Sociedad Y Escritura En La Edad Moderna

Citation preview

SOCIEDAD Y ESCRITURA EN LA EDAD MODERNA La cultura como apropiación Roger Chartier

_ t í 5 l _____

rrnrrr Instituto Mora

Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora Hira de Gortari Rabiela Director General Hugo Vargas Comsille Coordinador d¿ Publicaciones

Traducción: Paloma Villegas: caps. 1, 2, 7 y 8 Ana García Bergua: caps. 3, 4, 5, 6 y Epílogo Portada: Juan Carlos Mena

O b ra pu blicad a co n el apoyo del M inisterio F ran cés d e C u ltu ra © 1 987, É ditions du Seuil, “D iscipline et invention: la fé te ”, “N o rm es e t con du ites: les arts de m ourir, 14 5 0 -1 6 0 0 ” y “L a littératu re de la gu euserie dans la B ib lioth éq u e b leu e ”. © 1984, P rom od is E ditions, du C ercle de la L ibrairie, “L es livres bleu s”

P rim era ed ición en español, 1995 © D erech o s reservados c o n fo rm e a la ley, 1995 Institu to de Investigaciones Dr. Jo s é M aría Luis M ora Plaza V alen tín G ó m ez Farías 12, S an Ju a n M ixcoac, M éxico 0 3 7 3 0 , D.F. ISB N 9 6 8 -6 9 14-.34-X Im p reso en M éxico P rinted in M éxico

ÍNDICE

PRÓLOGO

7

PRIMERA PARTE PALABRAS, GESTOS, TEXTOS 1. Disciplina e invención: la fiesta 2. Normas y conductas: el arte de morir, 1450-1600 3. Poder y escritura. El príncipe, la biblioteca y la dedicatoria (siglos XV-XVII) 4. Representaciones y prácticas. Revolución y lectura en la Francia del siglo XVIII

19 37 72 93

SEGUNDA PARTE EN BUSCA DE LO POPULAR 5. “Cultura popular”: retorno a un concepto historiográfico 6. Lecturas, lectores y “literaturas” populares en el renacimiento 7. La literatura de cordel francesa: los libros azules 8. La literatura de la marginalidad en la Biblioteca azul

121 139 157 176

EPÍLOGO Del códice a la pantalla: las trayectorias de lo escrito

249

Origen de los textos

265

PRÓLOGO

E

ste libro tiene por tema las divisiones culturales que atravesaron la sociedad del antiguo régimen creando distinciones y tensiones, oposiciones y compartimentos. Su coherencia se construyó pro­ gresivamente conforme se elaboraban los textos, de modo que cada nuevo estudio obligaba a precisar mejor los conceptos utilizados, a repensar las ideas consideradas definitivas, a abrir nuevas búsquedas. Así pues, los ensayos aquí reunidos se deben entender como pasos sucesivos en un proceso que, poco a poco, fue dibujando su itinerario. Al pasar de uno a otro, aumentó la distancia respecto de las certidumbres y los enfoques más ampliamente difundidos y considerados evidentes por una historia cultural en busca de textos, de creencias, de gestos capaces de caracterizar la cultura popular tal como existía en la sociedad entre la edad media y la revolución. Este libro se ha elaborado ante todo contra el empleo ya clásico de la noción misma de cultura popular. En estos últimos veinte años, la caracte­ rización de una cultura popular radicalmente diferente de aquellas domi­ nantes, las de la gente de Iglesia, de toga o de pluma, ha sido sin discusión uno de los objetivos principales de los historiadores de la sociedad tradicio­ nal. En la base de ese proyecto estaba la idea de que esas dos culturas se situaban a uno y otro lados de una frontera, sin duda móvil, pero siempre identificable. La separación entre culto y popular se ha considerado una división primordial y, si bien ha habido vivos debates sobre si era lícito designar como “popular” tal o cual forma cultural, nunca se puso en cuestión la posibilidad de caracterizar la cultura popular mediante la descripción de cierto número de corpus (textos, gestos, creencias). Así, en la Francia del antiguo régimen, los historiadores han delimitado una doble localización para la cultura del pueblo: es posible leerla en un conjunto de textos —los que contienen los libros baratos que ofrecían los vendedores ambulantes cono-

ciclos bajo el termino genérico de “biblioteca azul”— y en un conjunto de creencias y gestos considerados propios de una “religión popular”. En ambos casos, lo popular se halla definido por su diferencia con aquello que 110 es: la literatura culta por una parte, el catolicismo de los clérigos por otra; el inventario de motivos populares, supuestamente específicos de la religión o de la cultura populares, postula una asignación simple y unívoca de las formas culturales. Ahora bien, justamente lo que parece necesario cuestionar es este postulado así como la distinción popular/culto en que se basa. En efecto, allí donde se había creído descubrir correspondencias estrictas entre divisiones culturales y oposiciones sociales existen en cambio circulaciones fluidas, prácticas comunes, diferencias nebulosas. Son muchos los ejemplos de usos “populares” de objetos, ideas, códigos 110 considerados como tales, y mu­ chos también correspondientes a las formas y los materiales de una cultura colectiva de la que las elites sólo se separan lentamente. De ahí la atención prestada en este libro a aquellos géneros (las preparaciones para la muerte, la literatura de cordel) que se dirigen a todos y valen tanto para los humildes como para los poderosos; de ahí que se haga hincapié en el uso de los textos cultos por lectores que no lo son o, a la inversa, en las relaciones que man­ tienen los notables por rango o por saber con una cultura primero vivida como común y luego designada como ajena. Así pues, superponer barreras sociales y diferencias culturales no resulta lan simple como se pensaba. Pero hay más. Todas las formas y prácticas en que los historiadores habían creído localizar la cultura del pueblo, en su ra­ dical originalidad, aparecen como entramados de elementos diversos, com­ puestos, mezclados. Otro tanto ocurre con la religión “popular”. Por una parte, está claro que la cultura folclórica que le sirve de base ha sido pro­ fundamente trabajada por la institución eclesiástica, la cual no sólo ha regla­ mentado, depurado, censurado, sino que también ha intentado imponer a la sociedad entera la manera en que los clérigos pensaban y vivían la fe común. La religión de la mayoría ha estado, pues, moldeada por ese intenso esfuerzo pedagógico, el cual se proponía hacer que todos interiorizaran las definiciones y las normas producidas por la institución eclesiástica. Pero, por otra parte, la imposición de nuevas exigencias (las que establecen la civilidad cristiana o el arte de morir) no se produce sin la aceptación de compromisos con los hábitos arraigados ni sin las interpretaciones propias de aquellos que supuestamente respetan prohibiciones y prescripciones. La religión “popular” es pues a la vez aculturada y aculturante: ni es radicalmen­ te distinta de la religión de los clérigos ni está totalmente moldeada por ella.

El corpus de la biblioteca azul presenta complejidades similares. Los tex­ tos que la componen pertenecen, en electo, a todos los géneros, a todas las épocas, a todas las literaturas; todos, o casi, son de origen instruido y culto: así ocurre con las novelas de caballería, los cuentos de hadas, los libros de devoción, los manuales prácticos. Pero esos textos, nada populares, son sometidos por sus editores a un trabajo de adaptación que tiene por objeto hacerlos legibles para lectores 110 familiarizados en absoluto con el libro. Reduciendo, cortando, censurando, rehaciendo, ¡os impresores imponen formas inéditas, “populares”, a esos textos que atraviesan así las fronteras sociales y alcanzan incluso a aquellos a quienes, originalmente, no estaban destinados. Los títulos que se les proponen a los lectores más modestos no son en modo alguno específicamente para ellos, ni los libros en que ellos los leen son los mismos publicados para los potentados de la cultura. Tenemos, pues, una primera razón para sustituir la caracterización global, unitaria, de las fomias culturales por una concepción más compleja que intente identificar las intersecciones y tensiones que constituyen cada una de esas formas. Pero a ésta se suma otra razón: hoy día, en efecto, las diferencias culturales de las sociedades antiguas no se pueden ya organizar mediante la mera oposición entre popular y culto. A esa división macroscó­ pica, que a menudo definía al pueblo, por omisión, como el conjunto de to­ dos aquellos situados fuera del mundo de los dominantes, habrá sin duda que preferir el inventario de las múltiples divisiones que atraviesan el cuer­ po social. Su ordenamiento obedece a varios principios, no necesariamente posibles de superponer, que manifiestan separaciones u oposiciones entre hombres y mujeres, citadinos y rurales, protestantes y católicos, pero también entre las generaciones, los oficios, los barrios. La historia social ha aceptado durante demasiado tiempo una definición reductora de su objeto, confundido en la solajerarquía de las fortunas y condiciones, olvidando que otras diferencias, fundadas en la pertenencia sexual, territorial o religiosa, eran también plenamente sociales y capaces de dar cuenta, tanto o mejor que la oposición dominantes/dominados, de la pluralidad de las prácticas culturales. Este libro intenta beneficiarse de estas primeras reflexiones evitando en particular, en la medida de lo posible, el empleo clásico de la noción de “cultura popular”. Con demasiada frecuencia, en efecto, el recurso a esta categoría supone de entrada como resuelto el problema que plantea todo estudio de un objeto o de un gesto cultural, a saber: cómo precisar sus áreas y modalidades de uso. Por tanto, nos ha parecido un error de método utilizar sin discusión crítica una noción que postula a priori la validez de una división

({iic, por el conlrario, habría justamente que establecer. En consecuencia se ha dado preferencia al inventario de materiales comunes a toda una socie­ dad (rituales festivos, impresos de gran circulación) y a la diversidad de prácticas de que son objeto, una diversidad que no se deja encerrar en el mero contraste entre lo que sería popular y lo que no lo sería. Los ensayos que componen este libro nacieron, también, de una segunda insatisfacción. Una oposición duradera ha contrastado en efecto fuertemen­ te las formas orales y gestuales de una cultura llamada tradicional, o fol­ clórica, y el impacto innovador de la progresiva penetración de lo escrito, manuscrito y luego impreso, en el interior de esa antigua base. A ello se debe, a menudo, el estudio compartimentado de esos dos modos de adquisición y de transmisión culturales; de ahí la separación entre una investigación de antropología histórica, encaminada a encontrar en las sociedades del an­ tiguo régimen formas de expresión y de comunicación propias de las sociedades anteriores a la escritura, y una historia cultural más clásica, centrada del todo en la producción, la circulación, los usos de los textos. Así formulado, el contraste no da cuenta de las situaciones en que, entre el siglo XVI y el XViil, casi siempre se imbrican, de manera compleja, medios y prác­ ticas múltiples. Esle libro se esfuerza por explorar esas imbricaciones, que se pueden sintetizar sin duda en algunas figuras fundamentales. La primera asocia palabras y escritos, ya sea que una palabra proferida se fije en un escrito (así era, por ejemplo, en el curso de la redacción de los cuadernos de quejas)* o que, a la inversa, un texto sólo sea aprehendido por algunos de sus "lectores” gracias a la mediación de la palabra del que lo lee en vo/. alta. Como resultado de las sociabilidades diversas de la lectura en voz alta existe, en las sociedades antiguas, una cultura de lo escrito incluso en quienes no saben ni producirlo ni leerlo. Comprenderla supone no considerar que el acceso al texto escrito es, en todas partes y siempre, una lectura individual, silenciosa, solitaria, que necesariamente supone la alfabetización. La segunda figura se refiere a las relaciones que se lejen entre los gestos y los textos. Éstos, lejos de constituir dos culturas separadas, se encuentran de hecho fuertemente articulados. Por una parte, muchos textos tienen por función propia anularse como discurso y producir, en la práctica, conductas y comportamientos considerados legítimos por las normas sociales o religio­ sas. Las preparaciones para la muerte y los libros de buenas maneras son dos

* Cahiers ds doUarucy. cuadernos de los estados generales en los que se consignaban las quejas dirigidas al rey. [N. de l . J

ejemplos de esos géneros textuales y de ésos materiales impresos que se proponen incorporar en los individuos gestos conformes con las exigencias mundanas o cristianas. Por otra parte, el escrito está en el corazón mismo de las formas más gestuales y oral iradas de las culturas antiguas. Así ocurre en los rituales a menudo apoyados por la presencia física y la lectura efectiva de un texto central en la ceremonia; así ocurre en las fiestas citadinas en las que inscripciones, banderolas y rótulos exhiben profusión de divisas y fórmulas. Las relaciones entre textos y gestos son pues estrechas y múltiples, y nos obligan a considerar las prácticas de lo escrito en toda su diversidad. De las palabras al texto, de lo escrito a los gestos, de lo impreso a la pa­ labra: éstas son algunas de las trayectorias que este libro intenta analizar a fin de restituir en su complejidad las formas que adoptan la expresión o la comunicación cultural. Una noción parece útil para comprenderlas: la de apropiación. Esta noción evita, ante todo, identificar los diferentes niveles culturales a partir de la mera descripción de los objetos que les serían su­ puestamente propios. Encontramos que, incluso en las sociedades del anti­ guo régimen, muchos de tales objetos son compartidos por diferentes grupos sociales sin que por ello sus usos sean idénticos. Hay que sustituir entonces la sociología retrospectiva, que durante mucho tiempo ha hecho de su desigual distribución el criterio principal de la jerarquía cultural, por un enfoque distinto que centre su atención en los empleos diferenciados, las apropiaciones plurales de los mismos bienes, las mismas ideas, los mismos gestos. Esa perspectiva no renuncia a identificar diferencias (y diferencias socialmente arraigadas), pero desplaza el lugar mismo de su identificación puesto que ya no se trata de calificar socialmente los corpus tomados en su conjunto (por ejemplo, al designar los libros impresos en Troyes y distribui­ dos por vendedores ambulantes como una literatura “popular”), sino de caracterizar las prácticas que se apropian diferencialmente de los materiales que circulan en una sociedad dada. El enfoque estadístico que, en cierto momento, parecía dominar la his­ toria cultural francesa y que se proponía, ante todo, medir la desigual repartición social de objetos, de discursos, de actos que se pueden ver en series, no puede pues bastar. Dado que supone correspondencias demasia­ do simples entre niveles sociales y horizontes culturales, dado que capta los pensamientos y las conductas en sus expresiones más repetitivas y más reductoras, tal procedimiento pasa por alto lo esencial: la manera contras­ tada en que los grupos o los individuos hacen uso de los motivos o de las formas que comparten con los demás. Sin renunciar a las medidas ni a las cifras, así sea por dar una primera noción del peso o de la distribución

de ios materiales considerados —en este caso los cañarás (folletos) y los libros azules, las aries de morir—, los ensayos que siguen pretenden ante todo reconstruir las prácticas sociales y culturales, tanto las que proponen los textos que dictan la norma a seguir —y que ha podido, de hecho, seguirsecorno las que, diversa y contradictoriamente, se apropian de fórmulas festivas, de prescripciones de autoridades, de textos para lo imaginario. Pensar las prácticas culturales en términos de apropiaciones diferenciales autoriza también a no considerar como totalmente eficaces y radicalmente acuilm antes los textos, las palabras o los ejemplos que se proponen moldear los pensamientos y las conductas de la mayoría. Esas prácticas son siempre creadoras de usos o de representaciones en modo alguno reductibles a las voluntades de los productores de discursos y de normas. De ninguna mane­ ra el acto de lectura puede por tanto ser anulado en el texto mismo, ni los comportamientos vividos en las prohibiciones y los preceptos que preten­ den regularlos. La aceptación de los modelos y de los mensajes propuestos se opera a través de adecuaciones, rodeos y en ocasiones resistencias que manifiestan la singularidad de cada apropiación. De ahí que val ias precau­ ciones resulten necesarias. La primera es la de no confundir el estudio de los textos con el de los gestos o los pensamientos que supuestamente producen. Principio eviden­ te, pero a menudo olvidado dado que el historiador, muy frecuentemente, no tiene acceso más que a los discursos en que se enuncian conductas a imitar o intrigas a descifrar. Principio que, también, conduce a const ruir una historia de las prácticas a partir de las múltiples representaciones (literarias, iconográficas, normativas, autobiográficas, etcétera) que de ellas se ofrecen. Esa perspectiva funda aquí el estudio de las prácticas de lectura, solitarias o colectivas, privadas o públicas, letradas o torpes, que dan un sentido a los textos y a los libros que los editores de entre el siglo XV y el xvui proponían a sus lectores. Comprender los textos, los temas, las formas de la biblioteca azul exige, por ejemplo, descubrir las modalidades originales de la práctica de leer entre los lectores que no pertenecían al pequeño mundo de los virtuosos de la lectura. No basta reconocer estadísticamente la desigual cir­ culación de los diferentes géneros de impresos, como tampoco basta des­ cribir temáticamente el catálogo de la literatura supuestamente “popular”; es necesario captar también, tan precisamente como sea posible a pesar de las limitaciones de la documentación, las diversas maneras en que los lec­ tores antiguos enfrentaban y manejaban lo escrito. Segunda precaución: no admitir sin matices la periodización clásica que ahora considera la primera mitad del siglo XVII como el tiempo de un gran

corte, que contrasta fuertemente con una edad de oro de la cultura popular, viva, libre, profusa, y el tiempo de las disciplinas eclesiásticas y estatales, que la reprimen y la someten. Este esquema puede parecer a veces pertinente para dar cuenta de la trayectoria cultural de la Francia del antiguo régimen: a partir de 1600 o de mediados del siglo XVII, las acciones conjugadas del Estado absolutista, centralizado!- y unificador, y de la Iglesia de la reforma católica, represiva y aculturante, habrían ahogado o reprimido la exuberan­ cia inventiva de una antigua cultura del pueblo. Al imponer disciplinas iné­ ditas, al inculcar sumisiones nuevas, al enseñar nuevos modelos de compor­ tamiento, el Estado y la Iglesia habrían destruido desde sus raíces y sus antiguos equilibrios una manera tradicional de ver y de vivir el mundo. El li­ bro que vamos a leer sólo retoma con gran prudencia esa periodización, lo mismo que el diagnóstico que infiere, de la descalificación de la cultura po­ pular, su desaparición. Ante el corte demasiado abrupto que supuestamente divide la historia cultural de la sociedad del antiguo régimen, hemos preferido aquí el empleo de modelos de comprensión que intentan dar cuenta, al mismo tiempo, de las continuidades y de las diferencias. F.1 primero de ellos, para diversas formas o prácticas, hace contrastar disciplina e invención sin plantear las dos categorías como irreductibles y antagónicas, sino manejándolas en pareja para mostrar que todo dispositivo que se propone crear constricción y control secreta tácticas que lo domestican o lo subvierten y que, a la inversa, no hay producción cultural libre e inédita cjue no emplee materiales im­ puestos por la tradición, la autoridad o el mercado y que no se someta a la supervisión o a las censuras de quien tiene poder sobre las cosas o las pa­ labras. De esta tensión entre disciplinas quebrantadas y libertades constre­ ñidas, son ilustración ejemplar los programas de las fiestas o los usos de los libros azules, ilustración que no puede agotar la oposición demasiado simple entre espontaneidad popular y coerciones. Disciplina e invención pero también distinción y divulgación. Este segun­ do par de nociones solidarias se utiliza en los textos siguientes para proponer una comprensión de la circulación de los objetos o de los modelos culturales que no reduce a ésta a una simple difusión, generalmente pensada como una corriente que desciende de arriba abajo del cuerpo social. Los procesos de imitación o de vulgarización son más complejos y más dinámicos y se deben pensar, ante todo, como luchas de competencia en las que toda divulgación, concedida desde arriba o conquistada, produce a la vez la búsqueda de una nueva distinción. Así ocurre con la trayectoria de la civilidad (entendida a la vez como una noción normativa y como el conjunto de comportamientos

que prescribe) ciado que su difusión en la sociedad entera, por apropiación o inculcación, la descalifica ante quienes cuya identidad debe justamente caracterizar, lo que conduce a éstos a valorar otros conceptos y otras ma­ neras. También sucede lo popio, tal vez, con las prácticas de lectura cada vez más distinguidas unas de otras en la medida en que lo impreso se convierte en un objeto menos raro, menos confiscado, menos distintivo. Mientras la propiedad del objeto por sí misma significó durante mucho tiempo la di­ ferencia social, fueron las maneras de leer las progresivamente investidas de esa función al jerarquizarse los usos plurales de un mismo material. Las representaciones simplistas y fijas de la dominación social o de la difusión cultural deben ser sustituidas por una manera que comprenda aquellas que reconocen la reproducción de separaciones en el interior mismo de los mecanismos de imitación, la concurrencia en el seno de las compartimentaciones, la constitución de nuevas distinciones en el hecho mismo de los propios procesos de divulgación. Una palabra más, relativa al concepto mismo de cultura empleado hasta aquí en este texto como si su definición fuera evidente y universal. Que quede claro que no lo entendemos en el sentido que le ha dado generalmen­ te la historia francesa, que designa como cultural un dominio particular de producciones y prácticas, supuestamente distinto de otros niveles: el de lo económico o el de lo social. La cultura no está por encima o al margen de las relaciones económicas y sociales, y no hay prácticas que no se articulen sobre las representaciones por las que los individuos construyen el sentido de su existencia, un sentido inscrito en las palabras, los gestos, los ritos. Por eso los mecanismos que regulan el funcionamiento social, las estructuras que determinan las relaciones entre los individuos, deben comprenderse como el resultado, siempre inestable, siempre conflictivo, de las relaciones instauradas entre las percepciones enfrentadas del mundo social. Así pues, no es posible arrinconar en su mera finalidad material o sus puros efectos sociales las prácticas que organizan las actividades económicas y tejen los vínculos entre los individuos: todas son a la vez “culturales” dado que tra­ ducen en actos las maneras plurales en que los hombres dan significado a su mundo. Así, toda historia, sea económica o social o religiosa, exige el estudio de los sistemas de representación y de los actos que éstos generan y, por tanto, es historia cultural. Describir una cultura sería pues comprender la totalidad de las relaciones que se encuentran tejidas en ella, el conjunto de prácticas que expresan en ella las representaciones del mundo, de lo social o de lo sagrado. Tarea im­ posible, tarea ilusoria, en todo caso, para sociedades complejas como la del

antiguo régimen. Para abordarlas es necesario, en mi opinión, otro proce­ dimiento, que centre la atención sobre prácticas particulares, objetos específicos, usos determinados. Las prácticas de lo escrito, que fijan o pro­ ducen la palabra, fundan las sociabilidades o prescriben comportamientos, atraviesan el fuero privado tanto como la plaza pública, y llevan a creer, a hacer o a soñar, parecen ser una buena forma de entrar en una sociedad en que el impreso multiplicado se mezcla con las formas tradicionales de la comunicación y donde nuevas distinciones fracturan los cimientos comu­ nes. Pero el hecho de que aquí y allá, por comodidad, se llame “culturales” a esas prácticas no debe crear malentendidos: de ninguna manera los ensayos aquí reunidos las consideran separables de las demás formas so­ ciales ni pretenden calificarlas y clasificarlas a priori en un dominio especí­ fico de esas prácticas, designado como cultural en relación con otros que no lo serían. Las reflexiones propuestas en esta introducción son el fruto de los es­ tudios de caso que se van a leer a continuación y no el programa que los habría guiado a priori con toda coherencia. Es posible por tanto que aquí o allá el análisis concreto olvide la precaución de método o que vuelva, subrepticiamente, a las maneras de pensar la cultura, popular o no, que jus­ tamente impugna este prólogo. Pero parece preferible asumir estas discor­ dancias que borrar las vacilaciones y tentativas de un proceso que, en cada etapa, se esfuerza por foijar nuevos instrumentos de comprensión a partir de la insatisfacción dejada por los estudios anteriormente realizados. Por ello, hay dos maneras de leer este libro: sea aceptando el orden en el cual han sido colocados los diferentes ensayos, en el que los cuatro primeros analizan diferentes figuras de las relaciones posibles entre textos y compor­ tamientos, y en que los cuatro siguientes centran la atención en los usos “populares” de lo escrito, o bien siguiendo el orden cronológico en que estas contribuciones fueron escritas; ello sin duda, no para reconstruir un iti­ nerario personal, sino tal vez porque esta trayectoria ha seguido los grandes desplazamientos de la historia cultural en Francia en estos últimos diez años, una historia cultural que obedecía en una época a la ambición de poner en cifras y en series los materiales culturales y que ahora procura, ante todo, comprender los usos y las prácticas. Espero que, sea cual fuere el camino elegido, el lector no lamentará recorrerlo.

PRIMERA PARTE

PALABRAS, GESTOS, TEXTOS

1. DISCIPLINA E INVENCIÓN: LA FIESTA

or qué comenzar por la fiesta? El entusiasmo festivo que se apoderó de la historiografía francesa hace una decena de años parece haberse disipado un poco en nuestros tiempos, más austeros. Sin duda entonces la exploración multiplicada de la fiesta antigua constituyó una especie de compensación, en forma de conocimiento, de la desa­ parición de un sistema de civilización en que la fiesta tenía o, más bien, se consideraba que tenía un papel central. El análisis histórico se encargó de expresar, en su lenguaje y con sus técnicas, la nostalgia secretada por un pre­ sente que había expulsado esa fiesta definida como acto de participación co­ munitaria. En ese terreno se encuentra una de las funciones principales que se asignan hoy día —implícita o abiertamente— a la historia: restituir en el plano del saber un mundo desaparecido, del que la sociedad contemporá­ nea se siente heredera, aunque heredera infiel. La operación de conocer a menudo se distingue apenas de la de fabricar un pasado imaginario, coleci ivamente deseado. En todo caso, ha conducido a privilegiar los objetos más olvidados por el presente y sin embargo más sintomáticos de la cultura perdida. Evidentemente, la fiesta era uno de ellos. Por otra parte, la fiesta —en tanto que objeto histórico— se benefició de la rehabilitación del acontecimiento. Tras haber escrutado masivamente el largo plazo y las permanencias, los historiadores, y muy particularmente los de la tradición de los Anuales, volvieron al acontecimiento. Con su existen­ cia efímera y su tensión, éste puede en efecto revelar, no sólo las evoluciones a largo plazo de las inercias sociales y culturales, sino también las estructu­ ras que constituyen una sociedad o úna mentalidad colectiva. La batalla se encuentra entre los primeros beneficiarios de esa revaloración. Arrancada a la historia-relato, puede ser instituida como un puesto de observación perlinente para aprehender una estructura social, un sistema de cultura, la

fabricación de una historia o de una leyenda.1 De la misma manera, la fiesta rebasó los límites de lo pintoresco y de lo anecdótico para convertirse en gran reveladora de las compartimentaciones, tensiones y representaciones que atraviesan una sociedad. La necesidad de ese tratamiento es sin duda evidente cuando la fiesta genera una violencia que desgarra a la comunidad, como ocurrió en Romans en 1580: “El Carnaval románense me recuerda el gran cañón del Colorado. Surco en el acontecer, que se hunde en una estratigrafía estructural, muestra, como un corte de segueta, las capas men­ tales y sociales que componen un muy antiguo régimen.”2 La metáfora geológica designa claramente una perspectiva en la que el acontecimiento festivo es indicio, en la que lo excepcional está encargado de explicar lo ordinario. Pero incluso cuando no genera ni excesos ni revuelta, la fiesta es relevante para ese enfoque. Es siempre ese momento particular pero reiterado en que es posible captar —aun si están enmascaradas o invertidaslas reglas de un funcionamiento social. Pero la razón para que nosotros debamos prestar aquí atención a las fiestas del antiguo régimen es otra. La fiesta es en efecto uno de los mo­ mentos principales en que se anudan, bajo la forma del compromiso o del conflicto, las relaciones entre una cultura llamada popular, o folclórica, y las culturas dominantes. La fiesta no es el único encuentro de ese tipo, pero sí es ejemplar. Ante todo, está claro que se sitúa en la encrucijada de ríos di­ námicas culturales: por una parte, la invención y la expresión de la cultura tradicional compartida por la mayoría, por otra, la voluntad disciplinante y el proyecto pedagógico de la cultura dominadora. Así pues, es posible y vá­ lido aplicarle la problemática construida por Alphonse Dupront a propósito del peregrinaje, la cual pone de relieve las tensiones entre la pulsión de lo colectivo y la disciplina impuesta por la institución.3 Por otra parte, la fiesta “popular” fue concebida muy pronto por las culturas dominadoras como un obstáculo importante para la afirmación de su hegemonía religiosa, ética o \política. En consecuencia, ha sido el blanco de continuos esfuerzos por des­ truirla, podarla, disciplinarla o recuperarla. Es pues el lugar de un conflicto ’ (I. Duby, Le dimanche de Bouvines, 27 juillet 1214, GaUimard, París, 1973, en particular pp. 13-14. - E. Le Ro;, Ladurie, I-e Carnaval de Romans. De la clumdeleurau mercredi des Cendres, 157915HÓ, Ga!rm?.rJ, París, 1979, p. 408. (Traducción al español. E l Carnaval de Romana, Instituto Mora, México, 1994.) s A. Dupront, “Formes de la culture des masses: de la doléance politique au pclerinagc paniqtK" (xville-xxIbid,. pp. 229-230.

César, Alejandro Magno, Carlomagno y Godofredo de Bouillon, de modo que eran éstos quienes legitimaban el poderío de la ciudad y el poder de su oligarquía. La fiesta urbana se convierte así en instrumento político que permite la afirmación de la ciudad ante el príncipe, la nobleza o las demás ciudades. Debe expresar, pues, a través del fasto y el derroche, la riqueza de la ciudad y de ese modo se inserta en una diplomacia de la competencia que no deja de tener efecto sobre el calendario festivo. En efecto, para permi­ tir la asistencia recíproca-de sus representantes a los carnavales, las ciudades de Flandes y de Artois trasladaron la fiesta y llegaron incluso a celebrarla fuera de su situación calendárica normal. Se ve en esto cómo una ideolo­ gía política pudo modificar, sobredeterminar o transformar rituales anti­ guos para subvertir su significado. Censurada por las autoridades eclesiásticas, desviada por las oligarquías municipales, la fiesta antigua sólo se manifiesta con las modificaciones que le han impuesto progresivamente los poderes. Parece imposible discernir, bajo estas deformaciones y mutilaciones, los cimientos originales, una base propiamente “popular” o “folclórica”. El material festivo, tal como podemos aprehenderlo entre el siglo XVI y el XVIII, es siempre una mezcla cultural que no permite aislar fácilmente sus componentes, para ordenarlos según una distinción popular/oficial o según una sedimentación en la que la depen­ dencia sustituye a la espontaneidad primera. Por eso nos parece legítimo plantear ante todo las presiones que los poderes ejercieron sobre las fiestas, en vez de intentar la descripción ilusoria de una fiesta supuestamente virgen de toda contaminación disciplinante. Pero ese material mixto es a su vez objeto de una historia que tal vez sea posible elucidar a partir de un estudio de casos relativo al sistema de fiestas lionesas entre el fin de la edad media y la revolución.17 Así, queda clara la trama de la evolución en la que las fiestas fundadas en una participación comunitaria son sustituidas por fiestas otorgadas por la autoridad. En el renacimiento, el sistema de fiestas lionesas se compone de dos elementos mayores: fiestas de la totalidad urbana y fiestas de la socia­ bilidad popular. Las primeras suponen la participación del conjunto de la población citadina en una misma celebración, incluso si esa participación está jerarquizada y es a veces conflictiva. Según todas las evidencias esa es la situación en las fiestas religiosas surgidas sobre los restos de la fiesta de las 17 Los materiales [uurfaiuenLale.s para un estudio de ese tipo están reunidos en el catálogo EnLrées royales et fetes populaires a Lyon du XV-' au XWIF siécles, Bibliothcque de la Ville de Lyon, Lyon, 1970.

Maravillas, desaparecida a principios del siglo XV, ya se trate de los Pendones de San Juan, las procesiones de las Rogativas o las fiestas de los Santos Patronos. También es el caso de las entradas reales cuya serie lionesa es den­ sa entre el final del siglo XV y principios del siglo XVII: 1490,1494,1495,1507, 1515, 1 5 2 2 ,1548,1564,1574, 1595, 1600, 1622, es decir doce entradas en 125 años, a las que habría que añadir todas las que no son reales. Cada una de las entradas propone una reciprocidad del espectáculo: el pueblo citadino es el espectador del cortejo real, y el rey y su corre son espectadores del cortejo urbano, que incluye la participación de todos los estados de la ciudad, incluidos los artesanos, reunidos por corporaciones hasta 1564 y luego por barrios. La entrada es también, por excelencia, una fiesta plural en la que se imbrican múltiples elementos: desfiles, cabalgatas, juegos teatrales, cuadros vivientes, fuegos de artificio, etcétera. El material icono­ gráfico y escenográfico que así se produce permite una pluralidad de lec­ turas, sin duda muy diversas para los diferentes grupos socioculturales; pero por lo menos es presentado en común, en una ceremonia que reúne a la ciudad entera. Otro elemento esencial en el siglo XVI es el de las fiestas lionesas que podemos designar como “populares”, a condición de no dar a la definición de “pueblo” límites demasiado estrechos.18 Algunas, de las que se hacían cargo las cofradías jocosas, en este caso la veintena de cofradías de Maugouvert, tienen como base las relaciones de vecindad en el interior del barrio. Tal es el caso de las cencerradas que ridiculizan, bajo la forma de una ca­ balgata en asno, a los maridos golpeados. Estas diversiones, organizadas por el mundo del artesanado y de la mercancía, son también por lo demás espectáculos que se pueden ofrecer a los huéspedes aristocráticos: es el caso del paseo del asno realizado en 1550 y, también, del de 1566 que debía constituir uno de los elementos de la entrada de la duquesa de Nemours.1'-' En otras ocasiones, el primer papel corresponde a las cofradíasjocosas ema­ nadas de las corporaciones, en particular la de los obreros tipógrafos. La Cofradía de la Errata (Coquille), que puede organizar también cabalgatas en asno (como en 1578), se encarga de cortejos paródicos que se celebran el domingo de Carnaval. Entre 1580 y 1601, media docena de libritos “impre­

18 N. 7.. Davis, Les cultures du jitnipl-e. Rituels, savoirs et résistances au XVF siecle, AubierMontaignc, París, 1979. cap. IV, "La régle á l’envers”, pp. 159-209. 1!l Entrées royales, op. cit., pp. 49-50. Dos piezas citadas, una por N. Z. Davis, Les cultures, op. cit., nota 70, y la otra por el catálogo Entrées royales, op. cit., nota 22, permiten penetrar en una de esas cofradías jocosas, reunida en 1517 en la calle Merciére.

sos en Lyon por el Señor de la Errata” prueban la vitalidad festiva y crítica de los compañeros tipógrafos.-0 A principios del siglo XVII, en Lyon, este sistema de tiestas fundado en la participación o la iniciativa populares se viene abajo. Dos lechas sirven simbólicamente de parteaguas: en 1G10, por primera vez, el librito impreso para la fiesta del domingo de Carnaval ya no menciona ni a las cofradías jocosas ni a la Cofradía de la Errata; en 1622, Luis X III es el último be­ neficiario de una entrada de tipo antiguo, ya que las siguientes (como la de Luis XIV en 1658) no son más que simples recepciones de los funciona­ rios municipales y no implican la participación de los habitantes de la ciudad. La mutación operada es, pues, triple. Ante todo, se borran las organizacio­ nes populares (“abadías”, cofradías) tradicionalmente encargadas de las fiestas. Por otra parte, desaparecen las fiestas de la totalidad urbana, entradas o ceremonias religiosas. Un buen índice puede encontrarse entre la comisaración de tres jubileos de la Iglesia de Lyon en 1546, 1666 y 1734: del siglo xvi al X V Ili, la profusión y la ostentación decorativas parecen acrecentarse en proporción inversa a la participación popular. Finalmente, la fiesta otorgada como una dádiva, reducida a un espectáculo, se convierte en regla. Mientras en el siglo XVI el pueblo artesano ofrecía a los grandes el espec­ táculo de las cabalgatas en asno, en el siglo xvni son las autoridades quienes ofrecen al pueblo sus fuegos de artificio. De una situación a otra, la iniciativa popular se ha perdido y la fiesta se lia uniformizado. Sea cual sea la ocasión, sean quienes fueren los mayordo­ mos, regidores o canónigos-condes de San Juan, la ceremonia es la misma y se reduce a un fuego de artificio en el que se oblitera totalmente el sig­ nificado original del fuego de la alegría. 1.a fiesta traduce e instituye un or­ den urbano de la separación, que ha perdido la conciencia de una unidad citadina de la que cada uno, en su rango, participaba.-1 Esta evolución, que se puede trazar a partir del caso de Lyon, es sin duda generalizable no solamente a la ciudad sino también al campo. Por ejemplo, la multiplicación de las fiestas de las Doncellas* en la década de 1770, tras el descubrimiento parisiense de la costumbre de Salency, instituye una for­ ma de fiesta concedida desde arriba que viene a suplantar las diversiones

‘JU N. Z. Davis, Les cultures, op. cit., p. 341. 21 R. Chartier, “Une académic avant les lettres patentes. Une approche de la sodabilité des notables lyonnais a la fin de régne de l.onis XIV”. Marseille, núm. 101, 1975, pp. 115-120. * Rosiérex, doncellas que recibían un prem io a la virtud consistente originalm ente en una corona de rosas. (N. de T.]

tradicionales.22 Exteriores a la comunidad, organizadas por los notables señoriales, eclesiásticos o parlamentarios, esas fiestas, que propugnan una Arcadia cristiana, son todo menos populares precisamente porque las elites encuentran en ellas —tras haberlas puesto en escena— la imagen de un pueblo ideal, casto y rigoroso, simple y frugal, industrioso y creyente. La anemia y la confiscación de la fiesta tradicional provoca, en el siglo xvill, una doble reacción. Por una parte, la afectividad popular se repliega sobre los lugares de sociabilidad propios, y ahí la fiesta se uniforma y se banaliza en su repetición cotidiana. La Provenza, tanto en la ciudad como en el cam­ po, constituye un buen ejemplo de esta evolución que, cada vez más, iden­ tifica la fiesta con un simple baile.23 La otra reacción es filosófica y conduce a una reflexión sobre la fiesta a inventar. Muchos critican la fiesta artificial y disociada que es siempre la fiesta otorgada como dádiva, sea cual fuere su modalidad: “El siglo XV1I1 no sabe ver ya en los fuegos de artificio más que el artificio de los fuegos.”24 La nueva fiesta deberá ser radicalmente distinta, patriótica, transparente y unánime. En la Lettre á d ’Alembert sur les spectacles, Rousseau da el modelo de esa fiesta ideal, al mismo tiempo que construye la teoría de la misma: “Plantad en medio de una plaza una estaca coronada de flores, reunid al pueblo en torno a ella y tendréis una fiesta. Haced mejor aún: presentad a los espectadores como espectáculo; convertidlos a ellos mismos en acto­ res; haced que cada uno se vea y se ame en los demás, a fin de que todos es­ tén más unidos.” En su proyecto de circo inspirado en el Coliseo, Boullée diseña el marco arquitectónico de esta fiesta que niega el espectáculo y puede abolir las diferencias: “Imaginemos 300 000 personas reunidas y situadas en forma de anfiteatro, de modo que nada pueda escapar a las miradas de la multitud. De este orden de cosas resultaría un efecto único: que la belleza de este sorprendente espectáculo provendría de los mismos espectadores que lo constituirían. ”2ñ -- Sobre las fiestas de las doncellas (Tosieres), véase W.F. F.verdell, “The Rosiére Movcment 1766-1789. A clerical precursor o f the revolulionary cults”, French Historiad Sludics, vol. IX, núm.

1,1975, pp. 23-36, y M. de Certeau, D. Julia y j. Revel, “Labeautédum ort: le concept d e ‘culture populairc* ”, Politique aujourd’hui, diciembre 1970, pp. 3-23. 23 M. Vovelle, Les métamorphoses de lap.le en Provcnre de 1750 á 1820, Aubicr-Flammarion, París, 1976, pp. 84-90. M. Ozouf, La féte révolutionnaire 1789-1799, Gallimard, París, 1976, p. 9. 25 Estos dos textos son citados y comentados por B. Baczko, Lumiéresde l ’utopie, Payot, Pat ís, 1978, pp. 244-249.

El discurso utópico en sus diversas modalidades se convierte en un la­ boratorio privilegiado en el cual precisar, hasta en los menores detalles, las circunstancias y los dispositivos de estas fiestas de las que Rousseau y Boullée trazan el diseño. Del Code de la nature de Morelly hasta los Incas de Marmontel, del Supplément au voyage de Bougainville, de Diderot, a L ’an 2440 de Louis-Sébastien Morder, los textos presentan una fiesta regenerada, pensada como un microcosmos en el que se expresan pedagógicamente las reglas de un funcionamiento social nuevo.26 Pero antes de examinar la forma en que la fiesta revolucionaria intentará encarnar la utopía, debe­ mos detenernos por última vez en la fiesta tradicional para captar sus po­ sibles desciframientos. Trabajando sobre materiales históricos pero también sobre las fiestas hoy vivas, los etnólogos de la Francia tradicional han propuesto una lectura de la fiesta que hace hincapié en su función simbólica. Este enfoque se ca­ racteriza por un primer rasgo: se privilegia la fiesta carnavalesca, consi­ derada como la clave de arco de todo el sistema festivo, y esto por dos razones.27 Por una parte, el carnaval atrae otras diversiones, no necesaria-' mente situadas en su periodo calendárico, por ejemplo las cencerradas,* muchos de cuyos rasgos (redistribución alimentaria, juego de máscaras, justicia festiva) las asemejan a los rituales carnavalescos.28 Por otra parte, estos últimos pueden encontrarse en fiestas situadas fuera del tiempo de carnaval, como las que se sitúan en torno a la Ascensión y el Pentecostés o incluso en las fiestas votivas del verano. En la perspectiva etnológica, un motivo primordial se plantea como organizador del conjunto de los gestos y de los discursos. Al poner en escena la lucha de los contrarios (la noche y el día, el invierno y la primavera, la muerte y la vida), la fiesta autoriza un nuevo nacimiento del calendario, de la naturaleza y del hombre, todo jun­ io: “La fiesta piensa, finge y provoca una regeneración del tiempo, del mun­ do natural y de la sociedad.” 29 El carnaval traduce en su lenguaje múltiple el enfrentamiento de los extremos, y su eficacia ritual restablece cada año el orden del mundo. 26 Ibicl., cap. V, y j. F.hrard, “Les lumieres el la fete”, e n j. F.hrard y P. Viallaneix (comps.). Les jetes de la revolution, Sociélé des Études Robespicrristcs, París, 1977, pp. 27-44. 27 D. Fabre y C. Cambcroquc, L a file en Isinguedoc Regards sur le carnaval aujnurd’hui, Privat, Toulouse, 1977. * Charivari, escándalo, ruidero. [N. de T.] 2li D. Fabre y B. Traimond, “Le charivari gascón contcmporain: un enjeu politique”, en J. Le G off y U. J. C. Schmitt (comps.), Le charivari, Mouton, París-la Haya, 1981, pp. 23-32. *9 D. Fabre y C. Cambcroquc, La fete, op. cit., p. 171.

El corolario de este tipo de lectura consiste en u atar a todas las formas localizadas de ritos carnavalescos como otros tantos signos encargados de expresar el motivo principal que los funda. De ahí que deban reunirse en una comprensión común los diferentes elementos que componen la fiesta, la procesión, la recepción, el juicio y la muerte del rey carnaval, la intrusión y la muerte sacrificial del hombre salvaje, la circulación de los alimentos y los hálitos en el interior del cuerpo de los hombres. De ahí que deban tam­ bién aproximarse las figuras concretas, variadas hasta el infinito, que encar­ nan de manera específica, según los lugares y los años, al rey gigante y al salvaje. Por ello son posibles dos maneras muy diferentes de insistir. I ,a pers­ pectiva menos histórica pone el acento en la universalidad de las categorías que actúan en la fiesta carnavalesca. El carnaval queda así constituido como el tiempo central de una verdadera “religión popular o folclórica”, campe­ sina y prehistórica, cuyos fundamentos míticos y expresiones rituales se pueden identificar a través de diversos sistemas culturales.30 Otra perspec­ tiva, que rehúsa ese tratamiento transcultural de la fiesta, pone la atención ante todo en la raíz local, la forma particularizada en que arraigan las categorías carnavalescas.31 Sólo en el interior de espacios culturales limita­ dos y homogéneos, donde adquiere sentido la lectura simbólica, es legítimo reunir los textos antiguos y las observaciones contemporáneas, y es posible con todo derecho discernir los diferentes niveles de interpretación (históri­ ca, conmemorativa, litúrgica) de un ritual. Las diferencias regionales o loca­ les en las formas de encarnar el significado central de la práctica carnavalesca cuentan más aquí que su supuesta universalidad. Para esta última lectura, existen numerosos puentes entre etnólogos e historiadores. Sin embargo, en estos últimos, el tratamiento de la fiesta es distinto. Con sus rituales, sus gestos, sus objetos, la fiesta es una gramática simbólica que permite enunciar, dándolo a entender o haciéndolo ver, un proyecto político (en la acepción más amplia de este último término). Como hemos visto, entre 1400 y 1600, la fiesta urbana, remodelada por las oligar­ quías municipales, se convierte en traductora de una ideología unitaria de la comunidad que se propone expresar su identidad frente a los poderes con­ currentes y, para ello, debe borrar las divisiones internas. El proyecto está siempre en jaque en la medida en que la fiesta, a pesar de la voluntad de los notables, sigue siendo un lugar de posible crítica. Una primera razón de esto

'i(l G. Gaignebert, I r Carnaval, l’ayol, París, 1974. :l1 D. Fabre, “L e monde du carnaval", Armales ESC, 1976, pp. 389-401).

es que, a pesar de las intrusiones municipales y las censuras eclesiásticas, las fiestas siguen estando en buena medida en manos de la juventud y sus ins­ tituciones. Tal es el caso por ejemplo, muy claramente, en la Provenza del siglo XVIII.32 Ahora bien, en todos los textos religiosos y administrativos de los siglos XVII y XVIII, la juventud es (con las mujeres) una de las figuras principales de la ilegalidad. Por otra parte, la fiesta —y el carnaval en par­ ticular— pone en escena (y por tanto, a la vez expresa y desplaza) las di­ visiones que atraviesan a la comunidad. Su distribución es múltiple ya que está ordenada según la oposición entre los sexos, los grados de edad, la opo­ sición entre solteros y casados, las diferencias sociales. A través de la fiesta, bajo la máscara y la gracia del lenguaje paródico, las distancias y las tensio­ nes se pueden expresar y por consiguiente, según el caso, desactivarse o exacerbarse. Lenguaje del grupo de edad más turbulento, “puesta en escena de las diferencias” (Daniel Fabre), la fiesta mantiene su reticencia frente al proyecto unanimista de los notables. • La fiesta puede incluso convertirse, aveces, en el lugar privilegiado en que se enfrentan dos estrategias sociopolíticas. Por ejemplo en Romans, en 1580, donde el partido de los plebeyos y el de los notables manipulan, a su manera, las instituciones, las fórmulas y los códigos de la fiesta para volver descifrables para la mayoría sus proyectos contradictorios.33 Por ambas par­ tes se lleva a cabo un verdadero trabajo sobre el material carnavalesco; unos se proponen denunciar los intolerables privilegios (fiscales y políticos) de los patricios; otros, las ridiculas pretensiones del pueblo románense. Dado que cada uno controla sus propias instituciones festivas (cofradías y reynages), los dos campos pueden emprender la guerra de lo simbólico. Del lado de los ar­ tesanos, los recursos son múltiples: ritos agrarios de San Blas, desfile del asno, rituales de aflicción, danza de las espadas; del lado de los notables, el manejo de las formas festivas es más limitado y se funda en el empleo de la parodia y la manipulación de la inversión. A través de dos puestas en escena (o “puestas en fiesta”), un conflicto social y político se exaspera, hasta llevar al asesinato de una de las partes (los artesanos) por la otra (los notables). Incluso cuando su resultado no es así de trágico, la fiesta puede ser el lugar en que, a través de escenografías diferentes, se enuncia, bajo la forma de un simulacro, un enfrentamiento fundamental. Por ejemplo, en la fiesta sego:t- M. Agulhon, Pénitenls et frarus-macom dans l'ancumne Pnwence, Kayard, París, 1968, pp. 43-64. 3S E. Le Roy l .adurie. I r Carnaval, op. cit.; L. S. Van Doren, “Revolt and reaction in the city of Romans, Dauphinc, 1579-1580”, Sixtemíh Century Journal, vol. 5, 1974, pp. 7 1-100.

viana de septiembre de 1613, en que nobles y comerciantes en telas hacen visible, a través de las figuras y la economía de cortejos que compiten, su oposición social y religiosa.34 Como signo de unanimidad o como traducción de las disensiones, la fiesta tiene que ocupar un lugar principal en la pedagogía revolucionaria. Dos estudios fundamentales —el de Mona Ozouf y el de Michel Vovelle— pueden tal vez permitirnos concluir esta revisión de las fiestas francesas del siglo XV al XVIII planteando algunos de los grandes problemas de la fiesta revolucionaria. Ante todo, ¿es legítimo utilizar esa designación? La tradi­ ción historiográfica, en efecto, sólo ha considerado desde hace tiempo las fiestas revolucionarias como opuestas las unas a las otras, lo mismo que se oponían las políticas que debían manifestar. Siempre ligada a una intención particular, siempre conducida por una facción determinada, la fiesta de la revolución sólo podía ser política y partidaria, reducida a la especificidad cir­ cunstancial de su esqueleto ideológico. A esta perspectiva Mona Ozouf opo­ ne otra, que hace hincapié en la coherencia fundamental de la fiesta revolucionaria. La lectura comparada de las fiestas ideológicamente más opuestas (en 92 la que se celebra en honor de los suizos de Cháteauvieux y la que se celebra en memoria de Simoneau, la fiesta de la Razón y la del Ser Supremo, las fiestas que preceden y las que siguen a Termidor) manifiesta claramente la unidad de propósitos, de formalismos y de simbologías. Un modelo ideal de fiesta es el que plantea la fiesta de la Federación, que se fun­ da a la vez sobre un ideal de unión (aunque las exclusiones son muy reales) y en la voluntad de disolver la violencia de las luchas reales en el discurso conmemorativo. Este modelo de fiesta atraviesa toda la revolución y, aun­ que cambian no sólo las intenciones políticas sino también el plan general de los cortejos o los gestos colectivos, sigue siendo el que regula, de manera implícita, las funciones y los procedimientos de la fiesta revolucionaria. La unidad de esta matriz original hace que parezcan difusas las divisiones, a me­ nudo tajantes, que suelen establecerse entre la fiesta popular y la fiesta oficial, entre la espontaneidad y la institucionalización. Por lo demás, esa unidad permite comprender por qué los mismos materiales festivos (por ejemplo los que proceden de la tradición carnavalesca) se pudieron emplear para fines ideológicos totalmente contradictorios.35 ¿Cuál ha sido, en una historia larga de la fiesta, el efecto de la fiesta M Véase E. Cros, L 'Aristocrateet le Carnaval des Gueux. Étudesurte “Buscón "de Quevedo, Eludes, Socio-Critiques, Montpellier, 1975. 35 M. Ozouf, L a Jete, op. cit., pp. 108-114.

revolucionaría así devuelta a su unidad? Tal vez existen dos diagnósticos ( omplementarios. Ante todo es claro que la fiesta revolucionaria transformó de manera irreversible el sistema de fiestas del antiguo régimen. En tierras provenzales, es fácil identificar una doble mutación.36 Después de la revolu­ ción, la fiesta se rarifica: la norma es a partir de entonces una fiesta por año (frente a dos o más), casi siempre situada en agosto, mientras que a mediados del siglo xvill el periodo festivo se extendía de mayo a septiembre. Por otra parte, la fiesta es mutilada: el complejo y profuso sistema de la fiesta tra­ dicional, a la vez devocional, profesional y municipal, ha cedido el lugar a una celebración más simple, que casi siempre termina por incorporarse a una fe­ ria. Vemos que, hacia 1820-30, la antigua fiesta sólo ha sido restaurada muy parcialmente, en sus elementos lúdicos (carreras, justas, danzas), y no en su aglomeración de significaciones múltiples. La revolución, al intentar instaurar un nuevo sistema de fiestas en sí mismo poco duradero, habría puesto fin así a las evoluciones que desde el siglo XVIII (y tal vez incluso antes) había comenzado a dislocar las fiestas de la antigua sociedad. A esta lectura, que sitúa la fiesta revolucionaria como destructora de un antiguo equilibrio, sería bueno sin duda añadir otra, que pone el acento en su valor fundador.37 La fiesta de la revolución es en efecto creativa, no por­ que sea capaz de sobrevivirle, sino porque es uno de los instrumentos prin­ cipales de la sacralización de valores nuevos. Más que los discursos, mejor que los discursos, ella encarna y por tanto socializa un sistema de valores nuevo, centrado en la familia, la patria y la humanidad. Desde ese punto de vista, la fiesta es el agente de una transferencia exitosa de sacralidad, sin duda porque a través de su lenguaje pesadamente simbólico podía afianzarse una pedagogía sensible y persuasiva, reiterada y comunitaria.38 Las demostra­ ciones políticas de la fiesta pueden ser efímeras, pero no los valores nuevos, domésticos, cívicos o sociales que tiene por misión arraigar en los corazones y los espíritus: V in cu lem o s la m oral a bases etern as y sagradas; inspirem os al h o m b re e sc res­ p e to relig io so p o r el h o m b re , ese sen tim ien to p ro fu n d o d e sus d eb eres, q u e es la ú n ica garan d a de b ien estar social; nu trám osla m ed ian te todas nu estras insti­ tu cion es; q u e la ed u cació n pú blica esté an te to d o dirigida a ese fin [...] Q u ie ro re fe rirm e a las fiestas n acion ales. R eu n id a los h o m b res y los h aréis m ejo res, p o rq u e los h o m bres reu nid os bu scarán agradarse, y no p o d rán agradarse m ás x M. Vovelle, Les métamorphoses, op. cit, pp. 269-294. M. Ozouf, La féte, op. cit., pp. 317-340. :w B. Baczko, Lumieres, op. cit., pp. 280-282.

que por las cosas que los hacen estimables. Dad a su reunión un gran motivo moral y político, y el amor de las cosas honestas entrará con el placer en todos los corazones; porque los hombres no se ven sin placer.39 Esta visión a ojo de pájaro de cuatro siglos de historia de la fiesta en Francia, la sitúa como uno de esos lugares en que se enmarañan propuestas contradictorias. Ante todo, es uno de los terrenos privilegiados en que los dominantes pueden encontrar al pueblo y, desde la recopilación de supers­ ticiones hasta las notas de viaje, florece toda una literatura que multiplica los comentarios “etnológicos” sobre los usos festivos de las mayorías. Pero, al mismo tiempo, las autoridades de todos los órdenes no han cesado de des­ brozar o de subvertir esas ceremonias en las que se manifiestan la ignorancia y la rareza populares. Comentada porque es popular, censurada por ser popular, la fiesta “popular” antigua es siempre objeto de un doble deseo de las elites, que querrían preservarla como lugar de observación y de memoria y destruirla como crisol de extravagancias. A esta incertidumbre se añade una segunda: la fiesta siempre ha sido vista, contradictoriamente, como ins­ trumento de una pedagogía y como peligro potencial. De la Iglesia refor­ madora a Robespierre y Saint-Just, de las oligarquías municipales medievales a los filósofos, la fiesta, a condición de ser moldeada y canalizada mediante un dispositivo que la volvería demostrativa, es pensada como aquello que puede manifestar y por tanto socializar un proyecto, sea de orden religioso o de orden político. De ahí su papel como arma pastoral y como institución cívica. Sin embargo, la domesticación no está nunca segura ni acabada y la fiesta siempre puede girar hacia la violencia contra el orden establecido o por establecer. Dado que otorga la parte bella a quienes están menos integrados a ella, porque puede decir en su lenguaje las tensiones que la desgarran, la fiesta es amenaza para la comunidad, cuya aparente y deseada unidad puede romper. De ahí el inquieto control sobre ella, la censura siempre recomenzada. Decir cómo la vivían las mayorías, si era compensa­ ción o decepción, sería otro tipo de empresa, difícil porque son raras las confidencias de los anónimos. Pero tal vez no sea vano circunscribir las in­ tenciones y los comentarios que los dominantes han sedimentado sobre la fiesta antes de intentar descubrir cómo los pueblos acomodaban su parte de existencia autónoma en ese espacio constantemente remodelado. H!* Robespierre, Textes choisis, Éditions Sociales, París, 1958, vol. III, “Sur les rapports des idees religieuses et morales avec les principes républicains et sur les fétes nationales, 7 nmi 1794”, pp. 175-176.

2. NORMAS Y CONDUCTAS: EL ARTE DE MORIR, 1450-1600

i la civilidad enseña cómo se debe vivir en sociedad, el “arte de morir” enseña a preparar el gran pasaje entre este mundo y el otro. El texto que fundó el género, Ars monendi, salió poco antes de la in­ vención de la imprenta, y es seguro que el impreso en todas sus for­ mas dio fuerza a los textos y a las imágenes que hablan de cómo afrontar el último combate. Para numerosos historiadores, la inquietud de la buena muerte era la primera preocupación de los hombres y mujeres que vivían en el otoño de la edad media. Émile Male fue el primero en hacer el inventario de esta iconografía nueva que inventa o difunde los tránsitos, las danzas de los muertos, los combates entre ángeles y demonios en torno al lecho del ago­ nizante.1 Para él, la obsesión atroz del memento mori, cristalizada en las pre­ dicaciones, las poesías, los frescos, los grabados, constituyó uno de los moti­ vos esenciales de la sensibilidad colectiva de los hombres de la última edad media. Johan Huizinga leyó en ellos, revelados con fuerza, los rasgos prin­ cipales de una mentalidad inclinada a los comportamientos extremos, sensi­ ble a las imágenes más que a los razonamientos, y sobre todo inquieta ante la muerte por estar tan angustiada por la salvación.2 Ampliando la observa­ ción a las dimensiones de dos siglos, los trabajos de Alberto Tenenti han puesto en perspectiva, en el marco de un renacimiento considerado de manera amplia entre 1450 y 1650, esta “religión de la muerte” que dominaba espíritus y voluntades.3 En el siglo XV, una sensibilidad original, que

S

1 É. Male, L 'art religteux de la fin du Mayen Age en France, Elude sur L’iconographie du Moyen Age etsurses sources d ’inspiration, Colin, París, 1908; 5a. ed., 1949, pp. 347-389. 2J . Huizinga, Le. dédin du Moyen Age (traducción francesa 1948, Payot), París, 1967, cap. XI, “La visión de la mort”, pp. 141-155. (Traducción española, El otoño de la edad media, Alianza Editorial, Madrid, 1984.) 3 A. Tenenti, “Ars moriendi. Quelques notes sur le problcme de la mort á la fin du XVe

traduciría y conformaría a la vez la nueva imaginería, situó a la muerte en el centro. Hacia finales del siglo, esta manera de sentir la muerte elaboraría el texto y las representaciones más adecuadas para ella: las del Ars moriendi, verdadera “cristalización iconográfica de la muerte cristiana”. Luego, como por un movimiento de compensación, se disipa un poco la dramatización del fin último y se opera un retomo hacia la vida, que es exaltación humanista de la dignidad del hombre e insistencia cristiana en la necesidad de vivir bien para bien morir. Erasmo está en los comienzos de tal evolución, Bellarmin en su final. Correspondió a Philippe Aries situar en la larga, la muy larga duración de las actitudes occidentales frente a la muerte, esc “momento” que es la decadencia de la edad media.4 Para él, la temática macabra que por largo tiempo atrajo toda la atención, sólo es el último acto de un movimiento comenzado en los siglos XI o XII y que constituye la primera alteración de la Vulgata de la muerte introducida con la cristianización. Entre los siglos XI y XVI, a través de los juicios finales, las arles moriendi, las representaciones macabras y la individualización de las tumbas, el hombre occidental descu­ bre progresivamente el speculum mortis y hace el aprendizaje de “la muerte de uno mismo”. A la actitud antigua, llena de familiaridad y de resignación ante el destino común, se le añade o se la sustituye por el sentimiento huevo de la conciencia de sí y de la muerte individual. La edad moderna y romántica desplazará el acento hacia la muerte del otro; luego las sociedades contem­ poráneas procurarán ponerla aparte, ya que se ha convertido en lo obsceno por excelencia. Queremos situar esta investigación sobre las artes de morir en la línea de esos libros esenciales, de modo que esté delimitada por el Ars moriendi en su comienzo y por la literatura postridentina en su final. Este estudio, sugerido por Pierre Chaunu, constituye la primera parte de un inventario de las preparaciones para la muerte en la edad moderna, continuado por Daniel Roche para los siglos XVII y XV III.5 Debemos plantear una pregunta acerca de sieclc”, Anuales F.SC, 1951, pp. 433-446,I.a vie et la murt á travers I ’art du Xl’’ sücle, Colín, Cahiers des Anuales, París, 1952; IIsem o delta morte e lam ine della vita nel Rinusiimento (Francia c Italia), Einaudi, Turín, 1957, y Reprints F.inaudi, 1977 (con un prefacio que discute, entre otras cosas, nuestro ensayo). 4 P. Aries, Western altitudes towards death: From the Muidle Ages lo thepresent, Thejohns Hopkins University Press, Baltimore-Londres, 1974; lissaissur l'histoire de la morí en Occident du Moyen Age á nos jours, Seuil, París, 1975, y L ’homme devant la mort, Seuil, París, 1977. ■' D. Roche, “‘La mémoire de la mort’. Recherche sur la place des arts de mourir dans la librairie et la lecturc en France aux XVIIe et XVIII'" siecles”, Annales ESC, 1976, pp. 76-119, y M.

estos tres siglos y medio: ¿tienen los modelos y las formas elaboradas en la segunda mitad del siglo XV un valor plurisecular, o bien las reformas, la ca­ tólica tanto como la protestante, forjan nuevos arquetipos que dan a los tiempos clásicos un perfil original? La respuesta depende no sólo del análisis de las 236 preparaciones encontradas para el periodo 1600-1789, sino también de la comprensión de las formas adoptadas por el arte de morir entre mediados del siglo XV y el final del siglo siguiente, a raíz del Concilio de Trento. Para llevar esto a cabo, hay que realizarlo en tres etapas: un inventario del corpus con un alto prolongado ante su más bello ejemplar, el Ars moriendi; la recolección de los datos cuantitativos disponibles para medir, hasta donde sea posible, el peso de las artes de morir en la producción y consumo del libro entre 1450 y 1600 y, por último, el examen de algunos textos considerados como hitos significativos en la curva de la evolución. Son muy numerosos los que, bien sea como historiadores de las menta­ lidades, del sentimiento religioso, del arte o del libro, se han interesado en el texto y las imágenes del Ars moriendi. Antes de tratar de aportar algunos datos nuevos sobre la circulación del libro, es quizá conveniente recordar los elementos de nuestro saber. El Ar.s es ante todo un texto, conocido según dos versiones, una larga, llamada CP por su incipit “Cum de presentiis”, otra corta llamada QS porque sus primeras palabras son “Quarnvis secundum". La versión larga, dividida en seis momentos (las recomendaciones sobre el arte de morir, las tentaciones que asaltan al moribundo, las preguntas que deben planteársele, las plegarias que debe pronunciar, la conducta que deben ob­ servar quienes le rodean y las oraciones que conviene que digan), es la que presentan casi todos los manuscritos y la mayoría de las ediciones tipográ­ ficas; la corla, que retoma el segundo tiempo de la versión GP enmarcándola entre una introducción y una conclusión, es la que reproducen las ediciones xilográficas y una minoría de las ediciones tipográficas. Gracias a Helmut Appel,6 Soeur O ’Connor7 y A. Tenenti,8 es posible identificar las fuentes y

Vovellc, Áluurir autrefois. .4 ttitiides coUectives devant la morí aux XVIF el XVIIF siécles, GallimardJulliard, “Archives”, París, 1974. 8 H. Appel, Die Anfechtung und ihre l'henttindung in der Tnalbüchem und Sterbebüchlein des spáten Mittelalten ruich lateinischen und oberdeutschen Qtiellen des XIV, und XVJahrhunderts Vntersucht und mit der Anfechtungslehre verglicken, Leipzig, 1938, sobre el Ars, pp. 63-104. Véase tam­ bién el estudio (consultado después déla redacción de este ensayo) de R. Rudolf, “Ars moriendi”. Von der Kunst des Heilsamen 1.ebens und Sterben, Colonia-Graz, 1957. 7 Soeur M. C. O ’Connor, T h ea rtof dyingtoell. The dcvelopment o f the “Ars moriendi”, Columbia University Press, Nueva York, 1942. 8 A. Tenenti, 11 senso, op. cit., cap. III, pp. 80-107.

los orígenes de este tratado. Las fuentes lejanas son los capítulos sobre la muerte hallados en las sumas teológicas de los siglos XIII y XIV; las fuentes más próximas son las artes de morir que florecieron a fines del siglo XTV y comienzos del XV, entre otras el Cordiale quatuor novissimonim, el Dipositorium. moriendi de Nider, la tercera parte del Opusculum tripartitum de Gerson. Mientras que una parte de la tradición y Tenenti atribuyen el texto al cardenal Capranica, Soeur O’Connor propone otras hipótesis: muy segura­ mente compuesto en Alemania del sur puesto que cerca de un tercio de los manuscritos conservados se han hallado en Munich (84 de 234), y verosímilmente con ocasión del Concilio de Constanza a partir del Tratado de Gerson, el manuscrito es tal vez obra de un dominico del priorato de Constanza. La circulación del texto se habría visto beneficiada en sus comienzos por dos apoyos: los padres que regresaban del concilio y las casas de la orden de Santo Domingo. A juzgar por el inventario de los manuscritos conservados, el Ars conoció desde esta primera forma una gran difusión. Los catálogos de las grandes bibliotecas indican en efecto 234 manuscritos, 126 en latín, 75 en alemán, once en inglés, diez en francés, nueve en italiano, uno en provenzal, uno en catalán y uno sin indicación de lengua.9 Sin duda sólo la ímitatio Christi le lleva amplia ventaja, con unos 600 manuscritos latinos,10 lo que la convierte en “la obra más leída en el mundo cristiano, exceptuada la Biblia”.11 El Ars moriendi, si nos guiamos por esta indicación del número de manuscritos conservados, se sitúa casi al mismo nivel que un gran texto político como el De regimine principum de Gilíes de Rome (unos 300 manuscritos),12 que un gran éxito literario como el Román de la Rose (unos 250)13 o que una crónica histórica de amplia audiencia como es el fírute o Chroniques d ’Anglaterre (167 manuscritos conocidos).14 En contraste, podemos señalar el muy pequeño 1J M. C. O ’Connor, Theart, op. cit., pp. 61-112. 1,1 Magistrado P. E. Puyol, Descriptions bibliographiques des manuscrits et des principales éditions du tnnre “De imitatione Christi’’, París, 1898, enumera 349 manuscritos latinos, pero J. Van Ginneken, Op Zoek muir der oudsten tekst en der waren schrijve van het eerste. boek der Navotging van Christus, 1929, p. 2, ofrece la cifra de 600. 11 F. Rapp, L ’église et la vie religieuse en Occident á la fin du Moyen Age, Presscs Universitaires de France, París, 1971, p. 248. ** Información comunicada por J. P. Genel. 13 É. Langlois, Les manuscrits du Román de la Rose”. Desaiption et classeme.nl, l.ille-París, 1910, da una lista de 214 manuscritos y añade 30, “cuyo paradero actual es desconocido". F. W. Brie, Geschichte und Qtiellen der mitlelenglischen Prosachronik. “The lirute o f Englund” oder “The Chrtmicles o f England", Marburgo, 1905, pp. 1-5, 120 manuscritos en inglés, 43 en francés, cuatro en latín.

número de manuscritos conservados de las traducciones de Aristóteles por Nicolás Oresme: 18 para la P olitiqu eé diez para el Économique, 1S seis par a el Livre du ciel et du monde,17 Pero si el Ars moriendi conoció un éxito semejante entre los fieles del siglo XVy entre Iqs historiadores, lo debe sin duda a la fuerza de los once grabados que ilustran la versión breve y conducen a la buena muerte después de que las cinco tentaciones diabólicas (infidelidad, desesperanza, impaciencia, vanagloria y avaricia) han sido rechazadas gracias a las cinco inspiraciones angélicas. Esta serie iconográfica, recientemente vuelta a estudiar por Ilenri Zerner,18 es conducida hasta el siglo XV por tres soportes, sin que sea posible establecer la filiación lineal de uno u otro: las miniaturas del manuscrito Wellcome, los tres conjuntos de grabados al buril atribuidos al maestro E. S., al maestro de las orlas de flores y al maestro del Jardín de los Olivos, Dutuit, y por último los grabados en madera, tanto las trece series utilizadas en las veinte ediciones xilográficas inventariadas por W. L. Schreiber19 como las figuras de los incunables descritas por Arthur M. Ilind.20 No es nuestro proposito retomar aquí la descripción de esta serie que tiene sus raíces en el tema de la lucha por la posesión del alma, ilustrada por numerosas miniaturas de los libros de horas.21 Quisiéramos insistir más bien en la 15 Nicolás Orcsmc, L e livre de "Politique” d ’Aristote. Published /rom the lext o f the Avranches manuscript 223 xoith a Critical, introducción y notas de A. D. Menut, Transactions o f the American Philosophicat Society, New Series, vol. 1.X, parle tí, 1970, pp. 33-39. 1KNicolás Oresme, L e livre de VÉconomii/ue”d ’Aristote. Critical edition o f the french textfrom the Avranches manuscript with the Original Latin Versión, introducción y traducción inglesa de A. D. Menut, Transactionsoflhe American Philositphical Society, New Series, vol.XI.vn, parte 5, 1957, pp. 801-803. 17 Nicolás Oresme, L e livre du ciel et du monde, A. D. Menut y A. J. Denomy (comps.), The University o f Wisconsin Press, 1968, pp. 32-36. 18 H. Zerner, “L’Art au moricr", Revue de l ’Art, núm. 11, 1971, pp. 7-30, da la bibliografía reciente del tema y reproduce las once miniaturas del manuscrito del “Wellcome Instituto of the History o f Medicine”, así como la traducción francesa del Are moriendi en su primera edición xilográfica. I!) W. L. Schreiber, Manuel de l 'amateur de la gravure sur bois et sur metal au XV* siecle, Leipzig, 1902, vol. IV, pp. 253-313; igualmente A. Blum, Les origines de la gravure en Trance. Les estampes sur bois el sur metal, Les incunables xylographiqucs, París-Bruselas, 1927, pp. 58 61 y pl. XLlX-LVll, y A. Hyatt Mayor, A social history o f printed books pictures, The Metropolitan Museum o f Arts, Nueva York, 1971; 2a ed., 1972, láminas 23-25. A. M. Hind, An introduction to a history o f uioodcut, Londres, 1935, vol. I, pp. 224-230, que se puede completar para Italia con Prince d’Essling, Les livres á figures vénittens de la fin du XVet du commencement du X\T: suele, Florencia-París, 1907, vol. I, pp. 253-267, y M. Sander, Le livre á figures italien defmis 1467jusqu’á 1530, Milán, 1942, pp. 109-111. - 1 É. Male, L ’art religiexix, op. cit., pp. 380-89, yT .S. R. Boase, Dmth in theMiddle Ages. Mortality, judgment and remembrance, Library o f Medieval ( .ivilí/ation, Londres, 1972, pp. 119-126.

!\wx/T>o?

Rom.

“Memento morí", Las imágenes de la muerte,

Lyon, Jehan Frellon, 1562 (París, Biblioteca Nacional).

(1542, 1547,1362, esta última impresa por S. Barbier durante la ocupación de la ciudad por los reformados), tres en latín (1542, 1545, 1547) y una en italiano (1549).5S Decididamente calvinistas, los Emblemas ou Devises chrétiennes de Georgette de Montenay introducen nuevos motivos en la iconografía de las preparacio­ nes para la muerte. La primera edición, hecha en Lyon por P. de Castellas, data de 1566 (al parecer no se ha conservado); en 1571 Jean Marcorelle, impresor protestante, retoma el libro, del que a continuación se hacen algunas ediciones en países reformados: Zurich, 1584; Heidelberg, 1584; La Rochelle, 1620.r>4Muchas de estas cien viñetas, firmadas por Pierre Woeiriot, están consagradas a la muerte. En la lámina 83, la resistencia por medio de la fe ocupa el lugar de la buena inspiración angélica: On voit asses combien grandes alarmes Satan, le monde, ont jusqu’ici livrez A tous Chrestiens: mais comme bons gendarmes Resiste/ f'orts par foy: car délivrez Serez bientost de ces fols enyvrez Du sang des sainets, qui cric á Dieu vengeance: Ainsi par foy Christ., vosue clxef, suyvrez. Voyci, il vient: courage en patience.*

También, en la lámina 89, se ha desechado a ángeles y demonios: un hombre sale del mundo para reunirse con la muerte. La escena va encabe­ zada por las palabras “Desiderans dissolvi” y subrayada por los versos: De grand désir d’aller bientost á Dieu, Cestui se voit presque sorti du monde: Crainte de mort en son endroil n’a lieu, Ainsi qu’elle a au coeur sale et immonde. La mort n’est plus au Chrestien sainct et monde Qu’un doux passage á c.onduire á la vie

53 11. Baudrier menciona la edición de 1562 como “la novena y última”, Bibliograpliie lyonnaüc, op. cit., vol. v, p. 259, pero de hecho no cita sino ocho ediciones cuya descripción es retomada por R. Brun, op. cit.., p. 222. ">4 H. Baudrier, ¡iibliographie lyonnaise, op. cit., vol. x, pp. 381-382; R. Brun, op. cit., p. 265; A. Tenenli, Itsenso, op. cit., pp. 278-281. * Vemos aquí cuán grandes alarmas/Satán, el mundo, han dado hasta aquí/A lodos los cristianos: pero como buenos guardias/Resistid fortalecidos por la fe: pues liberados/Sciéis muy pronto de esos locos que ebrios/I)e la sangre de los santos, claman a Dios venganza:/Así por la fe a Cristo, vuestro je fe , seguiréis./He aquí que llega: valor y paciencia.

Et vray repos, oü toute grace ahonde: Mais chanté m odére tell’envie.*

Presencia masiva del Ars moriendi, y luego invención de nuevas formas, en el momento en que comienza su repliegue: así aparece, a primera vista, la evolución del género de las preparaciones para la muerte entre 1450 y el final del siglo xvi. Por consiguiente, debemos tratar de verificar la hipótesis a través de mediaciones. Para la época de los incunables, los datos son bastante seguros y permiten evaluar el peso de lo religioso dentro de la producción total de libros y, dentro de la producción religiosa, la parte que toca a las ars moriendi.-* Para los diez principales centros de la edición europea, los resultados son los siguientes:

PRODUCCIÓN RF.LIGIOSA

Total de ediciones Venecia París Roma Colonia Estrasburgo Milán Lyon Augsburgo Florencia Leipzig

3 754 2 254 1 613 1 304 980 962 909 893 839 745

Ediciones Porcentaje Edicionesa 974 1 063 465 669 561 226 342 444 422 193

25.9 47.1 28.8 51.3 57.2 23.4 37.6 49.7 50.2 25.8

4 (5) 17(18) 1 (2) 8 (1 6 ) 2 1 (2) 4 (6) 2 (4) 6 9 (7)

Religiosas (porcentaje total) 0.5 1.5 0.2 1.1 0.2 0.4 1.1 0.4 1.4 4.6

(0.5) (1.6) (0.4) (2.3) (0.8) (1.7) (0.8) (3.6)

a Damos aquí, cuando difieren, las cifras de Soeur O ’Connor y, entre paréntesis, las de A. Tenenti.

* Del gran deseo de ir pronto con Dios,/Éste ya casi se ve fuera del mundo:/El temor a la muerte no ha lugar en él,/Pues ella tiene un corazón sucio e inmundo./La muerte no es para el cristiano santo y limpio/Más que un dulce pasaje que conduce a la vida/Y al verdadero re­ poso, donde toda gracia abunda:/Pero la caridad modera tal deseo. 55J. M. Lenhart, “Pre-reformation printed books. A study in statislical and applied bibliography”, Franciscan Stmlies, núm. 14, 1935, cuadro p. 76.

Según las ciudades, el porcentaje de libros de temas religiosos, dentro de la producción de incunables varía entre 25 y 50%; pero si no contamos a las ciudades italianas y a Leipzig, los porcentajes se elevan entre 40 y 50%, lo que se aproxima a la cifra media propuesta por R. Steele y j. M. Lenhart.56 El Ars moriendi representa en general entre 0.5 y 2% de los libros religiosos, con la excepción de Leipzig gracias a las ediciones de Kachelofen. Esto puede parecer modesto, pero representa no obstante, si admitimos la cifra de Tenenti (97 ediciones) y una tirada promedio de 500 ejemplares por edición (como supone Lenhart, muy por debajo de la realidad por lo que respecta a las xilografías), aproximadamente unos 50 000 ejemplares. Se trata de cifras muy semejantes a las de la Imiiatio Christi, editada por lo menos 85 veces antes de 1500.57 Al Ars se añaden los textos que hemos podido contabilizar, los de Gerson, Molinet, Chastellain, Castel,58 los anónimos alemanes e ingleses, lo que hace que podamos admitir que las preparaciones para la muerte constituyen 3 o 4% de los incunables religiosos. Esta cifra, que concierne a una época en la que había la costumbre de leer sobre la muerte todopoderosa, permite medir mejor, por comparación, el impacto de la reforma católica. Recordemos, en efecto, los datos aportados por D. Roche para el siglo xvii: las preparaciones, que ciertamente son de una naturaleza distinta, alcanzan sólo en Francia entre 400 y 500 000 ejemplares y represen­ tan de 7 a 10% de la producción teológica. La estadística bibliográfica autoriza entonces a colocar en una nueva perspectiva los datos de la tradición: las preparaciones para la muerte conocen dos apogeos, en el siglo XV y en el XVII, pero sólo en la época postridentina invade el género en mayor medida la literatura religiosa. Los datos relativos al siglo XVI son menos seguros. Si nos atenemos al ejemplo parisiense,59 el porcentaje correspondiente a las artes de morir se conserva a principios de siglo. Entre 1500 y 1510, los impresores de la capital realizaron 1 656 ediciones, y los libros religiosos constituyeron aproximada­ mente 45% de las mismas. En el seno de la teología, hubo tres niveles: el de

00 J. M. Lenhart, “Pre rcformation", loe. cit., p. 68, retóm ala cifra propuesta por R. Steele en una serie de artículos aparecidos en Library. A Qimrterly Reviextt o f Uibliography and Library l.ore entre 1903 y 1907. 57 A. de liacker, Essay bibliographiqiiesur le lime “De Imitatione Christi", Lieja, 1864, para los incunables 54 ediciones en latín, catorce en italiano, ocho en alemán, cuatro en francés, cuatro en español, una en polaco. 5Í>A. Tenenü, L a vie et la mort, op. cit., p. 60. 58 B. Moreau, Jnventaire, op. cit.

On ’voil affcs cotnhten grandes alarmes Sa/nn, fe »/ü>>!c,ont infanta IrnreT^ sitotts Cfm fliens: ntais cornmc bonsgendarmes RcfiilcZjforts par foy: car dehurel^

SercZj bien tojt de ces fols cnyt*rc7^ D u fangdet faincts,ejntcrt/a Dieuvengeance: Ainfi par foy Chrtjl, uoítre chcf fuyureZj. Vojci, il rvtcnt: couragetn patience. Qomrne

La resistencia a través de la Je, Georgette do Montenay, Emblemas-o divisas cristianos. I-yon, J. Marcorelle, 1571 (París, Biblioteca Nacional).

TVgran l dcftr dallerbien tofla Dieu, Qc 'shu fe nott prefque fortulu monde: Craintc de mort en fon endrott na lieu, osíinft qu elle a au arar faljc ^ iwmonde. La mornieflflns au Ckrestienfa/nct & monde Qr¿ un cIohx paj/arfa condu/re a la ^y c_> Et i:ray repos, ou toute ¡¡ract?ahonde: chante modere telfenuie. B

La muerte deseada, Georgette de Montenay, Emblemas o divisas cristianos, Lyon, J. Marcorelle, 1571 (París, Biblioteca Nacional).

las 300 ediciones es el de los libros de horas, el de entre 30 y 40 ediciones co­ rresponde a biblias, misales, breviarios; el nivel de la decena de ediciones es el de los rituales y las artes de morir, tanto del Ars como del libro de Gerson. Encontramos allí el 1% de la preparación para la muerte. Pasadas las primeras décadas del siglo XVI, las artes de morir se pierden en el ilujo de la pro­ ducción. Tres ejemplos: Caen, 411 ediciones antes de 1560, 31 misales, 22 breviarios, una sola preparación, el Ksguillon de crainte divine pour bien mourir, procedente de las ediciones parisienses del Art de bien vivre et de bien mourir,;60 Burdeos, 711 ediciones en el siglo XVI, ninguna preparación para la muer­ te;61 Lyon, 15 000 ediciones, una treintena sobre la muerte con el texto de Ei asmo (seis ediciones), la traducción de Gerson, el üirectoire de Columbi, la Exhortation de bien vivre et de bien mourir, luego de la Grant Danse macabre (cua­ tro ediciones), los Simulachres et Historiéesfaces de la mort (ocho ediciones).62 Otros indicios, éstos indirectos, confirman esta desaparición: por una parte, el alejamiento que se opera entre las preparaciones para la muerte, poco numerosas, y la Imitado Christi, que prosigue su difusión con 200 ediciones en el siglo XV I;63 por la otra, la curva de la producción jesuita que da 20 títulos sobre la muerte entre 1540 y 1620,139 entre 1620 y 1700, 101 entre 1700 y 1800.64 El libro de J. Polanco constituye a la vez el arquetipo y el más grande éxito de esta literaturajesuita. Su Methodus ad eos adjuvandos c/ui moriuntur: ex cornplurium ac piorum scriptis, diu diutumoque nsu, et observatione collecta es el modelo mismo del librito de pequeño formato, en 12 o en 16, guía práctica del saber morir y del saber ayudar a morir. Aparecieron 18 ediciones entre 1577 y 1650, si se cuentan solamente las ediciones en que el texto aparece solo y no colocado a continuación de otros.65 En una misma inspiración y para un mismo uso podemos señalar en latín las obras de J. Anchieta, Syntagma monitorum adjuvandos moribundos, y de j. Fatio, Mortorium seu libellum dejuvandis moribundis; en lengua vulgar, la 1.0 L. Delisle, Catalogue des limes imprimís ou publiés á Caen avant le milieu du vvr siecle, Caen, 1903-1ÍÍ04. 1.1 L. Desbraves, Bibliographie bordelaise. Bibliographie des oumages imprimes á Bordeaux au xv r siecle el par Simón MilUinges (15721623), Valentín Kocrner, Baden-Baden, Í971. S- H. Baudrier, Bibliographie lyonnaise, op. ciL fi3 A. de Backer, Essai, op. cit., indica para el siglo XVI 68 ediciones en latín, 56 en italiano, 18 en francés, 17 en inglés, 16 en flamenco, quince en alemán, seis en español, cuatro en polaco. 64 C. Sommervogel, Bibliothéque de la Compagnie dejésus, Picard, París, 1890-1009, vol. X, ilustraciones de la primera parte, pp. 510-519. 65 Ibid., vol. VI, p. 944, doce ediciones en latín, una en alemán en 1584, cinco en francés, siendo la primera en 1599, publicada bajo el título Consolations tres útiles, briéves et méthodiques pour bien et fmctucusement consoler et ayder les malaL a Maniere, op. cit., f a III r. 80 Ibid. , f b viit v-c I r. 81 P. Arios, ¡issais sur l'histnire de la mort>op. cit., pp. 167-176. s‘- L a Maniere, op. cit., f a vi r. ** R •Benoist, Considérations notables pour fes Chrestiens malades, contre les pemicieuses anistumes, et les diabolia/ues persuasions, de. ceux qui ne veulenl en leurs maladies recevoir les Sacremens qu 'en l ’exlrémité. D ’cm vient la mort de Tórne et du corps en plusieurs, Troyes, 1595. Sobre René Benoist, párroco adjunto de Saint-Eustache y más tarde obispo de Troyes, véase E. Pasquicr, Un curé de París pendanl les guerra de religión. René Benoist le pape des Halles, 1521-1608, París, 1913.

que más incita a la creatura a la salvación de su alma es la cogitación de la muerte”; P. Doré: “La primera preparación cié la muerte que él [Cristo] nos ha enseñado es tener frecuentemente la meditación y el pensamiento de la muerte. ”8‘* Este ejercicio de fe interior puede apoyarse en un conjunto de actitudes que recomienda P. Doré: primero la lectura frecuente de un arte de morir que proporciona la ocasión y da la materia para pensar en la muerte: “Yo aconsejo a los cristianos leer y releer a menudo [este pequeño opúsculo], pues es el pan cotidiano del que hay que usar durante el peregrinaje de este presente siglo, a fin de llegar al término pretendido, en la ciudad de la Jerusalén eterna, donde Jesús, por su misericordia y conducidos por su gracia, nos debe llevar' a todos al final”;85 luego, si viene la enfermedad, escuchar la pasión de Cristo: “Muchos buenos cristianos en sus enfermedades se hacen leer el texto de la pasión de nuestro señor Jesucristo, reconfortándose en la dulce memoria de su muerte, apoyándose en los brazos de la cruz donde son sostenidos para no caer en la impacien­ cia”;86 en fin, estando con salud pero más aún si se siente el fin próximo, la visión de las imágenes que pueden confortar el alma: “Por eso se pone a los pies del lecho del enfermo el recordatorio de la cruz de nuestro Señor, donde, como en un espejo ante sus ojos, se mira el pobre enfermo.”87 Toda una gama de gestos forma parte de la preparación para la muerte. Los sufragios, misas, oraciones, limosnas y ayunos que se piden en el testamento son igualmente, y puede que sobre todo, prácticas de la vida cristiana en el pensamiento de la muerte. La Maniere de faire testament salutaire señala muy bien al mismo tiempo la eficacia reconocida de las misas y oraciones reclamadas por el difunto y la necesidad de hacer de ello un ejercicio de preparación para la muerte: “El tercer punto de un testamento concierne a los sufragios mediante los cuales podemos ayudar a las almas de los difuntos, y ello de cuatro maneras, a saber: misas, oraciones, limosnas y ayunos, con los cuales se entiende todas las obras laboriosas y aflictivas para el cuerpo hechas para el remedio y salud de los difuntos.” Pero, el texto recomienda: “Es lo más seguro y lo más provechoso hacer decir los sufragios durante la vida mejor que dejarlos ordenados en el testamento, cuando la persona tenga capacidad y oportunidad de hacerlo.

84 P. Doré, La Déploralion de la vie húmame, op. cit. Doré, hermano predicador, doctor en teología, fue predicador en la corte de Enrique 11; murió en París en 1559. ^ Ibid., f a l l í v. «(! Ibid., f 144 r. 87 Ibid., f 176 v 177 r y v.

Es cosa manifiesta que es lo más seguro hacer las cosas por uno mismo mejor que dejar a otros que las hagan después de que uno muere.” 88 De cualquier forma, el testamento constituye un acto esencial. En L a Maniere defatre testament salutaire su planificación habitual sir%'e de estructu­ ra al libro y le da incluso su significación religiosa, puesto que a cada artículo del testamento común hace eco una disposición del testamento espiritual. El texto, por tanto, se halla dividido en seis momentos: la recomendación del alma a Dios, a Nuestra Señora y a los santos del Paraíso, la sepultura, las peticiones de sufragios, los legados, donaciones y concesiones de fondos, las deudas y restituciones, y por último la elección de los ejecutores. Según P. Doré, en una tonalidad cristocéntrica, “el testamento debe hacerse según el orden y manera del que hizo nuestro Señor, a fin de que, en todo y por todo, su muerte sea instrucción de la nuestra”.89 Después de la confesión y el arrepentimiento, el enfermo redacta, o hace redactar, un texto para el que P. Doré da un modelo. En un primer artículo ocupa su lugar la invocación: “En el nombre del Señor Jesús, amén. Yo Chrystolle Doré encomiendo mi alma a Dios y a la gloriosa Virgen María, y a los santos y santas de la corte celestial del Paraíso: Rogando a Dios por el mérito de su hijo Jesús y de su Pasión, con la intercesión de su madre y de todos los santos, perdonar a mi alma y conducirla a su reino eterno, amén.” 90 Puede verse que este texto se encuentra “adelantado” con relación a los testamentos de la segunda mitad del siglo XVI: al lado de los rasgos comunes a la mayoría de los testamentos de esa época (la enumeración del principio o la arcaizante fórmula, por ejemplo), introduce los méritos de Cristo, fórmula que podemos considerar como una prueba de la reforma católica y que, poco presente antes de 1600, invade el discurso testamentario pari­ siense en el segundo tercio del siglo XVII.91 La elección de sepultura, el reglamento de las exequias, las donaciones y legados (“que se canten misas anuales o aniversarias o se hagan distribuciones entre los pobres y a las iglesias cada año, o de otra manera financiar misas de aniversario”),92 ter­ minan ese primer artículo. El segundo está consagrado a las leyes mundanas, al pago de las deudas y a las restituciones; el tercero, más original, a una demostración dedicada a los niños “sobre el ejemplo que nos deja nuestro

*** I m Maniere, op. cit., f b v r. 851 P. Doré, L a Déploralion, op. cit., f 149 v. »> Ibid., f 150 r. 91 P. Chaunu, L a mort á Parts XVI* XVII' et XV1IF siicles, Fayard, París, 1978, pp. 288-329. 92 P. Doré, L a Déploration, op. cit., f 152 r.

Señor, que hace un largo sermón a sus discípulos y apóstoles poco antes de su muerte”.93 Llega la hora de la agonía. Las modificaciones que sufre en su ordenamiento se interpretan como otros tantos cambios sutiles en las sensibilidades. En un primer tiempo el Ars da un modelo: el de la muerte pública, que es espectáculo de edificación para los vivos y certidumbre de socorro para el moribundo. Los presentes tienen de hecho un papel capital en el escenario de los últimos instantes porque ayudan o incluso suplen al agonizante en la correcta recitación de las invocaciones dirigidas a Dios, a la gloriosa Virgen María, a los santos y ángeles, a los apóstoles, mártires, confesores y vírgenes. En el grabado que representa el momento de la expiración, el Ars pone en el centro al monje que da el cirio, pero en el texto, que no hace alusión a los sacramentos, la figura que adquiere consistencia es la del amigo fiel: Y com o sucede que la salvación de la persona es y consiste en la salida de este mundo, cada uno debe cuidadosamente proveerse de un buen y devoto amigo fiel e idóneo que le asista en esta necesidad y conforte en la constancia de la verdadera fe con paciente devoción y perseverancia moviéndole c incitándole a tener buen y devoto coraje y a enderezar el corazón a Dios y a su dulce madre, etcétera. Y exhortándole en su agonía y tránsito y después con buenas oraciones y recom endaciones que mucho pueden valerle para su salvación, y es para tal asistente al moribundo cosa de muy gran m érito com o querría que lo hicieran con él mismo.94

Esta imagen de una amplia asamblea, donde la presencia clerical no se destacay donde el moribundo preside su muerte, constituye la trama común de todas las preparaciones y es vivida como un ideal: Leim os de un buen ermitaño, el cual, conociendo que debía morir en breve, suplicó ser recibido en un convento, y com o le rechazaban debido a que ya estaba viejo, les dijo: no temáis que yo sea una carga para vosotros a causa de mi vejez, pues m oriré en breve, y así no seré para vosotros una carga durante mucho tiempo. Le dijeron que si su muerte estaba tan próxim a por qué quería ser recibido en el convento. ¡Ah!, dijo él, el pasaje de la m uerte es tan peligroso (jue no lo quiero pasar solo.-1'’

,JS Ibid., f 154 v - 155 r. 94 l .’art au mnrier, “Bien utile condusion a ceste salutaire doctrine". Im Maniere, op. cit., 1 c I r.

Pasada por alto en las versiones QS del Ars, la recepción de los sacramen­ tos es minuciosamente descrita en las adaptaciones en lengua vulgar: Después de que el paciente sea advertido e interrogado, com o se ha dicho, se le deben presentar, amonestándolo a recibirlos, los sacramentos de nuestra madre la sania Iglesia, prim eram ente que tenga verdadera contrición de haber ofendi­ do a Dios. Eli segundo lugar, que haga entera confesión de palabra en la medida en que le sea posible, con voluntad de hacer penitencia si recobra la salud, o de aceptar la muerte de buen grado si Dios quiere enviársela, esperando m erecer el reino del Paraíso: no por sus propios méritos sino por los méritos de la pasión de nuestro salvador Jesús Cristo. Igualmente otros sacramentos com o el santo sacram ento del altar, que es el viático de los cristianos, el cual todo buen cristiano que pueda hacerlo debe recibir al final de sus días. Si bien algunos de tales enferm os son enfermos a quienes no se osa dárselo por tem or de que puedan vomitarlo: pero a todos por lo menos se les debe mostrar.96

Sobre ese tejido de fondo, las artes de morir del siglo xvi matizan ciertos motivos. Para empezar, se manifiesta una voluntad de poner orden en el momento de la muerte que pasa por la disminución del número de los asistentes. La ayuda de los cristianos es siempre necesaria, pero debe manifestarse en otra parte y no en torno al lecho del moribundo. P. Doré, por ejemplo, aboga por una muerte más discreta distinguiendo los lugares, por una parte el pueblo cristiano reunido en las iglesias, por la otra unas cuantas personas presentes en la habitación del enfermo: La congregación y asamblea de los cristianos, reunidos en la fe y la oración, es un arm a espantable para nuestros enemigos que son los diablos del infierno. Por eso se envía a los conventos, iglesias y asambleas a los cristianos para rezar por el enferm o que está en trance de muerte,97 [pero] de tal suerte debe hacer el hom bre que se va a morir, impidiendo que nadie llegue a el (así com o hacía S. Agustín leyendo los Salmos de David salvo cuando le llevaban los alimentos o las medicinas), solam ente en torno a su lecho deben estar dos o tres que nieguen por él, así com o estaban los tres apóstoles nombrados cuando nuestro Señor sudó sangre y agua, rezando en el jardín de los Olivos.98

A fines de siglo, la promoción de los clérigos hará pasar a un segundo plano la ayuda de los cristianos. Dos de las Considérations publicadas por R. Benoist en 1595 manifiestan la evolución: 1.6 L ’art et Science, op. cit., 1' K III v. 1.7 P. Doré, L a Déploration, op. cit., f 170 v.

98 IIHcl., f 171 r.

Consideración 14: Él [el cristiano enferm o] se dirigirá a aquel que tiene el poder de curar su alma, perdonándole sus pecados y administrándole los sacramentos, y rogando por él según los deberes de su vocación, que es su cura pastor j e ­ rárquico inmediato. Consideración 16: Q ue el prim er recurso sea a su propio pastor, y a su pro­ pia Iglesia parroquial por numerosas y válidas razones, sin embargo no es malo sino a menudo muy útil añadir las plegarias de personas religiosas y devotas, tanto regulares com o seculares, que deben com padecer a los enferm os estan­ do caritativamente endeudados con sus b en e fa cto re s."

Así pues, es muy claro que los siglos XV y XVI se inclinan por la muerteespectáculo, que sólo cederá terreno con la promoción de la muerte en el seno familiar. Sin embargo conocen, al menos en el nivel de los textos normativos que son las preparaciones, ciertos cambios. El deseo de dismi­ nuir el número de los presentes es un hecho que traduce también la iconografía: la escena de la agonía grabada por L. Gaultier muestra esta reducción, al mismo tiempo que una feminización de la asistencia;100 podemos compararla, para medir la evolución, con la misma escena tal como la trata el miniaturista del Breviario Grimani, que es una obra fechable entre 1480 y 1520.101 La otra modificación es la emergencia del sacerdote, ambigua en su significación pues cristaliza los temores supersticiosos que permiten creer que es él quien, significando la inminencia de la muerte, la precipita, y hace al mismo tiempo resentir como una carencia espantable la ausencia del cura en esos últimos momentos. Hemos tratado de medir, apoyándonos en la estadística bibliográfica, la importancia de las artes de morir en la circulación de lo impreso durante los 150 primeros años de su existencia. A reserva de otras medidas, parece posible admitir, al menos como hipótesis de trabajo, que después de la época de auge de los años 1450-1530, que son los del éxito masivo del Ars moriendi, ias preparaciones para la muerte diversifican su discurso al mismo tiempo que experimentan un retroceso en las librerías. La otra conclusión provisio­ nal es la constatación de que las guías para la buena muerte pesan menos en la literatura religiosa del tiempo de los incunables que en la del triunfo de la reforma católica. Pero contar títulos de ediciones no es suficiente: hay que descubrir también qué gestos recomiendan o estigmatizan. Cierto que la

99 R. Benoist, Considérations, op. cit., pp. 11 y 13. 10,1 L. Gaultier, Suite de orne pitees, op. cit., nota 140. Iul T. S. R. Boase. Death, op. cit., p. 121, reproducción de! Breviario Grimani, Venecia. Biblioteca Marciana, í'449 v.

exhortación no implica siempre obediencia ni la prohibición censura, y sería aventurado pensar que las artes de morir enuncian sin margen de error la manera en que la muerte era pensada y vivida por todos. Sin embargo, a través de normas y exigencias —por ejemplo la insistencia en la necesidad de poner orden y luego la toma del control clerical sobre los últimos instantes—, se expresan mutaciones importantes (pero no necesariamente universales) de las creencias y conductas, a la vez influidas y traducidas por los textos que supuestamente las regulan.

3. PODER Y ESCRITURA. EL PRÍNCIPE, LA BIBLIOTECA Y LA DEDICATORIA (SIGLOS XV-XVII)

n The Tempest, representada en la corte el primero de noviembre de 1611 ante el rey Jaime I, Shakespeare pone en la escena a un príncipe que, para su desgracia, ha preferido frecuentar los libros al arte de gobernar. En efecto, Próspero, el duque de Milán, ha re­ nunciado al ejercicio del poder para entregar todo su tiempo al estudio de las artes liberales y al conocimiento de las ciencias ocultas. Being Iransported and rapl in secret studies” (“transportado y absorto en estudios secretos”), él no aspira más que a huir del mundo y hallar su retiro en la biblioteca: “Me, poor man, my lihrary was dukedom large enough” (“Pobre de mí, mi bibliote­ ca era un ducado bastante grande”) (acto I, esc. 2, verso 109-110).1 A su hermano Antonio le ha dejado la conducción de los negocios y la dirección del Estado. Esta disociación original ha sido la fuente de lodos los desórde­ nes: desorden político a raíz de la traición de Antonio, quien se ha procla­ mado duque y desterrado a Próspero de sus estados; desorden cósmico, marcado por la tempestad de la primera escena que subvierte el orden de la naturaleza, al igual que la usurpación de Antonio ha destruido el de la ciudad. La historia que narra The Tempest es la de una reconciliación: al fi­ nal de la pieza, la armonía rota de un tiempo es plenamente restaurada, y se anula la desgarradura inicial que había hecho de Próspero a la vez un mago todopoderoso, maestro de los elementos y de los espíritus, y un pobre so­ berano, destronado, alejado, exiliado a una isla desconocida.2

E

1 Citamos The Tempest a partir de The Iliuslraied Slratford Shakespeare, Chancellor Press, i .ondres. 1982, pp. 9-29. (Ésta y las siguientes citas de Shakespeare están tomadas de la traduc­ ción del inglés de Adollo F. Varela, Comedias, William Shakespeare, Iberia, Barcelona, 1957.] - Véase el comentario de Louis Marín, “Le portrait du poete en roi. William Shakespeare, t,a Tempéte, actel, scénes 1 et 2 ( l f il l ) " ,e n Ues pouvoirsdel’image. Gloses, EditionsduSeuil, París, 1993, pp. 1G9-185.

El espejo en que se muestra así al verdadero príncipe, espectador de la pieza, refleja en su totalidad el poder de los libros y su peligro. Gracias a los libros que el fiel Gonzalo le ha permitido llevar en su barca de infortunio (“Sabiendo cómo amaba yo mis libros me proveyó de volúmenes sacados de mi biblioteca, que yo aprecio más que mi ducado”, acto I, esc. 2, verso 166168), Próspero puede desencadenar o apaciguar las olas, invocar a los es­ píritus y embrujar a los seres humanos. Pero es también debido a su pasión sin límites por los libros, principalmente por los que contienen los conoci­ mientos ocultos, que ha perdido el trono. La restauración de la legítima soberanía y del orden político requiere entonces de la renuncia a estos libros que sólo otorgan un poder a cambio de una pérdida: “Pero de esta burda magia, abjuro aquí mismo [...] Romperé mi vara mágica, la sepultaré a mu­ chos pies bajo la tierra y en las olas, a insondada profundidad, ahogaré mi libro”, acto V, esc. 1, versos 50-57.3 Personal, secreta, la biblioteca de Próspero es una biblioteca de príncipe y sin embargo no es una biblioteca principesca, si por ello se entiende la co­ lección reunida por un soberano, aunque no necesariamente para su uso personal. Hay que subrayar de entrada esta distinción y no identificar in­ mediatamente la “biblioteca del rey” con los libros, y menos aún con las lecturas del monarca. El caso francés ilustra esto de manera ejemplar ya que, a partir de 1570, la “librería” del rey se traslada del castillo de Fontainebleau a París, donde se instala en edificios que no son casas reales: al principio, en una casa particular y después, en 1594, en el Colegio de Clermont; en 1603, se cambia al Convento de los Franciscanos; en 1622 a un edificio situado en la calle de la Harpe, siempre en el recinto de los Franciscanos, y en 1666 a dos casas compradas por los Colbert en la calle Vivienne. Ahí permanece­ rá hasta 1721, año de su instalación en el Hotel de Nevers. Así, desde el últi­ mo tercio del siglo XVI, la “tíibliuthéque du Roy ”—el término hace su aparición en un edicto de 1618— no volverá a ocupar un edificio que sea al mismo tiempo residencia del príncipe. Sus libros personales, los que lee para sí y que forman parte del gabinete del Louvre, no se confunden entonces con la colección “pública” que constituye la biblioteca real. De esto es prueba un reglamento de 1658 que impone a los libreros e impresores el depósito de

:í Para una int erpretación “rosacrucesca” de The Tempest, véase Francos A. Yates, Shakespeare ’s last plays: A new approach, Rotledge and Kegan l’aul Ltd., Londres, 1975 (traducción francesa, Les deniierespier.es de Shakespeare. Une approdie nmivelle, Éditions Bclin, París, 1993. (Traducción española. Las últimas obras de Shakespeare. Una nueva interpretación, Fondo de Cultura Económi­ ca, México, 1975.)

un quinto ejemplar de todo libro publicado. Dos están destinados a la Biblioteca del Rey, uno a la comunidad de libreros-impresores, otro al canciller, y el último debe ir a la biblioteca del Louvre, “llamada comúnmen­ te el Gabinete de los Libros, que sirven a nuestra persona”.4 Fuera del Louvre, el rey detenta o lleva consigo en sus diversos palacios y casas los libros que son de su agrado. Hay cjue subrayar que esta situación es vieja, que existía desde antes del traslado de la biblioteca de Fontainebleau a París. En un inventario de 1518 que enumera los libros de la biblioteca del rey, instalada entonces en el cas­ tillo de Blois, figura una rúbrica titulada “Aultres livres que le Roy porte communément ”(“otros libros que el Rey lleva comúnmente”), y que cuenta 17 obras colocadas en cofres que acompañan a los desplazamientos del sobe­ rano.5 Inversamente, las razones que conducen a Francisco I a fundar hacia 1520 una nueva biblioteca real en Fontainebleau, y a pedir después, en 1537, el depósito obligatorio de un ejemplar de todas las “obras dignas de ser vistas” en la biblioteca de Blois, y finalmente a reunir en 1544 en Fontaine­ bleau las dos bibliotecas, no se relacionan en nada con sus prácticas personales. Las colecciones así constituidas tienen una finalidad totalmente “pública”: quieren ser conservatorios que protejan de la desaparición a todos los libros que lo ameriten; están abiertas a los sabios y a los eruditos ya que, como lo escribe Robert Estienne a propósito de la biblioteca de Fontainebleau, “nuestro rey [...] la facilita libremente a quien la necesite”.6 Esta utilidad pública es además uno de los argumentos enunciados para la transferencia de la “librería” a la capital. En 1567, Pierre Ramus recuerda a Catalina de Médicis que los príncipes de su familia, Cosme y Lorenzo, ha­ bían instalado su biblioteca “en el centro de sus estados, en la ciudad donde era más accesible a los estudiosos”.7 El rey de Francia debía consagrase a imitar tal ejemplo. La “biblioteca real” es entonces una realidad doble. Por un lado, en su forma más sólidamente instituida, no está consagrada al gusto del monar­ ca, sino a la utilidad pública. Es a lo que sirven su gloria y su renombre. Ga­ briel Naudé lo subraya en el Advis pour dresser une bibliothéque, que publica en 1627. Ahí indica que no existe

1 Simón Balayé. La RibliothiqueNationaledes origines á 1800, Líbrame Droz, Ginebra, lí)88, p. 04 (sobre el Gabinete de los libros del rey en el Louvre, pp. 156-157, ñola SO). •' Ibid.y p. 27. Ibid., p.42. 7 IbicL, p. 47, nota 196.

ningún medio más honesto y seguro para hacerse de un gran renombre entre los pueblos, que erigir bellas y magníficas bibliotecas, y luego encomendarlas y consagrarlas al uso del público. También es verdad que esta empresa nunca ha engañado ni decepcionado a quienes han sabido realizarla, y que ha sido siem­ pre juzgada como de tales consecuencias, que no solamente los particulares la han logrado para su provecho [...] sino que incluso los más ambiciosos siempre han querido servirse de ella para coronar y perfeccionar todas sus bellas ac­ ciones, como se hace con la llave que cierra la bóveda y sirve de lustre y adorno a todo el resto del edificio. Y no queráis otras pruebas y testigos de lo que digo que estos grandes reyes de Egipto y de Pérgamo, eseJeijes, ese Augusto, Lúculo, Carlomagno, Mathieu Corvin y aquel gran rey Francisco Primero, al que todos han querido y buscado particularmente (entre el número casi infinito de mu­ chos monarcas y potentados que también han practicado este ardid y estratage­ ma) por reunir un gran número de libros, y hacer arreglar bibliotecas muy curiosas y bien guarnecidas.8 La biblioteca real, al igual que las grandes bibliotecas humanistas (por ejemplo la de John Dee)9 o la de los jueces (como la de los magist rados del Parlamento Henri de Mesmes, a la que Naudé dedica su Advis, o Jacques de Thou ),10110 es un “solitarium”, un lugar de retiro del mundo exterior y para los goces secretos. Abiertas a los letrados, a los sabios, incluso a los simples curiosos (ése es el caso en la Biblioteca del Rey a partir de 1692), sus colec­ ciones de manuscritos y de impresos pueden ser transportadas al servicio del conocimiento, de la historia de la monarquía, de la política o la propaganda del Estado. Pero los reyes también son lectores. De ahí las colecciones de libros, fue­ ra de la biblioteca “pública”, dispersas por aquí y por allá entre sus diversas residencias. Fernando Bouza Álvarez ha subrayado así el contraste entre la biblioteca de carácter muy personal que era la de Felipe IV en la Torre Alta de su Alcázar madrileño y la biblioteca real de El Escorial: Sin «luda, la librería de la Torre Alta es un ejemplo de biblioteca muy personali­ zada en atención a las peculiares e irrepetibles características, necesidades y deK Gabriel Naudé, Advis pour dresser une bibliothéque, reproducción de la edición de 1644 precedida de “L*Advis, manifestó de la biblioLhéque Érudite”, por Claude Jolly, Aux Amateurs de l.ivres, París, 1990, pp. 12-14. 9 William H. Sherman, “A living library: The reading and writings of John Dee”, tesis de doctorado, Universidad de Cambridge, 1991, copia dactilográfica. 10 Antoine Coron, “*Ut prosint aliis’.Jacques-Auguste de Thou et sa bibliothéque”,en Histoire des bibliothéquesfrantaises, vol. II (“Les hibliotheqnes sous PAncien Régime 1530-1789”), bajo la dirección de ClaudeJolly, Promodis-Éclitions du Cercle déla Librairie, París, 1988, pp. 100-125.

seos de quien fue su propietario. Para los Austrias españoles, la gran bibliote­ ca regia seguía siendo la Laurentina y la del Alcázar cumplía una función menos representativa, más utilitaria y placentera; como lo escribió Juan Alonso Calde­ rón, esta última había sido fundada por Felipe IV a comienzos de su reinado precisamente “para poder asistir en ella cada día”, “no contentándose —el rey— con la ilustre de San Lorenzo el Real".11 Una dualidad semejante existe en Francia con la Biblioteca del Rey (que Luis XIV no visitará más que una sola vez, en 1681) por un lado y, por el otro, el Gabinete del Louvre; y más tarde, con la biblioteca del castillo de Versalles, instalada entre 1726 y 1729 en los Pequeños Apartamentos, y la del castillo de Choisy en 1742. La constitución de las colecciones reales, cualquiera que sea su naturaleza, pone en juego varios gestos. En el caso francés, las bibliotecas del monarca se enriquecen de diversas maneras: mediante las confiscaciones operadas tras las expediciones militares victoriosas (como en las Guerras de Italia), con la unión de las bibliotecas de los miembros de la familia real (por ejem­ plo, en 1599, la de Catalina de Médicis o en 1660 la de Gastón de Orleáns), por medio de la obligación (por demás muy poco respetada) del depósito de ejemplares exigido a los libreros e-impresores, por el intercambio (como en 1668 con la biblioteca del Collcge des Quatre Nations, al que Mazarino ha­ bía legado su biblioteca, reconstituida tras la Fronda), a través de donaciones (la efectuada por frayjacques Dupuy en 1652 constituye el primer aporte im­ portante de libros impresos a la biblioteca real cuyas colecciones estaban hasta entonces constituidas esencialmente por manuscritos), o aun por la ad­ quisición, tanto de obras particulares compradas en el extranjero por via­ jeros, diplomáticos y corresponsales, como de bibliotecas enteras puestas a la venta al morir su dueño. Pero nos detendremos en otro gesto, minoritario: el del libro ofrecido al príncipe. En francés, se utilizan las mismas palabras (dédier, dédicace)* para designar la advocación de una iglesia y la dedicatoria de un libro. El Dictionnaire universel de Furetiére en 1690 encadena así las definiciones: “Dedicace: Consagrar una iglesia [...] Es también la epístola preliminar de un libro dirigida a quien se le dedica para rogarle que lo proteja”; “Dédier: Consagrar una iglesia [...] Significa también ofrecer un libro a alguno para 11 Fernando J. Ronza Alvarez, Del escribano a la biblioteca. La civilización escrita europea en la alta ed ad m oderna (siglos XV-XVIí), Madrid, Editorial Síntesis, J992; p. 131. * lin español sería dedicar, dedicatoria. [N. de T.]

hacerle honor y tener la oportunidad de hacer su elogio, y a menudo pa­ ra esperar de esto vanamente alguna recompensa.” “Esperar de esto vana­ mente alguna recompensa”: la amargura irónica de Furetiére, azote de los mecenas avaros y de los escribanos que buscaban gratificación, no debe en­ mascarar la importancia de una práctica que gobernó durante mucho tiempo la producción y la circulación de las obras. En el libro, la dedicatoria al príncipe es, en principio, una imagen. Nu­ merosos son, en la era del libro manuscrito, los frontispicios que represen­ tan al “autor” de rodillas, ofreciendo al príncipe sentado en su trono y dotado de los atributos de su soberanía un libro con ricos relieves que con­ tiene la obra de la que es creador, traductor, comentador o comanditario. La escena reviste de un nuevo contenido una iconografía tradicional y frecuente, presente en las miniaturas, en los frescos, en los capiteles escul­ pidos, en los vitrales, en los retablos: un donador arrodillado ofrece en ellos la iglesia o la capilla, representada bajo la forma de una maqueta, que ha mandado construir paira la gloria de Dios. En la imagen de la relación entre el soberano y el escritor, el libro ha tomado el lugar del edificio sagrado, el autor el del fundador, y el rey el de Dios, de quien es el lugarteniente aquí en la tierra.12 Cynthia J. Brown sugirió recientemente que con el libro impreso esta re­ presentación de la dependencia del autor sometido al príncipe que acep­ ta recibir su obra, cedía el lugar a una afirmación vigorosa de la propia identidad del escritor: “Parece razonable concluir [...] que la llegada de la imprenta y su desarrollo a fines del siglo XV y principios del XVI jugó un papel nada despreciable en el surgimiento de la autoconciencia del autor entre los escritores vernáculos de París. En última instancia, esto puede haber efectuado un cambio en el propio concepto de la literatura.”13 El ejem12 Para un acercamiento entre las representaciones de la donación de una iglesia y las de la dedicatoria de un libro, véase el catálogo de la exposición Los fastos del gótico. El siglo de Carlos V, Galerías Nacionales del Grand Palais, 9 de octubre 1981-1 de febrero de 1982, París, Éditions de la Reunión des Musées Nationaux, 1981, en particular núm. 53, Jean Tissendier como donador (estatua de Jean Tissendier, obispo de Rieux, ofreciendo a Dios la capilla llamada de Ricux que el ha mandado construir en el presbiterio de la iglesia de los Franciscanos en Tolosa), núm. 257, Dominicus Grima, Lectura in Genesim (miniatura que representa la entrega por Dominique Grima de su obra al papa Juan XXII), y núm. 285, Biblia historial de Vaudetar (miniatura que representa a Carlos V recibiendo la Biblia que le ofrece su consejero Jean de Vaudetar). Véase también Georges Duby, Fondemmts d ’un nouvel humanisme 1280-1440, Éditions d'Arl Alberl Skira, Ginebra, 1966, “l.e donateur et sa marque”, pp. 21-29. I!t Cynthia ). Brown, “Text, image and authorial self-consciousness in late medieval l'aris”, Sandra Hindman (com p.), Printing the Written Word, '¡'he Social Histary nfliooks, circa 1450-1520, Cornell University Press, Ithaca y Londres, pp. 103-142 (cita p. 142).

pío que funda esta hipótesis está dado por una obra del retórico parisino André de la Vigne, Ressource ele la Chrestienté, un texto alegórico que justifica las pretensiones de Carlos VIII sobre el reino de Nápoles. En el manuscrito d e presentación al rey (BN, Ms fr. 1687), el autor es a la vez disimulado (su nombre sólo aparece en el último verso, enmascarado con un juego de palabras), y dependiente (la miniatura del frontispicio lo representa en la postura clásica del donador arrodillado a los pies del príncipe). Las ediciones impresas de la obra, que forma parte de una antología titulada Vergier d ’honneur, presentan una idea del autor totalmente distinta: por una parte, su nombre ligura sobre la página del título y se repite en el último verso de la obra, como una firma personal; por otra parte, en el fron­ tispicio, la escena de la dedicatoria ha dejado lugar a un retrato del autor. En los grabados en madera no se trata de un retrato individualizado y realista del escritor, sino más bien de una representación estereotipada del autor co­ locado frente a su libro terminado. Esta vale independientemente de cual­ quier obra particular, de cualquier autor singular, designando de manera genérica la “función autor”, para decirlo como Foucault.14 En el caso de una miniatura más realista que se encuentra en un ejemplar de pergamino de la segunda edición, lo que se muestra es el acto mismo de la composi­ ción de ía obra. Sentado en un trono semejante al del rey en las escenas de dedicatoria, el poeta ve aparecer frente a él a los personajes alegóricos del relato que está escribiendo —en el doble sentido que ha adquirido esta palabra en la lengua del siglo XV: no sólo tomar la pluma, sino también componer una obra. Del manuscrito al impreso, para CynthiaJ. Brown, “el estatus de La Vigne como autor se desarrolla en el interior del mismo texto, de una instancia secundaria convencionalmente medieval a una presencia cada vez más autoritaria y [...] al mismo tiempo su patrón Carlos VIII pasa de ser una autoridad personalizada y dominante, a un personaje más ausente, ambiguo”.15 ¿Tiene este ejemplo valor general? Tal vez, si recordamos lo frecuentes que eran, durante el siglo XVI, las escenas de dedicatoria en el libro impreso. Ruth Mortimer ha sugerido a este respecto una tipología que identifica tres

14 Michél Foucault, “Qu’est-ce qu’un auteur?”, Bulletin de ía Societé Fran^aise de Fhilosophie, vol. LXIV,julio-septiembre 1969, pp. 73-104. Para una lectura histórica de ese texto, véase Roger Chartier, “Figures de 1’auteur”, en L ’ordre des limes, lecteurs, auleurs, bibliothéques en Europe m ire XIV et XVIir- nicles. Alinea, Áix-en-Proycnce, 1991, pp. 35-67. (Traducción española, El orden de los labros. Lectores, autores y bibliotecas en Europa, siglos XIV-XVUI, Gedisa, Barcelona, 1933.) 'fcVrtthiaJ. Brown, “Text", loe. cit., p .104.

formas.16 La primera no constituye una presentación de libro propiamente dicha: coloca de diversas maneras en un mismo espacio al autor y al rey, a quien su obra está destinada. Es el caso de un grabado en madera que ilus­ tra los Anuales d ’A quitanie dejean Bouchet (Poitiers, 1524), en el que el rey (designado en una filacteria como “Franc. Rex”) y el autor { “Actor”) están rodeados de figuras mitológicas ( “Mercurus ”), alegóricas ( “Fortitudo ", “ficstitia ”, “Filies ”, “Pruáentia", “Teinperentia”) e históricas ( “Aquitania ”).17 La segunda iconografía es más clásica y permite ver el gesto mismo de la presentación y de la entrega del libro que pasa de la mano del autor a la del destinatario: rey, reina, ministro, cortesano, etc. Una tercera categoría de ilustraciones representa al autor leyendo su obra al soberano id que la ofrece. Es el caso, por ejemplo, de un grabado en madera utilizado dos veces por Antoine Macault en las traducciones de Diodoro y de las Filípicas de Cicerón que dedica a Francisco I.18 La relación de patronazgo y de protección, que se manifiesta en las escenas de la dedicatoria, no desaparece entonces con la primera afirmación de la identidad y de la función del autor —que, por lo demás, es anterior a la invención de la imprenta. Cuando mucho, estas escenas deben combinarse con otras modalidades del retrato del autor en las que se muestra solo, dotado de los atributos reales o simbólicos de su ar­ te, convertido en héroe a la usanza antigua o presentado al natural. Es así como el cirujano Ambroise Paré, siguiendo el ejemplo de Vesalio, inserta su retrato en diferentes edades de su vida en la mayor parte de las ediciones de sus obras aparecidas después de 1564 (en total, durante toda su carrera de autor, en nueve ediciones de las 16 publicadas entre 1545 y 1585).19 Los contratos establecidos entre los autores o los traductores, y los libreros, registran a su manera la persistencia de la dedicatoria a los protectores. En los treinta contratos parisinos encontrados por Annie Parent-Charon del periodo 1535-1560, lo normal es que el librero tome a su cargo todos los

111 Ruth Mortimer, “Portrait of the author in sixteenth-ccntury Fiante. A paper présénted on thc occasion o f the llftieth anniversary o f the Hanes Foundation for thc Study o f the Origin and the Developement o f the Book, Hanes Foundation”, The IJniversity o f North Carolina, Chapel Hill, 1980.

17 Ibiit., figura X. 18 Ibid., figura 7. ,y Annie Parent-Charon. “Ambroise Pare et ses imprimeurs-librarires”, Actes du Colloque International “A. Paré et son temps”, 24 y 25 noviembre 1990, en Laval, Mayenne, Laval, Association de Commémoration du Quadricentenaire de la Mort d’A m b ro ise J^ ¡y ^ £ f£ pp.

207-233.

gastos y el autor reciba como retribución no una suma de dinero, sino un cierto número de ejemplares gratuitos de su libro: desde 25 ejemplares por la traducción de Jean Amelin de las Décadas de Tito Livio, publicada por Guillaume Gavellat (contrato del 6 de agosto de 1558), a cien ejemplares para el Epithoméde la maye astrologie et de la reprovée de David Finarensis, impreso por Étienne Groulleau (contrato del 22 de agosto de 1547). Una remune­ ración monetaria, añadida a los ejemplares cedidos gratuitamente por el li­ brero, sólo aparece en dos situaciones: cuando el autor ha ganado por sí mismo el privilegio y ha desembolsado los gastos de cancillería o cuando el contrato se refiere a una traducción (muy particularmente durante las décadas de 1550 y 1560, con las traducciones de las novelas de caballería castellanas, muy en boga entonces).-0 Pero incluso en estos casos la entrega de los ejemplares que podrán ofrecerse al rey y a los principales sigue siendo lo esencial. Como prueba tenemos una cláusula del contrato establecido el 19 de noviembre de 1540 entre Nicolás Herberay y los libreros parisinos Jean Longis y Vincent Sertenas con motivo de su traducción del segundo, tercero y cuarto libros del Amadís de Gaula. Por su trabajo y por el privilegio que él mismo obtu­ vo, Nicolás de Herberay recibe, por una parte, ochenta escudos de oro sol y, por la otra, “de cada uno de dichos tres volúmenes, doce libros en blanco en volumen de hoja [es decir, sin encuadernar], tan pronto como estén im­ presos, sin que él pague nada”. Pero hay más. Los libreros se comprometen a no sacar el libro a la venta antes de que el traductor haya podido mandar a encuadernar y presentar al rey el ejemplar que le dedica: “No podrán deber ni vender ninguno de dichos tres volúmenes, sin que primeramente no hayan sido presentados por el dicho De Herberay al Rey nuestro Señor, bajo pena de todos los gastos, daños e intereses, los cuales él promete presentar sobre seis semanas después de que dicho volumen le habrá sido entregado impreso en blanco como está dicho.” 21 Dos años más tarde, para la traduc­ ción del quinto y el sexto volúmenes del Amadís de Gaula, el contrato esta­ blecido el 2 de marzo de 1542 entre Nicolás de Herberay y los libreros Jean Longis, Denis Janot y Vincent Sertenas no sólo prevé el pago por parte de éstos de una suma de 62 escudos de oro sol (a la que hay que añadir 22 escu­ dos de oro sol por una deuda con Jean Janot de la cual De Herberay queda Annic Parent-Charon, I.es métiers du lime a París au X V ¡c siccle (1.535-1560), Librairie Dro/, Ginebra, 1974, pp. 98-J21 y “Annexe. Quelques documente extraits du Minutier Central des notaires parisiens aux Archives Nati o líales”, pp. 286-311. 2' fbid., pp. 300-301.

libre de ahora en adelante), sino también la entrega al traductor de “doce libros de dichos quinto y sexto volúmenes, a saber diez en blanco y dos encua­ dernados y dorados, fin que por razón de estos libros él deba pagar algo”.22 La escena representada en las miniaturas o en los grabados en madera nos remite a una realidad durable. El rey recibe para su o sus bibliotecas nu­ merosas obras que le son ofrecidas en dedicatoria por los autores que bus­ can su protección. Éstos las mandan encuadernar antes de presentarlas al soberano —lo que destruye un poco la uniformidad que deseaba Francis­ co I para la biblioteca de Fontainebleau, en la que todos los volúmenes debían estar encuadernados según un mismo esquema, con decorados idénticos sobre las pastas de cuero café muy oscuro o negro y las armas reales aplicadas en el centro de las tapas.23 1.a lectura en voz alta de la obra presentada al rey es también una práctica demostrada. La Croix du Maine nos da de ello un ejemplo entre otros. En 1584, dedica al rey (en este caso Enrique III) el Premier volume de la Bi­ bliothéque du Sieur de L a Croix du Maine. Qui est un ca talogue general de toutes sortes d ’Autheurs, qui ont escrit en Frangois depuis cinq cents ans el plus, jusques á ce jou r d ’huy (París, Abel L’Angelier). En este libro, varios rasgos marcan la relación de dependencia que La Croix du Maine pretende instituir entre el rey y él. El retrato del soberano (y no el del autor) está grabado en el frontispicio, la epístola dedicatoria que se le dirige termina en “Frangois de la Croix du Maine cuyo anagrama es Race du Mam, si fidel' a son mi", y la escena de presentación es así imaginada: “Si Vuestra Majestad deseara saber cuáles son los otros [volúmenes] que he escrito y compuesto para el adorno e ilustración de vuesU o tan célebre y floreciente Reino, estoy listo a dar lec­ tura (cuando a él le plazca ordenármelo) del Discurso que mandé imprimir hace cinco años, tocante al catálogo general de mis obras” [se trata del /iiscours du Sieur de L a Croix du Maine contenant sommairement les Noms, 7 'iltres et ¡nscriptions de la plus grande partie de ses CF.uvres latines et frangaises”, que enumera varios cientos ele obras y que está publicado en el Premier volume de la Bibliothéque].24 Leer ante el rey la obra que se le dedica y que va a ocupar Und.. pp. 301-302. ‘- 3JeanToulet, “Les reliures”, Histoire da l editionfran^aise, bajo la dirección de Roger Chartier y Ucmi-Jean Martin, vol. I (“I.e livre contjucram., Du Moyen Age au miliau du xvne siecle”), Promocüs, París, 1982, pp. 530-539. 24 Sobre el Premier volume de la Hibliothequv du Sieur de. La Croix du Mame, véase Claude I .ongeon, “Antoine Du Vcrdieret Frangois de La Croix du Maine”. Aetesdu C.olloque Renaissancednssicisme su Maine, Le Mans, mayo 1971. A.-G. Nizet, París, 1975, pp. 213-233, y Roger Char­ tier, “Bibliothéque”, loe. cil., pp. 81-92.

un lugar en su biblioteca: ese gesto atestigua que incluso antes de la época de la imprenta subsistía la antigua modalidad de la “publicación”, es decir la lectura en voz alta de una obra ante el príncipe, el señor o la institución a quien está dedicada.25 La dedicatoria de un libro al soberano por parte de su autor constituye aún en el siglo xvm una de las mejores maneras de atraerse la benevolencia real. Hay un ejemplo que nos lleva a la corte de Luis XV. En 1763, Marmontel pretende el escaño que ha dejado vacante la muerte de Marivaux en la Academia Francesa. Él es el candidato de los filósofos, pero éstos todavía son sólo cuatro en la institución. Además, Marmontel es blanco de una hostili­ dad salvaje por parte del conde de Praslin, uno de los ministros. La única manera de esquivar una oposición tan poderosa es ganarse el favor del rey. Para obtenerlo, el candidato de los filósofos, aconsejado por su protectora, la marquesa de Pompadour, halla el gesto de sumisión más tradicional en el hombre de letras: ofrendar al soberano un ejemplar ricamente encuaderna­ do de una de sus obras. “Finalmente, estando terminada la impresión de mi Poética, rogué a Madame de Pompadour que obtuviera del rey el serle presentada una obra que hacía falta a nuestra literatura. Es, le dije, una gracia que no costará nada ni al rey ni al Estado, y que probará que soy querido y bien recibido por el rey.” La marquesa obtiene sin problema el consenti­ miento del rey y sugiere a Marmontel que ofrezca su libro el mismo día al soberano, a la familia real y a los ministros. Eso es lo que decide hacer. Para lograrlo se dirige a Versalles: “Estando mis ejemplares magníficamente encuadernados (ya que no escatimé en nada), me dirigí un sábado en la tarde a Versalles, con mis paquetes [..:] Al día siguiente, fui introducido por el duque de Duras. El rey estaba levantándose. Nunca lo había visto tan her­ moso. Recibió mi homenaje con una mirada encantadora. Yo habría llega­ do al colmo de la alegría si me hubiera dicho tres palabras; pero sus ojos hablaron por él.” Y sigue Marmontel: “Cuando bajé con Madame de Pom­ padour, a quien ya había presentado mi obra, me dijo: ‘Id con M. de Choiseul a ofrecerle su ejemplar, os recibirá bien; y dejadme el de M. de Praslin; yo misma se lo ofreceré’.” La dedicatoria de la Poética tiene efecto, pues Mar­ montel finalmente es elegido en la Academia.26 Esta anécdota es un buen ejemplo del vínculo paradójico que asocia al siglo XVIII la nueva definición clel hombre de letras, practicante intrépido del espíritu filosófico y del 25 Pascale Bourgain, “L’éditioii des manuscrits”, Histoire de l'editionfranfaisc, op. rit., vol. I, pp. 48-75 (en particular p. 54). **> Marmontel, Mémoires, edición crítica establecida por John Renwick, G. de Bussac, Clermont-Ferrand, 1972, vol. I, pp. 212-217.

respeto necesario a las formas más clásicas del mecenazgo para quien desea obtener el patronazgo del príncipe, supremo dispensador de gracias y pro­ tecciones.27 Los autores o traductores no son los únicos que presentan sus libros a los príncipes. Los libreros también acostumbran este gesto, y alrededor de la dedicatoria puede engarzarse la rivalidad entre quien escribió la obra y quien hizo el libro. El caso de Antoine Verard, que domina la librería parisina entre 1485 y 1512, es totalmente ilustrativo. Como nos lo ha mos­ trado Mary Beth Winn, las ediciones de Vérard presentan cierto número de rasgos comunes, heredados directamente de los manuscritos que ha produ­ cido: por una parle, incluyen una epístola, un poema o un prólogo dedicato­ rio que a veces sólo figura en el ejemplar ofrecido al rey; por otro lado, los ejemplares de presentación contienen generalmente una miniatura que re­ presenta la escena de la dedicatoria. El hecho importante es que Vérard, que no es ni el autor de los textos ni el impresor de los libros, sino su editor, to­ ma a menudo el papel y la postura del donante. Es su propio retrato el que figura en varias de las miniaturas que muestran la entrega del libro al rey —y en uno de los manuscritos este retrato está colocado bajo la palabra Acteur. Y es Vérard quien firma un número muy grande de las dedicato­ rias al rey (empleando la fórmula “Muy humilde y muy obediente servidor”). Si trece de las obras que él publica incluyen una dedicatoria a Carlos VIII firmada por su autor o su traductor, once, o casi, contienen un memorial suyo al soberano. Para sus dedicatorias, Antoine Vérard compone a veces un texto original, pero no duda tampoco en volver a emplear y apropiarse de los prólogos escritos por otro —y para otro. Es así como para L'Arbre des batailles, que publica en 1493, presenta como suya la dedicatoria que había escrito el autor, y dirige a Carlos VIII un texto redactado para Carlos VI. De igual manera, vuelve a utilizar la misma dedicatoria en dos ejemplares de pre­ sentación del Boecio de la consolación, publicado en 1494: la primera está dirigida a Carlos VIII, la segunda a Enrique VII de Inglaterra, cuyo nombre está escrito con tinta en el mismo lugar que el otro, raspado y borrado, del rey de Francia.28 Roger Chartier, “L’uomo di lettere”, en L'Uomo deU’IUuminismo, al cuidado de Michel Vovelle, Editori Laterza, Roma y Barí, 1992, pp. 143-197. 28 Mary Beth Winn, “Antoine Verard’s presentation manuscripts and printed books”, en j. li. Trapp (comp.), Manuscripts in thefifty years ajter the inventirm o f prinling. Home papers read at a ('{tllvquium at the Warburg Instilute on 1213 March 1982, The Warburg Institute, Ünivcrsity o f 1-ondon, Londres, 1983, pp. 66-74.

Considerándose como los “autores” de los libros aunque no hayan escrito el texto, los libreros-editores presentan al príncipe y ofrecen a su biblioteca ejemplares de sus ediciones con el fin de conquistar su protección. La práctica, por demás, no pertenece sólo a los primeros tiempos de la imprenta: en el siglo XVII, el librero Toussaint Du Bray inserta en 38 de sus ediciones una epístola dedicatoria de su cosecha —tres de ellas dedicada a un soberano, dos al rey Luis XIII y una al rey Carlos I de Inglaterra.29 La dedicatoria y presentación del libro adquiere un sentido particular en el caso de las obras científicas. Tomemos como ejemplo a Galileo.30 En 1610, él es profesor de matemáticas en la Universidad de Padua, que depende de la república de Venecia, pero tiene la esperanza de estar bajo la protección de un príncipe absoluto, condición necesaria para obtener una remunera­ ción sin estar obligado a dedicar gran parle de su tiempo a la enseñanza. Pa­ ra conquistar esta posición, la dedicatoria es un arma esencial. En 1610, Ca­ bleo publica en Venecia con Toinaso Baglioni un libro titulado Siderem Nuncius, en el que describe las observaciones que se han hecho posibles gracias al anteojo (el perspicillum), que él dice haber inventado. El libro comienza con una dedicatoria al duque Cosme II de Médicis, del cual espe­ ra protección y apoyo. Galileo no sólo le ofrece su libro, sino también un anteojo que permitirá al príncipe observar la faz de la luna, las estrellas fijas, la Vía Láctea, las nebulosas y, sobre todo, cuatro estrellas nunca antes vis­ tas. Ellas, más que el libro, son lo que él dedica a los Médicis otorgándoles sus nombres. El título indica, en efecto, que estos cuatro planetas que giran alrededor de Júpiter y “que nadie había conocido hasta ahora, el Autor ha sido el primero en descubrirlos muy recientemente y ha decidido nombrar­ los astros de los Médicis”.Sl Al explotar la mitología dinástica y astrológica de los Médicis que asociaba estrechamente a Cosme I con Júpiter, Galileo de hecho ofrece al duque lo que ya era suyo: es decir, los astros predestinados a llevar su nombre. El prefacio lo subraya con fuerza: “El Creador de los astros parece haberme encargado él mismo con signos evidentes que dedicara estos nuevos pla-u Roméo Arbour, Un éditeurd'oeuvres littérairesauXV1Fsiécle: ToussaintDuBray (1604-1636), JLibrarie Droz, Ginebra, 1992. 30 Con respecto a las estrategias dedicatorias de Galileo, véase Mario liiagioli, Galilea, amrtier, the praclice o f Science in the culture o f absolutism, The University (> enlaciar— el tiempo de las Carnestolendas, y trazando el maestro de que se holgasen sus muchachos, ordenó que hubiese rey de gallos. Echamos suerte entre doce señalados por él. y cúpoine a mí”. Según Américo Castro, rey de gallos era un juego de carnaval que consistía en cortarle la cabeza a un gallo con la cabeza y pescuezo af uera para buscarlo con los ojos vendados y espada en mano. (N. de T. j :Í1 Véase la brillante demostración de E. Cros, L 'am toaate et le carnaval des guenx. Elude sur le “Husam” de (huwedo, Études Socio-Critiques, Montpellier, 1975.

escribe el traductor de 1633. En los cinco capítulos y treinta páginas que ocupa, la descripción de la comunidad de los gentileshombres mendigos y ladrones constituye uno de los episodios fundamentales del libro. Su sociedad, primero presentada en el discurso del gentilhombre que encuen­ tra Pablos en el camino a Madrid, luego por el propio Buscón tras su afiliación a la compañía, reposa en efecto sobre los mismos principios que regían la monarquía argótica: la autoridad de un jefe, aquí don Torivio (el don Toribio de Quevedo), amo de la casa de huéspedes en que se reúnen los caballeros, el ejercicio de especialidades diversas (“los unos se llaman Chocarreros, los otros Salteadores, los otros Truhanes, los hijos de los Caminos, los Muralla, los Pegostes y muchos otros nombres que denotan su profesión”, lo que traduce bien que mal la nomenclatura española “caballeros hebenes, güeros, chanflones, chirles, traspilladas y caninos”), el respeto a reglas comunes, la invención inagotable de embustes y estratagemas engañosas. En relación con la taxonomía “objetiva” y anónima del Jargon, L ’Aventurier Buscón introduce dos diferencias que renuevan el género. Por una parte, la figura de la marginalidad se invierte, ya que aquí los ladrones no se atribuyen falsas miserias, sino una abundancia fingida, y su estado de necesidad auténtico se disimula tras la apariencia de personas de condición. Por otra parte, la novela encarna en siluetas precisas, las que hasta aquí no eran más que nomenclaturas colectivas “de diversas maneras de despojar”: así el “gobernador” encarnado en Pablos, que es el propio gentilhombre hallado en el camino, o el hipócrita que finge curar lamparones y chancros o incluso el “otro cofrade llamado Polanco”, que mendiga y roba por la noche clamando: “Recordad la muerte y haced el bien a las almas de los fieles difuntos.” Así, L ’Aventurier Buscón da carne y vida a un motivo ya clásico en el repertorio de Troyes. Los editores de Troyes de los siglos XVII y XVIII prefieren, antes que al Lazarillo ya viejo o al Guzmán da Alfarache de arquitectura e intenciones com­ plejas, la novela de Quevedo, que conocían a través de la traducción de La Geneste. Las razones de su preferencia son claras: se trataba de un texto muy escatológico, cuya composición alternaba libremente figuras pintorescas e historietas cómicas, que utilizaba la burla y la parodia (recordemos la “Orde­ nanza contra los poetas de musas verrugosas, mecánicas y de alquiler como los caballos” que ocupa todo un capítulo) y que recogía bajo una forma nue­ va uno de los temas exitosos del catálogo azul: la descripción de la sociedad de los marginales. Pero en el contexto de la reforma católica triunfante y del control ejercido sobre el libro de gran difusión, los motivos que los hicieron elegir el Buscón fueron los mismos que los llevaron a censurar el texto. De

ahí esta versión de Troyes en que lo burlesco escatológico no se dice ya en el léxico que le era propio, en que las bromas escabrosas no son admitidas y donde la burla debe exentar, absolutamente, a la religión y sus clérigos.

EL “VAGABOND NOMENCLATURA Y DIVERSIÓN

Mientras que las versiones azules d e L ’Aventurier Buscón de Nicolás II Oudot a Baudot sólo constituyen un momento en el ciclo de vida de la novela, la edición hecha en Troyes del Vagabond es la última que ve ese texto en Francia. El título entra en el catálogo de Troyes a fines del siglo xvu: su colofón (“En Troyes, y se vende en París, en casa de Antoine de Raffle”), indica que se trata de una de las ediciones impresas en Troyes, ante todo para el mercado parisiense. El librero Antoine Raffle, cuyo inventario por deceso data del 15 de abril de 1696, imprimía él mismo ciertas obras de gran difusión, pero sobre todo era el corresponsal de los Oudot y los Febvre.32 Al pedirles una reimpresión del Vagabond en el último cuarto del siglo, añadía al repertorio de Troyes un título que ya había sido publicado dos veces en París, en 1644, por Jacques Villery y por Gervais Alliot. Se trata de una traducción, debida a Des Fontaines, de un texto italiano publicado en 1621 en Viterbo, y luego reeditado por lo menos cinco veces antes de su edición francesa (en 1627 en Venecia y Milán, en 1628 en Pavía, y en 1637 y 1640). De la misma manera que la portadilla francesa oculta el hecho de que la obra es una traducción, el título italiano esconde el origen del texto. Por una parte, el autor —un dominico del convento de Santa María in Gradi, en Viterbo, llamado Giacinto de Nobili— se esconde tras el pseudónimo de Rafaele Frianoro; por otra, nada indica que el libro es una traducción y adaptación de un manuscrito latino, el Speculum de cerretanu seu de. cerretanon m i Origine aorumque fallaciis, compuesto sin duda en la década de 1480 por un clérigo, Teseo Pini, “decretorum doctor” y vicario episcopal en Urbino y luego Fossombre, junto al dedicatario del texto.33 Más que en el caso de L ’Aventurier Buscón, la edición de Troyes se encuentra aquí al final de una cadena de traducciones y adaptaciones. La

32 Sobre el librero Raffle, véase H .J. Martin, Lime, pouvoirs etsociétéá París au K\'Ilrsiécle (15981701), Droz, Ginebra, 1969, vol. n, pp. 956-957. 33 El estudio esencial es el de P. Camporesi, IIlibro dei Vagabondi. I.o “Speculum cnrelunonim” di Teseo Pini, “II Vagabundo*di Rafaele Frianoro e altri testi di “furfanteria", Einaudi, Turf», 1973; II Vagabondo, op. cil., pp. 79-165.

primera, a principios del siglo XVII, transfiere del latín al italiano un texto con unos ciento cincuenta años de antigüedad. El traductor, Frianoro —de Nobili, que probablemente descubrió el manuscrito de Teseo Pini en una biblioteca eclesiástica—, modifica el texto, quitando y añadiendo, le da un nuevo título, II Vagabundo, y se esfuerza por ocultar su fuente alterando los nombres de los personajes, eliminando las referencias concretas, traspo­ niendo a la tercera persona los relatos hechos en primera por el autor original. Segunda etapa: las ediciones parisienses de 1644. Sin presentarse como tal —razón por la cual se omite el nombre del traductor—, la traducción francesa respeta de cerca el texto italiano, mantiene su advertencia a los lectores, conserva su construcción en capítulos consagrados a las diferentes clases de picaros, “hienti e vagabondi”en el texto italiano. Sin embargo, Des Fontaines modifica el texto que traduce. Ante todo, cambia el orden: mientras la nomenclatura de los vagabundos se da en el mismo orden en francés y en italiano (capítulo primero), en el libro mismo los capítulos que les son consagrados son recolocados y se suceden de diferente manera, sin que quede clara la razón de esta modificación. Por otra parte, el traductor se ve llevado, discretamente, a situar la italianidad de su texto, justificando así la localización de las anécdotas que en él se cuentan y creando un efecto de pintoresquismo susceptible de agudizar la curiosidad: ése es el motivo de que se conserven en el texto las designa­ ciones italianas, además de su traducción (“los beatos son unos picaros mendigos que los italianos llaman bianti"\ “Los italianos llaman J'elsi a los bribones de los que voy a hablar aquí”, etcétera). Des Fontaines modifica ante todo el título y la conclusión del libro dándole un sentido que 110 tenía, o no tanto, bajo la pluma de Nobili. El principio del título francés retoma bastante exactamente el de las ediciones italianas tal como se fija a partir de las de 1627: II Vagabundo, overo sferza de bianti e vagabundi. Opera nuuva, nella quale si scoprono le fraudi, malitie et inganni di coluro che vanno girando il mondo aliespese allrui. Pero lo que sigue, Et vi si raccontanto molti casi in diversi luoghi, e tempi successi, toma otra figura en francés: Avec plusieurs récits facétieux sur ce sujet pour déniaiser les simples (“Con algunos relatos humorísticos sobre ese tema para espabilar a los simples”). El texto así designado como una sucesión de “relatos humorísti­ cos” se encuentra pues inscrito en una tradición de literatura divertida y entretenida, que no pretende hacer pasar por reales sus invenciones, sino hacer reír describiendo estratagemas maliciosas y credulidades explotadas. Falsamente dirigido a los “simples”, el libro está de hecho destinado a aquellos que se divertirán con las trapacerías y sus víctimas. Esta

“desrealización” del texto, propuesto como una sucesión de historietas, se ve mejor aún en el capítulo que añade el traductor ¿n/me: “Capítulo xxxvm, De los contadores de cuentos”. Este capítulo que en apariencia cierra el Vagabond, constituye en realidad el anuncio do una continuación, consagra­ da a aquellos que engañan, no con su disfraz o su astucia, sino con sus bue­ nas palabras y sus cuentos. De hecho, en la edición de Villery de 1644 el V agabond va seguido por otro texto debido a Des Fontaines, Entretien des bonnes com pagnies, compuesto y foliado separadamente, que encadena histo­ rietas muy cortas y de fines humorísticos. Los sainetes así yuxtapuestos rara vez otorgan el papel principal a los mendigos y los vagabundos, y la relación entre los dos textos unidos (el del Vagabond y el del E n tretim ) es más bien laxa en cuanto a temas y motivos. El capítulo “De los contadores de cuentos”, que da fin a uno y anuncia el otro, aparece pues como un artificio destinado a justificar su proximidad. Sin embargo, su última frase sugiere qué es lo que los une y define, y a la vez, cuál debe ser su lectura: “Me contentaré con destacar algunos de sus rasgos más humorísticos ya que lo ridículo, más que lo razonable, es el objeto de este libro”. L e V agabond y E n tretim son pues justificables por una misma interpretación, que se complace en las historie­ tas, que 110 se inquieta por la veracidad o falsedad de los hechos registrados, que se divierte con las buenas astucias y las buenas palabras. El editor de Troyes retomó estrictamente la fórmula de Villery v Alliot, reimprimió la traducción del V agabond sin cambiarle nada y editó como continuación el Entretien des bonnes compagnies, que tiene su propia pagina­ ción pero cuyos pliegos se hallan foliados en continuidad con los del Vagabond, prueba de que los dos textos fueron compuestos para constituir un solo y mismo libro. Pero su alianza no duraría: el V agabond no tendría otra edición en Troyes en todo el siglo xvm, mientras que el Entretien fue reeditado varias veces por los Oudot (por la viuda de Nicolás II en 1716 o por la de Jacques y su hijo Jean) y por Pierre Garnier, antes de ser readaptado al gusto moderno, bajo otro título, y por Baudot que publicó Satis-chagrín ou le C onteur am usant. R ecueil de contes réciéatifs. Esta vida independiente del E ntretien y el abandono del V agabond en el siglo XVIII demuestran que la reunión de estos dos textos bajo la fachada de la comicidad no pareció duraderamente renovable, sin duda porque el texto traducido (sin decirlo) del italiano y que contenía temas de dos siglos de antigüedad, se resistía a la lectura recreativa y risueña que el traductor y los editores franceses del siglo XVII quisieron asignarle. Su ingreso en la biblioteca azul se explica sin embargo fácilmente: su construcción, que presenta 34 clases de mendigos y vagabundos, es en efecto

la misma, aunque amplificada, del ¡argón ou L an g ag e de l ’Argot reformé. Más claramente que en el original italiano, el motivo se anuncia desde el primer capítulo: “Pero veremos mejor las astucias y ventajas de nuestros vagabun­ dos si describirnos las especies de ellos. Hay diversos grados de mendigos lo mismo que de grandeza.” Esta referencia implícita al Jarg o n , que presenta al V agabond como un texto de tema idéntico aunque modulado de diferente manera, se encuentra en la página siguiente. Para traducir la expresión “il loro gran p ad re sacerdote di Cerete”, Des Fontaines hace referencia a la monarquía de los mendigos y no al sacerdote de Ceres: “Su gran maestre (espero que no se ofendan porque no le doy el augusto título de monarca).” Por lo demás, el parentesco entre el ¡argón y el V agabond va más allá del principio de construcción, ya que algunas de las “sectas”de los vagabundos son semejantes a las “profesiones” de los mendigos: así los Encanijados (M alingreux) y los Ulcerados (A ccapponi), los Zamarreadores y los Epilépticos (A ccadenti) o Trepidantes (Attremanti), los Hubins y los Mordidos de Tarán­ tula (A ttarantati), los Concheros (C oquillards) y los Zánganos, los Conversos y los Rebautizados (R ibattezzati ), los Bribones y los Pillos ( Cocchini). Siempre manteniendo una diferencia de léxico, el traductor del V agabond, al igual que los editores, quisieron sin duda explotar las homologías existentes entre este texto y el exitoso Jarg on . Para cada una de las categorías vagabundas, salvo la última, la de los contadores de cuentos, que sólo existe por artificio, la exposición es la misma: una designación en francés y en italiano, a menudo justificada etimológicamente, una caracterización por la actividad y los atributos, una o varias historias que ponen en escena a uno o varios de los impostores considerados. Esta estructura está próxima a la del L íber vagatorum , que juega de la misma manera con las definiciones y los exempla, añadiéndoles unas conclusiones que deben guiar las actitudes caritativas. Veamos, a título de ejemplo, el capítulo vi del Vagabond, “De los Encapuchados, o falsos frailes”. Su construcción es ejemplar, aunque no aparezcan todos los elementos para cada una de las categorías. Al principio, una designación y una etimología: “Califico a estos vagabundos de encapuchados porque corren por el mundo en forma de religiosos y creen volver verdadero su fingimiento escondiéndolo bajo capuchones, a imitación de tantos de los grandes servidores de Dios.” Viene a continuación el toque de italianidad, que justifica la localización de las anécdotas y crea una distancia pintoresca: “Los toscanos los llaman affraii, como quien dice, falsos frailes o frailes fatuos.” Una vez nombrados, los Encapuchados son en seguida caracterizados por sus “indignidades”: la celebración indebida de la misa, el ejercicio ilegítimo

de la confesión, la petición de limosnas bajo pretextos falaces, los falsos milagros. A continuación, tenemos cuatro historietas: la primera, consagra­ da a la multiplicación de los huevos, no tiene localización precisa, pero el autor le da autenticidad diciendo que la ha oído contar a “personas dignas de fe”; la segunda, centrada en un falso anuncio del fin del mundo, se sitúa en Urbino; la tercera, en primera persona, se presenta como una confesión de uno de los Encapuchados, Tomaso de Valle (“Sabed que engañamos más fácilmente a aquellos que hacen profesión de saber las intrigas de nuestra secta, etcétera”); finalmente, la última historia le fue relatada al autor por “un testigo ocular” y cuenta las malandanzas de un falso enlutan o de la diócesis de Volterra desenmascarado por “varios doctores e c le siá s tic o s II Vagabondo utilizaba pues una fórmula antigua, la de la nomenclatura dasificatoria, como marco de un repertorio de historietas tratadas mucho más como fábulas humorísticas que como ejemplos demostrativos. Sin duda, esta asociación, que reunía la taxonomía del Jargon y los relatos de L ’Aventurier Buscan, fue la que permitió a la traducción de Des Fontaines ingresar en el catálogo de Troyes. Pero ¿por qué, a diferencia del Entretien des borníes compagnies, no se mantuvo en él? Ante todo, está claro que el texto pertenece a una literatura culta, que multiplica las referencias eruditas, las etimologías, las alusiones culturales. Este rasgo, ya presente en el original italiano, es más acusado aún en la traducción. Veamos el primer capítulo, “Del origen de los mendigos vagabundos”. Des Fontaines lo acrece mucho en comparación con las ediciones italianas contemporáneas. Ahora bien, todos los añadidos perte­ necen a la cultura más letrada: por ejemplo, el desarrollo en torno al filó­ sofo escéptico, la alusión a Hornero, las sentencias de San Agustín o del filósofo mendicante que se dirige a Alejandro. El resultado es un texto que juega con referencias y procedimientos (por ejemplo en la investigación del origen de la palabra ceiretani) sin duda desconocidos para buena parte de los lectores ordinarios de libros azules. Este discurso culto constituía una especie de pantalla entre las historietas engarzadas en él y el lector, dificultando la diversión. Se comprende la preferencia dada al Entretien- que yuxtapone, sin mediación justificadora o erudita, una serie de buenas palabras y réplicas divertidas. Por otra parte, el V ag a b on d que reseñaba innumerables imposturas religiosas, pudo inquietar a censores y editores en los tiempos triunfantes de la reforma católica. Está claro, en efecto, que Teseo Pini y luego Frianoro de Nobili situaron la raíz de las bellaquerías de sus vagabundos en la utili­ zación indebida de las instituciones religiosas y la solicitación desviada de

una piedad crédula. Al contrario del Jargon, que da gran espacio a las muti­ laciones fingidas, la nomenclatura del Vagabondo es muy mayoritariamente repertorio de engaños religiosos. Por ello, el texto podía suscitar malen­ tendidos en aquellos que no eran capaces de identificar claramente la fron­ tera entre lo lícito y lo supersticioso, lo fingido y lo verdadero, la creencia justa y la credulidad. El traductor francés así lo sintió ya que multiplica, mucho más que el autor italiano, precauciones y distinciones destinadas a se­ parar sin ambigüedad posible a los “buenos religiosos” de los falsos, la fe de la superstición. Esto lo lleva a añadir numerosos comentarios al texto ori­ ginal. Así, en el segundo capítulo hay una justificación de la mendicidad “por el honor de Dios” y de la limosna dada a los necesitados; también, en el capítulo VI, un párrafo inicial que subraya la absoluta diferencia entre los verdaderos religiosos y los impostores encapuchados que sin embargo lle­ van el mismo hábito. Este cuidado minucioso para evitar toda confusión entre la religión legítima y los engaños a que puede prestarse no bastó sin embargo para salvar el texto. Podemos pensar que fue víctima de las mismas razones que llevaron a censurar la versión azul del Buscón. En efecto, el Vagabond acumula parodias de los gestos religiosos más esenciales: sólo en el capítulo sexto, falsas absoluciones, agua cambiada en vino, huevos multiplicados. El texto los con­ dena y los denuncia como otras tantas imposturas de que la gente hones­ ta debía preservarse, pero al mismo tiempo los ponía en escena en historietas que tenían por intención provocar la risa. Esta ambigüedad qvie caracteri­ za la advertencia al lector, donde se ofrecen dos legitimaciones del texto —poner en guardia contra las trapacerías, pero también divertir en “alguna sobremesa del invierno”—, tal vez pareció intolerable porque transformaba lo blasfemo y lo sacrilego en asuntos divertidos. El juego con lo religioso, aceptado a principios del siglo, ya no lo es cuando la reforma católica se propone imponer un respeto sin reserva hacia sus sacralidades. RETORNO A LO BURLESCO Después de una edición de 1661, debida a Nicolás II Oudot, siempre al acecho de las novedades burlescas, la Intrigue des jilous, al igual que el Vagabond, fue publicada en Troyes para Antoine Raffle, tal vez por Jacques Oudot.34 Se trata de una reedición de una comedia debida a Claude de S4 A. Morin, Catalogue, op. cit., núrns. 050-651.

L ’Esloile que se había publicado en Lyon en 1644 y en París en 1648 antes de ser incluida en el catálogo de Troyes. Si pertenece, en cierta medida, a la “literatura de la marginalidad” ello se debe a que varios de los personajes que pone en escena son temibles sinvergüenzas: tres pillos, un encubridor, un traficante, un falsificador de monedas durante cierto tiempo tomado por hombre de bien. Al llevar al teatro estas figuras de la marginalidad, el autor, Claude de L’Estoile, que era el más joven de los hijos del cronista Fierre de L’Estoile, no innovó gran cosa. Después de principios del siglo, en efecto, los autores de ballets o de comedias expoliaban ampliamente ese repertorio criminal: en 1606, una mascarada de la feria de Saint-Germain había puesto en escena el parto bufo de un maniquí que engendraba a cuatro astrólogos, cuatro pintores y también a cuatro cortabolsas, y en 1653, diez años después de la comedia de L’Estoile, la decimocuarta Entrada del Ballet de la nuit de Benserade muestra “la Corte de los Milagros donde se reúnen por la noche toda suerte de delincuentes, mendigos y lisiados, que salen de allí sanos y gallardos para danzar su entrada, tras la cual dan una serenata ridicula al amo del lugar”.35 Las mascaradas del teatro de la feria, al igual que los ballets de corte, danzados por el rey y sus grandes, explotan pues las figuras criminales, a la vez temibles y atrayentes, fascinantes y aterradoras. La comedia de L’Estoile pertenece sin discusión al teatro cortesano, dado que su representación en 1647 tiene lugar en Fontainebleau ante la reina madre. Su prefacio, dedicado al capitán de la ronda de París, juega con la distancia entre los pillos de teatro, recomendados a su protección, y los verdaderos, quienes deben temer su justicia. La ficción se presenta pues como advertencia: “Son enemigos descubiertos y que, desplegando su fineza a la vista del pueblo y de la corte, enseñan a la corte y al pueblo a guardarse de ser engañados por ellos”, pero sobre todo como diversión: “Ix>s términos en que expresan sus pensamientos son grotescos, la manera en que atrapan los más finos lo es todavía más, y el encubridor de que se sirven no está loco, pero no es menos chistoso que si lo estuviera.” La comedia o el ballet de corte transmutan pues en bufonerías inofensivas las figuras peligrosas de lo real, criminales o insensatas (Claude de L’Estoile es por lo demás autor de un Ballet de fous hoy día perdido). El éxito del procedimiento se puede entender de dos maneras. Por una parte, permitía desactivar los miedos sociales convirtiéndolos en risa a la vez que los mostraba, empero, bajo una forma

35 J. Silin, Benserade and his Ballet de Cour, T hejohn s Hopkins University Press, Baltimore, 1940, pp. 214-228.

grotesca. Por otra, ponía en escena a los mendigos o a los ladrones en un divertimento de corte, lo que era explotar una de las formas preferidas de lo burlesco, consistente en presentar a través de los géneros nobles —aquí el ballet de corte o la comedia en verso—temas triviales y personajes vulgares. Según uno de los amigos de L’Estoile, que le escribe tras la representación de 1647, la comedia fue recibida de acuerdo con esa doble intención psicológica y literaria: Debéis ser muy enem igo de vuestra gloria si no vinisteis el jueves pasado a Fontaineblcau. Tuvisteis miedo de ser incomodado por esos aplausos cuyo ruido, por grande que sea, encanta siempre al corazón. Las bellas palabras que habéis puesto en boca de vuestros pillos, al descubrirnos sus artificios, nos han enseñado a defendem os, en un país de bosques y peñascos; los hem os visto de cerca y sin peligro. No nos han sometido a otras violencias que a obligarnos a am ar a nuestros enemigos, a fuerza procurarnos placer.36

La entrada del texto en el repertorio de Troyes amplía su audiencia y propone la comedia al público ordinario, ante todo parisiense, de los libros azules. Los pintorescos personajes de los mendigos se insertan aquí en una intriga clásica basada en un amor contrariado —el de Florinde por Lucidor—, que consiste en una sucesión de equívocos ligados a la pérdida del retrato ele Florinde por Clarisse, su confidente, y que se resuelve felizmente una vez, que el rival de Lucidor es reconocido como falsificador de monedas. La originalidad del texto, que le vale ser reimpreso en Troyes, no se encuentra en esa historia, sino en el papel que desempeñan en ella tres pillos, el Balafré, el Borgne y el Bras-de-Fer. Su presencia, por lo demás discontinua (no aparecen en el acto II e intervienen sólo en una escena, la última, del acto m) y un tanto sobrepuesta a la intriga principal, permite una doble serie de efectos cómicos. Los primeros se vinculan al manejo de una lengua chusca que explota diversos léxicos de lo burlesco. Los giros “argóticos” o tomados por tales tienen un papel protagónico: así, “mover el arpa”, “manejar la navaja”, “volar la lana”, “adornarse el yelmo”, ser “redondo como una bo­ la”, “llamar a rebato”, “zafarrancho de salida”, “zoquete en ju bón”, “vieja liosa”, etcétera.* Hay que señalar que ese argot 110 se parece en nada al del Jargon y moviliza sobre todo una lengua familiar, pintoresca y llena de imá­ genes, relajada y proverbial, que por eso mismo se considera capaz de carac­ terizar el lenguaje de los delincuentes.

3(5 Citado según E. Foumier, L e th é á tre fr a n c a is a u XVI€ et a u XV1F siécles, París, s.a., p. 524. * Términos intraducibies en su sentido completo, traduzco literalmente. [N. de T.]

Segundo tipo de efectos cómicos: los que se vinculan a la escenificación de la vida de los ladrones. Así, la primera escena del acto I en la que se expresan los agravios de los tres ladrones contra el encubridor: “La fe no habita entre los encubridores /que son astutos, malvados y roban a los ladrones.” Por ejemplo, las escenas iVy V del acto IV en que el Balafré, el Brasde-Fer y el Borgne emboscados en el recodo de una calle “vuelan la lana” (“la bolsa o la vida”), reconocen en su víctima al encubridor Béronte y, por consejo suyo, deciden atracar la casa de Olympe, madre de Florinde y viuda de un financiero. De ahí la evocación de las astucias de los ladrones (adormecer a los dogos con una admirable droga), sus “ingenios” e “instru­ mentos” (“Los llevaremos paxa limar los herrajes/ y para que nos sirvan dellave de todas las cerraduras”), su estrategia (“Y luego, a paso de lobo, volveremos emboscados / para ver quién va, quién viene, hacer los dos la ronda”). El punto culminante de esta escenificación de la actividad criminal está constituido por las dos primeras escenas del último acto. Como escribe L ’Estoile en su prefacio: “Se permitía en la Lacedemonia robar en secreto, pero aquí se les permite robar en público." La comedia juega aquí con dos motivos: el primero, inmediato, visible, “real”, es el de la preparación del robo (“¿Nuestros ingenios están listos? He aquí todo lo necesario, / ganzúas, llave maestra, lima sorda, tenazas, / y tantos otros útiles con que trabaja nuestra mano”); el segundo, enunciado como recuerdo (por Béronte) o como destino (por el Borgne), acumula las imágenes de los suplicios de los ladrones, la picota (“No tenía ni quince años cuando el robo de un abrigo / causó me ataran las espaldas a un poste, / donde, el cuello en el hierro y los pies en el fango,/ a los que pasaban hacía a pesar mío mohines”), la marca a fuego (“la marca del rey”), la horca, el potro y la rueda (“Tal golpe recibido, nuestros miembros todos rotos / en algún gran camino se encuentran exhibidos, / son horror del que pasa, blanco de las tormentas, / sirven de ejemplo al pueblo y de pasto a las bestias”). Gracias al valor de Lucidor, el robo fracasa, Olympe sale de su engaño y le entrega a su hija. La comedia de L’Estoile, recibida sobre todo como escenificación de los delincuentes aunque éstos sólo intervienen al final de la intriga, aportaba una innovación en la medida en que mostraba, no sólo las astucias de los fal­ sos mendigos, como el Jargon o el Vagabond, sino las estratagemas de los verdaderos ladrones, que despojaban a ios viajeros o asaltaban las casas. ’7 A título comparativo, J. L. Alonso Hernández, “Le monde des voleui s dans la litterature espagnole des XVr' el. XVIIosiécles”, en Cultureetmarginalüéau XVFsiéde, Klinksieck, París, 1973, pp. 11-40.

Ttratada en broma, la actividad de los cortabolsas, que fracasa completamen­ te tras la intervención de Lucidor, es también presentada como peligrosa para los bienes, y para las personas, como dice el Balafré (“Y quienquiera que venga a tomarme por el cuello / se verá saludar por un pistoletazo”) y el Borgne (“La piedad del barbero es cruel para el herido, / y la del ladrón es cruel para el mismo, / y le hunde a menudo en la desgracia extrema. / No dejemos jamás testigos de nuestros crímenes, / nos buscarán después con demasiada saña”). Por ello, la abundancia de mendigos y ladrones sobre los escenarios del ballet o de la comedia debe entenderse como el travéslimiento “grotesco” —la palabra aparece a menudo bajo la pluma de L’Estoile— de miedos bien arraigados y en absoluto ajenos a las medidas tomadas para limpiar la ciudad de sus “clases peligrosas”. Las representaciones que organiza el discurso de la policía son, por lo demás, parientes de las que fundan las figuras divertidas de la marginalidad picaresca: prueba de ello, la demanda de Colbert en 1666 y 1667, en la que el canciller Séguier explica que “los cortabolsas forman un cuerpo en París, tienen funcionarios y mantienen entre ellos ciertas disciplinas”, a lo que el teniente de lo criminal del Chátelet añadía “que tienen entre ellos gran correspondencia”.38 Por otra parte, escenificar el robo y los ladrones era un buen medio de renovar las fórmulas satíricas a expensas de quien los imita (“Pero ojo al preboste, nosotros corremos pocos riesgos. Ese hombre, rodeado de caballeros errantes, / prende a los cacos chicos y deja ir a los grandes”), o de quien los supera, por ejemplo los tasadores o recaudadores de los impuestos reales: “Hay allí una mujer, viuda de un tasador, / quien robaba en un día más que vos en un año/ y que, por un impuesto sobre lo vendimiado, / hizo de su mansión un segundo Pont-au-Change / donde puede apilar más bienes. / Todo allí es de plata, hasta las bacinicas.” En ese texto, que per­ tenece enteramente al repertorio burlesco, permanecen los motivos que el editor de la traducción del Buscón, publicada en Troyes, habría creído que debía cortar: por una parle, las evocaciones fuertes de suplicios, de cuerpos expuestos y desmembrados; por otra, la figura de la Celestina que, a la vez, revende los objetos robados, arregla las citas y tiene una “casa de alegría”. Si el personaje de Ragonde, y por tanto la comedia, pudieron entrar en el catálogo azul en el mismo momento en que la novela de Quevedo era severamente mutilada, ello se debería sin duda a dos razones. Ante todo, el texto sigue siendo prudente, y Ragonde no es verdaderamente alcahueta,

:iti Biblioteca Nacional, Ms. fr. 8118, ff. 114-115.

sino sólo en la imaginación errada de Béronte, quien cree erróneamente “que vende menos ropajes que doncellas”. Por otra parte, la forma misma de la comedia en verso: como su vocabulario se guarda de toda crudeza sexual, eufemiza un lema que de otro modo parece intolerable en las ediciones destinadas a una gran circulación. De todas maneras, y a pesar de todo ello, la comedia no hizo carrera en el catálogo azul y la edición impresa para Raffle es la última que se haría en Troyes. HACIA UNA NUEVA FIGURA: “EL BANDIDO DE BUEN CORAZÓN”

El éxito del último de los textos que componen nuestro corpus fue en cambio clamoroso. La H istoire de la me, grandes voleries etsubtilités de. G uillen, el de ses com pagn om et de le u r fin lam entable el m alheureuse sería, en efecto, reeditada con frecuencia en el siglo xvm, bajo permisos diferentes. El primero es parisiense, data del 1 de julio de 1718 y cubre una edición de la viuda de Jean Oudot, con aprobación del 26 de junio de 1716, y una de la viuda de Nicolás Oudot, con aprobación del 22 de junio de 1718, que presenta una variante en el título —no menciona a Guilleri, sino solamente ¡.a vie des voleurs. El segundo permiso de Troyes, fechado el 12 de agosto de 1728, con aprobación del 7 de agosto, se encuentra en las diferentes ediciones hechas por los Garnier, Étienne yJean-Antoine.39 El libro todavía era popular a principios del siglo xix, reeditado en Caen por los Chalopin bajo un colofón de fantasía: “En Lelis casa de Goderfe, calle de Nemenya”, utilizado también por Deforges, un librero de Sillé-le-Guillaume que hacía trabajar a los impresores del Maine,40 y en Troyes por Baudot, que le dio una nueva portada, color rosa, a la edición deJean-Antoine Garnier. En el momento de su ingreso en el corpus azul, la historia de Guilleri ya tenía vina existencia textual larga y multiforme. En su origen se encuentra un hecho histórico comprobado: la actividad criminal de una banda de ladro­ nes que asoló el Poitou entre 1602 y 1608 bajo el mando de los hermanos Guilleri. El documento más claro sobre su aventura es sin discusión una memoria redactada por el preboste de Poitou, André Le Geai, señor de l a Gestiére, a fin de reclamar el reembolso de los gastos que había hecho para 39 A. Morin, Catalogue, op. dt., notas 516-520. 4(1 A. Sauvy, “La librairie Chalopin. Livrcs et livrets de colportage a Caen au début du XIXC sieclc”. Ruüelin d ‘HistoireModeme et Contemfmraim, núm. 11, Biblioteca Nacional, París, 1978, pp. 95-140.

perseguir y capturar a los Guilleri y sus secuaces.41 El lexlo describe las actividades de la banda: “Los susodichos ladrones forzaban las casas de los gentileshombres y de otros, robaban en los grandes caminos de las ferias reales de Fontenay y Niort, pedían rescate a los comerciantes y campesinos ricos, les cobraban impuesto en sumas de dinero que los obligaban a pagar por miedo a ser asesinados.” Detalla los diferentes enfrentamientos entre los bandidos y las tropas reales comandadas por el señor de La Gesliére y el te­ niente general del Alto Poitou, el conde de Parabére, y enumera los ladrones ahorcados así como los arqueros heridos o muertos. En 1606, un hermano menor de Guilleri, Mathurin el joven, fue hecho prisionero y sufrió el suplicio de la rueda en Nantes, y dos años más tarde Philippe Guilleri, que se había retirado en Gascuña para dedicarse al comercio en vinos, fue denunciado por “un tal Crongné”, capturado cerca de Bazas y sometido a la rueda en La Rochelle “por los susodichos asesinatos, robos y chantajes”. Al final de su memoria, el preboste de Poitou recapituló los gastos hechos para llevar a cabo “aquellas persecuciones, viajes, capturas y juicios de los men­ cionados ladrones”, a saber: 7 000 a 8 000 libras de sus gastos, 12 000 a 15 000 por los caballos, 3 000 a 4 000 por el sustento de los arqueros entre julio de 1604 y marzo de 1606 y la recompensa dada al delator. A partir de esos datos históricos, van a sucedcrse en cadena los textos que ponen en escena a Guilleri y sus compañeros. En la fuente de esta tradición, hay dos libritos ocasionales de 16 páginas que intentan explotar la actuali­ dad del suplicio del mayor de los Guilleri en 1608. Sus títulos difieren y parecen referirse a dos acontecimientos distintos. El primer texto, impreso por Jean de Marnef en Poitiers, se titula La P rim e et L am en tab le Desfaite du cadet Guillery lequ el a esté prin s avec quatre vingt de ses com pagnons a u p r h de T aim an et roué á N antes le. 13 m ars 1608. Avec la com plainte q u ’il a f a i t a v a n t de mourir. El segundo, dos veces impreso en París en 1609 (una vez con el

colofón de Abraham de Meaux), “añade la copia impresa en La Rochelle para los herederos de Jcrosme Hautain” y lleva por título L a P rinse el D efaicte clu cap itain e Guillery qui a esté p ñ n s avec so ñ a n te et deuxvoleurs deses com pagnons q u i ont esté rouez en ville de L a R ochelle le 2 5 de novem bre 1608. Avec la com plainte q u ’il a fa ic te a v a n t que m ourir.*2 De hecho, salvo unos ligeros cortes en las

'*1 A. d e Barthéléiny, “Les Guillery, 1604-1608”, Rumie ik Bretagne et de Vendée, 2" semestre 1862, pp. 126-133; véase también Vizconde X. de lSellcvuc, Les Guillery, célebres brigands bretons (1601-1608), Vannes, 1891. 12 Esos sueltos ocasionales se encuentran en la Biblioteca Nacional bajo las signaturas Rés. G. 287?> (Marnef), Ln-7 9354 A y I.n'2' 9354 B (Abraham de Meaux).

ediciones parisienses, el texto es el mismo, y narra tres o cuatro “sutiles invenciones” de Guilleri y luego su captura, su suplicio y el discurso que pronunció antes de morir. Respecto del testimonio clel señor de La Gestiére, los ocasionales de 1609 manifiestan dos diferencias: por una parte, Guilleri es considerado “el menor de una gran casa de Bretaña (cuyo nombre callaré por miedo a ofender a alguno)” y 110 hijo de albañil: por otra parte, la suerte de sus dos hermanos está inextricablemente confundida, ya que en el suelto de Poitou y en el impreso por Abraham de Meaux, el que es aprehendido y sometido a la rueda —en Nantes paraNarnel", en Saintes para De Meaux—es “el menor de los Guillery”, mientras que en la otra edición parisiense de 1609 es en La Rochelle y el capitán Guilleri mismo, lo cual refleja mejor la realidad porque el suplicio ocurrido en La Rochelle en 1608 es en efecto el de Philippe, el mayor de los hermanos. La repercusión de estos sueltos está comprobada. Pierre de 1.’Estoile, que registra en su diario el suplicio de Guilleri, sigue muy de cerca los sueltos ocasionales parisienses y los copia libremente. De los librilos a L’Estoile se encuentran así los letreros que los Guilleri siembran “por los caminos” donde “descubren que lo que persiguen es la vida de los señores de la justicia, el dinero, el pillaje y el rescate de los genfileshombres” (La Prime el Défaicte, edición De Meaux, p. 10), la orden del rey de capturarlos, el silio de la fortaleza de los bandidos, la captura de Guilleri y de 24 de los suyos, su suplicio en Saintes y el de sus compañeros “en diversos prebostazgos”.43 Otro signo del éxito de la historia de Guilleri: un pequeño libelo impreso por Antoine du Breuil en 1615 y dirigido contra los príncipes sublevados a insti­ gación de Condé contra la autoridad real. Bajo el título Reproches du capitaine Guilleryfaiets aux carabins, picoreurs et pillarás de l ’armée de Messieurs les Princes, el panfleto, que quiere estigmatizar los desmanes de las tropas levantadas por los príncipes, utiliza al héroe y en parte el texto mismo de los sueltos consagrados a Guillen.44 La organización polémica del libelo es simple: en cada uno de los diez episodios de la vida del bandido (introducidos mediante fórmulas como “cuando yo era Guillery”, “aunque yo fuera Guillery”) corresponde una denuncia de los soldados de los príncipes, cobardes, la­ drones, asesinos. Mémoire et Journ al tle Pierre de L ’Estoile, en Michaud y Poujoulat, Ntmvelle Collection iles mémoires pour servir a l ’histoire de Franee, segunda serie, París, 1837, p. 475. 44 Biblioteca Nacional, I.b:iK570. Sobre la literatura panfletaria pro y anti Conde, véase U. Richet, "La polémique politique en France de 1612 a 1615”, en R. Chartier y 1). Rir.het. (comps.), Rrpresenlution el vouloir poli tiques. Autour des-élats généraux de 1614, Ecole des Hautcs Études en Sciences Sociales, París, 1982, pp. 151-194.

Con esto la figura de Guilleri toma un colorido nuevo. Los sueltos presentan al ladrón bajo una luz bastante desfavorable: “Avanza su mano asesina sobre el viajero y sus deseos de pillaje”, y el que se publicó en Poitiers declara no querer relatar más que “uno o dos rasgos de sus maldades y de sus sutiles invenciones, de las que muy bien sabe servirse para encontrar la manera de arrancar la sustancia a la pobre gente que cae en sus redes”. Sólo la “queja” del supliciado antes de su muerte rescata al bribón y expresa la moraleja de su historia: “Las mejores naturalezas pueden ser corrompidas, como la mía qtie, dejándose halagar por las persuasiones de mi hermano, al que la desesperación había envuelto en sus velos, se dejó llevar a esos excesos que hoy hacen erizarse mis cabellos en la contemplación de mi falta.” Guilleri, arrepentido aunque firme en el castigo, debe renegar del crimen: “Ya que debo aquí servir de ejemplo, para frenar el coraje de aquellos que quisieran vincularse a los desórdenes en que me dejé envolver, le plazca |a Dios] querer abrir la puerta de su paraíso a mi alma.” En el panflet.» de 1615, Guilleri, aunque bandido, lo es infinitamente menos que los testaferros de los príncipes, y su retrato está trazado de un modo diferente. El autor insiste en efecto en su valor y su fidelidad cuando fue soldado al servicio del duquede Mercoeur, excusa su falta por la desesperación de una retirada forzosa, subraya su humanidad hacia sus víctimas. Así se esboza la figura de un bandido generoso, enemigo del asesinato, clemente en el latrocinio, socorro de los desdichados: “Cuando encontraba a alguien en los caminos [...] si no le encontraba dinero suficiente para terminar su viaje, le daba del mío; si tenía más del que necesitaba para llegar al fin de su camino, lo contábamos y los partíamos como hermanos, y esto hecho lo dejaba ir sin hacerle ni engaño ni daño.” Desde los primeros años del siglo XVII, poco después del suplicio del “verdadero” Guilleri, los textos perfilan pues dos versiones de énfasis diferente acerca de su historia: una lo pinta como hombre temible, redimido sólo por su remordimiento último y su valor en la prueba; otra, (pie esboza con intención polémica la figura de un ladrón “con conciencia, fiel y abordable”, cuyas argucias no son nada comparadas con las crueldades de los soldados de los príncipes. Entre estas dos imágenes, la literatura da preferencia a la primera. En efecto, Frangois de Calvi en su Inventairegénéral de l ’lúsloire des larrons. Oú sontcontenusleursstratagemes, tromperies, supplices, vuls, assassinatsetgénérahment ce qu'üs on tfait de plus memorables en France, editado en Rouen en 1633, presenta un Guilleri cruel y detestable. En esa gran recopilación, que quiere a la vez descubrir los artificios de los ladrones para proteger al público y mostrar “los actos más trágicos” así como “las decisiones más sangrientas”,

Calvi introduce al principio de su libro II tres capítulos que narran la vida trágica del capitán Lycaon en los que retoma el tema, y a veces las fórmulas, de los sueltos consagrados a Guilleri. El relato así elaborado, que recuerda sin embargo a los “nobles parientes” del bandido y su valor al servicio del duque de Mercure (Mercoenr), insiste de entrada en su inclinación al mal: “Todos decían que no era un hombre sino antes bien un monstruo que el infierno había vomitado desde lo más profundo de sus abismos para hacerle cometer un día una iníinidad de robos y truhanerías.” Convertido en jefe de una banda, Lycaon-Guilleri multiplica sus crueldades: sus tropas “no perdo­ nan la vida de uno solo de quienes les vengan al encuentroy que calculen que tengan dinero”; los siete arqueros despojados primero de sus vestimentas son colgados de las ramas de los árboles cubiertos con sus casacas, “espec­ táculo horroroso”; el verdugo con el que se encuentran cerca de Pontoise es engañado y “atado a las ramas con una liga y le dieron muerte”. Además de asesino, Lycaon es un hechicero. Ese rasgo, ya presente en los sueltos ocasionales —“tiene un espíritu familiar, por el que se hace transportar donde lo desea en menos de nada”—, está aquí acentuado: “Se le creía hechicero”, “Tenía consigo un espíritu familiar”. Sobre todo, los robos y los asesinatos de la banda desencadenan contra ella la cólera del pueblo, encantado con la captura y la muerte del hermano de Lycaon “supliciado en la rueda a la vista de toda la nobleza del país, y para gran contento de todo el pueblo que le habría deseado una suerte mil veces peor”, así como la del cruel capitán: “Es imposible contar la alegría de todas las provincias vecinas ante esta ejecución, porque se puede decir que jamás se había visto monstruo semejante.” Al igual que en los sueltos, sólo se rescata su final: “Murió con una firmeza admirable, y no hubo corazón, aunque todos estuviesen unánimemente contra él, que no se enterneciera de piedad, viendo su resolución frente a la muerte y las bellas palabras que tuvo antes de rendir el último suspiro. Esto nos enseña que no basta con empezar bien, es necesario acabar bien.” Calvi toma pues los sueltos de principios de siglo como matrices de su relato, pero transforma el nombre de su malvado protagonista, añade algunos episodios inéditos (los arqueros despojados y colgados, el encuen­ tro con .el preboste de Rouen, el asesinato del verdugo de Pontoise), constantemente refuerza su narración con comparaciones mitológicas y referencias antiguas para dar al texto una dignidad literaria que no tenían los libritos de actualidad yjuega con el contraste divertido entre la aventura criminal de Lycaon y la nobleza de los héroes antiguos con los cuales es comparado. No sería esta versión negray culta de Guilleri la que convendría

a los editores de Troyes. El texto que ellos elegirían sería otro, una de las numerosas continuaciones y reediciones de una obra de Frangois de Rosset, poeta, traductor y compilador, Las Histoires tragiques de nostre temps. Oú sont mnienues les morís funestes et lamentables de plusieurs personnes, arrmées par leurs ambitions, amours déréglées, sortileges, vols, rapiñes, et par autres accidente divers et memorables. Se trata de un libro publicado en Cambrai en 1614 y reeditado a menudo en la primera mitad del siglo XVII: cinco ediciones entre 1615 y 1619, seis en la década de 1620, seis más entre 1630 y 1655. En las ediciones lionesas del título, la de 1623 de Simón Arnoullet, la de Erangois de La Bottiere en 1653, la de Jean Molin en 1662 u otras más, en 1679 y 1685, aparece una historia nueva que se repite en las ediciones de Rouen a partir de 1688. Su título: “De los grandes robos y argucias de Guilleri, y de su fin lamentable.” Desemba­ razando el relato de todo su antiguo boato, limitando la narración a unos pocos episodios, además abreviados, añadiendo un fin más próximo a la realidad histórica, ya que evoca la jubilación de Guilleri, Rosset formuló su historia de una manera compatible con las exigencias del público del libro azul, por lo menos tal como los editores las concebían. A partir de ahí, el relato conocería una doble vida editorial. Por una parte, fue reimpreso frecuentemente dentro de las Histoires memorables et tragiques de ce temps, reeditadas en Lyon en 1685, en Rouen en 1700, y de nuevo en 1.yon en 1701 y 1721 ,'15 Por otra parte, entraría en el catálogo azul, donde su éxito continuó hasta el siglo XIX. Las diferencias entre el texto de las ediciones de Troyes y el de las Histoires memorables son mínimas: se limitan a ciertos retoques de estilo que eliminan los giros difíciles o arcaicos, simplifican la escritura, abrevian el relato acortando las frases, quitando relativas o adjetivos. La única diferencia formal de importancia se refiere a la división del texto. El editor de Troyes lo separa en efecto en diez capítulos —no mencionados por Rosset—ele: los que sólo el último “Cómo se enamoró Guilleri” tiene alguna longitud. El relato está así claramente fragmentado en una serie de historie­ tas que cuentan otras tantas pequeñas aventuras, lo que permite una lectura separada. Por otra parte, los libros de Troyes introducen pausas en los

ir’ Sobre los grandes robos y argucias de los Guilleri, véanse páginas 356-379 de la edición lionesa, de 1662, y las páginas 349-379 de la edición de Rouen, de 1700. Sobre las Histoires Iragiques de Fian^ois de Rosset, véase G. Ilainswort, “Franpois de Rosset and liis Histoires tragiques”, The French Quarterly, núm. XII, 1930, pp. 121-141, y M. Lcver, "De I’inlbrmation á la nouvelle: les ‘canards’ et les 'Histoires tragiques’ de Frangois de Rosset", Ríeme. it’l/istoire Uttéraire de la Franre, 1979, pp. 577-593 (relcrencias comunicadas por H. J. Lüsebrink).

párrafos, lo que no se encuentra en las anteriores ediciones de! relato. Por ejemplo, en la edición de Rouen hecha en 1700 por Ant orne Le Prévost, la historia está dividida en 22 párrafos; en la edición de la viuda de Nico­ lás Oudot, en 37. Menos tupido, el texto se vuelve así más accesible. Para una historia de las figuras de la marginalidad, el Guilleri azul, que toma el texto de Rosset, es un hito. Por una parte, recoge fórmulas an tiguas, que lo vinculan por ejemplo con la Vie genéreme. Se trata, en efecto, de una biografía —que esta vez no es autobiografía—cuyas aventuras están inscritas en un territorio localizado, por lo demás el mismo que había delimitado Pechón de Ruby. Como Pechón, Guilleri es un gentilhombre bretón; como el, recorre la región comprendida entre Niort, Fontenay-le Conite y La Rochelle antes de retirarse a Saint-Justin, “ciudad apartada del mundo”, en el desierto de las Landes, y de caer prisionero en Royan; como él, multiplica lo que el autor designa como “sutilezas”. Otro punto común a los dos textos: su brevedad y su división en capítulos cortos. El autor menciona tres veces esa necesaria brevedad: Si quisiera describir todas las maldades que hizo durante nueve o diez años en los que ejerció tan detestable vida, me sería necesario hacer un gran volumen, y en cambio me he propuesto no elaborar sino un pequeño discurso. Me contentaré pues con relatar brevemente las sutilezas más notables que ejerció durante el tiempo que llevó la vida de los ladrones [...] Si quisiera describir las argucias y sutilezas que hizo mientras llevó vida de ladrón, necesitaría un volumen entero, y no una versión abreviada, como me he obligado desde el principio [...] Me contentaré con lo que he escrito sobre su vida, a fin de no ser demasiado prolijo. Estas justificaciones, que recuerdan aquellas con las que concluye la Vie généreuse, inscriben al libro en la tradición de los relatos humorísticos, cortos y fáciles de leer, fácilmente descifrados por todos aquellos cuya lectura podría ser desalentada por un texto demasiado extenso. Compuesto según los modelos antiguos, presentes en los orígenes mis­ mos del fondo de Troyes, el libro utiliza los recursos burlescos, en particular disfraces y reconocimientos, tales como se los encuentra en L ’Intrigue des filous. Sucesivamente, Guilleri “se disfraza de mensajero”, está “vestido de ermitaño”, y “disfrazado de gentilhombre”. A la inversa, dos veces es desenmascarado: por un comerciante de Burdeos en su retiro de SaintJustin. y por un comerciante de Saintes en el barco que lo lleva a Rochefort. Contrastando máscaras y develamientos, se suceden también los golpes de suerte y los infortunios del héroe. En el momento en que sus robos le

aseguran gloria y riqueza, Guilleri es golpeado por la muerte de su hermano, y cuando ha elegido el camino de la honradez, es reconocido y denunciado por una de sus antiguas víctimas estafada. El autor subraya dos veces esa tra­ yectoria caótica del destino: “Ahora bien, como la buena fortuna siempre le había mostrado su rostro favorable, quiso darle una muestra de su acostum­ brada inconstancia”; “Gozaba de sus placeres, creyendo que nadie lo reco­ nocería: pero el miserable no consideraba que Dios sabía todos sus secre­ tos.” Ahí se mezclan ios procedimientos burlescos con la moraleja de la inconstancia: Guilleri engaña al mundo con la apariencia de la honradez y, a la inversa, es reconocido como ladrón cuando ha dejado de serlo, Pero la novedad de Guilleri no consiste en eso: se trata del primer texto que perfila en el corpus azul una nueva figura, la del bandido generoso, en­ carnada luego por Cartouche y Mandrin. Es posible identificar en ese relato los diferentes rasgos que se consideraban característicos de los “bandidos de buen corazón” en el imaginario colectivo de las sociedades preindustriales.46 Cada una de sus propiedades reconocidas por E. J. Hobsbawm se aplica perfectamente a Guilleri: 1. El bandido de buen corazón no es al principio un delincuente: de hecho, Guilleri, que es de noble extracción, es “forzado” a ejercer como bandido por la disolución del ejército reclutado por Enrique IV contra el duque de Saboya. Pierde así la ocasión de reparar una juventud estudiantil bastante turbulenta, pues dada su “escasez de ingresos” la paz lo obliga “a elegir algún otro expediente para ganarse su miserable vida”. 2. Repara entuertos tomando de los ricos para dar a los pobres: “A aquellos que reconocía que no tenían nada de dinero, se lo daba, y a aquellos que tenían les quitaba la mitad.” Guilleri redistribuye las riquezas reempla­ zando la caridad desfalleciente de los ricos. 3. No es enemigo del rey sino de los opresores locales: en el librito azul, Guilleri no aparece jamás en rebelión contra el soberano (que es sin embargo la causa indirecta de su miseria), cuyo furor es calificado de “justo”, y sus víctimas son siempre aquellos que dominan y a menudo explotan a la mayoría. Por ejemplo, un rico campesino que disimula su riqueza es atracado, los prebostes y sus arqueros son ridiculizados y los comerciantes de las ciudades, despojados. El ladrón es a su vez robado y son aprehendidos aquellos que pensaban aprehender.

4S E. J. Hobsbawm, Les bandits, traducción francesa, Maspero, París, 1972, pp. 36-37 (tra­ ducción española, Bandidos, Ariel, Barcelona y México, 1976).

4. No mata más que en caso de legítima defensa: “Odiaba a los asesinos y si alguno de sus hombres había cometido algún asesinato, lo castigaba acremente.” Las “sutilezas” de Guilleri dejan siempre convida a sus víctimas, e incluso a menudo con la bolsa. Al campesino sólo le quita la mitad, los arqueros son alados a los árboles “sin hacérseles más daño’’, y luego desatados, y Guilleri “les hace devolver todo cuanto Ies pertenecía”. La burla es aquí más importante que el robo, y la actividad criminal es principalmente ridiculización de la autoridad usurpada o de la riqueza mal adquirida. Por ello, casi siempre el narrador la califica sin reprobación, insistiendo en la ingeniosidad de las argucias o en la sutileza de las invenciones. 5. Se torna en un miembro respetado de la comunidad: Guilleri, conver­ tido a la honradez, desposa a una viuda rica, es “elevado a uno de los más altos grados de la fortuna” y goza de su matrimonio y de su retiro castellano. Aquí, sin embargo, hay una diferencia con el retrato canónico del bandido social: Guilleri ha dejado los horizontes de su juventud para no volver y, ocultando su vida pasada, deja transcurrir los días felices. 6. Es invisible e invulnerable: los prebostes y arqueros nada pueden contra Guilleri, ni durante el tiempo de su vida de ladrón ni después de set sorprendido en su castillo (“se escondió en lo más espeso del bosque y fue imposible prenderlo”). Como ocurre a menudo, osa invulnerabilidad es considerada de origen mágico, pero el texto de Troyes es prudente y poco comunicativo al respecto, ya que se trata de un tema capaz de molestar a la ortodoxia religiosa: “Algunos sostienen que poseía un espíritu familiar, que lo conducía en sus empresas, dejo el juicio a su discreción y me callo sobre ese punto.” 7. Muere únicamente porque es traicionado: aquí el comerciante de Saintes y el preboste de La Rochelle, ambos deseosos de vengarse, uno de un robo de 24 escudos, el otro de la estafa que le habían hecho, sorprenden la buena fe de Guilleri, quien confiesa sus faltas antes de ser “descuartizado vivo en castigo a sus robos”. Este retrato de Guilleri insiste a placer en sus cualidades morales: el hombre es valeroso, generoso, dotado de “bellas cualidades” y de “raras perfecciones”, liberal y cortés. Un poco como el Buscón francés que vuelve al final de la novela a su verdadera identidad. Guilleri, tras su retiro y su matrimonio, lleva una vida conforme con las promesas de su carácter y de su espíritu. Pero la moral exige que sea castigado y que expíe mediante el suplicio; con ello el libro exhibe la tensión que lo atraviesa: por una parte, esboza la figura “positiva” de un bandido social que se propone a la simpatía y a la compasión del lector, y por otra, debe enseñar una moral, que es la del

justo castigo de las faltas cometidas. Esto tiene como resultado toda una serie de rasgos que no pertenecen a la imagen ordinaria del “bandido de buen corazón”. Por una parte, Guilleri, trastornado por la muerte de su hermano, aspira a cambiar de vida y reconoce como pecadora y culpable la que lleva: “Sólo soñaba con retirarse a algún lugar desconocido para pasar en él el resto de sus días en el temor de Dios.” Por otra parte, como testimonia el discurso que dirige a sus compañeros, el castigo de Dios como el del rey son a sus ojos castigos legítimos que el pecador debe aceptar, lo cual hará con una frase después de su captura: “Veo que Dios quiere castigar mis faltas.” Construido a partir de motivos que pertenecen a los sueltos ocasionales, pero también anunciador de los libros consagrados a Cartouche y a Mandrin, Guillen tiene pues un estatus ambiguo. Por una parte, fija en el escrito de gran circulación, bajo la forma de una biografía divertida, motivos que pertenecen a la imaginación popular y que componen la figura del bandido social, querido y admirado. Presente en las tradiciones orales y en la memoria colectiva, alimento de poemas y baladas, esta figura, ampliamen­ te presente también en las sociedades tradicionales, encuentra con Guilleri su primera encarnación en el catálogo azul. Pero la encuentra en un momento y en una forma sometidos al estricto control de la moral cristiana. De ahí, el disparate de un texto que exalta y reprueba a la vez a su héroe, compadece sus miserias no obstante que celebra su castigo y hace amables sus sutilezas en tatito que las considera conductas punibles. La figura del bandido social debe mezclarse con una moral de respeto al orden y de obediencia de los mandamientos, y el héroe positivo ser al mismo tiempo un pecador castigado. El final expresa juntas la compasión y la severidad que Guilleri debe inspirar: “He ahí el fin de ese desdichado ladrón que creía poder huir y evitar losjustos castigos de Dios.” Y Rosset añadía: “Pero al final hubo de pagar el tributo de su maldad.” Texto contradictorio, Guilleri muestra bien cómo los motivos de una cultura popular pueden ser reformulados y reinterpretados por la escritura de quienes los introducen en un libro para devolverlos, modificados, a la gran mayoría.

FIGURAS Y LECTU RA S DE LA MARGINALIDAD

No hay duda de que los títulos que componen el corpus “marginal” de la biblioteca azul tuvieron un enorme éxito. Sus precios, a menudo irrisorios, son una primera razón de ello: a fines del siglo XVIII el rouanés LecréneLabbey propuso a los libreros y buhoneros el Guillen a doce sueldos la

docena, el Jargon también a doce sueldos la docena y el Buscón, más caro por ser más grueso, a tres libras doce sueldos la docena.47 Treinta o cuarenta años más tarde, el registro del librero de Caen, Chalopin, habría de testimoniar la importancia de las existencias y el regular rendimiento de los libritos sobre mendigos y bandidos, como el Jargon, que se vendía a treinta céntimos: hacia 1820, Chalopin poseía 4 500 ejemplares; en 1822,3 400; en 1825, 3 300, y hacia 1829,2 700. La circulación del Diclionnaire argoiique, es decir el Supplément publicado con el colofón fantasioso: “En Vergne, casa Misiére”, no era menor: 3 068 ejemplares en existencia hacia 1820,2 468 dos años más larde, 1 900 hacia 1829.48 Este ejemplo, que se refiere sólo a uno de los difusores provincianos de libros azules, basta para probar la fidelidad de la demanda del lenguaje argótico y la monarquía de los mendigos. Entonces, ¿cómo comprender esa atracción de un público, amplio desde el siglo XVII y sin duda todavía acrecentado a continuación, por textos que le proponían las figuras inquietantes y divertidas de estafadores de todo tipo? Su éxito parece inscribirse en dos experiencias colectivas, que suscitaban un interés a la vez timorato y fascinado por quienes vivían fuera de las reglas a costa de otros. La primera era urbana y tuvo sus raíces en la bisagra de los siglos XVI y XVII: por entonces se desarrolló una conciencia inquieta ante lo que se consideraba un aumento sin precedentes entre la población urbana de los mendigos y vagabundos.49 Proliferaron los textos que denunciaban la invasión de las ciudades —y particularmente de la más grande entre ellas, París—por los mendigos forasteros. Las autoridades y los notables multipli­ caron las descripciones horrorizadas de los refugios naturales de esos desarraigados venidos a la ciudad para mendigar o robar: por una parte, los arrabales más allá de las puertas de la ciudad y de las murallas; por la otra, los patios, callejuelas y callejones que abundaban en las ciudades antiguas y que eran otras tantas guaridas paralos “ladrones de la noche” como dice una memoria de 1595. En la capital, una de esas concentraciones excitó la imaginación más que ninguna otra: “La plaza vulgarmente llamada Corte de los Milagros, detrás de las Filles-Dieu, bajo una muralla entre la puerta de Saint-Denis y Montmarlre”. Ya registrada en los textos de principios del siglo XVII, la corte de los Milagros figura por primera vez como designación topográfica en el plano de Gomboust en 1652, aunque sin duda data del 47 R. Hélot, L a Bibltotheque bleue en Normandie, Rouen, 1928. 4S A. Sauvy, “La libraire”, loe. cit, nota 45, p. 126, y nota 61, p. 129. 49 R. Chartier, “L a Mortarchie d'Argot entre le mythe et l’histoire”, Les marginaux et les exclw¡ dans l'hútoire, UCE, “10/18", París, pp. 275-í'l l (Cahiers Jussieu, 5).

último cuarto del siglo XVI y no como quería Víctor Hugo de fines de la edad media. Esas múltiples incrustaciones de marginales en el tejido urbano, que crean proximidad y familiaridad entre los honestos y los malvivientes, sin duda eran percibidas como una amenaza intolerable para la seguridad y la moralidad urbanas, pero también como una reserva de figuras pintorescas, cuya inmoralidad reprobada atraía y cuyos artificios cautivaban. A esta primera experiencia social, que creó la expectativa de textos que copiaban pero también eufeinizaban las figuras de lo real, se añadiría una segunda, rural, que explica sin duda el éxito continuado de los diccionarios argóticos. Éstos eran siempre presentados como capaces de revelar el lenguaje de los buhoneros, recordemos que en el siglo XIX el Jargon ou Langage. de VArgot reformé cambió su antiguo título, “como está actualmente en uso entre los buenos pobres”, por uno nuevo, “al uso de los buhoneros, vendedores ambulantes y otros”. La sustitución indica claramente que la figura y el lenguaje del buhonero inquietaba e intrigaba. Para los lectores rurales de libros azules, el vendedor ambulante era a la vez un estafador peligroso y un tipo astuto y divertido. Semicomerciante, semiladrón, el vendedor ambulante abusaba de la buena fe de sus clientes, pero su malicia y su habilidad hacían generalmente que se le perdonara su deshonestidad. Esta ambivalencia caracterizaría la tradición literaria a partir del siglo xvi y se hallaría de nuevo en los relatos recogidos en el siglo XIX, y aun en los de hoy día, que atribuyen a los buhoneros una reputación de bribones.50 El desciframiento de su lenguaje secreto podía pues considerarse como una revancha contra sus engaños y malicias, y el Jargon permitía que el engañado engañara a suvez. De ahí sin duda el éxito continuado en los siglos XVIII y XIX de un librito que daba la ilusión de una partida más pareja entre el vendedor itinerante y las comunidades sedentarias. Para satisfacer el horizonte de espera así constituido por los encuentros en la ciudad y en el campo, entre clientes de libros azules y figuras marginales, los editores de Troyes explotaron el repertorio de textos que les parecieron más adecuados para nutrir la imaginación de los lectores. El resultado fue un corpus que mezclaba textos franceses y traducciones, primeras ediciones y reediciones, picaresca y burlesco, relatos de vida y taxonomías. Como era habitual en ellos, los Oudot y los Garnier utilizaban ■ r,° E. Besson, “Les colporieurs de l’Oisans au xixc siécle. Témoignages ct documentó”, Le Mande Alpin et lUwdanien, 1975, núms. 1-2, pp. 7-55, y sobre todo I - Fontaine, L e wiyage et la mémoire. Colporteurs de l ’Oisans au X IV siécle, Presses Universitaires de Lyon, 1984,