Siete Vecinos Y Un San Valentin

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Siete vecinos y un San Valentín

Alma Gulop Mimi Romanz Nora Alzavar Dacar Santana Noa Pascual Kayla Leiz Lorena López Míguez

Copyright © 2016 Alma Gulop, Mimi Romanz, Nora Alzavar, Dacar Santana, Noa Pascual, ,Kayla Leiz, Lorena López Míguez. All rights reserved. ISBN-13: 978-1523811335 ISBN-10: 1523811331

“El primer suspiro del amor es el último de la cordura”

Antoine Bret

Índice

Prólogo...............................................1 Siguiendo las huellas del amor.................5 Un cambio afortunado..........................27 Saltos por amor..................................43 Hay que tomarse muy en serio el amor.......53 Belleza en el corazón...........................76 La tardía melodía del amor....................95 Hiperventilando amor............................112

Prólogo Echó un último vistazo al reloj y agarró la mochila. Se la colgó al hombro y suspiró. Iba tarde, bastante, y su jefe le había dicho que, como volviera a hacerlo, no tendría tanta suerte. No sabía si realmente eso lo había motivado o, por el contrario, llevado a esa situación. Caminó hacia la salida de su piso, abrió la puerta y echó la llave al salir. –Buenos días –saludó una voz femenina. Se volvió hacia ella y sonrió. Su vecina no era de las que solía ir tarde pero, esa mañana, habían coincidido los dos. –Buenos días –devolvió el saludo. La vio pasar por delante de él y apreció el aroma que desprendía a su paso. Siempre iba tan bien conjuntada y arreglada... Era toda una belleza. –¿Bajas? –preguntó cuando ella estaba ya en el

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ascensor. –¡Sí! –exclamó recordándose que llegaba tarde y que si quería tener al menos una oportunidad para que no lo echaran debía hacer que sus piernas se movieran. Entró en el ascensor y se echó a un lado mientras este empezaba a bajar. Miró hacia la zona de las escaleras que, de vez en cuando, se vislumbraban y alcanzó a ver a otro de sus vecinos. Nunca lo había visto coger el ascensor, y eso que vivía en el ático. No parecía ser muy musculoso, de hecho podía casi ver que le faltaban un par de kilos para tener un peso más que normal. ¿Quizá algún problema con los espacios cerrados? En las reuniones de vecinos siempre se situaba en el asiento más cercano a la salida, por lo que bien podía ser eso. No tardaron en llegar al portal y salir. –¡Cuidado! –gritó una chica saltando de golpe varios escalones. Obligó a que los dos del ascensor se echaran para atrás. Salió corriendo como alma que lleva el diablo con su habitual aceleración por todo. Y eso que sabían que no llegaba tarde al trabajo sino por lo menos una hora antes. –Un día de estos tiene un accidente... –comentó su vecina. –No me extrañaría. Llegaron hasta la puerta de salida y sostuvo la

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puerta para que ella saliera pero, cuando fue su turno, se detuvo dejando que entrara otra inquilina del edificio, junto con sus tres perros. Siempre estaba rodeada de animales. –Gracias –murmuró con una sonrisa y un ligero cabeceo. –No hay de qué. Echó la mirada hacia atrás y observó que el ascensor volvía a abrirse. Un joven trajeado y con su habitual aura seria avanzó hacia la salida. Siempre le ponía nervioso y eso que eran de la misma edad. –Buenos días. –Ni siquiera esperó que los otros lo correspondieran con el saludo. Por fin, salió del portal al mismo tiempo que el joven que había visto bajar las escaleras y los cuatro últimos se quedaron mirando el camión de mudanzas que acababa de aparcar junto a un coche del que salía un joven y miraba el edificio.

–¿Tenemos nuevo vecino? –se preguntaron ellos a sabiendas que había un piso vacío.

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Siguiendo las huellas del amor Alma Gulop ¡¡¡Pii, pii, piiii!!! Alargo mi mano y de un manotazo, tan fuerte que creo que lo he roto, «aunque no me importaría si así no suena nunca más», apago el despertador. Me doy media vuelta en la cama y empiezo a maldecir. «¡Odio madrugar! Y la cama, con sus suaves y blanditos abrazos, no me lo pone nada fácil». De repente, siento una cálida lengüecita lamiendo mi pie derecho en señal de saludo, y todo se me olvida. Enciendo la luz y, en un abrir y cerrar de ojos, mi Chato, el más pequeño, nervioso y

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cariñoso de todos, ya se ha abalanzado sobre mí y ha empezado a lamerme la mano, el brazo y las mejillas, echando sus orejillas hacia atrás, demostrándome lo feliz que es. Pero la alegría me la da él a mí al hacerme recordar que... ¡hoy tengo el día libre en la oficina! Hace unas semanas, mi bulldog francés de cinco meses se rompió su patita derecha y hoy le toca revisión en la clínica veterinaria, lo que significa que..., ¡voy a verle de nuevo! Bajo a Chato de la cama y me levanto pegando saltos de felicidad y cantando, a viva voz, una canción que empiezo a improvisar. Mi corazón se desboca al recordar a Chris, un rubio de ojos azules y altura impresionante. «En comparación con mi metro sesenta, cualquiera me parece extremadamente alto». Lo confieso, ¡estoy enamorada de mi veterinario! «Bueno, del mío no, mejor dicho, del de mis mascotas. Aunque no me importaría que fuera mío, solo mío». Salgo de la habitación pegando saltitos, y Chato me sigue por los pasillos corriendo y saltando sin apoyar su pata enferma, hasta que en nuestro camino aparece ella, Donna, una dálmata que recogí de la calle hace un par de años tras haber recibido una paliza y haber sido abandonada. «¡Cómo detesto a las personas que hacen semejantes

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atrocidades!». Me agacho y la cojo en brazos, empezando a bailar con ella, girando sobre mí y sin parar de besar su cabeza. Llego a la cocina, y un gruñido llama mi atención. Es Mota, la anciana de la familia, una perra labrador de ocho años que me acompaña desde que me mudé a Nueva York. Le toco detrás de sus orejas, gesto que adora, y, contenta, vuelve a tumbarse en su cesto. Abro la puerta del patio y el piar de Chispi y Chaspa, una pareja de ninfas carolinas, me termina de alegrar la mañana. –¿Ya vienes de parranda, callejero? –le pregunto a Gigoló, un gato callejero que tiene revolucionadas a todas las hembras de su especie en nuestro barrio y que se ha auto invitado a vivir en mi casa. Lo veo aparecer por el tejado después de toda una noche que, seguramente, ha sido muy movidita. «Como llevo meses queriendo que sean las mías». Suspiro al pensar en Chris. Tan pendiente estoy de Gigoló que casi tropiezo con Margarita, una tortuga que encontré en un arroyo en un día de campo y que, tan tímida como siempre, se esconde dentro de su caparazón. Con una amplia sonrisa dibujada en mi rostro, me dirijo a cambiarle el agua a Manchis, un conejo enano que compré en una tienda de animales. «Que, por cierto, de enano tiene poco, porque está

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enorme». Le echo alpiste a los tres canarios que animan mi casa y la de todo el edificio. Rojo, Amarillo y... ¡Verde! No, no son los colores del semáforo, son sus peculiares nombres. Catalina, apodada La loca de la Colina, una cabra enana a la que le puse ese nombre en honor a mi vecina del primero, «aunque mi cabra al lado de ella es una fuente de cordura», me exige que la acaricie, y yo lo hago encantada. Cojo las cadenas de mis perros, los ato y salgo a darles su habitual paseo mañanero. Hoy Chato está tardando más de lo normal en hacer sus necesidades y aunque le meto prisa, él solo quiere jugar. Miro el reloj y se me escapa un grito ahogado al ver la hora que es. ¡Llego tarde, muy tarde! Corro hacia mi edificio y cuando entro, me encuentro a mis vecinos observándome con cara de malas pulgas, y nunca mejor dicho. Sé que a ninguno le agrada la presencia de mis mascotas, pero es algo que me importa muy poco. Los saludo con cordialidad, pero sin llegar a ser amable, saco la llave y cuando voy a abrir la puerta, Chato empieza a correr escaleras arriba, y yo detrás, gritándole que se detenga. «Menos mal que mis vecinos están entretenidos viendo el camión que acaba de estacionar en la puerta del edificio. No quiero que 13

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su odio crezca aún más hacia mis pequeños al verlos corretear por todo el bloque». Chato me hace caso y se detiene justo delante de la puerta de mi vecina Catalina y no porque me obedezca, más bien le apetecía dejarle un regalito de buenos días. «No lo pienso recoger, eso por revolucionarlos cuando se asoma por su ventana que da a mi patio y empieza a tocar la trompeta solo para molestarlos». Ato al cachorro de nuevo y bajo los escalones de dos en dos, entró en mi casa y cierro de un portazo. Me doy una ducha y me arreglo con unos pantalones vaqueros de pitillo y una camiseta que se ajusta perfectamente a mis tímidas curvas. Me perfumo, me coloco mi abrigo y salgo flechada hacia la clínica veterinaria. Ya en el coche, imagino la cara de Catalina al ver el paquetito que le ha dejado mi Chato y no puedo parar de reír. Y ahora sí, me presento. Soy Gemma, y por si no os habéis dado cuenta..., ¡soy una amante de los animales! *** Aún no puedo creer lo que he descubierto, es imposible no tener esa sensación de estar viviendo una pesadilla y que, de un momento a otro, despertaré. Pero no es un mal sueño, es la vida

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misma. «Yo, que pensaba que Chris, ese adonis que me regalaba ojitos y me sonreía mostrando su perfecta dentadura, estaba interesado en mí. ¡Qué ilusa!». Aparco el coche casi automáticamente, con un nudo en el pecho, la sangre de todo mi cuerpo agolpada en mi cabeza y mi corazón latiendo con dificultad. Bajo a los perros del coche y ni siquiera me molesto en atarlos, solo llevo en brazos al más pequeño, ya que estamos al lado de casa y sé que los otros dos no se apartarán de mi lado. «¡Gay, es gay!». La imagen de Chris besando a su pareja martillea mi cabeza y golpea mi corazón. Debo asimilar que ese hombre, con el que me había ilusionado, jamás será para mí. «Ahora tendré cambiar de veterinario, otra vez. Necesito olvidarme de él». Tan ensimismada voy que casi no me doy cuenta de que Donna se ha alejado de mí y no me ha dado tiempo ni de detenerla. Al girar la esquina, veo el camión de mudanzas aún estacionado en la puerta y al comprobar que están descargando cajas, intuyo que alguien nuevo llega al edificio. Solo espero que este vecino no sea tan raro como el resto y al que, por supuesto, le gusten los animales.

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Desde la distancia, veo a mi perra olisqueando en una de las cajas del nuevo vecino y corro hacia ella mientras la llamo por su nombre, para que se esté quieta, pero parece que algo ha debido llamar su atención en la caja porque hace caso omiso a mis órdenes. Mis pies se clavan en el suelo al ver al morezano que está agachado al lado de Donna y al que, por la sonrisa que le está regalando, parece que le gustan los animales. Aún no se ha percatado de mi presencia, detalle que agradezco para observarlo con más detenimiento y, por un momento, me olvido de Chris, de la madre que me parió y hasta de mi mismísimo nombre. Tengo delante a un auténtico dios griego, de esos que te quitan el hipo solo con mirarlo, con la única diferencia de que este no está semi desnudo. «¡Qué pena! Promete ser todo un bomboncito, donde todo el placer se encuentra dentro del envoltorio». Lleva una camiseta de manga larga roja, con cuello de pico, arremangada hasta los codos y que perfila perfectamente cada músculo de su esculpida espalda, además de sus fuertes brazos. A Mota parece que también le ha gustado y se aleja de mi lado para acercarse a él. «¡Le pasa como a mí! ¡Los tíos buenos le pierden! Qué razón tienen cuando dicen que los animales se parecen a sus dueños». Chato también se mueve nervioso 16

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demostrándome que quiere bajarse, pero consigo tranquilizarlo rápidamente dándole una galleta que saco de mi bolsillo trasero del vaquero. Bajo lentamente mi mirada por su cuerpo de infarto, intentando intuir con más detalle lo que se esconde debajo de la ropa. Siento como mi corazón se acelera y, por un momento, mi respiración se detiene. Me fijo en el pantalón de chándal de color azul marino que marca su apretado y perfecto trasero y casi me atragando con mi propia saliva. «Tener semejante culo debería ser un delito». En el momento en el que por fin se da cuenta de que estoy aquí y posa sus grandes ojos marrones en mí, arropados por unas espesas pestañas, siento como mis piernas empiezan a temblar. Mi cuerpo pide a gritos que este adonis que tengo delante me desnude y me bese con esos labios carnosos que mantiene entreabiertos con una pícara sonrisa. Su varonil voz me saca de mis ensoñaciones y ese acento latino termina de enloquecerme. «Este hombre, ¿tiene algún defecto? Gemma, tanto tiempo de abstinencia sexual no te hace bien». –Imagino que sos la dueña de estas dos bellezas también –me dice, mirando a Donna y a Mota con ojos brillantes, algo que me produce una inmensa ternura.

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–Así es –consigo decir, mostrando una tímida sonrisa. –Hablás español –afirma, sorprendido. Muevo la cabeza de arriba abajo, aún con cierta seriedad en mi rostro debido al mal rato que he pasado hace una hora en la clínica veterinaria. El hombre posa sus ojos en Chato, y yo lo acaricio mientras él mueve su hocico hacia mi mano y me la acaricia con su lengua. –Espero que no sea nada grave. –Señala con la cabeza al cachorro. –Por suerte, ya está casi curado –digo orgullosa de mi pequeñín. –Es bueno saberlo, creo que los pobres sufren más que los humanos cuando se lastiman –asegura, acariciándolo. «Encima de guapo y de estar buenísimo, le gustan los animales. Definitivamente, este hombre es perfecto». De repente, recuerdo a Chris y sé que no debo fiarme de ningún hombre, por lo que decido cambiar de tema. –¿Eres el nuevo inquilino del edificio? –Eso parece ser. ¿Vivís cerca? –Demasiado –aseguro divertida–. Solo una

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pared nos separa. *** Un par de golpes en la pared de mi habitación me sacan del sueño que estaba teniendo y no puedo evitar sonreír ilusionada. Tres golpes más se repiten y mi sonrisa se hace aún más grande. Me pongo de rodillas en la cama, con el corazón latiendo más deprisa de lo normal y golpeo repetidas veces la pared, con la palma de la mano abierta. Faustino, mi nuevo vecino, vuelve a golpearla, y yo regreso a la cama, sin poder apartar a ese adonis de mi cabeza. Estas llamadas de atención se han convertido en algo muy habitual entre nosotros, sobre todo, por las mañanas. Es nuestra particular forma de darnos los buenos días y tengo que reconocer que me encanta despertar así. Detalles como este son los que me hacen empezar el día con muy buen pie. La verdad es que, como esperaba, Faustino se ha convertido en algo más que un vecino. Me ha demostrado que es una buena persona, que tiene un gran corazón y que puedo contar con él siempre que lo necesite. Además, adora a todos mis animales, incluso a la loca de mi cabra Catalina. Algo que no puedo decir del resto de vecinos. El presidente ya me ha llamado varias veces la atención por las quejas que le han dado el resto de inquilinos sobre mis animales, aunque, como buen impuntual que es,

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sus reproches llegan con varios días de retraso. Y sin contar las innumerables veces que he discutido con Catalina, que cada mañana sale por su ventana y empieza a insultar a mis pequeños y de paso, también a mí. Noemí, la pija y bella del edificio, ya me ha exigido varias veces que le pague unos Manolo Blahnik que, según ella, se le han estropeado por culpa de los excrementos de mis perros. Con Nicolás, el serio y sabio del edificio, es con el único que no mantengo ningún tipo de relación. Siempre intento interesarme por su día, por cómo se encuentra o entablar algún tipo de conversación con él, pero es un desagradable y siempre me deja hablando sola. Con el único que mantengo una relación cordial es con Henry, pero eso no significa que no sea raro, con esas extrañas manías que tiene y sus miedos exagerados. Me levanto de la cama y me dirijo a la cocina, enciendo la cafetera y empiezo a prepararme el desayuno. El timbre me alarma, y mis perros corren como locos hacia la puerta, sin parar de ladrar. Me alzo un poco para descubrir quién es por la mirilla y cuando veo a Faustino, mi corazón se detiene. Me retiro de la puerta y, sin saber por qué, me miro en el espejo para ver mi aspecto. «Estoy horrible». Con los dedos peino mi larga melena y me recoloco bien el pijama, blanco con corazones rojos. No es que mi aspecto me convenza mucho, pero tampoco es plan

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de ponerme a arreglarme. De ser así, cuando hubiera terminado, él ya se habría hartado de esperar y se habría marchado. Abro la puerta, y Faustino se ve rodeado por Donna, Chato y Mota que exigen su atención. Él se agacha y les acaricia, y de paso, se lleva un trocito más de mi corazón para unirlo al suyo. –Buenos días –le digo, llamando su atención e intentando controlar mi respiración–. Perdona mi aspecto, acabo de levantarme y aún no me ha dado tiempo de arreglarme. No sé por qué, pero siento la necesidad de excusarme. Faustino clava sus ojos marrones en mí, y yo me pierdo en ellos. Veo como dibuja una amplia sonrisa y recorre mi cuerpo con su intensa mirada, como si estuviera desnudándome con ella. No puedo evitar ruborizarme, algo muy inusual en mí, pero que últimamente se está volviendo una costumbre cuando tengo a mi nuevo vecino delante. –Lo sé, respondiste a los golpes, por eso me atreví a venir –me dice, acercándose y tocándome la punta de la nariz con complicidad–. Lindo pijama. Mi piel se eriza de inmediato, y mi cabeza empieza a funcionar muy deprisa. No entiendo qué me pasa con él cuando lo tengo cerca, pero consigue que unas extrañas cosquillas se apoderen de mi

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estómago. –¿Necesitas algo en lo que pueda ayudarte? – pregunto nerviosa. –Creo que venía a pedirte café –carraspea sin apartar sus ojos de mis curvas–. Me olvidé de ir ayer al supermercado y no me da tiempo a ir ahora porque llegaría tarde al trabajo. –No te preocupes, justo estoy haciendo para mí, si te apetece, te invito a desayunar. Las palabras escapan de mis labios sin poder detenerlas, y hasta yo misma me sorprendo por lo que acabo de decir. No suelo invitar a nadie a que entre a casa, pero con Faustino, todo es diferente. Preparo un par de tostadas con mermelada de fresa y una taza de café para cada uno, los coloco sobre la mesa de la cocina y nos sentamos. Entre risas, bromas y una agradable charla en la cual criticamos a nuestros vecinos, desayunamos como dos buenos amigos. Diez minutos después, vuelve a prestar atención a mis perros y le enseño al resto de mi peculiar familia. –Por fin conozco personalmente a Catalina – bromea–. Gigoló, amigo, a vos ya te he visto varias veces por mi patio, pero igualmente, me agrada conocerte más de cerca.

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El gato le ronronea, y yo me quedo embobada mirándolo. No puedo evitarlo, cada día me atrae más, y eso no sé si me gusta o me da miedo. –¿Te gusta el fútbol americano? –Me sorprende su pregunta y yo me encojo de brazos, ni siquiera sé lo que es–. Tengo dos entradas para ir mañana a un partido y mi amigo no puede acompañarme. Me preguntaba si te gustaría venir conmigo. No me lo pienso y acepto. No me caracterizo por ser una amante del deporte precisamente, sin embargo, el deportista que tengo delante me chifla y no voy a perder la oportunidad de pasar tiempo con él. Aunque me dé miedo enamorarme de él, es un riesgo que me apetece correr. –Bien, te paso a buscar mañana a las cinco. – Me sonríe, me guiña un ojo y camina hacia la puerta para marcharse–. Y gracias por el desayuno, es el mejor que he tomado desde que llegué a Nueva York. Cuando cierro la puerta, me apoyo contra esta e intento controlar a mi corazón. Rápidamente tecleo un mensaje de whatsapp en el móvil. Gaby, te necesito... Si es un favor sexual, no cuentes conmigo.

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Ya sabes que las mujeres no me van... ¡Boba! ¿Puedes pasarte mañana por casa y quedarte con mis bebés? He quedado, Mota está con fiebre, y Chato lleva todo el día quejándose de la pata. No me gustaría dejarlos solos. ¿Has quedado con un hombre? ¡Cuéntamelo todo! Sí, pero no es lo que estás pensando. Solo voy a acompañar a un vecino a un partido de fútbol americano. Me has hablado tanto de los raritos de tu edificio, que sé que será un muermo de cita. Cuenta con ello, baby. ¡Gracias, cielo! *** El día ha sido agotador y un tanto extraño. Empezando con mal pie desde la mañana, cuando mi vecina del primero, Catalina, ha venido aporreando mi puerta para quejarse de mis adorables animalillos y de sus necesidades 24

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fisiológicas. Pero no dispuesta a entrar en una nueva disputa, no le he abierto la puerta, ¡estoy cansada de sus constantes quejas e insultos! En la oficina, hemos tenido mucho trabajo y, además, todos estaban más cariñosos de lo normal, quizá por el día que es hoy: San Valentín. Una fecha en la que todo el mundo se profesa amor eterno, como si el resto del año no fuera importante hacerlo. Antes me gustaba este día, lo reconozco, pero desde que lo paso sin compañía, se ha convertido en uno de los que menos me gustan. Encima, el presidente ha puesto hoy una junta de vecinos, pero no pienso ir, me niego. No me apetece discutir, otra vez, con cada uno de ellos ni que me repitan lo desagradables que son mis pequeños. Tumbada en el sofá frente a la televisión, empiezo a cambiar de canal, pero no hay nada que capte mi atención, quizá porque mi cabeza está en otro lugar, o en otra persona. Me pregunto qué estará haciendo Faustino y si pasará este día en compañía de alguien. Llevo un par de días sin coincidir con él y, por extraño que parezca, lo echo de menos. A pesar de que hemos compartido algunos momentos juntos, empezando por nuestra salida al partido de fútbol americano, que, para mi sorpresa, me gustó más de lo que esperaba, nuestra relación

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ha sido siempre amigable. Reímos, charlamos y nos divertimos juntos, pero muy a mi pesar, aún no ha pasado nada de nada. «Solo somos amigos». Reconozco que hay una gran complicidad entre nosotros, pero estoy segura que si su intención conmigo fuera de algo más que amigos, ya me lo habría dicho. Desilusionada y dispuesta a sacar a mi nuevo vecino de la cabeza, dejo un documental titulado León, el rey de la selva. Durante un rato, me distraigo mirándolo hasta que Donna empieza a llamar mi atención. Al ver que no le hago caso, comienza a ladrar, y sé que intenta decirme algo. La perra corre hacia la puerta del salón, se detiene y al ver que estoy aún sentada, ladra de nuevo. Me levanto y la sigo hasta la puerta de la calle. Un sobre de color rojo en el suelo llama mi atención y muy intrigada, me agacho a cogerlo. Todavía no compré café y te debo uno por el que compartimos el otro día. Después de verte con el pijama de corazones, creo que te robaste el mío. El día de hoy amerita celebrarlo, ¿me acompañás? Faustino Tengo que leer la nota varias veces para cerciorarme de que lo he hecho correctamente. Mi respiración se vuelve irregular, mi pecho sube y

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baja enérgico, y mi corazón se empeña en latir más deprisa de lo que es capaz. Mi cabeza empieza a funcionar a mil por hora, intentando intuir qué es lo que quieren decir las palabras de mi vecino. Pero solo podré comprobarlo si voy a esa cita. Y por supuesto que acudiré. Ilusionada y pegando saltitos de felicidad, corro hacia mi habitación, seguida por Chato, Donna y Mota que se contagian de mi alegría. Abro el armario y empiezo a sacar toda la ropa sin saber por cuál decidirme. Finalmente elijo un pantalón beige ajustado y una camisa blanca. «Elegante, pero informal». Me recojo mi larga melena en una coleta alta, me rocío unas gotas de perfume en el cuello, el escote y las muñecas, y me doy color en las mejillas. «No me gusta ir demasiado provocativa. Eso se lo dejo a mi vecina Noemí, la modelo del segundo A». Miro mi reloj y descubro que voy bien de hora, por lo que, uno a uno, compruebo que no les falte de nada a mis animalitos. Sin embargo, en menos de dos minutos, se monta el lío, y todos ellos se alían para que llegue tarde a la cita, con mucho más retraso del que me gustaría. Cuando lo soluciono todo, ato a Chato y a Donna lo más rápido posible y decido dejar a Mota en casa. Los años no pasan en balde y anda demasiado despacio, además está durmiendo en su cesto y sé que se 27

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portará bien mientras no estamos en casa. Conforme me voy acercando al lugar de nuestra cita, mi corazón se va acelerando aún más y cuando llegamos, este ya ha salido de mi pecho y ha empezado a calentar para la carrera que está a punto de correr. Desde la puerta, lo veo sentado en una de las mesas, absorto en sus pensamientos. Está guapísimo con un pantalón vaquero y una camisa negra arremangada hasta los codos. Además, lleva la barba sin rasurar de tres días y eso le da un toque aún más interesante. Chato empieza a tirar, seguramente ha visto a Faustino y quiere correr hacia él. Tanto empeño pone en ello que la cadena se me escapa de las manos y él empieza a correr. Yo lo sigo lo más deprisa que me dejan los tacones, aunque cuando lo alcanzo, ya es demasiado tarde. Faustino lo tiene en sus brazos y lo mima y lo acaricia con cariño. –Bebé, ¿estás bien? –sollozo con el corazón en el puño, no sé si por el miedo a que se haya lastimado de nuevo su pata o a la cercanía de Faustino–. No vuelvas a hacerme esto –le regaño, y él, consciente de lo que ha hecho mal, se acurruca en los brazos de mi vecino. –Es un travieso –asegura, acariciándolo. –Menudo susto me ha dado.

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Mis ojos y los de Faustino por fin se encuentran, y lo que distingo en ellos me gusta, un brillo especial que no me había mostrado en el mes que llevamos conociéndonos. –Creí que... –comienza a hablar, y rápidamente sé lo que quiere decirme. Sé que le debo una explicación y empiezo a contarle todo lo que ha sucedido en mi casa justo antes de salir. –Gigoló vino herido de la calle y tuve que curarlo –empiezo a decir deprisa, como si hubiera ensayado mi discurso–, no encontraba a Margarita por ningún lado y eso que el patio es pequeño. Manchis derramó todo su agua y tuve que secar; Catita –digo refiriéndome a mi cabra, así la llamo cariñosamente–, quiso comerse la ropa tendida y tuve que recogerla para que no me la estropeara. Donna comenzó a escandalizar, ladrándole a Rojo, a Amarillo y a Verde que no paraban de piar... –Gemma –me llama por mi nombre, pero estoy tan nerviosa que no le hago caso y sigo con mi excusa. –Mota estaba muy cómoda en su cesto y no quería salir a hacer sus necesidades. Chato no paraba de saltar sobre mi cama, y me costó mucho calmarlo. Chispi y Chaspa, bueno..., ellos son los únicos que no hicieron nada, solo lo observaban todo desde su jaula. 29

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Me quedo atónita cuando veo a Faustino reír sin parar, de manera relajada y sincera, y ese simple gesto hace que una punzada de ilusión se apodere de mi corazón. Eso, unido a la bonita estampa que forma junto al machito de mi vida, Chato, consigue llenarme de felicidad. Definitivamente, Faustino acaba de robarme el corazón. Ahora lo tengo claro, si él no da el primer paso, lo daré yo. –Sos un encanto, chica de los animales. Sin embargo, no es necesario. Para mi sorpresa, alarga su mano libre hacia mí, la pasa por detrás de mi nuca y me besa. Con pasión y dulzura a la vez. Con confianza y anhelo. Un beso desesperado pero tierno. Un beso lleno de amor.

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Un cambio afortunado Mimi Romanz Faustino miró las agujas en su reloj. Ya era tarde y bufó; odiaba la impuntualidad. «Esto parece pleno centro1 de Buenos Aires en la hora pico 2», pensó mientras avanzaba con su auto3 por la avenida, detrás del camión de mudanzas que había contratado para trasladar sus pertenencias más preciadas y que había llevado consigo cuando 1 Lugar céntrico en la Capital Federal (Ciudad autónoma de Buenos Aires, provincia homónima, Argentina).

2 Hora punta. 3 Coche.

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decidió aceptar la propuesta de su amigo. Dejar Argentina no había sido una decisión difícil de tomar; ya casi no tenía familia allí y su vida amorosa había caído en un hueco sin fin, ya que las mujeres solo pasaban por su lado con la única intención de satisfacer su libido. Tenía que reconocer que trabajar como profesor de gimnasia no le había dado mucho más que el bienestar de hacer lo que le gustaba y aunque también lo hacía en un centro de deportes, no lo meditó dos veces cuando Jhonny le propuso ser socio de su negocio en un país donde ser personal trainer podía darle una nueva perspectiva a su vida. El transporte por fin tomó la calle donde se ubicaba el edificio donde viviría. Estacionó 4 detrás de este y, con las manos aún sobre el volante, dejó escapar el aire de sus pulmones lentamente antes de bajar. Se detuvo frente a la fachada y la observó. Era una construcción que no desencajaba, aunque sí era algo más baja que las que se levantaban a ambos lados. Imaginó que era una de las pocas que habían sobrevivido a los deseos de llegar al cielo de la gente de hoy en día y no pudo evitar recordar que no solo en la ciudad de Buenos Aires hacían edificaciones cada vez más altas. Volvió a suspirar y se acercó al conductor del camión y a su acompañante, que, en ese momento, se dirigían 4 Aparcar. 32

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hacia la parte trasera del vehículo para levantar la cortina y descubrir sus muebles. –Enseguida estoy con ustedes –habló en un inglés pausado pero correcto. El idioma no era su fuerte, no por nada tuvo que ir a clases particulares mientras asistía al colegio. Y desde que se había encontrado con Jhonny en un viaje que este hiciera a la Argentina en uno de aventura, que él también hizo y donde se conocieron, reconoció que habían valido la pena todas esas horas que pasó junto a Miss Smith. La verborrea de su amigo no se comparaba con la elegancia de la típica mujer inglesa, la que no le perdonaba ninguna falta, pero le hacía gracia escuchar dos formas tan distintas de expresarse en una misma lengua. Al girar para entrar al edificio, se encontró con que cuatro pares de ojos lo observaban. Nunca había tenido problemas de vergüenza, la timidez estaba sobrevalorada en su mundo deportivo, por lo que esbozó una sonrisa en sus labios, avanzó unos pasos y empujó la puerta de cristal que le daba entrada al portal donde ellos se encontraban. –Buenos días –saludó de forma cordial. El hombre de traje gris, con semblante serio, apenas movió su cabeza y salió. Uno más pasó por su lado expresando sus mismas palabras en apenas un audible susurro y como queriendo esconderse de 33

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él, mientras que la mujer, esbelta, con un cuerpo curvilíneo, sugerente, y una melena rubia que rozaba su cintura, le devolvió la sonrisa y el saludo antes de perderse ella también por el umbral. Se quedó de piedra por unos segundos. ¿Acaso esa no era Noemí Brown, la top model? No es que estuviera al pendiente de cosas así, pero todavía podía escuchar en su mente la chirriante voz de Ludmila, dueña de la tienda donde solía comprar su ropa deportiva, haciendo alarde de las imágenes de la modelo con conjuntos atléticos, como si ella fuera la propietaria de la marca y la hubiera contratado para realizar la campaña publicitaria. Volvió a centrarse. Aquel que solo quedó frente a él se llevó una mano a la nuca y se acomodó la mochila que colgaba de uno de sus hombros. Lo miraba con extrañeza, como si hubiera recordado algo a último momento y resoplando al mismo tiempo. «Qué rara bienvenida», pensó. Extrajo las llaves del bolsillo de su campera 5 y se encaminó hasta la puerta de su nuevo departamento 6, no muy lejos de donde se encontraba. Hubiera querido que fuera en el último piso y no en la planta baja como le había conseguido su amigo, así no perdía la costumbre que tenía de ejercitarse subiendo y bajando escaleras como lo hacía en su vivienda 5 Parte de arriba del conjunto deportivo. 6 Apartamento. 34

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anterior. «Tendré que buscar un lugar dónde hacer mi rutina diaria», apuntó en su mente. Al entrar, sintió ese habitual olor a encierro y frunció el ceño. Iba a matar a su amigo si su nueva residencia no estaba en condiciones, ya que había puesto en sus manos esa tarea mientras él terminaba de cerrar todos sus asuntos en Buenos Aires antes de dejar el país. Solo le pidió que estuviera desamueblado, porque prefería llevar los suyos propios. Encendió las luces y se internó a inspeccionar cada habitación. Tenía espacio más que suficiente; la sala de estar era bastante amplia, lo que le iba a permitir poner su juego de living, el televisor de plasma y el home theater. Ya se imaginaba muchas noches allí recostado mientras veía sus pelis favoritas. La cocina era relativamente pequeña, más bien la necesaria, con el mobiliario básico y moderno, y con un desayunador que le agradó. Siguió con su recorrido para dar con dos estancias cuyas dimensiones eran similares, una de ellas con una ventana, que abrió rápidamente para dejar que el aire entrara y cambiara la atmósfera que ya lo estaba asfixiando. De refilón, apenas le prestó atención al baño, con que tuviera lo indispensable se conformaba, y así era. Siguió su recorrido hasta dar con una extraña puerta. La abrió para descubrir un pequeño patio interno. –No está mal –dijo. El piar de unos pajarillos 35

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le llamó la atención; ese sonido no le parecía nada común en una ciudad como Nueva York, y el que se sumara un balido al cantar le resultó aún más extraño. «¿Una cabra?». Meneó la cabeza, seguramente, habría escuchado mal, pero este se repitió una vez más. Tal vez era una anciana sorda viendo un documental en el Animal Planet a todo volumen. Maldijo una vez más a su amigo, si tenía a una octogenaria como vecina directa lo volvería a matar. Ya averiguaría quién se encontraba al otro lado de las paredes, ahora no tenía tiempo para ello, debía ayudar a entrar sus muebles. Dejó la puerta abierta, quería que el ambiente se ventilara, aunque ello implicara que luego tardase en calentarlo. Al contrario que en su país, allí ya estaban en invierno. Salió al exterior y les dio instrucciones a los hombres que lo ayudarían. Entraron los muebles más grandes en un santiamén; para su suerte, ambos tenían buena contextura física, aunque no tanta como la de él (modestia aparte). Bajaron las cajas que quedaban en el camión y poco a poco las fueron metiendo en el departamento. Faustino tomó una buena bocanada de aire fresco, al encontrarse fuera nuevamente, cuando un dálmata se acercó al embalaje que estaba por cargar y comenzó a olisquearlo. A su vez, escuchó que alguien llamaba al animal. –¡Donna, ven aquí! 36

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Aunque la voz sonó jovial, no quiso mirar en la dirección de la cual provenía, ya se había llevado un par de sorpresas desde que llegara al edificio como para descubrir que podía estar equivocado y tener un nuevo chasco. –¡Chica lista! –dijo en cambio y en español–. Tu olfato no te ha fallado. Apuesto a que oliste las galletas aun estando envasadas. Como si la perra comprendiera, movió la cola con alegría. Él se agachó y le hizo una caricia. En ese momento, sintió que alguien se acomodaba a su lado. Un viejo labrador también le exigió mimos, apoyando la cabeza sobre sus rodillas. –¿Y vos7, de dónde apareciste? –le preguntó, pasó sus dedos por el sedoso pelo marrón claro y le dio una palmadita. Unos pies enfundados en unas botas de cuero negro se detuvieron a solo unos centímetros de ambos animales. Lentamente, al igual que él, su vista comenzó a subir. Estas llegaban hasta casi las rodillas y, por debajo, unos jeans se pegaban a unas piernas cada vez más estilizadas a medida que iba ascendiendo su mirada. Tragó saliva al llegar a la pelvis; el vaquero marcaba unas caderas redondeadas y una cintura estrecha. Siguió con su 7 Segunda persona del singular, lo que suele llamarse voseo, muy común en Argentina. 37

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escrutinio para encontrarse con que ahí terminaba su radiografía, ya que otro perro, más pequeño, estaba en brazos de su dueña y le impedía ver si la joven tenía una buena delantera. «Una pena», se dijo a la vez que sus ojos se posaban en el rostro de la joven que lo miraba entre sorprendida y agradecida. Tenía el cabello oscuro atado en una trenza que le caía graciosamente sobre uno de sus hombros, unos ojos almendrados, brillantes y marrones, la nariz algo respingada, unas mejillas apenas coloreadas, suponía que por la agitación de ir tras sus mascotas, y unos labios perfectos para ser besados. Ese pensamiento lo aturdió, aunque si era sincero consigo mismo, lo suponía lógico tras un par de semanas sin estar con una mujer y con el jet lag aún metido en su cuerpo. –Imagino que sos8 la dueña de estas dos bellezas también –le dijo sin percatarse que había hablado en castellano. –Así es –le respondió ella con una tenue sonrisa en su rostro. Faustino abrió grande los ojos, la chica le había entendido. –Hablás9 español –afirmó más que preguntó. 8 Conjugación del verbo ser para la segunda persona del singular. Es común en Argentina. 38

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Ella movió la cabeza de arriba abajo, y él observó cierta tristeza en su mirada. Imaginó que podía deberse al animal entre sus brazos, puesto que una de las patas del perro estaba vendada. –Espero que no sea nada grave. –Señaló la extremidad de la mascota. –Por suerte, ya está casi curado –le aclaró. –Es bueno saberlo, creo que los pobres sufren más que los humanos cuando se lastiman. –Le hizo una caricia al que ella llevaba en sus brazos. –¿Eres el nuevo inquilino del edificio? – indagó de repente. A Faustino no le pasó desapercibido el abrupto cambio de tema y, aunque le restó importancia, le contestó. –Eso parece ser. ¿Vivís10 cerca? –Ya que había descubierto que la dueña de la jovial voz era una joven hermosa, no tenía nada que perder con matar su curiosidad, tal vez y hasta tenía suerte de conseguir algo con ella. –Demasiado. Solo una pared nos separa. *** 9 Ídem anterior para el verbo hablar. 10 Ídem anterior para el verbo vivir. 39

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Recostado en el sofá mientras las imágenes de Origin se sucedían en el televisor de plasma y el sonido lo envolvía, lo que menos hacía Faustino era prestarle atención a la película. Su mente vagaba sobre lo que estaba viviendo en ese casi mes que ya estaba instalado en Nueva York. El trabajar junto a Jhonny le estaba dando grandes satisfacciones. Era socio de un gym al que acudían una variada cantidad de personas, desde jóvenes que querían fortalecer sus músculos hasta ancianos que no querían perder su forma; disponía de cierta libertad para manejar su tiempo libre, y ganaba bastante más de lo que había esperado en un principio. Por otro lado, su amigo había acertado al conseguirle ese piso, aunque no se olvidaba de algunas contras que tenía. Por empezar, se sorprendió mucho cuando descubrió que aquel al que llamaban presidente, palabra que no lograba hacer coincidir con una en su lenguaje argentino, no era una mujer como esperaba, sino un hombre que, para más inri, era impuntual, algo que detestaba. Había pasado de esperarlo en más de una ocasión para darle detalles, como la vez en que le pidió que llamara al plomero11 para arreglar una pérdida en la canilla 12 de la pileta13 del baño, puesto que goteaba sin cesar. 11 Fontanero. 12 Grifo. 13 Lavabo. 40

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Ante su falta de respuesta, su actuar fue más rápido y terminó por solucionarlo él; suerte tenía el hombre de que se diera maña en esas tareas. Había encontrado una pequeña plaza cerca donde salir temprano a hacer su rutina de ejercicios diarios. Los días que llovía, para no perder esa costumbre, decidió que utilizaría las escaleras, después de todo, aunque viviera en la planta baja, nadie le impedía que así lo hiciera, aunque tenía que reconocer que debía llevar cuidado con la alocada del primer piso. Esa mujer parecía tener un cohete en el traste, iba acelerada para todos lados, tanto que casi ruedan los dos cuesta abajo, al chocar mientras él subía y ella bajaba, de no ser por sus buenos reflejos. Con la belleza de Noemí Brown apenas si se había cruzado. Imaginó que su agenda debía ser muy apretada, así como muy distinta a la de la mayoría de los inquilinos. No estaba al tanto del mundo de las modelos, pero por todos era bien sabido que ese ámbito parecía no parar nunca. En el ático vivía un hombre que parecía ermitaño, aunque descubrió que su actitud siempre esquiva y algo tímida se debía a su claustrofobia. Faustino se removió en el asiento para encontrar una posición más cómoda. En la película, Leonardo Di Caprio deslizaba las puertas corredizas 41

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de un ascensor, y eso lo llevó a no dejar de pensar en sus nuevos vecinos. Rio ante lo disímil que él se veía junto al hombre que siempre parecía llevar su semblante tan duro como una buena pared de hormigón. Estaba seguro que si hurgaba en su armario, no iba a encontrar más que trajes todos iguales, uno detrás de otro. Sin embargo, todas esas contras que cada uno podía tener, y que podrían haber hecho que cambiara de edificio, quedaban relegadas cuando a su mente acudía la morena de ojos almendrados que le había tocado justo al lado de su departamento. Gemma era una mujer maravillosa. Adoraba a los animales sin importarle de qué clase fueran; el que una cabra pastara en el patio era signo inequívoco de ello. A él no le molestaba, por el contrario, le agradaba encontrar en ella esa calidez humana que, hoy en día, se veía en muy pocas personas. Habían congeniado muy bien desde el mismo día en que se conocieron, aunque aún podía ver en sus ojos cierta tristeza. Algo le había sucedido, estaba seguro, pero ella no lograba abrirse del todo a él. Aun así, se mostraba risueña y coqueta con él, y eso lo había motivado a dar un paso más en esa relación de amistad que mantenían, aunque también podía deberse a la decoración que ostentaban la mayoría de tiendas en ocasión de la fecha: San Valentín. 42

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Apagó la televisión y se levantó, decidido. Se metió en su habitación y rebuscó entre su ropa algo que fuera distinto a sus habituales equipos deportivos, la ocasión lo ameritaba. Una vez listo, agarró la tarjeta que había comprado hacía un par de días y que guardó en el cajón de su mesa de luz después de escribir un par de palabras en su interior, se acercó a la puerta de entrada, la abrió despacio y espió que no hubiera nadie. Raudo, cerró, se escabulló hasta el pórtico de al lado y deslizó el sobre por debajo. Con una sonrisa tonta en su rostro, dejó el edificio. Meneando la cabeza de forma negativa, se mofó de sí mismo por parecer un romanticón. –La suerte está echada, hermano –se dijo y avanzó rápido por la acera. *** Faustino tamborileaba los dedos sobre la mesa mientras observaba con atención la puerta de entrada de la pequeña cafetería que había elegido para su cita. Reconocía que estaba algo nervioso; pasaban veinte minutos de la hora que había marcado para ese encuentro. Odiaba la impuntualidad, pero con Gemma podía hacer una excepción. Los segundos se seguían sucediendo como la decepción que crecía en su interior. «Quizá no está preparada todavía, hace tan solo un mes que

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la conocés14», se dijo. Sacó un par de billetes del bolsillo de su pantalón y los dejó junto a la taza de café antes de ponerse de pie y salir. Se sorprendió cuando un bulldog francés comenzó a olisquear sus pies. Bajó la vista para descubrir que se trataba de Chato, el perro de Gemma. Lo levantó en sus brazos y buscó a su dueña casi con desesperación. –Bebé, ¿estás bien? –sollozó ella al ver que el cachorro estaba en perfecto estado–. No vuelvas a hacerme esto –lo regañó, señalándolo con el dedo. El animal, como si la comprendiera, se acurrucó contra el cuerpo de Faustino. –Es un travieso –dijo él a la vez que lo acariciaba; en su voz no había reproche ni nada que le indicara su desazón. –Menudo susto que me ha dado –suspiró ella. Sus ojos se encontraron. –Creí que… –No estaba seguro de lo que podía decir. Esa situación lo tenía algo desbordado, jamás se había sentido así. –Gigoló vino herido de la calle y tuve que curarlo –comenzó ella a relatar, compungida y aprisa–, no encontraba a Margarita por ningún lado, y eso que el patio es pequeño. Manchis derramó 14 Conjugación del verbo conocer para la segunda persona del singular. Es común en Argentina. 44

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toda su agua y tuve que secar. Catita quiso comerse la ropa tendida y tuve que recogerla para que no me la estropeara. Donna comenzó a escandalizar, ladrándole a Rojo, a Amarillo y a Verde que no paraban de piar... –Gemma –la llamó, pero ella seguía con su explicación. –Mota estaba muy cómoda en su cesto y no quería salir a hacer sus necesidades. Chato no paraba de saltar sobre mi cama, y me costó mucho calmarlo. Chispi y Chaspa, bueno..., ellos son los únicos que no hicieron nada, solo lo observaban todo desde su jaula. Una risa surgió de la boca de Faustino, y si no se había enamorado ya de ella, con su divertido parloteo lo había conseguido. Gemma estaba ahí, intentando excusarse por su tardanza, y eso era lo único que a él le importaba. Sorprendiéndola, llevó la mano libre hacia su nuca y la acercó a sus labios. –Sos un encanto, chica de los animales. –Y sin más, la besó.

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Saltos por amor Nora Alzavar «¡No me lo puedo creer!», grito al ver la hora que marca mi móvil. Sin dudarlo, pego un bote de la cama y sin ponerme las zapatillas de estar por casa, abro la ventana, miro hacia abajo y tras coger aire, chillo: –¡Me cago en tu raza, en la de los pajarracos y en la de todos los bichos que viven contigo! Como todas las malditas mañanas, el zoo que hay instalado en el bajo me despiertan de mal humor y hasta echo de menos el sonido del despertador. Cierro la ventana y me arropo con mi bata antes de ir a la cocina a prepararme un café

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para afrontar el día e intentar no cargarme a nadie por el camino. «Te vas a enterar», sentencio cuando un plan genial se apodera de mi mente. Bebo de un solo trago el café y dejando el vaso sobre la encimera, me dirijo al dormitorio. De la silla cojo la ropa preparada para ir al trabajo, me visto y sin maquillar, cojo las llaves y me dispongo a salir de casa a hacer una visita exprés. –¡Joder con el chucho! –exclamo al ver sus excrementos en la puerta de mi casa. Con tal regalito, mi rabia crece aún más y bajo corriendo las escaleras hasta plantarme en la puerta del bajo A–. ¡Tú! ¡Ábreme la puerta! ¡Eh! Venga, valiente… –La invito de la forma menos amable a abrirme mientras aporreo la puerta y toco al timbre–. Como tu chucho vuelva a dejarme un pastelito, te juro que te lo traigo de vuelta y te lo restriego en la cara. Al no obtener respuesta, vuelvo a casa a maquillarme y prepararme para ir a trabajar. Un sonido en las escaleras hace que acelere el paso y cojo el bolso. Salgo y cierro la puerta sin hacer ruido, y entre saltos, llego hasta mi objetivo: Henry, mi vecino del ático. –Hola, Henry –le saludo con la mejor de mis sonrisas–. ¡Feliz San Valentín!

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–¡Feliz San Valentín, Catalina! –responde. Sus nervios se palpan, ya que su voz tiembla y no es capaz de mirarme, pero yo no puedo anular mi idea para un día especial. –No hagas planes para esta noche, ¿de acuerdo? –Le sugiero con carita de cordero degollado, para a ver si así acepta acompañarme. –Va… vale –acepta tartamudeando–. ¿A dónde vamos? –¡De concierto! –respondo ilusionada y con ganas de disfrutar de un directo. –¿Con… con… concierto? –Sí, pero será algo tranquilo. No te preocupes, estaremos incluso sentados en una mesa –le digo mientras le pongo ojitos y parpadeo de forma rápida y exagerada tratándole de convencer pues el pobre ya empezaba a sudar. –Vale, de acuerdo –confirma más rápido de lo que me esperaba. –Te espero a las ocho en mi rellano. Hasta luego –respondo y continúo mi camino hacia el portal dando saltos. Paso las horas en el trabajo deseando que el reloj marque la hora de salida. No puedo evitar sentirme nerviosa imaginando que pasará en la cita 48

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de esta noche pues llevo meses observando a mi vecino, mandándole señales para que diera un paso más y conocerle más... íntimamente; pero nada, ¡está encerrado en su propio mundo y no me ha quedado más remedio que lanzarme a la piscina! Por fin ha llegado la hora, me pongo mi abrigo y del primer cajón de mi escritorio cojo la cartera y el móvil, lo guardo en los bolsillos y salgo de allí lo más rápido posible hasta llegar a mi casa. Al entrar en el portal, me fijo en el tablón de anuncios y me sorprendo al ver el cartel que anuncia una nueva reunión de vecinos. –¿Hoy? ¡Presiii, estás zumbado! ¿Es que no sabes que hoy es San Valentín y aún quedan tortolitos que celebran estas cosas? –grito lo más fuerte que mis pulmones me permiten a ver si me escucha desde su casa. Por si acaso no es así, me subo en el ascensor y subo hasta el segundo. Toco la puerta del presidente y espero hasta que me abra. A los dos minutos, escucho un bufido desde el otro lado de la puerta, y a continuación abre. –Buenas tardes, Catalina, ¿necesita algo? – pregunta sin ganas mostrando una falsa sonrisa. –Pues sí. ¿Le importaría avisar de las malditas reuniones con más tiempo? No sé… ¡yo tengo una

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vida! –le digo mientras mis brazos se mueven sin cesar, dándole más énfasis a mis palabras–. ¿Qué gilipollez piensas decirnos hoy? –Es una reunión de vecinos. Acuda esta noche y verá por qué les he convocado –responde él. –Pues si no le importa… dígamelo porque tengo mejores cosas que hacer y no pienso asistir – insisto intentándole sacar de quicio. –Se le informará como al resto de vecinos, ¿algo más, Catalina? –pregunta con retintín. –Andrea… Andrea… –añado mosqueándole aún más al no llamarle por su apodo–. En el fondo, ese nombre tan femenino le queda hasta perfecto, pues es usted un poco… ¡señoritinga! –Su mirada me hace comprender que mis palabras le han vuelto a molestar, pero el sonido del portazo me ha cabreado más a mí–. ¡Andreíta, cómete el pollo! –le suelto antes de darme la vuelta y bajar los escalones que me separan de mi piso. Me preparo unas tostadas y un café para merendar, tomándomelo en la mesa de la cocina, mientras en el móvil ojeo las redes sociales y cotilleo a la gente que me ha aceptado en ellas. Al terminar, me voy a la ducha y empiezo a prepararme para la noche, para mi cita. Un pantalón de vinilo negro estrecho y una 50

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camiseta de color rojo escarlata que apenas me cubre el pecho es el modelo elegido para la ocasión. Con el secador intento que mi rebelde pelo se quede tal y como quiero, al menos hasta que Henry me vea, pues en cuanto salga a la calle el aire hará de las suyas. Maquillo mis ojos en un suave ahumado negro y elijo el pintalabios más rojo que guardo en mi neceser. Miro la hora y faltan quince minutos para las ocho, pero no puedo esperar más. Me enfundo en mi chaqueta de cuero y salgo de casa. Unos minutos después, Henry me sorprende bajando por la escalera vestido con unos vaqueros negros marcando ese trasero que tanto tiempo llevo deseando pellizcar, una camiseta blanca y, como si nos hubiésemos puesto de acuerdo, una cazadora de cuero. Pero lo que más me llamaba la atención fue poder perderme en su azulada mirada expuesta al mundo al haberse dejado las gafas en su casa. –Estás preciosa –dijo después de habernos observado de arriba abajo con disimulo. Sonrío y cojo su mano arrastrándole hasta bajar a la calle donde un taxi nos está esperando. «O le gusta o me mata, ¡la suerte está echada!», pienso mientras el transporte recorre las calles de Nueva York. El taxista anuncia nuestra llegada frente al local. Pago la carrera y bajamos del coche y nos

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ponemos a la cola de la enorme fila que hay en la puerta. Las manos me sudan, las piernas me tiemblan y unas increíbles ganas de salir corriendo de allí se apoderan de mí. Quiero que Henry me conozca, que me dé una oportunidad para demostrarle que no estoy loca como mis vecinos no dejan de repetir por los rellanos, acusándome en cada reunión; pero creo que el concierto lo va a empeorar todo. «¿Cómo se me ocurre traer a Henry, sabiendo que es claustrofóbico, a un maldito concierto de Heavy Metal en primera fila? ¡Al pobre le va a dar un jamacuco cuando todo el mundo empiece a cantar y se nos echen encima para estar más cerca del escenario!», me regaño a mí misma. Pero ya es tarde y el puerta pide nuestras entradas, se las entrego y, de nuevo, cogiendo la mano de Henry, nos adentramos en el local. Canto, grito y salto como si no hubiese mañana, pero no dejo de observar a mi acompañante. Cada vez le veo más tenso y me siento mal. Me giro una vez más, le sonrío y él me responde con una de sus sonrisas, débil, pero que me llega al corazón demostrándome que está aguantando por mí. Llevo mis brazos hacia su cuello, le rodeo, y tras ponerme de puntillas para intentar estar a su altura, le beso. No sé si le gusta, pues no veo respuesta por su parte pero tampoco se aparta; de pronto, parece que se deja llevar y sus

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brazos se posan sobre mi cintura, juntando nuestros cuerpos aún más y disfrutando de nuestro primer, ansiado y deseado beso. Cuando el concierto finaliza, la adrenalina inunda mi cuerpo y soy incapaz de subirme a un taxi de vuelta a casa y que mi cita junto a Henry también se dé por finalizada. –¿Te apetece volver dando un paseo? –le pregunto y él, con una sonrisa, asiente. Caminamos cogidos de la mano por las calles de Nueva York como una pareja más, haciendo pequeñas paradas para regalarnos los besos que nos debíamos. Pero la fachada de nuestro edificio ya estaba delante de nuestros ojos, dando por finalizada la noche, separándome de él. –Catalina, lo he pasado muy bien –rompe el silencio incómodo que se había creado al entrar en el portal–. ¿Quieres tomar una copa en mi casa? No lo dudo ni un solo instante, sé cuál es mi respuesta, pero quiero dejarle con la intriga. Sigo en silencio haciéndole creer que no sé si me atrevo a subir al ático. Y cuando creo que la risa me va a fastidiar, salgo corriendo escaleras arriba hasta llegar a su puerta. Segundos después, él está a mi lado, abre la puerta y me cede el paso como buen caballero que es y lleva demostrándome toda la

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noche. Cotilleo su ático para conocerle un poco más, y al acercarme a la cocina, al olor de lo que está preparando, me invita a tomar una copa en el salón sola en su sofá hasta que me avise de que la cena está lista. Sigo curioseando cada rincón de la sala hasta que, por fin, Henry llega a mi lado, tapándome los ojos con un pañuelo, cubriéndome con una manta y guiándome a… –¿Lista? –me pregunta. Sin dejarme tiempo a responder, noto cómo retira el pañuelo y mis ojos descubren que, en la terraza, hay una mesa, con platos tapados y velas encendidas dándole un toque muy romántico a esta fría noche de febrero–. ¡Feliz San Valentín, Catalina! Sin palabras me he quedado al descubrir que lo tenía todo organizado. Una cena romántica en su casa, en su terraza, admirando las preciosas vistas de la ciudad mientras el frío no es una molestia por la estufa que ha colocado junto a nosotros. Las palabras siguen sin salir, así que decido agradecerle todo lo que mis ojos ven, y la cena que nos espera, sorprendiéndole una vez más besándole. Pensé que después del concierto, no querría saber nada más de mí. Necesitaba distraerme en la noche de San Valentín y no pensar que estaba sola, pero esa noche estaba cambiando todos mis planes. Mi vecino, Henry, me sorprendió con la declaración

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más bonita con la que nunca había soñado empezando una relación junto a él, un claustrofóbico que cada día hará que brinque, no de locura como siempre, sino saltos por amor.

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Hay que tomarse muy en serio el amor Dacar Santana BIPBIPBIP-BIPBIPBIP-BIPBIPBIP Nicolás, o Nico, como lo llamaba su familia (y solo su familia más cercana), levantó la mano hacia la mesilla de noche y apagó el despertador. Lo había dejado sonar, aunque llevaba más de una hora despierto, en su cama, observando cómo salía el sol. Durante ese tiempo, se dedicaba a hacer lo que todas las mañanas: analizar el día que tendría por delante. Levantarse, ocuparse de sus necesidades,

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lavarse los dientes y ducharse; con la toalla atada a la cintura, tomarse el café bien cargado y caliente que lo espera en la cocina gracias a su máquina último modelo y programable; elegir entre uno de los más de treinta trajes en tonos grises de su armario y una corbata en consonancia con su estilo sobrio y profesional; terminar de arreglarse e irse de casa, rezando para no encontrarse con ninguno de sus, insoportablemente amables, vecinos; llegar a la oficina y sumergirse durante toda la jornada laboral en el mundo de los números y la economía en general. Tras eso, acudir a la piscina y hacer tantos largos como su cuerpo pudiera aguantar sin ahogarse en el intento, pararse a comprar comida china en un restaurante cerca de su edificio e ir directo a casa, rezando –otra vez– con no encontrarse con algún dicharachero vecino que cree que le puede interesar cómo ha ido su día. Una noche acabaría reventando, dejaría su cortés indiferencia de lado y explotaría contra cualquiera de ellos al grito de: «¡No me interesa tu vida!». Si no fuera porque el mercado inmobiliario estaba por los aires, se habría buscado otra cosa hace muchísimo tiempo. Cenar con los informes de producción de la empresa delante, lavarse los dientes y a la cama. Algunos, en la oficina, lo tachaban de rutinario, e incluso llegó a oír a compañeros

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llamándolo aburrido a sus espaldas, pero él lo tenía claro: –Cuando esté mirando Central Park desde las vistas panorámicas de mi oficina de la vigésimo séptima planta, tendré tiempo de sobra para interesarme por otras cosas y divertirme. Ya saben lo que se dice: el que ríe el último, ríe mejor. E igual que el cuento de la hormiga y la cigala, mis esfuerzos y sacrificios verán los frutos en el futuro. Aunque, para ser sinceros, tenía que reconocer que siempre había sido serio, incluso de niño. Su madre lo llamaba «su pequeño viejo prematuro». Pero cuando tus padres (inmigrantes españoles que llegaron al país con tan solo un contrato de trabajo de condiciones miserables, una maleta cargada más con ilusión que con otra cosa) pusieron sobre ti unas expectativas tan altas, no te quedaba más remedio. Al final, su sentido del deber ante la presión familiar formó su carácter, y así se quedó. Serio y responsable a más no poder. O como también llegó a sus oídos: Nicolás, el dueño del palo. Claro que podría parecer un mote inocente, pero él es serio, que no tonto, por supuesto que sabe dónde se supone que tiene que estar situado dicho palito… Chistes como esos ni siquiera lo hacían parpadear. Su mente fija en un objetivo: conseguir 58

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para sus padres el verdadero sueño americano. Casita y valla blanca incluidas. Hoy, el día no comenzó para Nicolás de la misma forma que siempre. Y eso era muy extraño. Su rutina no fallaba, parecía a prueba de bombas: un nuevo vecino se mudó al bajo. Un chico con pinta de hacer ejercicio con regularidad y llevar una vida sana. «Tal vez, por fin llegue alguien normal al edificio». Y no solo eso había cambiado, cuando llegó al trabajo, encontró que la oficina no estaba tan silenciosa o todo lo silenciosa que podía estar, sin contar con todos los teléfonos sonando sin parar y el ir y venir de los empleados. Oyó un alboroto, unas risas y también algunos golpes en las mesas. Se levantó de un salto, dispuesto a salir de su despacho para llamar la atención a todos esos impresentables que no lo dejaban concentrarse en los papeles que tenía delante y que incluso habían conseguido que le comenzara a doler la cabeza, cuando la puerta se abrió de repente y se asomó por ella una chica con el pelo violeta. –¡Correo! –exclamó en tono alegre. Volviendo a sentarse en su escritorio y respirando profundo por la nariz para disimular el susto que se había llevado, la miró fijamente y le hizo una seña para que entrara. 59

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–Cierra al pasar, por favor –le pidió con su habitual tono de seca cortesía. No pudo evitar fijarse en ella mientras caminaba hasta quedarse de pie, que no quieta, enfrente de su mesa. Era bajita y curvilínea, vestía un vestido blanco algo hippy que hacia destacar aún más su pelo y sus labios brillantes. Miraba todo a su alrededor con curiosidad, como si lo analizara, y al pararse para enfrentarlo, ladeó la cabeza y lo observó a él sin disimulo. –Te agradecería que, en próximas ocasiones, toques en la puerta y esperes a que te dé permiso para entrar antes de abrir por tu cuenta. –¿Por qué? –preguntó con una sonrisa–. ¿No quieres que te pille haciendo algo malo? ¿Eres uno de esos picarones que aprovechan el internet gratis de la empresa para ver porno? –¿Qué? –«¿En serio que acaba de decir eso?»–. Creo que te he oído mal –le dijo, dándole una escapatoria por si acaso lo nervios la hubieran traicionado, aunque algo le decía que esta chica no decía nada sin querer. –No te culparía si lo hicieras… –Comenzó a reír con ganas–. ¡Ojalá tuviera mi móvil en la mano! Tu cara no tiene precio. –No sé de qué hablas, pero te invito a salir de 60

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mi oficina. No estoy aquí para perder el tiempo. La chica tuvo que ver algo en su rostro que le indicó que no estaba de bromas porque secándose las lágrimas de los ojos, hizo un esfuerzo para aguantar tranquilizarse. –Estaba bromeando, hombre –le dijo–. Soy nueva aquí y pensé que una buena broma aliviaría las tensiones del primer encuentro y esas cosas… –No me gustan las bromas y mucho menos sobre mi rendimiento en el trabajo. –Soy Gaby –prosiguió ella, ignorándolo por completo–. Soy la nueva chica para todo. Reparto el correo, hago fotocopias, traigo almuerzos; si es necesario, estoy dispuesta a concertar citas con señoritas de compañía. Soy muy discreta… –Limítate al ámbito profesional –la cortó–. Todo lo demás sobra. –Solo quería ser simpática. –Pues te has equivocado de persona. No me gustan los graciosillos ni los que no se toman en serio su trabajo. Vete, por favor –la despidió. La notó indecisa, así que insistió en ello–. No voy a volver a repetírtelo. Estoy a punto de llamar a seguridad y que te saquen ellos de aquí. –Está bien. Está bien –le dijo, levantando las 61

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manos en señal de rendición–. Sé cuándo no soy bienvenida. Se acercó y puso sobre la mesa diferentes documentos, casi todos con su nombre impreso. –Hasta otra, Nico –soltó antes de abrir la puerta. –Es Nicolás… Pero ella ya había cerrado tras de sí.

Al día siguiente, otra cosa volvió a cambiar la rutina de Nicolás al llegar a la oficina. Encima de su escritorio, encontró un pequeño sobre rosa con su nombre escrito a mano. Bueno, su nombre no, tan solo se leía Nico. Por mucho que odiara las sorpresas, estaba realmente intrigado por saber lo que contenía, así que levantó la vista para cerciorarse de que su despacho estaba cerrado y rasgó el sobre por un lado. Cuando sacó el contenido, se quedó de piedra, una pequeña tarjeta en la que rezaba: «Claudine, salón de masajes. Aquí, todo tiene un final feliz», junto con un número de teléfono. Lo vio todo rojo. –Esa pequeña… pequeña… mujer –refunfuñó

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en alto y se llevó las manos a la cabeza, despeinándose su repeinado pelo–. Se ha atrevido a entrar en mi despacho para dejar esta porquería. Inspiró y espiró repetidas veces en un intento por tranquilizarse hasta que, por fin, lo consiguió. Llegó a la conclusión de que la chica estaba perturbada mentalmente y decidió dejar el incidente solo en un asunto entre ellos dos. «Mejor arreglar las cosas en privado», pensó. Salió como un rayo de su despacho y la empezó a buscar. Le preguntó a todo el que veía por ella, la chica del pelo lila del correo, ya que no recordaba su nombre, sin embargo, nadie sabía de su paradero. Tras buscarla por casi todo el edificio, la encontró en la vigésimo séptima planta –la de sus sueños– hablando con todo el mundo mientras empujaba un carrito lleno hasta los topes. No pudo evitar fijarse en su culo lleno escondido detrás de unos pantalones vaqueros que de tan apretados tenían que cortarle la circulación. Hoy lucía el pelo suelto y negro, por lo menos por delante, porque al pasar la esquina, notó que aún continuaba llevando el flequillo de ese color tan escandaloso. «Sexy». Moviendo la cabeza de un lado a otro

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para desentumecer la mente de aquellos pensamientos, se obligó a centrarse en el tema por el que la buscaba: echarle una soberana bronca. –¡Ey, chica! ¡Tú, la del carrito! –la llamó. Ella giró la cabeza sin detener su paseo, lo miró de reojo y lo ignoró. «¿Cómo se atreve?», pensó indignado. Se acercó con rapidez y la detuvo agarrándola del brazo. –Espera un momento, chica. Tenemos algo de qué hablar. Con la dignidad de una reina, ella lo miró a los ojos casi sin parpadear, luego, movió el brazo para que la soltara. –Algunos nos tomamos en serio nuestro trabajo, Nico. Y tú, con tus gritos e interrupciones estúpidas, no me dejas hacer el mío –le dijo esto moviendo el carrito de delante a atrás–. Tengo un itinerario, ¿lo sabías? –¿Itinerario? ¿Interrupciones estúpidas…? – inquirió, confundido–. Tú lo flipas. Solo estoy aquí porque quiero que me des una explicación sobre el regalito que dejaste esta mañana en mi mesa. –No tengo ni idea de qué hablas… –dijo como

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si nada y continuó andando. Saludaba a su paso a todos con los que se cruzaba, al igual que haría si estuviera dando una vuelta por un parque en vez de en medio de los pasillos de una de las empresas financieras más poderosas del país. Nicolás corrió hasta colocarse delante de su carro, cortándole el paso. –Me refiero a tu invitación a un masaje especial –le especificó, puntualizando la última palabra con comillas en el aire–. Toma. No la necesito para nada. Se sacó la tarjeta del bolsillo trasero y la lanzó dentro del abarrotado carrito. –Primero, no fue una invitación –explicó Gaby–. Ni loca te pagaba yo algo como eso. Simplemente, era una sugerencia… te ves muy estresado; segundo, y para próximas ocasiones en las que necesites de mí, si quieres que te haga caso, llámame por mi nombre. Gaby. –Recogió el pequeño rectángulo de la cesta y se lo guardó dentro de la camiseta, aguantándola con la tira del sujetador–. También respondo a guapa, preciosa, diosa y similares. –Estás como una cabra –suspiró Nicolás con resignación. –Pero ¿a qué te gusto un poco? 65

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Y por extraño que pareciera, no pudo negarlo. –Gaby, no vuelvas a hacer nada parecido –le dijo en su lugar, haciéndose el duro y aguantando las ganas de sonreír. –De acuerdo –claudicó–. ¿Te das cuenta que puedo ser muy razonable cuando me pides las cosas con respeto y consideración? Nicolás, dando por finalizada esa surrealista conversación, se hizo a un lado para dejarla continuar. Gaby prosiguió su camino, pero se detuvo al llegar a su altura. –Hasta pronto, Nico –se despidió, poniéndose de puntillas y dándole un suave beso en la mejilla antes de reanudar la marcha. Él se quedó quieto sin saber cómo reaccionar y con una sonrisa de bobo en los labios. Después, volvió a su despacho, en donde intentó concentrarse en los informes que tenía delante, pero le fue imposible. Una pequeña morena descarada ocupaba su mente. Al apagar todo para irse a nadar, se dio cuenta de una cosa: hoy, nadie podría decir que Nicolás Torres había tenido un día aburrido, y eso… le gustó.

A la mañana siguiente, más novedades

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pasaron por la vida de Nicolás: en su escritorio encontró otro pequeño sobre con su nombre. Lo abrió con el doble de ganas que el anterior, intentado adivinar, mientras lo rompía, qué locura habría ideado Gaby para él esta vez. Había dejado otra tarjeta: «Sauna Adonis. Nadie se irá insatisfecho». –La voy a matar –dijo en voz alta antes de comenzar a reírse de verdad. Hacia tanto tiempo que no lo hacía con ganas (o sin ellas) que se sorprendió de sí mismo. No obstante, la sensación fue bien recibida–. Me gusta tu locura, mujer. Volvía a hablar consigo mismo y no le importó que nadie lo oyera. Por una vez, se estaba divirtiendo. Descartando en la basura su soso sándwich, cogió el teléfono y marcó un número que casi no había utilizado en sus tres años en la empresa. –Necesito que hoy me traigan la comida. La mañana le pasó rápido gracias al papeleo acumulado en su mesa y el debate creado en el grupo del whatsapp que tenía con sus vecinos sobre una reunión en la que ninguno se aclaraba si se celebraría o no. Cuando, cerca de la hora del almuerzo, la puerta se abrió de repente, sin ningún sonido previo de llamada ni nada, ni se inmutó. Es

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más, se encontraba extrañamente divertido. Leer como el despistado del presidente del edificio luchaba contra todos para hacerse escuchar, le hizo soltar alguna que otra carcajada. –¡Pedido especial! –exclamó Gaby al entrar, caminando hacia la mesa–. Nico, debo decir que me has sorprendido. Según mis fuentes, hacía mucho que no pedías que te trajeran la comida al despacho. –No hagas una montaña de esto. Lo único que ha pasado es que no me ha dado tiempo de prepararme nada –mintió Nicolás, rezando para que el envoltorio de lo que se había traído de casa no fuera visible dentro de la papelera–. Muchas gracias por la entrega. –De nada –farfulló la chica, agitando la mano para quitarle importancia al asunto, y cambió de tema–. Por lo que veo, no me he equivocado contigo, eres un chico bocadillo de atún. –No sé por qué, pero no me parece que eso sea un halago. –Y no lo es. –¿Tienes algo en contra de ese pez en particular o tienes más especies en tu lista negra? –No eres gracioso –protestó a la vez que se acomodaba en la silla que tenía al lado, abrió su

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bolso y sacó su propia comida. La apoyó sobre el escritorio junto a un tenedor–. Me refiero a que eres previsible, Nico. Eso es lo que quiero decir. –Tan solo con saber lo que como no puedes decir que soy previsible. A mucha gente le gusta el atún. –Verdad. Pero a ti se te ve a la legua que eres un hombre de costumbre –insistió–. Me apuesto lo que sea a que llevas almorzando lo mismo desde que comenzaste en la empresa. –Es rico en omega 3 –se justificó, incómodo, Nicolás. Comenzó a comer, masticando con calma, dándole vueltas a lo que le acaba de decir Gaby. «A ver, es cierto que soy un hombre de costumbres, pero de ahí a ser previsible…», piensa. «¿A quién quiero engañar? Lo soy. No voy a mentirme a mí mismo». –¿Y cómo es que una chica como tú trabaja en un sitio como este? –preguntó–. No es por ofender, pero eres demasiado mayor como para ser una becaria y demasiado… –dudó, observándola con detenimiento, buscando la expresión correcta–. No formal para un sitio como este. –No me ofendes. Todo eso es cierto – admitió–. La verdad es que estoy aquí porque me debían un favor y me aproveché de ello con 69

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descaro. En realidad, soy socióloga y estoy haciendo un estudio sobre el comportamiento del ser humano en un ambiente de estrés laboral. –Así que solo estás hablando conmigo para estudiarme –comentó, desilusionado. –Otra vez, verdad… –Nicolás, al oír esto, sintió como si le hubieran echado un cubo de agua fría por encima–. Pero si tan solo te quisiera como objeto de observación, no me molestaría en buscar cosas que te saquen de tu zona de seguridad… digamos que, simplemente, a lo mejor, me atraes. Lo dijo segura, sin dejar de mirarlo a los ojos. Y Nicolás no pudo dejar de asombrarse, otra vez. –No te creo –negó, incrédulo–. No sabemos nada el uno del otro. Solo hemos hablado un par de veces, y esta es la conversación más larga y civilizada que hemos tenido. –Te has olvidado de una cosa –dijo Gaby, apoyó los codos sobre la mesa y echó el cuerpo hacia delante–: el físico. Eres guapo, de un modo conservador. Me gusta. –Por lo que veo, no eres tímida en expresar lo que sientes. –La vida es corta para andar con gilipolleces. Mejor ser directa.

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–De todas formas, eso es irrelevante. A no ser que quieras un revolcón. –Típico de los hombres. Si una mujer es clara, solo busca un revolcón. –Miró el reloj–. Es una pena, ya se me ha hecho tarde. Regresó la comida, sin tocar, al bolso, se levantó y rodeó la mesa hasta quedar a su lado. Se agachó y le volvió a dar otro beso en la mejilla. –Me voy, pero piensa en lo del revolcón. Yo también lo haré. Y eso hizo Nicolás, pensar en ella todo el día y los siguientes que pasaron. A diario cruzaban palabras, cosa que lo alegraba muchísimo y que, internamente, le daba esperanzas de algo más.

Este sábado se presentaba monótono. Nicolás llegaba de la piscina, tras pasar casi dos horas ejercitándose como si no hubiera un mañana, sin poderse quitar a Gaby de la cabeza. Iba a camino a casa cuando su móvil comenzó a sonar. Preparándose para una larga conversación unilateral por parte de su madre, cogió el teléfono sin mirar quién lo llamaba. –¿Diga? –Nico, ¿en dónde estás? 71

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–¿Gaby? –«Es Gaby»–. ¿Quién te ha dado mi número? –Eso no importa. Necesito tu ayuda. Me he metido en un lío, y tú eres el único que puede ayudarme. –Dime tu dirección, voy enseguida –no dudó en responder. –Estoy en un parque, cerca de la calle Bourbon. No tardes, por favor. –Estate tranquila. Estoy bastante cerca. Hasta ahora –colgó. «¿Eso que se oía de fondo eran perros?». Llegó en diez minutos y se la encontró sentada en un banco, atada por lo que parecían las correas de tres perros que tenía a sus pies. –¿Esta es la urgencia? –le preguntó al encontrarse frente a frente–. Si querías jugar a los indios, debes asegurarte de que tus compañeros pueden desatarte después. –No te ganarías la vida dedicándote al humor, Nico –dijo–. Ayúdame, por favor. Estas bestias han abusado de mí. Estaban corriendo a mi alrededor y cuando me quise dar cuenta, estaba en medio de una escena de shibari involuntaria. –No deberías tener tantos animales si no 72

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puedes manejarlos –la comenzaba a desenredarla.

reprendió

mientras

–No son míos. Se los cuido a una buena amiga para que fuera a una especie de cita – comentó–. Tendrías que ver su casa, es un auténtico zoológico en miniatura. –No me van mucho los animales, Gaby. Bastante tengo con una vecina. Creo que dentro de su casa tiene un tigre o algo parecido –dijo con una mueca–. Los sonidos a selva que salen de su piso no pueden ser normales. –Me encantaría verlo. Sería toda una experiencia –se rió Gaby–. ¿Me acompañas a dejarlos en su casa? Di que sí, por favor. –Está bien. Fueron caminando hasta casi el edifico de Nicolás, que, de vez en cuando, desviaba la mirada de los perros a allí. –Gaby, ya sabía yo que esos chuchos me sonaban. Me parece que mi vecina zoóloga y tu amiga son la misma persona –le dijo, señalando al frente–. Vamos a ese bloque de allí, ¿verdad? –Sí –admitió–. ¡Qué casualidad! Y qué raro… paso mucho tiempo con ella. Me extraña no haberte visto antes.

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–No suelo sociabilizar con mis vecinos y no hago mucha vida fuera de casa –confesó. Siguieron hasta la puerta del piso de su amiga, en donde Gaby lo invitó a entrar. –Me siento como un explorador –murmuró. –No es para tanto, exagerado. Se sentaron en el sofá en donde charlaron durante mucho tiempo. Nicolás se sintió tan tranquilo como nunca antes. Estando con Gaby, podía relajarse y divertirse. –Nico, ¿puedo darte un beso? –¿Por qué querrías hacerlo? –la interrogó, realmente intrigado–. Soy muy diferente a ti. Tu eres la alegría de la fiesta, y yo soy demasiado serio… aburrido. –Me gusta cómo eres, Nicolás. Tu seriedad no me molesta. Es más, me gusta que solo te relajes conmigo –le dijo, acercándose más–. Además, estoy absolutamente segura de que nos acabaremos enamorando, y tú te tomarás lo nuestro muy en serio. –Sonrió–. Y eso no es malo. Más bien, todo lo contrario. –Nunca lo había pensado de esa forma. –¿Te cuento un secreto? –Al ver que asentía,

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Gaby continuó–: Estoy absolutamente segura que en la cama vas a ser muy divertido, Nicolás. –Llámame, Nico –susurró antes de besarla. Continuaron haciéndolo sin parar. Devorando sus bocas, explorándose el uno al otro, con los ruidos de los diversos animales como música de fondo. –Tengo animales menores de edad –dijo una voz, divertida, interrumpiéndolos. Se apartaron el uno del otro para ver a Gemma, la vecina y dueña de la casa, con una sonrisa en los ojos. –Lo siento, Gemma –se apresuró a decir Nicolás, levantándose del sofá–. Es una falta de respeto hacia tu casa. Esta, al ver a su arisco vecino en su piso y enroscado con su amiga, tan solo enarcó una ceja como símbolo de sorpresa. «No sé –pensó Nicolás–, a lo mejor vivir con tantos animales que van dejando regalitos por todas partes, la ha curado de sobresaltos…». –No te preocupes. Me alegro de descubrir que no eres tan serio y correcto como aparentas –le dijo en un tono relajado.

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Gaby volvió a empujarlo hasta que tuvo que sentarse y ella se pudo apoyar en él con comodidad. –Está lleno de sorpresas, amiga –le dijo a Gemma y, bajando la voz, añadió–: y estoy loca por descubrirlas.

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Belleza en el corazón Noa Pascual Noemí se despidió de sus vecinos con una sonrisa hipnotizadora. Su belleza natural conseguía atrapar la mirada de cualquiera. A sus veintiocho años de edad, había llegado a la cima de su profesión y, aunque era consciente que los años jugaban en su contra –ser top model internacional tenía los días contados–, estaba dispuesta a sacar partido del tiempo que le quedara. El 14 de enero llegaba tarde a una sesión fotográfica. Solía ser una mujer puntual, pero la noche anterior regresó de una fiesta a altas horas de la madrugada. Últimamente su ritmo de vida era acelerado: trabajo… fiestas de trabajo… más

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trabajo… Y estaba cansada, y no sólo físicamente. Algo en ella había cambiado de un año hasta ahí, el mismo día que decidió alejarse de los hombres porque parecía que sus relaciones habían fracasado estrepitosamente, ya que lo único que sus ex veían en ella era su belleza. Así que optó por trabajar y apurar los años que le quedasen en la cima, sin complicarse la vida con hombres que sólo se fijaban en ella por ser guapa y famosa. A las diez de la noche, por fin había terminado su jornada. Al llegar a casa se tumbó en el sofá y se puso a recordar sus últimos cuatro meses. «El 14 de septiembre la sesión fotográfica se había alargado mucho más de lo que esperaba, apenas había comido y encima su representante se presentó en el último momento para entregarle un nuevo contrato que le iba a aportar unos grandes beneficios al tratarse de una campaña publicitaria para una famosa marca de cosméticos. Llegó a casa, se duchó y tardó media hora en alisarse la melena rubia que le llegaba casi a la cintura. Se miró en el espejo un buen rato. Sus ojos azules, esos que habían enamorado a los mejores fotógrafos del mundo, estaban apagados, sin brillo, como ella se sentía. Suspiró con derrota y se encaminó al salón de su apartamento. Tumbada en el sofá, zapeando con el mando de la televisión, 78

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nada le parecía interesante. En el contestador tenía casi cien mensajes, todos eran invitaciones para salir de fiesta y no quedarse en casa. Algo que hacía poco, y que por primera vez, le apetecía de verdad. Miró a su alrededor, podía vivir en un lujoso ático en el centro de Nueva York, o en una mansión a las afueras, donde vivían las celebrities. Pero su lado nostálgico le impedía vivir en otro lugar. Compró ese apartamento con el ingreso que le generó su primer contrato publicitario, cuando la eligieron la top model del año. Su vida nunca había sido un cuento de hadas, más bien todo lo contrario. Ahora parecía que el destino quería compensarla por todas las amarguras que había vivido en el pasado, pero algo dentro de ella decía una y otra vez: «Nunca dejes de tener los pies en la tierra, recuerda que igual que se sube, se baja». Una frase que su madre le dijo antes de morir, y que ella atesoraba en su mente por ser lo último que salió de los labios de la mujer que le había dado la vida. La única familia que tenía, ya que nunca llegó a conocer a su padre. Sonó su móvil y vio un número de teléfono que no conocía, descolgó y se quedó helada al oír la voz varonil de un hombre al otro lado. –¡Cómo se te ocurre mandarme a una

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prostituta a casa! ¡En qué cojones estabas pensando! Entérate bien… ¡No quiero putas, no quiero tu compasión, no quiero que te metas en mi vida! ¡¿Lo has entendido?! –bramó el interlocutor consiguiendo que ella agrandara los ojos. –¿Cómo alucinada.

dices?

–interrogó

un

tanto

El hombre al escuchar la voz de una mujer, se sorprendió tanto como ella. –¿Quién eres? –preguntó, cambiando el tono de voz. Ya no sonaba tan fiero. –Noemí, ¿y tú? –¿Eres la nueva conquista de Joe? Dile a ese cabrón que se ponga –replicó confundiéndola con otra persona. Lo más sencillo era colgar la llamada, pero algo en ella se negaba a hacerlo. Además, parecía que aquel hombre necesitaba desahogarse, y pensándolo bien, ella no tenía nada que hacer esa noche. Su lado cotilla quería averiguar quién era él, por qué estaba tan cabreado y quién era ese tal Joe. –No conozco a ningún Joe… y por cierto, ¿estás borracho? –preguntó y se tapó la boca nada más hacerlo, ¿qué hacía ella preguntando a un desconocido?

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La respuesta tardó en llegar, y mientras esperaba, sonrió porque escuchó a aquel individuo que todavía no se había presentado hablar en voz baja, maldiciendo una y otra vez, al darse cuenta que se había equivocado de número. –Lo lamento… de veras –se disculpó el hombre–, creo que me he equivocado… –No pasa nada –respondió ella sonriente porque la voz avergonzada de aquel hombre llegó a calarla hasta lo más hondo–. ¿Y ahora me dirás quién eres? –preguntó esperanzada sin saber por qué le interesaba saber quién era ese hombre. –Soy Codeman –sentenció. Y aunque sabía que estaba ebrio, la voz tajante que utilizó consiguió que ella sintiera un chispazo eléctrico en su interior. –Bien, ahora que ambos sabemos nuestros nombres, dime, ¿por qué estás tan cabreado con ese tal Joe? Escuchó un resoplido al otro lado y eso le gustó, parecía que Codeman no iba a colgar la llamada, más bien estaba intentando buscar el lenguaje apropiado, algo difícil cuando uno iba bebido. –Porque es un amigo con poco sentido común –respondió con ese deje de que adoraba a ese 81

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hombre, aunque ahora mismo quisiera matarlo. Ella acabó riendo al imaginar al desconocido con el que hablaba avergonzado y, a la vez, incrédulo por estar manteniendo una conversación sin sentido con una desconocida. –Vale, y ahora respóndeme a la otra pregunta que te hice, ¿estás borracho? –Digamos que he bebido… bueno, no suelo hacerlo… yo es que… –Se trababa, aunque no era por ir bebido, más bien era por la vergüenza que estaba pasando. No sabía cómo explicarse sin parecer un lerdo o un alcohólico–. Borracho, lo que se dice borracho… no. Puede que un par de tragos… –reconoció, pero quiso ser más exacto–. Media botella… bueno, casi una, si contamos que ha quedado lo que podría llenar medio vaso. Sonrió de nuevo; ese hombre era fantástico. No tenía por qué responder a sus preguntas, tampoco estaba obligado a ser sincero, pero lo estaba haciendo y, para su asombro, le estaba gustando mucho ese gesto. Una pregunta llevó a otra. Los dos parecían estar cómodos a pesar de ser la situación más surrealista que habían vivido nunca. Y cuando quiso darse cuenta, ya era las cinco de la madrugada.

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–¡Ay Dios, son las cinco! –exclamó ella, mientras como un resorte se ponía en pie. –Eso es imposible, debes tener mal tu reloj – comentó Codeman y al mirar el suyo… –¡Joder, sí que son las cinco! Los dos se quedaron en silencio, y como si estuviesen conectados, estallaron en risas al mismo tiempo. –Buenas noches, Noemí, lamento haberte… – Quiso disculparse pero ella lo interrumpió. No quería escuchar una disculpa, había pasado la noche más maravillosa desde hacía… ya ni se acordaba desde cuándo. –Buenas noches, Cody, ha sido un placer hablar contigo. –Lanzó un beso y colgó. «¿De verdad le he llamado Cody?», se preguntó, y acabó sonriendo. Sí, lo había hecho, y además le había gustado. Usar ese diminutivo era como más cercano, más íntimo. Se tumbó en la cama con una sonrisa, y a los diez minutos se sobresaltó. Su corazón se aceleró tanto que sintió incluso pánico. Y todo porque una pregunta le vino a la mente: ¿volvería a saber de él? Al día siguiente regresaba a las once y media.

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Nada más entrar en el ascensor se descalzó; llevaba todo el día subida a unos Manolos Blahnik de diez centímetros. Sonrió y respiró con fuerza hasta que, al llegar a su rellano, maldijo como una auténtica barriobajera porque había pis de perro en su puerta. Pronto habría una reunión de vecinos en la que iba a dejar clara su postura a cierta vecina amante de los animales. Ya había puesto una queja antes para que Gemma le pagara sus zapatos que se habían echado a perder por pisar cierto excremento de sus monstruitos. Se la había entregado en persona a Andrea, el presidente de la comunidad; una estupidez por su parte entregarle nada puesto que ese hombre era totalmente irresponsable. Su desmesurada impuntualidad ocasionaba que nunca entregara nada en su debido momento. Se dirigió al baño. Fue desprendiéndose de la ropa por el camino. No iba a negarlo, siempre había sido muy desordenada. Era una suerte que la mujer del servicio doméstico que tenía contratada desde hacía años, aparte de ser tan eficiente en su trabajo, fuera muy organizada. Todo estaba en perfecto orden al llegar a casa. Se preparó la bañera. Le apetecía relajarse. Tenía dos días por delante de descanso absoluto y tenía planes para ello: estar en la cama todo el día. No pensaba salir de su apartamento para nada, 84

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«hogar dulce hogar». Estaba a punto de meterse en la bañera cuando su subconsciente le trajo el recuerdo de la noche anterior. Así que salió corriendo, desnuda, al salón, donde había dejado su móvil, por si Codeman hubiese dejado algún mensaje. Lo cogió con el corazón acelerado y tensión en el estómago… Apretó los labios, no había ningún mensaje ni llamada. Suspiró entre resignada y dolida y regresó al baño, aunque se llevó el móvil consigo por si acaso. La esperanza era lo último que se perdía. Se metió en la bañera y el agua caliente consiguió el efecto que ella esperaba, su cuerpo se relajó y cerró los ojos. Soltó una risita porque hacía unos minutos, una de sus vecinas, a la que ella había apodado «la locura personificada», casi tira por las escaleras a otro vecino, que por cierto, no era nada feo, y al parecer, era el nuevo del edificio. Su corazón latió con fuerza de nuevo cuando su móvil empezó a sonar. Se secó la mano con rapidez para cogerlo, y al ver el número desconocido (ya no tanto), atendió la llamada rauda, con una alegría inesperada, tanto para ella, como para Codeman. –¡Holaaaa, Cody! Por favor, dime que hoy no has bebido –imploró risueña y con los nervios

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instalados en el estómago por la emoción de volver a escuchar la voz de ese hombre. Se escuchó una especie de gruñido intentando hacerse el ofendido, aunque habló tan jovial como ella. –Vaya, ¿eso quiere decir que cuando voy achispado no soy gracioso? –No, pero me gustaría saber si sigues siendo igual de gracioso cuando no hay alcohol en tu organismo –dijo sin pensar y encantada porque Codeman había llamado. Además, parecía tener un gran sentido del humor incluso sin haber bebido. –Lo soy, lo soy… por cierto, ¿te pillo en mal momento? –preguntó preocupado–. Es que es muy tarde, me hubiese gustado poder llamarte antes, pero he tenido un día muy complicado. –Sonaba sincero, y eso le gustó a ella. –Has llamado en el mejor momento, acabo de llegar a casa y estoy dándome un baño relajante… Se escuchó unos golpecitos y aguantó la risa. Sabía lo que estaba haciendo Cody, dándose cabezazos y, por el sonido, en alguna mesa de escritorio seguramente. –¿Qué haces, eso son cabezazos? –indagó contenta.

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–¿Tú qué crees? ¡Joder, estoy hablando con una mujer que ahora está totalmente desnuda! Ya no pudo retener la risa. No se había equivocado y, desde luego, ese hombre seguía siendo tan gracioso y sincero como la noche anterior». Sonó el teléfono y se sobresaltó, se había quedado tan ensimismada con el recuerdo que parecía estar viviendo un sueño. Aunque sonrió, una noche más iba a estar acompañada por Cody. *** Habían pasado cinco meses desde la primera conversación con Codeman, y como todas las noches, estaba esperando ansiosa la llamada. Además, hoy era San Valentín y, por alguna razón, sentía que necesitaba más que nunca escuchar su voz. Era una fecha especial para Noemí, algo extraño, ya que no eran pareja, pero su interior bramaba que ese hombre y ella ya lo eran desde el mismo día que atendió aquella llamada errónea. Mientras esperaba con el corazón acelerado, se preocupó por su vecino Andrea. Hacía un rato, ocurrió algo extraño. Empezó a analizar lo sucedido con detenimiento para ver si había metido la pata en algo. «Andrea abrió la puerta con fuerza, casi 87

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sacándola de sus goznes, y la sorprendió. –¿Noemí? ¿Qué haces aquí? –Perdona, André. Es que... Una chica subía conmigo en el ascensor y cuando le pregunté a qué planta iba y le dije que era la mía me dijo que si te conocía. –¿Una joven? –Sí, era bastante guapa. El caso es que al llegar aquí y ver la escenita con Catalina creo que se me escapó algo que malinterpretó. Me pidió que te entregara esto y salió corriendo. Así que, toma. Siento si estropeé algo. –Gracias, Noemí». Esa había sido la conversación. El problema era que ella había utilizado mal las palabras para expresarse con la joven, ya que al preguntarle por André, ella había respondido «que vivían juntos» y ese había sido el error, la respuesta correcta hubiese sido decir: sí, vivimos en el mismo rellano. Suspiró resignada esperando que Andrea hubiese solucionado el malentendido. Y de pronto su corazón se desbocó porque Cody la estaba llamando. Durante un buen rato charlaron animados, pero, de pronto, Noemí notó que la voz de Codeman 88

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cambiaba. La conversación que estaban manteniendo había cambiado por algo, y quiso averiguarlo. –¿Ocurre algo? –preguntó preocupada Noemí. Él parecía muy serio; por lo visto, ella había dicho algo que parecía haber molestado a Cody. Y sí, más que enfadado, estaba encelado. Porque ella acababa de comentar que le habían preparado una cita. Lo malo era que no se refería a una cita amorosa sino más bien de trabajo y él no lo había entendido porque ella, en todos estos meses, no había confesado quién era. Por primera vez en su vida se sentía la mujer que era, no la top model que todo el mundo conocía a través de la prensa. –No, no ocurre nada. Tengo que dejarte – pronunció con tristeza–. Espero que te diviertas con tu cita. Noemí miró el reloj. Sólo llevaban media hora hablando. Se había acostumbrado a hablar con él todas las noches durante tres horas mínimo. Su día a día desde hacía cinco meses era llegar a casa, o al hotel donde estuviese alojada en ese momento, porque por su profesión tenía que viajar constantemente, y esperar con ansia la llamada de cada noche donde la voz de Codeman la llenaba de dicha y seguridad. –Por favor, Cody, no te marches sin decirme 89

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qué te pasa –suplicó con tanto sentimiento que Codeman no tuvo más remedio que sincerarse. –¿Quieres saber la verdad? –Sí, creo que hasta hoy nunca nos hemos mentido –pronunció con cierto deje de culpa porque era cierto que siempre había sido sincera con él, aunque había ocultado quién era. Y en su interior, por alguna extraña razón, algo le decía que Codeman también ocultaba algo. –Me he enamorado de ti –se sinceró–. No sé cómo ha ocurrido, pero ya no puedo sacarte de mi mente y mi corazón. Noemí sintió que los ojos se le encharcaban. Primero, por la respuesta tan directa; segundo, porque sonaba a derrota, como si fuese imposible que ellos pudieran estar juntos. Y en tercero, porque él nunca le había preguntado cómo era físicamente, ni una sola vez, ni siquiera sabía si era rubia o morena… si era alta o baja… si era delgada o gorda… guapa o fea… Lo que significaba que era el único hombre que se había enamorado realmente de ella; de su interior. –¿Y qué tiene eso de malo? –preguntó ella con un nudo en la garganta. –¿Qué tiene de malo? ¡Todo! –se expresó alterado–. No puedo tocarte… no puedo olerte… no 90

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puedo acariciarte… no puedo besarte… no puedo hacerte el amor… Noemí no pudo retener las lágrimas. Hablaba con tanto pesar, con tanta emoción, que se sintió desfallecer porque ella sentía lo mismo que él. Llevaba casi un mes dándole vueltas a la cabeza; cómo buscar la forma de poder quedar con él, en persona, para conocerse, para hacer todo cuanto había pronunciado Codeman, el hombre que había conseguido que su mirada brillase de nuevo cada día al levantarse porque su única motivación era pasar la mañana, con la esperanza de que llegara la noche y estar de nuevo junto a él. Podía parecer una estupidez, pero se sentía unida a él, incluso en la distancia. –¿Y qué te hace pensar que yo no siento lo mismo? –comentó con la voz emotiva–. ¿Crees que yo no quiero tocarte… olerte… acariciarte… besarte… y hacerte el amor? Al ver que él no respondía, ella se secó las lágrimas, y sacando valor, comentó, porque creía saber lo que a él le preocupaba. –Te da miedo que al verme no sea el tipo de mujer que te gustaría… –Codeman la interrumpió enérgico, consiguiendo que ella todavía lo amase más.

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–¡No digas tonterías, Noemí! ¿Crees que tu físico puede hacerme cambiar lo que siento por ti? ¡Por todos los Santos, la belleza de tu corazón me tiene postrado a tus pies! Ella ya no pudo más. Sabía que vivían en la misma ciudad, algo que aleteó su corazón cuando dos meses atrás salió a colación en la conversación, y estaba dispuesta a todo. Ya no podía vivir sin ese hombre, y ese día iba a ser el primero de su nueva vida: «la de ellos, juntos». –¿Me amas? –preguntó porque necesitaba la verdad. –Más que a mi vida –sentenció tajante. –Dame tu dirección porque vas a tener que repetírmelo mirándome a los ojos. Codeman permaneció en silencio y eso asustó a Noemí. Ella no se equivocaba, él ocultaba algo también. –Cody, si me amas, si de verdad tus palabras han sido sinceras… –tragó saliva, le costaba mantener el tipo por los nervios y la emoción que sentía–. Por favor –suplicó–, dame tu dirección. –Claro que te amo, ¿acaso no lo notas en mi voz? –comentó tan emotivo que a ella se le partió el alma porque ocultaba algo y estaba convencida de

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que se trataba de su físico–. Pero hay algo que nunca te he dicho… –Noemí cerró los ojos, parecía que él también estaba llorando, y lo interrumpió. –Me lo dirás mirándome a la cara, así que dame tu dirección –dijo tajante, y él lo hizo–. En diez minutos estoy en la puerta porque el destino ha querido que seamos vecinos. Y colgó dejando a Codeman pensativo y nervioso. No había mentido, él vivía justo en el hotel que había enfrente de su apartamento. De hecho, era el dueño. Cuando ella le confesó que era muy desorganizada, él confesó que tampoco era muy dado a serlo en el pasado y que daba gracias por las ventajas que proporcionaba tener un servicio a su disposición las veinticuatro horas del día porque llevaba cinco años viviendo en el hotel del que era propietario. Se cambió de ropa a una velocidad récord, y eso que estaba acostumbrada a cambiarse rápida por su profesión. Unos pantalones vaqueros y una camiseta de tirantes azul, del mismo color que sus ojos, fueron los elegidos junto a unas zapatillas deportivas porque quería estar cómoda y salir a toda prisa. Se miró en el espejo y sonrió. A pesar de que tenía los ojos algo rojizos por haber llorado, su rostro estaba más iluminado que nunca; efecto del amor.

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Bajó las escaleras descendiendo de tres en tres los peldaños. Su corazón estaba desbocado, pero no era por el esfuerzo, sino por las ganas que tenía de estar entre los brazos del hombre que se había enamorado de ella por «la belleza de su corazón». Esas palabras había dicho él. Cuando salió al exterior y buscó con la mirada al hombre que le había robado la razón, sonrió. Señalándolo con un dedo, gritó: –¡No te muevas de ahí! Esperó que el coche que se acercaba pasara, y corrió a su encuentro sin pensar en nada excepto en el impresionante rostro del joven que estaba atravesando su alma con su intensa mirada oscura y brillante. Nervioso como ella, respirando con tanta fuerza que podía notar como subía y bajaba ese torso duro. Mientras, ella anhelaba que esos musculosos brazos pronto la rodearan y, a ser posible, no la soltaran nunca más. Al llegar a su altura, se sentó encima de él con toda la naturalidad del mundo, como si lo hubiese hecho un millón de veces. Ahí estaba en medio de la calle, encima de las piernas inmovilizadas del hombre que amaba. Codeman sintió que su corazón se le iba a salir del pecho. Ella no había dado muestras de

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sorpresa, ni de pena, ni siquiera había dejado de sonreír desde que lo vio allí parado, sentado en su silla de ruedas. Así que la abrazó, con fuerza… con ternura… con admiración… con sentimiento… con amor. Porque al sentirla entre sus brazos, supo que ya nada los separaría. –Y ahora, Cody, más vale que me repitas mirándome a los ojos las palabras mágicas – pronunció Noemí mirándolo directamente. –Te amo. Y fueron sinceras sus palabras. Y por si le había quedado alguna duda, la besó como si no hubiese un mañana.

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La tardía melodía del amor Kayla Leiz (Encarni Arcoya) Al final lo había hecho. Después de varias advertencias, finalmente su jefe las había cumplido. Despedido. Fuera del bufete. Se había acabado. Andrea no sabía si sentirse feliz o triste tras haber pedido un trabajo con el que llevaba años pagando las facturas religiosamente (la mayoría de ellas tarde, pero pagadas al fin y al cabo). Y ahí estaba él; un abogado en paro. Rectificó: un abogado impuntual en paro. Suspiró y se levantó del banco donde se había sentado. Llevaba un traje oscuro como era habitual en su oficio y el pelo negro pulcramente cepillado y corto, pues en el bufete no se permitía llevarlo

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largo. Sus ojos verdes estaban protegidos por unas largas pestañas. De facciones duras, su mentón cuadrado hacía juego con su cuerpo, no musculado, pero sí en forma. Todavía no sabía cómo era capaz de comer cualquier cosa y no subir de peso. Estaba en un parque cercano al trabajo y ahora no le quedaba mucho que hacer en ese barrio. Cogió su móvil y lo abrió para borrar de la agenda todas las citas relacionadas con su extrabajo cuando se fijó en una imborrable. ¿Les había avisado? Seguro que no. Y lo peor de todo es que si ponía un papel en el corcho del edificio seguro que no lo miraban. Redactó un mensaje y lo envió por mensajería a todos sus vecinos en el grupo de whatsapp que compartían. Tenía beneficios ese grupo, siempre y cuando lo miraran, claro. Pensar que el año había empezado y aún le quedaban once meses para dejar de ser presidente de la comunidad... A él no le iba bien el cargo; ¡si sabían que era un impuntual! Ya le habían dado el toque por no pagar algunas facturas a su debido tiempo y eso que se ponía alarmas para acordarse. Pero siempre se olvidaba. El pitido de mensajes entrantes lo devolvió a lo que estaba haciendo. Ojeó lo que le ponían los vecinos y bufó. Se levantó y comenzó a andar 97

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haciendo caso omiso a los avisos que daba su móvil. No pensaba discutir. Era el presidente y por tanto él mandaba. A ver si así lo quitaban y podía estar más tranquilo. Sobre todo ahora que estaba en paro. Suspiró recordando su cruel destino. Tendría que pasar por miles de entrevistas, selecciones, pruebas junto a más de una docena de personas. Y con la puntualidad que tenía, fijo que llegaba tarde. ¡Si ese trabajo lo había conseguido porque su mejor amigo le había puesto una alarma tres horas! Pero él ya no estaba, se había mudado y si las ponía él se acordaba de que tenía tiempo de sobra. Hasta que no hubiera más minutos que pudiera arañar para retroceder en el tiempo. Un brillo en un escaparate le hizo frenar y observar lo que le había llamado la atención por el rabillo del ojo. Sonrió con melancolía ante el instrumento que tan cuidadosamente apoyado se encontraba junto a otros más. El violín había sido su vía de escape cuando era niño. Le encantaba perderse entre las notas y dejar que su imaginación volara con cada roce de las celdas y las melodías que salían del arco y el violín. Pero su padre no había opinado igual y, tras la muerte de su madre, cuando apenas tenía doce años, en uno de sus arrebatos, le había arrancado el violín de sus manos y destrozado delante suyo. Meses

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después lo había mandado interno a un colegio para que no fuera partícipe de la desolación que le había arrancado el corazón con la pérdida de la persona amada. No había vuelto a tocar un violín desde ese momento y se había dejado llevar por los demás en sus estudios, en su futuro, en su trabajo. Quiso avanzar, pero sus pies no se movían, como tampoco lo hacían los ojos que no se apartaban del instrumento. Algo lo llamaba, le suplicaba. Sus manos cosquilleaban por sentir de nuevo el tacto de la madera y las cuerdas, rozar las celdas del arco y fusionar ambos elementos para crear magia. Su respiración se cortó cuando unas manos emergieron en el escaparate y agarraron el violín que tantos anhelos habían sacado a su corazón y, sin saber por qué, entró en la pequeña tienda en la que no se había fijado antes. Un hombre mayor estaba ofreciendo el instrumento a un niño de no más de nueve años que iba acompañado con su padre. Éste lo cogía con algo de miedo, un instrumento demasiado grande a esa edad y que imponía nada más poner las manos sobre él. –Tendrán que disculparme. La persona que

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sabe tocar este instrumento no está aquí ahora mismo y yo no... –¿Me permitiría? –No sabía qué le había movido a hacerlo pero había sido más fuerte que su propia mente. Padre e hijo se volvieron hacia él y el anciano se le quedó mirando, quizás analizando si podía ser una persona desinteresada o un ladronzuelo que lo que quería era hacerse con algo de valor para cambiarlo por otros bienes. No le faltaban razones para considerarlo así, menos si todavía se encontraba en la puerta. Vio que el niño le ofrecía el violín y sonrió. Lo tomó con delicadeza, casi como si iniciara una cuidada ceremonia para volver a recuperar a un amigo perdido y suspiró al sentir sobre sus yemas la belleza de ese violín. Era una pieza única, cuidada. Hermosísima. Sostuvo el arco con suavidad y se permitió sacar algunas notas sueltas antes de apoyar la barbilla en la zona adecuada, cerrar los ojos y dejarse llevar... Los aplausos hicieron que Andrea abriera los ojos sin ubicarse en un principio. No sabía cuánto tiempo había estado tocando, sólo la melodía quedaba en su mente, una con la que nunca era

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impuntual. Tocando el violín se libraba de ese defecto que tenía y amaba el sonido del instrumento. –Ha sido increíble –elogió el dueño de la tienda–, ¿es usted profesional? –No. Hacía años que no tocaba –respondió, franco. –Pues he de decirle que no ha perdido su toque. Andrea sonrió y devolvió el violín al pequeño. Se dio la vuelta y se fijó en una muchacha menuda. Tenía el pelo castaño ondulado recogido en una coleta baja y llevaba unas gafas que parecían ser demasiado grandes para su rostro en forma de corazón con unas mejillas sonrojadas. Los ojos de esa joven eran color ocre y poseían un brillo propio de las lágrimas incipientes. ¿Cuándo había entrado? –Disculpe. –Se movió para salir de allí. Había sido una sensación extraña. Llevaba más de quince años sin acercarse a un violín. Su padre se lo había dejado claro cuando rompió el que su madre le había regalado. Y, en esa ocasión, no se había podido resistir. Todavía las manos le temblaban. La alarma del móvil hizo que echara mano al

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bolsillo del pantalón y lo sacó para desconectarla. –El nuevo... –susurró. Se había colocado un aviso en el teléfono para poder presentarse al nuevo inquilino que llegaba ese día. Incluso lo había visto por la mañana pero, con las prisas que llevaba, no había tenido tiempo–. Bueno, al menos ahora sí voy a poder darle la bienvenida. Sin nada más que hacer, decidió volver al edificio y hacer su función de presidente de la comunidad de vecinos dando la bienvenida al nuevo inquilino. *** Unas semanas después Andrea bufó a la salida de su último “posible” trabajo. No sólo había llegado tarde, sino que además había hecho una entrevista penosa. Y todo se lo debía a su dichosa vecina Gemma que no tenía otra cosa que pasear a sus perros con lo que estaba lloviendo y claro, al salir él, todos se le habían abalanzado y le habían dejado marcas en la camisa. Al no tener tiempo, pensaba que con cerrarse la chaqueta era suficiente pero no había caído que se veían las manchas. Todavía recordaba la escasa conversación que había tenido con ella...

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–Buenos días, André. ¡Qué elegante! ¿Vas a una cita? –¡Aparta a los bichos! –¡Sólo quieren ser cariñosos contigo! Míralo por el lado bueno, la camisa era horrible... Ahora tiene un toque más... innovador. Iba a tener que poner orden en ese edificio del demonio. No sabía cómo había coincidido con una loca de los animales, un tío serio que parecía no sonreír nunca, una lunática que se pasaba saltando todo el tiempo que podía por las escaleras y un claustrofóbico que vivía en el ático y al que no solía ver casi nunca. Y eso sin olvidarnos de esa modelo que podía vivir en cualquier mansión de lujo y sin embargo lo hacía allí –y menos mal que no molestaban los paparazzis–. No, si encima le daba pena el nuevo, Faustino. No sabía en dónde se había metido. Caminó deprimido hacia su apartamento sin darse cuenta que sus pasos lo llevaban de nuevo a esa pequeña tiendecilla. Miró el escaparate y sonrió al violín. Sabía que era el mismo pues aún recordaba el pequeño redondel que tenía decolorado en la voluta. –¿A ti tampoco te quiere nadie? –Hizo la pregunta hacia el instrumento.

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–Yo lo quiero –respondió una voz femenina que le hizo girarse y ver que, a su lado, estaba la joven que había visto esa vez cuando entró en la tienda. Llevaba un anorak blanco de plumas y un gorro de lana rosa. Su carita angelical lo miraba con inocencia pero también con determinación. –¿Perdón? La joven señaló el violín. –Yo sí lo quiero. Es un instrumento con el que crear magia –le explicó–. Ojalá pudiera tocarlo como lo haces tú. Andrea sonrió. –Soy Gabriella –se presentó. –An... –Se detuvo de golpe. Siempre se presentaba como André porque no le gustaba su nombre. Su madre le había puesto un nombre italiano sin pensar en lo crueles que podían ser los niños, e incluso los adultos. ¿Por qué ahora titubeaba al decírselo a esa mujer? –André. –Encantada. ¿Puedo pedirte un favor? Andrea frunció el ceño. ¿Lo conocía de apenas cinco minutos y ya le pedía un favor? –Toca de nuevo el violín. Por favor. –¿Por qué? 104

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–Mi padre es el dueño de la tienda. A mí no se me da bien tocar ningún instrumento, soy una completa negada para ello. –Vio cómo se daba un coscorrón y sacaba la lengua en un gesto divertido que le hizo reír–. Pero cuando el otro día tocaste, vi a mi padre emocionado. Por favor, él ya no puede usar sus manos para darles vida a sus hijos, como los llama. Al menos un ratito, si no tienes nada que hacer. La petición de la joven hizo que diera unos pasos hacia ella mientras Gabriella le abría la puerta de la tienda. Minutos después, todo aquel que pasaba por la acera de ese pequeño negocio se quedaba impresionado de las notas musicales que salían de un sencillo instrumento musical. *** Día de San Valentín Andrea gruñó al escuchar tanto golpe, timbre y gritos. ¿Es que los vecinos no entendían que, desde que no tenía trabajo, se había aficionado a las siestas? No podía quejarse, porque al menos tenía trabajo, no exactamente el que había estado ejerciendo años atrás, pero sí uno que le hacía feliz pudiendo estar cerca de esos instrumentos musicales que tanto había echado de menos desde su infancia. Se levantó de la cama, se puso los pantalones y, conforme se acercaba a la puerta, se colocó la 105

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camiseta. –Buenas tardes, Catalina, ¿necesita algo? –Pues sí. ¿Le importaría avisar de las malditas reuniones con más tiempo? No sé… ¡yo tengo una vida! ¿Qué gilipollez piensas decirnos hoy? –Primero, esto ya lo dejamos claro con el mensaje que mandé a todos los vecinos. La fecha era el catorce de febrero. Es una reunión de vecinos. Si quiere saber de qué irá, acuda esta noche y verá por qué les he convocado. –Pues si no le importa… dígamelo, porque tengo mejores cosas que hacer y no pienso asistir – insistió. Lo estaba sacando de quicio y, teniendo en cuenta que no estaba de muy buen humor después de despertarlo de malos modos con el sueño tan placentero que estaba teniendo con una muchacha menuda con gafitas, se estaba manteniendo en un tono educado. –Se le informará como al resto de vecinos, ¿algo más, Catalina? –Andrea… Andrea… En el fondo, ese nombre tan femenino le queda hasta perfecto, pues es usted un poco… ¡señoritinga! Lo que le faltaba por escuchar. Lejos de responderle, empujó la puerta para que ésta se

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cerrara en las narices de esa tarada que tenía como vecina. Escuchó el grito y la frase que llevaba de moda desde que la dijeron. Bufó conteniéndose para abrir la puerta y decirle cuatro cosas a esa mujer cuando de nuevo volvieron a tocar la puerta. ¿Se atrevía a seguir buscando guerra? Pues ya se había hartado. Abrió con fuerza, casi sacándola de sus goznes, y sorprendiendo a su vecina. –¿Noemí? ¿Qué haces aquí? –Perdona, André. Es que... Una chica subía conmigo en el ascensor y cuando le pregunté a qué planta iba y le dije que era la mía me preguntó si te conocía. –¿Una joven? –Sí, era bastante guapa. El caso es que al llegar aquí y ver la escenita con Catalina creo que se me escapó algo que malinterpretó. Me pidió que te entregara esto y salió corriendo. Así que, toma –le pasó una caja algo grande–. Siento si estropeé algo. –Gracias, Noemí. La observó agitar la mano y sonreír antes de echar su melena al vuelo e ir hacia su puerta. Andrea cerró y frunció el ceño. Abrió la caja y sus manos empezaron a temblar al descubrir, 107

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cuidadosamente empaquetado, el magnífico violín que, desde que empezara a ir todos los días a la tienda, primero como un visitante ocasional, después como un trabajador más, se le había dado permiso de tocar siempre que quisiera. Junto a él, una nota manuscrita con un “Feliz San Valentín” y una chocolatina casera. Se dio la vuelta, cogió las llaves y el chaquetón y corrió fuera de su apartamento bajando las escaleras casi como Catalina solía hacer. De hecho, casi se llevó por delante a Faustino en sus prisas que, de no ser por los reflejos de éste, hubieran acabado siendo un revoltijo de extremidades en el suelo. La puerta abierta gracias a Nicolás que previno la estampida que en esos momentos era él le dio vía libre para correr hacía esa persona. No iba a dejarla escapar. Desde ese momento que sus miradas habían conectado, desde que ellos habían empezado a hablar, a reír... Cuando tocaba, en ocasiones lo hacía con el recuerdo de esa mujer. Era su rostro el primero que anhelaba al despertarse y el último que evocaba a la hora de dormir. Las miradas en esa pequeña tiendecilla los había delatado a ambos y las risillas del padre de ella, o los murmullos de algunos clientes, los hacían enrojecer y centrarse en otros menesteres que

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hicieran que se olvidaran de ellos. Pero, al cabo de unos minutos, cada uno buscaba al otro. –¡Gabriella! –gritó al verla a lo lejos, también ella apresurándose. Dio gracias porque se detuviera y la alcanzó en poco tiempo. Estaba de espaldas a él y no parecía querer volverse. –Gabriella. –Le tocó el hombro–. Gabriella. Lentamente, se volvió hacia él. Tenía los ojos enrojecidos y algunas lágrimas se rebelaban para deslizarse por esas mejillas claras que tenía. –Lo siento, no sabía que tú... –Noemí es mi vecina –explicó–. No hay nada entre ella y yo. ¿Cómo pudiste pensar eso? Echó mano al bolsillo y sacó un papel doblado. –Se te cayó el otro día. Andrea miró el documento. Se trataba de una copia de una reparación que se había hecho en el piso de Noemí y sus datos como presidente de la comunidad. Con razón podía pensar que vivían juntos. –Soy el presidente de la comunidad, Gabriella. Me encargo de las reparaciones, de 109

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facturas y papeleo. Se me debió caer cuando estuve en la tienda. –Oh... –Las mejillas, antes claras como la nieve, se tornaron de un color melocotón, de ahí a un rojo intenso antes de que se tapara con las manos–. Dios mío, lo siento, yo... Andrea rió. Apartó las manos de ella y se inclinó para besar esos tiernos labios sellando las palabras que iban a salir de la boca de Gabriella. –Te enseñaré mi casa –propuso–. Al fin y al cabo, tu regalo de San Valentín ya está allí y creo que yo te debo uno. –Sí... –susurró ella entrelazando sus dedos con los de él y rehaciendo el camino. Esa noche, la tardía melodía del amor resonaría en todo el edificio.

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Hiperventilando amor Lorena López Miguez «¡Qué maravilla!», el de hoy era uno de los amaneceres más bonitos que había visto en su vida y eso que había visto miles… Una de sus mayores aficiones era disfrutar de esos pequeños tesoros que regalaba la madre naturaleza; siempre le había gustado, quizá porque para verlos había que estar al aire libre y, dado que los espacios cerrados le producían una mezcla de agobio y terror, para Henry no había nada mejor. Dio el último sorbo a su café y entró al salón. Su mochila con todo lo necesario para el día de trabajo y, para lo más importante, su supervivencia,

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le esperaba en el rincón. Se miró al espejo de la entrada. Las gafas de pasta casi ocultaban por completo sus bonitos ojos azules, para él su mejor rasgo. Y aun así eran casi imperceptibles para el resto de la gente. La camisa elegida para hoy, día de San Valentín, era de color azul marino con ribetes blancos. Lástima que no tuviera un cuerpo más musculado y apetecible para el sexo femenino; si fuera el caso hoy tendría pareja. Ya en el rellano se ajustó la mochila a la espalda para comenzar el descenso por las escaleras, ni loco se metía en ese trasto infernal que, por lo que había escuchado en las reuniones de vecinos, se averiaba con demasiada frecuencia. Llegó al primer piso esperando encontrar a Catalina, su vecina, amiga e incluso si ella quisiera… algo más. Pero sabía que ella, dada su naturaleza, no era de las que esperaran por nada ni por nadie, así que continuó su descenso. A mitad de camino entre el primero y el portal, los saltos y pasos apresurados le indicaron que Catalina le alcanzaría antes de llegar abajo. –Hola, Henry –le saludó con una sonrisa de oreja a oreja–. ¡Feliz San Valentín! –¡Feliz San Valentín, Catalina! –Ni siquiera la miró a la cara. Catalina era demasiado guapa y le ponía muy nervioso. –No hagas planes para esta noche, ¿de 112

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acuerdo? –Va… vale –tartamudeó–. ¿A dónde vamos? –¡De concierto! –A Henry se le hizo un nudo en la garganta y comenzó a sudar. –¿Con… con… concierto? –A su mente comenzaron a llegar imágenes de miles de personas amontonadas, respirando el mismo aire de una sala enana… –Sí, pero será algo tranquilo, no te preocupes. Estaremos incluso sentados en una mesa. –Catalina le estaba poniendo ojitos, ¡a él! –Vale, de acuerdo –claudicó. Si era un sitio tranquilo lograría sentirse algo más cómodo. –Te espero a las ocho en mi rellano. Hasta luego –dijo y, sin esperar su respuesta, continuó su descenso dando saltos hasta el portal. Henry tardó un par de minutos en reaccionar y seguir bajando la escalera. ¡Iba a salir con Catalina! No se lo podía creer, ¿cómo una chica como ella se interesaba por él? Sin embargo, contra todo pronóstico desde que se había mudado al edificio, se habían hecho amigos. No tenía amistad con ningún otro vecino a pesar de conocerlos a todos, así que esa chica, alocada y distraída, poco a poco se fue haciendo un hueco en su corazón.

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Al llegar al portal se fijó en el pequeño corcho donde solían colgar los avisos importantes. ¡Anda ya, había reunión de vecinos esa noche! Ni hablar, para una vez que tenía una cita, no iría, ya le pondría una excusa al presidente. Además, teniendo en cuenta que siempre llegaba tarde, y con su suerte, saldrían a las tantas de la reunión. Sus pensamientos se vieron interrumpidos por su vecina Gemma, la amante de los animales, con sus tres perros, también llamados monstruos, que tenían revolucionado el edificio gracias a los regalitos que dejaban por todos los rincones, algo sorprendente ya que su piso está en el bajo. Tras dejarla pasar, Henry se detuvo en la salida, como cada día. Junto a la belleza del edificio, que sospechaba que se dedica al mundo de la moda, porque siempre va de punta en blanco, la acompañaba Andrea, el presidente de la comunidad, aunque él se presentaba como André. A Catalina sólo le bastó un segundo delante de su buzón para descubrir que en realidad acortaba su nombre y desde entonces, y a sabiendas de que le molestaba, le llamaba Andrea a voz en grito por todo el edificio. También estaba el siempre serio y trajeado vecino del segundo, Nicolás, que a Henry le daba algo de miedo. Los cuatro permanecían parados en la puerta.

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De seguir así, comenzaría a sudar y a ponerse nervioso. No entiende el motivo por el que no le dejaban pasar hasta que levantó la mirada. Estaban decidiendo la prioridad de paso. En la calle estaba Faustino, apodado el nuevo porque era el que menos tiempo llevaba viviendo en el edificio. En el fondo a Henry le daba pena; debía de ser un fastidio compartir pared con Gemma y sus monstruitos. Tras unos minutos, que a Henry se le hacen eternos, por fin deciden que la frase «dejar salir antes de entrar» es la que debía regir en el edificio y así lo hicieron. Mientras Faustino les sujetaba la puerta, salieron uno detrás del otro rumbo a sus respectivos trabajos. Su oficina estaba a la vuelta de la esquina. Ese había sido el factor decisivo para comprar el ático; necesitaba vivir cerca del trabajo y así evitar las aglomeraciones del metro que hacía unos años habían conseguido provocarle tal nivel de estrés y ansiedad que a punto estuvo de ingresar en el hospital. Henry era contable en una pequeña empresa de publicidad, pero en su interior albergaba la esperanza de algún día ser valiente y dedicarse a su verdadera vocación, pintor, una profesión que le obligaba a estar solo, el trabajo ideal. Al abrir la puerta de la oficina no pudo evitar pensar que

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alguien había vomitado sobre ella el día de San Valentín al completo. Todo estaba lleno de corazones rojos, flores e incluso pequeños cupidos con sus arcos y sus flechas… Atravesó la marea de adornos y se sentó en su escritorio. Obviamente estaba pegado a una enorme cristalera desde donde podía observar la calle. No habían pasado ni dos minutos desde que se había sentado y ya estaba deseando que fueran las ocho de la tarde para ver a Catalina. ¡Mierda, no le había comprado un regalo! No tenía más opción que ir a la hora de comer a uno de los centros comerciales súper saturados para comprarle algo, pero... ¿qué? Trató de recordar todas y cada una de las conversaciones que había mantenido con su vecina por si en alguna de ellas había salido a relucir su gusto o interés por algo en concreto, pero… no, no tenía esa suerte y tampoco quería que el primer regalo que le hiciera a la chica de sus sueños fuera algo tan manido y aburrido como una rosa roja o unos bombones. Eso no le pegaba a Catalina, tenía que ser algo único y original como ella. ¿Y si la invitaba a su casa? Para enseñarle su santuario, su terraza, el lugar dónde podía ser él mismo y lo más importante, dónde podría declararse a Catalina, olvidándose de su tartamudeo. Eso haría.

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A las seis y diez, entró en el portal del edificio y corrió mirando a un lado y a otro hasta ponerse a salvo en las escaleras. No quería encontrarse con ninguno de sus vecinos. En general no parecían malas personas, pero con la única con la que se sentía relativamente cómodo era con Catalina. Nada más llegar al ático, echó un vistazo en la nevera para ver si tenía los ingredientes necesarios para prepararle algo rico a su cita. Por suerte, dos días atrás había hecho la compra... Adornó la mesita de la terraza y colocó algunas velas que encendería después para darle un toque romántico a las espectaculares vistas de la ciudad. Se dio una ducha y dudó durante más de media hora frente al armario, incapaz de decidir qué debía ponerse en su primera salida con Catalina. Finalmente se decidió por unos vaqueros negros, una camiseta blanca y su cazadora de cuero. Tratándose de un concierto, no quería ir demasiado elegante. Por último se quitó sus gafas de pasta y las sustituyó por las lentillas que en contadas ocasiones se ponía. Bajó los ochenta y cuatro peldaños (sí, los había contado) que le separaban de la primera planta y a pesar de que aún faltaban más de cinco minutos para las ocho, Catalina ya le esperaba en el rellano. Sus ojos recorrieron el cuerpo de su vecina, las largas piernas enfundadas en un estrecho pantalón de vinilo negro y el pecho ligeramente

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cubierto por una camiseta rojo escarlata, haciendo juego con su pintalabios, y como abrigo, una chaqueta de cuero muy parecida a la de Henry. El pelo, corto y negro suelto, con su habitual flequillo rebelde, que amenazaba con tapar sus bonitos ojos marrones. Henry carraspeó tratando de aclarar su garganta, y con suerte su mente, para poder elogiar como era debido a Catalina. Un escueto «estás preciosa» por su parte pareció ser suficiente para ella que, agarrándole de la mano, lo arrastró escaleras abajo. Por suerte para él, su acompañante decidió parar un taxi en la puerta de su edificio para ir al concierto, lo que permitió que Henry se sintiera algo más relajado porque, sumada a la emoción de asistir a un concierto, tener a una mujer como ella sentada a su lado, rozando sus piernas con las de él, fingiendo que era algo que hacía a menudo, no era tarea fácil. Cuando el taxi paró frente a la puerta de un local en la que una fila enorme de personas esperaba su turno para entrar y observando su indumentaria, comenzó a sospechar que el concierto no iba a ser tan tranquilo como le había asegurado Catalina esa mañana. Le sudaban las palmas de las manos, así que se las frotó contra el pantalón con disimulo antes de que ella volviera a coger su mano.

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Por fin, después de veinte minutos en la puerta, lograron entrar… «¡Me ha engañado!». Henry maldijo en silencio a su vecina mientras ella trataba de aguantar la risa sin mucho éxito al ver su cara de estupefacción al leer el cartel donde se informaba que iban a asistir en primera fila a… ¡un concierto de Heavy Metal! A pesar de estar aterrado y de sudar por lugares de su cuerpo que no creía posibles, Henry recitaba en su mente una especie de mantra que, lejos de serenarle, le mantenía ocupado para evitar pensar en dónde estaba… «Hay oxígeno suficiente para todos, hay oxígeno suficiente para todos…». La música lo inundó todo y sus fosas nasales estaban afanadas en captar el mayor oxígeno posible, no fuera a ser que le dejaran sin él. Trabajaban sin descanso. Estaba tenso y asustado, incapaz de disfrutar de su cita con la chica de sus sueños. Catalina se volvió hacia a él sonriéndole y trató de devolverle el gesto, aunque dado su estado bien podría haber puesto una mueca de terror. De repente, los brazos de ella le rodearon el cuello para ponerse de puntillas y besarle. Henry se debatía entre disfrutarlo y corresponderlo o luchar por mantener el aire en los pulmones que su vecina se estaba afanando por robarle. Finalmente, y viendo el interés que ella ponía en el beso, la agarró fuerte 119

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por la cintura juntando sus cuerpos aún más y se aventuró en su boca. Si iba a morir asfixiado, al menos moriría feliz. Tras la hora y media más larga, intensa, terrorífica y… ¿romántica?, de su vida, Henry caminaba de la mano de Catalina por las calles de la ciudad. Ella había sugerido hacerlo, todo un alivio para él, que saboreaba cada bocanada de aire que entraba en sus pulmones como si del regalo más preciado se tratase y por fin, comenzó a relajarse. Cuando le sugirió subir a su ático, ella le miró arqueando una ceja. Parecía sopesar si Henry suponía una amenaza, «¿en serio? ¿Creía que el chico que había estado a punto de desmayarse después de que le diera un beso se propasaría con ella?». Pero Catalina, como venía siendo habitual en ella, volvió a sorprenderle y comenzó a subir corriendo la escalera hasta el ático de Henry riendo cual niña pequeña que quiere hacer travesuras. Nada más abrir la puerta, Henry le cedió el paso y ella curioseó por todo el piso mientras él se dirigía a la cocina para preparar la cena. Minutos después, sintió las manos de Catalina paseando por su espalda, deteniéndose en sus caderas, mientras tratada de ver qué estaba cocinando. Henry, divertido por su gesto, la echó con cariño de la cocina y la invitó a tomar una copa de vino sentada

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en su sofá. Sin que ella lo viera, dispuso todo en la terraza: la cena tapada en sus platos, las velas encendidas, la pequeña estufa a toda máquina, que le permitía disfrutar del exterior en pleno invierno. Cuando se aseguró de que todo estaba listo, volvió dentro y, con un pañuelo, tapó los ojos de Catalina y la guió hasta el lugar poniendo sobre sus hombros una manta para evitar que el cambio de temperatura fuera tan brusco. Colocó a su vecina delante de él, pegada al pequeño muro que delimitaba la terraza. –¿Lista? –preguntó y sin esperar contestación, le retiró el pañuelo de los ojos–. ¡Feliz San Valentín, Catalina! No podía ver su cara desde la posición en la que estaba, pero el beso que le estampó su vecina pillándole de nuevo por sorpresa le indicó que las vistas desde su santuario le habían encantado. Armándose del valor y la confianza que le infundía el estar en su territorio, Henry se sinceró con Catalina. Empezó por lo más obvio, «eres una chica preciosa», y tomando carrerilla le soltó toda una retahíla de frases que comenzaba por la primera vez que la vio y que terminó con un «Te quiero», que dejó a su vecina bizqueando, probablemente porque no esperaba que Henry, su vecino, al que le daba 121

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pavor cualquier habitación que contuviera más de dos personas, fuera capaz de abrirle su corazón con tanta pasión. Lo que no sospechaba, era que, si no hubiera sido por ella y por la noche tan aterradora que había vivido a su lado, probablemente su declaración no hubiera sido tan estupenda. Catalina había sido capaz de descubrirle un mundo nuevo, uno que de su mano estaba dispuesto a explorar y que, a su lado, no le daba tanto miedo. Catalina le había dado el aire que le faltaba en sus pulmones.

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Epílogo 15 de febrero Andrea quitó del tablón de anuncio el papel donde había avisado de la reunión de vecinos. Ya se había topado, de camino al portal, con su vecina Noemí, que se había disculpado por no asistir. También Henry y Catalina le habían pedido perdón por no ir, aunque, viniendo de Catalina, no sabía si iba en serio. ¿Podía ser que ese claustrofóbico la estuviera domando? Gemma entró por la puerta con su jauría y lo saludó excusándose por haber faltado y esperando que hubiera ido todo bien. Justo después, Faustino entró con una de las mascotas de Gemma y se sintió apurado al ver a Andrea. La primera reunión y se la perdía... Él sonrió. De su bolsillo trasero sacó un sobre donde Nicolás, el del primero, le pedía información sobre la reunión a la que no había podido asistir. Se

Siete vecinos y un San Valentín

echó a reír. Había superado su propio récord de impuntualidad al no asistir a la reunión que él mismo había organizado. Y lo mejor era que ninguno de sus vecinos lo sabía. Utilizaría esa baza para hacerlos sentir culpables por dejarlo colgado. Ahora, las tornas iban a cambiar.

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Agradecimientos “El club de las desconocidas” quiere dar las gracias a todos los lectores que con su apoyo, cariño e interés por su trabajo han hecho posible esta antología, en la que sus autoras han dejado un trocito de su corazón. Esperamos que el amor siempre esté presente en vuestras vidas al igual que en la de estos siete vecinos. ¡Feliz San Valentín!