevo arte sino un nuevo paradigma artístico, el paradigma del nuevo arte en movimiento que ejecutaba ahora la tarea del “poeta por venir", la tarea del arte que da a los nuevos tiempos su expresión espiritual y a la nueva comunidad, su respiración común. Si la danza alcanza ese lugar, en un contexto en el que la obra de arte ya no es una obra de arte sino la presentación a sí misma de una nueva vida comunista, es porque, durante dos o tres décadas, la danza -o una cierta visión de la danza- se había convertido en el paradigma de un nuevo arté, lo que también significa el paradigma de una nueva conjunción de arte y vida. Pero no debemos adoptar una visión simplista de esta conjun­ ción entre el modernismo artístico y el dinamismo de la vida nueva. Lo que las tres bailarinas ejecutan en el filme de Vertov nada tiene que ver con esas máquinas danzantes que eran tan populares en aquellos tiempos en la Unión Soviética. Su danza no expresa la vitalidad de un cuerpo colectivo. No expresa nada

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sino el movimiento. Si deseamos entender lo que une el libre movimiento de las bailarinas y el movimiento automático de las máquinas, la ejecución del arte y la ejecución del trabajo, la pro­ ducción de la energía eléctrica en las plantas de energía soviéti­ cas y la luz en la pantalla de la sala de cine, debemos hacer un desvío y plantear la cuestión a un poeta francés que aparente­ mente nada tenía que ver con la Revolución Marxista, concreta­ mente, Stéphane Mallarmé. En 1893, Mallarmé asistió al espectáculo que en París ofreció Loíe Fuller, una compatriota de Emerson y Greenberg, y trató de formular los principios de la "estética restaurada" cuyas formas exhibían los movimientos giratorios que la bailarina des­ plegaba con el crepé de su vestido. Mallarmé formuló estos prin­ cipios en un conjunto de tres pares, tres oposiciones que son tres formas ejemplares de entrelazamiento del tiempo. En primer lugar, según Mallarmé, la imagen giratoria de Loíe Fuller es al mismo tiempo "una intoxicación de arte" y "un logro industrial". Luego, Loíe Fuller proviene de América pero es griega. Final­ mente, Loíe Fuller es clásica en la medida en la que es entera­ mente moderna. Pero empecemos por la última afirmación. Es clásica en la medida en la que es enteramente moderna. Es mo­ derna en la medida en la que la danza de Loíe Fuller no cuenta una historia, no expresa una emoción que el espectador deba atribuir a un personaje. Ti,ene lugar en un escenario despojado de todo decorado realista. Su danza es solo el despliegue de un movimiento giratorio amplificado por el crepé del vestido. Es la creación de un medio a través de la mera expansión del movi­ miento. En este sentido, esta performance moderna emblematiza un auténtico concepto de clasicismo. "Clasicismo" significa indiscernibilidad entre forma y contenido. Tal como lo ve Ma-

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llarmé, la danza de Loíe Fuller no es la ejecución de una práctica artística divorciada de una comunidad de símbolos y valores y obligada a explorar las meras potencialidades de su medio. Por el contrario, esa danza es un intento de crear una nueva forma de simbolización de lo común. En el escenario de un music hall, Loíe Fuller ejecuta un movimiento que simboliza el momento de aparición y desaparición que transforma los fenómenos natura­ les en un mundo común sensible. De tal modo, su performance es el puente que sortea la distancia moderna entre naturaleza y cultura. Restablece la unidad que parecía perdida en la situación moderna de la poesía "sentimental". En este sentido, el arte de la bailarina americana es "griego". La unidad de forma y conte­ nido también implica la concordancia de una performance artís­ tica con una forma de vida colectiva, una concordancia que había sido simbolizada, desde Winckelmann y Hegel, por la escultura clásica griega. Pero esta nueva Grecia es una Grecia americana. Encuentra sus fuentes en la energía salvaje del nuevo mundo. Esta energía crea una forma inaudita de clasicismo: la unión de la "intoxicación del arte" con un "logro industrial". La afirmación de Mallarmé se refiere al rol específico jugado por la técnica en el show de Loíe Fuller, a los reflectores quer iluminan su vestido y dan a su movimiento giratorio la intensidad del fuego o los co­ lores del arcoíris. Esos reflectores no están ahí como un medio técnico de iluminar la performance de la artista. Forman parte de la performance en sí misma; su colocación a ambos lados y debajo del escenario expande el movimiento radiante de la per­ formance. Sellan la unión "moderna" entre arte e industria, que es también la unión moderna entre el espíritu y la materia, el movimiento y la luz.

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Esta unión del arte y la industria, esta unión del arte de la luz y el arte del movimiento, es lo que sostiene el trabajo del cineasta ruso. Pero esta unión implica que el movimiento de la danza tiene una característica específica: es un movimiento libre, un movimiento que no tiene otro propósito que sí mismo. Este aspecto había sido enfatizado por Isadora Duncan, otra bai­ larina americana. Lo que la hace relevante para entender la aso­ ciación de danza, industria y comunismo en Vertov no es tanto la simpatía temprana de Duncan por la Revolución Rusa sino su concepción del libre movimiento, no el movimiento libremente decidido por el artista sino, por el contrario, un movimiento que no es objeto de elección ni voluntad, un movimiento semejante al ritmo de la vida universal -el ritmo de una vida que nunca co­ menzó y no conoce finales ni interrupciones posibles. El libre movimiento es un movimiento continuo, un movimiento que en­ gendra otro movimiento sin cesar. Esta continuidad descarta la oposición entre movimiento y reposo. Es bien sabido que Dun­ can formó su visión del libre movimiento a partir del movimiento inmóvil de las figuras pintadas en jarrones griegos. En conse­ cuencia, es fácil interpretar su visión como una forma de candi­ dez, una idea "apolínea" de la danza que olvida el frenesí dionisíaco de las fuerzas inferiores. No obstante, podemos res­ ponder que esa es su propia manera de reconciliar la moderni­ dad americana con el clasicismo griego a fin de servir al presente de una nueva comunidad. La danza moderna, reinventada a par­ tir de las inmóviles figuras de movimiento en los jarrones grie­ gos, descarta la oposición nietzscheana entre la forma artística apolínea y la expresión dionisíaca de fuerzas inconscientes. La forma en sí misma, la quietud de la línea incesantemente ondu­ lante, expresa el furioso torrente de la vida universal. Más allá

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de la discusión entre Apolo y Dionisio,.el frenesí del libre movi­ miento se remonta a la definición schilleriana de un estado es­ tético como estado de equilibrio entre actividad y pasividad que perturba las coordenadas habituales de la experiencia sensible. La idea de Schiller sobre este estado de equilibrio sigue un mo­ delo ofrecido por la descripción de Winckelmann del Torso de Belvedere, el Torso de un Hércules inactivo en el que el pensa­ miento del héroe que disfruta la gloria de sus hazañas pasadas se expresa solo en la ondulación de los músculos, que fluyen entre sí como las olas del mar que suben y bajan de continuo. La ola se convertiría en un emblema de la danza porque es un emblema de la equivalencia entre movimiento y quietud, acti­ vidad e inactividad. A fin de entender cómo la ola se convertiría también en un emblema de la nueva vida comunista, debemos remontarnos todavía un poco más atrás. El movimiento inmóvil de la ola o la equivalencia entre actividad y pasividad en el libre juego artístico debe pensarse en relación con una célebre distinción de Aristó­ teles en el octavo libro de su Política. Aristóteles oponía dos for­ mas de "inactividad" que también definen; dos formas de temporalidad: está el descanso, que es la pausa, la relajación que necesitan los cuerpos dedicados al trabajo antes de una nueva tensión. Y está el ocio, el tiempo libre de aquellos no so­ metidos a la coacción del trabajo. Ahora bien, debemos recordar que esta jerarquía de la inacción se corresponde con una jerar­ quía de la acción. Aquellos que podían disfrutar el ocio eran "hombres activos" u "hombres libres", que no estaban someti­ dos a la limitación de un trabajo cotidiano. Se los llamaba "acti­ vos" porque podían proyectar frente a sí mismos los fines de su acción o actuar por el mero placer de actuar. Los hombres "pa­

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sivos" eran denominados tales porque sus actividades estaban destinadas exclusivamente a la satisfacción de necesidades in­ mediatas. Por eso también se los denominaba hombres "mecá­ nicos", hombres atrapados en el universo de los medios, el universo de la necesidad. Lo que epitomiza el libre movimiento de la ola es el re­ chazo de la jerarquía de tiempos y movimientos que dividió a la humanidad en dos clases, los hombres libres y los hombres me­ cánicos. Este es el rechazo simbolizado por el arte de la luz y el movimiento que conjuga "intoxicación artística" y "logro indus­ trial", al epitomizar una redistribución total de lo sensible. Esta redistribución de la jerarquía de los tiempos es lo que hace po­ sible la reconciliación de la modernidad consigo misma. Y es la tarea que el arte de vanguardia debe cumplir al enmarcar un nuevo sensorium igualitario en el que todas las actividades sean iguales y formen parte del mismo movimiento global. El pro­ blema es que esta igualdad tiene una condición. El libre movi­ miento es un movimiento que no está subordinado a fin alguno, sino a su propio cumplimiento. En este sentido, cumple con una idea del comunismo expresada en los textos del joven Marx que evoqué anteriormente: el comunismo es el estado en el que el trabajo -que es la expresión de la actividad genérica de los seres humanos- ya no está subordinado a la mera necesidad de ga­ narse el sustento. En resumen, el comunismo es la forma de vida en la que los "hombres mecánicos" se han convertido en hom­ bres libres porque los medios y fines de sus acciones se han con­ vertido en una única y misma realidad. Es este tipo de comunismo el que atestiguan los movimientos de las bailarinas, la rueca en la fábrica y los gestos de los trabajadores en la línea de producción y los empleados en la central telefónica, porque

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están conectados dentro del mismo movimiento común. Pero lo están a condición de que cada una de esas acciones esté desco­ nectada de su propia temporalidad y de los fines que esta persi­ gue. Los detractores de Vertov ya habían destacado este punto en relación con sus primeros filmes: sus máquinas podían com­ poner una sinfonía impresionante de movimiento, pero nadie sabía cómo funcionaban ni qué producían. Este es el punto. Vertov no "representa" el comunismo como resultado de una organización y jerarquía de tareas plani­ ficadas. Crea el comunismo como el ritmo común de todas las actividades. Ahora bien, este ritmo común supone que todas las performances comparten la misma característica: el rechazo. Por supuesto, esta condición se opone a los requerimientos estraté­ gicos del Partido Comunista en cuanto a la edificación del comu­ nismo. Desde el punto de vista del partido, la identidad comunista de medios y fines es un fin a ser alcanzado en el futuro estableciendo en principio sus condiciones de posibilidad. Las máquinas en la fábrica, los gestos de los trabajadores y las per­ formances en los teatros no son demostraciones equivalentes al libre movimiento. Son herramientas que ayudan a construir, cada una a su modo, las condiciones de posibilidad de ese futuro. Se ha advertido de inmediato en este sentido el conflicto inmemo­ rial entre libertad artística y coacción política. Pienso que es más fructífero pensar en ello como un conflicto entre dos comunis­ mos que son también dos construcciones de la temporalidad del comunismo como tal. Desde el punto de vista de la vanguardia de Estado, el comunismo no puede ser anticipado, no puede existir antes de que se hayan colocado sus cimientos materiales. Desde el punto de vista del comunismo estético, el comunismo no puede existir si no se ha anticipado la construcción de un

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nuevo sensorium común. Podemos resumirlo como el conflicto entre el paradigma franco-alemán y el paradigma griego-ameri­ cano de la modernidad, en los que el conflicto opone, a su vez, dos concepciones del conflicto de los tiempos que caracteriza a la modernidad. Sabemos cómo se zanjó la discusión. Los constructores del comunismo "real" urgieron a los artistas a desistir de la pre­ tensión de entrelazar las formas sensibles de una nueva comu­ nidad. Solo podía haber una temporalidad: la temporalidad de los medios y los fines, que era también la temporalidad del tra­ bajo y el descanso. Lo que los artistas soviéticos tenían que hacer era servir a la estrategia del partido representando los esfuerzos y los problemas de la gente real y entreteniéndolos luego de sus dolores de parto, lo que implicaba retornar a la vieja lógica del régimen representativo. Esta represión del proyecto histórico modernista abrió el camino para la invención de un nuevo "mo­ dernismo" en tiempos de Clement Greenberg. Lo que nos sor­ prende en el análisis canónico de Greenberg es que borra por completo esta combinación de comunismos que es también una combinación de tiempos. Lo que subsiste en su análisis es la tem­ poralidad única y en una sola dirección de la sociedad capitalista, que produce tanto la separación de la vanguardia de los pensa­ mientos y símbolos comunes y el desencadenamiento de la cul­ tura kitsch. Desde esta perspectiva, la cultura estalinista del realismo socialista no está basada en la represión del proyecto artístico comunista. Es solo la versión rusa de la cultura kitsch. Esta desestimación del conflicto de modernidades también barre con la redistribución de tiempos que estaba en el corazón del proyecto modernista. Una vez que Greenberg ha reducido el con­ flicto de las dos modernidades y los dos comunismos a la mera

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invasión de la cultura kitsch, puede caracterizar a esta última como la cultura nacida de una desastrosa consecuencia de la in­ dustrialización: los hijos y las hijas de los campesinos enviados a los ciudades industriales descubrieron allí, junto al cronograma estricto del trabajo fabril, la existencia de un tiempo vacío, ese tiempo de ocio que siempre había sido el privilegio de los hom­ bres libres. De igual modo, descubrieron una capacidad desco­ nocida, "una nueva capacidad para el aburrimiento" y, por lo tanto, "presionaron a la sociedad para que les proveyera una clase de cultura adaptada a su consumo", una demanda satisfe­ cha por la cultura kitsch que ahora amenaza al Arte como tal. Un análisis semejante se reduce a una restauración de la sentencia platónica: los artesanos deben quedarse en su taller y hacer el trabajo para el que la divinidad les dio las aptitudes apropiadas, porque el trabajo no espera. El desastre para la cul­ tura, sugiere Greenberg, ocurre cuando los hijos e hijas de los campesinos gozan del ocio del que no pueden gozar. Esta podría ser la idea básica de lo que la posteridad llamaría, irónicamente, modernismo y vanguardia.

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EL M O M E N T O D E LA D A N Z A

Debo especificar el ángulo desde el que examinaré la cuestión del lugar de la danza en la "teoría" o la relación de la "teoría" con la danza. Carezco de una competencia específica en materia de danza. No propondré una teoría de la danza como una forma de arte. Tampoco ofreceré una'ontología del cuerpo danzante. En su libro Aliteraciones (2005), Jean-Luc Nancy pro­ puso dicha ontología de la danza como la expresión de una se­ paración original. Otro filósofo contemporáneo, Alain Badiou, propuso una visión de la danza como una metáfora del pensa­ miento, como la expresión de una capacidad original del cuerpo de mostrar el acontecimiento de pensar antes de que este acon­ tecimiento tenga un nombre. En un sentido fenomenológico, Nancy nos invita a percibir al mismo tiempo el movimiento ori­ ginal del cuerpo danzante y el movimiento original del pensa-

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miento. En su modo axiomático, Badiou deletrea, siguiendo a Mallarmé, los "axiomas" de la danza. En ambos casos, el filósofo se sitúa a sí mismo, de una manera material o imaginaria, "frente" a un cuerpo danzante y comienza a decirnos qué "su­ cede" en el momento en el que ese cuerpo empieza a moverse. Pero para mí, dicho "comienzo" del movimiento de la danza y del pensamiento sobre este movimiento siempre viene después. El cuerpo danzante ya debe haberse instalado en una cierta forma de visibilidad y debe haberse establecido un cierto hori­ zonte de pensamiento para dicha puesta en escena del origen de la danza. Estas afirmaciones filosóficas son posibles porque, en un momento histórico determinado, la danza se convirtió en un paradigma del arte. Ahora bien, esto implica dos relaciones principales. Convertirse en un paradigma artístico significa, en primer lugar, convertirse en un paradigma de la relación entre lo que es arte y lo que no lo es, por ejemplo, entre una pintura en un museo y una mercancía en el escaparate de una tienda o entre los movimientos del cuerpo en un escenario y los gestos de un cuerpo en un taller o en la calle. En segundo lugar, esto significa convertirse en un paradigma de la relación entre el pen­ samiento y algo que no lo es -la luz de una pintura, el desarrollo de una melodía o el movimiento de un cuerpo en el espacio. Para que un "teórico" se coloque frente a una obra de arte y proponga una teoría de ese arte, ya debe existir un cierto con­ junto de relaciones entre el pensamiento, el espacio, la luz, el movimiento, los cuerpos, etc. Esto es lo que denomino una "dis­ tribución de lo sensible". Lo que llamamos arte son algunos nudos privilegiados dentro de esta distribución. Estos nudos son configuraciones históricas. El arte como la configuración espe­ cífica de una esfera de la experiencia ha existido en el mundo

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occidental desde el S. XVIII. En lo que concierne a la danza, po­ demos señalar no solo el momento histórico en el que fue aña­ dida a la lista de las artes incluidas en esa esfera sino el momento en el que encarnó un nuevo paradigma artístico, lo que significa un nuevo paradigma de la relación del pensa­ miento con su exterior y del arte con el no-arte. Hay un "mo­ mento de la danza". Este término no designa meramente un espacio de tiempo entre los años '90 del S. XIX y los años '30 del S. XX, cuando se le concedió a la danza la dignidad de la alta cultura y el estatus de un nuevo paradigma artístico. Si nos re­ ferimos a la etimología de la palabra, un "momento" no es solo una sección de tiempo sino el movimiento producido por cierto equilibrio, o desequilibrio, de los pesos en las balanzas. Diga­ mos, en mi lenguaje, una cierta redistribución de lo sensible: una redistribución de las relaciones entre lo que los cuerpos hacen y las maneras en las que este hacer es percibido y se co­ necta con otros modos de hacer a fin de componer un mundo común. Este momento de redistribución y el lugar de la danza en el mismo serán el tema de mi ensayo. Para aproximarme al tema, propongo que empecemos con una corta secuencia del filme en tornó al cual intenté cons­ truir mi comprensión de la "modernidad", concretamente, El hombre de la cámara, de Vertov. No es un filme sobre la danza, sino un filme cuyo propósito es construiré! sensoríum común de una nueva vida social. Y esta es precisamente la razón por la que puede hacernos entender el rol jugado por la danza no simple­ mente como un arte, sino como la ejecución de un movimiento capaz de simbolizar el movimiento total del mundo. El punto es que la danza aparece en un momento muy es­ pecífico en el filme de Vertov. Sucede al final del filme, en el mo-

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mentó en el que este regresa a la sala de cine donde había co­ menzado. Mientras tanto, el filme ha seguido las diversas activi­ dades que constituyen el presente de la vida cotidiana en una ciudad moderna, desde el despertar en la mañana hasta el ocio nocturno, a través de las actividades de los trabajadores fabriles, empleados de comercio, conductores de autobús, bomberos, etc. Y el montaje ha construido el movimiento global resultante de su interconexión. Estamos ahora en el momento en el que la síntesis de todas esas actividades es presentada a aquellos que las ejecutaron durante el día. La conexión de todas las activida­ des se condensa en un número limitado de performances que no son tanto remembranzas del día como símbolos de la fusión de todas las actividades en el mismo movimiento global. La ma­ yoría de los símbolos, no obstante, están tomados de las activi­ dades que han puntuado el día: por ejemplo, los gestos de los empleados en una central telefónica o los movimientos de los autobuses que cruzan las calles. Pero este no es el caso de las tres bailarinas que aparecen en pantalla. Su performance no es la rememoración de una actividad que fue parte del día -ni si­ quiera de las formas de entretenimiento nocturnas. Su danza no pertenece a la crónica del día; solo pertenece al filme como tal. De manera significativa, su danza se sobreimpríme a otras imá­ genes, para sintetizar y simbolizar el movimiento global que las actividades antes mencionadas han compuesto durante el día y la energía común en acción en la rueca de la fábrica, la sonrisa del trabajador fabril, los movimientos de los trenes o los auto­ buses, la velocidad de la motocicleta del camarógrafo y la velo­ cidad con la que su mano gira la manivela de la cámara. Es esta comunidad de movimiento lo que se sintetizó también en los dos pósters diseñados por los hermanos Sternberg para promocionar

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la película: el movimiento extático dg una bailarina se mostraba idéntico al movimiento de la vida, que era también el movi­ miento de la máquina. La danza parece ser el arte que simboliza una cierta ¡dea de modernidad artística en sintonía con una cierta idea de la nueva vida revolucionaria. Ahora bien, el problema comiénza cuando nos formula­ mos la siguiente pregunta: ¿Qué idea, exactamente? Esta comu­ nidad de movimiento que expresa el movimiento de la comunidad puede ser vista como el revivaI de un paradigma de la "política del movimiento" que se retrotrae a las Leyes de Pla­ tón. Es el paradigma de la comunidad coral de la que todos los ciudadanos forman parte con su propio cuerpo en movimiento, en oposición al teatro en el que asisten pasivamente a la función -es decir, a la mentira- de la representación, en la que los acto­ res expresan emociones que no sienten, porque son emociones falsas prestadas por un poeta a personajes de ficción. La danza, entonces, es el arte de la comunidad activa, la manifestación di­ recta de una vida que ignora la separación, la pasividad y la men­ tira del espectáculo. Era todavía el modelo de la chorea en la que la comunidad disfrutaba concretamente de los lazos de her­ mandad que Rousseau oponía a las sombras del teatro en su Carta a d'Alembert sobre los espectáculos publicada en 1758. Este reviva! del viejo modelo espartano es un eco de la revolu­ ción proclamada en esa misma época por un coreógrafo, Noverre, que denunció, en sus Cartas sobre la danza y el ballet (1760), la naturaleza mecánica de las convenciones del arte aristocrático de este último. A fin de convertirse en un arte verdadero, la danza debía desestimar el virtuosismo de las piernas que dibu­ jan elegantes figuras en el suelo y elaborar un lenguaje de mí­ mica y gestos, para contar historias y expresar las situaciones y

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sentimientos de personajes similares a los de la vida real, en todas las condiciones sociales. El arte convencional de la acción dramática y el arte "mecánico" del ballet podían desestimarse y reemplazarse por un arte único del cuerpo ejecutante "hablán­ dole" a la audiencia en el lenguaje universal del movimiento. Sabemos que esta identificación de lenguaje y movi­ miento a través de la expresión probó ser influyente en la historia integral de la performance en los tiempos modernos y en todos los intentos de establecer una coincidencia entre un nuevo arte y una nueva forma de vida. Y puede parecer absolutamente re­ levante interpretar de esta forma el lugar asignado a los emble­ mas de la danza en un filme que aspira a ser un filme sin palabras, un "experimento cinematográfico" escrito solo en el lenguaje del movimiento que condense la energía de todos los movimientos que son parte de la nueva vida comunista. En la misma época, en Alemania, la palabra más fuertemente asociada con la propuesta de una reforma de la danza era precisamente la palabra "expresión" (Ausdruck). Sin embargo, no es en este sentido que el filme de Vertov conecta la danza con la idea de un arte que exprese el movimiento de la nueva vida. Tanto el viejo paradigma platónico como las reformas modernas del tea­ tro y el ballet, en tiempos de Diderot y Noverre, rechazaban la "mentira" de la mimesis a favor de la verdad del movimiento ex­ presivo. Pero en ambos casos, esta verdad del movimiento era la verdad del movimiento como un lenguaje, un lenguaje directo del cuerpo que proveía las emociones del alma con su vocabu­ lario adecuado. Por lo tanto, la mimesis teatral fue reemplazada por una suerte de hiper-mímesis. En cambio, el movimiento de la baila­ rina de Vertov es íntegramente a-mimético. No cuenta una his-

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toria. Pero no contar una historia rio basta. El punto es el si­ guiente: no contar en absoluto, no usar el propio cuerpo para "contar" algo. Esta danza no expresa la verdad interior de emo­ ciones humanas. Tampoco expresa las fuerzas inconscientes que habitan en los cuerpos. Solo expresa movimiento. Movimiento como movimiento, quiero decir, una forma de movimiento que no es un medio para alcanzar determinado propósito ni la expre­ sión de un determinado sentimiento, emoción o fuerza incons­ ciente que yace detrás como su causa. Lo que las tres bailarinas ejecutan en el filme no es una danza maquínica, como las que estaban tan en boga en ese momento en la Unión Soviética y ha­ bían sido inmortalizadas en una famosa fotografía de Margaret Bourke-White. Tampoco es una danza "expresiva", que exprese la nueva vida comunista mediante un ovillo de cuerpos apilados, como sucede en la danza de Mary Wigman. Lo que las tres bai­ larinas ejecutan es el libre movimiento, un movimiento que no está subordinado a nada exterior a sí mismo. Esto es lo que da a la danza su lugar estratégico. La danza no es solo un nuevo arte, un arte cuyo movimiento autónomo ha sido liberado tanto de los vínculos narrativos de la historia como del lenguaje mimético de la pantomima. Un arte siempre extrae su importancia del hecho de ser más que un arte particu­ lar, de ser también un paradigma ó una alegoría del arte. La danza llega a este lugar en un filme que aspira a ser un experi­ mento artístico revolucionario porque, durante dos o tres déca­ das, se ha transformado en la alegoría de un arte nuevo, de un arte libre. Ahora bien, la cuestión central es entender qué signi­ fica exactamente esta "libertad" y cómo se muestra a sí misma. Al respecto, pienso que vale la pena regresar a dos figuras que funcionan como telón de fondo de la bailarina de Vertov y en­

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carnan esta "libertad" de la danza como la libertad de un nuevo arte y, posiblemente, de una nueva vida social. La primera figura es Isadora Duncan y su idea y práctica del libre movimiento. El libre movimiento no es un movimiento en el que la artista se expresa a sí misma y combina libremente los gestos de su performance. Un movimiento no solo es libre debido al hecho de que está determinado por una fuerza ex­ terna. Es libre cuando no está determinado por fuerza alguna, incluida la fuerza de una decisión deliberada. Es libre cuando es su propio poder de generación. El libre movimiento es un movi­ miento semejante al ritmo preciso de la vida universal que nunca ha comenzado y no conoce interrupciones ni finales. Es un mo­ vimiento continuo que engendra otro movimiento sin cesar. En este movimiento continuo no existe la oposición entre movi­ miento y reposo. Ya destaqué cómo tampoco existía la oposición entre apariencia apolínea y fuerzas dionisíacas inferiores. La fre­ nética bailarina de Vertov, como la propia Duncan, es una suerte de ménade apolínea. La energía de la nueva belleza, la energía de la belleza del nuevo mundo, ya está dada en el movimiento continuo y regular de la ola sobre la playa. La ola encarna la iden­ tidad entre la serena ondulación de la línea y el frenesí de la vida universal. Esta identidad está en el centro del régimen estético del arte. Recibió su expresión teórica en la definición schilleriana del estado estético como un.estado de equilibrio entre la activi­ dad y la inactividad. Pero la conceptualización de Schillerfue po­ sible por la idea de libre movimiento que ya estaba presente en la paradójica descripción de Winckelmann del Torso de Belve­ dere. Winckelmann describía un Hércules inactivo, privado de las extremidades necesarias para la acción, un héroe que medi­ taba sobre sus hazañas pasadas pero, como también estaba pri-

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vado de su cabeza, expresaba esa meditación solo mediante las ondulaciones de los músculos, que fluían uno en el otro tal como las olas del mar que continuamente se alzan y retroceden. La ola no es solo una metáfora del poder universal de la vida. Es el pa­ radigma de una cierta idea del arte como una presencia fuera de sí misma en la precisa equivalencia entre movimiento y quietud, actividad e inactividad. El momento de la danza es el momento en el que esta puede emblematizar una idea del arte como la presencia del pensamiento fuera de sí mismo. Es también el momento en el que la identidad entre actividad e inactividad que simboliza esta presencia revela su importancia política. Lo que está en cuestión en esta equivalencia es la perturbación de una distribución total de lo sensible. El libre movimiento no es simplemente el torrente universal de la vida. Es movimiento que deroga la exacta dife­ rencia que separa a dos tipos de seres humanos: por un lado, los "hombres activos" que podían proyectar frente a sí mismos los fines de sus acciones o actuar por el mero placer de actuar o in­ cluso gozar de la pura inactividad del ocio; por el otro, los "hom­ bres pasivos" u "hombres mecánicos", destinados a trabajar, cuyas actividades eran solo medios inmediatos para fines inme­ diatos y cuya única forma de inactividad era la pausa, la relaja­ ción necesaria de los cuerpos antes'de una nueva tensión. La danza es un arte nuevo en el sentido de que ofrece un paradigma artístico que la torna equivalente a una redistribución total de lo sensible, en la que la jerarquía tradicional de los cuerpos, los movimientos y las temporalidades ha sido destruida. La ola epitomiza el rechazo de la jerarquía del tiempo y el movimiento que dividía a la humanidad en dos clases. Por eso el natural e inme­ morial movimiento de la ola podía adaptarse al nuevo mundo

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de la industria que es el mundo de la electricidad, el mundo de la energía inmaterial que anima al mundo material. El libre mo­ vimiento simboliza la abolición de la distinción entre los hombres libres y los hombres mecánicos porque es un movimiento en el que los medios y los fines ya no están disociados. Esta indistin­ ción está en el centro del régimen estético del arte. Encuentra su formulación más célebre en la tercera definición de lo Bello según Kant: "La Belleza es la forma de la finalidad de un objeto, en tanto sea percibida en el mismo en forma separada de la re­ presentación de un objeto". Pero la indistinción antes referida está también en el corazón de la formulación marxista original de la "revolución humana" que va más allá de la mera revolución política: la revolución humana suprime la alienación que hace a los trabajadores usar el trabajo, que es la actividad esencial y ge­ nérica del ser humano, como un mero medio para la reproduc­ ción de su existencia. La danza es el arte "estético" por excelencia. Y porque lo es puede sintetizar también la sinfonía comunista en la que todas las actividades son iguales y forman parte de un mismo movimiento global. Pero el punto no es solo lo que simboliza el nuevo arte de la danza. Es cómo lo simboliza. La performance de las bailarinas en el filme de Vertov no es la energía vital de la comunidad que estalla en escena. Es una imagen del movimiento articulado con otras imágenes del movimiento a través del montaje. En primer lugar, las bailarinas bailan en una sobreimpresión; su imagen aparece sobre un piano. Debajo de ellas, en el teclado, vemos las manos de un pianista y, detrás de esas manos, los gestos de un director cuya imagen también está sobreimpresa. Luego, la imagen del director se esfuma pero el teclado se multiplica a par­ tir de su propio reflejo, de tal modo que las bailarinas nunca

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están "solas". En segundo lugar, esas imágenes de danzas se al­ ternan con imágenes de la audiencia. En tercer lugar, ceden su lugar a otros símbolos con la que están conectadas por la misma idea de movimiento continuo: aviones en el cielo, empleados en la central telefónica, tipistas en un pool, autobuses en la calle, hasta la famosa imagen de la rueca y el rostro sonriente, sobreímpreso, de una trabajadora textil. En resumen, la idea un único movimiento común está, al mismo tiempo, producida, du­ plicada y rota por la constante relación de una imagen con otra. La danza, por lo tanto, no ofrece un simple paradigma de unidad. Procura un paradigma de relación. Se conecta siempre con algo más, remite siempre a otra cosa. Para entender esta relación, debemos regresar a otra bai­ larina que precedió a Isadora Duncan en la revolución de este arte. Me refiero a Lo'ie Fuller. Vale la pena examinar la manera en la que Mallarmé comentó su movimiento giratorio en su texto acerca de "Los principios fundamentales del ballet" (1893), en el que formula los principios de una "estética restaurada" tal como podía encontrarse en "las sutilezas incluidas en los miste­ rios de la danza". La performance giratoria de Lote Fuller no es la expresión de un tipo de movimiento universal de la vida sino una imagen que genera otras imágenes. Ella es, dice Mallarmé, una figura que ilustra "muchas imágenes giratorias que tienden hacia un desdoblamiento distante", una imagen giratoria que implica, al mismo tiempo, "una intoxicación de arte" y un "logro industrial". La "intoxicación" artística está provista por la mera "emoción" del vestido desplegado de Loíe Fuller. El texto francés dice: "avec le seul émoi de sa robe". La traducción inglesa dice: "with a tiny shiver ofher dress", lo que describe correctamente la performance de Loíe Fuller pero pierde el tropo implícito en

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el "émoi" de Mallarmé. "Émoi" es una palabra ligeramente ar­ caica que asumió, en tiempos de Mallarmé, un matiz más senti­ mental. El uso de esta palabra torna la paradoja aun más sorprendente: toda la "emoción" expresada por la danza de Loíe Fuller es la emoción de una prenda de vestir, algo que no se su­ pone que sienta emoción alguna. La "emoción del movimiento" es el único contenido de la performance. Como indiqué en el ca­ pítulo anterior, esta identidad entre forma y contenido no debe malinterpretarse. Dado que el medio de la danza es el cuerpo en movimiento del propio artista y Loíe Fuller es al mismo tiempo la autora, la coreógrafa y la intérprete, su performance solitaria puede evocar el denominado paradigma de la autono­ mía artística y la especificidad del medio. Pero este no es el caso. Lo que hace paradigmática la danza de Loíe Fuller no es la inter­ pretación de una artista que usa su cuerpo para producir, con el artefacto de una tela, el movimiento que desee. Los movimien­ tos que produce no son movimientos cualesquiera. Todos ellos representan el mismo patrón de movimiento fundamental, un movimiento de atrás hacia adelante, una expansión fuera de sí misma y un retiro dentro de sí misma. En el ballet, este movi­ miento hacia adelante y hacia atrás fue absorbido y pervertido por la coacción dual de la narratividad expresiva y el virtuosismo mecánico que también implicaba la relación jerárquica de la es­ trella con el grupo anónimo. La danza de Loíe Fuller lleva el mo­ vimiento de la star a su verdad: la expansión a través de la cual la auto-afirmación del individuo se pierde a sí misma en el poder de lo no-individual. En lugar de explorar las potencialidades de su médium, Loíe Fuller se mueve para crear un milieu, el lugar de una relación o una mediación en la que su movimiento "se expande a sí

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mismo". La interpretación artificial de la bailarina desplegando y volviendo a plegar su vestido crea un espacio al dibujar la fór­ mula más abstracta del despliegue de las formas del desdobla­ miento y el enrollamiento, la aparición y la desaparición, que convierte el fenómeno natural en las formas de un mundo sen­ sible común: la salida y la puesta cotidiana del sol, la apertura de las flores, el vuelo de los pájaro o la espuma blanca de la ola. Pero esta "auto-expansión" no es simplemente el ascenso y el descenso de una ola. Es más bien un movimiento de traducción en los dos sentidos de la palabra. El movimiento de la bailarina libera fuera de sí mismo pero también afuera mismo "saltos de­ corativos de océanos, atardeceres, perfume y espuma". El movi­ miento solo se da a través de una cadena de metonimias; no la ola, sino la espuma; no la puesta de sol, sino los saltos de los atardeceres, etc. Y, lo que es más importante, esos "saltos de océanos, atardeceres, perfume y espuma" no existen en el esce­ nario; solo existen como la traducción que la ensoñación del es­ pectador hace del movimiento giratorio de la bailarina. El movimiento de la vida impersonal solo existe a través de una doble traducción: un movimiento de la bailarina que crea un milieu fuera de sí misma y un movimiento del espectador, que tra­ duce el texto o más bien uno de los posibles textos que el movimiento de la bailarina escribe en silencio. Esta doble traducción complica el paradigma del libre mo­ vimiento. En cierto sentido, el análisis de la unión entre "intoxi­ cación artística" y "logro industrial" provisto por la performance conjunta de la danza de Loíe Fuller y de los reflectores dándole los colores del fuego o el arcoíris parece ofrecer el mejor modelo para la unión entre la danza de las bailarinas y la rueca de la fá­ brica en el filme de Vertov. Pero, al mismo tiempo, divide la per­

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formance. La interpretación de las bailarinas no es la encarnación de la nueva vida. Es solo una manera de "escribirla", una metá­ fora que traduce la energía de las ruecas en las fábricas o los ges­ tos de los empleados en la central telefónica antes de ser traducida, a su vez, por ellos mismos. No es necesario que una "máquina de danza" haga la mímica de los movimientos hacia adelante y hacía atrás de los pistones. En cambio, es la rueca de la fábrica la que se torna idéntica al movimiento giratorio de las bailarinas. Pero esto también significa que la gran sinfonía del movimiento dentro de la cual el arte debería haber desaparecido es todavía un estadio de metáforas en las que todas las activida­ des son imágenes, indefinidamente traducibles unas en otras. Ya he señalado el aspecto político del problema: esta sin­ fonía comunista del movimiento se enfrentó a la concepción es­ tratégica del poder comunista. Quiero concentrarme aquí en el problema de la danza en sí misma y su rol como paradigma de un nuevo arte, es decir, un nuevo modo de presencia de pensa­ miento en los cuerpos y una nueva relación entre el arte y el noarte. Es desde esta perspectiva que me gustaría extraer de esta puesta en escena cinematográfica de la danza algunas conclu­ siones relativas a la danza en sí misma. El punto es que este marco cuestiona la forma dominante en la que el paradigma del nuevo arte de la danza ha sido entendido, es decir, el paradigma de un primer encuentro entre arte y vida. Comencé con dos ejemplos de una interpretación histórica de este primer "encuen­ tro". Con Nancy, la danza es el momento original en el que un cuerpo comienza a sustraerse de la indiscernibilidad primitiva materializada por el suelo en el que yace, como el niño en el vientre materno; con Badiou, la danza es la primera performance intelectual del cuerpo, que se sustrae de la tierra para manifestar

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la aptitud general del cuerpo para recibir ideas. La danza no es un arte, dice Badiou; es todavía la manifestación no-artística de la disposición del cuerpo para el arte. El primer encuentro es por lo tanto el momento en el que el cuerpo es atraído a su destino aéreo, de acuerdo con la definición platónica del hombre como "planta del cielo". Sabemos, de todos modos, que el esfuerzo de los bailarines y coreógrafos modernos ha sido habitualmente el opuesto: devolver el cuerpo danzante a la tierra, haciéndolo ma­ nifestar sus raíces terrestres. En tiempos de Vertov, este movi­ miento se expresaba mejor en la posición sentada de Wigman, con sus manos presionando sus rodillas para hacerlas golpear más fuertemente sobre el suelo. En épocas de Yvonne Rainer y el Judson Dance Theatre, los bailarines querían que la danza re­ tornara a los actos y tareas ordinarias del cuerpo en movimiento: caminar, cambiar de dirección, sacudir la cabeza, liberar los bra­ zos, apoyarse, enderezarse, manipular objetos, etc. Pero me pa­ rece que tanto la interpretación filosófica del cuerpo sustrayéndose de la tierra y el intento artístico de devolver la danza al suelo y la cotidianeidad convalidan, si bien de modos opuestos, esta visión de la danza como "el origen del arte", el momento de una relación solitaria y primitiva entre el cuerpo y el suelo. Lo que sugiere el montaje de Vertov, por el contrario, es que la danza no está "sola". En la secuencia que he analizado, las tres bailarinas bailan en sobreimpresíón, bailan como parte de un movimiento global, una danza de las máquinas, de la cá­ mara, de la multitud. Podemos decir: este es el artificio del mon­ taje. Pero la relación entre la danza y el montaje no es un artefacto arbitrario. El montaje es la práctica de juntar cosas que no van juntas o que no parecen ir juntas o que incluso todavía no se han visto ir juntas. Este el caso de la relación entre los pies

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y el vestido desplegado de la artista americana de music-hall y la ensoñación íntima de un delicado poeta francés. Pero es tam­ bién el caso de la relación entre el arte de la danza, el trabajo en la cadena de producción en las fábricas soviéticas, las actividades diarias de hombres y mujeres ordinarios y el montaje fílmico que los reúne. En el filme de Vertov, esa analogía está enfatizada por la analogía entre la rotación de la bailarina, la rueca de la má­ quina, el gesto del camarógrafo que gira la manivela de la cámara y el de la montadora que corta y pega los fragmentos del filme. La danza simboliza la traducibilidad de todos esos movimientos. Es verdad que esta simbolización está reducida a un mínimo: una equivalencia formal de gestos, una igualdad matemática de can­ tidades de movimiento. Sin embargo, esta equivalencia debe ser simbolizada. Una forma de movimiento debe traducir la equiva­ lencia de todos los movimientos y crear en consecuencia una dis­ tancia en el centro de la sinfonía panteísta del movimiento. Cuando esta simbolización es propuesta a los espectadores, les da un sentido de la sinfonía que ellos tejen en su actividad coti­ diana; pero se los da como espectadores. El movimiento giratorio de la danza colectiva debe combinarse con el movimiento hacia atrás y hacia adelante entre los individuos como agentes de la sinfonía y por sí mismos, como espectadores en la sala de cine. Por supuesto, la respuesta de estos espectadores ficticios está estrictamente determinada -y. restringida- por el director. Vertov la reduce a una mera fascinación ante los trucos de montaje que reúnen cosas que habitualmente no están juntas. El montaje no es solo una práctica. También es una creencia, y el corazón de esta creencia es la ilusión pedagógica, la idea de que la conexión de ideas en la mente del estudiante/espectador reproduce la co­ nexión propuesta por el maestro/artista.

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Pero este no es el caso. Una traducción no es una trans­ misión de movimiento. Mallarmé nos recuerda la diferencia. Entre la performance del artista y la traducción del espectador hay una distancia. La danza no es el movimiento que produce otro movimiento. Es una síntesis singular de estados sensibles que requiere, de parte del espectador, una síntesis adicional. Esta relación no tiene un lenguaje propio. Se expresa bajo la forma de un quiasma; hay un movimiento del cuerpo y hay una enso­ ñación que intenta sortear la distancia inventando un equiva­ lente del movimiento. Tiene que hacerlo porque el movimiento en sí mismo está dividido. Esto es lo quiere decir la provocativa afirmación mallarmeana de que la bailarina "no baila". En cam­ bio, la bailarina escribe. No obstante, lo que escribe no es una composición de los movimientos y las figuras pertenecientes al vocabulario del ballet. En otras palabras, este lenguaje no es un "lenguaje de movimiento". Esta destinado a ser un casi-lenguaje que escribe una "metáfora de nuestra forma". Pero esta metá­ fora, a su vez, no tiene traducción en ningún diccionario de tro­ pos. Por el contrario, resuelve la precisa indeterminación de lo que "dice". La danza puede ser el arte que, más que ningún otro, encarna la paradoja kantiana de la "finalidad"sin un fin". Es un movimiento desconectado de los fines usuales del movimiento pero no puede restringirse a sí misma a la mera afirmación de un ejercicio cuyo fin está en sí mismo. Está destinada a, aunque, de hecho, no tiene destino. Es una traducción que exige otra tra­ ducción. Lo hace incluso si no es un texto, porque es más que movimiento; es una síntesis de estados sensibles, una forma de síntesis heterogénea que necesita ser completada y puede serlo solo al ser traducida por un traductor que no tiene diccionario y compone a partir de lo que ve -otra clase de síntesis. La danza

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es la traducción de un texto que todavía debe ser escrito, en otro lenguaje, por quienes lo miran. Aun en términos kantianos, po­ demos decir que la danza es un arte de ideas estéticas, esas ¡deas de la imaginación que sortean la distancia entre los fines cons­ cientes del arte y la experiencia estética de una finalidad sin pro­ pósito. En opinión de Kant, esas ideas estéticas siguen siendo las del artista, aunque no es consciente de su producción. Con Ma­ llarmé, se comparte la producción con el espectador. La bailarina es la artista que siempre hace más de lo que hace y cuya perfor­ mance necesita ser completada por "ideas" que no son las suyas sino las del espectador/traductor. Pienso que este doble movimiento de traducción es lo que confiere a la danza su función paradigmática. La puesta en es­ cena filosófica y política de la danza como un origen del arte o como el arte de la nueva comunidad es una variación particular de la puesta en escena análoga presente tanto en la reseña del poeta acerca de un espectáculo en el Folies Bergére como en la coreografía comunista de la nueva vida. Pero estas formas par­ ticulares de volver a poner en escena deben olvidar la escena "original", que no es precisamente una escena de origen sino una escena de "traducción". Ahora bien, ocurre lo mismo con la re­ presión del no-origen que con la represión del origen. Sale a la superficie una y otra vez. Este salir a la superficie ha estado en el centro de las reflexiones concernientes al destino de esa sub­ versión democrática de la danza proclamada a principios de los '60, cuando se intentó queTerpsícore cambiara las zapatillas de la vida prosaica por las zapatillas de ballet y los pies descalzos de la danza expresiva.1 ¿Por qué tantos bailarines que en principio habían adoptado este programa reintrodujeron formas y secuen­ cias de movimiento tomadas en préstamo del vocabulario del

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ballet? Creo que esto sucedió porque etproblema no son tanto las zapatillas sino lo que significan, o lo que traducen. Lo que vuelve a salir a la luz no es la nostalgia del esplendor pasado del ballet sino el modelo de "traducción", o la relación análoga entre dos movimientos. Estoy pensando en una pieza cuyo título, tanto como su fecha, son emblemáticos. Es la pieza de Lucinda Childs simplemente denominada Dance y creada a fines de los '70. Pienso que, a través de todas las transformaciones de la danza "moderna" y "posmoderna", es posible trazar una línea que una la danza de Loíe Fuller, tal como la vio Mallarmé, la danza duncaniana ejecutada en El hombre de la cámara y la coreografía de Lucinda Childs. No pienso simplemente en la apoteosis del mo­ vimiento presentada por el crescendo de figuras repetitivas que inscriben en el espacio la música repetitiva de Phil Glass. Pienso en el "artificio" de la pantalla transparente en la que las imáge­ nes de la danza fueron proyectadas, según un montaje imagi­ nado por Sol LeWitt, de manera que la danza fue ejecutada en dos espacios al mismo tiempo: en el espacio real del escenario y en el espacio imaginario construido por las imágenes ampliadas de los bailarines en la pantalla de tul. La danza fue ejecutada como su propia traducción -una traducción que luce en sí misma como una analogía de la ope­ ración de traducción ejecutada por los espectadores. El encanto visual de Dance parece estar lejos del "minimalismo" de princi­ pios de los '60. Pero la duplicación del movimiento que pone en acción está todavía en línea con la división de la performance

1. BAÑES, Sally, Terpsichore in Sneakers. Postmodem Dance, Connecticut: Wesleyan University Press, 1980.

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que caracterizaba una pieza como Street Dance (1964), en la que se asignaba a los bailarines en la calle la prosaica tarea de señalar pequeños detalles de los edificios, los escaparates o los letreros a los espectadores, que eran los únicos que observaban la escena, con la ayuda de una cinta, a través de las ventanas de un loft. El hecho es que el proceso de traducción ya puede ser ob­ servado en formas minimalistas de performance. Pienso en este caso en una de las Five Dance Constructions presentada en New York en 1961 por Simone Forti, concretamente, Platforms. Las performances volvieron a ejecutarse varias veces y una de esas ejecuciones fue registrada en un filme. Platforms presenta una performance extremadamente minimalista. Un hombre y una mujer se meten dentro de cajas de madera, de modo que no hay nadie visible en el escenario. Podríamos decir, en términos mallarmeanos, que nada tiene lugar sino el lugar. Pero Mallarmé añade a ese "nada" un "excepto". En Un golpe de dados, el su­ plemento excepcional es la Constelación "en alguna superficie vacante y superior", la traducción luminosa del Número. En la pieza de Simone Forti, el suplemento es solo un silbido. Desde sus cajas distantes, el hombre y la mujer se silban el uno al otro. De esta forma, la historia de amor y la performance artística se reducen a la mínima manifestación de la vida humana y el mo­ vimiento: la respiración. Pero esta respiración conducirá la per­ formance mientras los espectadores, sentados a su alrededor, asocien ese silbido distante, en la lejanía, con una canción de amor y separación; por ejemplo, la "antigua melodía", la melodía del pastor que Tristán, que yace lejos de Isolda, escucha al co­ mienzo del tercer acto en la ópera de Wagner. Un silbido no es un cuerno inglés, por cierto. Pero el filme que documenta la per­

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formance nos ofrece una sorprendente analogía con esta traduc­ ción. En un momento de alta intensidad, la cámara abandona las dos cajas y se concentra en un rostro: el rostro de un muchacho atento, que observa y escucha la performance, lo que equivale a decir que la completa. Este breve primer plano puede recordar­ nos otro filme sobre otra performance: la versión de Ingmar Bergman de La flauta mágica (1975), cuando la cámara nos hace percibir la música de la Obertura tal como se "refleja" en el rostro de una muchacha. Aun más atrás en el pasado, también pode­ mos recordar un texto de Eisenstein en el que este explica que tuvo la idea del "montaje de atracciones" mientras observaba, durante un ensayo, el rostro de un muchacho en el que se refle­ jaban todos los acontecimientos de la obra. Eisenstein quería ex­ traer de esta experiencia la idea de un arte que deliberadamente producía los efectos reflejados en ese rostro, a fin de "arar" la mente del espectador. Pero esto continuó siendo la ilusión de la maestría inherente a la filosofía del montaje, la ilusión que con­ funde la construcción de una performance con la construcción de su efecto. El reflejo en el rostro del espectador solo completa la performance del artista a través del milieu de la traducción en el que el artista pierde su maestría. Podríamos decir que estoy comentando un filme acerca de la performance en lugar de la performance en sí misma. Pero lo que el filme nos permite percibir es precisamente que este "en sí misma" debe ser cuestionado. Porque la performance de la danza no puede reducirse solo a la performance de un cuerpo en movimiento. La danza no es el origen del arte. En cambio, es un arte de la traducción. Nos lo recuerda una performance re­ ciente, Around the Table, concebida en 2008 por dos coreógra­ fos franceses, Anne Kerzerho y Loíe Touzé. Reúnen en un lugar

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una multiplicidad de personas que usan sus cuerpos y desarro­ llan sus habilidades de diversas maneras para realizar sus acti­ vidades diarias. Pero el propósito de esta reunión ya no es inventar una forma de danza similar a los gestos ordinarios del cuerpo, como era el caso en los '60. Los que se reúnen en este lugar no ejecutan ningún gesto. En cambio, se sientan a una mesa y hablan. Traducen sus gestos en una narración y escuchan las narraciones que la otra gente alrededor de la mesa hace con sus propios gestos. Este intercambio de traducciones nos re­ cuerda uno de los principios de la emancipación intelectual for­ mulado hace largo tiempo por Joseph Jacotot: un hombre emancipado es un hombre capaz de hablar sobre la actividad que realiza, capaz de concebir su habilidad como una forma de lenguaje, no un sistema de signos sino una alocución que es una manera de tejer una forma de comunidad. Una comunidad emancipada, dice Jacotot, es una comunidad de artistas, una co­ munidad de narradores y traductores. Es quizá en este sentido inesperado que la danza, como dijo Mallarmé, es un "arte em­ blemático" o un emblema del arte.

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LOS TIEM POS DEL CINE

Estas observaciones acerca de los tiempos del cine perte­ necen a una investigación más extensa relativa a las ficciones del tiempo. Denomino "ficciones del tiempo" a las formas de estruc­ turación de las relaciones temporales y los modos de racionali­ dad de la conexión temporal que estructuran nuestros modos de percibir la política y la Historia, así como la literatura y el arte. Esta definición implica una redefinición de la noción de ficción. Estamos acostumbrados a oponer la ficción, entendida como la invención de seres imaginarios, a la realidad de la acción -y, par­ ticularmente, de la acción política que transforma el mundo. Sin embargo, sabemos, desde Aristóteles, que la ficción es mucho más que la invención de seres imaginarios. Es una estructura de racionalidad. Es un modo de presentación que torna perceptible e inteligibles cosas, situaciones y acontecimientos. Y es un modo

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de conexión que construye formas de coexistencia, sucesión y causalidad entre acontecimientos y les confiere a estas formas la modalidad de lo posible, lo real o lo necesario. En este sentido, la ficción es necesaria cada vez que debe producirse un sentido de realidad (una idea de lo dado y de su racionalidad). Los polí­ ticos, los periodistas o los cientistas sociales hacen uso de esto cada vez que deben decir: está es la situación dada, esta es la razón por la que es así y este es el futuro que, en consecuencia, podemos predecir. Por eso puede ser útil cambiar nuestra ma­ nera de pensar las relaciones entre el arte y la política o la ciencia social. En lugar de analizar obras, novelas o películas como efec­ tos de causas sociales, puede resultar interesante analizar las for­ mas de la narración cinematográfica como modelos de presentación de hechos, de estructuración del tiempo y de co­ nexión racional que pueden ayudarnos a entender modos de presentación de lo dado, de construcciones de tiempo y de ra­ cionalidad causal presentes en la política o las ciencias sociales. Es desde esta perspectiva que les hablaré de tres filmes, pertenecientes a tres momentos diferentes de la historia del cine: el momento experimental de los años '20; el momento clá­ sico de Hollywood en torno a los años '40; y el momento con­ temporáneo. Cada uno de estos filmes nos habla de su tiempo, es decir, del momento histórico en el que fue realizado. En varios sentidos, son testimonios de las esperanzas y los conflictos, las desilusiones y los desastres que marcaron la historia del S. XX. Pero también, y esto es más importante, a fin de hablar de su tiempo, estos filmes hacen un cierto uso de las formas cinema­ tográficas de la temporalidad. Por lo tanto, examinar algunos de sus momentos significativos me permitirá mostrar las complejas relaciones entre diversas líneas temporales: los modos de cons­

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trucción de una temporalidad presentes en estos filmes, la trans­ formación de estos modos en la historia del cine y su relación con la historia global a la que pertenecen y que desean expresar. Me gustaría mostrar cómo, para contar el tiempo al que perte­ nece, el cine utiliza su recurso más esencial, es decir, su capaci­ dad de situar distintos tiempos en uno solo. Los tres momentos cinematográficos que he elegido implementan una multiplicidad de combinaciones entre distintas maneras de construir una tem­ poralidad: continuidad y fragmentación, conexión y repetición, sucesión y coexistencia. Estas combinaciones, a su vez, nos ofre­ cen diversas maneras de aprehender el tiempo histórico. Inten­ taré mostrar cómo lo hacen a través de una tensión entre tres formas principales de temporalidad: el tiempo de la narración, el tiempo de la representación y el tiempo del mito. Una vez más, partiré de la obra en torno a la cual intenté construir una comprensión de la modernidad, específicamente, El hombre de la cámara, de Vertov, que continúa siendo el tes­ timonio más sorprendente de un momento de conjunción entre la experimentación con el nuevo medio cinematográfico y la gran experimentación social llamada revolución. Desde el prin­ cipio, el filme afirma una homogeneidad'temporal radical. No nos cuenta ninguna historia. Es "un experimento en la comuni­ cación cinemática de hechos reales". Estos términos deben ser tomados al pie de la letra. El cine no es un lenguaje destinado a proveer información acerca de una realidad existente fuera del mismo. Las palabras de este lenguaje son realidades en sí mis­ mas: son momentos, movimientos, gestos tomados en préstamo de la vida cotidiana y el trabajo. Y comunicar no significa infor­ mar; significa conectar. En cuanto al cine, significa movimiento. La "comunicación cinemática" consiste por lo tanto en la cons­

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trucción del movimiento global en el interior del cual todos los movimientos están conectados. Significa, si se quiere, la movili­ zación de todos los movimientos por medio de la máquina del movimiento. El lenguaje cinematográfico construye la realidad sensible del comunismo, el tejido sensible de la nueva vida, gra­ cias al movimiento que reúne en una única totalidad las activi­ dades de una multiplicidad de movimientos de cuerpos y máquinas. Esto también significa que el nuevo lenguaje es más que un lenguaje de imágenes, y que el montaje no es simple­ mente una manera de acercar imágenes distantes, como dice Godard en sus Historias del Cine (1988-1998). Es una manera de acercar tiempos, de situar una multiplicidad de temporalidades en un único flujo temporal. Vertov construye este tiempo común dentro de una uni­ dad temporal dada por la duración de un día, desde el despertar en la mañana a la jornada de trabajo en oficinas, tiendas o fábri­ cas, y el entretenimiento nocturno. Destaqué anteriormente la significación de esta unidad temporal común a filmes "documen­ tales" como Berlín: Sinfonía de una Gran Ciudad (1927), de Walter Ruttman, y obras literarias como el Ulises (1922) de James Joyce y La señora Dalloway (1925) de Virginia Woolf. El "experi­ mento" cinematográfico de Vertov sigue la lógica de la "ficción moderna" que ha abolido la antigua jerarquía aristotélica de las temporalidades e inventado un tiempo de coexistencia igualita­ rio hecho de una multiplicidad de eventos sensoriales, todos igualmente significativos o insignificantes, que conectan la vida de cualquier individuo con la gran vida anónima que no conoce jerarquía alguna. Es el tiempo democrático de la nueva ficción que Vertov equipara con la construcción del tiempo comunista, dentro del que todas las actividades están entrelazadas. Aunque

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el filme va del despertar matutino al entretenimiento nocturno, no es en absoluto una crónica que sigue la sucesión de las horas. Es la construcción de un tiempo común, lo que significa un tiempo simultáneo que torna sincrónicas todas las actividades del día. Esta construcción se hace por medio del montaje, que corta todas esas actividades en muy breves fragmentos y los reúne de tal modo que pueden penetrarse unos a otros y man­ tenerse unidos en un ritmo colectivo muy veloz. Para ver cómo funciona esto, vale la pena observar un número de secuencias reunidas en la mitad del filme a fin de componer una vasta sin­ fonía de gestos manuales: gestos de una manicura en un salón de belleza, de un barbero en su tienda, de costureras trabajando con sus agujas en su hogar o en un taller con máquinas de cos­ tura, de cajeros usando ábacos o cajas registradoras, de lustra­ dores callejeros de zapatos, de policías haciendo señales de tráfico, de trabajadoras empaquetando cigarrillos en un fábrica de tabaco, de un grupo de mecanógrafos, etc. Lo que nos sorprende en esta sinfonía del movimiento es la extrema fragmentación: aproximadamente ciento veinte tomas en menos de cuatro minutos. Más adelante, el movi­ miento alcanzará una velocidad de treinta y cinco tomas en veinticinco segundos, sin contar las dobles exposiciones. Ahora bien, se imponen dos observaciones acerca de la función y el significado de la fragmentación. Una interpretación extendida, inspirada en parte en Lukács y en parte en Benjamín, consideró la fragmentación como la evidencia de una "pérdida de expe­ riencia", una ineptitud para coordinar sus elementos, caracte­ rística de la modernidad. En este caso, sin embargo, parece que la fragmentación no es en absoluto una experiencia de pérdida y desorientación. Muy por el contrario, cuanto más fragmenta­

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dos están los elementos, más pueden conectarse con un todo, bajo la forma de una conexión racional mucho más rigurosa que la vieja conexión narrativa de causas y efectos. La percepción de ese rigor, no obstante, puede conducir a una malinterpretación simétrica, que asimila esta conexión integral de los gestos fragmentados con un lógica taylorista. Mostré previamente que la fragmentación puesta en marcha por Vertov hace exacta­ mente lo contrario. En lugar de fracturar una tarea en un con­ junto de operaciones complementarias, borra todas las diferencias en el interior de una tarea y entre las diferentes ta­ reas entre sí. Hace de ellas unidades idénticas de movimiento que se fusionan en un único continuum sensible. A tal fin, Vertov cancela la especificidad de los movimientos y los gestos. Los se­ para de la temporalidad determinada por sus propios fines y de la jerarquía de las formas de vida a las que pertenecen. Por eso las operaciones de una manicura que hace las uñas de una mujer pudiente en un salón de belleza, de los trabajadores de una línea de ensamblaje en una fábrica de tabaco, de un lustra­ dor callejero de zapatos o de los empleados de una central te­ lefónica se tornan equivalentes, aunque algunas de ellas pertenezcan a la vieja burguesía y otras, al nuevo mundo indus­ trial y socialista. Todas son operaciones hechas por manos en el mismo presente, y basta fragmentarlas y acelerarlas para que se vuelvan equivalentes y constituyan un continuum homogé­ neo. Vale la pena destacar, al respecto, el uso de otro recurso cinematográfico: la doble exposición. En el cine expresionista de los años '20, las dobles exposiciones se utilizaron general­ mente para montar el asombroso encuentro entre dos mundos, el mundo de los vivos y el mundo de los muertos. Le daban car­ nadura a un personaje específico, el fantasma o el vampiro, el

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habitante de un tiempo ido que interviene en el tiempo de los vivos. En los filmes de Vertov sucede exactamente lo contrario: las sobreimpresiones hacen que el pasado y sus sombras se des­ vanezcan en la luz idéntica de un presente absoluto. Demues­ tran que solo hay un tiempo, al reducir todo los gestos de los cuerpos a unidades equivalentes de movimiento. Todas las di­ mensiones del tiempo pueden reducirse al Movimiento y todos los movimientos son equivalentes y homogéneos. Así es como el filme consuma la tarea requerida por su tiempo y entreteje la temporalidad común de la nueva vida. Opone a la temporalidad de la ficción representativa, basada en la lógica causa/efecto, una temporalidad específica, característica de la modernidad estética: la temporalidad de la representación. Pienso que este es un aspecto que Godard pasa por alto cuando opone el poder de la imagen, abierto a una multiplicidad de com­ binaciones, a la limitación de la trama, impuesta por la industria de Hollywood. La imagen cinematográfica se abre al juego de las metamorfosis como una fracción de tiempo. Cuando Godard opone la imagen a la trama, olvida que la forma temporal que la modernidad estética predica contra la viejaiógica de la historia es la forma de la representación, la form í del movimiento que despliega y experimenta una serie de metamorfosis antes de vol­ ver a plegarse sobre sí misma. En este sentido, la construcción del día cinemático es la construcción de una representación. Por eso Vertov incluyó conspicuamente en su día una representación específica tomada en préstamo de un filme anterior: los trucos de un ilusionista que produce una serie de metamorfosis para delicia de los niños. Por eso, también, el tiempo del día está en­ cerrado en otro tiempo: el tiempo de la película. El filme co­ mienza en una sala de cine donde, al final, se muestra la sinfonía

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del día a los espectadores que son realmente sus actores, es decir, los personajes anónimos capturados por la cámara en sus actividades cotidianas. Esta función nocturna está destinada, de hecho, a reducir la multiplicidad de momentos a unos pocos sím­ bolos del movimiento colectivo: los gestos de los empleados de la central telefónica que crean nuevas conexiones sin cesar, la sonrisa de la trabajadora sobreimpresa al movimiento de la rueca, los gestos de un director musical, trompetas cuyas imá­ genes se fusionan en un unísono visual, bailarinas cuya danza expresa el dinamismo de la sinfonía colectiva e incluso una cá­ mara que sale de su caja.y ceremoniosamente se inclina ante la audiencia antes de volver a la misma. A fin de oponerse al tiempo de las viejas historias sentimentales, la gran y unánime sinfonía de la vida comunista debe equipararse al tiempo de la pura representación que se despliega antes de volver a plegarse sobre sí mismo. Esta manera de equiparar la nueva vida comunista a la alegre sinfonía de los movimientos iguales originó muchas críti­ cas. Me concentraré solo en una de ellas. Más precisamente, me concentraré en un filme rodado un año después de El hombre de la cámara, que puede considerarse su refutación práctica. Se trata de La linea general (1929), de Eisenstein, cuyo título origi­ nal, Lo viejo y lo nuevo, oponía claramente dos tiempos y dos formas de vida. Eisenstein muestra a su colega Vertov que no hay alegre sinfonía que conduzca en un tiempo común la cosmé­ tica de uñas en un salón de belleza y el trabajo en un línea de ensamblaje. Está el ritmo del viejo mundo y el ritmo del nuevo. Pero eso no es todo. Lo que diferencia el ritmo del nuevo mundo no es el hecho de ser sincrónico e ir más rápido. Es el hecho de ser más frenético. El viejo mundo no consiste tanto en métodos

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tradicionales de labranza como en el delirio de ceremonias reli­ giosas. Lo nuevo no consiste en el automatismo perfecto de las máquinas. Muy por el contrario: el tractor largamente esperado se rompe en el preciso momento de su primer trabajo; y para ayudara repararlo, Marfa, la orgullosa koljosiana, debe sacrificar su vestido y su modestia. Las máquinas son objetos de amor y sacrificio. Así es como la desnatadora se convierte en un objeto de adoración eucarística. Las representaciones del nuevo tiempo no son trucos de ilusionista; son grandes ceremonias orgiásticas, ilustradas en el filme de Eisenstein por el toro en celo o el des­ borde de chorros de leche. Para Eisenstein, el lenguaje del filme no es el lenguaje de la representación que se despliega y se pliega otra vez. Es un lenguaje primitivo a través del cual el nuevo tiempo histórico se comunica con el tiempo inmemorial del mito. En contraste absoluto con Vertov, Eisenstein hace del trabajo del montaje una desincronización de los tiempos. La desincronización trabaja de una manera distinta en el cine de Hollywood, esa "fábrica de sueños" que Godard con­ trasta con la fábrica de sueños soviética. Me gustaría mostrar esto a través de un filme que sigue en apariencia una lógica na­ rrativa tradicional, con un guión tomado de una novela exitosa, que trata un gran tema contemporáneo y se estructura en torno a un personaje principal interpretado por una estrella. El filme es The Grapes ofWrath (Las uvas de la ira), rodado por John Ford en 1940 y basado en la novela de John Steinbeck, en la que se relata el éxodo de los granjeros de Oklahoma forzados a aban­ donar su tierra tanto por el Dust Bowl como por el progreso de la mecanización, antes de encontrarse en California con la brutal explotación de los peones agrícolas por los trusts capitalistas de la industria frutícola. Me gustaría mostrar que la línea aparente­

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mente recta de la narración es quebrada desde el inicio por otra temporalidad cuya construcción cinematográfica puede verse en un extracto que tiene lugar en la casa desierta en la que Tom Joad, recién salido de la cárcel y acompañado por Casy, el predi­ cador apartado de su cargo, busca a su familia en vano. No la en­ cuentra. En cambio, encuentra a otro campesino, Muley, que vive en la casa como un fantasma y le cuenta cómo su propia granja fue destruida por tractores. La secuencia entera parece estar estructurada en torno a dos imágenes shockeantes: la llegada de los tractores que pare­ cen monstruos mitológicos y, luego, la aparición del tractorista con su casco y sus guantes de cuero, a quien la toma en contra­ picado también convierte en un monstruo mitológico. Son imá­ genes cuyas versiones originales reconocemos de inmediato. Son réplicas exactas del ejército de tractores y el héroe de los nuevos tiempos celebrados por la cámara de Eisenstein. En La línea ge­ neral, el tractor es el instrumento que permite que la labranza colectiva le gane a los kulaks contrarrevolucionarios. Aquí, el tractorista encarna todavía la imagen de la nueva era. Pero la imagen ha cambiado de bando, tal como efectivamente sucedió. El glorioso tractorista se ha convertido en un instrumento del anónimo poder de los bancos, que llega tan lejos como para des­ truir la casa de los campesinos para obligarlos a marcharse. Ha­ bría muchas cosas para decir, acerca de esta inversión de la imagen de la Modernidad. Pero elijo concentrarme en el tipo de temporalidad en la que dicha inversión ocurre, y en la relación que esta temporalidad establece entre dos cosas: la historia que cuenta la película y el proceso histórico de la que es testigo. El punto es que, en este preciso momento, el filme pone en marcha una sorprendente operación de condensación. La no­

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vela ofrece un relato sintético de la.forma en la que sucedieron los desalojos. Aquí, la historia está vista desde la perspectiva de un personaje, Muley. Pero este personaje parece emerger de la nada en la casa vacía, donde la luz de una vela ilumina tenue­ mente los rostros perdidos en la oscuridad. Solo un pequeño ruido orienta a Tom y su vela hacia el rostro alucinado de Muley, un rostro que parece asediado por el acontecimiento que ha vi­ vido. Muley lo evoca en primer lugar en un intenso monólogo, con un tono casi shakesperiano. Luego se produce una disolución que parece seguir la dirección de su mirada y conecta ese diálogo de sombras con la narración del desalojo de una forma muy par­ ticular. Es como si estuviéramos viendo no lo que sucedió sino que lo que se imprimió en la retina de Muley y ahora obsesiona su rostro íntegro. De esta manera, el desalojo, que es el punto de partida de la historia, solo existe en la mirada obsesionada y la alucinada voz de este personaje fantasmal, cuya interpretación de ocho minutos determina la dinámica de todo el filme antes de desaparecer para siempre. Así, todo sucede como si, con esta interpretación episó­ dica, se hubiera roto la relación entre la historia y la Historia. El desalojo es el acontecimiento que enviará a la familia Joad y al ex predicador hacia California. Este acontecimiento, sin embargo, solo habrá existido visualmente como la pesadilla o el trauma de un individuo que no se marchará: un individuo que la Historia ha golpeado y separado, por esa misma razón, de las combinaciones narrativas que conducen a una acción hacia sus fines y a una his­ toria hacia su conclusión. Esos ocho minutos que marcan el paso de la Historia se levantan como un fragmento aislado de la trama librado a la interpretación de un actor secundario que, durante esos pocos minutos, habrá hecho su propio filme. De hecho, este

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actor secundario no es nadie en absoluto. Es un símbolo de un momento de la Historia americana y la leyenda americana. John Qualen es un actor de ascendencia noruega, que interpretó du­ rante treinta años el rol de granjero inmigrante que ha encon­ trado su lugar en el nuevo mundo americano. Siete años antes, había actuado en Our Daily Bread [El pan nuestro de cada día, 1934), el filme de King Vidor rodado al inicio de la era Roosevelt que mostraba a los trabajadores desempleados abandonando la ciudad y encontrando una nueva vida en una fraternal comuni­ dad campesina. El momento culminante del filme, el esfuerzo de la comunidad entera para cavar un canal que permitiera irrigar la tierra, parecía una réplica americana de las tramas soviéticas acerca de las comunidades pioneras. Siete años después, en Las uvas de la ira, asistimos al fin del sueño fraternal encarnado por el mismo actor. De esta forma, la interpretación singular del hombre po­ seído conecta las heridas infligidas por la Historia con un tiempo fuera de la pantalla, el tiempo fuera del tiempo histórico, el tiempo del mito. La visión alucinada de Muley derrota a la épica soviética del tractorista. Su desaparición parece un eco de las tramas brechtianas que oponen aquellos que hacen la historia a aquellos que la padecen pasivamente. El filme de Ford es el exacto contemporáneo de la Madre Coraje de Brecht, la historia de una mujer que se rehúsa a ver que está sirviendo a la guerra librada contra los seres humanos por la lógica del provecho. En los años '50, Roland Barthes resumió el efecto dialéctico de la obra con una afirmación sorprendente: "es porque vemos a Madre Coraje ciega que vemos lo que ella no ve". Sin embargo, la división de tiempos en el filme de Ford nos ofrece una dialéc­ tica diferente. El tiempo fuera de la pantalla desde el que apa­

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rece y en el que desaparece Muley no es la temporalidad pasiva de la ignorancia y el consentimiento, opuesto al tiempo de la conciencia y la acción. Es el tiempo de una inscripción de lo irre­ parable. Este tiempo rechaza, en apariencia, cualquier historia de salvación colectiva. Pero también es eso lo que imprime en estas historias las marcas de lo irreconciliable. El recto camino de la historia está imbuido, entonces, de otro tiempo. Por otro lado, el filme cuenta la historia del granjero que, gracias a su éxodo, descubre la realidad de la guerra de clases y la conciencia de la clase trabajadora militante. Pero este camino de la oscu­ ridad hacia la luz está imbuido de una historia de sombras, que avanza de noche a noche, de claroscuro a claroscuro, de una alucinación a otra. Es durante la noche cuando Tom, cerca del final del filme, encuentra otra vez, en una carpa iluminada por velas, a Casy, el predicador apartado de su cargo, convertido en un líder sindical a punto de ser asesinado por los secuaces del trust. Y es también durante la noche cuando se despide de su madre. Desaparece en la oscuridad mientras le promete estar presente en el futuro cada vez que los hombres y las mujeres peleen por su dignidad. De esta forma, el'militante del futuro se transforma, a su vez, en una presencia'invisible, una sombra hundida en la misma noche de la que había emergido Muley antes de esfumarse. Esta travesía de la noche hacia la noche y de las sombras hacia las sombras no borra la violencia del testimonio acerca de la brutalidad de la explotación de clase. Muy por el contrario, el testimonio se torna más radical a través de la dimensión mítica que los tres cuerpos alucinados de Tom, Casy y Muley ofrecen al éxodo de los granjeros privados de sus tierras. Este entrelaza­ miento de tiempos no puede concebirse dentro del marco con­

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ceptual trazado por Godard, es decir, la oposición entre la ima­ gen, abierta en todas direcciones, y la trama que anula su po­ tencial de metamorfosis. En cambio, la trama cinematográfica está hecha de la tensión entre diferentes regímenes de "imagicidad" cuyos encuentros y shocks crean diferentes temporalida­ des en el mismo continuum temporal. El filme describe la lucha de clases de dos maneras. Al principio, de acuerdo al modelo aristotélico del pasaje de la ignorancia al conocimiento y de la felicidad al infortunio, pero también como la repetición de una serie alucinada de destellos en la oscuridad. La lucha de clases se describe a través de la disyunción de dos temporalidades que comparten la misma duración. Y es precisamente a través de esta disyunción como se testimonia el shock de la Historia. Esta disyunción, no obstante, tiene lugar dentro de un marco clásico. Lo "clásico" en ese marco es el equilibrio entre una historia lineal y los huecos, estasis y vértigos que la animan. Según la tradición hegeliana, el momento clásico en el arte es el momento en el que existe una concordancia entre su forma y su contenido. El momento clásico en el cine puede ser definido como el momento en el que el arte de las imágenes en movi­ miento es capaz de incluir dentro de la continuidad de su movi­ miento los huecos temporales que la contradicen. Puede pensarse este equilibrio como la expresión de un momento his­ tórico en el que las fuerzas en conflicto están en sí mismas en una situación de equilibrio que las hace fácilmente visibles e in­ terpretables. Esto es lo que diferencia la edad clásica del cine de su edad simbólica, en la que el cine pretendió construir por sus propios medios el tejido sensible de un nuevo mundo. Según la lógica hegeliana, el momento clásico es seguido por el momento romántico, en el que forma y contenido vuelven a separarse. En

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una grilla más contemporánea, esta.modernidad clásica ha sido opuesta a menudo a un momento posmoderno en el que la po­ sibilidad de construir una trama sobre el estado de las relaciones sociales se perdió en los grandes desastres del S. XX y el colapso de los grandes relatos sobre la Historia y la sociedad. Pienso, sin embargo, que el denominado relato posmoderno no da cuenta de los entrelazamientos y complejidades de los filmes que inten­ tan dar cuenta de nuestro presente. En mi libro sobre Béla Tarr*, traté de mostrar el modo complejo en el que sus filmes entre­ cruzan el tiempo del final del comunismo con el tiempo de su inicio, utilizando una forma narrativa que hace emerger la posi­ bilidad de lo nuevo del tiempo mismo de la repetición. Quiero concentrarme ahora en otra combinación de temporalidades en una secuencia de un filme que trata, de una nueva forma, el viejo problema aristotélico de las relaciones entre el tiempo de la fic­ ción y el tiempo de la crónica. Este filme, Juventude em Marcha (Colossal Youth en in­ glés, [Juventud en marcha, en español], 2006), pertenece a la serie de cuatro filmes que el cineasta portugués dedicó a la vida de un puñado de inmigrantes caboverdianos y unos pocos outsiders en los suburbios de Lisboa. Estos filmes pueden parecer el punto final de una trayectoria en la que el punto de partida fue la sinfonía del movimiento de Vertov y el punto intermedio, la representación de la lucha de clases al modo de Ford. Nos muestran trabajadores sin trabajo, sin clase trabajadora ni lucha

* [N. de T.]: Béla Tarr, le temps d'aprés, París: Capricci, 2011 [trad. cast.: Béla Tarr, el tiempo del después, Santander: Shangrila, 2013].

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de clases, y, finalmente, sin la esperanza de un futuro. Parecería entonces que la única temporalidad adecuada para estos traba­ jadores sin una clase trabajadora fuera la temporalidad ahistórica de la crónica -la que Aristóteles opuso a la temporalidad de la ficción trágica y Althusser, a la racionalidad dialéctica del teatro brechtiano en su artículo sobre el Piccolo Teatro. A primera vista, este tiempo de la crónica parece adaptarse perfectamente a la investigación desarrollada por Pedro Costa durante varios años, primero en las barrios miserables y luego en los cubos blancos de las casas en las que se realoja a los antiguos habitantes de esos barrios tras su destrucción. Y esta inmersión en el tiempo y el espacio de lo cotidiano parece estar adecuadamente simboli­ zada en el título de su segundo filme, En el cuarto de Vanda (No quarto da Vanda, 2000), el resultado de dos años transcurridos en ese cuarto en el que Vanda, su hermana y los amigos de esta última discuten sus vidas sin cesar mientras preparan droga. De la misma manera, Juventud en marcha parece seguir el tiempo lento de sus personajes y especialmente el de su personaje prin­ cipal, Ventura, el albañil caboverdiano: pequeñas escenas de la vida cotidiana, asuntos y accidentes de trabajo, encuentros con un empleado municipal para obtener un apartamento municipal donde alojar una familia imaginaria, varias visitas y conversacio­ nes. Esas escenas de la vida cotidiana pueden parecer pura ma­ teria documental. Pero esta no es precisamente la manera en la que normalmente funciona un filme documental. La lógica ordi­ naria del documental exige ir rápido, elegir los signos que nos permitirán caracterizar una situación social y conectar lo que vemos a una visión e interpretación general de las relaciones so­ ciales y su evolución histórica. Pero esto no es lo que hace Pedro Costa. Por el contrario, Costa pasa demasiado tiempo con sus

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personajes. Este tiempo extra no nos dice más sobre sus condi­ ciones de vida y las razones por las que las padecen. En cambio, confiere a sus cuerpos un poder de perturbación que nos hace perder el sentido de las conexiones normales entre una situa­ ción, sus causas, la manera en la que es vivida y las consecuen­ cias que pueden extraerse de todo ello. Esta perturbación desemboca sobre todo en la dificultad de ordenar las escenas en un continuum temporal. Una escena mostrada en la indiscernibilidad del presente parece comprensible solo como una remi­ niscencia del pasado. En otro episodio, vemos a Ventura prepararse para ir a trabajar con un colega antes de verlo solo entre dos retratos en el Museo Gulbenkian. Me gustaría concen­ trarme ahora en la más extraña de estas rupturas temporales, situada cerca del final del filme. Ventura visita a su amigo Lento, que le cuenta cómo perdió a su mujer y sus hijos en el incendio que el mismo provocó, desesperado ante sus miserables condi­ ciones de vida. Lo primero digno de destacar en este pasaje es la súbita ruptura que separa dos espacios y dos tiempos. Inmediatamente antes, Ventura estaba en la calle, la monótona calle de un barrio miserable donde acababa de visitar a uno de sus hijos imagina­ rios. Lo vemos en la entrada de su nuevo y ya deteriorado edifi­ cio. Luego, hay una súbita explosión en la pantalla: el color marrón de la puerta quemada, con sus llagas, ocupa toda su su­ perficie y nos hace entrar en otro tiempo y espacio (algo así como el cruce del puente en Nosferatu). Aparentemente, no hay ningún fantasma detrás de la puerta. Solo Lento, el amigo de Ventura. Lo hemos visto durante el filme. De manera constante, el cineasta ha opuesto su figura robusta y un tanto obtusa a la figura felina, salvaje y elegante de Ventura. Frente a Ventura,

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Lento encarna al obrero inmigrante rudo e iletrado a quien Ven­ tura intenta en vano enseñar el texto de una carta de amor diri­ gida a su amada en Cabo Verde. Pero ahora Lento abandona su apariencia rústica. Se convierte en un visionario que emerge de la noche, como Muley en Las uvas de la ira. Toma la mano de Ventura. Ambos están de pie frente a nosotros como actores en el escenario de un teatro, y su diálogo adopta el trono de una salmodia trágica con sus voces alternadas. Más tarde, Lento re­ citará con orgullo la carta de amor que siempre había sido inca­ paz de aprender. Mientras tanto, adopta el mismo tono ceremonioso para contarnos el incendio y la forma desesperada en la que se arrojó por la ventana con su mujer y sus hijos, para escapar de él. Es una ruptura radical con la temporalidad de la crónica. Pero también es una ruptura con cualquier lógica de continuidad narrativa. Porque el Lento que habíamos visto hasta entonces no tenía hijos, y su esposa todavía estaba en África. Más aún, el filme ya nos lo había mostrado muerto luego de caer de un poste mientras intentaba conectar su miserable casa a la red eléctrica. Dado que somos incapaces de conectar este episodio con el continuum del filme, percibimos con claridad lo que había perma­ necido ambiguo debido a la forma fragmentaria y el ritmo lento del filme: los episodios que vemos no son momentos de la vida cotidiana de Lento registrados por la cámara. Son ficciones. Pero son ficciones de un tipo muy específico. No son historias de per­ sonajes imaginarios interpretados por actores; son pequeñas es­ cenas que condensan los acontecimientos de sus vidas y de la vida de aquellos que comparten el destino de los obreros inmi­ grantes en las metrópolis de la Europa capitalista. La historia con­ tada por Lento no es su historia. Pero le ocurrió a una familia de

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inmigrantes caboverdianos durante el rodaje del filme, y el acon­ tecimiento fue incluido en la interpretación que Ventura y Lento presentan no como actores sino como cuerpos en los que la His­ toria imprimió sus marcas y cicatrices y que, por tal razón, pue­ den simbolizar un destino común. Lo mismo puede decirse de los trabajadores "reales" de Pedro Costa como dei granjero ficticio de John Ford. Sus inter­ pretaciones testimonian la violencia de la Historia en la medida en la que está localizada en un tiempo fuera de la pantalla. El Lento que vemos aquí es una suerte de muerto viviente, un ha­ bitante del Infierno que regresa a nuestro mundo para ser testigo de los infiernos existentes en el mismo. Su cuerpo opaco se ha convertido en una superficie de inscripción en la que la vida de todos aquellos que comparten su condición puede percibirse tal cual es, es decir, una vida de muertos vivientes. Es como un ha­ bitante del Infierno, que habla desde un lugar situado más allá de la vida, que Lento puede juzgar la carrera de Ventura, que ha conseguido un documento de identidad, una tarjeta de seguri­ dad social y un apartamento municipal, pero termina su vida solo, con todas las heridas infligidas por la explotación capitalista. Así es como el tiempo de la interpretatión se conecta con el tiempo del mito para relatar el paso de la Historia sobre los cuer­ pos. Este entrelazamiento de temporalidades rompe entonces el marco consensual en el que nuestras sociedades perciben a Ventura, Lento y sus semejantes. Perturba de una doble manera el lugar que el régimen dominante de lo visible asigna al traba­ jador migrante. Por un lado, los pobres inmigrantes son más que pobres inmigrantes: son artistas, capaces de transformar sus his­ torias en un número de escenas e interpretar a los actores de las mismas. Por el otro, son menos que inmigrantes: son muertos

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vivientes, habitantes del Infierno. Ahora bien, esta identidad de los muertos vivientes es también una doble identidad. Por una parte, Lento y Ventura son seres mutantes, similares a los zombis, los hombres-leopardo o las mujeres-pantera representados por un cineasta contemporáneo de John Ford que es uno de los maestros más admirados por Pedro Costa, específicamente, Jacques Tourneur. Por la otra, Lento y Ventura son jueces venidos del Infierno para juzgar a los vivos. De esta forma, la crónica familiar de la vida de los inmi­ grantes en los suburbios de Lisboa, como la gran épica de los campesinos expulsados de su tierra y de sus hogares, se abre a una disyunción radical de temporalidades. La fábula cinemato­ gráfica clásica fue capaz de incluir temporalidades discordantes. La marca de lo irreparable solo determinó una escisión casi im­ perceptible en el despliegue de la trama. Pero la narración del deambular de los trabajadores migrantes contemporáneos ya no permite esta absorción. El tiempo fuera de la pantalla, el tiempo de lo irreparable y del mito, está situado ahora en el corazón de la crónica. La marca de la Historia sobre los cuerpos impide al filme desplegarse como una conexión de acontecimientos que trazan un arco desde un principio hasta un final. Del mismo modo, esa marca nos impide "leer" las leyes de la sociedad y la Historia en el desarrollo de la narrativa. La estructura temporal con la que el filme da cuenta de las transformaciones de su tiempo se sitúa en el intervalo que separa a un tiempo de la His­ toria -es decir, un tiempo de explotación- escrito como heridas y cicatrices sobre los cuerpos y un tiempo de la interpretación, en el que los mismos cuerpos vuelven a interpretar las heridas que han sufrido.

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Vertov puso en escena el finaj de la lucha de clases en la gran sinfonía del movimiento. Ford puso en escena su persisten­ cia, a costa de dotar a una trama de lucha y conciencia de una interpretación singular que conectaba el tiempo de la Historia con el tiempo fuera de la pantalla del mito. En el caso de Pedro Costa, el entrelazamiento del tiempo de la interpretación y el tiempo del mito ha absorbido por completo la narración y se afirma a sí mismo como la única expresión posible de la violencia de la explotación y la violencia de su rechazo. Esta forma de tem­ poralidad cinematográfica puede entonces abrirse a una interro­ gación radical acerca de la temporalidad, hoy en día, de la política en sí misma.

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ORIGEN DE LOS TEXTOS

Tiempo, Narración, Política fue en principio una conferen­ cia dictada por invitación del Instituto de Ciencias Sociales de Skopje en mayo de 2014. Su texto fue reescrito para su presen­ tación en el Cal Arts Institute de Los Angeles en enero de 2015. La modernidad revisitada fue en principio una conferencia dictada por invitación del Centro Cultural de Estudiantes (SKCNS) de Novi Sad en mayo de 2014. El momento de la danza fue un texto presentado en la conferencia "Dance in/and Theory" organizada por la Brown University (Providence) en abril de 2014. Los tiempos del cine fue una conferencia dictada por invi­ tación del Multimedijalni institut (MaMa) en Zagreb y el Depar­ tamento de Filosofía de la Universidad de Sarajevo en octubre de 2015. Su primera versión había sido presentada en el contexto del festival "Cinema Ritrovato", en Bologna, en julio de 2015.

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