Tiempos Del Psicoanalisis

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Tiempos del psicoanálisis

José Ignacio Anasagasti Lozano

quantor ensayos

A mis padres y hermanos A Lourdes, Jaime, Ignacio y Blanca

Actos en el tiempo

La función del tiempo en el tratamiento psicoanalítico1

Los mortales hablan en la medida que escuchan. Están atentos a la invocación del man­ dato del silencio de la Diferencia, aunque no la conocen. La escucha des-prende del mandato de la Diferencia lo que lleva a la sonoridad de la palabra. E l hablar que des­ prende escuchando es el Corresponder. M artin Heidegger

Tiempo institucionalizado versus tiempo del incons­ ciente La pregunta por el tiempo es esencial en un tratamiento psicoanalíti­ co. Nuestro trabajo como psicoanalistas nos confronta a una proble­ mática especial en relación con esta pregunta. La institución de salud mental tiene su tiempo propio, diferente del tiempo del inconsciente. ¿Podría el tiempo de la institución saturarlo todo hasta el extremo de impedir que emerja el tiempo singular del inconsciente? No hay una respuesta general que sirva para siempre; cada uno de los psicoana­ listas deberá responder desde su praxis y desde su deseo. La inclusión del sujeto en el tiempo del discurso le marca con una falta esencial. Entre un instante y otro hay un vacío, alrededor del cual se articula el devenir del tiempo. El psicoanálisis descubre en su acto que existe un tiempo que nos determina de una forma radical: el tiempo de la palabra. En el tiempo del inconsciente, nace P resentación realizada en el Aula de Psicoanálisis de la Comunidad de M adrid el 26 de Junio de 1996.

el sujeto del deseo. El analista es llamado a sostener este tiempo allí donde eso habla: en el enigma del síntoma. Estructuralmente, el tiempo subjetivo es siempre escaso, al estar en relación con una falta que nos fuerza a una elección ética: ¿qué destino daremos a nuestro intransferible tiempo? Porque el tiempo se puede malgastar, desper­ diciar o ser invertido en deuda simbólica. En un texto, en el que reflexionaba sobre el quehacer del psi­ coanalista en la institución de salud mental, escribí: “Nuestro trabajo como psicoanalistas en la institución nos enfrenta a una limitación del tiempo”. Quiero discutir esta frase, en la que se da a entender que la “limitación del tiempo” se debería a la circunstancia contingente de trabajar en la institución; por lo tanto, si lográsemos desprendernos de las cadenas de la institución, quedaríamos liberados automática­ mente de esa limitación que nos angustia y seríamos dueños y seño­ res de nuestro tiempo. Se trata de un anhelo fantasmático, no sin consecuencias en relación con nuestra praxis, sustentado en las ilu­ siones enajenantes de la autonomía y de la libertad. La verdad con la que se encuentra el analista, a su pesar y en contra de sus identificaciones más arraigadas, es la del despojamiento que sufre de su persona por la transferencia: su lugar de analista se localiza en el discurso del analizante. Poder sostener esta posi­ ción, implica necesariamente haber atravesado en su análisis perso­ nal la experiencia de la castración. ¿Cómo transmitir esta experien­ cia decisiva en el ámbito de una institución? El analista que está todo el tiempo peleándose con la institu­ ción, ya ha elegido; sin mucho esfuerzo, encontrará múltiples coar­ tadas para justificar su pelea. Las instituciones tienen tal peso imagi­ nario que pueden justificar todas nuestras frustraciones. El analista, que se enroca en un enfrentamiento especular con la institución, muestra su impotencia para sostener su lugar y su deseo de analista. La pelea no es inevitable: hay un lugar potencial para un analista en una institución, a condición de que quiera apropiárselo. Sólo desde la demanda singular de un sujeto, en el despliegue de su palabra, en

el horizonte de la verdad, emergerá la posibilidad de un acto analíti­ co en la institución. No se trata de oponer el tiempo de la institución al tiempo del psicoanálisis; como analistas, estamos convocados a establecer un corte entre los dos tiempos. Reescribir en nuestra praxis la sentencia de inspiración evangélica, que diría que “Hay que dar a la institución lo que es de la institución y al psicoanálisis lo que es del psicoanáli­ sis”, no se logra sin pagar algún tributo. La búsqueda de atajos, no querer pagar el precio, nos conducirá inevitablemente a la alternativa estéril de la rebelión o el sometimiento. ¿Cómo puede establecerse el corte entre el tiempo de la institución y el tiempo del análisis?: per­ mitiendo, desde la escucha y la interpretación, que se revele el in­ consciente en el marco de la transferencia. El agente de esta opera­ ción de corte es el deseo del analista y su discurso propio. Introducir la dimensión de la palabra implica necesariamente plantear en el límite la pregunta por la causa del deseo. No siempre y en todos los sujetos, aparecerá esta pregunta por la causa, pero el corte del inconsciente no es sin ella. Se suscita una cuestión ética: en todos los casos la apuesta es ir hacia esta pregunta, quedando a la elección de cada sujeto el deseo de transitar por este camino. Esta elección, que conducirá al tiempo del análisis, no se puede predecir ni prescribir. El saber psiquiátrico, que, en sus métodos diagnósticos y procedimientos terapéuticos, aspira a identificarse con el ideal cien­ tífico de la medicina, puede producir un sujeto pasivizado, reificado, detenido en su movimiento. El sujeto de la psiquiatría está ya consti­ tuido desde un saber cerrado y acabado que ilusoriamente cree po­ seer todas las respuestas. El profesional de la psiquiatría, investido con la carga insoportable de ser el detentador de La solución a los sufrimientos de sus pacientes, no dejará ni el tiempo ni el espacio simbólico necesario para que el sujeto construya su propia pregunta en transferencia. Que el sujeto se interrogue por su responsabilidad de sujeto con relación al malestar del que se queja, es el reto princi­ pal. Este progreso dialéctico sólo es posible si se abandonan las cer­ tezas yoicas, pagando con la moneda de la angustia: el deseo se ma­

nifiesta en las fallas, los accidentes y los tropiezos de un discurso causado. El tiempo, al que estamos llamados en el tratamiento psicoanalítico, ¿es el de la curación? ¿Qué tratamos en un tratamiento psicoanalítico? ¿Atendemos personas o tratamos un texto? ¿Curamos enfermedades o escuchamos la palabra que nos dirige un sujeto? ¿Cuál es el tiempo que trabaja en la trama significante de un psicoa­ nálisis? ¿Con qué textura e hilatura se entretejen y se trenzan el teji­ do y los nudos de un análisis? La institución se sostiene en la promesa de restituir al sujeto, con eficacia y rapidez, su funcionamiento normal; de ahí su nombre y su exigencia de salud mental. Nuestro título de médico, psiquiatra, psicólogo, etc., nos otorga la autoridad para curar, basada en el pres­ tigio del saber. A partir de una demanda de curación, el paciente se dirige al lugar del médico, suponiéndole el saber que a él le falta sobre la causa de su padecimiento. Está afectado por un síntoma: presencia extraña que le hace sufrir, que, al registrarse como signo de una enfermedad, le lleva a buscar la curación. Si no se responde a esta demanda de curación desde una posición de saber -lo que no implica que el psicoanalista se quede mudo-, se favorecerá la emer­ gencia en la transferencia del saber no sabido del inconsciente. El sujeto no deja de percibir de una forma oscura que algo enigmático le interpela en el síntoma, llamándole desde lo más vivo de su verdad. Cualquier síntoma, si pretende llamarse analítico, exi­ girá del Otro, desde la repetición y en su insistencia, el pago de la cuota insobornable del reconocimiento simbólico (que no es equiva­ lente a la del sufrimiento): deseo de reconocimiento y reconocimien­ to del deseo, las coordenadas del análisis. Lo que se lee en un análi­ sis, siguiendo las vías de la sobredeterminación del lenguaje, son los pliegos del significante, ordenados temporalmente en un campo de fuerzas pulsionales alrededor del núcleo central del goce (wirklicheit). Sólo en este campo, será posible el reencuentro del sujeto con la marca de su propia división, con la huella borrada de su deseo. ¿Qué es curar? ¿Qué hay que curar cuando lo que está en juego es un saber inconsciente? ¿Qué desea un sujeto, sin saberlo, más allá de su demanda de curación? La respuesta a estas preguntas

exige desplegar un tiempo cuya trama está tejida con la materia del recuerdo, la repetición y la elaboración. Se trata de un tiempo ético declinado en el futuro anterior: lo que habré sido para lo que estoy llegando a ser. Los ideales de curación y salud, que se presentan como irre­ futables, están cargados de ambigüedad. Cuando creemos tenerlos atrapados, se deslizan como el agua entre los dedos. Las categorías médicas y morales de bienestar-sufrimiento, salud-enfermedad, ¿son unas herramientas útiles para orientarnos en nuestro trabajo como psicoanalistas o nos pueden extraviar? En los momentos de angustia que hay que atravesar en un análisis, actuarán como una barrera y un tope que obstaculizará el acceso del sujeto al lugar potencial, donde, contingentemente, podrá retornar al (el) deseo. El analista, cuando está impregnado de esos ideales, queriendo ser un buen analista, queda abocado a perderse en sus laberintos. Para orientarse, cuenta con la brújula de su análisis personal y de la supervisión. Escuche­ mos el saber de la experiencia: A llí donde crece el musgo en los ár­ boles está el norte=Donde eso era el sujeto deberá advenir.

La curación en el campo del inconsciente Propondré una tesis para la discusión, un tanto provocadora: “La curación no existe en el campo del inconsciente”. Lo que no implica, de ningún modo, que los psicoanalistas sean insensibles al sufrimiento o que los sujetos en análisis no mejoren de sus síntomas. Esta tesis tiene la virtud de protegernos y, sobre todo, proteger a los pacientes de la pasión llamada fu ro r curandis, instaurando un tiem­ po de espera y de escucha en relación con el síntoma. En su parado­ ja, se recoge la ambigüedad en que se sitúa un sujeto frente al sínto­ ma: en contra de su afirmación de que está dispuesto a todo para curarse, su conducta no deja de manifestar una resistencia extrema a abandonarlo. La paradoja de esta tesis responde a la paradoja del síntoma. El analista, atrapado entre dos imposibilidades, la del sín­ toma y la de su propio lugar como analista, deberá necesariamente suspender su saber, situándose de esta forma en una posición de ig­

norancia con respecto a las producciones inconscientes del sujeto. El psicoanalista, con esta tesis escrita en gruesos caracteres en su cua­ derno de bitácora, no se precipitará a taponar con sentido la falla del sujeto, dando tiempo a que lo patético del síntoma deje paso a su dimensión de pregunta. El deseo del analista, en su función de incógnita, de x, pre­ serva el lugar de la causa, que anida en los entresijos, los márgenes y los bordes de la estructura del significante. El acto de apertura de un sujeto al tiempo del significante es la transferencia. El tiempo del análisis, del deseo y la palabra, con suerte y viento a favor, podrá darle y donarle tiempo al analizante. Aquí, vienen al caso esas frases coloquiales: “¡Déme un poco de tiempo!”; “¡Pido tiempo!”; “¡Tiempo por favor!”; “¡Un minuto más y acabo!”, en las que se pone de manifiesto que el que otorga o niega tiempo en su más pura materialidad es el Otro. Por este motivo, toman la forma de una invocación y de un llamado. Una de las paradojas del neurótico es que no tiene tiempo: o le fa lta tiempo o tiene todo el tiempo. Al no disponer de los recursos simbólicos, que le permitirían encontrarse con (en) su tiempo, pierde el tiempo. Esta es la causa de uno de sus síntomas paradigmáticos: la inhibición. El neurótico, al presentarse sin un nombre, alienado al otro imaginario, siempre va con prisas; le falta (el) tiempo para de­ tenerse en la pregunta por el deseo. ¿Hacia dónde corre tanto? No puede decírnoslo porque ha extraviado el sentido. Habrá que volver a reconstruir en su análisis, con los medios del significante, la di­ mensión capital del sentido. Si le invitamos a que espere en el sín­ toma, en aquel no saber que se enuncia entre líneas, se impacienta y se enfada porque su yo tiene otras urgencias. Le entran las prisas cuando las identificaciones imaginarias en las que se reconoce, vaci­ lan a causa de la emergencia de un real, de eso extrañamente fami­ liar (unheimlich) compelido a sacárselo rápidamente de encima. Aunque el neurótico se instale en la impotencia, le citaremos a la hora del discurso del analista, que dispone de los recursos significan­ tes, de la presencia simbólica y del saber supuesto que le posibilitará tomar en (la) cuenta a ese real.

El neurótico no puede situar un tiempo de espera, en el que se espere como sujeto, porque no tiene esperanza. La presencia del síntoma en su vida, al no guardar ninguna promesa, se le hace inso­ portable. El síntoma es un intruso molesto y un huésped extraño al que hay que despedir con premura, sin poder interrogarle. La espe­ ranza, la fe y la caridad son las tres virtudes teologales cuyo funda­ mento reside en Dios. La dimensión del Otro, del Logos significante, permanece impracticable en la neurosis, sepultada en la represión, caída bajo el peso del rechazo y la renegación. La obra de caridad del psicoanalista consiste en anudar la esperanza a un acto de fe en la palabra del Otro. La impotencia -rasgo decisivo de la estructura neurótica- es la manifestación del fracaso para abordar en su alteridad radical al Otro, que es degradado al plano imaginario de la rivalidad especular con el semejante. Si el aparato simbólico -capaz de detectar y de reconocer las señales significantes que retornan del lugar del Otroestá bloqueado en su función de escucha por todo tipo de interferen­ cias imaginarias, las riendas de la relación intersubjetiva estarán en las manos del no-tiempo de la inmediatez yoica. En la neurosis, el sujeto no puede guarecerse bajo el tiempo de la ex-sistencia y del deseo porque falta la falta. La ética del psicoanálisis, que trabaja con (en) los tiempos múltiples del discurso, tiene como marca distintiva la terceridad y la cardinalidad del plano de la historización y del deseo. Freud, refi­ riéndose a la complejidad de la estructura del sueño, la describe co­ mo “(...) la complicación y la multivocidad (Vieldeutigkeit; «indicación m últiple») de los vínculos entre el sueño manifiesto y el contenido latente”.2 Freud, en los primeros tratamientos de sujetos histéricos, al analizar el síntoma y perseguir sus huellas asociativas, se encuentra con la escala y la partitura del tiempo, bajo la incidencia de la re­ 2 Sigmund Freud: Esquem a del psicoanálisis, en Obras Completas, Ed. Amorrortu, Buenos Aires, 1997, Tomo XXIII, pág. 167.

troacción significante (nagtraglich) en su anudamiento con el trau­ ma: abertura original en la cadena histórica causada por el deseo. El tiempo subjetivo es un edificio construido con los ladrillos de la palabra, en cuyo centro más alejado se des-vela el vacío del deseo. Este tiempo, aunque lo denominamos lógico, se acerca más al tiempo de los mitos, de los sueños y de la poesía que al de la ciencia. M. Heidegger escribe sobre el lenguaje de la poesía: “El habla del poema es esencialmente multívoco y ello a su propio modo. No entenderemos nada del decir del Poema mien­ tras vayamos a su encuentro meramente con el sentido entumecido de un mentar unívoco”.3 Si a las urgencias yoicas, engañosas, se responde desde el fu ­ ror curandis del terapeuta -lo que técnicamente se denomina res­ ponder a la demanda-, se anulará cualquier horizonte temporal. El profesional quedará sumido en la desesperación y en la impotencia de curar como sea, a costa de lo que sea. Curar... ¿qué? ¿Qué signi­ ficaría curarse del inconsciente? ¿Que no hubiera inconsciente ni castración? La clave no es si el sujeto puede, sino si debe curarse del inconsciente. El sujeto, en sus rodeos, laberintos, extravíos, repeticiones y síntomas, sin saberlo ni quererlo, como una pluma arrastrada por el viento, insistirá en excavar, por medio de sus fracasos, tropiezos y accidentes, el lugar de una falta esencial, garantía última del deseo. Este es el sentido del más allá del principio del placer. El paradigma de este más allá es el personaje de Bossuet en “Los miserables” : “Bossuet era un muchacho alegre y desgraciado. Su espe­ cialidad consistía en que todo le salía mal. Por el contrario, se reía de todo. A los veinticinco años, era calvo. Su padre había termina­ do por tener una casa y un campo; pero él, el hijo, por nada había tenido tanta prisa como por perder en una falsa especulación el campo y la casa. No le había quedado nada. Tenía ciencia e inge­ 3 M artin Heidegger: De camino al habla , Ed. del Serbal-Guitard, Barcelona, 1990. Leer el capítulo sobre E l habla en el poema.

nio, pero abortaba. Todo lo perdía, todo le engañaba; lo que cons­ truía se desplomaba sobre él. Si partía leña, se cortaba un dedo. Si tenía una amante, descubría inmediatamente que ésta tenía también un amigo. En todo momento, le sucedía una desgracia; de ahí su jovialidad. Decía: ”.4 Por definición, el inconsciente no se puede agotar ni cerrar de una vez y para siempre. En su ser contingente, esencialmente fallido, es imprevisible, impredecible e incalculable, subsistiendo como lo no-realizado en todos los actos del sujeto. Freud señala el “made in Germany” del inconsciente en esa frase proferida en un análisis: “(...) No hay mejor prueba de que se ha logrado descubrir lo inconsciente que esta frase del analizado, pronunciada como re­ acción: , o , en cambio, que al analizado se le presente una pieza de su prehistoria olvidada, por ejemplo de la siguiente manera:





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Psiquiatría y psicoanálisis: ¿por qué el psicoanálisis no es una psicopatología? Se plantea reiteradamente la pregunta de si el psicoanálisis es o no una ciencia y, si lo es, cuáles serían las condiciones que lo definirían en su estatuto científico. Aunque se trata de un tema ampliamente debatido, controvertido y polémico, lo que no se suele interrogar a pesar de que es una cuestión mucho más apegada a la clínica es por qué el psicoanálisis no se puede reducir a una psicopatología. Inter­ rogación que, en el límite, implica la posibilidad de que el psicoaná­ lisis pudiera transformarse en una psicopatología dinámica. ¿Qué es lo que puede preservar a la praxis analítica de quedar atrapada en esa dualidad cerrada entre lo normal y lo patológico que caracteriza al saber perteneciente al orden de la mirada? Que lo que el analista haga en la clínica sea psicoanálisis y no otra cosa. La psiquiatría como especialidad médica hunde sus raíces en un terreno profundamente abonado por las categorías médicas de lo sano y lo enfermo, lo normal y lo patológico. Históricamente, el psicoanálisis nace como ciencia del inconsciente a partir

de la ruptura de Freud con la neurología y la ciencia positiva de su época. El testimonio, el hito inaugural, de esta ruptura freudiana con la neurología, que conlleva la subversión de las categorías médicas, es ese acontecimiento con valor de acto que marca el cambio de po­ sición de Freud en la clínica: el pasaje de tratar a escuchar a las histéricas; lo que implica necesariamente el abandono de la hipnosis y la sugestión en beneficio de la asociación libre, del libre desplie­ gue, rígidamente sobredeterminado, del significante. Reiteremos la pregunta que nos guía: ¿por qué la clínica psicoanalítica no es una psicopatología? Arriesgaré una respuesta. Úni­ ca y exclusivamente a causa de la transferencia, así como del uso que se hace de la función de la palabra en un psicoanálisis. Para el psicoanálisis, la palabra no es simplemente un medio de comunica­ ción, sino, ante todo, un campo simbólico, inconsciente, que deter­ mina al sujeto en su deseo sin que él lo sepa. La clínica psicoanalítica, a diferencia de la nosología psiquiá­ trica, que habita fuera del tiempo, en los tratados de las enfermeda­ des mentales, es una clínica en transferencia que se despliega en el marco del encuentro con el Otro. Pero ¿qué es la transferencia y cuál es su función en un análisis? Con ella nos sucede lo mismo que a S. Agustín con la pregunta p o r el tiempo; en el momento de planteár­ mela, ya no lo sé, se me escapa su esencia, como si las palabras no fuesen capaces de capturarla. La transferencia en el análisis, el amor al sujeto al que se le supone saber, emerge en el acto de seguir las huellas de los significantes, de errar y fallar en el tiempo del signifi­ cante. Dejémonos guiar por Freud para aproximarnos a la pregunta por la transferencia, que es la línea divisoria, el umbral, la frontera, entre el campo de la psiquiatría y el del psicoanálisis, entre la psicopatología y la clínica psicoanalítica. Freud, en las “Palabras prelimi­ nares” al caso Dora, escribe: “(...) Si es verdad que la causación de las enfermedades histéricas se encuentra en las intimidades de la vida psicosexual de los enfermos, y que los síntomas histéricos son la expresión de sus más secretos deseos reprimidos, la aclaración de un caso de histe-

ria tendrá por fuerza que revelar esas intimidades y sacar a la luz esos secretos”.277 Freud señala el anudamiento que se produce en una cura ana­ lítica entre la sexualidad y la palabra: “Ahora bien; en este historial clínico, el único que hasta ahora he podido arrancar a las limitaciones de la discreción médica y a lo desfavorable de las circunstancias, se elucidan con total franqueza relaciones sexuales, se llama por sus verdaderos nom­ bres a los órganos y funciones de la vida sexual, y el lector casto puede convencerse por mi exposición de que no me ha arredrado tratar de tales asuntos y en semejante lenguaje con una joven ” .278 Freud, en el primer párrafo, ubica la sexualidad en función de causa, actuando como la palabra preliminar de la histeria, y a los deseos reprimidos retornando, expresándose y manifestándose a través de los síntomas. El tratamiento analítico iría en la dirección de llamar por su verdadero nombre a todo aquello referido a las “rela­ ciones sexuales” y al deseo. El deseo sólo se revela cuando es inter­ pretado. La sexualidad humana siempre es parcial en tanto remite al goce de órgano, efecto de la inscripción del significante en el cuer­ po, que pervierte la necesidad natural. La genitalización completa de la sexualidad y la captura del otro como un objeto total son ideales neuróticos con los que se reniega de la falta. La transferencia en una cura analítica se pone en acto cuando en una relación de palabra, en un vínculo mediado por el lenguaje, se despliega la pregunta por la causa del deseo. El campo de la trans­ ferencia, como lo señala certeramente Freud, es el espacio-tiempo de las “relaciones sexuales”, entendidas como relaciones nombradas, significadas, habladas (“vida sexual” = ex-sistencia). Freud, en el tratamiento de Dora, se pregunta por el deseo reprimido que, en su latencia, actuaría como la causa de sus síntomas. ¿Estaría el deseo,

277 Sigmund Freud: Fragmento de análisis de un caso de histeria, en Obras Com­ pletas, Ed. Amorrortu, Buenos Aires, 1988, Tomo VII, pág. 7. 278 Ibíd., págs. 8-9.

al igual que el síntoma, sobredeterminado? ¿Qué objeto causa el deseo de Dora? La ética que sostiene el abordaje de estos interrogan­ tes en la búsqueda de la verdad, profundamente desconocida tanto para el analizante como para el analista, está determinada, en la rec­ titud de su senda así como en sus desviaciones, por la concepción que alberga el analista, muchas veces sin saberlo, de la transferencia. Insistamos en la pregunta que constituye el mojón principal de nuestro camino: ¿Hay algo que impida al psicoanálisis deslizarse por la pendiente, que cosifica al sujeto, de la psicopatología? La res­ puesta se puede deducir a partir de las condiciones mínimas que dan nacimiento a la transferencia analítica. Si en un campo de palabras se elimina, rechaza, suprime o desestima la pregunta por la sexuali­ dad y la causa del deseo, no habrá transferencia en el sentido propio y específico con que el psicoanálisis la concibe. Podrán encontrarse restos imaginarios de la transferencia bajo la forma de sentimientos transferenciales más o menos difusos, incluso efectos derivados de una transferencia salvaje, no mediada por la palabra, pero lo que no se constituirá es una transferencia hacia el lugar del significante y del deseo; lo que técnicamente se denomina el sujeto supuesto saber. ¿Cuál es el destino de un sujeto arrojado afuera, no incluido en el espacio y el tiempo de la transferencia? Si en un campo de re­ laciones estructurado por el significante se excluye la toma en con­ sideración y el abordaje de la “vida sexual” (la complejidad edípica), el sujeto en potencia de ese campo quedará inmediatamente objeti­ vado, reducido a su representación imaginaria, petrificado en su ser, condenado a habitar un no-lugar fuera del tiempo de la existencia, que, para constituirse como verdadera ex-sistencia, tendrá que ser compartida y vivida con los otros en un M itsein (ser con). Uno de los efectos del rechazo de la “vida sexual”, o de lo real de la vida, es la degeneración de los vínculos ex-sistenciales en luchas de poder, en las que impera la dialéctica amo-esclavo, domi­ nador-dominado. Toda la patología que en la actualidad se adscribe al término del acoso -laboral, de pareja, sexual, etc.- tiene su origen en una misma matriz: un espacio simbólico compartido se ha degra­ dado en un terreno de confrontación imaginaria en el que se lucha a muerte para ocupar un único lugar; lo que desemboca en una rela­

ción cerrada, sin salida, de perseguidor-perseguido, víctimaverdugo. El sujeto está acosado por la ausencia de una ley simbólica que pueda mediar en la relación desde un lugar tercero. El corolario al que nos conduce este axioma de la transferen­ cia, extraído de la experiencia, es que el espacio de las relaciones clínicas, aunque se nombre como clínica psicoanalítica y cuente con todos aquellos elementos que lo diferenciarían de la nosología psi­ quiátrica, privado de la pregunta por la sexualidad y la causa del deseo, despojado de lo que Freud llama el “factor de la transferencia”279, huérfano de un horizonte de interrogación por la verdad, se metamorfoseará ineludiblemente en un saber diagnóstico y psicopatológico más allá de la buena voluntad de los participantes en ese encuentro clínico. La psicopatología mata la dialéctica y detiene el tiempo al arrojar al sujeto en la vitrina de un museo, en un cuadro diagnóstico organizado por los dos polos exclusivos y excluyentes de lo normal y lo patológico. El psicoanálisis sólo adquiere el estatuto de discurso psicoanalítico, de “ciencia del inconsciente”, como lo califica Freud, a par­ tir del acto en que se conjetura la ex-sistencia en un campo transferencial, vincular, de un sujeto del deseo. Sujeto que nunca está solo 280 y aislado como una mónada , sino anudado en una relación com­ pleja con el objeto causa del deseo (el objeto a). Preservar el lugar vacío de este objeto causa -defenderlo- es la única maniobra transferencial válida, aquella que desde la técnica se ha llamado interpretar la transferencia. Dice Lacan en el Seminario de “La angustia” : “A quienes escucharon mi discurso sobre El Banquete, el texto de Dora -por supuesto, conviene primero que se familiaricen con él- puede recordarles la dimensión siempre eludida cuando se trata de la transferencia, a saber, que la transferencia no es sim­ plemente lo que reproduce y repite una situación, una acción, una actitud, un traumatismo antiguo. Siempre hay otra coordenada, que he destacado a propósito de la intervención analítica de Sócrates, a Ibíd., pág. 12. 280 En la filosofía, la “m ónada” representa lo uno en sentido individual.

saber, en particular, en los casos que evoco, un amor presente en lo real. No podemos comprender nada de la transferencia si no sabe­ mos que es también la consecuencia de este amor, de este amor presente, y los analistas deben recordarlo a lo largo del análisis. Este amor está presente de diversas formas, pero al menos hay que pedirles que lo recuerden cuando está ahí, visible. En función de este amor, digamos, real, se instituye lo que es la cuestión central de la transferencia, la que se plantea el sujeto a propósito del ágalma, a saber, lo que le falta, pues es con esta falta con lo que ama” .281 Enunciar para un sujeto la regla fundamental en que se sos­ tiene la asociación libre -“Diga todo lo que se le ocurra sin omitir nada”-, que, en su propia lógica, está condenada al fracaso, al conte­ ner el germen de su destrucción, de su imposibilidad, debido a que sólo se puede decir no-todo, porque una parte del sentido escapa indefectiblemente a su captura por las palabras, implica que en ese decir, liberado de las ataduras de la coherencia, de cualquier adecua­ ción a un fin o a un ideal, se espera el advenimiento de una verdad no sabida. Esta verdad, inter-dicta en los dichos del analizante, que se escabulle en las lagunas y los agujeros del discurso, cesa de no escribirse contingentemente entre los significantes. Este doble mo­ vimiento de apertura y cierre de lo interdicto conforma la pulsación temporal, la sístole y la diástole del inconsciente. El sujeto no sabido282, de la sexualidad y del inconsciente, al estar en falta, en una relación de ausencia y de exclusión, escapa a la captación por la mirada, siendo sólo aprensible en el análisis a través de una conjetura o de una construcción: actos significantes, éticos, en los que se supone aquello que no está pero que debería estar (por ejemplo, la falta de la falta). El sujeto del deseo, del significante, en su efímera y estúpida existencia, por su condición supuesta, no se sostiene en ningún automatismo, sin que medie un acto de palabra atravesado por la angustia. 281 Jacques Lacan: E l Seminario, L a angustia, Libro X , Ed. Paidós, Buenos Aires, 2006, pág. 122. 282 El poeta Hugo M újica escribe: “La creatividad tiene que ver con lo que no es, no con lo que ya es” .

Pondré tres ejemplos del acto de suposición subjetiva en que se constituye el sujeto del deseo en su división significante: I) Un paciente, diagnosticado de psicosis, cuenta que está haciendo un curso de informática. En el curso le ponen un ejercicio práctico que adopta la forma de un juego: localizar una carpeta es­ condida . Al intentar encontrarla, la pierde. Esta carpeta perdida es el sujeto. Detrás del sujeto espera el objeto perdido. II) Un paciente que padece un delirio paranoico es objeto de una persecución implacable por parte de una organización terrorista que le ha condenado a muerte. Dice: “Supuesto que yo tenga que desaparecer para que así nazcan la paz y la armonía, alguien tendrá que sacar alguna conclusión o hacer una reflexión después de mi muerte”. Este texto manifiesta la imposibilidad en la que está el sujeto de suponerse excluido en relación con la trama discursiva, en posición de afánisis, a causa de la forclusión del significante del Nombre-del-Padre. La desaparición del sujeto, al haber sido recha­ zado del lugar del Otro, cortándose el hilo que lo anudaba con la afirmación primordial ( behajung ), reaparece en lo real bajo la ame­ naza de aniquilación absoluta. El Otro gozador, al no desear su falta, perseguirá sin tregua su tachadura del universo simbólico. La forclusión del Otro de lo simbólico, su no división por el significante, le deja vendido y abandonado, sin nadie que pueda sostenerle en su condición de sujeto, después de su muerte, a través de una “conclu­ sión” o “reflexión” hablada (emitida desde el lugar del sujeto de la enunciación). Sólo el discurso del Otro podrá alumbrar su condición radical e irreductible de sujeto del deseo. III) Una analizante, hablando de la obra de teatro A rte , aso­ cia con el siguiente recuerdo: “Tres amigos están contemplando un lienzo en blanco. Uno de ellos, interpelando a los otros, exclama: ” Este sujeto, causado por el deseo del Otro, podrá ver aquello que no se puede ver, la falta, que sólo puede ser objeto de una suposición, de un acto

de invención. Suposición invisible, sólo pasible de ser supuesta des­ de el lugar del saber inconsciente. Si se amputa al psicoanálisis de su columna vertebral, de su basamento estructural, que se sostiene en una conjetura, la de la x del sujeto del inconsciente, su edificio, hecho con la argamasa de la palabra y del deseo, se vendrá abajo. Por este motivo, Freud era in­ flexible con las desviaciones que podían afectar a los cimientos de su ciencia: la etiología sexual de las enfermedades mentales y la teoría de la represión.

La transferencia y el lugar del analista Con referencia al campo de la “vida sexual”, al espacio de la transferencia y del deseo, estructurado por el significante, ¿qué lugar ocupa el analista?, ¿cuál es su función?, ¿cómo incide en este campo la especificidad de su deseo? Preguntar por los lugares y las funcio­ nes, así como por las letras que ocupan dichos lugares, es suponer que el campo de la clínica está sostenido por una matriz discursiva que tiene una función constituyente. Dejémonos guiar por Freud con relación a estas preguntas. En las “Conferencias de introducción al psicoanálisis” encontramos un párrafo, a la vez luminoso y extremadamente complejo, sobre la función de la transferencia: “(...) cuando la cura se ha apoderado del enfermo, sucede que toda la producción nueva de la enfermedad se concentra en un único lugar, a saber, la relación con el médico (...) A esta versión nueva de la afección antigua se la ha seguido desde el comienzo, se la ha visto nacer y crecer, y uno se encuentra en su interior en posición particularmente ventajosa, porque es uno mismo el que, en calidad de objeto, está situado en su centro. Todos los síntomas del enfermo han abandonado su significado originario y se han in-

corporado a un sentido nuevo, que consiste en un vínculo con la transferencia” .283 Los síntomas de Dora hay que leerlos desde este “vínculo con la transferencia” en cuyo “centro” está situado el psicoanalista, no en su persona, de la que es radicalmente despojado por la propia transferencia, sino en “calidad de objeto”. ¿Cuál es el objeto del que el analista hace semblante en un análisis? Si la pregunta por el deseo marca la dirección de la cura, el objeto del que el analista hace sem­ blante deberá estar anudado de alguna forma con el deseo del anali­ zante. El objeto a es la respuesta al enigma del deseo, el lugar vacío que, al albergar un plus-de-goce, resuelve el problema planteado por todos los significantes reprimidos que han determinado el destino del sujeto desde antes de su nacimiento. Es la x de la transferencia por la que se pregunta Freud en el caso Dora: “(...) Así fui sorprendido por la transferencia y, a causa de esa x por la cual yo le recordaba al señor K, ella se vengó de mí como se vengara de él, y me abandonó, tal como se había creído engañada y abandonada por él (...) No puedo saber, desde luego, cuál era esa x: sospecho que se refería a dinero, o eran celos por otra paciente que tras su curación siguió vinculada a mi familia” . 284 El objeto a responde al signo de interrogación del deseo “¿Qué quiere el Otro?”- desde el lugar de la causa (-a). En el análisis de Dora, el problema de la transferencia tiene una importancia decisiva, al estar íntimamente relacionado con su interrupción prematura: “(...) Este historial, que duró sólo tres meses, es abarcable y memorizable, pero sus resultados quedaron incompletos en más de un aspecto. El tratamiento no prosiguió hasta alcanzar la meta prefijada, sino que, llegado cierto punto, fue interrumpido por vo­ luntad de la paciente (...) Justamente la pieza más difícil del traba283 Sigmund Freud: Conferencias de introducción al psicoanálisis, en Obras Com ­ pletas, Ed. Amorrortu, Buenos Aires, 1991, Tomo XVI, págs. 403-404. 284 Sigmund Freud: Fragmento de análisis..., Op. cit., pág. 104.

jo técnico no estuvo en juego con la enferma; en efecto, el factor de la , de que se habla al final del historial clíni­ co, no fue examinado en el curso del breve tratamiento” .285 Freud, en una reflexión sobre la interrupción del análisis de Dora, señala: “Yo no logré dominar a tiempo la transferencia ” .286 ¿Este “dominar a tiempo”, concierne al tiempo cronológico o al tiempo lógico, al tiempo retroactivo del significante (nagtraglich) que, en su autoreferencia, se muerde la cola? ¿Debería estar el ana­ lista prevenido y no ser incauto con respecto al deseo para así domi­ nar y parar el golpe de la transferencia que, inevitablemente, se diri­ girá a él como su objeto privilegiado? ¿No es la transferencia y su objeto, al igual que la sexualidad, precisamente aquello imposible de domesticar y dominar? Más que estar advertido frente a la transfe­ rencia, ¿el reto que se le plantea al analista no es el de ex-sistir en el lugar, a veces extremadamente incómodo, a él asignado por el dis­ curso del analizante? Precisamente porque el analista por su “posi­ ción particularmente ventajosa” hace semblante del objeto a la trans­ ferencia podrá ser analizada hasta el final. El problema para Freud es que en la transferencia de Dora tendrá que ocupar una posición femenina debido a que el objeto de deseo en juego es una mujer, la Sra. K, a la que apunta el así llama­ do deseo homosexual. Más complejo todavía: la mujer, no como objeto de la libido homosexual, sino en tanto encarna para Dora el misterio de la feminidad: “¿Qué quiere una mujer?” La apuesta para Freud es sostener esta pregunta en el espacio simbólico de la transfe­ rencia hasta el final. Hay algo que puntúa el historial de Dora y el progreso de su tratamiento desde el principio hasta el fin. Se trata de la pregunta, que se anuda con lo esencial de la transferencia, acerca del origen del saber sobre la sexualidad que posee Dora. Es evidente que este saber proviene de algún Otro. Pero ¿quién es ese Otro que le ha transmitido a Dora ese saber? Dora mantiene el anonimato, la reser­ va, el secreto, sobre la identidad de ese Otro: “No lo recuerdo, no lo

sé” . ¿Quién es el Otro, o la Otra, al que Dora mantiene una fidelidad absoluta, que atraviesa todos los avatares de su historia? ¿Quién y por qué puede ser merecedor de esa fidelidad? Al final, Freud des­ cubre que es una mujer: la Sra. K. Si la transferencia analítica es la relación del síntoma con el sujeto supuesto saber, la fórmula de la transferencia para Dora sería: Sra. K. (sujeto-x)-supuesto-saber. Esto explicaría el prestigio que la Sra. K. tenía para Dora, su fascinación e inconmovible fidelidad. ¿Cómo recuperará Dora ese saber que es el suyo, que le su­ pone en la transferencia salvaje a la Sra. K? ¿Cómo reintegrará el analizante el saber que le ha atribuido a su analista a lo largo de todo el recorrido del análisis? Estas preguntas plantean la cuestión capital del final de un análisis. La de-suposición del saber a aquel que ha encarnado al Otro en la relación transferencial pasa necesariamente por el develamiento de ese resto, de ese objeto perdido, causa del deseo. Dora, en un momento crítico de su historia, cuando el Sr. K le confiesa imprudentemente que al lado de su mujer no hay na­ da21, se verá confrontada súbitamente a la máxima angustia, al peli­ gro de perder la referencia al saber -su bien más precioso- que, a través de la identificación con la Sra. K., sostenía su interrogación por la causa del deseo. Dora no se siente ofendida porque el Sr. K. la trata como a una cualquiera, sabiendo que la misma proposición, con idénticas palabras, había sido dirigida poco antes a una institutriz. El vector de fuerza del deseo pasa por otro lugar. La Sra. K. es la mujer elegida por Dora para encarnar la función esencial del sujeto supues­ to saber sobre la causa del deseo. En este sentido, constituye el obje­ to de una elección heterosexual (no homosexual). La Sra. K. alber­ ga, en el fantasma de Dora, en el “alhajero” de su “cuerpo blanquí­ simo”, el saber sobre la causa, que no es más que el saber de un va­ cío esencial. Por este motivo, para Dora, la Sra. K. queda indisolu­ blemente anudada al otro goce, al goce femenino (no-todo fálico). 281 El Sr. K. no le dice a D ora mi m ujer no significa nada pa ra mí, sino a l lado - en el entorno, alrededor, detrás... - de mi m ujer no hay nada. La desmentida del Sr. K. no apunta a la Sra. K. como objeto de su deseo, sino a la nada como causa del deseo por su mujer.

Después de la declaración en el lago, el Sr. K. no contará más con la complicidad de Dora, que le recordará, con el expediente drástico de una bofetada, que lo que ella interrogaba en sus entresijos, en sus tripas, no era otra cosa que la falta, causa de su deseo por la Sra. K: “Si usted lo que me está diciendo es que no le falta nada, ¡váyase a paseo!” En el minué que bailan los cuatro personajes -Dora, su padre, el Sr. y la Sra. K-, el valor del Sr. K. depende únicamente de la nada supuesta por Dora al lado de la Sra. K., en sus entretelas, causa del deseo por su mujer. La bofetada de Dora es la sanción a su ofensa imperdonable: no querer saber nada del objeto que más ardientemen­ te interesa a Dora en el mundo. El Sr. K., en su metedura de pata amorosa, al desconocer que hay una cosa que se llama la falta, hace mal las cuentas, contando sólo hasta dos, olvidándose que en la ca­ ma el deseo siempre se pone en acto en un menage a trois con el Otro. Cuando el Sr. K., en un intento de eludir la castración, se bo­ rra de la escena del deseo, arrastra consigo a la Sra. K., que, al ser abruptamente de-supuesta del saber sobre la causa, despojada del alhajero precioso que guardaba el objeto del deseo, la deja a Dora sola, sin ninguna mediación simbólica, confrontada al agujero de la sexualidad. Es lo mismo que le sucede a Dora cuando, en relación con las ausencias del Sr. K. (el objeto de la identificación), entraba en mutismo histérico al quedarse a solas con la Sra. K.: “(...) Dora había presentado gran cantidad de ataques de tos con afonía; ¿la ausencia o la presencia del amado habrá ejerci­ do una influencia sobre la venida y la desaparición de estas mani­ festaciones patológicas? (...) se había comportado a la inversa que la mujer: enfermaba cuando él estaba ausente, y sanaba tras su re­ greso. (...) En los primeros días de su afonía, (...) el hecho de que uno entable correspondencia con el ausente, con quien no puede hablar, no es menos natural que el de tratar de hacerse entender por escrito cuando uno ha perdido la voz. La afonía de Dora admitía entonces la siguiente interpretación simbólica: Cuando el amado estaba lejos, ella renunciaba a hablar; el hacerlo había perdido va­

lor, pues no podía hablar con él. En cambio, la escritura cobraba importancia como el único medio por el cual podía tratar con el ausente.” 288 Lacan, en el Seminario de “Las psicosis”, hace la siguiente referencia con respecto al valor del Sr. K.: “¿Quién es Dora? Alguien capturado en un estado sinto­ mático muy claro, con la salvedad de que Freud, según su propia confesión, se equivoca respecto al objeto de deseo de Dora, en la medida en que él mismo está demasiado centrado en la cuestión del objeto, es decir en que no hace intervenir la intrínseca duplici­ dad subjetiva implicada. Se pregunta qué desea Dora, antes de preguntarse quién desea en Dora. Freud termina percatándose de que, en ese ballet de a cuatro -Dora, su padre, el señor y la señora K.- es la señora K. el objeto que verdaderamente interesa a Dora, en tanto que ella misma está identificada al señor K. La cuestión de saber dónde está el yo de Dora está así resuelta: el yo de Dora es el señor K. La función que cumple en el esquema del estadio del espejo la imagen especular, en la que el sujeto ubica su sentido pa­ ra reconocerse, donde por vez primera sitúa su yo, ese punto exter­ no de identificación imaginaria, Dora lo coloca en el señor K. En tanto ella es el señor K. todos sus síntomas cobran su sentido defi­ nitivo. La afonía de Dora se produce durante las ausencias del se­ ñor K., y Freud lo explica de un modo bastante bonito: ella ya no necesita hablar si él no está, sólo queda escribir. Esto de todos mo­ dos nos deja algo pensativos. Si ella se calla así, se debe de hecho a que el modo de objetivación no esta puesto en ningún otro lado. La afonía aparece porque Dora es dejada directamente en presen­ cia de la señora K. Todo lo que pudo escuchar acerca de las rela­ ciones de esta con su padre gira en torno a la fellatio, y esto es algo infinitamente más significativo para comprender la intervención de los síntomas orales. La identificación de Dora con el señor K. es lo que sostiene esta situación hasta el momento de la descompensa­ ción neurótica. Si se queja de esa situación, eso también forma par­ te de la situación, ya que se queja en tanto identificada al señor K.

¿Qué dice Dora mediante su neurosis? ¿Que dice la histéricamujer? Su pregunta es la siguiente: ¿qué es ser una mujer? ” 289 ¿Podría decirle el analista al analizante al final del análisis: “Ese saber que usted me ha atribuido, por el que me ama, en tanto supone que lo encarno, es suyo, es su saber, es el saber de su incons­ ciente, ¡lléveselo!”? Es evidente que esto es un disparate, algo irrea­ lizable. ¿Por qué? El error o la equivocación del analizante de supo­ ner al analista su propio saber -lo que llamamos la transferencia- es un efecto irreductible de la estructura del lenguaje, derivado de la constitución del sujeto hablante en el campo del Otro. Así nos lo confirma Lacan cuando dice que “el inconsciente es el discurso del Otro”. Rimbaud también se encuentra con esta verdad: “yo soy el otro” (“Je est un autre” ) . 290 Desde esa situación imaginada, en la que el analista emitiría esa frase final, no se lograría producir ningún efecto de separación, sino todo lo contrario, reforzaría la dimensión de sugestión, de fascinación amorosa, derivada de la suposición de saber. La responsabilidad del analista con respecto a la transferencia no es la de desembarazarse del saber que se le supone en la cura, sino la de encarnarlo, haciendo semblante de él, para que el anali­ zante pueda analizar hasta el final, hasta sus últimos confines, la pregunta por la causa del deseo (el objeto de su “amor real”). Para que el analizante pueda ascender en la escala del significante, en la partitura del deseo del Otro, el analista se ofrece para soportar, du­ rante el trecho del camino que van a recorrer juntos, el peso del objeto causa, inseparable de la coraza de la inhibición, la extrañeza del síntoma291 y la opresión de la angustia. En el final del análisis, a vuelta de correo, con acuse de recibo para el analista, le será devuel­ 289 Jacques Lacan: E l Seminario, Las psicosis, Libro III, Ed. Paidós, Barcelona, 1984, págs. 249-250. 290 Frase escrita por Rimbaud a los dieciséis años, en una carta a su profesor de retórica, Izambard. 291 A una paciente le enloquecían los ruidos, para ella insoportables, que percibía en su entorno, en el campo del Otro, debido a que, en su radical extrañeza, le remi­ tían a lo real de un goce que, al no contar con los medios significantes para simbo­ lizarlo, hacían vacilar la fijeza de su fantasma y, como consecuencia, tambalearse las identificaciones imaginarias en que hasta ese momento se reconocía.

to el objeto al analizante, en su ser de vacío, en su condición de falta, acompañado de un saber-hacer con él. Saber inédito, del orden de la invención, de la creación, diferente a todos los saberes ready-made, pret-á-porter, a todos los discursos compartidos del sentido común. La salida de un análisis es conducirlo hasta el final, analizar la transferencia hasta su término. La llave que posibilita la salida se encuentra en el fundamento del sujeto supuesto saber: en el objeto causa. La disolución de la transferencia no pasa por la vía del sujeto, sino por la encrucijada del “objeto profundamente perdido”. La Sra. K no es sólo la encarnación del enigma de la feminidad -La M adon­ na-; en su posición de objeto heterosexual remite a la Otredad, a la relación con el Otro sexo, a la mujer que no existe. La verdad de la mujer, que se inscribe en relación con la castración del Otro, es la del goce de un objeto perdido para el saber de forma irreversible. El analista podrá ser abandonado, destituido, dejado caer (niederkomenn), cuando haya cumplido hasta el final su función objetal, de resto, de desecho, causa del deseo.

Puntuaciones sobre la transferencia en el caso Dora

E s que nuestra tarea no consiste en « c o m p r e n d e r » enseguida un caso clínico; sólo habremos de conseguirlo tras haber recibido bastantes impresiones de él. Provisional­ mente dejaremos nuestro juicio en suspenso, y prestaremos atención pareja a todo lo que hay para observar. Sigmund Freud

El atravesamiento de la transferencia Freud, en la introducción al caso Dora, señala que su objetivo no es la descripción de síntomas raros o espectaculares, trabajo que, hasta ese momento, no había hecho avanzar un ápice el conocimiento de la histeria, proponiéndose en cambio investigar analíticamente las determinaciones de los síntomas histéricos más frecuentes y típicos para así poder aprehender la estructuración íntima de la neurosis histérica: “(...) Con este historial clínico me importaba especialmen­ te mostrar la determinación de los síntomas y la estructura interna de la neurosis ” .292 Esta apuesta freudiana exige que el analista, para poder interpretar las producciones sintomáticas del analizante, se ofrezca como el destinatario y el interlocutor privilegiado de su dis­ curso. En la demanda de palabra que hace el analista, convocando a la asociación libre, indisociable de su oferta incondicional de escu­ cha -la atención flotante-, reside la especificidad de la transferencia 292 Sigmund Freud: Análisis fragm entario de una histeria (Caso Dora), en Obras Completas, Ed. Biblioteca Nueva, Madrid, 1981, Tomo I, pág. 937.

analítica. Es en este nudo entre síntoma y palabra, que abre a la pre­ gunta por el deseo, donde el analista deberá encontrar su lugar. Este programa, trazado por Freud para profundizar en la in­ vestigación de la histeria, se verá pronto perturbado y oscurecido por la intervención en el tratamiento de ese factor, a la vez molesto y enigmático, siempre ineludible, constituido por la transferencia. Freud lo define como el elemento más difícil para la técnica de un análisis debido a que, paradójicamente, se manifiesta al mismo tiempo como el motor simbólico que hace avanzar la cura y la resis­ tencia imaginaria que detiene su progreso: “(...) Precisamente en el tratamiento de esta enferma no hubo lugar a desarrollar la parte más espinosa de la labor psicoanalítica, pues la de la que tratamos bre­ vemente al término del historial no llegó a emerger en el breve curso de la cura” .293 Freud, en el Epílogo del caso, escribe: “Penetrando en la teoría de la técnica analítica, hallamos que la transferencia es un factor imprescindible y necesario. Prác­ ticamente se convence uno, por lo menos, de que no hay medio hábil de eludirla, haciéndose necesario combatir esta última crea­ ción de la enfermedad como todas las anteriores. Y esta faceta de la labor analítica es, con mucho, la más difícil. La interpretación de los sueños, la extracción de las ideas y los recuerdos incons­ cientes integrados en el material de asociaciones espontáneas del enfermo y otras artes análogas de traducción son fáciles de apren­ der, pues el paciente mismo nos suministra el texto. En cambio, la transferencia hemos de adivinarla sin auxilio ninguno ajeno, guiándonos tan sólo por levísimos indicios y evitando incurrir en arbitrariedad. Lo que no puede hacerse es eludirla, pues es utiliza­ da para constituir todos aquellos obstáculos que hacen inaccesible el material de la cura y, además, la convicción de la exactitud de

los resultados obtenidos en el análisis no surge nunca en el enfer­ mo hasta después de resuelta la transferencia” .294 Sabemos, desde nuestra experiencia como analistas, que la pregunta por el deseo, que constituye el eje de un análisis, sólo se plantea y resuelve dentro del marco de la transferencia. La palabra del analista únicamente será escuchada y tendrá eficacia si es captu­ rada por la transferencia del analizante; lo que nos previene contra la ilusión de creer que alguna cualidad proveniente de la persona del analista -su inteligencia, saber, intuición, empatía, etc.- sea el factor que decide el destino de un psicoanálisis. Freud nos advierte, para que no se intervenga de forma pre­ matura y desconsiderada sobre los síntomas, que el saber que puede haber alcanzado el analista en un momento dado de la cura no es homólogo ni superponible al saber inconsciente, no sabido, que mar­ ca la posición subjetiva del analizante.

El olor a humo en el sueño de Dora El olor a humo, que Dora percibe alucinatoriamente en el momento del despertar del primer sueño -que se repetirá en cuatro ocasiones: tres veces en las noches siguientes a la escena del lago con el Sr. K y una vez más durante el análisis-, compromete a Freud al plantear en toda su complejidad la pregunta por el sentido de la transferencia. La lógica de las intervenciones de un analista, los señalamientos, interpretaciones y construcciones en la cura, está determinada por su concepción de la transferencia. ¿Cómo interpreta Freud ese nudo transferencial cuya marca es el olor a humo?: “La interpretación del sueño parecía así quedar terminada. La sujeto aportó aún, días después, un nuevo detalle del mismo. Había olvidado decirme que cuantas veces había soñado aquel sueño había advertido al despertar olor a humo. El humo concordaba muy bien con el fuego e indicaba que el sueño tenía

una relación muy especial con mi persona, pues cuando la sujeto alegaba que detrás de algún punto no se ocultaba nada, solía yo argüir que . Pero contra esta interpretación exclusivamente personal oponía Dora que su padre y K. eran, como yo, fumadores impenitentes. También ella fumaba, y cuando K. inició su desgraciada declaración amorosa, acababa de liarle un cigarrillo. Creía recordar también con seguridad que el olor a humo no había surgido por vez primera en la última repetición de su sueño, sino ya en las tres veces consecutivas que los había soñado en L. Como no me proporcionó más aclaraciones, quedó de cuenta mía incluir este detalle del olor a humo en el tejido de las ideas latentes del sueño. Podía servirme de punto de apoyo el hecho de que la sensación de humo había aparecido como apéndice a su relato del sueño, habiendo tenido que vencer, por tanto, un esfuerzo especial de la represión. En consecuencia, pertenecía probablemente a la idea mejor reprimida y más oscuramente representada en el sueño, o sea a la de la tentación de ceder a los deseos de su enamorado, y siendo así, apenas podía significar otra cosa que el deseo de recibir un beso, caricia que si es hecha por un fumador, ha de saber siempre a humo. Ya dos años antes había K. besado una vez a la muchacha, y si ésta hubiera acogido ahora sus pretensiones amorosas, tales caricias se hubieran renovado con frecuencia. Las ideas de tentación parecen haber retrocedido así hasta la pretérita escena de la tienda y haber despertado el recuerdo de aquel primer beso contra cuya seducción se defendió por entonces la sujeto desarrollando una sensación de repugnancia. Reuniendo ahora todos aquellos indicios que hacen verosímil una transferencia sobre mí, facilitada por el hecho de ser yo también fumador, llego a la conclusión de que en alguna de las sesiones del tratamiento se le ocurrió a la paciente desear que yo la besase. Tal hubiera sido entonces el motivo de la repetición del sueño admonitorio y de su resolución de abandonar la cura. Esta hipótesis nada improbable no pudo, sin embargo, ser demostrada a causa de las singularidades de la ”.295 .

Freud percibe, oscura y angustiosamente, que algo le llama desde ese olor a humo. Intuye que está implicado, sin saber cómo, en el retorno de ese signo que alcanza a Dora desde el lugar del Otro, desde el centro de la trama de su sueño. Lo descifra como la marca de la presencia del deseo del Otro, bajo la forma del deseo masculi­ no. En Dora existe un designio inconsciente de huída que la lleva a sustraerse de aquellas manifestaciones de deseo que podrían captu­ rarla como objeto de goce del Otro (la escena de la tienda con el Sr. K). Ante la carencia de apoyo y sostén simbólicos que para la histérica supone la impotencia del deseo paterno, preservar el deseo como insatisfecho será su forma singular de defensa para mantener abierto el lugar de la falta. Muchas de las interpretaciones de Freud, con las que cree haber descifrado -¡por fin!- el enigma del deseo de Dora, obtendrán la misma respuesta de su parte: “No es eso”. Res­ puesta con la que Dora no deja de marcar histéricamente que la ver­ dad está siempre en lo no-dicho, en lo que falta por decir, en relación con el próximo significante por advenir. Inevitablemente, el analista tendrá que aceptar la cuota de insatisfacción que le corresponde en la transferencia con la histérica. ¿Qué es el olor a humo? Se trata de un fenómeno alucinatorio que se manifiesta en el momento inmediato al despertar del sueño, en su mismo borde. La trama del primer sueño de Dora gira alrede­ dor del riesgo de un incendio en su casa. El olor a humo no es un significante incluido en el texto del sueño, sino un resto desprendido de su tejido simbólico. Ocuparía un lugar homólogo al ombligo del sueño, esa parte más densa del tejido del sueño, el agujero donde nacen y a la vez se pierden las huellas de los pensamientos incons­ cientes. La hipótesis es que el olor a humo remite a lo real del deseo, y, por lo tanto, a la pregunta por la causa. Llama la atención que Freud, confrontado al enigma del olor a humo, no evoque el sueño “Padre, ¿no ves que estoy ardiendo?” , que inaugura el capítulo VII de “La interpretación de los sueños ” .296

296 Sigmund Freud: La interpretación de los sueños, en Obras Completas, Ed. Biblioteca Nueva, M adrid, 1981, Tomo I, págs. 656-657.

¿Cuál es el deseo que se realiza en este sueño paradójico? En él, un padre, que está velando el cuerpo de su hijo muerto, sueña que su hijo le despierta con las palabras “Padre, ¿no ves que estoy ardien­ do?”, dichas al oído “en tono de amargo reproche”. En la habitación contigua a la suya una vela ha caído sobre el cadáver de su hijo y está quemando una manga de su mortaja. Un gran resplandor, pro­ vocado por las llamas -¿o será acaso el olor a humo?-, en función de resto diurno, se ha abierto paso en la conciencia del durmiente, des­ encadenando el sueño. La identidad de percepción no podría dar cuenta del contenido de este sueño ya que su texto no se limita a reflejar la realidad, sino que, al interpretarla y re-crearla, construye una identidad de deseo. ¿Por qué el padre sigue durmiendo y sueña cuando la reac­ ción natural hubiera sido despertar de inmediato y acudir raudo a la habitación del hijo para apagar las llamas? Un anciano, que estaba velando el cuerpo en la habitación donde yacía el hijo, se había que­ dado dormido, rendido de cansancio. La interpretación de Freud es que gracias al sueño, en su tiempo, el padre prolonga durante un instante irrepetible la vida de su hijo, figurando de este modo la rea­ lización de un deseo: “(...) Así, pues, si el padre prolonga por un momento su reposo es en obsequio de esta realización de deseos. El sueño que­ dó antepuesto aquí a la reflexión del pensamiento despierto porque le era dado mostrar al niño nuevamente en vida. Si el padre hubie­ ra despertado primero y deducido después la conclusión que le hizo acudir al lado del cadáver, hubiera abreviado la vida de su hijo en los breves momentos que el sueño se le presentaba”.291 Lacan señala que el despertar que se pone en juego en este sueño no es el de la realidad, sino el que se produce en el interior del proceso primario a lo real del deseo del hijo. Real que se encarna en las palabras que le dirige el hijo al padre: “Padre, ¿no ves que estoy ardiendo?”. Para Lacan, el agujero que transmiten estas palabras es

la verdadera tea que atravesando las tinieblas del sueño enciende, con su resplandor insoportable, la conciencia del soñante: “(...) las palabras del niño habrán de proceder de otras pro­ nunciadas por él en la vida real y enlazadas a circunstancias que hubieron de impresionar al padre. La queja .

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primer piso de la casa de su ama para escaparse; por eso tiene las patas doloridas. Siempre está pendiente del día que va el pescadero; nunca falla. En el verano, Benito iba todas las mañanas y todas las noches a darnos los buenos días y las buenas noches. Por el proble­ ma de los olores parece una bolita de veneno . Al llegar la noche se va de parranda; no quiere estar en el corral. Este invierno lo veo mal, entre la toxicidad del venenillo y su mal olor. Los miércoles va a la pescadería y le echan un boqueroncillo. Conoce a todo el pueblo. Huele mal, por los residuos de veneno que desprende y por el olor animal”. Todo el relato de Luisa gira en torno a la subjetividad de este gato con nombre propio, historia y deseos. Se podría decir que sólo le falta hablar. Es cierto que, al ser un animal, está privado del don de la palabra, lo que no le impide ocupar un lugar simbólico funda­ mental en el discurso de Luisa. Sus aventuras, peripecias y travesu­ ras, introducen el tiempo del deseo en una historia que, hasta ese momento, estaba detenida, cristalizada, muerta. ¿No son acaso los malos olores el signo de algo que, al descomponerse, se pudre y corrompe? Degenera lo que llamado a re-generarse no lo hace. La degeneración y el deterioro no son el destino fatal de un sujeto afec­ tado por una tara hereditaria, una maldición familiar, o la marca in­ deleble del pecado original. Son desgracias que acontecen si se omi­ te el acto significante capaz de a-graciar la historia de un sujeto. Nos preguntamos por el por qué y el para qué de este gato. La respuesta sólo la hallaremos analizando cual es su función en la transferencia. Mi hipótesis es que este gato es un neo-significante que, al modo de una invención, suple la falla de la función paterna. La prueba más concluyente es que su presencia en la historia de Lui­ sa proporciona el argumento que, con ayuda de la escucha de un analista, le permitirá reconstruir el lugar del deseo. El significanteBenito, que anuda en la transferencia al sujeto con el lugar del Otro, sostiene en la cura la causa material del deseo; lo que justificaría el retroceso de la producción delirante cuya función de restitución ya no sería decisiva. El trabajo de reconstrucción en transferencia del lugar del de­ seo es causado por el significante-gato y los actos que de él emanan.

En esta historia hay dos personajes clave: el gato y su ama, que po­ dríamos identificar respectivamente al S1 y al S2 . En el espacio vacío que se abre entre ellos se va a jugar la pregunta por la causa del de­ seo. El ama -encarnación del Otro absoluto- pierde su gato, que se escapa, arriesgando su vida, llamado por el objeto de su deseo (los boquerones). Las repetidas ausencias del gato , que prefiere estar con Luisa en vez de con su ama, causan la división de ese Otro abso­ luto. Al ama le falta su gato justo en el punto en que éste se mani­ fiesta causado en su deseo: los pescados , el sillón , la casa calentita, etc. El gato -objeto a - es una bola de veneno . ¿Para quién? Para el ama. Asistimos, con Luisa, al esfuerzo de perelaboración dirigido a reconstruir en transferencia los dos pilares de la estructura del suje­ to: la castración del Otro y el objeto a.

La marca y la identificación: el caso Juan Carlos

Así, los espacios de mi memoria iban cubriéndose poco a poco de nombres que, al ordenarse, al componerse unos con relación a otros, al anudar entre sí vínculos cada vez más numerosos, imitaban a esas obras de arte acabadas en que no hay un solo toque que esté aislado, en que cada parte recibe sucesivamente de las demás su razón de ser de igual suerte que les impone la suya. Marcel Proust

Una historia clínica P a rtiré

d e

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m i p re s e n ta c ió n . A l p r in c ip io , m e h ic e v a r ia s p re g u n ta s . U n a d e e lla s fu e la

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q u e p o d ría te n e r la a firm a c ió n

433 Dirigido por el Dr. R. Saiegh.

d e q u e < < la p s ic o s is

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pocas semanas. Contaba con pocos datos sobre su historia y sus an­ tecedentes antes de entrevistarle para esta sesión clínica. El testimo­ nio que presento es el material recogido en dos entrevistas. Trataré de ajustarme con la mayor fidelidad posible al desarrollo de esas entrevistas, a lo que él me contó y yo quiero transmitirles ahora”.

La reencarnación del sujeto: Edipo, nombre propio y deseo Lo primero que comentó Juan Carlos cuando llegó al Hospi­ tal de Día fue que creía ser la reencarnación de Aristóteles, Manole­ te y Ana Bolena: “Recuerdo que lo que más me atraía en el colegio eran los filósofos clásicos: Aristóteles, Platón y Sócrates. Me sentía identificado con ellos, pero nunca hasta el punto de pensar que yo podía ser un filósofo. Sobre todo, sentía una atracción especial por Aristóteles. De pequeño, sospechaba que era o había sido alguien importante, no había otra explicación para la vida tan difícil que padecía, llena de sufrimientos y traumas. Me sentía diferente a los otros niños. Tenía un complejo de inferioridad. Los niños me ponían motes que me dolían: >), en Obras Completas, Ed. Biblioteca Nueva, Madrid, 1981, Tomo II, págs. 1987-88. 442 Ibíd., pág. 1987. 443 Sigmund Freud: Construcciones..., Op. cit., págs. 3367, 3372 y 3373.

Freud propone aquí una hipótesis capital: las psicosis, en su estructura, se construyen tomando como referencia el lugar de la verdad (idéntico al del significante). Esta constatación, sin borrar las diferencias que la separan de la neurosis, abre una puerta a su abor­ daje psicoanalítico: “(...) Debería abandonarse el vano esfuerzo de convencer al paciente del error de sus delirios y de su contradicción con la realidad, y, por el contrario, el reconocimiento de su núcleo de verdad proporcionaría una base común sobre la cual podría des­ arrollarse el trabajo terapéutico” .444 El psicoanálisis interroga, desde la particularidad de cada ca­ so, la posición del sujeto frente a este núcleo de verdad, que, en el caso de la estructura psicótica, se puede caracterizar por el rechazo (verwefüng). La alternativa es: ¿rechaza el sujeto este núcleo de ver­ dad, o más bien es rechazado, expulsado de él? 445 Si en el síntoma neurótico este núcleo de verdad está reprimido (verdrangüng), sujeto en las redes del significante, en la psicosis ha quedado precluido, a la deriva, caído del universo simbólico. El desgarro del lazo social que sufre el psicótico, que determina sus vagabundeos, su condición errabunda, se justifica por la fractura que sufre en el orden de la fi­ liación del deseo al carecer de un nombre propio -el Nombre-delPadre-, que, al inscribirse como letra en la superficie del cuerpo, sea causa su división subjetiva. Que la verdad del deseo esté precluida 446 no significa que no haya verdad en la psicosis, sino que la posición del sujeto está mar­ cada por el rechazo de un significante fundamental que tiene la fun­ ción de punto de acolchado del tejido significante. Dar a la preclusión el estatuto de falla genética, de falta de hecho, conlleva inevita­ blemente una posición terapéutica fatalista o nihilista. El psicótico, 444 Ibíd.,

pág. 3372. se puede interpretar como un no ha lugar a un lugar en este nú­ cleo de verdad (el hueso del ser). 446 Preclusión o repudio son los vocablos castellanos equivalentes al término forclusión, tomado del francés. 445 La forclusión

en relación con esta concepción, sería un sujeto deficitario, cuya carencia tendría que ser suplida desde fuera por un otro supuesta­ mente sano que se convertiría en el representante de la realidad. Por nuestra parte, mantendremos abierta la pregunta por el sujeto y el objeto de este rechazo: ¿Quién o qué rechaza? ¿Quién o qué es re­ chazado? ¿Por qué defendería el psicótico tan encarnizadamente la cer­ teza que le anuda a su delirio si no hubiera en él una verdad que pre­ servar? ¿Por qué ama su delirio más que a sí mismo si no guardara una verdad digna de ser amada? ¿Dónde situar la certeza que no se deja conmover de su convicción delirante si no es en un real que no engaña? Escribe Freud: “Pienso que este enfoque de los delirios no es enteramente nuevo, pero pone de relieve, sin embargo, un punto de vista que por lo común no se halla en el primer plano. Su esencia es que no sólo hay método en la locura, como el poeta ya percibió, sino tam­ bién un fragmento de verdad histórica; y es plausible suponer que la creencia compulsiva que se atribuye a los delirios deriva su fuerza precisamente de fuentes infantiles de esta clase” .447 La forclusión es un término tomado de la técnica jurídica y transplantado al campo de la clínica. En el ámbito del derecho im­ plica un no ha lugar cuando se ha cerrado definitivamente un proce­ so y ya no se admiten más pruebas y alegaciones. Remite a un plazo temporal: lo que ha sido presentado fuera de plazo ya no podrá ser oído ni registrado, quedando como algo sin efecto, prescrito, sin existencia jurídica. El injerto de un concepto de un campo a otro, regidos por lógicas distintas, no es sin consecuencias, por lo que es exigible un acto de traducción. A través del concepto de forclusión la cuestión de la causali­ dad de la psicosis queda adscrita al terreno del derecho, poniéndose en juego las dimensiones de la ley, la paternidad, la filiación y la

nominación .448 La falta que ha prescrito en la psicosis es una falta de derecho no de hecho: un acto que debería haberse realizado y se omitió; un sujeto que debería haber sido nombrado y quedó innomi­ nado. El pecado que conduce a la psicosis es de omisión. El abordaje psicoanalítico de la psicosis exige un movimiento ético, una conjetu­ ra sobre aquella operación constituyente que fue omitida por el Otro primordial (sólo hay sujeto si es nombrado por el Otro). El terreno de juego hacia el que el analista dirige la cura en la psicosis es el de la transferencia como instancia simbólica, legalidad lenguajera, derecho del (al) significante. La transferencia de palabras, el lazo discursivo, el giro simbólico, es la bisagra que permite la torsión del sujeto desde la a-legalidad de lo forclusivo a la legalidad de la afir­ mación simbólica (behajung). Para alcanzarlo, el analista deberá descentrarse del lugar de consistencia que exige gozar, ofertado des­ de la vertiente imaginaria de la transferencia: “(...) Todo el mundo sabe que ninguna elaboración, por sabia que sea sobre el mecanismo de la transferencia, ha logrado hacer que en la práctica no se le conciba como una relación pura­ mente dual en sus términos y perfectamente confusa en su sustrato”.449 Precluida no quiere decir sólo que la falta ex-sistencial no ha (ya) lugar (del verbo haber). Ante todo, significa que la falta no ha (lia) lugar (del verbo hallar), en el sentido de la búsqueda y el en­ cuentro de un lugar propio, un hogar, una casa, que el psicótico pue­ da habitar. El vagabundeo y el extravío del psicótico son las conse­ cuencias de haber perdido el rastro, las huellas simbólicas, los mojo­ nes que marcan el sentido de la carretera principal. Pero este mo­

448 En el

fondo, el derecho que está en juego no es el de ningún código positivo, sino el derecho a la palabra, a ser nombrado, a tener un juicio justo (la ética del bien decir); en última instancia, se trata de una legalidad de lenguaje, del derecho significante. 449 Jacques Lacan: De una cuestión preliminar a todo tratamiento posible de la psicosis, Escritos 2, Ed. siglo veintiuno, Madrid, 1985, pág. 558.

vimiento, aparentemente sin rumbo, expresa también el anhelo del retorno a la patria simbólica de la que el sujeto ha sido expulsado. Primero Freud y a continuación Lacan señalan la función de reconstrucción del sujeto que tienen los síntomas psicóticos. Para Freud, el delirio y las alucinaciones verbales, en un intento espontá­ neo de curación, tratan de restituir la relación libidinal del sujeto con el mundo de los objetos. Lacan se refiere a la función de los caminos secundarios cuando un sujeto ha perdido la carretera principal. La preclusión del significante del Nombre-del-Padre se pue­ de manifestar en la clínica bajo la forma del imperativo “ ¡No haya lugar!” enunciado en los insultos e injurias dirigidos al sujeto por las voces; también, en el contenido persecutorio o erotomaniaco del delirio y en la impenetrabilidad del discurso neológico. La suplencia y la reconstrucción del lugar del significante del Nombre-del-Padre transitan por la vía donde el imperativo “ ¡No haya lugar!” -que tes­ timonia de un rechazo radical de la posición enunciativa y deseante del sujeto- es sustituido por un discurso en transferencia que acoja la verdad del sujeto: ¿Hay lugar para un deseo? ¿Halla su lugar el sujeto? ¿Cuál es el lugar del sujeto en el Otro? Estas son las pre­ guntas dirigidas desde la preclusión a un analista que, como Virgilio, se ha ofrecido para acompañar al psicótico en la búsqueda de su Beatrice. ¿Cómo interpretar este no ha (lla) lugar? No en el sentido de una ausencia absoluta, de un agujero irreducible, sino que no hubo ni un lugar ni un tiempo para la palabra que habría podido acoger la verdad histórica, lo más singular del sujeto, aquello a lo que se anu­ da de una forma radical su destino de deseante. Pero que no hubo lugar ni tiempo no se puede entender como que ni lo hay ni lo habrá. Si el significante sigue la lógica de la retroacción (nagtraglich), del acto que se mueve simultáneamente en el tiempo hacia delante y hacia atrás, produciendo la significación a través de un doble vector de anticipación y retroversión, es porque la verdad habrá sido para lo que estoy llegando a ser (f uturo anterior). De este hecho ético hay que extraer las consecuencias decisivas para la dirección de la cura. Por ejemplo, no olvidando que la transferencia analítica, al desplegarse en el tiempo del discurso, subvierte la lógica

basada en la categoría del diagnóstico que aborda al sujeto en el campo de la mirada. Es curioso que sea precisamente el psicoanálisis aggiornado, fascinado por la potencia ilusoria de la psiquiatría, el que intente recuperar, abusiva y desconsideradamente, esta categoría del diagnóstico para así eludir el pasaje por la transferencia .450 Hablar con el psicótico no es con-descender a su palabra co­ mo si estuviéramos tratando con un discurso marcado por una tara. Si el psicoanalista es capaz de precluir en su abordaje de la psicosis la perspectiva cerrada del déficit, la verdadera comunicación con el psicótico podrá ser restaurada. Comunicación que pone en acto la potencialidad del mensaje transferencial que afirma que si se habla es porque una verdad podrá advenir en la diacronía del discurso. Si no fuese así, ¿para qué se habla? ¿No sería en el fondo una impostu­ ra hacer como si se habla sin creer en la verdad de lo que se hace? Freud descubre que el delirio tiene una función de restitución subjetiva, de curación, lo que implica, desde la ética del psicoanáli­ sis, una actitud de respeto ante las producciones sintomáticas de la psicosis que pone en suspenso la posición médica frente al síntoma, exclusivamente terapéutica. Éste no sería sólo un huésped extraño a eliminar, sino ante todo una formación del inconsciente a interrogar. Una cosa es procurarle al sujeto en transferencia los medios simbóli­ cos para que pueda elaborar su delirio, acotando y limitando a través de la palabra el goce que podría dispararse hasta el infinito, y otra muy distinta estimularle a que delire como se propugnaba desde la antipsiquiatría. El psicoanálisis, al no adscribirse a ningún ideal de normalidad o de felicidad, no cuenta con un modelo universal de curación, de adaptación a la realidad, desde el cual plantear la reso­ lución de los síntomas. Lo que no significa que el psicoanalista deba permanecer pasivo, en una actitud de cómoda neutralidad, frente a ese goce desamarrado de lo simbólico que, en su retorno en lo real, llama a la operación del Nombre-del-Padre. Si el psicoanalista, a causa de la gravedad de los síntomas que se manifiestan en el campo de la psicosis, abandona la posición analítica, se deslizará inmedia­

450 Por ejemplo, inventando nuevas categorías diagnósticas como “Los inclasifica­ bles”.

tamente por la pendiente del furor curandis. El psicoanalista, frente al deseo de querer el bien de su paciente -en ningún lugar menos justificado que en el campo de las psicosis-, deberá sostenerse en una posición de no saber, preservando en la transferencia el lugar de un vacío, en función de causa, que permita la reconstrucción y el anudamiento borromeo de las dimensiones de lo real, lo simbólico y lo imaginario. ¿En relación con qué momento histórico situamos el desen­ cadenamiento de la psicosis en Juan Carlos? En una construcción, clave en su historia, Juan Carlos habla de un corte fallido. Hay que extraer una aguja, pero el cirujano que interviene efectúa la incisión en otro lugar, hace una cicatriz en balde. El ciruj ano, llamado como agente de la castración, fracasa en la operación de corte significante. Se puede relacionar el efecto de este corte fallido, en balde, con el no ha lugar a un juicio sobre la castración. Que en el caso de Juan Carlos el corte significante sea llamado en relación con el trauma que provoca la ausencia de la madre nos indica que, desde el lugar del cirujano, que hace semblante de Un-padre, se espera un juicio de afirmación de la falta constituyente (representada por la aguja). En el episodio alucinatorio del Hombre de los Lobos también se pone en acto un corte. El paciente, a la edad de cinco años, acom­ pañado de su institutriz, estaba tallando su navajita en el tronco de un nogal -el árbol del sueño de los lobos-, momento en que alucina la amputación de su dedo meñique. Alucinación que se asocia en su recuerdo con otra anterior, en la cual, al hacer un corte en un árbol con un cortaplumas, brota sangre de la hendidura. El corte en el cuerpo, que retorna en lo real, remite a la verwerfüng de la castra­ ción, al rechazo enérgico del corte significante que se pone de mani­ fiesto en la ausencia de toda palabra: “La escena es la siguiente. Jugando con su cuchillo, se había cortado el dedo, que sólo se sostenía por un pedacito de piel. El sujeto relata este episodio en un estilo que está calcado sobre lo vivido. Parece que toda localización temporal hubiese desapareci­ do. Luego se sentó en un banco, junto a su nodriza, quien es preci­ samente la confidente de sus primeras experiencias, y no se atrevió a decírselo. Cuán significativa es esta suspensión de toda posibili­

dad de hablar; y justamente a la persona a la que le contaba todo, y especialmente cosas de este orden. Hay aquí un abismo, una pica­ da temporal, un corte de la experiencia, después de la cual resulta que no tiene nada, todo terminó, no hablemos más de ello. La rela­ ción que Freud establece entre este fenómeno y ese muy especial no saber nada de la cosa, ni siquiera en el sentido de lo reprimido, expresado en su texto, se traduce así: lo que es rehusado en el or­ den simbólico, vuelve a surgir en lo real”. Para que se constituya el losange del fantasma fundamental, que anuda la hendidura del sujeto con la caída del objeto a , el corte del punzón deberá afectar al cuerpo del Otro. En el Hombre de los Lobos, la herida, que tenía que tallarse en la corteza del Otro, reapa­ rece en lo real como indecible amputación del yo. Freud escribe que la alucinación “(...) se desarrolló en el período en que el sujeto se decidió a reconocer la realidad de la castración, constituyendo quizá la exteriorización de aquel paso decisivo (...) también para el pequeño paciente era el árbol una mujer. Desempeñaba, pues, el papel del padre, y relacionaba las hemorragias de su madre con la castración de las mujeres, con la por él comprobada” .452 De este párrafo se puede extraer una conclusión importante: si el sujeto tiene que desempeñar “el papel del padre” es porque la función paterna no se sostiene. ¿Cómo interviene la función paterna en la historia de Juan Carlos? Asistimos a la imposibilidad de integrarse en la empresa de la que su padre era “el encargado”. En un recuerdo enigmático, el padre le levanta en brazos, mostrándole la cabeza disecada de un toro. Juan Carlos comenta: “Eso me aterrorizó”. Esta imagen forma serie con las imágenes de las pesadillas. La función del padre es sos­ tener al sujeto ante el vacío de lo real, representado en este caso por la cabeza del toro, elemento radicalmente extraño (unheimlich) e Jacques Lacan: El Seminario, Las psicosis, Libro III, Ed. Paidós, Barcelona, 1984, pág. 25. 452 Sigmund Freud: Historia de una..., Op. cit., pág. 1988.

451

inasimilable. En este recuerdo se constata el fracaso de la operación paterna. ¿Por qué? La cabeza de toro, destinada a ser vaciada de su consistencia por la incidencia de los significantes paternos453, al omitirse el acto de su tachadura, quedará fijada como un objeto ate­ rrorizante, representación de un goce desanudado que paraliza al sujeto, deteniéndole en su temporalidad propia y velando el acceso a la causa del deseo. En el caso de Juan Carlos, la falla en la interdic­ ción paterna, en vez de separarle de lo real por la barrera infran­ queable de la imposibilidad, le empuja hacia lo real. A la cabeza de toro le falta un nombre que, al barrarla, la constituya en su estatuto de objeto perdido. Es porque los padres tienen relaciones con el de­ seo del Otro, con un agujero, que el No (pas en francés: no y paso) al goce -que no es lo mismo que la negación del goce-, su aufhebung, podrá inscribirse en la historia de un sujeto. En la biografía de Juan Carlos, el momento decisivo de la ausencia de la madre deja como secuela indeleble una herida no ce­ rrada. Para que esta herida tenga un destino fértil, mutándose en la falta fálica generadora del campo del deseo, es requisito imprescin­ dible la intervención del significante del Nombre-del-Padre, que, al sustituirse al significante del deseo materno, lo metaforizará. La no respuesta paterna es la aguja que Juan Carlos lleva dolorosamente clavada en su cuerpo. Sólo la afirmación de la castración, anunciada y enunciada desde el lugar del Otro, será capaz de efectuar la inci­ sión en el lugar adecuado para que no se haga en balde. ¿Por qué Manolete es la figura más importante de la reencar­ nación? En relación con Manolete surge la cuestión de la muerte. ¿De qué muerte se trata? Manolete, en el apogeo de su gloria y su fama, muere corneado por un toro. Permanecerá para siempre en la memoria colectiva como la encarnación de la tragedia de la fiesta y la vida. La muerte del toro, momento culminante de un rito consti­ tuido por una serie de suertes, es el sacrificio que se celebra en la fiesta. La corrida es la puesta en acto de un rito y un mito que se sostienen en una operación inconsciente. 453 Lacan, en el Seminario XXV, “Momento de concluir”, nombra a la función del analista como rétor: el que retorifica en el campo de la significación, inventando significantes por medio del forzaje (forcage).

¿Cuál es la operación simbólica que funda la fiesta de los to­ ros como sacrificio colectivo? El toro, representante de lo real del goce, deberá morir según la ley. La caída última del toro, sin retorno ni recuperación, revela retroactivamente el secreto de la fiesta, la cifra de su goce. En la suerte suprema, momento de conclusión, la espada del significante, al herir de forma irreparable la potencia animal del toro, desvela la condición radical del sujeto: la pérdida del objeto. La muerte real, efecto de un acto simbólico, deja como resto un desecho, una nada: el despojo del toro (el objeto a) que es arrastrado por la plaza. Juan Carlos elige a Manolete como significante central de su identificación por ser metáfora de la afánisis del sujeto, caído bajo el empuje del toro-goce. Otra vez, como en el episodio del costurero, volvemos a encontrarnos con una caída del sujeto. Juan Carlos, frente a la falla de la operación paterna, restitu­ ye el lugar del Otro en el tiempo de la reencarnación, anudando de forma borromea las dimensiones del tiempo, la verdad y el deseo. Schreber, en el inicio de su psicosis, cuando se produce el eclipse del mundo, está confrontado directamente, sin ninguna mediación simbólica, a un Dios persecutorio, no barrado. En la culminación de su elaboración delirante, al ofrecerse como La Mujer de Dios, trata de agujerear a ese Otro gozador, reconstruyendo la falta que anuda un deseo al orden universal.

Lo insoportable del malestar lo insoportable de lo real454

E l último año se lo indiqué-precisamente en este punto es donde entronca el origen de la paranoia. En cuanto eljuego se convierte en serio, sin dejar de ser un juego tramposo, el niño queda completamente pendiente de las indicaciones de su partener. Todas las mani­ festaciones del partener se convierten para él en sanciones de su suficiencia o insufi­ ciencia. En la medida en que la situación prosigue, es decir que no interviene, p o r la Verwerfung que lo deja al margen, el término del padre simbólico, cuya necesidad com­ probaremos en lo concreto, el niño se encuentra en una particularísima situación, a merced de la mirada del Otro, de su ojo. Jacques Lacan

La fase previa al tratamiento En el caso de Mar, mujer de cuarenta y dos años, hay un tiempo, previo al tratamiento propiamente dicho, que podemos considerar decisivo, ya que es ilustrativo de las dificultades que plantea al ana­ lista un caso de estas características, así como de los obstáculos ex­ tremos, aparentemente insuperables, con los que se encuentra esta paciente para encontrarse con un Otro que acoja su demanda y la escuche. Veremos que M ar entra en un laberinto sin salida, y sus intentos desesperados de encontrarla no harán más que conducirla a un extravío mayor. Le falta un mapa, una brújula, un guía, que con­ 454 Intervención en las XIV Jornadas de clínica psicoanalítica, El malestar en la cultura, hoy, celebradas en Madrid el 27 y 28 de Noviembre de 2004. Publicada como trabajo en el libro de las Jornadas; Edición de Karina Glauberman y Javier Frere, Madrid, 2005, págs. 91-112.

duzca sus pasos y sus palabras a través de su laberinto subjetivo. En la pérdida de Mar, en su desorientación y desconcierto, nos topamos con la primera manifestación de lo insoportable del malestar. El sufrimiento se hace insoportable, puro malestar, cuando no alberga en su interior ninguna promesa que lo fertilice, ningún deseo que le pueda dar un sentido. Antes de tomar el camino que la llevará al centro de salud mental, donde construirá un lugar propio, desde el cual dirigirá y a la vez recibirá su palabra del Otro, Mar realiza un largo periplo, un viaje a ninguna parte, a través de continuas visitas a los servicios de urgencias hospitalarios y médicos especialistas. Estamos en marzo de 1999: Mar acude a la urgencia de un hospital general por presen­ tar tres episodios de mareo, con sensación de inestabilidad. En el informe de urgencias se describe una exploración física negativa y unas pruebas de laboratorio sin hallazgos significativos, siendo diagnosticada de mareo inespecífico sin focalidad. A partir de este momento se repetirán las consultas a urgencias a causa de presentar nuevos síntomas, que se sumarán a los anteriores, en el contexto de un estado de ansiedad muy intenso: “mareos, alteraciones visuales complejas -veía mosquitos-, diarrea, epigastralgia, malestar general, dolor en toda la columna, hormigueos en el 5° dedo de la mano dere­ cha y en las piernas, etc.” Aunque el estado de ansiedad es detectado por los médicos -refieren en los informes que la paciente está muy nerviosa-, M ar no tolera ningún tipo de medicación ansiolítica: “To­ das las pastillas me han sentado mal”. Esta intolerancia a cualquier medicación se convertirá en uno de los hechos más enigmáticos del caso. En los sucesivos informes médicos el diagnóstico que se va a repetir es el de crisis de ansiedad. Pero Mar no dejará de gritar su sufrimiento y su dolor desde un cuerpo que nos da la impresión que se resquebraja, perdiendo su unidad y su coherencia, como las hojas sueltas, caídas y desperdigadas, de un libro que se ha desencuader­ nado. ¿No busca M ar en urgencias, con urgencia, alguien que orde­ ne eso, todavía sin nombre, que le ha sumido en el caos y en la anomia más absolutas? ¿Un continente, una forma, un límite creado por

la palabra, que pueda curar la herida por la que se desangra, cerran­ do la brecha que fractura su cuerpo? En el mes de mayo se describe en otro informe de urgencias su estado intenso de agitación, acompañado de la preocupación an­ gustiosa de tener un derrame cerebral. Ese mismo mes la médica de atención primaria la deriva a salud mental con el siguiente informe: “Desde hace un mes y medio presenta un cuadro de mareos inespecíficos, malestar general, ansiedad, etc., con reiteradas consultas a servicios de urgencias, tanto hospitalarios como extra-hospitalarios, siempre con el diagnóstico de crisis de ansiedad. Intentos de trata­ miento con lexatin 1,5, alprazolam 0,5, diazepan 5, orfidal, etc., han acabado en fracasos terapéuticos por intolerancia. Todas las explora­ ciones físicas realizadas -fundamentalmente a nivel digestivo: gastroscopia y enema opaco- han resultado negativas”.

Ei primer encuentro en ei centro M ar tiene una entrevista preferente con la ATS del Centro en el mes de mayo. En este encuentro inicial se recogen los primeros datos sobre sus antecedentes biográficos. Es soltera. Vive en Madrid con un hermano mayor. Es la segunda de tres hermanos. Sus padres viven en un pueblo cercano a la capital. Trabaja de cocinera en un bar. Califica su trabajo como muy estresante por obligarla a perma­ necer mucho tiempo de pie. Un mareo en la calle, que presentó hace dos meses, es la primera manifestación de su enfermedad. Todas las medicaciones ansiolíticas que ha tomado le han provocado diarreas y molestias digestivas. No antecedentes previos de enfermedades so­ máticas o psiquiátricas. No recuerda ningún acontecimiento signifi­ cativo que haya actuado como desencadenante de sus síntomas. Mi impresión, al releer hoy estos primeros datos que aportó Mar, que transmiten una sensación de vacío, es que estamos ante una historia sin historia, lineal, plana, sin la presencia de esa falla cen­ tral, de esa abertura significante, que actúa en la existencia de un sujeto en función de causa. Historia a la que le falta la falta, ese acontecimiento inaugural, traumático, sustantivo, que le hubiera

permitido apropiársela, al afirmar y firmar “Esta es mi historia”. En el caso de Mar, la operación de la metáfora paterna que, a través de la creación de una marca significante, de un rasgo unario, inscribiría al sujeto en el orden del parentesco, de la filiación, dándole un lugar propio en la trama de las generaciones, incluyéndole en el tejido discursivo, estaría forcluida (¿o inhibida?). Mar, para presentarse como sujeto ante el Otro, y ser reconocida en su deseo, no cuenta (con) ningún recuerdo infantil; esos recuerdos encubridores, edípicos, con los que el neurótico, al tiempo que teje la tela del signifi­ cante, traza las líneas del mito compartido que hará habitable su his455 toria. Lo central en Mar, desde el punto de vista sintomático, es la fragilidad extrema en la estructuración de su corporalidad, de su ser carnal en el mundo. Se nos muestra en primer plano un cuerpo hecho a la ligera, siempre en riesgo inminente de despedazamiento, de fragmentación, en el límite de la disolución. Constatamos aquí la relación causal entre la forclusión del Nombre-del-Padre y la falla profunda en la constitución narcisística de la imagen corporal, yoica (Estadio del espejo). Hay un trayecto inicial en el recorrido de Mar, antes de que entre en el tratamiento y se constituya la relación transferencial, en el que no hay Otro. No un otro cualquiera, sino el Otro con mayús­ culas, el lugar de la palabra (A). Esa angustia, que es detectada por los médicos que atienden a M ar como el fondo constante sobre el que se inscriben todas sus manifestaciones sintomáticas, es la expre­ sión de la falta de una ley que ordene su existencia. La desorienta­ ción de Mar y sus síntomas de despersonalización son consecuencia de la ausencia de un lugar tercero, que, al acoger su palabra, se cons­ tituya en su centro de referencia, el lugar desde el cual su verdad podrá ser dicha.456 Nos encontramos con una de las causas que determinan que una vida, una historia, se vea invadida e inundada por el malestar: la imposibilidad del sujeto para situarse, localizarse, descubrirse, reve­ “El mito individual del neurótico”. sujeto de la enunciación apunta a lo más singular de la verdad de un sujeto.

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456 La función del

larse en su ser de falta, en su condición deseante. El punto sensible, allí donde salta la alarma, el lugar privilegiado donde se detecta el fracaso de la operación edípica, es el cuerpo. Cuerpo que, al no haber recibido la marca de la inscripción significante, del corte que lo agujerea, del síntoma que lo divide, pierde toda consistencia, co­ rriendo el riesgo de ser parasitado por un goce mortificante. Hubo algo, a nivel de este desmembramiento corporal, que al principio valoré como un factor de mal pronóstico, pero a lo que ahora, con la perspectiva que me da el tiempo de tratamiento, y con­ siderándolo desde el interior de la transferencia, le doy otro valor. Inicialmente pensé que este cuerpo desanudado, fragmentado, roto en su unidad e integridad, podía ser la antesala, el signo amenazante y ominoso de una psicosis por venir. Lo que me condujo a plantear el siguiente diagnóstico provisional: Cuadro grave de hipocondría. Sabemos que Freud ubica la hipocondría en una línea causal con la psicosis, como su fase previa, en un lugar homólogo al de las neurosis actuales como predecesoras de las neurosis de transferen­ cia. Pero en el caso de Mar esta perspectiva sólo explicaría una parte de su cuadro clínico, de la complejidad de su sintomatología. Las alteraciones que presenta no se pueden abordar exclusivamente des­ de la vertiente de un déficit causado por la forclusión del significante del Nombre-del-Padre, que dejaría como secuela irreversible un de­ fecto en la nominación del cuerpo. Es evidente que determinadas cenestesias que bordean lo alucinatorio -Me corre líquido p o r enci­ ma de la piel- pueden interpretarse como la manifestación en lo real del cuerpo de aquello que ha sido rechazado de lo simbólico. Pero en este caso hay algo que nos lleva más allá de esta visión reduccionis­ ta. El cuerpo de Mar se constituye en su totalidad como un lla­ mado al Otro de la palabra, a ese Otro prehistórico e inolvidable del que habla Freud en el “Proyecto de psicología para neurólogos”. Su propia fragmentación está convocando, casi naturalmente, a una operación de anudamiento, de corte y sutura, de bordado y trenzado. Es un cuerpo identificado al grito que demanda del Otro una pala­ bra, una sanción significante. Cuerpo irritado fisiológicamente, afec­ tado por una extraña intolerancia para absorber y asimilar lo que le

llega desde el exterior. Pero, sobre todo, es un cuerpo irritado, enfa­ dado, que alza su voz reclamando sus derechos inalienables y legí­ timos a la palabra que le corresponde, que se le adeuda, que, al nombrarlo, le otorgará ex-sistencia en lo simbólico. Cuerpo que se niega a absorber y asimilar nada que no sea palabra, que sólo desea un alimento que le nutra de significantes En esa referencia histérica al lugar del saber, al significanteamo, el cuerpo de Mar tiene algo de conversivo, identificándose al deseo del Otro, para, desde ahí, convocar a Un-Padre. Aquí es cuan­ do interviene el psicoanálisis: mientras ese cuerpo no se encuentre con una palabra que lo acoja, que le dé consistencia, existencia de cuerpo, continuará irritándose, protestando, gritando de manera rui­ dosa. El cuerpo de Mar no acepta ningún tranquilizante, no quiere nada que lo sede, duerma o silencie, taponando su falta. Su única esperanza es que su grito siga resonando, molestando al Otro, para que así se pueda escuchar su llamado. En el fondo, el mayor temor de Mar es que el Otro se quede dormido. La estructura que describo es confirmada por el historial de Mar, donde la función médico-maternal, a través de los diagnósticos y tratamientos, responderá con saber a los repetidos e insistentes llamados urgentes de la paciente. Cuando esta función médicomaternal, del orden de la demanda, hay operado de forma conve­ niente, se encontrará con sus propios límites, lo que permitirá su relevo por la función analítico-transferencial que apunta a la consti­ tución de un cuerpo deseante, marcado por la falta, investido libidinalmente, lugar de inscripción de la sexualidad y el goce. Paradóji­ camente, el hecho de encontrarnos con un cuerpo fragmentado, des­ pedazado, nos impide capturarlo como un todo. Este cuerpo deberá ser puntuado metonímicamente por el significante, parte por parte, en un acto de escritura que, al desplegarse linealmente en el tiempo, exige la inscripción sucesiva de cada una de sus letras. Como ya he referido, Mar llega al centro en el mes de mayo, pero una serie de malentendidos, derivados de la dificultad de inter­ pretar su demanda -se pensó que el médico de cabecera la remitía para confirmar una baja laboral-, determinan que no la pueda atender en ese momento, perdiéndose su rastro durante dos meses. En el mes

de Julio, tengo la primera entrevista con ella. Previamente, a causa de esos malentendidos, se produce un intercambio de escritos entre salud mental y atención primaria, siendo, al final, el propio médico de cabecera el que sitúa las cosas en su lugar al aclarar que lo que solicitaba era una valoración psiquiátrica: “El motivo de mi solici­ tud de interconsulta es que la paciente impresiona de padecer una importante somatización que le produce un gran sufrimiento psico­ lógico. Ella piensa que tiene un cáncer en el estómago y que está sangrando a nivel digestivo. Cree que comer perjudica estas patolo­ gías, por lo que se alimenta muy poco, bebiendo sólo suero. Aunque tanto al especialista de digestivo como a mí nos parece que se trata de una posible somatización, o de un trastorno de la personalidad, se han realizado estudios analíticos y un enema opaco, para descartar una patología orgánica, que han dado resultados normales. Está pen­ diente de una gastroscopia que se va a realizar casi a petición de la propia paciente”. En las dos primeras entrevistas, que se desarrollan casi como una intervención en crisis, reconozco que me siento confuso, incapaz de orientarme con respecto a la demanda de Mar, sin poder detectar en ese momento la estructura del síntoma que la trae a consulta. En la primera entrevista soy un mero espectador de una escena que se desarrolla ante mis ojos como si estuviese rodada en cámara rápida. Mar permanece de pie, y, en un estado de gran excitación, hace un relato desordenado, acelerado, de todos sus padecimientos corpora­ les. En su discurso no es posible localizar la existencia de un centro significante, de un punto de almohadillado, que anude las partes dispersas, desperdigadas, de su cuerpo. Trato de introducir alguna palabra que, en una función de corte, detenga la deriva de su discur­ so, pero no encuentro ningún eco, como si hablase en el vacío. ¿Hablaba sola? Más bien trataba de alcanzar desesperadamente a ese Otro que se le escapaba. Si Mar, en ese momento, hubiera podido situar el lugar de un interlocutor que acogiese su palabra, de un suje­ to al que suponer un saber, se hubiera dirigido a alguien. Es la etapa del tratamiento en la que tengo la sensación más angustiante de que no hay Otro. Pero, a pesar de ello, no dejo de estar allí, con una presencia todavía desconocida para Mar, a la espera de ser capturado

en la trama de su discurso. Esta operación de escucha, en el marco de la transferencia, condición sine qua non para que un tratamiento sea nombrado psicoanalítico, sólo se puede materializar si interviene el deseo del analista. Es imprescindible aguantar el tirón e instaurar, a través del silencio, un tiempo de espera con el que no cuenta Mar. De ahí, la condena que la empuja a hablar tan aceleradamente, casi en un estado maníaco, con extrema precipitación y urgencia. Este discurso, donde las palabras se agolpan, cabalgando unas encima de otras, empujándose desordenada y frenéticamente, en un contexto caótico en el que falta un intervalo, un espacio, una distancia temporal entre las palabras, psicopatológicamente se de­ nomina verborragia: ruptura del tejido verbal, de su sintaxis, desor­ ganización máxima de la estructura del lenguaje. La verborragia se desencadena cuando no opera la función de corte significante, la ley que permite localizar el lugar de una falta. El discurso es un torbelli­ no, un remolino, en el que se pierden y se hunden las palabras, de­ rramándose sin remedio. Si las palabras se derraman es porque falta el continente que las acoja, el recipiente que las reciba. Para el psi­ coanálisis, lo único que tiene la potencia de recoger y recibir un dis­ curso, al albergar en su interior un vacío, es el Otro como lugar del significante. El sujeto sólo podrá descansar en el inconsciente si me­ dia un despertar. A pesar de que mi palabra no la alcanzaba, escu­ charla desde el silencio comportaba ya en sí mismo algo de la di­ mensión del acto (figura 26)457.

El tiempo del tratamiento: un trabajo en transferencia desde (con) el cuerpo Para dar una noción del empuje y del avance hacia la palabra en el tratamiento de Mar, de su trabajo de perelaboración con los 457 Representación del síntoma analítico, en transferencia: un marco provisto de un vacío, con una abertura central, que permite la dialéctica significante, el desplie­ gue y el cambio del discurso. Cerremos esa abertura, taponando el vacío, y nos encontraremos, entre otras consecuencias funestas, con la verborragia de Mar.

significantes del inconsciente, de los cambios que se han producido en los lugares privilegiados donde se cruzan y anudan las dimensio­ nes diacrónica y sincrónica del tiempo del sujeto, voy a entresacar aquellos fragmentos de su discurso con los que se ha ido entretejien­ do progresivamente su posición de sujeto de la enunciación.

Figura 26. La abertura central del síntoma

No voy a hacer un relato cronológico, aunque lo consideraría legítimo, porque pienso que, desde la perspectiva del psicoanálisis, el discurso y la historia no se construyen desde una dimensión lineal. Del despliegue y el desenvolvimiento del discurso se pueden dar diferentes figuras: una espiral, una parábola, el recorrido de una banda de Moebius, el movimiento del caballo en el ajedrez, etc., serían algunas de ellas. En los tratamientos analíticos, hay una insis­ tencia, un retorno, una repetición, un bucle, que privilegia determi­ nados elementos significantes del discurso con el carácter de fallas, discontinuidades, vacíos, tropiezos, saltos, ubicados en los márge­ nes, en los límites del no saber. La lógica del aprés coup (nachtraglich), con las idas y venidas del significante, que recorre los bordes del litoral, es la lógica del tratamiento analítico. Lo que nos interesa en una cura psicoanalítica es la localiza­ ción y el recorrido de las líneas de fuerza discursivas, de los puntos de almohadillado, del goce pulsional que, al remitir a la pérdida de objeto y a los agujeros del cuerpo, tiene una función de causa del deseo. Lo fundamental para el destino del tratamiento de Mar es que se realiza en transferencia, lo que implica que hay un Otro, localiza­ do en otro escenario, al que ella podrá dirigir su palabra, recibiendo

de allí su mensaje en forma invertida. Si hay Otro, podrá escapar del encierro en el autoerotismo, en el puro narcisismo, para, desde el enigma del Otroerotismo, del héteroerotismo, acceder a su condi­ ción de sujeto sexuado. El tratamiento psicoanalítico es en transferencia. No es posi­ ble un psicoanálisis sin amor de transferencia. El amor de transfe­ rencia y la suposición de saber que constituye su esencia se dirigen al sujeto al que se le atribuye el saber sobre la falta, sobre la causa del deseo. El analizante se arriesgará a entrar en el circuito de la palabra, iniciando su aventura por el camino de la asociación libre, a condición de que un analista haga semblante de la función de supo­ sición de saber. El analista, para no identificarse con la posición del amo, nunca deberá olvidar que la suposición de saber, como efecto discursivo, es indisociable del saber no sabido del analizante, al que apunta la dirección de la cura. En el tiempo inicial del tratamiento de Mar, se detiene su aceleración y se apacigua su vértigo, pudiendo descansar, al deposi­ tar en mí la promesa de un saber que la preserva del riesgo de su desaparición, por haber tenido que confrontarse, hasta ese momento, sin una mediación simbólica, a las grietas del cuerpo, al agujero de lo real. Cuando lo insoportable de lo real, que es estructural, al faltar el significante que le daría un sentido, la razón simbólica que esta­ blecería su proporción y medida, se pone en juego en la transferen­ cia con el Otro, podrá tener otro destino que el infausto de la morti­ ficación por un goce mórbido. El tratamiento propiamente dicho empieza en el mes de sep­ tiembre. Dice Mar, en una de las primeras entrevistas: “Sufro de mareos, que me afectan mucho en el trabajo (trabaja de cocinera). Tengo problemas de salud. Todas las medicaciones me sientan mal. Tengo la mucosa gástrica irritada. No tengo problemas, ya que estoy soltera, no he tenido pareja. Tampoco tengo problemas de familia. El problema me viene del trabajo. No quiero tomar la medicación por­ que me pone irritable y nerviosa. Estoy en los huesos (afirmación a subrayar porque se repite con insistencia en su discurso)”. En las siguientes sesiones refiere una mejoría subjetiva y su discurso se hace más sedado: “Siento picor en el cuerpo. Voy mejor, pero des­

pacito (me muestra un nevus -un lunar- que se lo están estudiando). Siento como si algo me comiera por dentro. No puedo hacer nada. Estoy en los huesos. Estoy revuelta. No tolero los fármacos. Tengo motitas en la visión. No hay comida consistente. Sólo puedo comer arroz, caldito y pollo. Estoy que no me tengo. Controlo todo porque voy suelta, hasta el agua la tengo que controlar. Parece que me están royendo, como si me comieran la carne. No puedo leer, ver la televi­ sión o salir a la calle, tampoco puedo coger mucho peso. El frío y la lluvia me impiden salir. A lo mejor me faltan vitaminas. Ahora pue­ do comer algunas cosas que antes no podía, como la zanahoria y el plátano. Estoy en los huesos. Me descompongo. Me suelto, sobre todo con medicamentos defectuosos. No puedo comer nada consis­ tente. Mi problema comenzó con ansiedad, mareos y estrés. En el trabajo estaba estresada. Cerca de donde trabajaba hubo un atraco, empecé a pensar que me podía pasar a mí, que podían entrar en mi casa, salía de casa y volvía a subir, fue algo que pasó al lado; hubo gritos, el temor de que alguien me pierda, hubo una muerte...”. Comienza a probar, con mucha prudencia, lo que puede y no puede comer, haciendo dieta y comiendo en pequeñas cantidades: “El cuerpo, o se me suelta, o hay algo que lo sujeta. Algo que como, sujeta el cuerpo”. Trata de investigar aquellas condiciones ambienta­ les y situacionales que mejoran o empeoran su estado: cambios de temperatura, corrientes de aire, posiciones del cuerpo, alimentos que tolera y que no tolera, etc. Insiste permanentemente en que está dé­ bil, “en los huesos”, y se pregunta por la causa de esta debilidad: “Pensé que estaba baja de defensas o que me faltaba hierro o calcio”. Vive con un hermano del que da muy pocas referencias. En su discurso empieza a jugar un papel el relato de las visitas de fin de semana que hace a sus padres, que viven en una provincia limítrofe con Madrid. Del padre da los siguientes datos: actualmente jubilado, trabajó en un laboratorio como especialista en física y química. A n­ teriormente estuvo trabajando en una fábrica de cemento. Ha ejerci­ do de Juez de Paz en su pueblo. Compara el ambiente de Madrid con el del pueblo de los padres: “El ambiente del pueblo de mis padres es más tranquilo y más sano que el de Madrid”. Sólo mantiene rela­ ciones con los amigos de sus hermanos. Refiere una sensación per­

manente de tensión que le afecta en todo su cuerpo. Su queja es que “he perdido mucho” . En relación con el supuesto acontecimiento desencadenante, al que se refiere con mucha ambigüedad e imprecisión, dice: “Hubo atracos” (Es como si faltase el sujeto de estos actos, y, por lo tanto, sus coordenadas espacio-temporales). Lo asocia con una “sensación de miedo, mareos y temor a la muerte”. Comenta: “me duele desde la cabeza a la punta de los pies, basta que el aire me toque para que se me ponga un dolor intenso” (esta extrema vulnerabilidad del cuerpo es otra de las características de este caso). Sigue buscando insistentemente saber lo que tolera y lo que no tolera. No soporta los cambios de temperatura, estar mucho tiempo tumbada en la cama, permanecer de pie, mantener inclinada la cabeza y comer en grandes cantidades. Cualquier exceso que, al sobrepasar un cierto límite, su cuerpo no sea capaz de tolerar, es causa de dolor. Lo único que le proporciona alivio es el ejercicio, tener el cuerpo en movimiento. Sigue viendo “motitas” en su campo de visión. En otra entrevista, se queja de sensaciones corporales que se manifiestan bajo la forma de lo extraño (unheimlich): “Sensación de que me corre agua por la columna vertebral; sensación de que me corre líquido por encima de la piel; paralización del lado izquierdo de la cara”. Vincula estas “sensaciones” con el hecho de “haber to­ mado agua del grifo”. Oscila entre preguntarse por la causa de estas sensaciones o atribuirlas a una enfermedad desconocida. Si está sola se asusta. Está más tranquila si está rodeada de gente. Siempre va a comprar al mismo sitio. A los grandes almacenes no puede ir a com­ prar. Cree que tiene “delirios” : “Digo en alto alguna palabra que no viene a cuento. La digo sin darme cuenta. Se me escapan las pala­ bras. Alguna palabra se me va. Me quedaba con la mente en blanco. No sabía a dónde iba. Me perdía en mi propia casa. Se me vino todo encima. Me puedo morir en cualquier momento”. El calor la alivia de sus molestias corporales, en cambio el frío se las empeora: “A mí lo que me mata es el frío”. Si come en cantidad o bebe mucha agua, se suelta. Tiene el temor de quedarse paralizada, sobre todo cuando determinadas partes de su cuerpo se le quedan dormidas. Habla cada vez más de las visitas a sus padres los

fines de semana. Con el tiempo, llegará a establecer nítidamente la separación entre lo que le sienta bien y lo que le sienta mal. El ejer­ cicio suave y el calor del sol son las cosas que le producen mayor alivio corporal. Refiere que la causa de la enfermedad fue una “me­ dicación defectuosa” que le produjo “alergia, irritación generalizada, úlceras y no poder retener nada”. Su obsesión principal es “ganar peso” (hecho que, tomado metafóricamente, marcará la dirección de la cura: ganancia de peso como sujeto). Hay un progreso que ella capta en el hecho de comer mejor. Logra diversificar su dieta: “Ahora puedo beber leche y tomar ver­ dura. El arroz con pollo es lo que me sienta mejor. El pan con miel me provoca ardor. No tolero el exceso, la abundancia de comida, la grasa y la comida muy caliente. ¡He estado tanto tiempo si comer!” Estar quieta le desencadena un intenso malestar (si ella se para, ¿se detiene el mundo?) Poco a poco va probando alimentos que antes tenía totalmente restringidos. Hace ejercicio con la bicicleta estática de su hermano. Puede ir jugando dialécticamente con una serie de oposiciones, que, como en el juego del Fort-Da, tienen un estatuto significante: el tiempo (frío-calor); el ejercicio (quieta-en movimien­ to); la comida (vacía-llena); la cama (fuera de la cama-dentro de la cama); la casa de los padres (en el pueblo-en Madrid); los dolores (permanentes-que se manifiestan de forma brusca). A pesar de que come mejor sigue quejándose de su falta de ganancia de peso. Llega a introducir matices y diferencias sutiles: “El calor me produce dolor de cabeza, pero me va bien para los hue­ sos”. Retorna al episodio desencadenante, que aparece envuelto en tinieblas: “El primer ataque de ansiedad se produjo por estrés en el trabajo. Sentía miedo. Era gente de raza gitana. E l l o s . son ellos. No había barreras. Me quedaba sin poder decir nada, sin poder res­ ponder al otro ni decir ni bola, porque me sentía mareada”. La frase “me quedaba sin poder decir nada”, ¿no nos evoca el episodio alucinatorio del Hombre de los Lobos, incapaz de decir nada a su niñera sobre el corte en el dedo? ¿No iría este acontecimiento, que llama­ mos impropiamente desencadenante, en el sentido de reconstruir una escena traumática en la que se restituya una pérdida en el origen?: “¿A ver si es que me falta algo”? Sale de casa, en contra de la opi­

nión de su hermano, que le dice que no salga sola porque puede pa­ sarle algo: “Siempre me están chillando, diciéndome que me puede pasar algo. En la puerta de casa han atracado a gente, pero en cuanto estoy un poco mejor salgo. Tengo que salir, tengo que andar, de pie o sentada no puedo estar mucho tiempo”. Mar, con el avance del tratamiento, siente que su integridad corporal está más firme y mejor asentada, atreviéndose a hacer in­ cursiones discursivas fuera de los límites corporales (¿los límites maternales?). Se arriesga a adentrarse en el mundo sin temer que a la vuelta su cuerpo se haya perdido. Teniendo como referencia el cuer­ po y sus sensaciones de placer-displacer habla de los personajes sig­ nificativos de su historia: de sus padres, familiares cercanos, las gen­ tes del pueblo de sus padres, etc. “Si me hablan muy alto me pongo nerviosa, me repercute en los oídos. Mi madre habla alto. Una tía, que es sorda, también habla muy alto. Mi padre las tiene que hablar muy alto. Me parece que me voy a quedar sorda. Los niños de mi prima hablan alto y me ponen fatal los oídos. La música alta también me molesta mucho. Una prima de mi madre, que es monja, habla bajo y no me molesta. La paz y la tranquilidad son lo más importan­ te”. Todas las semanas visita a sus padres: “Están muy preocupados. Permanentemente me preguntan si como y qué es lo que como. Yo voy para que me vean y se tranquilicen”. Recapitula sus avances en el tratamiento: “Puedo andar, puedo comer, me sujetan las piernas y antes no podía hacer nada”. Es capaz de detenerse en relación con su decir, haciendo un relato, historizando determinados acontecimien­ tos familiares, como las bodas de oro de sus tíos. Tiene diferentes temores y angustias: a padecer un cáncer, a hablar, a sentir fatiga y que le pueda dar algo en el corazón, a poner­ se enferma, porque no tolera ninguna medicina: “Cualquier cosa que ingiero me provoca diarrea. No tolero ni una aspirina. Estoy sin re­ cursos y he sentido mucho miedo. Yo lo que necesito es calor. Una corriente de una ventana o de una puerta abierta me matan. Los hue­ sos se me han debido quedar muy mal”. Da vueltas insistentemente a la alternativa entre “me falta algo” o “tengo una enfermedad no de­ tectada” : cáncer de huesos, falta de hierro o calcio, bajada de las

defensas, riesgo de infarto. Si le dicen que tiene debilidad, inmedia­ tamente lo relaciona con un cáncer de huesos. En un giro del tratamiento se adentra en el territorio de lo familiarmente-extraño, de las relaciones edípicas, en el rastro de las huellas de su historia: “Cuando tenía cinco años vivía con nosotros mi abuela materna y la hermana mayor de mi madre. Con mi madre no me he entendido bien. Con mi padre un poco mejor. Mi madre no ha tenido mimos. Con la hermana menor de mi madre me he llevado bien. Somos tres hermanos, que nos llevamos un año de diferencia. Nunca he tenido privilegios. Cuando me sentía mal me iba con mi abuela. Mi madre siempre ha sido muy aprensiva. Si sentía un dolor de cabeza se ponía fatal y se iba al hospital. Yo me he volcado m u­ cho hacia mi familia. Mi madre padecía de depresiones. Si le dolía la cabeza pensaba que se iba a morir, entonces venía mi abuela a cui­ darnos. Si a mi madre le pasase algo yo tendría que cuidarla”. Des­ cribe a la madre como una mujer centrada en su cuerpo, las enfer­ medades y los padecimientos, “acostumbrada a que le hagan todo”. La compara con las tías paternas que, aunque son muy mayores, “hacen cosas”; “yo también hago cosas”. Durante la infancia, esa madre centrada en la yoicidad de su cuerpo, se mostró incapaz de hacerse cargo del deseo de sus hijos y M ar se quedó descolgada (¿del deseo de la madre?). Describe el microcosmos del pueblo de los padres, el males­ tar en la cultura de sus habitantes, todo aquello que, al estar marca­ do por la falta, suscita su curiosidad: “En el pueblo hay cotilleos y comentarios, las cosas las dicen por detrás y te levantan un lío. Yo las verdades las digo a la cara. En el pueblo hay envidias. En todas las familias hay algo por herencia. Hay historias siempre. Los cuña­ dos de mi madre han sido muy malos, querían lo que le corresponde a mi madre por herencia. Yo me hablo con todos. Hay gente que va con la cabeza baja y escondiéndose. Hay envidias. Yo soy del pue­ blo y en los pueblos hay muchas historias”. Le gusta andar por el pueblo, pasear con su madre y su tía monja. Me habla de la boda de su prima, a la que piensa asistir. Señala la rivalidad del pueblo de sus padres con el pueblo vecino. A veces habla de la genealogía familiar de una forma confusa, debido a que las relaciones y los nombres se

entremezclan, siendo difícil seguir el hilo conductor. Vincula en su discurso “el peso que no gana mi cuerpo”, la imposibilidad de “sos­ tener mi cuerpo”, con una construcción referida a su historia infantil: “Yo cargué con todo el peso” (la madre siempre estaba en la cama, enferma). En relación con esto, cuenta la historia de su prima, ope­ rada del pecho, con la que se cruza en el pueblo, y la forma como sobrelleva su enfermedad.

Para concluir y continuar Para concluir: el malestar se presenta, a veces de forma in­ coercible, allí donde no puede localizarse un real en función de cau­ sa del deseo. No hay un real que tenga en sí mismo la potencialidad de constituirse como causa. Si fuese así, entraríamos en el terreno de las esencias, y, como consecuencia, en la necesidad de un abordaje fenomenológico de la causa. En este sentido, sabemos que Lacan separa categóricamente la dimensión del signo de la del significante: no hay un sujeto autónomo que se signifique a sí mismo; el sujeto está determinado por el significante (no hay sujeto sin Otro). De igual forma, lo real se constituye como acontecimiento en un en­ cuentro (el encuentro con el deseo del Otro). Su destino dependerá de la versión que el sujeto dé de ese encuentro inaugural con la falta. Sólo así se puede concebir la dimensión ética del acto analítico, fun­ damentada en una operación de palabra que, como plantea Lacan, siempre es un puro comienzo (no hay experiencia o saber sobre la falta que nos preserve del trauma, de la contingencia del deseo). Un psicoanálisis no es más que una chance, una oportunidad, y a la vez una apuesta, de transformar lo que podría haber sido el peso insoportable de lo real en una pregunta por el enigma del deseo. Desde el psicoanálisis, hablar de deseo es referirse a lo no sabido. La señal del pasaje, del tránsito, en el que se produce la mutación y la metamorfosis de un malestar en una interrogación por la causa del deseo, es la angustia. Si la angustia es de castración, para que nos alcance, y es necesario que lo haga, es imprescindible poner en acto una operación discursiva que produce un resto, un objeto perdido, al

que Lacan nomina con la letra a (la letra del goce). A condición de que haya un psicoanalista que sostenga desde la transferencia el horizonte del acto a n a lític o . Para continuar...

Sobre la forclusión

Tuvo la idea de que debía de ser muy agradable ser una mujer en el momento del coito, idea que luego, con plena conciencia, rechazó indignado Sigmund Freud

No ha lugar El término forclusión fue introducido por J. Lacan en la última clase de su Seminario dedicado a “Las psicosis”, el 4 de Julio de 1956. Es la traducción al francés, propuesta por Lacan, de la palabra alemana verwerfüng. Define el mecanismo causal, específico de la psicosis, que consiste en el rechazo de un significante fundamental -el “signi­ ficante del Nombre-del-Padre”- que queda expulsado, forcluido, del universo simbólico del sujeto. Aunque en castellano no existe nin­ gún equivalente exacto de forclusión, los términos que se le aproxi­ marían serían los de preclusión o repudio. El término forclusión ha adquirido, a través de la enseñanza y la teoría de Lacan, un sentido específicamente psicoanalítico. La forclusión, o preclusión, aunque aplicada al campo de la clínica, tiene su origen en el ámbito del derecho. Hace referencia al vencimiento de una facultad o derecho no ejercido en los plazos prescritos. Dos ejemplos de preclusión, tomados de sentencias judi­ ciales, son los siguientes: “Terminada la contestación o precluido el plazo para rea­ lizarla, no podrá ya admitirse la alegación de nuevos hechos, ni la contestación a la demanda”. “Aduciendo haber precluido su derecho a reclamación so­ bre dicha sanción al haber transcurrido más de 2 0 años”.

Expresado en lenguaje jurídico, como en el siguiente caso, la preclusión es un no ha lugar al ejercicio de dicha facultad o derecho: “No ha lugar al recurso interpuesto contra sentencia que condenó a la entidad”. De aquí se deriva el sentido figurado de forclusión como ex­ clusión forzada, imposibilidad de entrar o de participar. Otros térmi­ nos cercanos en su sentido al de forclusión son preterición 458 y detestación459. ¿Cómo se manifiesta y que valor tiene el no ha lugar de la forclusión en la estructuración de la psicosis y en su clínica? ¿Cuál es su incidencia sobre la constitución de la subjetividad y del deseo? Antes que nada, es fundamental destacar la relación entre forclusión y tiempo: precluido un determinado plazo temporal en el que podría haberse ejercido un derecho, ya no ha lugar a este derecho. Así co­ mo en el campo del derecho el tiempo determinante de la forclusión es el cronológico, en relación con la constitución o la preclusión del sujeto del deseo, el tiempo lógico del inconsciente, del discurso, es el decisivo. La forclusión es un no ha lugar: a) Al tiempo de la palabra en el que un sujeto habría podido inscribir, a través de un acto de crea­ ción, la verdad de su deseo. b) Al tiempo en el que debería haberse abierto la pregunta por la causa. c) Al tiempo procesal, jurídico, en el que un sujeto es llamado ante el Otro para defender y dar testimo­ nio, aportando pruebas, evidencias y argumentos460, de su condición ex-sistencial. 458Preterición (del verbo preterir): “Excluir a alguien o algo al distribuir o aplicar una cosa, tal como un reconocimiento; no mencionar en un testamento a los here­ deros forzosos, ni para incluirlos ni para excluirlos; circunstancia de no existir pero haber existido; figura retórica que consiste en decir que se omite una cosa, con lo cual, precisamente se la menciona” . M oliner M ., Diccionario de uso del español. 459Detestación: Abominación del testimoniar o maldición de la atestación. Saiegh R., Enigmas del inconsciente. 460 La carga de la prueba se localiza en el discurso, el lugar donde se pone en acto la verdad del sujeto.

¿Quién emite el no ha lugar forclusivo al significante del Nombre-del-Padre, al tiempo del discurso, a la operación de la metá­ fora paterna? Funciones y operaciones simbólicas que podrían y deberían mediar, terciar, dirimir, así como decidir judicativamente con respecto a la causa. Este problema trasciende la posibilidad de que el Otro sancione en acto las operaciones simbólicas y desiderativas del sujeto con un no ha lugar, ya que, para producir este efecto, deberá comparecer, hacer acto de presencia, poniendo en juego su palabra, aunque sea para repudiarla, lo que permitiría la respuesta del sujeto, su defensa .461 Las consecuencias deletéreas de la forclusión se producen cuando el Otro, convocado por el sujeto para nom­ brar su deseo, no comparece, respondiendo con el silencio, la indife­ rencia o el desprecio frente a su llamado angustiante. Para Freud, la defensa extrema, el rechazo más enérgico, es la no emisión de un juicio. No es un decir No sino un No decir. No pronunciarse de nin­ gún modo sobre la castración equivaldría a hacerla inexistente, de­ jándola desprovista de toda sanción simbólica, intocada por la pala­ bra, despojada de la afirmación significante que la reconocería .462 En última instancia, lo que está en juego es la preterición del acto que le corresponde al Otro como encarnación y depositario del lugar simbólico fundamental con el que el sujeto está en una relación de 461 Un paciente psicótico

situaba retroactivamente el comienzo de su enfermedad, su posición de rechazo del mundo, en un juicio celebrado en la “escuela de asis­ tentes sociales”, en el que había sido encausado y condenado sin ninguna posibili­ dad de defensa, sin haber sido oído, sin poder testificar ni testimoniar, condenado al silencio más absoluto. En el juicio se trataba de él, pero sin contar con él. Todos hablaban de él, aunque nadie le tomaba declaración, invitándole a tomar la pala­ bra. Ocupaba un lugar en el estrado, al fondo, apartado, fuera de la escena, siendo un espectador pasivo, inerte, mudo, de su propia condena como sujeto. La forclusión, como demuestra este caso, es la no audiencia del sujeto de la palabra. 462 La mejor imagen de la forclusión es una boca cerrada. Lo más opuesto a una boca cerrada es el silencio, que convoca a la palabra, a un decir singular. “En boca cerrada no entran moscas” (que una mosca pueda entrar en la boca demuestra de forma inapelable que encierra un vacío) y “por la boca muere el pez” (el vacío por el que nos atrapa el anzuelo del Otro) son refranes aplicables a una ética de la forclusión. En el cuadro Guernica de Picasso, todos los personajes, incluso los animales, tienen la boca abierta, para gritar su dolor y su sufrimiento. Una sola persona tiene la boca cerrada: el niño muerto.

absoluta dependencia por su condición de ser parlante. Esta deuda indisoluble que anuda al sujeto con el Otro es expresada de forma magistral por el poeta Ángel González: “Yo sé que existo porque tú me imaginas. Soy alto porque tú me crees alto, y limpio porque tú me miras con buenos ojos, con mirada limpia. Tu pensamiento me hace inteligente, y en tu senci­ lla ternura, yo soy también sencillo y bondadoso. Pero si tú me ol­ vidas quedaré muerto sin que nadie lo sepa. Verán viva mi carne, pero será otro hombre -oscuro, torpe, malo - el que la habita.. . ” .463 La pregunta que nos hacemos es por la estructura y la fun­ ción del Otro en la constitución de la psicosis. Pregunta que, en su complejidad, va mucho más allá de esa burda simplificación que reduce todo el problema de la causalidad de la psicosis al hecho de si hay o no hay Otro. El historial del Hombre de los Lobos nos ayudará a responder a estas cuestiones. Aunque en las neurosis y las perversiones también puede operar el no ha lugar emitido por el Otro464, lo hace de otra forma y con otros efectos que los que produce en el campo de las psicosis. En la psicosis, el no ha lugar, la exclusión, el rechazo, no actúa sobre un elemento singular -un significante, un fantasma, un deseo, un elemento pulsional, etc.- ubicado en un determinado lugar de la ca­ dena significante; la forclusión incide, no sobre el contenido del lu­ gar, sino sobre el lugar como continente, sobre la función del Lugar o el Lugar como función. Se trata de un no ha lugar al Lugar como función simbólica fundamental, como operación metafórica, cuyo agente es el significante del Nombre-del-Padre. El Lugar que queda forcluido es la función simbólica, la operación significante, que constituye, organiza, estructura, sostiene y rige al conjunto de los lugares que conforman la estructura del sujeto. Es por este motivo que el Lugar, en relación con la constitución del deseo, tendría una

463 A.

González: Muerte en el olvido. forclusión parcial o los errores de anudamiento en el nudo borromeo. 464 La denominada

función de causa como Lugar de los lugares o Significante de los significantes. Lacan hace referencia a un significante clave, el significante del Nombre-del-Padre, que no es un significante como los otros, al estar en una posición de inclusión-exclusión con respecto al resto de la cadena significante; cuya función esencial no sería producir una determinada significación sino garantizar la operación significante en sí misma. Es el significante que significa la operación del signifi­ cante: “No es lo mismo decir que hay una persona que debe estar ahí para sostener, si se puede decir, la autenticidad de la palabra, y decir que hay algo que autoriza el texto de la ley, porque ese algo que autoriza el texto de la ley es algo que se basta por estar él mismo a nivel del significante, es decir el nombre del padre, lo que yo llamo el nombre del padre, es decir el padre simbólico. Esto es algo que subsiste a nivel del significante. Es algo que en el Otro, en tanto que es la sede de la ley, representa a este Otro en el Otro, ese significante que da soporte a la ley, que promulga la ley” . 465 Si Lacan afirma que el significante del Nombre-del-Padre es el significante de la ley, también podría nombrarse como el signifi­ cante del Lugar466: “(...) el Otro no es un sujeto, es un lugar al cual uno se es­ fuerza, desde Aristóteles, por transferir los poderes del sujeto”.467

465 J.

Lacan: El Seminario, Las formaciones del inconsciente, Libro V, Ed. Paidós (clase 8 ). 466 Aquí habría que establecer un anudamiento con las elaboraciones de Lacan, en sus últimos seminarios, respecto al nudo borromeo y sus lapsus. El nudo borromeo, en su condición de ex-sistencia, sería ese Lugar de los lugares que se escri­ ben en la estructura. Lugares agujereados por efecto del anudamiento borromeo de los tres registros. No conviene olvidar que la topología analítica tiene en cuenta el tiempo como un elemento decisivo: “Topología y tiempo” (título de un seminario de Lacan). 467 Jacques Lacan: El Seminario, La identificación, Libro IX, Clase 1, 15 de No­ viembre de 1961, no publicado.

La constitución del trazo unario estaría también en una rela­ ción íntima con el lugar (ersatz) del Otro: “Es muy notable que en este tipo de identificación en la que el yo copia, en la situación, unas veces el objeto no amado, otras veces el objeto amado, pero que en los dos casos esta identi­ ficación es parcial, hochst beschrankte, altamente limitada -pero lo que está acentuado en el sentido de reducido, de constreñido - que es nur einen einzigen Zug, solamente un trazo único de la persona objetalizada, que es como el ersatz, tomado del término ale­ mán” .468 El Lugar no hay que entenderlo exclusivamente en su pro­ piedad espacial, como depósito, receptáculo, tesoro o habitación; sobre todo, nos interesa su dimensión temporal, significante, como potencia de anudamiento, capaz de establecer vínculos discursivos, generar transferencias, causar encuentros sexuales y construir lazos sociales. Es la misma “red de potencialidades” con la que Heisenberg interpreta la función de onda (basándose en el concepto aristo­ télico de “ser en potencia” opuesto al “ser en acto ” ) . 469 El Lugar no es la inmensidad en la que el hombre se abisma sino “Esa gran nece­ sidad del hombre, lo finito, que admite el enlace . . . ” .470 ParaHeidegger el lenguaje es el lugar del desvelamiento, “la casa del ser”, el lugar donde el ser (entendido como verbo) se dice471 : “(...) el lenguaje es a un tiempo la casa (Haus) del ser y la morada (Behausung) de la esencia del hombre” (Carta sobre el humanismo).

468 Ibíd.,

Clase 5, 13/12/61. Fernández-Rañada: Ciencia, incertidumbrey conciencia. Heisenberg, Ed. Nivola, Madrid, 2004, pág. 111. 470 V. Hugo: Los miserables, Volumen II , Unidad Editorial, Madrid, 1999, pág. 330. La estructura del discurso es la trama que, al vincular lugares, crea un espacio para el deseo. La trama de esa trama es el agujero. 471 R. Capurro: Heidegger y la experiencia del lenguaje, en: http ://www. capurro.de/bo ss.htm 469 A.

La función de la paternidad y el Lugar El no ha lugar al Lugar indica que la forclusión no es selec­ tiva, que no afecta a un elemento del inconsciente, sino a la propia función inconsciente; a un lugar del discurso, sino a la propia estruc­ tura discursiva; a un significante específico, sino a la propia función significante. Las fallas estructurales, al incidir sobre la operación de anudamiento, no actúan exclusivamente sobre un elemento indivi­ dual, sino sobre el conjunto de la estructura. Igual que una piedra arrojada en un estanque más allá de su punto de impacto transmite el movimiento de las ondas a través de toda la superficie del agua, al cortar cualquiera de los tres anillos de una cadena borromea los otros dos quedan sueltos. Esta constatación, que tiene una profunda di­ mensión ética, puede servirnos como una guía decisiva en la direc­ ción de la cura de la psicosis. ¿Qué actuó como desencadenante de la psicosis del Presiden­ te Schreber? Diferentes autores concluyen que la imposibilidad de acceder a la paternidad podría haber sido el elemento determinante y decisivo en la eclosión de su psicosis. El propio Schreber escribe: “(...) Tras la curación de mi primera enfermedad de los nervios, viví ocho años de plena felicidad con mi mujer, colmados de honores y sólo empañados por la repetida frustración de la espe­ ranza de la bendición de tener hijos. En el mes de junio de 1893 se me notificó (en primer lugar y personalmente por el Sr. Ministro, doctor Schurig) mi inminente nombramiento para presidente de Sala del Tribunal Supremo de Dresde” .472 La afirmación de que la frustración de la paternidad sería la causa de la psicosis de Schreber es, para Lacan, contradictoria con el hecho de que la descompensación coincide con su advenimiento a un lugar paterno, al ser nombrado Presidente del Tribunal de Dresde, teniendo que asumir los emblemas paternos, cargando con el peso de

472 Daniel Paul Schreber: Sucesos memorables de un enfermo de los nervios, Ed. Asociación Española De Neuropsiquiatría, Madrid, 2003, pág. 50.

la responsabilidad de encarnar, sostener y dictar la ley del padre. ¿Cómo resolver esta contradicción aparente? Hay una intuición verdadera, arraigada en la clínica, cuando se busca en la línea del padre, en la dirección de la paternidad, la cuestión decisiva con respecto a la causalidad de la psicosis. Este es el eje interpretativo que Freud toma como referencia para poder des­ cifrar el delirio de Schreber. El personaje perseguidor en su delirio es el primer psiquiatra que le trató, el Profesor Flechsig, quien habría perpetrado el “asesinato del alma ” .473 Freud conjetura que en el fon­ do de la psicosis de Schreber subyace una corriente homosexual cuyo objeto es el doctor Flechsig. Lo decisivo es que detrás de esta transferencia homosexual hacia Flechsig late otra transferencia que toma como objeto libidinal al padre: “Imagino muy bien cuán aventurada ha de parecer la hipó­ tesis de que un sentimiento de simpatía hacia un médico pueda aparecer de pronto, altamente intensificado, ocho años después y provocar una perturbación anímica tan grave (...) La simpatía hacia el médico puede proceder fácilmente de un «proceso de transfe­ ren cia» por el cual haya quedado desplazada sobre la persona, indiferente en realidad, del médico la carga de afecto dada en el enfermo en cuanto a otra persona verdaderamente importante para él, de manera que el médico aparezca elegido como sustituto o subrogado de alguien más próximo al sujeto. O más concretamente aún: la personalidad del médico hubo de recordar al enfermo la de su hermano o su padre, a los que de este modo volvió a encontrar en él, y entonces no tiene nada de extraño que en determinadas cir­ cunstancias vuelva luego a aparecer en él la nostalgia de aquella persona sustitutiva y actúe con una violencia sólo explicable por su origen y por su significación primaria ( . ) La introducción del pa­ dre en el delirio de Schreber sólo habrá de parecernos justificada en cuanto nos facilite la comprensión del caso y nos ayude a acla­ rar los detalles incomprensibles del mismo” .474

473 Sigmund Freud: Observaciones psicoanalíticas sobre un caso de paranoia, en Obras Completas, Ed. Biblioteca Nueva, Madrid, 1981, Tomo II, pág. 1503. 474 Ibíd., págs. 1509 y 1511.

¿De qué padre se trata en el desencadenamiento de la psico­ sis y en el trabajo de reconstrucción a través de la perelaboración delirante? El Padre que está en juego, el agente de la jugada que decide sobre el conjunto de las apuestas, al ser el progenitor de la estructura, sólo puede escribirse con mayúsculas, lo que explica que en Schreber, al final del proceso de elaboración delirante, ya no se trate ni del padre del paciente -el doctor Daniel Gottlieb Moritz Schreber-, ni del doctor Flechsig, sino del mismo Dios. El elemento desencadenante en la psicosis, y lo que intenta reconstruirse por me­ dio del delirio, no tiene que ver con ningún personaje imaginario, sino con un significante clave para la constitución de la estructura subj etiva: el significante del Nombre-del-Padre. De ahí la omnipresencia paterna en el delirio de Schreber. Ninguna de las encarnacio­ nes imaginarias, apariencias o semblantes paternos, ligados a las funciones simbólicas que se consideran específicas del padre -como las funciones de progenitor y legislador-, podrían explicar, a través de los avatares y las contingencias del acontecer biográfico los “de­ talles incomprensibles” de un caso de psicosis. Si lo que abordamos, en relación con la constitución del ser hablante, es una estructura temporal, significante, la cifra clave no puede ser otra que el Lugar del Padre o el Padre como Lugar, la función paterna, el significante del Nombre-del-Padre, que se constituye como la marca privilegiada del deseo del Otro .475 Insistimos, porque es lo que se olvida con la mayor facilidad, que el Padre no es ningún semejante, sino el Lugar de los lugares, el Significante de los significantes, la operación de anudamiento exsistencial. Cualquier semejante que trate de arrogarse la representa­ ción exclusiva de esta función simbólica, constituyente, quedará

475 Se trata del lugar o de la función del padre como tercero. Entendiendo esta función tercera, ejecutada por el padre-agente, como una función de anudamiento borromeo. En la cadena borromea, conformada por las consistencias de lo imagi­ nario, lo real y lo simbólico, se empieza a contar por el tres. Cada uno de estos elementos anuda y es anudado por los otros dos. El cuarto elemento es una opera­ ción de anudamiento que puede ser realizada por cualquiera de las consistencias. Todos los nudos de la cadena borromea llevan la marca de la terceridad.

inmerso en la impostura. Según lo registra Freud, este es el caso del padre de Schreber: “(...) el padre del magistrado Schreber no había sido nin­ gún hombre insignificante. La Memoria del doctor Daniel Gottlieb Moritz Schreber es conservada aún hoy en día por numerosas so­ ciedades sajonas que llevan su nombre. Médico muy competente y estimado, su labor en pro del desarrollo armónico de la juventud, de la colaboración de la educación familiar con la escolar y de la importancia de los cuidados corporales y el ejercicio físico para la conservación de la salud, ejerció gran influencia sobre sus con­ temporáneos. De su fama como fundador de la gimnasia terapéuti­ ca en Alemania testimonia aún la difusión de las numerosas edi­ ciones de su Gimnasia médica. Nada tiene de extraño que un tal padre fuera elevado a la categoría de Dios en el cariñoso recuerdo de su hijo, al que fue arrancado tempranamente por la muerte” .476 Pero, inevitablemente, al lado de la idealización extrema, aparece la crítica más despiadada a esta impostura paterna: “(...) El hecho de que el padre de Schreber fuera un médi­ co muy estimado además, y venerado seguramente por sus pacien­ tes, nos explica las singulares características que el sujeto hace re­ saltar críticamente en su dios. La más sangrienta burla de que pue­ de hacerse objeto a un tal médico es afirmar que desconoce en ab­ soluto a los vivos y sólo sabe tratar con cadáveres” .477 Este Lugar, función o significante paterno, está en una rela­ ción íntima con los diversos semblantes o apariencias imaginarias paternas que han jugado un papel, habitualmente patógeno, en la historia de un sujeto. Pero, a la vez, como matriz de todas ellas, las trasciende, al situarse a su respecto en una dimensión constituyente, de ley. Freud, en “Construcciones en psicoanálisis”, anuda el acceso del sujeto a la verdad con una operación simbólica a la que denomi­ na construcción. Se trata de una operación de enunciación, privativa

del analista, que, al transmitir al analizante las líneas maestras de la estructura, los entrecruzamientos de los nudos, reconstruye el lugar del objeto perdido (del objeto a): “(... ) ¿Cuál es entonces su tarea? (la del analista). Su tarea es hacer surgir lo que ha sido olvidado a partir de las huellas que ha dejado tras sí, o más correctamente, construirlo” .478 Freud, al vincular la operación de construcción con la “expe­ riencia perdida”, tiende un puente hacia un posible tratamiento de la psicosis: “(...) Así como nuestra construcción sólo es eficaz porque recibe un fragmento de experiencia perdida, los delirios deben su poder de convicción al elemento de verdad histórica que insertan en el lugar de la realidad rechazada” .479 Cuando se habla del caso que una madre ha hecho a la pala­ bra del padre, a su autoridad simbólica, a cómo ha transmitido al hijo la ley del deseo que ha regido en su historia, lo importante es estar atentos al lugar que ocupa el significante paterno en el discur­ so de la madre, más allá de los avatares imaginarios que escanden la relación entre ese padre y esa madre. Escribe Lacan: “Pero sobre lo que queremos insistir es sobre el hecho de que no es sólo de la manera en que la madre se aviene a la persona del padre de lo que convendría ocuparse, sino del caso que hace a su palabra, digamos el término, de su autoridad, dicho de otra ma­ nera del lugar que ella reserva al Nombre-del-Padre en la promo­ ción de la ley”. 0

478 Sigmund Freud: Construcciones en psicoanálisis, en Obras Completas, Ed. Biblioteca Nueva, Madrid, 1981, tomo III, pág. 3336. 479 Ibíd., págs. 3372-3373. Es la realidad del deseo de los padres la que sufre el peso insoportable del rechazo. 480 Jacques Lacan: De una cuestión preliminar a todo tratamiento posible de la psicosis, Ed. siglo veintiuno, Madrid, 1985, pág. 560.

El rechazo indignado En junio de 1893, ocho años después de haber remitido la primera enfermedad, se le anunció a Schreber su próximo nombra­ miento al Tribunal de Dresde, cargo que ocupó en octubre de ese mismo año. Entre junio y octubre tuvo varios sueños, a los que sólo posteriormente hubo de conceder importancia: “(...) Soñó repetidas veces que sufría una recaída en su an­ tigua enfermedad neurótica, circunstancia que le apenaba tanto du­ rante el sueño como luego al despertar le regocijaba verla desvane­ cida. Además, una mañana, en estado de duermevela, tuvo , idea que luego, con plena conciencia, rechazó indignado” .481 Freud escribe en su análisis del historial de Schreber: “Ningún otro fragmento de su delirio es tratado tan minu­ ciosamente por el sujeto como su transformación en mujer (...) Re­ cordando el sueño que el sujeto tuvo durante el período de incuba­ ción de la enfermedad y antes de su traslado a Dresde, habremos de concluir que el delirio de su transformación en mujer no es más que la realización del contenido de aquel sueño. Por entonces el sujeto hubo de rechazar con viril indignación tal idea, y también luego, en su enfermedad, se resistió al principio contra su realiza­ ción, viendo en su transformación en mujer un atropello del que sus perseguidores querían hacerle objeto. Pero luego llegó un pe­ ríodo (noviembre de 1895) en el cual comenzó a reconciliarse con aquella transformación de Dios. ” .482 A partir de estos datos, ¿cuál es la interpretación de Freud con respecto a la génesis y el desencadenamiento de la psicosis de Schreber?: 481 Sigmund Freud: Observacionespsicoanalíticas..., Op. 482 Ibíd., págs. 1500-1501.

cit., pág. 1489.

“Reservándonos el derecho de volver, en el curso de este estudio, sobre otras posibles objeciones, consideraremos suficien­ temente justificada por ahora nuestra hipótesis de que la base de la enfermedad de Schreber fue la brusca aparición de un impulso homosexual (...) No creo que debamos resistirnos más contra la hipótesis de que el motivo de la enfermedad fue la aparición de una fantasía optativa femenina (homosexual pasiva) que tenía su objeto en la persona del médico. Contra tal fantasía se alzó, por parte de la personalidad de Schreber, una intensa resistencia, y la defensa, que quizá hubiera podido adoptar otras formas distintas, escogió, por razones que desconocemos, la del delirio persecuto­ rio. El hombre añorado se convirtió en perseguidor, y el contenido de la fantasía optativa, en el de la persecución. Sospechamos que también en cuanto a otros casos de delirio persecutorio ha de de­ mostrarse aplicable esta interpretación esquemática” . 483 En una primera aproximación, la génesis de la psicosis en Schreber estaría relacionada con el rechazo indignado de un deter­ minado componente del complejo de Edipo, la posición invertida del sujeto que toma como objeto libidinal al progenitor del mismo sexo, en este caso al padre o al hermano mayor (como sustituto del padre). Esta posición invertida, al situar al sujeto en un lugar femenino con respecto al padre, conlleva la castración por razones de estructura. El rechazo indignado no apuntaría tanto al contenido imaginario, estéti­ co, de esta posición edípica, como al elemento simbólico que com­ porta la castración. El rechazo (verwerfüng) de la castración es una forma de defensa que conduce a la estructuración de un delirio per­ secutorio. Si en la escena imaginaria lo que se pone de relieve es el rechazo indignado del yo, de “la personalidad”, a la castración, vivi­ da como una afrenta insoportable -la feminización- a la imagen viril, narcisista, en la “otra escena” del inconsciente lo que acontece es el no ha lugar forclusivo a la operación simbólica que debería afirmar (bejahung), nombrar, metaforizar, la castración en el Otro. Al faltar­ le a Schreber el significante con el que construir el juicio de atribu­ ción sobre la causa del deseo -esa llave preciosa recibida de manos

del padre que permitiría su entrada como sujeto deseante en la casa del Otro-, sufrirá en su ser la verwerfüng por parte de la estructura discursiva, cayendo como un objeto indigno, innombrable, como un desecho inmundo que carece de un destino compartido y de un anu­ damiento ex-sistencial en el delirio de todos. El psicótico, al no haber podido acceder a la dimensión de la ley, se convierte en el albañal del discurso .484 El problema para Schreber no deriva de la amenaza de cas­ tración, sino, paradójicamente, de su ausencia radical, de la preclusión del acto por el que se constituye, en el corazón de la subjetivi­ dad, en su centro más éxtimo, lo real de un agujero en función de causa del deseo. Hay algo en Schreber que clama, que grita, llaman­ do desde un cuerpo en riesgo de disolución, a la operación de la cas­ tración (el “milagro del aullido” y la “llamada de socorro”). ¿Qué significado tiene ese episodio en el que Schreber, una mañana, en estado de duermevela, fue acometido por “(...) ” .485

484 La ley de la estructura es la falta en el Otro, constituyéndose como la esencia más íntima del significante, definido por Lacan en su estatuto de huella borrada (operación de borradura). La física atómica descubre en su campo la falta bajo la forma de la discontinuidad fundamental de la materia, el principio de incertidumbre de Heisenberg o la dualidad onda-partícula. Max Planck, en su memoria pre­ sentada en la Academia de Ciencias de Prusia, que versaba sobre cómo intercam­ bian energía la materia y la luz, demostró que ese intercambio se produce a saltos, tratándose por consiguiente de un proceso discontinuo (A. Fernández-Rañada: Ciencia, incertidumbrey conciencia. Heisenberg, Ed. Nivola, Madrid, 2004). En un cuento de Manuel Rivas, titulado “El sonido de los silencios”, el protagonista es la falta constituyente, encarnada por el autor en: a) El trabajo de perforación de los xilófagos sobre la madera (“El tictac del verdadero reloj de la muerte es el signo nupcial”). b) La omisión del sujeto (“Tú no sales ni en las omi­ siones”). c) La no inscripción de un acto jamás realizado (“Y me dolió no figurar en sus memorias ni siquiera por aquel silencio que estuvo a punto de ahogarme”). (M. Rivas: El sonido de los silencios, EL PAIS, domingo 17 de agosto de 2008). 485 Ibíd., pág. 1489.

Es el momento en que Schreber se asoma, no sin angustia, a la pregunta por el deseo del Otro. Hay que destacar en esta frase la presencia por dos veces repetida del verbo “ser”. Pero la cuestión verdaderamente decisiva para el destino de este fantasma en el que Schreber se ubica en posición femenina, en el punto de máxima extrañeza en relación con sus identificaciones viriles, es con quién está haciendo el amor; quién es el Otro con el que se ha acostado. Si, ante el vacío de la metáfora paterna, no ha lugar a la significación fálica, el compañero de lecho de Schreber será un Otro no barrado, que le goza. El rechazo indignado es el signo en lo real de su indig­ nidad de sujeto, al haber quedado forcluido del lugar del deseo: “(...) Se creía muerto y putrefacto, o enfermo de la peste; se lamentaba de que su cuerpo era sometido a repugnantes mani­ pulaciones y sufría, según manifiesta todavía actualmente, espan­ tosos tormentos que soportaba por una causa sagrada” .486 Schreber, confrontado en su fantasma a la inexistencia del Otro, a la alteridad irreducible del Otro sexo, se da la vuelta para comprobar si hay alguna ley que le respalde, un Padre que, en posi­ ción tercera, le soporte frente a lo insoportable de lo real, confir­ mando que está solo, que el significante del Nombre-del-Padre no ha acudido a su llamado. La constatación en su cuerpo de este agujero o forclusión de lo simbólico -que no es lo mismo que la existencia de un agujero en lo simbólico como condición de la constitución subje­ tiva- privará al sujeto radicalmente de toda promesa de significación, confrontándole al horror de la castración imaginaria, al temor in­ coercible de ser gozado por el Otro y desaparecer. Es lo que plantea Lacan en relación con el desencadenamiento de la psicosis: “Para que la psicosis se desencadene, es necesario que el Nombre-del-Padre, verworfen, precluido, es decir sin haber llega­ do nunca al lugar del Otro, sea llamado allí en oposición simbólica al sujeto. Es la falta del Nombre-del-Padre en ese lugar la que, por el agujero que abre en el significado, inicia la cascada de los reto­

ques del significante de donde procede el desastre creciente de lo imaginario, hasta que se alcance el nivel en que significante y sig­ nificado se estabilizan en la metáfora delirante” .487 El contenido persecutorio del delirio no es sólo una forma de defensa psicótica, sino que tiene el valor de una construcción que capta la verdad de la estructura: la posición del sujeto como un obje­ to rechazado y caído del universo discursivo. Por este motivo, la dirección de la cura en la psicosis apunta hacia cualquier progreso en el sentido de lo simbólico, incluyendo la escritura, que, al introducir la dimensión temporal del significante, detenga, ponga un tope a la caída libre del sujeto por la pendiente de su cosificación. La propia fenomenología de la psicosis nos impone esta dirección simbólica. No es raro que el psicótico se presente ante nosotros con un legajo de documentos, informes, escritos, cartas, etc., que, en su aparente desorden, le sirven para introducir un orden en el caos que le invade. Con este endeble capital simbólico, a duras penas, trata de apuntalar el edificio legislativo que amenaza ruina con el fin de crear las con­ diciones que permitan dar cuenta, a través de la creación de una me­ táfora, de ese real que, al escapar a toda interdicción, se ha transfor­ mado en persecutorio. La hipótesis de Freud es que en la génesis de la psicosis de Schreber opera un enamoramiento homosexual del padre que es re­ chazado con extrema energía por el yo. Flechsig, por obra de la transferencia, es capturado en esta serie paterna, y, a causa de las sucesivas transformaciones gramaticales que constituyen la matriz lógica del delirio, pasa de ser el objeto amado a convertirse en un objeto perseguidor (constitución del delirio persecutorio: “Le a m o ”“No, le odio”- “No, me od ia ”- “M ep ersig u e”): “(...) el sueño de retorno de su enfermedad correspondía a un echar de menos: «D esearía poder ver a Flechsig de nuevo>> (...) Es posible que ese episodio dejara tras sí una sentida depen­ dencia hacia su médico, y que ahora, por razones desconocidas se intensificaba hasta el punto de un deseo erótico (...) Requiere una

leve corrección de la indefinición paranoica típica del lenguaje de Schreber para permitirnos adivinar el hecho que el paciente estaba temeroso de un abuso sexual a manos del propio médico. La causa estimulante de su enfermedad fue una irrupción de libido homo­ sexual, y el propio doctor Flechsig fue probablemente el objeto de tal libido, y fue su lucha contra tales impulsos libidinales la cau­ sante del conflicto que terminó por producir los síntomas” . 488 Freud, en el origen de la enfermedad, localiza una serie libidinal cuyo rasgo unario es el amor homosexual hacia figuras mascu­ linas: el padre-el hermano mayor-Flechsig-Dios. Al basarse esta serie en una elección narcisista la relación libidinal con estos objetos masculinos se sitúa en el eje imaginario a-a ' del esquema lambda. Desde el padre hasta Dios, todos estos personajes encarnan el lugar del pequeño otro, del semejante, del rival, que me excluye absoluta­ mente de mi deseo489. Más allá de lo que aparece en la superficie y que puede desorientar -la relación edípica invertida, homosexual, con objetos masculinos-, lo que constituye la matriz de la serie y rige las sustituciones es la relación en el origen con la “otra persona ver­ daderamente importante”, con el padre, sobre todo con su función simbólica, la “significación primaria” que afecta al lugar paterno. 490 Lo que hace serie no es el amor homosexual hacia el padre y sus subrogados, sino la impostura paterna. Tanto el padre de Schreber, en su función de educador-ortopedista, como Flechsig, en su profesión de médico, incluido el propio Dios que “(...) no era capaz de extraer enseñanza ninguna de la experiencia, no conocía a los hombres vivos, porque sólo sabía tratar con cadáveres”491, son im­ postores, en el sentido de que suplantan ilegalmente el lugar de ex­ cepción de la función paterna (cualquiera, pero no de cualquier fo r ­ ma, puede representar la excepción paterna492). Hay que recordar aquí como se presenta Flechsig en la primera entrevista con Schre488 Sigmund Freud: Observacionespsicoanalíticas..., Op. cit., pág. 1507. 489 Habría que pensar en una ruptura de la cadena borromea que hace que

el nudo de lo imaginario quede libre. 490 Ibíd., pág. 1509. 491 Ibíd., pág. 1511. 492 Jacques Lacan: El Seminario, R: S: I, Libro XXII, Clase 4, no publicado.

ber, investido con la figura impresionante de un cerebro, el signo de aquello en lo que se autoriza. ¿No es esta la imagen más expresiva de la forclusión, en el sentido de que ese cerebro-mirada, en su mu­ dez, encarna el no ha lugar a la palabra? Lo que Flechsig, con el padre detrás, no puede jugar con Schreber es la baza del muerto, única garantía sobre la que se asientan las leyes del juego del signi­ ficante. ¿Cómo se puede jugar esta baza del muerto? Fundamental­ mente a través del silencio: “En el transcurso de la primera enfermedad no se registra­ ron episodios relacionados con el ámbito de lo sobrenatural. En esta etapa, sólo tuve impresiones básicamente positivas acerca del método terapéutico del Dr. Flechsig. Pudieron darse algunos ma­ lentendidos, pero aislados. Opinaba en el curso de aquella enfer­ medad y sigo opinando también hoy en día que las mentiras piado­ sas a las que los neurólogos tal vez no puedan sustraerse para de­ terminados enfermos mentales, deben utilizarse siempre con ex­ tremada precaución y, además, nunca fueron aplicables a mi caso. Se debía haber visto en mí, desde el primer momento, a una perso­ na de elevado nivel intelectual, de una inteligencia excepcional­ mente penetrante y con agudas dotes de observación. Yo sólo po­ día considerar como mentira piadosa que el profesor Flechsig in­ tentara presentar mi enfermedad como una simple intoxicación por bromuro de calcio, por la que deberían exigirse responsabilidades al Consejero de Sanidad, Dr. R., de S., que me había tratado anteriormente. 493 Las “mentiras piadosas” velan ese fondo de silencio sobre el que se despliega la palabra. Y en relación con el desencadenamiento de la segunda enfermedad, tratada también al principio por Flechsig, dice: (...) Siguió una larga conversación, en el curso de la cual debo reconocer que desplegó una sobresaliente elocuencia que no dejó de producirme honda impresión. Habló de los progresos lo­ grados en el campo de la psiquiatría desde mi primera enfermedad,

del descubrimiento de nuevos somníferos y de otras materias pare­ cidas, y me dio la esperanza de que de una sola vez, bajo los efec­ tos de un sueño profundo, que, a ser posible, debería abarcar desde las tres de la tarde hasta el día siguiente, la enferm edad. (falta el verbo en el original) ” .494 La “sobresaliente elocuencia” de Flechsig se sitúa en una re­ lación de disyunción con la palabra del sujeto, con el testimonio de su verdad. El padre de Schreber y el profesor Flechsig no están someti­ dos a una ley -la de la paternidad, la de la medicina-, son la ley; no transmiten una ley que les precede, hacen la ley. Precisamente, por presentarse bajo el semblante de padres -los padres de la gimnasia terapéutica y de la psiquiatría alemana-, impostan el lugar de la ley, no transmiten su función de excepción, sino que, ellos mismos, se sitúan en un lugar de excepción con respecto a la ley (por eso se les considera hombres excepcionales, al no estar incluidos en la serie de los hombres como uno más). Dice Lacan en el Seminario RSI: “(...) Cualquiera alcanza la función de excepción que tiene el padre. ¡Sabemos con qué resultado! El de su verwerfung o de su rechazo en la mayoría de los casos por la filiación que el padre en­ gendra con los resultados psicóticos que he denunciado ( . ) Se los he dicho simplemente al pasar en un artículo sobre aquel Schreber: nada peor (pire), nada peor que el padre (pére) que profiere la ley sobre todo. No hay un padre educador sobre todo, sino más bien rezagado respecto de todos los magisterios” . 495 Y en su escrito sobre Schreber plantea: “Aún más allá, la relación del padre con esa ley debe con­ siderarse en sí misma, pues se encontrará en ello la razón de esa paradoja por la cual los efectos devastadores de la figura paterna se observan con particular frecuencia en los casos en que el padre tie­ ne realmente la función de legislador o se la adjudica, ya sea efec­ 494 Ibíd., pág. 52. 495 Jacques Lacan:

R.S.I... Op. cit.

tivamente de los que hacen las leyes o ya que se presente como pi­ lar de la fe, como parangón de la integridad o de la devoción, co­ mo virtuoso o en la virtud o en el virtuosismo, como servidor de una obra de salvación, trátese de cualquier objeto o falta de objeto, de nación o natalidad, de salvaguardia o de salubridad, de legado o de legalidad, de lo puro, de lo peor o del imperio, todos ellos idea­ les que demasiadas ocasiones le ofrecen de encontrarse en postura de demérito, de insuficiencia, incluso de fraude, y para decirlo de una vez de excluir el Nombre-del-Padre de su posición en el significante” .496 El valor de este párrafo para la clínica no se puede compren­ der si no se anuda con el que le sigue: “No se necesita tanto para lograr este resultado497, y nadie de los que practican el análisis de niños negará que la mentira de la conducta sea por ellos percibida hasta la devastación. ¿Pero quién articula que la mentira así percibida implica la referencia a la fun­ ción constituyente de la palabra? ” .498 Esta última frase, que acentúo expresamente, es clave; no hay mentira paterna, impostura de Un padre (de los sustitutos en la serie paterna), por lo tanto forclusión del Nombre-del-Padre, sin la refe­ rencia a la función constituyente de la palabra. Es una paradoja: la forclusión, el no ha lugar, sólo opera en una dimensión ética, desde el derecho inalienable que tiene todo sujeto a ser nominado por el Otro. Las psicosis, al igual que las neurosis y las enajenaciones, en tanto faltas de derecho -algo que se debió hacer y no se hizo- son paradojas de la constitución subjetiva, al negar y a la vez afirmar el tiempo lógico de la estructura significante, la falta constituyente .499 El concepto de forclusión, entendido como una exclusión desde siempre y total del Nombre-del-Padre del lugar del Otro, a la hora de plantear la cuestión del desencadenamiento de la psicosis 496 Jacques

Lacan: Tratamiento posible... Op. cit., págs. 560-561.

497 La exclusión del Nombre-del-Padre. 498 Ibíd. 499 Ricardo

Saiegh: Enigmas del inconsciente, quantor ensayos, págs. 86-87.

nos aboca a todo tipo de callejones sin salida y círculos viciosos, ya que nos obliga a retorcer la lógica para encajar la realidad de la clí­ nica en un traje teorético al que se le saltan todas las costuras. ¿Có­ mo define Lacan el mecanismo estructural del desencadenamiento de la psicosis?: “Para que la psicosis se desencadene, es necesario que el Nombre-del-Padre, verworfen, precluido, es decir sin haber llega­ do nunca al lugar del Otro, sea llamado allí en oposición simbólica al sujeto” .500 El motivo por el que se desencadena la psicosis es que el Nombre-del-Padre no responde a ese llamado debido a su ausencia radical en el lugar del Otro al que es convocado. Aquí nos encon­ tramos con el primer círculo vicioso. Si todo parte de la premisa de que el Nombre-del-Padre está precluido (¿desde cuando?), el desen­ cadenamiento de la psicosis demostraría la existencia de la preclusión, y, a su vez, la preclusión explicaría el desencadenamiento de la psicosis: Es loco porque es loco. Quedaremos sumidos y confundi­ dos en un bucle autoreferencial. Lacan capta perfectamente este im­ passe, este callejón sin salida: “Pero ¿cómo puede el Nombre-del-Padre ser llamado por el sujeto al único lugar de donde ha podido advenirle y donde nuncaha estado? ” .501 ¿Cómo puede llamar el psicótico al padre simbólico, al “sig­ nificante mismo del ternario simbólico”502, si, como decía un pacien­ te, “Yo no tengo padre”? La respuesta de Lacan es que el llamado al Nombre-del-Padre en la psicosis se produce por mediación de un padre real, de Un-padre que, en absoluto, tiene por qué ser el padre del sujeto. Un-padre es un personaje que encarna para el sujeto, en una coyuntura dramática en la que existe el riesgo de que se produz­ 500 Jacques Lacan: 501 Ibíd., 502 Ibíd.

pág. 559.

Tratamiento posible..., Op. cit., pág. 558.

ca un cierre mortífero en el plano de la relación dual a-a', un lugar de autoridad, un esbozo de función simbólica sustentada en el Uno del significante. Lacan pone varios ejemplos: la figura del esposo para la mujer que acaba de dar a luz; el “padre del muchacho” para la muchacha enamorada. La clave está en la preposición p a ra: Unpadre está en “posición tercera ” 503 para un sujeto en tanto se espera de él una respuesta simbólica que dé cuenta del enigma de la mater­ nidad o de la sexualidad. Ocupará dicha posición tercera al ser lla­ mado para que haga semblante de una operación metafórica, de no­ minación de la falta. Dice Lacan: “Yo no puedo dialogar más que con alguien que he fabri­ cado para comprenderme en el nivel que hablo”.504 La psicosis no es posible comprenderla únicamente desde la perspectiva del déficit. A partir de un llamado al Otro, a Un-padre en posición tercera, en oposición simbólica al sujeto, lo que se obtiene es una respuesta en oposición imaginaria al yo. Un-padre-llamado, como en el caso paradigmático de Flechsig, no es capaz de jugar la baza del significante, la función del silencio, el lugar del muerto. Lo grave no es que el padre se calle, sino que responda desde el lugar del saber (lo que confirmaría su lugar de excepción a la división significante, a la hendidura fálica). Hay toda una dimensión del desencadenamiento de la psico­ sis que se suele olvidar, pero que es palpable en la clínica, que tiene que ver con la contingencia, el acontecimiento, el encuentro (“el encuentro del padre del muchacho”); es decir, con la dimensión temporal en que se realiza o fracasa el anudamiento. Es a lo que se refiere Lacan con los términos de “coyuntura dramática” o “situa­ ciones” en el momento del comienzo de la psicosis .505 La introduc­ ción del fa cto r temporal en el desencadenamiento psicótico, eviden­ te ya en su evolución por brotes, choca con una interpretación de la

503 Ibíd. 504Jacques Lacan: R.S.I... Op. cit., Clase 5. 505 Jacques Lacan: Tratamiento posible..., Op.

cit., pág. 559.

forclusión como un no ha lugar desde siempre, eterno, cercano a una tara hereditaria irreducible e incurable. Si abordamos la causación de la psicosis desde la lógica m o­ dal de los tiempos del sujeto se observará que, desde el psicoanálisis, se utilizan preferentemente las categorías más fuertes y consistentes de lo necesario -lo que no cesa de escribirse- y lo imposible -lo que no cesa de no escribirse-, dejando en un segundo plano las otras categorías, aparentemente más inconsistentes, que remiten a lo acci­ dental, lo fortuito y lo azaroso de lo posible -lo que cesa de escribir­ se- y lo contingente -lo que cesa de no escribirse-. En esta elección interviene un afán ontológico de fijar la estructura de la psicosis en su atemporalidad, olvidando que la transferencia discursiva subvier­ te cualquier ideal de fijar al sujeto de la palabra en un ser (“soy psi­ cótico”). De aquí a afirmar que no hay cambio de estructura hay sólo un paso. La causalidad de la psicosis se puede aprehender desde las dos caras de la misma moneda de lo imposible -la bejahung que no cesa de no escribirse- y lo necesario -la forclusión que no cesa de escribirse-. El no cesa, rasgo común a ambos modos temporales, al introducir en la estructuración de la psicosis la continuidad, la per­ manencia y la constancia nos obliga a escribirla con un cuantificador universal (i-P a ra todo psicótico...). Pero lo que nos interesa en la clínica es la posibilidad de un cambio discursivo, que el no cesa de no afirmarse forclusivo cese, virando hacia la afirmación significan­ te, la potencia de lo simbólico, la incidencia de la función paterna. Para ello, es imprescindible la intervención de un psicoanalista que de pruebas de su deseo de analista. El viraje significante, el cambio de discurso, sólo acontece desde lo posible o lo contingente: la forclusión que cesa de escribirse o la behajung que cesa de no escribir­ se. ¿Qué condiciones se tienen que dar para que lo posible y lo con­ tingente habiten el lugar de lo imposible y lo necesario? Una de ellas, ya la hemos señalado, que el analista juegue en la transferencia la baza del muerto. La otra pasaría por la introducción, desde el dis­ curso analítico, del cuantificador de la ex-sistencia (3-Ex-siste un p s ic ó tic o .), que abre la puerta a la emergencia, siempre milagrosa, azarosa, de lo contingente del deseo. Si todo ser es eterno, el deseo es contingente, fallido, causado por un tropiezo:

“(...) El no incauto del Nombre de Nombre de Nombre del padre, el no incauto yerra: ¡sin esto, eternidad para lo que sea !” .506 En el trabajo con la psicosis hay herramientas conceptuales más livianas, traviesas, juguetonas, que se pueden poner en fase con la contingencia del deseo. Una de ellas puede ser la sorpresa : “(...) jamás sabemos si una sorpresa es buena o mala: una sorpresa es una sorpresa, está fuera del campo de lo agradable o de lo desagradable, puesto que, después de todo, lo que se llama bue­ no o malo es agradable o desagradable; entonces, una sorpresa fe­ liz (heureuse), digamos, eso significa lo que se llama un encuentro, es decir, al fin de cuentas, algo que les llega de ustedes. Espero que les ocurra cada tanto”.507

Tejer una cadena de nudos La hipótesis planteada es que el no ha lugar forclusivo ante la castración, que en el caso de Schreber puede deducirse de su recha­ zo indignado a gozar en posición de mujer en el momento del en­ cuentro sexual con el Otro, se constituye en germen o semilla de la psicosis, al afectar, en su carácter de operación defensiva extrema (verwerfung), no a un elemento puntual, localizado, del tejido sim­ bólico en el que se constituye el sujeto, dejando intacto al resto de los componentes significantes, sino que afecta al corazón de la es­ tructura como Lugar de lugares, a la ley de su enunciación. En esta misma perspectiva interpreto la siguiente afirmación de Lacan: “Para ir ahora al principio de la preclusión (Verwerfung) del Nombre-del-Padre, hay que admitir que el Nombre-del-Padre redobla en el lugar del Otro el significante mismo del ternario sim­ bólico, en cuanto que constituye la ley del significante” .508

506Jacques Lacan: R.S.I... Op. cit., Clase 7. 507 Ibíd. (H eureuse es feliz; heur es suerte).

Insistimos, porque es clave, que la preclusión incide sobre la estructura como trama discursiva, sobre la articulación o interrelación de los lugares, sobre los hilos significantes, lenguajeros, con que se teje el tejido simbólico. En este sentido, se puede afirmar que lo precluido es la propiedad conectiva de la estructura, su potenciali­ dad para establecer lazos o anudamientos significantes. Si hablamos de operaciones significantes de trenzado, anudamiento, costura y zurcido, efectuadas sobre la materialidad de la tela simbólica, dire­ mos que el Nombre-del-Padre, en su función instrumental, metafóri­ ca, es la aguja que entra y sale del tejido, pespunteando el deseo de la madre. Pero una aguja, para poder enhebrar el hilo, deberá estar agujereada. El problema del psicótico es que no cuenta con este agu­ jero, y, como consecuencia, no puede servirse de la aguja del Nom­ bre-del-Padre para enhebrarse en el hilo del deseo. La falla en el enhebrado del deseo de los padres, en la estructuración edípica, es el antecedente de la psicosis: “Se nos dirá ante esto que se pone precisamente el acento en el lazo de amor y de respeto por el cual la madre pone o no al padre en su lugar ideal. Curioso, responderemos en primer lugar, que no se tengan en cuenta los mismos lazos en sentido inverso, en lo cual se manifiesta que la teoría participa del velo lanzado sobre el coito de los padres por la amnesia infantil”.509 El término forclusión parece apuntar a una causa localizada en contra de lo que nos muestra la clínica: que el desencadenamiento de la psicosis se relaciona con el desanudamiento de una cadena de nudos (la cadena borromea). El nudo borromeo tiene un estatuto real en tanto anuda los tres redondeles de hilo de lo real, lo simbólico y lo imaginario. El corte de cualquiera de ellos libera a los otros dos. Por lo tanto, la forclusión actuaría sobre la propiedad real de exsistencia de cualquiera de los nudos que es la que opera el anuda­ miento. El autismo y el negativismo psicóticos, en contra de las apa­ riencias, no desorganizan la función de comunicación con los otros,

entendida como una función instrumental, localizada en una deter­ minada zona del cerebro, sino que, al estar construida la estructura del lenguaje con la materia de lo social, lo vincular, las transferen­ cias de deseos, la abolición y clausura del lugar de la falta por la sanción mortífera del no ha lugar cuestiona ante todo el propio lugar del sujeto en el mundo, su existencia como ser social, su inclusión en el orden simbólico, desatándose los lazos de la filiación y de la genealogía. El predominio de los fenómenos de lenguaje, verbales, significantes, en la sintomatología de la psicosis -voces, comenta­ rios, alusiones indirectas, interpretaciones delirantes, etc.-, no es el efecto de una supuesta lesión de la función del habla o de la comuni­ cación, que habría que rehabilitar, sino el signo de la profunda desestructuración de la estructura discursiva -indisociable de un intento de restitución y de reparación- que es una trama compleja de vínculos de deseos, de ligaduras pulsionales, de anudamientos de goces disímiles y asimétricos, fabricada con la materialidad sutil, a la vez objetiva y subjetiva, de las palabras. La araña del inconsciente, al tejer su tela con los hilos del significante, pone en acto la verdad de la estructura: que en el dis­ curso, al estar construido en red, lo que acontece en cualquiera de sus puntos se transmite al resto, afectando de inmediato al conjunto. Es este saber de la araña el que le permite atrapar siempre a su obje­ to esperando pacientemente su caída. La transmisión del deseo a través de los hilos del significante se demuestra en la clínica bajo la forma de la transferencia simbólica. El síntoma es simultáneamente el efecto del fracaso en esta transmisión simbólica así como el inten­ to de restablecer las conexiones y reanudar las comunicaciones inte­ rrumpidas con el Otro. Remachamos de nuevo que lo que está afec­ tado electivamente en la psicosis es el tiempo de la estructura, del significante y del deseo (identidad entre ley y deseo). Freud plantea en “Construcciones en el análisis”510 que el trabajo de restitución subjetiva que se produce en la psicosis, a tra­ vés de los fenómenos alucinatorios y delirantes, no es sin referencia a la verdad. ¿De qué verdad se trata? No de la verdad histórica, que

habría que rastrear en la biografía del paciente, sino de la verdad material, de la verdad de la estructura, que habrá que poner en acto en el encuentro con el psicótico en la actualidad de la transferencia, en el discurso efectivamente pronunciado. ¿Cuál es el estatuto de esta verdad estructural? ¿Cuál es la materia que da consistencia a la estructura? Es lo que Freud descubre con el complejo de Edipo, que constituye el núcleo central de la célula sintomática, y Lacan con el concepto fundamental de ex-sistencia, el litoral en que las tierras del nudo borromeo se encuentran con las aguas circundantes. Pierre Soury, en su curso “Chaine, noeuds, surfaces”, se re­ fiere al litoral como un concepto fundamental: “Familiarizarse con los objetos topológicos debería ser una experiencia simple. Lacan dice con mi nudo hay que ser bastante tonto para no preguntarse para qué sirve eso. En cuanto a mí, en­ tré al modo de la fábula El labrador y sus hijos. No hay tesoro es­ condido en el campo, El trabajo es el tesoro. (...) Alrededor de una línea de frontera hay toda una vida de tránsito entre los dos pedazos. La frontera engendra también su pasaje. Hay dos usos de la línea: la demarcación y el camino como un camino de ronda en lo alto de las murallas, el baluarte periférico. Una frontera que de­ termina un interior y un exterior deviene camino. (...) Frecuente­ mente la vida animal alrededor de la frontera, como la de tierra a mar, se desarrolla mucho. Esta es la noción de litoral. Cuando Lacan radicalizó la abstracción de frontera, se tomó el cuidado de distinguir la frontera del litoral (zona de encuentro que nunca sirve de frontera)...siempre se puede pasar de la separación a la marcha”.511 ¿Qué queremos significar con ex-sistencia? ¿Qué es lo que subsiste afuera, en un lugar de radical exterioridad interno a la es­ tructura? Si tomamos en cuenta las tres propiedades del anudamiento borromeano RSI -la consistencia imaginaria, el agujero simbólico y la ex-sistencia real-, esta última es la que determina que haya un agujero consistente y una consistencia agujereada, lo que garantiza 511 Pierre Soury: Chaine, noeuds, surfaces, E. C. F., París, 1981. Citado por R icar­ do Saiegh: Enigmas d e l..., Op. cit., pág. 188.

la posibilidad del anudamiento, del trenzado entre los hilos de lo simbólico, lo real y lo imaginario. En este sentido, la paranoia sería una consistencia no agujereada, la melancolía un agujero sin consis­ tencia, y la esquizofrenia un no-agujero. Lacan, en el dibujo del nu­ do borromeo, escribe unos campos de ex-sistencia: el del incons­ ciente y el del goce fálico (0). ¿Qué es lo que habita en estos cam­ pos de ex-sistencia? Esta es la pregunta a la vez inevitable y decisiva para entender lo que está forcluido en la psicosis. La ex-sistencia es lo que liga, anuda, vincula, el litoral como lugar de intercambio. En el nudo borromeo de tres cada uno de los redondeles de hilo se anuda con los otros dos por medio de un terce­ ro que ex-siste a ambos. No hay anudamiento de a dos. Los goces que se escriben en la representación en el plano del nudo borromeo goce del sentido, goce fálico y goce del Otro- no son agujeros, sino litorales, zonas de intercambio entre las dimensiones RSI . Al igual que la vida se desarrolla con todo su vigor en los litorales marinos, el lugar en que se manifiesta el goce en el sujeto hablante es el espa­ cio limítrofe, fronterizo, de vinculación entre las dimensiones. Lo que se llama el agujero central del nudo borromeo, delimitado por el triskel, donde habita el objeto a y se localiza el plus de goce, estric­ tamente no es un agujero, sino el litoral donde se bañan las playas de lo real, lo simbólico y lo imaginario, allí donde se encuentran sus aguas. El anudamiento de tres anillos tóricos en la cadena borromea determina que no haya un interior, que, paradójicamente, todo en ella sea exterior. Una de las consecuencias fundamentales de esta propiedad es que los goces, aunque disímiles y nítidamente circuns­ critos en la escritura del nudo borromeo, se comuniquen entre sí (figura 27512). El sujeto hablante tiene un problema con el goce. ¿De qué se trata? De la impureza del goce, de su división, al haber sólo gocetres, efecto del anudamiento borromeano. La consecuencia de este hecho estructural es que para acceder al goce el sujeto deberá atrave­ sar y ser atravesado por lo radicalmente extranjero: la caída, la ce­

512 Tomado de: http://www.mecayoelveinte.com/imagenes/textos/caida_2.htm. La ¿caída? Trabajo de M anuel Hernández García.

sión, del objeto a. No hay un goce puro, única y exclusivamente del sentido, del falo o del Otro. Cualquier goce es parcial, imposible de clausurarse en un todo, al estar siempre contaminado y recortado por los otros goces.

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Figura 27. El litoral de los goces

El fantasma, en su vertiente imaginaria, se sustenta en el in­ tento, siempre fracasado, de unificar el goce, de transformar el gocetres en goce-uno, de gozar sólo como sentido, falo u Otro. Lo que verdaderamente angustia al sujeto no es que haya un defecto de goce -cosa que mas bien le tranquilizaría-, sino que el goce siempre se manifiesta en ex-ceso, como un plus, bajo la forma de un resto im­ posible de capturar por el significante; lo que obligará al sujeto, vez por vez, en cada uno de los encuentros sexuales, de forma siempre repetida, como si la huella de la experiencia anterior se hubiese bo­ rrado, a dar su versión del acontecimiento inaugural del goce: la experiencia de la castración (-a). El goce, en contra de lo que se refiere habitualmente en la li­ teratura psicoanalítica, no es lo inefable, lo abisal, lo insondable;

todo lo contrario: el goce es lo-que-se-comunica, lo-que-se transmi­ te, al ser borde, litoral, frontera, al no ser cosa de uno, sino aquello que se dirime entre las partes (Averroes). Precisamente, por escapar a la captura del significante, por su condición silente, deberá ser na­ rrado, versionado, construido. El espacio del triskel, que alberga al objeto a en el nudo borromeo, es el lugar de comunión de los dife­ rentes goces, donde el sujeto es invitado a un menú-degustación de goces. Para poder darse este banquete de goces deberá pagar con una pérdida, indisociable de su degustación. El tiempo se hace con la materia del vínculo, con las transferencias pulsionales de significan­ tes, deseos y goces entre los concernidos por el pacto de los borromeos. La inhibición, que en la representación del nudo borromeo hace borde con el campo de ex-sistencia del inconsciente, al interpo­ nerse como un impedimento, impugna el anhelo fantasmático de ser todo sentido. El síntoma, que atrapa en sus redes la ex-sistencia enigmática del falo ($ ), la cifra real que certifica la inexistencia de la relación sexual, al atravesarse como una barrera infranqueable arruina el anhelo fantasmático de ser todo goce fálico (a) desconsi­ derando la verdad del malestar. Por último, la angustia, que hace presente al cuerpo en sus agujeros pulsionales, es la piedra en que se estrella, fracasando estrepitosamente, el anhelo fantasmático de ser todo uno con el goce del Otro, que no existe. ¿Cuál es la figura topológica de la ex-sistencia? La exsistencia se podría describir como una red, malla o tejido reticular, cuya función sería la de sujetar el anudamiento borromeo, al consti­ tuir su infraestructura, su basamento real. La condición sine qua non para que subsista la ex-sistencia, y, como consecuencia, el anuda­ miento sea borromeo, es que, como mínimo, haya tres, para que entre ellos circule el deseo. Los dos campos de ex-sistencia que Lacan escribe en el nudo borromeo -el del inconsciente, entre los re­ dondeles de lo imaginario y lo simbólico, y el del falo ( 0) entre los redondeles de lo simbólico y lo real- se encarnan en la marca privi­ legiada del deseo, la de un significante que hace enigma. ¿De qué está hecha la ex-sistencia? De la temporalidad de las transferencias, red sutil, invisible a los ojos, sólo accesible a través

de una conjetura o de una construcción, cuya trama está constituida por el entrelazamiento inextricable de una serie infinita de hilos sig­ nificantes portadores de la finitud del goce y del deseo. En este sen­ tido, la retícula transferencial de la ex-sistencia operaría como un centro de transmisiones o un nudo de comunicaciones de la sustan­ cia gozante, que nunca es individual, que sólo circula en una expe­ riencia compartida, a la que denominamos acontecimiento o acto (figura 28513).

Figura 28. La ex-sistencia El ejemplo más impresionante del modo de operar de una red de ex-sistencia es una telaraña. Al constituirse como un tejido, el movimiento de cualquiera de sus hilos transmite, comunica su vibra­ ción, su agitación, su excitación, al resto de la red.514La base mate­ rial que permite la transmisión de la ex-sistencia es el trenzado, la conjunción, el entrelazamiento de las partes concernidas por la lla­ mada del deseo (figura 29) 513 Carlos Ruiz: La estructura nodal, en Topologíay psicoanálisis, Ed. Escuela Freudiana de Buenos Aires, Buenos Aires, 1994, pág. 210. 514 Se puede hacer una lectura de la excitación, la befriedung (satisfacción) del goce, como ex-citación: la posibilidad de citarse con lo ex, con la alteridad, con el Otro en su otredad, en su diferencia. El goce es el encuentro con un real que no deja de no acudir a su cita, constituyéndose como un fallido, un tropiezo, en su estatuto de imposible.

Figura 29. La telaraña del deseo

La ley capital de la estructura es el intercambio. La tela de araña, tejida con la fibra del significante, con el paño de las palabras (words), al no consistir más que en el entrecruzamiento de sus hilos, sería su mejor metáfora. Que el trenzado de las fibras, de las hebras, no tenga principio ni fin, nos indica que su origen, así como su tér­ mino, está perdido desde siempre. Ese primer cabo de cuerda, el cordón umbilical que nos ató al Otro, es precisamente lo que no está, lo que falta; lo que no implica que el sujeto no ceje de buscarlo in­ cansablemente en esa investigación a la que llamamos deseo515). ¿Cuál es la causa del intercambio, aquello que permite la constitución de un tejido social, de una trama discursiva, de una red de deseos disímiles y goces inconmensurables? No otra cosa que los agujeros de la tela simbólica, sus llagas y heridas, que las hilas des­ prendidas del lienzo tratan de curar, circunscribiéndolas, bordeándo­ las, en el intento desesperado, imposible, condenado al fracaso, de suturar sus soluciones de continuidad, de zurcir sus desgarraduras (hay un punto que siempre se salta). Paradójicamente, son las fallas del tejido, sus vicios, las que conforman su armazón, su esqueleto, su bastidor. Bastaría con deshacer esta falla central de la estructura discursiva, su clave de bóveda, el Nombre-del-Padre, para que el 515 Investigar en el sentido de seguir las huellas del significante.

edificio entero en que habita el sujeto se derrumbe. La compulsión de repetición, la insistencia de la cadena significante en provocar nuestro tropiezo, conduciéndonos siempre al mismo fracaso, hacién­ donos resbalar por ese agujero en el que, queriendo escapar, no hacemos más que caer, es lo que Freud descubre como más allá del principio del placer , allí donde la pulsión de muerte acampa, asen­ tando sus reales. La función de un psicoanálisis, parafraseando un dicho popular, es conducir al analizante a que descubra por sí mis­ mo su hilaza , que se haga patente el vicio o defecto que, actuando en él desde siempre, sin saberlo, constituye la causa material de su con­ dición deseante, el síntoma que alberga la verdad de su goce (que no es más que la imposibilidad, la fisura que hiende su ser). La dificul­ tad de acceder a esta verdad tiene que ver con el hecho de que nos sitúa en posición de objeto del deseo del Otro (=objeto a). Y esta posición objetal, al ser la de un resto, de un desecho, no es cómoda ni satisfactoria, al cuestionar las identificaciones imaginarias y la psicología de la buena forma. La causa del intercambio no tiene valor de cambio (conmen­ surable), permaneciendo exiliada de cualquier trueque, resistiéndose a toda paridad, circulando sólo como falta. Se trata de la causa per­ dida del deseo, que se constituye irónicamente como aquello que falla en todo encuentro, que se separa en todo entrecruzamiento, que se desata en todo anudamiento, que se desliga en toda ligadura, que se corta en un pacto .516 R. Saiegh, en “Enigmas del inconsciente”, hace un inciso muy cortante sobre la expresión del Antiguo Testa­ mento “cortar una alianza” :

516 Hacer un pacto en el Antiguo Testamento se describía con la expresión “cortar un pacto” (Karet Brit). Aparentemente es una contradicción ya que “cortar” im ­ plica separación y “pacto” significa una unión. “El M aharal explica que para acer­ carte a alguien no debes renunciar a todo, sino que más bien debes una parte especial de ti, y compartirla con la otra persona” (La Voz Judía). Las letras que constituían la escritura del pacto se cincelaban en piedra, de tal forma que se inscribían como cortaduras en el material. También se sellaban los pactos cortan­ do un animal por la mitad. Tomado de: Teología del Antiguo Testamento; raíces para la f e neotestamentaria. Autores: Robert L. Cate, Roberto Fricke.

“Otro sendero para explorar la conjetura de las contingen­ cias en el encuentro con lo imposible es el análisis crítico de lo que en lenguas y prácticas antiguas se expresaba como cortar una alianza, partir y parir un pacto, inscribir un compromiso, vincu­ larse por lo que separa. Por ejemplo, la expresión hebrea káratberit (...) Son notables los aportes y discusiones sobre el empleo de kárat como cortar, separar, diferenciar; sus extensiones y usos como determinación, establecimiento, decisión; sus conexiones con berit, en tanto pacto, promesa, alianza, compromiso, conve­ nio, contrato. Más, ¿cortar una alianza?’"517 El objeto a reúne estas condiciones al no tener imagen espe­ cular y ser la parte que el sujeto corta de sí para entregársela al Otro. Es el caso de una mujer que no aceptaba su pelo, que era objeto de un rechazo enérgico (verwerfüng), al que sometía a continuos cortes y arreglos, sin quedar nunca satisfecha. En esa fractura que se abría por la distancia insalvable entre el goce buscado (el de la buena for­ ma) y el obtenido (el suyo, el real, profundamente ignorado), entre el pelo idealizado y el que le había tocado en suerte, se producía el reencuentro con el objeto perdido, la distychia traumática. Ese pelo que no tenía reflejo en el espejo del Otro, que no había sido recono­ cido como objeto de deseo por la madre, fue capturado por la trans­ ferencia, en el horizonte paterno, como pregunta por la causa: “Che Vuoi”. En la cadena borromea, dos redondeles de hilo se enlazan por un tercero, que ex-siste a los otros dos, lo que implica que hay un cuarto, la operación de anudamiento, la falta, el Nombre-del-Padre. La falta es la mano invisible que sujeta los tres nudos de la baraja borromea, la carta ganadora en el juego del deseo, el comodín exsistencial (puro valor de intercambio en su faz de vacío). En una telaraña, la vibración de los hilos, su resonancia, su música, se sos­ tiene en su puro valor de intercambio. Heisenberg descubrió la ley de la estructura, las fuerzas de intercambio, al estudiar la molécula de hidrógeno: 517 Ricardo Saiegh: Enigmas del inconsciente, Ed. Quantor Ensayos, Madrid, págs. 141-142.

(...) En su estudio apareció un término de fuerza sin el cuál la molécula no sería estable y cuya única interpretación intui­ tiva era una interacción entre las funciones de onda de los dos electrones en la que cada uno parecía estar saltando de un átomo al otro: los átomos parecían intercambiar los electrones, de ahí el nombre de esa fuerza ( . ) En el caso del ión molecular H2 , el úni­ co electrón no está ligado a ninguno de los núcleos, sino que puede considerarse como saltando del uno al otro. Es algo así como un protón y un átomo neutro que intercambian reiteradamente sus identidades a cada salto del electrón. Precisamente eso produce la fuerza de intercambio que mantiene ligados a los dos protones y el electrón” .518 Igual que la tela de araña, la estructura en celdillas de un pa­ nal de abejas, que constituye un orden hexagonal, puede materializar esta función esencial del intercambio. Esta estructura hexagonal está muy difundida, encontrándose en células vivas, a nivel atómico, en dispositivos artificiales y a nivel de las colonias de abejas. El orden hexagonal recibe el nombre de empaquetamiento compacto, al ser el sistema más eficaz para meter el mayor número de objetos en el mí­ nimo espacio. En un panal, cada celda hexagonal acoge una larva, constituyendo este orden hexagonal el medio más efectivo para compactar en un espacio limitado, dejando el mínimo espacio vacío, el mayor número posible de celdas. Lo verdaderamente interesante es que las abejas construyen cada celda de forma esférica, como un tubo, transformándose en hexagonales por efecto de la compresión de cada una contra sus seis vecinas más cercanas. Aquel espacio clausurado sobre sí mismo, representado por la figura de una circun­ ferencia, se convierte en un hexágono a causa del intercambio; es decir, en un objeto irregular, quebrado, anguloso, hendido por el contacto con los otros. Se establece una relación compleja: el inter­ cambio crea un hexágono, con sus litorales transferenciales, y a su vez el hexágono, gracias a sus cortaduras, es causa del intercambio. Encontramos la misma estructura en las burbujas de jabón. Aisladas, su forma es perfectamente esférica, pero cuando se pegan unas a

otras, cuando entran en transferencia, adquieren una forma hexago­ nal. Otro ejemplo es la fóvea central de la retina, una zona sensible muy pequeña (menos de un milímetro cuadrado), donde la agudeza visual es mayor. Está compuesta de elementos celulares fotorreceptores muy finos, los conos. El mosaico de conos foveales, al estar muy condensado (200.000 conos por milímetro cuadrado en una persona adulta), da lugar a una máxima resolución espacial, de con­ traste y de color. Los conos, que individualmente tienen una forma alargada, cubren el espacio de forma óptima adoptando un empaque­ tamiento compacto hexagonal. También el grafito tiene forma hexa­ gonal, no debida al empaquetamiento compacto, sino a la forma ca­ racterística en que cada átomo de carbono comparte electrones me­ diante enlaces químicos con tres vecinos cercanos. ¿No sufre el suje­ to en análisis una transformación similar, una conversión hexagonal, gracias al intercambio transferencial con las celdillas del significan­ te, que le permite entrar en contacto con el lugar del Otro? Pero en el caso del sujeto hablante hay una diferencia: lo que se empaqueta de forma compacta no son discos de silicio, átomos, conos, fibras de un cable superconductor, etc., sino la sustancia del goce (figura 30519). Heisenberg estudió en su juventud, con mucho detenimiento, el único diálogo científico de Platón, el Timeo. En ese diálogo, Pla­ tón plantea que las partes mínimas de la materia son triángulos rec­ tángulos que se combinan para formar poliedros regulares y consti­ tuir las unidades fundamentales de los cuatro elementos: la tierra, el fuego, el aire y el agua. Le llamó la atención que Platón utilizase los poliedros para negar de forma radical los átomos de Demócrito: “(...) Sintió rechazo por esas ideas pero, a la vez, fascina­ ción por un razonamiento que coloca figuras geométricas en lo

519 Estructura de un orden hexagonal autoincluido, donde cada hexágono contiene un empaquetamiento compacto de hexágonos, representando según los casos las celdillas de un panal, los conos de la retina, las fibras de un superconductor, discos de silicio, átomos, etc. Tomado de: Pedro Gómez-Romero: Hexágonos hasta en la sopa, http://www.cienciateca.com/ctshexag.html

más profundo de la materia, en sus partes mínimas y elementa­ les”.520 Heisenberg afirmó que la teoría cuántica da la razón a Platón frente a Demócrito “con su énfasis en una estructura matemática abstracta”. Él mismo estaba convencido que las partículas elementa­ les podían considerarse como los sólidos regulares del Timeo “por el papel que juegan en ella las simetrías matemáticas”. En sus “Diá­ logos sobre la física atómica” Heisenberg expresa esta idea: “La frase