Res Publica: los fundamentos normativos de la política
 9788446012474, 8446012472

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Sergio Ramírez

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© Jo sé Luis Villacañas Berlanga, 1999 © Ediciones Akal, S. A., 1999 Sector Foresta, 1 28760 Tres Cantos Madrid - España Tel.: 91 806 19 96 Fax: 91 804 40 28 ISBN: 84-460-1247-2 Depósito legal: M. 36.430-1999 Impreso en MaterPrint, S. L. Colmenar Viejo (Madrid)

Jo s é Luis Villacañas Berlanga

R es P u b l i c a Los FUNDAMENTOS NORMATIVOS

DE LA POLÍTICA

•ilsl-

N o t a : Utilizo la abreviatura MD para referirme a la M e ta fís ic a d e l

D erech o, de Kant. Cito por el parágrafo. La traducción, a u n q u e he tenido en cuenta la de Adela Cortina, es casi siem pre mía. Agradez­ co a Roberto Rodríguez Aramayo sus frecuentes y v alio sas traduc­ ciones y ediciones de otros textos, que aquí casi siem pre s ig o por su versión.

P rólogo

No tendré que gastar muchas palabras para convencer al lector de que el argumento de la res p u b lica , aquí, en España, anduvo desdibujado en los últimos años. Esta impresión, al menos, surge de la carencia de una revisión profunda de las prácticas democráticas de las dos últimas décadas. La batalla política, estéril desde luego, que se ha venido a dar en los últi­ mos tiempos, es la causa cercana de que esa revisión se nos haya hurtado. De aquella mezcla de numantinismo y cacería sólo queda finalmente el mismo caos político en vencedores y vencidos, ambos enredados en una crisis de identidad que sólo el éxito temporal de los primeros permite ocultar. Todos tenemos muy presente la vergüenza que nos producen las declaraciones y las prácticas de buena parte de los políticos, de igual forma que nos llena de alegría descubrir la sensatez, el sentido común y la discreción de otros, los menos. Por lo general, sentimos estas afecciones contrarias y radicales de forma impresionista, aquí o allí, pero no sabemos verbalizarlas ni argumentarlas. Afortunadamente, para una vida política saludable no siem­ pre es condición indispensable la plena autoconciencia de su lógica, de sus fundamentos valorativos, de sus procedimien­ tos. A veces, en los tiempos normales, basta que exista una práctica más o menos sólida. Pero no debemos engañamos. La vida democrática no es posible a largo plazo sin la claridad conceptual, sin la plena autoconciencia de sus fundamentos

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normativos. Cuando vienen los tiempos difíciles, y el descon­ cierto aumenta, entonces la clarificación de los principios es indispensable. En la época de crisis, resulta obligada. No quiero calificar el presente ni como tiempo de penuria, ni de dificultad, ni de crisis. Es más bien un tiempo de norma­ lidad crispada. Mas quizá merezca la pena ser previsor y ade­ lantar argumentaciones sobre la idea de Estado y de la políti­ ca, con la finalidad de que los ciudadanos más conscientes identifiquen conceptos donde sólo circulan afectos. Las argu­ mentaciones que aquí ofrezco serán de índole filosófica. Quizá sean demasiado complejas para algunos. Es posible que resulten limitadas para otros. Constituyen un modelo que extraigo de posiciones kantianas, y su exigencia fundamental es el rigor y la claridad de principios. Estas dos notas podrían alejar un poco este escrito de la voluntad, afirmada antes, de intervenir en el momento actual de la democracia española, pero no creo que sea así del todo. Por eso merece la pena que diga unas palabras sobre este asunto. Quien se disponga a pensar ex novo sobre la democracia y la res p u b lic a , quien reflexione sobre la política como si no tuviese nobles antecesores, debe cargar con las consecuencias inevitables: superficialidad, incoherencia, trivialización, retóri­ ca. Desde mi punto de vista, estas consecuencias son fatales para el argumento de la política. Los déficit de comprensión, cuando se trata de pensar la democracia, siempre acaban tra­ duciéndose en déficit prácticos de identificación con el siste­ ma y con los procedimientos de este régimen político, suma­ mente complejo y, por decirlo así, anti-natural. Así que el rigor del pensamiento democrático resulta inseparable del compro­ miso práctico con la democracia. Si la democracia no se com­ prende, no se lucha por ella. Si no se tiene idea de sus princi­ pios, se sustituye por la retórica. Mas la retórica no es la persuasión. Persuadir es una actividad que pretende mover al hombre entero y toda una vida, mientras que la retórica llega a motivar por un tiempo y desde alguna dimensión del ser humano. Por eso podemos decir que la retórica seduce. En nuestro mundo intelectual, el rigor conceptual no es un valor en alza. Pero en relación con la democracia, hecho esencial de nuestra vida social, quizá deberíamos ser más autoexigentes.

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Pues la retórica no nos ayuda a salir de las dificultades cuan­ do éstas se presentan. La retórica puede movernos hacia un señuelo, pero se trata justo de esto: de saber hacia dónde vamos por nosotros mismos. Antes he dicho que la democracia es una forma de ordenar la vida humana altamente anti-natural. Ésta no es una expre­ sión afortunada. Quiero decir que la democracia es un conjun­ to complejo de argumentos antropológicos, morales, jurídicos, pragmáticos y políticos, que no son en sí mismos evidentes; antes bien, han ido cristalizando a medida que el hombre refle­ xionaba sobre su propio camino sobre la faz de la tierra. Por eso no se puede pensar e x novo la democracia, porque en cier­ to modo el rigor de nuestro pensamiento es inseparable de su historia. Aún tendría que justificar, sin embargo, que elija a Kant como punto de referencia. Este autor no es el último que ha pensado la democracia. Tengo que decir dos cosas al respecto. Primero, que pretendo dar argumentos de resonancia kantiana, no tanto estudiar la democracia en Kant. Es el espíritu crítico lo que deseo recoger aquí, no la letra de ningún texto. Segundo, recuerdo aquí que ese espíritu refleja un momento histórico muy peculiar; a saber: cuando la memoria europea reflexiona sobre su propio curso y establece con claridad sus propios supuestos normativos. Kant es el último testigo histórico que pudo aspirar a configurar una cultura política homogénea para toda Europa. Pudo hacerlo porque no olvidó la raíz cosmopo­ lita de Europa, herencia de su vieja autocomprensión como imperio unitario. Kant percibió la cultura europea como ecu m ene. Luego ya todo fue distinto: la guerra civil nacional, la guerra civil de la lucha de clases, la guerra civil europea, la guerra de bloques, etc., sacudieron estos supuestos de homo­ geneidad política y cultural hasta que se hizo necesario comen­ zar a construir un poder europeo justo. Sólo Kant presintió nuestro presente y entregó categorías para el mismo. En un libro paralelo a éste, La n ación y la g u e­ rra, me he preocupado de estudiar la problemática de las rela­ ciones internacionales desde Kant hasta la fecha. El supuesto de la posición crítica -utilizaré crítico y kantiano como sinóni­ m os- en derecho internacional consiste en que los Estados

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gocen de constituciones republicanas. Este hecho describiría la condición política homogénea de Europa. En este libro me ocupo solamente de lo que significa esta condición en el inte­ rior de los cuerpos políticos. A ella apunta la noción de res p u b lica Un último aviso que, para muchos lectores, será innecesa­ rio, pero deseo hacerlo aquí, al principio. En este libro se hablará de res p u b lic a y de republicanismo. Naturalmente, ambos conceptos tienen que ver con la forma de Estado y no con la forma según se caracterice al jefe del Estado. La figura de un rey constitucional, bajo ciertas condiciones, no es incompatible con una constitución republicana, ni es menos electivamente afín con ella que la de un presidente electo. Este libro fue discutido en el encuentro de la Universidad Internacional de Andalucía de la Rábida dedicado a los funda­ mentos de la democracia. Me causó una viva sorpresa com­ probar que las tesis de fondo kantiano despertaban el interés más expreso en los amigos de Latinoamérica. Recién salidos de muchas aventuras y desventuras, con la esperanza de la construcción de genuinas democracias en sus países, me hicieron ver que la profesión de pensar tiene utilidad social. A ellos, de los que no sé nada sino su atención y su voluntad de construir la libertad y la justicia de sus pueblos, va dedicado este libro.

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I

Introducción 1. El p ro b lem a .- Parte el presente ensayo de la distinción entre condiciones morales y condiciones políticas de la felici­ dad. Por tanto, su asunto es el bien supremo humano en la tie­ rra. La relación entre estas tres instancias, a saber, la moral, la política y la felicidad, no es ni mucho menos clara. Pretendo iluminarla mediante la introducción de un concepto ulterior, el de pragmática. La tesis de fondo dice que existen condiciones morales -com o la libertad, la igualdad y la autonomía- sin las que la felicidad no se abriría camino en la tierra. Curiosamen­ te, estas condiciones morales son también metacondiciones políticas, en la medida en que fundan el marco del derecho racional moderno. Pero como tales, moral y derecho racional condicionan la política, pero no la agotan. Ni una teoría de la virtud moral, ni una teoría del derecho racional garantizan la emergencia de la felicidad. Son los principios de la génesis de la felicidad, pero no su emergencia propiamente dicha. Única­ mente con ellos no se controlan todas las condiciones materia­ les que ponen la felicidad al alcance del hombre. En la perspectiva kantiana de la filosofía, siempre se comien­ za por el análisis de las instancias universales que pueden iden­ tificar todos los hombres en sí mismos. Pues bien, cuando se propone un análisis universalista de la felicidad, y se quiere ir más allá de las condiciones morales y jurídicas, se debe hablar de los fines. Entonces la argumentación es pragmática. Ésta ofre-

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ce una noción de felicidad como fin universal del ser humano. Su punto de partida enuncia un imperativo pragmático univer­ sal, que reconoce que todos quieren la felicidad. Desde antiguo, la problemática encerrada en esta tesis tiene en cuenta que la felicidad debe refractarse en- cada hombre. Mientras que los dos primeros momentos, la moral y el derecho, eran universales y aspiraban a la igualdad, el momento de la felicidad es universal, pero aspira a la diferencia. No será éste el único punto en que el espíritu kantiano y el aristotélico se asocien. Sea como fuere, la insuficiencia de las dos primeras estructuras universales se debe al hecho de que se debe generar una felicidad en cada caso indi­ vidual. La moral y el derecho son condiciones universales de una pragmática universal. Pero la felicidad es asunto de cada uno. Así que entre las condiciones universales y el fin universal de la felicidad debe situarse un cuerpo de mediaciones. Este cuerpo se abre con el derecho, si reconocemos que todos tene­ mos derecho a ser felices. La política es otra mediación más -n o la última, desde luego-. El argumento nos dirá que nos vemos obligados a luchar políticamente por nuestra felicidad. La estrategia crítica para regular este cruce entre condicio­ nes universales y casos particulares de algo, siempre recibe un nombre: capacidad de juzgar. Aquí, sin embargo, se trata de una facultad de juicio muy concreta. Las mediaciones entre las condiciones morales, jusnaturalistas y políticas, por un lado, y la felicidad, por otro, apuntan al juicio que cada hombre debe poner en la formación de su carácter, que es un asunto estric­ tamente individual. Luego veremos en qué se sustancian estas mediaciones y cómo pretendo recoger la vieja cuestión de la virtud republicana. Antes hemos dicho que entre el derecho racional y la con­ sideración pragmática de la felicidad se alza la política. De esta forma no sólo reconocemos la necesidad de la política, como capacidad de juzgar práctica en relación con el derecho racio­ nal, sino también, según vimos en el párrafo anterior, la nece­ sidad de la virtud y del carácter para la actividad política. De ahí que la estructura de la capacidad de juzgar en este terreno sea muy compleja. En efecto, el resultado del conocimiento pragmático es siem­ pre un imperativo -u n mandato de ser feliz- que, si dice algo al

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ser humano concreto, debe ser administrado por la prudencia. Ésta sería la capacidad de juzgar en cada caso sobre la felicidad como fin universal, y tendrá un uso tanto para la formación de carácter individual, cuanto para la formación de una política concreta. El resultado de la prudencia es una máxima. Dicha máxima expresa no sólo que quiero algo universal, sino aque­ llo que debo querer si quiero ese fin. Por tanto, la máxima de la prudencia es un imperativo muy específico llamado prescrip­ ción. No hay posibilidad de que alguien sea meramente pragmático en la búsqueda de la felicidad. Si le falta la media­ ción del juicio de la prudencia, su pragmatismo desaparece en un nombre genérico: la aspiración a la felicidad que a todos nos caracteriza. Quien tiene carácter y prudencia, quien se rige por máximas y prescripciones, lucha por su felicidad con juicio. Pues bien, la prudencia pragmática se deja condicionar por los fines del derecho racional cuando exige que nuestra felici­ dad sea justa; se deja condicionar por la moral cuando recla­ ma que también sea digna. Estas dimensiones, pragmática, moral y derecho racional -felicidad digna y justa-, expresan dimensiones universales del ser humano y su síntesis nos habla de una felicidad digna que es nuestro derecho. Pues bien, cuando la aspiración a la felicidad se deja condicionar por el derecho racional, no tenemos una mera prudencia, sino una sabiduría. «La sabiduría -dice Kant- es una moralidad que se ve auxiliada, administrada, por la prudencia.» Así que el carácter prudente resulta afín con el carácter sabio, si la pru­ dencia ha de encontrar su camino a través del derecho. Como aquí hablamos de derecho racional en consonancia con el fundamento ético del Estado, tenemos que la sabiduría siem­ pre hace referencia a la prudente construcción del Estado republicano. Así, la prudencia del Estado puede ser sabiduría del Estado. Son muy importantes dos detalles adicionales. El primero es que la dimensión pragmática no meramente tiene el senti­ do teórico de universalidad del fin, sino que integra una ape­ lación práctico-moral. En este terreno siempre se tiene en cuenta la libertad y la dimensión activa del ser humano. En la medida en que la felicidad está siempre presente en este ámbi­ to pragmático, la apelación práctica viene a decir que la felici-

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dad que buscamos es obra de la libertad del hombre. Aplican­ do a la pragmática el axioma de la ilustración, podemos decir que el hombre no sólo es culpable de su minoría de edad, sino también de su desgracia. Uno puede detestar la inmoralidad en sí mismo, tanto como puede disgustarse por la falta de des­ treza de otro en el manejo de los instrumentos de su trabajo. Pero era un axioma de la vieja virtud republicana que uno debe avergonzarse de su desgracia. Creo que éste es otro rasgo, si se quiere ingenuamente despiadado, del clasicismo; pero en lo esencial forma parte de un espíritu contenido, muy lejano del paternalismo actual, omnipresente y apenas condi­ cionado por la decencia. La política no es posible sin hombres que se avergüen­ cen de su desgracia. Podíamos decir también que no es posible sin hombres prudentes, en alguna medida virtuo­ sos, dotados de carácter. Así se ven las cosas desde el repu­ blicanismo. Por lo que atañe al gobernante, comprendemos que no hay política democrática sin prudencia del Estado, sin sabiduría del Estado. Por eso tenem os que encontrar para este Estado el equivalente de lo que en el hombre par­ ticular funda un carácter. Las metáforas más antiguas, que consideran el Estado com o una persona y que despliega sus virtudes de una forma analógica con las del ser humano, siguen vigentes aquí, e incluso diría que son irrenunciables. La prudencia y la sabiduría del Estado son el carácter del Estado. Puesto que constituyen en sí mismas una capacidad de juzgar, ambas deben producir prescripciones. La sabi­ duría del Estado ofrece una prescripción acerca del uso de los derechos y acerca de la providencia de la felicidad de los ciudadanos. Estas prescripciones, si quieren servir al caso particular del presente, tienen que determinarse por el análisis de los casos particulares y regirse por los procedimientos en los que se vertebra la capacidad de juzgar; a saber: los razona­ mientos de la analogía y la inducción. Cuando estas opera­ ciones se dedican al análisis de la experiencia pasada, surge la historia com o relato. La prudencia y la sabiduría del Esta­ do no son viables sin la historia com o relato de su vida, com o autobiografía. Por eso es tan importante elaborar un

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consenso en un Estado a la hora de escribir su propia histo­ ria. Pues de ella aprendemos cómo se niegan o se realizan los derechos racionales en el tiempo concreto y, así, pode­ mos obtener prescripciones acerca de cómo se pueden pro­ mover en nuestro tiempo presente. La historia -q u e emerge desde las operaciones de la facultad de juzgar- es condición para las prescripciones de la política. Esta conclusión es tan fundamental que incluso obliga a una reflexión preliminar que nos ocupará el siguiente punto. 2. P rin cipios filo s ó fic o s e in terp retación h istórica - Poca duda cabe acerca de que la teoría política del republicanismo no puede buscar en el texto de Kant más que el espíritu de sus principios. La in terp reta ció n fértil de los fundamentos sis­ temáticos de su pensamiento, sin embargo, debe llevarse a cabo desde la presión histórica de nuestro presente, y ja m á s desde las circunstancias históricas que al propio Kant le tocó vivir, n i desde el contexto social que le entregaba el espacio de prejuicios y de instituciones, de problemas y de presu­ puestos, con que nuestro autor interpretó sus propios princi­ pios. Distinguir lo estrictamente filosófico de sus propuestas, respecto de la reductora interpretación histórica de las mis­ mas, por mucho que fuera impulsada por el propio autor, no sólo es un buen método para evitar atascamos en dificultades conceptualmente triviales, sino para hallar los genuinos pro­ blemas filosóficos a los que hacer frente. De esta forma podemos evadir el complejo tema filológico de la comprensión de Kant del derecho de resistencia, de la distinción entre ciudadanos activos y pasivos, de su actitud hacia las mujeres y los siervos. Con este método podemos vadear el tupido marasmo en que Domenico Losurdo introdu­ ce la filosofía de Kant al pretender distinguir entre censura y autocensura en su pensamiento. De esta forma, podemos dejar a un lado textos como aquél de la M etafísica d el D erecho, aquella -Observación general» en la que, de una manera injus­ ta, se distingue entre sum m un im perium y sum m us im perans, que normativamente debían mantenerse juntos hasta el final. Por mucho que unlversalicemos las conclusiones de Leo Strauss acerca del efecto de la persecución política y cultural

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sobre el arte de escribir, debemos recordar que Kant siempre defendió un meta-teorema filosófico en el que depositó tanto la clave de su propia ética como escritor, cuanto la posibilidad misma de la expansión de la ilustración. Este meta-teorema dice que ningún obstáculo debe detener la libertad de la razón cuando ésta escribe textos académicos. Frente a la autoridad política y frente a la masa, Kant siempre reclama la absoluta libertad de los intelectuales. Con gusto practicó esta sagrada libertad incluso al precio de una escasa influencia sobre la mayoría del pueblo, influencia por lo demás siempre discuti­ ble en estos terrenos. Así que podemos empeñarnos en identificar el núcleo ple­ namente coherente de la filosofía práctica de Kant. Asumiría sin cautelas ulteriores que este núcleo filosófico excede cual­ quier tipo de interpretación histórica, incluida aquí la sugerida por el propio Kant. En este sentido, no concedo privilegio alguno al autor. Respecto de las condiciones históricas que sobredeterminan la interpretación de los principios, vence siempre el presente. Pretender que la esencia de la filosofía política de Kant pueda alcanzarse desde la diferencia -muy vigente en la época de la constitución de 1795- entre ciuda­ danos activos y pasivos, o desde sus tesis sobre las mujeres, implica confundir el argumento filosófico y la historia. ¿Cómo fue posible que determinados argumentos fueran interpreta­ dos por una inteligencia como la de Kant de forma tan incon­ secuente, desde la presión de la propia situación histórica? Ante esta pregunta se alza el misterio de la inteligencia del hombre, capaz de penetrar con una iluminación repentina la clave de un problema, y luego perderse en la densa zona de sombra que esa misma concentración de luz produce en el espacio adyacente. Esta diferencia entre filosofía e historia no es ajena al pro­ pio texto de Kant. Su teoría del progreso sólo puede enten­ derse desde unos fuertes principios ideales que van con­ quistando históricamente el mejor de sus usos, la mejor de sus interpretaciones. Estos principios fuertes rozan la ontología y la antropología, tan inseparablemente vinculadas en su pensamiento. Pero también conectan con su teoría social y la aguda com prensión de la historicidad de la realidad

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social, Alguien que ha confesado, como buen ilustrado, que «el mundo es todavía joven*, no puede reclamar para sí la definitiva interpretación de sus principios en sus detalles particulares. El mismo Kant nos entregó el axioma que discri­ mina la diferencia hermenéutica entre principios e interpreta­ ción histórica. Una vez dijo: «Toda sociedad depende del arbi­ trio fist w illkü hrlich], pero el totum civ ilc es necesario, y no puede ser diluido». Así que cualquier interpretación del todo civil desde una sociedad concreta incurre en arbitrariedades. Pero los principios fundamentales de la filosofía de Kant, los que pretenden pensar el totum civilc, tienen una pretensión de racionalidad extra-circunstancial, fundada en la premisa ilustrada, insuperable, de la unidad de la naturaleza humana. 3. E l rep u b lica n ism o , e l d erec h o r a c io n a l y la m oral.Podemos asegurar, sin necesidad de invocar especiales auto­ ridades, que los principios constitutivos del totum civilc, nece­ sario para que el hombre se piense en su felicidad plena, dependen del imperativo categórico, piedra de bóveda de la tesis kantiana de la dignidad moral del hombre. De hecho, el propio imperativo categórico incluye una teoría de la acción social: si los hombres lo siguieran siempre, entrarían en rela­ ciones sociales en las que todos al mismo tiempo decidirían sus propios fines, determinando una parte de su conducta por las condiciones que los otros proponen para cooperar en su conquista. En el imperativo categórico se reconoce el indivi­ dualismo de la acción social, en la medida en que todo ego se marca fines. Mas también se identifica una estructura coope­ rativa: a lter acepta entrar en la acción social con ego a cambio de que también sus fines se promuevan. No deseo decir que se reduzca a ello, pero, curiosamente, el imperativo categóri­ co es una forma muy sutil, y desde luego altamente positiva y optimista, de proponer la tesis de la insociable sociabilidad, clave de la teoría social kantiana. El despliegue del imperativo categórico significa, al mismo tiempo, un despliegue de la estructura de la acción social. Desde el punto de visto de ego, se recuerda muy expresamente la obligación que cada uno tiene de responsabilizarse de su propia dignidad moral; respecto de alter, el otro polo de la

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acción social, se recuerda la obligación de servir a a lte r de medio para promover su propia felicidad, en la medida en que alter, como ego para sí, luche por su propia dignidad. De esta forma, el enunciado del imperativo categórico se desglosa en dos: para ego es un imperativo de dignidad; respecto de alter es un imperativo de cooperar en su felicidad. Por mucho que que­ ramos, en el imperativo categórico, en la noción de fin que inte­ gra, ya está asumido el carácter pragmático, la aspiración uni­ versal a la felicidad, para la cual se propone como condición la aspiración moral a la dignidad. Además, desde otro punto de vista, se contemplan dos prohibiciones igualmente rigurosas y radicales: respecto de ego, se prohíbe orientar la vida propia desde el fin exclusivo de la felicidad; respecto de alter, se prohíbe la actitud paternalista de proteger una dignidad no con­ quistada con su esfuerzo. El despliegue de la acción social teje la elemental condi­ ción social del hombre, que necesita de otros seres humanos. En esta síntesis de dignidad y de felicidad, que se presenta en los dos polos del imperativo y en las dos prohibiciones ante­ riores, se plantea el problema central de la visión kantiana de la p rax is, el problema del bien supremo. En la medida en que esta síntesis se realice, indicará que la acción humana acaba ordenándose según la estructura de la razón. El terreno en el que la razón asume su condición de orden provisional de la acción humana no es otro que la historia. El tiempo es el ámbi­ to donde el bien supremo es perseguido como ideal de la acción humana. Por eso, como dijimos antes, el relato de la res g e s ta e orienta respecto a la acción que en cada momento podemos emprender. Ahora bien, esta síntesis de dignidad y de felicidad propia de la acción social, en la medida en que se abra camino mediante la libertad humana, acaba transfigurada por el dere­ cho. El totum civile, plenamente necesario al hombre, condi­ ción natural del mismo, está destinado a configurar un Esta­ do. Esta tesis se puede decir de otra manera: la estructura de la acción social está destinada a configurarse también desde la estructura del derecho. El razonamiento que nos lleva a defender esta tesis es muy complejo, pero podemos resumirlo brevemente de la siguien-

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te manera. En la medida en que cada ego luche por su digni­ dad, reclamará la libertad y la igualdad frente a todo alter. En la medida en que cada uno colabore recíprocamente en la felicidad de alter, deberá poseer algún bien propio. Tenemos aquí reconocidos los tres principios del derecho racional: la igualdad, la libertad y la independencia civil permitida por una propiedad. Debemos subrayar aquí una circularidad entre los tres principios. Ego necesitará algo propio para luchar por su libertad y su igualdad, para conquistar la felicidad de reco­ nocer su cuerpo y su mente como propios. Necesitará la liber­ tad para ejercer esa búsqueda de lo propio. Sólo podrá lograr­ lo si en algún momento está en una condición igual con alter. Sólo si se dan los tres principios podrá entrar con a lte r en rela­ ción social y cooperar con él en la conquista de su felicidad. Entonces será un hombre socialmente reconocido. Tenemos así la estructura del derecho racional, fundamento ético-moral inmutable de todo Estado en la medida en que repose sobre una sociedad civil, vale decir, en una acción social libre de los hombres. Pero el Estado es una sociedad particular que emerge de la libertad de los individuos en su lucha por la igualdad de dig­ nidad y por la posesión de algo propio, síntesis que compone otro de los nombres de la felicidad. Esta lucha supone la con­ ciencia del derecho de cada uno. Por eso el derecho racional es condición de todo derecho positivo. En la medida en que esta lucha cristalice en el reconocimiento de una dignidad y de una propiedad concreta, con las que poder entrar en coopera­ ción con otros, se obtiene un derecho positivo. La estructura de este derecho positivo es la limitación de la libertad de ego por la libertad de todo alter, de tal manera que cada uno luche y coopere al mismo tiempo por su derecho positivo. Esta p o siti­ v id a d del poder social de eg o limita la positividad del poder social de alter. El equilibrio complejo de la libertad y de la propiedad de los eg o y a lter constituye un valor superior a cualquier libertad individual, de tal manera que la ley del Estado que expresa de forma provisional ese equilibrio es un valor superior a toda relación social concreta. Por eso, el Estado es el lugar de la soberanía; vale decir: de una ley que es preciso obedecer en

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toda relación social concreta, que tiene capacidad coactiva bajo los límites de su alcance. Cada particular debe obedecer el derecho, porque el equilibrio de poderes sociales que gene­ ra -p o r imperfecto que se a - es mejor que las ventajas particu­ lares que obtendría quien lo rompiese a su favor. Por eso, como consecuencia del deber del imperativo categórico, y en cierto modo concretándolo, más allá del deber de luchar por la dignidad y por algo propio, existe el imperativo de luchar por tener un Estado; esto es: un equilibrio positivo de poderes sociales, de derechos reconocidos, guiado hacia la igualdad, la libertad y la independencia civil. Es más, se puede ser coac­ cionado a ser miembro de un Estado -n o de éste o de aquélpara ejercer en él los derechos racionales, para luchar por la dignidad y la felicidad desde el ejercicio de los mismos. En la medida en que el estatuto de la dignidad y de la feli­ cidad, com o fines, es universal y depende del imperativo categórico, el estatuto de ciudadano es universal y el impera­ tivo de entrar en un Estado -n o en éste o en aquél- como ciu­ dadano es también categórico. Es una consecuencia de la lucha por la dignidad propia. La conclusión es que todos debemos entrar en ese equilibrio de poder social que institu­ ye un derecho positivo. De otra manera: todos debemos con­ tribuir a la formación del derecho no sólo como legisladores, sino como partes del equilibrio de poder social que el derecho expresa. Los que forman y los que obedecen el derecho deben ser los mismos. Ésta es la premisa racional e ideal del republica­ nismo: todos obedecen la ley que todos hacen. Aunque ahora no podemos reproducir la estructura del derecho y su relación con el republicanismo, que dejamos para el capítulo corres­ pondiente, al menos debemos dejar sentado su principio. Lo que hasta ahora hemos defendido es la necesidad de recono­ cer la estructura moral del derecho, la necesidad de abrirse a la historia para en cada presente recoger su interpretación más expansiva y cercana a la dimensión universal que le es implí­ cita. Conquistamos esta perspectiva cuando nos acercamos al momento creativo del derecho. Aquí se verifica de una forma efectiva la tesis del progreso ilustrado, por la que se reconoce la historicidad de la acción humana. A esta esencia abierta del

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derecho cabe aplicar el dictu m siguiente de Kant: «ninguna institución es buena, si resulta imposible mejorarla». Pues bien, la actividad que mejora la institución del dere­ cho en la historia, que impulsa la interpretación más expansi­ va del derecho racional desde una situación estatal dada, en suma, la actividad que mantiene abierto el derecho, que reco­ noce su provisionalidad material y la necesidad humana de su estructura formal, la actividad que lo vincula de una manera cada vez más estrecha a la pragmática y sus fines universales, esa actividad es la política. El fin ideal del derecho es una realización de la exigencia universal de dignidad y felicidad. Resulta claro que este cami­ no debe recorrerse por la vía del progreso. Esto es: el equili­ brio de poderes sociales que implica un derecho positivo debe ampliarse hasta incluir en su seno la positividad de la libertad e igualdad de todos. Kant defendió de forma obsesiva que la ruptura radical de un equilibrio de poderes positivos, recogido en un derecho, fuese cual fuese, implicaría un aumento de la acumulación de poder en manos de un parti­ cular. Es verdad que podría emerger de aquí un nuevo dere­ cho material, pero los procesos de esta emergencia escaparían formalmente al control de la razón. También es nuestra esta creencia pragmática -q u e, por eso, no es independiente de nuestro compromiso libre para promoverla- en la expansión del equilibrio de poderes sociales expresado en el derecho positivo. En cada presente del Estado se da el germen de un mayor equilibrio de poderes, impulsado desde un desarrollo más consecuente de los mismos principios de derecho racio­ nal que lo sostienen. 4. La estru ctu ra d e este en sa y o .- Creo conveniente expli­ car aquí el índice de este libro, por cuanto, al revelar el orden de su argumento, creará una adecuada perspectiva de lectura. El primer capítulo está dedicado al análisis de las premisas filosóficas últimas del republicanismo. Encuentro la raíz del argumento de la política en una comprensión del hombre, de la acción y de la historia. Frente a visiones unilaterales de estos tópicos, la perspectiva crítica se revela anclada en la estructu­ ra de una com plexio oppositorum que sabe evadir al mismo

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tiempo las visiones optimistas y pesimistas del hombre, las rusonianas como las hobbesianas. La filosofía crítica, desde esta perspectiva, se alza sobre un balance muy crítico de la modernidad luterana, con su desconfianza endémica de la acción y su confianza absoluta en la gracia que procede de la trascendencia. La filosofía crítica constituye un ensayo riguroso de elaborar un sentido humano desde la plena inmanencia y sólo la libertad se alza en la frontera de los territorios en que la tradición invocaba la gracia. En el segundo capítulo analizaré las relaciones entre histo­ ria, ilustración y derecho. Defenderé que la ordenación racio­ nal del Estado, como realización suprema de la idea de dere­ cho, otorga a la historia la única teleología práctica susceptible de ser defendida de forma universal; esto es: por cualquier hombre consciente de su realidad social. Al mismo tiempo defenderé que la idea racional del Estado tiene su principal enemigo en la tradicionalmente llamada razón de Estado, con­ junto de prácticas apoyadas por la antropología pesimista de la modernidad y por una comprensión gnóstica del poder que lo entiende refractario a toda bondad. De hecho, todo el con­ junto del libro está destinado a refutar esta tesis, alterando en la medida de lo posible la noción de poder que subyace a nuestro discurso sobre la política. El tercer capítulo inicia esta estrategia con un movimien­ to bastante abstracto. Primero analiza la idea de derecho, la forma de su legislación, su relación con la ética y con la moral, etcétera; luego discute, sobre todo, que el derecho sea un ámbito originariamente coactivo. Al distinguir entre m omento constituyente y momento judicial del derecho, pretendo ordenar el pensamiento republicano que sitúa el origen del derecho en la vida social misma. La idea final de este capítulo aspira a defender la tesis de que el Estado de derecho no es tal porque posea un cuerpo legal, sino porque encarna hasta el final la idea de derecho racional. Sólo así se obtiene una noción de Estado capaz de desplegarse poste­ riormente en una teoría de los poderes. Éste es el objetivo central del capítulo cuarto. En él anali­ zaré la teoría de la soberanía democrática y me distanciaré de las teorías autoritarias y liberales del soberano representante.

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El argumento aspira a separar estas dos nociones de soberanía y de representación de una forma radical. Mientras que la pri­ mera recae sobre los actos de expresión de la voluntad popu­ lar, la segunda jamás define soberanía, sino poder. Justo aquí reside la clave para entender por qué se debe dar una división de poderes insuperable en el Estado democrático: justo por­ que el soberano jamás transfiere su soberanía completa, sino que sólo puede transferir poderes parciales a tres magistrados distintos: el poder legislativo, ejecutivo y judicial. Este capítu­ lo traza una teoría de los actos de los poderes representantes. Por fin, el quinto capítulo analizará el ejercicio de estos poderes. De hecho, aquí deberemos definir el sentido de la acción política, su lelos, las virtudes que la conforman, así como la relación con la felicidad que debe integrar. La tesis funda­ mental de este capítulo dice que la finalidad de la política es aumentar la libertad sobre la faz de la Tierra. Pero que la liber­ tad sólo puede entenderse como proyecto de felicidad digna que cada hombre emprende por sí mismo, con plena auto­ nomía. Sólo así cada hombre se comprenderá como fin en sí mismo y podrá refractar la humanidad en su persona de una manera intransferible. Esta síntesis de libertad y de felicidad, que aspira a hacerse universal para que cada hombre sea ver­ daderamente individual, define a la política como actividad pragmática. De esta manera, y com o si fuera un mínimo esquema, nuestros cinco capítulos tratarán de otros tantos tópicos: el hombre, la historia, la norma jurídica, el Estado y la política. Juntos constituyen un ideario que entre nosotros no ha tenido jamás presencia plena: el republicanismo político. Hubo repú­ blicas en España, pero nunca se sostuvieron sobre el republi­ canismo. Ahora gozamos de una democracia que, a la postre, sólo será fértil y rigurosa si esta tradición resulta claramente identificada.

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n LAS PREMISAS ÚLTIMAS DEL REPUBLICANISMO. HOMBRE, HISTORIA Y DERECHO

A) EL LEGADO DE LA MODERNIDAD: CERTEZA Y ACCIÓN 1. Lulero com o p u n to d e p a r t id a - La poderosa crisis de conciencia, con la que se inaugura el tiempo moderno, expre­ sa su más profunda esencia en el rechazo de los sistemas de sacralización del mundo, concentrados en los procedimientos sacramentales propuestos por la Iglesia de Roma. Como con­ secuencia de esta crisis, la conciencia de culpa, en la que se había asentado la necesidad de la mediación cristiana, se queda a solas consigo misma. La emergencia de la fe como principio universal de reconciliación con la existencia huma­ na, en este sentido, se debe tanto a la crisis de las mediaciones sacramentales como a la poderosa inclinación a reflexionar sobre la vida interior, con la firme voluntad de encontrar en el sujeto la clave de una nueva y radical auto-afirmación. Intere­ sa proponer esta tesis porque relativiza de manera convenien­ te el efecto rupturista de la Reforma respecto del mundo cris­ tiano medieval. La primacía de la vida interior, el cultivo del autoexamen, la centralidad de la fe, la corrupción general de la naturaleza sensible, se nutren de poderosas corrientes de la vida espiritual del Medioevo que, y esto es importante, ya se habían expresado en los correspondientes sistemas metafísicos y religiosos.

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La experiencia de Lutero, aunque nutrida de este trasfon­ do cultural y filosófico, se expresa con una inmediatez cau­ tivadora. En buena medida, sin embargo, la posterior filo­ sofía alemana se constituye en un proceso de redotación metafísica de lo que en Lutero es una experiencia vital y existencia 1 determinante. De ese trem endo contacto del hombre con la problematicidad inherente de una existencia que, mientras tanto, se ha tornado terreno de la pecaminosidad consumada, tan preciso en Lutero, surge el suelo roco­ so de la certeza subjetiva en la que ancla el hombre moder­ no. Y cuanto más en crisis entre el modelo de r a tio que, poco a poco, construye Europa durante los siglos xvn y xviii, y que estaba sostenida por compromisos moderadores de la radicalidad luterana, tanto más se acudirá de manera mimética a la Reforma y se usarán los procedimientos lute­ ranos de resacralización del mundo. Esto ocurrirá sobre todo en el pensamiento idealista, y más aún en el pensa­ miento de Hamann y de Fichte. La línea maestra de la obra de Lutero consistió en referir los grandes momentos escatológicos de la tradición eclesiástica a la subjetividad. De ser estados objetivos, el cielo, el purgatorio, y el infierno pasaron a ser estados subjetivos de la existencia humana.Con ello se abría la primera revolución copemica de la historia moderna. La tesis 16 que expone Lutero en su con­ troversia sobre las Indulgencias, dice: «Parece que el infierno, el purgatorio y el cielo difieren entre sí en el mismo grado que la desesperación [V em veiflungj, la duda y la certeza1»La revolución luterana cifra así la diferencia entre el cielo y el infierno en la diferencia entre certeza y duda. Pues la desesperación, en alemán, no es sino la duda sustancializada, reafirmada, hecha existencia permanente e indefinida en el tiempo. Pero la certeza se dice GeimJSheit, una forma de saber que revela la propia sustancialidad soberana de la conciencia. Las diferencias escatológicas son dimensiones que tienen su lugar en el escenario de la interioridad. Vinculemos ahora estos dos problemas: la conciencia de desacralización del mundo y la traducción existencial de los Lutero , Obras, Salamanca, Editorial Sígueme, p. 65.

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estados escatológicos. La conciencia de culpa, que no obtie­ ne ya cura de la administración sacramental, es justo el tor­ mento desesperado del que vive en su propio infierno inte­ rior. En efecto, sabemos que para Lutero esa desesperación surge de la esencialidad del pecado para el alma humana23.Es tan permanente la conciencia de culpa, y es tan precisa la atención y el examen interior, que el hombre vive en una conciencia permanente de incumplimiento de la ley. Cuando Lutero dice que cada obra humana merece condenación, está diciendo que cada una aumenta la conciencia de culpa, y nos sume en la desesperación por no encontrar el camino genui­ no de reconciliación con la vida. Todo esto hace más urgen­ te la localización de la fuerza sagrada desde la que aliviar esa misma conciencia desesperada. La clave del luteranismo con­ siste en que las energías salvadoras y carismáticas renovadas deben encontrarse profundizando en la experiencia de la condenación. Desde Lutero a Hamann, una expresión recorre la hermenéutica luterana de la existencia: el hombre debe encontrar su H im m elen su H ollé», vale decir, debe identificar el cielo de la certeza justo a través de la experiencia de la desesperación. La manera como se sustancia este proceso resulta nítida­ mente expresada por Lutero de la siguiente manera: «Es cierto que se necesita que el hombre desespere de sí mismo para prepararse a recibir la gracia4»- Descartes también necesitará desesperar de todo lo que le dictan los sentidos para recibir el punto inquebrantable de su Cogito. La conciencia de culpa del cristiano conduce a la desesperación, mas, como tal, el infier­ no de la desesperación es una experiencia iluminadora. Per­ mite al hombre avanzar en el conocimiento de lo real: de ahora en adelante no puede esperar nada de sí mismo. La resacralización del mundo, y el consiguiente acceso a una rea­ lidad que permite la reconciliación, no puede proceder del hombre ni de sus obras. La certeza que clausura la desespera2 Controversia de Heidelberg, tesis 18, ob. cit. p. 81. 3 Cfr, para Hamann, mi trabajo N ihilism o, E speculación y Cristianism o en Jaco b t., Barcelona, Anthropos, 1989. 4 Lutero, Tesis d e H eidelberg, tesis 18, ob.cit. p. 81,

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ción, junto con el cielo que clausura el infierno interior, no puede emerger del propio seno del hombre. El estado de cer­ teza es una G nade, algo dado, una gracia. Por eso, la certeza no puede merecerse, sino que ha de ser regalada. Ahí reside la profunda irrelevancia de las obras. Salva sólo la gracia y no hay medio de racionalizar la fuente de la paz interior, del goce del cielo de la existencia. Sin esta interiorización de la salva­ ción como experiencia real, no se entiende la tesis de Lutero. El hombre se salva no en el más allá, sino en la certeza con­ fiada y pacífica de estar en contacto con una realidad sagrada que elimina su conciencia de culpa, que le reconcilia consigo mismo, a pesar de todas sus acciones. Ésa es la experiencia del cristiano. Por eso el cristiano reclama la libertad para su con­ ciencia, mas no la necesita para sus acciones. Esta diferencia resulta esencial para nuestro ensayo. La modernidad se va a construir en otros tantos procesos de obtención consecuente de certeza. La certitu d o salu tis constituye el problema clave de los sistemas de la ra tio m o d ern a , tanto como el blanco de todos los ataques escép­ ticos. La disputa fue necesaria porque, con la propuesta lute­ rana, quedaban cegadas, en el último punto, todas las vías de racionalización para conquistar esta certeza. Lutero pudo mantener su propuesta radicalmente irracional desde su pro­ pia experiencia de la certeza, asumiendo el elemento predestinacionista que imponía la arbitrariedad de la gracia, más sólo desde la perfecta asunción de su condición indiscutible de reformador. Por lo demás, consignó un expediente que hizo muy difícil la aceptación de sus tesis. Así, propuso que nadie podría saber jamás si era uno de los elegidos, dado que su estatuto religioso no se reconocía por la eficacia de las obras. De esta forma, la paradoja del luteranismo resulta­ ba inaceptable. Pues si nadie sabía si era elegido, ¿cómo podría vivir en el cielo de la gracia? Y si se podía vivir tran­ quilo aún sin saber eso, entonces no se requería la concien­ cia religiosa ni la certeza de la fe para vivir en paz consigo mismo. La propia positividad de la fe, con una certeza de la que no se sabe nada acerca de su origen, se convertía en la única piedra de toque de su comprensión del mundo. No obstante, resultaba difícil no confundir esta actitud con la

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indiferencia absoluta respecto de la salvación. Con ello, la pregunta era clara: ¿El fenómeno subjetivo de la paz refleja­ ba el acto divino de la elección del justo? ¿No podía ser una ilusión o un efecto de la propia maldad, de la propia obsti­ nación, de la propia auto-afirmación? La búsqueda de una racionalización de la certeza de la fe, de tal manera que pudiera garantizar al hombre su estatuto de elegido, es la clave de toda la evolución del calvinismo. Su posición será una: los elegidos tienen que actuar en el mundo sensible, tie­ nen que resacralizar d esd e su a c c ió n de elegidos ese mismo mundo, tienen que intervenir en el mundo para demostrar que Dios los ha elevado. Tienen que conquistar el mundo para gloria de Dios. Con ello, el calvinismo se definía como una ética y ascética de intervención intramundana desde la certeza de ser portadores del carisma recibido por la fe. No seguiremos por este camino.5 Pero conviene rescatar la con­ secuencia de que, por eso, el calvinismo reclamó la libertad para la acción externa y no sólo para la conciencia. Por mucho que el calvinista se sintiese internamente coacciona­ do por su sentido del deber, al seguir esa compulsión nece­ saria se sentía libre ante el mundo. 2. N atu raleza, f e y sa lv a ció n .- Lutero fue capaz de cons­ truir un sistema de categorías poderoso, en la medida en que tenía detrás la metafísica de Agustín de Hipona. Al aplicar este conjunto de categorías, Lutero comprendió el final del mundo medieval de una manera mimética respecto del final del mundo pagano, que sentenciara Agustín. La clave de bóveda de todo el conjunto residió en la identificación de la naturale­ za, estado de corrupción y estado de desesperación. El hom­ bre que confía en su obras, en la potencialidad de su natura­ leza, en el dinamismo de sus fuerzas naturales es la reencarnación del viejo pagano. La crítica de Lutero al mundo tomista adquiere aquí un sentido preciso, más allá de la bruta­ lidad de la expresión. Aquella naturaleza pagana había queda­ do depotenciada por el pecado y sólo esa radical depotencia5 cfr. para todo esto Wf.bf.r, Espíritu d el C apitalism o y tas sectas protes­ tantes. S ociología d e la Religión, /, Madrid, Taurus, 1980, I. pp. 79, 88, etc.

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ción exigió la irrupción del cristianismo. La corrupción de la naturaleza emerge como potencia objetiva para el mal.6 Como dice en los artículos de Smakalda, «Este pecado original entraña una corrupción tan profunda y perniciosa de la natu­ raleza que ninguna razón llegará a comprenderlo7». La conse­ cuencia se puede apreciar fácilmente: el reino de la naturale­ za, el reino del pecado, es un supuesto de la experiencia cristiana; pero, por eso mismo, ofrece un escenario devaluado para esa misma experiencia. El cristianismo se define por la posibilidad de tran su stan cializar ese mundo, la posibilidad de regenerarlo y resacralizarlo. La magia limitada de los sacra­ mentos dejó paso a la necesidad de una magia general, por la que la fe implicaba un renacimiento del mundo, una transfi­ guración. Ahora bien, la forma de esa resacralización no era universal ni en modo alguno indiscriminada, sino propia de los elegidos. Lo universal era el mal, el pecado y la culpa. El alcance de la resacralización del mundo se hizo depen­ der de la propia forma de la irrupción del carisma en él. Ya hemos dicho que esa forma fue la fe8. Hemos dicho que el hombre no puede producir por sí mismo los veneros de la resacralización. Esta segunda certeza de la profunda impoten­ cia debe añadirse a la certeza de la fe. «Debemos tener la cer­ teza de que el alma puede prescindir de todo menos de la 6 Me limitaré a enunciar aquí algunas tesis de la Controversia d e Heidelberg: «El libre albedrío, después de la caída, no es más que un simple nombre y pe a i mortalmente en tanto en cuanto hace lo que de él depende-, tesis, 13. «Después del pecado, al libre albedrío no le cabe más que una potencia subjetiva para el bien y activa para el mal-, tesis 14. «No pudo per­ manecer en el estado de inconvenencia por una potencia activa, sino por la subjetiva: mucho menos le fue posible progresar en el bien-, tesis, 15. -El hombre que piensa poseer la voluntad de lograr la gracia a base de hacer lo que de él depende, añade al pecado otro pecado y se halle doblemente reo-, O bras, ob. cit. p. 80. Naturalmente San Agustín aparece aquí citado en abun­ dancia, sobre todo en sus tesis contra los Pelagianos. 7 Obras, ob. cit. p. 345. 8 El texto donde se expresa mejor esta necesidad de la fe para conectar con una realidad sagrada de Dios es, creo, el siguiente: -El hombre no es capaz de conectar con Dios y de actuar si no es por la única vía de la fe. Lo que equivale a decir que no es el hombre, por más obra que haga, sino Dios, por su promesa, el autor de la salvación-, -La cautividad de Babilonia de la iglesia- Obras, ob. cit. p. 100.

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palabra de Dios, lo único capaz de ayudarle9». La certeza de la fe es autotransparente respecto de su carácter recibido y pasi­ vo. El sentimiento confiado de la certeza incluye inevitable­ mente el momento del no-saber del origen de esa certeza, o, lo que es lo mismo, el reconocimiento de que ese sentimien­ to es obra sagrada, divina. El hombre es aquí actuado, pero no puede resistirse a la actuación que sobre él recibe101. La vivencia de la certeza de la fe acredita su origen sagra­ do en los fenómenos de la vida subjetiva que se derivan de ella. Ante todo, Lutero habla de paz y libertad11. Luego habla de la transfiguración del alma. Esa transfiguración reside sobre todo en la «certeza que tiene de su bondad y de la veracidad»12. Por lo tanto, la fe supera el mal y restaura la naturaleza del cristiano. Lo que era un mundo sin sentido y pleno de corrupción, aparece ahora literalmente iluminado de una nueva luz. La fe es certeza. Pero esa certeza se extiende sobre toda la realidad humana, santificando y sacralizando cada una de sus manifestaciones, ahora atrave­ sadas por la fe. El texto al que deseo llegar dice de una manera clara: «Esta fe viva y actuante: la que penetra en el hombre entero y lo transfigura»13. Se determina así una reconstrucción de la totalidad humana que ahora queda recompuesta en sus potencias14 tras la experiencia de la desesperación. Con ello, la resacralización del mundo y la reconciliación con la totalidad de las dimensiones humanas, incluido el cuerpo15, se tornan una misma cosa: la exp e­ riencia gozosa de la propia realidad16. La sensibilidad para 9 Cfr. -Za Libertad del Cristiano-, O bras , ob. cit. p. 158. 10 «La única obra divina consiste en que creáis en aquél quien Dios os ha enviado», Obras, ob. cit. p. 159. 11 La libertad del Cristiano, ob. cit. p. 159. 12 La libertad del Cristiano, ob. cit. p. 160. 13 -El magníficat traducido y comentado-, Obras, ob. cit. p. 182. 14 -Esto es lo que hace de Dios un ser amable y loable, es lo que consue­ la al alma, al cuerpo y a todas sus potencias-,. El M agnífcat..., ob. cit. p. 196. 15 -La vida que vivo en el cuerpo la vivo en la fe de Cristo-, La libertad del Cristiano, ob. cit. p. 168. ,6 -Ahí tienes cómo la fe es la fuente de la que brota la alegría y el amor hacia Dios, y del amor esa vida entregada libre, ansiosa y gozosamente al servicio incondicional del prójimo-. La libertad del Cristiano, ob. cit. p. 168.

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las contradicciones humanas, que estaba en el fondo de la Reforma, no podía quedar sin su correspondiente propues­ ta de reunificación en la obra de Lutero. De hecho, este pro­ blema de reunificación humana debía plantearse en el seno de la dialéctica de la relación entre naturaleza y orden sagra­ do. El hombre quedaría reunificado allí donde, en el seno del orden natural, se abriera camino la irrupción de la gra­ cia de la certeza. Esa reunificación no convoca las meras potencias naturales, sino la sumisión ante la dimensión supranatural de la fe. Se trata de «todo vuestro espíritu, en el que está todo incluido»17. Las sucesivas oleadas de contra­ dicción del hombre consigo mismo vendrán representadas com o sucesivas antinomias entre el orden de la naturaleza y el orden de la libertad y de la creencia. Kant no es ajeno a este universo. Pero su síntesis no se busca mediante la fe, sino mediante las obras de la libertad. Hay un punto importante en el que se dejan sentir de forma central los efectos de esta transfiguración del alma por la fe. Se trata de la genuina construcción de una comunidad edesial. Esta comunidad de seres libres está por encima de toda comu­ nidad natural. La relatividad de la ley natural, y su contraparti­ da en el Estado, resulta fácilmente comprensible. Sin embar­ go, esta relatividad de la comunidad, basada en leyes positivas y naturales, se fundamenta en la positividad misma de la comu­ nidad cristiana como Iglesia. Puesto que nadie sabe quién es un elegido, y puesto que Dios tiene que completar su número antes de clausurar la especie humana, cualquier miembro del conjunto de todos los hombres es potencialmente un elegido. Por eso cualquier prójimo es objeto de respeto y amor. Nadie puede ser excluido de esa comunidad visible y natural de la especie porque, en su seno, se encuentra la comunidad invi­ sible de los elegidos como buenos, como justificados por la fe. De ahí que, para Lutero, la vida cristiana se escinda en dos aspectos centrales: «De todo lo dicho se concluye que un cris­ tiano no vive en sí mismo; vive en Cristo y en su prójimo: en Cristo por la fe, en el prójimo por el amor. Por la fe se eleva

17 «El Magníficat...*, Obras, ob. cit. p. 181.

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sobre sí mismo hacia Dios, por el amor desciende por debajo de él mismo, pero permaneciendo siempre en Dios y en el amor divino, como dice Cristo. Ésta es la libertad auténtica­ mente espiritual y cristiana: la que libera al corazón de todos los pecados, leyes y preceptos; está por encima de cualquier otra libertad, como lo está el cielo sobre la tierra»18. Desde esta dimensión eclesial de la conciencia cristiana, la posición luterana ante las obras debía ser matizada. Pues no existía sólo el mundo de la relación directa e intrapersonal del hombre con la fe. También existe el reconocimiento de la necesidad de la vida de la especie, ejercida en comunidad. La relación entre estas dos dimensiones alberga una ambigüedad central que deseo poner de manifiesto comentando el siguien­ te texto: «El hombre no vive encerrado en su cuerpo; está con­ dicionado además por los restantes hombres de este mundo. Éste es el motivo de que no le esté permitido presentarse vacío de obras ante los demás, y aunque ninguna de ellas le resulte necesaria en orden a la justificación y a la salvación, se ve for­ zado a hablar, a actuar con los otros. Por eso su única y libre pretensión en todas las obras será la de servir y ser provecho­ so a los demás; las necesidades del prójimo es lo único que ha de tener en cuenta. Ésta sí que es una auténtica vida cristiana, puesto que la fe actúa con complacencia y amor»19. De este texto se sigue, a mi modo de ver, lo siguiente: lo principal y originario reside en la experiencia de la fe. Frente a este momento, la existencia en el seno de la comunidad es una dimensión de necesidad natural. Como toda dimensión de la vida natural, debe ser transfigurada tras la experiencia de la fe. Sin la potencia de transfiguración de la fe, esta dimensión natural de la comunidad, dirigida a la solución de necesida­ des, es una lucha egoísta en la que rige la corrupción. Tras la transfiguración, esa comunidad está atravesada por el amor. ' Pero amor es una relación activa con la especie, aunque rela­ ción limitada: es una forma de cumplir las necesidades propias de la existencia natural del individuo. Que se tengan que aten­ der sólo las necesidades, esto se sigue desde una concesión al ,H «La libertad del Cristiano», Obras, ob. cit. p. 169. 19 -La libertad del Cristiano», Obras, ob. cit. p. 167.

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hecho de que la Iglesia invisible tiene que anidar en la visible, y de que Dios escoge a sus elegidos de entre los hombres. Pero, que sólo se tengan que atender las necesidades materia­ les, indica de una manera clara que se trata de un medio para respetar en los demás a los siervos de Dios. Dado que esta entrega es recíproca, el cristiano no tiene que preocuparse de sí: se ocupa de los demás que a su vez se ocupan de él. La per­ fecta reciprocidad significa aquí la igualdad respecto del cum­ plimiento de las necesidades materiales. Por eso el texto ante­ rior decía que el cristiano no vive en sí. Es un vacío que se proyecta sobre los demás, una intencionalidad perpetua que deja en sí la nada de su propia atención, pero que se vuelve a reconstruir como realidad por la intencionalidad de los demás sobre él. La idea de Iglesia es, por tanto, la desaparición de todos como individuos en la entrega a los demás, la supera­ ción de las barreras de la individualidad y la construcción de una única realidad viva y supra-individual: «Dios es un Dios de paz y de unidad. [...] Es lo que quiere decir el salmo 66: “Dios hace que vivamos unidos en casa”, y el salmo 133: “Qué bueno, qué gozoso, cuando los hermanos viven como si fue­ ran sólo uno’’-20. 3. La com u n id a d p o lític a y la Iglesia.—La comunidad natu­ ral obra así como un mero medio para realizar la Iglesia invisi­ ble. En cuanto que medio necesario de la reconciliación, sin embargo, queda atravesada por una dimensión sagrada: las obras del amor. Entonces la comunidad natural es también un fin, una realidad cristiana que refleja el ser del Dios Uno. La consecuencia más precisa de ello es el uso radical que el cris­ tiano puede hacer de cualquier bien material. Ninguna ley de la comunidad natural, de la ordenación política, esa positividad de los órdenes de corrupción, basados en el supuesto de la maldad humana, puede levantarse contra esa comunidad invi­ sible y contra esa conciencia entregada a su fe. De la misma manera que toda dimensión corporal tiene que estar regida por la dimensión cristiana, todo bien material tiene que poder

20 -El Magníficat...-, O bras, ob. cit. p. 181.

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ponerse en manos de la dimensión de la fe. «Cuando Pablo dice “todo vuestro espíritu, en el que está todo incluido", echa mano de una estupenda expresión griega: tojolókleron p n eu m a chym ón, que significa “vuestro espíritu, dueño de toda la herencia”, como si quisiera expresar: “sólo el espíritu que cree es dueño de todo”»21. En este sentido, el luteranismo forjó una idea de comunidad centrada en la idea de reunificación de la individualidad en el espíritu. Pero ese espíritu, a la postre, anclaba en la interioridad del individuo cristiano, a solas con su conciencia, cierto de sí y de su propia creencia, que relativiza todo lo procedente de la naturaleza y de las comunidades posi­ tivas con la misma fuerza que mostró Lutero en Worms, delan­ te del mismo emperador, cuando dijo: «No puedo sustraer a mi Alemania al servicio al que le estoy obligado (...]. A menos que se me convenza por el testimonio de la Escritura, o por razo­ nes evidentes, estoy encadenado por los textos escriturísticos que he citado y mi conciencia es una cautiva de la palabra de Dios. No puedo ni quiero retractarme en nada, porque no es seguro ni honesto actuar contra la propia conciencia”22. 4. El m isterio d e Israel y e l n arcisism o m odern o: siervos y h erram ien tas d e D ios.—Y sin embargo era éste un mundo de certezas que se levantaba sobre profundas asunciones, acep­ tadas como misterios, tanto más peraltados cuanto más se relativizaba el papel de la razón. El principal no era otro que el misterio de la Encamación. En efecto, en la tradición cristiana ese misterio afirma la encamación de Dios en la naturaleza humana. Como tal, significa la irrupción de lo sagrado en la naturaleza, su restauración, su salvación, su elevación a reali­ dad en contacto con lo divino. Pero, para Lutero, esto sólo sucede mediante el bautismo de la fe que hace al cristiano. La existencia del cristiano es tan milagrosa como la existencia de Cristo. La existencia de la encarnación es una y la misma con la existencia del cristiano. Su misterio determina la vida del cristiano tanto como la de Cristo. Dejándose llevar de su her-

21 «El Magníficat...*, Obras, ob. cit. p. 181. 22 ‘Discurso en la Dieta de Worm-, O bras, ob. cit. p. 175.

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menéutica bíblica, Lutero considera que ese misterio ya se produce en la propia existencia de Israel. El misterio de la Encarnación, de Cristo y del cristiano es el misterio de Israel, esto es, del pueblo o del hombre carismáticamente elegido, del único que bebe en las fuentes del favor divino. Curiosamente, en Israel se da una dualidad que persigue las huellas de todo lo que hemos visto anteriormente. Esa dua­ lidad es la de los nombres. Israel es también Jacob. Por des­ cendencia natural, desde la dimensión estatal de su pueblo, el nombre originario es Jaco b. Israel es un nombre dado directamente por Dios, otorgado desde una función. Con ello, la misión es superior a la comunidad natural, y el nombre de la dimensión espiritual es superior al nombre de la comunidad natural. Con ese nombre, Israel, Dios ha querido fundar un pueblo de hijos espirituales23. ¿Pero qué función es la que determina el nombre? Lutero contesta esta pregunta analizan­ do el nombre. Ante todo, Jacob es un siervo. Pero un siervo elegido para luchar por Dios. Esa elección, cuando cumple la función de realizar la voluntad de Dios, lo levanta de entre su pueblo. Entonces se le llama Israel, Señor de Dios. De siervo ha pasado a ser señor. Y lo ha hecho por obra de Dios y para cumplir la voluntad de Dios. Respecto de Dios sigue siendo siervo. Respecto de todos los demás es Señor. Lo es, al menos en la medida en que sea una herramienta en las manos de la voluntad de Dios. «A esto se acomoda la palabra “Israel” que quiere decir “Señor de Dios”. Nombre elevado y santo que entraña en sí mismo el milagro grandioso de que un hombre, por hablar así y por gracia divina, se iguale a Dios en poten­ cia, de forma que Dios haga lo que el hombre quiera. Del mismo modo podemos contemplar a la cristiandad.!...1 Todo se realiza por medio de la fe. El hombre, entonces, hace lo que Dios quiere y Dios lo que el hombre desea. Israel así se ha convertido en un hombre deiforme, con poder divino: en Dios con Dios y por Dios, es un señor capaz de hacer de todo, de poder todo. [...] Israel es un misterio raro y profundo»24. Todas 23 -El Magníficat...», Obras, ob. cit. p. 202. 24 Obras, ob. cit. p. 202.

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éstas son palabras que deberemos retener profundamente. Su espíritu aflorará en Fichte con plenitud de fruto, pero antes también en la mística alemana, desde Weigel. Pero todas éstas son palabras que en Kant resuenan sólo como un profundo y voluntario olvido, como posiciones que Kant ha desmantelado con rigor. Pues la libertad, para Kant, es una hendidura en la naturaleza, pero no supone su degración. Inaugura una novedad en medio de la necesidad, pero no una caída ni un desconocimiento del principio de realidad. Por eso, por muchas que sean las tensiones entre la necesidad y la libertad, se trata de tensiones que reclaman la acción como terreno de la convergencia. Son realidades humanas y por eso reclaman la acción reunificadora del hombre. En todo caso, entre ambos límites se juega el destino del hombre, en el terre­ no de una inmanencia que no viene atravesada por ninguna instancia trascendente. Siervo y señor, el hombre de Kant es constitutivamente ambas cosas, sin que una dimensión des­ truya o transfigure a la otra. Entonces, el ser humano jamás podrá hacer valer, desde la más radical ausencia de crítica, desde la más obstinada desmesura, su actuación como queri­ da por un Dios que, bien mirado, no es otra cosa que su autoafirmación patológica y narcisista.

B) EL GIRO KANTIANO 1. Entre A ristóteles, Lutetv y H ob bes.- Aunque lejano de Lutero, Kant ha roto de otra forma radical con la confiada antropología aristotélica. Por eso, obviamente, ha tenido nece­ sidad de replantear las bases de la política. En esta transfor­ mación radical, se anuncia una autoconciencia de la moderni­ dad más reflexiva. Frente al mundo político asegurado por la naturaleza, que considera la técnica política un complemento de las disposiciones naturales de los hombres, en tanto pose­ edores del lenguaje, Kant ha introducido la sospecha hobbesiana, de forma muy matizada, ciertamente, pero no menos inquietante. Frente a la radical estructura cooperativa de la polis, vigente en Aristóteles, en Kant se abre camino la radical dimensión competitiva que anuncian los tiempos burgueses.

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Pero frente a la consideración del Estado como mera coacción, Kant, ignorando las reducciones luteranas del reino exterior sometido a la espada, ha proyectado sobre él la sagrada dimensión humana de la libertad. He dicho sospecha hobbesiana, que no teoría. Para Kant la realidad familiar del hombre no implica su dimensión políti­ ca25. El gobierno familiar no sirve para comprender el poder político. Pero la falta de relevancia política del orden familiar tampoco permite la afirmación inmediata de que el hombre es h om in e lupus. Asentado en un conocimiento biológico más preciso, y sin duda alguna más cercano a las recientes teorías de la evolución, Kant anuncia una antropología en la que las experiencias de la familia no son fácilmente extrapolabas a las realidades políticas -mecanismo del que abusará Hegel-; es más: aquello que se vive en la familia puede ser letal para la forma de vida política. No sólo porque, como era habitual en el pensamiento clásico, la forma de relación familiar -e l dominio y el gobierno paternal- no puede servir de modelo al mandato político -im p eriu m sobre hombres libres-. Las expe­ riencias de confianza que se tejen en la vida familiar pueden generar ilusiones comunitarias, fatales para una clara com­ prensión de la política. Pues si triunfan, determinarán una política opresiva. Y si fracasan, exigirán medios de compensa­ ción que están directamente relacionados con lo siniestro. El paternalismo protector como política está íntimamente vincu­ lado con todo ello. Frente a estos dos extremos -la política como filia y la polí­ tica como violencia- Kant ha mediado con una tesis, específi­ camente moderna, según la cual el hombre es la única espe­ cie que ha creado su propio carácter por el encuentro de dos dimensiones inseparables de su naturaleza: la co n co rd ia disco rd o la d isco rd ia con cord. De esta forma, Kant ha visto al hombre como una com plcxio oppositorum . Por esta contradic­ ción interna surge la necesidad de la política, pero también su debilidad. Por naturaleza, el hombre es un animal político 25 Cfr. para estas distinciones Giuseppe Duso, -Historia de los concep­ tos y Filosofía política-, en Res pu blica, núm. 1,. 1998. El análisis de Hobbes sobre el que se funda Duso, y que yo sigo, es el de Sandro Biral.

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justo porque por naturaleza el hombre es una animal im-político. Así que a la hora de decidirse por Aristóteles o por Hobbes, Kant tomas sus distancias y elige otra vía. «Aún podría plantearse ésta [posibilidadj: si es por naturaleza un animal sociable o solitario y temeroso de la vecindad; esto último es lo más probable.» Por naturaleza los hombres son muchos y sociables. Pero por naturaleza también son desconfiados res­ pecto del vecino. Por la razón puede administrar la descon­ fianza y transformarla. Ni la naturaleza ni la razón quedan, sin embargo, devaluadas desde el principio. Frente a las aparien­ cias, y desde el inicio, Kant se ha separado del cosmos de Lutero. Pero no sólo en el inicio. Lo más genuino de la tesis de Kant surge de aquí. Este dispositivo de contradicciones que es el hombre concede a la dimensión práctica del h a cerse su radical protagonismo. Situado en este territorio de suma cero, en el que las dos polaridades de la naturaleza se neutralizan recíprocamente, el hombre kantiano ejerce el libre arbitrio mediante el subrayado de una dimensión u otra. Así vuelve a escapar a Lutero. La racionalidad tiene sentido porque es un subrayado de la tendencia natural a la concordia. El hombre, como auto-hacerse, aspira a hacerse racionalmente, y esto sig­ nifica que aspira a la concordia. Mas sólo puede impulsar este proceso administrando las inclinaciones hacia la discordia que aprecia en sí. La habilidad, la pragmática y la moral, con sus imperativos, son tres formas de administración racional de esta naturaleza discordante. Finalmente, razón y acuerdo, razón y armonía, los viejos elementos pitagóricos, se introducen casi como la sustancia de la filosofía. Por eso, en el pasaje de la A ntropología correspondiente,26 esta administración racional de la naturaleza discordante del hombre se entreteje en tres dimensiones culturales que han tenido como resultado otras tantas formas de concordia. Aquí Kant recupera la vieja distinción de los imperativos de la Fund a m en ta cio n d e la M etafísica d e la s C ostum bres, y hace ver que las realizaciones culturales de la técnica, de la pragmática 26 Kant, W crke, edición W. W eischedel, Suhrkamp, vol. XII. [en adelante WW1, p. 672 y ss.

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y de la moral son otras antes victorias sobre la desconfianza ante el vecino. Estas tres victorias testimonian que hay en el hombre A n lage o disposiciones que se hacen evidentes cuan­ do han sido elaboradas por el trabajo de la cultura, por mucho que éste pueda implicar la pérdida de las alegrías de la vida hasta cierto punto. De esta forma, el despliegue de la técnica, de la pragmática y la moral vienen a sustituir al instinto, que hace a otros animales perfectamente sociales, y permite al hombre iniciar el camino de la confianza. Cuando un hombre viene hacia otro con una ventaja técnica, genera confianza en él. Cuando sus obras producen felicidad a otros, entre ambos se tejen vínculos de confianza. Cuando la reflexión racional impone que un hombre se dirija hacia otro con sentimientos morales, la confianza se deja bañar por la sobria emoción del respeto mutuo. Más difícil, mucho más misteriosa que ningu­ na, se abre esta disposición pragmática con la que tenemos que vérnosla aquí y de la que depende la felicidad entre los hombres. Pues de ella hace la política su ámbito. Cuando Kant define la «pragmatische Anlage» unifica dos palabras que, con el curso del tiempo, iban a configurar una polaridad sangrienta: la de civilización y la de cultura. ¿Cómo se genera confianza respecto a esta disposición pragmática, si no es mediante la eficacia de la productivi­ dad técnica? La pragmática es la disposición a poner en consonancia los fines y voluntades de los hombres. La des­ confianza se rompe pragmáticamente en la medida en que se forja la certeza de que el otro limita su querer, pero tam­ bién en la medida en que el querer de dos se torna com pa­ tible y cooperativo. Si un gesto o una acción hace felices a dos, entonces se ha superado la técnica y se abre el campo de la civilización. Por la civilización, el hombre sale de la autarquía [de la mera Selbstgew ali], dice Kant. ¿Pero cómo se puede salir de la mera S elbstg ew ali sino creando una G ew alt colectiva? Así que el cultivo de la disposición pragmática indica y propone un progreso en la capacidad de gobernarse, propia de seres capaces de querer libre y colectivam ente. Esta disposición determina el tema de la política. Con ello Lutero es una vez más esquivado. La polí­ tica no es mera espada, pero tampoco mera técnica o habi-

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lidad; antes bien, consiste en una acción que tiende a pro­ mover la felicidad común y, por tanto, a generar civilizada confianza. El hombre aprende, por educación, a desconfiar del propio poder y a confiar en un poder extemo. Esta confianza no se puede generar mediante la mera potencia de la técnica. Aspi­ ra más a la cooperación consciente y mediada por la compati­ bilidad de la voluntad. Que esta civilización de la dimensión social del hombre conozca un progreso, sugiere hasta qué punto su análisis no puede resistir una estrategia cartesiana, de nuevo principio, como de hecho proponen Hobbes y Rousse­ au. Que la disposición pragmática afine las dimensiones socia­ les y de confianza en el otro, depositadas en la naturaleza humana, sugiere ya hasta qué punto hay una íntima trabazón entre la política, en tanto proceso culminante de la civiliza­ ción, y la risa, com o expresión corporal inmediata de la dimensión sociable del hombre. Como he defendido en otro sitio, la comedia es la expresión estética de la política27. Para Kant, la risa cordial es sociable en tanto que pertenece a la emoción de la alegría. Educar para la alegría y la risa es dis­ ponernos a la afabilidad y la sociabilidad, que son las antesa­ las de la virtud de la benevolencia28. En la risa, la pragmática social obtiene su fin y su medio y la civilización su más sólido cemento, no exento de ironía. 2. P esim ism o in d iv id u al y optim ism o histórico: la iro n ía k a n tia n a - Una cierta crueldad, por lo demás muy presente en Kant, aflora en esta noción de progreso jalonada en tres estadios. Ya vimos antes que el precio a pagar por ese pro­ greso es el de cierta reducción de las alegrías de la vida. Ahora vemos que se trata justo de eso, y no de una anulación, pues la risa siempre puede acompañar, como un regalo escondido, la vida social. Cuando analizamos el mismo camino desde la realidad de la persona individual, sin embargo, la crueldad kantiana sube de tono en la misma medida en que se entrega 27 Cfr. -Comedia, tragedia y poder. Sobre la forma estética de la demo­ cracia-, en ER, Barcelona, 1998. 28 WW, p. 598.

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a la más absoluta frialdad. Si bien el hombre llega a la habili­ dad de sus disposiciones técnicas hacia los veinte años, sólo con los cuarenta puede llegar a purificar sus dimensiones pragmáticas e inspirar la suficiente confianza como para que los demás se dejen gobernar por él. Mas sólo a los sesenta obtiene el pleno desarrollo de la moralidad, con la sabiduría completa y reunida de la vida. Como se ve, la obsesión clási­ ca por las edades del hombre nos trae un lejano eco de la sabi­ duría de Sileno: sólo al final de su vida, el hombre que se ha buscado puede ser sabio. Hablamos aquí de una crueldad trá­ gica, y de esa veta que hace de Kant el más griego de los modernos. Pues, justo entonces, la sabiduría es radicalmente negativa: el hombre descubre las locuras de su vida pasada y se sabe en disposición de vivir de forma virtuosa. «Mas la incli­ nación a la vida se torna tanto más fuerte cuanto menos valor tiene, así en el hacer como en el gozar.» El misterio de Sócra­ tes queda explicado en esta sencilla frase. Cuando el hombre alcanza la sabiduría para el vivir virtuoso, justo entonces su apego a la vida es mínimo. Por eso el hombre se puede entre­ gar sencillam ente a la muerte. Las locuras de Alcibiades denuncian afán de vivir. El sabio se deja morir. Es así como la vida muestra su estructura contradictoria con la moral. Sólo nos concede disfrutar de la sabiduría en el instante en el que nos disponemos a abandonar la existencia. Es difícil entender hoy a Kant. Tras realizar esta primera alabanza del progreso de la especie, muestra bien a las claras la tragedia del individuo. Ninguna estructura de compensa­ ción se abre paso aquí. Las cosas son así. El hombre tiene que ser educado por el hombre. El progreso de la especie tiene que empedrarse con la tragedia de todos los fracasos, de todos los naufragios personales. Es así que el progreso se desvía continuamente de su camino, justo por la delicada estructura de compensaciones que el individuo, incapaz de aceptar el destino descrito, introduce en su propia vida. Debemos pre­ guntarnos nosotros, con Clement Rosset, si la mediación entre este fracaso del individuo y el triunfo más que cuestionable de la especie no permite otra mediación que el humor y la sonri­ sa. Quizás ahí está el secreto de la risa. Una vez más, Sócrates y su sabiduría irónica.

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El problema más inquietante de Kant pregunta por la posi­ bilidad de que, conscientes de su fracaso como individuos, existan hombres que puedan entregarse por la ciudad, símbo­ lo de la especie. Ese encogerse de hombros, en el que se refle­ ja tanto su escaso apego a la vida propia como la carencia de compensación superior para su propio sacrificio, es la risa que brota de la íntima conciencia de la sociabilidad, del carácter común, infranqueablemente común, de este mismo destino. La risa entonces no es sólo índice de sociabilidad, sino reco­ nocimiento de la universalidad de la estructura de la vida, que se disuelve en todos igualmente en el mismo misterioso don del sacrificio. Si éste es el destino del hombre, estos humoris­ tas kantianos tienen carácter, porque saben ver con anticipa­ ción el destino común. Aquella sociabilidad risueña y gratui­ tamente confiada no impide que se realice el sacrificio por la ciudad. Pues ellos saben que en la ciudad, en la república, se dan cita la perfección de las disposiciones racionales de los hombres. Y esta entrega final sin compensación alguna es la perfección desnuda de esta misma razón. 3. P esim ism o y an tin a rcisism o .- Kant no nos ha ofrecido una visión seráfica del hombre, pero tampoco nos ha entrega­ do una visión escatológicamente pesimista. Sabemos por los antropólogos que algo ha cambiado en el hombre en los últi­ mos milenios. Como ha certificado Claestres,29 el hombre pri­ mitivo parece hobbesiano, pero de hecho no lo es. Vive en la violencia de una manera endémica, ciertamente. La finalidad de esta guerra, sin embargo, no es la configuración secreta de una unidad superior, de un Leviatán, sino la afirmación de la dispersión étnica. La guerra tiene la función socio-política de mantener a las comunidades en la multiplicidad, ahondando sin cesar la separación entre ellas. Así, Claestres afirma que la violencia se despliega permanentemente para conjurar toda fuerza unificadora. Por mucho que Claestres defienda30 que estos resultados son afines a los de Hobbes, es preciso reco29 Investigaciones en an tropología p olítica, Barcelona, Gedisa, 1988. 50 Unas páginas antes, en la 215 de sus Investigaciones en an tropología p olítica, ob. cit.

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nocer que lo son únicamente hasta cierto punto. Pues todavía queda por explicar cómo es posible que emerja el Estado -y la paz- entre pueblos que están empeñados en vivir aislados y en levantar la frontera con ríos de sangre. En todo caso, algo ha cambiado en los últimos milenios para que una forma de habitar basada en la desconfianza con el inmediato vecino -co m o reconoce Kant-, se haya dulcifica­ do hasta el punto de producir las aglomeraciones humanas de los grandes Estados, como estructuras elementales de con­ fianza. Ciertamente, la guerra ya no funciona como profilaxis para la distinción ni como salvaguarda de identidad. El proce­ so es paradójico: la estructura de la guerra, que mantiene separados a los grupos humanos, produce un mecanismo de dispersión del hombre sobre la tierra. Mas sea como fuere, la guerra ha fracasado en su mecanismo, y quizá porque, como sugiere Kant, haya cumplido su función dispersadora y el hombre ya domina la tierra entera. Ahora, el efecto de la gue­ rra es más bien volverlos a juntar. De esta manera, sin apelar a la gracia, Kant está en condiciones de mostrar los mecanis­ mos naturales por los que el hombre puede auto-trascenderse en ciertas situaciones. Una vez más, debemos aplicar el mecanismo de la com plex io oppositoru m porque es la estructura radical de la inma­ nencia. Kant, que no leyó a Claestres, llega a la misma con­ clusión, en su famosa Reflexión 1.402. Pero llegó a algo más, que Claestres sin embargo no ha tenido en cuenta. Cuando éste autor analiza la doble determinación de la guerra, propo­ ne una función social (preservar la diferencia) y una función personal, acreditar al guerrero como tipo humano carismático. Centrarse en esta figura como resultado positivo de la guerra le lleva a analizar de forma consecuente el prestigio social del guerrero, su distinción, su inclinación a la situación de guerra permanente para poder cubrir su prestigio, razones por las cuales el guerrero entra en una tarea infinita cuyo fin es la muerte. Canetti estaría de acuerdo con todo esto. Pero obvia­ mente, esta visión de las cosas impide que emerja la vía del Estado. Kant, sin embargo, amplía el registro de las consecuen­ cias positivas de la guerra. Ante todo, por mucho que crea

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seguir a H obbes, introduce el hecho fundamental de la familia como unidad de confianza/desconfianza31, con lo que se separa del individuo moderno hobbesiano, mitoló­ gicamente solitario. Ulteriormente, no se trata de registrar la aparición del guerrero como tipo humano. Éste siempre se configura com o portador de un carisma excepcional, por mucho que determinadas culturas lo hayan fomentado expresamente, como la islámica. Pero no puede entrarse en una dinámica de guerra sin que, a la par, se entren en diná­ micas de cohesión interna, que exceden la figura del gue­ rrero individual. Por eso los grupos humanos, cuando se enfrentan a la guerra, generan solidaridades basadas en la sangre vertida en el mismo bando que, con el paso del tiempo, generan estructuras de confianza. De este tipo es la solidaridad familiar, desde luego: Ahora bien, conforme la tierra se puebla por la guerra, los grupos humanos que se ven envueltos en la refriega son mayores, y mayores son tam bién los grupos que se tienen que ir cohesionando com o medida de defensa. Sin la Guerra de los Cien Años no se habría dado, quizás, la pujanza y el avance del pequeño Estado que dominaba en la Isla de Francia. Por eso, des­ pués de afirmar la dispersión del hombre mediante la gue­ rra, Kant añade que -obligados a residir en común, las fami­ lias se unen en vista de defenderse y la necesidad y los ejem plos tornan soportable su comportamiento mutuo32». La desconfianza se supera con la defensa común. Y así los grupos humanos se forjan según hayan dado su sangre o hayan vertido la de otros. Resulta que, por la lógica de esta naturaleza contradictoria, algo ha cambiado en los hombres a lo largo de los últimos mile­ nios. Pero este cambio se ha producido por la acción de los hombres. La ontología cerrada y caída de la naturaleza de Lutero no entra en el pensamiento de Kant. El fenómeno más terri­ ble, la guerra, produce a la postre su contrario, la confianza. C om plexio oppositorum . La disposición belicista del hombre 31 Kant, C esam m elte Wcrkc, edición de la Akademie der Wissenschaften, vol. XX, p. 74. 32 Ak , vol. XV, Reflexión 1.402.

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descubre la disposición política del hombre. La muerte descu­ bre la felicidad de la vida. Estamos más allá del circuito de la técnica, como ya dijimos. Esta creencia acompañará a Kant a lo largo de toda su vida, pero no le cegará hasta el punto de identificar los cambios cualitativos que, con la intensificación del trato humano, acaben produciéndose en el fenómeno de la guerra. Pero éste no puede ser el tema de este ensayo, que he tratado en otro sitio33. Mi interés más concreto reside ahora en afirmar que Kant no es unilateralmente pesimista. La estructura de la com p lex io oppositoru m se lo impide. Podemos decir que la dimen­ sión belicista, con su voluntad de diferencia y de indepen­ dencia, es una manifestación de la tendencia narcisista a ser su propio señor. Quien se aísla, quien no soporta la dife­ rencia del vecino, quien no desea tratos impuros, expresa su confianza en el mecanismo de la repetición de lo propio, hasta hacerla automática, continua. Suponiendo que aquí estemos ante el substrato m ás b ásico , más infantil y autista, de la naturaleza humana - y tendríamos que analizar las rela­ ciones entre el autismo y el narcisismo-, no podemos sino concluir con Kant que la naturaleza humana no es, por prin­ cipio, completamente afín con el proyecto cosmopolita. Si reconocem os en este proyecto cosmopolita el lelo s de la razón guiada por la ley de la libertad, si asumimos el pro­ yecto anti-narcisista de la continuidad y de la diversidad de los hombres, si amamos com o bienes las diferencias entre los hombres, siempre que éstas tengan igual peso, entonces podemos concluir que el hombre, por natura'eza, muestra tendencias muy hostiles a este ideal, y en este sentido pode­ mos decir que es malo por naturaleza. Yo preferiría decir que el narcisismo es un estadio enfermo e inmaduro poten­ cialmente perenne en el hombre. Pero Kant dice, a su mane­ ra, que el hombre es malo por naturaleza 4. C on tra L u lero: e l v a lo r d e la a c c ió n - Pero Kant no podía mantenerse en una expresión tan abstracta y desafor33 cfr. La n ación y la gu erra. C on federación y hegem on ía com o m odos d e p en sar E uropa, ed. Res P ublica, Murcia, 1999.

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tunada como ésta. No podía realizar una mera imitación de Lutero. No podía tachar la naturaleza humana como corrup­ ta para encontrar la gracia de la salvación en la trascenden­ cia. Lo que Kant dice al final de la R eligión d en tro d e los lím ites d e la m era ra zó n , con todas sus letras, es que «en lo que concierne al c a r á c te r sen sib le podemos juzgar que el hombre es malo por naturaleza». Si carácter es la posibilidad que tenemos de predecir el futuro de un hombre, carácter sensible es la posibilidad que tenemos de predecir el futuro de un hombre en caso de que éste se mantenga ajeno a toda educación. Entonces, lo que quiere decir Kant es que no podemos predecir nada bueno - e n el sentido cosm opolitade alguien que no ha recibido educación, de la misma forma que no podíamos predecir nada bueno -e n sentido cosm o­ p o lita- del hombre de hace algunos m ilenios. Si alguien situado al principio de la Historia, observando las rencillas permanentes de las tribus vecinas, hubiera predicho que seis mil años después existiría la ONU, hubiera sido tomado por un Dios providente, no por un hombre razonable. Este tipo de razones debía hacer creer a Kant que a lo largo de estos milenios ha gobernado al hombre una especie de pro­ videncia. Pero Kant se cuida mucho de decir que el hombre sea, por naturaleza, malo en sentido moral, com o Lutero afir­ maría sin pestañear. Al contrario, en la P ed a g o g ía se lee que el hombre por naturaleza no es ni moralmente bueno ni moralmente malo, porque el hombre no es un ser moral por naturaleza. La tesis final de Kant es que el hombre es un ser que d e v ie n e moral. En ese devenir se sustituye el expediente de la magia católica y de la gracia luterana. En el caso de que la moral sea un equivalente a las instancias de salvación de Lutero, no procede de la trascendencia, sino que se forja en la misma inmanencia del mundo. La moral surge, deviene, y se teje no desde, pero sí sobre la base de los mismos elem entos naturales que nos obliga­ ron a d ecir que el hom bre p osee un carácter sen sib le malo. La diferencia radical entre Kant y Lutero responde al dife­ rente posicionamiento frente a la matriz estoica, tan presente

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en el mundo moderno34. Mientras que, para Lutero, la natura­ leza de los estoicos ha caído y tiene que ser restaurada desde fuera, en Kant la epigénesis de la libertad se vierte sobre la naturaleza para generar con estos mismos elementos, selec­ cionados en su afinidad, las dimensiones de salvación. En el primero, la trascendencia salva la naturaleza; en el segundo, la naturaleza se auto-trasciende y se salva en el hombre por la libertad. La diferencia reside en que el novutn de la libertad se abre, para Kant, en el seno de la naturaleza. Mas esta nove­ dad reverbera com o epigénesis de toda ulterior novedad. Principio de lo contingente, la libertad es ella misma contin­ gente en el mundo natural. Epigénesis trascendental, la liber­ tad no procede ni de la gracia ni de la trascendencia. La estructura de esta auto-trascendencia es claramente estoica, y en muchas ocasiones Kant habla de ella como necesidad y destino. En este sentido, cuando nos situamos al principio de la historia y miramos al mismo tiempo el presente, podemos pensar con Kant que el hombre estaba destinado a vivir en sociedad35. La idea de providencia inmanente -tan providen­ te que contó con la contingencia de la libertad- es llamada por Kant destino, en atenencia al uso estoico. En este sentido, en la metáfora más atrevida que se haya podido hacer, Kant ha dicho que la evolución hacia el Estado, com o proceso natural guiado por la libertad, es semejante a la formación de los sistemas de estrellas.36 La teoría de las disposiciones (A n lage) emerge de nuevo aquí. Por naturaleza el hombre posee disposiciones contrarias al proyecto normativo de la moral. Pero por naturaleza posee 34 No es un azar que Sebastián Franck, discípulo de Erasmo y siempre sensible a los argumentos estoicos, haya percibido su posición tan lejana de la posición luterana. Cfr. A. Koyre., M ísticos, espirituales y alqu im istas d el siglo XVI alem án . Madrid, Akal, 1988, pp. 35-69. Pero también es significa­ tivo que el pensamiento luterano posterior, pero también desde Melachthon, tuviera que pactar con las dimensiones estoicas, introduciendo su cate­ goría fundamental, la de la naturaleza de las cosas, fundamental para seleccionar los compromisos con el mundo que el orden cristiano debe aceptar. Kant disciplina estas apelaciones y estas tensiones, llevando a la modernidad a la plena conciencia de sí misma. 35 AK. vol. XV, Reflexión 1.501, p. 789. 36 AK. vol. XV, Reflexión 1.394, p. 607.

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una disposición a la razón. Una cosa no puede desplegarse sin la otra. La cuestión es que, en este despliegue inmanente de su razón, llega a las ideas nuevas acerca de la ley, el deber y el derecho. Y entonces aquellas disposiciones se concretan en poderes morales que, respecto de las disposiciones naturales, son novedades absolutas; pero que, a pesar de ello, tienen a sus espaldas procesos históricos que podemos describir. La cuestión es si aquello que dispara el dispositivo hacia la cultura de la libertad es necesario o es azaroso. Y la res­ puesta de Kant no puede ser sino una: es un paso necesa­ rio, tan necesario com o la propia dimensión instintiva de los animales. La tesis en la que deseo centrarme, tesis que difícilmente podía asumir Hobbes, y que desplegó Hegel quizás en exceso, es que el proceso de civilización se inicia con la familia, y que en la familia está fundado el patrimo­ nio instintivo de la especie. De otra forma: la familia condi­ ciona las dimensiones autistas y narcisistas del carácter sen­ sible del ser humano y perm ite su trascendencia y su elaboración. Por eso es muy importante considerar que la familia hace la guerra, y que ella se cohesiona con este pro­ ceso de guerra mismo. El estado de naturaleza del hombre es ya un estado social. Esta tesis, que no puedo desplegar aquí en su totalidad37, dice aquí que el estado de naturale­ za del hombre es una familia y que por eso está garantiza­ do el despliegue de la cultura. «El hombre que posee una mujer está completo y se encuentra solo en el estado de la naturaleza. No está inclinado a asociarse a otros, sino que más bien maldice encontrarse en su proximidad. De ahí el estado de guerra.» Esta cita38, debe com pletarse con esta otra: «Los instintos naturales de la beneficencia activa res­ pecto de los otros consisten en el amor sexual y en el amor a los hijos39». Cuando los textos citados se ponen en relación con aqué­ llos, más conocidos de la Id ea d e la H istoria U niversal, en los que se afirma la insociable sociabilidad del hombre, damos un 37 Cfr. el capítulo siguiente. 38 Ak . vol. XX, p. 74. 39 Ak . vol. XX, p. 158.

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contenido explícito a la familia como la primera estructura de la com p lex io oppositorum . Momento plenamente ontológico del hombre, en la familia se configuran todas las tensiones entre soledad y compañía, amor y odio, confianza y miedo, con las que el sujeto maduro tiene que cargar, si ha de encon­ trar un camino de felicidad sobre la tierra. El clasicismo aris­ totélico de Kant es aquí radical no sólo por la apelación a la familia, sino por la continua apelación a la physis como fondo metafórico; de hecho, la insociable sociabilidad sólo es otra expresión de la fuerza de atracción y repulsión que atraviesa todo el universo físico. Aquí, una vez más, reconocemos la importancia del primer escrito de Kant, el más estoico de todos, La H istoria n a tu ral y la T eoría d el C ielo, en esa cita de Haller en el parágrafo 24 de la M etafísica d e la Virtud en la que se asume la imposibilidad de que la naturaleza devo­ re los gérmenes del progreso moral. El mecanismo de la cul­ tura parte de la familia, por tanto. Pero ésta es un resultado del instinto. Por eso mismo el dispositivo evolutivo hacia el dere­ cho y el Estado está confiado a la propia necesidad de la natu­ raleza. Salvo que se presente ese novum , que ya aparece en el horizonte, de hombres sin familia, y que puede significar un cambio evolutivo capaz de romper el sentido vital acumulado por la especie en los últimos miles de años.

C) HISTORIA Y DERECHO 1. M al y s e ñ o río .- Que el hombre es malo por naturaleza, entonces, sólo dice que «el hombre es susceptible de educa­ ción». Esta tesis acaba ofreciendo la base a una ulterior: que el hombre necesita autoridad. No es de fundamental impor­ tancia aquí defender la consecuencia, inevitable, de que la educación supone la estructura de la autoridad, consecuen­ cia en la que ha insistido H. G. Gadamer. Sería fácil concluir que la estructura educativa fundamental para el hombre no es otra que la propia existencia del derecho, la única genuina autoridad sobre la tierra. Pero necesitaríamos muchos pasos intermedios, que sólo podríamos dar tras algunos argumentos. No olvidaremos este horizonte, sin embargo. La

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estructura de la autoridad no puede reconocerse como mera­ mente coactiva, por mucho que la idea de teleología que la mueve sea la del derecho. Naturalmente, el derecho es una estructura coactiva e igualmente genera una autoridad y un poder externo. Pero en su idea cosmopolita y republicana es un señorío muy peculiar. El caso es que la estructura evolutiva del poder y del señorío es consecuencia de la necesidad educativa del hom­ bre. Kant, como es notorio, no es Max Weber, ni tiene una his­ toria de la evolución de las formas de legitimidad o del dere­ cho, desde el dominio tradicional y patriarcal hasta el dominio racional. Pero es sensible no sólo a las presiones naturales que se ejercen a favor de la organización social y política, sino también a las presiones estrictamente humanas que juegan a favor de ellas. En todo caso, su tesis es que la organización política y social del hombre avanza desde una relación exter­ na con el derecho y el poder a una relación interna con él. Su culminación es justamente el ideal cosmopolita y republicano. El progreso desde una relación a otra viene mediada por la Staatsklugheit, por la prudencia del Estado que no se limita a ser coactivo o que utiliza las dimensiones naturales hacia la organización social a favor de una aceptación consensuada de la ley. Esta progresión es la que debe impulsar consciente­ mente la libertad política. En ella culmina el proceso de ilus­ tración, desde luego. De ella depende que el republicanismo cosmopolita se abra camino como meta de la libertad. Asumido que el hombre es un cotnplexio oppositorum , el arte social y político despliega las dimensiones favorables al cosmo­ politismo. Mas para eso, desde el primer momento, se requiere que los grupos humanos no sólo posean una dimensión hori­ zontal, sino también una vertical -si hemos de recoger al expre­ sión de Sartori- Ésta es la explicación de que la familia no sólo sea un grupo social sino que genere, como reconoce el clasicismo, una forma de autoridad y de señorío caracteriza­ do directamente por el dominio/gobiemo. Sin ese dominio, no cabe pensar ni entender la dimensión educativa de la estructura familiar. El estado de naturaleza del hombre no sólo es ya un estado social, como sin ninguna duda asume Kant, sino una forma de dominación legítima y de señorío,

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como suponen Weber y Aristóteles. Esta primera forma de legitimidad, sin embargo, no puede ser sino el germen de otras en las que la coacción extema va recayendo cada vez más sobre la propia capacidad y poder de los coaccionados; esto es, en las que las formas de obligación pasan por el pro­ pio reconocim iento y cumplimiento de los deberes autoimpuestos. Desde estaperspectiva, el final de la historia, el cumplimiento de la idea de derecho, no implica el final del señorío ni del poder, sino sólo que el momento y la aspira­ ción narcisista de ser su propio señor no entre en contradic­ ción con la consideración jurídica de todos los demás como señores. En este punto, el poder sobre los demás mediante el derecho resulta internamente condicionado por el auto­ gobierno, en el que los demás son interiorizados como ins­ tancia limitadora de mi acción. El derecho supone la vida sobria de los que han superado el narcisismo como patología. El motor de esta evolución jurídico-educativa, que acaba transformando la idea de señor hasta hacerla coincidir con la idea de derecho, no es otro que la propia razón libre. Por mucho que los autores hayan hecho de Kant un heredero del liberalismo de Locke, y por mucho que hayan subrayado las dimensiones egoístas propias del individualismo liberal, resul­ ta muy difícil quedarse en estos extremos cuando se contem­ plan los argumentos kantianos. De otra forma: por mucho que la propia razón esté al servicio de las aspiraciones de auto-afir­ mación del individuo, aquí, como siempre, conviene pregun­ tarse por la estructura de la com plexio oppositorum . Esto nos obliga a preguntarnos cómo el libre juego de una dimensión natural acaba trascendiéndose. Una de éstas es el egoísmo del ser humano, que puede oponerse directamente al señor exter­ no, hasta descubrir que, si fuese moderado en su dimensión egoísta, estaría en condiciones de destruir al propio señor externo. Es así que el egoísmo entra en contradicción consigo mismo. Por egoísmo se supera el egoísmo. La consecuencia de esta superación es el derecho. Como nos recuerda Antígona, la clave de este derecho consiste en que se reconozca que el Estado no es propiedad de un solo hombre. La visión que emerge de todas estas tesis puede resumirse en una frase de Georges Vlachos que merece repetirse: lo pro-

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pió y original del argumento kantiano es una psicología pesi­ mista de la naturaleza humana en el seno de una interpretación optimista de la historia humana. La raíz de esta íntima vincula­ ción entre el optimismo histórico y el pesimismo ontológico quizá reside en el reconocimiento de la sustancia abierta y fle­ xible del hombre. De esta cualidad dependería que lo con­ quistado en la historia se transfiera al carácter del hombre y que no hagamos predicciones abstractas del futuro comporta­ miento del hombre, sino diagnósticos precisos asentados en el momento histórico que determina al ser humano individual. En este sentido, el pesimismo juega como un recordatorio que nos exige estar alerta frente a los retrocesos de las conquistas históricas. Más concretamente, en esta conjunción de pesimis­ mo y optimismo la historia se lleva la mejor parte. Esto es lo que se muestra de una forma profunda y poderosa en la tesis del mal radical. 2. El m al r a d ic a l y la H isto ria - La problemática central de la tesis del mal radical40, vertida en La religión den tro d e los lím ites d e la m era ra zó n , viene a explicar la posibilidad de la acción humana concreta desde la estructura de la com plexio oppositorum . Ante esta estructura de opuestos, la libertad de la voluntad humana se concreta en la teoría del libre arbitrio. Con ello, Kant se distancia un paso más de Lutero. Para Kant, el arbitrio del hombre es libre ju sto p o rq u e la n atu raleza d el h om b re es u n a estru ctu ra du al, c u a ja d a d e elem en tos opu es­ tos. Si la naturaleza del hombre fuera, como en Lutero, una estructura caída, entonces el arbitrio, como capacidad de vin­ cularse a las acciones concretas, profundizaría inevitablemen­ te en la degradación. Pero justo porque la naturaleza del hom­ bre se tensa entre opuestos, la mediación del arbitrio es libre. Es curioso que en el pasaje donde se define el arbitrio como libre, se diga que la voluntad, en la medida en que se vincula internamente con la ley moral, no es ni libre ni no libre. Y la forma que tiene Kant de decir esto es que la volun­ tad pura no es capaz de N ótigung alguna. Parece entonces 40 Sigo a graneles rasgos las propuestas de Claudio la Rocca, en su con­ tribución a E ticid ad y Estado en el idealism o alem án, Valencia, Natan, 1987.

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que, a diferencia de la voluntad pura, el libre arbitrio es libre porque es capaz de N ótigung; esto es, de una constricción práctica, en tanto necesidad subjetiva práctica. Como vemos, la libertad concreta no es contraria a cierto esquema de nece­ sidad: al contrario, es perfectamente posible que el arbitrio sea libre cuando el sujeto se ve en la necesidad de conectar tal regla com o un motivo libre. El problema de la libertad de acción se puede plantear sólo cuando emerge la motivación. Sin embargo, una motivación del libre arbitrio implica verse forzado o constreñido a asumir un motivo como determinan­ te de la acción. Esa constricción puede experimentarse de forma subjetiva como deber o como compulsión pasional. Ser libre en la acción implica seguir la dimensión del deber en tanto necesidad subjetiva. De otra forma: ser libre puede ser decidir una finalidad como deber. Del hecho de que el arbitrio elija entre las dos dimensiones opuestas de la naturaleza se sigue que en ella no reside el mal. No hay inclinaciones malas. Para que lo sean, deben ser ele­ gidas frente a las disposiciones e inclinaciones que, en la vida consciente, emergen como apoyos del derecho y del deber moral. Lo determinante, una vez más, es el fin, el tolos. Y por tanto, en la medida en que el arbitrio acepta o asume el tolos, el mal depende del arbitrio y de su tolos. Que el telos del ser individual se afirme como absoluto, como si coincidiera con el telos mismo de la historia humana, y que, como en el mundo propio del narcisista, se eleve a punto único del sentido, nos pone ante el principio básico del mal. El telos d e 1 libre arbitrio depende, así, de la disposición que albergue el hombre res­ pecto a una decisión sobre esta dualidad final. A esta disposi­ ción, Kant le llama G esinnung. Ésta puede ser buena o mala. Será perversa si apunta al momento narcisista del amor de sí, y buena si apunta al momento limitadamente sacrificial de la construcción del derecho, como estructura universal de reco­ nocimiento no sólo de sí, sino de todos. En esta doble posibi­ lidad reside la radicalidad del mal como condición antropoló­ gica del uso de la libertad en el arbitrio. Resulta inevitable resumir todos los com plexio oppositorum en esta ulterior contraposición decidida a través de la noción de libre arbitrio. El arbitrio es libre porque la naturaleza huma-

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na alberga dos disposiciones que corresponden a dos predis­ posiciones hacia componentes sociables y no sociables. Que el hombre es malo por naturaleza significa, a este nivel, que el libre arbitrio inicialmente, y desde siempre, ha elegido des­ plegar las predisposiciones narcisistas. Sólo entonces es posi­ ble pensar la evolución y la educación del hombre como pro­ ceso en el que el narcisismo entra en contradicción consigo mismo. Ahora bien, dado que esta predisposición hacia el nar­ cisismo está ontológicamente fundada en la com plexio oppositorurn, «es necesario que se opere una constante oposición a la misma41*. Podemos decir, entonces, que la historia como camino hacia el derecho siempre lucha contra la regresión narcisista, que se ha visto operada de una forma tremenda­ mente cruda en el nazismo, en sí mismo un movimiento anti­ jurídico42. La batalla contra el narcisismo implica un compo­ nente ascético, pero éste no es una destrucción de la dimensión sensible, sino una voluntad selectiva del arbitrio que potencia aquellas inclinaciones sociales ordenables según el derecho y capaces de permitir la risa y la alegría. Mas estas fuerzas humanas sólo pueden ser potenciadas por la crítica y por la ironía propias de la madurez. Claudio la Rocca, en un trabajo ya citado, analizando estos temas sostiene que, de hecho, aquí estamos en la fundamentación de la experiencia ética del hombre com o fundación trascendental de la historia. Creo que tiene toda la razón. Con ello, sin embargo, Kant se reencuentra con los problemas de la teología o, si queremos decirlo así, de la salvación. Porque lo que orienta esta experiencia ética del libre arbitrio, en tanto potencia selectiva para elegir entre los elementos de la com ­ p lex io oppositorum , y en la medida en que incluya una dimen­ sión ascética, no es sino la elevación a dominante de una de aquellas predisposiciones hacia la sociabilidad. En el límite, si esta simplificación de la estructura de la com plexio opposito41 -Religión*, WW, VIH, p. 702. 42 Esto se puede ver en el texto de Cari ScHMrrr, Sobre la s tres fo rm a s d e tratar cien tíficam etite e l derecho, Madrid, Tecnos, 1997. Sobre el problema del derecho bajo el régimen nazi, cfr. Massimo la Torre, La -lotta contro il diritto soggettivo- K arI L aren z e la dottrin a g iu rid ica n azion alsocialista. Milano, Giufíre, 1988.

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rum se lograse hasta el final, reintroduciría los ecos de aque­ lla restauración de la naturaleza en su íntegra perfección, tal y como era antes de la caída. El propio Kant ha cedido a la metá­ fora escatológica: se trata de un «restablecimiento de la origi­ naria predisposición en su fuerza propia43». Mas ahora se trata de una obra de la libertad, que jamás alcanza esa pretendida y perfecta certeza. Frente al cielo de la fe, la libertad sólo ofrece el purgatorio de la crítica. Jamás nos miramos en el espejo del narcisismo. La crítica es tan eterna como la construcción de nuestra personalidad y ésta, a su vez, como la realización de la libertad44. El complemento de la imperfección tras el esfuerzo siempre se abre en una sonrisa. La estructura de la escatología la hereda el derecho y no se sustancia en el logro de reunir el número de los santos, sino en la perfección posible de hacer composibles los arbitrios humanos. La contradicción de ser hombre no se cura por la gracia de la trascendencia, sino por el tiempo de la historia, con su optimismo respecto a la espe­ cie y su pesimismo respecto a la persona. 3. L a h isto ria co m o sistem a y la id e a d e d e r ec h o - La voluntad anti-narcisista de Kant se ha manifestado de manera plural. Una de ellas fue la dificultad del concepto mismo de p erson a. Otra ha sido, como vimos, la canalizada a través de la idea de sacrificio sin compensaciones especiales en favor de la especie. Quizás la segunda sea una consecuencia de la primera. Una tercera, más radical, afirmó la necesidad de que el hombre no fuera su propio señor. Pero esta última tesis no pudo interpretarse en el sentido de Lutero, como si el hom­ bre debiera ser siervo y señor de Dios, con su momento narcisista fatal propio del hombre carismático. La apuesta kan­ tiana por la inmanencia es radical, y no puede abrirse camino ninguna tendencia gnóstica capaz de situar la fuente de la salvación fuera del mundo. El hombre necesita un señor externo, pero sólo el hombre puede generar ese mismo señor desde lo interno. La dimensión inmanente de este

« WW, VIH, p. 705. 44 Reflexión 4.225, p. 464.

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problema abre nuestra reflexión al problema del tiempo y de la historia. Que la historia la hagan los hombres, y que ellos estén anclados de forma ontológica inmutable en el mal radi­ cal, implica que la historia no se dirige por sí misma a fin alguno. Su dirección depende finalmente de la voluntad libre de los hombres. En último extremo, la tensión entre las dos opciones abiertas en el mal radical se concreta, o bien en la voluntad narcisista de ser el propio señor de sí mismo, deján­ dose llevar por la nostalgia de la omnipotencia del deseo, o en contribuir a generar un señor de los hombres que sea a su vez fruto del acuerdo de los hombres; una autoridad en el mundo que no sea ajena al mundo, ni producida por la irrup­ ción de gracia alguna. Pues bien, la aspiración de configurar un señor de los hombres producido por los hombres, se concreta en la teleo­ logía histórica de construir la idea de derecho. Como tal, esta idea dinamiza la dimensión de la libertad hacia la razón. La historia deja de ser la acumulación del tiempo para convertir­ se en la realización del derecho. Pero la idea de derecho nece­ sita tiempo, justo porque debe emerger de entre las multitu­ des de voluntades individuales que siembran la historia con su estallido de energía vital, de la misma manera que la for­ mación del carácter individual necesita tiempo porque debe emerger de la pluralidad de las inclinaciones y deseos. Ni el gran sujeto de la historia, ni el pequeño sujeto humano, se forman plenamente. La ironía juega aquí también sus cartas. Lo que hay de permanente, de humano, tras estos centelleos de sangre contenida en los cuerpos, es la lucha por ser cada uno. Pero en la medida en que cada uno esquive la tentación narcisista, esta lucha apuntará a la realización del derecho, esto es, a la plena realización de lo que puede aspirar a ser común. Cuando miramos el tiempo de la historia, con todos sus hombres pasados, desde la perspectiva del ángel del mundo, ese ángel que no ve sino hombres y nada más que hombres, sólo podemos identificarnos con aquella forma de ser que podría ser la nuestra. No se ve otra cosa entonces que hombres defendiendo o violando el derecho. Lo común, lo verdaderamente común, no puede proceder de estos viola­ dores. Desde la perspectiva del tiempo, ponemos del lado de

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los violadores del derecho es, e o ipso, ponernos del lado de los que pueden violar el nuestro. Pues lo propio del tiempo universal es que, en él, aún no se han distribuido los roles ni los papeles, ni sabemos cuál va a ser el que nos disponga el destino, o si nos ha librado del grupo de las víctimas. Cuan­ do, en esta perspectiva, nos ponemos del lado del violador, estamos a favor de la violación absoluta y, por eso, afirmamos tanto las heridas que nos disponemos a realizar como aque­ llas que nos han de hacer. Lo común a todos, lo que podemos acoger en nuestro pecho sin reserva, tampoco es la víctima, porque ni siquiera está decidido que lo seamos. Cuando no están distribuidos los papeles - y nunca lo están definitiva­ m ente- sólo podemos identificamos con los que defendieron el derecho. Porque esto es lo único que entiende el tiempo y lo único que respeta: un compromiso valiente y sereno de lucha común ante la desgracia. Así que esto es lo que viene a decirnos Kant con la famosa tesis, enunciada en la Reflexión 1.420,45 según la cual la idea que conduce todas las acciones humanas es la idea de dere­ cho. Esta idea es la que permite comprender la historia como un sistema, aunque la noción aquí solamente quiere invocar la noción de organismo y éste, como sabemos, se caracterice por estar abierto al futuro. La idea de derecho es el lelos de la his­ toria. No sé si Kant ha cuidado la expresión o si su escritura es fruto de evidencias inmediatas e intuitivas, que sólo tras mucha atención nosotros podemos destacar. El caso es que pone de relieve que esta idea se alza con toda su fuerza desde la perspectiva del actor. Es una idea de las acciones de los hombres, no de su contemplación. Por lo tanto, sólo puede ser asumida por alguien que se dispone a poner la mano en la rueda de la historia, detiene su vida un instante y se pregunta para qué existe. El lelos de la historia es el lelos de una praxis y, de otra forma, no existe. Es un compromiso del hombre con su propia vida, con sus dimensiones propias, pero también con sus dimensiones comunes a todos los hombres. Es un compromiso con la felicidad racional del hombre, en la medi-