La Clinica Del Psicoanalisis 03

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la clínica del

gabriel lombardi mlrta la tessa - rafael skiadaressis

ATUEL Pichincha 1901 4o A (1249) Buenos Aires

Composición:

Espacio & Punto A. Alsina 2028 10° J Tel.: 953-4010

ISBN O.C. 987-9006-10-0 ISBN 987-9006-11-9

INDICE Prólogo

G. Lombardi I.

Un recorrido freudiano de la psicosis

M. La Tessa A.

No retroceder ante la psicosis: una consigna freudiana. Vigencia de los problemas planteados por Freud. Perti­ nencia del psicoanálisis para dar cuenta de la psicosis. Los casos de. 1894 y 1896. Verwerfung, proyección: lo re­ chazado retoma desde el exterior.

B.

Escepticismo freudiano sobre la cura psicoanalüica de la psicosis. El caso Schreber. Inadecuación del dispositivo analítico. La transferencia en la psicosis. La fórmula del perseguidor. La cuestión del padre. La enfermedad cesa con el trabajo del delirio.

C.

Particularidad del síntoma psicótico: las alucinaciones. El mecanismo de producción de síntomas. Introversión de la libido: megalomanía, hipocondría. En las neurosis narcisistas introversión de la libido sin retomo.

D.

Desarreglo de estructura en la base del síntoma. Desanu­ damiento pulsional en la psicosis. La negación. Génesis de la función simbólica. La posición del analista.

II.

De la cura a la clínica,

G. Lombardi La división del sujeto. El rigor lógico de la psicosis. El hecho psiquiátrico primero. ¿Qué significa curar?

III. ^EI diagnóstico de psicosis: el síntoma en la estructura.

G. Lombardi Una teoría unificada que no explica todo. La confianza en el síntoma. El sujeto de la alucinación. El sujeto como efecto de significación. IV. La realidad y su pérdida. G. Lombardi La realidad del esquema R. El objeto a, el fantasma y la realidad. El objeto voz. El objeto de la alucinación. El fe­ nómeno de franja. Primeras consideraciones sobre la po­ sición del analista en la psicosis. V.

La cuestión preliminar de Jacques Lacan,

G. Lombardi El desencadenamiento de la psicosis. La transferencia en la psicosis. Las referencias que sí hay en la psicosis. ¿Qué posición para “nosotros”, aquellos a los que el psícótico se dirige? VI. Consecuencias clínicas de la “cuestión preliminar” de J. Lacan.

G. Lombardi y otros ¿Un texto teórico? El sujeto en la estructura. El psiquiatra concernido. El método de Lacan. El analista concernido. VII. Introducción al Otro en la psicosis. R. Skiadaressis

histérica para recetar haloperidol, fluoxetina o alguna benzodiazepina que después de todo, bien repartidos, les hacen bien a todo el mundo. Como consecuencia de esa eficacia los psiquiatras han per­ dido el interés en lo que el paciente dice, en lo que singulariza su padecimiento. No hay descripción de nuevos cuadros. El farmacó­ logo ha sustituido al psiquiatra. La inespecificidad -el “amplio es­ pectro”- de la acción de los psicofármacos no requiere de tanta ciencia para tratar al paciente. Si en algo han sido eficaces los psicofármacos es en desvanecer el interés en lo que-, dice el paciente. La clínica se ha degradado en la búsqueda de la adecuación del síntoma a la grilla clasificatoria de síndromes en que consisten los DSM-III. ¿Qué son esos síndro­ mes?: colecciones de síntomas que quitan al cuadro todo relieve subjetivo, para acomodarlo en ese marco paradigmático de proyec­ ción estadística que permite una elección casi automática del fár­ maco. Dentro de sus criterios diagnósticos para los “somatízation disorder” (ya no se habla allí de histeria, que es un nombre dema­ siado antiguo), el DSM-III incluye esta divertida cláusula: quejas de al menos 14 síntomas para mujeres y 12 para varones de los 37 síntomas listados abajo (luego viene la lista). Lo que queda de singular en el caso exige tan solo ajustar la do­ sis y evaluar los efectos secundarios de riesgo (de riesgo para el médico, ya que en el sistema americano que hoy rápidamente se impone el mayor riesgo es el juicio por mala praxis). Así, la “medi­ cación” abrevia la dedicación del médico. Para el psicoanálisis, los parámetros de la eficacia terapéutica son otros, y en ningún caso se alejan de lo que llamamos el deseo del sujeto. De eso hablé en el Prólogo del volumen II de esta colección.

Para la clínica del psicoanálisis no hay signos objetivos que nos permitan hablar de eficacia terapéutica, sólo importan los signos subjetivos, los signos del desacuerdo o del acuerdo del sujeto con su deseo, de su rechazo o de su resignación ante los efectos invaso­ res de un goce confusionante e insoportable, de su cobardía o de su coraje ante un vaciamiento de goce que puede volver árida y triste la vida cuando la fantasía ya no suple esa carencia. Por eso la clínica psicoanalítíca depende irremediablemente de lo que sabe y de lo que dice el sujeto, el único que cuenta en la ex­ periencia analítica. Y si el psicoanálisis retoma las categorías nosológicas de la psiquiatría clásica (a falta de haber generado otras más acordes a su discurso), si incluso ha precisado criterios diag­ nósticos como el de “neurosis obsesiva” (con la sistematización freudiana de ese tipo clínico) o el de “psicosis” (con la Cuestión preliminar de Jacques Lacan), eso no puede constituir sino una pri­ mera aproximación, grosera, a lo que se trata de alumbrar con el análisis. Entrar en la subjetividad del delirio, por ejemplo, como propone Lacan, quiere decir ir más allá de los acuerdos globales con lo típi­ co, para buscar el consentimiento del sujeto que resiste a lo general -por las condiciones estructurales de su existencia,-. ¿Cuáles son esas condiciones estructurales? No vamos a decirlo en general. Pero podemos averiguarlo en cada caso, a partir del modo peculiar en que el sujeto ha accedido al lenguaje, de las pala­ bras con que sus padres dejaron sentado para siempre (en una me­ moria inconsciente e indestructible) el deseo o el rechazo que acompañó su llegada al mundo, de los términos en que no se pusie­ ron de acuerdo en esa llegada o en la relación sexual que la produ­ jo, y también de la posición que el sujeto tomó ante esos “datos”.

Una'posición de rechazo o de adhesión a esas referencias, una posi­ ción que con ellas configura la estructura. Esa estructura enmarca y condiciona la vía singular por la que él, en tanto sujeto, se arroja a la existencia en el borde abismal de un cuerpo. De un cuerpo extraño al que debe adoptar como propio, pero al que siempre temerá, porque en él reside la ftiente del horror más extremo y más íntimo. Y cualquier horror extranjero, sea asiá­ tico, africano o yugoeslavo, pasado o fantaseado, no tomará “senti­ do” para el sujeto, si no es en referencia al cuerpo al que está unido “de por vida”. El psicoanalista, en su clínica, no encubre el horror del sujeto ante lo real de su existencia. Por eso una clínica así concebida es correlativa del respeto por el modo en que el sujeto “se cura” {sich besorgt} ya con su síntoma, el síntoma que expresa su protesta ontológica ante las coordenadas que definen su ser-para~l a-muer te y su ser-para-el~sexo. Pero también el síntoma que diseña la orien­ tación de su camino propio, el único por el que está dispuesto a asumir esa doble y humilde condición del ser en la existencia. Lo que la generalización, la tipificación y la ciencia añaden a esa condición redobla su dificultad, en la medida en que extravían al sujeto respecto de su camino propio, alejándolo de sí por vías más fáciles de andar que de desandar: las que ofrece el mercado universal promovido por la asociación exitosa de la ciencia con el sistema capitalista. Este volumen sobre Las psicosis reúne algunas lecciones que Mirta La Tessa y yo en verdad nunca pudimos desarrollar entera­ mente ante los alumnos de Clínica de Adultos, porque la brevedad del curso lo hizo imposible. Redactamos entonces en ellas lo míni­ mo que consideramos que un psicólogo debiera conocer en reía­

ción a la clínica de las psicosis. Añadimos como capítulo VI un tra­ bajo colectivo que continúa la línea desarrollada en las lecciones previas, y como Vil un artículo de Rafael Skiadaressis que resalta algunas dificultades de la cuestión del Otro en la psicosis. Procuramos aquí seguir con precisión los caminos que Freud y Lacan abrieron o diseñaron para devolver al síntoma su relevancia subjetiva, lo que implica devolver al “loco” una palabra en la que en general nadie se interesa, tampoco el psiquiatra. Y también ex­ traer algunas de las consecuencias de esos dos capítulos mayores de la enseñanza del psicoanálisis en cuanto a la transferencia, la posición del clínico que ella exige, y la concepción misma de la cu­ ra en la psicosis. Pero nuestro cometido no sólo tiene un valor teórico o clínico, sino también ético, en esta época en que la segregación del sujeto por los efectos de la ciencia se acentúa. Y tanto más en el caso del “loco”, ese homeless que, para sostener su existencia y su dignidad de sujeto, se margina de una sociedad que no reserva ningún lugar a lo que no responde a las leyes del mercado. Y él, a esas leyes, no responde. Gabriel Lombardi

Un recorrido freudiano de la psicosis M irta La Tessa

A. No retroceder ante la psicosis: una consigna freudiana Comenzaremos este ciclo de clases sobre la clínica de la psico­ sis realizando un recorrido por una serie de textos freudianos. Va­ rias son las hipótesis que nos guían, y que nos servirán de mojones para el desarrollo de los temas. Esto quiere decir que establecere­ mos una relación de ida y vuelta entre nuestras hipótesis, y la lectu­ ra que haremos de los textos. La primera de ellas podríamos formu­ larla así: Freud dejó planteada una serie de problemas que respon­ dían a obstáculos que fue encontrando a lo largo de su experiencia, a los cuales no son ajenos los obstáculos y problemas con que tro­ pezamos hoy en el terreno de la experiencia clínica con pacientes psicóticos. Queremos decir que si bien Lacan recogió el guante e hizo desarrollos importantes en este terreno, las líneas de fuerza de la problemática de la psicosis podemos rastrearlas en el texto de Freud. Desde el principio, entonces, nos oponemos a una idea que cir­

cula Con frecuencia y que encuentra, en el terreno de la clínica de la psicosis una ruptura tajante entre el texto de Freud y los desarro­ llos de Lacan. Por otro lado, como nos enseña Lacan mismo, una de las tantas virtudes del texto freudiano es que Freud no disimula las preguntas, y leerlo es siempre reconfortante porque implica ne­ cesariamente volver a transitar, volver a abrir esas preguntas esen­ ciales. También pondremos en cuestión algunas afirmaciones tales co­ mo que Freud diría que no hay transferencia en la psicosis. No es una afirmación correcta ya que achata algo ias posiciones paradóji­ cas a las que Freud se ve conducido. Sí bien es cierto que plantea la falta de disposición a la transferencia en las neurosis narcisistas. No es menos cierto que todo el análisis del caso Schreber está cen­ trado en el análisis de la transferencia con Flechsig. Podemos ha­ blar de una posición escéptica de Freud respecto de la cura psicoanalítica de la psicosis, pero no dejaremos de encontrar su funda­ mento en el corazón mismo del historial de Schreber cuando plan­ tee el trabajo restitutivo que implica el delirio mismo. Tomaremos este escepticismo freudiano y trataremos de encontrar sus funda­ mentos. Hemos elegido para este trabajo un recorrido por los siguientes textos: - Los dos textos de 1894 y 1896 sobre las neuropsicosis de de­ fensa - El caso Schreber de 1910 - Introducción del narcisismo de 1914 - Más allá del principio del placer de 1920 - La negación de 1925. Otra de nuestras hipótesis, quisimos que fuera el título de esta

serie de clases y la formularemos así: no retroceder cmte la psico­ sis, una consigna freudiana. No retroceder ante la psicosis es ante todo, como Freud nos enseñó, no retroceder ante la palabra. Es también no retroceder ante los problemas que la psicosis plantea al psicoanálisis. Veremos a través de los textos de 1894 y 1896 cómo, desde esa época tan temprana, -casi prepsicoanalítica, si consideramos como fundante el texto de la Interpretación de los sueños de 1900- Freud ya establece la pertinencia del psicoanálisis para dar cuenta de la psicosis. Es decir, que desde esos primeros textos la psicosis queda incluida dentro del campo de pertinencia del psicoanálisis. En el caso de psicosis alucinatoria de 1894 nos importa menos la teorización específica del caso de psicosis -que podríamos poner en duda como diagnóstico diferencial- que la inclusión del mismo en un ensayo de la teoría psicológica que le permite dar cuenta, con el instrumental que tiene elaborado hasta ese momento, de la etio­ logía de la histeria, las representaciones obsesivas y este caso lla­ mado de psicosis alucinatoria. El caso está presentado como una forma de defensa mucho más enérgica en la cual “el Yo rechaza la representación intolerable conjuntamente con su afecto y se condu­ ce como si la representación no hubiese jamás llegado a él”. Además plantea que “el Yo se separa de la representación into­ lerable, pero ésta se halla inseparablemente unida a un trozo de la realidad” de la cual el Yo se desligaría al separarse de aquella. Si consideramos la solidaridad existente entre la constitución del Yo y ia constitución de la realidad, vemos entonces, que es la realidad misma la que tiene un agujero. Agujero en el cual iría a alojarse o por lo cual se colaría la alucinación. En primer lugar, señalaremos que usa el término de rechazo que

es efque luego tomará Lacan para especificar la forclusión como mecanismo propio de la psicosis. La presencia de esta noción de rechazo en este texto tiene el valor de estar casi en presencia del descubrimiento. Y a pesar de que luego será cambiado por la no­ ción de proyección, ésta encontrará una especificación que le mar­ cará su carácter diferencial del lugar que tiene la proyección en la neurosis. El caso de 1896 ya presenta otra envergadura. Tiene además el valor agregado de ser una paciente tratada por Freud mismo. Re­ cordamos que es una mujer de 32 años, casada, con un hijo de dos años. Los primeros síntomas aparecen seis meses después del naci­ miento de su'hijo. Se muestra desconfiada fundamentalmente de los vecinos a los que considera descorteses y que le niegan toda , consideración. Se siente observada por ellos, que le adivinan el pensamiento y la espían por la noche mientras se desnuda. Como método terapéutico es llevada a un balneario, en el que, en reali­ dad, se le agravan los síntomas, presentando alucinaciones visuales de desnudos femeninos y más tarde alucinaciones auditivas, oye voces que comentan sus actos. Oye también amenazas y reproches. Es muy interesante ver descripto por Freud lo que encontrare­ mos en Lacan en el Seminarlo III como certeza. Dice Freud respec­ to de las quejas de los vecinos: “Poco a poco fueron ganando estas quejas en intensidad, aunque no en precisión. Se tema contra ella algo que no podía adivinar. Pero no le cabía la menor duda de que ‘ todos la desconsideraban y hacían lo posible por irritarla”. Se tenía algo contra ella, aunque no fuera claro de qué se trataba, estaba concernida por esas críticas u actitud hostil, estaba segura que se le • dirigían. Luego de presentar el caso y antes de relatar cómo trabajó con

la paciente Freud nos hace ver el principio metodológico de su ac­ cionar. “La etiología se me reveló al aplicar a la enferma, como si se tratase de una histérica, el método de Breuer para la investiga­ ción y supresión de las alucinaciones”. Intenta colegir la psicosis usando el instrumental con el que cuenta que es bien poco todavía. Podríamos sintetizarlo: hay inconsciente y es de carácter sexual. Y tiene un método, todavía, de asociación dirigida. Pero lo central que quiero subrayar es que ía etiología sólo se le vuelve inteligible a partir de la aplicación del método. Que hay un entrelazamiento inevitable entre la práctica y la posibilidad del diagnóstico. Entonces, habrá también en la paranoia importantes ideas in­ conscientes y las representaciones rechazadas serán también de ca­ rácter sexual. Pero “únicamente resultaba singular el hecho de que la enferma oía interiormente, a modo de alucinación, los datos pro­ cedentes de su inconsciente”. Así, las alucinaciones visuales de desnudos femeninos van conduciendo por cadena asociativa a esce­ nas llenas de pudor y vergüenza hasta desembocar en situaciones de carácter sexual con el hermano en las que la paciente se habría mostrado desnuda sin vergüenza ninguna. Una frase de su cuñada: “en toda familia pasan cosas que deben ocultarse...” le resulta una clara alusión a aquellos hechos. Así es como adquiere la convic­ ción de que su cuñada la hace objeto de un reproche. Se podría decir, entonces, que las alucinaciones visuales eran fragmentos de sucesos sexuales rechazados que retomaban desde el exterior. Las voces, afirma Freud eran más bien pensamientos in­ conscientes que se habían hecho audibles. Reproducían fragmentos nimios de una novela que había leído la paciente cuya heroína reci­ bía críticas de los vecinos, que evocaban un temor de la paciente a poco de haberse casado de que los vecinos pudieran oír algo de

sus relaciones amorosas. Las voces reproducían reproches respecto de un suceso análogo al del trauma infantil. Freud postula entonces un fracaso de la defensa y una falta de censura que hablarían de un desarreglo esencial en el aparato psíquico. El reproche a diferencia de la neurosis obsesiva no es autorreproche, sino que le viene de afuera, mecanismo al que Freud dará el nombre de proyección. Vemos entonces cómo Freud utiliza eí instrumental con el que cuenta hasta ese momento para colegir la psicosis. Es decir, que la incluye dentro del campo de pertinencia del psicoanálisis. En este caso la diferencia no aparecerá tanto por el lado de la etiología -que gira alrededor de un trauma sexual infantil- sino fundamen­ talmente del lado del síntoma. Es decir, que la diferenciación de la neurosis será realizada a partir de ese modo particular de los sínto­ mas que son las alucinaciones. Es con estos antecedentes que pasaremos a comentar algunas cuestiones decisivas del historial freudiano del caso Schreber.

B. Escepticismo freudiano sobre la cura psicoanalítica de la psicosis Hoy vamos a trabajar sobre el Historial freudiano de Schreber, que data de 1910. Comenzaremos haciendo una reseña del caso ex­ traída de la que realiza Freud en la primera parte del historial. Esto nos permitirá luego, subrayar ciertos hitos del análisis de Freud que creemos constituyen mojones esenciales de la conceptual!zación psicoanalítica de la psicosis.

Breve reseña -Primera enfermedad: transcurre entre el otoño de 1884 y fines de 1885. Es internado en la clínica de Flechsig durante seis meses. Esta primera enfermedad fue considerada como un acceso de hipo­ condría, Que según el mismo Schreber transcurrió sin incidente al­ guno de carácter metafísico. -1893: entre el anuncio del nombramiento como presidente del Tribunal de Dresden y su asunción ocurren el sueño de recaída y la fantasía de duermevela: “qué agradable sería ser una mujer en el momento del coito”. -E l Io de octubre asume. -A fines de octubre comienza su segunda enfermedad que co­ mienza con tenaces insomnios e ideas hipocondríacas. Tiene ideas de persecución fundadas en alucinaciones visuales y auditivas. Per­ manecía horas en estupor alucinatorio, en estado de perplejidad. Estaba tan atormentado que intentó matarse. Flechsig aparece co­ mo el perseguidor que quiere asesinar su alma. Es internado en la clínica de Sonnerstein en 1894, y allí se va estructurando su estado definitivo. Weber en sus informes sostiene que Schreber va cons­ truyendo un artificioso sistema delirante- de cáracter místico reli­ gioso, al tiempo que va reconstruyendo su personalidad hasta pare­ cer capacitado para una vida normal. -E n 1900 Weber hace un infórme muy favorable. -E n 1902 se anula su incapacitación. Se le da el alta. -Entre 1900 y 1902 escribe las Memorias. -E n 1903 publícalas Memorias. Freud subraya.dos vías en el análisis: su actitud hacia Dios que es muy singular y llena de circunstancias contradictorias. Y por

otro lado, la misión redentora y la transformación en mujer. La mi­ sión redentora será el nódulo de la paranoia religiosa. Sin embargo, Freud subraya que la transformación en mujer fue el delirio prima­ rio vivido, al principio» como persecución y daño con un fin sexual, que quedó como enlazado a la misión redentora. Resulta así que la manía persecutoria sexual queda transformada en manía religiosa de grandeza. Y que el perseguidor Flechsig queda sustituido por Dios. Debemos comenzar por señalar que Freud abre el historial plan­ teando su escepticismo sobre el efecto terapéutico de la cura psi­ coanalítica de la paranoia. Volvemos a insistir, desde sus comien­ zos Freud plantea la pertinencia del psicoanálisis para dar cuenta de la psicosis. Es decir, que la psicosis queda incluida en el terreno de pertinencia del psicoanálisis. Este sería una especie de primer mojón que encontramos en el texto freudiano respecto de la psico­ sis. Ahora, desde el comienzo del historial de Schreber, encontra­ mos otro mojón: el escepticismo freudiano respecto de la cura psi­ coanalítica de la psicosis. Diremos de inmediato cómo leemos este escepticismo freudiano. Lo leemos como una manera de nombrar una inadecuación del dispositivo analítico para el tratamiento de la psicosis. Inadecuación del dispositivo que fue creado a la luz del síntoma neurótico y de un sujeto estructurado a la luz de la estruc­ tura que subyace en la base de ese síntoma. Trataremos de desple­ gar este escepticismo de Freud en todas sus implicaciones. También nos encontramos al comienzo de este historial nueva­ mente con lo que dimos en llamar la pertinencia del psicoanálisis para dar cuenta de la psicosis cuando Freud plantea la legitimidad de interpretar el texto de las memorias. Y al afirmar al comienzo

del capítulo II -Tentativas de interpretación-, que estará satisfecho si logra referir el nódulo del delirio a un origen en motivos conoci­ dos y humanos. Al comienzo, entonces, de la segunda enfermedad Schreber es torturado por la idea de ser entregado a un hombre para que abuse de él sexualmente como si fuera una mujer, esta idea es vivida co­ mo un agravio narcisista. El perseguidor es Flechsig, aunque su cri­ men y .os motivos del mismo son indeterminados. Dos son los re­ proches que Schreber le dirige: que intenta entregarlo a un hombre en posición femenina y que intenta asesinar su alma. Freud va a situar la incubación en la sumatoria que realiza del sueño de recaída y la fantasía de duermevela que une para la inter­ pretación como una fantasía homosexual que desde el comienzo se refirió a Flechsig. Dirá que esto está motivado por un avance de li­ bido homosexual que por la vía de esta particular proyección que Freud describe le vuelve desde el exterior como el temor a ser ob­ jeto de abusos sexuales por parte de Flechsig. Tal como decía en 1896 “la enferma oía a modo de alucinación los datos provenientes de su inconsciente”, dirá acá que hay una verdad en el texto del delirio que no está escondida como ocurre en la neurosis. Es decir, que podremos ver algunas cosas como am­ pliadas como si las viéramos a través de una lupa. Un ejemplo de esto es la fórmula que Freud nos da de las relaciones con el perse­ guidor. Dice que se trata de una persona de máxima importancia afectiva para el sujeto, una relación marcada por el amor. Luego esta importancia afectiva es proyectada como poder exterior y el tono sentimental es transformado en su contrario: odio. Si observamos esta sencilla fórmula más de cerca veremos que lo que ella misma está desnudando no es otra cosa que el mecanis-

rno propio de la transferencia. La transferencia -por lo menos, en su cara más sugestiva- no es otra cosa que el poder que una perso­ na que tiene importancia afectiva para un sujeto, el poder, decimos, que ejerce sobre él. Luego Freud produce un giro absolutamente genial realizando la siguiente pregunta: ¿por qué Flechsig ocho años después? Una pregunta ineludible, al mismo tiempo que sorprendente. Y no tarda en responder: porque se trata de un subrogado del padre. Y es así, como la cuestión del padre pasa a estar en el centro del análisis de Freud de la psicosis schreberiana. Flechsig es reemplazado por Dios, un Dios que se multiplica -reinos anteriores de Dios, reinos posteriores de Dios, etc.-. Luego, también se va produciendo un vi­ raje por el cual Schreber se va reconciliando con la idea de su transformación en mujer. Idea que deviene en que él será la mujer de Dios según lo manda la “ordenación del universo” y así dará origen a una nueva humanidad... Y así es como llegamos a otro gran hito de la teorización freu­ diana. Nos dice Freud: el Yo -que había sufrido el agravio narcisista- se compensa con la manía de grandeza. Y la fantasía de su transformación en mujer se desplaza a una realización asintótica del deseo, será la mujer de Dios... próximamente, en un futuro pró­ ximo aunque 110 inmediato. Y en este punto nos encontramos con una afirmación fuerte de Freud: con esta fantasía de realización asintótica la lucha y la enfermedad cesan. Es decir, que la “cura­ ción” se daría por la vía del trabajo del delirio que luego de un lar­ go período de sufrimiento indescriptible y de eclosión de sintomatología psicótica logra, este trabajo de delirio estabilizar la fantasía de realización asintótica que permite a su vez estabilizar a Schre­ ber.

Cabe destacar que tal como lo señalamos ya desde los artículos de 1890 y pico, Freud usa los mismos operadores teóricos del psi­ coanálisis. Estamos lejos de decir que trate del mismo modo a la neurosis que a la psicosis, lo que afirmamos es el uso de los mismos operadores conceptuales. Esto nos hace recordar, cuando Lacan en la Apertura de la Sec­ ción Clínica en 1976 afirma que los cuatro operadores de los dis­ cursos, Sj> S2, $, a, son también los que permiten conceptual izar el sujeto psicótico. Es decir, las mismas categorías en la clínica para dar cuenta de la diferencia en la estructura. Volviendo al historial hemos afirmado que el análisis de Freud toma como eje la cuestión del padre. Así dirá que constituyen una serie Flechsig, Dios, y el padre, se podría agregar el Sol, etc. Hay entre estos personajes la misma mezcla de sometimiento y rebeldía que caracterizaría la relación con el padre. Sin embargo Freud no dejará de señalar un desarreglo estructural en esta fun­ ción paterna. Es justamente a partir de señalar cómo en este caso la función del padre no funciona que encontramos en el texto de Freud estas coordenadas: -Si el padre es quien perturba la satisfacción sexual incestuosa, en Schreber nos encontramos con una falla radical de esto que aparece en el delirio bajo ía forma de la voluptuosidad a la que se entrega. -Si el padre es el agente de la castración, y es a partir de ella que se organizan las posiciones sexuadas, vemos en el texto del delirio una alteración radical de esta función bajo la forma de la transforma­ ción en mujer. -La culpa proyectada por los deseos incestuosos retorna en el de­ lirio bajo la forma del asesinato del alma.

“Por último, y como consecuencia de la segunda tesis plantea­ da, la posibilidad de tener hijos -también organizada a partir de la castración y la diferencia de los sexos- aparece en el delirio pro­ creando como mujer. Podríamos decir, que a pesar de que la teorización freudiana de la función paterna deberá esperar dos años hasta Tótem y Tabú, y que los textos sobre eí Edipo se ordenan más allá del 20 alrededor de la Organización Genital infantil del 23, sin embargo, en este historial podemos ver colocado en el centro la cuestión del padre con una falla estructural que parece hacer estallar las relaciones que en la neurosis son reguladas por el Edipo y la Castración, Es decir, que no se trata simplemente de una falla en la función pater­ na, ya que ésta siempre está marcada por la falla. Encontramos en este texto, que Freud está ubicando un desarre­ glo verdaderamente más estructural y fundante de la función pater­ na. Es decir, una falla de estructura, de estructuración del sujeto que inevitablemente marcará una diferencia con lo que ocurre en la neurosis. Es esta diferencia la que hará más tarde resaltar Lacan cuando, profundizando esta vía, hable para la psicosis de forclusión del Nombre del Padre.

C. Particularidad del síntom a psicótico: las alucinaciones Estuvimos en la clase anterior trabajando sobre el historial freu­ diano de Schreber, recorriendo cuestiones esenciales que se plan­ tean en los dos primeros capítulos. Hoy vamos a intentar articular un eje del planteo freudiano que parte del capítulo tres y encuentra un desarrollo en el texto de Introducción del narcisismo del ‘14.

Comienza Freud el capitulo III: “Hemos examinado hasta ahora el complejo paterno dominante en el caso de Schreber y la fantasía optativa central de la enfermedad. No hay en todo ello nada carac­ terístico de la paranoia, nada que no podamos encontrar en otros casos de neurosis y no hayamos encontrado realmente en ellos. La peculiaridad de la paranoia reposa en algo distinto, en la forma sin­ gular de los síntomas, de la cual no habremos de hacer responsa­ bles a los complejos, sino al mecanismo de la producción de sínto­ mas o al de la represión”. ¿Qué insiste en subrayar Freud al comienzo de este párrafo? Que la estofa de este mundo schreberiano no es diferente de aque­ lla con la que se construye nuestro neurótico mundo humano. Pero al mismo tiempo centra el eje de la diferencia, diferencia que pare­ ce insistir como interrogante para Freud desde sus primeros traba­ jos: la forma peculiar de los síntomas, fundamentalmente, las aluci­ naciones. Y el verdadero interrogante es, entonces, por la particula­ ridad del mecanismo de producción de síntomas. No puede resul­ tarnos curiosa esta insistencia freudiana si simplemente recorda­ mos que fue el síntoma lo que estuvo en el origen de su interroga­ ción y que además, fue la estructura del síntoma la que condujo tanto a conceptualizar la estructura del sujeto como también ía de la experiencia analítica misma. Es decir, que desde los comienzos hay, para la neurosis, una solidaridad estructural entre el síntoma, el sujeto y la práctica misma del análisis. Es este tercer capítulo que aparece con insistencia la pregunta por la particularidad deí mecanismo de producción de síntomas en la paranoia. Aclaramos, entonces, que por mecanismo de produc­ ción de síntomas entendemos una pregunta estructural que nombra­ ría al sujeto comprometido por ese síntoma como también a las

particularidades del dispositivo analítico mismo. Creemos además que esta pregunta queda abierta y que va siendo respondida tentati­ va y parcialmente por Freud a lo largo de años para encontrar una resolución en la teorización lacaniana que logra ubicar ese desarre­ glo de estructura que llamó la forclusión del Nombre del Padre. En el historial freudiano aparece ese complejo concepto de pro­ yección a travéc del cual los pensamientos inconscientes, eso inte­ riormente rechazado retorna desde el exterior a modo de alucina­ ción. Hablará de ese desarreglo estructural que nombra como su catástrofe interior. Al hundimiento de su mundo subjetivo le co­ rresponde el derrumbe de las coordenadas de la realidad. La viven­ cia de fin de mundo será la proyección de su catástrofe interior. La tentativa de curación intentará reconstruir el mundo con su delirio. Todo lo cual, nos introduce de lleno en el texto Introducción del narcisismo, que no es sólo uno de los textos importantes dentro de la obra de Freud, sino también uno de los muy complejos. Se entrecruzan en él distintos hilos temáticos, se resuelven algunas cuestiones, se abren o amplifican otras. Ejemplo de esto es la polé­ mica con Jung, una definición del amor que se articula con la de Psicología de las Masas de 1921, un cuestionamiento de la oposi­ ción pulsional, una conceptualización del ideal del Yo y del Superyó, una definición de la sublimación diferenciándose de la idealiza­ ción, etc. Nosotros haremos un recorte del texto, siguiendo el hilo temáti­ co que nos ocupa que es la conceptualización freudiana de la psico­ sis. En este sentido, lo tomaremos casi como un capítulo de conti­ nuación del historial de Schreber. Comienza con una primera aproximación al concepto que luego se irá complejizando a lo largo del texto: narcisismo seria tomar al

propio cuerpo como objeto sexual. Se trata de una localización de la libido que ocuparía un lugar en la evolución sexual. Inmediata­ mente Freud confiesa su apremio por ocuparse del narcisismo co­ mo un intento de comprender la psicosis conforme a la teoría de la libido. Nos desentendemos explícitamente de las finas cuestiones nosográñcas. Encontramos en la psicosis dos rasgos esenciales: -El delirio de grandeza o megalomanía -E l apartamiento del interés del mundo exterior, de las personas y las cosas. Es evidente la solidaridad entre ambas condiciones, la libido se retira del mundo exterior y recae sobre el Yo. Aún antes de desa­ rrollar más detalladamente esta cuestión, Freud se apresura a afir­ mar que esto constituye uno de los motivos esenciales por el cual estos pacientes parecen substraerse al influjo por medio del psicoa­ nálisis. Tampoco tarda en aclarar que también en el neurótico se produce una introversión de la libido pero con características bien diferentes. En este caso la libido alimenta las fantasías, pero esto 110 implica que se hayan levantado las relaciones eróticas con las personas y las cosas. En cambio, en el parafrénico parece como si realmente hubiera retirado su libido de las personas y las cosas del mundo exterior sin haberlas sustituido por otras en su fantasías. En este sentido me pa­ rece muy claro el comentario de Freud sobre el movimiento de la introversión, escrita en una carta a iung del 23 de mayo de 1907: “No es que yo piense que la libido se retíre del objeto real para arro­ jarse sobre la representación fantástica sustitutiva, con la que em­ prende luego su juego autoerótico. Con arreglo al sentido del voca­ blo no es, desde luego, autoerótica, en tanto tiene ún objeto, ya sea

éste jeal o fantaseado. Creo que por el contrario, que la libido aban­ dona ia representación del objeto, la cual, precisamente por ser des­ pojada de la ocupación, que la ha caracterizado como interior, es tratada como una percepción y puede ser proyectada hacia afuera”. Esta cita nos conduce, además, por otra vía que la que estamos desarrollando ahora, nos conduce sobre esa expulsión -Ausstossung~ que hay detrás de la negación y que constituye la génesis de ía configuración de una exterioridad. Lo retomaremos cuando tra­ bajemos el texto de La negación para tratar de pensar desde Freud ese desarreglo estructural que Lacan llama forclusión del Nombre del Padre, con la consecuencia que conlleva que lo forcluido en lo simbólico reaparece en lo real. Volvemos a retomar la cita para subrayar la idea de la introver­ sión de la libido. Es la megalomanía la que le va a permitir hablar de esta particular forma de introversión de la libido que se concen­ tra en el Yo. Y es esta observación la que permitirá postular el nar­ cisismo secundario como nombre de ese mismo movimiento. La posibilidad de esta vuelta de la libido sobre el Yo implicará para Freud la necesariedad de afirmar la existencia de un narcisismo pri­ mario como una ocupación libidinal del Yo originaria, que en parte se cede a los objetos, pero que persiste también en el Yo. Es en este punto que desarrolla la metáfora de la ameba. El narcisismo prima­ rio es entonces, un postulado que se construye a partir de la exis­ tencia del narcisismo secundario ejemplificado en este movimiento de introversión de la libido en el Yo. Si bien Freud afirma que el valor que asume el trabajo sobre el narcisismo está en parte determinado por el intento de comprender a la psicosis desde el punto de vista psicoanalítico, en este momen­ to del desarrollo del texto la introversión de la libido sobre el Yo

descripta en la parafrenia le permite precisar el concepto de narci­ sismo a partir del postulado del narcisismo primario y de los movi­ mientos del narcisismo secundario. No debemos olvidar que en el ‘14 la teoría pulsional que Freud maneja es la de la oposición pul­ siones del Yo o de autoconservación y pulsiones sexuales. Mencio­ namos sólo al pasar el problema teórico que se le plantea con la carga libidinal del Yo que parecía implicar la disolución de la opo­ sición pulsional. En este mismo sentido se desarrolla la polémica con Jung explícita en el texto. Y encontramos a Freud defendiendo a ultranza y como puede la dualidad pulsional. Para esto produce una operación de importancia. Mantiene el postulado de la existencia de las pulsiones yoicas, por un lado. Por otro, produce dentro de las pulsiones sexuales una división afirmando la existencia de una libido yoica y una libido objetal. El antagonismo entre la libido yoica y la libido objetal se produce según un movimiento de acumulación y defecto. Si au­ menta una, disminuye la otra. Así, los ejemplos extremos son el enamoramiento como acumulación de libido en el objeto. El en­ grandecimiento del objeto se hará a costa de un empobrecimiento yoico. En el otro extremo la vivencia de fin de mundc de los para­ noicos que implica la concentración de libido en el Yo y el retiro de libido del mundo de los objetos. Antes de terminar el comentario de este primer capítulo de in­ troducción del narcisismo diremos que Freud ubica este narcisismo que acaba de definir dentro del desarrollo de la libido. El Yo es a construir pero las pulsiones autoeróticas existen desde el principio. Es necesaria una nueva acción psíquica para que se produzca el pa­ saje del autoerotismo al narcisismo. Esta nueva acción psíquica se­ rá la identificación.

Podemos decir en este punto, que la identificación que da lugar a la constitución del Yo sería la identificación narcisista. A condi­ ción de no desconocer que la identificación narcisista implica nece­ sariamente al primer tiempo de la identificación que es la identifi­ cación primaria. Esta cuestión nos introduce de lleno en la cuestión central que vamos a subrayar del capítulo siguiente. Allí, para continuar conceptualizando el narcisismo Freud plan­ tea tres vías de aproximación al concepto: -La enfermedad orgánica -L a hipocondría -L a vida erótica de los sexos. Para continuar con nuestro recorrido tomaremos únicamente lo que se desarrolla alrededor de la hipocondría. Afirma Freud que efectivamente en la hipocondría no faltarían las modificaciones or­ gánicas. Si entendemos a éstas como modificaciones en la erogeneización del cuerpo. También en la hipocondría se trataría de una introyección de la libido, pero esta vez la misma se realiza sobre el órgano. Hay una retracción de la libido de los objetos del mundo exterior que se concentra sobre el órgano. Esta libido de órgano nos habla de un fracaso de la identificación. La pulsión funciona de una forma más ligada al autoerotismo. Hasta ahora encontramos entonces una insistencia de Freud en el concepto de introversión de la libido. Presentado a su vez, bajo dos formas, la megalomanía y la hipocondría. Este estancamiento de la libido yoica produce en la megalomanía un engrandecimiento del Yo, lo cual nos habla de la eficacia de la identificación. En cambio, en la hipocondría, la libidinización del órgano demuestra el fracaso de la identificación. La introversión de la libido, entonces, se presenta como una

fractura radical, como un desarreglo estructural y económico. Frac­ tura radical decimos, que nos habla de la imposibilidad de que la salida pueda plantearse en términos de una vuelta a ningún estado anterior. Puede haber intentos de recatectizar el mundo exterior, pe­ ro luego de esta fractura, ese intento tendrá ía forma de una restitu­ ción delirante. Abandonamos el texto no sin antes retomar una pregunta que Freud formula y que nos parece de suma importancia. Es al mismo tiempo la que guiará la última parte de nuestro desarrollo: ¿qué ha­ ce que se traspase el narcisismo y se ubique libido sobre los obje­ tos?

D* Desarreglo de estructura en la base del síntoma Dejamos planteada en la clase anterior una pregunta nodal que Freud plantea en este texto y que retomaremos hoy: ¿qué hace que se traspase el narcisismo? En distintos momentos de su obra pode­ mos encontrar distintas tentativas de respuesta. En la época del Proyecto... es la indefensión estructural del sujeto la que lo lleva a engancharse al otro, nombrado como la necesidad de la asistencia ajena. En la Conferencia 26 la respuesta se plantea en el terreno eco­ nómico: ‘'Diríase que la acumulación de la libido narcisista no pue­ de ser soportada por el sujeto sino hasta un determinado nivel, y podemos además suponer que si la libido acude a revestir objetos es porque el Yo ve en ello un medio de evitar los efectos patológi­ cos que produciría un estancamiento de la misma”.

Pero la respuesta la encontraremos a partir del Más allá...: lo que presiona y fuerza al Yo es ia pulsión. Para desarrollar esta ten­ tativa de respuesta y como último tramo del recorrido vamos a tra­ bajar algunos puntos del texto La negación. El empuje de la pul­ sión es la vía estructural de abandono del narcisismo, siendo nece­ sario aclarar que es la vía de la estructura neurótica. En cambio, en la psicosis hay un desanudamiento pulsional que trataremos de ubi­ car a partir de este texto. Voy a subrayar la idea de Freud de que este narcisismo particu­ lar que él nombra como introversión de la libido no tiene vuelta, implica una ruptura que no permite un camino de retorno, lo cual tiene fuertes consecuencias para la cura, obligándonos a redeflnir a todos y cada uno de los componentes del dispositivo analítico. De­ cir que es una fractura radical que no permite un camino de retorno implica que a partir del desencadenamiento de la psicosis no se tra­ taría de restituir un estado anterior. No creo necesario insistir en el valor fundamental del texto La negación, allí Freud se propone rea­ lizar el estudio del surgimiento de una función intelectual a partir de las mociones pulsionales primarias o el modo en que el aparato psíquico inscribe un juicio a través de la dinámica de las pulsiones. La función intelectual surge, entonces, a partir de este acto de? juicio que es constitutivo del sujeto. Para explicarlo haremos una referencia mítica en tanto lo plantearemos como una suerte de gé­ nesis de la instalación de la función simbólica. Esta sería una com­ plicación agregada al problema que nos ocupa, nos estamos refi­ riendo al establecimiento de esta función en el sujeto sabiendo al mismo tiempo, que lo simbólico lo preexiste. Se trataría, entonces, de una referencia al nacimiento del pensamiento que no sería posi­ ble sin la puesta en juego de esta particular negación que Hyppolite

caracteriza como la actitud de la negación para diferenciarla de la negación interna al juicio. Como afirma Freud en el texto, la función del juicio sólo es po­ sible por la creación del símbolo de la negación. Símbolo que per­ mite al pensar una relativa independencia de los resultados de la re­ presión, es decir, usar los contenidos de lo reprimido. Aquí podría­ nlos ubicar los ya clásicos ejemplos que se emplean en el texto. Ese “no es mi madre” por ejemplo le asegura a Freud la presencia de una ocurrencia del paciente, la presencia de un pensamiento re­ primido que sólo emerge bajo la condición de que se deje negar. El símbolo de la negación será un certificado de origen de la represión al tiempo que nos permite tomar conocimiento de lo reprimido, sin que por ello implique de ninguna manera una aceptación de lo re­ primido. Enseguida nos dice Freud que la función del juicio debe tomar dos decisiones: adjudicar o negar a una cosa una cualidad; conce­ der o negar a una representación la existencia. Así surgen el juicio de atribución y el juicio de existencia. El juicio de atribución regi­ do' por el principio del placer implica la constitución de las prime­ ras afirmaciones: lo bueno es mío, lo malo es exterior. Acá pode­ mos ubicar un comienzo mítico... Había una vez aquel que luego advendrá un sujeto para el cual no había todavía nada extraño. La distinción entre lo extraño y él mismo se realiza mediante una ope­ ración que es la expulsión. Operación de expulsión determinada por la pulsión de muerte. Esta es la operación en la que se funda el juicio de atribución. Sin esta operación la introyección no tendría sentido. F1 juicio de existencia -a diferencia del juicio de atribución que se ubica en el mundo de las representaciones- rige las relaciones

entre la representación y la percepción. Una cosa es que el sujeto reproduzca sus representaciones. Pero para decir que algo existe se tratará de si puede o no volver a encontrar su objeto. Este esfuerzo por reencontrar el objeto se ubica siempre en un más allá del prin­ cipio del placer. La insistencia en volver a encontrar acentúa la puesta enjuego de la repetición., es decir, el intento de reencuentro con lo radical­ mente perdido. La primitiva operación de expulsión constituye una exterioridad que se encuentra luego con el juicio de existencia. Es decir, que así como para la realización del juicio de atribución el acento recae sobre esa primitiva operación de expulsión que consti­ tuirá una exterioridad, habrá necesariamente un encuentro con el juicio de existencia para el cual el acento recae sobre la repetición como modo de constituir su objeto a través de la insistencia de la satisfacción pulsional. En la psicosis, la defusión pulsional por retracción de los com­ ponentes libidinaies constituiría una expulsión que no se encuentra con la repetición. Si ahora retomamos la idea freudiana de que la función del juicio está posibilitada por la creación del símbolo de la negación podemos ubicar esa falla en la simbolización que haría que en el psicótico la alucinación se ubique en el lugar en el que falta esa función de la negación. El Otro habla en las voces mar­ cando la falta de la atribución subjetiva que la función de la nega­ ción posibilita. Esta sería una manera freudiana de nombrar lo que Lacan for­ mula como lo forcluido en lo simbólico reaparece en lo real bajo la forma de alucinación. Y sería también una manera de plantear ese desarreglo estructural del sujeto que está en la base de este síntoma particular que son las alucinaciones. Problema que, como vimos,

interroga a Freud desde los primeros textos en que se ocupa de la psicosis y que recorta un eje que insiste: la forma particular de constitución de ese síntoma privilegiado que son las alucinaciones. Esta diferencia estructural implica la necesidad de redefinir ca­ da uno de los elementos del dispositivo analítico. Partimos del sín­ toma para establecer la diferencia, pero tampoco la posición del su­ jeto ni la del analista son semejantes a las de la neurosis. No lo son tampoco las características de la transferencia ni las particularida­ des de las intervenciones posibles del analista. Esa ruptura de la trama libidinal que Freud nombra como intro­ versión de la libido nos ubica de lleno en el corazón del problema. Una imposibilidad del camino de retorno, salvo bajo la forma de la restitución delirante. Y acá se subraya una diferencia fuerte con la neurosis que se cura por la vía de ia transferencia porque es estructuralmente trans­ ferencia!. En las neurosis narcisistas falta la posibilidad de ese ca­ mino de ida y vuelta en el sentido en que no hay homología entre la “causa” de la enfermedad y su “curación”. Justamente por esa im­ posibilidad del camino de retorno las estrategias de la cura o siguen la vía de la suplencia -de la forclusión del Nombre del Padre- o la de los remiendos. ¿Por qué no pensar que las posiciones posibles para el analista -ser testigo, tomar testimonio del discurso del psicótico, o acompa­ ñarlo en el trabajo de su delirio- están metaforizadas por la posi­ ción freudiana respecto de Schreber? Acoger su testimonio, “escu­ char” su delirio, tratar de establecer las coordenadas de su discurso. Y quizás, de no haber trabajado con un texto, acompañar al sujeto en el trabajo restitutivo de su delirio, tratando de favorecerlo y pro­ piciarlo para lograr una estabilización.

^ manera de cierre subrayaremos algunos puntos de este reco­ rrido por la posición freudiana. En primer lugar, la instalación de la psicosis en el campo de pertinencia del psicoanálisis. Y, al mismo tiempo, el escepticismo freudiano respecto de la cura psicoanalítica de la psicosis. Leimos este escepticismo como una inadecuación del dispositi­ vo analítico, construido a la luz del síntoma neurótico, para abordar la cura del sujeto psicótico. Inadecuación que obliga a redefinir ca­ da uno de sus elementos esenciales: posición del sujeto, posición del analista, síntoma, transferencia, interpretación. Hicimos lugar a esa particular introversión de la libido que Freud plantea como una fractura radical sin retorno, y que por lo tanto, impide pensar la cura como la restitución de un estado ante­ rior. Como ocurre con Schreber esa ruptura radical es muchas ve­ ces contemporánea de la aparición de las alucinaciones en el desen­ cadenamiento de la psicosis. Luego de esta brutal emergencia de la sintomatología psicótica, encontramos al síntoma como causa del trabajo restitutivo que el sujeto psicótico realiza frente a la irrupción de lo real. Por último, intentamos acoger la posición de Freud con Schreber como una metáfora de una posición posible para el analista: “escuchar” el discurso del paciente, tratar de establecer sus coordenadas y acom­ pañar el trabajo restitutivo del paciente hacia una posible estabili­ zación.

Be la cura a la clínica

:: La clínica de la psicosis no fue inventada por el psicoanálisis, es previa a él. La introdujo la psiquiatría, especialmente en el siglo XIX y en la primera mitad del nuestro, cuando los psiquiatras te­ nían la oportunidad de hablar con sus pacientes prolongadamente, y a veces a lo largo de años, sobre los síntomas más manifiestos pero también sobre los fenómenos más sutiles. Luego, el adveni­ miento de los psicofármacos y su utilización masiva y eficaz -efi­ caz al menos en la supresión de los matices subjetivos del síntomaquitó a los psiquiatras la posibilidad de efectuar esos estudios tan finos. Pero queda el testimonio de autores como Séglas, Kahlbaum, Kraepelin, Sérieux o de Clérambault, que nos dejaron sus enseñan­ zas plenas de matices, enseñanzas que pintan con exquisito detalle los síntomas de la psicosis. Sin embargo sabemos que algo añade el psicoanálisis a la clíni­ ca que hereda de la psiquiatría. Añade lo que Freud introduce y que ya fue revisado en las clases de Mirta La Tessa. Vamos a ocuparnos en estas clases de precisar lo que agrega la enseñanza de Lacan a la

clírüca de las psicosis, para luego reflexionar sobre lo que eso abre como perspectiva en relación a la posición del analista ante el pa­ ciente psicótico, y a lo que el paciente psicótico puede esperar del analista. Intentaremos dar algunas respuestas firmes a la pregunta: ¿qué puede el analista ante la psicosis?, y también a la otra, ¿qué debe el analista ante la psicosis? Vamos a partir del hecho de que a la psiquiatría, para explicar los avatares de la posición subjetiva del psicótico que sin embargo a veces describe tan bien, le falta una noción adecuada de sujeto, que es lo que el psicoanálisis aporta, sobre todo a partir de Lacan -y a que la noción de sujeto es una noción lacaniana, y no freudiana-. Freud habla de sujeto en sus escritos, introduce al sujeto por la operación de desciframiento que ideó, pero el sujeto es un término al que no define. Define al yo, al superyó, al ello -lo que configura ya una división de la “persona” o del “individuo” psicológico- pe­ ro no define al sujeto. Es un término que usa sin definir, sin darle el estatuto de operador teórico y clínico que tendrá a partir de la ense­ ñanza de Lacan.

La división del sujeto Lacan, por su parte, no concibe una aproximación clínica sin considerar el hecho psicoanalítico primero, que consiste en intro­ ducir -no el sujeto, que puede ser reducido a una noción lingüística o filosófica-, sino el sujeto dividido. La división del sujeto, eso es lo primero que busca la clínica psicoanalítica. Hay nombres freudianos para la división del sujeto, uno de los cuales tal vez sea el conflicto. Lo primero que buscamos en las entrevistas preliminares

a cualquier tratamiento posible es la división dei sujeto que se evi­ dencia en el conflicto. Otro nombre ffeudiano de la división del su­ jeto es el síntoma. El síntoma en el sentido analítico, en la neurosis, en la perversión o en la psicosis, se reconoce porque es una forma­ ción de compromiso entre un goce que el sujeto conserva, y un de­ seo que exige desembarazarse parcialmente de ese goce. Allí está la división primera del sujeto, la primera que encontra­ mos en el acercamiento de nuestra clínica dialogada con el enfer­ mo. Por eso si el sujeto está conforme con su padecimiento, si ese padecimiento lo satisface suficientemente -apoyado en los benefi­ cios primario y secundario que describió Freud- y no quiere saber nada con que alguien lo ayude a aliviarse de él, a eso no podemos llamarlo estrictamente síntoma, no desde la clínica del psicoanáli­ sis. En Lacan, que escribió textos tales como Subversión del sujeto, Del sujeto por fin cuestionado, La metáfora, del sujeto, y El equívo­ co del sujeto supuesto saber, encontramos una concepción muy elaborada de lo que es el sujeto, una concepción que parte de que el sujeto es efecto del significante. No hay sujeto concebible si no es como efecto del lenguaje. No hay sujeto para el psicoanálisis si no es en cierto tipo de ser viviente que se especifica por hablar. El su­ jeto es lo que el significante representa, lo que cada significante re­ presenta para otro significante cualquiera. La idea de la filosofía de que el lenguaje sirve para referirse a las cosas, de que las palabras representan cosas, sirve de muy poco en psicoanálisis. Lo que cuenta es que cada significante que interviene en un síntoma, en un sueño, en un lapsus, o en la asociación libre, cada significante re­ presenta al sujeto, y no representa a nada más que a él aún si alude a otras cosas-. El primer paso de Freud fue el de reconocer en las

formaciones del inconsciente una representación del sujeto, allí donde la razón sólo encontraba incoherencia o contrasentido. Esa definición no vuelve al sujeto sin embargo un operador ma­ nejable sólo a partir de allí, de que se trata del sujeto al que el sig­ nificante representa para otro significante. Porque ese sujeto intro­ ducido en lo real por obra y gracia del lenguaje, debe acomodarse a una situación particular de su ser en el mundo: que está atado a un cuerpo, y a un cuerpo viviente, que es un lugar de goce. Ese es su pecado original y es su infierno en el más acá. Un sujeto surgido del lenguaje debe acomodarse a ía situación de ser además un sujeto del goce, por estar como sujeto del lengua­ je insertado en un viviente que padece los efectos de ese lenguaje: eso lo divide irremediablemente. Cada vez que intente unificarse por lo que el significante dice que él es (y que hace de él un sujeto ideal), como sujeto del goce va a expresarse inadecuadamente. Si desde los ideales del significante se plantea como un Quijote, des­ de el goce es un Sancho Panza incorregible. Porque representación ideal -la representación siempre es ideal-, representación ideal y goce se excluyen, se rechazan, son incongruentes una respecto del otro. Desde el punto de vista del significante, el sujeto del goce es un objeto a, vale decir, un desecho. Y lo que debemos considerar cada vez que decimos que hacemos clínica, es la polaridad inheren­ te al sujeto, polaridad que lo divide, de ser a la vez sujeto del goce y sujeto que el significante representa para otro significante. Además de los textos de algunos psiquiatras y de los de Freud y Lacan, tenemos como referencia otro escrito muy riguroso sobre el tema: las Memorias de Schreber, que constituyen un testimonió ex­ traordinariamente riguroso sobre la subjetividad en la psicosis. En las Memorias se puede leer muy bien la división constitutiva del

sujeto en la psicosis, por ejemplo cuando Schreber explica, en el cap. V, que Dios no conoce al hombre viviente, y para nada necesi­ ta conocerlo, porque de acuerdo con ei orden cósmico (que es el orden impuesto por lo simbólico) Dios tiene que tratar sólo con ca­ dáveres. El Otro de Schreber, que es ante todo el Otro del lenguaje, ese Otro que no cesa de hablarle, lo reconoce solamente a titulo de representación, de sujeto ideal, cadaverizado, restituido a su inercia de operador lingüístico, pero no lo reconoce como viviente. Las Memorias constituyen el testimonio desgarrador de un sujeto que debió confrontarse sin mediación alguna con un Dios de esas ca­ racterísticas, un Dios que sólo admite una mitad suya, y descarta por completo la otra. A Dios se le ocurría que él debía ser mujer, y bueno, que se las arregle como pueda con su sexualidad anatómica, incluso con su goce acostumbrado de varón. Por eso, cuando nos planteamos una clínica psicoanalítica de la psicosis, debemos también preguntarnos: ¿Tenemos alguna manera de no ubicarnos en una posición parecida a la del Dios de Schre­ ber? ¿Hay algo mejor que él que podamos hacer, a partir de que confiamos en el testimonio del psicótico, a partir de que creemos que el saber clínico que nos interesa hemos de encontrarlo en lo qué él dice? Porque tal vez ese saber que se dispensa en su palabra o en su escrito, ese saber del que él detenta en parte los resortes, sea lo único que desde el punto de vista clínico vale la pena cono­ cer. Tal vez eso nos acerque a la posibilidad de ayudarlo en aU-o, mucho más que nuestros preconceptos sobre cómo “curarlo”. Cuando digo que hay un saber del que el psicótico detenta los resortes no quiero decir que él sea consciente de ese saber que lo afecta. No me parece decisivo ese fenómeno de la conciencia. Uno nunca sabe si la conciencia ilumina u oscurece las cosas. Por eso

Freud nos enseñó a confiar no en el saber consciente, sino en el saber inconsciente. Hay un saber en el delirio, así como hay un saber en el sueño, un saber que el psicótico padece, que lo padece en carne propia, en su cuerpo, en donde ese saber pisa, invade, duele, mortifi­ ca, y si lo que introduce es un goce, ¡ay!, es un goce más allá de los límites de lo placentero. Y es un saber que en parte él desconoce, aun cuando lo determina y io afecta. Por eso la pregunta ética esencial del psicoanálisis ante la psico­ sis es la de si el discurso psicoanalítico tiene algo para ofrecer en la dificultad del psicótico para alojar su división subjetiva. Sobre esta pregunta debemos volver una y otra vez en estas clases, y también cuando charlamos con un psicótico.

El rigor lógico de la psicosis En su Presentación de las “Memorias " del Presidente Schreber, Lacan afirma que la facilidad, la desenvoltura, la soltura con que; Freud habla de dichas Memorias surge simplemente el introducir en;: su lectura algo decisivo en la materia; el sujeto. Lo que quiere decir no juzgar al loco en términos de déficit ni de disociación de funcio ­ nes, añade. Durante muchos años Lacan sostuvo una actividad de ense­ ñanza tradicional en al psiquiatría que consistía en la presentación de un enfermo, en la que él preguntaba y el paciente respondía. Existen algunas desgravaciones de esas presentaciones. Llama la atención que a pesar de la extensión de las mismas -solían ser muy prolongadas- los comentarios de Lacan después de la presentación eran escasos, unas pocas líneas en la desgrabación. En esa activi­

dad el que enseñaba propiamente era el psicótico, con toda preci­ sión en algunos casos. Enseñaba los detalles, los matices más suti­ les de su relación con el significante y de su posición de goce. La­ can simplemente hacía preguntas, pero el que aportaba las precisio­ nes era el paciente, literalmente el que padecía el saber del que se trata, un saber que no es teoría, sino saber operando efectivamente en lo real del cuerpo, un saber articulado en el pathos. Lacan se ha­ cía corregir por el enfermo si no había situado bien la cuestión, si sus términos no eran los que efectivamente operaban en el síntoma, y se ve muy bien que los pacientes se sentían autorizados a hacerlo; porque el saber-hacer de Lacan pasaba en esa ocasión por no poner en juego sus prejuicios, sino en confiar la palabra al llamado “en­ fermo”. Allí, casi tanto como en las Memorias de Schreber, se hace evi­ dente que hay en particular un prejuicio que Lacan dejaba de lado. El prejuicio según el cual se piensa a la psicosis como incoheren­ cia, como locura. El psicótico puede ser loco pero no necesaria­ mente incoherente. E incluso puede estar bastante menos loco que cualquiera de nosotros. De Cantor se puede decir que fue psicótico pero no que fue incoherente, no más que nosotros, se los aseguro. En la teoría de los números transfinitos que él ideó -posiblemente el adelanto más importante de las matemáticas en los últimos 150 años- se pueden detectar contradicciones lógicas, pero hay que de­ cir que no cualquiera las detecta. Fue necesaria la concurrencia de otros dos lógicos para descubrir una contradicción en la teoría de los números ordinales, conocida como la paradoja de Burali-Forti en honor a ellos. ¡Pasaron a la historia por encontrar una contradic­ ción en las elaboraciones de un psicótico! Y Cantor mismo encon­ tró otra contradicción en su teoría, esta vez dolos números cardinc

les,' que es conocida como la paradoja de Cantor. ¿De dónde partió Cantor?, de una premisa que Aristóteles había prohibido, la premi­ sa de la existencia del infinito actual. Aristóteles consideraba a eso absurdo, álogos. Cantor demuestra al mundo la potencia explicati­ va de aceptar como premisa válida esa idea delirante, la del infinito actual. El prejuicio según el cual al psicótico le falla la lógica es un prejuicio del sentido común. Y el sentido común, como no cesa de demostrarlo la ciencia, es, él sí, una falla lógica. Y es precisamente allí donde reside la fortaleza lógica del psicótico, en el hecho dé que -como no comparte nuestros fantasmas- el sentido común no lo detiene en sus deducciones lógicas. Eso hizo que Lacan conside­ rara a la psicosis, en especial al polo paranoico de la psicosis, como un ensayo de rigor. Es notable cómo a partir de algunas premisas extraídas del caos de sus primeros padecimientos propiamente psicóticos (relatados en ios caps.IV a VII de las Memorias), Schreber se las ingenia para reconstruir el orden cósmico merced a una lógi­ ca rigurosa, que no se debilita porque los vecinos opinen diferente en la materia. Del progreso de esa lógica con la cual emerge del caos inicial hacia el orden que instaura el trabajo de la psicosis, tes­ timonian los capítulos posteriores al VIL El no presta atención más que a lo que le hace signo desde lo real -y eso no es fantasía ni irrealidad-, lo toma como premisa, y a partir de allí deduce lo que puede, mucho más ceñido que el neurótico a las reglas de deduc­ ción de la lógica. Lacan discernió un déficit en el polo metafórico del lenguaje en el psicótico. Con eso explica, en el Seminario III, los trastornos del lenguaje del psicótico, del tipo de los neologismos, trastornos que se sitúan exactamente en el lugar de la metáfora ausente. Ese défi­

cit es para Lacan consecuencia de la ausencia de la operación del padre como metáfora. Ahora bien, se ve que ese déficit no imposi­ bilita que el psicótico pueda atenerse al rigor discursivo que exige una lógica digna de ese nombre. La lógica es el arte de producir una necesidad de discurso, se dice desde la antigüedad. Y en eso no encontramos un déficit en el psicótico, sino más bien una tendencia más exagerada que en el hombre común. Por eso el verdadero cien­ tífico se parece más. a un psicótico que a un neurótico. Cada vez que en la ciencia se descubre algo auténticamente nuevo, eso resul­ ta chocante al sentido común y a la filosofía natural con que la reli­ gión pretende legitimar el fantasma colectivo. Freud por su parte respetaba a tal punto la cientiñcidad de las ideas de Schreber, que concluye el historial que le dedicó escri­ biendo: “...puedo aducir el testimonio de un amigo y colega en el senti­ do de que yo he desarrollado la teoría de la paranoia antes de ente­ rarme del contenido del libro de Schreber. Queda para el futuro de­ cidir sí la teoría tiene más delirio del que yo quisiera, o el delirio, más verdad que el que otros hallan hoy creíble.” Impresionante, ¿no?, Freud disputa la autoría de su teoría de la psicosis con eí propio Schreber. Lacan no solamente considera al psicótico sujeto del lenguaje, sino que estudia a la psicosis a partir de no considerarla locura, sino un proceso que tiene coordenadas lógicas precisas, a las que el sujeto adhiere sin vacilaciones -a dife­ rencia de lo que ocurre con el neurótico, insisto, que suele adherir a aquello que lo descoloca de su posición real en la estructura-. En este sentido se podría decir que si el neurótico necesita al ana­ lista es porque se contradice todo eí tiempo, y ni siquiera se da cuen­ ta de que se contradice. El psicótico en cambio no tiene ese proble­

ma, no necesita al analista para que revele lo que se le oculta, sus propias contradicciones que desconoce. El psicótico, por la manera en que con el delirio trabaja a partir de su síntoma, no necesita que venga otro a decirle que en tal punto de la lógica de su discurso se ha equivocado, porque su relación con lo inconsciente es distinta. El psicótico puede testimoniar de un inconsciente al que no afecta nin­ guna Iatencia, y hasta puede rigorizar las leyes de lógica blanda del inconsciente -que según Freud desconoce la contradicción-, a la manera en que lo hicieron Cantor, Schreber, y tantos otros.

El hecho psiquiátrico primero Por eso Lacan dice, en el Seminario III, cap. X, que el psicótico es un mártir del inconsciente (mártir quiere decir “testigo” en grie­ go), del inconsciente que es efecto del lenguaje, y precisa que el del psicótico es un testimonio abierto, mientras que el del neurótico es un testimonio cubierto, que es necesario descifrar. A partir de que se ha considerado esa distinción se puede llevar a su justo al­ cance la afirmación de Lacan que se encuentra en la misma página de ese capítulo: “el psicoanálisis aporta al delirio una sanción sin­ gular, porque lo legitima en el mismo plano en que la experiencia analítica opera habitualmente”, el plano de los mecanismos de len­ guaje del inconsciente. Es la razón por la que Lacan afirma que cualquier apoyo que tomemos sobre la “paite sana” del yo no nos permitiría ganar un milímetro sobre la parte manifiestamente alie­ nada. Eso ya lo sabían los buenos psiquiatras, y por eso Lacan lla­ ma a eso “el hecho psiquiátrico primero”: que el apoyo sobre la parte llamada sana no conduce a nada.

Ese hecho psiquiátrico primero lleva a abandonar toda esperan­ za de curación por ese bies. La escasa operatividad de las propues­ tas “resccializantes”, laborterapia, etc. se fúnda en eso que Lacan llama el hecho psiquiátrico primero. Si la laborterapia, como su nombre lo indica, aborta antes de alcanzar terapia alguna, es por­ que su propuesta es genérica y no tiene en cuenta, no la parte sana, sino la otra, enferma o como se le llame, que es donde se juegan las líneas de la estructura, que son particulares para cada sujeto, y no admiten por lo tanto recetas generales. Recuerdo mi sorpresa cuando uno de mis primeros pacientes psicótico s, un esquizofrénico de 21 años con delirio paranoide que jamás había permanecido más de 10 minutos en el taller de 1aborterapia, comenzó a dedicarse durante muchas horas por día a la pin­ tura, a solas en su cuarto. Durante un tiempo no mostró a nadie esas cartulinas, sólo a mí, al único a quien confiaba sus delirios después de años de catatonía y mutismo. Esa actividad no salía de la parte sana del yo, sino que era una consecuencia directa de su delirio, una forma de expresión nueva, más creativa y tranquiliza­ dora de su síntoma. Con la pintura él lograba tranquilizar la mirada que cotidianamente, durante años, había destruido su deseo bajo la forma de una alucinación muy elemental: veía puntitos, nada más que puntitos, puntitos que no podía describir, que no teman tampo­ co sentido alguno. Era simplemente la evidencia descarnada del rasgo unario, del significante en lo real. La presencia de la alucinación, por esa vía sublimatoria -hay gente que tiembla cuando escucha hablar de sublimación o de de­ seo en la psicosis, pero evidentemente no es mi caso-, fue atenuán­ dose, hasta hacer su vida soportable. Durante años había estado ca­ si permanentemente encerrado en el cuarto de aislamiento de diver­

sas clínicas, por los frecuentes ataques de excitación que le provo­ caba la visión atroz de la mirada pulverizada en puntitos. Cuando pintaba, el objeto mirada se recomponía, por decirlo de algún mo­ do, se velaba, desaparecía. “Tengo miedo, decía a veces, me parece que voy a ver puntitos, pero no estoy seguro”. La certidumbre del síntoma había encontrado una mediación que lo hacía más soporta­ ble. Esa actividad artística, por más precaria que fuese a los ojos de los demás -no era precisamente un talento-, se articulaba bien en su delirio. Se comparaba con otro psicótico, Van Gogh -algo que podría hacer cualquier pintor en sus momentos de exaltación crea­ tiva- pero además se sentía destinado a tener a través de la pintura una participación más importante que la de Van Gogh en la historia de la humanidad. Era su manera de explicar el enorme sacrificio que se le había impuesto al enfermar. Un daño tan enorme como el que había sufrido, sólo podía explicarse por una causa enorme. Es un razonamiento aceptable hasta para el sentido común, ¿no? Era inútil incitarlo a realizar actividades que no tuvieran para él rela­ ción directa con su síntoma o con su delirio. No le interesaban y no movía un pelo para hacerlas -negativismo, diría el psiquiatra- Mi intervención se redujo a escucharlo, a mirar sus cuadros sin mu­ chos comentarios, y a no entorpecer sus razonamientos y sus pro­ pósitos con mis prejuicios. A veces compartíamos la lectura de al­ guna página de la Biblia donde él buscaba ayuda para responder al­ gunas preguntas que se hacía en tomo a sus padecimientos, su de­ seo y su destino. Otro paciente, un paranoico que había-encontrado sus persegui­ dores precisamente en su trabajo -eran sus clientes más importan­ tes-, había recibido como consejo de varias personas, incluido al­

gún psiquiatra, mal psiquiatra, que cambiara de trabajo. No enten­ dían que a él sólo le interesaran esos clientes, sus perseguidores. La dificultad estaba puesta, en su elaboración delirante, en cómo pre­ caverse de esos personajes. El sentido común no entiende que tener de quién precaverse, con nombre y apellido, es ya una defensa con­ tra lo intrusivo del goce, que puede presentarse de un modo mu­ cho más deslocalizado, de un modo tal que no haya forma de pre­ caverse. Para hacerlo, para precaverse de esos perseguidores, mi pacien­ te no encontraba nada mejor que visitarlos a menudo, estudiar su­ tilmente sus movimientos, sus comentarios, sus decisiones de com­ pra, sus facturas, y estar muy atento ante cualquier indicio que per­ mitiera comprender sus designios. El estaba en la más absoluta cer­ teza de que lo que ellos hacían o decían le concernía. El hecho de compartir conmigo el detalle de esos signos lo aliviaba, pero en ningún momento descentró su atención de ellos. Ese tratamiento duró varios años, hasta que consideró que podía arreglárselas solo con ellos -sin gastar tanto dinero en análisis-, con ellos que se­ guían siendo sus mejores clientes, ¡quién sabe con qué oscuro pro­ pósito! En ninguno de estos dos casos se trataba de un lógico de la talla de Cantor, ni siquiera de un erudito con los dones intelectuales de Schreber, pero no había ninguna propuesta terapéutica articulable desde el psicoanálisis si no se tenían en cuenta las vías propuestas por lo que Colette Soler llama el trabajo de la psicosis -es decir, el trabajo de elaboración que el psicótico tiende a realizar" espontá­ neamente en la medida en que extrae las consecuencias, por lo ge­ neral extremadamente pesadas de sobrellevar, que implica su sínto­ ma- Cuando ese trabajo permite al psicótico alguna veta creativa,

la cura debe dejarse llevar en ese sentido. Suele proporcionar un enorme alivio. Pero...iQué significa curafl Cura es la traducción latina del griego terapia, y ambos quieren decir: cuidado, solicitud, entrega, actividad por la que se atiende cuidadosamente algo. También es: esfuerzo angustioso realizado con el fin de cuidar(se). En psicoanálisis, y sobre todo cuando se trata de la psicosis, es fundamental recuperar esa dimensión origi­ naria de la cura, cuando la cura no significaba alcanzar la salud -que es un ideal que sólo existe en lo simbólico, y no en lo real™. Hoy en día, cuando existe una Organización Mundial de la Salud, es ya difícil de creer que la salud es nada más que un ideal. Sin em­ bargo, en el caso de la psicosis veremos que la salud es sólo un ideal, un ideal nocivo. Y no sólo para el psicótico esto es así. ¿Quién de nosotros esta sano?, ¿quién está seguro de estarlo? Aquel de vosotros que esté sano que tire la primera piedra. ¿Quién no necesita curarse diaria­ mente?, y para ello estudia, trabaja, se preocupa, hace actividades innecesarias, habla con otra gente. Heidegger supo hacer de esa in­ quietud, de esa cura incesante del hombre, su ser mismo, su ser-ahí mientras vive. La Sorge heideggeriana no es otra cosa que la recu­ peración del sentido originario de los términos de los que derivan el griego terapéutica y su traducción latina que es cura. Jubilarse, literalmente, significa regocijarse. Tal vez la jubila­ ción sea una meta ansiada para muchos. Pero lo que se constata es la rápida decadencia física y psíquica de los jubilados que no se re­ servan ninguna actividad interesante para hacer; sobre todo en el caso de los hombres, porque las mujeres suelen aguantar más, sos­ tenidas como suelen estar en las actividades domésticas, en el diá­ logo con otras mujeres, o en molestar a los hijos. Tal vez por eso en

promedio vivan más. Sólo por una incesante actividad es como se manifiesta el hombre, dice Fausto; por una actividad que prolonga y atenúa su síntoma, añado yo, ya que el síntoma es el modo parti­ cular que cada uno llene de gozar del inconsciente -en lo posible sin excesos insoportables-. Freud cita a Heine, quien se divierte imaginando al artífice del mundo en estos versos: “Enfermo estaba; y ese fue de la creación el motivo: creando convalecí, y en ese esfuerzo sané. ” ¿En efecto, qué necesidad podría tener Dios de crear un mundo imperfecto, disparatado y horroroso como el nuestro, esta suerte de mancha de dimensiones múltiples, si no fuera porque estaba enfer­ mo y necesitado de sublimación? Freud ya había entrevisto esta línea de pensamiento, que va a permitimos concebir la posición correcta del analista ante el psicó­ tico. Dice en el historial sobre Schreber: “Lo que nosotros conside­ ramos la producción patológica, la formación delirante, es, en reali­ dad, el intento de restablecimiento, la reconstrucción”. El trabajo del delirio es curativo en sí mismo, porque es un trabajo. Esto no quiere decir que haya que alentar al psicótico a delirar. Para eso por lo general no necesita aliento alguno. Lo que necesita es tener a quién dar su testimonio, y no le es fácil encontrar quien lo escuche, porque en general la gente comprende al psicótico, pero no lo escu­ cha. Comprender, apiadarse, ser caritativos, incluso ponerse en lu­ gar del enfermo, son actitudes que por su nocividad nada tienen que ver con la ética del psicoanálisis. Volveremos sobre esto. Puede parecer que comienzo por eí final, porque en mi primer clase sobre la clínica de la psicosis estoy hablando de la cura de la

psicosis. Quiero indicar globalmente a dónde hemos de llegar para que s'e entienda mejor de dónde debemos partir. Con Shakespeare podemos decir que hay método en la psicosis, y debemos estudiar en cada caso ese método antes de decidir cualquier tipo de inter­ vención. Por que ese método es ya cura, y es el que indica la vía posible de la ayuda que podemos aportar. Los que repiten como los loros que el analista no debe retroceder ante la psicosis, la famosa y enigmática frase de Lacan, descuidan muchas veces el hecho de lógica elemental de que no retroceder no implica avanzar. Quie­ nes avanzan manipulando prepotentemente lo que desconocen, no pueden sino causar estragos peores que los propóleos de la psicofarmacología, que al mismo tiempo que tranquilizan, estupidizan. El deseo del psicótico puede ser diferente del nuestro, sí, pero 110 por eso hemos de exterminarlo. No al menos en los numerosos casos en que con su psicosis no molestan a nadie. Los tratamientos de la psiquiatría actual no suelen tener en cuenta la cura del psicótico más que en términos estadísticos (ex­ tenuaciones, eliminación de los síntomas, etc.) que sirven a la pro­ paganda de los laboratorios para convencer a los médicos sobre los beneficios que sus productos aportan al psicótico. Yo no digo que no sean de utilidad en dosis adecuadas. Pero cuando el psicótico es “curado” exclusivamente por esos medios, suele pasarla muy mal, y si alcanza la tranquilidad, puede ser al precio de ía abulia, ese es­ tado de no querer nada, de muerte del deseo que suele caracterizar a los esquizofrénicos después de algunos años de evolución y de malos tratamientos. Ya nada queda en ellos de la cura en el sentido de la solicitud, de la inquietud del deseo que caracteriza al Dasein heideggeriano y al sujeto del psicoanálisis. Así se despeja muy bien la importancia de la clínica como mo-

mentó previo a toda terapia, a toda cura, a todo esfuerzo angustioso del analista en favor del psicótico. Porque lo que el analista puede hacer por lo general no va más allá de lo que indica el trabajo de la psicosis como orientación de la cura. El analista ante eí psicótico no tiene otra opción que plegarse a una orientación que preexiste a su entrada en escena. No hay otra dirección de la cura posible, aún cuando haya mucho para inventar a nivel de la táctica de la inter­ vención. En ese sentido no retroceder no implica avanzar, si no es a sabiendas de que se acompaña al psicótico en las coordenadas de la que el analista ya se ha informado bien por haberlo escuchado un tiempo suficiente. Las advertencias de Lacan respecto de que no se debe compren­ der demasiado rápidamente van en ei mismo sentido. Lo que hay que escuchar no siempre es dicho en primer lugar por el paciente. El psicótico, acostumbrado como suele estar a que nadie lo escu­ che, y en particular los médicos, opone cierta resistencia al diálogo, resistencia a ía que suele llamarse reticencia -es un término de ios psiquiatras-. Esa reticencia es su protección contra la posibilidad de que se comprenda demasiado rápido, banalizando aquello de lo que ellos intentan por todos los medios testimoniar. El primer desa­ fío. para él clínico es el de no colaborar con la resistencia compren­ diendo antes de tiempo. En sus presentaciones de enfermo Lacan parecía no compren­ der, siempre pedía una nueva precisión; todo el mundo entendía, pero él no. Parecía animado de un deseo de saber que no se consi­ gue a la vuelta de la esquina. Tal vez por eso decía que su edad mental era de 5 años. Es la edad en que ios niños quieren saber, an­ tes de que la represión y la tontería de los adultos terminen con sus “¿por qué?”. Cuando en la más conocida de las presentaciones de

enfermo que realizó -está publicada en castellano- el Sr. Primeau dice que tenía la impresión angustiante de encogimiento del sexo, Lacan lo interroga detalladamente para que aclare hasta qué punto se sentía transformado en mujer, si era una experiencia o una espe­ ranza, etc., y Primeau termina confesando que se vio mujer sola­ mente en sueños. Pero Lacan no suspira aliviado, así: ¡Aaaahhh!. El no comprende. Y le pregunta entonces a continuación: ¿qué en­ tiende Ud. por “sueño”? Para Lacan el significante es opaco, no significa nada si no es por su referencia a otros significantes. El to­ ma siempre al pie de la letra que el significante es lo que representa al sujeto para otro significante, y que entonces conviene averiguar cuáles son esos otros significantes. Eso es especialmente interesante en el caso de la psicosis por­ que esos otros significantes no siempre existen. En el caso del sig­ nificante neológico, diríamos que ese significante representa al su­ jeto, sí, pero por más que preguntemos, no vamos a escuchar que el psicótico nos responda cuál es el Otro significante. El neologismo no remite a nada, se cierra sobre sí mismo en el trabajo de signifi­ cación, y por eso produce un efecto de significación que no es rela­ tiva, que no es relativa como siempre es lo que significa el signifi­ cante en el orden simbólico. La significación del significante neológico es absoluta, es una significación enorme que no dice nada -m e faltan las palabras para explicarlo-. Pero lo que me interesa subrayar en este momento es la poten­ cia clínica de ese método de Lacan, de interrogar al sujeto sobre su síntoma, con la seguridad de que el significante del síntoma repre­ senta al sujeto, aún si no se encuentra el significante “para”, el sig­ nificante para el cual representa. La potencia clínica del método es­ tá a la vista cuando uno lee sus presentaciones de enfermo. Es una

clínica sutil, á lafrangaise, que se inscribe en la tradición de Séglas, Chasiin y de Clérambault. Pero en su caso más que en ningún otro se ve que no es mero gusto por él detalle y por el bla-bla- b l a s i n o que revela de un modo admirable las línea de fuerza por las que el síntoma revela la estructura. Y el síntoma revela la estructura mucho más claramente, cuando se permanece en el registro de la no comprensión, cuando se deja lo imaginario afuera. Porque entonces el diálogo se desplaza en el píáno de la intersección de lo simbólico con lo imaginario sin me­ diación imaginaria. Y ese es el registro propio del síntoma en el sentido analítico del término. Para responder a la cuestión que introducimos hoy, la de cómo aproximarnos a la posición desde la cual el analista está en condi­ ciones de plegarse a la cura del psicótico, al trabajo de la psicosis, debemos tener en cuenta sobre todo que el fantasma vela lo real, no permite escuchar, impide una clínica precisa, una clínica que sitúe las coordenadas que definen la posición del sujeto en lo real, una clínica que atienda a la configuración de los significantes en su re­ lación con lo real del goce. Ustedes no ignoran que en la psicosis, lá ausencia de la metáfora paterna condiciona la ausencia de la sig­ nificación fálica. Es decir que en la psicosis los significantes no significan lo mismo que en la neurosis, donde el fantasma permite entender todo en los términos de la significación fálica. El fantasma, en la neurosis, explica qué me quiere el Otro en términos que incluyen la significación fálica traspolada al registro oral, escópico, etc. ¿Qué me quiere el Otro?, me quiere como un ti­ po chancho, una asquerosa rata hinchada, que es el equivalente del falo -esa es la respuesta fantasmática que da el Hombre de las ra­ tas-, Es curioso que en el fantasma lo asqueroso, lo espantoso, etc.

puedan equivaler a lo maravilloso, ai falo que requiere el Otro. Pe­ ro es así. Dora por su parte pensaba que el falo es la lengua, o algo que entra en relación con la boca. Y entendía todo lo relativo al de­ seo y al goce -es decir, lo importante en la vida- en esos términos, como testimonia el historial que le dedicó Freud. ¿Qué sucede cuando algo no entra cómodamente dentro de la matriz de nuestro fantasma? En la medida de nuestra neurosis, lo descartamos como “raro”, o como “loco”, lo desterramos de la Re­ pública de nuestros pensamientos, como hizo Platón con ios poe­ tas. El fantasma es lo que da el marco a nuestra realidad, nuestra realidad psíquica, que solemos tomar por lo real. Pero en las próxi­ mas clases, cuando comparemos la realidad del psicótico con la del neurótico tal como las sitúa Lacan en los esquemas l y R respecti­ vamente, tendremos oportunidad de medir qué diferente es la reali­ dad para uno y el otro. Nada más inepto que un neurótico para acercarse clínicamente al psicótico. Por eso el psicoanálisis, para constituir una clínica nueva de la psicosis, introduce la necesidad ética de no considerar que lo que a mí se me impone como “la” realidad necesariamente sea la realidad del otro, en particular la del psicótico. Es en ese sentido que el ana­ lista, aunque no actúe estrictamente como tal con el paciente psicó­ tico - ya discutiremos eso-, está sin embargo preparado para aten­ derlo mejor que nadie. En la medida en que para acceder a la pos5ción de analista ha debido, en su propio análisis, atravesar su f: tasma, ya sabe en carne propia que el sentido común no conduce a lo real, que el sentido común engaña, que quien se ata al sentido común permanece en la realidad de los fantasmas compartidos, los más comunes, los más banales, los más estériles. Para escuchar a alguien que, como el psicótico, testimonia de su relación con lo

real más allá de toda realidad, es necesario extraerse del fantasma, abandonar toda creencia y toda esperanza. Esa es la ventaja del analista, cuando lo es auténticamente. Por haber concluido su aná­ lisis, él no se horroriza por salir del infierno de la realidad cotidia­ na de la que otros hacen su confort, su confort culpable, y siempre un poco deteriorado por el malestar en la civilización. Hipócrates introdujo como principio primero de todo tratamien­ to médico ía exigencia de favorecer, o al menos de no perjudicar. Antes de dispensar tratamiento alguno es decisivo saber qué sería favorecer, o al menos investigar qué es lo que no habría que perju­ dicar. De allí ía insistencia que ponemos en el momento clínico, el momento mismo en que se sitúa Lacan cuando escribe, no un artí­ culo sobre el tratamiento de la psicosis, sino Sobre una cuestión preliminar a todo tratamiento posible de la. psicosis. Ese artículo es á mi juicio el más importante, por lejos, de cuantos se hayan escrito sobre la psicosis. Es de difícil lectura, en el estilo de Lacan, quien pensaba que dar a comprender muy rápido hace mal a la gente. Los tranquiliza, los atonta, y les permite evitar lo decisivo, que pasa por las vías de lo que no se comprende intuitivamente. Es de tan difícil lectura, parece, que muchos ni siquiera se enteran de cuál es exac­ tamente la cuestión preliminar que anuncia en su título. Segura­ mente porque nunca llegaron hasta la última página, donde Lacan lo dice explícitamente. De allí partiremos en nuestra próxima clase, en que nos ocupa­ remos de la confianza en el síntoma que destila ese escrito funda­ mental para una clínica psicoanalítica de las psicosis. Intentaré mostrarles la fecundidad de esa confianza, que se sitúa en el polo opuesto a la alianza terapéutica con la parte sana del yo. Partiremos ■de allí para volver sobre el tema del analista y la cura del psicótico,

tema que hoy parece desesperado. Porque están los que curan sin saber ^qué curan, y también ios que se dicen analistas y dicen que el analista no puede nada ante la psicosis, que por lo tanto no es a tí­ tulo de analistas que se encuentran cotidianamente con su psicóti­ co. Como dice Mefistófeles a propósito de la alquimia, “aquello que no se sabe es cabalmente lo que se quiere utilizar, y lo que se sabe no puede utilizarse”. Hemos de considerar si las coordenadas lacanianas abonan efectivamente esa situación desesperada del analista, o si, bien entendidas esas coordenadas, permiten una aper­ tura activa y eficaz del discurso psicoanalítico a la cura de la psico­ sis. La medicina hipocrática urdió cuatro metas posibles para todo tratamiento médico: la salud, el alivio, la salvación, y el decoro a la vista de los demás. Un analista no se plantearía la salud como me­ ta, a falta de poder extraerla del reino de los ideales. Sí el alivio, claro está, tan buscado por el psicótico, y también el decoro, por qué no -aunque no se desviviría por ello-. ¿Salvar ai psicótico?, ¿en qué sentido? Intei-vención sobre la transferencia no es sola­ mente un escrito sobre Dora y la transferencia, trata esencialmente sobre el sujeto. Allí Lacan, criticando la cosificación del ser huma­ no que promueve la psicología, habla del valor de salvación de la iniciativa ffeudiana. En la traducción ustedes encuentran eso com­ pletamente diluido, porque dice “valor saludable”. No, Lacan habla de salvación, no de salud, dice valeur de salut, que quiere decir va­ lor de salvación, valor de salvación del sujeto de] deseo. Salut es salvación, mientras que salud en francés es san té. Eso es lo único que a mi entender justifica un análisis, la salvación del sujeto del deseo, hundido como suele estar por la perfecta coordinación de su neurosis con la civilización del consumo y de la nada. No se trata

evidentemente de la salvación eterna, más bien todo lo contrario. El psicoanálisis salva ai sujeto del deseo, al extraerlo de la eterni­ dad en que la repetición mantiene al neurótico como si el tiempo no pasara, sometido a la tiranía de la memoria. Si la vida no es más que la repetición de sucesos de la infancia, el neurótico puede con­ siderarse imperecedero. La psicosis no es la repetición de sucesos de la infancia. Lacan mostró que a diferencia de lo que ocurre en la neurosis, no hay una psicosis infantil que condicione esa temporalidad ilusoria que hace dei neurótico su propio doble, indeterminándolo. ¿Podemos exten­ der entonces eí valor de salvación del psicoanálisis hasta el terreno de ia psicosis? ¿ Antes aún, podemos hablar de deseo en la psicosis, o debemos limitarnos en todos los casos a la pobreza conceptual y la comodidad ética con que se repite, como objetivo del tratamien­ to de la psicosis: “hay que acotar el goce”? ¿Son el alivio, y tal vez e í decoro, las únicas metas que podemos concebir para el trata­ miento de la psicosis? ¿O una clínica mejor definida permitiría una apertura diferente del analista a la psicosis? Son preguntas que en­ marcan nuestro programa.

El diagnóstico de psicosis: ES síntoma en la estructura Gabriel Lombardi

Es común hablar de ía psicosis en singular. Los psicoanalistas muchas veces lo hacemos» dejando de lado momentáneamente la diversidad ciínica de las psicosis. Esto deriva en parte del hecho de que el psicoanálisis parece haber encontrado, con la forclusión del significante paterno, una teoría “unificada” de la etiología de las psicosis. Pero ni Lacan ni los lacanianos hemos explicado sufi­ cientemente la diversidad clínica que resulta a nivel de la clínica, aunque todas las psicosis dignas de ese nombre sean consecuencia de dicha forclusión.

Una teoría unificada que no explica iodo Sin embargo, el elemento que consideramos crucial en el diag­ nóstico de psicosis se verifica en cada caso, se trate de una paranoia, de una forma paranoide de la esquizofrenia, o de una melancolía: nos referim os al punto señalado por Lacan de inercia d ialéc­

tica en que se encuentra el sujeto cuando el significante de su sínto­ ma está en lo real, como un significante que no se liga a nada. Allí encontramos un punto asegurado para el diagnóstico de la psicosis, incluso de la prepsicosis. En ese punto de inercia dialéctica incon­ movible, el síntoma se articula en la estructura con una nitidez in­ comparable. En eso el neologismo es paradigmático. No definimos al neolo­ gismo como lo hacen los lingüistas o los psiquiatras (una palabra que no existe en el léxico compartido por una sociedad). Para el psicoanalista el neologismo del psicótico es un significante indefi­ nible, un significante absolutamente resistente a la operatoria de la definición, ya que no se relaciona con otros términos al modo del diccionario, no se articula a ellos en un saber de diccionario, aun si se trata de un término que para el resto de los hispanohablantes está en uso. Es inútil en algunos casos buscar el elemento fonemátíco mínimo que permita distinguir el neologismo de la palabra acepta­ da en el grupo, como haría el psiquiatra. Porque hay casos en que no se diferencian en los fonemas: un paciente decía que se le me­ tían los maricones en el ano -y para tratar de evitarlo se rodeaba con toda clase de trapos-. El término “maricones” figura, en singu­ lar, en el diccionario de María Moliner, donde es definido como un insulto grosero a partir de un diminutivo de María (Marica). Pero para ese paciente no era así, para él era un término indefinible, no se asociaba con nada por fuera de esa frase en que el sujeto se sen­ tía concernido sin poder explicar más, y que repetía siempre con gran angustia: “¡se me meten los maricones!”. Ese significante es un neologismo para nosotros, sin que lo sea para un lingüista. Ese significante adquiere un uso neológico en el decir del paciente. Al mismo tiempo el neologismo suele ser un término que está

sintácticamente bien articulado en la frase en que se incluye, por­ que no es ése, el de la sintaxis, el nivel en que se sitúa el trastorno del lenguaje al que llamamos neologismo. La sintaxis se juega en el nivel de la composición de significantes que ocupan lugares con­ tiguos pero diferente en la cadena. El neologismo no es un trastor­ no de la sintaxis, sino del polo en que los términos se pueden susti­ tuir uno's a otros, en un mismo lugar de la cadena: el polo metafóri­ co. Por ejemplo podemos decir “el lucero vespertino” en lugar de “Venus”, para retomar un ejemplo de Russell. El neologismo es un término tal, que no se puede sustituir por ningún otro. Esa es la de­ finición más precisa que encontré de neologismo. Denota entonces un déficit en el polo metafórico del lenguaje. Son las relaciones paradigmáticas de Ferdinand de Saussure las que están afectadas en el neologismo, pero no las sintagmáticas. El paciente del que les hablo podía construir algunas frases gramati­ calmente correctas con ese término, pero no podía en cambio defi­ nirlo, porque la operación de definir se juega en el plano de las re­ laciones paradigmáticas: consiste en sustituir el definiens por el definiendum, o en yuxtaponerlos. Eso produce el efecto de aislamiento del término neológico, que siempre está como fuera de contexto, como un significante extraído de lo simbólico, sin valor semántico, sin significación, una especie de adoquín en medio de la cadena. Es un significante que a pesar de conservar en muchos casos un aspecto de corrección formal, sintácticamente bien situado, sin embargo tiene un peso de ruptura de la significación que permite ilustrar muy bien lo que Lacan lla­ maba significante en lo real Cuando el significante perdió sus la­ zos semánticos con otros significantes, sus lazos de producción de significación, se trata de una intersección pura de lo simbólico con

lo real, sin esa mediación imaginaria a la que llamamos significa­ ción. El neologismo no significa nada, nada en particular. Puede te­ ner para el sujeto una significación enorme, pero nada en particu­ lar. El neologismo es un buen ejemplo de inercia dialéctica, pero no es el único. Cuando la melancolía llega a la psicosis, el punto de inercia dialéctica no es por lo general nada que parezca un neolo­ gismo, sino ia certeza por ejemplo de no servir para nada, de ser un desecho, o de deber morir. La inercia dialéctica por lo general se traduce subjetivamente como certeza, y eso en cada tipo de sínto­ ma propiamente psicótico. Se trate de un neologismo, de una intui­ ción delirante, o de una alucinación. El término de esquizofrenia, rechazado por Freud y por Lacan,es de uso tan masivo que ya parece inútil resistir. Freud lo conside­ raba inadecuado porque etimológicamente quiere decir “la sede del alma, dividida”, y eso es válido también en el caso del neurótico; por la existencia misma del inconsciente, la sede del alma está siempre dividida, aunque no siempre de la misma manera. Para la psiquiatría la mayor parte de los psicóticos merecen ese rótulo. ¿Hay certeza en la esquizofrenia? Muchos psiquiatras y analistas parecen creer que no, en función de que el delirio del esquizofréni­ co suele ser muy variable, móvil cual pluma al viento. Sin embargo debemos objetar que la certeza no necesita ser duradera para ser cierta. Si es verdad lo que dice Lacan, que para el esquizofrénico todo lo simbólico es real (lo dice en su Respuesta al comentario de Jean Hyppolite), entonces no un significante, sino cada significante está en lo real, cada significante es opaco desde el punto de vista de la significación, cada significante está extraído de lo simbólico, descontextuado, cada significante es dialécticamente inerte.

Es decir que no hay para el esquizofrénico, como en el caso del paranoico, un significante en io real que produce la certeza de estar .referido a él, sino que al parecer cada significante está en esa situa­ ción, tal vez porque la noción misma de “uno”, lo que “uno” tiene de unificante o de individualizante, no funciona bien. Entonces allí “un” significante no quiere decir nada. El sujeto esquizofrénico es el sujeto que no es “uno”. Es habitual en los servicios de interna­ ción encontrar casos en que “se entiende” muy poco de lo que el pa­ ciente dice, porque el neologismo es permanente, en el lugar de ca­ da término lexical hay uno de uso neológico. Ese sujeto, a diferen­ cia del neurótico que no se entera, sabe que el significante no repre­ senta otras cosas sino que lo representa a él, habla de él, convocán­ dolo incesantemente a la superficie de lo audible o de lo visible -lo que suele ser intolerable para el psicótico es precisamente esa impo­ sibilidad de ocultarse, de tacharse, de desaparecer, como testimonia el Sr. Primeau ante Lacan en su presentación de enfermo-. Lo que diferencia a grandes rasgos el polo paranoico de la psi­ cosis del polo esquizofrénico, es que el primero tiene éxito en al­ canzar una organización discursiva donde se ordenan los fenóme­ nos elementales. Se ordenan en “ese universo siempre parcial al que se llama delirio” -dice Lacan en ese mismo texto, donde opone explícitamente esquizofrenia y paranoia-. Para el polo esquizofré­ nico tal vez sería mejor retomar el término kraepeliniano de de­ mencia, ya que lo que no se ordena discursivamente deja al sujeto en la imposibilidad de ordenar tan siquiera sus órganos en una uni­ dad llamada cuerpo. Cuando la pérdida de los límites es tan brutal, el sujeto se ve ante el caos de sus propios órganos y de las funcio­ nes que les adjudica el lenguaje sin la ayuda de ningún órganon, de ninguna lógica.

En ese caso es difícil hablar de estructura, es difícil delimitar al­ go en particular como síntoma. Parece más bien tratarse de una dis­ gregación de la estructura, de un desencadenamiento a veces irre­ versible, sin que nada consiga hacer un nuevo encadenamiento, un nuevo anudamiento de los elementos que componen la estructura (llámeselos real, simbólico e imaginario, o como se quiera). Y allí hay un límite para el poder explicativo del psicoanálisis, J.A.Miller dice, en su excelente artículo Esquizofrenia y para­ noia, que para Freud se trata de saber cuál es la parte susceptible de explicación, qué es lo que hay de paranoico en la demencia. Re­ cuerda allí que el título que elige Freud para su articuló sobre Sch­ reber es Puntualizaciones psicoanalíticas sobre un caso de para­ noia (Dementia parañoides) descrito autobiográficamente. Es efectivamente notable que Freud, en 1911, después de la ó° edición del Tratado de Kraepelin con su enorme influencia, haga equivaler paranoia y dementia paranoides -forma paranoide de la demencia precoz-. Lo que Freud se siente en condiciones de explicar, es la parte paranoica de la demencia paranoide. El va a hablar en ese es­ crito, efectivamente, del mecanismo paranoico, no del mecanismo de la demencia. La demencia parece ser una mecánica de desarticu­ lación, tan inaccesible a la explicación como lo es la entropía para los físicos. Entonces, cuando hablo de psicosis, me refiero básicamente a la paranoia, o al polo paranoico de la demencia precoz. Entendido de esta manera, hay una unidad, o al menos una orientación unitaria del campo de las psicosis, tanto a nivel del síntoma (inercia dialéc­ tica, certeza, significación absoluta) como a nivel de la operación estructural y trans-fenoménica de la que depende (forclusión del significante del nombre del padre, significante en lo real). Porque

no hay metáfora, el significante no se encadena en el eje paradig­ mático, fracasa la sustitución. Consecuentemente, me limitaré a hablar de aquellas psicosis en que existe un trabajo de la psicosis, es decir una elaboración que alcanza a determinar límites, y que por lo tanto permite al sujeto encontrar espacios tabicados donde guarecerse, y alguna tierra fir­ me donde apoyar su actividad. Me refiero a lo que en la terminolo­ gía de entrecasa suele llamarse ‘"tela”. Que un psicótico tenga tela, es una manera autóctona de describir su aptitud para tolerar alguna consistencia lógica, es decir, una relación con lo real mediatizada por el discurso, o al menos por el delirio.

La confianza en ei síntoma El analista instaura ante su paciente, sea éste neurótico o psicó­ tico, una distribución subjetiva que es específica del discurso analí­ tico. Lo primero que cumple el analista con su acto, es la cesión de la posición de sujeto al paciente. Ese solo gesto autoriza la transfe­ rencia, ya que la transferencia implica que el sujeto no reconoce en quien lo escucha a otro sujeto, sino que lo toma como objeto. El analista, al dejarse tomar como objeto, abre la puerta al desarrollo de la transferencia. Para que esto sea así, no es necesario esperar cuatro meses, porque tiende a producirse ya en la primera entrevis­ ta, si es que el analista cede decididamente la posición de sujeto. ¡Pero qué enigmático suena: ceder la posición de sujeto! ¿Qué es la posición de sujeto, y cómo cederla? Es el misterio mismo del psicoanálisis, es lo que se aprende en el final del análisis, en ese cambio de posición al que Lacan llama destitución subjetiva. Para

no contentarnos con la oscuridad, podemos adelantar que la posi­ ción del analista no se sostiene si de su parte no hay una destitu­ ción subjetiva operando. Sólo un sujeto que acepta resignar sus tí­ tulos, sus significantes, su decir de sujeto del inconsciente, al me­ nos transitoriamente, sólo él puede tolerar que cuenten únicamente, durante toda la entrevista o la sesión, los títulos, los emblemas, los significantes que representan a otro sujeto, al paciente. La posición del analista ante el psicótico no puede ser otra. Ese es un sentido en el que debe entenderse que el analista no debe re­ troceder ante la psicosis. Si el analista no tolera ceder la posición de sujeto al psicótico, no merece llamarse analista -no al menos en relación a ese paciente-. Y ese es el punto preciso en que entra el psicoanálisis en el terreno de la psicosis. Por eso Lacan comienza el tercer parágrafo del cap.I de su artículo sobre la psicosis, con un ejemplo clínico del que destaca que lo que se obtuvo como hallaz­ go en una presentación de enfermo -la confesión por parte de una paciente de un fenómeno bastante sutil que permitía precisar el diagnóstico-, lo que allí se obtuvo es ei precio de una sumisión completa a las posiciones propiamente subjetivas del enfermo. Merced a esa sumisión Lacan evitó fomentar la reticencia del pa­ ciente, y facilitó la confesión del síntoma elemental. Quiero decir que no es que venció la reticencia, sino que evitó engendrarla él mismo. En psicoanálisis nunca hay nada que vencer, porque no es el discurso del amo. Los que hablan de vencer la resistencia del neurótico, o la reticencia del psicótico, terminan en los senderos de la sugestión, y se apartan así del psicoanálisis. Una vez eso establecido, una vez bien situado el paciente como único sujeto que cuenta, llama la atención el clima de intimidad que se logra en la entrevista. Sobre todo llama la atención cuando

se logra ante algún público, como en el caso ele la presentación de enfermo. ¿Cómo es que el público no excluye la intimidad? En el polo opuesto se puede situar el caso de una paciente mía que nunca logró intimidad suficiente con ningún hombre» aun estando a solas con él. El análisis revela en ese caso que la mirada celosa del padre está presente, más presente por cierto que el partenaire al que no se entrega. ¿En qué consiste la intimidad de un encuentro entre dos? Es el encuentro del sujeto con su objeto, su objeto interno, encarna;■ do por un partenaire. Puede ser un encuentro ilusorio, fantasmático, / pero la condición es esa, que el sujeto encuentre un “semblante” de su objeto en el partenaire. Como esa presencia es suficientemente ; cautivante, el público pasa completamente a un segundo plano, como para los enamorados en la vereda. Tomen esto como una antici; pación, porque tenemos que volver en detalle sobre el problema de la posición del analista en el tratamiento de la psicosis. Hay mucha v gente que dice que ante el psicótico la suya no debe ser una posi­ ción de objeto a como con el neurótico. Se tejen diversas conjetu. ras, y a todas ellas se las hace derivar de la enseñanza de Lacan. Centremos por ahora nuestra atención en el síntoma de la psico­ sis. La posición de Lacan puede sintetizarse en lo que hace unos años se transformó en una consigna: la confianza en el síntoma. Recuerdo el impacto que produjo en Córdoba, en 1987, la confe­ rencia de Eric Laurent donde traía esa propuesta en las Jornadas preparatorias del Encuentro sobre psicosis que se realizó el año si­ guiente en Buenos Aires. ¿Qué quiere decir confiar en el síntoma en el caso de la psicosis? En primer lugar tomemos algunas de las razones por las que se puede desconfiar del síntoma. La primera es la que encuentran los analistas de la Í.P.A., sobre todo los adscritos a la psicología del yo. Se puede sintetizar su po-

sición en que prefieren tomar como referencia segura, e interlocu­ tor válido, a lo que ellos llaman la parte sana del yo. En cambio el síntoma, eso no es normal, uno no puede entenderse con eso. En los Estados Unidos cada vez se habla menos de síntoma. Eso perte­ nece al pasado. Ahora se habla más bien de disorder, es decir algo que se aparta del orden. No crean que eso ocurre muy lejos nuestro. Es difícil substraerse a la comodidad de la apelación al orden y la cordura, a lo que el sentido común llama cordura. Es más fácil no escuchar más que lo que uno ya conoce,, es decir a la gente como uno. Y en el psicótico suele haber una parte que es .como uno, en­ tonces lo comprendemos a partir de ahí. Pero nada más alejado de la clínica psicoanalítica que eso. La segunda razón para desconfiar del síntoma se basa en que el síntoma no es confiable porque engaña, nos presenta un significan­ te en lugar de otro, y además, en la neurosis, no se sostiene sin las fantasías, etc. La mayor parte de los analistas después de Freud, y aún de Lacan, pensaron que el síntoma era lo manifiesto, y que por lo tanto no era lo importante. Entonces los tratamientos pasaban rá­ pidamente al análisis de las fantasías, descuidándose por completo el síntoma. A tal punto esto suele ser así, aun actualmente, que los analistas muy frecuentemente no pueden situar cuál es exactamente el sínto­ ma que padece su paciente cuando consulta, y mucho menos cómo se va transformando durante la cura. Ya hemos hablado de la posi­ ción de Freud y de Lacan en cuanto a la neurosis: el síntoma es pa­ ra ellos una brújula en el análisis, es un motor del que depende no sólo la orientación sino también la posibilidad misma de que el análisis avance; y además hay un elemento incurable del síntoma que se encuentra en el final del análisis, elemento que no necesaria­

mente es un mero impedimento, sino que puede ponerse al servicio de la actividad más creativa del sujeto -menos conforme al sentido común-. En relación a la psicosis, la confianza de Lacan en eí síntoma se podría decir que es mayor aún. En el cap.I de su Cuestión prelimi­ nar, al final del punto 4, se opone a considerar ai síntoma como el índice de un proceso oculto. Por el contrario, dice que en ninguna parte el síntoma, si se lo sabe leer, está más claramente articulado en la estructura misma que en la psicosis. Y esto es así en función del testimonio abierto que da el psicótico cuando se lo escucha convenientemente. Se puede decir que en su síntoma no hay ningu­ na verdad que develar', nada sobre todo del orden del ocultamiento y la develación en el registro de lo metafórico -donde siempre que­ da algo bajo la barra, latente-. Su síntoma participa en cambio de un trabajo de cifrado activo, de construcción, que espontáneamente tiende a realizar la psicosis, a partir del cual debe orientarse el analista. Se trata más bien deatender a las coordenadas lógicas que de descifrar lo oculto. En la psicosis no hay nada oculto en el sentido de la represión freudiana. Y lo forcluido no oculta nada, arroja más bien al significante en lo real, desde donde retorna abiertamente en el síntoma.

El sujeto de la alucinación. Vale la pena preguntarse por qué Lacan comienza su Cuestión preliminar revisando la doctrina clásica de la alucinación, la monó­ tona teoría de la alucinación en la psiquiatría. Se puede decir que en general, salvo excepciones, los psiquiatras nunca definieron a la

alucinación de una manera distinta de la que lo hizo Esquirol en. 1838: es una percepción sin objeto. Incluso Henri Ey, que escribió un Tratado de las alucinaciones de más de 1500 páginas, y que pa­ rece atisbar por momentos otra manera de pensar la cosa -la aluci­ nación consiste en percibir un objeto que no debe ser percibido, di­ ce en uno de sus párrafos más lúcidos- no escapa finalmente del prejuicio ingenuo de que “la alucinación es una percepción-sin-objeto-a-percibir’\ en sus términos. Lacai.- discierne en esa definición tan ampliamente aceptada, el efecto persistente de la lenta decantación filosófica de un prejuicio psicológico “cocinado"’ durante siglos, que para dar cuenta del co­ nocimiento concluye en la teoría abstracta de las facultades del su­ jeto que Uds. estudiaron en el colegio y en esta Facultad-aunque la psicología de nuestra época ya prescinde de ella, motivada como está por la informática y las nuevas formas de la inteligencia- La inteligencia, la voluntad, el afecto, etc., eso no es un invento del si­ glo XIX, eso se prepara ya desde Platón y Aristóteles. En cierto sentido estaba ya preparado en la antigua Grecia, aunque luego es condimentado y revuelto por la escolástica. Lo que llega a la psi­ quiatría como teoría son ya refritos de guisos cocidos hace tanto tiempo, que es imposible que adquieran alguna funcionalidad res­ pecto de lo que Lacan en la primera página llama efectos subjeti­ vos, efectos que en la era de la ciencia moderna exigen otro trata­ miento. ¿A qué efectos se refiere? A los que Freud reveía en el alba de nuestro siglo, en un descubrimiento tan original que no debe nada a ninguna psicología, Freud aparta con gesto decidido el viejo guiso que ya huele decididamente mal, a pesar de los tratamientos bromatológicos que la ciencia anglosajona le ha efectuado, y a pesar

también de los condimentos franceses, que saben atenuar el gusto de los alimentos un poco pasados. Freud elige tomar en cambio las fuentes antiguas de la omrocrítica, también las de la exégesis tal­ múdica, y los avances de la neurología de su época, para centrar to­ do su empeño en lo que ya no será el ser humano -el alma infundí da al humus-, sino el sujeto que es efecto del lenguaje, el que se in­ cluye en el desciframiento de los textos para volverlos legibles. El sujeto que padece en la neurosis, en la perversión y en la psi­ cosis, no es el ser humano que “conoce” bien o mal a su objeto, si­ no que es el sujeto que el fuego frío del significante inscribe en la carne, el sujeto que allí se desgarra entre goce y ausencia. Ese sujeto, que la psicología siempre ignoró, despierta con el descubrimiento freudiano, y emigra desde la zona sagrada de la lo­ cura donde solía manifestarse sin que nadie lo advierta, hasta la de la extraña racionalidad del discurso analítico que lo distribuye en la neurosis, la perversión y la psicosis. Extraña racionalidad, sí, don­ de neurosis, perversión y psicosis son tres formas normales del de­ seo, según dirá Lacan 60 años después de la Traumdeutung, en al­ gunas lecciones sobre las que deberíamos volver. Es precisamente el problema de la subjetividad en la psicosis lo que lleva a Lacan a considerar en primer lugar la alucinación en la Cuestión preliminar. Parte allí del hecho de que la psicología pre­ supone como correlato de lo percibido (Lacan escribe en latín perceptum en lugar de “lo percibido”, para destacar que esos términos provienen, a lo menos, de la escolástica), presupone como correlato del perceptum un percipietis, un sujeto que percibe unificado, úni­ co. Es eso a lo que la psicología de nuestro siglo llama con total desparpajo: "individuo” -que literalmente quiere decir: no dividi­ do-. Suponer que a lo que se percibe corresponde un individuo que

lo percibe, podría no pasar de ser un juego de palabras. En todo ca­ so es uña petición de principio. Es ei ideal de la relación sexual puesto en términos de la fenomenología de la percepción más inge­ nua qiie se pueda concebir. El hombre asi “conoce” a la mujer, em­ píricamente. A todo objeto en el perceptum corresponde un sujeto individual como percipiens, que viene a ser su media naranja epis­ temológica. Lo percibido puede incluso ser erróneo, pero el perci­ piens es indiscutiblemente unívoco para el psicólogo. La pregunta que introduce la alucinación en verdad es esta: ¿qué clase de percipiens hay que suponer a un perceptum sin obje­ to? La psicología responde que se trata de un percipiens que no se atiene a “la” realidad, el loco padece un trastorno a nivel sensorial» cree ver u oír donde no hay nada para ver ni para oír. El psicólogo y el psiquiatra se resguardan así de la locura. Para ellos está claro que hay “la” realidad, única, objetiva, abordable “científicamente”, y ellos encuentran sus referencias en esa realidad. Entre ellos y la locura (y también entre ellos y las mujeres) hay un muro de conten­ ción, una valla de protección elaborada y resguardada por el saber universitario. ¿Qué locura pensar, como hace el psicoanálisis, que no hay tal “la” realidad! Pero antes del psicoanálisis, ya un clínico de genio, LSéglas ha­ bía conmocionado la teoría clásica de la alucinación con un descu­ brimiento sutil y sorprendente. En su célebre libro Des troubles du langage chez les alienés {Los trastornos del lenguaje en los alienadosA publicado por primera vez hace 100 años, en 1892, introduce una precisión decisiva para toda consideración clínica o psicopatológica de la alucinación. Séglas parte de una posición novedosa en su época, diciendo que va a abordar el estudio de la alucinación en sus relaciones con

la función del lenguaje. Despejado así el prejuicio de que las aluci­ naciones son sensoriales, introduce el dato clínico fundamental de que muchas alucinaciones supuestamente auditivas son acompañadas por musitaciones, movimientos fonatorios esbozados, movi­ mientos de articulación del lenguaje (lo cual nos hace sospechar que el sujeto que escucha no se reconoce en la emisión que sin em­ bargo lo implica). Las alucinaciones psicomotrices verbales pueden ser verbales sin ser auditivas, sin ser audibles tampoco. A veces el enfermo escucha voces, pero de adentro del cuerpo, no de afuera, en una suerte de “emancipación del lenguaje interior”, dice Séglas. Por otra parte, las alucinaciones auditivas pueden serlo pero como en eco de la actividad del pensamiento: por ejemplo en el caso de las alucinaciones psicosensoriales en que “el sujeto no puede pen­ sar sin escuchar su propio pensamiento netamente formulado en sus orejas”. Comentando ese descubrimiento de Séglas, Lacan extrae de él las consecuencias más urgentes para la clínica psicoanalítica. Al fi­ nal del punto 2 del cap. I de la Cuestión preliminar afirma que el sensorium, la sede de una facultad perceptiva, es indiferente en la producción de una cadena significante. Y que por eso mismo la ca­ dena significante puede imponerse por sí misma al sujeto en su di­ mensión de voz, sin necesidad de que intervenga ninguno de los ór­ ganos de los sentidos. Es el mismo significante lo que se impone como voz equívoca. Por eso, más que denotar un perceptum erróneo, es al sujeto más bien a quien la alucinación plantea como equívoco: ¿el sujeto es el que emite o el que escucha en la alucinación psicomotriz ver­ bal?, ¿es el que piensa, el que escucha, o el que habla en las orejas del enfermo en la alucinación psicosensorial? ¿En este último caso,

es el mismo sujeto que piensa el que habla desde el exterior al suje­ to que escucha? Hay casos en que la atribución subjetiva en juego en la alucinación es polifónica, como un coro de múltiples voces. La tesis de Lacan es que la estructura propia del significante de­ termina esa atribución subjetiva que, regularmente, es distributiva. La voz no es originariamente una percepción, sino que es un efecto del significante, uno de esos desechos arrojados al mundo por la existencia del significante a los que llamamos objetos a, y que son el soporte del sujeto. Esto que en el siglo pasado podía parecer una abstracción, hoy en día, por la existencia de las cintas o los discos grabados, encuentra una materialización evidente. La voz puede envasarse. El significante ha llegado a producir eso, la voz envasa­ da, la voz de Míchael Jaekson destinada a ser procesada por Manliba. Lo verdaderamente interesante para nosotros, es que ese dese­ cho del significante pueda ser soporte de un sujeto, de un sujeto que no tiene otra substancia que la que le presta ese soporte. Eso es lo que lleva a Lacan a decir que el sujeto es inmanente a su aluci­ nación verbal -lo dice en el Seminario XI, pág. 265-. El sujeto se sostiene en esa cosa, en la voz, hasta el punto de ser inmanente a ella. No hay otra sustancia más que el objeto a para soportar una parte del sujeto. Lo que especifica a la psicosis alucznatoria, es el hecho de que eso se haga evidente. Dejo de lado ahora el tema del objeto a en las psicosis, del que me ocuparé en la próxima clase, para volver sobre la enseñanza fundamental respecto de la clínica del sujeto que deja el primer ca­ pítulo del texto de Lacan, referido a la alucinación. Es lo que en­ contramos en el pasaje del punto 2 al 3 de ese primer capítulo de la Cuestión preliminar. Así concluye el punto 2: “la estructura propia

del significante es determinante en esa atribución (subjetiva) que, por regla, es distributiva, es decir a múltiples voces, y que entonces plantea al percipiens, pretendidamente unificante, como equívoco”. Y comienza el punto 3 anunciando el famoso caso de una presenta­ ción de enfermo (el de la alucinación injuriante: ¡marrana!), donde lo que en esencia va a referir, es la respuesta que obtuvo de la pa­ ciente a la pregunta de qué se había dicho ella misma antes de es­ cuchar el insulto de su vecino: ella, con una sonrisa, concede haber dicho: “vengo del fiambrero...” A la manera, dirá Lacan, en que en los diálogos amorosos un dulce insulto, “¡ratoncito!” por ejemplo, responde a un “¡te como I” del partenaire, en el intento por atrapar ese objeto que es la sustancia del sujeto más allá de los significan­ tes que, representándolo, lo idealizan y lo ausentan. Lacan sintetiza esa enseñanza clínica en estas palabras que ya he citado: “tal hallazgo es el precio de una sumisión completa -aún si no es inocente- a las posiciones propiamente subjetivas del en­ fermo”. A esa clínica sutil, la del sujeto, no se accede sin esa sumi­ sión, que es la propia del analista como clínico. Pero lo que me in­ teresa más que nada destacar ahora, es que Lacan no habla de la posición subjetiva del enfermo, sino de las posiciones subjetivas, en plural. El significante se impone en su dimensión de voz, di­ mensión en que habita el sujeto, pero sin que eso garantice ninguna individuación, ninguna unificación operada por una sustancia úni­ ca. Por el contrario, el significante en su dimensión de voz hace es­ tallar al sujeto distribuyéndolo' entre el oyente, el emisor, aquél al que el enunciado alude, etc., pero sin que eso nos autorice a hablar de varios sujetos. Es más ajustado a la estructura decir que el sujeto se escinde, se distribuye. Si en cambio hablamos de varios sujetos, eso se presta

inmediatamente a ia idealización psicologizante de la intersubjetividad. Es'crucial para el analista evitar eso porque abre la tentación de ocupar alguna de las posiciones subjetivas del psicótico. El ana­ lista no puede decir: ¡total, como tiene tantas, me puede prestar una! Eso daría algo del tipo de una folie a deux. El significante ambiguo de la alucinación, que suele llevar esa tonalidad burlona, alusiva, irónica, incluso injuriante para el sujeto, oculta con su ambigüedad -dice Lacan en el punto 4 - la duplicidad del percipiens, la escisión del sujeto que percibe ese significante. En psicoanálisis entonces, como ya Séglas lo había advertido, lo esencial de la alucinación es el fenómeno de lenguaje, el único que permite cernir la posición o las posiciones del sujeto. El fenómeno encuentra en el lenguaje sus coordenadas de estructura. El sujeto se concibe entonces como una estructura vacía, sin contenido ni signi­ ficación, que es representado por el significante del enunciado, pe­ ro que participa al mismo tiempo del emisor y del receptor en la enunciación del significante. Así se entiende que el escuchar y eí hablar sean el derecho y el revés del mismo acto, el acto en que el sujeto se distribuye entre las “personas” (en latín persona era más­ cara) que pueblan el fenómeno alucinatorio. No hay que creer, sin embargo, que esas máscaras son de lo imaginario. Eso puede creerlo el psicólogo, que comprende sobre todo lo imaginario -no hay más que lo imaginario para compren­ der-. Esas personas que pueblan la alucinación son, antes que na­ da, el efecto de atribución subjetiva que induce el significante en lo real, el significante que no significa nada. Más que en ningún otro tipo clínico, en la psicosis es evidente que lo subjetivo no entrará jamás en la realidad del psicólogo que comprende antes incluso de escuchar, porque la subjetividad es algo que se encuentra en lo real,

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más allá de la realidad que se comprende. El sujeto es una criatura que el significante introduce como efecto en lo real, y que parece diferenciarse de los elementos de lo real que estudia la física -los fotones, los quarks, que no significan absolutamente nada- por ser un efecto de significación. El sujeto no es otra cosa que un efecto de significación, efecto de significación en lo real, si es cierto que el significante representa al sujeto para otro significante. ¿Qué quiere decir que el sujeto es ul efecto de significación en lo real? ¿De qué modos diferentes es­ to se verifica en la neurosis y en la psicosis?

El sujeto, efecto de significación Deberían parecerles contradictorias dos afirmaciones que acabo de hacer: una es que el sujeto es un operador estructural vacío de significación. La otra es que el sujeto es efecto de significación. Si ustedes unen a esto el hecho de que el significante que produce ese efecto de significación llamado sujeto es el significante asemántico [asemántico = sin significación], pueden pensar entonces que des­ varío. Pero creo que no es así. Voy a explicarlo. A decir verdad al psicoanálisis sólo le interesa lo asemántico del significante. El desciframiento analítico en la neurosis no brinda al final del trabajo una significación, sino un punto preciso de falta de significación -al que Freud imagina en el sueño como un ombli­ go-, donde el significante linda con lo real que resiste a la com­ prensión. En la psicosis 110 es necesario en cambio el desciframiento in­ terpretativo, ya que el analista encuentra lo asemántico casi ínme-

diatamente, sin interpretar. En cierto sentido allí no hay nada que descifrar.vEn la neurosis en cambio los significantes significan en relación a otros significantes, y lleva mucho tiempo -todo un análi­ sis- llevar al neurótico hasta el punto en que ha de reconocer que el significante, para salir del reino del fantasma y alcanzar lo real, debe pagar el precio de una pérdida completa de significación. Lo real y la significación se excluyen mutuamente. Es decir que desde este punto de vista, que es el de Lacan, el neurótico logra recién al final del análisis lo que para el psicótico está en cierto sentido ya dado desde el comienzo -sólo en eso los comparo, no estoy dicien­ do que el final del análisis psicotice a nadie-. En la neurosis la metáfora es fuente de significación, pero uste­ des ya saben la marca que lleva esa significación por la operación de la metáfora paterna, la significación lleva la marca fálica, es sig­ nificación fálica. En el dominio de la neurosis entonces el signifi­ cante parece representar al falo en vez de representar al sujeto. Y es así como se detecta la posición subjetiva en la neurosis, allí don­ de en lo inconsciente el sujeto se identifica al falo. El análisis le muestra en cambio que en el lugar preciso en que él se identifica al, falo, significante del goce, él no es más que un sujeto, es decir un efecto del significante sin valor de goce ni significación. Eso es la castración. Se puede definir a partir de ella entonces negativamente al sujeto, sujeto = no es el falo. Esa desilusión tiene su ventaja, y en eso la ética del psicoanáli­ sis aprovecha lo que se constata en la experiencia: si el sujeto se identifica al falo está neuróticamente sujeto a la inminencia de la castración. Sólo por eso la angustia del neurótico es angustia de castración, angustia que desorienta. Cuando esa identificación ton­ ta del sujeto al falo se pierde, no hay ya ninguna castración que te­

mer, ninguna castración que no haya ya operado. El final del análi­ sis permite constatar que uno ya perdió lo suficiente, que no es ne­ cesario perder más, que se puede adquirir y usar lo que a uno le queda, que no es tanto. En la psicosis, en cambio, el significante no significa nada, y es a ese precio que se descubre al sujeto como eso que viene al lugar de la significación -sin tenerla-. El psicótico es entonces un sujeto al que la significación fálica no sustituye, no enmascara. Es preci­ samente por eso que Lacan mismo puede fechar, en su último gran escrito - L ’é t o u r d i t el momento preciso en que introdujo al sujeto como efecto de significación en su enseñanza: el 11 de abril de 1956. Se refiere a la clase del Seminario III que lleva por título: El significante, como tal, no significa nada. Lacan da una precisión más en L ’étourdit. En la página 14 (Scilicet, vol.4) dice: el sujeto, como efecto de significación, es res­ puesta de lo reai En otros términos, aproximados sin duda, el suje­ to es lo que en lo real responde como significación a la intrusión del significante asemántico. En la neurosis en cambio, lo que res­ ponde a la intrusión del significante en la realidad (es decir en el fantasma, que tapa lo real) es la significación fálica. Eso se traduce en el hecho de que en las psicosis las coordena­ das clínicas son incomparablemente más puras, allí la clínica del psicoanálisis encuentra el testimonio abierto de las posiciones sub­ jetivas sin el velo pegajoso e intrincado de la significación fálica, que hace tan largos los análisis. Y esto nos permite leer de una ma­ nera más precisa la frase de Lacan que ya he comentado, de que en ninguna parte como en la psicosis el síntoma (que define la posi­ ción del sujeto) se articula tan claramente en la estructura. Cierto tipo de alucinación en el psicótico puede darnos el para-

digma del significante asemántico: es el del síndrome de pasividad,, el pequeño automatismo mental de de Clérambault. Este psiquiatra francés, el único al que Lacan reconoció como su maestro, caracte­ riza a los fenómenos de ese cuadro clínico por ser intrusiones de “anideísmos” diversos en el pensamiento -es decir significantes sin idea, sin significado, en nuestros términos- del tipo de los juegos verbales, sanas de palabras, interjecciones, absurdidades, entona­ ciones bizarras. Esos fenómenos intrusivos del significante -que se presenta como cadena rota en el pensamiento- se caracterizan p o r' no ser audibles, ni objetivos, ni individualizados, ni temáticos. Ese tipo de síntomas corresponde, dice de Clérambault, al período de incubación de las psicosis alucinatorias crónicas. Con frecuencia el síntoma que irrumpió en el pensamiento se sonoriza luego gradual­ mente, tomando el aspecto de voces objetivables, con un significa- ■ do o una temática añadida. En el polo opuesto a ese tipo de alucinación encontramos a los llamados fenómenos intuitivos, del tipo de la interpretación deli­ rante, en que el sujeto experimenta un sentimiento de significación invasivo, desmesurado. Algo “le hace signo”, como dicen por aquí* un auto rojo, una palabra en el periódico, una frase en la T.V., y se sienten concernidos e invadidos por un sentimiento de significa­ ción que los involucra por completo. Esa significación sin embargo no remite a nada. Como la significación del neologismo, no es dialectizable. No es una significación relativa, sino absoluta, desligada de todo. Cuando nos detiene e interpela un policía de tránsito en un idio­ ma extraño, si sabemos qué falta cometimos, la significación de lo que nos dice se vuelve relativa: el semáforo rojo me representa pa­ ra el código vial alemán, por ejemplo. Pero es muy diferente cuan-

do no sabemos qué falta cometimos: entonces sabemos que lo que él dice nos concierne, sabemos que significa algo, tal vez mucho, sabemos que en ese momento es él y no nosotros quien conoce nuestra situación; ese lenguaje gritado significa, pero no sabemos qué, no lo sabemos en absoluto. El significante vociferado, y para nosotros asemántico, ha adquirido significación de significación, pero no una significación en particular. En la senda abierta por Séglas, Lacan dice en el último punto del capítulo I que los fenómenos erróneamente llamados intuitivos de la psicosis, son un efecto del significante* Son efecto del lengua­ je, pero un efecto tal que se caracteriza porque en ellos el efecto de significación se anticipa al desarrollo de la significación. Se antici­ pa tanto que ese desarrollo no ocurre. En los llamados fenómenos intuitivos el significante se cierra sobre sí mismo, no remite a otro, y desde su opacidad produce significación de significación, es de­ cir nada asible, nada que se pueda explicar, ninguna significación concreta. Y la significación de significación se traduce en la psico­ sis como lo que los psiquiatras llaman autorreferencia: cuanto más inasible es la significación, cuanto más asemántico es el significan­ te, tanto mayor es la certeza del sujeto de que le concierne íntima­ mente, que su ser depende enteramente de esa significación absolu­ ta y desconocida. Se ve entonces en la psicosis, y se lo ve con la mayor crudeza, que el sujeto coincide con esa significación plena (como en el neo­ logismo o en la interpretación delirante) o vacía (como en los estri­ billos, o en las alucinaciones intrapsíquicas anideicas), esa signifi­ cación que es efecto del significante. Eso es lo que el significante “significa” : esa significación diversa y vacía a la que llamamos su­ jeto. Y esto verifica una vez más la justeza de la definición de La-

can: el dignificante es lo que representa al sujeto. El sujeto es el efecto de significación del significante. Él hecho de que el sujeto sea efecto del significante no quiere decir sin embargo que sea meramente un espejismo, juego de pala­ bras, o la representación de algo ausente. Porque una vez’creado por el lenguaje, el sujeto entra en lo real del goce del cuerpo. Y en­ tra allí por la función del síntoma. Ya que el síntoma puede definir­ se como aquella parte del goce del cuerpo que resiste a la civiliza­ ción que le impone el discurso, aquella parte del goce que no se adapta al lazo social -es el principio por el cual no podría existir un sujeto asintomático, y es también el motivo por el cual ninguna psi­ coterapia, ni siquiera la analítica, tendrá jamás un éxito completo y duradero en la curación del síntoma-. Por eso el significante del síntoma no es un significante cual-; quiera, sino que desaloja a los otros significantes de la representa­ ción del sujeto, cuando éste deja de ser solamente el sujeto del sig­ nificante para ser también el sujeto del goce. Y hasta se puede de­ cir que el síntoma es el nombre auténtico del sujeto, su nombre de goce, su auténtico representante. Es allí, en ese campo del goce, donde puede nacer la libertad del sujeto, la libertad de elegir y de rechazar, de satisfacerse y de de­ sear, esa libertad limitada, definible incluso por sus límites, en que se funda toda ética y toda práctica no alienada.

La realidad y su pérdida

Hemos hablado del sujeto de la alucinación, sujeto al que la psi­ cología mantiene en su estatuto de individuo, definiendo a la aluci­ nación como percepción sin objeto. Debimos oponer a esa concep­ ción io que la alucinación muestra desde que se la estudia como fe­ nómeno de lenguaje, como comenzó a hacerlo Séglas en el siglo pasado. La individualidad del percipiens se revela entonces como ilusoria (pensar al sujeto como individuo siempre es ilusorio), y de­ bimos hablar más bien de distribución del sujeto en la psicosis. No hay que creer sin embargo que eso sea una particularidad exclusiva de la psicosis. Bien por el contrario la clínica del psicoa­ nálisis muestra, para cada caso y en cualquier tipo clínico que se si­ túe, que la distribución del sujeto no exige ser reunida en un único cuerpo. El sujeto es una noción que, como el electrón en la mecáni­ ca cuántica, requiere ser concebido pasando por dos lugares dife­ rentes al mismo tiempo para sostenerse. Y es decisivo que no se confunda eso con dos sujetos, y mucho menos dos sujetos que dia­ logan entre sí, porque allí se termina la clínica -que se ocupa de lo

real- y se vuelve a¡ reino de la ficción, a la ilusión del hombre que conoce'a la mu jer, que se entiende con el prójimo, que se prepara para su encuentro final con Dios, o con la felicidad. Eso es ilusorio porque el síntoma es justamente aquella parte del sujeto que recha­ za esos ideales, que no se adapta a los ideales de felicidad, que se niega a esperar el encuentro con Dios, y que no se contenta con el encuentro satisfactorio con una mujer. Hoy vamos a tratar otra dificultad, que se sitúa en el polo opuesto de aquélla del sujeto, pero que surge también de considerar a la alucinación como una percepción sin objeto. Es una afirmación i que al psicólogo y al psiquiatra les resulta cómoda. Como el psicólogo no ve nada de lo que realmente interesa en el núcleo lib id in a l: del sujeto, entonces concluye: sin objeto. La alucinación: sin obje­ to. La angustia: sin objeto. Lo hace en nombre de una concepción de la realidad inadmisible en el siglo XX, en que el estado de la ciencia física debería hacerles sospechar que hablar de una única “la realidad” está un poco pasado de moda. “En eso reconozco al docto señor -dice Mefistóíéles ante el em­ perador-, aquello que no comprendéis, para vos no existe; aquello que no calculáis, creéis que no es verdad; aquello que no pesáis, no tiene para vos peso alguno”. La clínica del psicoanálisis debe interrogar los puntos ciegos de la psicología -que “orientan”, sí se puede decir así, al sentido co­ mún- partiendo por ejemplo de la idea freudiana -que fue también una idea de Kierkegaard- de que la angustia es angustia ante algo. Hoy no vamos a ocupamos de la angustia, pero sí del objeto de la alucinación, o al menos de las preguntas: ¿ante qué es la alucina­ ción?, ¿podemos hablar de un objeto de la alucinación?

La realidad del esquema El tema del objeto de la alucinación exige una extrapolación en el texto de Lacan Una cuestión preliminar a todo tratamiento po­ sible de la psicosis, porque en la fecha de su primera publicación, 1959, Lacan no había elaborado aún su teoría del objeto a. Feliz­ mente, el mismo Lacan hizo esa extrapolación, ya que en la versión incluida en los Escritos, que es de 1966, incluye una larga nota donde sitúa al objeto a en el esquema R (ro). Voy a comentar, aunque sea brevemente, ese esquema. Eso re­ querirá de Uds. un ejercicio de lectura, conviene que lean al menos el cap.ílí del texto de Lacan, porque necesitaremos conocer la ela­ boración de ese esquema R para entender de qué manera Lacan plantea la transformación de la realidad en el caso de Schreber, có­ mo pasa del esquema R al esquema / (iota). El esquema R es una extensión a su vez del esquema L (lambda). En el L Lacan muestra la supremacía de lo simbólico sobre lo ima­ ginario, la preeminencia de la relación del sujeto S con el Otro A en el eje de lo simbólico, sobre la relación del yo a ’ con el otro imagi­ nario a. El yo es la resultante de las identificaciones imaginarias del sujeto a lo largo de su historia. Observen que el esquema L (los tres esquemas se encuentran en el texto) no considera lo real, sino sola­ mente la supremacía del eje de la relación del sujeto con lo simbóli­ co sobre la relación imaginaria del yo con su imagen especular. Ninguno de estos esquemas, elaborados en los años ‘50, incluye al objeto a, objeto que participa de lo real, y que no es lo mismo por lo tanto que el otro imaginario a incluido en los esquemas del texto que estamos comentando. Ese otro imaginario, en los años ‘60 será notado por Lacan i(a)t es decir imagen del otro, mientras que el yo

será, correlativamente, i ’(a)> justamente para diferenciarlos del ob­ jeto a que está como envuelto u ocultado por ellos. La diferencia más importante entre el esquema L y el R es que en este último se incluye la realidad. En el esquema R encontramos engrosado el eje imaginario, engrosado hasta formar el campo de la realidad, que tiene forma cuadrangular. En el R están incluidos los mismos términos que en el L, que son S, a, a ’ y A, pero distribuidos en tres zonas que son las de lo imaginario, lo simbólico, y la reali­ dad entre ambas. Además, por fuera del esquema encontramos al­ gunas precisiones de notación. P, el significante paterno,, es el sig­ nificante que regula al Otro A como lugar del lenguaje, proporcio­ nándole una legalidad: se puede decir también que, por la metáfora paterna, P sustituye a A.- La operación del significante paterno re­ percute también en lo imaginario, donde induce la presencia del fa­ lo