Recibir el Concilio 50 años después: XXIII semana de estudios de teología pastoral

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UNIVERSIDAD PONTIFICIA DE SALAMANCA

Instituto Superior de Pastoral

Recibir el Concilio 50 años después

verbo divino

UNIVERSIDAD PONTIFICIA DE SALAMANCA

Instituto Superior de Pastoral

Recibir el Concilio 50 años después XXIII Semana de Estudios de Teología Pastoral

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ISBN pdf: 978-84-9945-474-0 ISBN versión impresa: 978-84-9945-316-3

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Contenido Presentación............................................................... 7 Juan Pablo García Maestro (Profesor del Instituto Superior de Pastoral-UPSA y coordinador de la XXIII Semana de Teología Pastoral) I PONENCIAS Los contextos: del Vaticano II a nuestros días............ Jesús Martínez Gordo (Facultad de Teología del Norte de España, Vitoria-Gasteiz)

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Juan XXIII: el “Papa Bueno”, párroco del mundo ..... José Luis Corzo Toral (Instituto Superior de Pastoral, Madrid)

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La Iglesia, misterio y pueblo de Dios. La Iglesia que quiso el Concilio Vaticano II .............................. Ricardo Blázquez Pérez (Arzobispo de Valladolid)

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Memoria y sinceración de la generación que hizo el Concilio .................................................. 115 Felicísimo Martínez (Instituto Superior de Pastoral, Madrid) Otra forma de hacer teología ..................................... 141 Nurya C. Martínez-Gayol Fernández (Universidad Pontificia de Comillas, Madrid) 5

Perspectivas de futuro del Vaticano II........................ 215 Juan Martín Velasco (Instituto Superior de Pastoral, Madrid) La evangelización: del Concilio a nuestros días.......... 261 Eloy Bueno de la Fuente (Facultad de Teología del Norte de España, Burgos) II MESA REDONDA 1. Tres matrimonios, tres generaciones, ante el Concilio a) Juan Ramón Lacadena e Isabel García Gallo ... 339 b) Pablo Ruz y Ana Cristina Gómez Aparicio ..... 357 c) Miguel García Baró y Mercedes Huarte .......... 365

III GRUPOS Trabajo de grupos ...................................................... 377

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Presentación Juan Pablo García Maestro, O.SS.T. Profesor del Instituto Superior de Pastoral-UPSA y coordinador de la XXIII Semana de Teología Pastoral

En los días del 24 al 26 de enero de 2012, el Instituto Superior de Pastoral (ISP) convocó la XXIII Semana de Teología Pastoral con el lema Recibir el Concilio 50 años después. ¿Qué podemos aportar como ISP ante el 50 aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II? Nadie podrá negar lo que el Instituto –desde sus orígenes– ha aportado a la reflexión y puesta en práctica del espíritu del Concilio, a la renovación de la Iglesia en España, y diría que también en la Iglesia universal, pues son muchos los alumnos de otros continentes que se han formado en esta casa. El Concilio Vaticano II fue un concilio pastoral porque, con todos los medios a su alcance, quiso descentrar a la Iglesia y, junto al descentramiento horizontal sobre la comunidad, dejó bien claro que el centro de los problemas y preocupaciones de la Iglesia no es ella misma, sino la vida de los hombres y mujeres de cada tiempo de nuestra historia. La Iglesia está para servir a los hombres; su tarea primordial se vincula al diálogo con la 7

gente, el mundo y la cultura, como afirmó Juan XXIII pocos días antes de morir: “No es que haya cambiado el Evangelio. Somos nosotros los que hemos comenzado a comprenderlo mejor”. Si la Iglesia quiere acercarse a los verdaderos problemas del mundo actual y esforzarse por bosquejar una respuesta, tal como ha intentado hacerlo en la constitución Gaudium et spes, debe abrir un nuevo capítulo de epistemología teológico-pastoral. En vez de partir solamente del dato de la revelación y de la tradición, como ha hecho generalmente la teología clásica, habrá que partir de un dato de hechos y problemas recibido del mundo y de la historia. El Concilio Vaticano II representa un excelente punto de partida para un renovador modo de hacer y comprender la teología pastoral. No obstante, aquel deseo y objeto de reformular la doctrina para el beneficio de los hombres propuesto por Juan XXIII solo se alcanzó a medias. Y en esta línea tenemos que seguir trabajando. Al recibir el Concilio Vaticano II 50 años después, creemos que sería un error a la hora de interpretarlo si lo hiciéramos en un sentido eclesiocéntrico (centrado sobre la Iglesia). La visión conciliar de la Iglesia es teocéntrica, cristocéntrica y antropocéntrica. De esta comprensión dependen los impulsos esenciales para una pastoral futura en la línea del Vaticano II. La primera prioridad que urge hoy es el problema de Dios, no el de la Iglesia. A diferencia del siglo XIX, hoy los ateos militantes son pocos, pero la situación es mucho peor. Se vive como si Dios no existiera. Por eso debemos reiniciar a partir de los fundamentos de la fe y abrir caminos hacia Dios a partir de la experiencia y de la vida. 8

Concluyo con una última idea: “Con esta XXIII Semana de Teología Pastoral queremos dejar al descubierto que las grandes intuiciones conciliares han sido las siguientes: “un modelo de Iglesia como comunión, como pueblo y no como jerarquía; una fe basada en la palabra original que es Jesús de Nazaret; la apertura ecuménica hacia todas las Iglesias y hacia todas las religiones; la presencia de la Iglesia en el mundo como servidora, partidaria de la libertad y dispuesta al diálogo”. El Instituto Superior de Pastoral se complace una vez más en agradecer públicamente las colaboraciones que hicieron posible la celebración de la Semana. La de la Fundación Pablo VI, en cuyas instalaciones tuvo lugar. La de la Editorial Verbo Divino, que permite dejar constancia de sus resultados y extenderlos a quienes no pudieron asistir. Y, finalmente, la de tantas personas amigas que con esta ocasión nos han manifestado un apoyo que nos anima a seguir la tarea de colaboración con la Iglesia al servicio del Reino en la sociedad actual.

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I PONENCIAS

Los contextos: del Vaticano II a nuestros días Jesús Martínez Gordo

En la celebración y recepción del Vaticano II se pueden diferenciar cuatro “contextos” o etapas en función de los pontificados habidos desde entonces hasta nuestros días, exceptuado el de Juan Pablo I: el primero, presidido por la sorpresa y la creatividad, con el papa Juan XXIII. El segundo, con Pablo VI, marcado por la finalización de la asamblea episcopal y, sobre todo, por una tímida puesta en práctica del mismo. El tercero, el más largo, durante el pontificado de Juan Pablo II, es un tiempo regido por una lectura temerosa de algunos de los textos más importantes del Vaticano II y yuxtapuesta al pontificado anterior en su tímida aplicación del mismo. Y, finalmente, el cuarto, el pontificado de Benedicto XVI, es prolongación y remate de las opciones activadas en el papado anterior. Con una particularidad: es el papa que ha hablado de una doble lectura en la recepción del Vaticano II: la hermenéutica de la “discontinuidad y de la ruptura” (que carga en el deber de los modernos y progresistas) y “la hermenéutica de la ‘reforma’, de la renovación dentro de la Iglesia” (que coloca en su propio haber)1. 1 Cf. Benedicto XVI, “Discurso del Santo Padre Benedicto XVI a los cardenales, arzobispos, obispos y prelados superiores de la curia romana”, jueves 22 de diciembre de 2005: Regno-doc 1 (2006) 5.

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En esta aportación primo el contexto de Pablo VI porque creo que es –en medio de sus indudables limitaciones– el momento más creativo y esperanzador por el que ha pasado la Iglesia católica desde hace muchos siglos. Su pontificado se constituye en una referencia fundamental desde la que seguir afrontando –y, a veces, sobreviviendo incluso con alegría– los tiempos que nos están tocando vivir y, frecuentemente, padecer2. Finalmente, no ignoro que también son posibles otras dos aproximaciones –igualmente legítimas– a los contextos del Vaticano II: una, en torno al primado de Pedro y la curia vaticana (más atenta a la universalidad), y otra, más interesada por el universal concreto que es cada Iglesia particular o la comunión de varias de ellas (España o cualquier otro país del mundo)3. Otra vez más, por razones de espacio y tiempo, solo es posible analizar algunos de los contextos que han prevalecido 2 Esta apuesta no ignora que sería posible realizar un recorrido análogo al que ahora pretendo arrancando de los contextos o pontificados de Juan Pablo II y Benedicto XVI. Sin embargo, prefiero exponer la recepción conciliar promovida por el papa Montini. Él es quien operativizó –cierto que muy tímidamente– algo de lo mucho y bueno aprobado por el Vaticano II. Y a él le debemos haber podido experimentar otra manera de ser Iglesia y de relacionarnos con el mundo. La corta y rápida primavera que activó en muchos de nosotros es la que nos mantiene en el amor a esta “casta meretrix” que –como decía san Agustín- es la Iglesia. En aquellos años –y a diferencia de nuestros días– más “casta” que “meretrix”. 3 No está de más recordar el prolongado y fecundo tiempo que fue la recepción del Concilio en España gracias, entre otros, a las presidencias de la Conferencia Episcopal Española por parte de D. Vicente Tarancón (1971-1981), D. Gabino Díaz Merchán (1981-1987) y –tras el paréntesis de D. Ángel Suquía (1987-1993)– a D. Elías Yáñez (1993-1999). Fue una primavera que se prolongó en el tiempo, comparativamente con la vivida por otras Iglesias europeas. En buena parte, por la indudable autoridad moral de estas personas y, en parte, por la singular transición política en la que estuvo inmersa España durante sus presidencias. Esta creativa recepción del Vaticano II empezó a truncarse cuando D. Ángel Suquía fue nombrado presidente (1987-1993), ya en el pontificado de Juan Pablo II.

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en torno a los sucesores de Pedro y a sus respectivas curias vaticanas. Atender debidamente a la segunda de las posibilidades sería tema para otro congreso o jornadas de teología. Por cierto, tanto o más apasionante que el presente. Así pues, me ciño al contexto o pontificado de Pablo VI y desde él abordo sucintamente los de Juan Pablo II y Benedicto XVI. La referencia al pontificado de Juan XXIII será parca. Hasta el punto de dar la impresión –no buscada, por supuesto– de ser injustamente introductorio al del papa Montini.

El pontificado de Juan XXIII (1958-1963) Una de las grandes noticias del año 1959 es la convocatoria del Concilio Vaticano II en la basílica romana de San Pablo el 25 de enero, fiesta de la conversión del apóstol, por parte del papa Juan XXIII. Este anuncio se hace realidad el 11 de octubre de 1962, fecha en la que se inaugura la primera de las cuatro sesiones de que va constar el Vaticano II. El papa Roncalli quería que la Iglesia estuviera atenta a los signos de los tiempos y encontrara la forma más adecuada de hacer llegar el mensaje del Evangelio a la humanidad. Irá explicitando semejante inquietud en tres grandes temas que aparecerán a lo largo de las alocuciones previas al inicio de los trabajos conciliares: la apertura al mundo moderno, la unidad de los cristianos y la Iglesia de los pobres4. El Concilio se mostró más sensible a los dos primeros asuntos. De hecho, una buena parte de los discur4 Cf. G. Alberigo – J. P. Jossua, “La recepción del Vaticano II”, Madrid 1987, 217-218.

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sos papales previos estuvieron centrados en cuestiones doctrinales y ecuménicas. La propuesta de una Iglesia de los pobres pasó más desapercibida. Habrá que esperar a las asambleas episcopales de Medellín (1968) y Puebla (1979), así como a las Congregaciones Generales 32 (1974), 33 (1983) y 34 (1995) de los jesuitas, para encontrar un desarrollo doctrinal de envergadura y una pastoral coherente. Además, se debe al mismo Juan XXIII una indicación de enorme relevancia para la buena andadura de la asamblea episcopal: los padres conciliares tenían que adecuar la Buena Noticia del Evangelio a los métodos interpretativos modernos distinguiendo entre “la sustancia del depósito de la fe” y “la manera de presentar” dichas verdades5. La asunción de semejante criterio permitió que los padres conciliares rechazaran los esquemas preparatorios, se interesaran por completar el Vaticano I y formularan interesantes propuestas doctrinales sobre la revelación, la Escritura y la Tradición; la Iglesia como pueblo de Dios, su sacramentalidad, su organización y su relación con el mundo; la corresponsabilidad y la colegialidad; el ecumenismo y el diálogo interreligioso; el ministerio ordenado, la vida religiosa, el laicado y un largo etcétera. La convocatoria del Concilio y la libertad reconocida a los obispos son, entre otras, dos de las grandes virtudes del tiempo histórico (contexto) que preside el “Papa Bueno”. Obviamente, semejante reconocimiento no ignora que activar la fantasía creadora y superar –empática, pero, a la vez, críticamente– el pontificado de Pío XII presenta problemas, algunos de cierto cala5 Conferencia Episcopal Española (ed.), Concilio ecuménico Vaticano II: Constituciones. Decretos. Declaraciones, BAC, Madrid 1993, pp. 1094-1095.

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do. Uno de ellos –y no es el menor– serán los recelos que tales decisiones provocan en una curia que –como la vaticana– se ve obligada a recolocarse por “debajo” del papa con los obispos y que vive el acontecimiento conciliar –al menos una parte significativa de ella– como un mal trago que hay que pasar cuanto antes para que todo vuelva a la normalidad. Cuando se estudia la recepción habida, se puede decir que una buena parte de la curia vaticana ha acabado haciendo propia la estrategia atribuida a Álvaro de Figueroa y Torres, primer conde de Romanones (1863-1950): “Vosotros haced las leyes y dejadme a mí los reglamentos”6.

La renovación de la Iglesia en el pontificado de Pablo VI (1963-1978) Tras la muerte de Juan XXIII, y una vez finalizada la primera sesión conciliar (1963), se inicia el pontificado de Pablo VI. A él le corresponderá culminar la recién iniciada asamblea episcopal y, sobre todo, proceder a su aplicación, una vez clausurada. Su pontificado es objeto –cuando menos– de dos valoraciones: la que entiende que es quien pone las bases –por su comportamiento ambivalente, incluso en el mismo aula conciliar– para una lectura involutiva del Vaticano II y la que considera que pone en funcionamiento –tímidamente, por supuesto– una cierta renovación de la Iglesia que será frenada en los siguientes pontificados, sin dejar 6 De hecho, el post-Concilio ha puesto de manifiesto las dificultades de recolocación que tiene una curia que –como la vaticana– tendría que haber estado al servicio de la colegialidad que –fundada en la sacramentalidad del episcopado– vincula entre sí a todos los sucesores de los apóstoles, incluido el sucesor de Pedro con su responsabilidad primacial.

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de reconocer, por ello, la importancia de algunas de las trabas (mediante reservas papales) que pone a los padres conciliares.

El juicio de Giovanni Franzoni Los participantes en el XXXI Congreso de Teología, celebrado en Madrid del 8 al 11 de septiembre de 2011, tuvieron la oportunidad de escuchar el sincero y conmovedor testimonio de Giovanni Franzoni sobre su participación en el Vaticano II y –en palabras suyas– la penosa historia de su traición a manos de Pablo VI sin –siquiera– haber sido clausurado7. La recepción involutiva del Vaticano II no arranca, como habitualmente se suele entender, con el pontificado de Juan Pablo II y auxiliado por J. Ratzinger, sino en el aula conciliar, siendo el papa Montini el sucesor de Pedro. Con palabras de Giovanni Franzoni, “fue el mismo Pablo VI quien puso las premisas para que el Concilio pudiera ser, al menos en parte, ‘domesticado’ y el post-Concilio ‘enfriado’”. Y un poco más adelante abunda en la misma tesis: el papa Montini “tomó decisiones que amputaron el Concilio en sus potencialidades y puso las premisas para una interpretación reductiva de los documentos del Vaticano II”. Avalan esta conclusión, cuando menos, siete polémicas intervenciones suyas a lo largo de los trabajos conciliares y también en el tiempo inmediatamente posterior a la clausura de la asamblea episcopal: 1. La famosa “nota explicativa previa” a la Lumen gentium (concretamente, al capítulo tercero) que va al 7 Cf. toda su intervención en http://www.periodistadigital.com/religion /opinion/2011/09/10/concilio-tracionado-concilio-perdido-igldsia-religionvaticano-papas-curia.shtml (consultado: 5 de enero de 2012).

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final del documento conciliar, aguando –cuando no disolviendo– la colegialidad episcopal. 2. La proclamación de María como “Madre de la Iglesia”, siguiendo al episcopado polaco y desoyendo el parecer mayoritario de los padres conciliares que la veían como “Madre en la Iglesia”, es decir, como discípula de Jesús y no “sobre” la Iglesia. 3. La reserva de la cuestión del celibato de los presbíteros ante la petición de algunos padres conciliares para que se ordenaran hombres maduros (los que serán llamados más adelante “viri probati” ), es decir, padres de familia y con una vida profesional asentada8. 4. La reserva sobre la cuestión de los medios moralmente lícitos para regular la natalidad9. 5. La asignación de una responsabilidad meramente consultiva a los sínodos de obispos, dejando al papa libre para acoger o rechazar sus propuestas. En realidad, semejante decisión obedecía a una estrategia que –alimentada, una vez más, por la curia vaticana– pasaba por depotenciar el Concilio y, particularmente, la colegialidad episcopal. 8 Pablo VI, Encíclica “Sacerdotalis caelibatus” de su santidad Pablo VI, Roma, 1967. 9 Pablo VI, Carta encíclica “Humanae vitae” de su santidad Pablo VI a los venerables hermanos los patriarcas, arzobispos, obispos y demás ordinarios de lugar en paz y comunión con la Sede Apostólica, al clero y a los fieles del orbe católico y a todos los hombres de buena voluntad sobre la regulación de la natalidad, Roma, 1968. Esta encíclica responde a su obsesión por salvaguardar –según G. Franzoni– el magisterio de Pío XI, lo que le lleva a negar, de hecho, la autoridad del Concilio. Hay, sin embargo, dos puntos positivos, de avance con respecto a la doctrina mantenida hasta entonces: Pablo VI no excluye de los sacramentos a los cónyuges que no acepten la Humanae vitae y no fija su posición en términos de infalibilidad, como pedían una parte de la curia vaticana y algunos obispos conservadores. No está de más recordar el sentimiento de turbación que embargó a Pablo VI por las criticas recibidas, incluyendo las de conferencias episcopales relevantes.

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6. El desinterés por dotar a la Iglesia de las instituciones adecuadas en las que visibilizar y concretar la afirmación conciliar de la Iglesia como “pueblo de Dios”. Podría haber creado algo así como un senado de la Iglesia católica en el que estuvieran representados obispos, sacerdotes, monjes, monjas, religiosos, religiosas, laicos, hombres y mujeres, para debatir los grandes problemas. Nada de eso vio la luz. 7. Finalmente, su negativa a que las mujeres pudieran acceder al sacerdocio. Giovanni Franzoni entiende que la gran mayoría de estas intervenciones papales obedecen a una bienintencionada preocupación por evitar la ruptura de la comunión, sobre todo, entre la minoría y la mayoría conciliar. Sin embargo, le resulta incontestable que su “obra de mediación terminó por limitar o cancelar la libertad del Concilio y, sobre todo, difirió al futuro problemas que más tarde reventarían provocando consecuencias desastrosas. Montini estaba obsesionado por la búsqueda de una unanimidad moral sobre todos los textos conciliares: noble propósito, que solo habría adormecido, más no cancelado, tensiones punzantes”. Este severo juicio no le impide reconocer también algunos puntos positivos en su pontificado, tales como su inequívoco compromiso en favor de la paz y la justicia en el mundo o la renuncia a la tiara papal, símbolo arrogante del poder temporal –también político– del papado, aunque semejante renuncia no ha supuesto el abandono de un modelo de gobierno absolutista, heredado de la historia. Sin negar los hechos reseñados por Giovanni Franzoni, no comparto su valoración del pontificado de Pablo VI. Entiendo, más bien, que lo poco que se ha podido experimentar de lo mucho bueno que hay en el 20

Vaticano II se lo debemos a él. Este es un importante punto que Franzoni no tiene debidamente en cuenta y, por ello, no lo resalta como es debido. Muy probablemente, porque los testigos directos de determinados acontecimientos –en este caso, de relevancia mundial– tienen dificultades para marcar distancias y valorar una gestión con perspectiva histórica.

Los tres ejes mayores del pontificado de Pablo VI A diferencia de Giovanni Franzoni, creo que el pontificado de Pablo VI está presidido por tres grandes objetivos que el mismo papa Montini explicita en sendos documentos de indudable calado: – La renovación de la Iglesia (Ecclesiam suam, 1964). – La promoción de la justicia (Populorum progressio, 1967). – La evangelización del mundo (Evangelii nuntiandi, 1975). Por razones de tiempo y espacio, centro mi aportación en la primera de las encíclicas, es decir, en la renovación de la Iglesia, quedando para otra ocasión el estudio de la promoción de la justicia y la evangelización.

La renovación eclesial Pablo VI explicita las opciones de fondo de la renovación eclesial en su encíclica Ecclesiam suam (1964). Y lo hace señalando las tres preocupaciones que “agitan” su espíritu: – Purificar la Iglesia de todos los defectos que aparecen cuando se la contrasta con Cristo. 21

– Acertar con el método que posibilite su renovación de una manera prudente. – Precisar las relaciones que la Iglesia ha de mantener con el mundo10. La Iglesia, señala Pablo VI, ha de aggiornarse –como proponía Juan XXIII– en fidelidad a su Fundador y estar atenta a los signos de los tiempos. La comunidad cristiana “no está separada del mundo, sino que vive en él”11. Lo cual es una invitación permanente a “estudiar las señales de los tiempos”, “probar... todo y apropiarse de lo que es bueno; y ello, siempre y en todas partes”12. Obviamente, esta es una tarea incompatible con la inmovilidad y el rechazo sistemático de todas aquellas costumbres aceptables de nuestro tiempo. El papa Montini tiene que articular este interés por la renovación de la Iglesia con su responsabilidad por guardar la comunión. Es la atención a este equilibrio –tan inestable como frágil– la que explica (aunque no siempre justifique) el cuidado que presta a los sectores más reacios a los cambios que se están proponiendo. Este es el contexto en el que hay que entender, por ejemplo, la “Nota explicativa previa” a la Lumen gentium o la proclamación de María como Madre de la Iglesia. Sin embargo, tales esmeros no bloquean una recepción –cierto que temerosa– del Concilio Vaticano II. Prueba de ello es que el papa Montini favorece la tímida renovación eclesial que se vive en el tiempo inmediatamente posterior a la finalización del Concilio Cf. Carta encíclica “Ecclesiam suam” del sumo pontífice Pablo VI. El “mandato” de la Iglesia en el mundo contemporáneo, Roma, 1964, nº 3. 11 Ibíd., nº 15. 12 Ibíd., nº 19. 10

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Vaticano II. Basta estudiar la reforma litúrgica que propicia (1963-1969); el “motu proprio” Apostolica sollicitudo (15.IX.1965), por el que instituye el Sínodo de los Obispos; la carta apostólica De episcoporum muneribus (15.VI.1966), mediante la que reconoce la plenitud de poderes episcopales; el directorio pastoral para los obispos Ecclesiae imago (1973), probablemente el texto más logrado de su pontificado desde el punto de vista jurídico y pastoral; la constitución apostólica Regimini Ecclesiae universae (1967), gracias a la cual impulsa una limitada reforma de la curia vaticana; la creación de la Comisión Teológica Internacional (1969); la carta apostólica Ecclesiae sanctae (16.VIII.1966), por la que procede a la renovación de la vida religiosa, y, sin ánimo de ser exhaustivos, el relanzamiento del ecumenismo13. Merecen un tratamiento menos elogioso sus reservas al control de la natalidad y al celibato opcional de los presbíteros, la reapertura del debate sobre la identidad y espiritualidad de los sacerdotes y la ambigüedad en que queda sumida la deseada articulación entre secularidad y ministerial laical a partir del Sínodo de Obispos de 1971. A lo largo de su pontificado se asiste, además, a las primeras decisiones en favor de un mayor protagonismo de la mujer en la Iglesia y a la apertura del debate sobre la posibilidad de su acceso al ministerio sacerdotal y, más concretamente, al presbiterado. Es una cuestión que Pablo VI –a diferencia de Juan Pablo II– 13 La primera de las preocupaciones (renovar la Iglesia) experimenta un doble y complementario desarrollo: reformando, en primer lugar, la gran mayoría de las instituciones eclesiales (sobre todo, vaticanas) y, si es el caso, erigiendo otras nuevas e impulsando, en segundo lugar, la transformación del ministerio episcopal, presbiteral, así como la vida religiosa y la laical.

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cerrará provisionalmente; por tanto, no “definitivamente”14.

La reforma litúrgica (1963-1969) En la prehistoria de la reforma litúrgica vigente se encuentra el interés de los episcopados alemán, francés, belga y holandés por adaptar las celebraciones a la cultura y lengua de los diferentes pueblos, así como por dotar de una mayor participación a la comunidad cristiana, favorecer más la creatividad y la sobriedad y, sobre todo, subrayar la centralidad de la presencia de Cristo y de la Palabra de Dios. La canalización de las anteriores inquietudes lleva a revisar la liturgia barroca y la piedad devocional de los siglos anteriores, algo que se plasma en la aprobación en 1963 del primer documento conciliar: la constitución sobre la liturgia (Sacrosanctum Concilium), un texto en continuidad con la reforma realizada en su día por Pío X y Pío XII y nada revolucionario. Los obispos del primer sínodo (1967) convocado después de la finalización del Concilio alaban la reforma litúrgica en curso, subrayando, de manera particular, la mayor participación del pueblo, su sencillez, el empleo de lenguas vernáculas y el sentido pastoral de la misma, y expresan su conformidad con las rectificaciones de las nuevas plegarias. Alguna observación menor merece la reforma propuesta del breviario, ya que se entiende que, al ser un tipo de oración originaria14 Quedan para otra ocasión –una vez más, por motivos de espacio y tiempo– esta cuestión y todo lo referente a la recepción de la vida religiosa y al ecumenismo. Para el tema del sacerdocio de la mujer se puede consultar J. Martínez Gordo, “La ordenación sacerdotal de las mujeres: problema pastoral y embrollo dogmático”: Lumen 53 (2004) 331-390.

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mente monástica, ha de presentar una mayor adaptación al clero. Hay, sin embargo, una minoría de obispos que acusa a la reforma iniciada de ser demasiado experimentalista y de dejar en el camino el “sentido sacrificial” de la eucaristía. Pablo VI promulga en 1970 un nuevo misal en el que subraya la centralidad del domingo, la importancia de la asamblea litúrgica y la participación ministerial del laicado. Su aprobación supone la anulación y prohibición del precedente, el romano, reelaborado por Pío V al acabar el Concilio de Trento (1570). A esta decisión papal le suceden otras que afectan a casi todas las áreas de la vida litúrgica. Si bien es cierto que la reforma litúrgica es excelentemente recibida (como se constata en el sínodo episcopal de 1967), también lo es que empiezan a escucharse voces que la rechazan (el caso de monseñor M. Lefebvre) o que comienzan a criticarla con dureza. Concretamente, J. Ratzinger verá en ella –según escribe años después– el inicio de un proceso de autodestrucción de la misma, indicando que su aplicación “ha producido unos daños extremadamente graves”, ya que, al romper radicalmente con la tradición, ha propiciado la impresión de que es posible una recreación de la misma “ex novo” 15. A la luz de este diagnóstico hay que enmarcar la decisión del papa Benedicto XVI autorizando la celebración de la misa en latín e indicando la conveniencia de que las oraciones más conocidas se reciten, igualmente, en latín y de que se utilicen, eventualmente, los cantos gregorianos16. J. Ratzinger, Mi vida. Autobiografía, Madrid 2006, pp. 105.177. Benedicto XVI, Exhortación apostólica postsinodal “Sacramentum caritatis”, Ciudad del Vaticano 2007. 15 16

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A esta exhortación sucede, en julio del mismo año, la carta apostólica Summorum Pontificum, por la que se permite –cierto que extraordinariamente– el uso de la liturgia romana anterior a la reforma impulsada por Pablo VI en 1970. Es muy elocuente que monseñor Bernard Fellay, sucesor de Lefebvre como superior de la Fraternidad San Pío X (excomulgada en 1988 tras ordenar a cuatro obispos ignorando la autoridad del papa), alabara la vuelta atrás de Benedicto XVI y considerara dicha decisión como una muestra de buena voluntad para afrontar con serenidad las doctrinas hasta ahora cuestionadas, sin esconder las dificultades que aún subsisten. Además, a la luz del crítico diagnóstico de J. Ratzinger sobre la reforma litúrgica conciliar, se explica su voluntad de traer a la comunión católica a los lefebvrianos levantándoles la excomunión, así como la concesión de un estatuto jurídico análogo al de los fieles anglicanos que se han pasado a la confesión católica por su rechazo de la ordenación de mujeres y, también, la nota del Osservatore Romano sobre la autoridad doctrinal del magisterio católico y, concretamente, del Concilio Vaticano II17. Una nota que evidencia las dificultades que está teniendo el diálogo con los lefebvrianos y, concretamente, su aceptación de las actas conciliares. Sería mezquino criticar esta voluntad integradora del papa. Y más, en quien tiene la responsabilidad de la comunión eclesial y de la unidad de la fe. Pero la honestidad con la verdad lleva a constatar la unidirec17 Osservatore Romano, “En el quincuagésimo aniversario de su convocación. Sobre la adhesión al Concilio Vaticano II”, Ciudad del Vaticano, 2 de diciembre de 2011. Se puede leer el texto en www.osservatoreromano.va (consultado: 3 de enero de 2012).

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cionalidad de esta voluntad integradora que está en el corazón mismo de la responsabilidad primacial: no se está activando igualmente con otras sensibilidades católicas desautorizadas (sin llegar, como es el caso de los lefebvrianos, a la excomunión) e implicadas, por ejemplo, en la liberación y promoción de la justicia, en el dialogo interreligioso y en repensar la sexualidad humana a la luz de los avances antropológicos y sin descuidar, por ello, las exigencias evangélicas. Finalmente, hay que recordar lo que pensaba Pablo VI sobre una posible decisión como la adoptada por Benedicto XVI. Cuando su amigo Jean Guitton le propuso que permitiera en Francia la misa de Pío V, el papa Montini le respondió: “Eso, jamás [...]. La llamada misa de san Pío V se ha convertido –como se puede constatar en Êcone– en el símbolo de la condena del Concilio. Esto es algo que yo no aceptaré nunca, en ninguna circunstancia [...]. Si consintiera esta excepción, todo el Concilio quedaría cuestionado. Y, consecuentemente, su autoridad apostólica”18.

La institución del Sínodo de los Obispos (1965) Pablo VI hace pública su voluntad de instituir el Sínodo de los Obispos al concluir su discurso inaugural en la última sesión del Concilio (14 de septiembre de 1965). Al día siguiente se publica el “motu proprio” Apostolica sollicitudo, por el que se erige tal organismo con la finalidad de ayudar eficazmente al papado en su solici18 J. Guitton, Paolo VI segreto, San Paolo, Cinisello Balsamo 1981, pp. 144-145.

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tud por la Iglesia universal. Se trata de una institución central en el gobierno de la Iglesia, representativa de todo el episcopado católico, perpetua, flexible en cuanto a su composición y apta para abordar problemas ocasionales o de más entidad19. Se señala que normalmente será de carácter consultivo, aunque puede tener potestad deliberativa cuando así lo decida el papa20, y se indica que está “sometido directa e inmediatamente a la autoridad del romano pontífice”. Compete al papa convocarlo, ratificar la elección de sus miembros, fijar los temas y presidirlo por sí mismo o por medio de otras personas21. Con la constitución del Sínodo de Obispos, Pablo VI visualiza institucionalmente la colegialidad episcopal, la integra en el gobierno eclesial e inaugura una costumbre –rota con la encíclica Humanae vitae– de someter a consulta (y, si es el caso, a deliberación) de los obispos las cuestiones de fondo que afectan a la Iglesia. En el análisis de los primeros sínodos se puede constatar cómo los obispos participantes transmiten al papa su parecer sobre las cuestiones planteadas o sobre otros asuntos de interés en el gobierno eclesial, dejando, por supuesto, siempre a salvo la libertad y autoridad del sucesor de Pedro. Sin embargo, las votaciones realizadas en el primer sínodo (1967) dan la impresión de que este es más “deliberativo” que consultivo, algo así como una prolongación del Vaticano II o una especie de “miniconcilio”. Ante esa impresión, la curia vaticana recuerda a los obispos que el gobierno del papa es “personal” y no “coCf. Pablo VI, Carta apostólica “Apostolica sollicitudo”, promulgada como “motu proprio” del papa Pablo VI, por la cual se constituye el Sínodo de los Obispos para la Iglesia universal, Roma, 1965, nº 1. 20 Cf. ibíd., nº 2. 21 Cf. ibíd., nº 3. 19

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legial” y que el Sínodo es uno de los muchos instrumentos con que cuenta para ello, nunca una instancia que entre en competencia con la autoridad del pontífice. Recela, como se puede apreciar, de esta importante institución y propone una reforma de su reglamento que refuerce la autoridad papal, minimice el papel de la colegialidad episcopal en el gobierno eclesial y, de paso, dote de un mayor protagonismo a la misma curia vaticana. Al tomar en consideración esta crítica de la curia, Pablo VI activa la eclesiología preconciliar que rezuma la “Nota explicativa previa” a la constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium. Esta es una “Nota explicativa previa” que, curiosamente, se adjunta al final del documento conciliar por “mandato de la autoridad superior” y con la intención de acallar el rechazo de la minoría conciliar a la doctrina sobre la colegialidad episcopal. En dicha “Nota explicativa previa” se sostiene que el papa puede actuar “según su propio criterio” (“propia discretio”) y “como le parezca (“ad placitum”) aunque matiza, seguidamente, que está capacitado para actuar de semejante manera por “el bien de las Iglesias”. Es una afirmación que va mucho más lejos de lo aprobado en el Vaticano I con el dogma de la infalibilidad. Los padres conciliares perciben que dicha incorporación no solo obedece a la voluntad papal de acallar a la minoría, sino también al temor (en buena parte, compartido por Pablo VI) de que la doctrina sobre la colegialidad acabe amortiguando desmedidamente el modo como los papas han ejercido hasta entonces –y durante mucho tiempo– su responsabilidad primacial en el gobierno eclesial. Desde un punto de vista estrictamente jurídico, esta “Nota explicativa previa” no forma parte del cuerpo 29

doctrinal de la constitución dogmática sobre la Iglesia, al no haber sido aprobado por los padres conciliares ni estar, por tanto, ratificado por el papa. Sin embargo, y a pesar de ello, es un texto que va a propiciar la lectura involutiva y restauradora que –incubada en esta concesión de Pablo VI– alcanza su cenit durante el largo pontificado de Juan Pablo II y en el de Benedicto XVI. Dos de los ejemplos más elocuentes son el Código de Derecho Canónico de 1983 y la misma trayectoria del Sínodo de los Obispos. Y, concretamente, si se analiza la historia del Sínodo de Obispos, se puede apreciar cómo esta es una institución convocada con cierta frecuencia. Es cierto, además, que los obispos participantes hacen uso de la palabra con una incuestionable libertad. Sin embargo, el incremento de convocatorias sinodales ha ido parejo a una lenta, pero progresiva, disminución en su capacidad para influir en el gobierno eclesial. Curiosamente, semejante declive ha ido acompañado de intervenciones papales en las que se ha recordado su indudable importancia. Es muy elocuente que no haya sido –durante sus más de cuarenta años– la asamblea deliberativa que recoge el Código de Derecho Canónico de 1983 (CIC 343). En realidad, no ha pasado de ser un foro de asesoramiento papal y de intercambio eclesial, aunque nadie cuestiona que se ha convertido en un excepcional puesto de observación del post-Concilio. La intervención del cardenal C. M. Martini en el sínodo de los obispos europeos de 1999 tuvo cierta resonancia mediática cuando señaló que algunos problemas espinosos, tanto de índole disciplinaria como doctrinal, aparecidos durante los 40 años transcurridos desde la celebración del Concilio Vaticano II, debían ser abordados mediante “un instrumento más universal y auto30

ritativo [...] en el completo ejercicio de la colegialidad episcopal”22. Toda una autorizada crítica a la recepción eclesial del Sínodo de Obispos, a pesar de que no faltaron medios de comunicación que la interpretaron como la petición de convocatoria de un Concilio Vaticano III.

El reconocimiento de la plenitud de poderes episcopales (1966) El Concilio aprueba lo que, según muchos analistas, es una de sus aportaciones eclesiológicas más importante: los obispos son “vicarios y legados de Cristo” y “no deben ser considerados como los vicarios de los pontífices romanos” (LG 27). Por ello, están llamados a gobernar sus respectivas Iglesias locales con toda la autoridad que les es propia. Esta autoridad “que ejercen personalmente en nombre de Cristo es propia, ordinaria e inmediata, aunque su ejercicio esté regulado en última instancia (ultimatim) por la suprema autoridad de la Iglesia”. G. Philips –relator principal de la Lumen gentium– señala, explicando este número, que los padres conciliares entienden que el obispo de Roma no puede estar interviniendo continuamente en la administración de las demás diócesis. Su responsabilidad como autoridad 22 Cf. C. M. Martini, DC, 96 (1999) 950-951. Cf. “Il Dialogo”, Periodico di Monteforte Irpino (7.IV.2004): “Io non ho mai parlato di Vaticano III perche’ l’espressione può essere fraintesa e può confondere. Vaticano III significa rimettere in questione tutti i problemi così come ha fatto il Vaticano II. La mia proposta andava in una direzione diversa. Convocare, di tanto in tanto, delle assemblee sinodali veramente rappresentative di tutto l’episcopato e –perchè no– universali (Sinodi e Concilio sono la stessa parola) per affrontare questioni in agenda nella vita della Chiesa. Un’esperienza che valga a sciogliere qualcuno di quei nodi disciplinari e dottrinali che riappaiono periodicamente come punti caldi sul cammino della Chiesa”.

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central se ciñe a repartir las tareas y ejercer la función de apelación “en última instancia” (ultimatim) con el fin de proteger a los obispos y a sus diocesanos. Al incorporar en el texto conciliar esta expresión (ultimatim), los padres conciliares recogen una práctica secular que tiene su fundamento en el reconocimiento de la potestad propia del obispo en la “cura habitual y cotidiana” (LG 27) y su “instancia última” en el sucesor de Pedro, sobre todo cuando están en juego la verdad y la comunión23. Esta es una tesis eclesiológica que, a la vez que recuerda el fundamento de la colegialidad episcopal, descalifica una praxis de gobierno absolutista; invalida la doctrina de la separación entre el “poder de orden” y el “poder de jurisdicción”; recupera y actualiza el canon sexto de Calcedonia contra las ordenaciones absolutas y carga de razones una concepción más colegial del gobierno eclesial por parte de todos los obispos, presididos –por supuesto– en la fe y en la caridad por el sucesor de Pedro. A su luz hay que entender lo que afirman los padres conciliares cuando sostienen, unos pocos números antes, que “los obispos son, individualmente, el principio y fundamento visible de unidad en sus Iglesias particulares, formadas a imagen de la Iglesia universal, en las cuales y a base de las cuales (“in et ex quibus”) se constituye la Iglesia católica, una y única” (LG 23). Pablo VI, en conformidad con esta aportación doctrinal de primer orden, sustituye, mediante la carta apostólica De episcoporum muneribus (15.VI.1966), el régimen de la concesión de poderes a los obispos. Y lo hace reconociendo –en el pórtico mismo de esta carta apostólica– la autoridad “propia, ordinaria e in23 G. Philips, La Iglesia y su misterio en el Concilio Vaticano II, 1, Barcelona, 1966, 436. Cf. G. Bier, Die Rechtsstellung des Diözesanbischofs, Bonn 2001, 155.

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mediata” de los obispos en sus Iglesias locales, lo que significa que detentan todos los poderes ligados a su cargo y el consecuente deber de legislar para sus fieles. “En virtud de esta potestad, los obispos tienen el sagrado derecho y el deber de legislar, ante Dios, sobre sus súbditos, de juzgarlos y de regular todo cuanto pertenece a la organización del culto y del apostolado” (LG 27). Además, el papa Montini recuerda a continuación –y siguiendo, una vez más, el Concilio– que “cada uno de los obispos diocesanos tiene facultad para dispensar en casos particulares de las leyes generales de la Iglesia a los fieles sobre los cuales, a tenor de derecho, ejerzan autoridad, cuantas veces juzguen que ello es conveniente para el bien espiritual de los mismos fieles, salvo que la suprema autoridad de la Iglesia haya establecido una reservación especial” (CD 8 b). A continuación, detalla las competencias en las que puede intervenir cada prelado y determina las materias reservadas al papa. Entre estas últimas, destacan la obligación del celibato para sacerdotes y diáconos; la negativa a ejercer el presbiterado a los casados que hayan recibido el orden sagrado sin la dispensa de Roma; la prohibición de que los presbíteros ejerzan la medicina y la cirugía, asuman oficios públicos que comporten el ejercicio de jurisdicciones civiles o administrativas, sean senadores o diputados donde esté prohibido por el papa o ejerzan el comercio personalmente o por persona interpuesta; la imposibilidad de interferir en las leyes generales referidas a los religiosos en cuanto tales, con excepción de lo aprobado en CD 33-35; la prohibición de eximir de toda una serie de irregularidades e impedimentos para recibir las ordenes sagradas o para contraer matrimonio válidamente, etc.24 24

Pablo VI, De episcoporum muneribus, nº 10.

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Pablo VI desarrolla esta importante carta apostólica (De episcoporum muneribus) mediante el directorio para los obispos Ecclesiae imago (1973), sin duda alguna el documento más logrado –jurídica y pastoralmente– de todo su pontificado25. El papa Montini refuerza con este directorio la comprensión del episcopado como presidencia de la diócesis (parroquias, arciprestazgos, diferentes consejos, sínodo diocesano), así como en relación al papa, al colegio episcopal y a los concilios particulares. A partir de ahora se asistirá, por ejemplo, a la institución y desarrollo de los diferentes órganos eclesiales de corresponsabilidad y al boom de los sínodos diocesanos. Gracias a estos últimos se va a posibilitar la recepción del Vaticano II y se canalizarán muchas demandas de las diferentes diócesis al papa y a la curia vaticana. Con la publicación de este directorio se cierra el período de revalorización del episcopado y de las Iglesias locales para entrar –a lo largo del pontificado de Juan Pablo II– en otro tiempo presidido por la recuperación de la centralidad de la Santa Sede al precio de la sacramentalidad del episcopado y de la colegialidad en el gobierno de la Iglesia. Avalan esta tesis, cuando menos, cinco decisiones de indudable relevancia. La primera, el directorio Apostolorum sucesores (2004). A partir de este texto, el ministerio episcopal ya no se fundamenta en la misión al frente de una Iglesia local –como venía siendo habitual desde el Concilio de Calcedonia–, sino en la pertenencia a un cuerpo específico26. Y las conferencias episcopales ya no se sostienen en la colegialidad derivada de la misión, sino en la pertenencia al colegio episcopal. Simplemente, existen para Pablo VI, Ecclesiae imago (31.V.1973). Cf. Congregación para los Obispos, Directorio para el ministerio pastoral de los obispos “Apostolorum succesores”, Roma 2004. 25 26

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canalizar el llamado “affectus collegialis” 27. Como consecuencia de este sustancial cambio en la fundamentación teológica, la relación con la Santa Sede deja de ser colegial para primarse el trato personal de la curia vaticana con cada obispo y, lo que es más preocupante, reaparece el peligro de las ordenaciones absolutas. Muy probablemente, esto es algo que se incubaba en la firma por parte de Pablo VI de los diferentes documentos conciliares como “obispo de la Iglesia católica” y no como “obispo de Roma”. El papa Montini se atribuye un título hasta ahora desconocido en la tradición, sumiendo en la perplejidad a los teólogos de aquellos años porque abría las puertas a un imaginario eclesiológico en ruptura total con la tradición eclesial de la Iglesia como comunión de Iglesias particulares. Además, es un título que da alas a una concepción del papado no como presidencia en la comunión y en la caridad de los sucesores de los apóstoles, sino como el obispo del mundo que hace de sus hermanos en el episcopado delegados suyos. Años más tarde, A. Dulles justificará este imaginario argumentando –en nombre de la unidad de la fe– lo que pensaba una buena parte de la minoría conciliar28. La segunda, una regulación restrictiva de los sínodos. La celebración de los diferentes sínodos (nacionales y diocesanos) fue, en la inmensa mayoría de los casos, una excelente ocasión para ponerse al día teológicamente, diagnosticar la situación de la Iglesia y de la sociedad, experimentar la comunión y la corresponsabilidad, proponer los objetivos más importantes para los próximos años y formular algunas de las cuestiones necesitadas de 27 Cf. ibíd., nº 28. Cf. Juan Pablo II, Exhortación postsinodal “Pastores gregis”, Roma 2003, nº 8. 28 Cf. J. Martínez Gordo, “La reforma del gobierno eclesial: una cuestión pendiente”, en Instituto Superior de Pastoral, Cuatro prioridades pastorales de la Iglesia en España, Verbo Divino, Estella 2009, pp. 124-126.

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una profundización por parte del gobierno eclesial: la posibilidad de que las mujeres accedieran al sacerdocio, la elección de los obispos, el celibato de los presbíteros, el uso de los preservativos, la comunión a los divorciados casados civilmente en segundas nupcias y la moral sexual en general. La gran mayoría de los obispos elevaba tales peticiones a la Santa Sede. Sin embargo, en el sector mayoritario de la curia vaticana se va abriendo camino la convicción de que la celebración de los sínodos, las reclamaciones que se formulan y su canalización a la Santa Sede por medio de los respectivos obispos está generando “la idea de una soberanía eclesial popular en la que el pueblo mismo establece aquello que quiere entender con el término ‘Iglesia’”29. Consecuentemente, lo que se está cuestionando “de facto” es la estructura jerárquica de la Iglesia, esto es, su apostolicidad, uno de los puntos constituyentes y constitutivos de la comunidad cristiana. El boom de peticiones que llegan y la entidad de la sospecha que se va formulando explican que la Congregación para los Obispos y la Congregación para la Evangelización de los Pueblos prohíban pronunciarse en 1997 (incluso bajo la forma de un simple “voto que transmitir a la Santa Sede”) sobre cualquier tema que implique tesis o posiciones que no concuerden con la doctrina perpetua de la Iglesia o del Magisterio Pontificio o que afecten a materias disciplinares reservadas a la autoridad eclesiástica superior30. Literalmente: “Teniendo presente el vínculo que une a la Iglesia particular y su pastor con la Iglesia universal J. Ratzinger, Mi vida. Autobiografía, p. 159 Cf. Congregación para los Obispos. Congregación para la Evangelización de los Pueblos, “Instructio de Synodis diocesanis agendas”, n. IV, 4. AAS 89 (1997), 706-727. 29 30

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y el romano pontífice, el obispo tiene el deber de excluir de la discusión tesis o proposiciones –planteadas quizá con la pretensión de transmitir a la Santa Sede ‘votos’ al respecto– que sean discordantes de la perenne doctrina de la Iglesia o del Magisterio Pontificio o referentes a materias disciplinarias reservadas a la autoridad suprema o a otra autoridad eclesiástica”31. Esto quiere decir que las Iglesias locales no pueden proponer un testimonio de fe que difiera, en su expresión, mínimamente del Magisterio Pontificio. La misma regla rige en el cuadro de los sínodos con el papa, comprendidos los sínodos continentales. Es así como nos encontramos con la eclesiología vigente la víspera del Concilio en el que la jerarquía sofoca la comunión de las Iglesias locales –como sujetos que son de derecho e iniciativa– en el seno de la comunión de la Iglesia entera. La Santa Sede, desde el pontificado de Juan Pablo II hasta nuestros días, si no se reserva el monopolio de la interpretación de la fe cristiana en todas las culturas del mundo entero, ejerce, cuando menos, un control estricto y actúa como si fuera la guía inmediata, conservando –y si es el caso, reclamando– la iniciativa en este campo. La tercera, el juramento de fidelidad que se pide a los obispos desde 1987 y en aplicación del canon 380. Según este canon, “antes de tomar posesión canónica de su oficio, el que ha sido promovido al episcopado debe hacer la profesión de fe y prestar el juramento de fidelidad a la Sede Apostólica según la fórmula aprobada por la misma Sede Apostólica”32. Ibíd., IV, 4. Cf. J. Martínez Gordo, Verdad y revelación cristiana. La teología fundamental veritativa en la modernidad, Editorial Eset, Vitoria-Gasteiz 2011, pp. 99-104, 120-121. El estado de la cuestión sobre la “Professio fi31 32

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Y la formula del juramento de fidelidad vigente desde el 1 de julio de 1987 es del siguiente tenor: “Juro permanecer siempre fiel a la Iglesia católica y al obispo de Roma, su pastor supremo, al vicario de Jesucristo y al sucesor de Pedro en el primado, así como a la cabeza del colegio de los obispos. Obedeceré el libre ejercicio del poder primacial del papa sobre toda la Iglesia, me esforzaré por promover y defender sus derechos y su autoridad. Reconoceré y respetaré las prerrogativas y el ejercicio del ministerio de los enviados del papa, que le representan. Salvaguardaré con sumo cuidado el poder apostólico transmitido a los obispos; en particular, el de instruir, santificar y guiar al pueblo de Dios en comunión jerárquica con el colegio episcopal, su jefe y sus miembros. Favoreceré la unidad. Daré cuentas de mi mandato pastoral a la Sede Apostólica en las fechas fijadas de antemano o en las ocasiones determinadas y aceptaré muy gustosamente sus mandatos o consejos y los pondré en práctica”33. Este juramento de fidelidad lo deben prestar aquellos candidatos que hayan sido elegidos para ser obispos por su respeto de dos clases de criterios: ortodoxos, los primeros, y disciplinares, los segundos. dei”. La actual “Professio fidei” sustituye a la vigente desde el 17 de julio de 1967. Cf. Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, “Fórmula que se debe emplear para profesión de fe en los casos en que lo prescribe el derecho en lugar de la fórmula tridentina y del juramento antimodernista”: http://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/documents/rc _con_ cfaith_doc_19670717_formula-professio-fidei_sp.html (Consulta: 18 de diciembre de 2011). 33 Cf. Werner Böckenförde, “Sulla situazione della Chiesa. Osservazioni in base al diritto canonico”: http://www.we-are-church.org/it/movimento/ BockenTrd.html (Consulta: 3 febrero de 2008). Se puede leer y comprar este juramento –actualmente vigente– con el del año 1972: http://www. vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/documents/rc_con_cfaith_ doc_19720101_giuramento-fedelta_lt.html (Consulta: 18 de diciembre de 2011).

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Forman parte del primer capitulo de criterios “la convicción y devota fidelidad a la enseñanza y al magisterio de la Iglesia. Particular concordancia del candidato con los documentos de la Santa Sede sobre el ministerio sacerdotal, la ordenación de las mujeres; sobre el matrimonio y la familia; sobre la ética sexual (especialmente la transmisión de la vida según la enseñanza de la encíclica Humanae vitae y de la carta apostólica Familiaris consortio) y sobre justicia social. Fidelidad a la verdadera tradición eclesial y compromiso en favor de la verdadera renovación impulsada por el Concilio Vaticano II y de las subsiguientes instrucciones papales”34. Los criterios referidos a la “disciplina” que han tenido que respetar y promover los candidatos al episcopado son la “fidelidad y obediencia en la relación con el santo padre, la Sede Apostólica, la jerarquía; observancia y aceptación del celibato sacerdotal tal y como viene propuesto por el Magisterio Eclesiástico; respeto y observancia de las normas –generales y particulares– concernientes a la prestación del servicio divino y en materia de vestido sagrado”35. ¡Qué lejos estamos de Calcedonia y de toda la teología que tradicionalmente recurría al imaginario matrimonial para referirse a la relación del obispo con su diócesis! La relación de un obispo con el papa –y, lo que es más sorprendente, con la curia vaticana– es, a tenor del CIC 480, análoga a la de un vicario con su obispo. Según el canon traído a colación, “el vicario general y el vicario episcopal deben informar al obispo diocesano sobre los asuntos más importantes por resolver o ya resueltos, y nunca actuarán contra la voluntad e intenciones del obispo diocesano”. 34 35

Ibíd. Ibíd.

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La cuarta, la reducción de la capacidad doctrinal de los obispos a simples difusores del Magisterio Pontificio. Es particularmente llamativo el comentario de Angelo Amato en el balance que ofreció de la declaración Dominus Jesus (2000) sobre el relativismo en el diálogo interreligioso, a los dos años de su promulgación. Si bien es cierto, indicaba, que la publicación de observaciones críticas de algunos obispos católicos es señal de libertad y serenidad de espíritu, plantea, sin embargo, el problema de la recepción de los documentos magisteriales por parte de los pastores de la Iglesia. Es difícilmente cuestionable que durante el postConcilio ha reaparecido la doctrina preconciliar sobre la separación entre la potestad de orden (entregada por la consagración episcopal) y la de jurisdicción (supuestamente conferida a los obispos por el papa), a pesar de haber sido explícita y formalmente superada por el Concilio Vaticano II. La universalidad de la Iglesia no pasa por la supeditación de los obispos a la curia, sino por visualizar con mucha más claridad la relación sacramental que existe entre el papa –sucesor de Pedro– y el colegio de los obispos, sucesores de los apóstoles dispersos por el todo el mundo. Y la quinta –pero no, por eso, última y sorprendente decisión– es que el actual Código de Derecho Canónico ha silenciado el texto anteriormente citado de LG 27, es decir, aquel en el que se recuerda que los obispos son vicarios de Cristo y no legados o vicarios del papa. Y no deja de seguir sorprendiendo que hayan reservado al papa los títulos de “jefe del colegio de los obispos, vicario de Cristo y pastor de toda la Iglesia” (CIC 313). Con estas correcciones postconciliares a la teología conciliar sobre el ministerio episcopal –activadas durante el pontificado de Juan Pablo II– se corre un alto riesgo no solo de hacer de los sucesores de los apóstoles los 40

“vicarios o legados del papa”, sino de activar en las diócesis que presiden un gobierno eclesial en conformidad con el modelo eclesial (marcadamente absolutista) que les ha promovido al ministerio episcopal.

Las conferencias episcopales (1966) Pablo VI revaloriza el ministerio de los obispos mediante la carta apostólica Ecclesiae sanctae el año 1966. Y lo hace activando instituciones tales como el consejo presbiteral, el consejo pastoral y los vicarios episcopales. Además, sienta las bases para una nueva relación con los religiosos; limita la edad en el ejercicio ministerial a los 75 años y, sobre todo, pone en marcha las conferencias episcopales, dotándolas de un estatuto. Es cierto que el papel de las conferencias episcopales resulta todavía muy modesto, pero nadie cuestiona que su existencia presenta un considerable interés, ya que favorece el desarrollo de una conciencia de Iglesia regional –abierta a desempeñar el día de mañana un papel semejante al desarrollado por los patriarcados– y permite expresar con mayor eficacia la comunión eclesial en el seno de la catolicidad. Su limitada capacidad para incidir en el gobierno de la Iglesia va a durar poco y será objeto de muchos recelos y tensiones, empezando por las reacciones que provoca la publicación de la encíclica Humanae vitae sobre el control de la natalidad (1968). Las críticas reacciones de las conferencias episcopales alemana, austriaca, canadiense, belga, inglesa, francesa y de Estados Unidos provocan una crisis de autoridad al más alto nivel. Pablo VI teme seriamente un cisma formal en la Iglesia, lo que le lleva a convocar el sínodo extraordinario de 1969. 41

El ambiente se crispa en vísperas de este sínodo extraordinario cuando el cardenal primado J. L. Suenens (Malinas-Bruselas), uno de los confidentes de Pablo VI, se muestra partidario de reformar a fondo la curia, cuestiona la existencia de las nunciaturas apostólicas y sugiere la conveniencia de nuevos métodos en la elección papal. H. Küng se suma a tales declaraciones en varios periódicos europeos. Yves-M. Congar subraya la importancia de la colegialidad en una conferencia que publicará el diario francés La Croix. Los cardenales Ch. Journet y J. Danielou salen en defensa del papa y de su autoridad. El debate sobre la relación entre primado y colegialidad salta, como se puede apreciar, a la calle, predominando la corriente aperturista, pero sin dejar de preocupar –y mucho– la unidad. En las intervenciones sinodales se reafirma sin reserva de ninguna clase la autoridad del papa y se plantea desarrollar el principio de subsidiariedad. Pablo VI acepta estudiar esta propuesta, indicando que no puede confundirse con la búsqueda de un pluralismo que socave la unidad de la Iglesia en lo referente a la fe, a la ley moral, los sacramentos, la liturgia y la disciplina canónica. La crisis provocada por la publicación de la Humanae vitae viene acompañada de unas complicadas relaciones con la Iglesia de Holanda, hasta entonces modélica por su organización, por su espíritu generoso, por sus vocaciones sacerdotales y religiosas y por su fidelidad al papa. En 1969 es denunciado en Roma como herético el catecismo aprobado por la Iglesia de este país, lo que lleva a crear una comisión teológica. A la par que esta comisión realiza sus trabajos, se abre el “concilio pastoral de la provincia eclesiástica de los Países Bajos” para aplicar las reformas del Vaticano II. 42

En el transcurso del mismo explota la crispación larvada, hasta el punto de llegar casi al cisma. “Aunque salvado formalmente por los obispos, la gran crisis de aquella Iglesia sigue aún sin resolverse totalmente”36. El conflicto de autoridad entre la Iglesia de Holanda y la Santa Sede y su extensión a otras comunidades acaba encendiendo todas las alarmas y sumando partidarios al grupo de quienes entienden que es preciso reconducir el protagonismo de las conferencias episcopales y de las Iglesia locales con el fin de salvaguardar la unidad y evitar un cisma. El Código de Derecho Canónico de 1983 –promulgado por el papa Wojtyla– todavía reconocerá a las conferencias episcopales cierta capacidad doctrinal. Según CIC 753, “los obispos que se hallan en comunión con la cabeza y los miembros del colegio, tanto individualmente como reunidos en conferencias episcopales o concilios particulares, aunque no son infalibles en su enseñanza, son doctores y maestros auténticos de los fieles encomendados a su cuidado, y los fieles están obligados a adherirse con asentimiento religioso a este magisterio auténtico de sus obispos”. Sin embargo, es una competencia que anulará “de facto” el mismo Juan Pablo II en el “motu proprio” Apostolos suos (1998). A partir de este ultimo documento, para que las declaraciones doctrinales de las conferencias episcopales “constituyan un magisterio auténtico y puedan ser publicadas en nombre de la conferencia misma, es necesario que sean aprobadas por la unanimidad de los miembros obispos o que, aprobadas en la reunión plenaria al menos por dos tercios de los prelados que pertenecen a la conferencia con voto delibe36

M. Alcalá, Historia del Sínodo de los Obispos, Madrid 1996, p. 40.

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rativo, obtenga la revisión (recognitio) de la Sede Apostólica”37. Es así como se retira prácticamente a las conferencias episcopales la capacidad de emitir magisterio auténtico que les atribuía el Código de Derecho Canónico de 1983 (cf. 753). En lo sucesivo no podrán ejercer su función magisterial a no ser que se pronuncien unánimemente u obtengan la recognitio romana. Pero, además, Apostolos suos quiere corregir la expresión teológica de LG 23 cuando afirma que es “en y a partir de las Iglesias particulares como existe la Iglesia católica, una y única”. El “motu proprio” sostiene que la Iglesia universal “es una realidad ontológica y cronológicamente previa a toda iglesia particular singular”38. Quizá este subrayado lleve a proponer –por analogía– que “el colegio episcopal es ‘una realidad anterior’ y ‘previa’ al oficio de presidir las Iglesias particulares”39 y argumenta que esto queda probado por el alto número de obispos sin diócesis40. ¡Increíble, pero cierto!

La reforma de la curia vaticana (1967) También es Pablo VI quien inicia una tímida reforma de la curia con la publicación, el 15 de agosto de Juan Pablo II, “Apostolos suos”. Carta apostólica en forma de “motu proprio” sobre la naturaleza teológica y jurídica de las conferencias de los obispos, 21 de mayo de 1998 : AAS 90 (1998), 457-46; DC 95 (1998), 651-653, art. 1. 38 Juan Pablo II, Apostolos suos, nº 12. 39 Ibíd. 40 Cf. ibíd., nota 55, donde dice textualmente: “Entre otras cosas, como resulta evidente para todos, hay muchos obispos que, aun ejerciendo funciones propiamente episcopales, no presiden una iglesia particular”. 37

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1967, de la constitución apostólica Regimini Ecclesiae universae (1967)41. Por medio de esta constitución, especifica la estructura, la competencia y la forma de proceder de los dicasterios existentes. Igualmente, constituye otros nuevos con la intención de promover la justicia y la paz, la unidad de los cristianos y el diálogo interreligioso, a la vez que se introduce la sección segunda en el Tribunal de la Signatura Apostólica para tutelar por los derechos de los fieles. El papa llama a formar parte de la curia a obispos diocesanos y se preocupa de la coordinación interna de los dicasterios, decretando las reuniones periódicas de sus cardenales dirigentes para examinar los problemas comunes. Finalmente, ordena que, transcurridos cinco años desde la promulgación de la constitución, sea revisado el nuevo ordenamiento para ver si se ajusta a los postulados del Concilio Vaticano II y evaluar si responde a las exigencias del pueblo cristiano y de la sociedad civil. Esta modesta reforma de la curia, unida a la decisión de que todos los dignatarios eclesiásticos presenten su dimisión al cumplir los 75 años, provoca un sutil movimiento de resistencia curial o “guerra fría” contra el papa, contra su política de apertura a los países –entonces comunistas– del Este y contra su actitud de diálogo con los increyentes42. Juan Pablo II recalcará en la primera jornada del sínodo extraordinario de 1985 que la curia es un “instrumento y ayuda” para el romano pontífice, sobre todo, en el ejercicio de la especial relación que tiene la 41 42

Pablo VI, Regimini Ecclesiae universae (15.VIII.1967). M. Alcalá, Historia del Sínodo de los Obispos, p. 40.

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tarea petrina de conservar la unidad con las Iglesias particulares. Reconocerá la posibilidad de tensiones entre los obispos diocesanos y la curia, achacándolos a una insuficiente comprensión de los mutuos ámbitos de competencia43. Finalmente, será Juan Pablo II quien clausure la tímida reforma de la curia vaticana iniciada por Pablo VI con la constitución apostólica Pastor Bonus (1988), un documento en el que se recuerda formalmente la doctrina conciliar sobre el papel de la curia en el gobierno eclesial, pero gracias al cual la administración vaticana acaba recuperando la capacidad de decisión que tenía antes del Vaticano II. A partir de esta fecha, la curia se ve ratificada y reforzada en su voluntad de comportarse nuevamente como una instancia interpuesta entre el papa y el colegio episcopal, restaurando, por vía práctica, la división entre el poder de orden (conferido por el sacramento) y el poder de jurisdicción (activado por la misión y por la comunión con el papa). Y, a partir de esta fecha y documento, se entiende que los obispos sean comprendidos –tal y como reclamaba Angelo Amato– más como difusores del magisterio impartido por la curia vaticana que como maestros de la fe. Es preciso reconocer que los problemas planteados en la actualidad por las sociedades (particularmente, las más avanzadas) presentan una complejidad tal que excede las capacidades y potencialidades de muchas Iglesias locales, teólogos y pastoralistas. Es igualmente cierto que la curia vaticana tiene que estar cerca de las diócesis, ayudándoles a discernir las corrientes cultura43

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M. Alcalá, Historia del Sínodo de los Obispos, p. 280.

les dominantes o emergentes con el auxilio de los oportunos criterios. Sin embargo, no es menos cierto que la asignación de semejante tarea difícilmente justifica su prodigalidad doctrinal y normativa. Un sondeo realizado en los Insegnamenti di Giovanni Paolo II –publicados anualmente por la Libreria Editrice Vaticana– muestra que la media de hojas del magisterio papal ha rondado en el pontificado de Juan Pablo II las 4.000 páginas al año: 4.248 en 1982, 3.763 en 1985, 3771 en 1990, 3.644 en 1995 y casi 5.000 (¡4.932¡) en 1988. Ante estos datos se impone una primera y elemental reflexión: es difícil que incluso personas especializadas –no hablamos de obispos– puedan leer, tener presente y, si es el caso, sugerir aplicaciones de toda la documentación que periódicamente emana de las diferentes instituciones vaticanas. Y, sobre todo, no es extraño que se incremente el número de los católicos que se preguntan si es sensato que una Iglesia de mil doscientos millones de fieles –realmente mundial y multicultural, cuyos problemas son tan diversos– pueda ser pilotada a partir de un centro único dispuesto a promulgar normas universales sobre infinidad de detalles. W. Kasper ya manifestó en el inicio del presente milenio su deseo de que hubiera “un poco menos de documentos y prescripciones particulares... y un poco más de autoridad del ministerio de Pedro en las cuestiones fundamentales que tocan la unidad de la Iglesia44. 44 W. Kasper, Zur Theologie und Praxis des kirchlichen Amtes”: “Bischofsbestellung. Mitwirkung der Ortskirche?, Storya, Graz 2000, p. 38. Es bastante habitual que una buena parte de los documentos de la curia se presentan como verdades doctrinales y no como una teología autorizada, que es lo que frecuentemente son, tanto por la fuente de la que proceden como por la calidad intrínseca de lo que dicen.

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La Comisión Teológica Internacional (1969) La experiencia conciliar llevó a que Pablo VI erigiera en 1969 –por insistencia de muchos obispos y cardenales y, particularmente, de los padres sinodales de la primera asamblea ordinaria (1967)– la Comisión Teológica Internacional, con el fin de institucionalizar el estatuto reconocido a los teólogos en el Concilio y cuidar que los modernos avances de la teología formaran parte de las decisiones que tuvieran que tomar los obispos y la Santa Sede45. La creó, según palabras del mismo papa, “para ayudar a la Santa Sede y, de manera especial, a la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe”46. Le encargaba, concretamente, proporcionar “una ayuda sólida... al ejercicio de la función encomendada por Cristo a sus apóstoles con estas palabras: ‘Id y enseñad a todas las gentes’”47. Dentro de la recién nacida Comisión Teológica Internacional empezaron a tomar cuerpo dos sensibilidades bastante enfrentadas: una primera, que pretendía atemperar –a la luz de lo vivido en el tiempo preconciliar– los posibles excesos del Dicasterio para Doctrina de la Fe y propiciar una mayor cercanía entre los posicionamientos doctrinales de la curia y la teología elaborada en las Iglesias locales (K. Rahner y J. Feiner, entre 45 El Concilio Vaticano II fue una experiencia eclesial única. No solo porque posibilitó la formulación de una nueva eclesiología o porque impulsó una manera más colegial de gobernar la Iglesia y abrió la comunidad cristiana al mundo, sino también porque estableció una estrecha y fecunda relación entre teólogos y obispos. Semejante cercanía permitió superar mutuos recelos, restañar muchas heridas abiertas en los decenios precedentes y, sobre todo, mostrar la fecundidad de una relación estrecha –a la vez que diferenciada– entre obispos y teólogos. 46 AAS 61, 1969, 713ss. 47 Cf. AAS 61, 1969, 715.

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otros), y una segunda que interpretaba tal pretensión como una especie de magisterio paralelo (J. Ratzinger, H. de Lubac, Ph. Delhaye, Jorge Medina, M. J. Le Guillou, L. Bouyer y H. U. von Balthasar). Semejante diversidad de expectativas provocó muchas tensiones. El padre Congar intentó mediar, pero fracasó. Como consecuencia de ello, Feiner y Rahner abandonaron la Comisión Teológica Internacional. Más allá de las heridas personales provocadas por estos diferenciados posicionamientos, en las dimisiones reseñadas se incubaban diagnósticos enfrentados sobre la situación eclesial y asomaban las primeras señales de un cambio en la aplicación del Vaticano II. La estrategia magisterial adoptada por la Congregación para la Doctrina de la Fe durante el pontificado de Juan Pablo hunde sus raíces en estos primeros debates en el seno de la Comisión Teológica Internacional.

La “sacralización” del presbiterado En 1967, Pablo VI publica la encíclica Sacerdotalis caelibatus. Se trata de un posicionamiento doctrinal en el que confirma la legislación latina sobre el carisma del celibato asociado al sacerdocio ministerial, a la vez que permite una reducción más fácil al estado laical de aquellos presbíteros que no se sientan capaces de cumplir su compromiso celibatario. El primer efecto de tal decisión es un espectacular crecimiento de los abandonos ministeriales, sobre todo en el primer mundo, y un aluvión de críticas a la decisión papal: tanto por parte de quienes consideran que es una medida que se queda corta como parte de quienes entienden que es excesiva. La entidad de las acusaciones vertidas es tal que provoca una intervención del papa rei49

vindicando la seriedad de su magisterio, criticando que algunos recurran sistemáticamente al argumento del pluralismo en la Iglesia y apelando a la necesidad de mantener la comunión con el sumo pontífice. Años más tarde, la comisión encargada de preparar el sínodo sugiere el tema del celibato. Pablo VI lo excluye y propone la cuestión del “sacerdocio” al entender que es un asunto deficientemente tratado en el Vaticano II. La Comisión Teológica Internacional redacta un estudio titulado Ministerio sacerdotal. Se trata de un texto que –a pesar de mantener una línea claramente conciliar– no es aceptado por el consejo sinodal porque presenta un perfil sacerdotal poco sagrado. Se forma una comisión que, presidida por el cardenal J. Höffner (Colonia), redacta otro informe en el que se asume –tal y como era la voluntad del papa– la expresión “sacerdocio ministerial”, ya que sustantiviza –en sintonía con Trento– la función sacral del presbítero, a diferencia de la expresión “ministerio sacerdotal”, que subraya la misión evangelizadora (PO II, 1, 4). Es evidente que ambas acentuaciones, aunque se complementan, provocan –cuando se asumen como perspectivas principales– diferentes evaluaciones, tanto prácticas como teóricas, de la recepción en curso. En este largo e intenso sínodo (hay que recordar que Pablo VI también encomienda a los padres sinodales abordar la cuestión de la “justicia en el mundo”), las diferentes sensibilidades sobre el presbiterado solo coinciden en el diagnóstico del problema de fondo, pero no en la terapia que aplicar. Sin embargo, ello no obsta para que la asamblea episcopal abra las puertas a un proceso de creciente sacralización del ministerio presbiteral. Es una apuesta que llega hasta nuestros días y que se visualiza en un 50

modelo de presbítero adscrito –casi exclusivamente– a una liturgia poco o nada articulada con la palabra o la evangelización y, sobre todo, con la caridad o la justicia. En definitiva, poco o nada secular. Durante el pontificado de Juan Pablo II cambia el trato con los sacerdotes que piden –sobre todo, si son jóvenes– la reducción al estado secular (poniendo más impedimentos a esas demandas), disminuyen –como consecuencia de esta decisión– numérica y formalmente las peticiones de reducción al estado secular y experimenta un enorme desarrollo la concepción sacralizante del presbiterado incubada durante el Sínodo de Obispos de 1971. Esto último es algo que ya se puede apreciar en la exhortación apostólica postsinodal Pastores dabo vobis (1992). El modelo de presbítero sacralizado y poco o nada secular tiene, a partir de ahora, las puertas abiertas de par en par. Cuenta para ello con las nuevas hornadas de obispos, más atentos a lo que viene del Vaticano que a lo que se propone y debate en sus respectivas Iglesias particulares. Quizá por ello tampoco extraña que favorezca un tipo de presbítero muy afecto a la vestimenta clerical, a los signos sacrales externos y al cumplimiento escrupuloso de las rúbricas litúrgicas. Es un modelo de sacerdote que frecuentemente tiene dificultades para entender y, sobre todo, aplicar la “hermenéutica pastoral y salvífica” del canon 1752: “La salvación de las almas [...] debe ser siempre la ley suprema de la Iglesia”. Como consecuencia de esta falta de “hermenéutica pastoral y salvífica”, este tipo de presbítero no siempre es consciente de que su atención –a veces, desmedida– a leyes menores de la Iglesia le plantea enormes problemas de relación –y, por tanto, de evangelización– con 51

los sectores y colectivos más alejados de la Iglesia e, incluso, con muchos colectivos dentro de la propia comunidad cristiana. Es el precio que tienen que pagar por vivir crispadamente en una sociedad secular y secularizada y por despreciar la presencia en la misma como “fermento”. Pero, además, sorprende su escasísima capacidad para convocar a la juventud, el colectivo humano generacionalmente más cercano, al menos, para un buen puñado de ellos. Esta incapacidad evangelizadora es frecuentemente solapada con la búsqueda de una efímera notoriedad cimentada en intervenciones públicas y comportamientos litúrgicos que, a veces, rozan el histrionismo. Y, sobre todo, en el mantenimiento de una relación escasamente adulta con el obispo (que, en algunos casos, les alienta y sostiene) y con la gran mayoría del presbiterio diocesano. Como consecuencia de ello, aumenta el número de los cristianos que perciben preocupadamente cómo se nubla el futuro de la comunidad cristiana (ya no se habla del Vaticano II) cuando su futuro se hace descansar en el modelo de presbítero y obispo reseñados. El papa Benedicto XVI ratifica la concepción sacralizante del sacerdocio activada en el sínodo de 1971 y culminada en la encíclica postsinodal Pastores dabo vobis (1992) cuando sostiene en la audiencia general del 1 de julio de 2009 que “los dos elementos esenciales del ministerio sacerdotal” son siempre –y más allá de sus múltiples configuraciones– “anuncio y poder”, es decir, “palabra y sacramento”48. Como se puede apreciar, las grandes perdedoras de esta recepción conciliar son la secularidad, en ocasiones 48 Cf. Benedicto XVI, http://www.motherteresa.org/11_Priests/Spanish/ GA_HolyFather.html (consultado: 6 de diciembre de 2011).

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la misma promoción de la justicia y de la caridad y, por supuesto, una presidencia de la comunidad realmente colegial o corresponsable, según los casos.

La “secularización” del laicado En los años inmediatamente posteriores a la finalización del Concilio Vaticano II aparecen dos grandes cuestiones que –referidas a la identidad y espiritualidad del laicado– son objeto de atención por parte de muchas comunidades cristianas y también por parte del gobierno eclesial: la primera, centrada en la ministerialidad laical, y la segunda, ocupada en reflexionar sobre su secularidad. A ellas hay que añadir, pocos años después, el problema de comunión que provoca la espiritualidad de los llamados nuevos movimientos; la petición del sacerdocio para las mujeres y la manera diferenciada de entender la presencia del laicado en el mundo: unitaria o individualmente. Estos tres últimos puntos van a experimentar un mayor desarrollo a lo largo del pontificado de Juan Pablo II. A Pablo VI se debe, en primer lugar, el espectacular desarrollo que experimentan los ministerios laicales –particularmente, en las Iglesias alemana, francesa y helvética– gracias al “motu proprio” Ministeria quaedam (1972). El papa Montini establece una distinción entre los ministerios instituidos (que pasan a ser dos: el lectorado y el acolitado) y los reconocidos (que pueden ser muchos, en función de las necesidades de las respectivas Iglesias locales). Si bien es cierto que este “motu proprio” presenta una cierta estrechez al erigir únicamente dos ministerios instituidos y reservarlos exclusivamente a los varones, es igualmente cierto que se concede a las 53

Iglesias locales un gran protagonismo en la promoción de otros posibles (catequista, animación litúrgica, consejero conyugal, ayuda a novios, pastoral con jóvenes, etc.). De hecho, es el texto más definitivo en el desarrollo ministerial que va a experimentar la Iglesia en la primera fase de la recepción conciliar. Esta presencia ministerial del laicado se convertirá durante el pontificado de Juan Pablo II –como se puede comprobar leyendo la instrucción interdicasterial de 1997 sobre la “colaboración” de los laicos con los sacerdotes– en una creciente preocupación, puesto que es percibida como potencialmente disolvente de la identidad ministerial, particularmente del presbiterado49. Hay, sin embargo, dos importante excepciones a esta línea de fondo en las conferencias episcopales de Brasil (1999) y de Estados Unidos (2005). Ellas son las que han propiciado la aplicación más creativa de la teología conciliar sobre los ministerios laicales en estos últimos años50. Pero, en segundo lugar, en el post-Concilio también se abre el debate sobre las diferentes maneras de entender la relación de los laicos con la sociedad civil, particularmente en la vida política (como presencia e institución o como mediación y fermento). Uno de los momentos culminantes de este debate será el congreso de Loreto de la Iglesia italiana (1985), con el decantamiento de Juan Pablo II por una presencia organizada en la sociedad civil. Este posicionamiento papal abrirá una herida en la Iglesia italiana de la que todavía no se 49 Cf. “Instrucción interdicasterial sobre algunas cuestiones relativas a la colaboración de los fieles laicos en el ministerio de los sacerdotes” (1997) 50 Cf. J. Martínez Gordo, “Ministerialidad laical y secularidad presbiteral”, Revista Latinoamericana de Teología 77 (2009), 157-178.

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ha recuperado, a pesar de los encomiables intentos por escenificar un cierre de la misma en verano de 2004 con el abrazo de representantes de Comunión y Liberación y de la Acción Católica en Rimini. A partir de la encíclica postsinodal Christifideles laici (1988) se replantea la presencia del laicado en una sociedad –como es la europea– que parece haber adoptado la senda de la aconfesionalidad y de la laicidad (cuando no del laicismo militante). Reaparece, como respuesta a tal camino, la cuestión sobre los modos de presencia de los cristianos en la sociedad civil e, íntimamente conexa a ella, la cuestión sobre la oportunidad de favorecer o no la creación de organizaciones civiles presididas por una clara y explícita identidad católica, particularmente en la arena política y en los medios de comunicación social. Dentro de esta línea de actuación hay que inscribir, por ejemplo, el apoyo de monseñor M. Iceta y J. I. Munilla a las VI Jornadas “Católicos y Vida Publica en el País Vasco”, organizadas por la Asociación Católica de Propagandistas (abril, 2011). Y otro tanto hay que decir de la irrupción de determinados colectivos católicos en las ondas de la radio y en la televisión digital terrestre.

En conclusión Es verdad que Pablo VI llegó sostener en alguna ocasión que el humo de Satanás se había infiltrado en la Iglesia. Sin embargo, también lo es que se trata de una referencia más ocasional –y casi anecdótica– en los últimos años de su pontificado. Lo cierto es que puso en marcha –insisto, tímidamente– el Concilio Vaticano II. Y eso supuso un enorme trabajo, no siempre valorado 55

en la importancia que tiene. El papa Montini dejó entornadas –al menos, institucionalmente– las puertas que había abierto de par en par Juan XXIII. Al proceder de esta manera, permitió que un cierto aire fresco y primaveral entrara en la Iglesia propiciando –con dudas y reticencias– otra forma de comunidad cristiana y de gobierno eclesial. No es una mera anécdota que siga siendo todavía en nuestros días –sobre todo, para los sectores más involucionistas– el principal responsable de una supuesta disolución de la Iglesia en el post-Concilio y, por tanto, un pontificado que superar y olvidar cuanto antes. En general, las suyas son reformas que –a pesar de la moderación desplegada– reconducirá Juan Pablo II con la ayuda del prefecto de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, J. Ratzinger. En esto radica mi mayor distancia con la aportación de G. Franzoni: donde él ve al primer muñidor de la involución eclesial, yo veo a un papa tímidamente reformador, a la vez que angustiado por una posible ruptura de la comunión. Entiendo que es este temor –juntamente con su horror a propiciar una reforma excesivamente rupturista con los pontificados anteriores al de Juan XXIII– lo que le hace excesivamente complaciente con la minoría conciliar, pero también creo que semejantes cautelas no le impiden poner en marcha –como he tratado de mostrar– muchas iniciativas reformadoras que hoy nos parecen, en su fragilidad, admirables, sin dejar de ser, por ello, tímidas y, a veces, hasta timoratas. Quizá sea este punto positivo del pontificado de Pablo VI lo que explique, por ejemplo, que sean muchas las personas que sostienen –cuando se compara la situación eclesial actual con la vivida durante el pontificado del papa Montini– que ellas se apuntaron a la reforma 56

propiciada e impulsada por Pablo VI y no a la abanderada por Juan Pablo II. Más aún, son personas que manifiestan abiertamente que la reforma entonces activada es la que les permite vivir en el actual modelo eclesial –marcadamente absolutista y escasamente colegial y corresponsable– sin perder por ello la esperanza. Es esa experiencia eclesial la que les lleva a proponer insistentemente la necesidad de un Concilio Vaticano III en el que se aborden, entre otros puntos, la cuestión de un gobierno eclesial cada día más colegial y corresponsable y una Iglesia bastante más aggiornada que la recibida de Juan Pablo II y mantenida por Benedicto XVI. O, en todo caso, que se reactive, por fidelidad al Vaticano II, la reforma iniciada y cortocircuitada, atendiendo, entre otros puntos, a que las Iglesias locales o particulares intervengan en el nombramiento de sus obispos; que el Sínodo de Obispos sea deliberativo; que el colegio cardenalicio esté integrado básicamente por los presidentes de las conferencias episcopales; que se consensúen las “cuestiones reservadas” a la Santa Sede porque en ellas está en juego, efectivamente, la unidad de la fe y la comunión eclesial, y no cuestiones legítimamente disputadas, y, sin ánimo de ser exhaustivo, que se proceda a una revisión radical del Código de Derecho Canónico para recoger aportaciones conciliares olvidadas tales como que los obispos son vicarios de Cristo y no legados o vicarios del papa, que las Iglesias locales o particulares son sujetos de derechos y que se operativice el “sensus fidelium”, etc. Tenemos la responsabilidad de recordar que es posible otra Iglesia, muy diferente a la actual. Y es posible no porque se fundamente en las fantasías de algunos teólogos, sino porque ya lo fue, aunque tímidamente, durante la celebración del Vaticano II y en una buena parte del pontificado de Pablo VI. 57

Juan XXIII: el “Papa Bueno”, párroco del mundo* José Luis Corzo

Una advertencia sobre el título Efectivamente, algunos han llamado a Juan XXIII el párroco del mundo y hay varios libros que se titulan así. Basta echar un vistazo en la Red1. Pero eso también se ha dicho de Juan Pablo I, el papa Luciani (A. Tornielli, Ed. Palabra 2000), y, mucho antes, de Pío X, el Papa Sarto, también patriarca de Venecia, y por el que Juan XXIII tenía gran simpatía, aunque él mismo advirtió en su diario que “su característica humanitas personal, que tocó la fantasía popular, conlleva el riesgo de empequeñecer su fisonomía, volta a volta salutato come il curato di campagna”2. Lo más curioso es que Roncalli, nuncio * Esta ponencia de las cuatro de la tarde tuvo un marcado carácter ambiental y evocador del “Papa Bueno”. Para ello se proyectaron tres secuencias audiovisuales de su pontificado, que aparecen intercaladas en el texto cuando en él se indica. 1 P. Ambrogiani, Jean XXIII: curé du monde (1959) (Mensajero, Bilbao 1974); P. Pascual, Juan XXIII, párroco del mundo (1993); I. Agustí, “Párroco del mundo”: Triunfo 54 (15.6.1963) 13. 2 Giovanni XXIII, Scritti e discorsi, v. III, 651-652, citado por E. Balducci, Giovanni XXIII (1964), Piemme, Casale Monferrato 2000, p. 156.

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en París, en una carta personal a Pío XII (abril de 1949), le daba noticias de Francia y le decía: “Ya no es el papa de la ‘salvación de Italia’, sino de la ‘salvación del mundo entero’... El poeta católico Paul Claudel en su reciente libro acuña una frase feliz: ‘el párroco del mundo’. Hoy mismo he estado con el anciano poeta en la comida del pueblo pobre en honor de Su Santidad. Le recordé sus propias palabras. Quedó muy complacido”3.

Por lo demás, el Papa Bueno, como sí le llamaron los romanos enseguida, nunca fue párroco, y a veces lo echaba de menos4. Pero lo peor sería enturbiar también con este título el aspecto colegial del episcopado –una de las conquistas del Concilio– diciendo que el papa es un obispo mundial (como a veces se oye), pues lo es de Roma, ¡y cómo lo quiso ser Juan XXIII desde su catedral de San Juan de Letrán y en visita frecuente a las parroquias de la urbe una por una! Y desde allí convocó al colegio de todos sus hermanos obispos de las demás Iglesias del orbe.

Una excusa para alguna nota personal Estoy muy contento y agradecido a los compañeros que me encargaron hacer esta presentación de Juan XXIII, tras intentar en vano que la asumiera algún hisA. G. Roncalli, Mission to France 1944-1953, Geoffrey Chapman, Londres 1966, 101, citado por P. Hebblethwaite, Juan XXIII, el papa del Concilio, PPC, Madrid 2000, p. 295. 4 “Assai bene fai a non abbandonare l’esercizio del ministero sacerdotale. Oh! Come t’invidio per questo! Spero che il Signore terrà conto un giorno del sacrificio che da sette anni io ho dovuto impormi in questa parte. Oh! Che povera vita quella del Vescovo e del prete ridotto ad essere solo un diplomatico e un burocratico!” (a un amigo, el 3.1.1932 desde Sofía): L. Algisi, Giovanni XXIII, Roma 1961, 340, citado por E. Balducci, Giovanni XXIII, o. c., p. 156. 3

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toriador. Yo no lo soy, está claro, pero hablar de papa Giovanni era una tentación demasiado grande para vencerla con falsa humildad. Y veréis por qué si me aceptáis unos detalles autobiográficos. Ni se me ocurre presumir de ellos, sino que me han generado siempre gran responsabilidad personal: yo también pertenezco a esa “nube de testigos” (Heb 12,1; Lc 24,48) y no trato de convertir mis recuerdos de abuelo en gloriosas batallitas, que bien sé yo que he visto muchas otras cosas en la Iglesia “de las que no quiero acordarme”.

a) La elección del cardenal Roncalli: Madrid En octubre de 1958 empezaba sexto de bachillerato, aunque con algún retraso debido a un reposo impuesto por el médico para curar mi estómago. Así que recuerdo muy bien que el día 28 estaba en la cama cuando llegó mi padre del trabajo y le dije: “¡Ya hay nuevo papa; un tal Roncalli!”. Es mi primer recuerdo nítido y radiofónico (aún no teníamos tele), al que luego siguieron muchas más noticias del papa, cuando me incorporé el año siguiente al noviciado escolapio de Getafe y, después, a Irache (Navarra), etc.

b) La apertura del Concilio en 1962: Logroño Cuatro octubres después, ya mejor del estómago, pero en la antesala del dentista en Logroño al que acudíamos desde Albelda de Iregua los dolientes seminaristas, el doctor se compadeció de nosotros y tuve la inmensa suerte de ver desde el comedor de su casa (en los seminarios no había televisión) la apertura del Concilio: era el 11 de octubre de 1962, el cincuentenario que conmemoramos ahora. 61

[Podemos ver juntos algunas imágenes imborrables de aquella solemne apertura. Notad que algunos obispos se sentaron en las mismas gradas del altar de la confesión, mientras el papa desmentía a los falsos profetas de desventuras.]

c) La clausura del Vaticano II: Roma Tres octubres después (1965), me vi allí mismo, en la basílica de San Pedro, recién llegado a Roma para estudiar Teología en la Gregoriana y con un pase de visitante para una de las sesiones ordinarias. Juan XXIII ya había muerto dos años antes, pero el Concilio seguía siendo el suyo. El día no lo recuerdo, pero el 7 de diciembre siguiente, víspera de la clausura final y última sesión extraordinaria, lo recuerdo como si fuera ahora. Nos colamos entre los periodistas y fui a parar junto a una reportera norteamericana que, irónica, me preguntó por los obispos españoles al oír el número de votos de la declaración conciliar sobre la libertad religiosa: Dignitatis humanae. Por aquel entonces, el nacional-catolicismo de Franco a muchos les parecía un ideal y se oponían a semejante libertad religiosa; así que en la votación anterior y última de la declaración (el 19 de noviembre), 249 padres conciliares habían dicho non placet y la americana probablemente lo había traducido al español: no me gusta. Sin embargo, solo 70 padres mantuvieron su “no” en aquel momento definitivo y solemne. A continuación –¡qué bien me acuerdo, tenía 22 años!– se votaba la constitución pastoral (no dogmática) Gaudium et spes (que, por cierto, vertebra este –dejádmelo decir así– glorioso Instituto, ya en Madrid desde el año anterior). Pues bien, tras la Pacem in terris del Papa Bueno (promulgada solo tres abriles antes, a solo 17 años del final de la Segunda Guerra Mundial), 62

los Estados Unidos de América ya estaban metidos en una nueva guerra en el sudeste asiático, en Vietnam. Los padres conciliares, firmes en su condena de la guerra, recogían la argumentación de papa Giovanni, aun sin llegar a anular del todo la legitimidad de la guerra defensiva, aunque en la era del armamento nuclear ya fuese impracticable; 251 habían dicho non placet (¿en inglés?) el mismo día anterior. La solemnidad del día 7 los redujo a 75 y la americana notó mi ligero codazo. De aquel día maravilloso recuerdo el discurso de Pablo VI como una poesía del humanismo... inspirada, sin duda para mí, en la simpatía hacia el mundo moderno de Juan XXIII. “La Iglesia del Concilio se ha ocupado mucho también del hombre tal cual hoy en realidad se presenta: del hombre vivo, del hombre enteramente ocupado de sí, del hombre que no solo se hace el centro de todo su interés, sino que se atreve a llamarse principio y razón de toda realidad. Todo del hombre fenoménico, es decir, cubierto con las vestiduras de sus innumerables apariencias, se ha levantado ante la asamblea de los padres conciliares, también ellos hombres, todos pastores y hermanos y, por tanto, atentos y amorosos; se ha levantado el hombre trágico en sus propios dramas, el hombre superhombre de ayer y de hoy y, por lo mismo, frágil y falso, egoísta y feroz; luego, el hombre descontento de sí, que ríe y que llora; el hombre versátil, siempre dispuesto a declamar cualquier papel, y el hombre rígido, que cultiva solamente la realidad científica; el hombre tal cual es, que piensa, que ama, que trabaja, que está siempre a la expectativa de algo, el filius acrescens (Gn 49,22); el hombre sagrado por la inocencia de su infancia, por el misterio de su pobreza, por la piedad de su dolor; el hombre individualista y el hombre social; el hombre laudator temporis acti (que alaba los tiempos pasados) y el hombre que sueña en el porvenir; el hombre pecador y el hombre santo... El humanismo laico y profano ha aparecido, finalmente, en toda su terrible estatura y, en un cierto sentido, ha desafiado al Concilio. La religión del Dios que se ha hecho hombre, se ha encontrado con la religión –porque tal 63

es– del hombre que se hace Dios. ¿Qué ha sucedido? ¿Un choque, una lucha, una condena? Podía haberse dado, pero no se produjo. La antigua historia del samaritano ha sido la pauta de la espiritualidad del Concilio. Una simpatía inmensa lo ha penetrado todo”5.

Recuerdo también que al llegar a casa –San Pantaleo, junto a la Piazza Navona–, Ettore, el guardacoches de la placita, comunista y mangiapreti hasta la médula, nos vio regresar entusiasmados y nos insistió en que su papa era papa Giovanni, el Papa Buono, el del pueblo. El siguiente día, la Inmaculada, volvimos a colarnos en la gran plaza de San Pedro y fuimos a caer (o mejor, a subir) a lo alto de la columnata del Bernini, bajo la chimenea de la Sixtina, y, por cierto, junto al P. Peyton, el del rosario en familia. Aún tengo en mis retinas a Pablo VI que abraza –sin duda emocionado– al sospechoso Jacques Maritain, su amigo, y le entrega el mensaje del Concilio “a los intelectuales y a los hombres de ciencia” (había sido embajador de Francia ante la Santa Sede de 1945 a 1948, pero su humanismo integral resquebrajaba la posición de la Iglesia en la política italiana).

d) Un encuentro reciente con don Loris Capovilla (2009): Sotto il Monte, Bérgamo Con estos recuerdos tan cercanos –cincuenta años no es nada–, no os extrañará que culmine con la visita de hace tres febreros, el de 2009, el día 8 precisamente, a don Loris Capovilla, secretario confidente y editor en 1964 del Diario del alma del papa Juan, en Sotto il Monte, Bérgamo, en la casa familiar hoy arreglada co5 Discurso de Pablo VI el 7.12.1965 en la basílica vaticana durante la sesión pública de clausura del Vaticano II, en Concilio Vaticano II, BAC, Madrid 81975, p. 1110.

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mo casa de la Iglesia y museo. A sus más de 90 años, nos tuvo casi dos horas con la boca abierta –otra forma de tenerla bien cerrada– hasta que, al acompañarnos a la puerta, me dijo: “Su rey y Zapatero han recibido al cardenal Bertone con todos los honores”. “Tal vez –dije yo– para neutralizar a algún otro eclesiástico más conservador” (y dije un nombre). “No es un conservador –me respondió enseguida–; si lo fuera, guardaría la tradición”. Esa era una clave fundamental de su visión de Juan XXIII, nada nostálgica, por cierto: la tradición no cambia, pero necesitamos audacia para mantenerla viva. Joven arzobispo de 95 años, don Loris Capovilla nos habló todo el tiempo de cosas actuales. La novedad del momento era Obama, presidente de los Estados Unidos desde el 20 de enero anterior, y por eso nos encomiaba la decisión de Juan XXIII de nombrar al primer cardenal negro de la historia moderna. Cuando nos despedimos, insistí a mis cuatro acompañantes en tomar un café enseguida en algún bar cercano, porque yo no quería perder nada de lo visto y oído y necesitaba escribirlo. Había tenido la conciencia durante todo el rato –que pasó rapidísimo– de haber asistido a un encuentro profundamente religioso, sobrenatural y por persona interpuesta, con el papa del Concilio. Con mis compañeros, lo anoté todo en una servilleta. Mírala, Antonio [a mi lado como moderador]. Cuento en ella 21 temas diferentes y conservo el precio de los cafés: 10,30 euros. Mi tesoro preferido de aquella mañana es una frase que don Loris me enseñó grabada en un plato de cerámica colgado en su pared. “Acércate a verla”, me dijo cómplice (yo era el único cura del grupo): Tantum aurora est. Esto no ha hecho más que empezar, estamos en el amanecer de la fe cristiana. Al cardenal Ottaviani y a otros que se quejaban de las innovaciones del papa Juan, este les había dicho: “No, 65

el Evangelio no cambia; somos nosotros, que ahora podemos entenderlo mejor”. Y no se refería, sin duda, a la exégesis, sino al Espíritu que todavía nos guía hasta la Verdad completa.

Clave histórica: la nube se movió y hubo que desmontar el campamento... Preparar esta sencilla ponencia me ha regalado un hallazgo. La frase de aquel plato de Capovilla que tanto me sorprendió era del papa al final del discurso que yo vi y oí –¡en latín!– desde el comedor del dentista; no la había reconocido. “No es más que la aurora”, esto no ha hecho más que empezar, no sabemos dónde acabará. No es una cita bíblica, es suya, y E. Balducci la atribuye a su época de Estambul (1934-1944), a los años de la guerra, cuando escribió: “La Iglesia apenas acaba de nacer”. Lo decía en tierras de misión y al ver caer cosas que no eran más que adornos del catolicismo. Su contacto con otros mundos, como Bulgaria, Turquía, Grecia y, por qué no, París, donde la fe católica era minoritaria, le dio un sentido muy intuitivo –más que teológico reflexivo– de lo esencial. A partir de ahí ya sabéis cuántas cosas cambiaron 6. Así lo describió Balducci en 1971 en un párrafo que conservo a mi cabecera para no añorar el pasado, aunque el presente me guste bastante poco o casi nada: sería absurdo querer bajarme del convoy porque haya cogido en su ruta alguna curva grande que parece devolvernos hacia atrás: 6 “Secondo una convinzione ormai generalmente acquisita dai teologi e dai Padri conciliari, la Chiesa, nella sua configurazione storica, sta passando da un orientamento destinato, e con successo, a garantirne la fedeltà a se stessa ad un orientamento che le assicuri anche la fedeltà alle nuove attese del mondo” (E. Balducci, o. c., p. 235).

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“Somos como los israelitas después de cruzar el mar Rojo; para marcar las paradas y la marcha tenían una misteriosa señal imprevisible: la nube que cubría la tienda del tabernáculo. ‘Hasta que la nube no se elevaba, ellos no se movían’. Lo dice Éx 40,37 al final y también, de forma más sugestiva, Nm 9,22-23: ‘Si la nube permanecía quieta sobre el tabernáculo durante dos días, o un mes o más, los hijos de Israel permanecían acampados y no se movían; pero si se alzaba, entonces se ponían en camino. A la orden del Señor acampaban y a la orden del Señor empezaban a caminar’. Hace diez años, más o menos, la nube se alzó y en el campamento del pueblo de Dios tocaron a rebato. La agitación continúa. Hay quien preparó deprisa su equipaje y echó a correr hacia delante rompiendo el contacto con el gran bloque de la caravana. Hay quien –también entre los jefes– no se ha decidido todavía a desmontar la tienda, tan confortable tras una parada milenaria. Hay quien añora a los faraones y quien se cree tener ya a la vista la tierra prometida. Lo cierto es que el futuro es incierto. Tal vez su secreto esté escrito en lo acaecido en el pasado inmediato. No hay profecía sin memoria”7.

Clave de lectura creyente: la fe no ilumina el futuro, sino el presente A mi juicio, papa Giovanni en tierras no católicas pudo intuir lo esencial evangélico, y eso le dio también un sentido muy profundo de la espera, porque la previsión estratégica y eficacista no es demasiado cristiana. “El problema de la conversión del mundo impío y prevaricador encierra uno de los misterios más preocupantes de mi espíritu. Su solución, en cambio, no me toca a mí; es el secreto del Señor. A mí, a todos los sacerdotes, a todos los católicos, nos incumbe el gravísimo deber de cooperar a la conversión del mundo infiel, al retorno de los herejes y 7

E. Balducci, Diario dell’esodo 1960/1970, Vallechi, Florencia 1971,

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cismáticos a la unidad de la Iglesia, al anuncio de Cristo también a los hebreos que lo han matado. Del resultado no somos responsables... Su gracia no faltará en la hora oportuna. Esa hora será una de las sorpresas más apacibles del espíritu glorificado en el cielo”8.

Por eso el papa Juan estaba tan atento al momento histórico, y no para arreglar el mundo ni para implantar el Reino en él, sino para guardarse en coherencia y discernir lo que debía hacer ahora, cada vez, en las nuevas horas del mundo moderno, con cuyo reloj quería sincronizar el de la Iglesia. La atención a los signos de los tiempos es uno de sus mejores regalos para mantenernos fieles en la lectura creyente de la actualidad9. El futuro no se ve. Los faros de la fe, opacos hacia delante, iluminan desde la memoria el presente. Ante los signos históricos, los protagonistas políticos escrutan la oportunidad de activar sus proyectos y escogen los mejores medios para llegar a sus fines y construir su propio futuro. Papa Giovanni se comportaba sencillamente según el Evangelio y dejaba el futuro en las manos de Dios. Actuaba en el presente con la luz fresca del Evangelio y, luego, hasta él mismo se admiraba del remolino suscitado por la convocatoria del Concilio, por ejemplo, aunque algunos pretendieron ignorarla en un primer momento. Por eso Juan XXIII sabía mirar a los ojos del hombre concreto, aquí y aho“Mio ritiro spirituale: 25.11-1.12.1940”, en Il giornale del anima, edición crítica y anotaciones de A. Melloni, Istituto per le Scienze Religiose, Bolonia 1987, p. 363. 9 “Nos, sin embargo, preferimos poner toda nuestra confianza en el divino Salvador de la humanidad, quien no ha abandonado a los hombres por él redimidos. Más aún, siguiendo la recomendación de Jesús cuando nos exhorta a distinguir claramente los signos... de los tiempos (Mt 16,3), Nos creemos vislumbrar, en medio de tantas tinieblas, no pocos indicios...” (Convocatoria del Concilio: Humanae salutis, 25.12.1961, n. 2). Cf. GS: signa temporum (n. 4), vera signa praesentiae vel consilii Dei (n. 11). 8

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ra, bajo la luz presente y vertical de Jesucristo, que vino a llamar a los pecadores10: este que yerra no es el error11. [Podemos ahora recuperar imágenes de su visita a la cárcel romana de Regina Coeli en la primera Navidad de su pontificado. Recurre a un recuerdo de su infancia: a uno de sus parientes le encerraron por cazar sin licencia, “y es que, aparte de uno mismo, la sociedad tiene sus reglas”. Notad su modo de moverse absolutamente familiar y su capacidad de empatía, que suscita una explosión de alegría en todos los reclusos.] Pero ¿cómo sincronizar la voluntad de Dios expresada en el Evangelio con la responsabilidad temporal del hombre moderno? ¿Actúa o no Dios en la historia? Roncalli fue un joven profesor y estudioso de historia de la Iglesia (y de patrología) –¡y lo fue durante toda su vida!– primero en el seminario de Bérgamo desde 1906 y más tarde en el Laterano en 1924. [Todavía nuncio en París, al salir de una audiencia con Pío XII (el 27 de septiembre de 1946) se encerró en la biblioteca vaticana en busca de documentos sobre Gerolamo Ragazzoni, antiguo obispo de Bérgamo (1577-1592), que también había sido nuncio en París.] Y como historiador quedará su huella al haber descubierto en 1906 (y publicado después tenazmente desde 1938 hasta 1957 uno a uno sus cinco volúmenes) 39 libros manuscritos relativos a la reforma pastoral y tridentina de la diócesis de Bérgamo llevada a cabo por san Carlos Borromeo (1538-1584). 10 Su confesor, monseñor Alfredo Cavagna, atestigua que quería aprender algo de ruso y “mostrare anche in questo quanto amasse quel grande popolo, perché era continua sua affermazione la parola del Redentore divino: Non veni vocare iustos sed peccatores” (Osservatore Romano 5.6.1963). 11 “Importa distinguir siempre entre el error y el hombre que lo profesa... Porque el hombre que yerra no queda por ello despojado de su condición de hombre, ni automáticamente pierde jamás su dignidad de persona” (Juan XXIII, Pacem in terris, n. 158).

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Pues bien, durante el comienzo de su vida sacerdotal (como secretario personal del gran obispo de Bérgamo Radini Tedeschi y como profesor en el seminario), los papas aún combatían el modernismo (tras el Syllabus de Pío IX en 1864 contra todos los errores del mundo moderno). La Pascendi de san Pío X es del 8 de septiembre de 1907. De no contar con pruebas históricas fehacientes para demostrar su carácter sobrenatural, la Iglesia y toda su historia quedarían a merced de sus enemigos y, para acreditar la divina revelación, no valdrían sino pruebas internas. Es el inmanentismo, al que parecían conducir tanto la nueva exégesis bíblica –que distinguía el Jesús histórico del de la fe– y el mismo Loisy, condenado por el decreto Lamentabili (3 de julio de 1907) y al que se atribuía la tesis de que “Dios no es un actor en la historia humana”. Muchos historiadores colegas de Roncalli eran sospechosos, como el autor de Historia de la Iglesia primitiva, L. Duchesne (rector del Colegio Francés en Roma), al que se acusaba de ignorar “la dimensión sobrenatural de la historia” y cuyo libro acabó en el Índice. Así que también los conciliaristas, que pedían la participación de los católicos en la política italiana, a pesar de la pérdida del Estado Pontificio y del non expedit de Pío IX, estuvieron bajo sospecha. Entre ellos el arzobispo Ferrari, de Milán, acosado por los intransigentes y del que Roncalli se había hecho muy amigo. El joven profesor del seminario de Bérgamo se esforzaba en conjugar su visión religiosa de la historia de salvación con los métodos rigurosos de la historia moderna, y también tuvo problemas: “La acción de la divina providencia –escribió– hace converger las acciones humanas en la victoria de la Ciudad de Dios, la Iglesia”. Se inspiraba en Cesare Baronius (1538-1607), el cardenal oratoriano promotor de la historiografía moderna y amigo de su querido san Felipe Neri (un santo con humor, como a él le gustaba). La clave teológica para aquella sín70

tesis tan difícil fructificó años después en el Roncalli de “los signos de los tiempos”. Los hechos temporales son de los hombres, pero están cargados de significación en la providencia del Dios del Evangelio. Este conflicto teológico de su juventud podría fundamentar una de las constantes de su vida para la lectura de la actualidad del mundo y de la Iglesia, y que este beato anciano supo cambiar: no hay hechos santos ni diabólicos en sí mismos. El mal no puede confundirse con lo moderno, ni el bien con la cristiandad12. Siempre hay lugar para el optimismo, y a cada hijo de Dios es posible mirarle a los ojos. Aggiornamento tenía también para él un sentido religioso: lejos de significar pura adaptación al mundo actual, significaba saber renovarnos para él, escuchar hoy otra vez la voz del Espíritu en el Evangelio. (En este sentido fue un pastoralista; como intentamos en esta casa: atentos al hálito del Señor, que todavía llena el orbe de la tierra, aquí y ahora con estos.) Cuando ya papa, Juan XXIII, mencionó a los “profetas de calamidades” en la apertura del Concilio, sabía que tocaba una fibra doliente para los otros lectores de la historia: “En el ejercicio cotidiano de nuestro ministerio pastoral llegan a veces a nuestros oídos, hiriéndolos, ciertas insinuaciones de almas que, aunque con celo ardiente, carecen del sentido de la discreción y de la medida. Tales son quienes en los tiempos modernos no ven otra cosa que prevaricación y ruina. Dicen y repiten que nuestra hora, en comparación con las pasadas, ha empeorado, y así se comportan como quienes nada tienen que aprender de la historia, la cual sigue siendo maestra de la vida, y como si los tiempos de los precedentes concilios ecuménicos todo pro12 “Durante siglos nuestra educación católica ha asociado –no siempre con la debida discriminación– la dialéctica mística entre Iglesia y mundo con la dialéctica de orden histórico-sociológico entre cristiandad y mundo moderno” (E. Balducci, o. c., p. 236).

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cediese próspera y rectamente en torno a la doctrina de la moral cristiana, así como en torno a la justa libertad de la Iglesia. Mas nos parece necesario decir que disentimos de esos profetas de calamidades que siempre están anunciando infaustos sucesos como si fuese inminente el fin de los tiempos...” (11 de octubre de 1962).

Todavía muchos años después, los opositores del Concilio han considerado “monstruosa” la beatificación del papa Giovanni (el 3 de septiembre de 2000) y han escrito: “En la apertura del Concilio, le bastaron 35 minutos a Juan XXIII para despojar a la Iglesia de todas sus armas frente a sus adversarios”: mintió a los hombres sobre el estado del mundo y de la Iglesia, cuya contraposición mutua es sustancial13. Su sucesor, en cambio, había cantado enseguida su beatitud: “Bendito este papa, que nos ha dado a nosotros y al mundo la imagen de la bondad pastoral y ha sido el ejemplo –para quien tiene responsabilidad en la Iglesia– del buen pastor. Bendito este papa, que nos ha enseñado que la bondad no es debilidad ni flaqueza, que no es irenismo equívoco, que no es renuncia a los grandes derechos de la verdad y a los grandes deberes de la autoridad, sino que es virtud principal de quien representa a Cristo en el mundo”14.

Una vida con más final que principio, gracias a Dios Hay vidas marcadas por su genealogía y por su infancia, y eso lo explica todo. Pero la de Juan XXIII (25 de noviembre de 1881 - 3 de junio de 1963) la marca su destiMichel Simoulin, “La bonté du Pape Jean?”: Fideliter 136 (2000) 46-51, citado por G. Miccoli, La Chiesa dell’anticoncilio. I tradizionalisti alla riconquista di Roma, Laterza, Bari 2011, 242-243, obra dedicada a la Fraternidad Sacerdotal San Pío X, creada por Lefevbre. El calificativo “monstruosa” es de Bernard Fellay, obispo de dicha fraternidad. 14 Cardenal Montini, el 2 de octubre 1963, durante la agonía de Juan XXIII. 13

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no. Sin el papado, nadie se hubiera fijado mucho en él. Por lo demás, de su vida lo sabemos casi todo por él mismo, por su constancia en escribir un diario hasta el final de su vida. Tal vez conocía el axioma de Rilke: “Si usted cree que es capaz de vivir sin escribir, no escriba”15. Dispongo de la Edizione critica e annotazione a cura di A. Melloni de Angelo Giuseppe Roncalli – Giovanni XXIII, Il Giornale dell’Anima. Soliloqui, note e diari spirituali (Istituto per le Scienze Religiose di Bologna, 1987) y he leído varias biografías, como la de Peter Hebblethwaite, Juan XXIII, el papa del Concilio, traducida por el filósofo de Comillas Luis Martínez Gómez, SJ, y acabada por Juan Masiá (PPC, Madrid 2000), pero me detengo más en la intrahistoria de mi hermano de orden Ernesto Balducci, Giovanni XXIII (1964) (Piemme, Casale Monferrato 2000), que incorpora un artículo suyo en Il Giornale del Mattino (4 de marzo de 1962) que el papa había guardado gustoso en su carpeta de piel sobre la mesa: “La mente del cuore” (en alusión a Lc 1,51: dispersit superbos mente cordis sui: pensar con el amor del corazón es mucho más que disponer de una inteligencia emocional). Biografías hay muchas. Una oficial, que el mismo papa Roncalli pudo leer, la escribió monseñor Leone Algisi, Giovanni XXIII (Roma 1959), y otras más periodísticas son la de G. Zizola, L’utopia di papa Giovanni (Asís 1978), o la de nuestro querido José Jiménez Lozano, Juan XXIII (Salvat, Barcelona 1985). Doctrinal es la del agustino Luis Marín de San Martín, Juan XXIII. Retrato eclesiológico (Herder, Barcelona 1998). Y entre los filmes, contamos con el dirigido por G. Capitani para la televisión, Juan XXIII, el papa de la paz (Italia 2002; 180 minutos). La Fondazione per le Scienze Religiose Giovanni XXIII ha editado un CD sobre la Pacem in terris (Bolonia 2008; 29 min.). 15 Lo cita G. García Márquez, Vivir para contarla, Norma, Bogotá 2005, p. 123.

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Me deshago bien de la tentación de contaros todo lo que ya sabemos y me detengo solo en recordar las fechas y etapas principales de su vida para la fruición de una memoria que, sin duda, pertenece a nuestra propia historia de salvación: ¡mirad lo que nos ha hecho el Señor! “La Sabiduría, que juega con el orbe de la tierra ante el Señor”, parece haber jugado aquí para engañar a los sabios de este mundo. Angelo Giuseppe Roncalli hizo carrera porque en dos o tres momentos de su vida, como él mismo escribió, “ubi deficiunt equi trottant aselli” (cuando no hay caballos, trotan los asnos); lo decía al ser enviado deprisa y corriendo en diciembre de 1944 a la difícil nunciatura en París, ya que De Gaulle pedía con urgencia la remoción de 30 obispos que, según él, habían colaborado con la ocupación alemana16. Fue un papa de transición, y él lo sabía17. Hubiera pasado por un conservador tradicionalista, incluso “algo conformista ante los grandes problemas culturales que agitaban el mundo religioso”18, y, sobre todo, por un buen hijo de la Iglesia que se había colocado voluntariamente bajo el lema “oboedientia et pax”. De ahí no se hubiera movido jamás de no ha-

16 P. Hebblethwaite, Juan XXIII, el papa del Concilio, PPC, Madrid 2000, p. 267. 17 “Quando il 28 ottobre 1958 i Cardinali della S. Chiesa Romana mi designarono alla suprema responsabilità del governo del gregge universale di Cristo Gesù, a 77 anni di età, la convinzione si diffuse che sarei stato un papa di provvisoria transizione. Invece eccomi alla vigilia del IV anno di Pontificato, e nella visione di un robusto programma da svolgere in faccia al mondo intero che guarda e aspetta” (Il Giornale dell’anima 10.8.1961, o. c., p. 458). 18 E. Balducci, Giovanni XXIII, o. c., p. 39. Desde joven se guió por las cuatro cosas que dan paz, según el Kempis: “Procura, hijo, hacer más la voluntad de otro que la tuya. Escoge siempre tener menos que más. Busca siempre el lugar más bajo y estar sujeto a todos. Desea siempre y ruega que se cumpla en ti enteramente la divina voluntad” (ibíd., p. 70. Cf. P. Hebblethwaite, o. c., p. 307).

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berle sucedido lo que en media línea anotó en otro de sus diarios, a punto de cumplir 77 años: “Esta mañana me han hecho papa”19. ¡Ahora ya no le tocaba obedecer, sino mandar! Pero es imposible interpretar su papado como una revancha –u ocasión– para implantar lo suyo. Lo demuestran, entre otras cosas, sus nombramientos conservadores, como el de Tardini como secretario de Estado (aunque no así el de Agostino Bea, jesuita y rector del Bíblico, para su primordial causa ecumenista: el Secretariado para la Unión de los Cristianos). En realidad, lo sucedido es que su sencillísimo carisma (tal como personalmente yo creo entenderlo) se desató completamente en la cúspide de la Iglesia: él se creía el Evangelio y se ajustaba a él. “En una Iglesia que parecía agitada entre dos corrientes de progresistas y tradicionalistas, él sorprendió a unos y a otros llamándolos por encima de sus esquemas a un punto donde los esquemas no existen”20. Hasta don Lorenzo Milani, “mi amigo”, escribió: “Mi libro hizo mucho ruido cuando salió en 1958. Después, lo ha adelantado un papa por la izquierda, ¡qué humillación para un profeta!”21. Mircea Eliade, el gran estudioso de las religiones, ha repetido que, a diferencia de nosotros 19 L. Capovilla (ed.), Vent’Anni dalla Elezione di Giovanni XXIII, Roma 1978, p. 12 (anotación que no pertenece a Il Giornale dell’Anima). 20 E. Balducci, o. c., p. 47. “La modernidad del papa Juan está sustancialmente en fiarse, por encima de la prudencia de la carne, en la capacidad del Evangelio para iluminar el misterio individual y colectivo del hombre, y en trazar una regla suprema de relaciones concretas que no se confunda con ninguna otra, por buena y legítima que sea” (ibíd., 90). 21 Carta del 10.3.1965 a un profesor que le pedía su libro Experiencias pastorales (BAC, Madrid 2004), en Lettere di don Lorenzo Milani, priore di Barbiana, Mondadori, Milán 1970, p. 224. “Venga un día a contar a los chicos cosas del papa que a los curas de vanguardia nos redujo a humilde retaguardia”, le escribió al secretario personal de Juan XXIII. Para su relación con Milani, cf. G. Pecorini, Lorenzo Milani, I Care ancora, EMI, Bolonia 2001, pp. 59-77.

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–ya inexorablemente secularizados–, el hombre religioso (el hombre primordial más que primitivo) está convencido, sin más, de que este mundo material y cuanto en él acontece es cifra –señal o signo– del más allá y que está regido por la voluntad de los dioses. Juan XXIII era así, hondamente religioso (que dijeran místico le parecía un exceso). Tras acudir, el 13 de noviembre de 1953, al lecho de muerte de una de sus hermanas más queridas, su fiel secretario asegura que musitó: “¡Ay de nosotros si todo fuera una ilusión!”22. Es un negativo imprescindible para comprender la luminosidad de su certeza en positivo. Las fechas de su vida se resumen en unas pocas: en 1901, con 20 años, fue enviado desde el seminario de Bérgamo a Roma para estudiar, y ya había cumplido su servicio militar. En 1904, con 23 años, es doctor en Teología y sacerdote. Desde 1905 ejerce como secretario del que siempre llamó “Mi Obispo”, Radini Tedeschi, hasta su muerte en agosto de 1914. Siguió como profesor de Historia en el seminario, con un nuevo intervalo militar (como sanitario) durante la guerra del 14, desde mayo de 1915, por la entrada de Italia en la Gran Guerra, hasta diciembre de 1918. A los 40 años (1921) fue llamado a Propaganda Fide por el Vaticano, y en 1925, a los 44, nombrado obispo visitador y delegado apostólico en Bulgaria, con un nuevo nombramiento en 1934 como delegado apostólico de Turquía y Grecia, lo que duró hasta 1944, cuando fue enviado como nuncio a París, a los 63 años. En 1950 (y de nuevo en 1954, ya cardenal) visitó diversos lugares de España. El asunto de los curas obreros franceses, no resuelto –y, luego, mal resuelto, con su prohibición tras su traslado a Venecia en 1953–, es una de las incógnitas de ese período y de 22

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P. Hebblethwaite, o. c., p. 318.

sus relaciones con el cardenal Suhard, arzobispo de París, y los demás obispos franceses. A los 72 años fue nombrado cardenal y patriarca de Venecia y el 28 de octubre de 1958, en la undécima votación, fue elegido papa y se presentó al mundo como un hermano: “El nuevo papa es como el hijo de Jacob, que, encontrándose con sus hermanos en las desgracias humanas, les descubre la ternura de su corazón y, rompiendo a llorar, les dice: ‘Soy yo... vuestro hermano, José’ (Gn 45,4)”23.

Anunció un Concilio ecuménico el 25 de enero siguiente y lo inauguró el 11 de octubre de 1962. En 1963, el 9 de abril, firmó la Pacem in terris con casi 82 años, pero el 3 de junio murió acompañado por las lágrimas del mundo entero. Roncalli conoció cinco papas y dos terribles guerras mundiales. Supo del amor al prójimo concreto y tuvo siempre claro que la Iglesia no era para sí misma, sino para el mundo. Sus años de trabajo en las misiones y, sobre todo, su larga experiencia diplomática –y pastoral en su conciencia– en medio de los hermanos separados de las Iglesias orientales le enseñaron muchas cosas: “Solo dejaríamos de ser hermanos si ellos olvidaran rezar el padrenuestro”. En 1936, a sus 55 años, había escrito que “constatar la distancia entre mi forma de ver las situaciones de cerca y cierta forma de apreciar esas mismas cosas desde Roma me hace mucho daño: es mi única verdadera cruz. Quiero llevarla con humildad...”24 La memoria de todos los cristianos mayores de 60 años rebosa de cientos de anécdotas de su pontificado, como que en la silla gestatoria “pensaba en mi casa de Sotto il Monte, en mi padre y en la mia mamma”. De 23 Juan XXIII, Discurso de la coronación (4.9.1958), citado por E. Balducci, o. c., p. 56. 24 1936, Il Giornale dell’Anima o. c., p. 334.

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hecho, “de poner en su lugar los vestidos de seda y oro se encargaba él mismo, por ejemplo, sacándose del bolsillo un pañuelo en lo mejor de una ceremonia solemnísima”25. Tenía esa intuición evangélica –más que racional– para distinguir entre la sustancia y las formas, entre lo importante y lo accidental. Abolió nada más ser elegido el beso en el pie y el incienso al papa de rodillas, así como los rimbombantes titulares periodísticos: basta decir ‘el papa ha dicho’. “Pero ¿quién gobierna la Iglesia? ¿Eres tú o el Espíritu Santo? Entonces duerme, Giovanni”26. [Las imágenes nos ayudarán a recordar sus palabras en el famoso “discurso de la luna” la noche de la apertura del Concilio, el 11 de octubre de 1962. Todos cuentan que estaba agotado y que se negaba a volver a aparecer en la ventana, pero don Loris le insistía: “Al menos eche un vistazo; han venido con antorchas, como en Éfeso”: “La mia persona conta niente. È un fratello che parla a voi diventato padre per la volontà di Nostro Signore, ma tutto insieme fraternità e paternità e grazia di Dio”.] Terminaré con su autorretrato de presentación ante los venecianos: “Como cualquier otro hombre que vive aquí abajo, provengo de una familia y de un lugar bien concretos: con la gracia de una buena salud física, con algo de buen sentido que me hace llegar pronto y claramente a las cosas, con una disposición hacia el amor de los hombres que me mantiene fiel a la ley del Evangelio, respetuoso de mi derecho y del de los demás, lo que me impide hacer el mal a quienquiera que sea y me anima a hacer el bien a todos. Vengo de la humildad y fui educado para una pobreza alegre y bendita, que tiene pocas exigencias y que protege 25 26

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E. Balducci, o. c., p. 97. Ibíd., p. 69.

el florecer de las virtudes más nobles y altas y prepara a subir por las elevadas cuestas de la vida. La providencia me sacó de mi pueblo nativo y me hizo recorrer los caminos del mundo por Oriente y Occidente, acercándome a gente de religión e ideologías diversas; en contacto con los problemas sociales, agudos y amenazantes, y conservándome la calma y el equilibrio de la búsqueda y la ponderación: siempre preocupado –salvando la firmeza de los principios del credo católico y de la moral– más por lo que une que por lo que separa y suscita contrastes”27.

Efectivamente, el Concilio Vaticano II, que todavía hemos de recibir 50 años después, no ha hecho más que empezar: “Tantum aurora est”. No es más que el alba de un día nuevo que surge en el Espíritu de un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan.

27 A. G. Cardinale Roncalli, Scritti e discorsi 1953-1958, vol. I, Paoline, Roma 1959, 16ss., citado por E. Balducci, o. c., p. 104.

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La Iglesia, misterio de comunión y de misión Ricardo Blázquez Pérez (Arzobispo de Valladolid)

Memoria agradecida y responsable del Concilio Vaticano II Lumen Christi, Lumen Ecclesiae, Lumen gentium: en estas expresiones resuena la aclamación de la vigilia pascual en la que Jesucristo resucitado es proclamado por la asamblea como Luz; igualmente recuerdan las palabras del canto de Simeón, un anciano justo cargado de años, de experiencias y de esperanzas, que al tomar en sus brazos a Jesús cuando María, su Madre, y José lo introducían en el templo para presentarlo al Señor, bendiciendo a Dios saludó al Niño como gloria de Israel y luz de las naciones. Además de este trasfondo bíblico-litúrgico, las tres expresiones concatenadas remiten a una propuesta del cardenal Suenens, arzobispo de Malinas-Bruselas, según ha contado después él mismo, presentada a Juan XXIII en el mes de marzo de 1962, pocos meses antes de la inauguración solemne del Concilio1. Suenens temía que 1 Cf. L. J. Suenens, Souvenirs et espérances, París 1991, pp. 65-80. F. Esplugues Ferrero, Cristología del testimonio en el Concilio Vaticano II, Madrid 2011, p. 88.

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la numerosa asamblea conciliar se dispersara en una selva de unos 70 esquemas dispares entre sí, y echaba de menos un proyecto arquitectónico que articulara los diversos temas. Juan XXIII invitó inmediatamente al cardenal a que intentara él integrar esas diferentes perspectivas en una visión de conjunto; el mismo papa le sugirió que comunicara el marco general diseñado a algunos cardenales relevantes, Montini, Liénart, Döpfner, Lercaro, que le expresaron unánimemente su apoyo. Al final del período primero, el día 4 de diciembre, intervino en el aula conciliar el arzobispo de Malinas. Anteriormente había utilizado el mismo Juan XXIII algunos puntos del proyecto de Suenens en el radiomensaje del día 11 de septiembre y en el discurso de la solemne apertura del Concilio justamente un mes siguiente. En el radiomensaje, aludiendo a la liturgia de la luz al comienzo de la vigilia pascual, escribió: “He aquí que su nombre resuena: Lumen Christi. La Iglesia de Jesús, desde todos los rincones de la tierra, responde: Deo gratias, como si dijera: Sí, Lumen Christi, Lumen Ecclesiae, Lumen gentium”. Incluso podríamos ir más arriba para confesar con el Credo niceno-constantinopolitano que el Hijo Jesucristo es “Luz de Luz” (Lumen de Lumine), ya que el Padre es la Luz ingénita. Las primeras líneas de la constitución sobre la Iglesia Lumen gentium recuerdan esa transmisión de la luz, que es Cristo, que recibe la Iglesia e irradia sobre la humanidad. “Cristo es la luz de los pueblos, por eso este sacrosanto sínodo, reunido en el Espíritu Santo, desea vehementemente iluminar a todos los hombres con la luz de Cristo, que resplandece sobre el rostro de la Iglesia, anunciando el Evangelio a todas las criaturas (cf. Mc 16,15)”. La Iglesia puede iluminar a la humanidad en la medida en que ella sea iluminada por Jesucristo que es la luz del mundo. La Iglesia existe en permanen82

te referencia a Jesucristo, de quien procede, y a la humanidad, a la que es enviada. Radicación en el misterio de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, y misión al mundo constituyen su identidad en dinamismo. La Iglesia es comunión y misión; la misión de la Iglesia es su identidad en movimiento. El pasaje de 2 Cor 3,16–4,6 está en el fondo del exordio de Lumen gentium, según ha mostrado Esplugues Ferrero. ¿Cómo viví yo el Concilio? Perdonad esta comunicación personal. Era seminarista en Ávila, donde recibí la ordenación de presbítero el día 18 de febrero de 1967. El querido y admirado rector del Seminario, D. Baldomero Jiménez Duque, nos hablaba del Concilio con frecuencia, bien informado por sus lecturas y por numerosas relaciones personales; él mismo fue consultado por obispos españoles. Sus charlas nos transmitían esperanza y entusiasmo. Las revistas Ecclesia e Informations Catholiques Internationales eran seguidas en el seminario con gran interés. El periódico Ya era, más que leído, devorado con apasionamiento. Entre las etapas conciliares iban apareciendo los volúmenes Un periodista en el Concilio, de J. L. Martín Descalzo, del clero de Valladolid y en aquellos años corresponsal de La Gaceta del Norte, que ultimaba en el hogar sacerdotal de la Diócesis de Bilbao, donde habitualmente residía. Eran vendidos como rosquillas y leídos con fruición por el estilo literario tan bello, por el aliento que comunicaban y por la información teológica fundada y digerida para ser asimilada por un amplio espectro de destinatarios. De cada volumen se publicaron muchas ediciones. Conservo como un recuerdo muy apreciado la edición de PPC de la constitución Lumen gentium aparecida con diligente prontitud en diciembre de 1964, pocas semanas más tarde de su aprobación el día 21 de noviembre de 1964. El folleto está firmado por los teólo83

gos Y. Congar y J. Daniélou, que participaron en la Semana de Misionología de Burgos del verano de 1965, y cuya firma pedíamos los seminaristas con no menor ilusión que los forofos a un deportista idolatrado. Desde el anuncio del Concilio por Juan XXIII me sentí profundamente inmerso y entusiasmado. No tengo otros espacios teológicos realmente vitales. La precedente orientación teológica me cogió con pocos años y tenía la persuasión de que estaba llegando a su fin; no he tenido que hacer reconversión teológica alguna. La moda de folios improvisados como textos teológicos y la fácil contraposición entre preconciliar y conciliar fueron comprensibles, pero pasajeras. Hasta el mismo estilo literario ejercía sobre nosotros un atractivo especial comparado con el de la teología neoescolástica. Yo personalmente me he visto siempre, y con gratitud a Dios, dentro del horizonte conciliar; obviamente recorriendo las diversas fases de su recepción posterior, desde algunas reformas aprobadas “ad experimentum” hasta la creciente consolidación y serenidad. Mi experiencia es que cuando se relee el Concilio desde la perspectiva un poco cambiante en que nos sitúa el paso del tiempo se descubren matices nuevos antes inadvertidos; y al mismo tiempo, se valoran con mayor nitidez las grandes aportaciones conciliares. Podemos afirmar que lo mismo se manifiesta desde otro lado. El Concilio ha sido un don de Dios inmenso a la Iglesia de nuestro tiempo y para mucho más que nuestro tiempo; hemos contraído con él una deuda impagable, que debemos asumir con la consiguiente responsabilidad. Cada lectura nos sorprende por los contenidos y las llamadas. Frente a la sordina que desde hace algunos años se pone al Concilio en ciertos ámbitos eclesiales, estoy convencido de que debemos hacer un nuevo acto de confianza en Dios, que providencialmente habló a la Iglesia en el Concilio 84

y cuyos ecos llegan hasta nosotros. Sería incomprensible la Iglesia actual sin el Concilio Vaticano II. ¿Cómo podría afrontar la misión en nuestro tiempo sin la ingente obra de renovación y de reforma propiciadas por el Concilio? Ha sido muy oportuna la convocatoria del papa Benedicto XVI en la carta apostólica Porta fidei (11 de octubre de 2011) para celebrar el Año de la Fe, con ocasión de los 50 años de la apertura solemne del Concilio (11 de octubre de 1962) y de los 20 de la publicación del Catecismo de la Iglesia católica (11 de octubre de 1992), que “es uno de los frutos más importantes del Concilio Vaticano II” (n. 11). Recuerda lo que escribió Juan Pablo II en la carta apostólica Novo millenio ineunte, 57 (6 de enero de 2001): “A medida que pasan los años, aquellos textos no pierden su valor ni su esplendor”. “Con el Concilio se nos ha ofrecido una brújula segura para orientarnos en el camino del siglo que comienza”. Y reafirma Benedicto XVI lo que él mismo había dicho en un discurso a la curia romana (22 de diciembre de 2005) pocos meses después de haber sido elegido obispo de Roma y sucesor de Pedro: “Si lo leemos y acogemos guiados por una hermenéutica correcta, puede ser y llegar a ser cada vez más una gran fuerza para la renovación siempre necesaria de la Iglesia” (n. 5). Dentro del Año de la Fe se sitúa la asamblea general del Sínodo de los Obispos en el próximo mes de octubre del 2012 sobre el tema: La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana. La evangelización supone la fe y fortalece la fe. El Vaticano II, y en su onda expansiva el Catecismo de la Iglesia católica, unen estrechamente evangelización y cultivo de la fe para ser vivida y transmitida. Jesucristo, que camina también junto a los hombres de nuestra generación, convoca a la Iglesia y le confía el anuncio del Evangelio con 85

un encargo que es siempre nuevo. “También hoy es necesario un compromiso eclesial más convencido a favor de una nueva evangelización para redescubrir la alegría de creer y volver a encontrar el entusiasmo de comunicar la fe” (n. 7). Sin una conversión renovada al Señor no superaremos un cierto “cansancio de la fe” que parece aquejar a nuestra generación, como diagnosticaron acertadamente los Lineamenta para el próximo sínodo. Evangelizar supone fe convencida y gozosa en el Evangelio y anunciarlo con novedad de espíritu. ¿Cómo podrán los nuevos evangelizadores transmitir las buenas noticias sobre Dios con aire entristecido y actitud resabiada? A nueva evangelización, nuevos evangelizadores. Para profundizar en la recepción del Vaticano II dentro del itinerario de la Iglesia en nuestro tiempo, necesitamos, además de una renovada confianza en el mismo Concilio, poner en actuación convergentemente diversos ingredientes: una lectura detenida y leal de los textos conciliares; situarlos en el “espíritu” que los anima sin diluirlos; recordar los objetivos que se propuso y persiguió el Concilio; tener presentes las orientaciones de los papas que lo convocaron y presidieron; excluir toda pretensión de convertir el Concilio en un comienzo absoluto, ya que se sitúa en la continuidad de la historia de la Iglesia: los padres conciliares buscaron un auténtico consenso eclesial, no una componenda superficial; por eso, cuando un texto era rechazado por muchos, proseguía la búsqueda hasta alcanzar la unanimidad moral. Un porcentaje del 98,5% como media aprobó los documentos. Se debe renunciar a todo intento de construir una imagen de Iglesia seleccionando los textos que convienen y dejando al lado los renuentes a ser integrados en esa imagen prefijada, ya que los mismos padres conciliares aprobaron los documentos en su totalidad; tener el valor y la humildad para reco86

nocer que en la aplicación del Concilio no siempre se ha tenido el mismo acierto, y por supuesto cuando se trata de iniciativas particulares. El papa ha enseñado una hermenéutica de reforma en la continuidad, que se opone a una hermenéutica de ruptura, bien porque niegue la legitimidad de la renovación o bien porque pretenda establecer un corte con la historia precedente. Para su interpretación debe ser secundario el estado de ánimo, que durante el Concilio fue en general de optimismo e ilusión, y posteriormente en diversos momentos hemos sido probados en la esperanza cristiana, que no se identifica con la euforia ni la ilusión. El papel todo lo aguanta, y los proyectos entusiasman más fácilmente que la realidad cotidiana. ¿No es verdad que el tiempo va cribando propuestas y la vida de los cristianos refrenda con su instinto de fe unas y excluye otras? ¿No es oportuno recordar que la paciencia es “la forma cotidiana del amor”?2. El Concilio buscó la renovación de la Iglesia volviendo a sus orígenes y mirando a su misión en nuestro tiempo. Es curioso que aspectos que producían la impresión de nuevos, en realidad eran recuperación de la tradición más genuina de la Iglesia. El impacto de lo nuevo en ocasiones deslumbra y deja en penumbra aspectos de la realidad que más tarde deberán ser reequilibrados. Por ejemplo, el redescubrimiento del bautismo como fundamento y expresión de la común vocación cristiana oscureció bastante durante algún tiempo las vocaciones específicas al ministerio sacerdotal y a la vida consagrada. En este proceso de armoni2 Cf. G. Valente, El profesor Ratzinger, Madrid 2011, p. 152. J. Ratzinger es un teólogo que se ha nutrido en la tradición ancha y profunda de la Iglesia. Estas son sus palabras: “Me gusta pensar con la fe de la Iglesia, que supone, para empezar, pensar con los grandes pensadores de la fe” (ibíd., p. 80). La vitalidad de la tradición de la Iglesia ha orientado su trabajo teológico; por eso las rupturas le repugnan.

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zación debemos insertarnos eclesialmente, si no queremos parar el reloj de la historia en etapas ya superadas. A continuación quiero presentar las orientaciones, aspiraciones, objetivos y métodos que transmitieron legítimamente a los padres conciliares los papas Juan XXIII y Pablo VI. Recojo algunos aspectos más significativos que aparecen en sus intervenciones mayores.

Los papas ante el Concilio La constitución apostólica Humanae salutis del papa Juan XXIII, por la que convocó el Concilio ecuménico Vaticano II (25 de diciembre de 1961), que había anunciado públicamente pocos meses después de su elección (25 de enero de 1959), situó en la órbita misionera, en un sentido amplio, la magna asamblea. Nuestro Señor “Jesucristo, antes de subir a los cielos, ordenó a los apóstoles predicar el Evangelio a todas las gentes y les hizo como apoyo y garantía de su misión esta consoladora promesa: ‘Mirad yo estoy con vosotros todos los días hasta la consumación de los siglos’ (Mt 28,20). Esta gozosa presencia de Cristo, viva y operante en todo tiempo en la Iglesia santa, se ha advertido, sobre todo, en los períodos más agitados de la humanidad” (n. 1). Aunque la empresa sea ardua, la confianza en el Señor es fuente de valentía humilde que vence los miedos y supera los obstáculos. Con las siguientes palabras expresa el papa la tarea de la Iglesia en la situación presente de la humanidad: “Lo que se exige hoy de la Iglesia es que infunda en las venas de la humanidad actual la virtud perenne, vital y divina del Evangelio” (n. 2). La misión es clave fundamental para comprender el Vaticano II. La Iglesia, consciente de la magnitud del desafío apostólico planteado, 88

en lugar de lamentar las tinieblas densas del mundo, preferimos “poner toda nuestra firme confianza en el divino Salvador de la humanidad, quien no ha abandonado a los hombres por él redimidos” (n. 3). La confianza en el Señor transmite a la Iglesia esperanza, serenidad y decisión misionera. En medio de retraimientos del entorno inmediato, él ha acogido como venida de lo alto la íntima voz de su espíritu, y juzgó llegado el tiempo de ofrecer a la Iglesia y al mundo “el nuevo don de un Concilio” (n. 5). El próximo sínodo, prosigue Juan XXIII, se va a reunir en un momento en que la Iglesia anhela fortalecer su fe, dar mayor eficacia a su sana vitalidad, promover la santificación de sus miembros y aumentar la difusión de la verdad revelada. “Será esta una demostración de la Iglesia siempre viva y siempre joven, que percibe el ritmo del tiempo, que en cada siglo se adorna de nuevo esplendor e irradia nuevas luces” (n. 6). Siempre desea ser fiel a la imagen divina que imprimió en su rostro su Señor Jesucristo que la ama y protege. Dos objetivos explicita entonces el papa: rehacer la unidad visible de todos los cristianos y ofrecer al mundo la posibilidad de fomentar pensamientos y propósitos de paz. En todas sus tareas espera que el próximo Concilio servirá “para la edificación del Cuerpo místico de Cristo y cumplimiento de su misión sobrenatural” (n. 9). “Sabe [la Iglesia] que iluminando a los hombres con la luz de Cristo hace que los hombres se conozcan mejor a sí mismos. Porque les lleva a comprender su propio ser, su propia dignidad y el fin que deben alcanzar” (n. 10). Confianza en Jesús, certeza de que la Iglesia con la gracia de Dios será fiel a la misión confiada y amor a la humanidad en su situación concreta, con luces y sombras, son el horizonte del Concilio. Soñó Juan XXIII con un nuevo Pentecostés que reavive el primero en que descendió el Espíritu Santo 89

cuando la Iglesia naciente se encontraba reunida en oración. Durante años, rezamos los cristianos en todos los rincones de la Iglesia la oración compuesta por el papa: “Renueva en nuestro tiempo los prodigios de un nuevo Pentecostés y concede que la Iglesia santa, reunida en unánime y más intensa oración en torno a María, Madre de Jesús, y guiada por Pedro, propague el Reino del Salvador divino, que es reino de verdad, de justicia, de amor y de paz” (n. 21). La perspectiva evangelizadora engloba otras tareas que deberá acometer el Concilio, pero el norte fue poner la vitalidad del Evangelio en contacto la humanidad actual. En el discurso de apertura, pronunciado el día 11 de octubre de 1962, señala algunos aspectos que deben caracterizar la manera de afrontar el Concilio su inmensa responsabilidad. Reconoce que los tiempos modernos son preocupantes, pero, sin cerrar los ojos ante ellos, “disentimos de esos profetas de calamidades que siempre están anunciando infaustos sucesos, como si fuese inminente el fin de los tiempos” (n. 10). San Agustín respondía a los que se quejaban de los malos tiempos presentes y añoraban los pasados, supuestamente mejores: En realidad se ensalzan los tiempos pasados porque no son los nuestros. Podemos estar siempre huyendo, o hacia el pasado por la nostalgia o hacia el futuro por la utopía. A la historia, con su presente, pasado y futuro, ha enviado Dios a su Hijo para salvarnos. “La Iglesia, iluminada por la luz de este Concilio –tal es nuestra firme esperanza–, acrecentará sus riquezas espirituales; sacando acopio de nuevas energías, mirará intrépida al porvenir” (n. 7). Al Concilio incumbe que el tesoro de la doctrina cristiana sea custodiado y enseñado de forma cada vez más eficaz. No se convoca el Concilio para anatematizar herejías ni para cortar graves abusos ni para reformar las costumbres. El Con90

cilio afronta la totalidad de la vida de la Iglesia para renovarla, ponerla al día (aggiornamento) y hacerla más disponible a la misión del Señor en nuestro tiempo. Debe ser un estilo “prevalentemente pastoral” (n. 14; cf. el discurso del día 8 de diciembre de 1962, n. 19). En consonancia con la modalidad de un magisterio de carácter pastoral y mirando al mundo con los ojos compasivos del Señor, manifiesta abiertamente el papa su convicción de cara al Concilio: “En nuestro tiempo, la Iglesia de Cristo prefiere usar la medicina de la misericordia más que la de la severidad” (n. 15). La Iglesia en Concilio quiere levantar la antorcha de la verdad, “como madre amable de todos, benigna, paciente, llena de misericordia y de bondad”. Con humildad y apoyándose en el Señor, como un día Pedro, dice “al género humano, oprimido por tantas dificultades: No tengo oro ni plata, pero te doy lo que tengo. En nombre de Jesús de Nazaret, levántate y anda” (n. 16). Pablo VI, el cardenal Montini, anteriormente arzobispo de Milán, en el discurso de apertura del segundo período conciliar, el día 29 de septiembre de 1963, evoca a Juan XXIII, “de feliz e inmortal memoria”, “amable y majestuosa figura”, y recuerda las orientaciones dadas por él, “a quien podemos llamar, con razón, autor del sínodo” (discurso del día 7 de diciembre de 1965). Pablo VI confía en ser fiel a “la intención inicial y fundamental” de donde brotó el propósito que había de conformar el futuro Concilio. Pablo VI, con sublime mirada cristológica, dirá al comenzar su discurso primero como papa: “Que no se cierna sobre esta reunión otra luz si no es Cristo, luz del mundo; que ninguna otra verdad atraiga nuestros ánimos fuera de las palabras del Señor, único Maestro; que ninguna otra aspiración nos anime si no es el deseo de serle absolutamente fieles; que ninguna otra esperanza nos sostenga, sino aquella 91

que conforta, mediante su palabra, nuestra angustiosa debilidad: ‘He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta la consumación de los siglos’ (Mt 28,20)”. Echando una mirada hacia el camino recorrido, Pablo VI aseguró, el día 7 de diciembre, víspera de la solemne clausura del Concilio Vaticano II: “Se dirá que en el Concilio la Iglesia se ha ocupado principalmente de sí misma, pero esta introspección no tenía a ella como fin. La Iglesia se ha recogido en su íntima conciencia espiritual no para complacerse o dedicarse a reafirmar sus derechos, sino para hallar en sí misma, viviente y operante en el Espíritu Santo, la palabra de Cristo y sondear más a fondo el misterio para reavivar en sí la fe, que es el secreto de su seguridad y de su sabiduría, y reavivar el amor que le obliga a cantar sin descanso las alabanzas de Dios” (cf. n. 5). Y un poco más abajo: “Tal vez nunca como en esta ocasión ha sentido la Iglesia la necesidad de conocer, de acercarse, de comprender, de penetrar, de servir, de evangelizar a la sociedad que la rodea y de seguirla por decirlo así, de alcanzarla casi en su rápido y continuo cambio” (n. 6). “El Concilio ha enviado al mundo contemporáneo, en lugar de deprimentes diagnósticos, remedios alentadores; en vez de funestos presagios, mensajes de esperanza; sus valores no solo han sido respetados, sino honrados; sostenidos sus incesantes esfuerzos, sus aspiraciones, purificadas y bendecidas” (n. 9). La intención fundamental del Concilio ha sido la renovación de la Iglesia para cumplir más adecuadamente la misión confiada por Jesucristo en la hora presente de la humanidad. Los fines del Concilio recogidos en el primer párrafo del documento primero aprobado, la Constitución sobre la Sagrada Liturgia –comienzo no solo cronológico, sino también vital del Concilio–, son cuatro: acrecentar la vida cristiana de los fieles, adaptar al tiempo presente las instituciones sujetas a cambio, promover 92

la unidad de los que creen en Cristo e invitar a todos los hombres al seno de la Iglesia, familia de los hijos de Dios y morada del Evangelio. Fue un Concilio de renovación de la vida cristiana para la glorificación de Dios y la santificación de los hombres, que es en lo que consiste el fin de la misión de la Iglesia recibida de Jesucristo; fue un Concilio de reforma para que aparezca con mayor claridad que la Iglesia camina siempre con la humanidad y cuida que la extrañeza de la cruz de Jesucristo no se confunda con el anacronismo de las formas de los cristianos; fue un Concilio unionista porque la unidad de los cristianos es base para que el mundo crea (cf. Jn 17,20-21); fue un Concilio en el que el misterio de comunión, que es la Iglesia, debe sostener siempre el misterio de la misión, que es su identidad en ejercicio. Juan Pablo II ha agradecido a Dios el don que fue el Concilio para la Iglesia, para la entera humanidad y personalmente para él, pues pudo tomar parte desde el primer día hasta el final. Frente a algunas reservas que acá y allá se insinúan en relación con el Concilio, es oportuno que recojamos su testimonio personal, como padre conciliar y como papa. Estas son sus palabras: “El Concilio Vaticano II ha sido un gran don para la Iglesia, para todos los que han tomado parte en él, para la entera familia humana, un don para cada uno de nosotros“3. En el sínodo extraordinario de 1985 se celebró su memoria dando gracias a Dios, se hizo un balance de su reCruzando el umbral de la esperanza, Barcelona 1994, p. 163. Cf. encíclica Redemptor hominis (4 de marzo 1979), 11-12. Frente a todo intento, sutil o manifiesto, de desacreditar el Concilio Vaticano II, debemos reiterar el agradecimiento a Dios. Cf. G. Miccoli, La Chiesa dell’ anticoncilio. I tradizionalisti alla conquista di Roma, 2011. B. Gherardini, Vaticano II: Una explicación pendiente, Navalcarnero (Madrid) 2012. Es una buen ayuda para ganar claridad el artículo de F. Ocáriz “Sobre la adhesión al Concilio Vaticano II”, en L’Osservatore Romano (edición en lengua española) del 4 de diciembre de 2011. 3

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cepción y se impulsó de nuevo hacia el futuro. Es verdad, se debe distinguir entre lo que ha venido post, después del Concilio, de lo que acontecido propter, es decir, a causa de él. Se debe defender el Concilio de interpretaciones tendenciosas: de una hermenéutica que tendiera a dividir la historia de la Iglesia en dos partes: la anterior al Concilio y la posterior al mismo. El Concilio es un acontecimiento de inmensas dimensiones que forma parte relevante de la historia de la Iglesia. Debe ser interpretado en la tradición viviente y veinte veces secular de la Iglesia, con fidelidad a la continuidad con el pasado y sin minusvalorar su novedad, a la que abre el Espíritu Santo vivificador. No es novum absoluto. El que no haya pronunciado definiciones dogmáticas no equivale a poseer escasa trascendencia4. “Sí, el Concilio tuvo algo de Pentecostés: dirigió al episcopado de todo el mundo, y por tanto a la Iglesia, sobre las vías por las que había de proceder al final del segundo milenio” (ibíd., p. 164). “Lo que el Espíritu Santo dice supone siempre una penetración más profunda en el eterno Misterio... El hecho mismo de que aquellos hombres convocados por el Espíritu Santo constituyeran durante el Concilio una especial comunidad que escucha unida, reza unida, y unida piensa y cree, tiene una importancia fundamental para la evangelización, para esa nueva evangelización que con el Vaticano II tuvo su comienzo. Todo eso está en estrecha relación con una nueva época en la historia de la humanidad y también en la historia de la Iglesia” (p. 166). En la carta apostólica Tertio millenio adveniente (10 de noviembre de 1994), Juan Pablo II escribió de cara al Jubileo del año 2000: “El Concilio Vaticano II constituye un acontecimiento providencial, gracias al cual la 4 Cf. Tertio millenio adveniente, 18, “Lo “nuevo” brota de lo “viejo” y lo “viejo” encuentra en lo “nuevo” una expresión más plena.

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Iglesia ha iniciado la preparación próxima del Jubileo del segundo milenio. Un Concilio centrado en el misterio de Cristo y de su Iglesia y, al mismo tiempo, abierto al mundo” (n. 18.; cf. Novo millenio ineunte, 2). “El tema de fondo [de los Sínodos] es el de la evangelización; mejor todavía, el de la nueva evangelización” (n. 21). Es inimaginable la Iglesia actual sin el Concilio Vaticano II. La recepción del Concilio debe continuar, y el papa hace al respecto algunas preguntas básicas sobre la asimilación de las cuatro constituciones conciliares. Esta recepción debe ser al mismo tiempo fiel y lúcida para practicar el adecuado discernimiento (n. 36). La apertura al mundo, en diálogo respetuoso y cordial, debe estar al servicio de la misión y no ser trampa para la secularización interna de la Iglesia. El diálogo está al servicio de la evangelización; no es una puerta abierta a la claudicación. La carta apostólica Novo millenio ineunte (6 de enero de 2001) invita confiadamente a “remar mar adentro” (cf. Lc 5,6) en el tercer milenio. De nuevo el Concilio aparece al contemplar el papa el horizonte del siglo XXI. “Después de concluir el Jubileo, siento más que nunca el deber de señalar el Concilio como la gran gracia de la que la Iglesia se ha beneficiado en el siglo XX. Con el Concilio se nos ha ofrecido una brújula segura para orientarnos en el camino del siglo que comienza” (n. 57). Necesitamos volver con renovada confianza al Vaticano II. Sus potencialidades no están agotadas, ni mucho menos. Cada vez que se releen sus textos, se descubren nuevas perspectivas, luminosas sugerencias y nuevas llamadas. A la responsabilidad eclesial de sus pastores debe responder la disponibilidad receptiva de los cristianos. Puede haber apreciaciones sobre situaciones históricas que quizá maticemos actualmente, pero el conjunto es admirable. A medida que pasan los años, 95

aquellos textos no pierden su valor ni su esplendor (ibíd., n. 57).

La Lumen gentium, eje del Concilio Vaticano II La constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium es la auténtica columna vertebral del magisterio del Vaticano II, cuyo tema abarcador es la Iglesia, ya que había llegado el momento en el calendario de su historia de darse “una definición más meditada de sí misma” (Pablo VI, discurso de apertura del segundo período, 29 de septiembre de 1963, n. 16). Y en el discurso del día 21 de noviembre de 1964 mostró su satisfacción porque “se ha estudiado y definido la doctrina sobre la Iglesia; de esta forma se ha completado la obra doctrinal del Concilio ecuménico Vaticano I; se ha explorado el misterio de la Iglesia y se ha delineado el designio divino sobre su constitución fundamental” (n. 3)5. De acuerdo con la orientación pastoral del papa Juan XXIII, tiene un estilo literario diferente al usual en precedentes concilios ecuménicos. No es defensivo ni menos polémico. Aunque no haya procedido con “definiciones” y “anatemas”, no quiere excluir de su enseñanza la suprema calificación; por ejemplo, cuando trata en Lumen gentium la cuestión del sacramento del episcopado y de la colegialidad episcopal, o cuando enseña en la constitución dogmática Dei Verbum sobre la relación entre Revelación, Escritura, Tradición y Magisterio. Lumen gentium quiere exponer la magnificen5 El cardenal Frings, a quien acompañó como teólogo consejero el joven profesor J. Ratzinger, expresó el 30 de septiembre de 1963 que el esquema “de Ecclesia” era el verdadero punto neurálgico de todo el trabajo conciliar (cf. G. Valente, El profesor Ratzinger, Madrid 2011, p. 120).

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cia y belleza del misterio de la Iglesia en su comunión y misión. En muchos momentos utiliza ampliamente la Sagrada Escritura, uniendo entre sí textos como teselas de un precioso mosaico, respetando su sentido original bíblico y, al mismo tiempo, insertándolos en un discurso magisterial. Busca la comprensión de los católicos y de los demás cristianos, ante los cuales expone lo que cree sobre la Iglesia, su fundamento trascendente, lo referente a sus miembros, su vida y sus tareas, su estructura y su misión. Su estilo literario está marcado por una actitud dialogal. Muchos párrafos pueden ser utilizados como lectura espiritual, y, en efecto, la liturgia de las horas ha incorporado largos y numerosos pasajes. Yo me voy a detener en las dimensiones de “la Iglesia, misterio y pueblo de Dios”, como enuncia la ponencia que se me ha pedido. Corresponden a los capítulos primero y segundo de la constitución Lumen gentium, titulados “De Ecclesiae mysterio” y “De Populo Dei”, en un horizonte abierto a todo el Concilio. A partir de un esquema de cuatro capítulos (sobre el misterio de la Iglesia, el episcopado, los laicos y la santidad de la Iglesia) presentado en 1963, por iniciativa sobre todo del cardenal Suenens, se fue formando el cuadro final de ocho capítulos, que se pueden agrupar de dos en dos, como ha escrito el principal redactor de la constitución, monseñor G. Philips6. No es que se hubiera prefijado intencionadamente esta distribución, pero al final así ha resultado. Los dos primeros capítulos, ciertamente magníficos y mutuamente complementarios, en los que se contiene nuclearmente la enseñanza conciliar, “hablan del misterio de la Iglesia, primero en su dimensión trascendental y luego en su 6 Cf. La Iglesia y su misterio en el Concilio Vaticano II, tomo I, Barcelona 1968, pp. 73-74.

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forma histórica” (p. 73). Aparecen en la exposición los rasgos fundamentales: la Iglesia pueblo de Dios, cuerpo de Cristo y templo del Espíritu Santo (cf. Lumen gentium 17 al final, que de alguna manera recapitula lo anterior). El capítulo tercero y cuarto describen la estructura orgánica, jerarquía y laicado o comunidad. El tercer dúo de capítulos está dedicado a la misión esencial de la Iglesia, la vocación universal a la santidad y como signo a los religiosos. Los dos últimos capítulos tratan sobre el desarrollo escatológico de la Iglesia, primero en la unión de la Iglesia peregrinante con la Iglesia celestial y, después, en la Virgen María, Madre de Dios, que es madre e icono, síntesis y modelo de la Iglesia.

a) “Ecclesia de Trinitate” y “Ecclesia ex hominibus”. Sacramento de salvación En varios documentos conciliares arranca la exposición desde el misterio eterno de Dios, que hemos conocido por la revelación de Jesucristo en el Espíritu Santo. El misterio es el designio divino de bondad y de sabiduría, de verdad y de amor íntimamente compenetrados, escondido eternamente en Dios y realizado en Jesucristo (cf. Rom 16,25-27; 1 Cor 2,7; Ef 3,9; Col 2,2-3). Para nuestra sorpresa y confianza, Dios nos ama, y lo ha manifestado fehacientemente en Jesucristo (cf. Ef 1,3ss.). Del misterio de Dios podemos hablar no por elucubraciones, sino porque Dios se nos ha autocomunicado. Lumen gentium, 2-4; Dei Verbum, 2; Ad gentes, 2-4; Unitatis redintegratio, 2, toman este arranque sublime de la autorrevelación y autodonación de Dios mismo al hombre. La revelación del misterio benevolente de Dios suscita en nosotros estupor y acción de gracias. Partimos de la bondad de Dios, no de nuestras 98

indagaciones. La teología y el magisterio pastoral suponen el kerigma y la fe personal y eclesialmente configurada. La Iglesia debe ser contemplada como las vidrieras de una catedral, desde dentro e iluminadas por el sol. Un procedimiento inductivo y ascendente no puede alcanzar el misterio que habita en la Iglesia. Lo que es la Iglesia no se percibe adecuadamente desde las ciencias sociales y los medios de comunicación, aunque nos interesen también sus apreciaciones. Podríamos aplicar a nuestro caso, en cierto modo, las preguntas que Jesús planteó a sus discípulos: “¿Quién dice la gente que soy yo? ¿Y vosotros, quién decís que soy?” Es bueno que escuchemos lo que se piensa desde el exterior, o desde personas que están medio dentro y medio fuera, sobre la Iglesia, porque nos ayuda a descubrir la palabra en los ecos y la imagen original en los reflejos y hasta en las caricaturas; pero solo quien vive en la familia de la fe, participa en su vida y su misión, sufre con los padecimientos de la Iglesia, goza con sus alegrías, se siente afectado por sus fallos y toma parte en los trabajos del Evangelio, puede decir con fundamento interior y exterior qué es la Iglesia. Pablo VI planteó a la Iglesia en Concilio esta pregunta: Iglesia, ¿qué dices de ti misma? Pregunta que a su vez implica la siguiente: Iglesia, ¿qué dices de Dios? La Iglesia no es una organización religiosa sin más, surgida como un movimiento de reforma en el judaísmo, de orden cultural, educativa, benéfica, de promoción social. O mejor quizá, la Iglesia puede ser lo anterior, porque hunde sus raíces en el misterio mismo de Dios. A la luz de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo se entiende por irradiación lo que la Iglesia es, en qué consiste su misión y, también, lo que debe realizar en la sociedad. La Iglesia está radicada en el misterio de Dios. Ahí reside la fuente de su existencia, de su unidad, de su mi99

sión, de su luz, de su fuerza y del sentido de sus actividades. Sin esta tierra nutricia, la Iglesia quedaría desarraigada; sin este fundamento, quedaría desfundamentada. Sin el Espíritu Santo, presente y actuante en ella, sería como una casa deshabitada y como un templo vacío; sin su gracia, las pretensiones de la Iglesia serían exorbitadas y megalómanas. Está arraigada y edificada en Jesucristo (cf. Ef 2,20-21; 3,17; Col 1,23; 2,7). Sin el Señor, sería un cuerpo sin cabeza o un edificio sin cimientos. Sin Dios Padre, sería como una familia de huérfanos, y sin Padre ya no seríamos entre nosotros hermanos. La Iglesia no sería sacramento de salvación si no estuviera animada por el Espíritu Santo, y quedaría reducida a un grupo social de carácter religioso, humanista, liberador. De la fuente que es Dios proceden la identidad de la Iglesia, su unidad radical y el alcance salvífico de su vida; su misión escatológica no es un delirio de grandeza, porque procede de Dios. Uniendo el origen permanente trinitario y la marcha histórica de la Iglesia se comprende que esta sea sacramento de salvación, es decir, signo visible de una comunicación de gracia trascendente (cf. Lumen gentium, 1, 8, 48). Por la presencia dinámica de Jesucristo y su Espíritu, es la Iglesia signo e instrumento de la unión con Dios y de la unidad de todo el género humano. De entrada, se puede entender fácilmente que haya tensión y distancia entre la realidad misteriosa que acontece y lo que exteriormente parece, ya que la autocomunicación de Dios en la historia no es nunca del todo luminosa. La Iglesia ha sido constituida por Dios sacramento de salvación; no se hace a sí misma signo e instrumento de gracia. Cristo resucitado, presente siempre en la Iglesia según su promesa, y el Espíritu Santo hacen de ella “sacramento universal de salvación” (cf. Lumen gentium, 48). ¡Que el signo no sea opaco ni contradictorio en relación con la comunicación de Dios, aunque siempre sea defi100

ciente! Por lo que venimos diciendo, se comprende que las “crisis de Iglesia” tienen raíces más profundas y están relacionadas con Dios mismo. Si existe en nuestra sociedad una “crisis de Dios”, en el sentido de que muchos sufren su silencio y ausencia, y muchos tienden a excluirlo de la vida de los hombres, esta situación repercutirá en forma de crisis en la vida de la Iglesia. La misión de Dios constituye el núcleo central de la vida y la misión de la Iglesia. La estructura sacramental une signo visible y realidad invisible. Algo se puede ver y oír; lo exterior pertenece al sacramento, ya que es mediación, cauce y vehículo de la realidad superior. Por ejemplo, la señal de la cruz en la frente, habiendo untado el obispo el dedo en el crisma, y las palabras que la acompañan transmiten el Espíritu Santo al corazón del que es confirmado: “Recibe por esta señal el don del Espíritu Santo”. Signo y significado no están separados; ambos forman una realidad compleja visible e invisible, humana y divina, que imita el misterio del Verbo encarnado: “Pues así como la naturaleza asumida sirve al Verbo divino como instrumento vivo de salvación, unido indisolublemente a él, de modo semejante la articulación social de la Iglesia sirve al Espíritu Santo, que la vivifica, para el acrecentamiento de su cuerpo (cf. Ef 4,16)” (Lumen gentium, 8; cf. Sacrosanctum Concilium, 5). La categoría “sacramento de salvación” aplicada a la Iglesia enlaza las diferentes orillas: visibilidad y exterioridad de los signos e invisibilidad e interioridad de la gracia; misterio en los signos que cambia a la persona y edifica la comunidad cristiana; comunidad de fe, esperanza y amor por un lado, y organismo visible por otro; une la Iglesia peregrinante y la Iglesia del cielo; la salvación trascendente y sus irradiaciones en forma de solidaridad, de paz y de impulso esperanzador; la fe per101

sonal y los medios de salvación; el amor de Dios con todo el corazón y el amor al prójimo como a nosotros mismos. La Iglesia está habitada y animada por el Espíritu Santo. La Iglesia es santa, aunque sus miembros seamos pecadores. Hay en ella carismas espirituales y estructuras institucionales; es cuerpo místico y sociedad provista de órganos sociales. Por la dualidad, que no dualismo, de los elementos constitutivos de la sacramentalidad y por la fragilidad de los miembros de la Iglesia, se comprende la necesidad de permanente renovación cristiana y eventual reforma de la imagen para purificarla de las deformaciones introducidas en el recorrido histórico. La existencia de los cristianos y de la Iglesia está íntimamente unida a Jesucristo por la fe, los sacramentos, el amor y la comunión en sus padecimientos y en la esperanza de su gloria. Cristo está presente en ella de forma singular por la celebración de la eucaristía y la proclamación de la Palabra (cf. Lumen gentium, 7 y 11; Sacrosanctum Concilium, 7, 47-50, 106; Verbum Domini, 51ss.). Palabra de Dios y eucaristía son dos subrayados particulares del Concilio en muchos lugares de sus documentos, dos realidades convergentes de la vida y misión de la Iglesia, dos vías de renovación por la reforma litúrgica, por los sínodos de obispos, por la existencia diaria de la Iglesia. En este campo hemos recorrido un camino en general excelente. Por lo que se refiere a la eucaristía, el magisterio de la Iglesia posterior al Concilio ha sido reiterado7. El cuidado peculiar que la Iglesia debe ejercer respecto a la eucaristía en la vida de la Iglesia y la necesidad de llamar la atención so7 Cf. encíclica Mysterium fidei, instrucción Eucharisticum mysterium, cartas Dies Domini y Mane nobiscum, encíclica Ecclesia de Eucharistia, instrucción Inestimabile Donum, instrucción Redemptionis Sacramentum, exhortación apostólica postsinodal Sacramentum charitatis, etc.

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bre deficiencias o pretericiones observadas en unos lugares u otros ha generado este rico magisterio. En estas numerosas intervenciones se nos ha recordado que la eucaristía es una forma singular de presencia de Jesucristo en la Iglesia; que nos aguarda el Señor presente en la eucaristía también después de la celebración, ante quien nos postramos para la adoración doblegando nuestro orgullo, reconociendo su presencia santa y poniéndonos a su disposición obediente y apostólica; que el “ars celebrandi” de la eucaristía es quehacer primordial de la Iglesia; que la eucaristía tiene una dimensión sacrificial, ya que actualiza sacramentalmente la entrega en la cruz de Jesús al Padre por la salvación del mundo. Haber recobrado con fuerza el sentido pascual de la eucaristía, su dimensión de banquete, la exigencia caritativa y social de su celebración, la comprensión de las palabras y de los signos... son aspectos inmensamente enriquecedores. Como la Iglesia es el cuerpo de Cristo prolongado en la historia, que actúa en ella celebrando su misterio pascual, perdonando, consolando y otorgando su Espíritu, debe consiguientemente la Iglesia seguirlo, asemejarse a él, hacer suyos los sentimientos de Jesús (cf. Fil 2,5), imitar su forma de actuar y de vivir. En este sentido, en el contexto de la dimensión sacramental, se añaden unos párrafos preciosos al final del capítulo primero de Lumen gentium. Aquí hallaron su lugar las sugerencias presentadas por diversos padres conciliares sobre la pobreza y el servicio. La Iglesia debe estar unida a Jesucristo en su misterio de kénosis, de humildad, de pobreza, de obediencia. Jesús hizo la opción preferencial de ser pobre (cf. 2 Cor 8,9). El Hijo de Dios se hizo obediente hasta la muerte de cruz (cf. Fil 2,6-7). “Como Cristo realizó la obra de la redención en pobreza y persecución, de igual modo la Iglesia está destina103

da a recorrer el mismo camino”. La Iglesia está llamada a servir, siguiendo el ejemplo de Jesús. Como Cristo fue ungido y enviado a anunciar el Evangelio a los pobres y oprimidos (cf. Lc 4,18), la Iglesia “abraza con su amor a los afligidos por la debilidad humana; más aún, reconoce en los pobres y en los que sufren la imagen de su Fundador pobre y paciente, se esfuerza en remediar sus necesidades y procura servir en ellos a Cristo”. Jesús, siendo santo e inocente, “vino para expiar los pecados del pueblo (cf. 2 Cor 5,21; Heb 2,17); la Iglesia, en cambio, acogiendo en su seno a los pecadores es a la vez santa y necesitada de purificación, y busca sin cesar la penitencia y la conversión”. En los últimos años han salido a la luz pública pecados de personas llamadas particularmente a una vida limpia y actuaciones pastorales deficientes de los responsables en afrontar adecuadamente las lacras de abuso de menores; debemos al papa Benedicto XVI la decisión consecuente de purificar la Iglesia y de reparar a las víctimas, en la medida de lo posible. La Iglesia, perseguida y amenazada, pobre y débil, es sostenida y consolada por Dios. Con palabras del Concilio: “La Iglesia va peregrinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios, anunciando la cruz del Señor hasta que vuelva (cf. 1 Cor 11,26). Se siente fortalecida con la fuerza del Señor resucitado, para poder superar con paciencia y amor sus aflicciones y dificultades, tanto internas como externas”. En la Iglesia se actualiza el misterio pascual de Jesús, de su pasión, crucifixión y victoria (cf. 2 Cor 1,3ss.; 4,7ss.; 12,8-10; Fil 3,10; 2 Tim 1,6ss.; 2,8-13). Si en el Concilio hubo voces que denunciaron en la Iglesia el llamado entonces triunfalismo, hoy probablemente se puede decir que la existencia de la Iglesia refleja bastante lo que enseñó el Concilio en estos párrafos finales del capítulo primero. Las dificultades que encuentra actualmente la Iglesia en su misión contribuyen a que se apoye en Dios y proce104

da con humildad en el seguimiento de Jesús pobre y perseguido.

b) Eclesialidad del ser cristiano La dimensión comunitaria y eclesial no es añadida ni opcional al ser cristiano. No indica solamente lo deseable como rasgo perfectivo. El cristiano, en cuanto hijo de Dios y discípulo de Jesús, está marcado desde la misma raíz y fundamento por la fraternidad. Dios, en su designio de sabiduría y bondad, en su disposición libérrima y misteriosa, “estableció convocar a quienes creen en Cristo en la santa Iglesia” (Lumen gentium, 2). Y un poco más adelante dice la misma constitución: “Quiso santificar y salvar a los hombres no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino hacer de ellos un pueblo que le confesara en verdad y le sirviera santamente” (Lumen gentium, 9). En el proyecto originario de Dios, entra la Iglesia como ámbito de la salvación. No somos islas ni en el orden de la creación ni de la salvación (cf. Lumen gentium, 13). No estamos llamados a relacionarnos con Dios en una especie de aislamiento y exilio interior. Como cristianos, nunca estamos solos. La comunión con Dios no separa de los hombres. Esta eclesialidad que hunde sus raíces en el proyecto de Dios comporta diversas perspectivas que el Concilio fue enseñando y sugiriendo. Por el bautismo hemos sido incorporados al misterio pascual de Jesucristo, hemos renacido como hijos de Dios y, al mismo tiempo, hemos cruzado el umbral de la Iglesia que es la familia de la fe. Ser cristiano es también ser hermano. Por ello comprendemos el acierto de las palabras un poco desconcertantes atribuidas a Tertuliano: “Unus christianus, nullus christianus”. En la oración del Señor, como 105

explicó san Cipriano, no rezamos solo “Padre”, sino “Padre nuestro”, integrando filiación y fraternidad. El seguimiento de Jesús implica entrar en la comunidad de sus discípulos. La Iglesia fue formándose en el itinerario de Jesús, que anunció e hizo presente el Reino de Dios, que llamó a seguirle, que constituyó el grupo de los Doce, que celebró la última cena antes de morir “para reunir a los hijos de Dios dispersos” (Jn 11,52) (Este texto evangélico es uno de los más citados por el Vaticano II: Lumen gentium, 13; Sacrosanctum Concilium, 2; Ad gentes, 2; Unitatis redintegratio, 2.) En la misma condición de cristiano es inherente la eclesialidad. En esta comunitariedad fundamental está implicado que la vida sacramental, espiritual, moral, apostólica, etc., se halle marcada por esa fraternidad. El bautismo nos incorpora también a la Iglesia; el sacramento de la penitencia nos reconcilia también con la Iglesia, a la que hemos herido pecando (cf. Lumen gentium, 11); la eucaristía es el sacramento de la unidad de la Iglesia, hasta el punto de que por la participación del cuerpo de Cristo pasamos a ser lo que recibimos, a saber, el cuerpo de Cristo (cf. Lumen gentium, 26). La oración puede ser un ejercicio comunitario de intercesión; los santos muestran su solicitud por los hermanos que peregrinan todavía en la tierra, al tiempo que por su santidad acreditan la fecundidad de la Iglesia; el amor de Dios es inseparable del amor al prójimo, etc. Estas realidades cristianas son manifestaciones de esa comunitariedad básica. Por el bautismo hemos sido incorporados al cuerpo de Cristo y hemos sido hechos piedras vivas de un edificio espiritual (cf. Rom 6,1ss.; 1 Cor 12,1ss.; 1 Pe 2,1ss.; 4,10-11). La condición de miembros del cuerpo de Cristo y la de portadores de carismas del Espíritu Santo se entrecruzan con frecuencia en el Nuevo Testamento 106

(cf. Rom 12,3ss. 1 Cor 12,9ss.). Los cristianos, unidos en la Iglesia una y universal, debemos gozar con las alegrías de los otros, hacernos cargo de sus sufrimientos, de los hermanos de cerca y de lejos, “compartiendo las necesidades de los santos y practicando la hospitalidad” (cf. Rom 12,13). Todos en la Iglesia estamos llamados a ser sujetos activos en la vida y en la misión, y no simplemente destinatarios del cuidado pastoral de otros. El Vaticano II puso de relieve el sentido de la fe y los carismas en el pueblo cristiano (cf. Lumen gentium, 12). En esta misma onda de participación es oportuno colocar los consejos diversos mandados erigir por el Concilio y recordar que a través de los diferentes ministerios y carismas estamos llamados a participar en la vida y misión de la Iglesia. En la Iglesia nadie es sobrante, ni debe estar ocioso; nadie es imprescindible y todos somos necesarios. Una forma especial de participación acontece cuando testificamos el Evangelio por la palabra y las obras llamando a otros a la Iglesia y fortaleciendo su capacidad de reflejar la luz que es Cristo. Debemos compartir todos la vida de la Iglesia y ejercitar unidos su maternidad espiritual, llamando a los distantes y colaborando en la iniciación cristiana de quienes desean ser sus hijos.

c) Pueblo mesiánico y misionero La Iglesia es el nuevo pueblo de Dios, con quien ha hecho una alianza nueva, según anunció por los profetas (cf. Jr 31,31-34) (cf. Lumen gentium, 9). Por este pacto nuevo, sellado con la sangre de Cristo (cf. 1 Cor 11,25), ha convocado Dios a judíos y paganos para hacerlos “un linaje elegido, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo adquirido por Dios para que anunciéis las proezas del que os ha llamado de las tinieblas a su luz 107

maravillosa” (1 Pe 2,9). El ser el pueblo de Dios une a la Iglesia con Israel, su pueblo elegido; no es acertado, por ello, partir del concepto civil y jurídico de pueblo para traspasarlo a la Iglesia reivindicando así un sistema democrático. La Iglesia es pueblo de Dios siendo cuerpo de Cristo, en forma de cuerpo de Cristo. A la Iglesia, etimológicamente la convocada, al nuevo pueblo de Dios, se llama aquí “pueblo mesiánico”, es decir, vinculado particularmente a Jesús, que es el Ungido, el Cristo, el Mesías. Unos rasgos caracterizan nuestra vocación más honda: la dignidad y libertad de hijos de Dios, el mandamiento nuevo del amor, la misión de dilatar el Reino de Dios incoado por Jesucristo en la tierra hasta que llegue a su consumación. La Iglesia de Dios en Jesucristo es misionera y portadora de esperanza para la humanidad. A pesar de su debilidad y de sus dimensiones limitadas siempre, y hoy particularmente manifiestas, su tarea es grandiosa. Bellamente expone el pasaje siguiente el contraste entre la pequeñez actual y la misión encomendada: “Este pueblo mesiánico, aunque no incluya a todos los hombres actualmente y muchas veces parezca un pequeño rebaño, es, sin embargo, para todo el género humano un germen segurísimo de unidad, de esperanza y de salvación. Cristo, que lo constituyó para ser comunión de vida, de caridad y de verdad, lo asume también como instrumento de la redención de todos y lo envía a todo el universo como luz del mundo y sal de la tierra (cf. Mt 5,13-16)”. La vocación a la que es llamada la Iglesia es inmensamente desproporcionada en relación con su capacidad insignificante; solo Dios con su poder puede cubrir las distancias. En los evangelios hay una serie de imágenes que expresan por una parte la pequeñez, debilidad del Reino de Dios en los comienzos, y por otra la promesa y el espléndido cumplimiento de lo prometido, es decir, de 108

“la potencia de lo pequeño”. La Iglesia está revestida de fragilidad, pero es portadora de una promesa de vida para el mundo, con tal de que sea fiel a lo recibido8. Las imágenes de la semilla (cf. Mt 13,19-23) y del grano de mostaza (cf. Mt 13,31-32); de la levadura que una mujer mete en la masa y la hace fermentar (cf. Mt 13,33); la sal de la tierra y la luz del mundo (cf. 5,14ss.); el pequeño rebaño (cf. Lc 12,32), etc., expresan precisamente el contraste de llevar en vasos de barro el tesoro del Evangelio y de que la fuerza de Dios se realiza en la debilidad (2 Cor 12,9). En otros lugares aparece la expresión “resto” del pueblo de Dios (cf. Rom 9,27-2). En el “resto” se prolonga la promesa de Dios de salvar y multiplicar a su pueblo. El resto del que habla la Sagrada Escritura (cf. Is 11,11; Miq 4,7; 5,6-7), no equivale a residuo: este es lo que queda todavía, pero en un proceso de agotamiento; aquel, en cambio, es el grupo de los rescatados a través de los cuales Dios mantiene sus promesas. La peregrinación de Israel por el desierto entre peligros, tentaciones y signos salvadores de Dios se prolonga también en la Iglesia, su nuevo pueblo. “Caminando la Iglesia en medio de tentaciones y tribulaciones, es confortada con el poder de la gracia de Dios, que le ha sido prometida por el Señor, para que no desfallezca por la debilidad de la carne, sino que permanezca como esposa digna de su Señor y, bajo la acción del Espíritu Santo, no cese de renovarse hasta que por la cruz llegue a la luz que no conoce ocaso” (Lumen gentium, 9). De nuevo vuelve el Concilio a recordar la fragilidad de la 8 Cf. L. Sánchez, “Reino en lo pequeño: la potencia del Evangelio”, en Minorías creativas, Burgos 2011, pp. 129-130. Sobre la Iglesia como pueblo mesiánico y sacramento de salvación, cf. Y. Congar, Un pueblo mesiánico, Madrid 1976, pp. 89-119. La expresión populus messianicus fue introducida en Lumen gentium, 9 por sugerencia de Congar (p. 123).

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Iglesia en su caminar por la historia y la incapacidad para afrontar por sí misma la misión universal. Contando con la fuerza de Dios puede vencer las pruebas, las persecuciones y el cansancio de la fe, y así robustecer la debilidad de sus piernas vacilantes, en el seguimiento de los caminos nada espectaculares del Mesías y cargando con la paradoja de la cruz vencedora9. Uno de los pasajes bíblicos más citados, desde la constitución de convocatoria del Concilio por Juan XXIII, pasando por la famosa intervención del cardenal Suenens el 4 de diciembre de 1962, pocos días antes de terminar el primer período conciliar, y por el primer discurso del papa Montini, hasta los documentos aprobados por el Concilio (Lumen gentium, 8, 17, 19, 20, 22, 24; Sacrosanctum Concilium, 9; Dei verbum, 7, 20; Gaudium et spes, 38; Ad gentes, 5; Unitatis redintegratio, 2; Presbyterorum ordinis, 4; Dignitatis humanae, 1, 14), es este: “Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos” (Mt 28,19-21). El Resucitado envía a sus discípulos a una misión que se extiende hasta los confines del mundo y hasta el final de la historia. La dimensión misionera es fundamental en la intención del Concilio y permea su enseñanza. La 9 San Ireneo: “Al mostrarse perfecta la fuerza en la debilidad, se puso de manifiesto la bondad y el poder admirable de Dios” (Adversus haereses, 3, 20, 1). I. Delio, L´humilité de Dieu, París 2011, siguiendo la perspectiva franciscana, ayuda a entender que “la cruz nos revela el corazón de Dios, porque revela la vulnerabilidad del amor de Dios” (pp. 114ss.). “Solo un Dios humilde que se inclina tan bajo como para arrojar todo por amor, puede curarnos y acompañarnos. Este abajamiento de Dios nos dice que Dios vive en los corazones humanos” (p. 121). La cruz es la llave para entender al Dios cristiano. Podemos decir con una dosis fuerte de asombro: La “omniimpotencia” del Calvario revela la omnipotencia de Dios.

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Iglesia no solo tiene y sostiene misiones; ella en sí misma es misión, ya que ha sido convocada y reunida en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo para ser enviada, para anunciar el Evangelio, para testificar a Jesucristo, vencedor del pecado y de la muerte. El Concilio ha buscado siempre el fundamento de la misión en el mismo ser de la Iglesia. Por esto el bautismo, la iniciación cristiana, es base de las vocaciones, de las tareas, de todos los encargos. Acentuar la iniciación, consiguientemente, en la formación de los cristianos tiene mucho que ver con la acogida y promoción del Concilio Vaticano II. En este sentido podemos recordar algunos lugares significativos del Concilio: “La Iglesia peregrinante es, por su naturaleza, misionera, puesto que toma su origen de la misión del Hijo y de la misión del Espíritu Santo, según el designio de Dios Padre” (Ad gentes, 2). Y a propósito de los laicos dice el decreto Apostolicam actuositatem: “El apostolado de los seglares, que brota de la esencia misma de su vocación cristiana, nunca puede faltar en la Iglesia” (n. 1). “La vocación cristiana es, por su misma naturaleza, vocación también al apostolado” (n. 2). “Todos los hombres están llamados a formar parte del nuevo pueblo de Dios” (Lumen gentium, 13). Unos ya pertenecen y otros están ordenados a él. En la vocación misionera sitúa el Concilio, consiguientemente, la identificación cada vez más honda y fiel de los católicos con la Iglesia, el dinamismo ecuménico que estrecha los vínculos de la Iglesia con los cristianos no católicos y la relación con los no cristianos, ya que Dios no está lejos de quienes lo buscan (cf. Lumen gentium, 13-17). Sería interesante ver qué matices han venido apareciendo durante el post-Concilio en las relaciones de la Iglesia católica con los cristianos no católicos y con los no cristianos. El papa Benedicto XVI, en el viaje al Reino Unido, dijo 111

en la celebración ecuménica del día 17 de septiembre de 2010: “La unidad de la Iglesia jamás puede ser otra cosa que la unidad en la fe apostólica, en la fe confiada a cada miembro del cuerpo de Cristo durante el rito del bautismo”. Y recordando la llamada misionera del Señor, en medio de un mundo indiferente e incluso hostil al mensaje cristiano, prosigue: “Debemos reconocer los retos a los que nos enfrentamos no solo en el camino de la unidad de los cristianos, sino también en nuestra tarea de anunciar a Cristo en nuestros días”. Como la renovación de la fe en Dios es la prioridad fundamental, el ecumenismo debe centrarse en la fe por la que el hombre acoge la verdad que se revela en la Palabra de Dios. La Iglesia peregrinante existe en estado de edificación, de crecimiento, de apostolado, de misión, de testificación del Señor; no es un ser inerte y estático. Todo en la Iglesia está como impregnado por el dinamismo de envío del Señor, de obediencia de los enviados, de actividad misionera. El fin de la Iglesia es difundir el Evangelio, anunciar la cercanía del Reino de Dios presente en Jesús, con hechos y palabras, para gloria de Dios y salvación de los hombres. La Iglesia no es fin en sí misma; su fidelidad está abierta apostólicamente. El aspecto dinámico, misionero en la proximidad y en la distancia, con los de cerca y los de lejos, caracteriza la imagen de Iglesia que nos ha mostrado el Concilio Vaticano II. Podemos decir que está en sintonía profunda con el dinamismo misionero de la primera comunidad cristiana y que aparece obviamente en los escritos del Nuevo Testamento. La actividad evangelizadora, las celebraciones litúrgicas, la vida en comunidad que debe caracterizarse por el amor cristiano, todo está alentado por el impulso apostólico de ser testigos de Jesucristo. 112

El mandamiento nuevo del amor entre los cristianos testifica el amor de Dios, que nos ha enviado a su Hijo. Por el amor conocerán que somos sus discípulos (cf. Jn 13,35), que Jesús ha sido enviado por el Padre (cf. Jn 17,25), y creerán (cf. Jn 17,21). El amor identifica a los cristianos como discípulos de Jesús, es signo del amor del Padre, es por su irradiación evangelizador y llamada a la fe en Dios, fuente de esa manera nueva de tratarse los hombres. El amor fraterno limpia las pupilas de los hombres para ver a Dios. La vida interior de la Iglesia debe convertirse en invitación a la fe, a la conversión y a la entrada en la Iglesia (cf. Hch 2,42-47; 4,32-35; 5,12-16). El contexto vital del que surgen los escritos neotestamentarios es evangelizador, catequético, celebrativo, moral; en ellos se reflejan los riesgos asumidos al creer y pertenecer a la Iglesia, los trabajos apostólicos, el gozo de los cristianos –también en las pruebas–, el impulso incontenible a llevar el Evangelio a todos los rincones del mundo, las persecuciones padecidas por el nombre del Señor. Pues bien, a diferencia de otros concilios convocados para combatir unos errores, para reformar las costumbres de los cristianos o para superar la relajación de miembros de la Iglesia, el Vaticano II es pastoral: la totalidad de la vida de la Iglesia es tratada con la intención de renovarla y reformarla para que todos los cristianos nos unamos en Jesucristo y podamos emitir un testimonio más fehaciente del Señor en medio de la humanidad de nuestro tiempo, que, por haber experimentado cambios rápidos, profundos y de amplitud universal, ha entrado en una nueva época. “En la Iglesia, la vida íntima –la vida de oración, la escucha de la Palabra y de las enseñanzas de los apóstoles, la caridad fraterna vivida, el pan compartido– no tiene pleno sentido más que cuando se convierte en testimonio, provoca la admiración y la conversión, se hace predicación y anuncio de la Buena Nueva. Es así 113

como la Iglesia recibe la misión de evangelizar y como la actividad de cada miembro constituye algo importante para el conjunto. Evangelizadora, la Iglesia comienza por evangelizarse a sí misma... La Iglesia siempre tiene necesidad de ser evangelizada, si quiere conservar su frescor, su impulso, su fuerza para anunciar el Evangelio” (exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, 15, del 8 de diciembre de 1975). La Iglesia, por la llamada a la renovación de su vida y la reforma de las instituciones sometidas a cambio, se ha dispuesto por medio del Concilio Vaticano II para afrontar la misión confiada por el Señor en nuestro tiempo. No podemos minusvalorar las dificultades de la hora presente (preterición de Dios, confusión en cuestiones éticas fundamentales, desconcierto ante la crisis actual, que tiene muchas dimensiones y se extiende a la humanidad entera), pero, animados por la presencia del Señor en la Iglesia hasta el final de la historia y con la brújula del Vaticano II, podemos afrontarlas con mayor confianza y decisión. La Iglesia está radicada en el misterio de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo para ser misionera y transmitir la fe cristiana a las nuevas generaciones. La Iglesia es misterio de comunión para la misión; entre ambas realidades, la comunión y la misión, existe reciprocidad y circularidad: la una actúa en la otra, y viceversa. Con palabras del sínodo episcopal de 1985, al cumplirse los veinte años de la clausura del Concilio: “La Iglesia, bajo la Palabra de Dios, celebra los misterios de Cristo para la salvación del mundo”.

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Memoria y sinceración de la generación que hizo el Concilio Felicísimo Martínez, O.P.

El título original de la ponencia era otro: Contaminaciones ideológicas en los proconciliares. Quizá era un título malsonante por lo de las contaminaciones y lo de las ideologías, pero indicaba con exactitud algo de lo que quiero decir en estas reflexiones. El título definitivo es más elegante y, por supuesto, válido, pero necesita, de entrada, una leve clarificación. Gran parte de la generación que hizo el Concilio ya ha fallecido. Ya no hay lugar para la sinceración. La sinceración de la que hablamos corresponde a los supervivientes y, en concreto, entre ellos a aquellos que han y hemos sido partidarios decididos de la letra y del espíritu del Concilio Vaticano II. El ejercicio de la sinceración y de la autocrítica siempre es bueno. Que a 50 años del Concilio sea conveniente un ejercicio de sinceración no significa, sin embargo, que antes no hayamos actuado con sinceridad. Un supuesto de esta ponencia es precisamente que sinceros probablemente hemos sido todos y siempre. Se puede ser sincero equivocándose, lo cual es de humanos. No se puede ser sinceros mintiendo o mintiéndose; la mentira es inhumana. 115

Pero hay momentos en los que se requiere un plus de sinceración, de autocrítica, de examen... Y este probablemente sea uno de esos momentos, pues nos seguimos preguntando con cierto desasosiego: pero ¿por qué el Concilio no ha dado en la Iglesia y en la humanidad los frutos que tanto esperábamos? Lo que suele suceder, como dice Saramago, es que “los gestos totalmente sinceros llegan siempre con retraso”. Pero más vale tarde que nunca.

Propósito de estas reflexiones Efectivamente, se trata de unas reflexiones, casi de una meditación en alto. Por tanto, tienen escaso valor docente y, desde luego, ninguna pretensión magisterial. Son reflexiones personales, personal meditación en alta voz sobre lo que ha acontecido en el post-Concilio a quienes hemos sido partidarios y defensores del Concilio. El propósito aquí es reflexionar sobre la parte de responsabilidad que hemos tenido en el hecho de que el Concilio no haya producido los frutos evangélicos esperados. Probablemente me ha tocado lidiar con la ponencia más fea. Porque se trata de un tema políticamente incorrecto. ¿Qué acciones u omisiones de los proconciliares han debilitado la eficacia del Vaticano II? ¿Qué contaminaciones ideológicas ha habido en la generación o en quienes hemos sido partidarios y defensores a ultranza del Concilio Vaticano II que han enturbiado a veces los ideales y las causas más sagradas propuestas por el Concilio? ¿Por qué estas contaminaciones ideológicas han hecho más difícil la recepción del Vaticano II? ¿Por qué han desacreditado a veces precisamente aquellos mismos valores del Evangelio, del cristianismo y del Concilio que intentábamos promover? 116

Digo que es un tema políticamente incorrecto porque lo políticamente correcto entre nosotros suele ser buscar culpables en la otra orilla eclesial, en los anticonciliares, en quienes nunca se sintieron a gusto con la teología, la espiritualidad, la cosmovisión, la propuesta pastoral del Vaticano II. Este ejercicio se ha hecho con mucha frecuencia. Por supuesto que en esa otra orilla ha habido también acciones y omisiones que han bloqueado la letra y el espíritu del Concilio. También ha habido numerosas contaminaciones ideológicas, aunque hayan sido de carácter más sacral y conservador. Pero ahora se trata de examinar nuestras propias responsabilidades, no las de otros sectores eclesiales. Es políticamente incorrecto buscar culpables en la parte de aquellas personas y grupos que hemos sido partidarios y defensores del Vaticano II, en nuestro campamento, en el campamento de los proconciliares. Bueno, en realidad, no se trata en absoluto de buscar culpables, de hacer juicios morales, de generar sentimientos de culpa, ni en una parte ni en otra, ni en un campamento eclesial ni en otro. Quede esto bien claro. Partimos del supuesto de inocencia en una y otra parte. De seguro que opositores y defensores del Concilio han procedido con la mejor intención, con verdadero interés por el Evangelio, con amor a la Iglesia. El Evangelio nos advierte que “incluso quienes matan a los profetas creen estar dando culto a Dios”. Se ha moralizado demasiado la experiencia cristiana y somos demasiado propensos a juzgarlo todo moralmente, desde las buenas o las malas intenciones, desde la buena o mala voluntad. Y esto es un error. Porque nuestras acciones y comportamientos son más producto de la luz o de la ceguera que de la buena o mala voluntad. No se trata, pues, de buscar culpables o de azuzar el sentimiento de culpa, que, con frecuencia, en vez de 117

responsabilizarnos lo que hace es paralizarnos. Se trata, sobre todo, de hacer un ejercicio de sinceración por parte de la generación proconciliar, de esos sectores de Iglesia que han –hemos– estado siempre de parte del Concilio. Yo hacía mis estudios eclesiásticos de teología exactamente durante los años del Concilio. Somos una generación que estamos en el momento exacto para hacer una evaluación crítica que nos enfrente a nuestra verdad y ayude a las siguientes generaciones a liberarse de repetir errores similares. Insisto, no se trata de culpabilizarnos, sino de responsabilizarnos.

La generación de los proconciliares No voy a hablar de ellos, de quienes se opusieron y se siguen oponiendo al Concilio. Voy a hablar de nosotros, de la generación que hizo el Concilio, y, sobre todo, de la generación que hemos procurado ponerlo en práctica. Hablando en términos generales, se trata de una generación generosa, trabajadora, militante. Quizá su rasgo más característico haya sido precisamente la militancia, el trabajo duro, el compromiso. Todos recordamos eslóganes de nuestra juventud como los siguientes: “creer es comprometerse”, “el trabajo es oración”, “contemplativos en la acción”, “hay que encarnarse...”. Nadie puede negar a esta generación su generosidad y su celo apostólico. Probablemente la mayoría de nuestros errores han sido más por exceso que por defecto, en los dichos y en los hechos; más por pasión que por apatía; más por un celo incontrolado que por una prudencia excesiva. Se trata, por lo general, de una generación identificada con los ideales más sustantivos marcados por el Concilio Vaticano II, compatibles con el Evangelio de 118

Jesús y centrales en la vida cristiana. Por ejemplo, el ideal de la encarnación y la presencia de las semillas del Reino en este proceso de secularización, la centralidad de la justicia y la paz para el Reino de Dios y la humanización de la humanidad, el diálogo con el mundo y la presencia en él como fermento en medio de la masa, el diálogo con las culturas y las religiones, la opción por los pobres como criterio seguro de vida evangélica, la inculturación, la inserción... Pero se trata también de una generación que ha trabajado con el método ensayo-error. El cambio de la Iglesia preconciliar a la Iglesia que pedía el Concilio era demasiado grande y exigente para tenerlo todo claro. Hubimos de recurrir al ensayo y la experimentación, con el riesgo de cometer errores. Tenemos a nuestras espaldas numerosas conquistas en el ámbito del diálogo con el mundo, del compromiso con la justicia y los derechos humanos, de la humanización de la vida cristiana, de la opción y la solidaridad con los pobres... Pero también tenemos a nuestras espaldas algunos errores y algunas contaminaciones ideológicas que se incrustaron en esos ideales tan evangélicos y tan centrales del Concilio. Precisamente por esas contaminaciones muy probablemente hemos contribuido también a hacer difícil la recepción del Concilio en la Iglesia y en la misma sociedad. Por esa razón hemos podido contribuir a desacreditar causas tan sagradas y tan evangélicas o tan centrales en la letra y el espíritu del Concilio como la causa de los pobres, la justicia y la paz, el diálogo con el mundo, la autonomía de las realidades terrenas... No conviene olvidar la advertencia o la constatación que hizo el propio Concilio al hablar de las razones del ateísmo. “Porque el ateísmo, considerado en su total integridad, no es un fenómeno originario, sino un fenó119

meno derivado de varias causas, entre las que se debe contar también la reacción contra las religiones y, ciertamente, en algunas zonas del mundo, sobre todo contra la religión cristiana. Por lo cual en esta génesis del ateísmo pueden tener parte no pequeña los propios creyentes, en cuanto que, con el descuido de la educación religiosa, o con la exposición inadecuada de la doctrina o incluso con los defectos de su vida religiosa, moral y social, han velado más bien que revelado el genuino rostro de Dios y de la religión” (Sobre la Iglesia en el mundo actual, n. 19). Proporcionalmente este análisis es aplicable a nuestro caso. Las causas más sagradas y evangélicas del Concilio han podido quedar desacreditadas por nuestros errores y contaminaciones ideológicas. Y, así, como efecto no deseado, hemos podido contribuir a una mala recepción del Concilio e incluso a una desacreditación de las causas más evangélicas del mismo. Bien a causa de contaminaciones ideológicas o simplemente a causa de actitudes y comportamientos ajenos a la letra y el espíritu del Concilio. Esta generación está en un momento ideal para hacer esta evaluación. El paso de los años proporciona realismo y serenidad, y hace más asequible la verdadera libertad. Y la libertad es absolutamente imprescindible en todo momento de evaluación, en todo ejercicio de sinceración.

Contaminaciones ideológicas Hablo de contaminaciones ideológicas. Quizá nuestros pensamientos y nuestras acciones nunca están absolutamente libres de contaminaciones ideológicas. Por supuesto, no lo han estado quienes se han opuesto sis120

temáticamente al Concilio, en su realización y en su recepción, y quienes han recurrido a toda clase de argumentos para desautorizar y desacreditar a quienes hicieron el Concilio y a quienes modestamente hemos intentado ponerlo en práctica. Pero ahora nos toca a nosotros el ejercicio de sinceración. No entraré en el debate académico sobre la naturaleza de las ideologías. Solo explicaré qué entiendo yo por contaminaciones ideológicas en este caso concreto y en este contexto. De las clásicas y tradicionales definiciones de las ideologías subrayo estas dos afirmaciones: 1) Las ideologías siempre contienen unas justificaciones racionales que esconden intereses secretos y pretenden legitimar ciertas cuotas de poder; 2) Normalmente las ideologías suelen ser justificaciones inconscientes. Al tratarse de justificaciones con mucha frecuencia inconscientes, no conviene pasar demasiado precipitadamente a los juicios morales. Acabamos de celebrar los 500 años del famoso sermón de fray Antón Montesino en la Isla Española, en el cuarto domingo de Adviento del 1511. En dicho sermón los dominicos denunciaron el inhumano trato que los conquistadores daban a los naturales del país. Llama la atención que, a pesar de la fuerza de la denuncia, Montesino insiste una y otra vez en que aquella actuación era producto de la ceguedad, de la ceguera. Así lo creen los frailes dominicos mientras preparan el sermón: “se les presentaba cuán nuevo y escandaloso había de ser despertar a las personas que en tan profundo y abisal sueño y tan insensiblemente dormían” (Bartolomé de las Casas, Historia de las Indias, III, 3). Así lo manifiesta el predicador en el sermón: Comienza encareciendo la ceguedad en que vivían y vuelve una y otra vez sobre la misma ceguedad: “¿Esto no entendéis? ¿Esto no sentís? ¿Cómo estáis en tanta profundidad de sueño tan letár121

gico dormidos?” (ibíd. III, 4). Y así interpretan la pertinacia de quienes vienen al convento de los dominicos a protestar por el sermón: “Y llegaron a tanta ceguedad que les dijeron, si no lo hacían (desdecirse de lo predicado), que aparejasen sus pajuelas para se ir a embarcar e ir a España” (ibíd. III, 4). Las contaminaciones ideológicas suelen tener más de ceguera que de mala voluntad. Las contaminaciones ideológicas han estado compuestas con frecuencia de justificaciones racionales que no respondían a las verdaderas razones y motivaciones de los compromisos con la justicia, la paz, los derechos humanos, la causa de los pobres... En este sentido, la contaminación ideológica es un ocultamiento de la verdad. Cuando dicho ocultamiento es intencionado, es grave moralmente. Cuando es inconsciente, la gravedad es menor, moralmente hablando, pero suele ser igualmente fatal para la sociedad, para la Iglesia, para el Evangelio y sus causas. No siempre las razones que se dieron para una mayor secularización y encarnación, para el compromiso con la justicia y los derechos humanos, para la opción por los pobres y la inserción en medios populares... eran las verdaderas razones o motivaciones que impulsaban a tales compromisos. No siempre fueron motivaciones evangélicas. Por lo cual la contaminación ideológica desacreditaba causas tan evangélicas en sí y tan centrales en la letra y el espíritu del Concilio Vaticano II. Cuando de la justicia se trata, o de los derechos humanos, o de los pobres... la única razón evangélica o motivación evangélica auténtica es el otro, el prójimo, el hermano más pequeño y más necesitado. Y estas contaminaciones ideológicas están compuestas también de motivaciones espurias. No es lo mismo la opción por los pobres, la inserción en medios pobres, 122

animada simplemente por motivaciones evangélicas, por amor a los pobres, por un ejercicio de compasión evangélica, que la opción por los pobres y la inserción motivada por ansias de protagonismo, necesidad compulsiva de ser noticia, de estar en la ola, de ser progre... La experiencia ha demostrado a qué distinto puerto han llevado una y otra motivación. Los mejores discernidores de esas motivaciones son los propios pobres: ellos saben dónde hay amor evangélico y dónde hay ideología y motivaciones espurias, aunque no sepan utilizar estas palabras. Y si las contaminaciones ideológicas son con frecuencia fruto de la ceguera o de un “sueño abisal”, ¿qué responsabilidad tenemos en ellas?, ¿qué hacer para despertar? Pues la responsabilidad quizá esté en no tener el coraje de confrontarnos con el Evangelio, para chequear las motivaciones de nuestros discursos, de nuestras opciones, de nuestras acciones y omisiones, de nuestros compromisos y militancias. La responsabilidad está en ir por la vida ajenos a las profundidades, a la contemplación, al discernimiento de espíritus... porque los demonios se cuelan en las causas y los propósitos más sagrados. Por eso precisamente, porque siempre estamos expuestos a las contaminaciones ideológicas, el único criterio que nos queda para discernir los espíritus, las motivaciones, la auténtica fidelidad al Concilio y al Evangelio, es el Evangelio mismo de Jesús. Él nos dirá si andamos por caminos que acreditan las causas promovidas por el Concilio Vaticano II.

El ámbito de la secularización y las contaminaciones ideológicas Fue muy grande el entusiasmo que suscitó el famoso Esquema XIII o la constitución pastoral Gaudium et spes (Gozo y esperanza) sobre la Iglesia en el mundo ac123

tual. Invitaba este documento conciliar a la Iglesia a reconciliarse con el mundo, con la cultura moderna con la que había mantenido un contencioso durante siglos. E invitaba a esta reconciliación a través de sucesivos pasos: respetar la autonomía de las realidades terrenas y dejar a la economía, la política y la ciencia funcionar regidas por sus propias reglas; valorar cuanto de bondad, de verdad y de belleza hay en las culturas antiguas y en las culturas modernas, en los avances y progresos de las ciencias y de la técnica; establecer un diálogo con el mundo y la cultura moderna en una doble dirección de ida y vuelta, para escuchar a los hombres y mujeres de la modernidad y aportarles la sabiduría que el cristianismo tiene en su mejor tradición. La letra y el espíritu del Concilio estaban muy atentos a la diferencia entre una sana secularización que le venía bien a la Iglesia y al Evangelio, por una parte, y, por otra, a un secularismo que cerraba todo horizonte a la experiencia religiosa y a los valores del Evangelio. Estos riesgos de confundir las cosas pedían una recepción activa, crítica y responsable del Concilio Vaticano II. Pero con frecuencia y en muchos casos este intento de reconciliación con el mundo y la cultura moderna terminó siendo una comunión indiscriminada con el mundo, una adaptación cómoda a los valores y antivalores al uso, una aceptación sin criterios evangélicos del magisterio y los postulados del mundo y la cultura moderna. Así, la secularización dejó de ser legítima, la inculturación dejó de ser un ejercicio de encarnación cristiana, el diálogo con el mundo dejó de ser crítico... La secularización quedó contaminada ideológicamente por un secularismo que eliminó todas las aristas del Evangelio y suspendió no pocas exigencias evangélicas irrenunciables. Y convirtió de nuevo el cristianismo en una especie de “religión burguesa” (denunciada ya por J. B. Metz), un cristianismo 124

confortable, respetable, burgués, fácilmente adaptable a cualquier ideología o programa político. De esta forma, el ideal legítimo y terapéutico de la secularización se colocó al margen de la inspiración y motivación cristianas, quedó privado de alma evangélica y de fuerza profética. Aquí se olvidó la advertencia de Pablo: “Y no os acomodéis a la forma de pensar del mundo presente; antes bien, transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto” (Rom 12, 2). Esto llevó a algunos partidarios del Concilio a mirar al mundo no con los ojos de la fe, no con los ojos de Dios, como Dios lo mira, sino a mirarlo como el mundo se mira complacientemente a sí mismo. Así quedó desacreditada la excelente causa de la constitución Gaudium et spes, que tanto entusiasmo había suscitado en muchos creyentes y no creyentes. Esta contaminación ideológica de la secularización hizo que el anuncio del Evangelio no tuviera crédito y que la denuncia del mundo no pasara de ser un grito agrio y escandaloso. Probablemente, en el fondo de esta contaminación estuvo una cierta dejación de la dimensión mística y contemplativa de la vida, que es lo único que hace valiosa humana y evangélicamente toda secularización. Sin el cultivo de la espiritualidad, de la experiencia de Dios, de la dimensión mística de la vida, es difícil atinar con una secularización compatible con las exigencias del Evangelio. Cristianamente hablando, la secularización es compatible con todo menos con el abandono de la dimensión mística y contemplativa de la vida. El abandono de esta dimensión de la vida cristiana, el menosprecio e incluso el abandono de la celebración de la fe... terminaron por desacreditar uno de los ideales más prometedores del Concilio. Aquí la contaminación afectó a la reforma litúrgica, hasta conducir a algunos secto125

res eclesiales más liberales a menospreciar todo lo sagrado. Precisamente la cultura moderna y posmoderna están demandando hoy experiencia mística y espiritualidad como fuente de sentido para este mundo secular. Esta contaminación ideológica restó al cristianismo significación contracultural, capacidad para ofrecer valores alternativos al simple bienestar material, al confort, al consumo, a la eficacia... tan apreciados por esta sociedad. Terminamos actuando como los no creyentes. “¿Qué hace la diferencia de ser cristiano? Son tan parecidos a nosotros que no vale la pena ser cristianos”, se oye decir a algunos no creyentes. El ser “extranjeros y peregrinos” mantiene la “diferencia cristiana”, esa distancia que impide acomodarse al tiempo, mantener una cierta “anormalidad cristiana”. Esta contaminación ideológica ha prevalecido especialmente en las Iglesias de la sociedad del bienestar. En una ponencia similar a esta, hablando del monje del futuro (que de alguna forma vale también para el cristiano del futuro), hice las siguientes afirmaciones, que todavía considero válidas: debe ser más laico y menos secularizado, más a-normal (con guión) y menos extraño, más liminal y menos sectario, más político sin dejar de ser místico.

El ámbito de la justicia y los derechos humanos y las contaminaciones ideológicas Este fue otro logro impresionante del Concilio Vaticano II: presentar el compromiso con la justicia y la defensa de los derechos humanos como una exigencia irrenunciable del Evangelio, de la vida cristiana. Esas causas se habían considerado en tiempos preconciliares como ilegítima injerencia de la Iglesia en la política. Pe126

ro el Concilio primero y el magisterio subsiguiente urgieron, en nombre del Evangelio, el compromiso de la Iglesia con la justicia, la paz, los derechos humanos. Fue un logro impresionante del Concilio Vaticano II unir la dimensión mística y la dimensión política de la experiencia cristiana. En estas causas se encuentra lo mejor del Evangelio y lo mejor del mundo actual. Es un campo excelente de diálogo y colaboración entre las Iglesias y la sociedad. Cualquier progreso en la justicia y la igualdad, en el respeto a la dignidad de toda persona, en la promoción de cualquier derecho humano... es un paso adelante en la implantación del Reino de Dios en la sociedad. Muchos cristianos, animados por la letra y el espíritu del Concilio Vaticano II, han trabajado generosa y arriesgadamente –incluso con peligro para sus vidas– en la lucha por la justicia y los derechos humanos. Quizá sea uno de los resultados más fecundos del Concilio y de los compromisos de la Iglesia más valorados por la sociedad secular. Pero también en este ámbito han tenido lugar contaminaciones ideológicas que han desacreditado una causa tan sagrada y tan conciliar. Contaminación ideológica puede considerarse el intento de convertir la lucha por la justicia en herramienta de lucha de clases, de pobres contra ricos, Sur contra Norte, víctimas contra verdugos. Esta contaminación dio lugar a veces a extremos de violencia ajenos al Evangelio, a rupturas sociales rancias y reacias a toda reconciliación, a una especie de justicia vindicativa muy alejada de la justicia bíblica, a una especie de falsa radicalidad evangélica. Aquí hubo, pues, contaminaciones ideológicas en un doble sentido: 1) Hacer de estas causas un frente de batalla o una lucha de poder en el interior de la propia Iglesia frente a quienes andaban en otra onda. 2) Hacer 127

de estas causas un instrumento de lucha social, que terminó convirtiendo la justicia en venganza, en motivo de fractura más que de cohesión social. “Cuanto más conflicto, más Evangelio; cuanto más nos persiguen, más profetas somos”. Esta argumentación fácilmente se convierte en justificación de posturas no muy evangélicas. Lo más característico de la justicia bíblica, la justicia del Reino, consiste en juntar justicia y misericordia. Este equilibrio no es fácil. Parece privilegio de Dios. Pero, si se olvida la misericordia, se acaba deteriorando la justicia. Las motivaciones y los objetivos de esta militancia por la justicia y los derechos humanos no siempre han sido evangélicos. Y esto ha podido contribuir a bloquear la recepción del Concilio y a desacreditar una causa tan evangélica. ¿Dónde está la justicia compasiva y misericordiosa? ¿Cómo luchar contra el mal con el bien, contra la violencia con la no violencia? La sociedad actual está reclamando sobre todo testigos de la justicia misericordiosa y de la reconciliación. De tal forma que la mirada de la víctima sea capaz también de convertir al verdugo y de promover el perdón y la reconciliación. El perdón y la reconciliación se han convertido hoy en un asunto místico y político. Perdonar no es capitular, como se llegó a afirmar en algunos momentos de la militancia por la justicia y la liberación. Probablemente aquí hay que buscar uno de los aportes más específicos y significativos de las Iglesias cristianas a la humanización de la sociedad.

El ámbito de la opción por los pobres y las contaminaciones ideológicas Con no pocas dificultades y resistencias, algunos padres conciliares, con Juan XXIII a la cabeza, clamaron 128

para que la Iglesia fuera una Iglesia pobre y de los pobres, si había de ser fiel al Evangelio. Al menos, la causa de los pobres quedó como una de las causas prioritarias en la letra y en el espíritu del Concilio. Esta causa inspiró los proyectos pastorales de muchas Iglesias locales en el post-Concilio. Recordemos especialmente la Asamblea de Medellín. Y ha inspirado lo mejor, lo más cristiano, lo más evangélico de la misión de muchas mujeres y hombres dedicados en cuerpo y alma a los pobres, especialmente en los países más empobrecidos. Este es el mayor crédito de la Iglesia, lo que más ha acreditado a las Iglesias incluso entre los no creyentes. Aquí, en la causa de los pobres, la Iglesia se juega su credibilidad o su descrédito. (Este fue un lema central en la enseñanza y en la vida de Julio Lois.) Como la causa es tan sagrada y tan evangélica, el mayor error que ha podido cometerse en algunos sectores proconciliares ha podido ser este: restar crédito o desacreditar la causa de los pobres. ¿Cómo? En primer lugar, multiplicando un discurso demagógico sobre los pobres, hasta la saciedad y hasta provocar repulsa. Si alguien merece respeto, son los pobres. Y el primer respeto que hay que otorgarles es el silencio, como pedía Job a sus amigos. Hemos abusado de este discurso más allá de lo soportable y, sobre todo, en algunos casos en los que las obras no se correspondían con las palabras. Pero el mayor descrédito no ha estado en el abuso del discurso, sino en la contaminación ideológica de esta causa. Las motivaciones reales y las justificaciones aducidas en la defensa de los pobres no siempre han sido evangélicas. En algunos momentos se ha introducido demasiado afán de protagonismo, de moda progresista, de ansia de noticia... Aquí los pobres son los mejores jueces: ellos intuyen perfectamente quién está 129

realmente con ellos y con su causa y quién les utiliza para otros propósitos. Cuando han fallado las motivaciones evangélicas, fácilmente han aparecido objetivos no tan evangélicos: propósitos exclusivamente políticos, lucha descarada por el poder (más que de servicio), azuzar el resentimiento, la venganza y hasta el odio contra los ricos... De lo que se trata en esta causa evangélica no es de eliminar o excluir a nadie, sino de humanizar a todos. “Mirarán al que atravesaron”. Y esta mirada ha de invitar a la conversión a los verdugos. Ha de humanizar a víctimas y verdugos. Y, además, en algunos casos la economía acumulada, apelando a la solidaridad con los pobres, no siempre ha tenido como motivación última a los pobres, ni como destinatarios finales. Lo mismo que este hecho ha desacreditado a muchas ONG, también ha sembrado la sospecha en torno a muchas causas y proyectos organizados bajo la bandera de los pobres. Esta instrumentalización de los pobres ha dado lugar al descrédito de una causa tan conciliar y tan evangélica. Que los pobres no sirvan como simple instrumento para que otros medren en imagen, en intereses políticos, en economía.

El ámbito de las actitudes de los proconciliares que han dificultado la puesta en práctica de lo mejor del Concilio Vaticano II (José Manuel Vidriales) El Concilio convocó a toda la Iglesia a poner en contacto a los hombres y mujeres de nuestro tiempo con lo que le es más genuino: con la fe que la hace ser (don) y con la misión que la pone en camino (tarea). Para que, así, surgieran otros modos “nuevos” de creer, formas “nuevas” 130

de vivir, expresar y celebrar la fe, y “nuevas” maneras de estar en el mundo, entre los hombres, sirviendo y compartiendo la historia. Cuando hablamos de puesta en práctica no nos referimos a los documentos, aunque también, sino al hecho, a su irrupción en la vida de la Iglesia, en la vida de las comunidades y en la sociedad, y, desde ahí, descubrir las actitudes que no favorecieron lo mejor del Concilio. Somos conscientes de que ha habido hombres y mujeres que impulsaron o frenaron, desde diferentes actitudes y planteamientos, y de forma más o menos consciente, el Concilio. Muchos han vivido 30, 40 o 50 años gastando su vida, esforzándose en levantar la Iglesia del Señor, a lo que el Concilio les convocó, y en las claves que el Vaticano II proponía. De las diócesis, congregaciones de cada uno, podríamos poner nombre a muchos. No es irrelevante hablar de y nombrar a estas personas. Pero también hubo hombres de Iglesia que no lo vieron así, que no vieron los tiempos del Concilio y de su puesta en práctica como un tiempo propicio, kairós, sino como una desgracia. A nadie se le escapa que ha habido personas que han mirado al Concilio con recelo, que lo han negado, que lo han mirado con desprecio, que se han opuesto, que lo han acusado de ser el origen de todos los males de la Iglesia de finales del s. XX... Por tanto, tampoco es irrelevante hablar de estas personas y nombrarlas; pero de eso, ahora y aquí, no es su momento. Sí, voy a hablar de algunas actitudes que he encontrado y que me implican, porque las he vivido; actitudes de personas que creyeron y celebraron la venida del Concilio como un don y una tarea valiosa y en ello vol131

caron su vida, y que, sin embargo, han dificultado la puesta en práctica de lo mejor del Concilio. Lo que voy a presentar no quiere ser una hoguera purificadora, sino solo un relato que ayude al discernimiento y “nos acerque a nuestra verdad” (Felicísimo Martínez); que nos ayude a caminar de forma más fiel en estos tiempos, en los que no nos sobran luces ni vida esperanzada. Todo lo que viene a continuación puede y debe ser cuestionado. No tiene otra pretensión que ser un pequeño apunte que deseo que sea controvertido y empuje a la reflexión y a la discusión. Y así nos permita preguntarnos una vez más: “¿qué tenemos que hacer, qué podemos seguir haciendo, hermanos?” Veamos algunas de esas actitudes.

Implantemos e impongamos el Vaticano II Con esta frase quiero decir que hubo mucho de voluntarismo, quizás más que voluntarismo. Acoger y recibir el Vaticano II resultó ser una apuesta por puños; se presionaba para que se abriera paso, y la puesta en práctica, en distintos momentos y situaciones, resultó muy agria y muy poco cordial. Es posible que se perdiera cordura y se viviera una excesiva polarización. Cualquier revolución, renovación, lleva consigo mucho de “romanticismo”, además de esfuerzo, y aquí puede que ese romanticismo no existiera. Regresando de un encuentro, alguien me dijo: “Aquella reunión era a ladrillazo limpio entre unos y otros (progresistas y conservadores)”. Creo que les faltó a unos curiosidad sana, no sospechosa, y que a los otros les faltó dar razón de su esperanza con respeto y hasta con dulzura. Le sobró dureza a este empeño y le faltó la alegría de conquistar un futuro evo132

cador en el que se creía. Porque para muchos el Vaticano II era un futuro deseable o un Concilio de futuro.

Nos movimos con urgencias Urgencia en derribar, urgencia en levantar. Había unas ganas irrefrenables y se percibía una situación de “tenerse ganas”. Urgía derribar lo viejo y se trabajaba compulsivamente para que apareciera lo nuevo. Y había que visibilizarlo; por eso, para que fuera notorio y no se diera la sensación de estar perdiendo el tiempo o pactando con “los otros”, se puso el foco en lo externo, en las cuestiones disciplinarias, organizativas, en lo administrativo, en la vestimenta, en las formas...Y esto se hizo con la mejor voluntad y con toda el alma, buscando que se transformara la vida eclesial según el soplo del Vaticano II. Aquellos cambios, frenéticos en muchos casos, se vinieron a convertir en una tarea angustiosa y, en algunos momentos, agresiva por las dificultades que conllevaba y por los “palos en las ruedas” que se ponían. Entre esas luchas y tensiones se perdió, por el camino, el aire fresco del diálogo y, sobre todo, se perdió de vista que aquello que se traía entre manos era “buena noticia” para el hombre y la mujer de nuestro tiempo. Por la urgencia, no se tuvo suficientemente en consideración que los procesos de cambio son lentos. Por no atender a los procesos se pensó que el proyecto que traía el Concilio tenía que estar a punto rápidamente y puesto en pie. Aquella urgencia produjo dos situaciones: una cargada de dolor, pues el trabajo, la lucha y la entrega “quemaron” a muchos que se retiraron, se pusieron al borde del camino sin gritar y sin escuchar ya nada. Y la segunda es que resultó una obra “precipitada”, es posible que con poco fondo y apenas con sabor del Evangelio del amor y de la paz. 133

Convocados a ser sembradores y a convertir ese tiempo en tiempo de sementera Y sin embargo, se asemejaba más a una obra prefabricada que a una siembra. La construcción “prefabricada” tiene –o tenía– mucho de teoría, de lo último que se escuchaba, de lo más novedoso que aparecía en los círculos eclesiales más progres. Lo mismo que se cuidó de renovar lo externo, no se mimó el dar contenido y cimiento a la nueva construcción. Creo que faltó ir aportando itinerarios tanto al proceso de recepción como al de puesta en práctica del Vaticano II. Y faltó ir proponiendo, con cierta seriedad, como humus o tierra de fondo para que pudiera crecer, la cristología, la eclesiología, la moral-compromiso y la espiritualidad que iban brotando generosamente del Concilio. No dudo de que las personas implicadas fuéramos generosas en la entrega, pero, en este itinerario de puesta en práctica del Concilio, se necesitaba más de “maestros” y “testigos” que de líderes; sin embargo, a los primeros no se les tuvo suficientemente en cuenta, y creo que ellos eran los llamados a ser los verdaderos sembradores del Concilio. Faltó tierra honda y mullida, y faltó ser sembrada por personas que fueran, ante todo, “maestros” y “testigos”. Por eso, entre otras causas, no surgieron como fruto: – Unas comunidades amasadas por el Evangelio. – Un estilo de vida diaconal abierto a todos (también a los “otros”). – Una preocupación compasiva por la vida de los últimos. – Luchar por la justicia desde plataformas plurales hasta que vayan apareciendo señales del Reino. 134

Y sin “frutos” claros y mostrables, nada, o casi nada, resulta creíble a los ojos de los hombres y mujeres de nuestro tiempo, que sitúan la medida y el valor de las cosas en lo constatable, en lo que se puede ver y palpar. A nadie sorprende hoy que el Vaticano II a amplias capas de cristianos, sobre todo a las personas más jóvenes, ni les seduce, ni les despierta interés, les ni atrae. Lo miran como algo sin significación y del pasado. Se han buscado otros maestros y el Concilio y su espíritu ni les inquietan, ni les preocupan, ni les importan. Y esto lo decimos con frustración y mucha tristeza.

Demasiado tiempo y esfuerzo ocupados por la realidad sociopolítica y la jerarquía eclesiástica Creo que se trabajó con “ideas-recetas” que fácilmente se convertían en ideologías. La actividad, en muchos sitios o al menos en aquellos más visibles o destacados, se centró mucho en la realidad sociopolítica y en la jerarquía eclesiástica, y se olvidó la realidad cotidiana. ¿Hasta dónde atrajo con tanta fuerza, cómo subyugó tanto lo sociopolítico y lo que hacían o dejaban de hacer las altas jerarquías eclesiásticas que relegó en la sombra, o en un segundo plano, otras realidades eclesiales e históricas? No se supo atender lo suficiente la realidad del día a día y de la fe que ya existía y, desde ahí, hacer que el Concilio fuera tomando cuerpo y vida, pero sin recetas, de forma artesanal, con buena “cocción”. Al resultar “ideológico” en algunos rasgos, se volvió selectivo y se fueron quedando los “selectos”. El pueblo sencillo pudo quedar excluido porque se le dejó a su suerte. Por desencanto (nacido de tanto grito y confusión, de 135

tanta política y obispos) se distanció del Vaticano II; o porque nunca pudo saborear su contenido desde su experiencia, no podía decir qué era eso del Concilio. Es posible que al pueblo más sencillo no se le devolviera lo que era suyo, mientras nosotros vivíamos atrapados, nosotros los progres, por lo político y por echar un pulso a la jerarquía eclesiástica de turno.

Resistencia a asumir responsabilidades institucionales Los hombres y mujeres más comprometidos (curas, religiosas y religiosos progresistas) nos instalamos en cierto “puritanismo” eclesiástico. La obsesión fue, ¿y sigue siendo?, menospreciar o tener aversión a cargos y a formar parte de alguna institución con responsabilidad; se miraban los cargos como un entramado contaminado, y había que marcar distancias. Había que alejarse de todo lo que tuviera tufillo a poder o a jerarquía. Y así el camino de acogida, recepción y puesta en práctica del Vaticano II lo fueron trazando, marcando y moldeando otros. Y de esa desafección a los cargos o desprecio por asumir responsabilidades dentro de la Iglesia, ha resultado una puesta en práctica “muy marcada”, que nos permite afirmar que lo que más está aflorando del Concilio es, posiblemente, lo que más encaja con el pasado, y así quedarnos en muchas cosas atrapados por el pasado y poco prendidos de lo más genuino del Vaticano II. Y el Concilio, sobre todo, lleva gérmenes de una vida nueva y de un futuro por estrenar, obra que alienta el Espíritu. Como resultado, podemos ahora palpar ausencias “del espíritu del Vaticano II”, y ha podido perder presencia y arraigo lo más esencial y genuino del Concilio. 136

Del entusiasmo y de la apuesta atrevida por poner en práctica el Concilio, a la desazón y a la resistencia No es un salto del entusiasmo a la desazón o del atrevimiento a la resistencia el que hemos dado los proconciliares. Ha sido un punto de llegada de tres décadas, de las últimas tres décadas, lo que nos ha sucedido. A riesgo de simplificar en exceso, me atrevo a afirmar que, en la década de los ochenta, el Concilio y su puesta en práctica por los proconciliares se vieron desde las altas instancias de la Iglesia más como un peligro que como una oportunidad: había que rectificar lo andado. El cambio de orientación en la Iglesia, que muchos definen como involución, buscaba reinterpretar o borrar el camino hecho y orillar o silenciar a los que lo habían hecho. Se fue instalando un proyecto alternativo, un giro notable que genera conflictos. Y en lugar de aglutinar, lo que se ha hecho es excluir. Del entusiasmo se pasó a la desazón, y el atrevimiento con que se caminaba se tornó disidencia silenciosa. Hasta la transparencia en el hablar y en el hacer se volvió temerosa. Se fue palpando que éramos habitados por el miedo: miedo a que te amonesten, te llamen al orden, te retiren, te excluyan, te silencien... El cambio de rumbo de la Iglesia ha llevado a otros a tomar la actitud de resistir, manteniendo aquellas propuestas que tengan sobre todo sabor a Evangelio, que expresen lo mejor del Concilio. Entre otras, enumero tres: – El diálogo y el pluralismo, hacia dentro y hacia fuera, como un regalo del Concilio a la Iglesia. – El empeño en recrear la Iglesia con comunidades fraternas y abiertas, para que no se quede todo en meros cambios de papeles eclesiásticos y litúrgicos y más o menos participativas. 137

– Que se vea, se palpe, que la Iglesia es la “Iglesia pobre y de los pobres”, y se muestre que “los pobres son el tesoro de la Iglesia” en toda y cualquier presencia de Iglesia que exista. En estas últimas décadas, el cambio de rumbo ha sido tan fuerte y tan real que ha generado en nosotros desazón, disidencia silenciosa, miedo o resistencia; ha dejado una huella tan profunda en nosotros que hoy, después de 50 años del Concilio Vaticano II, no resulta fácil decir que es, sigue siendo, un nuevo Pentecostés para la Iglesia.

Y después de 50 años, ¿qué? No podemos huir y hacer de la decepción nuestro refugio (1 Re 19,4). Tampoco hundirnos en el lamento que nos paraliza y nos va a señalar como hombres y mujeres de poca fe (Mt 8,23). Ni volver la vista a aquellos gloriosos años sesenta y setenta, con los ojos fijos como estatuas de sal (Gn 19,26). Además, a pesar de nuestras torpezas, no debemos despreciar lo que de bueno, justo, limpio, laudable... (Flp 4,8) hemos llevado adelante. No todo ha quedado en nada: abrid los ojos y mirad todo lo que ha brotado (Is. 43,18-19). Volvamos a mirar el Concilio como lo que es, don y tarea. El poner en práctica el Concilio era y es una obra ingente: había que cambiar un universo religioso. Es sano pensar que no resulta fácil poner al día, interiorizar, una fe vivida en unos moldes y una Iglesia configurada en unas estructuras de siglos, y que hemos podido tomar atajos o rutas o actitudes desacertadas, pero dicha tarea es la obra que el Señor ha puesto en nuestras manos y, sobre todo, es obra del Señor en su Espí138

ritu, que va con nosotros, y debemos consentir en ello. (Lc 5,5). Para terminar, voy a citar unas palabras de Albert Nolan, teólogo dominico sudafricano. Dicen así: “Hay realidades que se pueden acallar o silenciar, pero no mueren”. Deseo firmemente que sea eso lo que pase con el Concilio Vaticano II. Esa es nuestra certeza y nuestra esperanza.

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Otra forma de hacer teología Nurya C. Martínez-Gayol Fernández

I. ¡50 años son muchos años! Apunte biográfico Nací con el Concilio Vaticano II. Recuerdo, de pequeña, la visión del libro de los documentos del Concilio sobre la mesita de noche de mis padres y el misal de la comunidad. Nací con el Concilio y el Concilio fue la tierra sobre la que crecí y maduré como cristiana y donde renací como mujer consagrada a la vocación teológica. Sin duda, todo ello ha sido una gracia. Nací en Asturias, en el seno de una familia de clase media. Viví y estudié química-física y música en Oviedo, hasta que entré en la vida religiosa. Una vez allí, comenzó mi periplo teológico y también un modo de existencia más itinerante que, cada cierto tiempo, se veía urgida a hacer la maleta y marcharse a otro lugar y a otra misión. Tal vez algunos de ustedes se estén preguntando: “¿Qué hace esta contándonos su vida?”. Y es una buena pregunta. Una pregunta que nos lanza directamente al 141

tema que vamos a abordar esta tarde en el contexto de una semana dedicada a pensar sobre la recepción del Vaticano II 50 años después. En estos pocos minutos desde que ha dado comienzo mi intervención, han sucedido dos cosas que hubieran sido absolutamente impensables sin el Vaticano II. Primera, que sea una mujer la que les está hablando sobre el quehacer teológico, en calidad de profesora de Teología en una Facultad de Teología de una Universidad Pontificia, y en España. Segunda, que haya iniciado mi discurso contextualizándome. Es decir, dando por hecho que aquello que digo, que pienso, que intuyo..., que mi modo de hacer teología y de reflexionar teológicamente está marcado profundamente por el contexto al que pertenezco y del que procedo. El reconocimiento de que toda teología –lo pretenda, reconozca, explicite o no– está contextualizada. Pero pertenezco también a esa generación que nos hemos pasado la vida oyendo, por activa y por pasiva, cuántos y cuán grandes cambios ha traído el Concilio. Todo lo que antes era deficiente o insuficiente, “a partir del Concilio” se había renovado, transformado, enriquecido, encontrado su más profunda verdad y esencia. Nuestros estudios de teología han estado marcados por ese “lugar espléndido” –que era el Concilio–, ese kairós, acontecimiento lleno de gracia y Espíritu, don de Dios para su Iglesia, que aprendimos a contemplar con ojos grandes, de asombro y gratitud, y a añorar –casi lamentándonos– el no haber tenido años suficientes para ser también protagonistas. La historia de la teología, la historia de la Iglesia, la historia de los sacramentos, etc., ¡todo! tenía un proceso, un desarrollo, una tradición... que culminaba en ese acontecimiento, marcando claramente un antes y un después, que apa142

recía lleno de nuevas posibilidades y sólidamente enraizado en las fuentes de la revelación. La recepción del Concilio ha distado mucho de ser homogénea y procesualmente continua. Las dificultades para ello se hicieron sentir desde el comienzo (y más en nuestro país). A los 20 años del Concilio ya se hablaba de involución y, a día de hoy, suspiramos aún por que algunas de las certezas que fueron explicitadas en el Concilio lo fueran hoy para la Iglesia actual, del mismo modo que identificamos aspectos de la realidad en los que nos hubiera gustado que el Concilio hubiera ido “más allá”. Por eso, sobre las generaciones hijas del Concilio, también ha empezado a pesar una cierta sensación de que, – De tanto mirar hacia atrás, hemos perdido sensibilidad y perspicacia para mirar a lo lejos, para soñar futuros. – De tanto recordar el cambio..., hemos olvidado que hay que seguir contextualizando, escrutando, atentos a los nuevos signos de los tiempos, a las transformaciones de las culturas y de nuestras sociedades; que hay que seguir caminando y siendo capaces de proferir una palabra con sentido y con esperanza para los hombres y mujeres de nuestro tiempo, que no son los de 1962, ni tan siquiera los de los años setenta, ochenta o noventa del siglo pasado. – De tanto comparar..., empezamos a pensar que cualquier tiempo pasado fue mejor, convirtiendo el Concilio en un paradigma inmóvil... “El peligro reside en que dejemos de buscar y nos dediquemos a explotar el inmenso almacén del Vaticano II [...]. Creer que el aggiornamento ha 143

quedado fijado de una vez por todas a los textos del Vaticano II equivaldría a traicionarlo”1. Peligro, pues, para los que lo atacan culpándolo del desastre presente y, alentados por quienes han sido incapaces de vivirlo como tiempo de gracia, proponen un retorno al pre-Concilio, bien sea añorando “las cebollas de Egipto” o pretendiendo recuperar el poder, el reconocimiento y la influencia social de otras épocas. Peligro también para quienes enarbolan su bandera (la del Concilio) como “arma arrojadiza”, haciendo una selección subjetiva de temas que, supuestamente, reflejarían el “espíritu del Concilio”, para utilizarlo como estrategia también de recuperación, aunque esta vez sea de recuperación del protagonismo revolucionario, más que del poder. Y recibir el Concilio ahora, 50 años después, en el quehacer teológico exigirá de nosotros una permanente actitud de búsqueda y de discernimiento, que nos permita aproximarnos a los textos e interpretarlos según la dinámica misma del acontecimiento: disponibilidad a la escucha de la Palabra y de las fuentes de la tradición; atención amorosa y fraternal a las esperanzas y a los dolores de los hombres y mujeres de nuestro mundo..., y un espíritu inequívoco de comunión que nos sitúe en el corazón de la Iglesia con la valentía de quien vive libremente en fidelidad creativa. Los diversos aniversarios del Concilio que han ido jalonando estos 50 años, con sus reflexiones y relecturas, congresos y publicaciones, nos permiten percatarnos de que, ciertamente, en estos 50 años los cambios sociales, políticos y culturales han sido tales y de tal ca1

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J. P. Jossua, “Yves Congar: un portrait”: Études 383 (1995) 217.

lado que la expresión “post-Concilio” cada vez es menos unívoca. Por eso el tema en sí mismo desborda las posibilidades de una pequeña ponencia. Así pues, voy a tratar de ceñirme a una doble cuestión. En primer lugar, la de la “novedad” emitida por el Concilio, recibida, acogida e integrada ya en el habitual quehacer teológico hodierno, esa que nos permite hablar de “otra forma de hacer teología”. Y en segundo lugar, la pregunta por cómo debería ser una teología capaz de recibir y recrear el Concilio hoy, 50 años después, en esos nuevos contextos en los que se desarrolla nuestra vida –y que fueron abordados en la primera ponencia de ayer–, en la nueva situación socio-política y cultural, en una Iglesia que ya no es la del Vaticano II, y ni siquiera la que el Vaticano soñó –que también ayer fue presentada por monseñor Ricardo Blázquez–, pero que es la nuestra, y en la que somos invitados a reflexionar nuestra fe. Si con el Concilio se abren las puertas a otro modo de hacer para la teología, no es menos cierto que el Concilio pudo darse porque llevaba medio siglo fraguándose una nueva teología –en el silencioso trabajo y en la entrega a la misión recibida con pasión intelectual y generosidad evangélica, y, en muchos momentos, en la incomprensión y el abnegado sufrimiento–. Una nueva teología concebida por los que serían las más grandes figuras del pensamiento y de la reflexión teológica del siglo XX: Congar, De Lubac, Chenu, Rahner, Balthasar... Pero también fue el resultado de una situación de la Iglesia, de la cultura y de la sociedad muy peculiares, que posibilitaron que el acontecimiento conciliar fuera un verdadero punto de partida y un trampolín desde el que comenzará a desarrollarse ya no solo una nueva teología, sino una nueva forma de hacer teología. 145

II. Otra forma de hacer teología... ¿A qué nos referimos cuando hablamos de “otra forma”, de otro modo de hacer teología? El Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española le da al término “forma” tres significados: “1. Configuración externa de algo. 2. Modo de proceder en algo. 3. Molde en que se vacía y forma algo”. Así pues, parece que no nos dirigimos tanto a la “esencia” de la teología, a su entraña, sino al modo como esa interioridad se expresa hacia fuera, va adquiriendo una configuración comunicativa, un modo de ser y de proceder en la realidad. Y, sin embargo, lejos de lo que pudiera parecer en un primer momento, “ocuparse y preocuparse” de la forma no es algo secundario. Y la razón es simple: solo accedemos a las esencias, a la interioridad, al núcleo más íntimo de la realidad a través de “aquellas formas” que las expresan. La cuestión de la esencia y de la forma nos conduce a lo que se convertirá en un esquema clásico de la hermenéutica, omnipresente en el pensamiento postconciliar y aplicable a muy diversos ámbitos, desde la exégesis hasta la tradición. Se trata de la diferenciación entre el contenido de las afirmaciones y la expresión, las imágenes...; la forma –en definitiva– en que ese contenido es manifestado, expresado o comunicado. Esta distinción fue esencial para el Concilio y quedó establecida el mismo día de su apertura en las palabras de Juan XXIII, al diferenciar el depósito de la fe (sustancialmente invariable) de las distintas formas en que puede ser expresado en los diversos tiempos y lugares 2. Dos testigos españoles del Concilio, recordando lo vivido, vein2 Cf. Juan XXIII, “Discurso de apertura del Concilio”: Ecclesia 1109 (1962) 1278-1283; AA 54 (1962).

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te años después, se expresaban haciendo eco de este mismo principio. Pilar Bellosillo en términos de “despojo doloroso de lo caduco... y gozosa acogida de lo nuevo”3, mientras que Gonzalo Torrente Ballester lo enunciaba como “salvar las esencias con el sacrificio de las circunstancias”4, juzgando que este fue el sentido último de la empresa acometida por el Vaticano II. La forma está, por tanto, necesariamente sometida a la dinamicidad del cambio, de la transformación inherente a toda realidad viva, que no quiera quedarse estática y mortalmente fijada. Esta “otra forma de hacer teología” no es consecuencia del deseo de cambiar por cambiar, ni se trata simplemente de un mero intento de adaptarnos a los tiempos. La Iglesia, como la teología, cambia “por fidelidad”, para seguir siendo ella misma en su más profunda esencia (Newman). Tillich lo había expresado con gran belleza al definir la verdadera paradoja del cristianismo como “la aparición de lo nuevo bajo las condiciones de lo que existe”. Una paradoja que se nos mostró en Jesús al revelársenos como el Cristo. Lo extraordinario no es que aparezca lo nuevo, que lo nuevo irrumpa, invada, surja y conquiste... como nuevo. Lo asombroso es que lo hace “bajo las condiciones de lo que ya existe”. Y más sorprendente todavía es que, a pesar de adoptar el lenguaje y las formas de lo existente, no pierde nada de su novedad. Lo más asombroso, dice Tillich, es que lo nuevo se pueda decir a través de lo antiguo. Lo maravilloso es que lo antiguo pueda ser medio para expresar lo nuevo; más aún, está llamado a ser medio para expresar 3 P. Bellosillo, “El Concilio”, en J. Ruiz Giménez, Iglesia, Estado y sociedad en España. 1930-1982, Barcelona 1984, pp. 230-245, aquí 230. 4 Ibíd.

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lo nuevo5. Aquí emerge el perenne problema de la teología y de esto que hemos dado en llamar “otra forma” o “nueva forma de hacer teología”: ¿cómo decir lo de siempre no como siempre, sino como siempre nuevo? En este mismo sentido sentenciaba Rahner: “Se ha de evitar considerar lo nuevo y lo antiguo como compartimentos estancos dentro de la espiritualidad cristiana. Lo nuevo solo es auténtico cuando conserva lo antiguo, y lo antiguo solo sigue teniendo vida cuando es vivido de una forma nueva”6. Juan XXIII, en el alborear del Concilio, se refería al “depósito de fe” como la verdad que hay que guardar y comunicar, a sabiendas de que ese depósito es una realidad viva. Por ello, esta verdad ha de ser acogida, comprendida y encarnada por cada generación de cristianos, en diversos contextos y situaciones, e interpretada por la Iglesia, que, guiada por el Espíritu Santo, no puede detenerse en el camino que la conducirá hasta la verdad plena (“el Espíritu de verdad, él os guiará a la verdad plena”: Jn 16,13). El tema se ha convertido ya en un clásico al hablar de la recepción del Concilio. Lo planteaba Benedicto XVI al comienzo de su pontificado, en el discurso a la curia del 22 de diciembre de 2005, al abordar la cuestión de su correcta interpretación, tomando como base para ello la mencionada distinción, establecida por Juan XXIII. Ahora bien, Benedicto XVI señalaba que, para distinguir lo que pertenece sustancialmente al depósito de la fe de sus expresiones variables –es decir, para clarificar el cómo de esta síntesis entre fidelidad y dina5 P. Tillich, Teología sistemática II, La existencia y Cristo, Salamanca 1981, p. 179; también, 99-113. 6 K. Rahner, “Espiritualidad antigua y actual”, en Escritos de teología, VII, Taurus, Madrid 1969, p. 35.

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mismo del cambio–, se impone siempre una renovada reflexión y una renovada vivencia de la fe. Ambas son necesarias para distinguir los principios permanentes de la fe y las formas contingentes en que se expresan estos principios. De este modo decía el papa que “las decisiones de fondo pueden seguir siendo válidas, mientras que las formas de su aplicación a contextos nuevos pueden cambiar” –lo que se viene llamando “hermenéutica de la reforma en la continuidad”, frente a una hermenéutica de ruptura–. Esta hermenéutica se reconoce claramente en las conocidas palabras de Juan XXIII hablando del Concilio: “Nuestra tarea no es únicamente guardar este tesoro precioso, como si nos preocupáramos tan solo de la antigüedad, sino también dedicarnos con voluntad diligente, sin temor, a estudiar lo que exige nuestra época [...]. Es necesario que esta doctrina, verdadera e inmutable, a la que se debe prestar fielmente obediencia, se profundice y exponga según las exigencias de nuestro tiempo”7.

Se trata, por tanto, de, sin abandonar nunca el ámbito de preocupación última, conducir nuestra reflexión –como decía Juan XXIII– “con voluntad diligente y sin temor a estudiar lo que exige nuestra época...”. Sin duda alguna, han sido estas exigencias las que han conducido a la teología a expresarse en “otra forma”. Pero ¿cuáles han sido, en concreto, las que emergiendo del Concilio han incidido en la transformación del modo de hacer teología? En realidad muchas, y no seré nada novedosa. Son bien conocidas. Pero he querido detenerme, entre todas ellas, en algunas que se me antojan más significativas. 7 Conferencia Episcopal Española (ed.), Concilio ecuménico Vaticano II: Constituciones. Decretos. Declaraciones, BAC, Madrid 1993, pp. 1094-1095.

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Otros sujetos del hacer teológico Con anterioridad al Concilio, la tarea teológica había sido realizada prácticamente de forma exclusiva por varones, fundamentalmente clérigos. El Concilio abrió sus puertas el 11 de octubre de 1962. El filósofo Jean Guitton, profesor en la Soborna, fue el único observador laico oficialmente delegado en el Concilio, invitado por Juan XXIII desde la primera sesión. “Guitton entiende el Concilio desde la idea de que ‘la Iglesia cambia para seguir siendo la misma’ (Newman)”8. Desde ahí concibe que “el axioma la fe a la búsqueda de la inteligencia, que había sido el axioma de la Edad Media, tenía que ser sustituido por el inverso y complementario (más humano y quizás más divino): la inteligencia a la búsqueda de la fe” 9, poniendo en evidencia la altura de su talante intelectual. Pero el Concilio abre sus puertas no solo a “algún” laico, sino a la “figura del laico” como esencial en su propia comprensión como Iglesia. Una figura que había quedado devaluada como miembro adyacente y pasivo, olvidando su vocación, su misión específica. A la espiritualidad laical corresponde la consagración del mundo. Al laico se le reconoce un papel activo en la misión de la Iglesia. Deja de ser considerado “clientela”, pura materia sobre la que trabajar, para ser comprendido como una parte de la estructura teológica de la Iglesia y miembro activo en ella. Laicos y no católicos10 dieron un nuevo rostro al Concilio, que, sin embargo, hubo de aguardar hasta su 8 S. Madrigal, Memoria del Concilio. Diez evocaciones del Vaticano II, Madrid 2005, p. 106. 9 J. Guitton, Silencio sobre lo esencial, Valencia 1988, p. 79. 10 A su lado, y con un profundo significado simbólico, otros observadores “no habituales”, los no católicos, como enseña de un porvenir nuevo, posible, en la unidad de los cristianos. El Concilio ecuménico fue también el Concilio del ecumenismo.

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tercera sesión (14 de septiembre de 1964) para que tuviera lugar el hecho más insólito en la historia de los concilios de la Iglesia y el de más impacto en su imagen tradicional: el nombramiento de 22 mujeres auditoras11, elegidas entre las representantes de movimientos seglares y órdenes religiosas. Una de las dos españolas elegidas, Pilar Bellosillo (presidenta en ese momento de la Unión Mundial de las Organizaciones Femeninas Católicas), juzgaba entonces que esta invitación no respondía a un intento por parte de la Iglesia de “ponerse a la moda del mundo”, sino a una conciencia cada vez más profunda de sí misma, es decir, el resultado de autocomprenderse como pueblo de Dios y no como “jerarquía”, en cuyo caso hubiera sido claro que las mujeres no tenían ningún papel allí. Por lo tanto, “la incorporación de mujeres al aula conciliar se inscribe dentro del reconocimiento y sensibilidad hacia el apostolado y la vocación seglar, y constituye un paso importante en la afirmación de la relevancia de la misión del laico y de la mujer en la Iglesia”12. Ciertamente, se remediaba así una “inconsecuencia flagrante”, que el propio cardenal Malinas había denunciado al observar que “la mitad del pueblo de Dios son mujeres y están ausentes aquí”, y que el texto conciliar recogería en la constitución pastoral Gaudium et spes: “Toda forma de discriminación en los derechos fundamentales de la persona, ya sea social o cultural, por motivo de sexo, raza, color, condición social, lengua o religión debe ser vencida y eliminada por contraria al plan divino” (GS 29). Precioso texto que motivó algunos cambios en la reforma del derecho canónico (1981), pero que a 50 años del Concilio dista mucho aún de haber sido actuado en todas sus consecuencias en la sociedad eclesial. 11 G. Alberigo (dir.), Historia del Concilio Vaticano II, vol. IV, p. 36, nota 70. 12 S. Madrigal, Memorias del Concilio, p. 197.

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No entraré en ese espinoso tema, para no separarnos demasiado de nuestro objeto. La cuestión es que esta iniciativa por parte de Pablo VI no se detuvo en la mera presencia –y muy activa, por cierto– de laicos y mujeres en el Concilio, sino que, además, el propio Concilio ha querido impulsar a los laicos (y laicas, suponemos) no solo a formarse en las ciencias sagradas, sino a dedicarse ex professo a ello. “Es de desear que numerosos laicos reciban una buena formación en las ciencias sagradas, y que no pocos de ellos se dediquen ex professo a estos estudios y profundicen en ellos” (GS 62).

Así pues, el Concilio con este movimiento no solo había abierto las puertas de sus aulas a varones laicos y a mujeres, sino que también estaba posibilitando la presencia de estas en los ámbitos teológicos, de tal manera que ese “otro modo de hacer teología” que brota del Vaticano II tiene, en primer lugar, sus raíces en la consideración del laico y de la mujer como sujetos capaces de “teologar” y, en segundo, como consecuencia, la presencia a día de hoy de un número cada vez mayor de laicos, pero sobre todo de mujeres, en medios académicos y eclesiales, como alumnas y profesoras en facultades de teología, como investigadoras, como autoras de publicaciones y como teóricas comprometidas en proyectos sociales. Durante casi dos mil años, la teología fue por una parte exclusivamente masculina y, por otra, el quehacer y el saber teológicos fueron propiedad del clero, dado que su estudio era requisito para la ordenación y solamente los candidatos al sacerdocio podían acceder a ellos. En la cultura patriarcal que ha modelado nuestros sistemas de relación y de representación, las mujeres permanecieron recluidas en el espacio familiar y excluidas de la vida pública, a la cual pertenecían la palabra y 152

el saber. Por este motivo, no solamente fuimos pensadas por los hombres, sino diseñadas en nuestra identidad por ellos. Es cierto que en la historia de la Iglesia es posible rescatar el papel significante de grandes mujeres que dejaron una destacada impronta en el mundo social, cultural y eclesial en el que vivieron. Durante el Medievo, los conventos femeninos ofrecieron un espacio para el desarrollo intelectual de las mujeres y las actividades que las monjas realizaban en los scriptoria implicaban un saber y, ciertamente, amor al saber. En estos ámbitos se impartían conocimientos que, en algunos casos, podían adquirir las jóvenes de la nobleza y la burguesía cursando en los monasterios el trivium y el quadrivium. Hoy nos son suficientemente conocidas por sus reflexiones teológicas (¡y no solo teológicas!) las monjas del monasterio de Helfta, pero también otras mujeres que han tenido voz en la Iglesia y palabra escrita dentro de ella, como Hildegarda de Bingen, en el siglo XII, compositora, científica y predicadora (fue la primera mujer –y única en siglos– autorizada por la Iglesia para predicar al pueblo y al clero en espacios públicos); Ángela de Foligno, en los siglos XIII-XIV, llamada magistra theologorum; Matilde de Hackeborn, en el siglo XIII, maestra espiritual y predicadora; etc. Pero, al pasar el saber del ámbito de las escuelas monacales a las escuelas catedralicias y a las universidades medievales, destinadas a la educación del clero, las mujeres quedaron al margen y el saber fue monopolizado primero por el clero y luego por los hombres de letras y los hombres de ciencia de la Edad Moderna. De ahí la importancia del acceso de la mujer a la teología para poder devolver al discurso teológico ese otro lado de la experiencia humana del que carecía: la experiencia de aquella que calló durante siglos, de mo153

do que, desde las experiencias de las mujeres, y en diálogo integrador con los colegas varones, se abrieran nuevos horizontes para la investigación y reflexión teológicas. Si la teología es –como afirma Rahner– “la escucha expresamente esforzada a la propia revelación de Dios acontecida en la historia; el esfuerzo científicamente metódico por conocerla y el desarrollo reflejo del objeto de ese conocimiento”13, la misión de la teología no puede ser otra cosa que entender la revelación en fe viva y exponerla con la fuerza de la razón iluminada por el fe y el amor14. Y si la revelación que es preciso escuchar y entender acontece en la historia, entonces será tarea del teólogo escuchar la revelación, “leer los signos de los tiempos a la luz del que fue supremo signo del tiempo, el Hijo encarnado”15, y ser altavoz para el mundo de su verdad salvífica, de su Palabra sanadora, capaz de plenificar los anhelos y las esperanzas de la humanidad, y de curar sus sufrimientos y heridas dotándolos de sentido y co-padeciéndolos con ella. Pero hasta ahora esta lectura de los signos de los tiempos se ha hecho desde una única perspectiva (la masculina) y se nos ha hablado de Dios con un solo altavoz (“en mono”). La presencia de las mujeres en la teología permitirá a todos, hombres y mujeres, escuchar “en estéreo” la verdad revelada. De ahí que se haga evidente que si hay “otra forma de hacer teología...”, una de las causas reside en el hecho de que se han incorporado nuevos sujetos en este K. Rahner, Diccionario teológico, Barcelona 1966, p. 720. H. U. von Balthasar, “Teología y santidad”, en íd., Ensayos teológicos I. Verbum Caro, Madrid 1964, p. 239. 15 O. González de Cardedal, “El quehacer de la teología”: Salmanticensis 53/2 (2006) 251-299. 13 14

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quehacer: los laicos, en general, y las mujeres, en particular. Porque solo con ellas la experiencia humana de “teologar” estará completa. Por lo tanto, habría que admitir que se trata de algo más que una mera nueva “forma”, si entendemos por ello algo que afecta solo a la expresión de la teología. Sin negar este aspecto, que también es cierto, deberíamos dar un paso más. El teólogo es solo un instrumento en la realización de una misión que en último término es de Dios, pero Dios se vale de los instrumentos a través de su capacidad de escucha, de su entrega esforzada a la tarea, de su intelecto y de sus recursos expresivos. Y este instrumento escuchará de modo diverso según sea un varón o una mujer, captará en distinta longitud de onda, se percatará de distintos matices de esa Palabra, será sensible a ciertas tonalidades y se sentirá comprometido a diversas tareas; le surgirán otras preguntas y se expresará con otras cadencias o resonará con otro timbre. Solo cuando varones y mujeres sean capaces de escucharse y aprender de la palabra dicha por el otro de otra manera, en otras claves, en otras búsquedas..., integrándola en la propia, la teología será la sinfonía que siempre ha debido ser. Estamos en camino. No sin dificultades, a una larga distancia de la normalización..., pero en camino. Sin embargo, caeríamos en el reduccionismo si la única novedad en los sujetos la pusiéramos en la incorporación de los laicos (y mujeres) a la teología. No nos puede pasar desapercibido el hecho de que quienes elaboraron la teología del Concilio y la teología que se consagró en el Concilio eran hombres que –como afirmaba Congar, incluyéndose él mismo con cierta timidez– “pertenecían a lo que se puede llamar la periferia de la Iglesia, o a su cuerpo, no a su cabeza o a su centro. Mantenían relaciones con otros hombres, con el 155

movimiento de ideas existente dentro y fuera de la Iglesia. Habían hablado con protestantes, con ateos y con incrédulos reales. Dialogaban con los sacerdotes y los laicos de la base, en intercambio intelectual con hombres ocupados en la pastoral, de los que confesaban haber recibido mucho y a los que trataban de ayudar con su reflexión teológica”16 (Häring, Rahner, Moeller, Murray, Schillebeeckx, De Lubac, Küng, Congar, Philips, Medina...). Teólogos no siempre bien aceptados por el sistema, y a veces incluso hostigados por él, pudieron asistir al Vaticano II y verter en la gran audiencia del magisterio supremo todo el trabajo realizado con anterioridad, en condiciones a veces difíciles, contribuyendo, juntamente con los observadores, a crear el clima y el acontecimiento del Concilio. Solo así, en un concierto multiforme de voces y sensibilidades, donde se iba abriendo espacio para todos, pudo acontecer la novedad del Concilio. Y no hay que olvidar en esta sinfonía de voces la aportación que supuso la presencia de cristianos no católicos y la melodía proveniente de Oriente, de su admirable liturgia, de la riqueza de sus símbolos, “de una percepción sintética del Espíritu Santo”17. Pero tras el Concilio cambió también otro sujeto implicado en la tarea teológica. No solo quien hace la teología, sino “el dialogante principal al que la teología se había dirigido en los decenios previos. Este había sido, por un lado, la propia Iglesia y, por otro, el increyente”18. La cultura de la racionalización posterior a la Ilustración había sido siempre el dialogante implícito 16 Y. Congar, Situación y tareas de la teología hoy, Salamanca 1970, pp. 56-57. 17 Ibíd., p. 60. 18 O. González de Cardedal, “El quehacer de la teología”, p. 603.

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de la teología. “A partir de 1970, ese dialogante privilegiado es, antes que la increencia, la injusticia”. Y con ello se operan también grandes cambios. “El viejo dilema fe-razón fue dejando lugar a los nuevos: fe-justicia, Evangelio-pobreza, Iglesia-Reino de Dios, pluralismounidad de fe, sentido de la vida-acción humana, responsabilidad con el cosmos, contenido y actitud ante el Futuro absoluto”19. Cambiando el dialogante principal de la teología, se establecen nuevas tareas, nuevas cuestiones, nuevos métodos y nuevas condiciones para la teología. Continúan las viejas tareas, pero la teología recibe nuevos desafíos para la fe, procedentes de la modernidad y postmodernidad, y, con ellos, nuevos cometidos. Las nuevas perspectivas críticas y práxicas provocarán el nacimiento de una nueva teología que tendrá que acreditar su objetivo y su método desde creaciones teóricas que ofrezcan una nueva inteligencia del cristianismo y, a la vez, sean capaces de mostrar su eficacia. Solo así, dejando de ser una teoría y actuándose en el trabajo teológico, el método se torna fecundo y muestra su oportunidad.

Otro método... La novedad que brota del Vaticano II en lo que respecta al método teológico, y que habitualmente se resume como el paso de la forma deductiva típica de la neoescolástica a un método más inductivo, es especialmente perceptible en la constitución Gaudium et spes. La novedad reside fundamentalmente en el punto de partida: los dolores y los gozos de los hombres y mujeres 19

Ibíd.

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de nuestro mundo, sus concretos problemas históricos, sus interrogantes. Estos se convierten “en lugar de acreditación de la fe y de verificación de la teología”20. Una teología totalmente analítica, deductiva, definidora y conservadora no respondía a aquellas exigencias, y era preciso superarla, por insuficiente. Algo que no hubiera sido posible sin un cambio previo en la autocomprensión de la propia Iglesia (LG), que comienza a entenderse como peregrina solidaria con la humanidad, sintiéndose invitada a insertarse en la historia agónica de los seres humanos, sobre todo de los más necesitados, para desde ahí no solo anunciar la Buena Nueva de salvación, sino acreditar su anuncio. Pero, además, el Concilio marcó lo que podría denominarse “el principio de una nueva era conciliar en la historia de la Iglesia”21 con su impostación principalmente positiva, buscando más sacar a la luz la verdad divina en su estructura y en su dinamismo –es decir, ilustrar la verdad– que condenar el error. De hecho, evitó las fórmulas de anatemas y los cánones, adoptando una exposición de tipo sintético. Una actitud que ya había sido claramente diseñada en el discurso inaugural por Juan XXIII: “Ahora la Esposa de Cristo prefiere usar la medicina de la misericordia más que la de la severidad. Prefiere salir al encuentro de las necesidades de hoy mostrando la validez de su doctrina más que renovando condenas”.

Buscó, además, favorecer el diálogo y la colaboración mucho más que subrayar diferencias y trazar líneas de separación y exclusión, sin por ello renunciar a proclamar lo específico y singular de la fe católica. Admitió el análisis sociológico que permitía poner en el punto de arran20 21

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Ibíd., p. 579. S. Madrigal, Memoria del Concilio, p. 109.

que la situación concreta e histórica de nuestro mundo en ese momento: “los dolores y los gozos de los hombres y mujeres”, y desde ahí aplicó un procedimiento inductivo. Acogió cordialmente el influjo de los movimientos de renovación bíblica, litúrgica y patrística, así como los movimientos kerigmáticos y de apostolado laical. La teología quedaría profundamente marcada por esta orientación metodológica más encarnada en la realidad del mundo, más bíblica y más histórica. Un verdadero cambio de enfoque respecto al mundo, a la historia y a la comprensión de la misma Iglesia, que comienza a preocuparse más por el Reino que por ella misma22. Y un cambio también respecto a la teología, que se centrará en un enfoque histórico-salvífico. Si bien los teólogos son exhortados a “guardar los métodos y las exigencias propias de la ciencia sagrada”, también son invitados “a buscar siempre un modo más apropiado de comunicar la doctrina a los hombres de su época”23 (GS 62). Se percibe la necesidad de “desarrollar en la teología todo cuanto pueda acoger los problemas de los hombres en función de darles una respuesta”, lo cual se traducirá en una nueva conciencia por parte de los teólogos de “ser responsables de la Iglesia y de la credibilidad interna de la fe que la Iglesia ha de presentar al mundo”24, pero también de su responsabilidad directa con la humanidad y sus necesidades. 22 LG 5: “La Iglesia recibe la misión de anunciar el Reino de Dios y de instaurarlo en todos sus pueblos, constituye en la tierra el germen del principio de este Reino”, mientras que en el Vaticano I se afirmaba que “La Iglesia sociedad perfecta a la que las Sagradas Escrituras llaman Reino de Dios”. 23 Cf. Juan XXIII, “Homilía en la apertura del Concilio, 11 de octubre de 1962”, AAS 54 (1962) 792. 24 Y.-M. J. Congar, Situación y tareas de la teología hoy, Salamanca 1970, pp. 22-23.

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En un primer momento, las corrientes de pensamiento más activas estuvieron ligadas al método fenomenológico y a la filosofía de la existencia, con la consiguiente tendencia a centrar la reflexión en el hombre y, de una forma particular, en su especificidad como persona. Esto permitía una aproximación más existencial y una referencia más directa a la vida humana (que ya había buscado, a su manera, la teología kerigmática), con “el riesgo de solo prestar atención a los significados existenciales, olvidando la ontología, que es su último fundamento”25. A partir de aquí, se originó una ontología intersubjetiva o interpersonal. Pero, sobre todo, se iluminó de una nueva manera la historicidad de la condición humana, del ser en el mundo. El diálogo más fecundo comenzado con las ciencias humanas –sociología y hermenéutica, fundamentalmente–, y que se ha ido ampliando a otras ciencias, así como con los avances de la exégesis bíblica (historia de las formas, métodos histórico-críticos, en un primer momento, y, después, las aproximaciones antropológicas, sociológicas, lingüísticas, literarias, etc.), ha ido acompañado de la apropiación de sus métodos específicos. El Concilio animaba a ello siempre y cuando –como hemos dicho– no se renunciara “a los métodos y exigencias propias de las ciencias sagradas”, es decir, sin olvidar que el método estará siempre en estrecha relación con el objeto a estudio. Y este objeto es de tal manera único en la teología que exigirá una cercanía y una familiaridad específica con él, solo desde las cuales será posible el hacer teológico. De nuevo eran las palabras de Juan XXIII en el discurso del 11 de octubre de 1962 las que impulsaban a ensayar nuevos métodos: 25

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Ibíd., p. 24.

“El espíritu cristiano, católico y apostólico de todos espera que se dé un paso adelante hacia una penetración doctrinal y una formación de las conciencias que esté en correspondencia más perfecta con la fidelidad a la auténtica doctrina, estudiando esta y poniéndola en conformidad con los métodos de la investigación y con la expresión literaria que exigen los métodos actuales”26.

El objeto de la teología, obviamente, no cambia; es la revelación, pero esta va a ser comprendida de “otra forma”, la que se sigue de la Dei Verbum. Por una parte, en continuidad con la tradición: “siguiendo las huellas de los concilios tridentino y Vaticano I”, como claramente se explicita en el proemio, y en contra de todos aquellos que hablan de ruptura. Y, por otra, realizando una relectura que redimensiona y reintegra los diversos elementos en la novedad que el Espíritu ha regalado a su Iglesia. La Dei Verbum propone la doctrina verdadera sobre la revelación y su transmisión. Una revelación que ya no es comprendida como un sistema de verdades cerrado que de pronto se desvela en su totalidad inamovible, sino que “consiste más bien en desvelar la profundidad que encierra el presente y vislumbrar el futuro que lleva en las entrañas” (L. Armendáriz). No para quedarse en una previsión del futuro, sino para regresar desde el futuro al presente, retándolo e interpelándolo, para que dé lo mejor de sí. El Concilio pide que “la investigación teológica siga profundizando en la verdad revelada”, pero demanda que lo haga “sin perder contacto con su tiempo, a fin de facilitar a los hombres cultos en los diversos ramos del saber un más pleno conocimiento de la fe” (GS 62). Es decir, hay que mantener una nueva y doble fidelidad, a la revelación y al mundo al que esa revelación va destinada en cada momento, para que, alcanzándola, sea 26

AA 54 (1962); Ecclesia 1109 (1962) 1278-1283.

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para él causa de salvación. Solo desde esta fidelidad será posible llevar a cabo la que Juan XXIII entendía que era la máxima aportación que la teología podía hacer a la verdad y a la existencia cristiana: “La tarea primordial de la teología hoy es conjugar la realidad de Dios y la vocación del hombre, superando las distancias existentes entre historia y dogma, relato evangélico y pensamiento metafísico, piedad individual y pertenencia eclesial, vivencia histórica y vivencia cristiana. Esta labor de conjugación es su máxima aportación a la verdad y plenitud de existencia humana”27.

La gloria de Dios y la gloria del hombre dejan de ser enemigas y se convierten en aliadas. La antropología del Concilio descansa en esta bellísima afirmación que nos regala la GS en el nº 22: “El misterio del hombre solo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado”, solo puede ser definitivamente desvelado en Cristo. “El ser humano encuentra en la historia del Verbo hecho carne la realización suprema de su naturaleza, cuyos contenidos y posibilidades últimas, sin embargo, solo ha descubierto al contemplar el hecho concreto de Cristo, impensable antes, indeducible después”28. El giro antropológico se incorpora así al pensamiento conciliar y provoca un cambio de dirección en la reflexión teológica, en lo que ha venido llamándose, método ascendente o descendente, según se parta del radical humano o de lo esperado y revelado, dando lugar a una teología desde la antropología frente a una teología teológica. Lo que el Concilio posibilitó fue la apertura de un nuevo camino para la reflexión que tendía a mostrar cómo en la constitución misma del ser humano se da una 27 28

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AAS 54 (1962) 792. O. González de Cardedal, “El quehacer de la teología”, p. 605.

apertura a la trascendencia que lo constituye en oyente de una posible Palabra (Rahner) que le pudiera venir dirigida desde fuera. Que si bien esa palabra no puede ser exigida a Dios, la estructura de la existencia humana es tal que si aconteciera tendría capacidad para acogerla y responderla (fe). La pregunta fundamental aquí se dirige hacia el ser humano, interrogándose sobre las condiciones de posibilidad de este para acoger la revelación y la salvación que Dios le oferta. Pero si, ciertamente, la revelación nos habla de un encuentro de libertades entre Dios y el ser humano, que acontece en la historia, entonces también parece lícito cuestionarse por cómo tiene que ser Dios para poder autocomunicarse al ser humano a través de la revelación y cómo ha de ser esa revelación para ser acogida por el hombre. Por lo tanto, la reflexión teológica que pone su punto de partida en la revelación, tal como de hecho se ha dado, ha permitido también captar la revelación del Verbo como expresión concreta de la extensión de lo humano hacia Dios, convirtiéndose en clave de la antropología. Por ella, más allá de reconocer que el hombre es una posible apertura, sabemos hasta dónde se ha abierto el hombre: hasta llegar a ser humanidad de Dios. Así, la naturaleza humana se revela no solo como receptiva de la Palabra de Dios, sino también como personalmente expresiva29. Las dos antropologías son lícitas, necesarias y complementarias. A partir de ellas se han ido desarrollando también dos modos de acceder a Cristo: cristologías ascendentes –que parten de la realidad humana de Cristo para desde ahí alcanzar su divinidad– y descendentes –que toman como punto de partida su divinidad, desde la que descienden a su humanidad–. Tanto en la cristo29

Ibíd., p. 145.

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logía como en la teología en general, la elección del punto de partida es una cuestión de sensibilidades, de prioridades y de acentos. Si la teología que nace de la antropología (ascendente) destaca la actitud de búsqueda, la esperanza y el deseo con el que el ser humano anhela a Dios, y percibe la llegada de la Palabra revelante como plenificación gratuita y graciosa que Dios hace de una capacidad receptiva que él mismo había creado, la otra, la teología teológica (o descendente), acentuará más bien el carácter inaudito e inesperado de esa revelación que transforma todos sus dinamismos capacitándolo para una conversión que posibilita el encuentro. Nada de todo esto hubiera sido pensable si el Concilio no hubiera rescatado a la teología de la situación en la que la había dejado sumida el Vaticano I. La teología había sido reducida a ser una “ciencia del dogma”30, y a una función subordinada a la autoridad y el magisterio del papa (en su forma suprema: la infalibilidad), desdibujando el horizonte de su misión como fides quaerens intellectum 31 –es decir, como un pensar sobre la fe desde dentro de ella, como un creer que necesita comprender para mejor amar y servir–, para convertirse en mero intérprete de la palabra del magisterio32. El Vaticano II supuso una decidida y arriesgada apuesta por renovar el método teológico recordando que la teología no tiene como fin esencial deducir conclusiones de los textos bíblicos o magisteriales (ni tampoco comentar el catecismo), sino penetrar en el contenido mismo del Misterio y en la lógica interna de la fe33. 30 K. Rahner, “Dogmática” en Diccionario teológico, Barcelona 1966, p. 190. 31 Anselmo de Canterbury, Proslogio, proemio. 32 Cf. O. González de Cardedal, “El quehacer de la teología”, p. 570.

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Esto supuso el paso de la comprensión de la teología como “ciencia del dogma” a “ciencia de la fe”. El número 14 de la Optatam totius será decisivo para esta renovación del método teológico. Aboga por el carácter unitario de los estudios de teología desde tres perspectivas: la relación entre filosofía y teología; la centralidad del misterio de Cristo, y la finalidad soteriológica y pastoral de toda la teología centrada en el misterio de la salvación. Y en el nº16 ratifica esta necesidad de renovación del método teológico para otorgar a la teología una dimensión más pastoral. Una renovación que se comprende en clave de fidelidad creativa y que por ello habrá de realizarse desde una vuelta a las fuentes. Frente a una teología de corte neoescolástico, comprendida como ciencia de las conclusiones, donde la Escritura era un simple corolario y prueba de la previa construcción dogmática, el Vaticano II opta por esta vuelta a las fuentes, reconfigurando el método teológico para buscar una teología con un carácter más cristocéntrico, más soteriológico y más pastoral 34. Von Balthasar, recordando esta época previa al Concilio y lo que supuso para él aquella forma anterior de estudio de la teología, se muestra como un innegable testigo de ese ansia preconciliar por alcanzar de “otra forma la Palabra de Dios”. Escribía: “Todo el estudio de la orden era una lucha encarnizada con la desolación de la teología, con lo que los hombres habían hecho de la gloria de la revelación. Yo no podía soportar esta forma de la Palabra de Dios; si hubiera podido luchar con la furia de un Sansón en torno a mí, hubiera querido derribar todo el templo con su fuerza y sepultarme a mí mismo entre sus ruinas. Pero esto significaba el querer imponer 33 Cf. H. U. von Balthasar, Gloria. Una estética teológica, 2. Estilos eclesiásticos, Madrid 1986, pp. 207-252. 34 Benedicto XVI, Verbum Domini, 35.

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mis planes, el vivir desde mi infinita indignación, de que aquello era así35 [...]. Agonizaba en el largo desierto de la neoescolástica con la sensación de que los teólogos habían hecho de la teología un catálogo de abstractos conceptos disecados, útiles solamente para elucubraciones mentales”36.

Al mismo tiempo, para Balthasar, y para muchos de los compañeros de su entorno, el descubrimiento de los Padres, de la mano de De Lubac, fue portador de una nueva apertura de horizontes. El retorno a la patrística había aportado a De Lubac una visión menos jurídicoinstitucional de la Iglesia y más “comunional”, a la vez que la recuperación del pensamiento simbólico, que podía volver a redimensionar una relación fecunda entre la Iglesia, la eucaristía y la liturgia. Estamos en las bases del movimiento de renovación litúrgica y eclesiológica. Pero la finalidad perseguida por De Lubac iba más allá, hacia la elaboración de una nueva teología, capaz de realizar un renovado encuentro entre la revelación y el pensamiento contemporáneo. El contacto con la patrística hizo mella en la nueva generación de teólogos, significando el encuentro con ese “cristianismo que aún piensa vuelto hacia los espacios ilimitados de las gentes y que todavía tiene la esperanza de la salvación del mundo”, y encendiendo anhelos de catolicidad misionera y el deseo de entrar en diálogo con el ateísmo circundante e incluso de confrontarse con las religiones asiáticas, amén de una conciencia mucho más clara de la necesidad de una nueva relación entre la Iglesia y el mundo. Algo que cristalizará en el Concilio, a partir del cual esta generación despegará con una impresionante producción teológica. 35 P. Henrici, “Semblanza de Hans Urs von Balthasar”: Communio 11 (1982) 356-391, aquí 361-362. 36 H. U. von Balthasar, Il filo di Arianna attraverso la mia opera, Milán 1980, p. 43.

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Haciendo memoria de aquella época, confesaba Balthasar que “se trataba de arrastrar los muros artificiales del miedo que la Iglesia había levantado entre sí misma y el mundo, de liberarla para que fuera ella misma, en la medida en que se entregaba absolutamente a su misión para el mundo entero y no dividido. Pues el sentido de la venida de Jesucristo es ese: redimir al mundo, abrirle en totalidad el camino hacia el Padre. La Iglesia es solo un medio, un relumbre que brotando del hombre Dios penetra en todos los ámbitos por medio de la predicación, el ejemplo y el seguimiento”37. Nace así “otra forma de hacer teología” desde un renovado acceso a las fuentes. Ya fueran bíblicas o patrísticas, la teología consideraba a la economía de salvación fuente y eje de su teologar: la revelación es “económica”. Por otra parte, en la Biblia las afirmaciones sobre el hombre nunca están separadas de la afirmación sobre Dios –mejor, de Dios–, y la teología de los Padres, elaborada ordinariamente con fines pastorales y referida a las necesidades de la Iglesia, era toda ella una exposición del misterio cristiano en el que desemboca toda economía. “Así pues, en cualquier fuente que bebiese, por el mero hecho de tratarse de una fuente, la teología no encontraba a Dios sin encontrar con él al hombre y al destino del mundo”38.

Otra forma de acceso a las fuentes (bíblicas, patrísticas) con nuevo “ardor” La Escritura y la tradición como una única fuente de la revelación son reconocidas por el Concilio como 37 38

Ibíd., p. 6 (Rechenschaf ). Y. Congar, Situación y tareas de la teología hoy, pp. 34-35.

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el “cimiento perpetuo” de la teología. El nº 24 de Dei Verbum no deja lugar a dudas: “La sagrada teología se apoya, como en cimiento perpetuo, en la Palabra escrita de Dios al mismo tiempo que en la sagrada tradición, y con ella se robustece firmemente y se rejuvenece de continuo, investigando a la luz de la fe toda la verdad contenida en el misterio de Cristo. Las Sagradas Escrituras contienen la Palabra de Dios y, por ser inspiradas, son en verdad Palabra de Dios; por consiguiente, el estudio de la Sagrada Escritura ha de ser como el alma de la sagrada teología”.

La afirmación “la Sagrada Escritura ha de ser como el alma de la teología” se ha convertido en otro lugar común para expresar la adecuada forma de relacionar el estudio de la Biblia y el ejercicio de la teología. Esta expresión fue utilizada en el Vaticano II como símbolo de la necesaria reforma que deberían afrontar los estudios teológicos. No obstante, a día de hoy, la fórmula no despierta ni el entusiasmo ni el amplio consenso que provocó entonces, y la causa no está en la afirmación en sí, sino en el modo concreto de llevarla a la práctica, es decir, en la cuestión de la interpretación de la Escritura en su estudio exegético como alma del quehacer teológico. Si antes del Concilio el peligro en la utilización de la Escritura había residido en hacer de ella un arsenal que justifique todas y cada una de las afirmaciones dogmáticas (dicta probantia), subordinando la Escritura a la comprensión dogmática de la fe, en la actualidad otro riesgo ha aparecido en el horizonte: la caída en un puro biblicismo que se contenta con enumerar y poner en orden diferentes textos de la Escritura sin atreverse a entrar en el fondo de los problemas teológicos. En este sentido, Benedicto XVI ha afirmado en su última exhortación postsinodal Verbum Domini: “Cuando la exégesis no es teología, la Escritura no puede ser alma de la teología, y viceversa, cuando la teología 168

no es esencialmente interpretación de la Escritura en la Iglesia esta teología ya no tiene fundamento. Por tanto, es necesario volver decididamente a considerar con más atención las indicaciones emanadas por la constitución dogmática Dei Verbum a este respecto” (Verbum Domini, 35).

Es decir, esta vuelta a las fuentes de la teología, la Escritura y los Padres, no puede hacerse desde una perspectiva puramente arqueológica, sino desde el ejercicio de la fe pensada. El intellectus fidei es una dimensión necesaria y constitutiva del método teológico, que se alimenta necesariamente del auditus, pero que ha de ir más allá de repetir mecánicamente aquello que se ha escuchado39. Pues “en la medida en que Dios se nos da y entrega en la Escritura junto con la tradición, entra en juego el arte de la lectura, la interpretación y el discernimiento. Elementos claves en la tradición cristiana para saber si realmente estamos en verdadero encuentro personal con Cristo y con Dios y no en una simple proyección de nuestras imágenes y deseos”40. “La teología debe situarse en una relación de contemporaneidad con la Biblia en su constitución misma o en su génesis”41, lo que nos remite de nuevo a la cuestión de la interpretación de la Escritura, en la que “están en juego la distancia crítica que hay que mantener entre texto escrito y lector actual (métodos histórico-críticos), la cercanía cordial que ha de darse entre ambos 39 Cf. K. Rahner, “Exegesis y dogmática”, en Escritos de teología VI, p. 110. 40 A. Cordovilla, “La Sagrada Escritura, alma de la teología”, en La Sagrada Escritura en la Iglesia. Congreso con motivo de la presentación de la Biblia de la Conferencia Episcopal Española. Accesible en: http:// www.sagradabibliacee.com/index.php/ponencias/129-la-sagrada-escritura-alma-de-la-teologia 41 Ch. Theobald, Dans les traces... de la constitution “Dei Verbum” du Concile Vatican II. Biblie, théologie et pratiques de lecture, París 2009, p. 92.

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en todo acto de lectura (exégesis pragmática y hermenéutica) y, finalmente, la interpretación eclesial que tenga en cuenta que es un libro en el que se da testimonio de la revelación de Dios y de la fe de un pueblo (Israel e Iglesia) que ha surgido en el seno de su propia tradición”42. El Concilio nos provee de algunas pistas para ello en la misma Dei Verbum. Así, en el nº 12 se nos dice: “La Sagrada Escritura ha de ser leída e interpretada en el Espíritu con que se escribió”, de lo que se deduce que hay que “atender al contenido y a la unidad de toda la Sagrada Escritura, teniendo en cuenta la tradición viva de toda la Iglesia y la analogía de la fe” (DV 12). Y en el nº 23 se refiere al estudio de los santos padres y de la liturgia para la profundización en la inteligencia de la Escritura, interpretada por la tradición y en la tradición, reconociendo que los santos, como los más vivos comentadores del Evangelio, han de ser los guías preferidos de la vida espiritual (cf. DV 23). En otras palabras, la fuente de renovación para el Concilio no es directamente la exégesis, sino la capacidad de encontrar a Cristo en la Escritura, a la que la exégesis nos ha de ayudar y predisponer desde una interpretación en el Espíritu profundizada y enriquecida por los Padres, la liturgia y los santos. Así las cosas, la aceptación de la Escritura como fuente y alma de la teología no es solo, o principalmente, una cuestión de comprensión de la ciencia exegética, sino ante todo “una cuestión cristológica y pneumatológica que afecta a la revelación trinitaria de Dios y a la acogida y respuesta de esta revelación en la fe”43, pues, si la teología es entendida como “ciencia de la fe”, su fundamento no 42 43

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A. Cordovilla, La Sagrada Escritura, alma de la teología. Ibíd.

puede ser un elemento extraño y ajeno a su ser, sino conforme a su naturaleza y su método. Ciertamente, es posible ver aquí otra de las propuestas del Concilio que han alcanzado una profunda recepción y posibilitado ese “nuevo modo de hacer teología”. El método teológico actual manifiesta, en general, una gran sensibilidad para el pensamiento bíblico, histórico y contextual. Los problemas se plantean más bien en el ámbito del estatuto epistemológico de la propia ciencia bíblica, que en ocasiones se ha cerrado sobre sí, separándose del lugar eclesial y del método teológico. Ya no se considera una parte de la ciencia de la fe, que es la teología. No se puede discutir que la exégesis tiene su propia autonomía, que habrá que respetar, pero para poder desarrollar su rol de “alma de la teología” tendrá que estar dispuesta con humildad a ser una disciplina teológica. Porque nadie introduce en su centro más íntimo una realidad que en el fondo le es ajena y extraña44. Y es ahora cuando se entiende el peso de la afirmación del papa: “Cuando la exégesis no es teología, no puede ser alma de la teología, y viceversa, cuando la teología no es esencialmente interpretación de la Escritura en la Iglesia, esta teología ya no tiene fundamento”45. La interpretación de la Biblia en la Iglesia implica la dimensión histórica que investiga los hechos (fase positiva), la dimensión hermenéutica que interpreta su sentido para la vida humana y la dimensión teológica que acoge en la fe unas palabras humanas como revelación de Dios45. Solo un estudio de la Sagrada Escritura que atraviese este triple momento puede ser “alma” y fundamento de la teología. En último término, es la propia 44 45

Ibíd. Benedicto XVI, Verbum Domini, 35.

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naturaleza de la Sagrada Escritura la que provoca que la teología sea histórica, hermenéutica y fenomenológica46. Recibir el Vaticano II 50 años después, en este ámbito, requerirá que exégetas y teólogos dialoguen sin prejuicios, ayudándose mutuamente para que la exégesis se comprenda mejor como una ciencia teológica y para que la teología se comprenda esencialmente como interpretación de la Escritura.

Otros lugares teológicos a) La historia como lugar teológico. Una teología histórica También aquí estamos ante un lugar común. Con la modernidad, en sentido amplio, el hombre había renunciado a una fundamentación metafísica de su visión de la realidad y de sí mismo (Kant), tratando de entenderse a sí mismo como un ser radicalmente histórico y desde la historia (historicidad) y no como alguien referido a un más allá, a principios metafísicos extraños y lejanos desde los que aclararse a sí mismo48. Este cambio en la mentalidad y en el pensamiento arrastrará consigo el del paradigma central y seno en el cual se movía el pensamiento: el paso de la metafísica a la historia49. Y si, como hemos dicho, la teología que brota del ConciCf. O. González de Cardedal, Fundamentos de cristología I. El Camino, Madrid 2005, pp. 97-110. 47 Cf. J. Vidal-Talens, La fe cristiana y sus coherencias. Cuestiones de teología fundamental, Valencia 2007, pp. 148-171. 48 W. Pannenberg, “Acontecer salvífico e historia”, en íd., Cuestiones fundamentales de teología sistemática, Salamanca 1976, pp. 211-275, aquí 238ss. 49 Este cambio de paradigma, que en el fondo es consecuencia de la Ilustración, fue abrazado en la Iglesia por el Vaticano II. 46

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lio es una teología preocupada por dar razón de la esperanza a los hombres y mujeres de nuestro mundo, era lógico que adoptase este cambio de paradigma tratando de hacerse comprensible dentro del nuevo contexto cultural y filosófico, o al menos dialogar con él. Para ello, trató de concentrarse en el terreno de la historia, partir de la historicidad del hombre y de todo lo humano, y validarse desde ahí. Busca ser una teología que acoja la historia en su corazón, sobre todo la historia de los pobres y los olvidados; una teología que se abra, junto a lo histórico, a lo social, y a la justicia. La recepción de estos planteamientos generó un cambio radical que se ha dejado sentir muy principalmente en la cristología. El centro de sus preocupaciones ya no es –como lo fue durante siglos– la constitución ontológica de la persona de Jesucristo, Dios y hombre, ni el modo como pueden ambas realidades conjuntarse (unión hipostática) y qué adjudicar a cada una. Lo que a la investigación teológica y exegética de este siglo pasado le ha preocupado ha sido precisar el ser histórico de Jesucristo. Este nuevo acento acarrea también sus dificultades. La primera de ella la vio y formuló claramente Lessing en estos términos: “verdades históricas y contingentes no pueden ser prueba de verdades racionales necesarias” 50. Es decir, acontecimientos históricos concretos y particulares no pueden fundamentar afirmaciones universales y absolutas. El problema es claro. Si nuestra epistemología está centrada en la historia de Jesús y pretendemos fundamentar en esa historia concreta y particular afirmaciones universales y absolutas, quedaremos retados por el cuestionamiento de Lessing, y habrá que dar razón de dicha dificultad. Hoy en día, esta problemática sigue viva fundamentalmente al abor50

G. E. Lessing, Escritos filosóficos y teológicos, Madrid 1982, p. 447.

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dar la pretensión de universalidad del cristianismo como verdadero camino de salvación y la existencia de otras religiones, que también son, según el Concilio, camino de salvación51. Todos los estudios e investigaciones actuales sobre el modo justo de articular la confesión de la encarnación del Hijo de Dios en carne humana y “como uno de tantos” –que no es lo mismo que uno cualquiera–, y, al mismo tiempo, de afirmar la irrepetible singularidad de Cristo, están encaminados a dar respuesta a esta doble dificultad52. Merece una especial atención, en este sentido, la teología de Balthasar, que se percata de en qué sentido la reflexión filosófica se encuentra aquí con un límite insuperable: “Para superar este límite hacía falta un milagro que para el pensamiento filosófico resulta inhallable e inimaginable: la unión entitativa de Dios y del hombre en un sujeto, que, como tal, solo podía ser algo irrepetible absolutamente, porque su personalidad humana, sin ser quebrantada ni violentada, sería asumida en la persona divina que en ella se encarnaba y manifestaba”53.

De ahí que presente a Cristo como el que, siendo en persona el universale concretum, puede sacarnos de la aporía. Pues en él tenemos a un hombre concreto y una historia concreta que lo hacen único. Pero además, en esa persona e historia, al mismo tiempo se está revelando de forma definitiva el Dios trino. Esa singularidad que verticalmente desciende desde arriba sobre un momento concreto de la historia (encarnado-crucificado) es 51 Sobre este asunto, véase Comisión Teológica Internacional, El cristianismo y las religiones (1996), recogido en íd., Documentos 1969-96 (edición preparada por C. Pozo), Madrid 1998, pp. 557-604. 52 Véase G. Uríbarri, La singular humanidad de Jesucristo. El tema mayor de la cristología contemporánea, Madrid 2008. 53 H. U. von Balthasar, Teología de la historia, p. 13.

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universalizable horizontalmente por el Espíritu, en todo tiempo y lugar, y es –por ser la imagen (Abbild) del Padre y el arquetipo de la creación (Urbild)–, además del espacio y el fundamento donde todo ha podido ser creado, el sentido y el destino del cosmos, al que desde dentro conduce a su plenitud y consumación54. Con todo, el resultado de este cambio de paradigma cristalizará en la elaboración de lo que justamente podríamos denominar “una teología histórica”. En realidad, toda teología ha de estar necesariamente remitida a la historia de la revelación de Dios, a la carne y a la Palabra. Todo lo que Dios nos ha dicho como salvación y plenitud de la vida humana y como revelación de sí mismo lo ha hecho a través de una historia particular concreta, la de Jesús de Nazaret. Ante ella, la teología queda remitida a los hechos en toda su facticidad y con todo su espesor, así como a los textos que nos la narran. “La historia de la revelación, tal como la entiende la Dei Verbum, está determinada por una relación especial con el pasado, con el tiempo de Jesús y de los apóstoles”55. Pero esa historia no se nos entrega en una forma “pura”, sino en una narración que ella misma es interpretación y que, a su vez, pide ser interpretada. De ahí que la conciencia de la historicidad haya conducido al reconocimiento de la necesidad de la hermenéutica. Una hermenéutica que comienza por la Biblia en general, sigue con las afirmaciones apocalípticas de los evangelios y alcanza al magisterio eclesiástico. La interpretación de estos hechos revelados pedirá, por una parte, un logos de sentido y, por otra, la fe como A. Cordovilla, Gramática de la encarnación, Madrid 2004, p. 415. T. Söding, “El alma de la teología. La unidad de la Sagrada Escritura en la Dei Verbum según Joseph Ratzinger”: Communio, Nueva época 7 (2007) 37-54, aquí 38. 54 55

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principio interno de conocimiento teológico que hace posible que podamos alcanzarlo. Preciosamente lo ha sabido expresar Balthasar en ese artículo magnífico que es El lugar de la teología: “Comprendemos la revelación en carne y letra si estamos dispuestos a abrirnos, en la finitud de estas, a la infinitud de la Verdad divina, que se identifica con la Persona divina del Hijo”56.

b) La experiencia como lugar teológico. Una teología de santos El segundo gran “lugar para la teología” al que apunta el Concilio es la experiencia. Y esto en dos sentidos. Uno, partiendo de la experiencia humana como ese lugar donde se clarifica el sentido cristiano y situando como un elemento central del quehacer teológico la pregunta por el significado y la relevancia que la revelación de Dios tiene para nuestra vida en el mundo de hoy. Se ponía así en el centro de la teología la persona humana y su experiencia, lo cual supuso un logro monumental para la teología católica. El segundo sentido con el que es contemplada la experiencia cristiana es como fuente para la reflexión teológica. La Dei Verbum afronta esta cuestión –que no ha estado ausente de problematicidad– en el contexto del capítulo II, sobre la transmisión de la revelación divina. Cuando aborda la cuestión de la tradición apostólica, el Concilio afirma que esta “va creciendo en la Iglesia con la ayuda del Espíritu Santo”, y especifica el “cómo” añadiendo: “crece la comprensión de las palabras e instituciones transmitidas cuando los fieles las 56

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H. U. von Balthasar, El lugar de la teología en Verbum Caro, p. 160.

contemplan y estudian repasándolas en su corazón (cf. Lc 2,19.51)”. Es decir, en la experiencia religiosa de cada creyente, en su escucha contemplativa de la Palabra y en la experiencia interior de encuentro con Cristo, el Espíritu lo ilumina y convierte en una fuente de enriquecimiento para la tradición viva de la Iglesia y, por lo tanto, también para la teología. En este sentido se pronunciaban tanto Congar como Balthasar al afirmar que la vida de los santos podía ser contemplada como teología en vivo: ellos pueden ser considerados –en definitiva– los verdaderos teólogos y, al mismo tiempo, sus existencias, sus experiencias, ser “fuente” también para la teología.

c) Nuevos lugares de inserción del teólogo En tercer lugar, tras el Concilio van a ir apareciendo nuevos lugares de inserción del teólogo, que se convierte en cierto sentido también en “nuevos lugares teológicos”. Con esta fórmula queremos designar –siguiendo a Olegario González de Cardedal– “los contextos en los que se elabora la teología. Y no solo en el sentido de que se haga o se fabrique allí, sino que contiene y ofrece las condiciones de posibilidad objetiva y subjetiva para que el Evangelio sea descubierto como potencia de salvación para todo el que cree”57. Los lugares clásicos de la teología siguen siendo, después del Concilio, la contemplación en el monasterio, la reflexión en la universidad y la acción en la vida pública. Si para el primero el objeto central de la teología es el Dios adorado con amor, y para el segundo el recibido en los artículos de fe y explicitado por la razón, para el tercero lo son el testimonio del hombre creyen57

O. González de Cardedal, “El quehacer de la teología”, p. 580.

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te y la acción de la Iglesia, que activan esa fe en Dios mediante la praxis histórica58. Consciente de la necesidad de dar respuesta al clamor, a las necesidades y a las esperanzas de los hombres, el Vaticano II se mostró muy sensible a las situaciones concretas que precisan una respuesta liberadora discernida desde el Evangelio. Así, en GS se lee: “Para cumplir esta misión, es deber permanente de la Iglesia escrutar a fondo los signos de la época e interpretarlos a la luz del Evangelio, de forma que, acomodándose a cada generación, pueda la Iglesia responder a los perennes interrogantes de la humanidad sobre el sentido de la vida presente y de la futura y sobre la mutua relación de ambas” (GS 4).

Es decir, la Iglesia opta por un anuncio siempre situado del mensaje de Jesús, en lugar de por una predicación de verdades eternas. Por una atención activa a “los signos de los tiempos”, es decir, al Dios que se revela en la historia y tiene una palabra para nosotros a través de la misma historia, y se hace más consciente de la necesidad de contextualizar la teología. Esta ha sido una de las grandes aportaciones del Concilio, y en general hay que decir que la recepción en este sentido ha sido muy fructuosa para la teología. Esto quiere decir que no se expondrá el mismo “catecismo”59 con los mismos énfasis y el mismo orden en toda circunstancia geográfica, cultural, social e histórica, sino precisamente lo contrario: se buscará, conforme a la lectura de los signos de los tiempos, un anuncio “acomodado” a las circunstancias históricas: los tiempos, perIbíd., 581. Esta sería la objeción más seria al Catecismo de la Iglesia católica, pues la comunión de fe se apoya en el símbolo y en la comunión entre los obispos y las Iglesias, sin imponer una misma interpretación del credo. 58 59

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sonas y lugares. Esta conciencia dará origen también a la legitimidad y necesidad de teologías locales y de acentos diversos en las Iglesias locales, lo que representa una auténtica autonomía de las Iglesias locales. Detrás late todo el tema de la inculturación y, naturalmente, la renuncia a la uniformidad: litúrgica, doctrinal, etc. Por tanto, ya no priman en la presentación de la fe una serie de verdades intemporales y eternas, inmutables y bien estructuradas y enlazadas, sino la presentación de una historia interpretada y adaptada a una situación cultural. Desde este enfoque surge el problema de precisar en qué medida el compromiso histórico que se ha reconocido que el mensaje del Reino de Jesús pide, contribuye decisivamente a este Reino, que en definitiva es obra de Dios. Y en qué medida lo que esperamos y por lo que nos empeñamos no es un logro histórico, sino la bondad de Dios que supera la historia y la vida terrena. La constitución pastoral Gaudium et spes parece consagrar esa posición mayoritaria encarnacionista al defender de forma muy matizada que “la espera de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien avivar, la preocupación de perfeccionar esta tierra, donde crece el cuerpo de la nueva familia humana, el cual puede de alguna manera anticipar un vislumbre del siglo nuevo”. Y añade a continuación: “Por ello, aunque hay que distinguir cuidadosamente progreso temporal y crecimiento del Reino de Cristo, sin embargo, el primero, en cuanto puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa en gran medida al Reino de Dios” (GS 39).

Sí enfatiza claramente que el anuncio de lo cristiano y la vida de los mismos creyentes no puede reducirse a asentir a unas proposiciones sobre el más allá, viviendo centrados exclusivamente en ellas y despreciando lo terreno. El anuncio del Reino debe ir acompañado 179

de la contribución a la mejora de la sociedad humana, si bien no se puede identificar sin más el Reino con la mejora de la sociedad humana. La consecuencia inmediata: la irrenunciabilidad de la articulación “esperanza e historia” o la necesidad de pensar y vivir la dimensión política de la fe. El Vaticano II se ha situado en el lado de una concepción sintética de la relación entre historia profana e historia de la salvación60. Naturalmente, una concepción sintética que no las identifica, sino que pide vivir y pensar su articulación, pues ahí está la clave: en la articulación lúcida, teológica y consecuente de estos extremos. Evidentemente, la fe no se agota en la justicia, pero debe conducir a una práctica de la justicia. Sí afirma el Concilio la importancia de la vida política y la contribución que han de hacer los cristianos y la Iglesia en este ámbito (GS 73-76). Así, el Concilio dará pie también a la teología de las realidades temporales 61: la teología de las realidades terrenas (Thils), la teología del trabajo (Chenu), la teología de la historia (Danielou, Von Balthasar), la teología del laicado (Congar), la antropología teológica (Rahner). Este nuevo planteamiento suscitó primero una teología crítica y después una teología política (Metz) 62 que, pasando por la teología de la esperanza de Moltmann63, desembocará en la teología de la liberación de América 60

Cf. K. Rahner, “Historia del mundo e historia de la salvación”, en Escritos de teología V, Madrid 1964, pp. 115-134. 61 M.-D. Chenu, Pour une théologie du travail, París 1955; J. Alfaro, Hacia una teología del progreso humano, Barcelona 1969. 62 J. B. Metz, Teología del mundo, Salamanca, Sígueme, 21971; íd., La fe en la historia y la sociedad: esbozo de una teología política fundamental para nuestro tiempo, Madrid 1979. 63 J. Moltmann, Teología de la esperanza, Salamanca 1999 (orig. 1964); íd., Teología y Reino de Dios, Salamanca 1974.

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latina, con Gustavo Gutiérrez64 como iniciador y exponente más significativo, así como otra serie de teologías contextuales, tales como por ejemplo la teología feminista. La teología de la liberación es un ejemplo claro de una teología que surge en uno de estos “nuevos lugares teológicos”, con una matriz netamente histórica. La experiencia histórica de los pobres de la tierra está en su origen, junto a una experiencia teológica centrada en el Dios de la vida y una referencia cristológica en la vida de Jesús, que vivió con los marginados y compartió con ellos el destino hasta el final de sus días. Desde ahí emerge una imagen de Iglesia que se siente invitada a una decisión: estar al lado de los pobres y al servicio preferencial de aquellos que padecen las consecuencias de los ídolos de la muerte en contra del proyecto del Dios de la vida. Esta situación es reflexionada in situ, en la inmersión solidaria y responsable de los pobres, compartiéndola con ellos. Esto exigía entenderla, interpretarla y conocer sus causas, para proponer soluciones y comprometerse arriesgadamente con ella. Solo así era posible llevar una palabra de salvación que al mismo tiempo fuera logos de verdad a esta historia concreta65. El método de pensamiento, por lo tanto, avanza desde la praxis histórica transformadora de la injusticia hacia el sentido que de ella nace pensando desde los pobres servidos. Así nace “una nueva forma de quehacer teológico, establecido de manera triple como análisis técnicopolítico del mundo real; como interpretación de su sentido desde la experiencia cristiana originaria y normativa; como programación práctica tanto en el orden social y cultural como en el orden pastoral. La teología ejerce y 64 Cf. G. Gutiérrez, Teología de la liberación. Perspectivas, Sígueme, Salamanca 1972. 65 Cf. O. González de Cardedal, “El quehacer de la teología”, p. 596.

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utiliza una triple mediación: social-científica, hermenéutica y práctica”66. Al mismo tiempo, se trata de una teología contextual e inculturada en una situación histórica precisa. Sin embargo, el manejo de las mediaciones necesarias y legítimas para la esperanza cristiana ha exigido un discernimiento continuo, nunca fácil. Y menos en el decenio 1960-1970, en un momento sociopolítico en el que los ideales de un marxismo humanista habían sido compartidos por muchos como evidencias históricas definitivamente logradas. De ahí que en 1976 la Comisión Teológica Internacional (CTI) publicara un documento sobre “Promoción humana y salvación cristiana” en el que pone de nuevo de relieve el problema, señalando que “la reflexión sobre la relación entre la salvación operada por Dios y la acción liberadora del hombre muestra la necesidad de definir más exactamente las relaciones existentes entre la promoción humana y esta salvación, entre la construcción del mundo y el cumplimiento escatológico”67. Es muy significativa a este respecto la posición de la CTI; manteniendo desde un punto de vista formal con toda claridad “que la relación entre el Reino de Dios y la historia no se puede anunciar ni bajo la forma de un monismo ni bajo la de un dualismo”, añade, incluso corrigiendo lo que es general interpretación de la doctrina del Vaticano II, que en el momento actual –léase 1976– el énfasis hay que ponerlo en la distinción o diferencia: “De un modo general, los textos del Concilio Vaticano II se interpretan como si sugiriesen mas bien una armonía Ibíd. Documentos 1969-1996. Veinticinco años de servicio a la teología de la Iglesia, Madrid 1998, pp. 147ss. 66 67

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entre el esfuerzo humano de construcción del mundo y la salvación escatológica en respuesta a una dicotomía abusiva. Hoy día [...] conviene más bien poner de relieve con mayor claridad y vigor lo que las diferencia”68.

Y, sin embargo, las enseñanzas del Concilio en este sentido se encuentran claramente expresadas y resumidas en el decreto Apostolicam actuositatem 5, sobre el apostolado de los laicos: “La obra de la redención de Cristo, mientras tiende de por sí a salvar a los hombres, se propone la restauración incluso de todo el orden temporal. Por lo tanto, la misión de la Iglesia no es solo anunciar el mensaje de Cristo y su gracia a los hombres, sino también impregnar y perfeccionar todo el orden temporal con espíritu evangélico. [...] Aunque estas estructuras [el orden espiritual y el orden temporal] sean distintas, se compenetran de tal forma en el único designio de Dios que el mismo Dios busca reasumir en Cristo todo el mundo en la nueva creatura, incoativamente en la tierra, plenamente en el último día”.

Otra situación muy distinta respecto a esta problemática es la del momento actual, tras el hundimiento de los países socialistas y el derrumbe del proyecto político marxista, que ciertamente pediría repensar las posturas y retomar la vía de solución que el principio de Calcedonia nos ofrece: unidad sin confusión, distinción sin separación. Unidad, ciertamente, puesto que el crecimiento del Reino es un proceso que se da históricamente en la liberación, pero sin confusión, ya que no estamos ante una identificación: aunque “el hecho histórico, político, liberador, es crecimiento del Reino... no es la llegada del Reino”; aunque es acontecer salvífico, no es “toda la salvación”. Distinción, ciertamente, pero sin separación, ya que se hace “en una perspectiva dinámica que no tiene nada 68

Ibíd.

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que ver con aquella que sostiene la existencia de dos ‘órdenes’ yuxtapuestos...” 69.

Otro modo de acceder a la cuestión de la salvación. Una teología salvífica y pastoral El Concilio va a suponer, respecto a la cuestión de la salvación, el paso de una teología preocupada fundamentalmente por la salvación individual de las almas, en un sentido puramente trascendente, a lo que en palabras de Rahner fue una de las cuestiones en las que el Concilio colmó sus esperanzas: la apertura a la idea de la salvación universal como centro del proyecto divino, con las consecuencias que esto tendrá para el ecumenismo, el diálogo interreligioso y la confrontación con los increyentes.

a) El carácter salvífico, condición de inteligibilidad de la teología y criterio de cientificidad El largo período postridentino de contrarreforma, eurocéntrico y dominado por una espiritualidad y una teología “anti”, sufre un vuelco definitivo del que nacen una teología y una espiritualidad de carácter fundamentalmente salvífico y pastoral. Si la verdad de la Escritura es de carácter salvífico, la teología que descansa en ella ha de ser necesariamente soteriológica y pastoral. Mostrar esa intrínseca e inseparable conexión de todos los tratados dogmáticos con 69 G. Gutiérrez, Teología de la liberación. Perspectivas, Sígueme, Salamanca 1972, pp. 238-240, retomado por J. Ratzinger en Política y salvación: acerca de la relación de la fe, lo racional y lo irracional en la llamada teología de la liberación (1986).

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la historia de la salvación ha sido el gran acierto de los mejores manuales de teología postconciliar70 en su intento de dar respuesta a las preguntas definitivas del ser humano: “¿Qué y quién es Dios para que sea posible la salvación definitiva en Jesucristo y la divinización en el Espíritu? ¿Qué y quién es el hombre, que por un lado está radicalmente necesitado de salvación, ya que él no puede llevarse a sí mismo a su plenitud, y por otro lado esta salvación le alcanza gratuitamente sin anular su libertad y conduciéndole a una plenitud que, aunque deseada y atisbada, desborda aquello que el podía pensar y desear?”71. Toda la teología es soteriológica, en el sentido de que solo en su significación “para nosotros” llega a ser inteligible cualquier contenido de la fe. Cuando Rahner formuló el famoso axioma de la teología trinitaria, su intención primera era poner de relieve la significación salvífica que la doctrina trinitaria tiene para la teología, la vida cristiana y la comprensión de la realidad, haciendo del Dios uno y trino el fundamento trascendente de la historia de la salvación. También Adolph Gesché ha insistido en este carácter salvífico de la teología como criterio de su cientificidad. El estatuto científico de la teología no lo da una mera conceptualización rigurosa y exacta a imagen y semejanza de las ciencias experimentales, sino lo que Gesché denomina “el principio de capacidad salvífica”, es decir, su capacidad para invitar a la salvación. Justamente en el hecho de ser una ciencia inexacta (inadaequatio) encuentra la teología la Cf. J. Feiner – M. Löhrer (eds.), Mysterium Salutis. Manual de teología como historia de la salvación I-V, Madrid 1965 (en perspectiva sistemática desde la categoría historia de la salvación); B. Sesboüé (dir.), Historia de los dogmas: 1. El Dios de la salvación; 2. El hombre y su salvación; 3. Los signos de la salvación; 4. La Palabra de la salvación (desde una perspectiva histórica más centrada en el desarrollo del dogma). 71 A Cordovilla, La Sagrada Escritura, alma de la teología. 70

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única forma de exactitud que le es propia (adaequatio): la inexactitud del agustiniano “si comprehendis no est Deus”. “En teología es justo y bueno, equitativo y saludable lo que lleva a la salvación. Y en este principio, en esta prioridad, es donde la teología puede encontrar la primera palabra de su justificación y la última de su revivificación”72.

b) La salvación contemplada con un concepto “global”. A partir del Concilio se ha ido desarrollando, paralelamente a la relativización de la problemática de la salvación personal de corte individualista que había marcado la teología preconciliar, una nueva comprensión de la salvación mucho más bíblica y holística, como un concepto englobante de toda la realidad intrínsecamente social y mundano. Por una parte, se hace claro que el proyecto salvífico de Dios es más que redención de los pecados. La salvación no es tan solo sustracción de la negatividad de nuestra vida, sino que posee también una dimensión positiva de acrecentamiento que le es propia, el proyecto divino de participar al hombre su vida y gloria (la divinización). Hoy se tiende a privilegiar el discurso de la liberación sobre el discurso de la salvación, que aparece como algo mucho más concreto y operativo que este, y que además es capaz de un consenso mucho más unánime que el que adquiriríamos si nos preguntáramos qué desearíamos para alcanzar la felicidad. Sin embargo, el ser humano aspira no solo a la liberación del mal moral, físico, social, estructural (categoría negativa); sueña también con la sal72 A. Gesché, “Teología dogmática”, en Iniciación a la práctica de la teología I, Madrid 31984, p. 288.

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vación (categoría positiva); desea la felicidad, que no es la simple ausencia del mal, sino la presencia del bien; aspira a una situación consolidada en la plenitud vital (Ruiz de la Peña). Por otra parte, la salvación no sería tal si se regionalizase; cuando se la convierte en un asunto sectorial, se desvanece. Si el ser humano se define por ser, a la vez y esencialmente, personal, social y mundano, la salvación tiene que alcanzar ese triple estrato de lo humano; en otros términos, ha de ser, irrenunciablemente, salvación de la persona, de la sociedad y de la realidad. Un proyecto liberador puede ser auténtico siendo parcial; el proyecto salvífico se juega a una carta: o todo o nada. Si la debilidad más grande de la soteriología tradicional fue su incapacidad para ensanchar la relevancia de la salvación cristiana desde su dimensión personal-subjetiva y trascendente al ámbito sociopolítico e histórico, quizás el peligro hoy esté en una ignorancia de estas dimensiones. Confesar a Jesucristo como salvador significa creer que el sinsentido, la alienación y el dolor pueden ser vencidos; exige, por tanto, no resignarse pasivamente ante la persistente emergencia de estos fenómenos. Participar en la vida de Jesús (eso es la salvación, señalábamos antes) significa compartir con él la suerte de los desventurados de este mundo, oponerse junto a él al poder que oprime y aliena, negarse a emitir un veredicto indiscriminado de inocencia universal, denunciar el mal (cualquier mal) y hacerle frente hasta el punto de ser, llegado el caso, su víctima, como Jesús lo fue. La palabra que proclama el Evangelio de salvación es sacramento; ha de obrar lo que significa, luego se confesará verazmente solo en tanto en cuanto verifique sus contenidos actuándolos, haciéndolos sobrevenir. Y tal compromiso será comunicador de salvación en la medida en que esté animado por el amor. Y es precisamente en este punto 187

donde la fe cristiana hace entrar en juego categorías en apariencia tan socialmente irrelevantes como las de justificación, gracia, filiación adoptiva, etc. Porque, según el NT, el hombre no puede extraer de su interior la generosidad del amor gratuito, la capacidad de la entrega de la vida a fondo perdido, el coraje para la esperanza en las situaciones desesperadas. Todas estas actitudes, necesarias para cambiar la realidad y hacer, ya ahora, un mundo y una historia nuevos, no surgen connaturalmente de la entraña de lo humano, sino que nos son accesibles desde la vida nueva de Cristo resucitado. Han de ser, pues, acogidas como puro don. A diferencia de los titanismos prometeicos, el cristianismo cree que, para poder dar, hay que aprender a recibir. Para darse enteramente, hay que comprenderse como enteramente dado; solo quien ha llegado a la suprema humildad de entender la propia vida como recibida podrá vivirla auténticamente como autodonación. A partir de aquí, la teología cristiana de la salvación es ya inseparable de las praxis históricas de liberación; la gramática soteriológica tiende, por su propia dinámica, a articularse en signos liberadores. El reto para nuestro hoy, desde esta comprensión recuperada de la dimensión de acrecentamiento que le es propia a la salvación y, al mismo tiempo, desde la certeza de que dicha salvación no es tal si no toma forma concreta e histórica en gestos liberadores, es más bien despertar el deseo de salvación en una sociedad sobresaturada de cosas, de experiencias, y en la que la conciencia de “incompletez” es muy frágil y poco consciente.

Otra tierra... otro marco hermenéutico El Vaticano II se fue insertando en nuestra historia de modo dinámico, y no solo como un factor más de un momento decisivo, sino como un motor poderoso para 188

catalizar el cambio. Una teología en emergencia, junto a la necesidad de una nueva “primavera para la Iglesia”, en una sociedad que estaba en clara transformación... fueron el marco hermenéutico en el que la teología del postConcilio pudo ejercer su misión más propia. Decía Olegario González de Cardedal, en una entrevista para Religión Digital con ocasión de la presentación de su libro La teología en España (1959-2009), justificando la elección de las fechas del título, que “ya no estamos después de Franco, ya no estamos después del Concilio, ya no estamos después de la Transición. Hay que comenzar tierra nueva”. Sí; ciertamente, hay una nueva tierra bajo nuestros pies. Tierra nueva, es decir, un nuevo espacio teológico, un nuevo momento... que nos obliga a pensar en otras claves, pero también a no perder el fuego que alumbró el Concilio. No solo porque nuestro contexto sea diverso, y los tiempos, y la situación social y política... También porque en estos 50 años el Concilio ha ido penetrando poco a poco en nuestras conciencias y en nuestro modo de vivir como creyentes, en nuestra imagen de Dios y de la Iglesia, en nuestra manera de celebrar y de comprometernos con nuestro mundo y con nuestra historia... Con muchas deficiencias, con no pocos excesos... En muchas ocasiones modificando solo lo “aparente y superficial”, sin llegar a penetrar en el fondo de las cuestiones en juego o sin el necesario discernimiento crítico. Estamos suficientemente lejos de los debates ideológicos de otros momentos, de los costos y perplejidades que suscitó su novedad, de los rechazos virulentos..., pero también sin la radicalidad, el fuego y la ilusión de quien ha abierto una puerta que le muestra un horizonte bellísimo de vida y posibilidades para la Iglesia, y carga sobre sus hombros la responsabilidad y el esfuerzo de transmitir a otros aquello que ha visto... 189

¡y ni siquiera con esa cierta frustración que acompañó a quienes fueron testigos presenciales... años después! Sin duda, el Concilio dejó abiertas e irresolutas muchas cuestiones. Algunas hoy ya no lo son; otras no han logrado avanzar en la medida del sueño y las esperanzas que se habían despertado, pero, sobre todo, hay en este tiempo presente “nuevas necesidades”... nuevas esperanzas, nuevos sufrimientos en los hombres y mujeres de nuestro mundo.

a) ¿Qué significa esta nueva tierra? Significa en primer lugar que la teología no se hace en el vacío ni es un soliloquio racional del teólogo consigo mismo y con la racionalidad de la fe. La teología es siempre diálogo y es siempre respuesta. Respuesta en primer lugar al Dios que se nos revela, pero respuesta también como responsabilidad que se recibe para otros, en función de otros... De ahí que su quehacer no pueda desarrollarse sino en el espacio de intersección que delimitan tres grandes ámbitos de realidad: universidad, sociedad e Iglesia, de los que la teología recibe el método, el lenguaje, la sensibilidad..., para los que habla y escribe... y que, en definitiva, se convierten en su marco hermenéutico73. Un marco hermenéutico cambiante que marca también esa “otra forma de hacer teología”, pues a lo largo del pensamiento cristiano si algo se ha ido haciendo claro es que los fenómenos teológicos son inseparables de los enraizamientos y condicionamientos étnicos y culturales, sociales, políticos y económicos. El mundo actual está marcado por la pluriculturalidad. Convivimos en medio de la diversidad cultural. 73

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O. González de Cardedal, “El quehacer de la teología”, passim.

“La pluriculturalidad no es, a su vez, sino una manifestación de una pluralidad que se hace visible en la pluriformidad y entrelazamiento de las manifestaciones de la realidad en los niveles políticos, sociales, económicos y espiritual-cosmovisivos, en la disponibilidad y saturación del mercado de las ideologías o en la interpenetración de los distintos grupos humanos en un mismo mundo que dispone, aunque muy desigualmente, de estrechas e interdependientes estructuras de información, relación y comunicación”74. Los medios de comunicación, tanto los audiovisuales como los de transporte, la realidad de movimientos migratorios, nos exponen constantemente al influjo de otras culturas. Además, la sociedad posmoderna en la que nos movemos se caracteriza por la fragmentación de cosmovisiones globales, la relativización de cualquier absoluto y la consiguiente flexibilidad frente a diversas opciones, entre ellas las diversas ofertas religiosas, en un mundo multiétnico, multicultural y multirreligioso. Estas circunstancias culturales señalan “un cambio de paradigma en la forma de aproximación a la realidad y en su interpretación, dada la orientación hermenéutica y semiológica de los actuales marcos de pensamiento que privilegian el sentido de la experiencia humana y su significado en una realidad que se reconoce condicionada por el devenir histórico y que es, por lo tanto, diversa y plural”75, y que como veremos están afectando también al modo de hacer teología y a sus criterios de verificación. 74 J. J. Alemany, El diálogo interreligioso en el Magisterio de la Iglesia, BTC, Madrid 2001, p. 78. 75 I. Corpas de Posada, “Mujeres teólogas: ¿cuál es nuestra identidad y nuestro aporte al quehacer teológico?”: Franciscanum 51/151 (enero-junio 2009) 37-76.

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El nuestro, además, es un tiempo de decadencia política, filosófica, cultural y teológica, coronado por la crisis económica. No hay un horizonte claro, ni en la cultura, ni en la sociedad, ¡ni tan siquiera en los mercados! Islotes aislados de pensamiento fragmentado y ensayos continuos de sistemas pedagógicos y de gestión consumen las ya no muchas energías y fuerzas del mundo académico. A eso se añaden crisis y carencias profundas en la Iglesia, afectada también por las coordenadas en medio de las que vive. Los que se dedican a las ciencias teológicas tienen que ser hoy profesionales con un nuevo perfil, aquí en Europa diseñado en parte por Bolonia, en parte por las exigencias que brotan de la necesidad de que la teología sea reconocida en el mundo universitario como un ámbito de conocimiento propio. Ya el Concilio los había invitado a “colaborar [con empeño] con los hombres versados en otras materias, poniendo en común sus energías y puntos de vista” (GS 62). Pero esta tarea se dibuja cada vez más difícil. La situación religiosa en el contexto de “la construcción social de la realidad” (P. L. Berger y Th. Luckmann) hace que el tema religioso se haya convertido en efímero y opinable. Paradójicamente, en un momento en el que la ignorancia religiosa se ha extendido más en nuestras sociedades, todo el mundo parece sentirse poseedor de criterios de juicio y el propio “conocimiento teológico se ha hecho esotérico y, como tal, opinable y discutible”76. Ante esta situación, en la Iglesia han aparecido posturas diversas, bien sea de resistencia, con cierta beligerancia hacia el mundo; bien de rendición, con posicionamientos light de tipo meramente “adaptacionista” o de “liquidación total”; bien caminos ambiguos y estratégicos que tienen el peligro 76 E. Vilanova, “Introducción”, en J. Bosch (ed.), Diccionario de teólogos/as contemporáneos.

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de alimentar una tendencia de la época, convirtiendo a los fieles en puros consumidores de religión. La propia teología, en medio de esta situación difusa cultural y eclesialmente, y a pesar de los intentos de revistas teológicas internacionales como Concilium y Communio, en lugar de hacerse más universal –como cabría esperar de un mundo cada vez más globalizado–, ha sufrido una fuerte regionalización y no ha cesado de particularizarse según los aires culturales y geográficos. Las ciencias humanas, la conciencia política, la vida de la Iglesia, afectan de manera desigual a estos diversos espacios. Las evoluciones sociales y los cambios del estatuto profesional de los teólogos llevan, en ocasiones, a caer de un modo simplista en formulaciones dicotómicas que distinguen escuetamente entre una teología rica y una teología pobre. Geográficamente podríamos diferenciar, al menos en Occidente, dos zonas77 (conscientes de que el Oriente europeo merecería una referencia, porque está en una situación peculiar respecto al resto de Europa, y de que otro tanto habría que decir de las situaciones emergentes de la teología en Asia y en África). Un primer ámbito espacial sería el formado por Alemania, Holanda, Bélgica, Estados Unidos y Canadá, donde la estructura universitaria de la teología está reforzada gracias a los numerosos estudiantes laicos inscritos en las facultades de teología, que, por una parte, desclericalizan el ambiente y, por otra, acentúan su carácter académico. Francia, Italia y España constituyen una segunda zona, en la que la situación es muy distinta. La desaparición de muchos seminarios ha convertido a muchos profesores de teología en animadores pastorales. Pese a 77

Ibíd., p. 13-14.

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que la existencia de facultades (en el caso de España constantemente incrementadas) no ha dejado desaparecer el academicismo, a menudo ha tenido lugar un desplazamiento de la primacía de la reflexión sistemática a una atención privilegiada a lo vivencial y a la experiencia de la fe (algo similar podría decirse grosso modo de Latinoamérica)78. El post-Concilio se había caracterizado por una desbordante exuberancia en la producción teológica y por una aceptación –si no total, al menos notable– de teólogos como K. Rahner, E. Schillebeeckx, Yves Congar, H. Küng... que hacía pensar que esta teología se abriría paso victoriosa sobre otros intentos, como esa “teología una” que posteriormente habría que desarrollar. Pero las cosas no fueron así y, “50 años después del Concilio”, uno de los rasgos que más marcadamente sigue caracterizando esta nueva tierra en la que hoy somos invitados a teologar es el “pluralismo teológico”.

b) Pluralismo teológico Se trata de un pluralismo que, si bien conoce en la actualidad una diversidad desconcertante, ya había sido identificado y analizado proféticamente por Karl Rahner79 apenas a una década del Concilio. Este pluralismo, tal vez hoy algo menos beligerante, es una prueba evidente de ese “otro modo de hacer teología” que ha seguido a los primeros años del post-Concilio y que, a su vez, genera necesariamente “otra forma teológica”. La teología actual es, pues, diversa, situada, histórica, y está enmarcada en un mundo pluralista y surge –no Ibíd. Cf. K. Rahner, “El pluralismo en teología y la unidad de confesión en la Iglesia”: Concilium 46 (1969) 427-448, al que sigo en esta parte. 78 79

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siempre, pero en gran medida– como respuesta a las nuevas preguntas que los hombres y las mujeres se plantean y a los problemas que ellos y ellas viven. Y uno de los datos objetivos que se va imponiendo en la vida concreta de nuestra Iglesia es la presencia de este “pluralismo en teología”, que despierta no pocos interrogantes, tanto a la autoridad eclesial como a los creyentes, respecto a la posibilidad de vivirlo sin dañar la unidad de la confesión de fe. El pluralismo actual difiere, además, cualitativamente de lo que antaño pudiera haberse denominado “pluralismo de escuelas”. Entonces, las tesis contrapuestas de los teólogos surgían y se debatían “en un horizonte común de presupuestos, conceptos y planteamientos compartidos”80. La terminología, los supuestos filosóficos, el medio lingüístico y el sentido de la vida no eran objeto de reflexión ni de confrontación, pues eran compartidos. En la actualidad, ese horizonte común no existe y los auténticos frentes teológicos rebasan hoy los límites confesionales. Por otra parte, el material histórico y la complejidad de los métodos de cada disciplina teológica son tan vastos que resultan inabarcables para un solo individuo. Los intentos de generar grupos de investigación teológica, si bien palían en alguna medida esta dificultad, tampoco llegan a resolverla y suponen una novedad tal en los ámbitos teológicos tradicionales que no es fácil ir descubriendo esa “otra forma” de hacer teología que implica salir de la soledad de la propia celda de pensamiento y entrar en un diálogo fecundo con los colegas no solo como punto de partida de la reflexión, sino como elemento constitutivo del propio método de trabajo. La filosofía, como medio necesario para que el teólogo pueda desempeñar su cometido, es también de tal 80

Ibíd., p. 429.

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pluralidad que la imposibilidad de manejar “la filosofía toda” obliga a la elección de una filosofía determinada o a sucumbir a la tentación ecléctica. Esto donde la filosofía es aún asumida como lugar necesario de confrontación, pues también hay un número importante de teólogos que se pregunta por las posibilidades de una teología sin metafísica. Esta pierde su plausibilidad en un mundo en el que los avances técnicos y el análisis científico parecen no necesitarla para dominarlo, pero, sin el esqueleto metafísico, el peligro para la teología es terminar funcionando como una ideología más81. Las ciencias modernas, las ciencias del hombre (investigaciones históricas, demográficas, sociales, económicas, políticas, psicológicas, estadísticas, lingüísticas...), emancipadas también de la filosofía, atraen con su éxito al teólogo, que si bien debería permanecer en un estrecho contacto y diálogo con todas ellas82, en realidad les ha traspasado las funciones que antaño realizaba la metafísica. La absoluta seguridad en sus objetivos, métodos y resultados que manifiestan las ciencias deductivas y empírico-formales ha conducido a la teología bien a la afirmación agresiva como respuesta, bien a una actitud de “acompasamiento, adaptación de métodos, de legitimación por la convalidación recibida por ellas”, que desemboca en último término en una subor81 “No se puede pensar sin otorgar crédito a una realidad que no sostenemos nosotros pensándola a ella, sino que ella nos sostiene a nosotros pensándonos; no se puede creer sin asumir la entera realidad en su consistencia y fundamentalidad, en su relación y finalidad... No hay generación histórica ni forma de fe o Iglesia que no vivan de su filosofía explícita o implícita, de su metafísica encubierta o proclamada” (O. González de Cardedal, “El quehacer de la teología”, pp. 552-553). “La abstención de una decisión conceptiva del mundo es una decisión. Y la peor de todas” (K. Rahner, “Sobre la posibilidad de la fe hoy”, en Escritos de teología V, pp. 17-18). 82 Cf. K. Rahner, El pluralismo en teología y la unidad de confesión en la Iglesia, p. 430.

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dinación implícita o explícita, que la esteriliza y anula al empeñarse, más allá del diálogo y la colaboración posible, a autocomprenderse y a buscar un reconocimiento y aceptación social por relación a ellas, asumiendo sus métodos y resultados cuantificables83. Lo que se pone de relieve es que la teología no es una ciencia en el sentido moderno del término y que lo que se le pide al entrar en diálogo con otras ciencias es que redescubra su verdadera vocación y tarea no como rival agresiva de las demás, sino ofertando su sabiduría, siendo memoria del Evangelio y conciencia crítica de la fe personal y colectiva. Renunciar al lenguaje de la demostración y recuperar su dimensión profética, sin abdicar de ser un discurso que interpela al ser humano en nombre de una presencia que la razón no puede rechazar. Las consecuencias de este cambio cultural en los diversos posicionamientos de carácter metodológico y hermenéutico de las teologías enfatizan “que no existe en el modo de entender las cosas un horizonte compartido dentro del cual, y como posesión común... puedan ser disputadas formulaciones concretas”84, y por tanto las visiones teológicas explicativas de la fe se hallan no como antes una enfrente de otra, sino como yuxtapuestas, sin una medida común, sin un puente que medie entre ellas. A esto hay que añadirle el desasosiego que genera esta incapacidad de asimilar lo extraño y dispar de una teología contrapuesta85, dificultando el diálogo y haciendo casi imposible la réplica de una visión dispar, que, sin embargo, no es lícito ignorar, puesto 83

O. González de Cardedal, “El quehacer de la teología”, p. 558. K. Rahner, El pluralismo en teología y la unidad de confesión en la Iglesia, p. 431. 85 Cf. ibíd., p. 433. 84

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que tiene la pretensión de reflexionar sobre la misma confesión de fe. ¿Qué hacer en esta situación? ¿Es posible conformarse con tomar cuenta de ella y de este nuestro “nuevo modo” de hacer teología? En primer lugar habrá que percatarse de que su existencia no pone ante nuestra mirada una situación estática que hay que aceptar sin más, sino que debería lanzarnos a un compromiso mucho más profundo y radical de diálogo interno. Ahora bien, si es verdad –como decía Rahner– que “el pluralismo teológico es la toma de conciencia de un estado pasional en el orden gnoseológico en el que se encuentran el cristiano individual, el teólogo y la misma convicción teológica de la Iglesia”86, entonces habría que decir que el pluralismo es una de esas realidades que, por ser propias de la historicidad del ser humano, nunca serán superadas de tal modo que dejen de existir y, sin embargo, han de ser afrontadas. La cuestión de su existencia nos conduce inmediatamente a la pregunta por las relaciones entre teología y magisterio. Ahora bien, aceptar la realidad de pluralismo teológico como “inevitable” no significa que su existencia legitime una tolerancia condescendiente que invalide la intervención del magisterio, pues “si en la relación mutua entre confesión y teología no fuera posible distinguir adecuada y reflejamente ambas dimensiones en cada caso concreto, no podría mantenerse en pie la unidad de confesión constitutiva de la Iglesia”87. Ahora bien, el modo de ejercitar tal derecho y deber del magisterio debería tomar una configuración totalmente nueva, debido a la insuperabilidad del hecho en el momento actual. Es de86 87

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Ibíd., p. 437. Ibíd., p. 438.

cir, debería existir también “una nueva forma” de guardar la unidad de confesión “en” y “a pesar de” esta situación de pluralismo teológico, consciente de que las teologías “tienen el derecho de formular la verdadera sustancia de sus afirmaciones de forma decididamente distinta a la de las formulaciones del magisterio eclesiástico”, si bien esto no significa que puedan hacer caso omiso de dichas declaraciones con su lenguaje88. Pero puesto que, por una parte, no es posible formular la confesión de fe prescindiendo de un lenguaje teológico determinado y toda formulación magisterial necesariamente tendrá que emplear una teología determinada, y, por otra parte, tampoco es posible para el individuo apreciar la conmensurabilidad de las distintas teologías ni precisar su convergencia en una única confesión, parece inevitable decir –nuevamente con Rahner– que “tanto la Iglesia como su magisterio deberían dejar en manos de las teologías particulares una responsabilidad visiblemente más amplia que antes: que las lleve a sentirse ellas mismas honradamente, en consonancia con la confesión de fe eclesial y a hacer que sus interpretaciones no falseen ni vacíen esta confesión aceptándola solo de palabra, sino que realmente la guarden”89. El reto es doble. Por una parte, una mayor confianza por parte de la Iglesia en las teologías particulares, dejándoles la responsabilidad de tener por sí mismas el cuidado de guardar con toda fidelidad la confesión de fe común, sin detrimento de la posibilidad legítima del magisterio de declarar en determinados casos la incompatibilidad de una afirmación teológica con la confesión de fe. 88 89

Ibíd. Ibíd., p. 442.

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Por otra parte, en esta situación cabría esperar del magisterio la capacidad de realizar una delimitación de fronteras que preste ayuda y estímulo a las teologías particulares que se esfuerzan, cada una a su modo, por hacer comprensible la fe común y actualizarla en cada contexto. Una delimitación que considere el pluralismo teológico de hoy como un enriquecimiento necesario de la Iglesia y que evite, en lo posible, formular nuevas declaraciones doctrinales y positivas, consciente de la inexistencia de la unidad teológica que se requeriría para ello. Ahora bien, puesto que, para nosotros, es irrenunciable la unidad de confesión de fe, en una situación de pluralidad teológica donde el control teórico presenta tantas dificultades, alcanzará un nuevo valor la verificación práctica de dicha unidad. En otras palabras, el mantenimiento y el cercioramiento de dicha unidad dependerán de que “de hecho” dicha unidad esté realizada como acción concreta de una comunidad donde cristaliza una convicción común, de la cual las fórmulas de fe son un indicativo. Si la praxis de la fe y del amor es lugar de acreditación de la fe cristiana, lo podrá ser también de la unidad de su confesión. Así pues, la verificación de la unidad acontece en los hechos, pero estos nos remiten a las palabras. De ahí que Rahner invitara a realizar esta unidad a través de la confesión “en común de la profesión de fe, celebrando comunitariamente la muerte del Señor en su corporalidad, actuando los sacramentos en su materialidad y sirviendo solidariamente al mundo. Solo así se verificará una comunidad de confesión dentro de una pluralidad de teologías”90. Es decir, situando la celebración de la comunidad cristiana como ese lugar donde se forja la unidad 90

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Ibíd., p. 447.

y donde en la alabanza y la acción de gracias se despiertan los vínculos más profundos que posibilitan la confesión común de la fe. Se trata de una invitación a volver a descubrir en la liturgia esa teología primera, que posteriormente deberá ser puesta en palabras razonadas como ciencia de la fe y también como espacio que refleja la vida del pueblo de Dios, que ante él pide la gracia de una unidad siempre mayor, más honda y más eficaz que cualquier divergencia. Supone también el reconocimiento de la fuerza eficaz de la palabra para hacer real aquello que se pronuncia. Recitar conscientes y comprometidamente, con la responsabilidad y la libertad de los hijos de Dios, la profesión de fe se convierte entonces en un acto de verificación de la unidad y en una prueba de que “otro modo de hacer teología” es también posible.

III. ¿Qué otra forma de hacer teología nos pide hoy la recepción del Concilio? 1. Una teología adorante Karl Barth, al comienzo de su Dogmática eclesial, nos brinda una definición del quehacer del teólogo que resulta estremecedora. Teólogo es aquel “que habla de Dios a partir de Dios, delante de Dios y para su gloria”91. La teología es Palabra de Dios –Dios es el “theos legôn”, “Dios que habla”– antes que palabra sobre Dios. De ahí que sea Dios, en su revelación y su misterio, su objeto inobjetivable (objeto material), y la propia revelación su objeto formal. Por esta razón, la teología habrá de ser necesariamente “orante”, porque la oración es “la única actitud objetiva” que se puede tener ante la revelación 91

K. Barth, Kirchliche Dogmatik (1932), Zúrich 1970, I, 1,1.

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de Dios 92. Esto no significa la negación de la cientificidad de la teología. Al contrario, es así como está mejor contextualizada, en tanto que puesta en la perspectiva metodológica determinada por el objeto a examinar. El “pensar” debe corresponderse y ser conforme con el objeto pensado: al indagar el misterio, la componente científica es contemporáneamente informada y determinada. Un pensar teológico privado de esta componente orante sería por ello mismo “inexperto” en el propio objeto de investigación y, en consecuencia, caería en una objetividad cosificada93. Este es el sentido de la conocida expresión de Hans Urs von Balthasar clamando por “una teología arrodillada”94 frente a una teología de oficina o sentada. Ahora bien, solo comprendemos la revelación, que nos ha sido dada en carne y letra, es decir, en la Palabra y en el Verbo hecho carne, “si estamos dispuestos a abrirnos, en la finitud de estas, a la infinitud de la Verdad divina, que se identifica con la Persona divina del Hijo”95. Para ello es necesaria la fe, como la única adecuación al Hombre-Dios, y el a priori que posibilita percibir, en lo finito de la revelación, el lenguaje y expresión de lo infinito es la entrega a lo infinito. Esta entrega es pura actitud de adoración, comprendida como la espera absoluta de encontrarse con Dios en lo humano, con lo infinito en lo finito de la palabra y de la carne. “Solo si la palabra teológica viene calada de percepción teologal, llega hasta el prójimo con su peso de sentido humano y de verdad divina”96. Solo si la teología H. U. von Balthasar, Verbum Caro, p. 221. Ibíd., pp. 121-123. 94 Ibíd., p. 122. 95 Ibíd., p. 160. 96 O. González de Cardedal, “El quehacer de la teología”, p. 704. 92 93

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remonta todos sus discursos humanos al misterio último e insondable de Dios, y estalla como ciencia “en el misterio de Dios”, será verdadera teología. Y “esto no altera en nada su carácter científico, sino más bien todo lo contrario: constituye su peculiaridad. El hombre que no capitula ante la incomprensibilidad de Dios no hace teología y, en el fondo, desconoce su propia ciencia” 97. El teólogo que no escucha a Dios en la oración es un científico, no un teólogo98. Solo así la teología se convierte en el estudio de un fuego y una luz que nos quema desde el corazón del mundo, y no mera ocasión de realizar un estudio especulativo, que echa fuera el corazón y el amor, convirtiéndose en un ídolo.

Una teología más humilde... No se atisban gigantes entre nosotros... como los que posibilitaron y relanzaron el Concilio, y nos pesa una situación de incertidumbre, de vacilación, de multiplicidad de voces y tendencias: reticencias aún frente al Concilio; excesos que polarizaron sus críticas más allá de lo que la comunión permite; el descrédito y la indiferencia; el peso de la insignificancia; la tentación de situarnos como víctimas; la ausencia de un pensamiento sólido con quien dialogar, confrontarnos o debatir, y de interlocutores que desde otros ámbitos del pensamiento nos obliguen a repensar a fondo el ser, el hombre y a Dios; el intento de confinar lo religioso al ámbito de lo puramente privado. La postmodernidad, por su parte, es el reflejo no sistematizado de ese malestar colectivo que proviene del 97 98

K. Rahner, La fe en tiempos de invierno, p. 70. O. González de Cardedal, “El quehacer de la teología”, p. 690.

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rechazo de todas las racionalidades hasta ahora vigentes99, del derrumbe y la pérdida de confianza en todos los absolutos (políticos, ideológicos, sociales y religiosos). La secularización y el desencanto abarcan casi todo, y el anuncio del “final de las certezas” no se hace solo desde el campo científico (Ilya Prigogine), sino desde casi todos los campos. En esta nueva situación, la vacilación también alcanza al teólogo. No porque dude o haya sido expropiado de sus certezas, sino por la dificultad que entrañan el reconstruir confianzas y el esfuerzo para trazar caminos de acceso y de oferta de sentido último para el ser humano en este contexto. Y, sin embargo, “la vacilación puede ser comienzo de un nuevo tanteo que discierne lo vivido y construye lo vivible, rechaza lo que se ha acreditado como caduco y recoge con amor lo que en medio de los escombros brilla con destello propio”100. Para ello es necesaria la humildad de quien sabe auparse en los hombros de los grandes, para que le permitan ver más lejos, para, entrañando su teología, poder ver también más adentro y para percatarnos, a través de ellos, de la verdadera medida del teologar. El teólogo, en nuestro momento, ha de ser “humilde aprendiz y asimilador de las grandes tradiciones teológicas, al mismo tiempo que atento observador de las palpitaciones del mundo, paciente integrador de los impulsos de renovación que van apareciendo y fiel expositor tanto del pensamiento de la Iglesia ante el mundo como del mundo ante la Iglesia”101. Frente a una teología de totalidades, como fue la de Rahner, Balthasar, Congar, De Lubac, el nuestro es, hoy por hoy, un tiempo de trabajar humildemente la tierra, Cf. ibíd., p. 564. Ibíd. 101 Ibíd., p. 630. 99

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esa porción de tierra a la que cada cual es enviado. Estamos en tiempo de otoño –teológicamente hablando–, tiempo de preparar la tierra y sembrarla, un tiempo en el que es difícil ver las cosechas... La humildad que se le pide a la teología hoy es el estar dispuesta a seguir trabajando y sembrando la tierra en silencio, sin grandes destellos, sin ver el fruto, con la gratuidad que nace del saber que todo es recibido y que, a la postre, el fruto no depende de nosotros, aunque no se dará sin nuestra colaboración. La humildad de quien está dispuesto a enterrarse para preparar el terreno a un nuevo tiempo, una nueva primavera que seguro que llegará “a su tiempo”. Estudiar, pensar, leer, vivir atentos a nuestro mundo, a nuestra cultura... pronunciar alguna palabra con toda la verdad que nos sea posible, seguir buscando, analizando... transmitiendo lo que nosotros hemos recibido con la peculiaridad de nuestro tiempo y la visión que este momento nos permite. Volver una y otra vez a las fuentes. Analizar aquellos fragmentos que nos sean accesibles, sin olvidar nunca que se trata de fragmentos, que solo encontrarán su sentido en la totalidad, aunque a nosotros no nos sea dada la gracia o la capacidad de generar grandes síntesis. Humilde también para reconocer que la teología no es la última palabra; que la suya es siempre una palabra secundaria y provisional, a la que precede la Palabra de Dios, fundamento y meta hacia la que tiende. Ningún sistema teológico puede tener la pretensión de convertirse en la interpretación exclusiva del misterio inabarcable de Dios. Ninguna teología puede absolutizarse. El teólogo ha de vivir siempre a la escucha de la Palabra viva y siempre nueva de Dios. La teología tiene que vivir en esa modestia propia de toda aproximación al misterio, propia de toda palabra inadecuada y ambigua sobre Dios. 205

Humilde porque, a falta del prestigio del profeta y del santo, el teólogo está llamado a cultivar virtudes más modestas y esforzadas: el rigor, la probidad, la lealtad, la tenacidad, la generosidad intelectual y la entrega silenciosa y abnegada a la tarea, independientemente de los frutos conseguidos. Y sus escritos teológicos deberán distinguirse siempre por ser un esfuerzo metódico, razonado, crítico en orden a la inteligencia de la fe. Este es el camino de la “santidad de la inteligencia”.

Teología sinfónica. Más dialogante y empática con el mundo, con la cultura, con las otras religiones y confesiones cristianas... Solo la humildad nos hará capaces de afrontar la pluralidad de teologías, de ciencias, de intentos de otorgar sentido y futuro a la existencia humana... con el deseo de dejar sonar la música de Dios. Cada teólogo es un instrumento dentro de la armonía que Dios quiere para el mundo, solo un instrumento ordenado a colaborar en la sinfonía que expresa la plenitud de Dios, la catolicidad de la Iglesia y la infinita capacidad de resonancia del ser humano. – La teología hoy ha de ser capaz de establecer un diálogo amable con el mundo y lanzar una mirada empática sobre él. Sin caer en una adaptación facilona, aproximarse a la realidad con una palabra que sea profética y que bien puede ir cargada de denuncia, pero que ante todo es la mensajera de una Palabra amante que se ha vaciado hasta el fondo para que este mundo tenga vida y la tenga en abundancia. Esa es la Palabra que ha de testificar. Esto supone abandonar posturas “defensivas”, posicionamientos que nos invitan a comprendernos como “víctimas y pseudomártires de una sociedad secularizada”, y que nos ocultan la verdad: 206

nuestra falta de coraje para tomar seria y radicalmente el cristianismo. – Una teología abierta al diálogo con otras ciencias. A lo largo de la historia, la teología ha ido recibiendo de otras ciencias método, lenguaje e ideas estructuradoras. No se trata de cerrar este diálogo, de suprimirlo o de negarlo. Muy al contrario, se trata de acogerlas como “aguijón” que nos mueva hacia la contribución específica a la común riqueza de la humanidad que puede aportar la teología, y no simplemente de repetir lo que es propio de otras disciplinas. – Una teología dispuesta a recobrar acentos perdidos, riquezas olvidadas, a ensanchar su mirada a través del encuentro con otras confesiones cristianas y con otras religiones. Y sin caer en la tentación facilitante de acuerdos tolerantes por la baja, sino capaz de un diálogo sincero desde la propia identidad, donde cada uno es escuchado sin prejuicios como eventual portador de una verdad que aún no se nos había hecho accesible. – Una teología apasionada por la unidad. Capaz de armonizar su propio y legítimo pluralismo, sin intentos “uniformadores” y sin salidas de “tono” que buscan brillar al margen de la búsqueda de esa unidad que, por ser divina, es capaz de integrar lo diverso.

Una teología más encarnada La teología deberá “in-formarse” y “con-formarse” del misterio de la encarnación. Cristo, el verdadero teólogo, Palabra encarnada del Padre, exégeta divino, ha expuesto la verdad de Dios con su palabra y su vida, con toda su existencia. Por lo tanto, quien quiera proponerse como expositor de la Palabra no podrá menos que adecuar la propia existencia mirando a la identidad en207

tre ministerio y vida. Este es el principio encarnativo que debe ser aplicado a la teología. Desde esta perspectiva, recibir hoy el Concilio está pidiendo: – Una reflexión teológica encarnada que ponga en diálogo el Evangelio con los retos de nuestra sociedad. – Pero no menos una reflexión teológica encarnada en las culturas y expresiones simbólicas de otros mundos: India, China, África, espacios desde los que abrirnos a nuevas preguntas, desde los que dejarnos interpelar para descubrir dimensiones de la realidad cristiana y páginas del Evangelio que nos habían pasado desapercibidas, y en los que también es posible que nos salga al encuentro la presencia del Verbo hecho hombre. – Una reflexión teológica capaz de encarnar la tradición en el hoy, pues “el pensamiento de las generaciones precedentes (incluso cuando hayan llegado a resultados condensados en forma de definiciones conciliares) no es jamás un lecho de descanso para el pensamiento de las generaciones posteriores”. Las definiciones son menos un final que un comienzo; son una abertura. Ninguna cosa verdaderamente conquistada se pierde en la Iglesia, pero nada le ahorra al teólogo seguir trabajando, pues lo que solo es almacenado y transmitido sin un esfuerzo propio que lo haga renacer de nuevo de la revelación, se corrompe. Y la pura repetición verbal interrumpe en realidad la transmisión de la tradición viva102. Es decir, la teología viva de todo el pasado ha de ser asumida de manera vital, sin olvidar que la indicación del Espíritu ayer no será 102 103

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H. U. von Balthasar, El lugar de la teología. I. Verbum Caro, p. 168. Ibíd., p. 169.

idéntica a la indicación del espíritu hoy103. La nueva y pesada responsabilidad para el teólogo que hoy dialoga con la tradición de ayer es el respeto a los valores imperecederos, unido a una mirada incorruptible para captar los signos de los tiempos, adheridos a todo fenómeno104.

Una teología eclesial La teología no puede ser más que eso, una teología eclesial, porque su misión la recibe en la Iglesia y de la Iglesia. Es en ella desde donde somos llamados al seguimiento y a esta tarea. Lo cual no significa que la teología no pueda y deba, si llega el caso, ser crítica con la Iglesia. Pero hoy más que nunca, es preciso que la teología muestre al mundo su espíritu más crítico en una insobornable fidelidad a la tradición eclesial, que se traduce en el esfuerzo por la búsqueda de la unidad en aquello que la Iglesia ha creído y cree, desde siempre y en todo lugar, por encima de la pluralidad de las tradiciones y de la diversidad de la formulaciones de fe. Una unidad que remite en último término a quien es norma y fundamento definitivo: Jesucristo. De la misma manera que no existe un cristianismo privado fuera de la comunidad eclesial, tampoco existe una teología “fuera de la comunidad eclesial”, de esa Iglesia que es sacramento de salvación para el mundo entero. Esto no supone un consentimiento acrítico con todo lo que hace la Iglesia, la jerarquía o el papa. Es falsa la alternativa que trata de contraponer la Iglesia oficial con la Iglesia de la fe. La Iglesia es santa y pecadora, es una realidad trascendente, pero también histórica. En este sentido me parece profundamente iluminadora la 104

Ibíd., p. 170.

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respuesta de Rahner al ser entrevistado sobre su relación con la Iglesia: “¿Será, pues, tan difícil entender que cuanto de negativo vivo y sufro en la Iglesia es asunto de segundo orden? La pregunta ‘¿seguiré todavía en la Iglesia?’ por parte de quien se ve tocado por experiencias negativas se me antoja ‘desquiciada’. Para mí, creyente, es a la postre absurda, porque ¿qué puede significar ese ‘todavía’? Es como si me preguntaran si quiero ser todavía hombre. O si quiero seguir viviendo todavía en este pobre siglo XX”105. El cristiano –concluye– persevera en su Iglesia a pesar de todos los escándalos. Y la cuestión de fondo vuelve a ser la actitud de humildad. Se trata de hacer una teología eclesial, no institucional, y eso exige al teólogo vérselas en humildad y verdad con la doctrina que propone la Iglesia, y preguntarse con seriedad y sinceridad qué quiere la Iglesia decir con dicha doctrina. Nada puede eximirle de esa tarea de asimilación subjetiva, personal, y que por lo tanto exige una interpretación, en la que el teólogo es invitado a buscar razonablemente la paz con la doctrina definida, tratando de conectar con su sentido originario106. La Iglesia debería entonces ser criterio hermenéutico y prolongación de la figura de revelación movida por el Espíritu Santo. No la Iglesia comprendida como una comunidad de ilustrados, moralmente preocupados o socialmente eficaces, sino la comunidad de los que han sido atraídos por el amor de Cristo entregado y, arrastrados ellos por esa entrega de él, ponen su vida en el mismo trance y hacen de ella servicio, alumbramiento y esperanza para los demás (Balthasar). 105 106

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K. Rahner, La fe en tiempos de invierno, p. 171. Cf. ibíd., p. 180.

Más libre y más abierta... Más inquieta, más capaz de acoger nuevas perspectivas e interrogantes... La fidelidad al Concilio Vaticano II es exigente. No se trata de la pura repetición de sus palabras. Recibir el Concilio 50 años después exige que el quehacer teológico se viva en condición de “búsqueda”, para dar respuestas nuevas a las nuevas situaciones y contextos siempre, y cada vez más, velozmente cambiantes, desde una fe que permanece la misma. En un mundo fragmentado, como el nuestro, y en medio de un saber cada vez más fragmentado también, la teología debería avanzar en un tipo de quehacer que sea capaz de pensar, desde las fuentes y con una consecuente teología de la encarnación en perspectiva pneumatológica, a Dios como lo “Absoluto de lo relativo” (Noemi). Adentrarse sin miedo en el fragmento donde se instala el pensamiento postmoderno no para afincarse allí, sino para ser capaz de interpretar y discernir lo relativo, fragmentado y limitado como “gramática” (Rahner) y “dialecto” (Balthasar) de lo Absoluto que sostiene y plenifica en su finitud lo creado. Esta podría ser la nueva teología de este “signo de los tiempos”, que sabe que su tarea será siempre provisoria –pues estos también lo son–, porque los fenómenos de lo fragmentario no deben ser des-relativizados, dado su carácter histórico, sino acompañados desde la fe para descubrir –también en ellos– la positividad de lo relativo107. Los teólogos están llamados a ser “arriesgados exploradores de una libertad amenazada por los fundamentalismos” –sean estos integristas o progresistas–, por la fragmentación y el pluralismo. Algo que solo 107 Cf. C. Casale, “La teología en tiempos de fragmentación de las ciencias”, en F. Berríos – J. Costadoat – D. García (eds.), Signos de los tiempos. Interpretación teológica de nuestra época, Santiago de Chile 2008, pp. 233261, aquí 257-258.

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será posible desde un decidido compromiso con la comunión, que, sin embargo, no se ahorra conflictos e inseguridades ni le evita el encuentro con la diversidad. Pacientes y confiados en que no se les negará la asistencia del Espíritu, abiertos a otras ideas, dispuestos a adentrarse amorosa, pero también seria y rigurosamente en las grandes corrientes de la tradición. La esperanza compartida no los sustraerá ni de las angustias ni del sufrimiento, y tampoco de la posibilidad de errar... pero les ayudará a caminar conducidos y guiados por el Espíritu y la tradición discernida desde el conocimiento del aquí y ahora. Y aunque haya que atravesar espacios de oscuridad, “sin más luz y guía que la que en el corazón ardía”, la reflexión intelectual de la fe está llamada a trabajar con una gran generosidad de corazón.

Más comprometida con la verdad y con la historia..., una teología tan rigurosa como pastoral “La única teología que merece ese nombre es la que reúne santidad y testimonio de vida en la Iglesia”108, puesto que la teología, considerada desde el punto de vista del Evangelio, no puede ser sino una forma de testificación del cristiano enviado acerca del Señor que le envía. Testigo de la verdad, esa debe ser la preocupación fundamental del teólogo, y su ocupación primera mostrar que esa verdad es fuente de vida divina, de exigente libertad y –no menos– de concreta justicia. Por esta razón, la teología ha de ser tan rigurosa como pastoral. Es decir, capaz de iluminar la situación histórica y de 108 H. U. von Balthasar, “Teología y santidad”: Communio IX (1997) 486-493, aquí 491.

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proclamar los imperativos sagrados que nos ayuden a no esquivar los compromisos concretos y las decisiones que exige la praxis de esa Verdad. Solo así será capaz de traspasar también las necesidades inmediatas hacia la necesidad última y definitiva. Para ello, el teólogo ha de conocer tanto las fuentes de la verdad revelada –pues en caso contrario no tendría nada específicamente significativo que decir– como a los destinatarios concretos a quienes está dirigida pues no podrá ser oído ni comprendido si no emite en la misma longitud de onda de sus oyentes. Necesitará la información que le ofrecen las ciencias humanas y sociales, pero, sin una sintonía profunda con las realidades divinas, le será imposible percibir cuáles son los aspectos de la revelación que entrañan una significatividad decisiva para su generación. De esta manera, el teólogo no será un ser segregado de aquellos que viven comprometidos en el apostolado directo, sino alguien entregado a “una inexorable exigencia pastoral: la pastoral de la inteligencia” 109. No separar la idea y su racional penetración de la vida, el concepto de la persona humana en su concreción, el texto de su contexto vital... son los rasgos que permiten reconocer un buen “teologar”. Esta “otra forma” de hacer teología le exige al teólogo “una forma de vida” coherente con el Evangelio, “una forma de vida” en la vía del seguimiento de Jesús. Únicamente la vida “con él” y “como él” le permitirá entender esas realidades que solo la comunión de destino desvela. Solo esta praxis acredita la fe. Al subrayar la dimensión histórica y práctica de la fe, la teología está reclamando al mismo tiempo la coherencia entre la forma de pensar y la forma de vivir. No todo modo de vida 109 O. González de Cardedal, La teología en España (1959-2009). Memoria y prospectiva, Madrid 2010, p. 546.

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es coherente con el Evangelio, y por eso exclusivamente uno nos abrirá a sus secretos. La verdad no se entiende más que cuando somos capaces de dejarnos llevar por ella hasta sus últimas consecuencias: el amor hasta el extremo. ******* Hablábamos de una tierra nueva, un nuevo campo de trabajo para el teólogo hoy, y estos son algunos de los rasgos que me parece que deberían caracterizar su tarea en el deseo de ir preparando la tierra para que, cuando llegue el momento, renazca con renovada fertilidad esa nueva forma de hacer teología que pueda dar cuenta cumplida del espíritu que nos regaló el Concilio y del que también hoy se nos quiere regalar. ¿Quién la afrontará? Tomo la palabra de dos “maestros” para responder: “Aquellos que, descuajados por el rayo del dolor y de la prueba, han permanecido fieles... y no han desesperado de la verdad, sino que la han reencontrado desnuda y limpia, en su grandeza sanadora”110. “Aquellos individuos dispuestos a dar la vida por la gloria de la teología: por la gloria de ese fuego devorador, entre el abismo de la noche de la adoración y el abismo de la noche de la obediencia”111.

La mies es mucha y los obreros pocos. Pedid, pues, al dueño de la mies que mande obreros –y obreras– a su mies.

110 111

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O. González de Cardedal, “El quehacer de la teología”, p. 567. H. U. von Balthasar, El lugar de la teología, p. 171.

Perspectivas de futuro del Vaticano II Juan Martín Velasco

Introducción Hablar del Concilio Vaticano II en el 50 aniversario de su apertura parece invitar a volver la vista atrás. Pero a mí se me ha pedido otra cosa: considerarlo desde la perspectiva del futuro. Lo haré abordando el futuro del Concilio en el marco más amplio del incierto futuro del cristianismo en los países europeos de antigua tradición cristiana. En ese marco, me preguntaré por el posible influjo del Concilio en la crisis que ha provocado esa problematización y por la influencia que una renovada fidelidad al Vaticano II está llamada a ejercer en el surgimiento y la revitalización de formas de cristianismo que aseguren su presencia significativa en ese futuro incierto que ya se está haciendo presente entre nosotros.

La problematización de su futuro, último avatar de la crisis del cristianismo La situación de crisis Es un hecho en el que todos los analistas del fenómeno religioso en nuestro tiempo estamos de acuerdo. 215

Un pensador tan ecuánime como Juan Luis Ruiz de la Peña escribía en uno de sus últimos libros: “Que la fe está en crisis es cosa harto sabida”; de la crisis se ha dicho que “se abate sobre la Iglesia con la violencia incontenible de una fuerza de la naturaleza” (E. Biser); se trata, según H. Küng, de “una crisis epocal”; en ella lo religioso estaría pasando por una metamorfosis, por una verdadera mutación (B. Sesboüé). Los obispos franceses lo reconocieron ya abiertamente en 1976. Parece, además, evidente que su duración y su progresivo agravamiento, a pesar de los muchos esfuerzos por responder a ella, ha producido la extensión entre los cristianos de un malestar, al que se refería ya Teilhard de Chardin en 1959 cuando constataba: “Algo no va entre el hombre de nuestro tiempo y el Dios que le queremos presentar”1, y que desde entonces no ha hecho más que extenderse a capas cada vez más amplias de la población y hacerse más profunda en la conciencia de los cristianos. En el documento preparatorio para el sínodo sobre “La Iglesia en Europa” se constataba que la supremacía cultural del marxismo había sido reemplazada por la de un pluralismo indiferenciado y fundamentalmente escéptico o nihilista, y se añadía: “El peligro es grande de una progresiva y radical descristianización del continente”, llegándose a formular la hipótesis de una especie de apostasía de Europa en relación con el cristianismo2. Para percibir la naturaleza y el alcance de la crisis puede ser útil referirse a sus aspectos más importantes. El factor determinante de la crisis –señalan la inmensa mayoría de sus analistas– son los cambios profundos y 1 “Le coeur du problème”, en L’avenir de l’homme, Seuil, París 1959, pp. 339-349. 2 Citado en J. Delumeau, Un christianisme pour demain. Guetter l’aurore. Le christianisme va-t-il mourir?, Hachette, París 2003, p. 18.

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cada vez más acelerados que han sufrido la sociedad y la cultura europeas en los últimos decenios. Todos los documentos sobre la situación religiosa producidos por el magisterio en todos sus niveles insisten en este hecho y señalan la necesidad de un análisis detenido del mismo y de un discernimiento de sus aspectos más importantes para tomar conciencia del alcance de la crisis y poder ofrecer respuestas pastorales que la contrarresten. No creo necesario detallar aquí los aspectos más importantes y las etapas de ese cambio continuado en todos los órdenes de la vida que ha supuesto el proceso de modernización de las sociedades avanzadas. Me referiré tan solo a algunos que afectan, más que a las ideas, a las formas de vida. Recordemos, por ejemplo, la revolución demográfica y el descenso de las tasas de natalidad; el alargamiento de la esperanza media de vida; la instalación en el estado de bienestar; la progresiva urbanización de la sociedad; la revolución cultural que supone la extensión de la enseñanza obligatoria y el acceso masivo a los estudios universitarios; la extensión y democratización de los principios modernizadores; el influjo invasivo de los medios de comunicación; el individualismo exacerbado, conjugado con cierto liberalismo, que conduce a la afirmación del derecho de cada uno a la plena libertad en su vida privada y el consiguiente rechazo de normas que pretendan regular la vida de la persona; la búsqueda de la autorrealización personal mediante el logro del equilibrio, la ampliación de la conciencia y la obtención de la felicidad; la progresiva secularización de la política y la aparición de normas que extienden formas de vida y de conducta al margen del influjo de la moral cristiana y con frecuencia contrarias a ella. Anotemos, finalmente, que en los últimos tiempos existen indicios claros de un cambio en la comprensión y la forma de vivir lo espiritual y lo religioso que han permitido hablar de una verdadera “metamor217

fosis de lo sagrado”3 y de la aparición de formas no religiosas de espiritualidad4. Basta la enumeración de estos cambios para sospechar su impacto sobre la vida de las personas en todos los órdenes y, concretamente, en el orden espiritual y religioso. Me referiré exclusivamente al impacto sobre la vida religiosa.

Aspectos más importantes de la crisis religiosa. El desmoronamiento del sistema de mediaciones religiosas Es el más visible y fácilmente identificable y hasta cuantificable, ya que se refiere a sus manifestaciones: creencias, aspectos rituales, conductas éticas y grupos e instituciones religiosas. Prescindiendo de los “árboles” que constituyen las cifras de los estudios periódicos sobre las conductas religiosas de los europeos, y prestando atención al “bosque” de las tendencias de fondo que aparecen en ellos, cabe señalar como más importantes las siguientes: en toda Europa se está produciendo un abandono constante y progresivo de la “práctica religiosa” en su conjunto, que ya no se refiere tan solo a la práctica dominical, sino también a los sacramentos que llevan a las personas a su identificación social como cristianas: el matrimonio religioso, Sobre la cuestión, me permito remitir a mi estudio Metamorfosis de los sagrado y futuro del cristianismo, Sal Terrae, Santander 1998. A los cambios en la comprensión y la realización de lo espiritual me he referido en “La noción de espiritualidad en la situación contemporánea”, en Arbor, nº 689, 2003, pp. 613-628. 4 Sobre la evolución reciente de la espiritualidad he reflexionado en “La espiritualidad cristiana en un mundo globalizado y religiosamente plural”, en Isidro Hernández (coord.), Nueva espiritualidad liberadora para otro mundo posible, Actas del VII Congreso Trinitario Internacional, Publicaciones del Secretariado Trinitario, Córdoba 2010, pp. 59-93. 3

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ya por debajo del número de los matrimonios celebrados solo civilmente, y el bautismo de los hijos y su inscripción en la catequesis para la recepción de la primera comunión y la confirmación. Estos últimos hechos son los que han conducido a que, por primera vez, los creyentes, católicos y protestantes, estén pasando en los últimos años a ser minoría en numerosos países de Europa5. En todos los estudios viene observándose, como corriente de fondo, la desinstitucionalización de la vida religiosa, que comporta la progresiva individualización y subjetivización del creer y la tendencia a una selección y organización de los distintos elementos de la práctica religiosa según criterios subjetivos. Es lo que algunos denominan la “desregulación del creer”, según la cual el conjunto de la vida religiosa del individuo se rige no por las normas de la jerarquía de la institución, sino por criterios estrictamente personales. El fenómeno ha sido también designado como “creer sin pertenecer” (G. Davie), o la construcción del sistema de las mediaciones por la elección de sus elementos según criterios personales y por un sistema de “bricolaje”6.

La secularización Con este término notablemente ambiguo me refiero sencillamente a la nueva forma de presencia de la religión en las sociedades que han pasado por el proceso modernizador. Aunque interpretada de acuerdo con 5 Datos realmente alarmantes de los diferentes aspectos de la crisis, tomados de diferentes países, en J. Delumeau, Le christianisme va-t-il mourir?, editado de nuevo en el libro citado en nota 2, pp. 229-236. 6 Para el conjunto de la cuestión, cf., entre otros muchos estudios, los contenidos en Danièle Hervieu-Léger, La religion en mouvement: Le pèlerin et le converti, Flammarion, París 1999.

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distintos modelos sociológicos, esa nueva presencia se distingue por la emancipación progresiva de distintas áreas de la vida social, de la cultura y de la vida de las personas, del influjo de la religión, las Iglesias o la teología. El avance constante del proceso secularizador hizo pensar en algún tiempo que el proceso modernizador conduciría necesariamente a la desaparición de la religión o, al menos, a la eliminación de su presencia en la sociedad y de su influjo en ella. Hoy sabemos que las cosas no han sucedido así; primero, porque existen países, como Estados Unidos, que han pasado por el proceso de modernización y en los que la presencia social de la religión es muy considerable, y, en segundo lugar, porque, incluso en aquellos en los que esa presencia ha disminuido, se han producido otros muchos hechos, como la aparición de nuevos movimientos religiosos, la extensión asombrosa del fenómeno sectario –sobre todo en su forma pentecostal–, la influencia decisiva de la religión en acontecimientos sociopolíticos de primera magnitud, como la caída del Muro de Berlín y la disolución de la Unión de Repúblicas Soviéticas, y la presencia de radicalismos religiosos en el interior de casi todas las religiones. Tales hechos explican que mientras algunos sociólogos califiquen la situación actual de “desencantamiento del mundo”, otros prefirieran hablar de situación de postsecularización y de reencantamiento del mundo. Aun así, y por lo que se refiere a Europa, la secularización presenta una doble radicalización. Por una parte, cada vez son menos las huellas de Dios y la religión en la sociedad y en las producciones culturales, hasta el punto de que ha podido hablarse de la aparición de una “cultura de la ausencia de Dios” (J. Moingt). Muestras de ello son las frecuentes disputas que suscita la presencia de símbolos religiosos, incluso los más arraigados, en 220

el ámbito público; el surgimiento de formas cada vez más radicales de un “laicismo militante”, frente a las propuestas de “laicidad abierta” a las que parecía haberse llegado como fórmula para definir la presencia de lo religioso en sociedades que habían aceptado la separación efectiva de las Iglesias y los Estados. El otro aspecto de la radicalización de la secularización en Europa se refiere a la emancipación de aspectos cada vez más íntimos de la vida de la persona: la cuestión del sentido de la vida, la búsqueda de la felicidad, el ejercicio de la espiritualidad, el influjo de la religión. Para expresar esta radicalización de la secularización en Europa se ha hablado en algunos casos de una verdadera “exculturación del cristianismo” en algunos países europeos7.

¿Crisis de Dios en la sociedad y en el interior de la Iglesia? 8 ¿Afecta la crisis religiosa, más allá del deterioro de sus mediaciones, a la raíz de la que surgen, es decir, la fe en Dios de la que teóricamente deberían surgir? Los datos a los que acabamos de aludir muestran con claridad que, independientemente de lo que suceda en el número cada vez mayor de los que se alejan del influjo de la Iglesia y se declaran no creyentes, ya no es posible mantener la idea de que se puede dar por supuesto que el número de los bautizados se confunde con el de los convertidos y verdaderos creyentes. El fracaso del proyecto evangelizador al que con insistencia cada vez más apre7 Cf., de la misma autora, Catholicisme, la fin d’un monde, Bayard, París 2003. 8 Para todo este apartado me permito remitir a mi texto “¿Crisis de Dios en la Europa de tradición cristiana?”, en Fundación Chaminade, La fe perpleja, Tirant lo Blanch, Valencia 2010, pp. 85-121, con las referencias allí aducidas.

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miante ha invitado la Iglesia a sus miembros a lo largo de todo el siglo pasado ha hecho surgir la sospecha de que tal vez las Iglesias y sus miembros no consiguen evangelizar por no estar ellas mismas suficientemente evangelizadas, y de que, por tanto, en el fondo de la crisis religiosa de los países europeos tal vez exista lo que se ha denominado una verdadera “crisis de Dios”. El hecho, denunciado desde hace ya bastantes años por algunos teólogos, es reconocido también por la jerarquía de la Iglesia. El mismo papa Benedicto XVI, durante su último viaje a Alemania, se ha referido a la crisis de Dios y al debilitamiento de la fe en él como el aspecto más grave de la crisis religiosa en Europa. El hecho al que se refiere la expresión no se deja constatar empíricamente como los que manifiestan la crisis de las mediaciones. Probablemente, ni siquiera las declaraciones expresas de los propios sujetos sometidos a encuesta resultan una prueba evidente de la presencia de la crisis de Dios en los alejados de la Iglesia, ni de la ausencia de esa crisis en aquellos que permanecen en su interior. Puede constatarse e incluso medirse el número de los que asisten a la misa dominical y el de los que declaran incognoscible la existencia de Dios –agnósticos– o la niegan, como los declaradamente ateos. Más difícil resulta saber quién es un creyente y quién no lo es: “Solo Dios conoce a los suyos”, decía ya san Agustín. Para la afirmación de la crisis de fe contamos solo con indicios, y a ellos vamos a referirnos como medio de confirmar la existencia del hecho. El primero es el número, creciente de forma constante a lo largo de los últimos años en los países europeos, de las personas que se declaran no creyentes. En lo relativo a España, el número de los jóvenes que afirman creer en Dios ha descendido, entre 1981 y 2005, del 78% en 1981, al 65% en 1999 y al 55 % en 2005. El 222

porcentaje de los jóvenes que se declaran agnósticos, indiferentes y ateos en ese último año ascendía al 46%. Más importancia que los datos cuantitativos tienen los relativos a las modalidades que está cobrando el fenómeno de la increencia. Ya el paso del término “ateísmo”, con el que nos referíamos a los no creyentes hasta los tiempos del Concilio, al de “increencia”, con el que nos referimos a ellos ahora, supone el paso de un planteamiento del tema de la no existencia de Dios del mundo de las ideas, de las explicaciones del mundo, al que remiten los términos “ateísmo” y “teísmo”, a otro, el de “increencia”, en el que de lo que se habla es de una actitud fundamental de la persona de instalación en la ignorancia consciente o en el rechazo vital de la realidad divina. Por otra parte, las formas que ha cobrado la increencia moderna y contemporánea muestran rasgos que ponen de manifiesto la importancia social creciente que reviste. De minoritario, ha pasado a ser un fenómeno masivo, es decir, que afecta al conjunto de los grupos sociales. De la condición de excepcional y “culturalmente irrelevante” del fenómeno hace tan solo unas décadas, como cuando los creyentes se referían a los que no lo son recurriendo al salmo: “Dijo el insensato en su corazón: No hay Dios”, ha pasado a adquirir gran relevancia cultural, derivada de su influjo social y de su presencia determinante en el discurso cultural dominante de nuestros días. La increencia se presenta, además, como un fenómeno en auge y positivo para la humanidad por considerarse que liberaría a los hombres de una indebida minoría de edad, de miedos infundados y de sometimientos no justificados a tradiciones y magisterios sin fundamento racional alguno9. 9 Al hecho me refería ya en Increencia y evangelización, Sal Terrae, Santander 21989, pp. 18-94.

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Pero el dato más significativo en la evolución del fenómeno de la increencia es el paso, del ateísmo y de la increencia militante, a la indiferencia religiosa. De hecho, la mayoría de los que se declaran no creyentes se identifican a sí mismos como indiferentes y su número crece permanentemente, alimentado por los que pasan de una situación de alejamiento de la religión y de no práctica religiosa al desinterés y la indiferencia frente a ella. A este fenómeno se refería ya el Vaticano II al señalar entre las formas de ateísmo la de aquellos que “ni siquiera se plantean la cuestión de la existencia de Dios, porque, al parecer, no experimentan inquietud religiosa alguna y no sienten motivo alguno para preocuparse por el hecho religioso”. Por otra parte, la indiferencia, que en otros tiempos ha podido ser considerada como situación intermedia entre la fe y la increencia, es percibida hoy como la forma más radical de alejamiento de la fe, en la medida en que el indiferente, tras haberse alejado de la práctica religiosa, en algunos casos, o no haber tenido contacto alguno con la religión, en otros, deja de prestar atención a la religión, de sentir la menor motivación o el menor interés por ella, de concederle valor alguno, hasta terminar considerándose, como Max Weber se consideraba a sí mismo, religiös Unmusikalisch, es decir, sin oído o sentido para lo religioso. Y conviene recordar que, como observaba Simone Weil, “lo peor que le puede ocurrir a quien tiene hambre no es carecer de pan, sino convencerse de que no tiene hambre, porque esto le condenará a la inanición”. Cabe anotar que la indiferencia cobra formas cada vez más radicales y que el problema, que ha “explotado” en las sociedades postmodernas, viene incubándose desde hace tiempo, como muestra el Ensayo sobre la indife224

rencia religiosa de Félicité de Lammenais, ya en la primera mitad del siglo XIX10. Aunque la evolución del ateísmo a la indiferencia me parece la norma para el conjunto de los no creyentes, no puedo dejar de aludir a nuevas formas de ateísmo militante y hasta agresivo, como el representado por algunos científicos y filósofos contemporáneos que reclaman, además, un lugar propio en la sociedad, semejante al que se concede a las religiones, y que fundan asociaciones y lanzan campañas, como la de los autobuses que circularon hace poco por algunas ciudades europeas con este mensaje: “Dios probablemente no existe; deja de preocuparte y disfruta de la vida”. De la importancia del fenómeno del ateísmo en Francia y de sus nuevas formas da idea el dossier de la revista Le monde des religions dedicado al tema en un número de 2011 que lleva por título en su portada La France devient-elle athée? De esa crisis es también manifestación la conciencia del alejamiento, el eclipse, el oscurecimiento y la ausencia de Dios en nuestro mundo, originada por su extrañamiento de nuestra cultura, como resultado de la radicalización y extensión del fenómeno de la secularización al que nos hemos referido. A ese hecho remitiría la Asociación de Teólogos Europeos cuando convocaba una de sus asambleas bajo este título: “Dios, ¿un extraño en nuestro mundo?”. Mucho antes se había referido Martin Buber al fenómeno cuando escribía: “Eclipse de la luz del cielo, eclipse de Dios, tal es en verdad el carácter de la hora histórica que el mundo atraviesa”11. En verdad, podemos concluir, vivimos en una situación 10 Datos relativos a la historia, las formas actuales y una evaluación del fenómeno en mi obra El malestar religioso de nuestra cultura, San Pablo, Madrid 31998, pp. 81-100. 11 Cf. Martin Buber, Eclipse de Dios, Nueva Visión, Buenos Aires 1970.

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cultural en la que parece que, literalmente, “Dios brilla por su ausencia”. Pero la crisis de Dios se manifiesta además en otros dos indicios de distinta naturaleza. El primero se refiere a la contaminación de los propios creyentes por el clima de indiferencia que los envuelve. ¿No es verdad, se han preguntado no pocos cristianos, que nos estamos haciendo “indiferentes a la indiferencia?”. “¿Vivimos de forma que nuestra vida carecería de sentido de no existir Dios?”. O, dicho de otra forma: “¿Son nuestras vidas inexplicables sin la hipótesis Dios?”, se preguntan hoy día no pocos creyentes. Hace ya más de 30 años, Karl Rahner se preguntaba y preguntaba a los cristianos: “¿Hemos hablado alguna vez desde la situación real, sin falsearla, con la alegría del Espíritu Santo?”. “¿Dónde se habla con lenguas de fuego de Dios y de su amor? ¿Dónde son mencionados los mandamientos no como un penoso deber que cumplir, sino como la gloriosa liberación del hombre esclavizado por la angustia vital y por el egoísmo frustrante? ¿Dónde en la Iglesia no solo se ora, sino que se experimenta la oración como un don pentecostal del Espíritu, como gracia sublime? ¿Dónde hay, por encima de toda inculcación racional de la existencia de Dios, una mistagogía orientada a la experiencia viva de Dios que parta del núcleo de la propia existencia?”. Parece claro que todas estas preguntas no han encontrado en los años siguientes las respuestas positivas que querían suscitar. Por eso se multiplica entre los intérpretes de la situación religiosa la constatación de que la crisis de Dios afecta también a los creyentes, se produce también en el interior de las Iglesias. Por eso, se ha denunciado el “ateísmo interior” que parece impregnar la fe misma del creyente de hoy y que permite detectar en la vida y la experiencia religiosa del creyente de hoy señales de cierto “nihilismo del espíri226

tu”. De la verdad de este diagnóstico da idea el hecho de que, en un valioso estudio sobre la vida consagrada y sus problemas en nuestros días, se afirme: “En la debilidad de la fe y en la escasez de recursos teologales radica probablemente la actual crisis de la vida religiosa... La crisis más honda de la vida religiosa y de su misión profética es, en definitiva, una crisis de fe”12. Tal vez convenga recordar a este propósito que los teólogos han afirmado con frecuencia que todo hombre es a la vez fidelis et infidelis. Sin que esto lleve a poner en duda lo anterior, no podemos ignorar que, igual que durante la primera mitad del siglo XX se produjeron, sobre todo en Francia, un buen número de conversiones de personalidades relevantes: Leon Bloy, Charles Peguy, Jacques y Raïsa Maritain, Paul Claudel, Gabriel Marcel, André Frossard, etc., y, en menor medida, en España: Manuel García Morente, Narciso Yepes, en la actualidad comienza a cobrar fuerza un movimiento de retorno o de conversión de adultos que origina en Francia la presencia de en torno a doce mil personas inscritas en catecumenados, que dan lugar a unos dos mil bautismos de adultos cada año13.

La “tercera muerte de Dios” El último indicio claro de la crisis de Dios en el mundo actual tiene que ver con lo que A. Glucksmann ha llamado “la tercera muerte de Dios”. Con esta ex12 Felicísimo Martínez, Situación actual y desafíos de la vida religiosa, Frontera-Egian, 44, Vitoria 2004, p. 57; Miguel García Baró, “Del ateísmo interior”, en Ensayos sobre el absoluto, Caparrós, Madrid 1993, pp. 93-102. 13 Referencias al hecho y bibliografía en mi nota “Las comunidades cristianas, relato de Dios para los que vuelven a la fe”, Sal Terrae, diciembre, 2002, pp. 917-928.

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presión, el filósofo francés se refiere al ocultamiento que, tras la muerte de Dios en la cruz de Cristo y la que declararon las críticas de los filósofos, está teniendo lugar en el fango de la historia, es decir, en las múltiples catástrofes humanitarias que se han sucedido a lo largo del siglo XX, al que se ha llamado el más atroz de la historia. Sin entrar en los detalles del libro que lleva ese título, es indudable que Auschwitz y todos los nombres para lo horrible que se han sucedido después, son acontecimientos que ocultan a Dios más que todos los razonamientos de los filósofos ateos. Por eso, si después de Auschwitz muchos pensadores concluyeron que se habían hecho imposibles la fe y la oración, la actual situación de injusticia generalizada con las incontables víctimas que genera nos tiene que hacer preguntarnos si se puede seguir llamando “creyente” un mundo en el que reina esa radical injusticia y, particularmente, si nos lo podemos llamar los que en los países ricos tenemos razones para sentirnos culpables o, al menos, cómplices mudos de ella. Recordemos tan solo que ya el Nuevo Testamento nos advirtió: “El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor”14.

¿Tiene algo que ver el Concilio Vaticano II con la aparición y el desarrollo de esta grave crisis del catolicismo? Difícilmente podremos plantearnos la pregunta sobre el futuro del Concilio en el contexto más amplio del futuro del cristianismo si no prestamos previamente atención al problema de la posible influencia del Concilio en la crisis que, aunque viniese gestándose desde 14 Me he ocupado más detenidamente de la cuestión en “Mística en el siglo XXI”, en AA. VV., Mística y filosofía, Cites, Ávila 2009, pp. 96-106.

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mucho antes, se ha desencadenado y desarrollado justamente en los años posteriores a su celebración. Las respuestas que han venido proponiéndose a la cuestión son bien conocidas y pueden resumirse en cuatro más importantes. La primera, representada por el grupo cismático del arzobispo Lefèbvre y la Fraternidad San Pío X por él fundada, considera el Concilio y los cambios que introdujo una abdicación y una traición a aspectos esenciales de la identidad católica y carga sobre él, sus promotores y los que los han aceptado toda la responsabilidad de la crisis posterior. La segunda, compartida por teólogos importantes que habían participado activamente en la elaboración de muchos de los documentos conciliares, atribuye el desencadenamiento de la crisis no al Concilio mismo15, sino a la interpretación progresista de sus textos, que rompe con la tradición anterior de la Iglesia y produce unos “resultados nefastos para la Iglesia”. Esta interpretación, asumida por la jerarquía desde los últimos años de Pablo VI, fue desarrollada en el pontificado de Juan Pablo II con un “golpe de timón” que supuso un cambio radical en el gobierno pastoral de la Iglesia. El cardenal Ratzinger resumía los resultados de esa errónea interpretación y de su deficiente recepción así: “Del Concilio se esperaba una nueva unidad católica y ha sobrevenido una división tal que, en palabras de Pablo VI, se ha pasado de la autocrítica a la autodestrucción; se esperaba un nuevo entusiasmo y se ha terminado en 15 Aunque parece claro que algunos de esos teólogos no estaban de acuerdo con algunos de sus textos, especialmente la Constitución sobre la Iglesia en el mundo actual, a la que consideran un documento mediocre, que muestra una visión excesivamente optimista sobre el mundo y no tiene en cuenta la paradoja cristiana, el peso del pecado y la teología de la cruz. Cf. el luminoso texto de E. Fouilloux, “Le devenir du catholicisme en France et en Europe occidentale de Pie XII à Benoît XVI”, en Revue Théologique de Louvain, 42 (2011) 522-557.

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el hastío y el desaliento; se esperaba un salto hacia adelante y nos hemos encontrado con un proceso de decadencia”16. Una tercera respuesta es considerar que la atribución al Concilio o a sus interpretaciones de la crisis posterior a su celebración no tiene en cuenta los numerosos y profundos cambios socioculturales a los que nos hemos referido y su influjo sobre la vida religiosa de las personas. No es posible decidir qué habría sucedido en la Iglesia de no celebrarse el Concilio. Pero parece claro que la crisis no ha sido originada por él, como muestra el hecho de que otras Iglesias cristianas hayan sufrido su impacto sin haber pasado por el Concilio. Por otra parte, no carece de sentido pensar que el impacto de esos cambios habría sido más fuerte sin los cambios introducidos por el Concilio que facilitaban una realización del cristianismo más adaptada al nuevo mundo que estaba surgiendo y abrían la posibilidad de diálogo con aspectos de la modernidad como la secularización, la libertad religiosa, los derechos humanos, a los que la Iglesia venía negándose a lo largo del siglo XIX y la primera mitad del XX17. Finalmente, a los efectos nefastos que se atribuían hace ya treinta años al Concilio o a las malas interpretaciones del mismo, cabe replicar, tras más de treinta años del “golpe de timón” que reorientó la pastoral de la Iglesia, que esta, muy lejos de producir los frutos que se le auguraban, no ha hecho más que agravar los síntomas de la crisis que pretendía remediar18. 16 Cf. su Informe sobre la fe, BAC, Madrid 1985, p. 36. Más detalles sobre el conflicto de interpretaciones del Vaticano II en mi ponencia “Fidelidad al Vaticano II en el siglo XXI”, en Cátedra Chaminade, Por una Iglesia, por fin, conciliar, Tirant lo Blanch, Valencia 2011, esp. pp. 287-294. 17 Cf. R. Rémond, “Le christianisme aura sûrement un avenir, même si...”, en Chrétiens tournez la page, Bayard, París 2002, pp. 24ss. 18 Cf. texto citado en la nota 15, pp. 292-294.

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Es posible, con todo, que las causas de la crisis no sean solo externas a la Iglesia y que las diferentes, y todas ellas deficientes, respuestas de la Iglesia a lo largo delos años posteriores al Concilio hayan contribuido en parte a la aparición y la agravación de la crisis que le aqueja. Así, recordando la fórmula de Tocqueville: “Nada es tan frágil como una institución que se reforma, sobre todo si se trata de una institución de carácter jerárquico y autoritario”, cabe señalar que es posible que los vientos que introdujo en la Iglesia la ventana abierta por el Concilio no fueran ajenos a la ruptura de sistemas de vida propios del catolicismo preconciliar no suficientemente arraigados en una experiencia personal de la fe y tal vez sostenidos en buena medida por la tradición, la costumbre y presiones sociales que las reformas conciliares, no siempre aplicadas con prudencia, ayudaron a poner en cuestión19.

La pregunta por el futuro de cristianismo Las críticas de la existencia de Dios por el pensamiento filosófico en la segunda mitad del siglo XIX y la primera del XX y el desarrollo de la secularización habían provocado ya durante todo ese tiempo numerosas previsiones sobre el final próximo de la religión y del cristianismo en los países desarrollados. Los hechos han desmentido tales previsiones. En efecto, hoy las filosofías y las ideologías en que se basaban tales previsiones han desaparecido o han perdido en gran parte su vigencia, mientras que la religión resurge en el mundo bajo formas nuevas y el cristianismo crece con vigor en no pocas partes del mundo e incluso en Europa 19 Cf. la equilibrada visión de las reacciones al Concilio que ofrece É. Fouilloux en el artículo citado supra, nota 15.

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perdura a pesar de la crisis que arrastra en las últimas décadas. Lo nuevo a partir de los años setenta del siglo pasado es la aparición de la pregunta sobre el futuro del cristianismo en el interior mismo de las Iglesias, planteada por numerosos teólogos y pensadores cristianos, a partir de la evolución de la crisis del cristianismo en las últimas décadas. En un texto presentado en la primera Semana de Pastoral de nuestro centro en 1989, con el título “La Iglesia ante el año 2000: del miedo a la esperanza”, anotaba yo la aparición de un número muy considerable de libros y artículos sobre el futuro del cristianismo y la Iglesia en Europa –hasta 250 escritos contó alguien entonces– con títulos como: “¿Tiene futuro la religión?”; “El cristianismo ¿va a morir?”; “¿Tiene futuro la Iglesia?”; “Quo vadis, Ecclesia?”; “Posibilidades de futuro para el cristianismo, desde el punto de vista sociológico”20, etc. La pregunta no ha dejado de plantearse en los años siguientes, y de forma cada vez más apremiante. Recordemos, por ejemplo, el breve pero incisivo artículo publicado poco antes de su muerte por el gran teólogo dominico J. M. Tillard con el título “¿Somos los últimos cristianos?”21. Las preguntas, surgidas en el contexto de la crisis a la que nos hemos referido, se basan en varios hechos que forman parte de ella. El primero se refiere a la “crisis de la transmisión de la fe”, constatada por los sociólogos y lamentada por las familias, las comunidades cristianas, los centros católicos de enseñanza y los mis20 Cf. el texto citado en Instituto Superior de Pastoral, La Iglesia en la sociedad española, Verbo Divino, Estella 1990, pp. 147-148. 21 Fides, París 1997. Cf. también las alusiones al “final del cristianismo occidental” en G. Laffont, Imaginer l’Église catholique, Cerf, París 1995.

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mos episcopados de Europa. Recordemos, por ejemplo, que más del 50% de los jóvenes franceses ya no han sido educados en el cristianismo; que el número de los que han sido catequizados ha pasado de más del 80% en los años anteriores al Concilio, a menos de la tercera parte en los últimos años. La socialización religiosa, añaden los sociólogos, no ha funcionado más que en un tercio de los jóvenes europeos. Los obispos franceses reconocen ya que el catolicismo es un fenómeno minoritario en Francia, y los españoles reconocían en el plan pastoral 2002-2005 que “uno de los hechos más graves durante el último medio siglo ha sido la interrupción de la transmisión de la fe en amplios sectores de la sociedad”22. Por otra parte, todo parece indicar que en un sistema religioso como el del catolicismo, cuya acción pastoral descansa casi enteramente en la acción del clero y de las congregaciones religiosas, la enorme disminución de los miembros de esos dos colectivos y su envejecimiento no puede dejar de tener repercusiones muy negativas sobre la evolución del catolicismo europeo23. Por otra lado, a lo largo del siglo XX ha venido viviéndose un desplazamiento progresivo del número de católicos, de Europa hacia los otros continentes, hasta el punto de que los católicos europeos, que representaban a comienzos del siglo XX el 70% de la población Sobre el tema, me permito remitir a mi librito La transmisión de la fe en la sociedad contemporánea, Sal Terrae, Santander 2 2002, y la nota “¿Transmisión de la fe? Las muchas dimensiones de un fenómeno complejo”, en Gozo y esperanza, Memorial Prof. Julio A. Ramos Guerreira, Universidad Pontificia de Salamanca, Salamanca 2006, pp. 501-510. 23 Un panorama de las cifras, en relación con la vida consagrada, en Pedro Beldarraín, “Vocaciones en el mundo: hablan las cifras”, en Vida Religiosa 93 (2002) 46-53. Y, en relación con el clero, sobre todo en Francia, en Bernard Sesboüé, ¡No tengáis miedo! Los ministerios en la Iglesia hoy, Sal Terrae, Santander 1998, pp 27-40. 22

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católica mundial, ya no suponen más que el 30%. En la misma dirección de pérdida de relevancia del cristianismo en Europa apuntan otros dos hechos recientes. En efecto, es verdad que el cristianismo ha mantenido con Europa una relación estrecha de diálogo y colaboración con efectos importantes en los dos interlocutores. Así lo reconocía Juan Pablo II: “La Iglesia y Europa son dos realidades íntimamente ligadas en su ser y en su destino: han hecho juntas un recorrido de siglos y permanecen marcadas por la misma historia. Europa ha sido bautizada por el cristianismo, y las naciones europeas, en su diversidad, han dado cuerpo a la existencia cristiana”. Pero a nadie se le oculta que esa relación ha sufrido cambios importantes en los dos últimos siglos que no hacen más que acentuarse en los últimos años. Entre los cristianos inquietos por el futuro del cristianismo se observa un repliegue evidente de lo cristiano. “La iniciativa del pensamiento –escribe M. Bellet– está en otros lugares; la vieja estructura doctrinal y disciplinaria de la Iglesia católica se disloca; la misión pierde su aliento; e incluso el “retorno de lo religioso” podría constituir una amenaza más grave que el antiguo ateísmo por suponer una contestación de la religión cristiana en su mismo terreno”24. Un último estudio sociológico, Catolicismo: el final de un mundo, profundiza en el cuestionamiento del futuro del cristianismo en Europa basándose en la existencia de “una crisis profunda, ineluctable, que toca el corazón mismo del catolicismo y priva de legitimidad a su discurso sobre el hombre, la naturaleza y la vida social”. Tras varios estudios sobre el catolicismo francés, y en buena parte europeo, la autora de ese escrito resu24 La quatrième hypothèse sur l’avenir du christianisme, Desclée de Brouwer, París 2001, p. 14.

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me la conclusión de sus análisis en estos términos: “El catolicismo no forma hoy día parte de las referencias comunes de nuestro universo cultural francés. Sus referencias y sus valores, sus representaciones y sus miembros están saliendo o han salido del campo social. Se ha producido una ‘exculturación’ del catolicismo que tiene unas consecuencias inmensas sobre sus posibilidades de realización y, por tanto, sobre su futuro”25.

Hacia una evaluación de la puesta en cuestión del futuro del cristianismo Anotemos en primer lugar que plantearse la pregunta no es necesariamente síntoma de una postura catastrofista ni responde a pulsiones apocalípticas de quienes se la plantean. Al contrario, puede ser expresión de una preocupación compartida por muchos y de convicciones tendentes a animar hacia una respuesta positiva. Por eso comenzamos por anotar que tiene sentido plantearse la pregunta. No faltan quienes rechazan la posibilidad misma de hacerlo fundándose en argumentos pretendidamente teológicos, como la promesa de que las fuerzas del infierno no prevalecerán contra la Iglesia de Jesucristo. Pero la verdad es que ninguna promesa garantiza la permanencia, a lo largo de toda la historia, de la Iglesia en todos los lugares en los que se ha implantado. De hecho, la historia muestra cómo el cristianismo floreciente en Asia Menor en sus primeros siglos, donde los primeros creyentes en Jesucristo recibieron el nombre de cristianos y se fraguaron las grandes formulaciones de la fe cristiana, ha desaparecido prácticamente en esos territorios ocupados por la actual Tur25 Danièle Hervieu-Léger, Catholicisme, la fin d’un monde, Bayard, París 2003.

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quía. También se ha observado que en el norte de África, que contó con trescientos obispos en tiempos de san Agustín, tras la conquista musulmana, hoy no quedan más que unas pocas comunidades, pequeño resto ejemplar en su valor del esplendor antiguo. La diferencia de la posible desaparición del cristianismo de la Europa actual radicaría en que ahora parece estar produciéndose de forma indolora, sin sentir la necesidad de destruir sus restos y sus monumentos, sino más bien dejando de habitarlos. Por otra parte, puede no carecer de interés remitirse, a la hora de buscar una respuesta, a las opiniones de historiadores y sociólogos de la religión sobre la evolución de las religiones a lo largo de la historia. É. Durkheim, por ejemplo, observaba que las religiones generalmente no desaparecen, sino que se transforman. Y J. Wach afirmaba que no conviene identificar la experiencia religiosa con ninguna de sus expresiones históricas y que “la energía creadora de la religión es inagotable y siempre tiende a nuevas y más plenas realizaciones”. Aunque, por otra parte, no puede ignorarse que una religión como el maniqueísmo, extendida en muy poco tiempo desde el occidente de Europa hasta China, desapareció poco después, si bien dejando huella de su existencia en no pocos movimientos religiosos posteriores. Buenos conocedores de la historia del cristianismo señalan, por su parte, las muchas muestras dadas por este de una gran capacidad de sobreponerse a las peores crisis, adaptarse a las diferentes situaciones y recuperarse. Por eso, aunque no falten los que ponen seriamente en cuestión el futuro del cristianismo en Europa26, la mayor parte de los estudios coinciden en señalar que la 26 Cf. M. Gauchet y, de forma más matizada, D. Hervieu Léger, en sus aportaciones a Chrétiens, tournez la page, o. c.

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crisis amenaza con hacer desaparecer una forma histórica de cristianismo menos perfecta de lo que una idealización posterior nos ha hecho pensar, pero cuya superación puede abrir el camino para la purificación de la Iglesia y la aparición de formas renovadas de vida cristiana. En cuanto a la actitud desde la que personalmente lo abordo, sin ignorar la actual crisis del cristianismo, su novedad en relación con otras crisis históricas y su radicalidad, me identifico plenamente con este texto de uno de los autores que mejor han estudiado esto desde hace ya muchos años: “Me siento autorizado a decir a los cristianos que el presente es menos sombrío de lo que muchos se imaginan, que el futuro sigue abierto y que tendemos a magnificar las dimensiones tanto de la cristianización de antaño como de la descristianización de hoy”27. Para dibujar un mapa de las posibilidades que contiene la pregunta que nos venimos haciendo, remito libremente al “mapa de los escenarios” en relación con ese futuro dibujado por M. Bellet28. Cuatro son esos escenarios posibles. El primero es la desaparición pura y simple del cristianismo, y con él, del Cristo que es su centro, en Europa, como ha desaparecido de otras regiones a lo largo de la historia. El segundo es cierta permanencia diluida del cristianismo bajo diferentes formas posibles: la permanencia, en la cultura, la historia, la memoria y el inconsciente colectivo, de ideas, valores y logros cristianos, pero sin la vigencia de otros tiempos ni la referencia al cristianismo del que proceden; o la permanencia de sus grandes obras literarias, monumentales, artísticas, testimonio fósil, por así decir, o reducido a pieza de museo, 27 28

J. Delumeau, Le christianisme va-t-il mourir, o c., p. 227. M. Bellet, o. c.

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del cristianismo vivo de otros tiempos. Permanencia, pues, de los logros del cristianismo en el pasado de Europa, pero como parte de un pasado que ha servido para la construcción de la modernidad y que si tiene alguna vigencia es como stock de recursos que pueden ayudar al logro de nuevos objetivos. El tercer escenario sería la permanencia, bajo formas radicalizadas, de dos tipos enfrentados de cristianismo presentes en nuestro tiempo: Los pequeños grupos fuertemente identitarios, atrincherados en guetos aislados de la sociedad y en permanente polémica con ella, y los continuadores del cristianismo liberal, preocupados sobre todo por la relevancia en la sociedad moderna y que se adaptan a sus demandas aun a costa de la pérdida de su identidad. El cuarto escenario posible sería la pérdida de determinadas formas de cristianismo sacudidas por la crisis y la apuesta por un cristianismo que vuelva a sus orígenes y haga de nuevo presente el Evangelio en toda su novedad, propiciando el nacimiento del cristianismo que han originado los mejores movimientos reformadores de su historia: el monaquismo, las órdenes mendicantes, las congregaciones apostólicas de la época moderna y las numerosas fundaciones al servicio de la caridad, sobre todo en la enseñanza y el servicio a los enfermos más pobres, en los peores momentos de crisis a lo largo del siglo XIX29. Para dar realidad a este escenario, es indispensable señalar las formas de cristianismo cuyo futuro pone en cuestión la crisis actual y los rasgos del posible cristianismo purificado surgido de la crisis. 29 Para esta cuestión, clave a la hora de explicar la permanencia del cristianismo superando las numerosas crisis de su historia y clave para preparar su futuro en medio de la crisis actual, cf. Juan Mª Laboa, Por sus frutos los conoceréis. Historia de la caridad en la Iglesia, San Pablo, Madrid 2011.

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Algunas de las formas de cristianismo que la crisis amenaza con hacer desaparecer Es evidente que la crisis ha hecho inviable el cristianismo-cristiandad, esa situación político-religiosa surgida tras el paso del cristianismo a religión oficial del Imperio, en la que el cristianismo se convierte en la religión del Imperio y de los Estados que nacen de él; en la que la religión cristiana regenta el conjunto de la vida social y enmarca la vida de las personas, y en la que la Iglesia dispone de un poder al que Jesús y el cristianismo primitivo habían renunciado como a una propuesta del tentador. Es evidente que la crisis está haciendo también imposible el cristianismo “eclesiastizado”, surgido de la reforma postridentina, centrado en la institución de la Iglesia entendida como sociedad perfecta, identificada en la práctica con la jerarquía, que prescribía de manera inapelable las formas de pensar y de vivir de los fieles por medio de una pastoral apoyada en la culpabilización, el miedo a los castigos eternos y una fuerte presión social. Hoy se conocen perfectamente los peligros que acarrea a la Iglesia su alianza con los poderes del mundo; se saluda la situación de secularidad como la más propicia para el desarrollo de la vida cristiana, y se conocen las deficiencias del cristianismo eclesiastizado falsamente idealizado por una mirada que se fijaba casi exclusivamente en los aspectos externos del número, las prácticas y el lugar privilegiado que la Iglesia ocupaba en la sociedad. A la luz de estos hechos hemos aprendido a relativizar los aspectos externos de la crisis religiosa y percibimos con claridad sus aspectos verdaderamente importantes: la crisis de Dios y de la fe en él; la contaminación por los cristianos de las formas de vida alejadas del ideal de vida cristiana; la inadecuación de su forma de institucionalizarse a la mentalidad y la sensibilidad 239

surgidas de la modernidad y su consiguiente incapacidad para responder a las necesidades de la humanidad actual y a los retos que plantea al cristianismo. La evaluación de la crisis que eso supone nos pone en mejor disposición para orientarnos en la búsqueda de respuestas que estén a la altura de las dificultades que comporta y de los retos que plantea la nueva situación.

A la búsqueda de una respuesta radical a la radical crisis del cristianismo. Aportación del Vaticano II a la construcción de un cristianismo con futuro La crisis de Dios exige la recuperación en el cristianismo actual de la experiencia de Dios. Dificultades con las que se enfrenta esa recuperación Identificado el fondo de la crisis religiosa actual como crisis de Dios, los mejores pensadores y maestros espirituales del cristianismo en los últimos tiempos vienen insistiendo en la exigencia del cultivo personal por los cristianos de la experiencia de Dios como condición de posibilidad para vivir cristianamente en nuestro tiempo e incluso para la supervivencia del cristianismo en la Europa actual. El cardenal Newmann había advertido ya en el siglo XIX que “una simple fides implicita en las palabras de la Ecclesia docens corre el riesgo de acarrear la indiferencia entre las clases cultivadas y, entre los más pobres, la superstición”30. Karl Rahner sentenció en los años sesenta del siglo pasado: “El hombre religioso de mañana será un ‘místico’, una persona que ‘ha experimentado’ algo, o no podrá seguir siendo 30

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The Rambler, julio de 1859, p. 230.

religioso”31. Años más tarde, y en un texto sobre la espiritualidad de la pastoral parroquial, precisará: “El cristiano de mañana será místico o no será cristiano”32. Más recientemente, J. B. Metz, el teólogo que más ha insistido en la crisis de Dios, viene insistiendo en que a esta solo se responde con “la pasión de Dios”33. Pero resulta enormemente extraño que propuestas tan razonables, que, además, han hecho suyas importantes documentos de los episcopados europeos34, estén chocando con dificultades aparentemente insuperables a la hora de plasmarse en la realidad. Las razones para tal dificultad pueden ser muchas. Por ejemplo, los malentendidos que pesan sobre la noción misma de “experiencia de Dios”, confundida en no pocos casos con un camino ajeno a la fe y alternativo a la misma, abierto solo a las grandes figuras del Antiguo Testamento, a los primeros discípulos y a los grandes místicos cristianos, y al que no tendría acceso la gran masa de los creyentes. O la confusión de la experiencia de Dios con los momentos extraordinarios en los que un sujeto pasa por un sentimiento muy intenso de su presencia, algo tenido también por un don extraordinario que Dios solo concedería a unos pocos. Una ter31 “Elemente der Spitualität in der Kirche der Zukunft”, en Schriften zur Theologie, XIV, Benziger, Einsiedeln, 1980, p. 375. 32 Citado en A. Haas, Mystik als Aussage, p. 64. 33 Cf. J. B. Metz, “Gotteskrise. Versuch zur geistigen Situation der Zeit”, en AA. VV., Diagnosen zur Zeit, Patmos, Düsseldorf 1994, pp. 76-92. En castellano, íd., Memoria passionis, Sal Terrae, Santander 2007, pp. 78-86. 34 Cf. la segunda parte de la carta de la Conferencia Episcopal Francesa a los católicos de su país Proponer la fe en la sociedad actual: “Ir al corazón del misterio de la fe”. Texto castellano en Ecclesia (5 y 12 de abril de 1997). También constituye un buen ejemplo de documento episcopal con esa orientación el texto de la Conferencia Episcopal Española Testigos del Dios vivo (1985).

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cera causa de la dificultad puede ser la escasa atención que la pastoral de la Iglesia presta a ese hecho que por otra parte reclama; la incapacidad de esa pastoral para dotar a las comunidades de medios que les permitan crecer en lo que es la raíz de su condición de creyentes; y, más generalmente, el escaso lugar que se concede entre las acciones de la Iglesia a la “mistagogía”, la iniciación en la experiencia del misterio35. De hecho, todos percibimos que los medios de la pastoral ordinaria van encaminados en otra dirección: la insistencia en la pertenencia a la Iglesia, el mantenimiento de la ortodoxia de las formulaciones de la fe y el conocimiento de la doctrina cristiana –de ahí el lugar preeminente que se atribuye el Catecismo de la Iglesia católica en el nuevo programa de nueva evangelización propuesto por Benedicto XVI–, la mejora de la práctica sacramental y la exhortación a la observancia de las normas. Todos ellos, sin duda, aspectos que pertenecen a la identidad cristiana, pero que, desde luego, no constituyen su centro. Recordemos a este respecto que la Iglesia católica lleva un siglo intentando mejorar el sistema de las mediaciones de la vida cristiana, actualizando el lenguaje de la teología y la catequesis, reformando la liturgia, promoviendo iniciativas, desde la Acción Católica hasta la nueva evangelización, para atraer a los alejados, sin que se haya frenado la crisis religiosa ni se hayan dado pasos efectivos hacia la evangelización de Europa. Estamos constatando, como se viene repitiendo en los últimos años, que la radicalidad de la crisis exige una radicalidad equivalente en las respuestas. Que a la crisis 35 Me he ocupado frecuentemente del tema; cf., por ejemplo, “Hacia una fenomenología de la experiencia de Dios”, en Pascual Cebollada (ed.), Experiencia y misterio de Dios, San Pablo-Comillas, Madrid 2009, pp. 63-104.

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de Dios solo se responde con la “pasión de Dios”. Pero ¿por qué tropezamos con dificultades aparentemente insuperables para hacer efectiva esa respuesta?

Un modelo de cristianismo en el que la fe personalizada tiene difícil encaje Mi hipótesis es que hablamos de la necesidad de la experiencia de Dios, del desarrollo del elemento místico del cristianismo, pero lo hacemos sin tocar un modelo de cristianismo surgido de la doble reacción a la Reforma y a las dificultades que supuso para la Iglesia el desarrollo de la época moderna, modelo cuyo centro no estaba precisamente en la experiencia personal de Dios, sometida a no pocas sospechas, sino en un sistema de mediaciones: la doctrina claramente definida en las fórmulas del catecismo, la liturgia cristalizada en sistema de rúbricas detalladas, la moralidad resumida en una serie de normas precisas y, sobre todo, una Iglesia convertida en el centro del cristianismo y cuyas acciones monopolizaba la jerarquía, que reducía el pueblo fiel a “objeto” de su gobierno, su enseñanza y su acción santificadora por el hecho de disponer de la administración de los medios por los que le llegaba la gracia. Para ver hasta qué punto distorsionaba este modelo el conjunto de la vida cristiana basta pensar en la comprensión de la fe que producía. La fe, se decía en los catecismos postridentinos, es “creer lo que no vimos”. Parecía consistir, pues, en la afirmación de las verdades reveladas por Dios y que la Iglesia enseñaba. Una fe así entendida se había resignado a la carencia de toda experiencia y se reducía, para la mayor parte de los fieles, a un pobre sucedáneo, el “creer que”, que fustiga la Carta de Santiago (“Crees que Dios es uno. También los 243

demonios lo creen y se estremecen”: 2,19), o la “fe del carbonero”, una fe pasiva y “por procuración”, que se resignaba a carecer de razones para creer, delegándolas en los doctores de la Madre Iglesia. El surgimiento de esa forma, ciertamente distorsionada, de entender y vivir el cristianismo en la época moderna, que había tenido formas equivalentes en la larga época constantiniana, se explica, probablemente, por hechos como la Reforma y las guerras de religión, que movieron a la jerarquía de la Iglesia a establecer un cerco en torno a sus fieles –un verdadero caparazón, lo ha llamado Congar36– que defendiera a los fieles de las amenazas del exterior, pero que los aisló de los movimientos renovadores que fueron surgiendo en minorías en su propio seno y fuera de ella, y que, en todo caso, redujo la vida de los fieles a un cristianismo por procuración y a una sustitución del misterio cristiano por la Iglesia, en ese proceso que terminó en la eclesiastización o “eclesiocentrismo” del cristianismo37. “Eclesiastización”, como se sabe, designa una forma de comprensión y realización del cristianismo que termina en la reducción del cristianismo a la Iglesia como organización social, con todos los rasgos que la sociología atribuye a las organizaciones de un poder burocrático: existencia de un poder ejercido por personal oficial, jerarquización oficial fuertemente centralizada, rígida división de competencias, etc. En ella, el principio interior, el elemento teologal y sacramental, origen en la realidad de sus aspectos institucionales, se ha visto sustituido por la estructura eclesiástica y los órganos de poder que la constituyen, que, finalmente, vienen a sustituir Entretiens d’autome, Cerf, París 1987. Para el sentido de la palabra, cf. F. X. Kaufmann, “Chiesa per la società di domani”, en íd. y J. B. Metz, Capacità di futuro, Queriniana, Brescia, 1988, pp. 37-43. 36 37

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el Misterio al que todas las mediaciones deberían remitir. En la eclesiastización del cristianismo se trastornan hasta invertirse las relaciones entre los diferentes elementos del sistema cristiano. J. A. Möhler lo formulaba nítidamente ya en el siglo XIX: “Las estructuras no crean el ser último del cristiano y no lo preceden”. “La Iglesia es, ante todo, un efecto de la fe cristiana, el resultado del amor viviente de los fieles agrupados por el Espíritu Santo”. “Su constitución externa no es más que la manifestación de su esencia”, “el amor corporalizado”38. Siguiendo con el símil que utilizaba el P. Congar, al catolicismo postridentino le ha sucedido que, habiendo desarrollado un fuerte caparazón, no ha desarrollado el esqueleto, la vida interior, capaz de estructurar su vida cristiana. En esas condiciones, ha bastado que la secularización le prive de los muchos elementos externos de que se le había dotado, por la imposibilidad de mantenerlos en la nueva situación socio-cultural, para que vea peligrar lo que en realidad debería ser su centro. El catolicismo actual estaría, pues, en la necesidad perentoria de desarrollar ese esqueleto de la vida cristiana que es su propia vida interior basada en la experiencia de la fe, como condición para su supervivencia en la nueva situación en que le ha colocado el proceso de secularización en sus últimas etapas. Pues bien, a nadie se le oculta que, mientras perdure ese modelo de cristianismo en la comprensión y, sobre todo, en el funcionamiento de la Iglesia, los llamamientos a poner la experiencia de la fe en el centro de la vida cristiana chocan de lleno con una organización efectiva de la Iglesia orientada en otra dirección. Por38 Citado en Y. M. Congar, “La eclesiología desde san Agustín hasta nuestros días”, en Historia de los dogmas, Cuaderno 3c-d,, BAC, Madrid 1976, p. 59.

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que, eclesiastizado el cristianismo, la adhesión personal al Señor se ve sustituida por la pertenencia sociológica; la relación fraternal, por las relaciones de dominio y dependencia según el lugar que se ocupe en la estructura; la experiencia de la fe, por la pertenencia jurídica y social a la institución, y la práctica sacramental, de suyo expresión comunitaria de la fe común, en acto oficial jurídicamente regulado y objeto de prescripciones precisas, una práctica en la que se participa para cumplir un precepto. Se dirá, con toda razón, que en el Concilio Vaticano II la Iglesia respondió a la pregunta “Iglesia, ¿qué dices de ti misma?” con una formulación de su identidad que la hizo pasar de la eclesiología de la Iglesia como sociedad perfecta, a una eclesiología de la Iglesia como sacramento de salvación y misterio de comunión, que supuso la superación teórica de la anterior concepción “societario-jurídica” de la Iglesia, que había terminado en la eclesiastización del cristianismo. Pero hoy somos conscientes de que la presencia en los documentos conciliares de dos eclesiologías diferentes39, la falta de adecuación efectiva de las estructuras eclesiásticas a la eclesiología de comunión oficialmente propuesta por el Concilio, y la recepción restrictiva, cuando no contraria, del mensaje del Concilio que viene prevaleciendo desde los años setenta del siglo pasado han hecho que en la actualidad perdure en la orientación oficial de la Iglesia esa visión eclesiastizada del cristianismo que dificulta la orientación de la pastoral hacia el desarrollo del elemento místico del cristianismo, del cultivo por las comunidades de esa “pasión de Dios”, en los que tantos vemos la única respuesta a la situación de crisis de Dios en que ha desembocado de hecho el proceso de secularización. 39 Cf. A. Acerbi, Due ecclesiologie: ecclesiologia giuridica e ecclesiologia di communione nella “Lumen gentium”, Bolonia, 1975.

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Anotemos, además, que la Iglesia, o mejor, su jerarquía, en el modelo de cristianismo eclesiastizado genera en su relación con la sociedad civil una forma de presencia prácticamente incompatible con la situación de secularización de nuestras sociedades. En efecto, organizada en torno al poder eclesiástico, sigue entendiéndose como una sociedad perfecta, paralela a la sociedad civil, que, aunque haya reconocido la autonomía de lo político, como de otras áreas de la vida social, y haya aceptado la separación con el Estado, da muestras de nostalgia en relación con la situación anterior y no deja de imaginar fórmulas para seguir asegurando algún tipo de tutela sobre la sociedad civil. Naturalmente, no bajo la forma de la injerencia expresa en los asuntos políticos, pero sí sustituyéndola por proyectos culturales unitarios que, bajo la excusa de defender a sus miembros más vulnerables, les proporcione un ambiente en el que puedan seguir desarrollando su vida cristiana; o, si esto no es posible, mediante una intervención en las cuestiones morales basada en la interpretación normativa de los principios de la ley natural a la que todos deberían someterse. De ahí que, a pesar de que parezca haberse llegado a unas conclusiones claras para la regulación de las relaciones entre las Iglesias y los Estados, sigan apareciendo con relativa frecuencia tensiones y conflictos, de los que no siempre, todo hay que decirlo, son responsables únicas las Iglesias. En estas circunstancias, cualquier movimiento tendente a la instauración en el seno de la Iglesia de un cristianismo personalizado, centrado en la experiencia personal de los creyentes, que responda a la crisis de Dios, nivel más profundo de la crisis religiosa, y que cree las condiciones para instaurar una forma de presencia de las Iglesias en la sociedad respetuosa de la autonomía de lo profano a la vez que significativa y 247

capaz de aportar su capacidad humanizadora a la sociedad, choca con dificultades, no siempre fácilmente identificables, en el interior de las Iglesias, que termina desanimando a sus promotores y condenándolos al conformismo. ¿No habrá otra propuesta posible? No faltan hechos que muestran brotes esperanzadores de lo que podría ser esa respuesta y que mostrarían cómo el Vaticano II, con su cambio de modelo eclesiológico, puede poner a los cristianos en condiciones de buscar las respuestas más profundas a la crisis religiosa que padecen.

Otra figura de Iglesia es posible 40 La inmensa mayoría de los analistas de la situación del cristianismo en la Europa de nuestros días, también y sobre todo entre los que reconocen la gravedad de la crisis, señalan la presencia de grupos cristianos que, sin romper con la Iglesia, y desde su interior, dan muestras de estar encontrando formas de realizarlo en las que la experiencia de la fe por sus miembros es un hecho y que van dando con modos de presencia en la sociedad que, sin pretender ninguna forma de predominio sobre ella, resultan significativos en los medios en los que viven. Lo decía, por ejemplo, J. Delumeau cuando, en su obra ¿Se muere el cristianismo?, escrita ya al final de los años setenta, constataba que “Dios, menos vivo en otras épocas de lo que nos hacen pensar visiones idealizadas de esas épocas, seguramente está hoy menos muerto de lo que nos dicen algunos diagnósticos sobre nuestro tiempo”, para añadir que formas de cristianis40 Tomo aquí ideas más desarrolladas en mi ponencia “Tareas del presente. Las comunidades cristianas en situación socio-cultural de secularidad y laicidad”, en Llibertat religiosa en un estat laic, VI Congrés de l’Assosiació Cristianisme al segle XXI, Claret, Barcelona 2010, pp. 91-144.

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mo centradas en una institución anquilosada, reducidas a unos ritos rutinariamente practicados y sin apenas vitalidad experiencial, desaparecen o se mantienen con una especie de vida casi vegetativa; pero que surgen, aquí y allá, grupos de cristianos animados por una fe viva, celebrada y compartida comunitariamente, alimentados por la lectura y la meditación de la Palabra, a la búsqueda de la unidad y comprometidos con la sociedad en la que viven, que son el germen de un cristianismo de futuro41. Textos como este recuerdan otro de Bonhoeffer frecuentemente citado: “No nos toca a nosotros predecir el día –pero ese día vendrá– en que de nuevo habrá hombres llamados a pronunciar la Palabra de Dios de tal modo que el mundo será transformado y renovado por ella. Será un lenguaje nuevo, quizás totalmente arreligioso, pero liberador y redentor como el lenguaje de Cristo [...]. Hasta entonces, la actividad de los cristianos será oculta y callada, pero habrá hombres que rezarán, actuarán con justicia y esperarán el tiempo de Dios”42. ¿Cómo proceder para animar la aparición y el crecimiento de grupos o de comunidades cristianas de ese estilo? Yo pienso –iba a decir “me temo”– que no es posible en la actualidad “desmantelar” las pesadas estructuras de esa Iglesia anclada en modelos anacrónicos y alejados del espíritu evangélico. Porque esta Iglesia, como denunciaba el propio Bonhoeffer de su Iglesia luterana, “durante estos años solo ha luchado por su propia subsistencia, como si esta fuera una finalidad absoluta, y es incapaz de erigirse ahora en portadora de la 41 J. Delumeau, Le christianisme va-t-il mourir, o. c., y, sobre todo, el nuevo texto que acompaña esa edición, Guetter l’aurore, pp. 9-222. 42 Resistencia y sumisión, Sígueme, Salamanca 21983, p. 210.

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Palabra que ha de reconciliar y redimir a los hombres”; por lo que “las palabras antiguas han de marchitarse y enmudecer, y ejercer nuestra existencia de cristianos solo tendrá dos aspectos: orar y hacer justicia entre los hombres. Todo el pensamiento, todas las palabras y toda la organización en el campo cristiano han de renacer partiendo de esta oración y de esta acción cristianas”43. Tal vez, ese desmantelamiento desde fuera no sea posible ni deseable. De hecho, otras Iglesias cristianas han llevado a cabo no pocas reformas de los elementos estructurales de la Iglesia, sin que se haya modificado una situación de crisis tan aguda como la que padece la Iglesia católica. En definitiva, estamos verificando la verdad de la afirmación de J. B. Metz: “Una verdadera reforma de la Iglesia nunca puede ser solo una reforma de la Iglesia”. Porque la pesada estructura de la Iglesia solo cederá a la presión de una renovación intensa de la fe en su interior. Porque el cambio estructural requerido solo puede surgir de la renovación interior, de la conversión del corazón de los que la habitamos. Antonio Machado lo formuló con lucidez. A alguien que se felicitaba de que el espíritu religioso estuviera muerto en España le respondía: “Si eso es verdad, medrados estamos, porque ¿cómo vamos a sacudir el lazo de hierro de la Iglesia católica que nos asfixia? Esta Iglesia espiritualmente huera, pero de organización formidable, solo puede ceder al embate de un impulso realmente religioso”44. De hecho, reformas que surjan tan solo de la molestia que produzcan las estructuras eclesiásticas conducirán al cambio de unas estructuras por otras igualmente o todavía más alejadas del Evangelio. Ibíd. Citado en Olegario González de Cardedal, Cuatro poetas desde la otra ladera, Trotta, Madrid 1996, p. 332. 43 44

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Tampoco me parece la solución salirse de ellas. Primero, porque la eclesialidad forma parte integrante de la identidad cristiana y no puede ser vivida más que encarnada en unas formas históricas que nunca realizarán el ideal del Reino al que remiten. Y, además, porque la historia muestra la eficacia de posturas de “resistencia y sumisión” en el interior de la Iglesia, que con frecuencia han abierto futuros humanamente imprevisibles. Pienso, por ejemplo, en escrituristas católicos como el P. Lagrange, a principios del siglo pasado, o en los representantes de la nouvelle théologie y en la renovación de la misión en la Francia de los años cuarenta y cincuenta, sin cuya resistencia y perseverancia probablemente no habría sido posible el Vaticano II. De hecho, el Concilio abrió, en su manera de concebir la Iglesia y de concebir su reforma, una posibilidad que ciertamente vale la pena explorar y que puede constituir la mejor aportación del Vaticano II al futuro del cristianismo. Esa posibilidad se funda primeramente en el cambio de modelo, de la Iglesia sociedad perfecta a la Iglesia “misterio de comunión”, que desplaza el acento en la comprensión de la Iglesia de sus aspectos institucionales hacia la dimensión interior de la comunión en la gracia, la caridad y el Espíritu de los que constituyen la comunidad eclesial. La nueva concepción de la Iglesia sustituye la idea de una sociedad desigual por la de una sociedad de iguales en derechos, dignidad y responsabilidad, que no elimina la existencia de las funciones jerárquicas, entendidas ahora como ministerios. Esa nueva comprensión sustituye la idea de Iglesia-institución o sociedad visiblemente organizada, por la de una comunidad de hombres y mujeres en comunión interior que se expresa y realiza por los lazos de la fe común, la común adoración y acción de gracias y la vida en fraterni251

dad. Las consecuencias de ese desplazamiento son importantísimas tanto hacia el interior de la Iglesia como para la relación de la Iglesia con la sociedad y el mundo en el que vive. Para resumir las consecuencias de este cambio de modelo que es de todos conocido, me remito a la expresión de un excelente teólogo nada sospechoso de veleidades progresistas: “Que la Iglesia sea comprendida como sacramento de la salvación significa que queda constitutivamente referida a Jesús, no solo a su voluntad fundadora, sino a su propia realidad encarnatoria, a su dimensión humano-divina, a su misión soteriológica. Significa a su vez que toda su consistencia está ordenada a su servicio, que no es para sí misma, que existe desviviéndose y consiste sirviendo. No hay lugar para los narcisismos, triunfalismos, clericalismos o juridicismos”45. Las reflexiones anteriores ponen de manifiesto la estrecha relación entre los dos pasos, el de la conversión de los creyentes a un cristianismo personalizado y centrado en la experiencia de Dios, por una parte, y la reconversión de las estructuras eclesiales que sirvan de medio y de apoyo a la realización de ese cristianismo personalizado, por otra. Es posible que el Vaticano II, preocupado sobre todo por el aggiornamento de la Iglesia, no haya insistido suficientemente en la necesaria recuperación por los cristianos de la dimensión mística de su identidad cristiana. Pero es seguro que su propuesta de renovación de las estructuras del cristianismo ofrece un marco en el que encaja perfectamente la renovación de la vida cristiana de sus miembros y que puede favorecer su 45 Olegario González de Cardedal, “Introducción” a la Constitución sobre la Iglesia, en Concilio Vaticano II, Constituciones, Decretos, Declaraciones, BAC, Madrid 1993, p. 17.

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desarrollo. Ahí está, a mi entender, su mejor aportación a la construcción de un cristianismo que responda a la crisis que actualmente padece y que siente las bases para un cristianismo con futuro en las nuevas circunstancias de la humanidad.

Algunos aspectos de esa aportación El primero tiene que ver con la presencia y el papel de las Iglesias particulares en la Iglesia universal. Dentro del marco general de la constitución Lumen gentium sobre la naturaleza de la Iglesia encontramos, decía el P. Congar, “una proposición breve pero de gran densidad”, referida a las Iglesias particulares, formadas a imagen de la Iglesia universal, “en las cuales y a partir de las cuales (in quibus et ex quibus) se constituye la Iglesia católica, una y única”46. En esta referencia a las Iglesias particulares veía Karl Rahner la más importante adquisición del Vaticano II en eclesiología. De acuerdo con ella, no hay ninguna clase de prioridad, ni cronológica ni ontológica, de la Iglesia universal sobre las Iglesias particulares. ¿En qué consiste y dónde existe la Iglesia universal que el cardenal Ratzinger, en una Carta a las conferencias episcopales, afirmaba ser anterior a las Iglesias particulares? A partir de la afirmación que acabamos de citar, se comprende que la pertenencia eclesial, que sin duda se refiere a la Iglesia una y universal, “tiene que realizarse primeramente en la comunidad local, es decir, en las distintas parroquias” –yo diría, más bien, en las distintas comunidades cristianas–, como afirmaba expresamente el mismo Joseph Ratzinger en un escrito anterior47. Lumen gentium, 23. J. Ratzinger, La fraternidad cristiana, Taurus, Madrid 1962, p. 88. La afirmación anterior sobre la prioridad de la Iglesia universal está con46 47

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De este principio se sigue que la renovación de la Iglesia tiene que proceder de la vida y la acción renovadas de las comunidades cristianas de las que consta cada Iglesia particular. A partir de ahí, cabe instaurar una acción pastoral, plenamente eclesial, destinada a orientar la vida de las comunidades cristianas insertadas en su medio vital, que, habiendo escuchado la palabra de la Escritura: “En esto consiste la vida eterna, en que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a quien enviaste, Jesucristo”, tome en serio que la vida cristiana comienza y descansa en el encuentro personal con Jesucristo, el Señor, y, consecuentemente, organice todas las acciones de su vida en torno al despertar, el acompañamiento y el fomento de la experiencia de la fe de sus miembros; que cultive esa puesta en acto de la fe que es la oración; que cuide con esmero celebraciones participadas en las que la comunidad comparta esa fe de la que vive. Nada impedirá que una comunidad cristiana así viva y se organice bajo la forma de la fraternidad en la que todos los miembros tienen la misma dignidad, todos participan con la misma responsabilidad; una comunidad en la que se dote a los miembros de una teología surgida de esa experiencia cristiana y formulada con categorías y lenguajes en consonancia con la cultura de su tiempo. Desde la vida cristiana vivida en una comunidad de ese estilo, cabe dibujar una forma de relación con el mundo que responda de manera adecuada, sin el peso de lastres históricos que arrastran muchas de las tenida en la Carta a los obispos de la Iglesia católica sobre algunos aspectos de la Iglesia como comunión (junio de 1992). Respuesta del P. Congar en La Croix-l’Évenement, 8 de agosto de 1992, p. 15. En el mismo sentido que el P. Congar se ha expresado después el cardenal W. Kasper, Stimmen der Zeit, 218 (2000) 12.

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iniciativas de la jerarquía, a la situación de secularidad de la sociedad en la que vive.

Hacia una redefinición de la presencia en la sociedad para comunidades cristianas centradas en el ejercicio de la vía teologal y organizadas desde los principios que se derivan de la comprensión conciliar de la Iglesia Al plantearse el problema de su presencia en la sociedad, la comunidad cristiana que estamos describiendo no tiene por qué entenderla desde los parámetros de la sociedad perfecta a los que frecuentemente se atienen todavía las declaraciones de la jerarquía de la Iglesia. Porque el sujeto de esa presencia es la fraternidad concreta que vive en un lugar determinado, siempre en comunión con la Iglesia particular a la que pertenece y con la Iglesia universal que contribuye a realizar. El sujeto primario de esa presencia es aquí una comunidad de creyentes que, “aunque de hecho no abarque a todos los hombres y muchas veces aparezca como un pequeño rebaño, sin embargo es un germen muy seguro de unidad, de esperanza y de salvación para todo el género humano”48. Este desplazamiento en cuanto al sujeto de la presencia transforma el sentido mismo de la presencia expresado ya en el título de la Constitución sobre la Iglesia en el mundo actual. Como tales, esas fraternidades asumen los proyectos y tareas de la sociedad y comparten con ella “el gozo y la esperanza, la tristeza y la angustia de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y los afligidos”49. La presencia de esta pequeña comunidad se definirá y realizará en térmi48 49

Lumen gentium, 9. Gaudium et spes, 1.

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nos de solidaridad con los habitantes del lugar en el que vive. Tal presencia no aparecerá como objeto de un mandato ni de una obligación, sino como una consecuencia derivada del hecho de la pertenencia de sus miembros a la sociedad de la que forman parte. La salvación a la que esa comunidad aspira y de la que pretende ser sacramento y testigo no puede tener lugar fuera de ahí: fuera del mundo real en el que discurre su vida, no hay salvación para ella. En ese marco se inscribirán las tareas de estas comunidades de cara a la sociedad de la que forman parte. Sus miembros las realizarán desgranando sencillamente en el día a día de su pequeño mundo las que el documento sobre la Iglesia en el mundo describe como propias de la Iglesia universal en el vasto mundo por el que está extendida, y que pueden resumirse en estos rasgos fundamentales que las circunstancias de cada comunidad forzarán a concretar: la solidaridad con la familia humana representada en el propio lugar, el diálogo con todos los que viven en él y la colaboración a la solución de los problemas que les aquejan. En todas estas tareas, las comunidades estarán llamadas a dar testimonio, por su forma renovada de vida, del Evangelio de Jesucristo que las ha transformado. Por supuesto que una comunidad así deberá además, para no perder su condición de cristiana, procurar a sus miembros momentos para orar en común, evaluar la vida de la fraternidad, descubrir nuevas necesidades a las que atender, poner en común las preguntas de los propios vecinos y los valores que prevalecen en ellos, descubrir entre todos la mejor forma de irradiar en esas circunstancias concretas la fe que inspira sus vidas, la fe de la que literalmente viven y que por eso confiesan, celebran y “experiencian” en el discurrir de sus vidas. 256

Así, independientemente de que se perfilen las relaciones de esa peculiar sociedad religiosa que constituye la Iglesia en su conjunto con las instituciones del Estado y el resto de las organizaciones sociales; independientemente del tratamiento de ese vasto campo que constituye la cuestión de lo ”teológico-político”, las comunidades cristianas locales que constituyen cada Iglesia particular tienen la posibilidad de hacerse presentes de forma valiosa y significativa con solo vivir su condición de cristianas, encarnándola en la peculiar forma de ciudadanía que esa condición comporta e inspirando desde ella ética y religiosamente la vida de la sociedad en la que viven y la acción política en su interior. No cabe duda de que una lectura atenta de los documentos conciliares descubre en no pocos de sus textos y en muchas de sus iniciativas reformadoras aportaciones muy valiosas para la configuración de un cristianismo con futuro en muchos de los aspectos que la evolución de la Iglesia y de la sociedad en los últimos años han mostrado enormemente problemáticos. Eminentes cardenales de la Iglesia contaron a sus hermanos sueños en los que veían realizadas en la Iglesia reformas propuestas o exigidas por el Concilio que no se habían hecho realidad. Recordemos uno del cardenal Martini en el que se refería a “la posibilidad de nuevas y más amplias experiencias de colegialidad para afrontar juntos esos problemas que la vida moderna nos pone por delante, aproximando y comparando entre ellos los múltiples lenguajes y las varias culturas en las que es vivido hoy el mensaje cristiano”50. 50 Texto citado en Pedro J. Gómez Serrano, “Temas pendientes a la luz del Concilio”, en Una Iglesia, por fin, conciliar, o. c., p. 319. Un texto lleno de sugerencias para la renovación de la Iglesia en la línea de lo propuesto en el Concilio.

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Yo me contentaré con formular en voz alta preguntas que no deja de suscitarme la confrontación de la memoria del Concilio con situaciones, dolorosas para todos, de las comunidades cristianas de las que la sola recepción del Concilio las habría podido liberar. Pienso, por ejemplo, en la forma de ejercicio de la autoridad de los ministerios en sus distintos niveles: del papa a escala universal, de los obispos en las Iglesias particulares y de los que animan y presiden las comunidades parroquiales. ¿Es, por ejemplo, coherente con la letra y el espíritu del Concilio –y sobre todo del Evangelio– la forma de ejercicio de la autoridad absoluta, centralizada hasta extremos difícilmente imaginables y ajena a los principios de subsidiariedad y de participación de todos los afectados por las decisiones?51 Reconocida la legitimidad y la dignidad de la conciencia de las personas a propósito de la libertad religiosa por el Concilio, ¿no sería deseable dar un margen mayor a la conciencia de las personas en la respuesta a cuestiones referidas a la moral sexual, como la utilización, en determinadas condiciones, de medios de control de la natalidad o el recurso a formas de reproducción asistida? ¿Está el ejercicio del magisterio en cuestiones de ortodoxia y de moral de acuerdo con la toma de conciencia de la relatividad de las categorías filosóficas y morales empleadas en la formulación de doctrinas tenidas por inmutables? ¿Tienen conciencia los protagonistas del ejercicio del magisterio de que la sociedad e incluso los fieles a los que se diri51 Poder “absoluto” en el sentido técnico del término: “regimen político en el que quien detenta la potestad ligada a su persona, concentrando en sus manos todos los poderes, gobierna sin ningún control”. Para ver la inadecuación de las medidas prácticas tomadas para encarnar en normas concretas los principios teóricos presentes en el Vaticano II, cf. H. Legrand, “Du gouvernement de l’Église depuis Vatican II”, Lumière et Vie 288 (2010) 47-56. La conclusión de su estudio puede resumirse así: “Las reformas canónicas siguen los modelos legales heredados del Vaticano I”.

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gen se encuentran en la imposibilidad de aceptar normas o doctrinas no apoyadas en otras razones que las de la autoridad? “El cristianismo no seguirá vivo –ha afirmado un teólogo prestigioso– más que si sabe reinterpretar sus textos y adaptarlos a las nuevas situaciones y a la nueva experiencia histórica que vivimos”52. La jerarquía parece haberse hecho consciente, aunque todavía no sea plenamente consecuente con esa conciencia, de la necesidad de la inculturación de su mensaje a las culturas de los diferentes continentes si quiere implantarse en ellos sin que los destinatarios de la misión tengan que salirse de sus propias culturas para hacerse cristianos. ¿No exigiría ese principio ser aplicado análogamente a las culturas surgidas en los países occidentales en los últimos siglos, si no se quiere imponer a los cristianos actuales la esquizofrenia de vivir su cristianismo en formas de pensamiento enteramente ajenas a las vigentes en su tiempo? Mucho antes del Vaticano II, la teología tradicional admitía el principio de “sacramenta sunt propter homines”, directamente derivado del principio evangélico de “no es el hombre para el sábado, sino el sábado para el hombre”; ¿es compatible con esos principios el mantenimiento de disciplinas sacramentales como la relativa a la confesión individual como única legítima o la negación del acceso a la comunión de la persona abandonada sin culpa propia por su cónyuge y que ha rehecho su vida con un nuevo matrimonio? Pero el estudio del Vaticano II en perspectiva de futuro no puede limitarse a su contribución a una reforma del cristianismo que lo haga aparecer significativo y con capacidad de responder a los problemas que plantea su futuro. A los cincuenta años de su celebración 52

C. Geffré, citado en J. Delumeau, o. c., p. 196.

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han aparecido nuevos problemas que es necesario abordar con el espíritu y desde los principios que la celebración del Concilio y sus documentos introdujeron para responder a los problemas que acuciaban a la Iglesia y el mundo de hace medio siglo. Pensemos, por ejemplo, por citar solo los más importantes, en el de la injusticia y la pobreza en el mundo; el del estatuto de la mujer en la sociedad y en la Iglesia, y los que representan el fenómeno de la globalización y el consiguiente pluralismo religioso que comporta. Una lectura cuidadosa del hecho conciliar y de su textos permite descubrir claves que facilitarían responder a ellos de forma más coherente con las exigencias del cristianismo que la representada en el magisterio eclesiástico de los últimos años53.

53 A ellos me he referido en la ponencia “Fidelidad al Vaticano II en el siglo XXI”, en Cátedra Chaminade, Por una Iglesia, por fin, conciliar, Tirant lo Blanch, Valencia 2011, pp. 305-318.

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La evangelización: del Concilio a nuestros días Eloy Bueno de la Fuente

“Evangelización” es un término que ha adquirido carta de ciudadanía en el lenguaje eclesial, tanto en el nivel teológico como pastoral. Llama la atención la rapidez de su éxito y la amplitud de su significado: en poco más de medio siglo, salió de la penumbra para colocarse en el centro de la escena y para condensar los mejores deseos y expectativas de numerosos cristianos; a la vez –precisamente por eso–, se ha ido cargando de contenidos variados, lo cual puede acabar –como sucede en estos casos– suscitando imprecisión, perplejidad y cansancio. Es importante tener en cuenta esta ambivalencia o polisemia para saber qué es exactamente lo que buscamos en el Vaticano II de cara a evaluar la intensidad y la amplitud de su recepción1: interesa analizar el uso del término “evangelización”, pero más aún descubrir las raíces del aliento evangelizador del Concilio, que abrirá los itinerarios de la recepción posterior hasta nuestros días. Desde el principio señalamos la lógica de fondo de este desarrollo: sobre todo gracias al Concilio, la evange1 Sobre el debate general ya en el inmediato post-Concilio, cf. F. S. Venuto, La recezione del Concilio Vaticano II nel dibattito storiografico dal 1965 al 1985. Reforma o discontinuità?, Effatà, Cantalupo (To) 2011.

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lización va a irse situando en el corazón de la Iglesia; progresivamente se irá viendo que es la Iglesia la que pasa a situarse en el corazón de la evangelización. En un primer momento se tomará conciencia de que la evangelización es tarea prioritaria de la Iglesia; posteriormente esa relación se hace más radical: la Iglesia misma tiene que verse (y ser vivida) brotando del acto evangelizador. Esta es la experiencia que deberán hacer propia especialmente las Iglesias de vieja tradición, porque aún siguen acostumbradas a la transmisión de la fe basada en el bautismo de los recién nacidos. En nuestra exposición arrancaremos de la situación actual para captar la amplitud y hondura del tema de la evangelización. Desde aquí iniciaremos el recorrido histórico: el período previo al Concilio permitirá comprender mejor el sentido y el aliento del Vaticano II; dado su carácter, el Concilio suscita un rápido dinamismo de recepción: en este proceso distinguiremos dos momentos: una “primera recepción”, dominada por una eclosión efervescente, en la que aportará un punto de equilibrio Pablo VI con Evangelii nuntiandi, documento que suscitará a su vez dinámicas de recepción más serenas y extendidas; una “segunda recepción” se puede situar a partir de los años ochenta y estará marcada por la convocatoria de una segunda evangelización y por una sorprendente revitalización de la misión ad gentes; este complejo itinerario nos conducirá a la encrucijada o umbral en que se encuentra actualmente la Iglesia católica, que la debe llevar a descubrirse en el corazón de la evangelización.

Desde la experiencia del presente Uno de los signos de la centralidad de la evangelización en la vida actual de la Iglesia es la convocatoria 262

de un Sínodo de los Obispos dedicado a la nueva evangelización, del cual ha sido dado a conocer un primer documento preparatorio: los lineamenta. El 3 de diciembre de 2007, la Congregación para la Doctrina de la fe había publicado una Nota doctrinal acerca de algunos aspectos de la evangelización. Ello indica, de un lado, que el tema es lo suficientemente importante como para ser objeto de un sínodo, después de haberlo sido ya en 1974, y, de otro lado, que implica cuestiones y debates que justifican una toma de postura oficial por parte del Magisterio de la Iglesia. La importancia de la cuestión va unida a la amplitud y por ello al riesgo de la imprecisión. La Nota doctrinal reconoce y asume, remitiendo a Evangelii nuntiandi, que evangelización tiene un significado muy rico: “Resume toda la misión de la Iglesia: toda su vida, en efecto, consiste en realizar la traditio Evangelii, el anuncio y transmisión del Evangelio” (n. 2). Respecto a la nueva evangelización, intenta una acotación semántica: “En sentido amplio se habla de ‘evangelización’ para referirse al aspecto ordinario de la pastoral, y de ‘nueva evangelización’, en relación a los que han abandonado la vida cristiana” (n. 12), remitiendo a Redemptoris missio. No se trata de un tema entre otros, sino de un horizonte o de un dinamismo global, lo que hace comprensible que “toda actividad de la Iglesia tenga una dimensión evangelizadora” (n. 3). Que no se trata de puntos concretos o parciales lo prueba la referencia a las “implicaciones” antropológicas, eclesiológicas y ecuménicas que subyacen o aletean en el tema de la evangelización. Se habla del relativismo, del pluralismo indiferenciado, del reduccionismo en la comprensión del Reino de Dios, de la marginación de la pertenencia eclesial... No podemos comentarlas detenidamente. Pero no hay que olvidar un do263

ble aspecto: a) todas estas implicaciones afectan al modo de situarse la Iglesia en un mundo y en una cultura tan profundamente transformadas; b) el marco general lo ofrecen Mt 28,19-20 y Mt 16,15-16, que se mencionan ya en el primer párrafo y que van a ser frecuentemente punto de referencia (desde ellos podemos comprender lo que significa que la Iglesia se encuentra en el corazón de la evangelización, de la misión, del anuncio). La próxima XIII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos lleva como tema y título “La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana”. Coincide con el documento anterior en la idea de traditio, la cual se puede entender referida tanto a los ambientes cristianos como a quienes se encuentran fuera del contacto con el cristianismo. Y ambas dimensiones son tenidas en cuenta por los lineamenta. Asimismo, el primer párrafo, y con ello todo el texto, arranca de Mt 28,19-20. La lectura del texto permite –y a la vez obliga, de cara a una adecuada comprensión– distinguir un doble nivel en el discurso: por un lado, la interpelación dirigida a las comunidades eclesiales concretas para que verifiquen y evalúen su capacidad evangelizadora y para que busquen el “modo de ser Iglesia” requerido por el actual escenario socio-cultural; por otro lado, la fluidez y solapamiento de la terminología. Conviene explicitar brevemente este aspecto, ya que abre el abanico de los vocablos que han sido profundamente debatidos en el período postconciliar y que recogen enormes esfuerzos e ilusiones por parte de muchos miembros de la Iglesia. Ya desde el prefacio se indica, apelando a Evangelii nuntiandi, que “en tiempos recientes con el término ‘evangelización’ se indica la actividad eclesial en su to264

talidad”. Inmediatamente después se precisa que “en el amplio contexto de la evangelización, una atención particular es reservada al anuncio de la Buena Noticia a las personas y a los pueblos que todavía no conocen el Evangelio de Jesucristo. A ellos se dirige la missio ad gentes... particularmente urgente en la actual fase de globalización”. Asimismo, reconoce que “en las últimas décadas se ha hablado también de la urgencia de la nueva evangelización”, la cual “es más bien dirigida a aquellos que se han alejado de la Iglesia en los países de antigua cristiandad”. Teniendo en cuenta las reflexiones sobre estos temas, el Sínodo “tendrá como finalidad examinar la situación actual en las Iglesias particulares para implementar... nuevos modos y expresiones de la Buena Noticia, que ha de ser transmitida al hombre contemporáneo”. La introducción habla fundamentalmente de la nueva evangelización, con la cual se refiere a la necesidad de afrontar el problema de la infecundidad de la evangelización hoy y de verificar la actitud de las Iglesias concretas ante la transmisión del Evangelio. El primer capítulo intenta ofrecer el “significado de una definición” señalando que la nueva evangelización no es una reduplicación de la primera, no es una simple repetición, sino que consiste en el coraje de atreverse a transitar por nuevos senderos, frente a las nuevas condiciones en las cuales la Iglesia está llamada a vivir hoy el anuncio del Evangelio”; es por ello “sinónimo de renovación espiritual de la vida de fe de las Iglesias locales” (n. 5); la nueva evangelización es en su raíz una cuestión eclesiológica, pues trata de verificar la capacidad o incapacidad de cada Iglesia para sentirse radicalmente implicada en la traditio Evangelii, tanto respecto a quienes se encuentran en el “patio de los gentiles” como respecto a las nuevas generaciones. 265

En sus últimos números reclama la necesidad de una “nueva acción misionera”, que demandaba Juan Pablo II en Novo millennio inneunte, 40, que reavive el impulso de los orígenes e implique a todos los miembros del pueblo de Dios, evitando la tentación de delegarla a unos pocos “especialistas”; ese impulso debe proceder desde dentro, desde lo más genuino de la propia fe, desde la alegría de ser cristiano. Ser-cristiano y ser-Iglesia no pueden, por tanto, entenderse más que en el dinamismo de la evangelización; es la cuestión eclesiológica a la que aludíamos antes (situar a la Iglesia en el corazón de la traditio Evangelii).

La evangelización, en la antesala del Vaticano II Todo concilio es hecho posible y viene exigido por las necesidades del momento y por las iniciativas que ya se habían desarrollado para afrontarlas. En el período previo al Vaticano II, la evangelización como término se había ido abriendo camino lentamente, si bien la evangelización como inquietud eclesial se había impuesto con fuerza y contundencia. Resulta inevitable reconocer desde un principio márgenes de fluidez: se mezclan e intercambian la terminología sobre “evangelización” y “misión”, y, a la vez, la evangelización se mueve entre un sentido amplio (la actividad entera de la Iglesia) y otro más preciso y acotado (el anuncio o proclamación del Evangelio). Lo decisivo es la emergencia de la conciencia misionera más que la coherencia sistemática o la precisión terminológica. Empieza a insinuarse el drama de la distancia o separación entre la fe y la cultura. La situación de cristiandad se resquebraja. Se constatan ya desde los años veinte las fisuras entre la sensibilidad social y la 266

referencia cristiana o eclesial2. No solo hay sectores geográficos y culturales que se configuran al margen de la Iglesia, sino que se percibe la distancia o lejanía del mensaje cristiano respecto a las expectativas humanas. Ello se nota en la predicación3 (que no logra poner de relieve el aspecto de “buena noticia”4) y en la sensibilidad pastoral de la Iglesia, que constata la distancia respecto a amplios sectores de la población. Es curioso observar que ya en la década de los treinta se habla no solo de “tierras de misión” en Francia, sino también de la necesidad de una “nueva evangelización”5. Fue, sin embargo, en el decenio posterior, aún durante la Segunda Guerra Mundial, cuando provocó una 2 En 1924, M. Callon denunció “le terrible fossé qui se creuse chaque tour davantage entre l´Église et les masses”; el año 1926, el P. Dassonville presenta un informe sobre La France pays de mission, y el mismo año el judío Rayon advertía: “Il faut nous faire missionnaire demain, sinon les synagogues seront vides”; se piensa sobre todo en obreros y jóvenes: E. Poulat, La religion en France de la fin du XVIII siècle à nos jours, París 1977, pp. 141-160 (capítulo dedicado a “La France déchristianisée?”). 3 Por eso surgirá la Verkündigunstheologie como intento de destacar el aspecto dinámico y pastoral de la predicación; por ello se privilegian el kerygma y la dimensión kerygmática de la teología y de la predicación (el fundamento existencial del mensaje cristiano) frente a la teología científica en cuanto sistema de conocimientos: J. A. Jungmann, Katechetik, Viena 1953, p. 290; E. Kappler, Die Verkündigungstheologie, Friburgo 1949. 4 En un período temprano, J. A. Jungmann, Die Frohbotschaft und unsere Glaubensverkündigung, Pustet, Ratisbona 1936, distingue entre teología y mensaje cristiano; el sacerdote debe estudiar y conocer la teología, pero en la catequesis debe ofrecer y explicar el mensaje cristiano, es decir, el Evangelio o la Buena Noticia. 5 V. Bettencourt, presidente de la Unión Católica de la Francia rural, publicó en 1937 L´apostolat rural, Spès, París (con prefacio del cardenal de París Suhard), que recopilaba artículos de años precedentes; es significativo que el último capítulo se titulaba “Terres de mission. Aportes spécialisés”, sugiriendo incluso (p. 193) la creación de un “seminario de misiones interiores” con el fin de formar sacerdotes especializados “dans l´apostolat de conquête et une oeuvre rurale de la propagation de la foi pour permettre une nouvelle évangelisation des campagnes abandonnées et paganisées”.

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enorme sensación la obra France, pays de mission? 6, de Godin y Daniel, de la que se vendieron 120.000 ejemplares. El trabajo de los autores como consiliarios de la JOC, y las encuestas realizadas al respecto, les hicieron percibir la amplitud de la descristianización y del paganismo en amplias regiones y sectores de población de la Francia de la época. Su contacto personal con misioneros en África les sirvió para acentuar la analogía. Un cambio de sensibilidad había conducido a la creación de la Mission de France 7, con su correspondiente seminario, y al despertar de la sensibilidad misionera, abanderada por el cardenal Suhard8, que se extendió a los movimientos especializados y a las parroquias9. La sociología aplicada al ámbito de la práctica religiosa, tal como había sido desarrollada por F. Boulard10, no haría más que confirmar la transformación que estaba en curso. A partir de ese momento, la dimensión misionera se iría aplicando a distintas actividades o realidades ecle6 La interrogación que lleva el título orienta, no obstante, a una respuesta afirmativa. 7 T. Caval – N. Viet – Depaule, Une histoire de la Mission de France. La risposte missionnaire 1941-2002, Karthala, París 2007; en la página 37 informa de que ya en 1938 había debatido tal posibilidad la Asamblea de Cardenales y Arzobispos. 8 Adquirieron gran resonancia algunas de sus pastorales: Essor et déclin de l´Église (1947), Le sens de Dieu (1948), Le prêtre dans la cité (1949), que propugnaban una nueva pastoral misionera. Cf. O. de la Brosse, Le cardinal Suhard, vers une Église en état de mission, Cerf, París 1964; J. Vinatier, Le cardinal Suhard. L´evêque du renouveau missionaaire 1894-1949, Centurión, París 1983. 9 Se convirtió en punto de referencia la obra de G. Michonneau, Paroisse, communauté missionnaire, Cerf, París 1945; el autor, hijo de la caridad, habla desde su experiencia en la parroquia del Sacre-Coeur de Colombes, en la periferia oeste de París. 10 Problèmes missionnaires de la France rurale, Cerf, París 1945; curiosamente, había sido nombrado consiliario general adjunto de la JAC en la misma sesión en la que la Asamblea de Cardenales y Arzobispos decidió la creación de la Mission de France (21 de julio de 1941).

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siales: a la parroquia, a la pastoral, a la catequesis, a la liturgia... En otros países se insinúa también un “movimiento misionero”11 con la misma terminología12, que gozaba de prestigio y resonancias positivas. En este marco (en el que domina la terminología misionera) va haciendo su aparición el término “evangelización”. Como tal, había sido recuperado un siglo antes por el misionero escocés A. Duff en un congreso misionero celebrado en Nueva York en 1854. Progresivamente irá consolidándose en el mundo protestante, especialmente en el Student Volunteer Movement for Foreing Missions, en cuyo seno J. R. Mott lanzará en 1888 el lema “The Evangelization of the World in this Generation”. Tanto el autor como el lema estarán subyaciendo en el Congreso Misionero de Edimburgo de 1910, considerado como punto de partida del movimiento ecuménico contemporáneo y como la ratificación del compromiso misionero del protestantismo moderno. Ya en 1946, Congar escribe sobre Prosélytisme et évangelisation 13; en 1947, se celebra en Burdeos un congreso sobre evangelización y los obispos franceses consideran la Acción Católica como instrumento privile11 A. Fischer, Pastoral in Deutschland nach 1945. Die “Missionarische Bewegung” 1945-1962, Würzburg 1985. 12 Así sucede en Alemania. En 1941, A. Delp advierte que “hemos llegado a ser un país de misión. Esta toma de conciencia debe llegar a su consumación. El entorno y los factores que determinan toda la vida son a-cristianos”: Gesammelte Schriften I, Frankfurt a.M. 1982, p. 280 (recoge una conferencia pronunciada en Fulda el 22 de octubre de 1941). Y. Zeiger, en el contexto del Katholikentag en la catedral de Maguncia, afirmó: “Sí, Alemania se ha convertido en país de misión. Pues no están a salvo ni siquiera nuestros católicos aparentemente salvaguardados”: Die religiös-sittliche Lage und die Aufgabe der deutschen Katholiken, Kolpingsbote 1948, p. 13. 13 El artículo “Proselytisme et évangelization fue publicado en Rythmes du Monde y se encuentra en Sacerdocio y laicado ante sus tareas de evangelización y civilización, Estela, Barcelona 1964, pp. 45-56.

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giado para la evangelización de los diversos ambientes14. Se va extendiendo en la década siguiente15, sobre todo en el contexto de la renovación de la catequesis16. Desde el principio se suscita el debate sobre su significado exacto, que queda abierto a acentos diversos. Liegé, uno de sus promotores y propugnadores, la entiende como “expandir el evento de la única Buena Nueva”, distinta de la catequesis17, si bien como una función dentro de una Iglesia que es toda ella misionera18. Algunos tienden a 14 En los debates acerca de la Acción Católica obrera, la asamblea de los cardenales y arzobispos de 1953 expresa su satisfacción al ver que avanza cada vez más “vers l´évangelisation du monde ouvrier”, despejando las dudas sobre si sigue siendo considerada por la jerarquía como “l´instrument providentiel et privilegié... pour l´évangelisation et la réchristianisation des diverses milieux de vie”. 15 Su normalización en el ámbito protestante contribuyó a cierta reticencia entre los católicos. 16 En aquel contexto se van precisando dos modalidades en el ministerio de la Palabra: la evangelización como primer anuncio del Evangelio y la catequesis como formación progresiva en la fe entre los ya evangelizados. 17 En “La catéchèse, qu´est-ce à dire? Essai de clarification”, Catéchèse 1 (1960) 35-42, distingue sin separar evangelización y catequesis, reconociendo que existe un sentido amplio de catequesis que incluye la primera evangelización; en “De l´évangelisation à la catéchèse”, Catéchèse 11 (1961) 123-124, señala que la evangelización va dirigida a la fides qua, es decir, al acto de fe, mientras que la catequesis se dirige a la fides quae, es decir, al conocimiento de las enseñanzas doctrinales (si bien en íntima conexión). 18 P.-A. Liegé, “Evangelization”, en Catholicisme 4, 755-764 (es del año 1956); p. 762: “L´Église tout entière est missionnaire et donc chaque communauté chrétienne. Mais qui exercera la fonction évangelisatrice?”. La misión confiada por Cristo a la Iglesia es preparar el Reino escatológico haciendo crecer desde la historia el cuerpo de Cristo en la humanidad. Esta misión, considerada desde su objetivo, es una, si bien debe ejercerse en mediaciones diversas de modo orgánico: la mediación esencial es la celebración eucarística; esta supone la bautismal (que incluye la educación de la fe) y esta una mediación previa, la evangelizadora (la evangelización, por tanto, no es la catequesis, sino su primera etapa). Reconoce, no obstante, que en la Iglesia católica se ha ido dando prioridad al especto de enseñanza doctrinal, mientras que la etapa del kerygma prácticamente desapareció. Hay que recuperar que la tarea primera de la misión de la Iglesia es la evangelización (sin la cual la tareas posteriores serían vanas; denomina

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designar “toda la actividad de la Iglesia dirigida a la transmisión y a la formación de la fe en el pueblo”19, en íntima unión con la actitud misionera20, pero otros, para evitar confusión, prefieren reservarla para la “primera evangelización”21 o “predicación misionera”, dirigida por tanto a los paganos de cara a su conversión (si bien admitiendo que no hay que vincularla tan estrechamente al anuncio misionero que no pueda ser considerada como una función permanente de la misma predicación22). Estas reflexiones se producían porque se había ido afirmando con fuerza una civilización nueva, sintetizada en la expresión “mundo moderno”. Para afrontarlo se requería una nueva actitud pastoral hacia quienes haigualmente “tarea misionera” la que se ejerce allí donde el Evangelio no ha sido anunciado, tanto desde el punto de vista geográfico como sociológico, pues el paganismo ya no se encuentra solo en el exterior). 19 C. Colombo, “Teologia ed evangelizzazione”, ScCat 78 (1950) 302. 20 Una figura tan significativa de su época como Madeleine Delbrel ofrece buena prueba en el tomo 8 de Oeuvres Complètes, bajo el título Athéismes&Évangelisation; el volumen 2 recoge Textes missionnaires de la década de los cincuenta; están publicadas por Nouvelle Cité, BruyèresleChâtel. 21 P.-A. Liegé, “Fede”, en Iniziazione teologica III, Morcelliana, Brescia 1955, p. 414, designa “primera evangelización” al anuncio del Evangelio con vistas a la conversión y la fe; ya en “Théologie de l´Église et problèmes actuels d´une pastorale missionnaire”, LMD 9 (1953) 17 señalaba que si la naturaleza de la Iglesia es misionera, debe desarrollar en todas partes la actividad de la evangelización misionera, etapa indispensable del kerigma, que debe practicarse también en el mundo occidental. 22 D. Grasso, “Il kerigma e la predicazione”, Greg 41 (1960) 424-450, y “Evangelizzazione, Catechesi, Omilia. Per una terminología della predicazione”, Greg 42 (1961) 242-267, advierte de que la diferencia terminológica puede generar confusión, aunque explica la situación por la novedad de la cuestión y por la diversidad de contextos eclesiales según los países; distingue tres formas de la Palabra de Dios en su dinamismo: kerigma, catequesis, homilética; “evangelización” es la palabra más adecuada para la predicación misionera dirigida a los paganos con vistas a la conversión (también se podría hablar de kerigma o de predicación misionera).

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bitaban ese escenario nuevo. La teología realiza también una aportación notable: intentó comprender teológicamente los fenómenos de ese entramado socio-cultural. Por eso fueron surgiendo lo que se ha denominado “teologías del genitivo”: teología de las realidades terrestres, de la historia, del progreso, del mundo, de la política, de la esperanza, de la liberación, de la revolución... Todos esos campos de la existencia colectiva venían siendo contemplados prioritariamente desde el punto de vista moral, es decir, de cara a señalar los comportamientos que los cristianos debían adoptar en tales ámbitos de la experiencia humana. Ahora la perspectiva cambia: se trata de captar su sentido dentro del proyecto salvífico de Dios; en definitiva, su relación con la salvación y con la acción de Dios en la historia. Estos nuevos planteamientos jugarán un papel importante en la comprensión de evangelización y de misión, porque constituirán el marco de la recepción del Vaticano II.

La evangelización, aliento del Vaticano II El Concilio, decía recientemente el cardenal Poupard, quiso ir al mundo con la intención de hacerlo partícipe del Evangelio23. Era la motivación de su convocatoria. En realidad, todo concilio es un eslabón en la misión de la Iglesia de transmitir (traditio) el Evangelio, es un acto evangelizador. De un modo más consciente y global, podemos decirlo del Vaticano II. Precisamente porque no había cuestiones doctrinales que exigieran una toma de posición clara es por lo que resulta evidente su objetivo fundamental: salir al encuentro del mundo para ofrecer la buena noticia del Evangelio. 23 “Le concile Vatican II. Une réalité surprenante”, Documentation Catholique 2478 (1022) 1000.

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El sínodo extraordinario de los obispos convocado el año 1985 para celebrar y verificar el Vaticano II a los veinte años de su clausura lo afirma con claridad en el Mensaje que dirigió al pueblo de Dios: “Hermanos y hermanas, en la Iglesia estamos experimentando de modo intenso y vital con vosotros la crisis actual de la humanidad y sus dramas, sobre los cuales se ha detenido ampliamente nuestra reflexión. ¿Por qué? En primer lugar porque el Concilio Vaticano II había hecho lo mismo. El Concilio, efectivamente, había sido convocado para favorecer la renovación de la Iglesia con vistas a la evangelización del mundo que tanto había cambiado” (n. 4). Con mayor cercanía al acontecimiento lo había expresado con claridad Pablo VI en su discurso de apertura a la segunda sesión24 (19 de septiembre de 1963). La convocatoria del Vaticano II por Juan XXIII, por lo imprevista, pareció un milagro25. Al inicio llamó la atención la preocupación ecuménica del papa26, pero muy pronto apareció la renovación de la Iglesia como objetivo principal, lo que llevaba consigo el aggiornamento27, para suscitar un nuevo Pentecostés que acerca24 Dijo dirigiéndose a su predecesor, Juan XIII: “Tú reuniste a los hermanos... para que se conserve y se proponga con mayor eficacia el sagrado depósito de la doctrina cristiana. Sin embargo, con este fin principal del Concilio uniste también aquel otro que llaman ‘pastoral’ y que hoy aparece más urgente y fecundo que al principio. En efecto, advertiste: ‘Tampoco nuestra tarea tiene como fin fundamental el discutir algunos capítulos importantes de la doctrina cristiana’, sino más bien: ‘Hay que investigarla y exponerla según las exigencias de nuestro tiempo’”. 25 E. Fouilloux, “Movimenti teologico-spirituali e concilio (1959-1961)”, en M. Lambergis – Cl. Soetens (eds.), À la veille du Concile Vatican II. Vota et réactions en Europe et dans le catholicisme oriental, Lovaina 1992, pp. 185-199, señala la escasa preparación que había en la Iglesia católica (a pesar de los estudios realizados al respecto en pontificados anteriores). 26 E. Bueno de la Fuente, “La entraña ecuménica del Vaticano II”, Pastoral Ecuménica 23 (2006) 142ss. 27 Así está expresado ya en Ad Petri cathedram (29 de junio de 1959).

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ra el Evangelio a los otros (es también traditio Evangelii). La fina sensibilidad de Congar descubrió enseguida que el aliento era “la toma de conciencia de la existencia de otros”28, lo cual implicaba contemplar a los otros con mirada distinta y releer la propia identidad y misión en diálogo con los otros. Con ello quedan fijados de antemano tanto el estilo como la actitud radical de evangelización que caracteriza al Vaticano II. La constitución apostólica de convocatoria oficial Humanae salutis (25 de diciembre de 1961) comienza señalando el gran cambio que experimenta la humanidad, lo cual sitúa a la Iglesia ante una tarea inmensa, pues ha de insertar “la virtud perenne, vital, divina del Evangelio en las venas de esta comunidad humana actual”, especialmente ante el ateísmo militante que invade ya muchos pueblos. Frente a quienes no ven más que tinieblas, Juan XXIII prefiere reconocer los signos de los tiempos que auspician un futuro mejor para el mundo y para la Iglesia. Esta perspectiva hace mucho más fácil la acción apostólica de la Iglesia y la invitación a todos los cristianos a aportar su contribución a esa tarea. En la celebración de apertura (11 de junio de 1962), Juan XXIII pronunció el discurso Gaudet Mater Ecclesia 29, reafirmando su conciencia de que “parece que los hombres empiezan un nuevo orden de cosas”, lo cual invita a tener en cuenta “los problemas e interrogantes planteados al género humano” con el fin “de estudiar con profundidad y amplitud en qué medida “Le Concile, l´Église et... les Autres”, LV 45 (1959) 74. La índole pastoral del Concilio va a estar marcada por la recepción de estos planteamientos: G. Ruggieri, “La lotta per la pastoralità della doctrina: la recezione della Gaudet Mater Ecclesia nel primo periodo del Concilio Vaticano II”, en W. Weiss (ed.), Zeugnis und Dialog, Echter, Würzburg 1996, pp. 118-137. 28 29

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eran relevantes en nuestro mundo la fe, la práctica religiosa y la vitalidad de la comunidad cristiana”. Frente a los “profetas de desgracias que siempre anuncian lo peor”, que “no son capaces de ver en la situación actual de la sociedad humana sino desgracias y desastres”, ve “con esperanza y consuelo” la posibilidad que la Iglesia tiene de levantar su voz, “llena de majestad y de grandeza”. Tarea fundamental es “transmitir la doctrina católica en su integridad”, si bien ello no es suficiente: hay que “estudiar lo que exige nuestra época”, “los tiempos actuales, que han traído situaciones nuevas, formas de vivir nuevas y que han abierto al apostolado de los laicos nuevos caminos”. Hay que exponer esa doctrina según las exigencias de nuestro tiempo, pues una cosa es el depósito de la fe y otra distinta el modo como se enuncian esas verdades. Antes de la conclusión resume de modo claro y magnífico el proyecto, evangelizador y universal: “Esto es lo que se propone el Concilio ecuménico Vaticano II. Este, al reunir las principales fuerzas de la Iglesia y esforzarse en que los hombres acojan el anuncio de la salvación, abre y prepara un camino para realizar la unidad del género humano”30. Elegido papa, el cardenal Montini, protagonista ya en la primera sesión, reafirma (resistiendo sugerencias en contra) la voluntad de continuación del Concilio con los mismos objetivos. Así lo expresa con claridad en el discurso de apertura de la segunda sesión (29 de septiembre de 1963), al que ya aludimos; en él reafirma lo expresado por Juan XXIII y condensa “los principales 30 Y en el discurso de clausura de la primera sesión (8 de diciembre de 1962) reafirma el sentido de la prosecución: que florezca en la Iglesia un vigor nuevo y joven para que logre de modo más eficaz el Reino de Cristo, y que brille un nuevo Pentecostés para que resuene más suave y profundamente en el mundo el mensaje de la redención humana.

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objetivos de este Concilio”, entre los que destaca el gozo del anuncio del Evangelio a todo el mundo31.

a) El término “evangelización” en los textos del Vaticano II La indagación sobre el término no puede ser determinante, pero tampoco puede ser eludida. La encuesta sobre sus diversos usos y significados deja ver algunas ambivalencias y paradojas que ayudan a valorar la evolución que tratamos de exponer. El término hace su aparición 31 veces, de las cuales 21 se encuentran en AG; de los diez empleos fuera de AG, cuatro se encuentran en AA, tres en PO y una sola vez, respectivamente, en LG, ChD y GS. El Vaticano II se mueve en una triple línea: la predicación misionera, el ministerio pastoral en su globalidad (con especial relieve de la Palabra) y la actividad misionera. LG 35 expone la misión profética de los laicos, que se concreta como evangelización en el testimonio de la 31 “La conciencia de la Iglesia, su renovación, el restablecimiento de la unidad de todos los cristianos, el diálogo con el hombre actual”. Si el tema principal es la Iglesia, ello aspira a que “aparezca más claramente su misión múltiple y salvadora”. La renovación pretende que se manifieste “una Iglesia del amor” que sea capaz de renovar el mundo. El diálogo pretende “establecer como un puente para llegar a la humanidad actual”, para actuar como “el fermento que da vida y el instrumento de salvación de esa misma sociedad. Más aún, la Iglesia descubre y reafirma su cometido misionero, que se le ha confiado y que es su obligación más importante. Consiste, conforme al mandato recibido, en anunciar gozosamente el Evangelio a todo el mundo sin distinción de personas”. Su apertura al diálogo irá más allá del ámbito cristiano, llegando a las otras religiones, siempre bien consciente de las necesidades del tiempo actual, que contempla con simpatía. Su primera encíclica, Ecclesiam suam, desplegará de modo más sistemático los distintos círculos del diálogo, concebido sinceramente como diálogo de salvación, y asume de modo explícito la necesidad de aggiornamento para llevarlo a cabo.

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vida y en el anuncio del Evangelio en las condiciones generales de su vida. ChD 6 explicita que, dentro de la solicitud de los obispos por todas las Iglesias, “han de cuidar que los fieles sostengan e impulsen con entusiasmo las obras de evangelización y de apostolado”. PO 5, al hablar de los presbíteros como ministros de los sacramentos, y especialmente de la eucaristía, indica que esta “aparece como la fuente y la cumbre de toda evangelización”, es decir, de toda la actividad pastoral. En PO 6, dentro de su acción como rectores del pueblo de Dios, se recomienda la atención a los pobres, “cuya evangelización es signo de la obra mesiánica”. PO 19 comenta los “métodos de evangelización y de apostolado” que abarcan la amplitud de su ministerio. GS 44, hablando de la adaptación del Evangelio, indica el criterio según el cual “la predicación acomodada de la Palabra revelada debe mantenerse como ley de toda evangelización”. AA presenta la evangelización unida siempre a la santificación. El n. 2 señala que los laicos ejercen el apostolado con su actividad en la evangelización y la santificación de los hombres. En la misma línea se mueven los nn. 6, 19 y 26. Las obras de “evangelización y santificación” son distintas de las que el laico puede ejercer en cuanto participa de la potestad regia de Cristo (en el orden temporal en que se despliega su vida). AG 6 presenta más explícitamente el momento de “primer anuncio” o de “predicación misionera”: corresponde a los misioneros la predicación del Evangelio y la plantatio ecclesiae (por tanto, esta última presupone el kerygma que provoca la conversión y la convocatoria de la comunidad). AG 14 se mueve en la misma línea, aunque con una apertura mayor: los catecúmenos deben cooperar en la evangelización y en la edificación de la Iglesia. 277

En el resto del decreto, la amplitud se generaliza. Respecto a los sacerdotes nativos (n. 20), las instituciones eclesiales (n. 23) e institutos misioneros, se les pide que asuman su responsabilidad de evangelización, pensando en la vida entera de la Iglesia concreta. El n. 20 lo usa dos veces para referirse al dicasterio misionero en su multiplicidad de actividades. En el capítulo quinto, dedicado a la ordenación de la actividad misionera, aparece una vez en el n. 30 para solicitar que la actividad apostólica no debe limitarse solamente a los ya convertidos, sino que ha de destinarse una parte conveniente de operarios y recursos a la evangelización de los no cristianos (n. 29). El capítulo sexto trata la cooperación misionera y usa frecuentemente el término para referirse a actividades diversas, pero apuntando a la dimensión universal, es decir, con la mirada puesta en los no cristianos. La evangelización es deber de todo el pueblo de Dios (n. 35) y, por ello, todas las Iglesias deben contribuir a la evangelización (n. 35). Asimismo los obispos, que deben fomentar la oración por la evangelización y los sacerdotes, pues la falta de vocaciones dificulta la evangelización (n. 38). La predicación y la catequesis de los presbíteros deben suscitar el celo por la evangelización del mundo (n. 39). Los institutos religiosos deben seguir teniendo gran participación en la evangelización del mundo (n. 40), y también los laicos deben cooperar “en la obra de evangelización de la Iglesia” (n. 41). El resultado de esta enumeración, en conexión con otros datos de los textos conciliares, suscita algunas perplejidades e incertidumbres: 1. La diversidad de significados sugiere un contenido flexible, sin que esté clara una referencia analógica principal; así deja campo abierto para los distintos caminos de la evolución postconciliar. 278

2. Aparece incluida dentro de la función profética32 (según la conceptualización de la época33), categoría básica y fundamental en la pastoral; se refiere al anuncio de la Palabra en el seno de las actividades habituales de la vida de la Iglesia; posteriormente, estos esquemas quedarán desbordados por las interpelaciones de la realidad histórica. 3. Entre las principales funciones de los obispos se destaca el anuncio del Evangelio: “Son los predicadores del Evangelio que llevan nuevos discípulos a Cristo” (LG 25); esta afirmación novedosa de la primacía del anuncio queda, sin embargo, muy atenuada al quedar situada dentro de la función de los obispos como “maestros auténticos”. 4. La amplitud de significados hace más llamativo el hecho de que la evangelización no aparece vinculada a AG 10–14, donde se describe el sentido específico de “la obra misionera”: a partir del testimonio se produce el anuncio del Evangelio, que va congregando a los convertidos y bautizados como comunidad eclesial (este dinamismo parece todavía reducido a los continentes no europeos, cuando en realidad deberá ser asumido de modo consecuente para que la Iglesia se sitúe en el corazón de la evangelización). 32 Este planteamiento tiene raíces en el período anterior: P.-A. Liegé, “Contenu et pédagogie de la prédication chrétienne”, LMD 39 (1954) 24-25: el ministerio profético de la Iglesia consiste en que en el mensaje humano del profeta Dios hace habitar su propio testimonio y poder, pues la Palabra de Dios es menos lo que Dios es en sí mismo que lo que quiere ser para sus criaturas. Esta visión tendrá cierta pervivencia en el entorno más cercano al Vaticano II. 33 La dimensión profética es vista como una de las diversificaciones de la pastoral junto a la litúrgica y la hodegética, en la que se incluye la predicación, el kerygma y el primer anuncio; la evangelización es incluida dentro de la pastoral profética: C. Floristán – J. M. Estepa, Pastoral de hoy, Barcelona 1966, pp. 139ss.; B. Caballero, Pastoral de la evangelización, Perpetuo Socorro, Madrid 1968, la sitúa dentro del ministerio profético, como vía para contribuir al esfuerzo de la renovación postconciliar.

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b) La evangelización, tema del Concilio La preocupación evangelizadora y misionera se va sedimentando paulatinamente con dificultad en los protagonistas del Concilio. Un Concilio, una vez convocado, tiene su propia historia, y las preocupaciones de fondo necesitan tiempo para ir madurando y para desplegar sus implicaciones y consecuencias. Los debates del período preparatorio, en el que se van analizando los documentos preparados inicialmente, son buena prueba de ello. No obstante, nos centraremos en los textos oficialmente aprobados para constatar en ellos la condensación de los largos meses de incubación, en los que se va a ir afirmando la perspectiva que marcará la impronta del Vaticano II para situar la evangelización en el corazón de la Iglesia. Es esa dinámica la que irá imponiendo la necesidad de tratar temas inicialmente no previstos (la relación con el mundo, las religiones no cristianas), que abren en toda su amplitud el horizonte de los otros, a los que hay que ofrecer el Evangelio, con los que hay que aprender a convivir, a los que se dirige una propuesta de diálogo. Lo que designan términos como “evangelización” y “misión” va ganando terreno e importancia tanto desde el punto de vista cuantitativo como cualitativo. Sería peligroso desvalorizar el Concilio por no proponer definiciones dogmáticas, como si el intento de actualizar y hacer comprensible el anuncio evangélico fuera una dimensión poco importante de la misión de la Iglesia34. La “pastoralidad” condensa la preocupación evangelizadora del Concilio y puede ser considerada como su “principio interno” articulado en torno a tres coordenadas: a) la Iglesia, siempre atenta a la situación histórica 34 La ambigüedad de esta distinción se ve en títulos como A. Indelicato, Difendere la dottrina o annunciare il Vangelo, Marietti, Génova 1992.

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y cultural de los destinatarios35, b) debe acercarse a ellos como amiga36, c) para ofrecerles un mensaje que “tenga sabor a Evangelio”37. El aggiornamento, al servicio de la evangelización38, se encuentra en la apertura del primero de los documentos aprobados por los padres conciliares, que trata de una cuestión tan aparentemente “intraeclesial” como la liturgia y que contó con una rápida aceptación, ya que participaba del aliento renovador del movimiento litúrgico: “El sacrosanto Concilio se propone acrecentar cada vez más la vida cristiana entre los fieles, adaptar mejor a las necesidades de nuestro tiempo las instituciones que están sujetas a cambio, promover cuanto pueda contribuir a la unión de todos los que creen en Cristo y fortalecer todo lo que sirve para invitar a todos al seno de la Iglesia. Por eso cree que le corresponde de modo particular procurar la reforma y el fomento de la liturgia” (SC 1; las cursivas son nuestras). 35 Es la tesis de Ch. Theobald, “Las opciones teológicas del Concilio Vaticano II. En busca de un principio ‘interno’ de interpretación”, Conc 41 (2005) 552: no hay anuncio del Evangelio si no se tiene en cuenta a los destinatarios; no hace falta para ello sostener que la centralidad de la Iglesia haya provocado cierta ocultación de la preocupación prioritaria. 36 La indicación de DV 2 sobre la actitud del Dios que se revela debe ser criterio para la Iglesia. 37 En esa línea se expresó monseñor Volk: AS I/4, 388: “Non satis sapit Evangelium pro fidelibus catholicis, pro a nobis separatos et pro universo mundo”; la doctrina dogmática de la Iglesia “proponi potest et debet a Concilio tamquam evangelium, is est euanggelion, et sic est ut dogmatica doctrina in se sit vere pastoralis. Virtutem salutare quam doctrina ex se ipsa non habet, neque exerecitium pastorale addere potest”. 38 H. Volk habla de “reforma” de cara a la credibilidad del mensaje: AS II/5, 689: “Quo magis Ecclesia ostendit se paratam esse ad se ipsam reformandam suamque essentiam clarius manifestandam, eo credibilius fit eius testimonium. Omnia autem facienda sunt, ut fiat Ecclesia credibilior. Verus aecumenismus intendit etiam quam clare adimplere quae sint Ecclesiae Iesu Christi”.

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El documento tal vez más novedoso e imprevisto (más “extraeclesial”, podríamos decir), la Gaudium et spes, pretende mostrar lo que la Iglesia puede aportar al mundo y a la actividad humana, y para ello recomiendo la purificación y la renovación de todos sus miembros, para que el signo de Cristo resplandezca en el rostro de la Iglesia (n. 43, con cita expresa de LG 15). Los otros se hacen presentes de modo directo en la reflexión de la Iglesia sobre sí misma. De cara a los cristianos no católicos llega a hablar de reforma (no solo de purificación o de renovación) como medio para que avance el ecumenismo (UR 6). En el desarrollo del ateísmo “los mismos creyentes tienen muchas veces alguna responsabilidad en esto” o “una parte no pequeña”, pues contiene “también una reacción crítica contra las religiones” (GS 19); “el remedio... hay que buscarlo en la exposición adecuada de la doctrina y en la integridad de la vida de la Iglesia” (GS 21). La arquitectura global del Concilio va a conjugar esta doble perspectiva eclesial ad intra y ad extra; tiene como pilares básicos o como coordenadas estructurantes la identidad y la misión, pues la identidad no puede entenderse ni vivirse al margen de la misión. La clave la ofrece una decisiva intervención del cardenal Suenens (4 de diciembre de 1962) en un momento de impasse en el itinerario conciliar, cuando parecía inevitable un “segundo comienzo”, a causa de las reticencias que levantaban los textos previamente elaborados y ante la abundancia de textos elaborados. Hacía falta un plan de conjunto y unas líneas directrices. Tras haberlo consultado con Juan XXIII, propuso un objetivo que pudiera armonizar los trabajos de las diversas comisiones. Retomando la expresión del papa en la apertura del Concilio “Ecclesia Christi, lumen gentium”, reconoce ahí el elemento unificador que dé valor y sentido a los di282

versos elementos. Ha de ser por tanto el Concilio de la Iglesia, con dos aspectos: Ecclesia ad intra y Ecclesia ad extra. Desde el punto de vista de la Ecclesia ad intra, se trata de responder a la pregunta “Iglesia, ¿qué dices de ti misma?”, presentándola como misterio de Cristo que vive en su cuerpo místico; e inmediatamente se pasa a su acción: Euntes (Iglesia evangelizadora, la actividad misionera en sus diversos aspectos), docete eos (tarea de la catequesis), baptizantes eos (santificación a través de los sacramentos). Desde el punto de vista de la Ecclesia ad extra, se abre un amplio abanico, el de los otros, a los que hay que acercarse “como amigos” para comunicarles el “sabor del Evangelio”: el diálogo con el mundo, que espera que la Iglesia responda a sus problemas; la vida y la dignidad de la persona humana; la justicia social, la relación entre países ricos y pobres; la evangelización de los pobres y la paz internacional; las condiciones para que el mensaje cristiano llegue a sus destinatarios... Una Iglesia que se abre al diálogo en actitud de servicio tiene que superar las tendencias juridicistas y jerarcológicas que configuraban el eclesiocentrismo; la Iglesia requiere una apertura que solo se puede producir por medio de diversos des-centramientos que hagan posible una figura (diríamos desde nuestra perspectiva) evangelizadora y misionera. Signo del cambio de perspectiva lo representa una evolución que es más que terminológica: el cardenal Suenens retoma la expresión de Juan XXIII “Ecclesia Christi, lumen gentium”; la reflexión conciliar introduce una inflexión decisiva que se impone como la imagen fundamental del Vaticano II ya que abre la constitución de mayores pretensiones: Lumen gentium no es aplicado a la Iglesia, sino a Cristo; él es 283

la luz que debe brillar ante los pueblos, a cuyo servicio está la Iglesia, por lo que es designada sacramento; es otro modo de retomar la metáfora patrística que veía en la Iglesia el misterio de la luna: refleja una luz que no es propia, sino que procede de Cristo; desde este presupuesto, la Iglesia podrá ser intrínsecamente evangelizadora cuando su testimonio y su anuncio comuniquen el “sabor a Evangelio”.

c) Des-centramientos de una Iglesia evangelizadora Vamos a enumerar los más significativos des-centramientos39, que hacen posible y potencian la dimensión misionera y evangelizadora de la Iglesia (y por ello la implicación de todos los bautizados como sujetos y protagonistas); todo ello va a determinar la recepción postconciliar40, ya que hace aparecer la variedad de elementos que debe tener en cuenta la evangelización y la misión de la Iglesia. 1. La Iglesia brota de la misión de Dios, del Dios Trinidad, y está a su servicio. El misterio de la Iglesia hunde sus raíces en el misterio mismo de Dios, en el designio salvífico del Padre que se va desplegando a través de las misiones del Hijo y del Espíritu; esa acción históG. Martelet, N´oublions pas Vatican II, Cerf, París 2010, p. 36. Muy pronto se inició la recepción en cuanto reflexión para valorar si las comunidades eclesiales estaban a la altura del Concilio; como ejemplo, en noviembre de 1964 se celebró en París el primer Congreso de Capellanes Diocesanos de Acción Católica General, bajo el tema “L´Action Catholique Genérale dans la pastorale missionnaire d´aujourdh´hui”; las Jornadas nacionales habían estado dedicadas a “Attention à la vie et évangelisation”; cf. Paroisse d´aujourd´hui et évangelisation, París 1964. En España, S. Pons Franco, Parroquia y misión en la eclesiología del Vaticano II, Marfil, Alcoy 1970, pp. 153ss., trata de destacar la “dimensión misional” de la Iglesia, si bien aún dentro del esquema neoescolástico de las causas. 39 40

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rica del Hijo y del Espíritu es el marco y presupuesto que reclama la existencia de la Iglesia. Esta no está por tanto ni en el centro ni en el punto de partida, si bien ejerce un servicio de mediación entre el proyecto salvífico de la Trinidad y la humanidad peregrina en el mundo y en la historia. Presentar a la Iglesia como sacramento es conjugar su identidad y su misión, que son inseparables. Para explicitar la amplitud y anchura de su tarea se indica que es sacramento “de la unidad del género humano”, con lo que asume como propio el objetivo de restaurar la armonía de la familia humana. La Iglesia es peregrina como pueblo entre los pueblos de la tierra y por ello se puede decir que es por naturaleza misionera. Todo el ser y todas las actividades de la Iglesia reciben una clave de interpretación y un criterio de valoración. Esta mutua implicación de ser y actuar, de identidad y misión, queda confirmada por la estructura compartida del primer capítulo tanto de LG como de AG. De este modo, desde una perspectiva católica, sintoniza con la categoría missio Dei, que se había ido consolidando en el ámbito ecuménico a partir de la Conferencia de Willingen. 2. El desarrollo de la eclesiología de comunión provoca un des-centramiento del clericalismo que había concentrado la tarea y la representatividad eclesial en la jerarquía, en quienes habían recibido el sacramento del orden. Desde estos planteamientos resultaba clamorosamente insuficiente la invitación a los laicos al apostolado y al testimonio: no pasaba de ser una participación en el ministerio jerárquico (como se veía por ejemplo en la Acción Católica), y su colaboración en la actividad misionera no hacía de ellos más que “misioneros auxiliares”. 285

Ahora pasan al centro el bautismo y la pertenencia al pueblo de Dios, que es donde tienen sentido tanto el ministerio jerárquico como la presencia de los laicos. Todos los bautizados tienen la misma dignidad y la misma responsabilidad: servir a la misión de Dios a favor de la humanidad. Los fieles laicos participan de pleno derecho en la triple función de Cristo, sacerdote, profeta y rey, gracias a lo cual prolongan su misión. Son revalorizados los carismas, que facilitan a los bautizados su participación en la misión del Espíritu. 3. La revalorización de las Iglesias locales o particulares produce un des-centramiento de una visión excesivamente unitaria y centralista de la Iglesia católica. Si la Iglesia católica es communio ecclesiarum (AG 19) o corpus ecclesiarum (LG 23), ello quiere decir que cada Iglesia concreta representa y hace presente la Iglesia de Jesucristo y que por ello asume como propia la misión común y global. En el seno de la comunión de Iglesias debe entenderse la solicitud de cada obispo por todas las Iglesias y, en consecuencia, por la misión universal. Las diócesis alcanzan un verdadero rango teológico (y no meramente burocrático), y por ello quedan convertidas en protagonistas de la evangelización tanto en el propio contexto como a nivel universal. Ello adquiere más relevancia, y mayor contenido de realidad, cuando habla de las Iglesias jóvenes en AG. Es este uno de los puntos en los que se percibe con claridad la maduración del proceso conciliar. En LG se había mencionado a las Iglesias concretas cuando se trataba de los obispos. En AG la perspectiva es distinta: no solo se les dedica un capítulo entero, sino que se las presenta naciendo de la actividad misionera y comprometiéndose con la evangelización del propio 286

entorno, echando raíces en el suelo de la propia cultura. El proceso real de eclesiogénesis vive de la lógica de la evangelización: del anuncio y del testimonio surge la reunión de la comunidad cristiana, que se consolida como Iglesia local a medida que se va implantando y va asumiendo sus responsabilidades (es un ejemplo magnífico de lo que significa existir desde el corazón de la evangelización). Aquí se percibe una de las más fecundas y duraderas inflexiones del Vaticano II: se empieza a consolidar una Iglesia mundial, el escenario de la misión y de la evangelización del futuro. No solo se mostraba ese carácter mundial por la presencia de obispos procedentes de todas las partes del mundo, con un número cada vez más nutrido de obispos nativos. Sobre todo, se empieza a reconocer la dignidad y el protagonismo de las Iglesias locales diseminadas por el mundo entero, que irán progresivamente tomando conciencia de su responsabilidad. 4. Ad Gentes implica también una profundización de la misión de la Iglesia desde lo que eran las “misiones”; estas, según la terminología anterior, quedan repatriadas en la misión única de la Iglesia. No son algo añadido o suplementario a la misión única de la Iglesia, relegadas a zonas geográficas distantes (“misiones extranjeras”). Ya a lo largo del itinerario conciliar el documento previo cambió su título: De missionibus pasó a ser De activitate missionali 41. Son un modo de ejercicio de la misión universal de la Iglesia. De este modo queda des-centrada una visión etnocéntrica u occidental del cristianismo, dentro de la 41 E. Bueno de la Fuente, “Génesis y contexto del decreto conciliar”, en AA. VV., El decreto ‘Ad Gentes’: desarrollo conciliar y recepción postconciliar, Estudios de Misionología 13, Burgos 2006, pp. 13-48.

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cual la actividad misionera se desplegaría en un sentido unilateral. La re-integración teológica de las “misiones” se consuma en su constitución como Iglesias en sentido estricto, lo cual exigirá que la evangelización deba ser contemplada a nivel planetario como expresión de la comunión de Iglesias. 5. La aceptación y reconocimiento de la libertad religiosa constituyó un punto espinoso del debate conciliar, especialmente por sus implicaciones políticas y por la aparente discontinuidad con la postura que venía manteniendo la Iglesia católica. Desde nuestro punto de vista, interesa poner de relieve otros aspectos. El reconocimiento de la libertad religiosa es una exigencia de la dignidad del ser humano y de la revelación, por lo cual queda excluido cualquier tipo de coacción o de imposición en la aceptación o en el ejercicio de las propias convicciones religiosas. La racionalidad y la libertad del ser humano le capacitan para su elección de creencia y para su ejercicio. Y ello debe ser respetado en toda acción evangelizadora. De modo análogo, la Iglesia católica reclama libertad para su propia actividad misionera y pastoral. El anuncio del Evangelio no podrá hacerse, por tanto, más que como oferta o como propuesta (“como amigos”), en actitud de diálogo y de respeto. Con ello queda des-centrada toda pretensión de identificar a priori sociedad e Iglesia, raza y cristianismo. La evangelización se sitúa en el espacio de la libertad y del pluralismo. 6. Gaudium et spes surgió tras un esforzado itinerario42, en el que se expresan los mejores deseos de los 42 E. Bueno de la Fuente, “De un Concilio pastoral a una constitución pastoral. Formación histórico-doctrinal de ‘Gaudium et spes’”, en AA. VV., Los nuevos escenarios de la Iglesia en la sociedad española. En el 40 aniversario de ‘Gaudium et spes’, Madrid 2006, pp. 67-88.

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padres conciliares y, a la vez, la incertidumbre acerca de su exacta identidad como texto conciliar. Su consideración como “constitución pastoral” expresa el deseo de acercamiento a los problemas reales de la humanidad, que se intenta destacar con la mayor fuerza: por eso se la denomina “constitución”. Se titula “Iglesia en el mundo” para subrayar que la Iglesia no es ajena al contexto en que vive43 y que por ello debe abrirse al diálogo con quien se afirma como otro respecto a la Iglesia. La Iglesia intenta hacer propios los gozos y las tristezas, las angustias y las esperanzas de los contemporáneos. Las banderas propias de la modernidad son objeto de una valoración positiva: la libertad y dignidad humanas, el valor del progreso y del desarrollo, la autonomía de las realidades temporales y el sentido de la actividad humana... La complejidad de la vida comunitaria y social empuja a tomar postura ante las grandes cuestiones de nuestro tiempo: política, economía, cultura, guerra y paz... Las realidades de las que hablaban las “teologías del genitivo” reciben carta de ciudadanía en la actividad pastoral de la Iglesia o, dicho con mayor fuerza, no son ajenas ni a la idea de salvación ni al compromiso evangelizador; no se puede cumplir el designio salvífico de la Trinidad si en el entramado de la vida colectiva e internacional reinan la injusticia, la pobreza, la violencia, la exclusión, la falta de respeto a los derechos humanos... Por ello, la Iglesia tiene que ofrecer su palabra, su iluminación y su contribución. El mundo plantea su agenda a la misión de la Iglesia. Con ello queda des43 M. Ronconi (ed.), Per amore del mondo. Introduzione a ‘Gaudium et spes’, San Paolo, Milán 2009; G. Turbanti, Un Concilio per il mondo moderno. La redazione della costituzione pastorale ‘Gaudium et spes’ del Vaticano II, Il Mulino, Bolonia 2000.

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centrada una consideración unilateralmente religiosa o eclesial de su misión. 7. Otra realidad que se hace presente en el escenario conciliar, y por ello en el campo de su acción misionera, son las religiones no cristianas. Es la primera vez que un Concilio ecuménico afronta el tema, que tampoco estaba previsto. El deseo de elaborar una declaración sobre los judíos hizo inevitable la atención a otras religiones. La Iglesia se ve urgida a considerar cuál ha de ser su relación con las religiones no cristianas precisamente porque los vínculos entre los diversos pueblos se estrechan y el género humano se une progresivamente. El nuevo modo de mirar a los otros rompe la centralidad que había jugado el axioma “extra ecclesiam nulla salus”: no solo se reconoce con optimismo la posibilidad de salvación de sus miembros, sino que se valora todo lo que de verdadero y santo hay en ellas. Por eso se opone a todo tipo de discriminación o persecución por motivos de raza o de religión y se invita a los católicos a respetar, dialogar y colaborar con los miembros de otras religiones a favor de la familia humana. En el mundo actual, el encuentro con las religiones determinará su actividad pastoral y misionera.

Un Concilio que se despliega en la recepción Todo concilio requiere un proceso de recepción, pues surge de unas necesidades y ofrece unas respuestas que aspiran a convertirse en savia de la vida eclesial. Esto resulta aún más evidente y necesario en el caso del Vaticano II, precisamente por su intención pastoral y por su invitación a un aggiornamento que sirviera al anuncio del Evangelio. Esta opción del Vaticano II ayudó a pensar que la renovación debía ser el “estado na290

tural” de la Iglesia44 para facilitar el cumplimiento de su misión. La vida45 y los signos de los tiempos46 se impondrán como criterios de una recepción fiel a la intención evangelizadora del Vaticano II. La mirada optimista y esperanzada desató unos dinamismos cargados de expectativas e ilusiones, pero también de tensiones y radicalismos47. La preocupación evangelizadora, es decir, el deseo de acercarse a la experiencia humana y de hacer accesible el mensaje cristiano, subyace a la inabarcable serie de iniciativas (y de cuestionamientos) que caracterizan el paisaje postconciliar. La evangelización se convierte en clave para entender la enorme vitalidad del inmediato post-Concilio. Pero por ello se sobrecarga de una responsabilidad desmesurada, sobre todo porque se produce en un momento histórico especialmente tenso y expuesto a polarizaciones. El Concilio Vaticano II había recogido las inquietudes del período anterior de modo decidido y optimista. La actitud sincera del Concilio se mostró al mirar con lucidez las realidades que habían provocado tantas inquietudes y al colocar la misión y la evangeli44 P. E. Leger, “La théologie du renouveau de l´Églsie”, en La théologie du renouneau, I, Cerf, París 1968, p. 14: con el objetivo de dar otra forma, transformando en mejor lo que se ha deformado. 45 Ya Y. Congar, Vraie et fausse réforme de l´Église, Cerf, París 1950, había introducido la categoría “vida” para explicar la evolución de la estructura solidificada de la eclesiología contrarreformista; la reforma no implica, sin embargo, ruptura o discontinuidad: no cambia la Iglesia, sino que la Iglesia cambia (pp. 57-58). 46 M.-D. Chenu, “Los signos de los tiempos. Reflexión teológica”, en La Iglesia en el mundo de hoy, II, Taurus, Madrid 1970, pp. 253-278. 47 Nadie podía arrogarse la pretensión de conocer la verdad entera, por lo que se plantearon controversias y debates de largo alcance. Incluso puede darse que los fieles capten aspectos y dimensiones que el mismo Magisterio no había entrevisto: Y. Congar, “Le droit au désaccord”, L´Année Canonique 25 (1981) 283.

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zación en el corazón de la vida eclesial. Pero ello sucedió en un profundo cambio de época: por parte de la Iglesia se cerraba el período de cristiandad y de la eclesiología de la contrarreforma; por parte de la cultura y de la sociedad se pretendía dejar atrás un mundo estrecho y anticuado (los sectores más utópicos llegaron a pensar que era posible crear un mundo nuevo en el campo político y económico). La voluntad de la Iglesia de salir al encuentro de ese mundo en evolución hace que la categoría “evangelización” incluyera la vida entera de la Iglesia y de los sectores que iban asumiendo más protagonismo. “Recepción de la opción evangelizadora” y “recepción del Vaticano II” acaban identificándose en la práctica: se trataba de acercarse a los otros en sus expectativas, para que el Evangelio pudiera ser una experiencia real en sus anhelos e inquietudes. Nuestra presentación panorámica está articulada en dos momentos o períodos, caracterizado cada uno de ellos por una lógica peculiar. La primera recepción, caracterizada por una eclosión en ocasiones desenfrenada y radical, encuentra su condensación en Evangelii nuntiandi (1975), que se convertirá en punto de referencia y en garantía de equilibrio y serenidad. Se consolida la evangelización en el corazón de la Iglesia. La segunda recepción, que se inicia a partir del sínodo extraordinario de 1985, dedicado a la conmemoración del Vaticano, se caracteriza, desde un punto de vista, por el deseo de evitar polarizaciones y, desde otro, por el lanzamiento de una nueva evangelización y por la revalorización de la instancia misionera; se acaba constatando que el drama de la separación entre la fe y la(s) cultura(s) sigue profundizándose, y por ello hace falta que la Iglesia se sitúe en el corazón de la evangelización. 292

La primera recepción: una eclosión que reclama armonía y equilibrio El Vaticano II se celebra en la década de los sesenta, una “década prodigiosa”, imbuida de conciencia de progreso y de desarrollo. La Iglesia (los cristianos más dinámicos y creativos) participaba de aquella sensibilidad. La esperanza evangelizadora podía sintonizar con la esperanza de los sectores más “comprometidos” (según la expresión usual) del momento histórico. El Vaticano II se clausuró en la antesala del simbólico 1968, que cultivó el sueño de una revolución que transformara realmente la realidad existente. Aquella enorme carga de utopía encerraba deseos de ruptura con el pasado más rancio, caduco e injusto. La recepción del Concilio no pudo quedar al margen de los vientos de la época. Por eso también la evangelización cayó en un fragor al que no estaba acostumbrada.

a) El vértigo de las alternativas o unilateralidades Para salir al encuentro de la mentalidad moderna parecía necesario reaccionar contra la “intransigencia católica”, frente a la cual se apelaba a los orígenes cristianos, deslegitimando muchos aspectos de la historia eclesial. Se creó así una mentalidad de alternativa: alternativa a un anquilosamiento eclesial desde un Evangelio que podía ser saboreado de nuevo, y alternativa a las manifestaciones negativas de la vida política (injusticia, represión, capitalismo) desde unos valores que parecían en sintonía con el Evangelio. Entre el deseo de encuentro y el riesgo de las alternativas se desplegó un esfuerzo inmenso e ilusionante, del que vamos a señalar los campos más significativos (con una referencia final a la situación en España). Nos detendremos espe293

cialmente en el primero, porque será el más característico de la época. 1. La lectura del Evangelio desde las aspiraciones de la época histórica y la lectura de las realidades mundanas desde el Evangelio (el Reino de Dios proclamado por Jesús) debían ir a la par. Si la urgencia evangelizadora procedía de las necesidades de los hombres, había que escuchar la voz y el compromiso de quienes aspiraban a la transformación del mundo. Esta sensibilidad se manifestó con fuerza tanto en el ámbito católico como en el protestante48; en ambos se vivió con pasión misionera y en ambos se provocaron reacciones opuestas ante el peligro de que quedara disuelto el sentido genuino del Evangelio. La cuarta asamblea del Consejo Mundial de las Iglesias celebrada en Uppsala en el verano de 1968 refleja una interpretación de la “misión de Dios” que condensa esta sensibilidad: el designio salvífico de Dios debe ser realizado y celebrado en el mundo, no en el ámbito cerrado y estrecho de la Iglesia: “Contemplamos hoy este mundo de los hombres como el lugar en el que Dios está actuando para hacer nuevas todas las cosas y en el que nos exhorta a colaborar con él”. “Dios hace nuevas todas las cosas”, era el lema de la asamblea. La Iglesia solo puede reconocerse como “Iglesia en misión” si escucha las interpelaciones del mundo como puntos de inserción del mensaje cristiano: “El clamor de los que ansían la paz, de los hambrientos y explotados que piden paz y justicia, de las víctimas de la discriminación que reclaman dignidad humana... Dios escucha estos clamores y nos juzga. Pronuncia también la palabra liberadora. Le oímos decir: Yo voy delante de vosotros. 48 E. Bueno de la Fuente, La Iglesia en la encrucijada de la misión, Verbo Divino, Estella 1999, 88ss.

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Anticipad mi Reino. Os pedimos que os unáis a estas anticipaciones del Reino de Dios”. La “Iglesia en misión” es una Iglesia para los otros, que sabe discernir algunas situaciones que, en la hora actual, tienen prioridad para la misión. Se afirma así una concepción holística de misión y de salvación que debe determinar y guiar la configuración de comunidades eclesiales “en estado de misión”, que deben flexibilizar sus estructuras para aportar su testimonio y su compromiso desde las necesidades y las luchas de hombres y mujeres concretos49. Esta dinámica generará en el mismo ámbito ecuménico la reacción de quienes ven amenazada la dimensión religiosa de la salvación y el anuncio explícito de Jesucristo. Esta reacción de los evangelicals 50 se consumará en el Manifiesto de Lausana51, el mismo año en que la Iglesia católica celebrará su Sínodo de los Obispos sobre el tema de la evangelización, y en el mismo consejo ecuménico en la Ecumenical Affirmation, para conjugar el anuncio y el compromiso con el mundo, que se dará a conocer en 1982, poco antes de la celebración del sínodo extraordinario de 1985. También en el ámbito católico se despliega con fuerza la convicción de que la evangelización debía hacerse desde los pobres y en el seno de la lucha contra la 49 En 1982, el Departamento de Misiones celebrará en Bangkok su asamblea bajo el tema “La salvación hoy”, que trató de vincular la salvación y la liberación humana, el Reino de Dios y la liberación de los pobres. La asamblea siguiente, celebrada en Melbourne (1980), tendrá como lema “Venga tu Reino. La Buena Nueva a los pobres” y seguirá desarrollando la misma perspectiva. 50 En estos ambientes es clave la diferencia entre evangelism y mission: J. R. W. Stott, “The Biblical Basis of Evangelism”, en G. H. Anderson – Th. F. Stransky (eds.), Mission-Trends 2. Evangelization, Paulist Press-Eerdmans, Gran Rapids 1975, pp. 4-23. 51 J. D. Douglas (ed.), Let the Heart Hear His Voice, World Wide Publications, Mineápolis 1975.

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injusticia. Después del Vaticano II se desarrolló como recepción conciliar desde la óptica de Gaudium et spes. A ello contribuyeron corrientes teológicas de gran repercusión: teología de la secularización, teología política, teología de la liberación. Documentos papales como Populorum progressio y el Sínodo de los Obispos de 1971, que dedicó una parte de sus reflexiones al tema de la justicia, recogieron esta sensibilidad. De este último es suficiente recordar un doble dato: en su discurso final, Pablo VI reafirmó que el objetivo del sínodo era, en fidelidad al Vaticano II, abrir en el mundo actual vías nuevas al anuncio del Evangelio por lo que, aun conservando la finalidad religiosa de la Iglesia, esta debe aportar su contribución en favor de la instauración de la justicia, pues así sirve a la instauración del Reino de Dios sobre la tierra; el documento final recuerda que Dios se reveló como liberador de los oprimidos y como defensor de los pobres, sobre todo en las obras y palabras de Jesucristo, por lo que la acción a favor de la justicia y la participación en la transformación del mundo son elementos esenciales (“tamquam ratio constitutiva”) de la predicación del Evangelio y de la misión de la Iglesia. En 1968 había tenido lugar la Asamblea del CELAM en Medellín bajo el título “La Iglesia en la actual transformación de América Latina a la luz del Concilio”, fruto temprano de la renovación conciliar52, que hará ver con más claridad que el compromiso por la justicia social y por la promoción humana es una dimensión irrenunciable de la evangelización. Es un evento especialmente significativo porque se trata de una recepción creativa del Vaticano II desde un contexto muy deter52 A. López Trujillo, “Medellín, una mirada global, en Medellín. Reflexión en el CELAM”, BAC, Madrid 1977, pp. 12ss.; en “Presentación”, ibíd., XIV, indica que Medellín quiso ser la aplicación del Concilio a América Latina.

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minado, que pretende elaborar un proyecto teológicopastoral para las Iglesias del continente, pero que se iría convirtiendo en una aportación original al conjunto de la Iglesia católica. El acento sobre el hombre en su contexto socio-cultural constituye su carácter misionero53. Reconocía la urgencia de una evangelización integral de los diversos pueblos del continente, que están viviendo una “violencia institucionalizada” (Paz, 16), “una situación de pecado” (Paz, 1), una injusticia que clama al cielo (Justicia, 1). Pablo VI había dicho a los campesinos: “Oímos el grito que sube de vuestro sufrimiento” (23 de agosto de 1968), y los obispos adoptan una actitud equivalente: “Un sordo clamor brota de millones de hombres pidiendo a sus pastores una liberación que no les llega de ninguna parte” (Pobreza, 2). La Iglesia se compromete a estar “audazmente comprometida con la liberación de todo el hombre y de todos los hombres” (Juventud, 15), y muestra una “preferencia efectiva por los sectores más pobres y necesitados” (Pobreza, 9). En estos años se está gestando la teología de la liberación de Gustavo Gutiérrez, reflexión desde la praxis y al servicio de la praxis: esta remite a la “práctica” de la Iglesia en el mundo de hoy54, concretamente en la situación de dependencia que padece Latinoamérica. Todo ello debe ser contenido de la evangelización55. 53 F. Gorski, “El aporte misionero de Medellín”, en Medellín. Reflexión en el CELAM”, BAC, Madrid, p. 236, reconoce, sin embargo, que no se recalcó con claridad la dimensión universal de la dimensión misionera (p. 241). 54 G. Gutiérrez, Teología de la liberación, Sígueme, Salamanca 91980, p. 17. 55 En la enumeración de los rasgos de la presencia de la Iglesia señala, tras la denuncia profética, una “evangelización concientizadora”, pues la “toma de conciencia de estar hoy oprimido y ser dueño de su propio destino no es otra cosa que una consecuencia de una evangelización bien entendida” (p. 165ss.); la significación teológica de la liberación es en realidad la cuestión sobre el sentido mismo del cristianismo y sobre la misión de la Iglesia (p. 17).

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Gustavo Gutiérrez es exponente privilegiado de una perspectiva que marcará no solo la pastoral y la evangelización de Latinoamérica, sino que irá extendiéndose en España y en Europa, así como en otros continentes, especialmente a través de la Asociación de Teólogos del Tercer Mundo. La problemática, y su vinculación con la evangelización, se anclará con fuerza en todos los contextos eclesiales. Estas nuevas perspectivas provocaron algunas de las antinomias o alternativas más debatidas: entre evangelización y sacramentos, entre preevangelización y evangelización, entre humanización y catequización. La urgencia de los problemas humanos provoca en algunos planteamientos que la celebración cristiana (el sacramento) o el anuncio kerygmático pasara a segundo plano, relegado o postergado. 2. La renovación institucional de la Iglesia, así como la transformación de las relaciones intraeclesiales, resultaban necesarias para hacer más atractiva su figura y para que todos los cristianos ejercieran su protagonismo. Era otra exigencia del diálogo abierto por el Vaticano II. El “modelo” de Iglesia pasaba a ser contenido de la evangelización: en el ejercicio concreto de la eclesialidad se podía experimentar la fraternidad cristiana. Por ello se desarrollaron nuevas formas comunitarias y se recuperaron prácticas sinodales56 (que vivían del aliento evangelizador), lo cual contribuirá al desarrollo y revitalización de la teología pastoral57. La implicación de todos en una misión común y una experiencia comunitaria más intensa respondían a la intención del Vaticano II. 56 R. Calvo Pérez, “El florecimiento y la novedad de los sínodos diocesanos”, Scriptorium Victoréense 47 (2000) 365-403. 57 R. Calvo Pérez, “La teología pastoral en España (1950-1999): expectativas y perspectivas de un lento caminar”, Burgense 40 (1999) 565-613.

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Pero tampoco en este punto faltaron las tensiones. Los sujetos eclesiales más activos58 generan una fuerte contestación59, lo que llevará a hablar de un “cristianismo que estalla en fragmentos”60: para algunos, la apertura al mundo parecía implicar una crítica radical a una historia (que se consideraba cargada de intransigencia) mediante la apelación a los orígenes del cristianismo (relativizando el papel de la tradición). 3. La evangelización implica la problemática de la transmisión de la fe, pues en el fondo ambas61 tratan de comunicar la fe a los que no la tienen, no la han recibido o no la han comprendido. Esta constatación se percibe (y los problemas se manifiestan) sobre todo en el campo de la teología y en el de la catequesis La teología intentó acentuar su dimensión pastoral y evangelizadora arrancando de los problemas del momento o de las necesidades de los contemporáneos. Ello generó, sin embargo, un pluralismo que cuestionó muchas evidencias adquiridas. Precisamente “a causa del carácter universal misionero de la fe”, debe ser pensada y expresada en el seno de cada cultura humana y a la luz 58 Adquieren gran protagonismo las comunidades eclesiales de base, algunas “salvajes”, con fuertes críticas a las instancias oficiales de la Iglesia: G. de Rosa, “Le ‘comunitá di base’ in Italia”, CivCatt 132 (1981, I) 221-235; íd., “Per una valutazione dell´esperienza delle ‘comunità di base in Italia”, ibíd., pp. 521-536. 59 La conmoción se planteó con fuerza en el ámbito de los presbíteros: D. Pelletier, “Des prêtres contestaires dans la France des années 68”, en D. Iogna-Prat – G. Veinstein, Histories des hommes de Dieu dans l´Islam et le christianisme, Flammarion, París 2003, pp. 253-278. 60 M. de Certeau – J. M. Domenach, Le christianisme éclaté, Seuil, París 1971, pp. 14-15: “Pulvérisation du dogme et un extraordinaire vitalité d´une pensée religieuse”. 61 J. Moingt, La transmission de la foi, Bayard, París 1976, pp. 7-8: la transmisión de la fe “tiene en sí el mismo significado que la palabra ‘evangelización’”.

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de los interrogantes humanos62 como expresión “de la responsabilidad pastoral y misionera con relación al mundo”63. La crisis de la fe en aquel momento se atribuye a las circunstancias de la época y a la evolución cultural, a las dificultades de la recepción del Concilio, y en ello se incluía asimismo la teología. La quiebra de la comunión en este campo repercute negativamente en la evangelización, por lo que se convertirá en una preocupación constante. La misma dinámica se manifiesta en la catequesis. El Nuevo catecismo holandés (1966), pensado para adultos, hizo estallar en toda su crudeza la problemática64. Pero el problema se planteaba también en el ámbito infantil, pues está en juego la supervivencia misma de la Iglesia y el futuro del cristianismo. La transmisión de la fe se descubre como misión65. Forma parte esencial, por tanto, de la preocupación evangelizadora de la Iglesia. En este punto se puede identificar una triple cuestión: a) se cuestiona el proceso habitual de iniciación cristiana, pues la evangelización en sentido estricto requeriría que se confiriera el bautismo en una edad en la que el niño pudiera realizar una opción libre; como solución sustitutoria se introduce la dimensión catecumenal en la iniciación cristiana como proyecto pastoral y evange62 Así lo reconoce la Comisión Teológica Internacional en su documento La unidad de la fe y el pluralismo teológico (1972), n. 9 (en esta línea, en el n. 3 habla del “dinamismo de la fe cristiana, y particularmente su carácter misionero...”). 63 CTI, Magisterio y Teología (1975) 4. 64 En el prefacio, los obispos dicen que intentan “presentar de nuevo” a los adultos el mensaje que Jesús aporta al mundo, de manera que parezca “tan nuevo como lo es realmente”, “presentar la fe de nuestros padres de una forma que conviene al tiempo presente”. 65 Así titula un capítulo (“De la transmission à la mission”, p. 201ss.) J.-M. Swerry, Transmettre la foi est-ce posible? Histoire de l´aumônnerie catéchumenale, Karthala, París 2009, que narra la experiencia francesa.

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lizador; b) el método y los contenidos, pues en el fondo se encuentra la cuestión acerca de lo que realmente se transmite y del papel de la Iglesia como sujeto transmisor66; c) la diferenciación entre el primer anuncio y la enseñanza o el conjunto de actividades eclesiales; en el ámbito propio de la catequesis resultaba más clarificador del sentido del primer anuncio como evangelización, pero en el resto de la vida eclesial evangelización se usaba en un sentido más amplio67. 4. La actividad misionera ad gentes es también escenario de esta recepción entre tensiones. Se va asumiendo la integración de las misiones en la misión una y única de la Iglesia y en una concepción más global de la salvación, con el riesgo de identificar misión y evange66

En o. c., 91ss., se comenta la tensión que se vivía en aquel momento, refiriéndose a una conferencia de J. Moingt (que acababa de publicar Le devenir chrétien. Initiation chrétienne des jeunes, DDB, París 1973) pronunciada ante catequistas en 1974: la Iglesia, para ser misionera, debe ser creadora, no tiene su razón de ser en sí misma, sino en el Evangelio; el futuro de la Iglesia es el Evangelio, es decir, el futuro de Dios en el hombre y, recíprocamente, el futuro del hombre en el Reino de Dios. Una Iglesia misionera es una Iglesia en actitud de des-posesión de sí, asumiendo el riesgo de no existir más como institución sino para servir al Evangelio; no puede, ciertamente, prescindir de instituciones, pero estas no deben ser la finalidad de la Iglesia, que debe ser ligera, móvil, multiforme. Junto a ello hubo afirmaciones provocativas, para provocar el debate (“hacer huelga de la confirmación”, “liberalizar el aborto de bautizos prematuros”...), que suscitaron reacciones episcopales: cf. La Documentation Catholique 1675 (1975) 427-430; J. Moingt, “La transmission de la foi”, Études 342 (1975) 107-129 y 749-776, intenta aclarar su postura. Una concreción paradigmática la presenta P. de Givenchi, “Aumônerie de jeunes et conversion”, ibíd., pp. 535-542, como intento de acompañamiento en la “peregrinación” a través de sus preguntas y con una profunda desconfianza respecto a la institución eclesial. 67 En 1970, la Conferencia Episcopal Italiana publica Il rinnovamento della catechesi, donde se precisa: “La evangelización propiamente dicha es el primer anuncio de la salvación dirigido a quien, por razones varias, no lo conoce o aún no cree (n. 29); en Evangelizzazione e sacramenti de 1973 se dice: “Con la evangelización, la Iglesia hace presente, en el signo de la palabra, la persona de Cristo y actualiza su enseñanza; el fin al que tiende la evangelización es la comunión con Cristo, y por Cristo con el Padre (n. 43).

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lización, sin salvaguardar la especificidad ad gentes68. Simultáneamente, se manifiestan focos de revisionismo en virtud de la amplitud que adquiere la evangelización: las urgencias pastorales de los países de antigua cristiandad contribuyen a difuminar la importancia de la vocación ad gentes ad vitam, bajo el lema “La misión está aquí”; la afirmación de las Iglesias nativas acentúa las voces críticas contra la connotación colonialista de la acción misionera, lo cual provoca que en algunos sectores se desprestigia la terminología misionera a favor de evangelización; las jóvenes Iglesias reivindican un mayor protagonismo, liberándose de lo que consideran “tutela” por parte del cristianismo occidental, y se llega a solicitar un moratorium en el envío de misioneros extranjeros para que no distorsionen la dinámica evangelizadora adecuada al contexto cultural; la inculturación va formando parte del proceso evangelizador, planteándose en ocasiones con fuerza el debate en torno a los criterios de discernimiento; la opción por los pobres y la liberación tendían en ocasiones a identificar actividad misionera con “ayuda al Tercer Mundo”69. 5. En España, la recepción evangelizadora del Vaticano II se mueve en los mismos parámetros, pero con especial intensidad procedente de la situación política70: la escasa preparación para acoger las fuerzas renovado68

J. Comblin, Teología de la misión. La evangelización, Buenos Aires

1974. 69 Una recomprensión la ofrece L. Rütti, Zur Theologie der Mission, Múnich 1972. 70 Para una visión panorámica de la postura de la Conferencia Episcopal en el contexto social y eclesial, cf. F. Chica Arellano, Conciencia y misión de Iglesia. Núcleos eclesiológicos en los documentos de la Conferencia Episcopal Española (1966-1990), BAC, Madrid 1996; la tercera parte está dedicada directamente al “magisterio evangelizador de la CEE para tiempos de increencia” a partir de 1982; aunque, ciertamente, a partir de esa

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ras por parte de la Iglesia y el proceso político que conduciría de la dictadura franquista a la democracia parlamentaria. Los obispos con coraje y honestidad promueven una renovación que alimente el aliento evangelizador71, lo cual viene facilitado porque los protagonistas más activos en el clero se habían formado intelectualmente en el extranjero y estaban en sintonía con las minorías que propugnaban el cambio político y cultural. Fue uno de los momentos históricos en los que el encuentro y la colaboración se produjeron con mayor cordialidad. Pero a la vez hubo focos de tensión extrema, como se ve en dos casos paradigmáticos72: la crisis de los movimientos apostólicos planteó con fuerza el alcance y la autonomía de los laicos en su acción apostólica y en su toma de postura en los asuntos temporales; la Asamblea Conjunta de obispos y sacerdotes (1971) buscó el modo de presencia más adecuado de la Iglesia en la sociedad española para favorecer la evangelización73. Los debates intraeclesiales y la emergencia de una nueva cultura hicieron percibir la necesidad de atender a los alejados y de superar el agotamiento apostólico y el fecha se acentúa el interés, la perspectiva evangelizadora (y la terminología) está presente desde el período que nos interesa en este punto. 71 “Una Iglesia renovada en la vida cristiana de sus miembros, en la dimensión evangelizadora de sus instituciones, en la actualización y eficacia evangélica de sus métodos pastorales, en el servicio cercano a los hombres, a cuyos problemas e interrogantes más profundos ella debe dar respuesta, ofreciéndoles la Palabra de Dios y los cauces de salvación que Cristo puso en sus manos”: “CEM, Exhortación pastoral ante el Domund de 1975”, Ecclesia 35 (1975) 1286. 72 “En uno y otro caso estaba en juego la conciencia que la Iglesia tiene hoy de su misión en el mundo actual. Han sido dos manifestaciones de la problemática general que ha presentado y presenta aún, en España, la asimilación plena del Concilio Vaticano II”: CEAS, El apostolado seglar en España. Orientaciones fundamentales, pp. 37-38. 73 Es la intención que expresa la XV Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal (30 de noviembre-4 de diciembre de 1971), cf. Ecclesia 31 (1971) 2250.

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déficit evangelizador74. La categoría evangelización se va imponiendo75 con un significado amplio76 y constituirá el marco de los planes pastorales de la Conferencia Episcopal. También en España la evangelización pasa al corazón de la Iglesia.

b) El equilibrio de “Evangelii nuntiandi” (1975) La Evangelii nuntiandi se levanta como punto de referencia de la recepción del Vaticano II y como un documento mayor del pontificado de Pablo VI, pues introduce una visión de conjunto y una síntesis en equilibrio entre tensiones y alternativas. Es la exhortación apostólica que recoge los trabajos del tercer sínodo de los obispos celebrado en 1974 dedicado a La evangelización del mundo contemporáneo77. El tema, sin embargo, no aparece entre los inicialmente propuestos de cara a su preparación (destacaban el de la familia, seguido de lejos por la catequesis, relaciones entre Magisterio y teología, democracia en la Iglesia, moral sexual, secularización, Iglesias locales, jóvenes...). Se buscaban “problemas planteados por el mundo de hoy 74 “Ha faltado una conciencia de Iglesia en estado de misión evangelizadora en medio de nuestras comunidades humanas de tradición cristiana”: CEAS, o. c., 7. 75 Los estudios preparatorios para la preparación del sínodo de 1974 muestran una consolidación manifiesta. 76 “Evangelizar es nuestra misión”: CEAS, Declaración ante el Día del Amor Fraterno (27 de marzo de 1975); cf. Ecclesia 35 (1975) 389. “La gran tarea de nuestro tiempo es la presencia evangelizadora de la Iglesia en la sociedad actual”: CEAS, o. c., 40. La evangelización incluye aspectos diversos de la acción eclesial, si bien se orienta siempre al anuncio explícito de Jesucristo y a la comunión con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo: CEE, Orientaciones pastorales sobre apostolado seglar (27.11.1972) 9. 77 AA. VV., L´annuncio del Vangelo oggi. Commento all´Esortazione Apostolica di Paolo VI “Evangelii nuntiandi”, Roma 1977; R. Laurentin, L´évangelisation d´après le quatrième Synode, París 1975.

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a la Iglesia”. Progresivamente se fue centrando la atención en la evangelización y la familia. Tras la propuesta dirigida al papa, este decidió como tema (3 de febrero de 1973) “De evangelizatione huius temporis”: cómo, en este nuevo mundo en transformación y en las circunstancias actuales, puede realizar su misión salvífica de anunciar el Evangelio. Ya en la redacción de los primeros esbozos de cara a los lineamenta, los peritos plantearon la diversidad de concepciones de evangelización y las antinomias que la acompañaban. Los lineamenta recogen cuatro significados del término: a) cualquier actividad ordenada a la progresiva transformación del mundo según el plan del Dios creador y redentor; b) la triple actividad sacerdotal, profética y regia con la que se edifica la Iglesia como cuerpo místico de Cristo; c) la proclamación del Evangelio destinada a suscitar la fe en los no creyentes y a alimentarla en los creyentes; en este sentido incluye la predicación kerygmática, la catequesis, la homilía; d) el anuncio del Evangelio a los no creyentes, es decir, la primera evangelización (en el sentido específico de la misionología clásica)78. Tras la recogida de las respuestas de los diversos continentes, el Concilio constató la necesidad de clarificar doctrinalmente las cuestiones fundamentales y de impulsar la acción evangelizadora. En una audiencia, Pablo VI (5 de abril de 1974) subrayó la importancia del tema, porque está enraizado en la naturaleza de la Iglesia y porque responde a cuestiones frecuentes: ¿qué hace la Iglesia?, ¿para qué existe? Pues bien, la respuesta adecuada es: su tarea propia y específica se define y está definida en la evangelización. De nuevo en su discurso de 78 El instrumentum laboris tiende a comprender la evangelización como la totalidad de aquella actividad por la que la gente es llevada a participar en el misterio de Cristo (un encuentro personal), especialmente en su misterio pascual.

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apertura (27 de septiembre de 1974) vuelve a repetir la cuestión urgente que se plantea en la actualidad: ¿quién somos?, ¿qué estamos haciendo?, ¿qué tenemos que hacer? Estamos en el mundo como enviados, embajadores, apóstoles, misioneros... Evangelizar no es algo facultativo, sino un deber ineludible y urgente. Es para la Iglesia una necesidad constitucional y de alcance universal. El papa alude de modo más explícito a la indiferencia religiosa y a la promoción humana y su relación con la evangelización. A lo largo de las intervenciones de los obispos se va abriendo un abanico más amplio de cuestiones. La posible tentación de focalizar la atención en temas surgidos en el mundo occidental queda contrapesada por la presencia mayoritaria de participantes no occidentales. Esa es la gran riqueza de este Sínodo, que hace aparecer la radicalidad de la evangelización en amplitud y en intensidad, en urgencia cualitativa y cuantitativa: a) su relación con la naturaleza misma de la Iglesia; b) la evangelización tiene que ver con los grandes temas de la vida eclesial y con las cuestiones más acuciantes de su presencia en el mundo, una presencia que no puede entenderse más que a nivel mundial. Los obispos no se detienen en el esfuerzo de una definición estricta, pero van presentando temas sin los cuales no se puede lograr tal definición: vida interior, pequeñas comunidades, renovación litúrgica, laicos, jóvenes, progreso y liberación, diálogo con los no cristianos y los ateos, medios de comunicación social, católicos que se alejan de la fe, valoración de la cultura africana, racismo, preevangelización, lucha por la justicia, religiosidad popular, comunidades de base, nuevos ministerios, secularización, pluralismo ideológico, influencia en la evolución socio-política, la pobreza y los pobres, materialismo práctico. Junto a la variedad de temas se mencionan núcleos 306

teológicos: vinculación de la evangelización con la Iglesia, la novedad radical de la intervención de Dios, la frescura de la novedad cristiana, autoconciencia eclesial, papel de los sacramentos y de la vida interior, responsabilidad de todos los bautizados y carismas... Ante las dificultades para elaborar un documento adecuado por la asamblea sinodal, se decidió pasar el material al papa, a fin de que este redactara un documento conclusivo. En su exhortación apostólica, Pablo VI intenta conjugar la variedad de elementos evitando alternativas falsas y ofreciendo una fundamentación teológica. Señalaremos los aspectos más significativos desde nuestro punto de vista. La acción evangelizadora de la Iglesia debe comprenderse a la luz del Cristo evangelizador, del testimonio de sus obras y del anuncio del Reino de Dios. La evangelización es la vocación propia de la Iglesia: nace de la acción evangelizadora de Cristo y existe para evangelizar, que es su gozo más profundo. Evangelizar es una acción compleja y dinámica, y debe tener en cuenta elementos diversos (evitando reduccionismos y alternativas) que tienen que conjugarse a lo largo de un proceso en el que se implican protagonistas muy diversos. Nunca debe ser olvidado o relegado el anuncio explícito de Jesucristo como Hijo de Dios y Salvador. En la actual circunstancia histórica tiene que afrontar “el gran drama”: la separación entre la fe y la cultura; por ello, la evangelización ha de apuntar a transformar la(s) cultura(s) humana(s) hasta impregnar los valores y las mentalidades. Entre los contenidos de la evangelización menciona el testimonio del amor del Padre, la salvación otorgada por Jesucristo, la esperanza escatológica, el carácter global de la salvación, que incluye la liberación, pero sin re307

duccionismos ni ambigüedades, por lo que exige la conversión personal y la renuncia a la violencia. Entre los medios enumera el testimonio, la predicación viva, la liturgia y los sacramentos, la catequesis, la piedad popular. Como destinatarios señala la humanidad entera (hasta los confines de la tierra), los miembros de otras religiones, los ateos, los no practicantes, los fieles cristianos, las comunidades eclesiales de base. Entre los agentes señala a la Iglesia entera y también a las Iglesias particulares, y a continuación los distintos carismas y estados eclesiales (entre los que menciona los diversos ministerios). El último capítulo presenta al Espíritu como protagonista de la evangelización79.

c) Una recepción en la lógica de “Evangelii nuntiandi” El sínodo siguiente, celebrado en 1977, fue dedicado explícitamente a la catequesis y su relación con la evangelización, lo que exige establecer la diferencia de la catequesis en el proceso evangelizador. Los lineamenta presentan la catequesis como un aspecto esencial del anuncio del Evangelio, y el instrumentum laboris como una forma de la traditio fidei. En la homilía de apertura el papa alude expresamente al sínodo de 1974, que quedará como marco de las reflexiones posteriores. La exhortación apostólica Catechesi Tradendae (16 de octubre de 1979) intenta una clarificación conceptual y terminológica, si bien la complejidad de la realidad no se deja encorsetar en marcos precisos. El capítulo tercero está dedicado a “La catequesis en la actividad pastoral y misionera de la Iglesia”. “Frente a la incertidumbre de la 79 A. Dulles, “La ricezione in Occidente della ‘Evangelii nuntiandi’”, CivCatt 147 (1996) 28-41, recensiona los comentarios de los veinte años posteriores a su publicación.

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práctica” señala que “la catequesis se articula en cierto número de elementos de la misión pastoral de la Iglesia, sin confundirse con ellos...: primer anuncio del Evangelio o predicación misional por medio del kerygma para suscitar la fe apologética o búsqueda de las razones para creer, experiencia de vida cristiana, celebración de los sacramentos, integración en la comunidad eclesial, testimonio apostólico y misional”. Entre la catequesis y la evangelización no existe ni separación ni oposición, ni identificación pura y simple, sino relaciones profundas de integración y de complemento recíproco (n. 18). En la práctica, sin embargo, el orden ejemplar debe contar con el hecho de que a veces la primera evangelización no ha tenido lugar, por lo que la etapa catecumenal80 se hará en buena parte durante la catequesis ordinaria, además del hecho de que la catequesis debe preocuparse de suscitar o alimentar la fe a lo largo de la vida de los bautizados (n. 19). Estas reflexiones establecerán criterios claros para distinguir las fases de la evangelización y de la pastoral, procurando salvaguardar el carácter específico del momento misionero y del momento catequético. En la práctica, sin embargo, resultará difícil conseguir realizaciones concretas del momento inicial81. 80

H. Bourgeois, “Situation du christianisme européen et catéchumenat”, Lumen Vitae 41 (1986) 51-63; una visión más sistemática en íd., L´initiation chrétienne et ses sacrements, Centurion, París 1982; G. Reniers, Évangeliser à travers la démarche catéchumenale, 41 (1986) 64-75. 81 En España, el documento La catequesis de la comunidad (22 de febrero de 1983) de la Comisión Episcopal de Enseñanza y Catequesis ofrece importante clarificaciones: “La catequesis de acento misionero... no puede hacernos olvidar la necesidad de una evangelización misionera estricta: aquella que debe salir a anunciar el Evangelio a los que en nuestro país se encuentran desvinculados totalmente de la Iglesia. Más aún, la verdad y sinceridad de nuestra voluntad misionera se probará precisamente en esta acción evangelizadora” (n. 51). Los nn. 52-53 precisan esta afirmación de principio. J. Sastre, “Evangelización”, en Diccionario de pastoral y evange-

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En este período se produce una recepción por parte de los congresos y asambleas de las Iglesias locales82, también a nivel continental, como se manifiesta en Puebla83, así como por parte de la pastoral (y la teología subyacente), articulando los elementos que se van decantando en la conciencia eclesial84. En la literatura teológico-pastoral domina una concepción amplia de la evangelización85, que engloba la vida entera de la Iglesia y el contenido teológico actualizado86 con la intención de hacer accesible el mensaje cristiano al hombre actual; la evangelización lización, p. 417, señala la opinión común sobre los “momentos esenciales” de la evangelización: acción misionera, acción catequético-iniciatoria, acción pastoral. 82 En Italia se celebra el I Convegno Eclesial sobre Evangelizzazione e promozione umana, dentro del plan pastoral de los años setenta centrado en torno a Evangelización y sacramentos (como dirá el cardenal Tettamanzi en el Congreso de Vereno, el intento de traducir el Concilio en italiano), para evitar unilateralidades, a la búsqueda de una “nueva misionaridad” (prioridad de la evangelización en una sociedad que se va secularizando) junto con una clara “opción religiosa”. En la década de los ochenta, el plan pastoral girará en torno a Communione e comunità, para evitar quiebras de la unidad. 83 La mayoría de los temas propuestos giraban en torno a la evangelización, y se planteó bajo la inspiración de EN y sobre el trasfondo de la conmemoración de la primera evangelización; por eso tuvo como tema “La evangelización en el presente y en el futuro de América Latina”; como búsqueda de equilibrio intenta incluir la originalidad cristiana y la opción por los pobres: A. López Trujillo, De Medellín a Puebla, BAC, Madrid 1980, pp. 275ss. 84 D. Valentin, “Evangelizzazione”, en G. Barbaglio – S. Dianich (eds.), Nuevo Dizionario di Teologia, Paoline, Roma 1979, pp. 470-490, indica que redactó el trabajo antes de la publicación de EN, si bien ofrece una clara síntesis de las cuestiones que deben ser tenidas en cuenta con equilibrio y armonía. 85 A. Cañizares, La evangelización hoy, Marova, Madrid 1977, pp. 82-83: es la acción eclesial que comunica la fe o la reaviva si es mortecina (que es la sostenida –según indica– por la mayoría de los pastoralistas), yendo más allá de la transmisión de contenidos para poner de relieve el anuncio de Jesucristo resucitado como la buena noticia. 86 Cf. A. M. Calero, Evangelizar, una exigencia renovada, PPC, Madrid 1985, con una síntesis de la teología y pastoral comúnmente asumida, indicando a) qué se anuncia; b) a quién se anuncia; c) quién anuncia.

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es el eje y el aliento de la pastoral87. Se tienen en cuenta tanto los análisis de la situación social y eclesial (de ahí que se sitúe la evangelización en el quehacer profético de la Iglesia88) como los aspectos más subrayados en la teología, especialmente la referencia al Jesús resucitado y la dimensión práxico-liberadora de la revelación y de la fe89. El equilibrio se busca intentando que el kerygma genere koinonía para que se exprese como diakonía capaz de desarrollar una nueva misionaridad.

La segunda recepción90: hacia un escenario nuevo En la década de los ochenta se sedimenta una sensibilidad distinta: la apelación a una “nueva evangeliza87 J. M. Rovira Belloso, “La primacía de la evangelización en la pastoral”, Pastoral Misionera 4-5 (1980) 352: es el ofrecimiento libre de la Buena Noticia de Jesús a un medio –una clase social, un barrio, un país, un sector de población– cuyas gentes aún no han recibido el mensaje evangélico o lo han recibido de manera insuficiente, puesto que apenas han captado la significación que tiene ese mensaje en su propia vida. 88 A. Cañizares, o. c., p. 96: el quehacer profético de la Iglesia es presentado entre dos puntos de referencia, la voluntad divina manifestada en Cristo y la situación histórica. 89 C. Floristán, La evangelización, tarea del cristiano, Cristiandad, Madrid 1978, y con mayor fuerza “Evangelización”, en C. Floristán – J. J. Tamayo (eds.), Conceptos fundamentales de pastoral, Cristiandad, Madrid 1983, pp. 339-351; R. Ávila, Elementos para una evangelización liberadora, Madrid 1971; J. Sobrino, “Evangelización e Iglesia en América Latina”, ECA 32 (1977) 723-748, y Resurrección de la verdadera Iglesia, Madrid 1981, pp. 267-314. 90 L. Alves de Lima, “Nuova Evangelizzazione nella prospectiva dell´America Latina”, en R. Fisichella (ed.), Il Concilio Vaticano II. Ricezione e attualità alla luce del Giubileo, San Paolo, Cinisello Balsamo 2000, pp. 139-140, indica que con Medellín y Puebla se verifica una primera recepción, mientras que la segunda se abre con el lanzamiento de la nueva evangelización en Santo Domingo; F. Chica, o. c., p. 375, habla de un “segundo post-Concilio” a partir de 1982 gracias a la superación de las primeras vacilaciones a la hora de la aplicación del Vaticano II.

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ción” va a avanzar paralelamente a la recuperación de la terminología misionera en su sentido específico de misión ad gentes. Esta inflexión es signo de que la recepción del período anterior no ha dado los frutos esperados o de que, dicho con más precisión, el drama de la separación fe-cultura se hace más intenso. Se va experimentando la entrada en un escenario insospechado: por un lado, el de una universalidad (“globalización”) en la que el cristianismo debe resituarse; por otro, el de un cristianismo que se va experimentando progresivamente como Iglesia mundial, como comunión de Iglesias en todos los continentes. El momento cronológico del cambio lo establecemos en 1985, en el sínodo extraordinario de los obispos (noviembre-diciembre de 1985) que, bajo el título “El Concilio, don de Dios a la Iglesia y al mundo”, pretendió celebrar el Vaticano II y verificar su recepción por el cuerpo eclesial. Comienza a tomarse conciencia de la necesidad de una nueva evangelización como relanzamiento de la motivación evangelizadora de la acción de la Iglesia en la nueva situación. Ello dará origen a numerosas iniciativas, reflexiones y proyectos, en diversos ámbitos y niveles de la vida eclesial.

a) El sínodo de 1985: la misión de la Iglesia misterio y comunión Presenta como idea fundamental de la eclesiología conciliar la comunión, enraizada en el misterio trinitario de Dios. Así se pretendía introducir un correctivo a la focalización en la reforma de las estructuras y en los asuntos temporales que generaban tanta división y enfrentamiento en la vida de la Iglesia. Solamente desde el equilibrio y la armonía se podrá cumplir adecuadamente la misión que se abre a la Iglesia. Pero la centra312

lidad de la comunión se encuentra, podríamos decir, al servicio de la evangelización, como ya indicamos y como repetirá el mismo Juan Pablo II en su valoración de los objetivos y realizaciones del sínodo91. El sínodo ofrecerá los criterios para conjugar y articular la opción misionera y la opción religiosa, eliminando las falsas alternativas. Con ese objetivo aportará un esquema que se establecerá como estructura básica de la reflexión eclesiológica y de la planificación pastoral: la Iglesia es a la vez misterio, comunión y misión; los tres conceptos se encuentran íntimamente vinculados, evitando así desequilibrios y desajustes: la Iglesia se analiza en cuanto misterio, es decir, como koinonía, pero al servicio del mundo, para promover la salvación integral del hombre92. En comparación con esta propuesta sistemática, no resulta tan clara o convincente la presentación y la relación entre evangelización y misión. De hecho, ambos conceptos aparecen en momentos distintos del Mensaje elaborado por el sínodo (sin que intenten ser pensados de modo sistemático). Tras presentar la Iglesia como misterio, analiza “las fuentes de las que vive la Iglesia” en cuanto misterio: la Palabra de Dios y la liturgia. La evangelización es englobada dentro de la Palabra: esta se manifiesta en la Es91 En su discurso al Consejo de las Conferencias Episcopales de Europa (11 de octubre de 1985) indica que “el próximo Sínodo de los Obispos sobre el tema del Concilio Vaticano II deberá ser, bajo un aspecto no secundario, sino esencial, retomar el tema de la evangelización en el mundo contemporáneo”; el 28 de junio de 1986 convocó a la curia vaticana e hizo un balance del sínodo citando la relatio finalis que habla de la misión de la Iglesia, con las enormes implicaciones del aggiornamento, de la inculturación, del diálogo con las religiones no cristianas, con los no creyentes, la opción preferencial por los pobres... 92 Así se expresa el papa en una de sus intervenciones; cf. su ubicación en el contexto en G. Caprile, Il Sinodo estraordinario 1985, Roma 1986, pp. 410ss.

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critura, la Tradición y el Magisterio, y debe ser proclamada a todos los pueblos. La Iglesia es por su naturaleza misionera (cita AG 2), si bien la evangelización no se refiere preferentemente a la misión ad gentes. La mirada está dirigida a las Iglesias de vieja cristiandad, pues se les dice que pueden aprender mucho del dinamismo y del testimonio de las Iglesias jóvenes. Tras hablar de la Iglesia comunión, presenta “La misión de la Iglesia en el mundo”, arrancando de GS: la Iglesia es sacramento para la salvación del mundo, por lo que tiene que seguir valorando los signos de nuestro tiempo, que son en parte distintos de los del tiempo del Concilio. Los signos de los tiempos deben ser analizados continuamente “para que el anuncio del Evangelio sea escuchado de modo más claro”. Se detiene especialmente en tres puntos: la inculturación (hay que evangelizar las culturas, pues su separación respecto del Evangelio es el drama de nuestro tiempo), el diálogo con las religiones no cristianas y con los no creyentes (evitando que el diálogo sea visto en oposición a la misión), la opción preferencial por los pobres y la promoción humana (entendiendo la misión salvífica de la Iglesia de modo integral).

b) La necesidad de una nueva evangelización La idea no es enteramente nueva93, si bien Juan Pablo II la convirtió en proyecto global94. Después de al93

Ya aludimos a su aparición en los años treinta y, más recientemente, en el Mensaje final de Medellín, n. 6, donde los obispos se comprometen a “alentar una nueva evangelización... para lograr una fe lúcida y comprometida”, si bien no es objeto de una profundización directa. 94 Es plausible que ejerciera una influencia directa Puebla, que distingue tres tipos de “situaciones más necesitadas de la evangelización” (el penúltimo texto hablaba de “situaciones misioneras”): a) situaciones

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gunas alusiones ocasionales, la nueva evangelización95 es presentada de modo directo y sistemático por Juan Pablo II a partir de 198396. En la XIX asamblea ordinaria del CELAM, reunida en Haití, se encuentra la convocatoria fundacional, punto de referencia para el futuro: “La conmemoración del medio milenio de evangelización tendrá su significación plena si es un compromiso... no de reevangelización, pero sí de una evangelización nueva. Nueva en su ardor, en sus métodos y en su expresión”. El 12 de octubre de 1984, ante los obispos de Latinoamérica reunidos en Santo Domingo, pronuncia un discurso de carácter programático, con motivo de la apertura del novenario para conmemorar el inicio de la evangelización del continente, pero con la mirada abierta al conjunto de la Iglesia: “El próximo centenario del descubrimiento y de la primera evangelización de América Latina ha de desplegar con más vigor –como el de sus orígenes– un potencial de santidad, un gran impulso misionero, una vasta creatividad catequética, una manifestación fecunda de colegialidad y de comunión, un combate evangélico de dignificación del hombre para generar, desde América Latina, un gran futuro de esperanza. Este tiene un nombre, la civilización del amor, que es una enorme tarea y responsabilidad”. En esa óptica se planteará la permanentes, la condición de poblaciones indígenas y afroamericanas todavía no evangelizadas adecuadamente desde sus identidades culturales; b) “nuevas situaciones que requieren una nueva evangelización” (n. 366): migrantes, grandes aglomeraciones urbanas...; c) situaciones particularmente difíciles cuya evangelización es urgente, pero que quedan postergadas (universitarios, militares, obreros, jóvenes...). 95 A. González Dorado, La nueva evangelización: génesis y líneas de un proyecto misionero, Bogotá 1990, pp. 25-52. 96 A. González Dorado, “Juan Pablo II y la nueva evangelización”, Misión Abierta 5 (1990) 35-50

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asamblea del CELAM de 1992 en su reunión de Santo Domingo97. Aunque proclamada en Latinoamérica, la nueva evangelización es necesaria a nivel mundial. El llamamiento es válido enteramente para Europa98 (y para otros continentes99). Dirigiéndose al VI simposio de los obispos de Europa, advierte que el proyecto de nueva evangelización no será eficaz “sin relanzar el aliento misionero de nuestras comunidades cristianas”100. Y en diciembre del mismo año se dirige a “toda la Iglesia, a un nivel [diría] cósmico”, para iniciar “una nueva evangeLlevará como título Nueva evangelización, promoción humana, cultura cristiana; el n. 24 señala que la nueva evangelización, según Juan Pablo II, “tiene como certeza inquebrantable la resurrección de Cristo, primer anuncio y raíz de toda evangelización”; tendrá una impostación cristológico-kerygmática buscando una síntesis entre la fundamentación kerygmática y la salida misionera. El n. 6 indica expresamente: “la nueva evangelización es la idea central de esta Conferencia”; en el mensaje de los obispos (n. 3) ratifican que “la nueva evangelización ha sido la principal preocupación de nuestro trabajo”. El primado de la santidad apunta a despertar el “nuevo fervor” (nn. 31-53). 98 B. Testa (ed.), La nuova evangelizzazione dell´Europa nel magistero di Giovanni Paolo II, Studio Domenicano, Bolonia 1991; P. J. Lasanta Casero, La nueva evangelización de Europa, Edicep, Valencia 1991, si bien con motivo de Europa presenta los temas habituales (contenidos, agentes, actitudes de los agentes e instituciones). 99 A. J. Mroso, The Church in Africa and the New Evangelisation. A Theologico-Pastoral Study of the Orientations of John Paul II, PUG, Roma 1995, ofrece un tratamiento general de la evangelización en África: “The problem today is how best can the Gospel be proclaimed on the African continent so as to bring about a strong and a viable African Catholicism. And this is the kernel of the New Evangelisation” (p. 6); de hecho, sin embargo, se habla de la evangelización, apenas de la nueva evangelización. 100 Porque el problema de la evangelización se plantea en términos totalmente nuevos, cf. Ecclesia 2242 (1985) 1320; en enero de 1986, en la carta a los presidentes de las Conferencias Episcopales de Europa, presenta los motivos y los contenidos de una nueva evangelización. El cardenal Daneels presentó la relación sobre “Evangelizar la Europa ‘secularizada’”, Ecclesia 2251 (1986) 29-43. 97

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lización misionera según el impulso que le ha sido otorgado, ad intra y ad extra, por las consignas del Vaticano II”101. La asamblea especial para Europa en 1991 fue convocada desde la necesidad de una nueva evangelización en una nueva Europa102. Es válido para todos los continentes y para todos los miembros de la Iglesia, y de un modo especial para los laicos. Los laicos deben ser protagonistas fundamentales, como subraya Christifideles laici, resultado del sínodo de 1987, dedicado a la vocación y misión de los laicos: las situaciones económicas, sociales, políticas y culturales presentan problemas y dificultades más graves de lo que había descrito el Vaticano II en GS (n. 3); la indiferencia, el ateísmo, el secularismo, la descristianización, amenazan con desterrar la fe de los momentos más significativos de la existencia humana (n. 34). Por eso la nueva evangelización es para la Iglesia “entrar en una nueva etapa histórica de su dinamismo misionero” (n. 35). En la homilía de clausura del sínodo, aludió a la necesidad de actuar en las “fronteras de la historia”, donde se gestionan las grandes cuestiones de nuestra civilización. Se ha hablado de la nueva evangelización como del primer plan pastoral para el conjunto de la Iglesia. Lógicamente, se realizará en los contextos concretos, pero nunca se debe perder de vista la visión global. Esta resulta evidente desde un doble punto de vista: a) es central 101 A los obispos de Campania les recuerda que la catequesis es “la aplicación concreta y el instrumento básico de la nueva evangelización” (11 de enero de 1987). 102 La ocasión la ofreció el proceso de reunificación tras los acontecimientos de 1989. El cardenal Ruini expuso en la relatio ante disceptationem que la nueva evangelización era la instancia central y prioritaria de la Iglesia en Europa, y en la relatio post disceptationem repitió que los trabajos se habían centrado en la nueva evangelización ad intra y ad extra.

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la perspectiva cultural103: hay que ofrecer una respuesta a lo que empieza a denominarse cultura adveniente, emergente o dominante104; hay que configurar una “novísima civilización cristiana”, de la que había hablado Pablo VI (3 de julio de 1964) como civilización del amor, que retomará Juan Pablo II matizándola en ocasiones como “civilización de la solidaridad” (Sollicitudo rei socialis, 39); b) podría ser considerada como el equivalente de la misión en seis continentes 105, porque implica a todas las Iglesias, como expresión de una Iglesia católica que comparte la misma misión (como se mostrará en la realización de los diversos sínodos continentales). De modo semejante a lo sucedido en el Vaticano II, la nueva evangelización debe recoger su aliento desde dentro y desde los orígenes; reclama una profundización en la identidad cristiana (fortalecimiento de la vida cristiana, el ardor de los orígenes) y la constitución de comunidades cristianas vivas, responsables y protagonistas, capaces de defender a los pobres y la justicia, y susceptibles de traducirse en cultura, en un modo de civilización. Es lógico que, ante una convocatoria de tanto alcance e implicaciones, proliferaran actitudes e interpretaciones diversas106. Por algunos fue contemplada con reticen103 F. Sebastián, Nueva evangelización. Fe, cultura y política en la España de hoy, Encuentro, Madrid 1991, pp. 30ss.: entramos en un nuevo ciclo cultural, en el que la fe cristiana no es ya la matriz cultural, porque la cultura que se vive ya no está hecha por hombres creyentes; vivimos una cultura nueva en la que estamos sometidos a los imperativos de nuevas formas de vida. 104 A. do Carmo Cheuiche, “La cultura actualmente dominante o adveniente”, en CELAM, o. c., pp. 53-68. 105 El lema había sido propuesto ya en México (1963) durante la Asamblea del Departamento de Misiones del Consejo Mundial de las Iglesias. 106 F. Martínez, La nueva evangelización, ¿restauración o alternativa? Paulinas, Madrid 1992.

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cias y suspicacias, porque escondería la nostalgia del período de cristiandad107, de crear una cultura cristiana, de reconquista o de voluntad de dominio. La acogida más favorable en la teología y la pastoral se movió en tres orientaciones fundamentales: a) como dinamización de la acción pastoral de la Iglesia animada de una profunda conciencia de misión108; b) como estímulo para responder a la increencia que se va imponiendo en nuestros ambientes, con clara diferenciación respecto a “las misiones”109 y por tanto limitándose a Europa o a España110; c) como promoción de una evangelización liberadora que compense la “deuda de evangelización” de la primera evangelización que reprimió las culturas nativas111. En este contexto no faltan quienes temen que se produzca una disolución en la pastoral general, por lo que intentan revalorizar el sentido de la “primera evangelización”, 107 En vinculación con el proyecto de devolver a Europa su alma cristiana, se ha hablado de Le rêve de Compostelle. Vers la restauration d´une Europe chrétienne?, Centurion, París 1989. 108 J. A. Pagola, Acción pastoral para una nueva evangelización, Sal Terrae, Santander 1991, p. 10: “Una nueva evangelización exige una nueva acción pastoral”; no basta la acción evangelizadora “hacia fuera”, sino que se requiere también “hacia dentro”, pues nuestra pastoral olvida la preocupación misionera hacia los alejados (p. 19); lo misionero y lo evangelizador son intercambiables y se aplican indistintamente a diversos campos de la actividad eclesial. Cf. A. Trobajo, Nueva evangelización. Un proyecto práctico, Atenas, Madrid 1994, con una presentación de contenidos y actitudes de agentes e instituciones pastorales. 109 J. Martín Velasco, Increencia y evangelización, Sal Terrae, Santander 1981; íd., “El anuncio del Evangelio y la educación en la fe”, SalT 12 (1979) 821ss. 110 Es la perspectiva de F. Sebastián, o. c.; desde su planteamiento insiste especialmente en el diálogo fe-cultura y en la inculturación de la fe. 111 L. Boff, La nueva evangelización. Perspectiva de los oprimidos, Sal Terrae, Santander 1991, p. 12: dado que inicialmente se pretendió una trasposición de instituciones, hay que servir a la auténtica liberación (“este parece ser el sentido de esa ‘nueva evangelización’ de la que tanto se habla”) o la petición de una inculturación consecuente: J. Masiá, “¿Nueva evangelización o nueva inculturación?”, Miscelánea Comillas 49 (1991) 505-519.

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función o momento que debe ser salvaguardado en la dinámica evangelizadora: la predicación del Evangelio con vistas a la conversión mediante una opción personal112. El “primer anuncio” irá ganando en importancia al crecer el número de quienes desconocen el Evangelio. Las interpelaciones procedentes del magisterio papal fueron recibidas con ilusión por las Iglesias locales, que intentaron introducir la nueva sensibilidad en el entramado eclesial. El Italia se puede mencionar especialmente el Convegno Ecclesiale celebrado en Loreto en 1985, que intentó una profundización en la conciencia de Iglesia como dinamismo misionero, que debía extenderse a las Iglesias locales, implicar a todos sus miembros, sin olvidar la apertura (desde la misionaridad en el propio lugar) a la misión ad gentes 113; esta lógica cuajó en la propuesta de un Proyecto cultural 114. También en España se fue realizando un enorme esfuerzo con el objetivo de lograr una “pastoral evangelizadora y misionera”115 (como 112 J. Gevaert, Primera evangelización, CCS, Madrid 1992, pp. 14-16, sostiene que es “una sola función de la evangelización”; indica claramente que lo propone ante el hecho de que EN aplica evangelización a toda actividad eclesial; así se diferencia de otras formas de acción de la Iglesia (catequesis, sacramento, presencia en lo temporal...). No obstante, se vuelve a introducir un margen de ambigüedad cuando señala que la primera evangelización por excelencia se produce “en las misiones”, pero que no carece de sentido en países secularizados, si bien ni se reduce solo a la proclamación del kerygma ni se agota en el servicio a la Palabra o en la catequesis. Cf. C. García de Andoin, El anuncio explícito de Jesucristo, HOAC, Madrid 1997, que dedica un capítulo a “Acción misionera” (pp. 17-30). 113 Así lo valora la Conferencia Episcopal Italiana en su XXV Asamblea General a través de la nota pastorale titulada La Chiesa in Italia dopo Loreto, nn. 28-30. 114 El Convegno Ecclesiale de Palermo (noviembre de 1995) fue el marco de la intervención del cardenal Ruini al respecto: Il Vangelo della carità per una nuova società in Italia, Pauline, Milán 1995, pp. 13ss. 115 F. Sebastián, “Presentación”, en Programa pastoral de la Conferencia Episcopal Española. La visita del papa y el servicio a la fe de nuestro pueblo, Madrid 1983, p. 5.

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se ve, la unificación de los términos pretende por redundancia poner de relieve lo que interesa116). Esto se fue plasmando en una serie de congresos o simposios (“Evangelización y hombre de hoy”117, Congreso de Catequistas, Congreso “Parroquia evangelizadora”, de espiritualidad sacerdotal118) y a través de planes pastorales de la Conferencia Episcopal119 centrados en el testimonio del Evangelio, la evangelización y la nueva evangelización120. Dentro de la misma dinámica se celebraron igualmente congresos de apostolado seglar y de misiones121, y se in116 “La hora actual de nuestras Iglesias tiene que ser una hora de evangelización”, reafirman los obispos en Testigos del Dios vivo (28 de junio de 1985). 117 Edice, Madrid 1986: habla de “segunda evangelización en referencia a la nueva evangelización que debe fecundar todo un país de tradición cristiana que al cabo del tiempo y con la evolución histórica tiene estratos más o menos amplios y profundos que ya no están impregnados por el Evangelio (p. 115). También habla de evangelización misionera –hoy y aquí– para caracterizar el hecho de que el Evangelio ha de ser proclamado por primera vez ante sectores importantes de la sociedad española que prácticamente hoy lo desconocen (p. 140ss.). 118 Espiritualidad del Presbítero Diocesano Secular, organizado por la Comisión Episcopal del Clero (Espiritualidad del presbítero diocesano secular, Edice, Madrid 1987; también en 1987 se publicó Sacerdotes para evangelizar). 119 El primero se centró en El servicio a la fe de nuestro pueblo: directrices pastorales (1983-1986), ante la constatación del pluralismo de la sociedad española; Anunciar a Jesucristo en nuestro mundo con obras y palabras (1987-1990), ante la extensión de la increencia; Impulsar una nueva evangelización (1990-1993), ante el desafío fundamental dirigido al sentido de la fe; Para que el mundo crea (1994-1997), ante la situación postcristiana y neopagana; Proclamar el año de gracia del Señor (1997-2000), de cara a la celebración del jubileo. 120 Para situarlos en un contexto más amplio, cf. E. Bueno de la Fuente, España, entre cristianismo y paganismo, San Pablo, Madrid 2002, pp. 34ss. 121 Es la Hora de la Misión, organizado por la Comisión Episcopal de Misiones y Cooperación entre las Iglesias (Es la hora de la misión, Edice, Madrid 2003); en general, en el resto de documentos se intenta que la misión ad gentes quede reconocida en su función y dignidad (“sin olvidar nunca al mundo estrictamente misional, donde la Buena Noticia aún no ha sido anunciada ni la Iglesia implantada”: La visita del papa y la fe de

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tentó la dinamización de las diversas estructuras122 y organizaciones desde esa óptica123. La nueva evangelización ha sido retomada con fuerza por Benedicto XVI, sobre todo con una doble iniciativa: a) creación de un nuevo dicasterio como Pontificio Consejo para promover la nueva evangelización (30 de junio de 2010), constituido oficialmente mediante el motu proprio Ubicumque et semper (21 de noviembre de 2010); b) celebración de una asamblea del Sínodo de los Obispos dedicado a la nueva evangelización y la transmisión de la fe, del que ya comentamos los lineamenta; ahora podemos comprender que, al convertir la nueva evangelización en cuestión eclesiológica, se está apuntando a situar la Iglesia en el dinamismo de la evangelización, implicando a la Iglesia entera y a cada Iglesia en la transmisión del Evangelio.

c) La reivindicación de la misión “ad gentes” Evangelii nuntiandi había sido objeto de crítica en algunos sectores por haber relegado la misión ad gentes. Aunque la terminología misionera queda difuminada, la dimensión universal de la evangelización estaba claramente expuesta (pues debe llegar a todos los hombres, hasta los confines de la tierra). No era ese, sin embargo, el motivo decisivo que provocó el retorno de la terminuestro pueblo –25 de julio de 1983–, n. 38), y que se conserve como paradigma la sucesión: la conversión que sigue al anuncio misionero, la catequesis, la acción pastoral. No obstante, ante la situación real de la universalidad del bautismo de niños se habla también de catequesis misionera: A. Cañizares, “Catequesis misionera”, TeolCat 1 (1985) 57-71. 122 J. Bestard, “Por una parroquia abierta a la nueva evangelización”, Sal Terrae 41 (1991) 937-958. 123 AA. VV., Vicencianismo y nueva evangelización, CEME, Salamanca 1993.

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nología misionera y la revalorización de la misión ad gentes. Hay tres razones que lo explican más adecuadamente. 1. En algunos ambientes eclesiales existía la tentación de reducir la evangelización a los problemas del mundo occidental (increencia, ateísmo, descristianización) o de confundir (incluso identificar) la actividad misionera con la ayuda al Tercer Mundo o con la promoción humana. En tal caso, el aliento misionero se difumina y se apaga. Se necesitaba, por tanto, reafirmar el alcance universal de la evangelización y el dinamismo de AG 10-14. 2. Un nuevo horizonte de problemática teológica procedía del encuentro con las religiones no cristianas, sus posibilidades salvíficas y su papel en el designio salvífico de Dios. Ello creaba incertidumbre acerca de la mediación salvífica de Jesucristo y de la Iglesia, la relativización de algunos elementos de la fe y, en definitiva, el debilitamiento del ardor misionero. En este contexto, Juan Pablo II publica en 1990 Redemptoris missio como conmemoración del 25 aniversario de AG, sintetizando de modo directo la problemática: “Debido también a los cambios modernos y a la difusión de nuevas concepciones teológicas, algunos se preguntan: ¿Es válida aún la misión entre los no cristianos? ¿No ha sido sustituida quizás por el diálogo interreligioso? ¿No es un objetivo suficiente la promoción humana? El respeto de la conciencia y de la libertad ¿no excluye toda propuesta de conversión? ¿No puede uno salvarse en cualquier religión? ¿Para qué, entonces, la misión?” (n. 4). Ya desde el título establece el papa una impronta claramente cristológica, desde la cual toma postura frente a una doble serie de cuestiones debatidas: a) el reinocentrismo, en cuanto concepción secularizada de la salvación, que relativiza la novedad evangélica, la invitación a la conversión y la recepción del bautismo como signo de 323

pertenencia a la Iglesia; b) el cuestionamiento de la mediación salvífica universal de Jesucristo si se admite una economía del Verbo separada del hombre Jesús o una economía del Espíritu autónoma respecto a la encarnación del Verbo. Una fe íntegra y sólida es presupuesto para el ardor misionero, pues en caso contrario se carecería de algo original que aportar a los no cristianos. 3. Hay otra coordenada del documento del papa, que es la que da valor histórico a su intervención, como interpelación profética a las Iglesias locales para que salgan de su tentación provinciana y descubran el horizonte de Pentecostés. Es el verdadero motivo de futuro que explica la importancia de la misión ad gentes. Una mirada a la realidad obliga a afirmar que la misión de la Iglesia se encuentra todavía en sus comienzos (nn. 1 y 40). Un juicio tan tajante se justifica desde un doble punto de vista: desde el punto de vista cuantitativo, el crecimiento demográfico del Sur y de Oriente, en países no cristianos, hace aumentar continuamente el número de personas que ignoran la redención de Cristo (n. 40); desde el punto de vista cualitativo, se está generando una cultura universal en la que se van a formar las generaciones futuras, una cultura en la que no ha sido sembrada la semilla del Evangelio. Ello exige un nuevo impulso de la actividad misionera de la Iglesia (n. 30). Ahora bien, precisamente la evolución de la civilización humana ha provocado un trastocamiento tal de situaciones que los viejos conceptos resultan insuficientes para valorar la situación y los modos de reacción. El papa intenta un equilibrio difícil, pero necesario: hay que reconocer nuevas situaciones sociales y culturales que pueden ser calificadas como misioneras; precisamente por ello reclaman una actividad misionera ad gentes distinta de la nueva evangelización. “Afirmar que 324

toda la Iglesia es misionera no excluye que haya una específica misión ad gentes, al igual que decir que todos los católicos deben ser misioneros no excluye que haya misioneros ad gentes y de por vida124, por vocación específica” (n. 32). Dada la fluidez y flexibilidad terminológica que venimos señalando desde el principio de nuestra exposición, Juan Pablo II ofrece una clarificación precisa y útil. Hay que distinguir tres situaciones: a) la actividad misionera dirigida a pueblos, grupos humanos, contextos socio-culturales donde Cristo y su Evangelio no son conocidos: es propiamente la misión ad gentes; b) comunidades cristianas con estructuras eclesiales adecuadas y sólidas, en las que se desarrolla la actividad pastoral de la Iglesia; c) una situación intermedia, especialmente en los países de antigua cristiandad, donde grupos enteros de bautizados han perdido el sentido vivo de la fe, por lo que se hace necesaria una “nueva evangelización” o “reevangelización” (n. 33). Aunque no es fácil definir los confines entre ellas, y aunque haya interdependencia recíproca, la misión ad gentes conserva todo su valor, pues sin ella la misma dimensión misionera de la Iglesia estaría privada de su significado fundamental y de su actuación ejemplar; la misión ad gentes es signo creíble y estímulo para la misión ad intra, y viceversa (n. 34). Desde este presupuesto, sin peligros de reduccionismo, se puede desplegar una amplia variedad de ámbitos de la misión ad gentes: ámbitos territoriales, pero también fenómenos sociales nuevos (jóvenes125, nuevos centros urbanos), áreas cultu124 AA. VV., La vocación misionera específica y la Iglesia local, Estudios de Misionología, Burgos 2009. 125 E. Bueno de la Fuente, “Los jóvenes. Nuevo ámbito de la misión ad gentes”, Misiones Extranjeros 244 (2011) 445-462.

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rales o areópagos modernos (medios de comunicación social, movimientos sociales, centros de investigación...) (n. 37). Las “fronteras de la historia” o los “nuevos areópagos” son los “senderos” que mencionaban los lineamenta.

d) La misión “ad gentes” en el corazón de la pastoral El aliento de la nueva evangelización acaba apelando a la misión ad gentes, pero no como algo lejano, sino como una necesidad de la vida eclesial más concreta126. La razón de fondo se encuentra sin duda en que el “foso” entre cultura y fe, entre sociedad y Evangelio, se ha ido agrandando, especialmente porque el cristianismo deja de ser una evidencia en Europa y porque a la Iglesia occidental le cuesta engendrar nuevos hijos127. Ello hace que en los países de vieja cristiandad se plantee la hipótesis de una sociedad sin cristianismo128, simplemente pagana129, movida por fuerzas no cristianizadas130, lo que llevaría a la “muerte de la Europa cristiana”131. Ello reclama un modo nuevo de situarse en la realidad y ante la realidad. La designación “país de misión” se venía aplicando entre in126 Sobre el contexto y trasfondo, cf. F. Walldorf, Die Neuevangelisierung Europas. Missionstheologien im europäischen Kontext, Brunen Verlag, Huyesen 2002. 127 Ph. Baccq – Ch. Theobald (eds.), Vers une pastorale d´engendrement, Novalis/Lumen Vitae, Atelier 2004. 128 H. Maier, Welt ohne Christentum – Was wäre anders?, Herder, Friburgo i.Br. 2000. 129 H. Simon, Vers une France païenne?, Cana, París 1999; M. Vlk, Wird Europa heidnisch?, Sankt Ulrich, Augsburg 1999; E. Bueno de la Fuente, España, entre cristianismo y paganismo, San Pablo, Madrid 2002. 130 A. Glucksmann, La troisième mort de Dieu, Nil, París 2000. 131 O de la “Bretaña cristiana”: C. Brown, The Death of Christian Britain, Routledge, Londres 2001, p. 1.

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terrogantes a países como España132, Italia133, Alemania134. Pero se va tocando la posibilidad de una “era postcristiana”135. Ello implica una nueva toma de conciencia y unos nuevos planteamientos, de los que señalaremos los más significativos136. En 1994, la Iglesia en Francia inició un proceso de reflexión137 con el objetivo de proponer la fe como gesto inicial de la evangelización: una proposición, simple y resuelta, del Evangelio de Cristo, de modo que la pastoral ordinaria pase de ser “pastoral de acogida” a ser “pastoral de proposición”, desplegando la lógica misionera que habita en el corazón de la fe vivida. La Iglesia en Francia se ve a sí misma como un “laboratorio” debido a su peculiar historia, que efectivamente ha ejercido una positiva influencia en otros contextos eclesiales138. Es significativo el hecho de que pretendió involucrar a todos los miembros de la Iglesia que desearan tomar la palabra. Monseñor Duval, en el discurso de apertura de la Conferencia Episcopal, advirtió del peligro de caer en 132 A. C. Comín, España, ¿país de misión?, Nova Terra, Barcelona 1966; J. López, España, país de misión, PPC, Madrid 1979. 133 T. Bello, “L´Italia, terra de missione?”, Via, Verità e Vita 38 (1989), recogido en Itinerarium 11 (2003) 21-28. 134 R. Bleinstein, “Deutschland-Missionsland? Reflexionen zur religiösen Situation”, StdZ 123 (1998) 399-412. 135 E. Poulat, L´ère post-chrétienne. Un monde sorti de Dieu, París 1994. 136 Se podría ampliar la lista de ejemplos. También los obispos de Québec propusieron una reflexión equivalente: Annoncer l´Évangile dans la cultura actuelle au Québec (1999); los obispos belgas lanzaron un proyecto pastoral bajo el título Appelés à annoncer (2003), para poner de relieve la centralidad del anuncio. 137 Ya en 1990 elaboraron los obispos un texto titulado La Iglesia, comunidad misionera, lo cual significa un desarrollo en la conciencia eclesial; cf. J. Doré, “Survol historique et théologique des rapports entre Église et societé en France”, DocCath 2306, 89. 138 Los textos pueden encontrarse en Documentation Catholique 2105 (1994) 1038-1059; 2130 (1996) 62-79; 2149 (1996) 1016-1044.

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la tentación del repliegue, que debía ser vencida por la audacia de salir al encuentro de los hombres que pueblan la sociedad francesa con el “coraje de la palabra contestada”, con un “sursaut missionnaire” que busque los “chantiers de l´avventure missionnaire posible” (concretamente, la marginación y el diálogo con creyentes de otras religiones). El informe de Dagens titulado La proposition de la foi dans la societé actuelle constata la ruptura de las tradiciones y la difuminación de la memoria histórica, a la vez que los indicios que representan los catecúmenos y los “recomenzantes”. Tras las propuesta recibidas, se elaboró un segundo informe, Vers une nouvelle étape (en el que se intenta discernir lo que se borra y lo que emerge), para finalizar en la Lettre aux catholiques de France bajo el título Proposer la foi dans la societé actuelle. Se invita a la Iglesia a ir a las fuentes de la fe, como experiencia espiritual centrada en el misterio pascual, para que brille la proposición de la fe no como propaganda, sino como ejercicio de una misión en intensidad (no solo en extensión). En el año 2000, la Conferencia Episcopal de Alemania publicó una carta pastoral titulada Tiempo para la siembra. Ser Iglesia con actitud misionera139. El documento no contiene en cuanto tal la expresión “misión ad gentes”, si bien el término “misionero” debe ser entendido en su sentido fuerte y específico140: a) la recuperación del término, como observó en su presentación K. Lehmann, significaba superar las reticencias ante una palabra que había sido silenciada, pero que se imponía con fuerza porque proviene del núcleo de la fe y es reclamada por Zeit zur Aussaat. Missionarisch Kirche sein. A raíz del debate suscitado se publicó (y ya sin signo de interrogación) M. Sellmann (ed.), Deutschland – Missionsland. Zur Überwindung eines pastorales Tabus, Herder, Friburgo 2004. 139 140

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las circunstancias; b) el gran acontecimiento que fue la reunificación alemana impuso la confrontación con una realidad nueva: la enorme descristianización de las regiones procedentes de la República Democrática de Alemania, una “excepción religiosa” en la humanidad que se iba haciendo experiencia real en países de vieja cristiandad. Esta iniciativa católica se producía en el contexto de una sensibilidad compartida por otras Iglesias cristianas141 e instituciones ecuménicas142. La situación religiosa de la sociedad germana, a causa de la descristianización y de la incorporación de millones de alemanes para los que el Evangelio era una realidad desconocida, obligó a ver de otro modo el futuro pastoral de Alemania. Se sentía el dolor de una gran carencia: la incapacidad para incorporar nuevos miembros o para decir “bienvenidos” a los recién llegados, pues se vivía desde el presupuesto del funcionamiento automático del bautismo de niños. En esa situación retornaba al centro la misión, entendida no como adoctrinamiento o como imposición, sino como invitación a realizar un primer anuncio del Evangelio y a experimentar la alegría de acoger nuevos miembros. En Italia, la Conferencia Episcopal publicó en 2001 unas Orientaciones pastorales para el decenio siguiente bajo el título Comunicar la fe en un mundo que cambia. La tarea de evangelización venía siendo potenciada desde años atrás, pero sigue siendo necesaria una conversión pastoral que dé al primer anuncio la importancia 141 Sobre las diversas iniciativas, cf. H. Gaspar, “Das unbekannte Evangelium”. Der Aufbruch zu einer missionarischen Kirche in Deutschland im Spiegel seiner wichtigsten programmatischen Dokumente”, en M. Sellmann (ed.), o. c., pp. 25-41. 142 Es también el horizonte de las asambleas ecuménicas de Europa: E. Bueno de la Fuente, “Horizonte eclesial de las asambleas ecuménicas: la misión como testimonio desde el diálogo de la caridad”, Corintios XIII 124 (2007) 85-122.

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que le corresponde143; para explicarlo se recurre a la experiencia de la misión ad gentes (n. 58); la iniciación cristiana debe servir de modelo para la configuración de la pastoral: el inicio del camino cristiano no está garantizado por la herencia o por la costumbre, lo cual sitúa a la Iglesia ante la obligación de una renovación misionera de la figura global del trabajo pastoral. En esta dirección dan un paso muy digno de ser tenido en cuenta: la misión ad gentes debe convertirse en el paradigma de la acción pastoral, en su horizonte constante. No se trata de dilucidar si Italia puede ser considerada país de misión. La mirada se dirige al modo de ser y vivir como Iglesia: su capacidad para proponer el Evangelio y para acoger nuevos miembros. La misión ad gentes no es por tanto meta final o punto de llegada, sino experiencia constante de la vida eclesial. En una nota pastoral posterior se reafirma la centralidad del primer anuncio como eje de la evangelización, centrada en Cristo muerto y resucitado144. Esta perspectiva ha sido incluso asumida y planteada por Juan Pablo II. Ya la convocatoria del Jubileo del año 2000 fue una invitación a recuperar la importancia de la evangelización a nivel universal. En el año 2002, con Novo millennio ineunte devolvía la interpelación a las Iglesias locales (n. 3) reclamando una “nueva acción misionera” también en países de vieja cristiandad en los que va desapareciendo la “sociedad cristiana”, una responsabilidad que no puede quedar delegada en algunos “especialistas”, sino que debe recaer sobre todos los miembros del pueblo de Dios (nn. 40-41). 143 Como lo habían reivindicado en Evangelizzazione e testimonianza della carità (1990), n. 31. 144 Questa è la nostra fede, a cargo de la Comisión Episcopal para la Doctrina de la Fe, del Anuncio y de la Catequesis (15 de junio de 2005), n. 6 (que remite a Il rinnovamento della catechesi [de 1993], n. 25).

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En Ecclesia in Europa 145 habla fundamentalmente de nueva evangelización, pero asimismo de una misión ad gentes en Europa. La nueva evangelización obliga a reencontrar el entusiasmo del anuncio146. Pero da un paso más allá: el número de no bautizados sigue aumentando, tanto a causa de la presencia de inmigrantes como por la consolidación de sectores que van viviendo al margen de la tradición cristiana, por lo que se hace necesaria una verdadera misión ad gentes (n. 46, que remite a RMi 37). Es el destino mismo de la fe en Europa lo que está en juego147.

e) Un catolicismo mundial Los sínodos continentales convocados por Juan Pablo II en el marco de la celebración del Jubileo del año 2000 ofrecen la ocasión para el despliegue de la dinámica evangelizadora en una Iglesia mundial. Así queda desplegada la dinámica que inició el Vaticano II: la comunión de Iglesias que es la Iglesia católica se manifiesta en todo su esplendor como Iglesia auténticamente mundial. Empieza un período nuevo de la historia de la Iglesia, que debe afrontarse en clave evangelizadora148. 145 Sobre la evolución respecto a Evangelii nuntiandi, cf. Eloy Bueno de la Fuente, “De la ‘Evangelii nuntiandi’ a ‘Ecclesia in Europa’: la modulación de una lógica”, Sínite 45 (2004) 485-506. 146 Es significativo que remite a la experiencia de Pablo cuando “cruza a la otra orilla” para evangelizar en Macedonia (Hch 16,9); es el mismo espíritu misionero de Pedro y de Pablo el que debe renovar el ardor de las Iglesias en Europa. 147 El papa no oculta el dramatismo de la situación cuando recuerda la pregunta de Lc 18,8: “Cuando retorne el Hijo del hombre, ¿encontrará fe en esta tierra?”. 148 E. Bueno de la Fuente, “Ecumenismo y misión en Europa”, Pastoral Ecuménica 28 (2011) 35-64.

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En Tertio millennio adveniente, n. 38, que iniciaba el itinerario para el jubileo del año 2000, Juan Pablo II ofreció un programa centrado en los desafíos de la nueva evangelización. Un elemento importante de ese plan es la celebración de sínodos continentales, a fin de que los obispos pudieran afrontar la tarea de la evangelización según las situaciones locales y las necesidades de cada continente. Estos sínodos (según dice en Ecclesia in Asia, n. 2) han tenido como vínculo el tema común de la nueva evangelización. Son ocasión para expresar la comunión entre las Iglesias y, a la vez, la apertura a todas las culturas y sociedades. Catolicidad y misión o evangelización se enriquecen (y se potencian) recíprocamente. Cada uno de estos sínodos ha concluido en una exhortación apostólica del papa: Ecclesia in Africa (14 de septiembre de 1995), “Sobre la Iglesia en África y su misión evangelizadora hacia el año 2000”; Ecclesia in America (22 de enero de 1999), “Sobre el encuentro con Jesucristo vivo, camino para la conversión, la comunión y la solidaridad en América”; Ecclesia in Asia (6 de noviembre de 1999), “Sobre Jesucristo, el Salvador, y su misión de amor y de servicio en Asia”; Ecclesia in Oceania (22 de noviembre de 2001), “Sobre Jesucristo y los pueblos de Oceanía”; Ecclesia in Europa (28 de junio de 2003), “Sobre Jesucristo vivo en su Iglesia y fuente de esperanza para Europa”. En estos textos, y en los debates que los preparan, son constantes las referencias a la evangelización, a la nueva evangelización (de modo especial) y a la misión ad gentes. La amplitud y variedad de temas que tocan confirman que la evangelización abraza la actividad entera de la Iglesia, y por ello que la Iglesia existe para evangelizar, una evangelización que no puede hacerse más que con la participación de todos, en comunión con to332

das las Iglesias y con fidelidad a los distintos contextos, a la luz de los cuales hay que realizar un discernimiento (“signos de los tiempos”) que debe marcar la presencia y la actividad de la Iglesia. Se subraya la necesidad de un “nuevo ardor” que debe brotar de un encuentro vivo con el Señor resucitado y Salvador de todos los seres humanos. Desde esta experiencia han de brotar espontáneamente el anuncio y el testimonio. Esa tarea debe implicar a todos los miembros de la Iglesia, pero de modo especial a los agentes vocacionados, que requieren un compromiso y una formación adecuados. Como es lógico, a la luz de la nueva evangelización se da un especial relieve a la inculturación de la fe y a la transformación de las realidades sociales desde la justicia y la solidaridad. Podemos decir que la “evangelización en seis continentes” encuentra en el ámbito católico su manifestación más granada. Esta visión planetaria y mundial queda confirmada por la figura del cristianismo que viene, el cual no tendrá ya su centro de gravedad en el tradicional Occidente cristiano, sino en los países y en las metrópolis del Sur y del Este149. Estos grupos cristianos –también católicos– no padecen el abatimiento o la sensación de declive de las Iglesias europeas, sino que expresan la frescura y el aliento de la juventud y del futuro. Incluso en ocasiones se produce una “misión a la inversa”, en el sentido de que la pujanza de esas formas de sentirse Iglesia ha comenzado su expansión y su testimonio en Europa150. Esta Ph. Jenkins, The Next Christendum. The Coming of Global Christianity, Oxford 2007. 150 S. Fancello – A. Mary (eds.), Chrétiens africains en Europe. Prophétismes, pentecôtismes et politique des nations, Karthala, París 2010; de modo más directo sobre la “misión inversa”, cf. S. Fancello, “Afrique élève l´Europe”, en S. Fancello – A. Mary (eds.), Chrétiens africains en Europe, pp. 207-242. 149

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evolución plantea al cristianismo, y especialmente al catolicismo, desafíos nuevos y a veces incontrolables. Pero, en cualquier caso, aportan un dinamismo necesario, prometedor e irreversible.

Conclusión: la Iglesia en el corazón de la evangelización Al final de nuestro recorrido hemos podido constatar que la evangelización ha ido pasando al corazón de la Iglesia, hasta que al final esta debe redescubrirse el corazón de la evangelización porque nace de ella y para ella. Hace ya casi un siglo que empezó a hablarse con fuerza de situación misionera y de nueva evangelización al percibirse una “distancia” o una “fractura” entre la Iglesia y “los otros”. La constatación de su carácter irreversible y de su crecimiento continuo iba a ir transformando la autoconciencia y la figura de la Iglesia. El Concilio Vaticano II fue un esfuerzo, apasionado y optimista, de salir al encuentro de aquella situación con el objetivo de suscitar un nuevo Pentecostés. Pero el Vaticano II se dirigía a un mundo que estaba desapareciendo. Dos protagonistas cualificados lo han expresado con palabras vibrantes. G. Matagrin, entonces obispo auxiliar de Lyon, decía en el año 2000: “He ido tomando conciencia de que el Concilio estaba describiendo un mundo en el momento mismo en que se estaba transformando en algo distinto... si se compara con todo lo que iba a venir después en el mundo occidental”151. En 2011, el cardenal Poupard reconoce que el mundo de las nuevas generaciones iba a ir evolucionando de un modo “que los 151 G. Matagrin, Le chêne et la futaie. Une Église avec les hommes de ce temps, Bayard, París 2000, pp. 106-107.

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padres del Concilio no solo no conocían, sino que no podían ni siquiera imaginar”152. Esto sitúa la recepción del Vaticano II en un umbral que abre, cuando sea posible y conveniente, a un nuevo Concilio ecuménico. Las situaciones socio-culturales se han transformado sustancialmente en el período postconciliar. La recepción del Vaticano II en un proceso acelerado de transformaciones ha ido decantando las dos coordenadas fundamentales desde las que la Iglesia tiene que pensar su futuro; las sintetizaremos en las palabras de dos protagonistas clave del Concilio y del post-Concilio: a) la centralidad de la acción misionera en sentido estricto; ya lo indicaba Congar en 1954: “Se percibirá cada vez más claramente la unidad radical del problema misionero en el mundo, y la solidaridad de todas las partes de la Iglesia en una situación misionera que la afecta en todo lo que ella es”153; la misma convicción es la que nos llevaba a escribir que, en perspectiva de largo plazo, el aspecto de mayor repercusión del Vaticano II se encuentra en los números 10-14 de AG154, que también han percibido algunos teólogos, como Ch. Theobald155; b) el Vaticano II, observa Rahner, es la primera autorrealización oficial de la Iglesia como Iglesia mundial en 152 “Le concile Vatican II. Une réalité surprenant”, Documentation Catholique 2478 (2011) 1001. 153 Sacerdocio y laicado ante sus tareas de evangelización y de civilización, Estela, Barcelona 1964, p. 219 (recoge el artículo “Jesucristo en Francia”, publicado en La Vie intellectuelle en febrero de 1954). 154 E. Bueno de la Fuente, La transmisión de la fe, Monte Carmelo, Burgos 2008, pp. 120-121. 155 Ch. Theobald, “Las opciones teológicas del Concilio Vaticano II. En busca de un principio ‘interno’ de interpretación”, Conc 41 (2005) 564, alude a la actualidad de AG también en Europa, en una situación que ya no puede ser descrita simplemente como “descristianización”, por lo que hay que recuperar una perspectiva genética, una especie de relato de fundación, el nacimiento de la Iglesia a partir de la semilla de la parábola del sembrador (remite a AG 22).

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cuanto tal, lo cual la hace entrar en el tercer gran período de su historia; ello significa poner en el centro la predicación cristiana156, la evangelización en el mundo actual como comunión de Iglesias. El mismo Benedicto XVI formulaba recientemente esta urgencia y esta necesidad en su encuentro con los cristianos reformados en Erfurt: a) la geografía del cristianismo está cambiando, se está expandiendo una forma nueva de cristianismo con un inmenso dinamismo misionero que deja perplejas a las Iglesias confesionales; ello obliga a preguntarse por lo que permanece como siempre válido y lo que puede y debe ser cambiado respecto a la cuestión de nuestra opción fundamental en el fe; b) en el mundo secularizado, la ausencia de Dios se va haciendo cada vez más angustiosa, porque la revelación queda relegada a un pasado que se aleja cada vez más; c) el modo de afrontarlo no es el de las concesiones, pero la fe debe ser repensada y ser vivida hoy de modo nuevo para que esté en condiciones de pertenecer realmente al presente; no serán las estrategias las que nos salvarán, las que salvarán al cristianismo, sino una fe repensada y vivida de un modo nuevo157. Esta encrucijada puede resultar difícil o enojosa para quienes siguen psicológicamente situados en un contexto de cristiandad, pero puede ser ocasión de optimismo y de gozo cuando se experimenta que la Iglesia nace y vive de la evangelización y para la evangelización, y que ello acontece en una Iglesia mundial y en el escenario de un mundo unificado y globalizado. 156 En el año 1979, pronunció dos conferencias sobre el tema, de las cuales es relevante para nuestro tema sobre todo la primera: Theologische Grundinterpretation des II. Vatikanischen Konzils y Die bleibende Bedeutung des II. Vatikanischen Konzils, recogidas en Schriften zur Theologie 14, 287-302 y 303-318. 157 Cf. Documentation Catholique 2477 (6 de noviembre de 2011), 934.

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*I MESA REDONDA Tres matrimonios, tres generaciones, ante el Concilio

Juan Ramón Lacadena e Isabel García-Gallo

Con relativa frecuencia nos han preguntado qué diferencias destacaríamos entre la Iglesia que vivimos en el pre-Concilio y la actual, y también esta pregunta subyace en la elección de los participantes en la mesa redonda “Tres matrimonios, tres generaciones, ante el Concilio”. Es complejo dar una respuesta; éramos muy jóvenes y estábamos estudiando la carrera cuando se convocó el Concilio. Recibimos una educación muy tradicional y una fe y práctica religiosas vividas por todos los miembros de la familia; decir “Iglesia” era identificarla con la institución y la jerarquía, y en ella los fieles tenían muy poca participación. Había una gran preocupación por hacerles llegar la doctrina y moral católicas –esta última, sobre todo, en el campo matrimonial y sexual–, y podríamos decir que hoy día esta preocupación sigue siendo prioritaria, aunque ahora no haya colas para confesarse, como pasaba entonces. Como Estado confesional, la religión pertenecía a la esfera de lo público –se cerraban espectáculos, se cambiaba la programación de radio en Semana Santa y, en muchos casos, para acceder a un trabajo la presentación de la partida de bautismo era un requisito– y el jefe del Estado entraba bajo palio en las ceremonias oficiales. La inmensa mayoría de los cristianos no leía la Biblia y el uso de la lengua vernácula en la liturgia era casi inexistente. Por descontado que había 339

otros signos de apertura, y en ese sentido fue pionera en Madrid la iglesia de la Ciudad Universitaria, que atrajo a muchos universitarios, con su pastoral prematrimonial y compromiso eclesial. ¿Qué sentimientos y pensamientos evoca en nosotros el Concilio Vaticano II que pudieran ser expresados en forma de eslogan periodístico? Lo primero que nos gustaría decir es que es bueno que con motivo de los cincuenta años transcurridos se recuerde el Concilio Vaticano II, porque la sensación que tenemos muchos cristianos laicos es que, pasados los primeros años, fue perdiendo vitalidad, se fue aparcando y dejando algunas de sus propuestas e intuiciones en el olvido, como si respondiesen a una necesidad de la Iglesia en aquel momento; otras veces, fue criticado porque se consideraba –y se sigue considerando en ciertos sectores– que muchos de los males que hoy existen en nuestra sociedad son consecuencia de él. En cuanto a los sentimientos y pensamientos que evoca en nosotros, es difícil después de 50 años revivirlos. Como hemos dicho, cuando Juan XXIII anunció la convocatoria del Concilio en 1959, estábamos estudiando en la universidad; nos casamos en 1961 y durante los años de su celebración tuvimos tres hijos. Con esto queremos decir que el poco tiempo del que disponíamos entre los hijos y el trabajo hizo que el seguimiento de todo el proceso y su desarrollo, con las distintas y, a veces, encontradas posturas que allí se hicieron presentes, o las diferentes redacciones de los documentos a que dieron lugar los debates en el aula conciliar, fuera por nuestra parte bastante superficial, aunque sí lo vivimos con interés y mayor profundidad a nivel comunitario a través de las reuniones y charlas organizadas por la Comunidad Mariana de Matrimonios, a la que pertenecíamos. 340

Sí recordamos la ilusión y la esperanza que todos compartíamos en nuestra comunidad por todo lo que íbamos conociendo de él, la sensación de que estábamos viviendo un acontecimiento crucial para la Iglesia, que supondría su renovación, a la vez que íbamos siendo conscientes de que, de alguna manera, esto iba a influir también en nuestro compromiso futuro dentro de ella. Resumiríamos brevemente este apartado recordando el deseo de Juan XXIII: “Abrir las ventanas de la Iglesia para que podamos ver hacia fuera y los fieles puedan ver hacia el interior”. Medio siglo después, y expresando en pocas palabras qué fue el Concilio para nosotros entonces y qué queda de aquello, diríamos: “Fue el Concilio de la Iglesia sobre la Iglesia, pero hemos pasado del entusiasmo a la perplejidad; de la esperanza al desencanto. Se abrieron las ventanas, pero se quedaron entornadas”. ¿En qué medida ha contribuido el Concilio a revitalizar la Iglesia y a hacerla más genuinamente evangélica? De una manera importante, y eso se pudo apreciar sobre todo en los primeros años del post-Concilio. Aunque en los apartados siguientes nos referiremos a ellos más concretamente, sí podemos destacar que 1) fue fundamental la reflexión profunda que hizo la Iglesia sobre sí misma y las consecuencias que ello acarreó. “¿Iglesia, qué dices de ti misma?” Por ejemplo, Puebla y Medellín buscaron cómo aplicar el Vaticano II a América Latina. La fe fue vista desde el ángulo de los pobres, desde la realidad de la injusticia; fue desarrollándose la teología de la liberación, que, pese a sus carencias, supuso una vivencia del Evangelio que llevó la esperanza y acercó a muchos cristianos a los “pueblos crucificados”. 2) La Biblia ocupó un puesto central en la predicación, en la vida de la Iglesia y en la de los fieles. 3) El uso de las 341

lenguas vernáculas en la liturgia y su reforma. 4) Se reconoció el derecho a la libertad religiosa y la posibilidad de salvación fuera del cristianismo. 5) La concepción piramidal de la Iglesia dio paso a la Iglesia concebida como misterio de comunión y sacramento de salvación, destacando su importancia como “pueblo de Dios”. ¿En qué medida el Concilio ha modificado la relación de la Iglesia con “los otros”: los no creyentes, las personas de otras confesiones o religiones, las demás instituciones sociales, la cultura, la política, etc.? Aunque se tardó en aceptar toda la novedad que aportaban los distintos documentos que trataban de la relación de la Iglesia con “los otros”, no se han desarrollado plenamente y quedan aspectos que no han dado el fruto que se podía esperar, creemos que hubo un compromiso serio por el diálogo y la tolerancia desde una actitud de humildad, no renunciando a creer que el cristianismo es la única religión donde está la Verdad, pero sin condenar y sí con voluntad de resaltar todo lo que de positivo, verdadero, bueno, etc., hay en “los otros”. Decreto sobre ecumenismo. Se dieron importantes avances buscando el restablecimiento de la unidad entre todos los cristianos, pero evitando la uniformidad, aceptando su pasado histórico, respetando los valores del otro, recuperando por parte de la Iglesia occidental los valores que la Iglesia oriental ha conservado. Decreto sobre la libertad religiosa. Fue un cambio total respecto a lo anterior. Se afirma que todos los hombres tienen derecho a la libertad religiosa en el sentido de que nadie sea forzado a obrar contra su conciencia o se vea impedido a actuar de acuerdo con ella. El Estado debe tutelar este derecho a la conciencia individual, a la decisión y responsabilidad de los seres humanos. 342

Declaración “Nostra aetate” sobre la relación de la Iglesia con las religiones no cristianas. Supuso un cambio en la actitud ante el judaísmo. La comprensión de la Iglesia como “pueblo de Dios” destaca la unidad de la historia de la salvación; Israel fue el pueblo de la Antigua Alianza, del cual deriva el cristianismo. Se desaprobó la “culpa colectiva” del pueblo judío por la muerte de Jesús, se eliminó de la liturgia del viernes santo la frase “pérfidos judíos” y se prometió el “mutuo reconocimiento y respeto”. Hubo también una actitud nueva y constructiva hacia el islam, cuya creencia tiene puntos de contacto con la tradición hebreo-cristiana, y hacia las restantes religiones del mundo, porque “ellas reflejan un destello de aquella verdad que ilumina a todos los hombres” (NA 2). Teniendo presente la unidad y la caridad entre los pueblos, se fomenta la relación con las otras religiones con tolerancia y comprensión, mirando más lo que nos une y descubriendo la capacidad de humanización que hay en todas.

Diálogo fe-cultura, diálogo ciencia-fe Desde la época del Concilio ha habido grandes avances científicos que han necesitado una respuesta bioética: genética, reproducción humana, etc. La reflexión sobre este tema la incluimos en este apartado y no en el siguiente, aunque consideramos que hay aciertos, pero también insuficiencias en este diálogo. El Magisterio de la Iglesia quedó patentizado en la constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual, Gaudium et spes, del Concilio Vaticano II, de la que entresacamos, a modo de ejemplo, las siguientes afirmaciones, con los números de los apartados 343

donde se recogen, respecto a las relaciones entre ciencia y fe: “Es deber de la Iglesia escrutar a fondo los signos de los tiempos. Entre los valores positivos de la cultura se cuentan el estudio de las ciencias y la exacta fidelidad a la verdad en las investigaciones científicas” (4). La Iglesia afirma la autonomía legítima de la cultura humana, y especialmente de las ciencias (59). “La no comprensión de esta legítima autonomía y las polémicas surgidas indujeron a muchos a establecer una oposición entre la ciencia y la fe” (57). “Para que puedan llevar a buen término su tarea debe reconocerse a los fieles la justa libertad de investigación, de pensamiento y su manera de ver en los campos que son de su competencia” (62). “Los nuevos hallazgos de las ciencias... suscitan problemas nuevos... Los teólogos, guardando los métodos y las exigencias propias de la ciencia sagrada, están invitados a buscar siempre un modo apropiado de comunicar la doctrina a los hombres de su época, porque una cosa es el depósito mismo de la fe, sus verdades, y otra el modo de formularlas” (62).

Aunque una verdad religiosa sea inmutable en su significado sustancial, su formulación viene condicionada por los conocimientos culturales y científicos de la época. Esto equivale a decir –en palabras de Karl Rahner– que “el dogma evoluciona”. La aplicación de tal criterio, defendido por el propio Concilio, es de gran interés y urgencia en problemas como la evolución y origen del hombre (el significado de Adán y el pecado original en relación con el poligenismo), el concepto de alma humana (concepción dualista o monista del ser humano), etc. El Magisterio de los papas también ha hecho oír su voz a través de declaraciones unipersonales de rango diverso. Así, Juan Pablo II, el 15 de noviembre de 1980, se dirigía en la catedral de Colonia a profesores y estudiantes, presentando el encuentro como signo de la dis344

posición al diálogo entre ciencia e Iglesia y recordando y lamentando los conflictos que surgieron entre la Iglesia y la moderna ciencia de la naturaleza al inmiscuirse la autoridad eclesiástica en el proceso de los adelantos del saber científico. Esta alusión al proceso y condena de Galileo –símbolo universal de la controversia ciencia-creencia y del supuesto rechazo de la Iglesia al progreso científico– no puede ser más tajante, sincera y humilde. En 1981, Juan Pablo II ordenó revisar los archivos relativos a la condena pronunciada en 1633 contra Galileo y, tras once años de trabajos, en 1992 la comisión pontificia concluyó que “todos los implicados en el juicio, sin excepción, tienen derecho al beneficio de la buena fe... [Los jueces de Galileo] creyeron erróneamente que la adopción de la revolución copernicana... socavaba la tradición católica... Al año siguiente, en 1993, Juan Pablo II rehabilitaba también a Copérnico, diciendo que su comportamiento muestra al mismo tiempo “la prudencia del investigador al que le falta todavía la prueba decisiva de su tesis, y la valentía del científico que sabe proponer explicaciones más satisfactorias apartándose de las representaciones tradicionales del cosmos”. Para mí, como científico creyente, estas declaraciones y manifestaciones, que expresan el sentir del Magisterio conciliar y pontificio, podrían resumirse en las propias palabras de Juan Pablo II, en las que no aconsejaba prudencia y precaución, sino valor y decisión, manifestando que no hay razón alguna para no ponerse de parte de la verdad o para adoptar ante ella una actitud de temor. Aunque surjan tensiones y situaciones conflictivas, él mismo lo decía ante la Unesco el 2 de junio de 1980: “La causa del hombre se servirá si la ciencia se une a la conciencia. El hombre de ciencia ayudará verdaderamente a la humanidad si conserva el sentido de trascendencia del hombre sobre el mundo, y de Dios sobre el 345

hombre. El futuro del hombre depende de la cultura [y, por tanto, de la ciencia]... No ceséis. Continuad. Continuad siempre”.

Esta valentía fue pregonada ya por Pablo VI cuando pidió a los jesuitas que se hicieran presentes en las “encrucijadas de las ideologías” y reafirmada por Benedicto XVI el 21 de febrero de 2008 en el discurso a los participantes en la 35ª Congregación General de la Compañía de Jesús con estas palabras: “La Iglesia os necesita, cuenta con vosotros y sigue confiando en vosotros, de modo especial para llegar a los lugares físicos y espirituales a los que otros no llegan o les resulta difícil hacerlo. Han quedado grabadas en vuestro corazón las palabras de Pablo VI: ‘Dondequiera que en la Iglesia, incluso en los campos más difíciles y de primera línea, en las encrucijadas ideológicas, en las trincheras sociales, ha habido o hay conflicto entre las exigencias urgentes del hombre y el mensaje cristiano, allí han estado y están los jesuitas’”.

Como persona involucrada desde hace muchos años en el diálogo interdisciplinar entre la genética y la bioética, pienso que esta última es una de las encrucijadas ideológicas a las que se refieren Pablo VI y Benedicto XVI.

Balance del Concilio 1. Aciertos a) Incorporación de la Iglesia católica al movimiento ecuménico Se ha pasado de no participar en el movimiento ecuménico durante mucho tiempo a hacerlo en los trabajos de la comisión doctrinal. Ha habido un cambio en las palabras, que lleva a un cambio de actitudes; la Iglesia católica ya no se identifica con la Iglesia de Cristo, aunque sí se dice que esta subsiste en la Iglesia católica. También se reconoce que en las otras Iglesias cristianas hay muchos 346

e importantes elementos que dan vida a la Iglesia. Un paso importante lo dio el papa Juan Pablo II al pedir una nueva reflexión sobre la figura del primado, para que, sin perder lo esencial, esto no sea motivo de desunión. b) Constitución “Lumen gentium” ¿Qué se quiere decir cuando se habla de la Iglesia? Ayudar a los cristianos a redescubrir el verdadero rostro de la Iglesia. No hay dos Iglesias, la institucional y la carismática. La concepción piramidal de la Iglesia dio paso a la Iglesia concebida como misterio de comunión y sacramento de salvación, y se antepuso a todas las declaraciones sobre la jerarquía el capítulo sobre el “pueblo de Dios”, que no hace referencia a los laicos, sino a todos los bautizados que, por su vocación, peregrinan en el mundo hacia la patria definitiva. Como puntos a subrayar: a) la Iglesia, contemplada en su realidad concreta, histórica y humana, tiene su origen en Israel; b) la igualdad de todos sus miembros, abierta a todos los hombres de buena voluntad, porque todos estamos llamados al Reino de Dios; c) la dignidad sacerdotal de todos los bautizados; d) la afirmación de que el laico no es inferior al ministro ordenado ni al religioso; e) lo radical, lo esencial del sacramento del bautismo, que afirma la igualdad fundamental ante Dios de todos los creyentes, pero esta igualdad no es contraria a que dentro del pueblo de Dios haya diferentes carismas y ministerios. c) Constitución “Gaudium et spes” Postula el diálogo de la Iglesia con los hombres de nuestra época. La Iglesia, vuelta hacia el mundo para dar respuesta a los problemas que la humanidad tiene planteados. Destaca la importancia de escrutar los signos de los tiempos para después actuar. 347

d) La teología del laicado Y su reconocimiento de los laicos como miembros activos con plenos derechos y deberes y con responsabilidad en las tareas pastorales, docentes y evangelizadoras. En la forma como se hace presente el laico en el mundo, se hace presente la Iglesia en el mundo. Su misión es ordenar la realidad temporal según Dios. A veces, esto crea roces y discrepancias con una estructura tradicional de Iglesia. El pueblo de Dios, y no solo los no creyentes, los alejados o los indiferentes, tiene que empezar a ver que hay muchos laicos con una buena formación bíblica y teológica y que viven en profundidad su propia espiritualidad. Y no se debe pensar que el conocimiento y la enseñanza de un sacerdote o religioso es mayor y más segura que la de un laico, o que ejercicios espirituales dirigidos por un laico o por una mujer –religiosa o no– no son lo mismo ni se da en ellos de la misma manera el acompañamiento y el encuentro del hombre con Dios.. e) La familia, Iglesia doméstica Porque ella tiene como tarea insustituible hacer crecer entre sus miembros no solo la vida física, sino también la vida de Dios. Es una verdadera escuela de fe y vida cristiana; los padres son los primeros evangelizadores, con la palabra y el ejemplo, de sus hijos y contribuyen a construir el Reino de Dios en el mundo.

2. Insuficiencias El papa Juan XXIII, en la inauguración del Concilio, expresó su deseo de que el depósito de la fe llegase al hombre de hoy, para lo cual la Iglesia ha de trabajar por la unidad visible en la verdad. Toda la actividad de la comunidad humana pertenece a la historia de salvación, 348

por lo que se ha de hacer comprensible la relación entre Iglesia, Reino de Dios y humanidad. La pregunta es: ¿lo hemos conseguido?, ¿qué nos falta?, ¿por dónde vamos o aparentemente nos desviamos? Tenemos la impresión de que, para una mayoría, el Concilio es algo que pertenece al pasado y no se cree que la Iglesia tenga hoy un mensaje válido para el hombre actual. Unas veces, porque no se llevó a la práctica lo que allí se aprobó; otras, porque fueron apareciendo circunstancias nuevas en el mundo o avances científicos que no eran imaginables entonces y que no se han abordado en profundidad. Un problema no resuelto en el diálogo de la jerarquía de la Iglesia con sus fieles es el de la reproducción humana. Las dos instrucciones de la Congregación para la Doctrina de la Fe que tratan estos temas –la Donum vitae (1987) y la Dignitas personae (2008)– cierran la puerta a cualquier técnica de reproducción humana asistida. ¿Qué pensar ante esta situación? Todos conocemos parejas creyentes y practicantes que han optado por alguna de las técnicas de reproducción asistida después de buscar un serio asesoramiento y de hacer un profundo discernimiento. Solo Dios conoce el fondo de nuestras conciencias. La carta encíclica Humanae vitae de Pablo VI decía que “la paternidad responsable comporta sobre todo una vinculación más profunda con el orden moral objetivo, establecido por Dios, cuyo fiel intérprete es la recta conciencia. El ejercicio responsable de la paternidad exige, por tanto, que los cónyuges reconozcan plenamente sus propios deberes con Dios, consigo mismos, con la familia y la sociedad en una justa jerarquía de valores”. Por su parte, el Catecismo de la Iglesia católica nos recuerda que “es preciso que cada uno preste mucha atención a sí mismo para oír y seguir la voz de su conciencia”, que “la conciencia hace posible asumir la responsabilidad de los ac349

tos realizados”, que “el hombre tiene derecho de actuar en conciencia y en libertad a fin de tomar personalmente las decisiones morales” y, finalmente, que “la persona humana debe obedecer siempre el juicio cierto de su conciencia”. a) Presencia de la Iglesia en la sociedad A propósito del diálogo y la colaboración con la sociedad, la encíclica de Juan XXIII Mater et magistra presentó una Iglesia más cercana y atenta a los afanes de la humanidad, y así quiso hacerlo el Concilio. El Catecismo holandés, con el respaldo de los obispos holandeses, con un estilo sencillo, comprensible, intentó dar respuesta a esta pregunta: ¿qué sentido tienen el hombre, el mundo, la fe? Siempre desde una sensibilidad humana y eclesial. ¿Es el Concilio culpable de la crisis de la Iglesia? Creemos que todo lo contrario: el Concilio habla de diálogo, de servicio, de los pobres, de no condena; el Concilio supuso una expectativa que no se cumplió. Había deseos de que lo que allí se hizo llegara y se asimilara; por eso se puede pensar que si la crisis religiosa, de fe y de Dios hubiese sido culpa del Concilio, habría empezado antes, pero ha ido gestándose poco a poco y hoy el rechazo que hay a un magisterio y a algunos obispos y teólogos se debe a su discurso monolítico, unívoco, más preocupado por la doctrina y la moral que por los gozos y las tristezas, las esperanzas y las angustias de los miembros del pueblo de Dios. El Vaticano II se presentó como un concilio pastoral y no doctrinal; en él no hay condenas ni definiciones, ni nuevas formulaciones dogmáticas y, sin embargo, creemos que es en el campo de la pastoral donde no ha llegado a tener fruto completo. Ha habido miedo a que la preocupación pastoral pueda convertirse en un 350

puro pragmatismo que olvide la doctrina, y eso ha llevado al inmovilismo muchas veces, pero no tendría que ser así. Hay nuevas realidades que van apareciendo en la vida de la Iglesia, nuevos problemas que piden profundizar en la revelación buscando una clarificación o solución y no ser dejados para más adelante. b) Presencia de la mujer en la Iglesia Aunque es la gran trabajadora en la Iglesia, su presencia en ella no es considerada como la del hombre; se la ve necesaria en el servicio asistencial, en el servicio a la Iglesia, en la liturgia, catequesis, educación, pero en la práctica no se le reconoce su capacidad para desempeñar puestos de responsabilidad. Duele pensar que en 1994 de la Iglesia cerrara definitivamente el acceso de la mujer al ministerio ordenado, cuando no hay unanimidad sobre los argumentos teológicos que lo justifiquen. Las mujeres tienen dificultad para ejercer ciertos ministerios laicales, aun reconociendo que en España hay religiosas que dirigen parroquias. Dificultad que se ve aún mayor cuando en la constitución Lumen gentium se afirma la igual dignidad de la mujer en la Iglesia, como se da en la sociedad. ¿Va la lectura de algunos pasajes bíblicos o la escucha de algunas homilías, como hemos oído decir algunas veces al salir de la celebración de una boda, contra la declaración de los derechos humanos? Sabemos lo que supuso para muchos el sacerdocio común de todos los bautizados, por el que todos ofrecemos a Dios el sacrificio de nuestra propia vida y todos formamos la Iglesia de Cristo; sin embargo, todavía en comunidades creyentes, entre personas que viven una fe comprometida, cuando se habla de Iglesia se entiende que se están refiriendo a la Iglesia institucional y a la jerarquía. Se ha reflexionado, se ha orado, se 351

ha trabajado sobre nuestro “ser Iglesia”, pero el cambio no ha llegado al corazón, y las palabras siguen reflejando la actitud que seguimos manteniendo. Y esto tiene una consecuencia negativa, porque seguimos exigiendo una actitud evangélica a los obispos, sacerdotes y religiosos, y nos escandalizamos cuando dan mal ejemplo, pero a la vez nos tranquiliza, aunque la Iglesia es pecadora también por nosotros, y mientras no nos consideremos asimismo culpables de que la Iglesia visible no es la de Jesús, seguiremos perdiendo credibilidad. Lo importante es que vivamos el Evangelio libremente, comprometidos con los pobres, haciendo de Cristo el centro de nuestra vida en la familia, en el trabajo, en la parcela de la sociedad que a cada uno nos ha tocado vivir. c) La familia La familia evangelizada y evangelizadora sigue siendo una preocupación en la Iglesia; por ello, porque es un campo que conocemos más y en el que hemos reflexionado en grupos dedicados a la pastoral familiar, creemos que muchas familias se sienten fuera de la Iglesia no por falta de fe, sino porque se sienten excluidas por algunos discursos fríos y moralizantes que se dan en la Iglesia sobre la familia. Creemos que son necesarios: – Un nuevo discurso sobre la familia La familia actual está sometida a cambios y retos importantes. Van disminuyendo los matrimonios (no solo religiosos, sino también civiles) y aumentando las parejas de hecho, en una gran mayoría ni siquiera registradas. Aumenta también la ruptura en las parejas y cada vez es mayor el número de familias monoparentales y reconstituidas que dan lugar a situaciones nuevas, y 352

en muchos casos se dan dificultades en la relación entre familias y en el crecimiento psicológico y afectivo de los hijos. – Una visión positiva de la familia Y no solo porque es la institución más valorada por los jóvenes. No se debería hablar de la familia solo en términos de crisis, divorcio, fecundidad, moral sexual, control de la natalidad, relaciones prematrimoniales, homosexualidad, etc. La familia actual se encuentra con otros problemas: conciliación del trabajo y el hogar, dificultades de emancipación en los hijos, choque generacional en las relaciones. Es verdad que se habla de la familia como comunidad de vida y de amor; de lugar privilegiado de la presencia de Dios, de formación en valores y solidaridad, donde se aprende a amar y se es amado por uno mismo, pero no es esto lo que aparece con más frecuencia en el discurso eclesial. Sería deseable: 1. Sacar a la familia de “una perspectiva excesivamente conservadora”. Ofrecer otras alternativas. 2. No identificar la familia cristiana con la familia nuclear de los años cincuenta. Es cristiana cuando pone su confianza en el Señor a través de sus diversos cambios evolutivos, y no necesita una estructura ideal y tradicional para darse. La familia cristiana no es la “familia buena”, sino la “familia creyente”, la que acerca a sus miembros a una experiencia de fe, la que celebra la presencia de Dios en sus vidas. 3. El mundo de los valores ya no es patrimonio de la Iglesia y de los cristianos. La insistencia en destacar ciertos valores de “tradición cristiana” no ayuda a la fe. Hay que recrear los valores familiares a la luz del Evangelio. 353

Reflexión final A lo largo de estos cincuenta años hemos visto que ha habido muchos aciertos y también errores. ¿Se quemaron etapas al aplicar el Concilio en los primeros años? Probablemente. Faltó una pedagogía y un tiempo para que fuese conocido y asumido por ciertos sectores, como algunos colegios y parroquias. Los cambios en la liturgia, la no obligación de la misa diaria a los escolares en algunas edades, el estudio de la Biblia y su interpretación, etc., fueron vistos como un peligro para la transmisión de la fe y crearon un auténtico malestar en muchos padres. El Concilio de Trento se convirtió en arma de dos filos: para unos, era garantía de lo que había que conservar en la Iglesia, y cuya continuidad había roto el Vaticano II (fenómeno Lefebvre); para otros, era sinónimo de lo tradicional y de involucionismo. Nosotros vivimos, como presidentes de la APA de un colegio, la oposición de muchos padres por el “relativismo” que había entrado en la Iglesia. Pintadas con frases como “Monjas rojas”, “Tarancón, al paredón” y avisos de bomba fueron relativamente frecuentes durante varios años. Vivimos un tiempo eclesial contradictorio y, junto al respeto y la admiración despertados por Juan Pablo II y Benedicto XVI o los acontecimientos de las Jornadas Mundiales de la Juventud, con el impresionante testimonio dado por millones de jóvenes en el mes de agosto, o la presencia de grupos eclesiales concretos muy activos en la transmisión de su mensaje, también encontramos una indiferencia religiosa muy extendida; una actitud antieclesial y anticlerical en amplios sectores; la pérdida de la práctica religiosa incluso en personas que se consideran creyentes; una crisis importante en la transmisión de fe en la familia; el alejamiento de la Iglesia institucional y de su mensaje, sobre todo en el campo de 354

la moral. La Iglesia, madre y no solo maestra, deberá encontrar el camino evangélico que acoja y no excluya, que sane y no aleje, que enseñe y no imponga, que transparente el amor misericordioso del Padre y no el juicio.

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Pablo Ruz y Ana Cristina Gómez Aparicio

Cuando se nos propuso participar en esta mesa, nos planteamos que quizás no éramos los más indicados para ello, ya que nosotros nacimos en 1975, diez años después de la finalización del Concilio, por lo que no vivimos directamente el cambio de la Iglesia como consecuencia del mismo. Sin embargo, en una reflexión posterior nos dimos cuenta de que la influencia del Concilio en nuestra fe ha sido decisiva, ya que muchas de nuestras vivencias en la Iglesia vienen marcadas por la renovación que supuso el Concilio en la vida cristiana. 1. La primera cuestión que se nos ha pedido es que podamos compartir los “sentimientos” y “pensamientos” que evoca en nosotros el Concilio Vaticano II, expresándolos en forma de eslogan periodístico. Hemos elegido una frase de la constitución Gaudium et spes, que refleja el nuevo impulso que el Concilio quiso dar a la Iglesia, que, teniendo ante sí al mundo, no puede quedarse al margen de los cambios vividos en la sociedad. Cambios de todo tipo: psicológicos, morales, religiosos, etc. Cambios sociales, también, que han supuesto en los últimos tiempos una trasformación profunda de la sociedad, más urbana, influenciada fuer357

temente por los medios de comunicación, viviendo fenómenos como la emigración, la globalización o la actual crisis económica. Cambios que llevan a que la misión de la Iglesia en el mundo deba plantearse de nuevo y sitúan a los laicos en una posición determinante. La frase que nos parece que podría resumir lo que nos dice personalmente el Concilio es: “Ser testigos de Cristo en todo momento en medio de la sociedad humana”. Para nosotros, la fe no puede quedarse en nuestras vivencias personales, en nuestra oración, en los grupos o experiencias cristianas que hemos podido compartir, sino que se traslada de forma natural a nuestra vida. Es ahí donde nos damos cuenta de la influencia del Concilio y de cómo justamente este nos impulsa como cristianos y como laicos a estar de lleno en la sociedad, participando y resolviendo de forma activa los problemas que existen a la luz del Evangelio. Como Iglesia, como cristianos, no podemos estar al margen del mundo que nos ha tocado vivir, sino que, por el contrario, debemos participar activamente en todos esos ámbitos en los que nos situamos siendo testigos de Cristo, ya sea en nuestro matrimonio y familia o en la vida económica, social, cultural y política. 2. La segunda pregunta que se nos plantea en esta mesa para nuestra reflexión es la siguiente: ¿En qué medida ha contribuido el Concilio a revitalizar la Iglesia y a hacerla más genuinamente evangélica? Si tratamos de analizar el impacto interno del Concilio, es decir, los objetivos que el Concilio tenía en cuanto a lograr una renovación moral de la vida cristiana y adaptar la disciplina eclesiástica a las necesidades de nuestro tiempo, volvemos a encontrarnos con que nuestra generación es postconciliar y, por tanto, los 358

cambios respecto a lo que nos contaban nuestros abuelos, que recordaban las misas en latín y con el cura de espaldas, no los hemos vivido, y nos parecen naturales muchas cosas que quizás no lo han sido durante mucho tiempo. Nuestro análisis en este sentido, lejos de ser teórico y lejos también de contar con los conocimientos teológicos que poseen nuestros compañeros de mesa, es eminentemente práctico. Si repasamos nuestra vida en la Iglesia, podemos decir que hemos tenido la suerte de vivir experiencias y de compartir la fe con personas que han vivido el Concilio de forma activa, revitalizando la vida cristiana de otros. Tanto nuestra educación en un colegio de la Institución Teresiana como las distintas vivencias que hemos tenido en esa misma institución de la que Pedro Poveda fue fundador, nos han trasladado lo que estos días hemos recordado leyendo lo que el Concilio supuso: una verdadera renovación (que en el Concilio se llamó aggiornamento), que implica la puesta al día de la Iglesia. Nos hemos dado cuenta de que en las eucaristías que compartimos en el colegio, así como en las Pascuas que celebramos con otros miembros de la institución, la participación de toda la comunidad y la forma de vivir las celebraciones recogen plenamente el espíritu del Concilio, aunque nosotros las hayamos vivido siempre con la convicción de que una verdadera celebración comunitaria de la fe no podía ser de otra manera, adoptando una actitud activa y no pasiva como cristianos, y participando en la medida de nuestras posibilidades en esos encuentros. También hemos vivido dentro de una comunidad cristiana de la que formamos parte desde hace diez años: 359

una experiencia de fe en la que, si bien estábamos acompañados por un sacerdote, el papel de los laicos era y es decisivo. Somos nosotros quienes impulsamos la vida del grupo, preparando, estudiando, rezando juntos los viernes por la noche. Es ahí donde hemos tenido un recuerdo muy concreto del Concilio. Antonio Ávila, el sacerdote que nos acompaña en el grupo, puso una cassette en la que se oían las palabras de Juan XXIII en la plaza de San Pedro, en Roma, inaugurando el Concilio. Las escuchamos con atención y nos pareció que aquello se estaba viviendo entonces con gran emoción; los gritos, los aplausos, la intensidad de las palabras del papa, nos hacían entender que lo que para nosotros es algo natural y consustancial a la Iglesia que hemos vivido y vivimos, para aquellos que se reunían en Roma se presentaba como algo novedoso, casi revolucionario: un verdadero cambio en la Iglesia en el que se nos invitaba a ser partícipes de verdad en la vida cristiana y no a asistir como meros espectadores. También en la comunidad celebramos los matrimonios de las distintas parejas del grupo, participando en ellos de forma intensa, siendo conscientes de que no nos casamos “por la Iglesia”, sino “en la Iglesia”. Así, las experiencias de las distintas bodas que celebramos fueron, tanto en el fondo como en la forma, experiencias de fe intensas en las que participamos todos: los novios, los que les acompañábamos en la comunidad, los familiares y amigos, que no iban a una boda más, sino a una celebración cristiana intensa y participada. Otros momentos que nos hicieron darnos cuenta de que para nosotros el Concilio ha sido algo consustancial a nuestras experiencias de fe fueron los dos veranos en los que participamos como voluntarios en Guadix como maestros de los niños que vivían en las cuevas. 360

Nos han hecho ver cómo la Iglesia debe responder a las necesidades de la sociedad y estar al servicio de la dignidad de las personas. Por último, también recordamos que en nuestro camino de fe nos han ido acompañando, a lo largo de nuestra relación, varias personas muy señaladas y algo más “veteranas” que nosotros, que en buena medida han ido impregnando nuestra vida de muchos de los valores e ideas que fueron destacados y potenciados a raíz del Concilio: amigos como Antonio, Inma, Julián..., con quienes hemos compartido experiencias vitales y de vivencia de la fe que habitualmente se han proyectado hacia los demás, ya sea en la comunidad, en nuestros círculos de amistades, en tareas de voluntariado o, finalmente, ayudándonos a encontrar sentido a nuestros caminos profesionales. En concreto, recordamos un momento en el que, ya casados y esperando nuestro primer hijo, nos encontrábamos algo despistados y con la sensación de que no estábamos haciendo nada de forma activa como cristianos. Fue entonces cuando una de estas personas nos mostró que la vida familiar, educar a nuestros hijos en la nueva etapa que comenzábamos, dedicarnos a nuestros trabajos con profesionalidad y coherencia, era una forma excelente –y nada fácil– de vivir nuestra vida como cristianos. Ahora, con tres hijos, esperando el cuarto, con trabajos con responsabilidad, nos damos cuenta de que ser cristianos no es algo que se pueda dejar para momentos puntuales, sino que, tal y como nos invitaba el Concilio, hay que ser testigos de Cristo en todo momento. 3. En tercer lugar se nos invitaba a reflexionar sobre cómo el Concilio ha modificado la relación de la Iglesia con “los otros”: los no creyentes, las personas de 361

otras confesiones o religiones, las demás instituciones sociales, la cultura, la política, etc. Es este punto donde hemos podido advertir la evolución de la Iglesia. Creemos que el Concilio intentó cambiar la situación en cuanto a conseguir una mayor interrelación con las demás religiones y que se han realizado experiencias concretas que han fomentado el diálogo interreligioso en los últimos años, seguramente gracias al impulso conciliar, pero queda mucho camino por recorrer. Retornando a nuestras experiencias “fuertes” de fe en el pasado, recordamos muy especialmente la apertura hacia “lo otro”, en el sentido de otras culturas, religiones y formas de vivir la fe, que fue siempre una nota común en las Pascuas que durante años celebramos con la Institución Teresiana en Los Negrales, y que ahora asumimos igualmente como uno de los legados que nos dejó el Concilio. En cuanto al resto de instituciones sociales, al ámbito político, cultural, etc., creemos que en la sociedad laica en la que actualmente vivimos resulta fundamental que la Iglesia respete, dialogue y viva acompañando a los hombres y mujeres que forman parte de ella. Los cristianos inmersos en la sociedad tenemos un papel decisivo al participar en las instituciones al servicio de la dignidad del hombre, como se dice expresamente en Gaudium et spes: “Las instituciones humanas, privadas o públicas, esfuércense por ponerse al servicio de la dignidad y del fin del hombre. Luchen con energía contra cualquier esclavitud social o política y respeten, bajo cualquier régimen político, los derechos fundamentales del hombre. Más aún, estas instituciones deben ir respondiendo cada vez más a las realidades espirituales, que son las más profundas de todas, aunque es necesario todavía largo plazo de tiempo para llegar al final deseado”. 362

4. Finalmente se nos proponía hacer un balance subrayando los aciertos del Concilio y de su desarrollo posterior y las insuficiencias respecto a sus planteamientos o a su aplicación práctica. Sin duda, el gran acierto del Concilio, que nosotros como generación posterior hemos tenido la suerte de heredar, ha sido la voluntad de cambio, de apertura. La adaptación a las necesidades del tiempo actual. Como hemos dicho anteriormente, sabemos que lo que para nosotros es normal en nuestra vivencia de fe o lo que hemos sentido como algo natural o consustancial a la misma –la participación en las celebraciones, la conciencia de que los laicos somos una pieza clave en la Iglesia– no era algo ordinariamente vivido, sino que, como consecuencia del Concilio, la comunidad cristiana se ha revitalizado con una mayor participación de todos sus miembros. Otro gran acierto ha sido la voluntad de interrelacionarse con otras confesiones religiosas, así como con otros ámbitos de la sociedad, si bien queda mucho camino por recorrer. Sin duda, la voluntad de cambio en este ámbito es un gran acierto. Vemos hoy la necesidad de que este diálogo se produzca cuando ocurren acontecimientos trágicos que tienen un trasfondo de lucha entre religiones, y nos preocupa especialmente la falta de diálogo o de mayores espacios de encuentro con el islamismo. Si pensamos en las insuficiencias del Concilio, lo que a nosotros más nos afecta es que, frente a la ambición que en sus objetivos tenía el Concilio, la fuerza con que se vivió y lo que quería suponer, 50 años después parece que no hemos avanzado mucho en su aplicación práctica. Parece incluso que la Iglesia ha dado un paso atrás o ha sufrido un retroceso, y, frente a la puesta al día o aggiornamento que se pretendía con el Concilio, 363

estamos volviendo a fórmulas del pasado, a esquemas cerrados. De hecho, cada vez nos cuesta más encontrar celebraciones y comunidades que transmitan las ideas del Concilio, y a veces parecería que estuviéramos en la etapa preconciliar. Lo que parecía revolucionario y transformador no ha logrado cuajar del todo; no es lo más común en la Iglesia de hoy encontrar las ideas y el espíritu conciliar. Pensamos que este es el momento de volver a plantearnos la llamada que se nos hace a través del Concilio Vaticano II. En este aniversario, en el que se nos propone revisar nuestra vida de fe a la luz de sus enseñanzas, pese a las dificultades y a la diversidad de posturas que se dan hoy entre nosotros, la apertura que quiso el Concilio debe seguir invitándonos a continuar abiertos a los demás. Sabiendo identificar dónde, en nuestros mundos particulares, nos toca vivir la fe de manera radical y superando esas insuficiencias de las que habla la pregunta, pues nosotros somos a la vez sus causantes y quienes pueden y deben colaborar para vencerlas.

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Miguel García Baró y Mercedes Huarte

Para empezar, una frase: “Justo cuando la Iglesia se arregla, se queda vacía”. Queremos decir con ella que estamos completamente convencidos de la necesidad y la oportunidad de las reformas que propuso el Vaticano II; que pensamos que, en todo caso, se quedaron cortas o no se pusieron luego en práctica como se debía. Pero, al mismo tiempo, constatamos que esta Iglesia nuestra de ahora, que nos gusta más que la Iglesia de antes del Concilio, ha dejado de interesar a una parte enorme de la población, entre la que se incluyen la mayoría de nuestros hijos. Por decirlo con otra frase: no nos gustaba la Iglesia de nuestros padres, y nos quedamos en ella; nos gusta mucho más la Iglesia que hemos mostrado a nuestros hijos, y casi ninguno ha permanecido “oficialmente” dentro. Y no será porque no nos esforzamos por que conocieran la cara más atractiva del cristianismo, planteado con toda seriedad y exigencia, y también con entusiasmo: no nos limitamos a llevarlos a las Iglesias que teníamos cerca, sino que buscamos las celebraciones que nos parecían más adecuadas. Y tuvimos la suerte de contar con una parroquia y con unos amigos curas excepcionales. Es verdad que habría que matizar: no todos nuestros hijos se han ido (incluso hay uno que resiste de catequista, contra viento y marea); y de los que sí se han marchado hay al menos dos que están entregados a la lucha por los más pobres y contra la discriminación de los más débiles. Pero también es verdad que nos hubiera gustado que compartieran nuestra fe y nuestra esperanza, y que se sintieran apoyados por 365

Dios en sus esfuerzos. Incluso esa hija nuestra, médico, voluntaria esforzadísima en el Camerún, entre los pigmeos baka, y que nos dice, a propósito del cristianismo tal como se lo presentamos, que creemos en cosas demasiado hermosas –que no son verdad, porque la realidad es mucho más terrible y no da señales de estar en marcha hacia el futuro del Reino–.

Del Vaticano II al día de hoy Nosotros pertenecemos a una generación que nació poco antes del comienzo del Concilio. Éramos muy pequeños cuando se celebró, con lo cual apenas nos enteramos de lo que estaba pasando. Tenemos el recuerdo del malestar en Madrid cuando fue elegido Pablo VI, aunque era imposible enterarse de a qué se debía exactamente. ¡Resultaba rarísimo que en aquel ambiente se diera semejante cosa! Esto y el asesinato de Kennedy, tan cercano en el tiempo, fueron el despertar para nosotros a los misterios de la política y de la historia. Como lo decidido en el Concilio tardó bastante en aplicarse, y lo hizo paulatinamente, se puede decir que nuestra infancia conoció una forma de vivir la religión totalmente preconciliar. Como muestra, aquí va una anécdota: la primera comunión de una prima, que tuvo que retrasarse tres horas porque la prima sabihonda, que acababa de hacer la suya, se chivó de que la niña se había tomado una galletita. Yo se lo dije a mi madre, mi madre a mi tía, mi tía a mi tío, mi tío a las monjas, las monjas al cura... Total, que hubo que descolgar de una tienda el traje de monja que empezaba a ponerse de moda, y que era el que llevaban las niñas que iban a comulgar en el segundo turno, tres horas después: justo a tiempo para poder participar en la ceremonia... 366

Cuando éramos pequeños, todavía se predicaba una religión en la que la piedad ingenua y un poco mágica se mezclaba con el miedo. A Miguel le regalaron el Kempis en su primera comunión y, por desgracia, lo leyó. Mi primer recuerdo que tiene que ver con el Concilio Vaticano II es que me llevaban a la capilla del colegio a rezar para que no se muriera Juan XXIII. Creo que comprendí entonces por primera vez que la oración no evitaba la muerte. Tengo un vaguísimo recuerdo de haber ido a misa en latín, pues me acuerdo de haber contestado et cum “spiritu tuo” al “dominus vobiscum”. Y también de haber rezado en latín la letanía, dejando que resonara la ese final del ora pro nobis. Pero nunca me aprendí el Tantum ergo. Los primeros efectos de la aplicación del Concilio nos pillaron en plena adolescencia. Muchos de los cambios nos parecían tan obvios que no entendíamos cómo no se habían realizado antes: las liturgias participativas, en español y, por supuesto, con el sacerdote de cara; la reflexión en las parroquias, la lectura de la Biblia. Recordamos los dos el ambiente de expectativa y de entusiasmo de nuestros padres, alentados por un amigo sacerdote, que se adaptaban poco a poco a la nueva situación. Y yo (Mercedes) recuerdo que las profesoras del colegio hacían lo que podían para vivir la nueva era de la Iglesia, pero lo conseguían solo a medias. Se estudiaba la Biblia, pero con una explicación aún muy deficiente, y se hablaba de la religión con unas categorías teológicas que no habían tenido tiempo para adaptarse a la novedad del Vaticano. Cuando, veintitantos años después, empecé a estudiar teología, mi comentario al salir de cada clase era: “Todo me lo han enseñado mal”. 367

Lo malo es que el cambio no siempre fue el más acertado. De la misa en latín, de la que los fieles eran meros espectadores, pasamos a los curas que inventaban sus propias oraciones y cambiaban las fórmulas (distrayendo, como poco). Y, lo que es peor, los curas que se convertían en protagonistas de la celebración. En los primeros tiempos del post-Concilio, que, como ya he dicho, coincidían con nuestra adolescencia, asistimos a celebraciones en las que se pretendía lograr un clima de exaltación sentimental (yo llegué a oír la expresión “vamos a tener ‘una misa llorada’”) que, a la fuerza, resultaba falso y que, desde luego, no daba lugar al desarrollo de una fe adulta. Por otro lado, en nuestro caso conseguían lo contrario de lo que se proponían, pues nos sentíamos totalmente al margen y yo al menos (Mercedes) me planteaba serias dudas acerca de mi fe. Recuerdo también la evolución en los ejercicios espirituales: de muy pequeña, pongamos a los doce años, me describieron con pelos y señales los sufrimientos de una crucifixión (sufrimientos solo físicos, por supuesto, olvidando por completo el grito de Jesús en la cruz); en cambio, a los catorce años, aguanté varias charlas en otros “ejercicios” de las que solo recuerdo que se nos hablaba, Dios sabrá por qué, de la menstruación. Y cuando tenía dieciséis y por primera vez tuve permiso para no asistir a los ejercicios que organizaba el colegio, comprobé cómo, a la vuelta, todas mis compañeras (y la profesora que las acompañaba) se habían enamorado no de Dios, sino del cura. Tampoco me extrañó enterarme años después de que el sacerdote se había secularizado y la profesora tampoco permanecía en su congregación. La experiencia de Miguel en su parroquia fue parecida: un grupo sentimental, que siempre estaba a punto de emprender alguna interesante labor social o 368

teológica, pero que nunca llegaba a tanto, y que se disolvió de repente cuando, sin más explicaciones, el cura desapareció y reapareció casado. Respecto a las celebraciones litúrgicas, habría que insistir en que, sin dejar a un lado la sencillez, otro gran logro del Concilio, se debería poner más cuidado en la solemnidad. Y ya que va de anécdotas, otra: en una ocasión llevamos a nuestro hijo pequeño a una sinagoga, al oficio del shabbat, y, después de la celebración, me preguntó muy bajito: “¿Yo me puedo hacer judío?”. Sin duda, le había cautivado el lado misterioso, tantas veces echado a perder en las misas. Si un símbolo se explica antes de practicarlo, y se explica una vez y otra, es cualquier cosa menos un símbolo. Los dos participamos, cada uno por nuestro lado, en grupos parroquiales, al estilo de las comunidades de base de aquella época, de las que lo menos que se puede decir es que no tenían demasiado claro lo que debían ser. Nos echó para atrás la pretendida uniformidad, el entusiasmo que parecía obligatorio sentir y que, cuando no lo compartíamos, nos hacía sentirnos con un pie fuera. Tampoco nos gustaba que se fomentara tanto la pretendida unión de los miembros del grupo y tan poco la actuación hacia la sociedad. Si uno de los aciertos del Concilio fue, a nuestro entender, distinguir entre lo fundamental y lo accesorio, nos parecía que en su aplicación se seguía dando importancia a lo que no la tenía tanto. Por otro lado, Miguel se convirtió en un decidido defensor del Concilio en sus primeros años de profesor en la universidad, frente a su maestro –por otra parte admirado–, que era partidario de monseñor Lefebvre y acusaba al Vaticano II de haber roto con la tradición de la Iglesia. Hubiera tenido razón si la tradición hubiera sido lo que la Iglesia sostenía justo el siglo anterior, 369

pero resulta que, para ser fieles verdaderamente a la tradición, había que remontarse a los orígenes del cristianismo y a las mejores fuentes teológicas y no quedarse anclados en el siglo XIX. Esa fue una aportación del Vaticano II que todavía no hemos asimilado del todo, con las enormes repercusiones que tiene para el diálogo con los “hermanos separados” (denominación impensable antes del Concilio). Los dos estuvimos desde muy pronto interesados por el judaísmo, y tuvimos la suerte de poder participar en el Centro de Estudios Judeocristianos, fundado por el cardenal Tarancón, que era por aquel entonces un verdadero lugar de encuentro, en el que aprendimos mucho sobre la religión que vivió Jesús y tuvimos la oportunidad de trabar contacto con muchos judíos y de aprender de su forma de ser religiosos. Eso nos despertó también el interés por las otras religiones, que luego tuvimos la suerte de cultivar estudiando fenomenología de la religión. Miguel, de hecho, comprendió mejor el alcance real de las reformas conciliares en la parroquia universitaria de Maguncia, cuando estudiaba allá. Madrid, antes de 1975, no le había ofrecido nada que se acercara a aquel nivel de reflexión, de liturgia bella y participada y de auténtico compromiso social y político. Pasados unos años, cambió radicalmente nuestra impresión del rumbo de la Iglesia postconciliar cuando conocimos al sacerdote que ocupaba uno de los cargos de mayor confianza del cardenal Tarancón y pensamos: Si la jerarquía de la Iglesia española muestra este talante, es un lujo poder sentirse miembros de ella. (Gracias, Juan.) También tuvimos la suerte de que nos tocara una parroquia en la que poder celebrar esa fe que nunca habíamos perdido, pero que nos había costado compartir. (gracias, Antonio.) 370

Luces y sombras en tres puntos Primero Luz Agradecemos al Concilio que nos permitiera estudiar teología. Y una teología enseñada cuidadosa y respetuosamente, que tenía en cuenta el debate reciente y que nos movió a profundizar en la forma cristiana de entender la vida. Además, nuestro interés por la Biblia no solo no se ha visto defraudado, sino que ha aumentado y nos ha hecho disfrutar de su lectura de un modo insospechado. Sombra Pensamos que un seglar, solo si realiza unos estudios mínimamente serios de teología, se entera, por ejemplo, de la interpretación corriente de la Biblia entre las altas esferas o entre los curas en general, interpretación que se encuentra muy alejada de la que reciben normalmente los simples fieles. Y también de la que se enseña a los niños en los colegios y en las catequesis... si es que se les enseña algo, porque, desde la LOGSE, nos tememos que nada. Pero, ya hace tiempo, cuando Mercedes estudiaba Sagrada Escritura en Comillas, veía que los libros de texto de religión que tenían sus hijos no incorporaban lo que ella estaba aprendiendo. En cambio, habían suprimido la Historia Sagrada tradicional, que nosotros agradecemos mucho haber aprendido cuando éramos pequeños. Actualmente, Mercedes da clase a personas mayores que acogen con alegría el mensaje de esperanza que se transmite en una lectura rigurosa de la Biblia y en un acercamiento a las otras tradiciones religiosas, pero no deja de ser extraño que ese mensaje les resulte a sus alumnos, tantos años después del Vaticano, una completa novedad. ¿Qué nivel bíbli371

co y teológico tienen entonces las homilías que suelen escuchar?

Segundo Luz El diálogo y la colaboración con los creyentes de otras confesiones y de otras religiones, y con los no creyentes. Ya nos hemos referido antes a nuestra colaboración en el diálogo con el judaísmo, impensable antes del Concilio. Nunca se dará bastante importancia al decreto Nostra aetate, sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas. Sombra ¡Cuántas homilías antisemitas seguimos padeciendo, cuántos clichés sobre el Antiguo Testamento! (¿recuerda alguien que, ya en el siglo II, fue excomulgado Marción por afirmar que solo en el Nuevo Testamento se hablaba del “Dios del amor”, mientras que en el Antiguo se trataba del “Dios del temor”?). Y ya que hablábamos antes del Centro de Estudios Judeocristianos, resulta que sigue habiendo personas que piensan que fue fundado para convertir a los judíos...

Tercero Esta vez, dejamos lo bueno para el final. Sombra El papel de las mujeres y de los laicos en la Iglesia. ¿No dijo el Concilio que había que leer los signos de los tiempos? ¿Hay algo que haya cambiado más en el siglo XX que la consideración de la mujer y su participación 372

en la sociedad? Es verdad que los seglares, y las mujeres, cosa que tiene más mérito, hemos adquirido algo más protagonismo (tampoco era tan difícil, ya que antes era nulo), pero eso sigue siendo la excepción que confirma la regla y se percibe como si el sacerdote que deja actuar a un laico pensara que está haciendo una especie de heroicidad. En cambio, el laico lo ve como la cosa más natural del mundo. Además, en la sociedad en general, aunque quede aún mucho por hacer, las mujeres han progresado mucho más en su incorporación a todo tipo de trabajos, por lo que el machismo eclesial resulta, además de injusto, anacrónico. Luz Terminamos con una palabra de aliento: aunque los “simples fieles” sigamos padeciendo algunos horrores litúrgicos, últimamente hemos asistido a celebraciones sencillas, en las que se deja el protagonismo a lo esencial y en las que nadie se siente excluido, sino que se procura poner cuidado en acoger también a los no creyentes, que tienen la oportunidad de compartir un momento muy especial, como la alegría de una boda o el dolor de un funeral, y que luego manifiestan su sorpresa y su agradecimiento. También nos parece un logro fundamental del Concilio el haber dado lugar a la colaboración estrecha de creyentes y no creyentes, “hombres de buena voluntad”, para luchar contra la injusticia y contribuir a paliar el sufrimiento. Nos parece muy importante que unos y otros trabajen juntos de forma desinteresada para ayudar a los demás en tantas instituciones en las que no se discrimina por motivos religiosos ni a quienes ayudan ni a quienes van a pedir ayuda. 373

Empezábamos diciendo que la mayoría de nuestros hijos no permanecían en la Iglesia. Sin embargo, podemos afirmar también, con orgullo, que practican la enseñanza de Jesús: “Tuve hambre y me disteis de comer... Era extranjero y me acogisteis”.

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**I GRUPOS

Seis grupos volvieron sobre cuestiones planteadas por las ponencias. En bastantes casos, los participantes aportaron su propia experiencia a propósito del desarrollo del post-Concilio, y los más jóvenes reconocieron que habían observado cómo aquel hecho impactó en las generaciones anteriores. Las respuestas y reflexiones se pueden ordenar de acuerdo con las preguntas suscitadas desde las propias ponencias.

Sobre las reformas conciliares que han tenido importancia en la vida de las Iglesias y perviven hoy 1. Hay coincidencia en señalar, con expresiones diversas pero convergentes, que el Concilio trajo “un aire de libertad” a las conciencias, al tiempo que una comprensión de la Iglesia como pueblo de Dios y comunidad. Quedó atrás la idea de “cristiandad” y apuntó a otra manera de relación con el mundo, sus problemas y sus realidades positivas. 2. La realidad de las Iglesias locales adquirió nuevo relieve, aunque con diverso subrayado según los diversos contextos. Se inició o redescubrió la celebración de sínodos. 3. También es prácticamente unánime la valoración de la reforma litúrgica, que contó con una acogida muy notable, aunque no haya llegado a alcanzar todo el desarrollo esperable. 4, Se estima asimismo que, a raíz del acontecimiento conciliar, hubo en las comunidades una nueva toma 377

de conciencia de la importancia de la Palabra de Dios en la vida de la Iglesia. Se organizaron numerosos círculos de estudio en ayuda del conocimiento de los textos, con lo que se produjo un importante acercamiento de los creyentes a la Biblia. 5. Las declaraciones conciliares abrieron márgenes al ecumenismo. 6. Constituciones como Gaudium et spes y otros documentos que trataron del laicado influyeron en la manera de considerar las realidades terrestres y estimularon la inserción en el mundo con voluntad transformadora. 7. El “estilo” pastoral tendió en bastantes casos a corregir el clericalismo y abrió espacios a la responsabilidad de los laicos. 8. A partir del Concilio, la vida religiosa conoció una profunda renovación. 9. En relación con el Concilio –sobre todo a partir de la Conferencia de Medellín–, la Iglesia, en su acción pastoral y en la reflexión teológica, estimó prioritaria la opción por los pobres. 10. En el Concilio comenzó a advertirse la necesidad de que la Iglesia superara el etnocentrismo y se abriera a la variedad de situaciones y culturas que conforman el mundo real al que ha de escuchar. Al recordar el primer tiempo postconciliar y señalar estos logros, un grupo se pregunta si lo que se considera haber acogido del Concilio no significa una aceptación “teórica” de las afirmaciones y de las perspectivas entrevistas. A esta pregunta responden en buena parte las aportaciones recogidas a partir del segundo día. 378

Algunas reformas pendientes o posibilidades aún no realizadas En correspondencia con lo afirmado antes, sin negar los avances, se reconoce: 1. No ha sido suficiente la comprensión y aceptación del Concilio por gentes que hubieran debido ser ayudadas en ese proceso. Esto es algo que se refiere a todos, sean presbíteros, religiosos o laicos. 2. Han reaparecido inercias y nostalgias de tiempos anteriores que dificultan la aplicación de lo que se estima acorde con la voluntad conciliar. 3. Ha sido insuficiente el desarrollo de la colegialidad y la sinodalidad. Tampoco han alcanzado el relieve que deberían los sínodos diocesanos y consejos pastorales, con lo que la participación activa de los laicos –y muy especialmente la de las mujeres– padece y se retrae. 4. Falta propiciar y avanzar en el diálogo intraeclesial que reclama hacer valer la conciencia de Iglesia-comunidad. 5. No ha llegado a ser verdaderamente significativa la reforma de la curia y de otras estructuras ni, en consecuencia, ha habido un cambio en las formas de gobierno eclesiales que las acerque más al estilo evangélico. 6. La moral cristiana sigue necesitando una profunda renovación. 7. Es necesario abordar la cuestión de los nuevos ministerios, que ha cobrado urgencia en los decenios posteriores al Vaticano II y se ha agudizado con la disminución del número de presbíteros. 8. La sencillez evangélica ha de proceder también por la simplificación de usos y títulos eclesiásticos en pro 379

de una mejor expresión y visibilidad de la fraternidad cristiana. 9. La evangelización es una llamada que necesita calar más hondamente en la vida de los creyentes y, sobre todo, en la de muchos laicos que están implicados en tareas temporales del alcance de la economía, la política, la enseñanza, la salud, etc. Un grupo recuerda que la situación de crisis del cristianismo en países europeos no debe dejar que caiga en el olvido la que se entiende como misión ad gentes. 10. Es necesario que los que vivieron aquel primer impulso conciliar y se comprometieron sinceramente en la puesta en marcha de las orientaciones conciliares comuniquen a quienes toman el relevo las ideas de fondo, sus aportaciones en lo que se refiere a la comprensión de la Iglesia y a la actitud dialogante con el mundo actual, que ha evolucionado muy llamativamente y reclama actualizar doblemente aquellas disposiciones.

Lo que ha debilitado la efectividad o una autocrítica necesaria La ponencia había señalado algunas actuaciones y omisiones que han dificultado la recepción del Concilio. Ese reconocimiento tiene eco en los grupos, que señalan estos factores: 1. Faltó una pedagogía del proceso en la aplicación de las reformas y hubo impaciencia y aun aceleración en promover los cambios, que crearon desconcierto entre los fieles. 2. Los cambios en la liturgia no fueron suficientemente explicados y en bastantes casos se limitaron a variar las formas más que a atender a la profundidad del significado. 380

3. No se atendió suficientemente a la formación teológica y pastoral que presbíteros y laicos hubieran necesitado para asumir personal y comunitariamente la riqueza que el Concilio aportó a la vida cristiana. La “evangelización” de los evangelizadores ha sido un reclamo no suficientemente recogido en los decenios que siguieron al Vaticano II. 4. Aunque algunos planes pastorales lo tuvieron presente, ha sido poco subrayada la necesidad de caminar juntos en la renovación, dando nuevo protagonismo a los laicos y a las mujeres. Las experiencias sinodales no han sido muy satisfactorias, y algunas actitudes clericales han frenado posibilidades de participación y compromiso. 5. Se han dado –desde luego en el caso español– polarizaciones por causas ideológicas que han hecho difícil el diálogo en el seno mismo de la comunidad eclesial. La sincera aceptación de la prioridad de los pobres y la justicia no ha estado libre de cierta intolerancia y aun desprecio hacia quienes no ensayaban idénticas posibilidades o utilizaban otro lenguaje. 6. Por otra parte, las resistencias opuestas por algunos sectores que consideraron perturbadoras las orientaciones del Concilio no han facilitado una serena puesta en marcha de la deseable renovación. 7. Se ha detectado, pasados algunos decenios, un notable cansancio en quienes emprendieron con ilusión programas renovadores, algo que muestra que hubo desconocimiento de la lentitud de los procesos colectivos o escasa paciencia en la espera de los frutos. Sin olvidar que a ello han contribuido las resistencias y aun los frenos que han aparecido en el tiempo postconciliar. 8. La realidad del mundo que desde el Concilio se intenta abordar se ha revelado muy compleja y con 381

nuevos retos que hubieran requerido profundizar en el diálogo a partir de aquella actitud primera de continuar y avanzar en la preparación para ello. La tentación de desistir ha estado presente entre quienes llevaron a cabo iniciativas interesantes que no han sido suficientemente reconocidas. 9. La crisis económica reciente está necesitando una renovada decisión de salir al paso de nuevas y graves formas de pobreza. Y de una reconsideración del mensaje y la incidencia de los cristianos en áreas como la economía y la política. 10. El diálogo interreligioso y el ecumenismo en conjunto no han avanzado como hubiera sido esperable. 11. La conciencia de ser “en comunidad” no ha evitado actuaciones de algunos responsables en la Iglesia que recuerdan una eclesiología que el Vaticano II dejó atrás. 12. La problemática intraeclesial ha acaparado excesivamente la atención, al tiempo que se muestran urgentes causas, como las situaciones de injusticia de muchas partes del mundo y el escaso entendimiento de la fe con la mentalidad moderna y postmoderna. La última cuestión sobre la que discutieron los grupos fue la conveniencia de convocar un nuevo concilio. Se recogen opiniones a favor y en contra. Las que se muestran a favor apelan a la necesidad de abordar los nuevos tiempos, no del todo previstos en los años de la asamblea conciliar. Y las razones aducidas para no hacerlo apuntan que el Vaticano II y las líneas maestras de sus orientaciones guardan un potencial no desplegado y tienen plena vigencia en los tiempos actuales, aunque las nuevas situaciones requieran de todos los miembros de la Iglesia una fidelidad creativa. Felisa Elizondo 382