Teoría y análisis de los discursos literarios: Estudios en homenaje al profesor Ricardo Senabre Sempere (Estudios filológicos)
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TEORÍA Y ANÁLISIS DE LOS DISCURSOS LITERARIOS. ESTUDIOS EN HOMENAJE AL PROFESOR RICARDO SENABRE SEMPERE / S. Crespo; Mª. L. García-Nieto; M. González de Ávila; J.A. Pérez Bowie; Ascensión Rivas y Mª. J. Rodríguez S. De León (Eds.)
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Créditos
Índice
Bibliografía de Ricardo Senabre Sempere
PRESENTACIÓN. Ricardo Senabre, un magisterio ejemplar/ GERMÁN GULLÓN; Universidad de Ámsterdam
ESTUDIOS
Toledo como ciudad de los liberales (con varias ilustraciones léxicas) / FRANCISCO ABAD NEBOT; UNED
1. UN ESPIRITUALISMO «FIN DE SIGLO»
2. COSSÍO (Y GALDÓS)
3. TOLEDO Y LA INTELIGENCIA LIBERAL
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Memoria y olvido en Elias Canetti: la lengua en la autobiografía / TOMÁS ALBALADEJO; Universidad Autónoma de Madrid
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
La teoría idealista de los géneros literarios / PEDRO AULLÓN DE HARO; Universidad de Alicante
Tragedia y culpa. (Una cala actual de endopoética) / ENRIQUE BAENA; Universidad de Málaga
Libro abierto: Libro cerrado / TÚA BLESA; Universidad de Zaragoza
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Juan Pedro Aparicio y la búsqueda de un nuevo espacio narrativo: del cuento al microrrelato / MARÍA PILAR CELMA VALERO; Universidad de Valladolid
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
De Juan José a Pepito: Parodia, Metateatro e Intertextualidad / SALVADOR CRESPO MATELLÁN; Universidad de Salamanca
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Antonio Machado y el monólogo: «Sobre el teatro al uso» y «Poema de un día (Meditaciones rurales)» / ANTONIO CHICHARRO; Universidad de Granada
0. CUESTIÓN PREVIA: EL LEGADO MANUSCRITO DE ANTONIO MACHADO Y SU PERIODO POÉTICO EN BAEZA
1. SOBRE EL ESCENARIO Y EL POEMA COMO UNA HABITACIÓN CON TRESMUROS
Manuscritos y cuestión biográfica
2. «SOBRE EL TEATRO AL USO» O UNA DEFENSA DEL EMPLEO DEL MONÓLOGO EN EL TEATRO Y LA POESÍA
3. EL USO DEL MONÓLOGO EN «POEMA DE UN DÍA (MEDITACIONES RURALES)»
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Retórica, comunicación y teatro: sobre la «actio o pronuntiatio» en el marco de la teoría retórica ilustrada / FRANCISCO CHICO RICO; Universidad de Alicante
0. INTRODUCCIÓN.
1. EL SER HUMANO COMO LENGUAJE
2. RETÓRICA, COMUNICACIÓN Y TEATRO
3. LA «ACTIO O PRONUNTIATIO» EN EL MARCO DE LA TEORÍA RETÓRICA ILUSTRADA
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Más sobre la formación de Miguel Hernández / FRANCISCO JAVIER DÍEZ DE REVENGA; Universidad de Murcia
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
El tigre de fray Luis / LUCIANO G. EGIDO; Universidad de Salamanca
1. LITERATURA Y AUTOBIOGRAFÍA
2. EL HOMBRE
3. LOS NOMBRES DE CRISTO
4. PROPÓSITOS EXPLÍCITOS Y VERDADERAS INTENCIONES (IMPLÍCITAS)
Figuras de lo humano en las Memorias de un hombre de acción de Pío Baroja / CELIA FERNÁNDEZ PRIETO; Universidad de Córdoba
0. INTRODUCCIÓN
1. ORTEGA, BAROJA Y LA PSICOLOGÍA
2. LOS TIPOS Y LA FISIOGNÓMICA
3. FIGURAS DE FIGURAS: EL MAL DEL QUIJOTE
4. CRUELDAD Y CRIMEN. LA FARSA DE LAS CALAVERAS
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Aspectos de la modernidad contemporánea:«Caosmos» de Antón Patiño / ANTONIO GARCÍA BERRIO; Universidad Complutense
1. GERMINACIONES O DESCENSOS: ESPESOR Y SENTIDOS EN UN TRAYECTOCLÁSICO
2. PINTURA LÍQUIDA CONTEMPORÁNEA: FRAGMENTARIDAD, VACÍO Y CAOS
3. CAOSMOS: LA CIUDAD UNIVERSAL DE ULYSES BLOOM
Más allá de la Metaliteratura: en torno a «La dama boba» de Paloma Díaz-Mas / LUCIANO GARCÍA LORENZOCSIC, Madrid
En torno a El empleado de Enrique Azcoaga / MARÍA LUISA GARCÍA-NIETO ONRUBIA; Universidad de Salamanca
El galicismo en el Fray Gerundio de Campazas / JOSÉ MANUEL GONZÁLEZ CALVO; Universidad de Extremadura
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Ciencia, literatura y pseudocultura. En torno a U. Eco, «El péndulo de Foucault» / MANUEL GONZÁLEZ DE ÁVILA; Universidad de Salamanca
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Ética y literatura: Las Virtudes / FRANCISCO GUTIÉRREZ CARBAJO; UNED
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
La voz femenina en la lírica española actual / M.ª ÁNGELES HERMOSILLA ÁLVAREZ; Universidad de Córdoba
0. INTRODUCCIÓN
1. LA BÚSQUEDA DE UNA VOZ PROPIA
2. LA DIVERSIDAD DE LA POESÍA FEMENINA
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Estética, retórica y poética / JOSÉ ANTONIO HERNÁNDEZ GUERRERO; Universidad de Cádiz
Carlos Ruiz Zafón: el alquimista impaciente / TERESA HERNÁNDEZ; UNED Madrid
1. EL ARTE DE LEER Y EL LIBRO COMO ESPEJO
2. NOVELA SENSITIVA FRENTE A NOVELA ESPECULATIVA
3. EL SIGLO XX COMO GRAN CIRCO DE LA HISTORIA
Los proyectos narrativos de Salvador Rueda: las novelas que nunca escribió / MARÍA ISABEL JIMÉNEZ MORALES; Universidad de Málaga
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Escritura, lectura y soledad en El Señor de Bembibre de Gil y Carrasco / MIGUEL ÁNGEL LAMA; Universidad de Extremadura
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Antecedentes clásicos de la poéticade las ruinas / MARÍA ISABEL LÓPEZ MARTÍNEZ; Universidad de Extremadura
«Paso a paso», un poema de Blas de Otero / JOSÉ ENRIQUE MARTÍNEZ; Universidad de León
0. INTRODUCCIÓN
1. EL TÍTULO
2. SUJETO EMISOR Y SUJETO RECEPTOR
3. ARTICULACIÓN TEMÁTICA
4. ÁMBITO SIMBÓLICO
5. REITERACIONES
6. ASPECTOS MÉTRICOS
Otra lectura de la epístola de Pedro Vélezde Guevara a Fernando de Herrera / JUAN MONTEROJOSÉ SOLÍS DE LOS SANTOS; Universidad de Sevilla
APÉNDICE
APARATO CRÍTICO
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Juegos literarios a tres bandas / ROSA NAVARRO DURÁN; Universidad de Barcelona
0. EN LA ESTELA DE LA CELESTINA: LA TRAGICOMEDIA DE LISANDRO Y ROSELIA
1. UNA ALBADA EN BOCA DEL GALÁN
2. LA LUCIDEZ DE LA JOVEN, ARRASTRADA POR EL AMOR
3. CRIADOS QUE SABEN RETÓRICA
4. OTROS CRIADOS QUE CREEN ENTENDER EL ARTE RETÓRICA
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Sobre la interpretación de un poema de García Lorca / EUGENIO G. DE NORA
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
El librero Gregorio Pueyo, personaje en El dolor de llegar de Emilio Carrere / MARTA PALENQUE; Universidad de Sevilla
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Cláusulas: entre 1 y 7 sílabas / ISABEL PARAÍSO; Universidad de Valladolid
0. INTRODUCCIÓN
1. BREVE PANORAMA HISTÓRICO
2. ACENTO ANTIRRÍTMICO / CLÁUSULA MONOSÍLABA
3. LAS CLÁUSULAS DE CUATRO SÍLABAS (PEÓNICAS)
4. ¿PEONES O DITROQUEOS?
5. LA CLÁUSULA DE 5 SÍLABAS
6. LA CLÁUSULA DE 6 SÍLABAS
7. ¿QUÉ DENOMINACIÓN PODRÍAN RECIBIR ESTAS CLÁUSULAS DE 5 Y 6 SÍLABAS?
8. LA CLÁUSULA DE 7 SÍLABAS
9. CONCLUSIÓN
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
José Miguel Ullán o el grado cero de la escritura poética (una lectura de «Ficciones») / JOSÉ ANTONIO PÉREZ BOWIE; Universidad de Salamanca
1. EL AUTOR Y SU OBRA
2. EL CO-TEXTO
3. ALGUNAS CUESTIONES PREVIAS
4. LOS TEXTOS
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
El motivo de la mirada en laliteratura del holocausto* / GONZALO PONTÓN; Universidad Autónoma de Barcelona
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Los estudios subalternos latinoamericanos: literatura, política e historia en el marco de una nueva teoría epistémica / GENARA PULIDO TIRADO; Universidad de Jaén
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Construcción y sentido en las novelas deLuciano G. Egido / MANUEL J. RAMOS ORTEGA; Universidad de Cádiz
1. CONSTRUCCIÓN Y SENTIDO EN LAS NOVELAS DE LUCIANO G. EGIDO
2. EL DIÁLOGO CON LA TRADICIÓN
3. LAS MUDAS DE NARRADOR
4. LAS MUDAS DE TIEMPO
5. LA VOCACIÓN ELEGÍACA
LA DESAPARICIÓN DEL NARRADOR: EL ENGAÑO A LOS OJOS
El título del Buscón:problemas textuales y aspectos literarios / ALFONSO REY; Universidad de Santiago de Compostela
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Personajes (muy) barojianos en dos novelas crepusculares: Susana y los cazadores de moscas (1938) y Laura o la soledad sin remedio (1939) / ASCENSIÓN RIVAS HERNÁNDEZ; Universidad de Salamanca
0. INTRODUCCIÓN
1. SUSANA Y LOS CAZADORES DE MOSCAS
2. LAURA O LA SOLEDAD SIN REMEDIO
3. LA GUERRA CIVIL DE 1936. CONCLUSIONES
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Dos cartas de Miguel de Unamuno a Antonio Marichalar / DOMINGO RÓDENAS DE MOYA; Universitat Pompeu Fabra (Barcelona)
Mímesis costumbrista y modus «narrandi» enla prensa de la IlustraciónMARÍA JOSÉ RODRÍGUEZ SÁNCHEZ DE LEÓN; Universidad de Salamanca
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
El tema del honor y la renovación teatral española entre los siglos XIX y XX: Echegaray, Galdós y Valle-Inclán / MARÍA ISABEL ROMÁN GUTIÉRREZ; Universidad de Sevilla
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Goya, tema lírico en la poesía última / LEONARDO ROMERO TOBAR; Universidad de Zaragoza
1. LIBROS POÉTICOS DEDICADOS A GOYA
2. LOS POEMAS MÁS RECIENTES
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Fundamentos simbólicos en la poesía de Manuel Altolaguirre / ROSA ROMOJARO; Universidad de Málaga
El progreso del Libertino: Poéticas del epicureísmo en «A Satire against Reason and Mankind» de John Wilmot / AINOA SÁENZ DE ZAITEGUI; Universidad de Salamanca
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Los lenguajes especiales en las letrillas sacras gongorinas / ANTONIO SALVADOR PLANS; Universidad de Extremadura
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Un capítulo de la historia del concepto de literatura: el discurso contra el sujeto / ANTONIO SÁNCHEZ TRIGUEROS; Universidad de Granada
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
El compromiso antibelicista en la narrativa española sobre la guerra de Marruecos: a propósito de El Blocao e Imán / JAVIER SÁNCHEZ ZAPATERO; Universidad de Salamanca
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Oscilando sobre el cable, Vila-Matas y la escritura funambulista / DOMINGO SÁNCHEZ-MESA MARTÍNEZ; Universidad Carlos III
1. ORÍGENES Y POSICIÓN DE VILA-MATAS EN LAS LETRAS ESPAÑOLAS DELCAMBIO DE SIGLO.
2.1. LA LITERATURA DE LA NEGATIVIDAD
2.2. LA TRADICIÓN DE LA LITERATURA DEL HUMOR CARNAVALESCO
3. EXPLORADORES DEL ABISMO: ESCRITURA CUBISTA DEL «FUERA DE AQUÍ»
3.1. ¿QUÉ ES EL ABISMO EN LA ESCRITURA DE VILA-MATAS?
3.2. DE LA ESCRITURA CUBISTA A LOS LÍMITES PERFORMATIVOS DE LO LITERARIO
4. AL FINAL DEL CABLE
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
De la imagología a los «Imagenation Studies»: prolegómenos de una propuesta teórica / ENRIQUE SANTOS UNAMUNO; Universidad de Extremadura
1. PASADO Y PRESENTE: ¿QUIÉN DIJO CRISIS?
2. TEMATOLOGÍA E IMAGOLOGÍA. ALGUNOS DESLINDES
3. HACIA LOS «IMAGENATION STUDIES»
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Acerca del canon de la novela española de principios del siglo XX / ADOLFO SOTELO VÁZQUEZ; Universidad de Barcelona
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
El exilio en perspectiva irónica: un ejemplo de Max Aub / GREGORIO TORRES NEBRERA; Universidad de Extremadura
Tecnología de la literatura / JORGE URRUTIA; Universidad Carlos III
El animal que llora: una nota sobre la recepción de Plinio en la literatura del Renacimiento / MARÍA JOSÉ VEGA; Universidad Autónoma de Barcelona
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Platón, intérprete de Simónides. Sobre la hermenéutica literaria del Protágoras / SULTANA WAHNÓN; Universidad de Granada
El canon europeo en la teoría cultural de T. S. Eliot / PABLO ZAMBRANO CARBALLO; Universidad de Huelva
1. LA CULTURA SEGÚN ELIOT
2. EL CANON EUROPEO
2.1. LA FUNCIÓN DE LA CRÍTICA
2.2. LO CLÁSICO
EPÍLOGO. La ciudad en la cultura. Diálogo permanente. (A mi padre, Ricardo Senabre Sempere) / DAVID SENABRE LÓPEZ; Facultad de Filosofía y Humanidades Universidad Pontificia de Salamanca
0. EXORDIO
1. DIGRESIÓN SINCOPADA SOBRE CULTURA Y CIUDAD
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
CREACIONESLITERARIAS
El mejor de todos / FRAY JOSEPHO
Brevedad es todo / PUREZA CANELO
Limonada y pastillas / DIEGO DONCEL
Recordatorio / RUFINO FÉLIX MORILLÓN
Palabra de época / EUGENIO FUENTES
El profesor / LUIS GARCÍA MONTERO
El gran público / ALONSO GUERRERO
Sol Púnico / JESÚS HILARIO TUNDIDOR
Tres de cal/ JOSÉ MANUEL MARRERO HENRÍQUEZ; Universidad de Las Palmas de Gran Canaria
PRECISIÓN
EL RITMO DE LOS CANTOS
GEOMETRÍA
El meteorito / JOSÉ MARÍA MERINO
El lacero / MOISÉS PASCUAL POZAS
Días de diario / ANTONIO PEREIRA
HUMO Y DECEPCIÓN
ANTÓN CHÉJOV
CRÉMER CUMPLE 100 AÑOS
Un lamentable error. La «Casuísticade barbarismos», de Jorge Márquez / NICANOR PUNTOSO CAÑA; Académico de número de la Real Academia de Argamasilla
0. INTRODUCCIÓN
1. DE LAS FORMAS
DEL TÍTULO
DEL NOMBRE DEL AUTOR
DE LA DEDICATORIA
2. DEL FONDO
3. A MODO DE CONCLUSIÓN
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Del color de la lluvia / AGUSTÍN SALGADO
Llega la Náyade / LORENZO SILVA
El paso cambiado de las cigüeñas / JENARO TALENS
El jardinero intermitente / MANUEL TALENS
Sherlock Holmes y la literatura / JAVIER TOMEO
A modo de poética / ÁLVARO VALVERDE
Tabula gratulatoria

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S. CRESPO, M.ª L. GARCÍA-NIETO, M. GONZÁLEZ DE ÁVILA, J. A. PÉREZ BOWIE, ASCENSIÓN RIVAS Y M.ª J. RODRÍGUEZ S. DE LEÓN (EDS.)

TEORÍA Y ANÁLISIS DE LOS DISCURSOS LITERARIOS Estudios en homenaje al profesor Ricardo Senabre Sempere

Ediciones Universidad

Salamanca

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ESTUDIOS FILOLÓGICOS 324

© de esta edición: Ediciones Universidad de Salamanca y los autores © de las ilustraciones: los autores © de la traducción de la página 5: Rosa María Herrera García 1.ª edición: enero, 2009 ISBN: 978-84-7800-286-3 (Impreso) ISBN: 978-84-9012-131-3.(pdf) Depósito legal: S. 70-2009 Ediciones Universidad de Salamanca Palacio Solís, Plaza San Benito, E-37080 Salamanca (España) www.eusal.es Realiza: GLOBALIA Artes Gráficas Salamanca Todos los derechos reservados. Ni la totalidad ni parte de este libro puede reproducirse ni transmitirse sin permiso escrito de Ediciones Universidad de Salamanca ♠ CEP. Servicio de Bibliotecas

TEORÍA y análisis de los discursos literarios : estudios en homenaje al profesor Ricardo Senabre Sempere / S. Crespo … [et al.] (eds.).—1a. ed.—Salamanca : Ediciones Universidad de Salamanca, 2009 (Estudios filológicos ; 324) 1. Literatura-Historia y crítica-Discursos, ensayos, conferencias. 2. Senabre, RicardoDiscursos, ensayos, conferencias. I. Senabre, Ricardo. II. Crespo Matellán, Salvador. 82.09 : 082.2 Senabre, R. 082.2 Senabre, R. : 82.09

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L. ANNAEVS SENECA Epistularum moralium ad Lucilium liber primus VI. Seneca Lucilio suo salutem [4] […] Ego vero omnia in te cupio transfundere, et in hoc aliquid gaudeo discere, ut doceam; nec me ulla res delectabit, licet sit eximia et salutaris, quam mihi uni sciturus sum. Si cum hac exceptione detur sapientia, ut illam inclusam teneam nec enuntiem, reiciam: nullius boni sine socio iucunda possessio est. […] Quiero transmitírtelo todo, y lo que más me alegra es aprender algo para enseñarlo; y nada me complacerá nunca, por grande y provechoso que sea, si yo soy el único que va a saberlo. Si se me ofreciera la sabiduría con la condición de tenerla oculta y no comunicarla a nadie, la rechazaría. Sin alguien con quien compartirlo, no es grata la posesión de ningún bien.

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Índice

Bibliografía de Ricardo Senabre Sempere.......................................................................

11

PRESENTACIÓN Germán Gullón: Ricardo Senabre, un magisterio ejemplar ...........................................

27

ESTUDIOS Francisco Abad Nebot: Toledo como ciudad de los liberales (con varias ilustraciones léxicas) ...............................................................................

33

Tomás Albaladejo: Memoria y olvido en Elias Canetti: la lengua en la autobiografía .....

41

Pedro Aullón de Haro: La teoría idealista de los géneros literarios..............................

49

Enrique Baena: Tragedia y culpa. (Una cala actual de endopoética). ..........................

59

Túa Blesa: Libro abierto: Libro cerrado...........................................................................

69

M.ª Pilar Celma Valero: Juan Pedro Aparicio y la búsqueda de un nuevo espacio narrativo: del cuento al microrrelato .........................................................................

77

Salvador Crespo Matellán: De Juan José a Pepito: Parodia, Metateatro e Intertextualidad. ..........................................................................................................

85

Antonio Chicharro: Antonio Machado y el monólogo: «Sobre el teatro al uso» y «Poema de un día (Meditaciones rurales)» ................................................................

95

Francisco Chico Rico: Retórica, comunicación y teatro: sobre la actio o pronuntiatio en el marco de la teoría retórica ilustrada. ...............................................................

109

Francisco Javier Díez de Revenga: Más sobre la formación de Miguel Hernández ....

119

Luciano G. Egido: El tigre de fray Luis. ..........................................................................

127

Celia Fernández Prieto: Figuras de lo humano en las Memorias de un hombre de acción de Pío Baroja ..................................................................................................

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ÍNDICE

Antonio García Berrio: Aspectos de la modernidad contemporánea: «Caosmos» de Antón Patiño ..........................................................................................................

143

Luciano García Lorenzo: Más allá de la Metaliteratura: en torno a «La dama boba» de Paloma Díaz-Mas ...................................................................................................

153

M.ª Luisa García-Nieto Onrubia: En torno a El empleado de Enrique Azcoaga...........

159

José Manuel González Calvo: El galicismo en el Fray Gerundio de Campazas..........

163

Manuel González de Ávila: Ciencia, literatura y pseudocultura. En torno a U. Eco, El péndulo de Foucault...............................................................................................

171

Francisco Gutiérrez Carbajo: Ética y literatura: Las virtudes..........................................

179

M.ª Ángeles Hermosilla Álvarez: La voz femenina en la lírica española actual...........

187

José Antonio Hernández Guerrero: Estética, retórica y poética ....................................

197

Teresa Hernández: Carlos Ruiz Zafón: el alquimista impaciente ..................................

203

M.ª Isabel Jiménez Morales: Los proyectos narrativos de Salvador Rueda: las novelas que nunca escribió .....................................................................................................

211

Miguel Ángel Lama: Escritura, lectura y soledad en El señor de Bembibre de Gil y Carrasco .......................................................................................................................

219

M.ª Isabel López Martínez: Antecedentes clásicos de la poética de las ruinas ............

227

José Enrique Martínez: «Paso a paso», un poema de Blas de Otero .............................

235

Juan Montero y José Solís de los Santos: Otra lectura de la epístola de Pedro Vélez de Guevara a Fernando de Herrera ..........................................................................

243

Rosa Navarro Durán: Juegos literarios a tres bandas .....................................................

251

Eugenio G. de Nora: Sobre la interpretación de un poema de García Lorca ..............

261

Marta Palenque: El librero Gregorio Pueyo, personaje en El dolor de llegar de Emilio Carrere .............................................................................................................

263

Isabel Paraíso: Cláusulas: entre 1 y 7 sílabas..................................................................

271

José Antonio Pérez Bowie: José Miguel Ullán o el grado cero de la escritura poética (una lectura de «Ficciones»)........................................................................................

281

Gonzalo Pontón: El motivo de la mirada en la literatura del holocausto ....................

295

Genara Pulido Tirado: Los estudios subalternos latinoamericanos: literatura, política e historia en el marco de una nueva teoría epistémica...........................................

303

Manuel J. Ramos Ortega: Construcción y sentido en las novelas de Luciano G. Egido ........................................................................................................

311

Alfonso Rey: El título del Buscón: problemas textuales y aspectos literarios ..............

323

Ascensión Rivas Hernández: Personajes (muy) barojianos en dos novelas crepusculares: Susana y los cazadores de moscas (1938) y Laura o La soledad sin remedio (1939)...........................................................................................................................

331

Domingo Ródenas de Moya: Dos cartas de Miguel de Unamuno a Antonio Marichalar......................................................................................................

341

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ÍNDICE

9

M.ª José Rodríguez Sánchez de León: Mímesis costumbrista y modus narrandi en la prensa de la Ilustración ..............................................................................................

349

M.ª Isabel Román Gutiérrez: El tema del honor y la renovación teatral española entre Echegaray, Galdós y Valle-Inclán...............................................

359

Leonardo Romero Tobar: Goya, tema lírico en la poesía última ..................................

367

Rosa Romojaro: Fundamentos simbólicos en la poesía de Manuel Altolaguirre..........

373

los siglos

XIX

y

XX:

Ainoa Sáenz de Zaitegui: El progreso del Libertino: Poéticas del epicureísmo en A Satire against Reason and Mankind de John Wilmot..........................................

385

Antonio Salvador Plans: Los lenguajes especiales en las letrillas sacras gongorinas...

393

Antonio Sánchez Trigueros: Un capítulo de la historia del concepto de literatura: el discurso contra el sujeto ........................................................................................

401

Javier Sánchez Zapatero: El compromiso antibelicista en la narrativa española sobre la guerra de Marruecos: a propósito de El blocao e Imán......................................

409

Domingo Sánchez-Mesa Martínez: Oscilando sobre el cable, Vila-Matas y la escritura funambulista.................................................................................................

417

Enrique Santos Unamuno: De la imagología a los Imagenation Studies: prolegómenos de una propuesta teórica ..................................................................

425

Adolfo Sotelo Vázquez: Acerca del canon de la novela española de principios del ........................................................................................................................

433

Gregorio Torres Nebrera: El exilio en perspectiva irónica: un ejemplo de Max Aub .

443

Jorge Urrutia: Tecnología de la literatura ........................................................................

451

siglo

XX

María José Vega: El animal que llora: una nota sobre la recepción de Plinio en la literatura del Renacimiento ........................................................................................

457

Sultana Wahnón: Platón, intérprete de Simónides. Sobre la hermenéutica literaria del Protágoras .............................................................................................................

465

Pablo Zambrano Carballo: El canon europeo en la teoría cultural de T. S. Eliot........

473

EPÍLOGO David Senabre López: La ciudad en la cultura. Diálogo permanente. (A mi padre Ricardo Senabre Sempere)....................................................................

481

CREACIONES LITERARIAS Fray Josepho: El mejor de todos .....................................................................................

491

Pureza Canelo: Brevedad es todo....................................................................................

493

Diego Doncel: Limonada y pastillas ................................................................................

497

Rufino Félix Morillón: Recordatorio.................................................................................

499

Eugenio Fuentes: Palabra de época ................................................................................

501

Luis García Montero: El profesor .....................................................................................

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ÍNDICE

Alonso Guerrero: El gran público....................................................................................

505

Jesús Hilario Tundidor: Sol Púnico..................................................................................

511

José Manuel Marrero Henríquez: Tres de cal .................................................................

513

José María Merino: El meteorito ......................................................................................

517

Moisés Pascual Pozas: El lacero.......................................................................................

523

Antonio Pereira: Días de diario .......................................................................................

529

Nicanor Puntoso Caña: Un lamentable error. La «Casuística de barbarismos» de Jorge Márquez........................................................................................................

533

Agustín Salgado: Del color de la lluvia ...........................................................................

541

Lorenzo Silva: Llega la Náyade ........................................................................................

549

Jenaro Talens: El paso cambiado de las cigüeñas..........................................................

555

Manuel Talens: El jardinero intermitente ........................................................................

557

Javier Tomeo: Sherlock Holmes y la literatura ...............................................................

561

Álvaro Valverde: A modo de poética ..............................................................................

563

GRATULATORIA ..........................................................................................................

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Bibliografía de Ricardo Senabre Sempere

1958 «La narrativa spagnola attuale», en Il Verri, II, n.º 3, ottobre, 1958, pp. 155-161. 1960 «Baroja y Valle-Inclán, en dos versiones diferentes de la muerte del poeta Alejandro Sawa», en Despacho literario (Zaragoza), 1960. 1962 «Boileau, inspirador de Larra (en torno a El castellano viejo)», en Strenae. Estudios de Filología e Historia dedicados al profesor Manuel García Blanco, Salamanca, Universidad, 1962, pp. 437-444. 1963 «Temas franceses en Larra», en Ínsula, n.os 188-189, 1963, julio-agosto, p. 7. «Imágenes marítimas en la prosa de Ortega y Gasset», en Archivum, XIII, 1963, pp. 216-233. «En torno a un soneto de Unamuno», en Cuadernos de la Cátedra Miguel de Unamuno, XII, 1963, pp. 33-40. «La fuente de una novela de doña María de Zayas», en Revista de Filología Española, XLVI, 1963, pp. 163-172. 1964 J. Zorrilla: Traidor, inconfeso y mártir, edición, prólogo y notas. Salamanca, Anaya, 1964. Lengua y estilo de Ortega y Gasset, Salamanca, Universidad, 1964.

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BIBLIOGRAFÍA

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RICARDO SENABRE

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PRESENTACIÓN Ricardo Senabre, un magisterio ejemplar GERMÁN GULLÓN Universidad de Ámsterdam

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al profesor Ricardo Senabre en las postrimerías de los años sesenta, pasados ya los años grises de la vida nacional. Fue en un aula del Palacio de Anaya, de la Facultad de Letras de la Universidad de Salamanca, donde nos congregamos unos cuarenta alumnos para asistir a una clase de historia externa de la lengua española. A los cinco minutos todos sabíamos que estábamos ante un maestro, y los apuntes tomados al vuelo testimoniaban un deseo común de preservar sus ideas. Este hombre joven, vestido con la propiedad de quien respeta su oficio, consiguió enseguida que nos centráramos en el aprendizaje de la materia. Su presencia llenaba el aula, y durante una hora y media estuvimos pendientes de la lección. Un maestro sabe trasladar al estudiante la información necesaria y, si dispone de unas aptas maneras pedagógicas, presentarla con gusto y rigor. Un gran maestro sabe además estar presente de cuerpo y espíritu en el aula, y sus ideas crean de inmediato un vínculo de conciencia con los oyentes. Mientras el verbo preciso concilia los conocimientos con la expresión inteligente, los oyentes sienten la urgencia de conectar con esa conciencia que experimenta la disciplina con una imperiosa llamada vocacional. Quienes han escuchado una clase, una conferencia o una simple charla, del maestro Senabre, saben de esa intensidad magisterial de que hablo. La calidad de la persona resulta también relevante para la enseñanza. El buen profesor posee siempre unos sólidos principios éticos que dirigen su conducta profesional. Don Ricardo es poco amigo de apartes y trapicheos, moneda de cambio habitual en nuestros claustros, jurados y redacciones. Tampoco huye de saborear con risas una anécdota, quizás contada a medias con Marcela. Tiene la justa rectitud de conducta de quien sabe ser independiente. Resulta difícil en el laberinto español poseer la suficiente fuerza moral para autoestimarse sin necesidad de SCUCHÉ POR PRIMERA VEZ

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halagos, o sustentar una personalidad estable cuyas manifestaciones, opiniones y juicios, no varíen según el interlocutor. Los estudiantes de Senabre aprendimos mediante el ejemplo de la necesidad de elaborar una opinión propia sobre los autores y las obras leídos, en vez de depender del momento, de la circunstancia, de la conveniencia. El humor, muchas veces revestido de ironía, pautaba el ritmo de la enseñanza y la hacía gustosa. Qué decir de la sabiduría del maestro Senabre. Recuerdo estar sentado en la biblioteca de Anaya, y verlo entrar con paso decidido camino de los estantes vedados a los estudiantes, y salir al poco con un montón de volúmenes. Serían de hispanistas extranjeros, cuyos nombres aprendimos enseguida, Marcel Bataillon, María Rosa Lida, o de nuestros Alonso, Amado y Dámaso, de Rafael Lapesa, de los grandes maestros de la filología española, la fuente primera y básica donde aprendíamos todos, los profesores de manera directa y los alumnos de forma indirecta. Algún veterano catedrático permanecía varado en las ideas de Marcelino Menéndez Pelayo, y nos pedía memorizar las páginas eruditas del polígrafo santanderino. En cambio, los conocimientos gramaticales y filológicos constituían la base y el ancla del saber de don Ricardo. Por eso, no valía esconderse en los exámenes, porque las palabras, las frases empleadas para responder a las cuestiones, debían mostrar que sabíamos expresarnos y exhibir los conocimientos suficientes para comentar un texto. La memorización de las fechas, los títulos, servía sólo para mostrar la cortesía del aprendiz. A estas alturas resulta difícil separar las grandes facetas de la labor profesional del maestro de Salamanca: la de investigador y filólogo, la de teórico de la literatura y la de crítico literario. Las tres revelan las características mencionadas, la intensidad del empeño, su independencia de criterio y la agudeza del juicio crítico. Basta leer alguna de sus espléndidas ediciones, de José Zorrilla, Traidor, inconfeso y mártir, de Ramón María del Valle-Inclán, Martes de Carnaval, de Pío Baroja, Zalacaín el aventurero, para advertir la excelencia del empeño, que supera la mera edición de un texto. Al resumen de lo dicho por otros sobre el texto, la anotación rigurosa y la presentación de un texto limpio, la acompaña en cada una de las ediciones de Senabre una innovadora lectura crítica del texto. El filólogo se alía con el crítico en la tarea de análisis. Y otra lección permanente que se deriva de sus escritos: que la literatura carece de límites genéricos o temporales. Don Ricardo ha escrito estudios importantes sobre la poesía del Renacimiento (Fray Luis de León y Herrera), y del Siglo de Oro (Quevedo, Góngora) del pasado siglo XX (Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado, Alberti, Blas de Otero, entre muchos); de narrativa, desde el Lazarillo y el Quijote, para luego pasar por los autores del realismo, llegando a través de Camilo José Cela y Francisco Ayala hasta nuestras últimas voces; lo mismo hizo con el teatro y con el ensayo. Una mención especial merece su libro Lengua y estilo de Ortega y Gasset (1964), sin duda uno de los estudios capitales publicado por un crítico académico en España. En su faceta como teórico de la literatura se ha ocupado de una serie de campos temáticos, principalmente el de la lectura y el de la comunicación literaria en general. Junto a las importantes publicaciones de tipo didáctico, tiene estudios monográficos. Mi libro preferido, Metáfora y novela (2005), y lo adjetivo así porque admiro en él esa mezcla de la voz profesoral que nos habla desde la página enunciando sustanciosos análisis críticos, que lo han convertido en un clásico. Allí se puede aprender sobre la novela española actual, o explorar el papel de lector,

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PRESENTACIÓN. RICARDO SENABRE,

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o revisar la manera en que se incorpora la mujer a la temática narrativa. También presenta la riqueza del cine, de la imagen fílmica, que compite con la literaria. Subraya asimismo la importancia del entorno digital. Además nos enseña a interpretar la novela, partiendo del contexto en que se inserta el texto, el posterior análisis detenido del mismo, todo ello dirigido a que apreciemos la riqueza estética del mismo. Este volumen nació de unos seminarios ofrecidos en el Graduate Center de la Universidad de la ciudad de Nueva York y la Cátedra Miguel Delibes. Al maestro no se le puede quitar su calidad de profesor, ni reducir a éste a la de crítico. Aunque la ocasión exige brevedad, no puedo pasar por alto la crítica semanal que sobre literatura, primordialmente novela, ha venido publicando en diversos suplementos literarios, como ABC Cultural y El Cultural de El Mundo. Suman más de mil reseñas, donde ha pasado revista a los grandes novelistas de nuestro tiempo. Nadie, y lo repito, nadie en el panorama español ha actuado con la independencia y la firmeza de criterio de Senabre. Autores famosos han sentido cómo la palabra crítica entraba en sus textos, y mostraba el barro con que estaban hechos ciertos ídolos comerciales. Otros, en cambio, quizás redactando sus textos en la modestia provinciana fueron ensalzados, su tarea iluminada, y clasificada entre las mejores. Como hiciera antes que él Leopoldo Alas Clarín, ha sabido ser un vigía de la calidad literaria de nuestra novela actual, exigiendo de los autores al menos dos cosas, un buen estilo y una trama que revele algo de la sociedad. Si encontraba en su camino una novela donde la riqueza del texto provenía del encaje verbal también la supo apreciar. Termino estas palabras diciendo algo sabido, que su tarea ha sido reconocida con múltiples honores, tanto la labor pedagógica como la de gestión, principalmente en la Universidad de Extremadura, su casa académica durante un tiempo. Cuenta con reconocimientos tan importantes como la medalla de Oro de la Junta de Extremadura y la medalla de Honor de la Universidad Menéndez Pelayo (UIMP) de Santander, que premió su labor de investigador y la de sabio de la literatura. Su participación en numerosos premios literarios, pienso en el Príncipe de Asturias de la Comunicación y Humanidades, testimonia asimismo el reconocimiento social de su labor. Escuché por última vez al maestro Senabre durante la inauguración del Instituto Cervantes de Utrecht. Su lección versó sobre El Quijote. Me di cuenta entonces de lo mucho que añoraba sus clases magistrales, donde aprendí de la historia de la lengua española a través de los inmortales textos castellanos. Todas las voces, las de quienes participan en este homenaje, concuerdan en el mismo juicio: Ricardo Senabre es uno de nuestros filólogos más exigentes, que ha sabido adaptarse a las técnicas y la reflexión formal que exige la disciplina de la teoría literaria, y a llevar semana tras semana su crítica literaria al público lector. Este homenaje resulta una forma de darle las gracias por su magisterio ejemplar.

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Toledo como ciudad de los liberales (con varias ilustraciones léxicas) FRANCISCO ABAD NEBOT UNED

1. UN ESPIRITUALISMO «FIN DE SIGLO»

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y por liberales históricos al movimiento y a los hombres y autores del siglo que va de 1837 a 1936, los cien años prácticamente justos constitucionales –al menos en la teoría– y (en efecto) históricamente liberales frente a lo que fue la ordenación del Antiguo Régimen. Un hecho que se advierte en sucesivos escritores de los que genéricamente pueden considerarse liberales históricos es el amor a la ciudad de Toledo; dicho en pocas y sencillas palabras, se trata de que Toledo es la ciudad de los liberales. Hay muchos autores a los que cabría considerar: no disponemos de mayor espacio, y ahora vamos a referirnos sólo e inicialmente a uno de ellos, don Manuel Bartolomé Cossío, aunque cabrá también alguna referencia a Galdós. Por otra parte no puede olvidarse el giro de nuestra cultura hacia los años noventa del Ochocientos y que luego se prolonga más: al positivismo se contrapone entonces un espiritualismo que impregna la novela (Pérez Galdós, Emilia Pardo Bazán…). José María Jover (1981: 273) es quizá quien más se ha referido a este carácter de los años españoles de la década de los noventa (en el Ochocientos), y aun siendo un poco extensos, debemos dar idea de sus palabras: NTENDEMOS POR LIBERALISMO HISTÓRICO

Los tensos y patéticos años noventa se presentan [...] con caracteres [...] peculiares e inconfundibles. [...] Pisando los talones al positivismo, manifestaciones de un cierto desvío con respecto a la fe en la ciencia y en la razón; manifestaciones que unas veces siguen el camino del evolucionismo para caer en fórmulas muy afines al irracionalismo germánico [...], y otras el de un espiritualismo que suele aparecer como elemento de contraste, diferenciando las obras de madurez de las forjadas en años de juventud [...] por no pocos literatos. Las

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clases altas y medias del país expresan –en la política como en el arte– su preocupación, su temor o su simpatía por los desheredados; el «problema social» accede a un primer plano.

El espiritualismo del fin de siglo se manifiesta en efecto en las obras de los llamados novelistas del realismo, y a veces en la conmiseración de los intelectuales hacia el obrerismo y la pobreza; en otras ocasiones, en cambio, el temor a las clases más desfavorecidas llevó a una dureza inmisericorde en el trato dentro de la vida real a la clase obrera. Jover glosa asimismo, al aludir a la crisis del positivismo en tanto actitud filosófica (1981: 364-365), cómo se dan barruntos o convicciones de que ni el orden social burgués es tan sólido y admirable, ni el conocimiento científico-natural algo que baste a dar razón, por sí mismo, de todas las incógnitas del hombre. Asistimos así al apogeo de una pintura [...] que se diría que busca insistentemente, a través de la reiteración del tema de la miseria, del desvalimiento del desheredado, del dolor y de la muerte del humilde [...], testimonios de cargo frente a una sociedad que exige imperativamente su defensa y su conservación por boca de su burguesía.

Efectivamente el espiritualismo de los intelectuales constituye una denuncia enérgica de las condiciones de vida de las clases populares, del autoritarismo con resabios pretorianos de la vida política, etc. Asistimos a una quiebra del positivismo que se manifiesta asimismo –lustros más tarde– en el impulso dado a la Metafísica dentro de la Filosofía (Ortega, Zubiri, Julián Marías tras la guerra); en la Historia de la lengua mediante la superación por Menéndez Pidal del esquematismo de la tradicional «gramática histórica» –en este sentido son capitales sus textos Orígenes del español (1926) e Historia general de la lengua española (redactada h. 1938-1942)–; etc. A manera de mero apunte hemos señalado alguna vez ya en Ortega y Gasset (2007: 235 y 779) su proclama acerca de «la anemia filosófica del siglo XIX», del «imperio» ejercido por el positivismo sobre Europa «durante la segunda mitad del siglo XIX», etc. Por su lado Zubiri (2007: 4, 8, y 481-483) decía en sus clases en tanto una comprobación y un lamento acerca de la ruptura acaecida en la evolución o continuidad de la metafísica [«de la filosofía primera»]: Una de las dimensiones más importantes del pensar contemporáneo es el orden de problemas y pensamientos en que se paró la mente filosófica desde Hegel hasta los tiempos actuales [...]. El nivel filosófico bajó a cero en el año 70 [del siglo XIX], cuando la humanidad salió del idealismo alemán que termina en Hegel para echarse en manos de la ciencia positiva.

para el autor desde luego «la metafísica es la filosofía». Zubiri dice con Ortega que «toda la mentalidad de la segunda mitad del siglo XIX» es «el positivismo», positivismo que consiste simplemente en «lo puesto», en «que se vaya directamente a las cosas». Los presentes testimonios deben recordarse: el positivismo suponía una ausencia del verdadero quehacer filosófico, y la quiebra del positivismo se dió concomitantemente en la cultura española en la filosofía, la literatura, la lingüística, la crítica de arte…

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2. COSSÍO (Y GALDÓS) En 1891 publica don Benito Pérez Galdós una de sus novelas de mayor relieve: Ángel Guerra. Ya Joaquín Casalduero interpretaba (1951: 106) cómo la vida toledana recogida y de ambiente religioso ofrecía al novelista «una atmósfera [...] propicia al conflicto espiritual» de su protagonista, y cómo Galdós experimenta en cuanto creador «el valor religioso del Espíritu». Se trata de un texto novelesco en el que comparece la demofilia de don Benito y que habrá de considerarse analíticamente y en detalle. Nuestro espacio lo vamos a dedicar al gran Manuel Bartolomé. Figura fundamental de la cultura española contemporánea es don Manuel Bartolomé Cossío, y resulta asimismo decisiva –al igual que lo será Marañón– cuando hemos de tratar de Toledo en tanto ciudad ideal de los liberales históricos españoles. En un artículo de 1897 del cual se hacen eco luego algunas otras obras del autor, Cossío avalora ya al Greco: Su trabajo aquí fue tan genial y de tanta originalidad, que no puede menos de considerarse al Greco como el primer gran pintor que inaugura el siglo de oro de la escuela española, y a su influjo, como capital y decisivo en la misma. Velázquez [...] no hubiera existido tal vez sin el Greco. Al menos, es imposible concebir la obra del uno sin la del otro. [...] En todo lo que en su obra [la del Greco] procede de la genialidad, del poder de expresión, de la vida interior, de la alta idealidad, ni el mismo Velázquez tal vez le supera (apud Álvarez Lopera 1987, 376-377).

Instalado en la percepción de los mundos interiores y de la espiritualidad, nuestro crítico avalora sobre todo la idealidad y la expresión de vida interior por parte del cretense; de otra parte, hace uso del troquel siglo de oro de la escuela española para referirse al siglo de oro de nuestra pintura, que él parece entender que es la centuria que va desde el Greco a un siglo más tarde, a la época de Murillo. Efectivamente en su otro texto Aproximación a la pintura española, anterior en el tiempo pero inédito en su conjunto durante un siglo, don Manuel había escrito a la letra (1985: 125) que «Murillo es el último de los grandes pintores del Siglo de Oro de la escuela española». Podemos anotar también que tres lustros antes, Galdós había escrito que «la pintura [...] tiene por edad de oro en España el siglo que media entre Pablo de Céspedes y Claudio Coello» (Galdós apud 1968: 1615); recuérdese que Pablo de Céspedes es el poeta y pintor manierista de tiempos de Felipe II. Cuando el joven Benito escribe no se ha rehabilitado aún al Greco –tarea que lleva a cabo precisamente Cossío–, y él menciona en el inicio de la centuria áurea de la pintura española a Céspedes. En cualquier caso, el joven Galdós hace uso del troquel edad de oro del arte de la pintura en España. Para Cossío y para muchos otros autores tratar del Greco es tratar de Toledo y al revés: resultan realidades inescindibles. Se trataba –dice don Manuel (Bartolomé es apellido)– de que el arte hable y diga algo al espíritu del que lo estudia: el crítico se halla instalado, por tanto, en esa veta de espiritualismo que se encuentra presente en la cultura española desde el fin de siglo del Ochocientos, y es capaz

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de percibir de esta manera mejor el sentido de Toledo en tanto ciudad y el propio sentido de la obra del Greco. Sus párrafos van diciendo (1929: 296-298 para todo lo que sigue): Toledo es la ciudad que ofrece el conjunto más acabado y característico de todo lo que han sido la tierra y la civilización genuinamente españolas. Es el resumen más perfecto, más brillante y más sugestivo de la historia patria. Por esto el viajero que disponga de un solo día en España, debe gastarlo sin vacilar en ver Toledo. [... Ninguna ciudad...] puede servir en tan alto grado como Toledo para el estudio de lo que debe el arte español a las condiciones típicas de nuestra raza.

Estamos ante la idea de los caracteres nacionales que asimismo mantendrían y desarrollarían Rafael Altamira o Menéndez Pidal: don Manuel trata de lo característico de la civilización española y de lo nuestro típico; el análisis de la civilización es además algo que surge en la época precisamente con la obra de Altamira, reivindicada en este sentido concreto por José María Jover en nuestros días. Toledo sintetiza en la concepción de Cossío la historia patria, y esto lo desenvuelve así: Toledo expresa del modo más perfecto la compenetración de los dos elementos capitales de nuestra historia nacional, el cristiano y el musulmán, nota la más saliente y original, tal vez, que entre todos los demás pueblos europeos caracteriza al español cuando se le considera en su unidad, y sobre todo en la esfera del arte.

La española es una civilización cristiano-islámica, y esto se traduce en su historia artística: así dice la tesis de don Manuel. La izquierda cultural subraya en días cercanos a los nuestros y en los nuestros que nuestra Edad Media fue una época de convivencia entre las civilizaciones, pero esto sólo en parte es cierto; sí es verdad que una mentalidad de izquierdas tiende a subrayar el componente de las otras culturas que integran la historia patria, pero tampoco es exactamente así, pues Menéndez Pelayo avaloró a los autores musulmanes y judíos peninsulares, pese a reclamar que la historia patria se identifica con el catolicismo a machamartillo. De acuerdo con su idea, Cossío hace empleo de la fórmula verbal elementos cristiano y musulmán de la historia nacional. En fin escribirá don Manuel Bartolomé: Ninguna otra ciudad posee la espléndida e inagotable serie de monumentos arquitectónicos de casi todas las edades, y que convierten a Toledo entero en un Museo donde puede seguirse [...] el estudio de los rasgos que han de estimarse originales del arte genuinamente español [...] Muy difícil es encontrar en parte alguna ciudad en conjunto más pintoresca que Toledo, donde a una excepcional situación topográfica, se junta sobre todo el espectáculo fiel de lo que debió de ser nuestro pueblo más popular y más aristócrata y lujoso, con sus innumerables iglesias y conventos, sus viviendas góticas, mudéjares y platerescas, sus empinados y estrechos callejones moriscos: el cuadro real, casi vivo y casi intacto, en suma, de sus épocas de esplendor y grandeza.

Se trataba –según venimos viendo– de caracterizar los rasgos del arte español como una parte de la caracterización del pueblo español. Además nuestro autor apela a lo que llama «el pueblo más popular», lo cual es una manifestación muy

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institucionista de apego y exaltación de la intrahistoria, de las calles y viviendas en las que se ha desarrollado la civilización española. A Cossío se debe esta fórmula verbal de el pueblo más popular, lo más intrahistórico y amable para él y para otros autores de la historia humana. En el gran libro El Greco, nuestro autor postula la necesaria identificación espiritual entre el pintor y la ciudad (1983: 104): «Toledo necesitaba –expresa– un pintor de genio y de maestría que penetrara su carácter, que se identificase con su historia, que tradujera con sinceridad el melancólico estado de los espíritus»; sin duda opera también Cossío –de manera implícita– con la idea de intrahistoria, y entiende que el pintor se identificaba con la ciudad al llevar a los lienzos el que él interpretaba melancólico estado de los espíritus de la España filipina. Hace referencia asimismo don Manuel a las letras bellas en los años del pintor (1983: 108), y manifiesta entonces que tales años fueron «el siglo de oro de la literatura española», y menciona como integrantes de tal centuria a Santa Teresa, Cervantes o Lope; estamos pues ante un momento en la configuración del concepto de siglo de oro esta vez en lo que se refiere a la literatura. Cossío, que escribe en un momento anterior a la revalorización del Barroco y de Góngora, entiende por el siglo de oro de las letras castellanas al que se deriva de los autores más clasicistas. Un capítulo significativo de este libro El Greco es el que está dedicado al «Entierro del conde de Orgaz» (1983: 169 y ss.); Cossío encuentra en el mismo «exaltado idealismo, ambiente local», «el retorno a la inagotable poesía de la vida diaria», y «el realismo familiar e íntimo y el ambiente físico y moral, así de la raza como de la sociedad castellanas»: se trata de un «naturalismo familiar» más una «aguda nota espiritual». Lo cotidiano, lo diario sencillo, experimentados además con idealidad y espiritualidad, es lo que percibe y subraya el crítico en el cuadro, de acuerdo con su percepción asimismo espiritualista y su ánimo apegado a lo intrahistórico. Escribe en referencia al Greco y glosa así don Manuel Bartolomé: A su temperamento ideal convenía una leyenda poética; a su honda y recogida intensidad, un milagro más místico que heroico de los pacíficos y humildes, próximo a la familia del amoroso ciclo franciscano; a su naturalismo español, una escena puramente nacional, ocurrida en Toledo; a su melancólico y humano dramatismo, un entierro; a su independencia artística, un hecho oculto, casi desconocido de las gentes [...]. Pocos cuadros, si es que los hay, ni en la española ni en otras escuelas, más excitantes, más inquietadores, que el Entierro, cuya escena, [...] sin ser historia ni pretender enseñar nada histórico, no sólo sugiere una idea, sino que provoca un estado de ánimo en consonancia con lo que debieron ser entonces la raza y la esencia de la vida castellanas.

Estamos de nuevo ante la percepción e interpretación en el Greco de lo humilde, pacífico y franciscano; de un naturalismo ideal y característico, y de lo nacional; de los hechos ocultos, latentes, e intrahistóricos. Lo intrahistórico es lo que queda apresado en este cuadro y así lo percibe el crítico; de otra parte la referencia al franciscanismo resulta asimismo característica del espiritualismo español del fin de siglo del Ochocientos. Cossío lexicaliza una alusión a nuestro Quinientos al llamarla «la dorada andante caballeresca edad española» (1983: 178); del contexto parece deducirse que la edad española designada por el crítico es justamente la del siglo XVI.

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Proclama de nuevo don Manuel «el realismo místico español» del cuadro, su «íntimo, familiar y espiritual realismo», «el dechado cristalino de ese perenne castizo naturalismo hondamente penetrado de idealidad que toda sana inspiración ha perseguido siempre» (1983: 178-179): resulta así que el ideal estético de don Manuel es el del naturalismo castizo más la idealidad, el de una idealidad que mira a lo natural y a lo castizo, o –dicho de otra manera– el ideal de un realismo espiritual que atiende a lo tradicional. Además Cossío considera que uno de los rasgos del arte español es el que se sintetiza y simboliza en el Entierro... (1983: 180): «Paréceme que hay sobrado motivo para considerar al Entierro del conde de Orgaz, por su fondo y por su forma, como el prototipo de esa corriente siempre melancólica, las más veces fúnebre, que atraviesa por todo el arte español sin haberse agotado todavía». En fin don Manuel avalora y revaloriza este cuadro del Greco con el párrafo que transcribimos (1983: 182): Y así combinando [el pintor] en justa medida su imborrable idealista genio nativo, su neto español familiar naturalismo, su acento vibrante y su típica gama; y condensando raza, época, ambiente y concepciones nacionales con tan intensa vida, con tan escueta sobriedad de líneas, con técnica tan sólida y certera, hizo del Entierro a la vez que una obra de valor universal en cuanto fiel, viva, poética encarnación de un trozo de realidad, de un episodio humano, un ejemplo además original y nuevo, sin claros antecedentes manifiestos en la historia del arte.

Nuestro crítico percibe –según venimos viendo– el genio idealista del pintor y su naturalismo familiar, esto es, un realismo penetrado de idealidad y que se halla atento a lo tradicional y castizo. Obsérvese por otra parte, en cuanto a la elocución del párrafo, cómo Cossío combina un sustantivo más varios adjetivos al construir el decurso según un cierto empaque formal un tanto oratorio: «imborrable idealista genio nativo», «neto español familiar naturalismo», «fiel, viva, poética encarnación», etc. Siguiendo con lo idiomático, recuérdese asimismo, de acuerdo con lo que queda ya anotado, que el mismo Cossío hace uso del troquel siglo de oro de la escuela española para referirse al siglo de oro de nuestra pintura, que él entiende en tanto la centuria que va desde el Greco a Murillo; en un momento anterior a la revalorización gongorina y del Barroco, don Manuel no considera a su vez siglo de oro literario sino al de los escritores más clasicistas y que llega hasta Cervantes y Lope de Vega. 3. TOLEDO Y LA INTELIGENCIA LIBERAL Según hemos empezado a ver –tenemos el propósito de que otros escritos análogos sucedan al presente–, Toledo se constituye en el imaginario de los liberales históricos españoles en la ciudad ideal por excelencia de entre las españolas, aquella que se ha de visitar si se dispone de un solo día de estancia entre nosotros. Acaso el haber sido lugar de residencia a la vez de musulmanes y de cristianos (y el ser a la vez la ciudad de Alfonso X, de Garcilaso, del Greco, …) ha contribuido a hacerla emblemática para esa inteligencia liberal.

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BIBLIOGRÁFICAS

ÁLVAREZ LOPERA, J., 1987, De Cean a Cossío: la fortuna crítica del Greco en el siglo XIX, Madrid: FUE. BARTOLOMÉ COSSÍO, M., 1929, De su jornada, Madrid: Imprenta de Blass. — 1983, El Greco, Madrid: Espasa Calpe (col. Austral, cuarta ed.); tenemos a la vista asimismo una edición mayor de la obra –que incluye el catálogo de las obras del pintor y una bibliografía–, publicada también por Espasa en 1981. — 1985, Aproximación a la pintura española, Madrid: Akal. CASALDUERO, J., 1951, Vida y obra de Galdós, Madrid: Gredos. JOVER, J. M., 1981, «La época de la Restauración», en Tuñón de Lara, M., (dir.), Historia de España. VIII, Barcelona: Labor, 269-406. ORTEGA Y GASSET, J., 2007, O. C., Madrid: Taurus y Fundación Ortega. PÉREZ GALDÓS, B., 1968, Obras Completas, VI, Madrid: Aguilar. (5.ª ed.). ZUBIRI, X., 2007, Cursos universitarios. Volumen I, Madrid: Alianza.

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es resultado de la cooperación entre la recordación, como acción de recordar, como proceso de recuperación de hechos, personajes, experiencias, sensaciones, etc. que con intensidades diferentes permanecen en la memoria, y la producción de la obra en sus distintos ámbitos y niveles a partir de dicha recuperación. La recordación se proyecta poiéticamente, es decir, creativamente, en la obra, en la escritura, la cual hace comunicable la memoria. La lengua desempeña una función de gran importancia en la autobiografía, porque es necesaria para que exista el texto autobiográfico y en muchos casos porque forma parte de la realidad del personaje y del recuerdo que es incorporado a la construcción de la autobiografía y es representado lingüísticamente en el texto autobiográfico. La autobiografía (Lejeune, 1994 [1975]; Senabre, 1986; Villanueva, 1991; Catelli, 1991; García Berrio, Huerta Calvo, 1992: 227-229; Martínez Arnaldos, 1993: 114-137; Romera Castillo, (ed.), 1993; Alberca, 1996; Guillén, 1998; García Berrio, Hernández Fernández, 2004: 293-297; Hermosilla Álvarez, Fernández Prieto, (eds.), 2004; Pozuelo Yvancos, 2005) es un género en el que el autor o autora de la obra crea el personaje (Senabre, 1986: 51), lo configura por medio del arte de lenguaje con el recuerdo, el olvido o la omisión, dentro del pacto comunicativo que se establece en las obras de este género entre la instancia productora y la instancia receptora (Lejeune, 1994; Alberca, 1996). La autobiografía como poiesis (Villanueva, 1991: 108) crea el personaje, lo configura en la propia escritura. La configuración del personaje protagonista, que es también la configuración escritural, creativa, del propio autor o autora de la autobiografía en tanto personaje de su obra, es llevada a cabo con la memoria activada por la recordación y con la conciencia del olvido o A ESCRITURA AUTOBIOGRÁFICA

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de la posibilidad del olvido, pudiendo convertirse en construcción referencial de la obra autobiográfica tanto la memoria como el olvido, lo recordado y lo que se recuerda que se ha olvidado, la recordación que encuentra los recuerdos en la memoria y la que no encuentra e incluso la que no busca, las cuales dan como resultado la presencia del recuerdo y su ausencia como vacío del recuerdo, todo ello con una fundamentación psicológica en la poiesis de la obra (Paraíso, 1994; 1995). Memoria y olvido mantienen una relación que contribuye a la constitución de una y de otro (Ricoeur, 1998: 53 y ss.). El autor-personaje de la obra autobiográfica es construido por lo que él dice de sí mismo, por lo que omite, por lo que recuerda, por lo que olvida, pero también por la propia conciencia de la memoria, de la recordación y del olvido, por la conciencia espacializada del tiempo pasado, que es conciencia de la contemplación de ese tiempo con más o menos nitidez y también conciencia del vacío en la memoria o de la falta de nitidez en el recuerdo y de la posibilidad de la recordación fallida. En la autobiografía la escritura convoca la presencia del tiempo pasado (Pozuelo Yvancos, 2005: 87) y lo representa. La función de la memoria como fundamento poiético de la escritura está relacionada con la consideración de la memoria como resistencia y negativa al olvido (Cohen, Martínez de la Escalera, 2002: 7). 2. Una de las obras autobiográficas más importantes del siglo XX es la autobiografía de Elias Canetti, compuesta por Die gerettete Zunge (Geschichte einer Jugend), publicada en 1977, Die Fackel im Ohr (Lebensgeschichte 1921-1931), publicada en 1980, y Das Augenspiel (Lebensgeschichte 1921-1931), publicada en 1985 –La lengua salvada (Historia de una juventud), La antorcha al oído (Historia de una vida 1921-1931) y El juego de ojos (Historia de una vida 1931-1937)–. La memoria del autor sefardí es la clave de la construcción de esta obra, en la que, activada por la recordación, da como resultado la presencia del pasado en el presente de la escritura y en la presentación literaria por medio de la representación de la propia vida, objetivada en la escritura desde la subjetividad de quien recuerda y escribe. También está presente, y es presentado y representado, el olvido, que va unido a la memoria, como ausencia de ésta. Sin embargo, la escritura autobiográfica de Canetti es una lucha contra el silencio, que puede ser propiciado por el olvido y que, en cambio, es anulado si se habla del propio olvido, de la ausencia de recuerdos, como sucede con los del primer año vienés de Canetti: «Ich habe kaum eine Erinnerung ans erste Wiener Jahr, soweit es um die Schule ging» (Canetti, 2004a [1977]: 102). Así, el autor de Auto de fe habla de la ausencia del recuerdo, del no recuerdo, con lo que está presentando el olvido y sustituyendo el posible silencio por la palabra, por el lenguaje que habla del olvido y que configura positivamente el propio olvido, al darle entidad comunicativa explícita, al constituirlo como parte del referente. En la autobiografía de Canetti la memoria lucha contra el silencio, contra el olvido como pérdida de la huella de lo vivido, huella que es rescatada cuando es configurada lingüísticamente al hacerse explícita la conciencia de la ausencia de recuerdos relativos a un tiempo-espacio como el del primer año que el autor pasó en Viena. En la activación de la memoria en la recordación y en la escritura que de dicha acción, cuando se constituye como poiesis, se deriva, recordar es ver; el recuerdo toma forma de imagen mental y se ofrece a la imaginación en forma visual. En

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ocasiones se recuerda que se ve y se recuerda viendo, en una unión entre percepción y memoria. El recuerdo explícito es asociado a la visión en la escritura autobiográfica en la que el referente es la infancia del autor, en la expresión de un recuerdo temprano: «Eine frühe Erinnerung spielt an einem See. Ich sehe dem See, der weit ist, ich sehe ihn durch Tränen» (Canetti, 2004a [1977]: 36, la cursiva es mía). Y el recuerdo es considerado explícitamente una imagen: «Von Kronstadt in Siebenbürgen, wo wir den nächsten Sommer verbrachten, sehe ich Wälder und einen Berg, eine Burg und Häuser auf allen Seiten des Burghügels, ich selber komme in diesem Bild nicht vor, […]» (Canetti, 2004a [1977]: 37, la cursiva es mía). Recordar es ver y también el recordar está asociado al ver: la presencia de la muerte del padre de Canetti está asociada a la visión del Manchester Guardian junto a su padre muerto (Canetti, 2004a [1977]: 75). En la autobiografía desempeña una función importante el recuerdo del recuerdo, el metarrecuerdo, porque contribuye a la articulación referencial y temporal de la obra en una dimensión pragmática. El autor recuerda y porque recuerda escribe, pero el objeto del recuerdo es un recuerdo que forma parte del tiempo pasado. La enunciación de la autobiografía es deudora de la recordación, del acto de recordar, y del enunciado pueden formar parte la propia recordación y el recuerdo. En este sentido, ofrece un gran interés la asociación que las mejillas coloradas de Little Mary, una amiga en la infancia de Canetti en Manchester, le llevan a hacer con la primera canción infantil que escuchó en su infancia en Bulgaria: Wie richtig der Vater vermutet hatte, als er meinte, es hänge mit den roten Backen des Mädchens zusammen, wußte er wohl selber nicht. Ich habe später über diese junge Liebe nachgedacht, die ich nie vergaß, und eines Tages fiel mir das erste spanische Kinderlied ein, das ich in Bulgarien gehört hatte. Ich wurde noch auf dem Arm getragen und ein weibliches Wesen näherte sich mir und sang: »Manzanicas colorados, las que vienen de Stambol« — »Äpfelchen rote, die kommen von Stambol«; dabei kam sie mit dem Zeigefinger meiner Backe immer näher und stieß ihn plötzlich fest hinein. Ich quietschte von Vergnügen, sie nahm mich in die Arme und küßte mich ab. Das passierte so oft, bis ich das Lied selber singen lernte. Dann sang ich es mit, es war mein erstes Liedchen, und alle, die mich zum Singen bringen wollten, trieben dieses Spiel mit mir. Vier Jahre später fand ich meine eigenen Äpfelchen in Mary wieder, die kleiner war als ich, die ich immer ‘klein’ nannte, und ich wundere mich nur, daß ich den Finger nicht in ihre Wangen stieß, bevor ich sie küßte. (Canetti, 2004a [1977]: 60-61)

En su autobiografía Canetti recuerda y se refiere así al recuerdo que en Manchester tuvo de una canción sefardí de su infancia, canción que está en español (en la variedad del español que es el judeoespañol), por lo que en este recuerdo se unen la memoria y la lengua de su infancia, que tan importante es para él. 3. Elias Canetti es uno de los muchos autores que se han desplazado de su lugar de nacimiento a lugares en los que se hablan otras lenguas. Podría ser incluida su obra en la denominada literatura desterritorializada, literatura escrita más allá de las fronteras políticas o culturales, también lingüísticas, dentro de las cuales se sitúan los espacios del origen (Alfaro Amieiro et al., 2007), literatura que también podemos llamar, matizando la anterior denominación, literatura ectópica, literatura fuera de lugar, para lo cual tomo como referencia el título de las memorias de Edward

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Said (1999), por los distintos desplazamientos que Canetti hizo siendo niño y también siendo adulto. Es la suya una obra asociada a la migración, al cambio de lugar y al cambio de espacio cultural (Chiellino, 2001; Alfaro Amieiro, 2007), siendo así que el cambio de lugar, el desplazamiento, tiene una proyección sobre la obra literaria (Albaladejo, 2007). Desde su nacimiento e infancia, Elias Canetti siempre estuvo relacionado con diversas lenguas. Como es sabido, Canetti nació en 1905 en una familia sefardí en la ciudad búlgara de Rustschuk, puerto del Danubio, actualmente llamada Ruse. En 1905 Bulgaria no era aún un país totalmente independiente, desde 1878 era un principado autónomo y fue en 1908 cuando el país obtuvo la plena independencia del Imperio Otomano. Estos datos ayudan a entender la convivencia de culturas y lenguas de la ciudad en la que nació Canetti. Como él escribe en su autobiografía, en un día podían escucharse allí numerosas lenguas: búlgaro, turco, español (judeoespañol), griego, albanés, armenio, rumano y ruso (Canetti, 2004a [1977]: 10). El lugar de nacimiento de Canetti, con su pluralidad de lenguas, se encuentra en correspondencia con la propia historia familiar del autor de Masa y poder y con lo que será su vida, con sus diversos desplazamientos a países, a culturas y a lenguas, que constituirán uno de sus rasgos vitales y literarios más importantes (Hanuschek, 2005). La lengua materna de Canetti es el español, lengua de sus padres y de toda su familia, lengua de sus antepasados, judíos que fueron expulsados de España y, llevando consigo su lengua, llegaron a tierras del Imperio Otomano, donde fueron bien acogidos. La comunidad sefardí de Rustschuk, si bien participaba activamente en la vida comercial de la ciudad, era una comunidad muy cerrada sobre sí misma, resultando extraña su poca relación con los judíos askenasis, que, como recuerda Canetti, eran llamados todescos –es decir, alemanes– por los sefardíes –Spaniolen en alemán– (Canetti, 2004a [1977]: 11-12). Canetti recuerda la lengua de su familia, el español, a la que está unido en su memoria el alemán como lengua en la que sus padres hablaban entre sí cuando querían aislar su conversación de la comprensión de los hijos: Meine Eltern untereinender sprachen deutsch, wovon ich nichts verstehen durfte. Zu uns Kindern und zu allen Verwandten und Freunden sprachen sie spanisch. Das war die eigentliche Umganssprache, allerdings ein altertümliches Spanisch, ich hörte es auch später oft und habe es nie verlernt. (Canetti, 2004a [1977]: 17)

Las lenguas ocupan un lugar especial en la memoria de Elias Canetti, son objeto de la recordación y están presentes en su autobiografía. Desde su lengua materna, el español hablado por los judíos sefardíes, hasta la lengua alemana, que Canetti elige como lengua de su escritura literaria, un conjunto de lenguas se hallan en su memoria y en el referente de su autobiografía. La lengua forma parte de la vida y la vida es vivida con la conciencia de la lengua, y por ello la vivencia de la lengua es incorporada a la escritura autobiográfica. La autobiografía de Canetti contiene como uno de sus elementos principales los desplazamientos geográficos de su autor, que están representados en el texto de aquélla. Junto a estos desplazamientos se encuentran los desplazamientos de la lengua, el estar en una lengua y pasar a estar en otra, la memoria de las lenguas, la memoria en las lenguas, así como el olvido. Los desplazamientos de Canetti de unos lugares a otros están relacionados con su conciencia de las lenguas. Recuerda de sus años de infancia que

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en su ciudad natal se hablaban varias lenguas y tiene un especial recuerdo de su nodriza, que era rumana, por lo que Canetti siempre tuvo un cálido afecto por el sonido de la palabra rumänisch (Canetti, 2004a [1977]: 16). Pero a veces Canetti no sabe, porque no recuerda, en qué lengua hablaba en su infancia con alguna persona, como le sucede en relación con el armenio que cortaba leña con un hacha: «Wir sprachen einige Worte zueinander, aber nur wenige, und ich weiß nicht, in welcher Sprache» (Canetti, 2004a [1977]: 20). Un fenómeno del mayor interés es la lengua en la que Canetti tiene los recuerdos. En su infancia, Canetti aprendió búlgaro, pero olvidó esta lengua, a diferencia del español; los recuerdos de la edad infantil los conserva en alemán, ya que se le habían traducido en su mente a esta lengua, especialmente todo lo que le sucedió en el ámbito del búlgaro, mientras recuerda en español los sucesos más dramáticos y los terrores que de pequeño experimentó; escribe: «Alle Ereignisse jener ersten Jahre spielten sich auf spanisch oder bulgarisch ab. Sie haben sich mir später zum größten Teil ins Deutsche übersetzt» (Canetti, 2004a [1977]: 17). Esto lleva a Canetti a hacer una reflexión sobre su memoria y sobre su escritura autobiográfica, reflexión con la que explica que tiene perfectamente presentes los hechos de aquellos años, aunque con su aprendizaje del alemán y con el paso del tiempo están en su mente con palabras que le eran desconocidas cuando se produjeron; lo explica como una traducción diferente de la traducción literaria, como una traducción que ha tenido lugar en el subconsciente, a pesar de su rechazo de la palabra subconsciente (Canetti, 2004a [1977]: 18). En la memoria de Canetti está constantemente presente el español de su infancia, lengua que nunca perderá. La lengua está unida al recuerdo de su familia y la evoca al referirse a los orígenes y a las tradiciones familiares y de su grupo cultural, los sefardíes: Es stand, ohne Überhitztheit, im Mittelpunkt ihres Daseins. Aber sie hielten sich für Juden besonderer Art, un das hing mit ihrer spanischen Tradition zusammen. Im Lauf der Jahrhunderte seit ihrer Vertreibung hatte sich das Spanisch, das sie untereinander sprachen, sehr wenig verändert. Einige türkische Worte waren in die Sprache aufgenommen worden, aber sie waren als türkisch erkennbar, und man hatte für sie fast immer auch spanische Worte. Die ersten Kinderlieder, die ich hörte, waren Spanisch, ich hörte alte spanische ‘Romances’, was aber am kräftigsten war und für ein Kind unwiderstehlich, war eine spanische Gesinnung. (Canetti, 2004a [1977]: 11)

Durante las conversaciones que Elias Canetti mantenía en Viena alrededor de 1937 con Avraham Sonne, quien le comentaba la Guerra Civil española que estaba teniendo lugar entonces, adquirió conciencia de la cultura española, a la que histórica y familiarmente estaba vinculado, y también de su lengua materna, que, en virtud de esta conciencia activada gracias a Sonne, conservará siempre: «Er [Sonne] hat mich darauf vorbereitet, eine Sprache mitzunehmen, sie mit solcher Kraft zu halten, daß sie unter gar keinen Umständen in Gefahr geriet, sich einem zu verlieren» (Canetti, 2004b [1985]: 277). Canetti aprendió inglés de niño en Manchester, pero al morir su padre en 1912 dejó Inglaterra para ir a vivir a Viena. Durante el viaje a Viena comenzó a aprender alemán, que le enseñaba su madre actuando como una profesora muy exigente, que veía la necesidad de que supiera suficiente alemán para que en Viena

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pudiera ser admitido en el curso de enseñanza que le correspondía por edad. En el viaje de Manchester a Viena hicieron escala en París y permanecieron durante meses en Lausana, donde Canetti aprendió francés y donde, guiado por su madre, se apasionó por el alemán: Immerhin, in Lausanne, wo ich überall um mich französisch sprechen hörte, das ich nebenher und ohne dramatische Verwicklungen auffaßte, wurde ich unter der Einwirkung der Mutter zur deutschen Sprache wiedergeboren und unter dem Krampf dieser Geburt entstand die Leidenschaft, die mich mit beidem verband, mit dieser Sprache und mit der Mutter. Ohne diese beiden, die im Grunde ein und dasselbe waren, wäre der weitere Verlauf meines Lebens sinnlos und unbegreiflich (Canetti, 2004a [1977]: 94)

El alemán es la lengua que Canetti utiliza como lengua de su escritura literaria, pero él ya había elegido antes el alemán, movido por el amor propio en las clases que recibía de su madre, no siendo ajeno a su elección de esta lengua el hecho, antes expuesto, de que fuera la lengua en la que sus padres hablaban cuando tenían conversaciones que no querían que fueran conocidas por los hijos (Canetti, 2004a [1977]: 84-95)1. El ambiente existente en Viena a causa de la guerra y la guerra misma hicieron que la familia se trasladara a Zurich, ciudad en la que Canetti seguía estando en el espacio de la lengua alemana, a la que, por sus estudios y su residencia en Viena, se había habituado completamente. En Zurich aprendió la variedad suiza del alemán a escondidas de la madre, que quería que su hijo no perdiera la pureza del alemán vienés (Canetti, 2004a [1977]: 170-171). Si en 1921, al trasladarse con su familia a Frankfurt, Canetti dejó con amargura Zurich, donde había vivido cinco años, porque se sentía muy unido a la ciudad, a su literatura y a su alemán dialectal, «die ich mir gegen den zähen Widerstand der Mutter erworben hatte» (Canetti, 2005 [1980]: 9), vivió en Zurich los últimos años de su vida, desde 1971 hasta 1994, año en el que murió en esta ciudad. De Frankfurt regresó a Viena en 1924, en noviembre de 1938, después de la ocupación de Austria por Hitler, se fue a vivir a Inglaterra. En 1952 obtuvo la nacionalidad del Reino Unido y en 1981, siendo ciudadano británico, recibió el Premio Nobel y pronunció en alemán su banquet speech. 4. Elias Canetti vive en muchas lenguas, pero el español y el alemán son sus lenguas realmente propias. El español como lengua materna y el alemán como lengua elegida. Cuando comienza a escribir, el alemán ya es una lengua suya, por lo que en el caso de Canetti hay que situar la elección de la lengua (Ruiz Sánchez, 2003) en una realidad vital que tiene las raíces en su infancia. Su elección de la lengua de su obra literaria viene condicionada por una anterior posesión del alemán. Así, su escritura en una lengua distinta de la materna constituye un caso especial de exofonía. María José Vega considera que el concepto de exofonía, vigente en la explicación de la elección de lengua en las literaturas coloniales y postcoloniales, puede ser válido no sólo para explicar el uso de la lengua literaria en dichas literaturas, sino también para dar cuenta de la elección de una lengua literaria en casos en los que no existe la presión de la colonización o de la subordinación política 1. Sobre las implicaciones psicológicas del interés de Canetti, siendo niño, por el alemán, vid. Kleinman Bernath (2005: 37-41).

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(Vega, 2003: 161). El caso de Canetti sería un caso de exofonía –o exografía, término propuesto por María José Vega (2003: 161), que conviene adoptar por su mayor precisión– en ausencia de una situación colonial o postcolonial, matizado por el importante hecho de que, por las razones anteriormente expuestas, el alemán se había convertido desde su infancia en una lengua propia, junto a su lengua materna. Existen muchos casos de uso literario de una lengua distinta de la materna reflejados en la escritura autobiográfica, como el del crítico y escritor palestino-norteamericano Edward Said en Out of Place (1999) o el caso paradigmático del escritor polaco-inglés Joseph Conrad en Some Reminiscences (obra también titulada A Personal Record) (1968 [1912]). Son casos que presentan particularidades diferenciadoras junto a rasgos comunes dentro del fenómeno general de la exografía, siendo uno de los aspectos en los que coinciden, entre sí y con la escritura autobiográfica de Elias Canetti, el constituido por la presencia en el referente del texto autobiográfico de la lengua materna y de la lengua en la que están escritas las obras. También ofrecen interés otros casos, como el de la escritora belga Suzanne Lilar en su obra Une enfance gantoise (1998 [1976]), aunque no se trate propiamente de exografía, por la reflexión sobre la lengua que hay en su escritura autobiográfica. Un examen de diferentes autores, de sus obras y, en caso de que existan, de sus textos de escritura autobiográfica o memorialística, permite determinar del modo más exhaustivo posible las distintas formas de exografía, así como también de literatura ectópica, teniendo en cuenta los casos en los que una obra puede ser exográfica pero no de literatura ectópica y también los casos en los que una obra literaria ectópica no es exográfica.

REFERENCIAS

BIBLIOGRÁFICAS

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de los géneros literarios dispone de dos grandes lugares históricos, la Grecia clásica y la Alemania idealista en amplio sentido. El resto cabe decir que son aditamentos. Y ciertamente el proyecto griego clásico es en último término condición del alemán moderno; no obstante, la envergadura y singularidad del segundo permiten que pueda ser éste estudiado con relativa independencia del pensamiento platónico y aristotélico una vez asumida la continuidad aun antitética que entre ambos es determinable. Curiosamente, la teoría de los géneros elaborada casi exclusivamente por los grandes maestros del Idealismo alemán, en realidad sólo conocida y difundida a retazos durante un largo siglo XX positivista que en su final dio en disolución, en ningún momento ha sido examinada en conjunto y mucho menos con la perspectiva de una evolución consecuente de las doctrinas estéticas y sus particularizaciones conceptuales. En primer término es de advertir que entiendo por teoría idealista de los géneros literarios no tanto (aunque también, sobre todo en dos aspectos importantes que veremos) la contravención de la teoría clasicista como la configuración del pensamiento dedicado sobresalientemente a la idea de géneros literarios en cuanto que «sistema» o más bien entidad total por los grandes autores de la estética del Idealismo moderno entendido éste en amplio o completo sentido; es decir, desde Friedrich Schiller hasta el poshegeliano Eduard von Hartmann, cronológica y conceptualmente momentos extremos e insuperables de ese proceso, y a fin de cuentas los mayores ideadotes y constructores. Estos dos grandes momentos extremos (hasta hoy, insisto, muy curiosamente apenas tenidos en cuenta) establecen un arco dentro del cual acontecen otras importantes operaciones, hablando con independencia ahora de la epistemología que las fundamenta: la operación que abreviadamente denominaré romántica (muy difundida pero por lo común de manera L PENSAMIENTO EUROPEO ACERCA

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harto imprecisa), el sistema aproximadamente intermedio de la Filosofía del Arte de Schelling, la operación hegeliana (mejor conocida en lo fundamental) y la no tenida en cuenta de Krause. Por lo demás advertiré brevemente y de manera especial, en lo relativo al asunto que nos trae, acerca de las concordancias Vico-LessingKant y la excepcionalidad idealista de la Estética de Croce, toda vez que ésta conecta retrospectivamente con la vertiente kantiana suprimida en buena parte por esos autores a la vez que interrumpe en su base disciplinaria la epistemología estética de todos ellos empezando por el mismo Kant e inaugurando una singular visión para el siglo XX cuya vivacidad quedó anuladada y relegada por el activo proceso técnico del arte de la Vanguardia histórica1 al igual que, en otro sentido, por las evoluciones formalistas y psicologistas de la estética académica alemana y en general la difusión de los estudios también formalistas, y de muy escasa ideación, promocionados por la crítica literaria. La invención de la teoría idealista de los géneros literarios por Friedrich Schiller2 es justamente idealista y parte de una radical superación por procedimiento metafísico de la rudimentaria, o más bien restrictiva, teoría triádica tradicional heredada así como, en el fondo, del problema morfológico general de los géneros literarios tal como había sido reformulado o ideado por Aristóteles en la Poética al fijar, de una parte, la distinción platoniana de los tres modos del discurso imitativo y, de otra, ya propiamente en el campo de los géneros literarios y no meramente de los discursos que éstos subsumen, la doble tendencia humana a las acciones nobles y elevadas o bien burlescas y bajas como fundamento de las dos clases de poesía que desarrollándose a partir del himno y del yambo habrían de conducir mediante transformación sucesiva a la tragedia y la comedia. Schiller en cierta manera viene a integrar la concepción del «modo» platoniano y aristotélico, al abandonar la base original de retórica del discurso conduciéndolo a la esfera metafísica del sentimiento como modos, y de otra parte la concepción aristotélica de la doble tendencia antropológica, imitativa y de base casi instintiva, transportándola a la esfera del espíritu, y no a mera consideración de tendencia caracteriológica y de conducta tal era la aristotélica, en tanto que elegíaca y satírica, éstas a su vez dualizadas y con una resolución o posibilidad de síntesis, de idealización unitiva denominada idilio. Se trataba de la búsqueda del Eliseo puesto que no cabe la vuelta a la Arcadia. También era, desde luego, en su vértice, una afirmación de la utopía, pero de la utopía espiritual. Esto es, los géneros literarios entendidos como modos del sentimiento y tendencias del espíritu. En lo esencial, aquí interviene un neoplatonismo fundado en la transcendencia sintética del eón schillerianamente configurado a partir de la dualidad teórica al tiempo que histórica y reversible de la doble categorización de ingenuo (plástico-objetivo-clásico) y sentimental (musical-subjetivo-moderno) que en el plano propio de los géneros como modos del sentimiento o tendencias del espíritu dualiza sobre la base sentimental o moderna lo satírico y lo elegíaco. Es decir, la sátira en tanto que alejamiento de la naturaleza y contraste 1. A este propósito de la Vanguardia histórica poco se puede referir en términos estrictos más allá del fortísimo impacto de la desintegración de las formas, a no ser algún proceso notable pero en realidad poco más que de intenciones como fue el de la reformulación, tras el abandono naturalmente del drama musical de origen decimonónico, de una idea de «arte total» por parte de Kandinsky y Schoenberg. Véase de ambos la compilación de Cartas, cuadros y documentos de un encuentro extraordinario, ed. de J. Hahl-Koch, con un ensayo de H. Zelinsky, Madrid: Alianza, 1987. 2. Véase Friedrich Schiller, Sobre poesía ingenua y poesía sentimental, ed. de P. Aullón de Haro sobre la versión de Jaun Probst y Raimundo Lida, Madrid: Verbum, 1994, pp. 31 y ss.

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de la realidad con el ideal, discriminada en patética o festiva, o sea trágica o cómica, y la elegía o contraposición entre arte y naturaleza, realidad e ideal, con predominio de representación del ideal y la discriminación de elegía propiamente dicha y, por otra parte, idilio, siendo esta última categorización de idilio el momento unitivo, el encuentro o superación de toda diferencia entre lo real y lo ideal. Es de notar, por otra parte, cómo Schiller somete a crítica la relación de preeminencia de tragedia sobre comedia haciendo ver relevantemente por primera vez la posible superioridad de esta última3. Paralelamente al esquema de la doble tendencia aristotélica, Schiller asocia belleza a comedia y sublime a tragedia, subrayando la facilidad de la primera frente a la dificultad e inconstancia en la consecución de la segunda pero, también, y esto por primera vez, la superioridad de la comedia en lo que se refiere a la consecución de la serenidad, la paz y la libertad, lo cual se ha de anteponer a cualquiera otra consideración. Como he dicho en otras ocasiones, esta valoración es el precedente efectivo del humorismo, cómico romántico, adoptado por Jean Paul en tanto que superación por destrucción de lo sublime4. A partir del Sturm und Drang y de Herder, la lucha contra el régimen reglado de la poética clasicista5 dio en la radical intromisión de contrarios u opuestos, un extremismo que en realidad debió de tomar razón en la postura agustiniana ante la retórica de los estilos6. El hecho es que la generación romántica planteó, en propuesta de Novalis, el completo entremezclamiento de estilos y géneros, de manera semejante a como en el ánimo rápidamente cambian y se yuxtaponen las sensaciones, los pensamientos, conversaciones e imágenes, las músicas y demás, dando lugar de hecho a una formulación de lo heteróclito y el desbordamiento del régimen clasicista proporcionado y canónico7. Es el principio del desarreglo en favor de una supuesta fidelidad a la vida, que en Friedrich Schlegel representaba una interpretación de Schiller conducida ahora también a las particularidades de la vida y el arte y a una suspensión final en el inacabamiento o una progresividad universal y sin límite de la que daba cuenta acabada y distintiva el nuevo género preconizado del fragmento8. La Filosofía del Arte de Schelling viene a describir una situación intermedia entre Schiller y el sistema hegeliano, una sobreposición al entremezclamiento y el fragmentarismo romántico que la aproxima a la pureza de géneros de Hegel empezando por el repudio de la prosa poética, y también el principal antecedente de Eduard von Hartmann mediante algunos de sus análisis transicionales, por ejemplo y señaladamente en la relación entre pintura y epopeya9. 3. Ibid., pp. 38-39. 4. Véase Jean Paul Richter, Introducción a la estética, ed. de P. Aullón de Haro con la colaboración de Francisco Serra, Madrid: Verbum, 1991, pp. 93 y ss. 5. Conviene observar cómo al fondo de este proceso se encontraba la herencia de ese gran triunfo de los suizos y al fin del aristotélico Lessing sobre la poética neoclásica representada en Alemania por Gottsched con propósito de crear un teatro nacional al modo francés. En dos palabras, cuando el serio aristotelismo de Lessing reconoce a Shakespeare. 6. Me refiero a De vita Christiana de San Agustín. Así lo he explicado en La sublimidad y lo sublime, Madrid: Verbum, 2007, 2.ª ed. revisada. 7. Novalis, La Enciclopedia, Madrid: Fundamentos, 1976, p. 334. 8. F. Schlegel, Fragmentos (Primera Parte), en Obras selectas, ed. de H. Juretschke y M. A. Vega, Madrid: FUE, 1983, vol. I., pp. 130-131. 9. F. W. J. Schelling, Filosofía del Arte, ed. de Virginia López-Domínguez, Madrid: Tecnos, 1999.

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A diferencia de Schiller, sobre cuyo pensamiento estético sentía la mayor admiración, Hegel sin embargo se propone dar resolución al largo e imperfecto trayecto de la teoría tradicional triádica de los géneros amparada en los modos de imitación y, en último término, desprovista de una identidad autónoma y rigurosamente articulada. Para ello, siguiendo estrictamente una lógica dialéctica, repudia la poética romántica y planifica una Estética total en la cual aplica la dialéctica de las tres formas de la idea sobre la objetividad épica, la subjetividad lírica y la síntesis dramática estatuida como integración superadora de las dos anteriores, cosa que le permite el mantenimiento de la tradicional superioridad de la tragedia y, por otro lado, un claro anclaje histórico así como el establecimiento del humorismo como un final del arte en virtud del cual el sujeto se pone a sí mismo inundando la totalidad y destruyendo en consecuencia el régimen de la relación estable de las entidades. En este sentido, el núcleo dialéctico del argumento hegeliano no es sino un proyecto formal muy bien construido sobre una tradición secular que no dispuso de elementos ni de capacidad de decisión a fin de dotar al mero esquema taxonómico tripartito de la poesía de un verdadero pitagorismo del tres como finalmente representa la dialectización preconizada. Ahora bien, Hegel, que había establecido el final del arte, su adscripción al pasado, y negaba cualquier interés a la hibridación como resolución artística y en consecuencia cualquier virtualidad a la ópera y por supuesto a las proposiciones de la Romantik, ejecuta una perspectiva de cosas que finalmente, a mi juicio, es sobre todo importante por dos razones: la estabilización de un concepto de expresión poética bien articulado, la misma objetividad de la palabra como signo de la representación y como música, y en segundo lugar la dualización de un todo previo en el seno del cual tiene alojamiento junto a la obra de arte poética la obra de arte prosaica, bien oratoria o bien histórica, ensayística que diríamos en nuestra terminología. Este último criterio permanecerá estable y vigente en los criterios de la producción académica y de transmisión normativa, lo cual es reflejo permanente de un estado reconocido de cosas10.

10. Se trata de la distinción vacilante, inclusiva o desglosadora, pero a fin de cuentas de entidad similar, entre Oratoria/Retórica/Didáctica/Historiografía y, finalmente, tiempo después, Ensayística sobre todo. Es muy recomendable observar este proceso en la producción tratadística del siglo XIX, cuando la historiografía literaria poseía un lugar de primer plano en la consideración de las ramas del saber. Véase, como ejemplo, el tratado decimonónico español más importante, a su vez representación excelente de la preferente inserción literaria de la estética en su origen como disciplina, y por ello también aquí ha de ser distinguido: Manuel Milá y Fontanals, Estética y Teoría literaria, que discierne, dentro de los géneros prosaicos, las gamas del oratorio, el didáctico y el histórico (ed. de P. Aullón de Haro, Madrid: Verbum, 2002, pp. 201-230). Milá mantiene y matiza bien la relación oratoria/poesía lírica, que de uno u otro modo es también la línea de interpretación que alcanza a la primera gran poética del género Ensayo (G. Lukács, «Sobre la esencia y forma del Ensayo», en, El alma y las formas, ed. de Manuel Sacristán, Barcelona: Grijalbo, 1975, pp. 13-39) y es retomada en la segunda, con probabilidad la más importante poética, en sentido propio y como valoración general, del siglo XX: «El Ensayo como forma» de Th.W. Adorno (en, Notas de Literatura, ed. de R. Tiedemann, trad. de A. Brotons, Madrid: Akal, 2003). Hegel había ponderado especialmente el deslizamiento entre poesía e historiografía. Aunque ya escapa en verdad a los límites de nuestro objeto actual, complementariamente puede comprobarse el replanteamiento de estos problemas y en particular su desenvolvimiento contemporáneo, muy relevante para la novela y lo que pudiera entenderse como confirmación, que después indicaré, de la hegeliana disolución del arte en el pensamiento, en mi Teoría del Ensayo, Madrid: Verbum, 1992. Por lo demás, del concepto central adorniano me he ocupado en «El problema de la teoría del Ensayo y el problema del Ensayo como forma según Theodor W. Adorno», Educación Estética, 2 (2006-2007), pp. 55-76.

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Hegel hace suyo un concepto de poesía como arte expresivo que fundamentalmente habían iniciado de maneras y desde lugares extraordinariamente diversos Juan Bautista Vico11 y Lessing. El caso de Vico llevará en último término a la inmediatez absoluta de la intuición-expresión de Croce y la disolución por éste de toda techné, retórica o poética, ya a comienzos del siglo XX, pero la tradición alemana conducirá, tras Lessing, a la explicitación fundamental, como un eslabón hoy perdido pero insoslayable y relativo a la generalidad del arte, arte de la palabra y arte de la plástica o la pintura, de los «modos de expresión» kantianos, es decir, «la analogía del arte con el modo de expresión que emplean los hombres al hablar» según el parágrafo 51 de la Crítica del Juicio12. Esta «expresión» sería aquello que Schiller abandonó en el plano de la forma a fin de transcender al espíritu. De ahí, entre otras cosas como en un plano más general la decisiva de su teoría del conocimiento, el kantismo como fuente posible de formalismo. En el criterio de Croce13, la coincidencia de «forma» con «expresión» daría lugar a una inmediatez a través de esta última, a una anterioridad en coincidencia con el primer habla u otro medio, lo inicial, anterioridad en la cual la determinación ahí del objeto estético permitía suprimir todo el arduo proceso teórico kantiano conducente a la forma como belleza, es decir, la completa teoría del juicio estético. La otra gran supresión croceana es la relativa a su consideración de los géneros literarios como una falacia epistemológica que crea la categoría para después proceder a su llenado olvidando que toda realización artística consiste en una expresión individual y única. Por ello, es necesario subrayar cómo la estética de la «expresión» fue capaz extremadamente a manos de Croce de conducir a una completa laminación de toda techné, Retórica, Poética y Teoría de las artes, además de toda categoría estética y toda construcción técnico-teorética del objeto más allá de una primera ecuación intuición-expresión que diríase ceñir objeto y sujeto. Por lo demás, Hegel al diferenciar taxativamente entre obra de arte poética y obra de arte prosaica14, aun limitando su reflexión sobre este último término a los dos géneros de la oratoria y la historiografía y entendiendo que éstos participan en menor medida de la actividad artística y es su contenido más allá del modo y la forma aquello que los diferencia de la obra poética, lo cierto es que parece intuir, aun por negativa, el relieve posible de esta doble determinación y en especial si se toma en cuenta que el arte, en concepto hegeliano, es cosa del pasado, y por tanto estos otros géneros de algún modo habrían de permanecer como una relegación a la modestia del futuro… Parece evidente que las operaciones romántica y hegeliana configuran un proceso dialéctico antitético: de la desagregación y la multiplicidad de los entrecruzamientos

11. Giambattista Vico, Ciencia Nueva, ed. de R. de la Villa Ardura, con preliminares de J. M. Romay y L. Pompa, Madrid: Tecnos, 2006. 12. Sigo la versión de García Morente, en Madrid, Espasa Calpe. Estos modos kantianos, que a lo que parece han pasado por completo desapercibidos, permiten establecer una suerte de eslabón perdido. Lo hice notar en «Las categorizaciones estético-literarias de dimensión: Género/Sistema de Géneros y Géneros breves/Géneros extensos», en Analecta Malacitana, XXVII, 1 (2004), p. 10. 13. Véase Benedetto Croce, Estética como ciencia de la expresión y lingüística general, ed. de P. Aullón de Haro y J. García Gabaldón, Málaga: Ágora. 14. G. W. F. Hegel, Estética, ed. de Alfredo Llanos, Buenos Aires: Siglo Veinte, 1985, vol. VIII, pp. 46 y ss.

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románticos a la fuerza hegeliana de los géneros puros conducentes a la superioridad de la síntesis superadora sin concesión a formulaciones híbridas, fenómeno este último cuya negación representaba la negación de la ópera y en general del aspecto característico de un futuro ya trazado por la Romantik, futuro que a juicio, implícito, de Hegel podemos entender sin riesgo de falsa conjetura que no habría de ser sino el del avistamiento de una decadencia como desmembración caótica sin vitalidad y, desde luego, según su juicio ya explícito, como disolución del arte en el pensamiento. Ahora bien, es imprescindible entender cómo el teórico entremezclamiento romántico, llevado a la práctica con una u otra fortuna, y extendido a toda Europa, con resoluciones decisivas, ya definitivamente fundacionales, por así decir, y radicales, mediante los géneros breves del poema en prosa y el fragmento (y aun el ensayo como dotación de una esfera diferente que advierte de otro ámbito externo al de la rotación triádica de los géneros estrictamente artísticos), cómo el entremezclamiento romántico –decíamos– vino a proponer una exigencia de interpretación de las combinatorias posibles. La respuesta a este criterio fue dada por Krause como justa asunción del problema frente al rechazo hegeliano antirromántico en este punto. Y el hecho es que el desarrollo de esta postura produjo en Eduard von Hartmann una resolución elevada en general al momento técnico más rico, matizado e iluminador de la historia del pensamiento acerca de las artes y los géneros literarios. Krause, siempre fundado en la organicidad y la armonía, tanto en sentido teórico como histórico, realiza varias discriminaciones generales destinadas a la configuración permanente de la unidad del todo. Además, para empezar y siguiendo su no infrecuente sentido práctico más allá de la circunstancia teórica de su época, Krause no relega ni descalifica a la Retórica. Ya expliqué en otra ocasión, a propósito de la edición española de su Compendio de Estética en versión de Giner de los Ríos, cómo distingue Krause en la variedad del Arte modos y grados, y, paralelamente a Goethe, estilo y manera15, estableciendo además a partir de la relación entre la vida finita y la suerte o providencia, otra determinación general de la belleza artística: lo armónico –en primer lugar–, lo trágico y lo cómico y lo tragicómico o humorístico, que se compone de los dos anteriores. Se diría un tetractys o década pitagórica en la cual el uno (sobre cuatro) es el principio a diferencia de la adopción del tercero como síntesis y momento unitivo final presentado por Schiller. Esta distinción queda asimismo aplicada a la Poesía, pero se trata de una categorización efectuada al margen de la clasificación triádica de géneros morfológicos: épica, lírica y dramática, que son géneros fundamentales o simples sobre los cuales Krause considera matemáticamente todas las posibilidades combinatorias multiplicadas dentro de cada uno de ellos como géneros compuestos16. Krause adopta ahora una suerte de ars combinatoria a partir del 3 heredado (subsumido en la década) sometiéndolo a combinación binaria con resultado de 6 y a combinación ternaria con resultado de 10. Esto es:

15. Karl C. F. Krause, Compendio de Estética, traducido del alemán y anotado por Francisco Giner de los Ríos, ed. de P. Aullón de Haro, Madrid: Verbum, 1995, p. 24. 16. Ibid., pp. 120-125.

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el ll

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eel Ell

eed eld Edd lld ldd ddd

lll

Siendo que las combinaciones o/y reiteraciones responderían a casos como el de épica episódica (ee), una canción dentro de una oda (ll), un drama dentro de otro (dd) o una novela que combina elementos épicos, líricos y dramáticos (eld) ya predomine uno u otro y será de suponer que el orden deba señalar la dominancia. Naturalmente, esta combinatoria puede permitir una complejización expositiva de relaciones o incluso acceder a una formulación intrincada por cuanto haga necesario distinciones subordinadas múltiples y no sólo de jerarquía. En cualquier caso, la nitidez y eficacia del método, en realidad analítico/combinatorio, facilita notablemente un procedimiento inmediato de evaluación y resolución. El sistema combinatorio, con trazado de raigambre hermética, se multiplica y cierra sobre sí, piramidalmente sobre su base triádica, aunque a vista nuestra, y quizás también de la del arte del propio Krause, debiera tomar en cuenta al menos un componente exterior a la tríada, «ensayístico» siguiendo nuestra denominación genérica pero llámese como se quiera, mediante el cual fuese factible una verdadera apertura del objeto género y, por demás, explicitase e incluso reinsertase una distinción como la de finalidad del propio Krause, mediante la cual asume la extensión del arte literario más allá de la restricción puramente poética. Meramente enumeraré esa y las restantes distinciones del autor a fin de que pueda obtenerse una imagen de conjunto. Por lo demás, nótese la dimensión genérica eficazmente totalizadora de las restantes distinciones, eficaz y desembarazadamente sustentadas como especificación temática (religiosa, profana, mixta), de estilo, que es salvando un pequeño matiz la retórica más tradicional, y la de la finalidad, que se permite incluir en coincidencia con el propósito de abrazar por completo la realidad una diferenciación, por otra parte bastante convincente, entre pura, aplicada y mixta; así como de tres períodos principales en la historia de la Poesía: antiguo o ante-cristiano (básicamente caracterizado en coincidencia con Hegel), romántico o medieval (en el sentido usual de los románticos y Hegel), y nuevo y moderno (que se atiene a la categoría «sentimental» de Schiller e incorpora el «humorismo» de Jean Paul a su vez asumido por Hegel, y haciendo converger el espíritu clásico y el romántico). Sin embargo, a completa diferencia del criterio de Hegel, piensa Krause en el gran futuro del arte y que el desarrollo de la tercera edad de la humanidad, tan sólo en germen, es lo que habrá de desenvolver la perfección y la belleza de la Poesía. Esto tampoco deja de constituir una formulación doctrinal característicamente hermética.

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Ahora bien, procede hacer patente, como conclusión al examen de la teoría krauseana, cómo el conjunto del dispositivo genérico elaborado configura una doble argumentación de belleza artística y estructura triádica el cual viene a diseñar ambiciosamente un entrecruzamiento totalizador de los modos del sentimiento o tendencias del espíritu enunciados por Schiller y la tradicional estructura de géneros que dialécticamente culmina en Hegel. Y la pregunta de cómo se articula ese doble plano responde a la fórmula de que a la perfecta tetractys del cuatro se incorpora como particularización, en este caso la Poesía, el cinco, una cabeza, el centro de los cuatro puntos cardinales, o síntesis de los cuatro elementos, como salida a otro plano de la estructura piramidal de la década. Desde un punto de vista muy general acaso convenga advertir que el espiritualismo optimista de Krause pasa en Eduard von Hartmann a ser un espiritualismo escéptico que ha perdido la fe en el progreso humano y entiende el arte como el gran mundo de las ilusiones para consuelo de las desgracias de la vida. La teoría de los géneros literarios de Hartmann, que tiene lugar en La Filosofía de lo Bello (1887)17, una obra decisiva para el pensamiento literario moderno en general, para la llamada estética de la recepción y del lector entre otras cosas, curiosamente ha sido ignorada. A mi modo de ver, Schelling y Hegel constituyen la gran condición de Hartmann pero la teoría de los géneros de éste presupone la integración de una perspectiva de cosas, tuviese conocimiento de ella o no, tal la que ofrece esquemáticamente el sistema combinatorio de Krause. O incluso podría decirse otro tanto de la teoría del arte en general, dentro de la cual la teoría de los géneros literarios se inserta y nosotros por autolimitación no vamos a tratar más allá de lo estrictamente necesario al actual propósito. Hartmann argumenta que existe una cierta y previa actividad artística de bajo grado (lo sensible, material y dinámicamente agradable) pero que las artes plenamente dichas responden a la distinción de artes no-libres de finalidad extraestética (subordinadas a las técnicas, entre las cuales es de notar que se consideran la rítmica, la métrica y la estilística eufónica) y artes libres, diferenciables en primer término como simples o compuestas. Hartmann, que posee un pensamiento muy maduro acerca de la cuestión taxonómica, rechaza tanto el tipo de clasificación dialéctico a no ser natural consecuencia del objeto y los conceptos meramente universales abstractos como aquel tipo de clasificación muy amplio o muy restringido al igual que aquellos que coordinan subespecies de artes distintas o bien equiparan artes de significación superior (poesía) y de significación inferior (artes de percepción). En cualquier caso, piensa Hartmann que las clasificaciones se imponen por fuerza de su claridad y alta competencia demostrada en el tiempo y no de manera asertórica. Es de considerar, aun como simple esquema, el magnífico sistema y argumento de Hartmann. Las artes libres simples son discernidas según el tipo de apariencia estética perceptiva o fantástica. La poesía, el arte superior de la apariencia fantástica mantiene paralelismo triádico con el arte de la apariencia perceptiva, creándose la relación: épica-arte figurativo, lírica-música, dramática-mímica, relación que

17. Eduard von Hartmann, Filosofía de lo bello. Una reflexión sobre lo inconsciente en el arte, ed. de Manuel Pérez Cornejo, Valencia: Universidad de Valencia/Institució Alfons el Magànim, 2001. Una exposición de la teoría de Hartmann puede verse en mi trabajo, «La estética literaria de Eduard von Hartmann. La filosofía de lo bello», Analecta Malacitana, XXIV, 2 (2001), pp. 557-580.

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es bidireccional, o sea que lo figurativo pertenece preferentemente al discurso épico y éste asimismo a la figuración. La épica tendrá como subgéneros una épica plástica y una épica pictórica más la novela posterior; la lírica será lírica épica, lírica pura y lírica dramática; y la dramática, que es síntesis, será dramática lírica, dramática épica y propiamente dramática, siendo por otra parte que la representación dramática pertenece ya a la obra de arte compuesta. Por su parte, las artes libres y compuestas determinan tres combinaciones unitivas: uniones binarias (vínculos entre las artes perceptivas entre sí y entre las artes perceptivas y la poesía o sea épica, lírica y dramática); uniones ternarias (vínculos entre artes perceptivas –el ballet– y entre artes perceptivas y la poesía; y unión cuaternaria (entre música y género dramático, es decir, la ópera o drama musical). Pero, en fin, ni las artes compuestas superan a las simples ni éstas hacen superfluas a aquéllas. La teoría de Hartmann, la más elaborada y perfecta como auténtico estudio morfológico y conceptual de los géneros sobrepasa la dialéctica hegeliana ya desde su renovación metodológica de base inductiva, pero permanece erigida y abierta, en época de cultura decadentista, ante un mundo que artísticamente se derrumba por cuanto ya no le restaba camino por recorrer y habría de quedar finalmente cercado en poco más de veinte años por el inicio de la Vanguardia histórica. De manera magistral Hartmann da resolución a la vieja e ignorada idea agustiniana de integración de unos géneros (retóricos) en otros revelada como gran decisión revolucionaria artística por la primera generación romántica. Pero el verdadero problema, por muchas distracciones y humos operísticos y demás que hubieron de aparecer en el horizonte, en realidad ya no estaba en la dilucidación específica de unas modalidades artísticas dentro de otras sino en un horizonte mucho más amplio, sólo en cierto modo intelectual más sutilizado, y de clave no unilateralmente artística que atisbó genialmente Montaigne, quién sabe si Hegel de algún modo había barruntado y él no consideraba en sus presupuestos ni aún podía vislumbrar.

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oETA INÉDITO DURANTE DÉCADAS, la creatividad literaria de Antonio Nadal ha permanecido a lo largo de su trayectoria hasta trasladar al presente de sus libros de poemas la voz de una escritura del yo, íntima, cuya narración lírica no sólo ha operado como un renovado compromiso ético sino, igualmente, como una guía confesional que marcaba en cada momento la salida del laberinto, de la complejidad de una historia personal que alboreaba, gracias, en efecto, a la poesía, y cuyos signos eran ya visibles en el primer poemario que publica: La noche amanecida1, un oxímoron, desde el título, que es figuración de contrarios, con el sentido del desvelamiento de la existencia. Tránsito existencial, pues, de cuya testimonialidad son exponentes los poemas contenidos en Hojas navegadas en la noche2, dominados ya por el diálogo, a veces dramático y otras irónico, entre las formas sociales de la postmodernidad y los resortes esenciales del ser, trágicos y agónicos, con que se contempla el mundo alrededor. Una percepción, sin embargo, que va fundamentando su modernidad al enriquecer con variantes optimistas los motivos claves de su imaginación creadora. Así ocurre en Biografía de un desconocido3, cuya poética centra los planos principales de la obra de Nadal, los que conciernen a las distintas representaciones del sujeto lírico en los poemas, finalmente adensados en un único hilo conductor que atañe a la construcción, y destrucción, amorosa, y también, al sentimiento de soledad y al juego de temporalidades, reales e imaginarias, que dan la medida simbólica de una liberación, la de un personaje del pasado cuyas huellas, objeto de olvido, quedan estigmatizadas en el mismo presente de la escritura. 1. 2. 3.

Málaga: Diputación Provincial, 1998. Málaga: Diputación Provincial, 1999. Granada: Alhulia, 2003.

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Sobre ello, Cartas desde Sofía4 explora en una hondura cuyo dolor hiere más que ningún otro; un sufrimiento que se acompaña de felicidad, aunque el poeta retenga más del amor, que es su causa, lo primero. Formas de irrealidad, acaso un deseo en perpetua metamorfosis onírica, que es procedimiento de monodiálogo poético, mitad intensidad mitad vacío, fuerza de voluntad y extrema fragilidad. Una larga tradición está detrás del poeta: la proverbial desdicha en lo tocante a lo amoroso que desde la lírica antigua acecha a sus creadores; excepcionalidad que redunda en idealismo o extravagancia y que no es sino memorable romanticismo. Pero ocurre también a la inversa, de los conflictos vitales, sentimentales, nacen grandes temas de poesía amatoria, o de pura poesía erótica. Tal vez, y en este sentido, al leer estos poemas, podríamos convenir que es el amor lo que convierte teofánicamente al hombre en poeta5. Todo está sometido a una abnegación que embriaga. Como escribió Schiller, el amor genera su propia jurisdicción, sus leyes, porque se refieren a una forma superior de ser, ante lo que hay que descartar otras cuestiones morales e imperativos éticos6. Bajo esa perspectiva, se trata de la figuración de un poder primigenio, un universo de júbilos y lamentos, de cuerpo y alma, de conmoción ante la hermosura que es o fue presencia y revelación de la amada. Pero he aquí un nudo gordiano en esta poética, lo que quizás arrastre un sentimiento palpable de culpa en el poemario, es decir, un antagonismo entre la imagen y lo real, el mismo choque que está en Fausto cuando invocando el arquetipo de la belleza, ante la forma corpórea que adopta, en el frenesí por tocarla surge la destrucción de ese canon de lo bello hecho mujer –el cuerpo es el alma–. Y ello alude al hechizo del mundo por el amor que en su mismo encantamiento alberga la tragedia7. La mejor poesía amorosa, e incluso la tradición de la imaginación erótica, la que va desde Dante a Baudelaire, incide en estos poemas escritos a orillas del Danubio, en esa búsqueda de una salida al laberinto trágico; caminos distintos que hicieron de los poetas creadores torturados o idealistas, o libres, pero siempre guiando su poética a la linde donde aparece la visión, la misma que hace retroceder a Nadal en sus versos de la mujer real, ganado por la imagen visionaria: Existió, es cierto, como sutil belleza / infundada, prevista, deseada / construida. Casi era, única. / Ella y tú, voluntad y pensamiento. Una finta del poeta hacia sí mismo, tal vez un amago de autocomplacencia para distraer el primer golpe de la realidad y su emoción, la verdadera, de manera que así el amor –y sus formas soñadas– deja de comprometer en su correspondencia, proscribe, por tanto, la circunstancia del temor a ser correspondido, y también despoja a la persona amada de cualquier compromiso al ser objeto del afán amoroso8: Deseante del tiempo que trae cada día / vive más allá del episodio / enaltecido el sueño. Ama / como ayer que no fue nunca. / Y hazlo en silencio. En silencio, ciertamente, y a través de la imaginación de rasgo trascendental que no es sino nostalgia inmersa en la memoria de lo primordial. Un enmudecimiento que ya estaba en el origen de su lírica, y un sentido del amor primigenio que daba

4. Sofía: Ciela, 2005 (edición bilingüe). 5. Cfr. G. Durand, La imaginación simbólica, Buenos Aires: Amorrortu editores, 2000, pp. 124-125. 6. Cfr. R. Safranski, Schiller o la invención del Idealismo alemán, Barcelona: Tusquets, 2006, p. 75. 7. Cfr. F. Kermode, The romantic image, Londres: Routledge, 1961, p. 46. 8. Cfr. Jean-Paul Sartre, “Teoría de la presencia material de Mí mismo”, La trascendencia del Ego, Madrid: Síntesis, 2003, pp. 54-59.

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sustancia a su tiempo de presidio político, el que recorre los textos de «Los días en que debió existir el mundo», escritos entre 1967 y 19709. Como el Keats del Endymion en aquel primer verso memorable de que «Un bello objeto es un placer eterno», y sobre todo en la Oda a una urna griega cuando otorga el mayor tesoro a la música nunca escuchada y a los labios que el tiempo no marchita por nunca besados, en esta serie poética de juventud Antonio Nadal desvela no sólo su poética en esa clave de aspiración a la belleza cerrada, que está en Keats, sino también en el modo de existir: una consagración a la pasión amorosa, un estado que da luz al ocultamiento del mundo, aunque para ello en la palabra herida haya que renunciar a la unión con la amada10: Vayamos al sabor profundo del beso / a la nostalgia apenas de las manos / al martirio que nos debilita / a la esencia líquida de los labios / Contra el pecado y la incertidumbre / renovar los ojos cada día / a la única e indestructible verdad. Pero ello comporta otros riesgos, sentidos profundos que el poeta conoce y declara significativamente en los poemas. Una esfera de sentimientos encontrados que afectan tanto a las culpabilizaciones que ha recibido, dirigidas desde lo social o lo político, o lo íntimo; como a la autoinculpación, la que nace de la duda y el reproche que a sí mismo se inflige, con una fuerza tal, además, que consigue verse culpable. Y sin embargo, es ésa una forma de clarividencia, un orden que concierne a lo poético, capaz incluso de entrar en oposición con su realidad vital para emerger configurando en su creación las huellas de un destino, acaso de una autodestrucción, que de manera enigmática, instintivamente, está siempre sostenida en lo amoroso11: ¿Por qué el viento era mi guía? / El lugar está desierto, temblando / abandono sin saber, la locura / del desamor…/ Si pudiera quedarme en la mitad / donde vive sereno el arrepentimiento… La cuestión de la culpa que, desde el Idealismo romántico, rara vez invoca un gran juicio, se fue consolidando como uno de los motivos más relevantes de la poesía moderna. El vacío, o la meditación ante el remordimiento, un juego trágico entre la conciencia y la ficción, dan la medida de una expiación, del cumplimiento de una penitencia que surge de una pasión, una lid que libra el yo interrogándose expresivamente, sin saber el lector de qué se retracta ni qué le espera en la oculta redención, ni siquiera si esa conmoción viene de un secreto espanto que condena a la soledad: en lo real, la incapacidad de poder vivir el amor; y en lo metafísico, la exigencia apremiante en la hondura del espacio interior de una purificación moral12: Y apenas quise desvelar / las terribles afrentas que me imputo / o someter al implacable dios / que llevo atado, / a la sombra / a la cabeza, / al verdugo, / al mar / al infinito… Y aún así, los poemas de Cartas desde Sofía responden a las vivencias de este mundo, a la relación de lo humano, a su espiritualidad también, pero no a valores trascendentes. Por eso el poeta reconoce en ellas las formas de lo estable, de lo aceptado, aunque sea en el frágil equilibrio que las sustenta. Su ironía dramática 9. Al poeta, catedrático de Historia Contemporánea, siendo estudiante universitario, su oposición al régimen de la Dictadura lo mantuvo preso largos meses en ese tiempo. 10. Cfr. G. Hartman, Saving the Text. Literature/Derrida/Philosophy, Baltimore: The John Hopkins University Press, 1981, p. 133. (Sobre Keats, passim). 11. Cfr. W. Muschg, Historia trágica de la literatura, México: FCE, 1977, pp. 577-608. 12. Cfr. Ch. Taylor, Fuentes del yo. La construcción de la identidad moderna, Barcelona: Paidós, 1996, pp. 410-411.

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proviene de recrear lo razonable, de entrar en una supuesta paz consigo mismo y con aquello que le rodea. De ese modo se disipa la culpa, en una reversión del yo que asume el éxito de todos los fracasos, en indelebles versos de Ángel González, que borra el ser para metamorfosearse en simulacro, desprendiéndose de las señas de identidad que la memoria ha inscrito como sufrimiento y última expresión de su existencia; o mejor dicho, de la resultante del conflicto cuya exposición existencial ofrece el autor en el yo poético13: Puedo hacer vivir / tu vida en la mía, / como puro encuentro, / sin imagen ni culpa…/ También puedo / –y lo sabes– / desgarrar mi corazón, / vivir como un autómata, / día tras día, / y vengarme de mí… Antonio Nadal concluye el libro con poemas donde el silencio, ahora signo de creación, expresa paradójicamente la obligación que siente ante la escritura poética. No hay resignación en esa figura sino actos expiatorios, pautas que marcan el vaivén de sus propias dudas, o las que ha padecido desde fuera, o la necesidad del reequilibrio, y muy singularmente el hecho de conocer lo que debe: su verdad descubriéndose en poesía; un reconocimiento, una forma de conclusión que se despliega en la distancia: de su vida pasada y de su país, España, que es igualmente su tiempo; que prodigiosamente comienza de nuevo en Bulgaria, recobrado por la metáfora, para en ese choque dejar constancia de que existe un final, que vuelve al principio14: Seré, y no estaré, pasado, identidad, silencio. / Los recuerdos son lágrimas / anónimas y surgen furiosas / desde las sagradas montañas / de los búlgaros. Y así, la alegorización del espacio-tiempo se hace continua con esos rasgos de leyenda desde el territorio vital que transita en los Balcanes el poeta –Sibiu constituye un nuevo foco que da origen ahora al siguiente poemario–, y, a la vez, en una temporalización contrastada señalando los tiempos vividos en España, de la memoria y del presente, capaz de albergar en su paralelismo la búsqueda más pura de la sucesividad existencial. De este modo, todo el libro, Cartas desde Sibiu15, configura la forma de un cronotopo, acudiendo al conocido concepto de Bajtín, en el que la imaginación creadora construye los lugares de vida literarios a través de un devenir, que siendo duración es sobre todo interiorización en el ser y cuyas figuras corresponden al yo lírico mediante la poética sentimental que vierte intuición y anhelos antes que proyectos y racionalidad16. El género amoroso, a través del indebido amor, el torturado, el apasionado y extremado o los eternos y perdidos, articula las partes del poemario dando sentido a un diasistema del yo que entabla su tensión dramática en la incertidumbre definida entre su actividad y su pasividad, o su acción con rasgos de heroísmo amoroso y la victimización o la propia expiación que mostraban los poemas del libro anterior, también como espectador comprometido17. Esta hilazón de poética textualmente se muestra también al mantener la serie lírica primera, conservada de entregas precedentes. Si el subtítulo del conjunto lírico, «Sobre el amor y el exilio», declara en el segundo término la metaforización del transterrado, el primero, sin 13. Cfr. E. Baena, Metáforas del compromiso. (Configuraciones de la poética actual y creación de Ángel González), Madrid: Cátedra, 2007, pp. 492-497. 14. Cfr. Paul Ricoeur, Tiempo y narración II, México: Siglo XXI, 2004, p. 611. 15. Alba Iulia, Rumanía: Ed. Altip. (en prensa para 2008. Se cita de los originales cedidos por el autor). 16. Cfr. A. García Berrio y T. Hernández, Crítica literaria, Madrid: Cátedra, 2004, pp. 165-168, 208-212. 17. Cfr. M. Fumaroli, El estado cultural. (Ensayo sobre una religión moderna), Barcelona: Acantilado, 2007, pp. 346-347.

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embargo, intensifica un carácter de universalidad en el tiempo, pero desde la historia narrativa, dominando sobre los modos de deslocalización, más allá por ello de los desafíos que, ante las distintas espacialidades, se ofrecen al poeta. El poema «Bajo los Balcanes», que inicia el libro, con esa carga semántica y recordando la conocida narración de Lowry, confiere ese signo, como texto pórtico, a todo lo que habremos de encontrar a lo largo del poemario18. Con este introito aparece, por tanto, el umbral de la esperanza, aquél que atañe a un momento fundacional, recogiendo, sí, las grietas pretéritas y la cárcel que sumergió su vida espiritual en la errancia, pero desvelando con intensidad en el ahora las figuras de libertad entrañadas en la nueva andadura mediante las similitudes metafóricas que hacen emerger de la misma naturaleza el hechizo amoroso: Tu imagen última retenida, / nada deseaba más del viento / y de la luz opaca… / Fue el comienzo de todo, / y ¡qué grandes surcaban en los cielos / de los Balcanes las estrellas / bajo tanto firmamento antiguo! Y, no obstante, la lucha, el agón clásico que trata Bloom, parece reverberar en la interposición de un obstáculo antes esencial que real; duda trágica identificada con agonía para trasladarse a la conciencia del final en el horizonte último que marca la comunicación con el tú amoroso. Ahí reside la permanente retracción del yo, la soledad ansiada, un requiebro constante para sentir la fluencia lírica del ser libre, de igual manera que el retorno perpetuo a la intimidad reflexionando sobre el error. Siempre un recomenzar en el mismo instante en que el poeta vive la pérdida, en lo alegorizado, de un avanzar destructivo, desposeído y aislado, y en lo alegorizante, de un desvanecimiento de las palabras y de la conciencia19. Motivos que señalan la prohibición de toda vuelta atrás y que revierten en las marcas textuales de la autoinculpación del yo poético. Frente a ello, el poeta extiende su mirada construyendo una forma de sinécdoque donde, según su proceder, la multitud reemplaza al tú amoroso, conteniéndolo y reflejando en la totalidad el deseo que aisla lo individual; y, así, de la textualidad creada nace un imaginario que hace pervivir terapéuticamente la continuidad ante los vacíos de la ausencia, el eros de la lejanía que proclamaba Lezama, el extrañamiento que da lugar a la necesidad de la invención. Aunque en ésta, lo poético, desde el mundo antiguo y la mímesis aristotélica, exige un cuestionamiento sobre la ontología, que Nadal concreta en las claves del conocer lírico: «¿Quién eres tú? ¿Quién soy yo?», revelando en sus metamorfosis la paradoja existencial que envuelve la ficción hasta entronizar las dramatis personae, el yo y el tú, en un modelo original único pero bifronte al señalar a un tiempo la irrealidad y la propia existencialidad20. Si el generoso amor, que llama el poeta, radica además en la amplitud, en el ensanchamiento que trae esa valoración ontológica, el indebido amor circunda las sombras, se deconstruye a sí mismo, retiene nietzscheanamente las formas del sacrificio, en la amenaza perpetua que el destino confiere al pálpito, aunque sus signos de desbordamiento involucren al yo interrogado en los modos de la totalidad que reúne el no-ser y el ser, la conciencia de infinitud que observa los límites y recala en el principio. Y en su cenit, transitando ese vértigo, la irrupción del 18. Cfr. J. L. Molinuevo, La experiencia estética moderna, Madrid: Síntesis, 2002, pp. 243 y ss. 19. Cfr. J. Talens, El sujeto vacío, Madrid: Frónesis-Cátedra, 2000, p. 33. 20. Cfr. R. Wolin, Los hijos de Heidegger, Madrid: Cátedra (Teorema), 2003, p. 175.

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temor, que es contemplación de la sima, la mirada anhelante que determina lo inconcluso de la búsqueda, la inaprehensibilidad de su objeto. Aún así, el poeta formula la voluntad de poder, cifrada en la escritura, en el tanteo de las fuerzas latentes, en el misterio fortuito, en el desvelamiento agónico que trasladan los agrupamientos del alfabeto y el discurrir de sus sentidos elocuentes; un diseño, textualidades, radicalidad y tragedia, un campo virtual feneciendo como sueño a la hora de vivir sus ausencias21. Y éstas, en la cala de endopoética que tratamos, toman nuevamente los modos de inculpaciones, convocando la desgracia de un tiempo que recae en su mundo, y también el reconocimiento de las acusaciones del entorno que lo cerca. Inducciones que parecen obligar a una renuncia de la libertad en los sentimientos, que concentran la culpa en lo poéticamente creado, lo que sugiere que sus poemas no son sino actos de autodestrucción. Pero, a la vez, ese instinto está ligado a la catarsis, constituye el fundamento de su moral y su dicha, posee el don de dar frutos, atesorando lo doloroso y sobre ello, marcado por el juicio estético kantiano, triunfar sobre la degradación de la vida, sobre su mal. Si las metáforas de lo amoroso dan la medida, ahora, de lo irredento plasmando el sentimiento interior de exiliado, igualmente, en su simbolización, se descarta toda figura del autoengaño, afrontando la desolación, una de las alegorías del desamor, pero, también, descubriendo en ello la lucidez ante la unicidad, sin la existencia desdoblada con el tú, y lo trágico que apunta al límite en el monodiálogo dramático a raíz de la ausencia22. Y sin embargo, este dramatismo desvela que aún en la incertidumbre hay un tiempo por recorrer que alborea de claridad, señalando insistentemente la mirada atrás, en el pasado, con las reminiscencias de una voz silente que surge de la senda de la inocencia y, en su pureza, concita en forma de silencio la espiritualidad última del yo poético. La laus civitatis, el elogio a la ciudad horaciano, refrenda en los poemas la mitificación que crea el poeta del espacio. Y en su adentramiento, antes que concreciones, se inscriben rastros, señales confundidas de memoria, prodigios y sueños; se sostiene lo imposible que refracta lugares del no tiempo, ucronías y huellas de universalidad, caminos abiertos que así borran lo circunstancial hasta vislumbrar los perfiles oníricos, las categorías de leyenda que rodean el espacio vital perseguido, con los Cárpatos, las montañas mágicas, como única frontera, lo que incide aún más en lo imaginario que en lo geográfico. Y así, las calles, escenarios de inexistencias, bajo el gobierno de lo nocturno y toda su simbología de terrores, vacíos, opacidades…, juego de espejos de signo plástico sobre la ciudad23; el mundo de la intimidad contrastándose en lo oscuro, remitiendo al deseo, a lo callado, al encuentro secreto del orbe erótico, a lo próximo y su gestualidad, dominados, según escribe el poeta, por «los dioses más cercanos y un silencio de tempestades». Ese recinto creado, persistentemente, evoca una exploración moral, una inquisición al historial del ser que habita en las palabras, de tal manera que a través de 21. Cfr. D. Pujante, Un vino generoso (Sobre el nacimiento de la estética nietzscheana: 1871-1873), Murcia: Universidad, 1977, pp. 74-82. 22. Cfr. R. Langbaum, La poesía de la experiencia. El monólogo dramático en la tradición literaria moderna, Granada: Comares, 1996, p. 120. 23. Cfr. D. Villanueva, Imágenes de la ciudad. Poesía y cine, de Whitman a Lorca, Valladolid: Cátedra Miguel Delibes, 2008, pp. 38-41.

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los poemas se va desvelando una transición, un desenvolvimiento que de lo externo y social se precipita ya en Cartas desde Sibiu a lo anímico y existencial, es decir, del día a la noche, de las armas simbólicas a la herida y de la elocuencia incisiva a un rostro abocado al torbellino, extrayendo del poema «La soledad» estas claves. Una historia, pues, de nacimientos, expresada como la necesidad germinal para adentrarse en el imaginario que, en este momento, define ya la intensidad humana de quien escribe, como propuesta retórica de realidad, acumulando la nostalgia de lo inédito y lo sin hacer en el pasado, como también haciendo aflorar el pensamiento pleno que ensancha el ser en el presente24. Se trata, asimismo, de la esperanza, un principio de moralidad y convicciones entrañado de intuición, que rompe el esquema del aislamiento, quiebra la soledad, y recorre lo amoroso sin decir su nombre, convocando un contrafactum de todo aquello que proclamaba lo feliz. Esa recreación del amor indebido cede su lugar a la afirmación que viene con el nombrar, y de ello resulta la visión asertiva a que impele el torturado amor, comenzando por lo más ínfimo, a partir de la acre ironía que resitúa ahora la dignidad como el olvido de los otros, inmerso de nuevo el yo poético en la conciencia de un final. Pero, efectivamente, esta concepción que desoculta el ser haciendo emerger su problematicidad, con rasgos en las huellas del pensamiento de Heidegger, también sustrae de la incertidumbre, conformando la casa del lenguaje, un discurso poético expectante, el que predica del yo y del tú la imagen descarnada que se hunde en el surco de la pura existencia, según el retrato fehaciente que formula de las contradicciones y los antagonismos vigorosamente vitales25: Yo aprendí a dibujar los días, en lugar de tu cuerpo / a trascender las horas en que venías a morir conmigo… El apremio del decir entra en correspondencia con la exigencia del desvelamiento, con el enfrentamiento a los avisos de la ciega realidad, haciendo enmudecer toda tiranía, lo mismo que la quiebra de la voluntad, y así no doblegarse ante la doxa y lo común, en los términos de Barthes, hasta rescatar de la multitud el sentimiento, inscribiendo en ello la queja sobre lo que vaga desasistido, la persona, en la metáfora amorosa, recluida en una cárcel de anonimato y abandono. Frente a lo que se da en bloque, el poeta cifra en lo trascendental a que obliga el amor en su construcción de sentido, lo primordial, aquello que es primigenio y que, a su vez, alberga el componente entrañado de lo fugitivo, es decir, una razón de existencia desde el origen llevada por la energía opuesta a la amenaza de lo colectivo, en sus códigos uniformantes que atentan contra cualquier singularidad desterrándola como anomalía. De ahí que la excepcionalidad sea la fuerza creadora del poeta, lo que tiene como correlato la redimensionalidad de lo privado, del recinto sagrado que representa el espacio del yo; y en sus umbrales, donde se genera la frontera de lo extraordinario, ocurre la posibilidad del encuentro, se agolpa la esperanza, llenando los intersticios de presagios benéficos en un lugar donde también retorna invasivamente el dolor. Pero en la conciencia se unifica la voz abrasiva del sufrimiento,

24. Cfr. T. Albadalejo, “La ampliación retórica del mundo”, en V. Fernández González, (comp.), La traducción. De la A a la Z, Córdoba: Berenice, 2008, pp. 211-212. 25. Cfr. I. Chambers, La cultura después del humanismo, Madrid: Cátedra-Frónesis/PUV, 2006, pp. 226-228.

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el monólogo dramático que concierne a esa espacialidad de lo íntimo: la confesión de inocencia, el desgarro del pasado acechante de culpabilidad, la pura lealtad hacia los que nada quieren, la soledad, el sortilegio imposible también hacia la tragedia amorosa contemplada en su verdad como tránsito y destino incierto26… Muchas muertes acompañan a la vida, mínimas muertes, recordando a César Vallejo, y en ello la belleza que adviene con la renuncia, la anticipación de lo predecible que acaba constituyendo el único valor del tiempo mismo, como angustia en la vigilia y límite de los sueños. Tensiones endógenas de una dialéctica sucesiva que sitúan al yo poético en una permanente deriva existencial, en la paradoja de una búsqueda donde el vaciamiento de lo feliz no es sino el otro lado de la infelicidad (del tú). Aquello que viene con lo efímero, así, revela los atisbos que el poeta vislumbra de lo sublime, construye la visión del despojamiento de todo lo exógeno y concentra en el instante, junto a su grado máximo de vida, la feroz embestida de la ausencia, el inevitable dentro de cada amante y el fatum voraz de la separación. Las calles desiertas y la hermosura de lo inimaginable pintan el anticlímax del encuentro, macerado de interrogantes, en las imágenes de trastornados vientos y quebradizos hielos en plantas ocultas, y en la hipérbole de un engrandecimiento de la soledad. La poética de Antonio Nadal nace, pues, de una extrema subjetividad, en el reverso de su discurso como historiador, y en estas categorías kantianas del conocimiento, el placer desinteresado al contemplar la belleza que formulaba el filósofo, recoge ahora, en los poemas, las derivaciones en forma de dudas y fracasos, el camino de la inseguridad, único en la narratio de unas palabras capaces de alcanzar la esencia, las que provienen de un solitario, acechado simbólicamente de sufrimiento y maldición, pero con un trabajo poético que incansable siempre parte del ansia de plenitud: Yo lo cuento solo para quien deba escribir versos de amor puro. En esta poética, además, las metaforizaciones que tratamos sobre el amor torturado responden significativamente a un síntoma, fundamentado en el hecho de que obra y autenticidad van unidas, emancipando su poesía de los usos frecuentados, creando visiones singulares desde el desplazamiento27, con el horror perfectionis de los clásicos y el temor a la destrucción que proviene de lo engañoso, y más aún de lo bello que así pueda manifestarse. Y, no obstante, aunque desde estas coordenadas líricas, el libro, Cartas desde Sibiu, da expresión a un clamor final, al imposible verosímil aristotélico, precediendo al Epílogo, para enfrentarse de lleno al desideratum cercano que nunca podrá ser, el imaginario que convoca en las alegorías del amor todo aquello que designa su secreto, la confusión de dicha y sufrimiento, la descarga del dolor como felicidad, el hechizo eternamente nuevo, a ello lo llama el poeta el apasionado extremado amor para subrayar, también, el envés, la indigencia de vivir en su extraterritorialidad. Ahora, el delirio y la imaginación erótica adquieren un alto grado de instinto, hasta sobrepasarse a sí mismo, llegando a la espiritualización, buscando el diálogo de almas, y encontrando indicios de la suprema experiencia. Al poseer esta forma de idolización, que comporta líricamente una posesión de sentido, un dominio de mundo y el riesgo completo de que se desvanezca, asimismo los poemas 26. Cfr. María Zambrano, La confesión, género literario, Madrid: Siruela, 1995, pp. 98-100. 27. Cfr. R. Senabre, “El extrañamiento en la prosa narrativa de Galdós”, en R. Senabre; A. Rivas e I. Gabaráin, (eds.), El lenguaje de la literatura, Salamanca: Ambos Mundos, 2004, pp. 319-321.

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dan curso a las amenazas que lo cercan, a las ofensas al destino amoroso, a las máscaras de la fatalidad que acarrea el sometimiento al origen, al demasiado origen, según lo expresa el poeta: Eres roca alzada sobre insoportables palabras, en la base / no encuentras la raíz tectónica que te haga firme. Y cada / vez te parece cercano el precipicio, tan sencillo, tan fácil / que el demasiado origen pareciera un final sin remedio… El apasionado extremado amor emparenta, pues, renovadamente, la creatividad del poeta con los vestigios vivos de la conciencia abierta por los románticos, en su concepción del hombre poético, desplegando sobre el encantamiento del erotismo sus inducciones a lo imposible, en los rastros de la clasicidad como mímesis contemporánea que citábamos arriba, y en la forma del imaginario de la modernidad que arranca con Goethe a través de las visiones anhelantes, arquetípicas pero corpóreas, destruidas por lo real o su devenir en forma de tiempo28: «Transitaba a la deriva, escondido… /Guardé fotografías con leyendas/en letras amarillas, invisibles… /Vino de tabernas, licor de odio, anís de madrugada. /Largo tiempo me pensaba el destino/y yo sin encontrar salida al laberinto… /Descubriendo una de tantas vidas/y no era la mía». Schiller, Jean Paul, Novalis, Hörderlin (en sus versos: Träumend und Selig und arm die Dichter –«soñando y felices y pobres, los poetas»–) desvelaban entonces cómo el amor se sigue pronunciando hoy en los modos del Moderno romántico, un embelesamiento portentoso ante el sueño amoroso que atesora en sí la hermosura y hace declinar, ensombreciéndola, su realidad vivida. La conmoción del encuentro entre los amantes deja sus huellas indelebles, se apodera de toda temporalización, hace aflorar el prodigio superando el designio de la poesía, pero, indefectiblemente, y he ahí el verdadero alcance de la expresividad sentimental, es el poeta quien lo eleva y su voz lírica única aquella que lo hace perdurable. Quien despoja su ideal de los lastres adheridos, llevado por el motivo existencial de un instinto de renuncia que lo preserva, con veneración a lo poético y al dictamen de su yo, y con un oscuro impulso a la culpa y a la infelicidad vital, que es correlato equidistante a la opacidad irracional desde la que se rigen los augurios amorosos. Aquí estriba también la razón última de esta poética, surgiendo de una profundidad simbólica, inagotable en la tematización del amor, en lo literario y en lo humano, persiguiendo desde la tragedia y el dolor el éxtasis de lo extraordinario que, sin escapar de lo ordinario, o lo exorbitante, igualmente inscrito en la vida, descubre en las figuras de su poesía la imagen velada primigenia, el poder superior, el anhelo que llena su universo de júbilo y lamento29.

28. Cfr. A. Marí, La voluntad expresiva, Barcelona: Versal, 1991, pp. 131 y ss. 29. Cfr. M. Blanchot, El espacio literario, Barcelona: Paidós, 1992, p. 250.

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debidas a Jorge Luis Borges, decisivas por inagotables, están las páginas tituladas El libro de arena. El libro en cuestión, que es adquirido por el narrador de la lección a cambio de una cantidad de dinero y de un ejemplar de la Biblia de John Wiclif –y ahí está el libro sagrado en el trueque, trueque, entonces, en el que lo sagrado está en juego–, es calificado en el texto como «libro diabólico» y también «imposible» y es que, a pesar de que se trata de un volumen convencional en apariencia, en octavo y de un tamaño razonable –razonable, pues el narrador piensa colocarlo en el hueco dejado en su biblioteca por la Biblia de Wiclif y será depositado finalmente «detrás de unos volúmenes descabalados de las Mil y Una Noches»–, es un libro infinito. Rara cualidad, como raro es el hecho de que su paginación sigue un orden aleatorio o responde a un criterio misterioso –«Me llamó la atención que la página par llevara el número (digamos) 40.514 y la impar, la siguiente, 999»–, lo que hace ya que la lectura sea poco más que una aventura en lo desconocido, sin que haya de verse en ello metáfora alguna, y sumamente raro es que toda página que se expone a la mirada, una vez pasada, se refugia en un extraño limbo libresco con el resultado de que ya no puede volverse a ella: toda página leída o nada más que vista desaparece para siempre. Así, lo escrito, que se tiene por perdurable, cumple en el caso del Libro de Arena borgiano la cualidad que se otorga comúnmente al habla, la de ser efímero. Toda página de este libro «monstruoso» se consume, se desvanece en su ser puro acontecimiento. La lección sobre este libro infinito imaginado por Borges es, entre otras cosas, una parábola de la imposibilidad de la lectura por cuanto ésta se fundamenta en las condiciones del texto: su finitud y la sucesividad del discurso, de la escritura, nada de lo cual sucede en el libro monstruoso, una figuración, por lo demás, del NTRE OTRAS DECISIVAS LECCIONES

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libro. Figuración de un libro que es tanto la del libro abierto –se puede abrir y leer– como cerrado –lo leído se clausura en su desaparición–. Monstruoso o no, el libro es no sólo una unidad de cultura, sino que, como tantas veces se ha repetido con Marshall McLuhan, la posibilidad del libro reproducido mecánicamente, la del libro de imprenta –que ello implicase la pérdida del aura, Benjamin dixit, es otra cuestión–, habría dado lugar a toda una era, la galaxia Gutenberg. Sea así o no, es, desde luego, unidad de cultura, unidad de escritura, de saber, estética, etc., y la biblioteca, lugar sacro, se construye partiendo de tal unidad a la que cataloga, clasifica, en fin, conserva. Y, claro, el libro es un objeto, una cosa del mundo. Y, en cuanto tal, algo susceptible de ser representado en los textos artísticos, los cuales efectivamente lo han incorporado de tantas maneras. Es el libro como elemento decorativo, simbólico, etc., en, por ejemplo, el retrato de una persona, de la que está poniendo a la vista su pertenencia a las castas cultivadas con precisiones –según cuál sea el libro, supuesto que se haga reconocible por su título, autor o alguna otra señal– sobre su condición de religioso, político, etc. El vínculo con el libro se reitera en la pintura, por ejemplo, en la extravagancia de representar a Cristo sosteniendo uno en su mano –supuestamente aquél que contiene sus enseñanzas– o la monstruosa rareza de la Virgen niña con su libro de devoción que Zurbarán imagina, además, dormida. Es el libro asociado a la calavera en la serie del tema de la vanitas o, no sé si con mayor o menor intensidad trágica, el libro en el burlesco Le singe antiquaire de Jean Siméon Chardin o en Autoritratto cartaceo (L’uomo di lettere) de Arcimboldo, donde el libro además pasa a ser pieza constructiva de la figura humana, el hombre hecho de libros, y rasgo o trazo o pieza de la composición. Ahora bien, en el arte moderno la representación, y presentación, del libro ha ido –entre otras manifestaciones– constituyéndose como toda una serie, quizá un género, por medio de focalizar la atención en esa cosa del mundo que el libro es y hacer que la pieza artística sea un libro o lo represente dejando de lado lo que de función secundaria, ornamental, simbólica, etc., le era característica. Éste es el caso, por ejemplo, de Llibre vermell de Antoni Tàpies, pieza que toda ella remite, o es, si se atiende además al título, un libro. Es el libro ahí, abierto, poniendo algunas de sus páginas a la vista, dándose a la lectura, de la que habrá que decir que es extraña, de una extrañeza semejante a la de otras obras que ponen en cuestión también al libro, la escritura, la lectura, toda una concepción de la cultura, como sucede también en La letra A de Ramón Bilbao, a la que me he referido en otro lugar (Blesa en prensa, donde se reproduce, hasta donde sé, por primera vez, gracias a la gentileza del artista). Aunque inmediatamente hay que añadir que no extraña la extrañeza de la lectura de Llibre vermell, puesto que se trata de un trabajo de Tàpies, en cuya producción abundan los trazos que son, sí, extraños a la vez que, en la serie que conforman, acostumbrados. Habrá que dejar constancia de que la obra tiene como punto de partida el llamado Llibre vermell, como se conoce al códice, encuadernado en terciopelo de tal color en 1885, que reúne una serie de manuscritos medievales, como son tres colecciones de Milagros de la Virgen de Montserrat, un Cancionero musical y otros escritos más, varios de naturaleza religiosa. Así, Llibre vermell de Tàpies se presenta como elemento que prolonga la tradición y, como no podía ser de otro modo tratándose del trabajo de este artista, introduciendo en ella una fuerte alteración.

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Con ese referente, la pieza de Tàpies es un libro abierto por unas páginas rojas que muestran una serie de grafismos. Es clara para un primer ejercicio de lectura la secuencia «a + t», letras que son, por una parte, las iniciales del nombre y apellido del artista, y su inclusión puede entenderse como un acto de apropiación de la obra en cuanto firma –una firma que, por lo demás, está fuera de lugar, de su lugar, el lugar que le corresponde, el tópico de la firma, para hacerse parte de la pieza, del texto–. Casi como cumpliendo un precepto, se ofrece aquí la inscripción de una cruz, ese signo tan simple cuanto complejo símbolo. Como ha escrito el propio Tàpies en El arte y sus lugares, «las imágenes de la cruz y de los cruzamientos […] en numerosas culturas son consideradas una representación simbólica fundamental del mundo» (Tápies 1999: 75; la cursiva es mía). Tras anotaciones sobre la antigüedad y proliferación de la cruz y cómo ésta es signo reiterado en significativos artistas contemporáneos, se lee allí: Hace ya medio siglo que yo mismo me empeño en convertir los cruzamientos en una parte esencial de mi trabajo, e incluso he adoptado la cruz como inicial de mi nombre y casi como distintivo de mi obra. (1999: 76).

Así, a la secuencia «a + t» leída como firma se le une ahora la cruz, la cruz que ha pasado por una resignificación particular –una cruz que está también en el signo de adición de la fórmula– y, superponiéndose a su simbolismo clásico, a sus simbolismos, como es el ser ahora «distintivo» de los trabajos del artista, nueva firma –ilegible–, de manera que Llibre vermell es un libro en el que el nombre del artista, y con él el gesto de apropiación, legitimación, etc., se inscribe y reinscribe. Si todo lo anterior está declarando el autobiografismo del quehacer artístico de Tàpies, eso mismo se reitera y expande si en «a + t» se leen las iniciales de Antoni y Teresa, la esposa, y la fórmula es entonces la de la unión, la del amor, la de una vida compartida y, a la vez, el fruto de esa unión, la descendencia. Y no acaba ahí –ni, por supuesto, ha de entenderse que acaba con lo que sigue– el trabajo de estas letras aquí y en otras muchas piezas de Tàpies. Como es bien sabido, entre las referencias de éste ocupa un lugar importante Ramon Llull, quien en sus escritos utiliza profusamente letras. Pero nombrar a Llull es invocar la mística, un modo de conocimiento que no es el conocimiento institucionalizado, así como tampoco lo es lo sagrado, mágico, etc., todo lo cual está implicado en la serie artística de Tàpies. Se trata, en definitiva, de cualquier estado que pretende avanzar hacia lo desconocido, lo oculto, y que, por tanto, no excluye, sino todo lo contrario, a la ciencia y, claro está, al arte. Baste ahora esta mención para dar una cierta idea de los múltiples estratos de significación que en las letras de Llibre vermell se depositan y que, no pudiendo excluirse ninguno de ellos, dejan la significación en estado de exceso e incertidumbre. Y todavía más: dado que el texto que el título invoca incluye un cancionero se proyectan sobre los grafismos las anotaciones musicales, la hipótesis de remitir a ellas, de manera irónica o no –y esta ambigüedad vale para todo lo dicho y por decir–, de remitir a una música callada y no oída. Y no habrá que perder de vista que lo que la página impar del libro da a leer, a resolver, es «√⎯ a⎯ +⎯ ⎯ t » y aquí sí que la interpretación se colapsa, pues ¿cómo salir de ahí?, ¿qué pasos dar hacia la resolución? Todas estas oscuridades no se atenúan, sino que se ofuscan, si se atiende a otros de los grafismos que enseña la doble página (ver imagen p. 75). Grafías que

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no pasan de ser garabatos, formas de inscripción primitivas donde las haya al tiempo que son figuras de los trazos del arte chino y japonés. En cualquier caso, señalpromesa de texto, espectralidad de escritura a través de la cual no se lee nada que no sea la imposibilidad de su lectura. Sin salir de la obra de Tàpies, que incluye bastantes más libros, como son la serie elaborada en colaboración con José-Miguel Ullán, Composició es otra pieza más que trata con el libro. O quizá sea mejor decir que lo maltrata, pues ahí Tápies utiliza un libro real y, continuando ese gesto cuya primacía ha de asignársele a Marcel Duchamp para el arte, ése por el cual las cosas del mundo y, por tanto, por sinécdoque el mundo mismo, salen de éste –con lo que éste sale de sí mismo– y regresan ahora sub specie artis. Se ha tomado, pues, un libro, un libro real, y, abierto con las tapas hacia arriba como si abandonado por la mano del lector hubiese quedado interrumpida la lectura, ha sido dispuesto sobre el fondo de madera. Así, la lectura, interrupta, no se podrá volver a emprender, se suspende in medias res, y ese libro que en principio daba la espalda –aunque las tapas deberían ser nombradas más bien como rostro o incluso antifaz– momentáneamente, que ocultaba sus páginas, su texto, aunque abierto, queda definitivamente encerrado en su silencio por lo que ha sido una violenta acción de biblioclastia, sobre lo cual tan bellamente ha escrito Fernando R. de la Flor en su Biblioclasmo. Como es evidente, se trata de un libro antiguo, probablemente destinado a actos ceremoniales, tal como indican su tamaño (el de la pieza es 75x97), encuadernación, sus bullones, cantoneras y cierres. Elementos de protección del libro, del texto, que lo protegen ahora de la lectura. Llaman la atención, sobre todo, los bullones, pues el efecto que producen es el de un libro clavado y a conciencia, sobre madera, en cierto modo como Cristo y tantos otros crucificados en la historia, lo que atrae la cuestión del sacrificio y del libro como figuración crística, pero, en cuanto víctima sacrificial, supone, antes que ninguna otra cosa, la equiparación de libro –obra humana, un cierto símbolo del humanismo– con la persona. Libro «clavado» sobre una madera. Una madera, el soporte del libro «clavado», encajado, que fue (o pudo ser) marco y que ahora ejerce todavía tal función por cuanto es un marco y además está ahí enmarcando el libro y sus grafías y grafismos, pero que al mismo tiempo ha cesado en dicha función, la que le es propia en el mundo, al pasar a formar parte constitutiva de la pieza, la cual, en cuanto que no está enmarcada es susceptible de enmarcamiento. Así, la labor de frontera entre el mundo y el objeto artístico de limitación entre lo uno y lo otro –esa estructura–, queda aquí puesta en entredicho, anulada a la vez que afirmada, ni anulada ni afirmada. Esto, por lo demás, está en sintonía con que los constituyentes de la pieza –el marco estropeado y el libro– no son representaciones de cosas del mundo, sino, antes y ahora, cosas del mundo. Libro «clavado» sobre madera, lo que redunda en la temática de lo cristiano, uno de los espacios de cultura que tiene como símbolo-guía la cruz. Cruz, cruzamiento de trazos, crucifixión, la de Cristo, sobre todo lo cual ha escrito el artista que hay que recalcar que todo lo dicho del símbolo de la cruz y de la mística también se ha de tener en cuenta con respecto a muchos otros símbolos, imágenes, mitos, parábolas, metáforas rituales…, de los que las instituciones religiosas parecen querer apropiarse, cuando en realidad son fruto de procesos de simbolización comunes a todos los hombres (Tàpies 1999: 89).

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Y sobre la madera y sus desconchados, todas esas huellas de la usura del tiempo y otros agentes varios, sobre todo eso que está diciendo lo viejo –condición compartida por el libro–, lo estropeado y aun lo inservible, numerosos trazos, no pocos ilegibles. Sobre las cicatrices del tiempo, nuevas heridas. De manera destacada, una vez más, letras: la te, invertida –reproduciendo la cierta inversión del libro–, y bien una uve, asimismo invertida, bien una a, o casi una a, lo que exigiría repetir aquí todo lo dicho anteriormente a propósito de las letras de Llibre vermell y de tantos otros trabajos de Tàpies. Grafiteada, la leyenda «AMOR», repetida –que se lee también en otras piezas del artista, como, por ejemplo, Amor, a mort–, sobre el nuevo soporte de escritura o inscripción que es lo que ha venido a ser lo que eran las tapas y el lomo del libro, las cuales de contenedores, de límites, del texto escrito que preservan, ocultan y nombran –por su hacer constar autor, título, etc. son también espacios de escritura–, han pasado a constituirse como un nuevo lugar para la inscripción de lo que pudiera guardar relación, o no, con el texto del libro. Pintadas, trazos sin más, han recaído sobre el libro. Así, sobre el objeto fruto de la técnica que es el libro, su letra de imprenta, yacen ahora los resultados del trabajo de la mano, las letras manuscritas, los garabatos trazados a mano, por el cuerpo, la inscripción manual, más antigua y más moderna que la tipográfica, más lo uno por cuanto igual remite, pongamos, a los grafitti hallados en las ruinas de Pompeya o en una gruta prehistórica, que a los de la Barcelona de la Guerra de España, o a los que fotografió Brassaï (cfr. Catoir 1988), o los de cualquier tapia, etc., del mundo actual, en el que todo parece ofrecerse como muro para el trazo. Y de entre estos lugares, Composició me atrae a las capas y capas que se superponen unas a otras con leyendas fundamentalmente amorosas, de declaraciones de amor, que los visitantes de la Casa de Giulietta en Verona, ese locus amoris que instituyó Shakespeare, han ido dejando tras de sí especialmente en las paredes del patio que da entrada a la casa de los Capuleto. Allí, como en la obra de Tàpies, el icono del corazón repetido una y otra vez está diciendo «amor», «amor»…, en ese lenguaje ilimitado, pues atraviesa las lenguas, al que tan pocos grafismos acceden. Lenguaje de pura inscripción, sin fonética alguna, aunque traducible a todas las lenguas, legible en cualquiera de las lenguas pensables o, sin lectura, trazo hecho significación. De este modo, el trazo del artista ya institucionalizado como tal, que es lo que Antoni Tàpies era en la fecha de Composició, 1977-1978, no termina de distinguirse de aquellos otros trazos, simples rayas, etc., con los que la mano popular, anónima, la mano de quien no ocupa, ni pretende hacerlo, la posición del artista, va cubriendo cualquier superficie que se ofrece a la mano provista de tiza, de spray, de rotulador, de punzón, etc. De este modo, lo artístico, ese quehacer tenido por tantos por aristocrático, se construye aquí de lo popular, como lo popular. En cualquier caso, lo artístico es en Tàpies, otro tópico ineludible, antiacadémico, anti-«artístico». Y, en relación con ello, la leyenda «xerò», «falto de arte, chabacano». Leyenda que incide de nuevo en la ambigüedad, en la dispersión de su referente, pues ¿de qué se dice «xerò»?, ¿de Composició?, ¿del libro incrustado?, ¿de sus grafismos?, ¿del «arte»? Sobre «xerò», ¿cómo decidir? Piezas artísticas que son libros y no lo son, que son como libros, que representan al libro, que transforman ciertos materiales en un libro o transforman el libro en un material, que lo vuelven del revés, que lo maltratan en el mismo gesto que

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lo celebran, en un gesto ambiguo, de la misma ambigüedad que la palabra, tal como Antoni Tàpies lo ha dejado dicho: «Per mi, la bona pintura sempre és ambigua, com la paraula.» (Catoir 1988: 107). Ambigüedad, libro-no-libro, escritura sin lectura (aunque sea por el exceso de la significación), manifestaciones en los textos de la institución arte de la logofagia (Blesa 1998). Libro abierto: libro cerrado. REFERENCIAS

BIBLIOGRÁFICAS

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Juan Pedro Aparicio y la búsqueda de un nuevo espacio narrativo: del cuento al microrrelato MARÍA PILAR CELMA VALERO Universidad de Valladolid

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UAN PEDRO APARICIO SE INICIÓ en la literatura con un libro de cuentos El origen del mono y otros relatos, publicado en 1975. Exceptuando la segunda edición de este libro, Cuentos del origen del mono, de 1989, en la que hace algunas modificaciones (elimina algunos relatos, incluye dos nuevos y hace algunas correcciones de estilo), parecía haber abandonado totalmente este género en favor de la novela. Esta evidencia le permitió afirmar a Asunción Castro, en el más completo estudio sobre la narrativa del autor:

La práctica del cuento constituyó para Juan Pedro Aparicio un espacio de aprendizaje en su carrera literaria y que a medida que se fue consolidando su oficio, se encontró más cómodo en los márgenes de la novela larga y abandonó el cuento prácticamente por completo, con la única excepción de cumplir con encargos puntuales (2002: 48).

Sin embargo, en 2005, treinta años después de su estreno literario, Juan Pedro Aparicio sorprende con un nuevo libro de relatos, La vida en blanco. El título, aunque parece prestado del primer relato, va mucho más allá pues responde al contenido general y, en cierto modo, a la poética del autor. En la nota preliminar, titulada «Regreso al cuento», Aparicio explica que el título remite a su propia vida o a lo que él siente que es la vida. Para Juan Pedro Aparicio vida y literatura discurren paralelas: el ser humano, como el escritor, ha de escribir su propia vida sobre la página en blanco de la existencia. Pero la página en blanco no es simplemente una metáfora, porque él piensa y siente que la literatura enriquece e intensifica la vida. Así, estos cuentos suenan a vida propia, personal y literaria, y a Vida, con mayúscula, porque encierran una concepción vital. El libro es como un microcosmos del propio autor y, a través de él, –evocando las palabras de Fray Luis de León– un «mundo abreviado».

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Los relatos reunidos en este libro recorren toda la trayectoria literaria de su autor, desde sus inicios en los años 60-70, con el cuento titulado «El humanista» perteneciente a su primer libro, hasta febrero de 2005, en que se cierra el libro, con la inclusión de cuatro cuentos inéditos. Sus orígenes literarios están también marcados por la dedicatoria del libro, «A Sabino Ordax, el maestro y el amigo», dedicatoria que, dado el contenido del libro, no parece ser una simple ofrenda a la memoria. Aquel intelectual español, recuperado del exilio en la etapa de la transición, que causó gran expectación con sus artículos en el diario Pueblo, sigue vivo, porque vivos siguen la amistad y el sueño literario que le dieron vida y quizá también porque sigue viva la necesidad de un agitador de conciencias cuando el sueño democrático ha devenido en conformismo y apatía. Los cuentos de La vida en blanco recorren también la biografía personal de Juan Pedro Aparicio: su niñez, con los ecos de los cuentos oídos (los filandones) y con el descubrimiento del amor y del sexo; la adolescencia, con sus inseguridades; los grandes ideales sociopolíticos de la juventud; la desilusión por la relajación de esos ideales, con el acomodo a la nueva situación política… Resulta significativo que todos los cuentos, excepto cinco, están narrados en primera persona. La excepción se explica fácilmente en tres de dichos cuentos en los que el protagonista resulta muerto o él es el asesino. Otro de ellos es un relato policíaco (género que suele imponer un narrador externo), que tiene como protagonista al inspector Malo, ya conocido por otras novelas del autor. Y el quinto es el microrrelato que cierra el libro y que abre el camino hacia nuevos espacios narrativos. En uno de los cuentos narrados en primera persona, «Relato de estación», se declara explícitamente: «Pero la historia, según se ve, no es mía, aunque, para trasladarla al papel, he sentido la necesidad de ponerla en primera persona, acaso porque el anhelo, que es su motor, durante algún tiempo alentó también mis fantasías» (2005: 119-120). Es evidente que no hemos de identificar siempre ese narrador, en 1.ª persona, con el autor. Pero si el narrador recurre a la primera persona como procedimiento ficcional es porque siempre se impone la mirada «admirada» del autor ante el mundo. Esa es quizá una característica fundamental de estos relatos: la capacidad de asombro. En la «Nota» inicial nos ha dado Aparicio dos pistas sobre sus cuentos: rehúye «del género en aquello que tiene de fórmula», pero no renuncia a lo fantástico, porque «Lo fantástico es las más de las veces un subrayado metafórico de la realidad» (2005: 8). A menudo, cuando contemplamos u oímos una anécdota sorprendente, decimos que la realidad supera a la fantasía: las ficciones de Juan Pedro Aparicio consiguen darnos esa sensación de realidad, aunque estén cargadas de elementos fantásticos, porque ellos contribuyen a que la realidad aparezca intensificada y enriquecida. Reflejo de la ya larga trayectoria literaria es también la variedad genérica de esta colección. La vida en blanco se va llenando de cuentos memorialistas –«Miedo al lobo»–, cuentos fantásticos –«Cigüeñas en la catedral»–, cuentos simbólicos –«Sefanías el tinajero»–, cuentos policíacos –«Malo en el Bernabeu»–, etc. Reflejo todos ellos de la variedad de su narrativa mayor. Esto nos lleva a detenernos brevemente en el tema del género, el cuento. La inicial «Nota del autor» aparece con el título de «Regreso al cuento». Lo explica Juan Pedro en relación a su trayectoria literaria: se inició en el cuento, pero luego lo abandonó en favor de la novela. Sólo circunstancialmente y, casi siempre por compromiso, volvió a escribir cuentos. De forma que La vida en blanco supone el

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regreso a ese género. Nuevamente tensión entre origen y presente absoluto, entre tradición y rabiosa actualidad. El cuento es el género más tradicional. Agotado por su costumbrismo y exceso de didactismo, el cuento ha tenido un auge sorprendente a lo largo de todo el siglo XX, y muy especialmente, en sus últimas décadas (Díaz y González 2002), quizá porque se aviene muy bien con el ritmo de vida actual: las prisas imponen una lectura breve, rápida, selectiva, y una visión fragmentaria de la realidad. Los cuentos de Juan Pedro han mantenido el equilibrio entre tradición y originalidad. No podemos hablar de que sus cuentos sean tradicionales, porque se han despojado, en efecto, de las fórmulas y del didactismo. Pero se han nutrido de fuentes tradicionales (los filandones) y han establecido un diálogo intertextual con otros textos literarios: así por ejemplo, en «Cigüeñas en la catedral», la levitación de la catedral leonesa recuerda la de Castroforte de Baralla, en La saga fuga de J.B. de Torrente Ballester; la cabeza decapitada, aún pensante, de «Jaque mate» remite al mejor realismo mágico de la narrativa hispanoamericana. En «El gol de Castañeta», se localiza la acción de la siguiente manera: «El supuesto lance ocurrió en un lugar de la Mancha de cuyo nombre nunca nadie ha querido acordarse» (2005: 42). El sustrato cervantino no se limita a una frase fácilmente identificable. Claramente cervantino es, en «Santa Bárbara bendita», el fuerte contraste entre lo imaginado (que produce emoción y ennoblecimiento) y lo real, que resulta trivial y decepcionante: el joven idealista que, al oír cada amanecer un gran estrépito en la calle, azuzada su imaginación por el amigo comprometido, cree oír el camión de los mineros que van cantando su himno, cuando lo que realmente oye es «un motocarro cargado de jaulas metálicas con botellas de leche» (2005: 38). Y cervantina es la atracción por personajes extraordinarios: unos, rodeados por un halo de misterio y marcados por la muerte, como «La gata» o el reo de «Tener razón»; otros abocados a la acción frenética, movidos por sus sueños, como el Sergio Blanco Blanco, que se nos describe así en «La vida en blanco»: «…joven cenceño y tan pálido como una cuartilla en blanco. Y es el caso que quería oscurecerla con premura, escribir en ella una densa biografía, algo que le compensara por su grandeza de los límites menguados con que parecía presentarse su vida» (2005: 15) La tipología del personaje resulta tan quijotesca que el narrador tiene que decir dos párrafos más adelante: «Advertiré enseguida que Sergio no era un loco» (2005: 16). El diálogo intertextual supera la simple fidelidad a la tradición porque es, a la vez, un rasgo de máxima modernidad. Juan Pedro Aparicio no utiliza referencias literarias vertidas en el clásico concepto de imitación, sino que lo hace en un enriquecedor diálogo creativo: las modifica, las critica, las parodia, las recrea… Ahí está el verdadero equilibrio entre tradición y originalidad. Y llegamos al fondo de la cuestión: estos relatos están marcados por la enorme personalidad del autor y teñidos de modernidad. Me atrevería a decir que algunos son también representativos de la llamada postmodernidad. Dije al principio que La vida en blanco no sólo remitía a la vida del autor, sino a la VIDA, porque encerraba una concepción vital. De su lectura se deriva una actitud no dogmática, escéptica y autocrítica, que halla en el humor y la ironía su mejor instrumento. Despertados ya del sueño democrático de los últimos años del franquismo y de la transición, las cosas no aparecen tan claras, los límites no están tan definidos. No es sólo desilusión, por la tendencia acomodaticia de todos los que vivieron exaltados aquellos ideales; es

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que el afianzamiento de las libertades permite también la necesaria autocrítica. Y ésta trae el relativismo, la pluralidad, la tolerancia, el cuestionamiento absoluto. Hay en estos cuentos un fondo ético de principios casi incuestionables, pero estos principios son muy pocos: el primero, el derecho a la vida (la muerte es siempre una sinrazón –«La gata», «Amor platónico»– y más cuando de un «ajusticiamiento» se trata –«Tener razón», «Jaque mate»–). El segundo, la reivindicación de la imaginación –y con ella de la literatura–, como «una mirada intensificada de la realidad» (Aparicio 1994: 4). El último, que los abarca a todos, el respeto a la diversidad y al libre pensamiento. Esta actitud relativista y antidogmática –tan propia de la postmodernidad– queda muy bien reflejada en «Juicio final», donde unos amigos juegan a juzgar a un compañero de su niñez, fallecido en ese momento, y cuando todos están dispuestos a condenarle al infierno por sus abusos y su bravuconería, uno de ellos cuenta una anécdota con la que introduce la «duda razonable» y, en la votación final, se le declara no culpable. Lo sobresaliente del caso no es sólo que al introducirse esa «duda razonable», se imponga la inseguridad sobre la certeza inicial, y que la duda siempre favorezca al «acusado». Lo verdaderamente sorprendente es que en la anécdota relatada, el chico juzgado no hace nada, ni se entera de que otro ser lo está contemplando: es la mirada ajena la que es capaz de iluminar la realidad y abrirla a nuevas percepciones. Quizá el más claro indicio de antidogmatismo, indefinición y aun contradicción se concreta en el microrrelato final, titulado «Dimisión»: Hubo un día en que el último hombre que todavía creía dejó de creer, y Dios, decepcionado, se desvaneció en el éter y borró toda huella de Sí, como si jamás hubiera existido (2005: 179).

Este microrrelato, que cierra La vida en blanco, abre la narrativa de Juan Pedro Aparicio a nuevos espacios de creación. Por ello, conviene que nos detengamos un instante en él. Este texto cumple, no obstante, su brevedad, las condiciones fundamentales del relato: hay una historia o narración de un suceso –marcada por los tiempos verbales en pasado–, que se desarrolla en un tiempo –aunque sea caracterizado por la indefinición tan propia de los cuentos tradicionales– y en un espacio –o quizás dos, el mundo y el éter– . Existe un narrador, distanciado (en tercera persona) y omnisciente. Hay dos personajes, que adquieren la categoría de protagonistas. Se da una progresión dramática y una cierta tensión entre los personajes. La anécdota encierra un tema, casi se podría decir que una tesis: –igual que la literatura intensifica la vida– la imaginación crea el ser. ¿Qué falta? ¿Qué distingue este texto de los otros cuentos que forman La vida en blanco? Falta la caracterización de los personajes, las descripciones que maticen espacios y momentos, la proliferación anecdótica... En suma, la brevedad y la concisión inciden en lo sustancial, en detrimento de lo accidental, y el narrador cobra un protagonismo especial porque, más allá de la breve historia, lo que prevalece es el tema, es decir, una visión personalísima de una cuestión universal. Como he dicho, «Dimisión» abre la narrativa de Juan Pedro Aparicio a nuevos ámbitos narrativos. En 2006 aparece La mitad del diablo, libro formado todo él por microrrelatos. El siglo XXI se ha estrenado con un cierto auge de libros dedicados a este género, si no nuevo, sí actual y vigoroso (Lagmanovich 2005, Gómez Trueba

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2007). Relatos muy breves ha habido siempre, pero es en las últimas décadas del siglo XX cuando el microrrelato se constituye como tal género, con un número considerable de obras dedicadas sólo a él, con un gran éxito de público y con un cierto número de críticos que lo reconocen como un fenómeno especial. Se ha dicho que la causa del éxito es que la ligereza de estos textos va muy bien con el ritmo de vida que llevamos, casi frenético: Irene Andres-Suárez considera que «hemos entrado de lleno en lo que se viene llamando la era de la brevedad, fundamentada en el espíritu de la condensación, que afecta a distintas disciplinas y actividades» (2007: 14). Pero para el escritor la brevedad no equivale a rapidez en la escritura y, en mi opinión, también el lector necesita algo de calma para captar bien el fondo de la cuestión. El autor, en su busca de la esencialidad, se sirve de la elipsis y el lector debe llenar con su reflexión esas ausencias. Por ejemplo, hay muchos textos cuya interpretación depende de la base cultural del lector, pues es el juego de la intertextualidad lo que les da su sentido final. Lo que sí me parece evidente es que este género se aviene muy bien con ciertos rasgos de la postmodernidad: el relativismo, el perspectivismo, la desintegración del yo, o al menos, la inseguridad, la actitud deconstuccionista, la ironía, etc. Para poder hablar de microrrelato deben darse unas condiciones: el texto ha de ser breve (máximo una página o página y media), conciso (prescinde de todo lo no esencial para lo que el lenguaje ha de ser connotativo), ha de tener narratividad y cierto transcurso temporal; en cambio, el espacio, aunque existe, puede estar menos definido, así como los personajes, de los que a veces carecemos de cualquier nota descriptiva, hasta del nombre. Y, por supuesto, debe tener carácter literario. La mitad del diablo es una obra de microrrelatos. Juan Pedro Aparicio habla en su introducción de que estos textos son «ejercicios de literatura cuántica», en paralelo a la «física cuántica o de los cuerpos diminutos» (2006: 9). He dicho que La mitad del diablo es un libro de microrrelatos, no una simple suma de ellos. La unidad del libro es conceptual, estructural, temática, ideológica y estilística. Conceptual por la propia ideación del libro como tal, por la idea que tiene el autor de la literatura, en general, y de este género en concreto; a los rasgos que definen el microrrelato, en el caso de los de Juan Pedro, habría que añadir, el ingenio y su consecuencia directa: la capacidad de sorprender al lector; y, por supuesto, el humor. El libro tiene unidad estructural por la disposición de los textos, distribuidos de mayor extensión a menor, desde el primero, con 39 líneas, hasta el último, formado por una sola palabra –«Yo»–, a la que da sentido el título, «Luis XIV». La unidad estilística viene determinada por un lenguaje rico, connotativo, sin ninguna concesión a lo superfluo, y marcado también por la ironía y los abundantes juegos de palabras. La unidad temática y el fondo ideológico que la sustenta requieren una mayor explicación. Hemos dicho que el anterior libro de cuentos de Aparicio, La vida en blanco, era una especie de microcosmos del propio autor. La clave en La mitad del diablo es que ese mundo personal se expande y, aunque parezca una paradoja, estos textos mínimos reflejan no sólo el mundo, la vida, sino también el submundo, el supramundo, otros mundos posibles, otros mundos o tiempos que existieron, etc. Un detalle que corrobora esta afirmación: mientras que la mayoría de los cuentos de La vida en blanco estaban escritos en primera persona, y reflejaban una cierta trayectoria vital del propio autor, aquí son sólo seis los narrados en primera persona y ese yo nunca se podría identificar con el autor. Lo biográfico da paso a lo

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universal, aunque encarnado siempre en personajes concretos. Claro está que no desaparece la huella personal del autor, pero se esconde y sólo se reconstruye en la concepción ideológica que aflora de la lectura total del libro. El mundo que podríamos llamar «humano» abarca los temas universales del amor y de la muerte. Este último se podría decir que es casi obsesivo. La muerte es contemplada desde un punto de vista natural, que no rehúye su aspecto más descarnado. Pero quizá lo que más se repite es la muerte violenta, la provocada por el absurdo de las guerras o por la injusticia de revoluciones populares o por el abuso de poder de las instituciones públicas, que creen que una idea vale más que un hombre: así asistimos a vidas arrancadas a la fuerza por la Inquisición, por la Revolución francesa, por el enfrentamiento en la Guerra Civil española o por la persistencia de la pena de muerte. No obstante, Juan Pedro Aparicio consigue vencer el riesgo del tremendismo gracias al sentido del humor, como se ve en el titulado «Lógica» (2006: 120). El tema del amor es visto también con ironía en «Polvo enamorado», en que los tradicionales eros y thanatos se funden, con un guiño intertextual: POLVO ENAMORADO No les habían dejado mantener relaciones. Y el único día en que viajaban juntos murieron en accidente. Los incineraron. A la salida del funeral hubo una fuerte discusión entre las familias. Las ánforas saltaron de las manos, cayeron al suelo, se derramaron las cenizas y ya no hubo forma de saber cuáles eran las de uno y cuáles las de otra. (2006: 133).

El otro tema humano muy presente es el de la literatura, que Juan Pedro contempla también con ironía, afrontando el planteamiento más trascendente de ella: la pervivencia más allá del tiempo y de la muerte: EL RECONOCIMIENTO Eladio Ponga se comprometió a entregar su alma al Diablo si éste le hacía el mejor escritor de todos los tiempos. Ponga fue autor de varias obras, pero sólo una alcanzó relativa fama: La sima de Alcaraván. Cuando llegó la hora de acompañar al Diablo, Eladio Ponga se quejó. «¿Cómo te atreves? –dijo– Si no has hecho de mí el mejor escritor del mundo». «Lo eres, pero nadie lo reconoce –replicó el Diablo–. ¿O crees que en tiempos de Cervantes alguien le dijo a él tal cosa?». (2006: 117).

Por debajo del mundo humano, está el ultramundo: el submundo del diablo, de los ángeles caídos y de los condenados en el infierno y, paralelo a él, un supramundo, el de Dios y los ángeles. El Dios tradicional aparece casi finiquito, como se ve en «Los gusanos» (2006: 108) y, en cambio, emergen las nuevas teorías físicas y también la existencia de otros mundos posibles, cuyos habitantes llegan a visitar la tierra, como se relata en «Humo» (2006: 114). Pero el ultramundo halla su razón de ser en relación al mundo humano. El diablo se va de vacaciones y los ángeles se enamoran: claro que esa humanización tiene sus inconvenientes: EN LA RIQUEZA Y EN LA POBREZA El Arcángel Nataniel se había enamorado de una criatura humana. Hicieron el amor y Dios les condenó a vivir en matrimonio (2006: 156).

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Los pocos ejemplos, que la limitada extensión de este artículo permiten, sirven para comprobar la disminución del tamaño de los textos conforme avanza el libro e insistir en su unidad estructural. Reproduzco los tres últimos: EL SUEÑO Murió y no supo que había despertado de un sueño. LA SOSPECHA Los zapatos del sepulturero olían raro. LUIS XIV YO. (2006: 161-163).

Ello nos lleva a plantear la cuestión de si la elipsis llevada al extremo permite todavía hablar de relato, aunque sea bajo la consideración de micro. «El sueño» sí parece cumplir las condiciones más relevantes: hay un narrador omnisciente, un protagonista –aunque sea anónimo y, quizás por ello, adquiera una categoría universal–, una acción, un tema que invita a la reflexión… Sería dudosa la cuestión del transcurso temporal: la frase implica una relación consecutiva entre los dos verbos, pero esa relación y, por tanto, el transcurso temporal, los capta el lector –que participa activamente de la reflexión del narrador–, no el protagonista, cuyo acto de morir es instantáneo. Del mismo modo, la implícita referencia intertextual a La vida es sueño, de Calderón, es un guiño al lector. Más cuestionable sería la consideración de relato para «La sospecha», en que más que de acción habría que hablar de una situación: no hay narración, sino descripción; se trata de un efecto captado por un sentido. Aquí aun más claramente es el título el que abre el texto a posibles interpretaciones que será el lector el que las realice. Sin el título, el lector no se plantearía el porqué de esa situación. Y todavía mucho más dudoso respecto a su consideración de relato parecería el caso del texto que cierra el libro, puesto que ni siquiera hay una forma verbal que sugiera la más mínima acción. En este caso, el título es un elemento esencial al relato, imprescindible. El propio Aparicio proclama «la relevancia del título que no sólo distingue sino que guarda una relación dialéctica con el texto» (2006: 9) y aduce precisamente el caso de «Luis XIV». Nuevamente será el lector, con su acervo cultural y su capacidad recreadora, quien dé sentido al texto. Puede, pues, concluirse que los microrrelatos, en general, y, en particular los de Juan Pedro Aparicio en La mitad del diablo, van dirigidos a un tipo de lector activo, con cierto nivel cultural y con un gusto especial por el ingenio. Se trata de un lector que quiere disfrutar de la lectura, descifrando las pistas que el autor le tiende, aportando su parte de interpretación; un lector que aprecia y comparte el perspectivismo y, seguramente, esos principios incuestionables que el autor plantea. Y acabo volviendo a la cuestión de la unidad conceptual del libro. Aunque con constantes elipsis, en La mitad del diablo hay una reinterpretación, desde una mirada muy moderna, del mundo trascendente (Dios, los ángeles, el demonio), de la creación, de unos cuantos episodios de la historia humana que son suficientes para simbolizar la sinrazón, el abuso de poder, la vanidad., y, desde luego, del mundo actual, que «iluminado» por nuevos dioses, como la ciencia, no ha resuelto los problemas eternos: el del sentido de la vida y la muerte.

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De Juan José a Pepito: Parodia, Metateatro e Intertextualidad SALVADOR CRESPO MATELLÁN Universidad de Salamanca

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29 DE OCTUBRE de 1895 se estrenó en el Teatro de la Comedia, de Madrid, el drama, en tres actos y en prosa, Juan José, de Joaquín Dicenta. . Según Deleito y Piñuela (s. a.), que informa cumplidamente de las circunstancias del estreno, constituyó un gran éxito. Menos de un mes más tarde, el 21 de noviembre, con el título de Pepito, se estrenaba, en el mismo teatro, una parodia del drama, en un acto y cuatro cuadros, en verso, de la que son autores Celso Lucio y Antonio Palomero1, la cual, como informa Deleito (s. a.: 209), «se representó muchas noches en ese teatro y luego en el Moderno, como fin de fiesta, después del drama inspirador». Esto viene a poner de manifiesto que el drama de Joaquín Dicenta había alcanzado muy pronto una gran popularidad. Por lo tanto, Juan José constituye el segundo plano, o hipotexto, al que apunta el texto2 paródico, o hipertexto3, y cuya presencia ha de ser percibida por el lector o espectador para que la obra paródica sea apropiadamente recibida e interpretada, ya que ello es una condición necesaria para la existencia de la parodia como tal. Pero, puesto que, como veremos más adelante, en Pepito hay L DÍA

1. El texto que he utilizado corresponde a la edición publicada en Madrid, por la editorial Velasco, en 1895, reproducido en la biblioteca virtual Miguel de Cervantes . 2. Utilizo la noción de texto en sentido amplio, entendido como objeto semiótico, y no exclusivamente como objeto lingüístico. De esta forma, es aplicable también a esas unidades de manifestación teatral que De Marinis (1978: 68) denomina «textos espectaculares». En el texto espectacular, en la representación, se actualizan unos sentidos que hasta entonces sólo existían virtualmente en el texto escrito a través del diálogo y las didascalias o acotaciones, e incluso pueden crearse otros nuevos sentidos mediante la conveniente utilización de los recursos y los elementos propios de la representación. Esto es importante en el caso de la parodia dramática o teatral, ya que el efecto paródico puede también ser producido en la representación a través de los procedimientos mencionados. 3. Sobre los términos hipotexto e hipertexto vid. Genette (1989: 14).

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además alusiones a otros textos, podemos decir que su hipotexto es plural, y está constituido, aparte del drama de Dicenta, por todos aquellos textos aludidos o citados. Por todo ello, es un excelente ejemplo de ese fenómeno conocido como intertextualidad4. Por otra parte, en Pepito hay también abundantes referencias metateatrales que, además de producir un efecto cómico, sirven para destruir la ficción dramática mediante la acentuación de la teatralidad y la puesta al descubierto del artificio. Mediante esas referencias, los autores de la parodia suscitan la complicidad del espectador recordándole que lo que sucede en escena sólo es un espectáculo, un juego en el que le invitan a participar. Como se pone de manifiesto al final de la obra, por boca de su protagonista, Pepito, la parodia fue concebida por sus autores como homenaje al drama de Dicenta5, lo que explica el tono predominantemente lúdico y humorístico, así como otras características que iremos viendo a lo largo del presente trabajo. 2. Para construir la parodia los autores de Pepito someten la obra de Dicenta a un sistemático proceso de simplificación y deformación o transformación. En cuanto a lo primero, esa simplificación o reducción se refleja ya en la extensión del texto, que es mucho menor que la de la obra parodiada. Así, mientras que el drama de Dicenta consta de tres actos y treinta y dos escenas, la parodia sólo tiene un acto, cuatro cuadros y dieciséis escenas. Ello es una consecuencia del hecho de que lo que era un drama social y de celos queda reducido en la parodia a la caricatura de un drama de celos. Así, pues, dentro de esta orientación de la obra, los parodistas conservan sólo, convenientemente deformadas, aquellas escenas que son más importantes. Y en cuanto a lo segundo, los parodistas introducen en relación con la obra parodiada una serie de cambios que afectan a todos los elementos de la misma, tanto del plano textual como del escénico, y contribuyen a producir el efecto cómico inherente a la parodia. Algunos de los cambios más importantes consisten simplemente en invertir las situaciones y los motivos de la obra parodiada. Así, por ejemplo, mientras que en el drama de Dicenta la protagonista, Rosa, abandona a Juan José, obrero en paro, porque no soporta la miseria, y se va a vivir con Paco, que es rico, en la parodia Rosina acaba abandonando a Pepito, que es millonario, y se va a vivir con Frasquito, que es pobre de solemnidad, porque no soporta vivir en la opulencia y le «tira la bohemia», como ella misma manifiesta en la escena tercera del cuadro segundo: ROSINA. (Llorando amargamente) ¡Otro aderezo, Dios mío! ¡Yo no puedo sufrir más, me carga tanto interés! ¡Pepe, tú eres un burgués, por delante y por detrás! PEPITO. ¡Tú crees que así se premia. mi cariño!

4. Vid. Kristeva (1969: 311) y Genette (1989: 10). 5. »Escrita con buena fe / la parodia, bien se ve /lo que vale y representa: / es un aplauso a Dicenta, / el autor de Juan José».

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ROSINA. No sé nada, sólo sé que estoy cansada y me tira la bohemia. PEPITO. Calla, desagradecida. ROSINA. ¿Sabes lo que necesito? Que te hagas golfo, Pepito, y que me des mala vida. (Cuadro II, escena iii)

Todos esos cambios se reflejan ya en la lista de dramatis personae, que figura al comienzo de ambas obras, y que se recoge en el siguiente cuadro: Juan José: ROSA TOÑUELA ISIDRA MUJER 1ª MUJER 2ª JUAN JOSÉ PACO ANDRÉS EL CANO IGNACIO PERICO EL TABERNERO UN CABO DE PRESIDIO BEBEDOR 1º BEBEDOR 2º UN MOZO DE TABERNA BEBEDORES

Pepito: ROSINA VIRTUDES BARONESA PEPITO FRASQUITO CÁNDIDO EL RUBIO UNO OTRO JUGADOR 1º JUGADOR 2º

Como se puede observar, en la parodia se da una reducción del número de personajes. Los autores de Pepito conservan los personajes principales, y de los secundarios sólo algunos de los que intervienen en las escenas de la obra parodiada que, convenientemente deformadas, conservan. Por otra parte, los cambios afectan también a los nombres, y vienen justificados por el cambio de la condición de los personajes, y, sobre todo, por el mencionado tono predominantemente lúdico y humorístico de la parodia. Así, por ejemplo, el obrero Juan José se convierte en la parodia en el millonario Pepito, Rosa se cambia por el hipocorístico Rosina, y los nombres de los dos bondadosos y resignados amigos de los protagonistas, Toñuela y Andrés, son sustituidos por otros más expresivos y más adecuados al carácter de ambos personajes, Virtudes y Cándido, respectivamente; la alcahueta Isidra cambia de condición social y se convierte en la Baronesa, y Paco, el rico patrón de Juan José, se convierte en la parodia en Frasquito, que es pobre de solemnidad y tiene un nombre más popular que se presta, como veremos, a hacer sobre él juegos de palabras. No obstante los cambios mencionados, en la parodia se mantienen, convenientemente simplificados, estilizados y deformados, los conflictos y las acciones de la obra parodiada. Así, al igual que sucedía en la obra parodiada, en la que Paco intenta conseguir, con la ayuda de Isidra, que Rosa abandone a Juan José y se vaya

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a vivir con él, cosa que logra cuando Juan José se halla encarcelado por robar, en la parodia, Frasquito intenta conseguir, con la ayuda de la Baronesa, que Rosina abandone a Pepito y se vaya a vivir con él, algo que logra cuando Pepito se halla detenido por haberse emborrachado. Como en el drama de Dicenta, donde, cuando sale de la cárcel, Juan José mata a Paco y a Rosa, en la parodia Pepito mata a Frasquito y a Rosina, aunque aquí las muertes son simuladas, como se puede comprobar en el siguiente pasaje, en el que se representa la muerte de Rosina: PEPITO. ¡Calla, imprudente! Muérete inmediatamente, porque ésa es tu obligación. ROSINA. Me moriré. ¿De qué quieres que me muera? PEPITO. No me mires. ¡Chist! Cállate y no respires, verás qué pronto te mueres. (Pausa. ROSINA se echa en el suelo y se arregla el vestido. Luego intenta hablar y PEPITO le indica con señas que se calle. Después de una pausa, durante la cual él la mira extasiado, y con gran pena, dice con desesperación:) ¡Y yo soy el que la mato queriéndola como un loco! (Pausa. Se coloca como para hacer una fotografía.) A ver cómo me coloco, para hacer un buen retrato. (Cuadro IV, escena iv)

Mediante este remedo cómico de un procedimiento interpretativo típico del teatro de la época, en el que la muerte del personaje va acompañada de expresiones, gestos y comentarios que contrastan vivamente con la situación, los autores de la parodia ponen al descubierto el artificio de la propia representación, así como el carácter convencional de la misma. 3. El ejemplo anterior pone de manifiesto otro aspecto muy importante de la parodia Pepito. Se trata del carácter metaficcional o metadramático de la misma6. Como hemos indicado antes, mediante diferentes recursos, como las alusiones a las convenciones dramáticas o la puesta al descubierto del artificio de la representación, como en el ejemplo citado, los autores de la parodia llaman la atención del espectador sobre el hecho de que está asistiendo a un espectáculo, a un juego sometido a unas reglas, en el que le invitan a participar. Aparte del ya citado, los ejemplos son bastante numerosos. Así, al final de la tercera escena del cuadro primero, Rosina, en un diálogo con Virtudes, explica que no abandona el escenario porque también interviene en la escena siguiente: VIRTUDES. Nada urgente tengo que hacer, mas me voy.

6. Sobre el carácter metaficcional de la parodia han llamado la atención, entre otros, Rose (1979), Hutcheon (1985) y Dentith (2000).

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ROSINA. Sí, vete. Yo aquí me estoy para la escena siguiente.

En la cuarta escena del mismo cuadro, Frasquito, con unas palabras que no van dirigidas a ningún personaje, sino al espectador, alude a los elementos que configuran el drama de celos que están representando: FRASQUITO. […] Ya está el drama. Yo, un granuja; Pepe, el galán ofendido; ésta (Por ROSINA) la que ha delinquido, y ésta, (Por la BARONESA) la que nos empuja.

Y en la escena siguiente el mismo Frasquito, mientras está riñendo con Pepito, explica que no puede matarle porque ello supondría el fin anticipado de la obra, por lo que, después de pedir a otros personajes que los sujeten, ambos simulan que no se agreden porque se lo impiden los que les están sujetando: FRASQUITO. Lo que es usted, es un primo y un danzante, y no le mato a usted en este instante, porque si lo hago se concluye el drama. (Con energía.) ¡Sujetarnos, señores, sujetarnos, (Los caballeros le sujetan por los brazos. CÁNDIDO hace lo propio con PEPITO.) que nuestro odio es profundo, y vamos a matarnos y ya no puede haber acto segundo! PEPITO. (Soltándose.) Entonces aguardemos, y supongo que luego nos veremos. FRASQUITO. (Ídem.) Domina tus furores, y no dudes que yo también soy guapo. CÁNDIDO. ¡En situación, señores! (Vuelven a sujetar a PEPITO y a FRASQUITO.) FRASQUITO. ¡No moverse ninguno! ¡Arriba el trapo! (Quedan un momento en situación, formando cuadro. Luego hacen mutis todos precipitadamente.)

A diferencia del ejemplo anterior, en el que figura a continuación, que pertenece a la escena tercera del cuadro cuarto, Pepito justifica su decisión de matar a Frasquito y a Rosina porque así lo exige el desenlace de la obra: ROSINA. […] Tu presencia aquí me escama. No traes propósitos buenos. PEPITO. Vengo a matar dos lo menos para que termine el drama.

Todos estos ejemplos, y otros muchos que no he recogido para no ser excesivamente prolijo, corroboran, por una parte, la gran importancia que tiene en la parodia Pepito la dimensión metadramática o metaficcional, que se manifiesta básicamente de dos maneras: mediante referencias explícitas, a través de la presencia de términos como escena, acto o drama, puestos en boca de los personajes, al

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hecho de que lo que el espectador está contemplando es una obra de ficción que se rige por unas determinadas convenciones; y mediante la puesta al descubierto del artificio, llamando explícitamente la atención sobre los recursos de la representación, mostrando que lo que sucede en escena es mera simulación. Por otra parte, estos ejemplos vienen a confirmar, además, algo a lo que he aludido antes: el carácter predominantemente lúdico y humorístico de la parodia. 4. La intertextualidad es algo inherente a la naturaleza misma de la parodia que, como hemos visto, se basa en la relación entre el texto paródico y el texto parodiado, al que aquel remite, al citarlo o reproducirlo convenientemente modificado. En el caso de Pepito, texto que se construye a partir de la obra Juan José, con las consiguientes modificaciones, algunas de las cuales he señalado y comentado ya, se da también la presencia de otros textos, por lo que, como apuntaba al principio, su hipotexto es plural, al estar constituido, además de por la obra parodiada, por todos los demás textos aludidos o citados. Los procedimientos a través de los cuales se produce esa presencia de otros textos, que corresponden a determinadas obras sobradamente conocidas por el público, son fundamentalmente dos: la mención, en las réplicas o en las acotaciones, del título, y la cita de determinados fragmentos, que pueden ser reproducidos literalmente o con ligeras modificaciones, y que también son conocidos por el público. Así, en la escena cuarta del cuadro primero, en el diálogo en el que intervienen Frasquito, Rosina y la Baronesa, se pone en boca de ésta el título de El dúo de la africana, una famosa zarzuela de Manuel Fernández Caballero y Miguel Echegaray, que se había estrenado en el Teatro Apolo, de Madrid, el 13 de mayo de 1893, y que se mantuvo en cartel durante tres temporadas seguidas: FRASQUITO. ¡Entre usted a cantar, tirana! ROSINA. ¡Entre usted y Pepe fluctúo! FRASQUITO. ¡Haga usted conmigo el dúo! (Tirando de ella) BARONESA. ¡El dúo de la africana!

En la escena primera del cuadro tercero se menciona, en el diálogo entre El Rubio y Pepito, el sainete de Javier de Burgos titulado El mundo comedia es o El baile de Luis Alonso, que había sido estrenado en el Teatro Español el 14 de diciembre de 1889: RUBIO. Te he echado ese responso sin el menor interés. El mundo comedia es... PEPITO. O el baile de Luis Alonso. (Bailando) Eres un buen criminal.

Y en la escena tercera del cuadro cuarto no sólo se menciona, en una acotación, la famosa zarzuela La verbena de la Paloma, de Ricardo de la Vega y Tomás Bretón, que fue estrenada el 17 de febrero de 1894 en el Teatro Apolo, sino que se pone en boca de Pepito un remedo de las conocidas palabras que canta Rita en ella, como se puede comprobar:

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Pepito:

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PEPITO. (Cantando, con música de La verbena de la Paloma) Ya estoy dentro de casa, ¿y ahora, qué voy a hacer? No me mira siquiera. La mandaré volver.

RITA.

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Ya estás frente e la casa. ¿Y ahora qué vas a hacer? JULIÁN. No lo sé, señá Rita se lo aseguro a usted.

Pero la obra que constituye el blanco preferido de las citas y las referencias intertextuales es Don Juan Tenorio, lo que confirma la enorme popularidad que tenía el drama de Zorrilla cincuenta años después de su estreno. Los autores de la parodia salpican el texto de la misma de frases o expresiones que son reproducciones literales o levemente modificadas de otras archiconocidas de Don Juan Tenorio. Evidentemente, al haber cambiado el contexto, el sentido y el efecto de las mismas son completamente distintos. Así, en la quinta escena del segundo cuadro, Pepito, antes de abandonar la escena, dice la frase «tú responderás por mí», que es una reproducción literal de la que pronuncia Don Juan, en la escena décima del acto cuarto de la primera parte, inmediatamente antes de matar al Comendador de un pistoletazo: PEPITO. Me voy de aquí. Espera, y cese tu llanto. (Medio mutis y volviendo a bajar al lado de ROSINA.) ¡Si llama alguno entre tanto, tú responderás por mí! (Vase por el foro.)

En la escena tercera del cuarto cuadro, los autores de la parodia ponen en boca de Pepito una expresión que es una réplica literal de la que Don Juan pronuncia, en la escena duodécima del acto primero de la primera parte, dirigiéndose al Comendador, que resulta poco congruente en el contexto en que aparece, y que produce un claro efecto cómico: ROSINA. Vete, nunca has sido malo. Vete, porque él volverá. PEPITO. ¿Que me vaya? ¡Ja, ja, ja! ¡Me hacéis reír, don Gonzalo!

Si bien en los ejemplos que acabamos de mencionar las frases o expresiones del Tenorio son reproducidas literalmente, en otros casos se reproducen convenientemente modificadas para adaptarlas al contexto o a la situación, pero siempre conservando los rasgos o elementos suficientes que permiten identificarlas claramente. Así, la frase «Que esa aldabada postrera / ha sonado en la escalera», que pronuncia Ciutti en la primera escena del acto segundo de la segunda parte del Tenorio, es reproducida casi literalmente (sólo se suprime el Que y se sustituye aldabada por patada), en la escena tercera del cuadro cuarto, en boca de Pepito:

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PEPITO. Voy a salir. (Pausa. Durante ésta se oye una gran patada.) ¡Esa patada postrera ha sonado en la escalera! ¡No la volverás a oír! (Vase por el foro cerrando la puerta al paso.)

Y en la escena quinta del cuarto cuadro, cuando, ante una pregunta de Rosina, Pepito le comunica que acaba de matar a Frasquito, lo hace utilizando una frase que es un claro remedo de «El capitán te mató / a la puerta de tu casa», que es la que le dice la Estatua del Comendador a Don Juan en la escena segunda del tercer acto de la segunda parte del Tenorio: ROSINA. ¿Qué es eso, qué te pasa? ¿Y Frasquito? PEPITO. Se rompió. ¡Don Pepito le mató a la puerta de su casa! Allí lo tienes...

Este ejemplo, además, ilustra lo que apunté antes acerca de que el cambio de nombre de Paco por Frasquito se prestaba a hacer sobre él juegos de palabras7. Pero no todas las alusiones se refieren a textos pertenecientes al género dramático, sino que también las hay que remiten a otro tipo de textos que también eran sobradamente conocidos por el público. Así, en la escena quinta del primer cuadro, después de una clara referencia metadramática, se imita y se alude a un tipo de composición poética, la humorada, que, introducida por Ramón de Campoamor, había alcanzado una gran popularidad: CÁNDIDO. Pepito, no te sientas furibundo hasta el cuadro segundo. PEPITO. Tienes razón. Me calmaré si quieres. CÁNDIDO. Es lo más razonable. (Con entonación cómica.) Las mujeres lo mismo las bonitas que las feas, aunque tú no lo creas, como todas las almas pecadoras, unas constantes son, y otras traidoras. PEPITO. Mira, eso me parece una humorada del propio Campoamor. CÁNDIDO. No he dicho nada.

5. Aunque, por razones de espacio, no ha sido posible realizar un estudio exhaustivo, lo que he expuesto a lo largo del trabajo ha servido para poner de manifiesto que Pepito, la obra de Celso Lucio y Antonio Palomero, es un excelente e ingenioso texto dramático en el que la obra de Joaquín Dicenta se parodia 7. Los juegos de palabras son sólo uno más de los múltiples recursos expresivos que junto con las incongruencias o disparates, el empleo de abundantes frases hechas, o los ripios, entre otros, constituyen un aspecto muy importante de la parodia Pepito.

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mediante el despliegue de un amplio abanico de recursos. Aparte de los lógicos cambios sobre los elementos de la obra parodiada, inherentes a toda parodia, entre esos recursos destacan las abundantes referencias metateatrales e intertextuales, que salpican todo el texto, así como el empleo del verso, las incongruencias o disparates, los juegos de palabras, o las frases hechas, entre otros. Todo ello determina que Pepito pueda ser considerado como un magnífico ejemplo de ese teatro cómico-burlesco que tiene una larga tradición en la literatura dramática española, que va desde el Siglo de Oro, con las famosas comedias burlescas o de disparates como máximo exponente del mismo, hasta el siglo XX, con La venganza de Don Mendo como la obra más popular, muchos de cuyos recursos son muy similares a los de Pepito8. REFERENCIAS

BIBLIOGRÁFICAS

CRESPO MATELLÁN, S., 1998, «Recursos paródicos en La venganza de Don Mendo», en Cantos Casenave, M. y Romero Ferrer, A., (eds.), Pedro Muñoz Seca y el teatro de humor contemporáneo (1898-1936), Cádiz: Servicio de Publicaciones Universidad de Cádiz, Fundación Pedro Muñoz Seca, pp. 127-136. DE MARINIS, M., 1978, «Lo spettacolo come testo (I)», Versus, 21, pp. 66-104. DELEITO Y PIÑUELA, J., s. a., Estampas del Madrid teatral fin de siglo. I Teatros de declamación, Madrid: Saturnino Calleja. DENTITH, S., 2000, Parody, London: Routledge. DICENTA, J., 1982, Juan José, Madrid: Cátedra. GENETTE, G., 1989, Palimpsestos. La literatura en segundo grado, Madrid: Taurus. HUTCHEON, L., 1985, A theory of Parody: The Teachings of Twentieth-Century Art Forms, London: Methuen. KRISTEVA, J., 1969, «Problèmes de la structuration du texte», en VV. AA., Théorie d’ensemble, Paris: Seuil, pp. 297-316. LUCIO, C. y PALOMERO, A., 1895, Pepito, Madrid: Editorial Velasco. ROSE, M., Parody/Metafiction: An Analysis of Parody as a Critical Mirror to the Writing and Reception of Fiction, London: Croom Helm, 1979. ZORRILLA, J., 1986, Don Juan Tenorio, 7.ª ed., Madrid: Cátedra.

8. Esto vendría a poner de manifiesto que, para escribir su obra, algunos de cuyos recursos he estudiado en Crespo Matellán (1998), Muñoz Seca se inspiró muy de cerca en ésta y en otras obras del mismo tipo que tanto proliferaron a finales del siglo XIX y en los primeros años del XX.

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Converso con el hombre que siempre va conmigo –quien habla solo espera hablar a Dios un día–; mi soliloquio es plática con este buen amigo que me enseñó el secreto de la filantropía. ANTONIO MACHADO, «Retrato» Yo acepto, sin ningún esfuerzo, que un hombre en su sano {juicio} hable solo en alta voz para enterarme de lo que tiene dentro, como acepto sin gran violencia que aparezca ante mis ojos una habitación con tres muros, porque la ausencia del cuarto me permite ver lo que pasa en ella. ANTONIO MACHADO, «Sobre el teatro al uso», Cuaderno 1 {fol.31r} (2005b).

0. CUESTIÓN PREVIA: EL LEGADO MANUSCRITO DE ANTONIO MACHADO Y SU PERIODO POÉTICO EN BAEZA

L

de los Manuscritos de los hermanos Machado (Alarcón, del Barco y Rodríguez Almodóvar, (eds.), 2005a, 2005b, 2005c, 2005d, 2005e, 2006a, 2006b, 2006c, 2006d y 2006e)1 ha brindado a los lectores la oportunidad de conocer una serie de documentos privados de estos poetas que, por lo que a mí respecta y en el caso del llamado Cuaderno 1, escrito por Antonio Machado en Baeza, como no escasa parte del resto de papeles 1.

A PUBLICACIÓN DE LA COLECCIÓN UNICAJA

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sueltos y cuadernos de su legado, me han aportado una precisa información sobre aspectos de su poética que me ha servido no sólo para conocer algunas de sus reflexiones y gustos sobre la poesía y el teatro, sino también para allegar elementos de comprensión de la lógica interna de poemas escritos en el importante periodo de la estancia del poeta en Baeza (vid. Chicharro, ed., 1983), tal y como ahora expondré. Pero, si he afirmado que este periodo es importante, algo de lo que, frente a la propia impresión del poeta, no me cabía la menor duda, es con la aparición de la edición en diez tomos de la Colección Unicaja de los Manuscritos de los hermanos Machado2, que reproduce los originales y la fiel edición diplomática de los mismos, cuando este juicio queda plenamente confirmado y deja sin efecto para mí la segunda parte de la afirmación epistolar que le hiciera Antonio Machado a Federico de Onís en su carta de 30 de diciembre de 1918, estando ya cercana la fecha de su traslado desde Baeza a Segovia. Así, pues, que el poeta le dejara por escrito aquello de «El clima moral de esta tierra no me sienta y en ella mi producción ha sido escasa» debe ser sopesado cualitativamente a la luz, en primer lugar, de la propia obra publicada –en ella cabe citar el singularísimo poema del que voy a ocuparme, «Poema de un día (meditaciones rurales)»– y, en segundo término, de los documentos inéditos que desde 1949 y hasta hoy vienen publicándose. En este sentido, no siempre les es dado a los escritores la capacidad de poseer una ajustada percepción del alcance y significación de la propia obra. Antonio Machado es un ejemplo de ello –Francisco Ayala, tal vez lo sea de lo contrario– y no sólo por lo que respecta a la producción de su etapa baezana, sino también en relación con su fundamental libro Campos de Castilla, de 1912, que ya llevaba en su maleta cuando llegó a Baeza, tal como he dejado escrito (Chicharro, 1999; 2008). 1. SOBRE EL ESCENARIO Y EL POEMA COMO UNA HABITACIÓN CON TRES MUROS Manuscritos y cuestión biográfica Como quiera que sea, las explícitas reflexiones sobre el teatro, que llenan parcialmente tan sólo cuatro páginas del citado Cuaderno 1 –véanse las ilustraciones adjuntas–, me han parecido, como digo, muy reveladoras de las preocupaciones que absorbían al poeta a la hora de dar forma a textos como «Poema de un día (Meditaciones rurales)», uno de los poemas más sustantivos de los añadidos a la nueva edición de Campos de Castilla en el seno de Poesías escogidas, de 1917, del que, por cierto, existen borradores y apuntes en las páginas 19r, 20r, 21r, 21v, 22r,

2. Debe tenerse también en cuenta a este respecto, como resulta obvio, la anterior aparición de otra parte del legado manuscrito bajo el título de Los papeles de Antonio Machado por parte de la Institución “Fernán González” de Burgos, propietaria del Fondo Machadiano de Burgos (Machado, 2004), sólo reproducidos, esto es, sin transcripción –de estos “papeles”, la Universidad de Granada ha publicado la transcripción del cuaderno de Antonio Machado Apuntes de filosofía en edición de Filomena Garrido Curiel–, entre otras publicaciones previas que se siguen desde finales de los años cuarenta y cuya historia ha quedado trazada por Alarcón, del Barco y Rodríguez Almodóvar (2005a: 9-10), así como Los complementarios (Machado, 1972), cuaderno manuscrito de excepcional valor machadiano.

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23r, 24r, 25r, 26r, 27r, 28r, 29r y 33r del Cuaderno 1, por lo que sabemos que bien pudo titularse, mediante nueva acuñación semántica de un común uso fraseológico, «Fe de vida» (fol. 19r) y, con cierto valor inicial denotativo, «Mi vida en Baeza» (fol. 23r), títulos que, si bien yacen para siempre en ese cuaderno de autor, con su luz mitigada por la que guarda el finalmente escogido para el poema que tanto acento pone en su dimensión temporal y reflexiva, aportan una información no despreciable y nos orientan al tratamiento de la cuestión biográfica en el poeta y en su poesía más allá, es obvio, de los no suficientemente periclitados modelos histórico-positivistas y sus aledaños. De ahí la importancia de los manuscritos como, también, inestimable fuente de información biográfica si entendemos por biografía no sólo los acontecimientos en que el escritor haya podido verse implicado, según certera afirmación de Francisco Ayala que transcribo: en lo sustancial la vida humana no está reducida a los acontecimientos en que cada individuo, y en su caso el escritor, pueda haberse visto implicado [...] A la vida humana pertenecen, no menos sustancialmente, los impulsos biológicos y psíquicos de cada cual, los patrones culturales asumidos, las tradiciones recibidas, su educación artística y literaria, y luego sus peculiares aspiraciones, propósitos, deseos, frustraciones y logros, sueños y ensoñaciones, fantasías, ilusiones y desengaños, y por supuesto, las ideas en que su visión de la realidad se articula y que le permiten expresar de manera consciente, articulada, el modo de su instalación en el mundo [...] De cuáles sean los elementos que, como idóneos, haya seleccionado [de este complejo arsenal] para una determinada estructura poética dependerá el grado y nivel en que ésta pueda ser considerada biográfica. (Ayala, 1987b: 144-145).

Si tenemos, pues, en cuenta lo que afirma el centenario escritor granadino, los manuscritos en tanto que objetivación de un mundo interior de deseos, propósitos, aspiraciones, ideas, reflexiones –no sólo estéticas ni poéticas, claro está– pueden servir para conocer aspectos de la biografía del poeta tan sustantivos como un traslado profesional, la fecha de una boda o cualquier otro dato así externo que venga a llenar, por ejemplo, un expediente profesional3. Es más, si recordamos lo que José Machado dejara escrito en su libro Últimas soledades del poeta Antonio Machado (Recuerdos de su hermano José), comprenderemos cuán imbricadas están en su caso trayectoria poética y trayectoria vital, sin que por ello se tengan que reducir la una a la otra como trataré de demostrar al hablar del poema en cuestión, texto que traza una suerte de escenificación poética del mundo exterior y del mundo interior de un sujeto poemático que se construye a partir de vivencias y experiencias directas del propio autor. Pero leamos lo que decía José Machado en el apartado «Sobre su biografía»: Muchos se quejan de la falta de datos para hacer una biografía de Antonio, pero me parece que al decir esto no se han dado perfecta cuenta de la obra del Poeta. Esta biografía está en la vida interior que él mismo nos presenta, ya que la persona y su obra es, en este caso, indivisible. (José Machado, 1971: 130).

3. Yo mismo, por cierto, di a la luz por primera vez el Expediente de Antonio Machado en el Archivo Histórico de la Universidad de Granada en un “Apéndice documental” de un libro mío (Chicharro, 2002: 397-421), que incluye documentos relativos al mismo en su calidad de catedrático de Lengua Francesa del Instituto General y Técnico de Baeza (Jaén) desde 1912 hasta 1919, al tener por entonces la Universidad de Granada responsabilidad administrativa sobre dicho Centro.

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Aunque la afirmación de indivisibilidad del poeta y de su obra es arriesgada, por lo que tiene de reducción extrema y desconsideración de la naturaleza a la postre ficcional del discurso poético –ahí quedan bien visibles los poetas heteronímicos creados por Antonio Machado como puntas del iceberg ficcional que es la poesía–, me sirvo de la cita de José Machado para subrayar el valor que tiene la vida interior que el poeta nos presenta en sus manuscritos tanto para explicar aspectos de su biografía como de su obra. 2. «SOBRE EL TEATRO AL USO» O UNA DEFENSA DEL EMPLEO DEL MONÓLOGO EN EL TEATRO Y LA POESÍA Hechas estas consideraciones, paso a ocuparme de las páginas 31-33 del Cuaderno 1, referidas a un aspecto de poética teatral, con objeto de poner en relación, como digo, estas reflexiones con las que sustentan –poética implícita– el poema objeto de nuestro interés, pues ambos textos vienen finalmente a iluminarse. Antonio Machado comienza mostrando su disgusto por la supresión sistemática del monólogo en el teatro moderno de su tiempo, ya que así se priva a los espectadores de «saber lo que piensan y sienten los personajes cuando están solos consigo mismos». Si, como afirma, el teatro es acción, el monólogo resulta imprescindible porque los actos de los hombres guardan una relación más íntima con el monólogo que con el diálogo, siendo aquél una vía de manifestación de la conciencia, lo más esencial en la vida humana, según el poeta. Por lo tanto, frente a la conversación vale más el monólogo por mostrar lo que se piensa, lo que se siente y lo que se quiere, aunque haya autores –nombra a Ibsen y Benavente– que consiguen sugerir a través de diálogos los estados internos de los personajes. No obstante, le parece algo gratuito vencer con ciertas habilidades técnicas en el uso de los diálogos la dificultad de dar a conocer esos estados internos, defendiendo al final de su escrito el uso del monólogo con las siguientes palabras4: La supresión del monólogo es uno de los mayores pecados del teatro «moderno». Sin monólogos no puede haber personajes, [como no hay hombres sin conciencia] caracteres, [hombres que nos parezcan de carne y hueso parezcan tales hombres], ni el teatro puede {ser} similar {a} la vida, [de los hombres, ---] porque en la vida no todo es conversación. (Machado, fol. 33r).

Pero el interés de estas páginas de su cuaderno no se agota aquí ni en la defensa implícita que en él se hace de los principios de una poética de raíz aristótelica, ya que al comienzo del fol. 33r intercala un apunte que a todas luces

4. Pasado el tiempo, en su Juan de Mairena, Antonio Machado volverá a valorar la técnica del monólogo y los apartes por tres razones que ese personaje exponía a sus alumnos: por devolver al teatro parte de su inocencia y honradez de otro tiempo (nada hay que adivinar en los personajes); por desaparecer con este uso el psicologismo barato, cuyo interés folletinesco proviene de la ocultación de los propósitos más triviales que han de adivinarse a través de conversaciones, pausas, gestos, etc. de difícil interpretación escénica; y por desterrarse del teatro al confidente, personaje pasivo y superfluo, cuya misión es escuchar, para que el público se entere, cuanto no pueden decirse unos personajes a otros, “pero que, necesariamente, cada cual se dice a sí mismo, y nos declaran todos en sus monólogos y apartes” (Machado, 1989: 1.984).

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tiene que ver con «Poema de un día (Meditaciones rurales)» donde Antonio Machado deja escrito: [Meditaciones rurales .Monólogo II. Leyendo á Bergson] Leyendo á Kant Cuando se lee á Unamuno piensa uno en la palabra evangélica Y á Bergson, en un caiman que muerde el bronce de Kant

Este apunte, que viene a interrumpir sus reflexiones críticas sobre la ausencia y necesidad del monólogo en el teatro de su tiempo, resulta revelador de la concepción dramática de su poema in fieri y de la validez que le concede al monólogo a la hora de elaborar también un discurso propiamente poético, en el que el sujeto poemático es concebido como personaje al que le quiere aplicar esta técnica de escritura que serviría fundamentalmente para dar cauce a lo que propiamente sería su objeto interior, al que así accedería –una habitación con tres muros– el lector. En el primer renglón de dicho apunte aparecen ya lo que será el subtítulo del poema en cuestión y, además de una rima ripiosa luego no usada en la versión definitiva del poema –caimán / Kant–, del tipo de las tan buscadas y utilizadas en «Poema de un día (Meditaciones rurales)» –ley / buey / rey o tuno / Unamuno, entre otras– para lograr el tono coloquial, deliberado prosaísmo e ironía que, con todo fundamento, destacara Luis Cernuda de dicho poema (Cernuda, 1957: 113114), aparecen además, digo, el abierto uso de la palabra monólogo, la referencia a Bergson, Kant y Unamuno, de los que el sujeto poético hablará efectivamente en el citado poema (léanse los versos 99-134 para más concreción). Aquí radica, pues, la importancia de este texto a la hora de ayudarnos a comprender en su lógica interna uno de sus más famosos poemas, así como a la hora de valorar el uso en el dominio de nuestra poesía de unas técnicas de creación profundamente renovadoras del discurso de la poesía por lo que respecta a la ficcionalización y dramatización del yo y, en consecuencia, por lo que supone de superación de las formas de cierto intimismo y del sujeto lírico confesional romántico. 3. EL USO DEL MONÓLOGO EN «POEMA DE UN DÍA (MEDITACIONES RURALES)» Sería fácil dejarse llevar por las apariencias y leer el poema en tan superficial como estricta clave biográfica, puesto que el poeta parece invitar a ello de alguna manera al contar-representar lo que es un día de la vida del sujeto poético en un medio reconocido y sancionado por el paratexto de la data con que se cierra el poema –«Baeza, 1913»5–, sujeto poético y medio vital trasuntos del propio poeta y de Baeza, una Baeza rural, invernal y depauperada de principios del siglo XX. Pero esta lectura nos haría perder la ocasión de conocer el poema como uno de los 5. Sobre las fechas de escritura del poema, pues en su primera edición suelta aparece “12 Enero 1912” (Machado, 1914), puede verse lo que afirma Sánchez Barbudo (1967: 270-271), así como la nota de Macrí en su edición de las Poesías completas.

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logros artísticos de, partiendo de unas obvias experiencias vitales directas, representar determinada acción poética y, en consecuencia, lograr nuevas formas discursivas que le sirven al autor para aunar lirismo, narración –Sánchez Barbudo afirma que es un poema «novelesco incluso», si bien lo que comunica es soledad y hastío, por lo que es, pese a la apariencia, un poema lírico (Sánchez Barbudo, 1967: 271-272)– y, de la manera en que ahora me referiré, dramatización. Pues bien, si nos aproximamos a la comprensión del poema tomando en cuenta las expuestas ideas machadianas a propósito del teatro de su tiempo, hemos de inferir que, en efecto, «Poema de un día (Meditaciones rurales)» funciona como una suerte de habitación con tres muros o escenario verbal en nuestro caso donde se va a representar lo que acontece –unidad de acción– en un día de la vida de un personaje trasunto del poeta –unidad de tiempo–, en el ámbito de la población rural en la que habita –unidad de lugar–. Es más, si seguimos leyendo el poema desde esta perspectiva, descubriremos unas divisiones internas de los episodios vividos en ese día de la vida del sujeto poético que se corresponderían con actos que vienen de alguna manera señalados gráficamente por el comienzo sangrado de determinadas estrofas. Así, tendríamos un primer acto, vv. 1-33, en el que la voz poética se presenta hablando en alta voz en su medio y circunstancias reales –profesor en un pueblo en un día lluvioso de invierno–; un segundo acto, vv. 34-58, en el que el personaje poético se muestra en el espacio íntimo de su casa y de su reflexivo mundo interior; un tercer acto, vv. 59-87, constituye la ocasión de, tras tomar conciencia del mundo exterior y del tiempo atmosférico nuevamente, retomar sus divagaciones sobre el mismo, el renacer de la vida y el ansia humana de inmortalidad; un cuarto acto, vv. 88-154, da entrada al comentario de ciertas lecturas de libros nuevos y la paralela reflexión que los mismos le provocan al sujeto poemático sobre poética, filosofía y la vida misma; un quinto acto, vv. 155-193, sirve para que el personaje cuente, con la inclusión de nuevos personajes poéticos –don José y don Juan– y los diálogos que éstos mantienen entre sí, la conversación por él escuchada en una tarde de tertulia en una rebotica; por último, unos versos finales, vv. 190-203, en los que el sujeto poético se encuentra de nuevo en el espacio de su casa absorbido por sus preocupaciones filosóficas sobre el yo y sus límites. El poema, leído de esta forma, se ha convertido en efecto en un escenario verbal donde un personaje habla solo –habla consigo mismo– y provoca mediante su largo monólogo la ocasión de que el lector se entere de lo que hace en la intimidad de su casa, sepa lo que ocurre fuera de la misma, al tiempo que conozca aspectos de su mundo u objeto interior, su conciencia, con sus graves preocupaciones de índole social –la vida y demás circunstancias de los labradores, por ejemplo–, con sus recurrentes reflexiones sobre el tiempo y la temporalidad –tiempo atmosférico, tiempo astronómico, tiempo sin tiempo, su tiempo, etc.–, así como sobre la vida y, en consecuencia, la muerte6, y sobre la propia poesía –«poesía, cosa cordial»–, la filosofía y, finalmente, aquello en que pueda consistir «este yo que vive y siente».

6. No en balde ha dejado escrito Ricardo Senabre que la muerte es el único tema recurrente en la poesía de Antonio Machado, un tema que “atraviesa todos sus libros, todas sus etapas y a él hay que remitir subtemas complementarios que sólo se relacionan entre sí por su relación con el tema principal” (Senabre, 1990: 69).

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El largo parlamento de 203 versos que es el poema se enriquece con diversas fórmulas discursivas, como venimos viendo, que vienen a lograr el propósito final de que los lectores podamos conocer los sucesivos y ordenados episodios acontencidos en un día de la monótona y repetitiva vida de un profesor, tanto por lo que se refiere a aspectos de su vida social como de su vida interior, marcada en todo caso por la soledad, tal como afirma Sánchez Barbudo. De ahí, como es lógico, que el poeta disponga el uso del soliloquio con que da comienzo el poema –«Heme ya aquí, profesor»– con el que, hablando a solas, parece dirigirse a una hipotética audiencia o al menos permite que ésta le escuche, tal como afirma Sánchez Barbudo siguiendo el estudio de Robert S. Piccioto (1964). De ahí también que haga uso interno de sucesivos monólogos que adoptan la forma de diálogos interiorizados entre el personaje poético y, respectivamente, Jesucristo –«Fantástico labrador, / pienso en los campos. ¡Señor, / qué bien haces! Llueve, llueve»–, objetos inanimados como un reloj o el agua de la lluvia –«Tic-tic, tic-tic...Ya te he oído» o «¡Oh, agua buena, deja vida / en tu huida!»–, consigo mismo –«Dios sabe dónde andarán / mis gafas... entre librotes, / revistas y papelotes, ¿quién las encuentra?... Aquí están.»7– y dirigiéndose a los autores de los libros que lee y comenta –«Siempre te ha sido, ¡oh Rector / de Salamanca!, leal / este humilde profesor / de un instituto rural.»–, etcétera. De ahí también que esa voz reproduzca fielmente los diálogos –indicados en el poema mediante guión largo– ajenos al protagonista, que mantienen los contertulios de la rebotica: «–Es verdad, así es la vida. / –La cebada está crecida. / –Con estas lluvias...». Con tal estructuración del poema, Antonio Machado logra representar una acción, contar los episodios de un día en la vida del personaje poético y dar cauce lírico a un mundo interior, más ordenada y calculadamente por cierto de lo que suele seguirse con el empleo de lo que conocemos como monólogo interior. Ahora bien, si Antonio Machado ha logrado aunar lirismo, narración y, de la manera en que ha quedado dicho, dramatización8, cabe preguntarse ya más concretamente qué relación pueden guardar estos usos del monólogo con el que llamamos monólogo interior y aun con el que viene nombrándose monólogo dramático (v. Langbaum, 1957), tan presente éste en la poesía española de buena parte del siglo XX (v. Walsh, 2004; Pérez Parejo, 2007, entre otros muchos), toda vez que ha habido críticos que se han referido o bien a la presencia de estos recursos constructivos así nombrados en el poema en cuestión o bien a la conveniencia de aplicarlos en el análisis. Por citar sólo un ejemplo, no debemos olvidar que Luis Cernuda dejó escrito que el fluir espontáneo de conciencia e insconsciencia que se daba en el poema era un «anticipo de lo que años más tarde se llamaría ‘monólogo interior’» (Cernuda, 1957: 113, la cursiva es mía, A. Ch.). Pues bien, cabe afirmar a este respecto que las formas de monólogo descritas participan antes de lo que Antonio Machado explica en esas hojas sobre teatro de su Cuaderno I que de 7. Parece quedar clara aquí la recomendación de Lope de Vega dada en su Arte nuevo de hacer comedias en este tiempo, de 1609, a la hora de elaborar soliloquios: «los soliloquios pinte de manera / que se transforme todo el recitarte, / y, con mudarse a sí, mude al oyente; / pregúntese y respóndase a sí mismo». 8. El poema está formado por una combinación de versos octosílabos y tetrasílabos con rima consonante alternando pequeñas formas estróficas de cuatro y dos versos, redondillas y pareados. Esta estructura de base octosilábica es muy apta para contar, según nuestra tradición literaria, habiendo sido usada también para el teatro en verso, tal como hizo Lope de Vega.

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ese procedimiento de escritura que, en su caso más extremo, «es una forma de autoanálisis del personaje, en cuya vida interior se nos introduce directamente: la aparición del inconsciente, la aparición de pensamientos íntimos desmembrados –según la técnica del Ulyses de Joyce– representa de alguna forma (...) lo que se llama stream of consciousness»9 (Marchese y Forradellas, 1986: 273). Así pues, si más que autoanálisis lo que domina en el poema es una suerte de representación no puede decirse que se trate de un uso del monólogo interior. Con esta afirmación no quiero decir que el poeta no dé salida a ese mundo interior, sino que lo hace teatralmente, constituyendo el poema antes una habitación con tres muros o escenario verbal que la ocasión de dar cauce de esa manera descrita a un mundo interior que incluye por lo común desorden y desmembración de pensamientos, etcétera. Cabe pensar en consecuencia que estos machadianos usos del monólogo resultan más próximos a los usos discursivos que Robert Langbaum nombrara, a propósito de dos poetas posrománticos victorianos, con el concepto de monólogo dramático, si bien no puede decirse que, con ese personaje del profesor y poeta que cuenta un día de su vida en un medio rural, Antonio Machado intentara crear lo que desde Eliot se conoce como correlato objetivo. Lo que viene a hacer es construir un sujeto lírico en primera persona, todo un personaje, que se alimenta obviamente de su propia experiencia biográfica, a la que acaba remitiendo, con el que dramatiza experiencias y sentimientos y, en definitiva, ficcionaliza el yo. Estas estrategias, por decirlo con palabras de Pérez Parejo, «enriquecen connotativamente la expresión del sujeto y huyen deliberadamente de las ataduras pronominales del yo romántico», sirviendo además no sólo para objetivar un mundo interior, sino también para decir de este modo ficcional una cierta clase de verdad. De ahí que, a la postre, Antonio Machado cante, cuente y represente en el poema lo que podría ser un día de su vida mediante el recurso del monólogo con el que trata de introducir al lector en lo más esencial de su propia y humana experiencia, en sus meditaciones, esto es, en sus procesos de pensamiento, en su conciencia, porque, como hemos visto argumentar al poeta, sin el uso del monólogo ni el teatro ni «Poema de un día (Meditaciones rurales)» –añado– pueden ser similares a la vida de los hombres en la que no todo es conversación. REFERENCIAS

BIBLIOGRÁFICAS

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Retórica, comunicación y teatro: sobre la actio o pronuntiatio en el marco de la teoría retórica ilustrada FRANCISCO CHICO RICO Universidad de Alicante

0. INTRODUCCIÓN.

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A RETÓRICA, ENTENDIDA COMO

sistema teórico para la construcción y la comunicación del texto en general y del discurso lógico, práctico y persuasivo en particular, concibe como indisociables en la práctica comunicativa tanto las relaciones entre las operaciones retóricas constituyentes del discurso –inventio, dispositio y elocutio– como las relaciones que éstas mantienen con las operaciones retóricas no constituyentes de discurso –intellectio, memoria y actio o pronuntiatio– (Albaladejo Mayordomo, 1989: 57-64; Albaladejo Mayordomo y Chico Rico, 1998). Por ello, para la construcción y la comunicación del discurso retórico con garantías de éxito, tan importantes son las primeras como las segundas, esto es, tanto las operaciones retóricas de naturaleza poiética, constructiva o creativa, como las operaciones retóricas de naturaleza práctica, performativa o realizativa (Chico Rico, 1987: 134-135). Ya desde esta primera aproximación a la actio o pronuntiatio es ésta una operación retórica que comparte con el teatro algunas de las características esenciales y privativas de la representación, entendida como el modo fundamental de la comunicación dramática y como el modo esencial de la materialización del discurso retórico ante un oyente. Mi propósito en este trabajo será el de justificar las relaciones que la comunicación retórica mantiene con la comunicación teatral sobre la base de la común necesidad en ambas de correspondencia –de decorum o aptum (Lausberg, 1960: 258, 1.057-1.059)– entre la forma y el contenido del discurso, por un lado, y los elementos paraverbales y corporales requeridos pragmático-comunicativamente por la situación de comunicación en la que se encuentran el hablante y el oyente, por otro, para asegurar así la persuasión. Para ello revisaremos la teoría retórica de Gregorio Mayans y Siscar, una de las más importantes e influyentes del siglo XVIII,

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a propósito de la actio o pronuntiatio, que el gran pensador ilustrado valenciano situó en la base de lo que denominó «decir agraciado». 1. EL SER HUMANO COMO LENGUAJE Haciéndome eco con absoluto convencimiento de la clara y evidente caracterización del ser humano como lenguaje llevada a cabo recientemente por José Antonio Hernández Guerrero y María del Carmen García Tejera en una obra dedicada por entero a proporcionar «un método práctico para aprender y para perfeccionar el arte de hablar en público» (Hernández Guerrero y García Tejera, 2004: 13)1, comenzaré afirmando abiertamente con ellos que el lenguaje ocupa un lugar central en la vida personal y social, moral y cultural, política y económica... del hombre, y no sólo abarca el lenguaje articulado –es decir, la lengua–, sino también otros lenguajes –como el gestual y el icónico– (Hernández Guerrero y García Tejera, 2004: 17). Desde esta perspectiva, es la función expresiva del lenguaje la primera y principal del discurso retórico: la primera en un orden cronológico, si tenemos en cuenta la finalidad comunicativa de la parte inicial del mismo –el exordium–, que es la captatio benevolentiae del público o el iudicem benevolum, docilem, attentum parare (Lausberg, 1960: 266), y la principal en un orden pragmático-comunicativo, considerando que el mensaje más importante que transmite el orador mediante dicho discurso es su propia persona. Como muy bien afirman Hernández Guerrero y García Tejera, Lo primero que el orador dice es quién es, quién quiere ser y quién no quiere ser; qué quiere ser o qué no quiere ser. Y lo dice con su sola presencia. Los mensajes más importantes de un discurso oratorio son aquellos que el orador transmite con su figura, con toda su persona: con sus movimientos, con sus gestos, con sus atuendos, con el tono de su voz. Afirmamos que son los más importantes porque constituyen los argumentos en los que de hecho se apoya la credibilidad de sus mensajes orales y la aceptación o el rechazo de sus palabras (Hernández Guerrero y García Tejera, 2004: 47).

En este sentido, la totalidad de los elementos del discurso retórico –los verbales, los paraverbales y los corporales– son comunicativamente significativos, desempeñan funciones extralingüísticas y persiguen finalidades comunicativas prácticas, porque «La oratoria es una actividad audiovisual: incluye un conjunto de operaciones corporales dotadas de diferentes significados» (Hernández Guerrero y García Tejera, 2004: 233), operaciones corporales que el sistema teórico de la Retórica clásica y tradicional situó en el dominio de la actio o pronuntiatio, operación retórica no constituyente de discurso, como ya sabemos, relativa a los lenguajes paraverbales y a los lenguajes corporales que se suman al lenguaje verbal para reforzarlo, modificarlo e incluso contradecirlo. 2. RETÓRICA, COMUNICACIÓN Y TEATRO Efectivamente, y tratando de concretar con claridad las ideas que barajamos a propósito de la operación retórica de actio o pronuntiatio, las palabras no son 1.

Vid. también Hernández Guerrero, 2005.

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siempre suficientes para dar lugar al encuentro íntimo entre las personas que interactúan comunicativamente, porque las palabras son «un instrumento imperfecto para aprehender y para transmitir el fondo profundo del alma humana» (Hernández Guerrero y García Tejera, 2004: 234). Las palabras no son, por sí solas, suficientemente elocuentes para convencer, persuadir o disuadir a los demás, porque la elocuencia se debe, en gran medida, a la imagen de la persona que hace uso de aquéllas, con sus acciones, sus actitudes, las expresiones de su rostro y sus gestos. «La comunicación más auténtica entre los hombres [afirman a este respecto José Antonio Hernández Guerrero y María del Carmen García Tejera] es indirecta: se realiza a pesar del lenguaje articulado, a veces de forma casual y afortunada y, con frecuencia, contra el significado de las palabras» (Hernández Guerrero y García Tejera, 2004: 234). Por ello puede decirse claramente que en la comunicación retórica la palabra se integra armonizada, cohesionada y proporcionadamente en el texto y en el hecho retóricos2, en virtud del principio del decorum o aptum, como un elemento solidario con la entonación, la expresión del rostro y el gesto, de modo que la comunicación retórica implica «una verdadera «representación teatral», una «acción dramática» realizada en un tiempo y en un espacio peculiares que constituyen un escenario viviente» (Hernández Guerrero y García Tejera, 2004: 235). En este contexto, y considerando lo que ya hemos dicho sobre la actio o pronuntiatio, ésta es la operación retórica de naturaleza práctica, performativa o realizativa encargada de representar y transmitir mediante la acción y la pronunciación el discurso ante un público. Haciendo nuestra ahora la definición de Helena Beristáin en su Diccionario de Poética y Retórica, la actio o pronuntiatio. [...] es la quinta fase preparatoria del discurso oratorio en la antigüedad; es la puesta en escena del orador al recitar su discurso como un actor, con la dicción adecuada y los gestos pertinentes para realzarlo y lograr el efecto que se propuso. Consiste, pues, en hacer uso de la palabra y recitar las expresiones que lo constituyen. Su estudio consideraba todo lo relacionado con la voz y con el cuerpo (Beristáin, 1985: 408).

Desde aquí podemos basar la importancia y el valor de la teoría retórica sobre la actio o pronuntiatio en las siguientes constataciones: a) la forma de actuar y la manera de hablar del orador influyen en el público más de lo que aquél dice con sus palabras, puesto que «el soporte o el significante de la oratoria es la persona entera» (Hernández Guerrero y García Tejera, 2004: 235); b) al compartir con el actor teatral la puesta en escena, el orador, como aquél, es contemplado «con los ojos de los que miran un cuadro, una escultura e, incluso, una obra arquitectónica; con los oídos de los que escuchan una obra musical y con la sensibilidad de los que se deleitan con un poema» (Hernández Guerrero y García Tejera, 2004: 235); c) por ello, la actio o pronuntiatio, a pesar de ser una operación retórica no constituyente de discurso por el hecho de no tener una relación directa con la construcción o creación del texto retórico, «constituye un lenguaje intensamente expresivo, dotado, por lo tanto, de significante y de significado» (Hernández Guerrero y García Tejera, 2004: 235).

2.

Sobre los conceptos de «texto retórico» y «hecho retórico» vid. Albaladejo Mayordomo, 1989: 43-53.

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La actio o pronuntiatio, en este sentido, es la operación retórica responsable de conseguir el movere en el auditorio, esto es, de conmoverlo, de impresionarlo, de hacerlo cambiar de opinión, de influir sobre él..., mientras que a la inventio y a la dispositio les está encomendado el docere, es decir, la instrucción sobre la causa de la que trata el discurso, y a la elocutio, el delectare, el deleite a partir del atractivo de las palabras utilizadas (Lichtenstein, 1989: 85; Pujante, 1996: 284 y ss.). Consecuentemente, y como reconoce David Pujante, A la quinta y última operación retórica le está encomendado lo fundamental, aquello para lo que todo lo previo ha sido realizado, a saber: conseguir que el auditorio se adhiera a nuestra visión de la causa. Por muy bien instruida que esté la causa, por muy elegante ejercicio de elocución que hayamos conseguido hacer, si no logramos que el auditorio opine como nosotros, el discurso ha fracasado. [...] es la retórica del cuerpo, de la voz y del gesto, la que decide todo al final (Pujante, 2003: 311),

puesto que Produce un sentimiento que trasciende lo agradable, lo plácido; provoca una emoción que transporta al oyente fuera de su razón. Esta capacidad del orador, que trasciende sus posibilidades argumentativas, sus alardes de ingenio y de buen gusto para deleite del público; esta capacidad que es la que definitivamente arrastra tras de sí al espectador, es la clave de la retórica. [...] Oradores mediocres han sabido mover los afectos de los jueces y han obtenido grandes éxitos. Es la parte de la retórica contra la que con más saña se ha alzado la filosofía. Es la retórica del color (Pujante, 1996: 284).

Los términos actio –«acción»– y pronuntiatio –«pronunciación»– se han utilizado siempre conjunta e indistintamente para hacer referencia a la operación retórica no constituyente de discurso relativa, como dijimos anteriormente, a los lenguajes corporales y a los lenguajes paraverbales que se suman al lenguaje verbal para reforzarlo, modificarlo e incluso contradecirlo, aunque, específicamente, el primero alude al gesto y el segundo a la voz. Y todos sabemos que estos lenguajes del cuerpo –el gesto y la voz– son propios del teatro3, como tampoco se le ocultó a Aristóteles, quien en su Retórica denomina a esta operación retórica ØpÒkrisij (de Øpokrit»j –«actor»–): La acción [dice Aristóteles], cuando se aplica, hace lo mismo que en el arte teatral [...]; habilidad teatral es cosa de naturaleza y bastante exenta de arte; pero en lo referente a la dicción sí está dentro del arte. Por eso también los que son hábiles en ésto ganan premios, lo mismo que los oradores en cuanto tienen arte teatral, porque los mismos discursos escritos o prosa en general pueden más por su dicción que por su pensamiento (Aristóteles, Retórica: 1404a, 13-19).

Lo mismo opina Quintiliano, para el que es básico el espectáculo y algo secundario el texto, pues insiste en que, por muy trabado que esté el discurso, todo se

3. También de otros géneros, como la narrativa oral literaria, muy bien estudiada desde estos puntos de vista por Ulpiano Lada Ferreras (2003; 2007).

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decide en el momento de su representación y transmisión (Quintiliano, Sobre la formación del orador: XI, 3, 3)4. Utilizando el símil del texto como partitura musical, Pujante, describiendo y explicando la concepción de Quintiliano de la operación retórica de actio o pronuntiatio, afirma que La voz y los gestos del orador son los instrumentos que dan vida al texto. Una mala partitura, por muy buenos intérpretes que tenga, será siempre mala, aunque el virtuosismo la valorice. Una buena partitura se potenciará con una maravillosa actuación de los instrumentos. Nada son los instrumentos sin la partitura. Nada son la voz y los gestos sin texto. Pero nada es la partitura sin unos intérpretes que ofrezcan lo que ella muestra tan sólo como ensueño ante los ojos. La música es en el momento de la interpretación. El discurso es en el momento de la pronuntiatio. Por eso dice Quintiliano que lo definitivo es el modo de la producción. Porque la apropiada producción es la que hace el discurso. [...] Sin la partitura no es posible nada. Pero una buena partitura se convierte en un fracasado hecho musical si se toca mal (Pujante, 1996: 289).

Del mismo modo, Los actores de teatro consiguen dar un encanto especial a las obras óptimas, produciéndonos más gozo con su audición que con su lectura. Pero también ciertas obras vilísimas cautivan los oídos por esa especial capacidad que tiene la actuación. Así pues, la valoración depende de la actio. Un texto malo con una actio buena produce un buen resultado comunicativo. Y un texto bueno con una actio mala, un mal resultado comunicativo (Pujante, 1996: 290).

3. LA ACTIO O PRONUNTIATIO EN EL MARCO DE LA TEORÍA RETÓRICA ILUSTRADA Volviendo nuestra vista ahora a la teoría retórica de Gregorio Mayans y Siscar (1699-1781) con el fin de comprobar en ésta la importancia de la actio o pronuntiatio para la comunicación retórica y las relaciones que ésta mantiene con la comunicación teatral, lo primero que diremos es que en el siglo XVIII la Retórica, a pesar del lento proceso de empobrecimiento y reducción que venía sufriendo desde hacía ya mucho tiempo (Rico Verdú, 1973; García Berrio, 1977; 1980; Fumaroli, 1980), continúa siendo tratada como una disciplina con entidad propia, aunque al servicio, como ciencia auxiliar, de los sistemas educativos y las teorías filosóficas propias de la Ilustración, de las formas literarias de la época y, sobre todo, de los nuevos avances tecnológicos y progresos científicos, al facilitar tanto la descripción como la explicación convincentes de esos conocimientos (Díez Coronado, 2003: 248-249). En este contexto, la actio o pronuntiatio, en lugar de seguir viéndose empobrecida y reducida por la cada vez mayor relevancia del discurso escrito e impreso desde que se inventara la imprenta, es objeto de una atención y un interés crecientes en ámbitos comunicativos como el de la Iglesia –en su vertiente educadora y predicativa–, el de la sociedad aristocrática –en su dedicación a la política y a 4. Vid. también Pujante, (1996: 287-288; De Miguel Reboles, 1998; Hernández Guerrero, 1998 y Marimón Llorca, 1998).

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las buenas maneras–, el de los intelectuales en general y los literatos en particular –en su intento de desarrollar nuevas corrientes de pensamiento y de afianzar la preceptiva literaria del momento, así como la excelencia en el ejercicio de la oratoria literaria– y el del teatro –por las grandes posibilidades de formación que dicha operación retórica ofrecía para la puesta en escena– (Díez Coronado, 2003: 249, 281). De acuerdo con María Ángeles Díez Coronado, Mayans «es quien en el siglo XVIII mejor muestra las nuevas ideas y quien mejor describe las partes del hecho retórico» (Díez Coronado, 2003: 284)5. Su teoría retórica se desarrolla sobre todo en El Orador Christiano ideado en tres diálogos, de 17336, y en su Rhetórica, de 17577. Si el primer tratado es muestra paradigmática de la retórica religiosa o sagrada del siglo XVIII, el segundo es ejemplo fundamental de la retórica civil o laica. Este último, que es el que nos interesa especialmente por constituir su gran obra retórica, permite apreciar tanto la tradición y la modernidad de sus planteamientos teóricos y sus ejemplos prácticos como su voluntad de hacer de la Retórica una disciplina general vinculada al entendimiento filosófico del mundo (Díez Coronado, 2003: 287-288; Martínez Moraga, 2003). Es en el Libro IV de su Rhetórica donde Gregorio Mayans y Siscar desarrolla su teoría de la actio o pronuntiatio, operación retórica a la que se refiere con la expresión «decir agraciado» (Mayans y Siscar, 1984b: 569-584). Para el polígrafo valenciano el decir agraciado tiene una parte de pronunciación, perteneciente al oído, y otra de acción, perteneciente a la vista, importantísimas ambas porque «por estos dos sentidos se introduce la persuasión en el ánimo, i se moderan sus passiones» (Mayans y Siscar, 1984b: 569). El decir agraciado, en este sentido, se corresponde con «la devida conformidad de la voz i de los movimientos del cuerpo, según la variedad de las cosas de que se trata, i de los afectos del ánimo que tiene el que habla, o los que desea manejar» (Mayans y Siscar, 1984b: 569). En primer lugar, y en el capítulo I, titulado «De la dificultad de la pronunciación agraciada» (Mayans y Siscar, 1984b: 569-570), Mayans hace hincapié en el hecho de que ésta, para ser buena, requiere «beneficio de la naturaleza, aplicación al arte, i diligente egercicio» (Mayans y Siscar, 1984b: 569), ya que «La naturaleza sin enseñanza, suele ser ciega; la enseñanza sin naturaleza, inútil; [y] el egercicio sin una i otra, impossible» (Mayans y Siscar, 1984b: 569). La buena pronunciación requiere el beneficio de la naturaleza «porque ai algunos tan vergonzosos, que no se atreven a hablar en público, como Isócrates, primer maestro de la eloqüencia griega» (Mayans y Siscar, 1984b: 569); otros «tienen miedo de hablar, porque su voz es bronca o mugeril» (Mayans y Siscar, 1984b: 570); otros son incapaces de pronunciar ciertos sonidos, como Demóstenes la [R]; otros tienen la voz baja y no se les oye..., defectos o inconvenientes todos éstos que palían o resuelven el ejercicio y la práctica, «como lo consiguió Demósthenes, pronunciando muchos vocablos que tuviessen R» (Mayans y Siscar, 1984b: 570), y también el aprendizaje y el arte, porque éstos mejoran la naturaleza. En el capítulo II trata Gregorio Mayans y Siscar de la memoria, la cuarta operación retórica, que no desliga de la actio o pronuntiatio por considerarla «mui 5. 6. 7.

Vid. también Martínez Moraga, 2003. Mayans y Siscar, 1984a: 13-164. Mayans y Siscar, 1984b: 1-653.

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importante para el decir agraciado» (Mayans y Siscar, 1984b: 570-572). Efectivamente, el gran pensador ilustrado valenciano es consciente de que «El saber bien de memoria lo que se ha de decir da grande confianza para pronunciarlo como se deve» (Mayans y Siscar, 1984b: 570). En el capítulo III, dedicado a «la pronunciación agraciada» (Mayans y Siscar, 1984b: 572-576), Mayans define la pronunciación como «el govierno de la voz, cuyo metal principalmente proviene de la situación natural i conveniente de las partes sanas del cuerpo» (Mayans y Siscar, 1984b: 572); pero, con independencia de su calidad, aquélla ha de ser perfeccionada por el aprendizaje y el arte, y ejercitada y practicada todo lo que se pueda, para que cualquier voz que haya de pronunciarse se profiera «con el sonido conveniente a las cosas que se dicen» (Mayans y Siscar, 1984b: 572). El capítulo IV lo dedica Gregorio Mayans y Siscar a la descripción y la explicación de «la acción agraciada» (Mayans y Siscar, 1984b: 576-578), ademán o gesto, que debe acompañar a la voz y que, en su opinión, tiene más fuerza que ésta, [...] porque las palabras griegas [escribe] solamente mueven al que entiende la lengua griega; las latinas, al que sabe la latina; pero la acción, que señala el movimiento del ánimo, mueve a los presentes, aunque no entiendan el lenguaje en que habla8. Muchos que no supieron hablar, como lo vemos en sus escritos, fueron tenidos por eloqüentes por causa de la acción, de manera que no sin razón dijo Demósthenes que en la oración hace la acción el primero, segundo i tercer papel (Mayans y Siscar, 1984b: 576).

La acción es concebida de una manera muy amplia, porque es el «movimiento que hace el que habla con la cabeza, ojos, boca, o todo el semblante, o con los brazos, manos, dedos, cuerpo, piernas i pies» (Mayans y Siscar, 1984b: 576). Y es una acción que debe corresponderse ajustadamente con la voz y las cosas que se dicen, de modo que [...] todas admirablemente se alíen para lograr la victoria de la persuasión, porque las afecciones de la voz mueven a los oídos; i la configuración del cuerpo, i principalmente del semblante, a los ojos, por cuyos sentidos se introducen los afectos en el ánimo de quien oye i ve» (Mayans y Siscar, 1984b: 576).

En el capítulo V Mayans trata con cierta amplitud y detalle «Del gesto agradable del semblante i de toda la cabeza» (Mayans y Siscar, 1984b: 578-581), incluyendo la frente, las cejas y los ojos. Para terminar, en el capítulo VI pasa revista Gregorio Mayans y Siscar al «gesto de la cerviz i de los miembros que pertenecen al tronco del cuerpo» (Mayans y Siscar, 1984b: 581-584): los hombros, los brazos, las manos, los dedos, el pecho y el vientre, la espalda, las rodillas, las piernas y los pies. 8. El polígrafo valenciano añade más abajo que «Lo más admirable es que las naciones que tanto se diferencian en las lenguas i en las costumbres, suelen conformarse en las acciones, significando con unos mismos gestos unas mismas cosas» (Mayans y Siscar, 1984b: 577). Y «Es tan general este lenguage, que los representantes mímicos o momos, esto es, remedadores i contrahacedores con gestos, davan a entender antiguamente con acciones todo lo que querían i eran entendidos de todo el pueblo, como hoi la danza de matachines. La escultura, i lo que es más, la pintura, significan las cosas representándonos las acciones, con las quales parece que nos hablan» (Mayans y Siscar, 1984b: 577).

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Como decía al principio, mi propósito era el de justificar las relaciones que la comunicación retórica mantiene con la comunicación teatral sobre la base de la común necesidad en ambas de correspondencia –de decorum o aptum– entre la forma y el contenido del discurso, por un lado, y los elementos paraverbales y corporales requeridos pragmático-comunicativamente por la situación de comunicación en la que se encuentran el hablante y el oyente, por otro, para asegurar así la persuasión, revisando la teoría retórica de Gregorio Mayans y Siscar a propósito de la actio o pronuntiatio. (Este trabajo es resultado de una investigación realizada en el ámbito del proyecto de investigación de referencia HUM2007-60295/FILO, concedido por la Dirección General de Investigación del Ministerio de Educación y Ciencia de España).

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Más sobre la formación de Miguel Hernández FRANCISCO JAVIER DÍEZ

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de la etapa de formación de Miguel Hernández. Y falta aún una clara explicación de por qué Miguel Hernández se decide a publicar su primer libro Perito en lunas, tras una severa selección de numerosos poemas que había escrito para ese u otros libros. Quizá en los poemas que quedaron fuera del libro podamos encontrar alguna de las claves que justifiquen el atrevimiento de publicar un libro tan complejo, tan hermético y tan gongorino como su poemario de 1933. No puede quedar sin una explicación convincente ese libro, que aparece como una isla en la poesía de su autor y en la poesía que se estaba publicando en España en los años treinta. Las personas que confiaron en la calidad de su poesía y le animaron a publicar el primer libro, incluso patrocinándoselo, sabían que Miguel Hernández era más, mucho más, de lo que en ese libro se iba a manifestar. Quizá, examinando lo que quedó fuera del libro, podemos descubrir algunas de las razones y de los criterios que llevaron a Miguel Hernández a crear, y luego seleccionar, una etapa tan hermética para darse a conocer como poeta. No vamos a volver en este trabajo sobre aspectos muy conocidos en torno a la vida y a la poesía de Miguel Hernández, en torno a la gestación y la publicación en Murcia, en 1933, de su primer libro Perito en lunas, cuyas cuarenta y dos octavas reales han sido objeto de una concienzuda crítica literaria y textual, que ha puesto en claro el significado de estos poemas en la trayectoria de Miguel, y sobre todo en sus inicios como poeta, indagador y explorador de una expresión que, apartada de la vulgaridad y de lo cotidiano, emparentase su poesía con la generación poética que fue su maestra, la de los poetas del 27, a los que siguió en estos años en la persecución de una imagen poética innovadora. Ahí está el ejemplo de Jorge Guillén, cuyos poemas de Cántico (1928) sabemos que imitaba, según consta en los manuscritos conservados (y por cuya influencia ODAVÍA QUEDA MUCHO POR CONOCER

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conoció a Paul Valéry, cuyo poema «El remero» tradujo, además de citar al gran maestro francés de la poesía pura en Perito en lunas), y ahí está la conferencia sobre «La imagen poética en don Luis de Góngora», que García Lorca publicó troceada en Murcia, en el Suplemento Literario de La Verdad y en Verso y Prosa, en 1926 y 1927, lo que nos permite suponer que Miguel pudo conocer estos textos, sobre todo porque cuando está fabricando la estructura de su Perito en lunas está en relación con los poetas murcianos del grupo de Sudeste, y con Raimundo de los Reyes, colaborador del Suplemento Literario del periódico murciano y la persona que se encarga de editar, en las prensas del diario La Verdad, de Murcia, el libro que aparecerá con el rótulo editorial de la revista Sudeste, ya extinguida. Se iniciaba así una colección en la que publicarían sus libros primeros otros escritores de la región como Antonio Oliver (Tiempo cenital), Carmen Conde (Júbilos) o José Ballester (Otoño en la ciudad). Pero esto son historias ya conocidas y muchas veces estudiadas y me remito a trabajos anteriores míos, bien conocidos de los estudiosos hernandianos, en los que me he referido a aspectos de su relación con los poetas del 27, como discípulo y como aprendiz de poeta, con Góngora como referencia inexcusable (Díez de Revenga 1979). La poesía de Miguel Hernández en forma de libro, como señalamos en otra ocasión (Díez de Revenga 2000), se inicia, en efecto, con la sorprendente aventura metafórica de Perito en lunas, muestra estelar de su etapa gongorina. Indudablemente, el libro de 1933 se presenta como una gran inquietud de un poeta que aborda, entusiasmado por el gongorismo y por el impulso que los jóvenes poetas de la generación inmediatamente anterior han hecho de su dominio del lenguaje poético, y sobre todo de la imagen poética de don Luis de Góngora. El poeta desarrolla un decidido ejercicio de expresión plástica del mundo que le rodea, en la que se ponen de relieve sus grandes pasiones: la naturaleza, tanto la vinculada a su paisaje personal levantino (palmeras, azahar, granadas, sandía, higueras), como la referente a su humana vitalidad, tan ricamente expresada con imágenes de potente y encendido sensualismo. Aunque no sólo fueron los elementos tradicionales de su naturaleza levantina los que formaron parte del mundo poético del primer libro. Los Estados Unidos, con el poderoso atractivo que suscitaban entre los intelectuales de aquellos años en España, también están presentes en Perito en lunas como un elemento más, aunque bien atípico, de expresión de la apasionada sensorialidad del poeta oriolano. Vamos a recordar una interesante carta, dirigida el 9 de diciembre de 1932, justamente a Raimundo de los Reyes, su editor y Redactor-Jefe del diario La Verdad, en relación con la gestación de Perito en lunas, en la que se hace una primera referencia a las octavas excluidas del libro, objeto de este trabajo: Sr. D. Raimundo de los Reyes. Querido poeta amigo: He recibido carta y telegrama suyos. Por la lectura de la carta presumo que no llegó a sus manos la que le envié a los cinco días (no estoy seguro) de mi visita en su casa a usted. En ella le enviaba mi traducción de «EL REMERO» de Paul Valéry, y cinco octavas para sustituir. Con una más se las mando, así como la traducción. En el contrato el nombre de don Ramón Garriga lo he trocado por el de don Ramón Barber, que es quien firma en vez de aquél. Espéreme el jueves por la tarde con sus amigos si puede próximo. Sijé no vendrá conmigo, pues me he disgustado seriamente con él.

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MÁS

SOBRE LA FORMACIÓN DE

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Las poesías que hay que eliminar, ya se lo decía en mi primera carta ¿perdida?, son éstas: Expuestos a romper los cigarrones… Dad cuerda pescadores a los ríos... Hoy la luna debida: nada menos... ¡Qué pulso os sube el toro, picadores!... Vibran las herrerías celestiales... Siesta: se rectifica la culebra... En sus aloques lindes el verano... Es demasiado y poco maniquí... Fría prolongación, colmillo incluso... Si cree usted que en el jueves ha de tener quehaceres dígame cuándo he de ir. Por ahora tengo espacio para poder ir el día que usted quiera. Dígame: mañana, y voy. Hasta entonces con un abrazo, querido amigo. MIGUEL HERNÁNDEZ

Resulta muy interesante desde el punto de vista biográfico, y también para conocer la formación como poeta de Miguel Hernández, intentar seguir la pista de estos poemas rechazados de la primera edición de Perito en lunas y tratar de averiguar las razones que provocaron esa separación de la colección de octavas definitiva. Según es fácil constatar en la edición de las obras completas que realizaron en 1992 Agustín Sánchez Vidal, José Carlos Rovira y Carmen Alemany, la situación final de estas nueve octavas, citadas por Miguel, es la siguiente, sin que seamos capaces de saber, en principio, por qué razones éste fue su destino: «Expuestos a romper los cigarrones…», reproducida en Obras completas, «Octavas excluidas de Perito el lunas», I, 273. «Dad cuerda pescadores a los ríos...», reproducida en Obras completas, «Octavas excluidas de Perito el lunas», I, 273. «Hoy la luna debida: nada menos...», reproducida en Obras completas, «Octavas excluidas de Perito el lunas», I, 275, con el título de «Plenitud», y serias variantes en ese primer verso: «Hay una luz debida: nada menos». «¡Qué pulso os sube el toro, picadores!...», reproducida en Obras completas, «Octavas excluidas de Perito el lunas», I, 282, con variantes en ese primer verso: «¡Qué a pulso os sube el toro, picadores!...». «Vibran las herrerías celestiales...», reproducida en Obras completas, «Octavas excluidas de Perito el lunas», I, 274. «Siesta: se rectifica la culebra...», reproducida en Obras completas, «Octavas excluidas de Perito el lunas», I, 274. «En sus aloques lindes el verano...», reproducida en Obras completas, «Octavas excluidas de Perito el lunas», I, 274. «Es demasiado y poco maniquí...», integrada definitivamente en Perito en lunas, Obras completas, I, 260-61: XIX. «(Espantapájaros)». «Fría prolongación, colmillo incluso...», integrada definitivamente en Perito en lunas, Obras completas, I, 267: XXVII. «(Crimen pasional)».

No tenemos elementos de juicio para saber por qué estas octavas fueron, finalmente, excluidas de la edición definitiva que se hizo en Murcia de Perito en lunas. Quizá hubo reflexiones de poeta y editor sobre la calidad de las mismas, pero hay que decir que, desde luego, ninguna de ellas desmerece del conjunto

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definitivamente escogido y publicado. Sin embargo, lo que nos parece muy claro es que no podemos asegurar, de ninguna de las octavas, que fue eliminada por desentonar respecto a las publicadas o por un evidente descenso de nivel poético, estilístico o estético. Descartada esta opción, hemos de ir a penetrar en su significado y ver si en ese contenido puede haber reiteraciones coincidentes con octavas salvadas o incluidas en el volumen de 1933. Evidentemente, Miguel Hernández, como en el resto de las octavas recogidas en el libro, pone en práctica en todas ellas el hermetismo gongorino con toda facilidad, y enclaustra en el misterio del lenguaje poético significados que van mucho más allá de lo evidente o claro. La presencia de la naturaleza feraz, vitalista, evocada en su veracidad y autenticidad personal, está muy patente en estas octavas suprimidas, que, evidentemente, como en el resto de las composiciones de Perito en lunas, muestran el reflejo de la sensualidad encendida y juvenil del poeta. El trabajo poético que hace Hernández con las metáforas y con las imágenes en todas estas octavas es tan prodigioso como el llevado a cabo en cada una de las composiciones integradas en la edición definitiva de Perito en lunas. Y muchas de ellas, extraídas de la naturaleza más inmediata, nos conducen al esplendor mediterráneo y luminoso de los días más brillantes de su tierra. En ellas el sol ocupa un papel cenital al mismo tiempo que se convierte en testigo de la soledad del poeta, mientras que la luna, en la que el poeta se muestra perito como le aconsejó, y muy bien, Ramón Sijé a la hora de titular el libro, seduce con su magia nocturna y espléndida la sensualidad de nuestro joven escritor. El «perito en lunas» también se manifiesta en toda su plenitud en estas rechazadas escenas campesinas y huertanas que nos muestran la fusión del poeta con la naturaleza que le rodea, a través del paisaje familiar, y con su propia identidad y sustancia juvenil, encendida y, en este momento, solitaria. La resolución del placer en soledad, que también está muy presente en algunas composiciones salvadas de Perito en lunas, la reencontramos en estas octavas rechazadas, juntos a los elementos metafóricos que garantizan el hermetismo que la discreción del poeta requiere, discreción voluntaria pero también imprescindible y exigida por las circunstancias vitales, sociales y personales. Si leemos la primera octava, advertiremos claras referencias a la soledad en el monte del poeta-pastor que apacentaba las cabras de su propiedad en las estribaciones montañosas vecinas a su Orihuela natal. La presencia de la metáfora crótalos, que, según una de las acepciones recogidas por Marcela López Hernández (1992), se está refiriendo a los testículos, nos introduce en el ambiente adecuado para comprender el sentido de esta efusión en soledad del poeta. Respecto a la metáfora en esqueleto, que alude a la esencia propia, «en esencia», según Marcela López, conforma la situación adecuada que explica con claridad el silencio reflejado al final en ese poema de ascensión, entre cigarrones (saltamontes) y cluecas y amarillas chumberas. La naturaleza viva del entorno del paisaje, confluye con la propia naturaleza del poeta que asciende (escala) en dirección al sol, testigo, como ya hemos señalado y hemos de ver más adelante, de esa soledad: Expuestos a romper los cigarrones, y aún es clueca amarilla la chumbera. Pero he de escalar pronto la ladera, sin temor, al desnudo los talones, a ese sol que en las piedras se aglomera.

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Sin crótalos, sin pulsos, sí, sin sones, ancorará la luz en esqueleto junto a un silencio sin descanso quieto.

El trabajo que Hernández realiza con la metáfora adquiere en la siguiente octava eliminada un nivel muy alto (luces=moscateles; estíos=flautas flexibles) mientras que la representación de su propia intimidad se desarrolla sobre la reiteración de los enigmáticos espejos azules, en los que se reflejará otro elemento de la naturaleza especialmente agresivo: los cactos. El poeta contempla a los demás mientras él revisa su propio tiempo. Naturalmente, tal proceso de introspección conduce al poeta al reflejo, una vez más, de su soledad. El hermetismo provocado por el hipérbaton violento lo aproxima aun más al gongorismo, mientras integra imágenes mucho más ambiciosas y contemporáneas en este mundo metafórico, como es la ya señalada de los espejos azules: Dad cuerda, pescadores, a los ríos. Mi reloj gira sólo por tus rieles, monte; donde las luces moscateles son, y flautas flexibles los estíos. Allí evidentes los acentos míos en los espejos más, encuentro, fieles; los azules espejos, donde, exactos, a puñadas inclúyense los cactos.

Evidentemente reiterativa, con relación a las octavas «Sexo in instante I y II», incluidas en la edición de Perito en lunas, es la octava siguiente, «Siesta. Se ratifica la culebra». El clima de soledad que estas octavas evidencia nos conduce a un espacio determinado del día con especial significado de reposo sensual: la siesta. Por eso, tal término, encabeza enfáticamente el poema, pero no es a la siesta a la que va a estar la composición dedicada, sino, nuevamente, una vez más, al propio poeta enfrentado con su sensualidad encendida, en ese momento preciso del día. Hallamos claros referentes fálicos, conocidos en otros lugares de la poesía de Miguel Hernández, entre ellos la culebra y la palma, como reconoce en su vocabulario Marcela López: «mientras la vertical del cuerpo espera/enarbolando la tierra una palmera». La presencia de la jirafa, también como reflejo del sexo masculino, es nueva, pero no por ello menos expresiva, aunque no aparece en el vocabulario de la incansable investigadora que venimos utilizando. La voz del poeta, descubierta en acertadísima metáfora, tórtola de cristal y barro, nos llevará al final del proceso, final ya sin ardor, descubierto ahora en una plástica metáfora taurina (chiquero), con un nuevo protagonismo para el sol, que ya vimos evidenciado en la primera de las octavas comentadas. Si en aquella octava el poeta mostraba su falta de temor ante el sol, ahora dialoga, ya sin ardor, con él: Siesta. Se ratifica la culebra y es más fácil llegar a la cintura de la palma ¿jirafa por ventura? Baja al balcón de pechos verde cebra. Tórtola de cristal y barro, quiebra, cantando en mi garganta, su frescura.

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¡Ya vivo sin ardor! Llama en redondo el sol desde el chiquero... Le respondo.

No procede insistir demasiado en la relación de esta octava con las dos de «Sexo en instante», reiteración evidente de ese motivo sexual solitario que se advierte también en esta otra siguiente octava excluida, en la que el sol vuelve a aparecer como único testigo, el mismo sol que hemos visto en las octavas anteriores, mientras el verano muestra todo su esplendor natural y cromático. Ahora el color enrojecido claro del verano (aloque) vuelve a envolver serpientes mudando camisas, cuyo significado fálico ya conocemos, con racimos de uvas, de claro significado testicular. Es la presencia de la mano del poeta, mano viñadora, la que pone en relación muy directa esta octava y su vendimia metafórica con las anteriores, como fiel reflejo de la sensualidad solitaria del poeta, mientras que, por exceso de miel, cae el fruto a rachas. La expresión final, hasta las cachas, está explicada por Marcela López; siguiendo el DRAE: «del todo, mucho». El testigo único de estas actividades solitarias, como antes hemos señalado, vuelve a ser el sol. Las metáforas, espléndidas, hacen todo lo demás, y el endecasílabo gongorino, así como la estructura bimembre de la octava clásica, con los dos últimos endecasílabos conclusivos, reviven todo el espíritu sensual de las octavas aparecidas en el libro de 1933, con las que ésta se conecta: ¡En sus aloques lindes el verano! Ya las serpientes frías, por fortuna, se calzan sus camisas una a una, y el racimo sus botas grano a grano. Viñadora en azul, hace mi mano la recolección rica de la luna. Por exceso de miel cae el fruto a rachas. ¡Y aún llevo el sol hundido hasta las cachas!

Distinta es la octava siguiente, con un muy evidente homenaje a Góngora, al recordar y utilizar como metáfora a su Polifemo, aquí referido a los curas que decían, en la antigua liturgia antes de las reformas conciliares del Concilio Vaticano II, la misa de espaldas a los fieles, tal como ha explicado Marcela López. Pero lo que no ha explicado la siempre bien documentada investigadora es que los curas en aquellos años lucían en su coronilla una tonsura, es decir, un círculo afeitado o depilado, que, de espaldas a los fieles, parecía el único ojo de Polifemo. El joven Miguel Hernández, criado en un colegio y en una sociedad absolutamente eclesiásticos, debió imaginar contemplando al cura en las tediosas y larguísimas ceremonias de su infancia y juventud, al mismísimo Polifemo con su único ojo mientras contemplaba la coronilla del sacerdote. Es muy posible que la censura manifiesta que Hernández hace de los usos litúrgicos en la misa, que esta octava contiene, fuese suficiente motivo para excluirla de un libro que iba a ser publicado por una editorial católica al amparo de un periódico católico y subvencionada por un eclesiástico. La referencia al pueblo que duerme y al órgano que protesta, que el último endecasílabo bimembre contiene (hay otros en el poema, muy conseguidos por cierto), sirve para concluir el poema acaso demasiado explícito, que no debió de ser muy de recibo, además, para la colección que el poeta quería muy hermética.

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Lo cierto es que la octava es decididamente caricaturesca, y desde luego demasiado evidente, si la comparamos con las restantes de la colección incluidas o excluidas del libro. Desde el punto de vista fónico o acústico este poema es muy interesante, y revela las capacidades del joven Miguel Hernández a la hora de sugerir un ambiente, en este caso el de una iglesia en la que sonidos, luces y colores se mezclan para adormecer al pueblo, a los fieles. Desde luego los endecasílabos bimembres antes aludidos juegan un papel fundamental y la acústica de los fonemas desarrolla una serie de aliteraciones muy efectivas, ya desde el primer verso con reiteración de laterales, nasales y de vibrantes, presentes en el mismo verbo vibrar que lo inicia. Más complicada es la aliteración del verso «tantos colores! / Cantan los corales.». Pero definitivo es el conclusivo endecasílabo final bimembre también presidido por la aliteración: «El pueblo duerme. El órgano protesta»: Vibran las herrerías celestiales bajo los negros signos de la brisa ¿fieles infieles de las catedrales? ¿Rosetones?... ¿cometas? ¡El sol bisa tantos colores! Cantan los corales, rojos, gruesos; de espaldas en la misa, polifemos mal vistos por la testa. El pueblo duerme. El órgano protesta.

Magnífica es la octava que en algún momento recibió el título de «Plenitud», en la que recuperamos al Miguel Hernández, «perito en lunas» que ya conocemos, ahora más perito que nunca contemplando la luna llena, la luna neta y que nos revela la intensidad de la relación sensual del poeta con la luna, en un momento muy Jorge Guillén de «plenitud». La octava es reiterativa sin duda respecto a la sí integrada en el libro, que recibió el título de «Plenilunio», único poema en la edición príncipe dedicado a la luna. Luna llena, plenilunio, luna neta, plenitud… sentimientos de satisfacción que el poeta releja en este poema espléndido, y en el que aparecen también sus deseos sensuales, evidenciados en su posesión, deseada y no conseguida, de la lúbrica luna: Hay la luz debida: nada menos. Es una luna neta ya, sin tasa. Bajo su luz los lilios son morenos niños con el faldón fuera de casa. Con desmesura te heñiré los senos, luna, tus senos, sí, cristal en masa; tus cristales tan dulces, ya imperiales, antes que te devoren tus cristales.

En la edición de Perito en lunas, el mundo taurino también estuvo presente a través de dos octavas, que recogen escenas de la fiesta: una dedicada al toro y otra al torero. La excluida, que vemos a continuación, reitera este mundo, aunque los evocados son los picadores, con un final un tanto caricaturesco. En todo caso, el Hernández degustador de cultismos utiliza para velar la caricatura un escogido y culto tafanario para referirse al condolido trasero del picador derribado. La octava está muy bien y su exclusión se explica quizá por la presencia de las dos ya

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citadas, mucho menos evidentes que ésta, más herméticas y, desde luego, más artísticas y nada caricaturescas: ¡Qué a pulso os sube el toro, picadores, en el pozo a la luz de la alegría; hasta el mismo brocal os subiría si fueran más sus rabos anteriores! Vírgenes de los más bajos dolores hace entre tanto a la caballería; y cuando os desparrama por la arena, ¡tanta os aplica al tafanario pena!

Los lectores de los poemas de la época de Perito en lunas tienen todavía muchos espacios por descubrir. El ciclo de Perito en lunas no se circunscribe exclusivamente a las 42 octavas que al final alcanzaron el honor de ser incluidas en el volumen en 1933. Las que quedaron excluidas contienen claves fundamentales para mejor entender muchos aspectos de las integradas en el libro y para conocer de forma más completa la época de formación de un poeta excepcional, vitalista, sensual y atrevido como era este joven de veinte años recién cumplidos. Hay que descartar, como hemos señalado en otra ocasión, de manera definitiva, la calificación de frialdad que muchas veces se ha atribuido al contenido de las octavas y, en general, de las poesías de esta época y reconocer en estas experiencias iniciales la potencia del gran poeta que Miguel Hernández llevaba dentro. Gerardo Diego (1960) ya lo señaló con su habitual acierto a la hora de juzgar a los poetas jóvenes en sus inicios: «Suele despreciarse este libro primerizo por considerado indigno del gran Miguel Hernández, del poeta todo arrojo y corazón y audacia de expresión patética. No lo estimo justo. Este paso, tan prematuro y ya tan firme, era necesario para llegar a aquella furiosa y trágicamente malograda primera plenitud que, ¡ay!, no había de tener segunda». REFERENCIAS

BIBLIOGRÁFICAS

DIEGO, G., 1950, «Perito en lunas» Ágora, 49-50. En Ifach, M. de G., (ed.), Miguel Hernández, Madrid: Taurus, 1975, 181-183. DÍEZ DE REVENGA, F. J., 1979, Revistas murcianas relacionadas con la generación del 27, Murcia: Academia Alfonso X el Sabio. — 2000, «Vida, muerte, amor: tres poemas, tres heridas en Miguel Hernández», Annali, XLII, 2, 453-482. GUILLÉN, J., 1928, Cántico, Madrid: Revista de Occidente. HERNÁNDEZ, M., 1992, Obras completas, ed. Agustín Sánchez Vidal, José Carlos Rovira y Carmen Alemany, Madrid: Espasa Calpe. — 1933, Perito en lunas, Murcia: Sudeste. LÓPEZ HERNÁNDEZ, M., 1992, Vocabulario de la obra poética de Miguel Hernández, Salamanca: Universidad de Extremadura-Caja Salamanca y Soria.

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y amigo don Pedro Portocarrero, fray Luis de León, tomando como punto de partida la sentencia que lo exoneraba de las graves acusaciones públicas de que había sido objeto y que habían dado con él en la cárcel, escribió, traduciendo en verso su alegría por la reivindicación de su nombre y, desde su singularidad psicológica y caracterológica de hombre temperamental, su rencor contra sus acusadores y enemigos: N LA SEGUNDA ODA A SU BENEFACTOR

No pudo ser vencida, ni lo será jamás, ni la llaneza ni la inocente vida ni la fe sin error ni la pureza, por más que la fiereza del Tigre ciña un lado, y el otro el Basilisco emponzoñado.

Y más abajo vuelve sobre la misma idea central del poema, como si una sola alusión a los animales representativos del Mal simbólico, en la iconografía de las literaturas clásicas, no fuera suficiente, remacha el clavo del dicterio y lo amplia, diciendo que: y con cien voces suena la Fama, que a la Sierpe, al Tigre fiero vencidos los condena a daño no jamás perecedero.

Coster cree que con esta referencia al Tigre, al Basilisco y a la Sierpe, con mayúscula para aumentar su valor simbólico y su expresividad, aludía a los

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acusadores de su primer proceso, León de Castro y Bartolomé Medina. Dada la idiosincrasia de fray Luis es verosímil esta sospecha, teniendo en cuenta, además, que todo el poema está lleno de signos autobiográficos y de pistas claras sobre su voluntad reivindicativa. Y todo se ordena en este sentido si sabemos, según sus investigadores, que el poema fue escrito a raíz de su salida de la cárcel, entre diciembre de 1576 y enero de 1577, limpio de culpa, pero con las heridas todavía abiertas y sangrantes de aquel oneroso episodio, que pudo costarle la vida o por lo menos el estigma de la deshonra para siempre. En la misma dirección va el título que el P. Merino propuso para esta Oda: «El Triunfo de la Inocencia», lo que nos alertaría todavía más a situarla dentro de esa veta autobiográfica que recorre toda la obra de fray Luis, sobre todo a partir de su encarcelamiento. Ese tigre, fiero y sanguinario, cuya simbología también tentaría, aunque por otros motivos, a J. L. Borges, como el tigre de Bengala, salido de la herencia clásica, tan frecuentada y tan determinante en la literatura de fray Luis, siempre me ha llamado la atención por su insólita presencia en sus textos comedidamente convencionales y construidos sobre unos materiales de contrastada eficacia académica y larga tradición. ¿Qué hace aquí un tigre salvaje, por muy justificada que esté su utilización y muy explicable que sea por su conexión con las fuentes clásicas, de su repertorio literario? No es un tigre real, como tampoco lo era del todo en Borges. Probablemente fray Luis no había visto nunca un tigre. Tenía la idea del tigre peligrosamente violento, con todas las bajas cualidades de una bestia selvática, feroz, astuta, cruel y su excesiva proclividad a hacer el mal, visto desde una óptica antropomórfica. Esa idea del tigre es la que tenía fray Luis, como una más de las citas clásicas de su formación humanística. La poética del Renacimiento humanista, no sólo permitía sino que alentaba escribir sobre lo que se había leído, al revés de la poética de la literatura moderna, a partir de la revolución romántica del siglo XIX. El texto era autónomo respecto de la realidad de la experiencia, como es sabido. La personalización del texto se conseguía por otros caminos, y no por guiños de la vida vivida. La literatura era más literatura y se consumía en sí misma, lo que no evitaba el acento personal, como el caso de Fray Luis viene a demostrar. Era otra poética, otra forma de hacer literatura, que se medía en gran parte por su fidelidad a los modelos clásicos. El tigre venía de muy lejos y cumplía su misión alegórica, para adornar con dignidad el resentimiento poético de fray Luis. Ni falta que le hacía haber visto un tigre. Era un nombre en el anaquel de su erudición humanística, al que acudir siempre que lo necesitara. Todo esto está ya incorporado desde hace mucho tiempo a la que podríamos llamar Crítica literaria, como una parte de esa Ciencia de la literatura o Teoría de la literatura, que estudia la creación artística de las obras escritas. Se acepta, como cosa normal, que a fray Luis no le hacía falta haber conocido un tigre para poder escribir sobre él, al revés de lo que le ocurría a Pío Baroja, en otra órbita poética, que, según confesión propia, no había usado en sus textos un solo nombre de lugar público, tienda, cartel o enseña callejera, que antes no hubiera visto en la llamada realidad visual. No se atrevía, de acuerdo con sus principios literarios, a inventar nada, que no pudiera confirmarse. A fray Luis le ocurría todo lo contrario. Le era suficiente con echar mano de uno de los «topoi» de la Antigua Retórica. Lo que hacía fray Luis era Retórica, como una simple herramienta, que el escritor usaba a su gusto y en cuyos moldes vertía su equipaje personal, su memoria lingüística, hasta

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cierto punto su autobiografía, que conviene reconocer como un primer paso para la explicación del hecho literario, para el desvelo del misterio de la creación, indagando en ese sobreplus que el creador añade a la tradición recibida. 1. LITERATURA Y AUTOBIOGRAFÍA Sin embargo, dentro de ese rígido canon de la tradición que domina toda la obra de fray Luis, tanto temática como estilísticamente, encontró el modo de expresarse a sí mismo, de comunicarnos sus problemas personales, de hacer autobiografía. Autobiografía, por supuesto, de segundo grado; en ningún caso autobiografía de primer grado, anecdótica e histórica. Era el aire del tiempo y en eso fray Luis seguía la regla general, aunque con la excepcional originalidad que le caracteriza. Esa mezcla de verbo poético y de contenido autobiográfico es muy frecuente en su obra, como en tantos escritores de todos los tiempos, que se puede calificar en su totalidad como unas largas confesiones íntimas, sobre todo a partir de su estancia en la cárcel, una experiencia que le dejó profunda huella y que determinó o, al menos, condicionó, su alto destino literario. Su clasicismo, su equilibrio entre lecturas y escritura, no impide la utilización de materiales, digamos, menos nobles, salidos de la propia experiencia del rencor, de la rabia, de la pecaminosa voluntad del insulto y del desahogo personal, teñido de bilis y de adrenalina. Es tanta la tentación de una lectura autobiográfica de la poesía de fray Luis y tanta la huella de los años de cárcel en sus textos, que Oreste Macrí1, a la hora de fechar sus poemas, nunca olvida la referencia a la cárcel, dividiendo inconscientemente su obra en dos partes, antes y después de su encierro. Fernando Lázaro Carreter, tan alejado de cualquier tentación de lirismo crítico, reconoce que fray Luis, «en la cárcel, poco antes y ya después, compondrá su poesía original»2. Lo hemos visto en su «Oda a don Pedro de Portocarrero» y podemos multiplicar la lista de los ejemplos, que se han señalado muchas veces. Su poesía «A un juez avaro» está empapada de indignación vivida. A ese juez venal lo acogota con saña vengativa y con impasibilidad de verdugo le va deseando las más dolorosas y crueles agresiones. La raíz autobiográfica la sugiere Oreste Macrí: «nos atreveríamos a afirmar que fue escrita en la cárcel y contra una persona determinada». No es la única muestra de lo que abusivamente podríamos denominar poesía carcelaria, escrita en las mazmorras inquisitoriales o a poco de salir de ellas o con temor a entrar en ellas. Es fácil rastrear los débitos autobiográficos de su poema «En una esperanza que salió vana», fechada en 1573-1574, en pleno período prisionero y que el P. Merino resumía diciendo que «se queja en esta elegía de la injusticia con que era perseguido». La lectura de datos autobiográficos incorporado a su poema «En la Ascensión» ofrece pocas dudas, sea cual sea la fecha de su redacción de las dos que se manejan (1572 ó 1578), dolorosos años teñidos por la sombra de su proceso, que se traduce en su versión existencialista del ser humano, como arrojado a la inmanencia de su finitud y de sus carencias, abandonado en este mundo, desorientado y ciego en «este valle, hondo, escuro», donde no hay más que «soledad y llanto» y donde los hombres están «tristes y afligidos» y donde «nos dejas» tirados, que hacen 1. 2.

En Poesías, Crítica, 1982. Biblioteca «Menéndez Pelayo», 1995.

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referencia a los dolorosos años de su prisión, transformados en metáforas hirvientes. Para Macrí (op. cit.), la «Noche serena» fue escrita en la cárcel, como un anhelo de su alma encerrada en la mazmorra inquisitorial, en ese «suelo de noche rodeado, en sueño y en olvido sepultado». En la misma órbita se sitúa la oda «A Felipe Ruiz», hasta cierto punto unida por su inspiración platónico-cristiana a la «Oda a Francisco Salinas», en las que vuelve sobre la idea de la condición humana encarcelada metafóricamente, «aqueste bajo y vil sentido», «libre de aquesta prisión». En la estrofa final de la Oda a Juan de Grial, «anuncia la tormenta que sobre él se cierne», según Lázaro Carreter (op. cit). 2. EL HOMBRE Los testimonios sobre su carácter son abrumadoramente coincidentes. Su propio testimonio sobre sí mismo nos abre la ventana hacia su interior. Escribe en un momento: «¿Qué hago yo ahora o a dónde me lleva el ardor?». Ese ardor confesado, ese fuego que siente en sus entrañas confirma la visión que los otros tenían de él. Lo que dice su denunciante, el maestro León de Castro, catedrático de Prima, de la Universidad de Salamanca, nos deja entrever, incluso rebajando el veneno de la insidia y el rencor, un carácter apasionado y terco, inconmovible en sus ideas y vehemente en sus opiniones. Cuando implica a fray Luis en las posiciones denunciadas de los hebraístas salmanticenses, Grajal y Martínez Cantalapiedra, dice que los apoyaba con gran pasión. Y, cuando le acusa de defender la lectura hebrea de la Biblia, le parece sospechoso «favorecer con tanta vehemencia las interpretaciones de judíos». Igualmente, el declarante recuerda haber discutido muchas veces con fray Luis los problemas de la exégesis bíblica; pero siempre con el mismo nulo resultado, pues él «ha vuelto con gran porfía». Su pasión y su terquedad parecen fuera de dudas, en aquel ambiente de verduleras intelectuales y suspicacias picajosas. La gente lo recordaba como un fraile pequeño, magro, silencioso y apresurado, que caminaba deprisa por las calles empedradas de Salamanca, más rápido que su propio cuerpo. Pero nadie sabía dónde iba, urgido por las prisas de llegar y azuzado por los demonios de la huida. Un testigo de su proceso inquisitorial recordaría que decía de tal modo la misa que siempre «acababa muy presto» (BAE, XXXVII, 1950, p. XXI). Era una silueta febril sobre un desconocido fondo de premuras inevitables. Le reconcomía el desasosiego y su cuerpo hormigueaba, como si estuviera siempre en otra parte, tironeado por lejanos compromisos. Los testimonios del Proceso, aunque estén visiblemente teñidos de mala fe, nos permiten conocer un fraile testarudo, irritable y resentido. Los testigos lo señalan como porfiado, apasionado y violento: los «vuelve con gran porfía», «porfió», «muchas veces lo han disputado», «con gran pasión», «con tanta vehemencia» se repiten a lo largo de las declaraciones (op. cit., pp. XVII-XXIV). Un día en el colegio de teólogos, debieron armar una buena los frailes, a propósito de la edición de la Biblia de Vatablo, pues pasados los años, los testigos todavía recordaban aquella acalorada sesión, en la que «vinieron a malas palabras». El maestro Francisco Sancho, elegantemente eufemístico, recuerda que aquel día «por verlos algo en cólera, intentó apaciguarlos», y el maestro Juan de Guevara, amigo de fray Luis, declaró que «la disputa fue muy reñida entre todos». Aquel frailecito silencioso y huidizo se nos aparece de una intransigencia cristalográfica y de una obcecación suicida, con la crispación a flor de piel y una

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peligrosa ceguera dialéctica. Desbordante, impetuoso, en sus nimias anécdotas y en los momentos claves de su vida. Ya viejo no tiene pelos en la lengua para criticar al Provincial de su Orden, ni mide los peligros de sus comentarios jocosos, como cuando, en una comida, juega imprudentemente al vocablo con la palabra «vino», como sustantivo y como verbo, para designar la bebida y la venida de Cristo, diciendo que «no vino, sino que vendrá», con gran escándalo de los oyentes, que le sacarán punta a su condición de judío, de la raza del pueblo que no cree en la venida del Mesías, y que lo recordarán, para mal, en su Proceso. O cuando imprudentemente dijo de broma, que le saldría cara, a los estudiantes, quejosos de no oírle bien en clase, a causa de su permanente ronquera: «Es preferible hablar bajo para que los señores de la Inquisición no me oigan». 3. LOS NOMBRES DE CRISTO Tal pasión a flor de piel, tanta inteligencia y erudición a merced de sus prontos irritados y de su soberbia enardecida, nunca fue ajena a la redacción de sus textos. Hemos visto el sesgo autobiográfico de muchas de sus poesías y no tenemos nada en contra de la idea de aceptar que en Los nombres de Cristo ocurriera otro tanto, con más motivos todavía que en otras ocasiones. Valbuena Prat3 ha recordado las muchas huellas de su prisión en esta obra. Pero habría que ir más a fondo en esta cuestión y leer el libro en su totalidad, como su respuesta a la condena inquisitorial. Ese sello autobiográfico en este libro está interiorizado y mantenido por su gran talento verbal. En la celda de la cárcel, no puede desprenderse del sufrimiento diario de su encierro, de la angustia del aislamiento. Está solo con sus demonios y los deja en libertad, controlados por su necesidad de defenderse. Su vanidad y su miedo son infinitos y echa toda la carne en el asador de la escritura. Y le sale la más extraordinaria defensa, que nadie haya hecho nunca, no ante el tribunal que lo juzgaba, sino ante la opinión pública, aunque lo que él quisiera era demostrar no que era inocente, sino que sus enemigos no tenían razón. Las alusiones más o menos veladas a su Proceso son frecuentes en Los nombres de Cristo. Es fácil leer autobiográficamente estas palabras: «la injusticia misma y la sed de la sangre inocente asentada en el soberano tribunal por juez»4. El capítulo sobre la agonía de Cristo es un trasunto de su propia agonía, encerrado en la cárcel, en el dédalo de sus dudas. «digo, pues, que este variar entre esperanzas y congojas, y esta tempestad de olas diversas que encumbraban prometiéndole vida y ya se derrocaban amenazando con muerte; esta desventura y desdicha, que es propia de los muy desgraciados, de florecer para secarse luego, y de revivir para luego morir, y de venirles el bien y desaparecer desluciéndoseles entre las manos cuando les llega» (p. 369, II), traducen sus propias zozobras de prisionero. Federico de Onís, en su introducción a la edición de la obra (1956), escribe que «se sirvió del personaje de Marcelo para justificarse y defenderse». Afirmación que puede ampliarse a la concepción del libro, visto todo él como una prueba de su cristianismo. El más grave pecado del pueblo judío, al que genéticamente pertenecía fray Luis, era negar la divinidad de Cristo. Era el estigma más irrestañable que 3. 4.

En su Historia de la Literatura Española, Gili. Ed. C.Cuevas, Cátedra,1982, p. 368, I).

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manchaba a la raza judía. Su gran pecado original. Delito irredimible y falsa diana de todas las sospechas. Negar que Cristo es Dios es atentar contra los fundamentos del cristianismo, contra la fe de los cristianos viejos, contra la esperanza de todos los pecadores, contra las bases de la vida religiosa. Sobre todo en aquella sociedad teocrática establecida por el rey Felipe II, que identificaba sus enemigos políticos con sus enemigos religiosos. Y fray Luis, acusado de infames proclividades hebraicas, se pone a escribir sobre Cristo y escribe como nadie lo había hecho antes que él. Escribe con los cinco sentidos, con el alma entera, con su privilegiaba mente y con todos los conocimientos almacenados y procesados en su memoria de lector y de profesor, para demostrar, con exceso, su sabiduría suprema sobre la figura de Cristo. Y se ampara en un propósito edificante, para aumentar la credibilidad de su testimonio, su confesado deseo de proselitismo, su aceptación plena de los dogmas cristianos, para desarbolar a sus enemigos, para exhibir la solidez y la amplitud y la profundidad de su pertenencia a la comunidad cristiana, de la que han querido apartarlo. Y acumula razones y citas y adjetivos para evitar cualquier sombra de sospecha, cualquier malintencionada duda. Intenta dar una prueba irrefutable de su sinceridad cristiana, a pesar de sus antecedentes judíos y de los sambenitos de su bisabuela Leonor de Villanueva y de una hermana de ésta, Juana Rodríguez, colgados en la Colegiata de su pueblo natal, Belmonte de Cuenca. Como había hecho ya con su devoción mariana, otro de los escollos de la separación judía de la ortodoxia cristiana, en su Oda XXI, «A Nuestra Señora», confirmada en Los nombres de Cristo. Lo mismo que hizo en el capítulo «Monte» de esta obra. (Lázaro Carreter, loc. cit.), donde denuncia la poesía profana, que tanto había cultivado hasta entonces, para seguir la ortodoxia de la nueva actitud de la Iglesia, después de Trento (1545-1567) y no aumentar las sospechas de su heterodoxia. Lo que había hecho otras veces, volvió a hacerlo en su magna creación verbal de Los nombres de Cristo, que fue antes de nada una ingente elaboración de palabras sobre la herencia de las Sagradas Escrituras, sobre los textos muertos de la tradición bíblica. El proceso fue el mismo que le llevó a meter un tigre en su oda a Portocarrero. Lo que pasa es que no se trataba de un tigre, sino de Cristo, con toda la erudición de su sabiduría profesoral sobre la Biblia. Incluso las circunstancias son las mismas de esta oda. Sus vivencias personales se apoderaron de sus conocimientos literarios y estimularon una maravillosa floración de palabras, que no venían en el paquete de la tradición, con la que nunca dejó de ser respetuoso, aunque respetuoso a su manera muy singular. Hasta tal punto que Los nombres de Cristo pueden leerse como su testimonio más valioso del proceso inquisitorial, en el que se vio metido sin culpa. Es una larga y sostenida confesión de parte, a caballo entre la literatura, la autobiografía y el documento judicial, con un grosor significativo de obra maestra. Como es sabido, fray Luis escribió esta obra en la cárcel o, por lo menos, la ideó y la pergeñó durante los días aciagos de la prisión, con la impotente rabia del preso inocente, que busca la luz de la justificación, ante los otros, de su falta de culpabilidad, en la soledad de su celda, en el silencio de su incomunicación, en el tiempo dilatado de su obligada inactividad. Conociendo su carácter eruptivo, arriesgado, excesivo, peleón y rencoroso nos lo podemos imaginar transformando el odio en dulces palabras, la necesidad de defenderse, en frases rítmicas de una eufonía perfecta, los fantasmas de su agresividad, en recuas de adjetivos espléndidos y sonoros, que agotan la belleza de su propio significado. Haciendo

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del mensaje áulico de su doloroso proceso, número y armonía, en un extraordinario juego de creatividad literaria. 4. PROPÓSITOS EXPLÍCITOS Y VERDADERAS INTENCIONES (IMPLÍCITAS) Nos lo podemos imaginar, en el pozo de la cárcel, entregado todos los días a la devoradora tarea de convertir la indignación en belleza, el dolor en armonía verbal, sin un fallo en su voluntad de demostrar la amplitud de sus conocimientos bíblicos, la solidez de sus creencias religiosas y su capacidad de escritor, incontestablemente insuperable. Le iba en ello la vida y la honra. Se había impuesto la obligación de no dejar ni una sombra de sospecha, tanto de su ortodoxia cristiana como de la excelente calidad de su prosa. Tenía que ser excesivo para que le creyeran, afirmarse para que nadie pudiera negarlo. Salirse con la suya para que nadie dudara de quién era él. Apuró sus recursos, forzó su memoria, probó su resistencia y logró hacer trascendente su espléndida prosa. Pero lo que conviene destacar, desde el punto de vista de la Teoría de la literatura, es su logro verbal, con el triple apoyo de la erudición bíblica, el fuego autobiográfico y el portentoso trabajo de estilo, entre la Filología y la Poética, entre la palabra y el número. La erudición bíblica es tan obvia que ha sido la más frecuentada por los investigadores y exegetas. Más vírgenes quedan los campos contradictorios y complementarios, como dos tentaciones opuestas que se potencian entre sí, de sus débitos autobiográficos y de su oficio de poeta. Ni el furor autobiográfico impide el dominio literario del texto, que goza de una mentida autonomía, ni el trabajo estilístico oculta la presión de su necesidad de confesión personal. Esta armonía de contrarios es una de las explicaciones de su extraordinaria creación verbal, surgida de un hervidero de pasiones demasiado humanas y de un dominio lingüístico de excepcional valor literario. Hay que atender a esa triple base de su obra para tratar de entender, explicar y justificar el gozo de la lectura de Los Nombres de Cristo, como tarea primordial de la hermenéutica textual sobre su obra. Dejando a un lado, repito, su gran conocimiento de la Biblia, exigible, por lo demás, a un profesor de su talla, nos queda el alumbramiento debido de la veta autobiográfica y el esfuerzo de su escritura formal, prodigio de la prosa castellana, también ella a caballo entre la lírica renacentista, la oratoria sagrada de su tiempo y su propia tradición poética, con aquellas «obrillas» juveniles, que se le habían caído de las manos, sin querer, según su sospechoso testimonio vergonzante. El mismo fray Luis nos ha explicado la forma de trabajo que empleó para escribir sus Nombres de Cristo. Estas cosas, Marcelo, [dice Juliano, su compañero de diálogo] que agora dezís, no las sacáis de vos, ni menos soys el primero que las traéys a luz, porque todas ellas están como sembradas y esparcidas, assí en los libros divinos como en los doctores sagrados, unas en unos lugares y otras en otros, pero soys el primero de los que he visto y oydo yo que, juntando cada una cosa con su igual cuya es, y como pareándolas entre sí y poniéndolas en sus lugares, y travándolas todas y dándolas orden, avéys hecho como un cuerpo y como un texido de todas ellas (p. 278, I).

Es lo mismo que Garcilaso, que nunca había visto una pastora, como las de sus Églogas, o Cervantes, que tampoco había visto nunca un caballero andante. Su

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ejemplo abre un portillo por donde avanzar en el conocimiento del hecho literario. Su creación no estaba en el material del punto de partida, sino en la ampliación hasta el punto de llegada. Su originalidad no temía las roderas establecidas y residía en el sobreañadido de su cosecha. Y lo mismo que a Quevedo, el primer gran editor de Los nombres de Cristo, que en su Buscón utilizó la fórmula de Literatura sobre Literatura, donde la realidad es la realidad literaria, sobre la que levantó su imponente universo verbal. Comprendemos su admiración de colega por la prosa de fray Luis, tan alejado de él intelectualmente como próximo literariamente, aunque el paso del Renacimiento al Barroco, por ponerle nombre a dos poéticas muy diferentes, los separe como un tajo. ¿Creía Garcilaso en la realidad de sus pastoras, Cervantes, en su caballero andante y Quevedo, en su pícaro? ¿Creía fray Luis en el Dios cristiano? Sea lo que fuere, no le hacía falta creer para escribir su obra y defenderse de las acusaciones que le habían llevado a la cárcel.

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Figuras de lo humano en las Memorias de un hombre de acción de Pío Baroja CELIA FERNÁNDEZ PRIETO Universidad de Córdoba

0. INTRODUCCIÓN

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A NOVELA HA DESEMPEÑADO EN LAS sociedades burguesas una relevante función en la designación, la cognición y la reificación de esa ficción –en tanto que metáfora cultural, producto lingüístico, social y legal– que llamamos sujeto o identidad. Los lectores hemos sido entrenados para ver a los personajes vivir; en un proceso circular, proyectamos en ellos nuestras concepciones del mundo y luego interpretamos a nuestros semejantes y a nosotros mismos según los modelos de identidad por ellos proporcionados. Alentados por la energía mimética que desprenden, conferimos sustancia a lo que no es más (ni menos) que una figura, conjunto de semas manejado bajo un nombre propio, que proceden de los códigos que generan los significados del texto (Barthes 1980:78). La figura (el nombre) es una sinécdoque que adquiere valor institucional y que, a través del acto de lectura, acaba llenándose de una persona. Esta suplantación ilusoria se cumple de modo paradigmático en la narrativa realista decimonónica con su énfasis en la motivación psicológica: las reacciones de los personajes ocultan su dependencia de los dinamismos narrativos y se naturalizan como efectos cuyo origen se sitúa en el mundo interior. El criterio del realismo psicológico ha gravitado sobre los análisis y las valoraciones de los personajes, y puede reconocerse en la fuerte crítica con la que Ortega y Gasset juzgó la obra de Pío Baroja. Me interesa en estas páginas recordar brevemente la polémica que mantuvieron los dos escritores sobre esta cuestión para considerar luego las bases filosóficas, científicas y literarias que sustentan la figuración de lo humano en las Memorias de un hombre de acción, una serie de veintidós novelas publicadas entre 1912 y 1935, en las que el autor

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vasco1 exhibió, como en ningún otro lugar, su concepción de una escritura abierta, de márgenes generosos y desdibujados, cuyo espacio textual crece y se expande para acoger a cientos de figuras que vagan por una geografía física y moralmente devastada cuyo referente histórico es la España de la primera mitad del siglo XIX. Baroja concibe al hombre como un ser de impulsos ciegos, en permanente conflicto con el mundo y con los otros, irreductible a una interpretación unitaria. Ninguna disciplina, ninguna ciencia, y desde luego tampoco la psicología, pueden descifrar su versatilidad y sus disfraces, averiguar las razones de su comportamiento. El hombre es un enigma. Estas memorias de Eugenio de Aviraneta no son propiamente tales, no sólo porque las redacta otro, Pedro de Leguía, y las corrige y edita un tercero («Shanti», álter ego del autor), sino porque se trata de una superposición de enunciadores, que producen relatos y relatos, orales y escritos (confesiones, diarios, cartas, informes, testimonios, rumores...), que vienen a mostrar la imposibilidad de escribir una biografía coherente y centrada. 1. ORTEGA, BAROJA Y LA PSICOLOGÍA Ortega parece haber sentido una actitud ambivalente hacia la persona y la obra de Pío Baroja. Valora su independencia, su sinceridad, el anticasticismo de su prosa fluida y espontánea; le incomodan sus prejuicios, su despreocupación por la forma y especialmente el tratamiento de los personajes, al que se refiere mediante una expresiva metáfora biológica, a las que era tan aficionado: «Si pudiéramos en una sola visión abarcar el mundo interior de una novela de Baroja, si pudiéramos mirar el tomo al trasluz, veríamos lo que se ve en una gota de agua a través de una lente: como infusorios que van y vienen, bajan y suben, se persiguen o se evitan, chocan y se ayuntan o se desprenden, según una dinámica brutalmente caprichosa y sin sentido»2. Ese exceso de personajes que van de un lado a otro, que aparecen y desaparecen en las esquinas de una trama en constante bifurcación, impide que algo de ellos nos conmueva. Es verdad –concede Ortega– que en esta abundancia reside una de las mayores cualidades de la obra barojiana, la de producir la impresión del paso veloz de la vida, «con su carácter de contingencia, de azar sin sentido, de mudanza constante, pero constantemente vulgar» (82). Todo, sin embargo, carente de dramatismo. Estos personajes, víctimas del «furor opinante» de su autor, son definidos y juzgados antes de que hayan hablado y actuado, e incluso los protagonistas parecen autómatas pues sus actos no «aclaran ni patentizan casi nunca su psicología». Este duro juicio se comprende mejor al relacionarlo con el ensayo Ideas sobre la novela (1925), que recoge los siete artículos que con el título «Sobre la novela» habían aparecido en el diario El Sol en diciembre de 1924 (días 10, 12 y 31) y en enero del año siguiente (días 1, 2, 8 y 11), y donde, de nuevo, el problema de los 1. En adelante, MHA. Utilizo la edición en tres volúmenes publicada por la Fundación José Antonio de Castro (2008). 2. La cita pertenece al artículo «Una primera vista sobre Baroja», redactado en 1910 y publicado en La Lectura en 1915 (120-121). Utilizamos aquí además los artículos «Pío Baroja: anatomía de un alma dispersa», cuyo manuscrito se encontró entre los papeles inéditos del autor y que debía haber formado parte de las Meditaciones del Quijote (vid. 1962: 477); «Observaciones de un lector» (1915) e «Ideas sobre Pío Baroja» (1916).

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personajes es objeto de atención especial. En un marco de metáforas médicas y biológicas, Ortega y Gasset diagnostica el agotamiento de la novela por la imposibilidad de hallar nuevos temas capaces de sorprender al público, pero también por la convencionalidad y falsedad que rezuman textos en su día tan valorados como los de Balzac, con su hipertrofia del contar sobre el presentar (la famosa oposición diégesis/mimesis). Ortega sostiene que la novela moderna debe ser un género presentativo y moroso, tal como lo practican novelistas como Dostoievski o Stendhal, en el que el autor debe borrarse para que veamos vivir a los personajes; lo importante ya no es la trama o la aventura, mero soporte mecánico, aunque imprescindible, sino su forma: la forja de un cuerpo cóncavo, hermético y tupido. El interés no está en lo que pasa, sino precisamente en lo que no es pasar algo, en el puro vivir y ser y estar de los personajes. La materia de la novela moderna, afirma, es psicología imaginaria: Esta progresa a la par que sus dos hermanas, la psicología científica y la intuición psicológica que usamos en la vida. Ahora bien; en los últimos cincuenta años tal vez nada ha progresado tanto en Europa como el saber de almas. Por vez primera existe una ciencia psicológica, ciertamente que sólo iniciada, pero aún así desconocida de las edades anteriores. Y junto a ella una refinada sensibilidad para adivinar al prójimo y para anatomizar nuestra propia intimidad. Tanta es la sabiduría psicológica hacinada en el espíritu contemporáneo, bien en forma científica, bien en forma espontánea, que a ella, en buena parte, cabe atribuir el fracaso actual de la novela. Autores que ayer parecían excelentes, hoy parecen pueriles porque el lector es de suyo un psicólogo superior al autor (1925: 416).

Si oponemos estas palabras a las reflexiones que Baroja incluye en algunas páginas de sus Memorias, comprobaremos la distancia que separa los planteamientos no sólo literarios sino antropológicos de uno y otro: La psicología clásica no es nada: palabras, verbalismos; y la psicología fisiológica, que comienza, todavía está llena de oscuridades y de balbuceos. La primera lo da todo por aclarado, termina en palabras sin contenido, y la segunda, en sus vacilaciones, no llega, por ahora, a consecuencias importantes. El hombre sigue siendo una incógnita. Su laboratorio psíquico, el cerebro, es lo más cerrado y lo más oscuro del cuerpo humano, y, probablemente, lo seguirá siendo durante mucho tiempo (2006: 373).

Este escepticismo hacia la psicología permea su conocida respuesta al programa orteguiano, que apareció, también en 1925, en forma de «Prólogo casi doctrinal sobre la novela que el lector sencillo puede saltar impunemente», antepuesto a La nave de los locos. Aquí, Baroja se pregunta quién ha señalado la última razón psicológica que mueve a los hombres. «Yo no lo sé», contesta. Y añade: «¿Quién ha marcado, aún en el muñeco del Guiñol, por qué esta figura odia y la otra quiere? Yo no advierto que en la literatura haya como un modelo que se pueda poner de ejemplo de psicología clara y suficiente». Por ello discute la supuesta maestría en la creación de personajes que se atribuye a Stendhal y a Dostoievski. Ni las reacciones de Fabricio del Dongo ni de Julián Sorel resultan explicables por sus respectivas psicologías sino por necesidades del discurso. La figuración de los personajes en MHA hay que plantearla en el horizonte filosófico de la metafísica de Shopenhauer y el vitalismo irracionalista de Nietzsche;

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en una concepción antropológico-biológica del hombre, una especie más inscrita en la historia natural, elaborada a partir de las lecturas de autores como Claude Bernard (Introducción al estudio de la medicina experimental, 1865) y Darwin (El origen de las especies, 1859); y en una posición ética y política que arraiga en el rechazo a la sociedad de masas del siglo XX y en la defensa del individuo libre, sin ataduras familiares ni matrimoniales, entregado a la acción y al viaje como forma de existencia y de identidad. Estos componentes ideológicos se vierten en los cauces narrativos abiertos por el folletín y el melodrama románticos (Baroja captó con sagacidad el potencial estructural de estos géneros populares y su virtualidad metaliteraria), transitados por Balzac, Dickens y Dostoievski, y atravesados por una perspectiva autorial distanciada, irónica y sarcástica, deudora de la tradición de la sátira menipea desde Petronio a la picaresca y Cervantes, que caricaturiza las situaciones, desmitifica la historia, y permite incorporar comentarios moralizantes de cuanto se narra. Conviene, sin embargo, no olvidar que, por más que las simpatías caigan del lado de los liberales frente a los absolutistas y carlistas, la mirada barojiana no alberga nostalgias ni alimenta consuelos. El progreso moral no existe. No es posible abordar aquí el análisis de los personajes protagonistas, la mayoría de ellos, además, enunciadores de historias. Me limitaré a comentar tres líneas de figuración activadas en la creación de buena parte de los personajes secundarios. 2. LOS TIPOS Y LA FISIOGNÓMICA El padre Madruga era de lo más antipático y repulsivo que puede haber en la clase de frailes. Era pequeño, negro, de movimientos rápidos y violentos. Tenía los ojos brillantes de un animal selvático, el afeitado de la barba muy azul, la boca saliente, con morro, y los dientes amarillos. Hablaba con acento aragonés o riojano, salpicaba de latinajos la conversación y era amigo de emplear palabras soeces. Tenía una risa de fraile grosera, plebeya y cínica. Por dentro era bajo, adulador, enemigo furioso de toda novedad y de todo lo extranjero. (Los caminos del mundo, I: 590).

El escritor vasco construye sus figuras como tipos, extraídos, según declara reiteradamente, de su observación atenta de seres humanos reales. El interés de Baroja no está tanto en el individuo singular y único cuanto en el ejemplar de la especie (Suzan Collins 1986: 155 y ss). Como buen coleccionista, reúne y clasifica a los individuos en conjuntos con caracteres similares y decide cuáles de entre ellos admiten una expansión y cuáles deben permanecer sólo apuntados, meras siluetas que entran y salen por los concurridos senderos de la trama. Sus retratos son breves, económicos, fríos y eficaces. Se parecen a historias clínicas; de ahí la utilización de una prosa de diagnóstico, como la denominó Azorín, exacta, escueta, rápida. El tipo es, pues, un producto del laboratorio retórico e ideológico barojiano, resultado de una combinación de rasgos ya conocidos por sus lectores, no como propiedad de tal o cual persona real, sino como piezas de un alfabeto básico del carácter que en su ensamblaje particular adquieren una configuración y un significado

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únicos. Se trata de signos que constituyen algo así como un código genético común a la comunidad de lectores, y que forman una reserva o un fondo sobre el que los personajes son conformados. Su «realidad» se apoya, por tanto, en un acuerdo tácito de aceptar tal o cual combinación de rasgos como un simulacro válido de una posible persona real. Y ese código debe mucho a la fisiognómica, que había popularizado Johann Caspar Lavater (1740-1801), con sus teorías sobre las correspondencias entre lo físico y lo moral, sobre la silueta y la técnica de hacerla, o sobre la fisiognómica comparada de los animales y los hombres. Las leyes fisionómicas trataban de esclarecer o descifrar el misterio del hombre concebido bajo la metáfora de la dualidad cuerpo/alma (Cfr. Caro Baroja 1987). Todo ello genera una tropología tumultuosa pues cada signo es metáfora y/o metonimia de otro signo en desplazamientos continuos, en una combinatoria infinita, lo que permite precisamente la «pintura» de singularidades. No hay dos rostros iguales. Baroja aprendió la rentabilidad literaria de la fisiognomía en Balzac, Dickens o Galdós. Ahora bien, si en el realismo balzaquiano el recurso a la fisonomía resultaba fundamental para componer una figuración unitaria del carácter y para apuntalar la coherencia del universo novelesco, en MHA sirve para subrayar el carácter estereotipado, repetido, caricaturesco de sus gestos y movimientos, con aspecto a veces de muñecos de guiñol o figuras de cera: el abate Marchena era un viejo canoso, flaco, jorobado, el cuerpo contrahecho, la cara de sátiro, de color cetrino, picada de viruelas; la nariz larga y roja, los ojos de miope y los pelos alborotados y duros. Parecía un trasgo, un monstruo cómico de fealdad; hablaba el enanillo con una mezcla de acento andaluz y extranjero, y por su sonrisa burlona y por su aire imperioso y sarcástico se veía que se consideraba hombre importante (I: 376).

3. FIGURAS DE FIGURAS: EL MAL DEL QUIJOTE En el comedor de la fonda de Molina, Alvarito conoció a un abogado, joven y melenudo, a quien no le interesaba nada de cuanto pasaba a su alrededor, y que vivía soñando en Madrid y, sobre todo, en París. El abogadito creía ver la ciencia completa del mundo en Balzac, de quien tenía muchas novelas. Trastornado por aquella literatura aristocrática, quería imitar a los personajes favoritos de sus libros, y se dedicaba a vestirse elegante, a cuidar de sus melenas y a llevar siempre las manos enguantadas. Era afectado y ripiado a más no poder. Gesticulaba con ademanes de madama y a cada paso se miraba a sus manos, que sin duda por algún motivo especial le encantaban. En la fonda, y al parecer también en el pueblo, se reían de sus levitas, de sus melenas y de sus guantes (II: 1413).

En las MHA muchos personajes pasan su tiempo leyendo. Leen narraciones: historia, religión, magia y nigromancia, frenología y, sobre todo, novela. Especialmente historias románticas a lo Chateaubriand, novela histórica a lo Scott y Victor Hugo, folletines a lo Sue, relatos góticos a lo Radcliffe o Aiguals de Izco, novela realista a lo Balzac. La adicción a estas historias genera un número considerable de figuras envenenadas de y por la literatura, la mayoría femeninas. Enumeramos algunos ejemplos: la vieja señorita de Belsunce, romántica de Ossian, «tocaba el arpa y libaba el monarquismo y la melancolía en las obras, llenas de catacumbas y pompas fúnebres, del vizconde de Chateubriand» (II: 31); Delfina Vitelli, lectora

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de Victor Hugo y de Balzac, «le hubiera gustado ser sacerdotisa como Velleda, no como la de Tácito, sino como la de Chateaubriand, y tener un destino trágico y triste» (II: 782); el aventurero Narbonne Burton, «un hombre solemne y vulgar; todo lo que decía estaba inspirado en las novelas de Balzac, en donde, sin duda, creía encontrar las esencias de la vida» (II: 814); Madame de Saint-Allais veía el mundo con los ojos del vizconde de D’Arlincourt (II: 816); y tantos más. La literatura romántica suministra modelos de vida que satisfacen vicariamente los deseos de amores pasionales, de ruptura de lo convencional, de sus lectores y lectoras, confinados en ambientes rurales y clericales, acosados por la maledicencia. Son sucedáneos para una voluntad de ser y de vivir atrofiada por el medio social y geográfico. Lo folletinesco y lo melodramático con vestiduras góticas son los espejos del «realismo» barojiano. A través de ellos entra la vida en la novela, la vida en su versión dionisíaca y misteriosa y brutal. Baroja/Santhi (el escritor y su doble) son conscientes de esta mediación y la exhiben con numerosos gestos metaliterarios de ironía y parodia. 4. CRUELDAD Y CRIMEN. LA FARSA DE LAS CALAVERAS El que tiene fuerza para ser en literatura un gran psicólogo, se hunde poco a poco en la ciénaga de la patología. Ese pantano [...] está indudablemente habitado por monstruos extraños y sugestivos. El cazador de monstruos debe ir ahí. Yo no he pretendido nunca marchar por esos derroteros, y Aviraneta presenta, como mis demás personajes, el tipo mal determinado del hombre que es esencialmente racional; por tanto reflexivo y tranquilo. No tiene, ni pretende tener, el fatalismo de lo inconsciente. [...] (Prólogo a La nave de los locos, I: 1236).

La fascinación de Baroja por los locos y los criminales desmiente en buena parte esta afirmación. Quizá no se ha hundido en esa ciénaga, pero se ha asomado a ella a menudo: ¿no es el folletín un nido de patologías sociales, de monstruos extraños y sugestivos?, ¿no son los pueblos españoles, cerrados, clericales, insanos, un caldo de cultivo para el estallido de las bajas pasiones y de los desequilibrios mentales? No es de extrañar que un escritor de formación médica, interesado en el hombre desde la biología y la antropología, se sintiese atraído por estos productos de la especie en los que se mostraba sin control una agresividad animal, primaria. El «fulgor de la antorcha dostoievskiana» orienta al narrador Pedro Leguía en Las Mascaradas sangrientas para dejar «la penumbra apagada de la intriga» y «entrar en la zona de la luz cruda del crimen», para sustituir «la curiosidad histórica y hegeliana por la ansiedad tumultuosa y pánica» (III: 7). La serie aviranetiana está llena de escenas de violencia y muerte desencadenadas por el odio, la venganza, el egoísmo y la ambición. Ningún sector social queda fuera de este carnaval o de esta danza de locos, claves alegóricas explícitas de toda la serie. Sin embargo en las tres primeras novelas del tercer volumen3 la presencia de lo criminal se acompaña de un denso aparato de comentarios y generalizaciones que insinúan la correlación entre el comportamiento agresivo de los personajes con su pertenencia a determinados grupos étnicos. A Ortega le irritaba esta manía antropológica de Baroja, que le llevaba a entretenerse «en hacer escogidos juegos malabares con el homo alpinus

3.

Me refiero a Las mascaradas sangrientas, Humano enigma y La senda dolorosa.

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y el homo mediterraneus o tirando carambolas con el semita, el ario y el turanio» (1962: 485). Así, Las Mascaradas sangrientas se complace en iluminar figuras monstruosas como Bertache y su partida de forajidos carlistas, resueltos a cometer toda clase de tropelías en los últimos meses de la guerra para asegurarse un buen retiro. No son motivaciones políticas lo que explica los sucesos, sino «la turbia condición de la naturaleza humana». El desarrollo truculento y folletinesco de los hechos se arropa con capítulos ensayísticos sobre moral y etnografía tan arbitrarios como el que transcribimos: En todos los países de Europa hay una superposición de tipos creados en diferentes épocas y después confundidos y mezclados. En el pequeño país vasco la hay como en las demás regiones; hay como los dos polos étnicos de la estirpe blanca. La raza baja, pequeña, juanetuda, morena, mongoloide, de cabeza ancha con los brazos largos, probablemente resto de una época paleolítica, y la raza alta, esbelta, aguileña, de cabeza más larga y ojos más claros, de un período neolítico. La raza baja, pequeña, juanetuda, violenta, es fanática, musical, artista, partidaria de lo absoluto; la raza alta, esbelta, aguileña, es más comprensiva, más relativista, menos violenta, menos artista, pero más científica. Los dos hermanos Iturmendi pertenecían a esa raza pequeña, baja, morena y juanetuda; la Tiburcia era del mismo tipo: gente violenta de pasiones fuertes. Los que conocían a la familia Iturmendi aseguraban que había en ella una herencia de violencia y de crímenes. En cambio, la Veremunda era de la otra raza, más alta, más esbelta, más noble de tipo; probablemente menos violenta y apasionada (III: 71-72).

La figura más interesante dentro de este grupo que estamos considerando es la del Conde de España, protagonista de las novelas Humano enigma y La senda dolorosa. Su presentación se realiza indirectamente mediante las opiniones encontradas de vecinos del pueblo. Los rumores dinamizan la acción y sugieren ciertas marcas que conforman una personalidad patológica: brutalidad, sadismo, obsesión por la limpieza, humor macabro, histrionismo. Tras una fugaz aparición en la calle Mayor de Berga, hay que esperar a la cuarta parte de la novela para que la figura del conde ocupe el primer plano, siempre desde la mirada curiosa del narrador, Hugo Riversdale: El cráneo estrecho, la nariz corva, el mentón prominente y largo, el prognatismo acentuado, el labio inferior saliente, con aire de mando, y la boca un poco torcida, la obesidad, la gota y el reumatismo. En el orden moral, tenía anestesia psíquica, la insensibilidad, el desdoblamiento de la personalidad frecuente, la crueldad, la piromanía, el odio profundo e inmotivado contra ciertas personas, la chistosidad, el humorismo, la manía razonadora y el terrorismo. Sin duda, cuando no le contrariaban podía parecer hombre normal; pero cuando le contrariaban se exaltaba, cosa frecuente en los locos (III: 311).

A estos detalles fisiognómicos y craneoscópicos, se añade una hipótesis étnica basada en la oposición entre la crueldad latina, doctrinaria y pedantesca, y la germánica, pura barbarie, más espontánea y genial, a la que pertenecería el conde de España. En La senda dolorosa se narran con detallismo realista los pormenores de la conjura contra él por parte de los miembros de la Junta de Berga y su vil asesinato; pero en la séptima parte la novela se escora hacia la farsa macabra y el humor

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negro con el invento de la pareja del doctor Allegret, entusiasta de la frenología, de la craneoscopia y de los sistemas de Gall y de Spurzheim, y su ayudante Llusifer. Los dos acuden de noche a la capilla del cementerio donde yace el cadáver del Conde para cortarle la cabeza; el episodio resulta una parodia declarada de los relatos góticos (III: 497). Lo cierto es que la calavera del conde empieza a provocar alucinaciones al doctor Alegret de modo que este decide enviarla al gabinete de historia natural de la universidad de Cervera. De estas vitrinas pasará a adornar los ataúdes en la iglesia de Santa María; allí se desarrolla la «Gran batuda macabra en la catedral de Cervera un día de difuntos»: el diálogo fantástico entre la calavera y Mariano Cubí y Soler, autor de la Polémica religioso-frenológico-magnética, al que se van sumando otros espectros de tumbas próximas. La muerte deviene una delirante mascarada. Las páginas finales de la última novela de las MHA se titulan «El sueño de las calaveras» y las firma el propio Pío Baroja, el escritor que, a la manera cervantina, convirtió la autoría de la serie en tema y casi en trama de la misma. Su irrupción en el texto se reviste de sarcasmo al lamentar que se le hayan escapado de las manos las calaveras de Aviraneta y del Conde de España, porque le habría interesado hacer mediciones antropométricas de ellas. Una vez más, la farsa macabra. Estamos mucho más cerca del expresionismo que del realismo. Nunca pretendió Baroja construir psicologías imaginarias. Sus personajes resultan más bien la dramatización de la concepción metafísica de Shopenhauer figurada a su vez en la imagen de la existencia como un conjunto de peripecias llenas de dolor, de ruido y de furia, fruto de la agitación de una voluntad cósmica ciega que todo lo crea y lo destruye. REFERENCIAS

BIBLIOGRÁFICAS

BAROJA, P., 2006, Desde la última vuelta del camino. Memorias, II. Barcelona: Tusquets (Véase especialmente la sección titulada «La intuición y el estilo»). BARTHES, R., 1980, S/Z, Madrid: Siglo XXI. CARO BAROJA, J., 1987, La cara, espejo del alma. Historia de la fisiognómica. Barcelona: Círculo de Lectores. MARTÍNEZ PALACIO, J., (ed.), 1974, Pío Baroja. Madrid: Taurus. ORTEGA Y GASSET, J., 1916, «Ideas sobre Pío Baroja». Obras completas, II. Madrid: Revista de Occidente. 1954, 69-102 (Recogido también en Martínez Palacio 1974). — 1925, La deshumanización del arte e Ideas sobre la novela. Obras Completas, III. Madrid: Revista de Occidente, 1946, 353-419. — 1946 [1915], «Una primera vista sobre Baroja», en Obras completas, II, Madrid: Editorial Revista de Occidente, 103-125 (Este ensayo, escrito en 1910, apareció en 1915 en La lectura y luego se incluyó como apéndice en la edición de 1928 de El Espectador). — 1971 [1962], «Pío Baroja: Anatomía de un alma dispersa», en Obras Completas, IX, Madrid: Revista de Occidente, 475-501. SHOPENHAUER, A., 2003, El mundo como voluntad y representación, I y II. Edición de Aramayo, R. R., Barcelona: Fondo de Cultura Económica-Círculo de Lectores. SUZAN COLLINS, M., 1986, Pio Baroja’s Memorias de un hombre de acción and The Ironic Mode: The Search for Order and Meaning. London: Tamesis Books.

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Aspectos de la modernidad contemporánea: «Caosmos» de Antón Patiño ANTONIO GARCÍA BERRIO Universidad Complutense

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en que bastaba con decir postmoderno y negarlo todo, el todo-nada que cabía en la definición, lo bastante para dar razón de sí, pretensión obsesiva de quedar definido, de definirse. Ya nos suponemos algunos dentro de un Moderno inacabado con todas las señas de lo inconcluso, por ahora duradero e informe. Lo transmoderno, lo postmoderno ha quedado como la no-definición, una guerra a lo diferencial mediante la paradoja de la desnuda, desarbolada, mención de diferencia. A esa progenie nuestra escogida pertenece, al presente, el conocido pintor (y más secreto pensador artístico de enjundia) Antón Patiño, autor en el reciente 2007 de las imágenes y textos aforísticos de una obra excepcional, Caosmos, para nosotros válido manifiesto –superviviente a Maurice Blanchot– de una Modernidad al día, de nuestra Modernidad contemporánea (Antón Patiño, Caosmos: encrucijada y espacio simbólico, Madrid, Roberto Ferrer, 2007, p. 21; en lo sucesivo, sólo aparecerá el número de página entre paréntesis para las citas). A HAN PASADO LOS TIEMPOS

1. GERMINACIONES O DESCENSOS: ESPESOR Y SENTIDOS EN UN TRAYECTO CLÁSICO Comparado con las vanguardias abstractas ya clásicas, el postminimalismo conceptual, contemporáneo, de Antón Patiño ofrece evidentes diferencias, que podrían conducir a etiquetar su obra pictórica entre las manifestaciones militantes del postmoderno, en el sentido más estricto del mismo como dique cronológico a la gran corriente secular de la Modernidad. Un tope que habría finiquitado definitivamente en la interpretación de sus cultores, de Lyotard a Vattimo, la Edad del Moderno, abriendo tras su propia consunción una nueva etapa indecidible en sus

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contenidos propios y sus márgenes de vigencia. Pero Antón Patiño, por temperamento y cultura, es todo menos un artista y pensador fácilmente arrastrable a inercias de conveniencia adventicia y menos todavía a decisiones superficiales con algo que él se toma tan cuidadosa y elaboradamente como es la orientación conceptual de su obra. Esto, en directa concordia con su compromiso espontáneo de carácter y vida (decir aquí directamente «ético» sería un impreciso redondeo enfático tratándose de él), causa-consecuencia de la envidiable arquitectura intelectual de su bien formada cultura. Por lo pronto el desgastado término «postmoderno» aparece cuidadosamente bordeado y omitido en sus comprometidos programas y reflexiones escritas sobre una obra como la suya sólidamente arraigada en el latido contemporáneo de la cultura. Pese a ello, la declarada modernidad contemporánea de Patiño no deja de acoger la mayoría de las marcas pictóricas acuñadas por la ruptura plástica postmoderna que Danto etiquetara inicialmente como «segunda abstracción». Reconocible, entre los rasgos principales de aquella: principalmente, la quiebra franca con el ideal continuista de pulcritud en el abstracto moderno, tanto el fundacional de Mondrian a Klee como el sucesivo, el llamado «internacional» sobre todo en Europa, de Staël a Manessier, o el de la acción norteamericana, con Jackson Pollock a la cabeza. Junto a esa característica ya arraigada de la que no trata de excluirse la obra plástica de Patiño, comparecen también concesiones a un aparente descuido en los fondos de sus composiciones y en el buscado titubeo de las representaciones simbólicas de su proto-figuración, que alcanza una visualidad protagonista en obras como Beira do oceano (1999) o Alén (2000), fieles a Beuys y Twombly, según las propias confidencias de Patiño. Y en esa misma corriente de transformación contaminada de la abstracción clásica, cuenta en este pintor su desprejuiciada acogida, si llega el caso, a la contaminación figurativa, en el ejemplo tardoexpresionista de Polke y, con constancia irónica, de Lüpertz o Rauschenberg. Me refiero, en Patiño, a las impresiones fotográficas de las cabezas doloridas en series como la consagrada al 11 M de 2005, o las de sus característicos ciclistas seriados en lento trayecto simbólico. En una palabra: un largo etcétera de inequívocas señales de encaje incuestionable y reconocible como actual y moderno. Lo importante y urgente, pues, para Patiño, antes que el establecimiento preferencial de un sentido constante a los trayectos psicológicos protagonistas de su creación, es subrayar el protagonismo de ese magmático espesor «líquido» antropológico donde se gestan las imágenes y los símbolos afloran. Un verdadero «mapa de fluidos», como lo denominaría en otros momentos con su predilecto Lyotard en mano, espesor sin diagramas, idóneo para trazar el desasosiego inédito del hombre moderno. El escenario de una nueva precariedad. El drama de la autoconciencia, la angustia existencial, la incertidumbre del nihilismo. Mapa de grietas del azar. Chorreones y salpicados (piensa aquí en Pollock sobre todo) transmitiendo una efervescencia líquida. Las órbitas descentradas de la identidad escindida (61).

Itinerario, por partes, de ida y vuelta: del reservorio inconsciente, arqueológico, en la memoria material, a su plasmación ascendida en las imágenes visuales de la pintura, inestables, líquidas en cuanto que transmiten un fondo primordial. A los «descensos» memoriosos al saber inconsciente que cultiva Patiño en la compañía próxima de Valente, la condición corporal del ejercicio pictórico le añade un

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acompañamiento material que peculiariza sustantivamente los resultados, en la perspectiva diferencial que vincula y separa el tópico binomio artístico entre pintura y poema. Patiño no ha olvidado en esto, para empezar, el formidable ensayo de Focillón Elogio de la mano: «La pintura es un trabajo que se hace con la cabeza y con las manos. Focillón habló de la inteligencia de las manos. Las manos fueron siempre útiles decisivos de la mente, herramientas de la inteligencia». Así es porque «la intuición de la manos parece sortear retrasos y cavilaciones» (18); donde «intuición» viene a desvelar la experiencia artística clave de Patiño, su sabiduría especial de pintor, descubriendo que la mano que pinta inicia por sí misma recorridos no imperados por la voluntad inteligente, trayectos obligatorios de sus propios saberes nerviosos, musculares. La mano funciona en realidad como la extremidad táctil y ágil que es, focalizada sinécdoque del impulso total del cuerpo. Porque para el pintor esa voluntad no imperada de la mano es la consecuencia extrema de la impulsión gestual completa del cuerpo todo, que en la poética de ciertos artistas –desde Delacroix a la de su propia mujer, Menchu Lamas– reviste un protagonismo activo dominante. Corporalidad material activa de la memoria pintada sobre las densidades abisales de la experiencia antropológica. Frente a la espiritualidad relativa, limpia, de las extracciones y trasuntos verbales de la poesía, la delicia sensitiva de la pintura exhibe una transcripción material, impregnada por las contaminaciones de un «trabajo sucio», en la tradición que han recogido, de Rembrandt a Barceló, los pintores innominados que retiene Patiño: «Este oficio («sucio oficio», decían) va a permitir un extraordinario contacto sensorial. Arte del cuerpo: expresa una interioridad que sólo así puede manifestarse. La experiencia singular del contacto con la materia, el diálogo corporal con las formas, respirar el color...» (19). La material memoria, en la personal instrumentación de Patiño del mucho más lineal sentido que Valente instaló en su acertado lema (memoria como memorial o inventario antológico del material poético acumulado en su obra), reclama para la obra pintada una sublimidad de lo material que salve y supere los prejuicios de base «diferencial», lesivos, en la historia (cristiana) de la mentalidad occidental, de la dignidad de la materia a favor del espíritu. Patiño quiere ensalzar la progenie material, corporal, de las representaciones simbólicas, que son también, en primer y último análisis, materiales, pictóricas, trámite de las formas acotadas y el color. Sobre la sospecha aurática del color en concreto, la estimación de Patiño corrobora en términos expresivos de materialidad táctil y pastosa el apetito de un Van Gogh por el amarillo cadmio oro de los campos de cereales de Arlés, tan remoto del color intelectual difícilmente aferrable en los tratados de Goethe a Wittgenstein. De donde la familiaridad al tacto digestivo en la experiencia del pintor Patiño, resolviendo en material memoria el enigma cromático: «El fluido cromático es totalmente comestible y no hace falta apelar aquí a Lyotard con sus dispositivos pulsionales... El color/sabor es una pulsión sensorial de alta irradiación que eleva la temperatura de nuestras vidas» (147). Y Patiño lo confirma con la nutritiva receta del verde nórdico de Baseliz, del azul «couleur de mes rêves» de Miró (en su defecto, el azul de Klein), los amarillos, el oro comestible de Van Gogh o el limón de Matisse, la ralladura de mármol en Tàpies o el naranja-zen exclusivo de Rothko. Poderosa tactilidad sensitiva de la que en otros sitios nombra como «razón cromática» diferente al raciocinio. La colorida razón existencial en El suplicio de las moscas de Canetti, inasequible a la palabra débil en la estimativa sensible del sublime poeta y mediano pintor aficionado que era Juan Ramón.

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2. PINTURA LÍQUIDA CONTEMPORÁNEA: FRAGMENTARIDAD, VACÍO Y CAOS Lema del programa, aspiración y obsesión de Antón Patiño inspirado por Lyotard: «Durante años pensé que si tuviéramos la posibilidad de poner en vertical un charco, sería un hermoso cuadro. Esa idea del cuadro como territorio vertical, como una superficie alzada para «el animal que se eleva» es una idea que desde hace tiempo me obsesionaba» (51). Tanto es así que lo adelantaba el parágrafo inicial de su libro Caosmos. Vale la pena demorarnos especialmente en el programa de este bien madurado pórtico de recibo, por más que luego se prodigue innumerablemente a lo largo de la obra en sus nunca repetidas variaciones aforísticas: «Una pintura (la suya) que mantiene las huellas líquidas de un proceso. Testimonio de la fluidez: donde emergen ritmos y recorridos sinuosos. La superficie como una membrana que va a recoger todo indicio de movimiento». Reconocemos los ecos genéricos del papel del soporte y la epidermis pintada en las obras de todo tiempo y estilo; pero más aún en las direcciones de la pintura moderna desde Monet, encabezada por los tan contrapuestos Pollock y Rothko, fundadores de la tendencia contemporánea internacional que alcanza a Morris Louis, Hellen Frankenthaler, Sam Francis, De Kooning, Kline, Joan Mitchel o el propio Cy Twombly, y que entre nosotros acogería la modernidad plástica de Carlos Alcolea o al Gordillo figurativo de las piscinas, y la de los aún más inmediatos de Patiño: Broto, Uslé o Navarro Baldeweg (65-75). Expresamente lo formula así, categóricamente, el propio Patiño: «La especificidad (la del carácter líquido del proceso pictórico) es determinante para entender toda la pintura moderna, donde (o porque) no se puede separar la creación en términos conceptuales del propio proceso físico, material, de la realización de la obra» (53). Con ello, la central categoría patiñiana de lo «líquido» acogería a la mayoría representativa de la contemporaneidad artística internacional. Además de los amplios inventarios americanos y españoles que citábamos antes, cabe añadir, bajo el rasgo fundante de la fluidez líquida contemporánea, los más decisivos representantes europeos de la pintura actual: Baselitz, Kiefer, Polke, Richter o Kirby. El Valente evolucionado hacia los «descensos» de la conciencia o el más bien «neutral» Blanchot (y no por cierto los teóricos modernos de la «impulsión» inspirada: de Fichte y Scherer a Schopenhauer y Dilthey) sirvieron a Patiño, como veíamos en el apartado precedente, la ambientación conceptual sobre los trayectos creativos entre los contenidos primigenios subconscientes y su afloración en las imágenes de la película fenomenal del cuadro. Pero ahora, es uno de los pensadores más inequívocamente postmodernos, François Lyotard, la pauta declarada de Patiño para la inspiración de su concepto básico de fluencia en la pintura líquida. Bien entendido, sin embargo, que no se trata tanto del Lyotard sociólogo ramplón más divulgado desde el informe canadiense sobre La condición postmoderna, el peor de sus libros (si tomamos en serio su propia confidencia). El Lyotard privilegiada diferencia de Patiño es el que se cuestionaba, por los años setenta, el «espacio emocional» de la pintura en cuanto proceso de metamorfosis de la energía libidinal, acontecimiento pulsional en una filosofía del deseo: «Si seguimos a Lyotard la pintura se nos aparece como un fluido» (61). Frente al concepto tradicional de la obra como base y representación de espesor consistente, asimilado asimismo por la abstracción moderna hasta su exasperación en las densidades de la pintura matérica de Burri a Tàpies, esta otra concepción de la

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pintura fluida, líquida, de pintores como Patiño o el Broto o el Uslé más actuales apuntaría, apresuradamente considerada, hacia el giro de algún programa de la oposición postmoderna, tanto más si se asume la idea de fluidez acuosa como la más vecina a las alusiones nihilistas que a la fabricación consistente: «Texturas de oxígeno, recorrido del agua. Aquella piedra de líquido vidrio... Percepción final de Tableu vivant» (43). Pero Patiño no deja de naturalizarla como potencia connatural al todo de la pintura moderna: «La fascinación por los procesos líquidos: una estrategia creativa central en grandes creadores de la abstracción pictórica. La escritura inesperada del azar, la presencia de inscripciones aleatorias convocando nuevas formas y texturas inéditas. La grafía convulsa de una nueva terra incognita» (46). Postura constante del pintor a quien, pese a la selección ya señalada de su fuente conceptual de Lyotard, no lo sorprendemos nunca en sus madurados escritos acogiéndose a ningún «turno deconstructivo» postmoderno. Sencillamente, Patiño elabora sus piezas, por lo común de gran formato, trabajando sobre la horizontalidad del suelo; siendo el movimiento posterior de izado como una decisión terminal, culminativa, con resultados, por cierto, nada consabidos ni «inocentes» dentro del conjunto de la acción y la experiencia estética de su poética: «la operación de poner un cuadro en pie no es nada inocente. Es un gesto claro de sublimación» (53). En ese trabajo sobre la horizontal, cuando «no hay diferencia entre figura y fondo» y donde «todo acontece en un plano aluvional» (24) –desde Jackson Pollock a los procesos de elaboración material de sus obras de tantos otros pintores modernos y actuales, en especial en las modas recientes de los formatos desmesurados–, podemos imaginar a Patiño absorto y hasta «encharcado» en la textura líquida de sus propios materiales diluidos, recién puestos, previos al secado: «Pintar es una realidad líquida, un charco que se expande sobre la tierra y que alzamos para la contemplación de ese animal que se eleva: animal alzado» (94). La trascendencia consabida, de la que no desdice, consecutivamente, el movimiento de izado de la obra, en pos del ideal del hombre erguido, celebrado, por Bataille como «animal simbólico» (46). Ganancia postural común a la pintura como al hombre, definitivo de la «distancia simbólica frente a lo real», la «plenitud de la lejanía» celebrada también por Giacometti (46), transición del origen antropológico a la conquista simbólica: «Si el hombre no se hubiera levantado de la tierra seguiría siendo un animal exclusivamente territorial, al erguirse se convierte también en animal simbólico»... Una acción corporal que responde en todo a las coordenadas esenciales de la Weltanschaunng de Patiño: Al mezclar el concepto de elevación con la realidad del suelo nos situamos en el horizonte vertical y al yuxtaponer espacio vacío y plenitud alcanzamos el vacío pleno... Efecto de sinergia. Entre dos opciones antagónicas es necesario escoger no sólo una, sino las dos al mismo tiempo haciéndolas estallar en un enfrentamiento simultáneo. Coleccionar paradojas (44).

En la elaborada poética de Patiño, el relato antes transcrito no responde a una alegoría quimérica más o menos gratuita. Fluencia y transparencia leve tanto en la construcción de fondos como en el cuidadoso titubeo –a lo Twombly y más aún a lo Beuys– lento («En contra de la aceleración y la sobrevelocidad procuraremos la lentitud», 44); la aligerada liviandad matérica de sus imágenes simbólicas se corresponde rigurosamente con la concepción de la experiencia práctica que sustenta el

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pintor. En general, la voluntad que organiza toda la obra de Patiño obedece al reflejo de un universo de fugaces trasuntos simbólicos a los que difícilmente se entrega la corporeidad de sólidos referentes concretos. Cuadros, apenas si gradas inmateriales del aire bajo la regla suprema de un respeto superior al espacio intersticial sentido como «aire entre las cosas» (26). Cuadros-inventario para anaquelar el inquietante desobramiento anárquico de los símbolos que sobrenadan el caos del desorden-«milieu» de Beckett (otra autoridad predilecta en la fundada cultura de Patiño). En la verdad del desorden universal caótico, que Beckett avalaba como la única verdad asequible (recuérdese su lema de «abrir los ojos al desorden»), parecería sustentar paradójicamente Patiño la inversa razón de las agrupaciones de imágenes en sus cuadros, fiando en «una crónica (moderna) de la incertidumbre donde la energía del azar aparece como una fuente de la libertad creativa», al modo lacaniano en que «el inconsciente se estructura como lenguaje». La disgregación de imágenes autónomas sobre el espacio vaciado de fondos característica de Patiño corroboraría su fidelidad a una filosofía artística de la Modernidad contemporánea que se apoya en la conciencia activa del no-dicho, de la impresencia (desde Freud al lingüista Oswald Ducrot), exhibiendo negativamente en los cuadros la «razón paradójica» de «una nueva sintaxis que englobe al vacío y a la ausencia», a través de la acción de unos «espacios en blanco» protectores del texto porque: «lo hacen (al cuadro) menos vulnerable a la destrucción en sus propias contradicciones». Resultado futuro de la nueva pintura en la que «los huecos están en la mirada del lector. En esos huecos del espacio, donde el plano se tensiona con fuerza en la red de significaciones. Y el vacío es la idea oculta que sustenta la trama constructiva del edificio conceptual» (83). El inventario de imágenes arracimadas en el ámbito convencional, convenido, de la acotación fungible, confesadamente accidental y aleatoria, del cuadro como espacio del suelo izado a la vertical en proclama simbólica, no empeña ya una teoría sólida de presencia en la plástica de todos estos pintores contemporáneos como Patiño o Menchu Lamas. Antes bien, la poética de la Modernidad fundada en la persuasión actual de lo casual caótico se incorpora a la elementalidad esquemática (en el sentido de potencialidad pura, universalizable, como la de los «esquemas trascendentales» kantianos, aritméticos o geométricos) que cultivan los símbolos primigenios de Patiño: imágenes tan características como la del signo matemático de infinito -«el ocho acotado del infinito. El infinito del sueño, donde no hay límites» (77), convertido para él en simulacro de su central sugerencia de «fluido»; o bien el de las sillas sin ocupante esgrafiadas o pintadas, protagonistas de la serie Sillas vacías de 1990. Expresivo emblema –las sillas de la no audiencia– en las intenciones de Patiño para una proclama del desarraigo moderno, que invoca a los «infraleves» de Duchamp o a la liviandad zen de los esbozos de Beuys, o a las sillas escénicas en las representaciones de Bob Wilson: «Sillas estilizadas. Deshabitadas. Sillas para soñar. Objetos varios. Volúmenes puros en el espacio. Luces y sombras para definir un vacío metafísico. Huellas oníricas en la memoria. Tatuaje de los objetos que puntúan el espacio. Biografía como almoneda de objetos perdidos» (141). 3. CAOSMOS: LA CIUDAD UNIVERSAL DE ULYSES BLOOM Con el signo Caosmos, diáfana contracción de los constituyentes caos y cosmos, Patiño ha encontrado sintéticamente no sólo un título de fidelidad eficaz para el

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discurso persuasivamente fragmentario y anárquico que compone el pie de la letra de su libro de 2007, sino en eficaz medida también y sobre todo un lema sintético, representativo y veraz, sobre el total de su propia obra pictórica. Y también para la ideología y el estilo incorporado en la vigente Modernidad artística contemporánea en la que se inscribe con pleno derecho de representatividad el trabado conjunto de la pintura-pensamiento de Patiño. Porque caosmos nombra en la poética de Patiño la aventura de la fusión simultánea de contrarios, reunidos por el azar en la intencionada fortuna compositiva del gran arte moderno. Orden impuesto en la tenacidad inevitablemente compuesta de la obra sobre la libre espontaneidad de las sugerencias universales, subconscientes y oníricas, donde la relajada retórica contemporánea de lo «pulcro» colmata y enmascara la constancia antropológica de las sustancias psíquicas afloradas: «Glosolalia visual, escritura matérica. Memoria del caosmos, como espacio (magmático) primordial, polaridades eléctricas y paradójicas mediaciones simbólicas, con toda la amalgama de voces primitivas y ecos visuales de la Gran Explosión» (51). Tan acertado siempre en la asociación necesaria de pautas culturales, Patiño pone reiteradamente bajo la planimetría de la urbe novelada de Joyce sus invocaciones al peculiar caosmos que orienta e incardina su creación pictórica –tan «conceptual» como la percibiera bien Kuspit–, en el seguro centro de la Modernidad artística contemporánea. La eternidad universal reconocida del laberinto urbano consolidado en el espacio-tiempo continuo del caosmos dublinés de Ulyses Bloom, territorio universal de la turbia conciencia digestiva de la noche del hombre. Tortuoso deambular inconsciente, nocturnamente ebrio o recién amanecido a la vigilia, por la planimetría de una ciudad de inseguros perfiles, apenas si conformados en laberintos caóticos desde el quicio convenido de unas imágenes esquemáticas mínimas: ¿los perfiles de esquinas o de señales de tráfico en una ciudad aflorada, quimérica, o las imágenes-símbolo primigenias del alfabeto visual de Antón Patiño? Espacio y tiempo mezclados, confundidos, caosmos. Espacio que es figura de un tiempo sedimentado, indiscernible: tiempo anterior al tiempo, tiempo sólo intuido en la memoria material hecha de espacio. Tiempo-espacio significado por un espacio-tiempo significante: referente convertido en referencia refleja. Trayecto en duración abreviada del signo primigenio, la pura aspiración a ser espacio, convertida en pura geometría elemental: aspiración a esencia del anhelo perfecto, del anhelo incolmable en forma, «informable» cuanto inagotable. Aspiración absoluta de absoluto y pura convención convivida, juego sólo quizás, único sueño, juego en lugar de sueño… Y Walter Benjamin, entonces, en vez de Calderón y del Goya de los Caprichos. El escenario níveo y vacío, fantasmagórico, de la última Modernidad, de la Modernidad Contemporánea que es la nuestra de ahora mismo: sin ayer todavía y sin mañana confirmado aún. Modernidad sucinta e infinita, caosmos desconfinado... pero regido por el sereno vislumbre de Senabre.

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ALÉN, 2000. Técnica mixta / tela. 92 x 73 cm

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BEIRA DO OCÉANO, 1999. Mixta / tela. 250 x 1.000 cm

1. CAOSMOS, 1994-1995. (cat. 1).

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CÁNTAROS DE GUNDIVÓS, 2000. Técnica mixta / tela. 195 x 97 cm

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Más allá de la Metaliteratura: en torno a «La dama boba» de Paloma Díaz-Mas LUCIANO GARCÍA LORENZO CSIC, Madrid

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N LA MEJOR TRADICIÓN DE LA cuentística española, las dos o tres últimas décadas han ofrecido una excelente nómina de escritores y, particularmente, escritoras: Esther Tusquets, Carmen Riera, Cristina Fernández Cubas, Rosa Regás, Soledad Puértolas, Ana María Navales, Lourdes Ortiz, Rosa Montero, Laura Freixas, Marina Mayoral… Lógicamente, distintos estilos, diferentes sensibilidades, distintas preocupaciones, pero conformando todas ellas un capítulo importante en la práctica de la narrativa breve y ocupando un puesto de privilegio Paloma Díaz-Mas. Profesora universitaria, pero, sobre todo, investigadora del Romancero, de la literatura de tradición oral y de la literatura y cultura sefardíes, Díaz Mas no puede ocultar –como veremos– en su escritura de creación sus tareas diarias, lo cual, por supuesto, completa con una dedicación a la lectura que es para ella gozo entretenido. Así lo ha dicho en más de una ocasión:

Nadie es perfecto, y yo no puedo dejar de reconocerlo: además de escritora soy profesora de literatura. Alguna vez me han preguntado si lo uno no constituye un obstáculo para lo otro; o, dicho de otra forma, si el ser profesora no me entorpece más que ayuda a la hora de crear, y si la teoría literaria no es más bien un obstáculo para el libre fluir de una labor creativa. He contestado siempre que no, porque para mí ser profesora es sobre todo estar obligada a leer mucho y con atención, y el mucho leer no puede ser un obstáculo para el escribir poco y breve, que es lo que yo hago1. 1. «Los nombres de mis personajes», en El oficio de narrar., ed. de Marina Mayoral, Madrid: Cátedra-Ministerio de Cultura, 1989, p. 107. Vid., también, «La construcción de una escritora», en En sus propias palabras, ed. de Christine Henseler, Madrid: Torremozas, 2003, pp. 17-34; también tres entrevistas, la que le realizó Nuria María Carrillo Martín, en La nueva literatura hispánica (2, 1999, pp. 91101), la de Ofelia Ferrán, en Anales de la Literatura española contemporánea (22, 1997, pp. 327-345, sobre todo las últimas páginas), y, antes, la de María Luz Diéguez, en Revista de estudios hispánicos

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Dos libros de cuentos ha publicado Díaz-Mas –Biografías de genios, traidores, sabios y suicidas según antiguos documentos (1973) y Último milenio (1987)– a los cuales deben añadirse algunos otros en obras colectivas o antologías2. Nuestro interés precisamente se dirige al último de los libros citados, un magnífico volumen compuesto de relatos de diferente extensión, pero con una nota en común: los cuentos parten de personajes de la tradición oral, dioses, escritores del pasado, algún santo, un doliente doncel, y así hasta catorce relatos de muy cuidada escritura, a veces exquisita, y siempre con una admirable sensibilidad. Libro hacia el pasado, compuesto desde el apartamiento del presente; páginas de una cadencia acompasada y de un sosiego nacido del trabajo con las palabras para llegar a una aparente sencillez y transparencia. Paloma Díaz-Mas ha leído, a veces muy repetidamente, a los escritores y las obras que están en el origen de estos relatos; los ha leído en ocasiones para interpretar sus contenidos, para preguntarse por su trascendencia, para hacer historia literaria, para su estudio y su explicación en clase, pero luego Díaz-Mas ha dejado de lado la tarea y ha recreado la historia, ha hecho ficción con sus protagonistas, ha fantaseado con mundos perdidos… Y con todo esto ha huido de su presente refugiándose en pasados con mil años, con peregrinos errantes –peregrina ella en el tiempo– o siguiendo un río y queriendo ser también ella una sutil sombra más entre la niebla que acolcha el agua. La extensión demandada para este trabajo no permite detenernos en estos catorce relatos, como catorce –ya veremos por qué afirmamos esto– versos que hacen un soneto; sí lo hacemos, sin embargo, en uno de ellos, uno de los más hermosos, pero también de los más desolados. Y, como todos los demás, con claras referencias desde el mismo título –«La dama boba»– al mundo que la autora quiere re-hacer, al mundo que conoce muy bien a través de los libros o los documentos. El relato se abre con el recuerdo de un verso de Lope, un verso del Arte nuevo de hacer comedias, convertido en referencia para las páginas que siguen y que justifican nuestra anterior afirmación: «El soneto está bien en los que aguardan»3. Inmediatamente, Díaz Mas recuerda inserta dos endecasílabos «quevedianos», dos versos con Lisi como referencia: «Aguardad un momento, Lisi bella,/ que pronto he de tornar, aunque aquí resto». La escritora ya tiene su puerta abierta, Díaz Más ya ha recogido la arcilla y sus manos están listas para dar vida a su criatura y ofrecer, (22.1, 1988, pp. 77-91). Hasta 2007, Díaz-Mas ha publicado las siguientes novelas: El rapto del Santo Grial (Barcelona: Anagrama, 1984, Finalista del I Premio Herralde), Tras las huellas de Artorius (Alcañiz: Institución Cultural «El Brocense», 1985, Ganadora del Premio Cáceres 1984), El sueño de Venecia (Barcelona: Anagrama, 1992, Ganadora del X Premio Herralde de ese año), La tierra fértil (Barcelona: Anagrama, 1999, Premio Euskadi y finalista del Premio nacional de la Crítica), Como un libro cerrado (Barcelona: Anagrama, 2005). A esto hay que añadir el libro de viajes Una ciudad llamada Eugenio (Barcelona: Anagrama, 1992) y una obra de teatro, La informante (Toledo: Ebora, 1983), que fue Premio de Teatro breve Rojas Zorrilla de ese año. Hay ya numerosos estudios sobre la obra de Paloma Díaz-Mas, pero dedicados a las novelas y, sobre todo, a una de ellas: El sueño de Venecia. Destacamos, Jeffrey Bruner, «Figurative fiction: Verbal and visual intertextuality in Paloma Díaz-Mas’s El sueño de Venecia», en Anales de Literatura española contemporánea, 27, 2, 2002, pp. 64-78. La bibliografía que allí figura debe completarse con la que da la web de la Cátedra Delibes y posteriormente la que ofrece Carmen Simón Palmer en la de Chadwyck . 2. El primero publicado por Editora Nacional en 1973 y el segundo, que fue finalista del Premio nacional de narrativa, por Anagrama en 1987. 3. Es el verso 308 del Arte nuevo. Vid. la reciente edición de Enrique García Santo-Tomás, Madrid: Cátedra, 2006.

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a través de esas manos, el melancólico aroma de una vida que es cada vez más rescoldo y menos llama. Dejando a Lope y a Quevedo, Díaz Mas va ahora hasta Cervantes y a otro endecasílabo del que recuerda sólo tres palabras –«calzóse el guante, requirió la espada…»4–, pero las cuales consiguen la doble intención que la escritora pretende: describir, en primer lugar, la marcha un tanto achulapada del escenario por parte de ese actor compañero de una actriz que ha sido por unos momentos Lisi como en otros se convirtió en Casilda o Inés, Laurencia o Estrella; en segundo lugar, la autora quiere acentuar el traslado que ha hecho al lector a un tiempo pasado de glorioso teatro y versos de mil maneras y gozosas lecturas. Y todo ello más acentuado todavía describiendo la marcha del tablado de ese galán con otro hermosísimo endecasílabo, que sabe a Garcilaso, a Lope o al mismísimo San Juan (y si se nos permite al mejor Aleixandre): «dejándome en los labios la miel de su fineza». A partir de este momento, la mujer espera; únicamente le queda esperar a que ese actor de compañía, convertido en huido bululú, retorne al escenario y diga sus versos, le mienta con sus quintillas y le siga contando sus aventuras en añejos octosílabos. La mujer espera, pero frente a ella hay decenas de personas que quieren escuchar esas mentiras envueltas en el celofán que ofrece la oscuridad de una sala de teatro y amparadas por el cartón piedra de un escenario urbano o de una arcadia que sabe a seguidilla o huele a los pinos de Olmedo. Y de nuevo el soneto, pues, como ya ha dicho Lope, los que allí enfrente esperan tienen que ser entretenidos, guardan su silencio y su respeto si se comparte el soliloquio de un soneto, un soneto de amor, de lamento o de reflexivas interrogaciones. Pero la mujer no sabe decir sonetos, nunca supo recitar siquiera sonetos de quejas y lamentos, aunque mil razones tuviera para ello… Díaz-Mas de nuevo funde con las palabras que dice la comedianta la música de su prosa con los términos que más de una vez ha utilizado en sus investigaciones o ha utilizado en clase; la escritora compone unas líneas convertidas en literatura con un vocabulario que analiza, explica, la obra literaria: «Pero yo nunca supe recitar sonetos: me confundo, trueco las rimas y ligo las cesuras, contraigo los hiatos y las diéresis, salteo los acentos, olvido los vocablos y mis esperas son largas y aburridas, en silencio y mano sobre mano»5. La actriz espera. Y las horas pasan y el público se impacienta ante el silencio de la representanta. El galán no llega, el caballero que debe luchar por el amor de su dama se retrasa demasiado y el escenario sólo alberga a esa mujer que se atreve a decir un villancico y que sigue sin cumplir las esperanzas del auditorio, como tampoco lo hacen unas redondillas, esas redondillas que, por otra parte, a cientos, a miles, son parte importantísima de las clásicas comedias y soporte de diálogos con mil tonos y siempre los mismos fines: la justicia poética que empareja o castiga, que afirma destinos por los que se ha luchado, envía a Flandes a tantos, a conventos a no pocas y reduce a pareja a esa criada y a un gracioso que han ido por sus fueros durante tres jornadas6. 4. Son palabras, bien es sabido, del soneto «Al túmulo el rey Felipe II en Sevilla». Vid. Miguel de Cervantes, Poesías completas II., ed. de Vicente Gaos, Madrid: Castalia, 1981, pp. 377-378. 5. Último milenio, p. 22. 6. La autora introduce en este momento elementos de las comedias áureas y recuerda «el entrechocar de las espadas por ver quien de los dos el premio gana» (la cursiva es nuestra). El endecasílabo es de Lope de Vega y pertenece a un soneto dedicado a San Sebastián incluido en las Rimas Sacras (LXII). Vid. la edición de Antonio Carreño y Antonio Sánchez-Jiménez, Madrid: Iberoamericana, 2006, pp. 214-215.

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Pero Díaz-Más no olvida los versos de sus clásicos, no olvida, sobre todo, los sonetos y los catorce endecasílabos de Quevedo. Empapa de términos del tiempo que fue sus párrafos de prosa milenaria, remeda versos de comedia, va poco a poco describiendo el espacio en que, cada vez más minúscula, se arrebuja la damita y vuelve a ese tiempo que pasa y pasa para la asustada actriz y el impaciente público con un verso quevediano: «el tiempo que ni vuelve ni tropieza»7. En la una vez más desolada composición del autor de los Sueños la caprichosa Fortuna es protagonista y, efectivamente, también para esa mujer que espera las horas se devanan fugitivas sin remedio: su suerte está echada, pues el fugitivo ha desplegado la capa al viento y tiene ya en el olvido el enredo de una comedia que le llevaría a acabar cintura con cintura con la dama y escuchar el ultílogo de un gracioso pidiendo el aplauso de esa audiencia que ya se ha impacientado en demasía. No hay nada ni puede haber nada de todo eso. Sólo consume silencio el escenario; un tablado que con Lope o con Tirso, con Calderón o con Moreto, siempre está lleno de palabras, de carreras, de asaltos a balcones, de coches albergando mil historias, de sotos estivales… Y ahora sólo silencio, mientras el público va dejando sus asientos como si la historia que sucede en escena fuera de lo más aburrido o lo que sucede fuera una anécdota carente de interés. Ni las estancias que recita la damita ni el romance que intenta retener a aquella gente ya sirve para nada; cada vez más sola, lo único que se le ocurre recordar –«en mi vida me he visto en tal aprieto»– es otro soneto, en este caso de Lope de Vega8 y recitado tantas veces en otra comedia, en esa comedia llena de vida que es La niña de plata y que tanto gustaba a dos poetas, de sonetos y también de coplas, como los hermanos Machado. Y la soledad ya es absoluta. Ni luces quedan en el escenario y ahora sí que el silencio lo llena todo, un silencio al que nadie responde como no respondía la vida en otros catorce versos de don Francisco, a pesar del grito del primero de los endecasílabos. Oscuridad y silencio. Soledad acurrucada en un rincón bajo las lonas y ahora ya con años que pasan y pasan sin que por cajas aparezca al menos el sombrero y las plumas del Caballero, sin que al menos se vea el perfil, ya desfigurado por el tiempo, del hombre que tenía que batirse a espada por ella y hacer besar las tablas del escenario a quien osó poner sus ojos en ella. El texto de Díaz-Mas es bellísimo: … me quedé en silencio un rato eterno y sentí resbalar, mudos, los años, mientras la oscuridad se poblaba de las inquietantes carreras de las ratas que anidan entre los cestos de los viejos vestuarios desechados y el papel de los decorados se ajaba en la sombra y las lonas pintadas iban poniéndose mustias y descoloridas en medio de las tinieblas…9.

Y la dama, de nuevo, a pesar de los años, quizás a pesar de los siglos, confía en que vuelva su público, tiene fe en la vuelta del hombre, pues ya es miedo lo 7. Es el verso 5 del soneto «Repite la fragilidad de la vida, y señala sus engaños y sus enemigos»; número 4 de los Poemas metafísicos; edición de José Manuel Blecua, Madrid: Biblioteca Castro, 1995, I, p. 5. 8. Es el bien conocido que comienza «Un soneto me ha mandado hacer Violante…» y que, efectivamente, recita Chacón en la tercera jornada de La niña de plata, vv. 306-319. 9. Último milenio, p. 23. En este texto hay un endecasílabo, otra vez de Quevedo, extraído del soneto que comienza «Huye sin percibirse…» («No sentí resbalar, mudos, los años»), aunque Días-Mas lo convierte en afirmativo. Ed. cit., I, pp. 6-7.

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que tiene a quedarse sola para siempre en un escenario vacío de hombres, de mujeres, de palabras; por eso, Díaz-Mas une de nuevo el léxico del tiempo de su vida y el de la criatura que ella ha creado marchando hasta el siglo XVI o XVII: «…traté de llamar a mi salvador con unos pareados angustiosos, pero él seguía sin venir y comenzaba a apolillarse mi vestido de seda, el guardainfante se quebraba y se caía a pedazos de puro viejo y el hilo de mi gargantilla de perlas se pasó y dejó caer una lluvia de aljófares ennegrecidos sobre las tablas polvorientas»10. Quevedo otra vez; no tanto quizás el Quevedo del Canto a Lisi y más el de los poemas filosóficos, el de los sonetos con la vida y la muerte como protagonistas, el Quevedo del tiempo y el desamor: el Quevedo más unamuniano, si el anacronismo se me permite, ya que antes nos permitíamos hacerlo con los Machado. Pero venimos diciendo que el relato es como un soneto en prosa y el soneto será la última posibilidad a que la actriz se asirá para volver de las tinieblas a la luz, como luz fue Rosaura para Segismundo saliendo de las tinieblas de su caverna. Con el recitado de un soneto volvería el público y volvería el Caballero y con ellos de nuevo la comedia, de nuevo la vida mentirosa, pero vida, del teatro, del universo, tantas veces repetido, de Lope con bodas que los reyes bendicen. Como sabiendo muy bien lo que son los elementos esenciales de que se compone la comedia nueva, Díaz-Mas resume el sueño de la mujer, pues si todo vuelve a su principio será porque ha sido «vengado ya mi honor, rehabilitada mi honra, alejado el rondador inoportuno, evitado el padre arbitrario, castigado el burlador infame»11. Motivos estos, y bien elige Díaz-Mas, que constituyen algunos de los conflictos fundamentales de la nueva comedia que a los corrales o a los espacios palaciegos llegaba. El último terceto de los sonetos de los grandes poetas que han practicado esta composición ha sido siempre rotundo, de una grandeza extraordinaria. Sucede con Garcilaso y sucede con Rubén Darío, como ocurre con tantos nombres a lo largo de la historia de nuestra lírica. Y sucede, muy particularmente, con Quevedo. Pues bien, el último tramo del cuento que merece nuestra atención es como un gran terceto, como los tres últimos versos que ponen punto final a tantas cosas y, entre ellas, a la propia existencia, a la propia vida, sea ficción teatral o sean realmente unas decenas de años en lo que llamamos realidad. La actriz parece que recuerda un soneto, cree conseguir con él que vuelvan los espectadores y comienza a recitar «Miré los muros de la patria mía»12 para continuar «y vi que eran de cera/ y que la cera se derretía». Paloma Díaz-Mas sabe, porque lo ha estudiado y repetido muchas veces, que eso es cierto, que aquellos muros eran los quevedianos y no los imperiales que alimentaron fantasías y falsos sueños. Como ella dice, esos versos son una soleá y las soleares no consiguen que vuelvan galanes enamorados ni tampoco espectadores. Todo se desmorona, el teatro se va viniendo abajo y ni siquiera puede tener la ayuda del apuntador, que también había sucumbido al tiempo en el agujero de su concha. Era ya, y así acaba el relato, «tierra, humo, polvo, sombra y nada»13. Como todo. Hemos dicho a lo largo del trabajo que la prosa de Díaz-Mas, en consonancia muy consciente con el universo teatral del Siglo de Oro y la poesía, sobre todo, de 10. Último milenio, pp. 23-24. 12. Es el «Salmo XVII»; ed. cit., I, pp. 30-31. 13. Sin la preposición «en» ante todos los términos, es el último verso del soneto de Góngora que comienza «Mientras por competir con tu cabello…». Vid. Luis de Góngora. Obras completas, edición de Antonio Carreira. Madrid: Biblioteca Castro, 2000, I, p. 27.

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Quevedo, es una prosa en muchos momentos de un gran lirismo. Pero también podemos añadir que hay en este relato una musicalidad muy buscada, musicalidad que acentúa precisamente esa emoción lírica. El comienzo del relato ya es un excelente testimonio, pero no creemos equivocarnos si afirmamos que en Último milenio «La dama boba» es uno de los cuentos donde mejor se pueden apreciar estas características, aunque ya desde el que abre el libro –«Resurreción del Doncel»– o el segundo (precioso juego, precioso relato) –«Agueda, Agata»– esta preocupación está plenamente latente. Y una nota más, en esta línea, que es fácilmente observable: la utilización de un vocabulario arcaico, prácticamente perdido en gran parte, y que la autora utiliza con frecuencia. Recordemos algunos términos, que logran crear plenamente ese universo del teatro clásico español y también posterior, al referirse a objetos, sobre todo y aunque no sólo, de nuestra época clásica: «calzóse el guante», «revoleó la capa», «gavilanes con la hebilla de la cuchaca», «espada desenvainada», «redingotes y gabanes», «adamascanadas tapicerías», «bambalinas y diablas», «guardainfante», «gargantilla», «aljófares», «lamparones», «borra»… Díaz-Mas es estudiosa del lenguaje y de los contenidos creados por el lenguaje y lo es, fundamentalmente, de la época que quiere, y consigue, recrear en «La dama boba». Pero no, la protagonista de este relato no es nada boba y el título del cuento de Paloma Díaz-Mas está bañado de ironía, de triste y desamparada ironía. Esta actriz podría ser la de un tiempo de vino y rosas, podría ser María Riquelme o Jerónima de Burgos, pero se ha convertido en el testimonio del abandono y de la soledad. Su vida es espera; su existencia, pasen años o siglos, es, verdad sea dicha, la de ella y también la del que se fue y no volvió, la de los espectadores que se fueron y tampoco retornaron. Es, sobre todo, Quevedo –su prosa y su poesía–, pero también es el Lope más trágico y el Calderón de La vida es sueño y El gran teatro del mundo. «La dama boba» es una gran metáfora de la vida (y de la muerte, como no podía ser menos si es de la vida) compuesta por una escritora que crea ficciones para que vivan y lo hace teniendo muy presente criaturas que fueron, pero que siguen latiendo a través de la palabra.

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NTRE LOS MIEMBROS DE LA LLAMADA generación literaria de 1936, se halla el madrileño Enrique Azcoaga (1912-1985), autor de la novela El empleado, publicada por la Revista de Occidente en 1949. La novela nunca volvió a reeditarse, aunque Azcoaga, ya por aquellos años, no resultaba un nombre desconocido en el ámbito de la literatura y del arte: había fundado, junto con Serrano Plaja y Sánchez Barbudo, La Hoja Literaria, publicación que vio la luz durante seis años, desde 1930, hasta 1936. Precisamente, en 1933 fue galardonado con el Premio Nacional de Literatura por su obra ensayística Línea y Acento, inédita por decisión del autor, como ocurre con una buena parte de su tarea creadora. Tras la guerra civil, impulsó con Eugenio D’Ors y otros críticos la Academia Breve de Crítica de Arte, así como la revista Cartel de las Artes. Este perito industrial –hoy, pomposamente llamados ingenieros técnicos– pues esa era su profesión, escribe en periódicos y revistas; la radio lo acoge en numerosas ocasiones para desarrollar críticas de arte y desde variadas tribunas pudo expresarse en distintas conferencias. En 1951 se trasladó a Buenos Aires, en donde permaneció once años y medio y en esa ciudad siguió trabajando infatigablemente en su quehacer, instalado con ahínco en la literatura y el arte. Enrique Azcoaga ha elaborado numerosos libros de poesía, en incluso, compiló una antología: Panorama de la poesía moderna española, en donde da cabida a doscientos cincuenta y ocho poetas, amplia y nutrida selección, sin duda. Y, además, confiesa abiertamente que se nutrió de Juan Ramón Jiménez, Machado y Unamuno, de quienes se siente deudor. La parcela dedicada a la crítica de arte se dilata y expande con los acercamientos a Goya, al Cubismo, a Vela Zanetti y a Martínez Novillo, entre otros pintores.

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Añadamos sus libros de ensayos y, sobre todo, un inédito Diario de un ExMuerto en el que el escritor va volcando su intimidad, sus planteamientos humanos, poéticos, artísticos y sociales: brota en estas páginas el hombre y el escritor Enrique Azcoaga, el entusiasmo denodado de quien cree en el trabajo cotidiano del creador constante y tesonero, por el puro placer de escribir, sin pensar de antemano, que todo puede acabar encerrado en libros. Y Azcoaga escribe relatos breves como El milagro de Sofía Penón y otros cuentos y novelas que no han saltado a la página impresa: Diana o la casualidad, Manuel, La prueba del agua. Y sí publicó en 1965 La arpista, volumen número diecinueve de la colección La novela popular de Alfaguara, cuya protagonista, Sofía Penón, había sido ya diseñada con anterioridad. Y publica muchos años antes –ya lo hemos señalado– El empleado. En esta novela todo se desarrolla a lo largo de un lunes, desde que amanece hasta la medianoche. Rogelio Alonso de Celis, hombre de mediana edad, burócrata de medio pelo, ve transcurrir su vida encerrado en la peculiar celda que es el despacho donde trabaja con otros dos compañeros. El reloj de pared, artefacto casi paralítico, avanza perezoso con lentitud exasperante, hasta el punto de que los minutos y las horas parecen congelarse en una eternidad, la infinitud del comienzo de la semana laboral. De ahí la elección del lunes. Casi todos los oficinistas que se congregan en la narración arrastran una existencia estúpida y sórdida, y entre ellos martillea y alienta la susceptibilidad y el rencor. No falta, tampoco, el parapeto de la corrupción, del chanchullo y del enriquecimiento a costa de la miseria de los demás, ni la torva humillación que inflige aquel que posee o detenta, dentro de este mundo cerrado que son las oficinas, una pequeña parcela de poder. Y Rogelio Alonso de Celis se siente atenazado, asfixiado, mientras lanza, de vez en vez, la mirada a esas agujas horarias, reacias a la movilidad. Rogelio necesita evadirse. Y lo primero es fingir hipócritamente, guardar las apariencias, no arredrarse cuando afirma que sale por las noches con su mujer a disfrutar la última película interpretada por los ídolos cinematográficos de la época, por aquellos astros radiantes de Hollywood que, contemplados desde la España de los años cuarenta, se perciben con un halo exótico, mítico. Pero se impone la desazonante realidad: las estrecheces económicas lo asaltan y vapulean en cuanto entra en su casa. Fuera de la oficina, en plena calle, se transforma con tal señorío y empaque que lo transmutan en D. Rogelio, sobre todo, en sus habituales escapadas a Lhardy, lujosísimo restaurante madrileño ya en esta época, en donde, pertrechado con la máscara de la riqueza, se codea con triunfadores, en donde aflora su otro, su aderezado yo y agita todo su cuerpo el temblor de la gloria. Y también en la taberna de Manuel, convenientemente troquelado, en su barrio, visita obligada antes de ir a comer, varadero de personajes con sabor costumbrista y ante los cuales, Rogelio, o mejor, D. Rogelio, se siente superior, porque pertenece a un ámbito aún impreciso, por desvelar que lo eleva por encima de lo vulgar y prosaico. Y no olvidemos las reuniones de la comunidad de vecinos, que exigen reformas inaplazables ante un administrador y un casero mezquinos que ignoran tales necesidades, que hacen oídos sordos, mientras el inmueble va deteriorándose poco a poco, cuando se expanden las humedades o el ascensor, de puro viejo y decrépito, deja de funcionar. Sentada, como inerte estatua en su sillita de mimbre, Araceli, la portera, desprecia a tanto pobretón, mientras las criadas, de ventana a ventana, se cuentan chismes y confidencias sobre sus noviazgos. En todas estas ocasiones, D. Rogelio se crece ante la concurrencia, se expresa con energía y contundencia, líder indiscutible y envalentonado. Y es así como puede desprenderse del moho que acumula entre legajos y expedientes, acompañado de Luis Peláez y Asunción, la

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mecanógrafa que siembra faltas de ortografía. Al final del día, tras la cena, llega el momento de encerrarse y vivir su metamorfosis, siempre que sus tres hijas no lo molesten y se duerman pronto, y que su cuñado, parado de profesión, lo deje tranquilo. En estas horas bienaventuradas, de paz, silenciosas, renace, día a día, el hombre que pertenece a esa casta sagrada que es la de los dramaturgos. He aquí la verdadera tribulación y su andamio mental: guarda y atesora varias obras conclusas que no ha podido estrenar y, entre ellas, un drama rural: Tomasón, que representaría todo un éxito. Pero, con demasiada frecuencia, la oscuridad es infinita, las ideas no acuden, enterradas en el secano de su bloqueo. La comedia de turno no avanza, permanece estancada como las manecillas del reloj en la oficina. Para sentirse cabal escritor en su cotidiana tarea nocturna, cuando el texto teatral no progresa, acude al diario, como sustituto de esa escena, de ese diálogo que le huye, que se le resiste. La esterilidad creadora, la angustia del escritor que no escribe y que, al mismo tiempo sueña con la fama, con el éxito y la gloria, la misma que le hace estremecer cuando entra en Lhardy a ver si hay suertecilla y algún empresario le da el espaldarazo que necesita para iniciar su andadura, para que su Tomasón cobre vida en el escenario, su sueño, su mayor ilusión. Para Carlota, su mujer, el verdadero sueño radica en poder adquirir una máquina de coser. Porque Carlota también se enfrenta día a día con otra prisión: la de la penuria, el ahogo monetario, los precios del mercado, el exiguo dinero que no alcanza para terminar el mes, el cuidado de las tres niñas bulliciosas. Y los reproches se acumulan. Y el cansancio generado por la monotonía. Y el dolor de la existencia. Rogelio no acepta que aquella Carlotilla vivaracha y graciosa se haya transformado en esta mujer a la que en absoluto interesan sus comedias, porque permanece adherida al plano de lo doméstico. Todo el entorno ambiental se perfila de tal manera, que la alegría queda excluida porque resulta inmoral. Porque sólo hay derrota y resignación: «debo ser autor dramático y me resigno a ser empleado. Porque desprecio desde mi resentimiento a los que viven del teatro, y me duele cuando se ultraja a una clase, a la que pertenezco sabe Dios por qué. Porque tengo una pata en la burocracia y la otra en la gloria», confiesa Rogelio con abrumadora sinceridad y sencillez a su compañero Luis Peláez. Frente a las palabras de Rogelio, las afirmaciones de Carlota: «no me digas que vivir, vivir de la manera que nosotros lo hacemos, tiene sentido. Desde que tuvimos el primer hijo, trabajas como un condenado; yo te ayudo todo lo que puedo, y apenas si nos queda tiempo para charlar cuando tomamos una taza de café… nuestra pobre vida se nos va, tratando de cogerla, y lo demás son enfados, malos humores, disgustos». La pareja se distancia porque la fatiga y la sordidez de la vida de cada uno los destruye y los condena a permanecer en compartimentos estancos, azotados por la soledad y la incomunicación. Desterrados para siempre en el país de la desesperanza, en donde todas las puertas se erigen como muros infranqueables. El empleado va diseñando un ambiente nihilista en el que nada tiene sentido, ni finalidad, ni explicación posible, en una rueda incesantemente giratoria, en la que ni siquiera la rendición se yergue como opción. Aparentemente, pues, en El empleado nada sucede y, en verdad, no hallamos peripecias, ni acción trepidante, ni misterio. Pero la novela nos reconcilia con la vulgaridad que repta por la España de aquellos años. Pero, acaso, sí sucede: vemos la frustración, la falta de talento creador, el espíritu torturado de Rogelio. Y oímos las burlas del que ha conseguido encumbrarse. Y el fingimiento y la máscara social implacable en el reinado de la apariencia. También la lucha de Carlota –y en ella, la de tantísimas mujeres españolas coetáneas– con los ásperos trajines domésticos.

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Todo un huracán de destrucción íntima que arrasa la convivencia del matrimonio y, zarandeados, los arroja en el aislamiento de las celdas incomunicadas. Parece oportuno recapitular con un sucinto panorama de la novela que nos ocupa: tres círculos concéntricos se fraguan en el texto que rodean al personaje principal. En primer término, el mundo cerrado y hostil de la oficina en el que nuestro protagonista contempla –ya lo hemos señalado– el exasperante fluir de las horas. Pequeño hormiguero, el de todos estos despachos en los que aflora la España ramplona y siniestra de aquellos años de la posguerra. La España de aquellos jefes y jefecillos que dominan y abusan de quienes trabajan a sus órdenes porque, probablemente, se inscriben en el bando de los vencedores y ahora han de disfrutar de la victoria y mantener a toda costa la disciplina. Mundo frustrante para Rogelio Alonso de Celis. El segundo círculo aún se cierra más, si cabe: su casa, los vecinos, la portera… pisos de alquiler sin excepción. Casas en donde se filtra un sempiterno olor a repollo hervido, a pescadilla cocida, a fatigas de humanidad doliente. Es el ambiente con el que tantas veces nos hemos topado en la prosa de Cela o en muchos cuentos de Ignacio Aldecoa, por citar dos ejemplos señeros. En este segundo espacio cerrado, destaca Carlota, obligada a realizar delicados trabajos de alquimia doméstica y, por ello, ni aliada ni cómplice del marido. En Carlota se encarnan infinidad de mujeres españolas de la época, aherrojadas por las circunstancias sociales. Por fin, el último círculo se cobija dentro del propio Rogelio. Si dramático resulta contemplar esa caterva humana sufriente de las oficinas o de las destartaladas casas, mucho más lo es asistir a la lucha, a la desesperación íntima de Rogelio, falto de verdadera vis creadora, estéril para la creación literaria. No se trata de que no acuda la inspiración –idea romántica ya arrumbada–; es que tampoco cunde la labor puramente artesanal. Se trata, pues, de una íntima e indeclinable necesidad humana. En definitiva, en los tres planos consignados no hay sino dolor del hombre. Acaso, por eso, el hombre Azcoaga escribió en su propio Diario, a propósito del gran poeta peruano, lo siguiente: «el Vallejo que me importa es aquel que escribió «¡Hoy sufro solamente!». Dolor desgarrador planea por la novela; tintes negros que embadurnan la vida de estos personajes. Arriba, en el cielo, indiferente, ajena «la luna –escribe Azcoaga– purifica y enjalbega las terrazas, considerándolas en pecado de hollín». A ras de tierra, nadie comprende, ni menos puede suavizar otro pecado: el de la existencia. Un tempo lento narrativo, una prosa fría y opaca, diálogos en coloquial tono menor, en los que rezuma el momento doméstico u oficinesco y extensos argumentos por parte de Rogelio destinados a sus compañeros de trabajo, constituye la envoltura formal de la novela a la que Azcoaga ha despojado, casi de forma sistemática, de todo ornato. Muy de tarde en tarde brilla el chispazo de una metáfora o de una comparación, pero todas ellas, sin excepción, tejen una red perfectamente acorde con el mundo novelesco que se plasma: «pecado de hollín; romanza de metal; un humor como mariposa negra; la una cae como una piedra en el lago angustiado de Rogelio; la tarde es la penitencia superior de los oficinistas; la desgana como una grasa anegante; despacho desolador como una carcoma». El diseño circular de El empleado apuntala la ausencia de esperanza, el circuito cerrado de ese hoy exactamente igual a mañana, en sucesión imparable: «en realidad tampoco hoy le ha pasado nada», leemos al principio y al final. El empleado se yergue en la tragedia íntima de una acuciante necesidad humana insatisfecha, algo que posee carácter intemporal: el placer intransferible de escribir, vedado tantas y tantas veces.

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El galicismo en el Fray Gerundio de Campazas JOSÉ MANUEL GONZÁLEZ CALVO Universidad de Extremadura

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ENABRE (1992), EN UN ARTÍCULO PUBLICADO en la tercera del periódico ABC, expuso como conclusión de sus ajustadas, ejemplificadas y entretenidas observaciones que vivimos años de retórica; de una retórica procedente de malas traducciones, que no aspira a la claridad, sino al énfasis oscurecedor. Años más tarde, y también en la tercera de ABC, apareció otro artículo suyo (1997) en el que disertaba sobre la existencia de ciertos virus duraderos, huéspedes remolones que una vez asentados no quieren abandonar su espacio. Uno de ellos afecta a aquellos cerebros con pocas protecciones en los que coinciden el complejo de inferioridad y la tendencia irresistible a imitar lo que otros hacen, por parecerles de mayor elegancia y modernidad. Tal imitación, impulsada por el síndrome del macaco, conduce inevitablemente a diagnosticar, en el caso actual del anglicismo, una dolencia de difícil curación y muy contagiosa: la anglomanía patológica aguda, tipo de papanatismo a cuya contaminación excesiva convendría oponerse contando con buenas defensas. Buena parte de esas salvaguardas se encuentra en la educación, si es que esta no ha naufragado en la sociedad contemporánea. La lengua española es poderosa, y no necesita andar continuamente mendingando. No todo, ni mucho menos, es rechazable en el influjo del inglés sobre el español. Más aún, en bastantes casos tal influencia es incluso necesaria. Pero si se sobrepasan unos límites, el influjo se convierte en absorción o vampirismo dada la fragilidad escandalosa de los sujetos afectados. Sabemos que nada nuevo hay bajo el sol. La lengua española padeció en otros tiempos el exceso galicista. Isla, en su Historia del famoso predicador fray Gerundio de Campazas, alias Zotes, satiriza o pone en solfa lo que cabría llamar, acomodando la expresión de Senabre, galomanía patológica aguda. Para precisar las páginas, citaré por la edición de Álvarez Barrientos (1991), sin especificar su

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nombre salvo si menciono lo que explica es sus notas. A partir de esta edición, tendré en cuenta la de Jurado (1992), citándolo con página y nota. En el capítulo VIII del libro IV de la Segunda Parte de la novela, Isla nos ofrece el personaje de don Carlos, caballero afrancesado al que en Madrid se le había pegado en gran medida el aire de la moda galicana o galicada. Jurado (681, nota 1) asegura que desde que los Borbones llegaron a España y con ellos la penetración masiva de ideas y maneras francesas, todo se inundó de sátira y crítica a tanta invasión desordenada de gustos, modas, costumbres y lengua franceses. Cita a Sebold, para quien el antecedente más importante de ese afrancesado personaje es un pasaje del «Paralelo de las lenguas castellana y francesa» de Feijoo. Sebold supone que don Carlos viene a ser el eslabón literario entre la crítica feijoniana del afrancesamiento y otros personajes posteriores; por ejemplo, el de cierta dama de las Cartas marruecas (Cadalso) y el seudomarqués de Fontecalda de la Señorita malcriada (Iriarte). Jurado afirma que estas apreciaciones han de entenderse en un sentido muy lato, pues ni Feijoo es el primero, ni Isla eslabón intermedio, ni Iriarte o Cadalso los últimos de la serie de ese tipo de protesta literaria espontánea. Dejando a un lado estas pertinentes disquisiciones, lo cierto es que en el capítulo citado se unen la sátira contra los desaforados predicadores gerundianos y el exacerbado papanatismo galicista. Álvarez Barrientos (634, nota 110) dice que el eco del Fray Gerundio fue grande, y pone como ejemplo de esta recepción la obra de D. Ugena, Entretenimiento alegórico, Madrid, 1788. Ugena toca el tema de la predicación a la francesa y a la gerundia: «Ahora el que no predica a la francesa es un Gerundio». Queda clara la conexión de la mofa del desmesurado galicismo con la burla de la desenfrenada retórica de la oratoria barroca. Además, si el lenguaje popular, e incluso vulgar, de algunos personajes sirve de contrapunto a los disparates del lenguaje gerundiano, también el lenguaje de don Carlos contrasta con el de algún protagonista popular. Como mediación ante esos dos tipos de usos aparece la mesura de algún personaje culto que se esfuerza en razonar y argumentar con la sana intención de atemperar las inclemencias lingüísticas del afrancesado. Pretensión fallida. Al final del capítulo, se va «el monsieurísimo de don Carlos» con toda su moda francesa a cuestas, porque vio «que no tenía de su parte al auditorio, y que no había que esperar se introdujese en Campanzas el castellano a la papillota» (505). Los vocablos y frases galicistas se acumulan en el mencionado capítulo VIII, capítulo concebido por Isla como una isla inserta en el mar de su crítica y burla de la oratoria sagrada barroca. Daré algunas muestras de estos afrancesados devaneos verbales, ya que resulta fácil y corta la lectura del apartado (488-505). En el capítulo anterior, el señor magistral, tío de fray Gerundio, estaba reprendiendo duramente a éste. Quiso entonces la buena fortuna que don Carlos entrase por la puerta del corral, y se apease en el zaguán de la casa, «con mucho estrépito de caballos, relinchos, lacayo, ayuda de cámara y acompañamiento» (488). Este personaje había estado en la Corte largo tiempo. Es un caballerete joven, apuesto, no del todo lerdo, bastante desembarazado, pero se le había pegado con fuerza el aire de la gran moda, la francesa, con sus frases, sus locuciones y sus modos de expresarse. Los había oído, observado, bebido y aprendido en las conversaciones de la Corte, en los sermones de famosos predicadores, en los mismos libros franceses y también en los libros de los malos traductores, «de que por nuestros pecados hay tanta epidemia en estos desgraciados tiempos» (489). En suma, don Carlos parecía

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un monsieur hecho y derecho, y «de buena gana trocaría por un monsieur todos los dones y turuleques («títulos») del mundo, tanto, que hasta los dones del Espíritu Santo le sonarían mejor, y acaso los solicitaría con mayor empeño, si se llamaran monsieures» (489). Al apearse, fue recibido con agasajo y afecto por Antón Zotes, cuyo lenguaje popular y vulgar servirá como contrapunto tanto ante el de don Carlos como ante el del señor magistral. El caballero preguntó «si estaba en aquel villaje y en aquella casa monsieur el teologal de León». Antón Zotes, primo del magistral, no entendió lo que significaba monsieur ni teologal, pero comprendió que aquel, para él, extranjero preguntaba por su primo. Y don Carlos añadió: «Monsieur el teologal es uno de mis mayores amigos; y aunque no he tenido el honor de conocerle, estoy reconocido a su gran bondad hasta el exceso. Suplico a usted que se tome la pena de conducirme ante todas cosas a su cámara, retrete o apartamiento» (489). El tío Antón jamás había oído hablar aquella jerigonza, pero lo de cámara y retrete le indujo a conducir al pobre caballero a un cuarto estrecho y oscuro, pues se imaginó que se le ofrecía alguna urgencia natural de las que dan pocas treguas: «Entre ahí su usía, y a manderecha hallará lo que tiene de menester». Don Carlos se sorprendió, pero reaccionó con rapidez: «Bien se conoce que el huésped es un grueso burgués (“inculto aldeano”) y un miserable paisano (“pobre pueblerino”). Y pidió al tío Antón que lo condujera al cuarto o sala del señor magistral, con lo que las cosas quedaron más claras: «Si su usía se hubiera expricado ansina desde luego, ya le hubiera entrado en ella sin arrudeos» (490). Cuando el magistral vio delante de sí al caballero, se levantó para saludarlo con respeto, pero don Carlos lo atajó y le lanzó esta perorata galicada: Señor magistral, no se dé usted la pena de incomodarse. Yo me he tomado la libertad de entrar en esta casa a la francesa. Ésta es la gran moda, porque las maneras libres de esta nación han desterrado de la nuestra aquellos aires de servidumbre y de esclavitudinaje que constriñéndonos la libertad, no nos hacían honor. Yo soy furiosamente francés, aunque nacido en el reino de León... (490)

El magistral estaba más que medianamente versado en la lengua francesa, a la que hacía toda la justicia que merece. Pero era muy amante de la suya propia, por lo que, cuando don Carlos se dirigió a él llamándole monsieur, lo cortó diciéndole que él no era eso. Había resuelto divertirse un poco a costa del caballero, aunque, por cortesía, procurando templar la burla. A partir de aquí, se acrecienta la sátira de Isla a la desmedida introducción de galicismos y, como dice Jurado (683, nota 10), frases finas del lenguaje social, tratamientos, etc., tomados o imitados con mejor o peor fortuna del uso francés. Jurado señala que apenas se referirá en nota a los galicismos, por evidentes, si bien en esa nota 10 da una lista de ellos. Isla, a través de sus personajes, juega con las situaciones y con las palabras, a veces un poco prolijamente, algo que se debe al didactismo presente en la novela; otras veces fuerza las circunstancias y el discurso para que quepa toda su crítica en el único capítulo en el que interviene el afrancesado. Expresiones como hace lástima que y bajo pueblo no necesitan explicación. El hallar más gracia en un monsieur que en un don o en un señor lo defiende don Carlos con firmeza, y lamenta que su interlocutor no siga la moda: «¡Ah, señor Magistral, y qué domaje es que un hombre de las luces de usted se halle tan prevenido de los prejuicios nacionales!» (492). El magistral le replica que eso de mis luces supone que quiere decir mi capacidad o mis alcances. El caballero vuelve a hablar de un pequeño villaje, y el

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tío Antón le comunica que no sabe que «en estas cercanías, ni aun en todo el Páramo, haiga algún lugar que se llame Villaje». El afrancesado no pudo contener la risa y le respondió con desdén: «Paisano, llámase pequeño villaje toda aldea o lugar corto». El magistral lo puso en su lugar: «Si aldea o lugar corto es lo mismo que villaje, ¿qué gracia particular tiene villaje para que le demos naturaleza en nuestra lengua?». No por esto se arredró don Carlos, y se produjo esta réplica con su oportuna interrupción: – ¡Oh, señor magistral, usted es diablamente castellano; y del aire en que le veo, tampoco dará cuartel a libertinaje, por disolución; a libertino por disoluto; a pavis, por pavimento; a satisfacciones, por gustos; a sentimientos, por dictámenes, máximas o principios; a moral evangélica, por doctrina del Evangelio; a no merece la pena, por es digno de desprecio; a acusar el recibo de una carta, por avisar que se recibió; a cantar, tocar, bailar a la perfección, por cantar, tocar, bailar con primor; a ejercitar el ministerio de la palabra de Dios, por predicar; a darse la pena, por tomarse el trabajo; a bellas letras, por letras humanas; a nada nuevo ocurre en el día, en lugar de por ahora no ocurre novedad; a... – Tenga usted, señor don Carlos. No se canse usted más; que sería interminable la enumeración, si se empeñara usted en reconvenirme con todas las frases, voces y modos de hablar afrancesados que se han introducido de poco tiempo a esta parte en nuestra lengua... (492-493).

Hay voces y frases de origen francés que en la actualidad la mayoría de los hablantes de español no descubren que fue así, por estar asentadas en nuestra lengua. Algo parecido sucedió con los cultismos latinos introducidos a partir del siglo XV en el castellano, y sobre todo en los siglos XVI y XVII. Dejando de lado esta inevitable observación, es preciso analizar aquí lo que sucedía con la crítica del exacerbado galicismo en la época de Isla, es decir, en el siglo XVIII. Tampoco conviene olvidar que el influjo galicista en nuestra lengua se extendió con fuerza al menos hasta el primer tercio del siglo XX, incluso hasta mediados de ese siglo. Fue reemplazado en la segunda mitad del XX por el influjo anglicista, hoy potentísimo, acompañado por la fuerte regresión de la influencia del francés. Don Carlos insiste en su afrancesamiento, asegurando al magistral que poca fortuna haría en la Corte con tales ideas y sentimientos, pues pronto sería el juguete de las oficinas y de los tocadores. El magistral responde que, «por lo que toca a los tocadores», reconoce que en los más sería mal recibido, ya que «donde se habla tanto de petibonets, surtús y ropas de chambre, no puede esperar buena acogida el que llama cofias, sobretodos y batas a todos esos muebles» (493). El magistral afirma que esto no impide comprender que hay voces y frases particulares que es preciso que se presten unas lenguas a otras. Sin embargo, continúa, muchas voces francesas podrían y deberían haberse excusado, como departamento, inspección, aproches, glacis, bien entendido que, hacer el servicio, será responsable, inteligenciado el Rey, exigir del vasallo y otras muchas (495). La burla, más o menos fácil, se proyecta en casos como esa dependencia ya está sobre el tapiz, sobre el que el magistral comenta: «cosa que sobresaltó mucho al sujeto interesado, porque juzgó buenamente que por hacer burla de él le habían retratado de mamarracho en algún paño de tapicería» (495). Llega un momento en que don Carlos alude a los traductores, y esto sí que dispara la crítica del magistral: «Un punto ha tocado usted en que no quisiera hablar; porque si me caliento un poco, parlaré una librería entera.

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¡Traductores de libros franceses! ¡Traductores de libros franceses! No los llame usted así, llámelos traducidores de su propia lengua y corruptores de la ajena; pues, como dice con gracia el italiano, los más no hacen traducción, sino traición a uno y otro idioma, a la reserva de muy poquitos...» (496). Jurado (691, nota 54) habla de intencionalidad equívoca, de doble sentido, en traducidores: la popular de malos traductores o corruptores del idioma, y la de traidores. El magistral, a continuación, afirma que no desea que nadie piense que desprecia a los que se han dedicado o se dedican a «este utilísimo y gloriosísimo trabajo» de la traducción, ya que son dignos de la mayor estimación los que lo desempeñan bien. Un buen traductor es acreedor a las mayores estimaciones, pero, «¡qué pocos hay en este siglo que sean acreedores a ellas!». En los tiempos que corren, sigue el magistral, es desdichada la madre que no tiene un hijo traductor. «Hay peste de traductores, porque casi todas las traducciones son una peste». Con las malas traducciones, queda tan estropeada la lengua traducida como desfigurada aquella en que se traduce. Son los malos traductores los responsables de tanto «polvo gálico», según espolvorean todo cuanto escriben de galicismos o de francesadas (498). Son muchos los que se encaprichan con esta moda de la Corte, «unos por no parecer menos instruidos y otros por ser en todo monas o monos». Esto último podría relacionarse con el síndrome del macaco, feliz caracterización de Senabre. El magistral relata lo que le sucedió días antes con cierta dama, que le espetó el siguiente galimatías galicista, que entraña hacer hablar al castellano en francés: Un hombre de carácter tuvo la bondad de venir a buscarme a mi casa de campaña, y por cierto que a la hora me hallaba yo en uno de los apartamientos que están a nivel con el parterre; porque como el pavis es de bello mármol y el depósito de la gran fuente cae debajo de él, sobre lograrse el más bello golpe de vista, hace una estancia muy cómoda contra los ardores de la estación. Este hombre de cualidad estaba penetrado de dolor, por cuanto habían arrestado a un hijo suyo, haciéndole criminal de no sé qué pretendidos delitos, que, todo bien considerado, se reducían a unas puras bagatelas y venía a suplicarme tuviese con él la complacencia de interponer mi crédito con el ministro, para que se le levantase el arresto (499).

La dama quería continuar, pero el magistral no podía soportar más su algarabía, y le preguntó si sabía francés. La señora le respondió: «No estoy iniciada ni aun en los primeros elementos de ese idioma todo amable». El magistral le replicó que cómo hablaba ella un elegante francés en castellano. Y así siguieron departiendo. El magistral le comenta que «sucede a nuestras damas españolas lo que sucedió a las latinas o toscanas con la griega. Teníase por vulgar la que no empedraba de griego la conversación». Todo lo tenían que hacer a la griega: hablar, vestirse, tocarse, comer, cantar, reír, asustarse, enojarse. En una palabra, «afectaban el aire griego en todos sus gestos, acciones y movimientos». Esto fue así principalmente por el desacierto de algunos traductores latinos, que por ignorancia o por capricho se empeñaron en latinizar una infinidad de nombres griegos. Tal extravagancia se convirtió en moda, y dio motivo a Juvenal para, en la sátira sexta, burlarse de tales damas (500-501). Creo que se podría hablar, manejando y acomodando una vez más la frase citada de Senabre, de grecomanía patológica aguda. El magistral pide a la señora que le permita citar una glosa que un amigo hizo del trozo de Juvenal, aplicándolo a las damas españolas. Concedida la licencia, se recita la glosa «sobre nuestras españolas a la francesa» (502-504). Álvarez Barrientos

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(502, nota 142) asegura que esta glosa es de Isla. Escogeré algunos ejemplos que servirán de complemento a otras voces y frases ya expuestas: Una mujer de manto/no ha de llamar al Papa el Padre Santo./Porque, cuadre o no cuadre,/es más francés llamarlo el Santo Padre. Al Nuevo Testamento/(éste es el aviso del mayor momento),/llamarle así es muy vieja usanza:/llámese à la dernière Nueva Alianza. Logro la dicha es frase ya perdida;/Tengo el honor es cosa más valida. Las honras que usted me hace es desacierto;/las honras se me harán después de muerto. Llamar a un pisaverde pisaverde,/no hay mujer que del tal nombre se acuerde;/petimetre es mejor y más usado,/o por lo menos más afrancesado.

La dama, después de oír la glosa, si no del todo enmendada, al menos se quedó «un poco corrida y no tan satisfecha de sus traducciones esguízaras o mestizas, que nos han afrancesado nuestro purísimo y elegantísimo idioma» (504). No podían faltar los francesismos o galicismos en otras partes de la novela, unas veces con alguna acotación más o menos irónica y otras adaptados a las circunstancias del discurso del momento. Ya vimos que al final del capítulo comentado don Carlos comprendió que no era posible introducir en Campazas el castellano a la papillota (505). Mucho antes se lee esto: «Para que sepan esos extranjerillos que notan el latín de los españoles de despeluzado, incurioso o desgreñado, que también acá sabemos escribir a la papillota, y sacar un latín con tantos bucles como si se hubiera peinado en la calle de San Honorato, de París» (125). Jurado (274, nota 19) anota que Isla alude a una de las modas francesas de peinado, propia de su tiempo: à la papillote, un peinado exagerado en bucles y tupé. En el capítulo estudiado apareció la voz petibonets (493). Más adelante, en otro capítulo, tenemos lo siguiente: «Y verás el tupé, el jardín, el rizo,/la mitad natural, la otra postizo,/con el petibone medio al desgaire,/pues todo es ganar tierra por el aire» (653-654). Esta vez es Álvarez Barrientos (653, nota 123) el que explica: petiboné, de petit bonet: bonetillo. En Jurado (874), la voz, en el texto, viene con la acentuación aguda. Monsieur y madama, como no podía ser menos, surgen varias veces a lo largo de la novela (99, 117, 130, 224, 502, etc.). Véanse estos otros casos de voces y frases: Cuando leáis una obra latina de las que están más en boga (frase que me cae muy en gracia) (126) Eso creíamos nosotros, pero gracias a vuestra reverendísima que nos quita la ilusión (¡bella frase para el castellano que gasta vuestra reverendísima!) (35) ¿No me pelarían justísimamente las barbas, y me gritarían todos, hombres, mujeres y niños, al coquin (‘bellaco’, ‘pícaro’), al faquin (‘bribón’), al maraud (‘tunante’), que hace una injusticia si criante (‘tan clara’,o ‘tan indignante’, según uno u otro editor) a todos los grandes predicadores que ha tenido la Francia?» (41) Se llamaban les pepinières des evêques, como si dijéramos el plantío de los obispos (44) A todos éstos los azotaba irremisiblemente el impitoyable Taranilla (59) Los seudopredicadores vont leur train, como dicen nuestros vecinos, o prosiguen su camino, como decimos nosotros (30) Pues cuente usted por secuaces suyos a todos aquellos médicos à la dernière (son estos innumerables) (221) Los demás reparos de monsieur Lenfant son fútiles, ridículos y pueriles; y en fin, pidiendo primero licencia por usar de este equivoquillo, reparos propiamente de niños, que eso quiere decir l’enfant en nuestra lengua (468)

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Observo que te ha cogido algo de repente el terminillo remarcable. No lo extraño, que a mí también me sucedió lo mismo la primera vez que le oí; pero ya están los oídos y los ojos tan hechos a él, que se me hace muy reparable cualquier cosa notable que no se llame remarcable (539; otro ejemplo en 656) Ésa es una cabeza de obra (perdóneme nuestra lengua, que se me ha puesto en la cabeza explicarme así). Ése es un golpe. ¿Qué digo, golpe? Es un porrazo que descubre los sesos al asombro (667; chef d’oeuvre).

Álvarez Barrientos (203) pone turbillones donde Jurado (361) turbiones, y dice en nota que turbillones es galicismo que se incorporó mucho a la poesía ilustrada. Jurado no dice nada a este respecto. La adaptación castellana de nombres y apellidos extranjeros era entonces más fuerte que ahora: «sobre la fe de Guillermo Budeo» (573; Guillaume Budé). El conocido personaje de una obra de Molière, Tartuffe, se convierte en Tartufa, hoy Tartufo (15, 31). Más fácil resulta la castellanización de Trissotin, personaje de la comedia de Molière Las mujeres sabias: «¿Has conocido alguno que en la pila del bautismo le pusiesen el nombre de Trisotín?» (15). Subyace siempre en Isla el aprecio por la lengua francesa y su literatura. En una ocasión se reproducen unas tres líneas en francés, y este es el comentario: «Palabras dignas de eternizarse en la memoria de todos, y que nos ha parecido conveniente traducir con la mayor fidelidad, para que no se priven de ellas los que tienen la desgracia de ignorar la lengua francesa» (448). La crítica y burla de los excesos apayasados y miméticos de cultismos, galicismos, anglicismos..., en nada contradice el valor de las lenguas que influyen en la receptora. Con el tiempo, la lengua invadida absorbe muchas cosas, desecha otros fenómenos, y hay casos que se acomodan en usos de especialidad dentro de la misma lengua. Así influyó el griego en el latín, el latín en el castellano clásico, el francés en el español del XVIII hasta el siglo XX , y el inglés en el español contemporáneo. La crítica amable e irónica de eruditos conocedores de estos asuntos ayuda a los hablantes más desprotegidos a reflexionar sobre su propia lengua, a sentir lealtad y respeto por su idioma, sin que ello suponga cerrarse a las innovaciones necesarias mediante el préstamo lingüístico. Importa superar la imitación sin reflexión de las modas, los vanos y grotescos intentos de retoricismo con ridículas voces que se usan por lo que suenan sin conocer con rigor su alcance y necesidad. Como apostilla Senabre (1992), «por mucho empeño que se ponga, las palabras no pueden ahogar a la realidad. Quienes pretendan hacerlo comprobarán cómo sale de nuevo a flote, fresca y palpitante, y convierte bastantes de sus representaciones escritas en papel mojado». REFERENCIAS

BIBLIOGRÁFICAS

ÁLVAREZ BARRIENTOS, J., (ed.), 1991, Isla, J. F. de, Historia del famoso predicador fray Gerundio de Campazas, alias Zotes, Barcelona: Planeta. JURADO, J., (ed.), 1992, Isla, J. F. de, Historia del famoso predicador fray Gerundio de Campazas, alias Zotes, Madrid: Gredos. SENABRE, R., 1992, «Tiempo de retórica», ABC, 11 de julio, 3. — 1997, «Anglomanía patológica aguda», ABC, 18 de octubre, 3.

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A EXPRESIÓN «CONFLICTO DE LOS DISCURSOS», con la que podría describirse la relación siempre tensa entre la literatura y la ciencia, acaso resulte exagerada a quienes consideran que la discursividad no ocupa, en el orden de la ontología, el mismo rango que la acción, y que los discursos literarios y los científicos no pasan de ser modelos de realidad, más o menos arbitrarios, propuestos al consenso común. Sin embargo tal opinión, poco clarividente ante el poder performativo del discurso en general, incurre también en una crasa subestimación de lo que la sociedad apuesta en sus envites simbólicos, en los científicos y en los estéticos: la definición de sí misma con la que pretende dotarse, y, por tanto, aquello que, finalmente, ambiciona ser. En esas coordenadas sociales, la literatura y la ciencia pugnan entre sí por alcanzar alguna forma de superioridad, algún grado de hegemonía, y lo hacen con total independencia de los pactos momentáneos y de los acuerdos de colaboración ocasionalmente establecidos entre ellas, bien en obras literarias que absorben y transforman a su manera los teoremas de la ciencia, bien en manifiestos científicos donde se rinde homenaje a la perspicacia cognoscitiva de numerosos escritores1. Puede, como sostiene la teoría racionalista de la ciencia, que el conocimiento sea un continuo, pero no cabe duda de que la división del trabajo fractura ese continuo y llega a romperlo. Así, el discurso literario, incluso en sus momentos de más intensa fascinación por el poder de las disciplinas científicas, ha de guardar sus distancias respecto de las mismas para no ver amenazada su siempre insegura identidad: la literatura tiende entonces a convertirse en la conciencia moral del discurso científico, en la instancia que le reprocha su déficit de sentido y su futilidad existencial, su famosa deshumanización. A la inversa, la

1.

Braffort (1998).

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ciencia recuerda, por su sola presencia en el horizonte simbólico, que la construcción de los imaginarios de la literatura está supeditada a la tozudez de los hechos, y que los mundos posibles creados con palabras dependen siempre, en último término, de ese mundo imposible, por difícil, que es el de la experiencia compartida. En el campo de la cultura hay un excelente testimonio a contrario de este antagonismo aparentemente irreductible, pero siempre mediado, entre lo científico y lo literario, un testimonio tanto más significativo cuanto que es objeto de una insuperable desconfianza lo mismo por parte de la ciencia que de la literatura: el discurso de la vulgarización científica, por la cual debe entenderse, claro está, algo distinto de los mencionados ensayos estéticos de asimilar y tematizar lo científico dentro de lo literario, y también de la acreditación científica de la literatura como fuente de intuiciones, prefiguraciones o ejemplificaciones del conocimiento. La vulgarización constituye un subgénero discursivo específico, aunque anómalo: sin cánones bien definidos, muestra ciertos rasgos más o menos estables. Al no ser ni literatura ni ciencia, está condenada a sufrir el desprecio al mismo tiempo de los literatos y de los científicos, y a quedar reservada para el consumo del curioso lector que se percibe por igual incompetente frente a la ciencia pura y suspicaz ante las seducciones de la ficción literaria. La vulgarización científica es, desde el punto de vista de la alta cultura, una herejía, una trasgresión de los límites entre, por un lado, lo imaginario y lo real, y, por otro, entre la frivolidad y el rigor. Y si no que se lo pregunten a U. Eco, quien compagina su tarea investigadora –orientada hacia la cientificidad– con la escritura novelesca –proclive, como género y por las razones susodichas, a poner en cuestión el concepto mismo de ciencia–, encontrándose, por tanto, en inmejorable posición para opinar a la par como científico y como literato sobre las obras de divulgación, lo que hace de buena gana en El péndulo de Foucault2… Si bien no hay que pasar por alto que tales opiniones están insertas en un texto de ficción, y que es este último, como soporte del pensamiento de Eco, el que dispone de cierta prioridad argumentativa, y el que impone de algún modo sus reglas literarias a la elocución mixta, ensayística, del autor. Una de esas reglas es la de la ironía. El péndulo, como el resto de la literatura de Eco, es irónica, y a la luz de la eironeia hay que leer la descripción del discurso de la vulgarización como un producto de la industria y un derivado del comercio, y la teoría (no apocalíptica) de la pseudocultura desarrollada a partir de esa constatación. El profesor de Bolonia no se contenta con lanzar andanadas, que todo científico social aprobaría, contra la superchería de la sacralidad pagana del objeto cultural (p. 217): a través de su narrador-personaje Causabon y de las otras figuras del medio editorial italiano retratadas en la novela, el autor hace pesar sobre el citado medio una densa sospecha de falsedad o, con más exactitud, de simulación, sospecha que extiende incluso al campo científico, asociado con el mundo editorial justamente en el discurso de divulgación. Al lector ingenuo le costaría admitir, en efecto, que la ciencia, la misma ciencia que trabaja para enunciar la verdad, pueda estar dominada por la decepción, por el engaño, desde el momento en que se convierte en pasto de los empresarios culturales. Pero así es como U. Eco representa la apropiación que de los conocimientos científicos opera la industria de la cultura: Garamond, propietario de dos editoriales, una de su mismo nombre y la otra llamada Manuzio, la primera científica y la segunda estético2. Edición utilizada: 1991, Barcelona: Lumen (traducción de R. P., revisada por Helena Lozano y por el autor de este artículo).

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literaria, encarna ese tipo de iniciativas mercantiles que deniegan su carácter económico haciendo ostentación de su fachada cultural, y que lesionan los valores científicos al pretender conjuntarlos mágicamente con los literarios. Tras la abigarrada escenografía del comercio editorial se esconde la realidad de su existencia social, traída a primer plano por el relato: y el discurso de la vulgarización, que aspira a deshacer la antítesis entre el saber y la imaginación, comparece entonces en la novela para probar que el deseable diálogo entre los signos del pensamiento y los del arte se resuelve, en el mundo contemporáneo, en una absurda reducción materialista, la del negocio saneado. Eco despliega el modus operandi de la fabricación de obras de divulgación científica, producto estrella, o mejor producto-emblema de la industria cultural, más como manipulación culinaria3 que como operación dialéctica, a juzgar por la síntesis extravagante que el editor Garamond intenta entre sus dos personalidades, la humanista y la comercial, y entre sus dos editoriales, la seria (Garamond) y la lúdica (Manuzio). Naturalmente, esa síntesis exige la sustitución de los principios de la alta cultura, respetuosa tanto de la ciencia como de la literatura, por los de una cultura media, convertida en bandera por ser la única capaz de asegurar un buen rendimiento económico, mientras que la alta cultura sólo proporciona, al menos a corto plazo, réditos simbólicos. Una vez asentado en dicho valor cultural medio, que Eco analiza por boca del editor (pp. 217-220), la coordinación entre el saber y la imaginación se diría para éste tarea de niños: su dudosa coincidencia, la resolución de sus tensiones, debe efectuarse mediante un lenguaje transparente que logre divertir enseñando, que consiga inocular en el cliente dosis masivas de ciencia sin dolor; y semejante lenguaje ha de existir simplemente porque es deseable, y porque así lo exige la misión de ecuménica ilustración que la empresa editorial se autoatribuye. Para reunir la ciencia y la literatura, el conocimiento y el arte, basta, según Garamond, con aplicar tres reglas de producción discursiva: las reglas de concreción, de pintoresquismo y de espectacularidad. Si las dos primeras se dan por consabidas en asuntos pseudoculturales, la tercera es, en verdad, la más potente estimuladora de su consumidor-tipo, aficionado a compensar su medianía descubriendo lo que escapa a la media que él mismo representa. El ciudadano normalizado de las sociedades avanzadas se pierde por asistir a lo excepcional, a lo insólito, y la edición pseudocultural se lo facilita focalizando sobre ello el teleobjetivo de la ciencia. Pero el editor es consciente de que, además de asegurar los contenidos divulgativos y su regulación discursiva, hay que garantizar también la sencillez de desciframiento de su soporte. De ahí que sea imprescindible administrar al receptor, para captar su atención, una versión en imágenes de la temática científica o paracientífica abordada, lo cual se supone que contribuye a amalgamar la licencia y la austeridad, la diversión y el aprendizaje, el placer y el conocimiento (p. 219). La mordacidad del autor de El péndulo se vuelve quizá aquí contra sus propios intereses: aun cuando ya es de dominio público que las imágenes se han transformado en el instrumento de una planetaria pseudoalfabetización de masas, acaso se sepa menos que algunos debates dirigidos por investigadores como el mismo Eco han colaborado, en cierto modo, al actual desplazamiento de la cultura lingüística por la cultura visual. Con todo, no siempre es posible reunir el signo lingüístico y el icónico, el saber y el 3. El término «culinario» para definir los productos predeterminados de la industria de la cultura fue propuesto por Th. W. Adorno (1989: 311-315).

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espectáculo: las imágenes vistosas sólo sirven con frecuencia para adornar esa densa masa de datos, alusiones, sugerencias y reminiscencias con la que la industria editorial pergeña sus preparados semiculturales, y la ciencia puesta en imágenes deviene entonces un artificio retórico que rebaja el conocimiento al storytelling, a una narrativa anecdótica llena de trivialidades. A partir de la cual, y esto es lo más grave de acuerdo con el autor de El péndulo, agazapado tras el personaje de Causabon, colaborador ocasional de Garamond, el lector deducirá, plegándose a la cuarta y última regla productiva del discurso de divulgación, la de generalización, que lo ha comprendido todo y el Todo. Pues tal es el principio de economía de la vulgarización, admirable complemento del pintoresquismo: después de entretenerse el amante de curiosidades científicas con un solo caso singular y notable, la publicación divulgativa lo invita a extraer de él una ley, que en lo sucesivo el lector aplicará por todas partes según un pobre modelo de reducción cognitiva «X no es más que Y» (p. 219). Con ello la vulgarización pseudocultural anula los esfuerzos hechos durante décadas por la epistemología para abordar con prudencia la universalidad de las proposiciones científicas; y desbarata igualmente la necesaria conciencia de que los progresos de la ciencia no son más que etapas momentáneas de una búsqueda en perpetuo devenir. Ahora bien, si nos atenemos al éxito de empresas como las de Garamond, la época del rigor ha pasado: el editor es el portavoz de un tiempo en el que se ha impuesto el autocomplaciente relativismo pos o hipermoderno, sobre el que U. Eco ha reflexionado en algunos de sus ensayos4. Casi desaparecida la crítica genuina, la del conocimiento y también la de las ideologías, los productos de la industria cultural se justifican por el mero hecho de existir: se venden, luego son buenos; su legitimación es mercantil y suficiente. Eco afirma, en páginas desmitificadoras y jubilosamente cáusticas, que la concreción, la inmediatez, el pintoresquismo, la espectacularidad, la generalización de los trabajos divulgativos son como la parodia de la genuina universalitas de la cultura, burlonamente simbolizada por el globo terráqueo que el editor exhibe en su despacho (p. 18). Si lo universal es lo que no excluye a nadie, y también lo que concierne a todos, la industrial cultural saca beneficio de proponer sus productos como universales, esto es, como de interés para cualquier hombre por ser hombre, aunque tal universalidad vele otra ilusión social más: los presuntos intereses universales de la humanidad coinciden casi siempre con los particulares de ciertas clases y grupos, y la ciencia se confunde, tras su manipulación por el discurso divulgativo, con una coartada de la ideología. No obstante, el autor italiano se guarda de cometer el error de reducir en su novela el campo cultural a una simple superestructura encubridora de las infraestructuras de la economía, y la industria editorial a un mero agente de negocios. Eco, también historiador de la cultura, nunca olvida que para sintetizar la universalidad verdadera hay que procesar mucha materia bruta ideológica, y que para fomentar los valores del genuino humanismo se necesita encontrar en ellos alguna rentabilidad no sólo simbólica, sino también económica. El péndulo de Foucault maneja, así pues, lo que son evidencias sociológicas relativas a la ciencia, a la literatura y a la pseudocultura, al conocimiento y a los negocios, evidencias tan difíciles de aprehender y de expresar como todo lo que

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toca a la omnipresente e invisible estructura social. La literatura, al igual que las ciencias sociales, a menudo no hace sino fijar lo que se vive sin llegar a ser objetivado: la escritura literaria contemporánea de autores como Eco es, ya de por sí, una segunda reflexión5. Pero no estará de más cierta información sobre las circunstancias subjetivas de escritura de la novela. Es sabido que U. Eco no es un científico altivo, ni un literato esteta, ni un moralista severo. Así lo prueba toda su variada obra de escritor, sea cual sea el género y el registro que practique, y sus declaraciones sobre ella. Queda sin duda lejos de su intención arremeter contra la industria cultural con la virulencia con la que lo hizo, por ejemplo, la primera Escuela de Fráncfort, y en especial T. W. Adorno y M. Horkheimer6. Dicho esto, la indagación de la crítica subyacente en algunos pasajes de El péndulo sobra para mostrar que la mirada del intelectual sobre las empresas culturales, incluso la del intelectual manifiestamente integrado –pero no connivente– como él, no puede evitar tomar distancias y cargarse de sarcasmo. Para el juicio crítico algo hay en la ilustración mercantil que, a fin de cuentas, resulta difícil de aceptar. Y pese a que el sentido común empuje a Eco a considerar la existencia de ciertos subgéneros de producción escrita como más deseable que la ausencia de toda escritura, y a preferir la pseudocultura a la incultura, tales actitudes no le impiden levantar acta de que no era de eso de lo que se trataba al procurar extender, a través de la cultura, las luces de la razón y del conocimiento. Así se gesta la irónica argumentación narrativa de Eco acerca de la industria cultural: al autor sin duda le gustaría defender los valores de la alta cultura frente a los del ready-made y del kitsch falsamente culturales, pero no le sería fácil hacerlo sin adoptar al mismo tiempo una actitud elitista, que ni es útil ni sirve para interpretar la realidad social de las democracias contemporáneas. Y a la inversa, aun declarándose él mismo consumidor ocasional de artefactos pseudo o subculturales, su doble estatuto de científico y de literato le veda aprobar sin reservas ese resultado de la mercantilización del conocimiento que es el discurso vulgarizador. La socarronería que desdramatiza el mentado rechazo no oculta su firmeza; lo que consigue es suavizar una toma de partido que, de otra manera, acaso irritase al lector por su pedantería. Y no cabe atribuir pareja contestación del discurso divulgativo solamente a la idiosincrasia del escritor, pues tiene su origen en el análisis de la estructura y del funcionamiento del campo cultural, en el que por otra parte tan relevante papel público desempeña hoy el propio Eco. Contra su afán alfabetizador de intelectual consagrado se alza la discriminación inflexible de las clasificaciones epistémicas: la ciencia por un lado, la literatura por otro; el discurso del saber y el de la imaginación no son aún, ni lo han sido nunca, plenamente compatibles, ni tampoco capaces de engendrar, malgré tout, híbridos legítimos. Un ejemplo: el estatuto efectivo de la ciencia de la literatura, esa improbable disciplina que ambiciona convertir en objeto de conocimiento lo que parece ser un sujeto de imaginación, no deja de resultar problemático. Seamos más precisos: ciencia y literatura no pueden, según los criterios de nuestro sistema de evidencias racionales, disolverse la una en la otra. Por eso mismo, porque son términos antagónicos en conflicto permanente, a la literatura le obsesiona el poder de la ciencia, y la ciencia envidia la vitalidad de la literatura. De ahí 5. Para estos dos puntos, vid. respectivamente Durkheim ([1937] 1993: 3-14) y Adorno (1989: 44 y 462-464). 6. Adorno y Horkheimer (1966) (1994).

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también que los científicos estén dispuestos a conceder que algunas obras cumbres de la literatura universal se despliegan de un modo fascinantemente similar al de ciertas teorías científicas (la novelística de Zola y la termodinámica, las poéticas del Romanticismo y la teoría matemática de las catástrofes7); y los literatos, prestos a reconocer que muchas hipótesis de la ciencia están cargadas de virtualidades narrativas o incluso líricas (las especulaciones de la cosmología o los avances en física de partículas elementales8). Sin embargo, esas convergencias, suficientes para calmar la inquietud profesional de unos y de otros, y para conservar viva la posibilidad de una dialéctica del conocimiento universalizable, no son frecuentes. En sus días laborables, ni los literatos se ocupan seriamente de ciencia ni los científicos leen poesía9. No extraña, en esas condiciones, que cierto gremialismo intelectual acabe siempre aflorando en las obras de los escritores aficionados a la cultura científica, gremialismo alimentado por su deseo de reivindicar la intangibilidad última del misterio de la vida para la ciencia; ni tampoco sorprende que un científico social de la talla de Eco condene, entre burlas eruditas, las torpes tentativas de las empresas culturales por ofrecer un producto «dos en uno», que resuelva mágicamente las tensiones seculares entre el saber y la imaginación. Ya conocemos lo que, según El péndulo, engendra dicho proyecto: simulacros espectaculares y generalizaciones infundadas. He aquí el momento oportuno para citar el icono-marca de la editorial Manuzio: un pelícano, animal que nutre a su prole regurgitando lo que antes ha pescado (p. 217). Es éste un conmovedor símbolo, en nuestro bestiario subconsciente, del sacrificio y de la protección, pero no es menos cierto que la comida predigerida tiene, para la desnaturalizada conciencia de los hombres, un insoportable significado fecal. Luego entonces, ¿la industria de la cultura alimenta o envenena con sus papillas, con sus reader-digest, a sus clientes? He ahí, se diría, el dilema. Las anteriores no son, con todo, más que algunas de las antinomias que pueblan el espacio simbólico en el que habitamos, consecuencia de las contradicciones de nuestro universo social. La ciencia y la literatura se buscan en él, pues cada una por su lado se siente incompleta, y ellas también querrían, como las mónadas platónicas, recuperar la mítica unidad perdida el día en que empezó la historia (la especialización del trabajo y, por tanto, del conocimiento). Aunque todo en derredor denuncie la reintegración de la genuina universalidad de la vida y del saber, del ser y del símbolo, como la más desmesurada de las utopías, algunas obras culturales permiten al hombre ir conservando, contra viento y marea, esa esperanza. Al fin y al cabo, si Eco se ríe en El péndulo de los libros de divulgación, ¿no lo hace a su vez dentro de una vasta novela hiperculta, que combina como pocas las informaciones científicas con las peripecias narrativas, y que rehace la tentativa de reunir el conocimiento y la imaginación? Criticar las malas conciliaciones entre ambos (los incongruentes términos medios, las míticas coincidencias de contrarios) es condición de posibilidad para sugerir otras

7. Serres (1975); Zima (2000). 8. Dyson (1995: 21-27). 9. El antagonismo entre el campo filosófico y el científico es, por razones históricas y gnoseológicas, mucho menor, no obstante lo cual se recrudece en cuanto los filósofos pretenden poner a su servicio los descubrimientos de la ciencia. Resulta inevitable mencionar aquí el llamado affaire Sokal o «disputa de las ciencias», y citar la principal bibliografía al respecto, Sokal y Bricmont (1999), Baudouin (2003), y Bricmot y Debray (2004).

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mejores: la novela de Eco desacredita las pretensiones sintéticas de la vulgarización, pero no las de la literatura, porque su propio discurso novelístico pasa a asumirse, en cierto modo, como un más adecuado portavoz del mismo proyecto global truncado en la vulgarización. Debido probablemente al lugar de privilegio que ocupa en el campo de la cultura en cuanto científico social y en tanto literato, y a pesar de su tendencia –narrativamente determinada– a la sátira, el autor no incurre ni en una devaluación del conocimiento científico ni en una sublimación de la literatura. Antes que nada, Eco rechaza el relativismo estetizante, y no se le ocurre, como a tantos otros escritores, ponerse a dudar de la verdad científica con el fin de reservarle a la literatura el monopolio compensatorio de los valores vitales. Desde la poética que rige la creación de El péndulo de Foucault, está abierto el camino –es decir, el «método»– para llegar a escribir obras literarias conscientes de la rival complementariedad de los discursos del conocimiento y de la imaginación, de su inagotable dialéctica histórica, la cual quizá sea una dialéctica sin más síntesis posible que el intento perseverante de confrontar sus términos opuestos, en una manifestación más de que la semiosis, la producción de sentido, es de hecho agónica y antagónica, universal e ilimitada. REFERENCIAS

BIBLIOGRÁFICAS

ADORNO, T. W., 1989, Teoría estética, Madrid: Taurus. ADORNO, T. W. y HORKHEIMER, M., 1966, Sociológica, Madrid: Taurus. — 1994, Dialéctica de la Ilustración, Madrid: Trotta. BAUDOUIN, J., 2003, Imposturas científicas: los malentendidos del caso Sokal, Madrid: Cátedra. BRAFFORT, P., 1998, Science et littérature, Paris: Diderot Éditeur. DEBRAY, R., y BRICMONT, J., 2004, A la sombra de la Ilustración: debate entre un filósofo y un científico, Barcelona: Paidós. DURKHEIM, E., [1937] 1993, Les règles de la méthode sociologique, Paris: PUF. DYSON, F., 1995, «El científico como rebelde», Quimera, 140-141, 21-27. ECO, U., 1992, Los límites de la interpretación, Barcelona: Lumen. — 2002, Interpretación y sobreinterpretación, Madrid: Cambridge U. P. SERRES, M., 1975, Feux et signaux de brume. Zola, Paris: Grasset. SOKAL, A. y BRICMONT, J., 1999, Imposturas intelectuales, Barcelona: Paidós. ZIMA, P., 2000, Manuel de sociocritique, Paris: L’Harmattan.

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ON EXCEPCIONES, LA FILOSOFÍA no ha buscado en la literatura algunos de sus principales asuntos, a pesar de que la historia literaria ha cristalizado conductas que pueden servir de paradigmas o antiparadigmas éticos: la culpa de Edipo, la duda de Hamlet, el honor del teatro clásico, la nobleza de don Quijote, la burla de don Juan... Aristóteles señala en la Política la dimensión ética del logos, cuando afirma que «el sentido del bien y del mal, de lo justo e injusto es exclusivo del hombre, por ser el hombre el único animal que tiene lenguaje». Gracias a ello, el individuo se organiza en la sociedad doméstica y en la civil, anunciando lo que en nuestros días defiende la ética de la acción comunicativa de Habermas. Unamuno en Vida de Don Quijote y Sancho anima a descubrir la filosofía de las obras literarias, y Ortega en Idea de principio en Leibniz proclama la simbiosis entre filosofía y literatura. Para hablar de los valores recurre a filósofos y literatos como Shakespeare (Ortega 1923). Benjamín Jarnés (1930) reproduce la afirmación de Claudio Bernard, según la cual «llegará un día en el que el fisiólogo, el poeta y el filósofo hablarán la misma lengua y todos se comprenderán». Y se pregunta si no se está cumpliendo el vaticinio ante la coincidencia en los mismos años del psicoanálisis, el suprarrealismo y Las leyes de la vida emocional, de Max Scheler. Por su parte, Rorty (1993: 125) reproduce las palabras de Culler, según las cuales, «la lectura más auténtica de una obra filosófica, es aquella que trata la obra como literatura [...] Y a la inversa, la lectura más profunda e idónea de las obras literarias puede ser aquella que las considere con planteamientos filosóficos...». Cavel y otros autores exponen opiniones semejantes. El tratamiento de las virtudes es un ejemplo de las relaciones entre literatura y ética, y así, el «vir prudens» de Gracián, el «vir temperatus» de V. Andrés Álvarez, el

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«vir diligens» de Jarnés, etc. junto a su naturaleza ética, presentan un carácter explícitamente retórico. Su planteamiento de la virtud, más que a preocupaciones teológicas responde a intenciones hermenéuticas (Gadamer 1975), y sus textos pueden considerarse huellas de otros textos, (Derrida 1989), ya que no terminan en los límites de su presencia, sino que remiten a un antes y a un después, a una tradición que abarca desde Platón a nuestros días. Platón reproduce en Eutidemo la conversación de Sócrates con dos sofistas, acerca de la virtud y de los medios para enseñarla. En la República distingue ya las que se conocen como cardinales. Y si en el Gorgias atribuye un carácter peyorativo a la retórica, propone en el Fedro una retórica ideal mediante la cual una persona virtuosa puede dirigir las almas hacia la verdad. Aristóteles en la Ética a Nicómaco diferencia entre la dianoetiké areté (la virtud intelectual) y la eziké areté (la virtud moral). La virtud, para Aristóteles es una determinada ecsis, una manera de conducirse respecto al propio ser, que la escolástica la tradujo como habitus. En este sentido, para Tomás de Aquino la virtud constituiría un hábito, mediante la cual el sujeto adquiere la perfección. Frente al hábito opondría Schopenhauer el carácter, como condición de la virtud. Demetrio de Falero, que aconsejó al rey de Egipto la fundación de la biblioteca de Alejandría, nos legó en los apotegmas de los siete sabios consideraciones sobre las virtudes. Gayo Lucilio, considerado, junto con Ennio, el creador de la sátira, les dedica especial atención, y Cicerón en De officis, establece una jerarquía de valores, entre los que es preciso elegir para preservar el honor. En De finibus bonorum et malorum, siguiendo a Diógenes, las virtudes no se consideran fines en sí mismas sino medios para alcanzar el bien que identifica con el placer, con la ausencia de dolor. Cuando considera que algunos se inclinan a la filosofía por amor a las virtudes se refiere a las escuelas que en Roma mantienen la antorcha ética: los epicúreos, los estoicos y los académicos-peripatéticos. Estas escuelas están detrás de las obras de Séneca Naturales quaestiones, Diálogos y Cartas a Lucilio. En Naturales quaestiones predomina la perspectiva estoica. El eclecticismo que muestra en los Diálogos para la consideración de las virtudes le lleva a apelar a los estoicos Zenón y Crisipo, sin rechazar las teorías de los cínicos, o las de Epicuro, Platón, Aristóteles o Demócrito. En ocasiones recurre a meros sofismas, como al definir la firmeza: en ella los contrarios no se mezclan; luego al hombre bueno no puede sucederle nada malo... En las Cartas a Lucilio insiste en que el gozo y el bien brotan de la virtud, en que sólo la virtud proporciona el gozo solemne (I, 211), las virtudes y los bienes son iguales (I, 366); la virtud es el bien supremo (I, 404); las cosas se hacen buenas mediante la virtud (II, 28). Galeno en Sobre las facultades naturales tiene muy en cuenta a Platón, a Aristóteles y a la filosofía helenística y reproduce las cuatro virtudes platónicas: phrónesis (prudencia), dikaiosyne (justicia), andreia (fortaleza) y sophrosyne (templanza). Esta dimensión naturalista es desarrollada por escritores posteriores y en investigaciones biológicas sobre el comportamiento (Medina, 2002) o en las de la ética y retórica clásicas de Marta Nussbaum, para quien la tarea de los filósofos clásicos no consiste en impartir lecciones sobre normatividad sino en enseñar las técnicas de detección de daños y la fórmula correcta para subsanarlos.

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A partir de la Edad Media, el tratamiento de estos asuntos asume: – una presentación alegórica en Dante, Boccaccio, Metge, Imperial... y una dimensión didáctica en los espejos de príncipes, en los tratados y discursos moralistas medievales y del Siglo de Oro y en los escritores ilustrados. – a su vez nos encontramos el tratamiento esteticista de las virtudes en Rubén Darío y en otros modernistas, junto a una orientación en la que se combinan lo ético y lo estético, como sucede en Arconada, Díaz Fernández, Antonio Espina, Benjamín Jarnés y otros escritores. Desde la perspectiva alegórica, los que infringen las virtudes de la castidad, la templanza, la largueza y la paciencia, aparecen situados por Dante respectivamente en los círculos II, III, IV y V, del Infierno de su Comedia. En esta misma tradición –y en tercetos dantescos– escribe Boccaccio su Ninfale d’Ameto, en el que las siete ninfas representan las siete virtudes y Ameto la humanidad. Como una adaptación, traducción o paráfrasis de fragmentos de la Comedia de Dante puede considerarse El dezir a las syete virtudes de Imperial, que ostenta su agudeza escolástica con procedimientos retóricos, juegos de palabras y de conceptos (Lapesa 1953). A la alegoría del viaje de Dante en la Comedia recurre actualmente John Medina (2002), para hablar del gen y los 7 pecados capitales. La dimensión ética está presente no sólo en los libros religiosos sino también en los de asunto caballeresco del mester de Clerecía. Así, en el Libro de Alexandre, al protagonista se le atribuyen virtudes como la mesura, la piedad y la benignidad, y, cuando el personaje visita el Infierno, se describen los siete pecados capitales. En la ética caballeresca el linaje debía completarse con una serie de virtudes, idea defendida por Boecio (De consolatione phisophiae, libro III, cap. 6). Entre ellas destacaban «la fortaleza, o proeza, que, acompañada de la prudencia, daba al caballero el justo equilibrio entre la audacia y la temeridad» (Lacarra 1990: 14 y ss). La virtud fundamental en las mujeres «estaba representada por la honestidad, entendida como castidad en las casadas y como virginidad en las solteras. Esta virtud se manifestaba además en la modestia, la obediencia, la humildad, la templanza en el comer y en el vestir y la moderación en el habla» (Lacarra 1990: 15-16). Ramon Llull en el Libre del gentil e los tres savis nos presenta en el tercer árbol a las siete virtudes y en el cuarto a los siete vicios. En el Libre de virtuts e de pecats añade una 8.ª virtud, la sabiduría, y a los siete pecados agrega el de la mentira. Escribió también la Medicina del pecat y en el Libre de l’ordre de caballería exalta las virtudes, que Don Juan Manuel reproduce en el Libro del caballero et del escudero. Don Juan Manuel, que en El Conde Lucanor hace decir a este personaje que al «hombre del mundo no le placería más que holgar y estar vicioso, si pudiese» recomienda, entre otras virtudes, la prudencia. Además, en el capítulo 51 de El Libro de los Estados, Julio le habla al infante de virtudes cardinales y de las teologales. En los discursos de los predicadores, como en los de San Vicente Ferrer (Cátedra 1994: 525-533) se recomiendan las siete virtudes para vencer los siete pecados mortales. En los Proverbios Morales de Don Sem Tob se enumeran las virtudes y los vicios (el peor, la codicia) y se defiende un relativismo que encontramos en otros autores: ni la cordura es siempre buena ni la locura siempre mala. Ningún término se presenta sin su contrario, salvo el saber y el hacer bien.

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De la codicia y «otros vicios y tachas y malas condiciones de las perversas mujeres» trata la segunda parte de El Corbacho de Martínez de Toledo, que contrasta con la actitud nada antifeminista de Bernat Metge. Este último autor en el Libre de Fortuna e Prudencia relaciona las virtudes con las siete artes liberales, de forma análoga a como se formula en el Antclaudianus de Alain de Lille y en el De consolatione philosophiae de Boecio. En Lo somni Metge tiene presentes las enseñanzas de Dante y de Boccaccio, pero enlaza la presentación alegórica de las virtudes con la tradición clásica. Vives roza este tema en De anima, cuando habla sobre las emociones, fundamentando su pensamiento en Aristóteles. En la etapa humanista y, con anterioridad, en los libros sapienciales y en los Espejos de Príncipes se recomiendan las virtudes consideradas fundamentales en la tradición occidental. Así sucede en el Libro del Caballero Zifar, Calila e Dimna, Disciplina Clericalis, Libro de los doce sabios, Bonium o Bocados de Oro, Poridat de poridades, Rimado de Palacio, de Ayala, De regimine principum, etc. En los siglos XVI yXVII continúa esta preocupación, como lo ejemplifican, entre otros, los tratados políticos de Guevara, Quevedo y Saavedra Fajardo. En Relox de príncipes de Guevara, Marco Aurelio le habla a Faustina de «las siete virtudes que han de tener los buenos príncipes, de las cuales él carece; del mucho trabajo que tienen los casados con sus mujeres; y de cómo entre los bárbaros las mujeres tenían apartadas las casas de sus maridos». En la Floresta de Melchor de Santa Cruz unos caballeros preguntan al rey Enrique IV de Castilla por qué no viste más ricamente y el rey, responde –en consonancia con la ética que debe adornar al príncipe–: «no ha de hacer ventaja el rey a sus súbditos en ropa, más en virtudes...». Si antes hemos resaltado el procedimiento de la alegoría, Juan Pérez de Moya privilegia el símil en Comparaciones o símiles para los vicios y virtudes. La ética está presente en la literatura ascética y mística, en la lírica de los Siglos de Oro (Garcilaso, Herrera, Fray Luis de León, Quevedo, etc.). En poemas de Fray Luis de León encontramos la defensa de la virtus latina, de raíz estoica y neoplatónica, como «ánimo, esfuerzo y valor». Las virtudes entendidas en el sentido político-moral, como en Guevara, son encomendadas igualmente en las Empresas de Saavedra Fajardo. Otros autores del Siglo de Oro, como Cervantes, Gracián y Quevedo se han ocupado de estas cuestiones, y se han realizado investigaciones sobre la moral de Gracián y de las Novelas ejemplares, o La Ética del Quijote (Neuschäfer 1999), donde se contrasta el sensus moralis de la acción principal con el de las novelitas intercaladas. En el Discurso de todos los demonios o infierno enmendado el pesimismo casi nihilista de Quevedo le lleva a no encarecer explícitamente las virtudes («para ser rico habéis de ser ladrón... para ser valiente habéis de ser traidor»). Una actitud semejante se manifiesta en Los sueños y en La fortuna con seso y la hora de todos. Aquí al invertirse durante una hora los papeles «los hombres de bien se hacen pícaros y los pícaros, hombres de bien». El desengaño y la sátira de Juvenal determinan el pensamiento ético del soneto «Retiro del quien experimenta contraria la suerte, ya profesando virtudes y ya vicios». En De los remedios de cualquier fortuna traduce y glosa el texto petrarquista de ese título y en el opúsculo Nombre, origen, intento, recomendación y descendencia de la doctrina estoica

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observa que al estoicismo de Séneca precede el de Sócrates («que fue estoico antes de que tuviesen el nombre»). Y atrae además a esta común denominación a los cínicos –a los «limpios y aliñados», aclara– y a los epicúreos: «Epicuro puso la felicidad en el deleite y el deleite en la virtud...». A la presentación alegórica de las virtudes asistimos en el recorrido que en el Criticón de Gracián llevan a cabo Critilo y Andrenio por el «golfo cortesano» y por otros espacios. Conocen el Interés, la hipocresía en el Yermo de Hipocrinda, el palacio de la Soberia... hasta que llegan a la isla de la Inmortalidad, donde, después de examinarse del mérito pasan a la mansión eterna. La relación entre la felicidad y la virtud en el Criticón se manifiesta en el hecho de que el camino de Felisinda pasa necesariamente por el palacio de Virtelia. Se ha resaltado la importancia del componente ético en los textos de Gracián, que alcanzan en muchos casos mayor altura que los tratados de filosofía moral. En sus obras –como ya observó Aranguren en «La moral de Gracián», la principal virtud que se defiende es la prudencia. Como Vives, exalta al «vir prudens», que convierte la prudencia en acción (Egido 2001: 55). La prudencia se identifica en el Oráculo con la sabiduría, con la filosofía y con la felicidad, identificación ya realizada por Aristóteles en su Ética a Nicómaco y por los estoicos Zenón y Crisipo. En el Oráculo se sostiene también que «la capacidad y la grandeza se han de medir por la virtud, no por la fortaleza» (Egido 2001:52). En Ocios Morales, de Francisco Moreno (1693), se considera la prudencia como «el espíritu universal de las acciones» y se la compara con el tiempo. En el teatro destacan, entre otras obras, Soberbia de Amán y humildad de Mardoqueo y Del triunfo de la humildad y soberbia vencida, de Lope de Vega, con el procedimiento retórico de la personificación de la humildad y de la soberbia en los hermanos Filipo y Trebacio, respectivamente. Calderón en La humildad coronada emplea de forma original la personificación para encarnar las virtudes en árboles y plantas: el moral representa la prudencia, el laurel, la victoria, el espino la ley severa, etc. En El Divino Orfeo, con precedentes como las Metamorfosis de Ovidio, la Agudeza y arte de ingenio de Gracián y El marido más firme de Lope, desempeña un importante papel la envidia. En algunas obras de Calderón los sentimientos se identifican con las virtudes. En El pastor Fido la voluntad, la obediencia y el deseo se consideran afectos de la Naturaleza Humana, y son «don gracioso», que debe usarse bien para mostrar el agradecimiento al Creador. En El primer refugio del hombre y probática piscina los afectos aparecen representados por la soberbia, la gula y la lascivia... En El indulto general los afectos no sustituyen a los pecados, sino que los acompañan. Como el más peligroso se considera la lascivia. Así en A tu prójimo como a ti, El Año Santo en Madrid, El Año Santo de Roma, en el que se afirma rotundamente: «pues soy contra esas virtudes/el capital de los vicios» (Frutos 1981: 232 y 236). En este contexto –aunque con diversas perspectivas– filósofos contemporáneos de Calderón incluyen el estudio de las virtudes y de los vicios en los tratados sobre las pasiones y los afectos, como en Las pasiones del alma, de Descartes, en «De origine et natura affectum» de la Ethica de Spinoza, en los capítulos introductorios de Elementos de Derecho natural y político y Leviatán de Hobbes (Bobbio 1997: 48). En el siglo XVIII Feijoo en carta a Juan Avello y Castillón (Cartas eruditas y curiosas, v. I) comenta cómo los antiguos galos tenían, según Luciano, un concepto de

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Hércules, muy diverso al que habían transmitido los griegos y atribuían sus hazañas a la virtud de su retórica más que a su valentía. Jovellanos considera la ética como «preciosa parte de la educación» y lamenta el olvido del estudio de la moral natural, causa de los males y desórdenes que debilitan las sociedades. Para la mayoría de los ilustrados la literatura no tiene entre sus fines sólo el placer o la fruición sino también la instrucción y la enseñanza. Luzán considera la poesía como «arte subordinado a la moral y a la política...», «la poesía sirve para aceptar con facilidad las leyes de la filosofía moral». Sobre el principio del bonum faciendum/malum vitandum sustenta Luzán algunos de los presupuestos del libro II de su Poética: «El bien y el mal son los dos ejes o polos alrededor de los cuales se mueven todas nuestras operaciones o internas o externas». Con el discurso académico de Alarcón sobre La moral en el arte se inicia en el siglo XIX una polémica entre idealistas y naturalistas, que constituye uno de los debates más palpitantes en nuestra historia literaria. Frente a estas consideraciones ideológicas, Rubén Darío en El reino interior presenta las siete virtudes desde una perspectiva estética: «Como a un velado son de liras y laúdes,/divinamente blancas y castas pasan esas/siete bellas princesas. Y esas bellas princesas/son las siete Virtudes». Al lado izquierdo del camino vienen siete hermosos mancebos, parecidos a los satanes verlainianos: «Bellamente infernales,/llenan el aire de hechiceros beneficios/esos siete mancebos. Y son los siete vicios,/los siete pecados capitales». Como Darío, el mexicano José Gorostiza habla de virtudes y laúdes en su Elegía a López Velarde: «Apaguemos las lámparas, hermanos./De los dulces laúdes/no muevan el cordaje nuestras manos./Se nos murieron las siete virtudes», y Domenchina asigna en Dédalo una función específica a cada uno de los oponentes a las siete virtudes. Unamuno en Tres novelas ejemplares y un prólogo asegura que todo hombre lleva dentro de sí «las siete virtudes y sus siete opuestos vicios capitales: es orgulloso y humilde, glotón y sobrio, rijoso y casto, envidioso y caritativo, avaro y liberal, perezoso y diligente, iracundo y sufrido. Y saca de sí mismo lo mismo al tirano que al esclavo, al criminal que al santo, a Caín que a Abel». La ética católica es defendida fervientemente por López Peláez en su obra Los siete pecados capitales (1912), y señala lo pernicioso que pueden ser para le ética, el teatro, la métrica y los géneros musicales. Comparada con la obra de López Peláez, la novela-apólogo Las siete columnas de W. Fernández Flórez (1926) ofrece planteamientos muy originales. La supresión de los siete pecados capitales –las siete columnas– no remediaría el fracaso de la sociedad en búsqueda de la felicidad, tal como la pinta el escritor en torno al indeciso Florio Oliván, ya que hoy ni la soberbia alimenta el progreso, ni la ira la guerra, ni la lujuria espolea el amor. (Mainer 1999: 175). Una tesis parecida había mantenido ya Bernard de Mandeville en La fábula de las abejas (1714), señalando que no es la virtud sino el egoísmo humano el verdadero fundamento de la sociedad. Para Mandeville buscar el pulcrum&honestum universal es perseguir una quimera. Lo que es honesto para un mahometano, como la poligamia, no lo es para un cristiano. El mismo año de la citada obra de Fernández Flórez aparecen en Francia Los siete pecados capitales escritos por Jean Giraudoux, Paul Morand, Pierre Mac-Orland,

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André Salmon, Max Jacob, Jacques de Lacretelle y Joseph Kessel. Quizá como réplica se publica en Madrid en 1931 el volumen Las 7 virtudes, firmado por Valentín Andrés Álvarez, César Arconada, Antonio Botín Polanco, José Díaz Fernández, Antonio Espina, Ramón Gómez de la Serna y Benjamín Jarnés. Este último y Díaz Fernández publicaron textos en los que negaban este carácter de réplica, que sí defendió Montero Alonso y recientemente Ródenas (1993: 137-153) y Albert (2000: 135-154). En el 2004 se estrenó la obra Los siete pecados capitales, escrita por 7 dramaturgos y dirigida por Jesús Cracio; y, por otra parte, Fernando Díaz-Plaja y Fernando Savater han publicado textos sobre el mismo asunto. En ellos –y en los citados con anterioridad– se ha trascendido el campo de los moralistas, aunque los teóricos de la ética se lo atribuyan a pensadores como MacIntyre (1987) o Bobbio (1997). En la historia del pensamiento una de las grandes obras dedicada a estas cuestiones fue la 2.ª parte de La fundamentación de la metafísica de las costumbres de Kant, titulada «Doctrina de la virtud». Sobre esta base, Habermas intenta establecer «el tránsito de la Metafísica de las costumbres a la crítica de la razón pura práctica» para explicar su tesis sobre la «razón comunicativa». Esta última se sustenta sobre el diálogo, y postula que las normas de conducta sean validadas por este importante recurso retórico, potenciado ya en los textos literarios citados. Jarnés, Espina y Arconada anuncian la distinción entre ética del autor y ética del discurso, no restringiendo esta última al sentido que tomaría en Habermas y Apel. Su clasificación entronca más bien con la de etica docens y etica utens de Aranguren –traducida por Muguerza, desde presupuestos kantianos, por reflexión ética y vida moral– que aparece con matices en Victoria Camps, Adela Cortina y Esperanza Guisán. Camps defiende la convergencia de los discursos éticos y retóricos en la línea de Petrarca en sus Familiares. La dialéctica entre la ética docens y la utens se resuelve en Jarnés, Gómez de la Serna, etc., en una etica ludens, claro precedente de ideas postmodernas, caracterizadas por un ethos hedonista, según Jameson, Virilio y Lipovesky, y buen ejemplo de convergencia entre ética y literatura. REFERENCIAS

BIBLIOGRÁFICAS

ALBERT, M., 2000, «Vicios y virtudes: un diálogo literario franco-español», en Lough, F., (ed.), Hacia la novela nueva. Essays on the Spanish Avant-Garde Novel. Bern: Peter Lang, 135-154. BOBBIO, N., 1997, Elogio de la templanza y otros escritos morales, Madrid: Temas de Hoy. CÁTEDRA, P., 1994, Sermón, sociedad y literatura en la Edad Media. San Vicente Ferrer en Castilla (1411-1412, Salamanca: Junta de Castilla y León). DERRIDA, J., 1989, Márgenes de la filosofía, Madrid: Cátedra. EGIDO, A., 2000, Las caras de la prudencia y Baltasar Gracián, Madrid: Castalia. – 2001, Humanidades y dignidad del hombre en Baltasar Gracián, Salamanca: Universidad. FRUTOS, E., 1981, La filosofía de Calderón en sus autos sacramentales, Zaragoza: CSIC. GADAMER, H. G., 1975, Verdad y método. Fundamentos de una hermenéutica filosófica, Salamanca: Sígueme.

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JARNÉS, B., 1930, «Notas, El texto desconocido», Revista de Occidente, 81. LACARRA, M. E., 1990, «Los paradigmas de hombre y de mujer en la literatura épicolegendaria medieval castellana», en Lacarra, M. E., et al. 1990, Estudios históricos y literarios sobre la mujer medieval, Málaga: Diputación Provincial. LAPESA, R, 1953, «Notas sobre Micer Francisco Imperial», Nueva Revista de Filología Hispánica, VII, 337-351. LÓPEZ PELÁEZ, V., 1912, Los siete pecados capitales, Friburgo de Brisgovia: Herder. MACINTYRE, A., 1987, Tras la virtud, Barcelona: Crítica. MAINER, J. C. 1999, La Edad de Plata (1902-1939), Madrid: Cátedra. NEUSCHÄFER, H.-J., 1999, La ética del Quijote, Madrid: Gredos. ORTEGA Y GASSET, J., 1923 «¿Qué son los valores? Iniciación en la Estimativa», Revista de Occidente, IV-2, 39-70. RÓDENAS, D., 1993, «Una encrucijada del arte nuevo con el arte social: Las siete virtudes», Letras Peninsulares, 6-1, 137-152.

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La voz femenina en la lírica española actual M.ª ÁNGELES HERMOSILLA ÁLVAREZ Universidad de Córdoba

0. INTRODUCCIÓN

C

UANDO, HACE UNOS AÑOS,

me pidieron que escribiera sobre la poesía de mujeres en una revista literaria (Hermosilla 2000), me planteé si éste no era un tema recurrente en un momento en que los nombres femeninos estaban cada vez más presentes en el mercado editorial (Tusquets, en Bollmann 2005:18). Sin embargo, enseguida advertí que esa afirmación merecía un planteamiento más matizado. Como ha puesto de relieve Freixas (2000), a pesar de que las mujeres leen más –id: 42; Bollmann (2005: 18)–, no son ellas las que publican en las editoriales más prestigiosas (Freixas 2000: 36), ni las que tienen más presencia en las antologías poéticas (vid. Rosal 2006: 56-62) o en los libros de texto (id: 63-72), una realidad a la que contribuye, en buena medida, el canon, ese conjunto de obras dignas de ser estudiadas, que a menudo parece inmutable. Hasta fechas recientes, las mujeres que tomaban la pluma se encontraron con un lenguaje literario en el que ellas estaban escasamente representadas, tenían un papel asignado de antemano (vid. Porro 1995, y, sobre la misoginia medieval, Muriel 1991) o se asociaba lo femenino a la trivialidad y la sensiblería, una idea contestada por Rosalía de Castro: «De aquellas qué cantan palomas y flores/ todos dicen que tienen alma de mujer./Pues yo que no las canto,/[…]!ay!, ¿de qué la tendré?»1. Esto revela que lo femenino es, en gran medida, una construcción cultural, según ha subrayado el pensamiento posmoderno. Así, la teoría feminista francesa

1. Traducción de Noni Benegas, en el prólogo de la antología Ellas tienen la palabra. Dos décadas de poesía española (Benegas y Munárriz, eds. 1997: 26), de la que hemos recogido buena parte de los textos de este trabajo. En adelante, se citará por el primero de los antólogos, Benegas, seguido del número de página.

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sostiene que la identidad sexual no es biológica, sino que responde a una posición cambiante del sujeto. Hélène Cixous (Moi 1986: 112 y ss.) llega a afirmar que el hecho de llevar una firma de mujer no sanciona como femenina una escritura (id.: 118), si bien es más infrecuente en el hombre. En la misma línea, Julia Kristeva considera que no hay una identidad fija (id.: 171 y ss.) y, lejos de elaborar una teoría sobre lo femenino, habla de la subversión respecto al orden establecido, que, en mayor o menor grado, caracteriza al sujeto lírico de mujer. En efecto, ya en el siglo XVII, nos encontramos con estos versos de Sor Juana Inés de la Cruz que denuncia la hipocresía masculina, basada en el código del honor vigente en la época: «Hombres necios que acusáis/a la mujer sin razón,/sin ver que sois la ocasión/de lo mismo que culpáis» (Campoamor 1983: 201)2. Después del Romanticismo, no será raro hallar textos en los que aparece la identificación con la suerte de los desfavorecidos por el sistema social, como podemos leer en el poemario de Rosalía Follas novas3. Y, ya en el siglo XX, la poesía social fue la válvula de escape de la protesta contra la injusticia –recordemos a Ángela Figueras o Gloria Fuertes– o el canal para expresar la esperanza en la acción solidaria: «Y si el miedo sigue creciendo/ apoyar una espalda contra otra. Alivia». («La espera», Itaca (1972), de Francisca Aguirre (2000: 42). Pero, en estos años de vigencia de la literatura comprometida, las escritoras aún no planteado la indagación acerca de un yo poético femenino. 1. LA BÚSQUEDA DE UNA VOZ PROPIA Se trata de una tarea para la que habrá que esperar algunos años. Aunque existe algún precedente4, la emprenderán a finales de la década de los setenta, autoras como la cordobesa Juana Castro5, quien, en la encrucijada entre una poética realista y la que propugnaba el grupo Cántico, reflexiona sobre lo femenino en Cóncava mujer (1978). Se inicia así la construcción de un sujeto poético de mujer6, que, apartado de la influencia materna, aparecía velado o rechazado en el aprendizaje: «Soy el zagal, porque murió mi madre./Para vestir me dieron ropas de muchachos» (Castro 2000: 15-16). Sin embargo, en los primeros momentos, las escritoras se percataron de la dificultad de encontrar un lenguaje poético a través del que expresar su mundo emocional. Y es que, en opinión de Juana Castro, «uno de los mayores pecados cometidos por el canon con nosotras ha sido el despojarnos de memoria histórica, olvidando sistemáticamente a las que nos precedieron. Así, […] cada escritora vuelve a ser proclamada como “la primera” (vid. Rosal 2006: 73-74).

2. Reedición del ensayo de 1943 al que sigue una antología de poemas realizada por Julio Llamazares. 3. Cfr. nuestra traducción en Fernández y Hermosilla 1998: 333-335. 4. M.ª Victoria Atencia (1955: 149), desde su primeros libros, consigue alzar una voz de mujer plena en versos como éstos: «Ya está todo en sazón. Me siento hecha,/ me conozco mujer y clavo al suelo/ profunda la raíz, y tiendo en vuelo/ la rama cierta, en ti, de su cosecha». 5. Vid., acerca de la poesía de Juana Castro, Ugalde, ed. 2002. 6. El camino recorrido en este sentido ha sido muy fructífero y en la actualidad «el yo queda bien consciente, sólidamente construido (Ciplijauskaité 2004: 11). Cfr., sobre la poesía y la poética de las escritoras españolas, María Rosal (2007 a).

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A esa dificultad para hallar un discurso propio se refería Steiner (2006: 9) cuando, en una entrevista, afirmaba: «Yo no soy feminista, pero sé que la lengua de la mujer no es la del hombre. Entre las tribus del norte de Siberia, las madres les enseñan a sus hijos la lengua masculina que ellas mismas no tienen derecho a hablar». En efecto, en la etapa preedípica, la niña, al igual que el niño, se comunica con la madre a través del lenguaje del cuerpo, un período que Julia Kristeva llama “semiótico” y que antepone al lingüístico, como explica Toril Moi (1986: 169-70). Después, se impone la ruptura con la madre por el acceso al orden simbólico en el momento de adquirir el lenguaje, que se asocia al orden patriarcal (Suárez Briones et al., eds., 2000: 11). De ahí que la voz femenina se interrogue acerca de unos modelos que la tradición le ha ocultado: vid. el poema «La primera», de Julia Uceda (2006: 55). O que surja la denuncia de la coactiva ley patriarcal, que impide cualquier tipo de expresión7: «La era» (Castro 2000: 19), aun cuando es ejercida violentamente: «Padre» (id: 22). Ante esa realidad, la teórica del feminismo francés Luce Irigaray (1974) propone un nuevo orden simbólico femenino, que se alcanzaría gracias a lo que la italiana Luisa Muraro (1991) denomina «el orden simbólico de la madre». Se evitaría así lo que Irigaray (1981: 6, 7 y 11) llama el matricidio. Esto provoca tales conflictos en el sujeto lírico que llega a desear una identidad masculina, según se proclama en un poema de Concha García (Benegas: 239-240), o, como en Olvido García Valdés (2006: 135)8, a lamentar la insatisfactoria relación entre mujeres en el reducido espacio doméstico, pero, sobre todo, a expresar, en esta última autora, la incomunicación con la figura materna, representada en la Virgen María (Benegas: 131-132), un tema tratado asimismo por M.ª Antonia Ortega en «La vida es breve», que muestra el desencuentro con la madre9 (Benegas: 195-196), a la que se acusa de mantener el orden establecido. Por ello algunas escritoras, entre las que sobresale Blanca Andreu (De una niña de provincias que se vino a vivir en un Chagal, 1980), vuelven la vista a la infancia, la etapa anterior al orden simbólico. No obstante, otras reconocen ya una genealogía femenina, como se observa en Concha García: «Que mi madre me dio leche, ya lo sé […]/ y su femenino amor tuvo que darme/osamenta y cutis» (Benegas: 229), unos versos que parecen recoger la propuesta de Hélène Cixous (1995: 57) de desestabilizar el orden simbólico escribiendo con tinta blanca, referencia a la leche materna, que une a la escritora con la fase preverbal, preedípica. O se advierte la gratitud filial: «Era una niña –dijo– y el piano un regalo/ de mi madre […] De ella vino, sí,/ de ella era la música» (García Valdés 2006: 201). O bien, como en el poema «Escribiré quinientas veces el nombre de mi madre», de la joven autora cordobesa Elena Medel (2006: 33), la escritura se pone al servicio de la memoria: «[…] Para/ recordar mi origen cada vez que yo viva». Y hasta aparece la cadena completa de las mujeres de la familia: «Sepia», de J. Castro (2000: 75). Así puede surgir, en Poemas de Teresa Hassler, de Rosa Romojaro (2006: 23), el canto a la madre, que, simbolizada en la abeja reina, según sugiere el título, «Panal», representa el cuidado y la organización de la vida doméstica. 7. Según Hélène Cixous (1995: 54-55), en la escritura femenina «escritura y voz se trenzan […] hacen jadear el texto o lo componen mediante suspenso, silencios, lo afonizan o lo destrozan a gritos». 8. El poemario, Premio Nacional de poesía 2007, dedica una parte, «No para sí», especialmente a las condiciones de la vida de las mujeres. 9. Este problema se refleja también en la narrativa española del siglo XX. Cfr.

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Se reivindica una sabiduría que, en vez de ser rechazada, se muestra, frente a la ordenada por el patriarcado, más acorde con la condición femenina de un yo poético dispuesto a desandar el camino para rastrear sus propios antecedentes (Aguado, Benegas: 209). 2. LA DIVERSIDAD DE LA POESÍA FEMENINA Ahora bien, la exploración de una voz propia de mujer no significa que exista una uniformidad en la creación poética de las escritoras, sino que, como en el caso de los varones, se caracteriza por la variedad, un rasgo que puede observarse a lo largo de una obra (vid. Rosal 2003, donde subyace una herencia literaria que abarca desde el clasicismo áureo hasta el surrealismo), pero que también encontramos en el mismo libro de una autora, donde pueden darse cita lo breve y lo extenso, el verso y la prosa (por ejemplo, Pichel 2004 y García Valdés 2006), la poesía visual y el misticismo (Janés 1999), sin descartar, a la hora de estructurar el poema, otros géneros: «la carta» en Eloísa Otero (1995) e Isabel Pérez Montalbán (1999) y «el diario» en Isla Correyero (1996). En las antologías y poemarios consultados, el estilo va desde la huella del Siglo de Oro (Ana Rossetti, Ángeles Mora o María Rosal) al surrealismo (especialmente en Blanca Andreu), pasando por el poema en prosa simbolista (Mª Antonia Ortega, Graciela Baquero, Isla Correyero o Chantal Maillard), el influjo de la filosofía oriental (Clara Janés, Andrea Luca, Pilar González España y Chantal Maillard), la lírica inglesa, ya sea el modernismo o la poesía desgarrada de Bukowski (Balbina Prior 2001), y la retórica del silencio (M.ª José Flores, Pilar González España, Ada Salas o Elena Pallarés), un cauce que se ajusta bien al decir poético femenino: «Te diré sin palabras/ lo que no me permiten/ decirte las palabras: el amor es un verbo/ impronunciable» (E. Pallarés (2006: 65). Son versos traspasados por la inefabilidad sanjuanista que también hallamos en Juana Castro (Arte de cetrería, 1989) o Clara Janés (»Canto al amado», José María Balcells, ed., 2003: 206). De este modo, el lenguaje místico, que puede ser un vehículo para la búsqueda de la identidad (cfr. Hermosilla 2005: 116-118), se revela muy idóneo para resquebrajar el discurso central masculino, ya que, como expone Irigaray (1974: 238), supone la disolución del sujeto en el objeto, un estado al que las mujeres, cuya posibilidad de ser sujeto niega o reprime el discurso patriarcal, se sienten llamadas. Se trata de una «escritura femenina» en el sentido de Cixous (1995: 61), referida al estilo, no a la firma de mujer, y que caracteriza asimismo a los textos vanguardistas escritos por hombres –en tanto que los escritores disidentes pueden ser marginados por el orden simbólico–, de los que se ocupó Kristeva (1974). En todo caso, los modelos de la tradición literaria a menudo se ponen en tela de juicio mediante la ironía (Ángeles Mora, María Sanz, María Rosal, Aurora Luque, Inmaculada Mengíbar, Almudena Guzmán, Mercedes Escolano, etc.), como veremos más adelante, y los procedimientos formales utilizados entran al servicio de la creación de una realidad nueva. Así, las líneas fragmentadas de un poema visual parecen representar los alambres de un tendedero de ropa, pero tienen un sentido casi transgresor: «Poema a Hinojosa», de M.ª Antonia Ortega» (Benegas: 196-99); el soneto con estrambote sugiere la posibilidad del múltiple orgasmo femenino: «Hospes comesque corporis», de María Rosal (2003: 182). No falta el léxico proveniente de la labor doméstica, pero referido a la composición del poema: «Uno friega los

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platos/embebidamente y piensa: ya falta/poco, ya estoy acabando» (Olvido García Valdés, Benegas: 139); ni las imágenes de la costura, con idéntica finalidad: «Labor atenta de hilo solo/-sigues tejiendo tu tapiz indócil-/[…] una puntada aquí[…] /acaba ya esa labor de sombras-/reconoce/vencida/que únicamente ofreces hilo solo» (Esperanza Ortega, Benegas: 356); o las culinarias, que sugieren desolación: «Llueve sobre la incertidumbre,/también llueve dentro de la casa/y sobre las sartenes, donde de nuevo se fríe/un tiempo viejo, un tiempo Berlin/años treinta, oscuro y desolado» (Julia Otxoa, Benegas: 180). Pero no son las únicas, sino que, por el contrario, se advierte una gran riqueza de imágenes de diferente procedencia, como, por presentar sólo una pequeña muestra, las relativas a la caza, en Arte de cetrería, de Juana Castro (1989); las vegetales, de la misma escritora, a través de las que se rinde culto a la primitiva divinidad femenina en Narcisia: «Como la flor madura del magnolio/era alta y feliz. En el principio/sólo Ella existía […]/¡Gloria y loor a Ella,/[…] porque es hermosa y grande,/oh la magnolia blanca. Sola!» (Castro 2006: 67-68); las espirituales o religiosas: «Pertenezco a un género incierto./No entre el hombre y la mujer./Ni entre el mono y el hombre./Sino entre el hombre y el ángel» (M.ª Antonia Ortega, Benegas: 193); las que proceden del ámbito científico: «[…] tiene un magnífico pez en la pecera/craneal/que come plancton de neuronas/ y sólo es fotografiado por la NASA» (Andrea Luca, Benegas: 282); las bélicas: «dejo crecer una costra […] que me circunde y proteja […] de la bala del riesgo en cualquier esquina» (Prior 2001: 12); las zoomórficas, que aluden a la manipulación del lenguaje en poesía: «asoman sus uñas rojas cuando/destripan al pez y/le cambian el nombre/el poema se les parece» (Esther Zarraluqui, Benegas: 252); las taurinas: «Los hay también que cogen/al toro por los cuernos/[…] Y existen esos otros,/[…] que/[…]cogen el estoque/y salen a la plaza/ sin mucha convicción, pero con arte» («A las cinco de la tarde», de Rosal 2003: 115). Y, también de esta escritora, imágenes del lenguaje administrativo («Se abre la sesión», id: 125) o de las nuevas tecnologías, que expresan el sentimiento amoroso: «Tan sólo su locura me estremece/ y yo se la devuelvo/en megabytes desordenados,/–ebria de amor,/ya libre–, acariciando/mi sistema binario desbocado,/mis ventanas al viento con el alba,/el CD Rom tan terso, la memoria… («E-mail», id.: 135). En cuanto a los temas, aparte de los comunes –ya apuntados– a gran parte de las poetas, como la reflexión sobre el yo femenino y la relación con la madre o con otras mujeres, uno de los que está más presente es el amor, al igual que en la poesía escrita por hombres. Pero, frente a la concepción idealizada que ponía, en la tradición petrarquista, una distancia insalvable entre los amantes, en la lírica de mujeres la experiencia amorosa se manifiesta más real, basada en una vivencia compartida –«Entre tú y yo no hay ningún no» (Blanca Andreu, Benegas: 344)– que, en ocasiones, queda sugerida en el blanco del poema: Pon un beso en mi boca. Ámense tu silencio y el mío. (Ada Salas, Benegas: 578)

Y no está ausente el desamor: «¿Y cómo amarnos ya/ allí donde el amor/ moría tantas veces? (Esperanza Ortega, Benegas: 357). En cualquier caso, con frecuencia se invierte la imagen que tradicionalmente la poesía ha ofrecido de la mujer, relegada al papel de amada. Ahora, en cambio,

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puede convertirse en sujeto deseante, según se muestra en el poema «Diótima a su muy aplicado discípulo», de Ana Rossetti (Benegas: 95). E incluso es ella la que toma la iniciativa, seduce e ironiza sobre el compromiso que expresa el amante: «Supón que me presento/cualquier día en tu casa./ […] Supón que te desnudo/con besos y sonrisas,/ […] y me marcho,/y me juras/ –dentro de un orden, claro–/fidelidad eterna» (María Rosal, Benegas: 404). O la que, como también sucede en el poema anterior, decide dejar la estancia donde ha tenido lugar el juego amoroso, que, en el poema de Amalia Bautista «La croupier» (Benegas: 459), alcanza un sentido dilógico. El papel activo del sujeto poético femenino a menudo va unido a la reinterpretación de la mitología y de los arquetipos de nuestra cultura (cfr. Michèle Ramond, ed., 2006: 25-156 y Sharon Keefe Ugalde, 1991), sobre los que suele lanzarse la ironía desestabilizadora: «Pero seamos realistas/Penélope, cosiéndole,/no es más feliz que yo/ahora rompiéndole/la cremallera» (Inmaculada Mengíbar, Benegas: 448), un rasgo que asimismo está presente en «Las doncellas», de Amalia Bautista (Benegas: 460-461). Más amarga es quizás la visión de Juana Castro (2006: 42), que, en «María desposada», desenmascara la preparación femenina orientada, desde la infancia, al feliz casamiento. De igual modo, cuando se recurre al sistema literario es para cuestionar los valores en los que se cifra, según se aprecia en esta versión transgresora del amor cortés de Neus Aguado: «Nadie acuse a Ginebra, la reina./Con Lancelot soñaba cada noche/y Lancelot se demoraba en justas y torneos […] Cómo cabalga, cabellera al aire, en bruma rosa./Cómo apaga su sed bermeja en la hendidura» (Benegas: 206) Una solución análoga se observa en el tratamiento, por parte de algunas poetas (Rosal 2003: 44), de uno de los tópicos más recurrentes, desde Horacio, en la literatura universal: el carpe diem. En el poema «Isolda», de Ana Rossetti (Benegas: 97), a pesar de la factura clásica y de la similitud rítmica con sonetos de Garcilaso y Góngora, una voz de mujer parece responder al sujeto lírico masculino de la tradición literaria con una súplica provocadora que rompe la imagen estereotipada de la «mujer-rosa» y deja traslucir, al final, un yo fragmentado que anhela la unión amorosa. A esta mirada desmitificadora tampoco escapa la religión, cuyo discurso se reescribe en términos femeninos (M.ª Antonia Ortega, Benegas: 195). Para ello se utiliza el esquema de la salve con una finalidad metapoética: en «Profanaciones», de Josefa Parra (Benegas: 602), María, nueva Venus, se convierte en la fuente de inspiración femenina. E incluso, en Ana Rossetti, el lenguaje religioso sirve como una vía de expresión erótica (M. Rosal 2007 b) que llega a alcanzar el tono irreverente («Sexto», Benegas: 108). Sea por medio del lenguaje eclesiástico o no, otro de los temas al que prestan atención las poetas de nuestros días es el cuerpo –el propio y el del varón–, cuyo tratamiento ofrece posibilidades raramente explotadas hasta hace pocas décadas. Así, los caracteres anatómicos masculinos constituyen el centro de la mirada del yo lírico femenino, que, invirtiendo el ejemplo de la poesía clásica, llega a sacralizar la figura deseada: «Chico Wrangler», de Ana Rossetti (Benegas: 101). Pero aún es más frecuente la alusión al propio cuerpo, que, en algún caso, fiel a la concepción senequista, se asocia a la casa, como sucede en M.ª Antonia Ortega (Benegas: 191), aunque también puede ser vehículo de conocimiento: Ángeles

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Mora (González 2007: 100-103). O de experimentación de sensaciones placenteras: en el soneto «Hortus clausus», de María Rosal (2003: 46), vertebrado por sucesivas anáforas que remiten al de Quevedo «A un hombre de gran nariz», se suceden una serie de metáforas referidas al sexo femenino. En cualquier caso, ya no se pretende cantar la belleza de una mujer inaccesible, conforme al código petrarquista, sino construir una imagen femenina más cercana a la realidad –«¿Eres diosa o camino?/Mujer acaso. Y basta (María Rosal, Benegas: 401)– que puede registrar un momento de la jornada laboral de una pescadera (Esther Zarraluqui, Benegas: 253) o incluso presentar a una muchacha enferma (Isla Correyero, Benegas: 296). En cambio, la idea de mujer que se rechaza es la que ofrece con frecuencia la sociedad de consumo (Julia Otxoa, Benegas: 173), que responde a un rígido estereotipo, contestado por el sujeto lírico femenino: «Dicen que sólo tiene curvas y belleza,/dicen de ella./ […] Yo digo/ […] Hay talento y secreto en esta bella» (Isla Correyero, Benegas: 297-298), o a una visión uniformada, ante la que el yo poético reacciona dirigiéndose a su escultor: «Desnudo de mujer», […]/ Ni de ponerme un nombre te acordaste». (Amalia Bautista, Benegas: 458). Se trata, pues, de buscar una identidad propia, acorde con el deseo personal de cada mujer. Por ello, en el caso concreto de nuestras poetas, no puede faltar la preocupación por el lenguaje poético, que, como hemos analizado, aflora en una gran riqueza de imágenes (domésticas, eróticas, zoomórficas, religiosas, etc.), cargadas a veces de un fuerte dramatismo: «Hablar/es estar colgado de una soga,/ suspendido sobre un caldero de agua hierviendo» (Menchu Gutiérrez, Benegas: 312). No obstante, pese a la dificultad de la escritura, la tarea se revela extraordinariamente gratificante, tal como, después del intencionado balanceo en el equívoco, se asevera: «Escribir es el oficio más antiguo del mundo. […] Consiste en volver a crear el mundo» (M.ª Antonia Ortega, Benegas: 194). Y, sobre todo, constituye una necesidad vital para el ser humano, a cuya justificación, a modo de poética, dedica Chantal Maillard (2004: 69-89) la segunda parte del poemario que obtuvo el premio Nacional de Poesía de 2004: «Escribo/para que el agua envenenada/pueda beberse» (Id.: 89), aunque la poesía no es inocente y la condición de escritor se revela amenazadora: «Un verdadero poeta habría de quedarse escribiendo siempre en su habitación, porque si sale de ella es capaz de destruir el mundo» (M.ª Antonia Ortega, Benegas: 195). Esta reflexión sobre la creación literaria es una característica más que, junto a las anteriores, va perfilando el patrón del yo lírico femenino, influido a veces, como hemos visto, por las corrientes feministas10. Porque, en opinión de Juana Castro (2006: 17), estas teorías necesitan, como antes sucedió con el existencialismo o el marxismo, «de un vehículo estético que las haga llegar por otros caminos menos intelectuales, más universales y más nuevos». Sin embargo, conviene subrayar que la voz poética de las mujeres, aunque diferente en muchos aspectos del modelo tradicional heredado, en modo alguno es homogénea, sino que, al igual que en los varones, se expresa de manera plural. Sólo con la incorporación de todas las manifestaciones de la sensibilidad masculina y femenina, la poesía puede seguir reflejando los nuevos matices del espíritu humano, al mismo tiempo que enriquecerse con todo ese variado caudal de voces. 10. Vid. una revisión en Montes 2005.

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al catedrático de la Universidad de Salamanca, Ricardo Senabre –un filólogo, amante de la palabra articulada y escrita, estudioso de la lengua, especialista del lenguaje, crítico serio, riguroso y sagaz– propongo una selección de conceptos que, a mi juicio, constituyen los fundamentos sobre los que se ha construido la mayoría de las corrientes teóricas de la literatura contemporánea. Hemos de reconocer que los teóricos de la Poética y de la Retórica han prestado escasa atención a las reflexiones estéticas. A pesar de que, desde diferentes perspectivas teóricas, se defienda que la expresividad literaria y de la eficacia comunicativa se deban inscribir en el marco global de lo artístico (Bajtin) y aunque se proclame que el objeto de la Poética y de la Retórica deba ser, más que el «artefacto», el «objeto estético» (Medvedev y Volosinov), no es frecuente que los críticos expliquen en qué sentido aplican unos términos tan usados en sus descripciones como «belleza», «elocuencia», «arte», «gusto», «naturaleza» o, incluso, «poesía». No deberíamos, sin embargo, utilizarlos sin tener en cuenta su sentido preciso en cada situación cultural y en cada contexto histórico ya que, la mayoría de las veces, encierran concepciones radicalmente distintas sobre el hombre –mentalidad, actitud y comportamiento– y sobre el lenguaje –naturaleza y funciones–. En gran medida, no lo olvidemos, la diversidad de las creaciones literarias y la multiplicidad de sus valoraciones críticas dependen de la manera cómo se conciben esos presupuestos implícitos y esos principios teóricos sobre los que se sustentan, y que están determinados, como es sabido, por razones de índole psicológica y sociológica. Reconozcamos la escasa información que aporta nuestra afirmación de que un poema es bello o tiene calidad estética, si no conocemos las coordenadas teóricas e ideológicas en las que inscribimos tales juicios. N ESTA COLABORACIÓN AL JUSTO HOMENAJE

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En este trabajo de síntesis nos limitamos a recordar aquellas nociones básicas del pensamiento sensualista1 moderno que sirven, unas veces de presupuestos implícitos en tratados de preceptiva literaria y, otras veces, constituyen los principios teóricos en los que se apoyan algunas de las definiciones retóricas y poéticas más usadas. Adelantamos que el sensualismo es una corriente que influye de manera decisiva –patente o latentemente– en diversas teorías artísticas y literarias actuales, incluso en determinados aspectos de algunas doctrinas que hacen profesión explícita de espiritualismo o de idealismo. El sensualismo, debemos adelantarlo, es una teoría del conocimiento, una doctrina ética y un sistema estético que se fundamentan en una determinada concepción del lenguaje y de las lenguas: de su origen y génesis, de su naturaleza y funcionamiento. Pero es que, además, hemos de tener muy presente que la literatura también posee un triple sentido –gnoseológico, ético y estético– ya que parte y desemboca en nuestros conocimientos, en nuestros comportamientos, en nuestra interpretación de la existencia y en nuestro disfrute de la vida. Aunque es cierto la Literatura, ya desde sus orígenes, ha contribuido, en gran medida, a una interpretación sensible de la belleza 2, el sensualismo, en su acepción técnica como teoría gnoseológica y como fundamento epistemológico de teorías lógicas, psicológicas, éticas y estéticas, se debe restringir a la filosofía moderna y contemporánea, a partir de ciertos representantes de empirismo. En este trabajo, que completa otros dedicados a Condillac3 y a 1. El término «sensualismo» es de origen francés y apareció por primera vez en la obra titulada De la génération des connaissances humaines (1800). Su autor Degérando la utilizó para designar la actitud filosófica de los Ideólogos, herederos de Condillac cuya doctrina fue calificada de sensualista por Victor Cousin (1828). Este mismo autor, en su tratado de Histoire Générale Philosophie (1829), defiende que el sensualismo es uno de los cuatro sistemas –junto con el idealismo, el escepticismo y el misticismo– a los que se reducen todas las teorías filosóficas que se suceden desde el viejo Oriente hasta el momento en el que él escribe. Según Cousin, estos sistemas hunden sus raíces en la misma naturaleza del espíritu humano, y no son patrimonio de ningún país ni de ninguna época determinados: «C’est donc à l’esprit humaine que nous demanderons l’origine et l’explication de ces differents systèmes qui, nés avec la philosophie, l’ont suivie dans toutes ses vicissitudes, et qui, partis du fond de l’Orient, après avoir traversé le monde, se sont en quelque sorte donné rendez-vous en Europe, au milieu du dix-huitième siècle» (Ibidem: 89-90). 2. Recordemos que, antes de los razonamientos fueron los mitos, y antes que los filósofos, los poetas. La poesía moldeó el alma y el pensamiento de Grecia, y los poemas homéricos jugaron en la educación del pueblo heleno un papel tan importante, que justamente se ha comparado al de la Biblia en la primera era cristiana. En los poemas homéricos el calificativo «bello» se aplica frecuentemente a la hermosura puramente sensible; los epítetos con que se intenta calificar individualmente a los dioses o a las mujeres, por ejemplo, designan siempre detalles físicos (J. Walter, Die Geschichte der Aesthetik im Altertum, Leipzig, 1893). Recordemos los procedimientos mediante los cuales se realzan los privilegios de la hermosura en el elogio de Helena, por cuya belleza los ancianos troyanos juzgaron llevadera la catástrofe de la guerra. 3. (Con M. Carmen García Tejera), «Propuestas para una nueva lectura de las retóricas y poéticas españolas del siglo XIX», en B. Schlieben-Lange y otros (eds.), Europaïsche Sprachwissenschaft um 1800. Methodologische und Historiographische Beiträge zum umkreis der «Ideologie» n.º 2, Munich, Nodus Publikationem, pp. 65-83. «El sensualismo en los preceptistas españoles», en B. Schlieben-Lange y otros (eds.), Europaïsche Sprachwissenschaft um 1800. Methodologische und Historiographische Beiträge zum umkreis der «Ideologie» n.º 4, Munich, Nodus Publikationem, pp. 177-190. «La Retórica y los sentidos», en A. Ruiz Castellanos (coord.), Actas del I Encuentro Interdisciplinar sobre Retórica, Texto y Comunicación, 2 vols., Cádiz, Servicio de Publicaciones de la Universidad, vol. II, pp. 3-15. «Literatura y Arte», en José A. Hernández Guerrero (ed.), Manual de Teoría de la Literatura, Sevilla, Algaida, pp. 75-100. 199, «Principios sensualistas de la teoría literaria clasicista», Analecta Malacitana, XXII, pp. 5763. 2000, «La Literatura y los sentidos: conceptos literarios de la Filosofía Sensualista», en P. Carbonero,

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Diderot4, abordamos de una manera esquemática, el pensamiento de otros autores que también han ejercido una notable influencia en las actuales corrientes literarias tanto creativas como teóricas y críticas. El sensualismo de Hobbes (1588-1679) se revela, sobre todo, en su concepción de la sensación como base insustituible del conocimiento. Sólo porque hay sensación, afirma, puede surgir la percepción como acto efectivo del conocer, como proceso de reconocimiento y de distinción. El materialismo de Hobbes se apoya en su noción de realidad como corporeidad regida por leyes rigurosamente causales a las que está sometido también el espíritu. En oposición a Descartes, subraya la idea de esfuerzo (connatus) que le sirve de fundamento de toda su física y para explicar la naturaleza del ser vivo. Según Hobbes, los movimientos de los cuerpos afectan a los sentidos poniéndolos en tensión y, de esta manera, hacen llegar a la sensación hasta el corazón; la reacción de éste origina las cualidades secundarias que, en alguna manera, pertenecen a los objetos. Otro autor que «ex profeso» aborda la problemática sobre el conocimiento, desencadenada por la duda cartesiana y que tuvo decisiva influencia en teóricos literarios y preceptistas franceses y, a través de ellos, en los españoles, fue John Locke (1632 - 1704). Con su obra Ensayo sobre el entendimiento humano5, pone en marcha una contienda en torno a los fundamentos, a la certeza y a la extensión del conocimiento y, como consecuencia, un interesante debate sobre la naturaleza y las funciones del lenguaje, del arte y de la literatura. En esta discusión intervinieron los principales pensadores de los siglos XVIII y XIX como, por ejemplo, Leibniz, Berkeley, Hume, Bonnet, Condillac, Diderot, Salesbury, Le Mettrie, Helvetius y los Ideólogos. Locke, que rechaza las ideas innatas y defiende la tesis de la «tabula rasa» o del «papel en blanco», distingue varios grados de conocimiento: en el ápice está la intuición. Por ser el modo de conocer más claro y más cierto, es irresistible. Se realiza sin esfuerzo pues el espíritu se orienta hacia la verdad como el ojo lo hace hacia la luz. La demostración constituye el segundo grado, y en él la mente conoce también la conveniencia o disconveniencia de dos ideas entre sí, pero, en este caso, no es de manera inmediata, sino a través de ideas intermedia. El tercer grado corresponde al conocimiento sensitivo de seres particulares. Aunque situado en el último puesto, supera el nivel de la mera probabilidad y debe ser como verdadero saber. Paul Hazard ha llegado a afirmar que Locke ha sido, incluso, un verdadero revolucionario de la Teoría de la Literatura: no solamente porque ha arruinado de un solo golpe las antiguas retóricas y las viejas gramáticas, al mostrar que el arte de escribir, que procede de la actividad M. Casado y M. Gómez (coords.), Lengua y Discurso, Madrid, Arco/Libros, pp. 495-508. 2001, «El Sensualismo de Condillac: una teoría globalizadora», en F. Vázquez García (coord.), Otra voz, otras razones. Studia in honorem Mariano Peñalver Simó, Cádiz, Servicio de Publicaciones de la Universidad, pp. 173-192. 4. María del Carmen García Tejera, «Algunas propuestas retóricas en el pensamiento de Diderot», en Juan Miguel Labiano Illundain (coord.), Antonio López Eire (coord.), Antonio Miguel Seoane Pardo (coord.), Retórica, política e ideología: desde la antigüedad hasta nuestros días: Actas del II Congreso internacional, Salamanca, noviembre 1997, y 2000, «Nociones literarias en la obra de Diderot», en Pilar Gómez Manzano (coord.), Pedro Carbonero Cano (coord.), Manuel Casado Velarde (coord.) Lengua y discurso: estudios dedicados al profesor Vidal Lamíquiz. 5. Locke, John (1690) An Essay concerning Human Understanding, London.

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interior del alma, no consiste en aplicar reglas y preceptos, sino porque concede a la impresión, a la sensación, un lugar que hasta entonces no se le había reconocido (Hazard, La Pensée européene au XVIII siècle, I, pp. 55-56).

No debemos olvidar, sin embargo, que la condenación de las viejas retóricas ya se había producido con anterioridad. Se encuentra, por ejemplo, en la Lógica de Port-Royal (discurso segundo) y, a través de ella, en Descartes. Addison (1672-1719) puede considerarse como uno de los iniciadores del empirismo por su tendencia al método analítico y psicológico, por el contenido de sus argumentos y, sobre todo, por su complacencia al valorar las teorías asociacionistas. Influido por Locke, Addison afirma la inmediatez del sentido de belleza, que emite su juicio sin inquirir las causas. Adscribe este sentido a la imaginación o fantasía, facultad que acompaña a las percepciones sensibles, especialmente a la vista, que Addison compara con un «tacto delicado». El sistema de Berkeley (1685-1753) expuesto en su Ensayo sobre una nueva teoría de la visión (1708), y dirigido contra el idealismo innatista y contra todas las hipótesis de nociones generales, ha sido calificado de idealismo sensualista. Para Berkeley es absurdo hablar de ideas abstractas, no solamente como entes objetivos, sino también como productos de la actividad del espíritu. Según él, la ciencia, incluso la física y las matemáticas, deben despojarse de sus tendencias trascendentes y atenerse a los datos de la percepción y, consecuentemente, debe prescindir de todas las abstracciones. Se muestra en desacuerdo con la doble vía de conocimiento y con las distinciones de Locke ya que, insiste, todo conocimiento puede reducirse a la simple y originaria intuición sensible, a la percepción única. Berkeley niega que puedan concebirse «ideas abstractas» y, más aún, que éstas representen o definan las esencias de las cosas. A lo sumo admite que se pueda hablar de «ideas generales» si con esta expresión se entienden unos símbolos o unas palabras mediante los cuales «nos referimos» a lo real. Hume (1711-1776) fue tal vez el más célebre pensador de la escuela de Locke. En su Tratado de la naturaleza humana (1739 1740), afirma que «la belleza, como el ingenio, no puede ser definida, sino que se distingue sólo por un gusto o una sensación». En su obra capital, Investigaciones sobre el entendimiento humano (1778), prosigue y profundiza los análisis de Locke y de Berkeley sobre el origen, sobre la naturaleza y sobre la validez de las representaciones. Se opone al racionalismo del siglo XVII y se puede considerar como defensor de un empirismo que admite el análisis racional de las nociones formadas a partir de la experiencia. El examen de las representaciones muestra, según Hume, su inevitable procedencia de la sensación o impresión recibida a través de los sentidos. La reflexión, en cambio, es una imagen pálida, poco vivaz, un mero recuerdo y una simple copia, de las sensaciones originarias. Hume, no sólo rechaza, a partir de esta primacía de la sensación, los conceptos de sustancia, existencia, casualidad y todas las nociones del racionalismo, sino que contribuye, de manera decisiva para que se pongan en entredicho muchos de los planteamientos apriorísticos de la ética y de la estética. La Metrie (1709-1751) llega al sensualismo partiendo de su concepción metafísica. Según él, todos los fenómenos no son más que variadas manifestaciones de la única realidad existente –la Naturaleza– y es la materia orgánica dotada de una

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fuerza propia, la que convierte lo espiritual en corpóreo y la que transforma lo animado en automático. Llega a la conclusión de que la sensación, que es una manifestación de la constitución del organismo, es la única forma posible de conocimiento. Helvetius (1715-1771), entusiasta discípulo de Locke, declara que la lectura del Tratado sobre el entendimiento provocó una verdadera revolución en sus ideas y en sus actitudes. En su libro De l’esprit (1758), radicaliza el pensamiento sensualista de Locke. Defiende que todo concepto se reduce a sensaciones y califica de falaces los contenidos de ideas generales como «materia», «espacio» o «infinito». Son palabras vagas, afirma, que nos confunden y nos engañan porque someten nuestro espíritu a los fantasmas de la imaginación, por medio de las pasiones y de las condiciones que les impone la vida social. Insiste, de todas maneras, en que uno de los factores más importantes es la imaginación creativa. Esta facultad es la que caracterizará a los diversos tipos de espíritu (espíritu fino, espíritu fuerte, espíritu luminoso, espíritu ancho, espíritu penetrante, espíritu bello, espíritu justo, etc.). Alexander-Gottieb Baumgarten (1714-1762), que pertenece a la escuela de Leibniz y de Wolf, es el primero en utilizar el término «estética» y el primero que intenta hacer de la ciencia de lo bello y del arte una disciplina autónoma. Antepone a la Lógica de Wolff, o método del conocimiento claro, una ciencia anterior, o método del conocimiento sensible, oscuro. Debemos advertir, sin embargo, que antes de que él propusiera el nombre, la Estética existía en el pensamiento y escritos de otros filósofos: el impulso decisivo vino, sin duda alguna de Locke y de los sensualistas, que hicieron pasar la Belleza del objeto, de una combinación de normas y de proposiciones teóricas y exteriores a los sujetos que la percibe y en quienes se encuentran –condicionándose mutuamente– unas sensaciones, un placer y un juicio. Esta evolución del pensamiento se manifiesta claramente desde las Réflexions, del abad Du Bos (1719), y encuentra su perfecta aplicación literaria con la obra de J. J. Rousseau. La Aesthetica de Baumgarten, (Frankfurt, 1750-1758), publicada en latín en dos volúmenes, fue planeada en tres partes, como Eurística, Metodología y Semiótica, pero sólo desarrolló la primera parte. Concibió la poesía, no como algo que sigue a la lógica, como un adorno añadido al discurso intelectual, sino como algo que le precede. El objeto de la Estética es el «conocimiento sensible perfecto». Ya en sus Meditaciones había expuesto la teoría de la «cognitio sensitiva perfecta», empleando el concepto de «perfección» para explicar la belleza como cualidad intrínseca del arte y no como una referencia a la perfección del objeto contemplado. Johann Joaquin Winckelman (1717-1768), no era crítico ni teorizador literario, pero su importancia en la historia de la Estética es tan grande que se proyecta en todas las teorías posteriores. Escribió mucho sobre el ideal puro, incoloro, «indeterminado» e, inclusive, se entregó a especulaciones y a consejos sobre recónditas alegorías. Sin embargo, como escritor y como hombre, Winckelmann vivió intensamente las teorías sensualistas: su descripción de la estatuaria griega era de carácter sensual, incluso sexual. Su experiencia del arte clásico es concreta, vital, orgánica, en resumen, su crítica es marcadamente sensualista. No podemos dejar de mencionar también a Johan Georg Hamann (1730-1788) ya que, aunque no elaboró Retórica o Poética alguna, ejerció también una notable influencia. Recordemos que muchos autores lo consideran como el «padre espiritual» de Herder. Aunque combinados con elementos gnósticos, neoplatónicos y

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con algunos rasgos de pietismo luterano, tanto en sus obras teóricas como en sus comentarios críticos, pone de manifiesto su tendencia sensualista. Johan Gottfried Herder (1744-1803) elabora también su Estética a partir de los principios sensualistas. Trata de deducir las distintas artes de los diferentes sentidos: la pintura de la vista, la música del oído y la escultura del tacto. Su última teoría, desarrollada en una obra titulada Plastik6 (1778), resultó novedosa en su época. En este trabajo resolvió las dificultades de situar a la poesía, reservándole el territorio de la imaginación; la poesía, escribe, es «La única de las bellas artes inmediata al alma», la «música del alma», la cual «afecta al sentido interior, no al ojo externo del artista». Herder insiste constantemente en los elementos sonoros y métricos de la poesía, y critica lo inapropiado del metro en que Denis tradujo al alemán Ossian. En sus propias traducciones en verso, trata de imitar el sonido, el tono y el metro. Llegó, incluso, a afirmar que «el teatro griego fue puro canto», y definió la tragedia de Sófocles como «ópera heroica». En la mente de Herder, el lenguaje se asocia con la literatura desde sus mismos principios. La primera colección de los Fragmentos se abre con la declaración de que «el genio lingüístico es también el genio de la literatura de la nación» (Suphan, I, p. 148). De aquí deduce que los orígenes de la poesía y del lenguaje son uno solo. Por eso el tratado herderiano Über den ursprung der Sprache (1772) es una historia hipotética, no sólo de la lengua, sino de la poesía: el lenguaje primigenio fue una colección de elementos poéticos. Herder rechaza aquí, a la vez, el origen divino del lenguaje y la vieja y racionalista teoría del convenio mutuo, con lo cual, al mismo tiempo, mejora la teoría de Condillac, que hizo proceder el lenguaje y la poesía del grito. El hombre, según Herder, inventó el lenguaje valiéndose de los tonos de la naturaleza viviente y de los signos de su razón dominadora. La reflexión, por lo tanto, convirtió los gritos en signos y así la poesía fue progresivamente, grito lírico, fábula y mito ya que, según Herder, la poesía está traspasada de parte a parte por la metáfora. En su obra Über Bild, Dichtung Faber (1786), expone que «Toda nuestra vida es, por decirlo así, una poética. No vemos las imágenes, sino que las creamos». La poesía es naturalmente metafórica y alegórica. El hombre primitivo piensa por símbolos, alegorías y metáforas; las combinaciones de estos elementos forman fábulas y mitos. Así la poesía no es imitación de la Naturaleza, sino «imitación de la divinidad creadora, denominadora». Este breve repaso de autores que, en distinto grado, siguieron las teorías sensualistas podríamos extenderlo considerablemente ya que, sobre todo al final del siglo, raro era el pensador que no luchó en favor o en contra de esta doctrina.

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B. Suplan Ed., I, P. 247, XVIII, p. 140.

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1. EL ARTE DE LEER Y EL LIBRO COMO ESPEJO

Z

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aunque su máxima difusión se produjo en 2001, después de La sombra del viento. Autor de estilo atemporal, ajeno a las veleidades de la fama, no presume de gran fecundidad creativa pues no inventa nada revolucionario ni milagroso; sus efectos narrativos tampoco son inagotables porque repite sus gags irónicos o cómicos y va multiplicando sus obsesiones de novela en novela. No es ningún trasgresor (sí algo escapista), ni se propone desafíos potentes o fundar nuevos arquetipos. Sólo retoma ciertos elementos del espíritu de las mejores ficciones clásicas, la magia de las seculares aventuras adolescentes y la objetividad de los relatos iniciáticos; y con esa revisitación mezclada de sueño y realidad consigue la armonía necesaria para la captación del lector y suscita credibilidad. El recurso a la evasión del escritor avala todos los pretextos que articulan su proyecto: comprobar cómo perviven la piedad y el altruismo de la infancia en la imaginación de sus novelas. Meticuloso e intuitivo observador, rodeado de discursos que predisponen y condenan al olvido, funda su narrativa refugiándose en una imaginación y un espacio coherentes, que mezcla los géneros y las influencias, y que va desde los narradores ingleses a los novelistas de raza europeos. ¿Por qué ahora esta narrativa? ¿Retrocedemos o avanzamos con esta readaptación de la novela gótica (a ella se incorpora también la novela de aventuras, el melodrama o la novela costumbrista, como una especie de cumplimiento postmoderno y fragmentario) en un tiempo de desafío tecnológico y debilidad moral como el actual?... Ruiz Zafón entra, pues, en la escritura cuando la novela ocupa e invade la literatura como el mejor divertimento, primero pequeño burgués y luego consumista. Y sobre todo cuando las formas de la novela en occidente ya han sido discutidas,

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comprendidas y hasta malversadas, destruyendo toda continuidad realista. ¿Por qué lo hace?... Él mismo nos lo explica: …el arte de leer se está muriendo muy lentamente, que es un ritual íntimo, que un libro es un espejo y que sólo podemos encontrar en él lo que ya llevamos dentro, que al leer ponemos la mente y el alma (La sombra del viento, p. 564).

2. NOVELA SENSITIVA FRENTE A NOVELA ESPECULATIVA Por todos esos contrastes, su itinerario narrativo iniciático no conoce el desengaño, tal vez porque aún atesora un fervor juvenil ilimitado, un carácter arduo e ingenuo y concibe la novela como forma literaria suprema. Contador de historias, publicista y guionista de cine, maneja bien la exactitud de la instantaneidad, dosificando admirablemente los datos de las descripciones y de los diálogos en sus novelas. Zafón no se compromete, ¿con quién, en tiempos tan farragosos y antiidealistas?..., pero tampoco se dedica a la vida contemplativa. La tendencia en su obra parte de una ideología ética universal, común: sublima el atomismo psicológico de sus criaturas, y encierra el atomismo social pequeño burgués de sus ciudades/enigma como Barcelona en un universo intemporal, contemplativo, y en ciertas épocas reprimidas y olvidadas. ¿Nuevo humanismo, nueva metafísica?... Los problemas y las tribulaciones que maneja en sus obras no son de índole política, sino social, con grandes dosis de fatalidad en su desarrollo argumental. Le interesa la novela, no como creación, sino como reproducción lineal de asuntos morales humanos, como pasión contagiosa y desgarradora y como reflejo del estado del siglo. Un proceso que va desde lo irreal hasta lo intemporal y que rescata lo mejor de sus lectores, poniéndoles en relación con sus fantasmas. Dentro de su narrativa no hay conflicto entre la conciencia aparente y la rigurosa conciencia subconsciente: son textos unidimensionales, lineales, uniformes, donde no existe carga dialéctica, ni perturbaciones internas. En Marina el personaje Óscar Drai narra con un impulso de veracidad que aumenta la credibilidad de los acontecimientos. Incluso las minuciosas descripciones fantásticas afianzan la sensación final de verosimilitud. Y si hay algún aspecto o personaje de la ficción que queda desdibujado es el objetivo/positivo de los acontecimientos verídicos realistas. La omnisciencia absoluta y el modo cerrado de narrar de Zafón procuran gran clasicidad a sus universos estéticos. Como narrador/historiador, su neutralidad es llamativa; amén de su visión determinista de los hechos novelados. Pese a su pesimismo sobre el hombre, siempre surge un atisbo de esperanza en la búsqueda del bien y de la verdad por parte de sus personajes decentes. Haciendo prevalecer en sus relatos la conciencia incontaminada de cada narrador, la objetividad descarnada de la realidad no parece afectar a sus protagonistas y siempre acaba imponiéndose aquélla a la referencia histórica. Todas sus novelas encierran una conciencia nostálgica que eleva los hechos y circunstancias reales a cualidades positivas y utópicas, y los lugares donde transcurre la acción a la categoría de ámbitos bellos e idealizados, aunque con una sensación final de extremada inestabilidad. Se sumerge en las peripecias de sus novelas y recrea las historias que acontecen en ellas desde su perspectiva personal y sus sensaciones primarias. Su

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obra no se contenta con un único objetivo sino que se implica en varios ámbitos al tiempo, de ahí que sus tramas y sus significados parezcan esquivos: muestra la vida de los ricos y la vida de los pobres, comparando sus destinos y estratificando con ellos sus obras. Sus personajes no pretenden ser héroes, ni hay en Zafón una intención ética o estética adrede, pero sí acaban todos lastrados por ese determinismo que impulsa en todas sus novelas la narración hacia la fatalidad inexorable de su desenlace. Incluso los personajes negativos, marcados por todos los males de una sociedad perversa y decadente, son fatalistas, hasta que, transformados por el escritor en héroes de ficción, alcanzan la redención final. Porque Zafón revela su inadaptación a un mundo degradado e irrecuperable, pero retuerce el sino de sus existencias tenaces para justificar una recuperación en el último instante de su mis en abisme (es el caso de Mijail Kovenik en Marina, o del ingeniero Lahawaj Chandra Chatterghe en El palacio de la medianoche). Con ello aporta las coordenadas de su contundente visión del mundo, libre de malicia, utópica e idealista; y explica la abolición o el cuestionamiento espontáneo en su narrativa entre la cultura popular y la cultura superior. La pugna actual entre novela e imagen no parece intimidarle: al conocer ambos mundos, sus diálogos son concisos y cinematográficos; sus estructuras mentales fácilmente trasladables a imágenes o derivadas hacia perspectivas visuales, táctiles o musicales, muy atento en sus libros a las sugerencias del ritmo y la concentración. No se produce en su narrativa esa lucha por un ámbito exclusivo de textura lingüística, lejos de la rítmica de la introspección y de la psicología del relato moderno: la acción externa, dividida en tramas y subtramas, no abandona sus elementos narrativos tradicionales. Son siempre relatos de un narrador omnisciente, que logra ambientes esenciales, tanto en las tramas realistas del relato lineal principal de cada novela, como en las subtramas fantásticas, misteriosas, policíacas o de terror, de los argumentos complementarios internos. Por ello los marcos de novelas como Marina, La sombra del viento o El juego del ángel encuentran su alojamiento en un espacio versátil de enorme fuerza visual que avanza y retrocede en el tiempo. Los puntos de vista de sus historias están condicionados por las perspectivas múltiples de sus personajes, por la progresión asimétrica de los distintos relatos intercalados, y por la incorporación de otras novelas entre la propia novela. Sus relatos orgánicos se van liberando del discurso novelesco, de las opciones ideológicas y estilísticas, redondeando el sentido o tema (son muchos los temas de Zafón: la locura, la pobreza, la decadencia occidental, la cultura como salvaguarda de la condición humana, el amor sublime, la lealtad, la bondad ¿connatural? al hombre…). Además, suele repetir la estructura argumental, incluyendo los mismos recursos e incluso incorporando algunos personajes topoi, (como la saga de libreros Sempere) que van pasando de una novela a la siguiente. En La sombra del viento, el nudo nuclear (capítulo cuarto) mezcla los dos discursos: el de la novela en tiempo real (los avatares de Daniel Sempere), alternado con los incisos de episodios que afectan a personajes relacionados con Julián Carax o a personajes de la novela de éste, La sombra del viento, como Laín Coubert. La imbricación eficaz de todas esas atmósferas es una de las fascinaciones de la obra. El detallismo en las descripciones y los diálogos de los personajes en tiempo real contrastan con la rotundidad heroica de las aventuras y peripecias

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de los protagonistas de la otra novela de Carax en el tiempo ficcional. Dos discursos, por tanto: este último, sutil e idealizado; el otro, realista/costumbrista (Balzac). En el fondo, lo que no quiere es crear o conseguir prototipos, sino que prime la acción y que ésta provoque sensaciones que prevalezcan e impulsen el ritmo narrativo. La escritura es para Zafón un modo de acumular energía, un movimiento proteico camino de una liberación: el desenlace. Se basa en la estratificación progresiva de la tensión, que funda el desarrollo de sus historias y propicia la solución de sus enigmas: en La sombra del viento, la novela la forman una serie de tensiones y otra serie de desenlaces provocados (así como en Marina y en El juego del ángel). Y en cada libro suyo, aunque los personajes vean lo mismo, cada uno lo vive de modo distinto: son las contradicciones del alma humana, la gran pasión del narrador, que determinarán las claves de sus éxitos o fracasos. El acierto ha consistido en escribir como lo haría un niño, penetrando en la vida, ajustando el tiempo a su trabajo creativo, valorando y gustando cada emoción. Como un viajero a través de lo cotidiano, y también de lo desconocido, impulsa la aventura de sus personajes haciendo un esfuerzo titánico, tratando de desvelar el lugar que buscan en el mundo y sus actitudes respecto a lo que les rodea. En su prosa se representan el dolor, el asombro o el misterio, como exploraciones hacia el conocimiento. Aunque altere la lectura complicando a los personajes en las tramas y subtramas que descomponen sus relatos (Daniel Sempere o Fermín Romero de Torres en La sombra del viento). Con la lograda cohesión de obras como Marina o La sombra del viento, el escritor consigue que apenas destaque el discurso del autor entre los choques argumentales y las innumerables líneas de fuerza de la composición novelesca. La duda es si Zafón logra dominar ese material compositivo y convertirlo en historias a la vez pequeñas y extensas, con personajes cuyos diálogos construyan el modelo de mundo del narrador omnisciente. Pero lo cierto es que sus tres últimas novelas se imbrican y se desarrollan creando nudos semánticos que van correlacionando las subtramas y profundizando la percepción mejorada del lector. Casi siempre esa interrelación de las partes de cada novela se funda en la lógica paradigmática de la novela inventada por Cervantes: mediante la ironía, el desengaño, la risa y la tragedia, se enseña a luchar a los lectores. Porque lo sabe, el escritor levanta cualquier telón del arte de los clásicos. Sus influencias pueden rastrearse (Dickens, Tolstoi, Balzac, Stevenson…), y explica en sus novelas qué escritores le gustan: Víctor Hugo y Tolstoi le ofrecen precisos contornos, aunque él no rompa las estructuras de sus obras con tanta fuerza como el ruso; pero sí amalgama con eficacia lo solemne y lo íntimo, lo cotidiano y lo elevado. La predilección de Zafón por los dragones del barrio gótico barcelonés, las grandes estancias y sombríos corredores de inimaginables edificios, y por protagonistas jóvenes huyendo bajo lluvias torrenciales y pavorosas tormentas nocturnas, puede proceder de la tradición fantasmagórica, del equilibrio narrativo entre lo real y lo sobrenatural de los narradores góticos anglosajones (como María Shelley, creadora de Frankenstein, en cuyo homenaje imbrica un interesante relato dentro de Marina), e incluso del gran Henry James. Los instantes en los que se incorpora en su narrativa la cotidianeidad aparecen filmados a cámara lenta, vistos en un tiempo fuera del tiempo de la acción. Cuando se rompe el orden cronológico de los acontecimientos en el nivel de lo real en sí,

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la obra se enreda en una serie de nudos (subtramas) que van realzándose hasta desbancar el protagonismo de la acción. Para el relato/trama principal, Zafón escribe en línea recta y organiza sus descripciones en fragmentos grandes, en muchos de los cuales sobrenada la desconfianza hacia la representación habitual de la vida humana: son reflejos del trabajo del pasado y del trabajo del futuro. Allí los errores de sus personajes parecen inevitables y los contenidos de los nudos aislados de cada obra originan un estrato dentro de otro, definiendo la mejor de sus fórmulas magistrales: una estructura «de muñeca rusa», cuando cada novela se descompone en mil historias, en una galería de espejos con decenas de reflejos diferentes de aventura y misterio, en un sortilegio de mundos y personajes, capaces de encandilar la memoria de sus lectores. Como cualquier narrativa neogótica, o neopolicíaca, contiene enigmas múltiples, por ello la relación entre enigma y extrañamiento narrativo es esencial. También parecen nucleares los personajes honestos que inventa: no son ni polisémicos, ni contradictorios. Y la imagen-tipo de sus novelas es el bien y la felicidad del amor contra todo. Si el arte siempre separa lo semejante y une lo distinto, Zafón, destacando lo habitual y cotidiano, lo convierte en asombroso. Incluso al desarrollar las sucesivas metamorfosis en el tiempo de Barcelona, plagadas de comparaciones implícitas con el pasado esplendor, aparta el objeto comparado; y en lugar de hacer tangible la ciudad, la aleja de la claridad y comprensión habituales para convertirla en una sublimación extrañamente incompleta, donde infinitas puertas se abren al misterio y al enigma. En la novela inglesa (ya en la cervantina) el tiempo estaba relacionado con el viaje. En La sombra del viento y El juego del ángel la narración se divide en libros, microrrelatos con título que se presentan, tal como en El Quijote, como libros separados. En Marina el protagonista es un «viajero sentimental» tratando de salvar a la heroína, esta vez de la prosaica, y no menos trágica, enfermedad. Sus personajes, como los héroes de las novelas clásicas, son virtuosos, moderados y fieles a la amada (Daniel Sempere, Oscar Drai). En sus tres últimas novelas enfrenta el tiempo de la vida individual de Oscar Drai, Daniel Sempere o David Martín con el transcurrir fantástico de las historias de Marina, Julián Carax o el editor de La Lumière y el abogado Marlasca. Sus narradores omniscientes intervienen como observadores, tasadores de los sucesos y los significados de los actos y vivencias de los personajes. Así, el tiempo del narrador es un método para que avancen los acontecimientos en la novela, para rellenar las omisiones o para darles un sentido. Al escritor le gusta jugar con la suerte del héroe. Y no crea o modifica su modelo de novela por la necesidad de renovarlo, sino que lucha por su derecho a ampliar los cauces de sus vivencias, a investigar o a adoptar nuevas formas, a alcanzar en definitiva una nueva felicidad que perfeccione la transmitida por la Literatura durante generaciones. De la novela del XIX toma Zafón asimismo la conciencia del héroe fuera de lugar, cuyo destino va a parar a un mundo difícil y tenebroso (como Julián Carax buscando en La sombra del viento el amor desdichado), fuera del ambiente en el que nació y sin poder retornar a casa (sin compromiso no hay regreso). Julián Carax o David Martín pretenden hacer lo que hacen los hombres que triunfan, pero no lo logran. ¿Obedece su fracaso sólo a la casualidad?... ¿O es que la conciencia del escritor se mueve por encima de las estructuras y de los desenlaces de sus novelas? Fermín Romero de Torres (La sombra del viento), por el contrario, es el

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viejo héroe fracasado de los cuentos, el héroe bajo no atado por los prejuicios de su tiempo que trata de encontrar, aunque sin éxito, nuevas soluciones a los viejos problemas.

3. EL SIGLO XX COMO GRAN CIRCO DE LA HISTORIA Avanzamos entre contradicciones y, mientras los hombres indagan cuál es su lugar en el mundo, van variando nuestras conciencias. De ahí que algunos novelistas conciban y creen sus argumentos como métodos de investigación del hombre. La vieja historia de la literatura y sus personajes pasa siempre por esa búsqueda, por las guerras, las desgracias amorosas, el poder y la caída, el mal y los falsos finales felices, con sus interminables pretextos e intenciones. El Zafón guionista de cine sabe cómo abordar la sinopsis de un argumento y que en ella la conducta de los personajes es tan objetiva que parece narrada por un fiscal. De ahí que muchas subtramas de sus tramas novelescas, y la mayoría de sus diálogos, den la misma impresión de instantaneidad que un fotograma. E interpreta los hechos comportándose como un investigador objetivo de ambientes, en sus relatos realistas-naturalistas. Pero también como un autor flexible, capaz de eliminar todas las huellas como narrador en beneficio de la conciencia autónoma de sus personajes, en los relatos romántico-idealistas (¡otra vez Henry James!). A veces, incluso, sus subtramas parecen entrar en conflicto de fuerzas con las historias que enarbola como principales, pero no creo que sea más que una contradicción marcada por la heterogeneidad de los materiales y peripecias que utiliza para sus novelas: narraciones sobre crímenes, tragedias de amor, truculentos sucesos, efectos pirotécnicos, pavorosos incendios, destrucción y desmoronamiento de singulares edificios tocados por cúpulas imposibles, etc. Estamos, en definitiva, ante la utilización por parte de Zafón de los dos cometidos del narrador, ante un debate entre el punto de vista lineal-objetivo perspectivista y los demás modos de narrar, determinados por las distintas gradaciones impuestas por las funciones de control, comunicativas, testimoniales e ideológicas de los textos (las sistematizó Genette). Pero no es lo mismo quebrantar todas las leyes habituales porque sí, que hacerlo basándose en el conocimiento profundo de la literatura. En ocasiones la tendenciosidad de la parodia en los diálogos de Zafón queda camuflada mediante conversaciones sobre nimiedades o referencias a otros autores y obras clásicas. La afición del novelista por las historias semejantes le lleva a repetir acontecimientos y peripecias que saltan de una novela a la siguiente: las alusiones a las «bibliotecas alejandrinas», sublimadas en la descripción del «Cementerio de los libros olvidados» de La sombra del viento o El juego del ángel, o las historias de existencias fracasadas de familias de industriales catalanes e indianos cuyas fortunas se hunden con el tiempo. Cervantes, Rabelais o Shakespeare tenían también su «inventio»: el mundo que Dante precipitó al infierno, Rabelais lo situó en un tonel... y Zafón en las calles de una Barcelona decadente y embriagadora donde la lluvia preside los combates entre la vida y la muerte, la sempiterna disputa de los opuestos en conflicto. Allí sus héroes, menesterosos y sinceros, viven libres de la envidia, de los celos, del sentimiento de la propiedad incluso, intentando ser hombres inocentes y libres.

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Con sus últimas novelas se incorpora Zafón a la larga tradición narrativa moderna de los cultivadores urbanos de una fascinación: Barcelona. Elucubra sobre la ciudad del XIX y XX desde una distanciada apreciación manierista (recogiendo una herencia ya asumida: Barcelona es un topoi a cuya contemplación y vivencia se suman los personajes de cada historia). No cultiva aquel propósito documental de Eduardo Mendoza en La ciudad de los prodigios, ni incluye en la narración sucesos o datos objetivos. Aquí la neutralidad y el distanciamiento estético se imponen, en una prosa sin compromiso ni ideología. Son las criaturas inventadas por Zafón las que enaltecen la ciudad hosca de los barrios pobres y la interiorizan, mostrándola a través de sus emociones y vivencias. El talante utópico de todos esos personajes contagia también de idealismo las referencias difuminadas de las distintas zonas de Barcelona. Prevalecen, más que las descripciones y representaciones reales, las sensaciones espaciales mitificadas y culturalistas de los individuos que pululan por ella. No me atrevo a llamarle a esto estrictamente conciencia subjetiva, pero se le parece: la ciudad canaliza las apetencias y sueños personales de cada personaje. La ciudad es sólo un espacio por explorar, distinta y posible. Funciona como proyección del imaginario cultural y personal, como espacio virtual de una suerte de viaje iniciático. En esa Barcelona subjetivizada de Zafón casi siempre la narración demanda una ciudad irreal, incongruente, una hábil combinación de los datos elevados y triviales. El repertorio de protagonistas se sirve de una ciudad diferente para realizar sus itinerarios fantásticos, que se abren y multiplican como las varillas de un abanico (la predilección del novelista por otras ciudades-dédalo, llenas de contrastes abismales, se plasma en la Calcuta de El palacio de la medianoche, o en el París antagonista de Barcelona de La sombra del viento). El tiempo real desaparece para que prospere el tiempo individual de Oscar Drai, Daniel Sempere o David Martín en esas atmósferas narrativas impulsadas por la sensación espacial general de trasgresión fantástica. Los acontecimientos más inspirados de Marina, localizados bajo tierra, en el mundo profundo y húmedo de Barcelona, son perturbadores: la ciudad, la arquitectura, cambia radicalmente bajo los edificios, en las entrañas de las galerías subterráneas y las cloacas. Zafón fantasea con esos ambientes introduciendo personajes más dignos y desgraciados, magníficas criaturas con historias trágicas y truculentas, en las que refleja la agresión de la extrema pobreza pero sosteniendo también la extrema belleza: visión romántica, ligeramente gótica. E incluye personajes secundarios, sombras de paso, como un verdadero museo imaginario en un lugar mental. Con una intención final: que la novela eleve nuestros corazones hasta la tragedia de sus héroes. Porque la única verdad es que –decía Sklovski en La cuerda del arco– el arte despierta en nosotros aquellos sentimientos que, aparentemente, no necesitamos. Cabe preguntarse, para concluir, ¿qué va a quedar de todo esto? ¿Podrá colmar El sueño del ángel sus expectativas de «verdad emocional» o se recibirá como una vuelta de tuerca, más o menos amanerada, de La sombra del viento?... La cuestión es cruel, sin duda impía, pues esto no ha hecho más que comenzar y Zafón prepara nuevas obras que nos envenenen el corazón «de envidia y asombro» (La sombra…, p. 37). La orquestación mediática (desaforada en su caso) le obligará a perder el miedo escénico y deberá galvanizar las locuras publicitarias a base de paciencia, solvencia y fervor literario para poder instituir una nueva dignidad literaria sin ira.

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Porque para inscribirse en la gran tradición heroica europea Zafón posee una gran habilidad: la apariencia perpetua, que no confusión desordenada, de improvisación ardiente, casi febril, de sus novelas. Complejidad que hace renacer un cosmos consciente, de enorme carga moral, en su escritura. Por eso, Ricardo y Marcela, intenta ser un alquimista en sus ficciones, un fugitivo «cabalgando a lomos de un libro».

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Los proyectos narrativos de Salvador Rueda: las novelas que nunca escribió MARÍA ISABEL JIMÉNEZ MORALES Universidad de Málaga

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ALVADOR RUEDA FUE UN ESCRITOR fecundo, ejerciendo gran parte de su oficio en el interesante período de entresiglos. Como tantos otros literatos del XIX, precisa una revisión bibliográfica urgente (Montesa Peydro 2008) y una reedición de sus textos, pues son escasísimas las versiones modernas de sus obras. La producción de Salvador Rueda, que abarcó todos los géneros literarios, solo cuenta hoy día con muy pocas reediciones: la parcial de su libro de viajes Granada y Sevilla (1989), El ritmo (Palenque 1993), El gusano de luz (Jiménez Morales 1997) y La bacanal (Llopesa 1997). Son, sin embargo, algo más numerosas las antologías de su obra poética, entre las que destacan la de C. Cuevas García (1986) y la reciente de A. A. Gómez Yebra (2007). Entre su producción narrativa, el malagueño publicó ocho novelas de diversa extensión, desde 1889 hasta 1922, pudiendo dividirse en dos grandes etapas que, no obstante, comparten numerosas peculiaridades. El primer período novelesco del autor malagueño abarca sus obras escritas hasta 1892 y está integrado por sus novelas regionalistas. El regionalismo, corriente muy cultivada en el último tercio del XIX, reflejaba una ideología conservadora, numerosos usos, ambientes y costumbres rurales y resultaba prolongador de modelos narrativos decimonónicos (González Herrán 1998: 454). De este período son sus tres «novelas andaluzas»: El gusano de luz (1889), La reja (1890) y La gitana (1892). Menos la última, todas fueron reeditadas en tres ocasiones diferentes; llenando, de este modo, el vacío narrativo del autor en el período de entresiglos. Tras el escaso éxito de La gitana, Salvador Rueda permaneció catorce años alejado del género, hasta que en 1906 publicó La cópula, y, tras ella, El salvaje (1909), Donde Cristo dio las tres voces (1919), La Virgen María (1920) y El secreto de

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una náyade (1922)1. Todas estas obras conformarían un extenso segundo momento narrativo donde seguía predominando el sensualismo y las notas costumbristas, siendo publicados algunos de estos títulos en las colecciones de novela corta que tanto proliferaron en el primer tercio del siglo XX. Al margen de estas narraciones que Salvador Rueda dio a la imprenta, el autor de Benaque fue fraguando a lo largo de su extensa vida literaria diversos proyectos narrativos, lo que nos adentra en el tema de este artículo. Al no conservarse manuscritos, esquemas o resúmenes de estas obras, nunca podremos tener la completa certeza de si, realmente, Rueda llegó a tomarse en serio esos planes –redactando buena parte de estas obras– o, si, simplemente, solo fueron eso: proyectos a la espera de su materialización, ideas que fue dándoles publicidad, sin estar realmente maduras. El escritor malagueño hizo mención a sus proyectos literarios siempre que tuvo oportunidad y se sirvió de medios diferentes, pues era una forma más de darse a conocer y de seguir estando presente en los cenáculos literarios del momento2. El primer cauce empleado por Salvador Rueda fue la correspondencia privada, donde hacía partícipes a sus destinatarios de sus planes y confidencias. Y, con un carácter más público, se sirvió de anuncios breves insertos en los periódicos y revistas de moda y de las cubiertas y contraportadas de los libros que iba publicando. Este último hábito, adquirido desde sus inicios literarios, se consolidó cuando su hermano José, el tipógrafo de la familia, comenzó a publicar en 1892 sus obras en la «Biblioteca Rueda». Salvador Rueda editó ocho novelas; pero, al menos, pensó escribir otras siete. Estos proyectos, al igual que sus narraciones publicadas, pueden repartirse en dos grandes momentos. El primero coincide con su etapa regionalista y, en lo que respecta a sus planes, es el período más fecundo de los dos. Abarcó los años 1889 a 1893, época en que Salvador Rueda anunció, reiteradamente, la futura redacción de «Novelas madrileñas» y de «Novelas madrileñas de costumbres». Estos cinco años fueron de intensa producción para el autor, pues alcanzó el reconocimiento literario en Madrid; cuando publicó sus novelas más extensas, comenzó su carrera en el teatro, con el poema escénico El secreto, y editó poemarios de la relevancia de Estrellas errantes, Himno a la carne, Cantos de la vendimia o La bacanal. La primera referencia a esas novelas que nunca escribió es de 1889, año en que el malagueño inicia su andadura narrativa. En la contracubierta de El gusano de luz, Salvador Rueda anunciaba la «preparación» de El hombre honrado. Novela madrileña, no volviendo a encontrar en ninguna otra fuente noticias relativas a esta obra. La segunda alusión a otra narración en proyecto la hallamos justo al año siguiente. El país de los toros apareció citada, primero en Himno a la carne, obra de 1890 –en esta ocasión, el subtítulo solo indicaba su condición de «Novela»–; y, en segundo lugar, en el poema escénico El secreto, de 1891, donde se explicitaba su condición de «Novela madrileña». En 1892, en la contracubierta de La gitana, Salvador Rueda indicaba que estaba preparando Las batallas modernas. Nuevamente otra «Novela madrileña». Y en 1893, en un breve anuncio de La Unión

1. Aunque A. Palau y Dulcet la cita (1966: 85), no he podido localizar ningún ejemplar de esta novela, ni anuncios o reseñas en la prensa del momento. 2. Desde aquí, mi más sincero agradecimiento a la Dra. D.ª Amparo Quiles Faz, profesora de la Universidad de Málaga, por haber puesto a mi disposición el abundantísimo material de su archivo sobre Salvador Rueda.

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Mercantil, del jueves 1 de junio, encontramos la primera referencia a La decadente, el último proyecto narrativo de esta etapa: «Nuestro querido amigo y paisano el eximio escritor malagueño D. Salvador Rueda, prepara una nueva novela con el título de La decadente». El carácter público dado a esta información quizá animó a Rueda a confirmarla en una carta dirigida a Manuel Altolaguirre el 6 de septiembre del mismo año (Quiles Faz 2004: 115). En ella, hacía balance de su fecunda tarea: Conque adiós, querido Manuel. Acaso pronto te envíe unos cuantos libros míos nuevos; en este invierno me propongo yo publicar (están ya acabados) La bacanal (desfile antiguo) Camafeos, Acuarelas; La decadente, (novela madrileña); un tomo de cuentos que aún no tiene título; un grueso volumen de poesías titulado De varias cuerdas donde van varias sátiras, costumbres, religión y naturaleza; y además daré a luz El ritmo, (tomo de crítica contemporánea, que asimismo está terminado).

De las obras mencionadas en la carta, solo dio a la estampa en meses sucesivos La bacanal y El ritmo. Las demás nunca se publicaron o se aplazaron, cambiándoles su autor el título, algo que, por otra parte, era práctica habitual en el malagueño. La decadente volvería a ser anunciada a los pocos meses en la propia cubierta de La bacanal, donde apareció citada como «Novela de costumbres madrileñas». De todas estas referencias a los proyectos narrativos de Salvador Rueda, La decadente fue la más citada y parecía la única obra terminada o a punto de concluir, pues en La bacanal se comunicaba a los lectores que se encontraba «en vías de publicación» y, en la carta a Altolaguirre, su autor la daba por acabada, pretendiendo publicarla a lo largo del invierno de 1893. Sin embargo, nunca llegó a ver la luz. Tal vez influyeran en el ánimo del titubeante novelista las críticas adversas de Pereda a El gusano de luz en 1888 (Jiménez Morales 1997: 22-37) y el fracaso que supuso el año anterior La gitana (Jiménez Morales 2008: 179-183). Las restantes novelas proyectadas en esta primera etapa simplemente fueron mencionadas como obras «en preparación», expresión de amplio y ambiguo significado, que permitía a un autor demorarse o avanzar en la redacción de su obra, según le conviniera. De estos proyectos, que, lamentablemente, quedaron reducidos a meros títulos, pueden extraerse rasgos en común de cierto interés, que ayudan a conocer mejor la obra de Salvador Rueda. En primer lugar, debemos señalar el carácter costumbrista de algunas de ellas. La decadente, por ejemplo, explicita en el subtítulo su condición de «novela de costumbres» y, aunque no se manifiesta expresamente en El país de los toros, dicho enfoque parece implícito. Otras obras manifiestan un evidente contenido moral, tales son los casos de su proyecto más temprano: El hombre honrado y de La decadente. Estas obras, de haberse redactado, tal vez estarían próximas a las novelas de tesis que tanto gustaban al público burgués de entonces, siendo ambos títulos exponentes de temas similares, pero desde planteamientos opuestos: la honradez del protagonista en la primera novela frente a la decadencia de ciertos valores en la heroína de la segunda. La última analogía común a todos estos proyectos –y la más importante– se relaciona con su orientación urbana, insólita hasta el momento en el escritor de Benaque. Su supuesta trama se desarrollaría, según los subtítulos, en la gran ciudad que era Madrid, abandonando el escenario rural que cultivó en todas las novelas

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publicadas de su primera etapa. Es obvio que Rueda planeaba cambiar la orientación de su producción narrativa para evitar el encasillamiento como escritor colorista; o, al menos, parecía buscar dos tendencias diferentes y simultáneas: la regionalista y la de costumbres urbanas. En la elección de ese nuevo escenario ciudadano, contribuiría el interesante componente de actualidad de las novelas de costumbres contemporáneas, que tenían en Galdós, desde que publicó La desheredada, a su mejor representante. Por tanto, en la primera etapa narrativa de Rueda, comprobamos cómo el escritor solo publicó novelas andaluzas, regionalistas; pero planeó redactar novelas de costumbres urbanas, con un unánime escenario madrileño. A través de estos planes, que no llegaron a fraguar, se evidencia que pesó más en él su aprendizaje en el costumbrismo andaluz y en el colorismo, cuyo bagaje quedaba perfectamente demostrado con obras como El cielo alegre y El patio andaluz, de 1886 y 1887, respectivamente. Sin olvidar tampoco que José María de Pereda, su mejor interlocutor crítico en lo concerniente a su prosa, le fue llevando por la senda del regionalismo, como puede comprobarse por los juicios favorables emitidos en varias cartas acerca de las dos colecciones costumbristas mencionadas, de Granada y Sevilla –libro de viajes «de colores brillantes»– y de su segunda novela: La reja. En todas estas epístolas (Sánchez Reyes 1957: 190-197), el santanderino destacó la calidad del pintor que había en Salvador Rueda, su corrección del dibujo, la brillantez del colorido y el poder de observación, indicando que era una frecuente «desgracia» encontrar malos e insípidos escritores de costumbres en el país. Tras la última referencia a La decadente en La bacanal, de 1893, transcurrieron trece años sin que Rueda volviera a hacer mención a otro proyecto narrativo. Esta ausencia de planes corrió en paralelo a la inexistencia de novelas publicadas por el malagueño, pues desde 1892, tras La gitana, Rueda no daría a la estampa ninguna novela hasta 1906, fecha de aparición de La cópula. Curiosamente, el escritor volvió a retomar sus proyectos narrativos ese mismo año, concluyéndolos definitivamente en 1908. Estos nuevos planes coincidirían tan solo con los primeros años de su segunda etapa narrativa, desarrollada de 1906 a 1922. En la contracubierta de su poemario Fuente de salud, publicado en 1906, Salvador Rueda anunciaba «en preparación» una obra de título muy sugerente, que parecía entroncar con la novela erótica de las primeras décadas del siglo XX: Opio. (Novela voluptuosa). Al año siguiente, en una carta de Salvador Rueda a Emilio Suardi (Quiles Faz 1996: 100), donde abordaban la posible traducción al italiano de La reja, hallamos la segunda referencia a otra novela en proyecto. En dicha epístola, el malagueño resumía los títulos de sus obras publicadas hasta entonces y mencionaba dos inéditos: un tomo de poesías –La lira policorde– y una novela: El ruiseñor. Ésta volvería a ser anunciada ese mismo año –1907– en la contracubierta de Trompetas de órgano, aunque, en esta segunda fuente, ampliaba la información al incluir un subtítulo: «Novela de toreros y cantadores». En 1908, localizamos varias menciones de Rueda a su último proyecto narrativo. Se trata de la novela La corrida de toros. Sin indicación genérica alguna, fue citada, en primer lugar, en una carta sin fecha que Salvador Rueda remitió a Felipe Trigo. Casi al final de la epístola, Rueda le preguntaba al escritor pacense: «¿Cuándo nos vemos?», para explicarle a continuación:

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Yo he preparado esta serie de cosas: Vaso de rocío. Idilio en tres actos, en llano romance (Para leerlo). Lenguas de fuego (Tomo de poesías). El arpa universal (Tomo de poesías). La procesión de la naturaleza (Poesía) y La corrida de toros (Novela). (Está sin acabar). Adiós, adiós, adiós. Suyo devotísimo. (Quiles Faz 1996: 107) La segunda mención a La corrida de toros aparece en la cubierta de Vaso de rocío. Idilio griego, poemario de 1908, y la última alusión a esta novela se localiza en un folleto publicado sobre el autor ese mismo año (Martínez Olmedilla 1908). El biógrafo de Rueda volvía a mencionar La corrida de toros «en preparación», al tiempo que variaba el subtítulo: «Novela poemática», aludiendo a un género muy en boga entonces y que sería elegido por Rueda para una novela publicada al año siguiente: El salvaje (1909). El título de este último proyecto recuerda al que se anunció en 1891 en El secreto: El país de los toros. Al no haberlo concluido en la década final del siglo XIX, pudo retomarlo diecisiete años después con la intención de finalizar la obra. En la segunda etapa narrativa de Salvador Rueda, los proyectos son menos numerosos que en la primera. Se mantiene el componente costumbrista, tal y como se aprecia en el subtítulo de El ruiseñor y en La corrida de toros. Y, lo más destacable, se percibe una mayor diversidad de los géneros narrativos: desde la mera alusión a la condición de «Novela» de algunos títulos, hasta el erotismo implícito en una «Novela voluptuosa», pasando por un género inexistente: «Novela de toreros y cantadores». Son subtítulos con los que su autor no buscaba definir el género de la obra que estaba escribiendo, sino aludir a su argumento y, de paso, llamar la atención de los lectores, por las sugerencias implícitas de algunos de ellos. En estos últimos ejemplos de Rueda, encontramos una muestra más de la variedad genérica de la novela en las primeras décadas del siglo XX. Son éstos años de cambio en literatura, de creación de géneros híbridos, que se verán reflejados también en sus proyectos narrativos. Rueda se apunta a las nuevas modas –como lo hiciera con las novelas de costumbres urbanas décadas antes– y, de ese modo, idea «novelas poemáticas», donde debería predominar la interiorización por encima de la descripción realista, o novelas que hacían recordar el erotismo fin de siglo. Estas reflexiones sobre los proyectos novelescos de Salvador Rueda dejan entrever el elevado número de nuevos planes narrativos, forjando de él una imagen de novelista inquieto, que quería probar fortuna en subgéneros muy diferentes. Pero se me antojan también como una muestra más de los generalizados titubeos que el malagueño solía presentar en toda su producción literaria. Tenemos constancia de cómo, a lo largo de su extensa labor, Rueda cambiaba en el último momento el título de una obra que había estado publicitando con otro totalmente diferente durante meses. Éste es el caso de su tercera novela. En las once entregas previas que aparecieron en La Correspondencia de España, de junio a octubre de 1891, presentó la obra con el título de Idilio en la sierra, al igual que en la cubierta de El secreto y, al publicarla a principios de 1892, el título fue cambiado por el de La gitana, con el que reafirmaba el carácter regionalista de esa «novela andaluza».

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Otro ejemplo de menor relevancia, pero digno de comentario, lo encontramos en el hecho de cambiar los subtítulos. En 1887, en la contracubierta de El cielo alegre, anunciaba El gusano de luz como «Novela de costumbres», cuando la publicó a los pocos años como «Novela andaluza». Pero existe un caso mucho más sorprendente en El salvaje. Rueda cambió el subtítulo de esta novela en cada reedición. En la príncipe, apareció con la aclaración de «Poema campestre»; veinticuatro años después la reeditó como «Novela poética» y, en su tercera edición, se publicó sin subtítulo. Sus naturales indecisiones le inducían a efectuar cambios de última hora, eliminando, por ejemplo, capítulos de una novela con los que, probablemente, no habría quedado satisfecho, pero lo hacía con precipitación, como lo comprobamos también en La gitana. Apenas unas semanas antes de su publicación, el autor malagueño (Rueda 1891) publicó en La Ilustración Ibérica de Barcelona un capítulo inédito de lo que después sería su novela La gitana. Por su contenido, debería haberlo ubicado tras «La cueva de Jeremías. Capítulo XIX», pero, sorpresivamente, no fue incluido, dos meses después, en la edición de la novela. Una muestra más de su natural indecisión se contempla en La cópula, novela que publicó en 1906, en la imprenta de su hermano José, pero que no puso a la venta hasta 1908, en espera de encontrar opiniones favorables que la respaldasen con firmeza, tal y como puede leerse en su «Epístola íntima», dirigida en septiembre de 1907 a Gregorio Martínez Sierra, director de la revista Renacimiento: Ésta, desde hace dos años, está impresa [se refiere a La cópula] y no me he atrevido darla a la luz hasta que juicios altísimos de amigos leales y francos la han conocido y la han declarado, no solamente no pecaminosa, sino hasta casi, casi, un libro sagrado» (Quiles Faz 2004: 158).

Estos variopintos ejemplos dan prueba de los titubeos en la producción novelesca de Rueda. Si todo lo expuesto sucedía con las novelas publicadas, qué no ocurriría con sus proyectos narrativos. No resulta, por tanto, sorprendente que ideara tal variedad de novelas y que luego no se materializaran en ninguna edición, porque de idéntica manera procedía en otros géneros literarios.

REFERENCIAS

BIBLIOGRÁFICAS

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LLOPESA, R., (ed.), 1997, S. Rueda, La bacanal, Valencia: Instituto de Estudios Modernistas. MARTÍNEZ OLMEDILLA, A., 1908, Salvador Rueda. Su significación, su vida, sus obras, Madrid: Gregorio Pueyo. MONTESA PEYDRO, S., (ed.), 2008, Salvador Rueda y su época. Autores, géneros y tendencias. Actas del XVIII Congreso de literatura Española Contemporánea, Málaga: AEDILE. PALAU y DULCET, A., 1966, Manual del librero hispanoamericano, Barcelona: Librería Palau, vol. XVIII. PALENQUE, M., (ed.), 1993, S. Rueda, El ritmo, Exeter: University of Exeter Press. QUILES FAZ, A., 1996, Epistolario de Salvador Rueda. 1. Ciento treinta y una cartas autógrafas del poeta (1880-1932), Málaga: Arguval. — 2004, Salvador Rueda en sus cartas (1886-1933), Málaga: AEDILE. RUEDA, S., 1889, El gusano de luz. Novela andaluza, Madrid: Imp. de El Crédito Público. — 1890, La reja. Novela andaluza, Madrid: Tip. de Manuel G. Hernández. — 1891, «Idilio en la sierra. Novela andaluza. Capítulo XX (Inédito). Un pastor sin poesía», La Ilustración Ibérica, Barcelona, n.º 462, 7-noviembre, p. 710. — 1892, La gitana. (Idilio en la sierra). Novela andaluza, Madrid: Imp. de Luis Aguado. — 1906, La cópula. Novela de amor, Madrid: Imp. de J. Rueda. — 1909, El salvaje. Poema campestre, Madrid: Los Contemporáneos. — 1919, Donde Cristo dio las tres voces, Madrid: Prensa Popular. — 1920, La Virgen María. Boceto de una obra teatral, Madrid: La Novela Corta. — 1922, El secreto de una náyade, Buenos Aires. — 1989, Granada, Córdoba: Virgilio Márquez. SÁNCHEZ REYES, E., 1957, «Mementos de actualidad», Boletín de la Biblioteca Menéndez Pelayo, XXXIII, n.º 1-2, 188-207.

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Escritura, lectura y soledad en El Señor de Bembibre de Gil y Carrasco MIGUEL ÁNGEL LAMA Universidad de Extremadura

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REO QUE EL SEÑOR DE BEMBIBRE de Enrique Gil y Carrasco es una novela que puede atraer al lector contemporáneo. Esta apreciación contrasta, sin intención de polemizar, con otra publicada hace casi cuarenta años por Matías Montes Huidobro (1969: 233):

No creo que El señor de Bembibre de Enrique Gil y Carrasco sea una novela que atraiga al lector contemporáneo. Nadie ha de leerla ahora por placer, sino por interés de especialista y erudito. Su temática, la concepción de los caracteres, y en especial su morosidad y extremas digresiones, la alejan del gusto actual.

Esta amable discrepancia no se explica porque yo esté convencido de que los gustos lectores de hace cuatro décadas hayan cambiado en esa dirección –ojalá–; en realidad, lo que pretendo es conceder al texto del escritor leonés mayores valores para encender el interés de un lector común, que si no encuentra muchos atractivos en las digresiones artísticas de esta novela ni en su buscada y justificada morosidad, puede hallar disfrute en la expresión vivencial de la naturaleza, en los rasgos de su estilo o en la sutileza y modernidad de algunos recursos para la construcción de la historia. Estamos ante una gran novela y ante un gran escritor; por responder a la pregunta retórica con que Montes Huidobro (1969: 255) cerraba su ensayo sobre la obra de Gil; ante «la única novedad perdurable y definitiva de la novelística romántica española», en palabras de Juan Carlos Mestre y Miguel Ángel Muñoz Sanjuán (2004: 71 y 106), quienes subrayaron la «innovación que supone la técnica narrativa empleada, el distanciamiento entre tiempo histórico de la narración y tiempo del narrador, la elección del lenguaje como voz de un paisaje retóricamente

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intemporal...» como valores que han sido constatados por algunos de los más cualificados estudiosos contemporáneos de la obra giliana, como Ríos-Font (1993), Russell P. Sebold (1996 y 2002) o Michael P. Iarocci (1999), cuyas interpretaciones se refuerzan, a mi modo de ver, si tenemos en cuenta un aspecto muy sugerente de El señor de Bembibre que hace de esta novela un texto aún más singular y atractivo. Russell P. Sebold y Michael P. Iarocci pusieron el acento en el paralelismo que puede establecerse entre la vida de Gil y Carrasco y las circunstancias de la ficción referida al personaje de la protagonista femenina, Beatriz Ossorio. Para Russell P. Sebold (2002: 211), estamos ante «una historia clínica literarizada»; para Michael P. Iarocci (1999: 147), ante «una plasmación artística del drama de la vida y muerte inminente del autor», que tiene su alter ego idealizado en el personaje de Beatriz que es también del Bierzo, que padece la misma enfermedad –tuberculosis– que padeció el autor, y «que es también poeta, que escribe». Subrayo esto último porque aquí se encuentra toda la justificación del objeto de estas líneas. Es el único indicio de ese paralelismo entre vida real y vida ficticia que puede plantearse sin necesidad de conocer nada de la biografía de Enrique Gil y Carrasco. El lector puede intuir que el autor histórico sentía de manera especial el paisaje que describía el autor implícito; pero en modo alguno puede saber sin más que el primero nació en Villafranca del Bierzo. El lector puede intuir que sólo desde la experiencia personal puede relatarse así el proceso de una enfermedad; pero no que el autor la padeció efectivamente y que fue la causa de su temprana muerte, a los treinta años de edad. Sin embargo, El señor de Bembibre traza un paralelismo innegable con el acto de la escritura y con el de la lectura, que quedan incorporados al relato como motivos argumentales; un reflejo en el que, sin necesidad de apreciaciones conjeturales, se manifiesta claramente la figura del autor histórico –sobre el que no necesitamos ningún dato externo para saber que escribió el texto que leemos–. Así, el determinismo biográfico de la novela no tiene por qué trascender del nivel ficticio de la obra si el lector desconoce la vida y circunstancias del autor histórico; y escritura y lectura como actos referidos a los protagonistas nos implican directamente como lectores de un texto escrito con la intención de ser mostrado a otros. El enunciado especular lo plantea Beatriz Ossorio, hija del señor de Arganza, enamorada de Álvaro Yáñez, que escribe, a partir de su retiro en el monasterio de Villabuena, una especie de «libro de memorias» con textos en prosa y en verso, que, casi al final del relato, serán leídos por su amado. El personaje femenino, así, reproduce la actitud de un autor que plasma por escrito el drama personal que vive, aquejado por una grave enfermedad y consciente de que «dentro de poco será cuanto os quede de mí» (Enrique Rubio 2001: 364)1. La narración de este elemento significante de la novela de Gil tiene tres fases: en primer lugar, su mención o justificación; dónde escribe Beatriz. En segundo lugar, su contenido a través de la lectura que hace Álvaro Yáñez; es decir, qué escribe Beatriz. Y, por último, su función como emblema u objeto identificativo del personaje en la conclusión de la novela2. 1. En adelante, todas las referencias al texto de la novela se harán por esta edición, con el número de página entre paréntesis. 2. En la Conclusión, Martina reconocerá el cadáver de Álvaro al identificar la cartera de Beatriz con la que fue amortajado, «una cartera destrozada, con una porción de páginas desatadas al parecer y sin concierto, llenas de doloridas razones y sembradas de algunas tristísimas endechas, por las cuales nada podían rastrear sobre el nombre y calidad del desconocido» (390).

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Quedaría una última pregunta, la de por qué escribe el personaje de Beatriz, y cuya respuesta conectaría claramente con su paralelo en el autor de la obra3. La primera mención se da en el capítulo XXIX, cuando Beatriz se halla en el monasterio de Villabuena, sola con «sus pesares y dolores», aquejada de una enfermedad larga y temible» (295); pero con una exaltación de espíritu que se expresa en la música y en la escritura: A veces tomaba la pluma y de ella fluía un raudal de poesía apasionada y dolorida, pero benéfica y suave como su carácter, ora en versos llenos de candor y de gracia, ora en trozos de prosa armoniosa también y delicada. Todos estos destellos de su fantasía, todos estos ayes de su corazón, los recogía en una especie de libro de memoria, forrado de seda verde que cuidadosamente guardaba, sin duda porque algún rasgo de amargura, vecino a la desesperación, se había deslizado alguna vez entre aquellas páginas llenas de angélica resignación. A vueltas de sus propios pensamientos, había pasajes y versículos de la Sagrada Escritura que desde que volvió al monasterio era su libro más apreciado y que de continuo leía; y aquellas memorias suyas comenzaban con un versículo en que hasta allí parecía encerrarse su vida, y que tal vez era una profecía para lo venidero: Vigilavi et factus sum sicut passer solitarius in tecto4 (298).

El encabezamiento del cuaderno de Beatriz es suficientemente expresivo no sólo de lo que hasta ese momento había sido su vida, sino que tiene también la función de representar su destino futuro. Su notoriedad se subraya cuando vuelve a reproducirse varios capítulos más adelante, en el XXXVI, ya finalizando la novela, en el momento en que don Álvaro procede a la lectura del cuaderno, una situación que merece comentario aparte. Por el momento, en esta nueva mención, el versículo del Salmo CII se llena de sentido, cuando se saca la conclusión de que En tan breves palabras estaba encerrada su vida y la de doña Beatriz, con su continuo desvelo, su soledad y su esperanza siempre burlada. ¡Cuántas veces se habrían fijado en aquellos caracteres los ojos llorosos de aquella infeliz y hermosa criatura!... (365).

Don Álvaro, que ha repetido maquinalmente el versículo, incluye su propia vida junto a la de Beatriz, como un destino común, marcado por el sentido del texto, que ejerce aquí la función de epítome de la narración del destino trágico de ambos protagonistas; una expresiva mise en abyme aplicable al conjunto de los escritos de Beatriz Ossorio como metanarración referida a las claves esenciales del relato. El momento capital de este nivel metaficticio de la obra lo encontramos en el capítulo XXXVI ya citado. La situación es que Beatriz, que se encuentra mal, agravada su afección, confía su cuaderno a Álvaro. Gil y Carrasco nos traslada a la 3. Fuera de esta motivación, que no desarrollo por razones de espacio, quedan otros dos ejemplos en los que Beatriz echa mano de la escritura; pero con una función informativa. Se trata de las dos misivas que escribe dirigidas a Álvaro, en el capítulo VI contándole que su padre la destierra al convento (116), y en el capítulo IX cuando muy brevemente le informa de que «dentro de tres días me casan» (132). 4. Enrique Rubio (2001: 298, n. 129) traduce el Salmo CII, 7, como «Vigilé y me transformé en pajarillo solitario en el tejado». Jean-Louis Picoche (1989: 317, n. 328) traduce: «He perdido el sueño y estoy como un gorrión solitario en el tejado». Mestre y Muñoz Sanjuán (2004: 373): «No puedo conciliar el sueño y me encuentro como pájaro solitario en el tejado».

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situación de un lector en soledad que acomete la lectura de un texto que le ha sido confiado como si de una confesión se tratase: –Tomadla, sin embargo –repuso ella–, porque dentro de poco será cuanto os quede de mí. No me miréis con esos ojos desencajados, ni me interrumpáis. Pensad que sois hombre y una de las más valerosas lanzas de la cristiandad, y conformaos con los decretos del cielo. En esa cartera escribía yo mis pensamientos y aun mis desvaríos; para vos la destinaba, recibidla, pues, de mis manos, como la hubierais recibido de las de mi confesor.

El paralelismo que se establece entre el texto aludido y el propio texto que estamos leyendo es evidente desde la consideración de que se trata de una escritura terminal, un texto escrito por alguien que ve próximo su final. Pero la relación no sólo se da en el acto de la escritura, sino en el acto de la lectura, que inmediatamente, y en este capítulo esencial, realiza Álvaro. Las mínimas alusiones a los textos de Beatriz que vimos en el capítulo XXIX se amplían ahora, y los lectores –Álvaro primero, que lee; y luego el lector real, que lee lo que lee el personaje– conocen más precisamente el contenido del cuaderno de Beatriz. Don Álvaro lee cuatro fragmentos del cuaderno, dos versículos y una estrofa de cuatro versos5. Cada uno de los fragmentos va introducido por una especie de acotación que refiere la actitud del personaje y localiza el trozo de texto dentro del conjunto del cuaderno. En la primera conocemos que don Álvaro se encuentra solo en su estancia y que, bajo la luz de dos bujías, comienza a leer ansiosamente: No bien se vio don Álvaro en la suya cuando, cerrando la puerta y acercándose a un bufete en el cual ardían dos bujías, abrió la fatal cartera y comenzó a leer ansiosamente sus hojas. Estaba señalada la primera con aquel versículo melancólico que, según dijimos en otro lugar, venía a servir de epígrafe a aquellas desordenadas y tristísimas memorias: Vigilavi et factus sum sicut passer solitarius in tecto. Don Álvaro, después de haberlo leído, lo repitió maquinalmente. En tan breves palabras estaba encerrada su vida y la de doña Beatriz, con su continuo desvelo, su soledad y su esperanza siempre burlada. ¡Cuántas veces se habrían fijado en aquellos caracteres los ojos llorosos de aquella infeliz y hermosa criatura!... Don Álvaro pasó adelante y, volviendo la hoja, encontró este pasaje […] (365).

Por estas intervenciones del narrador sabemos que los textos que lee don Álvaro son fragmentos situados en diferentes hojas del cuaderno. El primero de ellos se encuentra en la hoja vuelta después del epígrafe general ya aludido; el siguiente se halla «en otra hoja» –desconocemos en cuál–. En la página siguiente al otro versículo que se cita podemos leer los versos que escribió Beatriz, y también sabemos que los otros dos fragmentos que se incluyen están localizados en otras hojas más adelante, sin precisar. Estas acotaciones contextualizadoras del acto de leer

5. Recojo en esta nota estos textos, sin más desarrollo. El versículo pertenece al Libro de Job: «¡Ecce nunc in pulvere dormiam, et si mane me quaesieris, non substiam!» («Ahora me dormiré en el polvo, y si mañana no buscas no subsistiré», en traducción de Enrique Rubio en la edición citada). Los versos, «esta estrofa dolorosa»: «La flor del alma su fragancia pierde;/por lo de ayer el corazón suspira,/cae de los campos su corona verde;/¡lágrimas sólo quedan a la lira!» (366).

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que realiza el héroe se cierran con otras dos referidas a los dos últimos extractos de la literatura de Beatriz y que subrayan que: Don Álvaro había podido leer, aunque conturbado y confuso, los anteriores pasajes, empapados en llanto y pesar, pero al llegar a éste, en que con tan vivos colores estaba bosquejada una dicha como el humo disipada, no fue ya dueño de los violentos arrebatos de su alma, y se dejó caer sobre su cama, rompiendo en amarguísimos sollozos. Por fin estaba solo, y nadie sino Dios era testigo de su flaqueza; pero las lágrimas, que tanto alivian el corazón de las mujeres y los niños, son en los ojos de los hombres alquitrán y plomo derretido (368).

Hay que tener en cuenta que Álvaro lee, en soledad, el texto de su amada; pero también que se lee como personaje, toma conciencia de su condición no sólo de destinatario del texto que está leyendo, sino de co-protagonista del mismo. La base textual principal que representa la escritura de Beatriz se precisa en los cuatro fragmentos en prosa de cierta extensión, y que van a constituir una selección lo suficientemente expresiva de su escritura como alivio de las penas. Ahora bien, lo realmente significativo y destacable es que el contenido de esas apuntaciones escogidas, conforma un resumen de las situaciones principales del relato, una especie de síntesis novelesca que en ocasiones, en su condición de mise en abyme, incorpora la exégesis del propio relato, iluminando aquello que podría haber quedado poco claro6. Recordaré estos cuatro textos. El primer texto, tras la referencia ya aludida del versículo, que aparece en el cuaderno se remonta a una situación localizada en el capítulo XVI de la novela: Cuando me dijeron que él había muerto, pasadas las primeras congojas del dolor, me pareció oír una voz que me llamaba desde el cielo y, me decía: «Beatriz, Beatriz, ¿qué haces en ese valle de oscuridad y llanto?». Yo pensé que era la suya, pero después he visto que vivía; sin embargo, la voz ha seguido llamándome entre sueños, y cada vez con más dulzura. ¿Qué me querrá decir? Mucho se ha debilitado mi salud, y moriré joven, sin duda alguna. (365).

En el breve fragmento se reúnen dos situaciones narrativas, que quedan fundidas en una elipsis ejemplar. Por un lado, la del capítulo XVI, cuando el fiel escudero Millán trae la noticia de la supuesta muerte de su señor, con la trenza y el anillo que éste le había confiado con el ruego de su entrega a Beatriz (capítulo XIV). Por otro, la anagnórisis del capítulo XVIII, cuando Beatriz cree estar ante una aparición de su don Álvaro, lo que le lleva a decir: –¡Ah!, ¿eres tú, sombra querida, eres tú? ¿Quién te envía otra vez a este valle de lágrimas y delitos que no te merecía? Mis ojos desde tu muerte no han hecho más que seguir el rastro de luz que tu alma dejó en los aires al encumbrarse al empíreo, no he abrigado más deseo sino el de juntarme contigo (200).

El segundo trozo leído por Álvaro Yáñez remite a una de las situaciones argumentales principales de la novela: 6. A estas alturas, es obvio que este breve ensayo prescinde del aparato teórico-crítico con todo su acompañamiento terminológico, por centrarse más en el relato analítico del recurso de esta novela. Sirva como base de referencia el estudio de Lucien Dällenbach (1977). En cualquier caso, es claro que El señor de Bembibre es una obra muy rica como fuente primaria para análisis narratológicos diversos.

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¡Qué contenta cerró los ojos mi pobre madre cuando me vio esposa del conde! Ella igualaba su corazón con el mío y esperaba para mí un porvenir de gloria y de ventura; ¿pero qué esperaba su hija?, la paz de los muertos, y aun por eso alargó su mano……………………...…………………………………………….. ...................................................................................................................................... ........................................................................................................Más se tarda la muerte de lo que yo me imaginaba, y sin embargo, soy más dichosa de lo que pude esperar. ¡Rara felicidad la mía! Antes de mis tristes bodas llamé aparte al que iba a ser mi esposo y le exigí palabra de que me respetaría todo el año que le había ofrecido a él aguardarle, cuando se partió a la guerra de Castilla. Así me lo prometió y me lo ha cumplido, porque, como no me ama, se ha contentado con la esperanza de mis riquezas y el poder que le da este enlace sin solicitar mi corazón, ni mucho menos mis caricias. Así moriré como he vivido, pura y digna del único hombre que me ha amado. Para él escribo estos renglones; ¿pero quién sabe si llegarán a sus manos? ¿Quién sabe si se los llevará el viento como las hojas de los árboles que veo pasar por encima de las torres del monasterio? ¡Más aprisa arrebatará quizá el soplo de la muerte las escasas galas que le quedan al árbol de mi juventud! Pobre padre mío, qué terriblemente habrá de despertar de sus sueños de grandeza! (365-366).

La boda de Beatriz con Lemus y la muerte de doña Blanca (capítulo XVII) abre este fragmento dividido en dos partes: la que fija la situación del matrimonio y la que aporta un detalle realmente interesante en cuanto a la técnica narrativa de Gil. El personaje narrador permite que conozcamos gracias a su escritura en el cuaderno lo que el narrador implícito del relato principal escamoteó en su momento. En ese capítulo, el XVII, cuando la madre de Beatriz, en el lecho de muerte, pide a su hija que se case con el Conde de Lemus y ésta asiente, en presencia del señor de Arganza y del abad, hace llamar a Lemus, a quien le dice lo siguiente: —Una palabra, señor caballero —dijo la joven apartándose a un extremo del aposento donde habló con él un breve instante, al cabo del cual el conde se inclinó profundamente puesta la mano en el pecho, como en señal de asentimiento (192).

El lector ignorará lo que Beatriz dijo a su futuro esposo hasta que, a través de la lectura de Álvaro, conozca el contenido del cuaderno de Beatriz, por el cual se desvela que le exigió palabra de que no consumaría el matrimonio hasta que transcurriese un año, el plazo que dio a un don Álvaro ausente. El importante fragmento escrito por la dama aporta, además del convencimiento de que don Álvaro ha sido el único hombre que en verdad la ha amado, dos elementos enormemente trascendentes en este proceso especular de la enunciación de la novela. Beatriz escribe en el monasterio, en su reclusión, en su soledad, y escribe para su amado Álvaro. Puede decirse que Beatriz inicia la escritura de su cuaderno a partir del capítulo XXIV, que marca la llegada de la mujer al monasterio de Villabuena. Estamos ante un caso realmente notable de permeabilización de un texto anterior, cuyas claves conocemos posteriormente a través de la «otra» escritura, de otro de los niveles textuales de una novela rica en ellos (Ríos Font 1993). El tercero de los trozos que conforman la lectura solitaria de Álvaro remite al lector a una situación ya conocida y principal en el desarrollo de la acción: la muerte de Lemus, que sucede en el capítulo XXVIII, y que llega a su esposa en el siguiente. Junto a ello, otra de las circunstancias que merece la glosa de la escritu-

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ra de la dama es el apresamiento de Álvaro y, por si fuera poco, la anotación de Beatriz en su cuaderno no desatiende la acción sentimental paralela que criados como Martina y Millán protagonizan en el relato. El lector retoma los incidentes principales de la acción gracias al compendio que suponen las anotaciones de Beatriz en su «libro»; y conoce, como Álvaro, el punto de vista del personaje en una narración diarística que mima el detalle y vierte en la escritura la afección íntima. Heme, en fin, viuda y libre; mis lazos están sueltos, pero ¿quién desatará los de él? La suerte de la orden me inspira vivísimos temores. ¿Quién sabe si mi amor le traerá la muerte y la deshonra? ¡Oh, Dios mío!, ¿por qué mi corazón ha de esparcir la desdicha por todas partes?......................................................................... Por fin, va preso con todos sus nobles compañeros, y se presentará a los jueces como un salteador de caminos. ¿Qué va a ser de ellos? Esta noche he tenido una hoguera voraz dentro del pecho; una sed mortal me devoraba, y en la ilusión de mi calentura me parecía que todos los riachuelos y fuentes de este país corrían con murmullo dulcísimo por detrás de mi cabecera. No he querido despertar a Martina, porque dormía sosegadamente, aunque su corazón está en otra parte, como el mío. ¿En qué puede consistir semejante diferencia? ¡En que ella ama y espera, y yo amo y me muero! (366-367)

Este desplazamiento anacrónico del punto de vista, mediante el cual conocemos con posterioridad a los hechos cómo han sido vividos por la figura principal de la novela, es lo suficientemente complejo y sugerente como para dedicarle más espacio que el de estas líneas que lo apuntan como el alarde técnico de una obra ejemplar. Pone de manifiesto la importancia como foco principal que tiene el personaje de la hija de Arganza, su trascendencia a la hora de fijar las claves interpretativas de la obra, y cómo la subordinación narrativa del texto del cuaderno es sólo aparente. Finalmente, el último párrafo que leerá Álvaro del cuaderno de su amada antes de interrumpir definitivamente su lectura, dejarse caer sobre la cama y romper en amarguísimos sollozos, tendrá la función conclusiva de un colofón de tono exaltado de final feliz –tristemente efímero–, en el que de nuevo el personaje se encarga de añadir algún matiz a escenas anteriores, de desarrollar uno de los sentimientos más poderosos del libro, el de la naturaleza, e incluso de hacer presente la condición del personaje como lector; sí, como lector, en este caso de un libro como el Cantar de los Cantares, fuente de inspiración para el personaje que escribe, según ha destacado Russell P. Sebold (2002: 210). ¡Oh, cielo santo!, ¡está absuelto de todas las acusaciones con todos los suyos!... ¡Pensé que me tiraba al agua para abrazar al mensajero que semejantes nuevas traía! Al cabo volverá, sí, volverá, no hay que dudarlo; ¿para qué se había de ataviar tan pomposamente la naturaleza con todas las galas de la primavera, sino para recibir a mi esposo? ¡Bellas son estas arboledas mecidas por el viento, bellas estas montañas vestidas de verdura, puras y olorosas sus flores silvestres, y músico y cadencioso el rumor de sus manantiales y arroyuelos, pero, al cabo, son galas del mundo, y yo tengo un cielo dentro de mi corazón! Yo saldré a buscarle con mi laúd en la mano, con mi cabeza cubierta del rocío de la noche y como la esposa de los Cantares, preguntaré a todos los caminantes: «¿En dónde está mi bien amado?» ¡Ah, yo estoy loca!, ¡tanta alegría debiera matarme, y sin embargo, la vida vuelve a mi corazón a torrentes, y me parece que la planta del cervatillo de las montañas sería menos veloz que la mía! Él me ponderaba de hermosa..., ¿qué será ahora cuando vea en mis ojos un rayo de sol de la ventura, y en mi talle la gallardía de una azucena, vivificada por una lluvia bienhechora? ¡Oh, Dios

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mío, Dios mío!, ¡para tamaña felicidad, escaso pago son tantas horas de soledad y de lágrimas! ¡Si un paraíso había de ser el lugar de mi descanso, pocos eran los abrojos de que habéis sembrado mi camino!............................................................. .................................................................................................................... (367-368).

Argumentalmente, el fragmento destaca como acción principal la noticia reparadora de la absolución de Álvaro Yáñez y de los Templarios en el Concilio de Salamanca. Pero, además, como en ocasiones anteriores, remite a una escena previa de apariencia irrelevante: cuando Nuño comunica a Beatriz la buena noticia (capítulo XXXIII); y así, una frase como «¡Pensé que me tiraba al agua para abrazar al mensajero que semejantes nuevas traía!» enlaza para completarlo, bajo este procedimiento que estoy comentando, con el momento en que «Doña Beatriz, que se había puesto en pie para escucharle y cuya forma esbelta y agraciada con su vestido blanco se dibujaba como la de un cisne sobre la superficie azulada del lago, levantó los brazos al cielo y enseguida se hincó de rodillas con las manos juntas como si diese gracias al Todopoderoso» (338). Sin duda, nos encontramos ante dos narradores que refuerzan la relación entre texto y contexto. El señor de Bembibre es un caso sobresaliente de reflejo textual autentificador de su autor (Dällenbach 1991: 96), y expresivo de la verdadera motivación de la escritura, confirmante del determinismo biográfico aludido al principio de estas líneas, y complementario de otros procedimientos que, como en el caso del recurso del manuscrito encontrado, sugieren la condición del texto como una recreación literaria y artística de una honda experiencia. REFERENCIAS

BIBLIOGRÁFICAS

DÄLLENBACH, L., 1977, Le récit spéculaire, Paris: Éditions du Seuil [Traducción española de 1991, El relato especular, Madrid: Visor]. IAROCCI, M. P., 1999, Enrique Gil y la genealogía de la lírica moderna. En torno a la poesía y prosa de Enrique Gil y Carrasco (1815-1846), Newark, Delaware: Juan de la Cuesta. MESTRE, J. C. y MUÑOZ SANJUÁN, M. Á., 2004, ed. de Enrique Gil y Carrasco, El señor de Bembibre, Madrid: Espasa Calpe (Col. Austral, 546). MONTES HUIDOBRO, M., «Variedad formal y unidad interna en El Señor de Bembibre», Papeles de Son Armadans, LIII, n.º 159 (1969), 233-255. PICOCHE, J. L., 1978, Un romántico español: Enrique Gil y Carrasco (1815-1846), Madrid: Editorial Gredos (Biblioteca Románica Hispánica, Estudios y ensayos, 275). — 1989, ed. de Enrique Gil y Carrasco, El señor de Bembibre, Madrid: Editorial Castalia (Clásicos Castalia, 153). RÍOS-FONT, W. C., 1993, «Encontrados afectos: El señor de Bembibre as a SelfConscious Novel», Hispanic Review, 4, 469-482. RUBIO, E., 1986, ed. de Enrique Gil y Carrasco, El señor de Bembibre, Madrid: Ediciones Cátedra (Letras Hispánicas, 242). SEBOLD, R. P., 1996, «Tuberculosis y misticismo en El señor de Bembibre, de Gil y Carrasco», en Hispanic Review, LXIV, 237-257 [Recogido también en Sebold (2002), 195-211, por donde cito]. — 2002, La novela romántica en España. Entre libro de caballerías y novela moderna, Salamanca: Ediciones Universidad.

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se extiende desde la retórica a los modernos estudios tematológicos, pues de continuo se ha constatado la existencia de motivos que se repiten a lo largo de la historia con variaciones según los autores y las épocas. A veces la reiteración es tal que los contenidos van amoldándose a determinadas formas expresivas, que en casos extremos devienen verdaderos carriles de la creación. Recuérdense ejemplos como ubi sunt? y carpe diem, tópicos que, independientemente del contexto y del valor semántico que cobren en el lugar específico en que se insertan, ofrecen componentes sintácticos y léxicos reiterados: la interrogación retórica en el primero, el vocativo y el complemento directo que sigue a un imperativo en el segundo… Abolida la disyunción tajante entre contenido y forma, nuevas investigaciones prueban cómo el tema puede ser estructurador o incitador. En consecuencia, además de su localización tradicional en la inventio, los tópicos se desplazan también a otras fases del proceso retórico: a la dispositio, ya que su acoplamiento a ciertas estructuras propicia un orden en los textos, e incluso a la elocutio, pues redes enteras de vocabulario convergen ante determinados contenidos. Se crean entonces paradigmas literarios cuyo polo es un lugar común que, modulado por un escritor, sirve de modelo a autores sucesivos. Ello se aprecia con diafanidad en un tópico concreto, el denominado superbi colli… o canto a las ruinas. Toma su nombre del soneto de Castiglione dedicado a los vestigios de Roma cuyo comienzo es «Superbi colli, e voi sacre ruine», que se convirtió en referencia de la tradición del sur de Europa. No en vano, lo tradujo Du Bellay al francés bastante fielmente en «Sacrez costaux, et vous saintes ruines» y con más libertad en «Toy que de Rome emerveillé contemples»1. La primera de A REFLEXIÓN SOBRE LOS LUGARES COMUNES

1. La crítica se ha interesado mucho por el motivo literario de las ruinas en la Edad Moderna. Vid. Foulché-Delbosch, R., «Notes sur le Sonnet Superbi colli», Revue Hispanique, XXI, 1905, 225-243.

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estas traducciones fue vertida al inglés en 1551 por Spencer («Ye sacred ruines, and ye tragick sighs»). En España lo refundió Cetina, aproximándose mucho al original, en su soneto «Excelso monte, do el romano estrago», que aquí fue incluso más divulgado que el del anfitrión italiano. Desde el Cuatrocento, escritores italianos como Cola di Rienzo, Petrarca, Bembo o Sannazaro cantaron los restos de Roma2. En la literatura española las ruinas a veces se traspusieron a territorio autóctono: Itálica, Numancia, Sagunto, Singuilia, etc. La crítica ha elaborado la amplísima nómina de autores renacentistas y barrocos atraídos por el lamento ante los restos arqueológicos y ha levantado un mapa de qué enclaves se van tratando y por qué. Algunos de los poemas constituyen verdaderas cimas líricas, por ejemplo la «Canción a las ruinas de Itálica» de Rodrigo Caro o el soneto de Quevedo «Buscas en Roma a Roma, oh peregrino,». Aunque en las centurias citadas la afloración del superbi colli se explique por la tendencia renacentista a volver los ojos hacia el mundo clásico, cuyos restos son punto de partida de la reflexión, y por el gusto barroco a todo lo relativo a la vanitas como fiel exponente del desengaño, la visión de las ruinas ha imantado al hombre también en tiempos anteriores y han surgido secuencias que han puesto las bases de la denominada poética de las ruinas. Igual que sucede con otros muchos productos literarios que han obtenido éxito en Occidente, ya existen testimonios en la Biblia y en el mundo clásico. Dentro de las Sagradas Escrituras, el salmo LXXV anuncia: ¿Por qué, oh Dios, nos rechazas obstinadamente y humea tu cólera contra el rebaño de tu pastizal? Acuérdate de tu asamblea, la que de antiguo adquiriste, la tribu de tu heredad que rescataste, del monte de Sión donde pusiste tu morada. Dirige tus pasos hacia estas ruinas eternas. Todo lo devastó el enemigo en el santuario.

Reimpresa en New York en 1962. Cabello Porras, «Del paradigma clásico a una apertura significacional en el motivo de las ruinas a través de la poesía de Fernando de Herrera», en Ensayos sobre tradición clásica y petrarquismo en el Siglo de Oro, Almería: Universidad de Almería, 1995. Fucilla, J. G., «Notes sur le Sonnet Superbi colli». Rectificaciones y suplemento», Boletín de la Biblioteca Menéndez y Pelayo, XXXI, 1955, 51-93. Fucilla, J. G., Estudios sobre el petrarquismo en España, Madrid: C.S.I.C, 1960. Fucilla, J. G., «Superbi colli» e altri saggi. Notas sobre la boga del tema en España, Carucci, 1963. Lara Garrido, J., «Notas sobre la poética de las ruinas en el Barroco», Analecta Malacitana, III, 2, 1980, 385-400. Lara Garrido, J., «El motivo de las ruinas en la poesía de los siglos XVI y XVII (Funciones de un paradigma nacional)», Analecta Malacitana, VI, 1986, 223-277. López Bueno, B., «Tópica y realización textual: Unas notas sobre la poesía española de las ruinas en los Siglos de Oro», Revista de Filología Española, LXVI, 1986, 59-74. Reimpreso en Templada lira. 5 estudios sobre poesía del Siglo de Oro, Granada: D. Quijote, 1990. Macaulay, R., Pleasure of Ruins, New York, 1967. Morel Fatio, A., «Histoire d’un sonnet», Revue d’Histoire Littéraire de la France, I, 1894, 97-102. Morel Fatio, A., «Histoire de deux sonnets», Études sur l’Espagne, Paris, III, 1904, 141-161. Mortier, R., La poétique des ruines en France, Génievre, 1974. Orozco Díaz, E., «Ruinas y jardines: su significación y valor en la temática del Barroco», Temas del Barroco. De poesía y pintura, Granada: Archivum, 1981. Vranich, S., Los cantores de las ruinas en el Siglo de Oro, La Coruña: Esquío, 1981. Vranich, S., «La evolución de la poesía de las ruinas en la literatura española de los siglos XVI y XVII», en Ensayos sevillanos del Siglo de Oro, Valencia: Chapel Hil- Albatros Hispanofilia, 1981, 64-73. Wardropper, B., «The Poetry of Ruins in the Golden Age», Revista Hispánica Moderna, 35, n.º 4, 1969, 295-305. Zicker, P., Fascination of Decay, New York: Ridgewood, 1968. 2. Vid. por ejemplo el soneto de Sannazaro que empieza «Famosi colli altramente nati» en Operi volgari, ed. Alfredo Mauro, Bari, 1960.

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Este pasaje y los versículos siguientes reproducen el lamento de una voz, representante de la colectividad, que clama a Yavé porque el pueblo se siente abandonado, según prueba la destrucción del templo. La condena a los hostiles radica precisamente en considerarlos agentes de la devastación del Lugar Sagrado. La queja finaliza con sucesivas interrogaciones retóricas que exhortan para que cese el período del mal, y con una invocación a Dios destinada a similar fin. Se aprecian ya algunos formantes del sistema de expresión que brota en torno al motivo. Los más destacados son la afloración de demostrativos como recursos de evidentia en la descripción, que dan cercanía y plasticidad («estas ruinas eternas»); las interrogaciones e invocaciones con que el sujeto lírico se queja; la antinomia «respetuoso con lo sagrado» / «profanador» como manera de caracterizar a buenos y malos respectivamente. Esta dualidad se desarrollará mucho en el Romanticismo, sobre todo en escritos de crítica social de la facción reaccionaria (por ejemplo, en fragmentos de Fernán Caballero que condenan los efectos de la desamortización de los bienes eclesiásticos). En la Antigüedad clásica las lamentaciones sobre las ruinas no abundan, en gran medida por el esplendor de las culturas griega y latina, y en esta última por el arraigado concepto de la supremacía de Roma triunfante. Es más, con frecuencia surge un topos muy grato en la época de Augusto: el contraste entre pasado y presente sugerido por la comparación entre lo que en el momento se halla en un sitio y su estado anterior. Los latinos presentan edificaciones que se alzan fastuosas donde antes campeaba libre la naturaleza, mientras que en los Siglos de Oro –con crisis latente en especial en el XVII– sucederá al contrario. Se adopta la fórmula «donde ahora hay... antes era/había», que, aunque con el significado invertido, constituye uno de los puntos de apoyo del tipificado canto a las ruinas que se expande en la Edad Moderna y posteriormente. La usa Estacio en este fragmento de su silva «El templo de Hércules en Sorrento construido por Polio Félix»: Unde haec aula recens fulgorque inopinus agresti Alcidae? Sunt fata deum, sunt fata locorum. O velox pietas! Steriles hic nuper arenas ac sparsum pelago montis latus hirtaque dumis saxa nec ulla pati faciles vestigia terras cernere erat. Quaenam subito fortuna rigentes ditavit scopulos? Tyrione haec moenia plectro an Getica venere lyra? [¿De dónde ha surgido este palacio flamante y este esplendor, inesperado en un Alcida rural? Tienen los dioses su destino, tienen los parajes su destino. ¡Oh diligente devoción! Hace poco aquí sólo era posible ver arenas estériles, un costado de monte salpicado por el mar, peñascos erizados de zarzas y tierras que se resistían a soportar tránsito alguno. ¿Qué fortuna ha enriquecido súbitamente los escarpados riscos? ¿Han surgido estos muros por efecto del plectro tirio o la lira gética?3]

La secuencia reproduce la sorpresa de la voz ante las suntuosas construcciones que se levantan en tierras que hasta hace poco eran yermas. Resurgen e incluso se 3. Estacio, Silvas III, Intr., ed. crítica, trad. y com. de G. Laguna, Madrid: Fundación Pastor de Estudios Clásicos, 1992.

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incrementan los recursos de evidentia que acercan la acción: el demostrativo de cercanía («haec aula», «haec moenia»), el «hic» que indica asimismo proximidad, el presente verbal que sirve de marco cronológico y las interrogaciones que, aunque retóricas, suponen llamada. Como en tantos poemas posteriores, se introduce un concepto general que después se desarrolla con un ejemplo concreto. Aquí se halla en la frase «Sunt fata deum, sunt fata locorum», de una equilibrada estructura binaria que se acopla al contenido: el destino marca a los dioses y de igual manera a los sitios. También cuentan estos versos con un ingrediente que se convertirá en cauce estructural para el tópico: la descriptio de los edificios y lugares, que en muchísimos sonetos trazará la perspectiva. Se parte de lo próximo, «steriles hic nuper arenas», y la mirada se va desplazando en un vector de abajo a arriba y va penetrando en lo recóndito, allá donde se pierde la visión4. Por su parte, el comienzo de una de las Elegías de Propercio parece anticipar la «Canción a las ruinas de Itálica» de Rodrigo Caro: Hoc quodcumque vides, hospes, qua maxima Romast, ante Phrygem Aenam collis et herba fuit; atque ubi Navali stant sacra Palatia Phoebo, Euandri profugae procubuere boves [Todo esto que ves, extranjero, donde está la grandiosa Roma, collado y hierba fue antes del frigio Eneas; y donde se yergue el Palatino, consagrado a Febo Naval, pastaron las vacas fugitivas de Evandro5].

Además de los rasgos mencionados en el texto bíblico y en el de Estacio, en los versos de Propercio interviene un nuevo ingrediente capital en el paradigma que estudiamos: la invocación a un receptor que forma parte del marco donde se desarrolla la acción, en este caso el «extranjero». Su correlato será el peregrino de diversos autores («Buscas en Roma a Roma, oh peregrino», escribía Quevedo), el «Toy» de Du Bellay, el Fabio de la «Epístola Moral» de Fernández de Andrada, el Manlio de Rioja, etc. Aparece el término «colli», uno de los vocablos que acompañará a la serie y que incluso ha pasado al sintagma que denomina el lugar común (Andrés Rey de Artieda clamaba «Sacros collados, sombras y ruinas»). Curiosamente, algunos de los cuadros barrocos que pintan las ruinas introducen a un personaje que anota o dibuja sentado y a otro que, con el dedo dirigido a 4. En el epigrama 70 Marcial también crea la perspectiva a través de la mención de edificios, pero él no se lamenta ante las ruinas sino que traza un itinerario por las colosales construcciones de la Roma triunfante. Obsérvese que también aparece la invocación al receptor de la que seguidamente hablamos, pero en este caso el viajero no es otro que el libro propio al que conmina para que se desplace. Con su habitual humor, escribe: «Ve a saludar por mí, libro: se te ordena ir, mensajero cortés, al ilustre hogar de Próculo. Quieres saber el camino, te lo diré. Deja atrás el templo de Cástor, próximo al de la antigua Vesta, y la virgínea mansión; después te dirigirás por la rampa sagrada al Palatino, por donde brilla la estatua de nuestro noble emperador. Que no te obligue a detenerte la cabeza radiante del extraordinario coloso que se goza de superar la obra de Rodas. Desvíate de allí por donde se encuentra el santuario del ebrio Lieo y por donde se alza el redondo templo de Cibeles con sus pinturas de Coribantes. Enseguida, a la izquierda, deberás dirigirte de frente hacia unos ilustres Penates y al atrio de una noble casa. Llega hasta ella […]. Si dice ‘Pero ¿por qué no viene él mismo?’, puedes disculparme diciendo: ‘Porque estos poemas que lees, cualquiera que sea su valor, no hubiera podido escribirlos si se dedicara a saludar’», Marcial, Epigramas completos, ed. y trad. de Dulce Estefanía, Madrid: Cátedra, Letras Universales, 1991, p. 84. 5. Propercio, Elegías, Intr., trad. y notas de A. Ramírez de Verger, Madrid: Gredos, 1989.

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columnas, estatuas, etc. le explica algo acerca de los edificios derruidos; supone el trasunto pictórico de las llamadas al receptor y de los demostrativos que aparecen en el nivel lingüístico. Recuérdese la «Vista idealizada con ruinas romanas, esculturas y puertos al fondo» de B. Breenbergh (1650, Museo Thyssen-Bonermisza de Madrid). También pervive en el siglo XVIII, por ejemplo en «Ruinas» de Niccolò Servandoni (1731, Paris, École de Beaux Arts). En la pintura las ruinas resultan atractivas porque suponen un medio para explicar la ausencia, el tiempo pasado, difícil en las artes plásticas, además de cumplir otras funciones, desde la más sencilla de constituir un simple marco6. En los Epigramas de Marcial, no es la naturaleza la que se ve sustituida por las construcciones portentosas de Roma, sino las obras de un gobernante, Nerón, a quien el tiempo condena por sus despiadados actos. Leemos: Hic ubi sidereus propius videt astra colossus et crescunt media pegmata celsa via, invidiosa feri radiabant atria regis unaque iam tota stabat in urbe domus. Hic ubi conspicui venerabilis Amphitheatri erigitur moles, stagna Neronis erant. Hic ubi miramur, velocia munera, termas, abstulerat miseris tecta superbus ager. Claudia diffusas ubi porticus explicat umbras, ultima pars aulae deficientis erat. Reddita Roma sibi est et sunt te praeside, Caesar, deliciae populi, quae fuerant domini7. [Aquí donde el coloso ornado de rayos ve los astros más de cerca y se elevan en medio de la calle altos andamios, brillaba la odiosa mansión de un príncipe cruel y ya una sola casa se mantenía en pie en la ciudad entera; aquí donde sobresale la mole venerable del excelso anfiteatro, estaban los estanques de Nerón; aquí donde admiramos las termas, regalo construido apresuradamente, un suntuoso campo había privado de sus techos a los pobres; donde el pórtico de Claudio proyecta extensas sombras, estaban las dependencias que constituían el final del palacio. Roma ha sido devuelta a ella misma y bajo tu gobierno, César, son delicias del pueblo las que habían sido del dueño8].

En este epigrama es diáfana la oposición «Donde antes había… ahora hay…», orlada de los deícticos que se suceden en una anáfora que va alzando los peldaños de la enumeración con una sutura que será uno de los componentes estructurales del moderno superbi colli. De nuevo, la descriptio de los enclaves, además de marcar la perspectiva –en este caso de lo alto a lo bajo y múltiple–, sirve de ejemplo para justificar una alabanza. Existe otra marca de la poética: la hipérbole de la altura de los edificios expresada aludiendo a que rozan las nubes o, como en este caso, ven los astros más cerca. De hecho, esta exageración que presupone una mirada desde abajo, dará lugar al nombre «rascacielos». En este sentido el sintagma «fábricas divinas» obtiene en la Edad Moderna una divulgación amplísima, tal vez 6. J. Starobinski, «La melancolía en las ruinas», La invención de la libertad. 1700-1789, Barcelona, Carrogio S. A., 1964, p. 269. 7. Martial, Epigrams, vol. I, London: The Loeb Classical Library, 1973, 2-4. 8. Marcial, Epigramas, op. cit., 44.

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por su carácter de tecnicismo arquitectónico que dilógicamente provoca un efecto de altura y de sobrepujamiento en la acepción de «obra no humana, sino de dioses». Fucilla da cuenta de un significado parecido al explicar el grupo «caeloque colossi», que aparece en un soneto de Lazzaro Bonamici («Vos operum antiquae moles, collesque superbi»), posible antecedente del de Castiglione9. En unos endecasílabos dedicados a Sagunto, Argensola introduce una sugestiva variación: «No estima que en su nombre, junto al Turia / al cielo estén mil fábricas vecinas». El significado del segundo metro citado es parangonable a «divina», pues habla de unas torres cuya verticalidad roza el cielo, pero también realza su calidad. En las letras latinas surgen menciones explícitas de las ruinas que se vinculan, como sucederá en los siglos XVI y XVII, a los efectos destructivos del paso de los días, al tempus aedax rerum de Ovidio (Metamorfosis, XV, 234) o al dicho de la Edad Media «omnes res… tu pesima conteris aetas». Así, Propercio (Elegiarum, liber III, 17-26) liga los edificios destruidos y los efectos devastadores de Cronos a otro tópico que será grato en el Renacimiento: la perduración de la escritura y del arte a ella conectada (la literatura) por encima de las cosas, incluso de los monumentos: Fortunata, meo si qua es celebrata libello! Carmina erunt formae tot monumentae tuae, nam neque Pyramidum sumptus ad sidera ducti, nec Iouis Elei caelum imitata domus, nec Mausolei diues fortuna sepulcri mortis ab extrema condicione uacant. Aut illis flamma aut imber subducet honores, annorum aut ictu, pondere uicta, ruent. At non ingenio quaesitum nomen ab aeuo excidet: ingenio stat sine morte decus. [¡Feliz, tú, la que seas celebrada en mi libro! Mis poemas serán otros tantos monumentos a tu beldad. Pues ni la magnificencia de las pirámides, levantada hasta las estrellas, ni la morada del Júpiter de Élide que imita al cielo, ni la fastuosa riqueza del sepulcro de Mausoleo escapan a la última condición, la muerte. O la llama o el temporal les robarán su arrogancia, o al batir de los años, vencidos por su peso, se desmoronarán; mas no se perderá en el tiempo el nombre ganado con el ingenio, que el ingenio tiene gloria que no muere10].

Como va a ser habitual, las ruinas son el ejemplo que apoya la argumentación de una tesis, en este caso el tópico de la caducidad de todo frente a la perduración de la escritura11. En el verso «mortis ab extrema condicione uacant» contrastan el presente y el futuro empleado cuando se habla de la pervivencia de la propia poesía. El presente tiene un valor de acción habitual. Los monumentos no escapan a la acción de la muerte, pues ya desde la visión de Propercio, el tiempo corroe estas construcciones. Se advierte otro de los elementos constitutivos del sistema estudiado: la enumeración de distintas edificaciones con apoyos anafóricos, en este caso en «nec» para marcar el tono pesimista. 19. J. G. Fucilla, «Notes sur le Sonnet…», art. cit., 51-93. 10. Propercio, Elegías, Barcelona: Alma Mater, 1963. 11. Curtius, H. R., Literatura Europea y Edad Media Latina, México: F. C. E., 1976, 669-671. A veces se da la vuelta al motivo de la perduración de la palabra y en el paradigma de la poesía de ruinas aparece el juicio de que incluso los nombres se desdibujan y se pierden.

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Los deícticos y la oposición temporal establecida por adverbios y por la oposición de formas distintas del verbo ser resultan más evidentes incluso en estos versos de los Fastos de Ovidio: «hic, ubi nunc Roma est, orbis caput, arbor et herbae/et paucae pecudes et casa rara fuit» [«Aquí, donde ahora está Roma, cabeza del orbe, hubo un árbol, hierbas, algunos animales y una cabaña aislada»]12. El texto pregona la unidad y pujanza de Roma, motor de la civilización y capaz de imponerse a la naturaleza. Ello origina que la referencia a Roma sea más breve, mientras que lo anterior se ofrece disperso, según anuncia la consabida enumeración. Obsérvese la gradatio descendente entre Roma como «orbis caput» y «arbor et herbae et paucae pecudes et casa rara». La posible ruptura de la perspectiva hacia abajo de esta mínima descripción al llegar a «casa rara» se explica por la escasa elevación de la cabaña y por su aislamiento, que la hace más pequeña desde la percepción del espectador. La grandeza pasada de las ruinas conmueve también en la Edad Media. Hidelberto de Lavardin escribe: «Par tibi, Roma, nihil, cum sis prope tota ruina;/ quam magni fueris integra fracta doces» [«Nada hay igual a ti, Roma, aunque casi toda estés en ruina; incluso así, muestras cuán grande fuiste cuando estabas intacta»]13. Estas sucintas frases contienen una idea de posterior resonancia áurea y contemporánea: aunque las formas se desvanecen, queda la «masa imantada» por una misteriosa belleza14. Los términos con semas de persona aplicados a los edificios («integra fracta») dejan asomar el arquetipo del cuerpo como casa pero invertido, que se vinculará mucho al superbi colli. Ejerce una influencia capital en el desarrollo del lugar común el tratamiento que confiere Petrarca a las ruinas en De remediis… (I, 119). Escribe el humanista italiano: ... habet enim manus longe praevalidas, longa dies, e cunctis vestris operibus nullum senio resistit. Euentibus ergo super quibus haec tua gloria fundata est, ipsam quoque, corruere est necesse. Si forte non credis, respoce ad antiqua, quae ignota tibi quidem esse non possunt. Ubi est nunc Troianum illud Ilion superbum? Ubi Byrsa Carthaginis? Ubi turris et moenia Babylonis...? Atque, ut ad propinquora veniamus, ubi est, quaeso, illa Neronis domus aurea? Ubi aedes tonantis Iovis Capitolio? Et Apollinis templum in Palatio? [... ninguna de todas vuestras obras resiste el paso del tiempo; así, resulta inevitable que tu propia fama acompañe en la caída a los éxitos en los que está basada. Si, por casualidad, no lo crees, mira a la Antigüedad que sin duda conoces. ¿Dónde está ahora la soberbia Ilión, la troyana? ¿Dónde está Birsa, la de Cartago? ¿Dónde están las torres y murallas de Babilonia?... Y para acercarnos a las más próximas, ¿dónde está, me pregunto, la dorada mansión de Nerón? ¿Dónde está el templo de Júpiter Tonante, el del Capitolio? ¿Y el templo de Apolo, el del Palatino?15].

Petrarca aprende de los latinos a utilizar las ruinas como ejemplo argumentativo, en este caso para plasmar la caducidad de la fama. Conserva asimismo la enumeración como procedimiento útil para repasar distintos lugares; además refuerza el argumento y en el nivel de la «elocutio» potencia el ritmo, hecho en el que coincide 12. Ovidio, Fastos, 5, 93-94. 13. Oxford Book of Medieval Latin Verse, n.º 158. 14. Véase el poema titulado «Estatua mutilada», perteneciente a Astrolabio de Antonio Colinas en El río de sombra. Treinta años de poesía, 1967-1997, Madrid: Visor, 1999. 15. F. Petrarca, La medida del hombre. Remedios contra la buena y la mala suerte, ed. de J. M. Micó, Barcelona: Península, 1999.

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también con los salmos. Utiliza el adjetivo «superbum», que andando el tiempo será casi fijo y dará nombre al lugar común, como se ha señalado. Sobre todo destaca la ilación de este tópico con otro que aflora de continuo al tratar de la caducidad: el ubi sunt? La retahíla de Petrarca puede compararse con los versos de un conocedor de la cultura italiana, el Marqués de Santillana en Bías contra fortuna (18 y 19) adonde clama: ¿Qu’es de Nínive, Fortuna...? ¿Qu’es de Thebas, qu’es de Athenas, de sus murallas e menas, que non paresçe ninguna? ¿Qu’es de Tyro e de Sydón e Babilonia? ¿Qué fue de Laçedemonia? Ca si fueron, ya no son. Dime, ¿quál paraste a Roma, a Corintio e a Cartago?16

Como en el caso de Petrarca, Santillana se remonta a culturas previas a la latina, aunque también incluye ésta, porque como cualquier producto artístico, el lamento ante la destrucción es histórico. Cada época sitúa el punto de partida en su realidad y lanza una mirada retrospectiva en busca de lo derruido, aunque a medida que avanza el tiempo, se aglomeran los testimonios que sirven de referencia. Así, es lógico que en la Edad Media se asuma la decrepitud de Roma y de Grecia y que, por ejemplo, en el Romanticismo la mirada se dirija también a los castillos medievales. No obstante, en la selección del período que va a enfocarse interviene el gusto por épocas determinadas del pasado. Por ejemplo, en el culturalismo de los Novísimos se multiplican los poemas a civilizaciones mediterráneas, pero también se reviven impresiones sobre huellas de pueblos prerromanos. Sin salir de la lírica contemporánea, entre los poetas andaluces o cercanos a esta tierra por origen o espíritu el lamento viene auspiciado por la rememoración del brillo de Al-Andalus (recuérdese al efecto la Elegía a Medina Azahara de Ricardo Molina). Las pruebas anteriores, pergeñadas entre múltiples textos, demuestran fases del proceso constitutivo de la poética de las ruinas. Poco a poco se van consolidando los formantes que la definirán en los niveles estructurales y léxico-semánticos: el apóstrofe a las ruinas; la descriptio de los vestigios en la que abundan los recursos de evidentia y las enumeraciones a veces ligadas por la anáfora; los contrastes temporales entre el pasado y el presente; las oposiciones léxicas del esplendor frente al vocabulario de la destrucción y de la muerte; el uso de las ruinas como ejemplo para demostrar una tesis; la relación con otros lugares comunes: tempus aedax rerum, ubi sunt?; la perduración de la palabra; la invocación a una segunda persona («peregrino», «viajero»…) que supone la búsqueda de un receptor, de alguien a quien explicar y dirigirse. Pero también poco a poco se van modificando estos formantes porque, como señalábamos en las palabras introductorias, estamos ante uno de los mecanismos inherentes a la evolución literaria, aquél cuya paradójica esencia es la recurrencia y la variación destinado además a resaltar el carácter eminentemente histórico de los fenómenos artísticos. 16. Íñigo López de Mendoza, Bías contra Fortuna, ed. de M. P. A. M. Kerkhof, Madrid: Real Academia Española, 1983, 72.

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«Paso a paso», un poema de Blas de Otero JOSÉ ENRIQUE MARTÍNEZ Universidad de León

PASO A PASO Tachia, los hombres sufren. No tenemos ni un pedazo de paz con que aplacarles; roto casi el navío y ya sin remos... ¿Qué podemos hacer, qué luz alzarles? Larga es la noche, Tachia. Oscura y larga como mis brazos hacia el cielo. Lenta como la luna desde el mar. Amarga como el amor: yo llevo bien la cuenta. Tiempo de soledad es éste. Suena en Europa el tambor de proa a popa. Ponte la muerte por los hombros. Ven. Alejémonos de Europa. Pobre, mi pobre Tachia. No tenemos una brizna de luz para los hombres. Brama el odio, van rotos rumbo y remos... No quedan de los muertos ni los nombres. Oh, no olvidamos, no podrá el olvido vencer sus ojos contra el cielo abiertos. Larga es la noche, Tachia. ...Escucha el ruido del alba abriéndose paso –a paso– entre los muertos.

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0. INTRODUCCIÓN

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publicado por vez primera en Ancia (1958), encuadrado en la cuarta parte, junto a otros tres poemas con los cuales forma el ciclo de «Poemas a Tachia»; estos poemas son: «Tachia», «Dije», «El verso se hizo hombre» y «Paso a paso», todos ellos escritos en la segunda mitad del año 1950. Tachia es el anagrama de Chita, a su vez hipocorístico de Conchita. Con ella mantuvo Blas de Otero, en su Bilbao natal, una relación amorosa entre 1950 y finales de 19511. Ancia reunió los poemas de Ángel fieramente humano (1950) y Redoble de conciencia (1951); de ahí que el título Ancia se formara con la sílaba inicial del título del primer poemario y la sílaba final del título del segundo. Ancia supuso, además de la supresión del poema «Salmo por el hombre de hoy», de Ángel fieramente humano, una nueva ordenación temática de sus poemas y la incorporación de cuarenta y ocho inéditos, según confirma el poeta en la nota preliminar, la mayoría escritos entre 1947 y 1951; entre ellos está, como ya se indicó, «Paso a paso». Cabe decir, sin más, dada la abrumadora bibliografía que se cierne sobre la etapa de la poesía existencial oteriana, que si lo predominante en Ancia es el «sentido opresor de la mano de Dios y protesta por su obstinado silencio»2, «Paso a paso» forma parte, en cambio, del grupo de poemas que en la sección última del libro tienden un puente hacia la poesía solidaria de Pido la paz y la palabra, poemario que había sido publicado tres años antes, en 1955. 1. EL TÍTULO El título del poema, «Paso a paso», remite al último verso: «del alba abriéndose paso –a paso– entre los muertos». Este hecho parece sugerir que acaso esté en ese verso final la clave de lectura del poema. Pero si todo título es una puerta abierta hacia el texto que introduce o presenta, tal puerta queda abierta en nuestro poema a lo largo de su desarrollo para cerrarse únicamente con el verso final. Dicho de otra forma: hasta no llegar al verso último del poema no descubrimos el sentido del título. Ya Alarcos3 advirtió la frecuencia con que Otero usaba expresiones iterativas del mismo tipo que «paso a paso» («hilo a hilo», «sombra a sombra», «diente a diente», etc.) para matizar los grados de un determinado proceso. Es el caso del poema que comentamos, en el que, tras la larga noche de los muertos, el alba comienza a abrirse paso gradual y esforzadamente. Hay algo más: la locución adverbial del título se recuerda, a la vez que se reelabora, en el verso final, pero de manera que el significado unitario, sintético, de «paso a paso» aparece ahora analizado en sus componentes. En el verso último, Otero nos remite al título, una locución indicativa de que algo se realiza (o se debe realizar) poco a poco, o gra1. Tomo estos datos de Lanz, J. J., 2001, «Blas de Otero: “Biotz-Begietan”, de Pido la paz y la palabra», en Díaz de Castro, F., (ed.), Comentarios de textos. Poetas del siglo XX, Palma: Universitat de les Illes Balears, 157-189. 2. García de la Concha, V., 1987, La poesía española de 1935 a 1975. II. De la poesía existencial a la poesía social, 1944-1950, Madrid: Cátedra, 554. 3. Alarcos Llorach, E., 1966, La poesía de Blas de Otero, Salamanca: Anaya, 80.

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dualmente, pero introduce un nuevo significado («abrirse paso»), de forma que uno y otro significado se hallan presentes en ese verso de cierre del poema, clave significativa del mismo, como tendremos ocasión de ver. Repristinar lo consabido, el lugar común, para crear «un efecto estético inesperado», constituye un procedimiento habitual en Blas de Otero, que, en relación con las frases hechas, estudió tempranamente Alarcos Llorach4. 2. SUJETO EMISOR Y SUJETO RECEPTOR La presencia explícita y redundante del yo enunciativo y del destinatario intratextual crea un especial clima de confidencia. El yo enunciativo aflora a la superficie textual por medio de deícticos personales y posesivos en primera persona (yo, mis brazos, mi pobre Tachia) y por medio de formas verbales en primera persona plural, que, en nuestro poema, incluye al yo y al tú: no tenemos (vv. 1 y 13), podemos (v. 4), alejémonos (vv. 11-12), no olvidamos (v. 17). El tú, presente en las formas plurales (yo + tú en este poema), y a quien van dirigidas las palabras del poeta (llamo «poeta» al sujeto poético) en forma apelativa (v. 11: ponte; v. 11: ven; intención apelativa ofrece también el plural alejémonos), aparece textualmente con nombre propio identificador en cuatro versos diferentes (Tachia, vv. 1, 5, 13 y 19). Decíamos que esta presencia explícita del destinatario interno da al poema un tono sincero y confidencial, que se acentúa con la reduplicación del adjetivo pobre, acompañado de un deíctico posesivo, mi pobre, que indica una actitud afectuosa. Por lo que sabemos, Otero trasvasó al poema algunos aspectos autobiográficos. Pero un texto literario es siempre un ente ficcional y, como tal, crea un emisor ficticio, al igual que sucede con el receptor intrínseco. Dicho de otra forma: aunque nada supiéramos del autor, ni de la Tachia que, fuera del poema –en la realidad–, mantuvo una relación amorosa con Otero, el poema funcionaría como texto artístico de la misma manera. El poeta puede haberse expresado directamente en el poema (pensamiento, ideología, emociones, etc.), pero el que habla en el poema es siempre un ser creado, ficcional. Sólo así puede universalizar la recepción. 3. ARTICULACIÓN TEMÁTICA Las palabras que el yo dirige a Tachia explicitan un sentido solidario de la existencia, pero, a la vez, la impotencia frente al sufrimiento (más social que existencial) de los hombres: No tenemos..., ¿qué podemos hacer...?, etc. Sólo en la estrofa última se abre camino la esperanza. De hecho, si quisiéramos enunciar el tema, diríamos: «Aunque la noche es larga y oscura, el alba acabará abriéndose paso». Tanto la noche como el alba acogen connotaciones simbólicas de rango tradicional, de forma que el enunciado temático podría ser éste: «Aunque el sufrimiento humano parezca eterno, aún hay esperanza». ¿Cómo se articula este contenido en el poema? La primera estrofa se centra en la imposibilidad de aplacar el dolor de los hombres: «No tenemos/ni un pedazo de 4.

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paz con que aplacarles»; la idea se reitera en la cuarta estrofa con variantes: «No tenemos/una brizna de luz para los hombres». La variante fundamental, por sustitución, establece el contraste paz/luz. Paz se opone a guerra; luz a oscuridad. La oscuridad (no hay «una brizna de luz» que la mengüe) llena la segunda estrofa: la simbólica noche oscura, larga y lenta. Por contraste, paz origina la estrofa tercera: guerra, muerte... De esta forma, las estrofas van alternándose temáticamente en torno a tales monemas: paz/luz. Hablamos de contraste, no de oposición: paz y luz añaden a su cercanía fónica una sinonimia parcial desde la estrofa inicial: «No tenemos/ni un pedazo de paz con que aplacarles» –«¿Qué luz [podemos] alzarles?»; sus significados caminan en la misma dirección: son los «manjares» que podrían aminorar o eliminar el sufrimiento de los hombres; tal cercanía fónica y la sinonimia se extienden al sintagma del que forman parte: pedazo de paz–brizna de luz. Se trata, en suma, de reiteraciones semánticas que hallan salida en la estrofa final: el alba que se abre paso «entre los muertos» acoge en su significado el complejo semántico paz–luz: alba = paz + luz. Desde el punto de vista del contenido, por lo tanto, el verdadero contraste se establece entre las cuatro estrofas primeras y la estrofa final. De hecho, las formas verbales de carácter negativo, como no tenemos (estrofas primera y cuarta) expresan una impotencia que se opone a no olvidamos y no podrá el olvido (última estrofa), que expresan una acción esperanzadora, frente a la inacción o impotencia de no tenemos. No se olvida la larga noche que, icónicamente, ocupa la mayor parte del poema (18 versos y parte del v. 19), frente a la lucha del alba con la turbia noche de los muertos (verso y medio), que se representa visualmente alargando el verso hasta las catorce sílabas métricas (todos los versos anteriores son endecasílabos). 4. ÁMBITO SIMBÓLICO Noche y alba son elementos simbólicos que explicitan la oposición semántica entre desesperanza/esperanza. No son símbolos originales, sino de cuño tradicional. En «Paso a paso», noche se asocia al dolor, al desconcierto, la desorientación, al tiempo desesperanzado de la Europa del momento –recordemos que el poema fue escrito en 1950, con el continente recién salido de la Segunda Guerra Mundial, dividido, etc.–, a la muerte y a los muertos. El alba, en cambio, conlleva connotaciones de renacer y de esperanza; noche se asocia a lo oscuro; alba, a la luz; noche es lo negativo; alba, lo positivo. La estrofa segunda se centra en el símbolo de la noche que queda definida por medio de la abundancia adjetival: la noche es larga, oscura, lenta y amarga. De los calificativos, el más destacado es larga, por su reiteración en el v. 5 y, de nuevo, en el v. 19; pero, además, por su situación en el verso: al principio y al final del mismo (epanadiplosis), es decir, en lugares absolutamente relevantes: la palabra que inicia la frase o el verso –y en nuestro caso, también la estrofa– suele explicitar el mayor interés en ellos del emisor, en relación con los demás elementos de la frase; el adjetivo larga, en final de verso, queda enfatizado gráficamente, además de imponer la rima al v. 7, amarga. «Larga es la noche, Tachia» es oración que se reitera sin variaciones en el v. 19; como todo fenómeno reiterativo nos recuerda algo al anterior e intensifica, por lo tanto, el significado previo, pero si aparece justamente ahí, en el v. 19, es para que el contraste noche/alba sea más inmediato e intenso. Pero hay más: en el v. 5, a larga se añade, en su repetición, el adjetivo

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oscura: «oscura y larga»; la bimembración otorga un cierto empaque a la reiteración, además de añadir al significado de noche «inacabable» las distintas connotaciones que aporta el adjetivo oscura: negrura en la que no se atisba ni «una brizna de luz», confusión, incertidumbre, peligro, desorientación, etc. Por otro lado, el encabalgamiento («larga/como mis brazos hacia el cielo») tiene claros efectos estilísticos, pues parece prolongar la inabarcable extensión de la noche simbólica, algo que se acentúa aún más al prolongar la idea de larga con el símil: «como mis brazos hacia el cielo», comparación que parece poetizar una visión, pero que, indudablemente, alude a una actitud de súplica. Como en una especie de martilleo insistente, la comparación primera entre dos versos encabalgados impone una misma articulación rítmica y sintáctica en los versos siguientes, creando un paralelismo evidente, una reiteración más: larga / como mis brazos hacia el cielo lenta / como la luna desde el mar amarga / como el amor

Los tres adjetivos ocupan los lugares más relevantes del verso, gráfica y visualmente, aportando nuevas definiciones a la noche, que a su dimensión excesiva (larga) une la lentitud, dando la sensación de una noche duradera, inacabable, eterna, además de amarga, claro está. Estas comparaciones alargan la frase, que apenas avanza en nuevas significaciones; el ritmo lento que se crea intensifica el significado de largor y lentitud de la noche que nos dan los signos léxicos. Esta sabiduría compositiva potencia casi hasta el infinito el simbolismo de la noche inacabable de los muertos (última estrofa), al igual que el esforzado abrirse paso del alba, también simbólica, «entre los muertos», tiene su apoyo en el cambio rítmico que suministra el alejandrino. Otro símbolo es el del navío: «roto casi el navío y ya sin remos...» (v. 3); «van rotos rumbo y remos» (v. 15). Alarcos Llorach resumió así lo que llamó construcción o configuración imaginativa de los sentimientos en la poesía de Otero: «El hombre –o el mundo– es una isla rodeada de un mar amenazador, el de la muerte, el de la nada, y sobre ella y él hay una bóveda de salvación, el cielo, Dios, hacia la que el hombre –árbol– tiende; a veces hay niebla y el horizonte es confuso: el cielo y el mar se mezclan, resultan uno: ¿nada o Dios?»5. Esa isla se representa frecuentemente como navío, «con lo cual se expresa mejor la situación de inseguridad y peligro del hombre. La utilización de navío como representación de sus vivencias, conlleva el uso de numerosos términos marítimos o náuticos»6. Ninguna explicación mejor de este navío roto y desorientado en el mar de la noche incierta: la noche de los muertos; hacia el cielo alza el sujeto poético sus brazos buscando inútilmente la salvación (v. 6). Otero aprovecha el simbolismo de los sonidos: «rotos rumbo y remos» (consonánticos y vocálicos: ro – rum – re; ó o ú o i é o); imaginariamente dan cuerpo sonoro al crujir de ese navío roto. El navío representa al hombre individual, pero de forma más contundente al hombre social: toda Europa es ese navío roto y desorientado, a pique de hundirse en ese mar inacabable de la noche: «Suena/en Europa el tambor de proa a popa» (como dice Alarcos, la imagen del navío disemina en el poema otros términos marítimos). Conviene añadir que la imagen del navío procede de Fray Luis de León en su oda a la «Vida retirada»: 5. 6.

Ibid., 70. Ibid., 73.

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«¡Oh monte, oh fuente, oh río!/¡Oh secreto seguro, deleitoso!,/roto casi el navío,/a vuestro almo reposo/huyo de aqueste mar tempestuoso»7. No es preciso indicar el significado que la imagen del navío a punto de hundirse cobra en el nuevo contexto de «Paso a paso»; por otro lado, el préstamo sufre una transformación al reiterarse y cobra nuevos sentidos, porque a la figuración del navío roto, es decir, a punto de hundirse y sin remos, por lo tanto, sin posibilidad de llegar a puerto salvador, se añade otra rotura más, la del rumbo: el navío se halla desorientado y perdido en ese mar oscuro de la inacabable noche de los muertos. Por el camino de la transformación –procedimiento habitual en Blas de Otero– llegamos también al «paso–a paso» del verso final, ya comentado, y a «un pedazo de paz» (v. 2), locución en la que paz sustituye a pan, cuya cercanía fónica acaba emparentando semánticamente a las dos palabras. El contraste entre lo esperado y lo encontrado repristina la locución habitual y, por así decir, asume los significados de paz y la palabra que nos hace recordar, pan; como atestigua Alarcos, para otro caso semejante, la sorpresa de la sustitución carga de intención a la palabra nueva8. Es lo que sucede, asimismo, con la imagen «Ponte la muerte por los hombros», que se origina por sustitución (muerte en lugar de «capa», «chaqueta», etc.). Esta imagen hay que relacionarla, claro es, con los muertos enterrados, barridos (v. 16), pero acusadores, frente a los que pretenden el olvido (vv. 17-18) y entre los cuales el alba (la esperanza) acaba abriéndose paso (v. 20). 5. REITERACIONES La reiteración de elementos léxicos, esquemas sintácticos y métricos es quizá el recurso más acusado del conjunto de procedimientos que percibimos en «Paso a paso». La antigua retórica había estudiado ya varios tipos de reiteración dentro de las figuras de dicción. La crítica contemporánea incidió en el análisis de los posibles valores de las recurrencias o reiteraciones al enfrentarse con el verso libre, a partir del enunciado de Jakobson: «La función poética proyecta el principio de la equivalencia del eje de la selección sobre el eje de la combinación». En «Paso a paso» la reiteración es un verdadero eje compositivo que se manifiesta en los siguientes tipos: reiteración de palabras, reiteración de carácter sinonímico, reiteración de frases, de esquemas sintácticos, de esquemas métricos y de sonidos. Algunas de estas reiteraciones ya han sido contempladas, como es el caso del nombre Tachia (estrofas primera, segunda, cuarta y quinta), que representa al destinatario intratextual y otorga al poema un dispositivo coloquial, confidencial y emotivo, intensificado por la duplicación de pobre y el sentido del posesivo mi: «Pobre, mi pobre Tachia». Añadimos otras reiteraciones de elementos léxicos: .......................................Suena en Europa el tambor de proa a popa. ....................................................Ven. Alejémonos de Europa. 7. En esa circulación de textos y microtextos que suponen los fenómenos intertextuales, y desde nuestra situación temporal, es casi imposible que el sintagma «tiempo de soledad» (v. 9) no nos evoque el archicitado título de la novela de Martín Santos publicada en 1962. Ampliando el contexto a la literatura de posguerra y, en concreto, a la poesía, el lexema «tiempo» originó toda una constelación de sintagmas y de títulos que cifraban en dicha palabra, convenientemente matizada, el momento histórico de la España o de la Europa del momento (vid. Martínez Fernández, J. E., 2001, La intertextualidad literaria, Madrid: Cátedra, 136-137). 8. Alarcos Llorach, op. cit., 94.

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Y las formas de poliptoton: muerte (v. 11) –muertos (v. 16) y olvidamos– olvido (v. 17). Como toda reiteración, el segundo elemento remite al primero o lo evoca, sumando valores emotivos. En el caso de Europa la reiteración crea, además, rimas internas que contribuyen a una mayor cohesión fónica: Europa –popa– Europa. La reiteración sinonímica la reducimos a un pedazo de paz – una brizna de luz. Colaboran a establecer la sinonimia su posición versal, su paralelismo sintáctico y su parentesco fónico: .......................................No tenemos ni un pedazo de paz........................ .......................................No tenemos una brizna de luz........................

El parentesco se prolonga al establecer la rima entre tenemos – remos en las dos estrofas, primera y cuarta. Lo que hay es, pues, una cercanía fónica, léxica, sintáctica y métrica entre las mencionadas estrofas, que afecta a otros elementos, como: Tachia, los hombres sufren. No tenemos... Pobre, mi pobre Tachia. No tenemos ................................para los hombres. roto casi el navío y ya sin remos... .....................van rotos rumbo y remos...

Ejemplos de reiteración de frases: Larga es la noche (vv. 5 y 19); en realidad, triple reiteración, pues ha de añadirse: Oscura y larga [es la noche]... (v. 5). El mismo esquema sintáctico se repite en tres oraciones de estructura paralelística, a las cuales aludimos líneas antes: .....................................Oscura y larga como mis brazos hacia el cielo. Lenta como la luna desde el mar. Amarga como el amor...............................

Esta estrofa segunda distribuye de forma paralela muchos elementos: una disposición versal semejante para cada frase, con el adjetivo en final de verso, imponiendo la rima en cada caso y encabalgado sobre el verso siguiente, lo que parece prolongar la dimensión, lentitud y amargura de la inmensa noche de los muertos; esta disposición es la que origina la marcha anafórica de los versos. Dos hechos más nos interesan: la epanadiplosis (repetición a distancia) del verso inicial, ya mencionada: «Larga............larga»; y el inicio y cierre de la estrofa: el endecasílabo inicial es una suma de 7 + 4, y el final, de 4 + 7, fórmula quiásmica en la que los hemistiquios heptasilábicos abren y cierran la estrofa y rompen el paralelismo sintáctico: Larga es la noche, Tachia................. ........................................................

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........................................................ ....................yo llevo bien la cuenta.

Como se ve, uno y otro hemistiquio revelan, respectivamente, al destinatario y al sujeto emisor, y parece como si se estableciera entre ellos (Tachia – yo) esa relación amorosa cuya amargura (o cuyas amarguras) el yo lleva anotadas (es decir, no las olvida, las sabe, las tiene presentes). 6. ASPECTOS MÉTRICOS Métricamente, el poema se compone de cinco estrofas de cuatro versos cada una con rima consonante ABAB. Se trata de serventesios cuya regularidad endecasilábica se rompe en las estrofas tercera (el último verso es heptasílabo) y última (verso final, alejandrino). Si en el verso que cierra el poema, el alejandrino venía a intensificar el esfuerzo temporal del alba por abrirse paso en la noche oscura de los muertos, en el caso del v. 12, el heptasílabo imprime estilísticamente velocidad (da tal sensación anímica) a ese irse de Europa a que el sujeto poético compele al otro sujeto, Tachia. La ruptura léxica (la violenta tmesis: A- / lejémonos) explicita visualmente la ruptura que supone el alejamiento del propio lugar, Europa. Tal ruptura gráfica de la palabra (a / lejémonos) lo es también desde el punto de vista fónico y rítmico, pues la primera parte de la palabra dividida a fin de verso (tmesis o encabalgamiento léxico) forma unidad rítmica con la palabra precedente (Ven. A- = vena). Se observa, pues, que tal ruptura ha derivado en forzadas recomposiciones fónicas y rítmicas; por otro lado, frente a rimas esperables (hombres – nombres), morfológicas (aplacarles – alzarles) o reiteradas (tenemos – remos, estrofas primera y cuarta), se crean nuevas posibilidades que evitan la fácil asociación fónica entre palabras: se rompen expectativas y se generan nuevos parentescos fónicos. La rima consonante a lo largo del poema crea una trama fónica cuya poderosa cohesión se ve reforzada por múltiples aliteraciones y juegos de sonidos que refuerzan la expresividad del poema. La crítica ha insistido en la maestría de Blas de Otero a la hora de aprovechar la expresividad de los sonidos. Podemos observarlo en este poema, sin intención de agotar los casos (reiteraciones, variaciones, contrastes...): ...los hombres sufren ...pedazo de paz ...roto... remos ...hacer, que luz alzarles? ...el mar. Amarga como el amor. ...en Europa el tambor de proa a popa. Ponte la muerte... ...brizna de luz para los hombres. Brama el odio, van rotos rumbo y remos.

Son reiteraciones fónicas que se unen a las léxicas, rítmicas, sintácticas y métricas para fortalecer la potente trama textual que Blas de Otero ha construido en «Paso a paso».

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Otra lectura de la epístola de Pedro Vélez de Guevara a Fernando de Herrera JOSÉ

JUAN MONTERO SOLÍS DE LOS SANTOS

Universidad de Sevilla

P

(c. 1521-Sevilla, 17. I. 1591) fue el personaje de mayor rango académico e institucional de aquel conjunto de poetas, pintores y humanistas que vino a configurar en la Sevilla de la segunda mitad del XVI lo que después conoceríamos como la escuela poética en torno a Fernando de Herrera (1534-1597). Las prebendas y dignidades que desempeñó en el Cabildo Catedral y el contenido filosófico y canonista de su obra impresa corroboran este aserto, al mismo tiempo que explican la escasa huella dejada por su musa en la exuberante actividad literaria del Siglo de Oro, según se confirma por su ausencia del «Canto de Calíope» contrastada con los elogios de tantos inéditos que prodigó Cervantes en La Galatea. De familia oriunda de Guadalajara y clérigo de la diócesis de Toledo, su vinculación con la Catedral de Sevilla arranca en 1546, cuando desde Salamanca, donde todavía seguirá como bachiller en cánones en 1553, otorga poder para tomar posesión del priorato de las ermitas de la archidiócesis hispalense, a causa de la resigna de un clérigo de Pamplona (Gil 2002: 271). En 1561 es nombrado racionero en la misma Iglesia Metropolitana, condición para seguir ostentando ese título de prior con el que aparece mencionado en la mayoría de los escritos y documentos, y en 1570 alcanzará una de las cuatro canonjías de oficio, la doctoral, para la que se exigía grado en derecho canónico en universidad reconocida. Entre sus obras localizadas, destaca Selectae sententiae, impresa probablemente en Salamanca en 1557, consistente en seis ensayos que imitan el modelo dialéctico tan caro a los erasmistas de los Paradoxa Stoicorum de Cicerón (Alcina 1975-1976: 245). No sería el único arrimo al gran escritor romano, pues en su destino definitivo donde acabarían tantos egresados salmanticenses publicará un comentario de los Topica del Arpinate: Marci Tullii Ciceronis Topica Petri Velleii Gueuarae notis explicata (Sevilla, 1573). Todavía en la capital universitaria española EDRO VÉLEZ DE GUEVARA

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había publicado un ensayo de la disciplina de su competencia: Petri Velleii Gueuarae ad legem primam Digestorum libri VI (Salamanca, 1569). La figura del prior don Pedro Vélez destaca por sus fuertes lazos con Benito Arias Montano (1527-1598). Gracias a una concesión del prior en 1553, el eminente escriturista frexnense pudo disfrutar de su retiro laborioso en la Peña de Alájar, cuya ermita habría de poner más tarde bajo el patronazgo regio después de acrecentar sus rentas (Gil 2002: 273). Pedro Vélez tenía estrecho parentesco con la familia sevillana Vélez de Alcocer, en cuyo seno se crió Montano manifestando sentida gratitud en sus obras. Asimismo debió de ser Vélez el enlace entre Arias Montano y fray Luis de León y los escrituristas salmanticenses, a juzgar por su citación como testigo de la defensa en el proceso inquisitorial contra el agustino (Gil 2002: 272). En cuanto a Herrera, el único testimonio de su conexión con Vélez había sido la noticia del pintor Francisco Pacheco de los Ríos (1564-1644) en el elogio del «Divino» de su Libro de Retratos, comenzado en 1599 (Piñero y Reyes 1985: 177), hasta que dio la prueba de esta amistad el poema en nueve liras «Velleio, si mi canto» que Herrera1 escribió para los preliminares de una obra inédita y entonces desconocida de Pedro Vélez, la Coena Romana, adaptación castellana de una obra sobre las costumbres convivales de los romanos, De triclinio Romano (Roma, 1588), del toledano Pedro Chacón (1527-1581)2. Los otros preliminares eran servidos en sendos poemas latinos por el mismo Arias Montano y el licenciado Francisco Pacheco (1535-1599), quien había dedicado años antes al «doctissimo Petro Velleio Gueuarae» sus De constituenda animi libertate ad bene beateque uiuendum sermones duo, un extenso poema latino con larvada influencia en la epístola moral de ese período de la poesía áurea (Alcina, Rico 1993: XXIV-XXV)3. Este haz de relaciones intelectuales y afectivas entre tan destacadas figuras del panorama artístico sevillano se ha visto singularmente trabado gracias al feliz hallazgo y edición de una epístola que Vélez dirigió al cantor de Luz en fecha no determinada (Cobos 1997). En este texto, único poema conocido de Vélez hasta hoy y que editamos en apéndice, nos centraremos ahora, con un doble objetivo: de un lado, aportar alguna información adicional en lo relativo a su transmisión; de otro, apuntar algunas ideas básicas para su lectura en el marco de la tradición poética a la que pertenece. En cuanto a lo primero, hay que recordar que Mercedes Cobos dio a conocer el poema tras localizarlo en un códice misceláneo de la Real Academia de la Historia: «Jesuitas» vol. 96 (sign. moderna 9-3669), ff. 57r-58r (= H), copia cuyo término a quo establece en el año 1591, por figurar junto a ella y de la 1. El poema lo publicó Adolphe Coster (1918: 562-563) a partir de la única fuente de la Coena romana de Vélez, el códice Esp. 263 de la Biblioteca Nacional de Francia, y es uno de los pocos de Herrera que con seguridad pueden fecharse después de 1582, año de publicación de Algunas obras. Los otros dos poemas preliminares fueron publicados dos veces con varia fortuna (Gil 2002: 274, n. 54). 2. La obra de Vélez pudo estar preparada para su publicación, según inferimos del apunte correspondiente de los registros de los libros presentados para aprobación del Consejo de Castilla que se conservan en el Archivo General de Simancas: «año 1590. Licenciado Pedro Vélez de Guevara, prior y canónigo de Sevilla, curia romana» (Rojo Vega 1994: 154). Es muy probable que «curia» haya sido errónea lectura por «coena». Hay también en estos registros posibles indicios de otra obra no localizada de Vélez que señaló Nicolás Antonio, Buena Monja, sive instructionem aut institutionem Virginis Deo sacrae (Sevilla, 1587) (Rojo Vega 1994: 151). 3. Dio a conocer el manuscrito único con dos redacciones del magno poema, amén de otras composiciones latinas del licenciado Pacheco, Alcina 1975-1976, 223-243; B. Pozuelo (1993) lo ha editado, traducido y comentado.

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misma mano (que la editora propone identificar como la de Juan de Robles) una nota que consigna la muerte de Vélez el 17 de enero de 1591 (Cobos 1997: 101). Por nuestra parte, hemos localizado un segundo testimonio del poema, conservado esta vez en el fondo Rodríguez-Moñino de la Real Academia Española, ms. 6723, pp. 52-55 (= E), un cancionero de poesías varias copiado con letra de principios del XVII (Solís 2004: 247-248). Desde el punto de vista textual, esta segunda copia aporta algún matiz aprovechable con respecto a la ya conocida. Su rasgo más destacado es la omisión del v. 73, lo que indica, salvo contaminación poco probable, que H no puede ser copia de E. Lo contrario, en cambio, sí es posible y constituye, por tanto, la explicación más económica y sencilla de la filiación. Con todo, no descartamos que en realidad tanto H como E desciendan cada uno por su cuenta de un arquetipo por el momento desconocido (véase al respecto la nota a los vv. 9 y 55 en aparato crítico). De ser así, el poema habría tenido una transmisión algo más rica de lo que hasta ahora podíamos suponer. En cuanto a la fecha de composición, su editora, que cataloga a la epístola como censoria y la interpreta como una crítica jocosa a las Anotaciones de Herrera, afirma: «no debe ser muy posterior a 1580» (Cobos 1997: 102). Por nuestra parte, adoptamos en principio un arco temporal que tiene su término a quo en 1574, por la mención de la Alameda sevillana, cuya transformación de laguna en paseo arbolado con fuentes públicas (vv. 42-47) se culminó ese año; y como término ante quem el de julio-agosto de 1588, ya que tras el desastre de la Invencible Vélez no hubiera aludido con tal desapego (vv. 68-69) a las tensiones con Inglaterra. Si, dentro del arco propuesto, hubiera que arriesgar una fecha más concreta, nos inclinaríamos más bien por el tramo que va desde agosto de 1585, en que se firma el tratado de Nonsuch entre Inglaterra y las Provincias Unidas de los Países Bajos, hasta el desastre naval de 1588, dada la tendencia del género epistolar a la mención de lo próximo en el tiempo o en el espacio. En ese caso, si el poema de Vélez tuviese realmente relación con la polémica sobre las Anotaciones, como afirma Cobos, debería interpretarse en un sentido opuesto al que propone: antes que ser un ataque, siquiera tibio, la epístola tiene una función consolatoria. Es la afectuosa palmada en la espalda de quien se esfuerza por levantar el ánimo de su amigo (vv. 30-31)4. Esto nos lleva a la consideración del poema en el marco de la tradición literaria a la que pertenece. La recepción de la epístola horaciana en las letras españolas del Renacimiento es asunto bien estudiado por la crítica5. Se sabe, así, que los modelos fundamentales del género quedaron establecidos editorialmente en las Obras de Boscán y Garcilaso (Barcelona, 1543), volumen en el que se dan cita tres epístolas: la de Garcilaso a Boscán, en endecasílabos sueltos, y el carteo entre Boscán y Hurtado de Mendoza, en tercetos encadenados. Esas tres muestras ya 4. Cabe recordar a este respecto que de 1585 data una epístola impresa de Juan de la Cueva en la que sí que hay ataques contra las Anotaciones (Montero 1986), y que la Respuesta de Herrera a Prete Jacopín (alias, como se sabe del Condestable de Castilla don Juan Fernández de Velasco) pudo ser redactada por esas mismas fechas (Montero 1987: 35-37). ¿Habrá, pues, que leer entre líneas la alusión que hace Vélez (vv. 32-35) a los fríos de otras tierras en comparación con los templados inviernos sevillanos? 5. Una excelente síntesis de la trayectoria del género de la epístola moral, incluyendo la neolatina, ofrecen Alcina y Rico (1993). Un estado de la cuestión más general con perspectivas innovadoras de investigación puede verse en López Bueno (2000), y en el número monográfico de Canente: revista literaria de 2002.

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sancionan los rasgos básicos del género: la familiaridad amistosa en el trato y la temática filosófico-moral, con marcada tendencia a la exposición de los tópicos estoico-epicúreos. Pero también se sabe que la epístola vulgar nace en un terreno propicio a la contaminación, cuando no identificación, con otros géneros de la poesía clásica, como la sátira o la heroida, y con sus derivaciones en la poesía vulgar, tal la sátira ariostesca, la epístola amorosa, el capitolo italiano, etc. Bajo esas premisas abiertas se fue desarrollando el género en la poesía española del Renacimiento, dando lugar a una serie de realizaciones bastante variadas, pero que la tradición historiográfica posterior ha tendido a centralizar, comprensiblemente, en torno al eje de la epístola moral en tercetos, esto es, el que lleva desde Boscán y Hurtado de Mendoza hasta Fernández de Andrada, pasando por Aldana. En ese capítulo de otras realizaciones del género habrá, pues, que situar la epístola de Vélez, en la que la elección del endecasílabo suelto ya hace patente, como en Garcilaso, un deseo de naturalidad y soltura que, en el fondo, remite con bastante fidelidad al modelo del sermo horaciano. La impronta clasicista de la composición queda indicada, por lo demás, desde su mismo título: Saturnalia en latín o en su traducción literal Saturnales, que, en el rigor y propiedad del uso terminológico observado por la escuela sevillana, es la forma de denominar la Navidad. Este proceso de clasicismo en la expresión de conceptos cristianos y acontecimientos contemporáneos ha tenido un eximio ejemplo en la inscripción conmemorativa de la torre de la catedral, conocida después como Giralda, que compuso el licenciado Pacheco en 1568 y aprobó el propio Vélez, comisionado por el cabildo (Solís 1998: 169, n. 92). Los Saturnalia de los antiguos romanos celebraban el final del ciclo de siembra días antes del solsticio invernal, que caía en 25 de diciembre desde la reforma de Julio César (45 a. C.) hasta el concilio de Nicea (325); en la inversión del rol social y en los juegos licenciosos había una evocación de la edad dorada en que no existía la propiedad privada ni la jerarquía, lo que fue el mítico reino precisamente de Saturno. El sincretismo religioso posterior asimiló estas fiestas al culto del dios Sol, que nacía cada año en una gruta adorado por pastores. Y para contrarrestar el arraigo popular de estas costumbres paganas y licenciosas, las autoridades eclesiásticas tardoantiguas convinieron en celebrar el nacimiento de Cristo. Esto lo saben los sevillanos cultos por las obras de erudición clásica que se publican en toda Europa, entre las cuales la de Justo Lipsio, Saturnalium sermonum lib. II (Amberes, 1582) bien pudo llegar a través de los frecuentes contactos entre los amigos de Montano en ambos dominios de la monarquía católica. En coherencia, pues, con esta práctica consabida, titula Vélez su poema y aprovecha la coyuntura temporal de la Navidad como cronología interna de su poética misiva, para apelar al espíritu de jovialidad y desenfado con que pretende consolar a su destinatario (vv. 27-31), lo que lógicamente se proyecta tanto en su contenido como en la expresión. Arranca el poema con una especie de propositio e contrario (vv. 1-26), en la que, a modo de exordio, Vélez enumera aquellos temas que no querría tratar en sus versos, y que pueden resumirse en los saberes acerca del universo y de sus misterios, aquí con el apéndice de la astrología judiciaria (vv. 2224). Tras la salutatio al destinatario (vv. 26-31), con la indicación de la cronología poética, viene luego el elogio de Sevilla como locus amoenus (vv. 32-53) y al mismo tiempo caput mundi (vv. 48-53). Y una vez establecidas las coordenadas espacio-temporales de la comunicación, Vélez exhorta a Herrera a desceñirse y disfrutar de la alegría propia de los días saturnales o navideños, dentro de los límites

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que impone el decoro: buen yantar, cama limpia, música popular, cuyo efecto emotivo describe vivamente (vv. 54-65). Son placeres sencillos al alcance de la mano por los cuales merece la pena olvidarse de los grandes asuntos del negocio y del gobierno, que solo contribuyen a embarazar el ánimo, sin que uno pueda influir en ellos (vv. 66-70). El poema enfila entonces su final con una exhortación a seguir un modo de vida secundum naturam (vv. 71-80): confianza en Dios y sometimiento de la razón a su infinito saber, dominio de la voluntad y de las pasiones, paciencia en los trabajos, y buena disposición a disfrutar de los placeres sencillos de la vida, exhibiendo un estoicismo hedonista, si se nos permite el oxymoron, en consonancia con el carácter alegre y algo socarrón del que dio muestras Vélez hasta sus últimos días6. Si del contenido pasamos a la lengua, es fácil convenir que el poema tiende a un tipo de expresión suelta y poco enfática, a la búsqueda de un tono que bien puede calificarse de conversacional. Dentro de ese marco, el poeta se mueve a su gusto, arrimándose cuando le conviene al sermo humilis, o adoptando un tono medio más moderado. Lo primero ocurre sobre todo en el exordio, con la insistencia en un léxico corriente que busca el efecto humorístico en el contraste con términos o referentes cultos (bandurria apolinea, fuente caballuna, flujos y reflujos del gran charco). Lo segundo admite desde la expresión coloquial (vv. 58-59) y proverbial (v. 62) hasta la lengua de la lírica italianizante, con aprovechamiento del cultismo semántico (celebradas «frecuentadas», v. 45, o el propio título de la composición) y con homenaje a Garcilaso, cuyo primer verso de la égloga II literalmente reproduce (v. 36). En conclusión, esta epístola de Vélez, amén de ser una valiosa muestra de los variados intereses intelectuales y literarios que convivían en la Sevilla de la segunda mitad del XVI, contribuye a conectar una vez más por mediación de su autor a dos grandes figuras del Siglo de Oro, Montano y Herrera, y ofrece un testimonio de primera mano sobre la personalidad un tanto saturnina del divino (vv. 56-57). Razones suficientes, creemos, para que reciba más atención de la que hasta ahora ha merecido. APÉNDICE Saturnales de Don Pedro Vélez de Guevara a Hernando de Herrera el divino Si yo tuviera mano con alguna de aquellas nueve damas que brincando se van por Helicones y Parnasos, haciendo habilidades esquisitas al son de la bandurria apolinea, y con el agua clara de la fuente caballuna siquiera me bañara los pulgares y labios y mollera, a fe que nunca yo me lambicara

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6. Juan de Robles cuenta en El culto sevillano que cuando le fueron a dar la extremaunción, a la pregunta sacramental de si perdonaba a todos los que le habían injuriado, don Pedro respondió: «Sí, señor, y a V. M. también» (Gómez Camacho 1992: 69). El prior Pedro Vélez tuvo un hijo natural de una mujer soltera, Lucrecia Manrique, vástago que en 1599 vendría a tener unos 20 años (Cobos 1997: 114).

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los sesos en medir el cielo a palmos y averiguar si hay átomos y ideas, ni me matara no saber la causa de flujos y reflujos del gran charco, ni me metiera tanto en los volcanes, que ni hecho ceniza no volviera. ¡Oh, qué curiosidad tan escusada, qué necio secadero de cabeza, no ver ni conocer lo que tenemos presente y lo tocamos con las manos, y fatigarnos por lo ya pasado, que es imposible ya que no haya sido, y levantar figuras sin juicio, sin sentido, sin lengua, que nos digan los bienes y los daños venideros, para llorar el mal antes que venga o estar colgados de esperanzas vanas! Señor Herrera, llegados son los días en que se publicó la buena nueva de paz al mundo y vida a los mortales: ¡afuera melarquias, cuidados tristes, dad lugar al contento y alegría! No estamos en región donde la nieve cubra los verdes campos, y la helada a las plantas despoje, ni convierta las cristalinas aguas en cristales; en medio del invierno está templada y con templado sol matiza al vivo de diversos colores a los prados, y abundan los jardines de mosquetas, de olorosas violetas y jasmines, precursores de alegre primavera. Gozad de las salidas deleitosas por entre naranjales y arboledas –¡oh campo libre, largo y abundoso de arroyos y de fuentes celebradas!–: aún se puede gozar del Alameda y tiene su sazón el Almenilla; de nuevo os admirad deste gran río, emporio universal del mundo todo, metido tantas leguas en la tierra, que cuanto tiene el orbe que se estime nos muestra y comunica largamente al husmo del dinero que aquí bulle. Las guitarras y harpas y tonadas que salen cada día de mil suertes (si bien para el primor de vuestro gusto son cosas baladies, de poco precio), no me neguéis que rascan los oídos y se sienten cosquillas en oírlas que a los más mesurados alborozan. Bástenle a cada tiempo sus zozobras; meted los buenos dias en vuestra casa;

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LECTURA DE LA EPÍSTOLA DE

PEDRO VÉLEZ

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procurad alcanzar el buen bocado, el vino sin adobo, trasañejo, la mesa limpia, cama perfumada. Y si se tarda el agua, si la flota invierna y se detiene en La Habana; si arman, si desarman los Ingleses; si Bretaña nos quiere o no nos quiere, ¿qué podéis vos hacer a todo eso? Remitámoslo a Dios y aparejemos el ánimo de suerte que entendamos no más de lo que él quiere que entendamos. La voluntad no pase de la raya de aquello que le fuere permitido; no toque en lo vedado el apetito; llévense con paciencia los trabajos según las ocasiones de los tiempos; y, entre tanto, gocemos de los bienes que la naturaleza nos produce.

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APARATO CRÍTICO E = Real Academia Española, ms. RM 6723, pp. 52-55. H = Real Academia de la Historia, «Jesuitas» vol. 96 (sign. moderna 9-3669), n.º 13, 57r58r. Modernizamos el texto conservando la -s implosiva en esquisitas, escusadas y jasmines. No anotamos las variantes mínimas sin repercusión léxica. Tít. Saturnales… divino E: Petri Velleii ad Fernandum Herreram. Saturnalia H 5 apolinea H: ypollinea E 9 lambicara E: lambitara H [Error de H; cf.: «ni lambicando, como dicen, el cerbelo» (Quijote, II, xxii). Aunque el error de H no tiene condición de separativo, ya que un copista pudo detectarlo y corregirlo, cabe pensar que el modelo de E no ponía lambitara, ya que quien copió E no tuvo reparo en reproducir sin pestañear una lectura tan absurda como mipossible en el v. 21. 20 fatigarnos H: fatigamos E 21 imposible em. Cobos: mipossible E H 27 [El verso es hipermétrico, lo que hace muy verosímil que haya error de transmisión, concretamente en el primer hemistiquio. Quizá haya que enmendar: Oh Herrera (con aspiración de la h- inicial), o bien corregir llegado han, banalizando la expresión pero conservando el acento en 4.ª y 8.ª. 43 naranjales E: naranjelas H [El error de H hace sospechar que la lectura correcta sea: naranjeles, forma que, al menos en singular, aún se documenta en el folclore andaluz. 46 puede em. Cobos: pueden E H 47 sazón H: razón E 55 suertes E: maneras H [La lección de H es hipermétrica o fuerza la sinéresis en dia. Parece más verosímil lo primero y que se haya producido una sustitución trivializadora en H. Lo que de nuevo induce a pensar, aunque no prueba, que E no es copia de H 56 para H: pasa E 59 cosquillas] coxquillas H 65 trasañejo em. Cobos: trasanejo E H [La enmienda podría ser asimismo: trasaniejo, ya que ambas formas se documentan en la época. 73 no más de lo que él quiere y entendamos H : om. E // que entendamos em. Cobos: y entendamos H [El error de H puede explicarse como una mala lectura de un que abreviado.

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REFERENCIAS

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BIBLIOGRÁFICAS

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Juegos literarios a tres bandas ROSA NAVARRO DURÁN Universidad de Barcelona

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EER DEPOSITA EN NUESTRO ALMARIO vivencias, expresiones, ideas que fueron antes palabra escrita. Siempre ha sido así. Unas veces se calla y otras se quiere pregonarlo. Los textos del siglo XVI nos ofrecen ejemplos continuos de tal ósmosis, que los lectores contemporáneos veían mejor que nosotros. Y si alguno de ellos era escritor podía además entrar en el juego y seguir transformando la materia leída, pero con la mirada puesta en ese lector de la obra que él había descubierto. Estamos acostumbrados a ver aparecer las fuentes clásicas en los textos como exhibición de cultura, porque no era buen escritor quien no imitaba, y las notas a pie de páginas de las ediciones nos lo van indicando; pero no es tan frecuente detenerse en los guiños literarios a textos contemporáneos, un auténtico juego literario que aparece una y otra vez en tantas y tantas obras de la Edad de Oro. Incluso a veces sucede que es un juego entre tres o más textos: que se imita una obra porque otra a la que se tiene como modelo también lo hace; son curiosas conversaciones textuales que dan luz sobre los textos y enriquecen su lectura.

0. EN LA ESTELA DE LA CELESTINA: LA TRAGICOMEDIA DE LISANDRO Y ROSELIA Sancho de Muñón es el autor de la Tragicomedia de Lisandro y Roselia publicada en Salamanca en 1542, que imita a la Tragicomedia de Calisto y Melibea desde su mismo título; como en él se dice, la alcahueta es esta vez Elicia, y es la «cuarta obra y tercera Celestina». Antes Feliciano de Silva escribió la Segunda Celestina, impresa en 1534, y Gaspar Gómez, la Tercera parte de la tragicomedia de Celestina en 1536. Pero no sólo La Celestina es su modelo; la historia de los amores de Lisandro y Roselia sigue los pasos de la de Calisto y Melibea, pero no acaba igual. No trunca

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su felicidad el azar, esa tonta caída del caballero de la escalera1, sino el hermano de la bella joven, Beliseno, el vigilante de la honra familiar, que desempeña el papel del Marqués de Himenea de Torres Naharro. Como esta era una comedia, todo acababa felizmente; no así en la obra de Sancho de Muñón, en donde una sola flecha real atraviesa el cuerpo de los dos enamorados unidos por el amor y casi al mismo instante por la muerte. Himenea, cuyo modelo es La Celestina, enriquece, a su vez esa espléndida Tragicomedia de Sancho de Muñón. Pero para tan buen lector de ambas, no le era difícil descubrir en el texto de Fernando de Rojas otras huellas de lectura, otras presencias, como la de la Historia de dos amantes, que Eneas Silvio Piccolomini escribe en 1444 y cuya primera traducción al castellano se imprime en 1496 en Salamanca. Y no hay duda de que así fue porque él la había leído muy bien, como enseguida vamos a ver. 1. UNA ALBADA EN BOCA DEL GALÁN Vamos al acto XIV de La Celestina y nos detenemos en la albada que dice Calisto, aunque Fernando de Rojas deja pasar el tiempo entre el gozo y la reflexión, de tal forma que más que vivencia de pérdida, es un instante para el recuerdo del placer y para formular el deseo de que el tiempo pase rápidamente y vuelva ese placer añorado. La albada abandona su espacio, pero permanece la forma literaria aunque se disfrace de otro sentido. Escuchemos a Calisto en su largo monólogo; acaba de abandonar el huerto de Melibea y su gozo –han muerto ya sus criados y la Celestina; él ha ido con Tristán y Sosia–. El joven, a solas, habla de sus deseos, recuerda su felicidad, y se dirige en apóstrofe a la noche, al sol, a las estrellas: ¡Oh noche de mi descanso, si fueses ya tornada! ¡Oh luciente Febo, date priesa a tu acostumbrado camino! ¡Oh deleitosas estrellas, apareceos ante de la continua orden. ¡Oh espacioso reloj, aún te vea yo arder en vivo huego de amor! Que si tú esperases lo que yo cuando des doce, jamás estarías arrendado a la voluntad del maestre que te compuso. Pues vosotros, invernales meses, que agora estáis escondidos, ¡viniésedes con vuestras muy complidas noches a trocarlas por estos prolijos días! (Rojas, 2000: 281-282).

Castro Guisasola (1924: 147) y M.ª Rosa Lida (1962: 391) ya señalaron como posible fuente para el pasaje de la tragicomedia el bellísimo relato breve del que sería papa Pío II, Eneas Silvio Piccolomini, Historia de duobus amantibus: en Sed heu, quam veloces hore? invida nox, cur fugis? Mane Apollo, mane apud inferos diu. Cur equos tam cito in iugis trahis, sine, plus graminis edant? Da mihi noctem ut Alcmene dedisti. Cur tu tam repente Titoni tui cubile relinquis Aurora?… 1. Siempre se señala la ausencia de modelo concreto para este accidente de Calisto: «La muerte del amante que, visitando a su amada, cae de una escalera o de lo alto de una tapia tiene cierta tradición en la literatura y es ingrediente relativamente común de sucesos reales recogidos en obras de diversa índole, pero no parece que para este caso pueda establecerse ningún antecedente claro» (Rojas, 2000: 323, nota 77). No deja de resultar una coincidencia curiosa que el poema que da inicio a las obras de Jorge Manrique, «Con el gran mal que me sobra» (y tiene la frase coloquial cuya presencia tanto sorprende en el planto de Pleberio, «y mi gozo fue en el pozo») diga en sus vv. 31-35: «Emprendí, pues, noramala,/ya de veros por mi mal,/y en subiendo por la escala,/no sé cuál pie me resbala,/no curé de la señal» (Manrique, 1993: 46). No hay que olvidar además que la presencia de los poemas de Jorge Manrique en La Celestina es muy patente.

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Sancho de Muñón escribió su obra siguiendo los pasos de La Celestina; pero su texto muestra también una lectura minuciosa de la Historia de dos amantes, que él tuvo que descubrir, por tanto, en el fondo de la obra de Fernando de Rojas. 2. LA LUCIDEZ DE LA JOVEN, ARRASTRADA POR EL AMOR En la tercera escena del acto tercero de la Tragicomedia de Lisandro y Roselia, Celestina visita por segunda vez a la joven, que está ya totalmente rendida al amor de Lisandro. Ella le abre su corazón a la alcahueta en un largo parlamento que en realidad se dice a sí misma. Lucha con ese sentimiento que no le deja actuar como quisiera; sabe muy bien lo que le conviene, pero no puede hacer más que lo contrario. Sancho de Muñón, al leer la Historia de los dos amantes, descubre en las palabras de la enamorada Lucrecia, que lucha en vano con el amor que siente en su pecho por Euríalo, que no soporta ya a su marido, las del monólogo de Medea en el libro VII de las Metamorfosis de Ovidio. No hay más que comparar los dos textos. Dice Medea: Excute uirgineo conceptas pectore flammas, si potes, infelix. Si possem, sanior essem; sed trahit inuitam noua uis, aliudque cupido, mens aliud suadet: uideo meliora proboque, deteriora sequor (Ovidio, VII, vv.17-21).

Y Lucrecia: Sacude, mal aventurada, si puedes, del casto pecho las concebidas llamas. ¡Oh quién pudiesse! Por cierto, si en mi mano fuese, no sería enferma como lo soy. Nueva fuerza me tiene forzada. Una cosa amonesta el amor y otra la honestidad: conozco lo mejor y apremiada sigo lo peor (Silvio Piccolomini, 1907: 7).

Lucrecia seguirá parafraseando a Medea, que se sabe honrada en su ciudad y con su gente, pero que en ese momento pena por el irresistible amor de un extranjero. Lucha para liberarse de esa pasión y, cuando casi consigue desvincularse de la suerte del joven, imagina la apostura de Euríalo y no puede más que admitir lo conmovido que por él está su corazón. Va a dar el paso de traicionar a los suyos por un extranjero, pero un nuevo temor la avasalla: ¿y si la deja luego él por otra? Pero su belleza es de nuevo la que borra ese argumento, esa sospecha que pudiera detener su decisión: «¡Por cierto no tiene él tal parecer!, ¡gesto es aquel para engañar!», como ya se dijo Medea a sí misma mucho antes: Sed non is uultus in illo, / non ea nobilitas animo est, ea gratia formae, / ut timeam fraudem meritique obliuia nostri (Ovidio, VII, vv. 43-45). Sancho de Muñón va a dar intensidad a la protagonista de su Tragicomedia, a Roselia, poniendo en su boca las palabras de Medea en un momento semejante al que vive Lucrecia, cuando se muestra rendida al amor que siente por Lisandro y va a aceptar a la alcahueta como intermediaria. El momento es el que dice Medea: »frustra, Medea, repugnas: nescio quis deus obstat»; ait «mirumque quid hoc est, aut aliquid certe simile huic, quod amare uocatur (Ovidio, VII, vv. 11-13).

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Es el descubrimiento de ese sentimiento nuevo, de ese fuego abrasador, que le impide el ejercicio de su libre voluntad; la joven es consciente de ese inmenso poder que la anula: ¡Ay lastimada de mí! Que del primer día que me habló ese caballero siento un fuego escondido en este mi corazón que me lo abrasa, cubierto con las cenizas de mi vergüenza [...] ¿Qué encendido calor es este?, ¿qué súbito ardor?, ¿qué llama tan soberbia es esta que en mi pecho a deshora concebí luego que le vi, que ni me aprovecha mi lucha y contienda, ni basta razón a vencer su furor? No sé qué dios, o qué diablo es este que me fuerza la voluntad; dudosa estoy qué sea, ¿si es el amor?

Y Sancho de Muñón adapta a la situación personal de Roselia la de Medea, amplificando el texto ovidiano, o en otro caso siguiéndolo muy estrechamente: Nam cur iussa patris nimium mihi dura uidentur? Sunt quoque dura nimis (Ovidio, VII, vv. 14-15).

Roselia se lamenta de lo mismo: «Este debe ser, que solo hace parecer duros los castigos de mi madre y los consejos de mi hermano, y son ásperos mirándolo bien». Y enseguida nos da una nueva versión de las palabras esenciales de la lucha interior de Medea, que ya vimos en boca de Lucrecia (y Sancho de Muñón también): Mas, ¿qué digo? ¡Ea, ea, Roselia, desecha ese fuego de ti! Si pudiere –dirás–; que, si pudiese, ¡desdichada!, sano me sería; pero una blanda fuerza me trae do quiere. Una cosa la razón, otra Cupido me aconseja. Veo lo mejor, apruebo lo bueno y sigo lo peor.

Comienza a desear la muerte del joven, para horrorizarse al instante de lo que ha pensado: ¡Muera, muera el que mi deshonra quiere! Mas ¿qué me da a mí que muera?, ¿soyle yo la causa? Dios es el que tiene poder de dar vida o muerte. ¿Qué dije, desatinada, loca? ¡Dios le dé vida y mucha! Que bien me es lícito sin le amar desearle vida.

Son de nuevo los versos de Ovidio en boca de Medea los que han sido reelaborados: Viuat an ille occidat, in dis est; uiuat tamen. Idque precari uel sine amore licet;quid enim commisit Iason? (VII, vv. 23-25).

Y Roselia aparece también entonces conmovida por la figura de Lisandro, por su gentileza, por su hermosura, como ya vimos a Lucrecia por Euríalo, y ambas siguen a Medea imaginando a Jasón. Enseguida otras palabras de la tesalia serán convertidas en lamento de Roselia: Hoc ego si patiar, tum me de tigride natam, tum ferrum et scopulos gestare in corde fatebor (VII, vv. 32-33).

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Así lo dirá Roselia: «Si soy causa de su mal y muerte, y pudiendo no le remedio, ¿quién no me tendrá por hija de tigre y por más dura que piedra, y de corazón de peña?». En ese ir y venir de su deseo de liberarse de lo que le atormenta y a la vez entregarse a su pasión, volverá a desear la muerte de su amado; y para ello introduce la figura de su hermano, Beliseno, el vigilante de la honra familiar. Es el equivalente a azuzar los toros contra Jasón, que es en lo que piensa Medea: «Mas ¡rabiosamente le vea yo acabar a manos de mi hermano! Que si le ase, él castigará su atrevida locura». Pero apenas pronunciadas estas palabras, ya viene el arrepetimiento y reaparece el horror por lo dicho, el ruego a Dios para que proteja al joven, y enseguida, el dejar a un lado la oración y actuar ella misma; siguiendo siempre los pasos de Medea: ¡Y Jesús!, ¿qué dije? Dios lo vuelva en mejor, y a él guarde por muchos años; aunque estas plegarias y oraciones habían de cesar y poner por obra lo que para luego es tarde. Di meliora uelint! Quamquam non ista precanda, sed facienda mihi (VII, vv. 37-38).

Aún retrocederá de nuevo Roselia en su ir y venir de la venganza a dejarlo todo por el joven porque se le presenta también –como a Lucrecia– la duda de que él pueda dejarle por otra, y entonces cree que seguirle es traicionar a los suyos. Frena de nuevo en Roselia el curso de su pensamiento el recuerdo de la belleza de Lisandro, y con él la aceptación del sentimiento que la domina, del que se siente presa: «¡Ay, ay, ay!, ¡vencida soy!, ¡cautiva soy!, ¡presa soy de su amor!». El final del parlamento de Roselia abandona ya su fuente ovidiana al enlazar con la situación que está viviendo; se dirige a su interlocutora, a Celestina, que ha asistido en silencio a esa lucha interior de la joven, para rogarle que sea una discreta intermediaria entre ella y Lisandro. Sancho de Muñón ha dado intensidad a su personaje poniendo en su boca la imitación de las palabras de la Medea ovidiana. Pero lo ha hecho, ciñéndose al original, después de haber advertido que la protagonista de la Historia de los dos amantes, Lucrecia, asumía ya tales palabras. En lugar de partir de la imitación, sigue un camino paralelo: el de recrear el pasaje de las Metamorfosis de Ovidio.

3. CRIADOS QUE SABEN RETÓRICA Antes de seguir en el terreno literario de la Tragicomedia de Lisandro y Roselia, voy a hacer una nueva incursión en otras dos de sus fuentes, también enlazadas entre sí: las comedias de Bartolomé de Torres Naharro y la Segunda Celestina de Feliciano de Silva. El motivo que las une son unas cartas. En la comedia Calamita, Floribundo le pide a su criado Jusquino que lleve secretamente una carta a su amada Calamita; el criado le pedirá permiso para leerla porque quiere saber qué le dice. Floribundo prefiere leérsela, aunque duda de que pueda entenderla, «que son palabras extrañas,/salidas de las entrañas,/oídas nunca jamás». Comienza desta manera:

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Reina mía, salud, paz y alegría, con la servil reverencia que a tu divina presencia deben los hombres hoy día...

Y Jusquino no sólo parece entender, sino que además le corrige y le aconseja otra fórmula mejor para comienzo de carta: Muy mejor comenzaría, ciertamente, si dijeses: «La presente es por haceros saber...»

Floribundo, con razón, se enfada por la corrección impertinente, le hace callar y prosigue dando rienda suelta a su sentimiento. Le describe su pasión amorosa hasta llegar a pintar el caos en el que vive: Un caos soy ya tornado, ciega espera, una confusa quimera, una materia sin forma y un accidente sin norma y una sustancia no vera.

Cuando Jusquino oye tales sutilezas, no puede menos que intervenir, desde la seguridad que le da su saber popular: Cuanto si desa manera tú procuras con palabras tan escuras efectuar tus amores, yo las tengo por mejores para quitar calenturas.

Floribundo se enfada ante tal incapacidad para apreciar su búsqueda en el lenguaje de términos que le permitan expresar lo que siente: Mas ¿tienes hoy más locuras por decir? Aprende, necio, a sentir; nota las cosas que hablo, que por su propio vocablo las conviene proferir (Torres Naharro, 1994: 560-563).

Jusquino lo cree «loco de atar» (aunque lo dice para sus adentros), y se va a ofrecer como intermediario siempre que su señor le dé dinero para tal negocio. En la comedia Aquilana también una carta será motivo de conversación –y de comicidad– entre el protagonista Aquilano y su criado Faceto; pero en este caso es una carta de la dama, de Felicina. Aquilano le dice a Faceto que se la lea, y él, que no entiende la letra y le parece que «fue escrita con carbones/o con pies de escarabajos», va trocando frase a frase en puro disparate. Así comienza:

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Aquilano, porque no es más en mi mano, yo t’escurro burramente...

Y le corrige Aquilano: Mira que dice, villano, «yo te scribo brevemente.»

Pero Faceto sigue interpretando a su modo:

Aquilano. Faceto. Aquilano.

Si esta noche ser podrá, «ten perro por do sorrabes». Mira, bestia, que dirá «te espero por donde sabes». Sin reñir. «Y en el entrar y salir las piernas se te rompiessen.» Cata que debe decir «las piedras no te sentiesen» (Torres Naharro, 1994: 638).

Así seguirá acumulando disparates y provocando la risa de los espectadores. Feliciano de Silva leyó muy bien las dos comedias de Torres Naharro y juntó ambos motivos, el de la mala lectura de este criado y el de la rectificación que el otro hacía de la carta escrita por su señor, en un episodio de la Segunda Celestina. Felides manda a Pandulfo que haga llegar a manos de Polandria una carta, y el rufián lo hará a través de la criada Quincia, a la que tiene conquistada. Aunque la dama dice que quiere romperla, su otra criada Poncia se lo impedirá y empezará a leerla: «Bien dicen, letra de carta de amores, que así goce yo, tu requebrada quiso ser, que no hay quien la lea; mas oye qué dice: “Señora tía”». Polandria se reirá al oírla porque no dice «Señora tía», sino «Señora mía»; ni tampoco «Tú, mi querer y atrevimiento», sino «Tu merecer y mi atrevimiento». Feliciano de Silva ha recreado el motivo, pero sin llevarlo a la exageración, al extremo de comicidad que tenía en la comedia de Torres Naharro. Poncia renuncia a seguir leyéndola, y además le pide a su señora que la lea «con toda la solemnidad que se requiere», es decir, «con sospiros y pasión». Tras hacerlo, Quincia comenta: «Así goce yo, no entiendo más palabra que si no la hubieras leído»; y Polandria, haciéndose la indiferente, le replica: «Ni aun hay para qué entendellas; y lo que has de entender sea que luego la quemes, y no sepa persona que tal pasa; y alza la mano y santíguate, y no des más oídos a aquel loco, segundo Calisto» (Silva, 1988: 251253). Quincia narrará a Pandulfo esa escena y le dará su versión, acorde a lo poco que entendió de la carta leída y a su envidia de Poncia, criada más cercana a la dama: Pues has de saber, señor, que Poncia la comenzó a leer y, mi fe, no acertaba; y mi señora la tomó de sus manos y, diciendo que alzase la mano y me santiguase, no lo supiese la tierra, la leyó; mas maldita sea yo de Dios si pienso que palabra dello entendieron, tan poco como yo la entendí; aunque Poncia, por hacerse la sabia, decía que era muy sentido, mas Polandria dijo que yo tenía razón, porque dije que no entendía las retólicas que allí venían.

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Al oír esa relación, Pandulfo exclama: ¡Oh, maldito sea hombre tan necio; encomiendo al diablo sus filosofías y sus comparaciones!; que le tengo avisado al asno mil veces que dé a Dios estas retólicas; que no las entienden las mujeres y antes las aborrecen, y no hace sino porfiar con sus badajadas (Silva, 1988: 267).

Y, muy convencido de que tiene razón y de que las damas entienden lo que él o Poncia de las cartas de amor, así se lo dirá a su señor: Y lo porqué lo dijere es por lo que muchas veces te tengo dicho, que des al diablo para con las mujeres comparaciones ni estilo retórico, que me dijo Quincia que no habían más entendido palabra de tu carta que antes que la leyesen. ¿De qué sirve, señor, escrebir lo que no se ha de entender, pues no puede aprovechar?

Felides le replicará con razón «Eso sería que no lo entendería Quincia, ¿por ella juzgas tú a las otras?» (Silva, 1988: 270). Acabará riéndose del convencimiento del criado de que, como él no lo entendió, tampoco pudo hacerlo Polandria, y fingirá seguir su parecer en el futuro. Pandulfo decide tomar el asunto por su cuenta, y escribirá, en nombre de su señor, una carta a Polandria. Dama y criada descubrirán el distinto estilo y verán la diferente letra, y pasarán un rato divertido a costa de su autor. Así comienzan la glosa: Polandria. Ora, que sí prometo; y oye, que dice así: «Señora de mis entrañas y amores de mi alma». Poncia. ¡Oxte mi asno! Polandria. Ora, yo me maravillo de tan gran necedad, oye: «Ahí te envío mi corazón pintado en esa carta, atravesado, como lo verás, con esas saetas, que tal me tienes tú a mí el mío, mi alma». Quincia, ¿esto bien lo entiendes tú? Quincia. Por Dios, señora, y aun me parecen otras razones que las retóricas del otro día.

Y, en efecto, las entiende ella porque las ha escrito Pandulfo, como la propia Polandria le dice: «Mal año para ti, doña puerca, que esta carta sea para mí, que sus razones dan la razón de las razones que tú entiendes en la lengua de Pandulfo o de otros tales mozos d’espuelas como él (Silva, 1988: 365). No engaña el estilo de Pandulfo a una dama; aunque él esté convencido de que ellas no entienden más que lo que él entiende, y confíe plenamente en su propia arte retórica. No hablan igual criados y señores, como saben muy bien comediógrafos y espectadores. 4. OTROS CRIADOS QUE CREEN ENTENDER EL ARTE RETÓRICA En la Tercera parte de la tragicomedia de Celestina de Gaspar Gómez, Polandria, hablando a su tío Dardano de Felides, utiliza dos ejemplos, el del laurel y el de la encina, que Sancho de Muñón iba a retomar en su Lisandro y Roselia: A lo que dices que es de linaje generoso, no lo niego, mas si dará fruto por su persona no lo sé, que vemos a los laureles, que por ser tan sublimados árboles

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JUEGOS

LITERARIOS A TRES BANDAS

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tenían los antiguos de costumbre coronar con sus ramas a los filósofos que mejor oraban y a los capitanes que más vencían, en señal de victoria, mas bien sabemos que su fruto es muy poco, y que debajo del encina seca se mantienen los animales silvestres (Gómez,1973: 347).

En la segunda escena del primer acto, le dice Lisandro a Roselia: Entre muchos beneficios, Roselia, que de Dios recebidos tengo, esta hallo por suprema bondad: en ponerme en cuenta y número de tus servidores, porque ser yo tu siervo, es título para mí que más gloria en esta vida no me puede venir; y si tú, angélica imagen, por tal me aceptas, no trocaré mi gloria por toda la del mundo. No me niegues, señora, tu gracia para me salvar, pues las sombrosas encinas amparan los cansados y asoleados animales para les dar solaz.

Y enseguida: «No seas como el laurel, de que no se coge sino la verdura del esperanza sin fruto de galardón». Las dos comparaciones son comentadas por Siro y Geta, que están escuchando a su señor. Siro le dice a su compañero: «Dos semejanzas tengo en la memoria harto subidas, de que me aprovecharé en una carta de amores que he de inviar a Trasila, aquella moza salada de doña Estefanía». Geta le pedirá que le explique «lo del laurel; que el apodo de la encina claro está que amparan los fatigados animales, esto es, los hambrientos puercos engordándolos con bellota, que ansí su señora le engordaría con su gracia», y Siro exclama: «¡Por san Pelayo, que lo declaraste bien! Que aún yo no lo entendía». Seguirán comentando la comparación del laurel, que Geta no puede glosar –dice– por no haber estado atento. Y cuando Siro precisa: «Del laurel dijo que no se coge sino hartura de esperanza», Geta se lanza a interpretar: «No dirá sino de panza», y ante el «creo que sí» de Siro, glosa: «Este dicho conforma con el precedente, porque Panza es un santo que celebran los estudiantes en la fiesta de Santantruejo, que le llaman santo de hartura; y así Lisandro, loando a su señora, la llama hartura de panza; y que no sea laurel, que no da fruto». No pasan, por tanto, desapercibidas al lector las dos comparaciones, glosadas disparatadamente por los mozos de espuelas. Siro y Geta son del linaje de los criados que creen que saben retórica; son como Jusquino o como Pandulfo: el ejemplo de la encina y el laurel enlaza estrechamente estas dos continuaciones de La Celestina, la Tercera y la cuarta, pero el comentario de los dos criados nos lleva a la Segunda y a su recreación del motivo cómico que tomó de Torres Naharro. La buena literatura es una estofa preciosa hecha a lo largo de los siglos por muchísimos tejedores, y todos ellos cogen hilos de los otros. Advertirlo aumenta el gozo de la lectura porque se ve mucho más nítidamente el dibujo del bordado y su riqueza, la belleza de la creación literaria.

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REFERENCIAS

ROSA NAVARRO DURÁN

BIBLIOGRÁFICAS

CASTRO GUISASOLA, F., 1924, Observaciones sobre las fuentes literarias de «La Celestina», Madrid: Anejo 5 de la RFE. GÓMEZ, GASPAR, 1973, Tercera parte de la Tragicomedia de Celestina, ed. de Mac E. Barrick, Philadelphia: University of Pennsylvania Press. LIDA, M.ª R., 1962, La originalidad artística de «La Celestina», Buenos Aires: Editorial Universitaria. MANRIQUE, J, 1993, Poesía, ed. de V. Beltrán, Barcelona: Crítica. MUÑÓN, SANCHO DE, 2009, Tragicomedia de Lisandro y Roselia, ed. de R. Navarro Durán, Madrid: Cátedra, e. p. OVIDIO NASÓN, P., 1959, Metamorfosis, ed. de A. Ruiz de Elvira, Barcelona: Alma Mater. ROJAS, F. y «antiguo autor», 2000, La Celestina, ed. de F. Rico et al., Barcelona: Crítica. SILVA, F. de, 1988, Segunda Celestina, ed. de C. Baranda, Madrid: Cátedra. SILVIO PICCOLOMINI, E., 1907, Historia de dos amantes, ed. de R. Foulché-Delbosc, Barcelona: L’Avenç. TORRES NAHARRO, B., 1994, Obra completa, ed. de M. A. Pérez Priego, Madrid: Biblioteca Castro.

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Sobre la interpretación de un poema de García Lorca EUGENIO G.

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N LAS PÁGINAS 246-247 DEL SEGUNDO tomo de su Teoría de la expresión poética (versión definitiva, de 1970), Bousoño comenta el poema «Nu». He aquí el texto:

Bajo la adelfa sin luna estabas fea desnuda. Tu carne buscó mi mapa el amarillo de España. Qué fea estabas, francesa, en lo amargo de la adelfa. Roja y verde, eché a tu cuerpo la capa de mi talento. Verde y roja, roja y verde. ¡Aquí somos otra gente! La cuestión que yo planteo es muy simple: ¿qué significa el adverbio «aquí»? Tengo a mano unas cuantas ediciones de Lorca, y en ninguna de ellas, y tampoco en el estudio de Bousoño, se alude al tema, dando implícitamente por justa la aceptación «aquí» = en España, entre nosotros. Para mí, por el contrario, sólo hace falta leer con atención, y está claro que no es necesario salir del texto, para encontrar ese «aquí» como resultado. (...) eché a tu cuerpo la capa de mi talento. Verde y roja, roja y verde:

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EUGENIO G.

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El resultado es que «aquí» está en el poema mismo: el propio poeta, y la francesa, antes fea, son, en rigor, otra gente. REFERENCIAS

BIBLIOGRÁFICAS

BOUSOÑO, C., 1970, Teoría de la expresión poética, t. II, Madrid: Gredos.

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El librero Gregorio Pueyo, personaje en El dolor de llegar de Emilio Carrere MARTA PALENQUE Universidad de Sevilla

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L LIBRERO GREGORIO PUEYO ERA FAMILIAR entre los escritores en el Madrid de principios del siglo XX. En la bibliografía su nombre se asocia a la edición de la literatura modernista; era el editor de los modernistas. Los propios autores tejieron una casi leyenda en torno a él que Ramón del Valle-Inclán fijó en la historia de la literatura a partir de Zaratustra, alter ego de Pueyo en Luces de bohemia. En las tertulias celebradas en la trastienda de su local se fraguaron los tratos para la publicación de obras de Francisco Villaespesa (Tristitiae rerum, Canciones del camino…), Antonio y Manuel Machado (Soledades. Galerías. Otros poemas y Alma. Museo. Los Cantares), Miguel Pelayo (Evocaciones), etc. Como afirmó Zamora Vicente (1974: 33-35), el que Valle eligiese su establecimiento entre otros posibles no es en absoluto gratuito. El espacio me impide comentar las numerosas citas que le dedican los protagonistas de la época (Baroja, Sassone, Cansinos Assens, Diego San José, Zamacois…; vid. Zamora Vicente 1974, Rubio Jiménez 2006: 134-138). En resumen, oscilan entre el retrato de un empresario tacaño (al que dibujan con trazos caricaturescos) y la alabanza de un medio poeta, al que ablanda la música, mecenas de los autores jóvenes. En la encuesta sobre el concepto del modernismo de El Nuevo Mercurio (1907), planteada por Enrique Gómez Carrillo, Emiliano Ramírez Ángel, ante el aprieto que le supone contestar a tan difícil consulta, inventa una visita a Gregorio Pueyo para interrogarle acerca de su verdadero sentido; ¿quién si no él podía saberlo? Pero tampoco el editor de obras modernistas sabe qué es, lo único que asegura en la ficción es que los libros no se venden (mayo 1907: 519). Gregorio Pueyo inició su negocio de forma muy modesta y fue prosperando: de comerciar con prensa y pliegos de cordel por las calles, pasó a tener un despacho de libros usados (entre 1901 y 1903), a continuación, una librería de detalle y, al fin,

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una librería-editorial, a cuyo frente está hasta 1913, fecha de su muerte. Hereda entonces la empresa su viuda, Antonia Giral (Librería Vda. de G. Pueyo). Hacia 1906 había empezado a editar a los autores modernistas anunciando su producto en varios catálogos de «obras modernas» que suponen el tránsito hacia más actuales criterios editoriales1. Incluso utilizó el adjetivo «modernistas» para publicitar los volúmenes en venta, haciendo claro su propósito de rentabilizar su labor de protector de los jóvenes. El prolífico poeta y novelista Emilio Carrere (1881-1947) conocería bien al librero, que le publicó El Caballero de la Muerte (1909). Pero su vinculación fue más intensa y cobró relieve en el singular proyecto editorial de coleccionar una antología de la poesía moderna: La Corte de los Poetas. Florilegio de Rimas Modernas (1905), en la que figuran Pueyo como editor y Carrere como prologuista y responsable de la selección. Enlazando con trabajos de Martínez Cachero 1982 y Phillips 1987, he destacado en otro lugar (Palenque 2008) la que creo importante significación de esta serie en el devenir del modernismo hispánico, así como en su peculiar contenido. Carrere evoca a Pueyo en distintas ocasiones a lo largo de su producción, casi siempre en términos halagadores e insistiendo en su faceta de «librero sentimental», «editor romántico», «gran figura en la andante literatura de esta época» («Siles el ilusionado», 18/6/1919: 3) y revive las tertulias en la librería situada en la calle Mesonero Romanos, cerca de la Puerta del Sol (durante un breve tiempo tuvo una sucursal en la calle del Carmen). Centrándome en lo que ahora me interesa, la personalidad excepcional de Pueyo también entró en El dolor de llegar, una novela corta publicada por Carrere en El Cuento Semanal, el 4 de junio de 1909. Se pueden establecer conexiones entre este relato y Luces de bohemia en la medida en que ambos son recreaciones de un mismo ambiente con coincidentes espacios (café y tertulia, librería, cárcel, buhardilla, calle…), personajes (los escritores que luchaban por crear y subsistir) y unos similares rasgos de composición y elaboración de tipos. En los dos hay una pareja protagonista: Max Estrella/Don Latino de Hispalis (Luces), Oliverio el Gamo/Rubín de Nonvela (El dolor). En uno y otro la construcción del personaje del librero pasa por el tamiz de la caricatura y la parodia: si en Luces aparece travestido en Zaratustra; en El dolor de llegar es Gregorio Argüello. Asimismo se nutren de una prolífica vertiente del género chico, que Zamora Vicente (1974) explicó a propósito de Luces, y entroncan con las pinturas de Goya y el cuadro de costumbres (Rubio Jiménez 2006)2. En su habitual labor de autoplagio, Carrere repite varias veces esta novelita (al respecto Phillips 1999: 160-169; añado nuevas referencias). La coloca en El Cuento Semanal (4/6/1909) y, diez años más tarde, en La Novela Corta (1/3/1919) con el título La tristeza del epílogo. En la segunda época de esta colección volvió a reimprimirse, hacia 1950, con el último nombre (el autor ya ha fallecido). Además, engrosó La bohemia galante y trágica (Madrid, s.a., ¿1920?, 85-138). Entre la primera y las siguientes hay variantes3: utilizo para las citas el texto de la edición de 1909 y anoto algunos cambios. Pero todavía hay más, porque el escritor dio a la prensa 1. Botrel 1988 y 2001; Mainer 1984. 2. Rubio Jiménez señala la tradición en la que se inserta Carrere y menciona El dolor de llegar; vid. 51-52, 67, 69 y 96-98. 3. Entre las ediciones de 1909, 1919 y el volumen La bohemia galante y trágica se observan mudanzas en el epígrafe final y en los nombres del grupo modernista; además se actualizan los centros de reunión bohemios (los cafés Candela o Levante se convierten en Pombo y la Concepción) y

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algunos cuadros de forma independiente: al menos lo hizo con el llamado «Ambrosio Niel, fabricante de almas», que incluyó en la sección «Retablillo grotesco y sentimental» (Madrid Cómico, 24/2/1912) como «El orate Sr. Niel y su fabricación metafísica», con supresiones y sustitución de nombres. El dolor de llegar (con magníficas ilustraciones de Agustín) se subdivide en varios cuadros: «Elogio de la media tostada», «El encanto de una noche bohemia», «Las dos miserias», «Intermedio sentimental», «Ambrosio Niel, fabricante de almas», «Un barbero periodista», «La voz del diablo», «La Nochebuena blanca» y «El dolor de llegar. Fragmento de una carta de Rubín al filósofo rural Elías Rodríguez». Gregorio Argüeyo solo está en el inicial. El relato comienza en la pensión de doña María, situada en la calle del Reloj, frente a la plazoleta del Senado, lugar de descanso provisional, según Carrere, de muchos literatos recién llegados de provincias (si tenían suerte y algunos fondos y no daban con sus huesos en el Prado o en un banco de la Plaza de Oriente). Oliverio el Gamo y Rubín de Nonvela son despertados con malos modos por la patrona, se visten, modernos pícaros, su disfraz bohemio: Calzáronse los desvencijados zapatos sin herretes y sin trencillas, ajustáronse los calzones astrosos, anudáronse las mugrientas chalinas, y don Oliverio, tras de haber restaurado con tiza la blancura de su cuello y de sus puños, se tocó con un gran chapeo de alas caídas y copa puntiaguda. Don Rubín se embozó en un tabardo azulenco […] y caló su estupendo gorro de astracán […]. Después encendió su pipa y el humo azul era como sahumerio en aquel ambiente […].

Oliverio («rostro cínico de garduña») es descrito como un hampón y poeta de pocas luces, presto a cualquier cosa para comer, «lo mismo componía un soneto de loa para algún ilustre pollino de rolliza gaveta, que hurtaba un par de volúmenes […] y confundía su paraguas o su gabán con el de algún amigo». En contraste, Rubín de Nonvela es el tipo del bohemio heroico e idealizado: joven, refinado, extravagante y derrochador, vive la bohemia con un gesto de altivez y alegre orgullo; «dueño y maestro» de Oliverio, goza de una cierta reputación en los cenáculos literarios, «donde sostenía valerosamente la inocente pretensión de ser ahijado de la luna» (4/6/1909: 4), lo que repetía en sus versos. Es el personaje principal y sirve como hilo conductor del relato, pues la historia se orientará luego hacia sus amores con Amelia y casi olvida a Oliverio. En Luces de bohemia (escena II), Max Estrella acude a la cueva de Zaratustra para deshacer la venta de sus libros, de lo que había encargado a Don Latino de Hispalis. El librero y Don Latino le engañan haciéndole creer que ya han sido adquiridos cuando, en realidad, permanecen sobre el mostrador, pero él no puede verlo. Queda así la imagen de un Pueyo taimado y fullero. Entra Don Gay (Ciro alguna alusión filosófica (Hegel en lugar de Carlyle). En la de 1950 (editada como homenaje al autor) las transformaciones afectan a la integridad del texto, pues se suprimen varios fragmentos, tal vez para acomodarlo al tamaño de la nueva La Novela Corta (la rige Ángeles Villarta). Riera Guignet (2005: 149150) ha consultado el expediente de censura correspondiente a la edición del relato en la colección de Villarta y anota que los párrafos que debían ser borrados no lo fueron, de lo que concluye: «Tras comprobar la edición de La tristeza del epílogo publicada en 1950 hemos constatado que el texto no ha sido alterado por la censura, ni siquiera en los pasajes marcados en las galeradas. De la misma manera, tras comparar la novela publicada en la colección de Ángeles Villarta con la primera edición de la misma en la colección dirigida por José de Urquía constatamos que no existen diferencias entre las dos ediciones». Sí las hay, aunque responden a necesidades de adecuación del texto al formato de la nueva serie o al deseo de darle un viso falso de novedad. Se eliminan también dos alusiones a los jesuitas.

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Bayo) y la impresión cambia un tanto: «MAX. ¿Y viene usted de tan lejos a que lo desuelle Zaratustra? / DON GAY. Zaratustra es un buen amigo». La reunión de los tres visitantes rememora las tertulias en la rebotica del local: «como tres pájaros en una rama, ilusionados y tristes, divierten sus penas en un coloquio de motivos literarios» (Valle-Inclán 1980: 17 y 18). Zamora Vicente (1974: 35) explicó el mote del librero a partir de estas charlas, en las que el filósofo saldría tantas veces a relucir. La descripción de la tienda (húmeda, destartalada, sucia, gris) y del propio Pueyo (fantoche de gran nariz, encorvado, gruñón y aire de desconfianza) es la que se repite en otros lugares. En El dolor de llegar, Rubín y Oliverio deciden acudir a «casa de Argüeyo» como último y desesperado intento de conseguir dinero, con la clara pretensión de darle un sablazo o birlarle algún ejemplar para vender en la calle Horno de la Mata. Los bohemios conocían su talante malhumorado, pero también sabían que podía ser conmovido: —Desconfío mucho de enternecer a ese rinoceronte. —Se le puede buscar la cuerda sensible, le llamaremos nuestro León Vannier [sic], le pediremos la última novela de Trigo para darle bombo en El País. Darán una peseta lo menos los libreros del Horno de la Mata (4/6/1909: 4).

Las dos armas que pretenden usar en su propósito proceden de cualidades que se atribuían a Pueyo, que gustaba de sentirse mecenas de los jóvenes escritores, de ahí su identificación con el editor de los simbolistas franceses Léon Vanier; la segunda: su simple oficio de vendedor, al remitir a la publicidad que podían hacer de las novelas de Felipe Trigo (en otras impresiones será Anduriña), a quien publicó su librería-editorial. La descripción del local es menos interesante que la de Argüeyo y su cuñado, y guardián de la cueva, que responde al alias de Nietzsche. La relación con el mote de Pueyo en Luces salta a la vista y subraya el peso que en aquellas tertulias tendría el autor de Zaratustra: [Pueyo-Argüeyo] Era un hombre magro, de mediana estatura, con los ojillos verdosos y como avergonzados ocultos bajo las cejas cerdosas de un rubio rojizo. Su gran nariz reposaba solemnemente en sus grandes mostachos; romo de frente, el pelo espeso le bajaba hasta cerca de las cejas. Su movimiento peculiar en sus perplejidades era llevarse vivamente las dos manos a la cabeza y apretarse con energía el cráneo, como si tuviese el injustificado temor de que se le fuera a escapar alguna idea. Tenía dos delirios inofensivos: el renacer de la lírica nacional y la manía de que le perseguían los jesuitas. En su mostrador era un hediondo mercachifle que estrujaban a los que tenían la malaventura de caer en sus mallas; para pedirle dinero o colocarle un original había que sacarle de su casa y llevarle a un café donde hubiese música. Era un animal muy sensible a la melodía y después del raconto de Lohengrin o de un aria de Marina –en música era un ecléctico– se le podían sacar cinco pesetas y pedir un biftec [sic] con patatas. En esas horas aladas, era espléndido como un rajá, se desbordaba su yo sentimental en ingenuas y melancólicas confidencias […] (4/6/1909: 3). (La alusión a los jesuitas se suprime en 1950. Actualizo la acentuación).

En estos trances de debilidad, que conocían bien los jóvenes, «daba hasta doce duros por un tomo de poesías». Villaespesa supo manejar muy bien estos desfallecimientos para acomodar sus libros.

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Como en Luces, Rubín y Oliverio son recibidos por los gritos malhumorados de Argüeyo, que acosado por «siete energúmenos con melenas, que eran peores que los siete pecados capitales», se queja de que únicamente enredan y no le permiten trabajar. Para llegar hasta el editor, el grupo debe luchar con el guardián de la trastienda y de la caja: el mencionado cuñado del dueño, el señor Ramón o Nietzsche, «una especie de dragón» empeñado en que los literatos melenudos no les robaran. Rasgo caricaturesco usual, en los relatos de Carrere los poetas de la bohemia finisecular pululan bajo nombres inventados o apenas disimulados. Villaespesa colocó el mote de Oliverio el Gamo a Diego Martín del Campo, «un zurcidor de voluntades, agradador de todos los Segismundos, correveidile de cuanto pudiera serle de provecho»4. Carrere le asimila directamente al Escipión de Gil Blas de Santillana, un truhán hambriento conocedor de todos los chismes que actuaba de secretario o mensajero de algún compañero más brillante, en este caso Rubín de Nonvela (en ediciones siguientes Rubín la Novela o Rubín la Nonvela), el ahijado de la luna, autor de versos bastante aceptables. Trata muy bien Carrere a este Nonvela. Tal vez sea el mismo Villaespesa, que tuvo a Oliverio como secretario un tiempo (Sassone 1958: 347), o del noctámbulo Eliodoro Puche, cantor enamorado de la luna (como el propio Carrere). El resto de los visitantes de Pueyo-Argüeyo son don Dorio (en entregas posteriores, don Darío; por la estampa, no creo que aluda a Rubén Darío), de fugaz presencia, y el filósofo hiperpsíquico y anarquista cristiano Elías Rodríguez, que ha escrito un poema titulado Dios que nadie quiere publicarle y acude a vender libros5. Mientras discuten acerca de la gloria literaria y el amor, se nombra a un Gregorio Martínez, director de la revista cursi La Dulce Alianza. Oliverio aprovecha un momento de descuido para hurtar La Mujer de naranjas, «un libro de versos de un poeta americano, que decían que estaba loco», y una novela de Pérez (después Serruchillo), La amada hace encaje de bolillos (poema de Gregorio Martínez Sierra, inserto en el volumen La casa de la Primavera6), aunque luego, a instancias de Rubín (que no confía en ganar mucho con ellos) los trueca por dos volúmenes de Galdós, que les reportarán sendas pesetas. Hasta aquí la aparición de Pueyo en la novela, cuya trama continuaré desgranando sin embargo, pues su figura resalta en la exposición del conjunto de viñetas que la conforman (como trasunto de las circunstancias reales de la bohemia). Los amigos salen de la librería e inician su deambular nocturno por las calles, las plazas y los cafés que Carrere conoció muy bien y que evocaría en sus versos y crónicas (fue cronista de Madrid). 4. Sassone 1958: 298-299. Hubo un Oliverio el Gamo histórico, barbero de Luis XI, que traicionó la confianza del monarca y contó estrategias políticas de camarilla, por lo que fue enviado al verdugo. La mala catadura del sujeto forma parte del personaje carreriano. Se hace referencia a Oliverio en otros lugares; por ejemplo en Gedeón (24/12/1911: 4), cuando, a propósito de un libro de Carrere, se lee: «Gedeón, que ha sido bohemio hace ya mucho tiempo, para ventura suya, y que suele tropezarse en la calle con Gonzalo Seijas, Oliverio del Gamo [sic], Dorio de Gádex y otros apreciables protagonistas de Carrere, esta documentado en este descuido, más físico que intelectual, llamado bohemia […]». 5. Carrere mezcla rasgos y anécdotas en cada uno de sus personajes que cabe casar con distintos bohemios, aunque alguno en particular permite concretar una atribución. Este filósofo podría ser Manolo Molano, por ejemplo. 6. Por boca del filósofo Elías Rodríguez, se vuelve a nombrar a este Pérez y su novela Sol de la tarde, que, vendida de lance, le dará para un café («Sol de la tarde, café de la noche…», dice). Martínez Sierra escribió una obra con este título (que figuró en alguno de los catálogos de Pueyo). Sassone y Cansinos Assens (1958: 306 y 1995: 114) cuentan el mismo sucedido, que atribuyen como sujeto a Antonio Machado.

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Rubín acude al Refugio a descansar (siniestras siluetas, mendigas viejas, niños miserables…), acto seguido ensueña en un banco de la plaza Mayor; junto al filósofo Elías Rodríguez, pasea por las callejuelas del Rastro y recala en un cafetín de la calle de la Esgrima. En aquel submundo de seres lamentables, olores nauseabundos y vejez astrosa (que perfila citando a Gorki y Goya), Rubín encuentra el amor, o sea, a Amelia. No sigo resumiendo el argumento, que conduce hacia la cárcel (con ecos de El diablo mundo de Espronceda y leve toque de denuncia social) y hacia la síntesis de la vida conyugal de Rubín y Amelia con su desolador final (Rubín es desbancado por un burgués materialista), a lo Juan José pero sin tragedia. En las reuniones de los cafés Candela o Levante aparecerán más tarde Panchito Bengalí, un escritor paraguayo (en la prensa satírica Darío fue llamado Pancho Merengue, la broma con los americanos siempre insistía en sus maneras suaves7), Ambrosio Niel (el poeta cosmogónico, fabricante de almas, en las otras versiones el señor Reóforo, autor del que será nuevo Evangelio bohemio, tal vez Eugenio Noel8), también hay un Zarathustra (¿Pedro González Blanco o José Iribarne?), un Maroja al que pretenden sablear sin éxito (Baroja; luego Magurcio y Peláez), Morano (se convertirá en Aznar y Medrano), Congosto (Munuera), el dueño del periódico El Demócrata, señor Ríus (probablemente Emilio Riu Periquet, propietario de El Globo en 1902; después don Gil Baltá Prast y Cot) y el que parece ValleInclán, ilustre novelista, pontífice del café de Levante, «de rostro nazareno, gran conversador, ingenioso y sutil, solía entretener la velada contando fabulosos episodios de cuando él cazaba caimanes en los países cálidos. Era un Tartarín espiritual y elegante que además cultivaba la sátira con un fino y artístico gracejo» (4/6/1909: 15). Hay pocas alusiones más a libreros o editores. Nonvela, que tiene que trabajar para mantener a su mujer, ejerce como traductor en casa de Requeja, «un librero católico y moral que le dio una versión de una novela de Balzac, encargándole que suprimiese los capítulos demasiado amorosos» (ídem: 14), más tarde se hace periodista: «En cada repórter puede decirse que hay un literato fracasado» (ídem: 17). En boca de Elías Rodríguez, «los editores no querían más que cosas truculentas, pornográficas; los periódicos solo cultivaban la nota frívola de actualidad…» (ídem: 14) Cierra Carrere su novela con el fragmento de una carta dirigida por Rubín «al filósofo rural» Elías Rodríguez, que tuvo que renunciar a sus sueños y regresar a casa, vencido. El broche final es el lamento escéptico del que, obteniendo el triunfo, no ha encontrado la felicidad: «Ya los faranduleros han representado todas mis comedias, todos los periódicos solicitan mi concurso, mi nombre es casi ilustre y mi firma es un cheque de gran crédito en el mercado intelectual» (ídem: 22). Mira atrás y comprueba con amargura que ha sacrificado su juventud en el camino hacia el ideal del arte, en el que han quedado tantos cadáveres amigos, fallecidos en lechos anónimos de hospital o muertos en vida: «Es preciso destruir la leyenda de la bohemia. En la calle, bajo los canalones, en la taberna o en el ocio del café no es posible hacer nada bello, nada definitivo» (ibidem). Pero Rubín de Nonvela (que 7. Carrere recupera este mote para referirse a un americano acaudalado al que «opera» (da un sablazo) uno de los miembros de la cofradía de la pirueta; vid. «Retablillo literario» (Madrid Cómico, 26/8/1911: 7) 8. Sassone (1958: 348) cuenta que Villaespesa llamaba a Noel «El Vate Cosmogónico», porque, tras su servicio militar, se dejó una leonada melena y «vociferaba, discutía y decía cosas raras».

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en un último gesto va a quemar sus primeros poemas y recuerdos amorosos) no puede desprenderse de ese pasado, que es su alimento espiritual. Don Emilio parece estar hablando de sí mismo en este cierre, pero, al fin y al cabo, algo de él hay en todos sus personajes. No puedo extenderme más. Carrere saca a colación al librero en otros escritos (artículos y relatos), confirmando la impresión global que ofrece en El dolor de llegar. No es el único que le retrata y subraya en el mapa de la literatura modernista: Gregorio Pueyo reaparece una y otra vez, en volúmenes de memorias y de ficción (el que me ocupa ahora es solo uno de los ejemplos posibles), junto a la cofradía de bohemios y luchadores del ideal. De una forma u otra, su local es un espacio mítico tanto en la historia real como en el imaginario del modernismo hispánico.

REFERENCIAS

BIBLIOGRÁFICAS

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MARTA PALENQUE

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Cláusulas: entre 1 y 7 sílabas ISABEL PARAÍSO Universidad de Valladolid

0. INTRODUCCIÓN

E

se basa en la distribución de los acentos a lo largo de su extensión silábica. Resulta así un dibujo melódico formado por conjuntos de sílabas átonas en torno a las tónicas. Los más teorizados son los de 2 y 3 sílabas, pero una simple lectura de los versos nos muestra la existencia de otros, de 4 y más, que apenas han llamado la atención, y también nos muestra sílabas tónicas consecutivas, habitualmente estudiadas como «acentos», pero pocas veces como «cláusulas». En este trabajo –que dedicamos al eminente profesor D. Ricardo Senabre– examinamos las cláusulas de 1 a 7 sílabas. L RITMO INTERNO DE LOS VERSOS

1. BREVE PANORAMA HISTÓRICO La detección de «pies» o «cláusulas» acentuales se remonta a los orígenes de nuestra teoría métrica1, y llega hasta nuestros días. Antonio de Nebrija explica la poesía de su tiempo (metros y tipos poemáticos) partiendo del cómputo y naturaleza de las «medidas» o pies (acentuales). Sobre Nebrija gravita la cultura grecolatina con sus numerosos pies cuantitativos; pero considerando atinadamente que la lengua española no distingue entre sílabas largas y breves, los cuatro pies bisílabos (»spondeo», «pirricheo», «trocheo» y «iambo») se reducen a uno, acentual: «espondeo»2. Y los ocho pies trisílabos (»molosso», «tribraco», «antibachio», «dáctilo», «anapesto», 1. Para la historia de este concepto en el Siglo de Oro y en los siglos XVIII y XIX, vid. Emiliano Díez Echarri (1949 y 1970) y José Domínguez Caparrós (1975). 2. Gramática de la lengua castellana (1492, 1989: cap. V). Puede sorprendernos que Nebrija considere al espondeo (– –) como ritmo binario básico español, en lugar del troqueo (– υ), que sería el correspondiente al ternario dáctilo (– – υ). Tal vez la explicación sea una consideración especial del

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«antipasto», «anfíbraco» y «anfímacro») se reducen a otro, igualmente acentual: «dáctilo». Estos dos pies le permiten explicar todos los metros castellanos de su momento3. Mas, por que nuestra lengua no distingue las sílabas luengas de las breves, τ todos los géneros de los versos regulares se reducen a dos medidas, la una de dos sílabas, la otra de tres; osemos poner nombre a la primera, espondeo, que es de dos sílabas luengas; a la segunda, dáctilo, que tiene tres sílabas, la primera luenga τ las dos siguientes breves; por que en nuestra lengua la medida de dos sílabas τ de tres, tienen mucha semejanza con ellos.

Pasando más allá de Pedro Soto de Rojas, quien en su Discurso sobre la Poética (1612) habla brevemente de pies bisílabos y trisílabos, será necesario llegar hasta finales del siglo XIX, hasta Andrés Bello, para encontrar de nuevo una teoría de los pies rítmicos. Bello, a quien debemos la sustitución de la palabra «pie» por «cláusula», en sus Principios de la Ortología y Métrica de la lengua castellana (1890), prolonga la doctrina de Nebrija –apoyándose probablemente en la métrica inglesa– y explica los versos existentes mediante las cláusulas: «todas las cláusulas rítmicas que se usan en la versificación castellana son disílabas o trisílabas». Pero amplía los dos tipos de Nebrija hasta cinco: dos «disílabas» (yambo y troqueo) y tres trisílabas (anapesto, anfíbraco y dáctilo). La influencia de Bello en la Métrica española es determinante. Además, se produce en la literatura española del momento algo que incrementará la reflexión sobre las cláusulas: un renovado interés por dar movimiento y variedad melódica al poema, por experimentar nuevas formas. Los melodramas de Metastasio y el gusto por aproximar la palabra versal al canto, repercuten en la aparición de un conjunto de manifestaciones métricas: predilección por las rimas esdrújulas y agudas; uso de estrofas cantarinas, como la octavilla aguda y otras conexas; etc. Y también un vivo interés por los acentos isócronos en el verso. Desde el siglo XVIII, poetas como Nicolás Fernández de Moratín o los fabulistas Samaniego e Iriarte, y después Alberto Lista o Leandro Fernández de Moratín, experimentan en algunos poemas potenciando los acentos isócronos, y llegan a una versificación monorrítmica de cláusulas enmarcadas en el metro. La tendencia se incrementa aún en el XIX, con poetas como Espronceda, Zorrilla o Avellaneda. (Recordemos, por ejemplo, que Avellaneda en la «Noche de insomnio y el alba» expande los metros dactílicos simples hasta las 13, 15 e incluso 16 sílabas). La práctica de la poesía siempre va por delante de la teoría métrica. Por eso ahora, en la última década del XIX, Bello, Benot y De la Barra van a sentar los pilares para la teoría de las cláusulas. Y desde mediados del siglo XX, Navarro Tomás alcanzará su codificación.

espondeo en el Humanismo y Renacimiento, que nos explicita Caramuel: es el pie fundamental, generador de todos los demás. 3. Así (Nebrija 1492, 1989: caps. VIII-IX) tenemos el «monómetro iámbico» o «pie quebrado», que consta de 4 sílabas: dos espondeos; el «dímetro iámbico», «pie de arte menor» o «cuaternario», con 8 sílabas: cuatro espondeos; el «trímetro iámbico» o «senario», con 12 sílabas: seis espondeos; y el «tetrámetro iámbico», «pie de romance» u «octonario», con 16 sílabas: ocho espondeos. Además, tenemos los ritmos dactílicos: el «adónico senzillo», que consta de 5 sílabas: dáctilo y espondeo; y el «adónico doblado» o «pie de arte maior», variable entre 12 y 8 sílabas.

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Partiendo de Bello, Eduardo Benot (1892), dentro de su teoría general sobre la métrica española –en la que sigue fundamentalmente a Rengifo4–, explica la «métrica enteramente nueva» de su tiempo, la que se está abriendo camino y que a él le entusiasma. Está basada en los «pies métricos», y consiste en la repetición indefinida de los pies de tres sílabas (anapestos, anfíbracos y dáctilos) y de dos (yambos y troqueos). La «métrica nueva» coexiste –dice Benot– con la métrica común, la tradicional. No pretende sustituirla, sino enriquecerla, abrirle nuevos caminos. La «métrica nueva» desembocará en el nacimiento de la primera gran modalidad versolibrista, la que hemos llamado «versificación libre de cláusulas» (Paraíso 1985: 136-140 y 392) por obra de José Asunción Silva, precisamente el mismo año en que Benot publica su magna obra. Pero es Navarro Tomás quien mejor ha sabido simplificar y hacer productiva la teoría de las cláusulas. Partiendo de Bello, Navarro monta todo su análisis del ritmo de los versos sobre las cláusulas de dos y tres sílabas –«trocaicas» y «dactílicas», respectivamente, gracias al concepto de «anacrusis», que reduce los dos pies binarios y los tres ternarios a uno de cada tipo–. La combinación de cláusulas trocaicas y dactílicas en un verso origina las variedades «mixtas». Y, pasando al poema, distingue entre «monorrítmicos» –si sólo poseen un tipo de cláusula en su «período rítmico interior»–, y «polirrítmicos» –el caso más frecuente– si poseen variedad. Pasemos ahora a las cláusulas que han recibido menor atención: las de 1, 4, 5, 6 y 7 sílabas. 2. ACENTO ANTIRRÍTMICO / CLÁUSULA MONOSÍLABA En el análisis rítmico de los poemas encontramos, con cierta frecuencia, dos (o más) sílabas tónicas en contacto. Una de ellas suele ocupar una posición vertebradora del verso (forma parte de su «patrón rítmico»), y la otra aparece contigua, ocupando posición de «acento antirrítmico». ¿Cómo debe ser interpretada esta segunda? Cuando esa sílaba antirrítmica pertenece a una palabra semánticamente secundaria en el verso, creemos que pierde parcialmente su tonicidad: sufre, en la elocución, una «desacentuación rítmica secundaria». Así en Mira de Amescua: «Sobre frágiles leños, que con alas de lienzo débil de la mar son carros»

υυ– υυ– υυυ – υ υ– υ– υυυ – υ – υ–



En el segundo verso, el verbo «son» pierde en buena parte su tonicidad al estar situado delante del importante último acento, y detrás de la sílaba 8.ª, tónica también, constitutiva de un tipo de endecasílabo sáfico5. Por el contrario, cuando esa sílaba antirrítmica pertenece a una palabra semánticamente importante, no debe perder su tonicidad gramatical. El acento antirrítmico se transforma en estos casos en un tipo especial de acento expresivo, que llamamos «acento enfático» (Paraíso 2000: 83-84). Éste modifica la lectura del patrón rítmico, para poner de relieve esa palabra específica.

4. 5.

Sobre el Arte Poética Española de Rengifo, cf. Paraíso (2000: 47-93). Señalamos esta desacentuación parcial con el doble signo (υ).

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¿Cómo realizar elocutivamente, entonces, los acentos consecutivos? Maurice Grammont (1948: 108-111) señala que, en estos casos, realizar un brevísimo silencio entre las dos sílabas tónicas permite la audición de ambas. Veamos unos ejemplos, de Garcilaso y Blas de Otero: «Tu quebrantada fe, do la pusiste? υυυ – υ– – υυ– υ «Preguntad quién calumnia a quién. Quién vive» υ υ – – υ – υ – – – υ

Los acentos antirrítmicos han sido bien estudiados; en cambio, la consideración de esa sílaba tónica –bien extrarrítmica, bien enfática– como cláusula es bastante inhabitual. Entre los metricistas españoles, Miguel Agustín Príncipe (1861-62) constata, de pasada, el pie monosílabo. Y Navarro Tomás (1956) lo menciona también, aunque no lo integra en su sistema. En otras lenguas, en cambio, sí se ha contemplado. Así, tratando de los pies latinos, el madrileño Juan Caramuel en su Metametrica (1663, vol. I) comienza con los que tienen solamente una sílaba, y los denomina «Pedes Monosyllabi». Señala dos, «anónimos», sin nombre, uno con sílaba breve y otro con sílaba larga: «Anonymus» (υ) (ejemplificado en la palabra Vir), y «Anonymus» (–) (ej.: Nox). (En cambio, en la completísima Rhythmica (1665), donde estudia los sistemas métricos de las lenguas modernas –y especialmente la española–, no aborda la cuestión). Y también en la teoría métrica inglesa del siglo XX: Gerald Manley Hopkins, tratando del «sprung rhythm» o ritmo abrupto, afirma la existencia de pies entre una y cuatro sílabas. 3. LAS CLÁUSULAS DE CUATRO SÍLABAS (PEÓNICAS) Tienen muy escasa presencia en la teoría métrica6. Sin embargo existen, y podemos encontrarlas en la práctica con bastante frecuencia. Por ello, desde hace años nos referimos a ellas con el nombre clásico de «cláusulas peónicas» (Paraíso, 2000: 91) o «peones» (ya que el latín nos suministra la existencia de un pie de cuatro sílabas, una larga y tres breves: el peón)7. Bien entendido que nuestros peones castellanos son acentuales y no cuantitativos. La cláusula peónica la encontramos en los poemas polirrítmicos desde los orígenes de nuestra literatura. Así en estos dos versos del inicio del Poema de Mío Cid, donde tres de los cuatro hemistiquios contienen cláusulas peónicas: «tornava la cabeça i estávalos catando. Vío puertas abiertas e uços sin cañados»

υ – υ υ υ – υ: υ – υ υ υ – υ – υ – υ υ – υ: υ – υ υ υ – υ

También podemos hallarla configurando algunos poemas monorrítmicos, como en «Los pastores de mi abuelo», de Gabriel y Galán. Su ritmo –siguiendo a Navarro Tomás– sería: 6. J. Domínguez Caparrós, en su Diccionario de métrica española (1999), afirma: «No es general la utilización de la cláusula tetrasílaba, en el estudio del ritmo del verso, por parte de los autores que practican este tipo de análisis rítmico». 7. En la métrica grecolatina se señala la existencia del pie (metro) peón, formado por una sílaba larga y tres breves, que abarca 4 subtipos, según la posición de la sílaba larga en el conjunto: el peón 1º (– υ υ υ), el peón 2º (υ – υ υ), el peón 3º (υ υ – υ) y el peón 4º (υ υ υ –). Si, como Navarro Tomás, computamos sólo a partir del primer acento, los cuatro peones se reducen a uno: el peón 1º.

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(υ υ) – υ υ υ – υ υ υ – υ υ υ – υ «Se acabaron para siempre los selváticos juglares que alegraban las majadas con historias y cantares»

Entre los pocos teóricos que mencionan las cláusulas tetrasílabas se encuentra Príncipe. Navarro Tomás (1956: 10-11), a su vez, escribe: «En algunas ocasiones, el espacio correspondiente a la cláusula lo ocupa una sola sílaba y a veces, con menos frecuencia, cuatro sílabas». Aunque, de hecho, engloba en sus análisis las cláusulas peónicas dentro de las trocaicas. Es Eduardo de la Barra, en su Rítmica moderna. De las cláusulas tetra y pentasilábicas (1898), quien mejor desarrolla la reflexión sobre las «cláusulas tetrasilábicas». En el capítulo II, siguiendo un modelo matemático de combinaciones y permutaciones –porque «la aritmética es la clave de la lira universal»–, las encuentra en varias series de versos. En la Serie A (áaaa-áa / áaaa-áaaa-áa / áaaa-áaaa-áaaaáa), las halla en un modelo de hexasílabo («Vénganme a cantar»), en otro de dodecasílabo («Flérida, la reina de mi alma»), y en el verso que llama «alejandrino nuevo» –no compuesto, señalaríamos– («Cándida, angélica paloma de mi seno»). En la Serie B (aáaa-aáa / aáaa-aáaa-aáa / aáaa-aáaa-aáaa-aáa), ve la cláusula tetrasilábica en un modelo de heptasílabo («Los triunfos del Señor»), en otro de endecasílabo –el que nosotros denominamos heroico- («Dichoso el corazón enamorado»), y en otro de pentadecasílabo («Los árboles sus frutos y sus flores me ofrecían»). En la Serie C (aaáa-aaáa / aaáa-aaáa-aaáa / aaáa-aaáa-aaáa-aaáa) encuentra la cláusula tetrasílaba en un modelo de octosílabo («Destinadas a tu frente»), en otro de dodecasílabo –ternario y simple, añadiríamos– («Santamente resignado, penitente»), y en otro de dieciséis sílabas («En las selvas de tu tierra donde crece sin igual»). Por último, dentro de la Serie D (aaaá-aaaá / aaaá-aaaá-aaaá-a), la halla en un modelo de «eneasílabo» («Muy principal, pero embustero»), y en otro de «tredecasílabo» («¿No me dirás, enamorado caballero»). De cada uno de estos metros y tipos rítmicos traza la historia, frecuencia de uso, y compatibilidad con otros metros, dibujando un completísimo panorama. 4. ¿PEONES O DITROQUEOS? El peón es rítmicamente pariente del troqueo, puesto que ambos poseen ritmo par (frente al dáctilo impar, trisílabo). De ahí que puedan combinarse con facilidad entre sí. Y de ahí también que la mayoría de los teóricos engloben a los peones dentro de los troqueos. Así lo hace Eduardo Benot, que sólo contempla los pies disílabos y trisílabos. Sin embargo, ofrece una original teoría para dar cuenta de los tetrasílabos, que no puede por menos de percibir. El poeta que metrifica en lengua española –dice–, tan pobre en monosílabos, puede compensar esa deficiencia de pies «puros» mediante un artificio, y convertir su práctica con los disílabos en más fácil aún que con los trisílabos. El artificio es éste: «suponer mentalmente la existencia del pié que hubiera de aparecer contiguo a un pié franca y decididamente expreso». Es decir, se pueden marcar vigorosamente algunos pies disílabos sí y otros no. Por ejemplo, los heptasílabos yámbicos tienen que acentuar en 2.ª y 6.ª siempre, y la 4.ª virtualmente (v. gr.: «La nóche está seréna / brindándo a paseár». En el segundo hemistiquio, la acentuación yámbica está supuesta). Benot

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opina que esto crea un ritmo «sui generis», pero inagotable en nuestra lengua, riquísima en polisílabos. Esta especie de intercambiabilidad entre la cláusula peónica (– υ υ υ) y la que podríamos llamar, con ayuda de Caramuel, «ditrocaica» (– υ – υ), valdría para explicar por qué en poemas monorrítmicos de cláusulas peónicas, como el «Nocturno» de José Asunción Silva, o bien «Ofertorio», de Juan Ramón Jiménez, entre una gran mayoría de peones se descuelguen algunos ditroqueos. Por ejemplo, en el segundo: «De mi sangre se nutrieron las estrofas de estos cantos» Gramaticalmente: υ υ – υ / υ υ – υ / υ υ – υ / – υ – υ Rítmicamente, siguiendo a T. Navarro: (υ υ) – υ υ υ / – υ υ υ / – υ – υ / (– υ)

En cambio, en los poemas polirrítmicos encontramos compatibilidad entre peones y ditroqueos, pero no intercambiabilidad. Compatibilidad, por ser ambos de ritmo par; pero no intercambiabilidad, porque los efectos estilísticos de uno y otro nos parecen muy diversos: lentitud en los peones, frente a la vivacidad de troqueos y ditroqueos. También le parece diferente a Miguel Ángel Márquez (2008) el ritmo de peones y de troqueos, dentro de su compatibilidad. En el endecasílabo garcilasiano, encuentra que la cláusula básica de los tipos primarios es la cuaternaria, peónica (acentos en 6.ª y 10.ª sílabas en el endecasílabo común y en el horaciano, y acentos en 4.ª y 8.ª en el sáfico), mientras los tipos secundarios ofrecen cláusulas binarias, trocaicas –el «binario-6» (6.ª, 8.ª y 10.ª), y el «binario-4» (4.ª, 6.ª, 8.ª y 10.ª)–. La línea divisoria entre los tipos primarios y los secundarios se basa precisamente en que es diverso el ritmo cuaternario del binario, aunque ambos se conjunten y se opongan al ternario de los endecasílabos dactílicos. 5. LA CLÁUSULA DE 5 SÍLABAS Muy pocos son los autores que señalan su existencia. Miguel Agustín Príncipe, en Fábulas en verso castellano (1861-1862), opina que los pies pueden tener entre 1 y 5 sílabas. Pero es Eduardo de la Barra quien más atención les dedica. En su Rítmica moderna. De las cláusulas tetra i pentasilábicas (1898), les consagra el capítulo III, en el cual –afirma– «por vez primera vamos a dar pública noticia» de ellas. Los metros y ritmos de base pentasilábica son, teóricamente, éstos: En la Serie 1.ª (áaaaa-áa / áaaaa-áaaaa-áa), un heptasílabo («Ninfa de la montaña»), y, sorprendentemente, el dodecasílabo de seguidilla («Cuando al rayar el día – las aves cantan»). En la Serie 2.ª (aáaaa-aáa / aáaaa-aáaaa-aáa), un octosílabo («La ninfa de la montaña»), y un tridecasílabo –de 3+5+5 sílabas– («Las auras que ora sumisas por la montaña»). En la Serie 3.ª (aaáaa-aaáa / aaáaa-aaáaa-aaáa), un eneasílabo («Si la ninfa de la montaña»), y un tetradecasílabo «nuevo» con dos cesuras («A las brisas que ora amorosas por la montaña»). Dentro de la Serie 4.ª (aaaáa-aaaáa / aaaáaaaaáa-aaaáa) se encuentra su metro favorito, el «penta-sílabo triple», formado por tres adónicos, «fácil i armonioso» («Quieres decirme, linda pastora, cómo te llaman»), que De la Barra creó para la poesía castellana. Y por último, en la Serie 5ª (aaaaá-aaaaá-a / aaaaá-aaaaá-aaaaá-a) se recoge un endecasílabo diverso –de 6+5 sílabas– («Corta las cadenas de sus rigores»), y un hexadecasílabo trimembre –de 6+5+5– («Oh, fáciles brisas, que ora amorosas por la montaña»). El autor observa

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que, al estar tan espaciados los acentos rítmicos, «es imposible evitar la introducción de acentos arrítmicos o accesorios». Y como conclusión afirma: La versificación española, en realidad, no necesita sino de los versos bisilábicos i trisilábicos; pero estos otros aclaran el conocimiento de la métrica i estienden sus dominios

Samuel Gili Gaya, en su «Introducción a los estudios ortológicos y métricos de Bello» (1955), y en «El ritmo en la poesía contemporánea» (1956, 1993), matiza que los románticos y los modernistas ensancharon los grupos acentuales. «En Rubén Darío, por ejemplo, son frecuentes los pies tetrasílabos y no son raros los pentasílabos». Por nuestra parte, creemos que existen las cláusulas pentasílabas, y de vez en cuando las encontramos. Producen una impresión de enorme lentitud. Así en estos dos versos de Rubén y en otro de Fray Luis (endecasílabo enfático): «y era en mi Nicaragua natal» –υυυυ–υυ– «Duerme bajo los Ángeles, sueña bajo los Santos» – υ υ υ υ – υ : – υ υ υ υ – υ «Sea de quien la mar no teme, airada» –υυυυ–υ _–υ–υ

6. LA CLÁUSULA DE 6 SÍLABAS La hemos encontrado solamente en los endecasílabos que acentúan en 4.ª y 10.ª sílabas. Como éstos de Rubén Darío y Garcilaso: «pitagoriza en tus constelaciones» «¿Cuál es el cuello que como en cadena» «De daros cuenta de los pensamientos»

7. ¿QUÉ

υυυ–υυυυυ–υ –υυ–υυυυυ–υ υ–υ–υυυυυ–υ

DENOMINACIÓN PODRÍAN RECIBIR ESTAS CLÁUSULAS DE

5

Y

6

SÍLABAS?

Por analogía con los pies de 2, 3 y 4 sílabas, de nombre clásico, hemos buscado y rebuscado en Métricas latinas y griegas los nombres correspondientes a los pies de 1, 5 y 6 sílabas, sin resultado. Finalmente, en la primera parte del Primus Calamus de Juan Caramuel, titulada Metametrica (1663), hemos encontrado denominaciones para algunos. (Caramuel, «último representante de los que escribieron con ideas propias sobre el ritmo de la poesía romance», según Gili Gaya, no podía dejar de asesorarnos). En uno de los primeros capítulos de la Metametrica –llamados «Apolos»–, en el «Articulus IV» de la «Musa II. Fundamentalis (quam Metrogonian apellamus)», trata «De Carmine spondaico puro, seu Materia primâ Poeticâ». Considera al espondeo como pie básico y generador de todos los demás («Articulus V: De Spondeo, et Pedibus ab illo natis»). Señala con transcripciones musicales los principales hitos de esa evolución, y tabula todos los pies posibles, desde los de una sílaba –los «anonymi»– hasta los de seis. Estos pies resultan de las estructuras gramaticales de las palabras latinas; por eso acompaña cada pie con la transcripción métrica y la palabra correspondiente. Encuentra 2 «Pedes Monosyllabi», 4 «Dissylabi», 8 «Trisyllabi», 15 «Tetrasyllabi», 32 «Pentasyllabi», y 64 «Hexasyllabi». Entre los «Pentasyllabi» figura la estructura (– υ υ

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υ υ), que llama «Parapæon» y ejemplifica en la palabra «Constituimus». Igualmente, entre los «Hexasyllabi», ocupando el último lugar de los 64 pies, incluye el «Dactylochoræus» (– υ υ υ υ υ), con la palabra «Interieritis». Podemos preguntarnos si estos pies han existido alguna vez, o si son producto de la imaginación combinatoria de Caramuel. Él nos responde que los pies de 4, 5 y 6 sílabas no le parecen necesarios, pero como los admiten gramáticos y poetas cultos, no debe ignorarlos. 8. LA CLÁUSULA DE 7 SÍLABAS Nadie la menciona, y desde luego es rarísima. Pero alguna vez podemos hallarla. Así en García Lorca: «y la luna sobre la Residencia».

υυ–υυυυυυ–υ

9. CONCLUSIÓN Aunque las cláusulas o pies de 2 y 3 sílabas sean las más abundantes y las mejor teorizadas, debemos prestar atención a las de 4, también muy frecuentes, y a las de 1, muy llamativas. Las de 5 y 6 sílabas, muy poco usadas –y reducibles en algunas ocasiones a tipos menores mediante acentuaciones rítmicas secundarias–, deben ocupar también un puesto propio en el andamiaje teórico de nuestras cláusulas rítmicas. Dentro de su rareza, en muchas ocasiones deben pronunciarse puras, sin acentuación rítmica secundaria. Son muy expresivas. Por último, las de 7 sílabas son una verdadera rareza. Y más allá de las 7 sílabas, no hemos encontrado cláusulas. REFERENCIAS

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CLÁUSULAS:

ENTRE

1

Y

7

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José Miguel Ullán o el grado cero de la escritura poética (una lectura de «Ficciones») JOSÉ ANTONIO PÉREZ BOWIE Universidad de Salamanca

1. EL AUTOR Y SU OBRA

L

A POESÍA DE JOSÉ MIGUEL ULLÁN se caracterizó desde los primeros libros (Amor peninsular, Un humano poder, Mortaja) por su afán rupturista. Aunque la inercia clasificadora ha llevado a situar esos textos en el marco de la poesía social coetánea, es obvio que, si entendemos bajo esa etiqueta «la práctica de un lenguaje elemental, blandamente simbólico y de signo realista» (Casado 1994, 21), la poesía de Ullán resulta difícilmente adscribible a ella. Ullán participa plenamente, como su generación, de la ruptura con la poesía militante y dogmática de la generación anterior: acontecimientos como el Mayo francés de 1968 o la invasión soviética de Praga en agosto de ese mismo año provocaron un desencanto que se traduce en el abandono de la utopía de una literatura capaz de transformar el mundo y de la escritura plana, entendida como vehículo idóneo para esa misión, por una escritura irónica, que empieza cuestionándose a sí misma. El fragmentarismo, la yuxtaposición de registros y lenguajes diversos, los juegos fónicos, son algunos de los elementos a través de los cuales se manifiesta el alejamiento de las premisas de la estética realista.

En uno de los poemas contenidos en el libro Mortaja, el titulado «Los bardos populados», se manifiesta de modo expreso el rechazo de esa estética y el desprecio por sus excesos verbales y su falta de control de la escritura: Hartísimos del cielo, / cantaron lo terreno; / devotos de Machado, / amigos del lechero. / Buzones de Neruda; / de Zorrilla cangrejos; peces admiradores / del puño hecho soneto. / Allí hablara el poeta / cantante de la paz: / -Maldigo la poesía / exenta de bozal.

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En su trayectoria poética se percibe, así, un progresivo alejamiento de lo anecdótico y una reducción al máximo del discurso: la tendencia a la concisión, el uso de la elipsis, la yuxtaposición de planos sin explicitar las relaciones entre ellos, son algunos de sus rasgos más característicos. Se observa además un intento de «evitar las traiciones del discurso codificado» (Casado 1994: 95), aunque ello le suponga recurrir a la mera interjección o a los puntos suspensivos. Esa actitud no le conduce, sin embargo, a la mitificación del silencio en la que incurren otros poetas de su generación: Es tarea básica del poeta saber nombrar. Nombrar, eso sí, de otro modo, pero no enarbolar lo innombrable, eterna presa fugitiva de todo poema, como coartada monotemática de la incapacidad particular de dar nombre. Que el silencio se inserta en el corazón de esa dádiva y no cuando empleamos su nombre en vano (Ullán 1995:12).

Su poética se encuentra, pues, muy próxima a las afirmaciones de Roland Barthes sobre la labor del escritor, la cual no ha de consistir en «arrancar un verbo al silencio sino la inversa: arrancar una segunda palabra al enviscamiento de las palabras primeras [...] ya que él viene a un mundo de lenguaje y no queda nada real que no esté clasificado por los hombres» (Barthes 1980:16). El adelgazamiento del texto corre parejo con la progresiva importancia que adquiere en sus libros, ya desde Mortaja, la materialidad textual: el ámbito del lenguaje va siendo excedido para dar entrada a los códigos de espacialización y materialización de la materia gráfica; y el choque entre la palabra escrita y la mancha tipográfica se resuelve a menudo en el protagonismo de ésta. Son frecuentes, así, en sus libros la utilización de tachaduras, de subrayados, la prosificación del texto en una disposición que rompe los límites de la «caja», la yuxtaposición de imágenes diversas, el contraste del texto con elementos visuales (grafías chinas, fotografías), la distribución de manchas sobre el cuerpo tipográfico, etc. Diríamos que se transgreden continuamente los límites que marcan los territorios de poesía y pintura: de hecho, varios de sus libros son fruto de la colaboración con artistas contemporáneos como Palazuelo (Ardicia), Chillida (Adoración), Antonio Saura (Anular), o Miró (Almario). 2. EL CO-TEXTO Los textos objeto de mi lectura son los 15 «poemas» que, con el título común de «Ficciones», integran la tercera y última arte del libro Mortaja (México 1972)1. Tales textos constituyen un bloque perfectamente diferenciado en virtud de la serie de rasgos que comparten: la enunciación en tercera persona, la absoluta asepsia de su lenguaje que mimetiza el discurso periodístico, la unanimidad de los referentes (suicidios, muertes violentas o desapariciones de personas marginadas) y la elección de una tipografía que remite en su materialidad textual al periódico. El libro presenta una estructura trimembre, con tres partes bien diferenciadas, precedidas de un poema titulado «Introito» y seguidas de un poema de cierre que lleva por título «Testamento». 1. Los poemas, según se indica en una nota final, están compuestos entre agosto de 1966 y marzo de 1968.

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«Introito» marca el tono general de Mortaja con su intento de establecer vasos comunicantes entre el lenguaje popular y el culto, entre pasión y serenidad, según afirma Max Aub en la nota inserta en la cubierta posterior, en la cual añade que Ullán es el representante de «una manera de enlazar la tradición con la vanguardia, de dotar al lenguaje más arraigado en la historia con virtudes a la vez destructoras y germinales». La primera parte consta de 10 poemas en donde la preocupación social aparece expresada en un lenguaje claramente rupturista: el largo texto «Un perfume en Kornplatz», en torno al exilio y la emigración, es, quizá, el más representativo. La segunda parte está, a su vez, integrada por 22 poemas, de signo más experimental (rupturas tipográficas, collages, escritura vertical, prosificación); y, en cuanto al contenido, un cierto despego de la poesía social, de su falta de preocupación por el lenguaje, como se manifiesta en el poema «Los bardos populados» antes citado. No obstante, ese desprecio hacia la poesía «exenta de bozal» lo extiende también a la poesía diletante, entregada al sentimentalismo y al juego verbal inane, según se desprende del poema «Los bardos delicados». La tercera parte, «Ficciones», en la que me voy a centrar cierra, seguida del poema «Testamento», el libro. Para Miguel Casado, Mortaja supone la culminación de una primera etapa de poesía social, pero desde la misma dedicatoria («A Crojulisto, dios de los infiernos») se aleja de esa etiqueta para convertirse en «signo provocador, alarde de actitud maldita, claro ademán de desmarcarse del razonamiento orientado a la política, evolución de la amargura» (Casado 1994: 26) y señala entre sus componentes temáticos elementos como la nostalgia, la fidelidad, la rechazada y añorada permanencia, el viaje como pérdida y avance simultáneos, la doble mirada hacia lo abandonado; un conjunto de sentimientos contradictorios expresada en un montaje paralelo que da cuenta de ese debatirse entre ansia y duda, entre deseo y enojo. 3. ALGUNAS CUESTIONES PREVIAS La «anomalía» de los textos a los que nos enfrentamos obliga a buscar pautas de análisis que vayan más allá de las explicaciones estrictamente lingüísticas y de sus estrategias convencionales. La absoluta transparencia de la escritura condena al fracaso cualquier intento de aproximación basado en ellas. Sabemos que la lírica contemporánea pone a menudo en cuestión la noción formalista de literariedad, evidenciando que no radica en ninguna propiedad específica del lenguaje del texto sino en las condiciones particulares en que tiene lugar su recepción, las cuales son las desencadenantes de una decodificación autorreferencial. La poeticidad no es, pues, producto de ningún artificio (las figuras actuarán a lo sumo como catalizador), sino que depende de la actitud de lectura que el texto logra imponer al lector. Por ello, afirmará Genette que el lenguaje poético «no consiste tanto en una forma particular sino en un estado, en un grado de presencia e intensidad al cual puede ser llevado cualquier enunciado con la condición de que se establezca en torno a él ese margen de silencio que lo aísla en medio (pero no lo desvía) del habla cotidiana» (Genette 1969: 150). El ejemplo de Cohen, que comenta a continuación, consistente en la descontextualización y fragmentación tipográfica de una supuesta noticia de prensa, es un caso similar al de los poemas que nos ocupan: esa manipulación confiere una nueva percepción a las palabras, que viene apoyada, además, por la mise en page intimidante, en virtud de la cual el

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poema se percibe en el espacio silencioso de la página como una pura constelación verbal. El espacio impreso y la espacialidad de la página imponen siempre una lectura global (tabular, según Riffaterre) que sustituye a la lectura lineal del texto en prosa: se destruyen, así, las convenciones habituales de lectura proponiendo un nuevo modo en el que los dos sistemas, el visual y el lingüístico se complementan y enriquecen mutuamente: como indica J. M. Adam, no se tratará de que la disposición gráfica ilustre el texto, sino de que éste no puede ser leído más que en simultaneidad con aquélla (Adam, 1992: 29). Se trata, entonces, de reinventar la lectura dejándose llevar por las asociaciones, digresiones y evocaciones que la disposición tipográfica suscita. Las estrategias emprendidas por el poeta persiguen violentar el confort de lectura, buscando la puesta en cuestión del equilibrio lingüístico; para ello juega con la complejidad del código y perturbando uno de sus subsistemas, en este caso la disposición tipográfica habitual, produce ondas de choque que se propagan al conjunto. El sometimiento de cualquier enunciado procedente de la realidad a esa violencia alteradora de las convenciones de la disposición espacial introduce un nuevo ritmo de lectura y obliga a dotar de sentido a una serie de elementos (los espacios en blanco, los caracteres utilizados) en una operación que obliga a trascender la literalidad del texto multiplicando su potencial significativo. 4. LOS TEXTOS En primera instancia, es esa disposición anómala sobre la página el desencadenante de la decodificación no referencial de los textos de Mortaja y de su lectura como poemas. El lector la emprende provisto de un bagaje de convenciones que determinarán un resultado muy distinto del de la decodificación de un acto de habla habitual. Recuérdese cómo Culler cifra en cuatro tipos las convenciones con las que el lector se acerca al texto lírico: la conciencia de que a) los deícticos no remiten a un contexto externo, sino que fuerzan a construir una situación ficticia en que se produce el enunciado; b) el texto es una totalidad orgánica en sí mismo, al contrario de los actos de habla normales, que forman parte de situaciones complejas en las que adquieren sentido; c) el poema encierra un significado más allá de su propia literalidad y la lectura será el proceso de descubrir formas a las que atribuir significación; y d) las operaciones decodificadoras ofrecerán resistencia porque el poema presenta siempre pautas y formas cuya pertinencia semántica no es evidente de forma inmediata. (Culler 1978: 233-234). Partiendo de ellas, la presentación como poemas de los textos de Ullán, debida a la descontextualización de las supuestas noticias (desplazadas de su espacio «natural», la página de periódico) desencadenará un proceso de decodificación totalmente diferente del que aplicaríamos a un texto periodístico: sabemos que sus deícticos no remiten a una situación real en la que se ha producido el enunciado, sino que nosotros tenemos que construir la situación a partir de aquél; conocedores, por otra parte, de que los textos son enunciados autónomos, no vinculados a actos de habla más complejos en relación con que adquirirían sentido; y que el sentido que le podamos atribuir no ha de supeditarse a la mera literalidad de dichos enunciados sino que habrá que trascenderla, descubriendo tras su banalidad aparente una nueva dimensión significativa para lo que habremos de intentar conferir sentido a todas las pautas formales sobre las que se articulan.

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La recurrencia a tales convenciones se hace más necesaria ante la absoluta neutralidad estilística de los textos en cuestión. Ullán ha despojado a su discurso de cualquier marca que pudiera implicar el mínimo grado de literaturización optando por la reproducción estricta de lo que podríamos denominar habla estándar en toda su simplicidad formal, sometida, además, a la codificación estereotipada de los enunciados periodísticos. Esta renuncia los procedimientos de «puesta en relieve» implica un rechazo de la literatura que basa su identidad en el poder de deslumbramiento de sus signos y en la que «la función del escritor no es tanto la de crear una obra sino la de entregar una Literatura que se vea desde lejos» (Barthes 1980: 72). Sólo que Ullán, mediante la asepsia absoluta con que formula sus enunciados, supera los escollos del automatismo con que, según Barthes, tropieza el ejercicio de una escritura blanca: la noción de autor, en su sentido de responsable del discurso, desaparece para convertirse en un mero transcriptor de unas fórmulas estereotipadas; con ello, lejos de caer en el automatismo y su «red de formas endurecidas que limita el frescor primitivo del discurso», reduce su mensaje a una mostración descarnada de ese decir automatizado convirtiéndolo en denuncia explícita de un lenguaje petrificado por el anquilosamiento de sus posibilidades expresivas: no se transmiten contenidos ni emociones (el dolor ante la muerte violenta de un semejante) pues su repetición ha producido en los enunciados un proceso de cosificación que ha terminado vaciándolos de toda capacidad de decir. T. Blesa y E. Pallarés apuntan al respecto cómo «la instantaneidad de lo presente, atrapada en la trampa, presa en la prensa, caída, teje un texto delirante, el discurso de la locura, leído y desleído» produciendo «una absoluta abolición del patetismo [y] se llega a diluir el sentimiento de la expresión» (Blesa-Pallarés 1995: 16). Asistimos, así, a esa transformación que Barthes atribuye a la poesía moderna, en la que la palabra deja de ser atributo para alcanzar categoría de substancia, pudiendo entonces «renunciar a los signos, pues lleva en sí su naturaleza y no necesita señalar afuera su identidad» (Barthes 1980: 48). Pero, por otra parte, la simplicidad del texto, su absoluta transparencia, se convierte paradójicamente en un mecanismo potenciador de su opacidad. De acuerdo con una de las convenciones de Culler antes citadas2, el lector sabe que la condición poética del enunciado ante el que se encuentra (determinada únicamente por su materialidad textual) le obliga a admitir que los significantes no remiten a sus significados habituales. El poema, afirma, es privado de las funciones pragmática y circunstancial de la lengua ordinaria y debemos proporcionar una nueva función que lo justifique: hemos de transformar su contenido en constituyentes de un ethos generalizado (Culler 1978: 252). En el caso que nos ocupa, las supuestas noticias dejan de funcionar como tales en cuanto los significantes de sus enunciados no remiten a referentes concretos (personas, ciudades, sucesos) sino que caben ser interpretadas como una reflexión de carácter general sobre el desvalimiento y la soledad del ser humano en un 2. «El lector enfoca el poema con la suposición de que, por breve que parezca, ha de contener, por lo menos implícitamente, riquezas potenciales que lo hagan digno de atención» (Culler 1978: 247). Véanse también al respecto las observaciones de Marghescou (1975) y Lázaro Carreter (1990): ambos parten de la distinción entre significado y sentido para llegar a la conclusión de que el segundo, en un poema, es radicalmente distinto del primero ya que deriva no del código lingüístico sino de los diversos códigos (literario, de época, de escuela, cultural, de autor, etc.) con los que el lector tiene que contar para llevar a cabo la interpretación del texto.

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mundo insolidario y hostil; la frialdad y asepsia con que se enuncian las muertes imprimen a las mismas un dramatismo especial: el fin de una vida humana se expresa, con la renuncia a cualquier retoricismo dramatizador, en unas breves líneas de trivial y cosificada redacción periodística. El objetivismo de la enunciación resulta turbador: el responsable de la misma desaparece3 para dejar todo protagonismo al lenguaje, cuya misma simplicidad potencia el dramatismo de lo referido; la aparente falta de trascendencia con que se enuncia la desaparición violenta de un ser humano mediante un breve suelto periodístico se convierte en procedimiento extrañante y, por consiguiente, potenciador del mensaje: el grito de dolor solidario con las víctimas de una sociedad deshumanizada. Este tipo de estrategias no es ajena a procedimientos constructivos como el ready-made o el collage introducidos por el surrealismo: el objeto artístico no es un objeto creado por el artista, sino simplemente un objeto del mundo que se instituye como artístico, pues lo fundamental es el acto de seleccionar y tomar algo del mundo y no el acto de «representar». En el caso específico de la literatura, el texto no se construye «a partir de la lengua, sino a partir de fragmentos de discurso ya elaborados por otros, que son, dígase así, citados» (Blesa 2001: 332). Un elemento distanciador más lo constituye el título «Ficciones» bajo el que se presentan agrupados estos textos; apunta un deseo de neutralidad que refuerza el efecto conseguido por la utilización de la tercera persona: frente a los poemas tradicionales entendidos a menudo como expresión directa de un yo y ubicados por varios teóricos en un territorio no ficcional, la presencia de ese título sitúa a nuestros textos fuera de la realidad factual obligando a considerarlos como producto de la fabulación y no como expresión de una voz personal. Pero, en contraste con ello, todos estos enunciados están saturados de marcas que potencian su condición de no ficcionales: realemas como el uso de una tipografía periodística, la concreción de los datos, la neutralidad de la escritura contribuyen a su anclaje en el territorio de lo real, con lo que el título que los agrupa adquiere una clara función irónica que impregna de ambigüedad todo el conjunto y determina una distancia crítica entre estos poemas y la evidencia, agresiva por lo excesiva, de la poesía social. Se trata en definitiva de un filtro (o «bozal») que propicia el alejamiento entre el yo y el objeto. Por lo que respecta al plano del contenido, los 15 poemas presentan una serie de elementos comunes: todos ellos se refieren a personas perfectamente identificadas por su nombre (excepto VIII) y edad, que han sido víctimas de muertes no naturales (excepto en XI donde se trata de una desaparición) como accidentes, agresiones o suicidios; tales personas (excepto XI) se caracterizan además por su condición de marginados: ancianos, emigrantes, habitantes de los suburbios o del mundo rural, etc. Ello subraya el componente social de los textos, que, despojados de su calidad de enunciados referenciales, pueden ser decodificados en clave simbólica como una reflexión de carácter general sobre la insolidaridad y deshumanización de la sociedad contemporánea. Sólo que en este caso dicho contenido resulta potenciado, como se ha señalado, por los mecanismos extrañantes que cuestionan la escritura de la poesía social, presente en el horizonte de expectativas 3. Para Casado, en estos poemas, no existe el yo lírico ni siquiera el autor en su sentido habitual de responsable del discurso, sino únicamente un alguien que «es sólo oído, paño donde se espesan los sedimentos, rotación fragmentaria, mano; el actor es el lenguaje mismo» (Casado 1994: 32).

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del lector de los textos en el momento de su publicación: la neutralidad absoluta de la enunciación elimina la cercanía entre sujeto y objeto característica de aquella escritura y problematiza un decir ya excesivamente trivializado. Otro rasgo que comparten es su presentación tipográfica, con caracteres que pretenden imitar la tipografía de la prensa diaria. Pero dentro de esa uniformidad se introduce una ruptura consistente en la adopción de seis tipos diferentes de grafía, que nos permite distinguir entre otros tantos grupos constituidos por los siguientes poemas: I, III y XI; IV, VII y XII; V, IX y XIII; VI, X y XIV; VIII; XV. Esta diversidad imprime al conjunto una dimensión polifónica mediante la cual la uniformidad de la enunciación se fragmenta para dejar paso a una pluralidad de voces que prestan universalidad a los mensajes y cuestionan la aparente asepsia informativa de los mismos. Por lo que respecta a la distribución de los segmentos tipográficos que integran el cuerpo de los respectivos poemas, existen también entre ellos elementos diferenciadores. Pero reparemos, en primer lugar, en los rasgos comunes: todos comparten la ruptura del bloque uniforme que constituye una noticia inserta en la página de un periódico y su reducción a una mancha tipográfica de extensión similar (salvo la excepción del poema I, que consta de 30 «versos», los demás oscilan entre los 7 y los 13)4 aislada en medio del blanco de la página e integrada por segmentos cuyos límites no coinciden necesariamente con los de las unidades sintácticas. Ese aislamiento, unido a la supresión de la puntuación y a la ausencia de paralelismo entre la línea tipográfica y la sintáctica inducen la sustitución de la lectura lineal por la espacial, así como la adopción de otro ritmo de dicción, de otra respiración del sentido: cada segmento deja de ser miembro de una estructura englobante para convertirse en un bloque autónomo yuxtapuesto a los demás. El referente (suceso) y el sujeto de la enunciación (periodista) desaparecen para dejar paso a un juego que confiere a las palabras y a las frases una movilidad nueva; la lectura puede, entonces, desplegarse más libremente y el papel del lector se hace activo y creador. El poema que presenta, por su innegable organización narrativa, unas diferencias mayores con relación al resto es el que figura al frente del conjunto: sus 30 líneas, de cierta uniformidad en cuanto a su extensión tipográfica (aunque con determinadas rupturas a las que en seguida me referiré), articulan un microrrelato que da cuenta con cierta minuciosidad del desarrollo del suceso: las cuatro primeras líneas funcionan a modo de titular; a continuación se presenta la discusión entre los clientes del bar (líneas 11-12) y su expulsión cuando aquélla sube de tono (líneas 13-17); tras una pausa tipográfica se narra el asesinato del español (líneas 18-25) y, después de una nueva pausa, la huida del agresor y las pesquisas infructuosas de la policía por detenerlo (líneas 26-30). Pero la «historia» se presenta acompañada de un conjunto de marcas que modifican las expectativas con las que un lector se enfrenta a un texto narrativo: el aislamiento de los segmentos del enunciado en medio del blanco de la página, la presencia de sangrados, la anómala ruptura de las líneas en encabalgamientos abruptos que separan la preposición del elemento regido (líneas 9-10 y 22-23) o el núcleo verbal de la partícula negativa que lo precede (líneas 27-28) convierten esos 4. I: 30; II: 8; III: 10; IV: 12; V: 11; VI: 9; VII: 10; VIII: 13; IX: 7; X: 10; XI: 10; XII: 14; XIII: 7; XIV: 9; XV: 11.

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segmentos en enunciados autónomos desgajados del decurso sintáctico y los muestran en su pura materialidad significante, que queda realzada por la asepsia y la objetividad5 del discurso mediante las cuales el dramatismo del suceso resulta, paradójicamente, potenciado. En contraste con el largo desarrollo del primer poema, los restantes se reducen al escueto enunciado del acontecimiento, con lo que la asepsia informativa aumenta. El tratamiento de la materialidad tipográfica continúa siendo en todos ellos un elemento significante de considerable importancia: En algunos casos el sangrado de determinadas líneas se adentra hasta el límite donde termina la línea precedente (poemas III, IV y XII) produciendo una mancha dispersa cuyo fragmentarismo cabe ser interpretado como expresión del caos, de la desarticulación que en nuestra «ordenada» realidad provoca la irrupción violenta de la muerte. En otros casos, por el contrario, la tipografía apretada y con una tinta más oscura produce una mancha compacta (V, VI, IX, XI, XIII y XIV), carente de cualquier intersticio, que con su impresión lapidaria suscita connotaciones de inexorabilidad. El enunciado se presenta como una constatación sentenciosa de lo irreparable de la muerte: esculpido sobre el blanco de la página se reviste de una consistencia pétrea que nos hace evocar, por asociación con la imagen del epitafio inscrito en la lápida, la irreversibilidad del curso de esas vidas segadas por la tragedia. Una tercera posibilidad la constituyen otros textos en los que lo compacto de la mancha tipográfica contrasta con el tamaño y claridad de las letras (II, VII, VIII y XV); no obstante, en ninguno de ellos encontramos un bloque tan uniforme como en los ejemplo recién vistos, pues todos aparecen cortados por un espacio en blanco que rompe su carácter monolítico. Dicho blanco tipográfico puede cumplir funciones diversas: marcar la separación entre dos temporalidades distintas separando el suceso de su ulterior desenlace (II); introducir una información relevante que contribuye a la explicación de la tragedia (VII); reforzar la autonomía de diversos sub-bloques propiciando la desarticulación del texto (XV y VIII). Este último tiene una especial relevancia por la ruptura que implica con la estructura narrativo-periodística de los restantes de la serie: el enunciado continuo de éstos deja paso a bloques dispersos de dos o tres líneas en los que se acumulan sin introducción alguna y sin orden cronológico datos sobre la víctima; a ello se suma la alternancia de tiempos verbales mediante la que se superponen el pasado del muerto y el presente de las declaraciones de los testigos. La fluidez narrativa de los otros poemas es sustituida por un conjunto de enunciados en orden aleatorio que pueden ser leídos, en virtud de los mencionados espacios en blanco, como enunciados independientes; en contraste con la trabazón sintáctica del resto de la serie, esta desarticulación funciona como mecanismo extrañante. Por otra parte, su indefinición genérica (carece tanto de la estructura del relato como de la de la noticia), unida a la fragmentación del cuerpo textual contribuye a reforzar la ambigüedad del mensaje. Repárese en que es el único texto en el que la víctima es un ser anónimo sobre el que no existe información alguna: la indefinición del contenido encuentra, así, su correlato en la indefinición genérica del mensaje y en la desarticulación de su estructura sintáctica y tipográfica. 5. Cabe, no obstante, percibir una cierta marca de irrupción de la subjetividad del narrador en la utilización del adjetivo imaginable con que se califica la actividad de la policía en la línea 29.

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Concluyo aquí esta lectura que ha intentado subrayar la potencialidad semántica de cualquier elemento constitutivo de un enunciado cuando, desvinculado de todo nexo con la realidad extratextual, es sometido a una decodificación no referencial. Axioma que se pone especialmente de manifiesto en poemas como los analizados (y en otros muchos contemporáneos) que renuncian al uso de las estrategias tradicionales productoras de ese tipo de decodificación. En todo caso, la colaboración del lector resulta decisiva, pues su implicación en el acto comunicativo que el poema propone, sólo será posible en la medida en que sea capaz de establecer una relación entre aquél y su propia experiencia personal, la que Mukarovsky denomina la realidad «íntimamente conocida por el propio lector, las situaciones que había vivido o que –según las circunstancias en que vive– podría vivir, los sentimientos y movimientos de voluntad por los que pueden ser acompañadas esas situaciones, o las actitudes que pueden surgir, a base de aquéllas en el lector mismo» (Mukarovsky 1977: 89). Solo de esta manera, señala Núñez Ramos, «la representación ficticia puede informar acerca de la relación dentro del sujeto que participa lúdicamente en ella y la realidad global, por medio de la realidad vivida y conocida por el propio sujeto» (Núñez Ramos 1992:56-57). REFERENCIAS

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El motivo de la mirada en la literatura del holocausto* GONZALO PONTÓN Universidad Autónoma de Barcelona

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de Theodor Adorno, el que lleva por título «Hombres que te miran», reflexiona sobre los mecanismos psicológicos (exacerbados y utilizados por las políticas racistas) que permiten a los seres humanos reducir a la condición de extraños, animales o cosas a un grupo de sus congéneres, para luego deportarlos, confinarlos o exterminarlos. Dice así: NO DE LOS MINIMA MORALIA

La indignación por las atrocidades cometidas se hace menor cuanto menos parecidos son los afectados al lector normal, cuanto más oscuros, «sucios» y dagos. Esto dice tanto del crimen en sí como de los que lo presencian. En los antisemitas quizá el esquema social de la percepción esté configurado de tal modo que no les permite ver a los judíos como hombres. [...] [La posibilidad del pogrom] queda ya establecida desde el momento en que el ojo de un animal mortalmente herido da con el hombre. El empeño que éste pone en evitar esa mirada –«no es más que un animal»– se repite fatalmente en las crueldades infligidas a los hombres, en las que los ejecutores tienen continuamente que persuadirse del «sólo es un animal» porque ni en el caso del animal podían ya creérselo (Adorno 2001: 104, § 68).

Este razonamiento, escrito a corta distancia –y bajo la traumática influencia– del genocidio perpetrado por el régimen nazi, sin duda pone el énfasis en la actitud represora, pero nos recuerda también, con el ejemplo del animal herido, lo complejo que resulta sustraerse a la mirada del otro, y la consiguiente dificultad de cosificarlo. Vale decir: que nuestra mirada no tropiece con la de nuestra víctima, * Estas páginas tienen su primer origen en una disertación pública pronunciada en octubre de 2002 en la Universidad Autónoma de Barcelona, ante una docta congregación presidida por don Ricardo Senabre. Quiero corresponder así, aunque de forma insuficiente, pero con reiterado agradecimiento, a la sabia y amable atención que el profesor Senabre me concedió entonces.

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porque en tal caso, y si anida en nosotros un atisbo de moral, ya no podremos verla como «otro». Porque a través de sus ojos nos interpela, nos invita a acogerla. En el modo en que miramos se juega una partida moral; y también, podemos añadir ahora, una partida literaria. Hombres que te miran: a raíz de la Segunda Guerra Mundial, la cuestión se plantea –literariamente hablando– de un modo generalizado y acuciante, y los ojos que buscan a otros ojos se encuentran a menudo del mismo lado de la alambrada. Pretendo llamar la atención aquí sobre la importancia literaria y la significación moral del motivo de la mirada en las elaboraciones autobiográficas del holocausto1, atendiendo a la parte más conspicua de esa literatura, los llamados «libros del recuerdo»2, es decir, las narrativas escritas por los supervivientes del universo concentracionario con una evidente conciencia literaria, como una articulación de sus vivencias indisociable de una voluntad artística, y no meramente testimonial3. En la mirada se reconoce un dolor hermano o se evidencia la reacción de los demás ante el «hecho insondable» que les es dado contemplar4. En tal caso funciona como reflejo, puesto que el observador-narrador (por lo general la víctima de la opresión) se capta a sí mismo en lo que el otro ve. La mirada, casi siempre especular, resulta una apertura a la alteridad y también una vía para el propio reconocimiento, que puede llegar a través de lo ajeno. Asociado con esta idea se halla asimismo, como podremos comprobar, el motivo del doble. Semprún escoge este recurso para empezar L’Écriture ou la vie y abrirnos la senda hacia la comprensión de lo invivible5. El primer capítulo se titula justamente «La mirada», y muestra al protagonista (que podemos identificar con el joven Semprún) enfrentado a la mirada «espantada, casi hostil, desconfiada al menos» (Semprún 1995: 26) de los tres oficiales británicos que se toparon con él el día de la liberación de Buchenwald. De la expresión de esos tres hombres deduce el protagonista que son sus propios ojos, su forma de mirar, más que el conjunto de su aspecto, tras casi dos años de penalidades terribles, lo que suscita tal pavor o extrañeza. En los ojos del superviviente se halla contenida la experiencia vivida y, acaso, la historia que puede llegar a referir. La suya es la mirada de alguien que 1. Para la bibliografía esencial en torno al holocausto nazi (al que me refiero en lo sucesivo con este y otros nombres, como Shoah, exterminio, deportación o la sinécdoque Auschwitz, sin desconocer –pero soslayando aquí– los problemas que cada término acarrea) y su literatura, me permito remitir a las referencias reunidas en Pontón (2004), a las que conviene añadir por lo menos Laqueur (2001), Hofmann (2003), Rees (2005), Ali (2006), Mengaldo (2007), Serrano (2007) y Mazower (2008). 2. En expresión de Bárcena (2001). 3. Resultará pertinente aducir aquí la distinción sencilla pero eficaz que establece Todorov (2000) entre memoria literal y memoria ejemplar. La primera es precisa pero improductiva: fija el pasado en el presente y lo transmite tal cual al futuro; la memoria ejemplar, aquella que nos interesa ahora, es elaborada y susceptible de aplicarse a instancias distintas de las rememoradas específicamente, para construir un exemplum del que se extraiga una lección. Transmite al futuro algo más que el hecho del que levanta testimonio. 4. El concepto es de Bettelheim (1981). 5. Lo «invivible» y no, por ejemplo, lo indecible o lo inefable, nociones que le parecen una mera coartada: es posible contar y hay que hacerlo. Lo que el superviviente debe transmitir es «Algo que no atañe a la forma de un relato posible, sino a su sustancia. No a su articulación, sino a su densidad». En consecuencia, «Sólo alcanzarán esta sustancia, esta densidad transparente, aquellos que sepan convertir su testimonio en un objeto artístico, en un espacio de creación. O de recreación. Únicamente el artificio de un relato dominado conseguirá transmitir parcialmente la verdad del testimonio» (Semprún 1995: 25).

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ha atravesado la muerte, que la ha «vivido», por así decirlo; un revenant, un aparecido. Están delante de mí, abriendo los ojos enormemente, y yo me veo de golpe en esa mirada de espanto: en su pavor. [...] Pueden sorprender, intrigar, estos detalles: mi cabeza rapada, mis harapos estrafalarios. Pero no están sorprendidos, ni intrigados. Es espanto lo que leo en sus ojos. No queda más que mi mirada, eso concluyo, que pueda intrigarles hasta ese punto. Es el horror de mi mirada lo que revela la suya, horrorizada. Si, en definitiva, mis ojos son un espejo, debo de tener una mirada de loco, de desolación (Semprún 1995: 15).

Una reacción análoga señala Robert Antelme cuando recuerda que «nos dijeron [a los recién regresados del Lager] que nuestra apariencia física era bastante elocuente por sí sola» (Antelme 2001: 9). El motivo de la mirada también ocupa un lugar significativo en su testimonio sobre la deportación. Casi al final de la marcha que los llevó de Gandersheim a Dachau, los presos de su cuerda se detienen en un pueblo y los habitantes del lugar los contemplan estupefactos, aturdidos ante el «misterio tan perfecto» que entrañan: «En los ojos de estos niños es donde podemos ver en lo que nos hemos convertido» (Antelme 2001: 251). En un episodio anterior, el narrador ha visitado en el revier del campo a un conocido, K., que agoniza sin esperanza, y no logra reconocerlo ni siquiera cuando lo contempla fijamente. Sus ojos han dejado de contar, no es nadie, y sólo la muerte podrá restituirle su identidad: He mirado al que era K. He tenido miedo, miedo de mí. Para tranquilizarme, he mirado otras caras, sin duda las reconocía, no me equivocaba, todavía sabía de quiénes eran. El otro seguía aún apoyado sobre sus brazos, con la cabeza colgando, la boca entreabierta. Me he acercado de nuevo, he inclinado la cabeza sobre él, he mirado durante largo rato los ojos azules, después me he alejado: los ojos no se han movido. [...] Eso había pasado durante la vida de K. Era en K. vivo en quien yo no había encontrado a nadie. Porque yo no encontraba a aquel que conocía, porque él no me reconocía y había dudado de mí por un instante. Yo había mirado a los otros para asegurarme de que yo seguía siendo yo, así como para recobrar la respiración. De igual manera que las caras estables de los demás me habían sosegado, la muerte, el muerto K. iban a sosegar, a rehacer la unidad de este hombre. Sin embargo, algo quedaba entre aquel a quien yo había conocido y el muerto K. que todos conoceríamos: hubo esa nada (Antelme 2001: 177-178).

Una atención similar se depara en los relatos de Elie Wiesel y Paul Steinberg, tan distintos por lo demás en su forma de narrar y de situarse ante lo que cuentan. Steinberg refiere, en un punto de las Chroniques d’ailleurs, que reconocía en la mirada de los otros su propia condición de «musulmán en potencia», cercano al punto sin retorno de la extenuación. De especial importancia en la vertebración narrativa de su experiencia es el episodio en que, como auxiliar del Kapo de su barracón, está a punto de golpear a un preso desahuciado: lo mira cara a cara y se sumerge en sus ojos. Lo que ve en ellos o lo que cree ver es lo que lo detiene: se contempla a sí mismo tal como estuvo a punto de ser. La mirada del hundido contiene y expresa el horror de la propia destrucción:

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Furioso, tuve el reflejo de levantar la mano y abofetearle. En el último momento, contuve mi gesto y la mano tocó levemente su mejilla. Durante esa fracción de segundo, vislumbré y sondeé los abismos. Vi sus ojos. Unos ojos que expresaban la espera, la resignación, el desprecio, la desesperación. Unos ojos que derramaban cansancio y repugnancia de sí mismo y de los demás. Unos ojos que veían la proximidad de la muerte, que la temían y al mismo tiempo la llamaban. Unos ojos sin lágrimas y sin reproches. Apenas un aleteo de las pestañas en espera del contacto con la mano. Mi mano. Y tal vez lo inventara todo. Tal vez se limitaba a mirar al vacío, como las bestias antes de ser sacrificadas, y quizás el mensaje de sus ojos fue un invento mío. En ellos proyecté todos los fantasmas que llevaba en mi interior (Steinberg 1999: 148-149).

Las últimas líneas parecen escritas para iluminar las palabras de Adorno. Y de ellas puede extraerse una consecuencia moral: fueran o no ojos mortecinos, sin brillo humano, el protagonista, convertido momentáneamente de víctima en opresor, no quiso verlos como si lo fueran. Él tampoco pudo creerlo, ni aun en el caso del animal6. Por su parte, Wiesel escoge para concluir La nuit el momento en que el protagonista vuelve a contemplarse en un espejo (imagen que Semprún parece evocar y desarrollar en el arranque de L’Ecriture ou la vie, según veíamos). Un día pude levantarme, después de reunir todas mis fuerzas. Quise verme en el espejo que estaba colgado en la pared de enfrente. Desde el ghetto no había visto mi cara. En el fondo del espejo, un cadáver me contemplaba. Su mirada en mis ojos no me abandona más (Wiesel 1986: 111).

El superviviente es portador de una mirada nueva, la de quien ha vivido la muerte, por decirlo en palabras de Semprún. Ésa es, acaso, la única identidad que cabe reconocer, una identidad legada en buena medida por los que ya no pueden dar testimonio7. La cuestión va asociada también al hecho de reconocerse o no en la mirada del otro, y, en este sentido, implica desdoblamiento y también identificación, juego especular de identidades y alteridades. Volviendo a Steinberg, éste explica, desde la vejez y a cincuenta años de los hechos, que su percepción quedó condicionada, dañada para siempre desde entonces, por la experiencia del Lager, hasta el punto de ver a los demás desdoblados: con su apariencia en sociedad y con los rasgos del Häftling que hubieran sido en caso de suerte adversa. En situaciones conflictivas dice distinguir todavía «una sombra, un Doppelgänger que sólo yo puedo ver, detrás o al lado de mi interlocutor» (Steinberg 1999: 183). La mirada del otro, el espejo, el doble8: es Jorge Semprún, en Le mort qu’il faut, quien ha hilvanado mejor esos elementos en una trama artística coherente. El relato 6. Que la escena vivida dejó una huella indeleble en Steinberg lo confirma el que, según confiesa en las Chroniques d’ailleurs, intentara infructuosamente en los años sesenta dar forma a ese acontecimiento en una novela que debía titularse La bofetada. 7. Sobre la cuestión del sentido del testimonio de Auschwitz resulta fundamental –y no poco controvertido– Agamben (2000), a partir de una lectura muy específica de Primo Levi. 8. Para una cumplida presentación de las perspectivas teóricas en torno al doble (y a estos respectos) es de referencia obligada Vilella (2007).

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evoca la ocasión en que los miembros de la organización política de presos de Buchenwald, advertidos de que quizá se tramaba algo contra el joven comunista español, decidieron que éste asumiera la identidad de François, un moribundo (al parecer era una estrategia no rara para cambiar de identidad). La narración –sobre todo la escena central, que se desarrolla en el revier durante una noche, mientras Semprún ve agonizar y morir al que le dará un nombre– es la historia del encuentro imposible, más allá de todo lenguaje, entre el moribundo y el vivo, del testimonio que ese moriturus traspasa, de una muerte que deviene parto, posibilidad de vida para otro. Semprún presenta al Muselmann explícitamente como un Doppelgänger: ambos llegaron a Buchenwald en el mismo transporte, sus números son muy próximos, tienen la misma edad y confraternizaron durante los primeros días, antes de que cada cual iniciara su particular camino hacia el hundimiento o la salvación. «Era precisamente la alteridad descubierta, la identidad existencial captada como posibilidad de ser otro, lo que nos hacía tan próximos» (Semprún 2001: 51). La diferencia, decisiva pero presentada como azarosa, es que a uno le corresponde la vida y al otro la muerte. François, cuando expire, pasará a ser Jorge Semprún, y Semprún vivirá con su nombre: gracias a su nombre. La novela tematiza, así, la identidad reconocida como posibilidad de ser otro, como aceptación de la muerte del otro. El superviviente de los campos de concentración y exterminio es un Mitsein-zum-Tode, un «ser-con-para-la-muerte», en expresión del autor que remite a Heidegger y que ya aparecía en L’écriture ou la vie: alguien que vive la muerte en el otro. Un gesto supremo de fraternidad. Como instante culminante de esa construcción aparece la mirada: Por la mirada uno se da cuenta del cambio súbito, del abandono, cuando el sufrimiento llega a un punto del que ya no hay regreso. Por la mirada bruscamente apagada, átona, indiferente. Cuando la mirada ya no indica -aunque sea de una forma dolorosa, angustiada- una presencia. Cuando ya no es más que un signo de ausencia, de sí mismo y del mundo. [...] Pero me volvía la espalda, una espalda desnuda y enflaquecida -probablemente quitaban las camisas de áspera tela a los que ya estaban más allá de la vida-, un esqueleto recubierto de una piel gris y arrugada, con los muslos y las nalgas cubiertos de una costra color humo, debido al líquido fecal ya reseco, que seguía apestando. Lentamente, giré a medias su torso para verle la cara. Debía haber esperado aquello (Semprún 2001: 164-167).

La historia que cuenta Semprún en Le mort qu’il faut no es, pues, la suya, sino la de François, su doble. O, más propiamente, ambas historias se confunden y se resuelven en el testimonio del superviviente, voz que habla también por los que murieron (pero no sólo por ellos). El vínculo cobra aun mayor relieve en este caso, porque Semprún atribuye a François la intención de escribir la historia de su trayecto en tren hasta el campo, un trayecto que hizo sin compañía conocida pero que quería presentar como una experiencia compartida. Con los años (en 1963) fue Semprún quien narró tal travesía en Le grand voyage, acompañado de un chico de Semur, personaje ficticio, otro doble, el cuerpo que muere al llegar al andén de Buchenwald, la corteza humana que se desprende del protagonista antes de ingresar en dos largos años de muerte en vida. Semprún refiere, pues (si el relato es

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verídico; si no, vale como alegoría, sin perder un ápice de su hondura moral), una historia que es y no es la suya, en la que las identidades pierden cohesión, porque el destino (Imre Kertész diría la ausencia de destino) es común y los supervivientes deben asumir la carga y la responsabilidad de hablar por quienes no podrán hacerlo. Los importancia del recurso reseñado es evidente. Y su significación moral se nos impone. Podemos decir, con Emmanuel Levinas (1987), que la ética que brota de estas narraciones se basa en la heteronomía del sujeto, no ya en su autonomía; en la responsabilidad ante el otro, un otro que nunca puede hacerse propio, que nos apela y que debemos recibir hospitalariamente. Debemos «acoger al rostro». La ética levinasiana supone un marco filosófico que discurre de forma paralela a las narraciones de la Shoah, al tiempo que las ilumina. Levinas insistió siempre en que la suya es una filosofía no programática, que no tiene un desarrollo específico, sino que se plantea como una especulación sobre las posibilidades de una ética distinta, que no se base en el sujeto autónomo. En el énfasis puesto sobre el reconocimiento de una responsabilidad infinita, de una alteridad fundamental que no puede ser apropiada, la literatura autobiográfica sobre el holocausto puede considerarse un desarrollo de esa ética del otro, tematizada, entre otros motivos literarios, en el de la mirada9. Es de sobra conocido (aunque casi siempre en formulaciones parafrásticas) el dictum de Adorno sobre la escritura después de Auschwitz: «Nach Auschwitz, ein Gedicht zu schreiben, ist barbarisch» («escribir un poema después de Auschwitz es un acto de barbarie»). Más allá de su primer sentido, la frase puede conciliarse con lo que aquí se ha pretendido argumentar. Es evidente, en primer lugar, que la referencia a la barbarie conecta con una célebre frase de Walter Benjamin (todo documento de cultura lo es también de barbarie), para recalcar que el discurso occidental sobre el progreso y la razón ha quedado en entredicho, si no destruido, por la experiencia del Lager. Recordemos también que Zygmunt Bauman (1997) explica Auschwitz como consecuencia de las normas e instituciones de la modernidad (y, por lo tanto, como un hecho inseparable de una determinada idea de civilización)10. Y Jean-François Lyotard (1986) sostiene que el origen de lo posmoderno está en la lección que emana de los campos de concentración, cuando la noción de progreso y de emancipación humana fue puesta en duda y luego violentamente asesinada. Y, así, es muy posible que la frase de Adorno pueda entenderse también como un modo de señalar que la escritura posterior a la Shoah no puede sostenerse en los asideros que hasta ese momento había brindado la cultura occidental, y sólo le es dado hablar sin un referente ontológico que asegure el sentido (la poesía de Paul Celan nos viene de inmediato a la memoria). A la pregunta de qué tipo de literatura es posible después de Auschwitz, puede responderse, por ejemplo, 9. No hay espacio para desarrollar ahora, ni apenas evocar, los provechosos vínculos que pueden establecerse con las fotografías y los documentales sobre los campos, así como con las ficciones cinematográficas que de ellos han derivado. Valga aquí, simplemente, el ejemplo de la película Amén, de Costa Gavras (2002), una de cuyas escenas culminantes -sin duda la más comprometida, aquella en la que el director se enfrenta al problema de la representación de lo abominable- se construye precisamente como reflexión sobre la mirada, sobre el ojo de un hombre que contempla, a través de una mirilla, lo que ocurre en el interior de un espacio cerrado cuya función desconoce. Tampoco se pierda de vista ahora, a estos y otros propósitos, el párrafo 59 de Sánchez Ferlosio (2008: 275-279). 10. Véase también, y muy particularmente, Traverso (2001).

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con los textos que nos han ocupado. Dándole la vuelta a la sentencia, y acaso desarrollando su última intención, cabe decir que después de Auschwitz, escribir poesía debería ser un acto de memoria, de responsabilidad y de apertura. Una mirada al otro. REFERENCIAS

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evidentes del surgimiento de la postmodernidad y la globalización es la aparición de nuevas cartografías latinoamericanas cuyo estudio es cada vez más necesario ya que los cambios operados afectan directamente a cualquier tipo de conocimiento, desde su misma formulación a su contenido y a su repercusión sobre la realidad inmediata. Entre los muchos intelectuales que han llamado la atención sobre este hecho destaca Román de la Campa que, junto a Walter Mignolo, sienta las bases de esta problemática. De la Campa se ocupa de la producción de conocimientos críticos en torno a América Latina teniendo presente la confluencia que se da a mediados de los años noventa entre los órdenes literario, histórico y filosófico. El cuestionamiento atañe directamente a la postmodernidad y a la inclusión en ésta de diversos proyectos latinoamericanistas que se habían centrado en los discursos que los definían, su relación con el objeto de estudio y la forma en que estos discursos articulan una noción de cultura o literatura latinoamericanas en un momento marcado por la globalización y el neoliberalismo. Cuando pasa la fase de la postmodernidad contemplada estrictamente en relación a la literatura, el abanico de posibilidades se abre y las propuestas innovadoras a las que hay que hacer frente se muestran con mayor nitidez. Si los nuevos discursos críticos que se implantaron y desarrollaron en Latinoamérica a partir de los sesenta (formalismo ruso, estructuralismo, hermenéutica, escuela de Frankfurt o semiótica de la cultura) abren un sinfín de posibilidades de análisis textual, «a partir de los ochenta, estos discursos pasan a una fase más complicada por un orden cultural que altera radicalmente la función del arte y la crítica académica» (Campa, 1996: 701), fase que De la Campa define por el «desencuentro cada vez más radical entre el post-estructuralismo de vanguardia NA DE LAS CONSECUENCIAS MÁS

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humanística y la postmodernidad propia, es decir, la sociedad radicalizada por el hipercapitalismo y los diseños neoliberales» (idem). Es en este momento cuando surge una crítica centrada no tanto en la literatura como en la epistemología, una teoría epistémica que conlleva un cambio profundo en los estudios literarios, primero porque es una praxis que intenta buscar nuevas formas de legitimización en un mercado en el que los estudios humanísticos parecen no tener lugar y, segundo, porque la crítica se ha hecho más profesional y hace uso de lenguajes más especializados al tiempo que tiene la necesidad de abarcar más territorio que antes. Surgen entonces otras teorías que intentan aprehender ese ámbito cultural que parece definitivamente desplazado por la cultura de masas. Una de las más significativas es la teoría postcolonial, que en muchos sentidos aparece como prolongación del paradigma teórico postmoderno en tanto que intenta abarcar la idea de tercermundismo en su fase globalizada, sin especificar tiempo o lugar, ya sea América Latina, Asia o África, pero atendiendo también a las minorías raciales, étnicas o lingüísticas. El postcolonialismo, tal como se ha venido entendiendo en los últimos lustros, conlleva una rearticulación de la noción de tercer mundo según los parámetros postmodernos, y dicha rearticulación pasa por desmontar la historia moderna latinoamericana en toda su variedad discursiva, y es ahí donde la literatura ocupa un lugar destacado. En efecto, los discursos literarios cobran una importancia singular: Es consabido que la literatura latinoamericana provee instancias excepcionales de esa otredad que informa a la deconstrucción, cuyo énfasis radica en la relectura y reescritura de la historia a partir de la radicalidad escritural modelada por la polisemia inherente al orden literario. Por ello la literatura o la escritura de cualquier época contiene muestras dignas de atención para una praxis de lectura radical y emprendedora; en el caso de la colonial latinoamericana, el hallazgo se hace aún más dramático, dado su valor paradigmático de punto originario para las hipótesis discursivas sobre la cultura latinoamericana. (Campa, 1996: 711).

Mignolo había reflexionado tempranamente sobre las teorías postcoloniales. En «Herencias coloniales y teorías postcoloniales» (1996) señala el carácter ambiguo, a veces peligroso, de la expresión «postcolonial», generalmente usada de forma limitada y empleada inconscientemente. A pesar de todo, Mignolo no niega que lo postcolonial revela un cambio radical epistemo/hermenéutico en la producción teórica e intelectual no tanto por la condición histórica postcolonial como por los loci de la enunciación de lo postcolonial. Siguiendo a Ella Shohat, el teórico defiende la idea de que los discursos postcoloniales han creado prácticas oposicionales de resistencia en países con una gran herencia colonial. Surge así el concepto de «razón postcolonial entendida como un grupo diverso de prácticas teóricas que se manifiestan a raíz de las herencias coloniales» (Mignolo, 1996: 101) presentes en países tan distintos como Estados Unidos o Jamaica, y que habían sido discutidas en el pasado mediante el uso de conceptos como primer y tercer mundo, occidente y oriente, centro y periferia, colonialismo español o británico, etc. El cambio epistemológico se produce cuando las teorías ya no son guiadas por un deseo abstracto y racional de decir la verdad, sino por preocupaciones éticas y políticas sobre la emancipación humana, por lo que se relacionan con la política y la sensibilidad del género, la raza o la posición de clase.

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El problema lo plantea el profesor de la Duke University muy pronto: Esta problemática general era la ecuación entre legados coloniales y teorización postcolonial que, no sólo ganaba terreno en la academia norteamericana, sino que también se escribía en inglés, sobre la experiencia paradigmática del colonialismo de la «Commonwealth». En la medida en que Gayatri Spivak y Homi Bhabha se tomaron, particularmente en U.S., como «token» de la teoría poscolonial (cuestión que por cierto no inculpa a los mencionados, sino al sistema de mercantilización de los conocimientos y a la subyacente idea de desarrollo que equipara nuevas ideas con nuevos modelos de automóviles), se procesaba la reflexión postcolonial como tendencia crítica en los estudios literarios y culturales, más que como el comienzo de un desplazamiento paradigmático importante (Mignolo, 1997: 63).

La cuestión era, pues, que se concebía la reflexión crítica postcolonial contra dirección de la teorización postcolonial que encontramos en autores como Frantz Fanon, Amilcar Cabral, Aime Cesaire o Edouard Glissant, por lo que el proyecto de la teoría postcolonial, como entendía Mignolo esta teoría, era absorbido por un proyecto epistemológico del cual la teorización postcolonial intentaría escapar. En el marco de la dialéctica entre colonialidad y postcolonialidad se dan los estudios subalternos en su manifestación latinoamericana ya que en 1995 John Beverly y otros intelectuales ideológicamente afines lanzan el «Manifiesto inaugural» del que llaman Grupo Latinoamericano de Estudios Subalternos, manifiesto que presenta sus objetivos con suma claridad: El trabajo del Grupo de Estudios Subalternos, una organización interdisciplinaria de intelectuales sudasiáticos dirigida por Ranajit Guha, nos ha inspirado a fundar un proyecto similar dedicado al estudio del subalterno en América Latina. El actual desmantelamiento de los regímenes autoritarios en Latinoamérica, el final del comunismo y el consecuente desplazamiento de los proyectos revolucionarios, los procesos de redemocratización, las nuevas disciplinas dinámicas creadas por el efecto de los mass media y el nuevo orden económico transnacional: todos éstos son procesos que invitan a buscar nuevas formas de pensar y actuar políticamente. A su vez, la redefinición de las esferas política y cultural en América Latina durante los años recientes ha llevado a varios intelectuales de la región a revisar algunas epistemologías previamente establecidas en las ciencias sociales y las humanidades. La tendencia general hacia la democratización otorga prioridad a una reconceptualización del pluralismo y las condiciones de subalternidad en el interior de sociedades plurales. (Grupo Latinoamericano de Estudios Subalternos, 1995: 85; la cursiva es mía, G.P.)

El deseo de Guha de fundar una nueva historiografía en la India, distinta a la nacionalista y a la marxista, que diera cuenta de la historia colonial sudasiática, es fundamental para los autores latinoamericanistas, que comparten la idea de que el subalterno no es pasivo; aunque los paradigmas epistemológicos dominantes lo presenten como ausente, el subalterno actúa para producir efectos sociales visibles. Hay que reconocer, entonces, el papel activo del subalterno, su modo de actuar, hecho que no tienen en cuenta las epistemologías dominantes que, en este sentido, deben ser cuestionadas. En América Latina estas preocupaciones han estado presentes, a juicio de los firmantes del Manifiesto, en el seno de la LASA (Latin American Studies Association),

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asociación de marcado carácter interdisciplinario. Estos autores no tienen ningún problema en situar su proyecto en el seno de los estudios culturales y en aludir también con «estudios latinoamericanos» a las fuerzas sociales que se dan en el interior de Estados Unidos, sin duda una de las principales naciones de habla española en el mundo. Frente a las distintas posturas, existe unidad en el grupo: «Lo que establece las pautas de nuestro trabajo es, principalmente, el consenso respecto a la necesidad de construir un mundo democrático» (Grupo Latinoamericano de Estudios Subalternos, 1995: 93-94). Esto conlleva un cuestionamiento del concepto de nación como Estado ya que éste no había ofrecido una representación adecuada de las élites y los grupos subalternos. El balance de la primera etapa del grupo (siete u ocho años) es positivo: seis encuentros internacionales en las universidades George Mason, Ohio State, Puerto Rico, Rice, Williams and Mary, y Duke. Los temas tratados en los dos primeros encuentros los recogió la revista Dispositio en un número monográfico, extenso y muy completo, editado por José Rabasa, Javier Sanjinés y Robert Carr; los temas de las reuniones de Puerto Rico y William and Mary aparecen en el volumen editado por Ileana Rodríguez The Latin Subaltern Studies Reader; los del encuentro de la Universidad de Duke se publicaron parcialmente en el número 1 de la revista Nepantla: Views from the South, 1.1. (2000), cuya introducción preparó Walter Mignolo1. El Grupo se disuelve oficialmente en 2001, pero los estudios subalternos siguen practicándose. Ese mismo año, un destacado miembro del grupo disuelto, Ileana Rodríguez, publica, en una editorial de gran alcance, una obra importante: Convergencia de tiempos: estudios subalternos/contextos latinoamericanos, en la que intervienen representantes de los estudios subalternos latinoamericanos junto a representantes de la escuela asiática. John Berverly (2003) ha recordado que en un primer momento el Grupo surge como deseo de constituir un suplemento del proyecto más amplio de formar el campo de los estudios culturales latinoamericanos, pero pronto mostró discrepancias con éstos ya que al centrarse en la subalternidad como categoría de análisis dejó de lado otras preocupaciones típicas de estos estudios. El mismo John Beverly ve que en ese momento la corriente que se encuentra en pleno ascenso es la de los estudios postcoloniales, cuyo representante más destacado, Walter Mignolo, perteneció al Grupo de Estudios Subalternos Latinoamericanos, pero a pesar de ello la presencia del subalterno es ya imborrable en el paisaje intelectual latinoamericano. Por otro lado, aunque postcolonialismo y subalternidad se dan con frecuencia unidos, la diferencia es que los estudios subalternos se producen en relación al colonialismo hindú de mano de teóricos como Dipesh Chakrabarty, Gyan Prakash o Guha, que empiezan planteándose la posibilidad de escribir una historiografía hindú desde una perspectiva ajena al colonialismo británico, esto es, escribir una historia del tercer mundo desde el tercer mundo. Recordemos que el concepto de «subalterno» está ya en Gramsci (1970), pero estos autores logran desarrollarlo: El momento clave para responder a la pregunta formulada por Prakash [¿es posible escribir una historia del tercer mundo?], es la introducción por parte de Guha del concepto de «subalternidad» en la historiografía. La subalternidad se 1. Este primer número de Nepantla se encuentra en .

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convierte en un juego de fuerzas y relaciones sociales de dominación que incluye y supera el concepto marxista de clase. La subalternidad es un efecto de las relaciones de poder que se expresa a través de una variedad de medios: lingüísticos, sociales, económicos y culturales. La noción de subalternidad, introducida en la densidad de la experiencia colonial en India, adquiere una nueva dimensión en relación al concepto introducido por Gramsci en Europa y en la experiencia italiana de la lucha de clases. Sin embargo, los estudios subalternos han permitido corregir las limitaciones modernas del concepto de «cultura» de Gramsci y sus implicaciones para el concepto de la «subalternidad». En la medida en que para Gramsci era pensable todavía el proyecto de incorporar la cultura popular a una «mentalidad moderna». (Mignolo, 1997: 71)

Ileana Rodríguez ha trazado la historia de la constitución del Grupo Latinoamericano de Estudios Subalternos, que se gesta en dos reuniones que tuvieron lugar en 1992 en las universidades de George Mason y de Ohio, respectivamente. El Manifiesto lo exponen en la reunión de la LASA que tuvo lugar en marzo de 1994 en Atlanta. En un primer momento se preocupan por la precisión conceptual del grupo, qué entendían por subalterno y dónde situaban los límites del concepto, lo que les condujo a dos cuestiones básicas: «uno remitía a repensar la relación centroperiferia (dentro-fuera, local-global), desde las teorías de la subalternidad; el otro era de una interpelación directa, cuyo aspecto más serio era el debate sobre la relación intelectual-Estado (poder)» (Rodríguez, 1998: 101). El punto de partida era sumamente precario ya que los miembros del grupo sólo disponían, en un primer momento de gestación, de los textos de Guha donde pone de manifiesto su deuda con Gramsci y define la subalternidad como condición de subordinación entendida ésta en términos de clase, casta, género, oficio o de cualquier otro tipo (vid. Guha y Spivak, 1988). Por su amplitud, la definición parecía apropiada para acoger todo tipo de subordinación, pero con el tiempo comprobarían que no era así. El Grupo de Estudios Subalternos de la India muestra sus discrepancias ideológicas con el partido comunista en relación a la determinación ontológica del sujeto histórico. El término proletariado no era adecuado para la India, donde los miembros del grupo consideraban que era más pertinente hablar de campesinado en el sentido maoísta. Al usar el término de subalternidad el grupo logró encontrar un término genérico que aludía tanto a clase como género, casta, etnia, nacionalidad, cultura, edad y orientación sexual. Esto da lugar a dos problemáticas: la multilocalización de la subalternidad y la globalización de las bibliografías. Algunos años después Ileana Rodríguez vuelve a retomar el tema en un volumen colectivo en el que recoge trabajos de subalternistas hindúes y latinoamericanos. Las preocupaciones fundamentales que la guían en ese momento son, primero, determinar el significado que tenían entonces los estudios subalternos y sus distintas manifestaciones, así como sus agendas de futuro; segundo, ver la relación existente entre los estudios latinoamericanos y surasiáticos subalternos; y, tercero, detectar las relaciones existentes entre estado, cultura y subalternidad. Rodríguez no duda en hablar de «los aportes que contribuyen a la discusión subalternista» (vid. Rodríguez, 2001: 6). De los trabajos recogidos en las dos primeras partes de la obra, «Estudios subalternos» y «Contextos latinoamericanos», se deduce que la primera etapa de los estudios subalternos había concluido ya; sólo se detecta entusiasmo en la editora,

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el resto de intelectuales cuestionan muchos de los planteamientos que se estaban dando en ese momento. Ante la variedad de posiciones y propuestas recogidas en el volumen, Ileana Rodríguez es realista y en su recapitulación final da cuenta de la situación: Lugares de convergencia: son la crítica a la modernidad, el rechazo al multiculturalismo de corte norteamericano, la postulación de la heterogeneidad radical, la colonialidad y la modernidad como posiciones y procesos de subalternización. Lugares de discusión: modernidad (Beverly, Chakrabarty) o colonialidad de poder (Mignolo), subalterno como «ficción teórica» y «elemento referencial inaprensible e irreducible en lo real» (Moreiras, Prakash), o sujeto de carne y hueso (Vilas, López, Carr). (Rodríguez, 2001: 46)

No le faltaba razón a Mallon (2001) cuando señalaba la extracción mayoritariamente crítico literaria de los subalternistas latinoamericanos, es el caso de John Beverly, al que no podemos ignorar aquí por eso precisamente, por aplicar las teorías subalternas al ámbito crítico y teórico literario. En 2001, y en el volumen que edita I. Rodríguez, expone su posición global ante los estudios subalternos en el artículo «¿Puede ser la nación gay? Subalternidad / Modernidad / Multiculturalismo». En primer término Beverly, como Prakash, se pregunta por la posibilidad de historiar al subalterno, para lo que no duda en pasar este concepto por varias teorías con las dificultades que ello conlleva: la articulación socialismo / capitalismo en relación a la modernidad, que es la que produce las subalternidades; la «heterogeneidad radical» de la que habla Chakravarty y que contrapone a la «razón» del estado moderno o la «razón comunicativa» de Habermas, donde aparece la idea de que es imposible pensar al subalterno dentro de la sociedad civil; situar la subalternidad dentro de la noción de hegemonía de Gramsci para plantear la posibilidad de que el subalterno acceda al poder; o, finalmente, repensar al subalterno dentro de la problemática de la multiculturalidad, donde de nuevo choca con los límites de la integración y la dialogicidad transculturadora. Beverly llevaba años trabajando en esta dirección, en 1999 recoge seis estudios a los que da el título Subalternidad y representación. Debates en teoría cultural, que son traducidos al español en 2004. Los temas que trata son los más destacados de su agenda teórica: los aspectos políticos de los estudios culturales, la cuestión de la hegemonía y la nación, la categoría de pueblo, el lugar que ocupa el subalterno dentro de los saberes académicos y la manifestación típicamente literaria de la subalternidad en Latinoamérica: el testimonio2. En la «Introducción» a la obra en su edición inglesa –incluida y traducida en la española de 2004– el autor empieza resaltando el objeto de estudio de los estudios subalternos: el poder, quién lo tiene y quién no lo tiene, quién lo está ganando y quién lo está perdiendo; y la relación del poder con la representación. De acuerdo con Spivak, piensa que si el subalterno pudiera hablar no sería subalterno; procede entonces interrogarse acerca de las dificultades que ofrece el intento de representación en los discursos disciplinarios y las prácticas académicas. Consciente de sus limitaciones ofrece una lectura de su obra como «una contribución «regional» para una crítica del saber académico, una contribución que cartografía en particular algunos de los límites de la historia, la literatura, la etnografía, la deconstrucción 2.

Sobre este género discursivo, vid. Pulido Tirado (2007).

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y los estudios culturales al punto en que estos saberes están implicados en la representación del subalterno» (Beverly, 1999: 24). El compromiso de Beverly es, frente a la posición que hemos detectado en los trabajos de otros autores recogidos por Ileana Rodríguez, contundente: Mi propia perspectiva sobre los estudios subalternos es que son un proyecto del marxismo más que un proyecto marxista, si es que tal distinción tiene algún sentido. Yo no pienso los estudios subalternos, por lo tanto, como un tipo de post-marxismo, o una nueva forma de actuar del marxismo en el mundo. […] no veo que Althusser haya sido superado por el postestructuralismo o la deconstrucción (los cuales podrían ser vistos, en cualquier caso, como productos de los estudiantes de Althusser) u otras formas de pensamiento social postmodernista. (Beverly, 1999: 48)

Beverly forma parte, pues, de un grupo de intelectuales latinoamericanistas de izquierdas que trabajan en una universidad norteamericana, pero que están profundamente comprometidos con la realidad social y política de los países de América Latina. Con el fracaso de distintos proyectos socialistas y la expansión de la postmodernidad y la globalización comprenden que deben reformular su proyecto. La búsqueda de un nuevo paradigma desembocará en este autor en los estudios subalternos, a los que no considera como variante o sub-área de los estudios coloniales porque afirma que los estudios subalternos tienen su propia identidad y el poder de comprometerse con la emancipación y la igualdad social. En la «Introducción» a la edición española de la obra, escrita en 2004, Beverly sigue afirmando que «los estudios subalternos –la perspectiva del subalternismo– conduce a la posibilidad de una nueva forma política» (Beverly, 1999: 12). Ahora ya no tiene interés en separar los estudios subalternos de las teorías postcoloniales, el postmodernismo o los estudios culturales puesto que «Más allá de nuestras diferencias, lo que compartimos es un deseo de democratización y desjerarquización cultural. Este deseo nace de nuestro vínculo común con un proyecto de izquierda anterior, que quería instalar políticamente nuevas formas de gobierno popular, anti-imperialistas, más capaces de representar a los pueblos de América» (Beverly, 1999: 15). Ni que decir tiene, para terminar, que los subalternos latinoamericanos cuentan, más allá de la propuesta nerudiana –«yo vengo a hablar por vuestras bocas muertas»–, con intelectuales que siguen apostando por el compromiso y la lucha contra la opresión y la pobreza, hecho que plasman en no pocos discursos de marcado carácter teórico que, además, encuentran su base, con mucha frecuencia, en los discursos literarios que se están produciendo en una época conflictiva y compleja como es la nuestra.

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REFERENCIAS

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Construcción y sentido en las novelas de Luciano G. Egido MANUEL J. RAMOS ORTEGA Universidad de Cádiz

Lo fundamental es la forma, la arquitectura, la composición. Henry James

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E CERVANTES, DE QUIEN NO TENEMOS

ningún retrato visual cierto –todos los que conservamos son atribuidos– nos queda sin embargo un autorretrato imprescindible que figura, en el prólogo al lector, de las Novelas Ejemplares. Este autorretrato lo llevó a cabo el autor de El Quijote a la edad de 65 años. Justo con los años en que nuestro autor, Luciano G. Egido, publica su primera novela –El cuarzo rojo de Salamanca– y también a la edad que tiene el protagonista de una de sus novelas más importantes y preferida por él mismo: La fatiga del Sol. Pero Egido es autor además, desde entonces a acá, de cinco novelas. Vamos a resumir con brevedad el argumento de cada una de ellas, a la que le damos un número de orden que luego utilizaremos para no vernos obligados a repetir el título de nuevo. 1. El cuarzo rojo de Salamanca (1993). Su primera novela. Narración en primera persona de la guerra de la Independencia en la ciudad de Salamanca, hecha por un muchacho –apenas un adolescente cuando empieza la primera invasión del ejército napoleónico– hijo de un médico afrancesado y compañero de correrías de otro joven, Augusto, que comparte con él el odio a los franceses. El narrador protagonista vive, a su vez, enamorado incestuosamente de su propia hermana, Manuela, que mantiene relación con un oficial francés, lo que a la postre alimenta aún más el odio encendido y celoso del protagonista contra el invasor extranjero. 2. El corazón inmóvil, publicada a los dos años de la primera. Narra el asesinato en extrañas circunstancias de uno de los médicos en un Hospital de Caridad

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en la Salamanca de principios de siglo XX. Este crimen da pie al desarrollo de una intriga en clave de novela policíaca en la atmósfera asfixiante del hospital, contada por varios narradores (el inspector encargado de la investigación del crimen; el amigo médico del difunto; un narrador omnisciente; la monja protagonista; una voz anónima que parece la de otra monja enamorada de la primera) que van entretejiendo una historia de amor-pasión, celos, asesinatos y odios que levantan un verdadero friso o, por mejor decir, un retablo en el ambiente casi místico del convento adyacente al edifico hospitalario, un retablo en donde toda pasión humana o divina ocupa su lugar dentro del conjunto y sirve al desarrollo global de la historia. 3. La fatiga del sol (1996). Es la historia de «La Malgarrida», una finca del campo castellano-salmantino en donde un indiano, a su vuelta a la aldea de nacimiento, aparentemente triunfador y rico después de hacer las Américas, decide comprarse un terreno para construir en ella la casona en donde pasar su vejez y esperar el día definitivo de su muerte. Pero ésta le sorprende antes de lo que se imaginaba y su proyecto queda sin terminar. Hasta que un sobrino suyo –narrador de la historia– decide continuar el proyecto de su tío el indiano y levantar finalmente la casa con un nuevo y original destino: que sirva de refugio y morada final a los muertos de la familia. Nuevamente, más importante incluso que la historia en sí, es la forma de contarla. Volveremos a esto. 4. El amor, la inocencia y otros excesos (1999). Historia de nuevo en clave policíaca que narra la investigación llevada a cabo por un jovencísimo y aún inexperto inspector (un guiño más a muchos de los modelos del género) que trata de resolver un cuádruple asesinato, sin más unión entre ellos que el hecho de haber quedado todo pendiente de resolver y, por tanto, de detener al asesino. 5. La piel del tiempo (2002). Su última novela por ahora. Novela de guiños cómplices y de homenaje al género fantástico como se pone de manifiesto desde los preliminares agradecimientos de la obra: «Mi agradecimiento deudor a Cristóbal Lozano, José Cadalso, Edgar A. Poe, [...] Oscar Wilde, Valle-Inclán, H. G. Wells, Virginia Woolf, Jorge Luis Borges, […] Patricia Highsmith, Julio Cortázar [...] Gabriel García Márquez, directamente, e indirectamente, a cuantos autores merodearon mi inconsciente y habitaron mi memoria durante la elaboración de este libro»1. Digamos que con esta dedicatoria y, sobre todo pensando en la literatura contemporánea, nos convencemos de que el canon de lo fantástico ha experimentado en los últimos años una considerable recuperación y los márgenes de lo real han quedado definitivamente ensanchados y sobrepasados por la imaginación del autor. La piel del tiempo narra la historia de Martín, un legendario personaje fundador de una saga familiar que se inicia a finales de la Edad Media con un viaje –como en otras muchas novelas en el principio siempre hay un viaje– y que mediante el clásico y fantástico recurso a la intervención milagrosa de un ángel, que se aparece en su camino, trasciende la condición de mortal y consigue sobrevivir a través de ocho siglos, conservando su lozanía, hasta la época actual. El protagonista de esta aventura es a su vez el primer narrador del «manuscrito encontrado» en un viejo baúl por el último descendiente de la saga y a su vez último narrador de esta fantástica historia. 1.

Egido, L. G., 2002, La piel del tiempo, Barcelona: Tusquets.

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De nuevo asistimos a una acumulación de recursos narrativos de origen diverso (clásicos, de la tradición medieval y del género contemporáneo) y a una magistral dispositio de los materiales y de la técnica narrativa. De manera que una vez más podríamos concluir esta primera parte de nuestro artículo admitiendo que en las novelas de este autor salmantino es menos importante lo que se cuenta que cómo se cuenta. 1. CONSTRUCCIÓN Y SENTIDO EN LAS NOVELAS DE LUCIANO G. EGIDO En efecto creo que en las novelas de Egido, aparte de magníficamente escritas por el narrador, lo importante es su construcción, es decir: en todas ellas el lenguaje o la palabra es el verdadero protagonista del banquete al que hemos sido amable y caprichosamente invitados a participar por el anfitrión, pero además todas tienen una arquitectura, una trabazón interna que, a la vez que recibe y envuelve a la palabra o significante del texto, desarrolla o potencia hasta límites insospechados el sentido o significado último de esa «orgía» que supone el acto inteligente de leer una buena novela. 2. EL DIÁLOGO CON LA TRADICIÓN Esa estructura, digamos externa, no sólo le sirve al autor para colocar estratégicamente su andamiaje para que desde allí el narrador, su representante en la novela, deambule y haga sus juegos de equilibrios, la mayoría de las veces sin red, sino que también esa misma estructura es la que le sirve al autor para establecer un juego de complicidades con el lector o el espectador que asiste asombrado desde su butaca, como en el circo o en el cine, a ese inteligente juego metaliterario del que quiere y consigue sacar el máximo partido. Así, aunque sean más que eso, las novelas de Egido son un diálogo con los mejores modelos de su género. De manera que sus novelas, a su vez que dialogan con la tradición, la trascienden, trasgreden y, en algún caso acaban proponiendo un modelo superador del propio género en el que se fundamenta. No siempre es así aunque lo parezca, por ejemplo, el final de El amor, la inocencia.... Cuando el inspector por fin consigue encontrar al asesino y confiesa sus crímenes, lo deja escapar... Con lo cual, al mismo tiempo que se inserta en la tradición del género, acaba por contravenir su propio modelo. Veamos brevemente algunos de estos «diálogos». 1. El cuarzo rojo de Salamanca. Novela de diálogo con la novela histórica y sus modelos genéricos: Stendhal, Tolstoi, Benito Pérez Galdós... aunque los planteamientos patrióticos «acanallados» del héroe de la novela de Egido son de origen muy diferente al patriotismo «bien pensante» de Gabriel Araceli en los Episodios Nacionales. Ya que el primero es antiafrancesado por llevarle la contraria a un padre acomodaticio y servil. 2. y 4. Novelas de diálogo con el género policíaco o de misterio que conocemos como «novela negra» (Sir Arthur Conan Doyle, Dashiell Hammett, Patricia Highsmith...). Pero acogiendo y entreverándolo también de otros géneros o subgéneros clásicos: la novela de ambiente conventual o religioso, la novela gótica. En este sentido, ni el incendio del hospital, en El corazón inmóvil, puede ser más

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significativo al respecto; ni las numerosas galerías, pasadizos ni recovecos múltiples de los que están auténticamente minados o agujereados, como un queso de gruyere, el hospital y el convento pueden ser más apropiados para la escenificación de los crímenes y misterios que rodean al argumento; ni el personaje siniestro y verdaderamente monstruoso de Lorquita, muerto de manera trágica en el accidente, puede recordarnos más su a modelo genérico, que podría ser el jorobado Quasimodo, de Nôtre Dame de Paris, de Victor Hugo, o incluso El Fantasma de la Ópera, de Gastón Leroux. Incluso su nombre o apodo –«Lorquita»- ya es en sí mismo un homenaje a la tradición literaria. 5. Es en donde más conscientemente se dialoga con los géneros de una tradición narrativa claramente heredada: el género fantástico, el gótico, el de misterio, intriga... (E. Allan Poe y su relato El corazón revelador: el corazón de la madre del protagonista empieza a latir enterrado). Pero es que además en algunas ocasiones –en más de una– muchos de los personajes se inspiran directamente en personajes clásicos del género. El caso más claro es el del asesino de El amor, la inocencia... que está claramente modelado según el Swann de A la busca del tiempo perdido, aunque a veces encontramos su contrafacto, como es el caso de Daniela (también El amor...) con respecto a Odette, de la inmortal novela de Proust. Hemos dicho ya que la composición o construcción de sus novelas trasciende en la mayoría de las ocasiones a la propia historia. En este sentido, las novelas de Egido arraciman una serie de aspectos que complican al límite la manera tradicional de contar una historia o, al menos, la manera a como estábamos acostumbrados hasta ahora: –Por ejemplo, muy pocas de estas cinco novelas cuentan una historia cronológicamente lineal. En lo que respecta a la novela La fatiga del sol hay una historia cuyo último capítulo es en realidad el primero, ya que ésta es una novela de muertos, los personajes están todos muertos. Desde el tío Abdón, el indiano, que regresa de América para pasar los últimos años de su vida junto a los suyos en la tranquilidad de la finca y la casona que intenta edificar; la tía Noemí (hija de la primera esposa del patriarca Abdón, fundador de la saga); y los restantes tíos, hijos todos de un segundo matrimonio con la hermana de su primera mujer: tío Abdón el indiano, Sara, Aurorita y Susana, la madre al fin del narrador –sin nombre en la novela– y de su hermano Samuel, que ha quedado tullido después de haber sido salvajemente torturado en los primeros momentos de la guerra civil. Es, por tanto, una novela de muertos. Y sabemos que esta no es la primera novela de muertos de la literatura: Pedro Páramo (Juan Rulfo), La vuelta de tuerca (Henry James), Mientras agonizo...Absalón, Absalón... (de su admirado Faulkner). Lo cual ya nos hace especular a los lectores sobre eso que he llamado antes el «diálogo con la tradición»: la novela de género policial, la fantástica y a su vez con otras novelas del propio Egido: por ejemplo la tía Adela de El cuarzo rojo, en donde asistimos a la tertulia en su casona de Salamanca adonde van poco a poco llegando los personajes muertos en la guerra o simplemente de muerte natural. Lo que plantea un curioso rompimiento de los límites entre la realidad y la fantasía. Pero profundizando un poco más en esta verdadera obra maestra del género, la historia está contada desde el final hacia delante o –como acostumbra a explicar gráficamente su autor– la escalera se ha barrido de abajo a arriba, suponiendo

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que la muerte sea el final y no el comienzo para unos personajes que empiezan a tener «vida» en la novela a partir de su muerte y de ocupar su espacio delante o detrás del enorme ventanal que el último descendiente de la saga, el narrador de la historia, decide encargar al constructor para sentar a sus muertos. Sin embargo la originalidad no está tanto en que el narrador sea un muerto sino en el hecho de que él mismo no se haya dado cuenta de que está muerto y tampoco de que él mismo va a ser al final de la novela testigo, desde el gran ventanal que se ha hecho construir en la casona, de su propia muerte y de su reunión final con el resto de sus antepasados muertos. Hasta que el resto del clan no lo divisen aproximándose desde el horizonte intentando sucesivamente reconocer en él a los hipotéticos culpables de sus desgracias o incluso de sus muertes. Dando lugar a la última y curiosa secuencia de la novela en la que su propio hermano Samuel lo persigue para asesinarlo, creyendo reconocer en él a su asesino. Pero si interesante es este esquema narrativo que rompe de alguna manera con los modelos tradicionales, ya que no estamos acostumbrados a que el narrador de una novela sea un muerto, no menos interesante es lo que podríamos denominar... 3. LAS MUDAS DE NARRADOR2 ¿Qué son estas mudas del narrador? Pues son los cambios de la denominada «focalización» o «punto de vista» del narrador o narradores. Sabemos que una novela puedes estar contada por un narrador en primera persona (la narración autobiográfica), en tercera –por un narrador omnisciente (la forma tradicional de la novela decimonónica)– o, menos frecuentemente, en segunda persona. Esta es una novela narrada casi siempre (yo diría que en un 90%) desde la segunda persona, cosa menos frecuente como hemos dicho, con lo cual también asistimos en este sentido a un premeditado rompimiento de la tradición ejercida desde la misma construcción de la novela, en este caso del punto de vista narrativo. No obstante también hay secuencias que están narradas desde la primera persona e incluso desde la tercera, como un narrador omnisciente tradicional, pero ubicado no fuera, como sería lo lógico, sino dentro de la historia. Pero esta manera de focalización de segunda persona gramatical se complica a veces en la novela de Egido, como en la tercera secuencia, en donde asistimos a una «muda» no del punto de vista o focalización, que permanece inalterable durante todo el tiempo en la segunda persona gramatical, sino una «muda» del personaje narrador, ya que se suceden alternativamente las voces de los dos hermanos: el protagonista y Samuel. El signo diacrítico que utiliza el autor para establecer este rasgo distintivo son las comillas: «Tú no eras el desecho que eres ahora ni yo era el hombre viejo en que me he convertido. ¿Por qué no quieres que haga esta casa?», y al cabo de un rato empezaste a hablar como si continuaras el discurso que venías devanando en tu interior, concediéndome el favor de tu efímera vigilia, entre grandes calderones de silencio...

2.

Vargas Llosa, M., 1997, Cartas a un joven novelista, Barcelona: Ariel/Planeta.

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...una casa en el culo del mundo. Tú verás lo que haces, eres libre de hacer las tonterías que quieras. Siempre tendiste a las fantasías locas y nunca conoceremos los límites de nuestra estupidez [...]3.

Como se puede apreciar en este texto hay una polifonía de voces como si más que las voces se oyeran los ecos de los personajes que están muertos y todavía no se han dado cuenta de que lo están en esa casa vacía con eco. Y este es el principal efecto que causa la focalización de segunda persona: el dar la impresión de que la segunda persona fuera rebotando o pivotando en cada uno de los personajes de esa galería de muertos a los que va interpelando en cada una de las secuencias hasta pasar revista a toda la familia, incluida la última amante del narrador protagonista. 4. LAS MUDAS DE TIEMPO Como sabemos también una novela puede estar narrada en pasado, en presente y/o en futuro. Pues bien la novela de Egido se narra en los tres tiempos, aunque también en este caso, como en el anterior del punto de vista, hay mudas temporales continuas. Veámoslo en este sencillo gráfico. En él he introducido, de manera muy esquemática el eje temporal de la historia. Arriba he descrito el eje cronológico lineal de la historia. Abajo he indicado, en algún caso con una cita textual de la novela, los «hitos» temporales correspondientes. Según el orden cronológico. Pasado

Presente

Futuro

Retrocede hasta el día en que decide iniciar la construcción de la casa.

El narrador comienza su historia con 65 años

«Todavía no soy el viejo en que acabaré convirtiéndome» (p. 34)

Lo que ocurre es que en esta secuencia diacrónica los límites entre Presente, Pasado y Futuro quedan suspendidos. Vale decir, no cuentan a la manera tradicional, sino que, como el narrador y los restantes personajes están muertos, el tiempo no existe como continuum sino como «presente eterno», es decir, lo que podría representar un tiempo más parecido –o eso pienso– al tiempo de la muerte, en que la noción de pasado puede coexistir con el futuro y éste a su vez con el presente. Puede ocurrir –y de hecho es lo que sucede– que el pasado, como es frecuente en esta novela, se puede narrar en futuro. Lo cual no es ninguna incongruencia interna con ese «no tiempo» o «presente eterno» que instaura la novela, porque los personajes, que aún no han llegado a la casa, llegarán en algún momento y se sentarán detrás de la ventana para reunirse con el grupo familiar a esperar como van llegando los restantes miembros del clan. Y el narrador lo cuenta en futuro porque, aunque no lo sepa, está muerto y por eso narra en futuro (para él y para nosotros los lectores) lo que ya sólo es pasado. 3.

A partir de ahora todas las citas proceden de la novela La fatiga del sol, ed. cit.

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Como en el soneto de Quevedo, pasado, presente y futuro pueden coexistir a la vez: Soy un fue, y un será, y un es cansado4. En la novela de Egido estas «mudas» temporales o cambios de paradigmas verbales, lo mismo que en el poeta barroco, son frecuentes en el mismo sintagma. En el poeta de Los sueños, lo hemos visto en un verso, en el novelista salmantino en solo dos párrafos de una misma secuencia: La hiciste como si te hicieras a ti mismo, con idéntica tenacidad y con igual previsión que si fueras a vivir en ella eternamente [...] Pero ahora la finca ya está hecha. Puedes verla, recorrerla, tocar sus piedras y acariciar sus árboles. Podemos pasear por ella haciendo los caminos de su descubrimiento, porque ya es inabarcable y desconocida, incluso para ti que la hiciste. Cada paso será una evocación, cada bancal, cada almendro, un nombre, una anécdota...

Y de nuevo, en el mismo sintagma: ...y lo cubrieron de tierra oscura y abonada y tocaron con mimo cada tronco joven, como si lo bendijeran. Tu voz se perderá entre los recuerdos, entre los surcos enmarañados de magarza y sorprendidos por gejos blancos, en espera del arado del otoño...5.

5. LA VOCACIÓN ELEGÍACA En esta novela de Luciano G. Egido la forma es indisociable del contenido temático, ya que se trata de lo que he denominado «evocación elegíaca» de un pasado, el de la familia del narrador-protagonista, el mismo que inicia y acaba la historia. Esta historia se narra al lector en signos indefectiblemente entrelazados, con una forma en donde las constantes mudas del paradigma verbal y las no menos frecuentes mudas de las focalizaciones del narrador, con un cambio constante de personal gramatical (yo/ tú/ él), contribuyen, como en el soneto de Quevedo, a dar esa impresión de fugacidad y de la fragilidad de la Memoria como dice uno de los personajes en un momento de la novela: «Te amaré mientras me dure tu memoria» (p. 77). O esta otra enunciación del tempus fugit clásico formulada con la metáfora reconocible del reloj que mide el paso del tiempo: El tiempo se nos escapa por entre los dedos como el agua de una clepsidra implacable6 (p. 38).

4. El verso se inserta dentro del soneto «Represéntase la brevedad de lo que se vive y cuán nada parece lo que se vivió» que termina así: «Ayer se fue; mañana no ha llegado;/ hoy se está yendo sin parar un punto;/ soy un fue, y un será, y un es cansado./ En el hoy mañana y ayer, junto/ pañales y mortaja, y he quedado/ presentes sucesiones de difunto», Poesía lírica del Siglo de Oro, edición de Rivers, E. L., 1994, Madrid: Cátedra, p. 314. 5. pp. 12-13. 6. p. 38.

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Y todavía se pone más de manifiesto el signo de esta novela como himno elegíaco en la siguiente cita: Una casa se hace para el futuro y yo no tengo futuro. Me he gastado esperando el futuro y ahora no lo tengo. Sólo tengo el pasado, confuso, fragmentario y a veces olvidado [...] En realidad, sólo soy mi memoria, que se me rompe a trozos7.

Aunque, paradójicamente –como en el soneto conocido de Quevedo: «Amor constante más allá de la muerte»– y frente a la elegía clásica, aquí la muerte no significa acabamiento ni la desaparición del deseo erótico porque, como dice el protagonista: Siempre he pensado que cuando verdaderamente podemos ser felices es con el día vencido, cuando ya ha decantado su vacío y las horas se agotan en su inerte debilidad, en su inocua sucesión de inanidades8.

No obstante, la novela, o esta novela, es una elegía sobre todo porque el protagonista quiere restaurar un mundo conocido por el protagonista, ese locus amoenus de su infancia que tiene muchas de las características del Beatus ille horaciano, según vemos en esta cita: Aquel era el verdadero paraíso perdido, en el que masturbarse era pecado y la lucha de clases no había empezado todavía9.

Y en el mismo párrafo se vuelve otra vez a la elegía: Ya no hay aquella luz de la finca, donde pasábamos las vacaciones de verano, que duraban siglos y nunca eran iguales. Todos los días amanecía para ella sola y era el espacio de la tierra que el último crepúsculo abandonaba, como con pena. Hace años que no he vuelto a verla. Tenía almendros y pájaros y una piscina pequeña de un agua fría hasta el grito y un intento de campo de tenis que cada año sucumbía a la invasión de la yerba y los matojos.

Lo que ocurre es que en este diálogo con la tradición literaria, con el tema clásico de la elegía de fondo, el narrador, como el sujeto lírico del soneto de Quevedo, no se resigna ni a desaparecer ni a morir del todo y se rebela. Su manera de rebelarse es subvertir el orden temporal establecido. Mejor dicho, no subvertirlo, sino eliminarlo, hacerlo desaparecer, como se dice en esta cita entresacada, como todas las últimas, de nuestra novela: «El tiempo no contaba para ti; estabas libre de sus premuras» (p. 65). Así pues, si no podemos vencer a la muerte ni al tiempo destructor, unámonos a él –parece querer decirnos el protagonista y a su vez principal narrador en segunda persona de esta historia de muertos–. El protagonista de nuestra novela, como en el del famoso soneto de Quevedo es un rebelde que se resiste a dejar olvidada la memoria de las personas amadas en la otra orilla (…mas no, de esotra parte, en la ribera,/dejará la memoria, en donde ardía...). 7. 8. 9.

pp. 39-40. p. 40. p. 45.

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Y por eso los amantes de La fatiga del sol se aman incluso mejor después de muertos: –Si no te puedo abrazar, te me irás –protesté por aquella castidad insólita, que la muerte imponía a nuestras relaciones. –No me iré. El amor es también fidelidad al pasado. –Feliz tú, si te conformas con tan poco. Antes no eras así. –Antes era otra cosa.

Y de ahí el encargo, por parte del narrador al arquitecto, para que construya no una casa, sino un gran ventanal que reúna al clan familiar en el futuro que, a su vez, será un pasado y un presente (soy un fue, y un será, y un es cansado), para todos los miembros de la familia fundada por Abdón. Y esta reunión se organiza en torno, no a la vida, sino a la muerte que, contrariamente a los tópicos tradicionales de la literatura medieval, no se la injuria ni se la denigra sino que se la recibe, con total naturalidad y serenidad, ya en el límite con el Renacimiento (Jorge Manrique). Como en el arte del barroco (Quevedo, Gracián, Lope...), pero también como el exterior de las catedrales e iglesias barrocas, la fachada será tan importante como el interior. Pero es que también el ojo no es ojo porque tú lo miras sino es ojo porque te ve. De ahí el encargo al arquitecto que va a construir la casa: Yo no le había pedido una casa, sino un ventanal, al que justificase una vivienda y explicase un paisaje, un marco que encuadrara una mirada y que hiciera superfluo todo lo demás. El arquitecto, que no cejaba en el asedio de tu cuerpo, me preguntó qué habría detrás de ese ventanal, que nunca me parecía suficientemente grande y que sólo se conformaría con las mayores dimensiones que se pudieran fabricar, y yo le contesté que lo que había detrás no importaba, que lo que importaba era lo que había delante, que era el mundo entero...10.

Desde ese mirador privilegiado los personajes se verán a sí mismos, tal como han sido en su vida, y se contemplarán también llegando a la casona para reunirse con los demás miembros de la familia. El último en llegar será el narrador de la historia que confundirá, en un curioso juego de espejismos y desdoblamientos, su postrera llegada a esta casa de muertos con la de un forastero en el que todos ven sucesivamente y por riguroso turno al enemigo que los amenazó o los condenó en la otra vida. LA DESAPARICIÓN DEL NARRADOR: EL ENGAÑO A LOS OJOS Podríamos, para finalizar, preguntarnos sobre cuál es la finalidad de esta manera de presentación de los materiales narrativos, de esta determinada forma (no debemos olvidar que la literatura es forma) de composición o de construcción de la novela –y hablo ahora no sólo de La fatiga del sol sino de las otras cuatro novelas que L. G. Egido ha publicado hasta ahora–. Creo que por encima de cualquier otra consideración, si se quiere más profunda, está el hecho de que la literatura debe ser entendida, según el autor, tanto para 10. p. 84.

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el que escribe como para el que lee, a la manera barthiana. Vale decir: para Egido la literatura y concretamente la novela es un juego. Un juego que procura placer. Incluso me parece que hay un texto suyo en el que compara a la literatura, a su manera de entender la literatura al menos, con un postre. «Comer de postre» lo tituló. Y efectivamente, la novela sería «comer de postre», como si no nos cansáramos ni tuviéramos necesidad de pasar por un primer o segundo plato sino de empezar directamente por lo que más nos gusta que es el postre. Y una segunda razón, derivada de la primera, si a Egido le gusta jugar, es lógico que le guste jugar a «esconderse» detrás de la personalidad, no de uno, sino de muchos personajes o narradores de sus historias. Quiero decir a Egido le gusta inventar historias y esconderse detrás de la múltiple máscara de varios de sus personajes. Quizá porque su personalidad es proteica y multiforme, quizá porque, como su propia biografía nos aclara, el hombre Egido ha ido peregrinando por distintos oficios o profesiones (profesor universitario, ayudante de dirección, guionista, periodista, biógrafo...). Hasta dar en el que creo que es su dedicación favorita y a la que cortejó durante toda su vida: la de novelista. O quizá justamente por lo contrario, porque su «otra» vida –la que vivió antes de publicar su primera novela– fue tan aburrida y monótona que llegó a la literatura como el peregrino que alcanza por fin la tierra prometida o como el caminante exánime que tropieza de bruces con el oasis en medio del desierto. Creo que una de las características más destacadas de las novelas del siglo XX es la desaparición del autor, quiero decir del autor omnisciente, y su posterior reconversión en la figura de narrador. En la novela contemporánea, el buen novelista desaparece como el buen pintor se hace invisible en sus cuadros. Podríamos decir que hoy el autor ha hecho un pacto con el lector de tal manera que éste le permite las licencias que ya no le consentiría a un autor tradicional, a cambio de que su personalidad se disuelva en la diégesis de la novela, bien como narrador fuera del espacio de la historia, pero sin las prerrogativas del autor omnisciente de antaño, o bien como una narrador-personaje dentro del espacio narrativo. En la narrativa contemporánea –conviene no olvidarlo– el narrador es un personaje más de la novela. Y como tal está sometido a las mismas reglas o al mismo estatuto que el resto de los personajes de «su» historia. La teoría de Flaubert sobre la supuesta «objetividad» del narrador, como precio de su «invisibilidad», ha sido intentada por los novelistas contemporáneos. Como sabemos, Flaubert pretendía que eso que hemos dado en llamar soberanía o autosuficiencia de una ficción, dependía de que el lector olvidara, al menos por unas horas, que aquello que leía le era contado por un narrador y de que mantuviera la ilusión de que estaba autogenerándose bajo sus ojos. Algo parecido a esto es lo que propone Juan Marsé cuando habla de «El escritor invisible». Es evidente que en las novelas de Egido, el escritor no es invisible por la manifiesta voluntad de estilo del autor, es decir, del lenguaje y de la investigación sobre el lenguaje que lleva a cabo nuestro autor. Pero no es menos cierto que en todas sus novelas la estructura, lo que hemos llamado composición o construcción de la historia, corren parejas con una consciente y premeditada ocultación del autor y no sólo del autor sino del narrador en su ubicación en el espacio narrado. Autor que entrega finalmente la responsabilidad de la historia a un narrador múltiple y polifónico que se multiplica en la perspectiva de varios personajes.

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Por eso sus novelas nos aparecen llenas de narradores, a veces casi tantos como personajes, y las estructuras de sus novelas se distribuyen en varios cuerpos de cuentos o de micro-relatos dentro de la novela a la manera de los retablos medievales (La piel del tiempo y La fatiga del sol serían dos casos muy claros de lo que pretendo decir) pues cada historia puede funcionar de manera independiente o en el conjunto, y las historias se ensartan, a la manera de los relatos tradicionales, con una figura principal que los agrupa, como en los relatos enmarcados, tipo el Decamerón o Los Cuentos de Canterbury (La piel del tiempo, El amor, la inocencia y otros excesos). Y por eso son frecuentes en sus novelas recursos como: el manuscrito encontrado (La piel del tiempo); la presencia de elementos del folclore o de la tradición popular dentro de un relato no tradicional: la aparición milagrosa de un ángel o que uno de los personajes sea hijo de un ahorcado (La piel del tiempo); o la «función ausencia» al comienzo de la historia, como en los cuentos tradicionales (La piel del tiempo). Se diría, y con esto acabo, que Luciano G. Egido, sin huir de una tradición literaria en la que se reconoce y con la que dialoga, quiere también, con todo derecho, indagar y experimentar, en la misma medida que lo hace con el lenguaje, apurando y llevando al límite los materiales narrativos –muchos heredados de la tradición (nihil novus sub solem)–, pero al servicio de una apuesta por la renovación y el riesgo, sin caer nunca en la pedantería. Quiero decir: un clásico del siglo XX.

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El título del Buscón: problemas textuales y aspectos literarios ALFONSO REY Universidad de Santiago de Compostela

1.

D

días la literatura narrativa1 tiende a buscar títulos escuetos, que unas veces mencionan lacónicamente el protagonista o episodio principal (Pepita Jiménez, El escándalo, Trafalgar) y otras buscan una rápida síntesis de lo que sería el tema de la obra (El árbol de la ciencia, La sombra del ciprés es alargada, Tormenta de verano, Tiempo de silencio). En los siglos XVI y XVII los títulos centrados en la onomástica ofrecían una información superior, en parte porque el sustantivo propio venía rodeado de diversas connotaciones, en parte porque lo acompañaban sufijos, adjetivos o aposiciones que sugerían de inmediato la fisonomía moral del personaje, su medio social, el tema y el estilo de la obra. Esta circunstancia venía propiciada por el hecho de que los géneros literarios se regían por los principios del decoro, lo que suponía la obediencia a unas pautas relativas a los personajes y el estilo que los lectores conocían de antemano. Títulos como Los cuatro libros de virtuoso caballero Amadís de Gaula, El Abencerraje y la hermosa Jarifa, Primera parte del pícaro Guzmán de Alfarache; Segunda parte de la vida de Guzmán de Alfarache, atalaya de la vida humana; El donado hablador Alonso, mozo de muchos amos, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, adelantan ya el carácter heroico, idealizador, amonestador o paródico de esas obras, lo que no sucede, por ejemplo, con Pepita Jiménez, Juanita la Larga, La Regenta, Doña Inés, La familia de Pascual Duarte. Lo que hoy tendemos a valorar como un aspecto muy secundario de la obra literaria demanda más atención de la habitualmente dispensada, porque guarda relación con las convenciones vigentes en cada época y con las expectativas de los lectores. ESDE EL ROMANTICISMO A NUESTROS

1. Limito mis observaciones a la literatura de España, aunque, posiblemente, son aplicables a otras literaturas de Europa.

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Quevedo fue un escritor especialmente atento a los títulos y gustó de emplearlos largos, con numerosos matices, como ponen de manifiesto Virtud militante contra las cuatro pestes del mundo, invidia, ingratitud, soberbia y avaricia; Execración por la fe católica contra la blasfema obstinación de los judíos que hablan portugués y en Madrid fijaron los carteles sacrílegos y heréticos; La caída para levantarse, el ciego para dar vista, el montante de la Iglesia en la vida de san Pablo apóstol; Sueños y discursos de verdades descubridoras de abusos, vicios y engaños en todos los oficios y estados del mundo, etc. Esa prolijidad, ajena al gusto actual, servía para guiar al lector e indicarle la intención de la obra, y va más allá de lo que alguno llamaría «gusto barroco». 2. La costumbre de reducir el título de una obra al nomen del protagonista (el Lazarillo, el Quijote, etc.) afecta especialmente a lo que usualmente conocemos como «el Buscón», porque oculta un proceso redaccional complejo2 y elimina muchos matices literarios. Comenzaré tratando el primero de esos dos aspectos. 3. Se conocen cuatro redacciones del Buscón, una impresa en Zaragoza en 1626 (en adelante, Z) y tres manuscritas (respectivamente, S, C y B)3. Las abundantes lecturas equipolentes que presentan S, C, Z y B, varias de las cuales encierran una visible elaboración estilística, narrativa o ideológica, obligan a pensar que hubo una repetida revisión del relato por parte de su autor. No es objeto de este artículo tratar el problema textual del libro, del que me he ocupado en otros lugares4, pero sí del de su título, del que se podría proponer una minúscula edición crítica. El primer dato a tener en cuenta es, precisamente, la existencia de tres títulos diferentes: La vida del Buscavida, por otro nombre don Pablos (versión S) La vida del Buscón, llamado don Pablos (versión C) Historia de la vida del Buscón, llamado don Pablos, ejemplo de vagamundos y espejo de tacaños (versiones Z y B)5

4. Ante problemas textuales de esta naturaleza parece inevitable que surjan respuestas de diferente índole. Es preciso recoger aquí los puntos de vista de Lázaro Carreter y Pablo Jauralde, similares entre sí, pese a sus discrepancias en torno al texto del Buscón, y ciertamente diferentes del mío. Según el primero de los mencionados críticos, Quevedo redactó inicialmente la versión B y la revisó después, dando como resultado un arquetipo X del que derivarían las versiones S, C y Z (E en las siglas de Lázaro Carreter): 2. La forma abreviada «Buscón» combinada con la costumbre de poner títulos diferentes en la cubierta y en la portada agravan este hecho. Por ejemplo, Américo Castro publicó en 1917 Historia de la vida del Buscón, siguiendo la edición de 1626, cuyo título completo es el ya indicado; en 1927, al seguir el manuscrito S, puso en la portada El Buscón, en las cabeceras de las páginas, Historia de la vida del Buscón, y en la página 17 La vida del Buscavida, por otro nombre don Pablos. Lázaro Carreter titula su versión crítica La vida del Buscón llamado don Pablos, como C. 3. Las siglas corresponden a tres manuscritos que se custodian, respectivamente, en la Biblioteca de Menéndez Pelayo de Santander (S), la Biblioteca de la Real Academia de la Lengua (C) y la Biblioteca Lázaro Galdiano (B). 4. La hipótesis de que Quevedo revisó en cuatro ocasiones el Buscón la he expuesto en Rey (1999). 5. Al describir el manuscrito B, Rodríguez Moñino (1953: 663) afirmó lo siguiente: «Portada copiada (vuelta en blanco), de letra de la primera mitad del siglo XIX, bastante tosca: se conoce que, perdida la hoja original, se hizo la sustitución al encuadernarlo en tafilete de color oliva hacia 1840, añadiéndose entonces, asimismo, una tabla de tres folios». Corroborando lo anterior, Lázaro Carreter añadió un

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PROBLEMAS TEXTUALES Y ASPECTOS LITERARIOS

C

S

E

En elemental lógica estemática no es fácil entender cómo de un arquetipo X, cuyo título, según Lázaro Carreter, sería La vida del Buscón llamado don Pablos, surgieron, por innovaciones de copista, las versiones S y Z. Pablo Jauralde no se pronuncia expresamente sobre este punto. De acuerdo con su visión de la transmisión textual del relato quevediano se diría que desde un inicial Historia de la vida del Buscón, llamado don Pablos, ejemplo de vagamundos y espejo de tacaños los copistas habrían creado los títulos, ajenos al autor, de los otros testimonios:

importante matiz: «El título, que figura sólo en la portada, es copia del de Z» (1965: XL-XLI). Pero esto último no es probable. En el manuscrito B intervinieron dos copistas: el primero transcribió el relato; el segundo –en época más moderna, con papel y tinta diferentes–, la portada, donde constan el título y el índice de los libros y capítulos. Tal índice no pudo basarse en la tabla de Z, porque las discrepancias son decisivas: 1) B divide el Buscón en tres libros y Z en dos, circunstancia que recogen sus respectivos índice y tabla; 2) el enunciado de los capítulos en el índice de B no concuerda con el enunciado de los capítulos en la tabla de Z. ¿Qué tuvo a la vista el segundo copista de B? En lo que atañe al índice, indudablemente, un texto independiente de Z (y también de C y S); en lo que respecta al título, entra en la categoría de lo posible que se hubiese apartado de su fuente para copiar el título de Z, pero es más probable que su fuente hubiese sido la misma para el título y para el índice. Tal vez se limitó a reproducir los que tenía B, consistiendo su tarea en sustituir hojas iniciales y finales en mal estado. Por lo tanto, parto de la hipótesis de que el título puesto por Quevedo al frente de la versión B fuese, sencillamente, el que posee hoy su manuscrito: Historia de la vida del Buscón llamado don Pablos, ejemplo de vagamundos y espejo de tacaños. Refuerzan esta modesta hipótesis dos lecturas singulares de B en las que se denomina a Pablos con los sobrenombres de buscón y tacaño: el epígrafe del capítulo inicial («Capítulo I, 1. En que cuenta quién es el Buscón») y en una adición del capítulo III, 7, cuando don Diego describe a Pablos (»y él el más ruin hombre y más mal inclinado tacaño del mundo», f. 175). En S, C y E sólo en un caso –capítulo III, 6– se emplea el apelativo buscón para designar al protagonista: «lindo va el buscón», lectura compartida también por B. Es decir, esta versión recalcó, tanto en el título como en el texto, que su protagonista era buscón y tacaño.

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Obsérvese que ambos críticos postulan unos copistas que cambian, amplifican o reducen el título sin cometer errores, de modo que, en la práctica, postulan una filiación (en nuestro caso específico, del título) basada sólo en lecturas equipolentes, en ausencia de errores conjuntivos y separativos, sin los cuales no es posible construir un arquetipo. A mi modo de ver, no siendo viable un procedimiento reconstructivo a la manera de Lachmann, parece más factible echar mano de un criterio histórico-literario, cual es la noción de usus scribendi. 5. En la dilatada bibliografía de Quevedo no son excepcionales las obras conservadas en diferentes versiones, algunas de las cuales ofrecen también la particularidad de mostrar títulos revisados. Así, la colección de silvas fue objeto de una continua reelaboración, que afectó, además de al texto de los poemas y a la estructuración del conjunto, a los epígrafes. Algo parecido ocurrió, dentro de la poesía religiosa, con el tránsito desde Heráclito cristiano a Lágrimas de un penitente. Los Sueños ofrecen varias etapas redaccionales, dos de las cuales presentan diferentes títulos: Sueños y discursos y Desvelos soñolientos, respectivamente. Doctrina moral dio paso a una nueva obra, más extensa, titulada La cuna y la sepultura. Discurso de todos los diablos, quizás contra los deseos de Quevedo, pero con su participación, se transformó en El peor escondrijo de la muerte y, posteriormente, en El entremetido, la dueña y el soplón, donde, al lado de multitud de variantes paliativas inducidas por la censura, aparecen nuevos pasajes de cuya autoría quevediana no cabe dudar6. Es especialmente ilustrativo lo que sucedió con la versión censurada de los Sueños incluida en 1631 en Juguetes de la niñez; el paso de Alguacil endemoniado a Alguacil alguacilado o de Sueño del Juicio Final a Sueño de las calaveras pone de relieve el significativo papel que jugaban los títulos. 6. Si admitimos, según opinión mayoritaria, que Quevedo revisó el Buscón7, es más verosímil atribuirle a él que a los copistas los cambios experimentados por el título de la obra. La versión más antigua de las cuatro parece ser S, y su peculiar título también lo confirma: La vida del Buscavida, por otro nombre don Pablos. La repetición de «vida» fue posteriormente eliminada8, dando paso al adjetivo sustantivado que tanta fortuna haría: «Buscón». No es arriesgado conjeturar la dirección de la mano correctora, como se observa en el siguiente recuadro: Buscavida S / Buscón CZB por otro nombre S / llamado CZB la vida de SC/ Historia de la vida ZB

7. La palabra buscón sólo aparece dos veces en el relato: como adjetivo, referido a los hidalgos miserables de Madrid («y dio con todo el colegio buscón en la cárcel»), y, como sustantivo común, referido a Pablos: «¡Hola!, lindo va el buscón». Así sucede en las cuatro versiones. Según los datos que ofrece el CORDE, en Cigarrales de Toledo, obra impresa en 1624, se encuentra la aparición más antigua de esta palabra: «la cual, en viendo fuera de su casa a su buscón marido, llamó a 6. Me he ocupado de estas peculiaridades de la transmisión de la obra quevediana en Rey (2000). 7. Dos veces en opinión de Lázaro Carreter, tres en las de Robert S. Rose (1927: 25) y Américo Castro (1928: 187), cuatro en la mía. 8. Alonso Cortés estimó que este título no era obra de Quevedo, a causa de una redundancia que le pareció impropia del escritor.

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su hermano que estaba escondido en la cueva con otros dos amigos» (p. 474). Tirso utiliza el adjetivo buscón con el significado de «persona que va en busca de alguien», en este caso de una comadre, y de hecho, utiliza en dos ocasiones el sinónimo «buscacomadres» (p. 475). En Quevedo tiene una acepción más intencionada, «buscavida que emplea malas artes», mientras que en Enríquez Gómez (El siglo pitagórico, pp. 291 y 321) significa «el que busca dinero». El adjetivo sustantivado buscón parece una creación lingüística tardía, apenas documentada antes de Quevedo9, quien utiliza esta palabra para designar al «menesteroso que actúa con malicia», al «sabandija del arca de la corte,/donde se acoge tanto vagamundo», como definió Antonio Hurtado de Mendoza al buscavida10. Tanto Buscavida como Buscón prometen la historia de un joven simultáneamente desvalido y desvergonzado que, progresivamente, se hace bromista ingenioso, ladrón, mendigo fingido, impostor, tahúr y delincuente. El prólogo «Al lector» de la edición príncipe explicita más la voluntad por parte de Quevedo de presentar tipos que viven «a la droga», es decir, valiéndose de engaños: Qué deseoso te considero, lector o oidor æque los ciegos no pueden leeræ, de registrar lo gracioso de don Pablos, príncipe de la vida buscona. Aquí hallarás en todo género de picardía æde que pienso que los más gustanæ sutilezas, engaños, invenciones y modos, nacidos del ocio, para vivir a la droga.

8. Este personaje tiene un nombre poco distinguido, Pablos, al que rebaja todavía más el uso del plural, y aparece adornado con un tratamiento, don, al que no tiene derecho por su condición social11. El nombre de Pablos está atestiguado en algunos romances, jácaras y relatos picarescos y, según algún crítico, podría ser un remedo paródico12. 9. Numerosos relatos picarescos se presentan con el título de Vida de, como ocurre con las biografías de Lázaro de Tormes, Marcos de Obregón, Estebanillo González, Gregorio Guadaña y otros, sin que quepa olvidar el poema en tercetos Vida del pícaro, compuesto, según se cree, hacia 1601. Tal vez hubo debajo de esos marbetes una parodia de las biografías de vidas santas (Vida de san Alexis, Vida de santa María Egipciaca, Vida de san Eustaquio, Vida de san Amaro y similares). Desde la Edad Media se venía escribiendo historias o crónicas de personajes individuales de condición regia o noble, unas veces auténticos (Historia Roderici) y otras ficticios (Historia de Apolonio, Historia del Abencerraje, Historia del noble Vespasiano, Historia de la linda Melosina, etc.). De manera llamativa, 19. En El siglo pitagórico de Enríquez Gómez, pp. 291 y 321, buscón significa «el que busca dinero». Otro testimonio cercano lo proporciona la comedia de Moreto Cómo se vengan los nobles, jornada segunda. En su relato, Quevedo otorga a este adjetivo sustantivado una acepción más amplia, algo así como «el que se busca la vida por medios no lícitos». 10. En El ingenioso entremés del examinador Miser Palomo, p. 322. 11. «Llámase Pascual, y viene altercando si sobre Pascual le vendrá bien el don, que parece don extravagante de la iglesia de los dones», se lee en El diablo cojuelo (tranco III, edición de A. R. Fernández e I. Arellano, p. 109) a propósito de las pretensiones de un tontiloco frecuentemente aludido en la literatura de la época. 12. En opinión de Ettinghausen (1987:243), la terminación en –s podría contener una parodia de nombres romanceriles tales como Gaiferos o Alarcos. Cumple recordar aquí que, en El siglo pitagórico, Guadaña relata su encuentro con un «Pablillos de mal nombre [que] había reñido con otro de la misma cuadrilla, a quien llamaban Sebastianillo el Malo, medio rufián y caco por naturaleza» (p. 235).

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Quevedo inicia el que parece haber sido el título finalmente querido para su relato13 con la pomposa expresión Historia de la vida. Quizás intentó una emulación jocosa de La vida e historia del invictísimo emperador Carlos V, de Pedro Mexía14, o de la Historia de la vida y hechos del emperador Carlos V, de fray Prudencio de Sandoval, quien advierte que «las vidas que de los príncipes y reyes se escriben, son más los actos de paz o guerra de los reinos y estados de su gobierno que sus acciones naturales y particulares»15. El libro del pícaro Pablos, pues, es la historia de una vida que, a diferencia de la del emperador, versa sólo sobre hechos cotidianos y ruines16. El título, por lo tanto, contiene una emulación claramente paródica, tal vez con el propósito de intensificar aspectos similares de otros relatos picarescos17. Estas razones refuerzan la creencia de que La vida del Buscavida, por otro nombre don Pablos coincide con la versión primitiva del Buscón. 10. En cuanto a ejemplo de vagamundos y espejo de tacaños, también podría encerrar parodias de títulos más solemnes y elevados que prometen un personaje ejemplar, tales como El espejo de caballeros, de Núñez de Calahorra, el Espejo de príncipes y caballeros, de Marcos Martínez o la Atalaya de la vida humana. Respecto a tacaño, baste recordar aquí la nota donde Fernández-Guerra (1852: 485a) rastrea su uso desde Teófilo Folengo (a partir de una imprecisa etimología hebrea) y otros escritores italianos y españoles; es otro indicio de la síntesis literaria que Quevedo habría querido encerrar en su elaborado título. 11. Basadas directa o indirectamente en Z, hubo ediciones sueltas en 1626, 1627, 1629, 1631 y 1632, que mantuvieron su título. En 1648 el Buscón apareció por primera vez en colección, dentro de la antología Enseñanza entretenida y donairosa moralidad (Madrid, Díaz de la Carrera), con un texto que, derivando de la edición de 1628, ofrece otro título, De la historia y vida del gran Tacaño, el cual se mantuvo en las posteriores colecciones de los siglos XVII y XVIII (1658, 1660, 1664, 1687, 1699, 1702, 1724, 1726). En esa tradición se inscribe el Diccionario de Autoridades, que abrevia a «Vida del gran Tacaño». Lo sucedido con el Buscón recuerda en algunos aspectos al Quijote, que pasó de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha (1605) a Vida y hechos del ingenioso caballero don Quijote de la Mancha (1674), con el intermedio de Parte primera y segunda del ingenioso 13. Para una edición crítica y facsímil de la versión primitiva, es decir, la del manuscrito S, véase Rey (2005). 14. También se podría recordar aquí el Discurso de la vida del ilustrísimo y reverendísimo señor don Martín de Ayala, personaje nacido hacia 1503. 15. Edición de C. Seco Serrano, BAE 80, p. 19. Según Cabrera de Córdoba, De historia (edición de S. Montero Díaz), esta disciplina consiste en la «narración de verdades por hombre sabio para enseñar a vivir bien» (p. 90), y coincide con la poesía en usar los géneros demostrativo y deliberativo para condenar vicios y alabar virtudes (p. 27). 16. Debe tenerse en cuenta, también, que durante el siglo XV la historia era considerada como un género literario con valor ejemplar. Así, Fernando del Pulgar, en el proemio de su Crónica de los Reyes Católicos (compuesta entre 1480 y 1490) escribe: «E porque la Historia es luz de la verdad, testigo del tiempo, mostradora de la antigüedad, recontaremos mediante la voluntad de Dios la verdad de las cosas, en las quales verán los que esta historia leyeren la utilidad que trae a los presentes saber los hechos pasados que nos muestran en el discurso desta vida lo que debemos saber para lo seguir, e lo que debemos huir para lo aborrecer». No creo, sin embargo, que de estas últimas palabras debamos deducir que Historia de la vida indique, en el caso del Buscón, un propósito moralizante. 17. En cambio, Quevedo tituló La vida de Marco Bruto un libro de carácter erudito que narra extensamente la vida del célebre personaje.

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hidalgo don Quijote de la Mancha. A Fernández-Guerra le pareció que De la historia y vida del gran Tacaño era un fiel reflejo de la condición del protagonista, pero optó por respetar el marbete de la edición príncipe, base de la suya. El título de 1648 fue coloquialmente abreviado a El gran Tacaño, de modo similar a lo sucedido con el Guzmán, que, fuera de la intención del autor, evolucionó a La Vida del Pícaro18. Durante el siglo XIX prevalecieron los títulos de Vida del gran Tacaño o El gran Tacaño hasta que en el XX lo hicieron La vida del Buscón o Historia de la vida del Buscón19. 12. En las traducciones a otras lenguas se perdieron casi todos los matices que encerraban los diferentes títulos del Buscón, especialmente el largo y minucioso de la edición príncipe, pese a que su texto, como sabemos, constituye la fuente de todos los libros que vinieron después de 162620. Se atenuó, o desapareció, lo que había de parodia literaria de otras obras españolas, y lo propio sucedió con las sugerencias satíricas y moralizantes. Las traducciones europeas21 presentan un libro esencialmente ingenioso y divertido, como ocurre con la primera traducción italiana, del año 1634: Historia Della vita dell’Astutissimo e Sagacísimo Buscone, chiamato don Paolo22. En las traducciones francesas prevaleció casi siempre el título l’Avanturier Buscon. Histoire Facetieuse (tal vez por influencia de L’Histoire plaisante et facetieuse du Lazarillo de Tormes de 1561 y 1594). Análogamente ocurrió con la traducción alemana de Frankfurt, 1671 (inspiradora de otras): Der abenteuerliche [‘aventurero’] Buscón, eine kurtweillige [‘divertido’] Geschichte mit angehängten Schreiben des Ritters der Sparsamkeit. En inglés destacan los adjetivos witty y sharper: The Life and Adventures of Buscón, the Witty Spaniard (1657); The Life of Paul the Sharper (1707); The Pleasant History of the Life and Actions of Paul the Spanish Sharper (1841). Estas sencillas consideraciones acerca de un título que fue objeto de varias revisiones, encierra diversas alusiones literarias y prejuzga el contenido del relato, invitan a prestar más atención a lo que el escueto sintagma «el Buscón» no deja ver con la debida claridad: un relato paródico y, sobre todo, satírico que presenta, entre otros objetivos, un modelo de vicios y defectos condenados por Quevedo en varias obras suyas. Esta segunda faceta del Buscón fue evidente para los lectores de los siglos XVII y XVIII, pero cayó en olvido por parte de diversos críticos del siglo XX que destacaron, tal vez unilateralmente, lo ingenioso y cómico del relato, cuando el prólogo de la edición príncipe (en mi opinión, escrito por Quevedo) también ponía de relieve este matiz23. 18. «Esto propio le sucedió a este mi pobre libro, que habiéndolo intitulado Atalaya de la vida humana dieron en llamarle Pícaro, y no se conoce ya por otro nombre». Guzmán de Alfarache 2, 1, 6. Cito por la edición de Francisco Rico, con algunas modificaciones en la puntuación. 19. Durante algún tiempo se produjo una convivencia de formas. Por ejemplo, Unanumo escribió en 1905 lo siguiente: «Mentira parece que en el pueblo en que don Quijote elevó a heroicas hazañas las más miserables burlas, se rieran los retorcidos chistes de Quevedo, hombre grave y tieso, si los ha habido, y fuesen reídas las pretendidas gracias, puramente de corteza, cuando no de pellejo de corteza, es decir, de vocablo, de su Gran Tacaño» (Vida de don Quijote y Sancho, p. 435). 20. Lo mismo ocurrió con Sueños y discursos de verdades descubridoras de abusos, vicios y engaños en todos los oficios y estados del mundo, título reducido, en la versión francesa, a Visions. 21. Una abundante relación de traducciones ofrece Laurenti (1988). 22. Il furfante (Vita de don Paolo, furfante e vagabundo) es el título ofrecido por la traducción de Lucio d’Arcangelo, Milán: Mondadori, 1996. 23. «Aquí hallarás en todo género de picardía, de que pienso que los más gustaención al escarmiento».

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Personajes (muy) barojianos en dos novelas crepusculares: Susana y los cazadores de moscas (1938) y Laura o la soledad sin remedio (1939) ASCENSIÓN RIVAS HERNÁNDEZ Universidad de Salamanca

0. INTRODUCCIÓN

A

FINALES DE LA DÉCADA DE LOS TREINTA del pasado siglo Pío Baroja había rebasado los sesenta y cinco años, una edad en la que el novelista ya había dado lo mejor de su producción literaria. Refiriéndose a este período, Eugenio G. de Nora (1979: 220) habla sin ambages de «obra de vejez», e incluso llega a decir que desde 1937 Baroja es un escritor «virtualmente agotado». Tiempo después, no obstante, al aludir a los trabajos de entonces, Miguel Sánchez-Ostiz (2006b: 25) valora mucho más su envergadura y su calado. Se trata en realidad de una etapa prolífica del novelista, que tras haber publicado en 1935 los dos últimos volúmenes de las Memorias de un hombre de acción, dio a la luz El cura de Monleón (1936), Locuras de carnaval (1937) –pertenecientes ambas a la trilogía «La juventud perdida»–, Susana y los cazadores de moscas (1938), Laura o la soledad sin remedio (1939) y El tesoro del holandés (1939). En la década de los cuarenta el escritor todavía publicó algunas novelas más1, el libro de poemas Canciones del suburbio (1944) y la serie de las Memorias, formada en principio por siete volúmenes a los que recientemente se ha añadido La guerra civil en la frontera (2005)2.

1. El caballero de Erláiz (1943), El puente de las ánimas (1944) y El Hotel del Cisne (1946). El cantor vagabundo apareció en 1950 y al año siguiente Baroja presentó a la censura Miserias de la guerra, novela destinada a formar parte del ciclo «Las Saturnales» dedicado a la Guerra Civil española. El libro fue rechazado y finalmente publicado en 2006 al cuidado de Miguel Sánchez-Ostiz. 2. Se trata de una obra compuesta hacia 1951-1952 que no vio la luz entonces porque, según la opinión de Pérez Ollo (2005: 192) era «manifiestamente impublicable durante el franquismo».

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En gran parte de las obras editadas por Baroja a partir de 1936 late con mayor o menor intensidad el asunto de la contienda civil española, lo que demuestra la violencia con la que el conflicto irrumpió en la vida de un autor cercano a la ancianidad. De hecho, cuando se declaró la guerra Baroja se encontraba veraneando en Itzea, la casa familiar de Vera de Bidasoa, y muy cerca de allí fue detenido por los carlistas3. Una vez libre, el miedo experimentado y el enrarecimiento del ambiente le aconsejaron cruzar la frontera francesa y vivir en el país vecino hasta 1940, circunstancias que también se reflejan en su producción literaria a partir de entonces. Para cualquier lector familiarizado con la obra del novelista vasco es evidente que los escritos de esta época no se encuentran entre los más granados del autor, pero lo cierto es que todavía hay títulos muy notables en los que aparece un Baroja ágil, intenso y maduro, que mantiene su capacidad narrativa y su inigualable aptitud para crear personajes. Sin embargo, opiniones como la de Nora, antes señalada, y la realidad objetiva de una mayor calidad de las obras anteriores, han motivado una escasa atención crítica hacia los textos de este período. Es tiempo, pues, de revisarlos para tratar de encontrar en ellos todo lo que atesoran del buen Baroja. En este caso la atención se centrará en dos novelas –Susana y los cazadores de moscas y Laura o la soledad sin remedio– que tienen muchos elementos en común: su protagonista femenina, la abundancia de mujeres en las tramas, la atención hacia el tema del amor, su relación con otras novelas y el asunto de la guerra civil como trasfondo histórico y social. En la primera se cuenta la situación de un español exiliado en París que conoce a una muchacha, Susana, de la que se enamora. Las circunstancias, sin embargo, no permiten la felicidad de la pareja, porque ella muere en un estúpido accidente de automóvil cuando ambos esperaban casarse y vivir juntos una vida plena. En Laura también se presenta el exilio de una serie de mujeres por causa de la guerra civil, primero en el país vasco-francés, después en París y más tarde en Suiza, así como el desarrollo de su circunstancia vital y de sus amores. La novela, finalmente, se centra en la relación, tibia y cerebral, que mantienen la protagonista, Laura, y el científico ruso Nicolás Golowin, y que termina, como tantas veces en Baroja, en tristeza y desolación.

1. SUSANA Y LOS CAZADORES DE MOSCAS Susana y los cazadores de moscas4 cuenta con una meditada organización técnica, como sucede en otras muchas novelas de Baroja (Rivas Hernández, 1998). El texto se presenta a modo de relato en primera persona que Miguel Salazar le envía a una amiga de su hermana con el fin de explicarle quién es. Se trata de una obra de estructura cerrada en la que la historia se encuentra enmarcada por dos breves discursos –al principio y al final– escritos en el presente del autor del relato. La 3. A este hecho, además del propio don Pío (2005), se refirieron su hermana Carmen (1998: 156 y ss.), y los biógrafos del escritor, entre ellos Miguel Pérez Ferrero (1972: 254 y ss.). Recientemente ha sido analizado de forma muy documentada por Miguel Sánchez-Ostiz (2007: 45 y ss). 4. En su primera edición, la que salió de las prensas de la editorial donostiarra BIMSA en 1938, la novela se tituló sólo con el antropónimo de la protagonista –Susana– (García de Juan, 2007: 65). En Paseos de un solitario (1955) Baroja se refiere a la época de escritura de la novela, y alude, asimismo, a la relación de los personajes con personas reales (García de Juan, 2007: 29).

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historia consiste, pues, en una analepsis que recoge las circunstancias vividas por Miguel en París, responsables de su cambio de carácter. La guerra civil, a la que habremos de volver más adelante, el exilio, el amor y la muerte absurda de Susana transforman a Miguel Salazar, que deja de ser blando y sentimental para convertirse en un hombre duro y enérgico. Resulta curioso ese buceo de Baroja en el personaje, y sobre todo ese cambio de actitud del autor implícito, porque lo habitual en la novelística del escritor es que el ser intelectualizado y débil se mantenga como tal a lo largo de toda la historia, y que sea ese inmovilismo de carácter el rasgo fundamental de esas criaturas de ficción. Miguel Salazar es, por lo tanto, un individuo singular dentro del mundo barojiano, un hombre enamorado que ha sufrido el inmenso dolor de una muerte incomprensible y que, lejos de someterse y entregarse a la indolencia (como ya hiciera José Larrañaga), al abandono (como Luis Murguía), a la huida (como Ignacio Arcelu) o al suicidio (como Andrés Hurtado), hace acopio de voluntad y transforma su dolor en energía útil. También resulta curioso, en este sentido por su repetición, ese pesimismo de Baroja hacia sus personajes que no le permite abandonarlos a una merecida felicidad final5. Son casos como los de Fernando Ossorio, Sacha Savarof o Andrés Hurtado, por poner sólo algunos ejemplos de sobra conocidos. Miguel Salazar es uno de los personajes más intensos de Baroja, y sobre todo, uno de los más fieramente enamorados. Comparte con todos los protagonistas intelectualizados un sentimiento prematuro de la propia vejez, un escaso éxito entre las mujeres y la ya mencionada actitud intelectual ante la vida (O.C. VII: 10). Susana también se parece a otras heroínas barojianas, fundamentalmente a esas mujeres cerebrales aunque sensibles como María Aracil, Lulú, Sacha Savarof o Ana de Lomonosof, y recuerda en su flaqueza física y en su tendencia a la enfermedad a Nelly, una de las protagonistas de El gran torbellino del mundo (1926). Parte de la vida de Nelly se desarrolla durante la guerra del 14, mientras la de Susana tiene lugar en la época de la guerra civil española. La escarlatina detiene el desarrollo orgánico de Nelly y le provoca «una debilidad del corazón» (O.C. I: 1162), mientras a Susana es un ataque de reumatismo el que a los diez o doce años le deja «el corazón débil» (O.C. VII: 35). Frente a Nelly, sin embargo, Susana es una mujer voluntariosa que toma la decisión de sobreponerse a las circunstancias y rebelarse. Después de estudiar, de ir al Liceo y a la Universidad se da cuenta de que es tan fuerte como la que más (O.C. VII: 35), y de que es su padre el temeroso, el que trata de protegerla más de lo necesario. Por ello decide encarar la vida, y sale adelante con su extraordinaria fuerza de voluntad. Pero en Susana se encuentran más reflejos de otras novelas de Baroja. Por continuar con el texto citado, a veces recuerda a los pasajes más vertiginosos de El gran torbellino del mundo. En ambas novelas se repite la misma imagen que 5. Sobre el final de Susana el propio Baroja declaraba lo siguiente al poco tiempo de editarse la novela: «La conclusión, muy española, por otro lado, que de mi novela Susana resulta sin yo proponérmelo por supuesto, no es otra que ésta: “Que nada merece la pena ni vale una preocupación porque el destino es el que manda”», en «Pío Baroja en París», Les Nouvelles Littéraires, 24-IX-1938; artículo reproducido en Baroja en el banquillo, II, 110-114. Recoge esta noticia García de Juan, (2007: 102). De cualquier modo resulta curiosa esa afirmación de Baroja sobre la no voluntariedad de su pesimismo hacia los tipos de sus novelas. Una mirada hacia criaturas de ficción como las citadas en el texto revelan su error de apreciación. Porque Baroja, indudablemente, se muestra pesimista ante la realidad y castiga a sus personajes a la infelicidad de forma deliberada y sin que le tiemble el pulso.

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representa el ajetreo de la vida, el tráfago de hombres y mujeres que se mueven como lo hacen los paseantes de un recinto de feria en el que todo resulta histriónico y extraño, con la sola diferencia de que en la obra de 1926 las imágenes tenían un carácter onírico y en la de 1938 son el resultado de una visión real, según se percibe en estos fragmentos: El gran Torbellino del Mundo era una barraca repleta. Había en ella figuras de todas clases: militares, marineros, filósofos y mujeres elegantes; damas pálidas vestidas de negro; desesperados con ojos fuera de las órbitas, próximos al suicidio, asesinos, bandidos, niñas espirituales... todos agitándose vertiginosamente como un mar de olas encrespadas. (El gran torbellino del mundo, O.C. I: 1064). Se oían gritos, chillidos, notas de trombones, campanas, trompetas y, a cada paso, voces metálicas que decían: «¡Adelante! ¡Adelante! ¡Entrad, señoras y señores! Había exhibición de fenómenos, monstruos, mujeres-focas, mujeres-sirenas, domadores de serpientes, palacios encantados, figuras de cera y barracas iluminadas por una luz violeta y blanca, llenas de caramelos, de alfeñiques, de rosquillas y de turrones con nueces. (Susana y los cazadores de moscas, O.C. VII: 39).

Al mismo tiempo, en Susana aparecen personajes que recuerdan por su singularidad a los de Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Paradox (1901), como el padre de la ahijada de Susana, que vive en el barrio Latino y que tiene, como Paradox, la extraña profesión de disecador de animales y preparador de esqueletos (O.C. VII: 27). En otras ocasiones los diálogos entre Susana y Miguel parecen calcados de los que pronunciaron Luis Murguía y Ana de Lomonosof en La sensualidad pervertida (1920), como aquéllos en los que Ana se toma a broma el entusiasmo y la fogosidad de los españoles después de haber conocido a un hombre como Luis. El fragmento que se reproduce a continuación forma parte de la novela de 1938, aunque si se cambiaran los nombres bien podría parecer que pertenece a la de 1920: –¿Y son los españoles como dicen? ¿Tan fogosos, tan arrebatados, tan enamorados? –Creo que habrá de todo. –El señor Salazar –dijo Susana en broma– no parece de esos tipos españoles entusiastas. (Laura, O.C. VII, 29). Del mismo modo, Miguel Salazar recuerda a los personajes intelectualizados de Baroja hasta en los más mínimos detalles. Ya se han señalado su sentimiento prematuro de la vejez, su escaso éxito entre las mujeres y su intelectualidad, pero además en algún pasaje se alude, casi con los mismos términos de novelas como La sensualidad pervertida (1920), a su incapacidad para establecer relaciones con los demás, sobre todo con las mujeres. Si en el texto de 1920 Luis Murguía se lamentaba de no saber cantar y bailar en una fiesta con amigos6, en el de 1938 le sucede lo mismo al protagonista masculino: «No sé tocar la guitarra ni cantar [dice Miguel con tristeza]. En todas estas artes de adorno soy una nulidad» (O.C.VII: 29). 6. «’¡Qué extraña educación la que le dan a uno! –pensaba entre mí– No sabe uno nada útil ni nada agradable. Ni cantar, ni bailar, ni siquiera hablar!’». (Baroja, [1920] 1985: 533)

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En Susana, incluso, se presentan escenas y personajes que anticipan el carácter onírico de El Hotel del Cisne, un texto de 1946 que refleja la imagen de un Baroja sumergido ya en la vejez y en la enfermedad. En la primera novela aparecen representadas unas mujeres de mucha edad, con aspecto horrible y hombruno, y frente a ellas, para resaltar aún más su fealdad, unas enfermeras jóvenes y hermosas: En la plazoleta, a la puerta, se congregaba un grupo de viejas horribles, feas, cojas, con bigote, encorvadas, torcidas, con sombreros de hombre, cofias, pañuelos, unas con bastones y otras con paraguas. Tomaban el sol pálido de primavera. En medio de ellas, las enfermeras, altas, rubias, con sus capas azules y sus tocas blancas, parecían de una raza superior, casi divina. (O.C. VII: 39).

Es el mundo oscuro de la ancianidad en el que vive inmerso Baroja y que le hace detenerse en la decadencia humana ante el paso del tiempo, imagen que después explotará de forma muy efectista en los pasajes oníricos de El Hotel del Cisne.

2. LAURA O LA SOLEDAD SIN REMEDIO Laura o la soledad sin remedio7 pertenece, como Susana, a la etapa final de la producción del novelista. Es, como la anterior, una obra de trama deshilvanada en la que, sin embargo, también se reflejan las extraordinarias dotes narrativas de su autor. Uno de los logros de la novela es su protagonista, Laura Monroy, emparentada con Fernando Ossorio, Andrés Hurtado, José Larrañaga o Jaime Thierry entre otros, una muchacha intelectualizada que estudia medicina a pesar de la oposición familiar y cuya finalidad vital, en contra de lo acostumbrado en la época, no reside en encontrar marido. Laura, además, comparte con otros personajes femeninos de Baroja como Lulú o Sacha Savarof, la hipersensibilidad. Se trata de mujeres hiperestésicas dominadas por sentimientos de soledad y angustia que al final se transforman en debilidad de carácter. Así lo explica el narrador de la novela: Laura buscaba pretextos para legitimar su desaliento; pero ya comprendía que no eran estos hechos o los otros los que le daban sensación de soledad, de tristeza y de angustia, sino que la sensación la llevaba con ella sin motivo, o, mejor dicho, por un motivo psicológico nervioso, de debilidad de su espíritu. (O.C. VII: 253).

Como contrapunto de Laura, y con el fin de reflejar más claramente su forma de ser, Baroja presenta a Mercedes, una mujer de acción, fuerte y voluntariosa, 7. Sobre la primera edición de la novela García de Juan (2007: 28) apunta datos precisos: «se imprimió en Argentina por la Editorial Sudamericana, empresa editora creada en Buenos Aires por el librero exiliado catalán Antonio López Llausás, con quien Baroja estaba intentando publicar algo desde 1937». Al parecer, en un principio el interés de Baroja fue escribir sobre cuatro parejas, pero al final se centra en la formada por Laura y Golowin, aunque como contrapunto también se refiere a la de Mercedes y el doctor Bearn: «El año pasado [1937] escribí una novela. La titulé Susana, que es el nombre de la protagonista, [ahora] he comenzado otra cosa. Creo que voy a llamarlo (SIC) Las complicaciones sentimentales […]. Voy a poner en movimiento cuatro parejas. Dos acabarán bien y dos mal. Veremos lo que sale». En Marino Gómez Santos, Baroja y su máscara (Diálogos y confidencias), Barcelona: AHR, 1956: 249. Texto recogido por García de Juan (2007: 17 y 24).

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capaz de salir adelante a pesar de tener un hijo fruto de una violación sucedida en los primeros días de la guerra. En su exilio europeo Laura conoce al científico Golowin por el que tiene «un sentimiento de afecto, de ternura y de simpatía» (O.C. VII: 243-244). Es un hombre intelectual y débil como ella, que no le provoca un amor apasionado y al que se ve arrastrada por las circunstancias. La petición de mano es fría, falta de romanticismo, y llega por casualidad, cuando la hija de Golowin alude al casamiento y éste responde: –Creo que el consejo de la niña es el mejor. ¿Dónde nos casamos? ¿Usted quiere un matrimonio decorativo con alguna fiesta, o prefiere casarse en la alcaldía de un pueblo suizo? (O.C. VII: 259).

La boda también se cuenta con frialdad (O.C. VII: 260), como reflejo de un hecho que el autor implícito destaca precisamente por hacerlo pasar casi inadvertido. Pero lo peor para Laura es la falta de entusiasmo que Golowin demuestra por ella, lo que pone de manifiesto su carácter débil e indolente. Porque Laura, en realidad, necesitaba un hombre fuerte8 que la dominara y la ayudara con su propia forma de ser, no ese amor «tan oculto y tan sereno que no se notaba» (O.C. VII: 282). Tiempo después de la boda Laura se queda embarazada y al principio vive entusiasmada por la idea del hijo. Pero durante la espera siente la soledad en la que la deja su marido, siempre de viaje o pensando en sus astronomías, y esa melancolía agrava su debilidad de espíritu. Cuando nace el niño se deja cuidar y es feliz en su papel de madre reciente, pero a medida que va pasando el tiempo desaparece la euforia inicial y regresa la tristeza. Como dice el narrador, «le entraba la idea de su soledad, de su desamparo, y se sentía triste y melancólica» (O.C. VII: 280). Para agudizar aún más ese estado psicológico, Laura se siente culpable porque la pesadumbre y el abatimiento se imponen a pesar de todo lo que le ha dado la vida. Es, en definitiva, ese carácter enfermizo de ciertos personajes barojianos como Andrés Hurtado, Sacha Savarof o la propia Lulú, la enésima representación de la debilidad, de la falta de energía y de ánimo para vivir. En este sentido, y aunque se trata de una novela crepuscular, el hijo de Laura representa lo mismo que los vástagos de otros personajes barojianos: es el ser humano que nace a la vida estigmatizado por la falta de carácter de sus padres. Fernando Ossorio fue el primero de esta saga, pues aunque su primogénito muere premonitoriamente, decide intentarlo en otro hijo que no será el ser fuerte y libre que él había deseado. Tras Ossorio, Andrés Hurtado se resiste a tener descendencia, pero la insistencia de Lulú le obliga a ceder y el resultado es de sobra conocido: el niño nace muerto, después muere Lulú y, finalmente, ante la imposibilidad de superar este fracaso vital, Andrés se suicida. A partir de entonces, el autor implícito general de la novelística barojiana, conocedor de las debilidades de algunos de sus personajes, no permite que éstos tengan descendencia; ni siquiera que se unan en matrimonio. Es el caso de José Larrañaga o Luis Murguía (Rivas Hernández, 1999: 761762). Laura Monroy, heredera genuina de la misma flaqueza espiritual, teme en lo más hondo por el futuro de su hijo, nacido de unos padres sin energía. Así lo reflejan 8. Como el médico que la atiende, sobre el que el autor implícito, sirviéndose muy sutilmente del narrador, desliza un pensamiento de ella cuando afirma que le daba «una impresión muy masculina, muy de hombre» (O.C. VII: 275).

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sus pensamientos ante la imagen del pequeño que, para corroborar la idea del pesimismo antes señalado, cierran la novela y dejan al lector con una sensación intensa de déjà vu y un sentimiento profundo de tristeza y melancolía: ¿Qué te reservará a tí la vida, pobre hijo mío? —pensó Laura—. Ni tu padre ni tu madre te han podido dar mucha energía. No sé qué querría más: que fueras un fruto feliz o tuvieras como yo esta tristeza de sentirte siempre solo y sin consuelo. (O.C. VII: 284).

Nos encontramos ante una nueva reflexión sobre el tema del amor y de la paternidad en la producción barojiana, y en cierto modo también ante una variante de la oposición entre la vida de acción y la vida reflexiva, representada en novelas como Camino de perfección, La sensualidad pervertida y de un modo genial en El árbol de la ciencia. En una obra como Laura o la soledad sin remedio ese árbol de la ciencia está representado por la intelectualidad del personaje femenino y por su exacerbada sensibilidad de carácter. Aquí el niño no se verá sometido al influjo alienante de la religión (como en Camino de perfección), ni nacerá muerto (como en la novela de Andrés Hurtado), aunque el castigo al que le somete el autor implícito tampoco resulta desdeñable: se verá obligado a vivir en un mundo dominado por la tristeza, al lado de una madre débil de espíritu y con la ausencia dolorosa de un padre entregado al estudio. Por eso el final de Laura no puede ser más amargo. La novela se cierra con la imagen de su cara arrasada en lágrimas, un llanto que simboliza el profundo fracaso de su vida. Laura es, en lo sustancial, una mujer muy cercana a los personajes generacionales de Baroja aunque no haya sido creada en la misma época. A la endeblez emocional y a la intelectualidad de aquéllos, ella añade un sentimiento de enfermedad y de vejez que derivan de la propia situación vital del autor en el momento de la escritura.

3. LA GUERRA CIVIL DE 1936. CONCLUSIONES Pero además está el asunto de la Guerra Civil, que agita la vida de Baroja y que actúa como trasfondo histórico y social en las dos novelas analizadas. Aunque ambas historias se desarrollan en el exilio, fundamentalmente en París, la imagen de una España que se destruye poco a poco y de unos compatriotas que extorsionan, violentan y asesinan, aparece reflejada en los textos. A Baroja, es evidente, le preocupaba la guerra civil, como lo demuestra el hecho de que tratase sobre esta circunstancia en muchas de sus producciones: en las novelas El Hotel del Cisne (1946), El cantor vagabundo (1950), Las veladas del chalet gris (1952), y Miserias de la guerra (2006); en el cuento «Los caprichos del destino», que forma parte del volumen Los enigmáticos (1948), y en diversas recopilaciones de artículos como Ayer y hoy (1939), Aquí París (1955) y Los paseos de un solitario (1955). Pero además, está la recientemente rescatada La guerra civil en la frontera (2005), obra formada por páginas originales y páginas reutilizadas de otras publicaciones (Pérez Ollo, 2005: 192) que contiene el relato de hechos que tuvieron lugar «desde el principio de la guerra civil española de 1936 hasta ahora [inicio de los años 50]» (Baroja, 2005: 7). En este texto el autor reflexiona de forma poco sistemática sobre el conflicto y sobre sus consecuencias, recrea lo que otros le contaron y cuenta situaciones personalmente vividas como su traumática detención

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en Santesteban en julio del 369, su posterior puesta en libertad, la huida a Francia y el exilio durante cuatro años en el país vecino. En sus reflexiones sobre la guerra civil Baroja se muestra abiertamente en contra de los dos bandos (2005: 92 y 127) y anticipa la crueldad de un conflicto que afectará a varias generaciones de españoles, porque al margen de cualquier fanatismo ideológico, lo que verdaderamente domina en la obra es una sensación de tristeza y de horror ante la estupidez humana que todo conflicto bélico pone de manifiesto: Siente uno el temor de que esta lucha fiera, en la que va a morir gran parte de la juventud española, no está basada más que en una cuestión de intereses, y en una cuestión de instintos y de convivencias. (2005: 37). Esta guerra civil va a ser feroz, quizá más feroz que las anteriores. Es un horror el pensar la sangre que va a costar esto y el poco resultado que dará un sacrificio semejante. (2005: 92).

Por lo que respecta a las novelas analizadas, el personaje más claramente vinculado a la guerra es Miguel Salazar, que escribe sobre su vida en una ambulancia del frente mientras «por el cielo pasan, a veces, cientos de aeroplanos [y] resuena constantemente el estrépito de los cañones» (O.C. VII: 58). También en Laura abundan historias crudelísimas sobre las barbaridades cometidas durante la contienda, en las que se mezclan ficción y realidad. Es el caso, ya señalado, de la violación de Mercedes por un anarquista, o de las circunstancias atroces que sufren el general López Ochoa, cuya cabeza ensangrentada fue paseada por las calles de Madrid, y el anónimo poeta que sobrevivirá a varios fusilamientos fingidos. De cualquier modo, e independientemente del conflicto del 36 que funciona como cañamazo en el que se tejen las historias, lo más significativo de estas dos novelas crepusculares son esos personajes vinculados a los más representativos del autor, caracterizados por su intelectualidad, por su falta de actitudes prácticas ante la vida y por su exacerbada sensibilidad. Ante ellos parece indudable que Baroja tuvo siempre unos mismos modelos a los que no renunció al final de su producción, seres de ficción que reflejan las eternas preocupaciones del autor sobre su yo más íntimo, sus relaciones con los demás y su visión del mundo. Lo que les distingue de los creados por el novelista en su madurez es que reflejan la situación vital de un Baroja cercano a la ancianidad y abrumado ante la magnitud de una guerra cuyas consecuencias personales y sociales adivina insalvables.

REFERENCIAS

BIBLIOGRÁFICAS

BAROJA, P., 1988, El gran torbellino del mundo, en Obras Completas I, Madrid: Biblioteca Nueva. — 1978, Susana y los cazadores de moscas, en Obras Completas VII, Madrid: Biblioteca Nueva. — 1978, Laura o la soledad sin remedio, en Obras Completas VII, Madrid: Biblioteca Nueva. 9.

Sobre este asunto vid. nota 3.

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BAROJA, P., 1985, La sensualidad pervertida, en «Las ciudades», Madrid: Alianza. — 2005, La guerra civil en la frontera, Madrid: Caro-Raggio. — 2006, Miserias de la guerra, Madrid: Caro-Raggio. BAROJA, C., 1998, Recuerdos de una mujer de la generación del 98, Barcelona: Tusquets. CARO BAROJA, P., (ed.), 1987, Guía de Pío Baroja. El mundo barojiano, Madrid: Caro-Raggio. GARCÍA DE JUAN, M. A., 2007, Las novelas parisienses de Pío Baroja (Susana y Laura, 1936-1939), Madrid: Caro-Raggio. NORA, E. de, 1979, La novela española contemporánea I (1898-1927), Madrid: Gredos. PÉREZ FERRERO, M., 1972, Vida de Pío Baroja, Madrid: Editorial Magisterio Español. PÉREZ OLLO, F., 2005, «Rumia, recuerdos y hechos», en Baroja, P., La guerra civil en la frontera, Madrid: Caro-Raggio, 191-202. RIVAS HERNÁNDEZ, A., 1998, Pío Baroja: Aspectos de la técnica narrativa, Cáceres: Universidad de Extremadura. — 1999, «El amor en la narrativa de Pío Baroja», en Amor y erotismo en literatura, Salamanca: Caja Duero, 761-768. SÁNCHEZ-OSTIZ, M., 2006, «El Madrid en Guerra de Pío Baroja», en Baroja, P. Miserias de la guerra, Madrid: Caro-Raggio. — 2006b, «Las crepusculares», en Ínsula, n.º 719, noviembre 2006, 25-26. — 2007, Tiempos de tormenta (Pío Baroja, 1936-1940), Pamplona: Pamiela.

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Dos cartas de Miguel de Unamuno a Antonio Marichalar DOMINGO RÓDENAS DE MOYA Universitat Pompeu Fabra (Barcelona)

Hace algunos años, en un estudio sobre el ensayista Antonio Marichalar, aludí a dos cartas inéditas que Miguel de Unamuno remitió a él y a su padre, el marqués de Montesa, a mediados de 19201. Me propongo darlas a conocer acompañándolas de una breve presentación y unas mínimas notas de contexto.

N

O TENGO CERTEZA SOBRE EL GRADO de amistad que unió a Unamuno y el marqués de Montesa para que éste, en la primavera de 1920, le remitiera una carta pidiéndole opinión sobre un artículo de su hijo Antonio sobre Amado Nervo publicado en El Imparcial. No descarto que la relación, sin duda tan distante pero también cortés, se retrotrajera a las postrimerías del siglo XIX, cuando don Pedro Marichalar y Monreal, a sus escasos veinte años, se lanzaba a la arena política presentándose como candidato a diputado por Tafalla en las elecciones generales de marzo de 1898, aunque el acta no la consiguiera sino un año después, como candidato único, dentro de la lista de la Unión Conservadora. Aunque es más probable que esa amistad datara de fechas más recientes, facilitada quizá por la coincidencia en el Ateneo madrileño, muy cerca del cual tenía su residencia el marqués. Lo seguro es que ya se conocían cuando coincidieron, en la primavera de 1920, en el Asilo de Nuestra Señora de la Vega en Salamanca, adonde don Pedro acudió, acompañado por su hijo Antonio, para realizar una estancia de reposo. La ocasión propició que el marqués de Montesa considerara pertinente someter al juicio de don Miguel los primeros escritos publicados por su hijo, actuando así de mediador y buscando, acaso, un valioso espaldarazo.

1. Marichalar, A., 2002, Ensayos literarios, ed. de Domingo Ródenas de Moya, Madrid: Fundación Santander Central Hispano, pp. XII-XIII.

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En mayo de 1920 Antonio Marichalar contaba veintiséis años y había empezado a hacer sus pinitos como crítico literario y de arte en El Imparcial. Su prosapia aristocrática le franqueaba algunas puertas que su talento, solvencia intelectual y discreción mantenían luego abiertas. Desde hacía tiempo frecuentaba la tertulia sabatina de Pombo a la que, casi con toda seguridad, fue introducido por los hermanos Bergamín, asistentes habituales desde el comienzo. Gómez de la Serna lo recordaba con «actitud de prócer», pulido y almidonado, tan impecable como leído («Sabe quién es Laforgue y quién es Rimbaud», se admiraba Ramón) pero manteniéndose al margen de la grita general2. Con la amplitud de sus conocimientos y su sindéresis, Marichalar fue acercándose a los hacedores de la renovación cultural que estaba produciéndose en la España de la época. Después de Ramón, Juan Ramón Jiménez y su revista Índice en 1921 y, como era de prever, Ortega y Revista de Occidente, a la que se vincula desde el primer número. Pero entonces, julio de 1923, Marichalar, a punto de cumplir los treinta años, ya se ha convertido en un fluido enlace con la Europa literaria más moderna representada por T. S. Eliot, Paul Valéry o Valery Larbaud, con quienes había entablado lazos de amistad y colaboración. Las dos cartas que conservamos3, en las que Unamuno responde a don Pedro Marichalar y a Antonio, testimonian los movimientos intrahistóricos del devenir literario en su dialéctica intergeneracional. El diálogo entre antiguos y modernos no siempre adquiere la forma de una querella o de un parricidio, sea porque los padres/maestros nieguen el pan y la sal a los hijos/discípulos, sea porque éstos aborrezcan a aquéllos; a veces también se materializa mediante los dispositivos retóricos del aval (en la institución del prólogo que el escritor consagrado le escribe al bisoño) o del reconocimiento sincero o alabancero. Es sabido que los dinamiteros de la Vanguardia prefirieron matar a los padres, pero eso fue, en el campo literario español, menos cierto de lo que se ha creído. Ni Azorín, ni Ortega, ni Pérez de Ayala, ni Juan Ramón, ni Miró fueron atacados con furia o ninguneados. Muy al contrario. Y Unamuno, que tan distante se mantuvo respecto a una parte de la Joven Literatura (la de los neogongorinos), no fue una excepción. Lo admiraron todos, el primero de ellos José Bergamín, pero le guardaron un distanciado respeto, distancia a la que contribuyó el ascendiente de Ortega sobre los jóvenes. La carta del marqués de Montesa adjuntando una reseña de Antonio sobre Amado Nervo le llegó a Unamuno en unos días de intensa labor creativa, mientras preparaba para la imprenta El Cristo de Velázquez (que saldrá en diciembre) y terminaba el prólogo de Tres novelas ejemplares y un prólogo, al que se refiere en una carta a Teixeira de Pascoes el 19 de mayo: «Preparo Cuatro novelas ejemplares. Una de las novelas será el prólogo, tragedia de conceptos»4. Unamuno contesta a Pedro Marichalar el 21. En su misiva, se congratula de que el joven Marichalar exprese inquietudes espirituales que, a su entender, lo alejan de «aquellos valores puramente formales y esteticistas» tanto como de la «concepción materialista de la historia». Modernismo y marxismo de los que él mismo se había alejado y que, a la altura de 1920, representaban, en su opinión, sendas formas de evasión en lo literario y lo político, evasión en ambos casos del sentido profundo o esencial de esas actividades. En la reseña sobre Nervo intuye Unamuno una sensibilidad hacia los 2. 3. 4.

1999, La sagrada cripta de Pombo, Madrid: Visor, p. 561. Depositadas en el legado del Marqués de Montesa en la Real Academia de la Historia. Citada por Salcedo, E., 1964, Vida de don Miguel, Salamanca: Anaya, p. 228.

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problemas espirituales que le recuerda su propia juventud y en la que se apoya para censurar el «terrenalismo» y la seducción por la exterioridad que ha atrapado a «nuestros jóvenes». Hay que señalarles «otros veneros», le dice al marqués de Montesa, aludiendo a la preocupación por los diversos aspectos de la dimensión trascendente del ser humano. Unamuno pone algunas notas eruditas al artículo de Marichalar en las que hace palmaria su familiaridad con la historia y las letras de Hispanoamérica, pero la mención del prócer mexicano Benito Juárez, del crítico Ernest Hello o de los poetas románticos ingleses tienen menos relevancia que el pronóstico sobre Marichalar, al que juzga capaz de trascender los valores del formalismo y reencontrar los de la intimidad genuina, que en buena medida son los de la preocupación religiosa. A primera vista este pronóstico marró el tiro. Antonio Marichalar formó parte del núcleo originario de la Joven Literatura y del conciliábulo que promovería el homenaje a Góngora, pero mucho antes ya se había significado como exponente teórico de la nueva estética en las páginas de Índice, con el aplauso de la vanguardia más vocinglera5, en conferencias como Palma (en el Museo de Arte Moderno en 1922), Girola (en el mismo lugar en 1926) o en sus sagaces reseñas6. Sin embargo, como enseguida se verá, Unamuno no se equivocaba. Tras recibir la alentadora carta del 5 de mayo dirigida a su padre, Marichalar se anima y escribe personalmente a don Miguel, por lo menos, en dos ocasiones, enviándole otros artículos suyos. Éste le contesta el 20 de junio, ya sin entrar en observaciones sobre el contenido de los trabajos, pero abundando en el tono confidencial que se apuntaba en la misiva anterior, tal vez para compensar la disculpa por la tardanza o el silencio epistolar con que abre y cierra su texto. Más que responder a su corresponsal, Unamuno despliega un discurso egocéntrico salpicado de citas bíblicas (los Salmos, el Eclesiastés) y dirigido a evocar cómo, en su juventud –si bien, afirma, el que fue joven «de veras lo es siempre»–, se construyó una imaginaria isla de Robinson que pobló él solo y que no ha abandonado desde entonces. Su único interlocutor eran los loros de la isla, que repetían lo que él mismo les habían enseñado: «a llamarme por mi nombre y advertirme quién soy», a semejanza de los esclavos que en la antigua Roma susurraban a los vencedores «recuerda que eres mortal». La metáfora de la isla robinsoniana cuyos loros van recordando a Unamuno su naturaleza mortal y su identidad constituye una diáfana figuración del universo intelectual del escritor, desde el que contempla la feria del mundo («desde ella me paseo por el universo») y donde, como desde la otra orilla (o desde una actitud democristiana), todas las pasiones humanas, empezando por la política, aparecen disminuidas y risibles («me río de plutócratas y de proletarios, de reaccionarios y progresistas…»). En 1930, tras su regreso del exilio, la cuestión del humorismo volverá a interesarle (de hecho no había dejado de hacerlo), hasta el punto de convertirla en el eje de una de las tres ficciones que escribe a finales de año, Un pobre hombre rico o el sentimiento cómico de la vida. Pero es en otra de esas novelitas, La novela de don Sandalio, jugador de ajedrez, donde rebrota uno de los motivos de esta carta 5. Guillermo de Torre, por ejemplo, lo consideraba «la única revelación juvenil de aquella revista-capilla, selecta y limpia, aunque demasiado confinada», en 1924, «El pim pam pum de Aristarco», Proa (Buenos Aires), 5, p. 40. 6. Ambas conferencias están recogidas en Marichalar, A., 2002, Ensayos literarios, ed. de Domingo Ródenas, Madrid: Fundación Santader Central Hispano, pp. 1-32.

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de 1920, el de la isla de Robinson, en la que piensa el innominado protagonista cuando huye de la necedad de los hombres7. Pero esta segunda carta a Marichalar encierra otro motivo de interés: la transcripción de los dieciséis endecasílabos iniciales del canto XXII, «La llaga del costado» de la tercera parte de El Cristo de Velázquez, en los que se refiere cómo la sangre que brota de la herida en el costado de Cristo unge a Longinos de gracia y «su sed de Dios apaga». No es extraño que acuda a la memoria de Unamuno el poema porque, como él mismo señala, ha estado corrigiéndolo para darlo a la imprenta. Lo que llama la atención es que el artículo del joven crítico le refresque ese pasaje en el que la fe explota, como un surtidor desobstruido por el padecimiento del Cristo hombre, en la aridez espiritual del centurión romano. Quizá Marichalar contestó esta carta, que Unamuno califica de «desahogo», pero si lo hizo es casi seguro que no obtuvo respuesta. Al menos no consta en el legado del marqués de Montesa. Diez años después, Unamuno se ha reincorporado a la vida española convertido en un símbolo de la resistencia cívica contra las demasías de la Dictadura y la connivencia de la monarquía; sus «discípulos, amigos y colaboradores» se congregan en La Gaceta Literaria para levantarle un monumento de admiración. El periódico de letras de la Joven Literatura sale el 15 de marzo de 1930 con un número extraordinario que ha movilizado a varias generaciones. Entre los representantes de la última no podía menos que figurar Antonio Marichalar. Su contribución es breve y ceñida, bajo el título «La primera en el pecho»8. El busto que Victorio Macho modeló en Hendaya con barro hecho, a petición de Unamuno, con tierra española y en cuyo pecho, de nuevo por exigencia de don Miguel, trazó una cruz, es el pretexto de Marichalar para afirmar que la cruz (vale decir su torcedor religioso) ha sido la palanca con la que Unamuno ha movido el universo todo. Desde ahí le resulta fácil trasladarse al recuerdo de los «arduos endecasílabos», surgidos «en carne y hueso» de El Cristo de Velázquez, unos endecasílabos que no podían dejar de retrotraerle a aquella carta de 1920 en la que el lejano gigante intelectual se confiaba con un escritor novicio. Pero cuando Marichalar alude en su artículo al «corazón que se interpone al cerebro» y al Kant que reconstruyó con el corazón lo que la cabeza había abatido, ya no está hablando únicamente de Unamuno sino también de sí mismo, confirmando así el remoto vaticinio del maestro. De analista –y en no pequeña medida pregonero– del arte nuevo, inmanentista y aséptico, Marichalar ha ido convirtiéndose en un ensayista persuadido de que el arte y la literatura iban a reivindicar el fuero (y el fuego) de lo espiritual, fatigados de forma, cuerpo y superficie. Tardará aún tres años en formularlo con enigmática oblicuidad en el ensayo «Presencia del antípoda»: «ya la juventud más joven ha comenzado a rebelarse contra la tiranía de una cultura –física– tan acaparadora como la otra»9. El atildado vanguardista no se atreve (o no desea) decirlo con claridad meridiana, pero estima que la auténtica rebeldía consiste no en derribar las normas existentes (las que regulan lo terrenal, sea el arte o la política) sino lo que se sustrae al dominio de nuestra razón y nuestros 7. prosas, 8. 9. p. 282.

Unamuno, M., 2006, Abel Sánchez, San Manuel Bueno, mártir, Cómo se hace una novela y otras ed. de Domingo Ródenas, Barcelona: Crítica. 1930, La Gaceta Literaria, 78 (15 de marzo), p. 19. El ensayo se publicó en 1933, Cruz y Raya, 4 (15 de julio); cito por Ensayos literarios, op. cit.,

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sentidos: el misterio, lo que nos trasciende. «¿Y no será que, para precipitarse al abismo, haya que ir cielo arriba y no cabeza abajo?», se pregunta retórico. El discreto retorno a la religiosidad de Marichalar no era en absoluto un fenómeno aislado en la Europa de entreguerras, más bien llevaba camino de convertirse en el destino de muchos intelectuales necesitados de una refundamentación metafísica. En el catolicismo encontraron albergue espiritual T. S. Eliot, Max Jacob, Paul Claudel, Pierre Reverdy, Jean Cocteau, Alfred Döblin, Stephen Spender… y ya en 1928 La Gaceta Literaria se había hecho eco de esa realidad dedicando un número a «Catolicismo y literatura» que, no por casualidad, se abría con un artículo de José Bergamín. También colabora en ese monográfico Marichalar con una reseña de Reverdy en la que avisa de que el designio del antiguo poeta cubista de compatibilizar su plaza en la vanguardia literaria con un «cristianismo acendrado y de fe entera y limpia»10 le hará ganar «algún tiro por la espalda». ¿Pensaba en las suspicacias que podía despertar su propia coyuntura, o la de Bergamín o la de un ensayista como Ángel Sánchez Rivero? Éste, que se declaraba «católico pero no cristiano» en una sustanciosa entrevista en ese número, diagnostica que el «tono de la cultura contemporánea parece propicio a un renacimiento de la conciencia religiosa»11 como consecuencia de la fallida aventura del racionalismo, ilusionado con la conquista de una geografía que al cabo se reveló exigua y poco fértil. La mudanza del templo, de la razón al misterio. Unamuno intuyó en los escritos juveniles de Marichalar, en los que era obvia su aptitud para el análisis de las contingencias y precariedades de la modernidad, una inhibida preocupación espiritual que, una vez desamordazada, podía permitirle penetrar en las capas menos superficiales de los hechos culturales. Es seguro que las dos cartas de don Miguel hicieron su efecto. Pero ni la advertencia de éste acerca de su demora en eventuales futuras respuestas ni, sobre todo, la proximidad de Marichalar a Ortega, que pudo enfriar su devoción, fueron buenos argumentos para mantener la correspondencia. (1) Al Sr. Marqués de Montesa Ha hecho usted bien, mi estimado amigo, en enviarme esas líneas de su hijo sobre Nervo pues en otro caso, como no recibo ya El Imparcial, no habrían llegado a mi conocimiento. Y me alegro de conocerlas. Conocí y traté, en efecto, a Nervo y uno de los tomos de sus obras, que edita Reyes12, irá encabezado con dos 10. «Una fricción espiritual», 1928, La Gaceta Literaria, 31 (1 de abril), p. 5. 11. «Coloquios espirituales. Con Sánchez Rivero, joven contemplativo», 1928, La Gaceta Literaria, 31 (1 de abril), p. 7. Para un análisis de su pensamiento y personalidad, Mainer, J. C., 1974, «Un escritor olvidado: Ángel Sánchez Rivero», en Literatura y pequeña burguesía en España (1890-1950), Barcelona: Cuadernos para el Diálogo, pp. 171-188; y específicamente Herrero Senés, J., 2007, «Ángel Sánchez Rivero: La preservación de la trascendencia en la edad de las vanguardias», ALEC, 29/1, pp. 107-133. 12. Las Obras completas de Amado Nervo había empezado a publicarlas la editorial Pueyo en 1920, bajo la dirección del mexicano Alfonso Reyes, y siguieron apareciendo hasta completar en 1929 veintinueve volúmenes. La primera entrega fue Perlas negras. Místicas, que es el libro que reseñó Marichalar en El Imparcial.

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estudios que le dediqué, uno cuando publicó En voz baja y otro a poco de morir13. Y allí podrá ver su hijo cuán a su modo sentí al poeta. Y celebro saber que lo que me envía es no más que principio de un trabajo más extenso. Hay en ese escrito de su hijo, aparte de la orientación general, alguna bella frase, como la del dolor que al nacer producen las alas. En lo que no estoy muy conforme es en el juicio de Ferrero sobre que América sea un país más místico que Europa, como no se refiera a la América anglo-sajona. Precisamente me quejo de continuo con amigos americanos de lo poco que allí parecen interesar los eternos problemas religiosos y del más allá. Y Nervo llama más la atención por lo excepcional. El fondo indiano religioso es algo aún poco estudiado. Y acaso podría hacerse en un Benito Juárez14, v. gr., que era indio puro, y tal como nos lo presenta Justo Sierra en su excelentísima Historia de Méjico15. Y digno de estudio también aquel estupor ante el misterio que tenía sobrecogido a Rubén Darío. Pero eso allí es excepcional. Noto también en el escrito de su hijo que se refiere a los poetas místicos (?? – a las veces mistificadores) franceses –aunque Hello16 no sé que llegara a blasfemia ni sacrilegio nunca– y deja de lado a los ingleses, acaso tan importantes para el caso, pues Nervo leía inglés. Leyó acaso a Blake, Thomson, Browning, Wordsworth...? No lo sé. Pero sí que me habló de escritoras inglesas más o menos teósofas, al modo de Me. Blavatsky y Annie Besant17 (aunque aquélla rusa, pero produciéndose en inglés). Y encuentro en general muy poco afrancesada la producción de Nervo, mucho menos que la de Darío. Valdría la pena de inquirir si influyeron en Nervo esos ingleses. Acaso Reyes lo sepa. Pero lo que ese estudio de su hijo me hace pensar es que debería extender el rayo de él y aplicarlo a fenómenos literarios análogos en nuestras letras. Porque ya es hora de que aquí, en España, nos salgamos de ciertos aspectos harto exteriores y se busque algo más íntimo y al buscarlo se señale el filón de otros veneros a nuestros jóvenes. Y su hijo lo puede hacer, según creo. Porque es de los que han trascendido de aquellos valores puramente formales y esteticistas –que no estéticos– y va tras de lo que ha sido, es y será la esencia de toda poesía. Dígaselo así de mi parte. Aunque en rigor esta carta es más para él. Es sin duda el que le acompañaba a usted cuando nos vimos aquí, en el Asilo de la Vega18. Celebro, pues, ponerme en relación con él. Porque en estos días de 13. Amado Nervo había llegado a Madrid en 1905 como segundo secretario de la embajada de México en España y permaneció en la capital hasta 1918. Durante esos años entabló relación con Unamuno. 14. Benito Juárez (1806-1872), hijo de una familia de indios zapotecas, fue presidente de México en dos ocasiones, entre 1858 y 1864 y entre 1867 y 1872. 15. Es muy probable que se refiera a la erudita obra colectiva México (varios volúmenes desde 1900) que dirigió el historiador mexicano Justo Sierra (1848-1912). 16. Ernest Hello (Tréguier, 1828-1885), crítico católico francés, muy influido por la humanización de Jesucristo postulada por Renan. Fue autor de una difundida Physionomie de saints (1875) a la que debe aludir Unamuno. 17. Annie Besant (Londres, 1847-Adyar, India, 1933) fue una activa militante feminista que Unamuno menciona, sin embargo, por su destacadísimo papel en varias organizaciones esotéricas: ingresó en la masonería en 1902 y nueve años después alcanzó la vicepresidencia de la Comasonería mundial, en 1912 fue cofundadora de la Orden de los Rosacruces y fue presidenta de la Sociedad Teosófica tras Henry Olcott, uno de los fundadores de la fraternidad, junto a Madame Blavatsky, en 1875. 18. Se refiere al Asilo de Nuestra Señora de la Vega de Salamanca, situado en el Alto del Arroyo de Salamanca, donde debieron pasar unos días de reposo Pedro Marichalar y su hijo Antonio.

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tristes luchas y de turbias pasiones no es poco toparse con quien mira por sobre el polvo del combate. Y si al menos estamos aquí abajo, en el suelo, separados y hasta alguna vez contrapuestos, la más pura unión tiene que partir de que nuestras miradas confluyan a un mismo punto allá en lo alto. Que un mismo sol nos hace diversas las sombras y no menos funde a todos en uno la luz que funde la oscuridad. Como, además, voy ya para viejo –más cerca de los 60 que de los 50– se me renueva la juventud al encontrarme con un joven que vive las inquietudes que yo viví a su edad y se defiende de la ola oleaginosa de espeso terrenalismo. Pues adivino que su hijo no es de los de la concepción materialista de la historia. Y basta de sermón. Yo, que soy padre, le felicito por tener un hijo así. Y sabe que aquí tienen, usted y él, un amigo en Miguel de Unamuno Salamanca, 21, V, [19]20

[2] Sr. D. Antonio Marichalar Al recibir hoy, amigo mío, su Sacrificio –hace unos días recibí su Clará– a la vez que la gratitud por la confianza que en mí pone, he sentido un hondo sentimiento de pesar. Del peso de los años. No, no, no puedo ir ya al paso de ustedes los jóvenes. Hubo un tiempo en que este menester de escribir cartas privadas, personales, fue mi mayor delicia. Y ponía en cada carta la misma alma –o más– que en un artículo y en una conversación privada, ojos a ojos, la misma que en un discurso. Pero el púlpito me ha apartado del confesonario. Ya apenas trato sólo con ese ser amargo, abstracto, más cándido que malicioso, que se llama el lector. Y lo siento… Si pudiera libertarme de la triste necesidad de tener que escribir un número de artículos al mes… ¡Tener que…! ¡Las cartas que escribiría…! ¡lo que hablaría a…………! Al recibir su Sacrificio me acuerdo de un pasaje de mi Cristo de Velásquez, poema en endecasílabos libres en que trabajo hace más de diez años y que estoy estos días poniendo en limpio para la prensa. En la Tercera Parte figura esto: XXII La llaga del costado Poema del Cid, versos 352 a 356

Juan, XIX, 34 Aquí la boca que te abrió la lanza para que hablase tu pasión con sangre, candada era la otra. Ciego era Longinos que nunca nada vio; diote en el pecho

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donde saltó tu sangre y resbalando por el hastil [sic] abajo hubo de untarte con ella ambas sus manos, levantólas, se las llevó a la cara, abrió los ojos, miró a su en torno, en Ti creyó y es salvo! Ezequiel, I, 27 Veta de fuego ese rubí, que el ámbar de su pecho encandece; de la hoguera que acendró tu pasión, respiradero; surtidor donde el alma que en el páramo Salmo XLI, 3 va perdida, su sed de Dios apaga; del Dios viviente y del Amor gotera que horada hasta el más duro corazón!19

Pero… ¡a estas honduras estarnos distrayendo en esto! Usted es joven, ¡también yo lo fui! (¡y lo soy! el que lo ha sido de veras lo es siempre) A su edad de usted me preocupé más que de nada de cultivar mi isla de Robinson, una isla desierta que poblé de todo y a cuyos loros les enseñé a llamarme por mi nombre y advertirme quién soy. Y ahora, en los tiempos que corremos, en la enorme confusión que nos envuelve, me retiro a mi isla robinsoniana y desde ella me paseo por el universo y me río de plutócratas y de proletarios, de reaccionarios y progresistas, de blancos y de rojos, de pesimistas y de optimistas. Reírse…! Reírse es lo más trágico que hay. El pasaje más tremendo de los Salmos es aquel del s. II versillo 4 que dice: «Qui habitat in coelis irridebit eos; et Dominus subsannabit eos»20. No hay infierno como ese; el que Dios se ría de uno y la burla. Piénselo! Sólo que luego, en el salmo XII hay este versillo 4 que alumbra el universo todo: «illumina oculos meos ne unquam obdormiam in morte». ¡Si Dios ilumina mis ojos no me dormiré en la muerte! ¡Y basta! ¡Basta de sermón! En el orden natural de las cosas está el que usted haya de ver cosas que yo no veré. Lenin le anunció a Ludovico Naudeau21 que aún nos quedan por ver cosas asaz portentosas. Pero acaso lo hemos visto todo, todo… Hay que recordar el Eclesiastés22. Todo esto claro me impide ser a plenitud tribuno de la plebe. Por eso no he pasado de concejal… Pero es que nací acaso más allá de todo eso. Y si al morirme puedo legar, aunque sea para museo o pequeño parque, mi isla robinsoniana habré hecho, creo, más que todos los ministros. Leo con interés sus cosas y si luego dejo de escribirle en tiempo no le choque. Esto es un desahogo. Salude a su padre. Es muy su amigo Miguel de Unamuno Salamanca, 20 VI [19]20 19. En las Obras completas, IV, ed. de Ricardo Senabre en 1999, Madrid, Turner/Fundación Castro, p. 535, sólo se recoge una variante en el quinto verso transcrito que sin duda se trata de una errata: «donde saltó su sangre…» en lugar de «donde saltó tu sangre…». 20. Salmo II, v. 4: «Quien habita en los cielos se reirá de ellos y el Señor se ensañará con ellos». 21. Se refiere a la entrevista Lenin había concedido en el verano de 1919 al periodista Ludovic Naudeau, corresponsal en Londres de Les temps, y que se publicó primero en The Manchester Guardian y posteriormente en el diario francés, donde debió de leerla Unamuno. 22. Eclesiastés, VII, 15: «He visto todo esto en los días de mi vanidad».

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NTRE LOS DISTINTOS TIPOS DE PRENSA que siglo XVIII sobresale la categoría de los

aparecieron en la segunda mitad del llamados espectadores. Estas publicaciones imitan en su concepción y estructura el modelo instaurado en Inglaterra por Addison y Steel con The Spectator a comienzos de aquella centuria. Su propósito es el de erigirse en observadores de la realidad y, por consiguiente, en retratistas de la sociedad contemporánea. Las páginas del periódico se utilizan para describir o criticar cuanto se observa alrededor en un intento por enseñar a sus conciudadanos a conocerse a sí mismos a través de la imagen que el periodista les proporciona. El escritor fija su atención sobre la realidad presente y particularmente sobre las costumbres y modos de vida de la sociedad civil. Se trata de una forma de representación ideológica y literaria de la realidad que se ha dado en llamar «mímesis costumbrista» y que, como ha subrayado José Escobar, «representa de forma analógica la verdad histórica mediante la observación minuciosa de rasgos y detalles de ambiente y comportamiento colectivo diferenciadores de una fisonomía social particularizada»1. Una de las actitudes sociales que más páginas mereció fue la que correspondía a la «petimetría»2. La burla de petimetres y petimetras se configuró a partir de la aparición social de un personaje que, en su versión masculina o femenina, se mostraba partidario de las modas extranjeras, particularmente francesas, como signo de distinción económica y social, e incluso como manifestación, más aparente que real, de modernidad3. Las ideas de reforma y modernización propagadas desde que 1. Escobar (1988a: 262). 2. Correa Calderón (1964: 468a). Para facilitar su localización, se citan todos los artículos periodísticos por esta edición. 3. Véase González Troyano (1994: 20-21).

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comenzara a reinar Carlos III implicaron que ciertos sectores sociales vinculados a la burguesía buscaran en lo foráneo una forma de comportarse y de exhibirse acorde con su voluntad diferenciadora. No olvidemos que la indumentaria había adquirido un particular sentido desde el Motín de Esquilache, como lo demuestran los decretos que sobre la vestimenta se sucedieron hasta el siglo XIX4. Así pues, en la época en cuestión, los trajes y modales adoptados por los petimetres se interpretaron como una renuncia expresa a los usos antiguos y al carácter español: «Por cada petimetre –escribe Caldalso en las Cartas marruecas– que se vea mudar de modas siempre que se lo manda su peluquero, habrá cien mil españoles que no han reformado un ápice su traje antiguo»5. Como Cadalso, la prensa costumbrista rechaza la desmedida afición al lujo y a las modas de que hicieron gala estos personajes6. Pero también critica duramente la ociosidad que exhiben. Me ocuparé a continuación de ambos aspectos por lo que suponen de construcción literaria de un modelo social. No obstante, me interesa ante todo señalar el modo del que se vale el periodista para ejercer esa pintura. Los procedimientos utilizados para describir a tales personajes tienen mucho que ver con la empresa educadora que el observador periodista se propone. La burla, la ironía, la sátira y la modalidad epistolar se convierten en recursos esenciales de la mímesis costumbrista y del ejercicio de la crítica. En el Duende especulativo, sobre la vida civil, Mercadal escribe: «El campo más fértil para la pluma en este país de la moral filosofía, es la ironía, pues sólo ella puede con precisión tejer el lienzo para representar a lo natural, las costumbres y abusos que hacen los hombres de sus talentos»7. Sin embargo, antes de proseguir, conviene advertir que los periódicos ingleses The Tatler y The Spectator también establecieron los procedimientos de los que habrían de servirse los observadores para verificar lo que los griegos designaban con el término diégesis y que incluiría tanto los elementos miméticos como los narrativos y descriptivos8. Significa esto que los periodistas españoles del siglo XVIII disponen de una cierta tipología textual que les permite realizar una descripción narrada de unos determinados caracteres sociales y de sus costumbres para censurar a sus contemporáneos. Con frecuencia es el propio periodista quien se convierte en personaje literario y, por consiguiente, se presenta como testigo-narrador de aquello que se describe. La condición de espectador «real» otorga veracidad a la representación, lo cual estimula la lectura de los cuadros. Las imágenes reflejadas se reproducen sin otra figuración, recreación o ficcionalización que la que hay implícita en el acto de narrar. En caso contrario, esto es, si se aceptara el presupuesto de la creación imaginaria, la realidad se desvirtuaría y con ella su mensaje. Sucede así en el caso de Clavijo y Fajardo o, si se prefiere, de El Pensador (1762-1763, 1767), paradigma español del periodismo costumbrista. Clavijo pone su periódico a disposición de las ideas ilustradas por lo que analiza la sociedad de su tiempo sin huir de la sátira ni de la polémica. La adopción del seudónimo le permite ofrecer una imagen crítica y personal de cuanto contempla a su alrededor. Además, el Pensador se ha presentado desde el primer número como una opinión

4. 5. 6. 7. 8.

Caro Baroja (1989). Cadalso (1989: 139). Calatrava Escolar (1986). Correa Calderón (1963: 119). Marún (1983).

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autorizada por su inteligencia, experiencia, edad y cultura9. Es un observador cualificado, un ciudadano instruido y atento, con el que cualquier lector medianamente avisado puede identificarse. Gracias a la marcada personalización del sujeto locutor se conseguirá remover las conciencias de sus lectores y sobre todo desplazarles hacia sí hasta lograr que compartan su visión crítica de la realidad: «El fin del Pensador –dice– es reformar sus españoles, que es lo que más le duele, como verdadero patricio»10. Dicho de otro modo, al Pensador le interesa que el público se distancie de la realidad que a menudo protagoniza para conseguir que observe, analice y critique al hombre y a la sociedad contemporánea adoptando la misma perspectiva que él les ofrece11. Esta técnica perspectivista que formulara Mercier12 se halla en relación con el sentido utilitario con el que el siglo XVIII concibe la literatura. La crítica dieciochesca de las costumbres obedece al deseo de mostrar las debilidades del ser humano y de extender las Luces. Para ello enfrenta la mentalidad tradicional y aquella otra que se supone moderna y civilizada por medio de unos tipos cuyo referente imitativo se halla en la sociedad actual: «Uno de los medios –escribe el mismo periodista en el Pensamiento titulado «Vida ociosa de muchas de nuestras damas»–, y quizá el más seguro para conocer a nuestros semejantes, es el de observarlos por la parte que mira a la vida civil y al modo de obrar en las cosas de uso frecuente en la misma vida»13. Esa observación y su intención didáctica le conducen a acercarse a la realidad directamente, expresando sin ambages sus personales juicios, a menudo tan mordaces como los que dedica a los petimetres de ambos sexos. Aludiendo a las petimetras, relata su quehacer cotiadiano así: Levántase por la mañana una dama de estas que presumen de tales, y a quienes una cierta riqueza o el capricho de algún hombre ha puesto, como suele decirse, en chapines. La primera diligencia es tomar chocolate. Las que son aseadas suelen pedir agua para lavarse, y se lavan, en efecto; pero éstas son el menor número [...]. Un pedazo de balleta humedecido, y no con agua, les sirve de Jordán, sacrificando un poco de porquería al ídolo de conservar la tez. [...] Da madama una vuelta a su casa con pretexto de ver si reina en ella el orden y el aseo, pero en realidad solo por hacer un poco de ejercicio y digerir su chocolate; empieza a reñir a criados y criadas; nada está bien puesto, nada a su gusto. [...] La señora trata a sus criados de enemigo preciso, y ellos, por consecuencia forzosa, la miran como a enemiga. Díceles palabras injuriosas, y ellos la responden sin decoro. Míralos sin humanidad y como esclavos, y ellos a su vez la sirven sin respeto, sublevados contra su tiranía14.

La altanería, el ocioso comportamiento de tales personajes, así como su desproporcionada afición a las modas, constituyen un mal ejemplo para lograr la armonía social. Ésta necesita del respeto entre los distintos estratos sociales y del trabajo como forma lícita de enriquecimiento económico y moral del individuo. La recensión económica que vive la nación exige de la población su dedicación al 19. 10. 11. 12. 13. 14.

Correa Calderón (1963: 507). Escobar y Percival (1984: 83). Baquero Goyanes (1963: 11-41). Escobar y Percival (1984: 83). Correa Calderón (1963: 484). Correa Calderón (1963: 484-485).

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trabajo o, al menos, un consumo responsable de los bienes: «¿Dónde están –se pregunta en otro «Pensamiento»– aquellos ciudadanos endurecidos en la fatiga?»15. Clavijo, ilustrado convencido, no duda en expresarse con la misma sinceridad que lo haría cualquier hombre de bien. Su propósito es transmitir un sistema de valores por lo que no duda en atribuirle a su mensaje una doble función: hermeneútica e ideológica. Según la primera, enseña al lector a interpretar el sentido correcto del mensaje; de acuerdo con la segunda, ese sentido trasluce su pensamiento político-social: «¡Y que hay quien no se avergüence de tener vida tan ociosa! –vuelve a decir sobre tales damas–. [...] Pues, señoras, consuélense con saber que toda persona que no procura emplear útilmente su tiempo, teniendo facultades para ello, ni procede como racional ni como cristiana, ya que son muy sospechosas las costumbres de cualquiera que tiene el ocio por oficio. Yo soy muy poco hombre y muy limitado para poder dar dictamen a mi soberano ni a sus ministros; pero si me viera en este caso, había de procurar que la ordenanza contra vagos se extendiese a las mujeres»16. No obstante, el periodista no es ni un político ni un moralista. De ahí que su discurso no se halle plagado de largas digresiones cargadas de teología y escritas con la contundencia declamatoria de los sermones17. Se presenta, por tanto, como un narrador que realiza una descripción, escrita a imagen y semejanza del natural, bien entendido, como reconoció Mesonero Romanos, que cuando pinta, no retrata18. Su captación del interés de los lectores se basa en trasladar al papel su estudio de la sociedad finisecular para educar, particularmente a los más jóvenes, mediante la imagen ridícula que ofrecen de sí mismos estos tipos sociales19. Refiriéndose a la realización del peinado de los caballeros petimetres, escribe Clavijo en el correspondiente «Pensamiento»: El aparato de brasero, hierros, polvos, alfileres y pomadas, suele ser magnífica, y el ayuda de cámara empieza su ministerio por enredar el pelo, cargarlo bien de sebo y manteca, y llenarle luego de polvos el rostro y la cabeza. En esto se pasa muy bien media hora, y después entra el peinado de ala de pichón, de grana de espinacas o de alguna de aquellas modas que tan dichosamente ha inventado el genio de los hombres, y en que muchos de estos hacen consistir su mérito y talentos20.

Según se ve, Clavijo y Fajardo no desaprovecha la ocasión de guiar moralmente al lector. Sus comentarios críticos se entremezclan con la narración, de manera que enseña a interpretar la realidad, a juzgarla con una aparente imparcialidad que, en la práctica, supone conocerla y valorarla desde su punto de vista. Esta forma natural de narrar, presente en Don Quijote, implica la presencia de un autor implícito encargado de amonestar y advertir, e incluso de un lector implícito al que impone un tipo de lectura21. De alguna manera, el escritor pretende conseguir 15. Correa Calderón (1963: 491). 16. Correa Calderón (1963: 486-487). 17. Sobre la diferenciación del género ensayístico en el siglo XVIII de las obras morales y su relación con la sátira, véase «Introducción» a P. Gatell, El Argonauta español (2008: 56-71). 18. Mesonero (1971: 244). 19. Escobar (1992). 20. Correa Calderón (1963: 488). 21. Véase Villanueva (1989: 23).

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–o quizá demostrar– que no está solo en sus apreciaciones sino que, dictadas por el sentido común, serán compartidas por sus lectores y acaso hasta por el conjunto de la ciudadanía. Aquí reside la dimensión perlocutoria de su discurso, propia de la intencionalidad persuasiva del género ensayístico22. Mas asimismo sucede que los artículos costumbristas y, por extensión, los periódicos se convirtieron en un medio ficticio de participación ciudadana. La sensación de que múltiples voces lo componen (heterofonía) y de que sus páginas están a disposición de los lectores se hace así mucho más verosímil. En consecuencia, no es extraño ni en El Pensador ni en la mayoría de sus seguidores que un viajero ocasional o un lector cualquiera se conviertan en improvisados redactores. Un artículo publicado en 1767 en este mismo periódico parece estar escrito por una lectora que rechaza a los petimetres y manifiesta al Pensador la inutilidad de su censura hacia estos personajes. Tal cambio en el protagonismo de la enunciación se convierte en un efectista procedimiento que, lejos de perjudicar la continuidad del discurso ideológico iniciado en 1762, le beneficia al exhibirse como confirmación. Al igual que si de una lítote se tratara, se consigue afirmar mediante la negación23. La crítica ocupa entonces un lugar preferente, resulta mucho más despiadada y vehemente, a la vez que la descripción ocupa un segundo plano: ¿Se figura Vm. poder corregir a los petimetres poniéndoles a la vista su puerilidad y ridiculez? Se engaña Vm. si tal imagina. ¿Qué fuerza le hará a un petimetre que Vm. ridiculice estos sombreritos de escaparate, propios solamente para guardados en una urna, que ni pueden defender del sol ni de las lluvias, según han llegado a cercenarlos, adornados con un plumaje, un cintillo [...] rematado en borla, que cae sobre botón y presilla de lo mismo? Ninguna [...]»24.

Con esta variación enunciativa, la responsabilidad pública del Pensador se atenúa, pues a él sólo le corresponde la relativa a la publicación de la carta, dejando un espacio considerablemente mayor a la crítica y sobre todo a la ironía: Deje Vm. que prosigan en su manía estos entes que son nuestra diversión, y cuya falta no sólo nos tendría tristes y melancólicas, sino que haría mucho daño al Estado en la extracción del dinero que pagaríamos por hacer venir monos de Cabo Verde y otros parajes para nuestro recreo, si faltasen petimetres25.

El empleo de la voz de terceros se repite en esta segunda etapa del periódico porque, además de ratificar las apreciaciones del Pensador, le introduce en los círculos de la petimetría. Mientras resulta verosímil que Clavijo y Fajardo asista, pongamos por caso, a distintas tertulias de las celebradas en Madrid, siendo observador y tertuliano a un mismo tiempo, no es posible imaginar que sea testigo de una reunión de petimetres. Si tal osara, perdería toda credibilidad y con ello se desvirtuaría su mensaje educador. Se recurre entonces a un observador directo, cercano al mundo de los petimetres. Un peluquero que cuenta en primera persona su experiencia se convierte en su sustituto, en su alter ego en ese mundo: 22. 23. 24. 25.

Véase Aullón de Haro (1992: 20-21 y 117-126). Véase Schoentjes (2001: 148-150). Correa Calderón (1963: 500). Correa Calderón (1963: 502).

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La primera ocasión de empeño que se presentó fue un baile a que había de concurrir una de las señoras, y al que me dijo asistirían muchas petimetras que tenían excelentes peluqueros que, en sustancia, era pedirme echase el resto. Así lo hice. Fragüé en mi cabeza un nuevo peinado, que llamé a la koulikan, compuesto de multitud de bucles que imitaban a las tiendas de campaña, y con las cuales se figuraba un campamento con sus fosos, calles, plazas, cuartel general, guardias avanzadas y centinelas perdidas, y en vez de penacho formé en la fachada una Venus hecha del mismo pelo (advierta Vm. la propiedad, porque a esta diosa se consagraban los cabellos), sentada en una concha marina, tirada por dos cisnes y acompañada de las Gracias26.

Sin duda, esta clase de narradores posee grandes ventajas a la hora de conseguir lectores: aumenta la hilaridad mientras disminuye el recato, la lectura de los cuadros se hace más amable y lúdica, y se favorece la identificación entre lector y narrador por pertenecer a niveles socioculturales muy próximos entre sí, aunque sea en la ficción. Sin embargo, a finales de la centuria, los periódicos utilizan con frecuencia las cartas escritas por lugareños que visitan la Corte o que reflexionan sobre ella al regresar a sus comarcas de origen. Es el caso del «Discurso XXIX» de El Censor o años más tarde del Diario de las Musas. Se publica aquí en 1791 la «Carta de un payo escrita a un tío suyo desde Madrid». El tópico contraste entre la corte y la aldea simboliza la pugna entre lo castizo y lo foráneo. Un inocente aldeano relata del siguiente modo la escena que contempla en casa de un petimetre, al que, por los suplicios que realiza para su diario acicalamiento, considera un mártir de alguna santa hermandad: [...] Una mañana que fui a ver a su merced, le encontré sudando como un carretero para meterse una cosa de color de yema de huevo a modo de jeringas, con que se ponen estos santos hombres en prensa los muslos y las rodillas. ¡Ni a mi borrica aprieto yo más la cincha de la albarda que ellos con un pedazo de cuero, que llaman calzador, se aprietan aquellos cilicios!. [...] Un hombrecillo asaz feo y mezquino abre de pronto la puerta, [...] y sin hablar palabra [...] pone unos hierros en un brasero que había en el cuarto. [...] Se sentó el amo y el hombrecillo empezó a retorcerle el pelo y a empapárselo todo como nosotros hacemos con las uvas de las parras. [...] Pero pronto [...vi] que el maniobrante agarra los terribles hierros hechos ascua, y se los dirige a la cabeza. Entonces grité: –«¿Qué vais a hacer? [...] ¿Es burro o macho acaso su merced? [...] ¡Qué virtud! ¡Qué resignación! Esto decía entre mí mientras le estuvo chamuscando la cabeza. Después de esta maniobra dejó los hierros, le quitó el empapelamiento, y empezó a arañarle y a tirarle del pelo, de modo que el santo hermano a cada tirón pegaba un respingo, daba un chillido y se le caían las lágrimas. Después le dio con un untorio que olía a girapliega en toda la cabeza, y le embadurnó de yeso, cal o harina, que de todo tendría, y dejándole la cabellera toda llena de caracoles y blanca, que parecía tener ochenta años, se marchó y quedaron tan amigos. [...] En esto, entró el zapatero con un par de zapatos nuevos. Y para que usted conozca el rigor de aquella hermandad, es de advertir que, teniendo estos hermanos su pezuña como cada pobre, les precisan a gastar unos zapatitos de niño. ¡Si hubiera usted visto cómo sudaban uno y otro al ponérselos! En fin, a fuerza de golpes se los encajaron, y fue tanta su conformidad, que sin embargo de que no podía moverse, dijo que le venían grandemente»27. 26. Correa Calderón (1963: 504). 27. Correa Calderón (1963: 636-637).

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En estas descripciones entra en juego la hipérbole y la lítotes y con ellas la ironía y la sátira. El periodista, convertido en irónico, dice unas veces más para significar menos y otras al contrario. Lo que sucede es que la hipérbole se sitúa en los límites del exceso y éstos rayan en la inverosimilitud. La pintura hiperbólica convierte el relato en caricatura de la realidad de manera que la burla ocupa el lugar de la crítica. De la ironía subyacente se pasa, pues, a la sátira y con ella nos adentramos en los dominios de la ficción lo que inevitablemente conduce a una pérdida de realismo y probablemente de credibilidad. La sátira no sólo supone una moralidad implícita sino también lo grotesco y hasta lo absurdo así como cierta dosis de imaginación o fantasía28. Por eso quien puede fantasear es el petimetre o algún observador inocente que asume la ridiculez de su comportamiento reconociéndolo, más o menos explícitamente, absurdo y pueril. El rechazo nacional hacia lo indeseable de la petimetría que el periodista desea mostrar queda, por tanto, legitimado por la simpleza del narrador-testigo, cercano, como es fácil de comprobar, al bobo o simple del género cómico. Estos recursos se hace tanto más patente cuanto más nos aproximamos al siglo XIX. La caricaturesca imagen se convirtió en habitual para ciertos artículos publicados en los inicios de esta centuria. El Regañón general edita en 1803 una «Carta que nos ha remitido un viejo verde», en la que las voces del narrador y del protagonista coinciden. Aquí se trata de una subjetividad testimonial en la que supuestamente se identifican el sujeto de la enunciación y del enunciado con el personaje real. Lo experiencial amplia la intencionalidad didáctica que subyace en el mensaje. El entusiasmo por las modas resulta grotesco incluso para los petimetres cuando estos son capaces de ejercer de observadores de sí mismos. Luego observador y observado coinciden en su valoración del mundo de la petimetría. El propio petimetre pone en solfa su existencia confesando lo risible que resulta su comportamiento: [...] Hizo la casualidad que me convidase un amigo a una función solemne, en la que había un gran concurso de caballeros y de damas, pero ¡qué bonitas!, y sobre todo ¡qué petimetras!. Yo, que soy blando, no pude resistir a la tentación: me vesti, me apreté y me estiré todo lo que pude. [...] Por fin se bailó, y yo también, aunque me mataba la gota; después se pasó a cenar, y he aquí, señor Regañón, que cuando yo, sacando fuerzas de flaqueza, y echando los ojos aparentaba más placer, se irrita la maldita gota y me pone en un brete. Discurra Vm. piadosamente cuál sería mi trabajo, y cuánto hubiera dado por hallarme en mi aposento cerrado a cal y canto; pero lo peor fue que un antiguo criado de la casa, que me conocía, brujuleando mi amarga situación, se me acercó con una grosera caridad, y sacándome de mis pies unos zapaticos ajustados, me puso unos suyos, que me venían muy anchos. La verdad, esta operación me dio la vida; pero ¿cuál fue mi turbación al ver descubiertas mis lacras, y en presencia de tantas bellezas? [...] Lo único que hubo de bueno fue que desde aquel mismo día me calcé unos grandes zapatos muy cómodos, un vestido holgado y serio, y una peluca formal, con lo que parezco un señor mayor sin engañar a nadie [...]29.

Tal desplazamiento de la enunciación en el relato costumbrista tiene además una función moral: permite al autor introducir los símbolos de una vestimenta ajustada al ser castizo como propuesta de renovación. De acuerdo con estas últimas 28. Frye (1957: 294-295). 29. Correa Calderón (1963: 663).

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líneas, esos pequeños cambios en la indumentaria adquieren el valor simbólico de un tiempo nuevo que se adapta a la modernidad huyendo de la extravagancia de los petimetres. Pero el periodista se salva de posibles justificaciones ideológicas al distanciarse de las opiniones vertidas por otros narradores. A pesar de ello, cumple con creces su intencionalidad doctrinaria pues nada más útil a la moral pública que conseguir que censor y censurados coincidan en su interpretación de la realidad. Finalmente, la narración mediante la voz de un petimetre o, en su defecto, de un asombrado testigo sitúa sutilmente al periodista en un estrato superior. Por una parte, le ratifica en su conocimiento, percepción y juicios de la realidad y, por otra, le eleva a la categoría de cualificado consultor y crítico eminente. No sólo su recreación social es verdadera sino que su valoración de la realidad le erige en el hombre superior al que, según los criterios dieciochescos, le corresponde pertenecer al crítico. Queda, no obstante, por estudiar la relación existente entre esta última forma de narrar y el éxito alcanzado por los sainetes protagonizados por petimetres. En cualquier caso, el artículo de costumbres utiliza el ejemplo como prueba persuasiva. Además, como cualquier otra manifestación literaria, supone un fingimiento del acto de narrar, de las situaciones y de los acontecimientos, aunque el público dieciochesco no lo descubriera y el escritor costumbrista no lo reconozca hasta mucho después30. La petimetría, como otros tipos sociales igualmente marcados, contribuyó a la formación del género costumbrista en sus múltiples variantes. Habremos, pues, de tener presente esta primera etapa de su configuración ya que la historia tradicional de la literatura se empeñó en atribuir el mérito exclusivamente al siglo XIX y a los nombres de Larra, Estébanez Calderón o Mesonero Romanos. Precisamente unas palabras de este último publicadas en 1832 bajo el rótulo «Las costumbres de Madrid» resumen el propósito del escritor costumbrista: «Mi intento es merecer su benevolencia, si no por brillantez de las imágenes, al menos por la verdad de ellas; si no por la ostentación de una pedantesca ciencia, por el interés de una narración sencilla, y finalmente, si no por el punzante aguijón de la sátira, por el festivo lenguaje de la crítica»31.

REFERENCIAS

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de Calderón en el XIX es el tratamiento del tema del honor como garante de la dignidad personal y social, vinculado a la opinión y dependiente, por lo general, de la conducta amorosa y sexual de la mujer (Romero Tobar, 115). La infidelidad o el adulterio se pasean sobre las tablas españolas con distintas soluciones, entre las que predomina la venganza sangrienta. Mi pretensión es plantear de modo muy sucinto cómo esta línea temática vertebra algunas de las obras puntales de la renovación dramática que proponen nuevos contenidos, más acordes con la realidad social, y nuevas formas teatrales que derivan de su tratamiento, de manera que la diferente percepción del tema articula la progresiva renovación formal: me refiero a Echegaray, Galdós y Valle-Inclán ¿Realidad (1892) y Los cuernos de don Friolera (1920) parten de un modo u otro de El gran galeoto (1881)? A Echegaray le resultan particularmente gratos estos asuntos. Su insistencia en ellos le granjeó tantas críticas como el trasnochado lenguaje retórico y grandilocuente, el efectismo y las acciones violentas con que los resolvía, aunque no le faltaron elogios: junto a voces que, conscientes de la necesidad de una renovación radical de la escena española, hacían recaer sobre la demostrada genialidad de Echegaray la responsabilidad de tal empresa (entre ellos, Clarín, Pardo Bazán y Galdós), sobre todo a raíz de la protesta por la concesión del premio Nobel en 1904 se dejaron oír también las que proclamaban la necesidad de terminar con la preponderancia de los modos echegarianos sobre el escenario. La crítica reciente ha dirigido una mirada más comprensiva al teatro de Echegaray, reconociéndole cierta intención renovadora. Newberry (1966) lo equipara con Pirandello en virtud de su interés por el proceso creativo; en esta misma línea, mientras Salaün (2005) entiende que Benavente y Valle son continuadores de A HUELLA MÁS VISIBLE DE LA PRESENCIA

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su teatro, Cabrales Arteaga (1989) o Gies (1996) lo consideran más un precursor de las vanguardias que un rezagado del Romanticismo. Aun así, creo que se le ha concedido escasa importancia al «Prólogo» que el dramaturgo coloca al frente de El gran galeoto, un diálogo en prosa donde Ernesto parece expresar las inquietudes del autor, que intuye la conveniencia de tomar otras direcciones pero sucumbe ante el gusto imperante. En una entrevista de 1904 (apud Paolini, 1995: 481 y ss.), se muestra consciente de la disparidad entre sus aspiraciones dramáticas y sus concesiones al público: «Por mi gusto escribiría muchas comedias y muchos dramas, de poca acción, pero de caracteres bien definidos y bien fijados […]. Ya sé que a veces hice lo contrario […]. Fue porque le tuve miedo al público, es decir, porque temía aburrirle». Y, sin embargo, Paolini encuentra en este «Prólogo» un apunte de las líneas por las que habría de discurrir el nuevo teatro realista-naturalista. Este es, me parece, el hilo que ensarta la obra de Echegaray con la propuesta galdosiana. A pesar de ciertas coincidencias y de similitudes ideológicas entre ambos, cuando pretenden influir en la sociedad (los dos concedían al teatro una misión didáctica) optan por soluciones que divergen en la manera de abordar los asuntos y desde luego en sus implicaciones formales. La explicación de esta disparidad tiene que ver con la diversa trayectoria que cada uno de ellos habría de seguir. Si Echegaray, que llega a conectar con la burguesía, propone la vuelta a un idealismo de signo tradicionalista, Galdós (cuya disección de la sociedad y la historia reciente en sus novelas le conduce a un profundo desencanto con respecto al papel que, de una manera entusiasta, le había adjudicado a la clase burguesa a la altura de 1880) busca la renovación de la sociedad a través de la catarsis íntima e individual de los sujetos, lo que llevaría a indagar en la autenticidad de las conciencias. Galdós habla siempre de Echegaray en tono respetuoso, y en «La escuela romántica y su pontífice. Echegaray», escrito en 1885 y recogido en Nuestro teatro (2004: 505 y ss.), reconoce sus excepcionales facultades, su capacidad para provocar emociones y una «habilidad mecánico-dramática» de la que carecen sus seguidores. Aun así, constata que «su teatro se nos presenta hoy un tanto alejado del gusto dominante», que a juicio de Galdós se va decantando hacia la «vida ordinaria»: el público ya no se deja cautivar por los «afectos tumultuosos excepcionales». Su diagnóstico es claro: «No hay mes que no se verifique un estreno de pieza trascendente, atroz, llena de adulterios y problemas insolubles, escrita en cancamurria de versos líricos»; y prosigue: No quiero hablar de los dramas que no tienen de nuestra época más que la levita con que salen vestidos los actores, y en los cuales el lenguaje, los sentimientos, así como la manera de proceder de los personajes son completamente extraños al mundo en que vivimos. A estas obras les está reservada una vida muy corta […]. No basta que las inspire lo que es perenne e inmutable en la naturaleza humana, pues si las pasiones son siempre las mismas, la expresión de ellas varía con la cultura y las condiciones históricas de los pueblos.

Por ello, es preciso sustituir «las catástrofes ruidosas, los espectáculos de atropelladas y violentas pasiones» por «la naturalidad de las representaciones sencillas y verdaderas de la vida humana», además, claro está, de huir de la declamación y del uso del verso. Y asigna esa tarea a Echegaray, a quien proporciona la receta:

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No le faltarían recursos para ello. Necesitaría únicamente cortarse un poco las alas, abatir el vuelo, atender más a la verdadera expresión de los sentimientos humanos que a los efectos obtenidos por conflictos excepcionales y por combinaciones de parentescos y lugares. Las terroríficas situaciones derivadas de accidentes físicos y de mil circunstancias extrañas al juego de las pasiones, no producen en el ánimo del público impresión tan duradera como las que fácilmente se derivan de los mismos afectos y tienen su mecánica, digámoslo así, no en coincidencias de personas y tiempo, sino en el engranaje de los caracteres, que es la clave del drama eterno que llamamos Sociedad.

Es muy posible que entre las motivaciones que le llevaron a adaptar Realidad para el teatro se cuente el hecho de que, ante la falta de respuesta de Echegaray, él mismo se adjudicase la misión de reconducir el teatro por la vía del realismo y la naturalidad. G. Sobejano (1976) e I. Rubio (1974 y 1981), al hilo de su conocida polémica, se han encargado, desde perspectivas diferentes, de acortar distancias entre Galdós y Echegaray, tanto en los temas como en la técnica. Sin embargo, Realidad se ofrece, a todas luces, como una respuesta a la dramaturgia echegariana. En este sentido, lo primero que llama la atención es la insólita resolución de lo que no es sino un caso de adulterio y honor: el marido no sólo no busca venganza, sino que posee un sentido del honor inusitado, que descansa en la virtud personal y en la autenticidad1. Pero hay otras cuestiones, íntimamente ligadas a este desenlace y sus implicaciones, que conviene señalar. Galdós toma como punto de partida el «Prólogo» en prosa de El gran galeoto y su confrontación de dos modos dramáticos. Ernesto intenta escribir un drama cuyos principios, que se ve incapaz de llevar a la escena, discute don Julián, su protector, representante aquí del público más convencional dispuesto a acudir al teatro a disfrutar con las grandes emociones, las «explosiones» y los efectismos. El «Prólogo» plantea, en primer lugar, una burla de la inspiración (de tintes románticos) que apunta hacia un nuevo drama, y cuyos arrebatos califica, después de haberlos sufrido, como «furores ridículos». Así, el drama en verso que por fin escribe, y para el que encuentra el título de El gran galeoto, responde a las expectativas de don Julián. Sin duda es de ese contraste del que se percata Galdós. Ernesto confiesa que no sabe dar forma a sus ideas (que él considera drama, mientras para don Julián son sólo filosofía alejada de lo dramático), y por eso, y porque la obra transige con las exigencias de don Julián, la acción dramática que sigue al «Prólogo» no se ajusta a su plan primitivo. A este respecto, señala Hernández que «Echegaray implica que la nueva escuela proponente de una reforma literaria no puede aplicar las nuevas leyes al teatro; éste tiene que seguir reglas convencionales muy diferentes a la novela o a la poesía» (1987: 366). Galdós parece ofrecer su nueva propuesta (apostando, por cierto, por las posibilidades que la novela ofrece) con un drama reflexivo, «de ideas», que asume los planteamientos de Ernesto pero no sus procedimientos, anclados aún en la superficialidad y lo anecdótico del melodrama (de hecho, cuando Ernesto se lamenta de que la obra que quiere escribir será «antidramática», «imposible», no podemos sino recordar las críticas de que fue objeto Realidad). De este modo 1. El tema del honor en Realidad ha sido estudiado por Feal Deibe (1977) y Estébanez Calderón (1983).

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niega los recursos anquilosados, y, sobre todo, demanda una nueva actitud en el espectador (cf. Salgues, 2005). A este respecto es interesantísimo su artículo «Viejos y nuevos moldes», de 1893 (apud Rubio Jiménez, 1998: 84-90), en el que denuncia la reducción topificada de los asuntos (el adulterio, entre ellos) y los caracteres («el marido engañado, que siempre es el mismo») y unas acciones que «responden a una moral que sólo existe de telón adentro»; todo ello ha conseguido hastiar al público, que «pide ahora caracteres, acción lógica y humana, pasiones y afectos como los afectos y pasiones que agitan a las sociedades, y al pedir esto, no pide que se haga un teatro nuevo, sino que se restaure el viejo arte del Teatro, que el mecanismo vuelva a ser accidental y que los caracteres y la reproducción de la vida constituyan el fondo de la composición». Para ajustarse al nuevo estado de cosas, Galdós busca atemperar las pasiones, la truculencia y el efectismo, y trata de demostrar que los mismos temas siguen siendo válidos si se evita la superficialidad y se sustentan en personajes menos codificados, que no usan el verso ni las expresiones rígidas y cuyas tragedias interiores han de provocar no la emoción sino la reflexión del espectador. De una manera creo que deliberada, Galdós ofreció con su título, que lo era ya de la novela dialogada de 1889, el que Ernesto buscaba inútilmente para designar a una obra en la que «todo ha de ser sencillo, corriente, casi vulgar»; el que finalmente elige remite a la tradición literaria y, por lo tanto, subraya la ficción y la teatralidad («hemos convenido en que todo lo que pasa en la escena constituye un mundo aparte, un mundo que no es como el mundo real, y, sin embargo, nos conformamos con este artificio y lo damos por bueno, y proclamamos su permanencia», sigue denunciando Galdós). En Realidad hay adulterio (en El gran Galeoto son sólo la murmuración y la sospecha los que mueven la acción), que ya se ha consumado cuando se inicia la obra; a Galdós no le interesa la anécdota, y por eso su drama radica en los «inmensos efectos» que según Ernesto pueden provocar las acciones más simples. Por eso también el verdadero drama en Galdós tiene lugar en ese acto quinto, posterior a todo lo anecdótico (la muerte de Federico no supone el fin de la tragedia), que fue saludado como una genial innovación y en el que quedan enfrentados, en soledad, Augusta y Orozco. Galdós ha conseguido lo que Ernesto consideraba imposible: que el drama tuviera su principio «cuando cae el telón» (en palabras de don Julián, «el drama empieza cuando el drama acaba») y que discurriera «por dentro de los personajes». Parecen mucho más que simples coincidencias. Tampoco los personajes (frente a los de Echegaray, meros soportes de sentimientos convencionales) responden a lo codificado por la tradición. Orozco no encarna al marido ofendido que busca la venganza, sino que está dispuesto a ofrecer el perdón a cambio de la verdad: Altamira, que supo ver también que el adulterio es en Galdós simple anécdota (1898: 297), o Yxart (1894: 330) se hicieron eco, censurándolas, de las chanzas del público, acostumbrado al marido calderoniano. Ya lo avisaba Menéndez Pelayo, a quien sin duda leyó Galdós: «todo el público del mundo silbaría estrepitosamente un drama muy edificante y muy cristiano en que, al final, el marido perdonase la ofensa de su mujer» (238-239). No es casual que precisamente el personaje de Realidad que encarna el sentido del honor calderoniano, tanto en lo personal como en lo social, Federico, termine suicidándose para sancionar su falta y cumplir el código del honor, que queda distorsionado: él no es el marido ultrajado, sino el ofensor. Por su parte, Augusta no responde, como sí lo hace Teodora, al modelo de esposa fiel: persigue su propia felicidad desde

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una perspectiva materialista que la opone a la sublimidad de su esposo. Con el resto de los personajes, frente al indiferenciado «todo el mundo», la «masa social» de la que habla Ernesto, Galdós intentará poner al descubierto los engranajes ideológicos de las distintas clases sociales. El peculiar tratamiento del tema y la falta de convención de los personajes dan paso a los nuevos procedimientos formales, en especial al monólogo reflexivo, también anticonvencional, que es el que descubre la esencia de los auténticos dramas, la realidad interior que la anécdota oculta. Los interrogantes de don Julián («un drama en que el principal personaje no sale, en que no sucede nada que no suceda todos los días, que empieza al caer el telón en el último acto y que no tiene título, yo no sé cómo puede escribirse, ni cómo puede representarse, ni cómo ha de haber quien lo diga, ni cómo es drama») parecen definitivamente resueltas. Si la crítica ha venido sugiriendo que la admiración de Valle a Echegaray se trocaría en clara animadversión a raíz del conocido incidente del certamen de cuentos organizado por El Liberal en 1900 y 1902, lo cierto es que la discrepancia estética entre ambos data, al menos, de 1894; en «Rosita» (Corte de amor) ridiculiza Valle-Inclán a Echegaray, de quien el Duquesito de Ordax copia las «tonterías» retóricas y sentimentales, de una aplastante falsedad. Y, sin embargo, como algunos críticos se han ocupado de señalar (Hernández, 1996; Sanmartín, 2003), su teatro no es tan ajeno al del insigne dramaturgo: la exageración en las pasiones y el efectismo en aras de la emoción estética convierten a Echegaray en gran medida en un demiurgo (que llega incluso, en el famoso soneto en que describe su «receta» dramática, a llamar «muñecos» a sus personajes) y, en consecuencia, en un antecedente, salvadas las debidas distancias, del esperpento valleinclaniano. Con Los cuernos de don Friolera arremete Valle, por la vía del ridículo y lo grotesco, contra la tradición dramática y contra un género, el melodrama de honor, en la figura de su más conspicuo cultivador, Echegaray, haciendo objeto preferente de su burla a El gran galeoto2. Pero su parodia es formidable, y desemboca en la deformación grotesca porque no concede autoridad alguna al texto parodiado –requisito necesario para Pozuelo (265 y ss.)–. Por el contrario, denuncia que en la época siga vigente una actitud reverencial ante la obra de Echegaray: en el epílogo del esperpento, en un gesto inequívoco, levanta la pata un perrillo sobre los carteles anunciadores. A esa falta de reconocimiento de la superioridad y el éxito de la obra se debe el que la parodia de Valle no se articule linealmente sobre su estructura (como sí hace la temprana Galeotito, de Francisco Flores García, de 1883), sino a través de referencias concretas y sobre todo de la estilización lingüística. Lo expresaba bien en una entrevista de 1921 en la que repetía las intenciones estéticas que inspiraban sus esperpentos: «Esta modalidad consiste en buscar el lado cómico en lo trágico de la vida misma. ¿Imagina usted a un marido que riñera con su mujer, diciéndole parlamentos por el estilo de los del teatro de Echegaray? […] Pues bien, para ellos sería una escena dolorosa, acaso brutal… Para el espectador, una sencilla farsa grotesca» (1994: 201). Los procedimientos deformadores de 2. M. Trambaioli (2005) se ha encargado de analizar las relaciones intertextuales entre Los cuernos de don Friolera y El pintor de su deshonra. Entre otros estudios, los de V. Cabrera (1973) y W. C. Ríos-Font (1993) abordan el carácter paródico de la obra en relación con el melodrama. Y no faltan quienes ven en don Friolera (cf. Castilla, 1991: 22-23) una caricatura del propio Echegaray, que tenía fama de friolero, pertenecía al cuerpo de ingenieros (al de carabineros Friolera), era calvo, con bigote, aficionado a los lances de honor y, según las sugerencias insidiosas de Valle, cornudo.

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Valle ponen al descubierto la hipertrofia y el automatismo del texto parodiado hasta el punto de situar a la obra de referencia definitivamente en el pasado, negándole toda posibilidad de proyección futura (cf. Pozuelo: 270). No dejan de resultar esclarecedoras algunas coincidencias de la obra de Valle con las ideas que Menéndez Pelayo expresaba sobre Calderón en 1881 (240-244); la más llamativa es que Valle atribuye a los dramas de Echegaray la misma falta de violencia pasional (aun cuando el dramaturgo basaba en la estética de las pasiones su teoría dramática) que Menéndez Pelayo señalaba en Calderón. Valle, indudablemente, había leído a don Marcelino (cuyas palabras e ideas parecen traslucirse en algunos momentos del esperpento), que ya estableció diferencias entre el dogmatismo calderoniano y el apasionamiento de Shakespeare: …nunca pueden interesar tanto como un hombre verdaderamente apasionado, v. gr. Otelo, estos tres maridos de Calderón, que sin amor, sin pasión, a sangre fría, asesinan a sus mujeres alevosamente y después de muchos razonamientos y silogismos, no porque las amen ni porque las aborrezcan, sino porque así lo manda el honor, porque así lo mandan las conveniencias sociales, no en un arrebato de pasión ni ciegos de ira o de furor, sino después de madura reflexión y de muchos tiquis-miquis sobre los sacrificios que el honor impone; es decir, en nombre de una convención social, no en nombre de una pasión humana.

También tiene presente Valle a Galdós, por el que manifestó una sincera admiración3. En 1915 le considera, con Realidad, el «redentor de nuestro teatro», artífice de una renovación que desplazó finalmente a Echegaray; en 1928 marca las diferencias entre Galdós y Echegaray y se alinea con el escritor canario: «Nos falta el diálogo. Aunque poseamos el retoricismo vivido y escrito y hablado del denuesto, la imprecación, el apóstrofe. Pero, nos falta el diálogo, que es el alma, que es el sentido medular; que en el diálogo está la médula vital del verdadero teatro, que no necesita de la representación escénica para ser verdadero teatro» (1994: 137 y 401). Y, a pesar de la caricaturización, el monólogo, tan grato a Galdós, revela también las interioridades del personaje: don Friolera utiliza un registro lingüístico vulgar cuando expresa sus propios deseos, y otro retórico cuando, en su dilema, opta por respetar el código (algo que evoca los monólogos simultáneos de Augusta y Orozco). No debe olvidarse además que también Galdós expresó en repetidas ocasiones su veneración hacia Shakespeare, y que ya en 1873, en La corte de Carlos IV, episodio de contenido teatral, oponía las pasiones shakespearianas a la frialdad de Calderón (adelantándose a don Marcelino) y prefiguraba un esperpento en el sainete La venganza del Zurdillo, que se representaba en la novela. Y, aunque la especial configuración del esperpento (como es sabido, Galdós utiliza la palabra esperpento con significado próximo al de Valle desde Trafalgar, y la crítica ha reparado en la caricaturización de la que hace objeto Galdós a muchas de sus criaturas) hace difícil encontrar parecidos relevantes con respecto a Realidad, los ecos no están del todo ausentes: si Augusta y Orozco terminan divorciados, al menos en espíritu, el divorcio es la solución que Barallocas propone como deseable para casos como el de don Friolera, al final de la escena séptima; como en la obra de Galdós, la «escena última» de Los cuernos enfrenta a don Friolera con las consecuencias de sus actos. 3.

Las relaciones entre Galdós y Valle han sido analizadas por Iglesias Feijoo (1981).

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Valle parece plenamente consciente del tema que trata: «Abundan en la buena sociedad los adulterios, que Echegaray en muchos dramas, y Galdós en Realidad, han utilizado con diferente criterio. Porque, acostumbrados los abonados a perdonar como el Orozco de don Benito, prefieren ver en la escena lo que no se han atrevido a hacer: pegar el tiro echegarayesco a los adúlteros» (apud Dougherty, 100). El honor áureo, al ser proyectado sobre la sociedad contemporánea, ofrece soluciones distintas: Echegaray lo toma sin cuestionarlo y con ello asume una tradición manida; Galdós lo inscribe en el fondo de las conciencias, y, aunque no consigue hacer desaparecer de las tablas el tópico, ofrece técnicas dramáticas renovadoras. Será Valle quien, con la creación de un género nuevo, consiga apartarlo de la escena. REFERENCIAS

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ha servido un tema literario desde las más venerables tradiciones poéticas, y la del aragonés Francisco de Goya no ha sido la de menor resalte en la literatura universal durante más de dos siglos. Goya, genial preceptor de los latidos de su tiempo, vivió también inmerso en la atmósfera literaria de la España coetánea suya y por ello han podido explicarse muchos de sus trabajos como ecos y homenajes a los escritores con los que convivió y que pudo haber leído. Ricardo Senabre dirigió una modélica tesis doctoral sintetizadora de todo lo que investigadores y críticos goyescos habían señalado en este sentido (Alcalá Flecha 1988)1 después de que Nigel Glendinning (1977)2 hubiera perseguido la huella literaria del pintor en abundantes textos de los siglos XIX y XX. Estas contribuciones no cierran, ni remotamente, la atención al impresionante conjunto de textos de diversas lenguas en los que la figura de Goya o aspectos de su obra pictórica constituyen el tejido temático que los construye. Como primer y muy limitado avance de una revisión lo más exhaustiva posible del continuado fluir del tema goyesco en la creación literaria escribo estas páginas, dedicadas al amigo y maestro que, en su abultada agenda de atenciones intelectuales, no descuidó tampoco el asunto que aquí voy a considerar. En los años más recientes la figura de Goya, más allá de la literatura, ha seguido atrayendo a los creadores de otras manifestaciones artísticas que, además, como ha venido ocurriendo en anteriores etapas, han trabajado sobre formas experimentales acordes con las técnicas más innovadoras de su momento; recuérdense la A FAMA PÓSTUMA DE LOS ARTISTAS

1. Aportaciones previas a esta monografía son los trabajos de Andioc, Camón Aznar, Dérozier, Helman, Levitine, López-Rey, López Torrijos, Nordstrom y Rodríguez-Moñino que incorporé en mi estudio «Goya y la literatura de su tiempo» (Romero Tobar 1997). 2. La traducción española del texto de Glendinning es de María Lozano (1982).

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ópera de Michael Nyman Facing Goya (2000), la versión en página web de la novela de Jordi Sierra i Fabra El misterio del goya robado (2003) o la cinta en la que el cineasta Milos Forman ha recreado Los fantasmas de Goya (2006). En la escritura literaria moderna todos los géneros han sido válidos para el tratamiento del tema goyesco; por supuesto el ensayo y la crítica de arte, pero también con una intensidad verdaderamente llamativa, los géneros miméticos, diegéticos y el discurso lírico. Este último se lucra con fórmulas acreditadas por la tradición y aporta, desde su propia naturaleza, la intensidad intuitiva que encuentra equivalencias entre el decir lírico y las características peculiares del arte pictórico. En lo que sigue y como pura fórmula de determinación cronológica sólo voy a considerar textos poéticos publicados con posterioridad al año 1996, fecha en la que se celebró el 250 aniversario del nacimiento del pintor aragonés y que, como en otras hitos de fijación celebrativas, contempló la celebración de exposiciones y homenajes bibliográficos3, aunque no tuvo el equivalente de colectáneas poéticas como las que se habían producido en conmemoraciones de años anteriores.

1. LIBROS POÉTICOS DEDICADOS A GOYA Desde los homenajes que rindieron a Goya escritores coetáneos suyos –Quintana, Mor de Fuentes, Moreno de Tejada, Jovellanos, Leandro Fernández de Moratín, Francisco Gregorio de Salas, Bartolomé José Gallardo, José Vargas Ponce– muchos poetas de los siglos XIX y XX han puesto en vilo su palabra para que sirviese como equivalente lírico de los originalísimos trazos y pinceladas del pintor aragonés. Del mismo modo su biografía, real o imaginada, y los asuntos que representó en su obra plástica lírica han servido para ejercicio de écfrasis que metaforizan las conmovedoras impresiones que suscita su pintura. Los encuentros entre el pincel del pintor y las plumas de los poetas comenzaron en español y se han prolongado en otras muchas lenguas propias de diversas tradiciones literarias. El verso alusivo, la cita en catálogos de genios nacionales o faros universales o el apunte fragmentario han fluido en paralelo con el texto unitario o la secuencia de un libro poético, de modo que la tendencia que se inició como variante personalizada del topos ut pictura poesis ha proseguido un largo recorrido que, desde mediados del siglo XX, se amplió al poemario de tema compacto y unitario. Un poeta aragonés, Ildefonso Manuel Gil, inauguró la serie de libros dedicados completamente al pintor con su Homenaje a Goya (1946)4, al que siguieron Roy Bennet (Images of summer,1981), Miguel Fernández (Discurso sobre el páramo, 1982), María Victoria Atencia (Caprichos, 1985), Jacinto Luis Guereña (Arcoiris para Goya, 1988), Mario Hernández (Sombras y variaciones, 1994) y las antologías de

3. El año 1997, a la recopilación coordinada por María del Carmen Lacarra (1997) Goya y sus inicios académicos se suman las siguientes publicaciones zaragozanas editadas por el Gobierno de Aragón: Goya y sus inicios académicos. Dibujos de la Real Academia de Bellas Artes de San Luis de Zaragoza (comisarios Arturo Ansón Navarro y Ricardo Centellas), Después de Goya. Una mirada subjetiva y Discursos sobre Goya. IX Muestra de documentación histórica aragonesa (comisario Ángel San Vicente), y el catálogo madrileño Idioma universal: Goya en la Biblioteca Nacional (comisarias Elena Santiago y Juliet Wilson-Bareau). 4. Esta plaquette goyesca fue reelaborada y ampliada por su autor en el libro Luz sonreída, Goya, amarga luz, Zaragoza editado por Javalambre en 1972.

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diversos poetas que se elaboraron en Zaragoza el año 1978, sesquicentenario de su muerte: Goya en la poesía y Goya 19785. En la secuencia temporal que he acotado para estas páginas solamente se ha publicado un libro poético plenamente dedicado a Goya, la antología de Carlos Murciano Goya y los poetas (2000) que reúne los conocidos poemas de los coetáneos del pintor y textos de escritores posteriores hasta llegar a Eloy SánchezRosillo, Justo Jorge Padrón o Ángel Guinda. En esta selección predominan los poemas descriptivos motivados por cuadros del pintor y, singularmente, los retratos tomados de segunda mano por la palabra poética. El prólogo del antólogo abunda en información biográfica y crítica sobre el artista al par que entrelaza referencias ponderativas de la fusión de las artes –pintura y poesía por modo fundamental– para sostener el venerable dictado del poeta clásico.

2. LOS POEMAS MÁS RECIENTES La expresión de la primera persona como monólogo dramático de un personaje fijado en los lienzos del autor de los Caprichos fue un recurso enunciativo que había empleado Ildefonso-Manuel Gil en el poema «Autorretrato» de Luz sonreída..., un procedimiento que funde la expresión de la figura representada en el cuadro goyesco y la propia confesión del yo del poeta. Idéntico procedimiento ha empleado Víctor Jiménez (1997: 37-38) en su libro Las cosas por su sombra, donde el poema «El cuadro» hace hablar a Melchor Gaspar de Jovellanos en un tono declarativo que se puede identificar con la voz del poeta: ¿Y me dices tú que vienes a pintarme? Goya amigo, si te vale este mendigo de la dicha, aquí me tienes

Cierra este poema la respuesta de Goya al atribulado amigo con una alusión al inevitable topos del ut pictura poesis6 que de forma mucho más gráfica ha presentado Eduardo Scala (2001: 82) en un caligrama compuesto con el nombre del pintor en un armonizado cuadrado que proyecta esta figura geométrica sobre una imagen de letrerías alineadas. Volviendo a la brillante disposición de poemas que ofrecen una sucesión de cuadros de galería pictórica –fórmula que, después de los barrocos, habían acreditado los poetas modernistas7–, Ramón Cote Baraibar (2003: 51-53) ha poblado la «Cuarta Sala» de su libro Colección privada con dos bellos poemas de tema goyesco, a los que se suma un tercero que remite al conocido cuadro de Caspar David Friedrich «El viajero sobre un mar de nubes». La reunión de dos Pinturas Negras y la obra del artista germano es un acierto por su aproximación de tres conmovedoras 5. Impresa la primera en los talleres de Octavio y Félez; la segunda, elaborada con los textos autógrafos de los autores participantes, se conserva en la Biblioteca Pública «Doctor Cerrada» de Zaragoza. 6. «Y ahora, al fin, amigo fiel,/que, para siempre, la hiel/más honda de tu amargura/se funda con mi pintura/en la llama del pincel». 7. Recuérdense los libros Retratos antiguos (1902) de Antonio de Zayas o Alma. Museo. Los cantares (1907) de Manuel Machado, galerías ecfrásticas que, por supuesto, exhiben cuadros goyescos tratados poéticamente.

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iconografías de la soledad del hombre moderno. «Un perro» es la primera pieza goyesca que contempla el poeta actual, el cual no puede dejar de percibir la inquietante representación del animal solitario como un signo de terror universal: Contra su voluntad, su temperamento o su constitución, detecta en el aire en la arana en las nubes eclipses y temblores, también cataclismos pero para su desgracia desconoce la hora exacta en la que sucederán tales acontecimientos

«La Leocadia» es la segunda figuración que se expone en esta galería de profundo romanticismo, y para el poeta, la negrura que envuelve al personaje de la quinta del Sordo es el presentimiento de la muerte que planea sobre el escenario terrible que amenaza al viejo pintor. Cote Baraibar evoca dos obras magistrales del Museo del Prado, el gran depósito de la creación goyesca que con emociones muy ajustadas al temblor de cada tiempo histórico han visitado muchos poetas: Santos Chocano, Jean Cocteau, Seamus Heany...8. El último visitante de este Museo ha sido un conocido dieciochista que, en su segunda navegación literaria, ha sorprendido a los lectores con un taller lírico a pleno rendimiento. Me refiero a Francisco Aguilar Piñal (2004), recopilador de un elenco de poemas en Mis dioses favoritos en el Museo del Prado, repertorio de personajes de la mitología clásica que para el poeta aportan «un laberinto de pasiones, espejo donde vemos reflejada la condición humana». En este nuevo museo pictórico-poético Goya inspira un soneto –«Cronos (Saturno)»– en el que el canibalismo de la figura mitológica se traslada a la experiencia del tiempo destructor de la existencia personal. El yo poético se ve a sí mismo devorado por Saturno (Cronos), aunque mientras el tiempo siga de tal suerte robándome la vida que me queda, no he de temer que mi final suceda. Hambriento estás de mí, tiempo; no ceda tu trágico apetito, pues advierte que si descansas, llegará tu muerte.

Es una condena parecida a la que Miguel de Unamuno –también cantor poético de Goya– decretaba para el buitre que consumía prometeicamente su hambre de inmortalidad:

8. Quede para otra ocasión el contraste entre la visión admirativa del Goya que, a principios de siglo XX, ofrecía Santos Chocano y el soplo refrescante que el mismo artista produce en el políticamente comprometido «Summer 1969» del autor irlandés arriba citado.

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Pues quiero, triunfo haciendo mi agonía mientras él mi último despojo traga, sorprender en sus ojos la sombría mirada al ver la suerte que le amaga sin esta presa en la que satisfacía el hambre atroz que nunca se le apaga.

REFERENCIAS

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de Altolaguirre1 se inicia a finales de los años ochenta. Ya en estas primeras lecturas, fui observando que existía una clave generadora de su poética: la dualidad que establecía en el tratamiento de temas fundamentales a los que atendía, entre ellos, la naturaleza (con la oposición entre el arriba y el abajo), el alma (en contraposición al cuerpo) y el amor (con la distinción entre amor espiritual y amor pasional)2. Pero no sólo este principio de dualidad se reducía a la semántica de los textos, sino que parecía instituirse en un principio organizador de sus ideas poéticas, incidiendo en otros diversos planos: alternancia entre el poema no estrófico y el poema estrófico, o I INDAGACIÓN SOBRE LA POESÍA

1. Citaré por las primeras ediciones de su obra: Las islas invitadas y otros poemas, Málaga, Imprenta Sur, 1926; Ejemplo, Málaga, Imprenta Sur («Suplementos de Litoral», 9), 1927; Soledades juntas, Madrid, Plutarco, 1931; La lenta libertad, Madrid, Ediciones Héroe, 1936; Las islas invitadas, Madrid, Imprenta del autor, 1936; Nube temporal, La Habana, La Verónica («El ciervo herido»), 1939; Poemas de las islas invitadas, México, Secretaría de Educación Pública («Suplementos de Litoral»), 1944; Nuevos poemas de las islas invitadas, México, Isla, 1946; Fin de un amor, México, Isla, 1949; Poemas en América, Málaga, Imprenta Dardo («El Arroyo de los Ángeles», 7), 1955. En cuanto a «Poema del agua», sigo la edición de M. Smerdou, Málaga, Curso Superior de Filología («Halcón que se atreve», 10, 1973. Para las citas de los cuadernos de Poesía, remito a Poesía I, II y III, Málaga, Limonar Alto, 1930, y Poesía IV y V, París, Rue de Longchamp, 1931. 2. Recogí estas primeras indagaciones en mi artículo «La poesía de Manuel Altolaguirre: poética de la dualidad», Revista de Literatura, LVIII, 116, CSIC, Madrid, 1996, pp. 427-449. Cfr., asimismo, mi libro Lo escrito y lo leído. Ensayos sobre literatura y crítica literaria, Barcelona, Anthropos/Centro Cultural de la Generación del 27, 2004, donde dedico dos capítulos al poeta, y «Líneas imaginarias y desarrollos poéticos en la lírica de Manuel Altolaguirre», en El espacio interior. Manuel Altolaguirre. 1905-1959, ed. de J. Valender y A. López Cobo, Málaga/Madrid, Junta de Andalucía/ Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales, 2005, pp. 107-127, así como mis últimos estudios La poesía de Manuel Altolaguirre (Contexto. Claves de su poética. Recepción), Madrid, Visor, 2008, y el «Prólogo» de mi edición Manuel Altolaguirre, Islas del aire (Antología poética), Sevilla, Renacimiento, 2008.

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entre lo culto y lo popular, o entre una poesía objetiva, que desde el gongorismo inicial enlazaba con la poesía pura, y una poesía subjetiva, reflexiva, que, desde el intimismo primero del libro Ejemplo (1927), conectaba en ocasiones con el «desgarro» de una poesía que podríamos calificar de impura. Al mismo tiempo, existía asimismo, una oscilación de lo que Kayser llamó enunciación lírica, en la línea de la objetividad poética, donde la voz la ocupaba la tercera persona verbal, especialmente en los primeros poemas, y el yo lírico, voz subjetiva, en primera persona, que prevalecía hasta los últimos libros del exilio3. Poética, pues, de la dualidad, en distintos órdenes, que fui corroborando a la par de las sucesivas lecturas críticas que iba haciendo de su obra. En este sentido, al ocuparme de otros temas de su poética, como son la soledad, el tiempo y la muerte, encontré en su tratamiento nuevas dualidades: soledad buscada y requerida frente a soledad del desamparo; tiempo interior («tiempo humano», como él lo llama) frente a un tiempo exterior («tiempo inhumano»), o muerte en oposición a vida… Junto a todo ello, una segunda línea de pensamiento recorre su poética, apoyada en los tres elementos primordiales en los que se sostiene su poesía, agua, aire y tierra: la de que nada desaparece en el universo: todo permanece, todo se transforma. Esto lleva a Altolaguirre a esbozar una teoría poética basada en el proceso transmigrativo de los seres que el poeta apoyará alegóricamente en el dinamismo de las aguas: desde el manantial de la roca hasta el mar, desde donde el agua ascenderá a las nubes y volverá a descender en forma de lluvia, penetrando otra vez en la roca, para resurgir de nuevo en el manantial, iniciando así el siguiente ciclo. Proceso que encontramos desarrollado en su «Poema del agua». Al mismo tiempo, ejemplificará este proceso transformativo en la tierra, en lo vegetal, en la propia muerte humana que fecunda esta tierra, que florece en las plantas y los árboles, que, como polen, subirá a las alturas y allí permanecerá en las regiones del universo. Nada muere, pues, todo será nueva vida. Altolaguirre tomó, probablemente estas ideas de la tradición órfica y neopitagórica, que se interna en Platón y en los neoplatónicos, a través del propio Platón y de los que recogieron su doctrina, entre ellos los poetas románticos, algunos traducidos por Altolaguirre, Shelley, entre otros, que en su Defensa de la poesía, e incluso en el Adonais, sigue estos principios. También procede de Platón la idea de los dos mundos, el de abajo y el de arriba, el de las sombras y el de la luz, y el deseo de traspasar esta frontera donde Platón sitúa lo inteligible y Altolaguirre lo invisible. A este «mundo alto» tenderá su sujeto poético en un continuo impulso ascensional. Así lo vemos en Escarmiento, primer poemario de su revista Poesía (1930), donde el yo deja claro su deseo: Quiero subir a la playa blanca, donde el oleaje verde de un mar ignorado salpica el manto de Dios; a ese paisaje infinito, altísimo, iluminado. No estarme bajo este techo angustioso de la vida (...). 3.

Cfr. W. KAYSER, Interpretación y análisis de la obra literaria, Madrid: Gredos, 4.ª ed., 1972.

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Quiero nacer de esta madre que es la tierra, al mundo alto (…)

Serán dos los ejes simbólicos de más recurrencia en la obra poética de Altolaguirre: el agua y el árbol, que se mantienen como constantes desde su inicio hasta el último de sus libros. Ejes que se constituyen en soportes fundacionales de constelaciones de imágenes. En el desarrollo de éstos, podemos encontrar alegorizado tanto el proceso de la vida, como el de la muerte, así como la implicación en ambos del devenir del tiempo. Sirva como ejemplo el poema «Roca maternal»4, en el que Altolaguirre parte, como en otras ocasiones, de la metáfora manriqueña para desarrollar su pensamiento: Roca maternal te olvido buscando el mar de la muerte, dibujando un largo río de recuerdos transparentes. Agua primera de vida voy con un blanco torrente detrás, que me empuja y brama, vida de nubes y nieves. Mi vida riega los campos, mi vida vuela celeste, mi vida se queda blanca sobre las cumbres, perenne. Quienes se vieron en mí me llegan por mi corriente, asaltan mi corazón como legiones de peces y forman espumas blancas que se agolpan en mis sienes. La vejez irá delante hacia el mar sin detenerse. Mi vida está enamorada, su prometida es la muerte.

A su vez, las distintas fases transformativas del agua (manantial-fuente-ríotorrente-mar-nube-lluvia-manantial), servirán en conjunto para simbolizar la concepción transmigrativa de la vida que subyace en esta poética. En la que cada uno de estos elementos por sí mismo constituirá un símbolo, ya referido a este proceso vida-muerte-vida, o bien conectado con otro u otros ejes simbólicos, como es el caso de la nube, que representará, unas veces, los ideales de libertad del propio sujeto poético, o bien los de ascensión, cuando no al propio sujeto. Si seguimos a Bachelard5, las aguas de la poesía de Altolaguirre serán aguas vivas, aguas dinámicas, especialmente en los libros escritos antes del exilio. Tras el exilio, y una vez potenciada la poética que tiene como eje simbólico al árbol, las aguas comenzarán a aquietarse, llegarán a ser aguas inmóviles, aguas durmientes, 4. En La lenta libertad, ed. cit., pp. 25-26. 5. Cfr. El agua y los sueños, México, Fondo de Cultura Económica, 1978 (ed. orig. París, Corti, 1942).

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aguas muertas, con las que el sujeto poético dialogará, siguiendo, a su vez, una de las tradiciones literarias más fecundas de la poesía española («Te pregunte por mí, parado río,/ agua muerta, dormida (...)»6. A su vez, tanto el agua como, en su caso, el árbol (la tierra) conectarán con la otra constelación simbólica determinante en estos versos, la del aire, en el impulso de ascensión recurrente en su poesía. De una parte, a través de la nube, y, de otra, a través no sólo de la verticalidad del árbol, sino del elemento vegetal de la naturaleza que, en ocasiones, será abonado por el propio hombre tras su muerte, como sucede en el poema «El héroe» (Poesía, V); o incluso, transformado éste en polen, vagará errático por las regiones invisibles de la altura («Somos el polen de la tierra,/oscura flor del firmamento,/el viento de la muerte nos arrastra/por los grises jardines del ensueño./Nuestra ausencia es tan sólo/errático vagar entre luceros…)7. Por otra parte, el aire, la altura (el cielo, el más allá del cielo), el arriba, en fin, será el elemento que marque la dualidad con el abajo, y que el poeta traiga a su cercanía a través de su reflejo en el agua8. Esta conexión entre el arriba y el abajo y entre los tres elementos primordiales ejes de su poesía (aire-tierra-agua) se mantendrá, asimismo, a través de la simbología del árbol, donde todos estos elementos se fusionan9. El árbol será también en estos poemas, al igual que en la simbólica general, «símbolo de la vida en perpetua evolución, en ascensión hacia el cielo», evocador de «todo el simbolismo de la verticalidad», y del «carácter cíclico de la evolución cósmica: muerte y regeneración»10. Regeneración perpetua del árbol, que observamos en la poesía de Altolaguirre, paralela a la regeneración perpetua de las aguas. Por su parte, será el árbol el motivo que más verá incrementada su simbología a partir de los últimos libros escritos antes del exilio, sustituyendo al campo simbólico del agua para expresar el fluir del tiempo y las edades del hombre (árbol-tiempo, pues), convirtiéndose incluso en ejemplo y emblema, tanto del ser humano en general, como del propio yo (antes río o nube), así como de su concepto (y deseo) de libertad («libertad lenta y tranquila»), en competición también con la libertad del agua concretada especialmente en la nube («libertad errante y soñadora»), y será en el poema de Las islas invitadas (1936) dedicado «A un olmo» -–recordando a Machado–, donde se nos muestren con más extensión estos valores: ¡Qué lenta libertad vas conquistando con un silencio lleno de verdores! Apenas si se nota en ti la vida y nada hay muerto en ti, olmo gigante. (…).

16. Son versos del tercer poema de la primera parte de Nube temporal, ed. cit., p. 20. 17. Los versos pertenecen al poema V de la serie «Elegías» de La lenta libertad, ed. cit., p. 14. 18. Altolaguirre sigue la tradición del efecto de copiarse en las aguas todo lo que se refleja en ellas, que encontramos en A. Machado, en Juan Ramón Jiménez y en otros poetas de su generación, «narcisimo cósmico», como lo llama G. Bachelard, en op. cit., pp. 39 y ss. G. Genette se ocupa de estas cuestiones, a propósito de la «imaginación barroca», en Figuras. Retórica y estructuralismo, Córdoba (Argentina): Ediciones Nagelkop, 1970, p. 13 (ed. orig. París, Seuil, 1966). Cfr., V. Bodini en «Estudios sobre el barroco de Góngora», en Estudio estructural de la literatura clásica española, Barcelona: Martínez Roca, 1971, pp. 173 y ss. 19. J. Chevalier y A. Gheerbrant, Diccionario de los símbolos, Barcelona: Herder, 1986, p. 118. 10. Ibid., p. cit.

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¡Quién como tú pudiera ser tan libre, con esa libertad lenta y tranquila con la que tú te vas formando! (…)

Ya como árbol-hombre, en el poema «Las nubes» de Poemas de las islas invitadas (1944), el yo lírico se dirigirá a la nube, su antiguo alter ego: Oh libertad errante, soñadora, desnuda de verdor, libre de venas, arboleda del mar, errante nube; si en lluvia el desengaño te convierte, la forma de mi copa podrá darte una pequeña sensación de cielo. (…)

El árbol de Altolaguirre conserva, pues, la verticalidad ascensional que éste muestra, frente al dinamismo del agua, cuyo último «movimiento», la nube, será el que se inserte en la poética del aire; el dinamismo del árbol, por su parte, se hace, como hemos visto, más lento, más reposado («lenta libertad», como llama el poeta a esta proyección vertical); conectado con el aire a través de sus hojas y sus ramas más altas, conectará, asimismo, con la tierra a través de sus raíces. Pero, es más, en la poesía de Altolaguirre, el árbol vendría a representar una síntesis, casi un emblema, de la dualidad que rige su poética: por una parte, por su comunicación con el arriba, y, por la otra, con el abajo: verticalidad, pues, de dos direcciones, como queda explícito en sus versos: (…) Desenterrando abismos y escalando cristales el árbol de mi vida huye en dos direcciones11.

Dentro de su poética, pues, podemos distinguir una primera época, que llega hasta 1936, con un predomino de imágenes relativas al agua y al aire, poética de ascensión, donde observamos la oposición entre el arriba y el abajo; y una poética, desde 1936 en adelante, en la que el elemento terrestre alcanza preponderancia, con una tendencia hacia lo interior y una expansión moderada hacia el arriba, simbolizada en el árbol, y en general en el mundo vegetal (flor, tallo, etc.). Mientras en la primera época predominaban, a su vez, imágenes relativas a lo que el mismo poeta calificó como lo invisible (en contraste, a veces, con el mundo de los sentidos, con lo visible), en la época del exilio será lo visible, lo sensorial, lo real, lo que prevalezca. Por otra parte, estas tres constelaciones simbólicas predominantes en estos poemas estarán contenidas y desarrolladas a través de una serie de símbolos de gran recurrencia. Así, en cuanto al desarrollo simbólico sustentado en el eje de aire, vemos desarrollarse imágenes relativas al vuelo (alas, ángeles, aves, nubes...), a la astrología celeste (estrella, sol, astro...), al propio cielo, a la acción del ascenso y a 11. Versos de Lo invisible (Poesía II), cit.

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la altura, o a entidades espirituales que Altolaguirre sitúa en ella, como pueden ser Dios o el alma. Todos estos términos representan el movimiento ascensional en su poética a través del impulso de elevación del yo, esquema ascensional, como diría Gilbert Durand, donde «constelan»12 símbolos que penetran en los otros dos conjuntos fundamentales, sin renunciar, no obstante, a ese impulso primero de elevación, como es el caso de la nube (agua) o del árbol (tierra), penetrando también en ocasiones en la isotopía poética de la intimidad del sujeto13, como puede ser el caso de la torre. Por otra parte, la situación del aire en el arriba, la propia altura, la misma astrología celeste, nos llevará a la luz y, de aquí, a otra serie de términos simbólicos que comparten la luz y el brillo14. Del mismo modo, la consistencia incorpórea del aire nos introducirá en campos simbólicos donde lo evanescente, lo etéreo, lo difuso, lo indeterminado, lo inaprehensible, y, al fin, lo invisible, cobre su plenitud. A su vez, todo lo que los sentidos puedan captar, y en el caso del aire la captación tendrá lugar por la mirada, pertenecerá al mundo de lo visible, mientras que lo intuido, imaginado, presentido, revelado, aquello que trasciende a los sentidos, lo que Altolaguirre sitúa más allá de la altura contemplada, pertenecerá a lo invisible, la región a la que tiende el alma, situada en el arriba, más allá de los «dinteles de luz desiertos», o en «los grandes desiertos invisibles», o «Mas allá del aire,/campo propicio al alma»15. Este esquema de la trascendencia, de la ascensión, con su constelación de diversos símbolos que expresan la altura, es uno de los soportes sobre los que gira la poética de Altolaguirre en toda su primera época. En su clasificación de los dos grandes regímenes de la imaginación, el Régimen Diurno y el Régimen Nocturno, Gilbert Durand16 calificaba el primero como el régimen de la antítesis, de la oposición de contrarios, régimen polémico en el que se observa la constante lucha del «héroe» para la consecución de la trascendencia. Esta lucha sería el reflejo subconsciente de la angustia humana ante la temporalidad y ante la muerte. Atendiendo a esta clasificación general, habría que considerar la poética de Altolaguirre, especialmente la de los primeros libros, conformada en un Régimen Diurno, bajo el esquema de la verticalidad y la ascensión, con su simbología de expansión hacia la altura y aspiración de cielo, que tiene como espacio de ensoñación el aire y ese «más allá del aire» al que el yo tiende y donde el poeta sitúa lo invisible. Es la búsqueda de la trascendencia y la espiritualidad del héroe diurno, que llegará a defenderlas, en el caso del héroe altolaguirreano, con una «espada de fuego» frente a lo carnal y a lo pasional: 12. Vid. G. DURAND, Les structures anthropologiques de l’imaginaire, París, P.U.F., 1960; sigo la traducción al castellano de Taurus (Madrid, 1982). Para Durand al esquema ascensional correspondería el arquetipo cielo. Por su parte, los «símbolos constelan porque son desarrollos de un mismo arquetipo, porque son variaciones sobre un arquetipo» (en ed. cit., p. 38). 13. Para los símbolos de la intimidad, según Durand, vid. ibid., especialmente, pp. 224-255. 14. Como dice G. Durand, «los esquemas ascensionales van siempre acompañados de símbolos luminosos» (vid., especialmente, ibid., pp. 137-149); o, en palabras de G. Bachelard: «Es la misma operación del espíritu humano la que nos lleva hacia la luz y hacia la altura» (en El aire y los sueños, México, Fondo de Cultura Económica, 1980, p. 59, ed. orig. París, Corti, 1950). Cfr. Mircea Eliade, Images et symboles (Essais sur le symbolisme magicoreligieux), París, 1952, pp. 97-98. 15. Versos de La lenta libertad (1936), de Vida poética (Poesía II, 1930) y de Ejemplo (1927), respectivamente. 16. Como ejemplo de la aplicación de las teorías sobre el imaginario en la poesía española, vid. los trabajos de A. García Berrio, especialmente, La construcción imaginaria en Cántico de Jorge Guillén, en Trames. Travaux et Memoires de l’Université de Limoges U.E.R. des Lettres et des Sciences Humaines, 1985.

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Desenvainaré mi alma como una espada de fuego (…) Las flores nunca pecaron. Entre ellas mi mano almada dará su luz o la muerte17.

Pero, aunque el Régimen Diurno sea el régimen de la antítesis, de la oposición de contrarios, puede llegar a producirse la coincidencia de opuestos o la conversión de sus valores: donde hay luz hay también tinieblas, y donde hay ascenso hay también caída, como señala Durand18, o, como invierte el propio Altolaguirre, «toda tiniebla tiene su mañana», o, «sobre el abismo de la muerte/ están los cielos de la vida»19. Desde el principio de su obra vemos esta constante de enfrentamiento entre lo alto y lo bajo, entre lo espiritual y lo carnal, entre la luz y las tinieblas. Poesía que, como digo, bebe, a mi parecer, en el platonismo y en la oposición de los dos mundos, el de la luz y el de la sombra. Sin embargo, «al igual que Platón volvió a la caverna», el desarrollo de la poética de Altolaguirre se irá encauzando hacia los símbolos de la intimidad, del reducto cerrado, del interiorismo, en un proceso marcado por esta inversión simbólica, por la eufemización y, en algún caso, por lo que Durand llama antífrasis20. O bien a través de símbolos y esquemas que muestran la tendencia cíclica del mundo o el eterno retorno de lo existente. Aquí podríamos situar el propio arquetipo del árbol, con sus partes vegetales (asimiladas a las edades del hombre) y su ciclo de florecimiento, y, a la vez, la teoría transmigrativa que Altolaguirre concede al universo. En esta especie de conjura del Régimen Diurno, ya las armas y las fortalezas (torres, edificios no abatidos) de su poética no serán sólo ofensivas y defensivas, sino que buscarán la paz y el recogimiento, ya la lucha contra lo carnal, contra el tiempo, contra la muerte, contra la propia culpa interior se aplacará, y los símbolos polémicos primeros irán cobrando características positivas, marcados por la aceptación y la resignación. Se aceptará el devenir al igual que se acepta la muerte, esa muerte invocada como amiga, como amada. Si, por otra parte, en el tratamiento del amor se daba un desajuste entre las aspiraciones del yo, y las del objeto amoroso (el héroe-poeta siempre estaba situado en un espacio de altura, de sueños, de nubes y fuego, superior o, en todo caso, distinto, al de la amada: recuérdese el poema que comienza «Mi sueño no tiene sitio para que vivas»)21, en su segunda producción poética, la amada cobrará cualidades de altura, de guía, de redentora, y sostendrá al sujeto poético en esta toma de conciencia con lo real y es este descenso hacia sí mismo.

17. Séptimo poema de Escarmiento (Poesía I). Es una actitud heroica la que adopta la imaginación diurna, contra el destino, contra la amenaza nocturna, mediante sus armas: vid. G. Durand, op. cit., p. 114. En este sentido «la trascendencia está siempre armada». 18. En ed. cit., p. 61. 19. Son versos de Fin de un amor (1949) y de Nube temporal (1939), respectivamente. 20. La eufemización constitutiva de la imaginación es un procedimiento que todos los antropólogos han observado y cuyo caso extremo es la antífrasis, en la que una representación se debilita utilizando el nombre o el atributo de su contrario. Constituye una inversión de los valores. Vid. G. Durand, ed. cit., especialmente, pp. 189 y ss. 21. De Escarmiento (Poesía I, 1930), ed. cit.

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Será, por su parte, en los poemas de la etapa anterior al exilio, cuando Altolaguirre muestre a este yo-héroe diurno bajo los efectos visionarios de la gigantización, característica, según Durand, de este régimen de la imagen. Así lo encontramos en una serie de poemas que pone de manifiesto, asimismo, el impulso ascensional determinante de esta poética. A Vida poética (Poesía II, 1930) pertenece el siguiente poema, titulado «Vida», que muestra la potestad sobrehumana del sujeto, así como sus sueños cósmicos: (…) ¡Cómo se me escapa el suelo! ¡Cómo me rozan los hombros los horizontes en fuga! ¡Cómo me despeina el cielo en esta carrera loca! ¡Ay, que con mi pecho empujo y hundo en barrancos los vientos! Las paredes derribadas; grietas en el firmamento; roto el mundo, desclavado; yo, sobre escombros, corriendo. Abierta contra la negra playa de su blanco fuego la puerta final del mundo, dinteles de luz desiertos, se ofrece en arcos tendidos: norte y meta de mis sueños.

O, como en el poema «Recuerdos» de La lenta libertad (1936), donde, parejo a un proceso de desdoblamiento, tan recurrente en esta poética, se nos ofrece, asimismo, la gigantización y la majestad del yo: (…) Yo soy éste que veo brotar de mí, sobrepasarme, el que fuera de sí ya no se encuentra, el que agrandó sus brazos por buscarse. (…). Bajo mi pie, contigo, está mi cuerpo. Un gigante de espíritu lo aplasta, un amor grande, triunfador, me eleva (…).

En ocasiones, incluso, el yo se agiganta ante el dolor. Como en el poema «Angustia», de Ejemplo (1927): «Se agrandaban las puertas. Yo gigante,/ con el recuerdo de mi olvido dentro,/ (…) Y yo distante, agigantado, loco (…)». Sin embargo, en los libros del exilio, la inversión de valores llegará a instalarse en lo que Durand llama miniaturización o gulliverización22. Una tendencia hacia lo pequeño y hacia lo interior se desarrollará en estos versos, referida no sólo al propio sujeto y a sus reflexiones, sino a su entorno, y un acortamiento de los límites 22. En ed. cit., pp. 262 y ss.

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de los paisajes, ubicados, ahora, en ámbitos muy concretos. El yo se situará dentro de sí mismo, como en el poema-prólogo de Poemas de las islas invitadas (1944) («Mi corazón dio golpes en la oscura/ puerta interior y se me fue la vida/ hacia dentro, hacia ayer…»). Será consciente de que hace tiempo que no mira «sino hacia dentro»23. «Dentro» y «adentro» serán dos términos que Altolaguirre utilice con asiduidad en estos libros. A su vez, en estos poemas, se nos hablará de la «luz interior», del «cielo interior»24, del «tiempo interior»25. Los horizontes también se reducirán, incluso el impulso de ascensión. Al igual, lo hundido, lo cóncavo, lo hueco mostrarán su presencia determinante, mientras que la mujer pasará a ser representación de lo materno, potenciándose el regazo, el seno. Incluso llegamos a apreciar cómo el amor contribuye a derivar las alturas hacia la intimidad: A la sombra de tu vida quiero detener mi tiempo, que tu profundo horizonte me haga perderme en su seno (…)26

Será el jardín, por otra parte, el escenario preferido para acoger la historia de los libros primeros del exilio («Vida de amor, como un jardín cerrado»)27. La mirada estará puesta en la semilla, en las flores, en los tallos, en los árboles, en las funciones concretas que en este marco cerrado se realizan, y las metáforas surgirán de este entorno. La mujer será, ahora, el agua que riegue las raíces del yo-árbol, («Tu vida tiene cristales/que suben por mis raíces…»)28, raíces que, a la par, serán comparadas a las madres, en esta potenciación de lo maternal. Por su parte, la vida tomará también forma hueca, será «barca», «nido en el mar», «cuna a flote», en versos de su último libro publicado antes de su muerte, Poemas en América (1955)29. Un realismo sensorial, donde el color y el sonido –la música– ocupan lugares primordiales, sustituirá la fantasía cósmica, el mundo del ensueño sin fronteras, que regía la anterior poesía. Este realismo llevará a la voz poética a reconocer que «hay dolor en la altura/del bien y el desengaño»30, o a plasmar explícitamente la carencia de angelidad del yo lírico en el poema que abre el libro Nuevos poemas de las islas invitadas (1946): Dicen que soy un ángel y, peldaño a peldaño, para alcanzar la luz tengo que usar las piernas. (…)

23. 24. 25. 26. 27. 28. 29. 30.

En Fin de un amor, ed. cit. En Poemas en América (1955), ed. cit. En Fin de un amor (1949), ed. cit. De Nuevos poemas de las islas invitadas (1946), ed. cit. De Ibid. En Fin de un amor, ed. cit. Ed. cit., p. 33. En Nuevos poemas de las islas invitadas (1946), ed. cit.

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Mientras repetirá, en Poemas en América: «Sin ser un ángel, sin ser un ángel»31. El yo, pues, asumirá también su realidad, concretada en su propio ser humano, y en la imagen vegetal que lo simboliza: (…) Todo sueño que es nube se deshace. Vuelva a brillar el sol, pues la blancura de esa ilusión de libertad celeste es tan sólo una sombra hecha jirones. No sueñe más el agua, y tenga vida en la savia o la sangre, tenga sólo en mí su libertad, libre en mis lágrimas32

Son significativos los poemas que tienen por escenario los reductos concretos donde la vegetación se expansiona, sea el jardín, como hemos visto, o el bosque, incluso el vivero, o la descripción detallada de fenómenos también concretos, como la de la niebla, el riego, las sombras, los senderos…, en poemas de Fin de un amor (1949), o la del espacio donde canta el pájaro en el «Soneto a un cántico espiritual», de este mismo libro, que entronca, desde la rememoración del título sanjuanista, con las estructuras místicas de este tipo de Régimen de la imagen33. A la par se producirá la fusión de elementos «Luz y música (…)./ Tierra y cielo (…)»34. O la inversión de valores en los elementos «tenebrosos», como puede ser la noche, mediante la eufemización («sigamos siendo noche,/ como la noche inmensos»)35. «Noche oscura» que se unirá a la ascensión de las aguas, reducida ahora a la altura de las flores, en el poema que concluye Fin de un amor, último de los libros publicados en América: Agua desnuda la lluvia, qué libremente se esconde hasta verse libre en tallos cielo arriba, hasta las flores. Amar es hundirse, huir, perderse en oscura noche, (…)

Como vemos, pues, a pesar del deseo de elevación y de trascendencia del sujeto poético de estos versos, de la manifestación «visionaria» de este impulso en muchos poemas, de la amplia constelación de símbolos referidos a la altura, así como de la utilización de medios diairéticos36 para defender la trascendencia que se ansía, y, a pesar de la oposición de contrarios y de la lucha contra

31. En el poema «Vuelo sobre el mar», más tarde titulado «Sobre el mar», ed. cit., p. 11. Altolaguirre fue calificado de «ángel» en numerosas ocasiones, tanto por su carácter como por su poética ascensional («poeta vertical» le llamó Gerardo Diego), y llegó a asumir esta característica en algunos de sus poemas. 32. En el poema «Las nubes» de Poemas de las islas invitadas (1944), ed. cit. 33. Para las estructuras místicas del Régimen Nocturno, vid. G. Durand, ed. cit., pp. 255-266. 34. Versos de Fin de un amor (1949), ed. cit. 35. Versos de Poemas de las islas invitadas (1944), ed. cit. 36. Vid. G. Durand, ed. cit., pp. 149 y ss.

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los impedimentos en la consecución de esta trascendencia, que hacen situar la poesía de Altolaguirre bajo la estructura de Régimen Diurno, observamos una fuerte tendencia orientada hacia el régimen de la imagen que Durand entiende como Régimen Nocturno, que llegará a prevalecer en la última producción del poeta. En este sentido, encontramos, desde poemas tempranos, una serie de esquemas que potencian la conciliación de estos opuestos, especialmente a través de la inversión de los valores simbólicos de los elementos contra los que el héroe de Altolaguirre se enfrenta, o bien por la inclinación a contrarrestarlos al dar cabida y desarrollar otros recursos que llegan a atenuar o exorcizar la negatividad de los elementos enemigos, introduciendo en su poética la intimidad bienhechora o el ritmo de los ciclos naturales (arquetipo del árbol), o bien llegándola a cimentar en la esperanza del eterno retorno (circularidad del proceso acuático, transformación de lo visible, pervivencia en lo invisible).

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El progreso del Libertino: Poéticas del epicureísmo en A Satire against Reason and Mankind de John Wilmot AINOA SÁENZ

DE ZAITEGUI Universidad de Salamanca

Pocos entre los pocos, raros entre los raros, filosóficamente nos sentimos muy solos. Juan Antonio González Iglesias, «Unconventional Epicureans»

U

N HÉROE DE LA VIDA DISIPADA:

tal es la posteridad de John Wilmot, segundo conde de Rochester y poète extraordinaire de Charles II. Manufacturado por el propio Wilmot, el personaje Rochester posee dimensiones míticas en la historia de la autodestrucción1. Su poema maestro, A Satire against Reason and Mankind2, nos provee, sin embargo, de una imagen autorial abiertamente contradictoria con las palabras más estrechamente vinculadas a su leyenda: promiscuidad, obscenidad, excesos. Proponemos una lectura de dicha sátira a partir de la doctrina de Epicuro según De rerum natura de Lucrecio, en busca de un sentido más exacto del concepto de hedonismo en la obra del poeta inglés. De la traducción rochesteriana de Lucrecio sólo nos han llegado dos fragmentos. La influencia epicúrea en su pensamiento ha sido, no obstante, señalada repetidamente3. Para A Satire se sugiere the tradition of libertinage –fuente con frecuencia 1. Personaje, también literalmente: recordemos que a partir de Wilmot modela Etherege al Dorimant de The Man of Mode. 2. En adelante, A Satire. Citamos según Adlard (1989: 98-103). 3. En su clásica biografía-collage de Wilmot, Adlard afirma: «It is not difficult to understand Lucretius’ appeal to the young Rochester: he combines a determination to free mankind from unreasonable fears, to teach it to see things as they are, with a delight in the fruitfulness of Nature, whose genial power he invokes as Venus. To men of many ages he has given tranquility of mind» (1989: 17). Acertadamente, relaciona el interés de Wilmot por Epicuro con la poderosa presencia de Hobbes en las manifestaciones intelectuales de la época, citando la célebre sentencia de Thomas Creech: «[Hobbes]

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mencionada inmediatamente a continuación del título–, entendiendo por tal básicamente la Apologie de Raimond Sebond de Montaigne: «Quant à la guerre […], il semble qu’elle n’a pas beaucoup dequoy se faire désirer aux bestes qui ne l’ont pas» (Adlard 1989: 15). Es precisamente en la contraposición ser humano-bestia donde reside el proverbial lazo entre la sátira de Wilmot y la octava de Boileau, esta última comúnmente designada como modelo de aquélla4. Como también ocurre con su An Allusion to the Tenth Satire of the First Book de Horacio, la versión que de Boileau presenta Rochester no sólo es más directa, sino más filosófica. El tono didáctico de Boileau –con excursos a modo casi de exemplum, como los de la hormiga (vv. 25-34) o el asno (vv. 247-251)– es sustituido en Wilmot por la voz lírica del moralmente superior y en absoluto condescendiente. En Boileau, Rochester encuentra un soporte válido –una armazón– para sus argumentos contra ratione. Pero no puede exigírsele un poema de más de cien pareados heroicos sólo para regañarnos porque no somos leales con los de nuestra especie, como los osos o los leones. Su invectiva es censura de un estado de cosas, pero también propuesta de una alternativa: en este caso, Epicuro, o, más exactamente, Lucrecio. Siguiendo a De rerum natura, Rochester comienza el ataque contra la razón con un elogio de los sentidos: «The senses are too gross, and [man]’ll contrive / A sixth, to contradict the other five, / And before certain instinct, will prefer / Reason, which fifty times for one does err: / Reason, an ignis fatuus in the mind, / Which, leaving light of nature, sense, behind, / Pathless and dangerous wandering ways it takes / Through error’s fenny bogs and thorny brakes; / Whilst the misguided follower climbs with pain / Mountains of whimseys, heaped in his own brain; / Stumbling from thought to thought5, falls headlong down / Into doubt’s boundless sea, where, like to drown, / Books bear him up awhile, and make him try / To swim with bladders of philosophy; / In hopes still to o’ertake th’ escaping light, / The vapour dances in his dazzling sight / Till, spent, it leaves him to eternal night. / Then old age and experience, hand in hand, / Lead him to death, and make him understand, / After a search so painful and so long, / That all his life he has been Politics are but Lucretius enlarged; his state of Nature is sung by our poet, the rise of laws, the beginning of societies, the criterions of just and unjust exactly the same, and natural consequents of the Epicurean origin of Man» (1989: 16). El reto consiste en la conciliación del Rochester satírico –innegablemente epicúreo– con el Rochester conde –probablemente, su antítesis–, máxime cuando Adlard combina en su Debt to Pleasure testimonios de no-ficción con el corpus poético del biografiado. 4. El motivo central de Boileau –el animal– no es sino mera excusa en Wilmot. Incluso cuantitativamente, la presencia de este elemento apenas reviste importancia en A Satire: los esporádicos «dog» (v. 5), «monkey» (v. 5), «bear» (v. 5) y «birds» (v. 129) suponen una drástica reducción respecto a los ubicuos «ver» (v. 5), «fourmi» (vv. 5, 25), «taureau» (v. 7), «chevre» (v. 7), «ours» (vv. 62, 129, 259), «lion» (vv. 64, 133), «loup» (v. 125, 126), «tigre» (v. 128), «vautour» (v. 130), «aigle» (vv. 139, 140), «renard» (vv. 141, 142), «biche» (v. 143), «cerf» (v. 144), «panthere» (v. 259) o «asne» (vv. 276, 277, 280, 303), entre otros. En el texto francés, la comparación de casos animales con las circunstancias humanas vertebra la sátira, es inherente a (e inseparable de) la estructura del poema, produciendo un discurso ordenado, casi automático en su progresión. En definitiva, Boileau. Por su parte, Rochester parece perder interés en el recurso de la fauna a la altura del verso 7, recuperándolo sin demasiado entusiasmo y en contadas ocasiones a lo largo del poema. 5. La expresión «Stumbling from thought to thought» reproduce «Voltige incessamment de pensée en pensée» (v. 36) en Boileau, con una interesante variación: mientras que el francés alude a la inconstancia de los deseos humanos (»Son cœur toûjours flottant entre mille embarras, / Ne sçait ni ce qu’il veut ni ce qu’il ne veut pas. / Ce qu’un jour il abhorre, en l’autre il le souhaite» (vv. 37-39), el inglés se mantiene en un plano estrictamente cognitivo.

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in the wrong. / Huddled in dirt the reasoning engine lies, / Who was so proud, so witty, and so wise» (vv. 8-30)6. Es significativo que Wilmot identifique razón con sentido –«A sixth, to contradict the other five» (v. 9; la cursiva es nuestra)–, ensalzando como «light of nature» (v. 13) la percepción sensorial, en contraste con el raciocinio, «an ignis fatuus of the mind» (v. 12) que desemboca en «doubt’s boundless sea» (v. 19) y, en último término, «eternal night» (v. 24). Se trata de una apología de los sentidos claramente orientada a denunciar escepticismos exacerbados –o racionalismos a ultranza, si se prefiere– y sorprendentemente próxima a la argumentación de Lucrecio: «invenies primis ab sensibus esse creatam / notitiem veri neque sensus posse refelli. / nam maiore fide debet reperirier illud, / sponte sua veris quod possit vincere falsa. / quid maiore fide porro quam sensus haberi / debet? an ab sensu falso ratio orta valebit / dicere eos contra, quae tota ab sensibus orta est? / qui nisi sunt veri, ratio quoque falsa fit omnis» (IV, vv. 478-485). De rerum natura contempla una razón nacida y co-dependiente de los sentidos, premisa conducente a la aporía lucreciana: si los sentidos nos engañan, la razón, necesariamente, también. Así, igualmente, Rochester se burla de quienes desconfían de los sentidos, sólo para inventarse un sexto aún más burdo –«The senses are too gross» (v. 8)– en el cual depositar unas expectativas abocadas a la frustración y el fracaso7. Sin embargo, Epicuro cree en la razón. Y, no obstante, su título, A Satire against Reason and Mankind puede ser un ataque contra la humanidad, pero no contra la razón stricto sensu. De hecho, el texto presenta una seria contradictio in terminis cuya resolución rompe el poema en dos mitades simétricas, con el verso 111 –«’Tis not true reason I despise, but yours»– como punto de fractura. Explica Wilmot: «Thus, whilst against false reasoning I inveigh, / I own right reason, which I would obey: / That reason which distinguishes by sense / And gives us rules of good and ill from thence, / That bounds desires with a reforming will / To keep ’em more in vigour, not to kill. / Your reason hinders, mine helps to enjoy, / Renewing appetites yours would destroy. / My reason is my friend, yours is a cheat; / Hunger calls out, my reason bids me eat; / Perversely, yours your appetite does mock: / This asks for food, that answers, ‘What’s o’clock?’ / This plain distinction, sir, your doubt secures» (vv. 98-110; la cursiva es nuestra). El hedonismo será, entonces, una práctica del epicureísmo más ortodoxo: la razón debe ser entendida como instrumento de moderación; el sexto sentido es, en realidad, el común. Razón no es erudición, ni el espejismo de una mente trascendente versus un cuerpo –cinco sentidos– 6. Señala Price que A Satire «reflects the skepticism of his age, going back to classical sources in Lucretius and the Epicureans, sometimes turning to modern versions of materialism, sometimes borrowing from those fideistic doctrines which sapped trust in man’s reason in order to throw him upon faith» (1973: 1594). Queda lejos, pues, el escepticismo de corte socrático que puede colegirse de «[…] nostre esprit deceu, / Sçait rien de ce qu’il sçait, s’il a jamais rien sceu» (vv. 177-178) en Boileau. 7. A propósito de la (in)falibilidad de los sentidos, Godwin anota, no sin sentido del humor, que «the very notion of knowledge […] comes from sense-experience, which we are only able to evaluate as reliable or unreliable insofar as we can distinguish degrees of veracity; in practical terms, we only recognise delusions as such because the rest of the time we are not deluded –and in any case our very survival depends on our trusting the sense-datum which informs us when we are about to walk over a cliff. […] If L[ucretius]’ ridicule of the practical consequences of scepticism seems exaggerated, they are not; ancient sceptics seem to have practised their scepticism in everyday life, ignoring danger as possibly hallucination and only being saved by less sceptical friends» (1986: 120-121). Lo cual nos recuerda bastante a cierta anécdota mucho más reciente protagonizada por una «vaca sagrada» de la postmodernidad y un semiótico del bestseller.

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engañosos y, por tanto, prescindibles. Razón es acción: «[…] thoughts are given for action’s government; / Where action ceases, thought’s impertinent» (vv. 94-95). Llegamos, así, al verso decisivo del poema, corolario de este Rochester epicúreo contra una época moralmente devastada: «Our sphere of action is life’s happiness» (v. 96)8. De un materialismo más moderado que Lucrecio, Wilmot denuncia al patético reasoning engine que yerra en sus aspiraciones de conocimiento por sobrevalorar lo abstracto en detrimento de lo tangible: «His wisdom did his happiness destroy, / Aiming to know that world he should enjoy» (vv. 33-34). Como el filósofo griego y su profeta latino, Rochester vincula indisolublemente las ideas de felicidad y amenaza, remitiendo nuestra ansia de conocimiento a la necesidad de sentirnos seguros en el espacio que habitamos: arruinamos nuestras facultades sensoriales a fuerza de supeditarlas a una cognición meramente racional. Más aún, nuestras relaciones interpersonales están condicionadas no por el curso natural de los acontecimientos, ni siquiera por nuestros instintos innatos, sino, antes bien, por la ansiedad de sabernos débiles ante los otros, a merced de quienes son más poderosos que nosotros. Nos mueve el miedo a la posibilidad, es decir, el producto de una imaginación hiperactiva: «Which is the basest creature, man or beast? / Birds feed on birds, beasts on each other prey, / But savage man alone does man betray. / Pressed by necessity, they kill for food; / Man undoes man to do himself no good. / With teeth and claws by nature armed, they hunt / Nature’s allowance, to supply their want. / But man, with smiles, embraces, friendship, praise, / Inhumanly his fellow’s life betrays; / With involuntary pains works his distress, / Not through necessity, but wantonness. / For hunger or for love they fight and tear, / Whilst wretched man is still in arms for fear. / For fear he arms, and is of arms afraid, / By fear to fear successively betrayed; / Base fear, the source whence his best passions came: / His boasted honour, and his dear-bought fame; / That lust of power, to which he’s such a slave, / And for the which alone he dares be brave; / To which his various projects are designed; / Which makes him generous, affable, and kind; / For which he takes such pains to be thought wise, / And screws his actions in a forced disguise, / Leading a tedious life in misery / Under laborious, mean hipocrisy. / Look to the bottom of his vast design, / Wherein man’s wisdom, power, and glory join: / The good he acts, the ill he does endure, / ’Tis all from fear, to make himself secure. / Merely for safety, after fame we thirst, / For all men would be cowards if they durst» (vv. 128-158). Esta poesía del absurdo eclosiona en «For fear [man] arms, and is of arms afraid, / By fear to fear successively betrayed» (vv. 141-142), donde se completa el círculo vicioso de temer sentir temor, tener miedo del miedo mismo. Es entonces cuando nuestra humanidad engendra monstruos: la razón no es más que locura en potencia. 8. La excelencia moral que debe demandarse de la voz lírico-satírica se cumple en virtud de las implicaciones de este verso. Según Kenney, «the trouble with Epicureanism, and the main reason perhaps why it never enjoyed the general success of Stoicism, was not that it was too easy, but that it was too difficult, too austere, too unworldly. It is hard for an ordinary man, at the same time as he is forbidden to pursue the usual goals of worldly ambition, to accept that he must live well now because there will be no other chance for him to live at all, and that the good life must be lived for its own sake without any prospect of either reward or punishment in the hereafter» (1971: 3-4). Es decir, ser epicúreo es ser un héroe en un mundo sin virtud o, lo que es lo mismo, asumir que el heroísmo es utopía. Ésta es, posiblemente, la clave hermenéutica más fructífera en la interpretación de A Satire.

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Es posible, sin duda, leer los treinta versos arriba citados con Lucrecio en mente: «tunc et amicitiem coeperunt iungere aventes / finitimi inter se nec laedere nec violari, / et pueros commendarunt muliebreque saeclum, / vocibus et gestu cum balbe significarent / imbecillorum esse aequum miserier omnis. / nec tamen omnimodis poterat concordia gigni, / sed bona magnaque pars servabat foedera caste; / aut genus humanum iam tum foret omne peremptum / nec potuisset adhuc perducere saecla propago» (V, vv. 1013-1027). Significativamente, donde Lucrecio ve un pacto de no-agresión, Rochester sólo encuentra modos de degeneración individual9. Del miedo arrancan todos los vicios y todas las virtudes. Lo (poco) bueno que poseemos y somos procede de un mal entendido instinto de supervivencia –de hecho, un constructo mental enfermizo, casi paranoia–, no de una moral discriminadora. La llamativa recurrencia de la palabra fear –cuatro apariciones en tres versos (141-143) y de nuevo en el 156, por ceñirnos a este pasaje– sitúa A Satire en el corazón del epicureísmo. Pero la ingenuidad humana alcanza su clímax en el espejo de Dios: el hombre se persuade de estar en contacto con lo divino por asociaciones más o menos remotas –culto, identificación, incluso aspecto físico– como estrategia de supervivencia en esta vida y en la (presuntamente) venidera. Dice el interlocutor clerical de Rochester: «Blest, glorious man! to whom alone kind heaven / An everlasting soul has freely given, / Whom his great Maker took such care to make / That from himself he did the image take / And this fair frame in shining reason dressed / To dignify his nature above beast; / Reason, by whose aspiring influence / We take a flight beyond material sense, / Dive into mysteries, then soaring pierce / The flaming limits of the universe10, / Search heaven and hell, find out what’s acted there, / And give the world true grounds of hope and fear» (vv. 60-71). Podría acusarse a Rochester de procurarse un oponente demasiado batible –o, mejor, rebatible–: no sólo presupone en los mortales una parte eterna –«an everlasting soul» (v. 61)– y un molde divino –«from himself [the Maker] did his image take» (v. 63)–, sino que, además, adjudica a la razón la capacidad de «take a flight beyond material sense» (v. 67) para, más allá del conocimiento de las cosas terrenales, «search heaven and hell» (v. 70). Pero esta argumentación à la lettre no carece de comicidad en su dogmatismo exacerbado, acentuado por la grandilocuencia misma de la expresión: en «this fair frame in shining reason dressed» (v. 64) resuenan ecos casi épicos, mientras

9. Como advierte Price, A Satire se distancia de Leviathan –«war of every man against every man»– en que «Rochester plays upon the social restrictions to which man submits in the name of all those virtues that are merely rationalizations of his fear and desire for security, and he stresses more than Hobbes the ironic conversion of fear into more ‘respectable’ passions» (1973: 1598). La palabra operativa es rationalizations: la razón como coartada. Cualquier cualidad humana puede ser procesada mentalmente hasta obtener un producto satisfactorio de acuerdo con el estándar ético imperante. Que la organización social esté asentada sobre esta ilusión implica una ironía trágica muy rochesteriana: es reír o sucumbir a la desesperación. En contraste, Boileau resuelve el dilema de «L’Homme a ses passions, on n’en sçauroit douter. / Il a comme le mer ses flots et ses caprices; / Mais ses moindres vertus balancent tous ses vices» (vv. 162-164) con una crítica de la negociación entre cultura y poder, sin consideraciones filosóficas de por medio. 10. Anotadas in loco por Vieth (1968), corresponden a las «flammantia moenia mundi» de Lucrecio (I, v. 73), «not a mere poetic expression, for in the Epicurean cosmogony the lighest particles flew out from the centre of a mundus, and whirling round on the edge of the turbo caught fire and formed a fiery envelope» (Bailey 1966: 612). Se pone así de manifiesto el carácter no sólo satírico, sino eminentemente filosófico, del poema de Rochester.

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que «give the world true grounds of hope and fear» (v. 71) supone la condena forzosa de su enunciador, con los irreconciliables true, hope y fear reunidos en una frase virtualmente inverosímil desde una perspectiva filosófica. Retórico y altisonante, este «formal band and beard» (v. 46) repite mecánicamente un rosario de prejuicios fundados en un único principio rector, él mismo también prejuicio, y que puede resumirse en la exclamación inicial, «Blest, glorious man!» (v. 60). Paradójicamente, el defensor de la razón no duda en presentar como verdades incontrovertibles lo que no dejan de ser conjeturas, en un alarde de irracionalidad –de confusión entre realidad e imaginación– en absoluto acorde con el contenido mismo de su predicación. Las premisas de la fides et ratio son refutadas una a una por un Wilmot plenamente inmerso en la teología epicúrea: «[…] ’tis this very reason I despise: / This supernatural gift, that makes a mite / Think he’s the image of the infinite, / Comparing his short life, void of all rest, / To the eternal and the ever blest; / This busy, puzzling stirrer-up of doubt / That frames deep mysteries, then finds ’em out, / Filling with frantic crowds of thinking fools / Those reverend bedlams, colleges and schools; / Borne on whose wings, each heavy sot can pierce / The limits of the boundless universe; / So charming ointments make an old witch fly / And bear a crippled carcass through the sky. / ’Tis this exalted power, whose business lies / In nonsense and impossibilities, / This made a whimsical philosopher / Before the spacious world, his tub prefer, / And we have modern cloistered coxcombs who / Retire to think, ’cause they have nought to do» (vv. 75-93). La oposición «[man’s] short life, void of all rest» (v. 78) frente a «the eternal and the ever blest» (v. 79) es particularmente relevante a la luz de la traducción de De rerum natura a cargo del propio Rochester. Los hexámetros «omnis enim per se divum natura necessest / immortali aevo summa cum pace fruatur / semota ab nostris rebus seiunctaque longe; / nam privata dolore omni, privata periclis, / ipsa suis pollens opibus, nihil indiga nostri, / nec bene promeritis capitur nec tangitur» (I, vv. 44-49) son vertidos al inglés como «The gods, by right of nature, must possess / An everlasting age of perfect peace, / Far off removed from us and our affairs, / Neither approached by dangers or by cares, / Rich in themselves, to whom we cannot add, / Not pleased by good deeds, nor provoked by bad» (Adlard 1989: 63). Se constata un evidente paralelismo léxico entre el original lucreciano y sus herederos –traducción e imitación– rochesterianos. Wilmot enmienda la disertación de su contertulio con un ataque contra la religión y la superstición –esos «charming ointments [that] make an old witch fly / And bear a crippled carcass through the sky» (vv. 86-87)–, contra los filósofos de ayer –personificados en Diógenes– y los contemplativos de hoy –insultados en «coxcombs» (v. 92)–, contra la ilusión misma del oxímoron sabiduría humana: «thinking fools» (v. 82) quienes la venden, «heavy sot» (v. 84) quien la compra. Abandonando a los dioses a su suerte, volvemos la espalda a proyecciones magnificadas de nosotros mismos: nos aceptamos. Erradicando de nosotros lo divino, preservamos la excelencia de la condición humana: somos libres. Palimpsesto con tres niveles –griego, latino, inglés– de escritura, A Satire se gesta en una inteligencia creadora en permanente conflicto con su época, consigo misma y con la historia. La de Wilmot es una voluntad de poder contra la propia existencia: la literatura como ensayo de una vida con alternativas. Es ahí donde radica la paradoja: el perfecto objeto de esta sátira es su sujeto mismo. El Rochester de carne y hueso parece inspirar al otro Rochester, el de invectiva en verso contra

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quien –por ejemplo– se arrepiente de una vida gloriosamente disoluta en su lecho de muerte, extiende las enseñanzas de Epicuro mientras practica el hedonismo de Dioniso o humilla a los homines sapientes por considerarlos inferiores a bestias mientras construye un artefacto poético altamente sofisticado. En A Satire against Reason and Mankind, John Wilmot enuncia no al hombre que fue, sino a aquél que –tal vez– hubiera deseado ser. Las suyas son palabras «to show that I myself have a sense of what the methods of my life seem so utterly to contradict» (Adlard 1989: 6). Para eso está el arte.

REFERENCIAS

BIBLIOGRÁFICAS

ADLARD, J., 1989, John Wilmot, Earl of Rochester: The Debt to Pleasure, Manchester: Fyfield. BAILEY, C., (ed.), 1966, Titi Lucreti Cari de rerum natura libri six, vol. II, London: Oxford University Press. BOILEAU-DESPRÉAUX, N., 1934, Satires, ed. Ch.-H. Boudhors, Paris: Les Belles Lettres. GODWIN, J., (ed.), 1986, Lucretius: De Rerum Natura IV, Wiltshire: Aris & Phillips. KENNEY, E. J., (ed.), 1971, Lucretius: De Rerum Natura, Book III, Cambridge: Cambridge University Press. LUCRETIUS CARUS, T., 1969, De rerum natura libri six, ed. J. Martin, Leipzig: Teubner. PRICE, M., 1973, «John Wilmot, Earl of Rochester», en Kermode, F. y Hollander, J., (eds.), The Oxford Anthology of English Literature, vol. I, New York: Oxford University Press, 1594-1598. VIETH, D., 1968, The Complete Poems of John Wilmot, Earl of Rochester, New Haven: Yale University Press.

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marginales en el período clásico llega sin duda a su máxima expresión en el teatro. Pero también en poesía aparecen, aunque de modo más ocasional. Para ello podían servir de excusa composiciones específicas en que se representasen acontecimientos ligados con el ciclo litúrgico, ya que se convertían en el marco idóneo para que el desfile de todo tipo de personajes. Existen ya claros antecedentes de cómo en determinados momentos de ese ciclo, como puede ser el de la representación del Nacimiento de Cristo, se ve favorecida la aparición de los citados personajes. Hay que señalar, desde esta perspectiva, como un conocido antecedente, la Vita Christi, fecho por coplas, de Fray Íñigo de Mendoza (cuya primera versión fue escrita probablemente hacia 1467). En el teatro la estructura dialogada con incorporación de los pertinentes personajes facilita obviamente esta situación. Aunque en menor medida, también en la novela puede producirse, fundamentalmente en textos dialogados. Pero en poesía es más complejo y de ahí, tal y como he indicado, que se aprovechen estas composiciones de determinados momentos del ciclo litúrgico para introducir el habla de estos personajes marginales. Para ello voy a centrarme en estas páginas en Luis de Góngora, aunque lo mismo podría llevarse a cabo con otros escritores como por ejemplo Sor Juana Inés de la Cruz. A TENDENCIA A REFLEJAR LAS HABLAS

1. El profesor Ricardo Senabre me guió, cuando yo era un profesor recién incorporado a las tareas universitarias, por uno de los caminos que después me han seguido acompañando durante todos estos años: los lenguajes especiales. El recuerdo de aquellas lejanas charlas orientadoras de un maestro vienen a mi memoria, porque son muchas las sendas investigadoras que me fue abriendo, de una manera casi imperceptible para mí entonces, pero duradera: la lengua literaria, mi pasión por los gramáticos del Siglo de Oro, el comentario filológico… La idea en suma de mi labor como filólogo. De justicia por mi parte es reconocérselo y mostrar aquí mi gratitud.

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En Góngora no resultan excepcionales las referencias a otras lenguas distintas al castellano, como ya analizó Antonio Lara (1993). Destaca en este sentido el «Soneto cuatrilingüe», en que se alternan versos en castellano, latín, toscano y portugués, con una combinación de cuatro versos para cada una de las lenguas romances y dos para el latín (p. 180)2. En otra composición, la señalada como 231 (pp. 316-317) finaliza con una referencia al dialecto bergamasco: «En este capullo estuvo / el juicio de don yo / dos horas. Lector, a Dío, / que en bergamasco es adiós» (versos 57-60, p. 317). Pero como he indicado, Góngora introduce personajes pertenecientes a grupos étnicos y sociales principalmente en las letrillas sacras, dedicadas a la festividad del Santísimo Sacramento, a la Natividad, la Adoración de los Magos, principalmente. Y además con muy diferente grado de intensidad. El escritor cordobés no recrea en su obra habitualmente el lenguaje pastoril. De hecho, en estas composiciones religiosas abundan, pero se expresan en el castellano normativo. Así, «En la fiesta del Santísimo Sacramento» el habla pastoril (n.º 207, p. 283) apenas se refleja. De hecho sobresalen exclusivamente los nombres típicos de pastores como Gil y Bras. Incluso este último señala por ejemplo que «Amor dio el fuego, y juntó / leños que el fénix jamás» (p. 284). Tampoco en la conmemoración de la Natividad en la que se mezclan pastores y gitanos (n.º 296, pp. 456-458) existe nada destacable. Los pastores Gil y Carillo no desentonan en absoluto de las clásicas églogas pastoriles cultas, ya que se encuentran incluso epítetos («el blanco lilio») o adjetivaciones como «piadoso hierro crüel». El diminutivo más frecuente en el texto es –ico (Ariza, 1998), desde luego nada habitual en el sayagués: ‘cardenico’, ‘queditico’, ‘polvico’ ‘menudico’. Tan solo las referencias a instrumentos musicales como el caramillo o el rabel nos trasladan a este mundo pastoril idílico. Esta situación se repite también en otro lugar, cuando en la «Fiesta de la Adoración de los Reyes» (p. 469) dialogan Bras y Carillejo3. Incluso aparecen pastores que se expresan con un lenguaje culto4. Muy diferente es el tratamiento dado a la presencia de otros grupos como los negros, sin duda uno de los más representados por Góngora en los poemas de ciclo litúrgico. Habla de negros se encuentra en el número 206 (p. 282), dedicado a la festividad del Santísimo Sacramento, el número 303 (p. 466), en la fiesta de la Natividad, el n.º 304 (p. 467) en conmemoración de la Adoración de los Reyes5. Dos de estas composiciones ya habían sido objeto de análisis por parte de Ángel M. Aguirre (1996), las indicadas en la edición de la Biblioteca Castro con los números (303 y 304) y una de ellas (303) por M. Ariza (1992: 57). Góngora demuestra conocer muy bien el tradicional lenguaje de negros, presente en la literatura espa2. La estructura además aparece muy medida, ya que la combinación (castellano, latín, toscano y portugués) se reitera en los dos cuartetos (CLTP) y en los dos tercetos (CTP), con orden invariable para las lenguas románicas y con la aparición del latín en el segundo verso de ambos cuartetos. 3. Así se expresa Bras: «Entre uno y otro gemido / del legal ofrecimiento, / escucha el final acento / de aquel cisne encanecido» (p. 469). Estos dos nombres reaparecen en el número 379, p. 574 sin elementos distintivos. Tampoco puede rastrearse absolutamente nada en la composición en que dialogan Bras, Inesilla, Gil o Quiteria (n.º 414, pp. 606-608). 4. Es lo que sucede en concreto en la composición «Al Nacimiento de Cristo Nuestro Señor» (n.º 328, pp. 522-524). Lo mismo en el número 346, pp. 539-540, también dedicada a la Natividad, pese a que los pastores se llamen Gil y Pascual. 5. Fuera de estas composiciones religiosas, un soneto de 1609, atribuido al poeta cordobés y que supone una sátira a la Jerusalén Conquistada de Lope de Vega, se encuentra completamente escrito en lenguaje de negros (n.º 440, p. 633).

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ñola desde finales del XV, con Rodrigo de Reinosa. Se encuentran en estos poemas prácticamente todas las características esenciales, de las que destacaré las más importantes. En el plano fónico, en el vocalismo, no diptongación: ‘tene’ (206, 6), ‘nacimento’ (303, 13)6. También Apócope: ‘mu’ (206, 5), aféresis vocálica, a veces por fonética sintáctica: ‘me namora’ (206, 32), ‘me panta’ (‘espantar’, 206, 33; 303, 20) y algún caso aislado de vacilación átona (‘invidia’, 303, 39). Vocal paragógica: ‘la procesiona’ (206, 20), ‘portalo de Belena’ (303, 3, 30, 42) ‘Diosa’ (303, 8), ‘un bueia’ (303, 23). Incluso se produce en nombres propios, como ‘Mechora’ (304,7). En el consonantismo, puede observarse rotacismo ‘Crara’, (206, 2 y 36), ‘branca’ (206,8), ‘pruma’ (206, 25, con pérdida además de -s de plural), ‘nobre’ (206, 31), ‘escravita’ (303, 13), ‘groria’ (303, 26), ‘praza’ (304, 6); pérdida de s final, sin duda uno de los aspectos más reiterados: en 206, ‘alcoholemo’, 3, ‘lavémono’,4, ‘pongamo’ (11), ‘bailemo’ (12), ‘veremo’ (20), ‘negra’ (13), ‘pecandora’ 7, ‘sudamo’ (24), ‘Jesú’ (en el estribillo repetido por Clara); en 303, ‘vimo’ (1, 2, 19), ‘vamo’ (9), ‘veamo’ (25) . Epéntesis de N: ‘pecandora’ (206, 32); metátesis ‘presona’ (206, 21). En la segunda composición (303) se produce el yeísmo, inexistente en las otras dos. Aparece además en la opción de semivocal: ‘caia’ (7, 37), ‘aiá’ (9). Llama también la atención el cambio de nasal por dental en ‘melonía’ (‘melodía’, 303, 4), ‘Mangalena’ (‘Magdalena’, 303, 27), en donde se observa además una metátesis, la pérdida silábica de ‘jerquía’ (‘jerarquía’, 303, 20) o la burlesca adaptación toponímica de ‘Jericó’ (303, 32) en ‘Jericongo’, de indudables reminiscencias africanas para el público oyente de la composición gongorina. En el plano morfosintáctico, el artículo femenino es a, aunque no de modo sistemático, utilizando pues uno de los registros más habituales del género: ‘a rosa’ (303, 31), ‘a mula’ (303, 36). Pero también podemos hallar ausencia de artículo: ‘Toca instrumento’ (303, 9). Cambios de género en sustantivos: ‘La Sacramenta’ (206,8), ‘la denta’7 (206, 9), ‘La Sagraria’ (206, 19), ‘la obispa santa’ (206, 34), ‘la hena’ (‘el heno’, 303, 5), ‘mucha raia’ (303, 5, con confusión tanto de género como de número, pues es ‘muchos rayos’), ‘un coz’ (303, 36), ‘un niño que e Diosa e Reia’ (303, 22,). Esta situación provoca falta de concordancia entre adjetivo y sustantivo, como sucede en «La reia mío» (‘La reina mía’, 304, 27). Llama también la atención la asignación de terminación genérica a adjetivos invariables: ‘trista’ (206, 5), ‘alegra’ (‘alegres’, en plural, 206, 12). Hallamos posposición pronominal en estructuras como ‘soméme’ (‘asomar’, 303, 31), ‘véndome’ (303, 31), ‘chillémola’ (206, 34, con pérdida de s final en la forma verbal). En el uso verbal, destacan las formas de ser y estar en la solución sar, ya puesta de relieve por Frida Weber de Kurlat (1962:142) y Manuel Álvarez Nazario (1974: 121): ‘sa’ (206, 1,9, 14, 26; 304, 24; 304, 27), ‘samo’ (206,7; 304, 17), ‘sará’ (206, 39; 303, 12, 14), ‘saró’ (303, 15). Junto a este paradigma, tan habitual, como puede 6. Éste es un caso claro de la influencia portuguesa todavía en la representación literaria del lenguaje de negros, ya que lo que aparece es la expresión «escravita do nacimento». En este mismo poema se puede leer ‘chorar’ cuya palatal africada puede tener el mismo origen y además en un verso como éste: «se chora o menín Jesú» (16). También puede considerarse lusismo la aglutinación de preposición y artículo en «No portalo de Belena» (303, 3 y 30). 7. Si se refiere a ‘diente’ y no a una forma apocopada de ‘dentadura’, habría, además del cambio de género, una no diptongación de la e breve tónica latina.

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comprobarse, aparece la opción conservadora so, para la primera persona del singular del presente de indicativo del verbo ser: «negra so, ma hermosa» (303, 34) y e para la tercera («un niño que e Diosa e Reia», 303, 22). También se registra ‘fu’ (‘fue’, 303, 4, 37, 38). El adverbio de negación es non (303, 37; 304, 25). Aparece en varias ocasiones ‘ma’ (‘mas’) como nexo adversativo, lo que también podría apuntar –me inclino más por esta hipótesis que por la de arcaísmo-– hacia las raíces lusas del habla de negros (303, 23, 34; 304, 25). En cuanto a ‘pues’ aparece con la forma vulgar pos («pos que fu», 303, 38). No faltan referencias a la costumbre del baile por parte de los negros. Estas danzas se hallan en estos fragmentos integrados dentro del ciclo litúrgico. Así, en 206, los versos 15-18 contienen estas palabras: «Zambambú, morenica de congo, / zambambú. / Zambambú, que galana me pongo, / zambambú». En 303 se repite en dos ocasiones la estructura «elamú, calambú, cambú, / elamú» (10-11 y 17-18). En 304 encontramos «Guan guan guá, / morenica de Sofalá» (9-10). En suma, Góngora demuestra ser un buen conocedor de la figura literaria del negro y selecciona un número importante de elementos que distinguen lingüísticamente a este personaje. Cabe sin embargo, hacerse una pregunta. Su incorporación en la trayectoria literaria ha tenido habitualmente un tratamiento burlesco. ¿Lo es en esta ocasión? Me parece evidente que la aparición de una escena con negros representaba de inmediato para el público un motivo festivo. Elementos tópicos se registran inequívocamente en estos poemas. Así, en el número 206, una de las dos negras que aparecen se llama Clara. Juana le pregunta que si «pringa» (6), se opone la negrura de las protagonistas a la blancura del Santísimo Sacramento cuya festividad se ensalza (7-8), y para colmo sudan tinta (24). Pero pese a ello, declaran que son negras pero hermosas y alegres (12-14) y sobre todo que «aunque negra, sa presona» (21), por lo que pese a sus temores, deciden acercarse a la comitiva encabezada por el Obispo para besarle la mano. En 303, el único elemento que podría permitir esta lectura burlesca es la afirmación de uno de los personajes que declara que si el niño Jesús llora le hará «bu» (15). Pero de nuevo se repite la estructura «negra so, ma hermosa» (33). El último poema, 304, se prestaría inicialmente más a esta burla, ya que intervienen en la fiesta de la Adoración de los Reyes tanto pastores como negros, calificados globalmente como «La Astrología de Oriente» (3) y que en realidad se trata de la comitiva del rey Melchor. Los pastores se ríen de ellos (10, 13, 17), les indican que tengan cuidado para que el niño no piense que son el coco y se establece incluso un preciso juego de comparación con la comitiva: «hormiguero, y no en estío, / negros hacen al portal» (22-23). Pero una vez más los negros logran controlar esta burla inicial. En primer lugar, si habían sido objeto de chanza, uno de los integrantes de la comitiva del rey Melchor llama «paparico» al pastor8. Además, acepta el juego del hormiguero, pero añade: «hormiga sá, juro a tal, / hormiga, ma non vacío» (24-25). Incluso cuando el pastor, enterado de que el regalo es incienso insiste en que «humo, al fin, el humo ha dado» (28), el negro dictamina ya sin contrarréplica que «sá de Dios, al fin, presente» (29). 8. Así define Autoridades la voz paparo: «El aldeano ú hombre del campo, simple è ignorante, que de qualquier cosa que vé (para él extraordinaria) se queda admirado y pasmado […] Este nombre solemos dar en Castilla à los labradores y aldeános, notandolos de ignorantes» (s.v.).

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En consecuencia, existen elementos burlescos, como en toda la tradición literaria del negro, pero muy condicionados por el contexto en que se hallan. Lo importante es que el negro se incorpore a estas representaciones litúrgicas y que en consecuencia tenga un papel que acaba siendo dignificado por la situación. Esta estructura, incluso con menos elementos burlescos aún será la que siga algunos años después Sor Juana Inés de la Cruz en sus villancicos con la incorporación de negros, entre otros, al ciclo litúrgico9. Un tercer grupo de personajes que se localizan en estas representaciones de festividades religiosas son los gitanos. Figuran en dos composiciones, la número 209 (p. 286), en honor del Santísimo Sacramento, y en la 296 (pp. 254-256) en que se rememora el Nacimiento de Jesús. No olvidemos que la lengua de los gitanos en la literatura áurea se caracterizaba básicamente por el ceceo como rasgo casi exclusivo, hasta el punto de que Cervantes, en la acotación escénica de Pedro de Urdemalas (p. 1098a), ante la presentación de Maldonado, señala lo siguiente: Éntrase el sacristán. Sale Maldonado, conde de gitanos; y adviértase que todos los que hicieren figura de gitanos, han de hablar ceceoso.

Y es lo que sucede con Góngora. En el poema 209 (p. 286), siguiendo además el tópico, se hace referencia a un gitano llamado Maldonado, «volteador afamado» (209, p. 286). El ceceo es constante: ‘zoberana’ (2, 16), ‘perzona zuelta’ (6), ‘zi’ (11), ‘abzuelta’ (11), ‘ezte’ (12), ‘zino’ (14), ‘ze’ (14), ‘bailemoz’ (18), ‘hagamoz’ (20), ‘ez’ (21), ‘Zeñor’ (23), ‘azeguro’ (26). Si acaso podría rastrearse además un popular esquema de pervivencia de artículo + posesivo + sustantivo, ya poco usual en el lenguaje literario de la época: «Querida, la mi querida» (17). Existe también una referencia burlesca por parte del propio gitano a la tradicional habilidad para sustraer lo ajeno que se atribuye a esta raza. Así, él mismo pide que el Señor entre en su alma y no como en Jerusalén, porque aunque cuatrero de bien, No azeguro la pollina (25-26)

En 296 (pp. 456-459) el peso fundamental recae en los pastores Gil y Carillo. En el diálogo les parece oír voces de gitanos y temen por los árboles que éstos encuentren a su paso: «bien hayan los avellanos / deste arroyo, / que hurtado nos los han» (32-34). Pero tras esta alusión tópica, de inmediato aclaran que van cantando con decoro para adorar al Niño. Cuando aparecen los gitanos, de nuevo prácticamente el único rasgo caracterizador es el ceceo: ‘zon’ (38), ‘voz’ (‘vos’, 40), ‘cara de roza’ (41), ‘oz’ (42), ‘hermoza’ (42). Aparece también la voz ‘Egito’ (43), con reducción de grupo consonántico. Es interesante comprobar la forma cachopinito (‘niño’, 40) con que los gitanos se dirigen al recién nacido10. 9. Tal y como he dicho, por lógicas razones de espacio en estas páginas tengo que centrarme en los poemas gongorinos, pero merece igual atención la figura de la monja mexicana. A lo largo de sus páginas, fundamentalmente en los villancicos religiosos, desfilan negros, indios, bachilleres afectados, portugueses, vizcaínos, pastores, mestizos, mulatos… 10. Manuel Alvar Ezquerra (2000) bajo la voz gachupino recoge la acepción frecuente en esa región de «Niño, familiar o amistosamente». No se olvide que los diccionarios académicos, ya desde Autoridades, sólo recogen para estos términos la acepción de «español que pasa a vivir a América», que es además la única que sigue recogiendo en la 23.ª edición.

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También en estos poemas en conmemoración de la Natividad (n.º 300, p. 462) aparece reflejado el habla morisca, en una letrilla que había sido ya brevemente comentada por M. Ariza (1992: 57), aunque se centra fundamentalmente en otros textos moriscos. El texto ofrece datos interesantes para comprobar también el conocimiento por parte del clérigo cordobés del lenguaje atribuido literariamente a este personaje. Abundan las vacilaciones vocálicas y no sólo átonas sino incluso del vocalismo tónico: ‘hejo’ (‘hijo’, 1), ‘nenio’ (‘niño’), 11 ‘el hego’ (‘higo’, 28), ‘se’ (‘si’, 29), ‘conmego’ (29), ‘madora’ (‘madura’, 31), ‘terano’ (‘tirano’, 25), ‘chequetilio’ (‘chiquitillo’, 17), ‘cochilio’ (‘cuchillo’, 18). Se percibe la falta de diptongación en ‘mel’ (‘miel’, 31) o ‘vejo’ (‘viejo’, 32). Existe aféresis, además de vacilación vocálica, en ‘nemego’ (‘enemigo’, 25). En el consonantismo destaca la solución de las palatales nasal y lateral, transcritas como NI y LI, respectivamente: ‘senior’ (2, 32), ‘seniora’ (30), ‘tania’ (‘taña’, 9), ‘Nenio’ (11), ‘maniana’ (20); ‘vaquilio’ (14), ‘estrelias’ (16), ‘chequetilio’ (17), ‘cochilio’ (18). La forma ‘oyes’ aparece representada con la semiconsonante: ‘oies’ (25). No deja de tener interés la aparición de ‘vosanced’ (25) como fórmula de tratamiento más popular frente al ‘vuesa mercé’, que también se registra en la misma letrilla sacra (verso 3)11. En la morfosintaxis, numerosas confusiones de género, tal y como ya habíamos observado también en su plasmación del habla de negros: ‘el mula’ (14), ‘el vaquilio’ (14), ‘el rabia’ (25), ‘el pasa’ (la pasa’, 28), ‘el cruz’ (20), todas además a favor del masculino, probablemente por la reminiscencia del artículo universal árabe. Es frecuente el verbo en infinitivo, normal para expresar un conocimiento insuficiente del español y rasgo también compartido con el lenguaje de negros en la literatura de la época: ‘nacer’ (15), ‘mentir’ (16), ‘estar’ (16; ‘yo estar’ verso 29), ‘tener’ (27), ‘andar’ (30). Abunda el léxico de origen árabe o cuya aplicación a los moriscos resulta pertinente: ‘califa’ (17), ‘jeque’ (29), ‘zalá’12 (5), ‘zalema’13 (5), ‘zambra’14 (9), ‘marfuz’ (19)15. En ‘chotón’ (18) por ‘chitón’ existe una deformación burlesca inequívoca. Aunque lógicamente no deje de ser considerada una jitanjáfora, tal y como he destacado, Góngora conoce los recursos literarios para ofrecer una muestra del habla de moriscos. Y de nuevo lo plantea en una letrilla en honor al Nacimiento de Jesús16. 11. Rafael Lapesa, (2000: 319) analiza las diversas soluciones desde vuestra merced a usted. No figura entre ellas la empleada por Góngora, que además tampoco es fácil documentar en otros textos literarios ni en las referencias gramaticales de la época, pero sí se encuentra la variante ‘vuessanzed’, recogida por Lorenzo Franciosini (1638: 142-143). 12. Autoridades: «la adoración, o reverencia, que hacen los Moros a Dios, y a Mahoma, doblando el cuerpo, y poniendo las manos en el pecho con varias ceremonias y palabras» (s.v.). 13. Autoridades: «La reverencia ó cortesia humilde en demostracion de sumission» (s.v.). 14. Autoridades: «Fiesta, que usan los Moriscos con bulla, regocijo y baile». «Llaman tambien el tañido para el baile de la zambra» (s.v.). 15. Término procedente del árabe y conocido ya en la literatura medieval, aunque no se registre en los diccionarios académicos hasta la edición de 1884. Lo había empleado, por ejemplo, Juan Ruiz, al calificar a su consejero de «traidor, falso, marfuz», estrofa 119, en el conocido episodio de la panadera Cruz. Lidio Nieto y Manuel Alvar (2007, vol. 7, s.v.) sólo registran el término en obras lexicográficas anteriores a la Academia de 1601 y de 1706. 16. Cuando por el contrario, en otra composición de corte histórico aparecen moriscos (n.º 351, pp. 547-550), el tema no le permite digresiones lingüísticas como las expuestas, pese a que los nombres se podrían prestar a ello (Hacén, Bahamet, Celidaja, etc.) y a pesar de que además existen fragmentos en estilo directo (por ejemplo, versos 61-80).

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Finalmente, en el número 298, p. 459, se establece un diálogo entre un castellano y un portugués17. No voy a comentarlo en estas páginas porque sale de la consideración de lenguajes especiales que estoy planteando, pero completa el esquema presentado. Góngora es un buen conocedor de la lengua lusa y establece pues con total naturalidad este diálogo, en el que incluso se insiste burlescamente en que debe aclararse que Jesús nació en Belén de Judea y no en el portugués, lo que no parece aceptar de buen grado el personaje luso, que es motivo de chanza por parte del castellano al escuchar la afirmación de que Deos naceu en Portogal e da mula do Portal procedem os machos romos que teim os frades Jeromos no mosteiro de Belem (versos 20-24).

Es importante ver cómo en una misma composición pueden aparecer varias de estas figuras analizadas. Así, «En la fiesta del Santísimo Sacramento» que ocupa los números 206-212 aparecen negros, pastores y gitanos (pp. 282-289). En la representación de la Natividad (números 295-301, pp. 454-463) se encuentran pastores y gitanos, junto a un portugués. En la «Fiesta de la Adoración de los Reyes» podemos ver la intervención de negros y pastores (n.º 304, p. 467). Góngora aprovecha estas composiciones sacras –como harán también otros autores como la ya citada Sor Juana Inés de la Cruz– para justificar la presencia de estos grupos étnicos y sociales y mostrar al mismo tiempo un profundo conocimiento de sus peculiaridades lingüísticas y del reflejo literario que han obtenido. Por eso Góngora optará por presentar unos pastores sin especificidades sayaguesas, frente a los negros, gitanos y moriscos, magníficamente identificados por su modo de hablar. Góngora demuestra ser también en estas letrillas sacras un consumado maestro.

REFERENCIAS

BIBLIOGRÁFICAS

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17. Sin embargo, el portugués de 341 (p. 534) se expresa en un correctísimo castellano.

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CERVANTES, M. de, Pedro de Urdemalas, en Obras Completas, edición de Florencio Sevilla, Madrid: Castalia, 1999. FRANCIOSINI, L., 1638, 2.ª ed., Gramativa Spagnvuola, et Italiana, Roma. GÓNGORA, L. de: Obras Completas, volumen I, edición y prólogo de Antonio Carreira, Biblioteca Castro, Madrid, 2000. LAPESA, R., 2000, «Personas gramaticales y tratamientos en español», recogido en Estudios de morfosintaxis histórica del español, Madrid: Gredos, vo. I, pp. 311345. LARA, A., 1997, «El plurilingüismo en la poesía de Góngora: desatinos idiomáticos y comicidad», en Literatura y bilingüismo: homenaje a Pere Ramírez, pp. 127-142. NIETO, L. y ALVAR EZQUERRA, M. (2007), Nuevo tesoro lexicográfico del español, s. XIV - 1726, Madrid, Arco / Libros. WEBER DE KURLAT, F., 1962, «El tipo cómico del negro en el teatro prelopesco», Filología, VIII, pp. 139-168.

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Un capítulo de la historia del concepto de literatura: el discurso contra el sujeto ANTONIO SÁNCHEZ TRIGUEROS Universidad de Granada

Este otro yo que espía lo que yo hago ¿es el humano bueno o el mal humano? Juan R. Jiménez

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ACE CASI UNA DÉCADA,

en mi contribución al homenaje al profesor Martínez García, tracé una aproximación a la génesis histórica de la noción de sujeto literario y de su derivado, el concepto moderno e idealista de literatura (Sánchez Trigueros, 1999). Siguiendo en esta línea de pensamiento, años después hice algunas consideraciones sobre ciertos dominios ideológicos a partir de los cuales se expande y consolida dicho concepto (Sánchez Trigueros, 2003). Hoy, por el contrario, trataré de algunas de las vías persistentes que tratan de desarmarlo. No muchos años antes George Steiner había dedicado brillantes páginas al movimiento de fin de siglo dirigido contra la legitimidad del instrumento lingüístico; en su opinión, la confianza semántica se rompió en la cultura europea entre 1870 y 1930: «Esta ruptura de la alianza entre la palabra y el mundo –escribe– constituye una de las pocas revoluciones del espíritu verdaderamente genuinas en la historia de Occidente y define la propia modernidad». Steiner constata el hecho, señala su relevancia y la documenta sobradamente, pero, renunciando a cualquier tipo de explicación histórica, lo sitúa simplemente entre los vaivenes sufridos por la fe hermenéutica, para acabar reconociendo que «las causas profundas de semejante revolución se encuentran más allá de nuestra adecuada comprensión» (Steiner, 1991: 118-9). No lo creo yo así y a ello voy a dedicarme en las páginas siguientes.

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En efecto, uno de los puntos de la confrontación en el espacio ya creado de lo literario es el modelo de lenguaje comunicativo, en el que la ideología burguesa dominante basaba ya su decisiva hegemonía, negaba, enmascaraba y perpetuaba la lucha de clases y la realidad de la incomunicación social y cerraba, por tanto, las perspectivas lingüísticas de superar la situación por las vías espirituales de la cultura, el lugar puro del reencuentro. En ese lugar de la confrontación se encuentran los que, recelando del lenguaje, señalan su fracaso social y revelan su superficialidad comunicativa para representar la complejidad de las relaciones humanas, su esencial carácter alienante, su ausencia de valor, su ineficacia, su logicidad que se vuelve insuficiente para explicar la ilogicidad del mundo, las nuevas crueldades sociales. Kristeva se ha referido al proceso en el que en un momento determinado se desecharon las leyes de la significación lingüística comunicativa como las únicas válidas para cualquier actividad significante y ha recordado cómo Federico Nietzsche diagnosticó la crisis y el estado de desafección y desconfianza hacia el lenguaje: «Por fin, y precisamente ahora, los hombres empiezan a darse cuenta del enorme error que han propagado con su fe en el lenguaje» (apud Kristeva, 1976: 279). Nietzsche lo había planteado al definir la comunicación lingüística como la faceta gregaria de la intimidad, la pulsión que abandona a la persona hablante en la pendiente de la vulgarización. Pero la imposición de un nuevo orden ideológico, la hegemonía del concepto de literatura, no ha sido fácil para la ideología burguesa dominante, porque el sistema portaba en sí mismo su negación. De la misma forma que en el conjunto social, en el modelo unitario de la burguesía se genera la división, la escisión, el conflicto (la lucha de clases que en el amplio espacio del pensamiento genera el socialismo científico), así también desde el mismo interior de las prácticas literarias y críticas, como realidades sociales, como prácticas ideológicas ellas mismas, surge la quiebra, un verdadero contradiscurso del sujeto. La educación humanista generalizada de los sujetos sociales en la libertad produce la propia contradicción en el seno de la sociedad burguesa: «El hombre que ha llegado a ser libre, y mucho más el espíritu que ha llegado a ser libre –escribe Nietzsche–, pisotea la despreciable especie de bienestar con que sueñan los tenderos, los cristianos, las vacas, las mujeres, los ingleses y demás demócratas. El hombre libre es un guerrero» (1973: 114-115). Así, desde la autoconsciencia del carácter no unitario sino plural del ser humano, se instala una cierta tradición de disidencia con respecto a la ideología dominante en las sociedades liberales, o sea en el lugar de esas prácticas artísticas, escénicas y literarias (y filosóficas y críticas) que, en desarrollo constante desde las revoluciones de 1848 y, sobre todo, desde la crisis de la Comuna francesa (1871), han ido construyendo un auténtico contradiscurso fragmentario de disolución, desconstrucción y deformación de los pilares ideológicos y estéticos en los que se asienta la sociedad liberal-burguesa. Han sido distintas maneras de representar la ausencia de un único centro explicativo en el proceso histórico y en los textos; han sido diferentes modos de agredir el modelo de lenguaje entendido como reflejo sacralizado del espíritu; han sido distintas formas de escenificar la conciencia de división o disolución del sujeto, concepto éste clave y responsable del monologismo ideológico, cuya afirmación de la unidad del ser se transforma en el principio de la unidad de la conciencia, que reduce la real multiplicidad cognoscitiva a una sola unidad de significación. Pero veamos algunos momentos iniciales del proceso de construcción de este contradiscurso.

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Baudelaire, que dedicó no pocos elogios al lenguaje poético de Victor Hugo como modelo de lenguaje claro y comunicativo, es ya responsable de unas claras propuestas distorsionadoras del lenguaje, las que a su vez hicieron sentir aquel célebre frisson nouveau al autor de Les Legendes des Siècles. Rimbaud, en consonancia con sus propias prácticas destructivas, se lamentaba de que «la morale et la langue sont réduites à leur plus simple expression, en fin!» (Rimbaud, 1963:188). Mallarmé es aún más claro al decir al entrevistador Jules Huret que «l’attitude du poëte dans une époque comme celle-ci, où il est en grève devant la société, est de mettre de côté tous les moyens viciés qui peuvent s’offrir à lui» (Mallarmé,1945: 870). El poeta, en huelga frente a la sociedad definitivamente establecida a partir del desastre de la Comuna de 1871, a la que el mismo Mallarmé se referirá como société sans stabilité, sans unité, inachevée, rechaza todos los medios viciados que ésta le pueda ofrecer y que en el caso del lenguaje han demostrado su incapacidad para la comunicación entre los hombres, de donde «l’inquiétude des esprits» y esa «inexpliqué besoin d’individualité dont les manifestations littéraires présentes sont le reflet direct» (ibid: 866-7). En realidad esa necesidad de individualidad, ese refugiarse en la soledad, de la que tanto habla Mallarmé, quiere ser afirmación (en otro lugar) del espíritu humano agredido por la sociedad mercantilista, búsqueda de su raíz profunda en donde se puede encontrar verdaderamente el espacio de su unión espiritual más allá de la historia y de la lucha de clases, lo que en la realidad textual desemboca en la disolución del sujeto, cuya supuesta textualidad se transforma en oda en polifonía. Ante las dos posibilidades lingüísticas que se le ofrecen: el lenguaje naturalista de Zola, que «se répercute tout de suite dans l’esprit de la foule» (el lenguaje de las masas), y una poesía «faite pour le faste et les pompes suprêmes d’une société constituée» (el lenguaje del poder), Mallarmé elige una littérature plus intellectuel que cela, y que consiste en saisir les rapports entre les choses (ibid: 869, 871). Frente a la división empírica se trabaja en la búsqueda de la relación trascendental que la supera. Es el momento ideológico de una nueva fracción de clase (a partir de aquí dominante en el campo artístico y literario): la pequeña burguesía, que, distanciándose o retirándose a la torre de marfil, su lugar de compromiso, o incluso enfrentándose muy ácidamente a las dos clases contendientes, constituye un subconjunto ideológico complejo que produce un efecto de neutralidad, de carácter de grupo-puente, y un tipo de discurso que se compromete más que nadie en la recuperación de un hombre sin heridas, buceando más allá de lo empírico. El caso del modernismo español no deja de ser también un buen ejemplo para nosotros (Sánchez Trigueros, 1999a). En efecto, Mallarmé abrirá el proceso de búsqueda de una palabra total, nueva, étranger à la langue (ibid: 858) que llegue hasta lo más profundo, que exprese lo más íntimo, lo inefable interior, donde tendrá lugar su encuentro con el silencio y con la música como última posibilidad de salvación. La literatura se cierra a la lógica verbal, se adscribe a la explicación órfica de la tierra y se abre al modelo de la música, un arte abstracto que expresaría como ningún otro ese ritmo oculto de la naturaleza, que no es sino el alma del hombre subterráneo (Rodríguez/Salvador, 1987:188); porque ya no se trata de seguir utilizando un lenguaje de tipo informativo, insuficiente en esa operación de buceo profundo, sino de sumergirse en un lenguaje evocativo puro, capaz de «entreabrir el escenario interior, y de susurrarnos sus ecos» (Mallarmé, 1987: 188); más adelante y en nuestro ámbito Juan R.

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Jiménez condensará la fórmula: «Ni más nuevo, al ir, ni más lejos; más hondo» (1916: 14). Pero la experiencia de Mallarmé se convierte en una experiencia al borde de la destrucción, una experiencia de los límites (Sollers, 1978: 75), donde el poeta reconoce moverse entre la «esperanza de reflejarse en el espectáculo del discurso» y la conciencia de que en el mecanismo que ha puesto en marcha desaparecerá como locutor, como punto de referencia explicativo del texto, llegando a autocalificarse de simple director de orquesta de una partitura disuelta, evocación la más pura y profunda de su alma, fundida con el ritmo de la naturaleza. El texto escrito, por una parte, le fascina como posibilidad, de ahí esa sacralización de la palabra escrita, y, por otra, le angustia como abismo situado en los blancos de la dispersión (Le coup de dés, 1897). Esa fascinación es la que convierte al texto escrito en su objeto de culto, mientras que la dispersión es la que lo hace disolverse como autor, de la misma manera que el compositor desaparece en los signos abstractos de su partitura: «mon travail personnel qui, je crois, sera anonyme, le Texte y parlant de lui-même et sans voix d’auteur» (Mallarmé, 1945: 663). A partir, pues, de una distinción neta entre lenguaje referencial y poesía, Mallarmé acepta la imposibilidad de decir, la ausencia de una palabra exacta y ajustada estrechamente a la verdad, la cual también sufre su propia disolución: «mucho, por cierto, mienten los poetas», escribió Nietzsche; y Baudelaire: «hipócrita lector, hermano y semejante del poeta», también, por tanto, hipócrita. La poética del silencio en Mallarmé es el punto culminante de la asunción de su identidad como ilusión o realidad evanescente. Por ello la poesía se tensa en una misión donde el no decir nada queda superado por la alternativa de decir la imposibilidad de decir (García Montero, 1987: 21). También Jules Laforgue se mueve en este espacio poético: «sueño en una poesía que no diga nada; que sea como cabos sueltos de una ensoñación interrumpida» (1975: 25). Los primeros atisbos del contradiscurso literario y la disolución del sujeto se pueden ya documentar en el consciente fragmentarismo textual de cierto romanticismo (Talens, 1975: 6-8), aunque habría que plantearse si éste no procederá más bien de la consciencia desesperanzada (ante la revolución) de unir lo trascendental y lo empírico, la misma herida que dejó abierta Kant (y que Hegel intenta solucionar), mientras que en los poetas simbolistas se reproduce como ataque al logos a partir de su propia situación y experiencia sociales, que es el lugar en que se sitúa Baudelaire, con su teoría de las correspondances, y también Rimbaud, primero en la carta a Paul Demeny (Je est un autre... signification fausse du Moi... auteur, créateur, poëte, cet homme n’a jamais existé!), después en Une Saison en Enfer («je comprends, et ne sachant m’expliquer sans paroles païennes, je voudrais me taire [...] j’écrivais des silences») y definitivamente en su abandono de la escritura: el no decir nada (Rimbaud, 1963: 270, 221, 233). Mientras que en la poesía, rondando desde entonces los bordes de su destrucción, se ha seguido reproduciendo con intermitencia la práctica de decir la imposibilidad de decir y con constancia la invasión del blanco tipográfico (Sánchez Trigueros, 1990), en un tipo de prácticas escénicas el protagonismo del silencio verbal ha conseguido consumarse en un teatro entendido como «poésie de l’espace indépendant du langage articulé», como quería Artaud (Sánchez Trigueros, 1992). De todas formas, y a la vista de las posteriores prácticas de las vanguardias, cabría preguntarse sobre los límites reales de esa crisis: ¿no será que el sujeto escenifica en el espacio textual y en el espacio escénico «su propia destrucción como la forma

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más astuta de asegurar su permanencia?» (García Montero,1987: 72); me inclino más bien a pensar que es la reafirmación y reproducción continua de la ideología del sujeto en el nivel económico, en el nivel jurídico-político y en ciertas regiones de la ideología (la enseñanza, las prácticas artísticas acordes con el concepto, la industria cultural, etc.) las que hacen que esas prácticas opuestas de disolución sean asimiladas y engullidas por lo determinante del sistema, que para perpetuarse necesita como el agua la palabra llena y la unidad de conciencia; una unidad que la ideología burguesa presenta (y vive) como propia de la naturaleza humana con la finalidad de que la conflictiva escisión de la lucha de clases no sea vivida como tal por sus agentes (los sujetos). Ahí el concepto de literatura y de arte va a cumplir una función unificadora (superior y espiritual) fundamental, y no digamos el tópico de la unidad estructurada e interrelacionada de los elementos o partes de la obra artística, que se sigue reproduciendo con fuerza hasta nuestros días: la obra como sistema où tout se tient, aplicación de la frase saussuriana referida al sistema. La batalla del lenguaje ha sido sorda y constante durante todo el siglo XX. A las constantes agresiones recibidas desde muy diversos ámbitos desdeñosos y contrarios al logos, el primero de ellos la Babel vanguardista, se ha respondido con una impresionante investigación lingüística, que, por encima y más allá del desarrollo alcanzado en el XIX por el comparatismo y el historicismo, ha concentrado todos sus esfuerzos en indagaciones sobre la gramática general y universal y la comunicación lingüística entre los sujetos, que quiere ser también la afirmación de un valor de progreso social en una sociedad dominada por la división. El ejemplo de Saussure puede ser suficiente, pensando sobre todo en que es uno de los grandes responsables de la revolución lingüística del siglo XX, especialmente sensible a la incomunicación social. Desligado de todo tipo de esencialismo, adscrito a una fundamentación sociológica inspirada en Durkheim (la lengua «no existe más que en virtud de una especie de contrato establecido entre los miembros de la comunidad» [Saussure, 1967: 58]), en absoluto Saussure puede ser considerado responsable de la extrapolación que de las nociones por él defendidas se ha hecho hacia el espacio de la literatura y de las artes, basándose sobre todo en la consideración del lenguaje como el componente obvio y decisivo de las prácticas literarias y como modelo perfecto de sistema de comunicación, y aplicable por tanto a los que se consideran también sistemas de comunicación: es la lingüisticidad como depositaria de la esencia en la literatura y las diversas artes, la concepción del arte como lenguaje y la verdad del sujeto como algo encarnado en las formas lingüísticas. Que el problema del lenguaje sigue siendo un punto sensible en las discusiones del fin de siglo se prueba con trabajos como el de Mounin (1984: 139-147), en el que no sin cierta acritud y dureza se rebela ante su cuestionamiento y trata de probar (muy discutiblemente, además) la falsedad de la fórmula con el análisis de En attendant Godot, olvidando otras propuestas escénicas beckettianas que desembocan en el silencio (Talens, 1979a). Retomando el tema del silencio, éste no sería, pues, sino una de las maneras de escenificarse en los textos la progresiva ausencia del sujeto, que no ha hecho más que crecer a partir de los planteamientos de base que hemos ido viendo. En este punto, considero interesante referirme a cómo, tanto desde el espacio de las prácticas artísticas y literarias como desde el espacio de la filosofía y de la crítica, se ha asumido la puesta en evidencia de esa conciencia de la disolución del sujeto, soporte del concepto al que nos referimos. La cuestión ha desarrollado todo un

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movimiento intrahistórico, digno del estudio más detenido y exhaustivo, que definitivamente desemboca en la noción de espacio textual, que ya no es ni un lleno ni una presencia, sino un vacío (silencio) cuya entidad significativa sólo se produce a partir de la praxis histórica del lector (Talens, 1979). Unos cuantos casos más pueden ilustrar este proceso, cuyo lugar de preferencia le corresponde al materialismo histórico en su lucha por desmantelar la ilusoria unidad social defendida por la ideología burguesa, algo muy explícito en Marx, aunque la tradición marxista, atrapada por el idealismo, ha permanecido, hasta la lectura restauradora de Althusser, dentro de los límites de la unidad de conciencia del sujeto, renovado durante lustros y lustros en el espíritu del proletariado: ha sido la combinación de una ética de izquierda y una ontología de derecha, según reconoció el mismo Lukács. Pero volviendo a los ejemplos, múltiples, que se podrían aducir (ya hemos hablado de algunos ejemplos fundadores), piénsese en la, aunque maniquea, efectiva partición Dr. Jekyll/Mr. Hyde, de Stevenson; en las voces de Dostoievski, que inspiran a Bajtín las propuestas de dialogismo y polifonía (de nuevo la metáfora musical) producidas a partir de las agudas escisiones (económica, política, artística, etc., y teórica y crítica) que vive la sociedad soviética; el desdoblamiento del monólogo dramático inglés (Browning, Eliot, y después, entre nosotros, Cernuda y Gil de Biedma); el psicoanálisis freudiano, que descubre el lenguaje del inconsciente, y la relectura sistematizadora de Lacan; la escenificación del monologismo /dialogismo que, en el mismo tejido de su Niebla, llevan a cabo Unamuno y su personaje Augusto Pérez; el perspectivismo de Ortega, que, en unas cuantas páginas, por los mismos años y con respecto al mismo Dostoievski, esboza los mismos puntos de partida bajtinianos; los personajes de Pirandello buscando un autor; la disolución de la novela en Joyce y toda la tradición que inaugura; el compromiso materialista de Brecht y su implacable desmontaje del concepto de hombre, por ejemplo; las propuestas dialógicas de Martin Buber; los apócrifos y heterónimos de Antonio Machado; la poética polifónica de su hermano Manuel; el desplazamiento del centro estético hacia lo deforme (de Ubu al esperpento); la heteronimia de un Pessoa o de un Celaya; las llamadas de las vanguardias a la muerte del arte; la descomposición de los mitos de profundidad (la psicología unitaria de los personajes) por parte del nouveau roman; la construcción de una historia de la locura como historia de lo Otro, excluido y encerrado por la cultura del Orden hegemónica (Foucault); la recuperación del pensamiento homosexual, otra demanda de alteridad; la proclamación de la muerte del autor, valedor del sentido único y de la verdad de la obra; la estética de la obra abierta, la defensa de la plurisignificación, la noción de validez vs. verdad, que avala a ultranza la pluralidad crítica hasta la contradicción; el descentramiento del discurso que supone la crítica feminista; en fin, la desconstrucción de los nuevos centros explicativos aportados por las búsquedas del estructuralismo y la hermenéutica, con la propuesta derridiana de sobrevivir en la permanente conciencia del vacío y los sentidos aplazados. Y, junto a todo esto y animando el debate, las lecturas imaginarias de la teoría de la relatividad de Einstein y del principio de indeterminación de Heisenberg, la pintura de Picasso, que elige su propia imagen para demoler la vieja imagen del hombre, y el nacimiento y desarrollo de un nuevo lenguaje, asimilado al arte para su mal: el llamado lenguaje cinematográfico, que hace volar por los aires la noción de sujeto, aunque también haya sufrido la asimilación e incorporación al sistema establecido por

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medio, por ejemplo, de la noción de cine de autor y similares; una asimilación que viene incluso propiciada por otras prácticas de muchas de las figuras nombradas. Y es que estamos plenamente instalados e inmersos en el reino de las contradicciones. Ésta es una de las razones por las que pienso que este común denominador subterráneo de crisis de identidad y de disolución y fragmentación de la unidad del texto, no debe ser interpretado como una nueva práctica en la evolución ideológica del hombre, explicable desde dentro mismo de la historia del espíritu, sino como la constatación o conciencia de partición frente o junto a la necesaria conciencia de unidad. Una conciencia descentrada que no hace otra cosa que situar en primera línea el carácter ideológico y radicalmente fragmentario del texto y la escritura, que desde que comienza a constituirse ideológicamente en texto literario, hace el inmenso esfuerzo por darse unidad, por estructurarse, cerrarse en su sistema con ayuda del fantasma de la forma. En este sentido las limitaciones de Bajtín y de buena parte de sus seguidores serían evidentes, pues el dialogismo y la polifonía no serían una cuestión de época sino la clave compositiva de todo texto: el ser de la escritura; y Tolstoi no sería menos polifónico o dialógico que Dostoievski, como apuntó Lenin en su análisis político de la obra del patriarca de la novela rusa, análisis, por cierto, anterior a las tesis bajtinianas (Lenin, 1975).

REFERENCIAS

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El compromiso antibelicista en la narrativa española sobre la guerra de Marruecos: a propósito de El Blocao e Imán JAVIER SÁNCHEZ ZAPATERO Universidad de Salamanca

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ONCEBIDAS COMO VEHÍCULOS A TRAVÉS de las que relatar experiencias vividas durante la guerra de Marruecos, El blocao –José Díaz Fernández– e Imán –Ramón J. Sender– se sitúan a medio camino entre el estatuto narrativo y el autobiográfico. Aunque son presentadas al público como novelas en su aparato paratextual, asumen un principio de veracidad que hace que todo lo relatado en ellas sea una especie de expediente de realidad y que, por tanto, se refieran a hechos sucedidos e inclusos susceptibles de ser comprobados por el lector. Hay, por tanto, una correspondencia entre el texto y la realidad que impide efectuar una lectura análoga a la que se ejecuta sobre los textos de ficción. Junto a ese principio de veracidad, existe en ellas una explícita identificación entre el autor, el personaje y el narrador, similar a la que da base a la autobiografía, cuya efectividad residiría en una correspondencia similar. Siguiendo la teoría de Manuel Alberca (2007: 61-62), podrían ser consideradas «novelas del yo» que, en su condición de tales, cumplimentan con el lector un «pacto ambiguo»:

[Las novelas del yo] mantienen una relación ambigua con respecto a lo real y a lo vivido, pero los autores, al proponer el estatuto de ficción para ellas, les confieren a éstas un carácter textual […] No es posible comprenderlas en su especificad sin considerar las relaciones extratextuales del relato ni tener en cuenta su lado biográfico, pues estos relatos acaban por dibujar una determinada figura del autor, y esa figura remite al individuo que reconocemos en el escritor.

Ese reconocimiento del que habla Alberca es especialmente importante en las obras que aquí serán estudiadas, por la autoridad de que gozan sus autores para vertebrar su discurso contra la barbarie. A pesar de ello, estas obras no pueden ser analizadas desde un prisma exclusivamente biográfico. Ahora bien, el conocimiento

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de la vida del autor ha de servir al lector para «apreciar las coincidencias y divergencias, las lagunas del relato, las fantasías e imaginarios que aquél deposita en su personaje» (Alberca 2007: 62) y asimilar que todas las referencias al mundo y a la existencia del autor se han transformado en signos literarios insertados en un relato de ficción, sin perder por ello su carácter factual. Es decir, la visión que en estas obras se da de la guerra parte de la experiencia personal de los autores –y de ahí la alusión al principio de veracidad– y precisamente por eso son perdonables los errores cometidos en el intento de recrear la realidad. El deseo de alcanzar la verdad de los acontecimientos pesa más que los inevitables fallos que se puedan incurrir en el proceso de transmisión, entre otras cosas porque el mero intento de los autores implica una postura ante el texto que trasciende lo meramente estético. Escritor y lector sellan un pacto que compromete al primero a relatar los hechos tal y como él los percibió y al segundo a recibirlos como verdaderos. Al estar generadas por recuerdos individuales, lo que transmiten estas novelas es la versión de la guerra de los autores –«su» guerra, por decirlo gráficamente–. La falta de convergencia entre esa memoria personal y la memoria social implantada en las sociedades evidencia la voluntad de los autores de construir un relato que no se limite a lo meramente estético, sino que mantenga una posición ética, ideológica y política. Durante la guerra de Marruecos, el gobierno español desarrolló una intensa labor propagandística destinada a infundir ánimo y confianza a sus sociedades ante el conflicto consistente en mentir sobre el desarrollo de las hostilidades, minimizar el número de bajas, exagerar sobre los daños infringidos al enemigo y, en general, obviar la destrucción que el combate estaba produciendo. Frente a esa interpretación de la historia, difundida a través de los medios de comunicación, de determinados líderes de opinión y del aparato propagandístico, diversos escritores van a intentar hacer de sus narraciones un instrumento capacitado para dar voz a quienes son silenciados por las versiones oficiales y para iluminar aquellos acontecimientos de los que jamás nadie se ocupará. Así, la narración gloriosa de las grandes batallas va a ser sustituida por el relato de la intrahistoria bélica. De hecho, lo que en ellas se va a relatar es cómo afecta a los combatientes su participación en la guerra y de qué modo la entrada en contacto con la muerte y el horror va a cambiar para siempre sus vidas. Las pequeñas tragedias que esconde un acontecimiento tan monstruoso como la guerra, habitualmente silenciadas y omitidas de los imaginarios sociales, van a ocupar el primer plano de sus narraciones, que van a dotarse así de lo que algunos autores han denominado «carácter democrático» (Aguado 2004: 114). Al dar recursos lingüísticos a los marginados de la historia –los soldados que sufren en las trincheras, los muertos que caen en combate, los habitantes de las ciudades bombardeadas acostumbrados a vivir con el miedo…– para que su discurso pueda hacerse oír, estas obras ayudan a la creación de una esfera pública carente de verdades únicas. Junto a su propia experiencia, los autores disponen de una tradición de literatura bélica para vertebrar sus relatos. Si por un lado se va a prescindir de los modelos clásicos centrados en el valor y en el heroísmo, por otro se van a tomar como referente novelas como La roja insignia del valor –Stephen Crane– o La cartuja de Parma –Stendhal–. Es sintomático que, por ejemplo, el protagonismo de las novelas pacifistas suela otorgarse a personajes jóvenes que, además de mantener similares características a las de los autores en el momento de experimentar los hechos por ellos narrados, presentan ciertas concomitancias con los modelos antiheroicos

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que aparecen en las dos novelas citadas. Son presentados como seres inertes que desconocen las razones que les han llevado hasta el frente y les han llevado a verse abocados a un horizonte de destrucción, violencia y muerte. Aplicando la teoría sobre la tipología de personajes y su utilización desarrollada por Northrop Frye (1957: 35-50), podría concluirse que en este tipo de obras se utiliza el mito del guerrero desde un «prisma irónico». Además, es innegable que tanto El blocao como Imán se sitúan en la tradición de literatura pacifista iniciada por diversos sectores de la intelectualidad occidental en el contexto de la Primera Guerra Mundial. Títulos como Sin novedad en el frente –Erich M. Remarque–, El fuego. Diario de un pelotón –Henri Barbusse– o Los que teníamos doce años –Ernest Glaeser–1 evidencian de qué modo la participación en la batalla y el sufrimiento del combate es susceptible de transformarse en el generador expresivo necesario para que los autores conviertan su obra literaria en vehículo a través del que luchar contra la guerra. Estimulados por el imperativo moral que hacía concebir la suya como una experiencia de dimensiones universales capaz de extenderse en el tiempo, los autores participantes en combate dejaron testimonio escrito de lo vivido por ellos, convirtiendo así sus recuerdos en memoria ejemplar capaz de adquirir funcionalidad. Publicadas respectivamente en 1928 y 1930, las obras de Díaz Fernández y Sender recrean las experiencias de sus autores en la Guerra de Rif, originada en la década de 1920 por la sublevación de un grupo de tribus en el norte de Marruecos contra el poder colonial español. A pesar de sus evidentes diferencias formales, comparten el hecho de ser elaboradas por un testigo que basa su relato en sus experiencias personales y de exponer una visión de la guerra como absurda tragedia. Ambos autores expusieron en los prólogos de sus textos la deuda que éstos tenían contraída con su vida pasada. Mientras que Díaz Fernández (1998: 32) afirmó que al escribir El blocao quiso convertir en «materia de arte» sus «recuerdos de la campaña marroquí», Sender (1998: 50) no dudó en señalar que «la imaginación había tenido bien poco […] que hacer», pues «cualquiera de los doscientos mil soldados que desde 1920 o 1925 desfilaron por allá podría firmar» un libro como el suyo2. La insistencia del autor aragonés en dejar claro que Imán trataba de contar «la tragedia de Marruecos como pudo verla un soldado cualquiera» (1998: 5) de los que junto a él permanecieron en el frente demuestra la voluntad de mostrar la peripecia vital de todos los que lucharon con él en la Guerra del Rif –y, de forma general, de los participantes en cualquier conflicto bélico–3. La representación simbólica del colectivo militar no sólo parte del lógico sentimiento de hermandad que relaciona a quienes han convivido en momentos de 1. La repercusión que las novelas de Barbusse, Glaeser y, sobre todo, Remarque tuvieron en España fue enorme. Sólo en 1929 se publicaron nueve ediciones –de una media de 10.000 ejemplares cada una– de Sin novedad en el frente. 2. Sender también rememoró su experiencia en la Guerra del Rif en Una hoguera en la noche y Cabrerizas altas. 3. De hecho, aunque la novela tiene un narrador autodiegético que se identifica con Sender, su protagonista es Viance, un personaje de dimensiones simbólicas en el que se vuelcan, según señaló el propio autor, características de diversos soldados a los que conoció en Marruecos. Según Mohammad Amuelata (1995: 464), la utilización del monólogo interior en diversos pasajes de la obra identifica la figura del narrador con la del personaje principal, pues «las opiniones de ambos se unen; su terror, su soledad, su angustia, sus supersticiones son compartidos de manera que cristaliza en el narrador la conciencia del personaje».

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máxima tensión y han compartido el miedo, el dolor y la angustia generados por la guerra. Surge también por la necesidad de dar voz a quienes la historia no parecía guardar más futuro que el olvido, el silencio o la deformación. En la España de la época se estaba ofreciendo una versión oficial sobre la contienda con las tropas marroquíes que distaban mucho de asemejarse a lo que estaba ocurriendo realmente, lo que llevó a algunos de los testigos de la realidad de la guerra rifeña a dar su interpretación de los hechos4. Así, Díaz Fernández y Sender incidieron en la diferencia que existía entre el modelo épico con el que se identificaba a los soldados que permanecían en Marruecos y la cruda realidad con la que habían de convivir5. El autor de El blocao afirmaba no recordar «ningún episodio heroico» (1998: 51) de su estancia en la guerra. Sender (1998: 136), por su parte, mostró la trágica ironía que suponía ensalzar como modelos a seguir a quienes vivían en condiciones infrahumanas: Nosotros somos lo que en la prensa y las escuelas llaman héroes: Llevar sesos de un compañero en la alpargata, criar piojos y beber orines, eso es ser héroes. Yo soy un héroe.

La denuncia de la situación en las que permanecían los soldados en el frente es, de hecho, una de las características comunes de las dos obras. Se expone en ellas de forma constante en la insalubridad en la que se había de vivir, insistiendo en cómo la alimentación y la falta de higiene de los soldados los hacía seres más cercanos a los animales que al resto de los hombres6. La potencia de esta identificación se ve incrementada por el salvaje comportamiento al que inducía el contexto bélico en el que se encontraban, caracterizado por la paralizante abulia de la vida en las trincheras, la pérdida de valor de la vida, la constante presencia de la muerte y el desarrollo de acciones tan violentas como irracionales. Hay en estas obras una meditación sobre la condición humana. Al plantearse cuáles son los límites del comportamiento, así como de la capacidad de supervivencia personal a determinadas situaciones, adquieren una dimensión existencialista. La opresión del ambiente en el que han de vivir –o, más exactamente, sobrevivir– los personajes, reflejo de la sentida por los autores y de sus compañeros de ejército, tiene como consecuencia su degradación. La guerra envejece y embrutece a sus participantes de tal modo que, inmersos en un panorama de destrucción, llegan a ser identificados con «cadáveres verticales» (Díaz Fernández 1998: 36). Como ha señalado Fulgencio Castañar (1992: 143-144) en su análisis de la Guerra de Marruecos como tema narrativo, «la lenta aniquilación de la personalidad del 4. Antonio Carrasco (2000: 74), en su estudio sobre lo que él mismo ha denominado como «novela colonial hispanoafricana» mostró cómo el resto de novelas sobre la Guerra de Marruecos, compuestas por combatientes o por autores que recabaron documentación sobre el tema, se limitan a alabar el valor de las tropas españolas confinadas en África a través de un «tono hagiográfico». 5. Idéntica visión puede detectarse en La ruta, la novela autobiográfica que sobre su experiencia en la guerra de Marruecos escribió Arturo Barea entre 1941 y 1946 desde su exilio londinense. El propio autor (2001: 112) afirmaba que su narración era «parte de la tradición nunca escrita» y que se distinguía «de los libros históricos [que] dan lo que se llama los hechos históricos», al tiempo que dejaba claro que la guerra que él vivió (2001: 145) «no tenía semejanza alguna con la guerra y con el desastre que […] [los] periódicos españoles desarrollaban ante los ojos del lector». 6. La progresiva similitud que los soldados adquieren con los animales se manifiesta en estas obras a través de expresiones que comparan a los combatientes con «rebaño de bestezuelas resignadas en el refugio de una colina» (Díaz Fernández 1998: 36) o «mulos» (Sender 1998: 272).

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individuo se produce casi paralela a una modificación de la apariencia física, pues al tiempo que crecen barbas y melenas hay un destrozo psíquico». Ejemplos de los daños mentales que genera el ambiente bélico, oscilante entre la paralizante monotonía de la vida en las trincheras –o, en este caso, en los blocaos– y el ansia de sangre de la actividad en el frente, son el episodio del soldado Ojeda narrado en El blocao o la forma en la que en Imán se describe a su protagonista. En el primer caso se muestra la progresiva locura de un personaje que deambula llevando entre sus brazos el cuerpo muerto de un perro al que había cogido afecto por su continuo merodear por el campamento militar. Ojeda pasea «entre una nube de moscas, con el cadáver […] ya corrompido» (Díaz Fernández 1998: 108) sin ser capaz de advertir la putrefacción de la carne animal que lleva consigo. Mientras, en el segundo caso el poder perturbador del ambiente militar sobre el individuo queda evidenciado a través del tratamiento que se da a Viance, personaje principal de la novela en el que se encarnan todos los jóvenes españoles destinados a filas en Marruecos. Su valor de representación es puesto de manifiesto en el texto en varias ocasiones, como cuando se señala que «un soldado es igual a otro y a otro» (Sender 1998: 114) o cuando, tras hacer el protagonista un resumen de su vida al narrador, éste afirma que existirían muchas «historias parecidas» (Sender 1998: 75) si se escuchase al resto de los miembros del ejército. Si el ejemplo de Ojeda servía para mostrar el enloquecimiento, el de Viance pone de manifiesto el proceso de aniquilación sufrido por efecto del opresivo contexto bélico. Es la suya una personalidad destruida que sólo en el odio parece encontrar un sentido a la vida. La guerra transforma de forma radical al protagonista de Imán hasta hacer de él «una ruina, […] un pelele, un tío ya exprimido» (Sender 1998: 298). La descripción de la cotidianeidad de los hombres en el frente resulta casi inverosímil, a pesar de los recursos analógicos y del aséptico realismo empleado por los autores. Como ha mostrado Marcelino C. Peñuelas (1998: 9), «la aparente distorsión demencial de lo narrado, a fuerza de intensidad realista, es la misma distorsión que las cosas adquieren en la mente cuando lo horrendo alcanza los límites de la resistencia humana». El problema no reside en que se hayan de transmitir unas experiencias susceptibles de ser inimaginables para los lectores, sino en que incluso para quienes han sido testigos de ellas y han de narrarlas resultan inconcebibles. De ahí que Ramón J. Sender (1998: 154) recurra a modelos como el del Apocalipsis, identificable pero irreal, para intentar dar cuenta de los niveles de horror y dramatismo que le tocó vivir durante su estancia en el frente rifeño: La llanura pertenece a un planeta que no es el nuestro, un planeta muerto, aniquilado por las furias de un Apocalipsis. Silencio y muerte infinitos, si horizontes, prolongados en el tiempo y en el espacio hasta el origen y el fin más remotos. La tierra, blanca; los arbustos, escasos y secos, llanura cruzada por mil caminos invisibles de desolación. Moros muertos, españoles despedazados.

Las dificultades para expresar a través de la escritura la experiencia de la guerra no sólo derivan de su carácter inefable, sino también de su propia complejidad. Quienes se deciden a escribir sobre sus propias vivencias en combate exponen los problemas que se les presentan a la hora de estructurar coherentemente sus recuerdos, pues, como señaló Arturo Barea (2001: 144) en acertado símil cuando se dispuso a escribir sobre sus recuerdos de la guerra de Marruecos, «lo que un soldado

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ve de la guerra puede compararse con lo que un actor ve de un filme en el que toma parte». De hecho, cuando José Díaz Fernández (1998: 31) se planteó testimoniar sobre lo ocurrido durante su estancia en Marruecos a principios de la década de 1920, la primera dificultad con la que se topó fue precisamente la relativa a la elección de la forma narrativa con la que moldear sus recuerdos. Para reflejar el caótico panorama de una guerra, el autor optó en El blocao por «hacer una novela sin otra unidad que la atmósfera que sostiene a los episodios [en la que] el argumento clásico está sustituido por la dramática trayectoria de la guerra, así como su personaje, por su misma impersonalidad, quiere ser el soldado español». En consecuencia, su obra es un conjunto de relatos argumentalmente inconexos pero ligados entre sí por el ambiente opresivo y embrutecedor de la contienda. Además de denunciar las miles de bajas sufridas, se denuncia en las tres obras –así como en otros textos compuestos por supervivientes de la Guerra del Rif, como La barbarie organizada, de Fermín Galán7– la condición de víctimas de los soldados que se vieron obligados a luchar en el opresivo y asfixiante ambiente marroquí. Según se puede leer en El blocao, «la guerra es una furia ciega en la que [a los soldados] no les cabe mayor responsabilidad» (Díaz Fernández 1998: 122). Considerar a los miembros del ejército como seres inocentes corrompidos por el contexto implica una evidente crítica a las estructuras militares, acentuada en la obra de Díaz Fernández por la constante insistencia en lo irracional de ciertos comportamientos castrenses8. La vida militar es puesta en cuestión también por la violencia que lleva aparejada y por el efecto que produce en los soldados, convertidos en el ejército en organismos inertes incapaces de sentir estímulo alguno más allá de los relacionados con la satisfacción de sus necesidades primarias y con la tensión del combate. Son seres cuya libertad individual está continuamente puesta en entredicho, al tener que integrarse en un grupo social en las que la esencia personal queda diluida al ser sometida a un intenso proceso de uniformidad. La alienación llega al extremo de aniquilar la propia personalidad –«nada eres» (Sender 1998: 32), le dicen a Viance en un diálogo de Imán– y hacer que la vida sólo tenga sentido inmersa en las estructuras militares. Los soldados son parte de una maquinaría y, como tal, son iguales e intercambiables. Por eso la peripecia vital de uno de ellos en el ejército puede adaptarse sin problemas a las de los demás. En la postura antibelicista de estas novelas existirían dos niveles perfectamente delimitados. El primero de ellos haría referencia a la dimensión internacionalista que subyace a estas novelas, pues el alcance de su reflexión no se limita a los soldados españoles, sino que parece englobar a todos los que alguna vez en la historia se han visto obligados a tomar parte activa de una guerra. Ese sentido universalista se aprecia en el constante recurso de ironizar sobre el verdadero significado del término patria, como evidencia el pasaje de Imán en el que se dice que «la 7. Como en las obras estudiadas en este artículo, también la de Galán (1931: 239) presenta la doble destrucción de la guerra: destrucción física, traducida en el elevado número de muertos que provoca y destrucción psíquica, evidenciada en los daños sufridos en la personalidad del soldado como consecuencia de la disciplina militar y del ambiente bélico. De hecho, cuando el protagonista de La barbarie organizada regresa a España lo hace con la convicción de no ser «nada más que un despojo». 8. En El blocao, por ejemplo, se narra un pasaje en el que un joven soldado imberbe es castigado por no tener bigote con el argumento de que en el cuartel «no se quieren señoras» (Díaz Fernández 1998: 47).

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patria no es más que las acciones del accionista» (Sender 1998: 121) o este otro de El blocao (Díaz Fernández 1998: 81): –¿Qué es la Patria?, le preguntaba a cualquier soldado de aquellos que limpiaban su correaje en un rincón. –Yo… mi sargento, como fui tan poco tiempo a la escuela… –Tu patria es España, hombre. Claro que si fueras alemán sería Alemania. Ya ves qué fácil...

Junto a este nivel universal y ejemplar, existiría otro caracterizado por su carácter particular. El blocao e Imán son ejemplos de literatura bélica, pero suponen también una reflexión sobre la situación social y política de la España de la época. Las obras de Díaz Fernández y Sender, compuestas y publicadas pocos años después de la guerra, inciden en su papel contracultural contra los medios oficiales que proclamaban el triunfalismo de las actividades de pacificación en el norte de Marruecos que en la crítica social concreta. Adquieren así una dimensión cognoscitiva, pues informan sobre una realidad que de otro modo sería imposible conocer –las penurias que la guerra ha causado a los soldados–, y lo hacen teniendo en cuenta que, en determinados contextos, «olvidar» es sinónimo de «someterse» y, consecuentemente, «recordar» de «deber moral».

REFERENCIAS

BIBLIOGRÁFICAS

ALBERCA, M., 2007, El pacto ambiguo. De la novela autobiográfica a la autoficción, Madrid: Biblioteca Nueva. AGUADO, T., 2004, «Imán, La ruta y El blocao: memoria e historia del desastre de Annual», Revista hispánica moderna, 57, 1-2, 99-120. AMUELATA, M., 1995, «La técnica narrativa en Imán», en Sánchez Vidal, A., (coord.), Historia y crítica de la literatura española 7/1: Época contemporánea: 19141939. Primer suplemento, Barcelona: Crítica, 461-465. BAREA, A., 2001, La ruta, Madrid: Bibliotex. CARRASCO, A. M., 2000, La novela colonial hispanoafricana. Las colonias africanas de España a través de la historia de la novela, Madrid: Casa de África. CASTAÑAR, F., 1992, El compromiso en la novela de la II República, Madrid: Siglo XXI. DÍAZ FERNÁNDEZ, J., 1998, El blocao, Madrid: Viamonte. FRYE, N., 1957, Anatomía de la crítica, Caracas: Monteávila. GALÁN, F, 1931, La barbarie organizada, Madrid: Castro. PEÑUELAS, M., 1998, «Introducción», en Sender, R. J., Imán, Barcelona: Destino, 7-26. SENDER, R. J., 1998, Imán, Barcelona: Destino.

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«Las nieblas del futuro que se cierne exigen una mirada que, en su inevitable miopía, se vuelve menos miope gracias a la humildad y a la autoironía» Claudio Magris

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N SU ÚLTIMO LIBRO PUBLICADO, Exploradores del abismo, el funambulista Maurice Forest-Meyer atraviesa, a modo de clave de lectura o «hilo fantasmal», esa colección de relatos suspendida sobre el vacío con la que Enrique Vila-Matas vuelve al cuento, tras un amplio y celebrado ciclo novelístico1. Un funambulista es un duelista de la muerte y, si además tiene la insolencia de colgar un cable entre las torres, ya desaparecidas, del WTC de Nueva York, es un provocador y un temerario. Riesgo y vértigo, técnica y esfuerzo, son tan sólo algunos de los factores que pueden haber movido a Vila-Matas a escoger este personaje como emblema de su último libro. Llama la atención, por otro lado, la coincidencia en el tiempo de la publicación de dos volúmenes importantes de crítica sobre la obra de Vila-Matas (Heredia 2007 y Andrés-Suárez y Casas 2007) que indican el deslizamiento hacia el centro del sistema literario español de una obra, hasta hace poco, pacientemente instalada en la periferia. Esta ubicación excéntrica no debiera, sin embargo, sorprendernos, de creer la tesis de Claudio Magris, para quien todos los grandes autores de la literatura europea del XX han ocupado durante buena parte de su trayectoria una posición periférica en el canon de sus respectivas letras. «Casi siempre el mérito es totalmente independiente del reconocimiento», decía el mismo Francisco Ayala.

1. En una entrevista concedida al blog de K. Heredia, «Vila-Matas, el impostor» (28-11-2007) el autor aclara la cercanía de este personaje con Philippe Petit, el equilibrista que cruzó un cable tendido entre las Torres Gemelas, el 7-8-1974. .

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Un autor que hace de la literatura, de escritores, lectores, géneros, textos y actividades asociadas el limo fundamental del que se alimenta su escritura, y que es además excepcionalmente culto –«translector» le llama Mercedes Monmany2–, tanto en cuanto a su acerbo literario como en sus conocimientos teóricos y poéticos, es un objeto de estudio muy apetecible para el teórico y el crítico de la literatura. La nómina de críticos que firman en los citados volúmenes basta, por sí sola, para comprender la dimensión de la obra de Vila-Matas para el pensamiento literario español contemporáneo. Eso sí, han hecho falta premios y reconocimientos de primera categoría para que esta atención se consolidase y multiplicase. 1. ORÍGENES Y POSICIÓN DE VILA-MATAS EN LAS LETRAS ESPAÑOLAS DEL CAMBIO DE SIGLO. Cultivador acaso de un género diferente dentro de la literatura misma que, un poco al estilo barthesiano, llamaríamos «escritura», Vila-Matas se nutre en lo esencial de un triple cauce literario: 1.º la literatura de la negatividad, 2.º la vanguardia o modernismo literario y 3.º la tradición del humor carnavalesco. Revisaremos aquí sólo la primera y la tercera, pues mucho se ha escrito ya sobre la filiación del autor de Historia abreviada de la literatura portátil y su práctica de la «post-novela» (Ródenas 2007) con la literatura vanguardista. 2.1. LA

LITERATURA DE LA NEGATIVIDAD

Son muchos los autores de referencia que se repiten en momentos cruciales de las novelas de Vila-Matas (Kafka, Pessoa, Duchamp, Walser, Gombrowicz, Valéry, Gracq). Uno de ellos es Claudio Magris, cuya presencia en el pensamiento y la práctica literaria de Vila-Matas es fértil en grado sumo, más allá de las citas y el juego intertextual, siendo muy reveladora la sintonía, con sus diferencias, entre ambos proyectos. El autor de Danubio, Microcosmos o A ciegas ha interpretado, también en los intersticios de la novela, el ensayo y el relato de viajes, el destino de la literatura y la cultura europea contemporáneas a partir, sobre todo, de la disolución del gran proyecto de la literatura de la Mitteleuropa en el momento del desmembramiento del Imperio Austrohúngaro. Magris llama a este proceso «la crisis del gran estilo», que no es, en síntesis, sino la imposibilidad de dar cuenta del mundo de una forma «total», anunciada ya por Nietzsche y confirmada por Musil en su novela incompleta y fragmentaria, El hombre sin atributos. No en vano el punto final de Rosario Girondo en la carretera perdida de El mal de Montano es el encuentro fantasmal con Robert Musil, cuyas palabras últimas cifran la importancia de esta conexión centroeuropea en el corazón de la catedral metaliteraria: «Praga es intocable», dijo, «es un círculo encantado, con Praga nunca han podido, con Praga nunca podrán» (2002: 316). La literatura del no emana de la conciencia de que no existe ya un sentido objetivo de la vida, como creía Pierre Bezuchov. La sinfonía del vacío de sentido tras la efervescencia de la vida burguesa del segundo imperio resonaba en La educación sentimental, una de las novelas preferidas de Kafka. De aquel libro que Flaubert quiso escribir sobre «nada» derivan los grandes héroes de la negación: desde el escribiente Bartleby de Melville, hasta los 2.

M. Monmany, «Y Kafka se fue a nadar», en M. Heredia, (ed.), 2007, 105-108.

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personajes de Kafka y Walser, que se «arrastran», dice Magris, «por los rincones oscuros y las fisuras de la vida» (1993: 28), huyendo de la prosa del mundo a espacios invisibles, casi paralelos como en las novelas de ciencia ficción. Son los héroes de la defensa, que tratan de salvar un reducto de su individualidad aislándose y pertrechándose contra el magma imparable de la totalidad social (desde Akaki Akákievich y Goliadkin a Leopold Bloom o a Kien, el hombre-libro de Auto de fe). Exiliados de la «vida verdadera», estos personajes nos ofrecen un modelo, en negativo, del amor a una vida que es metamorfosis y heterogeneidad, un ejemplo de lucha por el sentido en su voluntad suicida de permanecer idénticos a sí mismos –el protagonista de «Niño»– afirma: «Vivo fuera de la vida que no existe» (2007: 40). Aquella «poesía del corazón» que anhelaba Goethe se desvanece, y en su lugar nos topamos con «la prosa del mundo», la red anónima de relaciones sociales en la que el sujeto se convierte en un mero medio (Magris 1993: 22). El poeta es el expatriado trascendental, condenado a ese «infinito viajar», no sólo geográfico y físico, sino interno y espiritual, al que Magris ha dedicado su último libro y que contrasta el viaje clásico circular, presente hasta Joyce y en el que Ulises regresa a Ítaca encontrando su propia identidad, con el viaje rectilíneo y sin final, donde el viajero, al modo de Musil, va deshaciéndose de sí mismo, demoliéndose y reconstruyéndose cada vez, abierto a la indeterminación de múltiples posibilidades antes que al principio de realidad. «Viajar, perder países» repite Vila-Matas, evocando a Pessoa. Viaje y escritura significan, para Magris, «desmontar, reajustar, volver a combinar» (Magris 2008:17). La narrativa más auténtica, continúa Magris, no es la que cuenta sólo a través de la ficción, sino la que recoge trozos de realidad, de sus transformaciones vertiginosas. Es la estela abierta por Truman Capote, enfrascado, por cierto, en los peligrosos bucles entre vida y escritura, como el autor empírico de «Porque ella no lo pidió». Leído a la luz de los escritos de Magris, Vila-Matas sería, en suma, uno de los escritores resistentes al nuevo nihilismo postmoderno, a lo que el autor triestino llama «la nueva inocencia» de aquellos «transgresores» que se reivindican como defensores de «lo natural» en sus representaciones artísticas, capaces de suturar la vieja herida del lenguaje, complacidos habitantes de un mundo carente de sentido y de la liberación de tener que buscarlo (1993: 410-437). Hablo de la escritura de Vila-Matas como representante, de la oscilación dialógica propia del siglo XX entre utopía y desencanto (Magris 2001). Anegada y ausente la esfera de los valores y de lo universal no es posible, sin embargo, dejar de aspirar y buscar las formas para establecer o acceder a dichos valores. Como se sabe bien, las vanguardias constituirán un capítulo privilegiado de este arte de la negatividad, de esa desconfianza ante lo universal a través del juego combinatorio e intertextual. 2.2. LA

TRADICIÓN DE LA LITERATURA DEL HUMOR CARNAVALESCO

En su poética histórica de la novela, Mijaíl Bajtín trazó la genealogía de una forma narrativa destinada a marcar un hito en la literatura moderna, la novela polifónica de Dostoievsky (Bajtín 1986). Una de las contribuciones de aquella genealogía consistió en vincular la evolución de esta forma literaria a la cosmovisión, las imágenes y las prácticas culturales propias del carnaval. La sátira menipea, junto con el diálogo socrático, de cuya desintegración proviene, es, según entiende Bajtín, el fundamento genérico de la tradición de la literatura carnavalesca y,

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posteriormente, carnavalizada. Con sus precedentes en la antigüedad (Heráclito, Menipo de Gádara, Varrón, Séneca, Petronio, Boecio) y su pervivencia en la literatura medieval y del humanismo, (Chaucer, Boccaccio, Erasmo, Moro, Vives, Lipsius), pasando por su cumbre y rápido descenso en el XVII y XVIII (Quevedo, Cyrano, Swift, Rousseau, Voltaire), esta tradición enlaza con el modernismo literario (Kafka, Joyce, Ayala, Canetti) hasta imprimir sus huellas en firmas singulares del cambio del XX al XXI (Rushdie, Juan Goytisolo, Carlos Fuentes, Saramago). Sin tiempo ahora para una ilustración cabal de los rasgos de la sátira menipea en la narrativa de Enrique Vila-Matas, bastará, de momento, su enumeración para dejar al lector que saque sus propias conclusiones: 1) preeminencia de la risa, en el sentido de «filosofía de la vida» o manifestación y actitud humorística ante «la pesadez» del mundo; 2) excepcional libertad de la invención temática y filosófica; 3) creación de situaciones excepcionales para provocar y poner a prueba la palabra del sabio buscador de la verdad, un sabio ridículo o Sócrates grotesco; 4) un naturalismo bajo (el rasgo menos visible en Vila-Matas); 5) predilección por las últimas y trascendentales cuestiones filosóficas; 6) coexistencia de los tres planos del universo (diálogo con los muertos); 7) fantasía experimental, observación desde puntos de vista insospechados (umbrales y rincones, perspectivas aéreas); 8) experimentación psicológico-moral (con locos, perturbados, maníacos, suicidas); con importancia de los sueños y visiones del hombre como ser «inconcluso» y «no coincidente consigo mismo»; 9) escenas de escándalos, conductas excéntricas…; 10) predominio del oxímoron y de fuertes contrastes, con cambios, bruscas transiciones, subidas y caídas; 11) elementos de «utopía» social, a través de sueños o viajes a países desconocidos; 12) amplio uso de géneros intercalados (cuentos, cartas, discursos, simposios…) que son representados con mayor o menor objetivación o parodia; 13) pluralidad de tonos y estilos en conexión con lo anterior (intenso dialogismo); y 14) orientación a la realidad, a la experiencia más cercana (Bajtín 1986: 160-167). 3. EXPLORADORES DEL ABISMO: ESCRITURA CUBISTA DEL «FUERA DE AQUÍ» Vila-Matas, como Forest-Meyer o Philippe Petit, quiere hacernos sentir la vibración del cable mientras atravesamos el abismo de la mano de sus cuentos, del mismo modo que Paul Valéry nos enseñó a percibir la oscilación del sentido en el uso del material verbal de la palabra, como un tablón tendido sobre una zanja, o la grieta de una montaña3. 3.1. ¿QUÉ

ES EL ABISMO EN LA ESCRITURA DE

VILA-MATAS?

En primer lugar designa la desaparición, la disolución de la subjetividad, la demolición del yo, ya sea puramente literaria (como al final de Doctor Pasavento o en Suicidios ejemplares), ya psíquica, en la locura, ya biológica, con la muerte misma. De algún modo, como señalara Domingo Ródenas, Vila-Matas ha estado escribiendo de un mismo tema, «el de la desaparición, la disolución, la extinción y, a fin de cuentas, el de la muerte» (2007: 153). El abismo, además de ser un inconmensurable vacío de caída vertical, es un espacio, un territorio, una antesala o umbral (2005: 388; 2007: 40-41) «no nihilista», que conecta con el cronotopo 3.

Paul Valéry, 1998, Teoría poética y estética, Madrid: Visor, 75.

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privilegiado de la literatura carnavalesca. El abismo, que incluso es un color en el cuento «Niño» (2007:44), no sólo es el final del camino sino, como afirma el propio autor, es el camino mismo o, dicho de otra forma, «no hay camino sin abismo». Desde su faceta más política, el vacío es el corazón mismo del poder, como muestra el certero homenaje en «Vacío de poder» a Francisco Ayala y su cuento «El hechizado». El abismo en cuanto vacío puede cumplir también la función de imagen de una poética: «escribir es llenar un vacío», «vaciar» el cubo del corazón, como decía Álvaro de Campos (2007: 16). El abismo, por fin, tiene que ver con lo invisible, con lo indecible, es lo que no se entiende, «lo más estimulante» según Vila-Matas, quien parte de dicho principio en otro de sus artículos más iluminadores, titulado a partir de la manipulación de una cita de Kafka «Aunque no entendamos nada». En este artículo equipara el abismo al misterio, a la «línea de sombra» que separa el territorio desconocido en el que no hay respuestas para las preguntas» (2007b:12). El abismo se convierte así en la imagen de una teoría poética donde el sentido surge de la búsqueda en la penumbra, de la intuición en tanto acción de vislumbrar lo que haya más allá de lo visible. El viaje, como metáfora casi mítica de la búsqueda del sentido de la existencia, como movimiento en el que ensayar la construcción de la propia identidad, acaba asumiendo la función de principio medular, aunque sea temático, de una estructura narrativa deslizante, abierta e infinita como dice Pozuelo, capaz de conjurar el vacío en cuyos límites se levanta (2007b: 404). El Vila-Matas que se cuela y se inventa en Exploradores del abismo preconiza, para el Ulises magrisiano, moderación y cautela en los viajes físicos, exceso y riesgo en los viajes inmóviles. 3.2. DE

LA ESCRITURA CUBISTA A LOS LÍMITES PERFORMATIVOS DE LO LITERARIO

Si observamos ahora algunos de los rasgos comentados más arriba constatamos que el concepto de «portabilidad» no habría dejado de funcionar, en lo esencial, hasta Exploradores del abismo, a pesar del recorrido y densidad de El mal de Montano o Dr. Pasavento, novelas que precisaban un ritmo más lento y unas derivaciones más rizomáticas, una amplitud mayor en el arte de la digresión. Portabilidad en tanto levedad y rapidez, cualidades que Calvino anunciaba para la literatura del próximo milenio y que, unidas al principio borgiano de la multiplicidad, ha sabido articular Vila-Matas con agilidad y ritmo magistrales. Como escritor cervantino que es, el cuento-prólogo «Café kubista» adquiere una notable importancia para comprender el proyecto de Exploradores del abismo. Mezclando, una vez más, información aparentemente real con hechos imaginados, incluyendo la manipulación de las citas de esos autores y de sus obras anteriores4, Vila-Matas parece hablarnos de una especie de «renacimiento» o «metamorfosis», cuya primera consecuencia es un desdoblamiento (otro más). No olvidemos que, en El mal de Montano, citando a Alan Pauls, el narrador ya valoraba la escritura de diarios en el XX no como reflejo de la realidad sino como registro de una mutación (2002:114). Que Praga sea la elegida para ubicar el cierre simbólico de este libropolíptico no es casual. Ya El mal de Montano acababa con una visión de Walser evocando a Praga como ciudad-literatura y relevo del París de la primera parte de la novela. «Café kubista», por otro lado, es un cuento-poética: «todo libro nace de una 4.

Vid. capítulo VI de Historia abreviada, «Nuevas impresiones de Praga» en Vila-Matas 1985.

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insatisfacción», de un vacío… y escribirlo es llenar ese vacío, un vacío que es un abismo. O dicho de otro modo, uno escribe de lo que no sabe, de lo que no comprende. Lo que se escribe no reproduce la realidad sino algo más, ese «fuera de aquí» que el narrador-escritor dice tomar del mismo Kafka. Esta máxima condensa el proyecto del libro y responde al deseo de «mantenerse vivos» y dar cuenta de distintas formas de creatividad generadas por la angustia. El cubismo de estos cuentos nace, además de la afinidad con Apollinaire, Max Jacob, André Salmon, Pierre Reverdy, Jean Cocteau o Blaise Cendrars, del ocasional gusto compartido con el cubismo por «ampliar las dimensiones de ciertos espacios y por huir del punto de vista fijo clásico, y permitir que tarde o temprano los cruce la sombra de algún otro explorador. La metamorfosis del narrador-escritor, tras su «colapso físico», le convirtió en «otro», aligerando no sólo su cuerpo sino sus razonamientos del abismo» (2007: 12). Esa levedad tiene un componente de libertad, que le permitirá traspasar límites y umbrales antes no cruzados. Y parte de esa mutación, de esa «disidencia de sí mismo» será la misma vuelta al cuento (14 años tras Hijos sin hijos). Como era de esperar, el propio título del libro proviene de cierto equívoco: aunque el narrador creía que la «condición de exploradores del vacío había sido definida por Kafka» en conversación con un amigo, en realidad la frase la había pronunciado él mismo en un artículo –«Explorador que avanza» (Vila-Matas 2007b)– pero, eso sí, a partir del recuerdo de una frase realmente pronunciada por Kafka. El narrador aclara que sus exploradores, más que precipitarse se detienen a escudriñar el abismo en sus umbrales, a estudiarlo antes de despeñarse (2007a: 16). Esta encrucijada simbólica, el «umbral» propio de la novela de la crisis, supone según Bajtín ese punto de vista extraño y al mismo tiempo de profunda perspectiva, propio de la menipea. Son exploradores, eso sí, que «tienen un sentido festivo de la existencia», como el propio narrador, que vacía el cubo de su corazón en «un clima alegre», «risueño, discreto y geométrico» (16), dispuesto a gestionar con «ironía templada» y «tímida felicidad» el legado literario de su «antiguo inquilino» (17), el autor de la catedral metaliteraria. Considerando ahora el venero de la literatura del humor, la risa carnavalesca, devenida ya en sonrisa irónica, desencantada pero aún utópica, sobrevuela con elegancia estos cuentos. La ironía, ese «potente artefacto para desactivar la realidad» (2004: 35) siempre es en Vila-Matas «autoironía» («La gota gorda», «Niño», «Así son los autistas»). Decía Borges, por boca de Bioy en el inicio de «Tlön. Uqbar, Orbis Tertius» que «los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres». La escritura es el tercer jinete que provoca esta duplicación. El doble se manifiesta también en la nada patética relación padre-hijo del relato «Niño», metamorfosis negativa proyectada, del padre al hijo (como ya sucediera en el arranque de El mal de Montano), un conflicto muy habitual en Vila-Matas (Hijos sin hijos, El viaje vertical) en torno al cual se despliegan algunos de los rasgos de la sátira menipea, en particular la figura del sabio-bufón ridículo (negativo), el tratamiento de cuestiones trascendentes, con visión de los hijos nonatos muertos incluida (bajo el efecto alucinógeno de la ayahuasca) y el umbral de la crisis, la antesala del abismo que Niño no se atreve a cruzar y que su padre narrador cruzará por él, matándole literariamente, mientras le contempla desde la insólita perspectiva de «lo más alto de la Nariz de dios» (2007a: 64). Junto al familiar clima petesburgués de «Fuera de aquí», delirante viaje vertical de un funcionario dos veces viudo, que afronta, sumido en un infinito cansancio,

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la compleja crianza de sus seis hijos, «Amé a Bo» nos ofrece un ambiente más claramente carnavalesco, una incursión paródica en el género de la ciencia ficción, en esos universos paralelos recorridos por los solitarios que pueblan estos relatos. Último superviviente de un viaje interestelar, condenado a ser infinito y rectilíneo, sin límites, el narrador-protagonista (originario, cómo no, de Faial) enuncia una teoría universal del humor: «sólo el humor es lo que hay más allá de los límites de los límites de los límites ilimitados» (2007:171). Esta teoría se amplifica, carnavalescamente, en el planeta-utopía a que arriba su nave, «Kajada», un planeta completamente nevado, habitado por los karibeños, que se la pasan riendo continuamente. No es casual que Vila-Matas regrese al maestro del humor carnavalesco, Sterne, al recordar en aquella «capital universal del humor» que: «La seriedad es un misterioso continente del cuerpo que sirve para ocultar los defectos de la mente» (178). Y, por fin, el cuento más arriesgado y culminación de la escritura cubista y abismal de este libro, «Porque ella no lo pidió». Relato funambulista pero también reticular, experiencia del «fuera de aquí» donde Vila-Matas se ha visto abocado a cruzar los límites de lo literario hacia la vida, y de retorcer a ésta para regresar a la literatura, convencido, finalmente, de que más allá de la literatura «no hay vida, sino un riesgo de muerte» (2007a: 275). Este cuento es la quintaesencia, en estos momentos, de la escritura vilamatiana, el «rien ne va plus» de su funambulismo. Y es un cuento-máquina, un artefacto generador y reciclador de realidad, que se va plegando y bifurcando para cerrarse finalmente de forma brillante. El lector comienza leyendo una historia, «El viaje de Rita Malú», donde la artista protagonista, obsesionada doble de Sophie Calle, decide salir del spleen de su condición de máquina soltera (femenina por una vez) convirtiéndose en detective (al estilo de Auster en Ciudad de cristal) para encontrar al escritor Jean Turner, desaparecido en la isla de Pico, en las Azores. Relato de final enigmático que se abre, en su segunda parte, a la sorpresa de ser el cuento escrito por el auténtico protagonistanarrador para responder al reto, real, planteado por la artista y performer («novelista de pared») Sophie Calle. La propuesta de llevar un cuento a la vida queda paralizada por distintas circunstancias (la enfermedad de la madre de Calle, sus compromisos con la bienal de Venecia en 2006), doblando el calendario o temporalización del relato la biografía del autor empírico, hasta que el relato da otra vuelta de tuerca más, un nuevo pliegue, para plantear todo lo precedente como fruto de la escritura imaginativa del narrador, ausente de la vida y deseante de provocarla en su cuaderno rojo (de nuevo Auster), con la ficción como motor de los hechos. Es precisamente «porque ella no lo pidió», que el narrador logra, por mediación de su amigo escritor Ray Loriga, provocar la «auténtica» propuesta de Sophie Calle de escribir un «relato-vida» que, por mor del orden del discurso, nuestro protagonista ya ha escrito y lleva en su bolsillo a la segunda cita en el café de Flore de París. Como ya hiciera con sus recuerdos inventados (aquel bucle tramado con Antonio Tabucchi sobre sus respectivos pasados), Vila-Matas hace pasar por «real» el reflejo en espejo o «mise en abyme» para poder evitar su paralización como escritor, y abrir el final de su yo en el futuro, el fantasma de Pico (Islas Azores). Lo más divertido y estimulante de este mecanismo de relojería narrativa es que Vila-Matas, salvándose de quedar bartleby, sabe desatar la historia, dejando el relato como un desafío de duelista que, estoy convencido, tendrá futuros capítulos.

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4. AL FINAL DEL CABLE Con su tímido amor a la vida, como Claudio Magris, Enrique Vila-Matas ha demostrado que ningún escritor que se tome en serio su trabajo puede renunciar a la máxima ambición de originalidad en la escritura literaria5. En esa pertinaz apuesta por la gloria solitaria el proyecto narrativo de Vila-Matas puede entenderse mejor, como sugiere Juan Villoro (2007: 362), a partir del modelo cervantino de la escritura desatada. Esta búsqueda de «estructuras de libertad» en y desde la literatura, incardinada en la red que, de forma simplificada, hemos bosquejado a partir del encuentro de la tradición de la literatura del humor carnavalesca, la narrativa de la negatividad y la escritura vanguardista, desemboca hoy en esta escritura funámbula que culmina en Exploradores del abismo. Dueño de una prosa emparentada con la de Kafka, «de enrarecida contención, que quema como lo hace el hielo» (Villoro 2007: 366), Vila-Matas ha logrado una obra imprescindible, de una trascendencia no solemne (Masoliver Ródenas 2007: 371), refractaria a toda forma de énfasis, que nos divierte de forma «infinitamente seria» y provoca intelectualmente, que exorciza nuestros demonios, la conciencia de nuestros límites, con un dispositivo narrativo verbal de gran potencia inmersiva para el lector, exigente pero generoso en su ejercicio de la inteligencia y también de la poesía, en el sentido amplio contemporáneo de lo poético. REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS ANDRÉS-SUÁREZ, I. y CASAS, A., (eds.), 2007, Enrique Vila-Matas, Cuadernos de Narrativa, Neuchatel y Madrid: Universidad de Neuchatel y Arco Libros, 2.ª ed. BAJTÍN, M., 1986, Problemas de la poética de Dostoyevski, México: FCE. HEREDIA, M., 2007, Vila-Matas portátil. Un escritor ante la crítica, Barcelona: Candaya. MAGRIS, C., 1993, El anillo de Clarisse. Tradición y nihilismo en la literatura moderna, Barcelona: Península. — 2001, Utopía y desencanto. Historias, esperanzas e ilusiones de la modernidad, Barcelona: Anagrama. — 2008, El infinito viajar, Barcelona: Anagrama. POZUELO YVANCOS, J. M., 2007a, «Vila-Matas en su red literaria». En I. Andrés-Suárez y A. Casas, (eds.), 2007, 33-47. — 2007b, «Creación y ensayo sobre la creación en la obra de Enrique Vila-Matas», en M. Heredia, (ed.), 2007, 388-404. VILA-MATAS, E., 2002, El mal de Montano, Barcelona: Anagrama. — 2004, París no se acaba nunca, Barcelona: Anagrama. — 2005, Doctor Pasavento, Barcelona: Anagrama. — 2007a, Exploradores del abismo. Barcelona: Anagrama. — 2007b, «Aunque no entendamos nada», en I. Andrés-Suárez, y A. Casas, (eds.), 2007, 11-27. — 2008, El viento ligero en Parma, 2.ª ed., México D.F.: Sexto Piso. VILLORO, J., 2007, «La escritura desatada. Vila-Matas rumbo a Doctor Pasavento», en M. Heredia, (ed.), 361-366. 5. Y es que, como afirmaba Ricardo Senabre en sus críticas del escritor catalán, Vila-Matas es un caso de una irreductible individualidad y de una originalidad muy singular en la literatura española de las últimas cuatro décadas. Reseñas en «El Cultural» (Diario El Mundo) de El mal de Montano (19-122002) y Exploradores del abismo (6-8-2007).

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De la imagología a los Imagenation Studies: prolegómenos de una propuesta teórica ENRIQUE SANTOS UNAMUNO Universidad de Extremadura

1. PASADO Y PRESENTE: ¿QUIÉN DIJO CRISIS?

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S CASI UN LUGAR COMÚN INICIAR cualquier reflexión de cariz imagológico aludiendo a las continuas andanadas teóricas lanzadas por René Wellek contra lo que, en su opinión, no era sino una forma espuria de encarar la literatura. Si nos remitimos a su célebre intervención en el congreso de la AILC de 1958, el descontento quedaría plasmado en cuestiones de objeto y de método, así como en la denuncia de un larvado nacionalismo cultural (Wellek, 1968: 213-216). Merced a su indudable estatura intelectual, Wellek comparte con algunos estudiosos la paradójica condición de haber sido a un tiempo acicate del progreso de los estudios comparatistas y rémora paralizadora de los mismos. La creación, desde mediados del siglo XX, de una vulgata basada en el despectivo polinomio imagología / positivismo / escuela francesa ha sido tácitamente acatada por estudiosos de diferente matriz teórica que han insistido en un camino plagado de asechanzas: interdisciplinaridad indiscriminada, etnopsicología encubierta (Moura, 1992: 271 y 273), descriptivismo (Machado-Pageaux, 1988: 56; Pageaux, 1989: 134), vaguedad y heterogeneidad a riesgo de desplazar los materiales literarios (Guillén 1998: 336 y 344). No obstante, si las condenas de la escuela norteamericana y de los inmanentismos europeos dificultaron sobremanera el desarrollo del comparatismo imagológico a partir de 1950, en las últimas dos décadas hemos asistido a un prolífico debate teórico que ha vuelto a situar en primer plano los aspectos contextuales del sistema literario, así como el contenido de las obras de ficción. De manera inevitable, los estudios relativos a la estereotipación étnica y nacional se han beneficiado de dicho debate. Así, autores como Daniel-Henri Pageaux vienen insistiendo en el hermanamiento de los estudios literarios de base comparatista con las ciencias sociales, al objeto

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de superar tanto los formalismos ajenos a lo contextual como los materialismos mecanicistas obcecados en la teoría del reflejo. En otras palabras, al humanista no le conviene separar las esferas de lo simbólico y de lo material, ya sea negando o descuidando sus interacciones en nombre de la autonomía estética, ya sea haciendo derivar sin más la primera de la segunda. Se trataría más bien de buscar «les dimensions symboliques du social» (Pageaux, 1995: 93), en la senda de una historia del imaginario donde la literatura sería «produit de la culture et de l’histoire», pero también un factor importante en el desarrollo de las mismas (Pageaux, 1992: 301). Sin duda, uno de los fenómenos en los que lo duro y lo blando se imbrican en la creación y el funcionamiento de los grupos sociales es el de la estereotipación étnica y nacional, un proceso cuya fábrica y difusión ha encontrado en la literatura, durante siglos, «un potentísimo factor sociosemiótico de na(rra)ciones identitarias» (Martí Monterde, 2005: 386). Tenía razón René Wellek cuando ponía el dedo en la llaga del nacionalismo cultural presente en los estudios imagológicos europeos de la primera mitad del siglo XX y así lo han reconocido en tiempos más recientes autores cuyas posiciones son diametralmente opuestas a la suya: si JeanMarc Moura ha aceptado la existencia de ese «nationalisme universitaire» (1999: 181), Nora Moll, desde una perspectiva cercana al multiculturalismo y el poscolonialismo, ha visto en la temprana imagología «il pericolo di dissolvere […] lo studio letterario in una psicologia collettiva» (1999: 218). En la misma línea se sitúa Joep Leerssen quien, sin embargo, anota con razón que los exabruptos antinacionalistas del estudioso checo no resisten un análisis teórico e histórico en tanto en cuanto «the discursive fabric of nationality constructs was not as extraneous to literary praxis or literary art as the cosmopolitan idealist Wellek would like to believe». De hecho, el pensamiento nacional ha sido y sigue siendo «an active, shaping force in literary and cultural history at large» (Leerssen, 2000: 270). Las palabras de Leerssen permiten a su vez entender mejor la acusación de sociologismo dirigida al comparatismo imagológico por parte de Wellek y de los sucesivos pregoneros del mantra teórico intrínseco/extrínseco en el seno de los estudios literarios. Tras esa alergia por los datos y los intermediarios, por las fronteras lingüísticas, culturales y nacionales (el sistema literario, en suma), se adivina en realidad un afán poco neutral por dejar intactas oposiciones axiológicas como culto/popular, occidente/oriente, supranacional/nacional, cuyos primeros términos funcionan a modo de cándidos sinónimos de lo universal. Intento sin duda fallido, a juzgar por los derroteros teóricos por los que han ido desarrollándose los estudios literarios de base comparatista durante las últimas décadas. De hecho, las peores pesadillas de los inmanentistas parecen haber tomado cuerpo, pues desde hace tiempo el fantasma de la crítica temática recorre la academia bajo muy diferentes y en ocasiones mentidas formas. La denostada Stoffgeschichte ha vuelto con más fuerza que nunca, remozada y aggiornata, bajo el marbete de tematología comparatista.

2. TEMATOLOGÍA E IMAGOLOGÍA. ALGUNOS DESLINDES La historia de ese regreso ha sido trazada por Cristina Naupert (2001: 12-142; 2003: 14-19), con especial hincapié en la confluencia entre la tematología y el multiculturalismo dominante en ciertas franjas de la teoría literaria (feminismo, estudios

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culturales y poscoloniales…). No coincidimos, sin embargo, con la apresurada identificación entre tematología (el vástago de la Stoffgeschichte decimonónica, rebautizado por Van Tieghem) e imagología, así como con el carácter subordinado que se reserva a esta última. Así, Naupert niega la autonomía de los estudios imagológicos, que pasan a ser un «subcampo de la tematología» y se reducen, a su parecer y con permiso de Guyard, al «estudio de los tipos nacionales (individuales y colectivos) y su representación en las literaturas foráneas bajo el lema “l’étranger tel qu’on le voit”» (Naupert, 2001: 106-107). Frente a tal ausencia de distingos, nos parecen más acertadas las posiciones de quienes, conscientes de sus indudables lazos, demarcan claramente la frontera entre tematología e imagología. Así, el comparatista italiano Remo Ceserani constataba hace una década la ausencia de la voz extranjero en la mayoría de los diccionarios temáticos de la literatura, lo que le llevaba a afirmar «che non si tratti, nel caso dello straniero, di un tema letterario vero e proprio» sino de una proyección cultural e ideológica inevitable en cualquier colectividad humana y básica en la definición de su identidad. (Ceserani, 1998: 79)1. Este carácter de universal psicológico y antropológico sitúa el concepto de lo extranjero, a nuestro juicio, en un plano diferente al de los temas literarios, merecedor por ello de una atención teórica e histórica particularizada. De hecho, la reflexión xenológica, de Georges Simmel a Julia Kristeva, ha subrayado el carácter específico de lo extranjero frente a conceptos como el de diferencia o alteridad (Albrecht, 2007: 327). No parece suficiente, así pues, reducir el estudio imagológico al recuento y análisis de los tipos humanos nacionales. Ya señalamos la importancia de la literatura y otras prácticas simbólicas en la progresiva conformación del sistema cultural y literario de base nacional que, más allá de panegíricos o requisitorias en torno a la globalización, sigue siendo el cimiento de nuestro orden planetario, como los estudios polisistémicos o la teoría del campo literario ponen de manifiesto. Como señala Randolph D. Pope, «el nacionalismo nos afecta a todos, inevitablemente. […] Somos el resultado de las circunstancias que forman parte de las naciones y todos los productores culturales forman parte a su vez de las economías ligadas a las naciones» (2006: 342-348). De hecho, la consideración de la imagología como mera provincia del enfoque tematológico no es algo por todos aceptado. Esta conciencia teórica es visible desde hace tiempo en algunos manuales de literatura comparada, cuyos editores han decidido compartimentar la materia de manera que quede constancia del cariz heterogéneo de ambas disciplinas. Así, Machado y Pageaux colocan los estudios imagológicos en la base del comparatismo, afirmando que «a questão das “orientações estrangeiras” põe-se como questão prévia a todo e qualquer estudo comparativista» (1988: 20). Dirección en la que Pageaux (1989) abundó al redactar el capítulo sobre imagología en un volumen ya clásico al cuidado de Pierre Brunel e Yves Chevrel, sin perjuicio de que en el mismo apareciera otro capítulo dedicado a la «Thématique comparatiste». Sucesivas aportaciones del autor francés han insistido en la necesidad de colocar la imagología como base de la Literatura Comparada. El heterodoxo manual de Susan Bassnett (1993) complica aún más las demarcaciones: si a la tematología (en clave feminista) se le asigna el capítulo 6, las cuestiones 1. El propio autor ha suplido esa laguna en un reciente diccionario de temas literarios editado por él mismo (junto a Mario Domenichelli y Pino Fasano). En la voz straniero, Ceserani afirma de nuevo: «prima ancora di essere un personaggio di miti e di storie, è stato uno stereotipo culturale, presente nella psicologia e nell’immaginario delle comunità umane» (2007: 2383).

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imagológicas recorren de forma transversal diferentes secciones, especialmente las dedicadas a las identidades poscoloniales (cap. 4) y a la literatura de viajes (cap. 5), a más del sugestivo capítulo centrado en las relaciones entre las diferentes literaturas británicas (cap. 3), donde se pone en práctica un proficuo enfoque comparatista intraestatal (y plurinacional) íntimamente relacionado con la cuestión de los autoimagotipos y que nos lleva de nuevo a consideraciones sistémicas2. En una línea parecida se halla el volumen recolectado por Armando Gnisci en 1999, en el que el capítulo 2 se centra en los temas y mitos literarios, mientras la mencionada Nora Moll se detiene en las interrogaciones imagológicas e interculturales, hilvanadas a través del descriptor imágenes del otro (cap. 6). También en este caso, la literatura de viajes, tradicional caldo de cultivo de la imagología, merece capítulo aparte (el 4) y tiende a desgajarse como un territorio con identidad disciplinar propia3. La necesidad de deslindar los territorios de la tematología y la imagología parece contar, al parecer, con algunos defensores.

3. HACIA LOS IMAGENATION STUDIES En lo que sigue, y tras haber aclarado algunos conceptos previos, nos limitaremos a esbozar, a modo de propuesta, una línea de investigación comparatista que, por motivos que esperamos dejar claros, hemos decidido denominar ImageNation Studies. Cabe recordar que su ámbito de aplicación se limita en principio al sistema literario y cultural europeo, aunque en el futuro sería posible y deseable establecer puentes con otras propuestas teóricas ligadas a ámbitos geográficos e identitarios diferentes. Dicho proyecto se halla en un estadio incipiente y precisará de ulteriores desarrollos y revisiones. Su articulación se apoyaría en tres vértices fundamentales: las nociones de estereotipo, carácter y nación. No será ocioso subrayar que no se trata en absoluto de volver a dar pábulo a la caracterología nacional o a la etnopsicología (mucho más presentes hoy día de lo que tiende a creerse), sino más bien lo contrario. Es decir, lo que propugnamos es encarar dichas nociones desde un punto de vista teórico e histórico, en un principio de forma separada, pero haciendo hincapié a continuación en sus interacciones a lo largo de la historia y en su posible combinación y rentabilidad teórica, siempre teniendo como trasfondo los diferentes factores del sistema literario, pero sin olvidar otras formas de representación ficcional de base lingüística e icónica, así como otras esferas del imaginario social. El concepto de estereotipo colectivo puede considerarse un universal antropológico y ha de llevarnos a disciplinas como la psicología social y a las diversas teorías de la identidad grupal (de Henri Tajfel a John C. Turner), hasta desembocar en 2. Esta perspectiva comparatista que se enfrenta a los aspectos históricos y conflictivos de la serie intranacional/intraestatal empieza a dar sus frutos también en la península Ibérica, como demuestran las consideraciones de Randolph D. Pope (2006) o el volumen colectivo editado por Anxo Abuín González y Anxo Tarrío Varela (2004). Iniciativas como éstas demuestran hasta qué punto los modelos teóricos propugnados por las diferentes ciencias humanas (en este caso, la Historia de la Literatura) pueden confluir con el campo de los ImageNation Studies. 3. Existe una edición posterior del manual de Gnisci (editada en 2002), aumentada con nuevos capítulos, cuya traducción española apareció en la editorial Crítica ese mismo año (Introducción a la literatura comparada, Barcelona). Los capítulos 2, 4 y 6 pasan a ser allí, respectivamente, el III, VI y VIII.

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las complejas nociones de lo extranjero y de imagotipos étnicos y nacionales (en su doble versión autoimagotipo/heteroimagotipo), conformado lingüísticamente y transmitido a través de los textos literarios. Esta segunda noción ha recibido distintas definiciones y ha sido encarada desde diferentes puntos de vista. Así, si algunos imagólogos han adoptado un enfoque filosófico y se han servido, por ejemplo, de autores como Paul Ricoeur (la pareja ideología/utopía) para afrontar la cuestión, otros han preferido hacer hincapié en los aspectos lingüísticos y retóricos de los procesos de estereotipación, en busca de una gramática transcultural de la estereotipia a través del estudio de los textos literarios. Sea como fuere, la importancia de los (estereo)tipos en la teoría y la práctica literarias es indudable, por lo que no es de recibo seguir escamoteándola en nombre de una falsa oposición paraliteratura (estandarizada) / literatura (irrepetible) sesgada por los presupuestos teóricos y que no resiste la prueba del análisis histórico. Por su parte, la idea de carácter tiene en origen un alcance individual, pero ya desde muy temprano asistimos a una traslación de los atributos de la persona al grupo, del individuo a poblaciones enteras (a través de consideraciones tanto físicas como psicológicas). Su desarrollo está ligado en occidente a disciplinas o sistemas de creencias como la medicina, la fisiognómica, la historia, la teoría de los climas o la antropología (de Hipócrates, Heródoto y Galeno a Giovanni Battista della Porta, Juan Huarte de San Juan, Johann Kaspar Lavater o Immanuel Kant), pero en su difusión y evolución serán fundamentales la retórica y la poética, en estrecha connivencia con la ética (de Aristóteles a Teofrasto y la tradición peripatética, de Horacio y la teoría de los mores a Iulis Caesar Scaliger o La Mesnardière), así como la práctica literaria (desde la tradición teatral de raigambre neoaristotélica hasta John Bunyan, La Rochefoucauld, La Bruyère, Gracián o Montesquieu). De la noción griega de ethos a la moderna teoría de los caracteres nacionales, discutida por autores como David Hume y de la que la Encyclopedie se hace ya eco, hay un complejo recorrido que merece la pena seguir reconstruyendo. Asimismo, el patrón caracterológico será la base de los estudios literarios de raíz positivista y de toda una línea de la antropología del siglo XX (de Geoffrey Gorer a Ruth Benedict) y sigue funcionando hoy día en sordina en las políticas de diplomacia pública y en ese reciente fenómeno de mercadotecnia nacional denominado estado-marca (brand state). Desembocamos así en la nación, tercero de los vértices de nuestro triángulo y objeto desde hace algunas décadas de un estudio concienzudo por parte de diferentes disciplinas. Huelga recalcar que nuestro punto de vista privilegia los aspectos blandos de la construcción nacional, aquellos que cristalizan en lo que Benedict Anderson denominó con acierto comunidades imaginadas. La formación del sistema político y simbólico nacional aún hoy vigente, si bien hunde sus raíces en un pasado que se remonta al menos hasta el Renacimiento (y más allá, como el estudio de la pareja estereotipo/carácter pondría de manifiesto), se desarrolla de forma sistemática a partir de la era posnapoleónica, pasando por diferentes fases e interesando en un principio sobre todo a los intelectuales para acabar convirtiéndose en pasto de tradiciones masivas, como se han encargado de señalar Miroslav Hroch, Eric Hobsbawn o Anne-Marie Thièsse, entre otros muchos. De nuevo, la literatura y los géneros iconográficos desempeñan un papel fundamental en la construcción simbólica de las colectividades nacionales europeas y en la formación de autoimagotipos y heteroimagotipos (del teatro romántico a la novela histórica,

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de l’image d’Épinal a la caricatura política, de las revistas ilustradas costumbristas a las aleluyas, de las physiologies francesas de la primera mitad del siglo XIX a las diversas colecciones de Los [españoles, portugueses, franceses…] vistos por sí mismos, de los tipos regionales al chiste gráfico o la pintura de tema histórico). Por no hablar, claro está, del surgimiento e institucionalización de las filologías nacionales, pero también del en absoluto angélico comparatismo. Lo que Michael Billig ha llamado nacionalismo banal (banal nationalism) no es hoy día un fenómeno ajeno a la literatura, el cine, el cómic, las ciencias humanas u otros potenciales generadores de identificaciones nacionales. Así pues, no se trata de estudiar comment nous voyons-nous entre nous, sino quién o quiénes, cuándo, cómo y dónde han realizado y siguen realizando el acto de magia social de justificar ese nosotros y ese ellos y qué papel desempeñan los sistemas simbólicos (especialmente los ficcionales) en ese proceso de identidad nacional que necesita indefectiblemente la alteridad para constituirse. Un campo enorme, sí, pero no más vasto que esa fantomática búsqueda de lo universal que nos proponían los seguidores de Wellek y, sin duda, más acorde con la relevancia social que se nos exige. Para concluir, nos gustaría aludir brevemente a la denominación elegida para referirnos a esta confluencia de campos que no es sino una reformulación de la investigación imagológica, en la línea de otros esfuerzos académicos llevados a cabo actualmente en Europa. El cambio de nombre obedece a la necesidad de una etiqueta capaz de sugerir de manera más eficaz las apuestas e inquietudes del estudio centrado en la construcción y representación de los caracteres nacionales. Por otra parte, no es nuevo el descontento suscitado por la voz imagología, escasamente reveladora del haz de problemas y objetos subyacentes y poco agraciada al decir de algunos (Moura 1999: 181; Pageaux, 1989: 133). Así, Hugo Dyserinck hablaba ya en los años 60 de «Investigación sobre la Imagen» (Image-Forschung), denominación que, en su versión inglesa y sujeta también a variaciones y apósitos ([Comparatist] Image Studies), ha gozado de cierto éxito en ámbito centroeuropeo (Leerssen, 1991: 174; 1997: 130; 2000: 268; Syndram, 1991: 179), si bien parece que no ha llegado a desplazar a la primigenia y arraigada denominación (BellerLeerssen, 2007). Aunque personalmente preferimos la denominación Image Studies, en tanto en cuanto aleja ciertos fantasmas ligados a la historia del enfoque imagológico (que algunos tildan de siniestra, turbia e incluso terrible; Martí Monterde, 2005: 385), creemos que la misma sigue siendo demasiado vaga y tiende a confundirse con campos disciplinares como los Visual Studies. En rigor, los estudios sobre la imagen (entendida en su sentido de representación estereotipada de un grupo humano) pueden incluir también los enfoques de género o diluirse en los tipos socioprofesionales más propios de la tematología. Por ese motivo, el tercer vértice de nuestra propuesta (es decir, la nación), en virtud de su importancia en la constitución de la modernidad occidental (verdadero núcleo histórico y epocal de los estudios en torno a la caracterología nacional y la imagotipia), parece capaz de añadir una esfera importante de significado. De otro lado, la insistencia en el concepto de representación y la base constructivista de nuestras posiciones, así como la posible inclusión de fuentes ficcionales no solamente «literarias» sino también iconográficas como objeto de estudio (a más del necesario espacio concedido a las consideraciones metateóricas, centradas en el desarrollo de las ciencias humanas como generadoras de identidad nacional), justifican el juego semántico y fonético ImageNation/Imagination. Por medio de dicho guiño, tratamos

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de engarzar la estereotipación étnico-nacional con el cariz imaginativo e inventivo (en su sentido retórico y argumentativo) de las identidades sociales (incluidas las de base nacional), a través de la noción de imagotipo. Por último, la decisión de proponer una denominación en inglés responde a motivos eufónicos y de economía morfológica, así como a una praxis bastante extendida en el campo de la Teoría literaria, necesitada de terminologías más homogéneas y susceptibles de una fácil y pronta adopción, cuando se juzgue conveniente. Tiempo habrá para sucesivas consideraciones.

REFERENCIAS

BIBLIOGRÁFICAS

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Acerca del canon de la novela española de principios del siglo XX ADOLFO SOTELO VÁZQUEZ Universidad de Barcelona

«Una tradición que se detiene es una forma muerta de la que ya no hay nada que esperar» Federico de Onís, Ensayos sobre el sentido de la cultura española, 1932

L

A PERIODIZACIÓN DE LA HISTORIA de la literatura española del siglo XX es una cuestión sin resolver. Se han aceptado –aunque cada vez con mayores inconvenientes– los marbetes heredados que insisten especialmente en el concepto de generación, un concepto que determina un canon estrecho y excluyente, porque se basa en un idealismo histórico, porque descuida la permeabilidad entre los grupos que establece y porque abandona a su suerte lo que no coincide con la cronología o con los supuestos fijados como comunes para cada una de las generaciones. La insuficiencia del método generacional puede ser relevada por la consideración de un canon asentado en los clásicos del siglo XX y que tenga presente su naturaleza de diálogo: diálogo entre el presente y el pasado, entre la tradición y la originalidad, entre la aspiración y lo conseguido. Abogo por la sustitución del insuficiente método de las generaciones literarias por un canon en el que las obras del siglo XX sean el reflejo de nuestra sensibilidad actual, tal y como postulaba el lúcido Azorín de los comienzos de la segunda década del siglo XX, al prologar para ediciones Nelson (alrededor de 1915) sus Lecturas Españolas:

No estimemos, queridos compatriotas, los valores literarios como algo inmóvil, incambiable. Todo lo que no cambia está muerto. Queramos que nuestro pasado clásico sea una cosa viva, palpitante, vibrante. Veamos en los grandes autores el reflejo de nuestra sensibilidad actual (Azorín 1998: 698-699).

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Las novelas de comienzos del siglo XX son ya obras del pasado. Las reflexiones que siguen son una invitación a un canon que las mantenga presentes, vivas, tanto porque son perennes sus preguntas e interrogaciones, como porque reflejan inquietudes estéticas, ideológicas y éticas de nuestra sensibilidad actual. Todo ello desde una órbita de reflexión que sabe que la historia de la novela del siglo XX habrá de ser la historia de la historia de la novela del siglo XX, tarea que aún está por llevarse a término, y de la que aquí apunto las pertinentes relaciones entre crítica y novela en el horizonte de expectativas que crea cada una de las obras de creación al ver la luz1. Al fallecer Leopoldo Alas a poco de iniciarse el siglo XX, carecemos de los juicios del mejor crítico de la novela española desde 1876 –primera edición de la galdosiana Doña Perfecta– para poder ubicarnos en el lugar privilegiado que hubiesen supuesto las reseñas y comentarios de Clarín. Otros críticos de estirpe decimonónica, por ejemplo, Urbano González Serrano –agudo analista de las inflexiones del realismo y el naturalismo en España durante las tres últimas décadas del XIXen su sugestivo libro La literatura del día (1900 a 1903) (Barcelona, 1903), únicamente se ocupa de Benito Pérez Galdós y de sus quehaceres en el dominio de la novela histórica, no prestando atención a la renovación de la novela española que las nuevas plumas estaban empezando a llevar a cabo. Fue el poeta y crítico catalán Joan Maragall el primero en advertir en las columnas del Diario de Barcelona (28-II-1901) en el artículo «La joven escuela castellana» la nueva sensibilidad narrativa de José Martínez Ruiz y de Pío Baroja, apoyándose en la lectura de Diario de un enfermo, Vidas sombrías y La casa de Aizgorri, y sosteniendo que esa nueva sensibilidad, definida como «un esfuerzo de sinceridad» (Maragall 1981: 151), latía ya en los cuentos del último Clarín y en los ensayos del primer Unamuno. Ensayos de Unamuno que eran el único rumbo original de las letras españolas que Maragall le había indicado al escritor argentino José León Pagano en una conversación de 1901, recogida en la serie «Atraverso la Spagna letteraria» que escribía por encargo de La Rassegna Internationale durante 1901 (León Pagano s./a.: 67-82). Que debía producirse un cambio de paradigma en la novela española de poética realista ya lo había sancionado Clarín a comienzos de la última década del siglo XIX. Sin embargo, quienes lo anotaron con más agudeza en los años finales de la centuria decimonónica fueron los críticos catalanes del Modernisme (pienso en el malogrado José Soler y Miquel y en Ramón D. Perés, que ejercían en La Vanguardia). A ellos habría que sumar la excelente labor de Rafael Altamira reseñando las novedades narrativas en la Revista Crítica de Historia y Literatura Española, Portuguesa e Hispanoamericana durante el lustro 1896-1901: Paz en la guerra (1897), Los trabajos del infatigable creador Pío Cid (1898) y Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Paradox (1901). Cierto que Altamira cuando en 1905 traza un balance de «La literatura española durante la Regencia (18861902)», establece continuidades entre las creaciones de Galdós y Valera, y las de Unamuno, Ganivet y Baroja, y apenas se detiene en las rupturas que, sin embargo, había notado en las reseñas mencionadas (Altamira 1905: 136-163). Conviene recordar, no obstante, que las novedades narrativas que aportaba Paz en la guerra –especialmente la autobiografía y el valor trascendente del paisaje– 1. Para las consideraciones previas del presente trabajo he tenido muy en cuenta el sabio e inteligente ensayo de J. C. Mainer (2000).

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fueron desatendidas, a la altura del 97 por los jóvenes del 98 –José Martínez Ruiz y Ramiro de Maeztu– y sólo críticos del Modernisme las advirtieron como anuncio de una nueva escuela2. También creo que es el momento de recordar que fue el catalán Santiago Valentí Camp (antiguo alumno de Leopoldo Alas) quien como responsable literario de la barcelonesa casa Henrich puso en marcha en 1902 la «Biblioteca de novelistas del siglo XX», colección que inauguró Amor y pedagogía de Unamuno y en la que vieron la luz, entre otras novelas, El mayorazgo de Labraz de Pío Baroja y La voluntad de José Martínez Ruiz. Es decir, tres autores que abren el canon de la novela española del siglo XX, junto con Valle-Inclán. Los tres autores elegidos por Valentí Camp habían tentado con anterioridad la narrativa, como también Valle-Inclán y otros autores que la tradición literaria ha olvidado –pienso en Llanas Aguilaniedo–, desertando de la poética del RealismoNaturalismo, que, en cambio subyacía en el quehacer de otros novelistas que también publicaron novelas alrededor de 1902: Blasco Ibáñez y Cañas y barro, Felipe Trigo y La sed de amar y Manuel Ciges Aparicio y Del cautiverio. La «Biblioteca de novelistas del siglo XX», que llegó incluso a crear un premio para abrir camino a nuevos narradores, tenía a sus espaldas las excelentes colecciones de novelas que «Arte y Letras», Cortezo y la propia editorial Henrich habían puesto en el mercado durante las dos últimas décadas del siglo XIX. En ellas vieron la luz Marta y María, La Regenta, Los pazos de Ulloa o La espuma, entre otras novelas fundamentales del Realismo. El nuevo proyecto, apoyado en las anteriores experiencias requería nombres nuevos y diferentes condiciones editoriales («menos lujo y más baratura»3, por ejemplo). Unamuno, que fue quien la inauguró, le escribía a Valentí Camp el 11 de marzo de 1902: El prospecto de ‘Biblioteca de novelistas del siglo XX’ me agrada y me agrada el título de la biblioteca, aunque suene un poco presuntuoso, pues el siglo acaba de nacer y no sabemos si nuestros nombres llegarán al final de él (Unamuno 2002: 469).

En efecto, las novelas de Unamuno y Azorín han llegado al siglo XXI como integrantes del primer eslabón del canon novelístico del siglo XX. El mayorazgo de Labraz, que vio la luz en 1903, es novela desigual, pese a que su condición de retablo zuloaguesco, donde patetismo y lirismo se amalgaman, le confieren suficientes marbetes novedosos, que el canon ha reemplazado por Camino de perfección (Madrid, 1902), cuya condición de novela modernista y europea han mostrado recientemente tanto Germán Gullón (2003) como Jorge Urrutia (2002). A ellas hay que sumar la Sonata de otoño (Madrid, 1902), cuya construcción narrativa es paradigmática de la novela modernista: fragmentarismo, elipsis y recuerdos, arquetipo al sesgo irónico y, sobre todo, musicalidad y sensaciones. El canon de la novela española se abre con estas cuatro novelas, que son la más plástica formulación de la crisis de la narrativa después del Naturalismo y que había tenido su adalid en Leopoldo Alas, quien a su vez fue el mejor teórico del Realismo decimonónico en España.

2. He expuesto esta cuestión en A. Sotelo Vázquez (1998: 51-70). 3. Expresión de Valentí Camp en carta a Unamuno (30-XII-1901). Cito por Miguel de Unamuno (2002: 449).

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Quiero sintéticamente referirme a la condición canónica de estas novelas y de estos novelistas en orden a tres puntos de vista. El primero atañe a su conocimiento de la narrativa realista y naturalista, poética o poéticas que los textos de 1902 cuestionan tanto en el nivel del discurso narrativo como en el del tratamiento de la historia. Miguel de Unamuno, que en Paz en la guerra es deudor a la vez de Galdós y de Tolstoi, reconocía en 1898 las conquistas del Naturalismo, pese a su fracaso: «el Naturalismo novelesco, en lo que tuvo de específico, en su aplicación a la novela del determinismo psicológico, creo que ha fracasado, pero dejándonos con tal fracaso enseñanza abundante» (Unamuno 1971: t. IX: 773). De esa enseñanza abundante Unamuno proponía «fundir artísticamente en la novela lo psicológico con lo sociológico, es la principal tarea que resta» (Unamuno 2000: 449) Y, en realidad, Amor y pedagogía es, desde su condición de tragedia grotesca una fusión de la psicología y la sociología caricaturizando la autoridad del positivismo, corriente del pensamiento en la que con mayor o menor transigencia se había asentado el canon de la novela española del último cuarto del siglo XIX. También es notable el conocimiento del itinerario de la poética de la novela realista que tenía José Martínez Ruiz, quien para comienzos de siglo se siente discípulo de Clarín, especialmente del que palpa en su narrativa la crisis del modelo naturalista. No cabe tampoco ninguna duda de que el primer Valle-Inclán había leído con esmerada atención a Galdós, Clarín y Pardo Bazán, y que la radical originalidad de las Sonatas, con mucho D’Annunzio al fondo, no puede ocultar los elementos realistas y naturalistas que subyacen en la configuración de los espacios y los personajes, tanto de las memorias de Bradomín como de las dos primeras Comedias Bárbaras de los años 1907 y 1908, Águila de blasón y Romance de lobos. El caso de Valle-Inclán, autor de la más canónica novela modernista, es significativo en relación a su conocimiento de la poética realista que las Sonatas vinieron a clausurar. Al reseñar Tristana de Galdós para El Correo español de México el 27 de abril de 1892, mostraba su preferencia por la novela psicológica, tal y como la escriben Paul Bourget y León Tolstoi, pero admitía el valor de la novela descriptiva (los calificativos son de Valle) siempre que se engarzara el cronotopo con el estado psicológico del personaje, procedimiento –el de la descripción como revelación del personaje– que tiene su base en Flaubert y que Leopoldo Alas practicó de modo magistral, pero que será canónico en las letras de 1902: El conocimiento detallado del escenario viene muy a cuento cuando éste influye despertando ideas o sentimientos en los personajes de una novela, porque la amenidad de los campos y la serenidad de los cielos, los negros muros de una cárcel, los tapizados de un salón, son grande parte a que el hombre se muestre alegre o triste, pero en los demás casos toda descripción me parece no sólo inútil, sino perjudicial (Valle-Inclán 2002: 1360).

El canon de la crítica literaria se adelanta diez años al de la creación artística, tal y como corrobora la radical preferencia del artista gallego por la descripción apoyada en las sensaciones, el impresionismo y el fragmentarismo –seguramente nacida de la descripción selectiva que procuró siempre Flaubert– frente a la rigurosidad y minuciosidad descriptivas: El que una vez sentida la impresión artística que puede nacer de una descripción bien hecha, sigue la lectura de ésta hasta el final, puede decirse que lo ha

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hecho de gracia, por respeto al novelista, quizá por prurito retórico, pero, en todo caso –y aunque parezca paradoja–, al interrumpir la sensación ha interrumpido la lectura de la novela, porque todo lo que huelga en un libro no forma en rigor parte de él (Valle-Inclán 2002: 1469).

Creo que estas opiniones de Valle-Inclán hablan del viraje entre las poéticas realistas y las nuevas poéticas que se explicitaron en 1902. Viraje en el que hay que tener en cuenta el conocimiento de las poéticas conquistadas como las apuestas creativas en el seno del Modernismo. Ya terminada la publicación de la Sonata de otoño en folletín (febrero de 1902), Valle reseña para La Correspondencia de España (9-VI-1902), el Episodio galdosiano de la cuarta serie Las tormentas del 48 reconociendo el gran mérito de Galdós como novelista realista: «el maestro no se muestra solamente como prodigioso creador de hombres y mujeres. Resucita toda una sociedad» (Valle-Inclán 2002: 1469). Reconocimiento, en fin, del magisterio galdosiano en el dominio de la novela histórica que Valle-Inclán practicará en el canon narrativo anterior al 36 por dos veces: La Guerra carlista (1908-1909) y El ruedo Ibérico (1927-1936). Reconocimiento que no es óbice para que contemporáneamente haya explicitado las reglas estéticas del Modernismo en La Ilustración Española y Americana (22-II-1902) y un año antes reseñase La casa de Aizgorri de Baroja en Electra (30-III-1901) con un ademán de compromiso con las nuevas estéticas, coincidiendo en la apreciación del nuevo canon en la novela de Baroja con Maragall y Maeztu: «Todo el libro es así: una lejanía de niebla por donde pasan vidas de ensueño. Algo que me hace recordar los relatos de las abuelas: ¡esos relatos que tienen una indecisión y un encanto que no tiene la vida!» (Valle-Inclán 2002: 1449). La reseña valleinclaniana se subtitulaba significativamente «sensación» y las líneas que he citado apuntan reveladoramente al prólogo de Jardín Umbrío (1903), uno de los libros de relatos que el joven crítico Juan Ramón Jiménez señaló desde Helios como canónicos del nuevo ideal estético y literario del Modernismo (Sotelo Vázquez 1986: 4). A Pío Baroja también le era familiar la literatura realista y naturalista antes de emprender su tarea fundadora del canon de la narrativa española del siglo XX con los relatos de Vidas sombrías (Madrid, 1900) –en los que la aguda reseña de Unamuno (9-VI-1900) advertía «narraciones casi sin asunto» o «notas de íntima melodía» (Sotelo Vázquez 1993: 240)–, Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Paradox (1901), La casa de Aizgorri (1901) y, sobre todo, Camino de perfección (1902). Ya en 1890 había escrito una serie de artículos periodísticos sobre el Naturalismo en la literatura rusa que avalan su conocimiento de Dostoyevski, Tolstoi, etc. Un episodio que el propio Baroja recordaba en su exilio parisino de 1940, recogido en Pequeños ensayos (1943) habla indirectamente del nuevo canon que la «Biblioteca de novelistas del siglo XX» –Unamuno, Martínez Ruiz y Baroja– había conformado. El episodio remite a una conversación entre Blasco Ibáñez y Baroja en los jardines del Retiro madrileño alrededor de 1903: Después se habló de literatura y el valenciano mostró sus antipatías. Un editor de Barcelona, Henrich, estaba publicando por entonces una colección titulada ‘Novelistas del siglo XX’. En esta colección iba a salir o había salido ya la novela mía El Mayorazgo de Labraz.

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Blasco dijo que era una ridiculez, una petulancia, ese título de ‘Novelistas del siglo XX’. Yo le atajé, y le dije: –Yo no veo la petulancia. Balzac, Dickens o Dostoyevski, por muy extraordinarios que sean, pertenecen al siglo XIX: nosotros, aunque seamos medianos, somos del siglo XX. Este nosotros no le hizo ninguna gracia. Cambió de conversación... (Baroja 1976 [1943]: t. V 977).

El «nosotros» escondía unos nombres y unas novelas que habían fundado el canon del siglo XX. Pasemos a ver esa condición canónica desde la crítica literaria contemporánea, ciñéndonos a la biblioteca barcelonesa de Henrich y a las referencias de los críticos de mayor prestigio en la prensa barcelonesa y madrileña. Joan Maragall, que fue el primero en detectar, en 1902, el aire común y nuevo de los jóvenes escritores y que reseñó con juicioso tino Amor y pedagogía («novela de ideas, de abstracciones, pero de abstracciones vivas si vale decirlo así») (Maragall 1981: 191), no compartía la hibridez artística de la novelas de la biblioteca, en la que sin embargo advertía señales de la orientación novelesca del siglo que empezaba. Esa hibridez era leída por Ramón D. Perés, crítico de La Vanguardia y de la revista La Lectura, como la voluntad de romper el molde decimonónico de la novela. En cada una de estas obras, y sea ello efecto de la casualidad o propósito deliberado, parece querer presenta el escritor algo radicalmente nuevo en el fondo y en la forma, huir de las sendas trilladas, revolucionar más o menos el género novelesco (Perés 1902).

En Madrid el crítico de mayor prestigio es a comienzos de siglo, Eduardo Gómez de Baquero «Andrenio», que firma las «Revistas literarias» de El Imparcial y desde finales del XIX la «Crónica literaria» de La España Moderna. El diálogo de este crítico con las novelas de 1902 es extenso e intenso desde la medida crítica que empleaba para justipreciar a los nuevos novelistas y que no era otra que la asentada en el realismo galdosiano de la última década del siglo XIX. Andrenio, que creía que toda buena novela tenía siempre como espejo a Balzac o a Galdós, observaba en la primavera de 1902 las novelas de la biblioteca como unas creaciones que aportaban «elementos de renovación y una gran variedad de matices psicológicos» (Gómez de Baquero, 1902). Unos meses más tarde –a comienzos de 1903– volvía sobre la colección barcelonesa en la prestigiosa La España Moderna, señalando que tras la lectura de las novelas publicadas, «fácil es distinguir quiénes son entre éstos los novelistas… presentes y quiénes podrán serlo futuros». Los futuros son «Miguel de Unamuno [que] se reveló como novelista de cuerpo entero desde su primera novela», «Martínez Ruiz [quien] si sigue cultivando la novela, será indudablemente uno de los verdaderos novelistas del siglo XX» y «Baroja, el mejor de los noveladores de la nueva generación» (Gómez de Baquero 1903: 178-181). Un estudio pormenorizado de la recepción estética de estas novelas de 1902 y sus alrededores daría puntual noticia de las novedades que aportaban a la tradición narrativa y de su lugar inicial en el canon del XX. Dos botones de muestra para terminar esta segunda consideración. Están formulados por la misma pluma, la del crítico Andrés González Blanco, sobresaliente figura de la crítica literaria de la primera década del siglo XX y gran conocedor de la narrativa realista y naturalista,

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quien recogió algunos de sus ensayos en la serie Los Contemporáneos, subtitulada «Apuntes para una historia de la literatura hispanoamericana a principios del siglo XX». En el primer tomo, cerrado en diciembre de 1906, escribe a propósito de La voluntad: Lo que representa en la literatura española este libro, es el libro fragmentario. La obra en la cual no hay más unidad ni ilación que la permanencia de un personaje, persistente a través de todas las determinaciones. El libro no tiene el interés de la fabulación romántica ni el interés cohesivo de la novela realista (González Blanco 1906: 58).

En el tercer tomo, terminado en 1910, apoyándose en consideraciones sobre la lengua literaria procedentes de Le roman expérimental de Émile Zola, sostiene que la «soberbia» Sonata de otoño «tiene el mérito inalienable y digno de consignarse en las antologías e historias literarias, de haber introducido en España una prosa nueva» (González Blanco 1910: 5). Las palabras de Andrés González Blanco postulaban para el canon la novela valleinclaniana de 1902. La condición canónica de las novelas de 1902 reside especialmente en sus textos. El trozo de vida narrado con la máxima eficacia realista, de ilusión de realidad, se desdibuja en fragmentarismos, sensaciones, impresiones e inquietudes filosóficas, que tienen un ademán generacional y, ante todo, una impronta europea, como –no cabe olvidarlo– también la tuvo el gran realismo de Galdós o Clarín. ValleInclán se aleja de la poética realista amaestrado en el Romanticismo francés y en la modernidad de D’Annunzio. Unamuno, fascinado por la forja del ensayismo del siglo XX, por sus ensayos de conciencia, rompe la novela realista para configurar la nivola. Azorín, maestro del impresionismo, es más que un novelista a la antigua usanza, «un estupendo constructor de escenarios novelescos» (Gómez de Baquero 1924: 110), y Baroja se acerca a los latidos de la vida «sin cámara, sin interior» –Ortega dixit (1981 [1916]: 119]– fraguando una novela poliédrica, cercana –según los casos– a la picaresca, a la de aventuras, a los libros de viajes, a las memorias y a la novela existencial, al modo de Camino de perfección (1902) o El árbol de la ciencia (1911). Novelas generacionales, novelas fundadoras del canon del siglo XX, novelas que nacen de la crisis del Naturalismo, novelas que reflejan la crisis general del espíritu en el fin del siglo XX, no circunscrita a los dominios peninsulares. Tomo como paradigma la que desde mis preferencias es la más significativa: La voluntad4. La angustia metafísica de Martínez Ruiz a la altura de 1901, unida al descrédito con el que su propia personalidad mira las pasadas veleidades radicales de anarquista sentimental desemboca en una vivencia y una obsesión de la nada que alimentan pasajes decisivos de la novela autobiográfica de 1902, La voluntad, donde leemos el pensamiento del protagonista, Antonio Azorín: La muerte parece que es la única preocupación en estos pueblos, en especial en estos manchegos, tan austeros... Entierros, anunciadores de entierros que van 4. Emilia Pardo Bazán (1904) atinó en su artículo «La nueva generación de novelistas y cuentistas en España» –primera aproximación al canon– al afirmar que «La voluntad y Camino de perfección delatan el mismo estado psíquico, y las clasifico bajo el mismo letrero. Son documentos exactos y útiles para fijar y definir el estado de alma de tantos intelectuales españoles al albor del siglo XX».

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tocando por las calles una campanilla, misas de réquiem, dobleo de campanas... hombres envueltos en capas largas... suspiros, sollozos, actitudes de resignación dolorosa... mujeres enlutadas, con un rosario, con un pañuelo que se llevan a los ojos, y entran a visitarnos y nos cuentan gimiendo la muerte de este amigo, del otro pariente... todo esto, y las novenas, y los rosarios, y los cánticos plañideros por las madrugadas, y las procesiones... todo esto es como un ambiente angustioso, anhelante, que nos oprime, que nos hace pensar minuto por minuto -¡estos interminables minutos de los pueblos!- en la inutilidad de todo esfuerzo, en que el dolor es lo único cierto en la vida, y en que no valen afanes ni ansiedades, puesto que todo –¡todo: hombres y mundos!– ha de acabarse, disolviéndose en la nada, como el humo, la gloria, la belleza, el valor, la inteligencia (Azorín 1997: 153-154).

De estas cavilaciones se podrían encontrar testimonios en Valle Inclán y Maeztu, en Baroja y Antonio Machado, y con particularidades muy específicas en Unamuno. Se trata de una crisis para nada encerrada en el nacionalismo y cuyo meollo es no ser devorados por la Esfinge ni por la Nada. El sumario de sus aspectos no nos puede ocupar aquí, pero conviene leerla como crisis de la modernidad desde el fin de siglo XIX, en la que ya no bastan los grandes ideales del siglo XIX para encontrar amparo y consuelo, sino la voluntad del yo en un abanico de facetas: el abismo angustioso del hombre de carne y hueso unamuniano; el hombrehéroe barojiano que vive por encima de la religión, de la democracia y de la moral; el satanismo amoral y antiburgués del marqués de Bradomín o el redentorismo nietzscheano de don Juan Manuel Montenegro, las dos criaturas valleinclanianas; o la escisión y la disolución del yo que atestigua en su protagonista la novela que en 1902 publicó Martínez Ruiz: Yo soy un rebelde de mí mismo; en mí hay dos hombres. Hay el hombrevoluntad, casi muerto, casi deshecho por una larga educación en un colegio clerical, seis, ocho, diez años de encierro, de compresión de la espontaneidad, de contrariación de todo la natural y fecundo. Hay, aparte de éste, el segundo hombre, el hombre-reflexión; yo casi soy un autómata, un muñeco sin iniciativas; el medio me aplasta, las circunstancias me dirigen al azar a un lado y a otro. Muchas veces yo me complazco en observar este dominio del ambiente sobre mí; y así me veo que soy místico, anarquista, irónico, dogmático, admirador de Schopenhauer, partidario de Nietzsche (Azorín 1997: 326).

Se engrana a este aspecto ético, otro, sobremanera importante, el estético, que se manifiesta en una novela vertebrada sobre la selección y la elipsis. En un pasaje metafictivo de la novela azoriniana de 1902 está la clave de la renovación narrativa que abren el canon del siglo XX, en la doble vertiente ético-estética. Se trata de una teorización que tiene presente la poética realista y que vislumbra los caminos de la nueva novela. El maestro Yuste instruye a Azorín: Dista mucho, dista mucho de haber llegado a su perfección la novela. Esta coherencia y corrección antiartísticas –porque es cosa fría– que se censura en el diálogo… se encuentra en la fábula toda… Ante todo, no debe haber fábula… la vida no tiene fábula: es diversa, multiforme, ondulante, contradictoria… todo menos simétrica, geométrica, rígida, como aparece en las novelas… Y por eso, los Goncourt, que son los que, a mi entender, se han acercado más al desideratum, no dan una vida, sino fragmentos, sensaciones separadas… Y así el

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personaje, entre dos de esos fragmentos, hará su vida habitual, que no importa al artista, y éste no se verá forzado, como en la novela del antiguo régimen, a contarnos tilde por tilde, desde por la mañana hasta por la noche, las obras y milagros de su protagonista… cosa absurda, puesto que toda la vida no se puede encajar en un volumen, y bastante haremos si damos diez, veinte, cuarenta sensaciones… (Azorín 1997: 190)

La ética y la estética de la inicial escritura azoriniana está resumida en las palabras de Yuste, que son por lo demás un diálogo con la tradición narrativa anterior. Era uno de los puntos de partida del canon de la novela española del siglo XX.

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de tantos españoles de diversa condición y formación a las tierras acogedoras de México, en expediciones organizadas por la SERE y la JARE, la vivencia del exilio, si bien no perdió jamás una conciencia de «transterradismo» (como lo hubiese dicho el filósofo José Gaos y lo hubiese repetido Aub) sí fue añadiendo la asunción de un statu quo que esparcido sobre el tiempo transcurrido permitía ver ese mismo exilio ya con una cierta perspectiva de sosiego, de menor urgencia y, por tanto, de autocrítica incluida. Y, si se me permite, incluso con cierto desengaño, porque también el exilio, cuando perdió su vitola de romántica aventura de injustos perdedores, se pudo valorar como una nueva ocasión de convivencia, o de coexistencia, entre gentes que hablaban el mismo idioma, con sus lógicas diferencias fonéticas y léxicas; y ese contacto de los anfitriones y los invitados fue teniendo también su desarrollo y sus derivaciones con las lógicas luces y sombras. En unos casos la asimilación a la tierra de acogida fue plena; en otros tal vez se percibiese ciertos abandonos o claudicaciones. A los veinte años de la llegada a tierras mexicanas escritores como Aub (y otros: Andújar, por ejemplo, entre ellos) miran atrás y asumen los aciertos y los errores de la andadura con humor y distancia suficientes para darle un poco de azúcar al amargor del exilio. Ese fue el propósito literario de Max Aub en algunos de sus cuentos, como el que me propongo analizar en esta ocasión, «La verdadera historia de la muerte de Francisco Franco», relato publicado por vez primera en 1960, escrito presumiblemente un año antes, y que pasa por ser uno de los cuentos más celebrados y antologados de quien escribiera tantos, sobre todo en su largo periodo de destierro. Sobre el cuento de Aub gravita lo que debió ser un sentimiento generalizado en la colonia de exiliados durante los años de la guerra mundial, y sobre todo al ASADOS VEINTE AÑOS DEL ARRIBO

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llegar la derrota del Eje en 1945: la desaparición o caída de Franco y el retorno a la tierra abandonada. En una anotación de sus Diarios del 23 de febrero de 1945 se lee que a su amigo Vicente Uribe «no le interesa el mañana más que en función del hoy. Cuando le hablo del problema cultural español con relación a América se encoge de hombros. Lo que importa es echar a Franco: luego ya veremos». Obsesión que en el año 48 empieza a tornarse desesperanza cuando Aub pinta en ese mismo Diario un hermoso panorama: «los Estados Unidos, en guerra contra la URSS, apoyan a Franco en precio de su conveniencia. Y nosotros no tendremos más remedio que cruzarnos de brazos. Y ver. Y morir esperando. Esperando, ¿qué?»; en otra anotación fechada el 18 de julio de 1951 –precisamente el 18 de julio, el mismo día que se fijará en el relato para cometer el imaginario magnicidio– y aludiendo –escandalizado– al establecimiento de las primeras bases norteamericanas en España, comenta Aub: «se levantaría México si algo así le aconteciese: viejo mundo, muy viejo… Y uno es de allá. ¿Por qué no matarán a Franco? Tal vez no se resolviese nada. Tal vez sí»1. O sea, una inquietud y una esperanza, quizá, en que la desaparición de Franco, primero como resultado de la segunda Gran Guerra, y luego por otros intentos –que los hubo, aunque fallidos2– la situación de tantos españoles cambiara y el país se encaminara a la instauración de una Tercera República. Es la misma obsesión que se va adueñando –voz en grito– de los tertulianos españoles de un céntrico café de México D.F.; la misma obsesión 1. Diarios (1939-1972), Barcelona: Alba, 1998, ed. de Manuel Aznar Soler. Las citas corresponden respectivamente a las páginas 124, 142 y 194. Aub debía saber que un título tan rotundo como el de este cuento, además encabezando una colección de relatos, no era la mejor recomendación para facilitar su regreso, aunque fuera temporal, a España. Así podemos leer en una anotación de esos mismos Diarios –22 de marzo de 1965, p. 360– cuando estaba proyectando el viaje que se realizó en 1969: «Recibo hoy carta de Cesáreo Rodríguez Aguilera, ¡del 7 de octubre de 1964!, en la que me dice que «el secretario del Patronato de Presos y Penados» –su amigo– le escribe, refiriéndose a las gestiones hechas para conseguir mi visado, que «temo que no van a tener éxito porque parece ser que escribió un libro titulado La muerte de Franco y otras cosas más, en que indica la forma de cómo terminar con nuestro jefe del Estado» […] De cómo se transforman las cosas: un sencillo relato en el que no me propuse más que reflejar las reacciones de los mexicanos ante los españoles de café…»). 2. En la reciente película-documental de Pedro Costa y José Ramón Da Cruz Los que quisieron matar a Franco (2006) –que parte también de este cuento de Aub, resumiéndolo en imágenes como hilo conductor– se van repasando los intentos de atentado contra el general entre 1936 y 1964. Al parecer en los archivos del Ejército y de la Guardia Civil constan cinco intentos de magnicidio, a los que habría que sumar siete más dados a conocer por los autores de este documental, rastreando archivos públicos y privados españoles, franceses y holandeses. Como se sugiere en el texto de Aub, y en otro cuento complementario y en cierto modo antecedente, titulado «La Merced» (y recogido en libro junto al que analizo) los principales intentos surgieron de los grupos anarquistas, aunque también los hubo desde los monárquicos y los falangistas, que se sintieron traicionados por el militar golpista. Vid. al respecto el libro de Eliseo Bayo Los atentados contra Franco. Barcelona: Plaza Janés, 1957. Una novela de Leopoldo Azancot, La noche española (Madrid: Cátedra, 1981) recreaba otro intento de asesinato del dictador por una célula anarquista en los años cuarenta. Además no se me oculta que hubo una película anterior, del año 2002, y del prestigioso director azteca Arturo Ripstein, titulada La virgen de la lujuria , cuyo guión (de Paz Alicia Garcíadiego) se inspira, lejanamente, en este cuento. Un mesero del «café Ofelia», taciturno y meticuloso, que vive solitario con su colección de fotos pornográficas y su sugerida impotencia, conoce un día a la posesiva, calculadora y destructiva prostituta Lola, que le confiesa haber huido de España al verse implicada en un descubierto complot para matar a Franco. El despreciado y vejado camarero decide hacer méritos ante la displicente dama, y decide viajar a España para cometer él solo la hazaña que obsesiona a la mujer; otro exiliado, cameraman de cintas eróticas, aprovecha la ocasión para filmar esa fantasía erótico-política del mesero, pues la aventura de Nacho Jurado, en la película, no va más allá de una grotesca ficción con decorados de cartón piedra y composiciones fotográficas de las salidas públicas del Generalísimo.

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que movió la enervada voluntad, de suyo bastante calmosa durante años, del muy distinguido y profesional mesero Ignacio del «Café Español», reflejo del «Café París» en el que Aub compartió tertulias3 con Samuel Ramos, los hermanos Gorostiza, Xavier Villaurrutia, Rodolfo Usigli, José Luis Martínez, Alí Chumacero, Barreda y, también, Octavio Paz. Muchos de esos nombres, tal cual, aparecen mencionados en el relato como integrantes de las tertulias de intelectuales del «Café Español», incluido el autor de Palabra sobre palabra, quien certifica lo cierto del dato –nombre del café e identidad de los contertulios– en una mención de sus Generaciones y semblanzas: «Xavier y Octavio G. Barreda me invitaron a su tertulia del café París. El café París de mi tiempo estaba en la calle 5 de Mayo. El grupo se reunía todos los días». La coincidencia de la ubicación –calle del 5 de mayo– asegura la interrelación de los dos locales, el de la ficción (que no podía llamarse de otro modo, como imán de la colonia española para desgracia de su mesero más cualificado) y el de la realidad. Y la presencia, frecuente, allí de Max Aub la atestigua Celestino Gorostiza: «Max Aub y otros que no formaban en realidad grupos aparte, sino que alternaban con los mexicanos y circulaban entre ellos»4. Aub fragmenta su relato en cinco secuencias, de las que la primera y la última tienen una clara función prologal y epilogal (aunque esta última es verdaderamente fundamental para la estructura del cuento, como se verá) desarrollando la historia del magnicidio, sus antecedentes y su proceso, en las tres secuencias centrales. El protagonista del cuento es un mesero mexicano, Ignacio Jurado Martínez, del que sabemos su origen sonorense, su oficio primero de «bolero» o limpiabotas5, y, desde los veinte años, mesero del café Español, hasta su retiro, vencido y decepcionado, y en donde «llegó a institución» (p. 9) por «su conocimiento profundo del oficio» (p. 10). La profesión de Ignacio6 acabó siendo su segunda piel, lo que daba sentido, y sentido profundo, a su vida, su esencialidad: si no fuese mesero, ¿qué otra cosa podría ser? Toda su vida, hasta los cuarenta sobrepasados, tuvo como escenario casi único las paredes del café. Dentro de ellas se sentía autosuficiente. Su intrahistoria particular discurrió al ritmo de las transformaciones de aquel espacio, y los hitos de su vida se identificaban con la entrada en funcionamiento de una cafetera express o con los cambios de color en las paredes del establecimiento, las sustituciones de los enseres del mismo, la escalada de los precios de las consumiciones o «un cambio de dueño, en 1950» (p. 11). Nada le alteró durante los primeros quince o dieciocho meses de trabajo. Al contrario, con el sosiego y la tranquilidad que le caracterizaban, empezó a saber del mundo que bullía más allá de la puerta de entrada al café tan solo escuchando: fue el oído el sentido que mejor aprendió a desarrollar y a utilizar Ignacio Jurado. Escuchaba atentamente las conversaciones de los diversos grupos de clientes, según las horas del día, según 3. Costumbre que Aub ejercitó en España y de la que dejó testimonio en novelas como La calle de Valverde. En México fue también asiduo visitante del café «Sorrento». 4. Vid. respectivamente Generaciones y semblanzas. Escritores y letras de México. México: FCE, 1987, p. 445 e Instituto Nacional de Bellas Artes. El trato con escritores 2. México: Ediciones INBA, 1964, pp. 111-112. 5. Viene a la memoria, inevitablemente, la figura de un personaje sobre el que Aub plasma una dolorida visión del campo de Djelfa, en donde estuvo, en su excepcional relato «El limpiabotas del Padre Eterno». 6. En su colección de relatos mexicanos Crímenes ejemplares abundan los meseros parecidos a este inolvidable Nacho, capaz de cometer el magnicidio –suerte de justicia poética– que todos los exiliados anhelaban.

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la ubicación en los diversos veladores del local, según el rango o diversidad profesional de los mismos. La historia cotidiana, o la alterada en los vaivenes políticos, de México, la aprehendió sin salir del café. Y, sin necesidades o ataduras de contingencia alguna, fue conformando, y creyendo a pies juntillas, su particular utopía: «el mundo está bien hecho»7. La cronología de la historia particular –tan ajena a sobresaltos, tan reglada– del mesero Jurado es paralela a la sobresaltada de los españoles coetáneos. Ignacio entró a trabajar en su café en 1938, en pleno desarrollo (ya con malos auspicios para la suerte republicana) de la guerra civil española. Y las sucesivas pinturas de los muros del local, por poner un ejemplo, sucedieron en otras fechas también relevantes para la historia colectiva española: 1948, cuando la desesperanza de que el exilio iba para largo se empezaba a dejar sentir entre los afectados; 1956, cuando se cumplía el vigésimo aniversario del golpe militar contra la República; 1939, en fin, cuando empezaron a llegar al «Café Español» los primeros republicanos refugiados en México. Esa fecha fue crucial en la vida de Ignacio Jurado Martínez. Allí empezaron veinte años exactos de sufrimiento. Fue como su vivencia particular de una guerra que nunca había padecido: «Sufrió el éxodo ajeno como un ejército de ocupación» (p. 16). Aub utiliza la mirada «extraña», y, por tanto, distanciadora (en perspectiva) de Nacho para auscultar algunos defectos del modo de ser, y de comportarse, de los españoles, incluso en aquellas dramáticas, tensas, especiales coordenadas vitales del exilio. Y sobre varias de ellas la tendencia a elevar la voz, a gritar en vez de hablar, tanto para pedir un café como para echarse las culpas de errores cometidos: «El ruido, las palmadas (indicadoras de una inexistente superioridad de mal gusto), la algarabía, la barahúnda, la estridencia de las consonantes, las palabrotas, la altisonancia heridora: días, semanas, meses, años, iguales a sí mismos; al parecer, sin remedio» (p. 20). Los contertulios españoles del café mexicano que evoca Aub, como observándose en el espejo de una identidad nacional y cultural, a su pesar, sacaban a relucir ese defecto que ya había señalado un poco antes el poeta León Felipe (citado en la lista de reales contertulios del «Café Español») en su libro Ganarás la luz, aunque para justificarlo como «grito épico»: «Este tono levantado del español es un defecto, viejo ya, de raza. Viejo e incurable. Es una enfermedad crónica. Tenemos los españoles la garganta destemplada y en carne viva. Hablamos a grito herido y estamos desentonados para siempre porque tres veces, tres veces, tres veces tuvimos que desgañitarnos en la historia hasta desgarrarnos la laringe». La tercera vez fue la que abarca el griterío del exilio: «El otro grito es más reciente. Yo estuve en el coro. Aún tengo la voz parda de la ronquera. Fue el que dimos sobre la colina de Madrid, el año 1936, para prevenir a la majada, para soliviantar a los cabreros, para despertar al mundo»8. 7. «Su concepción del mundo es bastante clara: aceptable como está» (p. 12). Como, al final, desde su retiro desengañado en Guadalajara, Nacho llega a la conclusión contraria («me ha costado mucho darme cuenta de que el mundo no está bien hecho»; p. 32), ¿cabría extender la ironía de este relato, en la intención de Aub, a la tesis flameante del primer libro de Guillén, Cántico, en el que se afirma con gozo «el mundo está bien hecho», dentro de la conocidísima décima «Beato sillón»? 8. Cito por Poesías completas, Madrid: Visor, 2004, p. 411. En la página siguiente, y cerrado el poema León Felipe se desdice de que el español hable, de suyo, a gritos: «El español habla desde el nivel exacto del hombre; y el que piense que habla demasiado alto es porque escucha desde el fondo de un pozo». Y ese debía de ser el caso de Nacho Jurado, y también de Max Aub. Y el efecto fónico que empezó extrañando a Nacho, y que al final era el que le resultaba más molesto, consistía en las hirientes

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Es el momento de que el narrador reflexione acerca de cómo se interpretó la presencia de tantos españoles en las hospitalarias tierras de México, mientras los recién llegados –«en su absoluta ignorancia americana» (p. 16)– se comportaban con una cierta superioridad, rentabilizada todavía desde el prurito orgulloso de la Conquista; y el dardo irónico del narrador no se hace esperar: «jamás las iglesias produjeron tantas jactancias, y más en cabezas, en su mayor número, anticlericales» (p. 16). Desde el lado de los anfitriones, división de opiniones a tres bandas: desacreditación por parte de los más identificados con una ideología fascista («la prensa más leída, partidaria de Franco, les solía llenar de lodo»); los alineados con el poder constituido los aceptaban con cierta simpatía política, porque, aunque españoles, eran los republicanos perdedores y sacrificados tras haberse opuesto a una acción fascista; y la oposición a Cárdenas, finalmente, también «los vieron con buenos ojos, por españoles, repudiándolos por revolucionarios». Toda una telaraña de matices y perspectivas que en la atalaya hipercrítica de Nacho se reducía a una tacha fundamental: «para Ignacio la cosa resultó más fácil, los despreciaba por vocingleros» (p. 16). Pero el bisturí de Aub es más afilado y penetrante a la hora de constatar cómo con los refugiados también se habían trasladado sus diferencias, enfrentamientos, enconos, caínismos varios, que habían sido causa coadyuvante a la derrota republicana. Recuperamos desde la escucha escudriñadora del mesero la discordia política, casi elevada al absurdo, del «frente popular» español: «de cómo un socialista partidario de Negrín no podía hablar sino mal de otro socialista, si era largocaballerista o de Prieto, ni dirigirle la palabra, a menos que fuesen de la misma provincia; de cómo un anarquista de cierta fracción podía tomar café con un federal, pero no con un anarquista de otro grupo y jamás –desde luego– con un socialista, fuera partidario de quien fuera, de la región que fuese» etc. (pp. 16-17). Para una conciencia tan acostumbrada a una silenciosa armonía, a una estructura sin fallas, a la ordenada distribución de afines por mesas, por horas, por profesiones, el caos vocinglero de los españoles debía de ser un mazazo difícil de asimilar. Y junto a esa notable disfunción otra reiteración no menos exasperante: el pasado, trufado de futuribles, permanentemente amasado en las conversaciones de los «invasores». Nacho no puede con el petulante egotismo de los españoles ni con su manía de justificarse en el error del compañero de exilio9.Y sobre todo, le hastiaba escuchar, una y mil veces, primero en las proximidades del 45, y luego también, la formulación de una obsesión: «cuando caiga Franco», «cuando caiga Franco». Poco a poco, y al compás de este retrato tan desmitificador de una parte de la cotidianidad del exilio –el ocio tertuliano en el café– el personaje, inventado por Aub para servirle de espejo algo deformante de aquella coyuntura, tiene que tomar una sublime decisión. Le ayudarán a ello nuevas circunstancias, históricas e intrahistóricas, venidas de fuera del café –de su mundo, de su paraíso ahora en derribo– que le ayudarán a pasar del mesero interdentales fricativas sordas, tan detectadas por quien practicaría sistemáticamente el seseo. Sobre ese uso articulatorio llega Nacho a acuñar una imagen que es casi una greguería: «Sus ces serruchan el aire; todo este aserrín que hay por el suelo, de ellos viene» (p. 31). 9. Aub salva en su crítica a los intelectuales, entre los que se siente, que compartiendo mesa y refrigerio con los colegas mexicanos, eran capaces de mayor variedad e interés en sus conversaciones. Para darle la suficiente verosimilitud a su historia-ficción, Aub coloca en una esquina del «café Español» la plana mayor de los escritores exiliados en México: Pedro Garfias, León Felipe, Moreno Villa, Bergamín, Miguel Prieto, Altolaguirre, Prados, Herrera Petere, Rejano, Francisco Giner de los Ríos, Larrea, Sánchez Barbudo, Ramón Gaya (p. 18).

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contemplativo, casi amorfo, al hombre de acción. Y es que en 1952 tuvo un compañero de trabajo que era su antípoda: el independentista puertorriqueño Fernando Marín Olmos. En este personaje secundario, pero de función indispensable para el relato, confluyen dos circunstancias que deben subrayarse: es exiliado, como los españoles del café, y se ha visto implicado en un frustrado magnicidio contra el presidente Truman, dos cualidades que le hacen mantener unas relaciones de aproximación con los refugiados españoles tan distintas al desapego, casi odio, de Nacho. El autor ha querido perfilar en este segundo mesero el complemento del primero; es algunas cosas de lo que no es Ignacio Jurado: mujeriego, dilapidador, poco animoso al trabajo, algo así como el contrario-complementario del protagonista, la otra cara de la moneda. Por ello usará su identidad cuando se decida viajar a España para cometer el proyectado asesinato del Caudillo10 y serán sus continuados comentarios acerca de la viabilidad, incluso necesidad, del magnicidio lo que le anime a iniciar su aventura11 que un día de 1959 se decide acometer, como el único recurso que le queda para recuperar «un café idílico al que ya no acuden españoles a discutir su futuro enquistados en sus glorias multiplicadas por los espejos fronteros de los recuerdos» (p. 22). Y no es casual que en este punto del relato salgan a relucir los posibles espejos (de la memoria) que, como los del café madrileño de doña Rosa12, en La colmena, o más exactamente los que multiplicaban las imágenes del café modernista de la escena IX de Luces de Bohemia, dan el escorzo deformado, a punto de ser esperpéntico, del exilio que, desde una perspectiva irónica, Aub quiere en parte desmitificar. Un espejo que tiene ojos, y sobre todo, oídos, los de Nacho el mesero. Porque el tuétano del cuento no es la reinvención de la historia con la imaginaria muerte de Francisco Franco de forma violenta, y dieciséis años antes de que se produjese realmente, sino criticar ciertos excesos cotidianos de esa colonia de españoles recreándose en su propio pasado, lo que no dejaba de ser un modo de pernicioso inmovilismo, síntoma de «reloj parado». La secuencia cuarta del cuento se conforma como un excelente ejemplo, en el estrecho límite de siete páginas, de un relato de la serie negra o de intriga: el asesino que se pertrecha de los recursos necesarios y eficaces para llegar hasta las proximidades de su objetivo, disparar y abandonar indemne y de incógnito el lugar de los hechos, en una maniobra operativa perfecta. Pero esas páginas le sirven a Aub para algo más, para revivir un espacio urbano personal, el Madrid de sus años (reflejado en espléndidas novelas como La calle de Valverde) trasplantado ahora al Madrid del medio siglo, antes de que se decidiese a girar su primera, y desencantada, visita a España en 1969. Aub, a través de los ojos de su personaje, imagina sentirse a gusto en los recuperados cafés de los años republicanos, desde Villa Romana a la cafetería Dólar, en el arranque de la Gran Vía, desde el Mesón del Segoviano, en la castiza Cava Baja, a Heidelberg en la calle

10. Sobre todo teniendo en cuenta que un pasaporte norteamericano le facilitaría enormemente las gestiones en la frontera española, en tanto que mexicano (país con el que no había entonces relaciones diplomáticas) se lo hubiese puesto mucho más difícil. 11. Aub no pasa por alto que ni tan siquiera en eso –el modo de eliminar al obtáculo común– se pusiesen de acuerdo los grupúsculos españoles. 12. Nótese que para doña Rosa, como para Nacho, «el mundo es su café, y alrededor de su café, todo lo demás».

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Ruiz Zorrilla13. El camino de vuelta, incluso, de Ignacio Jurado fue también una concesión a la nostalgia personal, pues el personaje desembarca en el puerto de Veracruz a mediados de septiembre del 59, y en el mismo mes y puerto, en 1942, lo había hecho su creador. Nacho había realizado el viaje que Max estaba quizá deseando, y que no llegó a hacer hasta diez años después. Pero, como los intentos magnicidas de verdad, también la acción de Ignacio resulta inútil. La cansina mirada retrovisora del español y su vocinglería es común a las diferencias ideológicas, de partido o de bando. Cuando el mesero regresa a su lugar de trabajo con la seguridad de que se habrá despejado de exiliados españoles, porque ha acabado con la represa que provocaba ese exilio enquistado en el tiempo, se encuentra con que su gesto no ha hecho más que agravar la situación: a los exiliados republicanos, ya enraizados en el café, se le ha sumado un centenar de nuevos exiliados de procedencia franquista. La invasión es total, y la invasión ha ganado la partida. Pero queda todavía por examinar –con telegráfica brevedad– la secuencia quinta, epilogal, en la que se advierte un juego narrativo que aumenta su interés. El narrador se introduce en el mismo como personaje, al convertirse en entrevistador del viejo Nacho, regresado, bastantes años después, a la Guadalajara de la que había partido para su vida laboral. Es la génesis del texto, que empieza en su penúltima frase: «Al día siguiente, en su puesto de tacos y tortas, me contó la verdad» (p. 32). Esa verdad no es otra que el relato que el lector acaba de leer14. Pero ese sustantivo tiene mayor alcance: en un par de ocasiones el narrador ha apostillado que nunca se había llegado a dilucidar la auténtica autoría ni móviles del magnicidio (p. 23; «de ahí el anonimato en que permaneció el autor del hecho hasta hoy», p. 26) y, por tanto, habríanse publicado y divulgado espurias versiones de tan trascendental hecho, atribuidas a sujetos igualmente falsos. Hora era de que se hiciese justicia al que se había esforzado –tan quijotescamente15– en solucionar el exilio republicano en su amada México; hora era de que se supiese la verdadera historia de un magnicidio que debió anidar en el imaginario de tantos españoles. Claro que el redentor, además de su decepcionante sensación de fracaso, había pagado una prenda todavía más preciada: la «contaminación acústica» de la gritería española había lesionado su mejor órgano sensorial, y está casi sordo cuando se decide a contar la verdad, como un modo de recuperar la tertulia de unos minutos,

13. No quiero pasar por alto una curiosa coincidencia que, tal vez, no sea más que eso. El agregado militar norteamericano con el que conecta Nacho en Madrid se apellida «Ramírez Smith», los mismos apellidos, dichos en orden inverso, que ostenta en su rótulo comercial el gran almacén que sirve de escenario a una espléndida narración de los años cincuenta, y de «realismo mágico», del escritor Alonso Zamora Vicente: Smith y Ramírez, S.A. (Valencia: Castalia, 1957). 14. Desplazo a nota otra consideración narratológica importante que se desprende de ese juego en el tiempo. La acción del magnicidio relatado se sitúa, con precisión, el 19 de julio de 1959; el cuento se publica en un libro con pie de imprenta de 1960 y la entrevista del narrador con el protagonista, que da lugar al relato, tiene lugar «más tarde, ya muy viejo» (p. 31), o sea, veinte, treinta o treinta y cinco años después de aquel verano del 59 (es decir: 1979, 1989, 1990…) Así el cuento figuraría escrito en un hipotético futuro, para el autor y para el lector de entonces, que agranda el perspectivismo procurado en el mismo, y lo hace tan verdadero, o tan falso, como la «Tercera República» que, se afirma, llega a instaurarse en España en el otoño del 59, aniversario del entierro de la real anterior. 15. No debe dejar de advertirse lo cervantino de este interés en salir al paso de «apócrifos relatos» sobre tal hecho, con el testimonio de su auténtico responsable, que dé vitola de veracidad a esta historia frente a tantas posibles falsas que hubieren podido circular.

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él que se había hecho a sí mismo alimentándose de café con leche, de bollos dulces y… sobre todo, de pacíficas, educadas, instructivas y bien entonadas tertulias. Solo entonces cafés como «El Español» habían sido «el lugar ideal del hombre. Lo que más se parece al paraíso» (p. 31); y en el centro del café, Ignacio Jurado Martínez. Pero tuvo que ocurrir la guerra civil en aquella España…16.

16. Pese a la importancia de este relato, y del libro en el que se recogió en su primera edición, aparte de las referencias esbozadas en los libros globales de Soldevila y Longoria, solo he tenido noticia de un trabajo centrado monográficamente en el mismo (y con el que apenas coincido en mis apreciaciones) como es el firmado por Dolors Cuenca Tudela «La verdadera historia de la muerte de Francisco Franco o la ficción y la realidad en la obra de Max Aub», recogido en las Actas del Congreso Internacional «Max Aub y el laberinto español», ed. de Cecilio Alonso, Valencia, Ayuntamiento, vol. II, 1996, pp. 545-557. También dedica algunas página a este cuento, dentro del conjunto de relatos que con él integraban el libro de 1960, Luis Bagué Quílez en su artículo «La ficcionalización de la realidad en La verdadera historia de la muerte de Francisco Franco, de Max Aub», en el volumen coordinado por Manuel Aznar Soler, Escritores, editoriales y revistas del exilio republicano de 1939. Sevilla: Renacimiento, 2006, pp. 149-161 [«La verdadera historia...»., pp. 158-161, limitándose el autor a resumir el argumento de sus cinco secuencias].

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AS DISCUSIONES SOBRE LO QUE SEA la literatura han sido habituales en el último siglo y medio. No es éste lugar para resumirlas, sobre todo cuando los estudios de pragmática y de los modos de recepción han acabado simplemente por decirnos que literatura es aquello que, en una época determinada, una sociedad admite como tal. Robert Escarpit escribió un ensayo conocido en que se recogen los usos que ha tenido históricamente el término. En el trabajo «La definición del término literatura»1 comprobamos cómo la palabra pudo querer decir «conocimiento» o «cultura», o bien referirse a la «condición de escritor», o ser equivalente a «ficción» o «retórica artificial», así como designara «algún escrito» o a un «conjunto de escritos», por no hablar de la asignatura que lleva tal nombre o, lo que resulta ser la significación más extendida en el tiempo, de la creencia en que literatura corresponde a un determinado nivel de lengua. Aún muchos opinan que la pragmática literaria debe estudiar modos de uso lingüísticos en el texto literario, en lugar de los modos de uso de los textos. Los formalismos, preocupados por los objetos literarios en sí. Buscaron qué características permitían considerarlos como tales y buscaron delimitar un concepto de «literaturidad», según muestra un libro de referencia, Le concept de littérité, de Mircea Marghescu2. Pero no hay modo de encontrar la literaturidad entre las propiedades formales del texto, sino en una disposición peculiar del receptor en virtud de una peculiar competencia. Ninguna estructura lingüística es suficiente para calificar un escrito de literario.

1. Robert Escarpit y otros: Hacia una sociología del hecho literario, Madrid: Cuadernos para el Diálogo, 1974. 2. Mircea Marghescu, Le concept de littérarité, The Hague/Paris: Mouton, 1974.

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En varias ocasiones he tenido la oportunidad de referirme a la prioridad de Carlos Bousoño cuando considera el concepto de poesía –y por ende el de literatura– desde un punto de vista pragmático. Ya en 1987 lo hice en el ensayo «Lengua poética y asentimiento (desde la teoría de Carlos Bousoño)»3, después, al año siguiente, en «La literatura como inexistencia»4. Por último, en 1992, en el libro Literatura y comunicación5, cuya segunda edición ampliada apareció cinco años más tarde bajo el título La verdad convenida (literatura y comunicación)6. En lo que Carlos Bousoño denomina situación poemática, el lector define el texto como poema o no, en virtud de la relación que puede establecer con él y con el contexto. El proceso lo llama Bousoño «de asentimiento» y tiene que manifestarse apoyado en gran parte sobre convenciones que pudieran actuar como indicadores pragmáticos. Estos se aprenden a lo largo de la experiencia lectora y sólo actúan en procesos semióticos determinados. Ahora bien, los indicadores pragmáticos (ordenaciones precisas, fórmulas retóricas, disposiciones fónicas –como la rima– o rítmicas –como la métrica–, etc.) no son imprescindibles y un lector puede dar marchamo de literaturidad a un texto no escrito nunca con dicha intención. O al revés. De ahí que sea posible decir que la literatura se funda, más que sobre unos escritos, en la consideración que de ellos se tiene. Así me atreví a escribir en uno de los trabajos citados que, desde el punto de vista de las características textuales, la literatura es una inexistencia y que sólo en el enfrentamiento con un lector puede decirse que nace. El lector busca producir sentido y el primero es el literario. Por eso pude decir que la literatura no es sólo una inexistencia, sino también una plusvalía. Aunque sea verdad que, en último término, el lector retiene la posibilidad de declarar o no literario un texto, también lo es que su asentimiento viene posibilitado e, incluso, incitado, por las circunstancias en las que se encuentra y por la apariencia del enunciado. En 1967 publicó el profesor Ricardo Senabre un ensayo, a mi entender fundamental, que adelantaba muchas de las preocupaciones que sólo años más tarde aparecieron en la teoría de la literatura. Se titulaba «El influjo del público en la estructura de la obra literaria»7 y, un tiempo después, dio pie al libro Literatura y público8. Se basaban ambos trabajos –como escribe Senabre en la página 7 de su libro– en «el hecho de que una obra artística puede ser como es porque su autor, deliberada o inconscientemente, ha tenido en cuenta el carácter, los gustos o las apetencias de sus posibles receptores». Esta frase sirve para negar la mayoría de las ideas heredadas del romanticismo sobre lo que sea un autor. Una obra literaria no depende sólo de la voluntad de éste, sino que los gustos, las preferencias, las tendencias del público condicionan la escritura. Los ejemplos son numerosos, pero a mi me gusta repetir uno referido a una novela del famoso Manuel Fernández y González. La novela Martín Gil se editaba por entregas y su editor, el señor Zamora, andaba más que asustado con los cuatro tomos y los numerosísimos personajes. Le hizo 3. 4. 5. 6. 7. la obra 8.

Anthropos n.º 73, Barcelona, 1987. Revista de Filología n.º 6 y 7, Universidad de La Laguna, 1987/88. Madrid: Instituto de España, 1992. Madrid: Biblioteca Nueva, 1997. Ricardo Senabre, «El influjo del público en la obra literaria», en AA.VV., Historia y estructura de literaria, Madrid: CSIC, 1967. Madrid: Paraninfo, 1986.

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una observación a Don Manuel porque, tal como iban las cosas, un quinto volumen parecía inevitable y los beneficios no parecían asegurados. El novelista, enfadado, marchó a la imprenta y comenzó a escribir allí mismo. Buscó una excusa para que su centenar de protagonistas tuvieran que embarcar hacia América y, en un feroz capítulo conclusivo, los condenó a la muerte cruel y húmeda de un naufragio. He aquí un buen ejemplo de cómo elementos externos a la estructura literaria acaban condicionándola, en este caso los gustos y las preferencias del público que había ido desertando de la novela. Puede argüirse que el ejemplo no es definitorio porque se trata de un simple problema de mercado. Es verdad, pero hay otros en los que resulta más clara la influencia estructurante de elementos teóricamente externos. Sobre todo en el teatro. Así, las entradas frontales de los actores en el corral de comedias español del Siglo de Oro. En un teatro a la italiana las entradas se hacen por los hombros y foros, es decir, por los laterales. Ello obliga a que los actores, para enfrentarse a los espectadores, tengan que recorrer un cuarto de círculo, con el inconveniente de que nunca dos actores pueden salir juntos conversando. De hacerlo, el que caminase por el cuarto de circunferencia exterior debería ir dando zancadas. En un teatro a la italiana, por lo tanto, dos personajes nunca entran juntos a escena, sino el uno detrás del otro. En el corral de comedias español del Siglo de Oro (y en el teatro isabelino inglés), al posibilitarse entradas desde el fondo del escenario, es habitual que dos personajes entren en escena conversando. Este ser o no ser escénico se inscribe en la comedia y condiciona su desarrollo. Se trata de una clara muestra de influencia de las condiciones de representación en la estructura del teatro dramático. Otro ejemplo más. En el caso del teatro isabelino, cuyo escenario avanza entre el público, ofreciendo tres planos de enfrentamiento con los espectadores, los actores pueden destacarse del fondo y, situados en una posición sobresaliente y aislada, pronunciar un monólogo. La estructura escénica inglesa, pues, propicia los monólogos y éstos facilitan la construcción de personajes, como el teatro de Shakespeare demuestra. Frente a este tipo de teatro, la Comedia española y su corral de comedias dificultan los monólogos como expresión de la interioridad y los limitan a necesidades operativas, potencian así más que los personajes, las figuras y las acciones. Por eso recordamos del teatro isabelino los personajes y del teatro español los tipos. Hamlet frente al villano rico. ¿Hasta qué punto estas características del medio que rodea la escritura de un texto pueden marcar límites o abrir posibilidades? ¿Qué importancia real llega a alcanzar el entorno? ¿Podemos hablar también de los elementos materiales que permiten la construcción física del enunciado y de su influencia? Acudiré a otro ejemplo elemental pero muy esclarecedor: el uso del bolígrafo. Es éste, como se sabe, un artilugio de uso muy común que permite, dadas sus características técnicas, una escritura sumamente rápida. El invento de los hermanos Biro, en 1938, comercializado por Marcel Bich, en 1953, posibilita la toma de apuntes a cierta velocidad por los alumnos de una clase. El profesor, que sabe de la rapidez con que sus oyentes toman notas, asume un ritmo de exposición muy superior al que seguían los profesores de los años treinta o cuarenta. De modo que un artilugio técnico influye en la estructura y exposición de un discurso académico.

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Este artilugio es, al fin y al cabo, un tipo de buril que permite trazar signos sobre una superficie. La escritura siempre ha precisado de un instrumento incisorio. La rapidez de la escritura responde a la relación que puede establecerse entre la superficie de incisión y el buril. Así, hay gran diferencia entre un buril como el bolígrafo y otro como el pincel de la escritura clásica china. Pensemos por un momento en la situación cómica de los alumnos de una clase universitaria contemporánea que tomaran apuntes, en lugar de con un bolígrafo, con un pincel. Se me puede argumentar que la escritura china no es alfabética, sino ideográfica, y yo tendría que referirme a la lentitud física e intelectual que implica la escritura clásica china. No me refiero al momento en el que, hacia el año 150, la caligrafía busca un valor plástico y se erige en arte, hasta el punto que Zhang Zi inventara una grafía cursiva sin pretensión de legibilidad. Estoy teniendo en cuenta los cuatro estilos clásicos de escritura, Xiaazhuan, o pequeño sello, Lishu, o de los escribas, Kaishu, o regular, y Xingshu, o rápida, cuya variante más rápida, el estilo Caoshu, o de borrador, sigue siendo más lento de trazar que las grafías alfabéticas9. Naturalmente, la búsqueda de una mayor velocidad en la escritura (entendida ésta como trazado de signos) significa una evolución y adecuación del elemento material sobre el que actúa el buril inscribiendo el enunciado. No es lo mismo el tercio de bambú cortado, la teja de barro que luego se cuece, la madera, la piel, la hoja de papiro preparada, la seda o el papel. La materialidad de la escritura depende de la relación que es posible establecer entre buril y soporte. El resultado es fácil de adivinar: cuanto menor sea el esfuerzo físico necesario para la escritura, cuanta mayor sea la facilidad y la rapidez del trazado de los signos y cuanto más fácil sea la manipulación de todos los instrumentos y artilugios necesarios, previsiblemente podrá ser mayor la longitud de los enunciados. Los teóricos de la literatura no se plantean nunca lo que las condiciones técnicas de la materialidad de la escritura pueden influir en la composición y la estructura de las obras literarias. Desde el soporte al buril, desde el medio de publicación a los condicionamientos sociales, tenemos sin estudiar los efectos que se producen, pero no puede haber duda de que, históricamente, algunos se han dado y tienen que darse. Una tablilla de barro escrita en caracteres cuneiformes no puede encerrar más que un número limitado de líneas. Los rollos de papiro obligan a dividir las obras en partes de longitud prevista. Cada entrega de una novela que a través de ellas se publique debe corresponderse con un capítulo y ocupar dieciséis páginas. Un cuento que vaya a editarse en las páginas dominicales de un diario debe plegarse a un número previamente determinado de caracteres. Una primera obra dramática se estrenará muy difícilmente si tiene más de tres personajes y exige cambios de decorado. Y es que una obra literaria es primeramente un objeto y no sólo un objeto lingüístico. Decir que una obra literaria es primeramente un objeto, una cosa, y no sólo un objeto lingüístico, implica consecuencias epistemológicas. El objeto literario contiene, porque soporta su representación gráfica, el objeto lingüístico. Por lo tanto, estoy negando la consideración de la literatura oral como literatura. De hecho, desde el punto de vista etimológico ello es así, puesto que «literatura» es lo perteneciente a las letras, no a los sonidos. 9. Véase Monique Cohen: «L’écriture chinoise», en AA.VV.: L’aventure des écritures, Paris, Bibliothèque Nationale de France, 1997.

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Los trabajos e investigaciones de los antropólogos, y especialmente Jack Goody, nos han explicado cómo funciona una sociedad sin escritura10. Pero no es eso lo que ahora nos interesa, puesto que la creación oral u oralidad creativa puede darse –con las características que sean– en sociedades letradas. Paul Zumthor y Walter Ong, por su parte, han escrito páginas brillantes que nos permiten entender cómo se manifiestan y desarrollan los enunciados orales11. La oralidad creativa se manifiesta en un recitado, en una actuación que responde, dada su condición plurisemiótica, a lo que se llama hoy performance. Como explica Zumthor en su libro Performance, réception, lecture, «las reglas de la performance, que rigen a la vez el tiempo, el lugar, la finalidad de la transmisión, la acción del locutor y, en gran medida, la respuesta del público, importan para la comunicación tanto, si no más, que las reglas textuales puestas en marcha en la secuencia de frases». Y es que la actuación engendra la situación inmediata del enunciado. Es la performance como sistema, más que los enunciados, la que se integra en el contexto textual12. Al contrario de la literatura, la creatividad oral construye textos abiertos e irrepetibles. El enunciado literario es siempre clausurado y, por esencia, repetible. En la literatura, la copia certifica el original, frente a la performance como sistema de la creatividad oral, que produce en cada ocasión enunciados diferentes. El estudio de la épica serbo-croata ha permitido comprender sin lugar a dudas la variabilidad del canto oral, estudiada por Milman Parry13 y Albert Bates Lord14, tras la primera recopilación y traducción de Madam Élise Voïart15. Lo oral se distingue de lo escritural, no en el significado, sino en el modo de existencia del enunciado, lo que corresponde al estatuto de los medios y no al de lo poético. Nos hemos situado, pues, en el sistema, distinguiéndose el sistema literario del de la creatividad. Un sistema significa la existencia de 1. Una clase de objetos 2. Unos usufructuarios 3. Un modo de uso 4. Una técnica de construcción 5. Una tecnología Es preciso distinguir entre el instrumento y la práctica que con él se realiza, por un lado, y el saber acerca del sentido último de esa técnica y de sus efectos. Porque no puede confundirse la suma de los objetos y la mentalidad. Si habitualmente utilizamos las palabras técnica y tecnología como sinónimos, sería posible aprovecharlos para distinguir esos dos conceptos, el que corresponde a la técnica como instrumentación y el que permite comprender en esencia (en términos de Heidegger en su ensayo «La pregunta por la técnica»). El propio 10. Jack Goody, La domesticación del pensamiento salvaje, Madrid: Akal, 1985. Del mismo, La lógica de la escritura y la organización de la sociedad, Madrid: Alianza, 1990. 11. Paul Zumthor, Introduction à la poésie orale, Paris: Seuil, 1983. Del mismo, Performance, réception, lectura, Longueil: Le Préambule, 1990. Alter ONG, Oralidad y escritura. México: Fondo de Cultura Económica, 1987. Del mismo, Interface della parola, Bologna: Il Mulino, 1989. 12. La famosa máxima de McLuhan, «el medio es el mensaje», resulta claramente aplicable. 13. Milmam Parry: The Making of Homeric Verse (A. Parry, ed.), Oxford: Oxford University Press, 1987. 14. Serbocroatian heroic songs, collected by Milman Parry (A. Bates Lord, ed.), The Harvard University Press, 1954. 15. Mme. Élise Voïart, Chants populaires des serviens, Paris: J. Albert Macklein, 1834 (2 vols).

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diccionario académico distingue el conjunto de procedimientos y recursos de que se sirve una ciencia o un arte, designándolo como técnica, del conjunto de los conocimientos propios de un oficio mecánico o arte industrial, que se denomina tecnología. La discusión terminológica no es baladí, porque permite integrar sin dificultad el estudio de la tecnología en la serie de las preocupaciones humanísticas, desgajándolo del de la técnica y evitando confusiones habituales. Así, por ejemplo, puede discutirse si la técnica es o no política, pero no cabe duda alguna sobre el significado político de la tecnología. Resulta, pues, posible hablar de una tecnología de la literatura, que contemplaría el estudio de los procedimientos técnicos que corresponden a la habilidad manual para elaborar un texto literario y a cómo éste se ha producido, transmitido y comunicado. Por lo tanto, la tecnología de la literatura estudiaría la técnica literaria en cada momento dado y su influencia en la estructura del enunciado. Naturalmente, esta técnica literaria responde a la materialidad propia de la escritura y no al estilo o a la escritura en sentido barthesiano. En 1995 me referí por vez primera a este concepto de Tecnología de la literatura, en un artículo de la revista Semiosfera16. Entonces ya advertía la necesidad de distinguirlo del de Teoría de la literatura que, en su abstracción se interroga sobre un tipo de objetos lingüísticos insistiendo sobre el modo en que se comprenden y gozan. También hay que distinguirla de la Crítica literaria que, como hubiera dicho Kant, se basa en la preocupación por una obra en particular, preocupándose por su examen público y libre. La Tecnología de la literatura englobaría los estudios sobre las diferencias apuntadas por las distintas clases de escritura, los efectos de la scripta continua o de la ruminatio, las posibilidades de los soportes en su materialidad, de los volúmenes, del códex o de la xilografía. Incorporaría las observaciones hechas, entre otros, por Roger Chartier sobre las variantes que la imprenta introduce en enunciados manuscritos (resúmenes, distinta división de párrafos, incluso las posibilidades de catalogaciones y su efecto literario). También contemplaría las características de la escritura literaria en virtud de la prensa y de las grandes tiradas, la longitud de los enunciados, la distribución en capítulos de las novelas por entregas, la caracterización de la nueva literatura vendida en quioscos, la importancia de la máquina de escribir para la creación literaria (cuyo estudio iniciase la investigadora brasileña Flora Süssekind17), etc. Por no referirme a las posibilidades y límites de la literatura escrita con ordenadores, muchos de cuyos caminos ya exploraron, avant la lettre, los escritores franceses del grupo Oulipo. Henry Petroski ha escrito que «la descripción de los modos cambiantes en que los libros han sido hechos, cuidados, almacenados u ordenados a lo largo de los dos últimos milenios, constituye un vehículo técnicamente simple e interesante para la comprensión del desarrollo evolutivo de la tecnología»18. Creo que se queda corto. Hace una afirmación insuficiente. De lo que de verdad nos habla la historia material de los libros es de la historia y de la evolución de la literatura. 16. Jorge Urrutia, «Tecnología de la literatura o lectura de una mañana de domingo», en Semiosfera n.º 3/4, Madrid, 1995; recogido en La verdad convenida (literatura y comunicación), cit. 17. Flora Süssekind, Cinematógrafo de Letras. Literatura, técnica e modernizaçao no Brasil, São Paulo: Companhia das Letras, 1987. 18. Henry Petroski, Mundolibro, Barcelona: Edhasa, 2002, 41.

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El animal que llora: una nota sobre la recepción de Plinio en la literatura del Renacimiento MARÍA JOSÉ VEGA Universidad Autónoma de Barcelona

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que la benignidad de la naturaleza concede a los animales, el libro séptimo de la Historia Naturalis de Plinio recordaba que, a diferencia de las bestias, sólo el hombre nace con llanto, como presagio cierto de las calamidades futuras que viene a padecer en el mundo: RAS ENUMERAR LOS MUCHOS DONES

Hominem tantum nudum et in nuda humo natali die abicit ad vagitus statim et ploratum, nullumque tot animalium aliud ad lacrimas, et has protinus vitae principio... Feliciter natus iacet manibus pedibusque devinctis, flens animal ceteris imperaturum et a suppliciis vitam auspicatur unam tantum ad culpam, qua natum est1.

Fray Jerónimo de la Huerta, al traducirlo cautamente al castellano, amplificó y apostilló de su cosecha: «Solo al hombre ha hecho naturaleza desnudo, y en tierra desnuda, y el día que nace comienza a habitarla con quejido y llanto. En ningún animal hay lágrimas sino en el hombre, las cuales son principio de su vida». Pues el hombre –continúa– nacido para señor de las fieras y animales, «llorando está ligado de pies y manos, y como por mal agüero comienza su vida por prisiones y dolor, y este mal no le viene por otro error, sino por haber nacido». La profecía pliniana no era del todo nueva: estaba ya apuntada en el Axiochus, un diálogo pseudo-platónico, que la atribuía a Pródico, y otras afirmaciones muy semejantes podían leerse, por ejemplo, en Séneca o Lucrecio2. Pero la de Plinio 1. Nat. Hist., VII, i, 1-4. La leyenda quiere que sólo un hombre, Zoroastro, no haya llorado al nacer, privilegio que ni siquiera le ha sido acordado a Cristo (Nat. Hist., vii, 15, 72); si bien Virgilio atribuye este don al niño misterioso de la égloga iv, vid. Buc. iv, 60. 2. Axiochus, 366D.

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fue, sin duda, la que sedujo más la imaginación moral de los lectores del Renacimiento. En la Consolatio ad Marciam (X, 7) Séneca se había quejado de esta vida afirmando que toda ella era una invitación al llanto (Tota vita flebilis est…), y en la que escribió para Polibio (VI, 3) recordaba que la naturaleza quiso que lo primero que hiciera el hombre, al nacer, fuera llorar. Ese llanto, añadía, no nos abandonará ya mientras vivamos: Rerum natura... primum nascentium hominum fletum esse voluit. Hoc principio edimur, huic omnis sequentium annorum ordo consentit. Sic vitam agamus.

Quizá también pudieran reconocerse, en el lugar famoso del ateo Plinio, dos versos lucrecianos que ya reinterpretaban el llanto del niño como una lúgubre profecía de los males que le aguardaban: [infans] vagituque locum lugubri complet, ut aequumst cui tantum in vita restet transire malorum3.

Pero la tardía recuperación de Lucrecio, ya iniciado el siglo XV, nunca pudo compararse, ni cuantitativa ni cualitativamente, con el impacto de Plinio en la literatura europea. En cualquier caso, la idea, frecuente en las letras latinas, se reveló poderosa en las modernas: concedía a un hecho conocido y cotidiano una interpretación moral y le dotaba de un valor simbólico que trascendía el nacimiento del hombre y se erigía en definición de su naturaleza. El hombre, había dicho Plinio, es, con propiedad, el animal que llora, flens animal: más aún, es un animal que, por su instinto, sólo sabe llorar. Apenas puede valerse por sí mismo y nada sabe hacer sin un penoso aprendizaje. «El hombre ninguna cosa alcanza sin ser enseñado –tradujo Fray Jerónimo–: ni sabe hablar, ni andar, ni comer, y al fin no sabe brevemente por su naturaleza sino llorar, sin entender que llora». Y prosigue: «sólo al hombre es dado el llanto, sola al hombre la suntuosidad y demasía, y esta de muchas maneras y en todas las cosas; solo al hombre es dada la ambición, la avaricia, el sumo deseo de vivir… Ningún animal tiene más débil, frágil y flaca vida, ninguno más desenfrenada voluntad en las cosas, ninguno más confuso temor, ninguno mayor rabia»4. El llanto présago de Plinio fue pronto prohijado por los Padres de la Iglesia, aunque adaptado a fines penitenciales y depurado del epicureísmo teológico de su contexto de origen. Conviene recordar, de entre los muchos casos de la literatura cristiana latina, que el Nacianceno abrió con esta reflexión uno de sus poemas más célebres, el Carmen de humana natura: Namque homini hoc tantum firmum est, expersque senectae inde ex quo nascens fletibus ora rigans: Per lachrymas testans, quas vitae in limine fundit, Quotnam illum maneant agmina dura mali5. 3. De rerum natura, V, 226-227. 4. Véase también la confutación pliniana de Lactancio: De opificio Dei, II-III; Institutiones, VII.iv.660. Es frecuente la reescritura de este pasaje en la literatura moral del XVI. Vid. solo Boaistuau, Théatre (I, 74-75): «Les autres animaux cognoissent leur naturel… mais l’homme ne sçait rien s’il n’apprend, et ne sçait de sa propre nature que pleurer». O Montaigne: «... le seul animal abandonné nud sur la terre nuë, lié, garrotté (...) [la nature] les a elle mesmes instruites [sc. les autres creatures] à ce qui leur est propre, à nager, à courir, à voler, à chanter, là où l’homme ne sçait ny cheminer, ny parler, ny manger, ny rien que pleurer sans apprentissage» (Apologie, 137). 5. Nazianzenus, De humana natura, 1323; vid. De hominis vilitate, III, 1326.

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Y que San Agustín se refirió con frecuencia al llanto del recién nacido como signo de la miseria del hombre y de los trabajos y pesadumbres de la vida terrena: así lo afirma en las Enarrationes, en el Contra Iulianum y en el leidísimo De civitate Dei6. En la enarratio del salmo CXXV, Agustín advertía que la vida es mísera y llena de ansiedades, que no hay que dejarse tentar por las cosas humanas, sino advertir en ellas todo lo que hay de lamentable y digno de llanto (flenda). Muy bien podría reír el niño que nace, ¿por qué comienza a vivir con llanto? No sabe reír, ¿por qué sabe llorar? Y se responde a continuación: porque comienza su camino en esta vida, Nam ipsa vita humana, quam ingressi sumus, misera est, laboribus plena, doloribus, periculis, aerumnis, tentationibus. Nolite seduci gaudio rerum humanarum; flenda in rebus humanis advertite. Poterat ridere puer qui nascitur; Quare in fletu incipit vivere? Ridere nondum novit; quare plorare iam novit? Quia coepit ire in vitam istam7.

Y en el De civitate Dei puede leerse que nacemos al mundo no con risa, sino con llanto, lo que ha de entenderse como una suerte de profecía: Quae quidem quod non a risu, sed a fletu orditur hanc lucem, quid malorum ingressa sit nesciens prophetat quodam modo. Solum, quando natus est, ferunt risisse Zoroastren... Prorsus quod scriptum est: ‘grave iugum super filios Adam a die exitus de ventre matris eorum usque in diem sepulturae in matrem omnium8.

La idea inicial, esto es, la del llanto como heraldo o nuncio de desdichas, puede, de este modo, asociarse al tema del desprecio del mundo, y también a la analogía paulina de la vida como peregrinación u hospicio. San Bernardo de Claraval, por ejemplo, relacionó el llanto del recién nacido con la metáfora que quiere que la vida sea el destierro del alma: sus lágrimas son, por ello, las del exiliado, las de quien ha sido expulsado de la patria celeste y lamenta su pérdida, ... plorans et ejulans traditus sum hujus mundi exsilio, et ecce iam morior plenus iniquitatibus et abominationibus9.

Esta idea fundante, la del llanto como prólogo y epítome de una vida de desdichas, y, también, como señal del destierro, se incorporó, desde el texto de los Padres, y, sobre todo, desde Lactancio y Agustín, a la prolífica literatura de los contemptores mundi de los siglos XI y XII: se reencuentra, por ejemplo, en grados diversos de elaboración, en el Apologeticum de contemptu saeculi de Pedro Damián, en la Exhortatio ad contemptum temporalium de Anselmo de Canterbury, en las Meditationes piissimae de congnitione humanae conditionis de San Bernardo, o en el De vanitate mundi de Hugo de San Víctor. De todos ellos, interesa recordar particularmente el De miseria humanae conditionis del papa Inocencio III, un tratadito penitencial que alcanzó una extraordinaria fortuna en las letras europeas, que 6. Vid. sólo Enarr. in Ps. CXXV, 10.38, 1852; Contra Iulianum, I, 50 y II, 104, 1073 y 1183; De civitate Dei, XXI, 14.1; con cita de Eccli. XL.1. 7. Enarr. in Ps. CXXV, 10.38, CC, XL, 1852. 8. De civitate Dei, XXI, 14.1; con cita de Eccli. XL.1. 9. Meditationes, 487.

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fue traducido o adaptado a todas las lenguas vulgares desde el siglo XIII, que sobrevivió en un gran número de manuscritos y que se reimprimió sin interrupción hasta bien entrado el siglo XVII. Sus huellas pueden rastrearse tanto en los sermones del Miércoles de Ceniza o en las guías de meditación cristiana cuanto en las obras pías de invitación a la virtud. Pero no sólo hay recuerdos continuos y evidentes de Inocencio en los textos más sombríos de lo que Huizinga llamó el otoño de la Edad Media. También se encuentran, con no menos fuerza, en las obras morales de Petrarca o de Poggio Bracciolini, en las teológicas de Vives o Erasmo, o, andando el tiempo, en las prosas de Quevedo y Gracián. El De miseria proponía una extensa meditación sobre la vileza y fragilidad de la naturaleza humana. Sus tres libros se correspondían con tres momentos de la vida del hombre: el primero, ingressus miresabilis, relataba su deplorable entrada en el mundo, su concepción vilísima en el hedor de la lujuria y en la putrefacción del útero, su nacimiento doloroso y atroz y el desvalimiento ignorante de la infancia; el segundo, el progressus culpabilis, se refería al transcurso de su vida, a las acciones perversas del hombre, a las pertubaciones del alma y a las desdichas de todos los estados; el tercero, egressus damnabilis, contaba el abandono del mundo, la muerte y la condenación. Concluía Inocencio con los novísimos, con el dolor terrible de la agonía y la rigidez y putrefacción del cadáver, y cerraba la última página con una imagen celebérrima del evangelio de Mateo (13: 41-42), la del horno de fuego al que, a una seña del Hijo, los ángeles arrojarán a los pecadores. El proceso, de utero ad tumulum, se quiere circular, pues no habría detalle en la concepción y nacimiento del hombre que no se reprodujera, como en espejo, en la agonía y en la muerte. El llanto del recién nacido adquirió, en la economía discursiva del tratado, un lugar capital: un largo capítulo, De dolore partus et eiulatu nascentibus, le estaba dedicado enteramente y servía de pórtico al ingressus miserabilis del hombre en el mundo. El pontífice se refería en él al llanto del niño no sólo con los términos plinianos que había leído en la confutación de Lactancio, o con los pasajes de Agustín, sino, además, con lugares veterotestamentarios (especialmente, del sacro diálogo de Job), que lamentaban el nacimiento como una desdicha, se referían al amargo deseo de morir en la cuna o celebraban la fortuna de quien perece en el vientre de la madre, pues no llega a presenciar las maldades del mundo10. Escribió Inocencio, además, que el hombre nace al mundo con lágrimas porque miserable y desdichada será toda su vida, y añadió que el varón profiere, al llorar, la a, y la niña, la e. Ambas letras forman la palabra Eva, que es el nombre de nuestra primera madre: «Omnes nascimur eiulantes, ut naturae miseriam exprimamus. Masculus enim recenter natus dicit a, femina vero e [...] Quid est igitur Eva nisi heua? Utrumque dolentis est interiectio, doloris exprimens magnitudinem»11. Recordamos así, en el momento mismo de entrar en la vida, nuestra genealogía, el primer pecado, la condena a los primeros habitantes del paraíso, la maldición que pesa sobre ellos, los trabajos y calamidades del hombre fuera del Jardín. Esta curiosa propuesta etimológica tuvo un eco notable en algunos textos teológicos del Renacimiento, quizá porque adensa, con una referencia al origen, el significado

10. Vid. Eccles. IV, 2-3 , VII, 2; Iob, III, 11; III, 20; X, 18-19, Ier., XX, 14, 17-18; Ecli. XXX, 17; Jn., IV, 3. Vid. Inocencio, De miseria, I, i.7. 11. Inocencio III, De miseria hominis, I.vi.13. Maccarrone ha identificado un verso de Odón de Ceritona («Et dicent e vel a quoquot nascuntur ab Eva») como fuente posible de este pasaje.

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del llanto: la reproduce y amplifica, por ejemplo, Giannozzo Manetti, que atribuye su hallazgo y fama a Inocencio III12, y, por supuesto, la reescriben los imitadores más ceñidos de Lotario, como Miguel de Alonsótegui o Tomás de Trujillo. Con tales antecedentes en la tradición devocional, no es de extrañar que el llanto del niño como profecía de desdichas se convirtiera en una idea omnipresente en la literatura renacentista sobre el hombre. Por lo general, su ocurrencia es o bien una reescritura piadosa –y, por tanto, infiel– de Plinio o bien una imitación ceñida de los textos agustinianos y de los de Inocencio. En las obras más heterodoxas, las que dan cuenta del nuevo epicureísmo teológico del siglo XVI, el llanto présago suele aparecer en un contexto deudor de la antropología pliniana y sirve, junto a ellas, para demostrar que el hombre es una bestia entre bestias, sin una divinidad providente que vele por sus acciones o que le haya acordado un lugar de privilegio en el universo. En las obras penitenciales y de devoción, en cambio, abre la dolorosa consideración de sí que ha de emprender el cristiano para erradicar la soberbia, adquirir la virtud de la humilitas y reconocer en sí la inmensa misericordia divina. De entre los escritores más copiosos sobre la humana miseria, en el Renacimiento, glosan esta representación del llanto Francesco Petrarca, Leon Battista Alberti, Giannozzo Manetti, Poggio Bracciolini, Aurelio Brandolini, el abad Trithemius, Jean Febvre, Vicentinus, Pérez de Oliva, Antonio Brucioli, Erasmo, Pierre Boaistuau, Montaigne, Miguel de Alonsótegui o Tomás de Trujillo. Puede reencontrarse la misma idea en obras de ficción y, por supuesto, en todos los De miseria devocionales que se escriben a partir de la falsilla de Inocencio III, en las guías del cristiano –como las de Luis de Granada– y en obras de varia moralidad. De hecho, el llanto se incorpora a la definición de homo de las primeras enciclopedias y polianteas, como hecho característico y definitorio de una condición ontológica y moral. De entre los muchos lugares posibles, baste recordar aquí los escuetos términos con los que Leon Battista Alberti cuenta la naturaleza del hombre el Theogenius (89): nacque l’uomo fra tanto numero d’animanti solo per effundere lacrime, poichè subito uscito in vita a nulla prima se adatta che a piangere, sì come che instrutto dalla natura presentisca le miserie a quali venne in vita...

O la extensa reescritura que le concede Poggio, que reúne las lágrimas del niño con el piélago de miserias de la vida y con el presagio de calamidades, enfermedades, carestías, exilios, muertes, y detrimenta de la vida: ... natura ipsa comprobare videtur sententiam tuam, quae primum infantis in lucem editi opus statuit esse fletum, lachrymas, lamentationes tanquam natura praevidente se palam expossitam esse in vastum atque immensum miseriarum pelagus, quibus in primo iam ortu se queritur esse deprensam, & hoc vitae primordio, lamentatur, iacta esse reliqui futuri temporis fundamenta. Videtur qui natus, cum nihil aut boni, aut mali norit, natura impellente, futura praesagire calamitates, naturalique instinctu praesentire vitae mortalis incommoda, morbos, paupertatem, exilia, charissimorum nobis obitum, animi corporisque vitia, & reliqua detrimenta fragilitatis humanae13.

12. De dignitate, IV, 18, 111. 13. De miseria, 93-94.

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Las formas de reescritura pueden variar en extensión y detalle14. Pérez de Oliva, por ejemplo, recuerda brevemente, con Plinio y San Agustín, que el hombre «sale al mundo, como a lugar estraño, llorando y gimiendo, como quien da señal de las miserias que viene a pasar», mientras el resto de los animales parecen venidos a lugar propio y natural, y, a su manera, gozan del mundo15. Boaistuau multiplica los términos que aluden a la profecía (avant-coureurs et pressages, messagers et augures) para afirmar que las lágrimas son la única heredad del hombre, desprovisto de todo bien: ... et dès le jour de sa naissance, luy a assigné [la nature] les larmes pour heritage, qui sont quasi comme avant-coureurs et pressages de ses calamitez futures [....] Quel est le premier cantique que chante l’homme entrant en ce monde sinon larmes, pleurs et gemissemens? qui sont comme messagers et augures de ses calamitez futures, lesquelles ne pouvant exprimer par parolles, il les tesmoigne par ses larmes et cris16.

Y de San Agustín e Inocencio proceden las palabras e ideas que permiten a Miguel de Alonsótegui referirse al llanto como indicio cierto de la miseria de la humana naturaleza: Qué miseria y dolor tan grande de la humana naturaleza que todos, en general, nacemos llorando. Ciertamente, en esto mostramos nuestra miseria y dolor y para lo que nascemos; propias pasiones del hombre son el reyr, el llorar y otras semejantes. Y entre otras pasiones propias que tiene, ninguna pronuncia en nasciendo sino la del llorar... Por consiguiente el infante nascido sin que tenga juicio ni use de razón, llora por instinto de naturaleza, porque sabe que nasce al mundo para dolor y trabajo y al fin, para la muerte17.

El llanto del nacimiento anuncia el de la agonía, al igual que la desnudez del recién nacido profetizaba la del cadáver, o que la pellica de sangre prefiguraba el lienzo rayado de la mortaja: Alonsótegui se complace en las simetrías entre el hombre que entra en la vida y el que está a punto de abandonarla, pues «llorando nasce al mundo» y «llorando y con dolores sale del». No hay detalle del calamitoso nacimiento del hombre que no anuncie el tránsito de la muerte o que, de algún modo, no sea su metáfora o su prefiguración. Todos ellos son susceptibles de reinterpretación moral: son hechos que somete a la meditación del cristiano para su edificación, y para hacer más eficaz el combate contra la soberbia, que es el primero de los crimina capitalia. La idea de que el llanto del recién nacido es nuncio e indicio cierto de la calamidad de la vida llegaría vivísima a la literatura moral del Barroco. Marino abre con ella su soneto sobre la naturaleza y condición del hombre: Apre l’uomo infelice, alhor che nasce in questa vita di miseria piena pria ch’al Sol, gli occhi al pianto... 14. Vid. Brandolini, De humanae vitae conditione, 9v; Trithemius, Liber de vanitate et miseria, VII, 798; Vicentinus De miseria, 233rª. 15. Pérez de Oliva, Diálogo de la dignidad del hombre, 6. 16. Boaistuau, Théâtre, II, 74, 106. 17. Alonsótegui, Tratado, I, 6, 19, I.7, 21. Vid. quoque Faber, De miseria, III 15rº y 19v.

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Y en la Farsa del extranjero, Gracián pone en escena, entre risas y aplausos, a un forastero que llega con llanto a un teatro de tragedias: una vez terminada la obra, sabremos que representa al hombre, que la tragedia cuenta su vida desde el nacimiento hasta la muerte y el olvido, y que, como moraleja última, todos somos él. La tradición penitencial cristiana y el epicureísmo pliniano se entrecruzan, pues, continua y paradójicamente en el recuerdo constante y unánime del llanto del niño, que es siempre indicio de la condición miserable del hombre: es también, alternativamente, señal del abandono de la naturaleza, de la improvidencia de Dios o del olvido de una divinidad desatenta, en la tradición epicúrea; o bien, en la tradición cristiana, símbolo del exilio del hombre en este mundo y del estadio de la naturaleza humana tras la caída. Es también, de atender a Inocencio, el recuerdo continuo de la bajeza del hombre, y, por tanto, el mejor antídoto contra la soberbia, uno de cuyos efectos es hacernos fragilitates immemores, esto es, olvidadizos de nuestra fragilidad. De este modo, un hecho de historia natural, el del llanto del nacimiento, o el del hombre como el animal que llora, obtiene lecturas teológicas y penitenciales que se adensan continuamente en la tradición literaria. Servía, en los textos plinianos y en los neoepicúreos del Quinientos, para negar la providencia y la inmortalidad del alma, para representar a lo vivo la soledad en el mundo de un hombre huérfano de dios. En la tradición penitencial de miseria hominis, en cambio, invita al creyente al ejercicio de la abjectio sui, es decir, a la depreciación de sí mismo, y a la consideración de su vileza y calamidad como única vía hacia la humilitas, que es la virtud suprema de Cristo. Y sirve, ante todo, como símbolo de la desdicha y calamidad del hombre histórico, cuando abandona el Jardín de Delicias y el pecado le condena a la infelicidad, al dolor, la enfermedad y la muerte.

REFERENCIAS

BIBLIOGRÁFICAS

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Platón, intérprete de Simónides. Sobre la hermenéutica literaria del Protágoras SULTANA WAHNÓN Universidad de Granada

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FEDRO Y SU FAMOSA METÁFORA de la orfandad de la escritura, el texto más invocado a la hora de ilustrar la teoría platónica de la interpretación es el Ion, donde el filósofo reflexionó sobre la actividad interpretativa del rapsoda, atribuyéndola, como la del poeta mismo, a un privilegio divino. Esta misma idea, pero formulada de una manera menos mítica que en el Ion, se encuentra en otro diálogo, Protágoras o los sofistas, que contiene, además, un ejercicio de interpretación literaria obra del propio Platón. El asunto en torno al que gira este texto es la virtud (la areté griega), que, al igual que la belleza en el Hipias Mayor, se revela finalmente como una palabra sin concepto, es decir, como algo cuyo significado se cree saber, pero a lo que no correspondería ninguna definición precisa. Hacia la mitad del diálogo y por razones derivadas de cómo se habría ido desarrollando la polémica entre los dos personajes, Protágoras reta a Sócrates a demostrar su capacidad de comprender y juzgar la poesía proponiéndole que valore una oda de Simónides1. El ateniense, por su parte, acepta el desafío, lo que conlleva que durante unas páginas deje de ser el habitual dialéctico que acosa con preguntas a su interlocutor, para adoptar el papel de intérprete de poesía, y que por tanto este diálogo contenga el más remoto precedente, conservado por escrito, de la actividad crítico-literaria. Si la importancia de este texto ha pasado más inadvertida que la del Ion o el Fedro, se ha debido seguramente a la que ha sido la forma tradicional de leerlo por parte de la filosofía. La mayoría de los estudiosos del Protágoras (Samaranch 1969; Bodin 1975) piensa que el objetivo de Platón al insertar este episodio en UNTO CON EL

1. Sobre la personalidad de Simónides y sobre su papel en la evolución de la lírica griega puede verse Galí (1999: 141-178).

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medio de la discusión filosófica sobre la virtud fue polemizar con los métodos pedagógicos de la sofística y, muy en especial, con su tendencia a utilizar textos literarios para formar en la virtud. Según esto, al representar a un Sócrates ejerciendo él mismo de intérprete literario, Platón no habría pretendido rendir un homenaje a la poesía, sino solo demostrar su inutilidad para educar a los ciudadanos. Este mismo argumento se encuentra también en investigaciones más recientes realizadas en el ámbito de la estética, donde, en combinación con el tópico de la condena platónica de la poesía, ha contribuido a consolidar la imagen de un Platón esencialmente hostil a la poesía. Desde esta perspectiva, su intención habría sido rebatir «el recurso a la poesía como fuente de sabiduría», reservando este valor para la filosofía, concebida como la única forma de acceso a «la verdad» y al «conocimiento verdadero» (Galí 1999: 242-243 y 354-358). Por mi parte, creo que una lectura atenta del Protágoras, teniendo presente al mismo tiempo el otro diálogo que Platón dedicó enteramente al tema de la virtud, el Menón, invita a conceder mucha más importancia a este comentario literario de la que habitualmente se le da. Desde mi punto de vista, la intención del filósofo en este diálogo no fue rebatir o parodiar el supuesto saber del poeta sobre la virtud con el fin de oponerle el verdadero saber del filósofo, sino negar la existencia de un conocimiento verdadero (en el sentido de ciencia o episteme) sobre la virtud, tanto para el caso del poeta como para el del filósofo. Por lo mismo, Sócrates no habría realizado su brillante ejercicio de crítica literaria con el único y paradójico propósito de burlarse de esta actividad, sino con el de ilustrar sobre el único tipo posible de conocimiento o saber sobre la virtud, cuya característica más importante y distintiva, tal como se describe en los dos diálogos mencionados, residiría en su no-cientificidad, sin que esto, sin embargo, le restase ni validez ni verdad a ojos de Platón. En este aspecto, entonces, la virtud se nos presentaría como algo muy similar a la poesía y a la interpretación, las cuales, como se sabe, tampoco eran, para el filósofo, prácticas susceptibles de ser completamente aprendidas a través de un arte o ciencia, sino que requerían de un don divino, de una gracia imposible de obtener por medios técnicos o pedagógicos, a la que en el Ion dio el nombre de inspiración. Lo que da pie a la discusión contenida en el Protágoras es, precisamente, que el famoso sofista parece creer en principio todo lo contrario, es decir, que poesía, interpretación y virtud serían materias de conocimiento en sentido técnico y, por ende, perfectamente enseñables. Tal como él mismo afirma en el momento en que reta al dialéctico a ejercer de crítico literario, «una parte importante de la educación consiste en que cada uno sea conocedor de la poesía», entendiendo por conocer la poesía, en primer lugar, «sabérsela», es decir, recordarla y recitarla de memoria; y en segundo lugar, ser capaz de valorarla emitiendo un juicio razonado o argumentado sobre su bondad o calidad (338d). Por su parte, y puesto que acepta el desafío, Sócrates parece admitir que conoce la poesía en los dos sentidos en que Protágoras ha dicho que es necesario hacerlo. Así lo hace explícito, además, al responder al amable ofrecimiento que éste le hace de recitarle entera la oda de Simónides: «Es inútil –le dice Sócrates–; la conozco, y da la casualidad de que la he estudiado mucho» (338d); y también al emitir acto seguido y sin vacilación alguna un juicio sobre la oda, que además resulta ser sumamente elogioso: «Es muy bella y está muy bien hecha», es la respuesta de Sócrates a la cuestión estética que Protágoras le ha planteado (338e).

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El simple hecho de que Platón representase a su venerado maestro, no ya leyendo, sino estudiando mucho un poema muy bello de Simónides, bastaría para arrojar una duda razonable sobre la supuesta condena platónica de la poesía. Sobre todo si se tiene en cuenta que el juicio estético emitido por Sócrates en este momento del Protágoras no sería, a pesar de las equívocas resonancias que pueda tener para un lector actual, un juicio del tipo de los que hoy llamaríamos puramente estéticos. Lejos de estar referido solo a la belleza formal o compositiva del poema, lo estaría también, como se infiere de las «razones» con que luego tratará de justificarlo, a su contenido ético-cognoscitivo, que en el caso concreto de la oda de Simónides –y esto no tendría que ser necesariamente igual para todos los poemas que Sócrates podía conocer– le parecía muy valioso. Con independencia de cuál sea la posición que a este respecto se defiende en La República –mucho más ambigua en cualquier caso de lo que generalmente se piensa (v. Wahnón 2000)–, el Sócrates del Protágoras no sirve para avalar la tesis según la cual las palabras de los poetas le parecían al filósofo «peligrosas» y completamente «ajenas a la verdad y al conocimiento» (Galí 1999: 317). Al menos en este diálogo, la reflexión sobre la virtud contenida en el poema se pone al mismo nivel que la de Protágoras y hasta que la del propio Sócrates, puesto que todas compartirían el ser «opiniones», no verdades científicas ni sistematizables. Algo muy parecido ocurriría con el «conocimiento» que el sofista dice tener de la poesía. Al comienzo del debate, Protágoras se nos aparece muy seguro de sí mismo también a este respecto y, por lo mismo, completamente convencido de poder vencer en este terreno a Sócrates. De hecho, si le pide que valore la oda de Simónides, es solo para tenderle una pequeña trampa. Al fin y al cabo, el sofista era muy consciente de que, dado el valor canónico de esta composición poética, Sócrates iba necesariamente a elogiarla, lo que –dado lo que él creía «saber» acerca de la misma– podía proporcionarle una ocasión única para derrotarle intelectualmente. El as que el sofista se guardaba en la manga era su presunto «conocimiento» de que Simónides había cometido una contradicción en el poema, diciendo al mismo tiempo una cosa y su contraria. Según él, al comienzo del poema había dicho que «ser» virtuoso era difícil, para luego, unos versos después, censurar a Pittaco por haber dicho exactamente lo mismo (339a). Casi todos los estudiosos del diálogo han reparado en lo extraño que resulta que sea precisamente Sócrates, a quien se tiene por enemigo de la poesía, el que se erija aquí en apasionado valedor de la oda de Simónides, en tanto que, en cambio, sea Protágoras, es decir, el partidario de usar los textos literarios para educar en la virtud, al que se describa queriendo «echar por tierra» (339d) la fama del poeta2. No menos desconcertante es, a mi juicio, que el argumento elegido por Protágoras para refutar el juicio estético de Sócrates sea el de la supuesta contradicción cometida por el poeta, habida cuenta de que al parecer él fue el autor del lema sofista por antonomasia: el de que para toda cuestión habría «dos razonamientos mutuamente contrapuestos»3. Parece verosímil, pues, que la intención de Platón en este paradójico pasaje fuera la de hacernos ver que Protágoras estaba menos interesado en la «verdad» acerca del valor de la oda, que en refutar y 2. Es muy posible que éste sea uno de esos pasajes, tan numerosos en la obra platónica, que según Leo Strauss (1941: 76) habría que leer «entre líneas». 3. Sobre este lema sofístico y sobre las famosas antilogías de Protágoras, puede consultarse: Solana Dueso (1996: 36-39).

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vencer a Sócrates. Al advertirle de la presencia de una contradicción en el poema de Simónides –y fuese cual fuese la verdadera valoración que a él mismo le merecía este hecho–, lo que pretendía el sofista era, en efecto, obligar a su oponente a rectificar el juicio estético emitido, poniendo así en entredicho el presunto «conocimiento» de la poesía de que éste había hecho gala unos segundos antes. Para ser coherente consigo mismo y con su sistema de pensamiento (que, al contrario que el de Protágoras, no admitía la contradicción lógica), el ateniense tenía solo dos opciones: o bien rectificar su opinión anterior, declarándolo un poema mal hecho, o bien –y esto habría sido todavía peor– aceptar que los sofistas tenían razón al sostener que no había nada de censurable en defender al mismo tiempo dos afirmaciones completamente opuestas. Se entiende, pues, que tras escuchar la argumentación de su adversario, Sócrates se describa a sí mismo tratando de encajar el duro golpe que se ha querido asestar no solo a su vanidad de juez e intérprete de la poesía, sino incluso a la validez de su sistema de pensamiento: «Como si hubiera recibido un puñetazo de un buen pugilista, me sentí de momento entenebrecido y poseído de vértigo» (339b). Lo que sigue a este instante de pánico es el relato del trabajo que Sócrates se ve obligado a realizar de forma improvisada con el fin de demostrar que Simónides no había cometido ninguna contradicción. Esto prueba que, para Platón-Sócrates, la valoración de la calidad de una obra de arte verbal dependía estrechamente de cuál fuese la significación o sentido que se le asignaba, requiriendo, pues, de una previa lectura o interpretación de la misma. Si el ateniense pudo afirmar al comienzo del episodio que la oda de Simónides era muy bella y estaba muy bien hecha, no fue solo porque le pareciese muy bien compuesta en sentido técnico, sino porque tenía una idea bastante nítida y favorable de lo que el poeta «había querido decir» en ella (339c). De ahí que, «una vez repuesto de su conmoción» (Bueno 1980: 76), el filósofo se nos aparezca determinado a hacer lo único que podía hacer en esa situación, esto es, volver a reflexionar sobre lo que el poeta había «querido decir» (339c). La atención y el tiempo que Sócrates dedica a interpretar el sentido del poema sería inexplicable si fuera cierto que, como se suele sostener, Platón no encontraba verdad en la poesía ni admitía el «recurso a la poesía como fuente de sabiduría». En realidad, tal como se desarrollan las cosas en el diálogo, se diría más bien que el único interesado en defender, tanto el valor de verdad de la poesía, como la posibilidad de recurrir a ella como fuente de sabiduría, es Sócrates. Ha sido Protágoras quien no ha dudado en arrojar una sospecha sobre el contenido y el valor del poema, con tal de quedar por encima de su oponente. En cambio, Sócrates se nos aparece mucho menos preocupado por su reputación que por la del poeta, como se infiere de las palabras que dirige a Pródico, a quien pide explícitamente ayuda para salvar la gloria de su «compatriota» y evitar que Protágoras la «eche por tierra» (339c-d). Al pedir ayuda a Pródico, no se la estaba pidiendo solo a un compatriota del poeta, sino también a un colega de Protágoras, él mismo afamado sofista, a quien, sin embargo, Sócrates no duda en reconocer como un «maestro» y de quien dice haber aprendido la «ciencia» que ambos, a diferencia del anterior, dominan, y que no es otra que la filología (340c). No es, pues, nada obvio que el objetivo de Platón al poner en escena este conflicto de interpretaciones fuese polemizar con «los métodos» de la sofística. Al menos en lo que al método o ciencia de Pródico se refiere,

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la filológica, no habría tal polémica. Al contrario, a través de las preguntas que Sócrates dirige a su «maestro», Platón parece mostrarnos lo imprescindible que sería, a la hora de interpretar la poesía, conocer muy bien la lengua en que ésta estaría escrita. Tal como lo ve Gustavo Bueno, Sócrates habría tenido su propio «método lógico (filosófico) de interpretación», pero sin por eso excluir «los recursos de los filólogos» (Bueno 1980: 40). Pero es que es más: según se representan las cosas en el diálogo, es Protágoras, y no Sócrates, quien hace uso de un método estrictamente filosófico, al tratar de acceder directamente a las ideas contenidas en el poema sin detenerse demasiado en la forma o expresión lingüística de las mismas. Es muy verosímil, pues, que, más que con determinado método de lectura, Platón quisiera polemizar, a través de Sócrates y de su flexibilidad metodológica, con la idea misma de «método» de lectura. Al representar a su maestro haciendo uso del método filológico aprendido de Pródico e, incluso, siendo más hábil que él a la hora de establecer el significado gramatical de las palabras del poema (341b), el filósofo pudo querer sugerir algo muy en consonancia con el significado global de este diálogo y de su homólogo, el Menón, a saber, que lo decisivo a la hora de interpretar correctamente una obra de arte verbal, al igual que a la hora de educar a los ciudadanos, no era tanto el método, cuanto quien usase de él, es decir, el intérprete. Lo que les reprochaba a los sofistas no era que se dedicasen a estudiar e interpretar textos poéticos (pues en ese caso no habría optado por representar a un Sócrates estudioso e intérprete de la poesía), sino que lo hicieran mal, que fuesen malos intérpretes –y eso a pesar de las muchas disciplinas y métodos de que disponían para poder hacerlo bien–. Tal como Platón lo veía, no era posible ejercer de crítico del gusto y valorar correctamente un poema si antes no se era capaz de interpretarlo «con exactitud», penetrando en las intenciones del autor; pero, como por otro lado la clave para acceder al sentido del texto no residía en la utilización de ningún método, sino en el don de la interpretación, lo que resultaba de todo esto era la tesis, característicamente platónica, de que la capacidad de interpretar correctamente la significación de una obra literaria era, tal como él mismo venía sosteniendo desde el Ion, un privilegio divino imposible de enseñar ni de adquirir por medio de aprendizaje. La gran diferencia entre el Ion y el Protágoras es que en este último diálogo es el propio Sócrates quien se nos aparece como el privilegiado poseedor de ese misterioso don que asemejaría a los buenos intérpretes con los adivinos y con los poetas. Que la buena interpretación, al igual que la buena poesía (y que la virtud), fuese, para Platón, un privilegio y no algo que pudiera aprenderse de otros, no quiere decir, ni mucho menos, que creyese que la tarea hermenéutica pudiera llevarse a cabo con éxito sin poseer ningún tipo de conocimientos y sin la menor intervención de las facultades racionales e intelectivas. Como se vio antes, la actitud que adoptaba Sócrates ante la dificultad planteada por Protágoras era la de reflexionar sobre las palabras del poema. También se ha visto que fue con el concurso de la ciencia filológica como pudo establecer la crucial distinción semántica entre «llegar a ser» y «ser», gracias a la cual le fue posible defender al poeta de la acusación de Protágoras4. Pero la filología no sería el único saber del que se sirve 4. «En cuanto a Pittaco, lo censura, no, como cree Protágoras, por haber dicho lo mismo que él, sino por haber dicho una cosa distinta. Pues lo que Protágoras afirma ser difícil no es ‘llegar a ser’ virtuoso, sino ‘serlo’. Ahora bien, Protágoras: ‘ser’ y ‘llegar a ser’, según Pródicos, aquí presente, son cosas distintas. Y si ‘ser’ no es lo mismo que ‘llegar a ser’, Simónides no ha cometido contradicción» (340a).

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Sócrates en esta prodigiosa escena hermenéutica para llevar a cabo la que hasta Hipias, otro de los famosos sofistas presentes en el debate, acaba reconociendo como una «sabia» interpretación del poema de Simónides (348a). En realidad, los conocimientos que finalmente le permiten acceder a lo que él mismo llama «el verdadero pensamiento de Simónides en este poema» (341d) serían, más bien, del tipo de los que hoy llamaríamos de historia de la cultura. Sócrates subraya el papel desempeñado por el «sistema de educación espartano» en la difusión de la «afición a la ciencia», así como la «lacónica brevedad» que, por influencia de este mismo sistema educativo, caracterizó a «la antigua sabiduría» (342e). La erudita disertación culmina cuando el pensador se detiene en concreto en uno de los Siete Sabios, Pittaco de Mitilene, al que Simónides citaba expresamente en su poema, precisamente por haber sido él «el autor de un dicho muy frecuentemente repetido en privado y celebrado por los sabios: ‘Es difícil ser virtuoso’» (342e). Como anticipándose a las tesis de Bajtin sobre el Gran Tiempo y el Gran Diálogo, lo que Sócrates sostiene aquí es que la composición de Simónides solo podía entenderse correctamente si se la consideraba una respuesta –y, además, una respuesta polémica-– a este dicho de Pittaco. En un elocuente párrafo que ha podido inspirar no solo las tesis bajtinianas, sino también las de Harold Bloom en La ansiedad de la influencia, Platón puso en boca de Sócrates esta explicación de las que debieron de ser las intenciones del antiguo poeta: «Simónides, entonces, deseoso de brillar por la sabiduría, comprendió que si conseguía destruir esta máxima a la manera en que se vence a un atleta célebre, iba a obtener un gran renombre entre los humanos» (344b). Tan solo unas líneas después, y en otro pasaje que también podría ilustrar perfectamente la imagen bajtiniana del Gran Diálogo, Sócrates, en perfecta consonancia con lo que acabaría de defender, propone leer el poema de la siguiente manera: Imaginando una especie de diálogo entre Pittaco y Simónides, donde Pittaco diría: «Humanos, es difícil ser virtuoso», y donde Simónides respondería: «No es verdad lo que dices, Pittaco; llegar a ser un hombre virtuoso, perfecto en manos, pies y mente, hecho sin defecto, sin duda es verdaderamente difícil, pero no serlo» (…) En efecto, un poco más adelante, Simónides expresa unas ideas que, reducidas a prosa, vendrían a ser éstas: es verdaderamente difícil, sin ninguna duda, llegar a ser hombre virtuoso; no obstante, es posible llegar a ser tal cosa por algún tiempo. Pero persistir luego en este estado y ser, como tú quieres, Pittaco, un hombre virtuoso, es imposible y sobrehumano, es privilegio exclusivo de una divinidad (344e-345a).

Será precisamente esta brillante interpretación del poema de Simónides como réplica al dicho de Pittaco5, la que le permitirá ratificarse en su primer juicio, confirmando, pues, la «excelencia» de la composición y refutando la falsa opinión (el sofisma) de Protágoras (344d-e). Que Sócrates está, además, convencido de haber penetrado con acierto en las que debieron de ser las intenciones del poeta, se colige de la rotundidad con que él mismo se refiere a «la exactitud de esta interpretación» (344d). Sin embargo, por muy acertada que le pareciese y por muchos 5. Para una valoración muy diferente de la interpretación de Sócrates, puede verse: Bodin (1975: 104); y Galí (1999: 242).

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conocimientos que hubiera puesto en juego para llevarla a cabo, no debe inferirse de esto que Platón concibiese a Sócrates, a diferencia de lo que había sostenido para el caso del rapsoda Ion, en posesión del arte o la ciencia de la interpretación. Pero a la hora de caracterizar la naturaleza específica del trabajo interpretativo tal como Platón la concebía, no resulta demasiado útil seguir atendiendo al Protágoras, diálogo en el que no insertó ninguna reflexión teórica o epistemológica sobre la clase de «exactitud» a la que se refería al hablar de la interpretación. Es el momento, pues, de recurrir al Menón, donde sí se encuentra, en cambio, una reflexión de este tipo, gracias a la cual nos será posible distinguir entre lo que Platón llamaba ciencia o conocimiento y ese otro tipo de «saber» que sería, justamente, el propio de los intérpretes –aunque no solo de ellos–. Al igual que en el Protágoras, también en el Menón se niega la posibilidad de enseñar la virtud: «Me temo que la cosa no sea de las que pueden enseñarse», le dice Sócrates a Anitos (Menón, 94c). Se trata, pues, una vez más, de poner de manifiesto las dificultades inherentes a este tipo de enseñanza, muy diferente de la que se impartiría sobre otra clase de materias técnicas, tales como la música, la lucha o la equitación, todas ellas reductibles a un «arte» (94c). Tal como razona con acierto Sócrates, no sería posible enseñar, al menos no de la misma manera, aquello para lo que no pueden encontrarse leyes o fórmulas capaces de regular por completo la actuación. Puesto que una misma acción sería virtuosa o no, dependiendo del agente y del momento en que se realice, nadie podría transmitir una suerte de catálogo de las acciones virtuosas, garantizando así el ejercicio de la virtud a sus discípulos. De ahí la conclusión de Sócrates: «Así pues, si ni los sofistas ni las personas virtuosas pueden enseñar esto, ¿no es evidente que nadie podrá hacerlo?» (96b). Una vez establecido que la virtud no podría enseñarse en el sentido estricto de la palabra, la cuestión a que trata de responder el diálogo es la de la posibilidad misma de la virtud o, tal como la formula Menón, la de «si hay realmente personas virtuosas, o bien, suponiendo que las haya, cómo llegan a ser tales» (96d). La respuesta de Sócrates a la primera parte de la interrogante de Menón es afirmativa: sí, existirían las personas virtuosas. En cuanto al modo en que llegarían a serlo (nótese la coincidencia con la fórmula usada por Simónides), Sócrates defiende para la virtud lo mismo que para la poesía y la interpretación: no sería ni a través de la enseñanza, ni tampoco por naturaleza (pues en ese caso todos tendrían la misma posibilidad de llegar a ser virtuosos), sino que se debería a un privilegio, «a un favor divino» reservado a unos pocos (110b). Solo que, a diferencia de lo que ocurría en el Ion, donde este privilegio recibía una explicación mítica, la de la Musa y la cadena de inspirados (haciéndolo así muy difícil de aceptar para la mentalidad actual), en el Menón, en cambio, el favor divino a que Sócrates se refiere es explicado de una manera más epistemológica que mítica, como un tipo de conocimiento o saber (una «guía», dice Sócrates literalmente) distinto del técnico-científico, pero que produciría «resultados no inferiores a los que obtiene la ciencia», cuyo nombre sería el de opinión verdadera (97d-98e). Finalmente, y por lo mismo que produciría resultados tan exitosos como los de la ciencia misma, sus poseedores –los inspirados del Ion–, no serían en estricto sentido «sabios» (puesto que en realidad no tendrían un conocimiento científico de aquello de que hablan), pero sí algo equivalente a ellos, una especie de «adivinos» (110a) dotados del mismo valor que los propios sabios: «Desde el punto de vista de la acción, la opinión verdadera

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no es en nada menos buena ni menos útil que la ciencia, y el hombre que la posee vale lo que el sabio» (98b-c). Se entiende, pues, que Sócrates pudiera hablar en el Protágoras de la «exactitud» de su interpretación, a pesar de no concebirse como el poseedor de una ciencia o arte de la interpretación. El filósofo era consciente de que lo que él estaba exponiendo acerca del «verdadero pensamiento de Simónides» no era ciencia y, por tanto, no dejaba de ser una «opinión» (Protágoras, 341d y 348a), aun cuando, desde su punto de vista, y dadas las capacidades adivinatorias de que se sentía poseedor, se trataba de una opinión verdadera, tan válida y necesaria, pues, como las verdades de la ciencia. Algo parecido debía de pensar también acerca de las opiniones de Simónides sobre la virtud, pues resulta muy difícil creer que Platón hubiera seleccionado este poema, de haberlo creído depositario de una opinión equivocada sobre la virtud. Lo que el poeta había dicho sobre este complejo asunto en su oda tenía, pues, que parecerle una de esas «verdades» (opiniones verdaderas) a las que los inspirados o «adivinos» llegaban sin necesidad de ciencia y gracias a un privilegio divino, lo que en este caso sería, además, perfectamente lógico, por ser Simónides, precisamente, un poeta y, por tanto, el prototipo mismo del inspirado (110a-b). Tal como decía al comienzo de estas páginas, Platón no habría convertido a Sócrates en crítico literario solo para parodiar los métodos de los sofistas, ni, menos aún, para demostrar que la verdad solo podía estar contenida en la filosofía. Debió de hacerlo, más bien, para poner de manifiesto que la poesía era, a veces (solo a veces), depositaria de profundas «verdades» a las que merecía la pena tratar de acceder mediante la tarea hermenéutica, ella misma concebida como capaz igualmente de decir verdad sobre el texto, siempre, eso sí, que, además de poseer diversos conocimientos sobre historia, cultura, lengua, literatura, etc., el intérprete en cuestión hubiera sido misteriosamente favorecido con el don mágico de la adivinación. REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS BODIN, L., 1975, Lire le Protagoras. Introduction à la méthode dialectique de Protagoras, París: Les Belles Lettres. BUENO, G., 1980, «Análisis del Protágoras de Platón», en Platón, Protágoras, Oviedo: Pentalfa Ediciones, 1980, 15-84. GALÍ, N., 1999, Poesía silenciosa, pintura que habla, Barcelona: El Acantilado. PLATÓN, Protágoras o los sofistas, trad. y notas de F. P. de Samaranch, en Obras Completas, Madrid: Aguilar, 1990, 153-195. — Menón, o de la virtud, trad. y notas de F. P. de Samaranch, en Obras Completas, Madrid: Aguilar, 1990, 433-460. SAMARANCH, F. de P., 1969, «Preámbulo» a Protágoras o los sofistas, en Platón, Obras Completas, Madrid: Aguilar, 1990, 155-159. SOLANA DUESO, J., 1996, «Protágoras, el filósofo relativista», en Protágoras de Abdera. Dissoi Logoi. Textos relativistas, ed. de J. Solana Dueso, Madrid: Akal, 7-128. STRAUSS, L., 1941, «Persecución y arte de escribir», en Persecución y arte de escribir y otros ensayos de filosofía política, ed. de A. Lastra, Valencia: Novatores, 1996, pp. 57-92. WAHNÓN, S., 2000, «Literatura y pensamiento: de la inspiración platónica a la imaginación kantiana», La Balsa de la Medusa, 55-56, 77-105 (nueva versión ampliada y revisada en Teoría de la literatura y de la interpretación literaria, Vigo: Academia del Hispanismo, 2008, 21-66).

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El canon europeo en la teoría cultural de T. S. Eliot PABLO ZAMBRANO CARBALLO Universidad de Huelva

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L MAGISTERIO, TANTO POÉTICO COMO CRÍTICO, ejercido por T. S. Eliot durante buena parte del siglo XX aparece hoy en día un tanto difuminado en unos ambientes académicos demasiado proclives a veces a los juicios sumarísimos basados en análisis superficiales de todo lo que, de un modo u otro, no se ajuste a la corrección política imperante. No es éste el lugar para rebatir las acusaciones que, desde hace ya mucho, bien es verdad, han venido tachando la obra de Eliot de reaccionaria, antisemita, misógina o fascista. Basta, por ejemplo, una lectura atenta y objetiva de su crítica sociocultural, la menos conocida, para echarlas por tierra. Ciertamente, la defensa de la alta cultura, objetivo central del ideario de Eliot, que él basa en principios como la conciencia de la tradición, el papel de las elites intelectuales y la función medular del cristianismo en la formación de la unidad cultural europea, tiene un encaje cuanto menos complicado en las modernas sociedades europeas. El objetivo de estas páginas es, por un lado, exponer las líneas esenciales de la teoría del canon que Eliot desarrolla, de modo disperso, a lo largo de su carrera como influyente crítico literario, y subrayar de qué modo dicha teoría se engarza en su pensamiento cultural; y, por otro, evocar en nuestros días la figura de un intelectual cuyas ideas, con todas las matizaciones y correcciones que, por supuesto, quepa hacer, pueden aportar mucho a un debate de gran actualidad y muy complejo precisamente por los asuntos esenciales que en él se plantean: la crisis de la educación, en general, y de las humanidades, en particular; el papel de la literatura y de los estudios literarios; el descenso de los niveles culturales; y otras consideraciones de parecida índole.

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1. LA CULTURA SEGÚN ELIOT La noción de cultura es uno de los pilares fundamentales que sostienen el pensamiento de T. S. Eliot. Para él, la cultura, entendida de manera orgánica, define y condiciona la organización social, religiosa, educativa y política de una sociedad. En tal sentido, se trata de un modo de vida caracterizado por la interrelación de los diversos grupos sociales, por la existencia de diferentes niveles de conciencia cultural y, de manera muy especial, por la conexión con el pasado, una conexión que explica la importancia capital que Eliot atribuye al mantenimiento de elementos como la tradición, la religión y la familia. En clara oposición a las tendencias sociales que, ya desde los años 20, defendían el dirigismo, la planificación cultural y los valores de la cultura de masas, Eliot atribuyó siempre un papel determinante a las clases sociales y, en concreto, a las elites intelectuales como transmisoras de la herencia cultural, condición inexcusable del desarrollo social tal como él lo concebía y lo expuso en ensayos como The Idea of a Christian Society (1939) y el célebre Notes towards the Definition of Culture (1948). En el pensamiento eliotiano, el concepto de cultura se define desde su identificación casi absoluta con la religión, en concreto con el cristianismo, representado a su vez en el anglocatolicismo al que el propio Eliot se convirtió en 1927. La desintegración cultural de Europa que él percibía, y de la que trata con amplitud en gran parte de su crítica sociocultural, se manifestaba, a su modo de ver, en la pérdida de comunicación entre los diversos grupos sociales, en el declive de los niveles culturales, en el vertiginoso desarrollo de la «cultura» de masas (que nada tenía que ver con la cultura popular, que él nunca despreció) y, sobre todo, en la distancia que la modernidad había instaurado entre cultura y religión, cuya unión aseguraba, desde su perspectiva, la supervivencia cultural de Europa. La amenaza de la desintegración cultural del continente sólo podría conjurarse, antropológicamente, con una vuelta a ciertos valores de las sociedades primitivas, en las que la unión de cultura y religión era indisoluble. Así, la tradición cultural europea, uno de los ejes principales de su pensamiento, no se entiende fuera del marco de referencia proporcionado por el cristianismo. La importancia cultural del cristianismo para Europa tiene que ver, desde la perspectiva de Eliot, con la capacidad de ciertas religiones para la universalidad, es decir, para ofrecer a sociedades diversas un conjunto unitario de creencias y hábitos, sin coartar por ello el desarrollo de las idiosincrasias particulares. Para Eliot, no cabe duda de que la principal tradición cultural europea está vinculada a la Iglesia de Roma, hasta el punto de considerar, por ejemplo, que el cisma cristiano, con el consiguiente alejamiento de la Europa septentrional, sobre todo de Inglaterra, del dogma romano, supuso al mismo tiempo una irremediable desviación de la corriente cultural central. Las implicaciones de tal desviación son muy variadas, pero baste tan sólo señalar que, por ejemplo, la conversión de Eliot al anglocatolicismo fue en gran medida no sólo un asunto religioso sino todo un acto de afirmación cultural: la de un intelectual anglosajón que, con plena consciencia, se sitúa, vital y creativamente, en una tradición cultural, la latina, que, a sus ojos, es la columna vertebral de Europa. En la tradición cristiana, representada fundamentalmente por el catolicismo, veía Eliot el principal elemento de cohesión de la diversidad del continente y de freno a la extensión de los dos grandes males que,

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según él, amenazaban la supervivencia cultural de Europa: el liberalismo y el comunismo, dos amenazas que, claro está, hay que entender en el contexto particular de la época. En cualquier caso, la idea de Europa que Eliot defiende es eminentemente cultural, es decir, que la formación de la identidad común europea es fruto en gran medida de la asimilación que el cristianismo hizo de la herencia grecolatina, y es sobre todo en este sentido cultural, y no político, como se explica, por ejemplo, la cercanía de su pensamiento al de Charles Maurras, el fundador de la Action Française. Entre las consideraciones que Eliot plantea en su definición del concepto de cultura destaca con especial relieve la reflexión en torno a la naturaleza y al estado de la educación. Su diagnóstico es muy negativo y, hasta cierto punto, catastrófico, pues dibuja un panorama dominado por el utilitarismo, la influencia menguante de los clásicos, la rebaja de los estándares de calidad, la eliminación de la jerarquía entre materias y, en definitiva, la reducción de la educación a unos pocos objetivos materialistas y científicos, en detrimento de los valores asociados a la tradición humanista. Ante tal panorama esgrime Eliot su vertiente más dogmática y, desde luego, polémica: la vuelta a la ortodoxia y a la jerarquía de valores. En este punto, no cabe duda de que la idea eliotiana de la educación, como la de democracia, es incompatible con el igualitarismo cultural y que el Eliot elitista puede acabar para muchos convertido en antidemocrático. Bien es verdad, además, que el propio Eliot nunca acabó de separar con nitidez el elitismo cultural del social, por más que en la década de los 50 aceptase con mayor o menor convencimiento el principio de la igualdad de oportunidades educativas. No obstante, mantuvo siempre en gran medida la convicción de que la extensión ilimitada de la democracia educativa –una de cuyas consecuencias era la masificación de la universidad- no hacía sino rebajar los niveles de calidad y exigencia, con el perjuicio que ello causaba a la transmisión y a la preservación de la alta cultura. Son, sin duda, ideas que ya fueron polémicas en su momento y en absoluto compartidas por otros intelectuales que, como Ortega y Gasset, sí que muestran una afinidad considerable con el ideario de Eliot en otros aspectos de su reflexión cultural. En su descargo, hay que matizar que, más que en la extensión de la cultura, Eliot estaba interesado en la transmisión de la misma y, así, plantea sus propuestas educativas desde el convencimiento de que era socialmente más útil el mantenimiento de unos altos niveles de excelencia, aunque estuviesen limitados a ciertas elites intelectuales, que la rebaja generalizada de los mismos. La teoría eliotiana de las elites y su polémica defensa de las clases sociales hay que entenderlas en gran medida, y con las reservas oportunas, en tal sentido, es decir, destinadas a asegurar la conservación y la transmisión intergeneracional de la alta cultura, algo que para Eliot no haría sino redundar en beneficio de toda la sociedad1. 2. EL CANON EUROPEO Como Curtius, Ortega y Gasset, Hoffmannsthal, Valéry y otros intelectuales de la época, Eliot parte en sus análisis del principio fundamental de la unidad de la cultura europea, una unidad configurada a lo largo de los siglos en torno, princi1. La noción eliotiana de cultura y su conexión con el humanismo europeo las analizo con mayor amplitud en Aullón de Haro, P., (ed.), Teoría del humanismo, Madrid: Verbum, vol. III (en prensa).

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palmente, como acabo de señalar, al cristianismo y al sentido vivo de la tradición, es decir, a la conciencia crítica y creativa, por parte de los artistas y también del público, del nexo esencial que une el presente y el futuro con el pasado. En esa línea de continuidad cultural, el tiempo se suspende, y pasado, presente y futuro se funden en una contemporaneidad absoluta: «Time present and time past / Are both perhaps present in time future / And time future contained in time past», dicen los primeros versos de «Burnt Norton», el primero de los Cuatro cuartetos. Por ello, sus consideraciones acerca del canon de la literatura europea, diseminadas por toda su producción crítica, han de entenderse siempre como parte consustancial a sus ideas en torno a la importancia social de la cultura en los diversos aspectos que han quedado apuntados en el apartado anterior. La función primordial del canon, tal y como Eliot lo establece, va encaminada a afianzar dicha unidad cultural europea y, por tanto, a fortalecer el sentido de la tradición que la sustenta. 2.1. LA

FUNCIÓN DE LA CRÍTICA

Al hablar del canon europeo, de su formación y evolución, y de su carácter permanente y cambiante al mismo tiempo, no se puede pasar por alto que Eliot se sitúa conscientemente en una posición privilegiada: la del poeta y crítico consagrado y prestigioso, y por tanto muy influyente, que se sabe parte ya de ese canon que él mismo analiza. En tal sentido, son muy iluminadoras las reflexiones que, acerca de su labor crítica, realiza el propio Eliot en uno de sus ensayos más célebres, «To Criticize the Critic» (1961). En él establece una particular tipología de críticos literarios que abarca al crítico profesional, dedicado en exclusiva a la crítica periódica, como Sainte-Beuve; al crítico académico y teórico que, como I. A. Richards, disfruta de un puesto universitario; al crítico entusiasta que, como George Saintsbury, se erige en defensor y recuperador de los autores olvidados; y, por último, al crítico cuya actividad es consecuencia directa de su labor creativa, particularmente el que es conocido sobre todo por su poesía, pero cuya producción crítica goza de consideración independiente. No sin cierta dosis de falsa modestia, Eliot se sitúa en este último grupo, un canon crítico personal en el que incluye a Samuel Johnson, a Coleridge, a Dryden y a Racine (en sus prefacios) y, aunque con reservas, también a Matthew Arnold, entre otros. La reflexión de Eliot sobre el canon europeo parte, en definitiva, de una conciencia clara de pertenecer a una tradición, que él mismo contribuye a establecer, de críticos cuya condición, primordial y simultánea, de creadores literarios los convierte en agentes privilegiados para la «creación» del canon y para la «regulación» adecuada del gusto literario. En tal sentido, adjudica a la crítica un papel esencial en el mantenimiento de la tradición y del justo equilibrio entre lo antiguo y lo nuevo, una idea que está en la base de «Tradition and the Individual Talent» (1919), uno de sus ensayos más influyentes. Sin embargo, su diagnóstico de parte de la crítica de su tiempo es bastante desalentador, al menos si nos atenemos a las ideas que, en 1942, expone en «The Classics and the Man of Letters». Eliot percibe que, en buena medida, la crítica está haciendo dejación de sus funciones como parte esencial del engranaje de la tradición y, si esa función falla, se corre el riesgo de que la valoración de las obras literarias y la justa apreciación del equilibrio necesario entre lo antiguo y lo nuevo se resienta. Pese a que muchos no dudarían en encasillarlo como crítico conservador e incluso reaccionario, lo cierto es que Eliot

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aboga por un ejercicio centrado de la actividad crítica y se sitúa en un justo equilibrio entre los conservadores y los radicales: a los primeros los acusa de ver la anarquía en todo lo nuevo y, a los segundos, de considerar antidemocrático todo lo que no entienden. El análisis de Eliot trasciende lo meramente literario para enmarcarse en su concepto orgánico de cultura, pues sitúa la decadencia crítica en un contexto mucho más amplio de desintegración social, cultural y educativa, de falta de comunicación de los críticos, y de los propios artistas también, con un público educado en los mismos valores de apreciación cultivada de la literatura del pasado y dispuesto, al mismo tiempo, a aceptar de buen grado la aportación creativa del presente. Una de las consecuencias de la desintegración cultural que Eliot diagnostica es la formación de grupos aislados que, movidos por sus intereses exclusivos, sobrevaloran lo propio, menosprecian lo ajeno y, sin un criterio sólido asentado en el conocimiento profundo de la tradición, contribuyen a la ruptura de la misma. La recuperación y afirmación, por parte de la crítica y de los lectores, de determinada jerarquía de valores y, por tanto, del criterio básico de juicio en que tal jerarquía se asienta, se erige en factor determinante de lucha contra la desintegración cultural europea. Frente al caos y la inestabilidad, frente al subjetivismo y el predominio de los valores individuales, Eliot reivindica la importancia capital de ciertas instituciones como fuentes de estabilidad cultural. Así debe entenderse, por ejemplo, su defensa de la familia y de las elites intelectuales en el plano social; del cristianismo y de la iglesia en el religioso; y de la monarquía en el político. En lo literario, el canon se presenta, por tanto, como ese referente externo necesario, fuente institucional de estabilidad cultural y de mantenimiento de la unidad de fondo de la cultura europea. 2.2. LO

CLÁSICO

La estabilidad del canon europeo desde la Antigüedad grecolatina hasta el presente aparece determinada para Eliot por la asimilación histórica y la pervivencia del concepto de lo clásico, tal y como lo expone y desarrolla principalmente en el ensayo de 1944 «What is a Classic?». Según la teoría eliotiana, el carácter clásico de una literatura puede no encarnarse nunca en un autor concreto o en un periodo particular y definirse, en cambio, por la acumulación continuada, a lo largo del tiempo, de características que, en su conjunto, se acerquen en mayor o menor medida a la clasicidad. La noción de lo clásico se ofrece así, en realidad, como un criterio de valoración ideal y externo –es decir, con visos de objetividad, pues es producto no de un individuo sino de la tradición–, y representa una manifestación más de esa tendencia de Eliot a la búsqueda de referentes externos que contrarresten la inclinación al subjetivismo y a la igualdad de valores en la apreciación de las obras literarias. La característica básica que para Eliot define la naturaleza de lo clásico es la madurez que, en determinados aspectos, una lengua alcanza en el curso de la historia o, parafraseando al propio autor, el progreso ordenado aunque inconsciente de una lengua hacia la comprensión de sus potencialidades y hacia el establecimiento de un estilo común basado en una auténtica comunidad de gusto entre autores y lectores. La madurez de una lengua y de su literatura se alcanza idealmente cuando se produce la confluencia creativa perfecta entre un sentido crítico

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del pasado, la confianza en las posibilidades del presente y la ausencia de dudas conscientes sobre el futuro. Eliot considera así que el canon europeo descansa esencialmente en los dos únicos autores en los que el ideal clásico se ha encarnado con plenitud: Virgilio y Dante. Aunque en el mencionado ensayo de 1944 se muestra tajante al considerar al poeta latino como el único clásico europeo en sentido pleno, unos años después, en «What Dante Means to Me» (1950), la figura del italiano se erige en el otro pilar fundamental de la cultura europea. En Virgilio observa Eliot la concentración máxima y definitiva de las posibilidades de la lengua latina, la plenitud de la conciencia histórica romana y la aceptación de su destino en la formación de la conciencia europea. Virgilio adquiere así en el canon eliotiano la centralidad indiscutible del clásico absoluto, símbolo de Roma y, por ello, de Europa. Su valor, como encarnación del ideal clásico, es habernos legado el criterio de juicio necesario para juzgar las diversas literaturas europeas y situarlas en perspectiva con respecto a dicho ideal. Por otra parte, la centralidad otorgada a Dante no es en absoluto arbitraria y hay que analizarla en conexión con las ideas de Eliot acerca del papel determinante del cristianismo y de la herencia clásica en la configuración de la cultura del continente. La figura del poeta italiano se erige en símbolo de la unidad cultural europea y en referente capital de su tradición. La reflexión de Eliot parte de una idea básica: la universalidad que le confiere a la obra de Dante el uso de una lengua, el italiano de la época, tan próxima al latín medieval, que Eliot define como una verdadera lengua europea de pensamiento común. Es justamente esa proximidad al latín lo que dota al italiano dantesco de su carácter común europeo, por encima de otras lenguas modernas que tienden a fragmentar el pensamiento abstracto en virtud de las diferencias nacionales. El latín medieval que nutre el italiano de Dante era una lengua en que se expresaba y reflexionaba gente de orígenes muy variados y, en la medida en que estaba depurada por la reflexión filosófica, una lengua con un altísimo nivel intelectual. De hecho, Eliot ahuyenta cualquier atisbo de patrioterismo cultural al afirmar que el Inglés de Shakespeare no deja de ser, pese a su grandeza, una lengua más local, expresión sobre todo de la mentalidad inglesa, como otras lenguas nacionales lo son de sus respectivas culturas, aun cuando el caudal cultural de Europa no se explique sin ellas. En cambio, la cultura de Dante no representaba, en opinión de Eliot, a ningún país europeo particular, sino a Europa como realidad cultural supranacional. La universalidad de Dante viene dada no tanto por los temas que trata en su obra, tan universales como los de Shakespeare, como por el medio con el que se expresó, el italiano medieval. La «sencillez» comunicativa del lenguaje dantesco no es fruto sólo de dicha unidad de pensamiento en la cultura europea del momento sino también del método poético que utilizó y que ha hecho posible su entendimiento y disfrute a lo largo del tiempo: el método alegórico, es decir, la expresión mediante imágenes procedentes de una época en la que, como bien subraya Eliot sin ningún ánimo peyorativo, el hombre aún veía visiones. La alegoría suponía, en realidad, un hábito mental que Dante elevó a la genialidad y que, con el tiempo, ha demostrado poseer una fuerza comunicadora única, pues, independientemente de la evolución histórica del italiano o de que se lea a Dante en traducción, la alegoría es un método paneuropeo, pues descansa en unos códigos icónicos compartidos a lo largo de la tradición. La pérdida de esa herencia supondría un serio revés para la supervivencia misma de la cultura europea. Por eso, Dante aparece, a ojos de Eliot, como

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referente fundamental para la conciencia cultural del continente y pieza central, junto con Virgilio, del canon. Virgilio y Dante son los dos hitos centrales del canon europeo porque uno inicia y el otro completa el camino de la identidad europea en torno al cristianismo, punto central, como hemos visto, de la concepción eliotiana de la cultura. El peregrinaje de ambos en La Divina Comedia es para Eliot, en gran medida, toda una metáfora del devenir histórico de la conciencia cultural europea: al mismo tiempo que Virgilio guió a Dante a las puertas del Paraíso y a una visión beatífica que a él le estaba vedada, condujo a Europa hacia esa cultura cristiana que él no conoció, pero que, según la interpretación cristiana clásica, profetizó en la célebre égloga IV, y que con Dante alcanzó su expresión máxima. Además, en la proclamación de ambos poetas como referencias centrales de la cultura europea es posible percibir también una intención mucho más íntima y emocionante por parte de Eliot: la de un poeta anglosajón que, anclado con plena consciencia en el centro de esa cultura latina que él considera el alma de Europa, rinde un sincero homenaje personal y poético a dos de los autores sin los cuales su propia poesía no existiría. Al subrayar el magisterio de ambos y situarse bajo su protección poética, Eliot evoca también, quién sabe si con toda la intención, el pasaje del canto IV del Infierno (vv. 79-102) que narra el encuentro de Virgilio y Dante con Homero, Horacio, Ovidio y Lucano. Los cinco grandes poetas forman un grupo selecto que admite entre ellos a Dante, honrado desde ese momento de ser «sesto tra cotanto senno» y quedar así incorporado a un canon que, en su simbólica síntesis de cristianismo y herencia clásica, define a la perfección la tradición cultural europea que Eliot se empeñó siempre en conservar.

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0. EXORDIO Querido padre:

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é que tú eres el único que no se preguntará cómo David –a decir de algunos, un geógrafo atípico, ya imaginarás el porqué– puede presentar estas anotaciones dialogadas en virtualidad contigo, de difícil encasillamiento estilístico, dentro del libro de tu merecido Homenaje, incrustadas, además, entre el corpus de colaboraciones del área de Teoría de la Literatura y de la creatividad literaria. Todos creerán que es lo pertinente, al leer mis apellidos y advertir que se trata, efectivamente, del hijo varón de Ricardo Senabre Sempere, y descubrir por la rúbrica y procedencia profesional, que es más normal que lo haya hecho, al estar, además, vinculado a las dos Universidades salmantinas, la de Salamanca en mi formación primigenia y Doctorado, y la Universidad Pontificia, como profesor de Geografía, en la Facultad de Filosofía y Humanidades, desde el año 2001. Tampoco te sorprenderá, cuando continúes tu lectura, que no me haya sujetado demasiado a las indicaciones que en un momento me sugirieron sobre cómo dar contenido a estas líneas y dónde colocarlas en tu Homenaje, supongo que preocupados porque mi formación no se sustenta –por los títulos y el currículum oficial– ni en la Filología ni en la Literatura, ni en cualquier otra rama del saber afín a éstas. Como bien me conoces, ya sabes mi forma de pensar: los corsés de la norma siempre han impedido a muchos respirar de otra forma, con más libertad, y esa cuestión –la independencia de pensamiento y acción– es algo sagrado para mí. Buen maestro tuve desde niño. De modo que aquí me tienes en este proceso creativo y reflexivo tan honorífico para mí.

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Cuando alguien (con ese tic tan obsesivo, academicista y universitario de clasificar producciones científicas, creyendo que al estar en el orden convencional se es a los ojos de los demás) trata de diseccionar los ámbitos de estudio que has abarcado en estos casi cincuenta años sin interrupción dedicado a tantos espacios del saber universal y humanístico, se está perdiendo, a medida que desclasifica y reagrupa las publicaciones y temas abordados, la esencia de tu trabajo, que es diáfana: una reflexión continuada, minuciosa y universal, con infinidad de transversalidades, casi inabarcable para el resto, sobre la Cultura como creación compleja y completa del ser humano. Una continuada interrogación sobre las bases culturales de la creación humana en las facetas de la Filología y la Literatura, empleadas éstas como pretextos a través de las cuales bucear en todas las transferencias que han ido determinando lo que somos, tras miles de años de historia cultural. La capacidad analítica no sirve de nada si no se acepta a priori que para saber y comprender no basta una única dirección de aprendizaje y consulta. Debemos ser conscientes de que los caminos de la especialización son finitos y, por lo tanto, hay que saltárselos de forma atlética; que la curiosidad para quien la posee es siempre una interrogación continuada y sapientísima sobre el conocimiento durante toda la vida. Que conocer lleva siempre a seguir conociendo. Esas transferencias continuadas de discernimiento, fluyendo a una inusitada velocidad, conectando espacios de la cultura alejados en apariencia, transmitidas con afecto y con un apabullante sentido irónico de la vida y de las relaciones humanas, son algunos de los componentes esenciales de tu engranaje de conocimientos, que hemos podido ver desde niños en ti, Silvia y yo. Hemos crecido con naturalidad en ellos, y ellos han influido en nuestra forma de ser y percibir la vida. Sin duda, tu mayor legado. En esa trayectoria vital que ha sido y es profesión y devoción, donde siempre te ha acompañado, en una sinergia perfecta, nuestra querida madre, contrapunto imprescindible, activo y determinante; sabia y crítica superlativa, de una lozanía incombustible y un incontestable don natural para conocer a las personas, déjame que establezca contigo un diálogo inesperado, otro más de tantos, esta vez sobre la Cultura como concepto abstracto y lo urbano, a través de la ciudad, sin duda, la mejor construcción posible del hombre, allí donde se sintetiza con eficacia plural cuáles son las claves de lo que somos y fuimos; cuánto de personas y sociedad tenemos; hasta dónde confluyen, se entremezclan y confunden las grandezas y miserias de la sociedad; cuánto estamos dispuestos a ceder para vivir junto a los demás; qué sentido mismo le damos a ser lo que somos; cuánto de nosotros depositamos en ellas. ¿No es eso también una definición, aunque distinta, de Cultura? Recuerdo el día en que leíste la relación de lo que serían los epígrafes de mi futura Tesis Doctoral sobre cien años de urbanismo contemporáneo en Salamanca. Recuerdo que entonces me preguntaste, con una mirada escéptica y paternal, si había valorado dónde me metía, por lo ingente del trabajo de investigación y lo pretencioso de su dimensión. Y te dije que sí. Recuerdo casi ocho años después, transcurrido apenas medio año desde su defensa –embarcado como había estado en convertir la tesis en un producto admisible para ser publicado por la Junta de Castilla y León– y contemplando ya el libro definitivo, tus palabras premonitorias: «Hijo, el resultado de tu tesis, este libro, te traerá tantas cosas buenas para tu futuro como algún que otro infortunio, porque trabajos así no se hacen hoy por nadie,

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y muchos que se dicen profesores universitarios quedarán en evidencia. Deberás estar preparado para ello». Estoy seguro de que esos casi ocho años compartiendo como padre, en pequeñas dosis, el desvelo de tu hijo aquí presente y su tozudez por seguir adelante en la tesis, y otros tantos años después, hasta hoy, ampliaron más si cabe tus horizontes de curiosidad hacia otras formas de mirar y entender las ciudades, los territorios urbanos y las regiones funcionales geográficas, más allá de conocerlas en viajes y habitarlas como visitante ocasional. La observación analítica de los geógrafos debería servir para que aquellos que se acercan y observan sus métodos comprueben el juego de las escalas; el esfuerzo meticuloso por considerar tantos factores sociales dispersos; la indisoluble relación entre sociedades y territorios; el afán intacto por mejorar las sociedades y proponer soluciones, porque es una cuestión de principios en un investigador social trabajar para que mejore la vida de los demás. Por desgracia, la Universidad suele coquetear demasiado con la Academia, bien pertrechada como está en su cómoda οι´κοζ y se aplica poco y con rala generosidad en pro de la vida real. 1. DIGRESIÓN SINCOPADA SOBRE CULTURA Y CIUDAD Nadie como tu colega y sabio amigo Francis George Steiner ha glosado en la contemporaneidad mejor, y con una frase casi epitáfica, qué es en realidad una sociedad; cualquiera; la nuestra de ahora; la que desde el pasado ha construido lo que somos, en el fondo: «La inmensa mayoría de las biografías humanas son un grisáceo relato que se desarrolla entre espasmos domésticos y el olvido»1. Es muy oportuna su reflexión, porque enriquece aún más algunos de los argumentos que me apetece compartir contigo y que ahora te formulo: cuánto de anonimato cultural tiene la creación, crecimiento, existencia y supervivencia de un mundo articulado por ciudades. Porque Cultura no siempre tiene por qué relacionarse con una creación tangible, como algo singular que se identifica con un único individuo, aunque todos tendamos a asimilarlo como tal, en gran medida por la conversión en productos vendibles de estos momentos creativos. La mayoría de la historia humana es esencialmente una historia de territorios ocupados por aldeas, villas, pueblos y ciudades. Una historia que se forma y concita en espacios de urbanidad, que fue construida por biografías anónimas a las que pocos suelen recurrir porque casi nadie se acuerda de ellas. Pocos cuentan con ellas a la hora de establecer una relación entre causa y efecto, entre el fenómeno urbano, como soporte de la expresión Cultura, y el esfuerzo sordo y constante de los innombrables –los olvidados de la Cultura– para que pudiera ser así algún día. En el fondo, la Cultura en el ámbito urbano se ha construido y se mantiene con una formulación sesgada y elitista desde su origen. Es una reducción cómoda que se abstrae de la incómoda realidad. Podría ser, por lo tanto, una noción llena de falsedad, porque sólo considera como creativo y sujeto a la norma de 1. Steiner, George F. (1971, 87). En la primera edición de 1971, la frase exacta en inglés que puede leerse es: «The immense majority of human biographies are a gray transit between domestic spasm and oblivion». Él estaba ahondado unas líneas atrás, en esa misma página, a propósito de que una cultura está inevitablemente entretejida con la injusticia social: «It is not difficult to formulate an apologia for civilization based firmly and whithout cant on a model of history as privilege, as hierarchic order».

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qué es Cultura aquello que se juzga como adecuado de todo lo que la sociedad produce. Lejos quedan los primeros desvelos de visionarios que ahondaron en el significado de Cultura, tratando de revelar su sentido profundo, mucho más amplio que la reducida acepción actual. El padre de todos fue Edward B. Taylor, hace 137 años. Él es el responsable de la primera definición universal del término «Cultura» en su libro enciclopédico, ya inmortal. Decía así: «Culture or Civilization, taken in its wide ethnographic sense, is that complex whole which includes knowledge, belief, arts, morals, law, custom and any other capabilities and habits acquired by man as a member of society»2. Algunos de los discursos que sobre la ciudad han ido construyéndose en la historia (glosados por pensadores y filósofos de todos los tiempos3 o depositados, también, en una literatura universal de hermosa fábrica) se han ilustrado con la idea, fraternal y solidaria, de la creación y sostenimiento de la urbe como símbolo de solidaridad gracias al hombro con hombro de sus ciudadanos, a pesar de las diferencias. Un mundo feliz sobre una ciudad perfecta que se narraba ideal. Pero esas historias que así se relataban tenían mucho de invención, de tópicos acomodaticios que se han terminado por creer mucho más que las narraciones hiperrealistas de la pobreza urbana. La ciudad, como morfología residencial que concita en esencia formas de habitar, es contradictoria por sí misma. Siempre en constante crisis (στα´σιζ, stasis). Y la Cultura que ésta generó fue de dos direcciones: la singular, propuesta por los grupos mejor formados, donde el entretenimiento y la creatividad caminaban de la mano de su poder –los hacía sobresalientes como grupo y eran instrumentos para educar y convencer–, y la mayoritaria, formada por el acervo y usos diarios del resto de los pobladores (que casi nunca se manifestaban en consonancia con sus dirigentes). Yo diría, querido padre, que, afortunadamente para la historia ulterior, estaban en clara disparidad frente al statu quo. Pensaban de distinta forma, algo muy sano y necesario. Cuando la pasión del despertar industrial irrumpe en el siglo XVIII, lo hace sobre las ciudades y se produce con ello la ruptura de las inercias con que el territorio europeo había planteado las relaciones entre regiones y espacios urbanos. Son las necesidades populares de una ingente marea humana de trabajadores anónimos, allegados en hacinamiento, quienes seccionan por completo ese hilo conductor con el pasado. La técnica moderna de esas dos revoluciones industriales modela la ciudad (sobre todo la europea) porque la rompe, la hace explotar y la fragmenta. La necesidad genera nuevos hábitos. Lo industrial se suma como una morfología más. Las vidas de los trabajadores se organizan en horarios. Las costumbres esculpen con sus usos la estructura urbana. Comienza a fraguarse una forma cultural distinta asociada a la ciudad. Porque la Cultura, sobre todo si es urbana, tiene un rápido y característico componente: la adaptación a las modas que hoy se transmite al resto 2. Taylor, Edward B. (1871, p. 1): «Cultura o civilización, tomada en su amplio sentido etnográfico, es ese complejo de conocimientos, creencias, artes, moral, derecho, costumbres y cualesquiera otras aptitudes y hábitos que el hombre adquiere como miembro de la sociedad». Es recomendable también la consulta de Clifford Geertz (1973) en su clásico The Interpretation of Cultures. 3. Meagher, S. M., (comp.), 2008, Philosophy and the City.

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mientras está ocurriendo. El binomio espacio-tiempo adquiere nuevos significados. Desaparece tal y como se ha venido entendiendo en el uso habitual, y genera una forma de vida ahistórica. Las ciudades son filones que emiten Cultura y se sirven de una de las claves revolucionarias del naciente siglo XXI: apropiarse de las modas instantáneamente, proyectando los cambios en una red invisible de conexiones entre ciudades, donde se comparten por empatía. Hoy no es científico obcecarse con el análisis de una ciudad, de forma aislada, entendiéndola como una morfología cerrada con individuos que se soportan con estas o aquellas características, y poco más. La razón estriba en que nunca como ahora el mundo estuvo tan informado y conectado por medio de relaciones casi virtuales (la sociedad red de Manuel Castells4) que están permitiendo en exclusiva y al instante los sistemas telemáticos de economía, consumo, información y comunicación. No advertir esto ni profundizar en sus consecuencias constituye un suicidio intelectual. Ni tampoco es disculpa de ello el vértigo que produce pensarlo. Estas cuestiones ya han sido prodigiosamente anticipadas por al menos tres pensadores, de distinta formación, trayectoria e impacto entre la academia universitaria y el gran público, y de los que me has oído comentar en alguna ocasión. Tanto Javier Echeverría como el citado Manuel Castells o David Harvey se han ocupado de este fenómeno mundial incontestable, empleando vertientes distintas de análisis5. ¿No sientes, papá, aturdimiento al pensar en cómo se ha revolucionado la percepción del tiempo, el espacio y las actividades humanas, con un efecto universal? Nunca como ahora adquiere más sentido esa manida frase de «ciudadano del mundo» y, como comprobarás, lo más cierto de todo es que el mundo interconectado al que nos referimos es, esencialmente, urbano. El entorno simbólico en el que se mueve la sociedad actual es un entorno de red. Las imágenes son experiencia. Por eso es de extremada importancia percibir que el siglo XXI está siendo ya el siglo de la tercera revolución humana, que es también urbana, pero con estas peculiaridades que exponemos. En ella, las ciudades son las protagonistas de las vidas en el territorio-mundo en red. Hemos escogido habitar ciudades para sobrevivir y explotar los escenarios que ofrece una Cultura pensada para los ciudadanos, superando en 2007, por primera vez en la historia de la humanidad, el porcentaje de urbitas frente a ruritas. Es previsible que esta experiencia afecte también a las identidades. Estamos transformando el concepto de Cultura y su percepción por el público, al modificar las esferas de qué entendíamos hasta ahora como vivencia personal y proyectarnos sobre escenarios mayoritariamente urbanos pero con conexión mundial, donde las transferencias nos comunican al instante a todos6. 4. Manuel Castells (2006). 5. El filósofo Javier Echeverría ha abordado estos campos en distintas ocasiones (1994, 1995 y 1999), mientras que el sociólogo Manuel Castells lo ha hecho en su amplísima producción, desde 1979, pero especialmente en 2001, 2002, 2003, 2006 y 2007. En el caso de David Harvey, su obra de referencia es de 1990. Vid.: REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS. 6. En este sentido, Jesús Mosterín (1993, p. 151), anota: «¿A dónde conduce este proceso? Conduce a una mayor uniformidad cultural del planeta. Cuando la información viaja a velocidad e la luz, las distancias terrestres ya no son barreras para la circulación de la cultura (que es información). Este mismo proceso conduce también a un mayor pluralismo y variedad cultural local en cada zona geográfica del planeta. En cierto modo puede decirse que aumenta la entropía de la distribución cultural. Lo que antes estaba separado por zonas, ahora tiende a mezclarse y a yuxtaponerse en todas partes».

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Si nos detuviéramos a valorar en tiempo el conjunto de experiencias individuales asimiladas en los últimos veinte años comprobaríamos cómo éstas equivalen a sumar, en una sola persona, varias vidas completas de nuestros antecesores, de hace apenas cincuenta años7. La vorágine de información somete al habitante a un estrés novedoso, y esa acumulación dinámica de sucesos se ha creado en las ciudades y para los ciudadanos. Es una epidemia con una única vacuna: la adaptación en la red. En la tercera revolución humana y urbana de este siglo XXI, no es necesario efectuar viajes y estancias prolongadas a lugares distantes para que el conocimiento se transfiera gracias a la experiencia y al tiempo transcurrido, tal y como antaño pasara en la historia cultural de la humanidad. Ahora, experiencia y tiempo, no tienen por qué ir de la mano, ni siquiera robar excesiva vida el segundo a la primera8. Estamos construyendo un mundo a inusitada velocidad y lo hacemos germinar por medio de las ciudades –pocas y estructuradas con modelos occidentales de entender la vida–. Los procesos de información descomponen las actividades clasificándolas antes de lanzarlas a través de un sistema dendrítico urbano mundial que la proyecta en cascada, siguiendo una jerarquía de mayor a menor escala de ciudad, pero llega a todos. Las primigenias urbes son las consideradas ciudades globales tal y cómo lo entendió en su ensayo innovador Saskia Sassen, en 1991. Aunque se centró en el análisis de las ciudades de Nueva York, Londres y Tokio, como eje conductor de su teoría sobre las ciudades globales, y este hecho ha sido tachado de planteamiento reduccionista. Ella aludía a que las tres ciudades, con historias urbanas bien distintas, experimentan similares transformaciones en un periodo de tiempo coetáneo, y este fenómeno debía ser inscrito en un proceso global que se extendería a otras9. Algo estaba cambiando en un mundo que empezaba a despertar al fenómeno incontrovertible de la globalización cultural, surgida y proyectada desde ciudades mundiales.

7. Sobre la revolución formal de las nociones de tiempo, historia y sociedad, es obligado leer el apartado que dedica a esta cuestión David Harvey (1990, part III, The experiencie of space and time, pp. 201-308) y Manuel Castells (2006, p. 508 y ss.). 8. Tal y como anota Castells (op. cit., 2006, p. 452): «Por otra parte, el nuevo sistema de comunicación transforma radicalmente el espacio y el tiempo, las dimensiones fundamentales de la vida humana. Las localidades se desprenden de su significado cultural, histórico y geográfico, y se reintegran en redes funcionales o en collages de imágenes, provocando un espacio de flujos que sustituye al espacio de lugares. El tiempo se borra en el nuevo sistema de comunicación, cuando pasado, presente y futuro pueden reprogramarse para interactuar mutuamente en el mismo mensaje. El espacio de los flujos y el tiempo atemporal son los cimientos materiales de una nueva cultura, que trasciende e incluye la diversidad de los sistemas de representación transmitidos por la historia: la cultura de la virtualidad real, donde el hacer creer acaba creando el hacer». 9. Tal y como anota Saskia Sassen (ed. 2001, p. 4): «To understand the puzzle of parallel change in diverse cities requires not simply a point-by-point comparison of New York, London and Tokyo, but a situating of these cities with different histories and cultures have undergone parallel economic and social changes, we need to examine transformations in the world economy. Yet the term global city may be reductive and misleading if it suggests that cities are mere outcomes of a global economic machine. They are specific places whose spaces, internal dynamics, and social structure matter; indeed, we may be able to understand the global order only by analyzing why key structures of the world economy are necessary ‘situated’ in cities».

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Este siglo XXI es un extraño agregado de fenómenos sociales que impactan sobre el soporte urbano. A pesar de que ya hay suficientes científicos que han perfilado algunas claves para su compresión, lo más difícil es aceptar que todo ello implica un cambio general respecto de las bases que han significado para la humanidad lo que entendíamos hasta ahora como Cultura (la gestión del tiempo, el uso tradicional del espacio geográfico, el intercambio cultural lento, las formas de transmisión de los conocimientos e informaciones...). Se advierten significativas resistencias a ello. En esta transición tendremos que aceptar una mixtura cultural nueva cuyo mejor y casi único escenario serán los conglomerados urbanos (porque también es casi imposible seguir hablando de ciudad como una unidad territorial definida y limitada). Como alguna vez ha afirmado el provocador arquitecto Rem Koolhaas y su apología del caos, el futuro de lo urbano como manifestación cultural se prepara fuera de Europa (esencia de la cultura universal, a decir de algunos eurocentristas), en contextos de megaciudades, y se circunscribe a una sociedad del espectáculo. La condición cultural urbana de las nuevas ciudades adaptadas a estos cambios cuyos soportes son en su mayoría territorios de la red virtual se está definiendo cada día y no se parece a nada conocido por la experiencia anterior10. Es probable que debamos seguir revisando en otro contexto este soliloquio entre Ciudad y Cultura. Si te parece, continuaremos intercambiando pareceres, querido padre. Feliz reflexión, siempre. Gracias por tanto.

10. Sobre la condición urbana, la ciudad frente a la mundialización, la post-ciudad y, en general, la metamorfosis de lo urbano. es imprescindible la lectura de la obra de Olivier Mongin (2006).

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BIBLIOGRÁFICAS

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El mejor de todos FRAY JOSEPHO

Don Ricardo Senabre se jubila como catedrático, cosa sólo relativamente triste. Porque lo que para mí sería una catástrofe es que se jubilara como crítico literario, que es la que más conozco de sus actividades y la que más suscita mi admiración. Y es que no he sido su alumno, ni su discípulo, ni siquiera lo he tratado mucho personalmente. Sólo una vez asistí a una ponencia suya, en un simposio de profesores de español. Fue tan magistral y brillante su comentario de un poema de Juan Ramón Jiménez, que hasta desapareció la injusta tirria que le tenía yo por entonces al poeta de Moguer. Al final, me acerqué a saludarlo al estrado, tímida y fugazmente, y le entregué fotocopias de algunos de mis versos jocosos. Es normal en los poetas primerizos –incluso en los satíricos, qué se le va a hacer– andar dando la matraca con nuestros papelajos inéditos a cualquier personalidad del mundo de las letras que se nos ponga a tiro. Y me parece que el favor crítico con el que don Ricardo me ha distinguido desde entonces se debe a que esa noche, en la cena, quizá se pasó un pelín con el Rioja, y dio la casualidad de que no tenía en su habitación del hotel otra cosa para leer que las fotocopias que le había entregado un joven desconocido. Sin esa predisposición achispadilla de su ánimo, seguro que no le hubieran hecho puñetera gracia mis poemas y habría acabado encendiendo el televisor para tratar de dormirse con algún programa basuriento de Tele 5, tras tirarlos a la papelera. Si afirmo que don Ricardo Senabre es el mejor crítico literario que publica en la prensa española, puede sonar a lisonja propia de un poeta agradecido, y alguien podría dudar de mi sinceridad. «¡Qué vas a decir tú del único crítico que te ha echado flores!», me comentó un amigo cuando le conté que iba a participar en este libro de Homenaje. Tuve que precisarle que no es que sea el único crítico literario que

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me ha echado flores, sino que es el único que se ha ocupado de mi poesía. «Más a mi favor», remató mi amigo. En fin, me da igual. Pensaba lo mismo de Senabre antes de darle mis versos. Y habría seguido pensando lo mismo si él los hubiera tirado a la papelera, aunque tal vez la vanidad herida me habría llevado a fingir desdén, en ese caso. Por tanto, aquí está mi soneto. Con aliteraciones en las rimas, como le gustan a don Ricardo. Y con una admiración que, créanlo o no, nada tiene que ver con el agradecimiento que también le tengo. Hay críticos de ganga y de pesebre, de chúpate la breva y trinca el sobre, que en esta edad del cobro –o la del cobre– no duermen más que el sueño de la liebre. Hay críticos de tisis y de fiebre, de solapada pesquis y alma pobre, que intentan que en sus fárragos zozobre lo que el lector sagaz quizá celebre. Hay críticos que maman de la ubre, con el afán mezquino e insalubre de que cualquier rival se descalabre. Y hay críticos, también, de otro calibre. Hoy quiero levantar mi cubalibre por el mejor de todos: por Senabre.

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Brevedad es todo PUREZA CANELO

A Marcela y Ricardo Senabre

Leo la poesía de otros el asombro compartido, no hay deseo de ofrecer la mía si la sirven otros. La poesía que se mueve mejor que la voz a solas cuando la tuve salina o dulce, según la destreza para destrucción de estas manos detrás de su tiempo, mi lengua. Leo la poesía de otros, no importa de qué siglo ni la edad cuando se vació, si brevedad es todo, lo que hoy son huesos hechos barandilla de mirador tan alto de la rosa o existencia, tan cantadas. Abandonada al universo tomado por los otros, es el arco que hace la palabra en la noche gola de versos

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PUREZA CANELO

dentro de mi casa, la travesía de la creación, un sol también perecedero, poetas que en mí escriben, mandan, saben, sosteniendo yo la culpa. Así va pasando mi tiempo de escritura, el de la saciedad que la pasión ajena me regala y ciñe las apetencias pues soy cómplice en el saber respirar de estos valientes que apoyan su columna en mis hombros hacedores en la noche conmigo nunca desarmados. Si brevedad es rosa o existencia, la creación también, como un caballo hermano que un día desaparecerá de niebla por tobillos rápidos de luz, luz vencida de tanto crear vencido. La salvación, la perdición ajena ya son mías, y en lo sucesivo más. (De No escribir, 1999) Así unos versos nacidos en 1999, que buscaban internar a Marcela y Ricardo Senabre en un ámbito de creación que saben vaga por las hiedras de la casa grande donde escribo en pleno estío. Ahora, es agosto de 2008, en el mismo lugar del atardecer extremeño, con vencejos en permanente traslación entre los recuerdos más vivos, vuelvo a deshacer unos versos para creer que aquel poema no quedó difuso, el de un hacedor a tientas. Espero que el profesor acepte mi osadía. Leo la poesía de otros, cuando mi escasez encuentra la creación de quienes me la ofrecen en su vuelo. Voy a ella. Subo despacio para hacerme con los rincones de luz entre las hojas de la ascensión. Alguna pluma suspendida viene a mi rostro si el ave conquista el territorio del poeta que me lo regala. Es el instante de la copa vegetal al alcance del ser; compartida atalaya, cómplices que fundan la palabra: hacedor y lector. Nada podría darse en lo alto si faltara uno de ellos. Al unísono se establece voluntad de expiación, el punto de universo tomado en plenitud, gracias al mapa de otra mano que hizo posible la subida, la voz de mi suelo al nido, esa mano para tapar la boca a todo mi quehacer impuro. Otra vez será distinto, alguien tomará mis dedos mojados de expresión para rehacer una vida en la misma copa fecundada, porque pudo acercarse a mí. Es arriba donde se abraza la creación. Yo estaba lejos y alguien raptó mi escasa llama para lanzarla a un acompasar de mundos. Leo la poesía de otros sabiendo que compartida se ha hecho mía, es ya torre y una estela para avanzar. Ahora por ti, luego por mí.

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Abandonada al universo tomado, en el sendero no hay finitud. El vocablo se agiganta por su cuenta. El verso encabalga el polen, va de galope en alas, lo telúrico se expande como lugar que expía crecimiento, con dolor de hacerse, y la compasión entre la materia no sé si existe. Ese es el poema que importa y hasta me hizo hablar en No escribir. La riqueza del manantial se precipita y lame todo lo creado a su paso. El insecto mayor es la metáfora ahogada de belleza y a veces puede traicionarlo todo. Un nudo de agua es ocupado por el mismo nudo de moléculas imprecisas, todo resbalando entre sí. Anfibios y juncos dialogan sin conocer la causa. Tintinea la creación y la palabra se vuelve loca en la bandera de su luz, abrasadora cuando el poeta mira hacia el astro. Escritura es universo a tramos, a sorbos, a existencia y no, inexplicablemente. Es misterio. La poesía se hace circular, en juego de sí misma, de su alma, de su hondura. Caos infinito donde la maravilla es haber nacido para creer en ella y perseguirla hasta donde no hay final. Un poeta me la brindó y otro se la devuelve. Así va pasando mi tiempo de escritura, ahora mismo, entra y sale por la casa, a ráfagas. Este afán revierte en sospechas múltiples, adheridas a la naturaleza de la creación misma. Ella no se compadece nunca, hace de su capa el viento en toda búsqueda, pero ella destruye a cada instante la espada del hacedor que la persigue. ¿Metapoética o autocrítica será el no fin de lo que se plasma de vivir buscándolas? Se me han ofrecido de la mano del poeta pero ¿quién, es él o yo desde el comienzo de elevarme con lo suyo? Tiempo fiel al oleaje en la intemperie del mundo, dos seres cargados del equipaje de la inteligencia y de la otra razón inasible: la creación recogerá el salto al vacío en los lugares de nuestra perseverancia. Tiempo de escritura es como soplo a punto de su intento, como tiempo de deserción en los ojos de cualquier fruto que nos dice déjame, olvídame, no confundas tu sabia con la mía, los lugares sagrados no son más que esta estancia de nadie con luz y sombra enredándolo todo. Es la estancia mayor de un tiempo que se eleva por encima de toda criatura y alguna vez aparecerá un botón perdido, acaso la brizna de lo que pudo ser esencia, el paso de perdedores, alma y no, poesía, ella, la que manda y no muere. Perseguirla llevará a la expiación en todo instante. Si brevedad es rosa o existencia, la aventura está ahí y nos sirve para ¿qué? ¿quién? En los afanes de la creación poética, en su tiempo de experiencia acumulada, me he deslizado ya hacia el nadie. Un nadie dulce que se acopla a huida si la capacidad de asombro, testimonio en plenitud, se va acabando como aquella llama azulada que venía de la piedra de azufre. Difícil suerte la de haber llegado a la belleza fugaz, en hondo deshojarse una vez cumplido el deslumbramiento que culmina en abrirse a la luz que la hace embeleso mortal en puntos de la esfera: tiras del hilo de una respiración que existió, que todavía es, para adentrarse a paso de gigante en lo que al mismo tiempo ya no eres y desde ese lugar combinas la vida con la no existencia. En esa lid ando subida a toda clase de naturaleza, en ella concentro las muestras de ese nacer que deshaces, deshaces hasta sentir que has cumplido en origen y seducción. El sitio de la despedida ofrece todo lo que entregas. La salvación, la perdición ajena ya son mías, y en lo sucesivo más.

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PUREZA CANELO

Caído el velo de la confesión creadora y porque la humildad no suele darse en el poeta por la misma razón de lo inalcanzable a sabiendas, lo menor ha sido hablar de la poesía como quien se acerca a un vaso y se esfuma en la sospecha de alcanzarlo. Así emerge la colocación de las palabras perdedoras de existencia, nada menos. Sigo estando en el atardecer, en la insignificante parcela del planeta que ahora me corresponde. Los pájaros están viniendo, buscan su casa, el descanso a sus alas del pequeño cuerpo que en despedida de luz hace la oración a solas. ¿O se miran en el espejo de esta hiedra circular de agosto? Agosto 2008

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Limonada y pastillas DIEGO DONCEL

Todo esto es horrible, te dije. La ciudad que una y otra vez se me mostraba era como una página web dañada por un virus. La brisa estaba llena de gasoil y el sol, entre el salitre, parecía una bola de papel de aluminio que habían arrojado los turistas. Había bolsas de plástico, botellas de refresco que las olas arrastraban, irisaciones devastadas a la orilla del mar. Tú miraste alrededor y no viste nada de eso, sólo un lugar diseñado para hacerme feliz. Las mismas laderas de césped de todos los espacios públicos, los macizos de flores bien nutridos, la gama cromática y la temperatura reguladas para no favorecer ninguna disfunción emocional. Pusiste la mano sobre mi hombro, me retiraste el cabello de la cara. Me dijiste: no te sientas solo. Temblabas tú también al abrazarme. El ferry había partido de nuevo sin mí atravesando la basura, el mismo grupo de negros fumaba marihuana en la cubierta, las gaviotas chillaban llenas de ira como una panda de gamberros adolescentes. Yo había ido a buscarme y sólo había encontrado

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DIEGO DONCEL

los restos de mi vida perdidos por aquí y por allá. Me dolían los insomnios, las sensaciones vacías, la facilidad para el fracaso. Me dolía que el amor se hubiera mantenido demasiado lejano, demasiado impenetrable. La estela era de aceite. Las dunas, suaves hasta el horizonte, parecían una de esas actrices porno con la piel rasurada. En la playa los bañistas gritaban gol. Te acercaste a la ventana de mi cuarto, viste a los guardias de seguridad que controlaban la entrada y salida de vehículos. A los enfermos que iban por el sendero. Te dije que la química los mantenía en paz, que no pensaban, que intentaban sentir de otra manera, que no quería ser uno de ellos, que otra vez no me abandonaras. El timbre sonó en el pasillo como la sirena en el puerto. Desde entonces no puedo soportar el frío, sostener la escarcha, aguantar el cielo de plomo que cae en mi corazón. Desde entonces me caliento los dedos con los pétalos secos de la flor que dejaste. Soy lo que no hice e hice lo que nunca tuve que hacer. Los sueños no los conquista la gente como yo, la gente como yo se equivoca. Toma limonada y pastillas. Por eso mientras los planetas giran, estoy quieto, con todos mis yoes a raya. No hago nada, no respiro, lloro en silencio, piso con cuidado sobre nuestros recuerdos, los gorriones se posan en mi ventana y son ellos quienes me hablan de ti.

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Recordatorio RUFINO FÉLIX MORILLÓN

Escribo estas palabras ahora que ya la noche da reposo al fragor. Me pregunto si logrará mi voz contar fielmente el tiempo que he vivido en el día que se fue. He tenido conmigo horas que fueron nítidas y otras que oscurecieron la mirada; vi llegar los cuchillos que rasgaban el aire; acaricié la flor, y encontré en ella el color y el aroma que subliman la sangre; y unos brazos desnudos cobijaron mi cuerpo y lo acercaron, puro, al paraíso. (Hice esperanza y gozo de los momentos gratos, y sé que fui leal al tiempo que me lleva). Escribo mis palabras para unirlas a este recordatorio de la melancolía.

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Palabra de época EUGENIO FUENTES

Para cada movimiento literario hay al menos una palabra especial que lo evoca, que se asocia a él como un reloj a su tictac. Ambos se imbrican de tal modo que, al oírla, vienen prendidas al sonido las características de la época. Así, oyes «honor» y parece que reviven los corrales de comedias donde se representaba el vigoroso teatro español del Barroco. A tus oídos llega la palabra «simetría» y el mundo entero se equilibra bajo la medida y razón del Neoclasicismo. Lees «tormenta» o «crepúsculo» y columbras la figura estilizada y lúgubre de un poeta romántico subido a una áspera roca, con melenas y tuberculosis. Oyes «herencia» y crees que es la oscura voz notarial de Zola quien la susurra al abrir uno de sus libros. Si cierras los ojos y oyes «cisne» o «hurí», creerás que te rodea el exótico ambiente del Modernismo. Si escuchas «aeroplano», ya estás pensando en las vanguardias, pero si la palabra es «onírico» te recorrerá un escalofrío al notar cerca la furia de los surrealistas. Alguien que espera a tu lado en la parada del autobús llama «¡Vladimir!» a su compañero y te parece que toda tu vida es una interpretación absurda de un papel absurdo en un teatro absurdo que no se sabe quién dirige. Cada época genera un puñado de palabras como células madre que, usadas en el lugar y en el momento oportunos, hacen vibrar el campo semántico que late a su alrededor y despiertan vínculos y afinidades con diferentes momentos de la historia de la Literatura. No es caprichosa esta unión de la palabra y el siglo. El lenguaje siempre ha dado cuenta de las obsesiones e incertidumbres de la época, siempre ha sido un testaferro insobornable de sus vicios y virtudes, siempre ha terminado revelando aquello que seducía o aterrorizaba a los hombres que lo hablaban. Por debajo de los intereses del poder y al margen de la retórica hojarasca de las modas, alienta un puñado de palabras de época que no sucumben aunque sucumban quienes las

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EUGENIO FUENTES

escribieron. A la postre, cada siglo nos habla con voces, vocabulario, timbres y acentos diferentes. Cada siglo posee un carné lingüístico que lo identifica en las aduanas de la Historia. Cuando hayan pasado cien años y estemos muertos y olvidados los que ahora respiramos, ¿qué palabras hablarán de nosotros? ¿Qué términos evocarán esta centuria que acaba de empezar? ¿Tal vez «genoma», «sed», «hermosura», «fragmento», «pedernal»? ¿Será una de esas palabras cuya sola pronunciación ya hace daño –«bofetada», «orfanato»-, o de las que doran los labios con una sonrisa– «laberinto», «Dulcinea»? No es mejor escritor quien dispone de mayor artillería léxica y de más vocabulario, sino quien mejor sabe utilizarlo en su escritura. No habrá olvido para quien tenga la clarividencia de encontrarlas y, con ellas, cantar las razones que expliquen por qué somos así aquí y ahora.

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El profesor LUIS GARCÍA MONTERO

A Ricardo Senabre

¿Qué se puede explicar en este laberinto con maletas y llaves? Sólo las estaciones del peligro y la necesidad. Son ya las cuatro y diez. El profesor, que cada día aprende a vivir en voz alta, recita los poemas elegidos. Hay silencio en la clase y miradas que cruzan el silencio. Dudar es necesario. La sospecha nos brinda una buena lección, pero conviene que nadie imponga un frío, que cada cual elija sus dudas y sus llaves para que las maletas al abrirse no resulten vacías. Porque tampoco es justo pedirle al sol de mayo que no deje la piel de una certeza en la ventana.

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LUIS GARCÍA MONTERO

Nunca ha sido de ley olvidar lo que somos, aquello que debemos defender para que las palabras que decimos no huelan a cerrado. Quien vive necesita confianza. Con las llaves perdidas abrimos la memoria. El poema recorre un continente, toma una habitación, deshace su maleta. Siempre recién llegado, al dudar en los dogmas y afirmar en la nada, el profesor procura, más que decir verdades, no mentir, más que dar ilusiones, no romperlas. Dedicará sus años a buscar entre sombras una razón de claridad y a descubrir en ojos indecisos el equipaje abierto de un poema, su rara conmoción, cuando en la vida ocurren las cosas que suceden en la literatura. Los ojos de un alumno son viajeros urgentes. Sólo hacen preguntas como arenas movedizas, preguntas por la próxima estación en un viaje de largo recorrido.

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El gran público ALONSO GUERRERO

Claves. Son lo único que nos queda. Hemos hecho depender de ellas a la verdad, pero la verdad sólo puede extraerse con herramientas antiguas de un pozo muy profundo. Durante más de un año hemos buscado claves en el texto que nos ocupa, pero hoy comparezco ante ustedes porque creo que esa indagación partió de una falsa premisa: que existían, que un texto salido de la mano de Rodolfo Quincay no podía abordarse como cualquier otro y, por tanto, si parecía un secarral al menos debía de estar cruzado de esos interminables atajos que llamamos claves. Tal fue lo que manifestaron los privilegiados que le echaron el primer vistazo. Un texto cuyo sentido fue sepultado a tanta profundidad, un texto al que se añadió metro y medio de tierra de camposanto debía de ocultar una fuente para todos los que llegaban a calmar su sed. Si no hay una explicación para cualquier texto de qué sirve escribir, expresarse, esconder y organizar –pensé yo mismo al inicio de la investigación–. ¿Qué disculpa este propósito de contradicción que volvió loco a Rodolfo Quincay antes de que la muerte se lo llevara? Ahora estamos en condiciones de revelar que Quincay ha hecho algo para lo que nadie creyó que tuviera redaños: escribir un texto decepcionante. Al no encontrar explicaciones supusimos que tendríamos que encontrar claves. Recuperarlas o, al menos, presentirlas, fue durante un tiempo una empresa detectivesca en la cual los allegados de Quincay se fueron relevando, pero al final nos dejaron la tarea a los filólogos. Es lógico, si se piensa en un novelista malogrado que deja inconclusa la obra cumbre y, cinco años después de su muerte, en el traslado rutinario de los restos mortales, el último capítulo de esa novela es hallado dentro de su féretro. Cincuenta páginas insertas sin orden en un dispositivo de almacenamiento masivo de ocho gigas, junto a un sinfín de textos sin valor, de fotos, documentales, canciones, juegos y luciérnagas adormecidas en las acequias fragantes del atardecer

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de luz artificial en que fueron escritas. Nadie dio crédito al hallazgo. Se pensó que la ausencia de soporte con firma, de papeles manuscritos, pues siempre escribía a pluma, descartaba su autoría. Pero el hecho, como explicaré, es que el propio Quincay prefirió aparecer medio velado. Ni a Dumas se le hubiese ocurrido. ¿Qué posibilidades tiene una botella arrojada al océano? Los expertos en rescates de memoria han expresado su asombro de que el archivo se mantuviese durante cinco años dentro de un zapato a dos metros bajo tierra, así que hemos tenido suerte de recuperar esa botella, después de abandonar toda esperanza. Los arcones que fueron abiertos en un primer momento, las cajas de seguridad de los bancos –cuyo contenido, evidentemente, se sobrevaloró–, las casas de los amigos, los camerinos donde se refugió huyendo de su incapacidad para terminar lo que sabía su testamento se revelaron como exiguas tapaderas, pequeñas y coquetas puertas detrás de las cuales, igual que en las casas de muñecas, no había nada. Así empezó la cosa, con aquel grillo metálico que alguien, hace poco menos de seis años, antes de meter a Quincay en el ataúd, le ató con la cadenilla plastificada al dedo gordo del pie, como si fuera la etiqueta de un forense. Para algunos, entre los que me incluyo, la posibilidad de que este texto existiera fue casi una certeza, pero el silencio se impuso con la muerte de su esposa, siete meses después de la suya, así que la figura sobre la que recayó aquella complicidad, la que lo vistió por última vez, la que renunció al beneficio de que el texto saliera a la luz, fue la misma que le abrochó los zapatos demasiado grandes y guardó, durante el tiempo que le sobrevivió, una reserva inquebrantable. Pero ¿por qué? Se dijo que Quincay terminó la novela en extrañas circunstancias, pero esto se dice siempre de las novelas. Lo afirmaron el editor que iba a publicarla, por motivos harto previsibles, los críticos que iban a reseñarla y los alumnos de posgrado que –para cerrar sus tesis– acosaban a nuestro autor como perros muerdetalones. Todos iniciaron la pesquisa, pero el crisol donde esos metales fueron fundidos nunca se encontró. Quincay despojó a su espada de la empuñadura que permitiese a otros esgrimirla. Ahora todo se ha revelado, menos la causa que llevó al autor a proceder así. Después de acumular expectación durante casi los años que él declaró estar escribiéndola, su muerte detuvo a la novela en mitad de esa ladera nevada, y ni el autor ni la heredera de sus derechos quisieron que finalmente bajara, aunque fuera para defraudar, o castigar, igual que un Moisés con las tablas de la ley en la mano, a los lectores. La novela apareció en el cajón correspondiente, perfecta, como una estatua en espera del alma, pero exenta del último capítulo, y no hubo manos que concluyeran el texto. Su hijo declinó la invitación del editor, que ya tenía los derechos apalabrados en varios países. No se sintió depositario ni de las energías de su padre, ni del hálito con que éste había levantado su visión del mundo, pero parece que muchos lectores supieron, o supusieron, que esa renuncia estaba dirigida por un propósito más interesado. El libro no se vendió, hace seis años, sin el capítulo final, y ahora, con éste al fin en su lugar, la novela ha ganado un desenlace, pero –y esta es la novedad– ha perdido a su autor. Estoy expresando mi punto de partida, pese a que quizá el filológico no sea el camino más adecuado para llegar a donde pretendo que ustedes me acompañen. No voy a hablar de literatura. El planteamiento de que la crítica organice otra novela con esta historia, una novela histórica, por supuesto, o quizá un ejercicio de nostalgia que empiece en lo textual y acabe en lo arqueológico, es absolutamente erróneo, pero eso era imposible saberlo cuando empecé. Quincay lo preparó todo

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para que los críticos mudásemos de smoking su cadáver. No habría hecho falta este simposio, pero ya que estamos aquí, procedamos no como especialistas, sino como devotos de su obra. Mucha gente perdió dinero entonces, incluidos sus herederos, pero eso no impide que la realidad no pueda ser una digna contrincante de la ficción. Yo, humildemente, he forjado mi tesis y me dispongo a presentarla ante ustedes. El tiempo nos ha colocado en una situación muy ventajosa. Partamos, pues, de los elementos que no dejan lugar a dudas, pues ahora sabemos que el proceder de Quincay fue voluntario. Nadie le obligó a llevarse su texto a la tumba, ni fue una cosecha del azar. Me he preguntado muchas veces si debiéramos estudiar no el texto mismo, sino esa voluntad de hacerlo desaparecer. Esto sin duda excedería el estrecho margen con que contamos y, desde luego, nos despojaría del objeto de estudio. Los testimonios que tenemos de quienes en su momento declararon que Quincay estaba concluyendo la novela no aportan nada más. Los constituyentes del texto, toda la osamenta estructural y los sentidos que Quincay acoplaba como un demiurgo estaban dispuestos de una forma bastante inusual. ¿Había querido sembrar la posibilidad de que pensáramos que ese capítulo final, destinado a no ser hallado nunca, era apócrifo? Me consta que algunos de ustedes han suscrito tal parecer, pero yo tengo que descartarlo por varias razones. La primera: el último capítulo fue escrito para completar una novela que no iba a publicarse en vida. Quincay era consciente de que con él renunciaba a su posteridad. Después de leer la novela sabemos que la ordenó a conciencia, sin dejar nada al azar, con un estilo que iba cerrando puertas y orquestando un remate más parecido a un atardecer en el Pacífico que a un apagón en la morgue. No obstante, aquí nos sale al paso nuestra guinda del pastel. Quincay construyó una obra de arte para ponerla a servir como una criada. Él odiaba las novelas que el vulgo consumía, y he de reconocer que inicié mi acercamiento a la suya preguntándome, a la luz del último capítulo, si se había sentido tentado por ellas. Las había eludido desde que empezó a escribir, pero ¿ansiaba quizá ese camino tantas veces transitado entre cualquier otro autor y sus lectores? ¿Quizá finalmente se perdió en él? Quincay escribió su capítulo final por muchas razones. ¿Se traicionó? No, sólo probó la fruta del árbol prohibido. La probó en secreto. La probó como el doctor Jekyll su pócima. O, dicho con mayor precisión, todo el mundo le empujó hacia ella. Tengo testimonios que lo prueban. Recuerden que fui amigo de la familia y sus dos hijos me han autorizado, si no a divulgar, al menos a revelar algunas conversaciones privadas en determinados círculos. Somos afortunados. Conservamos intacta nuestra campana de cristal, pero me temo que no vamos a poder mirar a Quincay con el microscopio, sino con impertinentes. Ese último capítulo no ha pasado la criba que el propio Quincay impuso al resto de su obra. Incurría por primera vez en un argumento policíaco, desataba el rigor con que había escrito desde los veinte años y actualizaba caracteres tallados para la eternidad. Si les parecen apocalípticas estas afirmaciones, son tan apocalípticas como humanas. Tres meses antes de morir cruzó unas palabras gruesas con su hijo. Éste había dependido siempre de él, a través de su madre. Había contraído deudas para independizarse por todo lo alto. Pedía dinero a su madre, a veces a su hermana y, en más de una ocasión, conocedor de la indignación que le causaban, reprochaba a su padre que no utilizara argumentos vendibles, tramas oídas de otras novelas de éxito y repetidas con alguna variante. Pero no se puede pretender mucho de un escritor, aunque también sea padre

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de familia, que publica una novela construida sobre ambiciosas aspiraciones literarias cada cinco años. Los tres últimos de su vida, Quincay vivió como un personaje de Galdós, entre el sueño de convertirse en un escritor puro y la pesadilla de llegar al gran público. Alguien cuyo nombre no revelaré me contó que Quincay se vendió para probar la experiencia. Además, lo consideraba una especie de compensación a que tenía derecho su familia, según él, por los decenios que había pasado enclaustrado en su despacho. Este confidente no era muy cercano, lo que nos da una idea de hasta qué punto las preocupaciones de Quincay salieron a la luz en los últimos meses de actividad. Sus hijos apenas se relacionaban con él. «Sé que tengo un progenitor, pero se comporta como el amante de mi madre» –solía comentar la hija a quien hablaba de las extravagancias de escritor que la gente atribuía, casi siempre sin fundamento, a su padre. Herminia, su esposa, fue la única que lo apoyó desde el principio. Fue ella quien creó las condiciones necesarias para que existiera aquel despacho insonorizado donde él luchaba a brazo partido con las cosas trascendentales que le ocurrieron hace medio siglo. Ella lo ayudó a conseguir su sueño de submarinista insomne, de insobornable estela de fuego. Estoy convencido de que este fue el borde desde el que se precipitó. Su hijo le enfatizó insistentemente la existencia del gran público, como si el gran público hubiese estado aguardando durante años a que él se traicionase, pero él siempre respondía lo mismo: no quiero depender de nadie. Sin embargo, al final algo varió los contrapesos, algo le convenció de que reemplazase, en mitad de su soledad titánica, ese nadie por la disparatada deidad colectiva de los que esperaban los libros que aún no había escrito. Tenemos que pensar, por tanto, que subió a su Gólgota porque odiaba ser un intelectual de quinqué, un convaleciente de lámpara verde, un soñador postrado y exhausto… Ars longa, vita brevis. ¿Por qué no improvisar una mano que mudara los letreros de los caminos? Un último guiño, una inflexión inocente en la autocrítica, un error, si se lo quiere llamar así, un ósculo inesperado en la frente de los que lo seguían, antes de desaparecer. Tuvo, sin lugar a dudas, una postrera toma conciencia acerca de lo que le restaba por hacer. Quincay suplió su conciencia de lo grande con un olvido de lo pequeño, salió de una etapa de exceso para entrar en otra de saldo. El comerciante había matado al mago. En efecto, un día se levantó y se vio atravesado de puñales. La metáfora, cualquier metáfora, le empezó a parecer desenfocada, y présbites los hombres que la gozaban y la repetían en los cafés. Eligió su error y lo cometió. Ese error es el capítulo cuyo análisis nos ha reunido aquí. Cierto que ha llegado tarde a nuestras manos, pero ya no importa, así que adentrémonos en él con una sensibilidad que no precise bibliografía. Hablé al comienzo de claves. Todos pensamos que estaban en el propio texto, que el texto las arrojaría como gritos de socorro por encima de la tapia llena de bellas inscripciones a lo largo de la cual nos gusta pasear a los filólogos. Sin embargo, al abrir el pequeño dispositivo de almacenamiento me di cuenta de que las claves no estaban en el texto, sino en lo que lo rodeaba. Todos sus libros, todo lo escrito en su vida y todo lo leído hubiesen cabido en aquellos ocho gigas y, en efecto, el dispositivo contenía la totalidad de lo que le había deslumbrado, asombrado o hecho feliz, desde los primeros capítulos de algunas series televisivas de su infancia hasta fotos de las casas donde había morado, tomadas a lo largo de años, en una tétrica y rutinaria liturgia. Aquellos archivos que rodeaban al texto eran más irreales que las metáforas que hemos leído en él. Quincay estuvo poniendo a salvo sus

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recuerdos, antes de escribir el ordinal XIV al comienzo del último capítulo de su última novela. Además, inició un diario dos años antes de morir, pese a estar convencido de que los escritores no deben escribir diarios, ni memorias, sólo su obra. Creía que era en la obra literaria donde había que confesar lo inconfesable y esconder las cosas importantes. A su editor le dijo que la única posteridad que existe es la literaria, y que su espíritu o su fantasma, cuando volviera a por la urna de cenizas, no buscaría en la teoría filológica, ni en los periódicos, sino en los versículos que hubieran salido de su pluma. Empleó este vocablo: versículos, él, que nunca escribió nada que pudiera ser escandido o recitado, que detestaba perder el sentido entre los pasos de baile de la frase, que era puro antropocentrismo, eligió, para hablar de su escritura, una palabra que abría de tal modo la puerta a lo sagrado. También ese diario fue redactado con la reverencia suficiente para que pensáramos que él consideraba haber dejado bien atada su visión del mundo, incluso para que creyésemos –por alguna referencia implícita en la época en que escribía su último capítulo– que éste estaba justificado. Y aquí aparecen las revelaciones: Rodolfo Quincay decidió finalmente añadirlo a la novela y publicarla completa. Por primera vez, hacía algo extraliterario, dejaba que el mundo, sus circunstancias, sus imprecisiones y obstáculos incurrieran en lo que escribía. Sería difícil imaginar que cinco años antes Quincay hubiese escrito con un fin distinto al de sacar lo que armaba dentro, pero así fue en aquel momento, lo cual nos lleva a la última pregunta: ¿por qué no publicó la novela, terminada casi un año antes de su muerte? Es a esta altura del problema donde podemos comenzar a manejar claves. Según ese diario, hubo ciertas presiones utilitaristas: los editores, su hijo, quizá también esta institución le hablaron una y otra vez del gran público. El gran público, repetía, el gran público… ¿Por qué no? –supongo que se preguntó Quincay–, aunque si algo sabemos con seguridad es que detrás de esa búsqueda había algo más que dinero. ¿La necesidad de ser comprendido, la de dejar de ser el dios de gente que nunca iba a la iglesia, que sólo rezaba en silencio, como los desahuciados? Todos deberíamos darnos por aludidos. Los que le aconsejaron sabían muy bien qué es la literatura, pero sólo le pusieron al corriente de qué se puede hacer con ella. ¿Y qué le aconsejaron? Algo fácil de comprender: escribir bien a menudo es incompatible con la función poética, de modo que Quincay culminó su novela como lo hubiera hecho cualquier otro, cosa que quizá le produjo placer y hasta le hizo sentirse, por primera vez, un transgresor. Podía permitirse ese lujo. Era la única forma de escribir algo que se vendiera, que diese de comer a su familia. La única, en otras palabras, de legar algo a los que amaba, pero también de legarse a sí mismo. Si todo esto es cierto, ¿por qué se llevó a la tumba el medio de cumplir esa extraña ambición? ¿Cincuenta años escribiendo en la sombra, para ser leído por los que compran las eternas reediciones de Kafka? No, él entregó su recordatorio antes de morir, y nosotros lo hemos leído. Hubo una persona que lo entendió y asistió a su lucha interna, que se desveló porque no triunfaran los que le habían rodeado en sus últimos momentos, ni se impusiera esa corriente tenebrosa que sugiere que un escritor no dice nada del tiempo que ha vivido si no gana dinero con lo que escribe: su esposa. Le ató al dedo gordo del pie el capítulo en cuestión y dejó la novela inconclusa, sospecho que desoyendo completamente las órdenes de Quincay. La última frase del capítulo no es un guiño, ni una burla, sino el último fanal de un barco que se hunde. Ideó una intriga argumental que hubiese tenido infinitos caminos, infinitos horizontes, pero nos sorprendió escogiendo el que

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menos esperábamos. Puede que ahora vean ustedes con otra luz el significado de esa locución que cierra la novela, una frase a la que todo el mundo –sus hijos, su editor, su tiempo y nosotros mismos, sus admiradores de horario laboral lo arrojamos, una frase que por fin le reconcilia con el gran público que pidió, desde su soledad llena de decantaciones, para la totalidad de lo que había forjado. Pudo haber optado por otras más previsibles, por hemos de respetar lo último que salió de su pluma: El asesino era el mayordomo.

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Sol Púnico JESÚS HILARIO TUNDIDOR

Al Dr. Ricardo Senabre, por su docencia, por su sabiduría, por su honradez, con toda mi admiración, agradecimiento y amistad

La mujer que inicia el oscuro viaje, la plañidera invocando al héroe, (no hay héroe) la antorcha, los címbalos entre los dedos... Se festeja la puesta, la penetración en la duna del sol en el equinoccio de primavera, los retornos, la infelicidad del alcohólico ¿su siembra o su sequía acaso? Recuerdo ahora aquel hombre en el cementerio cristiano de Túnez, su paciente tristeza, y la botella de güisqui apagada, horizontal sobre la tierra ocre, en el equinoccio de marzo. Era un día sin humedad, terrible, seco, y el cielo quemándose casi perdido entre los montículos y las cruces pochas y las estelas resquebrajadas. Nunca había sentido tanto la injusticia, no sabía de quién, por quién, a qué razones...

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JESÚS HILARIO TUNDIDOR

Aquel hombre miraba como sin ojos, como caído desde la luz a una oscuridad interminable, la corteza de óxido y barro sobre la que yacía la botella apagada.

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Tres de cal JOSÉ MANUEL MARRERO HENRÍQUEZ Universidad de Las Palmas de Gran Canaria

PRECISIÓN Tan perfecto el número como fatídico el día que le preguntaron por él. «¿Cuál es su número de la suerte?». No contestó «el treinta y tres coma tres al infinito» porque era testigo de Jehová y no debía mentir. En honor a la verdad y de manera estricta, el infinito es inexpresable en una frase finita. Contestó «treinta y tres coma tres, tres, tres, tres...». Murió en el intento. EL RITMO DE LOS CANTOS Suben, bajan, ruedan, dan trompicones, se entierran, salen disparadas las piedras cuando el Atlántico en la playa se perturba. Es el mar de fondo que cada septiembre aflora y que en cada una de sus rompientes hace de las piedras de la orilla temibles proyectiles. El mar cabriolado y respingón, el mar caprichoso y respondón de fin de verano ha llegado y las piedritas de la arena de la Playa de Las Canteras se transforman en amenazantes perdigones con las mareas que llaman del Pino, en honor a la festividad de la Virgen. Aunque los bañistas que pasean por la orilla tratan de protegerse del ímpetu que el agua imprime a las piedrillas hasta el borde mismo donde mueren las olas, miles sucumben a la confluencia de las dos casualidades de cada septiembre: el caprichoso oleaje de la Virgen del Pino y una roquilla que a su empuje se convierte en obús. Miles son alcanzados y seriamente dañados quedan sus complejos engranajes óseos. Rodillas, tobillos, clavículas, fémures, tibias y peronés, todo por la Virgen del Pino, que al final del estío altera la mar y ni el fervor de sus feligreses más devotos es capaz de apaciguar sus olas todo cresta.

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JOSÉ MANUEL MARRERO HENRÍQUEZ

La Virgen cumple y ellos olvidan; como él, Bencomo Jesús, que olvida y debería estarle agradecido porque los síntomas de su analítica no fueron los de una de las graves dolencias a las que apuntaban, sino los de una enfermedad no muy complicada y en absoluto letal. Sí, la Virgen cumplió, y por eso tiene salud y disfruta del paisaje y pasea los tres kilómetros largos que van de un extremo a otro de la playa, de La Cícer a La Puntilla. Despreocupadamente Bencomo Jesús pasea, sin el devoto fervor de antaño, el de su infancia, el que terminó por extinguirse con el pabilo de las últimas velas que encendió para que la Virgen lo mantuviera sano, para que lo ayudara en la universidad, para que le salieran bien los exámenes, para que pudiera acabar la carrera sin mayores sobresaltos. La Virgen cumplió y él, como miles, ha dormido la noche ofrendada a su Santísimo Nombre, y no ha peregrinado hasta la Basílica de Teror ni se ha postrado de hinojos ante su trono. Olvida y sólo ha pensado en descansar para aprovechar la jornada que luce marinera desde el amanecer. Olvida que es a su gracia a la que le debe la vida y caminar y ver cómo el Atlántico danza y el sol se pone y la silueta de otra isla se revela en un horizonte de cielo azulado y naranja y rojo a la vez. Bencomo Jesús no entiende el lenguaje de las piedrillas ni el del oleaje embravecido, y no atiende a los signos con que cada septiembre la Virgen a los infieles advierte de mayor escarmiento. Ni siquiera cuando es él el que cae sobre la arena y una ola lo revuelca en la mole de su rompiente y lo escupe a la orilla pasa por su cabeza rogar perdón o encomendarse a su infinita benevolencia. Todos acabarán arrepintiéndose, como él, Bencomo Jesús, que recurre, no a Santa Rita, la de las causas perdidas, ni a San Antonio, patrono de lo imposible, ni a Santa Bárbara, que aquieta la tormenta, sino a Ella, a la Virgen del Pino, a Ella recurre cuando vuelve en sí y se reconoce indefenso en el servicio de urgencias del hospital. La significación de la marea se le viene entonces encima, y la de los cantos rodados y que la casualidad no lo es porque se repiten año tras año la marea del Pino y los proyectiles que el mar lanza a diestra y siniestra hasta alcanzar las canillas, tibias y peronés de los ingratos. Ella siempre le ha regalado su favor, que la licenciatura en cinco años y sin grandes contratiempos, que una gripe y no una neumonía, que no cumplió con su palabra en la noche de su Santísimo Nombre, que olvidó y durmió, que playa en vez de apenas ocho kilómetros en peregrinaje hasta la Basílica de Teror, una oración y unas monedas en el cepillo. A Ella se encomienda porque tiene miedo, porque el dolor se agita y encrespa y sube con la marea por sus piernas y alcanza el vientre y se instala plomizo en él, porque cuando baja la ola el dolor no desciende, que el vaivén del mar que sube y baja violento sobre la camilla de la seguridad social empuja siempre hacia arriba el dolor que le agarrota el brazo en el que presiente otro miedo y cómo el malestar se aloja en su centro. No es la canilla, ni el tobillo, ni el brazo; la oleada que sube y baja siempre sube el dolor en otra oleada que quiere, obstinada, romper en su pecho. No, no es la canilla, ni el tobillo, ni el brazo, aunque una voz recomiende «que lo observe un traumatólogo, que hay fractura múltiple de tibia, clavícula y peroné». GEOMETRÍA Acaymo José descubrió arte en el piso cuando se lanzó al sofá y dejó caer sobre el suelo las cartas que había recogido del buzón. Las cartas azarosamente agrupadas

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en un montoncito y rodeadas también azarosamente de cosas dispares —un calcetín, un cenicero con tres colillas y un chicle, un lápiz— compusieron una bella estampa. «Cartas sobre el caos», objetos varios sobre suelo de caoba, 150 x 90 cm, así tituló Acaymo José su visión furtiva. Podría no haber visto nada, un simple desorden sin interés, pero lo cierto es que descubrió en aquellas cartas desparramadas por el suelo una plasticidad que amalgamaba el frescor de una cantonera en verano, la tenue luz de una iglesia aromada de incienso, la meditación reposada sobre un paisaje en decadencia, el bullicio de una noche urbana. Podría también no haber considerado el potencial económico de una exposición ad hoc bien montada y divulgada, pero no fue así. La traslación al museo de la belleza hallada en el desorden de una casa es, en sentido estricto, de imposible reproducción porque el encanto fugazmente entrevisto fenece si se lo inmoviliza en un marco. En nada podría fijar Acaymo José la belleza de su efímera visión «Cartas sobre el caos», objetos varios sobre suelo de caoba. En nada salvo el dinero resultante de una exposición bien montada y ad hoc divulgada. A una media de cinco mil euros por pieza, treinta piezas, veinte vendidas, obtendría, descontados la donación al museo e impuestos, ochenta mil euros. Con una tiza enmarcó el rectángulo del suelo donde vio arte y luego lo fotografió. Dejó la cámara y se dispuso a completar una serie que llamaría «Arte Espontáneo». Fotografiaría sus visiones furtivas y luego las reproduciría con exactitud en marcos estables de 150 x 90 cm colgados a la altura de los ojos de los visitantes del Museo de Arte Contemporáneo («el MAC» para los críticos oficiales, «La Hamburguesa» para excluidos y ermitaños). Destrozó el salón, pateó los cojines, lanzó el televisor contra los jarrones, vació las estanterías. Preso de furor mercantil arrasó el dormitorio, el estudio y la biblioteca, en el baño la sangre que brotó de un corte con el espejo añadió pasión a la destrucción. Enmarcó con tiza las composiciones más felices y las fotografió. Sabía que su Arte Espontáneo no era tal, pues si bien la ocurrencia primera «Cartas sobre el caos» fue genuinamente casual, el resto de la serie respondía más a sus urgentes necesidades económicas que a irrefrenables imperativos estéticos. Si no plenamente espontáneo, al menos sería concienzudo. Ejecutó escrupulosamente su fraude y con exquisita minuciosidad acalló su conciencia. Levantó el suelo de su casa y fijó con pegamento los objetos que sobre él habían caído, luego les aplicó lacas, barnices y otros aditivos, y los enmarcó en superficies de 150 x 90 cm. Finalmente modificó el título general de su exposición y bajo el rótulo de «Caos a la carta» colgó su obra en el Museo de Arte Contemporáneo, el «MAC» para los críticos oficiales, «La Hamburguesa» para excluidos y ermitaños. Con el título general de su exposición, «Caos a la carta», hacía homenaje a la primera ocurrencia que dio origen a la exposición toda, «Cartas sobre el caos», objetos varios sobre suelo de caoba. Ésa sería la obra emblemática de la serie, la más cara, y el señuelo ideal para que los críticos tuvieran servida la carnaza de las co, inter e intra textualidades. Tuvo éxito, lo entrevistaron en las cadenas de mayor audiencia y ocupó las portadas de las mejores revistas de arte. Sólo algunos manifestaron con timidez que para visitar la casa destrozada del artista Acaymo José no valía la pena ir al Museo. Él mismo, que es el dueño de su propia casa, sólo podrá visitarla en el museo, de lunes a sábado de diez de la mañana a ocho de la tarde, domingos cerrado.

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El meteorito JOSÉ MARÍA MERINO

Para Ricardo Senabre, en su homenaje

Lauro se sobresaltó al advertir el resplandeciente recorrido de aquella estrella fugaz en el cielo nocturno. –¿No la habéis visto? Marina y Fran le miraron, perplejos. –¿Ver qué? –preguntó Fran. –Una estrella fugaz, enorme. Aunque estaban a finales de agosto, los días seguían siendo muy plácidos. Agosto, frío en rostro, se decía en otros tiempos, y ciertamente había en el ambiente un frescor que hacía gustosos esos momentos de la noche, a sus espaldas los crujidos tenues del monte, ante ellos la invisible serenidad del valle marcada por el crepitar de los insectos, o algún ladrido lejano. La placidez enlazaba aquellas noches con muchas otras semejantes de tantos veranos del pasado, desde los tiempos de la lejana adolescencia, los tres sentados en la terraza del viejo chalet. Un matrimonio veterano y un solterón empedernido: el pequeño grupo fraguado en una ligazón antigua, al parecer inquebrantable, estaba reunido otro verano más. «Acaso el último verano», solía pensar Lauro con incómoda resignación.

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Fran y él eran primos, tenían la misma edad y habían estudiado juntos la carrera. En los tiempos de la facultad habían conocido a Marina, y Lauro y ella habían comenzado un noviazgo cimentado en besos ocasionales y caricias furtivas que haría reír a los jóvenes de ahora, a los hijos veinteañeros, que a veces se traían a sus amigas a dormir a la propia habitación, en la casa familiar. –No la he visto –dijo Fran. –Tampoco yo –confirmó Marina. –Un resplandor muy intenso. Como si fuese un meteorito importante. Al pronunciar aquella palabra, meteorito, Lauro encontró la clave de su sobresalto. El tercero de los años de su noviazgo con Marina, último de la carrera, ya muy consolidada la relación, la había invitado a pasar una temporada en aquel chalet del valle montañés, la casa de los abuelos, donde habían transcurrido los veranos de la infancia en compañía del inseparable Fran y de otros primos, ahora ya ausentes o desaparecidos. También aquel verano estuvo con ellos Fran, y también por las noches se sentaban en la misma terraza, alzada sobre el porche de la entrada, y tomaban el fresco mientras charlaban con la mirada perdida en las escasas luces dispersas confusamente a los pies de la casa, en la oscuridad del valle. Pero la tierna juventud se había extinguido ya hacía mucho tiempo. Lauro había asumido con mucha pesadumbre la dolencia que hacía del verano presente un espacio fronterizo, pues en septiembre lo esperaban tratamientos muy severos, a partir de pruebas fastidiosas y de un diagnóstico que no había suscitado declaraciones optimistas en los facultativos, de modo que aquellos momentos de los tres sentados en la terraza ante la dulzura del verano no reproducían los regocijos de los tiempos juveniles y de los años del crecimiento y de la madurez, sino que ofrecían ese pasmo consternado de ciertas despedidas. –¿No recordáis aquel meteorito? –preguntó Lauro entonces, y quiso encontrar en las miradas de los dos alguna señal del mismo sentimiento que había motivado su sobresalto. Empezaron a recordar, primero Marina, luego Fran. Estaban sentados en el mismo sitio. Entonces había unas butacas de mimbre muy desvencijadas, acababan de echar una partida de parchís, sonarían los Beatles en el tocadiscos de Fran, o los Rolling, fue Marina quien primero lo vio, la súbita irrupción de aquella estela rojiza, cada vez más firme, más intensa, una masa fulgurante que descendía veloz sobre ellos, como un gran elemento pirotécnico. –Una cabeza enorme, una cola de fuego muy larga. El impacto había causado un fogonazo repentino y gigantesco. –Y el enorme chasquido cuando chocó contra el suelo, el trallazo retumbante. Habían intentado adivinar dónde podría haber caído aquella cosa, tenía que ser un meteorito, pero la negrura anulaba las distancias y hacía imposibles las

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perspectivas. Hacia la parte del monte, creía Fran; en las afueras del pueblo, calculaba Marina. El fenómeno había sido advertido en toda la comarca, y durante los días siguientes muchas personas anduvieron merodeando por el monte y por el valle buscando la huella de la violenta colisión, pero nadie era capaz de dar con ella. Por fin, alguno de los infatigables buscadores encontró un pedrusco brillante y arrugado no más grande que un puño, en el fondo de un hoyo, un pequeño cráter, en la huerta asilvestrada de un molino abandonado. El muro que rodeaba la construcción había ocultado el punto donde yacía, entre matorrales calcinados, aquella piedra negruzca, con un peso excesivo para su volumen, que pudo contemplarse y manosearse en la fonda del pueblo antes de que se la llevasen a Madrid. –No sé si os acordáis, apareció en el molino de La Hibiera –dijo Lauro– justo en el centro de la antigua huerta, como si alguien hubiese hecho puntería para acertar en aquel sitio, precisamente. Miró a Fran y a Marina con una sonrisa que parecía un gesto de cansancio, pero la enfermedad estaba cambiándole sutilmente las facciones, o acaso la tristeza daba a su expresión aquel aire de acabamiento. –Entonces no os lo dije, porque quería apuntarme el tanto, ser yo el descubridor. Pues aquella noche, cuando vimos descender el meteorito con su cola de fuego, imaginé que había caído allí, precisamente donde el molino de La Hibiera. En Fran y en Marina parecía haberse despertado un interés súbito por lo que estaba contando Lauro, cuya leve sonrisa se ofrecía cada vez más como una mueca amarga. –No sé si os acordaréis, pero aquel verano yo andaba arrastrando el dichoso Civil, de modo que madrugaba para estudiar un par de horas por las mañanas, y por las tardes, cuando vosotros bajabais al río, me quedaba encerrado estudiando otro par de horas, antes de acercarme a la poza, para darme un chapuzón en vuestra compañía. –Cómo no me voy a acordar –repuso Fran en tono de broma–. De vez en cuando, sentados aquí mismo, nos hablabas de la organización económica de la sociedad conyugal, del régimen de gananciales, de los derechos sucesorios del cónyuge viudo, del ius transmisionis, como si nosotros no hubiésemos tenido que estudiarlo. –Pues hoy os voy a contar algo que no sabéis y que esa dichosa estrella fugaz me ha hecho recordar, o mejor revivir, porque lo de olvidar, esas cosas no se pueden olvidar. Dijo aquello y se quedó callado, como distraído. –¿Nos lo vas a contar o no? –preguntó Marina, tras unos instantes de expectación. –Claro que os lo voy a contar, en realidad llevo años queriendo contároslo, y a la vez decidido a callármelo para siempre, pero ya que estoy de despedida, y tras

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la señal del meteorito de hoy, no quiero llevármelo conmigo. Al fin y al cabo, hemos compartido muchas cosas, creo. Ni Fran ni Marina hablaron tampoco esta vez. –Digo que cuando vimos el rastro de fuego del meteorito y luego aquel enorme fogonazo, tuve la intuición de que había caído en el molino, acordaros de que a veces íbamos hasta allí para intentar pescar alguna de las truchas que había en la presa, aunque nunca lo conseguimos. Imaginé «ha caído en el molino» pero no os dije nada, quería reservarme yo la gloria del hallazgo, y cuando al día siguiente por la mañana, encerrado en mi cuarto frente al tocho de Civil, veía desde la ventana a la gente vagando por el monte, pensé que tenía que acercarme al molino para confirmar mi corazonada. Y lo hice aquella misma tarde. Vosotros os habíais ido a eso de las cuatro, en las bicis, y yo salí también en mi bici apenas media hora después, porque no podía aguantar la curiosidad. Tomé la senda que lleva hasta el molino. Pensaba echar un vistazo en el interior de la edificación y luego en la vieja huerta, y buscar por los alrededores, si dentro no encontraba nada. Cuando me acercaba al molino, vi brillar algo metálico junto al muro: eran unas bicicletas. Lauro dejó de hablar, pero esta vez no estaba distraído en sus evocaciones, sino que utilizaba aquella pausa como un acicate del interés de sus oyentes, a quienes observaba con fijeza, como si estuviese reconociendo sus facciones. Dejé mi bici y me acerqué. Aquellas bicicletas apoyadas allí me parecieron las vuestras. Había una de chica, roja, como la de Marina, y otra amarilla con manillar de carrera, como la tuya. Me pregunté qué podíais estar haciendo en aquella parte del río, tan lejos del soto y de la poza. Entré en el edificio y lo sombrío del lugar me desorientó un poco al principio, pero enseguida pude descubrir la mole de la gran muela, entre restos de la techumbre desmoronada. Resonaba el agua corriendo bajo mis pies y había en todo una quietud tan grande que pude advertir enseguida cierto movimiento en una zona lateral, en el rincón lleno de restos de viejos sacos. Las ruinas del techo, que me ocultaban, me permitieron atisbar dos cuerpos tumbados sobre los sacos. Claro que todavía estaba deslumbrado por la claridad exterior, pero aquellos cuerpos parecían los vuestros, el chico con el pantalón vaquero y aquella camiseta blanca que tú llevabas, aunque como estaba de espaldas yo no podía ver la cara del Che, y la chica con una falda azul y una blusa rosa, igual que unas ropas que tú tenías, Marina. En el rostro de Lauro se había desvanecido cualquier rastro de sonrisa y presentaba una mueca que podía recordar el gesto compungido de algunas máscaras arcaicas. Las miradas de Fran y de Marina estaban prendidas de aquellos ojos fijos y tristes. La chica tenía la blusa desabrochada y el sujetador suelto y el chico le besaba las tetas como si quisiese comérselas. Yo no podía ver el rostro del chico, la chica tenía la cara vuelta hacia el otro lado, y la melena le tapaba también las facciones. Me quedé tan desconcertado que no quise seguir mirando aquel abrazo, di la vuelta, salí del molino, monté en mi bici y ascendí por la senda monte arriba, busqué

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un lugar para sentarme un rato largo, no os podéis imaginar lo desolado y confundido que me sentía, al fin decidí ir a la poza para encontrarme con vosotros, estabais en el lugar de siempre, cada uno leyendo un libro, vuestras bicicletas apoyadas cada una en un chopo, me recibisteis como todos los días, con saludos alegres, cómo has tardado tanto hoy, invitaciones a que me bañase, que el agua estaba muy buena, que estaría harto de tanto empollar. Ya no les miraba, pero ellos seguían pendientes de sus palabras y de su rostro. Aquella noche no pude dormir, pero al fin decidí creer que no era a vosotros a quienes había visto en el molino, había más veraneantes en el pueblo, chicos y chicas de nuestra edad, que recorrían con sus bicicletas los caminos y las sendas, bicis parecidas a las nuestras, cuánta gente vestía vaqueros, y camisetas blancas, y faldas o blusas con el color y el aspecto de aquellas tuyas. Tomé la resolución de pensar de ese modo, y que tú siguieses siendo mi novia, y tú mi mejor amigo. Que aquella visión borrosa del molino no me hiciese romper con una forma de aceptar la vida que me hacía dichoso. Que el tiempo siguiese su curso como si aquellos cuerpos que se abrazaban sobre los sacos del viejo molino no hubiesen sido vuestros cuerpos. Continuaba sin mirarlos, pero ellos no dejaban de mantener sus ojos fijos en él. –Porque no lo eran ¿verdad? –preguntó, en voz muy baja. Ni Fran ni Marina respondieron, los torsos un poco inclinados hacia delante, como si se asomasen a un precipicio que de repente hubiera surgido sustituyendo a la mesita de cristal. –No, no lo eran, no erais vosotros. Y a lo largo de la vida tú has sido mi mejor amigo, y tú una esposa cariñosa y fiel, y los tres hemos estado unidos por un afecto limpio y seguro ¿no es cierto? Lauro se levantó con dificultad. –Voy a tomar mis pastillas y a acostarme. Me tenéis que perdonar, quizás hubiera sido preferible que no os hubiese contado nada. Salió de la terraza arrastrando los pies, mientras Fran y Marina se contemplaban en silencio. 18 de mayo de 2008

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El lacero MOISÉS PASCUAL POZAS

A don Ricardo Senabre, sabio y maestro de sensibilidad honda y corazón noble

Ayer murió Juan Carmona, el hombre que una tarde vino a las Acacias en busca de perros vagabundos. En abril hará tres años que estuve con Rilo en el barrio y no pude decir por aquí pasaba el agua de los peces ahogados, o en esa esquina se encontraba la taberna de Matagatos, o la casa en ruina de la carbonera. Todo se lo llevaron los muertos, como los inviernos el árbol de la horquilla grande en el que Luis Vallejo desollaba los gatos. Hasta los olores a trapo quemado y a suero y boñiga se habían extraviado, y ya no soplaba aquel viento que volteaba más allá de la loma el hedor a res agusanada que subía de los barrancos. Me he enterado de la muerte de Juan Carmona por esa costumbre que tengo de leer todos los papeles, a pesar de que abandoné la escuela a los catorce años. Mi padre fue peón ferroviario, y yo heredé su ocupación, aunque no sus penurias pues no engendré bocas que alimentar. A veces pienso que me quedé soltero porque el descanso solo me alcanzaba para ir a la cantina de Matagatos. Tampoco me animaba el ver cómo se le iban agriando las palabras a mi padre, que de tanto maldecirlas se las contagió a mi madre. Quizá no me casé por eso y porque …, bueno, porque cuando me hice a la idea se me había marchado la edad y también la Rosarito, la moza de las trenzas rubias y pechos agitados que al besarme cerraba los ojos para llenarse de sueños. Y pasaron la primaveras y los otoños, y se murió mi padre mientras daba sebo a las botas, y mi madre ya muy viejita se perdió en una siesta de arañas junto a la cocina de carbón, y un año después se alivió de la existencia mi hermana Margarita. Entonces me mudé a una caseta que me alquiló un peón caminero, me la alquiló y se olvidó, y un día él

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también se murió y nadie vino a reclamarla. Me fui al otro lado de la ciudad para curarme de los males de pesadumbre, aunque no me curé del todo porque a menudo me entraba una desazón de hormigas afanando en los adentros. Me sucedía como a Rilo el Viejo, que cuando se le caían los ojos ni azuzándolo con una aguijada se movía. Una tarde de primavera me acompañó a la vía, se sentó en una linde como un perro de porcelana y se quedó mirando el horizonte. Así estuvo hasta que el viento de las palomas torcaces anunció la llegada del Expreso. Se desperezó como si saliera de una corriente fría y fue a tumbarse en el balasto, como para oír mejor los ruidos del tren. Esta mañana, cuando me pilló la monja recortando la página donde contaban el remate de la historia de Juan Carmona me riñó y me dijo que el periódico era para todos, y añadió que estaba medio cegato y que con la lupa me iba a quedar sin luz. Tuve que doblar el trozo de papel, meterlo en el bolso de la chaqueta y gimotear para que no me lo quitase, porque quiero volver a ver a Juan Carmona y vivir su muerte leyendo lo que de él se ha escrito: Ayer por la mañana, el joven P. C., siguiendo el curso del río, antes de llegar a la curva nombrada de los amantes, oyó un sonido como de voz quejumbrosa. Apenas había andado unos metros cuando descubrió un perro que custodiaba un cuerpo. Realizadas las pesquisas al caso inherentes, se supo que el fallecido era un pordiosero que había sido recluido en una casa de reposo en varias ocasiones, tantas como se había fugado. Porque es de saber que el finado, de nombre Juan Carmona, casi centenario y de profesión vagabundo, no se apartaba de su fiel compañero, un ejemplar de indefinición canina, aunque los expertos aventuran que bien podía ser un cazador de ratas. Las Siervas, esas monjitas abnegadas, han contado a este columnista que todos los jueves iba a recoger la otrora denominada sopa de pobres, y que la compartía con su perro, al que llamaremos Fidelio. Y el desconocido Juan Carmona, sin familiares ni amigos, se despidió de este mundo sintiendo cómo la lengua de su compañero le lamía la carama del rostro; se fue en la soledad de la noche, víctima de la libertad, de una libertad mal entendida, pero, como no hay mal que por bien no venga, su cuerpo, conservado en formol, servirá para la práctica médica. Igual suerte corrió el perro, sacrificado por una cuestión de salud pública. Que amo y criado descansen en paz.

Algo parecido me platicaron cuando me visitaron en la casa caminera, allí estará mejor y descansará en paz, el dichoso descansará en paz, y no viviendo en esta pocilga, y me regalaron unos dulces y una manta, y me dieron palmadas, y me llamaron viejo «salao». Pero yo no quería irme porque tenía la compañía de los gatos y de un descendiente de Rilo, y tenía gallinas y conejos y una jaula de pájaros cantores y todos mis papeles. Muchas tardes venían los gitanos de las Escombreras y me contaban historias de burros y de ferias, y cuando el más chiquito tocaba la guitarra me olvidaba del tiempo. Les dije que me querían llevar a un barracón de arrecogidos porque iban a derribar la casa caminera y construir una de esas torres donde los hombres se sientan para ver el viento. Los gitanos se quedaron callados, como si la cuerda de la tarde se hubiera roto, hasta que el más viejo me propuso que me fuese con ellos a la vuelta de las Escombreras. Todos dijeron lo mismo, y el más chico bebió de la botella de aguardiente, cerró los ojos y comenzó a tocar la guitarra para que no se ensancharan las penas. Pero los otros llegaron una mañana de escarcha y sin darme los buenos días me arroparon con una manta, me

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cogieron por las muñecas y me arrastraron hasta encerrarme en una furgoneta. Yo aplasté la cara contra la ventanilla y vi al perro que ladraba y a los gatos que corrían despavoridos, y oí el canto alborotado de los pájaros, y me brotaron esas lágrimas que ruedan ahilándose en las arrugas inmóviles. No se preocupe, abuelo, que ya nos ocuparemos de los animales, vocearon mientras me traían a este lugar donde no hay perros, ni gatos, ni pájaros cantores, donde solo se oyen toses, campanillas y un quebrar de huesos como de ratón, o ese rumor de hojas secas que revuelve la noche. Y para ahuyentar todos estos ruidos, en la alta madrugada regreso a mi arrabal, como de niño, cuando me daba por contar historias a Margarita y colorear un poquito sus dolores. Vivíamos en unas casas pequeñas, de una planta, todas iguales y agrupadas en línea recta de cuatro en cuatro. Las calles eran de tierra apisonada mezclada con cantos y las fachadas principales daban al sur, frente a una campa cerrada por las paredes traseras de unas vaquerías, a menudo ocultas por la basura. Algo más alejado se encontraba nuestro árbol, cerca de una charca grande adonde iban a parar las tripas de la barriada. Un poco antes de la hora de la comida, después de salir de la escuela, venía una manada de perros bordeando las vaquerías. A mi perro azafranado le llamaba el Incansable porque cuando cazábamos ratas no había manera de pararlo, tal era su afición y resistencia. Mi madre no podía soportar que le diera de comer en el portalito, y mucho menos que se quedara allí en las noches heladas. Todavía recuerdo la tarde en que el Incansable comenzó a gemir muy fieramente. Estiraba el cuello y respingaba la cabeza, y raspaba espuma; raía ruidos como buscando palabras, y arqueaba el lomo y sus patas se contraían en el suelo de cemento rayado. Mi padre entró en la cocina para volver al instante con el hierro de desatascar el tiro de la económica. Profiriendo juramentos lo golpeó con saña varias veces en el hocico. El Incansable se retiró reculando y entreabriendo la boca llena de espumarajos y ruidos, y era su mirar el de unos ojos quemados. Mi padre cerró la puerta, me miró con los ojos amarillos del Incansable, se quitó el cinto y me atizó unos zurriagazos. Mi hermana, sentada en la mecedora de colores, abrazó con fuerza la muñeca de trapo y rompió a llorar con aquel llanto que le entraba cuando un dolor de alambre se le subía por los huesos, y mi madre se secó las manos en el delantal y gritó «malditos animales». Mi padre siguió jurando, se puso la zamarra, se caló la boina y con el largo y grueso hierro del calentadero se marchó con su andar de hombre apresurado. Al día siguiente, llegaron los perros en una nube trotera rasgando ladridos, pero no encontré al Incansable y me puse a tirar piedras a los perros de los basurales hasta que me dolió el brazo; entonces fui a recostarme en el tronco del árbol donde Luis Vallejo desollaba los gatos. Pocos días después, apareció un hombre por la senda de las vaquerías y nos extrañó que los perros de las carlancas lo ventearan con las cabezas erguidas y sin ladrar. Se detuvo junto al árbol, dejó caer al suelo una cuerda enrollada que sostenía en la mano y sacó del morral que llevaba en bandolera una petaca y un librillo. Lió un cigarro, lo encendió con el chisquero y mientras fumaba nos miró como miran los gatos a los ratones. Recogió la soga del suelo, y cuando lo tuvimos al alcance de nuestras piedras nos echamos a correr. Una mañana, mientras el maestro leía la poesía de los galgos perezosos, oímos un silbido que afilaba el aire y supimos que era el hombre de la cuerda y de las botas negras. A la hora de la comida, los perros, azorando aullidos circulares,

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rodearon el tilo como si les hostigara una nube de avispas. El viento trajo de nuevo el silbido del hombre y los perros, levantando las cabezas, frenaron su movimiento alocado y se callaron, pero, como si les hubieran removido los oídos con estampidos de cohetes de feria, sus menguados cuerpos escaparon con patas en ascuas hacia los barrancales. Ya quedan menos, dijo Candines, y furiosos apedreamos a los de las carlancas que abrían sus bocas ladradoras y malas tensando las cadenas. Dos hombres de la vaquería nos amenazaron con las horcas de hierro y fuimos a sentarnos al lado de la charca. Al poco rato aparecieron las ratas regando chillidos y las perseguimos con palos hasta los basurales; antes de que se escondieran matamos a dos que despachurramos con piedras grandes y luego arrojamos al agua de los peces muertos. Al volver a casa encontré a mi padre sentado en el banco dando grasa a las botas. Mi hermana dormía un tiempo sin sueños en la mecedora de flores y mi madre había ido a cocer el pan al horno de las tejeras. «Quien no viene a la hora de comer tiene que esperar a la próxima comida, así que ya puedes ir a la escuela y a la tarde vienes por la merienda». Eso me dijo mirándome con la misma lumbre fría que el hombre de los silbidos, y yo comencé a sollozar, y él se levantó y me acarició con su mano grande y áspera el pelo, y me dijo, «come y no despiertes a Margarita», y yo seguí llorando. Cuando había acabado de comer entró mi madre y también me acarició la cabeza y me dijo que podía quedarme esa tarde en la glorieta. Pero yo volví a la escuela, y acabada la lección corrí ululando a la campa para jugar a guardias y ladrones, y al burro, y para tirar con el tirabeque a las jarrillas de los postes de la luz, y para atrapar con un saco largo y fuerte a los gatos arañadores y maulladores en el almacén abandonado. Otro día asomaron por lo alto de los basurales tres perros mudos. Se acercaron con andar taimado y estuvieron hasta la caída del sol merodeando por el barrio. No comieron las sobras que nos procuraba Luis Vallejo a cambio de gatos y era su paso curvado y encogido, pero de pronto botaban como si les pinchasen en las tripas, y abrían la boca rascando voces, y sus ruines pelos se erizaban. Un domingo por la tarde volvimos a ver al hombre de los silbidos. Estaba en cuclillas, cerca de la charca, como una figura de madera pegada en el aire. Junto al árbol había un burro enganchado a un carro y encima del carro una jaula. El perro de Candines estaba frente al hombre, a una distancia de dos metros, y entre los dos yacía un gato despanzurrado. De su boca salían aullidos roncos y cortos, como si tuviera zarzas en la garganta. Nos sentamos en el borde más alto de la campa acechando la inmovilidad tensa del hombre y el clavado garabato del perro, que miraba de través. El hombre sujetaba con la mano derecha una cuerda que acababa en un redondel y con la izquierda una larga horquilla de madera. Pasaba el tiempo y ya empezábamos a aburrirnos cuando el perro dio un brinco, pero en un abrir y cerrar de ojos vimos que el hombre, en pie, con la piernas flexionadas y firmes, había fijado en el aire el salto del animal, inmovilizando con la horquilla su pecho, e introducido el redondel de la soga en la cabeza. El perro, desbaratando su posición de caballo de baraja, zangoloteó el cuerpo, tironeó con saña y arañó con las patas la tierra, pero la lengua se le quedó fuera y los gemidos dentro, y el hombre lo fue arrastrando ayudándose con la horquilla. Candines se puso a gritar y moviendo los brazos como aspas se fue al callejón. Lo alcanzamos y sin hablar nos dirigimos a las ruinas de la carbonería para coger cantos y piedras. Cuando regresamos a la campa el hombre ya había enjaulado al perro y recogido la cuerda y la horquilla. Candines

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comenzó a chillar y a insultarlo, y cuando se calló oímos el tañido de unas campanas y entonces empezamos a tirarle cantos. El hombre, detrás de la jaula, silbó un viento de fuego apedreado, y de lo alto de los basurales bajó un mastín con carlancas, del color de la paja soleada, y nosotros corrimos a escondernos en el callejón. Desde allí le vimos tomar el rumbo de la venta los Tilos. Caminaba lentamente detrás del carro, seguido del mastín. Al llegar a la costanilla, el burro se detuvo y el hombre de los silbidos dio media vuelta. Fue como si saliendo del recuerdo lo viéramos por primera vez. Era de mediano porte, magro, vestía un traje de pana negra y su cabellera ondulaba larga y tinta, brillante como pluma de tordo. Emitió un silbido seco y breve, cual un cantazo, y fueron el mastín, el hombre y el burro rodando el carro en el que iba Rilo dentro de una jaula de palo. Candines corrió un trecho y volvió a gritar palabras llorosas, y a lanzarle piedras, y nosotros voceamos a la lenta lejanía hasta que cansados cogimos el gato despanzurrado y lo arrojamos a la charca donde se vaciaban las tripas del barrio, y al caer hizo un ruido que espantó a las ratas. Por la noche, cuando mi padre estaba dando sebo a las botas, le pregunté quién era el hombre de los silbidos. Un tal Juan Carmona, me contestó sin dejar de untar el cuero, un sanador de perros que vive lejos, allá, a la vuelta de las Escombreras, uno al que llaman el lacero.

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1977 Polop de la Marina, enero. Escribo. Largos paseos por esta tierra levantina. Todo bien. Claridad en el problema de El huido (ya veremos cómo termina llamándose esta novela, e incluso a saber si habrá novela). No digo que tenga claridad en cuanto a la solución del problema, sólo en la existencia de éste. Creo que soy dueño de una buena –¡espléndida!– historia. Bien. Domino el lenguaje para escribir esa historia. Bien. Pero no me siento seguro en la carpintería. Por supuesto, conozco las técnicas, quizá demasiado, pero sé que sólo hay una que sea buena para esta ocasión. Y no sé cuál es. La historia –¡pero no perderse, no extraviarse entre tantas ocurrencias como a uno le vienen!– es ésta: José María Losada viene de Tubinga. Es un hombre egoísta. Es esteticista. La Guerra Civil del 36 le es ajena. Creo que la guerra no debe salir hasta avanzada la novela, o sea, que el ordenamiento de la narración debe favorecer la impresión en el lector de cómo el tema de aquellos acontecimientos va entrando insidioso en José María Losada hasta llenarlo e involucrarlo y entremezclarlo con la personalidad de su tío Jacobo Losada. País de los Losadas, no estaría mal el título. Es entonces cuando José María empieza a cambiar en sus sentimientos –¡éste, éste es el meollo de la novela!– y podría cambiar, incluso, la tesis universitaria en que trabaja. (Postdata. Después de escritas estas líneas he leído unos fragmentos de Los novelistas y la novela, de Miriam Allot. Un novelista le escribe a un amigo confesando su tormento por el trabajo de controlar el material de sus novelas. «Siempre que escribo una novela, la inundo con un montón de historias y de episodios sueltos,

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y el conjunto está, por tanto, falto de proporción y armonía». Esto lo dice un tal Feodor Dostoievski. Es un consuelo). León, setiembre 1991. A veces viene un periodista y te pregunta: «¿Usted para qué escribe?» Esperan una respuesta de altura, metafísica. Uno suele tener un pequeño surtido y emplearlo según la ocasión. Más de una vez he dicho –y no es del todo broma– que para comer y beber con los amigos. Estos días hay jornadas en esta Universidad, las organiza el profesor Francisco Martínez. Lo mejor, para mí, «la mesa redonda» (lo era, literalmente) en el restaurante, cenando con Paco y unos compañeros de mi gusto. Javier Tomeo es un tipo rudo, cabeza cuadrada y bien se la ve que poderosa, contaba las dificultades de su carrera literaria hasta que lo descubrieron en el extranjero. Eugenio de Nora, que en Berna no contestaba a las cartas (se lo reproché otras veces), es afectuoso en persona, todos nuestros encuentros son reválidas de la amistad que nos une desde los españadistas años cuarenta. Y el trato de Ricardo Senabre, también compartiendo mantel y vino riscante de la tierra, rima con el reconocimiento unánime que ha conseguido su figura de crítico de primera fila. Para mayor ventura de todos, con Ricardo estaba Marcela, su mujer, que trabaja la lexicografía. Con estos Senabre, nunca mejor lo de quien quiera saber vaya a Salamanca. Madrid, diciembre 1993. La primera vez que leí un texto de Carver –«¿Por qué no bailáis?»– me pareció soso y simple, creo que a eso lo llaman minimalismo. Pero el cuento no acababa de marcharse de mi memoria, y volví a ver qué había allí. Había algo, y me resultó irritante que después de la segunda lectura tuviera que hacerlo una tercera: Un hombre indiferente y desanimado ha puesto en almoneda sus muebles y enseres, pasa una pareja joven y alegre que los mira, tantean la solidez de la cama, regatean y compran. Un lector descuidado no verá más que eso. Un lector cómplice descubre que el texto de Carver es una transparencia, que debajo de la anécdota trivial está el amargo desmoronamiento de un matrimonio. Desde entonces compré todos los libros de Carver que me salieron al paso. Pero hoy, decepción. Un sendero nuevo a la cascada – Últimos poemas es un muestrario corto de poesía que no daría para un volumen de mediano cuerpo. Entonces el autor y su devota –e industriosa– compañera organizan esta entrega, con el curioso expediente de incluir páginas y páginas de otros autores, sobre todo de Chéjov: HUMO Y DECEPCIÓN Cuando después de la cena Tatiana Ivanovna se sentó en silencio y cogió su labor de punto, mantuvo los ojos fijos en sus dedos y charló sin cesar. »Daos toda la prisa que podáis por vivir, amigos míos...» –dijo–. «¡Dios perdonará que sacrifiquéis el presente por el futuro!» Ahora hay juventud, salud, fuego: ¡el futuro es humo y decepción! En cuanto tengáis veinte años, empezad a vivir». Tatiana Ivanovna dejó una de las agujas de hacer punto.

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ANTÓN CHÉJOV El consejero privado Esto es de «El consejero secreto» o «El consejero privado» del cuentista ruso, sólo que allí va todo seguido y aquí, en el libro de Carver, entrecortado en versitos y versículos. Y es que al cuentista de Oregón –justifica en prólogo su mujer– Antón Chéjov le parecía un alma gemela, «como si Ray [Raimond Carver] en cierto modo se hubiera ganado el permiso a lo largo de toda una vida de admiración para tomar posesión de su obra [la de Chéjov] con la audacia del amor». Pero que mucha audacia. Así, cualquiera. La Coruña, 1994, setiembre. Cuando en La Coruña fallaron a mi favor el premio de narrativa «Torrente Ballester», un columnista de León, o de Castilla y León, titulaba: «Los gallegos quieren a Pereira». A saber con qué intención. No sé si quería decirse: nosotros le tenemos cariño a Pereira, o si había que leer en clave reivindicativa: Pereira es nuestro y Villafranca del Bierzo y el Bierzo entero también, esa gaita de la quinta provincia gallega. Por la mañana en el aeropuerto me esperaba un coche de representación y de allí me llevaron a la suite regia en el hotel María Pita frente al mar de la playa de Orzán. Iba a ser la presentación de Las ciudades de Poniente, y con puntualidad se celebró la ceremonia. Sobre la mesa presidencial los primeros ejemplares del libro. Tomé uno en mis manos con tanto mimo como si de un hijo recién nacido se tratara, y eso que ya voy siendo padre –en el ISBN– de familia numerosa... En el Casino hubo la cena oficial que ofrece el presidente de la Diputación. Con mucho protocolo, a Torrente y a mí nos sentaron en el sitio de preferencia, y yo apenas sabía qué decir, envarado por aquella obligada intimidad con el maestro de Los gozos y las sombras. Pero bastó el albariño abriendo el camino y sobre todo, la naturalidad cordial de mi vecino de mesa, para que la ocasión coruñesa se me hiciese corta. Los demás comensales nos verían muy animados y acaso alguno imaginaría que Torrente y yo hablábamos de temas de mucha altura intelectual y literaria. Luego diré de lo que hablábamos. Entre los compañeros de mesa estaban, por ejemplo, César Antonio Molina, de quien sobresale la cabellera rebelde, y el crítico exigente pero cordial que es Ángel Basanta, y el catalán Roberto Saladrigas (La Vanguardia), y Pedro Sorela (El País), y el ferrolano Ponte Far, y destacadamente la novelista Elena Quiroga... Bueno, pues lo que nos ocupó con mucho interés a Gonzalo Torrente Ballester y a un servidor no fueron los temas que acaso pudieran sospecharse: esos secretos de la ficción que encandilan a los teóricos. Nada de discurso diegético, del punto de vista, del narrador omnisciente. Ni siquiera tocamos aquella racha de experimentalismo que movió La Saga/fuga o La isla de los Jacintos Cortados (y, si se me permite, mi País de los Losadas). Don Gonzalo, que al llegar al plato de pescado era ya Gonzalo, y yo, nos cebamos en la historia de nuestras propias miserias corporales, que se nos revelaron muy parecidas. Las cervicales. Las jodidas vértebras duelen, y es malo. Pero peor es cuando las da por mandarte mareos y tienes que echar mano del bastón o contar con el apoyo discreto de un brazo amigo. Salió a relucir la tensión, la frase hipócrita de los amigos de la buena mesa: «Un día es un día», y lo decimos todos los días. Pero donde más nos detuvimos fue en la vista.

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–Admiro tu manera de acostarte a oscuras con el magnetófono al lado y dictarle maravillas al aparato –le dije a Gonzalo–. Yo tengo que sentir la pluma como una prolongación de mí mismo. –La miopía no es una gran desgracia –dijo el maestro–, te deja ver un mundo donde las fealdades más hirientes están mitigadas. Por fortuna, la actividad de un escritor es pensar, imaginar, y eso se hace en terreno próximo, incluso acostado, según tú dices. –Como el amor –se me ocurrió decir. Y para hacerlo más gráfico cité a Góngora: «A batallas de amor, campo de pluma». O sea, un buen colchón Flex, iba a añadir en plan gracioso. Pero mejor no meterse en ese jardín. Todos saben que Torrente Ballester, junto a sus muchas dioptrías, tiene una gran capacidad genesíaca. 2006, León CRÉMER CUMPLE 100 AÑOS Victoriano quiere decir raíces. Las tenía en León, vecino de la Virgen Del Mercado y la mujer redonda y las carbonilleras Y oh milagro lo estudiaban más lejos que el Japón. Poeta universal. Y otro milagro, venía un poncio nuevo Y había que informar a su excelencia: ese tal Victoriano Famoso, peligroso, lirirrojo Ni tocarlo, le pones un arresto Y esa noche te joden con protestas En la BBC..

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NICANOR PUNTOSO CAÑA Académico de número de la Real Academia de Argamasilla

0. INTRODUCCIÓN La jubilación del muy ilustre y respetado profesor Don Ricardo Senabre de la cátedra de Teoría de la Literatura de la Universidad de Salamanca ha iluminado un excelente volumen en su homenaje formado por estudios de gran altura intelectual, cuando no de eruditos ensayos2. Lo completan y acrisolan algunas delicadas creaciones literarias de inmarcesible ingenio, pequeñas joyas de nuestra literatura vernácula llamadas a esplender con poderoso brillo en el secarral de las letras actuales. Sin embargo, y por ese mismo susodicho esmero, destaca, irritantemente, entre las hermosas flores de este ramillete, una uva podrida, un incomprensible borrón de la Comisión Organizadora que ha venido a deslucir, cual excremento de díptero sobre inmaculada seda, la exquisitez del precitado volumen. Se trata, como anunciábamos en la cabecera de este trabajo, de un lamentable artículo titulado, nada menos, «Brevísima y peculiar casuística de barbarismos de la lengua castellana», firmado por un tal Jorge Márquez3. Nos serviremos de este paupérrimo trabajo de Márquez para, a manera de muy humilde y muy particular homenaje al admirado maestro Senabre (por lo demás agudísimo crítico literario), y sin ánimo alguno de compararnos con él, ensayar una

1. Cuando hablamos de lamentable error deberíamos hacerlo en plural, pues error es, en sí mismo, el artículo que analizamos y error es, mucho mayor aún, haberlo incluido en el volumen al que vamos a referirnos enseguida. 2. Entre los cuales, esperemos, el sabio lector tenga a bien considerar éste. 3. Huelga decir que este Márquez no guarda ni la más remota relación con ningún otro Márquez de la literatura universal.

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suerte de recensión que, dada la exigua calidad del espécimen objeto de análisis, no nos resultará difícil, creemos, llevar a buen puerto. 1. DE LAS FORMAS Lo primero de este trabajillo que ya desde el título agrede al buen gusto del lector y enceguece su entendimiento es la pomposidad, la afectación, la vanidad del autor, quien, a falta de un contenido sólido y una auténtica aportación en el artículo, intenta enredar al lector poco avezado en la tela de araña de las formas aparentes. Y pasamos a explicarnos enseguida. Sabido es que todo estudio que se precie incluye buenas dosis de citas, referencias y una abundante bibliografía4. Éste, muy preciado de sí, no iba a ser menos. Para no demorarse mucho en inaugurar la sección de notas a pie de página, el autor incluye la primera ya en el mismísimo título5. A nosotros, ésta y todas ellas nos parecen de menos sustancia que el tocino del licenciado Cabra, conque mucho creemos favorecer al paciente lector evitando reproducirlas y más aún comentarlas. No obstante, reconocemos que Márquez intenta cumplir los mandamientos del buen falso erudito en lo que a citas filológicas corresponde, mandamientos que se resumen en dos: citarás siempre a tu maestro y tomarás el Quijote en vano. Márquez, que debe de seguir buscando aún a sus ascendientes literarios entre la barahúnda de autores que en el mundo han sido6, acude, como muchos, a su despensa de citas y la saquea cuando es menester, tal cual es el caso. ¿De qué manera y por qué método?, pudiera preguntarse el curioso lector. Pues como lo hace la mayoría de los mediocres: rebuscando. Rebuscando en los libros de citas y, últimamente, en esa poderosísima herramienta que ha defenestrado todos los ímprobos esfuerzos de Don Julio Casares Sánchez (q. e. p. d.) por conducir a los autores «de la idea a la palabra»7, ese monstruo de mil cabezas llamado Internet, donde uno puede preguntarle a una máquina por tres palabras deshilvanadas y la máquina le responderá en fracciones de segundo (dato preciso éste que, sin haberlo preguntado y para su mayor regodeo, le dará a conocer) miles de opciones posibles, muchas de las cuales harían llorar amargamente, de puro acertadas, al ilustre lexicógrafo y violinista granadino. Triste signo de los tiempos en que se valora más la utilidad sin esfuerzo que el esfuerzo útil; no digamos ya el inútil, que, en frase atribuida a Ortega, «conduce a la melancolía». Más aún. Muchos de estos escritores, con el oficio de los años y el abuso de las artimañas, suelen tener las citas desde tiempo atrás ocultas en algún rincón de la memoria, y, sacándolas a relucir mientras escriben (o es que con la fricción de las neuronas se calientan y saltan de momento, igual que palomitas de maíz en el horno microondas), luego inventan un motivo cualquiera donde aplicarlas, vengan más o menos al cuento que escriben. 4. Pero, en contra de lo que muchos piensan (entre los cuales, Márquez), una buena dosis de citas, referencias y bibliografía no garantiza, por sí misma, la calidad de un estudio. 5. ¿Cabe mayor descomedimiento en un simple escritorcillo? 6. Buena muestra del gazpacho indigesto que las miles de lecturas han provocado en este hombre son sus estruendosos regüeldos estilísticos. 7. Casares, J., 1988, Diccionario ideológico de la lengua española: De la idea a la palabra; de la palabra a la idea, Barcelona: G. Gili

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En cuanto al segundo de los mandamientos de la ley del buen falso erudito filológico –la alusión quijotesca–, Márquez lo cumple en su artículo con rigor cisterciense y atropello circense, podríamos decir y atinaríamos, como el lector podrá apreciar. Nuestro autor se arrojará a mencionar a las primeras de cambio el Quijote, porque parece que quien no lo haya estudiado, o mejor dicho, no lo cite o lo cite mal –que citarlo es un cantar y haberlo leído y comprehendido, el cantar de los cantares–, no será tenido por hondo sabio o lo será por sabihondo, según uno u otro caso. En cuanto a la bibliografía, como casi todo en esta vida, los malos autores y tasadores suelen ponerla en valor por la medida de su cantidad, ignorando –pues ellos mismos son incapaces de apreciarla– la calidad de cada cita bibliográfica; de manera que, tal es el caso, les vale lo mismo el Diccionario de la Real Academia en su última edición vigente (aunque mejor el de Autoridades, que, como su propio nombre indica, inspira más autoridad), o las Cantigas de Santa María de don Alfonso el Sabio o hasta el listín telefónico de Murcia y toda su Comunidad Autónoma, ya que de abultar se trata. ¿Quién no ha ponderado los ensayos por el número de páginas que ocupaba su bibliografía antes que por la calidad de lo dicho en la sustancia tratada?8. Pero entremos ya de lleno en el pormenor de los mecanismos de este tinglado. DEL

TÍTULO

Los títulos dejan entrever siempre el carácter del que firma. Tal axioma es una obviedad, aunque en ciertos casos, como el que nos ocupa, la obviedad impregna el trabajo todo. El autor de éste demuestra una pretenciosidad desorbitada al titularlo «Brevísima y peculiar casuística de barbarismos de la lengua castellana», en lugar de anunciar, con más modestia, «Unos cuantos ejemplos tontos de barbarismos…», etc., que así no defraudaría tanto las expectativas del lector (tiempo al tiempo y se verá). Además, en su afán ampuloso, tontea con lo más granado de nuestro lenguaje clásico: «Breuissima…», podría haber escrito, ya puestos. Menos disparataría haciendo como muchos estudiosos de hoy, de éstos que gustan coquetear con la modernidad, la originalidad y el desenfado9, y que titularían, por ejemplo: «Algunos lengüetazos de la lengua castellana a otras lenguas extranjeras». DEL

NOMBRE DEL AUTOR

Cumpliendo las normas unificadoras del volumen, sigue al título el nombre del autor, sobre el que no hemos encontrados datos bio-bibliográficos relevantes, si bien es cierto que tampoco nos hemos molestado mucho en buscar. Hay, empero, una circunstancia biográfica de este sujeto que podría arrojar cierta luz en la tenebrosa demasía de sus delirios literarios, y por eso, y sólo por eso, la traemos a colación. Y es que nace el individuo un 23 de abril (de 1958), fecha en la que, recordará sin duda el lector, celebra el mundo de las letras el coincidente fallecimiento, en 1616, de Cervantes y Shakespeare, aunque en días distintos por la diferente aplicación de la corrección gregoriana del calendario en los respectivos 8. Incluimos en el pronombre interrogativo a muchos editores, directores de revistas científicas, asesores editoriales, directores de departamentos de publicaciones… 9. Por lo común sin gracia, dicho sea de paso.

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países, España e Inglaterra10. No sería disparatado pensar que, alimentada por tal contingencia, una mente feble y extraviada como la de Márquez pudiera haber soñado la ilusión de adivinar, entre los nubarrones de la pubertad, espejismos de alguna llamada del destino a continuar la genial labor de uno o incluso de los dos grandes monstruos de la literatura. Sería una piadosa explicación de que este sujeto se empeñara desde bien jovencito en perpetrar ambos géneros: el teatral y el novelesco. DE

LA DEDICATORIA

A continuación, figura la obligada dedicatoria al homenajeado. Se trata de una loa rebuscada y afectada que cualquiera de nosotros habríamos cumplimentado gustosos con más atinada belleza, llaneza y, por descontado, a mayor gloria del maestro. Dice así: Para mi querido y admirado profesor Ricardo Senabre, insobornable limpiador del castellano, ese oficio dictador del que no podrá jubilarse nunca.

Al margen de los indiscutibles méritos del profesor Senabre para ser acreedor de dedicatorias más originales que ésta, ¿podría influir en el afecto y admiración que Márquez manifiesta la condición de muy respetado crítico literario del doctor, considerando, por su parte, la de perpetuo aspirante a escritor del que firma?, nos preguntamos sin maldad. 2. DEL FONDO Una vez prevenidos sobre las demostradas características egocéntricas y engañosas del autor, ataquemos ya el cuerpo del articulillo, el cual, de tal manera se define a sí mismo, que pocas consideraciones más merece, so riesgo de caer en redundancia. Algunas notas sueltas al pie, no obstante, más por contrariar el hábito de la exuberancia de ellas que por realmente imprescindibles, incluiremos aún a modo de simples comentarios. Dice así el lamentable artículo de Jorge Márquez: Leía uno antaño dichoso las congojas y temores que a los sesudos maestros de la lengua provocaba la penetración de extranjerismos en nuestra castiza sociedad. Luchando entre la pleitesía del discípulo rendido y el desprecio del subversivo adolescente, diseccionábamos con lupa de aristarco las consideraciones de los grandes lingüistas, y sufríamos y a la par gozábamos presintiéndoles angustiarse, y los imaginábamos espantados de tanta demasía y de tan feroces despropósitos, y nos los figurábamos revolviéndose en duros asientos castellanos, gritando como el Quijote: «¡Conmigo sois en batalla, gente descomunal y soberbia!»11, enjutos 10. Aquel mismo 23 de abril de 1616 también murió otro gran escritor e historiador, llamado luego Príncipe de los escritores del Nuevo Mundo, el inca Garcilaso de la Vega; aunque no creemos que Márquez soñara con emularle, más que nada porque desconocería, con toda seguridad, su existencia. Tampoco, y por la misma razón, le influirían Vladimir Nabokov o Josep Pla, de biografías ambos asimismo relacionadas con tal fecha. 11. Ea, ya está. ¿Teníamos o no teníamos nosotros razón al avisar al lector desprevenido? Apareció Don Alonso Quijano antes de que nos diera tiempo a calentar el asiento. A todo esto, convendrá con nosotros el juicioso lector en que la cita es por de más extemporánea e inoportuna.

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ellos mismos, entecos, amarillos, crepusculares, atrabiliarios, melancólicos12, tan horros de placeres como rutinarios comedores de coliflores mal hervidas… dicho sea todo ello sin ánimo de exagerar13. Luego, pasados los años, con nuestro bagaje de lecturas sedentarias afofado en la panza, marcadas en las ojeras tantas horas de escudriñar libros, diarios y revistas, cada página una arruga del rostro… uno comprende mejor a aquellos nobles quijotes14 que hoy hubieran sido víctimas de la apoplejía leyendo un solo mensaje de móvil de cualquier asnado adolescente15, y tiende a recordar con nostalgia los años de las tertulias de verdad, en las que se podía llegar a las manos por un oxímoron o una ambigua «concordancia ad sensum», y, en su mirada al pretérito, recala sin poder evitarlo en la época y circunstancias de su misma formación, los orígenes de su inquietud, sus compañeros de entonces y qué fue de ellos con el transcurrir del almanaque16. Así, recuerdo con deleite a mi antiguo compañero de primaria Ginito –pasado el tiempo, don Higinio García García–, quien no fue bendecido por la naturaleza generador de luces ni obrador de esfuerzos. En sus años de estudiante repitió lo irrepetible, agotó lo inagotable y acabó domeñando con tozuda apatía las más férreas vocaciones magisteriales. Menos mal que, en anticipado desagravio, la misma madre Natura había dotado a su progenitor de una paciencia infinita y un empeño en el trabajo con los que llegó a atesorar patrimonio bastante para que, tras apenas quince cursos de asistencia a la Facultad de Derecho, el pollo lograra abrir un bufete de secano. Orgulloso de su título, Ginito lo proclamó en deslumbrante placa donde, a rebufo de modas extranjeras, podía leerse: «García & García. Abogados», aunque allí no hubiera ni más García ni otro abogado que él, y por lo común ni eso, ya que Ginito, ante la escasez de clientes, tardó poco en trasladar el despacho justo a la esquina más cercana, donde «Cirilo & El Chato. Tabernas», una tasca propiedad de Cirilo el Chato, graciosamente apodado así por la desmesura de su napia, sobre la que bien podría cabalgarse hasta seis o siete pares de gafas a la vez, si ese fuere su gusto17. Detrás de Ginito, se sentaba Andrés Camacho –Camachín– Lorenzo. Camachín era profesional de la modorra desde bien chico, y en vez de atender a las explicaciones del maestro, bizqueaba persiguiendo obsesivamente la errática trayectoria de las moscas. En cuanto aparecía una, la seguía con la mirada sin poder evitarlo, lo que a su vez, de puro nervio, le provocaba un irrefrenable prurito en el fondón de la bragueta, por lo que no es descartable que fuera Camachín de los primeros sujetos en relacionar en la práctica, con relativa coherencia, los dos elementos del conocido sintagma «mosca cojonera», de aparición muy posterior. Y digo en la práctica, porque una auténtica mosca cojonera suponía Camachín para el maestro, don Leandro, cuando le entraban los nervios al pupilo, que se los

12. Incontinente, el propio autor. 13. Tampoco descartamos cierto deterioro mental, o que coincida la redacción de este párrafo con una elevada ingesta de alcohol singularmente barato. No nos resulta fácil hallar una explicación coherente a tanta y tan enojosa verborrea. 14. ¡Y dale! 15. Tiene razón aquí el autor (a cada uno lo suyo). Pero, dados los tiempos que corren, ¿no es asnado adolescente una lamentable redundancia? 16. ¿Dónde va a parar, claro, la belleza de una imagen como transcurrir del almanaque frente a la vulgaridad de un humilde paso del tiempo? 17. No hay, en nuestra humilde opinión, tiempo verbal más cursi, antiguo y judiciario que el futuro imperfecto de subjuntivo.

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contagiaba enseguida al dómine, y pues que era el anciano un saco de huesos enfermizo y pusilánime, se echaba a temblar y a hacer guiños y mohínes y hasta sufría espasmos de la glotis que más de dos y tres veces llegaron a ponerle bien cerca de Dios Padre. Así que andaba siempre don Leandro detrás de su libro, mirando de reojo, temiendo que apareciera una mosca. Y nunca le afeaba a Camachín las faltas de asistencia, sino que se alegraba mucho por su propia salud de las gripes de las que el zagal enfermaba, y les recomendaba con tesón a sus padres que guardaran al niño en cama hasta que estuvieran muy bien seguros de que había sanado por completo, y celebraba que le duraran los constipados días y días sin hacerle daño importante. Ni tampoco le parecían mal los primeros signos del invierno, donde no hay moscas, así se lo pasara él mismo agarrado a un pañuelo lleno de mocos. A diferencia del de Ginito, el padre de Camacho, un humilde vendedor de alpargatas, carecía de recursos con que sufragar tanta ceporrez. Al cabo de los años, la mosca cojonera se hizo moscardón (aunque no abandonó su condición cojonera), heredó los esfuerzos del padre, que murió bendito, resignado y en pantuflas, y decidió modernizar el negocio, para lo cual sustituyó el viejo cartel de madera que rezaba un sencillo y acogedor «Alpargatas Camacho», por un enorme rótulo de neón luminoso y multicolor que destellaba por separado y alternativamente: «Camacho’s Zapatilla’s», «Main Outlet». Cuando, tomando unas cañas en la taberna del Chato, Manolo Gañán, que también era de suyo un buen tocapelotas, le preguntó con retranca: «¿Pero qué me pones ahí, Camachín?», él se encogió de hombros y respondió: «Ahí pone que no tienes mundo, Manolón. Que no te enteras, vamos». Y justo en ese momento cayeron en las dos cervezas sendas moscas que empezaron a patalear desesperadamente para no ahogarse. En aquella clase de primaria, la diana de todas las maldades infantiles se llamaba Campanela. De chico, cuando iba a la compra con su madre, Perico Campano, por alias Campanela, le tiraba de la falda murgueándole que comprara detergente de la marca Nuevo Saquito, para ver si reunía los vales por puntos con que ganarse la muñeca Mari-Saquito, que le tenía arrebatado el sosiego. La madre, en cambio, empeñada en enderezar los gustos naturales de su niño, compraba Ajax, que, aunque no lavaba tanto, traía consigo un caballero blanquísimo galopando sobre un caballo de cola y crines al viento y una larga y poco amenazante, por torcida, pica en la diestra, si bien es verdad que el caballo tenía la panza hueca y todo él estaba vacío, así que aguantaba en pie con dificultad por falta de peso, con lo que perdía mucha épica. Ajax era quizás la marca de detergente más atrevida del momento, considerando que otros se llamaban Omo, Elena o aquel mencionado Saquito. Pero todas, incluso Ajax, eran marcas fáciles de recordar para las sencillas amas de casa y por tanto cómodas de pedir al vendedor del barrio de toda la vida, que era como uno más de la familia al que se le podía agradecer el buen besugo que nos vendió ayer o reñirle por habernos colocado una carne dura. Ahora, mientras más exótico sea el nombre del artículo, mejor; mientras más remoto, más eficaz. Seguro que un detergente con un nombre sencillo no limpia bien. Cosa bien distinta es que se llame Kalia Vanish Oxi Action Kristal White, marca que no memoriza una compradora si no es, por lo menos, doctora cum laude en Faenas Avanzadas del Hogar, de forma que quien llega y pregunta por él al encargado del súper –el omnipresente señor Campano– demuestra tener un innegable nivel cultural, de mundología, de idiomas (¡ojo con la pronunciación!), de categoría social (no pide un detergente así alguien con un delantal de chacha a lo Gracita Morales)… Pedro Campano es lo contrario de aquel vendedor de toda la vida, de bata azul y sonrisa cálida. Campanela es amanerado como una reina loca en pleno

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desafuero18, relamido como la dentuda sonrisa de Sazatornil19 y obsesivo en el cuidado de su imagen. Pedro no usa brillantina, que es muy vulgar, ni siquiera gomina, que suena fatal, sino una espuma moldeadora extrafuerte cuerpo volumen cuidado del cabello. Pedro Perico Campano Campanela no comprende cómo se podía vivir antes sin sus cremas, sus afeites, sus afeitados y sus depilados, no entiende cómo es posible que todavía haya gente que diga De acuerdo, en vez de Venga y ok y mucho menos que coja al teléfono preguntando con un humilde y costumbrista Dígame20. ¿Cómo no evocar hoy con ternura la indignación de aquellos sesudos y celosos vigilantes del lenguaje, puntillosos guardianes que enrojecían por una tilde ausente o una coma fuera de lugar, y lo mismo se abatían que maldecían ante el avance inevitable de palabras como football, garage, chauffeur…? ¿Y quién se acuerda ya del origen extranjero de estas palabras? Sobre todo, ¿quién se habría de extrañar, y aún menos escandalizarse, de aceptar hoy en nuestro idioma palabras como éstas, considerando la avalanche de barbarismos que el fragor de las nuevas tecnologías está provocando y la rapidísima difusión –en especial a través de Internet– de conceptos para los que el español todavía no tiene voces propias?

3. A MODO DE CONCLUSIÓN Hasta aquí reproducimos el descoyuntado trabajo de Márquez. No en toda su extensión: faltan otros dos párrafos; pero, dadas las limitaciones de espacio impuestas a nuestro propio artículo, y conscientes de que no cercenamos nada esencial al omitir el final del de Márquez, hemos optado por dar prioridad a la reproducción de nuestras conclusiones, que nos parecen más interesantes. Entendemos que el lector, siempre perspicaz, habrá inferido sus propias conclusiones y acordará con nosotros que, si bien es Márquez el único culpable del desaguisado que firma, no lo es, en cambio, de que se ensucien las páginas del compendio de maravillas que podría haber constituido el volumen homenaje al profesor don Ricardo Senabre, de haber extremado la Comisión Organizadora su celo. Porque, señores de la Comisión, somos muchos, muchos, antes que Márquez, los que podríamos haber cerrado con dignidad ese círculo cuasi perfecto de colaboradores. Quede aquí, pues, el testimonio escrito de nuestra queja por este desliz (queremos creer, antes que frivolidad o aviesa intención) que mancilla no sólo el inmaculado fondo de nuestro orgullo patrio literario, sino a la mismísima Literatura Castellana contemporánea.

18. ¡Horror! ¡Homofobia! Pero ¿qué diantres tiene este hombre en contra de los homosexuales si son educados, cultivados, ilustrados y morigerados? Nosotros mismos podríamos dar algunos buenos ejemplos de que, incluso entre ilustres académicos de exquisito trato, hay grandes homosexuales. ¿A qué, pues, arremeter contra la condición sexual de cada uno? 19. Sorprendente, el nivel de vulgaridad de estos párrafos. Las referencias a marcas comerciales actuales, a personajes mediocres, a situaciones de una cotidianeidad tan pedestre, rebajan aún más –¿o es que pensaba el lector que ello no fuera posible?– la calidad literaria de este trabajo. Despreciable. Indigno, a todas luces, del brillante contexto del Homenaje. 20. Pocas veces en nuestra ya larga carrera filológica, doctoral y académica, hemos celebrado tanto llegar al final de un párrafo.

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BIBLIOGRÁFICAS

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I –Mañana tienes que ir a Hornillos, al molino, –eso dijo el señor Gabriel Herrero a su hijo Juan Miguel en la cena–. Aprovechando que va el señor Lázaro con el carro, vas con él y que te muelan dos costales de trigo. –¿No es muy joven el muchacho para eso?, –lo dijo la madre, la señora Julia, para quien Juan Miguel siempre sería muy joven. –A su edad ya me habían salido a mí muchos callos. Cenaban los tres a la racionada y amarga luz surgida de una bombilla de cuarenta voltios, colgada de la viga de la cocina por un viejo, retorcido y amarillento cable eléctrico escoltado por una engomada tira de papel a la que se pegaban cientos de moscas. La señora Julia había vaticinado que algún día, sobre las sopas caerían docenas de moscas secas como un oscuro maná, así que no sé cuantas veces he de decirte que coloques el papel en otro sitio que no sea precisamente encima de los platos, Gabriel, ya no sé cómo decírtelo, hay que ver qué cabeza tienes. –Además, para lo que tiene que hacer, no se va a desriñonar... y por si fuera poco irán acompañados de Emilia. –¿Y sabes para qué va Emilia a Hornillos? –Preguntar no he preguntado, que no soy amigo de meterme en asuntos que no me atañen.... me lo ha dicho Lázaro, que para lo de la cinta, a ver si el Cristo ayuda a preñarse a Emilia. –A buenas horas, mangas verdes... que la Emilia andará por los cuarenta, así que una lotería. Era fama y pública voz desde el siglo dieciséis que cuando la preñez se resistía, la mujer tenía que hacer una visita al Cristo de Hornillos, tomar una cinta de

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seda y con ella medir el santo cuerpo y luego ceñirse a la cintura la colonia utilizada y a esperar el milagro. –Pero has de madrugar, –el señor Gabriel a Juan Miguel– que el señor Lázaro quiere salir a las tres de la mañana... y Hornillos no está a la vuelta de la esquina. El muchacho Juan Miguel se parece más a su madre, la señora Julia, de juncal, de bien parecido. Tiene un aire de dejarse llevar y una mirada transparente, pizca risueña. Su convecino el señor Lázaro Ramírez, el Cojo, porque lo es, está casado con la señora Emilia, a la que llaman la Guapa, por lo mismo. Hace más de diez años que están casados, andan ambos por la cuarentena, que matrimoniaron tardíos y por cansancio, y ni uno ni la otra saben de quién es la culpa de la falta de descendencia. Más que ella machorra, se rumorea que el señor Lázaro tiene el pito vano, sin sustancia. Que es cosa de familia, que a su hermano Celestino, el Colorao, le pasa lo mismo. –Así que más vale que te vayas a la cama que tienes que madrugar. –¿Le meto un cacho para el almuerzo? –Sí debías. La señora Julia retiraba la mesa, el muchacho Juanmi rezongaba un apagado buenas noches y el señor Gabriel encendía el cigarro que fumaría sentado a la puerta de casa, al fresco y nocturno silencio de agosto. En el zaguán, en un rincón junto a la puerta de la calle se estacionan los dos costales de trigo. Habían acordado con Lázaro que a última hora vendría a cargarlos, que luego le acompañaría él para cargar los del señor Lázaro, y que a eso estaba esperando, a que viniera. –Huele a lluvia, Gabriel, –la señora Julia, sentada en una tajuela, junto a su marido. –Es el relente que sube del regato, mujer. –Más vale... que no quiera Dios que llueva. El cigarro que fuma el señor Gabriel se consume y la colilla que arroja al suelo fabrica cuatro chispas minúsculas. –Como se notan ya los días, ¿eh Gabriel? –Tú verás... dentro de nada a estas horas, noche cerrada. –Ni que lo digas. Por los vallados del cercano camino de La Fuente parpadean las luciérnagas, y el monótono canto de los grillos, la música de fondo de los escurridos diálogos del matrimonio. Unos minutos más tarde, el canto de los ejes de un carro quiebra el silencio. El roce áspero de las ruedas al deslizarse sobre la tierra. Es el señor Lázaro que viene a cargar los dos costales de trigo. Luego el señor Gabriel acompaña al señor Lázaro. Cargados los cuatro costales, desengancharon las cabalgaduras: la Rubia una poderosa mula pelirroja de gran alzada y Paquito, un burro blanco grandón y de carácter malévolo, y el carro, con el tentemozo puesto, quedó cargado bajo las tenadas del corral. El carro del señor Lázaro tenía pescante, que se cubría con un tejadillo de gruesa madera, a la que se enganchaban los tiradores que cerraban la capota de lona embreada con que se cubría el vehículo, que adquiría altura mediante unas extensiones metálicas sujetas a las teleras. El señor Lázaro controlaba el interior del carro por medio de una ventanilla, que a falta de cristal, tapaba con una tela de plástico, que apenas se transparentaba. Soplaba una brisa de gallego, y el cielo, encapotado, ponía negruras a la noche. Si templaba, pensó el señor Gabriel, tendría razón su mujer. Habría lluvia. Al poco,

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el matrimonio ha entrado en casa. La señora Julia se ha asomado a la habitación donde duerme Juan Miguel y le ha echado un vistazo a la ropa que su hijo tiene preparada para el viaje. Luego ya todo es silencio. II El ruidoso timbre que corona el gigantesco reloj despertador suena a las tres y media de la madrugada. La señora Julia se levanta, se echa una bata sobre sus blancas carnes y en la habitación de su hijo Juan Miguel, aún dormido, le zarandea con mimo. –¡Hala hijo!... vete preparando mientras te preparo el desayuno. El desayuno de Juan Miguel consiste en una perronilla y un tazón de leche que la señora Julia vierte de un termo que dejara preparado la noche anterior. –Y no molestes y haz lo que te manden el señor Lázaro y la señora Emilia. El muchacho, ya preparado y con el tapabocas de sempiterna negro colgado del brazo aún tiene que oír la voz del señor Gabriel desde la alcoba. –Ayuda en lo que puedas al señor Lázaro... que no tengan que decir. El viento ha rolado y sopla una ahilada de ábrego caliente y blando. El cielo oscuro, tapado por grandes y negros nubarrones, hace exclamar a la señora Julia, que despide a su hijo a la puerta. –No creo que tarde mucho en lloveros.... espera que te saco las botas. –A ver si voy a llegar tarde. Antes de doblar la esquina, el muchacho se ha girado y ha levantado el brazo en señal de despedida. Por la calleja se esparce un aliento húmedo que sube del cercano regato. Bajo la bata, la señora Julia se estremece al escalofrío que sacude su cuerpo, como un viento helado que la agitara. Luego atranca la puerta y entra en la alcoba con el rezongo en la boca. –Podíais haberlo dejado para otro día... ya verás si no les caerá agua. La señora Julia mete en la cama su escalofrío y la humedad del aire de la madrugada, se ciñe al señor Gabriel y abraza su generoso calor, su voluminoso estómago. Cuando el muchacho Juan Miguel se presentó en casa del señor Lázaro, éste se disponía a sacar las caballerías de la cuadra para engancharlas al carro de varas. El señor Lázaro le acomodaba los atalajes a la pelirroja mula, y pedía el muchacho que sacara a Paquito, el burro blanco, alto y de poderoso esqueleto, de raza zamorana, malicioso y con más latines que un calepino. El joven atalajó al asno, con la posterior aprobación del señor Lázaro, que tras la pesquisa, enganchó las bridas al pescante, colocó la tralla en el tahalí y dispuso dos morrales con pienso, que echó sobre el carro junto con un capote de monte. –Ya veo que eres prevenido y te has traído el tapabocas. –Dice mi madre que a lo mejor llueve. –No es lo mejor que nos puede pasar... pero no va mal encaminada –ríe el señor Lázaro–. En lo que yo saco el carro, entra y dile a la señora Emilia que se avíe, que se va haciendo tarde. Una vez, ya hacía muchos años, había entrado el muchacho en aquella casa, cuando siendo monaguillo había acompañado al cura a darle el viático al señor Petronilo, el padre del señor Lázaro.

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El caso y ello es que Juan Miguel entró en casa y en voz alta «señora Emilia, que dice el señor Lázaro que si ya está preparada», que oyó que le contestaban «pasa, ya voy», y por eso fue que el muchacho echó a andar hacia donde sonaba la voz, la sala grande. Atravesó la cocina, anduvo un corto pasillo, torció a mano izquierda y al frente la puerta abierta de la habitación. La señora Emilia, de espaldas, introducía por su cabeza un vestido color granate. Al aire su espalda, su culo espléndido, sus muslos redondos, morenos, sobre los que resbaló el vestido. Un gozoso asombro paralizó al muchacho. Nunca había contemplado la desnudez de una mujer. Un turbión de sangre le coloreó el rostro. Retrocedió azorado, presuroso. Desde la cocina alzó la voz, temblona. –Señora Emilia, ¿esta bolsa que hay en la cocina es para cargarla en el carro? –Sí, gracias... ya termino. Cuando la señora Emilia apareció lo hizo cubierta con un vestido color granate de escote redondo y media manga, calzada con sandalias del mismo color y de la mano un velo negro. Levemente maquillada, que iba a pedirle al Cristo un milagro y no era cosa de presentarse hecha un cromo. –Hola Juanmi, –había saludado la señora Emilia al muchacho y le había acariciado suavemente la mejilla. Juan Miguel pensó que la señora Emilia estaba muy guapa aquella madrugada, que olía a hierbabuena y que la caricia en su mejilla le ardía como de lumbre. El piso del carro está cubierto con una manta sayaguesa y en el breve pasillo, entre los costales y la telera, el señor Lázaro ha dispuesto una silla baja, de asiento de espadaña, para un viaje más cómodo de su mujer. El señor Lázaro enlaza sus manos, y la señora Emilia se ha aupado al carro utilizando el elemental estribo que le ofrece su marido. Luego han colocado el tablón de cierre. El joven Juan Miguel se sienta junto al señor Lázaro. En el pescante. De reata, la pelirroja mula, y de cabecera, Paquito. El señor Lázaro da una voz, en el aire el quebrado trazo de la tralla y el carro se pone en marcha. –Cerca le va a andar si no nos llueve. –Eso digo yo, señor Lázaro. Han salido al arenoso camino de Hornillos. –Dicen que van a hacer pronto la carretera, señor Lázaro. –Eso dicen, pero vete tú a saber. La brisa les da de cara ..Ni una estrella, ni la luna, escondida tras las apretadas nubes. –¿Vas bien?, –el señor Lázaro vuelve la cabeza hacia la ventanilla. –Muy bien, –la voz lejana de la señora Emilia. La mujer se pregunta para qué hace el viaje. Ella siente que puede tener hijos, como los han tenido todas las mujeres de su familia desde generaciones anteriores. Ella siente que su vientre es tierra mollar y con tempero para la siembra. Una mujer lo siente muy adentro, en las entrañas. Rezará al Cristo de Hornillos, pero pensará más en su marido. Sabe la obsesión que tiene por tener hijos, alguien a quien dejar su apellido, su apodo, sus tierras, sus aperos. Su hombría. La señora Emilia, sentada en la silla de espaldas a la marcha, contempla el lento desfile de las copas de los pinos de los Montes Nuevos. El camino está en buen estado y la marcha es holgada y adormecedora. Al poco se duerme acunada por el sordo cante de los ejes del carro y el siseo de las llantas de hierro al roce con la arena del camino.

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Las luces del pueblo, el airoso campanario de espadaña de la iglesia aupada en lo alto del poblado, se han ocultado en la lejanía, en la noche. III –A qué hora llegaremos, señor Lázaro. –Calculo yo que a las nueves estaremos en el molino... nos tocará esperar que de fijo que habrá alguno que ha madrugado más que nosotros, ¿estás bien aquí? –Muy bien, señor Lázaro... además me gusta ver venir el día. –¿Te gusta la tierra? –Sí que me gusta, pero es difícil vivir de ella, señor Lázaro, así que en septiembre empezaré a ir a la Escuela de Artes y Oficios a aprender carpintería. –Eso está bien... ¡arre Paquito! –la tralla trazó una culebrina en el aire. ¿Y qué tal andas de novias? –Tiempo habrá, señor Lázaro, que soy muy joven. –Pues del tiempo de mi sobrino Lucio, así que andarás por los dieciséis. –Los hice en mayo. Han pasado los montes Nuevos, y cercana, a la orilla del camino a mano izquierda se recorta borrosa, erguida en el vallado, una mancha negra: la vieja y frondosa encina que señala la raya de Hornillos. Las primeras gotas de lluvia rebotaron en la lona embreada como si la apedrearan con chinarros. Unas gotas gordas, que al poco fabricaban en el aire un pegajoso sofoco surgido de la tierra caliente. El señor Lázaro ha detenido la marcha. Y ha descendido del pescante con el muchacho. El agua cae con hostigo y la visera sobre el pescante no resguarda por completo al conductor. El señor Lázaro ordena al joven que se quede dentro del carro. –Buena gana de mojarnos los dos... ¿haces bien el viaje, Emilia? –Que sí, que voy bien y cómoda, no te preocupes... ¿por dónde vamos? –Por la encina. El señor Lázaro hurga entre los costales y extrae un impermeable fabricado con las fundas de los sacos de abono nitrogenado, y se cubre con aquel rudimentario pero eficaz chubasquero decorado con nombres de fábricas, pesos, marcas, colores. Luego se encarama al pescante, y al poco se oyen sus voces bajo la lluvia: –¡Arre Rubia, Paquito...!, –la tralla sobre la grupa de la mula. La señora Emilia se ha sentado sobre la baja silla. La lluvia tamborilea sobre la lona, el aire se ha oscurecido, y dentro del carro, la mujer y el joven dos bultos apenas visibles. Se hace apagado el roce de las ruedas sobre la tierra ya húmeda, y sobre la capota se multiplica el furor de la lluvia, que se entrevera con las voces del señor Lázaro que acucia a las caballerías al comenzar el ascenso de la cuesta empinada de Las Negras. La lluvia rebota en la breve marquesina de madera, como si golpearan el parche de un redoblante. El señor Lázaro golpea la capota: –¿Estáis bien? Juan Miguel saca la cabeza y le responde que sí, que no se preocupe, y que le avise si le hace falta. Hubiera querido que le dijera que sí le necesitaba, que allí, junto a la señora Emilia no sabe de qué hablar con ella, apenas visible su rostro en la oscuridad, ni sabe donde poner sus manos, ni qué hacer con aquellas

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palpitaciones que le aceleran los pulsos, ni por qué se le presenta, así tan de repente, la imagen que sin querer contemplara hacía unas horas, el cuerpo desnudo de la señora Emilia, la primera vez que viera desnudo el cuerpo de una mujer, ni sabe qué hacer con aquel silencio, ni con aquellos pensamientos que de pronto le ponen tiranteces en las ingles. –Ya hemos pasado la cuesta de Las Negras, señora Emilia, ahora el camino se hace más llevadero –Juan Miguel con el cabello y el rostro descargando agua. Se ha resguardado en el carro, estribado en los costales, sujetándose a los enganches de la capota para hurtarse al traqueteo del carro. –Te cansarás ahí de pie, Juan Miguel –la voz de la señora Emilia sobre el ruido de la lluvia... además te estás mojando. –Estoy bien, señora Emilia. La señora Emilia se pregunta qué pensará el muchacho. Ella sabe que esta madrugada la ha visto desnuda. Por el espejo le vio escapar presuroso. El primer hombre, un mozuelo, que ha visto su desnudez. Y ese pensamiento la llena de una inexplicable alegría, y el corazón de una ternura desconocida y por el vientre una lumbre que le ardiera para remansarse luego en un escondido valle. –¡Tira Rubia.... vamos Paquito! –la voz y la tralla. La señora Emilia se ha levantado de la silla y se ha acercado al muchacho. Alarga el brazo y en la oscuridad palpa la cabeza y los hombros del joven, empapados de agua. Sobre los costales, el tapabocas de Juan Miguel. La mujer lo toma y comienza a secar al muchacho, que protesta débilmente, «Deje señora Emilia , que se mojará usted», y la mujer lo empuja hacia la silla, le despoja de la empapada camisa y le sigue secando la cabeza, el rostro, las manos que tratan de apartarla con suavidad, y el aliento del muchacho encendiéndole el vientre, apretando su cara contra su cuerpo y sus manos abrazando torpes las caderas de la mujer, que al poco ha comenzado a acariciar al muchacho lentamente, a guiar sus dedos y sus labios sobre su piel desnuda. Luego una violenta pasión ha zarandeado sus cuerpos, como la lluvia furiosa zarandea el aire, como la pasión juvenil, impetuosa, inexperta de Juan Miguel posee apasionada y violenta el cuerpo de la señora Emilia, y la mujer como un pedazo de tierra húmeda de pasión y de tempero, surco abierto con ansia a la siembra de la semilla. El carro avanza con lentitud sobre el barro. –¡Arre Rubia..! –la voz del señor Lázaro restalla en la oscura noche. Al rato se ha insinuado el alba y una débil claridad señala el horizonte y los perfiles. Y la lluvia comienza a caer mansamente. Sobre la tierra. Sobre el corazón de Juan Miguel. Sobre el fértil vientre de la señora Emilia.. Se han mirado el muchacho y la mujer. Y Juan Miguel, azorado, ha escondido la mirada, y la mujer le ha buscado los ojos y ha visto en ellos el gozo de la primera posesión, impensada, imborrable y única. Luego la señora Emilia –sólo Dios lo supo– ha cerrado los ojos y ha rezado por primera vez al Cristo de Hornillos. La oración más sentida y honda. Amanece. El nuevo día se insinúa pleno.

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IV Andaba mayo alborotado de siemprevivas y clavelillos azules, de blancas correhuelas y amapolas, de lirios silvestres y geranios de colores, de margaritas y azaleas de charca, y andaba toda la tierra preñada de verdes, colmándose de vida nueva. Al viejo señor Mauro, una vagoneta de ferrocarril le cortó las dos piernas en mil novecientos veintidós, el día de san Joaquín y Santana. Tenía entonces el señor Mauro cuarenta y tres años. Hoy, veinte años después, al señor Mauro lo levantan, lo asean, lo dan de desayunar, lo sientan en un sillón y lo estacionan en una pequeña terraza. Su mirada, como desde un faro, gira a tres aires. Lo más principal de la vida social y política del pueblo pasa ante sus ojos. Hoy, un día transparente del mes de mayo, el señor Mauro contempla el paso de las gentes camino de la misa mayor, para que luego de acabada, puede entretenerse, regocijado y festivo, en la contemplación de la comitiva del bautizo del primer hijo de la señora Emilia y el señor Lázaro, que el año pasado, por el mes de agosto, peregrinaron a Hornillos para pedirle al Cristo que le llegara la preñez. El niño tiene el cabello crespo, y el color de los ojos, entre azul y gris. Del color de la lluvia.

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Sonst aber, kann man den Tod wagen. Man ist eben als biblische Taube augeschickt worden, hat nicht Grünes gefunden und schlüpft nun wieder in die dunkle Arche.2. Franz Kafka a Milena

No pasan de tres o cuatro las cosas verdaderamente definitivas que uno hace en la vida. Acaso una de las más pertinaces de cuantas he producido fue aquel primer bosquejo de la Náyade, que vio casualmente la luz en una fría noche de cambio de año, entre mis quince y mis dieciséis, según me condenó a recordar para siempre. Referirme a aquella noche es referirme a una muchacha imprevista, a una coincidencia que el transcurso de tantos días leales a su memoria despojó de azar para convertirla en criterio y causa. Porque ella vino en el momento preciso, cuando en lo más profundo de mi alma descartaba que fuera a sucederme un encuentro como aquél. Porque fue exacta: tan hermosa, tan dulce y sutil como no cabía que fuera.

1. En la reseña que escribiera allá por 1995 acerca de mi primera novela publicada, Noviembre sin violetas, el profesor Senabre intuía que aquel novelista aparentemente primerizo debía de haberse ejercitado con la escritura de otras obras que no habían visto la luz. No erraba: había, y hay, tres novelas anteriores que continúan inéditas. Pese a sus ingenuidades y torpezas, me ha parecido oportuno rescatar para aportarlo a estas páginas un fragmento de la tercera de ellas, El arca oscura. Aunque tardío, es un gesto de gratitud hacia ese bisoño escritor que permaneció escondido (y al que tanto debo), pero sobre todo, hacia el crítico que supo, aun sin leerlo, adivinar su existencia. 2. «Por lo demás, puede hacerse frente a la muerte. Uno ha sido enviado en realidad como la paloma bíblica, no ha hallado ninguna rama verde y vuelve a deslizarse dentro del arca oscura».

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Yo estaba enfermo, según me ha ocurrido a menudo cuando me traía o iba a traerme entre manos algo importante. Asistía a aquella cena obligado por una circunstancia que escapaba a mi control, y sin el menor entusiasmo por la gente más bien enojosa que formaba el grueso de la concurrencia. Una vez acabada la cena propiamente dicha, transcurridas las campanadas y el ritual subsiguiente, todos los comensales habían saltado de sus asientos y se repartían efusiones en las distintas zonas de la sala. Yo, apoyado en el respaldo de una silla, contemplaba este ceremonial con una copa del obligado brebaje espumoso y amargo en la mano. De cuando en cuando mojaba en él los labios, mientras mi cerebro vagaba de las zafias imágenes de voracidad de marisco que había presenciado aquella noche a las inciertas perspectivas que el nuevo año me ofrecía. Entonces ella comenzó a hacerse visible. Primero sentada al otro lado de la sala, hablando con otras muchachas. Luego aquí y allá, acercándose a los distintos grupos con gesto risueño. Finalmente, caminando sola, el semblante abstraído, esquivando a unos y a otros en dirección a los lavabos. La intercepté cuando, de regreso, pasó junto a mí. Se había hecho con una copa y, al reparar en ello, menos por cálculo que por darle alguna utilidad a la mía, decidí brindar cuando llegase a mi altura. Ella se detuvo un instante para corresponderme, con una sonrisa que me costó recibir como trivial porque la acompañó del excesivo misterio de su primera y concentrada mirada de frente. No pretendía nada con aquel brindis, sentía que la fiebre me estaba subiendo y lo único que me apetecía era meterme en cama. Lo hice por instinto, por no dejarla pasar sin más. Y sin embargo, cuando ella siguió su camino, ya sabía que iba a volver y que yo, entre tanto, me limitaría a esperarla como si ninguna otra cosa tuviera sentido. No hube de aguardar demasiado. Busqué un lugar tranquilo, tras una de las mesas más alejadas del centro de la sala. Me senté y al cabo de unos minutos ella vino a ocupar la silla contigua a la mía. Respondí a sus preguntas alegando excusas inconvincentes acerca de mi enfermedad y superamos con encomiable rapidez, pese a mi absoluta inexperiencia, esta etapa preliminar y estéril. Pronto me sorprendí simplemente escuchándola, descubriéndola. Su fisonomía y su cuerpo eran casi infantiles. Sus ropas (un jersey de cuello alto oscuro, un pantalón corriente) no añadían a su escualidez pálida ninguna sofisticación. Tenía quince años y todavía estaban naciéndole, tímidos, dos bultitos perdidos en la llanura de su pecho. En lo demás era recta y dura como un muchacho. Su encanto resultaba de mezclar aquel cuerpecito inquieto con la firmeza de sus ojos pequeños y con la blanca suavidad de sus facciones. Hablaba con una voz comedida y con el vuelo de sus manos finas e inquietas, relatándome sin prisa ni rodeos su infancia y las dos o tres anécdotas que completaban su historia. A todo ello yo procuraba oponer el menor número de frases improcedentes, rendido a la evidencia de que era ella quien sostenía ambos extremos de la seducción. A mí sólo me correspondía tratar de estorbar su tarea lo menos posible. Me propuso bailar y bailamos (o ella bailó mientras yo porfiaba por disuadirla con mi incompetencia), me llevó y me trajo de una a otra punta del local y me introdujo en cuatro o cinco grupos, de los que a los pocos minutos me arrancó sin contemplaciones, con gran alivio por mi parte. Y durante toda la noche toleró mis continuos errores, siempre manteniendo clavados en los míos sus ojos brillantes y obstinados. Hacia el final, avanzada ya la madrugada, ella me abandonó varias veces para ir a atender otros asuntos. La dejé separarse sin temor, aleccionado por su extraña

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solicitud hacia mí, que impedía cualquier sospecha de que fuese a anteponer algún otro propósito al de velar por mi satisfacción. La miraba hablar con otras personas sin recelo, sintiendo anclado en mi pecho un hilo mágico que la sujetaba imperceptiblemente por la espalda, sin estropear la libertad de sus revoloteos ni herir la claridad de su risa. Quizá en uno de esos instantes en que desde mi silla de enfermo paladeaba medio borracho la euforia de ser Dios, es decir, de creerme dueño de aquel ángel límpido, alguien se acercó a comunicarme que aquellos de quienes dependía mi presencia allí se disponían a irse. Al igual que no había podido oponerme a acudir, tampoco ahora me cabía pretender mi permanencia independiente de ellos. Acepté en silencio la noticia y fui a buscarla para enterarla de mi marcha. Cuando se lo dije, Ana sonrió y escudriñó de nuevo el vacío de mis pupilas como si fueran la única imagen digna de ser mirada en el mundo. Puso alrededor de mi cuello una guirnalda y me pintó en una servilleta su número de teléfono, con un lápiz de labios prestado. Ella no usaba esa clase de utensilios. En la semana siguiente ocurrieron un par de cosas inexplicables y decisivas. Rompí la servilleta manchada de carmín y, al pasar junto a una papelera, al tercer o cuarto día, un impulso no identificado hizo que mi mano extrajera la guirnalda del bolsillo del abrigo, donde seguía desde aquella noche, y la enviara a reunirse con un revoltijo de colillas, plásticos y mondas de fruta. En cierto sentido, esos dos actos no significaron nada: había memorizado y recordaba el número de teléfono (como lo recuerdo aún hoy, con sus tres seises, dos nueves, un ocho y un tres); y mientras la guirnalda desaparecía en las fauces de la papelera mi memoria no dejaba de devolverme al momento en que sus dedos blancos y fríos habían rozado mi cuello al colocármela. Sin embargo, en otro sentido, no menos digno de consideración, aquellas dos renuncias eran la primera expresión de una actitud que en el futuro lamentaría, pero que entonces, todavía hoy sigo sin entender por qué, obedeció a una grave y profunda necesidad. Porque no pudo ser sólo descuido que dejara transcurrir aquella semana sin llamarla, como habíamos convenido. Porque tampoco fue desgana lo que me aconsejó resistirme la semana posterior, y la otra, y así mes tras mes hasta darme cuenta de que había pasado un año y medio y, sin duda, me había excedido posponiéndolo. No se atraviesan varios centenares de días ininterrumpidos con el mismo pensamiento al despertar y al anochecer por indiferencia hacia ese pensamiento. La imagen y la idea de Ana, fundidas en un símbolo interior crecientemente desvaído en la forma, pero cada vez más arraigado su oscuro significado en mi alma, se fueron convirtiendo en mi finalidad más incuestionable, al tiempo que me empeñaba en tenerla a distancia. No puedo esclarecer la naturaleza del sentimiento que me inducía a obrar así. Sé que tenía miedo, de ella y del mundo, de que ella perteneciera al mundo o fuera demasiado ajena a todo. Intuyo que también había fe: una fe escrupulosa en ella, que exigía acogerla irrevocablemente dentro de mí antes de reencontrarla y sufrir la tentación de ponerla en duda. Lo que esa inextirpable herencia cartesiana que a todos nos embrutece me impide ver es por qué, dejando a un lado las señales y las circunstancias que lo prepararon (en rigor, objetables), la elegí a ella para tan inmensa función, tras apenas cuatro horas, sólo por haber permitido que mis manos rodearan su cintura infantil y por haberme sugerido con el resplandor diminuto y tozudo de sus ojos que yo era algo más que un accidente cualquiera. Estaba solo, no esperaba nada de mi porvenir y ella había sido hermosa y propicia. Pero también habría podido no creer en ella, o haberla

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llamado a los dos días, haber protagonizado alguna escaramuza deplorable y haber continuado ileso y tranquilo. Fue todo lo contrario, fue inventarle aquel nombre impronunciable, Heisah, y empezar a escribirle historias y poemas, a dibujarla en lo más recóndito de un bosque, flotando entre túnicas sobre un espejo de agua, o siendo asesinada por un jinete inalcanzable que se alejaba sin ruido mientras yo sostenía su agonía sobre la arena cálida de un desierto de dunas azules. Fue comenzar a verla en otras muchachas, más altas, más morenas, menos aniñadas, más pecosas e incluso rubias. Y acumular todas las imágenes sucesivas en aquel modelo primigenio, cada vez más incuestionable, que determinaba no sólo la medida de la belleza femenina (lo que habría sido comprensible) sino también la norma para dirimir qué podía merecer fidelidad y acatamiento de lo que contenía el mundo. En este delicado estado de cosas, al cumplirse más o menos dieciocho meses desde su aparición, una exigencia insensata me obligó a tomar un mal sábado el teléfono y marcar aquel número. Lo hice igual que había estado todo aquel tiempo dedicado a ella y sin llamarla: desorientado, observando incrédulo los giros inexorables de mi índice en la ruedecilla del aparato, desde el primero al tercer y último seis. Al cabo de un par de nimias dificultades, su voz, que reconocí como si la hubiera oído el día anterior, surgió al otro lado de la línea. A mis atolondradas y extemporáneas proposiciones, que opté por resumir en una cita para el sábado siguiente, ella respondió con un tenue sí. Cuando colgué el auricular noté distintamente una quiebra en el júbilo que trataba de defender a toda costa. Tal vez mi subconsciente se había precipitado a averiguar que, después de año y medio de espera, había dado el primer paso para perderla. Varios detalles fundamentales me separaban de la figura que me aguardaba puntual en el lugar fijado, mientras avanzaba hacia ella en aquella soleada mañana sabatina que yo había buscado para mi desgracia. Precisamente la mejor prueba de esta divergencia fue el argumento al que con toda ingenuidad me aferré para alentarme: su rostro no difería apenas de la imagen que custodiaba mi memoria. En dieciocho meses, aquella muchacha había tenido tiempo para esperarme, desistir, maldecirme o encogerse sin más de hombros y, en cualquier caso, olvidarme. Yo, en cambio, seguía en esa mañana encantada del día siguiente: tan hechizado, tan confundido como si la guirnalda colgase todavía de mi cuello. Ella llegaba de un viaje largo por otras tierras, pero yo no había dejado de vivir a su lado, perpetuando de un modo enfermizo aquel estado naturalmente efímero hasta convertirlo en el hábito que me definía. Le había puesto un nombre y había imaginado para ella todas mis historias. Le había dado mis noches y había paliado, a fuerza de evocarla, la infecundidad de todos los soliloquios y crepúsculos. Era lógico que obtuviera de sus facciones una simple confirmación de mi recuerdo. Las caras, dentro de lo que cabe, cambian poco (no en vano es lo que acostumbramos a fotografiarnos para saber muchos años después que éramos nosotros). Pero casi al instante advertí, como una amenaza, que sus pechos ya no eran la insinuación que yo había atesorado, sino dos azucenas reventadas que abultaban bajo su jersey. Ahí tenía la evidencia de que ella había andado su propio camino. Aquella entrevista sirvió para pocas cosas, varias de ellas cruciales: para enamorarme como un idiota de su flamante atractivo de mujer, que reemplazaba, aunque incompletamente, el de la niña a la que había conocido; para dejarla grabada para siempre sobre los diversos paisajes de Madrid que recorrimos durante nuestro

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paseo, iniciando mi encadenamiento a esta ciudad deslavazada; y, sobre todo, para descubrir poco a poco el error de haberme atrevido a aspirar a que ella contribuyera a alimentar un ensueño al que sólo mis fuerzas, mi tesón y mi anhelo estaban prendidos. Por lo demás, volví a contemplarla, y a escuchar de sus labios menudas peripecias de niña envueltas en aquel aire insólito que su voz daba a los menores acontecimientos. Incluso recibí, aun cuando sus ojos se mostraban más elusivos, alguna de esas miradas en las que, pese a las demás modificaciones, continuaba abismándose en momentos insospechados. Aquellas cuatro horas, aunque tanto ella como yo nos dábamos cuenta de que estábamos representando una comedia sin sentido, albergaron algunas otras compensaciones, como la de restituirme la sensación de su proximidad física, aquella presencia leve pero segura caminando a mi lado, tanto más valiosa cuanto que presentía la desolación inminente de carecer de ella. Luché contra este presagio amontonando palabras sobre palabras, temeroso de que todo se esfumara al callarme. En medio de alguna embarullada peroración su mano se alzó para interrumpirme. Entonces dijo la única frase que recuerdo de ella: – ¿Has visto qué silencio, alrededor, de pronto? Estábamos sentados en una calle céntrica, a una hora espantosa de tráfico. Y en efecto, como ella había notado, todo había enmudecido. Yo no supe, quizá tampoco estaba en mi mano, reaccionar como requerían las circunstancias. Apresuradamente reanudé mi vano discurso, con menguante convicción ante el gesto de fastidio que fue torciendo aquel semblante cada vez más ausente. Creo que fue poco después cuando le entregué alguno de los desmañados escritos que me había inspirado. Esto no tuvo, ya, ninguna importancia. En aquella ocasión su despedida fue esquiva, ambigua; pero dos meses después, cuando incapaz de albergar por más tiempo mi sobado desaliento decidí renovarlo con una segunda llamada telefónica, su negativa a participar por un segundo más en mi pobre juego fue tan inequívoca como permitían la buena educación y la piedad. Todavía hoy creo que esa actitud, netamente hostil, fue justo lo que le reclamaba en aquel instante, persuadido en secreto de que tenía que vaciarme de ella. Pero no fue fácil actuar en consecuencia, después de obtener su desentendimiento. Más bien al contrario, e inspirado por cierto célebre ciclo de sonetos, encontré para ella aquel nombre de Dama Negra, cuyo mérito estético era tan escaso como su originalidad, pero que surtió efecto como alimento de nuevas fantasías, rindiéndome aún más y desde una postura paulatinamente suicida a aquel espectro que proclamaba un pasado inexistente. Ahora la soñaba siempre abrigada de oscuros terciopelos, tamizada la claridad de sus rasgos por el vuelo refrenado de livianos velos de gasa negra. Y su mirada fija era la luz del infierno, y mi fe, la destrucción. De vez en cuando volvía a verla en las noches de primavera, dulcemente transubstanciada en jirones grises de nube a la luz argentada de la luna. Pero siempre, cesado este recuerdo, retornaba el imperio de aquella nueva lírica vertida en licor de cuchillo, de la que ella, mi mentida dama negra, era diosa sin pretenderlo. A medida que fui insistiendo en asimilar a aquel símbolo cuanto de malvado y bello existía en el mundo, Ana (que, en puridad, apenas había estado allí) fue desdibujándose del retrato al que mi desviado amor se aferraba. Vinieron otras, muchas, que fueron rápidamente absorbidas y desechadas por mi precioso arquetipo,

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pero que poco a poco fueron modificándolo, hasta exigir que se le impusiera un nuevo nombre que lo purgara de la servidumbre que mantenía hacia su origen. Cuando la llamé la Náyade, aquella muchacha apenas rozada que desde una noche improbable y una mañana indebida me había arrojado al culto del agua, la noche, la ciudad o lo pálido, empezó a desprenderse de mis cavilaciones cotidianas en favor de un presentimiento más incierto de lo que había de ser perseguido. Había vivido tres años pendiente de ella y, en gran medida, en ella había desperdiciado mi juventud. Pero quizá sea éste, de todos mis crímenes, el que menos inquieta mi conciencia, y aquel del que menos me he retractado. No obstante la final deserción, guardé, y todavía guardo, subrepticias lealtades hacia aquel ser fugaz, escondido más allá de la urdimbre de imaginaciones en que terminé diluyéndolo. Mis dedos no han olvidado el calor ligeramente húmedo de su cintura, en la noche primera, aquel calor previo a todas mis invenciones, que me estremece triunfante sobre todas ellas. También hube de entregarme, años después de todo, a una criatura perversa y quizá vulgar (a la que llegué, hiperbólicamente, a llamar Lady M), sólo porque miraba igual que ella y porque en la piel de su pecho se transparentaban azules las venas del mismo modo en que lo hacían bajo la tez sin color de aquella niña distante. Y nunca más me atreví, por respeto a la indescifrada ilusión que le había visto poner aquella mañana, a quebrar un silencio inesperado. (Y si me despego de lo que acabo de escribir, como si yo no fuera quien lo ha compuesto y vivido, y si me eximo de tributarle mi interés y me convierto en juez ajeno de lo relatado, ¿sería posible no apreciar la prueba como una más de una existencia ficticia, intocada por el soplo contundente de lo que la convención y acaso la naturaleza toman por auténtica vida? ¿Cabría no deducir que he pasado todos estos años recluido en una dudosa mazmorra de avatares interiores, prescindiendo de la importancia objetiva de los estímulos externos que los provocaron?) En esta historia hubo una niña y luego una mujer de carne y hueso, que emplearon en su intervención unas pocas horas, que se marcharon sin llevarse nada más que mi nombre (cuesta tan poco extraviar un nombre, o confundirlo) y tres o cuatro merodeos incoherentes. El resto lo hice yo solo, sobreponiendo el arte a la vida. Unas horas de acto y décadas de añoranza, un poco de verdad y un infinito de engaño. No me estoy arrepintiendo (juro que no me arrepiento). Intento explicar una vez más, en estas páginas que no leerá nadie, por qué no pude suscribir lo que el sentido común me proponía y por qué, de paso, no pude pertenecer a lo que me rodeaba. Hay quien señala la verdad para negar la mentira; yo expongo mi mentira para desvincularme de lo que se acuerda en defender como la verdad.

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El paso cambiado de las cigüeñas JENARO TALENS

A Ricardo Senabre

La cancela de hierro está cerrada está cerrada y al otro lado de la noche, allí donde el desierto es pálpito y costumbre, un riachuelo instaura el intervalo. Avanza con un sigilo impropio entre los juncos y los matorrales. Parece avergonzado de su delgadez. Desde el balcón abierto un hombre observa la monotonía con que se desparraman sobre los guijarros los últimos resquicios de la claridad. A izquierda y a derecha, las tapias del jardín se alzan desnudas. Sólo el musgo cubre de cuando en cuando una hendidura. El limo empapa su retina y puede imaginar tal vez algunas yedras con lagartijas donde el sol se pone. Inclinado sobre la baranda, ¿se pregunta quién proyecta sombra entre las lilas, si la luz, dudosa, ya no alcanza? ¿O son nubes que empiezan a dejar el nido? Unas luciérnagas chisporrotean

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como la llama débil de un candil. El vuelo de las lechuzas en el descampado, el cri-crí de los grillos en las enramadas son el sonido de la orquesta. El hombre entra y cierra el balcón. Tras la cancela es tan borroso el mundo, todavía.

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El jardinero intermitente MANUEL TALENS

A Ricardo Senabre

Mi mujer y yo nos mudamos a Bonneville cuando ella obtuvo en propiedad la plaza de profesora de inglés en el Lycée Guillaume Fichet. Aquel cambio en nuestras vidas fue como un presagio de tiempos mejores. El verdor del paisaje en esa zona de Francia nos entusiasmó, pues veintiséis lentos años en la árida costa mediterránea habían terminado por instalar el tedio entre nosotros. Como estábamos hartos de vivir en apartamentos alquilados decidimos comprar una casa que tuviera vistas a los Alpes y jardín. El simple hecho de hacer planes era ya una novedad estimulante que nos recordaba nuestra juventud. No nos fue difícil encontrar la casa. Un profesor de matemáticas que se jubilaba aquel curso nos vendió la suya. Era amplia, soleada, y el jardín estaba lleno de maleza, como si nadie se hubiese ocupado nunca de él. Instalamos los pocos muebles que poseíamos en algo más de una semana. Ésa fue la parte fácil del traslado. Pero el jardín me preocupaba. Aunque no lo llegué a expresar, sentía desasosiego al pensar en el esfuerzo que nos esperaba para convertir aquella selva impracticable en un lugar atractivo que invitase a pasear entre flores y macizos rocosos. Ante la inminencia de la tarea, caí en la cuenta de que todo jardín fructifica o decae en paralelo con los seres humanos que lo cuidan, y no me sentía seguro de tener las fuerzas o la capacidad o el deseo de implicarme. El hecho de crecer sobre el asfalto me ha ceñido siempre a horizontes urbanos y desde muy pronto dirigió mi destino hacia una actividad tan poco simbólica como la del diseño industrial, que me obligó durante mucho tiempo a realizar continuos viajes de trabajo a París. La llegada de internet había espaciado aquellas

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ausencias, pero no las eliminó del todo, así que cuando llegó el momento de iniciar el arreglo del jardín me inventé una llamada del director de la compañía. –Lo siento, Julie, he de ir, pero volveré antes del fin de semana. Mi mujer disimuló a duras penas su decepción. –Qué lástima –dijo–, con el buen tiempo que está haciendo. Aprovecharé para comprar las herramientas de jardinería y el sábado podremos empezar. No fui a París, sino a Clermont-Ferrand junto a Geneviève, una compañera de la universidad con quien comparto amores fugaces, y el viernes por la noche regresé a Bonneville. Aquel mismo sábado comprendimos que el arreglo del jardín sería un trabajo más arduo de lo previsto. Al anochecer estábamos exhaustos y apenas habíamos desbrozado un pequeño rincón. –No vamos a poder –me dijo. La miré sin responder. Se lo comenté al vecino de enfrente y éste me dio el teléfono de Monsieur Chapaz, un primo suyo que redondeaba su pensión como jardinero. Marqué el número y fijé una cita con él. El lunes vino a casa a negociar el presupuesto. Era un anciano de físico agradable. Mientras le mostraba el terreno, observé que se refería a las plantas como viejas compañeras a las que se debe mimar. Me contó que había trabajado cuarenta y cinco años de maquinista en la SNCF, pero que no echaba de menos los largos trayectos rutinarios a través de Francia, en los que la costumbre terminó por enfriar el entusiasmo de los comienzos. Los jardines, en cambio, están anclados en la tierra y permanecen, eso era lo que más le gustaba de ellos. Los había descubierto por casualidad tras su jubilación, eran ya su punto de referencia, y el constante revivir de los arbustos con las estaciones le estaba ayudando a envejecer sin temor. Tenía un hablar pausado, miraba directamente a los ojos, inspiraba serenidad. Me habló también de sus hijos, de sus nietos, de su mujer, y al escucharlo saqué la impresión de que era un hombre feliz. A la mañana siguiente, tal como había prometido, Monsieur Chapaz llegó a las ocho en punto y nos despertó con el ruido de su pequeño tractor. Parecía infatigable a pesar de la edad. Cuando dio de mano al caer el sol, había despejado toda la maleza y en la parte delantera del jardín hizo dos enormes montones con las ramas. –Mañana traeré la camioneta y las llevaré a la décheterie. Luego, una vez que todo esté limpio, empezaré a preparar el terreno –dijo. Mi mujer y yo estábamos contentos. Aquella noche hicimos el amor. Pero Monsieur Chapaz no se presentó al día siguiente. Lo llamé por teléfono y me explicó que estaba muy ocupado con otro jardín. Añadió que tan pronto como terminase vendría a nuestra casa. Pasaron dos semanas y el jardinero seguía sin aparecer. Extinguida la savia que las había alimentado, las ramas de los montones se fueron marchitando. La convivencia entre mi mujer y yo volvió a ser como siempre. Nada había cambiado, salvo el domicilio. Cuando ya no lo esperábamos, Monsieur Chapaz volvió a despertarnos una mañana con el ruido del motor bajo el ventanal. Trabajó ese día entero y desapareció de nuevo. El verano transcurrió con monotonía. La campiña francesa puede ser el lugar más bello del mundo y también el más aburrido. Nuestro jardín seguía transformándose con la cadencia intermitente de su hacedor. Ya bien entrado el otoño,

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Monsieur Chapaz dio por concluido su trabajo. Todo estaba en orden, dijo, y cuando llegase la primavera nos sorprenderíamos con la exuberancia de las flores. El solo hecho de imaginarlo mejoraba mi humor. Justo antes de las vacaciones escolares de Navidad, mi mujer regresó una mañana del instituto de forma intempestiva. Cuando vi su cara desencajada supe de inmediato que algo irreparable acababa de suceder. –Monsieur Chapaz ha muerto –dijo con un hilo de voz–. Ha sido hoy temprano, al salir de Cluses. En la carretera había hielo y su coche volcó. Nos abrazamos. Empezó a sollozar y yo me contagié. La besé en los labios con la urgencia de las despedidas. Dormí mal aquella noche, mientras repasaba nuestros años de matrimonio. A las seis de la mañana me levanté, fui al armario del pasillo, saqué la maleta, regresé al dormitorio y empecé a llenarla de ropa como cuando voy a París. Mi mujer me observaba en silencio desde la cama. Cuando hube terminado, me volví hacia ella. Sus ojos mostraban un halo triste en la mirada, los míos también. Con mi equipaje ya en una mano me acerqué a la cabecera, le acaricié la mejilla por última vez y salí del cuarto. Me esperaba un largo viaje.

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Sherlock Holmes y la literatura JAVIER TOMEO

Ramón acude esta mañana a nuestra cita de cada viernes en el Casino de K con una horrible corbata amarilla que le sienta como un tiro. Lo más probable es que se la haya regalado una de sus abominables tías, aunque la verdad es que a mi amigo le sientan mal todos los colores. El único que le favorece es el negro, es decir, la negación de todos los colores. –Buenas tardes, a pesar de todo –suspira, tomando asiento en su butaca preferida. Y cuando recupera el resuello me cuenta sin más rodeos que ayer noche, después de cenar, salió a dar una vuelta por el centro de la ciudad y no encontró un alma por la calle. Le contesto diciéndole que tampoco a mí me gusta salir de casa por las noches y que prefiero meterme en la cama con una buena novela de misterio en las manos, por ejemplo, una novela de Sherlock Holmes. –¿Sherlock Holmes? –me interrumpe, arrugando la nariz–. No me gusta ese personaje. No me parece recomendable. Y para justificar esa antipatía dice que al famoso detective inglés no le gustaba la literatura. –¿No te parece razón más que suficiente para que no me parezca recomendable? –me pregunta, señalándome con el índice, como si yo tuviese la culpa de algo. Añade a continuación que Sherlock Holmes fue un tipo curioso que tampoco se interesaba lo más mínimo por la Filosofía y la Astronomía. –Por ejemplo –continúa explicándome– le importaba un pimiento que sea la Luna la que da vueltas alrededor de la Tierra y no al revés. Le daría exactamente lo mismo. «Aunque sucediese lo contrario –le repetía muchas veces a su fiel ayudante Watson–, ello no supondría para mí ninguna diferencia».

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JAVIER TOMEO

–¿Qué es entonces lo que le interesaba? –Únicamente aquello que pudiera resultarle útil para su trabajo: anatomía, química y botánica, sobre todo en lo referente al opio, a la belladona y los venenos en general. Y le interesaba también, obviamente, la literatura sensacionalista y del corazón, si es que a ese género se le puede llamar también literatura. –Pues en estos tiempos y en este país no le faltaría qué leer –suspiró, encendiendo uno de mis abominables cigarros puros.

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A modo de poética ÁLVARO VALVERDE

Para el profesor Senabre

Como el agua, que limpia se detiene en esas balsas formadas por las hojas cuando obstruyen el frágil discurrir de la corriente. Como el agua, que pasa y que no vuelve sobre un cauce de arenas y guijarros. Como el agua, que, toda claridad, es espejismo que revela cercano lo distante. Como el agua, que la mano atraviesa confiada y nunca, sin embargo, toca fondo. Como el agua, metáfora y verdad. Sí, como el agua.

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Tabula gratulatoria

Área de Teoría de la Literatura, Universidad de Cádiz. Área de Teoría de la Literatura, Universidad de Córdoba. Área de Teoría de la Literatura, Universidad de Extremadura. Área de Teoría de la Literatura, Universidad de Granada. Área de Teoría de la Literatura, Universidad de Oviedo. Área de Teoría de la Literatura, Universidad de Santiago de Compostela. Área de Teoría de la Literatura, Universidad de Sevilla. Biblioteca Municipal de Alcoy y Alicante. Departamento de Filología Clásica e Indoeuropeo, Universidad de Salamanca. Departamento de Filología Española, Universidad de La Laguna. Departamento de Filología Francesa, Universidad de Salamanca. Departamento de Filología Moderna, Universidad de Salamanca. Departamento de Lengua Española, Universidad de Salamanca. Departamento de Literatura Española e Hispanoamericana, Universidad de Salamanca. Departamento de Lingüística General e Hispánica, Universidad de Zaragoza. Begoña Alonso Monedero. I.E.S. Venancio Blanco, Salamanca. Román Álvarez Rodríguez, Decano de la Facultad de Filología. Salamanca. Adelaida Andrés Sanz, Universidad de Salamanca. Yolanda Arencibia Santana, Universidad de Las Palmas de Gran Canaria. Manuel Asensi Pérez, Universidad de Valencia. Vicente Bécares Botas, Universidad de Salamanca. Javier Blasco Pascual, Universidad de Valladolid. María Luisa Burguera Nadal, Universidad de Castellón. Valentín Cabero Diéguez, Decano de la Facultad de Geografía e Historia. Salamanca. José Luis Cabezas García, Catedrático E.S. Salamanca. Antonio Campesino Fernández, Universidad de Extremadura. Ignacio Coca Tamame, Universidad de Salamanca. Gregorio Coloma Escoín, Alcoy. María José Conde Guerri, Universidad de León.

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TABULA GRATULATORIA

Francisco Cortés Gabaudan, Universidad de Salamanca. Baltasar Cuart Moner, Universidad de Salamanca. Alberto Estella Goytre. Salamanca. José Carlos Fernández Corte. José Antonio Fernández Delgado, Universidad de Salamanca. Iñaki Gabaráin, Fundación José Ortega y Gasset. Paulette Gabaudan de Cortés, Salamanca. Antonio Garrido Domínguez, Universidad Complutense de Madrid. Olegario González de Cardedal, Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. Juan Gutiérrez Cuadrado. Clara E. Hernández Cabrera, Universidad de Las Palmas de Gran Canaria. Gregorio Hinojo Andrés, Universidad de Salamanca. Montserrat Iglesias Santos, Universidad Carlos III. Ricardo López Serrano, catedrático E.S. Salamanca. Miguel Ángel Lozano Marco, Universidad de Alicante. Mercedes Luelmo Sáenz, Salamanca. Elena Llamas Pombo, Universidad de Salamanca. Felipe Maíllo Salgado, Universidad de Salamanca. José Carlos Mainer Baqué, Universidad de Zaragoza. María Jesús Mancho Duque, Universidad de Salamanca. Ángel Marcos de Dios, Universidad de Salamanca. José Luis Martín Martín, Universidad de Salamanca. Antonio Ojanguren, Catedrático E.S., Salamanca. M.ª del Pilar Palomo Vázquez, Universidad Complutense. José Antonio Pascual Rodríguez, Real Academia Española. José Pérez i Tomás, Universidad Miguel Hernández de Elche. Antonio Pintor Ramos, Universidad Pontificia de Salamanca. Francisca Pordomingo Pardo, Universidad de Salamanca. Fernando Primo Martínez. Pilar de la Puente Samaniego, Universidad de Salamanca. Genara Pulido Tirado, Universidad de Jaén. Antonio Prieto Martín, Universidad Complutense. Rogelio Reyes Cano, Universidad de Sevilla. Daniel Roca Suárez, Universidad de las Palmas de Gran Canaria. José Romera Castillo, Universidad Nacional de Educación a Distancia. Fernando Romo Feito, Universidad de Vigo. Carmen Ruiz Barrionuevo, Universidad de Salamanca. José Antonio Samper Padilla, Universidad de Las Palmas de Gran Canaria. Josep Lluís Santonja, Director de la red de Bibliotecas Municipales de Alcoy. Luis Santos Río, Universidad de Salamanca. José Sanus Tormo, Alcoy (Alicante). Enric Sullá Álvarez, Universidad Autónoma de Barcelona. José Valles Calatrava, Universidad de Almería. Fernando Valls Guzmán, Universidad Autónoma de Barcelona. Bénédicte Vauthier, Université François Rabelais Tours. M.ª Concepción Vázquez de Benito, Universidad de Salamanca. Darío Villanueva Prieto, Universidad de Santiago, Real Academia Española. Agustín Villar Ledesma, Cáceres.

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SE TERMINÓ DE COMPONER, IMPRIMIR Y ENCUADERNAR EN LOS TALLERES SALMANTINOS DE GLOBALIA ARTES GRÁFICAS TEORÍA Y ANÁLISIS DE LOS DISCURSOS LITERARIOS EL DÍA 28 DE ENERO DE 2009, FESTIVIDAD DE SANTO TOMÁS DE AQUINO, INTELECTUAL PROFUNDO, PENSADOR Y PATRONO DE LA UNIVERSIDAD ESPAÑOLA.

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ESTUDIOS FILOLÓGICOS, 324

Ediciones Universidad

Salamanca