Teatro y sociedad en la España actual
 9783964565327

Table of contents :
ÍNDICE GENERAL
Agradecimientos
Prólogo
I. TEATRO Y DEMOCRACIA: CAMBIOS SOCIOPOLÍTICOS Y GESTIÓN CULTURAL
Creación autorial y gestión teatral: una interrelación en la escena española contemporánea
Teatro y gestión: el Teatro de La Abadía de Madrid
II. CANON AUTORIAL Y ESCÉNICO: LO SOCIOPOLÍTICO COMO ELECCIÓN DRAMÁTICA
El tratamiento del machismo en el teatro posfranquista
Luces y sombras de la nueva identidad femenina en el teatro español actual
Personajes políticos y culturales en el teatro histórico actual: del Conde-Duque de Olivares a Samaniego
Esos laberintos de la conciencia: Buero Vallejo en la transición y la democracia
Alfonso Sastre y Edgar Allan Poe: una relación literaria
Forma y función de un teatro documental español: “Ahlán”, de Jerónimo López Mozo
Lourdes ante Lorca. “El local de Bernardeta A.” (1995)
La fauna urbana en el teatro de José Luis Alonso de Santos: del “moro” a la moralidad
Temas sociales conflictivos en el teatro de José Luis Alonso de Santos
“Cachorros de negro mirar”, de Paloma Pedrero y “El traductor de Blumemberg”, de Juan Mayorga: dos acercamientos al neonazismo
III. LA RENOVACIÓN DE LOS LENGUAJES TEATRALES: DISCURSOS TEXTUALES Y ESCÉNICOS
¿Entre posmodernidad y compromiso social? El teatro español a finales del siglo xx
Teatralidad y teatrería en la sociedad del espectáculo (las estrategias del Bufón)
¿Fragmentos, elipsis, huecos textuales? La escritura de los jóvenes autores dramáticos
El ritmo como paradigma estético del teatro español actual
Para una teoría del “no-lugar” en el teatro español contemporáneo
Los discursos del cuerpo en la creación escénica contemporánea
Las servidumbres naturalistas del cine (sobre algunas adaptaciones cinematográficas recientes de textos teatrales “problemáticos”)
“El ajuar de la memoria”: un imperativo ético y estético en “El lápiz del carpintero”, de Rivas, Cuña y Reixa
El teatro español de los noventa: el “humorismo” como clave estética
Entre condenación eterna y salvación: crítica social y ética en “La marca del fuego” (1986) y “Leyenda aúrea” (1998), de José María Rodríguez Méndez
“Sangre lunar”, de José Sanchis Sinisterra: transgresión de las normas, transgresión de las formas
El texto dramático desde su perspectiva de puesta en escena
Innovaciones en escena y diálogo del teatro español del siglo xx
OBRAS CITADAS

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Wilfried Floeck María Francisca Vilches de Frutos (eds.) Teatro y Sociedad en la España actual

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TPT - TEORÍA Y PRÁCTICA DEL TEATRO INVESTIGACIONES DE LOS SIGNOS CULTURALES (SEMIÓTICA-EPISTEMOLOGÍA-INTERPRETACIÓN) TPT - THEORIE UND PRAXIS DES THEATERS UNTERSUCHUNGEN ZU DEN KULTURELLEN ZEICHEN (SEMIOTIK-EPISTEMOLOGIE-INTERPRETATION) TPT - THEORY AND PRACTICE OF THE THEATRE INVESTIGATIONS ON CULTURAL SIGNS (SEMIOTICS-EPISTEMOLOGY-INTERPRETATION) Vol. 13

EDITORES/HERAUSGEBER/EDITORS: Alfonso de Toro Ibero-Amerikanisches Forschungsseminar Universität Leipzig - D-04107 Leipzig [email protected] Wilfried Floeck Institut für Romanistik Universität Giessen - D-35394 Giessen [email protected] María Francisca Vilches de Frutos Consejo Superior de Investigaciones Científicas E-28014 Madrid [email protected] José Ramón Alcántara Mejía Universidad Iberoamericana - México, D. F. [email protected]

CONSEJO ASESOR/BEIRAT/PUBLISHING BOARD: Erika Fischer-Lichte (Freie Universität Berlin); John P. Gabriele (College of Wooster); Rainer Köppl (Wien); Hans-Thies Lehmann (Universität Frankfurt); Maria Silvina Persino (Trinity College, Hartford); Klaus Pörtl (Universität Mainz); Eli Rozik (University of Tel Aviv); Juan Villegas (University of California, Irvine) REDACCIÓN: René Ceballos (Universität Leipzig, IAFSL)

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Wilfried Floeck María Francisca Vilches de Frutos (eds.)

Teatro y Sociedad en la España actual

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Frankfurt am Main 2004

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Bibliographic information published by Die Deutsche Bibliothek Die Deutsche Bibliothek lists this publication in the Deutsche Nationalbibliografie; detailed bibliographic data is available on the Internet at http://dnb.ddb.de

La publicación de este volumen ha sido posible gracias a la generosa subvención prestada por el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte de España, Madrid

© Iberoamericana, Madrid 2004 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid [email protected] www.ibero-americana.net © Vervuert Verlag, Frankfurt am Main 2004 Wielandstr. 40 – D-60318 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.ibero-americana.net Reservados todos los derechos ISBN 84-8489-140-2 ISBN 3-86527-119-7 Depósito legal: ISBN ebook 9783964565327 Diseño de la cubierta: Michael Ackermann Fotocollage de la cubierta: © Margret Floeck Este libro está impreso integramente en papel ecológico blanqueado sin cloro. Impreso en Alemania

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ÍNDICE GENERAL

Agradecimientos .......................................................................................

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Prólogo ......................................................................................................

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I.- TEATRO Y DEMOCRACIA: CAMBIOS SOCIOPOLÍTICOS Y GESTIÓN CULTURAL

Creación autorial y gestión teatral: una interrelación en la escena española contemporánea Mª Francisca Vilches de Frutos.......................................................

17

Teatro y gestión: el Teatro de La Abadía de Madrid Antonio B. González .........................................................................

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II.- CANON AUTORIAL Y ESCÉNICO: LO SOCIOPOLÍTICO COMO ELECCIÓN DRAMÁTICA

El tratamiento del machismo en el teatro posfranquista Dieter Ingenschay .............................................................................

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Luces y sombras de la nueva identidad femenina en el teatro español actual Pilar Nieva de la Paz.........................................................................

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Personajes políticos y culturales en el teatro histórico actual: del Conde-Duque de Olivares a Samaniego Antonio Fernández Insuela..............................................................

87

Esos laberintos de la conciencia: Buero Vallejo en la transición y la democracia Derek Gagen......................................................................................

101

Alfonso Sastre y Edgar Allan Poe: una relación literaria Silvia Monti .......................................................................................

115

Forma y función de un teatro documental español: “Ahlán”, de Jerónimo López Mozo John P. Gabriele................................................................................

129

Lourdes ante Lorca. “El local de Bernardeta A.” (1995) Dru Dougherty ..................................................................................

139

La fauna urbana en el teatro de José Luis Alonso de Santos: del “moro” a la moralidad Antonia Amo Sánchez.......................................................................

151

Temas sociales conflictivos en el teatro de José Luis Alonso de Santos José Rodríguez Richart ....................................................................

161

“Cachorros de negro mirar”, de Paloma Pedrero y “El traductor de Blumemberg”, de Juan Mayorga: dos acercamientos al neonazismo Phyllis Zatlin .....................................................................................

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III.- LA RENOVACIÓN DE LOS LENGUAJES TEATRALES: DISCURSOS TEXTUALES Y ESCÉNICOS

¿Entre posmodernidad y compromiso social? El teatro español a finales del siglo xx Wilfried Floeck..................................................................................

189

Teatralidad y teatrería en la sociedad del espectáculo (las estrategias del Bufón) Óscar Cornago Bernal......................................................................

209

¿Fragmentos, elipsis, huecos textuales? La escritura de los jóvenes autores dramáticos Susanne Hartwig ...............................................................................

223

El ritmo como paradigma estético del teatro español actual Yvette Sánchez...................................................................................

241

Para una teoría del “no-lugar” en el teatro español contemporáneo Anxo Abuín González .......................................................................

255

Los discursos del cuerpo en la creación escénica contemporánea José A. Sánchez .................................................................................

269

Las servidumbres naturalistas del cine (sobre algunas adaptaciones cinematográficas recientes de textos teatrales “problemáticos”) José Antonio Pérez Bowie ................................................................

283

“El ajuar de la memoria”: un imperativo ético y estético en “El lápiz del carpintero”, de Rivas, Cuña y Reixa Mª Teresa García-Abad García .......................................................

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El teatro español de los noventa: el “humorismo” como clave estética Isabelle Reck......................................................................................

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Entre condenación eterna y salvación: crítica social y ética en “La marca del fuego” (1986) y “Leyenda aúrea” (1998), de José María Rodríguez Méndez Cerstin Bauer-Funke ........................................................................

335

“Sangre lunar”, de José Sanchis Sinisterra: transgresión de las normas, transgresión de las formas Monique Martinez Thomas .............................................................

349

El texto dramático desde su perspectiva de puesta en escena Ernesto Caballero .............................................................................

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Innovaciones en escena y diálogo del teatro español del siglo XX Klaus Pörtl.........................................................................................

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AGRADECIMIENTOS

Los ensayos incluidos en este volumen fueron presentados en el Coloquio Internacional “Teatro y Sociedad en la España actual”, que, bajo nuestra dirección, tuvo lugar en el incomparable marco artístico del Castillo de Rauischholzhausen, entre los días 20 y 24 de septiembre de 2003. La convocatoria de este simposium se realizó dentro de las actividades programadas en el proyecto de investigación “Teatro y Sociedad en la España Contemporánea”, subvencionado por la Comunidad de Madrid, y del que somos responsables. Su celebración no hubiera sido posible sin la colaboración económica de varias entidades alemanas y españolas, a quienes deseamos expresar nuestro agradecimiento: la Deutsche Forschungsgemeinschaft; el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte de España, a través del “Programa de Cooperación Cultural” (ProSpanien) entre este mismo ministerio y Centros de enseñanza superior alemanes; la Justus-Liebig-Universität Giessen, y la Giessener Hochschulgesellschaft. Gracias también a la profesora Frauke Gewecke por haber propiciado la presencia en este evento de sus estudiantes de la Heidelberg Universität; al Theater im Löbershof, de Giessen, que acogió el estreno en alemán de Auto, de Ernesto Caballero, y a los miembros del Comité organizador de este coloquio, pertenecientes a la Cátedra de Literatura Española, Hispanoamericana y Portuguesa de la Justus-Liebig-Universität Giessen: los profesores Herbert Fritz, Susanne Hartwig y Susanne Igler, las estudiantes Ana García Martínez y Sandra Koch, y la secretaria Gerda Schwab. Asimismo, queremos manifestar nuestra deuda con los miembros del Comité Asesor de este libro que han evaluado los ensayos: Dru Dougherty (U.C., Berkeley), Dieter Ingenschay (Humboldt-Universität zu Berlin), Pilar Nieva de la Paz (CSIC) y Klaus Pörtl (Universität Mainz).

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Renarración y descentramiento

PRÓLOGO

Ha supuesto para nosotros una gran satisfacción haber podido reunir en este volumen a representantes tan prestigiosos de la comunidad hispanística internacional para debatir sobre la situación del teatro español en la actualidad, plantear algunos de sus problemas más complejos, y ofrecer, en la medida de lo posible, algunas propuestas de cara a su futuro. Se cumple así uno de los principales objetivos que nos planteamos cuando iniciamos nuestra colaboración: el acercamiento entre las comunidades científicas de España y Alemania con las de otros países miembros de la Unión Europea y con Estados Unidos. En las dos últimas décadas, el teatro español ha experimentado profundas transformaciones. Si durante la España franquista el teatro estéticamente avanzado tuvo una relevante función política y social de oposición a la Dictadura, al iniciarse la Transición Política, tras la muerte del General Franco (1975), la situación cambió radicalmente. El fortalecimiento del teatro público y el inicio de un profundo proceso de descentralización política llevó a las salas teatrales no sólo modelos de gestión distintos, sino también otras preferencias temáticas y expresivas. Al tiempo que comenzaron a recuperarse los textos más relevantes de los escritores de la denominada vanguardia histórica, se estrenaron emblemáticas obras de las Generaciones Realista y Simbolista que no habían logrado superar los complejos trámites de la censura. Además se introdujeron en los grandes teatros decimonónicos los textos de los autores que habían compartido los escenarios alternativos con los grupos independientes en los años anteriores: José Luis Alonso de Santos, Ignacio Amestoy, Josep Maria Benet i Jornet, Fermín Cabal, Rodolf Sirera, José Sanchis Sinisterra... Paralelamente, estos teatros se abrieron a nuevos lenguajes expresivos en la línea de la renovación estética de la vanguardia teatral de los sesenta. El teatro español se internacionalizó, transformó sus contenidos y sus formas, y buscó un nuevo

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Prólogo

público más joven. Al finalizar la década, ya bajo la influencia de la Posmodernidad, la estética teatral se diversificó y la temática se despolitizó, marcando el acento en problemas individuales y privados. Nació un nuevo teatro adaptado al desengaño político y a la pérdida de las grandes ilusiones ideológicas de los años cincuenta y sesenta. Sin embargo, no se puede afirmar que, a partir de entonces, el teatro español carezca de conexión con la sociedad de su época. El relativismo y el formalismo lúdico de un posmodernismo radical no son propios del teatro de la España democrática. Ni siquiera después de la abolición de la censura consiguió disfrutar de una libertad absoluta. Las restricciones y las presiones cambiaron de signo: fueron menos directas y visibles; más de naturaleza económica e institucional que política. Los índices de taquilla comenzaron a tenerse en consideración a la hora de plantearse las programaciones de los textos de los teatros públicos. Se iniciaron entonces fórmulas de gestión mixta entre lo público y lo privado, que tuvieron consecuencias decisivas en la creación textual dramática y en los espectáculos teatrales, y que todavía hoy día no han sido analizadas en toda su dimensión y profundidad. Resulta difícil comprender el teatro español actual sin tener en consideración el sistema de subvenciones públicas, el proceso de descentralización y los cambios institucionales operados en los teatros públicos. Una de sus consecuencias ha sido la vuelta de muchos autores españoles a temáticas comprometidas. El tratamiento de la violencia, por mencionar sólo un ejemplo, no tiene menos importancia en el teatro actual que en el teatro de los cincuenta y sesenta, pero ha cambiado de carácter y condición. No se trata ya de violencia política motivada por las presiones de un régimen dictatorial o una ideología totalitaria, sino que se trata de una violencia individual que determina las relaciones interpersonales, de una violencia cotidiana que domina la vida urbana actual. Las nuevas formas de la estética teatral posmoderna tampoco pueden comprenderse sin analizar su estrecha conexión con las condiciones sociales del momento. La deconstrucción de la representación naturalista de la realidad, las experimentaciones con el espacio y el tiempo teatrales, la fragmentación de la acción dramática, el predominio de estructuras incoherentes, o la disolución del protagonista dramático no son únicamente el resultado de una inclinación general a la experimentación y al juego estético, sino que expresan, al mismo tiempo, unas condiciones sociales típicas de nuestra época. De ahí que hayamos decidido iniciar este volumen abordando cuestiones de tanta relevancia como la influencia de la gestión cultural en la definición del canon autorial, genérico y escénico; la pluralidad estética propiciada desde la Posmodernidad, y la manera en la que los autores más representativos han ido

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plasmando la transformación de la sociedad española y de sus entornos urbanos y rurales, haciendo hincapié en aspectos tan significativos como las consecuencias de la masiva incorporación de la mujer a la vida profesional y, por supuesto, el impacto de las nuevas tecnologías. Wilfried Floeck y Mª Francisca Vilches de Frutos

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I TEATRO Y DEMOCRACIA: CAMBIOS SOCIOPOLÍTICOS Y GESTIÓN CULTURAL

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CREACIÓN AUTORIAL Y GESTIÓN TEATRAL: UNA INTERRELACIÓN EN LA ESCENA ESPAÑOLA CONTEMPORÁNEA Mª Francisca Vilches de Frutos Consejo Superior de Investigaciones Científicas (Madrid)

Iniciado ya el siglo XXI, el debate sobre la crisis y renovación del teatro español sigue abierto, a pesar de que el término crisis lleva utilizándose de manera recurrente desde hace más de cien años. Profesionales e historiadores de este género siguen convocando foros para discutir en torno a la vigencia de un arte que fue mayoritario en la década de los veinte del siglo pasado y que hoy debe ser promovido por las instituciones públicas, salvo en algunas propuestas concretas, caracterizadas bien por la alta calidad de la resolución final de sus puestas en escena, bien por la actualidad de sus temáticas, o bien por su extraordinario despliegue propagandístico, asociado normalmente a figuras muy conocidas del cine y de la televisión. Cualquier persona que se acerca a los distintos medios de comunicación donde se abordan cuestiones relacionadas con el teatro o participa en encuentros dedicados a analizar los problemas de la escena contemporánea, se encuentra numerosas voces de disconformidad con la marcha del teatro1. Pero, conviene preguntarse: ¿por qué sigue prevaleciendo este descontento cuando las cifras de taquilla arrojan en este momento unos dividendos económicos envidiables con aumentos progresivos en la última temporadas de los porcentajes de asistencia del público?

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Sirvan como muestra tres de los celebrados recientemente: “El teatro español ante el siglo XXI”, llevado a cabo, bajo la dirección de César Oliva, en febrero de 2001 en Valladolid y promovido por la Sociedad Estatal España Nuevo Milenio (Primer Acto, 2001, 287: 11); “La producción teatral en España y América”, celebrado en la Casa de América de Madrid, bajo la direccción de Íñigo López de Haro, entre los días 19 y 20 de mayo de 2003, y “Abismo entre Universidad, Crítica y Cartelera”, desarrollado en el mismo recinto un mes después, entre el 24 y 25 de junio, bajo la dirección de José Romera Castillo dentro del marco del Seminario Internacional “Teatro, Prensa y Nuevas Tecnologías (1990-2003)”.

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Los datos recogidos en el Anuario de la Sociedad General de Autores y Editores de España muestran la existencia en 2002 de 48.022 representaciones teatrales en España, una cifra superior a la de 2001, cuando se representaron 42.3902. Durante el pasado año aumentó, además, el número de espectadores, que ha alcanzado los 10,9 millones, lo que implica un incremento de 1,3 millones en relación con el ejercicio anterior. Todo ello ha influido en las cantidades de recaudación, que pasaron de los 80,4 millones de euros en 2001 a los 114, 4 millones en 20033. En el caso de Madrid, donde se concentra el 27,7% del número de espectadores, frente al 17,3% de Cataluña o al 10,2% de la Comunidad Valenciana, el número de espectadores ha superado la barrera de los tres millones (3,04), una cifra muy significativa que supera la más alta del período democrático, la correspondiente a la temporada 1984-1985, 2.698.403. ¿Qué razones motivan, pues, este descontento? ¿Podríamos suponer que están influyendo en la delimitación del canon autorial y escénico? Se puede afirmar que en la actualidad continúan sin resolverse algunos de los problemas y reivindicaciones que planteaban los profesionales del medio veinticinco años antes, cuando se produjo una importante transformación en el teatro español, con el fortalecimiento del sector público, que pasó a una posición hegemónica frente al privado, y con la puesta en marcha de una política descentralizadora que permitió una programación continua fuera de los dos grandes núcleos teatrales, Madrid y Barcelona, al crearse centros dramáticos en algunas de las 17 Comunidades Autónomas del país, rehabilitarse las abandonadas salas decimonónicas existentes en muchas pequeñas ciudades, y convocarse numerosos festivales y certámenes4. En este momento, como entonces, resulta prioritario regular las relaciones entre el Estado y los profesionales de la escena, de manera que sean integrados sus puntos de vista, se den respuestas a sus expectativas y se arbitren fórmulas para proteger la producción de los llamados autores españoles vivos5. Además, se defiende la necesidad de establecer un diálogo fluido con el teatro alternativo, programando de manera progresiva las creaciones de los jóvenes autores en las grandes salas y se aboga por continuar en la búsqueda de nuevos 2 3

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Datos aparecidos en “El Portal de las Artes Escénicas –ARTEZBLAI.COM– Teatro, danza, música, audiovisuales”, 27-VI-2003 (http://www.artezblai.com/artezblai/). El 48,9% del total pertenece a Madrid, en tanto que Cataluña acapara el 24,8%. Este incremento ha sido mayor que en otras actividades artísticas, como el cine y la música. Véase al respecto R.S. 2003: 57. Puede encontrarse un amplio desarrollo de estas cuestiones en Vilches 1992 y 1996. Véanse también los enfoques de Aznar 1996b y Oliva 2002a, 2002b. Véanse al respecto los ensayos de Vilches 1996; Garrido 1999b; Heras 1999; López Mozo 1997a, 1997b; y Caballero 2001, 2002, 2003.

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lenguajes expresivos a través de un diálogo constante entre creadores textuales y directores escénicos. Veamos de qué manera han influido estas cuestiones en la creación textual, en los espectáculos que se están programando, y, finalmente, en la conciencia de crisis del sector.

CREACIÓN DRAMÁTICA Y GESTIÓN CULTURAL En la actualidad, los profesionales que escriben en los medios de comunicación y participan en los foros donde se debaten cuestiones teatrales están llamando la atención sobre la marginación de los autores españoles vivos tanto de los circuitos de producción pública como de los privados. Retoman así un discurso que había desaparecido de la escena española durante la década de los ochenta, cuando algunos de sus más notables profesionales, formados en colectivos y estéticas alternativas, pasaron a dirigir los centros de producción y gestión teatral de carácter público6. Esta integración de directores escénicos en los circuitos de gestión implicó notables transformaciones en su funcionamiento, puesto que llevaron a éstos unos modelos de gestión, unas elecciones temáticas y unos lenguajes teatrales específicos, fruto de su formación y experiencia en el marco dentro del teatro independiente. La promulgación de la Ley de Teatro de 1985, favoreció, además, la recuperación de importantes textos de algunos de los más significativos representantes de la vanguardia histórica —Federico García Lorca, Ramón Mª del Valle-Inclán, José Bergamín, y Rafael Alberti, entre otros—. Recordemos el estreno en 1986, bajo la dirección de Lluís Pasqual, de El público, de García Lorca, aplaudido primero en el Piccolo Teatro di Milano y más adelante en la sede del Centro Dramático Nacional, el Teatro María Guerrero de Madrid, o el impactante estreno en 1988 de La risa en los huesos, un montaje dirigido por Guillermo Heras sobre textos de José Bergamín en la Sala Olimpia, de Madrid, sede del Centro Nacional de Nuevas Tendencias Escénicas. Pero

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Citemos, entre los más relevantes, a Lluís Pasqual y José Carlos Plaza en el Centro Dramático Nacional; Guillermo Heras en el Centro Nacional de Nuevas Tendencias Escénicas; Hermann Bonninn en el Centre Dramàtic de la Generalitat de Catalunya; Rodolf Sirera y Antoni Tordera en el Centre Dramàtic de la Generalitat Valenciana; Manuel Canseco en el Centro Dramático de Extremadura; Ricardo Iniesta en el Centro Andaluz de Teatro, y José Luis Gómez y Miguel Narros, en el Español de Madrid.

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también permitió la representación de obras censuradas de los autores dramáticos de la Generación Realista y de la Generación Simbolista (Oliva y Vilches 1999). Los centros dramáticos y salas gestionadas por estos directores acogieron también con un gran despliegue de medios económicos y en la línea de modernización de los lenguajes escénicos propugnada por las vanguardias de los años sesenta (Cornago 1999, 2000), las creaciones de los autores que formaron parte como creadores textuales, directores e intérpretes de los grupos de Teatro Independiente (José Luis Alonso de Santos, Ignacio Amestoy, Benet i Jornet, Fermín Cabal, Jesús Campos, Ángel García Pintado, Rodolf Sirera, Sanchis Sinisterra, Jordi Teixidor, y Alfonso Vallejo, entre otros). Además, en el Centro Nacional de Nuevas Tendencias Escénicas, dirigido por Guillermo Heras, se dieron a conocer obras de jóvenes escritores dramáticos que más adelante han ocupado un relevante puesto en la escena actual (Leopoldo Alas, Alfonso Armada, Sergi Belbel, Ernesto Caballero, Lluïsa Cunillé, Antonio Fernández Lera, Yolanda García Serrano, Rodrigo García, Agustín Iglesias, Ignacio García May, Javier Maqua, Carlos Marqueríe, Ignacio del Moral, Antonio Onetti, Paloma Pedrero, Alfonso Plou, etc.) y se programaron talleres y cursos donde se formaron otros que comienzan a ser conocidos en la actualidad por el gran público (Luis Miguel Climent, José Ramón Fernández, Juan Mayorga, Pedro Manuel Víllora, por ejemplo) (Heras 1999). Sin embargo, transcurridos unos años, mientras los empresarios privados denunciaban una y otra vez una supuesta competencia desleal del Estado, las cifras arrojadas por las taquillas mostraban un paulatino alejamiento de los espectadores, lo que impulsó a los gestores públicos a revisar sus planteamientos. En Madrid, por ejemplo, después de dos brillantes temporadas, la 1984-85 y la 1985-86 con 2.698.403 y 2.677.374 espectadores respectivamente, se descendió en la siguiente a 2.214.802. El leve repunte de la temporada 1987-1988 con 2.571.202, no lograría mantenerse en las siguientes: 2.391.205 (1988-1989); 2.267.060 (1989-1990); 2.045.969 (1990-1991); 1.971.365 (1991-1992); 1.868.175 (1992-1993); 1.778.641 (1993-1994); 1.639.247 (1994-1995); 1.928.142 (1995-1996), y 1.714.751 (1996-1997). El período comprendido entre 1987 y 1991 muestra con claridad el rumbo de las opciones de los gestores públicos que dejaron fuera de sus programaciones a notables creadores, entre cuyos nombres habría que mencionar a Buero Vallejo, Antonio Gala y Fernando Arrabal (Vilches 1999). Este discurso crítico sobre la marginación de los autores españoles vivos volvió al teatro español a comienzos de la década de los noventa, cuando el transcurso de los años fue mostrando que no se trataba de una casualidad o moda pasajera. En 1991, entre las conclusiones del I Congreso de Autores Españoles, se

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llegó a plantear la posibilidad de establecer en los teatros públicos un cupo del 50% de autores españoles vivos. Por primera vez en el período democrático empezaron a cuestionarse los términos de la intervención del Estado en el proceso teatral. Todos parecían coincidir en los mismos puntos. El fortalecimiento del teatro público había supuesto una competencia desleal hacia la iniciativa privada, por lo que la intervención del Estado debía de dirigirse a la creación de “unos centros de producción muy concretos, allí donde no alcance la iniciativa privada”, y en ningún caso debía aspirar a “hegemonizar la vida teatral” (Cabal 1993). Las medidas tomadas habían conducido a la marginación de los autores teatrales españoles de las salas teatrales públicas, en especial de los ya consagrados. Además, los modelos de selección de las creaciones elegidas resultaban poco transparentes y no favorecían en muchas ocasiones las mejores propuestas. Por otra parte, la subordinación del teatro a planteamientos políticos podía conducir al escaparatismo, coartaba la libertad de los creadores e hipotecaba el futuro del teatro a un modelo de gestión sometido a los vaivenes electorales, con lo que se podría producir un vacío importante ante la posibilidad de un cambio de sistema que no contemplara la protección del sector público. Estas críticas, unidas a la necesidad de realizar un ajuste presupuestario debido a la aplicación de los acuerdos de convergencia política y económica con la Unión Europea y al fortalecimiento del proceso de descentralización política, influyeron de nuevo en la evolución de la creación dramática española contemporánea. Comenzaron a adoptarse entonces fórmulas mixtas de gestión y financiación en los teatros públicos: se establecieron convenios con fundaciones (sirvan como ejemplo los firmados con el Teatre Lliure, de Barcelona, o el Teatro de La Abadía, de Madrid); se concedieron espacios públicos a empresas privadas —Teatro de Madrid a Artibus; Teatre Poliorama a TresxTres, Teatro Romea a Anexa/Focus, y cesión del 35% del Teatre Nacional de Catalunya—; se impulsaron las coproducciones con compañías privadas, y se creó y potenció la Red Nacional de Teatros y Auditorios para la distribución de los espectáculos por las salas teatrales españolas, muchas de las cuales habían sido rehabilitadas gracias al Programa de rehabilitación de teatros de propiedad municipal, subvencionado, sobre todo, por el Ministerio de Obras Públicas y Urbanismo, y promovido desde el Instituto Nacional de las Artes Escénicas y de la Música por el que fuera Director General en aquel entonces, José Manuel Garrido. Por todo ello, no debe sorprender que desde 1997, con el cambio político que supuso la llegada al poder del Partido Popular en las elecciones legislativas del año anterior, los esfuerzos de los grandes teatros públicos se estén empleando en intentar mostrar a la sociedad española que sus centros acogen las producciones de los autores españoles. ¿Qué mejor prueba de ello que la puesta en

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escena con carácter de estreno o de reposición de un autor que durante años había estado alejado de las salas de titularidad pública, Antonio Buero Vallejo? Desde entonces, se han podido ver de él Las trampas del azar, estrenada en el Centro Cultural de la Villa de Madrid bajo la dirección de Joaquín Vida; La Fundación e Historia de una escalera, repuestas con éxito por el responsable del Centro Dramático Nacional, Juan Carlos Pérez de la Fuente; Misión al pueblo perdido, estrenada por Gustavo Pérez Puig en el Teatro Español, y Madrugada, presentada por Manuel de Blas en el Centre Dramàtic de la Generalitat Valenciana. ¿Qué evidencia más clara de sus intenciones que la programación de algunos textos emblemáticos de la historia del teatro español de la posguerra, bien por su significación en la búsqueda de nuevos lenguajes expresivos —El cementerio de automóviles, de Fernando Arrabal, y Pelo de tormenta, de Francisco Nieva, presentados en el María Guerrero y el Teatro de La Abadía por el director del Centro Dramático Nacional, Pérez de la Fuente, y Pasodoble, de Miguel Romero Esteo, dirigido por Alfonso Zurro—, bien por su significación ideológica —Las arrecogías del beaterio de Santa María Egipcíaca, de José Martín Recuerda, un espectáculo producido por los Teatres de la Generalitat Valenciana, bajo la dirección de Vicente Genovés—. Al mismo tiempo y por la misma razón, decidieron poner en escena obras de autores más jóvenes, nacidos mayoritariamente a finales de los cincuenta o ya en la década de los sesenta. Sin embargo, no todos los autores de esta generación se vieron favorecidos por esta línea de actuación. Su elección se vio condicionada, en gran medida, por la continuidad en el proceso de descentralización autonómica. Sin duda uno de los factores más evidentes ha sido su vinculación con aquellas Comunidades Autónomas que han puesto en marcha acciones de protección en los distintos ámbitos de la producción escénica. En el terreno de la creación textual serían los casos de los andaluces Antonio Álamo, Eduardo Calonge, Jorge Márquez, Sara Molina y Antonio Onetti; los valencianos Carles Alberola, Chema Cardeña, Roberto García, Alejandro Jornet, Juan Luis Mira, Francisco Sanguino y Paco Zarzoso; los catalanes y Sergi Belbel, Lluïsa Cunillé, Jordi Galcerán y Jordi Sànchez; los gallegos Xavier Lama y Cándido Pazó; el extremeño Miguel Murillo; el aragonés Alfonso Plou, y el vasco Borja Ortiz de Gondra, por citar algunos de los más relevantes. El desarrollo de modelos de gestión mixta entre centros de titularidad pública propició que estos espectáculos fueran producidos también por otros centros dramáticos y pudieran llegar así durante breves días a los dos grandes núcleos, Madrid y Barcelona. Sirva como ejemplo el montaje de A bocados, un texto de Antonio Álamo, en colaboración con Rafael Gordón y Charo González, que fue producido por el Centro Andaluz de Teatro y el Centro Dramático Nacional. En

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el ámbito de Madrid, sólo los autores con vinculaciones con el medio educativo, concretamente con la Escuela Superior de Arte Dramático, lograron ver estrenadas algunas de sus producciones en los teatros de titularidad pública. Sirva como ejemplo Ernesto Caballero, cuya obra, Destino desierto, fue producida por el Centro Dramático Nacional, al tiempo que se pudo ver en el Teatro de La Abadía ¡Santiago de Cuba y cierra España!, en el Centro Cultural de la Villa de Madrid Te quiero... muñeca y en la Sala Galileo, de titularidad municipal, Tierra de por medio. Sin embargo, María Sarmiento y Un busto al cuerpo se llevaron a escena en salas alternativas. Lograron presentar sus obras en los teatros María Guerrero y Pavón7, de Madrid, Ignacio García May, Juan Mayorga, Ignacio del Moral, y el más joven, Pedro Manuel Víllora, cuya obra La misma historia ha sido una de las últimas producciones del Centro Dramático Nacional. Fuera de esta veintena de autores, el resto de los nacidos en la década de los sesenta, muchos de los cuales se alzaron con premios tan prestigiosos como el Marqués de Bradomín, Mª Teresa León, Rojas Zorrilla y Tirso de Molina8, se quedaron fuera de las salas de titularidad pública y tuvieron que estrenar sus creaciones en salas alternativas. Para poder seguir escribiendo, optaron por trabajar en torno a la gestión de salas alternativas y espacios culturales, a la docencia y a la publicación en medios de comunicación —grandes diarios nacionales y revistas especializadas como Primer Acto—. Querría destacar entre éstos a Luis Araújo, Alfonso Armada, José Ramón Fernández, Antonio Fernández Lera, Carlos Marqueríe, Yolanda Pallín, Itziar Pascual y Carlos Sarrió, entre otros. Con el fin de mantenerse en el complejo sistema de producción teatral, una gran parte de ellos ha optado por aunar las facetas de autor y director de escena de sus propias producciones, por lo que sus creaciones textuales están muy condicionadas por los procesos de puesta en escena. Citemos, como ejemplo, a Angélica Lidell, que ha recabado un gran éxito en las dos últimas temporadas con obras como Hystérica, Once Upon a Time in West Asphixia, El matrimonio Palavrakis, Lesiones incompatibles con la vida y Haemorroísa, o el de Rodrigo García, autor de creaciones como Prometeo, Tempestad, Conocer gente, comer mierda, Protegedme de lo que deseo, Somebody to love, After Sun, La historia de Ronald, el payaso de McDonald´s y Compré una pala en Ikea para cavar una tumba, seguidas con entusiasmo por un creciente número de espectadores.

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Utilizado para la presentación de los montajes de teatro público mientras se han realizado obras de remodelación en el María Guerrero y La Comedia. Sobre la importancia de estos premios en las carreras teatrales de estos escritores, véase Ragué-Arias 1996.

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En estos últimos años, los gestores de los centros dramáticos y salas de titularidad pública no han olvidado el éxito que tuvieron en el período inmediatamente anterior los textos más conocidos de dos de los autores de la vanguardia histórica, Valle-Inclán y García Lorca, cuyas obras han sido repuestas con carácter de estreno una y otra vez. Hay que destacar nuevamente las importantes contribuciones de directores procedentes de Comunidades Autónomas como Cataluña, Galicia y el País Vasco, como Eduardo Alonso, Joan Baixas, Calixto Bieito, Enric Flores, Manuel Guede, Helena Pimienta, y Joan Ollé, entre otros. De Valle-Inclán se han llevado a escena en este último lustro: Luces de bohemia, en dos importantes versiones, la de José Tamayo y la de Helena Pimienta, Retablo de la avaricia, la lujuria y la muerte (dir. José Luis Gómez), El yermo de las almas (dir. Miguel Narros), Farsa y licencia de la reina castiza (dir. Enric Flores), El embrujado (dir. Eduardo Alonso), y Ligazón (dir. Manuel Guede). De García Lorca, se han presentado Yerma (dir. Miguel Narros), Los títeres de Cachiporra (dir. Luis Olmos), La casa de Bernarda Alba (dir. Calixto Bieito), Así que pasen cinco años (dir. Joan Ollé), El paseo de Buster Keaton (dir. Joan Baixas), y Mariana Pineda (dir. Joaquín Vida), entre las más destacadas. Probablemente haya que explicar también por esta causa dos estrenos de gran relevancia: el de San Juan, de Max Aub, en el Principal, de Valencia, una coproducción entre el Centro Dramático Nacional y los Teatres de la Generalitat Valenciana, dirigida por Pérez de la Fuente; y el de Noche de guerra en el Museo del Prado, estrenada en el Teatro de Madrid, bajo la dirección de Ricard Salvat, una producción de la Sociedad Estatal España Nuevo Milenio. Los teatros públicos tampoco incluyeron en sus producciones propias a los autores que estuvieron vinculados a los grupos de Teatro Independiente. Con la excepción, de nuevo, de figuras circunscritas al ámbito catalán, como Josep Maria Benet i Jornet y Jordi Teixidor; a Galicia, como Roberto Vidal Bolaño y Francisco Taxes, y a Valencia, como Rodolf Sirera, se mantuvo al margen a los autores nacidos en torno a los años cuarenta y principios de los cincuenta, todos ellos en plena productividad, como lo demuestra un repaso a las publicaciones de textos teatrales de los últimos años. Aunque sus temáticas abordan cuestiones de indiscutible actualidad como la guerra de los sexos9, las consecuencias de la drogadicción, el paro y la marginación, la violencia generada por el tipo de vida urbano, el rechazo social a la emigración, el impacto de las nuevas tecnologías, etc., no lograron convencer a los responsables de los centros públicos, que prefirieron subvencionar, por otra parte, ciclos de lecturas dramatizadas y la publicación de sus textos10. Sin embargo, la potenciación de las fórmulas de gestión mixtas para 9 10

Véase su incidencia en la narrativa y el teatro español en Nieva 2001a, 2001b y 2004. Véase al respecto Checa 2000.

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la producción y distribución de espectáculos en la amplia red de teatros públicos existentes en toda la geografía española sí influyó en el hecho de que algunos promotores privados acometieran el estreno de los textos de varios de estos escritores, los más renombrados, en la seguridad de poder exhibirlos con posterioridad en los teatros pertenecientes a la Red Española de Teatros Públicos o, en el área de la capital, en los dependientes de la Comunidad y el Municipio de Madrid. Dentro de esta amplia nómina habría que mencionar a José Luis Alonso de Santos, Ignacio Amestoy, Jesús Campos, Jesús Cracio, Jerónimo López Mozo, Gerardo Malla, Domingo Miras, Alberto Miralles, y Alfonso Zurro, entre otros. Por el contrario, sí vieron el potencial de otros autores españoles a la hora de aumentar las cifras de taquilla y demostrar que las gestiones emprendidas habían subsanado la marginación en la que los políticos socialistas habían sumido a los autores españoles. Las programaciones de los grandes teatros públicos se abrieron a conocidos grupos y compañías de teatro independiente, que se han ido transformando en cooperativas privadas para la gestión no sólo de sus propias creaciones, sino también de otros colectivos. Sería el caso de Els Joglars, La Cuadra, La Fura dels Baus, T de Teatre, Dagoll Dagom, Els Comediants, Tricicle, Ur Teatro, Atalaya, y La Zaranda, por ejemplo. Son los que, en la actualidad, están representando, a instancias de los responsables del sector público, al teatro español en ámbitos internacionales como sus paradigmas. Mientras acaecían estos hechos en el sector público, para lograr atraer espectadores y evitar así la progresiva desertización de las salas teatrales, los espacios privados comenzaron a recurrir a las adaptaciones de éxitos cinematográficos y al reclamo de las figuras televisivas, que empezaron a invadir los escenarios teatrales (Vilches 2001, 2002). Pero no fueron los únicos. También las salas con financiación pública percibieron el potencial del cine y de la televisión como eficaces instrumentos para la incorporación de nuevos públicos. Vieron en ellos un excelente camino para levantar las cifras de taquilla. Recordemos que muchos de los grandes éxitos comerciales de la escena española contemporánea han sido espectáculos basados en thrillers, musicales, y comedias y dramas cuyas temáticas sintonizan con las preocupaciones de la sociedad actual por determinados problemas: las complejas relaciones de la pareja y la negativa incidencia de la violencia y la intolerancia en la sociedad contemporánea. Citemos entre los últimos títulos El príncipe y la corista, de Terence Rattigan; Primera plana, de Billy Wilder y Howard Hawks; Sueños de un seductor, de Woody Allen; 7 novias para 7 hermanos, de Stanley Donen; Cabaret, de Bob Fosse, y El fantasma de la ópera, dirigida sucesivamente por Rupert Julian, Arthur Lubin, Terence Fisher y Dwight H. Little, etc. En ningún caso, los creadores de estas recuperaciones consideran una influencia negativa el recuerdo de la película. Además, a pesar de sus declaraciones, en las que aseguran

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no buscar paralelismos en sus puestas en escena o sus caracterizaciones de los personajes, sino su traducción al lenguaje teatral, lo cierto es que sus montajes están plagados de guiños cinematográficos. Debemos recordar aquí el notable incremento de las conexiones entre dichas artes en múltiples direcciones. Algunos de los más interesantes autores teatrales del momento han escrito obras cuya fuente de inspiración ha sido el Séptimo Arte: Álvaro del Amo, Beth Escudé, José Ramón Fernández, Ignacio García May, Luis M. González, Raúl Hernández Garrido, Javier Maqua, Juan Mayorga, Borja Ortiz de Gondra, Yolanda Pallín, Itziar Pascual, Sanchis Sinisterra y Francisco Zarzoso, entre otros. Por otra parte, no debemos albergar dudas sobre la presencia de elementos cinematográficos implícitos en muchas de las obras de los autores dramáticos contemporáneos. Cada vez son más numerosos los textos que ofrecen un predominio de la imagen frente a la palabra, la ruptura del discurso narrativo en favor de estructuras fragmentadas en breves escenas, una intensificación de las situaciones en detrimento de los soliloquios o de los largos diálogos entre los personajes, y la esquematización de los caracteres, unos rasgos que los aproximan a los guiones cinematográficos. Paralelamente, directores escénicos como Albert Boadella, Mario Gas, Guillermo Heras, Emilio Hernández, Adolfo Marsillach, Carlos Martín, Juan Carlos Pérez de la Fuente, Mara Recatero, José Carlos Plaza, Tamzin Twonsend, etc. han jugado con las posibilidades escénicas de recursos como la proyección de imágenes sobre una pantalla, los juegos cromáticos en blanco y negro, o el reclamo que supone la presencia de conocidos rostros cinematográficos y televisivos: Juan Echanove, Lucía San Martín, Carlos Sobera, Joel Jordan11, Antonio Molero, Ana Duato, Lola Baldrich, etc. Algunos de ellos, incluso, basándose en esta popularidad se han aventurado a montar sus propios espectáculos en salas alternativas12.

CONCLUSIONES Como consecuencia de todas estas medidas, el descontento se ha instalado en la vida escénica española actual. Frente al aumento de las cifras de asistencia de es-

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Uno de los últimos espectáculos presentados en el Lliure, de Barcelona, bajo la dirección de Alex Rigola, Glengary Glen Ross, de David Mamet, contó con la presencia de este actor, intérprete de la serie televisiva Periodistas. Sirva como ejemplo la reciente presentación en la sala Ítaca, de Madrid, de Javier Gil Valle (Ana y los 7) en Javivi, de Juan Cavestany y el propio autor.

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pectadores, las reivindicaciones que apuntábamos al comienzo de esta ponencia siguen sin visos de solución. Las obras de los autores nacidos entre los veinte y los treinta llegan a los grandes teatros públicos con carácter de reposición y sólo en escasas ocasiones se producen estrenos de sus textos más recientes. Los autores teatrales nacidos entre los cuarenta y los cincuenta ven pasar su oportunidad de consagrarse definitivamente mediante las producciones de los grandes teatros públicos, y muchos de los autores nacidos en los sesenta comienzan a experimentar cierto cansancio al constatar cómo sus creaciones deben continuar representándose en espacios alternativos o buscar los cauces de las lecturas dramatizadas. Por su parte, los gestores de los teatros públicos han de restringir sus programaciones a unas necesidades de descentralización y a unos presupuestos que sólo les permiten acometer producciones en régimen mixto con otros centros públicos y con empresas privadas, quedándose mermada así su propia capacidad de decisión a la hora de acometer una política independiente. Por lo expuesto con anterioridad, no es difícil deducir la conciencia de desorientación existente en el teatro español actual. Sin encontrar el equilibrio en las relaciones entre lo privado y lo público, se puede afirmar que en este momento todavía no existe una iniciativa privada progresista que sirva de contrapeso a la política emprendida por los teatros públicos, que han optado por buscar la máxima rentabilidad de sus espectáculos reduciendo el número de sus producciones, aumentando el de sus coproducciones, apostando por los autores consagrados de éxito asegurado, aunque sea con carácter de reposición, recurriendo a conocidas caras del mundo del espectáculo cinematográfico y televisivo, dejando el teatro de los autores más jóvenes para el ámbito de las Comunidades Autónomas, y potenciando las lecturas dramatizadas y la publicación de textos teatrales. De todo ello puede colegirse que nos hallamos ante una escena en la que la gestión teatral está condicionando el canon autorial y escénico.

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OBRAS CITADAS * Deseo expresar mi agradecimiento a José Ibáñez Haro como ayudante de investigación.

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López Mozo, Jerónimo. (1997a). “Un reto para los autores de teatro”, en: ABC (30-VIII), p. 30. López Mozo, Jerónimo. (1997b). “Los autores españoles y el teatro de importación”, en: ABC (17-X), p. 42. Nieva de la Paz, Pilar. (2001a). “La escenificación de los roles sexuales y la censura de género durante el franquismo: el caso de Julia Maura”, en: Iberoamericana, 1.2, pp.165-178. Nieva de la Paz, Pilar. (2001b). “Hacia la construcción del imaginario femenino en las novelas de mujeres durante la Transición política”, en: Hispanistica XX, 19, pp. 419-431. Nieva de la Paz, Pilar. (2004). “Luces y sombras de la nueva identidad femenina en el teatro español actual”, en: Floeck, Wilfried y Vilches de Frutos, Mª Francisca (2004e), pp. 65-86. Oliva, César. (2002a). Teatro español del siglo XX. Madrid: Síntesis. Oliva, César. (ed.). (2002b). El teatro español ante el siglo XXI. Madrid: Sociedad Estatal España Nuevo Milenio. Oliva, César y Vilches de Frutos, Mª Francisca. (1999). “El teatro”, en: Sanz Villanueva, Santos (1999), pp. 559-678. R. S. (2003). “El teatro es la actividad artística que más crece en 2002”, en: La Razón (26-VI), p. 57. Ragué i Arias, Mª José. (1996). El teatro de fin de milenio en España (de 1975 hasta hoy). Barcelona: Ariel. Romera Castillo, José (ed.). (2002). Del teatro al cine y la televisión en la segunda mitad del siglo XX. Madrid: Visor. Sanz Villanueva, Santos (ed.). Época Contemporánea: 1939-1975. Primer Suplemento, en: Rico, Francisco (ed.). Historia y crítica de la literatura española. Barcelona: Crítica. Vilches de Frutos, Mª Francisca. (1992). “Tendencias predominantes de la escena española en la década de los ochenta”, en Anderson, Farris (1992), pp. 207-220. Vilches de Frutos, Mª Francisca (1996). “Teatro público/teatro privado: un debate abierto en el teatro español contemporáneo”, en Vilches de Frutos, Mª Francisca y Dougherty, Dru (1996), pp. 369-387. Vilches de Frutos, Mª Francisca. (1999). “La Generación Simbolista en el Teatro Español Contemporáneo”, en: Halsey, Martha T. y Zatlin, Phyllis (1999), pp. 127-136. Vilches de Frutos, Mª Francisca (coord. y ed.). (2001-2002). Teatro y cine: la búsqueda de nuevos lenguajes expresivos, 2 vols. Boulder: Anales de la Literatura Española Contemporánea/Annals of Contemporary Spanish Literature, 26.1, 27.1.

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Vilches de Frutos, Mª Francisca. (2001). “La captación de nuevos públicos en la escena contemporánea a través del cine”, en Vilches de Frutos, Mª Francisca (2001-2002), pp. 383-401. Vilches de Frutos, Mª Francisca. (2002). “Teatro, cine y televisión: la captación de nuevos públicos en la escena española contemporánea”, en: Romera Castillo, José (2002), pp. 205-221. Vilches de Frutos, Mª Francisca y Dougherty, Dru (coords. y eds.). (1996). Teatro, Sociedad y Política en la España del Siglo XX. Madrid: Boletín de la Fundación Federico García Lorca, 19-20.

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TEATRO PÚBLICO, TEATRO PRIVADO Y EL “CAMINO DEL MEDIO”: EL CONTEXTO HISTÓRICO Dadas sus características de teatro semi-oficial —financiación pública, gestión privada— el Teatro de La Abadía de Madrid podrá entenderse plenamente, como fenómeno histórico, si se analiza en el marco de los debates en torno al patrocinio oficial para las artes escénicas (tema: “Los teatros públicos o nacionales”), debates que fueron complejos en su contenido y de larga duración2. Que esos debates hayan cuajado precisamente durante el primer tercio del siglo XX, un fenómeno ya de por sí significativo, será sin duda la consecuencia de factores históricos de diversa índole, algo que también tiene gran importancia para nuestra comprensión de La Abadía. Se trata, en primer lugar, del apogeo histórico del liberalismo burgués, formación adepta a la noción del teatro institucional por lo menos desde la Francia napoleónica. También es el momento en que la prensa llega a su ápice como órgano de diseminación intelectual, especialmente en el seno del liberalismo ya mencionado, siendo la historia del periódico y la del liberalismo caminos paralelos con un inicio compartido: la Ilustración dieciochesca3. Cabe recordar, en fin, que los primeros decenios del siglo XX

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Agradecemos la amabilidad del equipo de La Abadía —Alicia Roldán Medina y María Fernanda Ahedo especialmente— por su generosa ayuda a la hora de proporcionarnos los Estatutos de la Fundación, el curriculum vitae de José Luis Gómez y otros documentos mencionados más adelante, sin los cuales este estudio no hubiera sido posible. Remito a los siguientes estudios que también se ocupan del tema de la gestión teatral en la España contemporánea: Vilches de Frutos 1996, 1997, 2003; Checa Puerta 2000. Véase Anderson 1983.

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marcan el momento en que los intelectuales convierten esa prensa en el principal foro para explayarse sobre las obligaciones del Estado en asuntos artísticos, sobre la noción del Estado patrocinador4. Planteamos así esta serie de coincidencias históricas —de clase, de ideología y de producción cultural— como telón de fondo, como hemos dicho, para enfocar mejor el Teatro de La Abadía de Madrid, como proyecto no sólo teatral, sino cultural, en el sentido más amplio del término. A modo de trasfondo recordaremos también que en el tema de la oficialidad del teatro se barajan no sólo cuestiones de financiación sino también factores contextuales latentes en las prácticas escénicas desde épocas más remotas: es decir y sobre todo, el dónde y el cuándo de la representación. Nos referimos por ejemplo a los privilegios que el teatro ha gozado en diferentes contextos históricos, su papel en los fastos del Estado. En el Madrid de los Austrias, el momento podría ser la celebración del nacimiento del príncipe; el lugar alguna explanada o plaza contigua al palacio. Los ecos de esta simbólica yuxtaposición de corte y drama repercuten mucho más allá del absolutismo. En los años treinta, en plena época republicana y gracias al apoyo personal o, en algunas ocasiones, material, de destacados miembros de la clase política 5, adquieren cierto barniz de oficialidad funciones como, por ejemplo, una representación de Yerma, de Federico García Lorca, en el Teatro Español de Madrid, en presencia de los dirigentes políticos, al igual que ocurrió con la algunas funciones del director Cipriano de Rivas Cherif, como su versión de la Medea, de Séneca, en el Teatro Romano de Mérida (el 18 de junio de 1933), función tratada por ciertos críticos como una fiesta del Estado, por ser Séneca “nuestro primer poeta nacional”6. Como hemos dicho, la oficialidad del teatro depende sólo en parte del apoyo material que recibe de los cofres públicos.

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Entre los varios ensayos escritos o editados por Manuel Tuñón de Lara en que estos temas se tratan, citaremos: Medio siglo de cultura española (1885–1936), (1971). Sobre la financiación otorgada por la Segunda República a La Barraca (García Lorca) y a las Misiones Pedagógicas (con su Teatro del Pueblo), véanse: Byrd 1975; Sáenz de la Calzada y Martínez Nadal 1976, Otero Urtaza 1982, y Misiones pedagógicas: septiembre de 1931–diciembre de 1933, 1992. Sobre la representación de Yerma, véase “Una apoteósica fiesta de arte en el teatro Español” (Heraldo de Madrid: 2-II-35, 6). Homenajes a la “republicana” fiesta emeritense aparecen en La Voz (“Una fiesta hermosa en Mérida: Representación de la tragedia Medea en el teatro de Emerita Augusta”: 19-IV-33, 3) y en Luz (Juan Chabás: “Una gran fiesta de arte: La representación de Medea en el Teatro Romano de Mérida”, 19-VI-33, 6). En la misma línea recuérdese también la representación en las “fiestas de la República” de La carroza del santísimo, de Prosper Mérimee, en traducción de Manual Azaña (Ahora [18-VI-31], 6).

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A la hora de matizar la cuestión de teatro público o nacional hay que tener en cuenta estos factores contextuales además del pacto establecido mediante el texto teatral, desde las tablas y desde lo escrito, entre una comunidad política (en el sentido de polis) y el repertorio dramático tenido por ella como “nacional”. El tema es demasiado amplio para abordar aquí en detalle, pero conviene recordar, a modo de introducción, a Sófocles, Eurípides y Aristófanes, en la Grecia antigua, y a Shakespeare en Inglaterra, considerados desde la España de los veinte y los treinta como cantores de su pueblo, precisamente cuando, gracias inicialmente al trabajo de Américo Castro, se estaba recuperando a Lope de Vega como el dramaturgo que supo dar plasticidad dramática a la identidad nacional7. En estos años, muchos críticos insistían en la singularidad nacional de estos tres pueblos —el griego, el inglés y el español— por ser éstos los únicos dotados con un teatro nacional de repertorio, argumento avanzado en pro de la creación de una sede y compañía dramática nacional. Espacio y repertorio han sido, pues, los dos polos del teatro nacional español, tal y como ese teatro nacional ha venido plasmándose en el imaginario colectivo, desde los albores de la nación (la comedia barroca) y en el debate en torno al tema que, a su vez, ha rebrotado simbólicamente en coyunturas históricas de profunda transición social, económica e institucional: en la década que sigue a la debacle de 1898, por ejemplo, y en los republicanos años treinta, siendo estos últimos especialmente fecundos en propuestas y proyectos. La nacionalización de los teatros Español y María Guerrero entre 1939 y 1940, y la creación del Centro Dramático Nacional en 1976, en los dos casos a manos de Estados recién nacidos, son datos que tienen una enorme trascendencia para la historia del teatro en España. Tales fenómenos nos ayudan a recordar que en la génesis y consolidación de una nación, proceso histórico que transcurre simultáneamente en los planos social, económico, político y artístico, el teatro ocupa una posición de privilegio. Es éste el marco en el que hay que inscribir las iniciativas de fundar los primeros teatros semipúblicos en España: el Teatre Lliure de Fabià Puigserver, inaugurado en Barcelona en el simbólico año 1976, modelo e inspiración para el proyecto que nos interesa aquí, el Teatro de La Abadía de Madrid, fundado por José Luis Gómez en 1995. En cuanto a cuestiones de administración y financiación,

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Con su “Lope de Vega”, publicado inicialmente en El Sol (6-III-19) e incluido luego en su traducción de la biografía de Lope por H.A. Rennert, Castro inicia una larga campaña con el propósito de reconciliar características de la comedia lopesca con la particular manera de pensar nacional, tal y como Lope la captó en su obra: una manera de pensar que “desde fuera” se ve como “rígida” o “esquelética”, según informa Castro.

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tema candente —como hemos señalado— durante gran parte del siglo XX, la implantación de esta especie de camino del medio marca la última etapa de una línea de pensamiento que comienza a cuajar en los años veinte y treinta y cuyo significado histórico se nos aclara sólo al mirar estos proyectos al contraluz de aquellas ideas. A principios del siglo XX, los impulsores de un teatro dramático nacional alegan casi universalmente que el teatro constituye un bien patrimonial de la comunidad y el baremo de su condición “espiritual”. Justifican por eso la necesidad de concederle al teatro algún tipo de protección oficial. Éstos, unidos a los que se oponen a la intervención del Estado en los asuntos del teatro, expresan una fe casi unánime en el dogma de la independencia artística aunque, como cabe esperar, habría que someter a un minucioso escrutinio lo que se entiende por “independencia artística” en cada caso y contexto. De hecho, las principales discrepancias entre partidarios y opositores afloran precisamente en torno a este problema: es decir, en torno a la manera (o posibilidad) de que el Estado patrocine o subvencione el teatro sin perjudicarlo en cuestiones de calidad y sin restringir la libertad de gestión de los artistas. De ahí que entre los que están en pro y en contra de la noción de un “Estado-gendarme” empiece a formularse a partir de 1900 la alternativa de un “Estado-guardia”8, germen de propuestas elaboradas por intelectuales de corte progresista-liberal, en los años veinte y treinta, quienes favorecen una “escuela [oficial] de actores”, el “semillero de una producción nueva” según Juan Chabás9. Enrique Díez-Canedo es tajante en este sentido. Por encima de un Teatro Nacional entendido como museo para conservar las reliquias del pasado, Díez-Canedo recalca el aspecto dinámico e innovador de la “escena experimental”, alimentada por la “iniciativa particular”. Ante la tendencia de trivializar el arte, convirtiéndolo en artefacto estático y material, en un asunto de “puro negocio”, lo defiende en toda su pureza y dinamismo como el “medio” que es —o que debe ser— hacia el fin económico: “No nos faltan empresas de arte puro, transitorias siempre, frente a las empresas de puro negocio. Pero hasta aquí ha faltado quien vea el negocio como fin con el arte puro como medio” [énfasis mío]10. Reafirma los valores actuales del canon por encima de los pretéritos, gracias a lecciones aprendidas de Hofmannsthal y Reinhardt en el fértil campo del teatro clásico español. Se convierte así en uno de los grandes apologistas de Cipriano de Rivas Cherif, el más insigne director de escena de la

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Eduardo Gómez de Baquero, “La protección al Teatro Nacional”, La España Moderna (mayo de 1900), reproducido más tarde en E. Gómez de Baquero, Letras e ideas, Barcelona, Heinrich y Cía. Editores, 1905, 33-40 (cf. Aguilera Sastre 2002: 41). “En el 14 de abril. Hacia un Teatro Nacional”, Luz (14-IV-1933), 6. E. Díez-Canedo, “Teatro Nacional, teatro de repertorio”, El Sol (3-V-1928), 5.

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España republicana, quien, en 1932, recordando la lección de sus mentores y las escuelas fundadas por él durante la anterior década, expone con clarividencia las bases de su propio trabajo escénico y de la escuela dramática nacional soñada por él: “Suscitar ese espíritu de invención” o “conciencia artística” en el actor, considerado por Rivas y por sus mentores (Craig, Reinhardt, Stanislavsky, Copeau y Meyerhold) como el auténtico locus de la creatividad teatral11. Ante el “fomento desde el Poder”, la iniciativa particular; ante las reliquias del pasado, un teatro dinámico, vital y actual; y por encima de sedes y repertorios, el teatro entendido como proceso, ya no como producto (“invención”, “conciencia artística”): son éstas las ideas que se plantean en las primeras décadas del siglo y que llegan a su plenitud en los proyectos de Puigserver y de Gómez, tan sólo después del letargo de 36 años de régimen autoritario.

EL TEATRO DE LA ABADÍA: ADMINISTRACIÓN Y FINANCIACIÓN La Fundación Teatro de La Abadía, denominada oficialmente Centro de Estudios y Creación Escénicos de la Comunidad de Madrid, se rige por unos estatutos que están divididos en seis títulos y cuyos puntos más destacados son los siguientes. En “Institución de la fundación” (Título I) se subraya la independencia jurídica de esta “Fundación cultural de carácter privado”, que “La Comunidad Autónoma de Madrid y D. José Luis Gómez García constituyen” y que “se regirá… por la voluntad del fundador manifestada en el acto fundacional, por los presentes Estatutos y por las disposiciones que en interpretación o desarrollo de aquella voluntad establezca libremente el Patronato” [énfasis mío aquí y más adelante]. Tal y como se apunta en el Título II (“Objeto de la fundación”), se trata de una Fundación sin ánimo de lucro (con lo que esto supone en cuanto a beneficios fiscales) con finalidades artísticas y educativas claramente estipuladas: “la formación de artistas… preferentemente de la Comunidad Autónoma de Madrid”, la “investigación” y el “fomento de la educación cultural de la infancia y la juventud en las artes escénicas, con el propósito de propiciar su integración social y cultural”. En el mismo título se alude también a vinculaciones internacionales —“intercambios de artistas de diferentes países”— dando así las pautas de una orientación cosmopolita que es refrendada con nuevo sesgo en 11

Cipriano de Rivas Cherif, “Por el Teatro Dramática Nacional. Escuela”, El Sol (29-VII1932), 3. Sobre esta faceta de la producción de Rivas véanse Aguilera Sastre y Aznar Soler 1989, 1999.

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el Título IV, en el que se establece un “Consejo de Honor”, presidido por el Presidente de la Comunidad de Madrid pero formado por seis personas de renombre universal, con voz pero sin voto en los asuntos administrativos de la Fundación. Por último, los “Órganos de gobierno” se establecen en el Título III, con una fórmula que refleja un pacto perfectamente equilibrado entre el sector artístico independiente y las instituciones públicas. El Patronato de La Abadía integra a cinco personas nombradas por José Luis Gómez y cinco por diferentes instituciones públicas: tres por la Consejería de Educación y Cultura de la Comunidad de Madrid, una por el Ministerio de Educación y Cultura, y una por el Ayuntamiento de Madrid. La Junta Rectora que se ocupa del funcionamiento diario del Centro se somete a la autoridad del Patronato y del Director Artístico (José Luis Gómez). La componen el Gerente y los Directores Administrativo, Técnico, de Formación y de Producción y Distribución. Al Patronato le compete aprobar los programas de actuación, presupuestos y la “Memoria anual” con la que la Fundación (el Director) justifica y genera su financiación pública. Entre los puntos aquí resumidos, cabe acentuar sobre todo la importancia concedida en estos Estatutos a la “voluntad del fundador manifestada en el acto fundacional”, por ser esa voluntad la piedra angular de La Abadía en su calidad de fundación semipública y su fuerza motriz como centro de creatividad artística. Ni que decir tiene que la aprobación de estos Estatutos constituye un acto mediante el cual el sector público —la Comunidad de Madrid— legitima méritos y autoridad artísticos (la “voluntad”) ya ampliamente reconocidos por el sector privado, es decir, por espectadores, gerentes y directores de escena de varios países. Aclaremos: según indica el curriculum vitae del Director, la “voluntad” en cuestión es el fruto de la odisea personal de este hijo pródigo que se marcha en busca de nuevos conocimientos, por las escuelas del mundo (se diploma como actor en 1964, en el Instituto de Arte Dramático de Westfalia, Bochum; estudia en París con Jacques Lecoq y en Nueva York con Lee Strasberg) y por los escenarios y festivales de Europa y de Norteamérica, antes de volver a Ítaca, como hizo Fabià Puigserver años antes, determinado (como Puigserver) a contribuir de forma contundente a una vida escénica nacional contemplada por cada uno en su momento como en un estado de “grave crisis”. Como en el caso de Puigserver, el encuentro de Gómez con Jerzy Grotowski en Polonia es determinante. Como Puigserver, Gómez regresa guiado por el sueño de emular la “tradición europea de los teatros de arte” y como Puigserver, realiza este sueño con la creación de un “modelo de administración semipública” en el que “la gestión privada garantiza la autonomía del trabajo, y los poderes públicos ejercen estricto control de los fondos

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atribuidos” 12. Si recordamos el sueño de medio siglo antes de una auténtica República de las letras, fundada (como proclama Díez-Canedo) en la “iniciativa particular”, será fácil concluir que los logros de estos voluntariosos fundadores de teatros nuevos marcan el momento en la historia del país cuando esa “iniciativa” y todo lo que connota adquieren finalmente reconocimiento oficial. Aquí el teatro institucional se fomenta desde el empeño y la industria del individuo, ya no “desde el Poder”. En el emblema cultural de la nación se abre hueco ahora para el teatro entendido como proceso (“invención”, “experimentación”)13, ya no como producto. Pasemos ahora a contemplar la realización de este sueño en el contexto concreto de las primeras temporadas de La Abadía.

LA PUESTA EN MARCHA DE UNA IDEA: OCHO TEMPORADAS DEL TEATRO DE LA ABADÍA Los logros y proyectos de La Abadía durante sus primeras ocho temporadas están documentados en un vasto y elegante material divulgativo que, en su conjunto, nos ofrece una ventana sobre la estética e ideología que informan el trabajo del Director artístico y de su equipo. El material en cuestión incluye (1) una memoria (ya citada) de los primeros 5 años de placer inteligente ofrecidos por la Fundación, (2) los programas de temporada, en los que se recogen, además de información sobre las obras que se van a representar, las reflexiones del Director sobre la misión de la Fundación, (3) unos folletos titulados Papeles de La Abadía dedicados a producciones específicas y (4) una informativa página web. Con el esquema de este material incluido en el apéndice queremos destacar la tendencia de la Fundación de glosar sus producciones —las suyas propias además de las de compañías invitadas— con sugerentes fragmentos de textos de diversos autores, textos que por su contenido (filosófico, histórico o estético) señalan nuevas maneras de entender la función teatral, provocándole así al espectador para que su “placer” llegue en efecto a la altura de “inteligente”. Además de contextualizar las funciones de este modo, estas glosas sugieren la idea de un Centro de reflexión y de reunión, en el que voces procedentes de diferentes tradiciones y épocas se armonizan con las del equipo de La Abadía y con las de los dramaturgos, 12 13

Las citas de José Luis Gómez proceden de Gómez 2000: 7 y 9. Estos términos, que aparecen en el ya citado ensayo de Díez-Canedo, son afines a los conceptos de “reteatralización” y “estilización” acuñados por Ramón Pérez de Ayala y C. de Rivas Cherif respectivamente.

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llegadas éstas últimas a través de las obras escenificadas. Se crea así la sensación de un ensamblaje de voces corales en un Centro cuyo compromiso social y educativo se proclama precisamente por medio de estas características: por su polifonía y heterogeneidad. En cuanto a la misión educativa de La Abadía, no sería difícil ver en la “escuela de actores/semillero de una producción nueva” reclamada por Juan Chabás y fundada en diferentes ocasiones por Cipriano de Rivas Cherif14 el prototipo para el “Centro” que José Luis Gómez funda en 1995 con el nombre “de Estudios y Creación Escénicos”. Gómez no se cansa de reafirmar que la formación de actores es uno de sus objetivos principales y “permanentes”15. Al hilo de estas reafirmaciones recalca su adhesión a la experiencia escénica procesual, a la “elocuencia actoral” y al “uso distinto de la energía psíquica y física” que persigue mediante la enseñanza “del legado técnico de los grandes artistas del pasado y la colaboración de eminentes hombres del presente”16. Detectamos en tales declaraciones la huella de Rivas, promotor de la escuela experimental como “cantera de actores” al servicio de las grandes escenas. Gómez insiste en que la escuela de actores será para él la única garantía de una “compañía estable”, el sine qua non del éxito para que La Abadía tenga futuro y arraigo en su ámbito social. El quid del problema para los dos es, en efecto, el ámbito social y el diálogo que Rivas tanto como Gómez procura entablar con su sociedad desde el escenario, tema que, por razones de sobra conocidas, levantaba más sospechas antes que ahora. Gómez se refiere en distintas ocasiones a “nuestro compromiso de asumir la escena como lugar de reflexión social” y de “asumir el trabajo escénico como una vía para participar, con los medios poéticos del teatro, en los debates de interés social… que hagan posible un más amplio encuentro con los ciudadanos”17. Tales comentarios evocan el recuerdo de la nación teatral18, con-

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Me refiero (entre otros) al “Teatro de la Escuela Nueva” (1920), “El Mirlo Blanco” (192627), “El Caracol” (1928-29), y sobre todo al “Teatro Escuela de Arte” (1933-35), las peripecias de los cuales son el tema de los estudios ya citados de Aguilera Sastre y Aznar Soler. 5 Años, 17; Avance de temporada 2002-2003, s/p. 5 Años, 7, 8 17. Avances de temporada 2001-2002 y 2002-2003, s/p “Un período como el que atravesamos los españoles de trasformación política y evolución revolucionaria se presta fácilmente a impulsar en cierto sentido y con determinada orientación ese progreso teatral de las formas dramáticas acomodadas al sentir general del público, del pueblo constituido en espectador” [énfasis mío]: Rivas Cherif, “Temas con variaciones: La utilidad pública del teatro”, El Sol (23-I-32), 1.

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cepto imperante entre los intelectuales republicanos, quienes promocionan la vertiente popular del teatro nacional como una necesidad urgente si se trata de sintonizar el teatro con la nueva formación ideológica triunfante (según insisten) en las elecciones del 14 de abril19. En su teoría y praxis, Gómez también teatraliza la nación, tratando el escenario como un espacio de convivencias, entre el gremio y su pueblo, como en una especie de nación en miniatura. Al igual que Rivas, Gómez considera que el teatro y su sociedad están inextricablemente unidos pero que sus lazos se han deteriorado —Rivas habla del “divorcio” entre el “sentimiento nacional del pueblo” y su “expresión artística oficial”— y que su misión como director es restablecerlos (Rivas: resucitar en el pueblo su “conciencia estética del sentimiento patrio”20). El deseo de Rivas de acomodar la tradición teatral española a las normas de vida modernas anticipa las iniciativas que Gómez adopta con el mismo propósito: el de acomodar el Teatro de La Abadía a la actualidad social. En este sentido, cabe notar que la polifonía y heterogeneidad que adopta para estos fines no sólo son cualidades literarias (como ya hemos visto) sino que se dinamizan mediante las producciones escénicas de compañías y artistas de diversa procedencia —los “intercambios de artistas” mencionados en los Estatutos— por lo cual el Centro se convierte en una suerte de “encrucijada multicultural” (Pavis 1990), en una auténtica imago mundi que es tan pluralista como lo es la realidad que habitamos. La influencia de los mentores contemporáneos de Gómez será fácil de visualizar en estas prácticas. Conviene no perder de vista mientras tanto la contribución de Rivas en esta misma línea, gracias a cuyos esfuerzos los españoles de su época pudieron apreciar en los escenarios de la capital el trabajo de algunas de las mejores compañías y artistas de Europa y de América21. La heterogeneidad que caracteriza el trabajo de Rivas y el de Gómez será sin duda el fruto de los nuevos horizontes adquiridos por ambos en sus respectivos periplos por las aulas del mundo, literal y figurativamente, antes de volver a casa comprometidos con la tradición teatral nacional, conscientes los dos de las 19

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“La Escuela de Teatro que [la República española] puede y debe fundar ha de serlo con carácter nacional, tomando de la tradición dramática lo permanente y valedero ahora; pero contrariándola en todo aquello que, aun siendo tradicional, pugna con la actualidad palpitante de la ley en que el Estado plasma la voluntad revolucionaria del pueblo”: Rivas Cherif, “Por el Teatro Dramático Nacional: Escuela”. “Temas con variaciones: Fiestas populares”, El Sol (12-IV-32), 1. Entre otros ejemplos cabe destacar: el Teatro Artístico de Moscú, en el Teatro Español y La compagnie des Quinze de Jacques Copeau, en la Residencia de Estudiantes (en 1932 y 1933 respectivamente) y los recitales poéticos de la actriz argentina Berta Singerman y del actor andaluz José González Marín.

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nuevas posibilidades que hay para acomodar los valores “permanentes y valederos” que esa tradición “singular” a la “actualidad palpitante” en todas sus dimensiones22. Es importante notar que en los dos casos se trata no sólo de la tradición literaria, sino de un estilo escénico particular que Rivas relaciona con la particularidad literaria del canon teatral nacional, cuyo germen se sitúa en la comedia barroca: “el dinamismo de la acción, la sucesión peripatética, antiestática por excelencia, de escenas repartidas en ‘jornadas’… y no en ‘actos’ con significación dramática unilateral”23. He aquí “la tradición escénica y cultura actoral” españolas que José Luis Gómez se compromete a recuperar, en el marco, claro está, de una identidad nacional contemporánea. Al inaugurar su Centro en 1995 con la representación de un “dinámico” y “multilateral” Retablo de la avaricia, la lujuria y la muerte, Gómez se hace eco de la vieja idea de un teatro nacional, entendido no sólo en el sentido de un patrimonio literario autóctono —una manera nacional de hacer comedias— sino en el sentido de un concomitante estilo nacional de representarlas: es decir, de un proceso decididamente español. Obviamente es así, mediante su “reteatralización” o “estilización” escénica24, las obras clásicas dejan de ser reliquias para convertirse en un fértil campo de innovaciones, la sede teatral en un centro de creación y ya no museo, tal y como pidieron Rivas y Díez-Canedo —insistentemente además— en su momento. De ahí la importancia del director como catalizador de procesos, figura que por su empeño e industria, autoridad y gestión —y por motivos de la evolución del hecho teatral en todas sus dimensiones (literatura dramática, representación escénica e infraestructura personal y material)— llega a reconocerse como el componente clave, como un factor constituyente del teatro tal y como lo conciben Rivas y Gómez: como “Centro de Estudios y Creación Escénicos” en el que el proceso se convierte en proyecto y programa. Por eso resulta tan importante la legitimidad que se concede a la “voluntad” individual de Gómez, cuando en 1994 la Comunidad de Madrid aprueba los Estatutos de la Fundación del Teatro de La Abadía. Que en este momento histórico y desde el Estado se empiece a pensar en el director, antes que en la sede o en el repertorio, y en las nuevas posibilidades escénicas que con él se relacionan, es sin duda

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Gómez: 5 años, 17; Rivas: “Por el Teatro Dramático Nacional: Escuela”. CRC, “Temas con variaciones: Hacia un Teatro Español”, El Sol (21-II-32), 12. En el período contemporáneo José María Rodríguez Méndez entra en el debate en torno a la oposición dramaturgia autóctona / estilo afrancesado, fruto el segundo del neoclasicismo dieciochesco. Sobre este tema véase González 1994. Términos adoptados para el caso por Ramón Pérez de Ayala y Rivas respectivamente (Aguilera Sastre y Aznar Soler 1989: 212).

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la consecuencia de un largo proceso histórico: la consolidación del director como elemento constituyente de la producción escénica. Que Rivas y Gómez hayan sido autoconscientes de su papel histórico y artístico en este sentido tiene también una importancia capital. Al invocar los nombres de sus propios mentores —Craig, Reinhardt, Stanislavsky, Copeau y Meyerhold— Rivas no sólo rinde homenaje a una genealogía que llega hasta los maestros de Gómez y que desemboca en La Abadía, donde “suscitar —como propuso Rivas— ese espíritu de invención en el actor” es la nota principal. Demuestra además sus intenciones de ser un agente activo en los procesos históricos que afectan el teatro en todos los niveles. Si el significado histórico del Teatro de La Abadía deriva del reconocimiento oficial concedido a la “iniciativa particular” de su fundador y a su misión educativa, no nos sorprenderá que el actor individual sea una clave entre las más importantes para leer la estética teatral del Centro desde sus escenarios. Es verdad que, en cumplimiento del “acto fundacional” y de lo concertado en los Estatutos con la Comunidad de Madrid, el Centro ha logrado ofrecer un repertorio entre los más variados. Como señala la página web de La Abadía25, el teatro de distintas épocas y géneros, para adultos y niños, nacional e internacional, se intercala con funciones de baile y música también de diversos estilos y épocas. La compañía estable ha compartido los escenarios de La Abadía con compañías nacionales y extranjeras, con sus producciones en castellano, catalán, francés, alemán, inglés y holandés. Directores, actores y dramaturgos españoles contemporáneos de cierto renombre han encontrado especial acogida, alternando con Cervantes, Shakespeare y Brecht: todo en virtud de los valores de polifonía y heterogeneidad ya mencionados. Dentro de este marco multicolor, sin embargo, conviene destacar un tono en particular que se asocia con la presencia del fundador, ya no como director de escena sino como punto de referencia escénico, en producciones tan sintomáticas como Memoria de un olvido (2002-2003) y Azaña, una pasión española (2000-2001). Como Rivas, quien sintió durante toda su vida una predilección especial por el arte solitario del bululú, Gómez recorre los principales teatros de Francia y Alemania antes de volver a España, representando espectáculos personales de pantomima y mimo llamados “mimodramas”26. Adquiere así un

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http://www.teatroabadia.com “Espectáculos de creación propia, mimodramas de nuevo cuño que cambian radicalmente la idea de pantomima y mimo a la sazón en boga”: Curriculum vitae de José Luis Gómez, facilitado por la Fundación del Teatro de La Abadía.

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profundo conocimiento de los nuevos niveles de compenetración que el actor puede conseguir con su “pueblo constituido en espectador”, al encontrarse sólo en el escenario, conocimiento que le será especialmente útil a la hora de representar a dos protagonistas de la epopeya nacional “discontinua y quebrada” (Gómez, 5A: 17): mediante la lectura dramatizada de poemas de Luis Cernuda, en el primer caso, y de cartas y discursos Azaña en el segundo. El trauma de Azaña en el dramático momento de su dimisión de la Presidencia, el 27 de febrero de 1939, que fue personal y colectivo a la vez, se convierte para Gómez en el estímulo de un catártico “retorno de lo reprimido” en la conciencia de su nación y en el marco del espacio psíquico inmediato y compartido, algo que puede apreciarse al comenzar la obra, cuando el “presidente”, tras el anuncio de su dimisión, tropieza sobre el adverbio “personalmente”: “Personalmente . . . [pausa] personalmente… [con tono más profundo, introspectivo] he trabajado en ese sentido cuanto mis limitados medios de acción permiten”27. La experiencia personal se proyecta así como todo un emblema para este director, cuyo trabajo como actor confirma, en el marco además de otras producciones de parecido sesgo lírico, cuán central es para La Abadía la palabra esencial, signo del más profundo sentir del individuo enfrentado consigo mismo, en la soledad nocturna del alma28.

CONCLUSIÓN A través del Teatro de La Abadía, José Luis Gómez ha logrado armonizar los tres elementos que son fundamentales para el multidimensional hecho teatral —el reper-

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Esta interpretación de Gómez está documentada en la versión fonográfica de Azaña, una pasión española, producida por la Fundación Autor con la colaboración del Teatro de La Abadía. A la hora de ampliar este tema, habría que pensar en el compromiso de Gómez con los grandes poetas dramáticos, de la tradición universal (Shakespeare, Goethe, Brecht) y nacional (Cervantes, Valle), además de producciones que se han acogido en La Abadía y que son decididamente poéticas, como por ejemplo: Mythos, basado en poemas de Henrik Nordbrandt (por la Cía. Odin Teatret, dir. Eugenio Barba; 1-XI-2000); Palabras en penumbra, sobre textos de Gonzalo Suárez (Cía. Albena Producciones; adapt. y dir. Carles Alberola; 25-IX-2001); Horizonte cuadrado, texto musical con poemas de Vicente Huidobro, Juan Larrea y Gerardo Diego (7-V-2003); Garcilaso, cortesano (adapt. y dir. Carlos Aladro; 10X-2003), y Sonámbulo, de Juan Mayorga, a partir de Sobre los ángeles, de Rafael Alberti (28-X-2003). Habría que notar también los diferentes recitales y lecturas de obras literarias que caracterizan las actividades de La Abadía durante sus primeras ocho temporadas.

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torio, su producción y la infraestructura de la que depende (el espacio escénico, la compañía, la dirección)— y, al mismo tiempo, ganar un reconocimiento oficial para su proyecto en estos términos. Estos logros han sido ocasionados sin duda por factores históricos de diversa índole: en el plano literario, por la tendencia en el siglo XX, documentada por Peter Szondi, de convertir la autoconciencia personal en fuerza matriz de la obra dramática29; en el plano escénico, por la influencia de Stanislavsky a lo largo del siglo XX, el primero en situar el locus de la creación teatral en la conciencia que el director “suscita” en el actor; y por último, en el plano institucional, por una serie de factores políticos, económicos y sociales que en esta coyuntura histórica, en España por lo menos, se han acomodado a la evolución del teatro en sus diferentes facetas. En relación precisamente a estos factores coyunturales, conviene notar en conclusión tres aspectos de la polifacética obra de Gómez y que pueden guiarnos a la hora de buscar lazos fundamentales entre su estética e ideología. Estos aspectos son: (1) el diálogo entablado desde las tablas con la sociedad actual, (2) la orientación estética que atribuimos sobre todo a sus propias intervenciones escénicas y (3) la presencia de Azaña en el trabajo de Gómez, tras su vuelta a España en 1978, cuando la imagen del presidente de la IIª República surge como signo de una memoria colectiva “quebrada por el discurrir histórico”30. Su proyecto para restablecer esa memoria parece basarse en una fórmula —el pacto entre el intelectual independiente, su comunidad y las instituciones que la representan— preconizada por los Estatutos de la Fundación y favorecida por el contexto de la actual democracia liberal. Aquí podemos hablar de una feliz coincidencia entre el modelo político y el modelo artístico. No nos olvidemos, sin embargo, de la manera en que Gómez, desde el ámbito de la sintonía que él logra en 1994 con las autoridades públicas, rescata del olvido la

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“The Drama of modernity came into being in the Renaissance. It was the result of a bold intellectual effort made by a newly selfconscious being who, after the collapse of the medieval worldview, sought to create an artistic reality within which he could fix and mirror himself on the basis of interpersonal relationships alone” (Szondi 1987:7). Bajo la dirección de Gómez y de Núria Espert, el Centro Dramático Nacional estrenó La velada de Benicarló, de Manuel Azaña, en el Teatro Bellas Artes el 3 de noviembre de 1980. Entre las muchas publicaciones que abordan la imagen del Presidente de la II República en el período democrático y en virtud de la recuperación de la memoria colectiva, destacamos la publicación en Pre-Textos (Valencia) de obras del estadista mismo —su novela Fresdeval (1987); sus Apuntes de memoria inéditos (1990) y sus Cartas inéditas (1917-1935) (1991)—, además de las biografías de Juliá 1990 y Marco 1998. A todo esto hay que agregar la exposición “Azaña” organizada en el Palacio de Exposiciones de Velázquez (1990), de la que Marco fue comisario.

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patética imagen del solitario estadista-intelectual, en la noche de su derrota, dirigiéndose a su “pueblo constituido en espectadores”. La figura del actor solitario en el escenario de La Abadía encubre una tensión radical, entre el presidente que abarca en sí el mundo de la ley y el de las letras (por un lado) y el director que, desde su campo artístico, ha conseguido aliarse con las instituciones públicas: un anuncio sin duda de los frutos que pueden producirse en un ambiente de mutuo respeto y libertad de expresión; todo un aviso del nuevo orden —de liberalismo democrático— que se está trabando en esta fase de consolidación nacional31.

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Nos apoyamos aquí en la visión de María Francisca Vilches de Frutos (1996), quien analiza los factores políticos relacionados a la transición aquí señalada por nosotros.

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APÉNDICE

Relación de material didáctico publicado por el Teatro de La Abadía para acompañar determinadas producciones

Producciones para las que han sido publicados Papeles de La Abadía con fragmentos literarios y citas que sirven para contextualizar la función desde el punto de vista temático, filosófico, histórico o estético FECHA ESTRENO 27 ene 2000

6 oct 2000

30 ene 2001

OBRA, AUTOR (DIRECTOR)

FRAGMENTOS Y CITAS

La baraja del rey don Pedro, Marqués de Santillana, Jean Chevalier y Alain Gheerbrant, Julio Valdeón, de Agustín García Calvo Antonio Machado, Michel Foucault, (dir. José Luis Gómez) Rachel Pollack, el Marqués de Sade, Michel Houellebecq, Shakespeare, Karl Marx y F. Engels, Georges Duby y Robert Mandrou, Yves Bonnefoy, N. Maquiavelo, Jean Genet y Jorge Manrique, además de los textos en la web del director de escena y de Arturo Pérez-Reverte Azaña, Una pasión española (dir. e interp. José Luis Gómez)

Fragmentos de textos de Azaña, con comentarios de Gómez

El Mercader de Venecia, de Shakespeare (Dir. Hansgünther Heyme)

Odo Marquard, El enemigo; Heiner Müller, Sin lugares; Alain Finkielkraut, Moral moderna; Theodor Adorno, Café con leche; Dietrich Schwanitz, El problema del antisemitismo; André Müller, La falta de libertad de Porcia; W.H. Auden, El palacio mágico y Lujo; Carlos Marx, Shakespeare describe con precisión el carácter del dinero

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FECHA ESTRENO

OBRA, AUTOR (DIRECTOR)

FRAGMENTOS Y CITAS

10 oct 2001

Mesías (Escenas de una crucifixión), de Steven Berkhoff (dir. José Luis Gómez)

Fragmentos de Alberto Savinio, Nueva enciclopedia; Juan Arias, Jesús, ese gran desconocido; Isaac Asimov, La tierra de Canaán; Hugh J. Schonfield, El complot de Pascua; Cardenal Jean Daniélou, El cristianismo como secta judía; Arnold Toynbee, El crisol del cristianismo y Cristianismo y Helenismo; David Flusser, Jesús en el contexto de la historia; Gonzalo Puente Ojea, El mito de Cristo y El Evangelio de Marcos. Del Cristo de la fe al Jesús de la historia; Geza Vermes, La religión de Jesús el judío; Alan Watts, El arte de ser Dios; Juan José Tamayo, Proceso a Jesús de Nazaret; G.E.M. de Ste. Croix, Los primeros inquisidores.

21 nov 2002

Memoria de un olvido, sobre textos de Luis Cernuda (dir. José Luis Gómez)

Poemas de Cernuda, con comentarios

Producciones cuyas fichas están en la web, con comentarios de otros autores, del autor de la obra representada o del director de escena FECHA ESTRENO

OBRA, AUTOR (DIRECTOR)

COMENTARIOS

14 feb 1995

Retablo de la avaricia, la lujuria y la muerte, de Valle-Inclán (dir. José Luis Gómez)

Gómez; Ricardo Doménech; Valle-Inclán, La lámpara maravillosa (fragmento)

21 abr 1995

Castillos en el aire, de Fermín Cabal (dir. José Luis Gómez)

Cabal; Antonio Muñoz Molina, “Palabras, palabras, palabras”

23 mar 1996

Entremeses, de Cervantes (dir. José Luis Gómez y Rosario Ruiz Rodgers)

Juan Goytisolo, “Cervantes y la tolerancia”

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FECHA ESTRENO

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OBRA, AUTOR (DIRECTOR)

COMENTARIOS

14 nov 1996

La noche XII, de Shakespeare (dir. Gerardo Vera)

Vera, “La noche XII”

6 mar 1997

Las sillas, de Ionesco (dir: Carles Alfaro)

Alfaro; Joaquín Hinojosa

17 oct 1997

Fausto, de Goethe (dir. Götz Loepelmann)

Loepelmann, “Fausto en La Abadía” y Miguel Sáenz, “Urfaust (Primer Fausto)”

1 abr 1998

El Señor Puntila y su criado Matti, de Brecht (dir: Rosario Ruiz Rodgers)

Ruiz Rodgers; Brecht

3 abril 1998

Brecht cumple cien años, sobre textos de Brecht (dir. Ernesto Caballero)

Caballero; Brecht

11 dic 1998

¡Santiago (de Cuba) y Cierra España!, de Ernesto Caballero (dir: Ernesto Caballero)

Caballero, “La linterna mágica del 98”; Gómez, “El Teatro espejo de la historia”

20 nov 1999

Los enfermos, de Antonio Álamo (dir. Rosario Ruiz Rodgers)

Ruiz Rodgers; Álamo

8 may 2002

Una hora de poemas y canciones, de Brecht, Kurt Weill y Núria Espert (dir. Núria Espert;)

José Monleón, “Una hora de poemas y canciones: Espert, Brecht y Weill”

16 ene 2003

El Rey Lear, de Shakespeare (dir. Hansgünther Heyme)

Heyme, “Hacia un futuro determinado por nosotros mismos” y reflexiones sobre el espacio escénico; Hanns-Dietrich Schmidt, “Notas sobre El rey Lear”

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Otras producciones cuyas fichas están en la web, con información bibliográfica, histórica o literarias pertinente a la obra FECHA ESTRENO

OBRA, AUTOR (DIRECTOR)

25 sep 2001

Palabras en penumbra, de Gonzalo Suárez (adapt. y dir. Carles Alberola)

28 nov 2001

El mago de Oz, basado en la obra de Bertolt Brecht, sobre música de Kurt Weill (creación y dir. Edison y Rosángeles Valls)

22 feb 2002

Defensa de dama, de Isabel Carmona y Joaquín Hinojosa (dir. José Luis Gómez)

14 mar 2002

Ubú rey, de Alfred Jarry (dir. Álex Rigola)

30 may 2002

Revés, de Antonio Tabucchi (dir. Xicu Masó)

25 sep 2002

Picasso adora la Maar, de Alfonso Plou (dir. Carlos Martín)

17 oct – 13 nov 2002

Funciones representadas en el marco del Festival de Otoño

10 dic 2002

Visto y no visto (danza), creación y dir. Enrique Cabrera

20 mar 2003

La caída, de Albert Camus (dir. Carles Alfaro)

3 abr 2003

El libertino, de Eric-Emmanuel Schmitt (dir. Joaquín Hinojosa)

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OBRAS CITADAS

AA. VV. (1997). Anuario teatral. Madrid: Centro de Documentación Teatral. AA. VV. (2000). Anuario teatral. Madrid: Centro de Documentación Teatral. Aguilera Sastre, Juan. (2002). El debate sobre el Teatro Nacional en España (1900-1939): Ideología y estética. Madrid: Centro de Documentación Teatral. Aguilera Sastre, Juan y Aznar Soler, Manuel. (1989). Cipriano de Rivas Cherif: Retrato de una utopía. Madrid: Centro de Documentación Teatral. (Cuadernos El Público, 42). Aguilera Sastre, Juan y Aznar Soler, Manuel. (1999). Cipriano de Rivas Cherif y el teatro español de su época (1891-1967). Madrid: ADE. Anderson, Benedict. (1983). Imagined Communities: Reflections on the origin and spread of nationalism. London: Verso Editions/NLB. Byrd, Suzanne W. (1975). García Lorca: La Barraca and the Spanish National Theater. New York: Las Américas. Checa Puerta, Julio. (2000). “El teatro público en España desde 1985”, en: AA.VV. (2000), pp. 19-22. Gómez, José Luis. (2000). Cinco años de placer inteligente. Madrid: Fundación Teatro de La Abadía, pp. 7 y 9. González, Antonio B. (1994). “Teatro nacional popular: sobre la teoría y práctica de José María Rodríguez Méndez”, en: Estreno 22.1, pp. 29-34. Juliá, Santos. (1990). Manuel Azaña: una biografía política. Madrid: Alianza. Marco, José Mª. (1998). Azaña. Una biografía. Barcelona: Planeta. Misiones pedagógicas: septiembre de 1931 - diciembre de 1933. (1992). Madrid: Ediciones el Museo Universal. Pavis, Patrice. (1990). Le théâtre au croisement des cultures. Paris: J. Corti. Otero Urtaza, Eugenio. (1982). Las Misiones Pedagógicas: una experiencia de educación popular. Sada, A Coruña: Ediciós do Castro. Sáenz de la Calzada, Luis y Martínez Nadal, Rafael. (1976). “La Barraca”: Teatro universitario. Madrid: Revista de Occidente. Szondi, Peter. (1987). Theory of the Modern Drama, ed. y trad. Michael Hays. Minneapolis: University of Minnesota Press. (Theory and History of Literature, 29). Tuñón de Lara, Manuel. (1971). Medio siglo de cultura española (1885–1936). Madrid: Tecnos.

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Vilches de Frutos, Mª Francisca. (1996). “Teatro público/teatro privado: un debate abierto en el teatro español contemporáneo”, en: Vilches de Frutos, Mª Francisca y Dougherty, Dru (1996), pp. 369-387. Vilches de Frutos, Mª Francisca. (1997). “Claves para la comprensión de la escena española actual: el reto para los autores españoles vivos”, en: AA.VV. (1997), pp. 14-16. Vilches de Frutos, Mª Francisca. (2003). “Presente, pasado y futuro de los modelos de producción privada” (ms.). Madrid: Cuadernos Escénicos de la Casa de América (en prensa). Vilches de Frutos, Mª Francisca y Dougherty, Dru (coords. y eds.). (1996). Teatro, Sociedad y Política en la España del Siglo XX. Madrid: Boletín de la Fundación Federico García Lorca, 19-20.

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II CANON AUTORIAL Y ESCÉNICO: LO SOCIOPOLÍTICO COMO ELECCIÓN DRAMÁTICA

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EL TRATAMIENTO DEL MACHISMO EN EL TEATRO POSFRANQUISTA Dieter Ingenschay Humboldt-Universität zu Berlin

1.

LA CRÍTICA ESPAÑOLA FRENTE AL MACHISMO

Aunque es sabido que la “transición” española de los años setenta no fue una “ruptura”, los cambios del posfranquismo trajeron consigo notables quiebras en los valores sociales, entre ellas, la pérdida del dogma social de la superioridad del varón. En el contexto del teatro, este cambio ha sido analizado sobre todo en relación con el destacado papel de las autoras teatrales (Floeck 1995). Desde una perspectiva más general, el cambio se manifiesta en un gran número de formas novedosas de tratar la relación entre los sexos. Las siguientes observaciones buscan enfocar un aspecto considerado central del idearium español: el tema del machismo. En el año 1971, José María Rodríguez Méndez publicó su Ensayo sobre el machismo, un largo esbozo histórico sobre las figuras literarias “machistas”, desde el Escarramán de Quevedo hasta el Manolo sainetesco, “arquetipo de la majeza” (Rodríguez Méndez: 131), sin olvidar al Pichi del teatro popular de los años de la II República. Rodríguez Méndez alega que con ello no quiere hacer “populismo” sino, al contrario, “poner de manifiesto el desconocimiento que la burguesía tiene del pueblo” (ibidem: 10). Desde su perspectiva indudablemente izquierdista, el macho es la encarnación de los “goces viriles” del español masculino de la época feliz del preconsumismo, relevado en los últimos tiempos por el play-boy de corte internacional. En su introducción, Rodríguez Méndez admite prescindir de la “sempiterna sabiduría freudiana”, de “complejos”, “traumas” y “represiones” (ibidem: 8) y destaca que su mayor motivación es su “gran admiración por la vida y (los) hechos del pueblo [...] cuya capacidad creativa ha sido enorme” (ibidem: 9). Dicho brevemente: interpreta al macho como una figura positiva. Pocos años después, el artista español contemporáneo de mayor radiación internacional, Pedro Almodóvar, dedica largas partes de su obra al machismo. El director prototípico del posfranquismo temprano se encuentra en el umbral de

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una nueva concepción del machismo, tal y como indica Mark Allinson (2001) cuando subraya que los mitos culturales, entre ellos el del machismo, siguen en vigor en el cine almodovariano, sólo que de forma descentrada1. Considerando el papel central del tema en las creaciones artísticas, la escasez de discusiones teóricas sobre el machismo en España es un hecho que sorprende. La crítica española se ha dedicado, casi exclusivamente, a una figura paralela al macho, a una persona omnipresente en las letras hispánicas2 al Don Juan. Sin embargo, ni el Don Juan barroco e impostor, ni el Don Juan romántico y salvado (y ni siquiera el Don Juan trágico y patológico de la película de Ingmar Bergmann) se corresponden completamente con el macho. Desde Otto Rank a Gregorio Marañón (1937), Don Juan es el psicópata, el “enfermo”, mientras que el macho corresponde al “sano”, al hombre “normal” que pone en escena su presunta superioridad masculina. A Michel Foucault (y gran parte de la crítica actual), Don Juan le sirve de modelo del “perverso” (Foucault 1976: 54), víctima de una distorsión psicológica, “pareja” de la femme fatale3. El macho, en contraste, es el representante típico de un fenómeno público, social, cotidiano, y esto no solamente en la España peninsular, sino también en el continente latinoamericano. Mientras que los críticos culturales españoles se dedican con fervor al Don Juan, descuidan al macho de tal manera que no han producido ningún estudio pertinente. Sus homólogos latinoamericanos (o latinoamericanistas), sin embargo, han analizado gran número de los aspectos del machismo (Lancaster 1992; Hanglin 1992; Cornwall y Lindisfarne 1994; Lumsden 1996; Teltscher 2002). Connell acusa que estas investigaciones, a pesar de sus méritos, muchas veces se quedan a un nivel “etnográfico” que los “estudios masculinos” del futuro tendrán que superar (Connell 2000: 26). Por lo tanto, a fin de establecer un marco teórico a las reflexiones siguientes, voy a recurrir a algunas observaciones generales, a modelos desarrollados fuera de España, lo que me permitirá situar al tema en un contexto amplio internacional.

1

2

3

“The cultural myths and stereotypes of high passion, religious fervour, death-obsession, machismo and backwardness are still in the frame, but they are decentered” (Allinson 2001: 215; el subrayado es mío, D.I.). Sin embargo, hace falta constatar que Don Juan ha sido considerado como fenómeno cultural europeo (a través de la ópera italianizante, de las obras de Molière, Lord Byron, Max Frisch y tutti quanti ( Rousset 1976). Véanse los númerosos estudios dedicados al Don Juan y a la femme fatale (Kreuzer 1994; Bork 1992).

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2.

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CONTEXTOS TEÓRICOS INTERNACIONALES

Rodríguez Méndez hubiera podido utilizar tranquilamente la “sabiduría freudiana” que rechaza, dado que el psicoanalista austríaco mantenía un sistema fijo de disposiciones típicamente masculinas y femeninas que parecen confirmar los esquemas tradicionales. Todavía en su ensayo sobre la sexualidad femenina (“Über die weibliche Sexualität”, [1931]) mantiene la “inferioridad orgánica” de la niña, lo que puede llevarla a un “complejo de masculinidad” —como consecuencia de la envidia hacia el pene (Freud [1925])—. Lo interesante para nuestro contexto es que Freud menciona también otra aberración, a saber, un verdadero “complejo de masculinidad”, pero éste es considerado por el docto austríaco curiosamente como un fenómeno propio de la persona femenina, mientras que se distancia polémicamente de un complejo de masculinidad del hombre, atribuyendo éste al reino de “feministas y mujeres analistas”4. Así, tanto Freud como Rodríguez Méndez comparten la idea de una inferioridad categorial de la mujer. El verdadero cuestionamiento de la supremacía del varón se debe a desarrollos posfreudianos, a saber, a la crítica feminista y deconstructivista que empieza en los años sesenta y culmina en las teorías de Judith Butler. Haciéndose eco de la Historia de la sexualidad de Foucault, Butler propone una diferenciación que se basa en tres factores: el sexo anatómico como dato biológico (sex), la (pretendida) identidad sexual genérica (gender identity) y el lado performativo (gender performance) (Butler 1990). Para ella, el sexo anatómico difiere siempre de la identidad sexual, y ni esta última, ni el lado performativo son datos “naturales”, sino culturales, que se deben a actos performativos y repetidos, cuyos efectos desembocan en la construcción social. Dado que además considera al cuerpo como escena de una inscripción sexual, el teatro parece uno de los lugares idóneos de tales construcciones sociales, capaz también de mostrar “casos complicados”, es decir casos no conformes a la “mátrix” cultural, casos en los que ciertas formas de deseo genérico no corresponden a la identidad

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“Man kann vorhersehen, daß die Feministen unter den Männern, aber auch unsere weiblichen Analytiker mit diesen Ausführungen nicht einverstanden sein werden. Sie dürften kaum die Einwendung zurückhalten, solche Lehren stammten aus dem ‘Männlichkeitskomplex’ des Mannes und sollen dazu dienen, seiner angeborenen Neigung zur Herabsetzung und Unterdrückung des Weibes eine theoretische Rechtfertigung zu schaffen” —“Se puede prever que los feministas entre los hombres, pero también nuestras analistas femeninas no estarán de acuerdo con estas explicaciones. Seguramente van a objetar que tales lecciones provendrían del ‘complejo de masculinidad’ del hombre y servirían para justificar teóricamente su tendencia innata a denigrar y a oprimir a la mujer”—(Freud [1931]: 280; la traducción es mía, D.I.)

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sexual-genérica ni al sexo anatómico (ibidem). Puesto que el teatro casi siempre se dedica a reflexionar acerca de normas sociales, el contemporáneo hace inteligible la “mátrix” cultural y sus efectos en el campo de la sexualidad y sus variantes performativas. En una perspectiva opuesta, Frederic Jameson comprueba que, en nuestras sociedades, la sexualidad asume la función de espectáculo (Jameson 1996). Veremos que el teatro mismo adopta esta idea. El hecho de que Rodríguez Méndez, antifranquista declarado, proponga una valoración positiva del macho parece tanto más asombroso cuanto que, poco después, el teatro desarrolla imágenes específicas para criticar, a través del machismo, los sistemas franquistas. En este aspecto, los dramaturgos están de acuerdo con la mayoría de los críticos que han analizado la relación entre masculinidad/machismo y fascismo, como lo hizo de manera ejemplar George L. Mosse al modificar una tesis de Susan Sontag (en “Fascinating Fascism”) de la teatralización de los procesos de dominación y sumisión. Su estudio The Image of Man. The Creation of Modern Masculinity lo resume: “El fascismo era en cierto modo el punto culminante de la masculinidad moderna” (Mosse 1996: 217; la traducción es mía, D.I.). Aunque los ejemplos de Mosse provienen del fascismo alemán y del italiano, la combinación franquismo-machismo se encuentra en numerosos textos del nuevo teatro español5. En el más reciente estudio del machismo, Hombres con hombres con hombres. Männlichkeit im Spannungsfeld zwischen Macho und marica..., Peter Teltscher reinterpreta al macho6. Algunas de sus reflexiones, desarrolladas con textos argentinos, son de relevancia también para el contexto español. Teltscher destaca que el macho no es simplemente el hombre viril y todopoderoso, sino un hombre ininterrumpidamente expuesto al desafío de probar su virilidad, luchando en dos frentes: garantizar con su machismo la diferencia (y la superioridad) frente a la mujer, pero también buscar y definir su posición en un continuum competitivo de virilidades (Teltscher 2002: 12 y ss.). Robert Connell, un representante destacado de los Men’s Studies, también prefiere hablar de “masculinidades” (en forma plural); plantea, además, que la investigación futura en este campo tendrá que sobrepasar la “fase etnográfica” que todavía prevalece en los estudios de masculinidad hasta ahora. La “lucha” machista en los dos frentes, descrita por Teltscher, vuelve como elemento crucial en muchas de las obras teatrales que tratan el tema del machismo.

5 6

Por ejemplo en Perfume de mimosas, de Miguel Murillo, una danza macabra/alegórica sobre el tema de un joven que descubre su homosexualidad en la “España eterna” (Gimber 2001). Véase asimismo Connell 2000: 17-28.

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Del gran número de obras, el corto espacio disponible me permite solamente presentar tres ejemplos particularmente decisivos.

3.

“DEDOS”, DE BORJA ORTIZ DE GONDRA

La obra (con el subtítulo “Vodevil negro”) se estrenó en 1998, en el marco de la VI Muestra de Teatro Español de Autores Contemporáneos en Alicante, bajo la dirección de Eduardo Vasco, y poco después en la Sala Olimpia de Madrid. Entre las críticas positivas se destaca la de Javier Villán, quien opina que: Dedos [...] pudiera ser el ejemplo de un lenguaje nuevo y totalizador: imagen, espacio vacío, palabra y revuelta contra una realidad social impresentable; una superación de académicas disquisiciones sobre el sexo metafísico del teatro atomizadas excluyentemente, como son las disyuntivas imagen o palabra, compromiso o esteticismo (Villán 1999).

La obra se compone de 15 escenas sueltas en las que se representan las relaciones entre cuatro protagonistas: El Chico, La Mujer, El Hombre y La Chica. El marco general sobrepasa toda representación realista y no presenta personas coherentes, sino unidades funcionales que aluden, sin embargo, a un mundo actual caracterizado por el desempleo, el capitalismo desencadenado, el Sida y la falta de solidaridad entre personas y generaciones. La escena inicial, “El Parque”, nos da un claro ejemplo de gender trouble: una mujer elegante pide al Chico, aparentemente de clase más baja, “fóllame”, invirtiendo así la distribución tradicional de los papeles atribuidos a hombres y mujeres respectivamente. Sin embargo, al chico no le apetece aceptar este “regalo de Navidad”; las ganas le vienen más tarde cuando ella, para vengarse, le pega (y así despierta su deseo masoquista). Además, la mujer le informa de que ella es seropositiva. Dado que no tienen preservativos, el Chico, en lugar de llevar a cabo el acto ‘tradicional’, se sirve de su mano como objeto/sustituto fálico. Al final de esta penetración (no solamente simbólica), su anular queda dentro de la mujer, y esto incita a una serie de búsquedas de este órgano que da título a la obra. No es necesario destacar que así el dedo funciona como emblema fálico y que además sirve para destruir el simbolismo del anular como portador simbólico del matrimonio, dado que, en esta obra, las relaciones resultan poco estables. Las escenas siguientes toman la forma de baile en círculo: en la segunda escena, el Hombre, borracho, realiza un largo monólogo sobre su miedo al Sida.

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En la siguiente, se muestra al Chico desnudo y encadenado con un arnés provisto de un enorme pene artificial lleno de piercings, mientras el espectador oye desde el contestador la voz de la Mujer que dirige desde el aparato el sufrimiento voluntario del Chico. En la cuarta escena, se encuentran la Mujer y la Chica, aparentemente lesbiana, quien, en un pastiche de comportamiento machista, intenta ligar con la Mujer dándole palmaditas en su trasero. Más tarde, se establecerá entre ellas una relación con toques lésbico-sádicos. En un diálogo con el Chico, el Hombre le pide que deje a su mujer, pero el Chico no acepta y le confirma su amor por la Mujer que lleva dentro su dedo, lo que les une en el sentido de San Juan de la Cruz, como amada en amado transformada. Al final, el Hombre le ofrece un trabajo si deja a “su” mujer, y se corta un dedo para confirmar el pacto. En otra escena, la Chica, por el amor no correspondido de la Mujer, se suicida, pero resucita cuando la Mujer le enseña uno de sus dedos que se ha cortado como señal de su amor. En la octava escena, los dos hombres se encuentran en una sauna y el Hombre pide al Chico que dé una paliza a la pareja de mujeres por ser “tortilleras”, prometiéndole otra vez un buen pago a cambio. Después del ataque a las mujeres, la Chica ofrece al Hombre un dedo de la Mujer y los dos cambian sus respectivos roles sociales: el Hombre vuelve a su Mujer y deja su puesto de jefe a la Chica, quien se pone la corbata como símbolo de un poder que siempre le ha gustado. El Hombre y la Mujer viven retirados una relación de nueva felicidad a lo hippy sesentayochista; él ni siquiera abre las cartas que le llegan, con excepción de una. Se trata de una carta-bomba que le ha mandado la Chica, nueva jefa y amante del Chico. El hombre queda al final amputado, con dos muñones, mientras una música de boda acompaña la última escena entre el Chico y la Chica. Este breve resumen intenta mostrar cómo estos cuadros, estas estampas, despliegan de manera ejemplar, si no la derrota de las matrices culturales del machismo, por lo menos su ‘descentramiento’. Emplazando los procedimientos utilizados en la teoría internacional, surgen las siguientes relaciones: — El machismo tradicional —la supremacía masculina— se ve sustituido por sistemas de poder que resultan de relaciones afectivas y sexuales (la Chica sobre la Mujer, la Chica sobre el Chico, la Chica sobre el Hombre); esto refleja el cambio de las concepciones freudianas hacia las concepciones de Foucault. En su monólogo masoquista de la tercera escena (“La tortura”), el Chico busca el sufrimiento para “sentirse vivo”; con esto parece realizar las propuestas del Foucault tardío, quien desarrolla la idea de un goce “desexualizado”7. 7

“C’est une chose ‘innomable’, ‘inutilisable’, hors de tous les programmes du désir; c’est le corps rendu entièrement plastique par le plaisir: quelque chose qui s’ouvre, qui se tend, qui palpite, qui bat, qui bée” (Foucault 1994b: 819).

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— Las atribuciones fijas de una “identidad sexual” (biológica) se sustituyen por un juego de decisiones libres: el Chico abandona su masoquismo, la Mujer practica a la vez una sexualidad lesbiana, hetero-sadista, etc., completamente conforme con la concepción butleriana de la identidad sexual a través de actos performativos. — Virilidad y machismo se definen en aquel continuum de comportamientos analizado por Teltscher: el Hombre se hace llorón por miedo al Sida, la Chica imita el ligue heterosexual, etc. — El chico compara el machismo del Hombre con la hombría de sus amigos esquins. Su masoquismo inicial se pone de manifiesto por la percepción específica del cuerpo (lo que se subraya mediante la imagen del cuerpo desnudo y atado, con el pene lleno de piercings). Así, el cuerpo se vuelve escena de inscripción sexual (en el sentido de Butler) y la sexualidad se realiza como espectáculo (en el sentido de Jameson). He tratado este primer ejemplo más detalladamente para probar que —y con esto anticipo una conclusión— la práctica teatral actual sustituye la casi ausencia de investigaciones y discusiones teóricas sobre asuntos de masculinidad/virilidad como fenómeno cultural en España.

4.

“¡HOMBRES!”, DE LA COMPANYA T DE TEATRE

¡Hombres! (con el título catalán Homes!) se estrenó en 1994 por la Companya T de Teatre, bajo la dirección de Sergi Belbel, en el Mercat de les Flors barcelonés y después en el Teatro Marquina en Madrid. La obra, en la que actúan cinco actrices, comprende nueve escenas escritas por diversos autores. A primera vista, son estampas divertidas sobre la “realidad” de la relación entre los sexos hoy en día, que todavía se mantiene la supuesta supremacía del varón. En la escena más larga (“¡Ay..., Hombres! Charla femenina sobre la realidad masculina”), las cinco actrices, todas vestidas y actuando de mujeres jóvenes y modernas, conversan sobre sus experiencias con el sexo llamado “fuerte”. Sus polílogos algo sainetescos, que recuerdan los diálogos del teatro de bulevar, parecen confirmar los prejuicios relativos a los hombres, parte tan desagradable como imprescindible de la humanidad. El intento de representar en el escenario una visión múltiple del hombre se nota ya en las dos escenas anteriores: después de una larga lista de citas sobre el hombre —todas frases de hombres más o menos célebres—, aparecen las cinco actrices, una detrás de otra, vestidas con traje anticuado, representando a “Diversos autores libertinos”, prototipos histó-

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ricos de la historia cultural: Don Juan, Casanova, Valmont, Sade, Masoch. Lo interesante de estos textos, adaptados de fuentes originales por Sergi Belbel, es que no confirman, sino que cuestionan el modelo del hombre superviril y corona de la creación, para revelarlo como víctima de su hombría, producto de aberraciones psíquicas: un Don Juan condenado a las conquistas, un Valmont que deja de ser libre por el amor, un Masoch instrumentalizado por las manos de la mujer. La perspectiva posfeminista se mantiene también en otras escenas, cuando fracasa la búsqueda de sexo (en “De copas y en compañía”), cuando al niño azorado en un mundo hipócrita lo seduce el psicólogo (“Primavera”), cuando la obsesión de su alopecia y el cuestionamiento de su virilidad llevan al hombre maduro a afeitar el cráneo de su amante y a matarla (“Alopecia”). La obra despliega un amplio abanico de prejuicios y estereotipos sobre el hombre, la virilidad y el machismo, pero subvierte al mismo tiempo los modelos del hombre-lobo antipático pero imprescindible y desvela el continuum de relatividades machistas junto a los dos frentes de la lucha machista descrita por Teltscher. En la escena final, se oyen, acompañadas por una música solemne, las voces distorsionadas de las cinco actrices que leen anuncios de contactos, en los que cinco hombres buscan a su mujer ideal, reduciéndola a estereotipos específicos: el hombre sensible busca a la déspota y pide a las sumisas abstenerse; el refinadísimo busca a la bonita y tonta y pide a las sabias abstenerse, etc. Por el mero hecho de que el hombre sigue siendo la parte activa en este juego, se confirma la superioridad que la sociedad sigue atribuyéndole. La actuación, sin embargo, abre otra perspectiva: las mujeres se ponen otra vez los trajes de hombre de la segunda escena, demostrando así su disposición a cuestionar una distribución de roles que tampoco a los hombres les produce felicidad.

5.

“LA LLAMADA DE LAUREN”, DE PALOMA PEDRERO

Mientras que ¡Hombres! no recurre a concepciones performativas de la identidad sexual (en el sentido de Butler), éstas se encuentran enfocadas en La llamada de Lauren, de Paloma Pedrero8. En el tercer aniversario de su relación con Rosa, Pedro, profesor joven y moderno, sorprende a su pareja con un disfraz: se ha puesto lentamente, observado por los espectadores, ropa y zapatos de mujer,

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Espectáculo presentado en la Sala Cuarta Pared (16-I-2002), bajo la dirección de Aitana Galán, con Natalia Barceló y Pedro Vicente Colomar como intérpretes.

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peluca y maquillaje. Cuando Rosa vuelve, lo encuentra “fenomenal” y listo para ir al carnaval. Pero Pedro guarda otra sorpresa para Rosa: le provee de un traje y un sombrero de hombre, disfrazándola así de Humphrey Bogart (él es Lauren Bacall). Pide a Rosa, alias Humphrey, que fume y ande como un hombre, lo que ya provoca una ligera resistencia por parte de la mujer que, sin embargo, sigue el juego y baila con Pedro/Lauren. Cuando Pedro le da a Rosa un paquete con su regalo de aniversario y ella lo abre, no encuentra el perfume esperado, sino un consolador. Rosa se quita el sombrero, deja el juego y se vuelve pensativa, percatándose de sus “secretos” y quejándose del silencio y de la falta de atención por parte de su marido. El “juego” del cambio de los roles sexuales de la pareja desvela otra vez un montón de estereotipos: cuando Rosa/Humphrey en su ligue con Pedro/Lauren le pregunta por su profesión, éste/ésta susurra “peluquera”; en el acto de “seducción’, Rosa/Humphrey tiene que asumir el papel masculino y así “activo” y Pedro/Lauren el femenino y así “pasivo”, lo que reproduce estereotipos que ya el tardío Freud había abandonado. Calificando la identidad sexual de Pedro de “homosexual”, “pasiva” y “femenina”, se cimenta una concepción “esencialista” de la sexualidad. Así, lo “positivo” de esta obra del todo problemática se da, a mi parecer, solamente si la comparamos con la larga serie de obras teatrales sobre el descubrimiento de la homosexualidad. En su artículo “Lust auf Überschreitung” (2001), Arno Gimber analiza más de 20 obras teatrales dedicadas a esta temática y constata durante las décadas del posfranquismo un desarrollo que empieza por una privatización de la homosexualidad (considerada como “problema” individual) y termina con la superación del trauma. La llamada de Lauren demuestra la pérdida relativa del tabú, cuando pone en escena con Pedro a un personaje que se atreve a articular su deseo, aunque no sea más que escondido detrás del disfraz del carnaval. Al mismo tiempo, la obra muestra el límite de la tolerancia social e individual cuando Rosa/Humphrey rechaza penetrarle con el consolador. Aquí se mantiene el tabú más importante de la homofobia, como afirma Pedro Almodóvar en una entrevista a Vidal: “Aun partiendo de que no sientes homofobia, hay una cosa que culturalmente no se acepta: nunca un hombre, que sabe que puede ser penetrado, lo verbaliza. [...] Es uno de los prejuicios más antiguos de la humanidad y no se ha superado en ninguna etapa, ni en las más permisivas. Es un problema del macho como especie” (cf. Vidal 1989: 208). Así, aunque la crítica española de las últimas décadas apenas se ha ocupado del “macho como especie”, se puede ver que por el contrario, la práctica teatral posfranquista ya lo ha venido realizando.

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OBRAS CITADAS

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El tratamiento del machismo en el teatro posfranquista

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LUCES Y SOMBRAS DE LA NUEVA IDENTIDAD FEMENINA EN EL TEATRO ESPAÑOL ACTUAL Pilar Nieva de la Paz Consejo Superior de Investigaciones Científicas (Madrid)

Las profundas transformaciones sociales acontecidas en nuestro país durante las últimas décadas han tenido su reflejo en la configuración de nuevos modelos femeninos y en la creciente actualidad del debate sobre ciertos temas ligados a la cambiante identidad genérica de las mujeres. Así, la consolidación progresiva de éstas últimas en el ámbito laboral, y la consiguiente compatibilización de roles públicos y privados que una gran mayoría de españolas está llevando a cabo, ha supuesto una considerable “revolución social”, de marcadas consecuencias en sus relaciones con el entorno, muy especialmente en las relaciones de pareja y en las materno-filiales. Resulta hoy casi inevitable interrogarse acerca del nuevo lugar que las mujeres ocupan en las sociedades occidentales y también sobre sus relaciones con los hombres, después de medio siglo de enormes cambios en la condición femenina (Lipovetsky 1999: 9). Conviene recordar que, en el mundo desarrollado, ellas han estado hasta no hace tanto tiempo sometidas a las servidumbres inevitables de la procreación y sólo recientemente han logrado liberarse de esa atadura histórica. Soñaban con ser madres y amas de casa, mientras que ahora quieren ejercer una actividad profesional. Se hallaban sometidas a una moral severa, disfrutando actualmente de una libertad sexual impensable hace tan sólo unos pocos lustros. Estaban confinadas en ciertas esferas de actividad consideradas “femeninas” y han abatido las barreras, ocupando puestos en los más diversos sectores profesionales y reivindicando cada vez con más fuerza la paridad política. La pasada centuria ha sido testigo en este sentido de una auténtica revolución que augura un siglo XXI que algunos pensadores pronostican como “de las mujeres” (Camps 1998). El teatro español contemporáneo no ha sido ajeno a dichos cambios, sino que ha reflejado con creciente atención la novedosa irrupción de estas variables sociales, con el asentamiento definitivo de la mujer en el mundo laboral y un acce-

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so cada vez más generalizado a la independencia económica y a niveles crecientes de autonomía y libertad. Este fenómeno es uno de los que ha contribuido de forma notable a la sensación de desorientación y malestar generalizados que recogen numerosas obras dramáticas recientes, entre las que se encuentra un significativo número de títulos centrados en el actual cuestionamiento de la identidad de hombres y mujeres (Vilches 2003). Tanto los autores como los lectores y los espectadores son cada vez más conscientes del papel que la creación cultural, como también otras instituciones públicas, desempeña en la construcción social de la identidad sexual (Bourdieu 2000). Las imágenes transmitidas desde la literatura, el teatro y el arte en general reproducen las claves fundamentales por las que se reconoce hoy a cada uno de los géneros y contribuyen así a consolidar estas construcciones identitarias colectivas (Gilbert y Gubar 1979; Miller 1983; Rincón 1997; Sauret y Quiles 2001). De ahí el interés de emprender una reflexión acerca de las formas, los motivos y las perspectivas que están utilizando los autores varones para representar a las mujeres en algunas de las obras que han sido llevadas a escena en el teatro español del último lustro. Como enseguida veremos, varios de los hombres españoles que están escribiendo y estrenando obras dramáticas han sabido ver la enorme trascendencia de los cambios provocados por la configuración y consolidación progresiva de una nueva identidad femenina, hecho que está obligando a cambios urgentes en la definición social de los roles masculinos y que supone además una auténtica revolución para las relaciones entre los sexos, cada vez más complejas e inestables (Badinter 1993; Butler 1990)1. Todas estas cuestiones son objeto de atención prioritaria en textos de varios autores instalados en el canon dramático español como José Luis Alonso de Santos, Ignacio Amestoy, Sergi Belbel, Ernesto Caballero, Domingo Miras, Alberto Miralles y Pedro Víllora, cuyo análisis arroja interesantes conclusiones sobre el estado de la cuestión en la sociedad española actual. Además, puesto que la identidad de ambos sexos se establece de modo relacional (Montesinos 2002: 25), esta reflexión servirá para acercarnos a la autoindagación que están llevando a cabo los dramaturgos sobre la evolución de su propia identidad. El interés evidente de los autores por

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Las profesionales de la literatura dramática y de la escena han contribuido sin duda a plasmar desde su particular óptica estas recientes realidades. Autoras y directoras de teatro están dotando así de especial visibilidad pública a ciertos temas candentes de la realidad femenina española (Floeck 1995b; Leonard 1998; O’Connor 1998; Serrano 1994; Nigro y Zatlin 1998). Uno de los caminos elegidos ha sido la revisión de motivos y personajes históricos y míticos que permiten plantear los problemas y revisar los “relatos modelizantes” que afectan a la mujer actual (Floeck 1995a; Nieva 1999; Ríos 1999; Vilches 2002).

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los cambios en los roles sexuales conecta, además, con una demanda social clara, que se ha puesto de manifiesto una y otra vez mediante el éxito comercial de numerosos espectáculos que abordan los rasgos socioculturales definitorios de cada género desde una perspectiva generalmente cómica. Tras el gran éxito de público y crítica alcanzado a mediados de los noventa por ¡Hombres! [1994] (1995), creación colectiva de la Companya T de Teatre y de un grupo de autores catalanes, con dramaturgia y dirección escénica de Sergi Belbel, que gira en torno al tema de la “guerra de los sexos” (Vilches 1997: 157), ha llegado a los escenarios de las últimas temporadas una verdadera estela de espectáculos sobre el tema, que han logrado también muy buena aceptación por parte de los espectadores, principalmente. Destacan entre ellos títulos como 5 hombres.com, 5 mujeres.com, Defendiendo al cavernícola, ¡Entiéndemetúamí!, Monólogos de la vagina, Se quieren, Confesiones de mujeres de 30, etc. Merece una valoración positiva la opción de algunos de nuestros autores más comprometidos con la realidad social por reflexionar desde el teatro sobre una cuestión tan compleja, reconociendo así su singular vigencia en el debate cultural. El acercamiento a los nuevos problemas que están afectando a las mujeres de hoy, como la inestabilidad laboral y el desempleo, la competencia en entornos de trabajo muy masculinizados, la dificultad para compatibilizar vida profesional y familiar, etc., así como la identificación de algunos de ellos con una extendida reivindicación femenina, la necesidad urgente de un cambio de mentalidades y comportamientos para que se haga efectiva la equiparación “teórica” entre hombres y mujeres, son muestra de la contribución de la escena al avance del pensamiento igualitario en el país. Con todo, se percibe en algunas creaciones la pervivencia de determinados estereotipos sobre la mujer que se resisten a desaparecer y constituyen de hecho uno de “los principales obstáculos a la equiparación real entre hombres y mujeres” (Alberdi 1999: 268). Se observa, además, la recurrencia de algunos “temores” y “suspicacias” en relación con el avance progresivo de las mujeres en diferentes ámbitos de poder, que abarcan desde una cierta prevención frente al modelo de la “mujer perfecta” y el rechazo de un cierto tipo de “mujer profesional”2, hasta el miedo a la incomprensión y la soledad por parte de unos hombres que sienten la pérdida de su autoridad y ven cada vez más difícil la convivencia de pareja en un entorno familiar desjerarquizado (Flaquer 1999; Gil Calvo 1997). El análisis de los personajes que protagonizan las obras contribuye a la reflexión sobre cómo están asumiendo muchos españoles la creciente alteración 2

En prensa este trabajo, nos llega un artículo que aprecia parecido rechazo en las novelas y el cine actual (Mayoral 2003: 13).

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del esquema de relación entre ambos sexos. Se observa así que la consolidación de la participación femenina en los más diversos campos de la actividad pública ha permitido la aparición en nuestro teatro último de nuevos modelos de mujer, especialmente el de la “profesional de éxito”, que da cuenta de la contradictoria percepción social sobre el trabajo femenino que predomina aún en el país. La autosuficiencia económica alcanzada en los últimos lustros por las mujeres, clave de la transformación de las relaciones hombre-mujer, se refleja mediante este modelo de mujer: de mediana edad, muy bien situada profesional y económicamente, pero “desequilibrada” en sus comportamientos y emocionalmente “fracasada”; un modelo que aparece a menudo aderezado con los rasgos característicos de la “mujer fatal” y con referencias al actual prototipo de la “mujer sola” (Alborch 1999): solteras, separadas y divorciadas, que mantienen su propio hogar y asumen con frecuencia en solitario las tareas de la maternidad. Encontramos un ejemplo de profesional madura bien instalada protagonizando la “crónica de mujeres en dos actos” de Ignacio Amestoy, Cierra bien la puerta (2001)3. Rosa, “una de las periodistas más influyentes de este país” (Amestoy 2001: 61), perteneciente a la llamada Generación del 68, ha entrado en la cincuentena con una consolidada trayectoria laboral a sus espaldas. Es una mujer fuerte y valiente, madre que ha criado con la única ayuda de la Tata a una hija veinteañera, Ana, lista ya para independizarse del hogar familiar. Precisamente esta cuestión, la necesidad de volar de esta joven economista en ciernes, desencadena un conflicto representativo del enfrentamiento generacional en la cadena matrilineal4. La obra plantea las dificultades que las jóvenes de los noventa han experimentado para hacerse “mayores” frente a unas madres

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La obra fue estrenada en el Centro Cultural de la Villa de Madrid [6-IX-2001], bajo la dirección de Francisco Vidal. Formaron el reparto Beatriz Carvajal (“Rosa”), Ainhoa Amestoy (“Ana”) y Elisenda Ribas (“La Tata”). Esta joven de la “Generación del euro” (Amestoy 2001: 71), es más conservadora que sus antecesoras, con una formación académica de primer nivel (“supercualificada”), pero con fuertes problemas para su inserción laboral y para independizarse de su núcleo familiar. De ahí su enfrentamiento explícito con la generación de su madre: “ANA- [...] No me entiendes. ¡Sigues sin entenderme! Tú has tenido unos padres, una profesión, ni se sabe la de amantes, eres una estrella del periodismo y la vida social... ¿Yo, qué tengo, qué soy? Tú has hecho lo que has querido en la vida. Yo he hecho lo que me has dejado hacer. Tú, mamá, y los que son como tú, habéis hecho una sociedad que no me gusta. Fuisteis realistas, pedisteis lo imposible. [...] Queríais cambiar el mundo y, efectivamente, lo habéis cambiado. Debajo de los adoquines nunca estará ya la playa... A vuestro paso lo que queda es tierra quemada. No quiero nada de ese pasado que es el tuyo” (ibidem: 86).

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fuertes, independientes, rupturistas, tildadas por algunos de “dominadoras”, que han conseguido una total autonomía económica y se han responsabilizado de su maternidad a menudo en solitario. La incomprensión suele ser la tónica de su relación con unos hijos que reproducen las presiones y prejuicios sociales predominantes, al culpabilizarlas por su dedicación profesional en detrimento, según opinan ellos, de sus tareas de madre5. Tal y como se la presenta en el arranque de la obra, el personaje de Rosa encarna a esas mujeres que han “mimetizado” códigos masculinos para alcanzar el éxito: ambiciosas, sin grandes escrúpulos a la hora de conseguir sus objetivos y entregadas en cuerpo y alma a ganar dinero y poder6. Como otras de las profesionales que protagonizan las obras del teatro español último, también Rosa se siente afectivamente sola7. La resolución final del conflicto, con la marcha definitiva de la hija y la promesa de una nueva vida sentimental al lado de un antiguo amante, parece ofrecer a la protagonista un futuro más equilibrado y sereno, superados ya los escollos que encontró en el largo camino hacia la consecución de una doble realización personal: la profesional y la afectiva. Las dos protagonistas femeninas de La Comedia de Carla y Luisa (2003), de José Luis Alonso de Santos, se enfrentan en distintos momentos con el problema del paro, que como se sabe afecta de modo especial a las mujeres españolas (Ramírez 1999). Carla es una “mujer elegante y atractiva, de cuarenta y algún años”, ejecutiva de una editorial. Luisa es una parada de larga duración acogida en casa por su amiga. Además de recibir de ella un total apoyo material, ella es su “paño de lágrimas”, la persona escogida para desahogarse, volcar su frustración y dar rienda suelta a su pérdida de autoestima. La particular forma de entender la amistad de estas dos mujeres que, como las cinematográficas Thelma y Louise —expresamente aludidas en la obra— deciden unir definitivamente sus destinos (García 2001), resulta un motivo interesante

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“ANA- (Bebe) Pensé que no ibas a venir. Que te habías olvidado de mí./ ROSA- ¿Me he olvidado muchas veces de ti?/ANA- Siempre estás tan ocupada” (ibidem: 56); “ANA- ¿Qué has hecho? Encerrarme en esta cárcel, condenándome a cadena perpetua... ¿Qué no has hecho? [...] Con ser muy singular el que no me hayas querido dar un padre..., ha sido peor que no me hayas sabido dar una madre... (Estalla en llanto y corre a abrazar a su madre, y le tapa la boca con sus dos manos) ¡Tengo miedo!” (ibidem: 62). Véase a este respecto Vilches 2001a: 7-8. “ROSA- El hijoputa del director es ese señor. Pero no es el único. Un periódico es una tribu de antropófagos en una selva de caníbales... [...]/ ANA- ¿Y tú eres antropófaga o caníbal?” (Amestoy 2001: 50). “ROSA- ¡Las vísperas siempre son más bellas que los grandes días! Mañana ya es hoy. Se acabó tu tiempo, ¿no? Déjame sola. Porque es como estoy; sola. ¡Sola, sola, sola...!” (ibidem: 59).

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de reflexión, al margen de las cuestiones que el autor explícitamente propone en el programa de mano del montaje como ejes de la obra8. Las dos claves que caracterizan a las profesionales actuales serían, según este autor, su especial vulnerabilidad en el mercado de trabajo, y un conflicto sentimental permanente, motivado por la insatisfacción de sus relaciones amorosas. Alonso de Santos menciona directamente a la mujer profesional e independiente, y a cómo ésta goza “teóricamente” de una igualdad de oportunidades respecto al hombre que en la práctica no es real9. Observa también que a las protagonistas de su obra ya no les sirven los esquemas del pasado, pero tampoco encuentran fórmulas nuevas para “tener una relación positiva con el otro sexo”. El desequilibrio psicológico de Luisa, que llega incluso a intentar el suicidio, y los consiguientes problemas para su anfitriona, son causa de numerosas situaciones de comicidad que refuerzan su imagen almodovariana de mujeres “al borde de un ataque de nervios”10. La obra de Alberto Miralles, ¡Hay motín, compañeras! (2001), ofrece un par de personajes que responden también al modelo de la profesional liberal, muy representativos de la curiosa alternancia de “luces” y “sombras” en el trazado de muchas de las protagonistas de estas obras11. Miralles adopta la posición marxista 8

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“LUISA- Estoy harta de tu comida, y de tu trabajo, y de tu casa, y de tu... ‘teclado’ de mierda [...] ¿Será posible? ¿Cómo puede vivir la gente cada uno a lo suyo, sin preocuparse de lo que le pasa a los demás? ¿Qué mundo de mierda es éste?/ CARLA- ¿Qué quieres, que me ponga a llorar o que me vaya contigo a vender La Farola? ¿Tengo que sentirme mal por no estar mal, como tú? ¿Qué hago? ¿Me suicido en plan de solidaridad?” (Alonso de Santos 2003: 164). La obra fue estrenada en el Centro Cultural de la Villa, de Madrid [22-II-2003], bajo la dirección de Eusebio Lázaro. Formaron el reparto Cristina Higueras (“Carla”), Fiorella Faltoyano (“Luisa”), Fernando Sánchez-Cabezudo (“Ángel”) y Alberto Agudín (“Maquinista”). “LUISA- No es una tienda, es un iglú, analfabeta. Y no toques mi ropa que la llenas de electricidad. (Habla llena de calma, mientras recoge la ropa que CARLA ha tirado) Lo primero que tienes que hacer es ir al psiquiatra, que das calambre [...]./ CARLA- Cómo no voy a estar de Prozac si vienes a mi casa, te instalas aquí en medio como si estuvieras en un camping, pones en mi salón esa glu-glu o como se llame, tiendes tu ropa, dejas esto que parece una casa de locos, y desarrollas un minucioso y diabólico plan para confundirme por dentro [...]./ LUISA – Que acabes como tu madre, querrás decir, que ya sabes cómo acabó, majara perdida... [...] (Carla se detiene, deja la silla en el suelo, se sienta en ella, y llora a golpes nerviosos)” (ibidem: 152). La obra fue representada en el Teatro Fígaro, de Madrid [2002], bajo la dirección de Ángel García Moreno. Figuraron en el reparto Gema Cuervo (“Lucía Rábula”), Ana Soriano (“Amelia”), Karola Eskarola (“Toña”), Elvira Travesí (“Asunción”), Pepa Sarsa (“Puri”), Eva Higueras (“Rosario”), Yolanda Farr (“Helena”), Elena Maurandi (“Teresa”) y Alfredo Alba (“Director” y “Pedro”).

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“HELENA- [...] Una mujer delincuente es doblemente peligrosa. Su delito mayor no es robar o matar, sino romper el esquema en el que se la ha colocado: hija obediente, esposa sumisa y madre abnegada. Pero si roba o mata pone en tela de juicio la obediencia, la sumisión y el sacrificio. Y eso hasta usted debería saberlo./ LUCÍA- ¡Claro que lo sé, soy una mujer!/ HELENA- Pero se le ha olvidado, porque para ser igual que los hombres ha imitado todo lo malo que ellos tienen. Y de lo malo, lo peor son sus prejuicios sobre nosotras. (Mira a ROSARIO.) Si una madre mata a su hijo es un monstruo, no importa si a lo mejor lo salvó de sufrir una vida de perros” (Miralles 2001: 52). “DIRECTOR- Veo que tiene el hacha afilada./ AMELIA- Si no fuera así, usted me despediría./ DIRECTOR- Sin piedad, calculadora, testaruda y ambiciosa. Me encanta: es todo lo que admiro en los hombres./ AMELIA- La ambición no tiene sexo. Sólo se practica” (ibidem: 23). “AMELIA– (Tras una pausa.) Dentro de unos días habrá un motín en la cárcel./[...]/ DIRECTOR- ¿De mujeres?/ AMELIA- ¿Ve? También usted se sorprende./ DIRECTOR– ¡Pero será peligroso! ¡Son delincuentes!/ AMELIA– Y madres./ DIRECTOR- ¿Y qué?/ AMELIA– Las madres no son delincuentes./ DIRECTOR– ¡Éstas lo son!/ AMELIA– Con un bebé en los brazos no lo parecerán” (ibidem: 21-22). “AMELIA– ¿No decías que a los hombres hay que despreciarlos?/ LUCÍA- Hay que despreciarlos después de haberlos usado. Pero ése [Pedro] está todavía en período de garantía./ AMELIA– Ahora comprendo por qué no sabía ni dónde estaba el botón del zoom./ LUCÍA– Mientras sepa tocar los botones que a mí me gustan, los otros ya se los iré enseñando” (ibidem: 43).

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se la presente abusando de su poder para acosar a uno de los jóvenes técnicos que trabajan a sus órdenes, dando así la vuelta al polémico asunto del acoso sexual en el trabajo. La crítica de Miralles a la competitividad y ambición desmesuradas de este tipo de profesionales no impide, sin embargo, el que el autor incluya al mismo tiempo ciertas referencias a la discriminación salarial de las mujeres en el trabajo o a la sutil pervivencia de un techo de cristal que obstaculiza el ascenso laboral en igualdad de condiciones frente a los hombres16. Finalmente, la convivencia con las presas durante los momentos más peligrosos del motín cambia la percepción que estas dos triunfadoras tenían de la realidad, convirtiéndolas en dos seres más solidarios y dotándolas de una humanidad de la que antes carecían. Su nueva conciencia social abre el camino hacia la contribución activa de estas dos protagonistas para paliar las consecuencias de la opresión del poder económico sobre algunas de sus víctimas más débiles, las mujeres marginales. También la creciente obsesión por el culto al cuerpo aparece como un factor condicionante de la trayectoria personal y laboral de la mujer, que desde antiguo se ha visto sometida a una fuerte presión social en relación con su apariencia física (Fernández Ventura 2000). En Un busto al cuerpo (2001), de Ernesto Caballero, encontramos planteada esta cuestión, de nuevo referida, de forma especial, a las profesionales de los medios de comunicación17. Cristina 2 es una periodista de radio y televisión que quiere hacerse un implante para aumentarse el pecho. Traslada así la clásica reivindicación de buena parte de las mujeres de los años sesenta y setenta, sentirse “propietarias de su propio cuerpo”, a su actual deseo de someterse a una operación de cirugía estética18. Su amiga, Cristina 1, profesora universitaria especializada en teoría feminista, intenta sin éxito que abandone este propósito, que entiende responde a la presión social existente sobre

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Nada más arrancar la obra, Amelia se queja ante su jefe de la desigualdad salarial que padece debido a la preferencia de éste último por sus colegas varones (ibidem: 20). Estrenada en el Teatro Moderno, de Guadalajara [28-XII-1999] y representada en el Teatro Alfil, de Madrid [2002], con dirección de Ernesto Caballero. El reparto de actrices estuvo compuesto por Rosa Savoini/ Ascen López (“Cristina–madre”), Amparo Vega (“Cristina– amiga”) e Inge Martín (“Cristina–hija”). “CRISTINA 2- Perdona, pero a mí me parece que se trata de una reivindicación radical del cuerpo femenino. Esa artista se ha puesto un aro en el pezón para manifestar con ello que sólo ella es la propietaria de su cuerpo y que el pezón ya no sólo está destinado a las tradicionales funciones amamantadoras.” (Caballero 2001: 136); “a veces pienso que el orgullo del cuerpo femenino pasa por nuestra capacidad de intervención sobre el mismo... se trata de mi propia autoestima... Cristina sin embargo piensa [...] que lo hago para construirme a través de la mirada de los hombres” (ibidem: 137).

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la obligación de la mujer de permanecer eternamente joven y bella19. Las dos debaten con la hija de esta última, Cristina 3, representante del relativismo escéptico de las jóvenes de los noventa, acerca de la siempre cuestionada imagen femenina, la presión mediática y las opciones que cada mujer tiene desde su condicionada libertad individual20. La madre y su amiga aparecen configuradas por el autor como dos mujeres inteligentes, cultas, bien instaladas profesionalmente, teóricamente liberadas, pero sometidas en cambio a la obsesión por la propia imagen, tan extendida entre las mujeres actuales. Cristina, “la hija”, perteneciente a la generación del piercing, también vive esa preocupación por su aspecto, pero la acepta sin cuestionarse nada más. De hecho, se enfrenta a su madre, que se cree portavoz de los valores progresistas de la Generación del 68, y le reprocha, por el contrario, ser una “madre castradora”, comparándola con “Circe, Medea, Saturna, Bernarda Alba” (Caballero 2001: 152). Como ocurría en la relación materno-filial planteada en la obra de Amestoy, encontramos nuevamente a una madre independiente, fuerte, progresista, que ha criado a su hija en solitario, censurada por ésta al observar tan sólo las aparentes contradicciones entre su pretendido feminismo ideológico y su actitud en relación con la belleza corporal21. Según la joven Cristina, las intelectuales “necesitan justificar con la cabeza todo lo que les pide el cuerpo” (ibidem: 139). Las posturas de las tres mujeres avanzan, sin embargo, hacia la confluencia final. La profesora “concienciada” acaba por aceptar la necesidad de su amiga de “construirse” como realmente quiere ser, decide que “hay que saber con-

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“CRISTINA 1- Cristina no entiende que aunque hay cosas, no todas, que ya están conseguidas, no entiende, no quiere entender, algo tan elemental como es el hecho de que todavía hay partes del mundo [...] donde las mujeres no son consideradas dueñas de su propio cuerpo, sí, hoy en día, me gustaría que entendiera mi amiga Cristina, que en cuanto te confías, aparece un diseñador que te obliga a ceñirte el artefacto que surge de su misoginia, o el médico que te dice si debes o no amamantar, si puedes o no ir con el pecho al descubierto” (ibidem: 137-138). La periodista plantea así el polémico debate en uno de sus programas de radio: “CRISTINA 2- (En off) Una noche más en La hora de Cristina... Hoy vamos a tratar un tema que está sobre el tapete de la actualidad más inmediata: el culto a la propia imagen... ¿Realmente la moda es una imposición de los medios, o por el contrario, crearse una propia imagen es una opción personal, libre e individual? ¿Podemos realmente hablar de opciones individuales en esta sociedad en que nos vemos sometidos al continuo bombardeo de mensajes subliminales (y no tan subliminales) acerca del cuidado de la imagen?” (ibidem: 161). “CRISTINA 1- Es mi amiga. Y además ella es el exponente de una realidad frente a la cual yo me posiciono. Y no entiendo por qué ahora le ha dado por querer posicionarse, literalmente, unas tetas de quinceañera./ CRISTINA 3- ¡Mamá, estás sacando las cosas de quicio! Tú te gastas un dineral en ropa pija de diseño progre y en productos de cosmética natural...” (ibidem: 28).

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vivir con la discrepancia”. Decide también realizar una aproximación al mundo y la mentalidad de su hija para intentar entender su agresiva “estética”: “aunque no lo comprendo, no me quedan más narices que aceptar tu corte de pelo, tu tatuaje en la ingle, tu dieta delirante, y las performances de un tal JM, que no consiste en otra cosa más que en rebanarse las pantorrillas con una cuchilla de afeitar” (ibidem: 159). Una visión positiva de la comunicación y el afecto que reina entre estas mujeres, que las ayuda a salvar sus diferencias generacionales e ideológicas, impregna el desenlace final de la comedia. La reivindicación de una figura histórica del temprano feminismo hispano, Hildegart, se combina en Aurora (1999), de Domingo Miras22, con una particular insistencia en el motivo de la locura femenina, encarnado en el personaje que da título a la obra, recreación de la madre asesina que en 1934 acabó con la vida de la joven líder cuando percibió que intentaba escapar de su férreo control ideológico23. Se combinan así dos modelos femeninos que pueden dar lugar a interpretaciones enfrentadas acerca del sentido final de la obra, al depender éste de en cuál de ellos se sitúe el foco principal de atención. Por un lado, la figura de Hildegart, que mantiene a lo largo de la obra los rasgos de inteligencia, combatividad y valor por los que pasó en su día a la historia y, por otro, el personaje de Aurora, ejemplo señero de “mujer loca”, un prototipo abundantemente recreado en la literatura y el teatro español que podría tener que ver con una larga tradición cultural misógina (Segura Graiño 2001). Aurora aparece dibujada, de hecho, como una loca poseída de una obsesión patológica de grandeza24, con influencias nietzscheanas muy de época: crear a una “súper mujer”, capaz de liberar al 22

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La obra fue escrita en 1997 y presentada en un ciclo de teatro leído en la temporada 1997-1998 (Serrano 1999: 29). Se representó con carácter de estreno en la Sala Galileo, de Madrid, la temporada 2002-2003, bajo la dirección de Manuel Canseco. Formaron el reparto Marisol Membrillo (“Aurora”), Francisco Vidal (“D. Quinito”) y Cristina Pons (“Hildegart”). Un ejemplo coetáneo de reivindicación de una pionera del feminismo español de preguerra se encuentra en la obra Y María tres veces amapola María (1998), de Maite Agirre, sobre la figura histórica de María de la O Lejárraga, que firmó sus obras con el apellido de su esposo, Martínez Sierra (Nieva 1999). Otras figuras representativas de la lucha por la emancipación de la mujer están siendo objeto de homenaje literario reciente. Véase, sin ir más lejos, la recreación de Flora Tristán llevada a cabo por Mario Vargas Llosa en su novela El Paraíso en la otra esquina (2003). “AURORA- Yo romperé las cadenas que aprisionan a las hembras del género humano. Yo saltaré la argolla que atenaza su cuello, yo las redimiré de la esclavitud, llevando a sus espíritus la luz de la verdad. Una luz que nacerá de mí, como la luz del día que nace de la aurora. De la aurora, ¿se da usted cuenta? Yo soy la aurora de una nueva era, yo. ¡Mi propio nombre me marca mi destino!” (Miras 1999: 48).

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conjunto de su sexo y acabar “con la dictadura del macho” (Miras 1999: 55). Además, Miras no evita recurrir a algunos difundidos tópicos antifeministas en relación con el puritanismo, la histeria y la radicalidad de las mujeres emancipistas para caracterizar a su personaje central25. El propio autor no ignoraba las posibles implicaciones de su creación cuando se declaró ajeno a cualquier intencionalidad “antifeminista” y manifestó en cambio su único interés por denunciar las consecuencias terribles del fanatismo (ibidem: 16-17). Las sufragistas son objeto también de una crítica satírica en Cuando las mujeres no podían votar (2000), de Alberto Miralles, situada en el mismo marco cronológico que la anterior, la preguerra española. Como en la otra pieza de este autor ya comentada, el dramaturgo plantea aquí la divergente posición de feministas y socialistas en relación con la emancipación de la mujer. Las reivindicaciones por el sufragio de las mujeres son consideradas como demagógicas y poco revolucionarias por parte del único personaje masculino de la obra, Carlos, el chófer, socialista seguidor de las teorías de Augusto Belbel que identifica “el problema de la mujer con el problema obrero” (Miralles 2000: 60)26. Su novia, Mariana, una humilde sirvienta, representa el prototipo femenino positivo en la obra. El autor nos advierte de que el verdadero radicalismo feminista no tiene tanto que ver con el lenguaje y las estructuras “simbólicas” como con las estructuras económicas. Así Mariana apunta a las que el autor considera las causas profundas de la victimización femenina al defender que esta lucha ha de hacerse en paralelo a la liberación del proletariado, porque, como afirma hacia el final de la obra, “el voto femenino usado sólo para beneficiar a la mujer no es mejor que

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“AURORA- [...] ¡No ha sido la fuerza bruta, sino el sexo, lo que las ha llevado ahí! Están contrahechas y deformes, tienen más sexo que cabeza! ¡Les enseñaron que el amor es un misterio y se lo creyeron, pobres ignorantes! ¡Un misterio sagrado y maravilloso, que se les descubría cuando el cerdo de su marido las ponía boca arriba! [...] ¡El maldito sexo! (Repentinamente furiosa, histérica de nuevo.) ¡Eso es tan natural como el comer! ¡Es igual, es igual! ¡Es como beberse un vaso de agua! ¡No lo agradezcáis tanto, que os esclavizáis, putas! (Se arroja al suelo, golpeándolo con los puños) ¡Que lo hacéis vuestro amo! ¿Es que no lo veis? ¡No os vayáis con él, guarras! ¡Guarras! (Se queda inmóvil, jadeando, con la cabeza en el suelo.)” (ibidem: 46). “CARLOS- [...] No digo que conseguir el voto no sea importante, pero afirmo que lo es más centrar la lucha en la igualdad social. La liberación de la mujer es una de las muchas reivindicaciones necesarias para lograr la dignidad del ser humano. Pero no es, no debe ser, la única. Junto a la liberación de la mujer está la libertad para crear sindicatos, la defensa de los presos en los momentos de represión, el derecho a la huelga durante los conflictos” (Miralles 2000: 59).

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el que usa el hombre para beneficiarse a sí mismo” (ibidem: 67), o un poco más adelante, “La mujer sólo será libre cuando no necesite el dinero de su marido” (ibidem: 69)27. Por otro lado, el texto basa buena parte de su comicidad en la caricatura de las agitadoras feministas, presentadas como personalidades grotescas marcadas por la “insatisfacción sexual” (Ragué-Arias 2000). Se las describe, en suma, como unas cuantas mujeres ociosas que no tienen nada mejor que hacer (Miralles 2000: 38). En relación con la citada sátira, resulta de especial interés una parodia del “radicalismo lingüístico” de algunas de estas sufragistas. La particular obsesión de Gertrudis por invertir el género de las palabras es motivo recurrente de hilaridad; un detalle anacrónico que vincula la crítica con el énfasis actual del feminismo contra el uso sexista del lenguaje28. Paralelamente al trazado de los citados modelos, los dramaturgos plantean en sus obras muchos de los problemas que afectan a las españolas de hoy. Dentro del ámbito privado, en el que tradicionalmente se han visto situadas en la realidad y en la escena, destaca en las obras últimas el énfasis a la hora de abordar la evolución de la pareja, abocada con frecuencia a la ruptura, con una secuela cada vez más alarmante de violencia de género29. Además de abordar estas cuestiones de la vida privada, destaca la actual elección por parte de nuestros dramaturgos de múltiples asuntos relativos a la creciente inserción femenina en la esfera pública. Se plantean así algunas de las nuevas circunstancias profesionales que viven las recientes generaciones de españolas: la discriminación salarial, la amenaza del desempleo, la vivencia creciente de la competitividad laboral, la especial incidencia de la tiranía de la imagen en su trayectoria laboral, los problemas para compatibilizar trabajo y familia, etc.

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“MARIANA- El voto no es una fórmula mágica capaz de resolver toda la amargura y la frustración en la vida cotidiana de las mujeres, ni logrará que las clases bajas vivan mejor. ¿Qué igualdad pedís con el voto? ¿De qué igualdad habláis? Queréis la igualdad con vuestros iguales para perpetuar la desigualdad con el resto de la sociedad. ‘No existe un problema femenino, sino un problema humano’./ GENOVEVA- ¡Esa frase es de Federica Montseny! Estamos rodeadas. ¡Asunta, reacciona!” (ibidem: 68). “GERTRUDIS- [...] El lenguaje es ‘machisto’ y yo lo transformo. No admito palabras de género femenino que sean negativas, por eso no digo guerra, sino ‘guerro’, y tampoco violencia, sino ‘violencio’” (ibidem: 30). Sobre los malos tratos por parte de sus parejas que sufren a menudo las mujeres, véase, por ejemplo, el reciente montaje Defensa de dama, de Joaquín Hinojosa e Isabel Carmona, en el Teatro de La Abadía, de Madrid, bajo la dirección de José Luis Gómez [2002]. Un antecedente en clave de humor en relación con el tema puede verse en Comisaría especial de mujeres [1992] (1993), de Alberto Miralles.

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La valoración social contradictoria que todavía existe en relación con el trabajo de la mujer se refleja también con claridad en nuestro último teatro30. Como adelantaba anteriormente, los dramaturgos españoles están planteando varios de los problemas de convivencia entre géneros que afectan al conjunto de la sociedad actual31. Fue pionera en el tratamiento de esta cuestión una obra que, transcurrido ya más de un lustro desde su estreno, sigue siendo representada, ¡Hombres! [1994] (1995), espectáculo de T de Teatre con dramaturgia de Sergi Belbel. Tras prestar su voz, cómica e irónica, a algunas de las figuras masculinas más representativas de la pasión amorosa en la historia y la literatura (Don Juan, Valmont, Casanova, Sade, Masoch), un grupo de mujeres dialogan con humor e ironía sobre los hombres: cómo son, cómo se relacionan con ellas y cuáles son los puntos de fricción que surgen en el marco de la pareja. Los autores de este texto de creación colectiva (T de Teatre, Sergi Belbel, Francesc Pereira, Ferrán Verdés, Josep M. Benet i Jornet), enfocan el tema de acuerdo con una perspectiva “femenina” al plantear la inadecuación entre las expectativas de las mujeres en relación con sus relaciones amorosas —compañía, afecto, estrecha comunicación, complicidad, seguridad (Companya T de Teatre 1995: 19)—, y la realidad cotidiana más común entre las parejas heterosexuales. Los lectores y espectadores pueden reírse al sentirse reconocidos en unas diatribas que les resultan conocidas y que reflejan, fundamentalmente, las quejas de las mujeres por su insatisfacción en relación con sus relaciones sentimentales. Parecido es el planteamiento de partida de un espectáculo reciente, identificado también en algunos de sus sketchs con una perspectiva femenina sobre la cuestión. ¡Entiéndemetúamí!, de Eloy Arenas (2001) es una muestra más de la nutrida estela de montajes comerciales sobre la guerra de los sexos ya mencionada32. Otra vez la frustración de la vida en pareja vuelve a ser central en el

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Sin embargo, quedan pendientes otros temas de gran actualidad en el debate social español vinculados a la “revolución social femenina” como la reclamación de una creciente paridad política mediante la aplicación de cuotas de “acción positiva” o la vinculación existente entre aspiraciones profesionales de las mujeres trabajadoras, discriminación laboral de las que quieren ser madres, descenso de la natalidad y opción creciente por la maternidad tardía. La sensación general de incertidumbre ante el futuro de las relaciones de pareja debido a las demandas crecientes de autonomía y libertad por parte de las mujeres coincide con el reciente análisis de cientos de diarios escritos últimamente por hombres en nuestro país. Su autora observa que “la mayoría de ellos, si bien creen que el cambio es justo, no lo viven con entusiasmo y se sienten perjudicados por la nueva situación” (Bonet 2003: 66). Estrenada en el Teatro Ayala, de Bilbao [1999] y, posteriormente, en Madrid [7-XI-2000], en el Teatro Lara, bajo la dirección de Andrés Lima. La obra fue interpretada por Jorge Roelas y Eloy Arenas.

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cuadro titulado “¡No lo puedo entender!”, donde un marido, guapo y bien situado, interroga al amante de su mujer, un vendedor callejero de kleenex, para intentar comprender por qué le engaña ella. Los cómicos diálogos entre ambos ponen de manifiesto el entramado de intereses económicos en que se basa comúnmente la estabilidad del matrimonio burgués, frente a los lazos emocionales que el humilde vendedor emplea para conquistar y retener a su amante33. Se deduce de la obra la insatisfacción general de la mujer, más interesada que el hombre por los vínculos sentimentales, en el esquema que actualmente predomina en las relaciones conyugales de larga duración. Otro de los cuadros, “¡Yo quiero entenderte!”, aborda el mismo asunto desde un nuevo ángulo: la hegemonía social de los valores masculinos y la consiguiente minusvaloración de la mujer como causa del fracaso matrimonial. Lucía, la protagonista de este diálogo, emprende un proceso voluntario de masculinización con el fin de ganar el respeto y la dignidad que su marido le ha negado hasta ahora. Tras más de quince años de vida en común, ha decidido convertirse en un “transexual” por amor a su marido, para ganarse de nuevo su admiración y su cariño34. Según se deduce de la obra, en el actual estado de cosas, a la mujer no le queda más remedio que mimetizar formas y comportamientos masculinos para ser tratada en términos de verdadera igualdad35. El punto de vista se invierte en un título reciente de Ernesto Caballero, Te quiero, muñeca (2001), que refleja esta vez la incomodidad que experimentan muchos varones actuales en relación con sus relaciones sentimentales con las mujeres36. La fórmula que elige Andrés, su protagonista, tras el fracaso repeti33

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“MARIDO- (Perplejo) ¿La escuchas...?/ VENDEDOR- A veces horas y horas... ¿Usted no?/ MARIDO- ¿Yo, para qué, si sé lo que me va a decir?/ VENDEDOR- Pero es que a ella le gusta tanto que yo la escuche./ MARIDO- Pero es que yo no tengo tiempo para escuchar a mi mujer horas y horas, porque yo trabajo, no como tú.../ VENDEDOR- Perdone, yo mi negocio lo atiendo, pero si ella me llama dejo el negocio y me voy con ella” (Arenas 2001: 41). “MANOLO -[...] A mí me gustaba más la que tenías antes, tan dulce, tan delicada, tan tímida.../ LUCÍA- (Enérgica) ¿Y de qué me servía a mí que a ti te gustara si nunca me hacías caso? La cambié para que me hicieras caso, Manolo, como ahora me lo estás haciendo./ MANOLO- ¡Pero es que es de hombre!/ LUCÍA- (La voz es muy grave) Es que tú sólo haces caso a los hombres, cariño, y como a mí me gusta tanto que me hagas caso, (Levanta la voz) ¡qué mas da que tenga voz de hombre si consigo que me hagas caso!” (ibidem: 65). “LUCÍA- Claro, cariño, si tú cambias... (Se señala la sien) yo cambio... (Se señala el físico y se sienta en la silla a subirse las medias a través del pantalón)” (ibidem: 70). La obra se estrenó en el Teatro Euskalduna, de Bilbao [21-VIII-2000], con el siguiente reparto: Maribel Verdú (“Nora/Eva”), Luis Merlo (“Andrés”), Marisa Pino (“Doctora Alba”), Aurora Sánchez (“Rosa”) y Federico Celada (“Ramón”).

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do en sus intentos de convivencia con varias “mujeres reales”, es tener como compañera a Nora, la “mujer ideal”, una cibermuñeca que ha sido diseñada respondiendo a sus más íntimos deseos (Almagro et al. 2001; Haraway 1996). Tanto la cita inicial de Henrik Ibsen como el nombre arquetípico de la citada protagonista nos sitúan ya ante el fundamental interés del autor por abordar el tema de la mayor autonomía e independencia de las mujeres y los desajustes que está produciendo en la convivencia amorosa. La óptica adoptada es nuevamente humorística, al plantear situaciones cotidianas de la vida en común, cuya eficaz comicidad radica en la facilidad con que lectores y espectadores pueden reconocerse. Estamos, pues, ante una original recreación cómica del mito de Pigmalión y Galatea, que responde al repetido sueño masculino de crear una mujer “a la carta”37. ¿Cómo se caracteriza esta cibermuñeca, a caballo entre las fantasías de la “ciencia-ficción” y esas visiones del futuro que sugiere la “revolución genética”? La configuración inicial del personaje lo aleja totalmente de las más conocidas superheroínas virtuales que combaten el mal, como Lara Croft, cuya sensualidad procede en buena parte de su potencia física, su fuerza, agilidad y valentía. Por el contrario, Nora se ajusta en todo al modelo de la pin-up, la bella, dócil y hacendosa ama de casa de los cincuenta, educada para servir en todo al hombre, para hacerle la vida más dulce y feliz. Ha sido “programada” de acuerdo con el perfil demandado por Andrés; su único deseo es gustarle y complacerle en todo. Paradójicamente, tras una corta convivencia con ella, Andrés se siente aburrido, insatisfecho. Su amiga, la doctora Alba, creadora de la muñeca cibernética, reflexiona irónicamente sobre este fracaso inesperado: DOCTORA- (Hablándole a la muñeca mientras manipula el ordenador). Bueno, bueno... Parece que esto no va a ser tan sencillo. El señor te quiere a su medida, pero ¿cuál es su medida? Me parece que ni él mismo lo sabe... Te quiere dócil, y ahora resulta que le aburre tu docilidad... Bueno, bueno, pues nada, un poco más impulsiva... Te quiere sociable, pero supeditada a su imagen; pues nada, un poco más de carácter abierto y “mano femenina”... En fin, no sé, no sé, me parece que satisfacer al señor va a ser más difícil de lo que pensaba. Pensé que con el programa “el descanso del guerrero” bastaría. Pero ahora no, ahora a ese descanso debemos añadir, el riesgo, la aventura, la inteligencia, el éxito social... En fin, a ver qué podemos hacer... (Caballero 2001: 29).

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La temporada 2002-2003 triunfó en las carteleras madrileñas un musical clásico, My fair lady, basado en el mismo mito.

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El autor hace así patentes las contradictorias expectativas que los varones parecen tener acerca de su ideal femenino38. Mediante este personaje, que el dramaturgo propone como representativo del “hombre actual”, se realiza una inteligente disección de una determinada actitud masculina ante los cambios en la condición individual y social de las mujeres españolas contemporáneas. Andrés aborrece los conflictos de pareja, pero le aburre la sumisión, echa de menos la sorpresa. Desea una mujer que sea independiente, pero que casi no lo parezca; a la que le guste el sexo, pero que tampoco lo manifieste abiertamente. Como se deduce de la obra, a este hombre no le valen ya las mujeres dulces y hacendosas de los cincuenta. Desea seguir siendo el “dueño de su casa”, pero no quiere que se sepa: ya no es “políticamente correcto”. La propia Nora le deja cuando, reprogramada, comprende que su existencia de dulce esposa, bonita y complaciente, es rutinaria y gris. Así que ninguno de los dos parece, en fin, satisfecho con este “clásico” modelo femenino, que puede resultar tan “cómodo” para la vida de pareja. El camino de vuelta atrás en el tiempo parece, pues, definitivamente cerrado. Aunque el protagonista se queja de la “capacidad de manipulación” de las mujeres de los noventa, de su tendencia a comportamientos de pareja “maternales” y su continua autoconsideración como “víctimas” (ibidem: 48), sabe valorar en cambio su inteligencia, cosmopolitismo, elegancia, cultura y sentido crítico. Aunque siente un acusado temor ante la libertad y el deseo que manifiestan abiertamente las “nuevas mujeres” de hoy, competitivas, audaces y ambiciosas, tras la lectura de unos cuantos manuales de autoayuda es capaz de vencer esos miedos y afrontar de nuevo el peligroso reto de convivir con una fémina autónoma y decidida de los noventa. Los dos sexos deciden así vencer finalmente sus mutuos recelos y compartir las “delicias” de la vida en común. El acercamiento progresivo entre los géneros, cuyas configuraciones identitarias son cada vez más convergentes, se aborda en el tratamiento de la ambigua condición sexual de las protagonistas de un título teatral reciente, Bésame macho (2001), de Pedro Manuel Víllora, Premio Nacional de Teatro del año 2000. Dos mujeres, Helena y Clara, dialogan en un local nocturno donde ésta última acude sola cada noche a beber y bailar (Víllora 2001: 40). Helena es mayor.

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“ANDRÉS– Definitivamente este modelo no me satisface./ DOCTORA– Pues es el que me habías pedido. Una mujer espectacular, la perfecta ama de casa moderna, solícita, siempre de buen humor, sin contradecirte nunca, y además con múltiples prestaciones sexuales. /ANDRÉS– Yo sólo quería una compañera que me hiciera fácil la vida, alguien a quien yo no sintiera en permanente competencia, alguien que no me bombardeara a reproches cotidianamente y que después de realizar el acto no me sobrecargara emocionalmente” (Caballero 2001: 45).

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Clara, bastante más joven, está embarazada, hecho que atrae la atención de Helena. En la conversación, queda sin embargo patentizado que ambas son o podrían ser algo distinto de lo que parecen. Tal vez sólo tienen aspecto de mujer. La estructura circular de la obra, compuesta por un mismo diálogo que se repite de forma indefinida, acentúa la voluntaria indeterminación del significado de la obra. Mujeres, hombres, transexuales... no podemos saber a ciencia cierta cuál es la identidad de los personajes que conversan. Tampoco queda claro si la atracción sexual está funcionando en este encuentro. Se produce así una “ruptura de la representación” según la cual la identidad genérica de hombres y mujeres aparece como actualmente en suspenso39. Los rasgos que Helena y Clara apuntan como característicos de cada uno de los sexos dejan de definir identidades reales basadas en el cuerpo (Butler 1990). Como mujeres, reconocen en sí características que se han asociado desde siempre al “eterno femenino” (como el sacrificio, la astucia y la intuición), y también otras más actuales (ambición de poder, pragmatismo, competitividad y capacidad destructiva)40. Manifiestan también el sentimiento de soledad como el precio que han de pagar hoy por la libertad anhelada41. Una soledad que está ligada a la desconfianza y al endurecimiento sentimental progresivo de unas mujeres que están mutando rápidamente para autoprotegerse42. En cualquier caso, ya no son débiles. Como apunta Helena en una de sus intervenciones, los hombres las han obligado a ser como ahora son (Víllora 2001: 44). Como en algunas de las obras anteriores, se hacen eco de un cierto rechazo a la masculinidad (ibidem: 36, 21-22). Afirman que los hombres por su parte son “crueles”, “taimados, aviesos”, “atacan en grupo”, “cobardes”, “débiles en el fondo”, “no tienen conversación”, “carecen de inquietudes”, “de afecto”, “de compromiso”, “les mueve lo irracional, lo inmediato”, hay una “bestia que habita en ellos”... (ibidem: 47). Una cierta tendencia masoquista conduce, sin embargo, a estas mismas mujeres a emprender relaciones sexuales con ellos que son a menudo dolorosas y humillantes (ibidem: 37, 45).

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Véase Baudrillard, cf. Almagro et al. 2001: 32. “HELENA- A las mujeres nos falta fantasía, pero nos sobra imaginación./ CLARA- Y espíritu práctico./ HELENA- Y dotes de estrategia./ CLARA- Y capacidad de sacrificio./ HELENA- Y carácter vengativo./ CLARA- Y ánimo de mando./ HELENA- E instinto de supervivencia./ CLARA- E intuición femenina” (Víllora 2001: 28). “CLARA- Estoy sola. He venido sola. No me gustan las peleas. Odio disputar, discutir. Me gusta ir por libre, a mi aire; no controlar, pero que nadie me controle. Me gusta venir cada noche, sola, bailar, olvidarme del mundo, beber una copa, emborracharme si quiero, disfrutar de mi vida, vivir mi vida” (ibidem: 40). “HELENA- ¿Amigas?/ CLARA- He aprendido a no fiarme de nadie./ HELENA- Es usted dura./ CLARA- Y eso es algo que espero transmitir, que mi hija aprenderá” (ibidem: 43).

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Con todo, se trata de reflexiones que no determinan una única interpretación, ya que se desdibuja voluntariamente la nitidez de los límites que separan la identidad convencionalmente asignada a cada sexo. No hay respuestas definitivas sobre tan complejo asunto, sino más bien un gran enigma sin resolver. Como hemos visto a lo largo de este trabajo, los dramaturgos españoles varones más comprometidos con la realidad actual han concedido el protagonismo de sus títulos recientes a personajes femeninos que encarnan nuevos modelos de gran vigencia, como la “profesional de éxito”, que incorpora rasgos fundamentales de la actual versión de la “mujer sola”. Paralelamente han planteado la revisión de algunos tipos tradicionales, como la femme fatale o la “mujer loca”. Algunos otros han recuperado asimismo las figuras olvidadas de las sufragistas españolas, aunque sin dejar de lado sus posibles contradicciones “de época”. Tampoco está ausente del repertorio el mito de Pigmalión, el sueño masculino de crear una mujer ideal que, en los tiempos actuales, no puede ser más que una peculiar “cibermuñeca”. El panorama textual abordado refleja la pluralidad de posiciones que es posible observar también en el conjunto de la sociedad española. Se observan así con inquietud algunos de los problemas fundamentales que están afectando a las mujeres, como el desempleo, la dificultad de mantener relaciones sentimentales estables o la educación en solitario de los hijos (Alonso de Santos 2003; Amestoy 2001). Encontramos también interesantes ejemplos de abierta identificación con una perspectiva “femenina” que reclama la necesidad de un cambio urgente de mentalidades y comportamientos (Companya T de Teatre/Belbel 1995; Arenas 2001), junto con la constatación lúcida del progresivo acercamiento en los rasgos identitarios que definen hoy a ambos géneros (Víllora 2001). No falta tampoco la crítica inteligente de una actitud masculina muy frecuente: “ponerse a la defensiva” ante el temor que suscita la nueva y compleja realidad social (Caballero 2001), ni la sátira frente a un determinado feminismo, que se considera tan radical en sus formas como ineficaz en el logro de sus metas (Miralles 2000 y 2001; Miras 1999). Las perspectivas adoptadas ponen de manifiesto algunos de los temores masculinos más frecuentes en relación con el progresivo avance de las mujeres en diferentes ámbitos de la sociedad. Tal vez estemos asistiendo a la representación escénica de “las inseguridades y las angustias de los varones posmodernos”, que son una parte de la respuesta “a esta enorme subversión de valores que se ha producido” (Alberdi 1999: 291). En cualquier caso, lo que este amplio muestrario de modelos, cuestiones y actitudes revela, una vez más, es la estrecha conexión establecida entre nuestro teatro último y algunos de los problemas más acuciantes de la sociedad española actual.

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OBRAS CITADAS

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PERSONAJES POLÍTICOS Y CULTURALES EN EL TEATRO HISTÓRICO ACTUAL: DEL CONDE-DUQUE DE OLIVARES A SAMANIEGO Antonio Fernández Insuela Universidad de Oviedo

Desde comienzos de la pasada década de los noventa, de tanta complejidad política y social, es relativamente frecuente leer opiniones de diversas personas vinculadas al teatro español en las que éstas se quejan de que el mundo de nuestra escena ha caído en una especie de conservadurismo ideológico, de conformismo, de falta de crítica y de compromiso con la sociedad española. Una figura tan relevante y tan ceñida a la actualidad teatral española desde los años cincuenta como es José Monleón afirmaba en 1993 lo siguiente: La recesión ideológica —o, para que no haya confusión, del pensamiento—, el auge del materialismo neoliberal, el consiguiente debilitamiento de la solidaridad a favor del individualismo, las crisis económicas y éticas del conjunto de las sociedades occidentales, los refugios nacionalistas, las nuevas frustraciones históricas y, como consecuencia, el renacimiento del conservadurismo ha conllevado —en paradójica contradicción con otros discursos, igualmente vigentes e internacionalistas— el dominio de un teatro tradicional, destinado a matar el tiempo, escasamente ligado a los problemas colectivos, desencantado del presente, eco sólo espectacular de las transformaciones tecnológicas, alimentado a menudo de nostalgias de un pasado que muchos creíamos históricamente muerto (31).

En la misma línea se manifiesta en 1997 el autor y director Ernesto Caballero, en el prólogo que pone a un volumen con dos obras de otro compañero de generación, Ignacio del Moral: Actualmente se está produciendo en nuestro teatro una letal epidemia de trivialidad que amenaza con imponer un modelo en el que cualquier pretensión crítica es contemplada como una imperdonable falta de decoro que irremisiblemente cierra las puertas de nuestros teatros. Los nuevos defensores de la estética teatral ya no son

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solamente los rancios y recalcitrantes empresarios de toda la vida, sino que actualmente auspiciados por una corriente que promociona el pensamiento ligero, unificador desde debajo de cualquier acontecimiento cultural al que no considera más que como un mero objeto de consumo de ocio, los programadores de nuestros teatros (salvo las honrosas y heroicas excepciones de rigor) han asumido con una inusitada convicción el hecho de que es justo y necesario vetar toda obra contemporánea que no responda a ese modelo que ellos mismos definen de risas y que no dé qué pensar (1997: 5).

La revista Escena, en los números 44-45, de enero de 1998, dedica varios textos y el editorial a tratar del compromiso en el teatro. Entre otras, figuras tan significativas y tan diversas como Ricard Salvat, Alfonso Sastre, Juan Antonio Hormigón, Salvador Távora o Itziar Pascual reflexionan acerca de dicho concepto y actitud vital y artística, atenazada por la dictadura de la taquilla y por el olvido de la historia y de la realidad presente, instalada la gente del teatro, en palabras de Ricard Salvat: en el silencio y en la confortabilidad, en la pretendida convicción de que vivimos en el mejor de los mundos posibles (1998: 18).

Dos días después del 11 de septiembre, en los llamados Encuentros Literarios de Verines, que organizan el Ministerio de Educación y Cultura y la Universidad de Salamanca en la citada localidad de la costa de Asturias, diversos autores insisten en que el teatro que se hace está al margen de la realidad social, enfrascado en búsquedas formales (de Pablo 2002). Hace unos pocos meses, el número 13 de la revista Las puertas del drama incluyó cinco artículos sobre el tema común de “Teatro y compromiso” y en uno de ellos José Monleón, aun reconociendo que “tenemos intelectuales y artistas, cuyo pensamiento y obra asumen el ejercicio crítico y la conciencia social” (2003: 21), transmite la idea de que los intelectuales y los artistas han sido derrotados por el Poder, y se pregunta un tanto retóricamente: ¿Por qué los intelectuales y los artistas se han avergonzado de su viejo interés por la vida de sus semejantes? ¿Por qué se han encerrado en sus libros, en sus cátedras, en sus congresos, en sus textos dramáticos, empeñados en hacer de su obra una simple especialización? La deshumanización del arte no es nueva, desde luego (ibidem: 20).

Y hace unas pocas semanas Ignacio Amestoy, comentando los graves problemas del Festival de Aviñón y yendo más allá de estricto campo del teatro, consideraba que:

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[estamos] en una globalización que nos puede conducir a que nuestras artes sean exclusivamente un parque temático. Vamos hacia un universo cultural de franquicia (Barbón 2003: 34).

A pesar de tan continuadas y pesimistas opiniones, creemos que sería injusto llegar a la conclusión de que en el teatro español de esa década, tan compleja en lo político y en lo cultural, el compromiso político, la denuncia social de los males españoles y no españoles, la actitud ética (sin olvidar la estética: estamos hablando de arte de la palabra y otros códigos significativos), está ausente en el teatro español. Pero, tal como podemos ver en las páginas correspondientes del documentado libro de María José Ragué-Arias, El teatro de fin de milenio en España (De 1975 hasta hoy) (1996), en un artículo de 1997 de Virtudes Serrano (Serrano 1997) y en el muy reciente trabajo de César Oliva Teatro español del siglo XX (Oliva 2002), nuestro teatro no es tan conformista como se podría deducir de aquellas opiniones. La voluntad de tratar críticamente la realidad, especialmente la española, se puede manifestar en la obra de nuestros dramaturgos, bien a través de la presentación de temas ubicados en nuestro presente, bien —y es lo que nos interesa en este trabajo— en determinadas etapas de nuestro pasado más o menos remoto, de la Guerra Civil hasta siglos pasados, ya recurriendo a la forma del drama, ya recuperando a veces expresiones formales de notorio carácter cómico, redescubriendo, por tanto, la carga crítica y la capacidad de comunicación con el público que puede haber en las formas dramáticas humorísticas. Aunque algunas muy reputadas voces críticas han sostenido recientemente que el teatro histórico perdió importancia en los años noventa porque, entre otras causas, “el teatro de hoy no necesita metaforizar sus acciones” (Oliva 1999: 70), otras no menos significativas (Vilches de Frutos 1999) han defendido la plena vigencia en dichos años de tal tipo de teatro, cultivado por autores pertenecientes a diversas generaciones o promociones. Por obvias razones de espacio, sólo quiero aludir brevemente a la continua presencia en textos teatrales de diversos personajes históricos del mundo literario o artístico pero que de un modo u otro estuvieron vinculados a los círculos del poder en el siglo XVII y en el siglo XVIII. Por lo que concierne a la época áurea me refiero a figuras como Quevedo, Góngora, el conde de Villamediana, la actriz María Inés Calderón o Velázquez, relacionados de muy diversas maneras con la gran y compleja figura política que fue el Conde-Duque de Olivares, con el que tuvieron relación escritores como Lope, Quevedo, Ruiz de Alarcón, etc. Y de los personajes culturales del siglo XVIII que recientemente pasaron a ser protagonistas de obras recientes, recordaremos sobre todo a Félix María Samaniego.

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Y vamos a ejemplificar alguno de esos temas y personajes en ciertas creaciones dramáticas de dos autores que, a su vez, han ocupado en los últimos años puestos relevantes en la gestión teatral en el ámbito municipal (Ignacio Amestoy) y estatal (Eduardo Galán). Precisamente el artista en el poder, el artista frente al poder o, simplemente, las luces y las sombras del poder son algunos de los aspectos que podemos ver reflejados en obras como La sombra del poder, de Eduardo Galán y Javier Garcimartín, escrita en 1988 y editada en 1998, y en La amiga del Rey (1996), también de Galán. En ambas obras la figura del Conde-Duque de Olivares, el todopoderoso valido del mujeriego Felipe IV, aparece como el verdadero dueño de una España en decadencia, dominado por la pasión de mandar, corrupto en lo moral y lo económico, implicado en algún crimen de Estado y siempre dominador de las vidas ajenas, incluso cuando, al modo de Pepe el Romano en La casa de Bernarda Alba, no tiene presencia física en la obra, como sucede en La amiga del Rey. Para Galán, en la figura del político de raíces (y residencia temporal) sevillanas no hay claroscuros, sino únicamente rasgos negativos (Galán 1996 y Mata Indurain 1999). ¿Quiso insinuar Galán, quien entre 1996 y 2000 ocupara muy altos cargos teatrales con el Partido Popular (subdirector general del Instituto Nacional de las Artes Escénicas y de la Música), un cierto paralelismo entre aquella época del Siglo de Oro y los sucesivos mandatos socialistas a partir de 1982, que, iniciados con profundas esperanzas de renovación social y moral —como ocurrió también con Olivares—, acabaron salpicados por notorios casos de corrupción económica y de la llamada guerra sucia, situación altamente explotada, desde el punto de vista político, sobre todo a partir de 1993, por diversas fuerzas de la oposición al PSOE, empezando por el Partido Popular?1 1

No menos negativa, cuasi esperpéntica, es la imagen que de Olivares transmite Antonio Álamo, en la pieza breve Grande como una tumba (editada en 2002), en la que lo presenta en los años finales de su poder omnímodo como un ser físicamente degradado, extravagante, retórico, cínico y servil ante el rey mujeriego, y, en realidad, mintiendo cuando dice al monarca que quiere retirarse a Sevilla. Lo que realmente hará es, en una escena escatológica, beberse la orina del rey: la fuerza del poder es tanta que hay políticos que por disfrutar de éste se hallan dispuestos a caer en cualquier clase de degradación psicológica o moral, parece decirnos Antonio Álamo. He aquí la acotación inicial: “El Conde Duque de Olivares, rechoncha e inmensa figura, achaparrado y avejentado prematuramente, rostro desfigurado, apoyado en una muletilla, color de tez entre tierra y ceniza, grotesca peluca, mandíbula desencajada, infección de dientes y muelas, que le supuran, complicaciones viscerales, aturdido y demente, nervios descompuestos por su dolencia de tipo epiléptico, que le hace dibujar en el aire gestos repentinos y bruscos con la cabeza, las manos y las piernas, en fin, el conde duque, el hombre más poderoso y servil de toda la Monarquía, tan denostado por el pueblo como [¿por?] los nobles, da de comer a las gallinas y habla con ellas como si fuesen personas, extravagancia que ya en su época provocó el estupor de muchos” (Álamo 2002: 25).

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De tono muy distinto, tanto en la forma dramática como en las características sociales y morales del mundo que se refleja, es la imagen que sobre otra época en la que ciertos escritores participaron vivamente en la vida política y cultural de España refleja Ignacio Amestoy en su obra La zorra ilustrada o Samaniego en el Madrid de Carlos III, publicada en 1996. En ella Amestoy (que fue director del Centro Cultural de la Villa de Madrid y del Festival de Otoño de dicha ciudad) nos habla de una España con muchos problemas pero, al menos temporalmente, con más ilusiones que la del siglo XVII: la de la Ilustración, la de los esfuerzos por modernizar España, tal como los ilustrados son vistos por la crítica moderna a partir de los libros clásicos de Sarrailh (1957) y Herr (1979), entre otros. Limitándose al campo de la relación entre los sexos, refleja el mundo ilustrado desde una perspectiva básicamente —pero no sólo— humorística: dando parcialmente la vuelta a las últimas palabras de Ernesto Caballero antes citadas, es una pieza que genera risa pero también da qué pensar. El argumento tiene como punto de partida un hecho histórico, el viaje de Samaniego a la corte madrileña, comisionado por las autoridades vascas para tratar de solucionar los problemas que la política centralizadora de los Borbones está causando a aquellas tierras. En palabras de Emilio Palacios Fernández, el gran especialista en Samaniego, su misión se basaba en estos cuatro puntos relacionados con Álava: a) “levantar la prohibición de introducir géneros extranjeros para el consumo de sus naturales”; b) “que los frutos y manufacturas de la Provincia puedan introducirse en Castilla sin recargo, registro ni pensión”; c) “que se suspenda el nombramiento de alcalde mayor y que la provincia siga gobernándose con sus propios jueces”, y d) “cualquier otro punto que directa o indirectamente toque a los fueros y privilegios provinciales” (1975: 60). Sus gestiones al respecto resultaron vanas. Por otra parte, como nos indica el citado investigador, la Sociedad Vascongada de Amigos del País aprovechó el viaje de Samaniego “para que gestionara la posibilidad de creación de un centro de educación de niñas, similar al existente en Vergara. Samaniego puso sumo interés en este asunto, dada su preocupación por la educación [y] los malos derroteros que llevaba la enseñanza femenina” (ibidem: 63), como había podido ver y padecer en su propia familia. Samaniego transmitió al rey ese proyecto de Seminario de señoritas en Vitoria y el monarca acogió con interés esa iniciativa, que en marzo de 1784 recibe la conformidad del conde de Floridablanca. Sin embargo, aunque se trabajó en el plan y se hicieron unas ordenanzas, el proyecto no pudo materializarse, pues en 1785 muere el Conde de Peñaflorida, director de la Sociedad Vascongada y principal promotor de la iniciativa (ibidem: 63-64). Al margen de esas tareas oficiales y gracias a su “espíritu alegre y desenfadado, su fama de buen decidor y versificador improvisado” (ibidem: 64), Samaniego

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tuvo muy buena acogida en las tertulias madrileñas, en las que acostumbraba a ser acompañado por su sobrino José María, militar un tanto vividor con destino en el Palacio de Oriente, y su amigo Benitúa Iriarte. Éste es el fondo histórico de la obra de Amestoy, cuya acción transcurre en la primavera de 1784, es decir, unas semanas después de que se diera el visto bueno a dicho proyecto por parte del Rey y de Floridablanca. Era, pues, un momento de esperanza para el ilustrado Samaniego. Ignacio Amestoy es un autor que hasta 1996 había escrito fundamentalmente tragedias, por lo que sorprende que la nueva pieza, La zorra ilustrada, sea una obra básicamente divertida. Pero como han señalado algunos críticos (Pérez-Rasilla 1996; José Ramón Fernández 2001), es un texto que no choca totalmente con la producción dramática previa de Amestoy. Además del humor, de la irreverencia, de la explosión contenida de erotismo, hay una mirada reflexiva y amarga a la España de aquel siglo y de otras épocas. En palabras de Pérez-Rasilla, detrás de la apariencia de juego “siguen estando sus temas, sus motivos, sus obsesiones habituales” (1996: 104), que se ejemplifican en la historia como punto de partida para analizar la España actual; en la presentación de un personaje que lucha por una utopía basada en un modelo social y cultural de tolerancia; y en la presencia del tema vasco (dado el origen de Samaniego y del propio Amestoy). Y el citado crítico se refiere también al uso de la intertextualidad y de los anacronismos, al doble lenguaje, a la mirada anticlerical y a la presencia de mujeres seductoras y dominadoras sexualmente de los hombres (ibidem). En la misma línea de pensamiento, si bien con mucho menos detalle, José Ramón Fernández afirma que La zorra ilustrada no es sólo una comedia de enredo y que Amestoy está detrás de los ideales allí expuestos (2001: 34). Compartiendo nosotros tales criterios, vamos a tratar de desarrollar algunos de los aspectos de dicha obra. En primer lugar y desde el punto de vista estructural —y, por tanto, con honda repercusión en el mensaje ideológico— la obra es quizá algo más compleja de lo que aparenta. Ello se debe a la presencia de sendos monólogos —el prólogo y el epílogo— que pronuncia Samaniego. En el primero, en el que alude a su viaje a Madrid y critica a la Inquisición, afirma que ha escrito obras dramáticas, una de las cuales se va a representar y cuyo título es el mismo de la obra de Amestoy. Por tanto, Samaniego habla desde un tiempo posterior al de la acción que se dramatiza en su obra, en la que él es coprotagonista, un tiempo que sólo sabemos es posterior a la época de aquel rey ilustrado, que murió en 1788, es decir, unos trece años antes que el escritor, fallecido en 1801. A continuación, Samaniego da paso a la representación de la anunciada obra, cuya acción diji-

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mos transcurre en la primavera de 1784. Y el texto de Amestoy finaliza con el epílogo en boca del citado personaje. En este cierre de la obra, Samaniego reflexiona sobre la historia dramatizada y, sobre todo, acerca de lo que ocurrió después: el fracaso de las ilusiones de los ilustrados. Pero ese epílogo lleva en sí unas referencias temporales que alcanzan hasta más allá de la muerte de Leandro Fernández de Moratín, que el espectador actual sabe ocurrió en París en 1828; es decir, desde el estricto punto de vista de la fidelidad a la historia, tales referencias a la muerte de Moratín hijo no podrían aparecer en boca de Samaniego, fallecido en 1801, como dijimos. Así, el personaje histórico que es el fabulista ilustrado pierde su condición de persona real y se convierte en el epílogo en un símbolo, en un portavoz de opiniones e informaciones parcialmente ajenas, en las que nos habla de la muerte, o mejor, de dos clases de muertes: la física de algunos ilustrados y, sobre todo, la muerte de las ilusiones de libertad y progreso que éstos querían. La anécdota de La zorra ilustrada (de la presuntamente escrita por Samaniego) se eleva a categoría, al saber el espectador, por ese epílogo, que es una muestra más de los fracasos españoles en busca del progreso, la tolerancia y la libertad. Amestoy ha construido, como de pasada y sin aspavientos, una obra de una cierta complejidad estructural, utilizando el teatro dentro del teatro y ofreciendo una notable riqueza de planos cualitativos y temporales en la figura de Samaniego: personaje real (fabulista, crítico teatral), presentador y presunto autor de la obra dramática que se va a representar y de la que es coprotagonista (obra de una estructura impecablemente redonda) y persona que desde más allá de su muerte reflexiona sobre los hechos que vivió o fingió vivir. De modo esquemático tendríamos la siguiente estructura de la obra: La zorra ilustrada o Samaniego en el Madrid de Carlos III (de Amestoy) = Prólogo (dicho por Samaniego) + La zorra ilustrada (presuntamente de Samaniego) + Epílogo (dicho por Samaniego) Fechas de la acción: post 1788 + primavera de 1784 + post 1828 Dada la reconocida admiración de Amestoy por Buero Vallejo, no nos resistimos a recordar el paralelismo y, a la vez, la profunda diferencia con la obra de éste, El concierto de San Ovidio, también ambientada en el siglo XVIII y cuya historia central termina trágicamente con la muerte del ciego rebelde y justiciero. Pero la historia posterior aludida en el epílogo puesto en boca del ahora maduro Valentin Haüy nos hablará del triunfo de aquellos ideales encaminados a dig-

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nificar a los ciegos. Es decir, dos obras bastante similares en estructura, época dramatizada y deseos de dignificación humana, pero totalmente contrapuestas en el tono utilizado, en el desenlace de la acción principal y en el destino que la historia posterior reservó a los respectivos ideales. Como era de prever, los monólogos citados de La zorra ilustrada son relativamente extensos y de un ritmo pausado. Ritmo lento que sólo en muy escasas ocasiones encontramos en la presunta obra de Samaniego, que es un texto casi siempre de expresión concisa, de frases normalmente breves pero de frecuentes valores connotativos, situación esperable dada la presencia dominante del tema erótico. La crítica, como dijimos, ha señalado que Amestoy utiliza un lenguaje con doble significación, lo cual, añadamos, coincide con esa veta largo tiempo silenciada de la literatura libertina del siglo XVIII (Reyes Cano 1989) o con la de la poesía erótica del Siglo de Oro (Alzieu/ James/Lissorgues 1984). Si en las obras anteriores de Amestoy su estilo es en buena medida acumulativo, solemne, buscando los matices, la plasticidad verbal, en La zorra ilustrada las respuestas acostumbran a ser breves, aunque llenas de sugerencias significativas. José Ramón Fernández ha resaltado la divertida escena en la que la joven hija de la Condesa, Macarena, cuenta a su maestra Doña Juana cómo fue su primer encuentro sexual con su novio, en un diálogo basado en los eufemismos “estuche”, “cerradura” y “llave”, los dos últimos de honda raigambre en el léxico erótico (Alzieu/James/Lissorgues 1984: 334 y 342). Ese humor, comedido, se intensifica cuando con aparente o real ingenuidad la muchacha se lamenta de que su novio sólo fue capaz de “estornudar” quince veces en ese primer encuentro sexual. Otras palabras o expresiones de doble sentido son, por ejemplo, “sable” (134), “mojar” los “churros” en el “chocolate” (121), “responder bien” (119), la profesora “enseña tanto” (108), “forja” y “fuego” (124), “fundidores” y “metales” fundidos (120), etc. Al humor contribuyen también recursos como la ruptura de la expresión esperada, de la frase hecha, ruptura marcada gráficamente con unos puntos suspensivos intercalados, como cuando Doña Juana dice que su marido se murió cuando ambos estaban “echando... la siesta” (109). O con la introducción de anacronismos, en uno de los varios guiños dirigidos al espectador: “hipótesis de trabajo” (109), “romántica” (112), “reválida” y “selectividad” (133), “movidas ilustradas” (136), etc. El ágil ritmo verbal de la obra —también hay escenas de notable movimiento escénico, propios de la comedia de enredo o del cine mudo—, se ve, sin embargo, interrumpido por algunos momentos en que se insertan varios textos fabulísticos del propio Samaniego, reproducidos íntegramente, en parte o resumidos, a modo de ilustración de lo que está pasando en escena o para caracterizar ciertas conductas humanas. Esa es la función de fábulas morales como

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“El león, el lobo y la zorra” y “La zorra y las uvas”, o cuentecillos picantes (que Amestoy toma de la obra editada póstumamente El jardín de Venus) como “El sombrerero”, “La paga por adelantado” o “La discípula”. La moral de supervivencia, no exenta de ciertos toques de ingenio o cinismo, del primer grupo y la gracia y el desparpajo erótico del segundo bloque contribuyen a crear un ambiente sensual, vitalista, sin prejuicios morales. También se remansa levemente el ritmo de la obra, sin perder el habitual tono humorístico, en las expresiones trimembres que, por su frecuente uso, creemos responden al deseo de fingir, desde la ironía, un estilo de una cierta elegancia, de un cierto refinamiento, dada la condición social de los personajes: “maltratóme, engañóme y defraudóme” (111), “señora novicia, señora catedrática, señora rectora de esta Complutense” (111), “ve, mira y admira” (116), “de los hombres, de los sabios, de los ingenios” (117), “como un lazarillo, como un siervo, como un esclavo” (121), “alma pura, inmaculada y cristalina” (121), “olvidemos el obispado, las pompas y vanidades”, “dinero, inmundicia, perdición” (121), “tan delicada, tan etérea, tan volátil” (122), “qué ingenuidad, qué inocencia, qué fragilidad”, “no pensáis marcharos a Cuba, ni a Filipinas..., ni siquiera a Albacete” (126), “¡Boda, himeneo, formalidad!” (131), etc. En más de un caso, esas expresiones trimembres sirven para crear un verdadero humor situacional por su desajuste con la verdadera realidad de los hechos o personas, conocida por el espectador o lector pero no por quien las pronuncia. A ese tono de pretendida solera histórica contribuye también el uso del hipérbaton: “Quedádose ha en el aire mi machismo” (132). Si a estos rasgos expresivos añadimos el complejo y cambiante cruce de juegos de seducción, donde la mayor parte de los personajes entabla relaciones con dos o más de sus compañeros de la historia (hay, incluso, una fugaz relación homosexual entre el sobrino de Samaniego y el fornido cura), podemos darnos cuenta del generalmente divertido y ágil tono de la obra. Pero en La zorra ilustrada también tiene cabida el tono serio, presente en las tres partes de su estructura. Es el tono que se utiliza para defender varias de las más significativas ideas de la Ilustración: se atacan los casamientos entre mujeres muy jóvenes y hombres de muy avanzada edad (113), se defiende la necesidad de la educación “comenzando por las mujeres” (114), se elogian los afanes reformadores de Carlos III (114), se critica el afán de dinero de los curas (126, 134), se elogia la tolerancia francesa (128), se ataca a la Inquisición (107, 128), se defiende el teatro neoclásico (136), y se está en contra de las desigualdades económicas entre los pueblos y las personas, desigualdades a veces derivadas de privilegios medievales, como los fueros vascos, parte de ellos abolidos por los Borbones (128), y que el personaje literario Samaniego llega a criticar, a pesar

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de que, como dijimos, el personaje histórico Samaniego fue comisionado para tratar de recuperarlos. Quienes sustentan dichas ideas ilustradas son Samaniego, la Condesa y Doña Juana, en conversaciones entre ellos. Pero esa coincidencia de pensamientos, expuestos sin ser sometidos a ningún tipo de crítica por un interlocutor, origina que el ritmo de la obra ocasionalmente se vuelva lento, con notable falta de tensión y excesivamente didáctico. Dentro de esos temas, los más importantes, ya que son la base de la conducta de los personajes, son dos: la defensa —racional, sosegada— de la educación de las mujeres para que logren la igualdad con el hombre, y la exaltación del gozo de vivir el amor, fundamentalmente en su perspectiva sensual. Razón o cultura por una parte y naturaleza física o cuerpo por otra se complementan, al menos desde la perspectiva de unas personas reformadoras que pertenecen a una élite social. Muy recientemente, Vilches de Frutos interpreta Cierra bien la puerta, comedia de Amestoy galardonada en el año 2002 con el Premio Nacional de Literatura Dramática, como un homenaje a La casa de Bernarda Alba (2001: 5), opinión que compartirá meses después José Monleón (2002). En esta línea, creemos que La zorra ilustrada puede interpretarse como una divertida farsa que, en clave de humor y en lo que concierne sólo al texto de la presunta obra escrita por Samaniego, da la vuelta a varios de los temas de aquella tragedia rural de Lorca, por la que Amestoy en alguna ocasión declaró sentirse fascinado. Así, la Condesa y Doña Juana, viudas en plenitud física, están dispuestas a acabar con el luto y vivir intensamente el amor. Además, la Condesa intenta por todos los medios que su joven hija no cumpla su deseo de encerrarse en un convento, tras el desengaño que ésta acaba de tener en el campo amoroso. Todos los personajes actúan al margen de las convenciones o las normas sociales tradicionales, frente al qué dirán que pesa como una losa en la familia de las Alba. El mundo exterior en la obra lorquiana es visto como algo que con sus restricciones e intereses condiciona radicalmente lo que ocurre en el opresivo interior de la casa de aquellas mujeres, en tanto que en la obra de Amestoy, aunque es evidente que hay realidades exteriores muy negativas —las fuerzas conservadoras—, que limitan profundamente la vida de la mujer, hay ciertos ejemplos personales, geográficos, políticos e ideológicos que significan la esperanza: en lo inmediato la tarea ilustrada de Carlos III y, un poco más allá, la modélica Francia. Y los gozosos acuerdos a que llegan en el plano sentimental o erótico todos los personajes de Amestoy se contraponen radicalmente al desenlace trágico de la obra lorquiana. Sin embargo, no hay que olvidar el epílogo, con su constatación del fracaso del proyecto ilustrado y de otros similares.

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En resumen, La zorra ilustrada es una obra que en su mayor parte es profundamente divertida y en la que Amestoy, entre bromas y veras, defiende aquel proyecto de renovación social, moral y cultural que fue la Ilustración, tan dificultada en España por las fuerzas conservadoras y, a partir de 1789, por el miedo a la Revolución Francesa. Mezclando la historia real con la ficción, sacando un notable rendimiento de diversos procedimientos humorísticos, jugando con el teatro en el teatro y manejando varios planos temporales, Amestoy hace una clara defensa de los ideales, de la utopía racional de los ilustrados, que se vieron constreñidos por multitud de obstáculos ajenos (y algunas incapacidades propias). El personaje principal de la obra, el escritor ilustrado Félix María Samaniego, aparece ante los ojos del espectador con una nueva perspectiva, complementaria de la imagen tradicional que de él se tiene —la de serio moralista— que en algunos momentos estuvo muy cerca de ciertos círculos de poder, un poder puesto al servicio del progreso y la libertad en la España de la segunda mitad del siglo XVIII, “frente a la falsedad del casticismo o de la balumba jesuítica” (136)2. Un Samaniego ejemplo de escritor o intelectual comprometido con su época. Como Amestoy, como Eduardo Galán, como otros muchos dramaturgos españoles de estos últimos años, de distintas ideologías y diversas orientaciones formales.

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Una actitud muy diferente respecto a los ilustrados españoles la podemos encontrar en José Martín Recuerda. En su línea de lo que denomina “iberismo”, de raíz apasionadamente casticista y acudiendo, en buena medida, a formas escénicas vinculadas con el teatro musical, edita en 1996 La «Caramba» en la iglesia de San Jerónimo el Real, un ataque a gobernantes ilustrados españoles como el conde de Aranda, a los que acusa de afrancesados, lo cual equivale, en opinión de Recuerda, a ser desleales a lo que éste considera el verdadero espíritu del pueblo español (1996). Esa misma manera de rechazar a los ilustrados también se encuentra en varios textos críticos de José María Rodríguez Méndez. Por el contrario, en una línea ideológica similar a la de Amestoy, es decir, defendiendo las ideas ilustradas —ahora en el campo del teatro—, podemos citar las piezas breves de Domingo Miras La Tirana y Prólogo a “El Barón”, escritas a principios de los años ochenta y editadas y reeditadas años después (Miras 1998).

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OBRAS CITADAS

AA.VV. (2001). Amestoy. Documento y tradición. Texto íntegro de Cierra bien la puerta. Crónica de mujeres. Madrid: Centro Cultural de la Villa. Álamo, Antonio. (2002). Grande como una tumba, en: 9 piezas de azar. Madrid: La Avispa, pp. 23-34. Alzieu, Pierre; James, Robert y Lissorges, Yvan. (1984). Poesía erótica española del Siglo de Oro. Barcelona: Crítica. Amestoy Egiguren, Ignacio. (1996). La zorra ilustrada o Samaniego en el Madrid de Carlos III, en: ADE. Teatro, 50-51, abril-junio, pp. 107-136. Barbón, Marta. (2003). “Entrevista. ‘Vamos hacia un universo cultural de franquicia’. Ignacio Amestoy. Dramaturgo y periodista”, en: La Voz de Asturias (Oviedo) (13-VII), p. 34. Caballero, Ernesto. (1997). “Prólogo”, en: Moral, Ignacio del (1997), pp. 5-8. Fernández, José Ramón. (2001). “Don Ignacio imagina el futuro. Veinte años de escritura dramática”, en: AA.VV. (2001), pp. 11-36. Galán, Eduardo. (1996). La amiga del Rey, introd. Antonio Fernández Insuela. Murcia: Universidad de Murcia. (Antología Teatral Española, 28). Galán, Eduardo y Garcimartín, Javier. (1998). La sombra del poder, introd. Mariano de Paco. Murcia: Escuela Superior de Arte Dramático de Murcia. Herr, Richard. (1979). España y la revolución del siglo XVIII, 4ª reimpresión. Madrid: Aguilar. Martín Recuerda, José. (1996). La “Caramba” en la iglesia de San Jerónimo el Real. El Varadero de Motril (Granada): Asukaría Mediterránea. Mata Indurain, Carlos. (1999). “Los dramas históricos de Eduardo Galán: La posada del Arenal y La amiga del Rey”, en: Romera Castillo, José y Gutiérrez Carbajo, Francisco (1999), pp. 339-351. Miras, Domingo. (1998). La Tirana. Prólogo a “El Barón”, presentación Virtudes Serrano. Murcia: Escuela Superior de Arte Dramático de Murcia. Monleón, José. (1993). Las limitaciones sociales del teatro español contemporáneo. Madrid: Asociación de Autores de Teatro. Monleón, José. (2002). “Ignacio Amestoy, Premio Nacional de Literatura Dramática. Otra vez, la Historia”, en: Primer Acto, 296, pp. 7-10. Monleón, José. (2003). “El compromiso, ahora”, en: Las puertas del drama. Revista de la AAT, 13, invierno, pp. 19-21.

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Moral, Ignacio del. (1997). Boniface y el rey de Ruanda («Rey Negro»). Páginas arrancadas del diario de P.. Alicante: V Muestra de Teatro Español de Autores Contemporáneos. (Teatro Español Contemporáneo, 6). Oliva, César. (1999). “Teatro histórico en España (1975-1998)”, en: Romera Castillo, José y Gutiérrez Carbajo, Francisco (1999), pp. 63-71. Oliva, César. (2002). Teatro español del siglo XX. Madrid: Síntesis. Pablo, Eladio de. (2002). “Encuentros en Verines”, en: La Ratonera, 4, pp. 85-89. Palacios Fernández, Emilio. (1975). Vida y obra de Samaniego. Vitoria: Caja de Ahorros Municipal de la Ciudad de Vitoria. Pérez-Rasilla, Eduardo. (1996). “La comedia ilustrada de un autor trágico”, en: ADE Teatro, 50-51, pp. 100-105. Reyes Cano, Rogelio. (1989). Poesía erótica de la Ilustración. Antología. Sevilla: El Carro de la Nieve. Ragué-Arias, María José. (1996). El teatro de fin de milenio en España (Desde 1975 hasta hoy). Barcelona: Ariel. Romera Castillo, José y Gutiérrez Carbajo, Francisco (eds.). (1999). Teatro histórico (1975-1998). Textos y representaciones. Madrid: Visor Libros. Salvat, Ricard. (1988). “Buscar la épica de los pioneros”, en: Escena, 44-45, pp.16-18. Samaniego, Félix María. (1976). El jardín de Venus y otros jardines de verde hierba, ed. Emilio Palacios Fernández. Madrid: Siro. Sarrailh, Jean. (1957). La España ilustrada de la segunda mitad del siglo XVIII. México: Fondo de Cultura Económica. Serrano, Virtudes. (1997). “Política, teatro y sociedad: temas de la última dramaturgia española”, en: Monteagudo, 3ª época, 2, pp. 75-92. Vilches de Frutos, Mª Francisca. (1999). “Teatro histórico: la elección del género como clave de la escena española contemporánea”, en: Romera Castillo, José y Gutiérrez Carbajo, Francisco (1999), pp. 73-92. Vilches de Frutos, Mª Francisca. (2001). “Ignacio Amestoy o la vuelta a la tradición literaria a través del género”, en: AA. VV. (2001), pp. 5-8.

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Tomo como punto de partida unas palabras que hace tiempo escribí en un breve estudio: “Conciencia individual y colectiva en Jueces en la noche”. Tras comentar la hostilidad con la cual esta obra fue recibida por los críticos, también reflejada en la conocida Historia social de la literatura española (Blanco Aguinaga 1984: 228), observé que, vista a cierta distancia, la obra “parece constituir un paso importante en la creación de un teatro de concienciación personal y colectiva, tan apta para la España democrática —que también tiene sus Juan Luis Palacios— como lo fuera para tiempos de transición” (Gagen 1996: 71). Y pasé a observar que, para Buero, el texto podría formar una tetralogía con Diálogo secreto, Lázaro en el laberinto y Música cercana, algo que el dramaturgo explicó en una entrevista con David Johnston en 1989 poco después del estreno de Música cercana. El hispanista irlandés había afirmado que “hay cierto parentesco entre Música cercana y las dos obras inmediatamente anteriores —Lázaro en el laberinto y Diálogo secreto— sobre todo por lo que se refiere a sus protagonistas, tres seres esencialmente burgueses cuyo pecado o mentira, que ellos viven sin afrontar o expiar, les lleva al fracaso vital” (1989: 25). Y Johnston preguntó: “¿Estas tres obras forman una suerte de trilogía dentro de la línea de su teatro?”. Pero Buero declaraba no ver una trilogía sino más bien una posible tetralogía: No es la primera vez que me hacen esta pregunta en estos días y yo, aunque admito ese parentesco que usted acaba de concretar, no por ello, sin embargo, me decidiría a llamarlas trilogía. En todo caso, habría que extender un poco más la cosa y pensar que hay también una tetralogía, incluyendo en ella Jueces en la noche, por ejemplo (ibidem: 25).

Para Buero las cuatro obras representan “una época en la que este tipo de problemas, al menos para mí, está en nuestra actualidad más auténtica” (ibidem).

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Dejando aparte la curiosa omisión de Caimán, esto parece sugerir que para Buero el proceso de la Transición (no afrontar los pecados y las mentiras), en España y en los españoles, duraba por lo menos hasta 1989, año del estreno de Música cercana. En el presente estudio me limito a ponderar este proceso de “concienciación personal y colectiva” en Lázaro en el laberinto y en Buero, aun cuando 1986, año del estreno de esta obra y de la entrega del premio Cervantes a su autor, ya no es precisamente la España actual. En la primera secuencia de la Parte Segunda de Lázaro en el laberinto, el personaje Germán somete a un tipo de interrogatorio de crítica literaria a Amparo, cuya novela acaba de ser editada por el librero/editor Lázaro. Germán admite que la joven novelista escribe admirablemente, pero le pregunta: “¿no te recreas demasiado en los aspectos intimistas y subjetivos?” (Buero Vallejo 1984, I: 1918). Y añade: “Son tan insignificantes ante las tremendas realidades del mundo” (ibidem). El diálogo que sigue ha sido citado con alguna frecuencia por aclarar el punto de vista del dramaturgo y, como veremos, vuelve a confirmar afirmaciones suyas hechas treinta años antes: GERMÁN: Quiero decir que la literatura no contribuirá a un cambio social positivo si se empantana en conflictos individuales. AMPARO: La literatura puede muy poco siempre. Por lo menos, a la corta. Pero en esa literatura que tú llamarías individualista hay también obras, con una sociedad criticable al fondo, que quizá logren más de lo que pensamos. GERMÁN: (Reprueba.) ¡Quizá! ¡Quizá! Mira, Amparo: o una inequívoca literatura de denuncia, o la trasgresión ética. AMPARO: ¡Qué decepción! Creí que también la intentaba. GERMÁN: Muy moderadamente. Y los términos medios no son aconsejables. Si te atrevieses a saltar las barreras, conseguirías páginas más revulsivas que esos laberintos de la conciencia en que nos metes (ibidem: 1919).

Reconozcamos que la cuestión planteada por el personaje más o menos malvado, Germán, se le había planteado a Buero en más de una ocasión. En el primer decenio de su producción artística se le criticaba por lo que Lott (1966), siguiendo al mismo Buero en su “Comentario” a La tejedora de sueños, denominaba “flexibilización funcional”, es decir, su peculiar forma de tragedia abierta, su rechazo de un fácil desenlace. En aquellos años se demandaba —desde la derecha tanto como desde la izquierda— un cierto compromiso. En una larga, y hoy en día curiosamente olvidada, serie de entrevistas con Miguel L. Rodríguez publicada en 1958, Buero había rechazado la acusación de no reflejar suficientemente el momento histórico. El dramaturgo, acostumbrado a semejantes reproches, trató de responder a “Aquellos que, siempre encuentran todo lo que se

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va haciendo en estos años insuficientemente reflejador de nuestro momento, y siempre piden más, de manera imposibilista [...] Se nos reprocha eso sabiendo que es algo de lo cual no tenemos la culpa. Reproche diabólico, al que el autor sólo puede responder con el silencio o con una incómoda cita de las circunstancias” (Rodríguez 1958: 23). Notemos cómo, ya en 1958, Buero era consciente de la problemática del “(im)posibilismo”, dos años antes de la polémica mantenida con Alfonso Sastre en las páginas de Primer Acto (Iglesias Feijoo 1996). Notemos también cómo, en la larga conversación con Miguel Rodríguez, Buero anticipaba el debate que reaparece en Lázaro en el laberinto en donde Germán exige de Amparo, como Rodríguez exigía de Buero, una inequívoca literatura de denuncia que no se recreara en “los aspectos intimistas y subjetivos”: Para analizar si mis obras reflejan o no realmente los problemas —o el problema— de nuestra hora, hay que entrar en complejas cuestiones que se resumen en la pregunta de qué entendemos por el reflejo o comentario estético de un problema social; pregunta ligada con esta otra: hasta qué punto la acción social de una obra “embozada” no se demuestra muchas veces como más fuerte y verdadera que la de otra claramente expositora y crítica de un conflicto social cualquiera. Defendiendo las mías, o alguna de ellas al menos, diré que no ya por “simbolismos” más o menos débiles, sino por el meollo mismo de sus últimos sentidos, me parecen —perdóneme la petulancia— testimonios absolutos de su tiempo. Y, por serlo, no se limitan al “problema español desde hace unos lustros”, sino que engloban el problema del hombre, con sus inquietudes y sus perplejidades, en esta hora del mundo (Rodríguez 1958: 24).

Admitamos que, al poner en los labios del Germán de Lázaro en el laberinto en 1986, los mismos reproches que él mismo había tenido que escuchar en la década de los cincuenta, Buero empleaba cierta ironía, ya que siete años antes, en 1979, el dramaturgo se había visto atacado implacablemente por hablar con excesiva claridad en Jueces en la noche del peligro que representaban las fuerzas reaccionarias para la joven y todavía inestable democracia de España. Por primera vez se le exigía no hablar tan claro. Buero, sin pertenecer exactamente a la vanguardia teatral, sufría el proceso que Alberto Miralles denominó “la progresiva domesticación de la vanguardia teatral durante la transición política española” y que llevaría a más de un dramaturgo de izquierdas a moderar sus textos para no ofender a las fuerzas del orden. En palabras de Miralles: Los partidos políticos, durante la clandestinidad, habían pedido al teatro crítica, lucidez y desmitificación. Después, en pugna por el poder, querían evitar la provocación a la

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ultraderecha por miedo a los tanques, y así, el teatro tuvo que perder la agresividad que tanto ayudó a la lucha antifranquista. Baste como ejemplo de esta progresiva sumisión, la autocensura que Rafael Alberti llevó a cabo en su Noche de guerra en el Museo del Prado (1985: 56).

Pero Buero, amén de realizar su continua y rigurosa indagación de la realidad político-social de España, también seguía insistiendo en meterse en esos laberintos de la conciencia individual en lo que, para él, parecía ser la larga transición a la democracia, con unos resultados que pasamos ahora a considerar. Hacia finales de los años setenta asistí en Manchester a una representación de El tragaluz, en un pequeño teatro comunitario, propiedad del Ayuntamiento. La compañía que presentaba la obra era de aquellas que solía mandar el gobierno español, en aquella época pre Instituto Cervantes, para llevar la cultura de la patria a los españoles del exilio o de la emigración. El teatro estaba lleno, ya que también asistían alumnos de las vecinas universidades de Manchester y de Salford, que estaban estudiando El tragaluz. La recepción de la obra por parte de los españoles en el nutrido público, entre los cuales había bastantes que habían salido de España en 1939 o en el éxodo de los sesenta, fue algo que pocas veces he experimentado en el teatro. En su gran mayoría, visiblemente afectados, lloraban en ciertas escenas, pero calladamente. Años después presencié, un domingo por la tarde, la reposición en Madrid de esta misma obra, ya “canónica”, en uno de aquellos teatros incómodos y faltos de recursos técnicos donde solían poner las obras de Buero en los últimos lustros del siglo veinte. El trabajo de los actores fue digno de la obra; la labor de Victoria Rodríguez soberbia; y la reacción del público, de templada comprensión y cortés entusiasmo. La obra no había cambiado, pero el público ya era otro. Como observó Ricard Salvat en 1987, respecto a la (entonces reciente) reposición de El concierto de San Ovidio: Nos enfrentaba a un clima de emociones estéticas y humanitarias. En su día fue, para toda una generación, la gran fuerza revolucionaria, la posibilidad, en plenos años sesenta, de tener nuestra Fuenteovejuna. Hoy era, además, una llamada a la bondad y al mejor entendimiento de todos los hombres (1987a: 96).

O sea que, empleando las palabras del Germán de Lázaro en el laberinto, las páginas revulsivas del texto de 1962 ahora ayudaban al público receptor a perderse en aquellos laberintos de la conciencia individual y social1. 1

En un estudio sobre la génesis y estructura de El concierto de San Ovidio publicado en 1985, pero escrito más de diez años antes (Gagen 1985), me referí a una polémica surgida entre Kenneth Tynan y John Whiting sobre la interpretación de Muerte de un viajante, de Arthur

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Pero el proceso también puede operar en sentido opuesto. En noviembre de 1968 La doble historia del doctor Valmy, en traducción al inglés, fue la obra con la cual se inauguró el recién construido Gateway Theatre, en Chester, antigua ciudad del noroeste de Inglaterra. El público británico reaccionó con interés y respeto y, en el caso de los muchos estudiantes de las universidades de Manchester y Liverpool que asistían, con verdadero entusiasmo ante la obra y la labor de la nueva compañía. Una nota curiosa es que el papel principal, del policía torturador, Daniel Barnes, fue interpretado por el entonces conocido actor cómico James Bolan. La obra tuvo su estreno mundial en inglés y fuera de España, ya que estuvo prohibida por la censura desde 1964 y solamente se estrenó en Madrid a principios de 1976, pocos meses después de la muerte de Franco. En marcado contraste con la recepción que recibiría Jueces en la noche en 1979, La doble historia del doctor Valmy sobrepasó las 600 representaciones en el teatro Benavente. Años después Ricard Salvat recordaría: “Un espectáculo tenso y atenazante. Pocas veces nos hemos emocionado tanto en el teatro español como la noche en que vimos esa obra” (1987b: 45). Aunque Jueces en la noche se ubica en esa Surelia ficticia que Buero solía emplear para “universalizar” sus dramas, el dramaturgo y su director, González Vergel, tomaron un paso decisivo, aunque inesperado en el caso de Buero, hacia un teatro total. Cuando el público entró en el bar en el primer descanso, nos encontramos con la segunda pareja de la obra (el matrimonio que la convierten en una “doble historia”) que entraban en violenta discusión con los sorprendidos espectadores sobre el significado de la obra, al parecer animando a los defensores del anterior régimen a compartir su disgusto ante la presentación en escena de violencias y torturas por parte de la policía. Dadas las circunstancias reinantes, semejante “truco” pirandelliano no necesitaba explicación o justificación, aunque dejó perplejo a Victor Dixon: This seems perilously close to the “physical” techniques of which Buero disapproves, but illustrates his acceptance that their carefully calculated use can be productive (1980: 136).

Miller, y que tiene cierto parecido a la discusión mantenida entre Germán y Amparo en Lázaro en el laberinto. Ante la declaración por parte de Tynan de que la obra no podía llamarse tragedia ya que “what ultimately destroys Willy is economic injustice, which is curable, as the ills that plague Œdipus are not”, Whiting respondió que Willy Loman había muerto ”because he was a foolish, weak man. [...] The same is true of Œdipus”. Y concluyó, rechazando la lectura política de la obra de Miller: “the tragedy of men is that they are men”. En lo esencial, para Whiting, Muerte de un viajante —cuya significación para Buero no es necesario destacar— explora los “laberintos de la conciencia” a un nivel tanto individual como colectivo.

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Este estreno supone un paso importante en la carrera teatral de Buero. Salvat observa que “el gran ‘boom”, el acercamiento verdadero de Buero al gran público, a ese público que acude raramente al teatro, fue con La doble historia del doctor Valmy” (1987b: 45). Y tras citar a Salvat, Luis Iglesias Feijoo ofrece el catálogo de cómo Buero, antes y después de la revelación que supuso La doble historia del doctor Valmy, en la próxima década iba a presentar en el escenario los problemas sociales de esa España en transición: Fuera [...] la compleja y oscura realidad del terrorismo (Jueces en la noche), la brutal especulación urbana o la mendicidad (Caimán), las agresiones a estudiantes, que pueden llevar a la muerte (Lázaro en el laberinto), o la violencia callejera y el tráfico de drogas a gran escala (Música cercana), el autor ha pretendido siempre construir ante el público una imagen que le hablase de la realidad concreta de la vida diaria (1990: 85).

Pero la posible eficacia de semejante presentación de problemas sociales harto reales depende no sólo de la habilidad del autor (o, como ocurre con tanta frecuencia en el caso de Buero, del director) sino también de la disponibilidad o buena voluntad del público receptor para captar el sentido tanto individual como colectivo del texto, o sea, su capacidad para percibir el bosque y también el árbol individual2. El locus classicus para la explicación de esta dramaturgia integradora es la conferencia titulada “De mi teatro”, que pronunció Buero en el Congreso de la Asociación Alemana de Hispanistas en Tübingen, en 1979. Tras explicar, sin notable modestia, su empleo de los llamados “efectos de inmersión”, estudiados por Doménech y Dixon, Buero los relaciona con su concepto de un teatro total: ¿Qué pretendo yo [...] cuando los empleo? Recuperar para el teatro algo que se está perdiendo: la importancia decisiva de la intimidad, de la interioridad humana. Porque es muy importante en el teatro la interrelación, el hombre como ser social. Pero es también muy importante —naturalmente conjugado con ella— el aspecto personal, interno, individual. Y en la medida en que los dos sean contemplados simultáneamente, es en la medida en que una dramaturgia puede volverse realmente completa integradora (Buero Vallejo 1984, II: 511).

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Recordemos cómo en El tragaluz los investigadores afirman la importancia infinita del caso singular: “Cuando estos fantasmas vivieron solía decirse que la mirada a los árboles impedía ver el bosque. Y durante largas etapas llegó a olvidarse que también debemos mirar a un árbol para que nuestra visión del bosque... , como entonces se decía ..., no se deshumanice” (Buero Vallejo 1984, I: 1111 ).

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Con toda evidencia, este concepto de un teatro total o una dramaturgia integradora, sumado a su concepto algo individual de lo trágico, inciden en que Buero sea uno de aquellos autores que forman su propio público. Como observa Ruiz Ramón respecto a la tragedia, “la formulación dialéctica de la teoría bueriana de la tragedia postula al espectador como elemento integrante del sistema trágico concebido y ejecutado en la praxis de la tragedia bueriana” (1990: 126). O sea, que el espectador tiene que aprender el idioma, con su particular gramática, de la teatralidad de Buero. Esto nos lleva a plantear la nada fácil cuestión de la recepción de la producción teatral de Buero en la Transición y posterior época democrática. Como es evidente hasta cierto punto, el autor ya formaba parte del establishment. Académico desde 1971, una elección por la que ganó el título de “tigre domesticado” en algún periódico madrileño. Sería Premio Cervantes en 1986, coincidiendo con el estreno de Lázaro en el laberinto. Y en cierto momento un estreno de Buero se convertía en un acontecimiento socio-político, mereciendo la presencia del todo Madrid. Al estreno de Caimán, en septiembre de 1981, asistió el presidente del Gobierno, con Santiago Carrillo, Manuel Fraga, Ramón Tamames, además de Rafael Alberti, Antonio Gala, etc. (Halsey 1994: 177). Y como indica Pérez Coterillo: “la falta de costumbre repercute en la puntualidad de representación, que debe volver a comenzar desde el principio, cuando ya está sentado el respetable” (1986: 55). Por un momento parecía que la “fiesta de Gala” se hubiera convertido en “fiesta de Buero”. Sin embargo, esos estrenos frecuentados, en su momento, por la alta sociedad política y cultural no tenían lugar en los Teatros Nacionales, ni tampoco en algunos casos tuvieron la puesta en escena que merecían. David Johnston, refiriéndose al montaje de Música cercana, observa que la puesta en escena se caracterizaba por una “falta de calidad e imaginación teatrales [...] impensable en el estreno de la nueva obra de un autor consagrado en cualquier otra capital europea” (1989: 25). Además, y pese a su continua labor de deconstrucción de la vida individual y colectiva de los españoles, al convertirse en figura consagrada (aunque no del todo domesticada) Buero se distanciaba cada vez más de los autores del llamado “Nuevo Teatro Español” y de las promociones posteriores. La situación quedaba analizada con fina precisión por Jerónimo López Mozo en el número homenaje de Estreno dedicado a Buero Vallejo y publicado en 2001. López Mozo nota que no hay escuela bueriana; que el propio Buero se sentía incómodo con la etiqueta de realista “que, en su opinión, sólo podía colocarse en dos o tres de sus obras”; y López Mozo añade que Buero “recordaba que sus colegas le acusaban, con frecuencia, de no ser suficientemente realista” (2001: 34).

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Recordemos aquí los, de ningún modo realistas, efectos de inmersión de algunas obras tempranas de Buero para comprender las reticencias de sus colegas de aquellos años. Pasando a la promoción posterior a la realista, López Mozo confiesa: “mi generación, la del Nuevo Teatro Español, buceó en otras aguas teatrales. Las relaciones con nuestros mayores, entre los que estaba Buero, no fueron demasiado cordiales. Yo diría que bastante ásperas” (ibidem: 34). (Admite las excepciones de Domingo Miras e Ignacio Amestoy.) Algunos autores de la Generación de los ochenta expresan su admiración por Buero, algo que confirma la encuesta hecha por Gabriele en el octogésimo aniversario del dramaturgo (Gabriele 1997), pero “abundan más los elogios al dramaturgo y a su importancia que las huellas dejadas por su teatro en sus obras” (López Mozo 2001: 35). Sin embargo, López Mozo expresa su sorpresa al descubrir “que algunos nuevos dramaturgos, casi todos con formación universitaria, admitían no haber visto, ni leído ninguna de sus obras. Para ellos, la reposición en el Centro Dramático Nacional de La Fundación fue el primer contacto con un teatro que desdeñaban sin conocerlo” (ibidem: 35)3. El autor y crítico destaca dos áreas posiblemente negativas de la labor de Buero: primero, señala que “hay quienes cuestionan, con argumentos discutibles o no, pero en modo alguno desdeñables, determinados aspectos formales de su teatro”; y, segundo, que hay “quienes dudan, obviando el permanente testimonio que brindó a través de su obra, de la sinceridad de su compromiso como hombre de izquierdas” (ibidem: 35). El segundo punto es, en realidad, la antigua acusación de posibilismo, que deriva precisamente del primer punto, la peculiar dramaturgia de Buero con su técnica de un compromiso aliado con la (probablemente ambigua) “flexibilización funcional”, estrategia dramática cada vez menos apta para atraer a públicos y autores de gustos posmodernos, pero que el dramaturgo no iba a cambiar. Casi sin excepción, los comentaristas opinan con David Johnston que “desde 1975 el estilo de teatro que ha cultivado Buero no ha cambiado sustancialmente” (1990: 18). La posible excepción es Victor Dixon, quien calcula que el porcentaje de los llamados efectos de inmersión va disminuyendo notablemente en el posfranquismo (1987: 31-36). No obstante, está claro que, en términos generales, Buero ya se había formado su propia estética —recordemos siempre que comenzó a escribir teatro a la edad de treinta años, es decir, ya maduro— y, por consiguiente, ya había instruido a su propio público. Es significativo que César

3

Algo similar ocurre con la reposición de El concierto de San Ovidio en el Español, en abril de 1986. Es el “Regreso a Buero Vallejo”, significativo título de Cuadernos el Público, 13, publicado para coincidir con la reposición.

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Oliva, cuando llega en su estudio El teatro desde 1936 a la última producción teatral de Buero, no comenta cada obra sino que opta por limitarse a indicar ocho elementos comunes tras afirmar que “teníamos que llegar a sus últimas obras para entreverlo: probablemente, siempre escribió el mismo drama” (1989: 259). Entre estos elementos comunes apenas hay sorpresas. Como ejemplo podríamos citar el segundo: “Para la forma escénica, Buero elige siempre un punto de vista dramatúrgico que coloca al espectador dentro del personaje, gracias a su ‘efecto de inmersión’” (ibidem: 259). Aun así, hay uno que no siempre encontramos en los estudios sobre el teatro de nuestro autor. Oliva aclara que: Las secuencias aparecen con cierta redundancia de elementos, de ahí que sean más largas [...] Coadyuva a ello que los textos tengan una numerosa información verbal sobre la acción, hechos no sucedidos en escena, relatos secundarios, que ofrecen un auténtico acopio de datos (ibidem: 261).

Parece evidente que estos dos elementos, la apreciación por un porcentaje bastante elevado del público de los efectos de inmersión (por lo general para indicar alucinaciones psíquicas del personaje principal, y por ende de un naturalismo puro) y lo que Sheehan identificó hace tiempo como el “elemento detectivesco” de las obras de Buero, responden al gusto de un cierto público, en su mayoría los que habían vivido el franquismo. Para este público, el “acopio de datos” encuentra su justificación en la detallada caracterización del individuo, con su “problema”, y la no menos detallada descripción del contexto ambiental, cuadros de pintores del Siglo de Oro, mitos sudamericanos referentes a caimanes, vídeos, etc. Esto puede ofrecer alguna explicación mínima del rechazo de su teatro por las (no tan) nuevas generaciones. Pero, como afirma Luis Iglesias Feijoo, es posible verlo más positivamente. Refiriéndose a Caimán, Diálogo secreto y Lázaro en el laberinto, comenta: Nada tiene de extraño que en estas tres últimas obras prolongue el camino ya recorrido, recupere temas, tonos y formas ya cultivadas y presente estructuras dramáticas apuntadas ya previamente. No faltan quienes ven en ello la esencia de reiteraciones delatadoras de un agotamiento creador [...] Pero [...] Buero Vallejo como todos los grandes creadores está siempre moviéndose en torno a los mismos temas expresados con los mismos o parecidos recursos. Es decir, en el fondo está siempre escribiendo la misma obra (Iglesias Feijoo 1988: 112-113).

A esto podríamos agregar que en las tres obras citadas Buero mezcla la temática social con la exploración de los “laberintos” de la conciencia individual, sea la de la maestra, Rosa, en Caimán; del daltónico crítico de arte, Fabio, en

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Diálogo secreto, o del librero, Lázaro, en su laberinto. En estas obras experimentamos el desengaño y desencanto de la sociedad de aquella década —de movida, nada— y el estrés de seres traumatizados, además de la mínima esperanza necesaria para cumplir la visión bueriana de tragedia abierta. Vaya como ejemplo el acto de la ejemplar esposa, Teresa, al salvar a Fabio del suicidio que parecía el desenlace más verosímil o aristotélico de Diálogo secreto. Es en Lázaro en el laberinto donde Buero relaciona con admirable eficacia teatral lo individual con lo social. El librero Lázaro dice no saber si actuó con valentía o cobardía cuando, años antes, su novia Silvia fue atacada por unos “fachas” enmascarados. Tampoco sabe que ésta había muerto poco después del incidente y que toda una red de mentiras e intereses creados le esconden la verdad. (El tema, tan casoniano, de la lucha entre la verdad destructora y la supuestamente vivificadora ilusión es frecuente en las últimas obras de Buero.) Lázaro imagina continuamente estar oyendo el timbre del teléfono, creyendo contra toda indicación lógica, que puede ser la llamada de Silvia vuelta de lo que Lázaro creía ser su auto-exilio tras aquel ataque. Es el arrogante amigo de sus sobrinos, Germán, quien revela la verdad tanto de la muerte de Silvia como del comportamiento de Fina, hermana de Lázaro, al tratar de impedir la creciente relación entre Amparo y Lázaro. La joven novelista, Amparo, se está convirtiendo en la sustituta de la desaparecida Silvia pero se niega a casarse con Lázaro, quien se queda al final de la obra experimentando su continua visiónrecuerdo (que los espectadores compartimos) de aquellos enmascarados, con sus bates, que habían atacado a Silvia. En la secuencia final vemos cómo no coge el teléfono, adivinando que es Lázaro quien la llama. Pero la obra finaliza con el sonido del laúd que toca Coral, sobrina de Lázaro, seguido por el del ilusorio teléfono que vuelve a sonar, no sólo en el escenario sino bajo las butacas donde está sentado el público: Las notas del laúd se amortiguan y dejan de sonar aunque Coral lo sigue tocando con arrobada expresión. Antes que se apaguen del todo, el timbre del ilusorio teléfono comienza a sonar. Lázaro se estremece visiblemente ante su inesperado retorno; la taza tiembla en su mano. Los timbrazos se suceden y aumentan su intensidad. Lázaro deja torpemente sobre la mesita su taza y se vuelve hacia el frente, con la respiración agitada e invadido por el terror. Se oprime los oídos, pero los timbrazos no cesan. Avanza al primer término y mira al vacío con la faz descompuesta. Coral sigue tocando su inaudible gavota. Entonces sucede algo: la creciente fuerza del timbre parece levantar vagos ecos. Aquí y allá, en rincones cualesquiera, bajo algunas butacas, tras asientos de las alturas y de los laterales, empiezan a sonar, más tenues, otros muchos timbres telefónicos que llaman y llaman (Buero Vallejo 1984, I: 1954).

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Tras el recuerdo de la violencia de la extrema derecha en un pasado todavía no remoto, Buero insiste en proyectar ante el público de las butacas en la España de Felipe González esa laberíntica conciencia traumatizada de Lázaro. En los términos que emplea Germán, en su discusión con Amparo, “o una inequívoca literatura de denuncia o la transgresión ética”, Buero opta por seguir metiéndonos en “esos laberintos de la conciencia”. Como en los años cincuenta, seguía evitando el “solucionismo” que le recomendaban desde la derecha hasta la izquierda y rechazando la acusación de “transgresión ética”. En aquel mismo año de 1986, Buero terminó su discurso, al serle entregado el Premio Cervantes, declarando que el teatro no es capaz de sacarnos de “los intrincados laberintos en que nuestra especie anda perdida”, pero “probado tienen que sí pueden despejar un tanto los extraviados caminos individuales o colectivos por los que vagamos” (Buero Vallejo 1984, II: 1296). Buero seguía atrayendo a su público en su exploración de semejantes caminos. Lo extraño es que en la década de los ochenta Buero tuvo algunos de sus éxitos más clamorosos, sobre todo con Diálogo secreto y Lázaro en el laberinto, además de verse amargamente atacado por ciertos críticos y comentaristas, y pudo aducir como argumento justificante esos éxitos tardíos. En el congreso sobre su teatro que se organizó en 1987, en uno de los coloquios, le preguntaron sobre el “carácter aburrido” de algunas de sus obras. La contestación del dramaturgo fue así: Es evidente que algunas de mis obras, o quizás todas, habrán aburrido a la señora que tan amablemente nos pregunta. En legítima autodefensa debo decir que algunas veces, cuando se ha dicho esto de ciertas obras mías, éstas han tenido después larga vida escénica porque el público afluía constantemente [...] si la obra ha tenido éxito y ha durado meses y meses en el cartel es señal de que interesa y de que no tiene nada de aburrido para la mayoría (de Paco 1988: 126).

Pero Buero Vallejo nunca se deleitaba en semejantes expresiones de autosuficiencia, sabiendo que su principal motivo en el teatro había sido inquietar al espectador. Terminó su discurso en la entrega del Premio Cervantes reiterándolo: “Al recibir este premio [...] me conforta suponer que, si se me ha concedido porque deleité algo, también se me habrá otorgado porque algo inquieté” (Buero Vallejo 1984, II: 1296).

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OBRAS CITADAS

Blanco Aguinaga, Carlos; Rodríguez Puértolas, Julio y Zavala, Iris. (1984). Historia social de la literatura española (en lengua castellana). Madrid: Castalia. Buero Vallejo, Antonio. (1984). Obra completa, I y II, ed. Luis Iglesias Feijoo y Mariano de Paco. Madrid: Espasa Calpe. Buero Vallejo, Antonio. (1990). Música cercana. Madrid: Espasa Calpe. Cuevas García, Cristóbal (ed.). (1980). El teatro de Buero Vallejo. Texto y espectáculo. Barcelona: Anthropos. Dixon, Victor. (1980). “The ‘Immersion Effect’ in the Plays of Antonio Buero Vallejo”, en: Redmond, James (1980), pp. 113-137. Dixon, Victor. (1987). “Los efectos de inmersión en el teatro de Antonio Buero Vallejo: una puesta al día”, en: Anthropos, 79.10, pp. 31-36. Dixon, Victor y Johnston, David (eds). El teatro de Buero Vallejo: homenaje del hispanismo británico e irlandés. Liverpool: Liverpool University Press. Fernández Lera, Antonio (coord.). (1985). Nuevas tendencias escénicas. La escritura teatral a debate. Madrid: Ministerio de Cultura. Gabriele, John P. (1987). “Encuesta sobre el teatro de Antonio Buero Vallejo en su octogésimo aniversario”, en: Estreno, 23.2, pp. 49-52. Gagen, Derek. (1985). “The Germ of Tragedy: the genesis and Structure of Buero Vallejo’s El concierto de San Ovidio”, en: Quinquereme, 8, pp. 37-52. Gagen, Derek. (1996). “Conciencia individual y colectiva en Jueces en la noche”, en Dixon, Victor y Johnston, David (1996), pp. 71-84. Halsey, Marta T. (1994). From Dictatorship to Democracy: the recent plays of Buero Vallejo. Ottawa: Dovehouse Editions. Iglesias Feijoo, Luis. (1988). “El último teatro de Buero Vallejo” en: Paco, Mariano de (1988), pp. 109-118. Iglesias Feijoo, Luis. (1990). “Buero Vallejo: un teatro crítico” en: Cuevas García, Cristóbal (1990), pp. 70-88. Iglesias Feijoo, Luis. (1996). “La polémica del posibilismo teatral: supuestos y presupuestos”, en: Vilches de Frutos, Mª Francisca y Dougherty, Dru (1996), pp. 255-269. Johnston, David. (1989). “Entrevista a Antonio Buero Vallejo”, en: Ínsula, 516, pp. 25-26.

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Johnston, David. (1990). “Introducción”, en Buero Vallejo, Antonio (1990), pp. 9-47. López Mozo, Jerónimo. (2001). “Buero Vallejo y los autores españoles de hoy”, en: Estreno, 27.1, pp. 34-36. Lott, Robert E. (1966). “Functional Flexibility and Ambiguity in Buero Vallejo’s Plays”, en: Symposium, 20, pp. 150-62. Miralles, Alberto. (1985). “La progresiva domesticación de la vanguardia teatral durante la transición política española”, en: Fernández Lera, Antonio (1985), pp. 26-30. Miralles, Alberto. (1986). “El teatro español después de Franco. Reflexiones de un autor”, en: Pörtl, Klaus (1986), pp. 55-66. Oliva, César. (1989). El teatro español desde 1936. Madrid: Alhambra. Paco, Mariano de (ed.). (1988). Buero Vallejo. Cuarenta años de teatro. Murcia: Caja Murcia. Pérez Coterillo, Moisés. (1986). “Veintitrés estrenos para la historia del teatro español”, en: Regreso a Buero Vallejo, Cuadernos El Público, 13, pp. 22-57. Pörtl, Klaus (ed.) (1986). Reflexiones sobre el Nuevo Teatro Español. Tübingen: Niemeyer. Redmond, James (ed.). (1958). Themes in Drama II, Drama and Mimesis. Cambridge: Cambridge University Press. Rodríguez, Miguel L. (1958). “Diálogo con Antonio Buero Vallejo”, en: Índice, 116-17, 118, 119, (118, pp. 23-24). Ruiz Ramón, Francisco. (1990). “Teatralidad y espectáculo en la obra de Buero Vallejo” en: Cuevas García, Cristóbal (1990), pp.121-137. Salvat i Ferré, Ricard. (1987a). “El más fascinador de los juegos. (El teatro de Buero Vallejo y su incidencia social)” en: Antonio Buero Vallejo Premio de Literatura en Lengua Castellana Miguel de Cervantes 1986. Madrid: Anthropos, pp.75-99. Salvat i Ferré, Ricard. (1987b). “Buero desde la representación escénica”, en: Anthropos, 79.10, pp. 42-46. Sheehan, Robert Louis. (1982). “El elemento detectivesco en los dramas de Buero Vallejo”, en: Revista de Estudios Hispánicos, 16, pp. 89-102. Vilches de Frutos, Mª Francisca y Dougherty, Dru (coords. y eds.). (1996). Teatro, Sociedad y Política en la España del Siglo XX. Madrid: Boletín de la Fundación Federico García Lorca, 19-20.

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ALFONSO SASTRE Y EDGAR ALLAN POE: UNA RELACIÓN LITERARIA Silvia Monti Università di Verona

En 1990 Alfonso Sastre publica un drama cuyo título ¿Dónde estás, Ulalume, dónde estás?, aparentemente tan curioso, remite a un célebre y misterioso poema de Edgar Allan Poe, titulado Ulalume, una balada. La obra, que pone en escena los últimos días de vida del escritor americano, según una reconstrucción más bien poética e imaginaria, es, en palabras de su autor, “un homenaje de admiración a Edgar Allan Poe”. “No es la primera vez que manifiesto esta admiración”, sigue diciendo Sastre en la misma nota (1990: 119) recordando otros episodios anteriores. En efecto, el dramaturgo había demostrado ya varias veces una insospechable sintonía con el autor americano, cuyo universo creativo aparece a primera vista tan lejos del compromiso político y la denuncia social, presupuestos en los que se basa la más conocida producción teatral del madrileño1. La familiaridad literaria de Sastre con el escritor americano se remonta a los años juveniles, cuando, de la mano de su amigo —luego enemigo— Alfonso Paso, el dramaturgo, hasta entonces lector de novelas de aventuras a lo Salgari, empieza a interesarse por las novelas negras, aficionándose al género y descubriendo los impresionantes cuentos de Poe2. En el plano de la escritura teatral, es en 1956, con la redacción de El cuervo, inspirado directamente en el homónimo poema de Poe, cuando se establece una verdadera relación literaria privile-

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No obstante, su nombre no aparece en los escasos estudios recientes acerca de la influencia de Poe en la literatura española. Véase. Gurpegui 1999: 108-114. Para la primera recepción de Poe en España puede consultarse el clásico Englekirk 1934. “[Paso] me llevó, pues, a su terreno cuando a los diecisiete años empezamos a colaborar e hicimos estos dramas: Los crímenes del Zorro, Un claro de luna y una adaptación teatral de El campanero de Edgar Wallace, tres obras policíacas” (Sastre 1996: 49-50).

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giada que culmina en el drama-homenaje citado y que, sin embargo, ningún crítico hasta ahora ha destacado suficientemente3. El cuervo es una pieza de género fantástico que gira alrededor de un misterioso asesinato (o supuesto asesinato) y de la siniestra repetición de algunos episodios exactamente un año después. En este texto se ponen en entredicho la normal percepción del tiempo y la lógica de los acontecimientos sin que en el desenlace se le dé al espectador ninguna explicación racional acerca de los extraños hechos a los que ha asistido. Los personajes del drama, reunidos en Nochevieja en una atmósfera de inquietud y miedo en un chalet en la Sierra, aislado por una abundante nevada, citan de memoria más de una vez algunos trozos del poema de Poe. Sin embargo, la relación con el poema se encuentra más bien en el clima del drama que en el propio enredo4. En cualquier caso, como afirma el mismo dramaturgo, “de la escritura de El cuervo parte una línea mía que después ha sido bastante fecunda, si contamos no sólo el teatro sino la obra narrativa: la del terror fantástico” (Sastre 1992: 6). En realidad se puede ampliar esta afirmación, puesto que la relación literaria con el escritor americano no se limita al género citado sino que se propaga a otros ámbitos limítrofes y difícilmente separables. En otras palabras, Poe está presente en la producción sastriana no sólo como narrador de cuentos de terror fantástico, sino también como fundador del relato policíaco y, por supuesto, como poeta visionario. En 1964 Sastre publica los cuentos de Las noches lúgubres5 y alrededor de 1970 escribe una serie de escenas dramáticas, reunidas bajo el título Ejercicios de terror, y un radiodrama Las cintas magnéticas6, mientras que se re3

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Un caso emblemático es el de la hispanista italiana Magda Ruggeri Marchetti, quien en su documentado volumen sobre el teatro de Sastre hasta 1975, al analizar El cuervo, dedica sólo media línea al poema de Poe (Ruggeri Marchetti 1975: 112-118). En un trabajo posterior que abarca la producción más reciente del autor y en el que aparecen unas páginas sobre Ulalume, tampoco se detiene a comentar la relación literaria con el escritor americano (Ruggeri Marchetti 1999: 27-30). Sastre en el “Apéndice” de Ulalume, transcribe también un poema suyo titulado “El cuervo”, compuesto en Ceuta en 1960 y que define como “una versión muy libre y en miniatura del gran poema de Poe”; de éste escribió luego una versión poética “relativamente fiel” en 1979, que permanece inédita (1990: 119-120). Con notables cortes de la censura; la primera edición completa salió en 1973. En realidad se trata de dos novelas cortas y una serie de 24 relatos breves. Entres los ocho epígrafes que introducen el volumen se encuentran dos citas de Poe. Ejercicios de terror y Las cintas magnéticas se publicaron junto a El cuervo en El escenario diabólico (1973b). En el primer caso el subtítulo es “obra teatral en dos partes sobre manifestaciones ultraterrenas, vampirismo, licantropía, fabricación de monstruos y otras malas costumbres”; en el segundo “cuento de terror antiguo para una radio de nuestro tiempo”.

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monta a 1975, en la cárcel de Carabanchel, la redacción de un curioso relato en versos alejandrinos, titulado El evangelio de Drácula7. Otras incursiones narrativas en el género las realiza en 1982 con una trilogía o novela tripartita, El lugar del crimen. Unheimlich, justamente bajo el signo de “lo siniestro”, y en 1993 con Necrópolis. Los amigos de Bram Stocke8. En 1996 vuelve al policíaco fantástico con otra trilogía, esta vez teatral, titulada Los crímenes extraños9 en la que el terror fantástico, los crímenes y las investigaciones policíacas desembocan a menudo en situaciones cómicas, aunque el humorismo sirva para encubrir los presupuestos más que serios del autor. En las páginas preliminares del primero de estos thriller, ¡Han matado a Prokopius!, en las que Sastre traza una especie de historia personal del género policíaco, expresa otra vez su deuda con Poe, tanto por inscribirse su drama “en la tradición que empieza con el C. Auguste Dupin de Poe”, cuanto por el tema del “doble” que siempre lo ha fascinado y que aparece, sigue diciendo Sastre, sea en la figura del propio detective sea en el famoso cuento “William Wilson” (1996: 8-9). Claro que rememorando sus paseos por los campos de la novela negra o, como le gustaría que se llamase, novela criminosa, Sastre cita a otros muchos autores además de Poe, manifestando admiración por Dashiell Hammet, Jim Thompson, Horace McCoy y Edgar Wallace, entre otros. A las obras del madrileño citadas hasta ahora, habría que añadir Lluvia de ángeles sobre París (Sastre 1995), escrita en 1994, una comedia, como afirma repetidamente el autor, que, según lo que nos dice, concibió explícitamente como “comedia comercial”10. La acción empieza en una comisaría, pero no habrá investigación policíaca aunque sí un crimen: el atraco a un banco durante el cual se produce la muerte inesperada del cajero —pero no porque lo maten los atracadores, sino porque se pega un tiro él mismo—, con la consiguiente detención de los criminales. Éstos son, o así aparecen hasta el final, ángeles rebeldes “enterrados” o sea, que han decidido vivir en la Tierra. En el caso de esta comedia nos hallamos ante otra variante del género fantástico, ya que no se trata de horror o terror fantástico sino de un “fantástico maravilloso”11, más al estilo de Alicia 7 8 9 10 11

Publicado en Camp de l’Arpa, en junio de 1976 y con algunas correcciones en Hiru en 1997. En la “estancia” quinta, hay una curiosa invocación a Poe: “Oh mi celeste Edgardo…”. Stocker es autor, entre otras, de la novela Drácula (1897). Los crímenes extraños incluye: ¡Han matado a Prokopius! (1996), Crimen al otro lado del espejo (1997a) y El asesinato de la luna llena (1997b). Lo dice el autor en las notas preliminares y lo repiten a menudo —quizás demasiado— los mismos personajes en el diálogo. Utilizo aquí, sin querer entrar en detalles, la ya clásica terminología de Todorov que, como es sabido, fue criticada –a veces de forma violenta– por algunos estudiosos del género (Todorov 1970). Recuerdo que la bibliografía teórica acerca del género fantástico es muy extensa, pero que raramente se ocupa de la escritura dramática.

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en el país de las maravillas, y de hecho así se titula uno de los cuadros, sin contar con que Alicia es el nombre de la protagonista humana de la historia. Por otra parte, en la producción teatral de Sastre, autor que se suele adscribir al “realismo”, el componente fantástico no asoma sólo en las obras que ponen en escena crímenes que rayan con lo irreal y en otras relativas a investigaciones policiales, sino en muchos otros textos, empezando por el juvenil Cargamento de sueños (1946) hasta la oscura tragedia de Jenofa Juncal, la roja gitana del monte Jaizkibe, llegando a manifestarse incluso en los títulos de algunos de ellos: La taberna fantástica o Tragedia fantástica de la gitana Celestina (1978). Hay que tener en cuenta, en todo caso, que los textos que acabo de citar se apartan menos de lo que se pueda suponer del resto de la producción sastriana, tanto en la estructura dramática como en los contenidos. Por lo que se refiere al primer aspecto, estas piezas reproducen, si bien en tono menor y más despreocupado, los presupuestos de la “tragedia compleja”, o sea, una tragicomedia con un protagonista caracterizado como “héroe irrisorio” (por ejemplo el desquiciado y alcohólico detective Isidro Rodes de la trilogía Los crímenes extraños), con alternancia de situaciones cómicas y serias y de múltiples registros lingüísticos. En cuanto a los temas, no sólo no se trata de que el autor se haya alejado de la política, sino que los asuntos políticos y las críticas a la sociedad reaparecen por todas partes, mezclados con asesinatos por celos o dinero, casos de licantropía y vampirismo, sesiones de espiritismo, espejos mágicos, traslados a otro tiempo y otro espacio o caídas de ángeles en la Tierra. La diferencia fundamental es que en esta serie de obras las referencias críticas a la política, la injusticia social, el pasado y presente de España, las contradicciones de la sociedad en general y la siempre lamentable situación del teatro español —en opinión del autor— no constituyen el objeto del diálogo y menos aún del drama, sino que aparecen casi siempre celadas detrás de alusiones humorísticas, afirmaciones antifrásticas y ocurrencias aparentemente fortuitas o, en todo caso, forman un telón de fondo sobre el que se desarrolla la acción. Los ejemplos que se podrían citar a este propósito son muchísimos; me limito a recordar los sanguinarios episodios de licantropía en un campamento americano en Vietnam, en el primero de los Ejercicios de terror, aludiendo abiertamente a la brutalidad del Ejército americano, asunto que vuelve a aparecer, de forma más compleja y mezclado con un caso de espionaje en el radiodrama Las cintas magnéticas; el problema vasco (con los secuestros y asesinatos de ETA, la represión policial y la existencia de organizaciones ilegales contra el terrorismo) que presupone la intriga de ¡Han matado a Prokopius! y en parte también la de Crimen al otro lado del espejo; la cuestión de la pornografía en El asesinato de la luna llena o la de los indocumentados o clandestinos frente a la xenofobia en el enredo

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aparentemente ingenuo de Lluvia de ángeles sobre París. Quizá sean justamente El cuervo y ¿Dónde estás, Ulalume, dónde estás? los textos que, al estar más estrechamente ligados a la poética visionaria del autor americano del XIX, presentan menos referencias críticas a la realidad, si bien tampoco estén ausentes del todo. Por ejemplo, en Ulalume, el protagonista que en medio de tristes peripecias va al encuentro con la muerte se ve implicado en un brutal episodio de corrupción electoral. Este último drama es evidentemente el que presenta la más acusada intertextualidad con la obra de Poe aunque hay que decir que en este caso no se trata de una relación de género, sino de la elección del propio Poe como protagonista de la pieza, un protagonista que el autor sigue —casi se diría que con una cámara— durante sus últimos días, reconstruyendo, sobre la base de los documentos disponibles pero también con una buena dosis de imaginación, el deambular, los encuentros y los posibles diálogos de un gran escritor que muere solo, en una ciudad desconocida12 y que no lo reconoce. La decisión de poner en escena justamente los momentos finales de la vida del escritor se explica de muchas maneras. En primer lugar, ya a partir de 1984/1985 Sastre parece fascinado por el tema del decaimiento físico y de la inminencia de la muerte, hasta tal punto que Ulalume puede ser considerado el último eslabón de una trilogía que comprende Los últimos días de Emmanuel Kant contados por Ernesto Teodoro Amadeo Hoffmann y Demasiado tarde para Filoctetes13. En segundo lugar, para el dramaturgo un escritor como Poe al final de su breve y desdichada vida llega a identificarse totalmente con su obra literaria, lo que le permite basarse más en ésta que en los datos biográficos reales para construir al personaje dramático. Y por último, el viaje final y sin regreso de Poe habría tenido que simbolizar también el punto final de la escritura teatral de Sastre, decisión anunciada y remarcada con fuerza en las notas finales a este texto, aunque luego desatendida ampliamente.

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Así aparece Baltimore en el drama. En realidad Poe había vivido en esta ciudad de 1831 a 1837. De la segunda, que se inspira en Filoctetes de Sófocles, recuerdo el cambio de edad del protagonista: no ya un joven arquero como en el texto griego, sino un anciano escritor inspirado en la figura de José Bergamín. Señalo también que en esta obra aparecen entre los siete epígrafes que la encabezan dos citas de Poe y una referencia a él sacada del estudio biográfico de Walter Lennig (véase abajo). A estos textos se podría añadir Revelaciones inesperadas sobre Moisés, donde, sin embargo, a pesar de que el protagonista alcanza los 120 años en un estado de decrepitud avanzado, el motivo del aniquilamiento físico es menos preponderante.

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¿Dónde estás, Ulalume, dónde estás? lo escribió Sastre entre el 12 de octubre de 1989 y el 12 de junio de 199014. Las fechas y las etapas de la redacción de este texto las conocemos a través de una serie de notas y apostillas que aparecen al final de la edición, incluyendo un “cuaderno de escritura”, otras “notas de escritura” y demás documentos. Esta expansión del paratexto, con sucesivos añadidos y apostillas a las notas escritas anteriormente y que comprende también una versión libre de la balada “Ulalume” y unas citas de Poe y Baudelaire que encabezan la obra, no es algo insólito para el autor. El dramaturgo siempre ha tenido la costumbre de acompañar la edición de sus obras con distintas indicaciones, advertencias y notas y, como se sabe, ha venido incrementando estos aparatos explicativos en sus últimos escritos, en los que éstos aparecen no solamente en las páginas preliminares o finales, sino que se cuelan también en las acotaciones y hasta llegan a aparecer en el mismo diálogo de los personajes. Se trata de un fenómeno muy interesante, que en parte ya ha sido estudiado (Lasagabaster 1999; Pérez Bowie 1999)15, en el que por un lado se puede ver un proceso de acercamiento del género teatral a la novela (el autor teatral reivindica el derecho a hablar en primera persona dentro de su obra y a dialogar directamente con el lector/espectador), y por el otro se destaca la progresiva autorreferencialidad de un dramaturgo que se considera marginado por el mundo teatral y que ya no alberga esperanzas de ver representadas sus obras. Ulalume presenta una subdivisión en 21 cuadros (que el autor denomina “actos”, quizá como homenaje a La Celestina), agrupados en dos partes que, sin embargo, no presuponen ninguna censura ni en el plano temporal ni en el de la acción. Los cuadros (o actos como los llamaremos en adelante siguiendo la voluntad del escritor) se identifican a través de un número progresivo y un epígrafe seguido entre paréntesis por una indicación temporal muy puntual. Por ejemplo: “Acto IV. La calle y los cipreses. (29 septiembre. 10.30 p.m.)”. Si la titulación de los actos de forma narrativa es casi una costumbre en el teatro de Sastre, menos usual es tanta precisión cronológica16, que en este caso ni siquiera se justifica por exigencias dramáticas, pues ninguno de los episodios a los que asistimos tiene que 14 15

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La única puesta en escena de que tengo noticia es la presentada por el grupo vasco Eolo Teatro en la II Muestra de Teatro Español de Autores Contempóraneos en Alicante en 1994. Es interesante destacar además que los extensos “diarios de escritura” que acompañan las última obras publicadas (en Prokopius el ”Diario de trabajo” llega a las 50 páginas) pasan de las páginas finales, en las que aparecen hasta la edición de Ulalume, a las iniciales en las obras siguientes. Sin embargo una precisión similar se encuentra también en Los últimos días de Emmanuel Kant, donde los epígrafes, de forma bastante escalofriante suenan: “27 de enero de 1804. Dieciséis días antes de la muerte”, “31 de enero de 1804. Doce días antes de la muerte”, etc.

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desarrollarse en aquel momento concreto. Funcionales a la acción parecen sólo las referencias al horario del tren para Filadelfia. No obstante, estas indicaciones temporales abundan también en el diálogo y en las acotaciones. El vagar de Poe, que sale para su último viaje hacia un lugar al que nunca llegará y que va perdiendo progresivamente el contacto con la realidad y, por consiguiente, también con la noción de tiempo, aparece ligado por el autor en la ficción dramática a una implacable expansión cronológica, como si se tratara de una reconstrucción policial —por supuesto imaginaria— de los últimos días de vida del escritor. La exactitud con la que se registra la sucesión de los acontecimientos contrasta con lo indefinido de los mismos, puesto que la mayoría de las veces la realidad se confunde con la imaginación, la literatura se mezcla con los gestos más banales y las alucinaciones o los vapores del alcohol convierten en irreales a personas y lugares verdaderos. El drama se basa en una serie de encuentros de Poe con distintos personajes en sitios y horas diferentes. Cada encuentro constituye, en general, un acto en el que interviene, junto al protagonista, un único personaje a la vez, de forma que la pieza se configura como un continuo diálogo entre dos. Además, muchos de los personajes con los que Poe se topa, a pesar de que se presentan con funciones distintas (barman, empleado de ferrocarril, camarero, dueño de la taberna, etc.), parecen simples variantes de la misma persona o, mejor dicho, encarnaciones distintas pero semejantes de un genérico y universal “interlocutor”, quien representa lo otro, lo distinto de sí, el mundo exterior, un mundo, en definitiva, no menos extravagante e indescifrable del universo alucinatorio del escritor. El primer acto constituye el prólogo de la acción, así como el vigésimo primero constituirá el epílogo. En ambos aparecen los únicos dos personajes femeninos inspirados en figuras reales de la vida del escritor. En el primero, Elmira, o sea, Sarah Elmira Royster viuda de Shelton17, se despide del amado Eddy, quien está a punto de embarcar para Baltimore; de allí tendrá que coger un tren para Filadelfia y luego ir a Nueva York y finalmente regresar a Richmond para casarse con ella. Sobra decir que no sólo el viaje será sin retorno, sino que el escritor ni siquiera llegará a su destino. En el último acto será Muddie, o sea, Mary Clemm, tía y suegra del poeta, quien se despide de él después de asistir a su entierrro.

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Elmira había sido uno de los primeros amores de Poe. El escritor vuelve a encontrarla a su regreso a Richmond en julio de 1849, ya viuda, y en seguida proyectan la boda que luego se aplaza por la inestabilidad psíquica de Edgar. Para los datos biográficos del escritor americano, he tenido en cuenta principalmente a Quinn 1998. Sastre en sus notas se refiere a la biografía de Poe del alemán Walter Lennig (1985), que no he podido consultar.

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A pesar de que en el primer caso Eddy está presente y contesta a Elmira y en el segundo es sólo el destinatario —difunto y enterrado— del monólogo de Muddie, la sensación de extrañeza y de falta de comunicación resulta más acentuada en el primer acto, en el que ésta se subraya también a través de la recitación. Eddy en efecto se expresa con extremada lentitud al contrario de Elmira, que habla muy deprisa. La diferencia de ritmo dificulta más de una vez la comprensión entre ellos, que, en todo caso, resultaría igualmente problemática debido a sus distintas personalidades y visiones del mundo. El humorismo que surge de los malentendidos entre los personajes (y que es uno de los principales recursos cómicos del teatro) lo controla eficazmente el dramaturgo dejando que filtre sólo aquella pátina de bondadosa y melancólica ironía que, por lo demás, flota en todo el texto. Esta ironía y un sentimiento de humana participación caracterizan la actitud del autor hacia su personaje y las tristes vicisitudes que, en cierto sentido, se ve obligado a hacerle revivir. El primer acto es en todo caso el más informativo y realista; hasta se podría hablar de hiperrealismo y de redundancia informativa, puesto que los interlocutores se conocen desde hace mucho y están a punto de casarse. Se nos habla, en efecto, no sólo del destino y razón del viaje, sino de los cuentos de terror que Eddy escribe (aquí se nombra directamente sólo “Berenice”) y sus poemas (se citan “El cuervo”, “Ulalume” y “Annabel Lee”); nos enteramos de la muerte de su amada esposa, Virginia, como también de la del marido de Elmira, del cariño que siente Eddy por Muddie, de la identificación de la esposa-niña con los personajes poéticos de Eleanora, Ulalume y Annabel Lee, y finalmente de su relación con el alcohol que recientemente ha intentado interrumpir. En el segundo y tercer acto nos encontramos todavía en una situación aparentemente normal, aunque caracterizada por algunas notas de extrañeza. En la estación de Baltimore, Eddy habla con un empleado de taquilla que será la única persona en la ciudad que reconozca al célebre escritor, habiendo leído casi toda su obra. El empleado cita los poemas “El cuervo”, “Ulalume”, los cuentos “El gato negro”, “El barril de amontillado”, “El doble crimen de la calle Morgue”, “Lady Ligeia”, “Berenice” y la novela Las aventuras de Arthur Gordon Pym. A partir del cuarto acto, los contactos con la realidad del escritor, que no ha podido resistir la tentación de tomarse un trago de vino, se hacen cada vez más esporádicos y paralelamente aumentan las situaciones fantásticas en las que las alucinaciones psíquicas de Eddy, debidas a los efectos del alcohol, se mezclan con la proyección sobre el mundo real de sus imaginaciones literarias. De aquí en adelante la intertextualidad difuminada con la obra de Poe que hemos encontrado hasta este momento, y que consistía en general en referencias externas, empieza a constituir la materia misma del drama. Por ejemplo, en este cuarto

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acto vemos cómo en la calle de Baltimore las farolas de gas se convierten en cipreses y Eddy cree reconocer un sepulcro, mientras se oye recitar en off una estrofa de “Ulalume”. Sin embargo, cuando el poeta se acerca a la tumba, nos damos cuenta de que se trata de la entrada de una taberna llamada “The Red Cypress-tree”. Allí se encuentra un marinero de barba roja y sin piernas —debido al encuentro con un tiburón— que ahora sólo “navega en el mar de la ginebra” (44). Eddy de nuevo se ve impulsado a acompañar en sus bebidas al triste marinero, dueño y único cliente de la oscura taberna. Saliendo de allí, nuestro poeta, ya borracho (acto V), se desploma a los pies de una estatua ecuestre, no sin haberle preguntado antes el camino para ir a la estación. Al día siguiente, en la misma plaza llena de gente en la que Eddy sigue durmiendo, escuchamos un discurso electoral en alabanza de la democracia, tan serio en las intenciones como inconsecuente y cómico en los resultados18. A partir de este momento (actos VII-XI), el deambular de Poe por la ciudad con el intento de llegar a la estación a tiempo para coger el tren de la medianoche se cruza repetidamente con una especie de feria electoral, con charanga, enmascarados, enanos y gigantes y otras atracciones, que confunden aún más al despistado escritor y destaca su progresivo aislamiento. Terminará este errático día en la feria, en una Casa del Terror, completamente borracho, entre brujas con escoba, esqueletos y fantasmas, mientras oímos por segunda vez pitar el tren para Filadelfia. Al principio de la segunda parte (acto XII), Eddy se despierta en medio de otros borrachos recogidos por las calles la noche anterior y amontonados frente a un colegio electoral a fin de que voten al candidato que luego resultará elegido. Después de varios intentos de volver a dominar la situación, a pesar de sufrir alucinaciones cada vez más espantosas, Eddy se encuentra otra vez en la taberna del “Ciprés rojo”, que sigue confundiendo con el sepulcro de Ulalume. Por consiguiente, se dirige al marinero pelirrojo con los versos de la última estrofa de la balada dando lugar a una serie de malentendidos, cuya comicidad se diluye, sin embargo, en la desolación de la circunstancia. En el diálogo con el marinero Eddy alterna momentos de lucidez con frases incoherentes en las que se reconocen citas confusas y exaltadas de sus famosas obras: “La mar está muy oscura y pantanosa. En su fondo yacen, sumergidos desde siempre jamás, los viejos salones aterciopelados de la Casa Usher y Berenice me muestra su triste y desdentada mandíbula” (84), o “me estoy hundiendo, hundiendo en las profundidades del maëlstrom” (85).

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Efectivamente, el 3 de octubre se celebraron en Baltimore elecciones para el Congreso y el Parlamento del Estado.

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En el acto siguiente (XIX), titulado “Delirium tremens”, encontramos a Eddy hospitalizado desde hace cinco días sin haber recobrado el conocimiento. Lo sabemos por el diálogo entre el doctor Snodgrass —personaje real y amigo de Poe— y la enfermera19. Los dos asisten a la muerte del poeta y escuchan sus últimas palabras que son unas confusas alusiones a Arthur Gordon Pym y finalmente un “Dios ayude a mi pobre alma” (93). La tristeza y el patetismo de esta infeliz muerte se compensan en parte en el cuadro siguiente (acto XX) en el que, a pesar de que se desarrolla en el depósito de cadáveres y consiste en la llegada de la señora Clemm para el último saludo, vuelven a aparecer no pocos destellos de involuntario humorismo, empezando por la preocupación del doctor Snodgrass por el hielo que tiene que conservar el cuerpo de Eddy en el ataúd, hasta las palabras que le dirige Muddie al sobrino muerto: “Dios mío, Eddy, te veo ahí muy silencioso y muy terrible, como una esfinge entre los hielos de una vida que sólo nos ha reportado sufrimientos…” ( 95). El último acto, como se ha dicho, funciona de epílogo a esta triste representación. Al apresurado entierro bajo la lluvia asisten sólo cinco personas, además de los dos sepultureros. Como comentará poco después Muddie al sobrino: “No es mucho para un gran poeta como tú” (98). Una sola vez Muddie le dirige al muerto un largo parlamento. Nuevamente, a los acentos de sincera compasión, se mezcla una ligera ironía que brota de la cándida ingenuidad de la señora Clemm: “¡Oh Eddy, Eddy! Ahora veo que ya no puede sucederte nada malo. ¡Gracias a Dios!”. El monólogo de Muddie sigue con un “fundido” unos días después, anunciando la intención de poner una piedra tumbal con el epígrafe ¿Dónde estás, Ulalume, dónde estás? y luego, por medio de otro “fundido”, asistimos a su despedida definitiva del poeta unos días más tarde. Este drama es, pues, un homenaje afectuoso de Sastre a uno de sus inspiradores literarios, a pesar de haber decidido retratar al escritor en pleno decaimiento físico y mental. En realidad, en ningún momento de la acción, ni siquiera en las situaciones más humillantes, el protagonista pierde su dignidad de hombre y de poeta; por el contrario, se puede decir que su progresivo aislamiento del resto de la humanidad enaltece su diversidad, su unicidad de artista visionario y alejado de la realidad cotidiana, que en todo caso no menosprecia, sino que parece escapársele, a pesar de sus sinceros intentos de comprenderla. La mayor parte de la fascinación de este personaje y del halo de dolorida respetabilidad que le envuelve, a despecho de las lamentables circunstancias en 19

Sastre incorpora aquí una larga acotación narrativo-documental reproduciendo un texto médico acerca del delirium tremens y añade ulteriores informaciones acerca de la relación con el alcohol de Poe, como la de otros artistas.

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que se halla, procede de las elecciones discursivas del autor: Eddy emplea siempre un lenguaje apropiado y elegante, a menudo recurre a términos insólitos o literarios y su dicción es pausada. Su alejamiento melancólico de la realidad justifica la introducción en sus parlamentos de fragmentos literarios aparentemente incongruentes o el empleo del verso en normales intercambios cotidianos. Sastre nos restituye el retrato de un artista que a lo mejor no tiene mucho que ver con la persona real del poeta americano, pero que al mismo tiempo se aleja también de los estereotipos del escritor maldito: de hecho, en este texto Poe aparece sufrido y melancólico, pero no desesperado o con un comportamiento excesivo. El dramaturgo prefiere construir al personaje dramático sobre la base de la percepción de la personalidad del poeta que él mismo se ha formado a través de la lectura de sus obras y en cambio utiliza sólo en parte los datos biográficos documentados de que dispone. Esto lo podemos comprobar comparando, por ejemplo, la escena de la muerte del escritor en el hospital con el informe hecho por el médico que lo asistió y que Sastre reproduce en una de las notas finales20. Antes de terminar, cabe preguntarnos por qué, para titular su drama y establecer una relación intertextual privilegiada con la obra de Poe, Sastre ha escogido justamente la balada “Ulalume” entre los muchos textos del escritor americano que hablan de muerte. Evidentemente es imposible contestar a ciencia cierta, sólo se pueden arriesgar hipótesis. “Ulalume” es, sin lugar a dudas, un texto elusivo y fascinante, abierto a muchas interpretaciones, de las cuales ninguna ha llegado a esclarecer definitivamente su misterio21. Sastre nos da una posible lectura que identifica el oscuro nombre de “Ulalume” con Virginia o Sissy, la esposaniña perdida, y considera que el poema ha sido escrito antes y no después de la muerte de ella, como al contrario opinan en general los críticos22. Lo afirma Muddie en el parlamento final: “El año anterior a la muerte de Sissy escribiste aquel poema “Ulalume” en la casita desolada, muertos de frío y con Sissy ya casi moribunda. Tú la veías ya muerta, ¿verdad? Y por eso escribiste aquella poesía

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Se trata de la relación hecha por el Dr. J.J. Moran, que fue el médico que asistió efectivamente a Poe en el hospital, en una carta dirigida a la Sra. Clemm, fechada 15 de noviembre de 1949, reproducida en todas las biografías del escritor. Quizá no esté de más recordar que algunos críticos, frente al misterio de este poema, han llegado a decir que se trataría de pura melodía verbal, hasta se ha hablado de nonsense. El propio Poe se negó a aclarar su significado (Quinn 1998: 534). El poema se publicó, anónimo, con el título “To –. Ulalume. A Ballad” en la American Review, en diciembre de 1847. Casi todos los críticos opinan que Poe lo escribió en junio de aquel año, pero existen referencias a un texto muy similar en 1846 (Quinn 1998: 532). Virginia murió el 30 de enero de 1847.

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de “Ulalume” tan bonita y tan triste” (99-100). “Ulalume” representa, pues, para el dramaturgo, el encuentro con la muerte, una cita a la que el yo poético de la balada, extraviado en un tiempo (un desolado octubre) y en un lugar (un lago tétrico, una región nebulosa) que no reconoce, quisiera evitar pero que resulta cruelmente ineludible. También Eddy se empeña en huir de su destino: proyecta una nueva boda, emprende un largo viaje, se propone renunciar a beber, pero se encuentra a su vez atrapado en una ciudad que le parece laberíntica y pantanosa, como el lago d’Auber o el de la Casa de los Usher. Cansado y en medio de la desolación, se dejará hundir poco a poco en el marasmo de su misma existencia yendo sin saberlo al encuentro de aquella muerte que representa el fin de sus padecimientos y la reunión con Virginia-Ulalume. En este sentido hay que interpretar las palabras de la tía a Eddy después del entierro: “Trataremos de traer a Virginia aquí, y estaremos los tres juntos como siempre estuvimos” (98). Quizá se encuentre en esta frase la sencilla respuesta a la interrogación que Alfonso Sastre ha puesto como título a su drama; una obra que sin lugar a duda podemos considerar un conmovedor homenaje al desdichado escritor americano al que evidentemente el dramaturgo se siente unido por una indudable afinidad no sólo literaria sino también humana.

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OBRAS CITADAS

Ascunce, A. (ed.). (1999). Once ensayos en busca de un autor: Alfonso Sastre. Hondarribia: Hiru. Englekirk, J. E. (1934). Edgar Allan Poe in Hispanic Literature. New York: Instituto de las Españas. Gurpegui, J. A. (1999). “Poe in Spain”, en: Ascunde, A. (1999), pp.108-114. Lasagabaster, J. M. (1999). “Texto, paratexto y espectador implícito en ¿Dónde estás, Ulalume, dónde estás?”, en: Ascunce, A. (1999), pp. 341-356. Lennig, W. (1985). E. A. Poe. Barcelona: Salvat. Pérez Bowie, José Antonio. (1999). “Dimensión ficcional y dimensión metaficcional del texto secundario (sobre el último teatro de Alfonso Sastre)”, en: Ascunce, A. (1999), pp. 305-339. Quinn, A. H. (1998). Edgar Allan Poe. A Critical Biograf. Baltimore: Johns Hopkins University Press. Ruggeri Marchetti, Magda. (1975). Il teatro di Alfonso Sastre. Roma: Bulzoni. Ruggeri Marchetti, Magda. (1999). “Itinerario creativo de una actividad dramática”, en: Ascunce, A. (1999), pp. 13-48. Sastre, Alfonso. (1964). Las noches lúgubres. Madrid: Horizonte. Sastre, Alfonso. (1973a). Las noches lúgubres. Madrid: Júcar. Sastre, Alfonso. (1973b). El escenario diabólico. Barcelona: Saturno (contiene El cuervo, Ejercicios de terror, Las cintas magnéticas). Sastre, Alfonso. (1976). El evangelio de Drácula, en: Camp de l’Arpa, junio. Sastre, Alfonso. (1982). El lugar del crímen. Unheimlich. Barcelona: Argos Vergara. Sastre, Alfonso. (1990). ¿Dónde estás, Ulalume, dónde estás? Bilbao: Hiru. Sastre, Alfonso. (1992). El cuervo. Hondarribia: Hiru. Sastre, Alfonso. (1993). Necrópolis. Los amigos de Bram Stocker. Madrid: Grupo Libro 88. Sastre, Alfonso. (1995). Lluvia de ángeles sobre París. Hondarribia: Hiru. Sastre, Alfonso. (1996). ¡Han matado a Prokopius! Hondarribia: Hiru. Sastre, Alfonso. (1997a). Crimen al otro lado del espejo. Hondarribia: Hiru. Sastre, Alfonso. (1997b). El asesinato de la luna llena. Hondarribia: Hiru. Sastre, Alfonso. (1997c). El evangelio de Drácula. Hondarribia: Hiru. Todorov, T. (1970). Introduction à la litérature fantastique. Paris: Seuil. Vines, L. D. (ed.). (1999). Poe Abroad. Influence, Reputation, Affinities. Iowa City: University of Iowa Press.

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El teatro de Jerónimo López Mozo (n. 1942) forma parte de una larga tradición de dramaturgos españoles modernos conocidos por su compromiso social, tradición que va desde Valle-Inclán hasta los autores de nuestros días como Luis Araújo, Juan Mayorga e Itziar Pascual, entre otros. Empezando con las obras de su primera época como Los sedientos (1965) y Crap, fábrica de municiones (1968), la evolución del teatro de López Mozo se destaca por una profunda reflexión crítica sobre las injusticias sociales de su época, característica de su dramaturgia que persiste hasta sus piezas más recientes como Yo, maldita india... (1988), Eloídes (1990), La Infanta de Velázquez (1999) y Victoria Kent, el pecado mortal de Clara Campoamor (2003). Relacionado con el objetivo de López Mozo de enaltecer la conciencia de su público está su uso de las convenciones y los recursos asociados con el teatro documental que, hábilmente manejados por el dramaturgo, tienen el fin de refutar y desacreditar la visión idealista de los hechos históricos para exponer en términos concretos e inequívocos ciertas verdades sociales perturbadoras. Tal es el caso en Ahlán (1995). Dicho sencillamente, la pieza dramatiza lo que le acaece a un joven marroquí, Larbi, cuando decide abandonar su tierra en el norte de África, “tierra ingrata y mezquina” (López Mozo 1997: 46), como la llama él, y emigra a España, “la orilla rica” (ibidem: 27), como la llama su madre Jadicha. Sin embargo, el objetivo último López Mozo no es representar la tragedia de una sola persona sino dramatizar una lucha más general, la protagonizada por distintas fuerzas sociales. Consciente de la importancia de involucrar emocionalmente a sus espectadores y adoptar al mismo tiempo una perspectiva de reflexión intelectual deliberada, López Mozo oscila entre la representación del dilema personal de su protagonista y la situación social global. Mientras se desarrolla el

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drama, el sufrimiento de Larbi y la exposición de la miseria general del colectivo que éste simboliza se integran progresivamente hasta imbuir la obra de una postura social interrogativa. El teatro documental no se concibe conforme a las reglas aristotélicas tradicionales. Tampoco es un teatro que enfoca el conflicto interior ideológico o filosófico de un personaje en particular, es decir, un teatro que se centra en la crisis de conciencia del individuo. La tarea del autor del teatro documental es principalmente expositora. Su mayor preocupación es la representación de fuerzas sociales con el fin de ocasionar una revisión detenida de un evento o una situación determinada. Su material se deriva directamente del ambiente inmediato y de los males sociales como la guerra, las huelgas, el desempleo, la opresión y la persecución de individuos, etc. “La intención de todo teatro documental”, como apunta Gary Dawson, “ha sido siempre crear y comunicar mensajes explícitos” sobre la sociedad que nos rodea (1999: 30). La realidad en dicho teatro se presenta episódicamente, o sea en segmentos, con un fin periodístico y testimonial y con la ayuda de una variedad de materiales. Lo que propone lograr López Mozo en Ahlán constituye, en principio, un desafío teórico y formal. Su objetivo es, en resumidas cuentas, representar en el escenario un sostenido discurso sobre un tema de gran alcance social e histórico: la emigración de todo un pueblo y el racismo y la xenofobia con que se enfrentan dichos emigrados en el país de su destino. Se trata de una realidad difícilmente representable dentro de los confines del escenario tradicional. Entre los recursos a los que recurre López Mozo para superar dicho obstáculo y lograr su objetivo, se destaca la proyección fílmica, elemento de Ahlán que Mª Francisca Vilches de Frutos ha llamado un “ingenioso juego [. . .]” utilizado por el autor “para ampliar las posibilidades de transmisión de información y despertar [. . .] la dormida conciencia del espectador” (1999: 45). Tres son los objetivos importantes del uso de las proyecciones fílmicas en Ahlán, objetivos que coinciden con tres fases distintas en el desarrollo del drama. La primera fase comienza con el primer prólogo y comprende las siete primeras escenas, escenas en las cuales López Mozo se esfuerza por demostrar que existe, en palabras de Erwin Piscator, “una compenetración entre la acción escénica y las grandes fuerzas de virtualidad histórica” (1930: 67). La primera fase cumple con un objetivo marcadamente didáctico cuyo propósito es, de nuevo en palabras de Piscator, presentar “realidades objetivas”, instruir “al espectador acerca del asunto” y ampliar “el asunto dramático en el espacio y en el tiempo” (ibidem: 173). En la escena segunda, Larbi está a punto de embarcarse. Se despide de su madre, quien le aconseja lo que debe hacer cuando llegue a España. Al empezar

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la escena, se proyecta “sobre la pantalla la imagen de una patera varada en la playa” que “varios hombres [. . .] empujan al mar” (López Mozo 1997: 45). Al terminar la misma escena, se ve la misma “patera repleta de hombres” que “se adentra en el mar” (ibidem: 46). Al enfocar la despedida de Larbi mientras se proyectan imágenes de la patera que se dirige hacia España, López Mozo logra unir por primera vez lo personal y lo colectivo en la mente del espectador. La despedida de Larbi representa metafóricamente la despedida de todos los jóvenes marroquíes que se han dirigido a España con la esperanza de una vida mejor, “vivir en una casa con agua corriente y luz”, como dice Jadicha, y tener “una de esas neveras que hacen hielo y una televisión” (ibidem: 45). Por consiguiente, el dilema personal de Larbi, aunque importante, permanece constante mientras que el significado social de su situación se agudiza. El efecto en los espectadores es doble. Se les invita a reflexionar sobre la envergadura nacional de la emigración y contemplar, al mismo tiempo, lo que supone para los emigrantes en lo personal. El objetivo principal de la primera fase de proyecciones fílmicas en Ahlán es recalcar tanto el significado social del tema como establecer la autoridad narrativa de Larbi. Es decir, establecer su perspectiva frente a la realidad, pero también actuar de cauce para presentar dramáticamente la miseria de los inmigrantes, como se ve en la escena séptima, donde se proyectan imágenes que sirven para ambientar la capital española y destacar la realidad que les espera a los emigrados marroquíes. Escribe López Mozo, “lo que Larbi ve en su deambular por Madrid se proyecta en la pantalla”. Entre las imágenes, se destacan “los vendedores de La Farola, la revista de los mendigos; los que hurgan en las papeleras y los que hacen acopio de cartones”. Larbi, continúa López Mozo, “reconoce a muchos compatriotas entre los inmigrantes” y “los que se saben sospechosos de todo doblan las esquinas de la miseria para que los policías [. . .] no reparen en ellos” (ibidem: 75). La escena demuestra definitivamente que los ojos de Larbi constituyen los prismáticos autorizados mediante los cuales López Mozo les enseña a sus espectadores la realidad social colectiva. Establecido el significado emblemático y narrativo de Larbi y el uso didáctico de la proyección fílmica, se da inicio a la segunda fase del uso del medio cinematográfico, fase que comprende desde la escena octava a la decimosexta. Las imágenes de esta segunda fase subrayan enfáticamente la miseria y el maltrato de los marroquíes en España y se engranan, según diría Piscator, “en el desarrollo de la acción” con el fin de “iluminar la situación” con fuertes imágenes fílmicas que sustituyen las escenas teatrales en vivo (1930: 174). En la escena octava “se proyectan a cámara lenta imágenes de un magrebí acosado por un grupo de policías que le gritan y le zarandean” (López Mozo 1997: 87). A continuación, se subrayan visualmente los temas del racismo y de la xenofobia.

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Sigue una escena en que se destaca el temor y el prejuicio de la población española frente a la presencia magrebí: “Chalet próximo al poblado magrebí de Peña Grande protegido con rejas en las ventanas y altas tapias coronadas de alarmas eléctricas” (ibidem: 109). López Mozo va profundizando en los temas del racismo y de la xenofobia mediante lo que dicen y hacen los habitantes del chalet. El esposo le aconseja a la mujer que no salga sola por la calle porque “es peligroso y desagradable” (ibidem: 110). Declarando que “la gente de piel negra me desagrada. Me da repelús. Es la escoria”, el hijo comienza a tirar dardos a una foto de un negro porque, según él mismo declara, “tengo curiosidad por saber de qué color es la sangre de los negros” (ibidem: 111). El racismo que se despliega en los confines de una sola casa no tarda mucho en reafirmarse como odio social general cuando Larbi cuenta gráficamente cómo fue asesinado Paisa por unos cuantos que lo golpearon con puños y lo acuchillaron. La fusión o integración siempre creciente de lo personal y lo social en Ahlán culmina en la escena decimosegunda. Al principio de la escena, leemos que “en la pantalla aparecen imágenes del interior de la chabola. La cámara ha filmado lo que ven los ojos de Larbi” (ibidem: 123). La acotación subraya inequívocamente la singular autoridad narrativa que ha venido asumiendo el personaje de Larbi. Al final de la misma acotación, leemos que “la cámara se detiene. En esta ocasión frente a la puerta cerrada. La de la pantalla y la real se abren empujadas desde fuera” (ibidem: 123). Lo que comenzó en la primera fase como la proyección simultánea en el escenario de la realidad personal de Larbi y la colectiva de los inmigrantes magrebíes se funden y se hacen indistinguibles como sugiere la imagen de la puerta de la película sobrepuesta en la del escenario y el hecho de que las dos se abren como resultado de un único acto, como si fuesen una sola puerta. Se trata de una visión estereoscópica, una visión que resulta cuando se sobreponen dos imágenes desde dos perspectivas distintas para crear una imagen más profunda y penetrante de la realidad más inmediata (Nussbaum 1981: 240). En ningún momento es más evidente esta visión estereoscópica que en la escena decimotercera donde tiene lugar un diálogo entre Larbi y su propia imagen proyectada en la pantalla. En un momento dado, Larbi declara que “Ser moro es muy duro” y su imagen contesta, “Habrá que apartar a puntapiés lo que nos cierra el paso. Arrancamos la corona de humillación que nos hemos puesto. Cuando lo hagamos, gozaremos de la vida” (López Mozo 1997: 133). La yuxtaposición del “yo” y del “nosotros” en la boca de un solo personaje que dialoga consigo mismo se traduce en un discurso que es simultáneamente personal y social, y sirve para “engendrar entre el público espectador una postura de reflexión” frente a un mal de mayor alcance universal (Paget 1990: 44). Es además un excelente

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ejemplo de una mise-en-abîme. Lo que experimenta Larbi individualmente refleja lo que experimentan los inmigrantes colectivamente. En términos específicos de la mise-en-abîme, la situación de Larbi, que constituye una imagen en escala menor, es un reflejo de la situación de todo el pueblo magrebí, la cual se presenta como una imagen en escala mayor (McHale 1987: 124-128). Dicho de otro modo, la miseria de Larbi duplica la miseria de todo el pueblo inmigrante, por lo cual podemos deducir que la propagación del prejuicio y del temor en lo personal acaba por engendrar los males sociales como el racismo y la xenofobia. Lo que transcurre entre la escena decimoséptima y el epílogo de Ahlán cumple con el tercero, y último, de los objetivos principales asociados con el uso de la proyección fílmica en el teatro documental, el de acompañar, como dice Piscator, “a la acción a modo de coro” y dirigirse “directamente al espectador” para criticar, acusar y agitar (1930: 174). En la escena decimoséptima, mientras Larbi se escapa de los cazadores aragoneses que buscan al negro Ammar, se proyecta “una copia defectuosa de la película La caza, de Carlos Saura (López Mozo 1997: 169). Se apunta en la acotación: “Por todas partes salen conejos. El paisaje parece un campo de batalla. Es una verdadera matanza, los animales brincan, se retuercen en el aire, caen a plomo a medio salto, se arrastran malheridos y son rápidamente rematados” (ibidem: 170). Se pone fin a la escena con la siguiente imagen: “Larbi atraviesa corriendo la cortina de polvo y humo que se ha formado. Se tiende boca abajo en el suelo y aguanta en silencio el dolor de la herida. Cuando las armas callan y la proyección concluye, se levanta. Apenas avanza unos pasos, sus pies tropiezan con un conejo muerto. Lo alza y lo contempla” (ibidem: 170). Fundiendo la imagen de la caza de los conejos —símbolo de la persecución insensata de los inmigrantes— con la de la persecución de Larbi igualmente insensata, se logra crear una intertextualidad de imágenes complementarias, por cierto otra mise-en-abîme, con el fin de plantear una mayor crítica frente a la situación de los inmigrantes. Ya no se distingue entre la escuálida realidad personal de Larbi y el problema social y político más amplio. Ya no se distingue entre la miseria de Larbi y la de sus compatriotas. La trágica y desesperada realidad de Larbi es la trágica y desesperada realidad de todo inmigrante marroquí. La proyección fílmica a lo largo de Ahlán constituye una manera dialéctica de acercarse al tema de la inmigración y sus consecuencias trágicas. Le permite a López Mozo romper con la comunicación ritualizada de ilusiones y promocionar entre sus espectadores un encuentro chocante con ciertos hechos sociales. No es, sin embargo, la única técnica que utiliza el dramaturgo para alcanzar su objetivo. López Mozo se aprovecha de otro recurso relacionando con el teatro documental, la canción, que en Ahlán toma la forma de versos recitados.

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En la escena tercera, el Maestro recita versos. En los primeros versos se destaca la riqueza natural de la España del siglo octavo, época en que los moros invadieron la Península: “la mejor y más ufana” tierra “donde nace el fino oro/ donde hay veneros de plata/ [. . .] y en proezas extremada” (ibidem: 49). Luego se habla de la invasión de los moros cuyo motivo fue, según el Maestro, “entrar en nuestro país a saco” y “abatir nuestras preciadas señas” (ibidem: 50). Los versos crean una sensación de proximidad y continuidad entre el pasado y el presente y sugieren que el racismo y la xenofobia en España tienen raíces históricas. Dice el Maestro, “puede ser útil para el futuro saber que nos sorprendieron porque cruzaron el Estrecho en secreto” (ibidem: 50) y “no dejes que invadan con sus barcos menguados la fina franja de Gibraltar” (ibidem: 51). El Maestro termina con la siguiente advertencia: “¡Al grito de Santiago, de África cierra la frontera/ y dile a nuestras gentes que a las puertas de las casas/ pongan candados y cadenas!” (ibidem). Los versos tienen varias funciones. En lo textual, acentúan la característica periodística y testimonial del drama y subrayan el sentimiento antimarroquí inicialmente presentado por el Comisario en el primer prólogo —“Pongan barreras que eviten el paso de la miseria que vomita el sur” (ibidem: 22)—, para seguir ilustrando la importancia nacional e histórica del problema. En cuanto a la narrativa del drama, la recitación de los versos produce una ruptura en el desarrollo de la acción que acababa de iniciarse en la escena anterior con la salida del barco de Larbi para España. Romper con unas acciones potencialmente emotivas como pueden ser la despedida de Larbi de su madre y la salida de su tierra nativa nos ocasiona suficiente distanciamiento para que reflexionemos en la situación más global. Igual que las proyecciones fílmicas, López Mozo se sirve de los versos para enajenar a sus espectadores conforme al teatro épico brechtiano, para que nos acerquemos al tema con una perspectiva más reflexiva y menos emocional. Se hace hincapié en la procedencia histórica del problema de la xenofobia y el racismo, con el objetivo de iluminar la realidad presente y entenderla mejor, de establecer un vínculo ideológico entre el pasado y el presente histórico para subrayar que ha cambiado muy poco durante los más de mil años que han pasado. La perspectiva intelectual, el propósito didáctico y la estructura fracturada que caracterizan Ahlán culminan hacia el final del drama en la escena decimooctava con una larga conferencia, o sea, la presencia de un narrador externo a la acción dramática, otro recurso del teatro documental, como ha señalado Vilches de Frutos (1999: 46). El tema de la conferencia, igual que la película, es la caza de conejos. El conferenciante se refiere al “exterminio del conejo” como “nuestra más urgente tarea” (López Mozo 1997: 174). La caza de los conejos

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como metáfora para la caza de los moros que procede de la película se enfatiza mediante la conferencia y constituye, por lo tanto, otro momento de intertextualidad y, por cierto, otra visión estereoscópica. Se habla de los miembros salvajes de la familia de los lepóridos que “procedentes del norte de África [. . .] han invadido el sur y el oeste de nuestro continente, y siendo de naturaleza prolífica, han llegado a convertirse en una verdadera plaga” (ibidem: 173). “Lo urgente”, según el conferenciante, “es aligerar la densidad de la intrusa población conejuna”, y, como solución, propone “disponer de escopetas en fila, hombro con hombro, y avanzar hacia la masa grisácea descerrajando tiros sin parar” (ibidem: 174). La declaración permite realizar un paralelismo con lo que presenciamos visualmente en la escena decimoséptima, cuando la imagen perturbadora de un Larbi herido se funde con la del conejo muerto que tiene en la mano. Aquí, es la persecución de los conejos como grupo la que se funde con la imagen de los inmigrantes marroquíes y evidencia que lo personal acaba definitivamente suplantado por lo social. Como símbolo de todo un pueblo perseguido y como portavoz del sufrimiento de dicho pueblo, Larbi ha cumplido con su papel simbólico y narrativo, como él mismo sugiere al final del drama: “Los conejos y los moros somos iguales” (ibidem: 174). Mediante dicha declaración, se cumple con uno de los requisitos fundamentales de todo teatro documental, el de situar el comportamiento del individuo dentro de la articulación de contexto social y político más amplio (Favorini 1994: 32). La denuncia siempre evidente de la insensata persecución de los inocentes en Ahlán sugiere que López Mozo no ha abandonado el tono contestatario que caracterizan las obras de su primera época. Como miembro de una generación de dramaturgos que se dieron a conocer a finales de los años sesenta y principios de los setenta, López Mozo se empeñó en desarrollar un teatro de fuerte protesta contra las injusticias sociales de una realidad política autoritaria. Cómo demuestra Ahlán, y, a pesar de haber cambiado la realidad social y política del país, el espíritu denunciador del dramaturgo no ha disminuido. Además de establecer cierta proximidad y continuidad entre el pasado remoto y el presente, es posible ver en el tema de la persecución de víctimas inocentes un intento, sea consciente o inconsciente, de indagar también en la historia más reciente. La persecución de los sospechosos por la policía en la escena séptima, por ejemplo, tanto como la persecución de Ammar y Larbi en las escenas posteriores, nos recuerdan la Ley sobre Delitos y Terrorismo (la famosa ley de fugas), ley que permitía perseguir y disparar sin previo aviso sobre los que fueron sospechosos de delincuencia. Como autor de un teatro social históricamente sensibilizado, no sorprende que se uniera subtextualmente lo que López Mozo expone en Ahlán con la inquietud social y política de los primeros años de

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la Dictadura, realidad perturbadora que inspiró el espíritu rebelde creador de toda una generación de autores. En Ahlán, López Mozo se esfuerza, como dice Virtudes Serrano, por sacarle “al espectador de la participación emotiva” e “implicarlo en un problema que está en su entorno” (1997: 12). Sucintamente dicho, el dramaturgo se propone escribir una pieza de objetivo de carácter forense, una obra cuya forma y función, como todo teatro documental, buscan un cuestionamiento, una interrogación ética y moral de los males sociales. Para alcanzar su objetivo, López Mozo se sirve de una serie de recursos tradicionalmente asociados con el teatro documental, cuyo fin último es interrumpir intencionadamente el desarrollo del drama y así impedir que el espectador se involucre demasiado emocionalmente, adoptando de esa manera una postura de reflexión consciente. Queda patente por la estructura de Ahlán y los recursos que utiliza López Mozo para desarrollar la acción que la interrogación del dramaturgo en torno a la condición humana se contextualiza por tres convicciones personales: que la dignidad humana, aunque centrada en el individuo, es una función de las normas y prácticas sociales; que el esfuerzo y la perseverancia del individuo son componentes esenciales del colectivo o del grupo a que pertenece, y que las injusticias sociales y políticas, aunque puedan ser de un pueblo específico, son la responsabilidad del mundo en general.

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OBRAS CITADAS

Dawson, Gary Fisher. (1999). Documentary Theatre in the United States. An Historical Survey and Analysis of Its Content, Form, and Stagecraft. Westport: Greenwood Press. Favorini, Attilio. (1994). “Representation and Reality: The Case of Documentary Drama”, en: Theatre Survey, 35.2, pp. 31-42. López Mozo, Jerónimo. (1997). Ahlán. Madrid: Ediciones de Cultura Hispánica. McHale, Brian. (1987). Postmodernism Fiction. New York: Methuen. Nussbaum, Laureen. (1981). “The German Documentary Theater of the Sixties: A Stereopsis of Contemporary History”, en: German Studies Review, 9.2, pp. 237-255. Paget, Derek. (1990). True Stories? Documentary Drama on Radio, Screen and Stage. Manchester: Manchester University Press. Piscator, Erwin. (1930). El teatro político, trad. Salvador Villa. Madrid: Cenit. Serrano, Virtudes. (1997). “Prólogo: escenarios del presente”, en: López Mozo, Jerónimo (1997), pp. 7-13. Vilches de Frutos, Mª Francisca. (1999). “El compromiso del hombre con la historia: Eloídes (1992) y Ahlán (1996), de Jerónimo López Mozo”, en: Estreno, 25.2, pp. 43-47.

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LOURDES ANTE LORCA: “EL LOCAL DE BERNARDETA A.” (1995) Dru Dougherty University of California, Berkeley

Estrenada en 19951, El local de Bernardeta A. —la décima obra teatral de Lourdes Ortiz— parece ser a primera vista una parodia posmoderna de La casa de Bernarda Alba, de Federico García Lorca. La mítica madre y sus hijas son convertidas por Ortiz en madama y prostitutas, siendo la famosa “casa” de las Alba —baluarte de la moral burguesa— ahora un burdel dedicado a la venta y al consumo del sexo. A su vez Pepe el Romano queda transformado en el chulo del prostíbulo (el Romano), que protege y abusa de las putas —su preferida es Adelita— al tiempo que María Josefa, la abuela loca y cuerda en el drama de Lorca, se metamorfosea en Fina, la primera madama, ya anciana, del negocio. Acompaña estas sustituciones un desmantelamiento típicamente posmoderno del discurso trágico de Lorca. La frustración erótica de la mujer, signo de su “sino” de carecer siempre de libertad, deja paso a la imagen de la prostituta, símbolo de la comercialización del ser humano en la metrópoli moderna (Schönfeld 2000b: 5). La Adela de Lorca se suicida en el altar de Eros; la Adelita de Ortiz se quita la vida en aras del sistema capitalista que ha convertido su cuerpo en mercancía. No es difícil reconocer una intención feminista en el fondo de este remedo de La casa de Bernarda Alba. Lourdes Ortiz ha detectado y realzado ciertas preocupa-

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Se estrenó en Madrid el 17-XI-1995 en la Sala Galileo por la Compañía Fin de Siglo, dirigida por Paca Ojea, permaneciendo en cartel hasta el 3-XII-1995. Los intérpretes fueron Esperanza Guallart, Goizalde Núñez, Pepa del Pozo, May Pascual, María Álvarez, Ángela Elizalde, Violeta Albacete y Cristina Arranz. La escenografía estuvo a cargo de Luis de Ben.

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ciones en el texto de Lorca que giran en torno a “la relación entre el hombre, la mujer y el poder”, tema constante en la obra de la autora madrileña (Porter 1990: 140). Así, por ejemplo, la cuestión de complacer al chulo del local, o prescindir de él completamente, centra gran parte del diálogo del extenso primer acto. Las pupilas de Bernardeta, libres para practicar su oficio, se sienten sometidas a la tiranía del Romano, “¡Chulo de pacotilla! ¡Chulo de mierda que ni para lo que tiene que valer vale ya!”, a decir de Magda (Ortiz 1998: 64). Tanto el poder del hombre como la necesidad de separar sus sentimientos del acto sexual esclavizan a las mujeres del local, distanciándolas de su centro afectivo. El lupanar resulta así no menos opresivo que la casa respetable de las Alba que recuerda. Como los orgasmos que fingen, la libertad de estas mujeres es una mentira, contra la que al final la más joven, Ade, se rebela, matando al chulo con un cuchillo de cocina (esta vez el hombre que a todas fascina muere de verdad). Sin embargo, el asesinato del Romano no resuelve nada. Bernardeta ofrece a sus pupilas “participaciones” en el negocio, “Algo así como acciones” (ibidem: 100), pero la prometida organización del negocio en colectivo femenino (“sin Romanos”) no libera a las mujeres de su opresión. Haciéndose eco de Bernarda Alba, su doble declara, tras la muerte del chulo, “Aquí no ha pasado nada. […] Mañana abriremos el burdel con las viejas normas” (ibidem: 99). Parodia posmoderna, denuncia feminista, sin duda, pero ¿por qué hacían falta las alforjas lorquianas para este viaje? ¿A qué viene desmontar uno de los grandes iconos del teatro español moderno? ¿Será que Lourdes Ortiz, y su generación de dramaturgos, están presos de la “ansiedad de influencia” que, según Harold Bloom (1975), exige que el escritor joven interprete mal, o sea que mate, al fuerte poeta que le precede para poder desarrollar su propio arte? ¿Ha llegado Lorca a ser una presencia tan ubicua y opresiva que ya no le sufren los nuevos autores de teatro? La utilización del texto de Lorca podría explicarse así, tal vez, si no fuera por la conocida afición de Lourdes Ortiz por “la revisión, reescritura y a menudo destrucción de los mitos básicos de nuestra cultura”, a decir de Fernando Doménech (1998a: 57-58). Desde sus primeras obras de teatro —Las murallas de Jericó, Fedra, Yudita— Lourdes ha vuelto a los mitos de la antigüedad en busca de figuras atrapadas en historias eternas. Como apunta Felicidad González Santamera, “Los personajes que los encarnan se han quedado de una pieza, inmovilizados en una actitud heroica o humilde, realizando para siempre las mismas acciones” (1991: 39). A Ortiz, como a Jean Cocteau, la estructura mítica parece plantearle la necesidad de liberar a sus protagonistas del gesto único. De ahí su gusto por revisar las historias legadas por los siglos y actualizarlas, desarrollando en sus héroes trágicos potencias ignoradas o suprimidas por autores anteriores. “Los arranca […]

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del gesto único, de la actitud estatuaria en que estaban congelados” (González Santamera 1991: 41). Su Fedra, por ejemplo, no tiene que escoger entre su marido y su yerno; tampoco acaba suicidándose. Antes bien, “adopta una actitud burguesa ‘liberada’ que la lleva a ‘repartir’ su calendario entre sus dos amores: Hipólito y Teseo” (Ragué-Arias 1989: 24). Esta actitud de la escritora, antes que “desmitificadora” (Doménech 1998a: 58) o “subversiva” (González Santamera 1991: 41) la llamaría “palimpséstica” ya que vuelve a enunciar el mito al tiempo que lo revisa. Responde a una noción posestructuralista de la obra literaria como un texto no acabado, siempre abierto a nuevos planteamientos. Como ha escrito Ortiz, “una obra es siempre abierta y encierra múltiples sentidos que cada generación recibe y cada lector recrea desde sí mismo” (Ortiz 1990: 39)2. Si Ortiz se acerca así a los mitos clásicos, no hay que sorprenderse de que La casa de Bernarda Alba recibiera de ella la misma atención, ya que García Lorca es actualmente “uno de los mitos literarios más difundidos de la cultura española” (Doménech 1998a: 59). Sobre este punto conviene recordar que en 1995 —postrimerías del régimen del PSOE gravemente tocado por la corrupción— otro mito literario rivalizaba con el de Lorca en la España finisecular. Me refiero al Valle-Inclán esperpéntico, cuyo Martes de carnaval se estrenó ese año “por primera vez en un único espectáculo” en el teatro María Guerrero (Vilches de Frutos 1998: 853). En 1993 Lourdes había manifestado su interés por “las aportaciones de Valle” para el teatro contemporáneo (Johnson 1993: 19), y, es notable la influencia del autor gallego en El local de Bernardeta A, que la crítica ya ha ubicado en la órbita del esperpento (Doménech 1998a: 61). El parentesco esperpéntico me parece evidente, pero más curiosa resulta la práctica, compartida no sólo con Valle-Inclán, de lupanizar a figuras dramáticas de enorme prestigio cultural. La degradación de las mujeres en La casa de Bernarda Alba efectuada por Ortiz tiene como precedente El esperpento de las galas del difunto, en el que Valle-Inclán transformó a la virginal doña Inés de Don Juan Tenorio en prostituta, la Daifa, que al principio de la obra anima a un soldado repatriado después de la guerra del 98, Juanito Ventolera, a acostarse con ella. La cita de la Daifa y Juanito se aplaza hasta la escena final donde el nuevo Tenorio entra en el prostíbulo y se dirige a la madama así: “¡Madre Priora, quiero llevarme una gachí! ¡Redimirla! ¿Dónde está esa garza enjaulada?” (Valle-Inclán 2

Para Ortiz la escritura viene a ser el vínculo más seguro entre el pasado y el presente: “Tan próximos y tan antiguos nuestros antepasados, tan indestructible y tenaz ese vínculo maravilloso que nos ata a ellos y nos sostiene: la escritura. […] ¿Qué es eso que nos conmueve y que forma una línea invisible y resistente a través de las sucesivas generaciones, anulando el tiempo? Las palabras” (1995: 16).

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1990: 96).3 A diferencia de las coimas de la obra de Ortiz, Juanito Ventolera conoce la obra teatral que da origen a su existencia. El local de Bernardeta A. ha de tener un salón muy amplio para acomodar a las muchas figuras teatrales que se dan cita en él: no sólo Bernardeta y sus pupilas sino también Bernarda Alba y sus hijas, los protagonistas del esperpento de Valle y las figuras angelicales y diabólicas del gran “drama religiosofantástico” de Zorrilla. ¡Un mogollón de autores y personajes míticos! Pero hay más. Al servirse del lupanar como metáfora de la España contemporánea, Ortiz convoca a otros personajes muy conocidos del teatro moderno: la Lulú de Wedekind; las putas de La Ronda, de Schnitzler; las madamas de Brecht (Hanssen); las fulanas que aparecen en Von Morgen bis Mitternacht, de Georg Kaiser, etc. El prostíbulo viene a ser un ácido que deja al descubierto capas tapadas de la sociedad moderna y, simultáneamente, revela posibilidades no realizadas en la representación de figuras literarias, ya mitificadas, que juegan un papel principal en la cultura española. Lo mismo que Valle-Inclán planteó insospechadas concomitancias entre convento y lupanar, priora y madama, al refundir Don Juan Tenorio, Ortiz siguió pistas en La casa de Bernarda Alba que conducían al Local de Bernardeta A. Aquí voy a examinar tres: el valor simbólico del lupanar para Bernarda Alba, la comercialización del cuerpo femenino en el ritual de la boda, y el deseo incestuoso que se respira, pero no se expresa, en la casa de las Alba.

CAMINO DEL LUPANAR La prostituta no está ajena al mundo de la familia Alba. En el segundo acto llegan los segadores, “¡Alegres! ¡Como árboles quemados!” (García Lorca 1984: 101), y con ellos aparece una “mujer vestida de lentejuelas” a quien contratan 3

El juego lingüístico a dos niveles tal vez sea para Ortiz el gran atractivo de acercarse a las estructuras míticas, como explicó a Fernando Doménech en una conversación de 1997: “Cuando estoy haciendo […] una obra como Fedra, como Penteo o como Pentesilea, donde estoy continuamente jugando con las referencias clásicas, con el mundo digamos del mito, el lenguaje tiene que jugar con dos niveles y a mí eso me encanta hacerlo, no sé si lo consigo, pero mezclar el más alto nivel poético, que, de alguna manera, conecta con el lenguaje de la tragedia o con el lenguaje del mito, con lo más cotidiano y lo más inmediato, que está continuamente llevando al espectador […] a los dos niveles, mezclando los tiempos y mezclando incluso las músicas de la palabra… Tampoco es muy original, es un poco lo que a veces hace Lorca, o lo que hace también Valle” (Doménech 1998b: 154-155).

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quince hombres “para llevársela al olivar”. Añade Poncia, quien cuenta esta escandalosa (y morbosa) novedad a las hijas de Bernarda, que “Los hombres necesitan estas cosas”. Por ello hacía años dio dinero a su hijo para que fuera con una prostituta. Poncia, aprendemos más tarde, es hija ilegítima de una mujer que acabó en el lupanar y cuyo recuerdo le sirve a Bernarda para humillar a su criada (“El lupanar se queda para alguna mujer ya difunta” [ibidem: 115]), y vanagloriarse de su propia honradez: “¡Como gozarías de vernos a mí y a mis hijas camino del lupanar!” (ibidem: 114). He aquí tal vez el germen de la obra de Ortiz: imaginarse a las Alba no sólo “camino del lupanar” sino instaladas en él. En el mundo provinciano de La casa de Bernarda Alba, el lupanar simboliza el sino de la mujer pecaminosa, la que llega al matrimonio sin ser virgen. La que no guarda su honra en la casa paterna va directamente a “la casa del pecado”, nombre que recibe el lupanar en Las galas del difunto. O virgen o ramera. Mejor lo dice la Zapatera Prodigiosa en su farsa violenta: “en este pueblo no hay más que dos extremos: o monja o trapo de fregar” (García Lorca 1982: 77). Cabe pensar, pues, que para Bernarda y sus hijas el lupanar es sinónimo de la pérdida de la honra, la caída en el pecado, y la consecuente expulsión de la mujer de la sociedad decente. La prostitución actúa de castigo en un sistema social regido por el código de la honra, depositada en la mujer. La fulana sirve así para definir y defender la moral de la clase decente. No importa que “Los hombres necesitan estas cosas”. Tampoco importa, como observa Adela, que muchas mujeres que “dicen que son decentes” —sin serlo— sean las primeras en perseguir a una deshonrada (García Lorca 1984: 146). En realidad, al insistir Bernarda en que su hija ha muerto virgen, el drama de Lorca termina llevando a la familia Alba a la hipocresía absoluta. De saberse la verdad, Bernarda y sus hijas estarían “camino del lupanar” en la opinión de los demás. En ese sentido, Lourdes Ortiz, contando con que ya sabemos la verdad, escribe, antes que una revisión, una continuación de La casa de Bernarda Alba, una segunda parte, que arranca del suicidio de Adela, cuyos pies están siempre presentes en escena: “Sobre la mesa y durante toda la obra cuelgan del techo unos pies descalzos, los pies de Adelita” (Ortiz 1998: 63).

LA PRODUCCIÓN EN CADENA En los casi sesenta años que separaron La casa de Bernarda Alba de El local de Bernardeta A., el lupanar adquirió nuevos valores simbólicos, que Lourdes Ortiz tuvo presentes al redactar su obra. Como ha comprobado Christiane Schönfeld,

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de ser una figura de escarmiento, que reforzaba las creencias morales del orden social, pasó a ser la “madonna de la liberación sexual”, sobre todo en su rol de “trabajadora del sexo” legalizada y sindicada en la moderna sociedad del consumo (Schönfeld 2000b: 5). En el teatro y en la literatura, la puta no dejó de facilitar la crítica social; antes bien, su marginación se prestó a la defensa de los derechos de la mujer frente a los privilegios concedidos al hombre —que “necesita estas cosas”— por la sociedad burguesa. Al mismo tiempo, a partir del expresionismo, la prostituta comenzó a personificar una nueva “realidad erotizada” y a encarnar “las fuerzas ambivalentes de la metrópoli y del capitalismo” (ibidem: 5). En su actualización del mito lorquiano, Ortiz subraya la comercialización del sexo y profundiza en la experiencia erótica de la mujer confinada en el lupanar, llevándonos a zonas alejadas de las relaciones heterosexuales. Las prostitutas del local de Bernardeta no ignoran que trabajan en un mercado que valora sus cuerpos como mercancía. A Melia no le parece bien seguir a sueldo fijo en el local; quiere “cobrar por obra realizada, por cliente atendido”. Madga, en cambio, está contenta con el contrato que les asegura a todas cien mil pesetas al mes: “Nosotras somos las reinas del mercado libre… Casi, casi funcionarias, que comemos igual en invierno que en verano”. Marti piensa que su amiga Emma lo tiene mejor: “ha puesto un piso de lujo en la Avenida del Generalísimo, o como se llame […]. Ahora se lo monta por teléfono y es dueña de su cuerpo. No sé si seremos funcionarias o… más bien somos esclavas” (Ortiz 1998: 70). Gus, la más ácida de las putas, recuerda a sus compañeras que quien manda sobre sus cuerpos es el Romano, que mira sólo por su propio interés: “Su dinerito le aportamos. Y cuando llega el momento, la patada. Y sin jubilación” (ibidem: 67). El suicidio de Adelita, antes que tragedia humana, representa para el Romano una señal de que su negocio anda mal. Sirve “para que un ejecutivo joven y moderno, al que todas apodan ‘el romanito’, tome las riendas del burdel y lo rija con criterios empresariales” (Pérez-Rasilla 1996: 25). En el segundo acto las prostitutas barruntan que “va a haber ‘reconversión’”, y Gus, la mayor del grupo, está muy preocupada: “Se habla de que hay alguna que va a salir por piernas. Sobramos. Mercancía nueva y barata” (Ortiz 1998: 81). El nuevo régimen de modernización —“Más trabajo, más rendimiento y más ganancias” (ibidem: 88)— pone en peligro los puestos de trabajo de las coimas más viejas. Madga se engaña al confiar que sus “años de antigüedad” son “derechos adquiridos” (ibidem: 93), pero Melia está más enterada de los planes de el Romanito: Que tiene tratos con una gran cadena y va a convertir el local en una sauna de postín. […] De puta tirada a masajista acreditada. Eso dijo el Romanito […]. Dijo también

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que era ir con los tiempos, que dentro de nada seríamos legales. Que por fin no tendríamos que avergonzarnos. Que los prostíbulos clandestinos van a desaparecer, que… iba a entrar mucho dinero, capital extranjero por todo lo alto […]. Que se acaba el convento, dijo (ibidem: 97-98).

Las mujeres serán, en fin, agentes independientes legalizadas que trabajarán en “un negocio complejo” con “mucha más movilidad” (ibidem: 98). Como indica este lenguaje, el “oficio” de las putas, como otros tantos de la economía española, se está convirtiendo en “cosa moderna” integrada en el mercado del consumo. Se vienen abajo estos planes cuando una de las jovencitas recién llegadas, Delia, se suicida, y Ade, su hermana gemela, asesina al Romano. Pero como ya queda dicho, el acto del “ángel vengador” sólo sirve para que todo vuelva a ser como antes. En el local, como dice Martirio en La casa de Bernarda Alba, “todo es una terrible repetición” (García Lorca 1984: 71). O, en palabras de Marti, su doble en El local: “Aquí encerrada, como si fueras una monja, siempre lo mismo” (Ortiz 1998: 70). Traer a cuenta la legalización de la prostitución, plantear el estatus de trabajadoras con derechos para las prostitutas y desvelar el carácter sistémico del negocio del sexo permitía a Ortiz responder a cuestiones debatidas en los años noventa en España4. Quedó así el mito de Lorca puesto al día para la generación española del 68. Sin embargo, el planteamiento económico del oficio va en contra de la noción de la prostituta como icono de la libertad sexual. Las mujeres del local no son más “dueñas de su cuerpo” que las hijas de Bernarda. Siguen siendo “esclavas” como apunta Melia, lo cual recoge un tema ya presente en el drama de Lorca: el cuerpo de la mujer se vende tanto en el matrimonio como en el lupanar. Muchos han visto un criterio clasista en la negativa de Bernarda a dejar que sus hijas se casen con los hombres de su pueblo. “Los hombre de aquí no son de su clase”, dice a su criada, quien le recuerda que sus hijas “están ya en edad de merecer“ (García Lorca 1984: 68). Cuando Poncia le replica —“Debías haberte ido a otro pueblo”—, Bernarda contesta de forma sorprendente, dejando abierta una pista apreciada por Ortiz: “Eso, ¡a venderlas!” (1998: 69). No puede ser más

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Mientras estaba en cartel El local de Bernardeta A., Pedro Schwartz (1995: 60), escribiendo en El País, recordó la propuesta de un concejal del Ayuntamiento de Madrid de que “se adecuaran para ‘barrio chino’ los edificios de la antigua Feria del Campo” en vista del “comercio de la carne humana” en la Casa de Campo de Madrid: “No vean ustedes la que se armó. Presa de entusiasmo capitalista, la oposición de izquierdas salió en defensa del libre mercado de servicios sexuales. El Colectivo de Defensa de los Derechos de las(los) Prostitutas(os) reclamó para los trabajadores del trottoir la plena libertad de comercio que reconoce la Constitución”.

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cruda la visión del matrimonio —negocio de compra y venta—, visión confirmada por Pepe el Romano quien se deja “comprar” por el dinero de Angustias, quien no le interesa en absoluto como mujer. Martirio, que podía haber entrado en relaciones con Enrique Humanes, enuncia el criterio económico que determina las bodas en el pueblo. Todavía ignorante de que su madre avisó al galán para que no acudiera a su ventana, dice: me avisó con la hija de su gañán que iba a venir, y no vino. Fue todo cosa de lenguas. Luego se casó con otra que tenía más que yo. […] A ellos [los hombres] les importa la tierra, las yuntas y una perra sumisa que les dé de comer (García Lorca 1984: 72).

Sólo la mujer que representa un valor material se casa. Para Bernarda, una boda es, en el fondo, una transacción económica, y no quiere vender. Huelga observar que la “perra sumisa” dará a su marido más que comida, una vez celebrada la boda. La diferencia entre la novia y la prostituta viene a ser así: que aquélla paga mientras ésta es pagada.

MARTIRIO, CARA DE MARTIRIO El tema del amor no heterosexual que aparece en El local de Bernardeta A. parece ser de la propia cosecha de Lourdes Ortiz, cuya obra novelística investiga las relaciones homosexuales con cierta frecuencia (González Santamera 1991: 34)5. El ambiente claustrofóbico del lupanar y la forzada alienación afectiva de las prostitutas por sus clientes, favorece el desarrollo de relaciones amorosas entre ellas y su madama y su chulo. Así, nos enteramos de que Adelita estaba enamorada del Romano en quien “buscaba un papá”, al parecer de Gus (Ortiz 1998: 66). A su vez, Bernardeta esperaba de Adelita, cuando entró jovencísima en el local, el cariño de una hija… y algo más. Dice Magda: “La mamita complaciente. Tú fuiste para Fina lo que querías que Adelita fuera para ti… el consuelo de tus noches y de tus penas” (ibidem: 69). Marti insinúa que dicho con-

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Observa Felicidad González Santamera que desde Urraca (1982) aparece en los textos de Ortiz sobre todo el “hombre que busca a través de las mujeres a otro hombre, y que no se atreve abiertamente a mostrar su sexualidad” (1991: 24). Es posible que ocurra lo contrario —la mujer busca a través del hombre a otra mujer— en La casa de Bernarda Alba, como ahora veremos.

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suelo fue sexual: “¿Crees que ella [Adelita] me respetó cuando se metió en la cama de ésta (señala a Bernardeta) para…? Menuda zorra…” (ibidem: 71). Más tarde, Marti recuerda que Adelita era una chica sensible, “Y a ti [se dirige a Bernardeta] con las sensibles se te hace la boca agua” (ibidem: 95). La sucesora de Adelita, Ade, también es sensible, y al final de la obra Bernardeta la “adopta” con especial cariño: “Se acerca a la niña y le da un beso en la frente. La toma cariñosamente del brazo, la levanta y sale con ella” (ibidem: 101). La erótica lesbiana del burdel, ¿cómo puede tener su inspiración en La casa de Bernarda Alba? En el drama de Lorca el deseo heterosexual de Adela es indudable, y Bernarda, según Poncia, está “sarmentosa por calentura de varón” (García Lorca 1984: 58). Sin embargo, Martirio, presenta cierta ambigüedad sexual que pudo haber resultado sugerente para Ortiz. Fea, jorobada y enamoradiza, Martirio confiesa que le inspiran miedo los hombres: “Es preferible no ver a un hombre nunca. Desde niña les tuve miedo […] siempre tuve miedo de crecer por temor de encontrarme de pronto abrazada por ellos” (ibidem: 71). Por otra parte, esta mujer es la que más celosa se muestra del amor disfrutado por Adela, a quien ronda y vigila mejor que su madre. En la escena que desencadena la muerte de Adela, Martirio le confiesa que ella también está enamorada de Pepe el Romano, verdad (o mentira) que inspira en su hermana un arranque de emoción cordial: ADELA (En un arranque, y abrazándola): Martirio, Martirio, yo no tengo la culpa. MARTIRIO: ¡No me abraces! No quieras ablandar mis ojos. Mi sangre ya no es la tuya, y aunque quisiera verte como hermana no te miro ya más que como mujer. (La rechaza) (ibidem: 146).

Mirar a Adela “como mujer”, roto el vínculo familiar, permite dos lecturas: Martirio mira a su hermana como rival —la lectura convencional (Martín Moreno 2001: 288-289)—, o la mira como objeto amoroso, lo cual explicaría su interés en separar a Adela de Pepe (éste sería el verdadero rival) y su angustia al tener el corazón “lleno de una fuerza tan mala, que, sin quererlo yo, a mí misma me ahoga” (García Lorca 1984: 147). También explicaría su rapidez en dar por muerto a Pepe, mentira que provoca el suicidio de Adela. Martirio, en fin, podría estar celosa del hombre que se escapa en su jaca, no de su hermana. No están claros sus sentimientos, ni siquiera cuando dice ante el cadáver de Adela: “Dichosa ella mil veces que lo pudo tener”. La ambigüedad en las reacciones de Martirio deja abierta la posibilidad de que su desmedida obsesión por Pepe (cuya foto quita a Angustias) encubra un deseo inconfesable hacia Adela.

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DESMONTAR DISCURSOS En una entrevista de 1986 Lourdes Ortiz declaró que “la escritura es aquello que nos redime y salva del olvido, de la muerte y del tiempo”. Lo que queda salvado por la literatura, explicó, es la sensación del momento, como cuando la piel se estremece ante un fuerte estímulo: “Es esa sensación […] que la estructura rescata, congela y eterniza” (Morales Villena 1986: 10). En La casa de Bernarda Alba, García Lorca encontró una estructura dramática apta para eternizar incontables sensaciones de las mujeres Alba, con el efecto secundario de dejarlas “congeladas” en sus actos. Ortiz recibió ese texto como si se tratara de un guión cuyas protagonistas, una vez descongeladas, pudieran tener vidas más amplias, y más actuales, que las previstas por su primer creador. Al ser preguntada sobre qué hemos de hacer en nuestro mundo en el que los mitos condicionan nuestra visión de las cosas, Lourdes Ortiz contestó: “Supongo que la única fórmula es seguir intentando desmontar los discursos […] sabiendo que nunca la verdad es una sino múltiple” (McGovern 1994: 52). Desmontar, descongelar, liberar: las hijas de Bernarda Alba y las putas de Bernardeta, personajes también múltiples, esperan su próxima liberación.

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OBRAS CITADAS

AA.VV. (1998). Conversaciones con el autor teatral de hoy, 1. Madrid: Fundación PRO-RESAD. Bloom, Harold. (1975). The Anxiety of Influence. A Theory of Poetry. Oxford: Oxford University Press. Colmeiro, José; Dupláa, Christina; Greene, Patricia y Sabadell, Juan (eds.). (1995). Spain Today. Essays on Literature, Culture, Society. Dartmouth: Dartmouth Collage. Doménech, Fernando. (1998a). “Federico en el burdel”, en: Acotaciones. Revista de Investigación Teatral, 1, pp. 57-62. Doménech, Fernando. (1998b). “Fernando Doménech conversa con Lourdes Ortiz. El diálogo en el teatro y la novela”, en: AA.VV. (1998), 137-162. García Lorca, Federico. (1982). La zapatera prodigiosa, ed. Mario Hernández. Madrid: Alianza. García Lorca, Federico. (1984). La casa de Bernarda Alba, ed. Mario Hernández. Madrid: Alianza. González Santamera, Felicidad. (1991). “Introducción”, en: Ortiz, Lourdes (1991), pp. 7-41. Hanssen, Paula. (2000). “Women of the Streets: Prostitution in Bertolt Brecht’s Works”, en: Schönfeld, Christiane (2000), pp. 153-164. Johnson, Anita (coord.). (1993). “Dramaturgas españolas: presencia y condición en la escena española contemporánea”, mesa redonda, en: Estreno, 19.1, pp. 17-20. López Sancho, Lorenzo. (1995). “Crítica de teatro. El local de Bernardeta A. o las tristezas del lupanar”, en: ABC (5-XII), p. 89. Martín Moreno, Ana Isabel. (2001). “La transgresión femenina en ‘La casa de Bernarda Alba’ y ‘Como agua para chocolate’. Un estudio comparativo”, en: Porro Herrera, Mª José (2001), pp. 279-300. McGovern, Lynn A. (1994). “Entrevistas. Lourdes Ortiz: Novela, prensa, política, etcétera”, en: Ojáncano, 9, pp. 46-57. Morales Villena, Gregorio. (1986). “Entrevista con Lourdes Ortiz”, en: Ínsula, 479 , pp. 1 y 10. Ortiz, Lourdes. (1990). “Meditaciones en torno a Las tres hermanas”, en: Primer Acto, 232, pp. 38-39.

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Ortiz, Lourdes. (1991). Los motivos de Circe. Yudita. Madrid: Castalia/Instituto de la mujer. Ortiz, Lourdes. (1995). “¿Qué puede la literatura?”, en: Colmeiro, José; Dupláa, Christina; Greene, Patricia y Sabadell, Juan (1995), pp. 15-17. Ortiz, Lourdes. (1998). El local de Bernardeta A., en: Acotaciones. Revista de Investigación Teatral, 1, pp. 63-101. Pérez-Rasilla, Eduardo. (1996). “El local de Bernardeta A. Endeble montaje”, en: Reseña, 269, p. 25. Porro Herrera, Mª José (ed.). (2001). La mujer y la transgresión de códigos en la literatura española. Escritura. Lectura. Textos (1001-2000). Córdoba: Universidad de Córdoba. Porter, Phoebe. (1990). “Conversación con Lourdes Ortiz”, en: Letras Femeninas, 16. 1-2, pp. 139-144. Ragué-Arias, María-José. (1989). “Penélope, Agave y Fedra, personajes femeninos griegos, en el teatro de Carmen Resino y de Lourdes Ortiz”, en: Estreno, 15.1, pp. 23-24. Schönfeld, Christiane. (ed.). (2000a). Commodities of Desire. The Prostitute in Modern German Literature. Rochester, NY: Camden House. Schönfeld, Christiane. (2000b). “Introduction”, en: Schönfeld, Christiane (2000a), pp. 1-30. Schwartz, Pedro. (1995). “Prostitución y capitalismo”, en: El País (18-XI), p. 60. Valle-Inclán, Ramón del. (1990). Esperpento de las galas del difunto, en: Martes de Carnaval. Esperpentos, ed. Ricardo Senabre. Madrid: Espasa Calpe, pp. 39-106. Vilches de Frutos, Mª Francisca. (1998). “La temporada teatral española 19951996”, en: Anales de la Literatura Española Contemporánea/Annals of Contemporary Spanish Literature, 23.3, pp. 849-896.

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LA FAUNA URBANA EN EL TEATRO DE JOSÉ LUIS ALONSO DE SANTOS: DEL “MORO” A LA MORALIDAD Antonia Amo Sánchez / Roswita / Españ@31 Université de Rennes 2-Haute Bretagne

Alfonso Sastre prologaba su obra Drama y Sociedad advirtiendo al lector de que iba a tratar una “media docena de cosas elementales que muchas veces nadie, por el riesgo de parecer estúpido, se atreve a decir” (1994: 14). Después de cuarenta y siete años, la edad de estas palabras, quizás el riesgo ya no está en decir lo elemental, sino en repetirlo, pues me da la sensación de que en los últimos treinta años el teatro español avanza, pero, en un panorama teatral más próximo a la continuidad que a la ruptura, se siguen utilizando postulados similares para definir lo que antes era pre-posmoderno, lo que fue posmoderno y lo que ahora sería pos-posmoderno (o transmoderno…)1. Esto se observa cuando estudiamos de cerca la trayectoria de un autor que ha jalonado la historia del teatro español de las últimas décadas. Si nos detenemos en Alonso de Santos, constatamos que su primera escritura, adscrita a la época del Teatro Independiente, anuncia lo que Phyllis Zatlin (1988) denominó el “nuevo nuevo teatro español”, concepto integrado en lo que ha venido en llamarse la “posmodernidad a la española” y definido por la intertextualidad, el metateatro, la estética de la integración, la influencia del cine, y por temas como la droga, la marginalización, el paro, la devaluación de las utopías, etc. (Bessière 1995; Floeck 1997, 1999). En su segunda época, la llamada “época comercial” de los ochenta, la crítica vuelve a emplear estos marcadores de interpretación, que siguen a su vez aplicándose a su último teatro, el de finales de los noventa. 1

Valga como ejemplo la lista de ejes que en 1996 José Gabriel Antuñano, refiriéndose a la obra de Alonso de Santos Yonquis y yanquis, apunta como “signos de posmodernidad” de nuestra época: personajes marginales, paisajes urbanos, el rechazo del yo a perder su individualidad, la influencia de las técnicas del cine y de los lenguajes populares (159).

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Podríamos pensar que en realidad lo que no cambia es el teatro de Alonso de Santos, pero esto no es del todo cierto, sin ser del todo falso. Abundando en lo dicho, durante estos años la crítica en torno al teatro de Alonso de Santos no acaba de desprenderse de ciertos clichés, que parecen plantillas de lectura. Analizaré aquí parte de su trayectoria teatral para tratar de demostrar que, a pesar de ciertas constantes, se ha producido una evolución en su teatro no tanto respecto a la temática, sino más bien respecto a las formas y a los planteamientos ideológicos; a medida que avanza el siglo, su escritura se pule, lo que se compensa con una influencia mayor de las técnicas del montaje cinematográfico. Por otro lado, la percepción de la realidad representada en sus obras raya en el derrotismo; en su último teatro colma con una propuesta moral el desahucio intelectual y ético que el autor detecta en nuestra sociedad. Dicho de otro modo, su visión del mundo adopta una espesura moral —que no de moralinas— poco visible en sus primeras obras. Si Alonso de Santos sobresale en el juego de la parodia social, no consigue con ello que su teatro rezume denuncia directa, anticonformismo contestatario, quizás por la personalidad misma del escritor, siempre entre la mesura y la conciliación. Alonso de Santos nunca ha sido un autor, y subrayo la palabra “autor”, revolucionario en un sentido comprometido, engagé. Como hombre de teatro ha tenido, sin duda, sus momentos de militancia (sobre todo durante su período en el Teatro Independiente), como autor su teatro nunca ha “molestado”. Su trayectoria ha sido finalmente de lo más afortunada. Lo pone de relieve Santiago Martín Bermúdez, en cuya intervención en el congreso “Teatro y Democracia” organizado por la Asociación de Autores de Teatro hace dos años, se lamentaba, dicho sea de paso, de la falta de infraestructuras y de presupuesto en el sistema teatral español: “tampoco se nos puede pedir a todos que nos metamos a empresarios, y menos que nos salga tan bien como, por ejemplo, a José Luis Alonso de Santos, que ha creado una empresa de gran importancia con unos cuantos colegas. No todos tenemos esa preparación, o ese coraje. Ni mucho menos se nos puede pedir que seamos heroicos como Paloma Pedrero o como Jesús Campos, que a cambio de una muy pequeña ayuda pública, se ven obligados a pelear con cada teatro, con cada familia, con cada municipio, con cada sindicato” (2001: 145). Es cierto que a José Luis Alonso de Santos le salió bien. No fue el caso de otros autores en ciernes de la época. Junto con algunos colegas y amigos, montó en 1988 la empresa Pentación Espectáculos (hoy dirigida por Jesús Cimarro, uno de los miembros fundadores) y ha logrado llevar a buen puerto su odisea, emprendida en los sesenta, cuando recorría la geografía ibérica con una furgoneta destartalada, un par de focos, “con poco dinero pero mucha imaginación” (Miralles 1982). En los noventa accedió incluso a importantes cargos oficiales tanto en la RESAD como

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en el Ministerio de Educación y Cultura (desde el año 2000 es el director de la Compañía Nacional de Teatro Clásico). Pero centrémonos en su obra. La trasnochada adscripción del teatro de Alonso de Santos al “sainete” es algo hoy más que discutido y matizado. Se hablaría más bien de un neocostumbrismo inscrito en la “poética de lo cotidiano” que oportunamente definiera Wilfried Floeck (1995). Del mismo modo, sería un error asociar el talante amable de su teatro al carácter liviano de la comedia ligera, valga la redundancia. Si analizamos el conjunto de su obra, que abarca más de veinte años, constatamos la aparición progresiva de un lenguaje cada vez más depurado y sobre todo un tratamiento cada vez más serio de la temática social. Busca asimismo una expresión poética de la realidad (encontrar la belleza en la bajeza), pero dejando de lado los virtuosismos esteticistas. Salvando las distancias, esta decantación es en cierto modo una respuesta al reproche que se le hace al teatro europeo actual, ahogado en el esteticismo. Precisamente, los responsables de la Bienal de Venecia de hace unos años alertaban de este desajuste, reclamando “en un llamamiento agónico, más ética y menos estética”2. Así pues, aunque su teatro no sea “militante”, es falso afirmar que únicamente se compone de meros guiños inofensivos. En 1991, Francisco Torres Monreal concebía como sigue la intención paródica del teatro de Alonso de Santos: “[...] sin pretender nunca el didacticismo moralizante, las obras de este autor son como bofetadas a nuestro confort. Bofetadas con humor, eso sí” (1991: 80). En cambio, si nos fijamos en dos de sus últimas obras Yonquis y yanquis (estrenada en 1996) y Salvajes (1997), vemos que el dramaturgo deja de lado el humor amable e irónico, quedándose únicamente con las bofetadas para integrar incluso un ápice de intención moralizante. Propongo comparar La estanquera de Vallecas (1981) y Bajarse al moro (1985) con Yonquis y yanquis (1996) y Salvajes (1997), cuatro obras que constituyen lo que en otro lugar he denominado la “tetralogía madrileña” (Amo 2003: 50). Se trata de ver en qué ha cambiado el teatro de Alonso de Santos desde aquella “bajada al moro” hasta esta “subida a la moralidad”. Desde 1981 hasta 1997 se aprecia en su obra una “fauna” urbana que evoluciona de un pintoresquismo de barrio popular madrileño (Vallecas, Lavapiés) a una pérdida de identidad urbana, al colocar los conflictos y los personajes en suburbios o extrarradios hostiles, equiparables a cualquier otro extrarradio de cualquier otra ciudad occidental. Los chorizos cutres pero de alma generosa de

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Cf. Vieites 2002: 25.

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las obras de los ochenta son sustituidos por mangantes irrecuperables; los fumatas de hierba se convierten en yonquis ojerosos que comparten espacios con los violentos skins. Si en La estanquera de Vallecas y Bajarse al moro se habla de marginados, en Yonquis y yanquis o en Salvajes se hablará de excluidos. Y empieza ahí una revisión de orden ético-moral. Así comentaba el dramaturgo tal sustitución: El mayo del 68 francés, la poética del hippismo… en Bajarse al moro cuento un poco el final de todo eso, pero el final aún impregnado de poesía, el final del perdedor… Aquéllos eran unos marginados con los que te podías reír, hoy en día los marginados no se ríen, los marginados se mueren. […] Yo creo que en Yonquis y yanquis y en Salvajes hay un pesimismo trágico. […] El cambio es como el siglo: el siglo ha terminado cerrando las puertas a esas esperanzas de vivir fuera del camino3.

Tocho y Leandro, los asaltadores de La estanquera de Vallecas y el Jaimito y la Chusa de Bajarse al moro están creados con el mismo patrón. En cambio, los personajes de Yonquis y yanquis y de Salvajes, pertenecen a otro diseño social, a un submundo que tiene que ver con la intolerancia, la droga dura, la incultura, la incomunicación entre generaciones y la degeneración de la comunicación. Insistiré en estas dos últimas obras. En Yonquis y yanquis se cuenta la historia de unos jóvenes sin expectativas de futuro (Nono, Charly y Ángel) que rivalizan con algunos militares americanos asentados en la base de Torrejón de Ardoz durante la Guerra del Golfo. La bala perdida del final acaba con la vida de la abogada y algo más que amiga del joven Ángel, sentenciando así la andadura trágica que adopta el conflicto desde el principio4. En Salvajes la tensión dramática surge del choque generacional y de la temática en torno a la violencia de las llamadas tribus urbanas. Los hermanos Mario y Raúl están implicados en los círculos skin madrileños. Junto con su hermana, abocada a la prostitución, viven en casa de la tía Berta, que acaba de purgar una pena de prisión por haber encubierto a sus sobrinos en un feo asunto de drogas. Ella espera que su sacrificio sirva de algo, pero la situación no ha hecho más que empeorar en la jungla de asfalto que asfixia a estos jóvenes. Se busca en la obra una posible explicación del origen de la violencia. Dos visiones se oponen: por un lado, la de Berta, quien piensa que la culpa es del medio social: “BERTA.- […] no se crean que somos tontos los que han llenado este mundo de basura y luego se extrañan de que salgan ratas” (59); y por otro lado, la del 3 4

Entrevista personal con Alonso de Santos, realizada el 21 de noviembre de 1998 (Cf. Amo 2002: 19). Cf. Reiz 1998: 160.

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comisario, quien antes de reconocer la óptica de Berta, expone unos planteamientos derrotistas, achacando la semilla de la violencia a los genes. Dicho sea de paso, sus diálogos en torno al tema bordean a veces un desafinado logocentrismo moralizante con tintes melodramáticos, sabiamente evitado en las demás obras. Otra muerte, la del hermano pequeño, permite aquí abrir los ojos a los demás. Pero lo que importa es que la esperanza ya no se deposita en los jóvenes (como en el resto de las obras de José Luis Alonso de Santos), sino en los mayores, representantes de una cierta autoridad moral. Respecto a esa tonalidad más seria de sus últimas producciones, el dramaturgo la “achaca” a la inevitable madurez, creativa y existencial, que ofrece el paso del tiempo. Ha habido en efecto una evidente evolución desde la creación en 1980 de El combate de Don Carnal y Doña Cuaresma, trepidante comedia híbrida en la que Alonso de Santos se decanta a las claras por Don Carnal, censurando la fría racionalidad de Doña Cuaresma. En 1998 el dramaturgo matiza: Yo creo que de Don Carnal a Salvajes hay un cambio de madurez, no de peor a mejor autor, sino de una persona que tiene más años y que ya comprende que no toda la razón la tiene Don Carnal, que también hay parte de razón en Doña Cuaresma5.

Por otra parte, tanto en Yonquis y yanquis como en Salvajes emerge un derrotismo que apunta hacia un tipo de desencanto mucho más trágico y negro que el de las obras anteriores6. Ahora se trata de tragedias tal y como definiera Buero Vallejo el género, esto es, cuando los errores humanos se disfrazan de fatalidades del destino. Esta radicalización trágica se observa a partir de dos indicios recurrentes: la intertextualidad fílmica asociada a la televisión y la lengua de los personajes. En La estanquera de Vallecas y en Bajarse al moro la televisión no posee un protagonismo en sí, aunque en los personajes aparecen una serie de clichés vinculados sobre todo a las películas de la “tele”. Tocho, por ejemplo, no para de imitar los malabarismos pistoleros de los héroes de las películas de vaqueros. Jaimito, en Bajarse al moro, también hereda esta fascinación por el Séptimo Arte. Sin embargo, la televisión cobra en Yonquis y en Salvajes una importancia capital en tanto que objeto de violencia simbólica ejercida sobre toda una capa social. En efecto, en Yonquis el preludio didascálico ya aventura una crítica hacia la televisión, que más que un medio de comunicación se ha convertido en la primera causa de la ruptura comunicativa en el ámbito familiar y social. El vecindario aparece prisionero de los anzuelos televisivos: desde los

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Cf. Amo 2002:19. El dramaturgo justifica este cambio de tono en la entrevista aludida antes (ibidem: 20).

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programas que hoy denominaríamos “telebasura” hasta la difusión en directo de la Guerra del Golfo, ejemplo de telerrealidad. En Salvajes, el robo de una televisión será precisamente la causa de la violenta muerte de Raúl. Del mismo modo, en las últimas obras las referencias fílmicas ya no se utilizan para caricaturizar a los personajes. Valga el ejemplo del casi jubilado comisario de Salvajes, todo un fan de las películas del oeste. Su identificación con el imaginario fílmico ya no obedece a aquella intención paródica que caracteriza por ejemplo a Tocho, pistolero del tres al cuarto. Muy al contrario, el comisario aparece “culturizado”: ¡se conoce de cabo a rabo la filmografía de John Wayne, de John Ford y de Clint Eastwood! Asimismo, en el lenguaje que utilizan los personajes también aparece la impronta de una desesperanza radical. El lenguaje barriobajero de Bajarse al moro se agudiza en Yonquis y en Salvajes ganando en agresividad y vehemencia escatológica. Personajes tribales como el yonqui Nono o el skin Raúl se apoderan de la lengua para transformarla en arma arrojadiza. Si en Bajarse al moro Chusa sale la cárcel, en Yonquis y yanquis, Ángel sale del “talego” (28, 34), del “trullo” (59) o del “chabolo” (57). Si en Bajarse al moro Abel necesita un pico, en Yonquis Charly y Nono se dan un buco (58).

ENTRE IDEALISMO Y PRAGMATISMO En un artículo publicado en Signa hace tres años, Alonso de Santos subraya la búsqueda por parte del autor teatral contemporáneo de una subjetividad que siga cuestionando la conciencia de existir y buscando nuevos valores éticos: El papel del autor en nuestro días es el de bucear en el terreno de lo personal, lo corporal y lo biológico […]. La cercanía del fin de siglo, y cierto desencanto ante las expectativas generadas en los diferentes cambios habidos en nuestro país, así como un cierto desengaño sobre las soluciones colectivas y utópicas que formulaban otros horizontes años atrás, crean una cierta melancolía y un cierto pesimismo poético […]. Se proponen hoy como temas de nuestro tiempo aquellos que afectan más a la realización personal del hombre: el amor, la desesperanza, el dinero, el sexo, la violencia […], el derecho al ‘no’ […], la búsqueda de unos pilares éticos diferentes, la elaboración de una nueva esperanza, el sentido de la utilidad y la busca del hueco humano y social (…) (2000: 2).

Destaca de esta cita un derrotismo que contrasta con la voluntad de buscar razones para existir. Se plantea, pues, un conflicto de orden ideológico y existencial.

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Se trata no tanto de escoger como de compaginar el idealismo y el pragmatismo. La denuncia de la pérdida de puntales éticos ya emerge en las obras de los ochenta, pero con más carga irónica y humorística. La devaluación de los valores se personifica en personajes oportunistas como la señora Antonia en Bajarse al moro, que vive pendiente de una dudosa promoción social gracias a los contactos políticos que su marido ha establecido en la cárcel (¡con miembros del PSOE!). En esta obra hay también una mirada amarga hacia esa juventud víctima del “todo vale”, con unos valores morales renovados pero poco sólidos. Son las utopías las que no salen bien paradas: el idealismo lo ve Jaimito con su ojo de cristal, no con el ojo que le queda bueno. Lo ve a través de un cristal de colores filtrados por el celuloide de las películas de vaqueros o de piratas, símbolos de una cierta idea de libertad cuyas ramificaciones sesentayochescas se vieron pronto truncadas en la resacosa España de los ochenta. Así lo expresaba Alonso de Santos en 1985: “Para mí la gran pérdida de esta sociedad es que todo el idealismo, que todo ese canto a los valores de hace diez años, se ha perdido. Ahora vivimos en una sociedad mejor en España, sin duda. Un mundo más aceptable, más justo políticamente, pero con menos valores, con menos solidaridad” (1985: 31). Los sueños utópicos y la rebeldía grotesca de Jaimito van a ir perdiendo vigor en el teatro de Alonso de Santos. La realidad le gana la batalla al ideal. Entristece que tal actitud adopte un aspecto derrotista. Si en Bajarse al moro el dramaturgo se regocija en una visión tierna y condescendiente de los que creían en las alternativas, en Yonquis y Yanquis y en Salvajes ya no aparecen puertas para los idealismos sino para su descrédito. En 1998, Alonso de Santos hace una declaración una tanto ambigua que trata de relativizar esta confrontación entre el idealismo y el pragmatismo: A Alberto se le juzga muy mal en Bajarse al moro porque quiere tener una casa, una familia, una televisión y vivir bien. Y es curiosísimo porque la gente se ríe y se burla de uno que quiere lo que ellos tienen todos… Ellos están ‘idealmente’ con Jaimito que no tiene nada. Pero, una cosa es lo que decimos que hay que ser y otra cosa es como somos. Esa relación entre Alberto y Jaimito empieza en la obra igual, pero luego uno encuentra un hueco y el otro no. Yo insisto mucho en mis obras en ese ‘hueco’. Encontrar un hueco en la vida es imprescindible, si se quiere vivir con sentido…Yo no hablo tanto de marginados como de gente que necesita un hueco. ¿Y qué es un hueco? Pues la normalidad. Todos los personajes de mis obras lo que quieren es ser normales. ¡Se creen que yo escribo un canto al marginado, y no, yo escribo un canto al integrado! (ibidem: 18).

Sin caer en interpretaciones demagógicas, cabe analizar este comentario en su contexto. Las palabras de Alonso de Santos fueron pronunciadas más de diez

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años después del estreno de Bajarse al moro, coincidiendo con la fría recepción de la crítica hacia Yonquis y Salvajes. Este tono acendrado es el resultado de un hartazgo por parte del autor, cansado de que se volviera a etiquetar su teatro con el manido “sainete del marginado”. Pero pienso que hay que ver también detrás de estas palabras si no una mutación ideológica, sí una evolución coherente con su reivindicada búsqueda de unos pilares éticos diferentes. En conclusión, observamos un giro desde la grotesca resistencia de los personajes de las primeras obras a la amargura escéptica que respiran los de las últimas. La ingenuidad y el idealismo ceden el paso al primitivismo de la violencia, lo que se ilustra mediante la paradoja del retroceso moral de una sociedad en progreso económico. Pero después de todo, Alonso de Santos no hace más que demostrar las consecuencias nefastas de un proyecto económico mundial que deja a unos en la norma y a otros en el margen. No confundamos esta posición con un conformismo pantuflón. La lucidez de quien ve la realidad sigue manteniendo en vida aquellas palabras de dos de sus personajes más entrañables: LEANDRO: España no hay más que una. TOCHO: Es que si llega a haber dos, se van todos pa la otra. (La estanquera de Vallecas, 47).

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OBRAS CITADAS

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José Luis Alonso de Santos trabajó en los grupos de Teatro Independiente1 aproximadamente unos diecisiete años2, desde 1964 hasta 1981, o sea, desde los veintidós años hasta los treinta y nueve, más o menos, desempeñando en ellos las funciones de actor, primero, de director de escena después y llegando finalmente a convertirse él mismo en autor de las adaptaciones y de los textos de los espectáculos que algunos de esos mismos grupos montaban sobre los escenarios. Esos años de plena integración en el teatro independiente puede decirse que terminan cuando, algún tiempo después del estreno, con un extraordinario éxito de público y de crítica, de Viva el duque, nuestro dueño, su primera obra original, se le abren de par en par las puertas del teatro público o comercial como autor teatral. Ya en esa misma obra, Alonso de Santos, aunque nos da una visión descarnada de la España decadente y miserable del siglo XVII y de las dificultades existenciales de una compañía de cómicos de la legua, atenuada por los recursos humorísticos e irónicos que emplea hábilmente el autor, está exponiendo seguramente las propias experiencias autobiográficas vividas en el seno de esos grupos teatrales independientes, sobre todo en la España de 1964 a 1975, por tanto, todavía en la España dominada 1 2 3

En el TEM (Teatro Estudio de Madrid), en el TEI (Teatro Experimental Independiente), en Tábano y en el grupo que él mismo fundó en 1970, Teatro Libre. Tomo estas referencias cronológicas de Wilfried Floeck 1997: 89. Fermín Cabal, su amigo y compañero de generación, en la entrevista que le hizo al autor y refiriéndose a las “primeras obras”, escribe lo siguiente: “La compañía de cómicos que ensaya fatigosamente una obra en la esperanza de que algún día conseguirán representarla ante el duque [...] Hay algo en todo esto de autobiográfico, quiero decir que los materiales de los que partes están situados en tu entorno más inmediato, entroncado con lo que te está pasando” (Cabal y Alonso de Santos 1985: 152). Las graciosas y chuscas anécdotas que cuenta Saturnino Morales en el cuadro duodécimo de La sombra del Tenorio, probablemente le han ocurrido también a José Luis Alonso de Santos en los años de itinerancia por la geografía de España con los grupos de teatro independiente (Alonso de Santos 1995: 164-168). Puede verse también a este respecto Tamayo y Popeanga 1988: 12.

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por el régimen franquista3. El distanciamiento o alejamiento histórico del tema, como en otros muchos casos conocidos, no debe ocultarnos la problemática realidad social coetánea del autor. Desde su primera obra original, pues, y como ocurrirá en otras muchas creaciones escénicas suyas posteriores, se puede calibrar ya la destacada importancia que desempeña en ellas una constante más o menos explícita, más o menos agresiva, como herencia, como influencia natural de los años pasados en el Teatro Independiente compartiendo la actitud característica de esos grupos inconformistas y hasta subversivos: la presencia en ellas de temas sociales conflictivos, vistos generalmente desde una perspectiva crítica. En La estanquera de Vallecas (1981), después de algunas vacilaciones y dudas en su trayectoria artística, parece encontrar su verdadero camino, es decir, los temas y el estilo o forma de ofrecerlos que más le distingue, en los que la crítica social aliada con el humor y la ironía son elementos permanentes. Pero, aunque en clave de tragicomedia, se nos presentan en ella las consecuencias del paro laboral en la época de la transición a la democracia, plaga social que puede conducir a la marginación y a la miseria, para salir de las cuales algunas personas modestas no encuentran más solución que recurrir a la pequeña delincuencia, al robo o al atraco, lo que puede tener, como vemos en esta obra, consecuencias trágicas. En Bajarse al moro (1985), sin abandonar el peculiar tono divertido de comedia o de sainete, el autor expone los problemas sociales derivados del consumo de drogas y de la desorientación de la juventud en una época de pleno disfrute, de euforia, de la nueva libertad. En una entrevista extraordinariamente interesante que le hizo Antonia Amo Sánchez el año pasado, publicada en la revista Quimera, José Luis Alonso de Santos recuerda: la época de Bajarse al moro era la de la poesía del marginado [...] era un canto a la libertad, el porro, la fiesta del que se sale de la norma [...] la poética del hippismo [...] Aquéllos eran unos marginados con los que te podías reír (Amo Sánchez 2002a: 19).

Estas obras que acabamos de citar pertenecen a las décadas de los setenta y los ochenta. Pero en la creación escénica de Alonso de Santos, que en gran parte continuará escribiendo también divertidas e ingeniosas comedias, su género preferido, puede registrarse una importante evolución y un significativo cambio de género y de estilo en la década de los noventa, bien visible, a mi entender, en tres de sus últimas creaciones, que pueden calificarse ya de verdaderos dramas o incluso tragedias: Trampa para pájaros (1990), Yonquis y yanquis (1996) y Salvajes (1997). El propio autor lo reconoce así y en la antes citada entrevista con Antonia AmoSánchez se expresa de la forma siguiente refiriéndose a esas obras:

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ahora es la (época) de la tragedia [...] la droga lo que lleva es a la muerte, el SIDA destruye a los seres humanos [...] hoy en día los marginados no se ríen, los marginados se mueren [...] en Yonquis y yanquis y en Salvajes hay muertes reales. Son tragedias [...] creo que en Yonquis y yanquis y en Salvajes hay un pesimismo trágico (Amo-Sánchez 2002a: 19)4.

El tema central de Trampa para pájaros es la inadaptación de un policía, acostumbrado a las normas y los métodos vigentes en la época franquista, a la nueva situación democrática en la España del cambio de régimen. Otro tema relevante de la misma es, de acuerdo con la interpretación de Miguel Medina Vicario, el enfrentamiento entre los dos hermanos protagonistas de la misma, Mauro y Abel, en el que puede verse, simbólicamente, además de la alusión al fratricidio bíblico, el enfrentamiento entre las “dos Españas” tradicionalmente opuestas en cuestiones ideológicas, religiosas, políticas y que ha desembocado no pocas veces en sangrientos y crueles conflictos bélicos y guerras civiles. “Los hermanos Mauro y Abel simbolizan esas dos fracciones históricamente enfrentadas”, escribe Medina Vicario (1993: 30)5. Es sintomático, para citar sólo unos pocos detalles diferenciadores, que en esta obra no encontramos rasgos de humor; todo es sórdido y dramático hasta el trágico final. Las acotaciones, rigurosamente objetivas y funcionales, están muy lejos de las poéticas, valleinclanescas y lúdicas de las piezas anteriormente mencionadas y tampoco encontramos aquí huellas de cierto talante optimista que aparecía en esas mismas piezas, antes al contrario, parecen envueltas en un halo de pesimismo. Además, el retorno al tono realista, como ha observado Wilfried Floeck refiriéndose a las comedias y tragicomedias sobre todo de los años ochenta6 experimenta en estas tragedias una intensificación manifiesta y adopta formas de un realismo casi testimonial y documental. En Yonquis y yanquis son dos los temas centrales tratados y desarrollados en la obra: a) la marginación de los jóvenes españoles de un barrio modesto cercano

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El autor, como vemos, las califica de tragedias. Los críticos y estudiosos de su teatro parecen tener algunas dificultades en encontrar la denominación genérica más adecuada. Miguel Medina Vicario habla de un “mestizaje” y parece dudar entre drama y tragedia (1993: 139, 149, 163, 170) al comentar Trampa para pájaros y Yonquis y yanquis. César Oliva, por su parte, emplea las denominaciones de “peculiar forma de tragedia, doméstica casi” y “Tragedia cotidiana” refiriéndose a Yonquis y yanquis y Salvajes (Oliva 2002: 14, 16, 17, 48). Más detalles sobre esta obra pueden verse en Rodríguez Richart 2002: 86-98. “In ästhetischer Hinsicht ist die Rückkehr zu realistischen Formen und Konventionen in der überwiegenden Mehrzahl seiner Stücke besonders offensichtlich” (1997: 93).

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a una base militar norteamericana durante la guerra del Golfo (1991) y cerca de Madrid, drogadictos muchos de ellos (yonquis) y su lucha por la supervivencia (o sea, la drogadicción y el tráfico de drogas, el paro, la prostitución, la delincuencia callejera...) y b) los conflictos entre norteamericanos (yanquis) blancos y negros, por una parte, y los jóvenes españoles del citado barrio suburbano. En esta pieza llama enormemente la atención el espacio en el que transcurre la acción, la plaza del barrio obrero y marginal de “Las Fronteras”, marco en el que comienza la obra y en el que termina trágicamente con la muerte accidental de Ana Vázquez. Ese escenario de los alrededores de la capital es, a mi entender, el principal elemento de significación escénica porque evidencia y plasma visualmente el cúmulo de problemas con los que tienen que vivir o malvivir los modestos habitantes del barrio: con su suelo de tierra, su muro desconchado, con sus desperdicios y basuras, con su coche destartalado a medio desguazar, su tobogán roto y con la pobre luz amarillenta de la vieja farola, exponente de una gran pobreza, abandono y marginación. Es también el escenario, además, en donde se pinchan los drogadictos y echan sus utensilios y es también una especie de resonador —plaza sin salida— del estruendo atronador de los aviones de bombardeo que llevan la muerte en sus entrañas. En esa miserable plaza tendrán lugar escenas capitales de la obra, especialmente la última, con la muerte de Ana, víctima inocente del enfrentamiento entre españoles y americanos. “Nuestro trabajo —escribe el autor en una nota preliminar al frente de la obra— pretende divertir, conmover, emocionar y a su vez hacer reflexionar sobre algunos aspectos de nuestra sociedad y nuestra historia” (1997: 9). Personalmente, creo que lo de “hacer reflexionar” tiene en esta pieza un relieve especial, mucho más acentuado que “divertir”, por ejemplo. En ella se habla de nuevo, como en otras del escritor, de víctimas y de marginados. Por eso quizá, si no tiene la “nobleza de los personajes” típica de la tragedia antigua, creo que sí se la puede clasificar, por lo menos, como drama, de acuerdo con la definición que da de este género el maestro Rafael Lapesa: “designa un género [...] que tiene, como la tragedia, un conflicto efectivo y doloroso, ambientado en el mundo de la realidad, con personajes menos grandiosos que los héroes trágicos y más cercanos a la humanidad corriente” (1972: 153)7.

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Antonio García Berrio y Javier Huerta (1992: 217) coinciden con él esencialmente y lo completan. Así, hablan de drama burgués o moderno “que presenta conflictos de carácter individual o social en relación con los nuevos problemas de los tiempos modernos [...]. Cuando el conflicto se plantea de modo colectivo o trata aspectos conflictivos de la vida social y laboral, nos encontramos ante el drama social”. Según eso, Yonquis y yanquis participaría de ambos subgéneros, del drama moderno y del drama social.

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Con todo, se trata de una obra dramática “comprometida” en el sentido de que plantea conflictos sociales de la realidad española de estos años que están exigiendo a gritos una solución. El autor da con ella voz a las víctimas sociales, a los desprivilegiados, a los que luchan agónicamente por sobrevivir de alguna forma. Por eso no encontramos en ella apenas esos rasgos de humor que son típicos de la mayoría de sus comedias y que tienen el efecto de relajar la tensión. Es más bien una obra sombría, cuya acción se encamina casi sin rodeos a su trágico final. Para Miguel Medina Vicario, Alonso de Santos no elude aquí un firme compromiso, “descendiendo abiertamente hasta los infiernos donde jamás pisaron sus anteriores piezas” (1993: 163), y no se percibe en ella ni una remota posibilidad de esperanza. Un Alonso de Santos, pues, testimonial y comprometido, muy lejos del autor de las ingeniosas y sonrientes Vis a vis en Hawai o Dígaselo con valium, un autor con talento para manejar de forma convincente tan extremados registros. “Yonquis y yanquis es quizás la pieza más cerrada de Alonso de Santos [...] porque en ella no hay lugar para la esperanza de los personajes” y porque el amor “no puede sobrevivir en tal mundo”, escribe con razón Virtudes Serrano (2002: 39-40).

“SALVAJES” (1997) Dos son los temas principales que encontramos en esta obra: a) el de la drogadicción de parte de la juventud española de los años noventa y b) el de la xenofobia, casi siempre unida con la violencia, que se dirige contra los negros, los “moros” (árabes), los “sudacas” (sudamericanos) o los chinos y, en general, contra los ciudadanos extranjeros que en esos mismos años acudieron a España en gran número buscando una forma de supervivencia y que determinaron importantes cambios demográficos y sociológicos en la sociedad española. En alguna ocasión se alude también al paro laboral como una de las posibles causas de esa xenofobia. La acción de la obra transcurre en un barrio popular de los alrededores de Madrid y en nuestra época actual. La tía Berta, de unos sesenta años, enfermera de profesión, acaba de salir de la cárcel, en donde ingresó por un delito que no ha cometido: por tráfico de drogas. En realidad fue su sobrina Bea, que trabaja como camarera en un club de alterne y es ella misma drogadicta, la que tenía escondida la heroína en la vivienda de Berta. Allí viven también Mario y Raúl, hermanos de Bea, estos últimos “skin heads”, sobre todo el más joven, Raúl, y que, según los periódicos, parece que acaban de propinar una tremenda paliza a un nigeriano que ha tenido que ser hospitalizado. La situación se complica porque, aparte de las consecuencias que les esperan a los dos hermanos por su brutalidad, unos came-

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llos exigen a Bea, con amenazas, una fuerte suma de dinero que les debe y que ella no sabe de dónde sacar. El panorama para la tía Berta, que tiene la tutela de sus sobrinos por haber muerto la hermana, es desolador y piensa que, para tratar de arreglar las cosas (las deudas de Bea, el juicio que les espera a Mario y a Raúl, etc.) va a tener que vender lo único que le queda: el piso. Los ahorros que tenía antes ya se le fueron con la enfermedad de su hermana, con el asunto de la heroína, con los abogados... Pero Berta, que demuestra tener energía y autoridad, se siente, con todo, impotente para controlar a sus sobrinos, en especial al agresivo y violento Raúl. El comisario de policía Eduardo Campos hace venir a su despacho a los tres hermanos para revelarles que su tía Berta tiene una grave enfermedad del corazón y que ésa fue la razón de que saliera de la cárcel antes de tiempo y les conmina a que, en adelante, procuren portarse bien con ella por ese motivo. Y cuando un día van a comer todos, la tía y los sobrinos, en armonía, se presentan de nuevo los dos camellos, Charly y Nono, reclamando el dinero que Bea les debe, hay una fuerte discusión, se desencadena la violencia, Mario y Raúl luchan con los dos y éste último recibe un navajazo en el costado y, a pesar de todos los auxilios, muere desangrado en el hospital. El final trágico de la obra tiene una nota esperanzadora porque Bea acepta marcharse a una granja para tratar de desintoxicarse, Mario parece alejarse de las bandas violentas yéndose a vivir con una chica con la que salía y la tía Berta y el comisario de policía, que acaba de jubilarse, van a iniciar juntos un largo viaje de reconciliación. José Luis Alonso de Santos expone en unas líneas preliminares de la misma, tituladas significativamente “Una mirada a la sociedad actual”, lo siguiente sobre el tema y el tiempo en que transcurre la acción: En este final de siglo y de milenio, una serie de fenómenos sociales caracteriza el choque de una parte de la juventud con las estructuras establecidas. Entre estos grupos sociales que se sitúan en la frontera de la marginalidad y la legalidad, destacan aquellos relacionados con la droga y los skin, vulgarmente llamados “cabezas rapadas”. En Salvajes hablo de las tribus urbanas que dan una característica de violencia especial a nuestra época y del particular drama que viven sus familias [...] Por sus características específicas, esta obra tiene una doble resonancia tanto a nivel teatral como social [...] en el plano social, dando un punto de vista sobre el fenómeno de la violencia en nuestra dura, cruel e injusta sociedad actual (1998: 7-8).

De modo que es intención clara del autor exponer casos representativos y su visión personal de unos graves problemas que tiene planteados la sociedad española actual, sometida a un profundo proceso de transformación en su población debido a la integración de miles de inmigrantes extranjeros procedentes de varios continentes. Y aunque los problemas que aparecen sobre el escenario se presentan de hecho en muchos sitios de su geografía, en las grandes ciudades tienen una dimensión generalmente mayor.

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Los personajes principales de la obra son cinco y pertenecen a dos grupos perfectamente definidos por su edad: 1) Berta y el comisario de policía, que tienen los dos aproximadamente sesenta años y que representan a la generación de los mayores y 2) Bea, Mario y Raúl, que tienen veinticinco años la primera, veintidós el segundo y dieciocho el tercero, representantes de la generación joven. Los mayores, especialmente Berta, se caracterizan en la obra por su sentido de la responsabilidad y de sacrificio, energía, firmeza y autoridad, madurez y equilibrio en su comportamiento y, más en Berta que en el comisario, por su comprensión hacia los jóvenes y sensibilidad a sus problemas. Los dos muestran tener principios morales muy sólidos aunque, como veremos, difieren en algunos aspectos importantes, como son las causas de la drogadicción y de la xenofobia y violencia. Los jóvenes, en cambio, que ya han nacido, como Raúl, o han vivido la mayor parte de su vida en la España de la democracia y de las libertades, se caracterizan por su actitud rebelde y poco o nada convencional, por su caótica y desordenada forma de vivir, por la ausencia en ellos de normas de conducta y de un fundamento ético y, en general, por la falta evidente de una educación y de una formación profesional. Como contraste, tienen la posibilidad de actuar con una libertad casi ilimitada, típica de esa nueva España democrática, inconcebible casi para los mayores. En la obra, pues, podemos decir que los mayores representan el orden mientras que los jóvenes son exponente del desorden y de la anarquía en casi todos los sentidos y de la desorientación, como nos muestra plásticamente el autor en el tremendo caos existente en el salón-comedor del piso de Berta durante su ausencia: “Reina un completo desorden y hay cajas de cartón y restos de botellas, latas, ropa sucia y comida por todas partes” (1998: 9). Unos pocos días después, la presencia de Berta en la casa hará cambiar notablemente el aspecto de ese mismo salón-comedor. En el lenguaje también se diferencian lógicamente los personajes de las dos generaciones. Mientras Berta y el comisario se expresan de una manera conversacional y familiar, serena y sin aspavientos, generalmente correcta, los jóvenes, particularmente Raúl, el más joven de ellos que es también el más brutal y violento, de acuerdo con la vida marginal que llevan, emplean un lenguaje lleno de tacos, de maldiciones, de giros groseros y de insultos, con elementos del cheli madrileño, un lenguaje que podría calificarse de “tremendismo coloquial”, al que pertenecen naturalmente muchas y frecuentes expresiones escatológicas8.

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He aquí algunos ejemplos: joder, tomar por culo, follar, mamona, mamonadas, cojonudo, de puta madre, la tía de los huevos, mecagüen la puta, majara, me dio corte, meter mano, cabrón, pirado, la polla, bakaladeros, leches, puta mierda, meter el marrón, agradecer un montón, te estás pasando cantidad, la pasta, tirar o tirarse, gilipollas, cabrona, piba, tronco, mariconazo, hostias, te ha comido el tarro, capullo, sudaca de mierda, etc.

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El lenguaje de los jóvenes, pero en especial el de Raúl, está formado casi únicamente de palabrotas aisladas y de exclamaciones estentóreas, apenas sin enlaces sintácticos oracionales, muestras de un temperamento irascible y agresivo que casi no se detiene ni ante la buena tía Berta, que les está ayudando generosamente a enderezar su desastrosa vida. Antonia Amo Sánchez constata acertadamente en este contexto que “la lengua traduce directamente la degradación del entorno” (2002b: 33). Esta obra presenta esencialmente dos graves problemas, reflejo de los que actualmente padece la sociedad democrática española: las drogas, por una parte, y la xenofobia con los brotes de racismo, de intolerancia y de violencia por otra. La víctima de la drogadicción es Bea, que anda buscando casi a ciegas y como en una carrera de obstáculos su camino en la vida y que, a pesar de su juventud (veinticinco años), ya ha tenido muchas experiencias amargas que han generado su pesimismo. A las advertencias de la tía “conozco ese camino donde estás metida y sé que por ahí no hay salida”, contesta ella con naturalidad: “No hay salida, tía. Para algunos no la hay. Ni por ese camino ni por ninguno” (1998: 31). El otro problema presentado en la obra es la xenofobia unida a la violencia física. Raúl, y hasta cierto punto también Mauro, pertenecen a esa banda o tribu de “cabezas rapadas” que, con el Lobo, Andrés y otros individuos de la misma ralea, suelen divertirse organizando brutales cacerías de las que son víctimas toda clase de personas extranjeras inmigradas, de diversas razas y procedencias. Los “argumentos” de Raúl y sus correligionarios son ya muy viejos y conocidos: “Si no viniera aquí a joder toda esa gentuza, los moros, los negros y su puta madre”, dice Raúl en una ocasión (ibidem: 20). “¡Que se queden en África y se pongan el gorro allí, con los monos [...]! Que vienen aquí a quitarnos el trabajo y a llenarnos de piojos”, le contesta una vez a su propio hermano, que le recrimina su proceder (ibidem: 44). Y cuando están empezando la comida china que han traído, comenta: Esto lo hacen de ratas los chinos, que son unos cabronazos [...] y a los que se mueren de ellos, los deshacen en trocitos [...] y ya tienen cerdo agridulce. Y el pasaporte se lo dan a otro, y como son todos iguales, se viene otro chino a joder aquí (ibidem: 52).

Hay que reconocer que la situación de esos jóvenes es realmente difícil: han crecido de forma salvaje (a ellos se refiere probablemente el título), sus padres han muerto sin haberles podido dar ni una educación adecuada, ni una formación profesional, ni unos estudios; sus dificultades, por eso mismo, para encontrar trabajo, son enormes, casi insalvables, y por eso viven azarosamente,

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tratando, como norma máxima, de no sucumbir pero llenos de frustración, de agresividad y hasta de odio. Sobre la génesis de su actitud hay dos teorías en la obra: la del comisario de policía que, hablando de los “skin heads” en general, se pregunta “cómo es posible que existan personas que nazcan así” (ibidem: 20). Berta, en cambio, tiene una opinión muy distinta: “Nadie nace así. Les hacemos así los demás, nosotros, los que nos creemos buenos y honrados, y cerramos nuestra puerta o pasamos a su lado sin ayudarles. Qué culpa tienen ellos cuando nacen” (ibidem: 20). Es decir, piensa que han sido la sociedad o las circunstancias medioambientales las causantes de que la vida de esos muchachos tomara ese rumbo anómalo, tratando de comprenderles y exculpándoles en cierto modo. José Luis Alonso de Santos cita, en sus palabras preliminares, unas líneas del libro La semilla de la violencia, de Rojas Marcos, que parecen darle la razón a la teoría de Berta: la agresión maligna no es instintiva, sino que se adquiere, se aprende. Las semillas de la violencia se siembran en los primeros años de la vida, se cultivan y desarrollan durante la infancia y comienzan a dar sus frutos malignos en la adolescencia. Estas síntesis se nutren y crecen, estimuladas por los ingredientes crueles del medio, hasta llegar a formar parte inseparable del carácter del adulto. Pero nuestros complejos comportamientos, desde el sadismo hasta el altruismo, son el producto de un largo proceso evolutivo condicionado por las fuerzas sociales (ibidem: 7).

Difícil problema el de determinar cuáles son las verdaderas causas que han originado esos comportamientos agresivos y brutales, a los que han podido contribuir, como estima Berta (y parece confirmar Rojas Marcos) algunas circunstancias como el paro laboral, la indiferencia o la frialdad social. En esta obra esencialmente dramática sobre esos dos problemas señalados, que tiene planteados efectivamente la sociedad española de nuestros días, no falta, como es habitual en muchas piezas anteriores de Alonso de Santos, incluso en las de carácter dramático como ésta, la presencia de algunos rasgos de humor, casi siempre en boca de Berta, que da muestras así de ser una persona fuerte y equilibrada, que sabe sonreír a la adversidad y hacer frente con serenidad, templanza e ironía a muchas situaciones críticas. Con el humor de que hace gala no se arredra ante nada ni ante nadie: ni ante el desolador caos inicial que encuentra en su casa al salir de la cárcel, ni ante el comisario de policía, al principio, que fue quien la detuvo y la llevó a la cárcel (aun sabiendo que ella no era culpable del delito de que se le acusaba), ni ante el militar retirado que preside la comunidad de vecinos y que la insta a que se marche de la casa por el escandaloso comportamiento de

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sus sobrinos durante su ausencia, ni siquiera ante el furibundo Raúl, que está a punto de agredirla físicamente9. Ya en Bajarse al moro (1985), Alonso de Santos, con su sensibilidad por los problemas sociales coetáneos, fue uno de los primeros escritores teatrales en ocuparse del tema de las drogas y del narcotráfico, aunque en clave de comedia o de tragicomedia10. Por lo demás, ya es larga la lista de los autores teatrales que han tratado el tema de las drogas en los últimos años, prueba evidente de la gran dimensión social que ese problema, como el de la xenofobia y el de la violencia, han alcanzado en España. La lista de creaciones escénicas, desde 1985 al 2000, se eleva, por lo menos, a dieciséis, según Herbert Fritz (2002: 129). Y como confirmación de los contactos entre dos géneros distintos, el teatro y el cine, y del “notable incremento de las relaciones entre ambas artes en múltiples direcciones” (Vilches 2001: 385) en la actualidad, cabe indicar la presencia en los diálogos de los personajes de esta obra, sobre todo del comisario y de Berta, del cine, de títulos de películas y nombres de célebres actores y directores como, por ejemplo, Roco y sus hermanos, o Fort Apache, Río Grande y La legión invencible, famosos filmes dirigidos por John Ford, o El Álamo, protagonizada por John Wayne; se nombra también a Clint Eastwood, etc.11

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Unos cuantos ejemplos: “Berta.—(Mira, desolada, el aspecto sucio y caótico de la casa) ¿Ha habido un terremoto?”. Y a la pregunta de Bea sobre cómo le ha ido en la cárcel, contesta: “Bien ... normal. Ya te lo puedes imaginar. Bailando todo el día estábamos” (Alonso de Santos 1998: 10). Cuando el comisario la visita en su casa, le dice Berta: (Con ironía) “¿No me pregunta cómo me han ido mis vacaciones en ese sitio donde me mandó usted?” (ibidem: 15). Al presidente de la comunidad de vecinos, que la insta a que deje la casa por los escándalos de sus sobrinos, le contesta Berta: ”Déjeme usted en paz. Si no le gusta tenernos de vecinos se compra una casa en el campo, que allí le dará bien el aire. ¿Que es el presidente de la comunidad? Por mí, como si es el presidente del Gobierno [...] ¿Militar retirado? Ya, pues mire, llame a un tanque si quiere, a ver si así nos echa [...] ¡Métase en lo que le importe y déjenos en paz! ¡Y déle recuerdos al adefesio de su señora, que estará ahí a su lado escuchando!” (ibidem: 10). Fermín Tamayo y Eugenia Popeanga, en la introducción a la edición de esta obra, escriben: ”nos hallamos ante un drama en que conviven lo trágico y lo cómico (como en la vida misma)” (1988: 83), aunque también exponen otras denominaciones con las que se la ha clasificado (sainete, tragedia grotesca, tragicomedia grotesca). La obra, sin embargo, parece estar más cerca de la comedia popular asainetada, sin graves conflictos, que de un verdadero drama, como es Salvajes, en el que preponderan los elementos trágicos (muerte de Raúl) sobre los cómicos (presencia ocasional y secundaria del humor). Si se quiere profundizar en las múltiples e interesantes relaciones entre teatro y cine, puede consultarse el volumen coordinado por María Francisca Vilches de Frutos sobre el tema monográfico “Teatro y cine: la búsqueda de nuevos lenguajes expresivos” (2001-2002).

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En suma, para Alonso de Santos parece que escribir una obra de teatro consiste en presentar, con su estilo peculiar, temas y problemas de la sociedad coetánea, de la realidad en torno y tratar de dar respuestas a los mismos: Es como un labrador ante el campo [...] Mi campo es la relación de mi realidad con los conflictos sociales y los comportamientos humanos que me afectan y en ese campo yo trato de dar respuestas y de resolver de alguna forma esa angustia que la gente vive (Cabal y Alonso de Santos 1985: 153).

Esa es la actitud característica de un escritor del que “Buena parte de la crítica teatral española opina que [...] es el primero y el más importante de los autores surgidos después del franquismo” (Amorós 1995: 9).

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José Rodríguez Richart

OBRAS CITADAS

Alonso de Santos, José Luis. (1988). Bajarse al moro. Madrid: Cátedra. Alonso de Santos, José Luis. (1995). La estanquera de Vallecas. La sombra del Tenorio. Madrid: Castalia. Alonso de Santos, José Luis. (1997). Yonquis y yanquis. Madrid: SGAE. Alonso de Santos, José Luis. (1998). Salvajes. Madrid: SGAE. Alonso de Santos, José Luis. (2002). Yonquis y yanquis. Salvajes. Madrid: Castalia. Amo Sánchez, Antonia. (2002a). “Conversando con José Luis Alonso de Santos”, en: Quimera, 213, pp.16-26. Amo Sánchez, Antonia. (2002b). “José Luis Alonso de Santos, dramaturgo: escoger la escritura”, en: Quimera, 213, pp. 27-33. Amorós, Andrés. (1995). “Introducción”, en: Alonso de Santos, José Luis (1995), pp. 9-52 Cabal, Fermín y Alonso de Santos, José Luis. (1985). Teatro español de los 80. Madrid: Fundamentos. Floeck, Wilfried. (ed.). (1988). Tendenzen des Gegenwartstheaters. Tübingen: Francke Verlag. Floeck, Wilfried. (1997). Spanisches Gegenwartstheater. I. Eine Einführung: Tübingen: Francke Verlag. Fritz, Herbert. (2002). “Antonio Onetti, Brecht y el narcotráfico”, en Fritz, Herbert y Pörtl, Klaus (2002), pp.127-140. Fritz, Herbert y Pörtl, Klaus (eds.). (2002). Teatro contemporáneo español posfranquista II. Berlín: Tranvía. García Berrio, Antonio y Huerta, Javier. (1992). Los géneros literarios: sistema e historia. Madrid: Cátedra. Ingenschay, Dieter y Neuschäfer, Hans Jörg (eds.). (1994). Abriendo caminos. La literatura española desde 1975. Barcelona: Lumen. Lapesa, Rafael. (1972). Introducción a los estudios literarios. Salamanca: Anaya. Medina Vicario, Miguel. (1993). Los géneros dramáticos en la obra teatral de José Luis Alonso de Santos. Madrid: Ed. Libertarias/Asociación de Autores de Teatro. Oliva, César. (2002). “Introducción”, en: Alonso de Santos, José Luis (2002), pp. 7-51.

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Perl, Matthias y Pöckl, Wolfgang (eds.) (2003). Die ganze Welt ist Bühne, Todo el mundo es un escenario. Frankfurt am Main: Peter Lang Verlag. Rodríguez Richart, José. (1988). “Entstehung, Form und Sinn des ‘Neuen Spanischen Theaters’”, en: Floeck, Wilfried (1988), pp. 85-100. Rodríguez Richart, José. (1994). “José Luis Alonso de Santos: Del teatro experimental al neosainete”, en: Ingenschay, Dieter y Neuschäfer, Hans Jörg (1994), pp. 341-352. Rodríguez Richart, José. (1995). “La creación escénica de José Luis Alonso de Santos”, en: Toro, Alfonso de y Floeck, Wilfried (1995), 317-337. Rodríguez Richart, José. (2002). “La década de los noventa en el teatro de José Luis Alonso de Santos: Trampa para pájaros”, en: Fritz, Herbert y Pörtl, Klaus (2002), pp. 86-98. Rodríguez Richart, José. (2003). “Las comedias de José Luis Alonso de Santos en la década de los noventa”, en: Perl, Matthias y Pöckl, Wolfgang (2003), pp. 339-360. Serrano, Virtudes. (2002). “Dramaturgias de José Luis Alonso de Santos”, en: Quimera, 213, pp. 39-40. Tamayo, Fermín y Popeanga, Eugenia. (1988), “Introducción”, en: Alonso de Santos, José Luis (1988), pp. 11-91. Toro, Alfonso de y Floeck, Wilfried (eds.). (1995). Teatro español contemporáneo. Autores y tendencias. Kassel: Reichenberger. Vilches de Frutos, Mª Francisca (ed.). (2001-2002). Teatro y cine: la búsqueda de nuevos lenguajes expresivos, 2 vols. Boulder: Anales de la Literatura Española Contemporánea/Annals of Contemporary Spanish Literature, 26-1, 27.1. Vilches de Frutos, Mª Francisca. (2001). “La captación de nuevos públicos en la escena contemporánea a través del cine”, en: Vilches de Frutos, Mª Francisca (2001-2002), pp. 383-401.

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“CACHORROS DE NEGRO MIRAR”, DE PALOMA PEDRERO Y “EL TRADUCTOR DE BLUMEMBERG”, DE JUAN MAYORGA: DOS ACERCAMIENTOS AL NEONAZISMO Phyllis Zatlin Rutgers –The State University of New Jersey

Para los historiadores del futuro, es probable que la acción política de más trascendencia internacional del 2003 sea la guerra estadounidense y británica contra Irak sin el acuerdo de la Organización de Naciones Unidas. Como consecuencia, el tema que escogí hace un año para este simposio, es decir, el problema del neonazismo, puede parecer de poca importancia. No obstante, hay unas relaciones estrechas entre estos dos temas. En Francia, se anunció a finales de marzo de 2003 que la situación tensa del Próximo Oriente provoca un número creciente de actos antisemitas (News from France 2003). A raíz del 11 de septiembre de 2001, en Estados Unidos ha aumentado la hostilidad abierta contra los musulmanes, otros grupos minoritarios y muchos inmigrantes. En enero de 2003 el Southern Poverty Law Center, centro que defiende los derechos civiles de los ciudadanos de color, afirmó que es la meta de una campaña violenta por parte de los extremistas. Huelga decir que hace décadas que la extrema derecha en Estados Unidos monta una campaña de odio no sólo contra los grupos minoritarios sino contra la ONU. En España es candente el tema del neonazismo: en el ámbito de la calle, respecto a los actos violentos promovidos por los llamados “cabezas rapadas”, y en el ámbito político, respecto a la ideología xenófoba de los nacionalsocialistas. Aunque no sea un problema tan extendido allí como en algunos otros países europeos o en Estados Unidos1, según la Guía del Ocio madrileña, en 1

Basándose en fuentes de Internet, en 1998 Paul Whitehall señaló con detalles la existencia en España de un grupo neonazi relativamente pequeño, pero bastante activo. A nivel internacional se conoce más la violencia callejera en el Reino Unido y la xenofobia de los partidos de extrema derecha de Joerg Haider en Austria y de Jean-Marie LePen en Francia.

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el invierno del 2003 el libro de no ficción más vendido era Diario de un skin. Escrito bajo el seudónimo “Antonio Salas” por un periodista que se había infiltrado en este mundo, Diario de un skin resulta un relato escalofriante. En el cine español, el asunto se ha planteado de varias maneras en películas tales como Bwana (dir. Imanol Uribe, 1995), Taxi (dir. Carlos Saura, 1996) y Salvajes (dir. Carlos Molinero, 2001)2. En el teatro también ha surgido el tema con cierta frecuencia. De hecho, Salvajes se basa en la obra homónima de José Luis Alonso de Santos (estreno en Segovia en 1997 y en Madrid en 1998). En Salvajes los cabezas rapadas forman sólo parte de la acción dramática. Por otro lado, en Lista negra (estreno en Madrid en 1997), Yolanda Pallín enfoca toda la atención del público en los actos xenófobos de unos jóvenes. Para Candyce Leonard y Barbara Bueded, las palabras que mejor describen esta obra de Pallín son “violencia” y “pesimismo” (1998: 96). Según Virtudes Serrano, Lista negra y Cachorros de negro mirar (dir. Aitana Galán, la Cuarta Pared de Madrid, 1999), de Paloma Pedrero, son las dos obras teatrales que “más directamente realizan el análisis de la personalidad y del comportamiento” de los cabezas rapadas (1998: 62)3. Para nuestro estudio, hemos escogido dos obras que introducen aspectos teatrales de gran interés a la vez que examinan el tema del neonazismo desde distintos puntos de vista. En Cachorros de negro mirar, Pedrero no sólo nos presenta a dos cabezas rapadas de edades diferentes, sino que visualiza la construcción de género. En El traductor de Blumemberg (lectura dramatizada en Madrid en 1994; estreno en el Teatro Cervantes de Buenos Aires, dir. Guillermo Heras, 2000), Juan Mayorga presenta un texto multilingüe, español-alemánfrancés, en el que explora la amenaza internacional de la ideología xenófoba junto con la responsabilidad ética del traductor del texto racista. Ambas obras son de innegable interés universal. En marzo del 2003, el director Abraham Celaya proyectó un estreno estadounidense de Cachorros de negro mirar en North Hollywood (California). Le pareció idónea la obra para el Theatre of Hope, un pequeño teatro que “se dedica a tratar el tema de la violencia tanto social y política como étnica y doméstica” (Celaya 2003). También en marzo del 2003, el Atelier Européen de la Traduction, taller de traducción teatral ubicada en la Scène Nationale d’Orléans (Francia), difundió la traducción al francés, italiano y griego de El traductor de Blumemberg.

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Bwana se basa en La mirada del hombre oscuro, pero el tema de los cabezas rapadas no aparece en la obra teatral de Ignacio del Moral. Sobre el tema se ha estrenado recientemente en el Auditorio Francisco García Lorca, de Getafe, Rottweiler, de Guillermo Heras.

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Pedrero y Mayorga son autores comprometidos que suelen dar clara expresión a sus preocupaciones sociopolíticas dentro y fuera de sus obras teatrales. Pedrero escribe una columna de opinión semanal para el periódico madrileño La Razón. Para nuestro tema es significativo un artículo suyo que se publicó unos meses después del estreno de Cachorros de negro mirar. Con gran emoción en “La madre del mendigo” crea la perspectiva de la víctima al hacernos sentir la enorme tristeza y rabia de una mujer cuyo pobre hijo drogadicto e indefenso apareció muerto en la calle, matado a golpes de puños y botas, por un bando de “bestias”: “Veinte, treinta contra uno, contra mi chico” (1999: 6). Mayorga tampoco se calla ante las injusticias que ve en el mundo. Para el Día de Teatro en marzo de 2003, un momento en que el teatro en España había levantado la voz en contra de la guerra en Irak, Mayorga dio a conocer su declaración personal: “El teatro es un arte político”. Para él, pedirles “a las gentes de teatro que no se metan en política” es pedir un imposible: No vamos a guardar silencio porque amamos las palabras, y necesitamos oponer palabras claras a esas palabras oscuras que manejan los nuevos dioses. Palabras oscuras que quieren convertirnos en personajes de una función infantil dondo sólo hay buenos y malos. Palabras oscuras que llevan a inocentes al sacrificio (2003).

En efecto, ambos autores pretenden deshacer las oposiciones binarias (buenos/ malos, nosotros/ellos) que suelen subrayar toda ideología que fomenta el odio al otro. Como ya mencionamos, el interés de las dos obras seleccionadas no radica sólo en este tema central. Una obra limitada a un mensaje político simple cae fácilmente en la propaganda de agitación. Al contrario, Cachorros de negro mirar y El traductor de Blumemberg son ejemplos de propaganda dialéctica: su propósito es hacernos pensar4. En Cachorros de negro mirar, Pedrero presenta concretamente al adolescente inseguro. Como afirma Susan Berardini, “A los diecisiete años, Cachorro exhibe una falta de amor propio” (2001:3). No sabe de verdad quién es ni qué hacer en el futuro, así que encuentra cómodo el abrigo del grupo paramilitar que toma todas las decisiones y da fáciles respuestas a sus preocupaciones. El compañero que manda, Surcos, tiene veintidós años y presume por su mayor experiencia e

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La propaganda de agitación tiende a mirar el mundo en términos de oposiciones binarias (nosotros/ellos, buenos/malos) y urge a una acción específica. Por otro lado, la propaganda dialéctica revela múltiples perspectivas sobre una situación al establecer que la realidad es compleja. Para una explicación detallada de los diferentes tipos de propaganda, véanse los libros de Szanto 1978 y Foulkes 1983.

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inteligencia. Su apodo irónico alude a su cerebro. Para Surcos, Cachorro tendrá que probarse como hombre por el camino del sexo y la violencia. Paralelamente, en esta misma obra Cachorro da expresión a la angustia que siente en relación con la sociedad y lo que espera de él su buena familia burguesa. Al contrario de Surcos, hombre tal vez de clase más humilde y obviamente más propenso a la agresividad, Cachorro es hijo de abogado y relativamente sumiso. Antes de abandonar los estudios y entrar en el mundo de los skins, había pensado seguir la misma carrera que su padre. Busca explicaciones lógicas para su participación en el grupo. Dice que la gente, con tanta libertad, anda perdida. Con los neonazis, pretende “cambiar el mundo, hacerlo de otra manera más radical. Controlar, poner a cada uno en su sitio... Estar menos solos, menos jodidos” (2001: 39). El retrato que nos da Pedrero no dista mucho de lo que cuenta Salas. Aunque dice que “hay de todo” en el movimiento neonazi, afirma que la mayoría de los cabezas rapadas son de clase alta y media alta y que han hecho carreras profesionales. Nos recuerda que Álvaro Cadenas, “el skinhead más mítico de Madrid [...] es licenciado en derecho, y de familia de juristas” (Salas 2003:1). Es más, los miedos y esperanzas que impulsan a Cachorro son semejantes a los que Salas encontró en su investigación. En su opinión, el skin típico quiere “ser feliz. Que le quieran, que le respeten”. Estar dentro de la manada le protege; se deja manipular porque “sueña con un mundo más recto, ordenado, sin mezclas” (ibidem: 2). Hasta cierto punto, Cachorro sigue los mandatos y el ejemplo de Surcos, pero a menudo se siente incómodo e incluso asustado. No intervino de buena gana en la paliza que el grupo le dio a un negro unos días atrás y en el presente de la acción, en la casa familiar, le molestan tanto las burlas de Surcos dirigidas a sus padres como su destrucción de objetos. Al final, Cachorro se rebela contra la agresividad de Surcos cuando éste amenaza a Bárbara, y quizás a Cachorro mismo, con un machete. Cachorro es más sensible que Surcos, pero tiene cinco años menos y está en una etapa preliminar de su desarrollo como skin. A pesar de parecer más bruto, Surcos habla con elocuencia; es un hombre inteligente, con cierta formación cultural. Le dice a Cachorro que antes él también tenía “corazón” y se consideraba un monstruo: “Ahora, desde que estoy en el grupo, estoy tranquilo, sé que soy un elegido” (ibidem: 40). Da por supuesto que los elegidos tienen derecho a establecer cuál debe ser el orden. José Mas explica bien la amenaza implícita en tal ideología: Cachorros de negro mirar es una obra de aprendizaje cuyo núcleo vertebrador es la violencia gratuita, que resulta más dañina aún al disfrazarse con el pomposo nombre de “ideal”. Surcos adiestra a Cachorro en el destructivo arte de irse desprendiendo

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de sus sentimientos para poder, desde la insensibilidad y la crueldad, atacar al débil y al indefenso, pues el mundo sólo puede tener sentido si se erige sobre lo que es fuerte y puro, pureza de mármol que aplasta lo que es diferente (2001: 12).

El final de la obra es abierto. Berardini se equivoca al afirmar “que el neófito mata a su mentor” (2001: 7). Cachorro piensa que ha matado a Surcos, pero en el último momento “SURCOS emite un aullido largo, doloroso, abismal” (ibidem: 72). Si no está muerto de verdad, tampoco está muerto el peligro que representa. No se sabe si Cachorro tendrá el coraje de escaparse, antes de que venga la policía, avisada por Bárbara, pero tampoco se sabe si este primer acto de violencia —no gratuito, sino en defensa propia y de otra persona— será el catalizador de futuros actos violentos. Serrano acierta al comentar la “profunda capacidad de observación y plasmación de la realidad” de la autora y la “extremada dureza de las situaciones” y del lenguaje en Cachorros de negro mirar (1999: 106). Sin embargo, no faltan del todo el humor y la metateatralidad tan típicos del teatro de Paloma Pedrero. Cachorros de negro mirar, a pesar de ser una obra más dura y seria que otras de sus piezas, tiene una escena de teatro-dentro-del teatro que sin duda hará reír a los espectadores. Como está aburrido, Surcos decide llamar a una prostituta negra o a un travestí para la iniciación sexual de Cachorro y luego castigar a esa persona indeseable. En la terminología de Lionel Abel (1963), Surcos es un personaje que quiere ser dramaturgo; así que se otorga a sí mismo este papel dentro del texto al crear un guión: Cachorro se llamará Albert, se vestirá como buen burgués en lugar de como un skin, será paralítico y estará sentado en la silla de ruedas de su abuelo cuando llegue Bárbara, un supuesto travestí que Surcos ha escogido de los anuncios en el periódico al no encontrar a ninguna negra. Quiere que Cachorro ensaye su papel y, para ayudarle, Surcos asume el papel de Bárbara, sólo que le cae mejor el de actriz de cabaret y empieza a imitar a Liza Minelli en Cabaret. Lo hace muy bien y Cachorro le felicita: “Pareces un perfecto maricón, Surcos” (Pedrero 2001: 50). Surcos se enfada mientras el público se ríe. Resulta que la Bárbara que llega no es travestí, como piensan los dos jóvenes, sino una mujer de verdad. En cuanto el público se da cuenta de la verdadera identidad sexual de ella, habrá ironía cómica y, por eso, durante un rato, más risas. El disfraz de Cachorro-Albert llama la atención del público sobre cómo se “construye” un skin. Aunque su nombre real es Pablo, la ropa que utiliza Cachorro para hacer su nuevo papel es su propia ropa, de su vida anterior al ingreso en el grupo. Le resulta fácil actuar como hijo de buena familia porque lo es. En este sentido, deshace el camino que había seguido hacía poco al hacerse cabeza rapada.

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Para Surcos-Adolfo (su nombre real es Pedro), es más difícil representar ese papel de persona respetable, no por desconocer el mundo de la gente bien educada, sino por haber pasado demasiado tiempo en la manada neonazi. En su interior, Surcos habrá cambiado de carácter, pero en la superficie, el papel de skin, o el papel de hijo de papá, es un simple disfraz. De igual modo, el papel de mujer es un disfraz: una construcción. De acuerdo con la teoría feminista, el género es un concepto ideológico porque la cultura dominante impone sus normas acerca de la subjetividad femenina o masculina. Es el propósito del teatro feminista de tendencia radical/materialista romper estas normas: “Representation and subjectivity are made to reveal themselves as gendered fictions rather than natural or inevitable realities” (Fortier 1997: 74). Según la definición de Elin Diamond: gender critique refers to the words, gestures, appearances, ideas, and behavior that dominant culture understands as indices of feminine or masculine identity. When spectators ‘see’ gender they are seeing (and reproducing) the cultural signs of gender, and by implication, the gender ideology of a culture (1997: 45-46).

En sátiras feministas “gender is relentlessly exposed as ‘performativity’, as a system of regulatory norms which the subject ‘cites’ in order to appear in culture” (ibidem: 46). En este sentido es aleccionador el retrato de Bárbara, mujer “alta y fuerte pero muy guapa y femenina” (Pedrero 2001: 52) que para los dos jóvenes es un hombre disfrazado de mujer, un travestí que ha pasado por un tratamiento de hormonas para desarrollar los pechos. Si el programa de mano no señala que se trata de una actriz en este papel, es posible que el público tampoco sepa al principio que se trata de una mujer5. Surcos hace un esfuerzo para utilizar la forma femenina al dirigirse a Bárbara, pero suele interponer la forma masculina. Sólo descubre su error cuando toma su machete y la obliga a bajarse las bragas. Marion Peter Holt aclara la ambigüedad: Of course, the attire of women and travesti prostitutes is identical and the travesti’s adoption of all the ritual of their co-workers so perfected that the only give away might be the deeper voice of the travesti. [...] Travesti prostitutes are aiming for the real thing. If they look ridiculous and a parody of female allure, it’s because the

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En Madrid, en 1999, Natalia Garrido aparece en el programa en el papel de Bárbara, así que los espectadores conocen por anticipado lo que Cachorro y Surcos comprenderán sólo a mitad de la obra.

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prostitute’s “uniform” is ridiculous, and the parodic aspects are the same for either gender (1999).

La ideología neonazi se basa en oposiciones binarias. Cuando Pedrero desconstruye una oposición tan fundamental como masculino/femenino, pone en tela de juicio todas las demás. En Cachorros de negro mirar, el peligro neonazi se encuentra en los actos esporádicos de violencia. En El traductor de Blumemberg la amenaza está en las palabras: en un libro que Hitler había leído, que luego ardió en el último bombardeo de Berlín, y que por ahora existe sólo en la cabeza de un filósofo alemán antisemita. Blumemberg, quien antes tuvo gran influencia en su país, ha vivido muchos años de exilio en la Argentina. Ahora el misterioso Silesius ha contratado a Calderón para que traduzca del alemán al español el texto nefasto del fascista. El viejo filósofo y el joven traductor se encuentran en un tren que recorre Europa. La acción transcurre, dentro de una estructura de escenas alternas, en este tren metafórico y en un sótano abandonado debajo de una estación de ferrocarril en Berlín. El trayecto del tren refuerza un aspecto siniestro de la ideología neo-nazi en la época contemporánea: cruza las fronteras con rapidez. Como indica el artículo periodístico, “Neo-Nazi views cross borders” (2001), tanto la eliminación de fronteras en la Unión Europea como Internet favorecen la comunicación internacional, para bien o para mal. Viajan con facilidad las ideas democráticas a favor de la igualdad de todos. Pero lo mismo cruzan fronteras las ideas de extrema derecha con su mensaje de odio al otro. Para Mayorga, un autor de teatro con una visión global, es imprescindible prestar atención al peligro de estas ideas fascistas. En su teatro, Mayorga destaca con frecuencia el poder de las palabras. Lo comenta en una entrevista para el Atelier Européen de la Traduction. Las palabras pueden decir la verdad o la mentira, pueden hacer o destruir la felicidad ajena, pueden seducir o amenazar: “Je pense que la parole est la façon la plus nucléaire, la plus rudimentaire dont disposent les êtres humains pour offir de l’amour ou pratiquer la violence” (2002-2003: 10). En El traductor de Blumemberg, el filósofo hace uso de la palabra para fomentar la violencia: Blumemberg es un escritor reaccionario y autor de un libro que podría germinar en la cabeza de algún megalómano para poner en movimento una guerra y un holocausto. El tema de la traducción es la forma de reflejar que el cambio de lenguaje permitiría al fascismo buscar otros hombres, otros ámbitos, otros espacios de poder, y así hasta el infinito (Freire 2002).

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En cuanto a la teatralidad de El traductor de Blumemberg, lo que más fascina de esta obra de Mayorga es la mezcla de idiomas. En la primera escena, Blumemberg hace un papel dentro del papel: finge ser un ciego francés, vendedor de juguetes. Le habla a Calderón en francés y éste contesta en español. Después de confesar su verdadera nacionalidad, Blumemberg habla el español conversacional con un acento alemán-argentino mientras que, cuando dicta su libro, habla alemán. Las pocas palabras que Calderón dice en alemán se pronuncian con acento español. Cuando Mayorga escribió esta obra para dos personajes, no esperaba que su público entendiera el diálogo en alemán, una lengua que él mismo domina bien; incluso le pareció ideal que los espectadores no entendieran (2000). Le tocaría al actor que hiciera el papel de Calderón comunicar por el tono de voz o los gestos el significado de lo que dice Blumemberg. El espectador o la espectadora tendría que usar su imaginación para llenar los espacios en blanco. Mayorga compara la estrategia con la de las conversaciones telefónicas en escena: se oye sólo una mitad del diálogo, pero se adivina la otra. Sin embargo, para el montaje en Argentina, donde se refugió durante y después de la Segunda Guerra Mundial mucha gente de habla alemana, tanto los judíos europeos como los nazis que los persiguieron, es probable que muchos captaran el texto entero. En su diálogo bilingüe, Mayorga emplea dos técnicas obvias para facilitar la comunicación con el público. Para algunas expresiones en la lengua extranjera, el otro personaje intercala una interpretación consecutiva inmediata, generalmente en forma de pregunta. Por ejemplo, cuando Blumemberg dice en francés “Travail”, Calderón responde “¿Trabajo?” (2001: 3); a la frase en alemán “Noch nicht”, Calderón contesta: “¿Todavía no?” (ibidem: 27). En otros momentos, la acción aclara el significado. Cuando Calderón saca un puro, Blumemberg “reacciona al ruido de la cerilla sobre el raspador” y dice: “On ne peut pas fumer ici” (ibidem: 2). Calderón pide perdón y guarda el puro. No hace falta entender las palabras en francés para comprender la acción visual. Por lo que se refiere al ensayo de Blumemberg, hay menos explicación. El viejo alemán dicta pasajes de su memoria y Calderón teclea. A veces se puede inferir el sentido más o menos exacto de las palabras del contexto y a veces no. El hecho de que el libro existe sólo en el cerebro del autor le preocupa mucho al traductor, quien tiene costumbre de leer y entender un texto entero antes de empezar su labor: BLUMEMBERG- “Der Feind ist unsere einzige Frage als Gestalt.” CALDERÓN- ¿Perdón? BLUMEMBERG - Der ersten Satz.

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CALDERÓN - ¿La primera frase? BLUMEMBERG - Es wird so gemacht werden: Satz für Satz. CALDERÓN - Acostumbro leer el libro entero antes de traducir una pala... (ibidem : 18).

Blumemberg le interrumpe. El traductor sólo conocerá el texto frase por frase. Por otro lado, un traductor puede apropiarse del texto del autor y Calderón intuye que este fenómeno le da miedo a Blumemberg: “Que mi traducción sea mejor que su libro, eso le da pánico” (ibidem: 18). Blumemberg pretende controlar a Calderón, pero éste trata de imponer sus propias ideas. Ni con el título del libro están de acuerdo; lo que para Blumemberg quiere decir “Crítica del poder” para Calderón significa “Crítica de la violencia” (ibidem: 41). Aunque Blumemberg afirma que Calderón, como traductor, no es nadie [“Du bist nicht mein Gleich. Du bist niemand. Du bist mein Übersetzer” (ibidem: 43)], Calderón teclea día y noche como si el libro fuera suyo: “Su tecleo es largo, independiente ya del dictado” (ibidem: 35). Pero ahí radica el problema básico de la obra de Mayorga: ¿se apropia Calderón del texto o se apropia el texto de Calderón? ¿Es este joven, como dice Blumemberg, “un aprendiz, un parásito” que se calzará los zapatos de Blumemberg y echará a correr (ibidem: 44-45)? Incluso cuando quema su traducción del libro de Blumemberg, ¿es posible destruir las ideas? Calderón se rebela una y otra vez contra Blumemberg, Silesius y la filosofía racista. Quiere romper el contrato que había aceptado; por eso tira dinero al suelo y le pide a Blumemberg que se lo devuelva a Silesius (ibidem: 13). Se jacta de poder bajarse del tren cuando quiera (ibidem: 40-41), pero no lo hace. En la última escena, dice que quiso advertir a la gente de que los nazis habían vuelto, pero no supo a quién llamar. Para proteger a los niños del mundo, decide quemar el libro: “No se puede mirar a los ojos a un niño después de escribir frases como ésas” (ibidem: 46). Pero Blumemberg acierta, sin duda, al decirle a Calderón que quemar el manuscrito no es suficiente. La memoria del viejo filósofo está a salvo; está creciendo, palabra por palabra, dentro del traductor (ibidem: 47). El viejo le pone una pistola en la mano, pero Calderón no es capaz de matarse y matar así las ideas peligrosas. Afirma que olvidará el libro en cuanto se haya alejado de Berlín. La obra termina con este diálogo: BLUMEMBERG - ¿Cuál es su destino? CALDERÓN - Da igual donde vaya, con tal de que me saque de Berlín. BLUMEMBERG - Silesius conoce el día y la hora. Me dio un traductor. Otra lengua, otros hombres. Quiere el libro en tu idioma. Esta vez, el dolor no empezará en Berlín. Decidme: ¿Hacia dónde va ese tren? CALDERÓN - Madrid (ibidem: 48).

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El final de El traductor de Blumemberg, al igual que el final de Cachorros de negro mirar, es abierto. Calderón y Cachorro parecen haberse rebelado contra Blumemberg y Surcos, pero el futuro no queda nada claro. Los autores nos dan un fuerte aviso que sigue vigente: el “aullido largo, doloroso, abismal” que puede anunciar más y más actos racistas y violentos. Calderón y Cachorro necesitan la ayuda de todos nosotros para luchar de verdad contra esta amenaza.

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Dos acercamientos al neonazismo

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OBRAS CITADAS

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III LA RENOVACIÓN DE LOS LENGUAJES TEATRALES: DISCURSOS TEXTUALES Y ESCÉNICOS

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¿ENTRE POSMODERNIDAD Y COMPROMISO SOCIAL? EL TEATRO ESPAÑOL A FINALES DEL SIGLO XX Wilfried Floeck Justus-Liebig-Universität Giessen

POSMODERNIDAD Y PLANTEAMIENTOS ÉTICOS Como es bien sabido, el concepto de la posmodernidad es bastante vago y heterogéneo. Por esta razón, entre los críticos y todavía más entre los artistas, hay cierto escepticismo frente a la utilización de esta noción para caracterizar el arte y la literatura del último cuarto del siglo pasado. No obstante, el problema de una definición precisa concierne a casi todos los conceptos creados para caracterizar la mentalidad y la literatura de cierto período histórico, sin que por eso debamos renunciar a su uso pragmático. La noción de “romanticismo” es un ejemplo paradigmático en este sentido. No tengo la pretensión de añadir a los múltiples intentos de acercamiento a la posmodernidad una nueva construcción terminológica o de presentar una definición homogénea, lo que sería tanto más difícil cuanto que la heterogeneidad y el pluralismo son nociones claves de tal concepto (Welsch 1991). Sólo quisiera exponer una reflexión sobre la difícil relación entre los conceptos de posmodernidad y compromiso ético y social, que parecen excluirse mutuamente. No se trata de una reflexión teórica, sino más bien orientada al análisis de la práctica teatral en la España de las últimas décadas. Me parece importante destacar que determinadas construcciones conceptuales y terminológicas que pretenden caracterizar globalmente la literatura de una época tienen que corresponder a la práctica literaria de este período para justificar su derecho de existencia. Sin embargo, antes de entrar en la discusión quisiera dar una definición global de la noción de posmodernidad tal como se utiliza en este trabajo. Como la mayoría de los críticos, distingo, por un lado, entre un concepto filosófico e ideológico que abarca una visión del mundo y de la vida, una actitud cultural, que caracteriza sobre todo la realidad ideológica de Europa y Estados Unidos

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en el último cuarto del siglo pasado, pero que se ha extendido también a otras culturas como la de América Latina; y, por otro lado, un concepto estético que abraza toda una serie de rasgos estilísticos y temáticos, que caracterizan el arte y la literatura de este período. Ambos conceptos, que muchas veces se distinguen terminológicamente por la utilización de las dos nociones distintas de posmodernidad y posmodernismo, no se pueden separar en el análisis del arte y de la literatura, ya que éstos son siempre la expresión “de” y la respuesta a una visión del mundo. Una definición solamente estilística de la literatura posmoderna (en el sentido de Hassan 1971, 1986) no me parece suficiente porque dificulta enormemente la distinción entre la literatura modernista y vanguardista de la primera mitad del siglo XX y la literatura posmoderna de las últimas décadas. Muchas veces la literatura de las dos épocas presenta los mismos rasgos estilísticos pero, bajo una concepción distinta del mundo, llega a tener funciones diferentes (Fischer-Lichte 1989). Bajo esta perspectiva, la relación entre la modernidad tardía (entre finales del siglo XIX y mediados del siglo XX) me parece menos caracterizada por una ruptura que por una radicalización de las tendencias anteriores (Welsch 1991, Fischer-Lichte y Schwind 1991: 231 y ss.). El concepto filosófico e ideológico de la posmodernidad es una construcción de los posestructuralistas franceses y de sus adeptos norteamericanos que lo han aplicado al arte y la literatura. Se caracteriza por la incredulidad frente a los metarrelatos en el sentido de Lyotard (1979), es decir a la pérdida de fe en los sistemas religiosos, filosóficos o ideológicos globalizantes para explicar el mundo, en la existencia de un sentido único y coherente, en las grandes visiones y utopías para mejorar el mundo y en el progreso de la historia humana. Se caracteriza por la deconstrucción como estrategia de pensamiento y escritura que conduce a una experiencia de pluralidad y relatividad (Derrida 1967); por la experiencia de una heterogeneidad y complejidad que Deleuze y Guattari ilustran con la metáfora de una realidad rizomática (1980); por la experiencia de un mundo dominado por el simulacro y la virtualidad que no permite diferenciar apariencia y existencia (Baudrillard 1981), y, finalmente, por la conciencia de que la lengua es incapaz de expresar la realidad y el sentido de las cosas con la consecuencia de que los significantes predominan sobre los significados. “La crisis de la representación” puede, en efecto, considerarse como el mínimo común denominador de la visión del mundo posmoderna (Bertens 1995). El crítico norteamericano McHale (1987) caracteriza la diferencia entre la actitud moderna y posmoderna ante el mundo por el cambio desde planteamientos epistemológicos a planteamientos ontológicos; a la mirada explicativa sigue una mirada puramente descriptiva.

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La visión del mundo posmoderna se refleja también en la literatura. Ésta pierde en importancia como terreno donde se exponen los grandes conflictos y planteamientos colectivos, donde se intenta encontrar una respuesta a las grandes preguntas existenciales del ser humano o explicar el sentido del mundo, donde se discuten las soluciones que puedan conducir a un futuro mejor. De los planteamientos sociales y colectivos la literatura pasa a lo privado, a lo subjetivo y a lo cotidiano; de los grandes relatos a las pequeñas historias. A la deconstrucción ideológica y a la pérdida de un sentido único y coherente corresponden la fragmentación de la acción, la deconstrucción espacio-temporal y la disolución del personaje ficticio y de su identidad; a la pérdida de una visión totalizante y teleológica corresponde una creación literaria abierta, llena de indeterminaciones y vacíos, que no da soluciones, sino presenta obras llenas de preguntas y dudas. La literatura posmoderna despide al autor como único creador y constituye al lector y espectador como co-autor, dejándole participar en la creación de sentido(s). Le ofrece obras polisémicas a base de las cuales el receptor edifica su propio mundo. A la pérdida de una visión coherente, lógica y racional corresponden la plasmación multiperspectivista, la transgresión de la realidad empírica por mundos oníricos e irracionales y la construcción de una realidad polifacética. Frente a la quiebra de valores seguros y universales, la literatura reacciona con actitudes de carnavalización, ironía y parodia. La crisis de la representación conduce a una devaluación del lado semántico del lenguaje en favor de sus aspectos fonéticos, de los significantes. En el teatro la devaluación semántica del lenguaje puede conducir a radicalizar la reteatralización empezada ya en el periodo de la vanguardia histórica (Fischer-Lichte 1990, II: 163 y ss.) y a revalorizar los signos no-verbales de la creación teatral y su carácter performativo. Una nueva percepción de la realidad, marcada por la visualidad, la rapidez, la fragmentación, el corte y el montaje abrupto favorecen igualmente construcciones literarias plásticas, fragmentadas e incoherentes. La crisis de la representación radicaliza las tendencias hacia una literatura antimimética y autorreferencial que se desinteresa de la realidad extra-literaria para concentrarse primordialmente en su propia realidad lingüística, su construcción estética o sus antecedentes literarios. La reflexión metaficcional y el juego intertextual son, en efecto, rasgos característicos de la literatura posmoderna en general. Para Linda Hutcheon (1990) la noción de “metaficción historiográfica” se transforma casi en sinónimo de una literatura posmoderna, caracterizada por la autorreferencialidad y la reflexión sobre la (im-)posibilidad de la reconstrucción de la realidad histórica. En una literatura posmoderna comprendida de esta manera, ¿dónde queda espacio para planteamientos éticos y compromiso político y social? Bajo esta

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perspectiva, las nociones de posmodernidad y compromiso parecen excluirse mutuamente. En efecto, una parte de los conceptos mencionados de la posmodernidad constituyen construcciones en las que la relatividad absoluta y la indiferencia completa forman las nociones claves. Para los posestructuralistas, desde Lyotard hasta Baudrillard, la relatividad y la indiferencia son la base de sus construcciones teóricas. Pensamiento débil, inseguridad epistemológica, percepción multiperspectivista y pluralidad pueden conducir, en efecto, a una relatividad absoluta y a un concepto de literatura que se acerca a un juego de perlas de vidrio, en el que cada planteamiento ético y cada forma de compromiso han perdido su derecho de existencia. Esta perspectiva caracteriza también el reciente estudio de Peter V. Zima (2001), en el que presenta un excelente análisis comparativo de la modernidad y posmodernidad, que tiene la única desventaja de restringir la posmodernidad a un concepto que se basa en la noción de la indiferencia. Aunque intenta distinguir entre indiferencia y arbitrariedad o desinterés —definiendo la indiferencia como intercambio/sustitución (“Austauschbarkeit”) de la pluralidad de los valores— su modelo de una literatura posmoderna se caracteriza por su rechazo de cada referencia extraliteraria y de cada compromiso ético o ideológico. Como ya hemos dicho, los conceptos teóricos para caracterizar el arte y la literatura de una época tienen que corresponder y adaptarse a la práctica artística y literaria de esta época y no al revés. ¿Podemos decir que la literatura en general y el teatro en particular se caracterizan en el último cuarto del siglo XX por un rechazo de cada referencialidad extraliteraria y por la ausencia de cada planteamiento ético y compromiso social? Algunos estudios recientes sobre el teatro posmoderno parecen defender esta perspectiva, particularmente los trabajos de HansThies Lehmann (1999) y de Alfonso de Toro (1990 y 1995). El modelo del “teatro posdramático”, ilustrado por Lehmann con ejemplos de creaciones europeas y norteamericanas, presenta los mismos rasgos que el modelo del “teatro posmoderno”, desarrollado por Alfonso de Toro con ejemplos de creaciones europeas, norteamericanas e iberoamericanas. En el centro de estos modelos se encuentra una producción teatral caracterizada por su condición visual, gestual, performativa, autorreferencial, antimimética y multimedial. En este teatro, la referencia a problemas de la realidad extrateatral no parece jugar ningún papel; planteamientos éticos, compromisos ideológicos o acuerdos interculturales le parecen ajenos o existen de manera puramente implícita y como expresión de la forma estética. En estos modelos, el teatro celebra, en primer lugar, su propia teatralidad. Lehmann (1999) y de Toro (1990, 1995) seguramente han descrito un fenómeno importante y en parte representativo del desarrollo teatral de las últimas décadas, que tiene sus raíces en el teatro experimental de la vanguardia histórica analizado magistralmente por José Antonio Sánchez (2002). Pero es in-

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teresante que los dos autores se refieran, en primer lugar, a creaciones teatrales que no —o apenas— se basan en textos dramáticos y que desarrollan sus modelos sobre creaciones que privilegian el trabajo de directores de escena (Wilson, Fabre, Schleef, Tavira, Bausch, Kresnik etc.)1. Es revelador también que no se refieran al teatro español, con la excepción de los montajes del grupo La Fura dels Baus, mencionados algunas veces por Lehmann. La analogía del modelo teatral descrito por Lehmann y de Toro con las teorías posestructuralistas y la filosofía posmoderna es evidente. Existe también en España, pero aquí es menos extendido que, por ejemplo, en Alemania y Estados Unidos. Además, es sólo un modelo. Al lado de éste, existe otro basado en primer lugar en el texto dramático. Es bien sabido, que este teatro de autor conoce desde los años noventa del siglo pasado un auge general, pero particularmente pronunciado en España. Lo importante es constatar —y ésta es la tesis que quisiera desarrollar en este trabajo— que este modelo teatral se caracteriza por los mismos rasgos estilísticos y estéticos que hemos enumerado como típicos de la literatura posmoderna y que es, de la misma manera, la expresión de la visión del mundo posmoderna, sin que rechace por eso cualquier planteamiento ético y cualquier compromiso social. No tenemos pues que excluir este teatro de la posmodernidad, sino adaptar el concepto de ésta a la realidad teatral de los dos modelos teatrales. Dentro del concepto de la posmodernidad tenemos que distinguir dos variantes: una radical, caracterizada por una indiferencia y un relativismo completos, y otra más moderada, que no va a negar un acceso racional o estético a la realidad y a excluir totalmente la relación entre la realidad literaria y extraliteraria. Iría todavía más lejos diciendo que no sólo dentro del modelo del teatro de autor, sino también del modelo posdramático y posmoderno de Lehmann y de de Toro hay muy pocas obras que renuncien totalmente a un enfrentamiento con la realidad extrateatral. Lo importante es destacar que este enfrentamiento con la realidad se distingue radicalmente del compromiso social de los años cincuenta y sesenta por su carácter indirecto e implícito y por el hecho de que, muchas veces, es relegado a la forma estética de la obra teatral. Necesitamos, en favor de un concepto de la posmodernidad más vasto y flexible, que permita incluir todas las tendencias representativas del arte y de la literatura de las últimas décadas, un concepto que permita incluir también modelos literarios que no se caracterizan, en primer lugar, por el “any thing goes”, el “todo vale” de cierta filosofía posestructuralista que ha intentado imponer su visión del mundo a toda la cultura de su época. Necesitamos un con1

Gerda Poschmann (1997) se basa, por el contrario, en su excelente trabajo sobre el teatro postdramático, noción que utiliza ya antes de Lehmann (1999), sobre el análisis de los textos dramáticos de dramaturgos alemanes de los años ochenta y noventa.

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cepto amplio vasto de la posmodernidad que no excluya por principio de la literatura el enfrentamiento con la realidad extraliteraria y un planteamiento ético. Además, en los últimos años varios estudios sobre la literatura actual han demostrado que literatura posmoderna y planteamientos éticos no se contradicen necesariamente. El reciente “ethical turn”, es decir el creciente auge del interés por problemas éticos en todos los campos de la cultura, ha favorecido ciertamente a reconocer esta relación. En su estudio Ethical Dimensions in British Historiographic Metafiction, Christina Kotte (2001) destaca que el modelo posmoderno de la metaficción historiográfica contiene una clara dimensión ética que difiere bastante de una posición relativista. Aboga también por el concepto de un posmodernismo moderado que se distingue de un posmodernismo radical por su interés por planteamientos éticos. Otros trabajos sobre la más reciente narrativa inglesa llegan a resultados parecidos (Nünning 1995; Zerweck 2001). También los recientes estudios en el campo teatral muestran que el teatro inglés casi no conoce el modelo de un teatro autorreferencial sin planteamientos éticos y sociales (Zapf 1988; Reitz 1993). Patrice Pavis llega en su balance del reciente teatro francés al mismo resultado: “Porque la escritura francesa contemporánea —ésta es la mayor sorpresa y la gran noticia— no surge de la posmodernidad ni conduce tampoco a ella. Nada odia tanto como el relativismo y el yo-me-inhibo posmoderno” (1999: 11). La última frase muestra que el concepto de la posmodernidad que tiene Pavis es el de la posmodernidad radical que nos parece demasiado estrecho porque no corresponde a la praxis literaria y teatral de los años ochenta y noventa. También el teatro francés de estas décadas está marcado por los rasgos mencionados de la posmodernidad sin que, por eso, renuncie a plantear problemas éticos y sociales. En un reciente trabajo, Ansgar Nünning y Bruno Zerweck critican con particular insistencia el concepto de una posmodernidad radical y abogan —en lo que se refiere a la literatura inglesa actual— por la existencia de una tensión dialéctica entre desestabilización ontológica y planteamientos éticos y crítico-sociales. Se dirigen, sobre todo, contra “la corriente afirmación según la cual la literatura narrativa posmoderna se muestra indiferente frente a problemas y valores éticos” (2003).

TEATRO, POSMODERNIDAD Y COMPROMISO EN LA ESPAÑA DEMOCRÁTICA Esta caracterización vale todavía más para el teatro, género sujeto a una comprensión inmediata en el acto de la representación y, por eso mismo, a cierto

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realismo y a una referencialidad básica. La obra teatral de la mayor parte de los dramaturgos europeos que normalmente se citan en el contexto de la posmodernidad no se caracteriza por la autorreferencialidad y la indiferencia ética. Por otro lado, ilustra también que los planteamientos éticos del teatro posmoderno tienen poco que ver con el compromiso social explícito y didáctico del teatro de los años cincuenta y sesenta. En España, la situación actual de la literatura en general y del teatro en particular conduce al mismo resultado. No se ha podido desarrollar en las últimas décadas una literatura autorreferencial y sin ninguna conexión con su contexto social. La situación política del país en el transcurso del siglo pasado, caracterizada por largas dictaduras y graves conflictos sociales, ha contribuido seguramente al rechazo de una posmodernidad radical y hasta al descrédito general de la noción de posmodernidad, que, para muchos, está ligada inseparablemente con la idea de indiferencia y arbitrariedad2. Evidentemente, el cuestionamiento general de sentido, la dispersión de los valores éticos y la crisis de la representación han dejado profundas huellas en la mentalidad de los intelectuales y los escritores de la España democrática, pero sin, por eso, disolver su sentimiento de responsabilidad frente a una realidad considerada cada vez más como insuficiente y degradada. En el campo del teatro se multiplican también las declaraciones en favor de un compromiso más pronunciado, provocadas no en último término por las nuevas confrontaciones militares en Afganistán y en Irak. En su llamamiento público con ocasión del Día Mundial del Teatro el 27 de marzo de 2003, Juan Mayorga destaca con claridad: “El teatro es un arte político. [...] No es posible hacer teatro y no hacer política” (Primer Acto, 297, 2003, cubierta interior). En el mismo número de Primer Acto, Ernesto Caballero declara que ha vuelto a “un teatro de resistencia” (77). El VIII Festival Internacional Madrid Sur (septiembreoctubre de 2003) se desarrolló bajo el lema “La rebelión de la ética”. En efecto, muchas obras teatrales de los últimos años confirman esta vuelta a un compromiso pronunciado o a una evidente referencia a la realidad histórica y actual del país sin veleidades de relativismo ético o epistemológico. Las últimas obras de Sanchis Sinisterra, como Terror y miseria en el primer franquismo (2003); de Caballero, como ¡Santiago (de Cuba) y cierra España! (1999) o Tierra de por medio (2002); de Fermín Cabal, como Tejas verde (2003); de Guillermo Heras, como Rottweiler (2003), o las tres obras que integran la Trilogía de la Juventud

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Un ejemplo ilustrativo del escepticismo fundamental de la mayoría de los autores españoles frente a la noción de la posmodernidad es la actitud de José Sanchis Sinisterra, expresada en el programa de mano de su obra El cerco de Leningrado (cf. Floeck 1999b: 160).

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(2001-2003), de José Ramón Fernández, Yolanda Pallín y Javier García Yagüe, pueden servir de ejemplos. Pero la revaloración de planteamientos políticos y sociales en el teatro no manifiesta ninguna ruptura con las tendencias anteriores, sino más bien su continuación y radicalización. Ya el teatro de los representantes de la primera generación del teatro posfranquista, que han marcado fuertemente el nuevo teatro español de los años ochenta y noventa, se caracteriza por su combinación de estructuras estéticas posmodernas y planteamientos éticos y sociales. Detrás y a través de la fragmentación caótica de una trama coherente, de la deconstrucción inquietante de los personajes dramáticos y la carnavalización grotesca de la realidad cotidiana en obras como Yonquis y yanquis (1997) o Salvajes (1997), de José Luis Alonso de Santos, la simpatía por el mundo de la marginación mental y social queda implícitamente palpable3. La misma tendencia, si bien con menos agresividad, se nota ya en otras obras suyas anteriores como La estanquera de Vallecas (1982) o Bajarse al moro (1985). La intertextualidad, la metateatralidad y los varios procedimientos de hibridización no son nunca la expresión de un mero juego gratuito, sino que se utilizan siempre en función de una mirada crítica sobre la realidad histórica y actual del país. Esta misma experiencia ilustran también las obras dramáticas de Fermín Cabal. Algunos de sus textos como Caballito del diablo (1985) y Ello dispara (1990) muestran de manera todavía más clara que el teatro posmoderno esconde su sentido en la estructura formal y expresa su mensaje de forma implícita y sólo a través de un juego estético complicado y enigmático, cuyos filos el receptor tiene que desenredar. En Caballito del diablo, ya el propio título es un buen ejemplo de la complejidad polisémica de toda la obra. La estructura radicalmente fragmentada de ésta, su deconstrucción espacio-temporal completa, sus múltiples alusiones interreferenciales a series televisivas o figuras de la historia teatral y cinematográfica, su mezcla ininterrumpida de violencia brutal y humor negro, de escenas realistas y grotescamente deformadas, la repetición de las mismas escenas en perspectivas distintas que destruyen una percepción segura de la realidad representada, y la mezcla entre plasmación dramática y narrativa dificultan enormemente la reconstrucción de una acción dramática coherente y la constitución de un claro mensaje de la obra. Por otra parte, es la estructura estética descrita la que le permite construir una realidad que representa el mundo alucinante de la droga dura, un mundo caracterizado por la violencia y la brutalidad, la inco3

Cf. Amo Sánchez (2001): “Les deux textes retracent un contenu de fond postmoderne autour de la marginalisation des populations périphériques, abandonnées à une perte de valeurs et de repères davantage tragique à cause d’une désespérance aggressive” (Cita del manuscrito que la autora ha puesto amablemente a mi disposición).

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municación y la soledad, la muerte y la desesperación, un mundo degenerado sin signos de esperanza y que obliga al espectador a reflexionar sobre esta misma realidad después de haber abandonado el lugar de la representación. La fragmentación y la discontinuidad de la configuración teatral simbolizan la incoherencia y la absurdidad de la realidad representada. La forma dramática se transforma en el verdadero mediador del mensaje de la obra. Presenta todos los rasgos característicos de la estética posmoderna, pero conservando la conexión con una realidad desolada que deja al espectador en una perplejidad completa. La plasmación teatral hiperrealista de los fragmentos de diálogo, de los quehaceres cotidianos y de los comportamientos banales de los miembros de un comando terrorista en el drama Ello dispara provocan en el espectador un parecido sentimiento de perplejidad y absurdidad. El espectador se siente confuso y desorientado ante una realidad banal y vacía que no parece tener ninguna conexión con una realidad extrateatral concreta y ofrecer ninguna construcción de sentido4. La obra presenta varias alusiones escondidas a una realidad extrateatral concreta, como son los reductos fascistas en la maquinaria estatal y militar española, los famosos “Grupos Antiterroristas de Liberación”, al terrorismo vasco o, más generalmente, a la realidad de una sociedad materialista en la que los individuos degeneran en autómatas desalmados, etc. Seguramente, no es posible considerarla un texto político y comprometido, pero tampoco es posible reducirla a un juego estético autorreferencial. Ello dispara es un documento impresionante de la realidad de un mundo marcado por la brutalidad, la indiferencia y la desolación que el espectador puede comparar con su propia experiencia empírica. La misma conexión entre experimentación posmoderna y planteamiento ético se observa también en el teatro de José Sanchis Sinisterra. Con Alonso de Santos y Cabal, Sanchis no sólo comparte sus esfuerzos para renovar el teatro español de su tiempo, sino también sus orientaciones ideológicas. A pesar del general desencanto que le marca igualmente desde los años ochenta, no renuncia a una mirada crítica sobre la realidad, ni pierde de vista la relación con el presente; ni siquiera, cuando se consagra al tratamiento de temas históricos. Sufre también con el derrumbamiento de las visiones globales, sin por ello renunciar a sus propios orígenes ideológicos, ni traicionar sus antiguas simpatías por las “utopías” de izquierdas. Su profundo escepticismo frente al relativismo total de una posmodernidad radical caracteriza su teatro hasta la actualidad. En especial, en su “teatro de la memoria”, donde presenta al receptor una visión crítica de la reali4

La tesis de Sharon G. Feldman (1994), según la cual este montaje de fragmentos de realidad y espacios teatrales y su reflejo metateatral constituiría una realidad ficcional sin ninguna relación con una realidad extralingüística, no me parece convincente.

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dad histórica de su país en la que su simpatía por los marginados, por los explotados y los vencidos siempre queda patente. Sin embargo, de acuerdo con su convicción de que en una obra de ficción la plasmación artística y estética sólo deben resultar de la forma de la obra de arte, en obras como ¡Ay, Carmela! (1989), la Triología americana (1992) o El cerco de Leningrado (1995) el trasfondo histórico y político sólo se muestra por detrás y a través de un juego metateatral, bastante complejo y de una configuración espacio-temporal muy complicada, que confieren a las obras un aspecto altamente innovador próximo a la estética posmoderna. Para Sanchis Sinisterra el teatro no es nunca un mero reflejo, sino la manipulación artística de la realidad extraliteraria. De manera todavía más radical que Cabal y Alonso de Santos, Sanchis Sinisterra transmite al receptor la intención del texto, no sólo de manera explícita en el diálogo o a través de la caracterización de las figuras, sino en todos los niveles de la estructura dramática. Los dramas históricos se distinguen del modelo de Buero Vallejo menos por su intención revisionista que por su estética antimimética, su modelación espacio-temporal deconstruccionista, sus juegos intertextuales, sus reflexiones metaficcionales historiográficas y sus vacíos e indeterminaciones, técnicas que demuestran su estrecha vinculación con la estética posmoderna. A pesar de la pérdida general de la fe en las grandes visiones coherentes y las utopías futuras, en su teatro Sanchis Sinisterra no se resigna a aceptar la injusticia del mundo. Ciertamente, no concibe un teatro con una intención didáctica predicando verdades absolutas. Sanchis escribe un teatro que está siempre a la búsqueda de la verdad y que estimula al receptor a una reflexión crítica y una participación en la creación de sentidos, tal y como él mismo lo ha formulado: Lo que hay que hacer es cavar galerías subterráneas, como los topos, y promover un teatro catacúmbico, donde se vayan formando islas de reflexión y de crítica. Y, sobre todo, de participación. Por eso yo intento hacer un teatro en el que el espectador tenga que crear, tenga que completar. El mío es un teatro de sugerencias, de insinuaciones5.

Las obras teatrales de Alonso de Santos, Cabal y Sanchis Sinisterra ilustran que el nuevo teatro que se desarrolla en la España democrática a partir de la segunda mitad de los años setenta, está marcado de manera creciente por una estética posmoderna, sin, por eso, renunciar a los planteamientos éticos y al compromiso social del teatro anterior. Sin embargo, este compromiso se distingue claramente del compromiso del teatro de los años cincuenta y sesenta. No es un compromiso directo y abierto que se expresa en el diálogo entre los personajes o a través de 5

El País, 16-VIII-1998: 7. Cf. también Floeck 1999a, 1999b y 2000.

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la acción dramática. Además, los planteamientos éticos de las obras teatrales de la España posfranquista se distinguen del compromiso anterior por su carácter abierto, moderado y dubitativo. Los dramaturgos reconocen las deficiencias de la realidad social, pero no conocen sus causas concretas y, sobre todo, las soluciones para remediarlas. El teatro posmoderno español no es un teatro de respuestas y de soluciones, sino de preguntas, “un teatro para la duda”, como Sanchis lo ha llamado6. Como es bien sabido, José Luis Alonso de Santos, Fermín Cabal y José Sanchis Sinisterra han marcado profundamente el teatro español de las dos últimas décadas del siglo XX. Sus textos dramáticos, sus múltiples talleres de teatro y sus montajes escénicos han influido en el teatro de la nueva generación —llamada muchas veces la “Generación Bradomín” por su relación con el premio teatral correspondiente—, cuya producción teatral he analizado en otro lugar (Floeck 2002). El teatro español de las dos últimas décadas se caracteriza por dos tendencias: por un lado, un teatro de autor y de texto que predomina en la producción teatral española hasta la actualidad y, por otro lado, un teatro de la imagen y del cuerpo que gana en importancia desde algunos años, sobre todo en la escena alternativa. En las dos corrientes, la estrecha conexión entre estética posmoderna y compromiso social es evidente. Esto resulta tanto de las declaraciones de los autores, como se reflejan en las múltiples mesas redondas y foros públicos sobre el tema7, de los estudios críticos de los últimos años y, sobre todo, del análisis de la producciones teatrales mismas.

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“Yo creo que a eso no he renunciado, a hacer un teatro vinculado a un compromiso ético, aunque no entiendo éste como un señalamiento de líneas correctas de acción. Yo soy una persona tremendamente dubitativa, me muevo en el terreno de la duda y me he acomodado a ella. Creo, además, que el trabajo del artista es el de hacer dudar, de socavar las certidumbres, de crear la desazón y la incomodidad en el tejido social que siempre tiende al conformismo y a la autogratificación” (José Sanchis Sinisterra, “Un teatro para la duda”, en: Primer Acto, 240, 1991: 136). Véanse, entre otros: Los horizontes del teatro español, en: Primer Acto, 217 (1987): 58-73; Cambio de folio en la escritura iberoamericana. Caracas. Congreso de dramaturgia, en: El Público, 91 (1992): 79-97; Conversación con el teatro alternativo, en: Primer Acto, 248 (1993): 15-26; Memoria y compromiso, en: Primer Acto, 253 (1994): 91-102; El autor dentro del proceso teatral: intercambio y comunicación con los otros agentes creativos, en Primer Acto, 263 (1996): 36-44; Los dramaturgos jóvenes del panorama madrileño, en: ADE Teatro, 60/61 (1997): 85-93; Joven y atractiva generación busca público para relación estable, en: Primer Acto, 272 (1998): 21-33; Los jóvenes autores y el Premio Marqués de Bradomín. Mesa Redonda. V Muestra de Teatro Español de Autores Contemporáneos. Alicante, en Marqués de Bradomín 1997. Concurso de textos teatrales para jóvenes autores, Madrid: Instituto de la Juventud, 1998: 137-174; La dramaturgia europea contemporánea, en: Primer Acto, 276 (1998): 7-25; Foro de debate en Valladolid: el teatro español ante el siglo XXI, en: ADE Teatro, 85 (2001): 14-36.

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Toda la obra dramática de Luis Araújo está marcada tanto por una búsqueda de nuevas formas de una deconstrucción estética como por una preocupación social. “No entiendo”, dice al respecto, “por qué la preocupación formal habría de desplazar, como se comenta a veces, el cuestionamiento social o la actitud crítica ante el mundo que nos rodea. Es un hecho que la búsqueda formal conlleva un significado simbólico” 8. Pero, al mismo tiempo, incide, en otra ocasión, en que con su compromiso persigue objetivos más modestos: “En lugar de transformar el mundo, buscamos ahora la transformación del individuo”9. De manera parecida se expresa Borja Ortiz de Gondra al exigir un teatro “político” que se refiera al destino de personajes marginados y que, además, se preocupe de ofrecer soluciones. Herbert Fritz confirma en su análisis del teatro de Ortiz de Gondra que está profundamente marcado por una preocupación política y social que parece ir a contracorriente de la mentalidad general, pero que, en realidad, marca el teatro de toda esta generación10. Ortiz de Gondra extiende explícitamente la actitud comprometida de su propia producción al teatro de toda su generación que define de la manera siguiente: En este sentido, puede decirse que es una estructura comprometida, arriesgada y poco complaciente, una escritura que hurga en las heridas, que intenta revolver conciencias. El escapismo, el nihilismo o la poeticidad tienen poca cabida en los escenarios que ocupan estos dramaturgos11.

Juan Mayorga concreta el compromiso de su teatro hablando de “una tarea moral” que consiste en “mostrar la violencia allí donde se da permanentemente”12. En todos los debates y entrevistas de los últimos años, los autores se pronuncian claramente en favor de un teatro conectado con la realidad actual. Por otro lado, para los dramaturgos de la “Generación Bradomín” es también un compromiso que debe expresarse a través de la forma estética y que debe realizarse con la ayuda del espectador. Rodrigo García, cuyo teatro no peca por su proximidad con el teatro comprometido realista, sino que, al contrario, va muy lejos en su búsqueda de una estética posmoderna (Hartwig 2001), confiesa últimamente

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“La caja de ficción“, en: Fritz y Pörtl 2002: 84. Conversación con el teatro alternativo, loc. cit.: 26. “Borja Ortiz de Gondra: un representante del teatro español reciente”, en: Fritz y Pörtl 2000, 36-46. “La última escritura dramática en España: una mirada desde la arena”, en: Fritz y Pörtl 2000: 34. José Ramón Fernández, “Conversación con Juan Mayorga”, en: Primer Acto, 280 (1999): 58.

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volver cada vez más a un compromiso político y social demostrando, al mismo tiempo, su dilema de sentirse desgarrado entre un arte formal y didáctico: Hay que darle una forma poética, quizá es el camino que estamos tomando ahora: darle una forma poética a la necesidad de decir ciertas cosas muy claras. [...] Se supone que uno lucha para que lo que haga tenga una calidad poética. Es una llamada de atención a cierto tipo de arte que no dice absolutamente nada; el arte formal no me interesa. Evidentemente, el didáctico, el que tiene un mensaje y todo eso, tampoco: es horrible. Entonces, hay que navegar entre los dos13.

La preocupación moral y social se muestra hasta en los temas del teatro actual, cuya amplia gama va de las relaciones interpersonales problemáticas, la incomunicación, soledad y crisis de identidad hasta la violencia, xenofobia, marginación social, las drogas y los conflictos étnicos y raciales. La violencia es el tema central del teatro español contemporáneo, pero no se trata tanto de la represión política o social, sino más bien de explosiones de violencia totalmente privadas e interpersonales, como en Caricias (1991), de Sergi Belbel, o la violencia entre grupos sociales, como en Lista negra (1994), de Yolanda Pallín. Incluso en los casos en los que la violencia parece estar motivada políticamente, como en la obra de Belbel sobre el terrorismo, La sangre (2001), la motivación política o ideológica permanece en segundo plano. También se tematizan problemas existenciales, aunque sea en menor grado, como por ejemplo, el problema de la culpa y la penitencia en Auto (1993), de Caballero, o la cuestión de la muerte en Morir (1996) y El tiempo de Planck (2000), de Belbel. No en último lugar se ocupan también los jóvenes autores de temas históricos, donde si bien la reivindicación revisionista de las décadas anteriores juega también un papel (Araújo, Vanzetti, 1996; La construcción de la catedral, 1998; Caballero, ¡Santiago (de Cuba) y cierra España!), pasa sin embargo bastante a menudo a un segundo plano, tras el esfuerzo por autorreafirmarse a través del recuerdo e incorpora el pasado más reciente (Fernández, Pallín, García Yagüe, Trilogía de la Juventud). La plasmación teatral de estos temas radicaliza las técnicas posmodernas analizadas en las obras de Alonso de Santos, Cabal y Sanchis Sinisterra. La estética neorrealista de los años ochenta y noventa es una estética innovadora y experimental, que procesa e incluye las experiencias de los nuevos medios de comunicación, las modificadas costumbres de percepción y el estilo de vida de la

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Entrevista con ocasión del estreno de su reciente obra Compré una pala en Ikea para cavar mi tumba, en Primer Acto, 294 (2002): 46.

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gran ciudad. Eso se muestra de manera todavía más pronunciada que en el teatro de la generación anterior en una tendencia a la deconstrucción fragmentaria de la estructura dramática cerrada, en una ruptura de estructuras espacio-temporales unitarias y lineales, en la utilización de técnicas de montaje cinematográficas, en la mezcla de planos irreales con otros basados en la experiencia cotidiana real, en la preferencia por lo onírico, lo irracional e inconsciente, en la desintegración de estructuras de personalidad coherentes, en el frecuente juego con referencias intertextuales a la tradición teatral y al cine, en la constante reflexión metateatral sobre el propio género, en la inclusión de medios modernos, así como en la desconfianza frente a una función comunicativa, epistemológica y perceptiva del lenguaje. Bajo la creciente influencia de la percepción de la realidad de la posmodernidad, se han fortalecido claramente estas tendencias experimentales en el teatro español de finales de siglo. El resultado es un teatro que se caracteriza más fuertemente por la deconstrucción, la fragmentación, la polisemia y los finales abiertos. La estrecha conexión entre estética posmoderna y planteamientos éticos y sociales se muestra tanto en el teatro de texto como en el teatro de imagen y cuerpo. La incapacidad del lenguaje de constituir un sentido y de realizar la comunicación entre los personajes en obras como Caricias, de Belbel, Auto, de Caballero, Rodeo (1992), de Luïsa Cunillé, o de Luna de miel (2000), de Yolanda Pallín, dice tanto sobre la cara oscura de la sociedad actual como las convulsiones agresivas de los cuerpos de los actores en After Sun (2000), de Rodrigo García, la impresionante imagen de un fracasado acto sexual entre dos jóvenes desnudos encerrados en grandes sacos de plástico en Morfología de la soledad (2003), de Darío Facal, o la iconografía de violencias monstruosas en la trilogía Tríptico de la Aflicción (2001-2003), de Angélica Lidell. La conexión con la realidad concreta de la experiencia cotidiana del receptor se establece no sólo a través de una representación mimética, sino igualmente a través de una construcción verbal o una exhibición iconográfica y corporal que, a primera vista, parece desconectada de cualquier referencia extrateatral. Lista negra de Yolanda Pallín se basa únicamente en un texto y en fragmentos de una acción que no se muestran, sino que se presentan a través de los monólogos interiores de varios personajes esbozados de manera bastante vaga. La fragmentación de la acción, la falta de identidad de los personajes, la dispersión de la perspectiva y el contraste entre el ritmo poético y la brutalidad del lenguaje vulgar dejan al receptor en una perplejidad completa. Pero la incapacidad de reconstruir una acción y un sentido coherente no impide que el espectador se sienta enredado en un mundo marcado por la violencia sexual, la agresión social, el miedo, la xenofobia y el racismo. La obra no sólo le deja perplejo, sino también sin explicación ni solución. Le obliga a enfrentarse a una realidad teatral cuya valoración moral y cuya

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explicación psicológica o social tiene que establecer por su propio esfuerzo y frente a la cual tiene que buscar él mismo su reacción personal. Lo más radical es la deconstrucción y la fragmentación de la acción dramática en las obras de Rodrigo García. Susanne Hartwig caracteriza la estructura del teatro de García como una incoherencia caótica con jerarquías aisladas y órdenes locales, que son provocadas a través de cadenas de asociación, repeticiones, campos semánticos afines, palabras clave semánticas, efectos rítmicos, etc. De este modo, los textos de García oscilan “en la frontera entre el caos absoluto y el trabajo artístico” (2001: 11). En los diez fragmentos escénicos completamente inconexos de After Sun, se teatralizan, sobre la base de juegos de palabras y técnicas verbales de asociación y contraste, temas cuyo denominador común es la fantasía desbordante, la locura absurdo-grotesca, la agresión consciente contra toda convención y norma dada o la inquietante agresión y amenaza. Los juegos lingüísticos y las asociaciones verbales se complementan con una iconografía plástica y un juego corporal expresivo que todavía más que el texto muestran su agresividad contra la sociedad de consumo y las normas de una burguesía evidentemente odiada. Detrás de la erupción creativa de las producciones teatrales de Rodrigo García y de su grupo Carnicería Teatro se expresa una actitud ética provocadora que entre los espectadores promueve reacciones muy contrarias.

HACIA UNA ÉTICA POSMODERNA En los últimos años se discuten también aspectos de una ética posmoderna, que no consiste únicamente en una mirada crítica sobre la cara oscura de la realidad social actual, sino que desarrolla, al mismo tiempo, nuevos valores positivos deducidos del pensamiento débil de la posmodernidad (Schönherr-Mann 1997). Esta ética está a la búsqueda de nuevas formas de humanidad derivadas de la general conciencia de inseguridad, relativismo y desorientación. La crisis epistemológica y de la representación puede provocar una actitud positiva frente a la diferencia y al pluralismo, una aceptación de lo ajeno, un reconocimiento de la alteridad y de la otredad, una nueva atención frente a la marginación social, étnica o mental. Esta ética aboga por una mirada multiperspectivista sobre la realidad que da derecho de existencia y de participación a opiniones distintas. Es una ética que rechaza cualquier pretensión universal, totalizante y fundamentalista y que se basa en una nueva modestia y tolerancia, que no deriva única y primordialmente de un pensamiento logocentrista y racional. Para Welsch (1991: 7 y 323) la posmodernidad se basa en un concepto ético porque crea una

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nueva actitud frente a la experiencia del pluralismo. Zima (2001: 377 y ss.) desarrolla la teoría de una ética posmoderna basada en el diálogo y la capacidad dialógica del hombre. En el teatro español actual, esta nueva ética se refleja en la predilección por temas que se relacionan con la periferia, la marginación y lo ajeno. Gran parte de las obras teatrales de Paloma Pedrero y otros dramaturgos se concentran en la modelación de la búsqueda de identidades sexuales marginadas y de comportamientos sexuales tabués como la homosexualidad. Gran parte de las obras de Borja Ortiz de Gondra y de muchos otros autores de su generación giran alrededor de los problemas de minorías étnicas y raciales. La marginación social en las grandes urbanizaciones es uno de los temas más tratados en el teatro español actual. Todas las obras surgidas en el marco de la discusión alrededor del Quinto Centenario de la Conquista de América no sólo ofrecen una revisión crítica del discurso euro y etnocentrista de los siglos anteriores, sino se esfuerzan a dar la palabra a los vencidos, a (re-)construir la realidad histórica desde varias perspectivas y a abogar por una actitud que reconozca la multiculturalidad, las múltiples formas de hibridización y del pensamiento periférico. “Lo que yo intentaba contar en Miaulness”, escribe Itziar Pascual, “era lo poco flexibles que somos realmente con el otro, lo poco tolerantes que somos con la diferencia”14. Juan Mayorga lo formula de manera más general cuando dice: “De ahí que el signo mayor de una comunidad culta sea el reconocimiento de su propia limitación cultural. Y, al contrario, quizá nunca está tan cerca una comunidad de la barbarie cuando confunde su particular experiencia con la cultura general” (Primer Acto, 280, 1999: 60). El análisis de las obras teatrales desde la generación de Alonso de Santos, Cabal y Sanchis Sinisterra hasta la “Generación Bradomín” ha mostrado que el teatro español posfranquista está profundamente marcado tanto por la visión del mundo como por la estética posmodernas, sin que, por eso, se identifique con un relativismo epistemológico absoluto y una arbitrariedad e indiferencia ética completas. El teatro español de las últimas décadas se caracteriza por un posmodernismo que admite sin problemas planteamientos éticos y compromiso social.

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OBRAS CITADAS

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Schönherr-Mann, Hans Martín. (1997). Postmoderne Perspektiven des Ethischen. Politische Streitkultur, Gelassenheit, Existentialismus. München: Fink. Toro, Alfonso de. (1990). “Hacia el modelo de un teatro postmoderno”, en: Toro, Fernando de (ed.). (1990), pp. 13-42. Toro, Alfonso de. (1995). “Die Wege des zeitgenössischen Theaters. Zu einem postmodernen Multimedia-Theater oder: das Ende des mimetisch-referentiellen Theaters?”, en: Forum Modernes Theater, 10, pp. 135-183. Toro, Alfonso de y Floeck, Wilfried (eds.). (1995). Teatro español contemporáneo. Autores y tendencias. Kassel: Reichenberger. Toro, Fernando de (ed.). (1990). Semiótica y teatro latinoamericano. Buenos Aires: Galerna. Welsch, Wolfgang. (1991). Unsere postmoderne Moderne. Weinheim: VCH. Zapf, Hubert. (1988). Das Drama in der abstrakten Gesellschaft. Zur Theorie und Struktur des modernen englischen Dramas. Tübingen: Niemeyer. Zerweck, Bruno. (2001). Die Syntheseaus Realismus und Experiment: Der englische Roman der 1980er und 1990er Jahre aus erzähltheoretischer und kulturwissenschaftlicher Sicht. Trier: Wiss. Verlag. Zima, Peter V. (2001). Moderne/Postmoderne. Gesellschaft, Philosophie, Literatur. Tübingen: Francke.

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A don Josep ¿Sabe en qué consiste, madama, nuestro oficio? En distraer al poder, invitándolo a estrenos, para tener un día teatro y vientre llenos. Representar los clásicos, o sea, teatro escrito, teatro que ni entienden ni les importa un pito. ¡Basta ya de fantasmas y falsos reyes midas! ¡O todos rigolettos o putas mantenidas! Albert Boadella, El Nacional (1999: 61).

Y precisamente porque en el fondo somos hombres pesados y graves y, más que hombres, pesas, nada nos conviene tanto como el gorro de bufón: tenemos necesidad de él ante nosotros mismos —tenemos necesidad de todo arte travieso, ligero, bailarín, burlón, infantil y alegre para no perder esa libertad por encima de las cosas que nos exige nuestro ideal. Friedrich Nietzsche, La gaya ciencia (1988 [1882]: 146).

La construcción de las sociedades ha estado inevitablemente sostenida por un componente de teatralidad. La necesidad de crear un espacio de representaciones en el que la colectividad reafirme sus identidades y organice los grupos que la articulan imprime en las civilizaciones un carácter teatral. En la cultura moderna esta condición se ha acentuado hasta límites insospechados. Los fenó-

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menos de representación no han dejado de proliferar. A ello ha contribuido, en primer lugar, el desarrollo de la subjetividad moderna, que legitima a cada individuo para llevar a cabo la puesta en escena de su propia identidad, escogiendo una o más entre un amplio abanico de posibilidades, en aras de una supuesta libertad de elección que nos ofrece el mundo de hoy (es lo que denominaríamos, no sin cierta ironía, una suerte de democratización del derecho a hacer teatro); por otro lado, los medios de comunicación de masas como la prensa o la radio, pero especialmente la televisión, el cine y las modernas redes informáticas han multiplicado los escenarios de estas representaciones. Más que nunca, la sociedad contemporánea se ofrece como un espacio abierto a la representación, un espacio que invita (por no decir que fuerza) a hacer teatro, un espacio de exhibición, exhibición de las identidades colectivas e individuales. Se trata de lugares, por tanto, que se ofrecen a la mirada, y eso es precisamente el teatro en su sentido etimológico, un espacio donde se va a mirar, un lugar donde el objeto de la mirada, la representación, adquiere por efecto de ésta una condición artística. Podríamos acordar con Andy Warhol que todo el mundo tiene ya derecho a esos cinco “minutos de gloria”, el acceso a un escenario donde exhibirse. La insospechada ampliación experimentada por la figura del intelectual —a la que se ha referido Santos Juliá recientemente— o del artista a partir de los años sesenta encuentra también afortunada explicación en esta proliferación de los siempre necesarios “escenarios” para ejercer dichas prácticas. Estableciendo un peregrino símil, podríamos aceptar que si todo el mundo fuera poeta, la literatura se desvalorizaría como objeto de cambio; algo así le estaría ocurriendo al teatro en una sociedad en la que consumados directores de escena proliferan en los más diversos campos de la actividad social y privada. Bien es cierto que existe también el mito de que una sociedad ideal sería aquélla en la que todos fueran poetas, pero resultaría más difícil admitir una suerte de paraíso en el que todos fueran directores de escena; aunque hacia ello nos movemos. De estas dos actividades, la literaria y la teatral, parecen derivarse implicaciones muy distintas. Hubo épocas antiguas y no tan antiguas en las que lo poético, es decir, lo literario en el sentido moderno, tuvo connotaciones negativas como formas de ficción, construcción de relatos engañosos que no se ajustaban a la realidad y que, por tanto, podían ser peligrosos para aquellos lectores que los entendiesen como hechos verdaderos. Lo literario, especialmente en los géneros de entretenimiento, tenía una consideración menor frente a los géneros históricos, que supuestamente sí se ocupaban de la realidad objetiva. Hoy día los lenguajes literarios no sólo han superado estas connotaciones peyorativas, sino que disfrutan de un saludable prestigio culturalista como expresión creadora con un efecto liberador

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de la imaginación. Aunque en la actualidad el género teatral suele implicar un soporte literario, y se beneficia, por tanto, de esta positiva valoración, su condición artística por excelencia, la teatralidad, a diferencia de la literariedad, no ha superado, al menos a nivel coloquial, esos prejuicios y valoraciones negativas. Lo teatral sigue teniendo una fuerte connotación peyorativa, que aún no ha sido revestida por el todopoderoso manto de la munificente madre cultura, aunque se han hecho grandes progresos (Cornago Bernal 2002a). Apenas nos alejamos del medio escénico, afirmar de algo que es teatral puede apuntar, en el mejor de los casos, cierta condición cómica, pero probablemente se esté refiriendo más bien a una cualidad de falsedad, engaño o juego, en el peor sentido de esta palabra; incluso en el mundo del teatro decir de una obra que es “muy teatral” puede implicar un cierto acartonamiento o falsedad forzada. El director de escena Luis Vera (1991: 46) en un breve ensayo —del que tomamos el término de “teatrería”— define la consideración actual de lo teatral como “un comportamiento afectado engañoso” o como “obra de arte menor infectada de retórica”. Recorriendo un camino inverso al transitado por la concepción moderna de “literatura”, el teatro ha pasado desde su convivencia con lo sagrado en sus orígenes a espectáculo mayoritario en la vida de la urbe, hasta llegar a su consideración menor o relegada en el paisaje cultural contemporáneo, sobre todo si lo dejamos huérfano de su soporte dramático, como lo ha estado en muchos momentos de su ya larga historia. Pero lo teatral no es sólo una estrategia de falseamiento y sustituciones, sino que también participa plenamente de un carácter que lo enfrenta a las formas de pensamiento actuales: una condición transitoria, inaprehensible como obra fija y acabada, imposible de ser rentabilizado, según exigencia de la cultura moderna, como objeto de conservación e intercambio a largo plazo. En la década de los sesenta aparece un libro histórico de aquellos años de revoluciones con el título La sociedad del espectáculo, de Guy Debord, perteneciente a un movimiento político de ascendencia anarquista denominado “Situacionismo”. Debord (1967) abre el ensayo con una cita de Feuerbach: “Y sin duda nuestro tiempo [...] prefiere la imagen a la cosa, la copia al original, la representación a la realidad, la apariencia al ser [...] lo que es sagrado para él no es sino la ilusión, pero lo que es profano es la verdad” ( parágrafo 1). A continuación presenta el espectáculo como estrategia por excelencia de la sociedad occidental y botón de muestra del modelo de producción capitalista. Una representación más sofisticada implica un grado más alto de realidad, una satisfacción más plena de la mirada, impuesta definitivamente como el sentido por excelencia de la realidad; lo único visible son ya los espectáculos, sin puesta en escena no hay realidad. El mundo se produce únicamente como espectáculo, se hace

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mercancía al convertirse en representación, cualidad espectacular que ya denunciara Warhol en aquellas imágenes en serie de objetos de consumo diario. El espectáculo tiene un efecto de cosificación en el individuo, que se ve sumergido en una suerte de anonimato, consumidor reducido a una absoluta pasividad, absorto en esa maravillosa puesta en escena, en ese mundo irreal que se le muestra de modo cada vez más verosímil, haciendo creíbles situaciones siempre más increíbles, algo así como el más difícil todavía gracias a la tecnología. El espectáculo impone su mecanismo de abstracciones sobre la realidad concreta, consumando un ejercicio de separación entre lo social y los resultados de las representaciones, que se acumulan sobre sí mismas, representándose unas a otras, emancipadas de la realidad y sus necesidades, como la mercancía resultante del proceso de producción, girando autónomas sobre sí mismas en una espiral de proliferación al infinito. El funcionamiento del espectáculo no sólo abre un espacio de irrealidad, sino que impone una manera, igualmente exhibicionista, de relacionarse con la sociedad y entender lo real, un modo regido bajo esa mirada externa desde la que se organiza el espacio, la mirada omnipresente del espectador. El espectáculo aparece como una superficie sobre un vacío, el lugar de una ausencia, pura ilusión carente de una realidad que lo sostenga; es por eso que es autónomo en sí mismo. Al haber borrado las huellas de su proceso de producción, se presenta como acabado, perfecto en su condición de producto listo para el consumo. De este modo se anulan los límites entre la realidad y la ilusión, para imponerse esta última, cubriendo totalmente la primera, o en palabras de Debord: El espectáculo, que es la eliminación de los límites entre el yo y el mundo mediante el aplastamiento del yo asediado por la presencia-ausencia del mundo, es igualmente la eliminación de los límites entre lo verdadero y lo falso mediante el reflujo de toda verdad vivida bajo la presencia real de la falsedad que asegura la organización de la apariencia (parágrafo 219).

No resulta fácil explicar por qué una sociedad que recurre con exacerbada pulsión a las más diversas estrategias de representación, para las que no deja de inventar nuevos medios cada vez más sofisticados, tenga en tan poca estima la idea de teatralidad. ¿Quizá tras este enigma se nos oculta algo? Por otro lado, trasladándonos al campo artístico: difícil tesitura, sin duda, la del teatro en una sociedad hiperteatralizada, donde todo aspira a adquirir la plenitud a través de su condición de espectáculo. Ésta es la situación sobre la que vamos a reflexionar en las páginas que siguen, tratando de analizar algunas de las estrategias de la escena ante tan temibles competidores, como el cine o la televisión, la política moderna o la economía de consumo. ¿Cuál es la teatralidad que le queda al teatro para

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ser un medio artístico eficaz, o al menos no tan aburrido (tan poco atractivo, podríamos decir) en medio de esta desbordante oferta de espectáculos apoyada en una tecnología cada vez más avanzada? ¿Qué puede hacer el teatro, el medio por excelencia de la representación durante siglos, ante unos espectadores convertidos en auténticos profesionales del teatro, educados en esa inmejorable escuela de teatralidad —¿teatrería?— que es la televisión? La respuesta nos la ha venido ofreciendo la escena a lo largo del siglo XX a través de algunos de sus creadores más destacados, aunque esta proliferante industria cultural en la que nos vemos inmersos apenas deja ver algo con claridad, confundiendo unas cosas con otras en mitad de un caos que sólo le favorece a ella misma. Tan paradójica tesitura —una sociedad hiperteatralizada que sufre pavor al reconocer su propia condición teatral, identificando “teatralidad” con aquello que carece de verdad— no puede encontrar una respuesta sencilla o unívoca. Sin duda, son muchos los tipos de teatrería elevados a los altares del mundo moderno y también son diversas las formas de teatralidad con las que el medio escénico ha tratatado de responder a esta terrorífica invasión de actores, guionistas y directores de escena, decoradores de la sociedad del bienestar. Resumiendo las diferentes opciones, se pueden definir dos caminos principales descritos por los creadores más inquietos del panorama del siglo XX. Uno consiste en la acentuación explícita de los elementos de teatralidad, con lo que la escena trata de reconciliarse con sus mecanismos básicos, ostentando a la vista del público sus medios fundamentales de expresión, el trabajo de interpretación, la focalización del espectador como elemento activo y creador, una renovadora concepción del espacio y el tiempo escénicos y la reivindicación de un componente poético que no descarta, pero tampoco se reduce, a la palabra. El otro camino apunta una dirección sólo aparentemente opuesta; consiste en replantear la construcción escénica a partir del intento de superación del propio fenómeno de la representación. El teatro se sitúa así en la frontera entre su realidad material y el mundo de ficción referencial. La negación de este último focaliza el primer elemento: el cuerpo del actor y la realidad del espacio y el tiempo escénicos, es decir, la presencia material de los distintos lenguajes emancipados de los significados impuestos. Esta vía ha empujado el teatro al diálogo con otros medios artísticos, con los que a menudo se ha confundido; de este modo, se construye un espacio heterogéneo de indefinición en el que ha confluido el arte dramático con la pintura, la música o la danza, movidos por este mismo deseo de reconquistar una realidad artística, inmediata y física, que parecía perdida a principios de siglo XX en aras de discursos idealizantes y abstracciones teóricas. El producto más exitoso de esta evolución ha sido la idea de performance y toda una constelación de géneros artísticos en torno a ella.

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En esta línea se situaría el denominado por Lehmann “teatro posdramático”, finalmente consolidado a partir de los años sesenta. Ambas estrategias se vienen anticipando a todo lo largo de la centuria anterior en creadores tan significativos como Meyerhold o Brecht, pero es a partir de los años sesenta cuando conocen su consolidación y desarrollo más sistemático. Aunque hay que insistir en que estas dos líneas no son tan distantes como pudieran parecer, este ensayo se va a situar en la primera perspectiva1. Para ello me voy a referir a la trayectoria y poética escénica del grupo teatral más longevo de la escena española del siglo XX, y según ellos mismos afirman también de Europa: Els Joglars, dirigido desde 1962 por Albert Boadella. La producción de este creador supone una respuesta coherente donde las haya a este estado de hiperteatralización que sufre la sociedad occidental, lo que él mismo ha calificado de “epidemia general de exhibicionismo” (Boadella 2000: 36), denunciada una y otra vez en sus numerosos montajes. En un ensayo reciente, El rapto de Talía, expone con claridad esta paradójica situación de la creación teatral, sometida a la desigual competencia de otros campos aparentemente no teatrales, tras el secuestro del don de la interpretación, lo que en otro tiempo fue privilegio profesional de cómicos y actores. El arte de la imitación y el fingimiento es hoy ostentado por los gremios y sectores más diversos: “Médicos, políticos, modelos, azafatas, policías, terroristas, meteréologos, etc., crean sus propias representaciones siendo incapaces de distinguir entre su actuación y su vida” (ibidem). Retomando un enfoque antropológico que ya expusiera Evreinov a comienzos de siglo en su clásico ensayo sobre la teatralidad, Boadella se refiere a la interpretación como un instinto latente en todo individuo, un instinto de defensa, agresión o terapia, dependiendo de la utilidad que se le dé. Al enfoque social de Debord, Boadella añade un matiz casi sicológico: “esta misma sociedad ha encontrado su gran caldo de cultivo en la excitación exhibicionista de las masas, aumentada hasta lo demencial a través de la explosión mediática” (ibidem: 29). Bajo una falsa pretensión de autenticidad, cada cual se cree dotado para convertir su vida privada en un espectáculo público. En el centro de este debate mediático en el que se ve atrapado el milenario carro de Tespis, se encuentra el problema de la realidad y sus modos de representación, que no es nuevo, pero que en el siglo XX, debido a la revolución en los mecanismos de reproducción electrónica de la realidad, adquiere una nueva 1

Al teatro posdramático en España le he dedicado algunos ensayos (Cornago Bernal 2001, 2002b), puede verse además el capítulo “En los limites de la teatralidad” en Cornago Bernal (1999: 245-267), volumen en el que también se encuentra una contextualización histórica de la primera vía aquí planteada.

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actualidad. Todo escenario, ya sea real o mediático, es el lugar de una mentira, un espacio donde acontece un engaño, aparece un actor y unos objetos que van a hacer un “como si”, un “como si” fueran otros personajes y otras realidades que en verdad no son. La revolución de las comunicaciones, la aparición de la radio, el cine, la televisión y los medios informáticos ha hecho que esta mentira sea cada vez más creíble, que parezca menos falsa. En esta carrera tecnológica el teatro hace tiempo que se quedó atrás, inevitablemente ligado a los cuerpos físicos de los actores —de los que no dejó de renegar el mismo Gordon Craig porque le impedían elevarse sobre el plano material— y sus objetos y decorados reales, sujetos a ese aquí y ahora inmediatos que definen la escena. Por más luces y efectos sonoros que se le apliquen, la realidad del teatro, su esencia última, no va a dejar de estar ahí, desafiando cualquier intento, por sofisticado que sea, de hacer desaparecer esa realidad irreducible, la inmediatez material definitoria del fenómeno escénico, el cuerpo de los actores, la presencia del espectador y un espacio y un tiempo no ficticios compartidos por ambos. Bien es cierto que este sueño imposible de elevar el teatro por encima de sus limitaciones físicas y materiales ha proporcionado a la historia del teatro del siglo XX algunos proyectos de renovadora proyección, como el mundo escénico de Robert Wilson, una escena que parece desmaterializarse en alas de un cosmos esteticista y mágico, y no por ello menos teatral, la conversión de los actores en autómatas o muñecos, del espacio en un ensueño de luces, movimientos y colores. Sin embargo, numerosos intentos de superar las limitaciones materiales del teatro, carentes de la fuerza creadora del director norteamericano, no han conducido a tan buen puerto. En este sentido hay que apuntar una de las formas más frecuentes y costosas de teatrería, protagonizada, en el caso de España, por ejemplo, por los Teatros Nacionales, empeñados en suplir a base de elevados presupuestos la falta de creatividad. Las aparatosas escenografías con las que a menudo revisten sus producciones parecen volver a convertir el teatro en aquel hermano pobre del cine, que fuera en otras épocas. La transformación del teatro María Guerrero de Madrid en el interior de un buque desvencijado a punto de hundirse para el montaje de San Juan, de Max Aub, la reproducción exacta con fibra de vidrio, por el mismo Teatro Nacional, del sótano del Hospital de San Carlos, el actual Museo de Arte Contemporáneo Reina Sofía, donde se estrenó Carta de amor (o como un suplicio chino), de Fernando Arrabal, para su gira, o la exhibición de un lago de 50.000 litros de agua y un bosque de abedules corpóreo en tamaño natural para el estreno de La Gaviota, de Chéjov, por el Teatro Nacional de Cataluña —ejemplo que nos recuerda Boadella (2001: 62)— deben interrogarnos acerca de la funcionalidad de dichos alardes técnicos. ¿Acaso se trata de crear la ilusión de determinados ambientes en un espectador avezado

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hoy más que nunca en la simulación (casi ya virtual) de las más fantásticas realidades? Eso sería, efectivamente, volver a convertir el teatro en el hermano pobre del cine o de los medios informáticos, jugando la baza que no le corresponde. Al fin y al cabo, pasados los primeros instantes de sorpresa, el espectador se terminará olvidando de esa aparatosa escenografía para centrarse en la acción teatral, es decir, en la comunicación escénica como proceso inmediato de creación, y entonces tanta decoración podría llegar a tener el efecto opuesto, convirtiéndose en una molestia, gratuita falsedad con ingenuas pretensiones de verosimilitud que terminará aplastando la poesía teatral, impidiendo la elevación de la escena en aras de la magia de la representación. Éste es el dilema con el que se enfrenta el teatro, su propia condición de engaño, mucho más evidente en la escena real que en el cine o en otros tipos de representaciones, en una época lanzada a la carrera por la conquista de la realidad, pero de la realidad virtual, una realidad falsa, pero verosímil, la realidad de la ilusión, la verdad del espectáculo. ¿Cuál es la verdad, cuál es la realidad que le queda al teatro? Esta pregunta guía las diferentes estrategias de teatralidad —antes que de teatrería— que se han sucedido a lo largo del siglo XX, y entre ellas la poética escrita por Boadella a lo largo de cuatro décadas de trabajo. Desde sus inicios, la trayectoria del colectivo catalán se podría resumir como la búsqueda de realidades específicamente teatrales, hacer real la ilusión teatral en y desde su propia condición escénica, rechazando efectos de simulación que queden fuera de las posibilidades específicas de la escena en la edad de los medios electrónicos. En la transformación de la materialidad escénica en realidad artística cifra el creador catalán la condición poética de la escena, la realidad del engaño, pero desde la aceptación explícita de este último, levantando la escena sobre el juego consciente de sustituciones y falsedades que es el teatro. Como reacción a la creciente tecnificación de la escena se sitúa su apuesta por la austeridad formal, credo compartido por numerosos pioneros a lo largo del siglo XX. La evolución de Els Joglars es en este sentido modélica, desde sus inicios en el mundo de la pantomima y las mallas, el espacio silencioso y desnudo, la caja negra. A partir de ahí se asiste a una lenta y progresiva introducción de otros lenguajes, como el vestuario, objetos diversos, sonidos y finalmente la palabra. En su etapa de madurez, iniciada a finales de los años setenta con la trilogía M-7 Catalònia, Laetius y Olympic Man Movement2, esta cualidad, aunque con2

Este ensayo se centra en la trayectoria de Els Joglars desde M-7 Catalònia, momento considerado por la crítica y el propio director como el inicio de su período de madurez; sin embargo, por cuestiones de espacio, el análisis detallado desde la perspectiva aquí expuesta de cada uno de los montajes que se sucedieron desde comienzos de los años ochenta y la evolu-

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vertida en ocasiones en un efecto estético antes que en austeridad real, ha marcado de forma decisiva no sólo la estética del grupo, sino su comprensión del fenómeno artístico: “El Arte es inseparable de esta relación: mínimos medios/máximo rendimiento” (Boadella 2001: 131). Junto a esta voluntad explícita de economía formal, el colectivo, coincidiendo nuevamente con algunas tendencias de la anterior centuria, ha focalizado el trabajo actoral, ofreciendo a sus intérpretes un amplio espacio de juego, que llama la atención del espectador, libre ahora de cualquier impedimento escénico. El creador catalán no ha dejado de referirse al teatro como el arte del actor: sólo durante la interpretación de éste frente al espectador tiene lugar el fenómeno teatral. Ahondando en la austeridad formal, se aboga por un entendimiento primitivo, casi ritual, del fenómeno teatral, que se abre al juego explícito y la representación consciente de comportamientos sociales con un fin liberatorio a través de la identificación de la colectividad por medio del trabajo del chamán/sacerdote/actor. Que la escena del siglo XX, y más concretamente el colectivo catalán, haya recuperado una idea primitiva del juego teatral, entroncando con su olvidado carácter ceremonial, sacralizador en unos casos, social en otros, puede parecer una vez más paradójico; es decir, por un lado, la escena moderna reacciona frente al nivel de teatralización de la sociedad, pero, sin embargo, por otro, reivindica una rigurosa codificación del mundo escénico. El mismo Boadella ha levantado su poética sobre una permanente reflexión en torno a otros tipos de escenificaciones, como los actos religiosos, políticos o artísticos, denunciando el peligroso olvido de las convenciones y el aparente rechazo de los formalismos a nivel consciente en el que vive el mundo actual, aparente contradicción que explica en los siguientes términos: “No es impropio de un hombre de la farándula esta contradicción: arremeter desde la escena contra cualquier mito social y necesitar mitos, como signos imprescindibles para una construcción dramática de mística ritualista”, a lo que añade: “En este sentido me siento un minusválido incapaz de moverme con naturalidad entre la gente que elimina el protocolo, o sea, el lenguaje” (ibidem: 93). A partir de esta denuncia, da cuenta, con la inevitable dosis de ironía, de la actual crisis de los credos religiosos, y especialmente del catolicismo, aludiendo a la falta de fe, no tanto en Dios, como en el teatro.

ción del grupo desde entonces aparecerá en un estudio por separado. Para una revisión de su trayectoria anterior, pueden consultarse los trabajos aparecidos con motivo del 25 aniversario de su creación, como los de Bartolomeus 1987, Boadella 1987 y Racionero 1987, o el monográfico dedicado por Cuadernos El Público, diciembre 1987; asimismo, para su primera época, puede verse Cornago Bernal 1999. A raíz del 40 aniversario han aparecido ensayos de Boadella 2001 y Els Joglars 2001.

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La creación de estos códigos, de carácter ahora específica y declaradamente teatral, va a constituir el caballo de batalla de Els Joglars. Esta opción supone situar en primera fila el trabajo con los elementos formales propiamente escénicos. Se trata de una concepción casi artesanal de la creación escénica, en la que coincide con otros creadores dramáticos de la talla de Miguel Romero Esteo. Pero todo ello no apunta únicamente a una reflexión sobre los lenguajes escénicos, sino que yendo más allá, pone de manifiesto cierta condición tosca del propio quehacer teatral en sus primeras fases, todo aquello que muchos otros directores van luego limando hasta hacerlo desaparecer: “Me gusta la artesanía popular, que se noten las huellas de los dedos. Que la espontaneidad de los primeros ensayos, o de las improvisaciones, se respire posteriormente. Dejo muchas cosas expresamente para que den la sensación de impacto directo” (cf. Posa 1987: 11). A este respecto, coincide también con otros renovadores de la escena internacional que comenzaban su trabajo en aquellos años sesenta, como Peter Brook (1994: 85), quien dedica una de las secciones de su histórico ensayo El espacio vacío a la tosquedad como un componente común a todo el teatro popular a través de los siglos y modo por excelencia de renovación de los lenguajes teatrales. Al comienzo de sus memorias, el Bufón —como él mismo se autodenomina en un juego de desdoblamiento—, adscribiéndose a una clara línea de descendencia teatral, nos recuerda esta idea del teatro, a la que quizá contribuyera su paciente labor de joven empleado de orfebre: “la lucha con la materialidad se convierte en el máximo imperativo de los contenidos artísticos” (Boadella 2000: 26). No se trata, por tanto, únicamente, de una idea del teatro, sino de toda una concepción artística; aunque en el medio escénico, tan proclive a misticismos en aquellos años sesenta en los que se inician Els Joglars, cobra especial pertinencia esta llamada de atención acerca de la concreta materialidad de sus lenguajes básicos y su cualidad casi artesanal, la única realidad objetiva de la escena; así lo explica en sus memorias: “me sorprendía mucho que en el aprendizaje teatral se hablara tanto de teología escénica y tan poco del oficio, y que los maestros fueran discutidos por esencia”(Boadella 2001: 125). En coherencia con esta aproximación formal y material, Boadella destaca el lenguaje musical como modelo para la creación teatral. La música, en muchos casos de autores clásicos, sobre todo Beethoven y el género operístico, no es sólo un componente fundamental en casi todas sus obras, sino que se impone como una guía rítmica y esquema de estructuración al que se ajustan de forma explícita los juegos interpretativos. En numerosas ocasiones ha aludido a esta idea de la creación musical como modelo escénico, explicando, por ejemplo, cómo en el comienzo de la Séptima Sinfonía de Beethoven “la eclosión orquestal del vivace, la saltarina división del ritmo 6/8, célula vital de todo el primer tiempo, se convierte en un irrefrenable gesto

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liberador. —¡Esto es teatro en estado puro!—” (ibidem: 26). En una escala gradual en cuanto a teatralidad, después de la música iría la palabra rimada, y sólo en último lugar la prosa. Con la concepción literaria del teatro, apoyada en el género dramático, el teatro habría iniciado un progresivo alejamiento de sus principios esenciales, ritmo, musicalidad y trabajo interpretativo. La mayor parte de la producción de Boadella se enmarca dentro de ese modelo de sabor mediterráneo y juglares de la legua, de ahí que hayan mantenido una estructura itinerante, buscando el contacto con los públicos más diversos, imagen del comediante siempre un poco grosero y descastado, sin patria, parientes o amigos, como se queja amargo Rigoletto, convertido en El Nacional en modelo trágico del Bufón, porque tras la comedia y la risa, tras la bufonada de sal gorda, late la tragedia y la poesía. Se llega así a una poética escénica construida sobre el mecanismo básico de la teatralidad, el juego de las apariencias, que no niegan su condición de tal, y lo que éstas ocultan. De esta suerte recupera el teatro su milenaria vocación de juego, juego descarado con los códigos y las apariencias, manipulación irreverente de otros “teatros”, los teatros de la historia y el poder político, los teatros de la iglesia y la etiqueta social. Y tras esas fachadas alegres, gesto insolente a una sociedad que trata de negar su condición teatral, late el misterio del arte, capaz de transformar ante la mirada del espectador —o mejor dicho: gracias a esa mirada (ahora creadora)— la naturaleza de aquello que tiene delante, de convertir la bufonada en un gesto poético, la mueca grotesca en alarde artístico, la imagen en metáfora que adquiere así otra realidad, la realidad última del arte, la transformación de la materia tosca en algo que antes no era, en algo nuevo y esencialmente escénico. Así pues, haciendo explícita la necesaria distancia de teatralidad, condición sine qua non para que ésta se eleve por encima de la teatrería, afirma ese entrañable acomodador de un viejo teatro nacional a punto de ser derruido, que protagoniza El Nacional, don Josep: “éste es un oficio de putas, cabrones y maricones. Y su grandeza está en que las putas hacen de virgen, los cabrones hacen de héroe y los maricones de Don Juan. ¡Ésta es la auténtica magia del teatro, señorita!” (Boadella 1999: esc. XII, 79). Sin duda, no se puede hablar de un solo tipo de teatralidad, ni una única forma de teatrería; ambos polos dependen de la cultura de cada momento. Es ésta la que desde sus estrategias dominantes de representación apunta los caminos que debe seguir el arte en su búsqueda de una expresión teatral eficaz estéticamente, es decir, ideológicamente, como lo ha venido siendo la de Els Joglars, a juzgar por los diversos enfrentamientos que ha tenido con distintas instituciones y grupos políticos. Tampoco parece que una misma cultura dé lugar a un solo tipo de teatralidad, sino que los mecanismos pueden ser diversos. Sin embargo, actualmente la respuesta más coherente a unas formas sociales que

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tratan de disimular su alto grado de espectacularidad, encubriéndolas en atractivas puestas en escena, embalajes de diseño o minuciosos ejercicios de representación con pretensiones de autenticidad, debe ser la aceptación y la denuncia de estas teatralidades mediante el trabajo con esos mismos códigos culturales que apuntan de forma directa a la propia realidad, alejándose del trabajo fácil que sería utilizar los códigos ya creados, los lenguajes estereotipados, teatrería de recuelo carente de realidad que pretende ignorar a sus hermanos de escena, la escena mediática con la que quiera o no debe convivir. La peor forma de teatrería es, finalmente, tratar de modo ingenuo al público; hablar a un público más experimentado que nunca con convenciones y estereotipos de otro tiempo, cada vez más alejados de la realidad que en algún momento los alimentó, y que tratan además de pasar por naturales, cuando en la televisión está viendo cada día la parodia de esos comportamientos afectados. Al teatro no le queda sino asumir su propia teatralidad, que frente a la teatrería, se revela como una suerte de puesta en escena de la autenticidad (FischerLichte y Plug 2000). Sin renunciar a su esencial carácter escénico, el teatro se erige como algo auténtico en su propia materialidad, proyectada poéticamente hacia otras esferas. La Modernidad le exige a la escena —espacio por excelencia de la representación artística— ir una vez más a contracorriente para poner sus milenarias formas de comunicación al servicio del desvelamiento de esos otros campos de representación que niegan su condición teatral, temerosos de que, aceptando el engaño (escénico), dejen de cumplir su cometido. Y para la consecución de esta teatralidad se hace necesario ante todo iluminar las distancias sobre las que crecen las estrategias de representación, las distancias entre los códigos visibles y aquello que éstos ocultan, mostrar la relación entre las presencias y lo que queda fuera, pero que sigue estando en escena como ausencia; ésta es la vendetta del Bufón, hacer visible lo que no se ve, coincidiendo con la definición de Brook (1969) del teatro, aunque éste la refiriera a un registro místico. En este momento es cuando la simulación, la apariencia y falsedad del teatro se convierten en verdad, realidad y autenticidad. En la medida en que un teatro hace visible esta distancia, el vacío que encierra todo juego de representación, se convertirá en un teatro capaz no sólo de ser útil al momento social e histórico actual, sumido en tamaña confusión, sino también de alcanzar la magia de la poesía, hacer visible el misterio de la representación, convirtiendo lo grotesco en sublime, la materialidad de los lenguajes en lenguajes del arte. La tosca materialidad que ha acompañado las formas escénicas a lo largo de los siglos se revela como el mejor aliado en esta empresa de denuncia y creación. Esa aparente tosquedad es el primer piloto que avisa al espectador del carácter

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teatral de lo que va a presenciar, del ejercicio de artificio sobre el que va a crecer el espectáculo, engañoso y lúdico, puro juego; y será este mismo vacío, hecho visible tras la fachada escénica, el que termine transformando la tosquedad en arte, el grotesco en poesía. Esa distancia imprescindible que inaugura todo juego de teatralidad, aunque a menudo se prefiera dejar oculta, es la que Els Joglars sitúa en el centro de su escena, en una apuesta por un teatro éticamente eficaz y estéticamente creativo. Ésa es la distancia que se adivina tras los magistrales trabajos de interpretación de Josep Maria Fontserè, capaz de hacer creíble la parodia, y del resto del elenco, sabedores siempre de que realizan, antes que nada, un ejercicio escénico, fugaz y transitorio, la representación explícita de una realidad exterior que no va a dejar de ser ajena al teatro, porque el teatro sólo admite realidades escénicas, y ésa es la realidad artística, verosímil y auténtica, pero también efímera, del Bufón.

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OBRAS CITADAS

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¿FRAGMENTOS, ELIPSIS, HUECOS TEXTUALES? LA ESCRITURA DE LOS JÓVENES AUTORES DRAMÁTICOS Susanne Hartwig Justus-Liebig-Universität Giessen1

¿Qué tienen en común la escritura de varios jóvenes autores dramáticos en España y las patatas fritas? Esta comparación, que, a primera vista, podría parecer traída por los pelos en calidad de captatio benevolentiae, llama la atención sobre un denominador común de ciertos “actos de consumo” propios de nuestra época tan posmoderna. Se ha repetido hasta la saciedad que la era posmoderna se caracteriza por la fragmentación. En el teatro, la elipsis en la textura dramática gana terreno frente al discurso narrativo lineal y cerrado. Los “huecos textuales” (entendidos como rupturas en la recepción lineal del texto) se han vuelto hasta una seña de identidad de los escritores teatrales, casi el único denominador común que justificaría la noción de “generación”2. El auge de textos fragmentados tiene que ver sin duda con la omnipresencia de los medios audiovisuales que han acostumbrado a sus usuarios a la dispersión, a la estimulación continua y al cambio de tema e imagen a un ritmo de cada tres minutos. No hay que olvidar que en los inicios del cine se

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Este trabajo se enmarca dentro del proyecto de investigación “Huecos textuales como base de una tipología del teatro español contemporáneo” que estoy llevando a cabo en la universidad de Giessen. Para un estudio detallado de diferentes tipos de fragmentación véase Hartwig 2004. Borja Ortiz de Gondra afirma: “Yo creo que la única cosa que nos puede unir es la utilización de la elipsis” (cf. Pérez-Rasilla 1997: 93; véase también Ortiz de Gondra 1999: 31). La estética del hueco textual (que el director o el espectador han de rellenar para dar sentido al texto) ha sido promulgada en España sobre todo por José Sanchis Sinisterra. Los “huecos textuales” son un fenómeno internacional: Corvin (1989: 6f.) los menciona e Ivan Nagel (2000) presenta el trabajo de Klaus Michael Grübers como “Theaterkunst, Lücken zu schaffen”. Sánchez llama la fragmentación una característica del teatro de los años 90 (2000: 123).

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recurría al rótulo separador para orientar a los espectadores en los cambios temporales, o al fundido para marcar el salto en el tiempo, lo que ya no es necesario. Gracias a la familiaridad de los espectadores con los recursos del cine y de la tele —el fundido, el encadenado, la superposición de imágenes— la elipsis se vuelve una técnica facultativa con fuerza expresiva. Por eso, quisiera contextualizar el debate sobre la escritura de los jóvenes autores dramáticos en el conjunto de los medios de comunicación, estudiando en qué medida el texto “agujereado” es capaz de establecer un diálogo con los demás sistemas estéticos.

LOS TEXTOS El estudio se basa en los tres últimos volúmenes publicados por la RESAD de Madrid, en los que se recopilan los textos escritos por los alumnos del curso de dramaturgia3. Esta especialidad se imparte con el propósito de proporcionar a los alumnos una especial habilidad en la construcción de textos teatrales. Las temáticas que abordan son muy variadas: van de lo político a lo social, de lo universal a lo íntimo y reflejan los avatares de la sociedad contemporánea con todas sus contradicciones4. Suspendiendo de momento las preguntas y las disquisiciones que pueden plantearse sobre la calidad y la madurez de las obras, vamos a estudiar 28 textos bajo la perspectiva de la fragmentación, que se dejan repartir en tres grupos. 1) Textos lineales, con o sin elipsis Pocos son los textos —sólo cuatro— que muestran una trama lineal sin rupturas. Destaca el texto Humo, de Briones Alcalá, por ser el más complejo. La historia es la siguiente: un hombre se ve forzado por su difunta esposa a revivir diferentes esta3

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La historia de la actual RESAD remonta al año 1831 cuando se da forma al Real Conservatorio de Música y Declamación, cuya impulsora fue la reina María Cristina de Borbón. Su sede actual en la Avenida Nazaret se inauguró el 16 de marzo de 1998. El 3 de octubre de 1990, se especifica que las enseñanzas de Teatro pasan a ser de rango universitario (véase Granda 2000). A partir de 1992, se pueden estudiar en la RESAD tres especialidades: Interpretación, Dirección de Escena, así como Dramaturgia y Escenografía. Cada año, la RESAD recoge en una antología los textos dramáticos de quienes van a finalizar sus estudios de Dramaturgia. Véanse los “temas de nuestro tiempo” que enumera Alonso de Santos (1996: 95); véanse también Heras 1999 y Gabriele y Leonard 1996b.

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ciones de su vida con los comentarios de la mujer. Éstos garantizan la coherencia de la obra relativizando el peso de la heterogeneidad de los recuerdos e hilvanando las fisuras entre ellos5. Las premisas subyacentes de este tipo de estructura textual radican en una concepción tradicional de una historia: con nudo, conflicto y desenlace. Seis de los textos analizados cuentan, en orden cronológico, una historia mediante varias instantáneas suprimiendo todos los momentos “muertos” sin cambiar el nivel de ficción6. En este grupo hay que mencionar el texto A punto de cerrar, de María Gainzarain, que, casi como un “contrapunto”, muestra precisamente los momentos “muertos” de una existencia monótona y repetitiva presentando el trabajo de todos los días en un bar cualquiera; a falta de verdaderas aventuras, la pieza muestra el juego de las jerarquías y las tareas ingratas de los subalternos, sin nudo, enlace y desenlace realmente dramáticos. Destaca también el texto Veo, veo, de Carmen Abizanda, que mezcla tres historias cortas con un denominador común: la crisis en una pareja que está ante una decisión capital en su vida7, y que asegura su coherencia por una historia integradora que sirve de marco a la obra entera: el juego de dos niños que miran a través de un agujero. Así, las diferentes historias mantienen una perspectiva coherente. Los textos mencionados parecen una simple amplificación de la repartición tradicional de una historia en actos: a pesar de los cambios de lugar, de tiempo

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Los otros tres textos son La secta, de Luis García-Araus, que plantea una situación absurda de un matrimonio ávido de encontrar la felicidad eterna; El camarote de los hermanos Marx, de Juana Martín Ramos, que cuenta las desdichas de un rico heredero que se enfrenta a los parásitos, y Tradición, de Belén Franco, que trata de la toma de conciencia de una mujer recién parida en un mundo recluso musulmán. El regalo, de Ana Rocasolano, habla de una mujer cuadragenaria que cuida a su marido gravemente enfermo. Los cuatro actos de Senza fine, de Sara Rosenberg, relatan una historia melodramática sobre un latinoamericano que no quiere vender su casa a unos especuladores de la propiedad inmobiliaria. Prólogo, de Nieves Moreno, trata de un fracaso sentimental de un chico que odia a su padre y suele refugiarse en sus sueños con su madre muerta. La adaptación de una novela, La seda de tu voz, de Margarita Piñero, cuenta la aventura sentimental de un negociante de gusanos de seda (el texto muestra un pequeño desplazamiento cronológico de una escena). Estigma, de José María Martínez Ruiz, narra la historia de una pobre colombiana forzada a prostituirse. Las trece escenas de Cuando todo termine, de Emilio del Valle, nos presentan a dos personajes que viven una vida miserable en un búnker durante una guerra. Se trata de un joven drogadicto que se entera del embarazo de su novia, igualmente drogadicta; una lesbiana que quiere un hijo de un desconocido y que lucha contra la resistencia de su novia, y dos ancianos que van a perder su ganado y piensan en una vuelta al pueblo. En la cuarta escena se ve que todo pasa más o menos en el mismo sitio: por la ventana, la pareja lesbiana ve a los yonquis y a los viejos (Abizanda 2000: 17).

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y de perspectiva, las diferentes partes se integran cronológicamente en una historia global. La estructura fragmentaria se explica por el hecho de que el mecanismo narrativo lleva automáticamente a la elipsis, porque presenta únicamente los fragmentos significativos de un relato suprimiendo las piezas que pueden deducirse a partir de las informaciones dadas. A veces cambia la cronología de manera que el texto se convierte en un puzzle. El texto Vitro, de Beatriz Cabur, se presenta como un rompecabezas que poco a poco nos va ofreciendo las claves con las que encajar las piezas. Al final, es posible reconstruir la historia de una clonación contada por el propio clonado prototipo en el que se despierta el libre albedrío. La fragmentación confiere cierto dramatismo a la historia; también acusa su carácter enigmático. Dos textos dejan tantas informaciones en “entredicho” que la historia queda borrosa y casi se diluye. En el texto de Silvia González López, Coreografías para un deseo, se mezclan unas escenas dialogadas llenas de misterio con escenas pantomímicas ambiguas. La historia de Pícol, de Zara Paniagua, gana en complejidad por omitir informaciones que no se pueden o no se quieren hacer explícitas (Sarasola 2002: 10). En los dos casos, las elipsis abren un sabio juego de ambigüedades. Puesto que los huecos estimulan al receptor a buscar “puentes” entre ellos, éste no consume la obra como un producto acabado sino que activa la flexibilidad de sus pensamientos. Sin embargo, no hay que olvidar que este tipo de fragmentación dirige al lector sugiriéndole cómo hay que llenar los huecos y le prescribe, si no cierta solución del problema expuesto en el texto, sí al menos cierta perspectiva. 2) Textos que rozan el caos Este grupo comprende tres textos que carecen de hilo narrativo coherente. Presentan, desde perspectivas cambiantes, unos momentos transitorios de una historia “en añicos”. El texto Crimen, de Mercedes Rodrigo López, trata de dos hermanas que comentan mutuamente sus vidas mezclando sus comentarios con un cuento de hadas que trata de una mujer en un castillo. Las diferentes tiradas, bastante largas y crípticas, permiten una cantidad indeterminada de relaciones por asociación8. Al final, ni siquiera resulta evidente a qué crimen se refiere el título de la obra.

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Sarasola habla de “la contaminación lírica de lo absurdo” (2001: 8).

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El escenario de Mundo encerrado en dos, obra de Mencía Marañón, presenta unos cubos de basura y una valle. Hablan un Hombre y un niño, un Hombre de Negro y tres personajes (o más bien soportes de texto sin nombre) que salen de los cubos9. El tema unificador es el estado miserable del ser humano y del mundo en que vive. Marañón mezcla imágenes poéticas y altamente enigmáticas con unas definiciones del diccionario de palabras cotidianas. A veces, los “personajes” hablan sin puntuación y con tantas repeticiones que sus tiradas se parecen a una letanía. Sin embargo, no existen relaciones lógicas entre las diferentes enunciaciones, únicamente unas relaciones asociativas. El texto entero se parece a un gran lamento continuo sobre un mundo en desaparición. La obra que más se acerca a un “collage verbal”, por su carácter disparatado, es Sabemos quién se ha meado en mi copa de helado, de Paloma Ortiz. La autora presenta al receptor unos personajes planos sin “señas de identidad”. El nombre de los personajes (Yo-Él, Yo-Ella, Tatiana 7 años) hace pensar en un yo escindido. Se diluye también la frontera entre texto hablado y acotaciones. A menudo, las réplicas contienen unas descripciones extensas de la situación de manera que se parecen a unas acotaciones, mientras que varias acotaciones son comentarios personales y sentimientos íntimos como si fuesen un monólogo hablado. Los temas tratados y las acciones descritas son incoherentes, de manera que la palabra se convierte a menudo en material sin función comunicativa. Varias frases y pensamientos se repiten. Muchas veces no se sabe a qué se refiere lo enunciado porque los “soportes de texto” hablan en la tercera persona del singular sin precisar de quién se trata, o “citan” a otras personas sin especificar quiénes son: de esta manera, se pierde el centro de la enunciación. El texto entero ofrece varias organizaciones posibles sin dar ningún criterio para elegir entre ellas. Por ejemplo, la autora propone dos frases finales que se contradicen. Las diferentes lecturas resultan contingentes puesto que el contexto ni las afirma ni las desvirtúa. Los componentes textuales preservan su autonomía porque no existe una superación sintética hacia un nivel superior. En los tres textos presentados, cada elemento contiene mucho potencial discursivo que se activa conforme a la libertad de interpretación que dejan los huecos en la textura lineal de la trama. La calidad del texto reside en la elección de los elementos, su fuerza asociativa y su riqueza evocadora. La falta de

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También hablan unos “soportes de palabra” que llevan un simple sustantivo como nombre. No se desdibujan personajes coherentes o identificables.

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estructuración corre el riesgo de ser meramente efectista. Del collage ingenioso, rico en sugerencias, a un texto desestructurado e insignificante no hay más que un paso10.

3) Textos híbridos El grupo de textos más amplio se basa en una mezcla de los dos tipos presentados, por lo cual se puede hablar de “hibridismo”. Muchos de estos textos híbridos utilizan varias rupturas espacio-temporales y modales que, sin embargo, no afectan a la coherencia de la historia principal. Por ejemplo, cinco textos pasan continuamente de la realidad al sueño o al mundo de los miedos y de las pesadillas, o del presente al pasado, sin demarcar siempre nítidamente las fronteras. En Logos teleios, por ejemplo, Arija Martínez hace alternar dos niveles distintos de una misma historia. Una serie de escenas contiene la confesión de un hombre; otra serie se compone de danzas oníricas de esqueletos animales y humanos que visualizan los terrores interiores del hombre. Estos interludios funcionan como bisagras que añaden una dimensión simbólica a la historia. Sarasola habla del “desfase violento entre realidad objetiva y mundo interior” (2001: 8). Olvido, de Alfonso Pindado Jiménez, enfrenta la cruda realidad de la Guerra Civil con una alegoría del olvido. En otras ocasiones, unas partes enteras del texto parecen estar fuera del desarrollo lógico-temporal de la trama, como en Involución, de Jesús Laiz. En este texto, la primera y la cuarta escena parecen irreales, sin relación precisa, ni espacial ni temporal; con la historia circundante. En El lanzador de cuchillos, de Alberto Conejero, varios personajes relatan su versión de un acontecimiento del pasado, la muerte violenta del padre de la familia, para averiguar quién lo mató. El desacuerdo entre las diferentes miradas crea una tensión que va aumentando con el tiempo. Alternan monólogos 10

Véase el juicio muy severo de Heras: “[...] muchos y muchas se lanzan hoy a escribir textos teatrales en los que no aparece ninguna estructura, ninguna construcción de posibles personajes, ningún sentido del tema tratado y ninguna referencia a un posible referente político o social que emocione o haga reflexionar. Son textos verborréicos, llenos de grandes frases vacías, de falsa poética abierta, de efectos literarios vacíos, en suma un [sic] textualidad inane y, por tanto, inútil y absolutamente prescindible” (2002: 34). Véase también Sanchis Sinisterra que critica a los que escriben obras fragmentarias siguiendo simplemente unas “recetas de lo nuevo para parecer modernos” (Sanchis Sinisterra, Heras y de Tavira 2000: 33).

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poéticos, entremeses de juegos de trapecistas y unas descripciones atemporales y enigmáticas11. Dieta, de Silvia Nanclares, relata el calvario de una chica que quiere adelgazar y que se ve arrastrada por las tentaciones de una sociedad de apariencias y por sus propias exigencias exageradas. La obra se compone de una multitud de pequeñas secuencias que ilustran la confusión interior y la vida tormentosa de la chica. En El encuentro, de Amaya Mínguez García, un hombre, al visitar la tumba de su madre, conoce a una anciana. La relación entre los dos queda enigmática: la anciana desempeña el papel de madre, pero también de guía en el pasado al mismo tiempo que mantiene su calidad de desconocida. Puede que todos los episodios sean pura imaginación del hombre, por lo que la historia sería un viaje onírico al país de los recuerdos. Varios textos trabajan con unos “fragmentos autónomos”. Es decir: superficialmente, son coherentes porque avanzan progresivamente desde una situación inicial hacia una situación final, pero contienen elementos que no se integran en ella. Estos elementos “autónomos” y hasta contingentes dan interés y emoción a la trama principal, manteniendo su plena ambigüedad. Las imágenes parecen contingentes cuando su desarrollo no influye, de manera determinante, en la evolución de la trama principal . Por ejemplo, la pieza corta Amniótica, de Darío Facal, describe cómo una mujer toma la decisión muy dolorosa de abortar. El texto se presenta como una mezcla de varias frases sueltas que comentan la acción principal, unas definiciones del diccionario de palabras que pertenecen al campo semántico de embarazo y aborto, así como varios pensamientos desordenados que mantienen su ambivalencia lingüística, precisamente los elementos “autónomos”12. La historia de un aborto es el centro integrador del texto y el punto de referencia de todos sus elementos, a excepción de estos pocos fragmentos no integrables. Otro texto parecido, Agen, 1, 1 , de Eurico J. de la Peña, cuenta cómo un escritor (“Hombre”) lucha contra la tentación a la cual le expone un ser sobrenatural (¿el diablo?). “Ser” le promete al Hombre la inmortalidad bajo la condición de que escriba un tipo de anti-Biblia. El Hombre rechaza la oferta. Las acotaciones evocan imágenes sugerentes de horror, de duda, pero también de la frágil belleza

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Por ejemplo, el autor da unos “apuntes para la coreografía» y otros “apuntes para la música” que son una enumeración de sensaciones sin relaciones lógicas (Conejero 2000: 83). Los núcleos temáticos ahogarse, miedo, frío, lluvia sólo esbozan el ambiente, pero no se sabe ni cuáles son los interlocutores que hablan ni cuántos son. El texto propone “un collage de fragmentos altamente evocativos que dejan al receptor la responsabilidad de combinarlos” (Hartwig 2001: 42).

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humana. A la manera de un zapping, muchas imágenes se superponen al texto sin ser una simple ilustración de la trama narrativa; unas son generales, otras personales de la vida del protagonista; unas realistas, otras alucinantes y hasta surrealistas13. También en dos ejemplos del teatro de diversión se mezclan una historia contada por instantáneas con unos elementos “autónomos”. La gallinita ciega, de B. DaDa, cuenta las dificultades sexuales de una pareja. Dos coros, uno femenino y otro masculino, reflejan, comentan y analizan en profundidad la historia principal, pero de un modo distorsionado, rozando lo absurdo. El resultado es una historia lineal urdida con yuxtaposiciones y escenas contrastadas. Esta fórmula teatral aristofánica truncada con episodios ‘autónomos’ estimulantes apuesta por el molde del teatro musical, espectáculo generador de diversión14. De manera parecida, otro texto calcado en el molde de la comedia aristofánica, Phil o Sophia, de Jesús Laiz, mantiene una cierta desconfianza hacia la historia “bien hecha”. El texto escrito en clave de sainete costumbrista con un coro cubano y un corifeo femenino está aún más centrado en la trama principal, una historia de amor tradicional15. La trama narrativa todavía tiene un poder de asimilación tan alto que llega a neutralizar la disidencia de los estímulos sueltos, de manera que éstos no destruyan la comprensión del conjunto. De lo expuesto puede desprenderse que, al margen de ciertos movimientos radicales, no se rechaza como modelo la historia “tradicional” con planteamiento, nudo y desenlace reconocibles, orden cronológico y claridad en la distribución de los episodios. El breve recorrido muestra también que, en el corpus presentado, prevalecen los textos híbridos. Aunque las publicaciones de la RESAD constituyen sólo una pequeña parte de la producción teatral en España, son un reflejo bastante fiel de lo que se ve en los balances de las últimas temporadas teatrales: el auge de una técnica de “estímulos autónomos” intercalados que potencian la ambigüedad de una trama comprensible que asegura la coherencia y la unidad del texto. tensiones y distensiones. Los últimos dos textos tratados nos muestran cómo esta técnica se utiliza en el teatro de divertimiento. Aquí se ve muy claramente que el teatro, sometido a 13

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De la Peña explica: “En el texto aparecen ciertas expresiones en mayúscula. Ni son diálogo ni acotaciones en sentido estricto: son espacios de sugerencia. [...] [Quiero] que liberen, que sugieran y provoquen imágenes, frases, sonidos, voces, acciones...” (2001: 182). La autora concibe su texto como una comedia musical (DaDa 2002a: 14). El corifeo Dolores relaciona los tres niveles del texto: habla con los protagonistas, los miembros del coro y el mismo creador de la pieza, lo que confiere un tono lúdico y ligero al texto. Afloran constantemente los temas que más preocupan a la juventud de hoy, tal como los problemas familiares, de pareja, la droga o el paro.

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las leyes del mercado mayoritario, intenta satisfacer las expectativas que lo rodean16 adoptando la técnica fílmica del corte rápido.

OTROS LENGUAJES ARTÍSTICOS Y DE COMUNICACIÓN Es un tópico decir que el resultado de la nueva tecnología masificadora es una generación formada desde los supuestos de los medios de comunicación. Los autores han evolucionado con los avances técnicos, y muchos se confiesan influidos por ellos. La gran mayoría está trabajando o ha trabajado en el mundo de la tele o del cine. El teatro adopta los códigos narrativos de los medios audiovisuales tanto en el nivel de la estructura como en el del contenido. Por lo que se refiere al nivel estructural hay que mencionar por lo menos: — la acción como unidad estructural básica17; 25 de los 28 textos aquí analizados trabajan con historias más o menos tradicionales con nudo, desarrollo y desenlace. — una especial sensibilidad para el ritmo que implica cambios y rupturas en la trama lineal; casi todos los textos presentados trabajan con rupturas en la linealidad. — la elipsis en el montaje, que es crucial porque elimina de las narraciones todas las acciones previsibles; de hecho, el corte es el requisito previo del sentido cinematográfico (uno de los maestros del teatro contemporáneo, José Sanchis Sinisterra, llama la imprevisibilidad “la ley número uno del teatro”)18. — el corte, que consiste en un ensamblado de una imagen con otra por yuxtaposición simple; se ve con frecuencia en la escritura actual de los jóvenes autores que intentan realizar el “paso ideal” de una escena a otra que no rompe la ilusión de presenciar una acción continua e ininterrumpida. Los textos teatrales recientes alcanzan un ritmo bastante elevado, lo que se consigue también mediante varios cambios de lugares que muchas veces no impli16

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Al preguntarse su opinión sobre la cartelera madrileña, Javier García Yagüe responde que ésta “se nutre del acontecimiento, de lo espectacular, del público no habitual de teatro, del que va a los musicales. A la cartelera madrileña le hace falta crear espectáculos que generen un público teatral” (Giménez 2002: 182). En el cine hegemónico, la acción es la unidad estructural básica de una película, de manera que la prueba ácida de un guión es la síntesis: una historia interesante con unas acciones lógicas. Véase Sanchis Sinisterra, Heras y de Tavira 2000: 34.

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can un cambio de idea o de perspectiva. Por ejemplo, en Phil o Sophia o en La gallinita ciega se efectúan cambios de lugares continuos que, muchas veces, alternan “tomas interiores” con “tomas exteriores”. Todas estas “importaciones” técnicas por parte del arte escénico son bastante conocidas19. Durante los últimos años están ganando terreno unos principios provenientes de la tele y especialmente de la publicidad: la redundancia y el estímulo impactante. Por ejemplo, las comedias televisivas, se componen de escenas cortas de unos pocos minutos de las cuales se puede perder una parte sin que sufra la comprensión del conjunto. En efecto, se trata de una serie de instantáneas poco jerarquizadas, de estructuras repetitivas e informaciones redundantes. El resultado es una concatenación de estímulos, es decir, la multiplicación y la yuxtaposición de diferentes focos de interés. Cada final de una secuencia está acentuado por un momento de suspense para mantener la atención del espectador. Éste espera una cara emocionada o una broma cada cinco minutos. Basta con pensar en el éxito televisivo El Club de la Comedia, uno de los programas revelación de Canal +, o en uno de los mayores éxitos teatrales de los dos últimos años en Madrid, 5 hombres.com, en el teatro Alcázar20. Es el espectáculo heredero del Club de la Comedia con la lograda fórmula en la que se suceden una serie de monólogos humorísticos, basados en experiencias de la vida cotidiana, centrados esencialmente en las relaciones entre hombres y mujeres. Lo que distingue esta estética de unos géneros de divertimiento clásicos (como, por ejemplo, el café-teatro) o del puro zapping es que se mantiene una historia integradora que impide que los fragmentos desemboquen en un amasijo incoherente que ya no capta la atención del espectador. En este tipo de texto, la pasividad suplanta a la comunicación activa, puesto que el espectador ya no es el co-creador de lo visto sino el simple consumidor. La actitud consumista del recipiente destaca aun más cuando se aborda el terreno de la publicidad, empezando por un género híbrido entre publicidad y arte: el vídeoclip. En su vista panorámica de la generación de escritores teatrales actuales, Borja Ortiz de Gondra afirma: 19

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Existen técnicas fílmicas fuera del alcance del teatro (por ejemplo: desenfoque, barrido, cortinillas variadas, ralentizaciones y aceleraciones de la imagen, cambios de planos con o sin cambio de formato de la imagen). Pero existen sustituciones aproximativas. Por ejemplo, se pueden crear enfoques en el escenario mediante unas iluminaciones que imitan el primer plano en el cine. Desde luego, nunca alcanzan la intimidad de un close up, a no ser que el mismo escenario utilice una pantalla y un video. Sobre superposiciones y montajes en las producciones multimediales véase Alcázar 1998. Actores: Florentino Fernández, Antonio Valero, Alexis Valdés, Nancho Novo, Bermúdez. Paz Padilla acompaña a los cinco hombres desde una gran pantalla. El estreno de la obra se efectuó en septiembre 2000; en 2002 llega 5mujeres.com, en el mismo teatro.

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[...] somos hijos del vídeoclip, con su rapidez vertiginosa, su lenguaje sintético que condensa una historia completa en pocos segundos [...]. Esto se refleja en una escritura que prefiere las escenas cortas, los diálogos rápidos, el pequeño detalle impresionista más que el gran fresco (2000: 32).

En las piezas audiovisuales se crea un mundo entero en el que, muchas veces, los límites entre la realidad y el sueño se desdibujan. Sánchez Noriega, que, en la revista Reseña, dedica un artículo entero a la estética de los vídeoclips, subraya la marcada “voluntad de mestizaje y de consumo fugaz” (2003: 8) de este subgénero con sus “historias muy frecuentemente crípticas” (2003: 4). En la mayoría de los casos, los estímulos auditivos y visuales no se suman para desembocar en un conjunto coherente. Si algunos vídeoclips todavía tienen como referencias la música que están ilustrando, muchos ya no tienen ningún principio de coherencia, “no quiere[n] comunicar un significado neto” (Sánchez Noriega 2003: 5)21. El espectador/oyente puede perder cualquier parte del clip sin problemas de entendimiento. Este género del cambio continuo tiene como objetivo la estimulación basándose en impresiones sensoriales muy marcadas, imágenes fascinantes, ritmos hipnotizantes y poses llenas de asociaciones, es decir: situaciones-chispazos, luminosas por segundos cuya principal fuerza expresiva radica en la instantaneidad. En el vídeoclip entra la estética de la publicidad, porque el clip tiene un objetivo bien definido: manipular al consumidor para que éste compre el producto22. Dispone de pocos minutos para dejar claro al espectador de qué va su relato. Si el tiempo se agota, la audiencia perderá el interés y la atención, por lo cual hay que impactar al espectador sin dejarlo ni un segundo. Por eso, los anuncios emplean “recursos de economía narrativa y de apelación inmediata al espectador” (Sánchez Noriega 2003: 4), haciendo continuo uso de los cortes y del encadenado para acumular una gran cantidad de planos en pocos segundos. El objetivo es mantener la atención de modo sostenido, es decir, conseguir que el receptor mantenga una actitud de expectación y una inquietud por conocer la continuación de la historia. La falta más grave de un vídeoclip o de la publicidad, peor que el escándalo o un contenido insignificante, es el aburrimiento. Así pues, la hiperestimulación sensorial de la publicidad y la serialidad de los estímulos no sólo fomentan la pasividad del espectador sino que hasta reivindican el olvi21 22

Se puede “escuchar sin ver” y “ver sin escuchar u oír” (Sánchez Noriega 2003: 4). Por mucho que las imágenes se alejen de cada mensaje obvio —basta con pensar en la publicidad antipublicitaria de la empresa Benetton que llama la atención sobre sus productos a través de estímulos completamente ajenos a éstos (véase Schmidt 2000: 235, nota 147)— queda el metamensaje “compra el producto”, que es la semántica fundamental de la estructura estética.

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do23. A decir de Schmidt, el recurso más importante y una de las nuevas “materias primas” del siglo XXI es la atención24. De hecho, la frase “Ya lo he visto” parece la sentencia a muerte en la crítica teatral de hoy. El estudio pormenorizado de los recursos estéticos de los jóvenes autores de teatro pone de relieve que existen varios tipos de “huecos” que no desempeñan la misma función estética en su contexto. Destacan dos tipos polarizantes: el detalle y el estímulo25. El detalle siempre lleva como connotación el contexto del cual ha sido extraído y remite a una totalidad de la que es una parte funcional; a veces, su profundidad sólo se reconoce al reconstituir la referencia con la historia entera. El detalle conlleva una fragmentación superficial que no afecta a la profunda coherencia del texto. En cambio, el estímulo provoca unas reacciones inmediatas sin referirse a un conjunto integrador. Es un mero desencadenador que funciona según el esquema estímulo-respuesta (conocida por la psicología del behaviorismo). No es necesario interpretarlo dentro de un contexto restringido. El estímulo arrebata al espectador más por su intensidad que por su elemento inteligible (si existe). Suscita una reacción visceral inmediata y sólo tiene impacto si transcurre a un ritmo trepidante. Verlo, oírlo, leerlo una segunda vez ya no tiene gracia. El detalle hace pensar en un puzzle o un rompecabezas que reúne un amasijo de partes a veces incomprensibles al principio, mientras que el estímulo es más bien un “objet trouvé” como los elementos de un collage. Los detalles permiten profundizar en el conjunto mientras que los estímulos juegan con él26. La diferencia entre estímulo y detalle se ve claramente en la comparación de una soap opera (“comedy show”) y una “alta comedia”: mientras ésta supone referencias sociales, la comedy show funciona con ‘gags’ que hacen reírse a cualquier persona precisamente porque se trata de una risa-reflejo, y no de una risa-reflexión. De hecho, muchas propuestas dramáticas no interesan por su contenido sino por la inmediatez de sus estímulos. 23

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“Zur Gedächtnispolitik kommerzialisierter Kommunikation gehört es, daß die Bilder auf vergessensintensive Serialität angelegt sind, nicht auf bewertendes Erinnern. Erinnern, das einen Riß im Informationskontinuum voraussetzt, wird unwahrscheinlich und störend” (Schmidt 1996: 68). Véase Schmidt 2000: 262 y 234-241. Esta distinción recuerda la de Calabrese entre fragmento y detalle (1989: 88f.) que no ha sido adoptada aquí porque el término fragmento se considera el término general. La distinción “funcionalidad precisa” frente a “contingencia” equivale a los opuestos binarios texto homologante frente a texto complejo, concentración frente a dispersión, contemplación frente a estimulación.

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La distinción entre detalle y estímulo parece una guía heurísticamente válida para diferenciar los textos dentro del marco de los medios audiovisuales. En la gran mayoría de los textos examinados se ve un intento creativo por explorar los límites entre estímulos y detalles. El texto es cada vez más sensible al principio de la contingencia y a la vez conserva las leyes básicas de la comunicación: ser comprensible. El estilo que más interés suscita es el del “estímulo ma non troppo”, es decir, el que mantiene la atención despierta sin decepcionar el deseo de entender por parte del espectador.

CONCLUSIÓN Para terminar, quisiera extraer tres conclusiones de lo señalado: 1) Como se ha visto en el desarrollo de este trabajo, hablar de “fragmentación” en general lleva a una concepción sesgada del fenómeno. La fragmentación puede provocar dos comportamientos antagónicos en el espectador: una forma de recepción activa y creativa o, al contrario, una forma de consumo pasiva marcada por unos simples estímulos. 2) La narración —lejos de ser rechazada, como pudiera parecer a simple vista— entra en un dinámico y crítico proceso de transformación a la luz de los nuevos recursos de los medios de comunicación de masas. Muchos textos utilizan “esqueletos” de historias enriquecidas por historias secundarias, reflexiones o estímulos sueltos. Los estímulos mantienen su ambigüedad y pueden resultar desestabilizadores. El efecto global obtenido depende de la fuerza integradora de los elementos autónomos y por lo tanto “centrípetas”. Así, el texto huye de todo lo que pueda resultar previsible intentando evitar la Escila de la narración fácil así como la Caribdis de la dominación de los estímulos. 3) El efecto de extrañamiento provocado por la estructura fragmentaria ya no aspira a una posible toma de conciencia por parte del espectador (como en el teatro brechtiano y su utilización de la ruptura) ni connota un deseo nostálgico de unidad y plenitud, como ocurrió en la vanguardia histórica27. Muy al contrario, los textos utilizan la fragmentación de una manera afirmativa enfocándola como un experimento y un juego sensorial e imaginativo. La vuelta a la historia y a la trama recuperable podría explicarse por un reciente horror dispersionis del hombre posmoderno —¿crisis epistemológica o crisis de la 27

Aunque el texto no puede aprehenderse del todo, no estamos en el terreno del desasosiego conocido por la vanguardia (véase del Pino 1995).

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hiperestimulación?— mientras que la mezcla de estímulos y de detalles traduce un creciente interés por la complejidad. De hecho, muchos textos se sitúan en la intersección de tres campos vecinos: la contemplación/reflexión, el juego y el divertimiento. También se constata un desliz epistemológico: en los albores del siglo XXI se descubre que lo improbable y lo anormal no es tanto el caos sino más bien el orden. Es demasiado pronto para decidir si la fragmentación en los textos de los jóvenes autores es una señal de evolución hacia nuevos territorios estéticos. Pero hay como una tendencia que va del detalle al estímulo. La trama desaparece en beneficio de la anécdota: ¿del plot al spot? Y vuelvo a las patatas fritas: éstas contienen ciertos potenciadores de sabor que permiten al consumidor comerlas con rapidez: los propios potenciadores de sabor estimulan muy fuertemente los nervios gustativos de manera que el sabor llega a su máximo ya en el primer segundo de la degustación. En vez de sustancias alimenticias, una gratificación inmediata. He aquí el denominador común de algunos textos teatrales recientes y las patatas fritas.

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OBRAS CITADAS

Alcázar, Josefina. (1998). La cuarta dimensión del teatro. Tiempo, espacio y vídeo en la escena moderna. México, D.F.: Instituto Nacional de Bellas Artes / Centro Nacional de Investigación, Documentación e Información Teatral Rodolfo Usigli. Alonso de Santos, José Luis. (1996). “Autor dramático y sociedad actual”, en: ADE Teatro, 50-51, abril-junio, pp. 94-95. Ballesteros González, Antonio y Vilvandre de Sousa, Cécile (eds.). (2000). La estética de la transgresión: revisiones críticas del teatro de vanguardia. Cuenca: Universidad de Castilla-La Mancha. Calabrese, Omar. (1989). La era neobarroca. Madrid: Cátedra. Corvin, Michel. (1989). “O tez toute chose que j´y voie’. Vue cavalière sur l´écriture théâtrale contemporaine”, en: Floeck, Wilfried (1989), pp. 3-14. Floeck, Wilfried (ed.). (1989), Zeitgenössisches Theater in Deutschland und Frankreich. Théâtre contemporain en Allemagne et en France. Tübingen: Francke. Fritz, Herbert y Pörtl, Klaus (eds.). (2000). Teatro contemporáneo español posfranquista. Autores y tendencias. Berlin: Tranvía. Gabriele, John P. y Leonard, Candyce. (1996a). Panorámica del teatro español actual. Madrid: Fundamentos. Gabriele, John P. y Leonard, Candyce. (1996b). “Fórmula para una dramaturgia española de finales del siglo XX”, en: Gabriele, John P. y Leonard, Candyce (1996a), pp. 7-21. Giménez, Elvira. (2002). “Por un espacio de agitación [Entrevista con Javier Yagüe]”, en: Guía del ocio, 1362 (18/24-I), p. 182. Granda, Juan José. (2000). Historia de una Escuela Centenaria. Madrid: RESAD. Hartwig, Susanne. (2001). “Sobre Amniótica” en: A2, pp. 41-42. Hartwig, Susanne. (2004). “Descentralización visual: la escena fragmentada del teatro español contemporáneo”, en: Bulletin of Hispanic Studies, 81, pp. 59-69. Heras, Guillermo. (1999). “Aproximación a los nuevos caminos escénicos en la España de los ochenta”, en: Cuadernos de Dramaturgia Contemporánea, 4, pp. 27-42. Heras, Guillermo. (2002). “Una cierta textualidad teatral inane”, en: Cuadernos de Dramaturgia Contemporánea, 7, pp. 31-35.

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Nagel, Ivan. (2000). “Dies maßlose Mitgefühl. Die Theaterkunst, Lücken zu schaffen oder Wie kann man über Klaus Michael Grüber reden?“, en: Frankfurter Allgemeine Zeitung, 293 (16-XII), p. II. Ortiz de Gondra, Borja. (1999). “La última escritura dramática en España: una mirada desde la arena”, en: Fritz, Herbert y Pörtl, Klaus (2000), pp. 21-35. Pérez-Rasilla, Eduardo. (1997). “Los dramaturgos jóvenes del panorama madrileño. Mesa redonda coordinada por Eduardo Pérez-Rasilla”, en: ADE Teatro, 60- 61, julio- septiembre, pp. 85-93. Pino, José Manuel del. (1995). Montajes y fragmentos: una aproximación a la narrativa española de vanguardia. Amsterdam/Atlanta: Rodopi. Sánchez, José A. (2000). “Las vanguardias escénicas en España: notas sobre el nuevo teatro y la nueva danza”, en: Ballesteros González, Antonio y Vilvandre de Sousa, Cécile (2000), pp. 113-137. Sánchez Noriega, José Luis. (2003). “El vídeoclip. Una estética del mestizaje y la complicidad”, en: Reseña, 348 (abril), pp. 4-8. Sanchis Sinisterra, José; Heras, Guillermo y de Tavira, Luis. (2000). “Nueva Dramaturgia: ¿para qué actores, para qué directores?”, en: Cuadernos escénicos de la Casa de América, 2, pp. 30-36. Sarasola, Daniel. (2001). “La excelencia de lo breve”, en: A2, pp. 7-8. Sarasola, Daniel. (2002). “En busca de voz propia”, en: A3, pp. 9-11. Schmidt, Siegfried J. (1996). Die Welten der Medien. Grundlagen und Perspektiven der Medienbeobachtung. Braunschweig/Wiesbaden: Vieweg. Schmidt, Siegfried J. (2000). Kalte Faszination. Medien Kultur. Wissenschaft in den der Mediengesellschaft. Weilerswist: Velbrück Wissenschaft.

Textos de los alumnos Antologías: Teatro Promoción 1996-2000. Madrid: Fundamentos 2000. [A1] Teatro. Piezas breves. Alumnos RESAD Curso 2000-2001. Madrid: Fundamentos 2001. [A2] Teatro. Piezas breves. Alumnos RESAD Curso 2001-2002. Madrid: Fundamentos 2002. [A3]

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Textos: Abizanda, Carmen. (2000). Veo, veo, en: A1, pp. 9-32. Arija Martínez, Malco. (2001). Logos Teleios, en: A2, pp. 9-24. Briones Alcalá, Marta. (2001). Humo, en: A2, pp. 25-38. DaDa, B. [BELÉN FRANCO]. (2002a). La gallinita ciega –cochina comedia–, en: A3, pp. 13-81. DaDa, B. [BELÉN FRANCO]. (2002b). Tradición. Drama histórico de aquí y de ahora, en: A3, pp. 147-170. Cabur, Beatriz. (2000). Vitro, en: A1, pp. 33-73. Conejero, Alberto. (2000). El lanzador de cuchillos, en: A1, pp. 75-109. Facal, Darío. (2001). [Amniótica], en: A2, pp. 39-52. Gainzarain, María. (2000). A punto de cerrar, en: A1, pp. 111-134. García-Araus, Luis. (2001). La secta, en: A2, pp. 53-72. González López, Silvia. (2001). Coreografías para un deseo, en: A2, pp. 73-86. Laiz, Jesús. (2002a). Phil o Sophía, en: A3, pp. 83-145. Laiz, Jesús. (2002b). Involución, en: A3, pp. 171-194. Marañón, Mencía. (2001). Mundo encerrado en dos, en: A2, pp. 87-104. Martín Ramos, Juana. (2001). El camarote de los hermanos Marx, en: A2, pp. 105-125. Martínez Ruiz, José María. (2001). Estigma, en: A2, pp. 127-144. Moreno, Nieves. (2000). Prólogo, en: A1, pp. 135-182. Mínguez García, Amaya. (2001). El encuentro, en: A2, pp. 145-161. Nanclares, Silvia. (2000). Dieta, en: A1, pp. 183-240. Ortiz, Paloma. (2001). Sabemos quién se ha meado en tu copa de helado, en: A2, pp. 163-179. Paniagua, Zara. (2002). Pícol, en: A3, pp. 195-218. Peña, Eurico J. de la. (2001). Agen, 1,1, en: A2, pp. 181-196. Pindado Jiménez, Alfonso. (2001). Olvido, en: A2, pp. 197-209. Piñero, Margarita. (2000). La seda de tu voz (a partir de la novela Seda, de Alessandro Baricco), en: A1, pp. 241-291. Rocasolano, Ana. (2000). El regalo, en: A1, pp. 293-324. Rodrigo López, Mercedes. (2001). Crimen, en: A2, pp. 211-227. Rosenberg, Sara. (2000). Senza fine. Pequeña historia de amor, en: A1, pp. 325-363. Valle, Emilio del. (2001). Cuando todo termine, en: A2, pp. 229-249.

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La marcada discontinuidad y el fragmentarismo del cronotopo (así como del argumento), los espacios múltiples, sucesivos o simultáneos, han provocado que el ritmo —como visualización del tiempo en el espacio y viceversa1— se consolide como una pieza clave en la creación del texto teatral. La estructuración rítmica determina el sentido no sólo en la escenificación, sino en la propia composición de la pieza dramática. Hallamos que, en el teatro reciente, el ritmo se ha venido construyendo y diseñando conscientemente, con cierto grado de artificiosidad y teatralidad del lenguaje, ya no obedeciendo a meros mecanismos naturales, de espontaneidad, de intuición, sino que se trabaja con ahínco y se elabora en los diálogos (y monólogos). Se dinamizan sus esquemas con la fragmentación sintáctica de las frases, cuyo compás variado se acelera unas veces, otras se vuelve más lento y pausado, y se modulan rupturas, pausas, silencios, o esquemas sincopados. Las palabras se sonorizan, se ritualizan, se cincelan y se llenan de musicalidad. Dentro del concepto de la estructuración rítmica quisiéramos apostar por el teatro de texto o de autor, independizándolo de la parte del espectáculo, del teatro de director, refiriéndonos tanto a elementos fónicos, léxicos, sintácticos y suprasegmentales, como a los temporales de la obra escrita y, en parte, a los ritmos visuales creados por el dramaturgo en las acotaciones o la disposición de unidades escénicas.

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Entendemos el ritmo como repetición o recurrencia sobre base temporal de sensaciones agrupadas. Cabría tener en cuenta la distinción entre su producción y percepción. Tan sólo viendo la etimología incierta del concepto fisiológico-psicológico, se puede retener un elemento interesante: por las dos propuestas etimológicas se constatan dos conceptos sugestivos, el de la dinámica del fluir y el del sistema de tensión: < gr. rythmós < réo = ‘fluir’ o < gr. eryo ‘tirar, tender’.

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Mientras que en el área de habla alemana sigue vigente el teatro de director2 y la distribución editorial es sorprendentemente escasa, de poquísimas publicaciones de nuevos autores3, en España han surgido toda una serie de jóvenes y prometedores dramaturgos y dramaturgas, nacidos en la segunda mitad del siglo XX, cuyos textos impresos quisiera comentar a continuación. De hecho, se publican las piezas recientes cada vez más en forma de libro. Sin embargo, en lo que respecta a su difusión, hay que resaltar lo poco que se sabe de ellos fuera del ámbito teatral. No cabe hacerse ilusiones: me ha sucedido más de una vez que al mencionar a una Yolanda Pallín o a un Luis Araújo en el mundo literario, por ejemplo, en grandes editoriales de Madrid, ciudad donde viven ambos dramaturgos, me he enterado de que no se les conoce ni siquiera de nombre. Y ellos mismos no dejan de quejarse de las arduas circunstancias para la recepción de sus manuscritos y de la dificultad de llegar a las tablas, y de los pocos foros y medios para su representación en salas teatrales (sobre todo, alternativas). La cartelera los ignora: sólo el 7.9% de los estrenos de Madrid han sido textos actuales de autores españoles vivos4. Pero a pesar de lo poco que se representan, los dramaturgos siguen adelante gracias a las editoriales y, como adicional e importante fuente de ingresos, suelen redactar guiones de cine (o trabajar en periodismo), lo que incide en sus creaciones dramáticas. La divulgación del joven teatro de autor de lengua alemana resulta más precaria aún, al distribuirse apenas, sólo en pequeñas editoriales especializadas o en manuscritos que hay que devolver. Aunque también allí evidentemente se materialice el placer de la experimentación, encontramos sobre todo reinterpretaciones de piezas renombradas, clásicas, o proyectos temáticos basados en películas o novelas dramatizadas. Tal inyección narrativa o cinematográfica del teatro la trazamos en interesantes trabajos experimentales, como el de Michael Thalheimer en el Teatro de Hamburgo, a base de una película Dogma, titulada Festen, de Thomas Winterberg, o el del director Christoph Marthaler de Zúrich, quien se nutrió para Lieber nicht (“Preferiría no hacerlo”) de la novela corta de Herman Melville, Bartleby the scrivener5. 2 3

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Con estrellas, como Frank Castorf, Christoph Marthaler, Stefan Bachmann y Michael Thalheimer, entre otros. He aquí un par de nombres de jóvenes autores que han empezado a publicar regularmente: John von Düffel, Fritz Katers (seudónimo de Armin Petras), Dea Lohner, René Polletsch, y Lukas Bärfuss, entre otros. Sin duda, es Elfriede Jelinek la mayor y más establecida de todos ellos y la única internacionalmente renombrada. Dato sacado de elcultural, en: http://www.remiendoteatro.com/Notas/El teatro prescinde de sus autores_files/animate.js. Que le inspiró igualmente a Enrique Vila-Matas para su Bartleby y compañía (2000).

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En busca de recientes, innovadoras y experimentales piezas de teatro de autor publicadas en España, marcadas por esquemas rítmicos, reunimos las siguientes muestras textuales, siempre haciendo caso omiso de criterios de la puesta en escena6. El dramaturgo madrileño Luis Araújo (n. 1956) tiene publicada la pieza Trenes que van al mar, que nos servirá para trazar el ritmo del discurso, no meramente implícito en la lengua sino explícito y conscientemente elaborado a nivel de los diálogos más o menos banales y cotidianos de dos personajes femeninos, en un texto hiperrealista de poca acción, sin incidentes notables. Aspecto que destacaremos igualmente en las publicaciones de Lluïsa Cunillé (n. 1961), Atlántida y Libración, y que llega a extremos versolibristas en After sun (2000), de Rodrigo García (n. 1964, Buenos Aires), donde empieza a acentuarse el ornamento prosódico del texto poético, sílabas largas y breves, tónicas o átonas7, destacando sus cadenas anafóricas en pasajes altamente enumerativos8. Así como hallamos una dualidad en los ritmos cosmológicos (del ciclo lunar, las mareas, las estaciones del año, día y noche), biológicos (cardíaco, respiratorio o muscular)9 o físicos (péndulo, onda), el ritmo legible en el marco de la fábula se basa, sobre todo, en sus efectos binarios: silencio/palabra, lentitud/ rapidez, acentuación/no-acentuación. Como sistema entonativo y sintáctico desde dentro, el ritmo viene dado por rupturas, pausas, síncopes, desfases. Ayudan asimismo a dinamizar el discurso y a crear un ritmo intensivo, los criterios de duración y velocidad: la misma elipsis, el resumen, la condensación, la aceleración, la ralentización, la iteración, o la dilatación y contracción. El ritmo de la estructura o disposición escénica de la pieza es el que nos interesará en el caso de Blue Mountain, de Itziar Pascual (n. 1967), que nos presenta una rápida sucesión de cuadros cortos, sin trama cerrada. Terminaremos nuestro recorrido con la obra más sorprendente de todas, Lista negra, de Yolanda Pallín (n. 1965), en la que el ritmo y los saltos temporales llegan a una dimensión directamente

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Entre los ritmos de sistemas escénicos figuran la iluminación, la gestualidad, la música, el vestuario, etc. Con sus tipos de intensidad acentual (en la versificación española), cuantitativo (en la versificación grecolatina). Es evidente la carga rítmica de la secuencia de la citada obra, en la que el dramaturgo iconoclasta y experimental (mimado con mucha atención en Francia, mientras que en España aún no llega a tal estatus de culto) construye un anacronismo entre la mitología antigua y la moderna del ámbito del deporte, creando una imagen de Diego Armando Maradona, según las informaciones e interpretaciones sacadas de la prensa amarilla, mezcladas posmodernamente con el fondo de tragedia griega reinterpretada. Ambos héroes, equiparados, Faetón, hijo del Dios del Sol, y la estrella de fútbol pierden el control y caen.

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creadora de sentido y cuya versión escrita me parece especialmente sugestiva, leída con autonomía de su escenificación, ya que su estética fragmentaria de jirones y astillas nos depara el encanto de una lectura de rompecabezas verbal. Se trata de un llamativo experimento de teatro de texto, quizás más llamativo aún que los de Elfriede Jelinek o el de Crave, de Sarah Kane. Trenes que van al mar (2001), el último texto publicado de Luis Araújo10, presenta un sencillo argumento: dos mujeres, ama y criada, preparan un viaje a la playa y dialogan una con otra sobre banalidades de la vida cotidiana o intercambian, como se expresa el autor, “la cantidad de naderías insignificantes con las que nos agobiamos a diario” (Araújo 2002: 84). Pero, a pesar de la falta de anécdota, la pieza no queda exenta de mensaje11, como el de que los dos personajes podrían fusionarse y sus vidas resultar intercambiables. A los lectores nos guía el ritmo de las frases emitidas en ese canto alterno de las dos mujeres, el compás variado de diálogos (y monólogos), acelerado unas veces y otras más lento y pausado, la materialidad de las palabras bien cinceladas, el placer lúdico en el uso de giros populares. Eso sí, para poder disfrutar de los matices rítmicos, habría que leer el texto en voz alta. No sería desacertado divisar ciertas reminiscencias del rap o del hip-hop —sólo falta la rima, claro— en el ritmo construido de esta conversación inicial de la pieza. Empieza el acto primero con un diálogo rápido que se precipita cada vez más y culmina en una enumeración que dejará sin aliento a la actriz o lectora, de todos los productos cosméticos que la señora (Clara) quiere llevarse a la casa que está a orillas del mar. De los primeros once parlamentos, ocho terminan en palabra aguda, y van uniformemente acentuados. El esquema es trocaico, ritmo mayormente adoptado en el español hablado, debido al “predominio abrumador de la acentuación llana” (piénsese también en la nivelación métrica de los finales agudos o esdrújulos de verso con relación a los llanos). En sus estudios sobre el ritmo de la prosa, Samuel Gili Gaya hace hincapié en dicho esquema general del lenguaje hablado y le adscribe sus propias figuras prosódicas (habla de “la entraña prosódica del idioma”). Además, en esta natural prosodia idiomática del español prevalecen unidades octosilábicas y un tempo andante12 (Gili Gaya 1993: 16 y 111).

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La fisiología del hombre fundamenta su percepción del ritmo. La traducción al alemán realizada por Norma Frost aún permanece inédita. El texto, que lleva muy pocas acotaciones, deja bastante libertad a las actrices y al director o la directora de cómo representar el mensaje planteado en sus intersticios, entre líneas. No cabe confundir el tiempo con el ritmo.

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CLARA: ¿Dónde has puesto el secador? FELIPA: En el bolso raro. CLARA : Es un over-night. FELIPA : Pues por eso. CLARA : ¿Por eso has puesto el secador en él? FELIPA : Por eso es raro. CLARA : No sé qué tiene de raro un over-night de Vuitton. FELIPA : Todo el mundo tiene dos o tres. CLARA : ¿De Vuitton? FELIPA : Más bien de polipiel. CLARA : ¿Has metido el body-milk? FELIPA : Y la desmaquilladora y la del sol y el desodorante y el champú y la mascarilla, el algodón, las toallitas, la crema para las manos, el esmalte, el rimel, el quitaesmalte, todas las pinturas, la brocha suave, el pincel, tres tonos de labio y el perfil, las antiarrugas, los cepillos, del pelo y de los dientes, la pasta, el enjuague... CLARA : ¡El enjuague! FELIPA : ¿El elixir? CLARA : El colutorio. FELIPA : ¿El colutorio? De verdad que... CLARA : Se llama así. FELIPA : Suena a lavativa. CLARA : Qué cochinada (Araújo 2001: 21-22).

Contrasta este andante del diálogo acelerado de la primera escena de la pieza con el final que pone el freno, retardando mediante el recurso simple de las pausas, dispuestas muy regularmente (y los puntos suspensivos, dos veces). Además son frases muy cortas, de pocas sílabas, de dos o tres palabras:. CLARA : ¿Tú nunca te has mirado en el espejo? Quiero decir ¿durante mucho tiempo... una hora... mirándote a los ojos? Pausa FELIPA : ¿Para qué? Pausa CLARA : Para saber quién eres. Pausa FELIPA : ¿No sabe usted quién es? Pausa CLARA : ¿Tú sí? Pausa

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FELIPA : No sé... supongo. Pausa CLARA : ¿Quién eres? Pausa FELIPA : ¿Quién soy yo? Pausa CLARA : En el espejo. Pausa FELIPA : ¿Qué espejo? Pausa CLARA : ¿Qué más da? (ibidem: 83-84).

Esta escena final desemboca en el epílogo, en el que las dos mujeres, fundidas, recitarán juntas un monólogo poético de Clara, de versos blancos, sincopados por puntos suspensivos y con un obvio predominio del heptasílabo. El movimiento ágil, condensado, de filos agudos en la mayor parte de la pieza se torna al final en un ritmo enfático, con dilatación declamatoria: LAS DOS: No sé qué me pasó... no podía apartar la vista... como si me miraran... como si el hueco negro... me absorbiera... fue como... no sé... como si el tiempo... a punto de caerme... por el hueco... hacia adentro... como partida en dos... hacia el vacío... (ibidem: 87).

Las dos piezas elegidas de la dramaturga catalana, Lluïsa Cunillé, traducidas al castellano como Atlántida (1998) y Libración (1994), elaboran los mismos diálogos triviales, llanos, aparentemente superficiales13, y fragmentarios, pero de forma rítmicamente sofisticada, entre parejas, dos mujeres, u hombre y mujer, en situaciones cotidianas. Mientras que en Araújo aún se traza cierta evolución de los caracteres, en Cunillé ya es más difícil descubrirla, ya que no ha quedado ningún resto de la tríada aristotélica del planteamiento, nudo y desenlace. La autora frustra nuestras expectativas al respecto: llega a despertar hábilmente nuestra

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En la primera escena, la pareja conversa sobre tópicos, rozándolos nada más, como la madre de él, la aspirina contra el dolor de cabeza, monedas para comprar tabaco, o un muñequito para dar cuerda comprado por ella en el metro.

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curiosidad pero sin satisfacerla nunca. Se constituye así en un caso modélico de la desaparición de la trama y del argumento, de reducción y economía dramatúrgicas. Además Cunillé expresa, en todas sus obras, un agudo escepticismo hacia las capacidades comunicativas, verbales del ser humano: ELLA.- ¿Llueve? ÉL.- No lo sé... Pausa ELLA .- No parece que vaya a llover aún... ÉL .- Ojalá hubiera traído el coche... ELLA .- Podemos coger un taxi... ÉL .- La verdad es que no recordaba que habías llevado el tuyo al taller... Pausa ELLA .- Espero que lo tengan arreglado para mañana... ÉL .- Qué... ELLA .- Digo que ojalá lo tengan arreglado para mañana, el coche... (Cunillé 1998: 18).

La lentitud impregna toda la pieza; el diálogo no se acelera, los parlamentos son de una extensión invariable, interrumpidos por pausas regulares y puntos suspensivos en casi cada oración, además de muchos signos de interrogación en un juego —generalmente favorecedor de ritmo— de preguntas y respuestas y de repeticiones de palabras o frases. El modelo rítmico refleja todo el tedio y el aburrimiento difíciles de aguantar, en estas conversaciones entre dos personajes sin nombre, ÉL y ELLA14. Los títulos aluden al enigma planteado hacia el final de ambas piezas. Atlántida se refiere al territorio enigmático de una MUJER en un sótano en desuso, del que dice haber extraído con sus propias y lastimadas manos hallazgos arqueológicos, sus “ruinas”, por las que nadie parece interesarse, con excepción de ELLA que, al final se propone bajar a ver el descubrimiento, al que el enigmático título, Atlántida, confiere una dimensión más interesante, mítica, utópica. El segundo título ofrece igualmente la clave paratextual de un misterio. Libración, quiere decir movimiento de oscilación de un cuerpo cuyo equilibrio se ve ligera-

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ÉL (trabaja en el alquiler de coches) y ELLA (en una inmobiliaria) no llegan a decirse cosas interesantes ni a hacerlas. Las cinco escenas de Atlántida se desarrollan en cinco espacios públicos diferentes no precisados (un bar, un teléfono público, el columpio de un parque, un puente del río, y un callejón sin salida, en la puerta trasera de una discoteca, de la que acaban de salir los dos), mientras que hay una indicación concreta del tiempo histórico: nos hallamos a cinco meses y medio de la Exposición Universal de 1992.

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mente perturbado y se refiere al “descubrimiento” por una de las dos MUJERES de que el balancín del parque suele inclinarse, a medianoche en punto, por el otro lado. Como en Atlántida, el enigma no se resuelve para los lectores o espectadores. La libración u oscilación refleja semánticamente el ritmo, esa dinámica de tensiones y distensiones, creado por la autora en el nivel discursivo. Muy al contrario de la alta velocidad del diálogo de Araújo, éste de Cunillé está siempre retardado, ralentizado; no existe ninguna dinámica de cambios de ritmo, por lo que a ratos hace falta un auténtico ejercicio de paciencia para poder soportar la lentitud y la monotonía del orden acompasado. Y, dado nuestro condicionamiento mediático, cuesta más sobrellevar la lentitud que la velocidad. He aquí un ejemplo del ritmo tardo, lánguido y arrastrado de la conversación de las dos mujeres de Libración, cuyos parlamentos son muy breves, de frases entrecortadas, a menudo monosilábicas, y cuyas respuestas son tan lacónicas como las preguntas, que se dan en cada segundo parlamento15: MUJER 2.- ¿Es de un amigo tuyo? MUJER 1.- ¿El perro? No. Es de un conocido. MUJER 2.- ¿Tú no tienes perro? MUJER 1.- No. MUJER 2.- Yo tampoco. (Pausa) A lo mejor, más adelante... MUJER 1.- Qué... [...] MUJER 1.- ¿Te vas? MUJER 2.- Bueno..., es un poco tarde... Si quieres podemos vernos otro día. MUJER 1.- ¿Mañana te va bien? MUJER 2.- ¿Mañana? MUJER 1.- Sí, a la misma hora. Pero tienes que ser puntual. MUJER 2.- ¿Aquí? MUJER 1.- Sí. Te enseñaré una cosa. MUJER 2.- ¿Qué cosa? MUJER 1.- Ya la verás (Cunillé 1996: 62).

La obra seleccionada de Itziar Pascual, titulada según la marca de un café de lujo, Blue Mountain, nos devuelve al ritmo acelerado, por lo menos en lo que atañe a la estructuración escénica. Gracias a los medios de comunicación, hemos aprendido nuevas formas de mirar y aumentar nuestra capacidad de descodificar

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Y si se consultaran otras obras de la autora, se volvería a encontrar el mismo tipo de diálogo entre cualquiera de sus parejas, por ejemplo, entre Marta y Eduardo de El instante (1997).

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a mayor velocidad una rápida y fragmentada sucesión de imágenes y sonidos como, por ejemplo, un vídeoclip, notorio por un montaje de enorme frecuencia de cortes y la presentación veloz, ágil y rítmica de escenas cortas y continuos nexos. Una docena de secuencias o cuadros miniaturizados (de una extensión de no más que cuatro páginas cada una) trazan el leitmotiv del café a lo largo de distintos tiempos históricos y espacios del orbe. La carga mediática se anuncia explícita y metafóricamente en la primera escena cuando, en los orígenes míticos, el arcángel Gabriel asigna al Profeta un papel en el “guión” de la historia de esta bebida, al que también los demás personajes se atienen estrictamente, desde los tiempos bíblicos hasta la actualidad (por ejemplo, en un establecimiento abierto las 24 horas del día16). El café como bebida cotidiana, corriente, es tan universal que no hay lugar ni tiempo que no lo abarque, de modo que se le puede tomar como metáfora de la globalización. Las acotaciones de la primera y la última escena connotan la simultaneidad y la ubicuidad de las coordenadas de los lugares predominantemente públicos, en los que aparece de alguna forma el leitmotiv. Los propios efectos estimulantes del café favorecen el tempo acelerado de los cambios de escenas, que recuerdan el consumo televisivo del zapping. El estimulante contribuye a la abolición del tiempo, en el sentido de que prolonga la vigilia del hombre: “Esta bebida cambiará el curso del tiempo. Con ella se hará luz en la noche” (Pascual 1999:154). La pieza de Pascual es la que más se acerca a un guión y a la estética del vídeoclip. Además del ritmo de la disposición de las unidades escénicas, se percibe la voluntad de cuidar el discurso en sí, autónomo, por ejemplo, en la extrema aliteración en la vocal a, emitida por el arcángel en la escena inicial. También en esta cita se detecta una alusión irónica al lenguaje de los mass media, a la publicidad. Gabriel quiere recomendar y “vender” el producto, como en un spot publicitario, de cadencia regular: GABRIEL.- Bebe. Te aliviará. Aleja el sueño y arranca el abatimiento. Basta con colar unos granos. Crecen en algunos arbustos, en tierras de Abisinia (ibidem: 154).

Las muestras textuales presentadas hasta aquí no sorprenden por su ademán particularmente innovador. Hay que buscar, como si de una aguja en

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En el Nuevo Mundo: el Café Nostalgia de los exiliados cubanos en Miami; dos actores de Hollywood, en 1942; los campesinos cocaleros de Colombia, en 1997. Y en la España actual: un empresario en una sala de espera del aeropuerto; un estudiante de medicina preparándose para sus exámenes; una pareja de jóvenes en un terraza, y finalmente el director general de Nestlé en su sede suiza.

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un pajar se tratase, para dar con un auténtico ejemplo de experimentación verbal. Al respecto, me ha parecido una revelación la lectura del texto de Yolanda Pallín, Lista negra (estrenada en 1997). La joven autora madrileña, perteneciente a la “Generación Bradomín”17, recupera el valor de la palabra, del lirismo dentro del mismo ambiente de un Alonso de Santos, de suburbios, drogas, marginalidad y perdedores. Investiga un medio violento por antonomasia, el de los skinheads, los cabezas rapadas de extrema derecha urbana, xenófoba (“dan caza” a extranjeros), organizada según una ideología y disciplina militaristas, un colectivo del que se han ocupado varios dramaturgos últimamente: Alberto Miralles, Borja Ortiz de Gondra, Paloma Pedrero, Juan Mayorga, Guillermo Heras, y Alonso de Santos, entre otros. El texto prescinde de didascalias, de personajes nombrados o señalados, y de signos de puntuación. Sólo nos concede una efusión de partículas, trozos, jirones de parlamentos, conglomerados de palabras desnudas y variaciones en el espaciado entre las palabras. Pero al leer el texto en voz alta, nos damos cuenta perfectamente de quién habla, dónde empiezan los parlamentos y dónde terminan. La segunda de las cinco unidades presenta una cruda escena de dos skins que violan a una menor de edad en un parque. El fluir de la consciencia determina los constantes saltos temporales, desde la fase anterior al crimen a la posterior, del tiempo verbal del pretérito o el imperfecto al presente, y del diálogo al monólogo interior o al discurso indirecto libre: El poder de los bates por precaución lleváoslos Nunca se sabe qué podéis encontrar Sólo somos dos por fin lo dije Dos fuertes dos sí vamos Primero le machacamos la cabeza al tipo ese y después Empiezo yo o prefieres empezar tú me da igual no soy celoso Era un tío estupendo Once y media de la noche un día cualquiera Y mamá en casa Rapidito que empieza la serie de la tele a esa puta se le van a acabar Las ganas de follar en un parque ya no pude pararle No quería parar Le machacó la cabeza él yo la sujetaba Era pequeña catorce o quince la muy guarra rubia Lo primero taparle la boca ten cuidado que no te muerda [...]

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Por el premio creado en 1985, destinado a autores de menos de 30 años.

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En la tele Qué opina usted de este nuevo acto vandálico Algún especialista respondería Si estamos asistiendo a una espiral de violencia sí Pero qué has hecho chaval te la has cargado [...] El especialista de la tele el estudioso el sociólogo Seguía hablando Mi madre veía la tele por dios qué bestias hay que ser Una bestia para hacer algo así Anda pásame los pantalones que te los plancho Y a ver si no te revuelcas por ahí Un coloquio dos debates tres mesas redondas Era el año de las mesas redondas Los padres y los hijos los guapos y los feos la nueva ideología De qué me estás hablando corta el rollo (Pallín 1999: 47-48).

Este último extracto muestra la ineficacia de los medios de comunicación, de los foros de discusión intelectuales, frente a las injusticias y atrocidades cometidas por estas agrupaciones ultraderechistas, racistas y militaristas y sus familiares ignorantes. Por medio de un lenguaje directo y coloquial, Pallín señala el camino hacia una escritura abierta, una poética híbrida (entre el neorrealismo, de compromiso ético-social y el neo-vanguardismo, por no decir, una estética posmoderna), la reducción, un enfoque rítmico, y personajes despersonalizados en una disposición multiperspectivista18. Nuevamente leemos oraciones cortas y fragmentarias, lugares comunes del discurso hogareño, una sintaxis simple, coloquialismos y jerga urbana, algunos rítmicamente dispuestos, según figuras de repetición, anáforas, por ejemplo, el polisíndeton o tríadas progresivas de una clase de palabras, como se puede comprobar en el cuarto cuadro de Lista negra: Nuestras tres pulidas pulcras cabezas nuestro orgullo Nosotros en el congreso nosotros en el ministerio del interior Nosotros los puros Nuestra estructura nuestra jerarquía [...]

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Me pregunto si no reciben —a través de la lectura de los cinco monólogos interiores, no tan independientes— un perfil individual muy preciso y concreto, aunque parezcan, a primera vista, anónimos, “personajes no propiamente dichos” y sean miembros de un colectivo. No me parece completa la deconstrucción del personaje individual (cf. Floeck 2003: 11).

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Vamos a por él vamos a machacarle la cabeza a ese piojo Vamos a partirle la cara vamos qué pasa vamos cuidado Vamos [...] No le conocíamos no sabíamos quién era No sabíamos a qué dedicaba sus días sus tardes sus noches (ibidem: 59).

En esta cantilena anafórica de consignas, los cabezas rapadas subrayan la actitud colectiva (tres pronombres personales y posesivos de la primera persona del plural), la acción (con el verbo “ir a”) y la negación (tres veces “no”) y, al final, otra disposición triádica de indicaciones temporales, momentos de un día. Los meandros del discurso fragmentado, de lengua estratificada en distintas capas, en cajas chinas, marcan el ritmo prominente y protagonizan en su materialidad tales piezas de teatro, en ausencia de dramatis personae, de figuras identificables, individualizadas, físicamente presentes; se escuchan más bien voces sin nombres e incapaces de dialogar. Las figuras son todo lengua; quien no habla, no es. Tal estética teatral suele hermanarse con la falta de una autoría original, en un reino de intertextualidad, mediante centones de textos de segunda mano, en montaje de citas, collages, fragmentos, parecido al procedimiento del sampling musical. En el área de lengua germana, la dramaturga austríaca Elfriede Jelinek y su colega alemán Einar Schleef19 han probado, sonorizando la escritura, el recurso del coro hablado para representar una polifonía ritmizada. En la escritura teatral reciente, se percibe una mayor experimentación verbal, el trabajo con la materialidad de las palabras situadas por encima de criterios estrictamente comunicativos. Con esta inclinación formal, puede correr paralelo un distanciamiento, muchas veces irónico, hacia el fondo o contenido. Ya no se quiere causar escándalo por las utopías ideológicas (no sólo las de izquierda), el compromiso político inmediato se relega a segundo término. La crítica social es más subjetiva y personal: la sociedad se cuestiona a través de problemas del individuo, de lo privado, de lo cotidiano. Prevalecen, en estas obras de los años noventa, protagonistas jóvenes marginados de las grandes ciudades (a veces anónimos, despersonalizados), con los dominantes temas de la violencia, la droga, el sexo, el paro y las relaciones personales, y con diálogos cortos y rápida sucesión de escenas. También causan la impresión de fragmentarismo la discontinuidad espacio-temporal, la desaparición del argumento o

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Parece significativo que este director, dramaturgo y actor (1944-2001), que producía, en el Burg de Viena, un teatro totalmente entregado al fluir del ritmo, basado en el coro, fuera tartamudo. Sólo cuando él mismo actuaba en el escenario, no solía tartamudear.

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la trama, la fuerte carga metateatral, intertextual y mediatizada y, finalmente, el énfasis en el ritmo y la sonoridad de los diálogos. Constatamos la fijación en la lengua, con ritualización y protagonismo de la palabra. Esta dedicación especial al ámbito verbal la describe así César Oliva: “se preocupan por la escritura propiamente dicha, que cuidan y pulen con esmero” (2002: 321)20. La época de la Transición en sí no llegó a depararnos el descubrimiento de piezas inauditas en cuanto a la experimentación verbal, con poquísimas excepciones. Si el teatro español franquista y posfranquista dejó yermo el género en España —no se dan los grandes nombres que aún sonaban en la primera mitad del siglo XX— y no produjo resultados demasiado inspirados ni cruzó las fronteras nacionales (a Buero Vallejo apenas se le conoce en St. Gallen), nos queda como remedio situar nuestros ojos y nuestras expectativas en una nueva generación y el nuevo siglo, que darán con toda seguridad, un paso adelante en la evolución del género dramático. El teatro no morirá. Pero para no hacerlo, tendrá que seguir renovándose. Sobrevivirá frente a los nuevos medios de comunicación justamente gracias al poder de la palabra, de la lengua quizás algo arcaica, y el momento en vivo con la representación no virtual sino de carne y hueso. Además las exigencias en el teatro son generalmente menos naturalistas que en el cine. En la mayor libertad de estilización seguirá hallándose el germen de su potencial artístico.

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Asimismo Hans Ulrich Gumbrecht (1991: 848-849) subraya la importancia de la forma llevando la materialidad de la comunicación y la corporalidad a las nociones formales de la oscilación y del ritmo.

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OBRAS CITADAS

Araújo, Luis. (2001). Trenes que van al mar. Madrid: Asociación de Autores de Teatro. Araújo, Luis. (2002). “La caja de ficción”, en Fritz, Herbert y Pörtl, Klaus (2002), pp. 73-85. Cunillé, Lluïsa. (1996). Libración/Rodeo. Madrid: SGAE. Cunillé, Lluïsa. (1998). El instante, Madrid: Asociación de Directores de Escena de España. Cunillé, Lluïsa. (2003) Atlántida (1998). Stichomythia. Revista de Teatro Contemporáneo, número cero (enero de 2003), 44 págs. http://parnaso.uv.es/Ars/ ESTICOMITIA/Numero=/indicecero/indiceo.htm Dessons Gérard. (1998). Traité du rythme. Des vers et des proses. Paris: Dunod. Floeck, Wilfried. (2003). “Pérdida y búsqueda de identidad en el teatro de Yolanda Pallín” [citado de un manuscrito inédito]. Fritz, Herbert y Pörtl, Klaus (eds.). (2002). Teatro español postfranquista II. Berlín: Tranvía. Gili Gaya, Samuel. (1993). Estudios sobre el ritmo, ed. Isabel Paraíso. Madrid: Istmo. George, Kathleen. (1980). Rhythm in Drama. Pittsburgh: University of Pittsburgh Press. Gumbrecht, Hans Ulrich. (1991). Paradoxien, Dissonanzen, Zusammenbrüche. Frankfurt: Suhrkamp. Oliva, César. (2002). Teatro español del siglo XX. Madrid: Síntesis. Pallín, Yolanda. (1998). Lista negra. Murcia: Escuela Superior de Arte Dramático de Murcia. Pascual, Itziar. (1999). Blue Mountain, Madrid: Asociación de Directores de Escena de España. Zaccaria, Cosimo. (1993). Teoria del ritmo. Udine: Campanotto Editore.

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PARA UNA TEORÍA DEL “NO-LUGAR” EN EL TEATRO ESPAÑOL CONTEMPORÁNEO1 Anxo Abuín González Universidade de Santiago de Compostela

Creo que a estas alturas de la Historia (cuando precisamente, desde hace aproximadamente veinte o treinta años, ya se está hablando de su fin) es obligado repensar los nacientes papeles y experiencias perceptivas del espacio y del tiempo en el arte contemporáneo. Se trataría de delimitar los nuevos marcos cronotópicos propios de las ficciones más actuales y de analizarlos desde una perspectiva interdisciplinar y abarcadora. A Marc Augé (1992), por ejemplo, le debemos un libro fundamental sobre la antropología de la sobremodernidad (término en sus rasgos generales equivalente al de posmodernidad) y sobre los espacios que definen la presencia del hombre en los principios de siglo. La oposición básica en la sociedad de hoy se establecería para el pensador francés entre lugar y nolugar, en una tensión que no acabaría nunca por resolverse completamente2. El lugar es un espacio antropológico de identidad y por tanto constituido como relacional e histórico: esto es, el lugar identifica a sus habitantes, formaliza sus contactos según un conjunto de prescripciones y prohibiciones sociales. El nolugar es, por el contrario, un espacio indeterminado, sin memoria, efímero y del 1

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Trabajo vinculado al proyecto de investigación Bases metodológicas para una Historia comparada de las literaturas en la Península Ibérica, dirigido por Fernando Cabo Aseguinolaza (Ministerio de Ciencia y Tecnología de España: BFF-2001-3812, con financiación parcial de los Fondos FEDER de la Unión Europea; Secretaría Xeral de Investigación e Desenvolvemento de la Xunta de Galicia: PGIDIT02PXIC20401PN). Oposición ya manejada, con otros términos y contenidos, por Michel de Certeau (1990: 173), que diferencia entre espacio y lugar a partir de la existencia del componente humanizador. El lugar está siempre en orden, mientras el espacio se anima gracias al movimiento (“l’espace est un lieu pratiqué”, 173). El lugar equivale al espacio geométrico (“spatialité homogène et isotrope”) de Merleau-Ponty (1976: 324-344), que define el espacio como espacio antropológico, es decir, existencial, activado narrativamente por sujetos históricos.

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todo provisional, que surge de la idea de movimiento, tránsito o pasaje: los hoteles, las estaciones de autobuses o de servicio, los grandes almacenes, las calles más transitadas para ir de compras, las autopistas, los parques o los campos de refugiados. Son no-lugares ocupados por unos viajeros que intentan sin éxito suturar con la mirada los paisajes periféricos que contemplan, porque ya no tenemos medios para reconocer las imágenes interrelacionadas que pueblan el mundo. Dice Marc Augé: “Hoy, la frecuentación de los no-lugares ofrece la posibilidad de una experiencia sin verdadero precedente histórico de individualidad solitaria y de mediación no humana (basta un cartel o una pantalla) entre el individuo y los poderes públicos” (ibidem: 112). Los no-lugares, como definitorios de la época en que vivimos, están integrados, más allá de lo puramente geográfico, por las particulares relaciones morales y sociales que los individuos mantienen con tales espacios, resumidas quizás en el desarrollo y predominio del silencio, de la ausencia y de la soledad. Quiere esto decir que el concepto de no-lugar es especialmente complejo. En cualquier espacio los lugares pueden “recomponerse” y las relaciones “reconstituirse”; de este modo, advierte Augé (ibidem: 84), estamos ante polaridades, además de cambiantes, falsas si las entendemos en términos absolutos: más bien, “son palimpsestos donde se reinscribe sin cesar el juego intrincado entre identidad y relación”. En otras palabras, los no-lugares son espacios creados para ciertos fines, pero sobre todo son las relaciones humanas específicas que esos espacios crean y desarrollan. Si uno de los tópicos de la dramaturgia de todas las épocas es el del retorno al lugar (al hogar, por ejemplo), también es obvio que son muchos los autores que han invertido las convenciones de este cronotopo: desde Ibsen hasta, muy a menudo, Arthur Miller o Harold Pinter, que deconstruyeron la noción de casa para anular el fundamento de sus valores (el lugar se convierte así en no-lugar). Por lo tanto, no deben comprenderse estos conceptos de manera esencialista, porque, de hacerlo así, perderíamos su rentabilidad puramente escénica: mostrar un lugar donde, al final, la interacción entre los personajes no se produce o es de índole opuesta. Permítaseme un último ejemplo, en este caso cinematográfico: Play Time (1967), de Jacques Tati, es un filme que habla de los nolugares (aeropuertos, drugstores, hoteles...) habitados por turistas americanos que se asombran de que las autopistas francesas sean iguales que las de su país y que tienen dificultades para encontrar lo local en ese marco globalizado, en esos espacios verticalizados a los que Mr. Hulot sobrevive a duras penas. Con todo, al final, incluso en este marco se vislumbra la esperanza de una relación entre el protagonista y la única turista, por individualizada, también más humana. Enfocando el asunto desde un punto de vista interdisciplinar, recordemos cómo se habla hoy de una poética o la estética de la ciudad (Roncayolo 1997)

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como subdisciplina que ha proclamado un nuevo modo de aprendizaje o de percepción de la territorialidad muy lejano de lo utópico, más asentado en nociones como red, enclave o plano (Manuel Castells habla del espacio del flujo como condición de la nueva sociedad electrónica). Las ideas de desplazamiento y movilidad lo han impregnado todo. Muy significativo resulta el diagnóstico de Paul Smethurst (2000) a propósito de la cultura contemporánea y de lo que él llama el cronotopo posmoderno, elaborado a través de la oposición entre modernización del tiempo y posmodernización del espacio, por cuanto la ficción del nuevo siglo pondría en práctica, según este autor, el concepto de placelessness (Relph 1976) en la escritura de los autores norteamericanos de los noventa. El nuevo espacio literario sería ahora indeterminado, uniformado y globalizado, por tanto imposible de asignar localmente, y se orientaría además a la creación de pseudo-lugares de estilo abiertamente internacional, lugares estandarizados, como las estaciones de servicio, los centros comerciales, los paisajes para turistas, los lugares de entretenimiento o los terrenos abandonados (sometidos a salvajes procesos de destrucción y reconstrucción inmobiliarias). El espacio contemporáneo podría definirse así a través de los incesantes viajes por oficinas, almacenes o autopistas, en donde la interacción humana queda reducida a su mínima expresión. Quizás el turista pueda ser también un buen modelo de posición singular del hombre en el mundo donde la mirada sobre el espacio está en realidad adelantada (como en una prolepsis) por el itinerario entre los monumentos propuesto en el folleto de la agencia de viajes, de manera que el espacio es sustituido por el simulacro de sí mismo y por la mirada mediatizada (y de nuevo globalizada) del observador. El turista (un personaje que dramaturgos como Ernesto Caballero o Gustavo Pernas ya han llevado a escena) simbolizaría la ausencia de una verdadera interconexión con el mundo y la carencia de una voluntad efectiva de comprometerse con el otro en una afirmación de verdadero cosmopolitismo moderno (Hannerz 1996). En el lado opuesto, la idea también dinámica de diáspora nos colocaría delante de la identidad dispersa y conflictiva de los inmigrantes, los desplazados, los vagabundos, los seres marginales y despreciados, queridos especialmente por la dramaturgia actual. Bien pudiera concluirse, de hecho, que nunca antes ha habido tanta gente desarraigada en escena, quizás porque la inmigración/emigración es la experiencia que epitomiza la realidad humana actual. Sostiene Uma Chaudhari que el drama posmoderno, frente al moderno, que situaba su acción en el seno del hogar familiar y se preocupaba sobre todo por los problemas relacionados con la temporalidad, ha venido presentando un nuevo tipo de codificación espacial basado en un espectro de lugares atípicos en el que dispone cada uno de sus propios héroes: “The theater responds to this new

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view of space by developing a stage practice based in the principle of spatial intelligibility, on the idea that where an action unfolds goes a long way toward explaining it” (1995: 6)3. Esta preocupación por el espacio no es ajena a la idea de experimentación formal, pero, sobre todo, implica un compromiso con las vertientes menos atendidas de la realidad circundante. Podríamos incluso ir más allá: no sé hasta qué punto podría afirmarse la homelessness del nuevo teatro, que se asienta en una concepción “geopatológica” (es éste un término afortunado de la propia Chaudhari) de la existencia a través de experiencias de exilio o de angustiadas desubicaciones, cuando no en una profunda marginalidad dentro de un patente “realismo urbano” (Miralles 1994: 65-66). En este contexto, también podríamos sostener que el personaje dramático esconde ahora la existencia de un ser, por así decirlo, pos-biográfico, un ser “transicional” desprovisto de toda esencia, de cualquier identidad monolítica definidora, sustituida por una pura virtualidad que, a veces, cae en el desorden y el caos. La crisis epistemológica que determina el arte y el teatro actuales (y no sólo la ciencia, como cabía esperar en una postura ingenua) se manifiesta narrativamente (en un sentido lato) a manera de liberación de corsés, en la ruptura con el tiempo cronológico, en la vinculación de contextos y situaciones teatrales absolutamente dispares o en una mayor reflexividad, que se materializa en el autorreconocimiento de los personajes como construcciones de ficción (cf. Hayles 1990; y, para el teatro, Heras 1999). Lo cotidiano se dramatiza también como caos y catástrofe, sin que los caracteres sean capaces de controlar sus existencias, ni siquiera de comprender el curso de los acontecimientos: “cuando el proyecto desaparece, la catástrofe se impone” (Sánchez 2000: 30), podría ser máxima del teatro español actual, en donde la máquina de la causalidad se ha averiado quien sabe si definitivamente. Volvamos por un breve momento al antropólogo Marc Augé. En la realidad de hoy, los lugares y los no-lugares, advierte el pensador francés (1992: 110), se interpenetran, aunque se apunta con certeza hacia el predominio de los lugares de intersección y desplazamiento. En el teatro gallego es fácil contrastar esta tendencia en autores jóvenes como Raúl Dans y Gustavo Pernas. El primero sitúa su pieza titulada Lugar, cuyo universo evoca en cierto modo el de J.B. Priestley, en una estación de trenes a medio camino entre el pasado y el presente de los personajes, en la acronía de un tiempo virtual y en la tensión de una memoria que se resiste. Se trata de una especie de “teatro de los posibles”, en afortunada expre-

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Cf. la idea de flaneur con la que Walter Benjamin define el pensamiento baudelairiano. El paseante anónimo se desplaza por una ciudad fragmentada, pero su mirada transforma la realidad caótica en un conjunto de signos legibles.

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sión de Armand Gatti, en donde el complejo espacio-temporal genera simultáneamente varias dimensiones de realidad e instaura en el nivel de la creación una gran libertad dramatúrgica. En Derrota, su segunda obra más conocida, presentada aparentemente como una sucesión de diez sketches que finalmente se revelan conectados entre sí, los personajes, siempre desamparados, a un paso del abismo, habitan espacios urbanos precarios, de tránsito, espacios de confrontación latente que pueden devenir también en refugio: un parque, una cabina, un banco, un puente de piedra, una encrucijada, un terreno en obras... Pero quizás en pocos dramaturgos se percibe esa frecuentación del no-lugar o del fuera-de-lugar y esa insistencia de la individualidad solitaria que hace spectacle de soi como en Gustavo Pernas. En Footing, la última de sus piezas publicadas hasta esta fecha, se lleva al extremo esta dimensión utópica tan recurrente en el teatro contemporáneo: el espacio es impreciso, un paseo marítimo, mas continuamente ampliado por las referencias globalizadoras incluidas en el diálogo (las guerras, la Bolsa, el fútbol, los viajes, la tele y el zapping); la acción se vuelve exceso de velocidad (recuérdese la dictadura de la vitesse y la dromocracia proclamada por Paul Virilio, 1984), aceleración, vértigo y huida hacia un no-sé-dónde que nunca se alcanza (“Busquei un lugar onde non chegase ninguén”, dice el corredor número TRES), como los turistas o los inmigrantes de los que se habla en el final de la obra, sin que ese eterno movimiento en zig-zag adquiera sentido delante del espectador: UN- ¿Onde comeza e remata todo isto? Se cadra depende de min... ¿E se paro...? DOUS- Hai que maduralo. TRES- Custa decidirse. ELA- Aínda debo adestrar. UN- Algo me di que debo seguir correndo... TODOS- ¡Correr! UN- Todos corren. TODOS - ¡Correr! ¡É mellor correr! (2001: 22).

No hay sentido real para sus vidas, anquilosadas, paradójicamente, por la falta de uso. Los espacios habitados por estos antihéroes anónimos, cosificados y permutables de Pernas (sean paseos marítimos, parques, calles oscuras, ruinas, hipermercados o hoteles, como en las Comedias paranoicas) pertenecen con todo derecho a la frontera, al margen, al límite en el que las interacciones humanas quedan de algún modo anuladas o desnaturalizadas (otra palabra clave, en mi opinión, del pensamiento posmoderno, que implica la dislocación del lenguaje, de su contexto y de lo auténticamente humano). En consecuencia, también la experiencia del espacio, como la de la geografía, genera formas de vacío, imprevisión y caos que aspiran a dar una visión hiperreal del mundo contemporáneo.

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No sería difícil trasladar estas reflexiones al teatro español (no hay que olvidar tampoco que el teatro gallego guarda cierta dependencia estética con respecto a lo que sucede en la escena madrileña). Me vienen rápidamente a la cabeza, de manera desordenada y nada exhaustiva, Metro, de Francisco Sanguino y Rafael González, donde un hombre y una mujer dialogan en una estación solitaria mientras esperan la llegada de un metro que se resisten a tomar; Alma, de Guillermo Heras, pieza habitada por personajes que no encuentran su espacio vital fuera de la idea de viaje y aventura; La ciudad, noches y pájaros, de Alfonso Plou, que tiene como espacio una calle desierta de una ciudad de provincias, una nave abandonada, bares o locales de alterne; La mirada del hombre oscuro, de Ignacio del Moral, y su playa irreal “en el mar de la nada”, de profunda carga simbólica; Metropolitano, de Borja Ortiz de Gondra, que muestra una calle como espacio de conflictos urbanos y de extraños encuentros en el límite (la inmigración como tema de fondo); Martes. 3:00 a.m. más al sur de Carolina del sur, de Arturo Sánchez Velasco, que se desarrolla en un aparcamiento subterráneo, “de extrema humedad, áspera textura de cemento gris y molestos pilares”, de “suelo alfombrado de símbolos, flechas y acotaciones de todo tipo” (21), cuyos personajes vuelven una y otra vez, desde ese espacio inicial, a los mismos paisajes desolados en busca de una identidad perdida; La raya del pelo de William Holden, de José Sanchis Sinisterra, cuyo escenario es un cine al que regresa una especie de Ulises tragicómico atrapado malgré lui en la memoria de los otros; o El Gordo y el Flaco, de Juan Mayorga, un ejercicio absurdo de repeticiones y de intercambio de papeles e identidades en frente de la pantalla de televisión de una habitación de hotel (podría continuarse la lista con Aeropuertos, de Alejandro Jornet; Motor, de Álvaro del Amo; Ahlán, de Jerónimo López Mozo; o Lista negra, de Yolanda Pallín). Mención aparte, por su carácter puramente experimental, merece el texto escrito a varias manos Estación Sur4, una sucesión de treinta y dos cuadros (sin firma), en el que el prólogo aclara: “Proponemos que el espectador se sumerja en el escenario como en un sueño. Estas podrían ser escenas escuchadas, hilachas de conversaciones recogidas a lo largo de unas horas deambulando por una estación de autobuses” (1990: 5). El escenario muestra también aquí cierta predilección por el esquematismo, la estilización y la virtualidad de la memoria fugaz, múltiple y contradictoria, que significa por momentos la coexistencia de varios planos temporales de difícil deslinde. Se percibe algo así en A vella sensación do prohibido, de Gustavo Pernas, donde el espacio sirve de referencia 4

Sus autores son José Ramón Fernández, Luis Miguel González Cruz, Guillermo Heras, Raúl Hernández Garrido y Juan Mayorga.

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para la memoria al mismo tiempo que se convierte en la clave para la infidelidad del recuerdo (para la huida). Algunos textos, por ejemplo de Alfonso Armada, se plantan en una especie de naturalismo surrealista, en el que los objetos y la realidad suspenden su circunstancia habitual para formar parte de un juego interminable de indeterminación y ambigüedad en el que el mundo acaba por concebirse (reconstruirse parcialmente) como imagen producida por el propio sujeto. Es ésta la vía que también conduce al fin (o a la muerte) del personaje, tal y como ha proclamado Elinor Fuchs (1996): todo (del decorado al propio argumento) es proyección de un estado de mente; el personaje se conforma con sobrevivir en este contexto y evadir el dolor de una existencia consciente. Las consecuencias dramatúrgicas de estos rasgos son inmediatas y ya han sido señaladas a menudo. Las obras, en palabras de Fermín Cabal referidas a Ernesto Caballero, “suceden en lugares atípicos, que suelen ser reveladores de la condición oprimida de los protagonistas, o sea, de usted y yo sin ir más lejos. Pueden aparecer en una cancha de squash (Squash), al conjuro de un anuncio en un periódico, en un hotel de Calcuta (Nostalgia del agua), expedidos por una despiadada agencia de viajes, víctimas de la inercia dominguera con su utilitario convertido en ataúd metálico (Auto), o recortados por luces difusas de quince watios en una garita llena de semen y escupitajos, sirviendo a la patria (Retén), etc. Y sus personajes deambulan, un tanto alucinados, descubriendo cómo esa realidad (o irrealidad, según se mire) les ha atrapado y les ha chupado lo mejor de sí mismos: sus ilusiones” (Cabal 1994: 75; cf. Cisneros 1996). Añadamos a los aludidos algunos rasgos más. El mensaje deja de estar contenido en el texto. Los silencios también valen (o valen más). El lenguaje, sometido a un proceso radical de desconfianza, se vuelve cada vez más lacónico: se emplean las palabras justas, se evitan los excesos. Desaparece la estructura clásica de los textos y se prefiere la fragmentación de los discursos, repartidos con apariencia de aleatoriedad entre los personajes, a modo de diálogo de sordos o gracias a la yuxtaposición de monólogos, hasta el punto de que las réplicas esticomíticas y formulísticas se convierten en intercambiables; se configura una síntesis y collage de escenas sin fábula lineal, algo que, como señala Jerónimo López Mozo (1996: 40-41, 2001: 269-271), ya había inventado Heiner Müller hace veinticinco años. Habría que añadir a Samuel Beckett, Harold Pinter o Bernard-Marie Koltès a esta imprescindible nómina que conduce con claridad hacia una reivindicación del silencio, tal y como se hace abiertamente en Footing (2001: 47), de Gustavo Pernas. Sobre todo en los noventa, la dramaturgia española ha dado varios pasos más allá en la descripción de un mundo esquizofrénico, sin raíces, alienado, incomunicado o alucinado por fantasías o pesadillas electrónicas. La paradoja de

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nuestra condición histórica no escapa a las contradicciones entre la globalización, el resurgimiento de lo local o étnico o el funcionamiento de lo transcultural, que supone de algún modo la instauración de lo periférico en el centro de una cultura ya para siempre heterogénea. Nuestra existencia es híbrida y “transicional”: vivimos, como diría Beckett, jugando innumerables endgames en los que los universales estándares, tales como las creencias religiosas, las convicciones filosóficas o los nacionalismos, han caído en crisis, y nos han dejado desamparados pero hiperactivos. Nuestra identidad es también desterritorializada y nómada, como han defendido Gilles Deleuze (1991) y Rosi Braidotti (1994), entre otros, que aclaran que el nómada no es necesariamente alguien que se mueve, sino alguien consciente de que su existencia y su cuerpo habitan en un intermedio (“estar en el medio”), son flujo, un “caminar hacia” sin fin, una identidad-entre que se deja fascinar por la soledad de los espacios vacíos o atraer por la idea de movilidad transnacional. Podríamos conectar este marco teórico con el paradigma poscolonialista tal y como lo planteó Homi Bhabha (1994), a partir de la idea de in-between como parámetro de dislocación subversiva en el plano de la enunciación5. No estaría tampoco de más apuntar a la posibilidad de que todas estas características respondan a la influencia decisiva de la performance como actividad artística alternativa, según la conocida tesis de Vanden Heuvel (1993). Los dramaturgos contemporáneos compartirían la misma desconfianza en la idea de clausura propia del drama occidental y el mismo interés en investigar una lógica del acontecimiento basada en la inconsistencia e inestabilidad de todo acto humano y en la liminalidad de la existencia6. 5

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Para Bhabha, “hybridity” es el proceso por el cual la autoridad (colonial) pretende trasladar la identidad del colonizado (el Otro) en un marco de referencia universalizador. Tal pretensión está condenada al fracaso porque en este proceso emerge una identidad híbrida que desafía la validez y autenticidad de cualquier visión esencialista desde la cual creer en propiedades que definan una entidad de modo fijo y estable. Toda cultura está siempre sometida a estos procesos de hibridación, que tienen lugar en un espacio in-between que reta el papel hegemónico del colonizador, el “tercer espacio” en el que todo se decide. Puede verse el libro de Broadhurst (1999) para una caracterización de lo liminal en teatro, concepto asociado a lo heterogéneo, lo marginal y lo experimental, además de a lo caótico: “Other traits that are central to the liminal are intederminacy, fragmentation, a loss of the auratic and the collapse of the hierarchical distinction between high and mass/popular culture. [...]. Further characteristics of liminal performance include a stylistic promiscuity favouring eclecticism and the mixing of codes (especially the juxtaposition of nostalgia with novelty), pastiche, parody, immanence, cynicism, irony, playfulness and the celebration of the surface ‘depthlessness of culture’, the decline in the genius and authority of the artistic producer and the assumption that art can only be repetitious, a repetitiveness which foregrounds not sameness but difference. Additional traits are self-consciousness and reflexiveness, montage

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Sharon G. Feldman (2003), en un magnífico ensayo titulado significativamente Catalunya invisible, ha analizado para el teatro catalán de los noventa las manifestaciones espaciales de la posmodernidad en aspectos como la creación de una nueva Europa de fronteras “evaporantes”, la deconstrucción de la naciónEstado, la difusión del cosmopolitismo y de los movimientos migratorios, o la revolución tecnológica contemporánea a partir de usos muy particulares del espacio dramático. Así, por ejemplo, el teatro de Lluïsa Cunillé se caracteriza por recrear a través de decorados alternativos y ambiguos un “universo perturbador y estático, donde el tiempo parece no avanzar hacia adelante, sino que uno tiene la impresión de que sus personajes están suspendidos en un presente continuo”, dentro de un espacio ausente o vacío, “un paisaje circunstancial y vaporoso que parece inquietantemente desprovisto de acción”. En obras como Rodeo (recuérdese el interesante multiperspectivismo del decorado, que gira noventa grados en cada escena), Accident (un enorme depósito almacena miles de ventiladores eléctricos) o Apocalipsi (un solar en una ciudad grande donde tienen lugar encuentros imprevistos), se perfila, en fórmula de Marcos Ordóñez, esta Cunillélandia poblada de seres anónimos e impersonales. En el teatro catalán, la omnipresente Barcelona de los ochenta ha ido dejando paso, como también sucede en la novela catalana de fin de siglo, a “psicogeografías” interiores o a lugares cuya particularidad ha sido borrada por vía universalizadora. Por eso habla Julià Guillamón, refiriéndose en este caso a la narrativa catalana, de una “ciutat interrompuda”, por cuanto el mapa real de Barcelona ha dejado su lugar a un imaginario mental que poco o nada tiene que ver con la configuración urbana llevada a práctica por arquitectos y planificadores alrededor de 1992. La geografía espacial se “interrumpiría” o incluso se borraría, creando a veces un buscado efecto de universalismo. La erosión de la singularidad espacial caracterizaría, para Uma Chaudhari (1995: 4), los paisajes de la posmodernidad teatral y esa disolución es imaginativamente plasmada en la ubicación de la fábula en ciudades norteamericanas, de manera especial en Nueva York o en Los Angeles, o en la idea abstracta y ciertamente mítica de América, el paraíso de la simulación (Las Vegas), lo suficientemente indeterminado para actualizarse aquí y allá7. La acción de Després de la pluja (1993), de Sergi Belbel, se sitúa en la azotea de un

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and collage, an exploration of the paradoxical, ambiguous and open-ended nature of reality, and a rejection of the notion of an integrated personality in favour of the destructured dehumanized subject. It can be seen that the features of liminal performance display a close affiliation to the aesthetics of postmodernism” (1999: 12-13). Véase al respecto de la relación entre simulación-virtualidad y ciudad posmoderna en Crang 1999.

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rascacielos de una corporación transnacional como epítome de muchos lugares representativos de ese ámbito globalizado. Carles Batlle, por su parte, deconstruye la noción de casa en Suite, una obra ibseniana cuyos espacios contiguos son una sala de estar burguesa y una suite de un hotel (un lugar periférico y transitorio), donde se desarrollan los conflictos velados de dos parejas de diferente edad (Anna y Marc, Berta y Pol)8. En Oasi, Batlle enfrentará las perspectivas sobre el pasado y la memoria del catalán Xabier y del norteafricano Raixid, ambos con la misma edad (treinta y cinco años), personajes que viven cada uno a su manera (siempre paradójica) en el exilio, fuera de su “casa”. Y ya finalizo. Sin esos itinerarios emocionales, sin esas referencias históricas, sin esos mapas cognitivos (como diría Fredric Jameson) que nos ayudan a situarnos en el mundo, el teatro contemporáneo no estaría describiendo, quizás, un nuevo tipo de sociedad, ya no una sociedad del no-lugar, sino una sociedad del no-sentido, en la que el dispositivo polifónico teatral (su crisis o mejor aun su desaparición) sirva para dar cuenta del descentramiento y la fractura, de la violencia y el absurdo de unas existencias oscuras que, estrictamente, ya han dejado de serlo. Es la paradoja denunciada hace ahora veinte años por Gilles Lipovetsky (1983) cuando hablaba de una “segunda revolución individualista” que habría sucedido en la era del consumo masivo, en lo que él llama la “era del vacío”, trastornada por el nuevo mal du siècle: “un sentimiento de vacío interior y absurdo de la vida, una incapacidad para sentir las cosas y los seres” (1983: 77) 9. Desapego emocional, imposibilidad de relaciones interpersonales, ausencia de compromiso profundo, independencia afectiva, soledad, indiferencia, ése sería el perfil de este neo-narcisismo sin sustancia que tiene en los no-lugares su particular espejo subyugador.

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Cf. el concepto de drama relativo desarrollado por Batlle en varias entregas, especialmente en el prólogo a Suite. El drama relativo, en el que nada se afirma, intenta favorecer, en sus propias palabras, “el enigma la ambigüedad y la sustracción”. Puede contextualizarse esta presencia del narcisismo en la cultura norteamericana de los setenta a través de libro de Charles Grass The Culture of Narcissism (1973) y de otras referencias citadas por Lipovetsky en la nota 1 de la página 49.

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LOS DISCURSOS DEL CUERPO EN LA CREACIÓN ESCÉNICA CONTEMPORÁNEA José A. Sánchez Universidad de Castilla-La Mancha

La atención al cuerpo en la creación escénica del siglo XX fue constante desde que en los primeros años un grupo de creadores decidieran probar otras formas de arte teatral no basadas en el drama. Desde entonces, la imagen, el ritmo y el cuerpo del intérprete fueron materiales a los que diferentes creadores recurrieron para suplir la palabra. Sin embargo, el tratamiento del cuerpo en la escena contemporánea ha sufrido importantes transformaciones.

ANTECEDENTES Para los artistas de vanguardia, el cuerpo no dejaba de ser un soporte más. Si releemos las pantomimas de Gómez de la Serna comprobaremos que el cuerpo que Ramón describe y, cómo no, también desea, es un cuerpo opaco. Las vanguardias escénicas, al priorizar lo visual y lo lingüístico, convirtieron el cuerpo en soporte de signos, pero apenas le dejaron hablar. Y lo mismo cabría decir del teatro imposible de García Lorca, pese al énfasis de este dramaturgo en la necesidad de encarnar la poesía. Los primeros discursos del cuerpo que podemos localizar en la creación española de

Mónica Valenciano. © Foto: Valle García.

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posguerra (de la posguerra civil y de la posguerra mundial), estaban más relacionados con los discursos visuales y gestuales de las vanguardias que con el empeño de dotar al cuerpo de un lenguaje propio, tal como había formulado por primera vez Antonin Artaud1. En primer lugar, encontramos las propuestas de Joan Brossa, que a partir de 1947 escribió una larga serie de guiones escénicos basados en el juego con los elementos sensibles de la escena, incluida la corporalidad de los intérpretes, la corporalidad del público y su interacción en el espacio. Pero aunque en Brossa la acción fuera tan importante como la mirada (Gómez de la Serna se aproximaba mucho más a la figura del “voyeur”), el cuerpo en sus obras carecía de un discurso propio y seguía siendo dependiente de un discurso ajeno, poético o visual. Lo mismo cabría decir de los primeros ecos del mimo contemporáneo en Cataluña, tanto en el caso de las pantomimas literarias de Ricard Salvat con el Teatre en Viu como en el caso de los espectáculos de mimo blanco de Els Joglars. De hecho, Albert Boadella, uno de los más inteligentes autores del teatro contemporáneo español, ha dejado, a lo largo de toda su trayectoria, muy poco lugar a la articulación de un lenguaje del cuerpo, por más que sus espectáculos, de una efectividad visual difícilmente igualable, tuvieran como centro el trabajo corporal. Incluso en aquellos momentos en que elaboró de forma más precisa un código gestual, como ocurrió en Laetius (1980), ese código resultaba insignificante para el espectador, a quien se transmitía otro discurso vehiculado en la superestructura, es decir, en la conferencia dentro de la cual se enmarcaba (en sentido literal) ese código de gestos. El tratamiento que Boadella dio al cuerpo fue tan superficial (en el sentido de utilizarlo como soporte o superficie para la generación o proyección de imágenes) como el de aquellos artistas visuales que en paralelo introdujeron en España el arte de acción, tanto los madrileños Juan Hidalgo, Walter Marchetti o Esther Ferrer como los catalanes herederos de Brossa, especialmente Carles Santos y Anna Ricci. Pero en paralelo a la práctica del mimo, en los años sesenta habían comenzado a hacerse efectivas en Europa las ideas de Antonin Artaud, y habían apa-

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En sentido estricto, no podríamos hablar de un antecedente de las “dramaturgias del cuerpo” hasta la aparición de los escritos teóricos y los proyectos no realizados de Antonin Artaud, especialmente en su guión escénico La conquista de México (1933). Este guión era mucho más radical que el espectáculo que Barrault produjo un poco después, En torno a una madre (1936) y que tanto le gustó. Pero en Barrault pesaba más el lenguaje del mimo, que no dejaba de ser una traducción de un lenguaje de palabras e imágenes a signos corporales, más que un auténtico lenguaje del cuerpo, tal como Artaud planteaba en su guión.

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recido las primeras formulaciones de una dramaturgia del cuerpo a partir de las propuestas del Living Theatre o del Teatro Laboratorio de Grotovski. Su incidencia en España fue escasa, y lo que encontramos son mas bien instrumentalizaciones del cuerpo patético en los últimos sesenta, en la colaboración de los Cátaros con Marsillach para la escenificación del Marat-Sade (1968) y en los espectáculos dirigidos por Víctor García para Núria Espert2, o bien liberaciones del cuerpo celebrativo a partir de 1972, sea en su versión pasional (Quejío, de La Cuadra), sea en su versión festiva (Non plus plis, de Els Comediants). Pero en ese momento crítico, previo al final del franquismo, hizo su aparición uno de los artistas más importantes del último cuarto de siglo, un artista al que sin duda podemos denominar autor de un teatro corporal en sentido estricto: Albert Vidal.

LA ANTROPOLOGÍA URBANA DE ALBERT VIDAL Albert Vidal estudió mimo (por consejo de Boadella) con Jacques Lecoq y su primera creación (Teatro de máscaras y movimiento, producida en el estudio de Els Joglars en colaboración con la actriz inglesa Cee Both) data de 1969. A propuesta de Lecoq dirigió unos talleres de mimo en el Piccolo de Milán, donde preparó su siguiente trabajo, El inicio de la jornada (1971), que ya anunciaba el interés por lo cotidiano, constante en su obra. La formación como mimo se vio completada con una serie de experiencias en teatro (colaboró estrechamente con Darío Fo), danza (fue coreógrafo en el Stadtheater de Bielefeld), cine y televisión (interpretó a la mona chita en una serie titulada Chita te quiero). Esta formación se completó con sucesivos viajes a Benarés, Ceilán, Bali, donde se encontró con el maestro Topeng Gunkha en 1976, y Japón, donde trabajó con Kazuo Ono y Min Tanaka, y desde entonces la trayectoria creativa de Vidal se desarrolló en un constante ir y venir de Occidente a Oriente. La consagración de Albert Vidal se produjo después de la presentación de su espectáculo El bufó en el Teatro Romea, de Barcelona, en 1977. Se trataba de un espectáculo estrenado dos años antes en Francia, compuesto de tres piezas independientes. En “Opera solo”, Vidal escenificaba el nacimiento

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Las criadas, de Genet (1969), Yerma, con escenografía de Fabià Puigserver (1971) y, posteriormente, Divinas palabras (1977).

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de un bebé, su abandono en el hospital incendiado por el cigarrillo de la comadrona, y sus peripecias por la gran ciudad, su amor (a las cinco horas de nacer) por Beatriz y sus kafkianas aventuras en el metro. “Charter” mostraba las aventuras de un personaje común durante sus cortas vacaciones en el extranjero: la obtención del pasaporte, el viaje en avión, la visita cultural a un museo... Lo que diferenciaba la propuesta de Albert Vidal de la de Els Joglars y otros mimos contemporáneos era la profundidad a la que llevaba su indagación de lo corporal. La investigación de Vidal apuntaba al interior del cuerpo, donde se sumergía para encontrar tanto el comportamiento de sus personajes como las imágenes que servían para la construcción del Albert Vidal. Parque antropológico: espectáculo. Los suyos no eran discursos cerra- el hombre urbano. dos, como los de Boadella, ni cuidados apuntes, © Foto: Leopoldo Samsó. como las piezas de Brossa, sino fases de una investigación continua cuyo objeto era el hombre, con su cuerpo, su memoria y su identidad, llamado Albert Vidal, convertido en ejemplo de hombre urbano. Fue precisamente Parque antropológico: el hombre urbano (1983) la pieza que lo proyectó internacionalmente, si bien antes había estrenado algunas otras de gran interés, como El aperitivo (1978), en colaboración con Carles Santos (y que fue presentada en 1979 como colofón de un recorrido cultural por Barcelona en homenaje a Brossa), y Cos (1982), que Joan Abellán definió como “búsqueda integral del placer de la relación del cuerpo con el silencio, la nada, la plenitud sensorial, la forma, el ritmo, materializados en sensaciones, en una percepción más allá de la comunicación codificada” (1983: 88). Aunque la primera ubicación de Parque antropológico fue el paseo marítimo de Sitges, donde se estrenó en 1983, en sucesivas presentaciones, Albert Vidal eligió el zoo como contexto adecuado. Durante tres días, Vidal se exhibía como un espécimen más, a ser posible muy cerca de las jaulas de los monos. Su hábitat había sido recreado mediante una cama y una mesa de comedor, un inodoro y un lavabo, una bicicleta estática y una báscula, una mesa de trabajo, un televisor y una radio. La distribución en la jaula de estos elementos articulaba diversos espacios correspondientes a las diversas necesidades fisiológicas y de actividad del espécimen: aseo, alimentación, ejercicio, reposo,

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trabajo, entretenimiento. El orden de las actividades no correspondía al cotidiano y el tránsito de un espacio de la jaula a otro, no respondía a lógica alguna. Además, el hombre urbano era un ser silencioso, no hablaba más que mediante la mirada. Unos años más tarde, Guillermo Gómez Peña y Coco Fusco se enjaularían como Albert Vidal, para presentarse como especímenes de una tribu mexicana en extinción en museos de antropología estadounidenses. Sin embargo, las intenciones eran muy distintas: lejos del discurso identitario y colonial subyacente a la pieza de aquéllos, a Albert Vidal lo que interesaba era un tipo de investigación más interna, a medio camino entre lo científico y lo trascendente. “El hombre urbano” sugirió María Escobedo (una de sus más estrechas colaboradoras) “era una pieza sobre la memoria, la memoria de cierta forma de conocimiento, el conocer con o el conocimiento corporal de los estados de trance. El interés de Vidal era la memoria del éxtasis” (Escobedo 1998: 10).

NORMALIZACIÓN Y ESTETIZACIÓN El año de estreno de Parque antropológico puede ser considerado un punto de inflexión importante en la historia de la creación escénica contemporánea y, por extensión, en la evolución de los discursos del cuerpo. Un año antes, el PSOE ganaba por mayoría absoluta las elecciones en España, poco después de la última y grotesca (aunque no por ello menos peligrosa) intentona golpista. Se cerraban los años críticos de la Transición. La Transición había deparado grandes éxitos al teatro independiente de base no textual (Els Joglars, La Cuadra, Els Comediants, que produjeron entre 1978 y 1982 algunos de sus espectáculos más efectivos) y había sumido en una profunda crisis al teatro independiente de base dramática, que en muchos casos perdió su sentido y su lugar en un contexto de confusión cultural en que las diferentes opciones (teatro gestual, teatro de repertorio, teatro de calle, teatro musical, teatro comercial...) parecían indiscernibles. Al mismo tiempo que en los teatros institucionales convivían producciones propias del repertorio clásico e internacional, espectáculos visuales, montajes de dramaturgos españoles jóvenes y propuestas independientes, la caótica alegría de los primeros años de democracia había favorecido la eclosión de los espectáculos de calle. Vidal trabajó muy a menudo en la calle entre 1979 y 1987. Los festivales de calle se multiplicaron por toda España, siendo el más importante La Fira de Tárrega, que comenzó su andadura en 1981 y que aún perdura. En la ca-

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lle realizaron sus primeras experiencias aquellos colectivos interesados por los lenguajes del cuerpo. De un lado, las compañías de teatro catalanas, siempre con una dosis de humor y efectismo: La Cubana, La Fura dels Baus, Sémola... De otro, quienes iniciaban la búsqueda de una poética propia: Bekereke, en el País Vasco, La Tartana y Lejanía en Madrid3. En los años siguientes, cuando la normalización avanzó, los teatros institucionales volvieron a apostar por el teatro de toda la vida y la calle fue despejada de intrusos (sólo quedaron los animadores de fiestas), las trayectorias seguidas por cada uno de aquellos colectivos fue muy distinta. Pero lo que permaneció en todos ellos fue un entendimiento del espacio que rompía la estructura convencional de la caja italiana y que trataba de mantener esa relación entre los cuerpos, entre el cuerpo del espectador y el cuerpo del actor, que se producía en la calle. Desde el punto de vista de las técnicas corporales, en Cataluña fue importante la consolidación de una línea de estudios gestuales en el Institut del Teatre, que permitió una mayor complejidad en la formación. En tanto en el resto de España la influencia seguía llegando de Lecoq, por un lado, y del Odin Teatret, por otro. De hecho, algunos de los principales directores de estos años pasaron por el Odin o por el ISTA (Toni Cots, Ricardo Iniesta, Etelvino Vázquez). Un caso excepcional fue el de Esteve Graset, discípulo de Roy Hart, que se especializó por tanto en técnicas vocales y que participó de ese momento de intensidad de lo corporal en la escena de la normalización con su compañía Brau Teatre. En paralelo al retorno de la corporalidad y la gestualidad a las salas cerradas, se produjo la eclosión de la danza contemporánea española, centrada sobre todo en Cataluña. En los primeros ochenta se crearon las compañías de Gelabert y Azzopardi (aunque Gelabert había realizado sus primeras acciones coreográficas diez años antes), Mudances, Metros, Lanónima Imperial y Danat Danza en Cataluña, Vianants en Valencia, y Bocanada en Madrid. Las líneas fueron muy diversas, pero todas pudieron aprovechar la fase expansiva de la escena contemporánea española, y consolidar compañías que se situaron en la línea de la danza minimalista europea (Mudances y Metros), el teatro danza (Danat y Vianants) u otras formas de danza contemporánea. El desarrollo de todas estas compañías, al igual que el de La Fura dels Baus, La Cubana, Zotal, Sémola o Arena Teatro fue posible debido a que las políticas de normalización, que en el ámbito institucional supusieron la ordenación de los 3

Bekereke, dirigido por Elena Armengod. La Tartana, dirigida por Carlos Marqueríe. Lejanía, dirigida por Ricardo Iniesta.

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teatros y festivales nacionales y la restauración de los teatros decimonónicos (que por su exclusividad resultó una iniciativa nefasta para el desarrollo de la creación contemporánea), en el ámbito independiente impulsaron, especialmente a partir de la creación del INAEM en 1985, la profesionalización de los colectivos e inyectaron recursos que contribuyeron a ha- cer posible las compañías estables y Arena Teatro. Extrarradios (1989). © Foto: Paco Salinas. los espectáculos de medio formato. Pero a las nuevas condiciones de producción se unían otras motivaciones de tipo ideológico y estético, que animaron a los creadores a abandonar los discursos de un pasado aislacionista e incorporarse cuanto antes a la escena europea. Así que tanto las compañías de danza como las compañías de teatro gestual desarrollaron rápidamente unos discursos fuertemente asentados en lo visual, que volvieron a amenazar la propiedad de los lenguajes del cuerpo. No obstante, el protagonismo del cuerpo en cuanto generador de lenguajes en los primeros años de todas esas compañías fue muy importante. Podemos pensar en Zotal (1984) y Zombi (1988), de Zotal; Accions (1983) y Suz/o/Suz (1985), de La Fura dels Baus; Cubana’s Delikatessen (1983) y La Tempestad (1986), de La Cubana; Así que pasen cinco años (1985), de Atalaya, o Extrarradios (1989), de Arena Teatro. Pero casi todos evolucionaron a un tipo de discursos en los que lo corporal, de donde en muchos casos surgía el sentido de las piezas, cedió ante imposiciones dramatúrgicas (Zotal o Atalaya), imposiciones estéticas (Arena Teatro) o imposiciones comerciales (La Fura dels Baus y La Cubana). El caso de Arena Teatro es claro: si Extrarradios (1989) fue el resultado de improvisaciones físico-vocales larguísimas, que casi rozaban el trance, y de una colaboración directa entre los actores, los músicos y el director, Expropiados (1992) fue una puesta en escena de una serie de ideas visuales y rítmicas perfectamente claras en la imaginación del director antes de ser comunicadas al cuerpo de los actores. El único que escapó a esta tendencia estetizante que afectó a casi todos los creadores que en los ochenta partieron del cuerpo fue Albert Vidal. Antes de que el teatro visual español llegara a su apogeo entre los años 1990 y 1992, Vidal inició otra investigación en torno al concepto de “cuerpo telúrico”. Todo empezó cuando, agotado de la experiencia festivalera de Parque antropológico y El vendedor de helados, Vidal, influido por algunas de las acciones que pudo conocer

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en la Documenta de Kassel de 1986, cavó un agujero junto a su Masía y se enterró. Este fue el principio de Alma de serpiente (1987), una espectacularización de esa experiencia del enterramiento. Desde entonces, Vidal potenció la dimensión experiencial frente a la espectacular. Así, lo más importante de El mundo, el demonio y la carne (1991) no era el espectáculo en sí, sino la fase preparatoria, de la que al público sólo se mostraban las huellas, del mismo modo que los artistas de acción presentaban en museos y galerías huellas físicas o visuales de sus obras. En este caso, las huellas estaban incluidas en un espectáculo que recogía la reflexión corporal de Vidal sobre la pornografía, el mal y la muerte. La huella más impactante era el cadáver de una gacela, conservado en una urna, con el que Vidal había convivido durante cinco meses al tiempo que “realizaba prácticas meditativas acerca del sexo y el erotismo, conservando la misma distancia meditativa ante la descomposición del cadáver que ante los efluvios de la pasión sexual” (Vidal 1992: 37). Pero la experiencia más intensa fue su trabajo como actor porno en compañía de María de Marías, con la que formó Shan & Shila, Pareja Internacional de Pornoshow para presentarse en un local de espectáculos pornográficos con un número titulado “Horas extras en la oficina”. La radicalidad de Vidal en la búsqueda de lo que él denominó “daimon” le ha hecho alejarse cada vez más de lo teatral para refugiarse en procesos de trabajo, desarrollados entre Mongolia y su casa del Pirineo, que sólo fragmentaria y esporádicamente son accesibles al público.

PRÁCTICAS FRONTERIZAS Si bien es posible reconocer en otros creadores la búsqueda de una zona intermedia entre lo teatral y lo performativo (Carles Santos, Cesc Gelabert, La Fura dels Baus, Zotal, Arena Teatro, Ángels Margarit, etc.), Albert Vidal fue quien más radicalmente lo hizo adentrándose en la interioridad del cuerpo. La opción de Vidal por el cuerpo desnudo como soporte básico de la acción escénica respondía a una necesidad discursiva. Sin La Ribot. El gran game (2000). embargo, a partir de 1992, el retorno al © Foto: Pau Ros.

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cuerpo desnudo se impuso a otros muchos creadores también por razones de índole económica y política. La conclusión de la fase de normalización dio paso a un neoconservadurismo, al que se unió el debilitamiento del Ministerio de Cultura tras la pérdida de la mayoría absoluta del PSOE y la presión de los nacionalistas catalanes que pretendían su desaparición. La creación contemporánea fue desatendida y ello llevó a la desaparición de casi todos los colectivos estables anteriormente citados, a excepción de los catalanes. La nueva situación forzó a un retorno al pequeño formato, a la sustitución del modelo de compañía por asociaciones inestables o incluso a los trabajos en solitario, y la reducción drástica de los costes de producción. La respuesta más radical a la nueva situación fue la de La Ribot, quien en 1992 presentó su “striptease” Socorro, Gloria! Aquella revisión del género que tanto fascinó a Joan Brossa tenía, además de su componente humorística, un sentido histórico. La Ribot se desprendía de todo aquello que le molestaba, todo aquello que le sobraba, incluidas las zapatillas de ballet, que caían inesperadamente al suelo, para quedarse a solas con su cuerpo desnudo, donde comenzaba una nueva fase de investigación. A partir de ahí inició un proyecto que la ha ocupado durante diez años: las piezas distinguidas, de las que hasta ahora ha realizado tres series, reagrupadas en una versión museística, denominada Panoramix (2003). En su relación con el propio cuerpo, La Ribot recurrió a una disociación imposible: como los creadores del teatro visual, trató de convertirlo en soporte de imágenes y de comportamientos (más que de signos). Pero a diferencia de aquéllos, no privó a su cuerpo de identidad, no lo privó de mirada. Provocó entonces una coincidencia en el mismo cuerpo de la autora y de la intérprete, que se miraban constantemente la una a la otra durante el proceso de ejecución. En tanto La Ribot jugaba con la paradoja de la coincidencia, Olga Mesa optaba por la perplejidad del no reconocimiento, algo muy evidente en su solo Esto no es mi cuerpo. A pesar del título, la actitud de Mesa era casi contraria a la de Ribot: mediante la negación forzaba una proLegaleón T. fundización en la zona oscura, no tanto por la El silencio de las Xygulas. vía experiencial (como Vidal), cuanto mediante © Foto: Legaleón T.

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la exploración de las huellas de la interioridad en la exterioridad: en el movimiento, en la relación con el espacio. Ella fue una de las primeras en formular explícitamente como objetivo de su danza el descubrimiento y la interpretación de un pensamiento del cuerpo en la cotidianidad escondido e inaccesible. Mónica Valenciano formuló una idea similar al definir su danza como un “poner los pensamientos en movimiento”4. Se podría descubrir en el trabajo de estas coreógrafas la recuperación de ciertas formas de hacer ensayadas por los coreógrafos de la generación posmoderna, que las llevaron a conectar con la nueva danza conceptual europea (la de Jerôme Bel, Xavier LeRoy y Meg Stuart) o con la danza neoexpresionista (de Vera Mantero a Sasha Waltz). En la producción de todos estos artistas, los límites de la danza, el teatro y las prácticas performativas han quedado atrás, fuera de discusión, y se mueven en un terreno abierto que les permite la transición de un código a otro y de un espacio (teatro) a otro (museo). Este nuevo entendimiento del cuerpo en el contexto de los noventa es esencial para la comprensión de las “dramaturgias del cuerpo” contemporáneas. Si para la nueva danza cabe situar el punto de inflexión en el “striptease” de Ribot, para las dramaturgias del cuerpo, el punto de inflexión está asociado a El silencio de las Xygulas, producido por Óskar Gómez con Legaleón T. en 1994. Gómez puso su experiencia en teatro-movimiento y técnicas de clown al servicio del texto de Anton Reixa, generando un discurso surrealista, fragmentario, asociativo y caótico, tan caótico como cabe esperar de un pensamiento emanado de las entrañas. Otros creadores, algunos de los cuales habían militado en el teatro visual y poético que murió en 1992, intentaron adherirse a este modo de producir, que podríamos emparentar con el teatro posmoderno italiano (el de la Societas Raffaelo Sanzio), con una evolución similar a la del español en algunos casos, o con el teatro de la catástrofe de Reza Abdoh, si bien no hubiera una influencia directa. Entre los que desviaron su atención hacia el cuerpo cabría citar a Magda Puyo y Txiki Berraondo, que dirigieron Metadonas en Barcelona entre 1993 y 1997, Ana Vallés, directora de Matarile, Carlos Marqueríe, con su nueva compañía Lucas Cranach y, sobre todo, Óskar Gómez con Legaleón T. y Rodrigo García con La Carnicería.

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“No se trata de pensar los movimientos —escribió Mónica Valenciano en el programa de su espectáculo Adivina en plata (1997)—, sino de mover los pensamientos, para que la forma como tal quede desarticulada y los movimientos se relacionen entre sí, articulando su sentido a través de la proyección al exterior, para disponerse al diálogo”.

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A todos ellos es común el interés por trabajar desde el cuerpo de los intérpretes. Cuerpos ya no entendidos como soportes (aunque a veces puedan cumplir esta función), sino cuerpos entendidos como sujetos. Cuerpos con identidad. De ahí que las acciones se carguen de la personalidad, de la La Carnicería. Compré una pala en Ikea (2002) memoria, de la singularidad de los Foto de ensayo. © Foto: Revista Primer Acto intérpretes. Pero también se haga visible el contexto inmediato, la experiencia cotidiana, que alterna constantemente con los discursos políticos y poéticos. El cruce de la voz del director y la voz de los intérpretes resulta especialmente visible en los últimos espectáculos de Carlos Marqueríe y Rodrigo García. Pero si la voz de éstos se escucha es porque ellos han asumido plenamente la corporalidad en la que se instalan sus piezas. En 1994, año de estreno de El silencio de las Xygulas, se presentaron también Epizoo, de Marcel.lí Antúnez, Dol, una de las piezas más íntimas y más desnudas de Mal Pelo, realizada por Pep Ramis tras la muerte de su padre, Los trancos del avestruz, de La Ribot, en colaboración con Juan Loriente (el actor que sería decisivo en la nueva dramaturgia de Rodrigo García) y Pesogallo, de Mónica Valenciano. El cuerpo volvía a hacerse ya no visible, sino audible en escena. Y los modos de composición, caracterizados por la fragmentación, la asociación, la interrupción y lo lúdico remitían, claro está, a una experiencia de lo posmoderno que se cruzaba en este caso con una experiencia de la urgencia y la desazón provocada por el nuevo ciclo político. La mayoría de estas piezas se presentaron en pequeños espacios, en las denominadas salas alternativas, en sus años de expansión (entre 1992 y 2000). Aunque el contexto cultural y la incidencia social de las salas empezó a resultar insuficiente para los creadores que consiguieron elaborar discursos maduros en los años siguientes. Óskar Gómez y La Ribot fueron los primeros en abandonar España: La Ribot se instaló en Londres y Óskar Gómez en Ginebra, donde se había formado. Para ellos se abrió una nueva etapa en la que otros referentes penetraron en su discurso: la relación con el Live Art en el caso de Ribot; la experiencia de la inmigración y el multilingüismo en el caso de Gómez. Pero Rodrigo García aún siguió produciendo en España hasta el 2001, año decisivo para su trayectoria. Rodrigo García y Carlos Marqueríe compusieron durante años, con Elena Córdoba y Antonio Fernández Lera, un círculo de creadores que intercambia-

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ban colaboraciones e intérpretes. Esos intérpretes producen también ahora ellos mismos piezas y, aunque Rodrigo García trabaja actualmente en el circuito internacional, mantiene aún una colaboración estrecha con los otros integrantes de ese círculo. Hasta Notas de cocina, García fue eminentemente un dramaturgo que ponía en escena sus obras con actores dramáticos. Carlos Marqueríe, aunque siempre preocupado por la cuestión dramatúrgica, había priorizado lo visual y lo rítmico en sus piezas. En 1997 García estrenó Protegedme de lo que deseo y Marqueríe El rey de los animales es idiota (al mismo tiempo que Gómez estrena Carnicero español con L’Alakran en Ginebra); fue a partir de entonces cuando ambos abordaron una forma de dirigir, en que los intérpretes adquirían un relieve del que antes carecían (estando su interpretación mucho más limitada a la palabra o al gesto). El interés de García por las artes visuales y el cine se completaba ahora por una aproximación al arte de acción, hasta el punto de que sus espectáculos comenzaban a convertirse en una sucesión de imágenes, monólogos, secuencias dramáticas y acciones en las que los actores abandonaban lo ficcional para entrar en un discurso físico y performativo. En esa estructura acumulativa, García incorporaba materiales literarios y visuales propios, acciones propuestas por los actores y gran cantidad de material apropiado. De hecho, Protegedme de lo que deseo es el título de una instalación de Jenny Holzer. Y otros artistas como Bruce Nauman, Paul MacCarthy o David Kelley, todos los cuales han realizado acciones de distinto tipo, están muy presentes en su trabajo. Esto además de las apropiaciones literarias (comenzando con el maestro Borges), cinematográficas y, sobre todo, de la publicidad y la cultura popular. Este modo de composición escénica se hizo ya efectivo en Conocer gente, comer mierda (1999), aunque el cambio decisivo en la trayectoria de García se produjo a raíz de su encuentro con Juan Loriente y la participación de éste, junto a Patricia Lamas, en Aftersun (2001). Juan Loriente, formado como actor junto a Francisco Valcárcel en la Universidad de Cantabria, había pasado por el Odin Teatret y La Fura dels Baus, y había realizado colaboraciones con La Ribot, Carlos Marqueríe y Ana Vallés. A diferencia de Miguel Ángel Altet, Chete Lera o Gonzalo Cunill, actores habituales de La Carnicería, Juan Loriente era un actor integral, cuya presencia y cuya acción resultan tan elocuentes como su palabra. Juan Loriente humanizó y corporeizó la dramaturgia de Rodrigo, introdujo el contrapunto al discurso literario de García y animó al autor a introducirse de forma profunda en una “dramaturgia del cuerpo” con la que salió de la Sala Cuarta Pared de Madrid para instalarse en los teatros europeos. Rodrigo García es uno de los pocos autores españoles que han asumido la necesidad de dejar de comportarse como espectadores en relación con sus acto-

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res y situar la escritura, la palabra y la mirada en el interior del cuerpo de éstos. La corporalidad y la persona del actor funcionan entonces como una membrana a través de la cual se destilan las palabras, se destilan ocurrencias, imágenes, acciones... no sólo las inventadas por el autor-director, sino también aquellas tomadas del entorno histórico o cotidiano, sometidas siempre a un orden no lógico, aparentemente caótico, y siempre con ese aspecto de “mal acabado” (“tengo la imagen de una danza imperfecta”, había dicho Olga Mesa)5, que exige la activación de la mirada y el posicionamiento crítico del espectador. “Los espectáculos musicales —comenta García— tienen siempre un acabado tan satisfactorio: los colores son bonitos, las formas son bonitas, los tiempos son adecuados para evitar la reflexión. Trabajar a la contra de todo eso es lo que me interesa. Trabajar el feísmo, lo sucio, lo mal hecho. Pero no porque no sepas o no hayas tenido tiempo para hacerlo bien, sino porque te has empeñado en conseguir ese aparente mal acabado. Me interesa mucho la idea de un espectáculo imperfecto” (Gómez, García y Sánchez 2002: 404) Lo feo y lo imperfecto, al igual que lo abyecto, lo caótico y lo excesivo funcionan como mecanismos de alerta que descubren las fracturas de la realidad, los intersticios de esa construcción aparente que llamamos realidad, por los que se cuelan los destellos y los sonidos de lo real. La fijación de la forma es contraria a la percepción de lo real, de ahí la necesidad de destruir la forma, o al menos ensuciarla. Y qué mejor medio que contaminar la forma con las imperfecciones (sólo aparentemente feas o caóticas) del cuerpo.

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Este texto forma parte de las “imágenes” apuntadas en el proyecto del espectáculo Desórdenes para un cuarteto, estrenado en febrero de 1998 en la Sala Cuarta Pared, de Madrid.

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OBRAS CITADAS

Abellán, Joan. (1983). “Cos de Albert Vidal”, en: Pipirijaina, 25, abril , pp. 88-90. Gómez, Óskar; García, Rodrigo y Sánchez, José A. (2002). “En un café de Ginebra”, en: Fundación Contamíname. Ciudadanos de Babel. Diálogos para otro mundo posible. Madrid: Suma de Letras, pp. 387-414. Escobedo, María. (1998). “Albert Vidal’s Human Human; the telluric body screened”, trabajo inédito presentado en el Master of Arts in Independent Film and Video, Schoolf of Media, London College of Printing & Distributive Trades, The London Institute, marzo. Vidal, Albert. (1992). “Proceso de trabajo desde Alma de Serpiente hasta Mundo, Demonio y Carn”, en: Arena Teatro. etc 92. Murcia: Arena, p. 37.

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LAS SERVIDUMBRES NATURALISTAS DEL CINE (SOBRE ALGUNAS ADAPTACIONES CINEMATOGRÁFICAS RECIENTES DE TEXTOS TEATRALES “PROBLEMÁTICOS”) José Antonio Pérez Bowie Universidad de Salamanca

No son infrecuentes en los últimos tiempos las reflexiones en torno al agotamiento de las fórmulas “narrativas” sobre las que el teatro se ha sustentado desde sus orígenes y que determinaban que resultase inconcebible un espectáculo sin una “historia” que “contar”. Tales reflexiones suelen ir, por lo general, acompañadas de propuestas escénicas que, si bien no llegan a abogar por la disolución completa de la “historia”, admiten la conveniencia de una línea de acción destinada a debilitar el peso de la misma, no tanto para potenciar los “elementos discursivos” como para forzar una participación menos pasiva del espectador mediante una dramaturgia que se articule discursivamente en la incertidumbre, la duda, la angustia o lo no dicho. Propuestas semejantes las encontramos como principio articulador de la obra de nombres muy significativos del teatro de la segunda mitad del siglo XX, desde Pinter a Bernhard o desde Mamet y Koltès a Benet i Jornet o Sanchis Sinisterra, por citar los primeros que me vienen a la memoria. En la mayoría de sus obras nos encontramos con historias cuyo soporte narrativo ha sido debilitado hasta un grado considerable, sumiendo así al espectador en una total incertidumbre respecto de los personajes presentados y de la situación en que se hallan inmersos, pero estimulando a la vez su imaginación y obligándoles a rellenar los numerosos agujeros que horadan cada historia y a tratar de reconstruir los soportes de la coherencia que han sido previa y sistemáticamente dinamitados. Fragmentariedad, elipsis y huecos textuales serían rasgos muy frecuentes en los recientes espectáculos que han subido a los escenarios, ejemplos todos ellos de un teatro que, alejado cada vez más de la necesidad de satisfacer a públicos mayoritarios, busca un espectador cómplice al que le propone una reflexión de hondo calado sobre las posibilidades expresivas del medio, la cual alcanza, en muchos casos una dimensión metaficcional en cuanto cuestiona los propios

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mecanismos enunciativos, transgrede los límites entre ficción y realidad o propone una reflexión sobre el espectáculo desde su propio interior. Con ello, el teatro se ha incorporado a la revolución experimentada por el género narrativo en la tercera década del pasado siglo y que trajo como consecuencia un debilitamiento de los elementos de la “historia” para potenciar los del “discurso” desplazando el centro de atención del qué se cuenta al cómo se cuenta. En dicho proceso desempeñó un papel determinante, como es sabido, la influencia del cine, que liberando a la novela de la necesidad de contar historias para satisfacción de los públicos populares, posibilitó ese ejercicio intelectual que tenía como destinatarios a lectores más atentos y exigentes. El teatro no fue tampoco ajeno a la influencia del nuevo medio de expresión artístico, aunque dicha influencia se concretó en la afirmación del ya iniciado proceso de renuncia a las pretensiones naturalistas, territorio en el que resultaba imposible la competencia con el cine, y en el consiguiente refuerzo de los medios expresivos propios que desemboca en la tendencia “reteatralizadora” común a gran parte de las propuestas escénicas de la primera mitad del siglo XX. Pero durante ese período el teatro continuó fiel a las exigencias del público burgués que lo sustentaba por lo que resultaban impracticables los “experimentos” que atentasen con la exigencia de “confortabilidad” consustancial a dicho público; las rupturas se producían, así, en el nivel de la historia, pero no en el del discurso, puesto que en tal caso se convertirían en una carga de profundidad contra los fundamentos del propio espectáculo. Cuando el cine comercial, al servicio de públicos mayoritarios, se acerca al teatro lo hace, sobre todo, buscando historias atractivas que poner, con todo despliegue de medios, al alcance de sus fieles espectadores; por ello, salvo excepciones, ha renunciado a la adaptación de textos trangresores de los presupuestos de la mímesis naturalista, y cuando lo hace se limita a rescatar la historia contada y someterla a una narración “desproblematizada”. Obviamente, existen las excepciones de realizadores con vocación “culturalista” que, pensando en públicos minoritarios, llevan a cabo en la puesta en escena fílmica una exacerbación de la teatralidad inherente al texto de partida a manera de guiño intertextual o de homenaje a determinados géneros teatrales; baste citar al respecto filmes como La paloma, de Daniel Schmidt (1969), Otón, de Jean Marie Straub y Daniel Huillet (1979), Prospero´s books, de Peter Greenaway (1991), a partir de La tempestad, de Shakespeare, o, en nuestro cine la adaptación de El perro del hortelano, de Lope de Vega llevada a cabo por Pilar Miró en 19951; aunque se trata, efectivamente, de excepciones a la tendencia general que sigue la industria cinematográfica, atenta, sobre todo, a los imperativos económicos. 1

Véase Nieva de la Paz 2001.

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Esa actitud del cine ante los textos teatrales “problemáticos” ha de ser explicada, asimismo, en virtud de las servidumbres naturalistas del medio, dotado de unas condiciones para llevar a cabo la mímesis de la realidad mucho más efectivas que las del arte escénico y que determinaron, como se ha apuntado, que éste renunciase a entablar competencia en dicho territorio y optar por el desarrollo de sus medios expresivos propios. El naturalismo de la imagen cinematográfica impide que funcionen en la pantalla los mecanismos analógicos tan frecuentes sobre el escenario, ya que el pacto ficcional del espectador de aquél no es tan fuerte como el del espectador de teatro, quien puede admitir sin esfuerzo que el espacio acotado se transforme en infinito: le resultará creíble que un actor nade sin agua, suba una escalera inexistente o adquiera una nueva personalidad mediante el cambio de un elemento mínimo del vestuario. Como subraya Virginia Guarinos, “mostrar la mano que está detrás [...] sería declarar que existe una puesta en escena con la que hay que pactar la ficción, que existe por lo tanto para ser vista y se rompe entonces así el clima de observación desde fuera sin ser visto, que es fundamental en el pacto ficcional del MRI” (1996: 78). Cabe admitir con Virginia Guarinos que no existe teatro filmado en sentido estricto, dado que el proceso de filmación supone la aplicación de los códigos narrativos fílmicos que fragmentan el continuum espacio-temporal de la realidad creando bajo sus propias leyes un nuevo continuum, el narrativo fílmico; por el contrario, en el teatro, la puesta en escena no es una fragmentación sino una reducción, una selección parcial de la realidad y los elementos que en ella participan. Por ello se oponen reducción y mímesis teatral y fragmentación y diégesis fílmica, porque mientras “el teatro posee un discurso no narrativo en el que la acción predomina sobre el relato”, el discurso fílmico es fundamentalmente, “una disposición de planos, como unidades contextuales, que se articulan para alcanzar una coherencia narrativa” (ibidem: 69). Son otros muchos los factores diferenciadores de la narración cinematográfica frente a la teatral, como la organización secuencial de las escenas, la abundante presencia de diálogos “de comportamiento”, lo insólito que resulta la sobreactuación, entre otros. A este respecto, puede recordarse la referencia de Susan Sontag a la naturalidad que consigue el cine con la mostración de detalles intrascendentes o desprovistos de funcionalidad (lo que se denomina en pintura salida de foco), en contra del teatro que exige una coherencia lineal de los detalles que lleva al espectador a dotar de significación a todo lo mostrado sobre el escenario (2002b: 166-167). Conviene recordar también las observaciones de Helbo al apuntar que la doble enunciación no es una característica del discurso fílmico, pues, salvo excepciones, se tiende a borrar al enunciador y a privilegiar el relato. El resultado

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es un efecto de modalidad asertiva, incluso de naturalización, propia del cine: si el teatro puede sacar partido del cartón piedra y erigirlo en símbolo, el cine tiende a privilegiar el efecto verdad y enmascara el cartón piedra para insertarlo en la verosimilitud; al contrario del teatro, la imitación debe ser siempre perfecta, inscribirse en una relación de conformidad con lo real. Por ello, la utilización de convenciones realistas o de símbolos confiere al film una dimensión teatral (2001: 6). Tras este sucinto recorrido por los problemas derivados de la adaptación a la pantalla de textos concebidos originariamente para su representación sobre el escenario, me detendré en el análisis de algunas adaptaciones cinematográficas recientes que, parten de obras teatrales que transgreden los supuestos de la mímesis naturalista. No me limitaré exclusivamente a aquéllas en las que la trangresión se concreta en una problematización de los mecanismos enunciativos (con la reflexión metadiscursiva inherente), sino que tendré también en cuenta algunas otras en las que la historia atenta contra el criterio de verosimilitud exigido por el naturalismo. Cuando se enfrenta a este tipo de textos el cine opta por dotar de verismo al universo diegético procediendo a eliminar tanto los problemas derivados de la enunciación problematizadora como los elementos y situaciones irrealistas que presentaba el texto de partida. Me enfrentaré para demostrarlo a las versiones fílmicas de textos como ¡Ay, Carmela! y Una mujer bajo la lluvia, que cuestionan la historia “narrada” exhibiendo los mecanismos o sembrando dudas sobre la solidez y coherencia del universo diegético, o de obras como Divinas palabras y Yerma, en las que los elementos poético-simbólicos de la historia base son sometidos a un concienzudo proceso de naturalización.

“¡AY, CARMELA!”, DE CARLOS SAURA (1990)2 El filme de Saura constituye, sin duda, el paradigma más evidente de entre las adaptaciones cinematográficas, que partiendo de un texto teatral “problemático” por sus transgresiones a la lógica narrativa y al principio de verosimilitud, somete a la historia que aquél presenta a una narración organizada sobre criterios de coherencia, a la vez que dota al universo diegético de unas condiciones de verosimilitud que permiten su asimilación por parte del espectador sin que lo sienta ajeno a las coordenadas que delimitan su noción de realidad.

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Véase Colmeiro 2001.

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En efecto, el texto de Sanchis Sinisterra elegido por Carlos Saura como base de su filme se trataba de una compleja propuesta escénica que, en la línea de otros trabajos anteriores y posteriores del autor (Ñaque o De piojos y actores, El cerco de Stalingrado), más que contar una historia siguiendo las pautas tradicionales propone, mediante la deconstrucción de la misma, una compleja reflexión sobre los mecanismos productores de la ficción teatral. La exhibición de esos mecanismos, el subrayado de la teatralidad que con ellos se consigue, pone en evidencia el carácter artificial de la escena dinamitando, como ha hecho todo el gran teatro del siglo XX, los presupuestos sobre los que se sustentaba el ilusionismo naturalista y enfrentando, a la vez, al espectador con el relativismo y la contingencia de las acciones humanas y de los hechos históricos. El propio lugar de la acción, un escenario vacío, propicia el desencadenamiento de la reflexión metateatral que se desarrolla en paralelo a la transfiguración de ese lugar desolado en un espacio mágico mediante la palabra de los dos personajes que lo ocupan; a ello se suma la red de dualidades sobre la que se articula el espectáculo y que afecta no sólo a la confusión de elementos verosímiles y fantásticos y a la alternancia sin transición entre lo patético y lo humorístico sino también a las fluctuaciones que experimenta el marco espacio-temporal, a la condición misma de los personajes y al propio público en el que los espectadores reales pasan a convertirse en los asistentes imaginarios al espectáculo evocado (Aznar 1991: 66-67). El diálogo es uno de los elementos básicos sobre los que Sanchis lleva a cabo la tarea deconstructiva que posibilita la consiguiente reflexión metateatral: un diálogo entre un personaje muerto (Carmela) y otro que lo evoca en su imaginación o sueño (Paulino), pródigo en incoherencias, en desajustes, y que fluctúa entre dos temporalidades, la del presente de la evocación y la del pasado evocado; pero a través del mismo va surgiendo la presencia de otros personajes implicados (Gustavete, el teniente italiano director de la función, los prisioneros polacos) y a la vez se van deslizando una serie de informaciones que permitirán al espectador recomponer la historia en su integridad. En el filme que rueda sobre dicho texto, Saura prescinde de la compleja enunciación del mismo para llevar a cabo una reconstrucción de la historia a partir de las mencionadas informaciones que proporciona el diálogo entre los dos personajes. Su inconexión y fragmentarismo dejan, así, paso a una narración lineal y coherente a través de la cual el espectador puede seguir sin esfuerzo las vicisitudes de los dos protagonistas. Pero, además, la adaptación lleva a cabo todo un trabajo de “naturalización” mediante el que resultan eliminados tanto los elementos inverosímiles de la historia como los numerosos “huecos” textuales y la compleja red de dualidades que propiciaban el elevado grado de indeterminación de la representación teatral; a la vez, el espacio único y neutro —el escenario vacío y desolado— deja paso a una

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multiplicidad de lugares “reales” donde se van sucediendo las diversas peripecias de una historia que ahora transcurre totalmente a la vista del espectador. Con todo ello, el juego de ambigüedades elaborado por Sanchis y la reflexión metateatral que de ella se derivaba resultan obviados a la vez que se prescinde del complejo sistema enunciativo para centrar el interés exclusivamente en el enunciado: la trágica historia ambientada en la Guerra Civil, sigue, pese a todo, funcionando, pues, como señala Ríos Carratalá, “en ningún momento se pierde la intensidad dramática o se altera lo sustancial de la obra original”, que ha sido respetada escrupulosamente, lo que permite comprobar “que no es necesaria la fidelidad en lo puntual para desarrollar la virtualidad cinematográfica de una obra teatral” (1999b: 158). Aunque el contenido de la propuesta teatral de Sanchis experimenta una considerable modificación, ya que, como apunta Mª Asunción Gómez, mientras él proponía una reflexión sobre el teatro bajo la Guerra Civil, la adaptación de Saura es una reflexión sobre la propia contienda (2000: 90). Esta misma autora mantiene, sin embargo, que el realizador de la película ha conservado la reflexión metateatral del texto de Sanchis, pero sometiéndola a una reelaboración: se refiere, así, a la función autorreferencial que desempeña en el filme “la representación de una audiencia fictiva, cuya presencia física le confiere un protagonismo distinto al que tenía en la pieza escénica”. Y señala que, a través de la misma, Saura “reflexiona sobre el papel que la ideología juega en el comportamiento del público que asiste a un espectáculo”, para lo cual se basa en la confrontación de dos audiencias “ideológicamente antitéticas”: la del inicio del filme y la del final (ibidem: 104-105). Se trataba de un texto caracterizado por una alta densidad de teatralidad y, por consiguiente, de imposible traslación a la pantalla si ésta se llevaba a cabo desde la pretensión de fidelidad a la compleja enunciación original. El subrayado y la problematización de los mecanismos productores de ficción que aquélla conllevaba, el permanente juego de dualidades que a todos los niveles propiciaba, convertían en imposible cualquier intento de adaptación cinematográfica que no partiese de la renuncia a la reproducción del sistema de enunciación original para centrarse exclusivamente en el enunciado. La apuesta de Saura (y de su coguionista Rafael Azcona), opta, pues, por eliminar todo rastro de teatralidad y, aprovechando la capacidad “naturalizadora” de la pantalla, recompone la historia que Sanchis presentaba de manera inconexa y fragmentaria para presentarla en una narración lineal, en unos escenarios “reales” y con unos personajes que adquieren “carnalidad” ante los ojos del espectador frente al carácter fantasmagórico o la presencia insinuada de los que poblaban el escenario3. El éxito de la 3

Resultan interesantes al respecto las reflexiones vertidas por Carlos Saura en una larga entrevista concedida a la revista Dirigido por; en ellas, el director responde con las siguientes palabras

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apuesta parece confirmado ante los elogiosos y cálidos comentarios con que la crítica la acogió de modo unánime.

“UNA MUJER BAJO LA LLUVIA”, DE GERARDO VERA (1992) El texto teatral de Edgar Neville La vida en un hilo, del que parte la película de Gerardo Vera, tiene un marcado carácter metateatral derivado de su condición esencialmente lúdica que le lleva a exhibir los mecanismos productores de la ficción escénica y a organizar toda la trama en torno a la posibilidad de rectificar el desarrollo de la historia que presenta. La condición lúdica de este texto viene determinada, como en todo el teatro de Neville, por el uso de un lenguaje que se mueve permanentemente en los límites del absurdo y que confiere a los personajes que lo utilizan una dimensión irreal, de seres no contaminados por la fealdad y por las servidumbres de la vida cotidiana. En tal sentido el teatro de Neville, como el de otros miembros del grupo de humoristas al que pertenece (Mihura, López Rubio, Tono) es un teatro esencialmente irrealista, pues a través de la técnica humorístico-desmitificadora escamotea la realidad cotidiana y la sustituye por una versión amable y elegante de la misma a la que no es ajena la influencia de la comedia cinematográfica norteamericana (Capra, Lubitchs, Hawks). Los mecanismos productores de esa condición de irrealidad son esencialmente lingüísticos: la utilización de la ironía, de la trasposición hiperbólica o de recursos léxicos productores de comicidad como la parodia de conversaciones insustanciales, la falsa relación de causalidad entre preguntas y respuestas o el razonamiento lógico sobre una temática absurda los encontramos en abundancia en La vida en un hilo (Burguera 1990). Pero la irrealidad de su universo es también potenciada por el carácter convencional de sus personajes que responden a este-

a la pregunta de por qué ha sustituido la compleja temporalidad del texto de partida por una narración lineal: “Yo, la historia así contada no la veía. Pensaba que una historia tan simple, con unos personajes tan elementales, no podía tener demasiadas complicaciones estilísticas. La veía como una cosa suelta, fluida, no complicada”. Más adelante, explica la eliminación del carácter espectral que tiene Carmela en el texto de Sanchis con estas palabras. “La única objeción que yo tenía a la obra era ese personaje que baja del cielo y que si en el teatro está justificado porque es una unidad espacio-temporal, en cine me parecía que eso era un disparate. Y tendría una impostación superteatral de teatro más teatro” (“Entrevista a Carlos Saura”, en: Dirigido por, 179, abril 1990, pp. 71-72.).

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reotipos de comedia (los caracteres de los dos antagonistas, la caricatura de las tías de Ramón y de las visitas que éstas reciben son ejemplos elocuentes) o por el comportamiento mecanicista de algunos de ellos (Ramón, por ejemplo) que los reduce a la categoría de autómatas. El propio juego escénico sobre el que se articula la “narración” de la historia es otro elemento clave que determina la dimensión irreal de la misma y su lejanía de los presupuestos de la estética naturalista. En primer lugar, la puesta en escena juega con un número considerable de espacios (14, de los cuales 2 se repiten: la tienda de flores, y la sala de fiestas), obviamente esquemáticos, y que mutan rápidamente; varios de tales espacios están, a su vez, precedidos por telones que remiten metafóricamente al significado de los ámbitos a los que facilita el acceso (el telón del tedio, el telón del aburrimiento, el telón de la risa, el telón de la felicidad) o que indican otro espacio más amplio en el seno del cual se alberga aquel en el que tienen lugar la acción: así, el telón donde aparece dibujado el pueblo de Burguillos abre el espacio del cuarto de la pensión donde pasarán la noche Mercedes y Miguel (79) o el telón que representa “una gran ciudad industrial”, donde habitan Mercedes y Ramón, se utiliza para introducir el espacio del dormitorio de ambos (185). Y, por supuesto, no puede olvidarse las frecuentes interpelaciones al público por parte de la protagonista, quien con su narración y sus comentarios va introduciendo un factor de distanciamiento que contribuye decisivamente a romper la ilusión exigida por los presupuestos del teatro naturalista. Pero la dimensión irreal de la pieza de Neville radica esencialmente en el factor desencadenante de la acción: la condición de vidente del personaje de doña Tomasita, cuya capacidad de visualizar el desarrollo de aquellas opciones vitales que descartamos en el pasado posibilita la construcción de la historia presentada: la intervención de tal personaje abre un segundo nivel de representación que el espectador asume como irreal dentro de la “realidad” del primer nivel. Pero, a la vez, ese juego se complica aún más con la aparición de otro nivel de metaficcionalidad producido por una acotación al principio del epílogo en la que se confirma la dimensión irreal de todo lo sucedido hasta entonces en el escenario para afirmar que la “realidad” comienza en ese momento: Al levantarse el telón nos encontramos con decorado muy diferente de los anteriores, porque ya no estamos en la fantasía ni estamos contando cosas pasadas. Sino que realmente se pudiera decir que la comedia empieza en este momento. O sea, que la vida actual, que la vida real de Mercedes va a comenzar en este momento. Y por eso, esta habitación de un apartamento moderno de Madrid tiene todas las características de la verdad. Es una preciosa habitación con vistas sobre la ciudad... (206).

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La vida en un hilo se estrenó en 1959, pero su tema había sido desarrollado previamente por Neville en un guión cinematográfico que dio lugar a la película del mismo título dirigida por él en 1956. Dicho filme presenta un tratamiento más naturalista de la historia, que se articula en torno a un viaje en tren: en la estación, Mercedes, recién viuda, se despide de las tías de Ramón. Luego, en el compartimento del tren conoce a una adivina, quien le informa sobre el curso que hubiera llevado su vida de haberse casado con Miguel. Asistimos a través de un flashback (interrumpido en varias ocasiones por planos de Mercedes y la adivina charlando en el compartimento) al desarrollo de las dos posibilidades y cuando el viaje concluye, Mercedes conoce al Miguel real en el momento en que ambos reclaman un taxi a la salida de la estación. La narración cinematográfica supone la eliminación de todo el juego escénico y de las constantes rupturas entre el plano de la realidad y de la ficción que aquél implicaba, a la vez que un desarrollo más fluido de la historia propiciado por su inserción en el paréntesis de un viaje y por la “naturalización” de los diversos escenarios en que transcurre. Los chispeantes diálogos, el tratamiento caricaturesco de los personajes y las situaciones absurdas propician el tono de farsa que luego el autor desarrollará ampliamente sobre el escenario aprovechando las posibilidades que el medio teatral brinda para crear distancias frente a la realidad. La versión cinematográfica que en 1992 lleva a cabo Gerardo Vera4 parte del propósito de seguir manteniendo el juego metaficcional que tenían el filme y la pieza teatral originales; para ello recurre a la figura de un narrador (interpretado por Javier Gurruchaga), quien, al comienzo de la película, sale de detrás de un telón y se dirige a los espectadores con un parlamento que se inicia con “Buenas noches. Ustedes han venido aquí con el propósito de escuchar una buena historia” y continúa refiriéndose a las posibilidades vitales (apuntadas por la adivina en la película y por doña Tomasita en la pieza teatral) que desechamos continuamente al tener que elegir en cada alternativa que la existencia nos brinda: Cada día el destino nos ofrece dos o más caminos y acabamos eligiendo sólo uno [...]. Por haber entrado a esta sala no sólo pueden vivir una vida distinta a la que iban a vivir sino absolutamente diferente a la que pudieran haber vivido si no hubieran venido aquí. Les voy a contar la historia de una mujer...

Al retirarse, se abre el telón sobre un espacio “real”, el de la floristería donde comienza la acción, en el momento en que Miguel está comprando un pez. Sigue el

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En la elaboración del guión participaron, junto a Gerardo Vera, Manuel Hidalgo y Carmen Posadas.

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curso de la misma, ambientada en época actual, con algunas irrupciones de la voz en off del narrador, quien va comentando los acontecimientos y, en algunos momentos, como el de la boda de Ramón y Mercedes, nos hace retroceder en el tiempo (las imágenes dan marcha atrás durante unos segundos) para que asistamos al desarrollo de la otra opción. En cambio, mediante ese recurso se eliminan las apelaciones al público que lleva a cabo Mercedes en el texto teatral, ya que en tal caso se atentaría contra las convenciones de la mímesis cinematográfica, en la cual resulta admisible que un narrador heterodiegético se dirija al público, pero no que lo haga uno de los personajes de la diégesis. La apelación al recurso del narrador heterodiegético y la recurrencia al telón que sitúa la historia en un segundo nivel —historia enmarcada por una historia marco— muestra que los adaptadores han pretendido adecuar al nuevo medio el tono de farsa del texto de partida y subrayar por otros procedimientos la dimensión metaficcional de la historia. La filmación en escenarios naturales contribuye, sin embargo, al igual que en el filme de 1956, a mitigar el clima de irrealidad que aquélla tenía en el teatro y que ahora aparece aún más mitigado por el plus de naturalidad que concede la utilización del color y por su ubicación en el presente de los espectadores. La vocación naturalista del cine, hace difícil mantener en la pantalla, como hemos visto en ¡Ay, Carmela!, el delicado equilibrio entre realidad y ficción que se produce sobre el escenario. En el caso de enfrentarse a una pieza en la que ese equilibrio se constituya como uno de los núcleos temáticos, el adaptador puede optar por renunciar al juego metaficcional proponiendo una lectura decididamente realista, como hace Saura, o por mantenerlo recurriendo a otros procedimientos, que es lo que intenta Gerardo Vera en esta adaptación. Pero es evidente que su propósito resulta fallido, pese al recurso del narrador heterodiegético5, de los comentarios irónicos del mismo y del tono lúdico que imprimen al relato. Y la razón de ese fracaso hay que atribuirla al intento de aclimatar en la época actual una historia que sólo podía resultar creíble dentro del marco de un género concreto, la comedia ingenua y optimista de los años cuarenta y cincuenta, de clara influencia cinematográfica; extraídos de ese contexto, los estereotipados personajes resultan tan falsos como el lenguaje que manejan o las situaciones y ambientes en que se desenvuelven. El estatus elevado de los mismos, el leve toque de irracionalidad que impregnaba sus actuaciones eran rasgos inherentes del género, que, en el caso concreto de Neville y de sus colegas españoles, 5

La confusión de fronteras entre los territorios de la realidad y de la ficción es propiciada en una de los planos finales de la película con la ubicación de este narrador dentro del universo diegético, haciendo auto-stop bajo la lluvia ante el taxi donde viajan Miguel y Mercedes.

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proponía frente a la gris cotidianidad de los espectadores un mundo ideal que sirviese como lenitivo momentáneo a sus frustraciones6. Todo en este teatro remite a un mundo irreal, pero de una irrealidad basada no tanto en la alucinación, en la incorporación de dimensiones “extrarreales” de la existencia, como en el exceso de perfección de lo que se ofrece como trasunto de la realidad7. Recuérdese que el carácter ambivalente de las imágenes cinematográficas estriba en su capacidad de conjugar la sobredosis de realismo que presentan sus seres y sus objetos con el carácter fantasmagórico de los mismos; un mundo que puede parecer más real que la realidad, pero que, paradójicamente, está a la vez hecho de la materia evanescente de nuestros sueños y resulta tan inaccesible como ellos: la realidad está ahí en toda su perfección, pero dicha perfección es la que multiplica su distancia frente al espectador y le confiere el nivel de irrealidad de los sueños. La perfección de la mímesis conlleva, paradójicamente, la condición clausurada del universo reproducido. La única opción posible para los responsables de Una mujer bajo la lluvia y su pretensión de revitalizar en la década de los noventa un género nacido en el contexto de los cuarenta y cincuenta, hubiera sido la de enfrentarse a la adaptación desde una estrategia deconstructivista, llevando a cabo una parodia del mismo. Conscientes de que el lenguaje del texto original constituía uno de los principales obstáculos para la adaptación de la historia a la época contemporánea, los responsables del guión se ven obligados a prescindir en gran parte de él por resultar tanto inverosímil en el nuevo contexto como incompatible con la naturalidad que su traslado a la pantalla implicaba; la artificiosidad de los diálogos de Neville resultaba difícilmente admisible por mucho que se pretendiera conservar el tono de farsa original. La solución de los adaptadores ha sido entonces la de prescindir en gran medida de los diálogos originales y la de sustituir el humor verbal por una comicidad de situaciones (la risa reflejo del gag en lugar de la risa 6

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Este motivo se encuentra a menudo tematizado en varias de las piezas de los autores del grupo donde se encuadra Neville, en las que el argumento gira en torno a la pretensión de alguno de los personajes de construirse un mundo a la medida de sus deseos donde vivir aislado de una realidad que les resulta insoportable; recuérdese a la protagonista de La venda en los ojos, de López Rubio o al Edgardo de Eloísa está debajo de un almendro, de Jardiel. Dicho motivo es también el eje argumental de La viuda es sueño, de Tono (escrita en colaboración con Jorge Llopis), aunque en este caso son los personajes que rodean a Socorro, la protagonista, quienes se encargan de “adecuar” la realidad para evitarle el choque que pudiera suponerle su incorporación a la vida tras casi cien años dormida. Esta afirmación cabe ser matizada en el caso de Tono, en cuyas obras (especialmente en las escritas en colaboración con Jorge Llopis) aparecen a menudo referencias en clave humorística a las duras circunstancias de la España de la inmediata posguerra. El estraperlo, la carestía de la vida, las restricciones en el suministro de agua o en el de fluido eléctrico constituyen la base de varios de los chistes insertos en los diálogos.

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reflexión provocada por la agudeza verbal), con lo que introducen una serie de añadidos al texto de Neville que desvirtúan su ironía para incidir directamente en lo grotesco, por los burdos y tópicos recursos empleados para provocar la risa: puede citarse como ejemplo la larga secuencia de la visita de Miguel a casa del banquero que va a encargarle un retrato y que es interrumpida por la llegada inesperada de Mercedes, celosa de la atracción que su enamorado parece sentir por la hija de aquél. El constante “aireamiento” del espacio, los esfuerzos por actualizar las circunstancias y las referencias de la pieza de Neville no logran mejorar la comicidad de ésta sino que, al contrario, producen la sensación de añadidos artificiales. Los adaptadores han fracasado, pues, en su intento de trasladar a la pantalla la estrategia de superponer los ámbitos de la ficción y de la realidad; la introducción del narrador, sus comentarios a la acción, la recurrencia al telón como apertura y cierre de la historia pueden funcionar como sustitutivo del complejo juego escénico propuesto por Neville. Pero el fallo está, como se ha señalado, en la dificultad de mantener la condición de clausura y perfección del universo diegético que requería el género cuando a la vez se pretende situar la historia en una época muy alejada de las circunstancias histórico-sociales que determinaron su vigencia. Ello obliga a unos ajustes para dotar de credibilidad a la historia y a los personajes, que resultan incompatibles con la distancia y la inasequibilidad que dicho universo ha de mantener a los ojos del espectador para que los mecanismos del género funcionen.

“YERMA”, DE PILAR TÁVORA (1998) El texto lorquiano, caracterizado por su indeterminación cronológica y espacial, está dotado de unas resonancias míticas que propician la dimensión intemporal exigida por la tragedia cuyo espíritu intenta renovar el autor. En este caso nos encontramos ante una nueva muestra de teatro antinaturalista, aunque no por las estrategias denunciadoras de las convenciones en que la mímesis realista se sustenta (según observábamos en los textos de Sanchis Sinisterra y de Neville), sino por su pretensión de crear un universo de carácter poético como espacio idóneo en el que resulte verosímil la historia contada. Al igual que su anterior tragedia, Bodas de sangre, el autor recurre a imágenes arquetípicas que, como ha señalado Patricia Sullivan, subrayan la interrelación la naturaleza del hombre y el cosmos; la totalidad de la tragedia está, así, envuelta por un mito, el de la creación, en su capacidad de transformar el caos en cosmos: el marido y la mujer son ar-

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quetipos complementarios en su acción procreadora (1972: 265-268). La acción se sitúa, entonces, en un mundo campesino intemporal, cuyos personajes se mueven en un ámbito de creencias mágicas y supersticiones y se expresan en un lenguaje distanciado del decir cotidiano. A este respecto, el lenguaje constituye otra de las estrategias productoras de irrealidad: entroncando con la herencia modernista, García Lorca intensifica en sus textos teatrales la presencia de elementos líricos de carácter extradramático, pues el verso se superpone a toda intención comunicativa o expresiva y se convierte en un componente ornamental. Son frecuentes, así, las escenas líricas, en las que la materia poética se reparte entre varios personajes que la declaman alternadamente. No obstante, hay que señalar también cómo la inserción canciones populares o popularizantes en el desarrollo de la acción (en plena sintonía con la tradición de Lope de Vega y del teatro del Siglo de Oro) ejerce una función fascinadora. Lázaro Carreter sostiene que esas inserciones líricas cumplen una función opuesta a la del distanciamiento brechtiano, ya que, al contrario de la concienciación del espectador pretendida por el dramaturgo alemán, producen un efecto de alucinación, de captación del espectador por vías irracionales (1975: 336-337). El marcado lirismo común a todos los parlamentos dialogados se potencia, así, con los numerosos recitados y canciones que tienen lugar a lo largo de la acción y que contribuyen a subrayar el clima lírico en el que ésta se desenvuelve, distanciándola de toda pretensión documentalista. Hay que señalar por último cómo el carácter irrealista de la tragedia es subrayado, además, por la introducción de imágenes oníricas (el sueño de Yerma, al comienzo del acto I, en el que contempla al Pastor con un niño de la mano) o que remiten a una atmósfera de pesadilla (el coro de máscaras al final del acto III). La versión cinematográfica de Pilar Távora ha reducido drásticamente ese componente mítico-mágico que dotaba de un sentido universalista y de una dimensión irracional a la tragedia lorquiana y ha optado por una lectura particularizadora que convierte al filme casi en un documento antropológico sobre la vida rural andaluza en el primer tercio del siglo XX. Obviamente era una tarea difícil trasladar a la pantalla el lenguaje estilizado y de alta tensión poética del texto, la dimensión simbólica de los personajes o las referencias míticas que hacían verosímil la historia, pero la lectura realista que de la tragedia lorquiana impone Távora anula casi por completo su sentido originario, que queda reducido a una narración del conflicto puramente epidérmica. En primer lugar, la eliminación de gran parte de los diálogos originales, caracterizados por su tensión lírica y por su alejamiento del habla convencional, supone ya un factor decisivo para determinar la lectura documentalista del texto que los responsables del filme proponen. Cuando el cine acude a textos teatrales de marcado carácter lírico tiende ante todo a someter su lenguaje a un proceso

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de naturalización, aunque lo compense traduciendo el lirismo mediante otros sistemas de signos, lo que no sucede en la versión que propone Pilar Távora. Por otra parte, el escenario de la tragedia, caracterizado en el texto lorquiano por su falta de referencias geográficas, sufre un proceso de concreción, ya que la historia es situada en un ámbito andaluz muy definido, pleno de referencias a modos de vida, vestimentas y costumbres, manifestaciones folklóricas y peculiaridades lingüísticas que remiten a una imagen tópica de la Andalucía rural ampliamente divulgada por el cine y a cuya formación ayudó en no pequeña medida el extraordinario éxito de los textos del primer Lorca, especialmente su Romancero gitano, los cuales son aprovechados a fondo por los responsables del filme; así, la sustitución de las canciones y danzas originarias por otras inequívocamente flamencas (especialmente en la romería del último acto) contribuye de modo decisivo a ese proceso de concreción Hay que mencionar, en tercer lugar, cómo Pilar Távora ha sometido la historia a una narración lineal y cronológica prescindiendo, por consiguiente del ritmo original de la progresión dramática, concentrada en la evolución psicológica de Yerma (Azcué 2002: 257). Recuérdese cómo la tragedia, aunque su desarrollo abarcaba un período de dos o tres años, se presentaba organizada en torno a los distintos momentos de un día simbólico, marcado por la evolución de las luces en cada uno de los cuadros. La filmación de la historia en escenarios realistas es otro de los factores que contribuyen decisivamente al proceso de naturalización que venimos comentando: el espacio simbólico del escenario es sustituido por una casa “real”, de la que se nos muestran pormenorizadamente todas las dependencias, incluido el dormitorio del matrimonio. Por otra parte, los espacios exteriores contribuyen a reforzar la mencionada concreción de la historia y, aunque Távora se valga de las imágenes de la naturaleza para traducir muchas de las referencias contenidas en el texto base (las panorámicas del campo agostado, los primeros planos de los cardos) intentando transmitir la dimensión simbólica que sus elementos poseen en aquél, no deja de resultar una traducción empobrecedora y escasamente imaginativa de la riqueza semántica que transmiten los sugerentes diálogos lorquianos. La lectura naturalista se ha traducido finalmente en la ruptura del riguroso sistema binario sobre cuya red de oposiciones se sostenía, como señala Verónica Azcué, el delicado equilibrio de la tragedia; así, por ejemplo, la oposición esfera pública/esfera privada, representadas respectivamente por el campo y la casa, queda deshecha en el momento en que el filme introduce espacios intermedios; o, de igual modo, la objetivación de la causalidad trágica que llevaba a dejar indefinida la cuestión de cuál de los dos miembros de la pareja era el responsable de la infecundidad del matrimonio, se rompe en el momento en que Távora, asu-

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miendo el punto de vista de la protagonista, hace responsable a Juan del problema. El conflicto de la obra deja de ser el del enfrentamiento de Yerma con un destino trágico para convertirse en un mero enfrentamiento con las normas sociales que le impiden intentar la procreación fuera del matrimonio (ibidem: 256-257).

“DIVINAS PALABRAS”, DE JOSÉ LUIS GARCÍA SÁNCHEZ (1987) El teatro de Valle-Inclán representa la más exacerbada muestra de la reacción contra el canon naturalista en España, pese a que sus propuestas fueran ignoradas durante décadas por los responsables de nuestra escena y por nuestros públicos. Se trata de un teatro que, frente a los modelos vigentes en su época, lleva a los escenarios una visión enormemente distorsionada de la realidad, basada sobre todo en la creación de un lenguaje personal con una extraordinaria potencia de invención, transformación y deformación; un lenguaje que se nutre de fuentes de muy diversa procedencia, pero sometidas a un proceso de reelaboración que lo convierte en instrumento capaz de levantar un universo literario distanciador en donde el espectador se ve enfrentado a su propia realidad, pero bajo el efecto descontextualizador derivado del grado de distorsión a que ha sido sometida. Junto al lenguaje, contribuyen a esa estrategia distorsionadora la aplicación sistemática a sus personajes de la estética del guiñol, que automatiza sus gestos y movimientos y refuerza su condición de máscaras. Y todo ello, unido a una mirada despiadada por parte del autor, quien lleva a cabo una sátira cruel sobre la condición humana, cuya dureza se exacerba por el nihilismo absoluto que la preside, por la ausencia de cualquier postulado ético sobre la que sustentarse. Ese universo valleinclaniano parece exigir como único ámbito posible el de la escena; Zahareas ha señalado al respecto cómo “formalmente, la característica central del esperpento es la teatralidad, pero en el sentido amplio del término” dado que “el desarrollo de la acción en el escenario trae consigo el desenmascaramiento de las apariencias” (1979: 319). Es, pues, la familiaridad con que el espectador de teatro admite la hipérbole, su disposición a elaborar universos de ficción a partir de las sugerencias esquemáticas que se le ofrecen desde el escenario, su capacidad imaginativa para rellenar los huecos textuales de unas historias que han de presentarse necesariamente incompletas, lo que determina la inviabilidad, reiteradamente señalada, de trasladar a un medio de irrenunciable vocación naturalista como es el cine el mundo del teatro valleinclanesco. A propósito del fracaso de una adaptación precedente de otro texto del autor gallego, la de Luces de bohemia realizada por Miguel Ángel Díez en 1985,

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Ríos Carratalá se ha referido a las dificultades de trasladar semejantes piezas teatrales a la pantalla, máxime si se sigue un criterio de literalidad, de atenerse rutinariamente al texto de partida; la única vía sería, si ello fuera posible, partir de la misma creatividad y osadía que Valle-Inclán “tuvo cuando lanzó unas propuestas teatrales radicalmente opuestas a los convencionalismos de la época” (1999b: 187). Se trataría, en definitiva, de olvidar la literalidad del texto y tomar de él su capacidad de subversión para hacerla funcionar en un nuevo medio y en un nuevo contexto. La adaptación de Divinas palabras que lleva a cabo José Luis García Sánchez, sin llegar a la literalidad de la versión de Luces de bohemia, cuenta con el handicap que supone partir del propósito de ilustrar la historia ofrecida por Valle-Inclán. De nada sirve la cuidada y sugerente fotografía del ámbito rural gallego que remite con gran fidelidad al universo del que parte el autor, porque ese universo es solamente eso, un punto de arranque a partir del cual Valle lleva a cabo su operación distorsionadora. Y los resultados de esa operación son difícilmente trasladables a la pantalla si la pretensión del realizador se limita a la mera narración de la historia. La puesta en imágenes implica necesariamente un proceso de “naturalización” que frente a la visión cruel y sarcástica del autor presenta un universo y unos personajes mucho más “humanos”: al desaparecer en su mayor parte los diálogos originales, la potencia del lenguaje valleinclaniano resulta difícil de sustituir por una fotografía con vocación documentalista, de igual modo que resulta problemático encarnar la cruel caricatura de personajes como Pedro Gailo, Marica del Reino, el Compadre Miau o Miguelín el Padronés en los físicos de actores como Francisco Rabal, Aurora Bautista, Imanol Arias o Juan Echanove, tan familiares, por lo demás, para el espectador. Aparte de que García Sánchez ha eliminado muchos de los rasgos degradantes que tienen en el texto teatral (la homosexualidad de Miguelín, la fría crueldad de Miau, la condición de títere del sacristán), el medio cinematográfico tiende a subrayar además esa humanidad al no admitir la interpretación desmesurada e histriónica que hubieran requerido. Del mismo modo, la potencia verbal de las didascalias, su sarcasmo y su desgarro quedan enormemente devaluados en la traslación a imágenes, ya que, como el objetivo de la cámara no suele ir más allá de plasmar la realidad a la que se enfrenta, la riqueza del texto secundario de Valle sirve exclusivamente para marcar el desarrollo de las acciones. Por ello, el universo alucinado del autor queda reducido a una dimensión realista y enormemente plana: la fotografía de los bellos paisajes tamizados por la niebla, de las populosas romerías o de los sombríos interiores responde, sin duda, a la realidad de la que partió Valle, pero en modo alguno la trasciende ni la somete a la violencia deformante que adquiere en el texto. Consciente de esa imposibilidad García Sánchez opta por una lectura realista, si no tan decidida-

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mente documentalista como la de Pilar Távora en Yerma, sí subrayando el carácter de “normalidad” del mundo que presenta, con secuencias como la inicial de Mari Gaila comprando la leche y dirigiéndose a casa mientras responde con amabilidad a los saludos de las vecinas; o la de las escenas domésticas en la cocina de la casa del sacristán. Del mismo modo, las numerosas secuencias, de procesiones, romerías y bailes, aunque necesarias para situar la acción no dejan de tener un cierto tono costumbrista. Siguiendo la lógica impuesta por la opción de lectura que ha adoptado, el realizador ha de prescindir de la escena octava de la tercera jornada, cuyo carácter alucinatorio impedía su encaje en el universo que presenta el filme: se trata como se recordará del encuentro de Mari Gaila, cuando arrastra en el carretón al enano ya difunto, con el Trasgo Cabrío y cómo éste la transporta “en una larga cabalgada por arcos de luna” hasta el pie de su puerta. Jorge Urrutia ha puesto de manifiesto cómo en las obras teatrales de la segunda época de Valle, su parcelación del espacio escénico “ofrece un modo de acceso al universo ficticio que no se corresponde con el de la esencia de la comunicación teatral clásica” (1987: 18). Ello ha llevado a muchos estudiosos a subrayar el carácter cinematográfico del teatro valleinclanesco. Pero, como apunta Urrutia a propósito de Divinas palabras, ese cinematografismo no radica en la temática, en la mayor o menor movilidad de los personajes o en la amplitud de sus decorados, sino “en la propia estructura interna de las piezas, en la concepción de lo dramático que surge de la parcelación espacial y temporal” (ibidem). Antes, citando a Epstein, ha llamado la atención sobre cómo el cine divide y multiplica el ritmo de la percepción humana, considerado antes como indivisible y no operable, permitiendo la aparición de una nueva dimensión temporal8. En el caso de Divinas palabras, su realizador, aunque no se ha limitado a seguir al pie de la letra el texto, ha demostrado no comprender el mismo: las libertades tomadas y la dignidad del filme resultante no son sino el “producto de una lectura y una comprensión insuficientes”. El error de justificar la verosimilitud no según la coherencia textual sino en virtud de una realidad exterior que se supone documentada lleva a suprimir escenas como la ya mencionada del encuentro entre MariGaila y el macho cabrío). Asimismo, se crea la necesidad de completar ciertos aspectos que, suprimida la coherencia, el espectador podría

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“Si poseemos –escribió Jean Epstein– una noción de tiempo, aunque bastante confusa, se debe a que, por una parte, los elementos de nuestro universo se mueven a velocidades diferentes y, por otra, a que la relación entre estas velocidades y los principales movimientos de referencia, los de la luz y de la tierra, permanece constante. Mas el cine realiza el prodigio de alterar esa constante que parecía un intocable operador de la creación” (1957: 130-131) .

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echar en falta (por ejemplo, inventar el personaje del cura y justificar su ausencia). Y se sustituye el ritmo que la espacialización del drama construye por otro ritmo argumental (por ejemplo, dando más importancia a la salida mendicante de la mujer y a la preparación de su aventura amorosa). Mª Asunción Gómez se refiere, por su parte, a la inviabilidad del “milagro” obrado por las palabras en latín del sacristán en un contexto de marcado naturalismo como el que muestra García Sánchez en su adaptación; por ello, en el filme, no son las palabras del marido las que conmueven al pueblo airado y lo hacen alejarse, sino la contemplación del desnudo de Mari Gaila, que se despoja de su ropa en el pórtico de la iglesia9. No es, por tanto —dirá— la otredad lingüística la que conmociona la conciencia de los aldeanos, turbados ante ese acto de voyeurismo colectivo, sino la otredad de género, representada a través del cuerpo desnudo de la adúltera (2000: 178-179). Esta autora resume perfectamente las carencias de la lectura impuesta por la versión cinematográfica de García Sánchez al señalar cómo la riqueza polisémica que ofrecía la obra de Valle-Inclán con su ambigüedad moral (conseguida a través de guiños irónicos) y superposición de elementos estéticos (teatralización/naturalismo) y culturales (cristianismo/paganismo) aparentemente contradictorios se deshace en un filme que elimina todo tipo de estilización teatralizante e insiste en reducir la tragedia a unas dimensiones estrictamente humanas (ibidem: 180).

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Recuérdese que en el texto teatral los aldeanos la traen ya desnuda sobre la carreta.

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OBRAS CITADAS

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José A. Pérez Bowie

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“EL AJUAR DE LA MEMORIA”: UN IMPERATIVO ÉTICO Y ESTÉTICO EN “EL LÁPIZ DEL CARPINTERO”, DE RIVAS, CUÑA Y REIXA* Mª Teresa García-Abad García Consejo Superior de Investigaciones Científicas (Madrid)

¿No es la memoria inseparable del amor, que desea conservar lo que en sí es pasajero? (T. W. Adorno, Minima Moralia: 136). De todas las imágenes entrevistas un instante a lo largo del camino, parece que se han desprendido las divinas sombras ejemplares, y que van con nosotros y que se inclinan para verse en los remansos del alma, como los sauces en las fuentes claras. Y por el hilo sutil de esta mística verdad, me vino aquella otra verdad de que ninguna cosa del mundo es como se nos muestra, y que todas acendran su belleza en los cristales del recuerdo, cuando se obra la metamorfosis de los sentidos en la visión interior del alma. Sólo la memoria alcanza a encender un cirio en las tinieblas del Tiempo. Todo el saber es un recuerdo (Valle-Inclán, La lámpara maravillosa: 174).

El acercamiento al teatro como una galaxia de textos que dialogan y se diseminan en una telaraña de discursos a través de diferentes medios sitúa al lector/

Este trabajo ha sido posible gracias a la financiación del Ministerio de Ciencia y Tecnología dentro del Programa Ramón y Cajal “Del papel a la pantalla: Literatura y cine” que se desarrolla en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas de Madrid, a cargo de Mª Teresa GarcíaAbad García.

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espectador ante un paisaje abierto a una infinitud de intertextos, intermedios e interpretaciones. El fenómeno de la obra en movimiento replantea su sentido sin agotar nunca su definición última y la renueva en un ejercicio de recreación ilimitada a través de sus innumerables textos. Se abre paso así en la poética contemporánea un concepto de obra de arte dinámica, entendida como una suma de interpretaciones, la que Umberto Eco llama “obra abierta”: “No se limita en absoluto al ámbito musical, sino que encuentra interesantes manifestaciones en el campo de las artes plásticas, donde hoy encontramos objetos artísticos que en sí mismos tienen como una movilidad, una capacidad de replantearse calidoscópicamente a los ojos del usuario como permanentemente nuevos” (1990: 84-85). Desde la representación hasta sus fuentes narrativas, pasando por sus versiones fílmicas, se trata en este ensayo de ampliar la propuesta del semiótico italiano e indagar diferentes modos de diseminación de un texto en diversos medios; cómo se actualiza la literatura en el escenario y la pantalla para anclarse de un modo especial en nuestro patrimonio estético e ideológico a través de dicha recurrencia1. El lápiz del carpintero es, en origen, una novela de Manuel Rivas que en un breve período de tiempo ha cosechado un extraordinario éxito editorial, ha sido llevada a las tablas por la Compañía Sarabela Teatro2 e incorporada a nuestra cinematografía a través de la versión fílmica del director novel Antón Reixa, cargándose en cada medio de renovadas lecturas; desde la propuesta expresionista de Ánxeles Cuña a la poética cinematográfica de Reixa, el discurso insiste en una preocupación que cobra vigencia en nuestros días: la relevancia de la memoria para la construcción de la identidad colectiva3. La peripecia de la historia, compartida en lo esencial por los tres textos —el narrativo, el dramático y el fílmico— se adentra en la vida de Daniel Da Barca4,

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Recientes aproximaciones al diálogo entre el lenguaje dramático y el cine pueden leerse en Gómez 2000, García-Abad 2002, 2003a, 2003b, 2003c, y en los ensayos recogidos en Ríos Carratalá 1999, Vilches de Frutos 2001-2002, Romera Castillo 2002 y Pérez Bowie 2003. Autor: Manuel Rivas. Dramaturgia: Begoña Muñoz, Fina Calleja y Ánxeles Cuña Bóveda. Dirección: Ánxeles Cuña Bóveda. Escenografía: Jesús Costa. Intérpretes: Fernando Dacosta, Suso Díaz, Fina Calleja, Elena Seijo, Xosé A. Porto “Josito”, Xavier Estévez, Pepe Soto y Tito R. Asorey. Compañía: Sarabela Teatro. Estreno en Madrid: Círculo de Bellas Artes 25IX-2001. Marta Tafalla (2003) propone una sugerente lectura de la filosofía de Adorno y revela hasta qué punto el centro de gravedad de su pensamiento se nutre del concepto de memoria. Para otras aproximaciones véanse Ricoeur 2003 y Assman 1999. El personaje está inspirado en la vida del médico exiliado Francisco Comesaña, muerto en 1997, a quien Manuel Rivas conoció en 1989 en Tuy.

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médico republicano, desde los prolegómenos de la guerra civil española hasta la vuelta de su exilio. Pocos días antes de su muerte, el doctor recibe la visita de Sousa, periodista de un diario local, interesándose por su relato5. Aquí arranca un discurso evocador entrelazado fundamentalmente por el recuerdo narrado de Herbal, el carcelero, a Maria da Visitaçao en un prostíbulo.

“EL AJUAR DE LA MEMORIA” Tanto el texto de Rivas como la puesta en escena de Sarabela o la versión cinematográfica de Reixa se instalan en el tiempo de la memoria en un intento por conjurar el olvido, de evitar el peor destino para el ser humano, “la suspensión de las conciencias”. Y lo hacen de la manera más eficaz posible, a través de su narración, condición necesaria, según la filosofía de la memoria adorniana, para la superación de la barbarie, para la devolución justa de la historia robada a sus víctimas a través de su huella en las cosas, palabras, colores y sonidos, porque el dolor es algo que sólo puede decirse y comprenderse a través de las experiencias concretas de dolor, de las historias individuales; no es una vivencia racional sino emocional cuyo pulso sólo el arte puede transmitir: “Todos aquellos momentos de la moral que sólo la memoria hace posibles, reparar las injusticias del pasado, criticar el presente, mantener la esperanza de un futuro distinto, y por supuesto aprender de los errores, son posibles en gran medida gracias a la literatura, la música, el arte” (Tafalla 2003: 254). Adorno propone, pues, una sugerente conciliación ética y estética de recuperación de la memoria, de la emoción en definitiva, con consecuencias directas en la articulación de los discursos artísticos, de la planificación, por ejemplo, del tratamiento del tiempo, la construcción del personaje o la concentración máxima de los recursos expresivos. La fusión temporal que posibilita la filosofía de la memoria inspira el trabajo de Antón Reixa cuando declara: “Lo que hemos hecho aquí es aplicar un retrovisor para ver el pasado y también el presente porque parece que hay mucho

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El periodista, muy posiblemente un alter ego del propio autor, es un jefe de información local que por las noches lee Le Monde Diplomatique. “Sousa aborrecía la política. En realidad aborrecía el periodismo. En los últimos tiempos había trabajado en la sección de sucesos. Estaba quemado. El mundo era un estercolero” (Rivas 2003: 11).

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interés en no reconstruir la memoria y yo creo que hay que reivindicarla sin miedo” (Savall 2003: 6)6. Desde su recuerdo, los acontecimientos relatados en El lápiz del carpintero se someten a una duración íntima, la de la vivencia psíquica del personaje, a un tempo psicológico y subjetivo determinado por factores de índole emotiva de acuerdo con la idea bergsoniana de durée. Esta concepción temporal, extensible a todo el relato, muestra momentos extremos en situaciones de tensión emocional límite. Herbal cuenta a Maria Visitaçao un paseo de enamorados por el parque del doctor y su novia bajo la lluvia, desafiando las campanadas interminables de la Berenguela, la campana de la catedral que detiene el ritmo de los acontecimientos. La puesta en escena de Ánxeles Cuña incorpora este tempo descrito en la novela mediante el congelado del movimiento de los personajes que atraviesan el parque mientras los protagonistas “se besaban como dos peces” (Rivas 2003: 151); un tiempo abismado en la emoción, detenido y mudo, como diría Valle, un tiempo extático en el es posible la belleza: Cuando nos asomamos más allá de los sentidos, experimentamos la angustia de ser mudos. Las palabras son engendradas por nuestra vida de todas las horas donde las imágenes cambian como las estrellas en las largas rutas del mar, y nos parece que un estado del alma exento de mudanza, finaría en el acto de ser. Y, sin embargo, ésta es la ilusión fundamental del éxtasis, momento único en que las horas no fluyen, y el antes y el después se juntan como las manos para rezar. Beatitud y quietud, donde el goce y el dolor se hermanan, porque todas las cosas al definir su belleza se despojan de la idea de Tiempo (Valle-Inclán 1922: 29).

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“Hay una amnesia generalizada, tenemos que hablar de todo lo que sucedió. Mientras rodábamos, trabajé con mucha gente más joven que yo y comprendí que la memoria está borrada […] La memoria de la guerra en los más adultos es la que da pie a la contestación contra la invasión de Irak” (Olea 2003: 3). Rivas, por su parte, asegura que esa misma sociedad que se retrata en la película, de gente progresista, moderna, democrática, es hoy el reflejo de los cientos de miles de gallegos que se han manifestado y han hecho públicas sus inquietudes personales, culturales y vitales tras la tragedia del Prestige. “Esa cosmología un poco trágica que tenemos nos ha paralizado muchas veces, hoy nos ha sacado a la calle” (García 2003: 47). La crítica se ha hecho eco asimismo de este principio, al inscribir la novela “entre un cúmulo de textos aparecidos no panorama literario galego desde 1985 que tratan de levantar acta da nosa memoria histórica ou, máis aínda, de contribuír a que os acontecementos da Guerra Civil se actualicen como condicionantes do propio presente. Evidentemente, se a novela consegue con éxito este propósito, a obra de teatro, enriquecendo o texto con todos os signos visuais e todo elemento magnificente do espectáculo, tiña que multiplicar ese efecto” (I. L. S. 2000: 44-46).

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Algunos críticos han percibido una “clara raigambre cinematográfica” en el uso en el escenario de esta suspensión temporal, al tiempo que la luz y la música se aprovechan con todo su poder simbólico y semiótico para tejer una red de significados que se proyectan sobre el espectador como un cúmulo de sugerencias y motivos para la reflexión (I. L. S 2000). Al protagonismo del tiempo psicológico de los personajes se une un uso abundante de la analepsis que caracteriza este modo de reducción temporal retrospectiva o rememorativa. Pese a las dificultades derivadas de dicho cambio, la adaptación teatral no evita la complejidad espacio-temporal de la novela7. En el Círculo de Bellas Artes dos focos de luz en cada uno de los extremos del escenario permiten la alternancia de los parlamentos de Herbal con la prostituta y del periodista con el matrimonio Da Barca mediante fundidos de luz, en rosa y amarillo, para delimitar el espacio del burdel y del cuarto de estar de la casa del doctor. La primera analepsis del relato se refiere al encuentro inicial de Daniel da Barca y Marisa Mallo en un acto republicano en el que se debate sobre el voto femenino. La retrospección temporal en el discurso dramático se resuelve desplazando la acción al patio de butacas; el público pasa súbitamente a formar parte de la representación y queda instalado por un momento, mediante un ejercicio de ilusión teatral, en el tiempo de la memoria del doctor Da Barca y su mujer. El recurso aprovecha el efecto de inmersión para involucrar al receptor en aquello que se cuenta y acentuar un vínculo necesario entre el pasado y el presente8. En la novela de Rivas la realidad objetiva sirve de estímulo para la experiencia interna, la que verdaderamente importa. El mundo objetivo significa sólo en la medida en que es registrado por la conciencia y se carga de contenido emocional. Los personajes se definen por sus estados de conciencia, una conciencia que se expande y perfila rasgos externos, como sucede con la taimada personalidad de Herbal, trasladada a su retorcida caligrafía: Era una carpeta con un montón de notas, escritas a mano con una grafía tortuosa. Los abundantes borrones de tinta, cicatrizados con papel secante, parecían vestigios de una fatigosa pelea. De no ser azules se diría que eran gotas de sangre caídas de la frente del escribano. En un mismo párrafo, los palos de las letras altas tenían distinta inclinación, hacia la derecha o la izquierda, como ideogramas de una flota embestida por el viento (Rivas 2003: 48).

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Francisco Álamo Felices (2002) hace un exhaustivo recorrido por las diferentes categorías temporales del relato de Manuel Rivas desde el modelo teórico propuesto por Genette (1989). Otro momento similar lo encontramos en la escena de la estación con el vendedor de periódicos que se aprovecha para un cambio de decorado.

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Paralelamente a la exageración, la máscara, la desrealización o la rebeldía, la supremacía de la realidad interna y la expresión emotiva son notas fácilmente identificables en las propuestas de artistas expresionistas de principio de siglo que Ánxeles Cuña acentúa en su visión dramática. La propuesta expresionista de Sarabela Teatro somete a los principales componentes de la narración a un esquematismo y ordenación que sintetiza al máximo los elementos de la puesta en escena. Los personajes, por ejemplo, quedan alineados en dos espacios morales bien definidos: el de los esclavos y los libres, el de los ricos y los pobres, el de los que ejercen el poder y el de quienes lo padecen, el de quienes sienten el amor y los que sufren por su carencia, los que apuestan por la solidaridad, la amistad o el arte y los que se atrincheran en la ganancia, engrosan el negocio y representan la más absoluta negación del arte. La máscara frente al rostro enfatiza dicha dualidad. Militares y ministros de la Iglesia visten las caretas tras las que construyen y ordenan sus discursos. El recurso deformante vincula la puesta en escena con el Valle-Inclán de Tirano Banderas o Los cuernos de don Friolera, las máscaras de Valle que nos revelan la irresponsabilidad de los dirigentes, la codicia de los políticos y militares o las injusticias de las clases dominantes, una referencia estética de primer orden para un montaje que, según reconoce su directora, persigue la búsqueda de la verdad. La máscara contribuye a acentuar un principio de desrealización que, lejos de pretender evitar la realidad, contribuye a revelarla en su más descarnada esencia mediante su deformación. Porque, como advirtiera Valle en La lámpara maravillosa, el hombre lleva sobre su rostro “cien máscaras de ficción que se suceden bajo el imperio mezquino de una fatalidad sin trascendencia” (1927: 109). Las caretas del teatro se convierten así en instrumento necesario para desenmascarar el teatro de la vida, un constante fingir en el que ficción y verdad se confunden en un “proceso de encarnación del disimulo”, en una paradójica metamorfosis de la careta que, al hacerse carne, revela “la espantable fealdad interior, carente de mediación” como comenta Shwartmann acerca del arte de Goya (Jerez Farrán 1989: 110)9. La estilizada eficacia de la representación de la compañía Sarabela se asienta en un adelgazamiento de los elementos presentes en la puesta en escena cuyo simbolismo no deja lugar a dudas sobre ciertos contenidos estéticos e ideológicos. La acción dramática tiene lugar en un espacio desnudo, roto por la presencia de un

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La muerte del pintor en el escenario rinde tributo al Goya de los Fusilamientos.

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objeto, un puente envuelto en una intensa luz azul que quiebra el vacío y sirve como enlace entre el pasado, el presente y el futuro. Un objeto que suspende la compleja temporalidad, el juego de espejos del discurso, y lo instala en cualquier tiempo y en cualquier espacio, también en cualquier medio, porque Manuel Rivas afirma haber elegido la Guerra Civil para situar su novela porque la contienda “es la metáfora de todas las guerras”, un “escenario límite” (www.guerracivil.org). Según la intencionalidad que subyace en el discurso, el puente del montaje de Sarabela asumiría simbólicamente la idea de “hipérbaton histórico” que propone Bajtin (1989) para definir la representación en el pasado de lo que, de hecho, funciona en la narración como un imperativo o deseo futuro. Pero el puente metálico presente en el desarrollo de toda la acción se nos antoja asimismo una huella, un anclaje de la propuesta dramatúrgica de Ánxeles Cuña en el expresionismo cuyo primer manifiesto reúne a un colectivo de pintores entorno al Brücke (Puente). El expresionismo convierte el arte en un grito, el “grito original” como gustaron los miembros del grupo llamar a sus propuestas para denunciar a la humanidad como una falsificación de sí misma. El artista expresionista busca el reencuentro con el hombre para redimirlo del estado de deshumanización al que ha sido sometido por la sociedad industrial y por la guerra de una manera urgente; exige una respuesta10. El puente de la puesta en escena asume la carga simbólica de los objetos que Rivas quiere dar a muchos de los que aparecen en sus relatos: las ratas que conviven con los presos, “la segunda fauna más abundante en la cárcel”; las que roen los sueños de los prisioneros y se alimentan por igual del submundo y del sobremundo” (Rivas 2003: 75), las que dan nombre al escenario de muerte de muchos de ellos a la orilla del mar, el Campo da Rata11. Pero en la cárcel también vive el grillo de Dombodán, en su casita de cartón con la puerta siempre abierta. Por su parte, el reloj de la estación, parado en las diez menos cinco, parece haber claudicado frente a la extraña lógica de un tren que llega siempre puntual con dos horas de retraso: “El chaval vendedor de periódicos tenía a veces la impresión de que la aguja de los minutos, la más larga, temblaba levemente hasta rendirse de nuevo sin poder con su peso, como ala de gallina. El niño pensaba que, en el fondo, el reloj tenía razón y que aquella avería eterna era una determinación realista” (ibidem: 141). El reloj es testigo asimismo del encuentro entre Marisa y Da Barca como dos enamorados a quienes 10 11

Véanse Gliksohn 1990, Guerrero Zamora 1955 y Modern 1972. “Los presos, educados en el martirio, intentaban mantenerse erguidos sobre las montañas de basura del Campo da Rata, pero la fuerte brisa marina los hacía flamear como ropa tendida en el cable de un barco” (ibidem: 69).

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desaparece el mundo alrededor, imagen que recoge la portada del libro y privilegia el tema del amor que se sobrepone a la barbarie, en definitiva, la esperanza futura, el puente: El chaval de los periódicos vio cómo la mujer recorría con angustia la fila de presos, sin contar números, y cómo al fin se abrazaba al hombre del traje viejo sin corbata. Ahora, en la estación, todo quedaba detenido, más detenido aún de lo normal, pues cuando pasaba el alboroto propio de las llegadas o salidas, la estación adquiría un aire de callejón sin salida. Todo fuera del tiempo, en el reloj parado, menos aquellos dos abrazándose. Hasta que un teniente salió de su propia estatua, se dirigió hacia ellos y los separó como hace el podador con las gavillas de las plantas (ibidem: 146).

El lápiz de carpintero da título a la novela y se regala con la compra del ejemplar. Se dota de este modo, a través de su fisicidad, de un contenido superior, un legado, una herencia moral, la perpetuación de la voz del pintor, del arte y del amor, más allá de la muerte12. La voz que conjura el silencio y sacude las conciencias como un bálsamo, la que se opone a la otra, la del Hombre de Hierro: “Las relaciones entre humanos, no se olvide, siempre se establecen en términos de poder. Como entre lobos, el contacto exploratorio deriva en un nuevo orden de cosas: o dominio o sumisión. ¡Y abróchese el botón del cuello de la guerrera, soldado! Usted es un vencedor. Que se enteren (ibidem: 98)13. Pese a haber recibido ocho premios de la quinta edición de los María Casares de 2001 (Mejor espectáculo teatral del año 2000, mejor dirección, actor

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“Este lápiz había pertenecido a Antonio Vidal, un carpintero que había llamado a la huelga por las ocho horas y que con él escribía notas para El Corsario, y que a su vez se lo había regalado a Pepe Villaverde, un carpintero de Ribera que tenía una hija que se llamaba Mariquiña y otro Fraternidad. Villaverde era, según sus propias palabras, libertario y humanista, y empezaba sus discursos obreros hablando de amor” (ibidem: 39). “Durante las ausencias del difunto, el Hombre de Hierro pugnaba por ocupar su lugar en la cabeza del guardia. El Hombre de Hierro no se presentaba durante el tiempo melancólico del crepúsculo, ni se acomodaba como un lápiz de carpintero en la silla de montar de la oreja, sino a primera hora, en el espejo y en el momento de afeitarse. Tenía un mal despertar. Atravesaba la noche con ahogos de pecho, como quien sube y baja montañas tirando de un mulo cargado de cadáveres. Así pues, el Hombre de Hierro se lo encontraba bien predispuesto para atender consejos que eran órdenes. Aprenda a sostener la mirada y a dominar con ella, para eso debe apretar los dientes. Hable lo menos posible. Las palabras, por imperiosas y malsonantes que sean, son siempre una puerta abierta a los diletantes, y los más débiles se agarran a ellas como un náufrago al palo del mástil. El silencio, acompañado de gestos rotundos, marciales, tiene un efecto intimidatorio” (ibidem: 97-98).

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protagonista, escenografía, texto adaptado, iluminación, vestuario y maquillaje) y una acogida favorable de público las consideraciones de la crítica sobre la condición de la representación como texto adaptado resultan siempre polémicas y estimulan la reflexión acerca del trasvase de materiales procedentes de otros géneros a los escenarios, sus condiciones de posibilidad y su conveniencia. Jerónimo López Mozo, si bien reconoce que “el espectáculo es tan hermoso como conmovedor”, señala “algo inestable” en la representación que tiene que ver con su origen y favorece, a su juicio, el desarrollo en escena de dos discursos paralelos, uno narrativo y otro teatral14. Además, afirma la superioridad de la novela sobre el resultado de la dramaturgia por la dificultad para mostrar los numerosos lugares en los que transcurre la acción y acoger un texto que se recrea en el uso poético de la palabra y que contiene una riqueza fabuladora que no puede ser asimilada en la representación: “Si el espectador ha leído previamente la novela, su decepción puede ser grande. Buena parte de su contenido se pierde y lo que ve en escena, siendo interesante, no alcanza la hondura que poseen las páginas escritas” (2001: 39). Este riesgo es asumido por las autoras de la dramaturgia cuando reconocen que uno de los primeros escollos al enfrentarse con un proyecto de esta envergadura es defraudar la imaginación del público, al tener muy reciente la lectura de la novela sin desautorizar por este motivo la posibilidad de que “los géneros se abracen y la literatura de paso al teatro o al cine” (Flaño 2000). Frente a las reticencias de la crítica, la favorable acogida del resultado por parte de Manuel Rivas que como espectador se reconoce sorprendido por la brillante arquitectura humana que consigue Sarabela con su montaje.

UNA MIRADA CON VOZ: PLASTICIDAD DE LA NARRATIVA DE MANUEL RIVAS La literatura de Rivas objetiva el mundo a través de una lente que trae a un primer plano la expresividad plástica de la palabra. Para el autor gallego, la escritura ha de ser plástica y sensorial: “Las palabras han de tener cierta excitación” (Savall 2003: 6). El viejo tópico horaciano que sustenta una antigua tradición de

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La recepción es extremadamente crítica en la consideración de quienes no han percibido nada rescatable de la puesta en escena y entienden fracasada la resolución dramatúrgica del espacio y el tiempo narrativos, acusan al montaje de indefinición estética que agota las posibilidades de ritmo y aboca la propuesta a una lectura maniqueísta del texto de Rivas (Gil 2000).

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analogías entre las artes —“El poeta pintor de los oídos y el pintor poeta de los ojos”— recibe una nueva formulación en su narrativa15. El lenguaje se somete así a un proceso de desrealización a través de la imagen que acentúa extraordinariamente sus connotaciones sensoriales y sumerge al lector en un universo inagotable de percepciones táctiles, auditivas, olorosas y cinéticas: “Mi relación con las palabras es carnal y por eso no quiero contar ideas, sino sensaciones. Y para ello recurro a todos los instrumentos (o géneros) a mi alcance, y tanto hablo del preso como de su vigilante” (www.guerracivil.org). La expresión de Rivas conecta de este modo con el principio expresionista que privilegia las sensaciones provocadas por impresiones internas o externas sin que entren en consideración las propiedades reales de los objetos que suscitan tales impresiones: “El arte expresionista no se ocupa de lo objetivamente presente ni de cómo representar esas existencias objetivas en la forma más irreprochable. Ofrece el pensar y el sentir subjetivo sobre las cosas: las ideas de las cosas, presentes en la conciencia especulativa” (Modern 1972: 13). Los teóricos de la imagen han definido con claridad el cometido que las sensaciones cumplen en el proceso de percepción humana. La transformación del proceso sensorial en actividad cognitiva se opera mediante una remodificación del medio visual al verbal: de la mirada a la palabra. En El lápiz del carpintero la función de la mirada esculpe al personaje. Son los ojos de Marisa que reciben al periodista Sousa y le hacen exclamar que “a la puerta de cada casa debería haber dos ojos como ésos” (Rivas 2003: 9). Por el contrario, la mirada de Herbal, traspasada por un filtro fatal, es una condena que parece impedirle zafarse de su propia historia: “Todo tenía, empezando por las paredes, una pátina como de tocino rancio, un color de amarillo ennegrecido que se metía en los ojos. Por la mañana, cuando salía con las vacas, lo veía todo con esas gafas de amarillo ennegrecido. Hasta los verdes prados los veía así” (ibidem: 57). Por su parte, el doctor Da Barca cuenta con el “poder de la mirada” que se traduce, en definiti15

“Pasado el gran túnel que borraba el horizonte urbano, el tren se había adentrado en la acuarela verde y azul de la ría del Burgo. El doctor Da Barca parpadeó como si aquella belleza le doliese en los ojos. Desde sus barcas, con largos raños, los mariscadores arañaban el fondo marino. Uno de ellos dejó de faenar y miró hacia el tren, con la mano de visera, erguido sobre el balanceo del mar. El doctor Da Barca se acordó de su amigo el pintor. Le gustaba pintar escenas de trabajo en el campo y en el mar, pero no con ese tipismo folklórico que las embellecía como estampas bucólicas. En los lienzos de su amigo el pintor, la gente aparecía mimetizada con la tierra y el mar. Los rostros parecían surcados por el mismo arado que hendía la tierra. Los pescadores eran cautivos de las mismas redes que capturaban los peces. Llegó un momento en que los cuerpos se fragmentaron. Brazos hoz. Ojos de mar. Piedras de rostro” (Rivas 2003: 159).

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va, en un poder de fascinación y recreación de las cosas a través de la imaginación y de la fábula que le permiten obsequiar a su amigo Gengis Khan con un suculento banquete en la prisión, a cuyos postres el tierno bruto ha sucumbido a la fantasía del doctor: “Pues claro que lo notaba. El vaho del hechizo prendió en sus sentidos como hiedra, le picó en los ojos y le hizo llorar” (ibidem: 92)16. Se visualiza a través de esta experiencia el proceso mediante el cual la escritura, el relato, la lectura o la voz pueden llegar a hacer tan viva la imagen como una presencia revelada. La literatura se convierte así en la pantalla donde se revive una experiencia ilusoria (García Berrio y Hernández Fernández 1988)17. La presencia de la palabra y la imagen en nuestra sociedad, sus interrelaciones —también sus perversiones— y su relevancia como principales cauces de aprehensión y de construcción de la realidad exceden a la reflexión ensayística para incorporarse a la cosmovisión estética e ideológica del discurso creador de Rivas. No sorprende pues, que de la galería de personajes salidos de su pluma, la figura del pintor adquiera una dimensión especialmente digna de análisis desde el punto de vista del estudio de los motivos, temas o ideas que subyacen en un texto plagado de sugerencias. Un trazo temprano, breve y desolador lo presenta en el fragmento tercero de la novela, el mismo momento de su ejecución a manos de Herbal, una ejecución piadosa en mitad del horror y de las torturas de la guerra18. Porque una muerte dispuesta según el protocolo de caza de su tío el Trampero, tan familiarizado con sus víctimas que llamaba a los animales por su nombre —a las liebres Josefina y al raposo don Pedro—, puede llegar a ser un patético motivo de agradecimiento en medio de tanta barbarie. El sargento Landesa, responsable máximo de organizar la depuración ideológica del adver16

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“Nosotros estábamos allí para vigilar a un preso considerado peligroso, el Gengis Khan, que había sido boxeador y luchador y al que, como andaba algo tocado de la cabeza, le daban una especie de prontos. Lo encarcelaron porque había matado a un hombre sin querer. Sólo por meterle un susto” (ibidem: 84). La novela hace descansar toques de humor en el uso del lenguaje de Gengis: “Gengis Khan empezó a utilizar expresiones muy chuscas. Decía de cualquier asunto que no era pataca minuta y también, cuando las cosas se torcían, vamos de caspa caída” (ibidem: 85). García Berrio y Teresa Hernández han definido la metáfora visual como uno de los recursos más eficaces para poner de relieve las propiedades icónicas del referente. La singularidad de este tipo de metáforas reside precisamente en su valor quimérico, en la ficción que urden las palabras y que estimula el ingenio del creador. El relato narra las abominables prácticas de los paseadores de las denominadas Brigadas del Amanecer: las sacas nocturnas concluían en el Campo da Rata a la orilla del mar. Entre las diversiones de los paseadores nocturnos figuraba la de la muerte aplazada. Uno de entre los ajusticiados podía mantenerse con vida si le tocaba la bala de fogueo, “Y esa suerte, esa vida por azar, hacía todo más dramático, antes y después” (Rivas 2003: 67).

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sario, ha dictado su sentencia de muerte sin titubeos; el pintor es considerado un elemento muy peligroso por ser el encargado de pintar las ideas, el depositario de un legado, el de la imagen a través de la pintura, percibido con la desconfianza de quien es capaz de intuir, desde la más grosera sensibilidad, su capacidad sugeridora19. Su lápiz, heredado del carpintero, simboliza uno de los hilos de transmisión ética —también estética— de la Teoría de la Realidad Inteligente, definida por el doctor Nóvoa Santos20. El conflicto entre la palabra y la imagen queda resuelto en una de sus conversaciones con el carcelero en las noches de vigilia; una síntesis que desemboca en el teatro, en una propuesta del arte como compromiso ético y estético: ¿Usted ha pintado la nieve alguna vez? Sí, pero fue para el teatro. Una escenografía de hombres lobo. Si pones un lobo en medio, todo es mucho más fácil. Un lobo negro, como un tizón vivo a lo lejos, y como mucho un haya desnuda pintados sobre una sábana. Alguien que diga, nieve, y ya está. Qué maravilla, el teatro. Me resulta raro eso que dice, dijo el guardia rascándose la barba rala con el punto de mira del fusil. ¿Por qué? Pensé que para usted, como pintor, eran más importantes las imágenes que las palabras. Lo importante es ver, eso es lo importante. De hecho, añadió el pintor, se dice que Homero, el primer escritor, era ciego (Rivas 2003: 93-94).

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“Se había comentado que su hijo, en compañía de otros, había tirado unas piedras contra la casa del alemán, uno que era de los de Hitler y daba clases de su idioma en Santiago. Le destrozaron los cristales. El alemán se había presentado en comisaría muy irritado, como si aquello fuese un complot internacional. Al poco, apareció el pintor con su hijo, un chaval muy menudo y nervioso, con los ojos más grandes que las manos, y al que denunció por ser uno de los autores de las pedradas. Hasta el comisario quedó pasmado. Le tomó declaración pero los mandó marcharse a ambos, padre e hijo” (ibidem: 27). “Todos soltamos un hilo, como los gusanos de seda. Roemos y nos disputamos las hojas de morera pero ese hilo, si se cruza con otros, si se entrelaza, puede hacer un hermoso tapiz, una tela inolvidable” (ibidem: 15). La Realidad Inteligente es una construcción en proceso que adopta múltiples formulaciones. En una de las conversaciones de la cárcel el pintor se pregunta cómo un materialista como Da Barca puede, sin embargo, creer en la Santa Compaña: “Yo creo en una realidad inteligente, en un ambiente, por así decirlo, sobrenatural. A ras de tierra, el mutante erecto le devolvió la risotada al chimpancé. Reconoció el escarnio. Se sabía defectuoso, anormal. Y por eso también tenía el instinto de la muerte. Era a la vez animal y planta. Tenía y no tenía raíces. De ese trastorno, de esa rareza, surgió el gran ovillo. Una segunda naturaleza. Otra realidad. Eso que el doctor Nóvoa Santos llamaba la realidad inteligente” (ibidem: 31). Sobre otros acercamientos a esta idea véase García-Abad 2003b.

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La literatura de Rivas incorpora, de manera muy explícita en ocasiones, una planificación visual heredera del cine. Herbal, menesteroso y silencioso, supervisa su entorno como si de una cámara se tratara: “Ellas sabían que él estaba allí, filmando cada movimientos, espiando a los tipos que tenían, como decía él, cara de plata y lengua de navaja” (ibidem: 20). Los encuadres se describen meticulosamente y se proponen perspectivas alternativas para la contemplación de un mismo personaje, como si la modificación del objetivo, nos ofreciera un nuevo retrato del mismo: Maria da Visitaçao había llegado hacía poco de una isla del Atlántico africano. Sin papeles. Como quien dice, se la habían vendido a Manila. De su nuevo país poco más conocía que la carretera que iba hacia Fronteira. La contemplaba desde la ventana del piso, en el mismo edificio del club, apartado, sin vecindario. En el alféizar de la ventana había un geranio. Si la viésemos desde fuera, mientras ella acechaba inmóvil por la ventana, pensaríamos que se le habían posado mariposas rojas en el hermoso tótem de su cara (ibidem: 20).

Los efectos de animación de la imagen que se suceden en el texto narrativo incorporan, a través de la relevancia escópica, una metáfora de la búsqueda del hombre moderno por reproducir imágenes en movimiento, del cine, en definitiva. La impresión infantil del encuentro de Herbal con Marisa en su infancia es recordada del siguiente modo: La primera vez que vio a Marisa Mallo fue como si hubiese salido de la caja de membrillo para pasear por la feria grande de Fronteira […] Tenía en la tapa la imagen de una moza con una fruta en la mano, con una peineta en el pelo y un vestido rojo estampado de flores blancas y con volantes en las mangas (ibidem: 58)21.

El expresionismo incorpora como ningún otro movimiento artístico el diálogo entre las artes. Su desarrollo ofrece un recorrido en el que se evidencia con claridad la transición que se produjo de la pintura a la literatura, y sobre todo al teatro, considerado junto con el cine uno de los medios de diseminación más eficaces por sus posibilidades plásticas, por la inmediatez de la acción directa y por sus recursos expresivos. Antón Reixa ha estrenado recientemente su versión de la novela de Rivas, una propuesta en la que el director pretende preservar dos componentes axiales

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El lenguaje cinematográfico se ha servido habitualmente de este recurso como un rastro de la evolución de los diferentes avances de la técnica sobre la fijación de la imagen. Lo encontramos recientemente en el inicio de El abuelo (José Luis Garci) y en La lengua de las mariposas (José Luis Cuerda). Véase los estudios de Kronik 2001 y García-Abad 2003b.

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del modelo narrativo: su emoción y su lírica: “Es una historia de amor y de guerra que narra cómo los sentimientos, las emociones, la conciencia o el amor no se aplazan incluso en las situaciones más adversas, que pueden llegar a determinar el comportamiento individual y colectivo, que te pueden volver héroe o cobarde” (García 2003: 47)22. No ignora, sin embargo, las dificultades de la empresa que hicieron desistir a Gutiérrez Aragón del empeño asegurando que “era inadaptable”: “Los obstáculos para trasladar El lápiz del carpintero a la gran pantalla proceden tanto de su exigente contenido poético, como de la multiplicidad de puntos de vista a través de los cuales Manuel Rivas penetra en el tiempo de la narración” (Fernández Pinilla 2003: 30)23. La estructura narrativa no lineal planteaba un primer reto que Reixa resuelve huyendo del flash back mediante la disposición del relato en un discurso que ordena la sucesión cronológica de los acontecimientos de acuerdo con las convenciones del melodrama romántico: “La adaptación tenía un gran inconveniente porque el libro tiene una estructura narrativa que es como un puzle. Esto, que es fascinante en el libro, en términos fílmicos se puede convertir en un crucigrama incomprensible” (García 200: 47)24. A pesar de que Reixa mantiene a Herbal como personaje articulador del relato, la cámara no consigue transmitir el punto de vista del personaje, “es más, se asienta el director gallego en una pretendida objetividad que lo único que consigue es difuminar el conflicto vertebrador de la película, que es el remordimiento de la conciencia del ejecutor Herbal y su función de vértice del triángulo amoroso que completan el Doctor Da Barca y Marisa Mallo” (Fernández Pinilla 2003: 30-31). La adaptación había de resolver asimismo el contenido fantástico de la literatura de Rivas25. La imaginación, los cuentos, las leyendas, la Santa Compaña

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Artista polifacético, Antón Reixa (Vigo, 1957) se dio a conocer como letrista y cantante del grupo “Os Resentidos” (1982-1994). Es autor de varios libros de poesía, narraciones y obras de teatro. En 1999 publicó Escarnio en CD-Rom. En televisión ha trabajado como realizador, presentador, director y guionista. Ha dirigido vídeoclips para grupos como Duncan Dhu y Joaquín Sabina, concursos y las exitosas series, Mareas vivas y Galicia Express (Olea 2003). Ficha técnica.- Dirección: Antón Reixa. Guión: Xose Morais y Antón Reixa. Fotografía: Andreu Rebés. Música: Lucio Godoy. Intérpretes: Tristán Ulloa, Luis Tosar, María Adanes, Manuel Manquiña, Nancho Novo, Anne Igartiburu y Carlos Sobera. Algunos críticos han calificado la planificación narrativa no ya de lineal, sino de “plana” que “abruma al espectador por la caprichosa acumulación de acontecimientos” (Fernández Pinilla 2003: 31). Se atribuye a Manuel Rivas un cierto realismo mágico que deriva de la tradición gallega, de Álvaro Cunqueiro más que de García Márquez.

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o la voz de los muertos son un elemento básico de la narración que la película trata de modo desigual. Si bien se prescinde de las voces de la conciencia —“En el libro queda muy bien, pero en pantalla es una película de fantasmas” (García 2003: 47)—, se resuelve con una gran eficacia el episodio del cuento del tipógrafo Maroño sobre la Vida y la Muerte y el naufragio del Palermo cargado de acordeones mediante la proyección de imágenes surrealistas sobre los muros de la cárcel en la que es posible la supervivencia gracias a la imaginación y la palabra26. Este momento, uno de los más conmovedores de la película, coincide con la escena en la que Pepe Sánchez entona una habanera y es secundado por el resto de los presos. La música, con la palabra y la imaginación, mitigan los horrores de la cárcel: “No había instrumentos, pero tocaban con el viento y con las manos. El trombón, el saxo, la trompeta. Cada uno reconstruía su instrumento en el aire. La percusión era auténtica. Uno al que le llamaban Barbarito era capaz de hacer jazz con un orinal” (Rivas 2003: 85). El episodio, además de una intensa carga emotiva, es una escena necesaria que cobra sentido más allá de su mayor o menor acierto estético; aglutina en una imagen uno de los “retazos”27 narrativos más valorables del original, un modelo de comunicación surreal depositaria de una doble funcionalidad ética y estética, un modo diferente de mirar que el pintor intenta transmitir a Herbal desde la prisión: “Le decía que los seres y las cosas tienen una vestimenta azul. Y que los propios Evangelios hablan de los hombres como ‘los hijos de la luz’. Entre los prisioneros del patio y las mujeres de las rocas debía de haber hilos de luz que cruzaban tendidos por encima del muro, hilos invisibles que no obstante transmitían el color de las prendas y el ajuar de la memoria. Y más aún, una pasarela hecha de cordajes luminosos y sensoriales” (ibidem: 105-106).

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“en la poesía brillante de estas páginas de niebla y verdad he aprendido que ni el peor desastre colectivo puede aplazar los sentimientos, que la fantasía y la imaginación son la mejor barricada para resistir la más horrible represión. Esa suerte de conciencia emocional es la materia prima con la que Manolo ha construido los personajes de su historia y que espero que se refleje en la película” (Olea 2003: 3). Y esto lo emparenta con la arquitectura de Gaudí en cuanto al uso de los materiales: “Él levanta un templo”, agrega, “con ladrillos, restos de vidrio, materiales que se usan y se tiran; y yo uso harapos, retales… la vida como materia prima” (Llorente 1998: 1-2).

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EL TEATRO ESPAÑOL DE LOS NOVENTA: EL “HUMORISMO” COMO CLAVE ESTÉTICA Isabelle Reck Université Marc Bloch (Strasbourg II)

Los textos teatrales españoles de los años noventa y de principios del nuevo siglo1 parecen presentar una constante que podríamos definir como una línea estética: una forma específica de “humorismo” aplicado a las situaciones y asuntos menos propios para la risa y el humor como son las enfermedades de esta época (Sida, cáncer, droga), la violencia racista y la muerte (suicidios, crímenes y asesinatos, guerras, accidentes sangrientos, “cinematográficamente” hiperrealistas), que pone en evidencia la “ironía” de la vida y del mundo posmoderno, desembocando en una visión de la condición humana entre pesimista, desesperada, desengañada y hasta trágica. Esta forma de “humorismo” que nos proponemos describir e ilustrar parece configurar lo que podríamos llamar una dramaturgia de la “ironía interrogante” —concepto que tomamos prestado de Vladimir Jankélévitch y con el cual define éste la ironía socrática—, cuyos máximos representantes serían autores como Rodrigo García y Borja Ortiz de Gondra. La descripción que ofrece el filósofo de lo que llama “le détour ironique” propio de la “ironía interrogante” permite ofrecer una primera aproximación definitoria de este “humorismo”: Así pues, la ironía pone todo al revés, algo así como Tieck en Verkehrte Welt, cuando se divierte escribiendo una obra que empieza por el epílogo y acaba por el prólogo. [La ironía] interioriza lo exterior y exterioriza lo interior. Hace que los primeros sean los últimos y que los últimos sean los primeros; es, como la dialéctica de Heráclito, el intercambio de la vida y de la muerte, la reversión del joven y del vie1

Para las obras teatrales citadas en el texto, indicamos entre paréntesis la fecha de primera representación o publicación —y sólo cuando se cita la obra por primera vez—. En la bibliografía aparecen únicamente las referencias editoriales de las obras comentadas de manera más pormenorizada en este trabajo, y no las que hayamos citado solamente.

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jo […] por la gracia de la ironía, lo pesado se convierte en ligero y lo ligero en ridículamente grave […] como Sócrates ora se juguetea con las cosas graves, ora se habla gravemente de las cosas frívolas. […] (Jankélévitch 1964: 79)2.

Muchos de los títulos y subtítulos de las obras teatrales de esta década y de la anterior son ya particularmente significativos de esta “dramaturgia de la ironía interrogante”. El subtítulo de Dedos, de Borja Ortiz de Gondra (1995) “vodevil negro”— propone una de las formas teatrales más livianas para hablar de la muerte, de la enfermedad y del suicidio. Creo en Dios, de Francisco Sanguino y Rafael González (1995) y ¿Qué tiene de malo llamar a un alumno “unidad de módulo educacional”?, de Borja Ortiz de Gondra (1997) conllevan ya un tono de ironía desafiante aplicado a principios fundamentales y “serios”. Rodrigo García interpela al espectador/lector —cuando no le insulta— desde sus títulos provocativos e insolentes o instala un “yo” objeto de auto-irrisión: ¡Haberos quedado en casa, capullos! (2000b), Lo bueno de los animales es que te quieren sin preguntar nada (2000c), Compré una pala en Ikea para cavar mi tumba [2002-2003]. En una entrevista, Rodrigo García comenta el componente irónico de sus títulos: […] un título es una llamada de atención. Esa llamada de atención, lo he dicho, debe transmitir el espíritu de la obra. Si no hago obras “cultas”, si no hago obras “para divertirse”, si mi universo es a veces hostil y a veces ingenuo, cómo no voy a llamarle a una obra ¡Haberos quedado en casa, capullos! No quedaba ni una sola entrada para ver la obra, o sea: creo que han captado la ironía antes que la hostilidad (cf. Henríquez y Mayorga 2000: 22).

En otro lugar de la entrevista evoca lo que llama “la picardía” que inyecta a su teatro: “hemos elegido un trabajo apasionante, ya que mezcla la intuición y la reflexión y la picardía, es decir, la forma que le das a tu materia” (ibidem: 16). Esto nos permite deslindar tres características esenciales de esta “dramaturgia de la ironía interrogante”: la “picardía” formal, la voluntad de impulsar la reflexión y una escritura teatral que supone un público “iniciado” en la medida en que, por su fuerte componente irónico, convierte al espectador a la vez en público cómplice y en víctima del ironista, exige un mínimo de adhesión y de consentimiento, “un mínimo de cohesión en el grupo” (Shoentjes 1993: 137). Es lo que reivindica Rodrigo García al indicar que la función principal de sus títulos consiste en atraer “a la gente que quier[e]” (cf. Henríquez y Mayorga 2000: 22). 2

Las traducciones de las citas de este texto y de otros textos franceses en este trabajo son nuestras.

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La “sonrisa amarga y la mueca irónica”, en palabras de Ernesto Caballero (Pérez Rasilla 1993: 28), la “picardía” evocada por Rodrigo García, la ironía mordaz, el cinismo y el gusto —en muchos casos— por el escándalo, la provocación y el desafío, el gusto por el juego, la incongruencia, la paradoja y el aforismo como formas de expresión privilegiadas, son los componentes más vistosos y los distintos matices de este “humorismo”. La “dramaturgia de la ironía interrogante” se apoya en seis tipos principales de procedimientos dramatúrgicos que pueden considerarse como propios del teatro español de la posmodernidad, pero que son otros tantos procedimientos derivados de los tres elementos conformadores de la ironía: la inversión (con presencia de los dos sentidos contradictorios), la ambigüedad (y su corolario, la duda) y la “transposición”, en el sentido lato que le da Julia Kristeva, que engloba la intertextualidad, el dialogismo bakhtiniano y la intersemioticidad, o sea, ese jugar con los discursos ajenos y con los signos, espacio idóneo para los juegos ironistas de lo significado y lo expresado, de lo literal y lo verdadero. Estos procedimientos se inscriben a la vez en esa tendencia que señala Gilles Lipovetsky a “super-saturarlo todo de signos humorísticos” (1983: 210) como modo de distanciación por la auto-irrisión, y, contra ella, como método heurístico. El primero de estos procedimientos consiste en el predominio de formas pseudo-monologales (los solos) y dialógicas en las que el personaje queda diluido, privado de identidad (nombres genéricos o identificación por números o letras, vivos-muertos y muertos-vivos) o dotado de identidades —y de voces— múltiples. Se trata de situaciones dramatúrgicas en las que apenas se sabe desde qué voz se habla, en las que intervienen interlocutores invisibles como en Dedos, de Borja Ortiz de Gondra, obra en la que el Hombre habla con un camarero al que nunca vemos y el interlocutor del Chico, amordazado, es la voz del contestador, o en las que el actor aplasta al personaje. Se prestan estas formas a numerosos juegos enunciativos que enfatizan el “descentramiento” del diálogo, como lo señala Jean-Pierre Ryngaert (2000: 104) acerca del teatro contemporáneo: el personaje diluido llega a ser una mediación cada vez menos indispensable entre el autor (y/o el actor) y el espectador. En la entrevista citada, Rodrigo García expresa de manera insistente su “desconfianza acerca de los personajes”: El peor portavoz de tu voz es el personaje […] Yo no quiero que escuchen esos textos, quiero que entren en ese momento, en una dimensión poco acostumbrada: hay un actor que habla naturalmente de cosas poco teatrales… ése es el efecto teatral (cf. Henríquez y Mayorga 2000: 18).

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¡Haberos quedado en casa, capullos! nos parece bastante paradigmática de esta tendencia: presenta cinco pseudo-monólogos que el actor dirige a un niño al que va destinada la fuerza irónica persuasoria de su argumentación destructora de los valores morales y sociales reconocidos (la castidad, el deber, el sacrificio, el esfuerzo, el trabajo, el ahorro, la autoridad, la educación etc.). El niño es pura presencia, receptor mudo y dócil del esfuerzo “pedagógico” del adulto: Un niño de diez años, siempre atento a las palabras de cada uno de los actores era la razón de ser de esta obra: el niño era el animal al que se había de matar, éste es el efecto que se le destinaba. Lo mataba el razonamiento o el aspecto irracional del discurso de estos cinco seres obsesivos y poco recomendables3.

El juego enunciativo desequilibrado, el carácter inaceptable del discurso expuesto (políticamente incorrecto) y la situación inapropiada (un adulto perverso, pedagogo) actúan como procedimiento irónico de desplazamiento del diálogo, transformando al figurante atento en pantalla-receptáculo, a la vez, en espejo del espectador, y, sobre todo, en artefacto del diálogo directo con el espectador: Resulta que a veces la idea que expongo es tan inapropiada, que no necesito tener en escena un antagonista. ¡Ya te has puesto al público como antagonista! ¡Tienes 300 antagonistas ahí sentados frente a tu protagonista! (cf. Henríquez y Mayorga 2000: 16).

Lo que hace el autor “ironista” es “introducir una incongruencia, establecer el diálogo por medio de la interrogación que plantea dicha incongruencia” (Schoentjes 1993: 63). Primera etapa ésta hacia la transformación del espectador en antagonista de sí mismo en un proceso que le obliga a un examen de conciencia que deja aflorar sus prejuicios e intolerancias: “pongo unos temas sobre la mesa […] que espero sean el comienzo de un debate interior”, explica Rodrigo García (cf. Henríquez y Mayorga 2000: 16). Esta declaración describe perfectamente la intencionalidad de Lo bueno de los animales es que te quieren sin preguntar nada. El texto trata de la muerte y de la enfermedad con una desenvoltura y un “humorismo” extremos que conducen a chistes descarados (“¿buenos días gilipollas, sabías que vas a palmar? ” [2000c: 59]). Se presenta como una serie de diálogos concluidos e iniciados invariablemente por un mismo tipo de réplicas que reorienta los diálogos, los desvía, les da un nuevo impulso o los interrumpe:

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Texto introductorio que sólo aparece en la edición francesa de esta obra (García 2002b: 6). La traducción es nuestra.

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ELENA.- Vamos a cambiar de tema CARLOS.- Bien, ¿De qué vamos a hablar? PATRICIA.- Voy a hablar del cementerio de Igualada, en Barcelona. De Enric Miralles (Risas grabadas) (ibidem: 11). PATRICIA.- Hablemos de la tapa del water (ibidem: 15). CARLOS.- No: acabemos con lo de la amistad y pasemos a lo de los animales (ibidem: 17).

De la misma manera Sócrates se contentaba con lanzar el debate y dejar que sus interlocutores se empantanaran en su retórica y sus sofismas o que surgieran las interrogaciones sin respuestas como punto de arranque de la reflexión. El descentramiento del diálogo y el juego de lo incongruente producen así un efecto bumerang que mucho tiene de la “refutación interrogante” socrática que actúa por “contradicciones simultáneas” (Jankélévitch 1964:100) y conduce al desenmascaramiento de las incoherencias: en este caso, de los discursos políticamente correctos que ocultan una realidad opuesta. Lo que evidencia esta estrategia dramatúrgica “ironista” es una sociedad y una conciencia posmodernas caracterizadas, como lo señala Gilles Lipovetsky, por “un combinación de indiferencia y de repugnancia frente a la violencia”, por la mezcla de una actitud abierta frente a “las diferencias ‘respetables’” y el “rechazo de las diferencias “inadmisibles” (1992: 191), por un contexto contradictorio de “respeto de las diferencias y, sin embargo, de trivialización de la xenofobia en las mentalidades y los comportamientos de la vida cotidiana” (ibidem: 192). El segundo tipo de procedimientos del que echa mano la “dramaturgia de la ironía interrogante” es la fragmentación y sus derivados: la disociación, la disyunción, la difracción, la desintegración, el desmembramiento, la discontinuidad, así como su movimiento inverso y complementario, lo “fractal” (Baudrillard 2001: 50 y 58), característicos precisamente de la mirada irónica. Como señala Vladimir Jankélévitch, “la ironía no sólo abrevia, sino que trocea también […] la ironía sería, como lo quería Frédéric Schlegel, ‘una genialidad fragmentaria’” (1964: 94) enemiga de los parlamentos dogmáticos, de la elocuencia y de la retórica. De esto se trata para los “nuevos heterodoxos” de finales de siglo y principios del nuevo siglo: de “rescatar la palabra como un instrumento de revelación y no como un ejercicio retórico de lo ya “sabido”, precisa José Monleón refiriéndose a Rodrigo García (Monleón 2000: 6). Esta dramaturgia experimenta con todo tipo de fragmentación y de fragmento como espacio y objeto lúdicos de interrogación y de duda permanentes, de expresión del drama existencial, de desmitificación de todas las falsedades, fraudes, mentiras, apariencias, simulaciones y disimulaciones: son significati-

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vas las numerosas ocurrencias del adjetivo “falso/a” en Lo bueno de los animales es que te quieren sin preguntar nada. Esta escritura de la fragmentación abarca los distintos modos de reciclaje de fragmentos de discursos y textos ajenos, las prácticas autotextuales de Rodrigo García (listas de títulos de ópera, de nombres de boxeadores, de San Sebastianes mártires pictóricos), la escritura “episódica” tal como la practican José Sanchis Sinisterra (Pervertimento [1997]) o Alfonso Zurro (Por narices [1997], Bufonerías [1994]) —que podríamos definir también como escritura “serializada” en su sentido pictórico o como escritura de la “variación” en su sentido musical—, de la que ofrecen otras variantes obras como Las voces de Penélope, de Itziar Pascual (1997) —conjunto de micro-textos-variaciones sobre el “síndrome Penélope”—, Dedos, de Borja Ortiz de Gondra —sketches hilvanados al ritmo de los intercambios de parejas y de los dedos mutilados utilizados como prendas de amor—, o Por mis muertos (1995) —conjunto de textos-variaciones (de cuatro autores) sobre cadáveres expuestos en un tanatorio en que se entrecruzan la vida y la muerte y acaban invirtiéndose estos dos mundos—. Estas formas de la discontinuidad se elaboran a partir del fragmento y de la repetición, y es que, como comenta Vladimir Jankélévitch, la ironía prefiere aún la repetición a la continuidad : La conciencia irónica […] muestra tal repugnancia por desarrollar que preferiría casi repetirse : mejor el volver a empezar que la “continuación”, mejor las redundancias que las disertaciones sentenciosas (1964: 96).

La fragmentación afecta a todos los componentes de la obra teatral: el diálogo, las conciencias, el espacio y el tiempo. La fragmentación dialógica aparece en sus diversas formas: desde los diálogos–rompecabezas de obras como Más ceniza, de Juan Mayorga (1994) o Vanzetti, de Luis Araújo (1993), hasta algunos de los textos de Rodrigo García, collages aforísticos privados de todo paratexto e incluso de la atribución de la palabra a un personaje determinado: por ejemplo, en Prometeo (1993) o en After sun (2000a), obra definida por su autor como una “serie de textos inconexos” (García 2000a: 30). Se observan numerosos juegos especulares y de desdoblamientos múltiples como los de Más cenizas o de Mane, Thecel, Phares (2002), de Borja Ortiz de Gondra, con la pareja de mellizos. En La mirada del hombre oscuro, de Ignacio del Moral (1992), la fragmentación espacial, que subrayan los títulos de las escenas (“En la playa”, “Detrás de la duna”, “Tras la duna”), “interioriza lo exterior y exterioriza lo interior” (Jankélévitch 1964: 79) al dibujar kinésica, proxémica y escenográficamente las líneas divisorias que construyen el miedo al extranjero y su rechazo.

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En todos estos casos, la fragmentación funciona como la coincidentia oppositorum (Bollnow 1958, cf. Schoentjes 1993: 62) específica de la ironía, instaurando así unos juegos de heterogeneidad y de simultaneidad que potencian las inversiones, las incongruencias, la asociación de lo ligero y lo grave, generadoras del “humorismo” que hemos configurado como afín a la “ironía interrogante”. Se construye de este modo un multiperspectivismo que deshace todas las certidumbres y, a menudo, desemboca en la aporía. La fragmentación actuaría en estos textos teatrales, por una parte, como manera de expresar la desorientación existencial y el sentimiento de caos y de desintegración del mundo actual y, por otra parte, como rechazo de todo sistema, o sea como intento de reaccionar contra “esa tentación totalizadora […] del espíritu de seriedad” (Jankélévitch 1964: 94). En esta perspectiva, si el fragmento expresa la desintegración (de las certezas, de los valores, mitos, creencias, de todo conformismo), “lo fractal” constituye el esfuerzo por apresar la complejidad del mundo a través de esa mirada multiperspectivista colindante con un relativismo que reorienta a menudo la ironía hacia el escepticismo y el cinismo. Fragmento y “fractalización” construyen, en fin, la metáfora de la vida como tragedia vodevilesca: La vida es más bien una tragedia en su conjunto, pero es más bien una comedia y hasta un vodevil en el detalle pormenorizado de su cotidianeidad: ironizar sobre lo trágico del destino es por lo tanto pretender tratarlo como se tratan anécdotas y sucesos de la semana (Jankélévitch 1964: 155).

Los otros cuatro procedimientos se derivan de estos dos primeros: son el hiperrealismo cinematográfico, la “poética de la sustracción”, la teatralidad de la memoria y la poética de la “aparición-desaparición”4, en los que la coincidentia oppositorum —y la incongruencia que genera— se aplica al espacio temporal: juegos de distorsiones y dislocaciones temporales, juegos con los ritmos temporales (ralentí y aceleración de tipo cinematográfico, manipulación de las leyes de la causalidad, juegos con los tiempos y modos subjetivo, objetivo, pasado, presente, futuro, real, virtual). El hiperrealismo de la violencia, la muerte y la sexualidad que, en muchas de estas obras, explota todas las posibilidades dramatúrgicas de la “cinemación” de la escritura teatral, surge de manera imprevisible, repentina e incongruente:

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Imagen de la que se vale Bernadette Bost para caracterizar las estéticas teatrales de autores como Valère Novarina, Noëlle Renaude o Jean-Luc Lagarce: “auteurs qui se promènent volontiers du côté des morts” (2000: 23).

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en Morir (Un instante antes de morir), de Belbel (1994), una escena describe —en primer plano cinematográfico— la agonía de la Hija que acaba de atragantarse con un hueso de pollo, mientras la Madre sigue dictántole las reglas de los buenos modales. En otras obras, el “humorismo” suele aplicarse esencialmente al modo en que los mass media y los vídeojuegos vierten a diario, y de manera indiscriminada, imágenes de violencia y de muertes “espectaculares”. La “poética de la sustracción”, cuyo máximo representante es el llamado “drama relativo” (Sanchis Sinisterra 1996), ofrece obras enigmáticas de contexto urbano acerca de la soledad sobre el que planea la tentación permanente del suicidio (El instante [1997], Libración [1993], de Lluïsa Cunillé, y Después de la lluvia, de Sergi Belbel [1993]). Conviene relacionar esta estética con el modo “espectral” (Guillaume 1994: 19-36) de comunicarse en nuestras sociedades posmodernas. El “humorismo” se cuela en las elipsis de este teatro de la “espectralización” en el que resuenan teléfonos y contestadores automáticos en el vacío de las conciencias. La teatralidad de la memoria, como teatro de cuestionamiento de la historia oficial, se da en obras que juegan con el fragmento para entrecruzar, yuxtaponer, contrastar —siempre según el principio de las “contradicciones simultáneas”— distintos espacios de la historia individual, familiar o colectiva ligada a acontecimientos históricos o a distintas vivencias de un mismo hecho. Suelen combinar tres ejes: el exilio español o la memoria escamoteada, la inmigración africana actual en España o una memoria recorrida por fantasmas africanos y por la identidad del emigrante al ritmo de la historia de los éxodos que han atravesado y atraviesan nuestro mundo desde los años noventa (Ecos y silencios [2001]). El máximo representante de la poética de la “aparición-desaparición” sería Ernesto Caballero con sus fantasmas, sus vivos-muertos y muertos-vivos (Rezagados [1993], A bordo [1995], Auto [1994], Nostalgia del agua [1996]). Pero tenemos también una amplia galería de figuras afantasmadas como las africanas de Mane, Thecel, Phares (La Madre-Muerta, el Africano milenario) y de La mirada del hombre oscuro (el cadáver), como los personajes entre dos tiempos de ¡No pasarán pasionaria!, de Ignacio Amestoy (1993), o El cerco de Leningrado, de José Sanchis Sinisterra (1993). El “humorismo” surge del juego de personajes que pasan y se cruzan sin verse, de los encuentros improbables, de la ironía de estar muerto, pero creerse vivo, o de saberse vivo, pero sentirse muerto. Esta práctica exacerbada del fragmento y de lo fractal, del collage y del montaje (dialógicos, espaciales, temporales, identitarios, corporales, gestuales, etc.), que conduce a una constante hibridación genérica, discursiva y semiótica, es la nueva manera de jugar con la intertextualidad como expresión de la confrontación de estos dramaturgos con los nuevos monstruos de la civilización, en

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particular los de la comunicación “espectral” y de la “espectacularización” del mundo por los mass media. Citando a John Cage —al que Rodrigo García considera como una de sus referencias (2000: 21)—, Jean Baudrillard y Marc Guillaume resumen la sensibilidad de ese mundo-collage, que escenifican y sobre la que ejercen “su humorismo” los dramaturgos de la “ironía interrogante”: “El mundo es un inmenso collage. Un autobus abarrotado de gente que no se conocen y que pasan delante de una catedral gótica mientras una publicidad luminosa recomienda una marca de cigarillos.” [John Cage]. En este solar con sus puntos de referencias heteróclitos, sus graffities y sus tags es en donde aprendemos a establecer comunicaciones espectrales. Tenemos que manejar a la vez signos, papeles (roles), relaciones con desconocidos (1994: 24).

Entendemos “humorismo”, y no humor, en el sentido que tomamos prestado de Luigi Pirandello: un proceso sicológico que hace pasar de un sentimiento al opuesto mediante la reflexión (1968: 130-131). Conservaremos la idea de “desmontaje” de la realidad, de reflexión sobre esta realidad observada para deshacer las apariencias (en un mundo posmoderno precisamente dominado por éstas y por todas las formas de virtualidad) y para reconstruir la pareja del cuerpo y de su sombra (ibidem: 162). Si Luigi Pirandello opone humorismo e ironía, reduciendo ésta última a una simple “contradicción verbal” (ibidem :131), sin embargo muchos de los rasgos que describe como específicos del “humorismo” coinciden con los de la “ironía interrogante”. “Humorismo” es, pues, un término con el cual pretendemos dar a entender esa manera especial que presentan las formas dramatúrgicas descritas de combinar dos formas de humor: por una parte, la ironía socrática, ironía mordaz, “ironía interrogante” que confina a una insolencia cínica a lo Diógenes que podríamos definir con Vladimir Jankélévitch como una “ironía frenética” que intenta chocar y es “diletantismo de la paradoja y del escándalo” (1964: 15), y, por otra parte, su forma opuesta, esa forma específica de ser humorístico que presenta el “neo-nihilismo” posmoderno, tal como lo ha definido Gilles Lipovetsky en su análisis de las formas culturales dominantes (graffiti, publicidad, moda, comics, vídeos juegos): “un tono humorístico vacío y ligero en las antípodas de la ironía mordaz” (1983: 210). Por una parte pues, tenemos una “ironía interrogante” argumentativopersuasoria y, por otra, esta forma humorística que Gilles Lipovetsky define como “a mitad de camino entre el mensaje de solicitación y la sinrazón” (1983: 210). Ambas excluyen la risa espontánea, franca; ambas implican de manera ya

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perversa, ya lúdica, al receptor en el trabajo de interpretación de estos juegos de superposiciones y yuxtaposiciones de signos heteróclitos en unas prácticas del collage y de la transposición que hacen del disparate y de la incongruencia el espacio de una interrogación agudizada sobre el sentido de la vida y de la muerte. La “ironía interrogante”, colindante en algunos casos con una insolencia cínica (Rodrigo García, Borja Ortiz de Gondra), menos agresiva y más existencial en otros casos (Ernesto Caballero, el “drama relativo”), que se desprende de muchos de estos textos, se aplica precisamente a esa humanidad posmoderna narcisista que define Lipovetsky como “sin exuberancia, sin risa, pero supersaturada de signos humorísticos”, o sea, se aplica a esa forma de humor posmoderno en un juego de transposición que podríamos especificar como inter-humorístico. Este modo irónico propone “criptogramas transparentes” (Jankélévitch) enunciados por personajes que parecen constituir un tipo específico de este teatro, el ironista o el jugador, del que la declaración siguiente de Rodrigo García parece ofrecernos la mejor descripción: Personalmente estoy lleno de conflictos interiores, o sea: no quiero tener ideas fijas. Eso me hace escribir contradicciones y ponerlas en boca (o en el cuerpo) de una misma persona. En lo posible me gusta que ese discurso contradictorio (tan rico) esté en boca de una misma persona. Lo más cruel y lo más bondadoso, en una misma persona (cf. Henríquez y Mayorga 2000: 17)

En Morir (un instante antes de morir), de Sergi Belbel, tenemos a un guionista ironista enfrentado con su propia muerte, quien, en la primera escena, lanza un criptograma al modo borgesiano en el que se encuentra la clave de las bifurcaciones existenciales inscritas entre el “morir” de la primera parte y el “vivir” de la segunda: el desenlace del guión, que parece haberse definitivamente perdido con su muerte, ya que muere antes de poder revelarlo a su mujer, está en ese criptograma inicial y en los tres finales que ofrece la didascalia conclusiva. Los juegos “criptogramáticos”, que transforman la muerte del Guionista en un jeroglífico, parecen funcionar de este modo como metáfora de la “ironía” de la vida y del destino, pero son también el método “interrogativo de que se vale el guionista ironista para indagar en el enigma de la vida y de la muerte. Un guionista que aparece a la vez como ironista atrapado en su propia trampa ficcional y como ironista socrático, dueño del juego, a la vez “cruel” y “bondadoso” en su observación e intento de descifrar al ser humano. Encontramos otras muchas variantes del ironista en personajes como el pedagogo perverso de ¡Haberos quedado en casa, capullos!, como Cecilia, la abanderada de “la (in)solidaridad” que se instala e impone en casa de Herminia en

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Creo en Dios, o como los personajes de Lo bueno de los animales es que te quieren sin preguntar nada: Patricia se define precisamente como “jugadora” (García 2000c: 44). La obra nos ofrece varias réplicas definitorias del ironista jugador: “especialista en descolocar a los maitres ” (ibidem: 26). “el tipo le da la vuelta a la costumbre ” (ibidem: 29). “cuando llegue el momento de las responsabilidades, no dejes de actuar jugando ” (ibidem: 36). “Apuesto contra mi entendimiento Apuesto para ejercitar la mollera ” (ibidem: 41)

El ironista sería la nueva cara que toman los personajes que podríamos llamar con Georges Balandier, “les rupteurs d’ordre ” (1980: 62), que, en el nuevo teatro, tomaron por ejemplo la forma de los personajes “constrictores” de Francisco Nieva, pero que, si asumen el mismo papel, son de naturaleza opuesta. Por un lado, tendríamos la ironía socrática, la voluntad, la coincidentia oppositorum, unas formas dialógicas elípticas, breves, aforísticas y aporísticas, y la transposición como espacio de expresión oblicua, o sea, la específica de la “ironía interrogante”: “la necedad, el egoísmo y la maldad de los hombres son las que hacen que la vía oblicua y el arte de persuadir, de manera más general, sean necesarios. No hay ironistas en el cielo de los ángeles ”, apunta Vladimir Jankélévitch (1964: 79-80). Por otro lado, tendríamos a Mefistófeles, el deseo, lo contrapuesto y el contraste, un teatrofiesta y ceremonia, un texto-río, una escritura oblicua, indirecta, impuesta en parte por el contexto de la censura franquista. Este “humorismo” se asocia de manera recurrente a la muerte, en un mundo del que se ha expulsado a Dios, en un mundo en que nunca se ha visto morir tanto: en primer plano, con travelling o en plano fijo. La televisión, el cine, los vídeojuegos, exponen constantemente imágenes de muertes violentas, multitudinarias, pero paralelamente se ha acallado la muerte privada, banal, a la que se impone una rápida expulsión social por el escamoteo de los rituales de muerte, un mundo, en fin, en el que la ciencia nunca ha llegado tan lejos en el control de la vida y de la muerte (eutanasia, aborto, prolongación artificial de la vida). De ello da cuenta el “humorismo” de la descripción siguiente, amarga y grotesco-trágica, que hace Elena en Lo bueno con los animales es que te quieren sin preguntarte nada: La gente está la mar de tranquila Cuando ven conductas depravadas Enmarcadas en cualquier tipo de género

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¡Ah! es del futuro —por eso atraviesan con láser a todo bicho que se mueve— ¡Ah! es un thriller —por eso le cortan la oreja a uno en el interrogatorio— ¡Ah!, es de vaqueros —por eso le pegan un tiro al caballo y rematan al jinete a cuchillo— […] Con la misma tranquilidad La enfermera Le acerca a mi madre la papilla (García 2000c: 57).

Prometeo ofrece un buen ejemplo del inter-humorismo que definimos anteriormente, con el modo televisivo en que Rodrigo García combina imágenes de guerra, suicidios y escenas de boxeo que surgen como flashes informativos. Los aforismos, semejantes a eslóganes publicitarios (“El boxeador no es un hombre, es un welter”), dan a esas imágenes orgánicas de muerte y de sufrimiento la frivolidad de un humor que, por ello mismo, subraya con más fuerza aún el carácter trágico, consustancial de la “ética del instante” que define al hombre posmoderno (Maffesoli 1990: 78). No se trata de un humor negro o macabro, sino de un “humorismo” que viene a expresar el sentimiento agudo del carácter irrisorio del hombre y del mundo, una lucidez que pretende desentrañar las contradicciones del mundo y nos aproxima, por una parte, al “humorismo” tal como lo definió Luigi Pirandello, y, por otra, a la “ironía interrogante”, tal como la explicita Vladimir Jankélévitch. Se trata de un “humorismo que combina el ‘ethos interrogante’ de la ironía que exige del receptor “una reflexión sobre el sentido” (Schoentjes 1993: 65) y el ethos escandaloso del cinismo que ataca a los fundamentos morales y no se cohíbe a la hora de provocar al oyente. Se trata de un humorismo a la vez lúdico y agresivo, provocador —que cobra en algunos autores un cariz nihilista5— que se expone como una suerte de exaltación de lo políticamente incorrecto, para mejor exponer en realidad un “moralismo decepcionado” (Jankélévitch 1964: 15): cinismo, a fin de cuentas, como todo verdadero cinismo, “ascético y virtuosista” (ibidem).

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“L’incroyance post-moderne, le neo-nihilisme qui prend corps n’est ni athée ni mortifère, il est désormais humoristique ” (Lipovetsky 1983: 195).

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OBRAS CITADAS

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ENTRE CONDENACIÓN ETERNA Y SALVACIÓN: CRÍTICASOCIALYÉTICAEN “ LAMARCADELFUEGO” (1986) Y “LEYENDA ÁUREA” (1998), DE JOSÉ MARÍA RODRÍGUEZ MÉNDEZ Cerstin Bauer-Funke Universität des Saarlandes (Saarbrücken)

Desde los inicios de la carrera teatral de José María Rodríguez Méndez hasta sus obras más recientes, la crítica social es una constante temática que también se hace patente en las dos obras aquí estudiadas, a saber, La marca del fuego, de 1986 y Leyenda áurea, de 1998. En su corpus literario destaca, pues, la mirada crítica sobre la realidad, la defensa del pueblo y de los marginados, la lucha por la libertad individual o colectiva, así como la crítica a los poderosos. Momentos clave de la historia de España, monarcas o figuras políticas, héroes populares, grandes hombres de la literatura española o los representantes del pueblo oprimido sirven para expresar la cosmovisión del dramaturgo. Tal compromiso social y ético se manifiesta en el drama “historicista” (Rodríguez Méndez 1999: 39-48)1, como lo define el mismo autor2, y en el drama enraizado en la actualidad inme-

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Véanse Halsey 1987, 1988a, 1988b; Méndez Moya 1991; Thompson 1991; Fernández Insuela 1994, y Bauer-Funke 2003. El teatro “historicista”, subgénero que Rodríguez Méndez ya utilizó durante la época de Franco al escribir Bodas que fueron famosas del Pingajo y la Fandanga (1965), Historia de unos cuantos (1971) y Flor de otoño (1972), le sirve para una reescritura crítica de episodios nacionales desde el punto de vista del pueblo marginado o de los perdedores políticos. Dramas que pertenecen a este grupo son, además, El pájaro solitario (1974), sobre San Juan de la Cruz; Isabelita tiene ángel (1976), un “Homenaje dramático a Isabel la Católica en el Quinto Centenario del Descubrimiento” (subtítulo); Última batalla en el Pardo (1976), que escenifica encuentros imaginarios entre Franco y Casado; Reconquista (1981), un guiñol sobre Alfonso VI y Doña Urraca; Teresa de Ávila (1981), que pone en escena la vida de la Santa; La chispa (1983), un homenaje al pueblo madrileño después del dos de mayo de 1808, y finalmente Soy madrileño (1987), un folletín dramático sobre el ladrón de Madrid.

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diata3. Estéticamente, el compromiso social se traduce mediante técnicas dramatúrgicas que van de la esperpentización y la caricatura al realismo de corte aristotélico. No pocas veces Rodríguez Méndez combina la revisión crítica de procesos y momentos históricos o actuales con el uso más o menos abierto de textos literarios o materiales auténticos que maneja libremente y con una maestría mimética4 para hacer resaltar su propia visión de los hechos escogidos. A partir de El pájaro solitario, escrito en 1974, se nota otro elemento temático: se trata de una corriente espiritual-misterioso-religiosa que se perfila ya en Literatura española (1978), que domina en Teresa de Ávila (1981), y que se desarrolla plenamente en Leyenda áurea. La marca del fuego y Leyenda áurea son dos muestras más de las tendencias temáticas y estéticas señaladas. Ambas son comentarios amargos sobre un gran problema social porque están ambientadas en el mundillo marginado de los delincuentes y drogadictos, un mundo gobernado por la indiferencia, la decadencia moral y, sobre todo, la violencia. Un análisis de La marca del fuego y Leyenda áurea no sólo permite estudiar dos modos distintos del tratamiento de un tema tan candente de la sociedad de consumo, sino que permite también hacer resaltar la versatilidad dramatúrgica de Rodríguez Méndez. Mientras que La marca del fuego es una obra realista de corte aristotélico, Leyenda áurea es a la vez realista e irreal, ya que amalgama, pues, dos estéticas en un singular intento de síntesis tanto temática como estética.

“LA MARCA DEL FUEGO” (1986) La marca del fuego, estrenada en 1986 por Alberto González Vergel en el Coliseo del Escorial, pone en escena de manera chocante la brutalidad y la bestialidad tanto físicas como psíquicas de unos delincuentes y drogadictos marginados. Escrita muy pocos años después de Caballitos del diablo, de Fermín Cabal5, y Bajarse al moro, de José Luis Alonso de Santos6, tiene algunas semejanzas con ambas obras,

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Acerca de la crítica social en el teatro realista de Rodríguez Méndez véanse los estudios de Oliva 1978: 77-113, 1989: 284-294; Martín Recuerda 1979, 1982: 9-46; Pedraza Jiménez y Rodríguez Cáceres 1995: 335-346, y Ruiz Ramón 101995: 509-516. Antonio Morales forjó el término “mimetismo estilístico” en su artículo (1995: 5-10, cita en la p. 9). Publicado en 1983, Caballito del diablo se estrenó en 1985 bajo la dirección de Ángel Ruggiero. Premio Tirso de Molina en 1984, Bajarse al moro se estrenó en 1985.

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pero su comentario pesimista sobre este problema social de la España moderna va mucho más lejos que el de sus colegas. Situada en “un barrio periférico de Madrid” (1)7, la acción de La marca del fuego nos brinda de manera violenta los efectos bárbaros de la drogadicción, mientras que las causas sociales y las motivaciones individuales no se analizan. El dramaturgo se centra, pues, en mostrar cómo la adicción destruye todo lo humano. Los personajes son Yimi, un ex recluso, drogadicto y delincuente; Pepa, su novia también drogadicta y madre de su hija de pocos meses, y Equis, ex recluso como Yimi, cabecilla de una banda de drogadictos y delincuentes y ahora intruso en la vida de Yimi y Pepa quien, además, tiene rasgos de sanguijuela sádica. Durante aproximadamente una semana viven juntos en un piso, convivencia que desemboca en una tragedia. Desde el comienzo de la obra se hace patente una creciente deshumanización de los personajes. La trama está dividida en dos partes a las que corresponden varias alianzas cambiantes entre los tres personajes que se torturan mutuamente. La primera escena de la primera parte comienza in media res. Al regresar Yimi a su apartamento, cuenta a Pepa que atracó a una mujer y, después de haberle dado unos cadenazos, le robó el bolso. Necesitan dinero para comprar drogas. Un poco más tarde aparece Equis, el ex compañero de Yimi, que acababa de salir de la cárcel. Se duerme en el sofá y, como no despierta, Yimi le produce electrochoques. La segunda escena tiene lugar unos días más tarde. Equis, vestido de sultán, se ha convertido en el dueño de la casa y tiene además una relación amorosa con Pepa, mientras que Yimi ha sido degradado a esclavo y limpiabotas de Equis. Pepa habla de su nueva libertad y del dinero que ha ganado. Se hace obvio que ha vendido a su bebé. Cuando Pepa y Equis celebran “el negocio” (17) y la libertad de Pepa, maltratan a Yimi. Al querer éste participar en el comsumo de la droga, Equis le inyecta aguarrás. Mientras Pepa y Equis hacen el amor para celebrar “la salvación” de Pepa (22), Yimi yace en el suelo, sufriendo un ataque de fiebre y epilepsia. La segunda parte transcurre unos cinco días más tarde. Yimi sigue estando enfermo. Pepa y Equis esperan a una asistente social. No cabe la menor duda de que la asistente es una cómplice de Equis y que engañan a Pepa. Como ésta no se entera del complot, juega el papel de la esposa preocupada por su marido enfermo, y, cuando la asistente y Equis le hacen firmar una ficha cuyo contenido está cubierto por la mano de la asistente, cree haberse deshecho de Yimi. Al salir Equis con la asistente, Yimi ataca a Pepa. Pero Equis regresa y ata a Yimi a la puerta con una ca-

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Cito del manuscrito que me facilitó el dramaturgo. El manuscrito tiene 46 páginas mecanografiadas. Según él, se está preparando una edición de su obra completa.

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dena por el cuello. Delante de los ojos de Yimi, Equis, en una escena de extrema brutalidad, tatúa a Pepa su “marca del fuego” como seña de la toma de posesión de Pepa por Equis. Para que Pepa no oponga más resistencia, Equis le inyecta heroína. Mientras la tatúa, Equis muestra una actitud sádica. Al mismo tiempo, la relación entre Yimi y Equis va transformándose: aluden a su amistad y a una relación homosexual entre ambos. Después de tatuarla, Equis llama por teléfono a la falsa asistente para que venga a recoger a Pepa: se entiende que Pepa ha firmado el contrato en el que Equis la vendía, como antes había vendido a su bebé —posiblemente a un prostíbulo en Oriente—. El manuscrito que manejo tiene dos finales: uno tachado que termina con la pareja homosexual celebrando su reunión, y otro con un desenlace menos negro, ya que Yimi quiere salir del círculo infernal al abandonar a Equis en el apartamento. A pesar del simbolismo algo optimista del segundo final, la obra no deja de ser escalofriante. No se siente en ningún momento la mínima simpatía del dramaturgo por este mundillo de marginados, tan hermético, que recuerda tanto temática como escénicamente el infierno de la obra sartreana Huis clos. Mediante sus personajes Yimi, Pepa y Equis, Rodríguez Méndez crea un mundo violento y sin piedad en el que se mueven estos seres desalmados y deshumanizados. Cada uno de ellos es terrible por su decadencia moral, impasibilidad y brutalidad: Yimi como camorrista y atracador, Pepa como madre sin instintos ni sentimientos maternales, y Equis como intruso satánico y sádico que sacrifica al bebé y a Pepa para restablecer su relación con Yimi. La pregunta central de Yimi (“Pero..., pero... ¿qué te he hecho yo..., Equis? ¿Qué te he hecho?”, [36]; “Y yo qué he hecho pa que no...?”, [37]) —también es la pregunta principal de la obra— queda sin respuesta, porque de hecho no existe una respuesta que pueda explicar la violencia continua y hasta el placer que siente cada uno torturando al otro. La larga escena en la que Pepa recibe la “marca del fuego” es el momento más denso del crudo realismo de la obra. Los gritos de dolor de Pepa se mezclan con los gritos instigadores de Yimi, que quiere ver sufrir a Pepa. Equis se extasía con el brazo sangriento y con el odio excesivo que Yimi siente por Pepa, mientras que ella es la víctima violada y humillada que sólo pide, para escaparse de la realidad, una dosis de heroína: EL EQUIS (A la Pepa.).– Primero, habrá que tapar estas picaítas tan feas... Una “jai” como tú no puede ir por ahí con esta mierda... Máxime, si va a ser mía... Porque vas a serlo, ¿no? PEPA (Arrobada.).– Sí, tu hembra; tuya pa siempre... EL EQUIS (Con una aguja larga en la mano.).– Por eso lo primero que voy a hacer es

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disimular esto con un dibujo que voy a hacerte... Vas a ver mi arte... Trae acá... PEPA (Esconde el brazo.).– ¿Me vas a...? EL EQUIS.– A ponerte un tatuaje, una marca... La mía. PEPA (Escapando de él.).– ¡No, no quiero tatuajes!...¡No!... YIMI (Dando un tirón a la cadena.).– ¡Híncala, clávasela bien!... Es una cucaracha, una culebra... [EL EQUIS] Ha conseguido atraparla y la lleva arrastrando hasta el sofá. El Yimi hasta le da un puntapié desde su atadura. EL EQUIS.– ¿Te crees que vas a escaparte?...¡Antes, te voy a marcar, porque eres mía!... PEPA (Defendiéndose.).– ¡No, no, no quiero!...¡No!... EL EQUIS (Obligándola a arrodillarse ante él.).– Te voy a poner una marca..., una marca de fuego...,¡como me llamo [el] Equis!... […] EL EQUIS (Clavando hondo la aguja a la Pepa.).– Yo soy maestro en esto de las marcas... Ella grita. […] Le da varios pinchazos que le hacen soltar otros tantos gritos. PEPA .– ¡Ay, ay, ay...! ¡Ay, Equis!... […] YIMI (Enardecido.).–¡Híncala!...¡Híncasela bien!... EL EQUIS (Con sadismo.).– A ti sí que te voy a hincar yo... ¡Para celebrar nuestra fiesta!... […] YIMI .– ¡Pínchala!...¡Pínchala!... PEPA .– Duele mucho... EL EQUIS.– ¡Coño, claro que duele!... […] YIMI .– ¡Pínchala! EL EQUIS.– Y si ése sigue fardando... Anda, díle que se calle. PEPA (Suplicante.).– Cállate, Yimi, por Dios... YIMI (Amenazador.).– Luego, ¡te clavaré yo hasta el corazón!... EL EQUIS (Enfebrecido.).– Hondo..., muy hondo... A alguien como tú hay que pincharle bien hondo... […] Sí..., me llaman el alacrán... en el Puerto de Santa María. Pero soy un alacrán sin veneno. Yo no tengo veneno, sino cariño para ti... (Besa las picadas y sorbe la sangre a la vez.) (38-40)

Como lazo simbólico que ata a los tres personajes y como instrumento de tortura sirve la cadena de Yimi que siempre está visible en la escena. Dentro del realismo crudo de La marca del fuego se perfila, pues, una estética del shock: la violencia, tanto física como visual, y el sadismo desmesurados de los tres drogadictos son los cadenazos que golpean la conciencia de los espectadores.

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“LEYENDA ÁUREA” (1998) Aunque Leyenda áurea es una nueva indagación en el mundo de los delincuentes y drogadictos, la mirada crítica sobre la realidad se efectúa desde otra perspectiva: en vez de la creciente deshumanización de los personajes que conduce a su condenación y en vez del pesimismo expuesto en La marca del fuego, asistimos en Leyenda áurea a la salvación espiritual del delincuente y, debido al triunfo de la fe cristiana, se nos ofrece una mirada optimista hacia el futuro8. Para poder apreciar la filigrana dramatúrgica de Leyenda áurea es preciso mencionar otra constante en la labor teatral de Rodríguez Méndez. Se trata del uso de subgéneros que abren el texto dramático hacia otros géneros literarios e incluso no literarios. Así deben mencionarse el aguafuerte (La chispa), el oratorio (Teresa de Ávila) y el folletín teatral (Luis Candelas), que son muestras del proyecto de integrar modalidades de expresión artística no teatrales provenientes, por ejemplo, de la pintura, de la música y del periodismo. La aquí analizada Leyenda áurea es otra muestra de tal búsqueda de nuevas vías teatrales, como expondremos más abajo. Rodríguez Méndez abre el diálogo intertextual con el mismo título, el que ya utilizó Jacobus de Voragine entre 1263 y 1273 para un conjunto de unas 180 leyendas hagiográficas que sirvieron como cuento religioso y edificante para divertir e instruir a los oyentes desde la Edad Media hasta el siglo XVII. Jacobus de Voragine, dominicano y arzobispo de Génova, tomó el material para las biografías de los santos de varias fuentes como, por ejemplo, la Biblia, los escritos de San Agustín, Beda Venerabilis y Bernard de Clairvaux, así como de la tradición oral, fuentes todas ellas en las que se mezclan la fe en milagros y el ansia de crear un ambiente de racionalidad para hacer inteligible el milagro. Estas dos tendencias definen también el texto de Rodríguez Méndez. Basándose en un género narrativo y convirtiéndolo en un género dramático, Leyenda áurea de Rodríguez Méndez se define como “misterio escénico” (así reza el subtítulo). Al actualizar géneros literarios y una temática teológica, Rodríguez Méndez no sólo establece relaciones intertextuales entre dos géneros distintos, sino también entre su texto y los misterios y autos sacramentales de la Edad Media hasta el Siglo de Oro. De tal manera, el autor invita a una doble lectura, una lectura literal realista de crítica social y una lectura alegórico-

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Leyenda áurea ha sido editada recientemente por Raquel García Pascual. Se trata de una tesis de magister titulada Un código estético al servicio del grotesco: edición crítica de Leyenda aúrea, inédito de José María Rodríguez Méndez, que Raquel García Pascual defendió con el sobresaliente cum laude en la II Edición del Curso de Alta Especialización en Filología Hispánica (2002-2003). Leyenda áurea todavía está sin estrenar.

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espiritual en que la palabra “milagro”, que aparece varias veces a lo largo de la acción, sirve de hilo conductor9. Visto dramatúrgicamente, Leyenda áurea es un drama moderno, casi posmoderno, por sus espacios divididos, escenas simultáneas, transiciones y superposiciones rápidas, casi fílmicas, de escenas e historias secundarias fragmentadas. Consta de 12 escenas que transcurren en varios lugares y durante varios meses. A diferencia de la trayectoria trágica de los personajes de La marca del fuego, en Leyenda áurea se realiza el camino de un delincuente drogadicto hacia su salvación espiritual, trayectoria que, además, tiene la función de estilizar al cura como Cristo crucificado y redentor. La acción está enraizada en la actualidad y comienza en el suburbio de Vallecas en una tarde invernal. Los dos protagonistas masculinos de Leyenda áurea aparecen como reencarnaciones del satánico Equis y el esclavo Yimi de La marca del fuego: un hombre amenazador con aspecto de navajero, que lleva cazadora y fuma un porro, se dirige a un limpiabotas para que le limpie las botas. Mientras el gitano limpia los zapatos, el hombre de la cazadora se sorprende de la religiosidad del joven. Cuando el limpiabotas se niega además a cobrar el dinero, porque dice que ya ha ganado suficiente, el hombre de la cazadora sufre un ataque cardiaco. La segunda escena, que transcurre en un escenario partido, en el que vemos simultáneamente un hospital y una comisaría, muestra el ingreso del enfermo en el centro médico y la detención del gitano como asesino probable del hombre de la cazadora. Los policías se burlan asimismo de la religiosidad del gitano y le quitan su rosario. Las escenas tercera y cuarta nos llevan al hogar y despacho de una familia de la alta burguesía que recibe una llamada del hospital, informándola de la muerte clínica del hombre de la cazadora, cuya identidad se revela ahora. Es un cura progresista seguidor de la “Teología de la liberación” (311) que dirige una “comunidad de base” en Vallecas. La quinta escena es el clímax de la obra porque escenifica, como explicaremos a continuación, la fusión del nivel realista con el nivel irreal y místico creado alrededor del gitano. Después de una conversación entre los médicos que confirma la muerte del cura, la enfermera que estaba a su cuidado, y que tenía que estar despierta, se queda dormida. Su sueño hace posible una escena irreal en la que aparece el gitano encarcelado en el cuarto del cura. Al dirigirse el gitano al muerto, éste comienza a resucitar. La sexta escena transcurre en el escenario completamente vacío y oscuro. Sólo se ve una pantalla enorme que muestra el comienzo de una “misa anteconciliar” (306), es decir, una misa en latín durante la cual el cura está “de espaldas” (306) a la parroquia, 9

Todas las citas de Leyenda áurea proceden del manuscrito todavía inédito. La ortografía en las citas reproduce fielmente la del manuscrito.

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constituida por los espectadores de la sala del teatro. La transición rápida a la escena siguiente se hace mediante los gritos de una anciana porque le han apagado la televisión en la que está viendo esta misma misa. Estamos ahora en un piso de Vallecas donde estalla una bronca entre la anciana y su hija, porque la anciana se queja de que no haya una iglesia en Vallecas adonde ir para oír misa. En la octava escena, que tiene lugar en la comisaría, liberan al gitano. En el hospital, los familiares hablan sobre el “milagro” de la convalecencia del cura. Éste parece estar sumergido en la contemplación de un rosario. La décima escena nos presenta la comunidad de base sucia y por tanto “manchada”, donde viven los drogadictos. Cuando uno de ellos quería sacar al Cristo de la comunidad para venderlo, reaparece de repente el cura convaleciente. Expulsa a los “cristianos de base” y abraza al Cristo. La undécima escena transcurre también en Vallecas en una mañana de mayo. Aparecen dos habitantes del suburbio que trabajan como barrenderos: se trata de uno de los ex cristianos de base y del nieto de la anciana que quería oír misa. El nieto busca algún objeto de valor en la basura y encuentra por fin un rosario del que el dramaturgo nos dice que es “probablemente aquel que los pasmas intervinieron al limpia” (318). Fascinado por el brillo de las perlas de cristal del rosario, el nieto lo guarda para regalárselo a su abuela. La última escena tiene lugar en la comunidad de base. Gracias a la labor del cura, la casa profanada se ha reconvertido en una casa religiosa. Extasiado por su propia reconversión milagrosa, el cura arrepentido está buscando la unión con Dios. Restablece entonces la “Misa anteconciliar” (319), ya escenificada anteriormente. De espaldas a la entrada de su iglesia, comienza a leer misa en latín. En la casa vacía aparecen entonces el gitano limpiabotas y la anciana con el rosario en la mano y se arrodillan ante el altar. Con semejante desenlace, Rodríguez Méndez nos brinda la victoria de la fe en este mundo tan triste y sucio donde reinan el desamparo, la droga y la violencia, poniendo así las perspectivas de futuro —por no decir la salvación— en manos del pobre limpiabotas marginado y de la anciana. La oración al final de la obra está destinada a recordar a los fieles la auténtica meta del culto religioso, meta que ya tenían los milagros desde la Edad Media hasta el Siglo de Oro. Al realzar una —¿nueva? o ¿vieja?— espiritualidad, Rodríguez Méndez critica la decadencia moral y la deshumanización del mundo actual que ha esbozado a través de los demás personajes: la irresponsabilidad y prevaricación de los políticos, médicos y policías, el odio en la familia, la hipocresía del marido burgués adúltero, y, en general, la sociedad de consumo que rodea al submundo de los drogadictos. Aparte de haber crítica social, las escenas en que aparecen estos personajes secundarios están caracterizados por el sarcasmo de Rodríguez Méndez. Presenta las riñas entre médicos y policías

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sobre una partido de fútbol que les impide atender al enfermo y al detenido. Expone asimismo con ironía la vulgaridad de un matrimonio vallecano y ridiculiza el servicio municipal de limpieza. La comicidad de estas escenas contrasta agudamente con el camino del sacerdote impío hacia su vuelta a Dios. El sentido religioso —casi místico— de Leyenda áurea se trasluce, pues, en el compromiso social y ético ya presente en las obras estrictamente realistas de Rodríguez Méndez. A pesar de la concepción medievalista del culto religioso expuesta a través del cura reconvertido10, extraña, sin embargo, la fuerte crítica del dramaturgo a propósito de la “Teología de la liberación”, porque la labor espiritual y el compromiso social de ésta —es decir, su lucha contra la injusticia social y la defensa de los derechos humanos— parecen coincidir, en principio, con la eterna lucha del dramaturgo contra la marginación y explotación de los pobres. La crítica de Rodríguez Méndez del Concilio Vaticano Segundo también es una muestra de su posición conservadora frente a la modernización de la Iglesia: aboga por la misa anteconciliar —y además leída con “hondo fervor lefevriano” (306), como reza la acotación— que subraya la gran distancia, tanto visual como física, entre los representantes de la Iglesia y del pueblo. Tal crítica de la apertura de la Iglesia hacia la sociedad moderna traduce la convicción del dramaturgo de que la salvación del mundo depende sobre todo de la Iglesia y no tanto de la política. La misa anteconciliar de la pantalla, así como el desenlace de Leyenda áurea nos llevan además histórica, teológica e ideológicamente a períodos en que la Iglesia Católica constituía un importante pilar de sostén del régimen. En este sentido debe interpretarse también la actualización del milagro como género dramático que se usaba no exclusivamente para fines religiosos en esos períodos históricos. Aparte de las implicaciones ideológicas, tanto temáticas como formales, de Leyenda áurea, hay que decir que la novedad dramatúrgica de la pieza reside en la fusión del realismo actual con la mística medieval anunciada por el título. La segunda lectura de la obra se efectúa, pues, desde el comienzo en un nivel alegórico. El doble sentido se perfila sobre todo en las acotaciones que son en Leyenda áurea más que una simple explicación o descripción del lugar y de la

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Así lo explica el dramaturgo en su “presentación” de la obra: “Me gustaría transmitir al público la emoción que a mí me ha embargado al escribir esta historieta. Emoción que es sencillamente el deseo de que frente al mundo maligno y terrible que nos circunda —tan materializado y destructivo— se ponga de manifiesto el alma secreta y limpia de algunos seres que vagan por el mundo y tal vez sin saberlo dan testimonio de bondad y aun de santidad” (291). En su carta del 29 de septiembre de 2003 a la autora del presente trabajo, José María Rodríguez Méndez subraya esta función de la obra.

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acción. Adquieren más bien una entidad propia como parte del texto en el que el autor reflexiona constantemente sobre la función espiritual del teatro. En el nivel lingüístico, se nota un fuerte contraste entre las acciones arcaizantes, casi místicas de los dos protagonistas y la jerga de los jóvenes. La dualidad del texto se anuncia ya en el lugar de la acción que aparece marcado por una fuerte tensión visual entre el suburbio triste, feo y oscuro y la estatua de Jesús en el Cerro de los Ángeles, que se ve también en el escenario. Desde el comienzo, Rodríguez Méndez deja bien claro que la configuración de los antagonistas se construye según las leyendas medievales: Lo que vemos ahora no deja de ser un tanto extraño. Y es que el gitanillo limpiabotas, betunero como se decía antiguamente, se ha detenido y queda como absorto mirando hacia el horizonte. Parece que su mirada va hacia el lejano corazón de Jesús que gravita a lo lejos, entre la niebla y la distancia. El Gitanillo, de pronto, como embriagado, o quizás drogado, ha caído de rodillas […], alza los brazos en cruz y mueve los labios como musitando una oración. […] Absorto en sus rezos el gitano no percibe la figura, más bien siniestra, que ha aparecido de pronto, no se sabe de dónde, y que parece denunciar la presente —por no decir omnipresente— figura del delincuente navajero, con su faz de drogata barato, su cazadora de cuero, sus tejanos sucios de barro, su ceño inquietante. En aquel extraño momento y en semejante espacio creemos recordar viejas iconografías arrumbadas ya en el tiempo donde el demonio acecha al justo ermitaño entregado a sus penitencias y oraciones. La figura gatuna del gachó de la cazadora parece ondular alrededor del gitanillo místico como en un conjuro satanesco. Pero si volvemos a la tierra y dejamos aparte literaturas, vemos como el merodeador se sonríe astutamente contemplando la figurilla del pobre gitanillo arrodillada y con los brazos en cruz (295 y s.).

Desde su aparición en la escena, el hombre de la cazadora aparece presentado como el mismo diablo o un hombre poseído por Satanás (sus “garras de uñas negras”, [297])11. En la disputa entre ambos sobre el pago, el gitano invoca varias veces a Dios, hasta que el hombre de la cazadora siente el ataque cardiaco descrito en las acotaciones como venganza de Dios: EL LIMPIA (extendiendo de nuevo los brazos en cruz y dejando caer la caja de limpia que rueda por el suelo soltando los cepillos y demas utensilios).– Hágase la voluntad del Señor...

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Otra cita respecto a la actitud satánica del cura es su denominación como “el prepotente demonio” ( 296).

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(y al decir esto, el otro le suelta, con los ojos desorbitados de asombro. retrocede dos pasos. se tambalea. se lleva la mano al pecho. el billete vuela por el aire) EL LIMPIA (asustado al ver esto).– ¿Pasa, jefe? ¿Qué pasa? ¿Le da algo? (y tanto que le da algo al otro, porque empieza a temblonear, como un pelele, mueve la cabeza, vira los ojos y cae al suelo como fulminado por un rayo, preso de una especie de ataque epiléptico) (298).

A lo largo de las escenas siguientes, palabras como “santo” y “milagro” reaparecen a menudo y preparan la escena más importante, a saber la resurrección del muerto. Como ya hemos señalado más arriba, es la escena en la que se funden las dos lecturas del texto, es decir, la versión moderna de un delincuente y la actualización de vidas ejemplares de santos, así como estéticamente el realismo y la corriente irreal y milagrosa: […] (el largo suspiro [de la enfermera gorda] se prolonga en la siniestra estancia y parece condensar el silencio. durante unos instantes el monumento tecnológico vibra de resplandores verdosos. Las culebrinas de luz ondean en los aparatos, un punto luminoso en la lejania anuncia la vida artificial de aquel cuerpo. Como música de fondo parece oirse un canto operístico procedente de la privilegiada garganta de la gorda Montserrat Caballé. Pero en realidad no se trata sino de los ronquidos de su homóloga, la gorda enfermera que al igual que los otros sanitarios duermen en la “vela” obligatoria del duro servicio médico) (y de pronto vemos como aparece en la estancia en semipenumbra, aquel gitanillo limpiabotas, con su caja en la mano, que avanza en la oscuridad hacia el monumento iluminado. Va hasta el cuerpo yacente y lo agita con una mano) EL LIMPIA.– ¡Jefe!...¡jefe!...Jefe, despierte que mire que... (el cuerpo entrecruzado de cables se sacude y se suelta de amarras. se incorpora y mira al gitanillo) EL MORIBUNDO (pasandose la mano por la cara).– ¡Hombre, tu! EL LIMPIA.– Que a ver si se va a morir usté ahora... El moribundo.– ¿Yo? EL LIMPIA.– Que se la va a cargar un servior sin culpa, que dicen que yo le he... EL MORIBUNDO (sentado en la cama echa los brazos al cuello al limpia).– ¿Tu? ¿Tu? EL LIMPIA.– Que me dicen que yo le he... (no se atreve a decirlo) y no es verdad, por mis muertos que no es verdad y usté lo sabe, jefe... EL MORIBUNDO (echandole los brazos al cuello y abrazandole).– Tu eres un santo, un santo... ¡Y yo que no creía en los santos! ¡Yo que no creía en los santos! (el moribundo abrazando al humilde limpiabotas forma una estampa antigua de retablo medieval a pesar de la filigrana tecnológica y médica. pero al instante todo

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vuelve a su normalidad. la luz se hace normal y el cuerpo del infortunado sacerdote sigue crucificado a los cables. pero la palabra “santo” que se oyó al final, ahora se hace real y veridica, porque en la puerta de la “uvi” se oye esa palabra: “santo”, “santo”...) (305 y s.).

Formando una síntesis con la crítica social y ética de la primera lectura, los ejemplos citados muestran también que la segunda lectura del drama, es decir, la lectura alegórico-espiritual, se basa principalmente en imágenes y no tanto en palabras: el decisivo encuentro entre el gitanillo-ermitaño y el hombre endemoniado, el castigo divino, la crucifixión del cura y su identificación con Cristo, la resurrección del cura por el santo, la profanación de la iglesia, la reconversión del arrepentido, las milagrosas reapariciones del rosario y la misa al final de la obra son motivos que vienen directamente de los textos hagiográficos de la Leyenda áurea y de los misterios a los que aluden el título y el subtítulo de la pieza. Estos momentos son los momentos más sugestivos de esta actualización y escenificación de géneros más bien anacrónicos. Sin embargo, el uso de recursos intertextuales e intermediales, la integración de elementos fílmicos, la ruptura de la unidad espacial y temporal en la escena de la resurrección y el paralelismo de dos niveles de realidad son procedimientos estéticos muy al uso en el teatro español neorrealista y posmoderno de los años ochenta y noventa12. En Leyenda áurea es, sobre todo, por la fuerza visual de las escenas clave, es decir, de la salvación espiritual de un ex delincuente drogadicto, como se mantiene vivo el espíritu de la Edad Media: las escenas dan vida a “viejas iconografías arrumbadas ya en el tiempo” (297) y a “una estampa antigua de retablo medieval” (305) que, como para señalar una nueva vía dramática, se incorporan en esta obra doblemente singular de José María Rodríguez Méndez. En la línea del compromiso ético y social, que siempre ha caracterizado el teatro de José María Rodríguez Méndez13, el análisis de La marca del fuego y Leyenda áurea revela, pues, no sólo una evolución temático-espiritual, sino también una evolución estética significativa.

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Véase Floeck (1999: 161 y ss.). En este sentido, Leyenda áurea forma parte del teatro comprometido y posmoderno analizado por Wilfried Floeck (2002).

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OBRAS CITADAS Bauer-Funke, Cerstin. (2004). “(Re-) Construcción de la historia en el teatro actual de José María Rodríguez Méndez”, en: Winter, Ulrich (ed.). Identidades culturales colectivas y ‘lieux de mémoire’ en la cultura española (1976-2001), actas de la sección del congreso de hispanistas alemanes, Regensburg del 6 al 9 de marzo de 2003. Frankfurt/M.: Vervuert (en preparación). Fernández Insuela, Antonio. (1994). “Un peculiar drama histórico de Rodríguez Méndez: Isabelita tiene ángel”, en: Estreno 20.1, pp. 7-9. Floeck, Wilfried. (1999). “Teatro y posmodernidad en España”, en: Halsey, Martha T. y Zatlin, Phyllis (1999), pp. 157-164. Floeck, Wilfried. (2002). “Das Theater auf der Iberischen Halbinsel zwischen Postmoderne und Engagement“, en: Grenzgänge 9.18, pp. 6-31. Halsey, Martha T. (1987). “History ‘From Below’: The Popular Chronicles of José María Rodríguez Méndez”, en: Revista de Estudios Hispánicos, 21.2, pp. 39-58. Halsey, Martha T. (1988A). “Dramatic Patterns in Three History Plays of Contemporary Spain”, en: Hispania, 71.1, pp. 20-30. Halsey, Martha T. (1988b). “The Politics of History: Images of Spain on the Stage of the 1970’s”, en: Halsey, Martha T. y Zatlin, Phyllis (1988a), pp. 93-112. Halsey, Martha T. y Zatlin, Phyllis (eds.). (1999). Entre actos: Diálogos sobre Teatro español entre Siglos. University Park: Estreno. Martín Recuerda, José. (1982). “El realismo en el teatro español que ve Rodríguez Méndez”, en: Rodríguez Méndez, José María (1982), pp. 9-46. Martín Recuerda, José. (1979). La tragedia de España en la obra dramática de José María Rodríguez Méndez (Desde la Restauración hasta la Dictadura de Franco). Salamanca: Universidad de Salamanca. Méndez Moya, Adelardo. (1991). “Una nueva etapa en el teatro de José María Rodríguez Méndez”, en: Canente, 9, pp. 225-234. Morales, Antonio. (1995). “Comentarios impertinentes sobre Comedia clásica”, en: Rodríguez Méndez, José María (1995), pp. 5-10. Oliva, César. (1978). “José María Rodríguez Méndez”, en Oliva, César. Cuatro dramaturgos “realistas” en la escena de hoy: sus contradicciones estéticas (Carlos Muñiz, Lauro Olmo, Rodríguez Méndez y Martín Recuerda). Murcia: Universidad, pp. 77-113. Oliva, César. (1989). El teatro desde 1936. Madrid: Alhambra. Pedraza Jiménez, Felipe B. y Rodríguez Cáceres, Milagros (1995). Manual de literatura española, Posguerra: dramaturgos y ensayistas, tomo 14. Pamplona: Cénit, pp. 335-346.

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Cerstin Bauer-Funke

Rodríguez Méndez, José María. (1982). Los quinquis de Madriz. Historia de unos cuantos. Teresa de Ávila. Murcia: Godoy. Rodríguez Méndez, José María. (1986). La marca del fuego (manuscrito). Rodríguez Méndez, José María. (1991). Última batalla en el Pardo. Madrid: Centro de Documentación Teatral/El Público. Rodríguez Méndez, José María. (1998). Leyenda áurea (manuscrito en forma de galeradas). Rodríguez Méndez, José María. (1998). “Mi teatro historicista (la interpretación histórica en el teatro)”, en: Romera Castillo, José y Gutiérrez Carbajo, Francisco (1999), pp. 39-48. Romera Castillo, José y Gutiérrez Carbajo, Francisco (eds.). (1999). Teatro histórico (1975-1998): Textos y representaciones. Madrid: Visor. Ruiz Ramón, Francisco. (1995). “José María Rodríguez Méndez”, en: Ruiz Ramón, Francisco. Historia del Teatro Español. Siglo XX. Madrid: Cátedra, pp. 509-516. Thompson, Michael. (1991). “El teatro histórico de Rodríguez Méndez”, en: Rodríguez Méndez, José María (1991), pp. 9-17.

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“SANGRE LUNAR”, DE JOSÉ SANCHIS SINISTERRA: TRANSGRESIÓN DE LAS NORMAS, TRANSGRESIÓN DE LAS FORMAS Monique Martinez Thomas (Españ@.31/Roswita)

El concepto de transgresión, desarrollado a finales del XIX en el campo de la criminología y del psicoanálisis, se ha aplicado en los últimos años a antropología, sociología, historia. De manera más general, se impone cada vez que se cuestiona un valor establecido, contrarrestándolo y atañe a campos tan diversos como la política, la ética, la religión, el arte, la lingüística, etc. Jean-Pierre Albert aclara sus funcionamientos, definiendo tres tipos de polaridad: — en cuanto al índole de la regla transgredida, que puede ser más o menos explícita, codificada y socialmente garantizada, (en el dominio ético-jurídico, de la ley de “inmoralidad y malas costumbres”). De allí la polaridad: delincuencia/escándalo. — en cuanto a las formas de emergencia o de responsabilidad de las transgresiones, ya que éstas pueden ser o no socialmente asumidas, incluso programadas. De allí la polaridad: ritualidad/subversión. — en cuanto a la manera como las sociedades o ciertos grupos sociales conciben el orden que resulta del respeto a las reglas. El orden se puede considerar como eterno o sagrado o como provisional y sometido a evoluciones beneficiosas. De allí la polaridad: sacrilegio / innovación (Albert 2003: 1). Sangre lunar, una de las últimas obras de José Sanchis Sinisterra, se puede leer y estudiar a través de estas tres polaridades. En ella encontramos distintas modalidades de transgresión que podrían dividirse en dos categorías: las transgresiones escandalosas, transgresiones que hacen peligrar la vida individual y social y las transgresiones lúdicas, propias del arte y más precisamente del teatro, fenómenos rituales y catárticos que instauran un nuevo orden de las cosas. El argumento de la obra Sangre lunar, inédita hasta hace muy poco, de José Sanchis Sinisterra, recoge el mismo suceso, ocurrido en los Estados Unidos,

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que sirve de base a la última película de Pedro Almodóvar, Hable con ella: una chica en coma es violada por uno de los enfermeros del hospital donde está ingresada y queda preñada1. Pero, al contrario de la moraleja ambigua del filme, el mensaje de Sinisterra no deja lugar a dudas: la violación es una transgresión social, un delito penal, aunque el Príncipe vuelva a dar la vida a la Bella Durmiente. La violación de Sangre lunar es una transgresión compleja. No es el “sencillo” delito de forzar a una persona a satisfacer su deseo sexual, delito castigado por la sociedad cuyo deber es garantizar la protección y seguridad del individuo. Lucía está aún más indefensa que otras víctimas, indefensas por ser mujer, en la mayoría de los casos. Está en coma, inconsciente, no puede reaccionar, es sólo un cuerpo que el violador aprovechó, como si estuviese delante de una muñeca hinchable. Héctor, su padre, lo define como un monstruo, un hombre que se convierte en un animal, que pierde su estatuto humano: HÉCTOR.- Trato de imaginar... Me digo: es un ser humano, alguien como yo, un hombre que... Imagino un antes y un después... Hasta un determinado momento, hacer algo así, aquello, la sola idea de... era... no sé: algo impensable para él. Incluso para alguien como él que, luego, un momento más tarde, sería capaz de pensarlo, de quererlo hacer, de hacerlo... (Pausa.) Pero antes no. Antes, me digo, era un hombre como yo, incapaz siquiera de... Sí, ya... no era su hija, no era Lucía, no era algo que has visto nacer, crecer, jugar, tener varicela, anginas, miedo, aprender a... Pero era... alguien, una persona, la... el... la vasija de una persona. (Pausa.) El templo de un espíritu. (Pausa.) Eso tenía que verlo... antes. Y luego hubo un después. Y algo cambió en él, y fue capaz de pensarlo, de hacerlo. (Pausa.) Ahí, en ese punto, ¿qué pasó, qué hubo, cómo dejó de ser... humano? ¿Por qué? (Sanchis Sinisterra 2003: 116).

La abyección y la perversidad llegan a su punto culminante si consideramos que el coma es un “estado vegetativo crónico” que: muestra, aparte de la espasticidad muscular y la inexpresividad facial, una total incontinencia de ambos esfínteres, la ausencia de respuestas motoras dirigidas, como la persecución ocular mantenida o la vocalización verbal (ibidem:124).

Según el doctor Soto, el coma se define como un estado de casi muerte, en el cual se mantienen las funciones vitales artificialmente o naturalmente. Para los

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Véase El País (26-I-1996), (20-III-1996) y (19-III-1997) y La Vanguardia (20-III-1996) y (22-III-1996). Estos artículos sirvieron de “bibliografía” a J. Sanchis Sinisterra, que partió del suceso real referido en los periódicos españoles.

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demás personajes, la vida muerta o la muerte viva de Lucía se convierte en una obsesión recurrente. Para Jaime, esta vida artificial de Lucía no es una muerte de verdad mientras que, para la madre de Lucía, para quien la muerte no existe, ésta “no está muerta, no ha estado nunca muerta” (ibidem: 126). Para Manuel, no hay duda, Lucía es “la que más muerta está, y la que menos lo parece” (ibidem: 140). Esta referencia constante a la muerte convierte la violación en algo más que una agresión sexual, tiene mucho que ver con una atracción necrófila que forma parte de la nomenclatura de las perversiones inventariadas en el impresionante trabajo de Henry Havelock (1932). El perverso violador y necrófilo, si bien es verdad que obedece a pulsiones patológicas, es sumamente transgresor respecto al orden social (y al padre que representa la estructura familiar de la Ley). No la ignora, la provoca y la desafía. No es casualidad entonces que el violador haya actuado en el escenario de una clínica, que constituye otra transgresión: un lugar público, dedicado, encima, a la salud, al cuerpo. Tal establecimiento tendría que garantizar la seguridad, la integridad de sus pacientes, y no sólo sus funciones vitales, como lo afirma en la rueda de prensa preliminar el doctor Soto. El peligro que no deja de correr el perverso en la clínica funciona como un estímulo que alimenta su neurosis, le permite gozar de una transgresión repetida. Se nos deja suponer, en efecto, que el principal sospechoso, Manuel, el enfermero, violó varias veces a Lucía, supuestamente junto con su hermano. MANUEL.- ¡Te lo dije, cabrón! ¿Te lo dije o no te lo dije? ¡Mil veces, cabrón! ¡Que tuvieras cuidado! ¡Que esto no es como en las putas, cabrón! ¡Mil veces te lo dije! ¡Que hay que tener cuidado! Y ahora, ¿qué? ¿Dónde estamos, eh? En la mierda, cabrón. Y por tu culpa. Sí, sí: por tu culpa, que yo tengo cabeza, y sabía lo que me jugaba, y tenía cuidado, lo mismo que los otros... (Sanchis Sinisterra 2003: 180).

La transgresión y la perversión en particular tienen mucho que ver con la repetición, el ritual, que constituye una defensa contra la angustia (según la hipótesis formulada por Freud para las neurosis obsesivas). Los ritos se manifiestan por una acción muchas veces iconexa, arbitraria, superflua, en desfase con las formas acostumbradas de la acción cotidiana, con el lenguaje racional. El recurso sistemático en los monólogos de Manuel al cuento, palabra ya ritualizada, es sugerente. Traduce un patético infantilismo y una terrible perversidad, en la medida en que estos cuentos se trivializan, se ensucian con alusiones sexuales sórdidas: Nosotros pudriéndonos, y tú... ahí durmiendo, esperando a que venga el príncipe, ¿eh?, a que venga el príncipe y te dé un beso de los que quitan el aliento... un beso de esos que te chupan hasta el alma y te dejan la lengua fuera, toda magullada...[…]

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pero luego; primero el cuento, ¿eh?, primero vamos con el cuento... Que bien sé cuánto te gustan... y cómo te suben la humedad, mis cuentos (ibidem:154).

Los ritos requieren también un ambiente nocturno. No es de extrañar tampoco que las escenas donde aparece Manuel ocurran de noche (fin de la primera parte [ibidem: 136] y principio de la segunda parte [ibidem: 138]), porque para él “de noche no es lo mismo que de día” (ibidem: 174), es otro mundo, otra realidad oculta y secreta donde puede imponer su propio orden. El perverso, si bien ataca la ley, promueve otra ley, otro orden. Nace una contraestructura en la que se constituye otra comunidad, cohesionada con ritos secretos. La idea de una multiplicidad de violadores se impone a lo largo del texto, no sólo el hermano de Manuel, sino también los médicos ya que en la clínica “son tan aburridas las guardias nocturnas” (ibidem: 132), dice Jaime. Este personaje, el ex novio, también puede resultar sospechoso. Estuvo en la clínica, en las fechas aproximadas de concepción del niño, el 18 de agosto, para visitar a su suegro y preguntó por la sección de crónicos. La misma duda se instala acerca del padre, quien, obsesionado por entender el acto delincuente, acaba de cierta forma por justificarlo, repitiendo varias veces que es una persona como él, un ser humano. La concepción misma del niño constituye otro tipo de transgresión, que trastorna las certidumbres científicas respecto a la procreación. Así lo expresa Jaime, cuando habla de la imposibilidad biológica de una gestación por un cuerpo muerto: Quiero decir: biológicamente... físicamente posible... o como se diga. Un cuerpo muerto, ¿puede dar vida? (ibidem: 174).

El caso de Lucía es un caso inaudito, un primer caso que no tiene precedentes. La ciencia no puede asegurar el desarrollo de la gestación, la salud del niño. Los médicos sólo pueden hacer su seguimiento clínico y publicar los resultados en la prestigiosa revista Lancet, lo que decide hacer la doctora Caruana, cambiando de opinión acerca de un posible aborto. Además de transgresión a las leyes biológicas, la violación transgrede los valores éticos de la sociedad, en la que la procreación de un niño está protegida por leyes constitucionales que garantizan su buen desarrollo. Aquí el caso escapa a cualquier marco jurídico ya que se trata de una procreación atípica, procedente de un delito y no cuadra con ninguna jurisdicción existente. La que más parece acercarse al caso es la prohibición, en el contexto de una procreación artificial, de injertar embriones de uno o dos padres muertos, lo que puede hacer

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peligrar la salud mental del futuro niño. Es lo que sugiere la doctora Caruana a Estela, la abuela, sin conseguir acabar la frase y enunciar el terrible “cuadro” familiar que le espera al niño: un padre violador y una madre comatosa: No podemos... nadie puede asegurar que ese niño, si es que llega a nacer, sea un niño normal. Y aunque lo fuera, ¿se imagina el futuro de ese niño, con unos padres...? (Se calla.) ESTELA.- ¿Qué? (Silencio.) ¿Qué iba a decir? INÉS.- Nada. Lo siento. Ha sido... ESTELA .- (Tras una pausa.) ¿Usted cree en la muerte, doctora? (ibidem: 178).

Éstas son las transgresiones que se podrían definir como escandalosas, que perjudican la integridad del individuo, el orden de la sociedad. Sin embargo, la transgresión, como cualquier acto ritual, puede desembocar en un nuevo orden de las cosas. Y en este caso, supone la vuelta a la vida de Lucía: vida que crece en ella, que es para su familia como volver a encontrar una parte de la hija perdida desde años y vida que se despierta en Lucía, lo que parece sugerir el monólogo final. Esta vida que se impone más allá de la transgresión cambia radicalmente el sino de los personajes, sus relaciones. Es una nueva etapa en la vida de la familia. El niño parece reunir de nuevo a Estela y Sabina, Sabina, que vivía en Viena, decide regresar; por fin madre e hija parecen entenderse mejor: ESTELA.- Ese niño viene hacia mí. Lucía me lo manda, lo sé. Pero si algo... SABINA.- ¿De veras me necesitas? ESTELA.- Nunca me lo perdonaría. SABINA.- Di: ¿quieres que me quede? ESTELA.- ¿Quedarte? SABINA.- Sí. (Pausa.) ¿Quieres? ESTELA.- ¿Y... ese examen? La “Canción de cuna”... Y tu carrera... SABINA.- Mi profesor tiene razón: nunca podré con Strauss... ¿Has oído a Jessie Norman cantando sus lieder? ESTELA.- Sabina, yo... SABINA.- Y cuando tengas que ir a Québec, por tu trabajo... yo cuidaría del niño (ibidem: 184).

Ahora bien, estas transgresiones escandalosas, que violentan las normas sociales, morales, bioéticas en Sangre lunar, vienen enunciadas a través de unas formas teatrales transgresivas, que se podría calificar de lúdicas. Al contrario de las formas estudiadas más arriba, las transgresiones lúdicas se quedan a un nivel simbólico, en la medida en que producen sentido, contactos, relaciones entre seres humanos pero no atañen a su integridad. Si bien es verdad que el arte en ge-

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neral se podría definir como una transgresión lúdica2, ciertas producciones artísticas son más trangresivas que otras. Es obvio que este tipo de transgresión se relaciona con la historia de la estética, con la cultura y la historia en general y se inscribe en aquella tercera polaridad definida por Jean-Pierre Albert: sacrilegio/innovación (véase supra). La transgresión de las formas no es algo nuevo en el itinerario de creador de José Sanchis Sinisterra, ni mucho menos. El dramaturgo, desde el principio de su producción, no ha dejado de apostar por escrituras dramatúrgicas innovadoras3. Lo que sí nos interesa en Sangre lunar, es aclarar el funcionamiento transgresivo de un texto en un determinado momento histórico. La transgresión va más allá de una sencilla destrucción de normas anteriores ya que instaura un código innovador, que se impone como nueva norma de producción y recepción. Lo que llama José Sanchis Sinisterra “estética de lo translúcido” participa pues en la historia del arte y del teatro, que es una transformación y una invención permanentes de formas. Con la llamada “estética de lo translúcido”, nos parece que consigue J. Sanchis Sinisterra una sistematización completa y compleja, que marca una etapa importante en su obra. La estética de lo translúcido empieza a forjarse en Mísero Próspero y otras breverías, se afianza en la aún inconclusa Trilogía de las Artes (La raya del pelo de William Hölden, El lector por horas) y llega a una plasmación compleja en Sangre lunar. Para entenderla, quizás no sea inútil volver a la noción de “reversibilidad del código” y a la función dinámica que ésta misma adquiere en la evolución histórica. El sociólogo André Petitat afirma, en Echange symbolique et historicité, que las recientes investigaciones en filo-ontogenética acerca de la cognición han dado un giro copernicano respecto a la noción de código e intersubjetividad (1999: 95). La noción de intersubjetividad se asentaba, desde los primeros pasos del estructuralismo, en el reconocimiento mutuo del código, de la regla, de un sentido previo. A partir de Wittgenstein y de Habermas, se impone la idea de la subversión virtual de cualquier código, es decir que la capacidad 2

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Salvo cuando para crear, el artista elige violentar o mutilar un individuo, como en el caso del Body art o ciertas performances, por ejemplo, en el que el propio artista es soporte de la creación artística Cada una de sus obras supone la exploración de un nuevo territorio, el cuestionamiento de una certidumbre, de una verdad establecida, para librarse de las antiguas limitaciones y poder así inventar otras: las del minimalismo, de la sobriedad en la construcción de signos y de la estética de la “miseria”; las de la integración del receptor en la ficción, la cual nace de su creciente interés por el espectador real de la sala de teatro, por su “co-presencia”; las de la palabra teatral, gracias al descubrimiento magistral de Beckett; las de la intertextualidad a partir de la obra famosa de Ñaque.

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de representación está relacionada con la facultad de desmentir las regularidades y las esperas en los intercambios. La regla y la transgresión de la regla descansan en las mismas exigencias cognitivas. La estética de lo translúcido podría relacionarse con esta libertad virtual de la utilización de los signos en la intersubjetividad. No ya solamente desde el fenómeno de la recepción (el lector activo de Umberto Eco), sino en la producción misma de la obra teatral, en la constitución de un mensaje que integre ya la dimensión suversiva del código y el propio concepto de heterogeneidad. A la univocidad de un sentido cerrado, acabado, el dramaturgo opone una perspectiva distinta fundada en la creación de signos borrosos, inciertos, movedizos, dudosos. Todos los ingredientes dramatúrgicos están sometidos a la “ley de la ocultación”, incluso de la opacidad, que provocan en el receptor una intensa actividad de representación, de individualización de los signos que percibe. Hemos visto cómo la intriga sigue siendo un enigma, aunque se haya ido destilando con el transcurso de las secuencias. No se puede saber con certeza quién es el padre del niño nacido de la violación pero sí surgen dudas acerca de casi todos los personajes masculinos, que podrían todos haber caído en esa inhumanidad. Este sentido translúcido puede llegar a una opacidad total en ciertos casos: el hermetismo de algunas secuencias provoca un sinfín de preguntas y una actividad de representación mental infinita. ¿Por qué y contra quién desata su cólera el doctor Soto después de la conferencia de prensa, cuando se pone a gritar “sólo las primeras cifras”? ¿Y por qué la doctora Caruana se cubre la cara con las manos? ¿A quién se dirige Manuel en la escena en que, desde la ventana, está contando la historia de Cenicienta a alguien que no deja de saltar y de tirar huesos de cerezas? ¿Quién vuelve a tirar al final los huesos de cerezas? ¿Con quién habla Sabina en el bar cuando está sirviendo a los clientes? ¿A quién quiere hablar la doctora Caruana cuando, a través del cristal, se la ve agitarse desesperadamente? El tratamiento del tiempo y del espacio también corresponde a esa voluntad de afirmar la supremacía del pensamiento humano en la percepción espaciotemporal, frente a la concepción de irreversibilidad galileo-newtoniana. J. S. Sinisterra en su voluntad de desestabilizar al receptor acostumbrado a normas teatrales todavía mayoritarias recurre a la física cuántica4. Basándose en su enfoque de la física cuántica y en sus lecturas de Penrose y Bohn, el autor quie-

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No es la primera vez que J. Sanchis Sinisterra experimenta las aplicaciones de la física cuántica. Con Perdida en los Apalaches, La herida del otro o La raya del pelo de William Hölden ya había experimentado la alteración del transcurso lineal del tiempo, la confusión y superposición de espacios.

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re replantear la concepción del espacio y del tiempo dramático a partir de la noción de “subjetividad”. El ser humano no siempre está en su presente ni en su espacio: puede estar viviendo en el pasado o en el futuro porque estos tiempos son para él más nutridos que un presente mediocre. Se piensa, tal y como ha quedado demostrado por algunas ramas de la física cuántica, que son leyes similares a las de las partículas elementales las que rigen el cerebro humano. El caos, aparente, del mundo aparece reflejado en el microcosmos neuronal, y la mente humana está en perpetuo movimiento, en perpetua interacción, como ocurre en general en el universo. En la estética de lo translúcido las coordenadas espacio-temporales pierden su coherencia y su lógica. Parecen más bien proyecciones del universo interior de los personajes. Muy poco definidos al principio, los distintos espacios de Sangre lunar se superponen, fusionando, creando un único espacio de juego en el segundo. A veces pueden coexistir hasta tres espacios en el escenario, cuando, por ejemplo, Sabina en Viena, Héctor en Antofogasta y Estela en su casa mantienen un extraño intercambio a propósito precisamente de su falta de comunicación (Sanchis Sinisterra 2003: 142-146). Los personajes pueden desplazarse de un espacio a otro, estar en un espacio e inmediatamente entrar en otro, como si estuviesen físicamente en alguna parte y mentalmente en otro o viceversa. En la primera parte, Estela está trabajando en su casa, frente a su computadora, y se traslada mentalmente a la clínica con su hija, para volver a integrar su espacio “real” cuando llega Héctor (ibidem: 124-130). Además de su identidad, el espacio pierde su estabilidad, se convierte en algo movedizo, en perpetuo movimiento, que va cobrando una función distinta según los movimientos de la luz. Incluso sus fronteras pueden ser turbias, huidizas como en el extraño engrandecimiento de la habitación del hospital en la segunda parte: (La habitación de la clínica, extrañamente amplificada, ocupa prácticamente todo el escenario.) (ibidem: 138).

En Sangre lunar, hay una multitud de secuencias que provocan numerosas rupturas. El espectador tiene que llenar los huecos entre los distintos fragmentos, como si el tiempo estuviese atomizado. Muchas veces no hay relación lógica entre las micro-estructuras. El dramaturgo no sigue una temporalidad lineal sino que va y viene en la línea del tiempo. Las primeras secuencias de la segunda parte constituyen una vuelta atrás respecto a la primera (ibidem: 138-178), las siguientes (ibidem: 178-180) recuerdan los acontecimientos de la primera parte y por fin las páginas 180 hasta el final continúan la primera parte. Las situaciones

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no van a ninguna parte, son pinceladas, los temas vuelven, el tiempo es cíclico, las escenas son como círculos concéntricos. Todo parece encaminarse hacia un centro, que representa el monólogo final. De la misma forma Sinisterra transgrede la norma de cohesión y figuratividad en los personajes. La misma inestabilidad del espacio y el tiempo afecta a los personajes, que se caracterizan por signos contradictorios. El personaje translúcido de Sangre lunar no es un ser monolítico, su supuesta psicología es movediza, difícil de entender, cambiante según los distintos momentos, los distintos interlocutores. Héctor, Jaime, Sabina, Estela, la doctora Caruana son inestables, a veces impulsivos, violentos, seguros, otras veces frágiles, desamparados. Sus discursos se llenan de puntos suspensivos, de rupturas sintácticas y de pausas, silencios. Las elipsis, imprecisiones y ambigüedades, los dobles sentidos y malentendidos, dificultan y oscurecen los intercambios entre los personajes. A veces los interlocutores no se escuchan o lo hacen apenas, como si uno resultara invisible para el otro: SABINA .- Papá. (Silencio.) Papá. HÉCTOR .- ¿Qué, Sabina? SABINA.- ¿No me escuchas? HÉCTOR.- ¿Cuándo? SABINA.- Ahora. ¿No me has oído? HÉCTOR.- ¿Ahora? SABINA.- Te estaba hablando. HÉCTOR.- ¿Sí? SABINA.- No me digas nada, si no quieres... o si no puedes. Pero, al menos... HÉCTOR.- Sí, sí... SABINA.- Sí, ¿qué? HÉCTOR.- Tienes razón. SABINA.- (Tras una pausa.) Escúchame, por lo menos. HÉCTOR.- Tienes toda la razón. Te dejo sola con todo, perdona... De veras lo siento (ibidem: 116).

El pensamiento avanza, retrocede, vuelve a avanzar, se para brutalmente, como si estuviera andando por la cuerda floja del sentido, tratando de guardar el frágil equilibrio de la comunicación. El receptor empieza a escudriñar lo no dicho, lo que se presupone, lo que va implícito en las réplicas. La mayor transgresión respecto a un sentido fijo, la constituye el misterioso limpia-cristales que no tiene rostro, que sólo se define por su incesante actividad de limpiar el ventanal de Lucía. Personaje fantástico, imposible de identificar, se convierte en un puro símbolo que va cobrando fuerza a lo largo de la obra, un símbolo hueco que el es-

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pectador tiene que rellenar según su propio universo referencial, a la manera de los símbolos vacíos de Kafka que tanto aprecia J. Sanchis Sinisterra. La transgresión de los códigos teatrales y lingüísticos es innovadora, desemboca, como cualquier transgresión en algo nuevo, en imponer un nuevo código de comunicación en el hecho teatral. El escenario se convierte pues en el lugar de un ritual transgresivo que va a metamorfosear al espectador y que el propio dramaturgo regula con reglas distintas. La relación entre autor de teatro y público queda transformada. El dramaturgo renuncia a la omnisciencia, cede a los espectadores una buena parte de los poderes de los que él goza. Ellos son quienes tienen que construir la fábula (su fábula), intentar aclarar el contexto de los diálogos (si es que lo pueden), identificar a los personajes (a pesar de la dificultad en hacerlo). La jerarquía tradicional entre el creador y los receptores desaparece. El dramaturgo ya no es ese demiurgo omnipotente, que regenta todos los aspectos de la representación, se convierte en una especie de caja de resonancia, en el captador de imágenes de una realidad que le sobrepasa. En la estética de lo translúcido, lo único cierto es que nada es sencillo, nada es unilateral, nada está claro. Existen varias verdades y no una sola verdad. Pensar que la monstruosidad, la abyección puede tener escenarios previos, actores definidos, fáciles de acotar, es un engaño. Todo puede ocurrir, como todo ha podido pasar en Sangre lunar. A la idea de certidumbre se tiene que sustituir la idea de duda, pero sin seguir el camino cartesiano de la duda fructífera, que lleva al conocimiento, sino una duda que lleve de nuevo a otra duda… Otro concepto de realidad se impone, una realidad inventada por la mente humana, más movediza, más difícil de entender. El espectador está frente a un nuevo código, que transgrede las normas estéticas, las reglas de la intersubjetividad fundadas en la transparencia, en el respeto mutuo de unos mismos valores y puede no salir indemne del viaje iniciático de la representación. Quizás le cueste entender las nuevas reglas del juego, quizás se empeñe en buscar un sentido único al mensaje, quizás le enfurezca aquel hermetismo… o quizás se deje habitar por ese universo distinto, transgresivo, y sumamente poético.

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OBRAS CITADAS

Albert, Jean-Pierre. (2003). Transition, transgression. Une approche anthropologique, en: www.Espana31.com. Toulouse. Havelock Ellis, Henry. (1932). Études de psychologie sexuelle. Paris (13 vols.). Petitat, André. (1999). Échange symbolique et histocité, en: Sociologie et sociétés, 31.1, pp. 139-160. Sanchis Sinisterra, José. (2003). Conspiracion Carmin/Conspiration vermeille. Sangre lunar/sang de lune, trad. Patrice Pavis e Isabel Martin. Toulouse: Presses Universitaires du Mirail. (Col. Nouvelles Scènes, 4).

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EL TEXTO DRAMÁTICO DESDE SU PERSPECTIVA DE PUESTA EN ESCENA Ernesto Caballero Real Escuela Superior de Arte Dramático (Madrid)

Antes de comenzar a desarrollar el tema que me ocupa, quisiera hacer una breve reflexión sobre el difícil arte de conciliar mi experiencia teatral, eminentemente práctica, y la necesidad de adecuación al ámbito del estudio teórico. Cuando los prácticos de la escena comparecemos en un marco como éste, en ocasiones, el lenguaje que utilizamos, sacado de la experiencia diaria, empaña nuestro discurso de una suerte de coloquialismo, que, a veces, es criticado como carente adecuación o impropio del ámbito académico. Si por el contrario optamos por una reflexión de mayor rigor teórico, enseguida se nos critica y amigablemente se nos disuade de hacerlo con el cariñoso sambenito de “Manolete pa que te metes”. Así pues me encuentro entre, la “Escila” del discurso teórico proferido por quien no se considera más que un artesano de este milenario oficio, y la “Caribdis” del anecdotario cotidiano de los años de experiencia y trayectoria en la práctica teatral. Se trata, por tanto, de transitar un territorio delicado en el que la sinuosidad del tema que me dispongo a desarrollar intensifica la sensación de borrosa delimitación del enfoque del que hay que partir. Hecha pues la advertencia de que no soy un hombre de teoría teatral, trataré de sistematizar algunas reflexiones a las que he llegado desde mi doble función de escritor dramático y de director de escena. Podría comenzar aludiendo a la doble naturaleza del texto dramático: literario y escénico. Un texto dramático disemina en el diálogo indicadores, que, una vez detectados, nos procuran esa lectura en relieve que permite vislumbrar un camino para la puesta en escena. El primer elemento es, pues, esa corriente agónica, electrizante que constituye la acción dramática. Las gentes de teatro sabemos enseguida detectar si un diálogo es dramático o no, a pesar de que pueda ser representable en ambos casos. Los diálogos de Platón o la Gatomaquia,

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por ejemplo, no debemos considerarlos “teatro”. Lo que los personajes enuncian no es la consecuencia de lo que les sucede. Son excesivamente literales. Por ello, el dramaturgo o aquél que lee en perspectiva de puesta en escena (que viene a ser lo mismo) deviene inevitablemente en un indagador suspicaz del texto. Como ha señalado Bernard Mariè Koltes, “el estado de ánimo de un personaje en el buen teatro no se cifra en la frase, estoy triste, sino en, me voy a dar una vuelta”; es decir, cada parlamento lo extraemos del mar del texto con múltiples adherencias, en forma de preguntas, imágenes, conclusiones, etc., referidas tanto a las causas, razones de esa enunciación, como a la finalidad u objetivo, necesidad generalmente inconfesable de los propios personajes. Por eso La Celestina sí es teatro. El diálogo hace avanzar la acción. Podríamos decir que en el buen teatro —tomemos las obras de William Shakespeare—, los personajes piensan en imágenes; el diálogo es la propia acción. No se trata de una simple herramienta. Es la manifestación orgánica de la tensión vital a la que están sometidos los personajes. Todo esto nos conduce a otro concepto fundamental a la hora de dibujar o extender el mapa sobre el que posteriormente emprenderemos el viaje de la puesta en escena. Me estoy refiriendo a la conocida como situación dramática. Aquí es el diálogo una vez más responsable del enunciado de una situación teatral. Esto es lo que lo diferencia del género narrativo. El género narrativo describe el marco. No obstante, hay que decir que existe mucho teatro que confía excesivamente en la acotación o didascalia para delimitar una lectura de las escenas. Conviene traer aquí a colación el “teatro de situación” de Jean-Paul Sartre. Este decía: “Dado que los gestos en el teatro significan actos y que el teatro es una imagen, los gestos son la imagen de la acción y lo que no decimos jamás desde que existe el teatro burgués y habría que decirlo, es que la acción dramática es la acción de los personajes. Siempre creemos que la acción dramática quiere decir gran movimiento, barullo, oposición de pasiones, etc.; no, eso no es acción, eso es ruido, es tumulto, la acción propiamente dicha es la acción del personaje, es decir, de los actos. En teatro no hay más imagen que la del acto, y si uno quiere saber que es el teatro, hay que preguntarse que es un acto, porque el teatro representa el acto y no puede representar ninguna otra cosa. La escultura representa la forma del cuerpo y por lo tanto lo que queremos recuperar cuando vamos al teatro es, naturalmente, a nosotros mismos, pero nosotros mismos no en tanto somos más o menos sentimentales o más o menos orgullosos de nuestra juventud o de nuestra belleza, sino recuperarnos en cuanto actuamos y trabajamos y enfrentamos dificultades [sic] y somos hombres que tenemos normas, es decir, las normas para esas acciones. El gesto más claro, es decir, la representación más clara del acto es la palabra” (90).

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Una vez establecido un marco general y delimitado el alcance de los conceptos de acción, situación, cabe plantearse qué lugar ocupa el dramaturgo en la creación artística. El dramaturgo tiende los cabos, apunta, insinúa, dispone una partitura de acciones y situaciones que demandan una concreción por parte del director de escena y actores. Éstos, a su vez, completan, a partir de una lectura que ya está orientada hacia algún lugar, ese puente o tránsito que comúnmente llamamos “dramaturgia”. Se trata del hervidero, cocina en la que empiezan a materializarse los signos que en el texto son mera potencialidad. Potencialidad que convive con zonas que escapan del control consciente del dramaturgo y que, sin embargo, palpitan de una forma notoria soterradas entre las páginas del texto. Mi experiencia como dramaturgo al que le han dirigido otras manos, otra mirada, me ha demostrado que recursos inimaginables para mí y llevados a cabo por los actores y el director, no sólo han potenciado la situación planteada sino que han sido capaces de dotar al texto de una elocuencia implícita en la obra y desconocida hasta ese momento por mí. Podría aludir a ejemplos similares desde la postura contraria, cuando he puesto en pie, como director de escena, obras de mis colegas autores. Siempre hay algo que se nos escapa y que es recogido por otro/otros. En términos freudianos podríamos decir que la autocensura nos impide hacer explícito el deseo oculto y, sin embargo, conseguimos diseminar indicadores para que los otros lo pongan de manifiesto. La concreción del material teatral resulta así una labor titánica; concreción que —no hay que olvidar— pasa a través del cuerpo del actor y debe tener en cuenta la forma y la convención teatral. En ese sentido hay frases, oraciones que pueden tener gran valor literario, que encierran agudas reflexiones sobre nuestra naturaleza o formulaciones ingeniosas y que, sin embargo, se avienen mal al cuerpo físico del actor. Detectar estas tentaciones de exhibicionismo literario en el texto forma parte de mis objetivos como autor. No quiero decir con ello que el texto deba renunciar a todo su esplendor poético-literario. Todo lo contrario: debe perseguirlo desde los criterios de verosimilitud, organicidad y forma artística.

RECORRIDO Ya que he mencionado mi faceta como autor, me gustaría realizar un breve recorrido por el trabajo sobre alguno de mis textos y las conclusiones, hallazgos encontrados en tal proceso. En ese sentido, mi primer trabajo como dramaturgo

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y director consistió en el espectáculo Rosaura el sueño es vida, milady. En él, de una forma irreverente, con una osadía irresponsable y desvergonzada propia de la juventud, me serví de la anécdota argumental de La vida es sueño para incorporar toda una serie de materiales textuales de muy diversa procedencia, que adquirían nuevas significaciones al situarse en un nuevo contexto dramatúrgico. Se trataba de un espectáculo “pastiche” que me iba a confirmar en la idea que me animaba en tales momentos. Pensaba, al modo derridiano, que los limites de significación eran infinitos y por tanto también infinitos los interpretativos. También por aquel entonces concebía la palabra teatral como un signo más del espectáculo, sin estar dotada de una posición preeminente del resto de recursos escénicos. Esta actitud, que ha ido atemperándose con el tiempo, me ha servido, sin embargo, para evitar un derroche de énfasis “teatral” en textos posteriores y así dotarles de una teatralidad implícita. Al mismo tiempo comprendí, dada mi procedencia, que, si tenía que existir un elemento preeminente en la representación teatral, éste era antes que nada el actor. Así, entonces y en posteriores trabajos la escritura teatral estuvo supeditada o mejor dicho determinada a los actores de las obras. Mi primer texto publicado y que considero con plena autonomía dramática es Squash. Éste se realizó indiscutiblemente a partir de las aportaciones de los actores que, en improvisaciones a partir del enunciado de una determinada situación teatral planteada, iban desarrollando el texto. Mi labor como dramaturgo en este caso fue esencialmente selectiva, añadiendo desde el escritorio una determinada forma de lenguaje. Squash fue una obra escrita literalmente a pie de escenario. Mi idea sobre lo que era un teatro de situación se fue revelando a partir del trabajo de depuración del lenguaje que tuve que realizar. Esto me lo hicieron ver en su momento varias voces autorizadas, como la del propio Lázaro Carrreter que, inesperadamente, me dedicó una página ponderando la obra y sus juegos lingüísticos. A partir de Squash tomé pues conciencia de mi autonomía como dramaturgo. Diversas obras han venido después y en ellas no he abandonado estos modos de trabajo, aunque cada vez he ido asumiendo una mayor elaboración del punto de partida, sobre todo, en lo referido a la palabra teatral. En una inesperada vuelta de tuerca, he comprendido que no son los personajes los que nos imponen su forma de hablar, sino que es el propio lenguaje el que conforma esas sinuosas realidades a las que llamamos personajes. Así en mis obras Auto, Rezagados y Solo para Paquita, es la propia palabra, sus juegos, su materialidad, lo que guía al intérprete, imponiéndole una determinada forma, como si de una partitura teatral se tratara. Y así hasta mis últimos trabajos Un Busto al Cuerpo, Tierra de por medio y Pepe el Romano, en los que el procedimiento seguido resulta de una síntesis de lo que acabo de exponer.

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En estos momentos, siguiendo en mi obsesiva investigación de lo teatral, estoy terminando mi última obra, titulada El Amor de Eloy. En ella, el concepto de personaje dramático, la cuestión de la identidad y, por tanto, la propia idea de personaje dramático, se cuestiona hasta el punto de haber escindido la personalidad del protagonista en tres facetas diferentes que han de ser encarnadas por tres distintos actores. Resumiendo, éstos son los procesos más significativos referidos a mis obras: —Rosaura: indagación actoral sobre diversos materiales no necesariamente textuales dramáticos. —Squash: dramaturgia del actor sobre una situación dramatúrgica previa, a partir de las improvisaciones. —Auto, Rezagados, Solo para Paquita: el texto, trama, y personajes definidos por una estructura textual previa, susceptible de modificaciones a lo largo del período de ensayos. —Pepe el romano, Santiago de Cuba y cierra España; elaboraciones dramatúrgicas realizadas por encargo en las que existe una escaleta argumental previa que se va completando fundamentalmente en la mesa de escritor. Otras obras como El Sastre del Rey y El retorno de Lenin, obras que nacen con la voluntad clara de realizar un ejercicio de literatura dramática, en principio sin una acusada perspectiva de puesta en escena, y que son precisamente aquellas obras en las que desde un primer momento descarto para ser dirigidas por mí.

AUTO Auto se gesta a partir de la idea de elaborar una obra que, de forma irónica, recogiera el espíritu de los autos sacramentales del Barroco. Al mismo tiempo, me atraía desarrollar una trama de reconstrucción policíaca al modo de Llama un Inspector, de John B. Priestley. Empecé, por tanto, elaborando un relato, puesto en boca de los cuatro personajes, que trataba de reconstruir una tarde campestre. Reconstrucción que llevaba a los personajes hasta el descubrimiento, en el momento de agnición, de que habían muerto. Este desenlace en el plano alegórico se correspondía con la premisa fundamental que alentaba la obra: el consumismo, la sociedad consumista, conduce inevitablemente a la muerte. Los personajes, en ese sentido, tenían que participar de cierta dimensión simbólica y ejemplarizante, por lo que la obsesión de cada uno en su pequeña miseria se reflejaba

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en el texto a través de un constante juego de repeticiones y de un acusado ritmo en la forma del diálogo. Siguiendo estas pautas, elaboré un primer texto con el que se realizó la primera lectura y sobre el que descansó el trabajo de los primeros ensayos. De inmediato percibí que el material sobre el que trabajábamos, sobre todo lo relacionado con la naturaleza alegórica del tema, adolecía de cierto esquematismo. De ese modo, resultaba preciso encontrar un contrapunto a la desnudez de la idea principal. Se hacía necesario desarrollar hasta el mínimo detalle, de una manera exhaustiva, los aparentemente irrelevantes rasgos, manías, obsesiones de los personajes para dotarles de una dimensión significativa. En este sentido, resultó de gran valor recoger las aportaciones de los actores en los ensayos, lo que sugerían en escena, intuiciones que me servían como punto de partida para elaborar desarrollos más complejos de los parlamentos. La fase posdramatúrgica abarcaría aproximadamente la mitad del período de ensayos. Después, inmerso ya en la puesta en escena propiamente dicha, hice especial hincapié en la elocuencia de los silencios, por dos razones principalmente. En primer lugar, por el planteamiento formal del texto como un cuarteto musical; así, los silencios marcaban un contrapunto indispensable Y, en segundo lugar, la propia ausencia de la palabra contribuía a evidenciar la máscara textual que los personajes habían escogido para disfrazarse, para esconderse de la verdad. Máscara que, cual si fuese de arcilla, iría descomponiéndose a lo largo de la obra hasta el inevitable reconocimiento de la situación real por parte de los personajes. Todo ello en un tono y una medida exacta que debía fluctuar entre el distanciamiento irónico y la verosimilitud de los personajes, pero sin caer en la farsa extrema, ni en un trascendental drama simbolista.

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OBRAS CITADAS

Sartre, Jean-Paul. (1973). Un teatro de situaciones (Textos escogidos). Buenos Aires: Losada.

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Aquel que se interese por las innovaciones en escena y el diálogo del teatro español del siglo xx, tendrá que echar antes un vistazo al teatro de finales del XIX. La nueva estructura teatral introducida por Jacinto Benavente, considerado el padre del teatro español del siglo xx, no resulta fácil de entender sin ocuparse antes de José Echegaray (1832-1916) y su teatro neorrealista, que representa la antítesis de lo moderno desde el punto de vista de comienzos del siglo xx. Echegaray fue el representante de una época decadente, lo que Ortega y Gasset llamó el “panorama de fantasmas”. Su teatro es la última muestra de la declamación romántica y siempre tuvo presente el efecto que causaban sus obras en el público, por lo que se le puede tachar hoy de efectista. A este principio subordina todo lo demás, es decir, la caracterización de los personajes, la credibilidad de los argumentos y de la temática. Sus temas son atrevidos, o por lo menos atrevidos para la época, y con un desenlace muy teatral. Echegaray domina completamente la técnica teatral aristotélica en boga entonces. En sus obras todo es artificial, el causar impresión justifica la violación de los principios artísticos. Dice Echegaray: “lo sublime del arte está en el llanto, en el dolor y en la muerte”. Pero lo importante está en en el cómo; exactamente lo mismo se podría decir de Bodas de sangre (1933), de García Lorca. Entre 1870 y 1906 Echegaray escribió un centenar de obras. Su temática gira las más de las veces en torno a construcciones exageradas acerca del pundonor y los conflictos religiosos. Desde un punto de vista histórico, Echegaray es un producto de una época, y así hay que valorar su obra, como un documento de ese tiempo. Valbuena Prat recomienda juzgar a Echegaray desde la distancia histórica que nos separa (cf. Ruiz Ramón 1967: 467).

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La intención de Echegaray de fascinar se aprecia ya en muchos de sus títulos, que despiertan la curiosidad del público, resultando incluso al principio desconcertantes. Así ocurre con su obra O locura o santidad (1877) o con Mancha que limpia (1895) o con El loco Dios (1900), entre muchas. Se trata de teatro sensacionalista con personajes que son verdaderos casos clínicos de moralidad exorbitada y que por lo tanto reaccionan de forma distinta al sentido común: esto es síntoma de una sociedad decadente. En O locura o santidad (1877) podemos apreciar las peculiaridades del teatro de Echegaray: por un lado los excesos en las características de los personajes, por el otro las situaciones crispadas, el lenguaje exaltado, los gritos de los personajes que el autor amortigua intencionadamente e incluso ahoga, los gestos exasperados y acciones violentas, empleo excesivo de los apartes al público (Echegaray 1892: 91-94). Enrique Gaspar (1842-1902) no fue un gran dramaturgo, pero sí un precursor importante del teatro español moderno del siglo xx. Con Gaspar comienza la técnica moderna del diálogo en el teatro español. Su prosa de diálogo serena está en contraposición con el idioma enfático de un Echegaray. Gaspar detesta el verso. En su obra Las circunstancias (1867) utiliza por primera vez un lenguaje natural para el escenario. La sátira Las personas decentes (1890) ya señala con algunos rasgos hacia Benavente, al cual reconocemos como auténtico fundador del teatro español moderno. Las personas decentes es una crítica de la sociedad española de aquel entonces. La trama es secundaria. Esta secundariedad del argumento es una característica dramática de Gaspar. Solamente se representan caracteres estereotipados. Según la crítica vemos en Gaspar un “realismo pesimista y, sobre todo, satírico” en una mezcla de sentimentalismo que tiende a la cursilería y de didáctica que nos conduce a conclusiones de tesis (Díez Taboada 1985: 452 y ss.). Este teatro de Gaspar promulga otros principios que los que se conocían hasta entonces en el siglo XIX. Condición para una trama teatral para él fue el cumplimiento de tres puntos esenciales: verdad, decoro y prosa. Las cosas son como son, y no como tendrían que ser. Virtud con valor y sin máscara alguna, no una vergüenza cómoda que, al final, entiende la falta de moral como inmoral, una prosa serena, sin retórica ni palabrería hueca. Teatro para hablar, no para contar, menos fantasía y más análisis. Gaspar es un verdadero pionero. Se inclinó por un teatro que ya anuncia el siglo xx y, concretamente, como ya se ha dicho, es considerado como el verdadero precursor de Benavente. El teatro de Gaspar prefiere el diálogo y evita o reduce el efectivismo, lo melodramático y el sentimentalismo. Con otras palabras, exactamente lo contrario de lo que caracteriza el teatro de Echegaray, Gaspar se convirtió en creador de una dramaturgia que llegaría más tarde que sus propias creaciones teatrales.

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Otro precursor de Benavente es Joaquín Dicenta (1862-1917). Significativo es su drama Juan José (1895). Es un drama de celos en un medio ambiente de trabajadores a finales del siglo XIX. De especial interés es ya la advertencia a los actores sobre cómo tendrían que presentar la obra y cómo tendrían que caracterizar a los personajes: Cuiden los actores que representen esta obra, de dar a los personajes su verdadero carácter: son obreros, no chulos, y, por consiguiente, su lenguaje no ha de tener entonación chulesca de ninguna clase (Dicenta s.a.: 7).

¿Qué significado tiene esto? Nos encontramos en el entorno de una taberna de los barrios bajos, se habla dialecto madrileño y el personaje principal femenino, Rosa, lleva puesto un traje de obrera. Los trabajadores y su mundo son tomados en serio por primera vez en el teatro, no se hace de ellos ninguna caricatura o sátira, como era el caso en el género chico. La crítica vio en este famoso drama de Dicenta una mezcla de un drama de celos con reminiscencia de una tragedia dialectal, cuya base está en el carácter del protagonista Juan José, del joven trabajador, más que en cualquier otro poder social. No se trata del proletario con aspiraciones políticas. En realidad no se sabe contra quién va dirigido el ataque del autor, tampoco encontramos una protesta real o una denuncia a la sociedad. Se ha dicho que lo social sirve al drama y no el drama a lo social. También se ha visto en la inmadurez social de Juan José la mayor atracción. De todos modos el elemento social del drama no determina decisivamente a Juan José (García Pavón 1962: 36-50 y Ruiz Ramón 1967: 428 y ss.). En esta obra podemos ver que el proletario adquiere por primera vez un nuevo valor dramático, un valor como individuo, pero no como representante de una clase social. El tema del honor, procedente del teatro clásico, se transforma en “el hombre en bata y alpargatas”. De esta forma Dicenta traspone este motivo al drama social. Por otra parte, la postura y la actitud aristocrática de la segunda mitad del siglo XIX cambia a la del trabajador, el nuevo protagonista, cuya pasión es tan honda y tan verdadera como la del aristócrata más sensible. La llegada de Benito Pérez Galdós (1843-1920) al teatro es tardía. En 1892 escribe Realidad, siendo la impronta del novelista innegable en su obra dramática. Algunas de sus novelas están escritas en forma de “novelas dialogadas” distribuidas en “jornadas”. Nos encontramos pues ante novelas con formas dramáticas. El propio Pérez Galdós hace alusión a La Celestina, que pese a titularse “tragicomedia” es para él un “drama de lectura” típico. Pérez Galdós adapta sus novelas dialogadas para la escena: esto constituye un nuevo proceso de acercamiento al teatro. De los veintidós dramas de Pérez Galdós, siete son

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adaptaciones de este tipo o “arreglos”, como él los llama. Se trata de Realidad (1892), El abuelo (1904), Casandra (1910), La loca de la casa (1893), Gerona (1893), Zaragoza (sin estreno, escrito en 1907) y Doña Perfecta (1896). Esta particularidad es demostración suficiente del hecho de que el Galdós novelista eclipsa al Galdós dramaturgo. El mismo demuestra poco interés por las cualidades dramáticas de los temas que trata. Los pensamientos, las ideas, los sentimientos de los personajes se repiten a lo largo de una obra, algo absolutamente legítimo en una novela, pero que puede resultar desconcertante en el teatro. Pérez Galdós se pierde en episodios sin importancia, faltándole la agilidad de lo esencial. Sus protagonistas resultan a menudo simples, infantiles o irreales a causa del desequilibrio existente entre la caracterización dramática y el contenido ideológico. Su teatro supone, pese a estas carencias, un gran adelanto, ya que está en condición de aportar al teatro español nuevas formas de expresión, gracias a su digna sencillez de estilo y temática. Julio Cejador y Frauca caracteriza en su Historia de la lengua y literatura castellana el paso de Echegaray a Pérez Galdós de la manera siguiente: Así del teatro fantástico, melodramático, romántico e hinchado de Echegaray, el público tuvo que pasar al teatro realista, humano y natural de Galdós (Cejador y Frauca 1918: 426).

Sus mayores éxitos teatrales fueron Realidad (1892), La de San Quintín (1894), Electra (1901) y El abuelo (1904). Entre estos títulos se encuentran dos adaptaciones de novelas dialogadas. En los prólogos de sus obras Pérez Galdós expone su opinión sobre su teatro. Para él lo importante es según nos cuenta: Expresar ideas y sentimientos muy gratos a la sociedad contemporánea en los tiempos que corren (Pérez Galdós 1941: 695).

Esto es actualidad, realismo, su temática no es fantástica (véase, por ejemplo, el romanticismo). Pérez Galdós es consciente de los puntos débiles de su teatro y confiesa “la marcha calmosa de la exposición y la desusada longitud de algunas escenas” (ibidem: 696). Ésa es precisamente la técnica del novelista. Además, a menudo resulta demasiado doctrinario. Su contemporáneo Villegas, crítico del diario La Época, reconoce a Pérez Galdós “el propósito de dirigir los ojos del público, o más bien de la sociedad, hacia las grandes cuestiones de conciencia, tan olvidadas en medio de la atmósfera positivista que nos envuelve” (ibidem: 699). Pérez Galdós representa en su época una especie de conciencia colectiva incómoda con capacidad de despertar del letargo a la gente.

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Comparaciones con las adaptaciones de sus novelas al teatro nos llevarían al resultado que Pérez Galdós es, en primera línea, un novelista. No ha aportado innovaciones dramatúrgicas al teatro español, pero con su temática e ideología sí ha contribuido, sobre todo, a dar un paso hacia un estilo teatral moderno y realista. Pérez Galdós deja hablar a la verdad en su teatro; para ello se sirve de la psicología, del análisis de caracteres y muestra los detalles de la vida cotidiana. No quiere un realismo exagerado, es decir, un verismo, sino la realidad en sí que está sobre las convenciones sociales, morales o religiosas, y que nada tiene que ver con imágenes absurdas y falsas ilusiones. Quiere un drama de ideas profundas sacadas del círculo social y ridiculizar las mentiras, la hipocresía y la apariencia externa con las que vive la sociedad (Ruiz Ramón 1967: 437 y ss.). Pérez Galdós puede ser entendido como precursor de un teatro didáctico y épico que se ha desarrollado más tarde hasta mediados del siglo xx. Creó una dramaturgia que quizás se podría calificar de manera más acertada como “un realismo exagerado” y que es el polo opuesto de la bufonería de un Echegaray y a la carencia de profundidad, a una fuerza de expresión inexistente de los melodramas moralizantes a finales del siglo. Con Jacinto Benavente (1866-1954), el dramaturgo representativo de la Generación del 98, y su sátira social con un diálogo fino y chispeante empezó un nuevo estilo modernista que en parte dio entrada a la comedia bulevar posterior en España. Según Federico de Onís, Benavente “muestra [...] las cualidades típicas del señorito madrileño: finura y elegancia, agudeza de ingenio, mordacidad maliciosa, despreocupación un poco cínica, amable escepticismo” (Onís 1921: 13). En 1894 se representó su primera obra, El nido ajeno, sin que llamase mucho la atención. Son los siguientes estrenos los que poco a poco lo van perfilando como el nuevo escritor satírico social. Entre los años 1896 y 1907 escribe sus mejores sátiras: Gente conocida, La farándula, La gobernadora, La comida de las fieras, Lo cursi, La noche del sábado, Los malhechores del bien y Los intereses creados. La pieza Lo cursi es una de las primeras sátiras del año 1901. Ramón Gómez de la Serna ha caracterizado muy acertadamente la relación de Benavente con su público: Él [Benavente] ponía la reticencia, la ironía, el remordimiento, la sentencia, y su teatro triunfaba. Su público tenía el sadismo de asistir a la denuncia y aplaudir al denunciador (1945: 95).

González Blanco habla sobre la cursofobia o sobre el horror a lo cursi de aquel tiempo. Ve en la comedia Lo cursi de Benavente “la etiología de una enfermedad

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social de aquel momento” (González Blanco 1917: 110), un criterio que atribuye a la obra un valor documental muy alto de aquella época. En sus Memorias Benavente comenta retrospectivamente este problema: Algunas casas de la aristocracia conservaron [...] el señorío español en toda su pureza. La clase media, como siempre, se dio a imitar a los de arriba, y con ello perdió de su hidalga sencillez a la española para caer de lleno en lo cursi, caricatura de caricaturas, el quiero y no puedo, el aparentar lo que no se es, para acabar por no ser nada. Lo cursi, que, del vestir al pensar, fue la infección más perniciosa que ha padecido la clase media madrileña (Benavente 1958: 658).

Con esto Benavente expuso un sujeto clásico para una crítica social: con una actitud moralizante ataca el mal de su tiempo que se extiende mediante una operación quirúrgica de la sátira. ¿Pertenece la pieza Lo cursi al género de las comedias de bulevar? Por la forma esta obra se podría entender como una comedia ligera al estilo del teatro de bulevar moderno, tal como se desarrolló en Francia desde Eugène Scribe, pasando por Victorien Sardou hasta André Roussin. Por otra parte, Lo cursi quiere saberse entendida como la continuación de la tradición teatral de Ruiz Alarcón con La verdad sospechosa (1634), de Leandro Fernández de Moratín con El sí de las niñas (1806) y de Ventura de la Vega con El hombre de mundo (1845). Lo cursi en todo caso es una comedia satírica con una demanda muy seria como enunciado, y Benavente demuestra su maestría en dos puntos: en un dominio absoluto de la técnica teatral y de la creación de personajes y en una precisión inimitable del diálogo satírico. En las sátiras La farándula (1897) y La gobernadora (1901) Benavente describe las dificultades de la vida en las provincias de España. Benavente elige como escenario para su trama una capital de provincia imaginaria: Moraleda. En una constelación similar, Azorín creó para su novela La voluntad (1902) la ciudad de Yecla, Baroja en Camino de perfección (1902), Yécora y Leopoldo Alas Clarín en La regenta (1884/85), Vetusta. Moraleda es el reflejo de una vida reaccionaria, aburguesada y extremadamente aburrida. En Moraleda el tiempo se ha parado. Espíritu progresista y el progreso son conceptos desconocidos e indeseados. En la comedia Pepa Doncel (1928), Moraleda es considerada como “el reino de la ostra” (Benavente 1962: 314), lo que quiere decir tanto como el non-plus-ultra del aburrimiento. La invención de la ciudad Moraleda muestra el vigor satírico de Benavente. Según la Gramática de la Real Academia Española, el sufijo -eda indica un colectivo. Compárese árbol y arbol-eda. Este sufijo unido a moral da una connotación satírica y hace referencia a la pseudomoral que se concentra en una sociedad de provincia, en un poder colectivo que domina la vida pública y privada. Resumiendo, podríamos

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entender Moral-eda como codificación irónico-satírica de un lugar en el que se concentra la moral. El estreno de Los intereses creados (1907) supone la cima de la vida dramática de Benavente. Es la sátira más lograda de Benavente. La fórmula mágica es la “ironía ficcional”1. En el prólogo se califica a la trama como “una farsa guiñolesca [...] sin realidad alguna” (Benavente s.a.: 160). El escenario es el propio de la “commedia dell’ arte” como muestran las típicas figuras de Polichinela, Arlequín, Pantalón, Doctor, Capitán y Colombina. Crispín, en calidad de prologuista, traslada mediante una verdadera obra maestra de capacidad retórica a los espectadores al ambiente teatral de una representación de una compañía itinerante de la Italia del siglo XVII. La acción que se va a desarrollar debe ser vista con estos ojos. Los decorados adecuados, los trajes de la época y la tipificación de los caracteres deben completar en el público la visión deseada. Se ha logrado pues la ilusión. Lo que sucede en el escenario es pura ficción y se considera fuera del tiempo actual; se espera con simpleza infantil asistir a un espectáculo sin transcendencia. Pero ya en la primera escena del primer cuadro, el espectador se ve bruscamente arrancado del equívoco placentero: se da cuenta de que fue víctima de un engaño irónico. Con creciente esceptismo ha de reconocer la franca contradicción entre lo que se anunció y la realidad escénica. La lejanía de la presente actualidad sugerida no se niega de forma explícita ni en los trajes ni en la forma de la representación, pero ante la crítica de la actualidad al orden social presente, esta lejanía se nos presenta como una ilusión. Personajes actuales enfundados en trajes de época actuan estilizadamente, mientras que sus pensamientos permanecen incólumes a la mascarada. La artimaña, a la que se ha sometido al público, continua en el plano de la acción. Pero esta vez el espectador ya fue convenientemente aleccionado, cuando Leandro y Crispín adoptan sus papeles como señor y criado. Por ello el público se siente contento al ser partícipe de las intrigas planeadas por los dos principales personajes, sintiéndose paulatinamente estar por encima de los compañeros “ignorantes” de éstos, en cuanto él, es decir el público, ya se ha visto engañado con anterioridad, pues los actores son en la escena también víctimas de una ficción: esta duplicación de la ficción irónica en el público y en la escena es el medio artístico de Benavente para la sátira en Los intereses creados. La idea de Benavente de que el dinero corrompe constituye en su obra Gente conocida (1896) una de las metas primordiales de su crítica satírica, alcanzando en Los intereses creados la más exacta formulación de los excesos de

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Véase el estudio sobre el teatro de Anouilh de Weinrich 1961: 239-253.

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la vida de la sociedad moderna en eso de “crear intereses”. Por eso el anzuelo de la sátira de Los intereses creados radica en el hecho de que una sociedad así formada o, desde el punto de vista del moralista, así deformada, se representa con los propios medios de la inconsciencia de su vida diaria, quedando así en ridículo. Con esta fórmula y con la elección del título, Benavente llega hasta la médula del mal básico de la era capitalista: “interés” o “intereses” es principalmente un término técnico de las finanzas y de la economía para la regulación del beneficio en el mercado de capitales. Con respecto a la forma y la estructura de la obra hay que señalar que Benavente representa dos características distintas por medio de dos personajes. Leandro y Crispín constituyen una unidad personal en dos personajes. Cito a Crispín: Habilidad es mostrar separado en dos sujetos lo que suele andar junto en uno solo. Mi señor y yo, con ser uno mismo, somos cada uno una parte del otro (Benavente s.a.: 178).

Leandro representa a un idealista que no está a la altura de la realidad y Crispín a un realista que aprovecha la realidad en beneficio propio sin escrúpulo alguno. Se puede decir que Benavente se adelanta al teatro grotesco. Nos encontramos ante el fenómeno de una lucha de conciencia repartida entre dos papeles, que si se desarrollase en un solo personaje, es decir, en un papel único, el resultado que tendríamos sería un personaje patológico y el más puro de los teatros grotescos en el sentido de Chiarelli (La maschera e il volto, 1916) o de Pirandello (Enrique IV, 1922), por solo nombrar a dos representantes de dicha época. Podemos decir que Benavente con Los intereses creados se adelanta más de ocho años a tres de los elementos del “teatro del grottesco” italiano: primero, en la disolución de la unidad personal; segundo, por la conducción psicológica del diálogo de la antítesis, y tercero, por la temática básica del conflicto entre el ser verdadero y la apariencia ficticia. Benavente supone hasta la mitad del siglo xx una barrera infranqueable para alcanzar el éxito para muchos jóvenes dramaturgos. El público pedía teatro a lo Benavente, de forma que éste se convirtió en un freno del desarrollo renovador del teatro español, sobre todo, de posguerra. Pero no podemos olvidar los méritos de su obra a comienzos de siglo: la liberación del patetismo melodramático y declamatorio del siglo XIX; la renovación de las técnicas escénicas y del diálogo y la modernización de la escena española con la introducción de las corrientes teatrales del momento. Benavente sacó al teatro español del aislamiento en que se encontraba a comienzos del siglo xx para colocarlo a nivel europeo.

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En Carlos Arniches (1866-1943) distinguimos fundamentalmente dos épocas: (1) el género chico y (2) la tragedia grotesca. Arniches es considerado como el gran sainetero dentro del género chico2. El conflicto dramático se crea siguiendo este esquema: aparecen dos figuras típicas opuestas, generalmente madrileñas. Se trata de un galán malo (chulo, bravucón, pero cobarde en el fondo), y un galán bueno, que finalmente da una lección a su rival gracias a su éxito frente a la novia que pretende. Estos dos sujetos opuestos tienen una serie de figuras acompañantes, y para la solución del conflicto se introduce a menudo la imagen de un protector, que destaca por su experiencia, sentido de la justicia y nobleza, pero también por su inteligencia. Un aspecto importante en el género chico de Arniches es el hecho de que renovó el lenguaje escénico con giros idiomáticos y expresiones nuevas o reformadas, o incluso neologismos. Sus expresiones comenzaron a extenderse entre el pueblo madrileño de tal modo que con el tiempo ya no se sabía si fue Arniches quien tomó estas expresiones del pueblo, o si, por el contrario, fue el pueblo quien las aprendió de Arniches. Según Trinidad (1969), el madrileño del pueblo llano se identifica con la imagen que Arniches da de él en su sainete. Esta imagen no es una simple reproducción o reflejo, como en el caso de los sainetes de Ramón de la Cruz (siglo XVIII), sino que se trata de una realidad estilizada por la mano del artista. El madrileño típico que aceptó ese retrato de sí mismo, comenzó a comportarse “arnichescamente” en la realidad. Aquí podríamos hablar de una visible influencia del teatro en el comportamiento del público o en su modo de hablar y viceversa. Naturalmente, esto se notó en primer lugar en el lenguaje. Arniches utiliza el modo de hablar madrileño creando una mezcla con el habla propia de los barrios bajos, y parcialmente de la modesta clase media, y con lo que era la típica jerga madrileña, así como con la creación de nuevas palabras o, por lo menos, con formas de hablar muy especiales. Este conglomerado por un lado estilizado, por otro extraído del pueblo, parecía el idioma propio y verdadero, sin que se adivinaran todas las transformaciones artísticas que el dramaturgo había llevado a cabo. Este fue, por tanto, el proceso de cómo se enriqueció el modo de hablar madrileño gracias a Arniches y de cómo caló y ahondó en el pueblo. Arniches pertenece a los representantes del “género chico” más importantes de finales del siglo XIX. Este género fue perdiendo a principios del siglo XX cada vez más en importancia. Arniches se decidió entonces dedicarse a otros géneros del teatro, de forma que aún hoy se asocian sus obras del “género chico” con el 2

Sus títulos más famosos son: El Santo de la Isidra (1898), La fiesta de San Antón (1898), Las estrellas (1904) y Del Madrid castizo (una colección de sainetes rápidos), entre otros muchos.

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esplendor de esta época. La siguiente relación de la producción dramática posterior muestra la actitud polifacética y la capacidad de transformación de Arniches: comedias asainetadas, comedias de celos, obras satíricas y de crítica social, comedias de caracteres y obras trágicas. Dentro de este último grupo están las tragicomedias y las tragedias grotescas (según Ruiz Ramón tragicomedias grotescas). Éstas son sus obras más originales, por las que todavía hoy es considerado como uno de los dramaturgos españoles más significativos del siglo xx. Él mismo se ve como creador de la tragedia grotesca. Arniches entiende lo grotesco como una yuxtaposición de diferentes niveles de realidad. Las figuras grotescas aparecen en sus conflictos con una discrepancia curiosa. Llaman la atención las soluciones imprevistas de un conflicto3. Desde el punto de vista crítico literario, la tragicomedia grotesca de Arniches significa: 1.- Una ruptura con la Alta Comedia ya pasada, como se ha introducido en el siglo XIX a partir de López de Ayala y Tamayo y Baus, pasando por Benavente al siglo xx. 2.- Una nueva forma de mostrar la realidad que se ha convertido en un punto de partida de las creaciones dramáticas para dramaturgos posteriores como Jardiel Poncela, Miguel Mihura o para los autores españoles de protesta bajo la dictadura de Franco. La temática preferida de los hermanos Serafín (1871-1938) y Joaquín (1873-1944) Álvarez Quintero eran situaciones populares en el ambiente andaluz. Por esto, siempre que se nombra a los hermanos Álvarez Quintero se habla del “costumbrismo andaluz”. Se trata de un realismo naturalista y simple: se limita a la reproducción de las partes agradables de la vida. En las obras de los hermanos Álvarez Quintero no aparecen críticas a las injusticias sociales que en aquel entonces existían y siguen existiendo en Andalucía. Los rasgos negativos más importantes de este teatro con tanto éxito es la visión del mundo con gafas de color de rosa, un enfoque sentimental de la vida, la carencia de crítica, una tendencia a lo barroco, la fijación de tipos y detalles típicos, la carencia de conflictos y de problemas con transcedencia, una moral de confianza superficial, la exclusión consciente de cualquier tensión social, así como clichés populistas. Fueron estas características las que han hecho famosos a los hermanos Álvarez Quintero. Pero con toda la crítica a esta forma de teatro y al fenómeno sociológico de su efecto sobre el público, no debemos pasar por alto el que este éxito no hubie-

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Véase al respecto La señorita de Trevélez (1916).

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se sido posible, si las obras no tuviesen un diálogo tan natural y logrado, lleno de chistes y ocurrencias y si no hubiesen sido creadas de forma tan apropiada para el teatro. Este aspecto artístico y técnico del teatro de los hermanos Álvarez Quintero colmó el éxito. Naturalmente en muchas obras se nota la confección, el teatro de consumo literario y profesional. Por último, no queremos menospreciar el hecho de que este diálogo popular original es un tesoro del lenguaje coloquial. Werner Beinhauer (1983) ha utilizado en su famoso libro El español coloquial una serie de obras de los hermanos Álvarez Quintero como fuente para recopilar ejemplos. Pedro Muñoz Seca (1881-1936) fue uno de los autores cómicos más representados durante los años veinte. Alrededor de 1920 lograba estrenar hasta diez obras por temporada. Su productividad teatral fue el fenómeno de aquella época, tal como lo fue el teatro comercial de Alfonso Paso durante los años cincuenta y sesenta de la época franquista. A Muñoz Seca se le considera como el mayor representante del llamado astracán o de las astracanadas. Astracanada significa farsa teatral disparatada y chabacana. En ella se acumulan al extremo los elementos estilísticos del juguete cómico y del melodrama cómico de costumbres. Un rasgo esencial del astracán es el retruécano, el juego de palabras, al cual la acción está absolutamente supeditada. En otras palabras, la creación de efectos, situaciones o bien constelaciones cómicas tienen preferencia. La credibilidad de las personas y la verosimilitud no tienen importancia. Hay piezas cuya acción se desintegra completamente. Los criterios de la lógica no se pueden aplicar aquí. Un elemento conscientemente utilizado es el lenguaje hiperbólico, para el cual se utiliza el juego de palabras, en primer lugar, como un medio aprobado. En sus piezas encontramos una buena cantidad de chistes, distorsiones y tergiversaciones lingüísticas. En Los extremeños se tocan (1926) alguien constata que la ballena es un mamífero y por consiguiente este alguien manda ordeñar las ballenas para tomar su leche con el café. Con este fin zarpan algunos barcos. Bien anclado en el repertorio de las astracanadas se encuentra la figura del “fresco”. El “fresco” se caracteriza por su pobreza y su frescura, es un modusvivendi o mejor dicho un “supervivendi”. Es un personaje popular que aparece más que todo en forma de caricatura o en figura cómica. Corresponde al pícaro del Siglo de Oro, pero sin lograr su fama y su trascendencia. Un ejemplo de tergiversaciones lingüísticas en Los extremeños se tocan son las galimatías del turco Alí en el diálogo con la Marquesa (Muñoz 1948: 618). La vida y la obra de Ramón del Valle-Inclán (1866-1936) son el reflejo de un intento titánico por superarse constantemente. Francisco Umbral (1968: 30 y ss.) habla al respecto de tres super-egos de Valle-Inclán: el “super-ego aven-

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turero“ que representa sobre todo su juventud, el “super-ego artístico” que refleja la lucha por una realización artística de sus ideales estéticos y, por último, el ”super-ego valle-inclanesco“ que caracteriza los esfuerzos de Valle-Inclán por cultivar sus propios mitos. Su período de creatividad dramática abarca desde comienzos de 1899 hasta 1927. Intenta escribir teatro utilizando diferentes fórmulas y medios de aspectos formales y de contenido, también diferentes. ValleInclán varía su teatro varias veces: partiendo del mito y de la farsa llega, por fin, a la creación propia del “esperpento”. Naturalmente ya se pueden reconocer elementos de este esperpento en obras anteriores. Sin embargo, la verdadera época del esperpento se inserta por primera vez con Luces de Bohemia (1920). Las obras “autos para siluetas” (1926-1927) y “melodramas para marionetas” (1924-1927) pertenecen también por su estructura a los esperpentos. Antes de que ValleInclán encontrase la forma de los esperpentos, aprovechó dos elementos esenciales del teatro: el mito y la farsa. El mito lo sitúa en tierra gallega (su hogar) y la farsa, en un espacio temporal no definido del siglo XVIII. De esta forma encontramos un mundo arcaico estilizado sobre un trasfondo gallego; en este mundo encuentran su radio de acción las fuerzas que rigen al hombre. Para Valle-Inclán son la irracionalidad, el sexo y la muerte. Al espacio geográfico e histórico se añade con el esperpento en 1920 el aspecto de la España contemporánea. A partir de la definición general de la palabra esperpento, que significa persona o cosa extremadamente fea, estrafalaria y desatinada, intentaremos encontrar el significado valle-inclanesco de la palabra. Valle-Inclán y su esperpento se consideran hoy día como el paso más importante hacia el teatro de vanguardia moderno de España. El ciclo esperpéntico abarca las obras: Luces de Bohemia (1920), Los cuernos de Don Friolera (1921), El terno del difunto (1926) (más tarde titulada Las galas del difunto) y La hija del capitán (1927). En la escena duodécima del esperpento Luces de Bohemias conversan el desconocido y ciego poeta Max Estrella, poco antes de morir de hambre, y su acompañante Don Latino sobre su desesperada situación. Don Latino considera que su vida es un fracaso y por eso una tragedia. A esto responde Max: “La tragedia nuestra no es una tragedia”, sino “el esperpento” (ValleInclán 1961: 105). O sea, lo que en nuestra vida entendemos como una tragedia es un esperpento. Dicho de otra manera, nuestra vida, en general, es un esperpento. Max sigue explicando en el transcurso de la conversación que entiende el esperpento como una deformación similar a la imagen en un espejo cóncavo. El héroe clásico, según Valle-Inclán, se transforma en el espejo cóncavo en esperpento. Nosotros como personas nos hemos atenido hasta ahora a ideales clásicos y los hemos asumido como verdaderos. Es el arte de Goya el que por

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primera vez nos los ha reflejado en los espejos cóncavos. Y si nos contemplamos a nosotros mismos con nuestros ideales irreales en el espejo cóncavo, también nosotros seremos desfigurados y deformados. El paso de lo grotesco a lo absurdo es pequeño y representa una gradación. Según la crítica de Max, España es una deformación grotesca de la civilización europea y las imágenes más bellas en un espejo cóncavo son absurdas. En el esperpento de Valle-Inclán el hombre es entendido como fantoche. No vale la pena mostrar sentimientos por el destino de una marioneta. Tenemos que retener la postura fundamental requerida de un demiurgo hacia sus creaciones en el esperpento. A este papel del demiurgo le tenemos que añadir un complemento esencial: la contemplación de las figuras desde el punto de vista del demiurgo debe realizarse con un punto de ironía. La ironía es la que enajena, transfigura y desfigura. A través de su realización se transforma en el medio artístico con el que edificar un mundo esperpéntico. Por medio de la ironía el hombre es transformado en fantoche, es decir, en juguete del creador. Valle-Inclán rompe constantemente en los diálogos los diferentes niveles idiomáticos de un estilo alto, literario, anticuado, familiar, vulgar llegando hasta el argot y el habla de los gitanos. Hace contraste, en parte, con palabras afectivas y construcciones fraseológicas, y alcanza con sus alusiones abiertas y escondidas, gracias a su imaginación inagotable, una asociación muy difundida en el lector, o sea, en el público, lo que construye en la totalidad de estos factores el mundo verbal esperpéntico. El autor español del siglo xx más conocido internacionalmente es sin duda Federico García Lorca (1898-1936), a quien los falangistas, en su fanatismo, asesinaron brutalmente al estallar la Guerra Civil en el año 1936. Desde ese día la muerte del poeta simboliza en España, y más aún en el extranjero, la lucha contra un sistema represivo. García Lorca logró la fama con su Romancero gitano (1924-1927). Pero también sus obras teatrales recibieron la acogida merecida. Basado en un hecho real, García Lorca escribió la tragedia Bodas de sangre (1933), que trata de una disputa sangrienta y mortal entre dos hombres a causa de una mujer. La Novia niega su amor hacia su pareja, se casa por orgullo, por lo que se enfría la relación y se rompe la armonía natural. El conflicto entre los hombres, o sea, entre el Novio y Leonardo, sólo se resuelve con la muerte de ambos. García Lorca no da nombres a sus personajes, a excepción de Leonardo. Para referirse a ellos utiliza los calificativos arquetípicos de Novio, Novia, Madre o Suegra. Con ello García Lorca nos indica que esta tragedia no sólo afecta a individuos sino que es una tragedia globalmente válida. García Lorca utiliza tanto el verso como la prosa. La prosa la utiliza para los diálogos de los protagonistas, que en su mayoría son bien cortos, y el verso, para

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escenas líricas y alegóricas como la escena de la Luna y la Mendiga y para las figuras secundarias como los invitados a la boda. François Nourissier habla de la “fatalidad de un amor irreprimible y prohibido” (Ruiz Ramón 1975: 196). Y García Lorca respondió cuando le preguntaron dónde ve más lograda la tragedia: “... la Luna y la Muerte, como elementos y símbolos de fatalidad” (ibidem). En este mundo de fantasía poética vemos a García Lorca en su “salsa”, y es aquí de donde surgen sus metáforas, en parte, surrealistas. Las nanas interpoladas se caracterizan por su sencillez poética y tienen la función de anunciar el final trágico. El poema trágico Yerma (1934) es también una tragedia que se desarrolla en un ambiente rural de Andalucía. La figura principal, Yerma, casada desde hace más de dos años con Juan, desea ansiosamente un hijo. Pero no tiene la mínima esperanza, ya que no es fértil, como lo indica su nombre: yermo significa estéril. Cuando Yerma pregunta desesperadamente, si ella tendrá un hijo suyo, Juan responde lapidariamente: “No”. A continuación Yerma lo abraza y lo ahoga. Los argumentos en las disputas entre Yerma y Juan son muy tajantes, ya que no sobra ni una palabra, y lo que se dice, tiene que estar dicho. Es una característica maestra de este autor de dar palabra sólo a lo esencial. García Lorca subtitula la obra La casa de Bernarda Alba (1936) con Drama de mujeres en los pueblos de España. En forma de acotación, García Lorca (1962: 1349) califica al principio los tres actos de esta obra como un “documental fotográfico”. La primera palabra que sale de boca de Bernarda nada más llegar a casa tras la misa de réquiem por su difunto marido es una orden: “¡Silencio!” (ibidem) y “¡Silencio!” es también la última palabra que se dice en esta tragedia cuando Bernarda encuentra a Adela, la menor de sus hijas, ahorcada y les inculca a sus cuatro hijas y a la servidumbre “¡Mi hija ha muerto virgen!” ( ibidem). Bernarda logra momentáneamente y a la vista de esta tragedia familiar hacer callar la verdad y mantener la calma, pero fracasó al imponer sus principios crueles: ninguna persona es capaz de soportar a largo plazo violencia, opresión y tortura psicológica. Ruiz Ramón ve dos fuerzas que articulan el conflicto en La casa de Bernarda Alba: “[...] el principio de autoridad encarnado en Bernarda y el principio de libertad representado por las hijas” (1975: 207). El instinto de poder de Bernarda se contrapone al instinto sexual de las hijas, dos fuerzas que no se pueden controlar con la razón humana. Pocos dramaturgos del siglo xx lograron expresar la problemática de nuestra existencia de forma tan ejemplar y conforme a la época como Federico García Lorca. Hay que constatar que el estado del teatro español en la década de 39 a 49 fue desolador.

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El diálogo y la trama de Tres sombreros de copa (1932-1952), de Miguel Mihura (1905-1977), viven de ideas grotescas y comicidad situacional, no pocas veces en forma de gag. El infeliz Dionisio, el personaje principal, incluso acostado en la cama con su sombrero de copa en su rol de “muchacho sin voluntad” (Mihura 1998: 36) es la caricatura del antihéroe de la Generación del 98 que había padecido la abulia, es decir, una falta de voluntad casi enfermiza, un síntoma de hombres pusilánimes como Ossorio, el protagonista de Camino de perfección (1902) de Pío Baroja, o Antonio Azorín en La voluntad (1902) de José Martínez Ruiz Azorín. Condicionado por los artistas, Dionisio, como antihéroe grotesco que es, adopta una pose al estilo de Charlot. Aquí se vislumbra que Mihura conocía técnicas cinematográficas por haber participado en el rodaje de algunas películas. Digno de mención es, por ejemplo, el discurso de Don Sacramento por su “anacrónico lenguaje posmodernista” (nota 68) que echa cuando el futuro suegro le reprocha a Dionisio no haber atendido a las llamadas de su novia. Este discurso es una parodia de las sucesivas generaciones de escritores del estilo poético y modernista del nicaragüense Rubén Darío, cuyo lenguaje exótico fue el modelo para la Generación del 98 en su renovación del estilo. Mihura sabe cómo intercalar episodios humorísticos en los diálogos. Muy logrado desde una perspectiva dramatúrgica son las salidas del escenario. Emilio de Miguel ve con razón cierto parentesco formal del teatro de Mihura con algunas comedias absurdas de Ionesco y Beckett (de Miguel 1979: 169-174). Pero hay que tener en cuenta —y esto en favor del dramaturgo español— que Tres sombreros de copa se había redactado ya en 1932, es decir, muchos años antes de los éxitos de los dos dramaturgos mencionados. Guerrero Zamora ve acertadamente similitudes entre Tres sombreros de copa, que por su forma causó un impacto fuerte, con elementos lingüísticos y paraverbales que se asocian con el teatro absurdo: En cascada de atribuciones, asocia elementos de insólita e inverosímil asociación [...] Transgrede la ley de las proporciones utilizando la hipérbole visionaria [...] Adjetiva adverbialmente acciones absolutas —Me caso, pero poco—. Distorsiona la causalidad lógica y propone otra imaginaria [...] Y, en fin, proyecta sentimientos y hechos, cualidades y pasiones ad absurdum (Guerrero 1962: 173).

Tenemos que constatar que Tres sombreros de copa ha sido una obra formal y artísticamente excepcional, que tuvo la mala suerte de haberse estrenado con un retraso de veinte años y que Miguel Mihura no tuvo la posibilidad, ni el ambiente adecuado, ni la motivación artística de repetir algo por el estilo tan absurdo y renovador en la época de Franco a partir de los años cincuenta y después.

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Ésta es la situación en la que entra Antonio Buero Vallejo (1916-2000) con el estreno de su primera comedia, Historia de una escalera, que fue un impacto en el año 1949. Viéndola con los ojos de hoy, más de cincuenta años después, en el conjunto teatral deplorable de aquel entonces, se puede confirmar lo que dice Doménech (1973: 23): que se acabaron las bromas con esta comedia, porque con ella ha nacido el primer teatro poderosamente crítico que no solamente se escribe, sino que también se estrena con gran éxito. Si nosotros, con Ruiz Ramón (1975: 341), consideramos la importancia histórica de la primera aparición en público de Buero Vallejo con su Historia de una escalera como un retorno a la problemática y concreta realidad española, con ello se traza, al mismo tiempo, el contorno de un nuevo teatro crítico contemporáneo en España, que, en tres etapas, llega hasta el final de la era franquista (Ruiz Ramón 1978: 175 y ss.). En la primera etapa de los años cincuenta, junto a la obra de Buero Vallejo de un teatro realistamente más flexible de lo “todavía-posible”, se alinea el teatro social-revolucionario, de inflexible concepción ideológica, de un Alfonso Sastre, exponente de “lo-ya-no-posible”, lo cual hallaría su expresión en 1960 en la controversia en torno al “posibilismo” de un Buero Vallejo y el “imposibilismo” de un Alfonso Sastre4. A finales de la década de los cincuenta empalma como segunda etapa con la producción teatral de la llamada “Generación realista” o “perdida” en torno a Antonio Gala, José Martín Recuerda, Carlos Muñiz, Lauro Olmo, Ricardo Rodríguez Buded, José María Rodríguez Méndez y Andrés Ruiz López. En el transcurso de los años sesenta viene a sumarse a los anteriores un tercer grupo que es designado como “generación no-realista” o, globalmente, como Nuevo Teatro Español. Sus representantes son unos 20 por entonces jóvenes dramaturgos. Sin embargo, todos ellos, comenzando por Buero Vallejo y Alfonso Sastre, tienen en común la voluntad de contraponer al establecido “teatro de la apariencia y alienista de una sociedad triunfalista” un teatro contemporáneo, incómodamente crítico, que articulándose de forma cada vez más radical, llegue hasta poner en tela de juicio todo el sistema. Los nefastos efectos de una institución que perjudicó sensiblemente la vida literaria y cultural española y muy especialmente el teatro en su doble función como literatura y espectáculo durante la época franquista, no han sido mencionados hasta ahora: estoy pensando en la censura oficial, en nuestro caso concreto la censura teatral, de la que no se libró ningún dramaturgo con sus piezas, sea cual fuese su tendencia o rango, ni tampoco ningún director con sus puestas en 4

Véase entre otros: Ruiz Ramón 1975: 337 y ss; Salvat 1977: 23; Isasi Angulo 1974: 57 y ss; Medina Vicario 1976: 54-55.

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escena5. Esto conduciría en los dramaturgos de un realismo crítico a formas de un autoenmascaramiento, a un teatro de claves, y por último a la inevitable marginación de la mayoría de sus representantes, mientras que el teatro público, siguiendo las normas del censor impuestas, presenta a una sociedad de censura las peripecias de un mundo sano. El autor de protesta había de recurrir, por lo tanto, a un simbolismo aparentemente limpio de toda sospecha. Esta situación de excepción de la literatura contemporánea española bajo Franco, que no podía ser como quería ser, pero que no era como se le exigía ser, ha de ser siempre tenida en cuenta, si se quiere apreciarla hoy en términos relativamente justos. Desde la segunda mitad hasta finales del siglo xx, Buero Vallejo ocupa el centro de atención del acontecer teatral en España. Dos características del teatro de Buero Vallejo han de ser tomadas especialmente en consideración, por destacarle claramente de todos los demás dramaturgos. Por una parte, Buero Vallejo es, entretanto, tal vez uno de los más significativos autores dramáticos modernos también fuera de España, que, a contrapelo de todas las modas, se atreve a escribir tragedias, confiriéndoles mensajes válidos para la mentalidad de nuestros días. Sus tragedias, que en la forma siguen en gran medida las pautas tradicionales, llevan, por la actitud de sus protagonistas, el sello de una dolorosa y dolorida búsqueda de la verdad y una esperanza (que nunca es anegada totalmente) para después de la catástrofe. Para Buero Vallejo, según sus propias palabras, “el meollo de lo trágico es la esperanza” (Isasi 1974: 59). La segunda característica que hace destacar el teatro de Buero Vallejo es su esfuerzo por “activar al espectador”. Buero Vallejo ha hallado una forma muy peculiar y original de hacer partícipe al público. Por medio de trucos dramatúrgicos consigue una inmersión psico-física del público, que podría calificarse como una intensificada identificación con una determinada figura de “un portador de ideas” del drama, si se me permite la expresión. Así, el espectador sabe siempre más que los demás actores: es superior a ellos en sus conocimientos del interior de las cosas y queda sensibilizado frente a sus contemporáneos cuando abandona el teatro. Por citar sólo dos ejemplos: en Irene o el tesoro (1954), aparece con Juanito como “alter ego” de Irene en escena un duendecillo invisible para todos los actores, menos para la protagonista. Pero los espectadores pueden verle junto a Irene, oírle hablar, y de esta manera participan en la vida interna de la protagonista y pueden comprender también sus visiones que provocan la 5

Los dramaturgos tenían que someterse a las Normas de Censura Teatral que se publicaron junto con las Normas de “Censura Cinematográfica” en el Boletín Oficial del Estado del 8 de marzo de 1963. Véase la documentación en: Equipo de estudios teatrales 1976: 366 y ss.; Jiménez 1977: 3-8. Se ha abolido la censura de teatro y cine por decreto a principios de 1978.

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incomprensión de las personas que la rodean. El espectador se introduce así en el misterioso mundo interior de una persona y aprende a comprenderla bien, para no juzgarla prematuramente por sus acciones externas. En El sueño de la razón (1970) aparece en escena con un Goya sordo. También aquí el espectador se identifica con este hombre achacoso, efecto conseguido por Buero Vallejo al hacer que los interlocutores de Goya se entiendan en el escenario solamente por señas, que son interpretadas por Goya. El espectador se identifica con las visiones de Goya en su papel de la conciencia duramente acosada de una nueva España. Él, como sordo, es el único —y con él el público— que no oye el sonido, pero tanto más el sentido de la realidad: es un “‘audiente’ del sentido de lo real”, por emplear la expresión de Ruiz Ramón (1975: 370). Tales ejemplos de dramaturgia de una “reinteriorización del público en el espectáculo” (Isasi 1974: 72) podrían demostrarse en casi todas las piezas de Buero Vallejo. Aquí hay que ver también el sentido más profundo y el papel esencial que desempeña la frecuente aparición de figuras con discapacidades físicas en la obra de Buero Vallejo. Especialmente la ceguera es también un símbolo frecuentemente utilizado para reconocer la verdad. El tema central de los autores del Nuevo Teatro Español es la crítica del sistema político y social bajo la dictadura de Franco. Uno de ellos es Antonio Martínez Ballesteros (1929-). Martínez Ballesteros confiesa que posiblemente él no hubiera escrito jamás si no hubiera experimentado cada día, en sí mismo y en la maquinaria socioprofesional, la suerte del hombre humilde tratado despectivamente desde arriba. El autor elabora pues, sobre la propia experiencia de su mundo profesional, casos ejemplares, casos modelos, para un teatro que proyecta desde sí mismo hacia un nivel universal las circunstancias políticas, sociales y culturales que constituyen la problemática del hombre que se siente constantemente pisoteado y que se debate en la tenaza de la dependencia de otros. Esta génesis autobiográfica de su teatro, como me gustaría llamarla, puede verse con toda claridad en las Farsas contemporáneas (1969) y en la sección “Rarezas” del Retablo en tiempo presente (1970). Las parábolas animales son un género preferido de crítica encubierta. Martínez Ballesteros describe circunstancias españolas bajo Franco en la parábola animal Fábulas zoológicas (1975), grotescamente disfrazada con el rótulo Cómic del mundo animal en dos partes. Nuestro dramaturgo utiliza intencionadamente una serie de medios expresivos extralingüísticos paraverbales con carácter de estereotipo. Entre ellos habría que considerar en primer lugar la presentación intencionadamente exagerada de objetos convertidos en símbolos. Quisiera designar esta técnica como simbolismo hiperbólico de los recursos escénicos. Los personajes dramáticos representan funciones, no reflejan una vida interna individual. Es decir, su teatro de pro-

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testa apenas contiene elementos dramáticos de carácter psicológico. En la obra de Martínez Ballesteros se puede hablar de una despersonalización progresiva de las figuras dramáticas, a medida que sus obras se hacen más abstractas y doctrinales. El autor limita también el lenguaje en función de signo: es un lenguaje lapidario, carente de humor, sin especificaciones. Los medios extralingüísticos adquieren en parte un rango equivalente. Un ejemplo de las intenciones que tuvieron los autores de protesta es el drama histórico El Fernando (1972), una obra que escribió un grupo de ocho dramaturgos6 y que es una crítica encubierta del sistema dictatorial de Franco. Según la opinión de los historiadores, la era de Fernando VII marca el comienzo del enfrentamiento entre las dos Españas irreconciliables. Los frentes ideológicos de las dos Españas, que perduraron hasta la época franquista, quedan así claramente definidos. Desde el punto de vista de la escenografía, el Teatro Universitario de Murcia, donde se produjo la obra, rompe con la cuarta pared: el espectador está rodeado de un espacio escénico, que comprende siete tarimas con sus conexiones; queda inmerso en la acción que le invade desde todos los lados. Los autores utilizan también frecuentemente documentos auténticos; pasajes decisivos del texto constitucional gaditano se recitan alternativamente o un coro entona canciones escritas por testigos reales de la época, como el poeta Martínez de la Rosa. Entre líneas se pueden leer las referencias al presente o uno las advierte al generalizarse los hechos como una constante en la obra. La confrontación de las llamadas “dos Españas”, irreconciliables desde hace generaciones, despierta automáticamente en el lector o en el espectador de la crónica histórica de El Fernando del Teatro Universitario de Murcia el recuerdo de la funesta Guerra Civil, en la que los españoles lucharon entre sí siguiendo lemas parecidos. Esta pieza es para mí un paradigma logrado en el temario, la ideología y la dramaturgia del Nuevo Teatro Español. El joven dramaturgo catalán Sergi Belbel (1963-) es uno de los autores españoles de mayor éxito en el extranjero. Es, sin duda, también uno de los autores más exitosos de la generación joven en España. Belbel escribe sus piezas en catalán, que él mismo traduce al español. Un elemento innovador en piezas como Morir (1994) o Caricias (1991) es la naturalidad brutal con la que presenta diferentes tabúes en escena, en la que hace enfrentarse a personas en situaciones extremas con un estilo dramático que denominaría nuevo realismo. Sergi Belbel domina las técnicas del arte dramático y crea una sucesión de escenas de un alto valor artístico y llenas de suspense. 6

Los autores de este drama son José Arias Velasco, Ángel García Pintado, Jerónimo López Mozo, Manuel Martínez Mediero, Luis Matilla, Manuel Pérez Casaux, Luis Riaza y Germán Ubillos.

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Por su estructura, la obra Caricias pertenece al teatro de estaciones, pero en este caso no es sólo un héroe que atraviesa afligido las etapas de su vida, sino que es un colectivo en el que todos los integrantes se conocen o están emparentados de alguna forma. Como sobre una cinta transportadora aparecen de uno en uno los actores y exponen en escena consecutivamente sus problemas. En total son once estaciones incluyendo el epílogo. Sergi Belbel fija los hechos en la década de los noventa del siglo pasado y como lugar escoge diferentes escenarios abiertos o cerrados de una ciudad. La estructura de la pieza llama la atención por tratarse siempre de un diálogo entre dos figuras en cada escena, donde todos los personajes se conocen, ya que son o familiares o conocidos, y todos ellos tienen una cosa en común: la ausencia total de relaciones interpersonales, que también se puede definir como un grito ahogado en busca de amor y cariño —véase el título de la pieza Caricias—, un amor y cariño que ya no existe o que nunca existió. El teatro de Belbel es innovador e impresionante, pero su mensaje, triste y estremecedor. Morir (1994), que lleva como subtítulo Un instante antes de morir, es un buen ejemplo de cómo a Sergi Belbel le gusta experimentar y jugar con los diferentes recursos dramáticos. La pieza está estructurada en dos partes: la primera se titula Morir..., la segunda, ... o no Morir. Tal como indica el título, Belbel expone las diferentes formas de morir o de evitar la muerte. Belbel introduce al final de cada escena de la primera parte una posible muerte. En la segunda parte (... o no Morir) se invierte el orden de las escenas, o sea, la escena 7 de la primera parte es la escena 1 de la segunda parte, etc. La intención: todo puede ocurrir de otra forma, sin que muera nadie, si la escena anterior transcurriese de otra forma en un momento clave. La sang (1999) es su pieza más macabra. Unos terroristas mutilan a su víctima, una mujer, y envían las partes mutiladas como prueba a la policía o al marido. Aunque el marido paga el rescate, matan a la mujer: le cortan la cabeza. La niña Nena, que fue testigo de la masacre, mete sus manos en la sangre que mana como símbolo del recuerdo a su madre a quien mataron ante sus ojos. La metáfora del título Sang es el motivo literario de la implacabilidad de dos grupos: representantes de un sistema oficial y los terroristas. Sangre evoca sangre. Los seres humanos se aniquilan mutuamente. La reconciliación es imposible. Las relaciones interpersonales son falsas, si es que surgen. Ése es el mensaje del autor. El autor habla de microescenas. Sus diálogos se caracterizan por un todo calidoscópico. Quiere desestructurar lo que está estructurado, y estructurar lo que está desestructurado, lo que él ve como un juego y que es, desde mi punto de vista, una característica de su dramaturgia. El mensaje de la pieza es sin duda conmovedor; el autor no tiene en cuenta los tabúes, ya que no nos ahorra ver las cruel-

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dades en detalle. Belbel nos está mostrando los rasgos de la deshumanización de nuestra sociedad actual. El recorrido por más de 100 años de teatro español muestra una gran variedad de medios expresivos dramatúrgicos, verbales y paraverbales, con la característica de que estos medios se van renovando con innovaciones continuas, de autores dramáticos españoles de los que solamente he presentado algunos de los más significativos. Pero todas las piezas, ya sean comedias, melodramas, tragedias o teatro absurdo, tienen un aspecto en común: la trama gira siempre alrededor del hombre con sus temores y necesidades o con una felicidad aparente que el presente vivido le hace sentir.

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OBRAS CITADAS

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TCCL - TEORÍA Y CRÍTICA DE LA CULTURA Y LITERATURA TKKL – THEORIE UND KRITIK DER KULTUR UND LITERATUR TCCL - THEORY AND CRITICISM OF CULTURE AND LITERATURE

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15. Fernando de Toro (ed.): Explorations on Post-Theory: Toward a Third Space. Frankfurt am Main / Madrid 1999, 188 p. 16. Alfonso de Toro / Fernando de Toro (eds.): Jorge Luis Borges: Pensamiento y saber en el siglo XX. Frankfurt am Main / Madrid 1999, 376 p. 17. Alfonso de Toro / Fernando de Toro (eds.): Jorge Luis Borges: Thought and Knowledge in the XXth Century. Frankfurt am Main / Madrid 1999, 316 p. 18. Alfonso de Toro / Fernando de Toro (eds.): El debate de la postcolonialidad en Latinoamérica. Frankfurt am Main / Madrid 1999, 408 p.

19. Alfonso de Toro / Fernando de Toro (eds.): El siglo de Borges. Vol. I: Retrospectiva - Presente - Futuro. Frankfurt am Main / Madrid 1999, 602 p. 20. Alfonso de Toro / Susanna Regazzoni (eds.): El siglo de Borges. Vol. II: Literatura - Ciencia - Filosofía. Frankfurt am Main / Madrid 1999, 224 p. 21. Valter Sinder: Configurações da narrativa: Verdade, literatura e etnografia. Frankfurt am Main / Madrid 2002, 130 p. 22. Susanna Regazzoni (ed.): Cuba: una literatura sin fronteras. Frankfurt am Main / Madrid 2001, 152 p. 23. Alfonso de Toro / Susanna Regazzoni (eds.): Homenaje a Adolfo Bioy Casares. Retrospectiva - Literatura - Ensayo - Filosofía - Teoría de la Cultura - Crítica Literaria. Frankfurt am Main / Madrid 2002, 352 p. 24. Sara Castro-Klarén (ed.): Narrativa Femenina en América Latina: Prácticas y Perspectivas Teóricas / Latin American Women’s Narrative: Practices and Theoretical Perspectives. Frankfurt am Main / Madrid 2002, 404 p. 25. Annegret Thiem: Repräsentationsformen von Subjektivität und Identität in zeitgenössischen Texten lateinamerikanischer Autorinnen: Postmoderne und postkoloniale Strategien, Frankfurt am Main 2002, 244 S. 26. Fernando de Toro: New Intersections. Essays on Culture and Literature in the Post-Modern and Post-Colonial Condition, Frankfurt am Main / Madrid 2003, 176 p. 27. Myrna Solotorevsky / Ruth Fine (eds.): Borges en Jerusalén, Frankfurt am Main / Madrid 2003, 216 p.

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TPT - TEORÍA Y PRÁCTICA DEL TEATRO TPT – THEORIE UND PRAXIS DES THEATERS TPT - THEORY AND PRACTICE OF THEATRE 1. Alfonso de Toro / Fernando de Toro (eds.): Hacia una nueva crítica y un nuevo teatro latinoamericano. Frankfurt am Main 1993 2. John P. Gabriele (ed.): De lo particular a lo universal. El teatro español del siglo XX y su contexto. Frankfurt am Main 1994 3. Fernando de Toro: Theatre Semiotics.Text and Staging in Modern Theatre. Frankfurt am Main 1995 4. Wladimir Krysinski: El paradigma inquieto. Pirandello y el campo de la modernidad. Frankfurt am Main/Madrid 1995 5. Alfonso de Toro / Klaus Pörtl (eds.): Variaciones sobre el teatro latinoamericano. Tendencias y perspectivas. Frankfurt am Main / Madrid 1996 6. Herbert Fritz: Der Traum im spanischen Gegenwartsdrama. Formen und Funktionen. Frankfurt am Main 1996 7. Henry W. Sullivan: El Calderón alemán: Recepción e influencia de un genio hispano, 1654-1980, Frankfurt am Main / Madrid 1998 8. Fernando de Toro / Alfonso de Toro (eds.): Acercamientos al teatro actual (1970-1995). Historia - Teoría - Práctica. Frankfurt am Main / Madrid 1998 9. Alfonso de Toro: De las similitudes y diferencias. Honor y drama de los siglos XVI y XVII en Italia y España, Frankfurt am Main / Madrid 1998 10. Fernando de Toro: Intersecciones: Ensayos sobre teatro. Semiótica, antropología, teatro latinoamericano, post-modernidad, feminismo, post-colonialidad, Frankfurt am Main / Madrid 1999 11. Alfonso de Toro (ed.): Estrategias postmodernas y postcoloniales en el teatro latinoamericano actual. Hibridez – Medialidad – Cuerpo, Frankfurt am Main / Madrid 2004 12. Claudia Angehrn: Territorium Theater. Körper, Macht, Sexualität und Begehren im dramatischen Werk von Eduardo Pavlovsky. Frankfurt am Main 2004 13. Wilfried Floeck / María Francisca Vilches de Frutos (eds.): Teatro y Sociedad en la España actual. Frankfurt am Main / Madrid 2004

Iberoamericana Editorial C / Amor de Dios, E-28014 Madrid

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