Sociologia Del Delito Amateur

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SOCIOLOGIA DEL DELITO AMATEUR GABRIEL KESSLER Con la colaboración de Mariana Luzzi

PAIDÓS Buenos Aires Barcelona México

Kessler, Gabriel Sociología del delito amateur. - la. ed. - Buenos Aires : Paidós, 2004. 296 p . ; 21x13 cxn. —(Tramas sociales)

ISBN 950-12-4525-X 1. Delincuencia Juvenil —L Título

Cubierta de Gustavo Macri Motivo de cubierta: óleo de Beatriz Provitina

1" edición, 2004

© 2004 de todas las ediciones Editorial Paidós SAICF Defensa 599, Buenos Aires E-mail: [email protected] www.paidosargentina.com.ar Queda hecho el depósito que previene la Ley 11.723 Impreso en la Argentina - Printed in Argentina Impreso en Gráfica MPS, Santiago del Estero 338, Lanús en septiembre de 2004 Tirada: 2000 ejemplares ISBN 950-12-4525-X

ÍNDICE

Agradecimientos.................................................................... Introducción...........................................................................

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P rimera parte : El estudio de las acciones Capítulo 1: Panorama estadístico del problem a............. La evolución del delito en los noventa......................... Perfil de víctimas y victimarios...................................... Las percepciones de la inseguridad................................

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C apítulo 2: Delito, trabajo y provisión............................ Precariedad e inestabilidad lab oral................................ Alternancia entre trabajo y d elito .................................. De la lógica del trabajador a la del proveedor............. Las dos platas.................................................................... Lógica de provisión y deriva........................................... Ley, provisión y racionalidad.........................................

29 31 34 41 48 51 56

C apítulo 3: Los grupos de pares........................................ Barderos y proveedores................................................... La pluralidad de grupos de pertenencia....................... Alcohol, drogas y sociabilidad........................................

61 66 72 77

Capítulo 4: Del amateurismo a la profesionalidad........... 83 La primera vez.................................................................. 84 Decidir seguir................................................................... 92

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Tercera fase: la especialización.......................................... 96 Hacia la profesionalización: nuevas esferas de cálculo............................................................................ 101 Capítulo 5: Sobre víctimas, armas y policías....................... 115 La construcción de una relación víctima-victimario... 115 Los homicidios........................................................................122 La relación con la poircfar................................................ . 126 Dilemas en el uso de las arm as...........................................132 El consumo de alcohol y drogas........................................ 137 Droga, alcohol y delito..........................................................142 S egunda

parte:

Los CONTEXTOS DE SOCIALIZACIÓN C apítulo 6: Relaciones de familia.......................................... 149 Historias de fam ilia........ .......................................................153 Los vínculos familiares..........................................................163 La organización del hogar.................................................... 171 Conflictos distributivos y silencios....................................174 C apítulo 7: Trayectorias escolares..........................................181 Experiencia personal y sentido de la educación.............184 Una escolaridad de baja intensidad.................................... 193 Los factores de desenganche y deserción........................ 198 Relación con los docentes y los compañeros...................202 ¿Una escuela excluyeme?.....................................................206 Violencia en las escuelas.......................................................210 Escuela y delito.......................................................................214 Capítulo 8: La vida en el barrio.............................................221 La apropiación simbólica del barrio................................. 224 Lugares peligrosos................................................................. 229 La relación con los vecinos................................................. 236 ¿Robar en el barrio?..............................................................240 C onclusión...................................................................................247 Glosario: Las teorías sobre el d elito ................................. 267 Referencias bibliográficas...................................................... 285

AGRADECIMIENTOS

Este libro es el resultado de varios años de trabajo sobre el tema. Debo a mi colega y amiga Laura Golbert gran parte de mi interés inicial por esta problemática. Junto a ella realiza­ mos una primera investigación en el marco de PNUD-Argentina. En esa oportunidad, para la realización del trabajo de terreno, contamos con la ayuda de Gustavo Ponce, Ana Mangialavori y distintos profesionales. En etapas posteriores realicé mi trabajo en colaboración con Mariana Luzzi en el marco del Proyecto “Trabajo, so­ ciabilidad e integración social” financiado por el Fondo Na­ cional de la Agencia de Ciencia y Tecnología (FONACYT) otorgado al Area de Sociología de la Universidad Nacional de General Sarmiento (UNGS). Asimismo conté con un subsidio personal a la investigación concedido por la Fun­ dación Antorchas. Nuestro equipo de la UNGS fue el mar­ co de colaboración, compañerismo y efervescencia intelec­ tual en el que pudimos desarrollar nuestro trabajo. Un agra­ decimiento a nuestros colegas Mariana Barattini, Inés González Bombal, Carla del Cueto, Silvio Feldman, M ari­ na García, Miguel Murmis Maristella Svampa y Gabriela Wiczykier. Queremos agradecer a los distintos colegas que leyeron parte de versiones iniciales de este trabajo y cuyos comenta­ rios nos fueron de suma utilidad. Entre ellos, Carlos Acuña,

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Inés Dussel, Eleonor Faur, Elizabeth Jelín, Daniel Pécaut y Catalina Smulovitz. Por último, expresamos nuestra más profunda gratitud a Rosalía Cortés y Silvia Sigal, quienes fueron las mejores lec­ toras del manuscrito que uno pudiera desear.

INTRODUCCIÓN

El delito ha sido motivo de preocupación desde el naci­ miento mismo de las ciencias sociales. Distintas disciplinas y escuelas se han ocupado del tema, construyendo el objeto en virtud de sus propias prescripciones normativas y paradigmas generales sobre la vida social. La criminología clásica lo ha tratado como un fenómeno social autónomo, explicable a partir de las características personales de los considerados “criminales” y el fracaso del papel socializador de los grupos primarios; para combatir el delito, aconsejaba fortalecer estos grupos. Más tarde, la economía y algunas corrientes psicoló­ gicas teorizaron que el delito era el resultado de una elección racional de individuos para quienes representaba una activi­ dad económica más. Otras teorías sociológicas han intentado pensar el delito en relación con las tensiones sociales de sus épocas; de distinto modo y con suertes diversas, han adopta­ do tal perspectiva algunos representantes de la Escuela de Chicago, las teorías funcionalistas de la conducta desviada -en particular, los trabajos de Merton sobre la anomia—así como las visiones de corte estructuralista en Estados Unidos, entre otros. Finalmente, la teoría del etiquetamiento de Bec­ ker y diversas corrientes de la criminología radical han desa­ rrollado una visión crítica y de carácter desconstructivo al considerar el delito y la desviación como el resultado de una construcción social. Por otro lado, en los últimos años ha ido acrecentándose en diversos países la presencia de un problema relacionado

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con el delito pero cuya dinámica es autónoma: el incremento de la sensación de inseguridad frente al crimen, sólo compa­ rable al temor que suscitan hoy el desempleo y la exclusión laboral. Así, inseguridad económica e inseguridad civil domi­ nan hoy los miedos de distintas sociedades: una y otra pare­ cen tanto retroalimentarse como diferenciarse; mientras que la primera tiene un alcance palpable en mayor o menor medida en el conjunto de la poblar *'^*-. lo nnnn ...T-u-ntodo como una amenaza, como un fantasma que impacta en la subjetividad y en las acciones. Si bien la inseguridad civil en un contexto de desestructu­ ración del mundo del trabajo tiene un carácter novedoso, la presencia de sujetos que provocan miedo -los jóvenes consi­ derados marginales y anómicos- no es en cambio una nove­ dad. A lo largo de todo el siglo XX, el temor por las conduc­ tas de las nuevas generaciones preocupó tanto a la opinión pública como a las ciencias sociales. Dentro de esas preocu­ paciones, una fundamental fue la realización de distintas ac­ ciones en conflicto con la ley. Este libro es el resultado de una indagación sobre jóve­ nes que han cometido delitos violentos contra la propiedad; el trabajo intenta ser una contribución a la definición de un campo de estudio sobre delito y violencia urbana, como parte de una reflexión más amplia sobre la cuestión social. La temática de los jóvenes y el delito suscitó nuestro inte­ rés no solamente por ser un problema de relevancia en sí mismo, sino porque entendimos que se trataba de la punta deLjúceberg, la manifestación visible de un proceso de más vastó alcance. Estábamos frente a un proceso de conforma­ ción de un segmento social ubicado en los márgenes del mundo del trabajo, cuya supervivencia combinaba acciones legales e ilegales, según la oportunidad y el momento. Se podría establecer un paralelismo con el debate sobre la for­ mación de la underclass en Estados Unidos hace ya unas dé­ cadas. En efecto, al igual que allí, los protagonistas de este libro sufren la crisis de distintas instituciones y van situán­ dose a distancia de pautas de integración que podríamos considerar hegemónicas.

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Sociología del delito am ateur muestra cómo son estos jóve­ nes y qué características tienen sus acciones. Y si acuñamos la noción de delito am ateur fue porque los jóvenes que estudiamos sé sitúan a distancia de las imágenes clásicas -sin duda, ideali­ zadas y estilizadas- de un delito profesional con códigos muy precisos. Amateur, también, porque desconocemos qué pro­ yección temporal tendrán las acciones; al fin de cuentas, mu­ chos ya habrán abandonado la delincuencia: o lo harán en un futuro próximo, otros continuarán durante un tiempo en el am ateurism o y algunos emprenderán trayectorias más profesio­ nales. El delito, como dijimos, es la parte visible de otros pro­ cesos menos evidentes y menos espectaculares para la opinión pública: los protagonistas de este libro han vivido una serie de experiencias familiares, escolares, barriales y laborales con ras­ gos compartidos que, si bien no explican las razones del delito, son el contexto en el que éstas se han generado y, por ende, analizarlas es imprescindible para su comprensión. Estudiar el delito resulta incómodo. El sociólogo sabe que toca un tema ligado con los fantasmas más recónditos de una sociedad y teme, él también, que su trabajo contribuya a acre­ centar los miedos y los prejuicios de su época. Muchos son los reparos —algunos de los cuales compartimos—que han sus­ citado estos trabajos a lo largo de los años. En primer lugar, estudiar el delito juvenil contra la propiedad no implica creer que se trata del principal problema nacional, como parece su­ gerirlo parte de la opinión pública, olvidando que otras for­ mas de delito -la corrupción, la evasión fiscal, la contamina­ ción del medio ambiente, el no respeto de las leyes laborales y de los derechos de grupos vulnerables, la violencia policial, entre otras- constituyen problemas de enorme importancia. En segundo lugar, no se nos escapan los cuestionamientos a la legitimidad de aquello que es considerado delito en un mo­ mento determinado, criticando desde el concepto mismo hasta la metodología con la que se construyen los datos que dan cuenta del problema. También es necesaria una aclara­ ción respecto del lenguaje: intentamos en todo momento no abusar de términos como delito, delincuente u otros similares, propios de la criminología, que usamos sin colocar comillas

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pero sin desconocer las discusiones sobre sus implicancias ! normativas. Pese a todo, aun conscientes de los riesgos, uní j estudio del delito nos parece justificado. Al fin de cuentas, lar j carencia de un campo de investigación que intervenga en el:| debate público ha contribuido a la construcción mediática de ( una “cuestión criminal” teñida de prejuicios y errores, y con implicancias políticas temibles. La investigación se interpon en jnvpnpg qnp Vmhi«rnn pr-c»tagonizado recientemente delitos contra la propiedad con uso de violencia. ¿Por qué tal recorte? En primer lugar, al procurar detectar elementos novedosos en las formas del de­ lito y sus protagonistas, decidimos centrarnos en una pobla­ ción que en el pasado inmediato había cometido tales accio­ nes. Nos interesaban las acciones contra la propiedad, dado que constituyen la mayor parte de los delitos. Se trabajó con una población joven porque, con todos los reparos necesarios a fin de no contribuir a la asociación entre delito y juventud, los datos muestran su preponderancia en tales hechos. No es ésta una particularidad nacional; las investigaciones en Esta­ dos Unidos y Europa coinciden en la alta proporción de jó­ venes que atenían contra la propiedad, así como en que se produce un paulatino abandono años después, por lo que só­ lo un número reducido se convertirán en delincuentes adul­ tos. Por último, el interés por delitos con violencia física es­ tá basado en su incremento en los años noventa y, por otra parte, por el supuesto de que la violencia definiría, desde la perspectiva de los actores, un límite claro. Dos grupos de interrogantes concentraron nuestro inte­ rés. En primer lugar, sobre el contexto particular de emer­ gencia de las acciones. Nos preguntábamos sobre las relacio­ nes familiares y los hogares de los que provenían los actores; sobre el tipo de escolaridad que habían recibido y la relación que establecían con la educación/Nos interesaba indagar so­ bre la vida en el barrio y los vínculos con sus amigos. En se­ gundo lugar, nos formulábamos preguntas sobre sus delitos: cómo habían sido los primeros actos, la toma de decisiones hasta llevarlos a cabo, el vínculo con el mundo del trabajo, el uso de los recursos obtenidos, entre otros. Luego, queríamos

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centramos en aquellos que hubieran realizado un mayor nú­ mero de hechos, con el objeto de estudiar trayectorias y el nasaje desde el arTiateurismo hacia una eventual profesionali­ zación. Nos preguntábamos sobre los cambios que se produ­ cían entonces en sus acciones y en las relaciones que estable­ cían con la policía, con las armas y con las víctimas. Una vez definidos los interrogantes, necesitábamos entre­ vistar a jóvenes de entre 15 y 2 5 años-que hubieran cometí dos delito contra la propiedad con uso de violencia. Un ter­ cio de la muestra debía haber comenzado a delinquir no más de un año y medio antes de la entrevista. El trabajo de cam­ po fue complejo, requirió de variadas estrategias y fue posi­ ble gracias a la colaboración de un grupo de profesionales con relaciones establecidas con los jóvenes a entrevistar. Los contactos nos facilitaban el acceso y en muchos de los casos fueron ellos mismos quienes realizaron las entrevistas. Una cuestión problemática es que, sin haberlo buscado, nuestro universo de estudio se fue conformando con jóvenes que provenían de sectores populares y de clase media baja. Es obvio el riesgo que esto conlleva: plantear la relación entre delito y jóvenes de sectores populares, un tema que ha sido objeto de controversias en el ámbito internacional. En efec­ to, las llamadas encuestas de autorrevelación en Estados Uni­ dos e Inglaterra han permitido probar que a menudo las di­ ferencias provienen de que los jóvenes de sectores más bajos son más frecuentemente aprehendidos y procesados que los de otros estratos. Sin embargo, dado que los delitos contra la propiedad son, en parte, estrategias adaptativas en situación de escasez de ingresos, es razonable encontrar una mayor proporción de personas de bajos ingresos, sin que esto impli­ que sostener ningún tipo de causalidad intrínseca entre sec­ tores populares y delito. Entrevistamos a 53 jóvenes que tenían entre 13 y 31 años —46 hombres y 7 mujeres—entre enero y septiembre de 1999, en la Ciudad de Buenos Aires y en partidos del Gran Buenos Aires. La proporción de sexos sigue la representatividad en los delitos que nos interesan; la escasa cantidad de mujeres li­ mita conclusiones comparativas sobre la cuestión de género.

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Nos centramos en hechos en los que real o potencialmente¡ hubiera existido violencia: a los fines de esta investigación, consideramos violencia a la amenaza y/o concreción contra lar integridad física de personas. Hay casos de homicidio o ten­ tativa de homicidio y de lesiones de distinta gravedad. Se ex­ cluyeron la posesión de drogas ilegales para consumo perso­ nal, carterismo, etcétera, en los que la violencia -tal como se la ha definido—estuviera excluida. Se descartaron i-imbipn ra­ sos de violencia sin objetivos de dolo, como la violación, los crímenes pasionales y las diversas manifestaciones de violen­ cia familiar. Desde 1999 hasta la fecha se realizaron también veinticin­ co entrevistas a autoridades nacionales, provinciales y muni­ cipales vinculadas al tema, jueces, abogados penalistas, traba­ jadores sociales, personal de instituciones, psicólogos, policías, docentes, padres de jóvenes en conflicto con la ley, vecinos y otros jóvenes. Entre el año 2000 y la actualidad, se agregaron doce entrevistas más a otros jóvenes que cometie­ ron delitos, a partir de interrogantes puntuales que iban sur­ giendo en el análisis del material. A lo largo del libro reflejamos nuestro aprendizaje sobre los procesos de socialización y de búsqueda de supervivencia en un período caracterizado por la precarización del mundo del trabajo —con especial énfasis en el aumento de la inesta­ bilidad laboral—y la crisis de distintas instituciones que van mermando las redes de protección social formales e informa­ les. En tal contexto, las acciones de un segmento particular de jóvenes se caracterizan por estar precedidas y, a su vez, por reforzar el desdibujamiento de ciertas fronteras, en particu­ lar, la que separaría lo legal de lo ilegal. Sociología del delito am ateur presenta los resultados genera­ les de la investigación y está compuesto por dos partes. En la primera, se estudian las acciones delictivas. El capítulo 1 expo­ ne datos cuantitativos globales sobre la evolución de los deli­ tos durante los años noventa. En el capítulo 2, se estudian las formas de articulación entre acciones legales e ilegales, con énfasis en la relación con el mundo del trabajo. En el terce­ ro, nos preguntamos por el lugar de los grupos de pares. El

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cuarto capítulo muestra el pasaje del amateurismo hacia una incipiente profesionalidad. Por último, el capítulo 5 está cen­ trado en la relación que establecen con sus víctimas, con la policía y con las armas. La segunda parte está dedicada al contexto de emergencia de las acciones descriptas. En el capítulo 6 se describen las historias familiares, las relaciones con los padres, la organiza­ ción del hogar y susxonfíictos internos: El séptimo capít ulo indaga las experiencias escolares. En cuanto a los barrios donde viven, lugar central de sus vidas y del conjunto de sus acciones, veremos en el capítulo 8 las formas de apropiación del espacio urbano así como las relaciones con sus vecinos. Por último, después de la conclusión, se incluye un anexo donde se desarrollan las principales teorías de la sociología del delito y de la criminología, con las que entraremos en diá­ logo desde las páginas de este libro.

Primera parte

El estudio de las acciones

___________________ CAPÍTULO 1 Panoram a estadístico del problem a

¿Qué nos dicen los datos estadísticos sobre lo sucedido con el delito? ¿Qué información podemos extraer de las ci­ fras existentes y cuáles son sus limitaciones? ¿Qué tipos de delito han crecido? ¿Qué características tienen victimarios y víctimas? Estos son algunos de los interrogantes que qui­ siéramos presentar antes de entrar en los resultados de nuestra investigación. Ante todo, es necesario señalar las restricciones de un panorama estadístico. En primer lugar, sólo es factible dar cuenta de los hechos denunciados o presenciados por un tercero o la autoridad y calificados co­ mo delitos por el Estado. Por ende, una gran parte de los hechos -la llamada “cifra negra de la criminalidad”—está ausente de las estadísticas oficiales. Dicha subdeclaración depende de varios factores, entre ellos, de la eficacia de la policía y el sistema judicial y de la confianza de la pobla­ ción en las instituciones. En segundo lugar, el panorama resultante va a depender de la forma en que los delitos de­ nunciados sean luego asentados. Se plantea una serie de decisiones problemáticas (acerca de qué registrar y qué no, cómo hacerlo, de qué forma transmitir ese registro a otras instancias administrativas) que afectarán los datos resul­ tantes. Tales restricciones, sin invalidar la información existente, su­ gieren cautela, en particular porque los niveles de subdeclara­ ción se mantienen estables. Así, las tendencias señaladas en el tiempo —el aumento o la disminución de un tipo de delito—pue­

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den ser consideradas válidas.1No obstante, la “cifra negra de la criminalidad” varía de acuerdo con la infracción. En nuestro país la subdeclaradón es muy baja respecto de los homicidios, por la visibilidad del “cuerpo del delito” y por la gravedad con que es­ tos hechos son evaluados por la sociedad y las instituciones; tam­ bién es baja en lo que respecta a robos a entidades bancarias o a automotores, dada la necesidad de la denunda para acceder a los dispositivos aseguradores: Por el contrario, los robos o hurtos en la vía pública y la violenda sexual o familiar muestran niveles muy elevados de subregistro. Por ejemplo, se calcula que en 1995 sólo el 38,6 por ciento de las víctimas de delitos contra la propiedad en la Ciudad de Buenos Aires efectuaron una denun­ cia, mientras que durante el año 2000 el porcentaje de denun­ ciantes disminuía hasta el 33,4 por ciento (DNPC, 2001b). La subdeclaración de los delitos es un problema interna­ cional que llevó al desarrollo de dispositivos metodológicos para cubrir dicho déficit. De este modo, a los datos registra­ dos por las estadísticas de las fuerzas de seguridad (policías provinciales, Policía Federal, Gendarmería Nacional y Pre­ fectura) y el Poder Judicial se le agregan las cifras calculadas en base a las “encuestas de victimización”, recientes en nues­ tro país2 pero con larga tradición en países anglosajones. Se trata de encuestas aplicadas a una muestra poblacional cuyo objetivo es recoger los testimonios de las personas que decla­ ran haber sido víctimas de delitos en un período determina­ do, más allá de que lo hayan denunciado o no. La diferencia entre los eventuales delitos que surgen de estas encuestas y las estadísticas oficiales permite calcular la “cifra negra”, es decir, los hechos no denunciados. 1. Un problema adicional es que el aumento de la cifra del delito puede es­ tar influido por una mayor precisión de los métodos clasificatorios. Así, muchos hechos que antes hubieran sido caratulados como “no calificados” o “muertes con intención desconocida” pasan a considerarse homicidios, lo que explicaría para algunos autores parte del aumento de las cifras de homicidio en Río de Ja­ neiro a mediados de los noventa (Londoño y Guerrero, 2000). 2. El Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación realizó En­ cuestas de Victimización periódicas desde el año 1995, que cubren las ciudades de Buenos Aires y Gran Buenos Aires, Rosario, Córdoba y Gran Mendoza.

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Otra manera complementaria de estimar la “cifra negra” son las encuestas de autorrevelación, no aplicadas en la Ar­ gentina. Éstas intentan recoger las confesiones anónimas que los propios individuos hacen de los hechos que han cometi­ do, en particular, pequeñas infracciones. Finalmente, información adicional se extrae de las encues­ tas sobre la percepción de los problemas públicos, habitualníente ¿iradas en los medius de cunimiic'a ciúiirAiitique 110 informan sobre el aumento o el descenso de los niveles de criminalidad, contribuyen a mostrar la posición de la socie­ dad con respecto al tema. La evolución del delito en los noventa La cantidad de hechos delictuosos cometidos en la Argen­ tina casi se duplicó a lo largo de la década de 1990: de 560.240 en 1990 a 1.062.241 en 1999.3 Si se consideran las áreas en las que se realizó la presente investigación, la Ciudad de Buenos Aires y la provincia de Buenos Aires, el incremento es de 61.203 hechos delictuosos en 1990 a 191.755 en 1999 para la primera y 123.537 hechos delictuosos en 1990 a 312.292 en 19994 para la segunda. Expresadas en términos de tasas,5 éstas fueron de 1.722 hechos delictuosos cada 100.000 habitantes en 1990 a 2.904 en 1999 para el total del país; de 2.046 en 1990 a 6.301 en 1999 para la Ciudad de Buenos Aires y de 983 en 1990 a 2223 en 1999 para la provincia de Buenos Aires.6 El in­ 3. A continuación, y salvo indicación en contrario, todas las estadísticas presentadas provienen del Informe Anual de Estadísticas Policiales. Año 1999, ela­ borado por el Sistema Nacional de Información Criminal, dependiente de la Dirección Nacional de Política Criminal del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación. 4. El 63 por ciento de los hechos delictuosos registrados para la provincia de Buenos Aires en 1999 corresponden al Gran Buenos Aires (SNIC, 1999: 97). 5. Expresadas como cantidad de hechos delictuosos registrados por cada 100.000 habitantes. 6. Los llamados “mapas del delito” permiten analizar la distribución espa­ cial de los diferentes hechos. En la Capital Federal, durante 1999, la mayor

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cremento entre los extremos no implicó un aumento progre­ sivo año a año, sino que durante la década hubo años de au­ mento y otros de disminución. Los delitos contra la propiedad, hurtos y robos, constituyen alrededor de un 70 por ciento del total de los hechos denuncia­ dos. Los delitos contra las personas, aquellos que afectan la vi­ da de los individuos, pasaron de representar un 14 por ciento ol comienzo de la -d écada a un 17 por ciento hacia el final de 1q misma. En la medida en que incluyen también homicidios o le­ siones dolosas, o sea donde hubo tentativa de robo, el aumen­ to de estos delitos es un indicador del incremento de la violen­ cia en el momento de cometer un delito contra la propiedad. ¿Qué sucede con los homicidios durante la década? La violencia urbana en toda América latina es muy elevada y el costo económico que se le adjudica a la violencia es muy alto (Londoño y Guerrero, 2000).7La tasa de homicidios de la re­ gión (22,9 sobre 100.000 habitantes) es el doble del prome­ dio mundial (10,7) (Buvinic y Morrison, 1999). Asimismo, es la segunda zona del planeta, después del Africa subsahariana, con mayor porcentaje de población que ha sido víctima de un crimen: la cantidad de población que fue asaltada en un pe­ ríodo de cinco años representa el 31 por ciento, frente a un promedio mundial de 19 por ciento (Dammert, 2000). En nuestro país, si bien las tasas de homicidios son signi­ ficativamente más bajas que en otros de la región, ha habido un incremento entre la década del ochenta y del noventa (del 3,9 al 4,8 sobre 100.000 habitantes), así como durante los úl­ timos diez años. En el año 2000, la tasa de homicidio doloso era mayor en Argentina (7,2) que en Estados Unidos (5,5), inversamente a lo que sucedía en 1990 (7,5 y 9,2 respectiva­ concentradón de hechos delictivos se produjo en la zona centroeste, seguida por la centro oeste, la sur, la noroeste y finalmente la noreste. 7. Dichos autores calculan que la violencia tiene para América latina un cos­ to neto del 12,1 por ciento del PBI regional, lo cual representa aproximadamen­ te 145.000 millones de dólares anuales. Los costos de atención médica por la vio­ lencia alcanzan a 2.000 millones y la destrucción de capital humano por muerte prematura e invalidez es mucho mayor.

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mente). Respecto de o t r G S países americanos, nuestros valo­ res son muchísimo más bajos que los de Colombia (65), Bra­ sil (19>7)» Venezuela (33) y México (12,5), aunque mayores que los de Chile (3) y Canadá (1,8). En cuanto a la compara­ ción entre homicidos dolosos por ciudades, Buenos Aires tie­ ne un promedio de homicidios anuales (5,17) que la sitúa por encima de algunas urbes como París (2,21), Londres (2,36), Madiid (3,12), pero muy por debajo de otras como Moscú (18,2), Nueva York (9,38) y Washington D.C. (50,82) (DNPC, 2001). Perfil de víctim as y victim arios Uno de los temas más actuales en el debate sobre el deli­ to es el presunto descenso de la edad media de los delincuen­ tes. Se afirma a menudo que uno de los indicadores del agra­ vamiento de la cuestión de la seguridad ha sido el aumento de la cantidad de jóvenes infractores. Una primera aproxima­ ción a este problema surge de los resultados del Estudio de Victimización en la ciudad de Buenos Aires, basado en las percepciones de las víctimas e influido, por lo tanto, por su subjetividad. Allí se señala que entre 1997 y 2000, alrededor del 50 por ciento de los agresores en robos con violencia se habría ubicado en la franja de 18 a 25 años. En cuanto al gru­ po entre 15 y 17 años, que representaban en 1997 cerca del 5 por ciento de los agresores, en el año 2000 llegarían al 10 por ciento del total, siendo 1998 el año de mayor representación de este grupo etáreo, con casi el 15 por ciento. Un aumento en el registro de los agresores menores de 18 años no autoriza a concluir taxativamente el descenso en la edad media de quienes delinquen o, dicho de otro modo, un desplazamiento de los mayores por las nuevas generacio­ nes. Este problema recibe diversas interpretaciones no nece­ sariamente excluyentes. Si para ciertos análisis es la eviden­ cia de una mayor proporción de jóvenes que delinquen, otras voces argumentan que es resultado de un mayor ensaña­ miento del poder judicial y policial contra la juventud. Se

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trata de un tema delicado, sobre el que no se deben dar jui­ cios apresurados antes de tomar en consideración la investi­ gación más rigurosa. Numerosas investigaciones, en especial en Estados Unidos (Sampson y Laub, 1993) e Inglaterra (Fa-T rrington, 1992), muestran tanto que los delitos contra la propiedad son mayoritariamente protagonizados por jóve­ nes, como que la gran mayoría de dichos jóvenes desistirán años-más tarde y-sék>^mQ-mímraa-parte -entablará una trayectoria delictiva en la adultez. De acuerdo con estos traba-' jos, es esperable que en un período de aumento del número de delitos también se registren en valores absolutos más jó­ venes implicados. Es interesante fijarse en lo que sucede en el interior del sistema judicial y penal: el 20 por ciento de las sentencias pronunciadas en el año 2000 recayó en la franja de edad de 18 a 20 años (Guemureman, 2002). Como es lógico, esto in­ fluye luego en la composición de la población carcelaria: el sistema penal ha conocido un proceso de disminución de la edad de la población encarcelada, que pasó de 31 años en 1984 a 21 en 1994 (Citara, 1995). Con una visión más am­ plia sobre la violencia, Bonaldi (2002) señala que todas las categorías clasificadas como “muertes violentas” (accidentes, sucidios, homicidios) se incrementaron en los años noventa entre los jóvenes varones, mientras que el peso de tales cau­ sas de mortalidad se mantuvo estable para el resto de la po­ blación. Si consideramos las estadísticas oficiales, observamos que los delitos contra la propiedad son el principal motivo por el cual se inician causas contra menores de edad (51 por ciento). La Investigación sobre M enores Infractores de la Dirección Na­ cional de Política Criminal (2000a) provee información adi­ cional sobre el perfil de esta población. Según dicho estudio, el 90 por ciento de los menores imputados son varones y el 64 por ciento tiene entre 15 y 17 años; por otra parte, el 78 por ciento carece de antecedentes penales previos. Con res­ pecto a su nivel de instrucción, el 69 por ciento del total no supera la educación primaria y sólo el 1 por ciento ha com­ pletado la secundaria, aunque en el momento de participar en

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el hecho delictivo el 58 por ciento declara encontrarse asis­ tiendo a la escuela. para completar este panorama, nos interesa presentar da­ tos sobre íapoblación carcelaria en general, ya no concentra­ da en los menores, en la medida en que permiten cuestionar ciertos conceptos — y prejuicios- muy difundidos en los noventa. En primer lugar, en cuanto a la nacionalidad de los victimarios, en 1998, el por ciento de los sentenciados eran argentinos. De este modo, los extranjeros tienen una ínfima participación en el delito. El segundo dato interesan­ te nos obliga a ser más cautos con respecto a la asociación rá­ pida entre delitos y alcohol o drogas: estadísticas oficiales del año 1997 señalan que en muy pocos hechos las personas se encontraban alcoholizadas o habían consumido estupefacien­ tes: en más del 90 por ciento de los casos se consideraba su estado como normal. Otros datos condicen más con las percepciones genera­ les. En primer lugar, se trata de una población preponderantemente masculina. El 93 por ciento del total de perso­ nas sentenciadas durante 1998 en la ciudad de Buenos Aires son hombres. De acuerdo con la misma fuente, en la pro­ vincia de Buenos Aires, el 66 por ciento estaban solteros en el momento de la sentencia. En cuanto al nivel de instruc­ ción alcanzado, cerca del 90 por ciento, tanto en la provin­ cia como en la Ciudad de Buenos Aires, sólo habían cursa­ do estudios primarios, mientras el 6 por ciento en la provincia de Buenos Aires y el 7 por ciento en la ciudad te­ nían estudios secundarios completos. Los datos sobre las ocupaciones de las personas sentenciadas durante 1997 muestran que, si bien hay una fuerte concentración entre quienes son clasificados como sin profesión, llama la aten­ ción el peso de la categoría empleados. Otras ocupaciones que aparecen con frecuencia son albañiles, comerciantes, jornaleros, choferes, etcétera. De todas maneras, dado que las categorías utilizadas no son excluyentes, no permiten hacer demasiadas inferencias. Vayamos ahora al análisis de las víctimas de los delitos se­ gún su nivel socioeconómico. Datos oficiales de 1997 ubica­

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ban al 50 por ciento de las víctimas como pertenecientes a la “clase baja y sectores con necesidades básicas insatisfechas”? un 15 por ciento eran considerados de clase alta, media alta y profesionales independientes, y un 35 por ciento, de clase me-: dia baja. ¿Por qué la mayor parte de los delitos recae entre los sectores más carenciados de la población? Una de las razones podría ser las diferencias crecientes en términos de seguridad en luy'distintas Zonas de las ciudades. En estos anos se produjo un importante aumento de la seguridad privada en los ba^ rrios residenciales. Pero no sólo la seguridad privada se distri­ buye inequitativamente en la población argentina, sino también la seguridad pública; según la Encuesta de Desarro-, lio Social, realizada por la Secretaría de Desarrollo Social de la Nación (SIEMPRO, 1999), el 6,7 por ciento de los hogares están ubicados a más de 30 cuadras de una comisaría. Más aún, mientras esta distancia afecta al 1,9 por ciento de los ho­ gares de mayores ingresos (quinto quintil), alcanza al 11,2 por ciento de los de menores ingresos (primer quintil). Se agrega así una desventaja más en los barrios más pobres: la distribu­ ción desigual de la seguridad urbana. Las percepciones de la inseguridad En forma paralela a lo que sucede con el delito se debe analizar la percepción de inseguridad en la población por su fuerte impacto tanto en la sensación de bienestar y en los comportamientos privados, como en las actitudes políticas (véase Smulovitz, 2003). Según la Encuesta de Victimización en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires del año 2000, el 93 por ciento de los entrevistados consideró el problema de la seguridad como grave o muy grave, percepción que se acen­ túa entre quienes se ubican en un nivel socioeconómico alto. Más preocupante aún es que un 90 por ciento de la población de Buenos Aires considera que es bastante o muy probable que sea víctima de un delito. El temor omnipresente ha pro­ vocado un cambio en las actitudes cotidianas: el 64 por cien­ to de los respondientes en la Ciudad de Buenos Aires afirmó

Panorama estadístico del problema

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mantenido alejado de algunas zonas o haber evitado abiertas personas por temor. Según un estudio publicado en el diario Página/12 en 1998, durante ese año el 73 por ciento de los entrevistados había cambiado sus costumbres o actitu­ des por miedo (Página/12, 6/9/1998). Uña de las consecuencias del temor creciente y de la poca confianza en la protección policial es el aumento de la tenencia de armas y de los gastos privados en seguridad. En la década del noventa hubo un incremento del presupuesto asig­ nado al área de seguridad (Policía Federal, Gendarmería, Prefectura y Servicio Penitenciario) que llegó al 10 por cien­ to entre 1997 y 1999.8 Al mismo tiempo, los gastos provin­ ciales en seguridad también aumentaron —si bien no de ma­ nera homogénea—hasta registrar un incremento del 24,5 por ciento entre 1993 y 1997. A su vez, las empresas de seguridad privada incrementaron su nivel de giro del orden de los 700 millones de pesos en 1988 a 70.000 millones de pesos en 1996 y 75.000 en 1997, lo que implica una expansión acumu­ lada del orden del 283 por ciento. En el caso de las empresas de seguridad electrónica, la facturación subió de 40 millones de pesos en 1996 a 100 millones de pesos en 1998. Otro elemento que contribuye a cuantificar las dimensio­ nes del gasto privado en seguridad es el aumento del núme­ ro de armas en manos privadas. Según el RENAR (Registro Nacional de Armas), éstas pasaron de 1.100.000 en 1994 a 1.938.462 en 1999. Además, este organismo estima que la cantidad de armas no registradas rondaría las 100.000, te­ niendo en cuenta los diez mil requerimientos por año que la Justicia eleva al RENAR (Clarín 29/10/2000). La determina­ ción del volumen de armas de circulación clandestina es de todas maneras muy difícil de lograr, a tal punto que los diver­ sos organismos con injerencia en el tema no muestran acuer­ do al respecto. Según un estudio encargado por el Programa de Seguridad y Armas Livianas del Instituto de Seguridad de la Provincia de Buenos Aires a una consultora privada, las ar­ mas no registradas en circulación llegarían a dos millones. h

a b e r s e

8. Cfr. Leyes de Presupuesto Nacional, años 1997, 1998 y 1999.

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Esta cifra es de todos modos objetada por las autoridades del RENAR, que la consideran excesivamente alta (Clarín, 29/10/2000). Al mismo tiempo, en octubre de 2000 la Poli­ cía Bonaerense estimó que en la provincia de Buenos Aires circulaban un millón de armas clandestinas. Con respecto a la actitud de la población frente a las armas, según los estudios de victimización ya comentados, en la provincia de Buenos Aires el 51,5 por ciento de los entrevistados considera correcta la tenencia de armas. No obstante, no es un indicador sobre posesión, ya que en esa área el por­ centaje de quienes declaran poseer armas llega al 15 por cien­ to, mientras que en la Capital Federal es sensiblemente me­ nor (9,5 por ciento). En resumen, la situación durante la década del noventa se caracteriza por un aumento de los delitos en general y de los delitos contra la propiedad en particular. El aumento de los homicidios dolosos, o sea con intención de robo, sitúa a la Argentina en un término medio en el panorama mundial, por encima de países europeos y de Estados Unidos en general, pero muy por debajo de los países latinoamericanos más vio­ lentos. En cuanto a la población victimaría, ésta es en más de un 90 por ciento joven, masculina, soltera, en gran medida sin antecedentes previos, con nivel educativo bajo pero con alto porcentaje de concurrencia a la escuela entre los meno­ res. Este rejuvenecimiento se advierte, en el interior del sis­ tema judicial y penal, en la concentración de las penas en la población de 18 a 20 años y en la disminución de la edad pro­ medio de la población carcelaria.

___________ CAPÍTULO 2 D elito, trabajo y provisión

—Yo fu i agarrando la calle. P rim ero con m i herm ano para ven der los diarios, para ir conociendo, después, llegaba hasta el centro de San M iguel, lustraba zapatos en la estación de San M igu el y después y a con un poquito más de coraje, tom ar el tren para ir al centro, a Buenos Aires. Eso ya era toda una aventura. Yo lustraba en Villa Crespo zapatos. Y era bueno, porque era m uy redituable eso. Se ganaba m uy buena plata. Que m ás de una vez yo llevaba también a la casa. Q ué s é y o , para aportar alguna cuota de cosas, poder aportar algu na co­ sa. Era de ir todo el día, de la m añana hasta la noche. Ha­ cíamos algunos robos, además; taxistas, p or ejemplo, los taxis de J o s é C. Paz, los llevábam os para asaltarlos y quedam os con la recaudación. De cualquier m anera, siem pre lo m ati­ zaba con trabajo. No era una cosa de decir “m e dedico a esto de lleno y vivo de esto ” No estaba definida la cosa. Tampoco los planes estaban bien hechos. Uno planificaba una cosa, y le salía otra. Trabajábamos, bueno, fu im os a trabajar a una pizzería en Villa del Parque y encontram os la vuelta de có­ mo dejaban la recaudación, p or ejem plo, que fu e m i p rim era gran actuación para engañ ar a la policía. Siempre laburando, siem pre trabajando, en lo que fu e r e , era un poco la p an ­ talla de todo. Sí, había que trabajar.; para no ten er problem as con la policía. Era fá cil. Era bajarse del colectivo, d ejar el guardapolvo adentro del bolso, d ejar el bolso en algún lugar.; cazar los fierros, y salir y hacer el laburo. Era una cosa... un trabajo.

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Germán, casi 30 años dedicado a distintas variantes de ro¿ bo armado, nos cuenta cómo a lo largo de su historia fug combinando trabajo y delito. Trabajar servía como protec­ ción, complemento de ingresos o medio de acceso a informa-, ciones para planificar nuevas acciones. En su vida, una “ca­ rrera profesional”, fue alternando entre actividades legales e ilegales. No obstante, tanto la criminología como el sentido común tendieron a ver al trabajo y al delito como dos actividades mutuamente excluyentes. Quizá porque toda sociedad precisa contar con fronteras definidas entre justos y desviados o porque los relatos de los propios “profesionales” subraya­ ban sus hazañas y relegaban al olvido la narración de los mo­ mentos de calma y de eventual combinación con el trabajo. Por alguna u otra razón, la mayor parte de las teorías crimi­ nológicas reposan sobre la idea de una identidad particular del delincuente definida por la paulatina exclusión del traba­ jo legal de su campo de acción. Los actuales estudios sobre carreras delictivas sugieren que aun en el pasado la disociación entre actividades legales e ilegales ha sido menor que lo supuesto y que un grupo im­ portante, incluso de aquellos que llamamos profesionales, ha­ bría combinado a lo largo de su carrera ambos tipos de accio­ nes. Se podría argumentar que, si esto ha sido así en períodos de mayores oportunidades laborales, necesariamente cambia en momentos de alto desempleo como el actual. Específica­ mente en el caso argentino, fue difícil evitar la tentación de asociar desempleo y delito cuando una y otra tasa se incre­ mentaban simultáneamente en la última década. Afortunada­ mente, desde el comienzo del trabajo de campo la situación encontrada nos obligó a desechar toda idea preestablecida. “Necesitas guita s í o sí' salís a buscar; si conseguís trabajas, si no sa­ lís a roba?'”: sumaria, la frase de Hernán condensa ambas ac­ ciones en una única intención, dejando entrever que la rela­ ción entre delito y trabajo es compleja, a pesar de la alta tasa de desempleo que afecta el perfil de los jóvenes que entrevis­ tamos. No por azar tratamos de manera asociada actividades le­ gales e ilegales, pues así fue como se nos presentaron en el

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trabajo de campo, así se presentan en la realidad cotidiana de los jóvenes entrevistados, y son la expresión de una lógica de acción que en las próximas páginas intentaremos elucidar. El capítulo comienza con la discusión sobre la relación entre de­ sempleo y delito y sus particularidades para el caso argenti­ no. Luego introduce las formas de articulación entre activi­ dades legales e ilegales y el tipo de lógica subyacente para, finalmente, reflexionar sobre sus implicancias en otras dimensiones de la vida de los jóvenes.

Precariedad e inestabilidad laboral

Una controversia aún no resuelta es la relación entre de­ sempleo y delitos contra la propiedad. A pesar del peso expli­ cativo otorgado por la opinión pública, en los trabajos cien­ tíficos no hay acuerdo sobre la validez de tal presuposición y sí, en cambio, resultados divergentes según las fuentes, el pe­ ríodo, la región, el país y otras variables consideradas (Freemán, 1983). Durante décadas, los datos agregados hicieron presuponer alguna correlación entre el incremento del desempleo y del delito. Chiricos, tras una exhaustiva revisión de la evidencia empírica, demostró en un trabajo de 1987 que tal relación era cuestionable. También en la Argentina estudios econométricos dieron cuenta de una correlación entre ambas variables (Kusznir, 1997; Navarro, 1997) mientras que otros, como Pompei (1999) y Cerro y Meloni (1999), adjudican un peso explicativo mayor al aumento de la desigualdad en la distri­ bución del ingreso: según estos últimos, un incremento del 10 por ciento en la desigualdad estaría asociada con un au­ mento del 3 por ciento en la tasa de criminalidad. La interpretación económica del delito suele conllevar un riesgo de falacia ecológica, es decir, la extrapolación de rela­ ciones válidas en un nivel macro para utilizarlas como expli­ cación de hechos individuales. En concreto, el error es pasar de la correlación entre el aumento del desempleo y del deli­ to en un período dado a la conclusión de que son los mismos

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desempleados los que delinquen. Para esclarecer la relación^ entre los fenómenos, el interrogante es cóm o el desempleo} originaría mayor criminalidad, ya que cuando se trata, poi; ejemplo, de explicar el aumento de la pobreza a partir del de^ sempleo, la disminución de los ingresos es el nexo. Ahora.; bien, al intentar elucidar las causas del delito, surge la pre-¿ gunta sobre los vínculos específicos entre una y otra cuestión^ tenm subre-el-que-iiu'iray consenso y~qutfira sido particular-i mente desarrollado en la discusión sobre la underclass (infira-, clase) en Estados Unidos (véase Anexo). En el caso argentino, el problema adquiere características peculiares por las modalidades locales del desempleo. Lo más habitual en el mercado de trabajo argentino no es el desem­ pleo de larga duración1 como en el caso europeo o el que afectó a sectores particulares —como los afroamericanos—en Estados Unidos en los años ochenta, sino la inestabilidad la­ boral, cuyas consecuencias, cuando se suman a la precariedad de los puestos, deben diferenciarse de las del desempleo o la pobreza.2 ¿A qué nos referimos con inestabilidad y precarie­ dad laboral? Altimir y Beccaria (1999) señalan que la mayor parte de los puestos de trabajo creados en los noventa corres­ ponden a posiciones precarias, con bajas remuneraciones, sin cobertura social y con nula protección contra el despido. Consecuentemente, su volatilidad es muy alta, lo cual impli­ ca una elevada inestabilidad de los ingresos. A estos puestos acceden, sobre todo, aquellos con menor nivel educativo y calificación, más aún si son nuevos trabajadores. Del lado de la sociedad se van configurando entonces trayectorias labora­ 1. En el caso europeo se considera desempleo de larga duración a partir de 12 meses mientras que en el caso argentino a partir de 6 meses. 2. Como ejemplo de las consecuencias específicas de la inestabilidad, en una investigación en la que se comparaban datos sobre adolescentes en edad es­ colar pertenecientes a hogares de ingresos medios cuyos padres tenían una ocu­ pación inestable y aquellos que vivían en hogares de ingresos bajos pero esta­ bles, la tasa de deserción del secundario era mayor entre los jóvenes del primer grupo que en los del segundo. Esto se debe a que la inestabilidad laboral de los padres llevaba a que los adolescentes debieran salir a buscar alguna ocupación, abandonando la escuela (Beccaria y Kessler, 1999).

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signadas por una alta rotación entre puestos precarios, de bajos ingresos, poco calificados, de corta duración, intercala­ dos con períodos de desempleo, subempleo y aun de salida del mundo laboral como producto del desaliento. Una parte de nuestros entrevistados trabajó alguna vez en puestos precarios e inestables, sea antes de o durante la reali­ zación de actividades ilegales. Fueron cadetes, repartidores, trabajadores de limpieza y mantenimiento, empleados de pequeños comercios, fleteros, cuidadoras de niños, lavadores de autos, entre otras ocupaciones. No se trata de una población dedicada mayoritariamente al delito en exclusividad, sino en combinación —simultánea o sucesivamente—de actividades le­ gales con otras ilegales. Pero lo sorprendente es lo sucedido con los ingresos y la duración de los trabajos. En los 11 casos para los que fue posible comparar los tres últimos puestos, los ingresos promedio de los primeros fueron de 400 pesos, 301 los de los segundos y 299 los de los terceros. También la du­ ración fue disminuyendo: en los primeros el promedio fue de veinte meses, mientras que en los otros dos descendió a diez meses. La inestabilidad y la precariedad no son para estos jóvenes problemas totalmente nuevos; en muchos casos, ya fueron experimentados por sus padres que, habiendo ingresado en el mercado de trabajo a mediados de los ochenta, exhiben hoy trayectorias laborales íntegramente inestables. Ello explica la dificultad para responder durante las entrevistas a una pre­ gunta tan tradicionalmente simple como en qué trabajan sus padres. Rara vez se escuchaba la respuesta esperada (Es obre­ ro, conierciante...) sino que, después de titubear, describían lo que sus padres estaban o habían estado haciendo reciente­ mente, como por ejemplo: “Creo que andaba repartiendo unos cajones de algo”. La inestabilidad laboral se naturaliza a medida que el tra­ bajo estable se desdibuja de la experiencia transmitida por sus padres y por los otros adultos de su entorno. Así, ven frente a ellos un horizonte de precariedad duradera en el que es im­ posible vislumbrar algún atisbo de carrera laboral. Sin disi­ mular su amargura, un entrevistado nos decía: Que' te pare­ l e s

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ce que puedo esperar? Como máximo, un laburito de 180 mangdM durante 3 meses. Después, nada durante un tiempo. Otro laburitbi de 180, 200 m angos por un tiempo. Después nada de nuevo y asfé siem pre”. Imaginan, en el mejor de los casos, una sucesión dé£ puestos de baja calificación y magros ingresos, todos inesta-4 bles, interrumpidos por períodos de desempleo. Esta situación reduce el espectro temporal en el cual pro-s' yectarse imaginariamente. Cuando el mediano y el largo pla-í zo se desdibujan, el horizonte en el que se evalúan las accio-D nes a realizar se Umita a lo inmediato. Así, van desplegando; racionalidades de muy corto plazo, cuyo objetivo es la obten-» ción inmediata de dinero, con poca consideración de sus con­ secuencias futuras. De este modo, si la inestabilidad laboral impide imaginar alguna movilidad ascendente futura, en elpresente lleva a que el trabajo se transforme en un recurso de obtención de ingresos más entre otros, como el robo, el pe­ dido en la vía pública, el “apriete” (solicitar dinero en la calle con una velada amenaza de violencia) y el “peaje” (bloqueo de una vía de pasaje obligado en un barrio para exigir dinero a los transeúntes a cambio de dejarlos pasar), entre los cuales se opta según la oportunidad y el momento. Alternancia entre trabajo y delito Si se quisiera situar las trayectorias de nuestros entrevis­ tados en una línea de continuidad cuyos polos fueran el tra­ bajo y el delito como actividad única, la mayoría de ellos se concentrarían en las posiciones intermedias, a distancia va­ riable de los dos extremos. A lo largo del tiempo, los vería­ mos moviéndose hacia una y otra dirección, con períodos de dedicación exclusiva a una de las actividades y otros de acciones simultáneas. Tampoco se trata de una línea con una dirección única (de trabajo a delito o viceversa), sino que los movimientos van en uno u otro sentido, con mar­ chas y contramarchas. Claro que las formas particulares de articulación no son aleatorias, sino el resultado de una serie de factores conjugados tales como oportunidad, calificado-

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fi-vJContactos, éxito de acciones pasadas, valoración subjeti­ va»¿el trabajo y del robo, entre otras. r por dichas razones, las combinaciones resultantes son va­ riadas: algunos alternan entre puestos precarios y, cuando es­ casean, perpetran acciones delictivas para más tarde volver a trabajar. Hay quienes mantienen una tarea principal -en al­ gunos casos, el robo; en otros, el trabajo- y realizan la activi­ dad complementaria como "changaJJ para completar íngresos; en ciertos casos, salen a robar los fines de semana con los mismos compañeros del trabajo. Detengámonos en ciertas formas de combinación: Femando alterna trabajo y robo desde hace casi una déca­ da- Al principio, hacía de lunes a viernes pequeños servicios a familiares y vecinos por pocas monedas y el fin de semana ro­ baba con un grupo estable. —Algo hacía, con m i tío: le daba una m ano, le pintaba las co­ sas, le cortaba el pasto a m i otro tío, qué s é yo: plata siem pre te­ nía. Aguantabas hasta el fin de semana con eso, y después, des­ pués tenía la otra plata. El sistema de doble ocupación perdura a lo largo de los años: —Trabajé un tiem po en panadería después, a h í m e acostum bré a trabajar, como panadero m ás que nada. Estaba con gen te grande, gen te que andaba robando bien y a veces salía a robar con ellos y ganaba m uy buena plata, m uy buena plata, hacía la diferencia. —¿A qué te dedicabas en ese entonces? —A las dos cosas, robaba y trabajaba. Hacía una changa, pero e?-a preferible robar antes que hacer una changa, la changa no te la pagaban nada y robando tenía más plata. —¿Hiciste esto en fo rm a paralela? —Sí, pareja. Seis años. Digamos, seis meses bien y seis meses mal. Seis m eses derecho y seis m eses izquierdo. Fernando había estabilizado la combinación de ambas ac­ tividades, tanto por la posesión de un oficio de panadero y

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contactos en ese medio como por una valoración del trabajij| como ejemplo de “ser derecho”, al menos la mitad del añd|¡ Alejo es otro caso de alternancia: comienza con el cirujeo,r propia voluntad. Por el tipo de selección que reacontactamos a los que abandonaron inmediata.Jnuestros jóvenes continuaron tras la primera vez. ¿¡Sgriiié alguien decide seguir después de un primer robo? íS^fijsoslayable prestar atención primero a la estructura de —vtttnnidades. Cuando escasea el trabajo y está muy mal paajTááíbpción por el delito parece ser más probable. Analice¿josiprimero historias de hace algunos años, donde la posibi1ídád'de alternar con el trabajo era más factible. Mosca nos cuenta lo que sucedía a comienzos de los noventa, cuando el tjábajo aparecía como opción más plausible. —Al principio sólo era para comer, no p or la plata. Después se baceform a de vicia eso de conseguir plata. En ese momento p en ­ sábamos en comer.; nada más. No pensábamos en dar vuelta to­ do a ver si había plata, a v e r si había esto... en ese m om ento pensábamos en comer, hasta que después, bueno, como nos salió bien la prim era vez, le dimos la segunda vez. Claro, porque ya después nos había gustado a nosotros. Nos había gustado porque después de esto que había pasado con este pibe, nos ofrecieron pa­ ra vender diarios, y vendíam os diarios, pero no era tanto... no nos ciaba tanta ganancia como nos daba trabajar de noche, y a no nos resultaba tan atractivo porque teníam os que estar todo el día gritando, llueva o no llueva, estábamos los dos por todos lados vendiendo diarios... entonces no nos resultaba. En su relato ya se evidencian dos elementos de un cálcu­ lo: el éxito de las primeras acciones en cuanto obtención de beneficio sin riesgo, que se refuerza por la comparación con lo que obtiene del trabajo. Sin embargo, esto no implicó la opción definitiva por el delito en lugar del trabajo. Cada cál­ culo parece estar situado temporalmente, como opción entre alternativas del momento más que entre caminos que se bi­ furcan. Otro caso de comparación es el de Andrés, a quien en el segundo capítulo presentamos afirmando que en su traba­ jo en una zapatería le quedaban treinta pesos de ganancia por semana y “los treinta pesos esos los puedo tener en un minu­ to”. Su historia denota la influencia de la fuerte precarización

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de los trabajos, en particular los bajos salarios, ya que, en ^ caso, pareciera quedarle un neto mensual de 120 pesos. Tanto Andrés como Mosca comparan entre trabajo y ro, bo sólo después de haber acumulado algún tipo de experien­ cia en ambas actividades. Otros deciden seguir aunque en las primeras acciones no haya habido rédito económico. En es­ tos casos, influye la no percepción de riesgos al no haber tenido experieneiflo disuasivas; Esto les permite seguir main^~ niendo el peligro fuera del campo de opciones pensables; la “irracionalidad motivada” sigue estando presente. Tal es el caso de Nancy, quien comienza a robar movida por la curio­ sidad y la sensación de que es muy fácil hacerlo. —Quería saber lo que era, porque como nunca había hecho eso, m e parecía refácil, que no m e iba a pasar nada. No m e pasó ria­ da, pero porque tuve suerte. Pero m e parecía, no sé, m e parecía refácil hacer eso. La prim era fu e acá en Lomas, en Banfield... íbamos caminando y uno de los tres tenía que arrebatarle, siem­ pre era una persona que estaba saliendo de la casa con el auto o estaba bajando del auto, que venía de trabajar, o entraba aden­ tro o íbamos y le preguntábam os algo, no sé... si conocía la calle tal, y a h í le ponían el caño. Durante un tiempo continúa creyendo esto, hasta el mo­ mento en que, en un robo de auto, dispara y mata al conduc­ tor. También Angel comparte la idea de que la facilidad del robo y la ausencia de riesgo —propia o del grupo de paresmotivan a la acción: —Y porque ponele... venía un pibe de otro barrio. Ese ahí an­ daba robando. Viene y para con los pibes, que también igual que él, el otro dice vam os a robar y dicen “sí, vam os” Y ahí ya em­ piezan a roba?-. Ya les gustó la p?im era que les salió bien... van a buscar una segunda que les salga bie?i, u?ia terce?'a que les sa­ lió bien... pe?‘o toda la vida ?io les va salir bien. Porque aho?-a es­ tán casi todos p?-esos. Un tercer factor que influye se observa en otra parte del

Del amateurismo a la profesionalidad c eso

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Je M °sca* historia muestra que, al aumentar el ac­ al ingreso, también van redefiniéndose las necesidades.

-Claro, porque prim ero era para comer, después era diversión, ¿gpués era p or la plata... y bueno, caíamos presos y cuando sa­ líamos queríamos más plata, porque queríamos hacer esto, que­ ríamos hacer aquello... y a la m entalidad fu e cambiando, de a poquito n os fu im os dando cuenta que fite cainbiundü. ~ El testimonio sugiere que el robo no necesariamente apa­ rece como un camino alternativo para llegar a fines preesta­ blecidos, fijados de antemano, como en una visión clásica de la innovación mertoniana. Por el contrario, a medida que ob­ tienen éxito en determinadas acciones, éstas también se van redefiniendo, creándose otras nuevas a las que pueden acce­ der más fácilmente con el producto del robo. En tal sentido, decíamos que la lógica de la necesidad, en tanto motivación de algunas acciones, se va delimitando individual o grupalmente y va más allá de las necesidades básicas ligadas a la super­ vivencia. En esta etapa todavía inicial, la mayoría sigue de un modo u otro ligado al mundo del trabajo que, aunque no siempre en forma activa, se encuentra dentro de su campo de acción y elec­ ción. La lógica de la provisión, como posibilidad de alternar en­ tre recursos distintos, está aún vigente. No hay en etapas inicia­ les la idea de una opción definitiva por un camino alternativo al mundo del trabajo. Distinta es la historia de Germán, quien co­ mienza sus actividades delictivas en los años cincuenta. —Por a h í laburabas pero de cualquier m anera siem pre te revo­ loteaba en la cabeza que laburando no llegabas a ningún lado. No tenías oficio, no había p?-epa?'ación de ninguna especie, ni se­ cundario, nada. No tenías capacidad... qué mierda. Terminabas sie??ipre siendo peón... amaneabas de aprendiz o peón. Después te tenías que ir ganando a fu erz a de esfuerzo y sacrificio, que es lo mejor, pero uno no lo entendía en esa época. Pero sacabas mentas... en un año voy a ser medio oficial, .en dos años, oficial... en lo que estuvieras laburando.

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Dijimos en el segundo capítulo que la opción entre traba 1 jo y delito era más clara cuando la carrera laboral estaba máj^ definida, y algo de esto nos sugiere el testimonio de Germán^ El puede imaginar su futuro desde el presente, con todas la¿ posibilidades que su trayectoria le depararía. Así, desde sus inicios rechaza esta vía porque pretende una movilidad inás^ rápida. Su elección podría inscribirse dentro la noción de -airomia-mcrtomana: el deHto-como-nn-atajo-en~la mtrviliHaJ social frente a las pocas posibilidades que le ofrece el mundo laboral para los menos calificados. Entre la situación de Mosca y Andrés en los noventa y la de Germán décadas anteriores, se observa una diferencia fundamental. Paradójicamente, la dificultad de proyectar una trayectoria en el tiempo vuelve menos frecuente un re­ chazo de plano al trabajo, porque la idea de una carrera la­ boral tal como vislumbra Germán nunca se les presentó a nuestros jóvenes como una opción posible. Visualizan más bien oportunidades coyunturales sobre las que se puede ele­ gir en cada caso. Una hipótesis que puede plantearse es que la lógica de la provisión y la estructura de oportunidades en la que aquélla se instituye dejan en suspenso la definición so­ bre los caminos posibles, abriendo un margen mayor tanto para la alternancia presente como para un abandono poste­ rior del delito. Tercera fase: la especialización Para muchos de los que continúan, el robo comienza a ocupar un lugar central en la provisión de ingresos tal punto que empiezan a hablar de él llamándolo “trabajo”. —Voy a trabajar En la jerga , yo después con los años lo apren­ dí' en la je r g a era eso, salimos a trabaja?-. Era tomado como un trabajo, ?io era una cosa tan despiadada de decir: Robo lo que puedo, y lo que te?igo a mano ?'obo ” No, no era así. Lo co?isidero como... si, como ir a hacer algo y tener el pago fácil, el pago rápido. Ysali?-... obvio que en un trabajo real no vas a co?~rer esos

Del amateurismo a la profesionalidad

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,£¡£0 os n i nada. No vas a ten er m iedo ni nada, pero, bueno, yo &J¡Uñn° ***> £W?/0 W72 t7'a^aj°' Sólo que a veces te salen m al los MraBájitos. Se transforma en un trabajo no sólo porque provee ingre­ también porque su realización requiere del despliede un saber práctico. En efecto, después de un período d e - , e n s a y o y error de duración variable, los agentes van eli•endo algún tipo de especialización en el delito, con grados distintos de complejidad. Tal especialización es un equilibrio personal entre los riesgos y beneficios esperados de la acción. En un momento dado, la experiencia previa lleva a que el riesgo sea una variable que entre en juego en la definición del campo de acción. Especialización y control del riesgo son dos procesos relacionados: la sensación de dominio de una técni­ ca vuelve más controlable esa novedosa percepción de riesgo. Veámoslo en el caso de Horacio y su dedicación a los “escru­ ches”. Primero realizó robos a mano armada con un grupo para luego abandonar, por considerarlo muy riesgoso, y de­ dicarse -en solitario—a los escruches. s o s

s i n o

—Porque no, 720... no m e daba para hacer eso [robos a mano armada]. Empecé a mandarm e más de escruche. M eterse en los negocios mando no hay nadie adentro, de noche. Porque a h í es más fácil. No hay gen te, no hay que asustar a nadie... y a h í en­ tro, abro el negocio, m e meto adentro, m e como todo, m e llevo la plata, televisor, lo que hay... sí. Solo. No se puede traer otro de afiiera, porque yo agarro, destrabo la persiana, m e meto y la ba. jo, m e quedo adentro encerrado. Verdulerías, los mercaditos, los minimercados, a h í se puede sacar sufiáente. Sí, siempre escn iches. Después fu eron todos escruches. Es lo m ás fá cil que hay pa­ ra robar. Cosas de bebé era hacer escruches para mí. Porque le­ vanto la persiana y m e mando para adentro, nunca vien e la policía, nunca puede entrar. Y si viene la policía, toca la ventana y yo ya estoy saltando por todos los techos. ■ —¿Cómo tocan la ventaría? —Porque no pueden entrar en un negocio, porque yo lo cierro el negocio. Lo vuelvo a cerrar.

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—¿Y alguna vez te pasó que llegó la policía y vos te tuviste que escapar? —No, nunca. Por suerte nunca me pasó esa desgracia. Nunca. Especializarse implica también la extensión del alcance temporal, más planificación y realizar opciones entre, robar solo o de a varios. Horacio decide abandonar el trabajo con otros: el grupo le parece un riesgo, la soledad permite un me~ jor control de la situación. Otros, por el contrario, pasan a actuar con grupos mayores. —Importante fu e lo que hicimos en Bem al. En sí, había que. controlarlo al chabón, que venía de una fábrica metalúrgica. Estaba planificado. Estaba vendido en sí. Pero había que verle los m ovim ientos del banco. El trayecto del banco, adonde lleva­ ba el m aletín de plata. Que ese laburo lo hicimos entre cuatro personas. Ese nos llevó veinticinco días. Bueno. A m í m e van a v e r a casa. Un muchacho que se llamaba Carlos. En sí, ya ha­ bíamos laburado en otros laburos así, pero ése fu e el que m ás im­ portancia tuvo, p or la cantidad de plata que era. Fue ganarle el tema... bueno, lo seguim os durante veinte, veinticinco días, to­ dos los m ovim ientos que hacía hasta que llegaba al banco. Ponele, la quincena del vein te no nos servía, porque pagan nada más que del cinco al veinte... no, del prim ero al quince es. A hí no en­ tra ni salario, no entra... categoría no entra casi nada en los re­ cibos. A nosotros lo que nos servía era la del quince, a treinta, treinta y uno. Que a h í entraba salario, categoría, producción, entraba todo. Y a h í encontrás toda la papa. Y la encontrás bien gorda a la carterita o el m aletín del viejo. Le seguim os todos los movimientos. Ponele, en los veinticinco días le seguim os entre la quincena del veinte que él la plata la retiró el dieciocho y la prepai'ó para el veinte. El objetivo muestra la necesidad de un número de perso­ nas para coordinar las acciones preparatorias. En general, cuanto mayor envergadura tiene una acción, mayor planifica­ ción y coordinación requerirá de distintos actores. En cada uno de los relatos aparecen opciones distintas en la confor-

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maCión de lazos hacia un mayor profesionalismo. A diferen­ cia de Horacio, que opta luego por trabajar en soledad, en es­ te último testimonio aparece la conformación de lo que, tri­ butario de la noción durkheimiana de solidaridad orgánica, Dunning (1996) llama lazos funcionales. Esto es, en un esta­ dio desarrollado de la división social del trabajo, dichos lazos promueven mía mayor dependencia entre las acciones de unos y otros, por lo que precisan de la coordinación de los actores para la realización de una acción en común. Su corola­ rio es un .mayor control externo que, conjugado con la repre­ sión de las pasiones propias al proceso civilizatorio, tiene como resultado, en el caso específico de las acciones delicti­ vas, que los actores participantes tiendan a minimizar el uso de violencia y de otro tipo de riesgos en la realización de la acción. Puede pensarse que, por el contrario, los robos a pequeña escala, sin mucha planificación, hechos en soledad, como los descriptos a comienzos del capítulo, no precisan de esa coor­ dinación de actores o, en todo caso, los lazos que se generan son segmentarios, de poca duración y sólo alcanzan a tramos muy reducidos de la acción (proveer un arma, guardar las co­ sas robadas), sin llegar a producirse un tipo de vínculo que genere ese equilibrio y control recíproco que redunda en la reducción de los riesgos. Aunque, como muestra la opción solitaria por los escruches de Horacio, si bien los lazos fun­ cionales pueden, como afirma Dunning (1996), aumentar los requerimientos de coordinación y, por ende, de control recí­ procos, también aumentan los riesgos: muchos actores com­ prometidos en una acción ilegal pueden ser más peligrosos, frente a la posibilidad de que, por ejemplo, al caer uno, toda la red se vea desbaratada. Ante esto, la opción solitaria puede aparecer dentro de la especialización como una forma perso­ nal de controlar el riesgo. Especializarse tiene una parte de entrenamiento corporal: incorporar un saber práctico y graduar en qué momentos conviene utilizarlo como forma de obtener beneficios sin riesgos. Esto sucede tanto en la relativa especialización del escruche como en robos menos planificados. En ellos hay

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una incorporación de movimientos y técnicas corporales que se utilizan según la ocasión sin que medie una fuerte reflexión previa; de lo que se trata es de la existencia de una ocasión pa ra desplegar ese saber, tal como describe Fernando —Cuando salís, siem pre algo vas a hacer cuando lo veas. Si no tenés que segu ir caminando tranquilo. Bah... eso es lo que dicen ellos. S eguir caminando, tranquilo. Yy a está. Seguís caminando y bueno, si no hacés nada, no hacés nada, pero si te toca una historia, bueno, y a está. No es tan así\ organizado, todo... También en este caso hay una intención latente esperando que la oportunidad se presente: —Ibamos caminando y venía un pibe, y nos gustaba algo y lo afanábamos y le sacábamos lo que tenía, el reloj, la plata, y si te­ nía algo de valor se lo sacábamos... el walkman... ¿Q ué másl Nada más... Por último, hay quienes se encaminan hacia una carrera ascendente en el sentido de un incremento del riesgo en re­ lación directa con las mayores probabilidades de ganancia. Julio, tras una serie de delitos menores, se conecta con un grupo que roba en gran escala: —Ya después habíamos trabajado con un m uchacho que tenía un depósito pero a su vez salía a robar con dos m ilicos que eran de provincia. Era trabajar a sociedad con dos m ilicos de provincia. Los milicos conseguían los datos y a quién había que ir a robar­ le. Nosotros hacíamos el hecho. Después, un día, cuando ya veía que tenía m ucha arm a, todo... un día en una casa co rrí bastan­ te peligro porque m e hicieron... pillos, m e hicieron subir del te­ cho a m í a hacer ruido y se olvidaron que el que estaba adentro tenía arm a, que m e tiró tiros arriba del techo que casi más me m ata y dije “no... esto acá, si trabajo, trabajo para m í”... aga­ r r é m i arm a, y m e abrí ju sto mando después caen todos, en una redada grandísim a que hacen en M onte Grande, se llevan como a veinte presos de ese grupo...

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canas también ? Todbs. Cayeron todos. Cayeron los milicos, los autos, los camioLgnyJjabta camiones jaula... ya se trabajaba con piratas del as­ falto... salíamos a apretar camiones en la ruta... Y bueno a h í dí­ te bueno... perdí muchísima plata ahí yo, porque cuando ven díam os la m ercadería no nos pagaban todo... cuando vos ha­ gas un laburo que tenías que sacar quinientas lucas, y siem pre li­ gabas cien lucas, y m im a ligubas Im cimttudmius... y tenías que bacer otro laburo para segu ir viviendo como querías vivir. Y hastanque ju n té diecinueve arm as que tenía mías... yo tenía dieciitueve armas. Y un día vino Cariños y m e dijo... hasta el día de boy se lo agradezco que m e dijo “vamos, loco, salgamos de acá, te v a s a m eter en demasiado quilombo”... Y agarra y m e dice “No, loco, vamos, te estás bardeando mucho, vam os a la Capital”.

,

Su carrera alcanza un punto álgido de riesgo; luego, con­ vencido por su amigo, decide dejar esas acciones, vende las armas y vuelve a actos más pequeños, con menos peligros, aunque es entonces cuando cae preso. A pesar de sus diferen­ cias, los casos presentados tienen dos elementos en común: uno, la consideración del riesgo no como variable previa a las primeras acciones, sino como un factor que va incorporándo­ se a medida que adquieren experiencia; en segundo lugar, que, aunque decidan quedarse en una zona de pequeños delitos o pasar hacia otros más graves, ambos emprenden una búsque­ da de alguna especialización, en tanto equilibrio entre riesgo y beneficio procurado por el dominio de algún saber prácti­ co. Sin embargo, esa especialización es dinámica, cambiante, pues esos equilibrios subjetivos entre riesgo y beneficio pue­ den ir cambiando a partir de una capacidad reflexiva sobre las experiencias vividas. Hacia la profesionalización: nuevas esferas de cálculo Después de conseguir una especialización, ciertos entre­ vistados van abandonando total o casi totalmente el trabajo como opción; en todo caso, el robo es la forma de ingreso

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central y, poco a poco, el eje organizador de sus vidas. ^ ^ lógica de provisión, ni el ventajeo ni la irracionalidad lüotiva da sirven ya como conceptos interpretativos. En efecto, acción delictiva empieza como una acción teleológica con ba jos niveles de cálculos estratégicos, al ir realizando más actos comienza también un proceso de mayor racionalidad que.im-. plica una mayor consideración estratégica. Asimismo, la “irracionalidad motivada V q 'ttc~cvitaba pensar en las Consecuencias negativas de la acción, en los riesgos, disminuye a tal punto que éstos devienen una variable central en las decisio­ nes. También el ventajeo, en tanto racionalidad de corto pla­ zo que no toma en cuenta los riesgos, va dejando lugar a dis­ tintos cálculos de costo-beneficio. Junto con la especialización descripta en el punto anterior, se dan dos procesos relacionados. Uno, la paulatina adhesión a una serie de principios más o menos estructurados que prescriben a quién no se puede o no se debe robar, cómo ha­ cerlo, qué se le puede o no hacer a la víctima y bajo qué con­ diciones es aceptable usar la violencia. El segundo, una cre­ ciente consideración del riesgo en distintas esferas así como una extensión del alcance temporal en la toma de decisiones. Uno y otro proceso están relacionados, ya que parte de la ad­ hesión a un código normativo tiene como uno de sus objeti­ vos la disminución de los riesgos. La adhesión a los códigos, aunque no creamos que en rea­ lidad los respeten tanto como afirman hacerlo, interesa por su triple valor simbólico, pragmático y normativo. Simbóli­ camente, va tendiendo al establecimiento de una jerarquía de delincuentes en el interior de un campo delictivo según se ro­ be o no, a quiénes y de qué modo esté indicado hacerlo. Pragmáticamente, se establecen procedimientos para el desa­ rrollo de los hechos, el tratamiento de la víctima, etcétera, con el objetivo central de disminuir los riesgos mutuos. En tercer lugar, en estas reglas subyacen principios de honor y dignidad masculina y profesional, claramente normativos. No se trata de reglas inmutables. Así, por ejemplo, se pre­ cisa un tipo de relación con la víctima que presentamos con detalle en el capítulo siguiente. Pero para observar los cam-

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rastá-veamos cómo se establecen los límites en la elección de SSácain ia entre los mayores y los más jóvenes —o entre los am ateurs y los profesionalizados-. Ante todo, los prime® 2^criben más fuertemente que los segundos a estos códi"Para los mayores, una regla central es no robar a las mu^resc.fundamentada en un discurso sobre el respeto a la como madre, esposa o hermana; entre los más jóvenes, ño""2parece. A silo expresa un antiguo profesional:

■ ~ to .c a s i

—:Aparte, no sirve robarle a una m u jer tampoco, en el código de lo s ladrones. Porque no. Poí-que le estarías robando a tu m adre, . 0a una herm ana de un ladrón, ó a la m adre de un ladrón, o a la sobrina de un ladrón. Después, te tenés que com er la causa en , la cárcel, “vos le robaste a m i sobrina”, así y así. Vos, siendo pa­ riente de un ladrón, le vas a contar, lo vas a ir v e r y le vas a con­ tar. “M e pasó a sí y así, m e robó”. Y vos no querés esas causas con los presos. Dentro de ese código, no se trata sólo de no robar a las mujeres sino que, si por azar en un robo hay una mujer, se prescribe el comportamiento. Así cuenta Germán: —Me ha tocado encontrarm e con una m ujer que estaba desnu­ da: “Ah no, tápese, señora, y vaya para abajo”. A veces dicen del delincuente que es malo, pero no, el delincuente tiene corazón. Dentro de la planificación del robo nunca m e pasó que había una linda m inita y decir vam os a cogerla. No existía ese código. A hí sí, posiblemente y o hubiese matado a alguno. En el caso de que es­ tuviésemos trabajando ti'es o cuatro, y a alguien se le hubiese ocu­ rrido m anosear una pendeja, eso estaba bien establecido entre no­ sotros, o p or lo m enos yo lo establecía: vamos a laburar, vam os a buscar plata. O vam os a buscar joyas, dólares, pero no busquemos otras cosas, no nos agreguem os causas que no tienen sentido. ¿ Queremos m ujer? Bueno, después vamos y pagamos. Vamos a un cabam te o donde sea, o salimos cada uno con su mina. Nos le­ vantamos una buena pendeja, no podemos ser tan estúpidos de perder tiempo, violarse una mina, m e parecía una cosa descabe­ llada, hagavios lo que tenemos que hacer y después vámonos.

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Entre los más jóvenes, si bien se detectan algunas reglad éstas no llegan a conformar un código normativo. En cnanto a la elección de la víctima, no pesa una interdicción sobre lg* mujer, sino que se trata — en lo posible—de no robar en el ba-< rrio o de no robar a gente pobre, que en términos concretos implica a veces lo mismo: no robar a los vecinos en similar si­ tuación a la propia. Un joven entrevistado critica a un conocido~que robó a una mujer que venia de hacer las compras del supermercado: —Eso está mal. Yo si llega a ven ir uno de esos acá, y o lo agarro a las pinas, porque eso está mal. Yo no soy de sacarle a la gente que trabaja. Yo voy y le saco al que tiene. Voy p or a h í al super­ m ercado, regrande, y s é que esas fam ilias tienen plata, el dueño tiene plata, entonces y o voy y a h í robo. Le robo al que tiene pla­ ta. No voy y le saco a l que no tiene. Porque m i vieja también... m i vieja trabaja. Y m uchas veces le afanaron la cartera. Y a mí no m e gusta, porque ellos también... p or qué no agarran con re­ vólver, y van y le sacan a la gen te que tiene plata... que traba­ jando unas pocas horas, p or m es se agarran, ponele... diez mil. Hay gen te que gana así. P or eso, tienen casa, tienen auto, todo. Poi'que a los pobres no hay que robar. Si vos también sos pobre, y o también soy pobre, y no le tengo que robar a los pobres. Como dijimos, la enunciación de una regla no debe hacer creer que ésta se respete, sino que cuenta más bien como una orientación normativa ideal para guiar las acciones. En gran medida, la adhesión a ciertos principios tiene como objetivo pragmático la disminución de los riesgos. De hecho, la tra­ yectoria hacia una profesionalización puede verse como la paulatina explicitación de los riesgos existentes en distintas esferas, a partir de una distancia reflexiva sobre ellos que les permite tomarlos en consideración para las acciones ulterio­ res. Se produce, en consecuencia, una extensión del cálculo hacia esferas de acción hasta entonces no previstas: es el fin de la irracionalidad motivada. En el siguiente testimonio se observa cómo la reflexividad sobre las experiencias vividas lleva a tomar recaudos sobre las nuevas acciones.

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kJ&ayer... ayer p or ayer lo que hacía estaba todo bien. Estaba 'hién para esta,ba bien para los que estaban a m i lado, esta­ ba todo bien. Ayer p or ayer tenía m enos edad. Hoy no m e fijo en fáedód- Soy grande, soy una persona grande. Pero... a yer no sé. Á yer*te podía decir que tenía m ás coraje de hacerlo. No pensaNo pensaba en los riesgos, no pensaba si una bala m e podía jjeg/tr a cruzar el pecho. No lo pensaba. Nunca lo pensé, tamporQ. Y bueno, no pensaba que iba a perder. Pensaba que iba a ga rnar.; e iba a ganar. No pensaba en p erd er nunca. Eso fu e ayer. Hoy por hoy, después de haber pagado una condena, pienso m u­ cho. No m e importaba si tenía que apretar el gatillo cuando m e perseguían. Hoy sí, lo pienso. Y todo eso m e pasó después de es­ tar preso. Porque vos ves que hay gen te que p or una bala p ier­ de años y años, que cuando salís no conocés ni la máquina de los colectivos. No sabés qué es una tarjeta de crédito, no sabes cómo es la plata. Creo que a eso le tengo m iedo hoy. Antes no, no m e fijaba en eso. Pero capaz que iba m ás a lo ciego a hacerlo. Ahora bien, no es una cuestión simple que autoriza a con­ siderar esas decisiones a partir de allí como racionales en su totalidad, ya que los intentos de disminución del riesgo se realizan en el interior de una toma de decisión teleológica. En efecto, dentro de carreras de cierta duración, la decisión de robar y la posibilidad de abandonar están prácticamente fuera de todo cáculo, no son parte de las decisiones raciona­ les que se tomarán de allí en adelante. Esto se observa tam­ bién en el pasaje citado: la cárcel no lo disuade de seguir ro­ bando, lo lleva a tomar más precauciones en lo sucesivo. Con esto no estamos diciendo que nadie abandona: mu­ chos deciden hacerlo, pero no como parte de un cálculo ra­ cional, no como el resultado de que en un momento determi­ nado los costos les parezcan más altos que los beneficios. En general, nuestros entrevistados con más experiencia ya han estado en peligro o dentro de sus redes revistan muchos que han experimentado cárcel, heridas o muerte. Una marca de la tematización del riesgo es la forma en que se define la idea de “perder”. Perder se refiere a dos situaciones distintas: es caer preso pero también morir bajo las balas de la policía en un

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hecho. En una primera acepción, “perder” es casi como ha ber apostado y que salga mal: —Fui a robar. Entonces, tenía plata, m e compraba lo que 0 quería y, bueno, la vez que tuve que perder, perdí. Y bueno;des pue's salí de vuelta, segu í y entro y salgo. Seguía y después per día de vuelta. Y después y a m e mandaron acá. Porque es feo ra m i asi, esta vida es fea . Forque tenés que ir, estar, trabajar, y después la plata no vale nada. Entonces, en cambio, si vos vas a robar-, en un p a r de m inutos tenés un montón de plata. A cam­ bio, arriesgás tu vida, o tu libertad, p o r eso. Yo pienso y entien­ do. Y si m e tocó perder, bueno... En esta primera acepción, el delito guarda una connota­ ción de juego de azar o de actividad riesgosa, como por ejem­ plo, los agentes de bolsa, que arriesgan mucho en sus inver­ siones y pueden ganar o perder todo. Es decir, por más alto que sea el costo, se decide actuar tomando como posibilidad el hecho de perder, de que todo salga mal. Por otro lado, al incluir el azar en la acción, la idea de perder muestra los lí­ mites del cálculo costo-beneficio. 'Iodo delito encierra un grado de incertidumbre muy grande que no puede controlar­ se a priori: al fin de cuentas, puede estar o no la policía, la víc­ tima puede tener o no un arma, no hay posibilidad de estimar la ganancia; por todo ello, la posibilidad de cálculo racional aparece como limitada y en un momento dado deben lanzar­ se a la acción para “ganar o perder”. Por más que intenten extremar el control del riesgo, una vez aceptado el grado de incertidumbre propio de todo acto delictivo, no es el aumento de un eventual costo el que los di­ suadiría de dejar, una vez y para siempre, de “apostar”. Esto se vuelve más evidente cuando se comparan los dos sentidos de perder. El segundo, “perder la vida”, es más habitual en­ tre los más jóvenes. Para los mayores, con una policía perci­ bida como menos violenta, perder era caer en la cárcel y te­ ner que pagar para salir. Hoy, perder es, sobre todo, perder la vida en un enfrentamiento. De acuerdo con esta segunda acepción, también la elección de las acciones se hace en el in-

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. i j campo definido. El lenguaje lúdico existe aquí tam^ ¿ , coii otra connotación: ante un enfrentamiento con r noKcía> uno Kse la juega”, es decir, intenta a cualquier preiEiPcaer preso- Entre los jóvenes hay una idea generaliza¿z de que la policía intentará terminar todo enfrentamiento notándolos, por lo que para evitar perder, desde esta creen/-ia lo más racional es también llevar el enfrentamiento has^ ¡ a s últimas consecuencias, extremando la lógica de “ganar o perder”. Veámoslo en los siguientes testimonios: _Yo pensaba que m e iban a matar, m ientras m e corrían y des­ pués, cuando se dio vuelta el coche en el que yo iba. Se dio vuel­ ta, no sé... m e parece que p or el tiro que tiraron ellos. Y m e que­ dé medio ahí... y yo sentía los tiros, el coche... todo lleno de vidrios... m e quedé así, porque m e iban a matar. D espués m iré así... y y o dije, ahora m e matan... Estaban todos así... apuntán­ dome y m e decían: “/Dale, salí! Dale, salí de ahí, hijo de puta, salí de ahí, hijo de p u ta ”, m e decían. —En el segundo, el del Fiat que le estaba contando. En el de au­ tomotor que caí. A hí m e tuve que defender, m e tuve... tuvim os que escapar. No sabíamos qué hacer. Porque si y a tuviste un en­ frentamiento, te estuviste enfrentando con la policía, lo p eo r que podés hacer es, stipongo, fren a r y querer correr o algo así. Es co­ mo que estás atrapado en un infierno, que tenés que p isa r el ace­ lerador y escapar. Porque adonde fren aste y bajaste, ellos y a es­ tán atrás tuyo y... En ambos testimonios, la espiral de violencia del enfren­ tamiento, lejos de disuadirlos, los llevó a extremar el intento por escapar o por “ganar”, ya que percibían que “perder” era morir. Tal experiencia puede llevar a un mayor control del riesgo en las próximas acciones o a u n cambio en la “especia­ lidad”, pero parece más difícil que sea la causa de un abando­ no del delito. Una lección que podemos extraer para las po­ líticas públicas. Podría pensarse entonces que, si el riesgo empieza a ser considerado, entonces las políticas disuasivas serán eficaces para los delincuentes más racionales. Así, al­

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canzaría con aumentar los “costos”, en términos de mayores probabilidades de ser aprehendido y más años de prisión. -]sr0 parece ser el caso. Decíamos que el traspaso de la frontera, el comienzo de las acciones delictivas, es difícilmente analizable como elección racional. Y una vez “dentro”, una vez tornada, esa decisión del modo que haya sido, los riesgos, en tanto costos, no disuaden a nadie al punto de salir del territorio donde h? pntTadr^ qinn qnp 1n 'ilionl-nn n rvslm i i^i mu y a tener un mayor recaudo en la realización de las acciones pero sin cuestionar la elección del campo de acción. El cos­ to, en un enfrentamiento, es perder la vida, por lo que, en ese caso, les parece más racional “jugársela hasta ganarles o per­ der”, que puede ser morir. Que los cálculos se realicen dentro de un campo predefi­ nido no quiere decir que los códigos a los que adscriben no condenen el riesgo inútil. En tal sentido, la adhesión a códi­ gos hace las veces de criterio de diferenciación entre un cam­ po delictivo legítimo, acorde con tales normas, y una zona desorganizada, ilegítima en gran medida por usar la violencia de manera negligente. Los mayores reivindican su jerarquía, justamente por no haber nunca usado la fuerza sin razón. —Y yo , p or más giladas que haya hecho, yo era ladrón. Yo no violé ni m até a nadie. Si vos subís a un colectivo y agarras y las­ timéis a un chabón que está sentado ahí’ ¿qué tiene que v e r ? Na­ da. No tiene nada que ver. Yo agarré, subí, le p ed í la plata al chofer y listo. Ni lo am enacé que lo iba a matar, ni nada. Yo le saqué la plata. En la visión de los más profesionales, los jóvenes no res­ petarían tal distinción en el uso de violencia: —Ya te digo, em pecé a los 14 años con las ca?nice?ias, almacenes... el fam oso rally que hacía, en banda co?2 un auto robado, un auto prestado. Por ahí empezabas acá en M ármol y terminabas en Lanús. En el día. Y venías con toda la plata. Porqzie en s í era otra form a de robar. No intimidabas a nadie y no asustabas. Hoy no. Hoy van, roban y matan. Y asesinan, lastiman, hacen cualquier

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'•rilada- Antes no, la gen te no estaba tan temerosa del ladrón. Hoy ^ ¡a gente tiene miedo del ladrón. Pero date cuenta que hoy p or '¿fybay mucha droga y años atrás no había droga. Antes, qué sé < f u¿ te Pue^° deñr, una ginebra, un Tres Plumas, un licor al café,., mayormente era Tres Plumas, era lo que más se usaba. Ca­ paz que alguno salía tomado, para tomar coraje. Los códigos de los mayores no implican negarse a recurrir a la violencia, sino más bien encontrar el modo de dosificar­ y utilizarla sólo cuando es realmente necesaria. Saber cuán­ do usarla es parte central de la profesionalización:

la

—Nunca m e im portó cuando lastimé, lastim é porque necesita­ ba lastimar o lastim é porque necesitaba en ese momento lasti­ marlo para que dijera dónde estaba la plata.... El punto, entonces, no es evitar el riesgo, sino el riesgo inútil. En los casos más profesionales, la extensión de las es­ feras de cálculo llega a otro de los actores intervinientes: el sistema judicial. Si, como decíamos, la idea de ley no aparece casi en los entrevistados, cuando comienzan una carrera de profesionalización la ley es tomada en cuenta en tanto un lí­ mite y un riesgo implícito en sus acciones. Empiezan a cono­ cerla e intentar orientarse en sus vericuetos. Cuenta un en­ trevistado con experiencia en varios procesos: —Lo vas previniendo. Con el tiempo te vas dando m enta dón­ de se te agrava la condena. Dónde tenés el agravante y dónde te­ nés el atenuante. P or ejemplo, no golpear, tratar de no lastimar. Igual m e llevo en la carátula una lesión grave, que eso parece que no pero afecta. O sea, no llevarse una violación, no llevarse un homicidio, o un caramelo como se dice en la jer g a ¿pa?~a qué comei-te un caramelo ? Un homicidio. Al pedo, porque se te agra ­ va la condena para la miei'da, porque es robo, seguido de m u er­ te. O qué sé yo... robo seguido de violación... o en banda, tratar de no ser banda, tratar de romper, si es posible, la asociación ilí­ cita, hacerlo de a dos, y si es posible ?~omper un montón de cosas... —¿T resya es asociación ilícita?

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—De tres p or ahípodés zafar.; pode's lim piar la asociación Uíá ta porque lo limpias a uno y quedan dos. O limpias a todos... qUe fu e una de las cosas que yo hice dentro de todo. Cuando a m ím t cita el ju ez m e nombra a Fulano, Fulano, Usted los cono­ ce?...”. Nada. Porque yo zafándolos a ellos, zafaba de la asocia­ ción ilícita. Si bien estaba en la carátula, pero no es condenable Entonces, hay códigos que vas aprendiendo, entonces más vale m anejarte, trabajar... que te lleves lo m enos posible. El banco lo asaltaste, te llevaste todo y tenés que tratar de lograr que te caratulen tentativa de robo. Son menos años. Eso lo vas apren­ diendo. El abogado te va asesorando cómo es. La profesionalidad, entonces, es la incorporación de co­ nocimientos sobre las esferas de acción qne ayudan en parte a disminuir o, al menos, a conseguir la sensación de contro­ lar los riesgos. Finalmente, se consideran otras situaciones: lo que puede suceder una vez que uno esté en la cárcel. Da­ da la eventualidad de que en algún momento uno pase un período encarcelado, hay que evitar acciones que serán pe­ nalizadas por los pares que están adentro. Cierto que esto aparece en las carreras de antaño, cuando la cárcel estaba po­ blada fundamentalmente por ladrones más profesionaliza­ dos. En los últimos años, ha habido un profundo cambio en la situación carcelaria, con una población mucho más joven, por lo cual el tipo de cultura interna posiblemente haya cam­ biado. No sabemos qué ha pasado con los antiguos códigos, si éstos se mantienen, si ha habido cambios, pero en todo ca­ so interesa señalar cómo influye en los más experimentados la idea de la “ley de la cárcel”: una jerarquía entre tipos de delincuentes que determina la posición y distribución de po­ der en la cárcel. —Porque no es ley de cárcel robar un colectivo. Ya tenés muchos problemas por robar un colectivo, porque el preso está resentido con el que roba el colectivo. Vos estás p or un bondi, y está mal. En si\ te tenés que pelear mucho. Hasta que te respetan, hasta que aparece gen te que te conoce, que realm ente te conoce, que te vio robando bien y... podés tener una equivocación en la vida. Si

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vos le decís, “estaba m anija y bueno, subí y robé”. Cuando vos les explicas que estuviste robando tanto, que hiciste tanto, ganas­ te tanto, perdiste tanto, no te creen... lo prim ero que te dicen es “no vieja, vos venís de hace rato haciendo esto”. No te hacés en­ tender. Te tenés que ga n ar el puesto. El puesto de chorro. Por­ que es ley de chorros ser chorro. Si vos no sos chorro, sos un bar¿ero en la calle, quedas como bardero. Quedas mal. Terminas lavando ropa de los otros y, bueno, tenés que p elea r m ucho para hacerte respetar. Hasta que aparece uno que dice: “Eh, loco ¿qué pasa? Éste es chorro de verdad. Se equivocó, bardeó, bueno, lo­ co, una equivocación tiene m alquiera”. Ya m ando f u i a Olmos ya tenía gen te que m e estaba esperando, gen te conocida, gra d a s a Dios v iv í bien. No m e quejo, v iv í como un ladrón. Y vos m e podrás decir, ¿cómo puede decir éste que es ladrón? Allá tenés que ser ladrón, si no, no sirve. Es como acá afuera, vos sos poli­ cía, sos abogado, sos una persona de bien, sos médico, sos bien. Pero allá no vale ni el médico n i el policía n i el abogado. Allá sos chorro y listo. No sirve ser asesino, ni violín, no sirve caer p or haber manoseado a tu hija, a tu mujer. En resumen, la construcción de una carrera implica una serie de movimientos hacia el incremento de racionalidad en la acción: elección de un campo de especialidad, mejor selec­ ción de la víctima, intentos de disminución de riesgos. Al mismo tiempo, se trata de aceptar dentro de las consecuen­ cias de sus acciones la posibilidad de “perder”, entendida en el sentido de caer preso y, de modo más extremo, en el de perder, lisa y llanamente, la vida. Paralelamente a este proce­ so, se va identificando con ciertos principios, con normas so­ bre lo que se debe y no se debe hacer, fundamentalmente a quién no robar y cómo evitar el uso innecesario de la violen­ cia o cuáles son las ocasiones donde es legítimo usarla. Racionalizar una carrera no implica que el acto general de robar como decisión teleológica se transforme totalmente en una elección racional y, por ende, que las políticas disuasivas, al aumentar los costos de las acciones, induzcan a los delicuentes a salir del campo. Esas elecciones racionales no lle­ gan en general a cuestionar el compromiso con la carrera, si­

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no que se hacen “desde adentro”, tomando en cuenta qué riesgos conviene tomar, preguntándose cuándo vale la pena disparar y hasta respondiéndose que lo mejor es llevar hasta las últimas consecuencias un enfrentamiento con la policía La posibilidad de perder como inherente a la elección del campo de acción delictivo lleva a que, en última instancia, és­ te sea definido con altos contenidos de azar, por lo cual el cál­ culo de cusio-beneficiu tiene límites. En consecuencia, el eventual “abandono” de la carrera no parece hacerse princi­ palmente por un cálculo racional. La racionalidad guía las elecciones a realizar en el interior de una opción que sigue sin ser explicable en forma acabada desde el punto de vista de la elección racional. Por último, la comparación entre los primeros delitos y las trayectorias más avanzadas permite también pensar las di­ ferencias entre el delito am ateur y el profesional. Se ha dicho que la acción de los delincuentes más jóvenes carece de racio­ nalidad y de reglas; que está signada por un puro repentismo, en oposición a los códigos precisos de los profesionales de antaño. No parece ser un juicio certero. Lo que observamos es que en ambos casos puede detectarse una racionalidad dis­ tinta, que debe comprenderse en relación con cada tipo de acción. De hecho, al hablar de lógica (de provisión y de ven­ tajeo), hacemos referencia a un tipo de encadenamientos de acciones que siguen un patrón común en distintos actores y a los que un observador puede adjudicarle un sentido. La lógi­ ca de provisión corresponde a una etapa de alternancia de re­ cursos, donde no se ha definido un campo de acción preciso, lo que permite pasar de unos a otros. La lógica del ventajeo es propia de un actor que no tiene seguridad sobre su propia capacidad para controlar una escena de robo, por lo que la forma de disminuir el riesgo personal es autorizarse a dispa­ rar ante cualquier movimiento sospechoso, lo que sin duda para un observador puede aparecer como irracional. Dicho de otro modo, puede pensarse que el tipo de obje­ tivos de la acción define gran parte de su racionalidad. Así, como la provisión tiene como objetivo obtener recursos de la manera que sea, su racionalidad estará supeditada a tal obje-

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• ~-.r ñor lo tanto, todas las demas consideraciones sobre el ovo y, • j i j riesgo y las consecuencias de los actos pasaran a un segundo l o. Distinto es lo que sucede con las acciones más profe­ sionalizadas. Ya el objetivo no es obtener recursos por cualmiier medio, sino mediante algunos que han sido elegidos como tales por permitir un equilibrio aceptable entre riesgo v eventual beneficio. L a provisión, entonces, es sustituida por especiálizaciún en un tipa de delito determinado. Se dcja de lado la legitimación de la alternancia entre acciones pa­ ra focalizar en una o algunas sobre las que se adquiere un sa­ ber específico que contribuye a la sensación de control de las escenas de delito. Se descarta, asimismo, el ventajeo porque se supone que un ladrón más avezado para controlar la situa­ ción, debe eludir el riesgo inútil y no poner en juego una carrera proyectada a mediano o largo plazo. Las reglas de los am ateurs aparecen — y posiblemente lo sean- más fácilmente vulnerables que las de los profesionales. Si bien, como dijimos, hay algo de idealización en la visión del pasado, también es cierto que el propio tipo de acciones, la fragmentación entre escenas distintas, en las que se des­ pliegan recursos distintos, lleva a que sea más difícil postular un código más preciso sobre el desarrollo de las acciones. De hecho, la lógica del ventajeo autoriza a cambiar de recurso hasta llegar al fin buscado. Pero también esta labilidad se ex­ tiende a la elección de la víctima y a las formas en que se de­ be robar. Una vez más, esto no implica la inexistencia de re­ glas, sino que un rasgo propio de la lógica de acción de los amateurs es la consideración de las reglas endógenas como una orientación general, una suerte de ideal de la acción, más que una codificación precisa del desarrollo de la misma. u n a

________________ CAPÍTULO 5 Sobre víctimas, armas y policías

Los procesos de profesionalización de quienes delin­ quen requieren la construcción de un tipo de relación par­ ticular con dos actores ineludibles: las víctimas y la policía. Respecto de las primeras, se verá cómo tal construcción de una relación de rol exige un trabajo sobre sí mismo, sobre la situación y sobre la víctima. A continuación, se estudia­ rá la relación con la policía, actor no querido pero ineludi­ ble con el que también intentan construir una relación pre­ visible. El capítulo finaliza con dos temas recurrentes en la actualidad. Uno, la relación con las armas. Su interés es ca­ pital, no sólo por su centralidad en la acción delictiva, sino porque aparecerá como un campo fundamental de decisio­ nes racionales, no carentes de conflictos y dilemas. El otro, un tema que, aunque espinoso, no queríamos dejar de pre­ sentar en este libro: la relación con el consumo de drogas y alcohol. La construcción de una relación víctima-victimario La profesionalizacion requiere la conformación de un víncu­ lo estandarizado con la víctima; una suerte de relación de rol, lazo complementario en el que cada uno puede prever el de­ sempeño del otro actor a partir de ciertas reglas compartidas, como es el caso de un vínculo alumno-maestro o médico-paciente. Tal relación se inscribe dentro de un ideal por el cual

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el ladrón debe tener la situación bajo control a fin de llegar a su objetivo con el menor riesgo posible. La responsabilidad inicial es suya: él debe imponer con rapidez la definición de la escena de modo tal que la víctima se comporte de la mane­ ra esperada. En el siguiente relato, se describen las formas de definición de tal situación: —Aprendes que el fa ctor sorpresa es algo que te favorece. Al otro lo agarras desguarnecido, lo sorpj'endés. Y por a h í a uno lo sor­ prenden, en cualquier form a, y lo petiifican. Te asusta. Quedas helado, petrificado. Y ése es un fa cto r interesante porque uno puede m anejar la situación. Lo que debe lograr trabajando a ni­ v el profesional, es con la seguridad que uno está en triunfador. Puede aparecer un arm a del otro, pero uno está en triunfador. Uno va armado, va decidido y tiene que tener esa seguridad, por­ que si no andaría matando, que creo que es lo que le está faltan­ do a la delincuencia de hoy, a la delincuencia jo v en diría, porque hay delincuencia que está bien preparada, hace las cosas rápido y se va. Pero los jóven es no, no están m uy preparados, y como no están m uy preparados, o tienen que ju g a r con el otro factor, que es que y a hay mucha gen te que está armada; entonces, cualquier insinuación, si te asusta, cualquier am ague de la persona que vas a robar, los negocios, lo que fu ere, si no la interpretás, tirás. Qui­ zás el otro quería agarrar la plata... fíja te cómo están, los comer­ cios de la zona, con rejas, con alarma, con seguridad, con sistemas que si no se sabe m anejar la situación, se mata. El relato presenta el ideal de una actuación profesional: definir desde un principio la escena y tener el manejo de la si­ tuación de modo de poder hacer el trabajo con sangre fría, rapidez y sin miedo, e interpretando correctamente los mo­ vimientos de la víctima, puesto que un error puede llevar a matar innecesariamente. La muerte es una amenaza que está en la definición misma de la escena y es evitada si, después de que el ladrón delimita la situación, la víctima se comporta co­ mo se espera de ella. En una escena correctamente domina­ da por el ladrón, habrá una coordinación entre ambos acto­ res, cada uno sabrá interpretar los movimientos del otro y, de

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se minimizaran los riesgos. En realidad se trata de ese®0^ ... , i x ■ ideal imposible: asustada, la victima interpreta poquísimo de lo que sucede, no sabe qué espera el ladrón de ella ni cuál la definición virtual de víctima que aquél tiene en mente. La relación de rol va sustituyendo a la lógica del ventajeo; en ésta, cualquier medio era válido para llegar al objetivo de5^do: ahora el desarrollo de la escena debe estar más plani­ ficado. Con todo, un elemento de dicha lógica perdura: se debe guardar la iniciativa en la definición de la situación, lo que no es otra cosa que ventajear. Pero, una vez armada la es­ cena, ya no se trata de adivinar y anticiparse a los movimien­ tos de la víctima, sino de que ésta haga estrictamente los mo­ vimientos que el ladrón quiera. De este modo, el ladrón podrá desplegar el saber práctico que en el capítulo anterior llamamos especialización. Para hacerlo es preciso un proceso de control de sí mismo. Se trata de lograr un dominio de emociones perjudiciales -la lástima y el miedo, algunos ha­ blan de “los nervios”—que pueden arruinar la relación de rol con la víctima. El riesgo de lo que ellos llaman “lástima”, pero bien podría considerarse sentimiento de culpa, es dejar ir a la víctima antes de concretar el hecho y que, en el futuro, la culpa los disuada de seguir. Su control se logra mediante la puesta en suspenso de la consideración de la víctima como un individuo, tal como en general aparece en la descripción de los primeros robos: —Pensá, porque... uh, pobre chabón se está defendiendo, capaz que es lo único que tiene, pero vos y a vas para robar. Y lástima sentís cuando te vas. Pobre viejo, se asustó, no quei-ía entregar. Te da lástima y... te puedo contar de una jubilada. Que p or f a ­ vor pedía que no le sacara el últim o pesito qtie tenía. Y m e tocó a m í sacaiie la plata. A garré y no se la saqué^ m e dio lástima. Porque te ponés a pensar, pobre vieja... tantos años para ga n a r estos m angos sucios, y se los tenés que sacar. En general, la víctima aparece en los relatos como ser hu­ mano a partir de alguna reflexión suscitada por el hecho de haber sido desposeída. Con todo, la lástima se controla con

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rapidez, tal como se observa en la descripción de dos hechos sucesivos por parte de la misma persona. —Cuando ustedes lo agai-raron, ¿qué le dijeron? —Uno le dice “quedate quieto porque te voy a m ata r”. El más grande, el que lo había agarrado de atrás, lo tenía así' y lo ahor­ caba... Yo nada. Yo le revisé los bolsillos. Y después y o tenía lás­ tima de haberle /ubudur —¿Por? —No sé. M e daba lástima, porque era la prim era vez; los otros no, y a estaban acostumbrados. —¿Y de qué te dio lástima? —No sé. Porque iba tranquilo, encima. —¿Por qué? ¿ Vos qué hubieras esperado que hiciera? —Yo hubiera esperado que vaya a llam ar a la policía. Después segu í robando yo. —¿Y q u é te quedaste pensando? —En el señor, y pensaba cómo habrá llegado a su casa, m e ima­ ginaba que llegaba y decía que le robaron, todo... La lástima cobra cuerpo en esta imagen de la víctima des­ pués del robo, relatando lo sucedido. Marcos sigue contando sus hechos y aprende rápidamente a neutralizar el sentimiento: —¿Y qué fu e lo que te pasó diferente esa vez? —Esta vez ya no. No sen tí tanta lástima. No sen tí nada y des­ pués y o quería segu ir robando. —¿Yestabas nervioso? —No. —¿El tipo también era del barrio? —Sí. —¿Lo conocías vos? —Yo no lo conocía. —¿ Y él te veía la cara a vos? —M e tapaba la cara. —¿Con qué? —Con la capucha del buzo y después m i otro am igo le decía “no m irés, no m irés”, y le pegaba.

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“No sentí nada” nos dice; no conocer a la víctima o tapar­ la cara como para hacer que uno no lo conoce es una ma­ nera de diluir la culpa. Al no haber lástima no se imagina trajjgjs-de una historia previa ni posterior, como en los casos afflferiores, tan sólo una escena donde la persona, pura pre­ sencia, es exclusivamente un obstáculo para lo que se desea. necesidad de controlar la lástima ayuda a comprender el sentido de la regla de no robar en el barrio. No es sólo una cuestión de minimizar el riesgo al no delinquir en el lugar d o n d e se es conocido, sino que es más difícil manejar la lás­ tima y evitar todo proceso de identificación cuando se cono­ ce a la víctima por ser un vecino. ' Una vez neutralizada la lástima, el paso siguiente y decisi­ vo es el control de los miedos o los nervios. Se trata del tema central para dosificar el riesgo: los nervios llevan a usar las ar­ mas de manera irracional. El miedo y los nervios están pre­ sentes en relatos de la primera vez —Sí, no sé, quería saber lo que se sentía, y m e quedó como una experiencia. No sé. Bueno, en ese m om ento te digo que tu ve un miedo impresionante, nunca había sentido un m iedo tan... no sé... era algo que... encima m e temblaban las manos, todo m e temblaba. En ese m om ento yo no decía nada, porque era como que iba a quedar rem al delante de todos, como los otros, no sé, reaccionaban así, como si no tuvieran miedo, entonces y o tenía que reaccionar como reaccionaban ellos. Yy o no sé, m e m oría de miedo. Aparte, no sé, cuando agarraron así a personas para sa­ carle el auto o algo, era, no sé, como si lo fu era n a m atar o algo • así. Entonces m e daba más miedo todavía. M iedo de que venga la policía y m e lleven y también tenía miedo de que el chico es­ te, con el que salíamos, m ate a alguien, porque tenía a sí reaccio­ nes m edio de locura. En ese momento yo no lo conocía. No sé, te­ nía m iedo de que m ate a alguien o venga la policía y m e lleven a mí, o no sé, venga la policía y nos m ate a alguno de nosotros... miedo a la m uerte m e parece. En este testimonio, el miedo aparece en sus diversas face­ tas: miedo a que venga la policía, a que los maten, a que se

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dispare el arma. En otros casos, miedo y lástima aparecen en tremezclados en los primeros delitos. —Reaccionaban m uy m al, p or eso yo m e ponía renerviosa, n# ponía nerviosa, m e daban ganas de llorar... porque la veía tan desesperada que tenía ganas de salir corriendo de ahí. Y bueno después de hacer eso, m e sentía rearrepentida, porque veía cómo ~7loraba, como gritaba... y pedia p o r fa v o r que no le saquen na­ da. Y que las llaves... que los documentos... no sé, m e sentía re­ mal. M e sentía m al porque y o sabía que estaba sufriendo esa persona y no podía creer que hiciera eso. No debe creerse qne en la mayoría de los casos hay tanta conciencia de estos sentimientos; más bien, el grado de refle­ xión sobre los hechos es bajo y sólo aquellos que por alguna razón realizan un trabajo retrospectivo pueden dar cuenta de los mismos. Ahora bien, al dominar la lástima y el miedo, el ladrón puede definir con precisión la escena del robo para que la víctima se comporte en consecuencia. Para hacerlo combina de distintas maneras amenazas de violencia con di­ suasión verbal. La violencia va desde manipular las armas apuntando a las víctimas y disparar sin fijar un blanco hasta infligir heridas leves; en todo caso, un repertorio de acciones violentas cuyo supuesto objetivo sería evitar una violencia mayor. Una de estas técnicas es el “amague”, es decir, ame­ nazar con disparar o realizar un corte leve con un cuchillo. —Sí, algunos sí. S ise resisten. Pero les decís, “mira, no jod a s”... o si no, le hacés un amague, “que te voy a m atar asf\.. y ya se tranquilizan y no hacen más nada. —Contame esa vez que tuvieron que hacer un amague. —Sí, con un cuchillo, “quedate quieto o te corto el cuello”. Y se quiso m over así y le corté acá nomás, por acá... “quedate quieto porque es en serio ”, le dije. Y se quedó quieto. En otros casos, la violencia se usa preventivamente para establecer desde el principio el control de la víctima.

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^ S e paró uno y le dijo “¿no tenés una moneda?” Y dijo que no, a]j{jue y lo agarró de atrás, y a h í fu e el otro y le p egó una p i­ na en el estómago. Se quedó asi’ y a h í se dejó revisar. Si estas técnicas de dominio de la víctima con violencia in­ tentan dar verosimilitud y evitar la amenaza de muerte, el ideal delictivo es una relación tranquila, donde la víctima acepte su rol y permita “trabajar”“sm imponer resistencia y, por ende, sin “obligar” a hacer uso de la fuerza. _-Le hablás bien. Al pedo es gritar. Si no vendo nada ¿para qué voy &grita r? Voy y le digo bien. Nunca se negaron a que les ro­ be, y nunca le p egu é a nadie. Nada, les robaba y m e iba, si yo quería la plata, no quería lastim ar a nadie. La dosificación de la violencia depende de la aceptación de la víctima de la inexorabilidad de la situación; no hacerlo es la causa de que el ladrón se vea obligado a usar más violen­ cia, como se desprende del siguiente testimonio. —No soy m uy bueno en el tiro, pero para sacarlo y asustar soy fantástico. Se asustan todos. Te aseguro que se asustan con la co­ rredera [el seguro del revólver] nada más. Y m ayorm ente en la form a de usarla y en la tranquilidad de hablar. Porque vos no decís “te voy a m atar”. El delincuente no dice “te voy a arrancar la cabeza”, no. El no quiere lastimar a nadie, queda en ustedes si quieren ser lastimados. . Así comienza un proceso de inversión de la culpabilidad frente a eventuales heridas o aun la muerte: no es el ladrón el que quiere usar la fuerza, sino el otro al no cooperar; la víc­ tima que no acepta desempeñar su rol del modo en que se lo figura su victimario. En resumen, la relación con la víctima es un elemento central en el camino hacia la profesionalidad y en el proceso de control de los riesgos. Se trata de una ima­ gen idealizada de una relación de rol, por supuesto que dife­ rente de aquellas más tradicionales, internalizadas por los in­ dividuos en los procesos de socialización y definidas por el

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encuadre institucional, como son el comportamiento de alumno frente al docente en la escuela o el de un paciente el consultorio de su médico. La relación víctima-victimario es compleja e inestable: en primer lugar, hay un poder del victimario para definir el rol del otro como víctima; luego la posesión de un saber que, para desplegarse, tiene que estar desprovisto de emociones a fin de mantener el control de la •situadúir, y,~poi "□IdniT^cnrsÍCTTiprg'nideriü conocimiento de la víctima de su rol “virtual”: saber cómo debe comportarse qué hacer y qué no hacer para disminuir el riesgo de muerte que se cierne sobre ella. Los homicidios A pesar del intento de control de la escena, la víctima pue­ de morir. ¿Qué sucede con aquel que mata? ¿Cómo vive el hecho de haber matado a otra persona? Para averiguarlo bus­ camos casos donde hechos dolosos hubieran terminado en una muerte. Una primera constatación, quizás esperable, era la dificultad de hablar sobre el tema, aun cuando sólo conver­ samos con personas cuya situación judicial ya estuviera escla­ recida, de modo que tuvieran mayor libertad de hablar. Tres características comunes aparecen en los seis casos de homicidio registrados. La primera, la familiaridad con la muerte. En el capítulo próximo, sobre las relaciones familia­ res, señalamos la cantidad sorprendente de relatos sobre pa­ dres muertos pero también a menudo cuentan sobre un ami­ go o vecino de su edad muerto en un accidente de auto, por haber contraído HIV o a manos de la policía. En segundo lu­ gar, ante la muerte se advierte la reversión de la culpabilidad sobre la víctima que ya describimos. No es tanto que se la considere culpable de haber buscado su propia muerte, pero sí al menos de tener alguna responsabilidad cuando ellos dis­ pararon. Es una operación de neutralización que intentaría atenuar el sentimiento de culpabilidad. En tercer lugar, en esa misma operación de reversión de la culpabilidad como forma de neutralización, la muerte es una acción que en últi-

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instancia compete a la víctima: uno lo hiere, el otro muere. rr*muchos casos, la muerte acaece después del hecho, tras una nía en el hospital o cuando ellos ya huyeron. Este hiato en3 cometer una acción y enterarse de sus consecuencias les ^Tráte articular formas de enunciación que establecen una ¿¿cOTtinuidad entre su disparo y la muerte. Con todo, hay una diferencia fundamental entre los más rofesionalizados y los novatos. Entre los primeros, matar a }a víctima que no coopera aparece como una posibilidad legí­ tima. Es una consecuencia indeseable cuando la vida del otro es un obstáculo para acceder al botín deseado, pero sobre to­ do cuando la víctima contraataca y es necesario defender la propia vida. Matar para no morir es un dilema de fácil reso­ lución. “Sólo maté cuando era necesario”, alega el profesio­ nal cuyo testimonio recoge Isla (2002). L a legitimidad de ca­ da homicidio cometido es evaluada retrospectivamente una y otra vez; cada muerte en su haber disminuye el prestigio y puede arruinar una carrera. Este es el lugar de la muerte en el relato de un profesional que entrevistamos:

—Si yo m e tenía que pon er en riesgo, prim ero era yo, después no m e importaba si tenía o no tenía que m atarlo, porque prim e­ ro trataba de cuidarme yo. Eso tenía en m ente y a desde el va­ mos, de entrada, por eso mando apretaba alguien decía, “si te movés, yo te mato, no voy a andar con tu tía”... el tem or mío era que se m ueva, se d é vuelta y ten er que matarlo. Por eso nunca tocaba a las m ujeres, trataba de dejarlas ahí... . La muerte es en el relato un riesgo calculado en un punto determinado de la acción. Distinto es lo que relatan los más jóvenes: la muerte se asemeja a un accidente de trabajo por un mal manejo de las armas, por nervios, miedo o por una atribución causal a las drogas como relajamiento del control. La muerte no es el último recurso previsto dentro de un re­ pertorio de acciones sino un accidente, un momento de des­ control. Cristina y Nancy realizaban con un grupo robos a mano armada a transeúntes, automovilistas y taxistas. Cristi­ na nos cuenta cómo se desarrollaban las acciones:

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—íbamos y le preguntábamos algo, no sé, si conocía la cálle y a h í le ponían el caño. En ese m omento, creo que fu e uno pibes y le puso el caño en la cabeza a la chica esta que se baja del auto, se había bajado del auto y lo estaba cerrando. Ent le puso el caño en la cabeza, y bueno, yo le saqué la cartera subí atrás... no adelante. Aparte el chico este, el que ponía el cay ño y todo eso, y manejaba, cada vez que... bueno, la primera ve? atando a la chica esta le sacan el au to y r^tpjpm ir rrflry ¿ ¿ ir, este pibe, cada vez que pasaba eso se ponía renervioso. Yera) como que le quería p ega r un tiro o algo así. Entonces la otra per­ sona, que se la tomó retranquila, la trató rebien, h e dijo, “bue­ no está bien, tomátelas... agarrá tus cosas”, le dio los documen­ tos, las llaves, y la largó en un lugar, y bueno... nosotros nos fu im os tranquilos y ella también. En el párrafo anterior vemos cómo un hecho pudo haber­ se transformado en un instante en una muerte que, en el ca­ so de Nancy, es lo que efectivamente sucede: —Sí, se los saqué al pibito, al otro que estaba recolgado, el otro quedó peor que yo, y se quedó dormido. Yo a g a rré y le saqué el arm a y m e fu i a robar un coche y term in é m atando a una per­ sona. —¿ Qué pasó? —A preté el gatillo... no sé. —¿Tenías la idea de sacarle el auto? —Claro... —¿Q uépasó? ¿Se resistió? —No, no. —¿Entonces cómo fu e? —Se m e escapó. Se m e escapó. El límite entre disparar o no disparar, entre una acción que transcurre tal como está prevista y otra que se descontro­ la, la distancia en muchos casos entre la vida y la muerte son muy tenues, como nos dejan entrever estos dos relatos sobre hechos muy similares. Martín tiene una causa por homicidio, mató a un joven e hirió a dos desarmados. A pesar de que lo

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inios cuando el proceso ya había pasado y, declára­ le, purgaba su pena en una institución de menores, tó hay una escasa aceptación de la responsabilidad, pregunta qué siente sobre el homicidio nos di\l|*JeSÍento mal, porque le quité la vida a una persona”, ^■¿j^bargo, remata la frase afirmando: “Fue un accidente También en el caso de Mosca, la muerte es percibifá cóín o un accidente: l e

os^Nosotros veníam os del lado de Villa Ballester, habíamos... un ¿ta de lluvia... llovía y nosotros veníam os bien, calentitos, abri­ gados porque habíamos hecho una casa de deportes... bajamos con l l taxi a h í en Pale?vno y vem os un m ovim iento ahí en la vía, arriba , donde nosotros dormíamos, un poquito más arriba... v e­ mos un m ovim iento raro, extraño. Era que estaban de otro g r u ­ po; robándole a uno de los pibes que se fu eron con el otro grupo. Y le estaban pegando. Era de otro lado que le estaban pegando a uno de los nuestros que estaba ahí. Y no sé cómo viene la histo­ ria... no sé. Y yo veo que le va a tirar con la piedra en la cabe­ za entre la vía y y o tenía un 2 2 largo y le tiro y cuando le tiro... le pego y cuando le pego, le p ego por una pierna y cuando cae, cae al riel, cae al riel y tanta lluvia y todo m ete la mano al riel y quedó fulm inado... En resumen, la muerte, entre aquellos que cometieron un homicidio siendo novatos, aparece como un accidente, como un descuido, como algo que pasa por una mala coordinación de las acciones, porque el otro hace un movimiento en falso o porque se está en un estado de bajo control de sí mismo. En todo caso, no es la consecuencia probable, un final eventual de una acción, como en la planificación del delito profesio­ nal, sino la disrupción repentina de un equilibrio inestable. Si al analizar la lógica de provisión decíamos que no había casi presencia de técnicas de neutralización para justificar sus ac­ ciones, en el homicidio aparecen con más frecuencia. En par­ ticular, lo hacen revirtiendo parte de la culpabilidad en la víc­ tima por haber hecho un movimiento en falso. Al fin de cuentas, enunciados tales como “yo disparé, él murió”, ese

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intento de considerar la muerte como una acción ¡con** P que en última instancia es propia de la víctima, esalreversi'® de la responsabilidad, separando artificiosamente causa^ consecuencias, nos lleva a pensar que el sentimiento de cul ^ está más presente de lo que son capaces de expresar. La relación rnn la policía—

El vínculo con la policía está signado por una convicción inicial: la policía tiene poco que ver con la ley, es una banda más, mejor armada y más potente. A lo sumo, aparece como socia y protectora de la “alta delincuencia” de la que nuestros entrevistados no forman parte. Pero esta distancia entre ellos y la policía como entidad colectiva tiene como contraparte relaciones individuales, a veces estrechas. Los policías no son un sujeto desconocido: son vecinos, provienen del mismo ba­ rrio, a veces hasta son parientes. De hecho, algunos entrevis­ tados muy jóvenes afirmaban que en el futuro dejarían de ro­ bar y querrían trabajar de policías, percibiendo que sus competencias y formas de accionar eran bastante similares. La interrelación llega al extremo, en este caso, de recibir con­ sejos de un pariente policía para cuando fuera apresado: —M i ainado es policía. Es sargento del departamento de poli­ cía. Y m e dio algunos consejos que a m í m e quedan en la men­ te: “Entonces vos pode's decirles esto. Si vos le hablas con funda­ mentos a la policía, dicen: ‘éste sabe; no es un bocho pero sabe\ No como otros, ‘che, ortiba, haceme pasar al baño, botón... ’. No, siempre: ‘señor, m e perm ite hablar con usted, m e p erm ite hablar con el comisario por fa v o r '”. La relación conflictiva con la policía antecede a los actos delictivos y forma parte de la experiencia de todo joven de los sectores populares en el Gran Buenos Aires. Aún antes de co­ meter delitos, describen una sensación de continua persecu­ ción sin motivación aparente:

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te forreaban... capaz si no tenés documentos te w a fo rrea r porque no tenés documentos, y si los tenés, te ^±rntáezan a decir: “¿a esta hora salís a la calle?”. Y te empiezan ~*^0 ¿qrar a pedos, te putean, te dicen de todo. c&jíipg

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ntDe í a persecución se pasa a una amenaza de muerte po’^^-que aparece a menudo explicitada, como se despren~j¿clel relato de'un joven que va-eon su padre a la comisaría a tascar a su hermano detenido. —¿Qué te impresionó de cuando cayó tu herm ano? —-Que dijeron que la próxima vez no se lo iban a dar. Que la próxima vez le iban a m eter un tiro. Porque mando él cayó ahí ai la plaza la brigada lo a garró ahí. Dijo que como m i herm a­ no era el mayor, y los otros dos eran m enores, y dijeron “¿qué te aparece si le damos la pistola a éste, y le hacemos correr y le m e­ temos un tiro?”. Dijeron eso, y lo querían hacer correr y le m e­ tían un tiró. Y m i herm ano se asustó ahí. La amenaza de muerte ya aparece en los primeros tratos con la policía. —No, andábamos p or ahí... pasábamos p or la plaza y fu im os para el lado de Zabala y Cabildo y a h í ya nos m etieron presos. Ahí ya dicen que nos venían buscando, corriendo... incluso uno de los policías dijo que nos conocían porque nos llevaban presos cada dos por tres y dice “decí que los agarram os a la luz, porque si los agarrábamos en la osmridad los matábamos a todos”. Los relatos de los ladrones más veteranos presentan una relación distinta. Ellos describen un equilibrio, sin duda idea­ lizado, entre la policía, los vecinos y los ladrones. Un ladrón no robaba en su barrio, esto mantenía tranquila a la policía del lugar, dado que no se cometían crímenes en su territorio y además recibía alguna parte del botín para dejarlos tranqui­ los. Al mismo tiempo, los profesionales disciplinaban o coop­ taban a los “antichorros” que, de este modo, tampoco moles­ taban ni realizaban delitos en el barrio.

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El supuesto equilibrio de una edad dorada parece habe llegado a su fin. Muchos de nuestros entrevistados robaban en su barrio, allí se enfrentaban con la policía y, como sus bo­ tines eran muy exiguos, no tenían tampoco mucho para ne gociar. Esto determina cambios en la relación con la policía que de su lado se ha vuelto más violenta, por lo que los en­ frentamientos son cada vez más feroces. Si, como mostramos los ladrones de mayorid a d critrcair~el Trso innecesario de la fuerza, las nuevas generaciones también señalan que la poli­ cía se ha vuelto “más irracional”: —Antes la policía pensaba más. No arriesgaba tanto. Hoy te ti­ ran entre medio de toda la gen te, no tienen problema. Antes, 720. En sí\ el ladrón no lo hacía. El ladrón no te tira un tiro entre medio de la gente. Hoy sí’ hoy lo tira. Antes había más respeto del chorro al policía, y el policía le tenía m ás respeto al chorro. El policía no te tiraba habiendo gente, y el chorro no tiraba. Hoy sí, te m ete bala la policía y te m ete bala el chorro, sin ningún problema. No la piensa, caiga quien caiga, no le importa, por­ que hoy te tiene todo aceptado. Aparte, la policía está bien expe­ rimentada, la de antes era más... serían m ás caballos, pero eran m ás cultos en lo que hacían. Hoy no. Si intentamos pensarla como una relación de rol, es sin duda de otro orden que la que establecen con sus víctimas. En este caso, el poder está del lado de los policías, con los cuales entablan una relación que fluctúa entre percibirlos como enemigos mortales y como individuos con quienes es posible negociar, dualidad presente en las dos acepciones de “perder”. Como dijimos en el capítulo anterior, esta convic­ ción de que la policía quiere, efectivamente, matarlos, se les hace evidente en los enfrentamientos, donde perder es a ve­ ces morir; ahora, cuando perder es caer preso, se puede es­ tablecer alguna previsión del tipo de relación de rol, si es que la policía está dispuesta a negociar. En tales casos, jóvenes y mayores describen dos fases sucesivas: primero los golpean y luego se sientan a negociar. No es una operación simple, ya que intervienen varios actores, o al. menos así era la organi-

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pasado, tal como es descripta por un ladrón con hablaba. Se habla. Prim ero la paliza, decís s í a todo: ¡Mffiós le p ega s a tu vieja ?”, “S í”. P ero vos llegas a l taquero, al ¿¡(¡emisario-, o al subtaquero y te dejan hablar. Porque siem pre el ipnlicía está para sacarte la taja dita, “p o r los cuatro tan to”. Vos f e decías: ¿cómo arreglam os?” El chabón te decía: “p or los -^cuatro tanto”. Y si te perm itía hacer la llamada, la plata es­ triaba- Vos vas a a rregla r con el taquero. Porque atrás d el ta■\tfquero está el subtaqüero, atrás d el subtaquero está un oficial 4 :principal, un je fe de calle... hay linas cuantas m anos a las que ¿'tiene que llega r algo de platita. Hoy no sé, en estos m eses no te ¿podría decir.; pero años atrás p or lo m enos ocho entraban en la «\repartija. Hoy por hoy no sé si está tan corrupta como estaba ■años atrás la policía. Porque, ponele, nosotros robábamos en \Varela y al taquero lo conocíamos. Perdíam os allá y y a no nos comíamos paliza. Ya te decía ¿cómo arreglam os? P or a h í no había plata, o había un poquito de plata y un p a r de vehículos que al tipo le interesaban y agarraba viaje. Ponele, un caso de una carga de vino... perdemos. Bueno, y a el taquero de Varela nos conocía. “¿Cómo vam os a a rregla r esto?”. Y bueno... no sé. Vos volvés a la celda y hablás con tus otros dos o tres com ­ pañeros que están a h í adentro y les preguntás: “¿ Cómo a rre­ glo?, ¿vos qué tenés?”. Ponele, en aquel tiempo, en tre los cua­ tro reuníam os cuatro m il pesos, cuatro m il dólares. Y el tipo quería diez y hubo que poner dos vehículos. . La cuestión central es que, para que haya negociación, debe haber algún botín de cierto valor. Un problema para nuestros entrevistados, que en general obtienen poco de sus delitos, lo cual podría explicar en parte el mayor encarniza­ miento contra un adversario que tiene poco para ofrecer. Pero golpiza y negociación son dos momentos diferencia­ dos en la relación con la policía. Liliana, por ejemplo, aun sin botín para repartir, recibe una “paliza” y luego queda encarcelada:

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—Sí, ¡una paliza m e ligu é! Por una parte era merecida otra parte no sé. Sí, porque estuve con el pibe que se robó el au to. Y por eso estoy pagando eso acá. En otros casos, logran qne después de los golpes los dejen libres, una suerte de castigo alternativo, que les evita tanto pagar como atravesar un proceso legal: —Sí, a veces p ref ería que m e peguen y no que m e abran una cau­ sa. Y bueno, qué sé yo, m e machacaban, m e pegaban... pasaban cosas... por ahí, a veces, pibes que estaban conmigo, bardeaban, por ahí les choreaban, por a h í a veces contraventores, porque general­ m ente no pasaban causa. Yo les mentía, “y o ando con Cafiero” ks decía por ejemplo, “lo conozco ”, y era m entira y p or a h í m e decían “qué m e importa”, m e daban un cachetazo, pero después no me daban más. Era como para que no se zarpen tanto. O por ahíla bolsita... era un momento m uy feo. Esos son recuerdos de sufri­ miento interno... por a h í no para ponerte a llorar, pero estaba con la bolsa, y decía ahora voy para el cuartito y en la espera sé qué m e van a pegar... pero ya de última, no sé... al principio te duele, y después ya no te duele más. Pero prefería eso. Estos testimonios muestran una naturalización de la vio­ lencia policial por parte de los jóvenes, que aceptan la legiti­ midad del castigo corporal cuando han cometido un delito. Si esto es más habitual en los inicios, profesionalizarse es tam­ bién prever las instancias, intentar evitar la paliza y ahorrar para cuando les toque perder. —Cagás. Cagás porque, ya te digo: prim ero pasás la paliza y después pasás la regla. Porque enseguida, ponele el comisario va a v er si sos buen ladrón. Y si sos buen ladrón, tenés plata. Yya te digo, nosotros estábamos preparados para todo. Ya guardába­ mos m il de cada hecho. Ya guardabas como tres mil, cuatro mil, y había veces que ponías hasta diez mil, según cómo venía la causa, si era algo pesado. Lo ponías y te vas, te abren las puer­ tas ya mismo. Te dan la mano, aparte. Ya atando andás en esa zona y te agarran, pagás.

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un estadio de alta profesionalidad, se tiene un aboga¿ónfíanza que se encarga de negociar directamente con la policía. —Tenía un abogado que era un tránsfuga. Y bueno, él m e ha­ todos los arreglos. Y m ando no lo localizaba a él, iba directa­ mente yo y hablaba con el oficial que estaba de servicio o gu a r¿út En esa oportunidad hablé con el comisario. Y hablé con el comisario directam ente, p or el arreglo. Estaba el dam nificado, todo... así que por ocho m il pesos cambiaron toda la declaración del viejito... en realidad no le robé al viejito, le robé a l hijo, p e­ ro la guita era del viejo. Tenían asegurada la plata, entonces te­ nían que hacer la denuncia para poder cobrar. Así que tuvo que ir el chico con el padre. Y bueno, le dijeron que se presentara a las nueve de la noche nuevam ente porque se les había volcado ca­ f é arriba del papel y tenían que vo lver a hacer todo el escrito, y que bueno... p or consiguiente tenía que firm ar. Así que, pobre hombre... tuvo que ir hasta la comisaría a firm a r y confió en la policía y fir m ó sin leerlo, pensando que era lo que había puesto al principio. ría

En suma, la policía será un socio no buscado pero insosla­ yable en sus trayectorias. Por ende, al igual que respecto de sus víctimas, se ven obligados a intentar establecer una rela­ ción previsible. No parece posible la relación de coopera­ ción-conflicto que señalan los profesionales de vieja data: to­ do ha cambiado, la policía, los barrios, así como el tipo de delito que realizan, menos lucrativo que en el pasado. Se en­ tabla entonces una relación de conflicto constante con episo­ dios de negociación. Perder es morir en mi enfrentamiento pero también es caer en manos de la policía y tener alguna posibilidad de pactar: una forma de negociación descripta por distintas generaciones parece mantenerse. Primero, la vio­ lencia física, y luego, ver qué se tiene para ofrecer y, eventual­ mente, comprar la libertad. Al profesionalizarse, preven estas instancias de negociación. Se intenta evitar la golpiza y aho­ rrar para comprar la libertad. A pesar de lo que hagan, se tra­ ta, al igual que con la víctima, de una relación de rol inesta­

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ble, en la que permanece una incertidumbre intrínseca aljj ^ cho delictivo, porque la posibilidad misma de negociar lisa y llanamente, supeditada a no perder la vida en ese hectaP a partir del cual intentarán hacer un trato. Dilemas en el uso de las armas Sí en ios primeros robos en general se usan armas, sin que medie mucha reflexión, con el tiempo se presentan dilemas sobre los que hay que decidir. Rápidamente se toma concien­ cia de que las armas son una peligrosa herramienta de traba­ jo. Por ello, quienes las usan adscriben rápidamente a normas sobre las situaciones en las que se deben y no se deben usar Los primeros atisbos de profesionalidad los llevan a sostener que las armas se usan sólo “para trabajar”. Así critica un en­ trevistado a otros jóvenes del barrio que disparan de noche para divertirse. —Bueno, porque yo considero que soy un chorro. Y ellos tam­ bién, pero ellos eran de andar haciendo tiros, y eso nos perjudi­ caba a nosotros. Y eso llegaba a oídos de la gen te, llamaban a la policía y la policía y a sabía quiénes eran. Claro, tirar tiros al ai­ re... p or a h í había un m edidor y para hacer puntería le tiraban a l medidor.; a la noche hacían tiros, y a m í no m e gustaba. Por culpa de ellos, íbamos a p erd er nosotros. Otras reglas tratan sobre la interdicción de robar armado en estados de poco control de sí mismo: —Tomado no salías, porque pensabas que podías bardear. Dro­ gado, cosas grandes no salías. Porque vas pensando que no estás con la lucidez que tenés que estar. No estás lúcido. En tus movi­ mientos. No sé si m e explico. Ponele, yo estoy para m anejar la cuatro y medio, yo pelaba dos cuatro y medio, hacía así\ y corrían solas. Las levantaba. Y el ruido de la cuatro y m edio asusta, la corredera. Yyo no m e m ovía para nada. Y bueno, no m e servía salir drogado. Yo te voy a robar a vos drogado, vos te negás, yo

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rque lastimar. Pienso que te tengo que lastimar.; porque lúcido... No, drogado no se puede hacer. »* • -com enzado armados o no, al cabo de un tiempo ^kinisma decisión de estar armado se evalúa. La princidiiSiz’ón a s11favor es *lue ^as 3111135 permiten llevar a cabo acies de mayor envergadura: del arrebato en la vía pública al ,dé locales o casas; la principal razón en su conuu es que, aprehenden armados, serán acusados de robo calificado ^^ penalidades mayores que las de hurtos simples. Portar un gjuxa, entonces, es el producto de una decisión entre prefe­ rencias claramente establecidas, como una inversión de riesgo pata poder ganar más. Sin embargo, la decisión se complica porque se les plantea un segundo dilema: si usan un arma, es ¿jas.probable que la víctima los deje trabajar tranquilos sin oponer resistencia. Al mismo tiempo, al apuntarla se corre el riesgo de que la víctima se ponga nerviosa, intente algún mo­ vimiento amenazante y se vean obligados a disparar. , Esta situación es tanto más grave dado el aumento de la posesión de armas en la población. Presuponiendo que toda víctima puede estar armada, es más probable que un ladrón dispare ante un movimiento sospechoso. Como nos decía un entrevistado: “antes asustabas a alguien con un chumbo en el bolsillo, ahora tenés que ir con el dedo en el gatillo, porque cualquier perejil está armado” y, por ello, toda escena puede terminar fuera de control y “obligarlos” a disparar. —A medida que fu e pasando el tiempo, ¿se te f i e el terror del principio? —No, no... —¿Siempre tenías esa sensación...? —Sí, si m e dan un par de tiros... si se amotina y... le tengo que p egar un tiro yo. Hablan de “verse obligados”, de “tener que disparar”: la lógica de la escena es la de alguien que se les “amotina”, que se descontrola y los obliga a usar el arma; la responsabilidad de la herida o la muerte recaería entonces en la propia vícti-

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ma, por no haber acatado tranquilamente la relación dé roj del robo. Nuestros entrevistados temen utilizar las armas irracionalmente bajo efecto de los nervios, del alcohol o de las drogas ¿Cómo resuelven estas tensiones? Joaquín relata su decisión de llevar armas tras un tiempo de cavilaciones: —Y si’ aparte que si alguien m e viene a molestar... pero no pera después ya la tenía en la mano, pero después de bucer utT p ar de hechos, de robar, yo pensaba que no la iba a usar, y ñola usé más, pero pensaba que nunca iba a tener que usarla. Y p ^ saba que las personas, si ven un arma, se pavuran... Joaquín sabe que nada le asegura que nunca tendrá que usar el arma. Es una amenaza que pende sobre cada hecho fu­ turo frente a lo que no hay una respuesta tranquilizadora ni una garantía, puesto que usarla o no depende sobre todo de la actitud de la eventual víctima, como continúa contando: —Yo la llevaba m ás p or eso, para asustar. Porque sabía que cualquiera le tiene tem or a íin arma. Yo también, cuando me apuntan le tengo m iedo a un arma. —¿ Vos tenés conciencia de que si llevás un arm a tenés posibili­ dades de utilizarla? —Sí... sabés, pero fratás de sacarte eso de la cabeza. No es que vas con el pensamiento ese, de que capaz viene uno y lo tengo que matar, vas con el pensamiento de que todos van atemorizados y que vos vas a trabajar tranquilo. Nunca fu i con el pensamiento de m atar a nadie. Imposibilitado de una respuesta tranquilizadora sobre el uso de las armas, Joaquín opera sobre sí mismo, sobre su pro­ pia conciencia de la situación, tratando de convencerse de que no tendrá que usar el arma. En apariencia, “no ir con el pensamiento de matar” le depara alguna sensación de control sobre la situación y le permite abordar cada hecho presupo­ niendo que va a poder “trabajar tranquilo”. A lo anterior se suma que, en las trayectorias incipientes, el riesgo no es sólo por la actitud de las víctimas sino porque

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desconfían de la propia capacidad para manejar las armas de altcricalibre, a las que acceden rápidamente sin ninguna prenaración previa, como existía —según los relatos de los pro­ fesionales- en las bandas del pasado. Así, en los casos en los e parece establecerse una carrera delictiva con vistas al futuro, un tema central de capacitación es aprender a mane­ arías. Esto, a su vez, los va posicionando mejor en el inte­ rior del campo delictivo: _Y esa gen te ?ios presentaba. Y ya te presenta como bueno, no como gil, sino como buen ladrón, de cosas grandes, y a te conectas can ellos, y capaz que ellos necesitan uno que m aneje un fierro grande, ponele una escopeta recortada. Ya te hacés a ellos. Por­ que hay gen te que sale a i'obar, lleva una escopeta, se le escapa un tiro y le arranca la cabeza a uno. Se puede arran car la ca­ beza lo mismo. Sin em bargo uno que está práctico de años, arrancó una escopeta, sin m eter la mano en el gatillo, de dos ca­ ños recortada, tenés que ser m uy práctico. En el lenguaje se expresan las particularidades del uso de las armas. Se establece una primera diferencia entre estar ar­ mado en un robo (robar de cañó) y no estarlo, amenazando de otro modo (robar de chetó). Una segunda, negarse a llevar ar­ mas pesadas en un grupo (hacerse el puto). En tercer lugar, hay figuras que tienen que ver con la manera en que efectivamen­ te se usan las armas en un robo, en particular para definir la situación: el am ague (mover el arma delante de la persona en forma amenazadora), insinuarle (disparar un tiro pero sólo para asustar, sin apuntar), m acanear (ir tirando desde un co­ che), entre otras. En cuanto a la adquisición de las armas, se agrega otro fac­ tor de complejidad: al cabo de un tiempo se percatan de que la venta y la circulación están organizadas como un mercado ilegal con sus códigos y regulaciones. Los entrevistados fre­ cuentemente hacen referencia a la compra de armas prove­ nientes de circuitos de contrabando y, según muchos testi­ monios, de la misma policía o de militares, como se desprende del siguiente relato:

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—¿Cómo conseguías las arm as? —A otros que están en la misma... eso siem pre p or línea. Eso llama línea: Fulano conoce a M engano, te puede traer un arma secuestrada de alguna comisaría, que el tío, que es policía- to­ da una cosa que es una cadena... la cuestión que, bueno, habien do billete vos podes arm arte bien. Eso se consigue, y se puede pe dir hasta fiado, a cuenta. Si sale bien la cosa, está pago. E l arma tarrrbién siemp?v es impi uwdente. ¡Andú u saber dé dónde vien el Por ahí term ina de donde empezó. Por a h í salió de una co­ misaría y term ina en la misma comisaría. Es así. Mientras tanto, fu e de mano en mano, o fu e prestada, o alquilada, o fue vendida, y después te la garpo, y así. Y eso sí, después uno em­ pieza a arm arse. Empieza a hacer otro trabajo. Del testimonio se deduce un circuito particular: la línea una serie de contactos que van de los proveedores a los usua­ rios, borrando en muchos casos el origen de esas armas. Se advierten distintas formas de tenencia: compra, préstamo, fiado, alquiler, etc. La complejidad adicional para la toma de decisiones es que este mercado está organizado según dos criterios superpuestos: uno, evidente, de acuerdo con la cali­ dad y la potencia de un arma; el otro, de acuerdo con su va­ lor: dado que las armas son la prueba central del delito, el precio se pondera según sea una arma “limpia” o “sucia”. Limpia es un arma que no tiene adjudicado ningún delito previo; sucia es, por el contrario, aquella de la que, después de un hecho, en particular un homicidio, ha quedado cons­ tancia policial o judicial de su uso. Por ende, si esa arma está sucia, se obtiene muy barata a pesar de su calidad, pero se co­ rre el riesgo de que, si uno es aprehendido en posesión de la misma, se vea automáticamente acusado de los delitos previos cometidos con el arma; es difícil saber si un arma está sucia, más allá de las sospechas por su bajo precio y de quién sea el vendedor. —¿De dónde sacan las arm as? —Las armas las sacan en el barrio, p or monedas. A m í m e que­ rían vender un 32 Bersa, treinta pesos, pe?-o sin balas. Un mu-

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^cBacbo Pero 710■ >p or(l ue están sucias esas armas, tienen hom iciijjifoyjjt agarra la policía, hasta las manos se va uno. rjtNb -parece importar demasiado que la policía sepa que no setrata del mismo autor de las acciones anteriores. La posesión ¿eJaprueba del delito es suficiente para adjudicar responsabi]írlfld v proclamar el esclarecimiento de tal hecho. Así, un ele­ mento central en las fases superiores de racionalización de las carreras es el intento de evitar las armas sucias. En síntesis, la utilización de armas está ligada, según nuestros entrevistados, a una serie de decisiones. Es, ante todo, central para configu­ rarla relación con las víctimas y ejercer poder. Sin embargo, las tensiones son varias y a menudo los obligan a sopesar varia­ bles de sentido contrapuesto: usar armas permite acceder a ro­ bos más redituables pero aumenta el riesgo si se es aprehendi­ do; permite trabajar más tranquilo porque inmoviliza a la víctima pero, al ponerla más nerviosa, puede llevar a una reac­ ción intempestiva que los obligue a disparar. Se trata de dile­ mas racionales sobre las consecuencias eventuales de la acción, en general irresolubles: se vive con el temor de tener que dis­ parar, se suspende la conciencia y se trata de no pensar. Quie­ nes hirieron, invierten la responsabilidad, atribuyéndola a la víctima misma, cuya ansiedad o torpeza “los obligó” a disparar. Por último, la necesidad de decisiones racionales se re­ fuerza porque el circuito ilegal de armas se presenta como un mercado con regímenes distintos de apropiación y con siste­ mas de valores complejos, donde al concepto clásico de cali­ dad de los productos se superpone uno específico sobre la di­ ferencia dicotómica entre bien “limpio” o “sucio”. En este circuito las armas parecerían ir pasando de una a otra de las partes aparentemente en conflicto, de policías a ladrones y de vuelta a la policía, para luego seguir circulando. El consumo de alcohol y drogas La relación entre el consumo de drogas y alcohol y el deli­ to es sumamente compleja y escapa a los objetivos y posibilida­

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des de nuestra investigación. Se trata de un tema plagado de prejuicios y estereotipos, por lo que es preciso una reflexión ri gurosa con fuerte base empírica. Ahora bien, dado que éste un estudio exploratorio de distintas dimensiones del problem queremos dar cuenta con suma cautela de los hallazgos en re lación con el tema, basándonos sólo en el relato de los actores Una primera constatación es que una gran cantidad de los jóvene^enrrevisrados afirmaban consumir alcohol y/o di-ogas. Si bien la mirada pública está puesta sobre las drogas el consumo de alcohol está tanto o más presente, y muchos pro­ vienen de hogares con padres alcohólicos. Los consumos son variados. Hay algunos que sólo fuman marihuana, quienes toman exclusivamente cocaína, los que mezclan determina­ dos medicamentos con alcohol y otros que alternan o van cambiando de sustancias. Los estudios establecen una dife­ renciación entre consumidores ocasionales, frecuentes y adictos. Nuestros entrevistados consumidores rara vez eran adictos; en general se dividían entre ocasionales y frecuentes, sin una direccionalidad obligada hacia un incremento del uso. Jorge es un ejemplo de un consumidor esporádico que va realizando un consumo más cotidiano. —Y, la necesidad, a medida que el organismo sentía... por ahí' prim ero tenía doce años y era la prim era vez, no m e drogaba ca­ si nunca. Después, catorce años, m e empecé, qué s é yo... se hizo como una moda en el barrio, un montón de pibes de catorce años, fum ando todos porro, tomando pastillas... y bueno, m e engan­ ché. Y sentía, como que en un momento, todos los días m e gas­ taba, lindo... pasaba los m eses y m e sentía medio como triste... o m e daba menta. Por a h í a veces no sé... estaba colgado, no ten­ go tanta rapidez para pensar, pero m e gustaba y quería más. Probé la cocaína y m e encantó. Y la cocaína vale cara... la ccrmprás a diez pesos el papel, pero el papel te puede durar una bora si la tomás zaipado, a cada rato... y se te acaba. Y te pega, tiene el efecto de que querés seguir. Y vos por a h ífu m á s un po­ mo y no querés seguir. No sentís la necesidad. Pero con esto se te acaba, sentís el bajón, y casi ni hablás muchas veces, a veces no podés hablar...

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T^r/mín, y Dor el contrario, consume ciertas drogas o durante ^jftj£tieinpo pero luego deja y anrma consunur regularmen­ tealcohol. _jodo empezó con un cigarrillo, un fosito... em pecé a fum ar. Hace poco. No fu e hace mucho. Comenzó con unos cigarrillos. Quién te dio? __________ _________ m e dio nadie. Estábamos fum ando y como y o m e juntaba con ellos, los miraba, y despues no s é quién m e ofreció. Le dije que no, pero como estaba medio m areado acepté... Estabas borracho? —No, estaba mareado. Y fu m é un cigarro, después otro. Des­ pués al otro día también quería segu ir fum ando. Y a sí m e fu i drogando. Hasta que después no m e gustó, lo dejé... si ahora... _iSiem pre con marihuana o algo más? —Marihuana... y después no sé... un polvito. —¿Cocaína? —Pero ésa m e di dos veces nomás. Porque era refea. “Te va a quemar la nariz, adem ás”, m e dijeron. Y no... fum aba nomás. Así m e em pecé drogando. —¿Ydespués dejaste? —Después dejé, y ahora y a fu e. Ya no m e gusta. D ejé p o r ma­ má... no puede ser... llegaba a casa todo así, hecho boba. —¿Pero seguís tomando? —Sí. Cerveza... vino con coca... y nada más. Si no, cuando ha­ ce frío, café al cognac. Eso nomás tomamos. La mayoría establece diferencias entre los efectos de las distintas drogas, tal como lo hacen los especialistas y la legis­ lación de los distintos países. Por el contrario, en el caso ar­ gentino, todavía parece haber un discurso mediático homogeneizador, sin tomar en cuenta sus ya demostradas fuertes diferencias internas, en particular entre aquellas consideradas “duras” y “blandas”. En cuanto a las razones del consumo, si bien no puede hablarse de un discurso alternativo, hay en forma implícita una crítica al discurso oficial y sus estereoti­ pos, en particular la idea de “consumo de drogas para ocultar problemas”. Esgrimen ideas más azarosas, ligadas a la inclu­

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sión en ciertas redes o, en todo caso, se plantean ellos mismos la pregunta sobre las causas, diferenciando siempre entre las drogas duras y las blandas, en particular la marihuana, mucho más aceptada. —Yo creo que si las cosas que hacía en ese m om ento las hacía es porque pensaba que estaba bien. Yo siem pre pensé... yo al día de hoy no fu m o m arihuana, pero a m i una persona que fum a no m e molesta en lo m ás mínimo. Pienso que no sé... que tiene ese derecho. Bueno, y a otra cosa son otro tipo de drogas, pero un ci­ garrillo de marihuana... a m í no, no m e parece tan malo tam­ poco. Depende... si él quiere sentarse en su casa y lo fum a, que se lo fu m e. Ahora si se lo fu m a a h í tampoco m e molesta porque yo paso y sigo de largo, o sea que entonces ese pensamiento creo que viene de hace mucho tiempo. Que está creado p or el hecho de que yo alguna vez fu m é, entonces pienso que si lo hacía en ese m om ento es porque pienso que estaba bien. O porque no sé lo que buscaba. Ahora es m uy fá cil definirlo desde afuera... que los pro­ blemas fam iliares, problemas con esto... el m edio cultural... yo qué sé... le podés m eter un montón de condimentos, pero muchas veces se hacen las cosas porque no se sabe. Jorge, en un relato sobre una situación de ruptura afecti­ va, se opone a la idea de que una persona se droga porque tie­ ne problemas afectivos: —Pero bueno... y a habrá hecho su vida, no s é si estará bien, estará mal. Si m e la cruzo le p regu n ta ré cómo anda, pero ya fu e. M e sentía m al en el m omento, pero después no decía, “uh... ahora m e voy a drogar porque m e p eleé con esta piba” Nunca utilicé la droga con eso de “m e drogo porque m e siento m a l”. Creo que eso, de todas las veces que m e drogué, una vez sola lo hice, “m e siento mal, m e drogo Una vez sola. M e sen­ tía mal. Según especialistas consultados, un tema importante es el uso ilegal de drogas legales, en particular algunas mezclas de medicamentos con alcohol o ciertos medicamentos solos en

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- j eg ulosis. Esto también se deduce de varias entrevistas relatan los efectos de esas mezclas: Trapax si lo tomas sin alcohol s í te pone tonto, pero con altobol te pone de diez, “de mambo ” como se dice ahora. El cono■amiento s í lo perdés. No conoces. Perde's el control, m entalm enfr no sos Pepe, sos un astronauta, estás volando... m irás a la ■gentey le sonreís, la saludásy ni la conoces... eso es lo que m ep a saba mí. Ahora gracias a Dios no la tomo. La tomo si la consi­ gue un pibe am igo m ío, la tomo por si m e pongo nervioso. Marisa cuenta un periplo en el que la droga se relaciona con un descontrol posterior y una mezcla de distintas sustan­

cias. —Después no m e acordaba de nada. Porque allá lo que hay m u­ cho es marihuana, cocaína, ácidos... de todo. Y m is am igas to­ rnaban pastillas, jum aban, tomaban... y yo también. Plasta que... es redifícil dejar todo. Si te decidís, lo podés hacer. Salí’ juntamos plata entre tocias m is amigas, y compramos vino, m a­ rihuana, y y o conseguía pastillas siempre... ese día agarramos, compramos siete cajas de vino, y nos fu im os arriba del techo, en­ frente estaba la cancha. Estábamos con todas m is am igas y unos chicos más... nos fu im os arriba del techo a tomar. Y yo, a todas las cajas de vino les puse pastillas, pero nadie sabía que tenía eso... Después bueno, term inam os todo, nos fuim os para la can­ cha, empezamos a joder, a cantar... redescontrolados, y después yo y mi am iga term inam os pi'esas por disturbios. En su caso, la droga aparece en el marco de una situación de “bardo” generalizado, de disrupción de reglas de convi­ vencia, más que como un consumo de adictos. Por último, la soledad con la que encaran todos sus problemas es notoria en relación con la droga y el alcohol. Cuando han dejado —o tra­ tado de hacerlo—siempre describen un proceso individual, privado, en el que toman conciencia de su situación y deciden -o tratan- de hacer algo por sí solos, sin poder apelar a nin­ guna institución.

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—Yo m e aaierdo alando tomaba mucho, que tomaba muchísvmo Un día m e levanto estaba en la iglesia m e m iro en el. espejo espejo viejo de baño, baño antiguo, grande... m e miro en el est) jo y digo qué estoy haciendo?”. Estaba destruido, m e dolía tam bién la cabeza, el estómago. Lanzaba que no m e aaierdo ni cómo llegue a la cama ni cómo subí la escalera. Y m e m iro al otro día y digo “< esto no va más, así m e estoy destruyendo ” Agarré y dijp “bueno, no tomo m as3\ M e m iré y dije tres veces, “no tomo rnfe que no m e lleva a nada ”, con la mano puesta así en la barbija estaba con los ojitos chiquitos. Y dije “bueno, no tamo m ás” y hasta el día de hoy no tomo, no tormo más.

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En resumen, el consumo de drogas y alcohol se caracteri­ za por una fuerte diferenciación de los efectos de las distintas sustancias; en tal sentido, merece un interés especial el uso de drogas legales -medicamentos- con el alcohol. Luego, hay distintos tipos de relación con el consumo: en un continuum que va del consumidor esporádico hasta el adicto, no siempre debe pensarse que el camino se orienta hacia un consumo creciente. En muchos casos, han probado y dejado, se han quedado sólo con drogas blandas, otros prefieren el alcohol, entre otras opciones. Por último, si bien no hay un discurso alternativo reivindicativo de la droga, hay una distancia fren­ te al discurso de vulgarización psicológica que la considera una “forma de escape de la realidad”, mientras que ciertas drogas, en particular la marihuana, forman parte de las op­ ciones de consumo de algunos sectores de la juventud. Droga, alcohol y delito Al analizar el discurso de los propios entrevistados sobre la relación entre delito y droga, llama la atención el alto pe­ so que le dan a la droga como causante. El investigador está tentado de sospechar de la veracidad de los juicios, en parti­ cular cuando los coteja con los relatos acerca del consumo. Así como veíamos una distancia crítica respecto del discurso oficial sobre las causas de la drogadicción, cuando los decía-

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describen hechos que protagonizaron adoptan un disSLfcsimilar al de los medios sobre “delincuentes bajo efec^ d e la droga”. Y uno sospecha debido a que la droga apare' t*ó& 0 coartada perfecta para la desresponsabilización de los actos. Desresponsabilización no sólo frente a la justicia, sino frente a aquello que es sostenido normativamente por mismos, en particular no robar a conocidos, no robar en el barrio y no provocar una muerte en un intento de robo. La droga es descripta como una sustancia que borra la concien­ cia y pone en suspenso el yo en los actos que realizan, como se desprende del siguiente relato de Carlos: -u-,Salimos, y estábamos drogándonos ahí’ y después yo m e di cuen­ ta que estábamos robando a uno. Y cuando salí corriendo y a m e di cuenta que habíamos robado a uno. Le habíamos robado las zapa­ tillas y la campera, creo. Y un reloj, y un par de cosas... lo habíamos desnudado. Y estabamos todos drogados y le sacamos todo. . —¿Y vos en qué m om ento te diste cuenta de lo que estaba pa­ sando? —Cuando tenía todas las cosas en la mano. Tenía un reloj, y otro tenía la campera... En el testimonio, la droga diluye la responsabilidad y sólo aparece la conciencia del hecho una vez realizado, cuando en realidad resulta difícil pensar que alguien pueda coordinar el tipo de acciones que implica robar sin un mínimo de concien­ cia. En segundo lugar, la droga es lo que explica haber robado a un vecino, hecho normativamente vedado: —No, no. Nunca la m ostré y o a la plata. Aparte se daban cuen­ ta capaz... no sé, porque una vez que estaba m uy drogado robé el negocio de la vuelta de m i casa... el de al lado de m i casa, la otra vuelta, la heladería y el mercadito, todo a la vuelta de m i casa. A la noche iba, nadie sabía. Aparte, yo iba solo. También en los homicidios, la droga hace las veces de ate­ nuante, como el caso de Martín, donde disuelve absoluta­ mente toda conciencia del acto:

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—Y eso fu e un sábado a la noche, y otros chicos m e invitaron pa ra ir a l baile, y yo no quería ir, porque estaba m uy drogado y Y bueno, hasta que m e insistieron y fu im os a l baile. Yo me fui a dorm ir a m i casa, m e a garró la policía y no m e querían decir p or qué m e detuvieron. —¿Pero vos estabas consciente de p o r qué? —Yo no m e acordaba de eso. Porque ponele que si hubiese reac clonado en el momento antes de acostarme, hubiese agarrado m is cosas y m e hubiese ido. Yo no sabía nada, no m e acordaba de nacía. —¿Y quién te hizo acordar de todo esto? —Elju ez. Los testigos, todo. Y después y o m e acordaba de a po­ quito, algo... yo no lo podía creer. No lo podía creer porque yo pensaba que la policía m e estaba haciendo la cama. Que me ha­ bía tirado un hecho de un homicidio. Y hasta ahora no sé... en realidad fu i un tonto, porque si yo no hubiese estado en la esqui­ na, estaría en m i casa. -

Una situación similar se observa en Nancy, quien también comete un homicidio y se refiere a la droga como una sustan­ cia que pone en suspenso la conciencia de los hechos: —Pienso que la m uerte la voy a lleva r toda m i vida, la voy a lleva r al cajón. Pero bueno, com etí un delito y lo voy a pagar. Porque a un nene, suponele de cinco años, ¿cómo le explico yo que vino una piba drogada, quiso robar un coche y lo dejo sin papá, cómo le explico? No tiene palabras. Al menos y o no las encuen­ tro. El día que lo m até no, al otro día. No pude dormir, estaba amanecida, tenía mucha merca. No dormí. Al otro día me lle­ varon presa, m e agarraron el mismo día y salí, m e allanaron mi casa a los dos días... Después del hecho m e di cuenta. Estaba redrogada yo, pero no sé... m e fu i a m i casa, m e quedé a h í y des­ p ués m e fu i. No m e quería acordar, y m e acordaba de todo. Has­ ta ahora siento mucha bronca, m ucha impotencia... salí a robarm e un coche y m e vine con una ?nuerte. El discurso sobre la relación entre droga y delito presenta algunas contradicciones. Si bien la mayoría sostiene que no

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uede robar drogado, que hay que estar “limpio” para ro^ • cometer errores, a veces se afirma que también ayuda no pensar, a la puesta en suspenso de la conciencia, necesa­ ria sobre, todo en los primeros actos.

—Hay veces que estaba drogado y hay veces que no. Necesitaba drogado para que m e d é coraje. Trataba de m anejarm e con impulsos, porque si empezaba a pensar... trataba de no pensar y de hacerla, de actuar, entrar en acción. Porque si te ponés a p en ­ sar, “y no, capaz que esto”y así, no lo hacés. e s t a r

Hay una segunda relación que se establece comúnmente entre delito y droga: el robo como medio de comprar sustan­ cias ante la falta de otros ingresos. En este sentido, si bien al­ gunos compran drogas con lo que roban, pocos gastan todo en ella. O sea, distribuyen el dinero robado en una serie de gastos: ayudar a la familia, comprar ropa, alcohol y también, si es que consumen, comprar drogas. Pensado de manera contrafáctica, si aquellos que consumen dejaran de hacerlo, ¿tendrían menos motivación para robar? No parece ser el caso. Las necesidades son diversas, cambiantes y definidas indivi­ dualmente, por lo que la droga es una más de esas necesida­ des, con un peso diferencial según los distintos entrevistados. Dejar de consumir podría simplemente dejarles más dinero disponible para gastar en otros rubros. En resumen, falta todavía desentrañar la relación de la droga y el alcohol con el delito; no podemos en el marco de esta investigación llegar a alguna conclusión y, sobre todo, faltan pruebas experimentales sobre el peso real de las distin­ tas sustancias, en particular la tan reiterada “pérdida de con­ ciencia”. Si bien pueden gastar parte de lo que roban en dro­ gas o alcohol, éstos son un rubro más dentro de lo que definen individualmente como necesidad. Como hipótesis, aparece un desfasaje entre el peso que le dan a la droga como causa del delito en sus discursos y lo que se deduce al anali­ zar los relatos sobre el consumo. Sin duda, la droga aparece como un factor de desresponsabilización, por lo que se pue­ de suponer la tentación de atribuirle causalidad. Al mismo

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tiempo, en el proceso de control de las emociones, en parti cular, del miedo, esta misma suspensión de la conciencia ayuda a neutralizarlo. Si por un lado la droga es “funcional” a un discurso sobre el delito por parte de sus protagonistas por el otro, es considerada como un factor negativo para los parámetros de una carrera delictiva tradicional, e incluso abiertamente incompatible con ésta.

Segunda parte

Los contextos de socialización

_______CAPÍTULO 6 Relaciones de familia

Una vez analizadas las acciones de los jóvenes, describi­ remos sus contextos de socialización. Indagamos sobre sus fa­ milias, sobre las experiencias escolares y sobre la vida barrial. En este capítulo se describen los vínculos familiares de nues­ tros entrevistados, la organización de sus hogares, sus con­ flictos y la actitud de los padres frente al delito. No se inten­ ta explicar los factores familiares que influyen en las acciones de los jóvenes, puesto que nuestra formación sociológica nos impide abocarnos al análisis de elementos que precisarían de un abordaje psicológico. Asimismo, nos enfrentamos a una tensión entre evidencias empíricas y formas de análisis teñi­ das ideológicamente. Es habitual que, cuando un joven co­ mete un delito, la mirada se pose inmediatamente en su fami­ lia, buscando en ella las razones últimas. Imágenes de familias desestructuradas, madres solteras o abandonadas, o de algún tipo de conflictividad interna, se repiten una y otra vez en los medios de comunicación y, de modo más estilizado, en parte de la literatura criminológica, generando una sobreimputación de causas del delito a la familia. Ahora bien, si por un lado hay que ser conscientes del tin­ te ideológico conservador en muchos de esos trabajos, no por ello hay que negarse a analizar las evidencias empíricas. Vale la pena comenzar por las investigaciones sobre el tema. En su mayor parte, se han centrado en el estudio de las familias “no intactas”, casos en los que ha cesado el vínculo original entre los padres o donde las madres han estado siempre solas. Es

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evidente que el peso explicativo de ese factor es limitado; al fin de cuentas, la enorme mayoría de los hijos criados en es­ tos hogares no se dedican a acciones ilegales. Free (199i) después de revisar las investigaciones de las últimas décadas* concluye que no existen evidencias suficientes para postular taxativamente una relación positiva entre ambas cuestiones El peso del componente familiar varía según el tipo de ruptura (divorcio o muerte de un progenitor)1, sexo¿ y la edad de los hijos al producirse el hecho, el nivel socioeconómico3y} sobre todo, el tipo de infracción. El consenso actual es que sólo en interacción con otros factores, determinados contex­ tos familiares constituyen contextos donde es más probable que se desarrollen actividades delictivas. ¿Qué factores conectarían familias no intactas o muy pro­ blemáticas con conductas antisociales de los hijos? Para los teóricos del control social (véase Anexo), el eje está en los dé­ ficit de socialización. La desestructuración familiar temprana dificultaría la intemalización de normas sociales, lo que los haría más propensos a elegir acciones delictivas como medio de obtención de gratificaciones inmediatas, en lugar de dife­ rirlas al futuro mediante la prosecución de los estudios o el 1. Aunque las investigaciones no son del todo concluyentes, Free sostiene que los estudios longitudinales otorgan un peso más fuerte al divorcio o a la se­ paración que al fallecimiento de uno o de ambos padres. 2. Revisando los estudios, es imposible determinar con precisión si se pos­ tula una relación entre delito y familia no intacta mayor entre los varones o en­ tre las mujeres, ya que existen investigaciones que muestran las tres opciones posibles. Hay quienes encuentran que las mujeres están más negativamente afectadas por hogares deshechos que los hombres (Andrew, 1976; Offord, 1982); otros, para los que los hombres son los más afectados (Dombusch et al., 1985), y por último, quienes plantean la posibilidad restante: que la influencia no esté relacionada con el género, conclusión a la que llegan Hundleby y Mercer (1987). En rigor, los resultados de las investigaciones dependen del tipo de infracciones que se estudian. 3. También en este tema hay resultados contradictorios. Ciertos trabajos encuentran una influencia mucho mayor de la ruptura familiar entre los jóve­ nes de niveles bajos que en los superiores (Goldstein, 1984; McCarthy et al., 1982), mientras que otros sostienen que el perjuicio es mayor en los jóvenes de sectores sociales elevados (Johnstone, 1978; Kraus, 1977).

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Oisson (1989) llama a tal preferencia intertemporal «inmediatismo”, Gottfredson y Hirschi (1990) “bajo auto­ control”, y en lenguaje de la economía se la denomina “fuerte preferencia por el presente”. A su vez, consideran que cuanto más afianzados estén los lazos de un individuo con sus familiares, menor será su tendencia a cometer actos ilegales, tanto para no lastimarlos con su accionar como para no debi­ litar tales lazos y poner en peligro sus proyectos futuros (es­ tudio, trabajo). Los lazos primordiales de los adolescentes son los padres, la escuela y el grupo de pares. Respecto de los primeros, Hirschi (1969) estima que el “control directo” no es necesa­ riamente eficaz, dado que los actos delictivos requieren poco tiempo, pudiendo cometerse en las numerosas ocasiones sin supervisión parental que se les presentan a los jóvenes en su vida cotidiana. Por el contrario, es el “control virtual” el que previene la delincuencia; éste se manifiesta cuando los jóve­ nes se formulan la siguiente pregunta: “¿Qué pensarían mis padres de mí si yo cometiera estos actos?”. Siempre según Hirschi, los adolescentes se plantearán esta pregunta si sien­ ten que sus progenitores saben dónde están y qué es lo que hacen. La variable “control virtual” lo lleva a Hirschi enton­ ces a interesarse, por un lado, en el grado de intimidad y co­ municación entre padres e hijos y, por el otro, a la identificación de los hijos con sus padres. En su investigación, un bajo control virtual está fuertemente correlacionado con actos de­ lictivos en las distintas clases sociales; además, en los hogares monoparentales, se detecta un menor grado del mismo y, en consecuencia, mayores tasas de delito. Otra variable fuertemente relacionada con conductas des­ viantes futuras es el hecho de ser hijo de adolescentes no con­ vivientes. En el caso uruguayo, Kaztman (1999) muestra que la mitad de los jóvenes internados por infracciones nacieron fuera del matrimonio y un cuarto de ellos no conviven con ambos padres biológicos. El tipo de estudios citados ha generado fuertes críticas. Por un lado, existe una serie de trabajos que no encuentra ninguna relación entre conductas problemáticas de los hijos trabajo.

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y familia no intacta (Blechman et al., 1977), mientras qUe otros, desde un punto de vista metodológico, cuestionan la validez misma de sus resultados. Argumentan que al tratarse generalmente de trabajos comparativos y no longitudinales no es posible aislar el efecto específico de la desestructura­ ción familiar, puesto que para ello sería necesario el seguimiento de un grupo antes y después de producirse la ruptu­ ra. Otros, por fin, dudan de la confiabifidad de los datos usados para establecer el lazo causal, ya que los hijos de fami­ lias no intactas son aprehendidos por la policía y procesados más frecuentemente que los provenientes de otros tipos de hogares (Rankin, 1983). Un problema central es la dimensión temporal. Los mis­ mos trabajos que sostienen implicancias negativas sobre los hijos en los dos años posteriores a la ruptura muestran que luego el equilibrio tiende a ser restablecido. Hay pocas evi­ dencias entonces sobre la duración del impacto y, en particu­ lar, sobre la posibilidad de que los eventuales perjuicios se neutralicen si el hogar se recompone (Amato y Keith, 1991). Con todo, la laguna más importante concierne al tipo de in­ fracción, ya que si existe alguna evidencia de correlación en­ tre hogares no intactos con fracciones menores, ésta es mu­ cho más débil cuando se trata de delitos mayores. Una serie de investigaciones cambia el eje de la cuestión: buscan el origen para el impacto positivo o negativo de las re­ laciones familiares menos en su integridad estructural que en su dinámica interna, a tal punto que el divorcio tendría un impacto positivo en los hijos cuando el hogar está físicamen­ te intacto pero vincularmente resquebrajado (Demo, 1992) o cuando hay una alta presencia de padres abusadores (Bourgois, 1995). Desde una perspectiva similar, Morrison y Cherlin (1995) demuestran que muchos de los considerados efec­ tos negativos de la ruptura familiar en realidad ya estaban presentes antes de que ella se produjera. A pesar de los reparos presentados, es innegable que la mayor parte de las investigaciones consultadas muestran al­ guna correlación entre familias no intactas y delito. De lo que se trata es de comprender cuál es la eventual relación causal,

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gn de no confundir correlación con determinación, ya que ? nrimero indica una concomitancia de variables, sin por ello a u t o r i z a r n o s a establecer ningún lazo causal entre ambas. jjjstorias

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De los 3y casos sobre los que tenemos datos completos, en el momento de las entrevistas 9 vivían con ambos padres bioló­ gicos, 13 con la madre sola, 5 con la madre, y una pareja que no es el padre, 3 con su padre y sin su madre y los 9 restantes en otro tipo de arreglo familiar (en pareja, con hermanos, tíos o abuelos). La mayor parte eran solteros, cuatro eran casados o vivían en pareja, cuatro estaban separados y siete tenían hijos. La edad promedio de las madres era 39 años, en su mayo­ ría eran amas de casa, luego sigue el grupo de empleadas do­ mésticas y, a continuación, las empleadas de comercio. Res­ pecto de los padres, la edad promedio era 41 años y las ocupaciones preponderantes son las de obrero de la construc­ ción, operario en fábricas, empleado de comercio y cuentapropista con baja calificación. Sobre los ingresos totales de sus ho­ gares (excluyendo los percibidos por los jóvenes), de los 24 hogares de los que poseemos datos confiables, 8 se hallaban debajo de la línea de pobreza (LP) en valores del año 1999,4 mientras que 16 estaban por encima de la misma. Si cada historia es singular, también es posible encontrar rasgos compartidos. Un primer grupo de familias está signa­ do por la desintegración a partir de hechos muy conflictivos. .Un segundo tipo —la mayoría de nuestros casos-, describen arreglos familiares inestables pero está desprovisto de la alta conflictividad del tipo anterior. Por último, otras historias muestran estabilidad relacional y baja conflictividad aparen­ te, ya que se trata de familias intactas o reconstituidas. Luisito, quien junto a Mosca formó parte de un grupo de niños de la calle, es un ejemplo paradigmático del primer ca­ so. Nació en Las Flores, una localidad de la provincia de Bue­ 4. Se tomó como medida aproximativa de LP $ 150 per capita.

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nos Aires a 300 kilómetros de la Capital. Su padre era propie tario de un campo ganadero; de su madre casi no tiene re ; cuerdos. Ella abandonó definitivamente la casa poco después de su nacimiento. Tiempo después de su partida, el padre de Luisito volvió a formar pareja con una mujer con dos hijos que fallece dos años más tarde. Nuevamente solo y con más hijos a cargo, el padre se une por tercera vez con la mujer a quien Luiaito 3cñala coinu la lesponsablfe de su huida. Según Luisito, ella estafa a su padre, quien se ve obligado a vender el campo y a trasladarse a la ciudad. El conflicto no excluyó la violencia: —Y bueno, m i viejo, corno a la estancia algunos y a la querían comprar, agarró y la vendió. Y de un día para el otro m i viejo de tener estancia se quedó sin nada porque la m u jer lo estafó. Se quedó con treinta o cuarenta caballos más o m enos y nada más y todos los muebles, nada m ás que eso. Y a h í m i viejo se tuvo que ir a rem ate y con eso pudo comprar una casa en Tandil. Bah, 720 una casa, sino una casita, pero era una casa. A hí em pecé a ir al colegio... pero no m e duró mucho, dos meses, tres. Después la m ujer apareció de vuelta en m i casa. Hasta que un día venía­ mos con m i hermano de cazar y dijo: “Ahí está la mujer... ahí vino tu mamá, la que le robó la plata a m i papá”. De eso me acuerdo. Porque m i herm ano tenía la escopeta en ese momento. Y agarré y le tiré dos tiros. A la m u jer le tiré dos tiros. Me dio mucha bronca porque teníamos todo y de repente en la cuidad no teníamos nada porque ella nos estafó a nosotros y f i e estafada. Y le tiré ¿os tiros, no le di, nada más que tiré un ventanal abajo. Y m i papá m e dijo “qué vas a hacer”. “M e voy”, le dije. Aga­ r ré y le dije, como él la quería mucho todavía a la mujer... y en­ cima f i e embarazada de otro tipo a m i casa. Y m i viejo la per­ donó, mis hermanos también, y m e pregu n tó a m í y yo agarré y le dije que no, que yo no la perdonaba. Que m e iba antes de ma­ tarla. Y que quería conocer a m i verdadera madre. Luisito comienza un periplo en busca de su madre que lo lleva de vuelta hasta Las Flores, su ciudad natal.

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¡0¿.Yo vivía en Tandil, les dije a m is herm anos si m ás o m enos Rabian adonde estaba, m e dijeron que estaba en Las Flores, donütfeyo había nacido. M e fu i hasta Las Flores, bajé y p regu n té en ja-estación y m e llevaron a la comisaría, y de a h í estuve m ás o ¿Míenos una sem ana hasta que la ubicaron. Y a h í fu e donde coÍ*nocía m i verdadera madre. Cuando m e vio dijo: “Ah, es él... yo frpensé que era el hermano m ayor”, y m e p regu n tó qué pensaba ñbacer'y yo le dije que con ella no pensaba v iv ir porque no la cojfiocía y m e v o lv í nuevam ente a Tandil. Vos a h í qué querías hacer? __Quería conocer a m i verdadera madre, nada más, saber có­ mo era, si era alta, fea, gorda, petisa, de eso no sabía nada. Yo quería v er nada m ás cómo era. Después del reencuentro con su madre, Luisito vuelve a la casa del padre, donde ataca nuevamente a la mujer de éste; luego emprende un alejamiento definitivo antes de cumplir los 10 años. Desde entonces, y por casi una década, su vida transcurre en esa comunidad itinerante de niños que hemos descripto en capítulos anteriores. Sólo una vez, más de ocho años después de su partida, vuelve a Tandil en busca de su pa­ dre y sus hermanos, infructuosamente. Marcela, cuyos testimonios como parte de un grupo de barderos presentamos en los capítulos anteriores, es un ejem­ plo del segundo tipo de historia familiar, aquellas inestables pero con menor conflictividad que el caso anterior. Sus pa­ dres se separan cuando tiene 3 años. Al igual que Luisito, quedó viviendo con el papá y su nueva pareja. Tampoco las relaciones con la nueva mujer fueron fáciles: “No me llevaba muy bien con ella. Como me tenía bronca, porque ella decía que yo me parecía a mi mamá, qué sé yo... de verdad la pasé muy mal con mi madrastra” . A los 13 años, Marcela se va a vivir con su abuela paterna junto con un hermano. A los 15 años, como a su abuela no le gustaban sus amigos e intenta­ ba restringir sus salidas nocturnas, se muda a casa de su ma­ dre con la pareja de ésta y los dos hijos de ambos. Hoy, tres años después, como dice Marcela, su familia “somos los que vivimos en la casa de mi mamá”.

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Con 18 años, Marcela empezó y abandonó dos veces el se cundario. Trabajó cuidando chicos y como vendedora en ^ bazar, pero en ambos trabajos se sintió estafada. Participó re gularmente en robos sin que su familia lo supiera. Cuando la conocimos, no estaba trabajando pero era responsable del cuidado del hermano menor discapacitado. A lo largo de las entrevistas Marcela apenas menciona a ese hermano, qUe permanecía en casa de su abuela, y tampoco quiere hablar del” vínculo actual con el padre. Sin embargo, es evidente que és­ te continúa siendo para Marcela una figura importante, por­ que, cuando se le pregunta sobre la eventual reacción de su familia si se enteraran de sus actividades, ella responde: —No sé... prim ero m i papá... no sé... m e cuelga, y m i mamá no creo tanto porque como yo no estuve con ella desde los 3 años, es como que no sé... capaz que m e lo perdonaba, porque no sé... la hijita, recién se vino a v iv ir acá y m e iba a perdonar seguro. En­ tonces, no... m i papá sí, m i papá seguro m e colgaba, pero m i ma­ m á no. Bah... digo yo, a lo m ejor capaz que pienso mal, capaz que los dos m e colgaban. A pesar de los vaivenes, Marcela no ha perdido, como Luisito, los lazos con sus padres y hermanos. De hecho, le contó a una de sus hermanas lo que hacía. En la historia familiar de Federico, de 16 años —ejemplo del tercer grupo—aparentemente “está todo bien”. Cuando tenía 12 años, sus padres se separaron y él perdió contacto con el papá. La madre vuelve a casarse y al momento de la entrevista Federico vivía con ella, su marido y sus hermanos. Es una organización hogareña tradicional: la madre se ocupa de la casa y realiza trabajo doméstico por horas; el marido es obrero metalúrgico. De las dos hermanas mayores, una tra­ baja y cursa el secundario nocturno mientras que la otra cui­ da la casa y a sus hermanos desde que terminó la primaria. Su hermano menor concurre al primario y queda durante el día a cargo de Federico, quien cursa por segunda vez octavo gra­ do de la EGB. Fue la única vez que repitió; afirma no haber

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Ao nunca problemas disciplinarios, salvo algunos “llama­ dos de atención”, pero de la escuela le gustan únicamente los recreos y odia las horas de clase. Desde el primer momento, Federico se preocupa por su­ brayar que entre los miembros de su hogar no existen problejjjas,' al mismo tiempo que confiesa que no se habla con nin(nino de ellos. _¿Con tus herm anas cómo te llevas? —Bien. Yo no hablo nada con ellas. Está todo bien pero no ha­ blo nada con ellas. —¿De tus herm anos con quién te llevás m ejor? —Con todos igual, no m e peleo, está todo bien pero no hablo de mis cosas personales. _¿Y con tu m am á? —Si, está todo bien pero tampoco, no hablo con ella. —¿Ycon el esposo de tu m am á? —Menos, yo no hablo con nadie en casa. —¿Por qué? —No, no sé, no m e gusta, no lo siento y no quiero hablar con ellos. Hablar algo, así cualquier cosa sí, pero de m is cosas no. El nivel de incomunicación llega al punto de no saber en qué trabaja su hermana. Silenciosa es también la actitud de la familia ante sus robos. Dos veces le entrega a su madre alre­ dedor de 150 pesos producto de asaltos a almacenes. Lejos de inquirir en demasía sobre el origen del dinero, su madre acepta calladamente lo que Federico afirma haber encontra­ do en la calle. Todos los hechos más significativos de la vida de Federico son aparentemente ignorados por la familia —o al menos actúan como si así fuera—.Las relaciones pacíficas en­ tre los habitantes del hogar, en suma, se basan en el silencio y en un pacto implícito de no intromisión en las actividades que el joven realiza más allá de los límites del hogar. De diferentes formas, los tres tipos de historia llevan a un paulatino debilitamiento de los lazos y la interdependencia fa­ miliar, si bien siempre permanecen algunas relaciones fuertes, en particular con la madre. Antes de ahondar en los vínculos

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familiares, son necesarias algunas observaciones. Enpriiner lugar, evitar una imagen falsa de un punto de inflexión mar­ cado entre un hogar estructurado y otro inestable. Muchos de nuestros entrevistados nacieron en el seno de arreglos fa­ miliares particulares: sus padres y/o madres habían tenido otras uniones, hijos de otras parejas; otros son vástagos de padres que jamás convivieron o lo hicieron por escaso tiempo. En segundo lugar, aunque, las separaciones son un hecho habitual, no por ello deben ser consideradas necesa­ riamente negativas. Por el contrario, a veces fueron la for­ ma más eficaz de reducir los conflictos en el hogar —sobre todo en casos de violencia doméstica-. En tercer lugar, la separación no implica necesariamente el pasaje a un hogar monoparental permanente; más bien, tras un período de so­ ledad no muy extenso, los padres forman nuevas parejas, tienen otros hijos y/o conviven con hijos de sus parejas ac­ tuales. —A hí m i vieja no apareció m ás y después m i papá... bah, mi papá no se ju n tó, m i tío le trajo una m u jer que vino con dos hijos. —¿Cómo “le trajo tu tío ”? —Para que le haga compañía trajo una m u jer con dos hijos. Y la mujer, que y o m e acuerde, no m e aaierdo bien porque yo era chico, pero la m u jer m urió a los dos años m ás o menos, falleció. Y entonces m i viejo se hizo cargo de los dos chicos. Después, más o menos, qué s é yo... al año, no sé si llegó al año porque yo no re­ cuerdo bien, m i tío le trajo otra viu jer m ás con otros hijos. Por último, es significativa la cantidad de padres fallecidos muy jóvenes, muchos por accidentes, cirrosis o dolencias po­ co específicas, que hacen pensar sobre todo en un deficiente cuidado de la salud y un relajamiento de las formas de con­ trol de los riesgos. —M i viejo estaba haciendo un pozo de baño y le a ga iró como un ataque. —¿Iba cada tanto al hospital?

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^pjo. No sabia lo que era el hospital. Se curaba solo él. Él se le­ vantaba a las cinco de la mañana y y a se compraba su litro de vino-A Ias doce del mediodía, una damajuana... a la noche, y a ¿ron cuatro, cinco... y todos los días igual. Todos los días igual. Ahora bien, ¿en qué condiciones la separación pareciera afectar negativamente los lazos familiares? En particular, al desarticularse un esquema doméstico previo sin que haya po¿bilidad de recurrir a familiares o a instituciones para cola­ b o r a r en el cuidado de los hijos pequeños, como se despren­ de del relato de Alejo: _Ahora sí\ la separación hace que m i vieja tenga que salir a laburar. Entonces y o a h í tomo más libertad. —¿Estaba en tu casa ? —Claro, estaba en m i casa porque m i viejo le daba un p oder pa­ ra que vaya a cobrar, como él cobraba una divisa, o p o r puerto, no hacía fa lta que ella saliera a laburar. El hecho de que m i vie­ ja saliera a laburar, y o y a em pecé a ten er más libertad. Yo a h í empecé también a ir a l colegio cuando tenía ganas, también. En otros casos, la separación debilita el vínculo con el pa­ dre que se aleja y con la trama relacional vinculada a él. —Mi papá no quiere. No quiere que vaya para allá. —¿Por qué? —No sé. Porque es la casa de la otra pareja de m i mamá. —¿Dónde ves a tu m am á? —La veo cuando pasa p or m i casa. Yo salgo y m e voy con ella. Voy a caminar. —¿Y tus hermanos la ven? —Mis hermanos, m ando está m i papá, m is herm anos la ven y mi papá les dice que la saluden. Y m is hermanos la saludan. A veces mis hermanos también la veían a m i mamá. Así, a escon­ didas, porque tenían m iedo que m i abuela o m i papá se entera­ ran. —¿Pero no salen a cam inar como salís vos con ella? —No. Porque m i papá no los deja. Y después, m ando se separa­

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ron, m i vieja fu e a v iv ir en otro lado, pero a h í en Misiones m i viejo seguía rompiendo las pelotas... porque m i viejo le pega ba a m i vieja y m i vieja un día se cansó y dijo: “Bueno, chicos nos vam os” y agarram os, tomamos el tren y nos vinimos para acá. No sabíamos adonde íbamos, pero nos vinim os para acá Y de ahí’ nunca m ás lo v i a m i viejo. Los trabajos criminológicos citados hacían hincapié en la disminución del control y en la pérdida de eficacia de los pro­ cesos de socialización e internalización de normas. No pode­ mos afirmarlo taxativamente, pero en muchos de nuestros ca­ sos existieron las condiciones para que un proceso similar haya sucedido. Otros factores contribuyen al debilitamiento de los lazos familiares. Es recurrente que los hijos abandonen el hogar ante conflictos con los padres o como “aventura” a edades muy tempranas. Aunque vuelvan al cabo de un tiem­ po, en general la marca sobre los vínculos es indeleble. Para Mosca, quien junto a Luisito formará parte años más tarde de ese grupo de chicos que vivían solos en la calle, la primera fu­ ga es el comienzo de un paulatino alejamiento del hogar. —Bueno, yo m e fu i de m i casa a los 7 años. M e fíii primero can unos chicos vecinos míos, nos filim os como travesura de Lamis a Rosario. Nos equivocamos de tren y nos fuim os a Rosario. Estuvi­ mos un día y medio perdidos, nos anduvieron buscando por todos lados. Después en Rosario hablamos con un guardia, nos llevaron de nuevo a Buenos Aires, m e han llevado de nuevo a m i casa, mi m am á m e perdonó... al pibe de al lado de m i casa lo ataron con cadenas a una pata. Y bueno, yo m e quedé. Después m e gustó, de­ j é de ir al colegio, y em pecé a andar de vuelta p or la estación de Lanús... Sí, y m i hermano agarró y m e empezó a hablar, a decir­ m e “m irá que no te voy a poder sacar ”, y m e sacaba, después que llegaba a la casa de m i hermano m e volvía a ir o m e volvía a es­ capar,; estaba un día, dos días... m e iba. Me volvía... —¿ Vos extrañabas? —Sí, ya era querer v er a m i mamá, a mis hermanos. Iba, es­ taba una semana, tres días con m i hermano y después m e volvía a escapar de vuelta de la casa de m i hermano, y de vuelta an-

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¿ar en la calle, ya era más diferente... los am igos eran distintos, porque ya no había tanta amistad como había antes... Las experiencias de internación o confinamiento muy temprano también implican un debilitamiento de lazos con la Emilia de origen, sobre todo cuando llegan a los Institutos de ]Víenores con la anuencia de la misma y sin habérseles dicho nue estarán allí un tiempo prolongado. Se sienten entonces e n g a ñ a d o s por sus padres, lo cual genera un resentimiento duradero que gradualmente irá debilitando los lazos familia­ res (Ponce, 2003). Un tema significativo de los estudios criminológicos es la relación entre violencia familiar y delito. Widom (1989) en­ cuentra que la victimización infantil temprana aumenta en un 50 por ciento las probabilidades de criminalidad ulterior. Existen asimismo pruebas de la correlación entre padres pu­ nitivos, hostiles e hipercríticos y trayectorias problemáticas de los hijos (Sampson y Laub, 1993). Nuestra impresión es que los jóvenes entrevistados hablan menos de la violencia fa­ miliar que lo que ciertos indicios nos hacen suponer que han sufrido. Más que vergüenza por confesar tales hechos, lo que habría es un alto margen de tolerancia Érente a la violencia, al punto de tomar como natural un evento que debería ser per­ cibido como extraordinario. Podemos dividir la violencia familiar en dos tipos: entre cónyuges y de padres a hijos. Cuando aparece en los relatos, no se cuestiona la legitimidad de la violencia en el trato de padres a hijos. Sólo se destaca si los hechos generan conse­ cuencias manifiestas, como madres que dejan a sus compañe­ ros por no soportar más los golpes que les propinaban a los niños o cuando sufren heridas graves. Muchos hijos con pa­ dres golpeadores empiezan a reaccionar en la adolescencia, deteniendo los golpes y hasta devolviéndolos. Sobre la vio­ lencia entre los cónyuges, también suponemos un proceso de naturalización, sólo denunciado cuando suceden hechos muy graves. Cuenta Nancy, protagonista de un homicidio en oca­ sión de robar un automóvil, sobre la violencia que su padre ejercía contra su madre, ya fallecida.

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—A hí nomás, porque con m i papá nunca m e llevé bien. jV0 porque m i papá es un verdugo. Claro. M i papá es golpeador. papá la enferm ó a m i mamá. Le pegó... vio, como ese accidente de Carlos Calvo, que quedó paralizado la m itad del cuerpo... tum ores y todo eso, vienen a través de un golpe seco, un golpe Bueno, m i m am á también tenía eso. Le tom ó todo el cerebro Porque prim ero era una pelotita blanca, y después le tomó todo Las investigaciones criminológicas estudian también la re­ lación entre abuso sexual y delito. Es, ciertamente, un tema difícil de tratar que sólo en un caso aparece en el relato: Blan­ ca, quien había organizado un sistema de venta de drogas en su casa, cuenta la violación por parte de un tío. —Bueno, fu i violada a los 11 años p or un tío. Bueno, es como que nunca lo superé, m e parecía que estaba sucia, que yo era me­ nos que todo el m undo; bueno, a veces pienso que es un poco eso también, el sentirm e disminuida, porque es como que no podía relacionarm e con nadie yo. Lo fu i a despertar. Entonces él era como que siem pre m e rozaba, m e tocaba, pero y o era una nena de 1 1 años, no como las nenas de ahora, sino de antes... yo esta­ ba haciendo p rim er año, jugaba a las muñecas, qué s é yo... pero m e parecía que era, el rozarme, que era sin querer... todo, min­ ea pensé... nunca tu ve la m ente pervertida. Y bueno, esa noche lo f u i a despertar para que viniera a cenar, y bueno... y ni si­ quiera m e di cuenta porque él cierra la puerta con llave, puer­ ta de adelante, y m e dice que pase p or la de atrás y yo muy ino­ cente fu i p or la del fon do y bueno, a h í cerró la puerta y sacó la llave, yo miré... no p en sé jamás... y bueno... pasó... Nadie se dio cuenta, porque yo sa lí corriendo y recuerdo que fu i y m e pegué una ducha con agua fría . En resumen, distintos procesos parecen conjugarse hacia el debilitamiento de los vínculos familiares en una dirección cercana a lo que sostienen las teorías del control social, sobre todo por una menor posibilidad de supervisión de los hijos y una disminución de un entramado parental cuando la separa­ ción implica la pérdida de contacto con el cónyuge que se

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1 iá V Ia de los lazos vinculados con él. Sin embargo, esto su­ cede sólo en ciertos casos, dado que con frecuencia nunca ha habido vínculos fuertes previos, por lo cual no se producen

tales resquebrajamientos. Asimismo, en otros casos la exis­ tencia de violencia doméstica y de conflictos muy intensos h¿cesqu'e la separación haya resuelto situaciones previas muy conflictivas. Los vínculos familiares Durante mucho tiempo la familia fue para las ciencias so­ ciales una “caja negra” considerada internamente homogénea. Sin embargo, cuando se ahonda en las relaciones de los jóve­ nes, se advierten vínculos muy heterogéneos, sobre los que nos detendremos por separado. La madre es, sin lugar a du­ das, el personaje central en sus vidas. Figura incondicional, que permanece cuando todos parecen haberlos olvidado, es la única que no deja jamás de visitarlos cuando están en prisión o internados, que no duda en dar todo por ellos, sin importar lo que hayan hecho. En los testimonios se describe una madre abnegada, sacrificada y siempre presente, imagen habitual en la cultura delictiva tradicional. Los hijos sienten culpa frente a ella y prometen “rescatarse” para que no sufra más. —¿Qué m e hizo cambiar?... cuando y o estaba asi’ m i m am á su­ fría mucho. Hay veces que n i dormía. Esperándome a mí. Yo llegaba a las cinco, seis de la mañana, y ella estaba sentada ahí. . No sé. Después f u i razonando. Martín, responsable de un homicidio y de dos heridos graves, siente más remordimientos por hacerla sufrir que por su víctima: —Extraño a m i vieja, quiero estar con ??ii vieja. Si salgo y m e rescato, que la gen te vea que ando con gen te buena, y a fu e. Por­ que si salgo y ando otra vez con lo mismo... no es así’ porque yo no quiero hacer su frir más a m i vieja.

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No importa cómo sea ella, sienten que la madre es el co vínculo fuerte con el que cuentan en este mundo, com0 relata Femando: —Con m i m am á no m e llevo bien, porque y o tengo que estar tranquilo, porque si no se va a enloquecer, porque el cerebro de ella es m uy jodido. Sí, de chiquita que está así. Es sorda, no siente na~ du. Nu quiereT m l 'médico. Ybhrqmmt llevar y nó quiere ir. Un día le va a pasar algo y no m e puedo meter, yo no puedo hacer na­ da. Tiene miedo. Tiene miedo que la internen. Una m ujer así no te hace caso. Te hacés mala sangre para decirle a ella... hace po­ quito m urió m i abuela. Yo siempre andaba con m i abuela. Le pe­ gaba de chiquita, p or eso se puso así ella. Pero es la única que tengo, se m uere y cagamos... no m e queda m ás nadie. La internación o encarcelamiento estrecha los lazos con una madre erigida en ejemplo moral al haber pasado exitosa­ mente las pruebas que ellos le han impuesto. La imagen de esa mujer atravesando sola el umbral de la prisión o del ho­ gar para visitarlos es la prueba de la fortaleza del vínculo y de su incondicionalidad. Hernán, tras haber criticado a su ma­ dre porque sus celos generaban peleas con un marido que terminaba golpeándola, asegura admirarla: —P or todo lo que la hago sufrir, lo que trabaja y todo... y no se lo demuestro, eso es lo que m e da bronca a mí. Porque ella an­ da para todos lados y no le dem uestro nada. Con nada le puedo p a ga r lo que ella hace p or mí. Viaja para todos lados, ahora tra­ baja de noche y de día, duerm e poco. P or ejemplo, ahora debe es­ tar durmiendo ella, a las cinco p or a h í se va a leva n tar... alas cuatro, para ven ir a buscarme para llevarm e [al centro don­ de cumple arresto diurno]. Y después de ahí, a las seis y me­ dia se tiene que ir a trabajar Menos presente y más ambigua en el discurso de sus hijos es la figura del padre. No construyen imágenes idealizadas, sino que más bien testimonian conflictos o, al menos, un cierto desdibujamiento del rol paterno en el que afloran sen-

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ómientos encontrados. En ocasiones, como para Omar, es „ ímíip-en eme no termina de delinearse por carecer de los elementos al no haberlo casi conocido: ^ ¿ 1 u papá biológico? _No sé. —¿ Q u éfie de su vida? JN o sé. Yo no lo veo desde que tenia 6 meses. No lo vi más. No sé. Se fu e, no sé qué habrá pasado. Problemas con m i mamá. __¿Quésabés de él? —Nada. Nunca pregunté. —¿A qué se dedica, sabés? —Sí, ingeniero, pero no sé. —¿Sabés si vive? —No. Lo fu i a buscar pero no lo encontré. —¿O sea que te hubiera gustado encontrarlo? —Sí, conocerlo para saber de dónde vengo. Si el sentimiento dominante en la relación con la madre es la culpa, en el caso del padre es la deuda. Deudas gene­ radas por lo que no hicieron por ellos, por el tiempo en que no convivieron, por el dinero o las palabras que no les brin­ daron. Deudas que se intentan saldar de distintos modos, como por ejemplo yendo hasta donde sea para conocer al padre, verle la cara, saber si se parecen o no. Cuando libe­ ran a Alejo, lo primero que hace es ir a Tres Arroyos a bus­ car a su padre: —Abrieron la puerta, volé. M e dieron plata y m e f i i hasta Tres Arroyos. Fui a verlo, estuve un día o dos con él, así que habla­ mos de cualquier otra cosa. Yo creo que el tema yo lo esquivé, él lo esquivó, lo esquivamos todos. Y quedó así. Yo creo que él nun­ ca preguntó el porqué, se imaginará, capaz que lo habló con m i vieja, con m is hermanos, pero conmigo no. Hasta el día de hoy. En un caso, hasta va en búsqueda del padre, lejos de Bue­ nos Aires, exclusivamente para robarle y darle parte del dine­ ro a la madre, como una forma personal de hacer justicia.

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—Fui, le robé toda la plata y m e vo lv í porque cuando estuve un año en naca no m e m andó siquiera un pan. Y a m i.vieja tavi poco le dio nada. Vino de la rotisería, le a ga rré toda la plata que tenía en la caja y m e vine. Cuando vine de Villa Gesell le dig0 a m i vieja: “Toma”; “¿De dónde sacaste esaplata?”. Entonces le digo: “Le robé a papá”. A pesar de los conflictos relatados, pocos son los que, co­ mo Carlos, llegan a establecer un nexo entre sus acciones y el vínculo con el padre: —Y lo mío empieza p or una rebeldía hada la persona que me crió, m i viejo. Yo no soy guacho, porque yo tengo m adre y padre, no soy el guacho que tuvo que aguantar la calle. Yo aprendí’ por desgrada, a com er de un tacho de bastira y a 7‘obar. Y p or eso me enojo ¿por qué’ quién m e enseñó todo esto? Y el culpable de esto va a ser siem pre m i papá. M i papá hasta el día que m e muera va a ser el adpable de esto, de lo que m e pasó. Porque m e faltó el consejo, el consejo de un padre. Capaz que viniera m i viejo y m e dijera “venga m i hijo”y m e alzara a upa, porque eso te que­ da de chiquito. Quizás que no m e haya pegado un poco o quizás que no se haya emperrado tanto conmigo, que yo no era el hijo de él... y el día que se tuvo que morir, le dije “m orite de una vez p or todas. M orite, yo para qué te quiero, si nunca m e enseñaste nada bueno”. La relación con los hermanos es un tema poco estudiado en la criminología. Sorprendentemente, en la tradición de la aso­ ciación diferencial, propia de las teorías cul turalistas y basada en el principio de un aprendizaje del delito por relaciones de pa­ res, se ha puesto más interés en los grupos de amigos que en la eventual influencia recíproca entre hermanos. En nuestros ca­ sos, en general no tenían hermanos que los acompañaran en los delitos. Por el contrario, esta diferencia es un fuerte interrogan­ te para nuestros entrevistados: “¿Por qué mi hermano salió de­ recho y yo no?”, se preguntan. Y la relación con sus hermanos “buenos” es ambigua, una mezcla de resentimiento y admira­ ción por verlos más queridos y aceptados por sus padres y su

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tíflpnio, particularmente, si fueron buenos alumnos. De su laJqAsus hermanos a veces les temen. Sin embargo, en esta rela­ ción ambigua entre hermanos no parece haber una descalifica­ ción de los “duros” respecto de los “blandos”. En efecto, no hay u¿a construcción de orgullo y virilidad por los hechos que co­ meten, al menos en forma explícita, ni, en consecuencia, la des­ calificación de los que no delinquen. Esteban está internado por haber cometidos tres robos. Viene de San Bernardo, de una fa­ milia de clase media, y durante toda la entrevista intenta dife­ renciarse de los “negros” con los que comparte su internación. Su hermano mayor es, según afirma, “perfecto”. -_Terminó la prim aria con el m ejor prom edio de toda la escue­ la. Es perfecto... ese chico, qué le puedo decir, qué virtu d no tie­ ne... ah, que no tiene ojos celestes y es morocho, nada más. Por más que m e llevo m al con él, lo tengo como un dios. Al mismo tiempo, la comparación con los hermanos es un tema central que los lleva a reflexionar sobre las causas de su situación. Alejo, tras relatar un período de internación en un Instituto de Menores a partir del cual toda su familia empie­ za a ser discriminada por parientes que “se apartaron de no­ sotros, por eso la lucha de mi vieja fue tan grande”, se compa­ ra con sus hermanos, estudiantes universitarios, buscándoles alguna explicación a caminos tan distintos: —Pero p or a h í y o q u é sé, de m ucha libertad fu e, m ucha liber­ tad. Pero m i herm ano, el del m edio, p or ejemplo, no le pasó. Es­ tá por recibirse de contador... Aunque él tenía la m isma liber­ tad. Por a h í fu ero n sus amigos... o él eligió mejor.; seguram ente. Más adelante, piensa que su actividad sirvió para evitar que lo imitara, justamente porque estaba a cargo de su cuida­ do cuando la madre, sin pareja, debía trabajar: —Quedo yo dueño de la casa. Y yo cocino, yo los mando al cole­ gio, yo los llevo... y y o no iba. Es una responsabilidad, pe?'o yo no lo tom é así. Quedé y o al mando de la casa, de que el gas no que­

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de prendido, todas esas cosas quedaron a m i cuenta, y yo creo todo lo que m e fu e pasando a m í’ lo m arcó a m i hermano. Ahora lo estoy pensando. Porque vos fíja te: yo tomaba cerveza y fui hermano no tom ó cerveza, m i herm ano no fu m a , todo lo con­ trario a m í y constantemente siem pre fu e lo inverso a mí. Yo creo que los sucesos que a m í m e pasaron lo han marcado. En general, al refle^onarijubreias-disilnras suem s corrídas, hay más bien una cierta perplejidad por esta diversidad de destinos ante la que, más que explicaciones de tipo psico­ lógicos, aducen otras de orden más “genético”: “salió bien”, “salió mal”, “vino con mejor sangre”, donde no aparece una atribución causal ni a los padres ni a factores sociales. Esto cambia cuando han pasado -a partir de la internación o el pa­ saje por juzgados de menores- por entrevistas o tratamientos con psicólogos o trabajadores sociales, a partir de lo cual sí empieza a construirse un relato explicativo atravesado por va­ riables psicológicas o sociales. Ante el alto número de hogares reconstituidos, otra rela­ ción para tomar en cuenta es la pareja del padre o la madre con quien conviven. Se llevan con ellos más o menos bien, pero rara vez les reconocen un lugar paterno o materno. Es­ to se evidencia en los momentos de conflicto, cuando cues­ tionan su autoridad, aseverando que no deben exigirles cuen­ ta de sus acciones por no ser, justamente, ni su padre ni su madre, como muestran los siguientes testimonios. —¿Y con tu padrastro cómo te llevas? —Lo respeto porque es el marido de m i mamá. Y nos saludamos todas las mañanas, nada más. Hablamos lo ju sto y necesario. No somos como reamigos. El es el m arido de m i m am á y yo soy el hijo, nada más. No le digo “papá”, ni nada. —¿Y tu papá? —No lo conozco. —M i vieja se casó con m i viejo atando yo te?iía 10 años. O sea, m i viejo es m i viejo porque m e dio el apellido, pero no es m i vie­ jo. Bueno, de ahí que choco tanto. Y se casaron atando tenía diez

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años, nos fuim os a viv ir a M ar del Tuyú y después volvim os y vinieron m is hermanitos. _¿Y tu papá biológico? No lo conozco. Bah... no m e importa. . también algunos tíos, matemos o paternos, ocupan un lu­ gar de cierta relevancia, no tanto como sustitutos del padre, ¿no como una suerte de hermano mayor o una imagen masculina de referencia. Una figura central son las abuelas ma­ ternas. Por lo general, se trata de mujeres todavía jóvenes que parecen complementar el lugar materno de sus hijas, madres precoces antes de haberse independizado completamente del hogar de origen. A su vez, ante la sucesión de rupturas, la abuela materna es uno de los pocos personajes que, junto a la madre, permanece en contacto con el joven. El hogar de la abuela es un refugio cuando no tienen dónde ir, cuando se llevan mal con los padres o cuando tratan de “rescatarse”. Tan fuerte es su figura que en algunos casos son llamadas di­ rectamente “mamá”. Liliana, criada de chica con su abuela, llama mamá tanto a su madre como a su abuela: —A las dos les digo “m am á”. Yo a m i abuela no le puedo decir “abuela ”. h e digo “m am á” a las dos. Pero m i m am á no se sien­ te mal. Pasa que cuando digo “m am á”, no saben a cuál de las dos llamo. Entonces le digo, “no... a m i m am á” o si no, a la abuela. En resumidas cuentas, más allá de que los arreglos fami.liares puedan ser en muchos casos inestables, esto de ningún modo implica que los vínculos familiares no sean significati­ vos. Se verifican, además, algunos rasgos en común. Ante to­ do, una relación muy fuerte con una madre idealizada, cuyo rol se tiende a complementar con el de la abuela materna. Se delinea luego una figura paterna un tanto más ambigua y conflictiva, en una relación signada por una sensación de deuda de significaciones diversas. Luego, están los padrastros cuya autoridad es cuestionada. El promedio de los jóvenes mantiene relaciones ambivalentes con sus hermanos, y sus

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tíos matemos o paternos hacen las veces de hermanos mayo­ res ante la ausencia de figuras paternas. La inestabilidad de las formas familiares, en lugar de disminuir la vida familiar, la complejiza ya que adquieren identidad particular distintos ti­ pos de vínculos —como padrastros o abuelas maternas—no tan significativos en los casos de jóvenes que habitan en hogares nucleares clásicamente conformados. La organización del hogar Para comprender el entramado familiar de los jóvenes, es preciso indagar en la organización cotidiana de sus hogares y el lugar que ocupan en ella. En general, aun cuando tengan mucho tiempo libre, los jóvenes están a cargo de escasas tareas del hogar: ni cocinar ni hacer las compras ni el cuidado de hermanos menores es de su incumbencia. Si a veces sustituyen a otro miembro de la familia, no tienen la responsabilidad fi­ nal o, como Dante, realizan tareas que no son ni prioritarias ni cotidianas, como cortar el pasto o arreglar una cerca: —¿Cómo es el funcionam iento de tu casa, todos los días? —Cachengue. O sea, m is hermanitos que están p or ir a l colegio a l mediodía, a la tarde que los van a buscar, ésas son las dos ho­ ras más agitadas. M is hermanitos ahí\ que van preparándose para ir al colegio, m i vieja cocinando, yo recién m e levanto a las once y media, doce. Después se va a llevar a m is herm anitos al colegio, y bueno, y a hay tranquilidad hasta las cinco de la tarde. Después van a buscar a mis hermanitos... —¿Y las tareas de la casa cómo se reparten? —¿Cómo qué? Yo no hago nada. O sea, cuando hay que hacer algo, lo hago, pero m i vieja hace la comida, yo quizás corto el pasto, todas esas giladas. Y nada más, y m i viejo, bueno, m i vie­ jo trabaja en la carnicería. Aquellos que salen mucho por las noches duermen hasta tarde, lo que dificulta su participación en las tareas hogareñas diurnas. Los ritmos cotidianos diferentes son también una

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de evitación para disminuir conflictos con sus pa­

dres. _M i m am á y m i papá trabajaban y se levantaban tem prano, como a las ocho de la mañana se iban. M i hermana tam bién, iba a la escuela, a la secundaria, y bueno, yo llegaba a esa hora más 0 wptm? a veres, y m e acostaba n dnrmir. A ver*sr d p