POR UNA MÍSTICA DE OJOS ABIERTOS

Citation preview

Johann Baptist Metz

POR UNA MÍSTICA DE OJOS ABIERTOS CUANDO IRRUMPE LA ESPIRITUALIDAD

Traducción de Bernardo Moreno Carrillo

Herder www.herdereditorial.com

Título original: Mystik der offenen Augen Traducción: Bernardo Moreno Carrillo Diseño de la cubierta: Stefano Vuga Maquetación electrónica: Manuel Rodríguez © 2011, Verlag Herder GmbH, Friburgo de Brisgovia © 2013, de la presente edición, Herder Editorial, S.L., Barcelona ISBN DIGITAL: 978-84-254-2932-3

La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los titulares del Copyright está prohibida al amparo de la legislación vigente.

Herder www.herdereditorial.com

Índice

Introducción Primera parte Perspectivas teológicas De qué se trata Mística de la justicia divina Para un perfil mesiánico de la espiritualidad cristiana Tiempo y temporalidad Sobre un problema fundamental de la teología cristiana ¿Una mística política? Sobre el concepto de lo político en la nueva teología política «Tu Dios es también mi Dios» Sobre la «pervivencia» de Dios en la muerte del hombre ¿Miedo al propio perfil en el cristianismo? Unas palabras sobre la libertad religiosa

Segunda parte La mística del rostro Intentos de aproximación De qué se trata «Estar alertas, despiertos, con los ojos bien abiertos» Instantes de mirada (Augen-blicke) bajo el hechizo del mundo de las imágenes Aguzar la vista: la Pasión y las pasiones Tantas preguntas como rostros ¿Una mística política del amor al enemigo? Con los ojos del enemigo Invitación a todos a mirar al rostro La vida de las órdenes religiosas «con los ojos abiertos» A la vista de rostros apagados «Busco tu rostro»

Hipótesis sobre la visión beatífica de Dios

* «Oh Salvador, ábrenos los cielos…» Estímulos para la oración Valor para interrumpir Tesis pentecostales La historia mesiánica como historia del sufrimiento La Pascua como experiencia Breves observaciones sobre textos neotestamentarios Sobre la vuelta de la pregunta de la teodicea al lenguaje de la oración de los cristianos ¿Hace feliz la religión? ¿Un mensaje alegre? Etsi Deus daretur: oración de un creyente

* La cristología del seguimiento y su mística ¿Una cristología de Sábado Santo?

* Semblanza de un teólogo: Karl Rahner Karl Rahner: su figura Karl Rahner: «padre de la fe» Karl Rahner: el añorado Sobre la fidelidad teológica a Karl Rahner Extracto de una carta

Tercera parte ¿Una Iglesia que no quiere aprender? De qué se trata ¿Principio de un principio? Con la mirada puesta en el Concilio Vaticano II

Un resurgir de la esperanza Recordando un documento sinodal Referencias bibliográficas Abreviaciones bibliográficas

Apéndice Nuestra esperanza Resolución del sínodo colectivo de las diócesis de la República Federal Alemana Introducción «Dar cuenta de nuestra esperanza», tarea de la Iglesia i. Dar testimonio de la esperanza en nuestra sociedad 1. El Dios de nuestra esperanza 2. La vida y la muerte de Jesucristo 3. La resurrección de los muertos 4. El Juicio 5. La remisión de los pecados 6. El reino de Dios 7. La creación 8. La comunión de la Iglesia ii. Un testimonio único y múltiples portadores de la esperanza 1. En medio del mundo en que vivimos 2. El testimonio de la esperanza vivida 3. En sintonía con Jesucristo 4. El pueblo de Dios como portador de la esperanza iii. Los caminos del seguimiento 1. Camino a la obediencia de la cruz 2. Camino a la pobreza 3. Camino a la libertad 4. Camino a la alegría iv. Misiones para la Iglesia y la sociedad en su conjunto 1. Para una unidad viva de todos los cristianos 2. Para una nueva relación con la historia de la fe del pueblo judío 3. Para una comensalidad con las Iglesias pobres 4. Para un futuro digno de la humanidad

Introducción El propósito de este libro es incidir, desde una perspectiva teológica, en el discurso de la «espiritualidad» y las «espiritualidades», un discurso tan generalizado como en gran medida poco o mal definido. En esta propuesta de una «mística de ojos abiertos» no voy a hablar solo del perfil irrenunciable de la espiritualidad cristiana; también pienso irrumpir en los debates actuales, propiciados por la crisis, sobre Dios y la Iglesia, las religiones y los ámbitos seculares. Desde hace varias décadas vengo utilizando la metáfora de una «mística de ojos abiertos» para explicar el trasfondo de mi trabajo teológico, sin por ello invocar una investigación propia de la mística y de la espiritualidad. Antes bien, es mucho más importante el interés —que en mi opinión caracteriza a toda teología fundamental — por cuestionar el dualismo, cada vez más agudizado, entre historia de la fe e historia personal, entre mundo de la fe y mundo de la razón, entre profesión de fe y experiencia personal, y por atajarlo en cierta manera desde el punto de vista teológico. El hecho de que en semejante intento la teología no carezca completamente de biografía la diferencia a la vez de la ciencia de la religión y de la filosofía de la religión, caracterizadas por su agnosticismo metodológico. Pero esta diferencia no le permite en modo alguno utilizar su aportación biográfica para el alarde placentero de una

biografía privada. ¡Enfrente está el logos sensible al tiempo y al dolor de la teología! A este se le dedicará toda la primera parte. Así, el logos despliega en primer lugar las perspectivas teológicas de las que surge el planteamiento de una «mística de ojos abiertos». A las lectoras y lectores teológicamente versados, o valientemente interesados, les recomiendo encarecidamente que entren de lleno en esta temática y consideren que, sobre todo las tres primeras contribuciones, se complementan argumentalmente. Quien de entrada se sienta irritado o desanimado por el título, puede centrarse, con respecto a la primera parte —y junto con el capítulo titulado «Mística de la justicia divina»—, en el breve texto «Tu Dios es también mi Dios», y, si puede también, en el capítulo «¿Miedo al propio perfil en el cristianismo?», antes de pasar a abordar la segunda parte. Esta versa acerca de una especie de «hoja de ruta»; a saber, acerca de mi «intento de aproximación» a dicha mística, un intento hecho de manera sumamente diferenciada y literariamente poco unificado. Hace ya varias décadas que, tal vez movido por mi «hambre de experiencias» teológicas, vengo recorriendo este camino de aproximación. Pero mientras que la primera parte ha sido redactada desde cero, la segunda aparece documentada tanto con textos ya publicados en su primera versión como —naturalmente también— con otras contribuciones hasta ahora inéditas; pero también los textos que ven la luz por primera vez los he vuelto a leer

una vez más y —sobre todo en aras de una mayor coherencia— los he modificado en parte o los he completado (por ejemplo, las anotaciones bibliográficas). En la tercera parte se plantea la cuestión de si, hace unas décadas, la Iglesia no estuvo más avanzada de lo que parece estar hoy. Por eso intento ofrecer aquí una posible panorámica a través de una retrospectiva teológica. Esto me ha hecho preguntarme por qué la Iglesia posconciliar se presenta casi exclusivamente como una Iglesia que enseña, con una jerarquía distante, en vez de presentarse como una Iglesia que aprende. Quo vadis, Ecclesia? Mi amigo y compañero Johann Reikerstorfer, que me ha recomendado entregar el manuscrito lo más rápidamente posible, comparte conmigo la persuasión de que la espiritualidad cristiana no debe rehuir el debate actual sobre la crisis ni neutralizar las decepciones ocasionadas por las fallidas reformas de la Iglesia. Estas decepciones, muy arraigadas ya en mucha gente, degeneran a menudo en una gran indiferencia respecto a la vida de la Iglesia. ¿Puede contribuir una espiritualidad teológicamente imbuida a que la espiritualidad «despierte» finalmente y empuje a una acción eclesial en la que la Iglesia —una Iglesia con actitud de aprender— no solo recupere cosas que históricamente ha perdido, sino que también imite o copie cosas que ya estaban ahí? Porque yo creo en esta posibilidad y no considero sustituible el perfil católico del cristianismo eclesial —en el sentido más ecuménico de la palabra—

cuando se trata de enfrentarse finalmente «con los ojos abiertos» a los retos de una crisis (de Dios) histórica; por eso he escrito estas páginas. De nuevo, quiero expresar aquí mi agradecimiento a Johann Reikerstorfer. Sin su buena mano para organizar los textos relevantes ya disponibles y su paciencia para releer una vez más todo el manuscrito, el presente libro no habría podido salir a la luz en tan breve tiempo. Por eso, y con vistas a una ulterior colaboración, le he pedido que proceda a la publicación del libro. También quiero expresar mi más sincera gratitud a Frau Michaela Feiertag por el perfecto acabado del manuscrito, así como, una vez más, al doctor Suchla, de la editorial Herder, por su colaboración experta y el interés especial mostrado por el tema de este libro. Johann Baptist Metz Múnster, marzo de 2011

PRIMERA PARTE PERSPECTIVAS TEOLÓGICAS

De qué se trata

La «espiritualidad» se ha convertido en una palabra de moda, cargada de ambigüedad. Para unos, es la expresión de un movimiento de búsqueda —semánticamente un tanto confuso— de una «nueva religiosidad»; para otros, cumple la función de una especie de «tapagujeros» en una época que se siente netamente posreligiosa. Como ocurre siempre en tales situaciones, es oportuno preguntarse por el núcleo mismo de la espiritualidad cristiana. Esta primera parte aborda la cuestión fundamental de una espiritualidad teológicamente permeada que no rehúya los debates actuales sobre la crisis que nos abruma sino que, por el contrario, intente estar a la altura de ellos. Se trata del perfil espiritual del cristianismo y de la Iglesia, así como del peligro de una destemporización teológica y de una privatización adialéctica de sus fundamentos bíblicos; se trata, en fin, de una puesta a prueba de la mística divina en el horizonte humano a la vista de los procesos de dilucidación política y de secularización de nuestro mundo, así como del pluralismo de las distintas esferas religiosas; no de una espiritualidad adormilada, sino de una espiritualidad que despierte y se levante.1

Mística de la justicia divina

Para un perfil mesiánico de la espiritualidad cristiana

Deus caritas est, «Dios es amor», recordaba la primera gran encíclica de Benedicto XVI. Cierto. Pero en la Biblia hay una segunda denominación de Dios que también encuentra eco y confirmación en el mensaje neotestamentario y que, por tanto, tampoco debe desaparecer de la memoria de los cristianos: Deus et justitia est, «Dios es (también) justicia». «Este es el nombre con que lo llamarán: “Yahveh, nuestra justicia”» (Jr 23,6).* Para la fe cristiana, la justicia no es solo un tema político, o social, sino un tema estrictamente teológico: una información de la fe sobre Dios y su Cristo. La Justicia como nombre divino podría parecer algo secundario en el discurso sobre un Dios ideal o platónico, pero resulta irrenunciable para el Dios histórico bíblicamente atestiguado en los dos Testamentos de la fe cristiana. Este nombre expone la afirmación «Dios es amor» al ámbito público de nuestras experiencias históricas y a la responsabilidad concreta de nuestra fe, que en dicho ámbito se refrenda. Por tanto, el discurso cristiano sobre Dios debe ser un discurso sensible a los tiempos, que no solo ilustre y enseñe, sino que también experimente y aprenda. He aquí una fuente para la crisis de fe de muchos cristianos de hoy, que creemos que llega más hondo de lo que suele percibir y tener en cuenta el discurso sobre la fe más extendido. En el fondo de la profesión de fe bíblica siempre late la cuestión

—no zanjada— de la justicia, de hacer justicia a las víctimas inocentes de nuestro acontecer histórico. Esta cuestión apunta —en el lenguaje escolástico— a la versión teológica de la denominada «pregunta de la teodicea», es decir, la pregunta sobre la existencia de Dios a la vista de la dolorosa historia del mundo, de «su» mundo. ¿Cómo es posible preguntar por la propia salvación y redención dando la espalda a esta historia de dolor? Quien habla de Dios, en el sentido de Jesús, está aceptando la conculcación de las preconcebidas certezas religiosas por parte de la clamorosa desdicha ajena. Nadie tiene derecho a justificar tal desdicha. En mi opinión, nada habría podido dilucidar mejor para la Iglesia la relación indisoluble entre la pregunta por Dios y la pregunta por la justicia que el hecho de que, en su último concilio, la Iglesia se descubrió por primera vez, no solo en el plano dogmático sino también en el empírico, como una Iglesia del mundo en la que las historias de dolor sociales y culturales calan en la imagen mundial de la Iglesia, una imagen hasta ahora eurocéntricamente configurada e instalada: se trata de unos procesos que, en medio de los tornados de la globalización, entre otras cosas, no parecen igualarse de manera razonable, sino que amenazan con agudizarse cada vez más bajo la presión anónima de la globalización de los mercados. Con respecto a la relación entre la pregunta por Dios y la pregunta por la justicia, se puede descubrir un filón literario en los textos bíblicos y en su teodicea, es decir, allí donde la historia de la

pasión del ser humano aparece desde el principio incardinada en el mensaje de una salvación de la humanidad en el contexto de la justicia. El lenguaje de estas tradiciones trata de ser un recordatorio del grito del ser humano y de dar al tiempo del mundo su temporalidad, es decir, un plazo fijo. La tardía irrupción del pensamiento temporal en las religiones y culturas del mundo a través de la apocalíptica bíblica —apuntalada por el lenguaje «de crisis» de los profetas y de dolor de los salmos— puede reconocerse como un lenguaje histórico-religioso e histórico-cultural.2 Básicamente, estos textos apocalípticos no versan en modo alguno sobre fantasías apocalípticas descerebradas ni están destinados al uso y consumo de zelotes, sino que son testimonios literarios de una apreciación del mundo empeñada en «descubrir» los rostros de las víctimas, testimonios de una visión del mundo «alerta» y «desveladora» de lo que «está ahí» realmente (en contra de la tendencia de muchas cosmovisiones al encubrimiento mítico o metafísico del clamoroso dolor del mundo y en contra de esa amnesia cultural que hoy también intenta tornar invisibles a los que han sufrido en el pasado y silenciar sus gritos). La apocalíptica bíblica, que «desvela» la huella del sufrimiento en la historia de la humanidad, puede estimularnos a formular esa única gran narrativa o «gran narración» que —después de la crítica de la religión y de la ideología de la Ilustración, después del marxismo, de Nietzsche y de la fragmentación posmoderna de la

historia— aún mantiene hoy su vigor: la legibilidad del mundo como historia de la pasión del ser humano. Asimismo, esta formula —por una especie de vía negativa, es decir, mediante una dialéctica negativa de la memoria passionis— el trasfondo de ese universalismo histórico que pertenece de manera irrenunciable al monoteísmo del discurso cristiano sobre Dios. Pues dicho discurso solo puede ser universal —y por tanto no solo tema de la Iglesia sino también de la humanidad— si es en su núcleo un discurso empático, tendente a hacer justicia frente al sufrimiento de los demás. Dado su enfoque transcultural, semejante universalismo debe ser antitotalitario y defensor del pluralismo. «Bienaventurados los que lloran», proclama Jesús en el Sermón de la Montaña. «Bienaventurados los que olvidan», anuncia por su parte Nietzsche, profeta del posmodernismo. Pero ¿qué sería de los humanos si, contra la desgracia y las pasiones del mundo, solo pudieran defenderse con el arma del olvido? ¿Qué pasaría si un día solo pudieran construir su propia felicidad sobre el olvido inmisericorde de las víctimas, es decir, sobre una amnesia cultural en la que el tiempo —imaginado sin plazo alguno— debiera curar todas las heridas? ¿De dónde podrían sacar entonces su fuerza para la rebelión los que sufren sin culpa y de manera injusta? ¿Qué podría entonces inspirar para una mayor justicia, para una lucha por una «mayor igualdad» entre todos los humanos en un mundo único? Y ¿qué pasaría si se agotara definitivamente en nuestro mundo secular

la visión de una última gran justicia? ¿Qué pasaría si lo que hoy llamamos «espiritualidad» dejara de estar tocado por esta visión de una justicia divina (para todos, en una coalición entre vivos y muertos)? Ya sé que la «espiritualidad» se ha convertido en una especie de palabra de moda sin contenido. Tal vez deberíamos decir también que, en el mundo occidental, ha devenido en lema para designar el núcleo nada claro de una vivencia posmoderna. Así, este uso indefinido le ha hecho perder prácticamente toda precisión conceptual. Las confusiones semánticas parecen inevitables. La manera como hoy se emplea la palabra «espiritualidad» se desmarca en muchos sentidos de cualquier contexto religioso o pararreligioso. E incluso dentro de los distintos ámbitos religiosos se presenta con distintas connotaciones. En medio de todas estas ofertas, en constante proliferación, ¿qué significa la expresión «espiritualidad cristiana»?3 Sin dejar el plano de la semántica, me gustaría aludir a dos propuestas distintas (remitiendo, para su mejor enjuiciamiento, a cada uno de los textos siguientes). En mi opinión, deberíamos distinguir, por una parte, y dentro del ámbito religioso, entre mística y espiritualidad religiosa, limitando el empleo de «mística» a las religiones monoteístas, pues su espiritualidad hace referencia expresa a una especial proximidad vivencial con respecto a Dios. Por la otra, deberíamos recalcar que, a la vista de las oscilaciones

de significado imperantes incluso en el cristianismo eclesial con respecto a la espiritualidad, los cristianos tendrían que considerar otro aspecto básico. A través de la aludida y unitaria relación entre la cuestión de Dios y la cuestión de la justicia, a los cristianos se les recuerda permanentemente el fundamental rasgo mesiánico del cristianismo y de su espiritualidad. Es en este sentido como aquí hablamos del «perfil mesiánico de la espiritualidad cristiana». ¿Qué queremos decir propiamente con ello? La mirada primigenia de Jesús es una mirada mesiánica. No se dirige primero a los pecados de los humanos, sino al sufrimiento de estos. Esta empatía mesiánica no niega el peso bíblico de la culpa y el pecado.4 El acento de la perspectiva mesiánica del mensaje neotestamentario pretende ser ante todo un correctivo, un correctivo respecto al absolutismo unilateral que en la historia de la Iglesia aparece una y otra vez (recuérdese sobre todo el discurso sobre «los pequeños y los ingenuos») y que en la modernidad ha conducido a un antagonismo peligroso entre conciencia de libertad y conciencia de pecado, así como al desleimiento del «pecado» en «culpa». Esta empatía mesiánica no tiene nada que ver con una autoconmiseración quejumbrosa, con un culto al dolor de tinte jeremíaco. Sí tiene que ver, empero, con la mística bíblica de la justicia: con la pasión divina como sympathia, como mística práctica de la compasión. Un cristianismo atento a su raíz bíblica debe estar atento a esto una y otra vez.

Hago especial hincapié en esta compasión que brota de la pasión divina porque ya desde muy temprano el cristianismo tuvo dificultades con la básica empatía hacia el dolor que articula su mensaje. En la teologización del cristianismo, la cuestión de la justicia para con los que sufren sin culpa —una cuestión que tan profundamente desasosiega a las tradiciones bíblicas— se convirtió en una cuestión sobre la redención de los culpables y como tal se difundió —en mi opinión demasiado deprisa—. La doctrina cristiana de la redención dramatizó la cuestión de los pecados y relajó la cuestión del dolor. Pero ¿no mermó esto la sensibilidad elemental hacia el dolor de los demás, eclipsando la visión bíblica de la gran justicia divina, para la que después de Jesús toda hambre y toda sed deberían tener valor? ¿Los cristianos han dicho adiós demasiado deprisa y demasiado pronto a la cuestión bíblica de la justicia? ¿El cristianismo no se ha visto a sí mismo casi exclusivamente, a lo largo del tiempo, como una religión más sensible al pecado que al dolor? ¿Por qué la Iglesia se vuelve cada vez más dura con las víctimas inocentes que con los autores culpables? ¿No hemos expulsado de nuestro discurso cristiano sobre la fe demasiado deprisa y demasiado atolondradamente el clamor del ser humano en insondables historias de dolor? Estas preguntas críticas no se deben descartar ni especulativamente ni con apelaciones morales. Afectan a la comprensión misma del derecho y de la constitución de nuestra

Iglesia. ¿Existe, entonces, una comprensión eclesial que esté bajo el primado de una justicia salvadora para con las víctimas que sufren inocentemente y también para los autores que padecen su propia culpa?5 ¿O no sigue esto bloqueado todavía a causa de la persistente y excesiva influencia del antiguo derecho romano en nuestro derecho eclesiástico? Yo no he abordado todavía, de manera detenida, esta cuestión sobre la relación entre justicia y derecho, entre justicia divina escatológica y derecho eclesial (que tanto interesa también a la nueva teología política), sin duda por falta de competencia jurídica y quién sabe si no también por falta de coraje civil y teológico. La fe cristiana es, a no dudarlo, una fe buscadora de justicia. Ciertamente, los cristianos deben ser místicos, pero no exclusivamente en el sentido de una experiencia individual espiritual, sino en el de una experiencia de solidaridad espiritual. Han de ser «místicos de ojos abiertos». La suya no es una mística natural sin rostro. Antes bien, es una mística buscadora de rostros, que se adelanta en ir al encuentro de los que sufren, en ver el rostro de los desdichados y de las víctimas. Está sometida, en primera instancia, a la autoridad de los que sufren. La experiencia que irrumpe y se perfila en este sometimiento se convierte —para esta mística de la justicia que busca el rostro— en un vislumbre terrenal de la cercanía de Dios en su Cristo: «Señor, ¿cuándo te vimos sufriendo […]? Y él les contestó: “Os lo aseguro: todo lo que

hicisteis con uno de estos hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25,31-46). Esta mística de la compasión no se orienta exclusivamente a una experiencia sin ojos, que se mira hacia dentro, sino a una experiencia «interruptora» que busca en el trato con los demás una situación cara a cara, una experiencia mística y política a la vez.6 «Mística» en cuanto que puede ser el comienzo interruptor de una experiencia divina, o al menos una especie de «husmeo divino».7 Y al mismo tiempo «política» porque en estas «interrupciones» interhumanas los otros más vulnerables y vulnerados se vuelven experimentables (visibles) en una última invulnerabilidad que tendría que impregnar todo nuestro quehacer político. Así, esta mística política no es una especie de mística de la política o de los políticos, como tampoco Jesús fue una especie de político. Pero esta mística es política, por el mismo motivo por el que Jesús tampoco fue en modo alguno apolítico.8 Esta mística política de la compasión no es una invitación al heroísmo ni a una santidad sublime. Debe ser apta para todos los públicos: una virtud básica de los cristianos que pueda dar también a una Iglesia con formas comunitarias nuevas —que reformulen el principio parroquial popular-territorial— una relevancia conformadora de futuro; unas comunidades, en fin, en las que la historia fundacional del cristianismo (como comunidad de recuerdo y de narración reunida para el ágape eucarístico en el seguimiento total e indiviso de Jesús) se repita ante los ojos del mundo y cuya fe

buscadora de justicia las proteja del peligro de convertirse en distintas sectas. Este impulso bíblico-apocalíptico, con su pathos de justicia, debe caracterizar a un cristianismo sensible al tiempo y al sufrimiento en lucha por una autoridad universalmente reconocible en una sociedad estrictamente pluralista. Así, cabe preguntarse: ¿existe, por ejemplo, una autoridad preexistente o subyacente a todos los actos de consenso que todos puedan aceptar sin violencia? ¿Existe también en nuestra modernidad ilustrada algo que se parezca a un derecho racional universal de carácter pluralista? La huella dejada por las tradiciones judeo-cristianas se llama memoria passionis, es decir, un acordarse del dolor ajeno, lo cual garantiza el carácter humano de nuestra racionalidad moderna. Desde su dialéctica negativa, esta memoria passionis es el intento teológico de formular un derecho racional universal de carácter pluralista (con vistas también a una fundamentación de los derechos humanos).9 Pero ¿qué puede impedir, entonces, que el mundo globalizado estalle en indomeñables luchas religiosas y culturales, por ejemplo entre el cristianismo y el islam, o entre el mundo occidental y el oriental? ¿Qué es, pues, lo que puede mantener en paz y armonía a este mundo? El postulado de la igualdad básica de todos los seres humanos, esa pretensión tan importante con respecto a la humanidad, tiene un fundamento bíblico.10 Su formulación práctica, adoptada por el cristianismo y anunciada con el mensaje de la unidad inseparable

entre el amor a Dios y el amor al prójimo, entre la pasión divina y la compasión, se puede enunciar de esta manera: no existe dolor en el mundo que no nos afecte e interpele a todos.11 Así, este postulado sobre la igualdad fundamental de todos los seres humanos remite al reconocimiento de una autoridad accesible y apta para todos los humanos, es decir, a la autoridad de quienes sufren de manera injusta y sin culpa. Remite a una autoridad que, antes de cualquier acuerdo y comprensión, obliga a todos los humanos, sí, a todos, ya religiosos, ya seculares, y que por eso no puede ser burlada ni relativizada por ninguna cultura que aspire a la igualdad de todos los hombres ni por ninguna religión, incluida la Iglesia. Por eso el reconocimiento de esta autoridad transcultural debe ser también un criterio para el discurso religioso y cultural en nuestras circunstancias globalizadas. Finalmente, a una opinión pública mundial estrictamente pluralista le serviría de base para un ethos de paz. Según esto, ¿no se puede decir también que la modernidad secular —en el sentido de una «dialéctica de la secularización»— sigue estando acompañada por una visión insecularizable, es decir, por la visión de una igualdad definitiva de todos los humanos en su dignidad y responsabilidad históricas? ¿Semejante visión apunta exclusivamente a una justicia del vencedor, a la igualdad sin destino de los «últimos humanos»? O ¿no está tocada más bien por esa «mística de la justicia divina», como queda patente en el mensaje

bíblico sobre la resurrección de los muertos y el Juicio universal? Deus caritas est, Deus et iustitia est. El cristianismo tampoco debe separar esta unidad referida a Dios. De ahí su caminar, su «discurrir» (Pablo) por la historia y como historia (con las experiencias de la no identidad y de la mística cristiana de una justicia divina salvadora).12

Tiempo y temporalidad Sobre un problema fundamental de la teología cristiana

Esta contribución la habría podido también subtitular «Sobre la rehabilitación de la apocalíptica bíblica: en contra de sus detractores teológicos». O «Sobre una tardía (¿retrasada?) rehabilitación del nominalismo». Sin embargo, ambas propuestas habrían podido parecer un tanto raras. ¿Qué se entiende por la formulación «Sobre un problema fundamental de la teología cristiana»? Vayamos por partes en las preguntas. ¿Qué une a este texto con las reflexiones anteriores sobre la «mística de la justicia divina»? Aquí se trata de un intento de clarificación acerca de la pretensión de universalidad, allí expresada, del discurso bíblico sobre Dios en nuestro tiempo. ¿Universalismo teológico en la era de un pluralismo públicamente reconocido? ¿No es esto el adiós de la teología al ámbito competencial de la moderna razón crítica? ¿No es romper con toda posibilidad de una relación comunicativa entre la fe fundada en este discurso sobre Dios y la moderna razón crítica? Sin embargo, esta pretensión de universalidad del discurso bíblico sobre Dios no niega, ni tampoco merma, la pretensión de universalidad de la razón crítica; solo pretende «elaborar» su universalidad (concebida en el logos griego) en cuanto sensible al tiempo y al dolor, es decir, concretizarla para garantizar el carácter

humano de la moderna razón crítica. Parto de la idea, que se apoya en la ciencia de la religión, de que la temporalización del tiempo como tal —mediante la apocalíptica bíblica, con la historia de dolor en ella articulada— penetra toda la historia de la religión y de la cultura de la humanidad.13 Este tardío irrumpir del pensamiento de la temporalidad en la apocalíptica bíblica, con su giro temporal y teóricamente relevante del «tiempo eterno» hacia su temporalización, es decir, hacia su fijación de un plazo, puede considerarse, en mi opinión, un rasgo único de la religión judeocristiana en el marco general de la historia de las religiones. Este pensamiento bíblico de la temporalidad no era solo desconocido para los ámbitos religiosos y culturales del Oriente Próximo, sino también para los del Mediterráneo griego. Lo cual vale tanto para el «tiempo eterno» de los presocráticos (retomado por Nietzsche de manera cuasi posmoderna) como para el «cosmos eterno» de la época clásica griega. La historia de Jesús es en sí una historia apocalíptica en la que la universalidad abstracta de la razón (griega) es empleada definitivamente en el tiempo y en la historia. Pero este giro no se fraguó en la cultura del logos de Atenas, sino en la cultura anamnética de Israel. Aquí tenían una conciencia de la temporalización que a los griegos les parecía una «necedad» (1 Cor 1,23). El discurso bíblico sobre Dios rompió el hechizo del «tiempo eterno».

La pregunta que me preocupa aquí reza así: ¿no ha vuelto el cristianismo a abandonar demasiado deprisa este pensamiento apocalíptico de la temporalidad en el ámbito teológico? ¿La teología cristiana no ha intentado resolver el problema del denominado aplazamiento de la parusía (la crisis de la denominada espera de la llegada inminente) al destemporalizar por completo y —sobre todo con la ayuda de las categorías del platonismo medio— al idealizar (es decir, generalizar atemporalmente) las expectativas temporales del cristianismo? ¿No se inicia ya con esto una destemporalización fatídica de todo el mundo teológico-conceptual? A este respecto, no solo los teólogos platónicos sino también los aristotélicos —como Tomás de Aquino— tuvieron grandes dificultades para hacer uso de esta temporalización de su mundo, para no incurrir en el dualismo gnóstico de un tiempo sin salvación y de una salvación sin tiempo…, ese dualismo que amenaza a la historia teológica del cristianismo desde sus principios (hasta el día de hoy).14 Viene a cuento, en este sentido, la observación de Hans Blumenberg de que ni siquiera la gran teología medieval, con su enseñanza analógica, logró superar el dualismo gnóstico.15 El radical cambio histórico-conceptual que supuso el denominado nominalismo (teológico) ¿no introdujo ya un giro —por cierto muy poco firme en el plano categorial—16 hacia la temporalización a fin de conjurar el peligro de un espejismo semántico en el lenguaje de la teología cristiana?17 Para esta, dicho

giro nominalista significa, de muchas maneras —entre ellas de una manera nada dialéctica—, el comienzo de una decadencia de la razón y del pensamiento en general. La teología cristiana no ha querido reconocer este nominalismo como punto de partida del pensamiento —tampoco el de inspiración bíblica— en el horizonte del tiempo temporalizado ni como inicio de los primeros procesos de aprendizaje históricos de la Edad Moderna —unos procesos, por cierto, categorialmente inmaduros—. ¿La teología cristiana no habría debido decir al respecto: hic logos, hic salta? Sin embargo, a la vista de la valoración teológica habitual del nominalismo no puede por menos de embargarnos la impresión de que la teología cristiana se levantó con el pie izquierdo en los albores de la Edad Moderna. Por eso, creo que la recuperación teológica del núcleo temporal e histórico del cristianismo no puede producirse a través de una escatología vaciada —por efecto de una lógica identitaria— de toda experiencia de interrupción, sino a través de un pensamiento no identitario impulsado por la apocalíptica bíblica y su teodicea, un pensamiento que tenga una memoria especial para el grito de los seres humanos y ofrezca una escatología al tiempo de la humanidad. ¿No hemos tirado el grano con la paja en nuestro afán por una completa destemporalización e idealización del ámbito conceptualteológico? ¿Todavía significa algo para nosotros «estar alertas», «estar a la espera», «aguardar»? ¿O «esperar» y «echar de menos» en el horizonte de unos tiempos estrictamente destemporalizados?

¿Qué esperanza festejamos en nuestras liturgias («… hasta que vengas en toda tu gloria»)? ¿Los cristianos no estamos ofreciendo al mundo un espectáculo lamentable al hablar de esperanza en Dios, en su «reino», cuando en realidad no esperamos nada más? ¿Seguimos esperando un final, un final para toda la humanidad y no solo para el individuo en su situación aislada, «desesperanzada» ante una muerte individual?18 ¿Qué significan todos estos conceptos a la vista de la destemporalización básica del mundo conceptual teológico? ¿No hemos expulsado desde hace mucho tiempo al reino del mito la espera de un fin universal porque para nosotros el tiempo como tal se ha convertido en una infinitud vacía, libre de sorpresa, por lo que nunca se podrá convertir en un tiempo para el fin de los tiempos? Con la pregunta sobre la temporalidad del tiempo ya no se aborda solo «mi» tiempo sino también «tu» tiempo, el tiempo de todos los demás; y con la pregunta sobre el «final del tiempo» ya no se aborda solo «mi» muerte sino también «tu» muerte, la muerte de todos los demás. Por consiguiente, la matriz de la esperanza cristiana no es el tiempo de la propia vida sino también, e ineludiblemente, el tiempo de los demás. No solo el salto a la muerte de uno, sino también de los demás…; la muerte de los demás mantiene despierta la inquietud del final de los tiempos en nuestros corazones. La temporalización del logos de la teología cristiana, aquí reclamada, es solo una «relativización» contraria a la verdad para quien mantiene una relación idealizadora y atemporal con la verdad,

una relación inadecuada con el carácter de acontecimiento temporal del mensaje cristiano. Una Iglesia que profese y se reconozca en la encarnación de Dios en la historia no solo debería aleccionar a los creyentes acerca de la voluntad de este Dios hecho hombre, sino que también debería «estudiar» esa voluntad divina en las experiencias históricas. ¿No constituyó, por ejemplo, un primer paso en el aprendizaje de la Iglesia el hacer inolvidable, en el momento en que echó a andar, que Dios se hizo en Jesucristo no solo «hombre», sino también judío? ¿No parece que a nuestra teología cristiana de hoy le gustaría más, en muchos aspectos, que Dios se hubiera hecho más bien «griego»? «En Suabia dicen de algo que sucedió tiempo ha: de eso ha pasado tanto tiempo que pronto dejará de ser cierto». De la implicación de este chascarrillo suabo,19 mencionado por Hegel, no podemos evadirnos teológicamente contestando a la pregunta sobre la relación entre verdad y tiempo con la idealización atemporal de la verdad (Atenas), sino prestando atención a los impulsos de la temporalización del pensamiento de la verdad («fidelidad») en las tradiciones bíblicas (Jerusalén)20 y aceptando una presión temporal sobre nosotros mismos y sobre nuestro quehacer de cristianos. La temporalización del logos (de la teología) en modo alguno conduce al desidioso abandono de un pasado que une. En esta temporalización late la dialéctica de la razón anamnética (dotada de recuerdo): con la forma de un «saber añorante» para producir

pasados abiertos y con la forma de recuerdos arriesgadamente liberadores para el futuro de la humanidad.21 En este sentido, me permito aducir un breve texto de 1970.22 Memoria liberadora de Jesucristo: la celebramos en medio de una sociedad cuya conciencia y cuyas formas de vida cada vez están menos impregnadas de recuerdos. Las tradiciones pierden cada vez más su fuerza vinculante y definidora: por lo general, solo sirven de bastidores para una ocasional y festiva interpretación de la existencia. Nuestro mundo, gestionado de manera científico-técnica, cada vez actúa de manera menos histórica. La tradición deviene en materia de una crítica histórica distanciada, y el futuro, en un objeto exclusivo de planificación tecnológica. El pasado parece haber perdido definitivamente su capacidad de vinculación, y el futuro, su misterio. Pues bien, había buenos motivos para una verificación crítica de nuestras tradiciones. Esta nos liberaba, en efecto, de falsas compulsiones. No debe disputarse aquí su legitimidad, ni tampoco su imprescindibilidad. Solo una relación crítica con el pasado, y no una relación romántica o doctrinaria, puede salvaguardar su incumplido e irrenunciable legado. Sin embargo, esta crítica no debe pasar por alto que tanto el recuerdo como la tradición caracterizan a todo reconocimiento crítico. Sin duda, hoy existe el peligro de equiparar con la superstición todo lo que esté determinado por el recuerdo y la tradición en nuestra conciencia (y lo que no apueste

por el cálculo de nuestra razón técnico-pragmática) y de dejarlo a la discreción privada y a la responsabilidad del individuo. Pero con ello el ser humano no se vuelve más libre. Antes bien, se vuelve más fácilmente víctima de las ilusiones hoy imperantes, de las «relaciones obcecadas» de un presente sin trasfondo. Se vuelve, en fin, más fácilmente seducible, es decir que se pliega de improviso al hechizo de los conceptos y las conductas al uso. Podemos explicar lo que esto significa con relación a nuestro entorno vivencial; a saber, la fe cristiana como memoria Jesu Christi. Esta fe podría expresarse aquí como un recuerdo arriesgado que nos despierta sobresaltadamente de una reconciliación con los «hechos» de nuestro presente unidimensional. Aquí, la fe cristiana podría expresarse como un recuerdo que nos vuelve libres para sufrir con el sufrimiento ajeno, aunque la negatividad del sufrimiento parezca algo cada vez más inadmisible en nuestra sociedad; … como un recuerdo que nos vuelve libres para la contemplación, aunque en los más recónditos rincones de nuestra conciencia parezcamos hipnotizados por el trabajo, el rendimiento y la planificación; como un recuerdo que nos vuelve finalmente libres para contarnos nuestra propia finitud y nuestra cuestionabilidad, aunque la esfera pública viva bajo la sugestión de una vida cada vez «más perfecta». Aquí, la fe cristiana podría expresarse como un recuerdo que nos vuelve libres para atender a los padecimientos y esperanzas del pasado, para hacer frente al reto de los muertos, para

no perder la solidaridad con ellos, de cuyo número formaremos parte nosotros mismos pasado mañana y hacia los cuales la sociedad avanzada y creyente en la planificación solo muestra perplejidad, escepticismo u olvido. En esto trasparece algo que se podría calificar de libertad crítica con la sociedad del recuerdo cristiano. «El recuerdo del pasado», sostiene el filósofo Herbert Marcuse, «puede suscitar visiones peligrosas, y la sociedad establecida parece temer los contenidos subversivos de la memoria». No por casualidad la destrucción del recuerdo suele ser una de las medidas que gusta de adoptar el totalitarismo. Al cinismo moderno del poder político y tecnocrático se le opone el recuerdo de Jesucristo. Un recuerdo que no apoya su arriesgada y liberadora fuerza en ningún poder preexistente a la verdad y al amor, como podemos ver en Jesús. Al final, dicho recuerdo no puede invocar como aliados más que a pensamientos del color de los sueños, a ideas omitidas, sometidas y disputadas, a expectativas inadecuadas y porfiadas y a las esperanzas mortalmente amenazadas de los seres humanos. Pero esto le puede bastar.

¿Una mística política? Sobre el concepto de lo político en la nueva teología política

En el primer texto, la «mística de la justicia divina» se describe como «mística política». Para evitar confusiones semánticas, falsas atribuciones o distorsiones ideológicas, debemos ocuparnos, al menos brevemente, del «concepto de lo político» aquí dado por supuesto. Empecemos con una diferenciación —¿demasiado?— fácil entre la teología política antigua, en cierto modo «clásica», y la nueva teología política. La primera se desenvuelve en un espacio temporal que va de la estoa hasta Carl Schmitt y sus repercusiones en el siglo xx.23 Aunque esta teología política estatal despertó, y despierta, cada vez más atención (sobre todo en estos tiempos de aguda incertidumbre), el propio C. Schmitt (1963) señaló la clave de esta teología política: «La época de la estatalidad está tocando a su fin. Sobre ella ya no se deben desperdiciar más palabras».24 ¡Qué bonito sería si la Fraternidad Sacerdotal de san Pío X, y sus simpatizantes del Vaticano, tuvieran esto también en cuenta! Pero ellos siguen buscando en teología política una ideología de la estatalidad, una especie de «Estado católico». Pero hablemos ahora de la nueva teología política. Me referiré aquí sobre todo a la situación de la teología católica, sin perder de vista en ningún momento la problemática ecuménica. Por mor de la

brevedad, describiré el planteamiento de esta nueva teología política desde la visión de mi biografía teológica personal, la cual se halla marcada sobre todo por un nombre, el de mi maestro y amigo Karl Rahner. Con su «giro antropológico» del discurso sobre Dios, llevó a la teología católica, como nadie antes, a un nuevo compromiso crítico y productivo con el espíritu de la modernidad. Mis cuestionamientos de Rahner se relacionan no con el «giro antropológico» como tal sino con su aplicación.25 En efecto, en mi opinión esta no puede realizarse en el plano de la conciencia filosófica —es decir, al estilo de un pensamiento identitario trascendental que se enfoca individualistamente—, sino que antes bien debe suceder considerando al ser humano en la historia y la sociedad, es decir que debe actuar al estilo de un pensamiento de la temporalidad dialéctica. Tal vez habría debido describir este desiderátum también como una forma de «teología dialéctica» (donde «dialéctica» significa ante todo la crítica de la temporalidad y la atemporalidad del logos de la teología cristiana), pero hablé exclusivamente de «teología política», sin preocuparme demasiado de la presión semántica que ejerce sobre este concepto la teología política «clásica» (desde la estoa hasta C. Schmitt). En cualquier caso, la nueva teología política emplea el concepto en un sentido estrictamente teológico. Se llamó «política» en primer lugar para caracterizar su objeción correctiva frente a la teología católica posescolástica, que con su tendencia a una privatización adialéctica

y a la individualización de su logos (antropológicamente empleado) intentó trascender los retos de la dilucidación política sin haber pasado por ellos. Esta nueva teología política emprendió desde el principio una nueva valoración teológica de los procesos de la Edad Moderna (que se habían introducido ya en la escolástica tardía, y sobre todo en el nominalismo) y especialmente de los procesos de la dilucidación política, con el viraje, a ella asociado, de «lo político», sin que la nueva teología política quisiera realizar una adaptación adialéctica, ciega a las contradicciones internas de estos procesos de aprendizaje modernos. En su última entrevista con Eduardo Mendieta, Jürgen Habermas afirma que, según él, habría una doble teología política: una antiilustrada y —a la vista de la nueva teología política— otra que recoge las tradiciones de la Ilustración y, dada su «empatía temporal», puede tender un puente de enlace entre la filosofía y la teología contemporánea.26 Mi cuestionamiento de Habermas se refiere a su caracterización adialéctica del pensamiento de la «temporalidad» mediante el prefijo «pos-» (postradicional, posmetafísico, posecular…), como si la «tradición», la «metafísica» y también la «secularización» no tuvieran ya un presente operativo. Con esta observación crítica, la nueva teología política no pretende cuestionar de nuevo su afirmación de los procesos de aprendizaje de la razón moderna y de la dilucidación política de ella resultante,

sino solo llamar la atención sobre lo siguiente: allí donde, en nombre de la dilucidación de la dialéctica histórica, la razón moderna intenta sustraerse por completo al recuerdo y al olvido para dejar atrás toda «dialéctica de la dilucidación», está fundando, en mi opinión, los modernos procesos de dilucidación obligatoriamente sobre el olvido y con ello está estabilizando involuntariamente la amnesia cultural hoy imperante, con su conciencia extremadamente débil de «lo que falta», de lo que «clama al cielo».27 Reforzar esta conciencia y mantenerla públicamente despierta pertenece a «lo político» en la época presente de su socialidad, es decir, pertenece también al «concepto de lo político» en la nueva teología política, que sabe diferenciar muy bien entre la secularización del Estado y la dialéctica de la secularización en la sociedad. Por eso esta nueva teología política tampoco considera una «religión burguesa» surgida en la estela de la adaptación adialéctica a los procesos sociales de la Ilustración como una repetición convincente de la historia fundacional del cristianismo en la modernidad europea28 ni tampoco sencillamente como la meta buscada de los procesos de aprendizaje y de renovación de la Iglesia.29 El famoso «dilema de Böckenförde», según el cual el Estado de derecho democrático secular vive de unos presupuestos que de por sí no puede garantizar, no orienta o remite esta garantía inmediatamente a la religión, sino a la sociedad, de la que también Habermas, por su parte, comenta lo siguiente: «El concepto de lo

“político”, desplazado a la sociedad civil, garantiza también dentro del Estado constitucional secular una relación con la religión».30 El mandamiento de neutralidad ideológica vale para el Estado, pero no vale igual para la sociedad. E.-W. Böckenförde habla aquí de una «neutralidad abierta». Como siempre, el estricto —o abierto— mandamiento de la neutralidad del Estado no vale tampoco solamente para los ciudadanos del Estado. Por eso «lo político» de la nueva teología política abarca mucho más que «la política» del Estado de derecho democrático. No incluye solo la «ética de responsabilidad» de los políticos democráticos, sino también rasgos de una «ética de la convicción» a fin de impedir que en la inevitable pragmática de la política «la llama de la pura convicción» (M. Weber) sin más se apague de la vida política. Pero también las utopías sociales, que son unas propuestas críticas para con la sociedad religiosamente motivadas, así como los estímulos de la ciencia, la literatura, el arte, etcétera, deben ser accesibles al discurso público en el Estado de derecho democrático como algo políticamente legítimo.

«Tu Dios es también mi Dios» Sobre la «pervivencia» de Dios en la muerte del hombre

Un amigo extranjero, gravemente enfermo, me confesó hace poco: «Permíteme que te lo diga en pocas palabras: si muero, morirá mi Dios conmigo». Mi respuesta, tras cierto tiempo, fue: «Según lo que dices, ¿morirá entonces también “mi” Dios? Pues estás dictando contra él una condena a muerte, si mi suposición es correcta. La cual viene a ser: si “tu” Dios es realmente Dios, entonces solo es “tu” Dios si es también “mi” Dios, es decir, si es también el Dios de “los demás”, el Dios de “todos los hombres”. Y solo si “desprivatizas” a Dios en este sentido, puede “tu” Dios ser también para ti algo más —y otra cosa— que tu propia proyección, que tu sueño privado, que será enterrado contigo. Mantengo pues mi objeción por ti y por mí». Nos despedimos tras un largo apretón de manos. Después, tomé estas breves notas: • No es una debilidad del creyente vivir en función de la fe de los demás. • Existe una trascendencia de Dios respecto de la propia muerte. El Dios bíblico no es solo un tema privado del individuo, sino, al igual que la muerte, el sufrimiento y la culpa, un tema de toda la humanidad, un tema «universal» que la teología debería reformular sin cesar, de manera absolutamente libre de toda

violencia y en medio de un clima de pluralismo. En mi opinión, semejante discurso sobre Dios solo puede ser «universal» si se lleva a cabo «sobre una base de igualdad», como un discurso empático para con el rostro de los otros y como un discurso que busque la Justicia de manera empática. • ¿No parece todo esto demasiado «antropocéntrico»? ¿Qué pasa con el otro mundo, sobre todo con el mundo animal? Esta es una de las preguntas que me formularon. Mi intento de respuesta fue: yo solo puedo esperar que el «antropocentrismo cristiano» perciba lo antes —y más consecuentemente— posible que el mundo de los hombres no existe, para empezar, sin el mundo de los animales, y que por tanto los animales, al menos en la medida en que pertenecen al mundo de los hombres, también tienen un futuro «paradisíaco». (Por mi parte, no puedo sino alabar esta mejora. En este momento estoy leyendo los relatos de Amos Oz recogidos en Plötzlich tief im Wald [De repente en lo profundo del bosque]). • ¿Crees en tu comprensión de Dios, o crees en Dios? Si crees en Dios, entonces tu fe es (sobre todo) un velar, un despertar. «La mayoría de nosotros tenemos una idea general de lo que significa creer, temer, amar y obedecer; pero prácticamente no contemplamos o no entendemos lo que se quiere decir con velar» (John H. Newman). ¡Descubre, pues, lo que significa «velar»! Intenta mostrarte también vigilante. La historia aún no ha tocado a

su fin en general, ni tampoco para ti. «Velar» es una actitud, que por cierto también recomienda Pablo para el logos de la cristología. Aún siguen pasando cosas con Cristo. Así, Pablo relaciona la Resurrección de Cristo «en» el tiempo con la resurrección de los muertos «como fin» del tiempo: «Si no hay resurrección de muertos, ni siquiera Cristo ha sido resucitado […]. Si nuestra esperanza en Cristo solo es para esta vida, somos los más desgraciados de todos los hombres» (1 Cor 15,13.19). Sin «velar» en el tiempo, sin una visión escatológica, ¡no hay cristología alguna! En nuestra fidelidad a Cristo hay mucho que experimentar y aprender. En la línea de un pensamiento de Bonhoeffer, yo podría añadir: el cristianismo no puede nunca «poseer a Cristo» de tal manera que ya no tenga que seguir esperándolo. ¿Caracteriza esto también a nuestra cristología? • En la acción (etsi Deus daretur, etsi Christus daretur) surge una luz, una inteligibilidad, una legibilidad del mundo que nuestra curiosidad puramente teórica no puede producir (véase Ef 5,14). El Dios bíblico no es una idea platónica, sino si acaso un pensamiento práctico a priori (del que los cristianos se cercioran en historias de partida, regreso y seguimiento). La dialéctica teoría-práctica (o esa dialéctica entre recordar y olvidar) ¡es en realidad un hallazgo bíblico!

¿Miedo al propio perfil en el cristianismo? Unas palabras sobre la libertad religiosa

No solo en los círculos vaticanos, sino también en muchos estamentos eclesiásticos y políticos de este país, descubrimos que, a la hora de manifestarse acerca de la libertad religiosa, actúan con especial reserva. Hablan exclusivamente de la libertad religiosa positiva: «El cristianismo es sin ninguna duda patrimonio de Alemania; el judaísmo lo es igualmente, y el islam lo es desde hace tiempo también».31 ¿Y solo estas tres religiones? ¿Qué más cosas son también patrimonio de Alemania cuando se trata de la libertad religiosa? Mi pregunta no apunta a otras comunidades religiosas (seguramente más pequeñas). ¿Qué pasa, por ejemplo, con el creciente número de ciudadanos no religiosos, estrictamente seculares, de nuestra sociedad? Según la frase, tan citada, de nuestro presidente de la República, ¿no se tiene la impresión de que Alemania sigue siendo en el fondo un Estado religioso «monoteísta»? ¿Los teólogos no deberían llamar la atención sobre el hecho de que, desde el punto de vista de la historia del derecho y de la política, el derecho fundamental a la libertad religiosa no procede originaria ni exclusivamente de la libertad religiosa positiva, es decir, de la libertad «para» la religión, sino antes bien de la libertad religiosa negativa, es decir, de la posibilidad de ser libres «respecto

de» o «frente a» la religión? Si nuestra Iglesia reclama hoy para ella misma (y también para las demás religiones) la libertad de pensamiento, la libertad de conciencia y la libertad religiosa, también debe escuchar la voz de su conciencia histórica en el sentido de que estas libertades no pocas veces tuvieron que aplicarse en contra de ella misma —por ejemplo, durante la Reforma o la Ilustración—. La Iglesia pierde credibilidad si cree que puede desdeñar, o poner entre paréntesis, esta conciencia histórica autocrítica por medio de un idealismo teológico completamente destemporalizado. La disposición para dialogar con quienes reclaman como logro de la civilización esta libertad religiosa negativa, es decir, para dialogar con los no creyentes, algo que el Concilio Vaticano II recomendó a los católicos de manera expresa en su declaración pastoral,32 no significa que estos deban adaptarse a la Ilustración continental-europea33 de manera asintiente o no dialéctica para afirmar el contenido de libertad y madurez de la Ilustración política y hacerlo valer tanto dentro de la Iglesia como —especialmente— en el diálogo público de las religiones.34 La Iglesia no debe reaccionar a los cuestionamientos de la Ilustración política que se le formulan por debajo del nivel argumentativo de esta crítica. En un breve decreto «sobre la libertad religiosa»35 redactado al final del Concilio Vaticano II, se habla incluso de la disposición a tener en cuenta el mundo ideológicamente pluralista surgido en la estela de la

Ilustración política, no hablando solo de un derecho a la verdad carente-de-sujeto y abstracto, sino recalcando el derecho a una dignidad humana enfocada al sujeto en toda su verdad. Pero ¿no tenemos los cristianos cada vez más miedo al propio perfil tanto dentro de los ámbitos religiosos —es decir, en el sentido de libertad religiosa positiva— como respecto de un mundo estrictamente secular —es decir, en el sentido de una libertad religiosa negativa—? La libertad religiosa en sentido positivo solo puede darse a nivel mundial si las respectivas religiones no solo reclaman —y luchan— por ella sino sobre todo si cada una está de acuerdo en reconocerla y defenderla también para las demás religiones. Solo la religión que reconozca en su lugar de origen dicha libertad también para las demás religiones puede reclamarla también para sí misma de manera pacífica en cualquier parte del mundo. En mi opinión, este criterio es decisivo para el éxito de un diálogo entre cristianismo e islam, un diálogo en la actualidad más necesario que nunca. En efecto, si los actuales procesos de globalización no deben desembocar en nivelaciones culturales y morales, no se ha de desdeñar la memoria del sufrimiento acumulada en las religiones de la humanidad. Ello podría servir finalmente de base para una coalición de todas las religiones, especialmente de todas las monoteístas, para un alzamiento público en contra de un terrorismo inmisericorde y degradante «en nombre de Dios» (¿de qué Dios?).

Pero en el cristianismo actual hay también miedo al propio perfil respecto a los contemporáneos estrictamente seculares o no religiosos —en el sentido de la libertad religiosa negativa—. Miedo al perfil de una cristiandad de la (pos)modernidad aburguesada desde hace ya demasiado tiempo, que actúa de manera cada vez más perpleja y sin rostro; falta de perfil de una religión burguesa acomodada de manera adialéctica, que induce fácilmente —con una apologética traicionera— a recortar y convertir la cuestión del pluralismo de las ideologías en una cuestión propia de los ámbitos religiosos actuales para no tener que exponerse demasiado a la realidad histórica de una «crisis de Dios», que afecta no solo a la Iglesia o a las distintas religiones sino también a la generalidad de los seres humanos.36 Sin duda, el encuentro de los creyentes con los no creyentes exigido por el concilio debe tener hoy en cuenta que la época que estamos viviendo ahora es una época posatea. La falta de fe de hoy es cada vez menos una falta de fe directa o belicosa, por así decir. Actualmente (a pesar de ciertos casos espectaculares de asincronismo, especialmente en Inglaterra) ya no se da como una cosmovisión en contra de la fe (de los cristianos); se entiende como la oferta de una imagen del mundo y del hombre, de una humanidad que vive bien sin fe. El ateísmo militante ya no es tema de debate, sino en cualquier caso una condición histórica de los no creyentes que se entienden ante todo como unos humanistas consecuentes,

como unos contemporáneos estrictamente seculares. Tampoco quieren ser considerados como unos «paganos» inocentes, sino en cualquier caso como individuos que «han dejado detrás» sus experiencias históricas con la religión cristiana, como individuos que, desengañados con una imagen bautizada o cristianada del hombre, hoy —en una especie de segundo Renacimiento— vuelven la mirada hacia una imagen antigua del hombre. Mostrar un perfil cristiano en el diálogo con los no creyentes, con relación a los contemporáneos estrictamente seculares, significa persistir en la «dialéctica de la secularización» en nuestras sociedades ilustradas37 así como mostrar solidaridad en la lucha por la humanidad amenazada del ser humano. Así, y a la vista de nuestras experiencias históricas, cabe preguntar: ¿no es de por sí la apelación a «lo humano» y a «la humanidad» algo sumamente abstracto (al menos tan alejado de la historia como el presunto discurso sobre «Dios»)? ¿No brota de una antropología abstracta, que hace tiempo ha dejado de preguntar por el mal y una mirada «desde el punto de vista de la teodicea» a la historia de la humanidad? ¿Debo, en este sentido, recordar una vez más la shoah, esa catástrofe que, partiendo de la Alemania nazi, convirtió toda Europa en un «cementerio de judíos»? ¿No se puede decir que esa catástrofe dejó muy dañado cualquier vínculo de solidaridad entre todo lo que presente un semblante humano? Al final, tampoco en nombre del ser humano se puede pecar a discreción. No solo el

individuo resulta manifiestamente vulnerable, sino la idea misma del ser humano y de la humanidad.38 Pues no existe solo una historia superficial del género humano, sino también una historia profunda, la cual es absolutamente vulnerable. ¿No es cierto que, tras el escudo de la amnesia cultural, «la fuerza normativa de lo fáctico» socava la confianza original de la civilización, esas reservas morales y culturales en las que se funda la humanidad del hombre? ¿En qué medida son utilizables y utilizadas estas reservas? ¿No se consuma con esto el adiós a la imagen humana, tal y como se nos ha confiado y transmitido históricamente? ¿No podría ser que, hechizado por una amnesia cultural, el ser humano no solo se ha quedado sin Dios sino también, y cada vez más, sin eso que hasta ahora hemos denominado enfáticamente su «humanidad»? ¿Qué quedará cuando hayamos conseguido cerrar de nuevo todas las heridas…, cuando se haya completado la amnesia cultural? ¿Qué quedará? ¿El ser humano? ¿Qué ser humano? Hoy existe el peligro de que, en nombre de la Ilustración, el hombre moderno intente sustraerse completamente a la dialéctica histórica entre el recordar y el olvidar, y de que abandone finalmente a su suerte la tensión entre experimentar y recordar; entonces operará con una imagen humana sobre el trasfondo de la mencionada amnesia cultural,39 con la imagen humana de un logos que se habrá olvidado finalmente del dolor, de un saber añorante

que se torna cada vez más pequeño, de una agotadora conciencia de «lo que falta» y de lo que «clama al cielo».40 ¿Sería eso entonces el hombre adialécticamente secularizado? Un hombre «que ya no se hará ilusiones», un hombre sin visiones pero con utopías sumamente tecno-mórficas, un hombre que, a la vista del dolor, la culpa y la muerte, ya no torcerá más el gesto ante estas experiencias límite… Un hombre que se imaginará —con toda tranquilidad— como el último trozo de la naturaleza, aún no plenamente experimentado. ¿Qué hombre, qué «espiritualidad» serán esos? Tal vez una «espiritualidad» como sueño de vida inmortal autoproducida, que no eche en falta nada pero que por eso tampoco experimente ya ninguna curiosidad ni ninguna nostalgia… ¿Sería entonces ese el hombre «perfecto»? ¿O no sería más bien un monstruo entumecido hasta la insensibilidad tras la muerte del hombre? He aquí suficientes motivos para que la religión cristiana muestre su perfil, para insistir en que el hombre que nos es confiado y encomendado es más que su propio experimento. Este hombre no se debe solo a sus genes sino también a sus historias, y si quiere conocerse a sí mismo no solo debe edificar sobre sus proyectos, sino también dejar que le recuerden y le cuenten algo… Ciertamente, la resistencia contra la amnesia cultural en las imágenes humanas contemporáneas no solo encuentra apoyo en la religión. También cuenta con la ayuda de una literatura que ha aprendido a percibir el escenario histórico con los ojos de sus

víctimas, y sobre todo con la ayuda de un arte que en cierta medida se realiza como forma de contemplación del recuerdo del dolor humano y encomienda a la memoria de los ojos situaciones de dolor y de culpa de un modo que no puede conseguir el enfoque objetivante de la historización científica. Ambas tienen literalmente una esencia «que tiene algo guardado». A nosotros, los enamorados del olvido, nos tiene guardado el dolor del recuerdo. En ambas hay que saber leer —con los ojos bien abiertos— la historia de los hombres como una historia de pasión, a la que se remite previamente la religión.

SEGUNDA PARTE LA MÍSTICA DEL ROSTRO INTENTOS DE APROXIMACIÓN

De qué se trata

Como se indica en la introducción, se trata de la hoja de ruta o de aproximación a una «mística de ojos abiertos». He dividido en cuatro estaciones este camino en busca de huellas de la experiencia de la fe: huellas para una mística del rostro en nuestro mundo cotidiano, en el mundo de la oración de los creyentes, en el mundo del pensamiento de la cristología y, finalmente, en el encuentro con el rostro de un teólogo: Karl Rahner. Los textos, bastante diferentes (redactados para ocasiones muy diversas y con un estilo igualmente diverso), deben hablar por sí mismos. Todos pretenden llamar la atención sobre el hecho de que también los ojos pueden ser un órgano de la gracia, y de que lo que miran puede llevarnos al centro mismo de la fe y así saciar nuestra «hambre de experiencia» —al menos unos instantes de mirada (Augenblicke)—* para poder juzgar y actuar con la fuerza inspiradora de estos ojos bien abiertos.

«Estar alertas, despiertos, con los ojos bien abiertos»

Este texto, permítaseme recordarlo, data en lo esencial de 1990, una época en que Alemania ya no se entendía como un país de inmigración ni, por tanto, consideraba a «los extranjeros» principalmente como (serviciales) invitados, con un tiempo de estancia limitado. En esa época, el alegato a favor de la multiculturalidad y el intercambio intercultural no era una ensoñación pública sino un primer intento de apertura (que a veces tal vez apuntaba demasiado alto) para nuestra situación actual, con las consecuencias de una tardía política de integración. I Desde sus mismos orígenes, el cristianismo incluye un experimento multicultural. El Nuevo Testamento habla de un conflicto de gran trascendencia: la disputa entre Pedro y Pablo acerca de la circuncisión (Gál 2,11). El judeocristiano Pablo se niega a imponer la circuncisión a los cristianos procedentes del paganismo. La multiplicidad cultural debe fructificar desde el principio en el suelo del cristianismo, el cual debe permitir y configurar la convivencia de distintos universos culturales. Esta cosmovisión contiene una

premisa relevante tanto para la religión como para la cultura: el cristianismo debe unir su pretensión de misión universal con una cultura de la empatía, del reconocimiento de los demás en su alteridad. Pero esta cultura no debe estar coloreada por la sentimentalidad ni apuntar a una transfiguración ni una «romantización» del otro, del extranjero; en el experimento intercultural del cristianismo solo debe excluirse la voluntad de poder, con su consiguiente lógica de dominio y uniformidad. La historia de Europa no se caracteriza precisamente por esta cultura de la empatía. En Europa, y en el cristianismo europeo, son mucho más evidentes las huellas de una resonante anti-empatía. ¿Se recuerda alguna ocasión en que los «descubrimientos» europeos no desembocaran en conquistas sino en encuentros? Viene al caso recordar, una vez más, el «descubrimiento» de América. ¿Con qué ojos fue «descubierto» ese continente? ¿Desempeñó la cultura de la empatía algún papel importante, o no se puede decir más bien que el proceso de cristianización de América se llevó a cabo desde una mentalidad de dominio y asimilación carente de sensibilidad, que en modo alguno tuvo ojos para la huellas de Dios en la alteridad de los demás y por eso una y otra vez degradó culturalmente y convirtió en víctimas a los «otros» incomprendidos? En su libro La conquista de América. El problema del otro ,41 Tzvetan Todorov sostiene que la conquista, realizada en el siglo xvi, se logró ante todo porque los europeos fueron superiores a los nativos desde el punto de vista

hermenéutico. Así, los aztecas de México solo pudieron reconocer a la pequeña tropa del español Cortés desde su propia «imagen del mundo», y por eso la valoraron erróneamente. Por su parte, el europeo sí logró reconocer a esos otros seres extraños en su alteridad, en cierto modo en su propio «sistema». Pero, como sabemos, este reconocer a los otros en su alteridad no sirvió precisamente para su reconocimiento; fue antes bien un reconocimiento en interés del propio cálculo, lo que favoreció todo tipo de tropelías. Fue la expresión de una hermenéutica del dominio y no de una hermenéutica del reconocimiento, a la que le es ajena toda violencia, toda «voluntad de poder» en el acto de reconocer a los demás en su alteridad. En el núcleo del cristianismo existen numerosas premisas e impulsos a favor de esta cultura de la empatía, que aquí echamos de menos. Los sujetos concernidos en el primordial mandamiento bíblico del amor al prójimo no son solo los más próximos sino también los otros, los extraños, los forasteros, los extranjeros. En la alegoría de Jesús sobre el Juicio universal (Mt 25,31-46) se manifiesta un criterio que no deja de ser inquietante: lo que decidirá sobre la salvación o condenación, el cielo o el infierno, no será tanto lo que pensemos sobre Dios como la manera en que nos comportemos con los demás, los desconocidos. En la Biblia hay unas pautas primordiales de conducta que pueden servir de base para una ética de la convivialidad, pues promueven una cultura de la

empatía. Ciertamente, una retórica puramente moralizante no nos librará de la hostilidad hacia el extranjero, hoy rampante; sus efectos serán antes bien contraproducentes. Por eso muchos partidarios de la acogida al extranjero y de la multiculturalidad renuncian a la argumentación moral; subrayan sobre todo el punto de partida de la conveniencia económica, comoquiera que se basan en una argumentación puramente pragmática: «Tratad bien a los extranjeros. Los necesitamos. Nosotros los hemos llamado. Promueven nuestro bienestar. Sin ellos, nuestra economía se vendría abajo…». Pero, por importantes y pertinentes que sean estos puntos de vista, no pueden tornar superflua la perspectiva moral. El extranjero es algo más —y otra cosa— que mera mano de obra. Y odiar al extranjero es también reprochable, aun cuando este no contribuyera al crecimiento del producto nacional bruto (de manera esporádica, hay señales de que el odio a los extranjeros se va extendiendo también a los discapacitados, a los mayores y a los enfermos; en una palabra, a todos los considerados «no útiles»). Sin una ética de la convivialidad ni una cultura de la empatía (apoyada en esta), la convivencia de distintos ámbitos culturales no podrá darse a la larga. Para lograrla, un cristianismo fiel a su raíz podría servir de mucha ayuda. Así, el problema que nos ocupa no solo puede sentar un buen precedente para nuestra democracia sino también para las reservas morales del cristianismo.

II Sin pretensiones de exhaustividad, nombraré dos de los imperativos bíblicos que revisten una importancia especial para una ética de la convivialidad intercultural. Todo depende de si —a la vista del imparable resquebrajamiento de los sistemas de valores básicos— se pueden anclar todavía en nuestra sociedad y en instituciones «clásicas» como la familia, la escuela, la Iglesia, etcétera. Los cuales siguen siendo, en definitiva, los espacios preferidos de aprendizaje y transmisión en nuestra sociedad.

1) «Estad alertas, despiertos, con los ojos bien abiertos». Esta idea atraviesa una y otra vez las recomendaciones bíblicas. Puede considerarse incluso como el imperativo más categórico de las tradiciones veterotestamentarias. Después, el cristianismo aconsejará también lo mismo. Será una escuela del ver, del ojear, y la fe será un dotar a los seres humanos de ojos bien abiertos para los demás, sobre todo para los que resultan invisibles para el campo de visión al uso. Los cristianos solemos tender, en lo relativo a Dios y a la salvación, a primar la invisibilidad, la lejanía de la percepción, la «gracia invisible». Pero, frente al discurso de la «fe ciega» de las tradiciones bíblicas, Jesús insiste en la visibilidad, en la visualización, en la potenciación y necesidad de la percepción. Lo que nos ciega no es la fe, sino el odio, que ni mira a los demás ni se

deja mirar. El cristianismo no es por tanto ni una invitación al adormilamiento, como nos previene la parábola neotestamentaria de las diez doncellas necias, ni tampoco una «videncia» ciega (cf. Mt 25,1-13). En estas tradiciones bíblicas, los humanos aparecen a menudo como aquellos «que teniendo ojos no ven» (cf. Mc 8,18) y solo atienden a sus narcisismos, a su miedo elemental a ver con precisión, a ese ojear que los enreda inextricablemente en lo visto y no les deja que se vayan sin pagar. Pues, al final, no solo los oídos sino también los ojos son un órgano de la gracia. ¿No es cierto que en la actualidad hay especiales trastornos de la vista? ¿Qué va a pasar a la larga con la comunicación cara a cara, con una comunicación que no se dé «en la red»? La omnipresente inundación de imágenes tiene a veces el efecto de dejarnos un poco más ciegos, si acaso. El ritmo acelerado al que vivimos, los cambios imparables en el trato recíproco y en el consumo ya no permiten una visión fiable. Nuestras percepciones se vuelven cada vez más veladas, menos gráficas, pues a menudo solo podemos seguir de lejos con la mirada a los hombres y a las cosas que encontramos; en cierto modo, solo podemos verlos de espaldas, por detrás. Ver, mirar bien, necesita tiempo; se mueve a otro ritmo temporal; quita estrés a nuestra vida. Son muchas las palabras y parábolas de Jesús que sugieren esto, empezando por la parábola del buen samaritano (cf. Lc 10,25-37),

en la que se nos invita a un ejercicio especial de la vista. En el camino que va de Jerusalén a Jericó, un hombre ha sido asaltado por los ladrones. Un sacerdote pasa de largo, ve pero no ve; un levita pasa de largo, ve pero no ve. La religiosidad de estos no tiene ojos para los otros. Jesús insiste: quien no esté alerta, quien no abra bien los ojos, en una palabra, quien no afine la vista, tampoco estará preparado para el Templo: le quedará oculto el misterio divino. En el descubrir, en el «ver» a las personas a las que solemos excluir de nuestro campo visual cotidiano y que por tanto las más de las veces permanecen invisibles, empieza el vislumbre, la visibilidad de Dios entre nosotros… Es ahí donde encontraremos su huella. El estar despiertos, el afinar la vista, posee también su propia dignidad moral. En realidad, forma parte de la raíz misma de toda moral. «Mira bien y sabrás», como dice Hans Jonas. Para este filósofo, el ver, el tener ojos para los demás, constituye la raíz de una nueva cultura de la empatía, de una nueva manera de moral universalista. El «saber», según esto, procede de dicho mirar bien, y sin este mirar bien el saber no es tal…, no lo es sin el intento de mantener la mirada fija en el rostro retador de la pobreza, en los ojos (sin sueños, sin deseos) de los desposeídos. Lo que llamamos la voz de la conciencia es nuestra respuesta a la aflicción a través del rostro ajeno, del rostro sufriente.

2) «No te harás escultura ni imagen alguna». Este precepto bíblico

pertenece también a una ética de la convivialidad. Advierte contra los prejuicios, contra las proyecciones, contra los «contagios». Es como el reverso del primordial precepto de abrir bien los ojos: quien mira es también mirado. No debes dejarte dominar por clichés sin ojos. Debes dejarte mirar sin más. Pues ¿no anida también en nosotros un miedo elemental a ser vistos, a ser mirados? ¿Quién soporta ese torrente de miradas mudas, esos innúmeros ojos de la miseria que clama al cielo, o que ya no clama porque hace tiempo que ha perdido el habla? De este ser mirados surge un horizonte de responsabilidad respecto de estados y situaciones que no hemos provocado nosotros mismos. Estos ojos sin sueños ni deseos reclaman una solidaridad que va mucho más allá de nuestra consabida moral familiar y vecinal. ¿Por qué nuestros debates actuales sobre la integración siguen siendo tan timoratos? ¿Por qué sigue siendo tan crítica nuestra relación con los alemanes originarios de otras culturas? ¿Por qué se percibe espontáneamente al extranjero como un peligro, y a veces incluso como un enemigo? Porque, como da a entender la norma de conducta bíblica, no nos encontramos con él, con el extranjero, sino con nuestra imagen de él, y en ese sentido una vez más con nosotros mismos, es decir, con eso que hay en nosotros que nos hace extranjeros y sospechosos para con nosotros mismos, en una palabra, con nuestra autohostilidad. El odio al extranjero es un odio hacia sí mismo proyectado, una autodescarga en perjuicio de los

otros, de los extraños, dice la psicología, haciéndose eco de una idea bíblica. La prohibición bíblica de fabricar imágenes es también una advertencia contra el empleo de estereotipos, de conceptos colectivos tales como «los turcos», «los eslavos», como si, en nuestra historia relativamente reciente, no hubiéramos vivido la violencia deletérea de los estereotipos prejuzgadores, el poder destructor de los clichés sin ojos: «Los judíos», «lo típicamente judío»… El mandamiento bíblico más provocador, el del amor al enemigo, deja también bien clara una cosa: que incluso los enemigos tienen rostro, tienen nombre. ¿Y los extranjeros, los que proceden de otros universos culturales y religiosos? «No te harás escultura ni imagen alguna». Este imperativo bíblico llama la atención sobre una diferencia importante: el problema principal no son los extraños como tales sino la manera como los percibimos. Lo que asusta no es la multiplicidad cultural como tal sino las imágenes que nos hacemos —y que ampliamos— de ella. El prestar atención a esta diferencia debe formar parte de la cultura política de nuestros días. En cualquier caso, como cristianos no deberíamos olvidar que, según el mensaje de Jesús, es el encuentro con los rostros ajenos lo que «interrumpe» en nosotros la idea pura del amor a Dios como amor al prójimo. A todo esto, no deberíamos olvidar otra cosa importante: en la mirada al prójimo (que según Jesús no solo son los que están cerca sino también todos los demás, los extraños, los extranjeros) se

fundamenta también nuestra gran esperanza mesiánica, que nadie debe esperar para sí solo. Las visiones de una vida eterna, de una vida más vivible, de las lágrimas enjugadas y de la risa de los hijos de Dios: ¿quién podría ser fiel a ellas mirándose solo a sí mismo? ¿Quién no se ha encontrado ya con estos rostros, que hacen que tales promesas parezcan de repente completamente cercanas y «realistas»? Pues en ellos están siempre presentes también los otros, cercanos y lejanos, vivos y muertos, y solo mirándolos y estando con ellos podemos medir la altura y profundidad de lo que llamamos nuestra esperanza, nuestra esperanza conforme pasa el tiempo, pues cuando se trata de nosotros mismos no se trata nunca de nosotros solos. La esperanza cristiana solo es más —y otra cosa— que una proyección cuando se entiende también como esperanza para estos otros, en presencia y a la vista de estos otros. «Nadie espera para sí solo. Pues la esperanza que nosotros reconocemos no es una confianza vaga y vagarosa, no es un optimismo existencial innato; es tan radical y tan exigente que nadie puede esperarla para sí solo ni solo en la mirada a uno mismo» («Nuestra esperanza», i.8, Resolución del sínodo colectivo, Wurzburgo, 1975; véase el Apéndice, p. 242).

Instantes de mirada (Augen-blicke)* bajo el hechizo del mundo de las imágenes

¿Cómo se debe configurar el discurso cristiano sobre Dios, o la oración, para poder hacer frente a las experiencias del mundo de los medios de comunicación? Los medios de comunicación de masas presentan un universo dramático de destinos humanos; suministran imágenes del destino en las que hablar con Dios y sobre Dios se revele eficaz. Pero solo puede haber discurso de «mi» Dios si se mira a los demás a los ojos (a los extraños, a todos los otros), sabiendo que Dios solo puede ser «mi» Dios si también le puedo rezar como al Dios de los demás, de todos los demás, tal y como los encuentro a diario en este universo del destino; es decir, también como al Dios de los que huyen, se hunden, pasan hambre, se queman… Pues ¿no son todos ellos, en el sentido más genuino de la teología de la Creación, «hijos de Dios», hijos del Padre al que busco en mi oración? Para ilustrar lo que quiero decir, traeré a colación las imágenes de un programa de televisión que vi (en 1991): primero, se veían las inundaciones de Bangladesh, a consecuencia de las cuales desaparecieron literalmente del mapa cientos de miles de personas anónimas y sin rostro; y a continuación salieron las imágenes de unos peregrinos que volvían de Fátima, en

las que se veía también al papa Juan Pablo II dando gracias al cielo por haber salido con vida de su anterior atentado. ¿No se habría debido oír también en esa expresión de agradecimiento una lamentación por tantos «otros» perecidos? El medio de comunicación genera un universo irritante para nuestras oraciones y obliga a nuestras oraciones cristianas a una empatía especial con la teodicea (se exorciza cualquier tipo de narcisismo piadoso). Convierte las desgracias y catástrofes ajenas en materia para la oración personal, una oración en la que la alabanza no puede prescindir de la lamentación, el agradecimiento no puede prescindir de la pena ni el canto puede prescindir del grito. Pero es así como se escuchan las oraciones en los primeros escritos de la fe. Y… así también serán las oraciones de mañana, o no serán. Solo podrá considerar dubitativo y pusilánime este tipo de oración aquel que considere como una firmeza digna de la fe su propia firmeza en el estupor frente a las catástrofes y naufragios de los demás. Es algo que podría inducir a error. La experiencia cristiana de Dios está indisolublemente ligada a la percepción del destino de los demás. Por eso, la mística cristiana no es en su núcleo una mística de ojos cerrados sino de ojos dolorosamente abiertos. Exige un ejercicio especial del ver, una superación de nuestras dificultades innatas para ver y de nuestros narcisismos humanos. Quien dice «Dios» asume la vulneración de las propias certezas a resultas de la desgracia de los demás. Esto, creo yo, deberían tomarlo en

consideración todos los que se atreven a pronunciar la palabra «Dios» en medio del barullo y bajo la presión anónima de las imágenes fatídicas de la televisión. Entonces, al menos durante unos «instantes» o «vistazos» (Augen-blicke), tal vez se desmoronaría también la prepotencia del mundo de las imágenes de los medios para con esta palabra impotente.

Aguzar la vista: la Pasión y las pasiones

Me viene a la memoria una iglesita situada en la frontera del bosque de Teutoburgo. En su cripta, adornada con numerosas cruces, la Pasión de Cristo aparece entrelazada con la historia de la pasión de los hombres; en este caso, con la historia de la pasión de las víctimas del régimen nazi: un Cristo crucificado en medio de muchos crucificados sin nombre en los variados ramales de nuestra historia; la Pasión de Cristo rodeada de historias anónimas de sufrimiento humano. ¿No se puede decir que esta representación del dolor se acerca bastante al misterio de la Pasión de Cristo? ¿Qué se quiere significar con esa representación? ¿Qué se quiere decir con «la Pasión y las pasiones»? Esta pregunta nos hace mirar a una relación que, aunque no figura en el primer plano del anuncio de la Pasión por parte de la Iglesia, hunde bien sus raíces en ella: a la estrecha relación entre la Pasión de Cristo y la historia de la pasión de la humanidad. También constituye un reto para la mística de la pasión cristiana. I Por supuesto, esta visión del tema de la Pasión no debe minimizar el peso enorme del pecado y la culpa en el mensaje de Jesús ni debe

tampoco ponerse en tela de juicio la excepcional importancia salvadora de la Cruz de Cristo para la humanidad. Pero sí puede dar pie para que los cristianos nos hagamos varias preguntas:

• ¿No se puede decir que, en el decurso del tiempo, hemos interpretado y practicado el cristianismo demasiado en exclusiva como una religión particularmente sensible al pecado pero poco sensible al dolor?

• ¿No hemos entendido la Pasión de Cristo más bien a la manera de la polémica película de Mel Gibson sobre la Pasión de Cristo, en la que en —y detrás de— esta Pasión queda arrinconada y olvidada la historia de la pasión anónima de la humanidad, concretamente la de tantos crucificados anónimos en las diversas ramificaciones de nuestra historia?



¿No hemos expulsado tal vez demasiado deprisa y despreocupadamente de nuestro anuncio de la Pasión cristiana el clamor de los hombres en las historias de dolor abismal de nuestro mundo? ¿No hemos desgajado en cierto sentido la historia sufriente de Cristo de la historia sufriente de la humanidad? ¿No hemos creado para nosotros y nuestros ojos unos espacios intermedios, unos espacios de dolor carentes de toda dignidad

mesiánica? ¿No hemos adscrito demasiado deprisa a los sufrientes sin nombre al ámbito de lo «puramente profano»? Y ¿no nos hemos vuelto sordos a la oscura profecía de este dolor, que habla de que el Hijo del hombre nos sale al encuentro desde esa historia de dolor «profana» para poner a prueba la seriedad de nuestro seguimiento? «Entonces se extrañaron y le preguntaron», nos cuenta la parábola del Juicio final, «“Señor, ¿cuándo te vimos sufriendo […]”? Y él les contestó: “Os lo aseguro: todo lo que hicisteis con uno de estos hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis”» (cf. Mt 25,31-46). He aquí la relación mística, el pacto visible entre la Pasión de Cristo y la historia de dolor de los hombres. II Quien contemple la historia de la Pasión de los Evangelios desde el ángulo de toda la historia de la vida pública de Jesús observará que la atención de Jesús, por así decir, su mirada primordial, no se dirigió principalmente al pecado de los demás sino al dolor de los demás. El «pecado» era para él sobre todo —como lo llamará Agustín unos siglos después— una «autodeformación del corazón», la entrega del corazón y del espíritu al narcisismo solapado de la criatura. Esta empatía elemental para con el dolor ajeno caracteriza en

gran medida la nueva manera de vivir inaugurada por Jesús. Es una expresión del amor privada de sentimentalismo, la expresión de ese amor al que Jesús se refería cuando —por cierto, en la línea de su tradición judía— hablaba de la unidad inseparable entre el amor a Dios y al prójimo: la pasión de Dios como compasión, como mística de la compasión. Si, a la vista del nuevo y dramático pluralismo de las religiones y culturas, el cristianismo quiere ser fiel a sus raíces, tendrá que enfrentarse cada vez más a esto. Un cristianismo que se pregunte qué mensaje puede ofrecer al mundo globalizado de hoy debe hablar del espíritu de la compasión nacido de la Pasión divina. Esta compasión debe considerarse el patrimonio de Jerusalén, el programa universal del cristianismo para Europa en la era de la denominada globalización (al igual que la curiosidad teórica fuera el patrimonio de Atenas y el pensamiento jurídico republicano fuera el de la antigua Roma). En la lengua alemana no hay, propiamente hablando, ninguna palabra que exprese de manera precisa e inequívoca el nuevo estilo de vida de Jesús, su empatía básica con el dolor ajeno. La palabra Mitleid (piedad, indulgencia, «condolencia»…) suena demasiado emocional, demasiado «alejada de la acción»; es sospechosa de cubrir de sentimentalismo la desgracia reinante y de sentir el dolor lejano solo de manera inconsecuente. Por eso yo empleo —para lo que pido la venia del lector— una palabra extranjera, la francesa — de origen latino— compassion: la Pasión divina como preparación

para la práctica de la compassion. III Esta compasión, léase compasión, no es una mera simpatía (condolencia o acompañamiento en el sentimiento) desde arriba o desde fuera, sino una percepción compasiva que comparte el dolor ajeno. Hoy resulta cada vez más evidente que este dolor no solo puede ser un dolor social, un dolor por la pobreza y la indigencia, sino también en cierta medida un dolor cultural, dolor por la ajenidad y la pérdida de la dignidad. La compasión supone una predisposición al intercambio del punto de vista, es decir, a ese intercambio al cual las historias bíblicas, y en especial las historias de Jesús, nos invitan una y otra vez. Esta compasión supone una predisposición a mirarnos y valorarnos a nosotros mismos también con los ojos de los demás (que sufren y están amenazados) y a aguantar este intercambio al menos un poco más de lo que permiten los reflejos espontáneos de la autoafirmación de nuestro yo. Una vez logrado esto empieza lo que neotestamentariamente se llama el «abandono del yo», la «muerte del yo»; es decir, la autorrelativización de nuestros deseos e intereses creados (en la predisposición a dejarnos «interrumpir» por el dolor ajeno). En una palabra, empieza lo que nosotros denominamos con la exigente

palabra de «mística». Esta mística bíblica no es una mística natural, sin rostro, sino que apunta a una familiarización cada vez más profunda con una «alianza», con la alianza entre Dios y su mística, donde el yo del hombre no se disuelve místicamente, sino que es exigido apasionadamente, léase en una mística de la compasión: Pasión divina que se experimenta y consuma como compasión. En la mística de la compasión se produce de manera dramática el encuentro con el Cristo de la Pasión. Aquí, o se produce el seguimiento, la imitación del Cristo sufriente, o no se produce nada. Esta mística de la compasión no es una cuestión elitista; es, por así decir, una mística cotidiana que nos es dada a todos y a todos nos es exigida. En primer lugar, se ha de descubrir y poner en práctica en la esfera privada. Por ejemplo, ¿hemos intentado juzgar nuestra conducta personal no solo con nuestros propios ojos sino también poniéndonos en el mismo lugar que aquellos a quienes les debemos algo, a quienes hemos herido o abandonado? ¿Conseguimos mirar más allá y por encima de nuestras amarguras y desengaños personales y dejamos de dividir nuestro pequeño mundo privado en amigos y enemigos? ¿Nos preocupamos solo de nuestros propios temores o también de los temores que vemos en los ojos de los demás (de los extraños), de los temores de nuestros enemigos personales? Este espíritu de compasión opera también en el contexto de los grandes conflictos y choques actuales. Así, por ejemplo, el enfrentamiento actual entre Occidente y el islam (en general, con el

mundo árabe) no acabará, en mi opinión, en una denodada lucha de culturas solo si en Occidente, trascendiendo la justificadísima lucha contra el terrorismo, estamos dispuestos a verlo y valorarlo no solo con nuestros propios ojos sino también con los de ese «otro» mundo, con los de ese (como decimos a menudo pérfidamente) mundo «superfluo». Lo que hoy nos falta más en este mundo globalizado es algo muy sencillo: ponernos todos en un mismo nivel. De esta nivelación se preocupa la mística bíblica de la compasión. Su imperativo categórico, documentado en muchas variantes del Antiguo y el Nuevo Testamento de nuestra fe, reza así: «Velad, despertad, tened los ojos bien abiertos…». IV La imitación de Cristo con este espíritu de compasión nos acerca una y otra vez a la experiencia del misterio divino de la Pasión. Esta imitación tiene también sus experiencias propias del Viernes Santo: experiencias de dolor en medio de las tinieblas de un Dios sin rostro, que desemboca en el grito de Cristo crucificado: «Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». … en el grito en el que «está» Dios solo en el abandono divino del Hijo; en el grito con el que el salmo 22 resume la historia de dolor de Israel; en el grito en el que puede verse resumida toda la historia de la pasión de la humanidad; en el grito en el que la mística

de nuestra compasión no es en definitiva otra cosa que la experiencia aceptada de un «dolerle a uno Dios»…, no para seguir imponiendo a las experiencias de dolor, a veces terriblemente profanas, una experiencia religiosa ni para añadir a la historia de dolor del mundo otra historia piadosa, sino para recoger en ese grito todas nuestras experiencias de dolor que claman al cielo y arrancarlas al abismo de la pura desesperación o del rechazo impotente. V Entonces, queda en pie la pregunta de si tenemos bien abiertos los oídos sobre todo para una Iglesia de la compasión, para una Iglesia de la empatía. Y, más concretamente, ¿cómo afecta esta pregunta a los jóvenes de hoy? Por mi parte, contestaré a mi vez con otra pregunta: ¿a quiénes deberíamos exigir esta compasión, esta idea arriesgada de «estar ahí para los demás», antes de haberlos visto siquiera? ¿A quiénes podemos confiar esta «otra manera de ver», esta «otra manera de vivir»? ¿A quiénes, si no es precisamente a los más jóvenes? Sin embargo, aún persiste la pregunta principal: ¿no suena hoy como puro romanticismo pastoral esta recomendación para un cristianismo (para una Iglesia) de la compasión? Es posible que este espíritu de compasión se viviera ya en circunstancias pretéritas,

entre los antiguos vecinos, en las arcaicas sociedades urbanas y rurales (de mirada a mirada, de ojo a ojo, de vestíbulo a vestíbulo, de calle a calle). Pero ¿cómo puede hacer frente hoy este espíritu a las turbulencias y al anonimato sin ojos de nuestro mundo globalizado? A todo esto, no deberíamos olvidar una cosa: no solo el dolor y la desgracia están por doquier, en la casa y fuera de ella, cerca y lejos; también el cristianismo está hoy presente por doquier en nuestro mundo aglutinado, aquí y allá, unas veces en minoría, otras en mayoría. No en vano la Iglesia se puede considerar la institución global más antigua del planeta. Se la puede ver, y oír, prácticamente por doquier; para ella, para esta Iglesia global, extendida y diseminada por todo el orbe, ninguna desgracia le queda lejos ni ningún dolor le resulta totalmente inalcanzable. Solo está por ver si también piensa hoy desplegarse y configurarse por doquier, en su constitución básica, como una comunidad de esperanza reunida en torno a la Eucaristía a imitación de Jesús, cuya mirada mesiánica estaba vuelta hacia los otros sufrientes. Finalmente, la esperanza que Jesús regaló al mundo es tan grande y tan enorme que el individuo no solo y exclusivamente puede esperarla en la mirada a sí mismo. Las nuevas imágenes comunitarias de hoy y de mañana deben volverse hacia los ojos de esta esperanza. Entonces la Iglesia, repartida por todo el mundo, podrá acordarse públicamente de esa autoridad universal que hoy aún

queda en todo pluralismo: la autoridad de los que sufren, de los que sufren inocentemente y de los que sufren su propia culpa. El que la política, tanto a nivel europeo como a nivel global, pueda ser hoy más y otra cosa que el simple brazo ejecutor del mercado y de la técnica —con sus respectivos condicionamientos— dependerá finalmente de si se deja o no guiar por el respeto a esta autoridad.

Tantas preguntas como rostros

Permítaseme empezar recordando un viaje, una experiencia que tuve en América Latina. Este viaje, propiciado en 1988 por el GoetheInstitut, me condujo hasta las ciudades de México y Guadalajara (México), Medellín (Colombia), Lima (Perú), Río de Janeiro, Petrópolis y San Pablo (Brasil).42 Naturalmente, entre tanto recuerdo debo hacer una criba, y la elección no puede por menos de ser subjetiva. Más que por lo que pensé, oí o leí, mi memoria es asaltada sobre todo por los rostros que me salieron al encuentro. Sí, mis recuerdos más poderosos, más inquietantes, los ocupan los rostros de América Latina. Lo que allí vi produjo en mí una especie de moratoria, una moratoria con respecto a las grandes certidumbres y a las grandes respuestas. I «Acérquese un poco más a la barandilla», me invitó el obispo Morelli con motivo de una liturgia en Duque de Caxias. «Acérquese más para poder así ver mejor las caras». Eran caras pequeñas, caras negras, caras que se encendían… unos instantes, lo que dura un canto, una llamada, un grito. Y en esos ojos había sueños, había deseos…, pero también lágrimas.

Después vi otras caras, otros ojos: los de campesinos se que arrastraban lastimeramente por los arrabales de Lima, los de mujeres pobres y sobre todo —y de manera especial de noche— los de los niños callejeros de San Pablo. Ojos sin sueños, caras sin lágrimas, la miseria privada de deseos. Vi las caras de niños pasmados de tanto inhalar una especie de pegamento asqueroso…, una especie de sustituto del opio, de sustituto de los sueños en una vida aplastada en la frontera entre el sueño y las lágrimas: ¡una pobreza que desemboca en la miseria de la carencia de sueños y de lágrimas! Las personas de las que hablo aquí no tienen 60, 70 años…, con sueños ya desgastados, marchitos; tienen 3, 5 años: niños callejeros sin padres ni cuidadores, y madres de 15 años que habían dado a luz en los escalones desnudos de las catedrales. Y vi por fin los rostros de los indios, rostros surcados por las sombras oscuras de lo que allí se llama la mística andina. Yo, como europeo, calificaría esa mística como una forma de mística de la tristeza. Pues en los Andes llueve tristeza. En los rostros de los indios se ve grabada una especie de tristeza constitutiva. Los rostros tristes de los indios no tienen nada de romántico; lo «romántico» es una categoría demasiado europea, utilizada desdeñosamente sobre todo por quienes intentan ocultar nuestra incapacidad para estar tristes. Al igual que la amistad, la gratitud y la misericordia, la tristeza pertenece a las virtudes mesiánicas que no poseen valor de cambio

ni de mercado y que por eso hoy arrastran una existencia más bien evanescente. La voluntad de poder impuesta por la modernidad europea —sobre la naturaleza, pero también sobre los mundos social y cultural— nos ha empujado a una lejanía básica respecto de la tristeza. Por eso todo consuelo suele devenir fácilmente en vanas —y previsibles— promesas. Devolver a la tristeza su dignidad teológica y antropológica sería un acto de crítica vivificadora al cristianismo y a nuestro mundo moderno —o ya posmoderno—. Al final, nuestra modernidad secularizada no ha podido ni contestar ni orillar la nostalgia del consuelo. Por eso, hoy se nos ofrecen a nosotros —que somos cuasi posmodernos— nuevos mitos y cuentos de hadas como generadores de dicho consuelo, cuya receptividad está muy arraigada en la cristiandad. Lo cual torna evidente lo mucho que nos hemos empobrecido —a nosotros mismos y a los demás— respecto al sentido bíblico del consuelo, el cual no nos traslada a un mundo mítico de armonía sin tensión y de sosiego incuestionado con nosotros mismos. La «pobreza de espíritu», raíz de todo consuelo, tampoco es cristiana sin el desasosiego místico que supone la demanda de aclaración. También la mística cristiana quiere ser entendida como una mística del sentir dolor de Dios. Yo creo que la razón por la que los indios tienen tanta dificultad respecto a nuestra civilización occidental no es tanto porque, como nos suele gustar decir, aún estén «subdesarrollados» cuanto sobre todo porque son «de otra manera» y porque este ser de otra manera

contiene demasiados secretos que respetar. Estos semblantes de tristeza revelan una fuerza originaria y privativa, una resistencia. ¿Contra qué? Pues, por ejemplo, contra la vertiginosa aceleración del tiempo que los europeos hemos introducido y en la que nos perdemos una y otra vez; o, por ejemplo, contra el olvido, sí, contra el olvido de ese olvido que anida en nuestra conciencia moderna. Estos rostros parecen echar de menos algo, algo que nosotros, en nombre del «progreso» y el «desarrollo», hace tiempo que hemos olvidado. «Bienaventurados los que lloran…». La esperanza cristiana no es una variedad de optimismo a toda costa. No es algo muy alejado de la tristeza. ¿Qué es entonces? Llorar significa básicamente echar algo de menos. ¿Echar de menos a Dios? ¡Sí! Es un echar de menos que se mueve entre la tristeza y la confianza. Nos hemos metido en la cabeza la lejanía de la tristeza, en una especie de ilusión cristiana de plenitud y de reconciliación, ilusión que, bien considerada, no es otra cosa que un síntoma del envejecimiento del cristianismo, que busca compensar sus temores no confesados con una especie de hiperafirmación, algo así como silbar en medio de la oscuridad. La tristeza, llorar, no es un desfallecimiento de la esperanza cristiana. Es esperanza en la resistencia contra el intento de degradar todo lo desaparecido, todo lo irreparablemente olvidado, al rango de algo carente de importancia existencial…, contra el intento de anular la coalición con los muertos y de expulsar del saber del hombre sobre

sí mismo todo lo relacionado con este echar de menos. Ciertamente, también entre los indios hace tiempo que está en marcha la modernización de las mentes. Cuando se ve la televisión durante mucho tiempo, cambia el semblante. ¿Se dejará conjugar esta tristeza con nuestra civilización occidental, o «liberaremos» también a los indios de su tristeza, es decir, los desarrollaremos o apartaremos de esa tristeza? Entonces la humanidad se empobrecería con respecto a una esperanza, pues con la incapacidad para llorar corre paralela la incapacidad para dejarse consolar y entender o experimentar ese consuelo de otra manera que como una vana promesa. II ¿Podemos los cristianos europeos, puede la Iglesia de nuestro país aguantar la mirada de estos rostros? ¿Podemos, queremos arriesgar un intercambio de perspectivas y ver y valorar nuestra vida cristiana y eclesial —al menos durante unos instantes— desde del ángulo de visión de estos rostros? ¿O preferimos experimentarnos y definirnos exclusivamente volviendo la espalda a tales rostros? Es una tentación muy grande, que, si no me engaño, no deja de ganar terreno. Tales cuestiones se agudizan más aún si consideramos el cambio de mentalidad que se está produciendo actualmente —y que no deja

de extenderse— por todo el mundo occidental. Me refiero, en concreto, a ese posmodernismo cotidiano de nuestros corazones que, entre otras cosas, relega de nuevo a una lejanía sin rostro al denominado Tercer Mundo. ¿No se percibe en el aire algo así como una estrategia espiritual de la inmunización de Europa, una tendencia al aislacionismo mental, un culto a una nueva inocencia, el intento de sustraerse a los retos globales en el plano intelectual? Lo que se suele caracterizar filosóficamente como pensamiento posmoderno — la renuncia de esas categorías universalistas, el pensar «en diferencias», en medidas empequeñecidas, en fragmentos variopintos— tiene también sus correspondencias en la vida cotidiana. Lejanía sin rostro: ¿no existe entre nosotros un nuevo estado de ánimo, según el cual el «Tercer Mundo» aparece como un hallazgo sentimental, como una proyección del «primero»? ¿No se está extendiendo entre nosotros un nuevo provincialismo táctico, una nueva manera de privatización de la vida, una manera de ver sin la obligación de una percepción crítica, una actitud voyerista respecto a las grandes situaciones de crisis y de dolor en el mundo? ¿No se perciben en nuestro ilustrado mundo occidental cada vez más muestras de una nueva inmadurez —por así decir, secundaria—, basada en la impresión de que estamos informados de todo —de lo que nos amenaza y de todas las crisis y espantos del mundo—, aunque el paso del saber al hacer, de la información al auxilio nunca

pareció tan grande ni tan desesperante como hoy? ¿No predispone esta impresión a la resignación, a la huida hacia el mito y a sueños de inocencia alejados de la acción? ¿No se está abriendo paso entre nosotros un pensamiento de habituación a las crisis y miserias? A final, nos hemos acostumbrado a situaciones de pobreza en el mundo que parecen cada vez más estabilizadas y que nosotros por eso delegamos, encogiéndonos de hombros, en una evolución social sin rostro. Sin embargo, la escandalosa, doliente realidad de estos países pobres hace mucho tiempo que se convirtió para la Iglesia en una cuestión de destino y en una piedra de toque de su «eclesialidad» universal. Al fin y al cabo, la Iglesia no solo «tiene» una Iglesia-delTercer-Mundo, sino que «es» tal en gran medida, con una historia de origen europeo irrenunciable. A la vista de la miseria masiva y que clama al cielo, o que ya ni siquiera clama porque hace tiempo que se ha quedado sin habla y sin sueños, la Iglesia no puede tranquilizarse pensando que se trata de tragedias de asincronismo en un mundo que crece cada vez más deprisa, ni tampoco pensando que estos pobres son las víctimas —o los rehenes— de sus oligarquías inmisericordes. «Lo que hicisteis a los más pequeños…». Esta máxima bíblica, que tanto valor tuvo en la lengua del arcaico cristianismo nómada y geográficamente delimitado, debe tomarse en serio y proclamarse con todas sus letras a nivel eclesial global. La Iglesia europea no

debe por tanto dejar que la convenzan para bajar el listón, de una manera cuasi tardo-posmoderna, bajo la presión de las circunstancias y las mentalidades. La tensión entre mística y política no debe reducirse —contraerse— a una espiritualidad sin rostro. Finalmente, y fiel a su credo —«padeció bajo Poncio Pilatos»—, está permanentemente ligada a esas historias en las que alguien es crucificado, torturado, afligido, odiado, llorado —y a veces también escasamente amado—. Ninguna mística sin rostro puede devolverle la inocencia que pierde en semejante historia. Ciertamente, la Iglesia no es primordialmente una institución moral, sino transmisora de una esperanza. Y su teología no es primordialmente una ética, sino una escatología. Pero precisamente en eso reside su fuerza, en no abandonar a su suerte —a pesar de su impotencia— los baremos de la responsabilidad y de la solidaridad y en no dejar solo a las Iglesias pobres la opción preferente de los pobres. Todo esto tiene algo que ver con la grandeza y con la responsabilidad que recae sobre nosotros con la palabra bíblica de «Dios». Esta no nos aleja de la vida social y política; solo le quita la base de odio y de violencia. III Otra vez los rostros, otra vez los ojos: ¿con qué ojos se descubrió América Latina, ese «continente católico»? Al comienzo de la era

que en Europa llamamos «nueva», al comienzo de la Edad Moderna, se desplegó —de manera embrionaria y solapada por múltiples símbolos religiosos y culturales— una antropología del dominio: el hombre se entendía como un sujeto dominante, sometedor de la naturaleza. Su identidad se formó a tenor de este sometimiento «señorial», de esta toma de poder sobre la naturaleza. Sus ojos pasaron a mirar hacia abajo. Su lógica devino en una lógica de dominio y no de reconocimiento, en una lógica de la asimilación y no de la alteridad. Todas las virtudes no «señoriales», como la amabilidad y la gratitud, la capacidad de sufrimiento y la simpatía, la tristeza y el cariño, pasaron a un segundo plano, quedaron cognitivamente desposeídas o, en todo caso, relegadas a la falaz «división del trabajo» del mundo de la mujer. Puede que durante mucho tiempo se nos hurtaran los rasgos de esta antropología y de esta lógica del dominio, pues la presión del sometimiento se desplazó muy pronto hacia fuera…, en contra de las minorías, razas y culturas extranjeras. Resulta evidente que la historia de la colonización europea echa aquí una de sus raíces. Y ¿quién podría discutir que este mecanismo de dominio ha vuelto a infiltrarse de nuevo en la historia misionera cristiana? Ciertamente, el proyecto de la modernidad europea tuvo, y sigue teniendo, otros rasgos muy distintos. Así, en dicho proyecto —en los procesos de la Ilustración política— tomó forma una razón deseosa de plasmarse en la práctica como igualdad y justicia. Durante mucho

tiempo se codificó la realidad de manera eurocéntrica. Así, se llegó a una europeización cada vez más «profana» del mundo, que se extendía cada vez más allá, a través de la ciencia, la técnica y la economía, en una palabra, a través del dominio mundial de la racionalidad occidental, arrastrando a todo el mundo en medio de un torbellino desbocado. El inicio de la era industrial trajo ya consigo en Europa, en especial en el siglo xix, un gran empobrecimiento y depauperación. Pero, aunque el ritmo de este desarrollo fue bastante rápido, y en los últimos ciento cincuenta años Europa ha cambiado más en su conjunto que en los anteriores dos mil años, dicho desarrollo se podría calificar de paso de tortuga comparado con el tempo del proceso de industrialización global, sobre todo como se puede observar en el «Tercer Mundo». A la creciente aceleración de esta modernización, de este desarrollo técnico-industrial, sobre todo en las metrópolis posurbanas de este «Tercer Mundo», parece corresponderle una depauperación que va aumentando a un ritmo exponencial. El desarrollo no tiene tiempo para desarrollarse. Destroza el tiempo de los hombres, a quienes parecen golpear con fuerza las circunstancias premodernas de la vida y de la dominación y las tecnologías posmodernas. Una cultura política que busque la libertad y la justicia equitativa solo se podría imponer entre nosotros cuando se alíe con otra cultura, que me permito llamar una nueva cultura hermenéutica: la cultura del reconocimiento de los otros en su otredad, con su propia

manera de formar su identidad social y cultural, con sus propias imágenes de esperanza y sus propios recuerdos. En función de esta cultura deberían juzgarse los condicionamientos supuestamente neutrales —supuestamente libres de política y de moral— de la técnica y de la economía. Solo una cultura del reconocimiento semejante posibilita un intercambio respetuoso y fructífero entre Europa, Occidente y los citados países. Finalmente, el espíritu europeo se está viendo también en peligro por obra de los procesos de modernización por él mismo propiciados. En efecto, cada vez operan más como procesos autónomos, y cada vez el hombre se revela en ellos más su propio experimento y menos su recuerdo. Y los rostros se difuminan con el exceso de posibilidades de comunicación; la «red» sustituye a las miradas. IV La conciencia de su misión empujó desde el principio al cristianismo a luchar por la cultura del reconocimiento de los demás. Para esta conciencia no fue determinante la idea helenista de la identidad y la equiparación, sino la idea bíblica de alianza, según la cual lo igual no es reconocido por lo igual, sino que lo desigual es reconocido por lo desigual —reconocedoramente—. En las raíces de la tradición bíblica subyacen también impulsos hacia una nueva cultura hermenéutica, a la que le es ajena la «voluntad de poder», al

reconocer a los demás en su otredad. En la historia de Europa, esta cultura hermenéutica volvió a quedar oscurecida, pasando asimismo a un segundo plano en la historia de la Iglesia. Lo cual vale también, mutatis mutandis, para nuestra teología cristiana. ¿Por qué se la oye hablar tan poco, me pregunto a menudo, sobre la historia de dolor de los hombres? ¿Es señal de una fe especialmente fuerte, o no es tal vez solo la expresión de un pensamiento sobre el ser vacío de humanidad, una especie de idealismo sin rostro, dotado de un elevado contenido de apatía respecto a las catástrofes y desgracias ajenas? La nueva teología política no surgió solo por el intento de llevar los gritos de las víctimas de Auschwitz al centro de la teología cristiana, sino sobre todo para hacer perceptibles el grito y el rostro de quienes sufren en e l logos de la teología, es decir, para hacer que el flujo de los pensamientos y la cerrazón de la argumentación sistemática queden «interrumpidos» por este grito y por estos rostros. Ello puede hacer que el lenguaje de la teología resulte pequeño, pobre y vulnerable. Sin embargo, esta se acercará así mucho más a su mandato original. En definitiva, es la mística que Jesús vivió y enseñó y que también tendría que marcar la pauta al logos de la teología cristiana, una mística compasiva de ojos abiertos: lejos de sus percepciones, el Dios Jesús no se puede descubrir, ni aquí ni allí.

¿Una mística política del amor al enemigo?

Durante los primeros días de mi primer viaje a América Latina, 43 se celebró en la capital de México un simposio sobre algunas cuestiones relacionadas con la lucha política y la violencia.44 Entre otras cosas, yo me permití recordar que el cristianismo no solo debe instaurar en la vida política el principio del amor al prójimo, sino también el escándalo del amor al enemigo. Pero ¿existe —me pregunté, me preguntaron— una teología política del amor al enemigo? Dicho amor al enemigo no debe dar pie a una especie de oportunismo político, a una pereza o apatía encubiertas en el plano de la política. En ningún caso debe convertirse en la coartada para practicar un total desistimiento, para desinhibirnos a la vista de injusticias que claman al cielo. El cristiano no es solo responsable de lo que hace o no hace, sino también de lo que permite que les ocurra a los demás. ¿El discurso sobre el amor a los enemigos es, por tanto, algo más que una ensoñación teológica, la cual no tiene la menor idea de la violencia de la enemistad política? Con cautela, intenté hablar no obstante de que existe un amor al enemigo en el plano político, de que el amor al enemigo no es algo alejado de lo político ni de la praxis. Este amor busca sustraerle a la vida política toda base de odio y violencia. En el «escándalo del amor al enemigo», la vida política y la lucha política tratan de

imponerse al círculo infernal de la violencia. Frente a la lógica de la violencia («la violencia engendra y pide una y otra vez más violencia»), se pueden distinguir —así lo expresé yo— dos reacciones distintas. Una, que se resigna a dicha lógica de la violencia y funda esta resignación en una antropología de corte conservador, y otra, que parte de la idea de que vale la pena luchar por una vida política libre de violencia, aunque no esté en absoluto libre de conflictos y contradicciones, siempre y cuando se sepa que la meta anhelada (la ausencia de violencia) no puede estar más allá de los medios empleados para su puesta en práctica; la no-violencia debe antes bien surgir de estos medios, pues el nivel humano de la vida política no solo se puede apreciar en las metas proclamadas, por muy sublimes que sean, sino sobre todo en los medios empleados. Pero resultaba demasiado fácil —o difícil— hablar habida cuenta de la historia del cristianismo y sobre todo de las circunstancias especiales en que se hallaba inmerso el continente latinoamericano. No me resultó fácil porfiar en este punto de partida, a la vista de tantos pobres —y extremadamente pobres—, a la vista de tantos exiliados de unos países sumidos en la miseria. De nuevo se planteaba la pregunta por la relación básica entre el Evangelio y la vida política. ¿Acaso una «teología política» supone una politización sumamente peligrosa de la Iglesia? La relación entre Evangelio y vida política no es un añadido ni algo —por así

decir— ideológicamente producido; es algo que está ya desde el principio previsto y presupuesto. Y en cuanto a la nueva teología política, no obliga a juntar de manera anacrónica ni por imperativo de la moda algo que propia —¡y finalmente!— habría que separar limpiamente en interés de unas relaciones claras, o clarificadas demasiado tarde. La espiritualidad cristiana es, en un sentido bien entendido, una espiritualidad completamente política; y la mística cristiana es una mística política. No una mística del poder político ni del dominio político, sino fundamental y llanamente una mística de ojos abiertos. Jesús enseñó una especie de mística de la percepción, que desea ver más y no menos, y que sobre todo —de manera tempestiva o intempestiva— desea tornar visibles a los que sufren invisiblemente y alentar a la praxis de la compasión como mística de la justicia divina. Ahora (2011), mientras redacto esta nota sobre «El amor al enemigo desde el punto de vista político» (escrito en 1988), se proyecta en los cines alemanes una película francesa, De dioses y hombres, que relata un episodio real de la guerra civil argelina en los años noventa y que a mis ojos ofrece una variante de esa mística política del amor al enemigo que aquí nos ocupa. Nueve monjes de un monasterio trapense situado al pie de la cordillera del Atlas viven en contacto —solícito, pero peligroso— con la comunidad muslímica de la aldea. Las autoridades los instan, a la vista de la violencia en aumento entre grupos terroristas islamistas y comandos

de la muerte, a volver a su país de origen, Francia; pero los habitantes de la aldea les ruegan por su parte que se queden con ellos. Tras largas y tensas deliberaciones, deciden finalmente seguir juntos donde están. La película muestra, a través de unas imágenes difícilmente olvidables, cómo en los rostros de los monjes — perplejos al principio, pero cada vez más extasiados— se va perfilando una fuerza y una resolución que actúan de manera sobrenatural sobre su impotente resistencia contra la violencia bruta, cómo los rostros de los monjes devienen en un campo de tensión entre poderes terrenales y místicos, y cómo finalmente en estos rostros —más claramente en unos, más oscuramente en otros— se refleja la determinación a arrostrar juntos, apoyándose unos a otros y en última instancia, la propia muerte a fin de romper la espiral misantrópica de la violencia… ¡¿Mística política?! ¡¿Mística de la compasión?! Jesús no fue un político. Pero ¿quién se atreve a afirmar que su mensaje es apolítico? Sin duda, la política no lo es todo. Pero todo puede ser político.45

Con los ojos del enemigo

En los años setenta me preguntaron en cierta ocasión qué opinaba, en mis intentos por anclar el horror de Auschwitz en el centro de la teología cristiana, sobre el Estado y la política de Israel. Yo contesté al respecto —de palabra y por escrito— que para mí Israel, más allá del sionismo y el antisionismo, era el Estado que había surgido de una catástrofe, de la shoah, a modo de una «casa contra la muerte», contra esa muerte que la Alemania nazi había programado y ordenado para todos —sí, para todos— los judíos de Europa, desde Rodas hasta Narvik, desde los Pirineos hasta los Urales, para borrar del mapa al pueblo judío y convertir a Europa en el cementerio de los judíos. Israel: un Estado contra la muerte. El espantoso atentado del 11 de septiembre de 2001 me devolvió a la memoria esa «definición» de Israel. La acción terrorista del 11 de septiembre no apuntaba solo a los Estados Unidos, sino, como yo subrayé, a toda nuestra civilización occidental; apuntaba también a Israel, como reconocieron desenfadadamente los portavoces islamistas, y no para forzar la tan ansiada solución pacífica del conflicto de Oriente Próximo —para lograr una coexistencia pacífica entre israelíes y palestinos— sino para destruir a Israel. Algo parecido opina, y lo dice también abiertamente, el ministro alemán de Asuntos

Exteriores. En esta postulación del derecho a la vida del pueblo judío, en este abogar por el derecho a la existencia del Estado de Israel, sobre todo nosotros, los alemanes, no debemos dejarnos aventajar por nadie. Esta exigencia no significa un decir sí acríticamente a la política de Israel. Una ausencia de crítica en bloque sería algo así como hipotecar, dejar en suspenso, la solidaridad y contendría de nuevo (como contiene tanto vago filosemitismo) el germen de un nuevo pensamiento antisemita. Este acto de confianza hacia Israel no significa olvidar el dolor de los palestinos ni excluir sus esfuerzos por tener un Estado propio. Significa comprensión y apoyo por nuestra parte respecto a la particular necesidad de seguridad de Israel en estos tiempo de terror, significa comprensión y apoyo para que el Estado de Israel, edificado como una casa contra la muerte fuera de Alemania, no sea devastado y sufra una segunda muerte. Y significa prestar atención al miedo que cunde entre los judíos de Israel. Mientras esbozo este breve texto, leo lo siguiente en el diario israelí del escritor David Grossman: «Tengo muchas críticas que hacer a la conducta de Israel; pero estas últimas semanas vengo observando que la hostilidad de los medios no solo es alimentada por la conducta del gobierno de Sharon. El ser humano percibe dentro de sí algo profundo, subcutáneo. Yo lo percibo como una suave vibración, como algo que cala hasta las células más arcaicas de mi memoria, que me retrotrae

a los días en que el judío no era un simple ser humano de carne y hueso sino el símbolo de ese alguien que tiene que pagar los platos rotos, a modo de ejemplo o metáfora espeluznante. “Usted constata por tanto”, dijo ayer el moderador al final de un programa de la bbc a un árabe al que estaba entrevistando, “que Israel es la causa del mal que envenena actualmente al mundo. Deseo a todos los telespectadores muy buenas noches”». ¿Irreflexión o cinismo por parte del moderador de la bbc? ¿Simple ejemplo posiblemente de cómo viejos y funestos tópicos vuelven a tomar forma y cuerpo? ¿Cómo desenmascarar la hostilidad a Israel como hostilidad a los judíos? Como siempre, tales experiencias producen miedo entre los judíos de Israel en primer lugar. Pero también existe una alternativa liberadora a este miedo: atreverse a dar nuevos pasos hacia la paz; nunca fueron estos tan importantes como hoy. Un nuevo proceso de paz puesto en marcha en Oriente Próximo podría además convertirse en la ofensiva más sorprendente contra el terror global. Por eso vale la pena toda nuestra atención y nuestro apoyo, toda la voluntad internacional para no dejar solas a las dos partes en conflicto cuando estas amenazan con persistir definitivamente en la desesperación ante las posibilidades de paz. Para estos pasos ejemplares hacia la paz todavía no hay otro camino que el que quisieron tomar el judío Rabin y el palestino Arafat en 1993, cuando se estrecharon la mano por primera vez en

Washington y se aseguraron mutuamente que, en el futuro, estaban dispuestos a no mirar solo a sus propios sufrimientos —los sufrimientos del propio pueblo— sino también a los de los otros, a no olvidar los sufrimientos de los hasta entonces enemigos y a tenerlos en cuenta en sus futuras medidas políticas. Tal debe ser el espíritu de una nueva política de paz en el mundo globalizado. Un espíritu que guarda una estrecha relación con un antiguo motivo bíblico: nos obliga a esa compasión que es la única capaz de romper con la tendencia a la hostilidad más primitiva. Este espíritu de compasión tiene, a mi entender, una importancia decisiva tras la nueva situación creada con el 11 de septiembre de 2001, en la que las luchas culturales y las sociales se pueden encontrar superpuestas por todo el globo. Eso obligaría a Occidente, más allá de la defensa militar contra el terrorismo, a verse y valorarse no solo con sus propios ojos sino también con los de los otros, con los ojos del denominado mundo «excedente»; y obligaría también a nuestra idea de libertad, estrictamente secular, y a nuestro modo de vida secularizado —como otrora a la denominada «dialéctica de la Ilustración»— a hacer frente por fin a la aún prácticamente por descubrir «dialéctica de la secularización».

Invitación a todos a mirar al rostro

El cristianismo arrancó en su día como una pequeña comunidad que, a imitación de Jesús, salió de Jerusalén, de Galilea…, convencida de que tenía algo que decir a todos los hombres, es decir, a todo el mundo. Con esta convicción, los primeros testigos cristianos dejaron atrás su entorno familiar. En la actualidad —unos dos mil años después—, el cristianismo se halla diseminado más o menos por toda la tierra. Pero ¿ Los cristianos aún están apasionadamente convencidos de que tienen algo que decir a todos los hombres, de que Dios, a quien la Iglesia anuncia, es un Dios de todos los hombres, y de que por tanto nuestro Dios es propiamente un asunto de toda la humanidad y no solo un asunto cristiano? Y ¿podemos nosotros perpetuar este convencimiento en nuestro mundo actual de manera que este tenga en consideración los principios básicos de la libertad religiosa —y su utilización sin violencia—, conquistados con tanto esfuerzo en la modernidad?46 I Ciertamente, hoy todavía existen las «clásicas» tierras de misión: personas, pueblos, partes del mundo que aún no han oído nada, o casi nada, del cristianismo ni de su mensaje dirigido a todos. Pero lo

singular, lo nuevo de nuestra situación actual es que este mundo apartado y no-cristiano, con sus propias religiones y culturas, se ha ido abriendo paso en nuestro mundo cristiano, en nuestro denominado Occidente cristiano. Hoy nos encontramos con ese mundo remoto, que veníamos llamando con la expresión de «mundo de las misiones», a las puertas de nuestra casa, y no raras veces dentro de nuestra propia casa. En nuestra rutina cotidiana nos encontramos también con rostros de personas procedentes de religiones y culturas no cristianas. En este sentido, cada cristiano confeso se halla hoy en una situación misionera, y se le puede preguntar cómo se comporta al respecto. ¿Podemos defender la pretensión de decir algo a todos los hombres con nuestro mensaje sin herir la dignidad de las otras religiones y culturas? ¿Podemos anunciar el mensaje cristiano sin dejarnos interpelar por la otra profecía de estas religiones? ¿No hemos olvidado posiblemente (¿intencionadamente?) que la libertad religiosa, hoy tenida por doquier en alta estima y reivindicada por todas las religiones, no significó de manera diferenciada y en primer lugar —en el plano histórico y político— una libertad estatalmente garantizada para la religión y los coetáneos religiosos, sino una libertad respecto de la religión y para personas estrictamente seculares a las que no debemos abordar con nuestro mensaje cristiano por debajo del nivel espiritual y moral de su crítica a la religión? ¿No existe el peligro de que, con nuestro mensaje de un

Dios para todos los hombres, soliviantemos deliberadamente la paz religiosa, tan esforzadamente conseguida tras sucesivas luchas culturales y guerras de religión, como sabemos de sobra al repasar la historia de las religiones y, no en menor grado, nuestra propia historia? ¿Qué significa en tales circunstancias una «misión», una «misión mundial»? II ¿Qué se quiere decir, pues, con nuestro mensaje bíblico dirigido a todos los hombres…, un mensaje que queremos llevar —con el queremos invitar— a todos los hombres? Se trata de la invitación al mandamiento principal bíblico, de la observancia de la unidad indisoluble del amor a Dios y el amor al prójimo, como Jesús nos recalcó en su Evangelio y corroboró con su pasión, su muerte y su Resurrección. Pero ¿qué significa el que este mandamiento, en cuanto mandamiento, sea la marca distintiva de la fe cristiana? ¿Qué expresa esto sobre la fe cristiana y su difusión? La fe viene de oír, solemos decir. Sí, ciertamente; pero nuestra fe cristiana no es solo una escuela del oír, sino también una escuela del ver, una escuela de los ojos. En esto hace especial hincapié precisamente la indisoluble unidad del amor a Dios y al prójimo. Nuestra fe en Dios no es una fe de ojos cerrados, sino una fe de ojos abiertos, de rostro a rostro. El

prójimo no se queda, en nuestra entrega a Dios, «fuera de la puerta». Nuestro amor a Dios se expresa y consuma en nuestro trato con los otros, en nuestro encuentro con ellos. Este «prójimo» del amor al prójimo, que forma parte del amor a Dios cristiano, no solo es, en el mensaje de Jesús, el que está próximo, sino también el «otro» que está lejos, no solo el otro conocido —con el que estamos familiarizados—, sino también el extranjero o el extraño, con mundos religiosos y culturales desconocidos. Con su conducta, y a través de sus parábolas, Jesús dejó una pista sobre cómo difundir su mensaje divino entre los hombres. Su mirada mesiánica no se posó, en primera instancia, en la culpa y las flaquezas del hombre, sino en su dolor. Y en esa misma dirección deberían mirar también los ojos de nuestra fe, tanto cuando nos encontramos unos con otros como próximos y allegados, como cuando nos encontramos como extranjeros y extraños: rostro a rostro. La pasión divina debe reconocerse y consumarse en nuestra compasión, en nuestra disposición intensificada a la percepción compasiva del dolor ajeno. Tal es la pista de la compasión que Jesús nos dejó para la difusión de su mensaje del reino de Dios. Seguirla es el imperativo categórico de todo trabajo misionero, tanto en este país como en todo el mundo; es la condición para que esta invitación a la fe pueda convertirse en trabajo para la paz entre todos los hombres, entre religiosos y no religiosos. ¿Qué pasaría si los más de dos mil millones de cristianos que

hay en el mundo se atrevieran a realizar el experimento misionero de esta compasión, por pequeño y poco aparente que este fuera, con tal de que fuera un experimento resuelto y persistente? ¿Qué pasaría? ¿No arrojaría una nueva luz sobre nuestro pobre y desgarrado mundo? ¿No sería un ejemplo de «misión mundial»? Sí, sería una verdadera misión mundial, sabiendo que la historia de las misiones no puede comprenderse nunca como una etapa ininterrumpida, adialéctica, en el camino al «reino de Dios» hecho realidad; y sabiendo que, en nuestras circunstancias constantemente cambiantes y algo confusas, siempre se debe aprender —a veces con una buena dosis de dolor y valentía— lo que significa permanecer fieles a este mensaje a todos destinado.

La vida de las órdenes religiosas «con los ojos abiertos»

Las órdenes religiosas (en sentido lato) siguen siendo para mí esas formas de vida de la Iglesia en las que el cristianismo busca volverse «radical», es decir, aferrarse a esa raíz en la que los cristianos mantienen unida su existencia al origen a través de todas las interpretaciones y vicisitudes, y ello no desde una cerrilidad fundamentalista sino desde la indefensión aguzada por el dolor respecto a las osadías y promesas del mensaje promulgado. Del hecho de que semejantes formas de vida se dan, una y otra vez, a pesar de todos los fracasos, dependen en última instancia las formas de argumentación de la teología cristiana. Las órdenes religiosas se comprometen de modo especial a la imitación y al testimonio de Jesús. Esto caracteriza también su particularidad y su persistencia en la vida de la Iglesia. A mis ojos, el cristianismo no es, por así decir, un juego de abalorios posmoderno sino la escenificación más arriesgada de la historia del mundo, pues Dios mismo se halla implicado en ella. Y las órdenes religiosas deben estar ahí cuando y donde las cosas se tornan particularmente difíciles y peligrosas. Finalmente, se ha de recordar también que con los votos religiosos no solo se aparta uno de algo, sino que también se atreve uno a algo.47

I Sobre este atrevimiento de las órdenes religiosas (en su testimonio y seguimiento de Jesús), quisiera mencionar brevemente dos recientes campos de prueba de la Iglesia. Por una parte, está el campo de pruebas de la nueva diáspora eclesiástica. Toda la Iglesia se halla inmersa en un proceso sumamente complejo, de sentido contrario: por primera vez está en trance de convertirse en una Iglesia realmente mundial, con múltiples raíces culturales; en todo el mundo, y sobre todo en Europa, se está quedando en situación de minoría, está deviniendo en una diáspora global. Cada vez van desapareciendo de Europa estructuras de la Iglesia de vieja raigambre. Para la supervivencia de un cristianismo realmente vivo se necesitan imperiosamente nuevas formas de vida eclesiales, una pastoral de la diáspora pragmática —menos sentimental—, que se atreva a llegar hasta los interconectados puestos de trabajo de nuestro mundo altamente tecnificado, para también allí seguir la senda de una vida inconformista. En mis anteriores reflexiones sobre la Iglesia de las órdenes religiosas advertí contra el riesgo de que estas se involucren demasiado en planes pastorales preestablecidos por la Gran Iglesia, en cuya configuración apenas pueden influir. 48 Hoy quisiera instarles a que se conecten más bien a la mencionada pastoral de la diáspora en Europa para estar más cerca de aquellos que, más allá de las grandes organizaciones eclesiásticas, del principio parroquial y de las distintas formas de asesoramiento, ya

no están a la vista. Si uno no es de la opinión de que Europa se deje «re-evangelizar» para convertirse en un «Occidente cristiano» premoderno, pre-Reforma y pre-Ilustración, entonces solo existe este camino, apenas transitado, en el futuro de la Iglesia europea. Y, a tal fin, las órdenes religiosas deberían movilizarse cada vez más, en mi opinión, hasta llegar a formar un frente amplio. II Por otra parte, está el campo de pruebas de la convivencia intercultural, cada vez más intensa. Muchas de nuestras órdenes religiosas, al no estar organizadas a escala nacional sino internacional, ni regional sino global, ¿no podrían ser, junto con sus monasterios, células embrionarias de unos sólidos intercambios interculturales y no solo centros de formación para mentalidades de la vieja Europa —ni, más recientemente, para un budismo europeísta —? Es decir, unas órdenes empeñadas en cumplir el imperativo bíblico de abrir los ojos y ejercitar el intercambio de miradas. ¿No serían estas los lugares predestinados para una convivialidad de mundos culturales diferenciados? ¿No deberíamos poder ver, vivir y aprender de las formas de vida de nuestros monasterios —de su actividad litúrgica y pastoral— este intercambio productivo, que también podría servir de ejemplo para una comunidad europea que ya no podrá ser «puramente europea» ni puede permitir en sus

fronteras nuevos modos de pensar favorables al apartheid? En cualquier caso, me parece de todo punto necesario que la Iglesia no deje solas a las personas de nuestra sociedad en estos tiempos de profundos cambios de mentalidad (que a todos nos conciernen), ni que ella se excluya tampoco. Pues, digamos para concluir, el policentrismo cultural del cristianismo y de la Iglesia no solo puede ser atrevido en los denominados países de misión.

A la vista de rostros apagados

Una teología que no quiera engañarse a sí misma ni a los demás debe intentar siempre ser un discurso sobre Dios. Pero cada cual habla de Dios cuando la cosa va en serio, cuando las historias del día a día y las historias de la fe se entrelazan en situaciones en las que uno no se puede callar, ni ante sí mismo ni ante los demás, y para las que no tendría ningún lenguaje si no existiera la palabra «Dios». Así, el discurso sobre Dios y la exploración de Dios siempre han de tener un trasfondo biográfico, un trasfondo que no se debería ignorar. En tal sentido, no se debe hablar de «un» estar en camino en general, sino de «mi» estar en camino particular, y esto no para hablar de mí sino del Dios de la promesa bíblica que sigue siempre la pista de la vida. Dada su unilateralidad y su precariedad, semejante cosa puede parecer un atrevimiento, un intento llamado al fracaso. I Permítaseme traer a colación aquí un recuerdo biográfico, del que he hablado más detalladamente en otro lugar. 49 Hacia el final de la segunda guerra mundial, cuando tenía yo solo 15 años de edad, me sacaron a la fuerza del instituto para que me alistara en un batallón

regular. Tras recibir un entrenamiento somero en los cuarteles de Wurzburgo, me mandaron al frente, que a la sazón ya había retrocedido hasta este lado del Rin. Mi compañía estaba compuesta por gente muy joven, más de cien efectivos. Una noche, el capitán me mandó que fuera a entregar un parte al puesto de mando del batallón. Anduve extraviado toda la noche por aldeas y granjas arrasadas, en llamas, y al volver a la mañana siguiente a mi compañía, solo encontré muertos, todos muertos, víctimas de un ataque combinado de cazabombarderos y tanques. De todos ellos, con los que un día antes había compartido mis miedos infantiles y mis risas juveniles, solo pude ver un rostro muerto, apagado. No recuerdo más que un grito ahogado. Y así me sigo viendo hoy todavía; y detrás de este recuerdo se agolpan todos mis sueños infantiles rotos. ¿Qué ocurre si uno no acude con tales recuerdos al psicólogo, sino a la Iglesia, a la teología? Este trasfondo de experiencia personal marca indeleblemente el discurso que se me exige como teólogo. Un hálito de irreconciliabilidad subyace en la historia de mi fe: las plegarias son para mí ante todo un añorar, un echar de menos a Dios. Y es un consuelo para dicha historia que el Nuevo Testamento concluya también con un grito. Para esta teología, la categoría de peligro desempeña un papel fundamental. No quiere renunciar a las metáforas apocalípticas de la historia de la fe. Mi trabajo teológico está presidido por un ligero tinte de desasosiego y de

irreconciliabilidad, por una sensibilidad especial para con la teodicea. Y, en su desgracia, en su muerte, los otros tampoco se unen a posteriori a este discurso sobre Dios. Yo no me pregunté entonces espontáneamente qué pasará «conmigo» en la muerte, sino qué pasará «con vosotros» en la muerte. Pero hasta más tarde no entraron expresamente «los otros» en mi discurso «político» sobre Dios. Sin duda existen otros vínculos entre la biografía personal y la historia de la fe. En el río de la vida, el creyente siempre ha de vivir orientado hacia la fe de los demás. II Sobre este telón de fondo biográfico, quisiera poner de relieve ahora dos aspectos de la «experiencia de Dios en el camino», sobre los que creo que se puede generalizar.

1) Desde hace tiempo vengo caracterizando esta experiencia divina como una experiencia del tener dolor de Dios. Esto puede sonar a desvalimiento o incluso a extravagancia. Naturalmente, no se trata aquí de intentar imponer a nuestras experiencias de dolor personales otra experiencia de dolor más, cuasi mística, sino de arrancar al terreno de la desesperanza las desconcertantes experiencias de dolor que nos hacen enmudecer con un grito ahogado y no dejar que caigan

simplemente en el olvido. Esta experiencia de tener dolor de Dios es sobre todo familiar a las tradiciones de la oración en Israel: la encontramos en los Salmos, en Job, en las Lamentaciones y, finalmente, aunque no por eso sea menos importante, en muchos pasajes de los libros proféticos. El lenguaje de esta experiencia divina es en sí un lenguaje de sufrimiento, un lenguaje de crisis, un lenguaje de tentación, impugnación y peligro radical, un lenguaje de queja y de reproche; en fin, un lenguaje de grito. El lenguaje de esta experiencia divina no es en primer lugar una consoladora respuesta al dolor experimentado sino más bien una interrogación apasionada desde el dolor, una pregunta sobre Dios llena de expectativas desconsoladas, desvalidas. En esta tradición se sitúa también, según mi parecer, un rasgo fundamental de la mística de Jesús. ¿No existe, de manera singular, una mística del tener dolor de Dios? El grito de Jesús en la cruz es el grito de quien se siente dejado de la mano de Dios, sin haber dejado nunca, por su parte, a su Dios. En mi opinión, esto remite de manera incuestionable a la mística de Jesús. Cuando se siente dejado de la mano de Dios en la cruz, acepta a un Dios que es de otra manera y distinto del eco de nuestros deseos, por encendidos que estos sean; un Dios que es más y otra cosa que la respuesta a nuestras preguntas, por muy duras y apasionadas que estas sean, como en el caso de Job, como en su mismo caso. El término «bienaventurados» no es necesariamente sinónimo de felices o contentos. Volvamos un momento al Sermón de la Montaña:

aquí, «bienaventurado» significa ser pobre ante Dios, significa llorar, tener hambre y sed de justicia. Ciertamente, el Dios bíblico no hace infelices a los hombres, si acaso a los que opinan que Dios debería hacerlos felices tal y como ellos lo entienden. Dios no «encaja» con las imágenes que tenemos de él, ni en un plano psicológico ni clerical. ¿Con qué encaja entonces Dios? ¿Con qué encajan nuestras oraciones, nuestras súplicas? ¿Qué se dice en Lc 11,1-13, donde se habla precisamente de cómo ha de ser la plegaria? ¿Qué se dice allí, de manera resumida? «Pues si vosotros, que sois malos, sabéis dar a vuestros hijos cosas buenas, ¿con cuánta más razón el Padre que está en cielo dará Espíritu Santo a quienes le piden?». Pedir Dios a Dios es por tanto la instrucción que da Jesús a sus discípulos sobre la oración. No deja entrever otro tipo de consuelos, propiamente hablando. ¿No hay tal vez demasiado cántico y demasiado poco grito en nuestro cristianismo? ¿Demasiado alborozo y demasiado poco llanto? ¿Demasiada certidumbre y demasiado poco echar de menos? ¿Demasiada hambre de consuelo y demasiada poca hambre de Dios? En la actualidad, existe una especie de decadencia silenciosa, de obliteración de la cultura de la oración. No se reza a mitos ni cuentos de hadas, a ideas ni utopías; en una palabra, no se reza a ese material del que se nutre una religiosidad poscristiana. ¿Y a Dios? ¿No es propio de la plegaria cristiana el desasosiego cuasi místico de la pregunta desconsolada por Dios? Esta no surge del típico

prurito intelectual del preguntar, el cual estaría por eso sumamente alejado de los que sufren. A ese lenguaje de la plegaria sobre el que —por mor de un verdadero consuelo— tendríamos que instruirnos no pertenecen preguntas vagarosas sino más bien preguntas apasionadas. Y más aún si tenemos en cuenta que la mística bíblicocristiana no es propiamente una mística de ojos cerrados sino una mística de ojos abiertos, que nos obliga a una percepción potenciada del dolor ajeno.

2) Con lo cual, abordo el otro aspecto de la experiencia cristiana de Dios, que tan importante me parece en nuestro tiempo: «Estar alertas, despiertos, con los ojos bien abiertos».50 Frente al discurso al uso de la «fe ciega», las tradiciones bíblicas y, sobre todo, el propio Jesús insisten en la visibilidad, en tornar visible, más perceptible. Quien dice «Dios» no debe cerrar los ojos. El cristianismo no es una especie de «videncia» ciega, sino que nos enseña una mística de ojos abiertos. Me parece imprescindible la mirada a los otros cuando se habla del Dios de nuestra esperanza. A él no llegamos a través de ningún psicoanálisis, el cual gusta de sugerir profundidades religiosas del yo, abismos oníricos cifrados, allí donde en realidad reina una pura no-profundidad en tanto que nuestro yo no se experimenta ni se pone a prueba en contacto recíproco con los demás. Esta mirada a los demás tal vez no sea tan importante para las pequeñas esperanzas,

pero es imprescindible para las esperanzas grandes que determinan la vida y que nadie puede esperar para sí solo. Mirándome a mí solo, ¿queda al final mucho más realmente que melancolía, que desesperación mal disimulada, que un egoísmo alargado hacia el más allá? Pero yo conozco a personas, y he visto rostros, cerca y lejos, conocidos y desconocidos, en su dolor, en su lucha, en su tristeza, a los que les puedo confiar grandes promesas en mucha mayor medida que a mí solo, y solamente mirando esos rostros me atrevo a relacionar tales promesas con mi propia vida. Lo mismo se puede decir de mí también respecto a la conversión, a la metanoia del corazón. Siempre que esta se dio en mi vida, tuvo siempre que ver con el hecho de que los otros me han creído capaz de ella, o me la han exigido. Pues para mí, la esperanza cristiana y la conversión remiten al rostro del prójimo, el cual, para Jesús ciertamente, no solo se refiere a los que están más cerca. Ni tampoco solo a los que están vivos… La esperanza en la resurrección de los muertos, la fe en la ruptura de la barrera de la muerte, nos torna libres para una vida contra la simple autoafirmación, cuya verdad es la muerte. Esta esperanza nos empuja a estar ahí para los demás, a transformar la vida de los demás mediante el sufrimiento solidario y vicario. Con esto hacemos que nuestra esperanza sea manifiesta y viva, y nos experimentamos y damos a conocer como hombres pascuales. «Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos. El que no ama permanece en la muerte» (1 Jn 3,14). («Nuestra esperanza», i.3; véase el Apéndice, p. 232)

«Busco tu rostro» Hipótesis sobre la visión beatífica de Dios

Se trata de mi hipótesis sobre la promesa de la «visión de Dios» del fin de los tiempos. La presentaré con una pregunta que, en mi opinión, va a presidir el futuro discurso sobre la religión a nivel mundial; a saber: ¿cómo se comportan ante el dolor ajeno dos formas clásicas de espiritualidad religiosa? Me refiero, por una parte, a las tradiciones bíblicamente monoteístas del judaísmo y el cristianismo, y, por la otra, a la mística del dolor (es decir, y más prudentemente,51 a la espiritualidad del sufrimiento) en las tradiciones del Lejano Oriente, en particular en las tradiciones budistas, que estas últimas décadas no han dejado de ganar adeptos en el mundo posmoderno de Occidente, tras la proclamada «muerte de Dios». Por mor de prudencia, expreso en forma de pregunta la dificultad que entraña el encuentro de la mística bíblica de la compasión con la espiritualidad del Lejano Oriente en general, y con la budista en particular. Pues si la recepción occidental del budismo hiciera caso omiso de esta pregunta, ello desembocaría solo en formas triviales de una gran religión de la humanidad, lo que confirmaría así indirectamente la skepsis que muestra el budismo originario del Oriente respecto de su desenvuelta recepción por parte de

determinadas formas de vida occidentales. La espiritualidad del Lejano Oriente ¿no parte —tal es la pregunta— del hecho de que todas las dolorosas oposiciones o contrastes entre el yo y el mundo son superadas por ese otro hecho de que en última instancia el yo se disuelve en una previa unidad englobadora y en la armonía de un universo carente de sujeto?52 ¿No es el yo, por tanto, una manifiesta ilusión desde el punto de vista místico o espiritual? Y en los casos en que —en dicha espiritualidad— están a disposición tales sujetos autónomos, ¿no se evaporan también en lo imaginario todos los demás sujetos? ¿Dónde existe una obligación insoslayable de compasión, de empatía respecto al dolor de los demás? La espiritualidad del Lejano Oriente ¿no apunta, en definitiva, a una unidad englobadora alejada del sujeto y de la historia y, en ese sentido, a una unidad englobadora sin rostro? Buda medita, Jesús grita. La mística de las tradiciones bíblicas es en su núcleo una mística que busca el rostro, no una espiritualidad de la unidad englobadora de la naturaleza o el cosmos. Buda medita, Jesús grita. El último (cuarto) viaje de Buda termina, tras unas experiencias para él sumamente dolorosas tras haber visto el dolor, la miseria y la muerte del hombre, con una vuelta a la meditación en busca de la liberación. El último viaje terrenal de Jesús termina, empero, con un grito que busca el rostro: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?». El centurión que estaba frente a Jesús, a l verle morir de esta manera, exclamó: «Realmente, este hombre

era Hijo de Dios”» (cf. Mc 15,33-37 y Mt 27,45-54). Ciertamente, también la mística bíblica habla de un «abandono del yo», de un «morir del yo». Pero ¿qué quiere decir esto? No se trata de un autodisolverse espiritual, de un desaparecer gradual del yo en una unidad englobadora sin rostro ni en una especie de naturalismo religioso, sino de un (para mí, en el camino de la compasión) orientarse cada vez más firmemente en una «alianza», en esa alianza mística entre Dios y el hombre que conduce finalmente a la visión beatífica de Dios, en la que Dios será «todo en todos» (cf. 1 Cor 15,28) sin mezcla ni separación algunas.53

«Oh Salvador, ábrenos los cielos…»

¿Cómo acercar el relato del Adviento a nuestras vivencias de hoy, dos mil años después del nacimiento de Cristo? ¿Podemos entonar uno de nuestros cánticos de Adviento más hermosos e impresionantes («Oh Salvador, ábrenos los cielos…») con toda franqueza y sinceridad dos mil años después del nacimiento de Cristo? En mi opinión, eso depende de la tonalidad en la que lo oigamos y cantemos. I Pues hay dos tonalidades distintas para entonar este cántico. Una, la tonalidad estrictamente navideña, con la mirada puesta en el Niño en el Pesebre, en el Nacimiento de Cristo. Y otra, la que —no sin cierta vacilación— me gustaría llamar la tonalidad apocalíptica. ¿Por qué el adjetivo «apocalíptico»? Pues porque en el cántico «Oh Salvador, ábrenos los cielos…» se respira esa atmósfera que reina en la denominada «Revelación misteriosa». Nos referimos, como se habrá adivinado, al último libro del Nuevo Testamento, más exactamente a la última sección del libro (es decir, al final de la biografía canónica del cristianismo). El libro concluye con una invocación, con un grito: «¡Maranatha, ven, Señor Jesús!». Pues bien, esta

invocación, este grito apocalíptico, pertenece también al trasfondo místico de nuestro cristianismo, hasta que el hambre y la sed de la gran justicia divina queden definitivamente satisfechas en la resurrección de los muertos, que nos es prometida a los que vivimos con la fe en la Resurrección de Cristo. ¡Ven, Señor Jesús! Yo quiero oír —y acercarlo a todos nosotros— este cántico de Adviento en esta tonalidad en la que nuestra fe cristiana se enfrenta a las experiencias llenas de contradicciones de nuestro mundo histórico. II Por eso, quiero empezar con una breve alusión a la palabra «apocalíptico», que hoy se utiliza las más de las veces de una manera un tanto desenfadada para describir catástrofes y escenarios de ruina, o también fantasías terroristas sobre la destrucción del planeta. La apocalíptica bíblica es ante todo un género literario del Antiguo Testamento. Tiene su «asiento vital» en la aguzada situación de dolor y persecución de las comunidades judías. Pero también el Apocalipsis de Juan, al final del Nuevo Testamento, está escrito a la vista del mayor nivel de sufrimiento y persecución de que fue víctima el cristianismo primitivo. De ahí dos características principales del mensaje apocalíptico, que enhebran, como un hilo rojo, el conjunto de las tradiciones bíblicas. Por una parte, en esta apocalíptica no se nos ofrece un mensaje

catastrofista sino un mensaje temporal, que habla del carácter temporal de nuestro mundo. Según dicho mensaje, el mundo tiene un principio, y su tiempo un fin. Esta sabiduría elemental sobre el mundo y el tiempo era ajena e inaccesible a las culturas religiosas de entonces, tanto las orientales como también la griega.54 (Como leemos en el capítulo 17 de los Hechos de los Apóstoles, Pablo experimentó con dolor esto mismo en su encuentro con los griegos en el areópago de Atenas). «Ven, Señor Jesús». Esta «vuelta de Jesús» —como solemos decir— aquí gritada no debe entenderse desde el punto de vista del transcurso de nuestro tiempo, sino desde el punto de vista de fin del tiempo. La «resurrección de los muertos», bíblicamente prometida, no sucede en el tiempo, sino como fin del tiempo. Y nuestra fe en la Resurrección de Cristo en el tiempo debe oírse en el horizonte de nuestra esperanza en la resurrección de los muertos: «Porque si los muertos no resucitan, ni Cristo ha resucitado» (1 Cor 15,16). Por otra parte, esta apocalíptica bíblica —en el sentido más literal de «apocalíptico»— se refiere a un «revelar», a la revelación de la historia de sufrimiento de la humanidad en el decurso de la historia universal, a un revelar los rostros de las víctimas contra el impío olvido por parte de los distintos vencedores en el decurso de la historia. La sabiduría apocalíptica es aquí una percepción del mundo en su historia, la cual «desvela» o «descubre» lo que es de manera descarnada —sin hacerse ilusiones—, lo que «es» y ocurre

realmente…, contra los intentos (que surgen una y otra vez en todas las religiones y cosmovisiones) de camuflaje metafísico de las desgracias que claman al cielo en el mundo y el transcurso de la historia universal para de ese modo tornar a las víctimas invisibles, y sus gritos inaudibles. III «Oh Salvador, ábrenos los cielos…». Este cántico se puede oír y entender en la mencionada tonalidad apocalíptica. El jesuita Friedrich von Spee lo compone en una época en la que los horizontes están muy entenebrecidos y los cielos aparecen cerrados a cal y canto. «Sol, elévate, sin tu brillo desfallecemos en medio de las tinieblas […]. Aquí abajo sufrimos las pruebas más duras, ante nuestros ojos aparece la muerte eterna. Oh, ven, llévanos con mano firme de la miseria al país del Padre». Es la época de la Guerra de los Treinta Años, en la que el país alemán pierde aproximadamente la mitad de su población; la época en la que hacen furor la violencia, los asesinatos y las profanaciones, en la que se turnan las hambrunas y las epidemias; en la que sobrevienen las desgracias más inimaginables, en la que se tiende a buscar para todo un chivo expiatorio. La época también en que se desata y escenifica una hasta entonces larvada caza de brujas, que arrastra a innumerables personas inocentes, sobre todo mujeres,

pero también hombres, a una muerte espantosa. Es una época en la que, llegado el Adviento y la Navidad, no se canta, sino que se grita: «Oh Salvador, ábrenos los cielos…». «Quien está cerca de mí está cerca del fuego». Friedrich von Spee entendió sus cánticos de Jesús, los cánticos de su denominado Jesusminne («Amor a Jesús») en el sentido de esa palabra de Jesús que nos llega hasta nosotros extracanónicamente (pasando por el pensador protocristiano Orígenes). El mensaje de Navidad se convierte para Spee en un recuerdo arriesgado. Spee vive su pasión por Cristo como compasión, como empatía con las personas desprotegidas, oprimidas, perseguidas en aquellas circunstancias tormentosas. Su Jesusminne era para él una mística de ojos abiertos (una especie de mística política de la compasión). Spee luchó contra los tejemanejes de las autoridades temporales y eclesiásticas en medio de la histeria masiva que supuso la caza de brujas. Algo que no le benefició personalmente. Por el bien de los que padecían, se metía en situaciones de las que no podía salir airoso sin su «Salvador». Spee lo echaba vivamente de menos en aquel piélago de espanto para tantas personas. Y no dejaba de llamarlo a gritos: «Oh Salvador, ábrenos los cielos…». IV ¿Y hoy? ¿Qué decir de los que vivimos hoy? ¿No nos

experimentamos también como unos seres que viven sin remisión bajo unos cielos cerrados a cal y canto, y no solo a la vista de nuestras biografías individuales, caracterizadas por el dolor y la muerte, sino también a la vista del cielo de nuestra situación planetaria, hoy cada vez más entenebrecida…?

• Hoy, arrastrados por el vendaval de la denominada globalización, • hoy, cuando la política, la política mundial, parece cada vez más un desvalido rehén del mercado y de la técnica, de los conflictos culturales y religiosos, y, por último, pero no menos gravemente, de los genocidios étnicos, • hoy, cuando notamos que tampoco la ciencia y la tecnología son en modo alguno los obvios aliados de la imagen del hombre hasta ahora familiar y tranquilizadora, pues estamos ante una ciencia biológica y una neurociencia cada vez más sin fronteras, para las que el ser humano no es en definitiva otra cosa que el último pedazo de la naturaleza aún no plenamente experimentado.

«¿A dónde va Dios?», exclama el alocado ser humano en Friedrich Nietzsche. «¿A dónde va a ir a parar el ser humano?», se oye a modo de eco en nuestros días. El ser humano de hoy es cada vez menos, según parece, su propia memoria y cada vez más su propio experimento ilimitado. Hoy reina un culto a la experimentación sin límites. Todo parece posible, todo parece factible. Pero también

están los horizontes oscuros de un nuevo culto al destino: todo puede quedar atrás…, también el propio ser humano que no deja de experimentar. La voluntad de experimentar se halla minada por una resignación no confesa, que llega hasta los fundamentos espirituales de nuestra vida social. ¿Los síntomas? He aquí algunos: un creciente vaciar de responsabilidad histórico-política las zonas de peligro; un empequeñecerse o amoldarse con astucia; el compartimentado pensamiento posmoderno; la vida a corto plazo: la «vida troceada» para la que solo hay opciones vitales —si es que las hay— como opciones con cláusulas restrictivas, solo como compromiso —si es que lo hay— con el derecho a cambiar. Sobre nosotros llueve una especie de cansancio existencial, de melancolía colectiva, y una extraña irresolución, sí, una resignación que al final nos puede convertir en voyeurs de nuestra propia ruina. Una de las obras más célebres del dramaturgo y poeta irlandés Samuel Beckett lleva por título Fin de partida. En ella, Hamm, uno de los personajes, pregunta, presa de angustia: «¿Qué sucede? ¿Qué sucede?». Y otro personaje, llamado Clov, le contesta: «Algo sigue su curso». Fragmentos de diálogo de una tragedia sobre la disolución de la vida, de una silenciosa disolución de la vida, a la que le falta el mencionado grito apocalíptico. «Algo sigue su curso». En sus obras posteriores, Samuel Beckett reaccionó al Fin de partida de esta manera: «Anhelar que todo pase. Turbio anhelar. Vacío pasar. Anhelar que

pase. Vano anhelar que pase el vano anhelar». V El cántico de Friedrich von Spee no reparte la futilidad del anhelar sobre el terreno de nuestras almas. En él aparece un nombre concreto para esta añoranza del fin de los tiempos: «Oh Salvador, ábrenos los cielos…», y, junto con el grito apocalíptico al final del Nuevo Testamento. «Ven, Señor Jesús», rompe el movimiento del mundo, de nuestro mundo, y lo redirige hacia esta añoranza. Pero ¿qué es realmente esta añoranza? ¿Es algo más que un sentimentalismo inconsecuente? Pues hoy parecemos vivir más o menos en un puro mundo de necesidades, presidido por el pensamiento de la pura utilidad. Las necesidades son en definitiva para que nos liberemos. Pero la añoranza que se expresa en el cristianismo… es algo que no podemos tranquilizar ni paralizar. Sobrepasa al mundo de nuestras necesidades. Nosotros no podemos operar su cumplimiento, podemos festejarla como nuestra esperanza…, en nuestros cánticos y también en nuestros gritos. «Nuestro corazón está inquieto» (Agustín). Esta intranquilidad del corazón no pertenece al ámbito de lo útil; es algo tal vez arriesgado y liberador; en efecto, nos pone una y otra vez en situaciones en las que tenemos que enfrentarnos al pragmatismo cotidiano de este mundo nuestro de la pura necesidad. Además, con esta añoranza no

queremos decir adiós a los conflictos dolorosos de nuestra vida en común. Por último, son los ojos bien abiertos de esta añoranza los que nos hacen volver a sufrir por el dolor de los demás: los que nos instan a sublevarnos contra el sinsentido del dolor inocente e injusto; los que suscitan en nosotros hambre y sed de justicia, de una justicia para todos, y, finalmente, los que nos prohíben medir exclusivamente con los baremos miopes de nuestro mundo de la pura necesidad. El fortalecernos mutuamente en esta añoranza es el regalo de AdvientoNavidad que los cristianos debemos hacernos precisamente en este tiempo. «¡Oh Salvador, ábrenos los cielos, y de los cielos desciende! Atraviesa los atrios y las puertas, quiebra sus trabas y cerrojos».

Estímulos para la oración

A muchos hombres y mujeres de hoy la oración les parece una cosa rara, extraña, inaccesible e incuestionada, y eso aun cuando no hubiera otro lenguaje para nuestras propias experiencias que el de la oración. ¿Qué cristiano de hoy va a discutir que en estos tiempos se necesita alentar a todo el mundo a la oración, empezando por nosotros mismos? I En primer lugar, me gustaría hablar de la solidaridad histórica de los orantes: los orantes no estamos solos; tenemos más respaldo de lo que las más de las veces percibimos y acreditamos. Nos hallamos inmersos en una gran tradición, en la que se ha formado la identidad más obvia de nuestra humanidad. Esta tradición se remonta, a través de toda la historia de la humanidad, hasta unos orígenes ignotos. «El nombre de Dios se halla profundamente enraizado en la historia de la esperanza y del sufrimiento de la humanidad. En ella sale permanentemente a nuestro encuentro este nombre iluminador y oscurecido, reverenciado y negado, mal utilizado, vilipendiado, pero nunca olvidado» («Nuestra esperanza», i.1; véase Apéndice, p. 226).

¿Qué sabemos de esta historia de la humanidad? Sabemos muchas cosas de los grandes personajes, de sus victorias y, de vez en cuando, también, de sus tragedias. Esto es lo que ha venido caracterizando —al menos hasta hoy— nuestra ciencia histórica. Pero ¿qué es —nos preguntamos a la manera de Bertolt Brecht— de los otros, de los incontables otros nunca mencionados…, qué es del pueblo llano que no tiene nombre, que libra y gana las batallas para los señores, que construye sus monumentos y llora a tantos, tantos muertos salidos de su seno? ¿Qué sabemos de ellos? Una cosa sí podemos decir: en su dolor y en su confianza, en su alegría y en sus temores han dejado signos que permiten reconocer la protohistoria humana como la historia de la religión (en su sentido más lato). La historia humana, como historia del pueblo, es ante todo la historia de la religión, pero la historia de la religión es de forma especial la historia de la oración. Lo cual vale, por cierto, no solo para el espacio europeo-cristiano, sino también para la historia judeohebrea, que como se sabe contiene las raíces tanto del cristianismo como del islam. Y vale también para las lejanas culturas de Asia y África. Así, los cristianos tenemos todos los motivos del mundo para respetar esta historia ajena y la autoridad de los que sufren y esperan, que son los que la constituyen. Los que oran se hallan imbricados en una gran red de solidaridad histórica. A la historia de la humanidad le reconocen derecho de voz o, por así decir, derecho de expresión, en las cosas que podemos

esperar y en que podemos confiar. Sin embargo, la importancia y el peso de este voto religioso de la historia de la humanidad, esta suerte de alegato mudo de la masa anónima de los muertos a favor de la oración, no son admitidos, ni mucho menos, por todo el mundo sin discusión. No pocas veces vemos que la historia de la humanidad como historia de la oración del pueblo es borrada de un plumazo, o simplemente orillada con un encogimiento de hombros. Los muertos suelen quedar rápidamente inhabilitados. ¿No es más compasión que respeto lo que nos mueve en nuestra conducta para con esta historia? Nosotros los disculpamos en vez de tomarlos en serio: «No sabían bien lo que se traían entre manos; tenían una falsa conciencia; formaban un colectivo angustiado por temores arcaicos... Se les puede reconocer buena fe a la mayoría; sin embargo, no se puede permitir que sus voces resuenen en la pugna actual por los seres humanos y sus esperanzas. En definitiva, que los ignorantes carecen de competencia y los inmaduros quedan excluidos del derecho a voto…». Con lo cual, el saber quién es ignorante o no, maduro o inmaduro en materia de esperanza, religión y oración, no lo deciden quienes han vivido y padecido a la luz de la experiencia religiosa, tampoco lo deciden los propios orantes, ni los sujetos de este lenguaje de la oración, sino que lo decidimos nosotros, los representantes de una lógica del desarrollo de la humanidad que de manera adialéctica eleva siempre a los recién llegados al rango de sabios y degrada a la massa damnata a la

condición de ignorantes. Y por eso hace tiempo que nos hemos acostumbrado también a criticar y diluir inmisericorde, insensatamente los recuerdos y símbolos de esta historia de la oración —en los que se hallan condensados tantos sufrimientos y esperanzas— desde el escritorio, desde la poltrona de la reflexión pertinaz que no se deja irritar por ninguna praxis, desde el «exquisito salón» de la pura teoría, perfectamente impermeabilizado contra cualquier tormenta apocalíptica, pero en el que todo se sabe, en el que nada resulta extraño ni se queda sin explicar, en el que también se saben y se hablan todos los lenguajes …, salvo el lenguaje del dolor y de la esperanza de la oración. Si no nos dejamos llevar por el tópico según el cual los que vivimos en el tiempo presente representamos indiscutiblemente el estado más avanzado de la conciencia humana, ¿no deberíamos tener en cuenta que el conjunto de los vivos es sin duda demasiado pequeño, aleatorio, falto de imaginación —y por tanto también demasiado poco competente— para emitir una sentencia definitiva sobre el destino de la religión y la oración? Y ¿no debemos entonces otorgar también a los muertos el derecho a voto en materia de religión y oración? Asimismo, ¿no debemos acabar con la impresión generalizada de que la oración es una cosa demasiado manida, demasiado endeble por necesitar del auxilio de los muertos, de la voz de la tradición, para no salir derrotada en estas «votaciones»? Los que rezan forman parte de una gran red de solidaridad

histórica. Uno de los principales pilares de esta solidaridad lo constituye la historia de la oración del Antiguo Testamento, que es básicamente lo mismo que la historia de la oración del pueblo judío. Lo cual no deja de tener, por cierto, una importancia especial para nuestro país, dada su reciente historia. Pensando en los campos de exterminio nazis, Theodor W. Adorno pronunció la famosa frase de que después de Auschwitz ya no se podía hacer poesía. ¿Y rezar? ¿Resulta obvio que después de Auschwitz ya no existe la plegaria? Para el filósofo de las religiones Milan Machovec, de tendencia marxista, tal es el caso. En un simposio celebrado en 1966, me dirigió la siguiente pregunta: «¿De dónde sacáis los cristianos valor para seguir rezando después de Auschwitz?». La respuesta que intenté darle fue: «Nosotros podemos y debemos rezar después de Auschwitz pues también se rezó en Auschwitz, en el infierno de Auschwitz». Esta interrelación hace que la oración en nuestro país conecte de manera especial con la historia de la oración del sufriente pueblo judío, y permite suponer una cosa importante acerca de la dimensión de la promisión y de la obligación que se encierra en nuestra frase inicial: los que rezan no están solos; están inmersos en un gran entramado de solidaridad histórica. II Pero ¿qué es en realidad eso que llamamos rezar? Yo diría

simplemente que es un decir que sí, un consentir en la experiencia de la contradicción, en la experiencia del dolor de la finitud y de la muerte. «Yo me agito en mi lamento, me confundo ante la voz del enemigo, ante el apremio del malvado. Sobre mí hacen caer el maleficio, me persiguen con saña. Mi corazón trepida en mi interior y terrores de muerte se abaten sobre mí: el temor y el temblor me han penetrado y el espanto me envuelve. […] Por mi parte, yo clamo hacia el Señor, y el Señor me liberará» (Sal 55,3-7.17). Esta oración del salmo deja bien claro que nuestra sencilla «definición» de la oración está llena de tensión y pulsión dramática: la dificultad para decir que sí en modo alguno queda silenciada o disimulada por una confianza pertinaz. En las grandes tradiciones de oración del Antiguo Testamento —en los Salmos, en Job, en las Lamentaciones de los profetas— una cosa está bien clara: el lenguaje de la oración no es un lenguaje que se encierre e inmunice frente a la experiencia del dolor y del desconsuelo. Es el lenguaje mismo de este sufrimiento, un lenguaje de dolor y de crisis, de lamentación y de queja, es el clamar y «murmurar de los hijos de Israel». «Por eso no retendré mis palabras, hablaré en la angustia de mi espíritu, me quejaré en la amargura de mi alma» (Job 7,11). El lenguaje de la oración es el lenguaje de la pregunta apasionada por Dios y, por eso mismo, el lenguaje de la dolorosamente tensa expectativa de que, llegado el día, Dios pueda justificarse a sí mismo a la vista de la dolorosa y oscura historia del mundo post

Christum natum. La protesta se mezcla con la queja confiada, toda vez que el afecto de este lenguaje no reniega de su tristeza. Este lenguaje de la oración no es expresión de un lenguaje de júbilo preestablecido ni paternalistamente otorgado. Tampoco es un lenguaje de sometimiento —a imitación del lenguaje de los siervos respecto de sus señores—. Los que oran —debe quedar bien claro — no son unos conformistas comodones, ni unos masoquistas de la obediencia; no son tampoco unos cobardes sumisos o beaturrones. El lenguaje de la oración del Antiguo Testamento contradice de cabo a rabo esta posible impresión. Una y otra vez decimos que la oración es un quejido salido de lo más profundo. Pero este grito no es un vago o vagaroso lamentarse; tampoco es simplemente un desear —por muchas ansias que se tengan—, sino un acto de pedir: el lenguaje de la oración tiene una dirección, busca su propia instancia…, el rostro de Dios calladamente oculto. En este sentido, las quejas y los ruegos, el gritar y el protestar en la oración, así como el reproche silencioso y el grito mudo inveterado… nunca se pueden traducir simplemente ni disolverse en una «charla entre nosotros». El lenguaje de nuestras oraciones (en cuanto hablarle a Dios) debe implicar una cosa; a saber, que las «comunicaciones de Dios» (a nosotros) no se adaptan simplemente a nuestro modo humano de hablar y expresarnos. No nos comunicamos en un mismo plano. Quien no tenga esto en cuenta incurrirá en el peligro de que sus

oraciones se disuelvan en un mero y decepcionante monólogo. «Dios habla, pero no contesta», reza un viejo dicho rabínico, para impedir malentendidos como este.55 Pero es precisamente esta intransmisibilidad del lenguaje de la oración lo que lo hace tan amplio y tan liberador. Ningún lenguaje conoce, propiamente hablando, tan pocas prohibiciones de expresión como el lenguaje de la oración. No excluye ninguna duda, ninguna resignación, ninguna protesta ni ninguna recusación, pues se da siempre por supuesto que el que habla trata de dirigirse a Dios para exigir la lealtad divina. A Dios se le puede decir todo, literalmente todo: cualquier dolor, duda o desesperación, incluso que uno no puede creer en él, que lo da por muerto, siempre y cuando busque decírselo a él —y en definitiva pedírselo a él; pedir Dios a Dios—. Pero ¿dónde empieza y dónde termina el lenguaje con el que un ser humano pide Dios a Dios? En este sentido, el lenguaje de la oración del Antiguo Testamento está lleno de formulaciones que podrían escandalizar fácilmente a un cristiano de pro, por parecerles improcedentes; sin embargo, no hacen sino testimoniar la vitalidad de dicha oración. El lenguaje de la oración ni domestica ni amansa el lenguaje de los que sufren; lo extiende hasta la desmesura, hasta más allá de cualquier debate. Nuestra oración cristiana debe caracterizarse también siempre por esto mismo. Es posible que los cristianos hayamos dado a menudo la impresión de que nuestra religión vivió de demasiadas

respuestas y por tanto de demasiadas pocas preguntas apasionadas. Sin embargo, ¡el cristianismo tampoco es simplemente una religión de respuestas! Como tampoco la oración cristiana es un juego de preguntas y respuestas. No tenemos más que mirar a Jesús mismo, a su oración. La oración de Jesús, por decirlo concisamente, se consuma en su grito al Padre, al verse radicalmente abandonado por él. La medida del asentimiento, la medida de la obediencia que subyace a este grito corre paralela en última instancia con la medida de su sufrimiento. Pero su sufrimiento se debía a que… le dolía Dios. Su orar gritado en la cruz es el grito de ese abandonado por Dios que, por su parte, no había abandonado nunca a Dios. Este sufrimiento es aún distinto de la expresión de compasión solidaria con la desgracia del mundo. Este sufrimiento tampoco tiene al final nada más de la nobleza y la sublimidad del amor que sufre impotentemente. Es, en palabras de la tradición bíblica, el sufrimiento de un «réprobo». Y como tal dice Jesús su sí, muere con un grito, del cual dice Marcos en 15,39: «Al ver el centurión, que estaba allí frente a Jesús, de qué manera había expirado, dijo: “Realmente, este hombre era Hijo de Dios”». Aquí, la mística del dolor de la oración bíblica no está reprimida ni abaratada, sino «cogida en su misma raíz», radicalizada. III

¿Cómo acceder a la oración? Ahí está, por ejemplo, la «oración de la angustia». Rezar no es una escalera imaginaria con la que trepar deprisa por encima de nuestras angustias. Rezar no es reprimir ni soslayar la angustia; es antes bien dejar entrar la angustia. «Siento tristezas de muerte», reza Jesús en el huerto de Getsemaní (cf. Mt 26,38). La angustia no se ahuyenta, sino que se la deja entrar. La angustia, la tristeza y la aflicción pueden perfectamente ser el principio de una oración. El interés de la oración no es la apatía. Rezar no debe convertir a las almas en inatacables ni en invulnerables. Los estoicos no rezan. A mí nada me angustia tanto como la experiencia de un ser humano supuestamente impasible, carente de angustia. Pero ¿no es cierto que la angustia torna a uno en una especie de cautivo, fácilmente dominable…, que las personas angustiadas son fácil botín de los intereses ajenos? Aquí hay que andar con especial cuidado. No es la angustia admitida, sino la angustia reprimida la que lo torna a uno no-libre y lo incapacita; lo que torna el corazón estrecho, privándolo de la necesaria imaginación para la necesidad propia y ajena. Precisamente mediante la angustia puede la oración tornarlo libre a uno…, al igual que, al final, en el monte de los olivos, la oración de la angustia y de la aflicción tornó a Jesús libre, despierto, con la mente clara. Está también la oración de la culpa. La oración puede iniciarse también no al ceder a los mecanismos de disculpa que funcionan tan bien las más de las veces, sino al intentar resistir al abismo de

nuestra conciencia infeliz y culpable. ¿Qué experimenta, por ejemplo, uno que reflexiona sobre su existencia y ve que a la vera del camino de su vida no hay más que meras ruinas, ruinas de personas a las que su egoísmo ha destrozado? ¿Qué experimenta uno que, ante tales constataciones, no reacciona con los reflejos espasmódicos de la relativización o la indiferenciación? ¿Existe propiamente hablando otra alternativa a la desesperanza que el grito por el perdón y por la luz mesiánica de una esperanza precisamente para los otros, para los destrozados? Ciertamente, aquí puede abrirse paso la sospecha de que, en el grito religioso a la vista de su culpa, el ser humano se disponga a huir sutilmente de sí mismo y de su responsabilidad. Enseguida hablaremos con mayor detenimiento de que la oración siempre contiene también la disposición a aceptar la responsabilidad. Antes, quisiera solo llamar la atención brevemente sobre unos accesos a la mística de la oración generalmente menos tenidos en consideración. Todos ellos presuponen la existencia de unos orantes que buscan hablar de sí mismos a Dios con ojos abiertos, con la mirada puesta en los demás. Tal vez estos pocos ejemplos refuercen la impresión de que se busca demasiado acceder a la oración a partir de la experiencia de la negatividad, de lo oscuro, del dolor y de la tristeza y demasiado poco desde la «positividad» de la alegría y la pujanza de la gratitud. Pero ¡cuánta positividad se esconde en la resistencia viva a la desesperanza abismal, en el sí a la vista del dolor de la negatividad!

La experiencia de la oración en la que yo quisiera hacer hincapié aquí tiene tras de sí una gran tradición en la historia de las religiones, pero sobre todo también en la historia de nuestra propia fe. La historia de la oración no la reconoce solo y en primer lugar como júbilo y exaltación, como aleteo y canto del alma, sino precisamente en forma de angustia, en el hundimiento de las almas, en el roce con la desesperación, en el grito desde las profundidades. Por eso aquí también se debe hablar de un peligro que en mi opinión se vislumbra en el habitual lenguaje de la oración de nuestra vida eclesial. ¿No está este lenguaje de la oración demasiado poco teñido del dolor de la negatividad? ¿No es a menudo demasiado «positivo» en sentido inmediato, no está caracterizado por una especie de sobre-afirmación, que solo habla estereotipadamente de los dolores y contradicciones y en la que por eso apenas si penetra en nuestras crisis de asentimiento, en nuestra dificultad para decir que sí? Yo no considero semejante lenguaje de la oración como una muestra especial de fortaleza y confianza, sino como un síntoma de debilidad y pusilanimidad, que (ya) no confía al Dios de nuestras oraciones los abismos de nuestra vida. Esta sobre-afirmación de nuestro habitual lenguaje de la oración encierra serios peligros. ¿No refuerza precisamente la mudez en las situaciones de dolor y de crisis? ¿No opera más bien en sentido desalentador que alentador? En situaciones de conflicto y de riesgo, de dolor y sometimiento, ¿pueden los individuos sentirse supuestos

sujetos de este lenguaje de la oración? ¿Son tenidas en cuenta en nuestras oraciones las personas con crisis de fe? Y ¿cómo se podría enlazar este lenguaje de la oración con esas «huellas de la oración» que hay también en nuestra denominada «época posreligiosa»: con las rebeliones impotentes contra el sinsentido que se viene abajo, con la queja y la tristeza, que resisten contra la prohibición de la tristeza y la melancolía en nuestra sociedad del éxito, con el grito por la justicia para los sufrimientos que quedan impunes…? Precisamente porque el lenguaje de la oración público y practicado por los cristianos es demasiado poco un lenguaje de sufrimiento, las más de las veces no se ve bien lo que pierde la «humanidad moderna» cuando este lenguaje de la oración se torna cada vez más anquilosado ni cuando, en nombre de una «crítica» y una «Ilustración» adialécticas, se intenta disuadir cada vez más al ser humano de su práctica. Con la pérdida del lenguaje de la oración ¡el ser humano pierde —literalmente— su lenguaje para muchas situaciones y experiencias de la vida! IV ¿A dónde nos lleva esta oración? La mística de esta oración es concreta; implica un giro hacia la responsabilidad, hacia la responsabilidad social y política. Los que oran «en el espíritu de Jesús» no pueden rezar de espaldas a los que sufren. La filantropía

que nos exige el rezar a imitación suya no está sujeta a negociación. Puede volver sumamente peligrosa la oración: por ejemplo, en esas situaciones en las que dicha filantropía se encuentra sistemáticamente oprimida y las personas se ven obligadas a vivir como si fueran «hijos de ningún ser humano». Obliga al cristianismo actual cada vez más a un cambio de postura de gran trascendencia en el acto de rezar; es decir, lo obliga a rezar no solo para los pobres y desgraciados sino también con ellos. Se resiste a esa tendencia nuestra a evitar instintivamente la proximidad de los desdichados y de los que sufren. Los que rezan «en el espíritu de Jesús» pueden permitirse al final ser mal juzgados por los listos y los ilustrados (y por quienes se tienen por tales); pero no pueden permitirse ser despreciados por los desgraciados, por los que sufren ni tampoco por aquellos que sufren por su culpa (¡no, por el amor de Jesús!). Todo esto torna de por sí nuestra oración más concreta y más política. Por eso los que rezan deben tener cuidado para que su oración no se convierta en una excusa extática, en una ilustración de apatía, indiferencia e insensibilidad frente al dolor ajeno. Pensemos unos instantes en el lenguaje de nuestras plegarias «modernas», que a menudo tanto alardean de ser «concretas» y «sociales». Pero ¿son realmente oraciones o no son más bien… excusas, excusas con las que vemos las cosas muy fáciles con relación a nuestra situación y al riesgo de nuestra responsabilidad? «Que se conceda a los

inmigrantes una vivienda entre nosotros…, que se reconduzca a los jóvenes drogadictos a la vida “normal”», o también, «que se acabe con la discriminación de las razas y se dé pan a los países pobres del sur…». ¿Qué sería aquí «concreto» salvo el peligro de procurarnos cierta paz de espíritu con nuestras preces? La oración de verdad se produce siempre que hay disposición a apechar con las responsabilidades. Y se alimenta de esas experiencias contradictorias y dolorosas que no se le ahorran a quien ha cargado con responsabilidades de mucho riesgo. Esta concepción práctica y política de nuestra oración es de por sí de suma importancia religiosa. A la vista de nuestras propias angustias y dudas, preguntémonos en serio: el Dios callado ¿no aparece como un ídolo apático, sin rostro, de nuestra oración? O: la mística de la oración ¿no empuja a un masoquismo misántropo? ¿La oración no envenena nuestra conciencia de la libertad, tan esforzadamente ganada con angustias y compulsiones arcaicas? A la vista de tales preguntas, es importante volver a mirar a la figura y a la oración del propio Jesús. Que el Dios de sus oraciones es «nuestro Padre» resulta claro no solamente por sus oraciones sino también por su propio destino, su conducta, su trayectoria. En todo ello resulta evidente que el Dios de sus oraciones no es un Dios tirano y humillador ni la proyección de una dominación o autoridad terrenales, sino el Dios de un amor indeclinable, el Dios de una patria apenas soñada, el Dios que enjuga las lágrimas y toma a los

perdidos en los brazos abiertos de su misericordia. Con este lenguaje rima para nosotros su rostro divino. Pero también debe resultar visible y experimentable una y otra vez en nuestra actitud y en nuestra praxis a imitación suya —¡para los demás, pero también para nosotros mismos!— a quién rezamos y a qué —a quién— nos referimos cuando decimos «Dios». Por nuestra conducta se deben poder adivinar los rasgos de ese liberador y sublime rostro divino al que van dirigidas nuestras plegarias. No existe ninguna refutación «puramente teórica» —y válida de una vez por todas— de la sospecha de que nuestra oración es el opio del pueblo o incluso para el pueblo, de que es la expresión clásica de una falsa conciencia, o si se quiere un suspiro de la criatura que ha errado la dirección. Como tampoco existe ninguna resistencia eficaz «puramente teórica» contra el intento de hurtarle a la oración su autenticidad adaptándola «de manera sistémico-funcional» a nuestra sociedades liberales, como medio oportuno para la absorción de desengaños y frustraciones socialmente producidos, como instrumento de una higiene social en interés de un funcionamiento sin fricciones de nuestra vida social. Ahí está más bien —ante todo y ante nosotros mismos— un resistir a base de una imitación vivida, de la imitación de aquel que llamó al Dios de sus oraciones con el nombre «Padre» —suyo y nuestro—. V

¿A qué o a quiénes nos recuerda la oración? Permítaseme contestar, aunque tal vez parezca una contestación un tanto sorprendente: orar nos recuerda a nosotros mismos. A nosotros mismos, a los que —y esto puede de nuevo parecer un tanto extraño — más que nunca parecemos empeñados en perder y olvidar; a nosotros, contemporáneos de esos sistemas sociales altamente complejos que funcionan prácticamente sin ningún sujeto. Pues bien, estamos corriendo el riesgo de perder nuestro rostro, de que se borren nuestros sueños y fantasías, de que en nombre de la alta tecnología y de la hiperinformación electrónica nos remodelen y transformen en animales con alta capacidad de adaptación y en máquinas perfectas. ¿No se puede decir que eso que llamamos tan bellamente nuestra conciencia identitaria se está volviendo cada vez más débil y vulnerable, precisamente como consecuencia de este mismo «progreso»? ¿No nos sentimos desvalidamente expuestos a un universo que nos salpica de manera tenebrosa, desgarrados sobre las olas de una evolución anónima que arrambla con todo lo que se le pone por delante de manera implacable? «El hombre: como la hierba son sus días, como la flor del campo, así su florecer. Apenas pasa el viento sobre él, ya no existe, ni su lugar lo reconoce» (Sal 103,15-16). ¿No se repite hoy a escala planetaria esta experiencia originaria del mundo nómada del Antiguo Testamento? Pero ¿no va en aumento también de nuevo el miedo ancestral del hombre a perder su nombre, su rostro? ¿En qué medida es entonces «moderna»

la experiencia de la oración de aquel tiempo: «Yahveh […] recordó mi nombre» (Is 49,1)? En el sí a Dios nos recordamos a nosotros mismos. La oración es la forma más antigua de lucha del hombre por su esencia como sujeto, por su identidad a la vista del sumo peligro. ¿Solo la más antigua? La oración recuerda también de manera especial a la infancia; el rezar como un albergarse en la propia infancia, en su seguridad, pero también en sus respondidas preguntas y añoranzas. De algún modo, el rezar es algo que cuesta trabajo, no es un mero «juego de niños». El sentido infantil que yo le doy a la oración pretende poner de manifiesto que la espontaneidad de la oración está tan lejos de la ingenuidad expresada de manera artificial o desesperada como de un optimismo existencial primario. Las ensoñaciones de la infancia, el mundo añorado, no deben ser sencillamente entregadas, vendidas al banal mundo de las necesidades. El albergarse en la propia infancia tiene originalmente que ver con la invitación a la oración de Jesús. Y yo me pregunto si nuestra «pedagogía cristiana» no peca muchas veces de disolver alocadamente la ensoñación de los niños, desfigurando así una, a mis ojos, muy importante forma de rezar, es decir, reclamar los sueños nunca realizados, las preguntas nunca contestadas de la infancia. Cuando yo era capellán, tenía que escribir frecuentemente algo en el «libro de visitas» de la escuela. Recuerdo que me gustaba escribir la frase: «No olvidéis las preguntas no contestadas de

vuestra infancia». Y a un hombre de la residencia de mayores de Klarastift, en Múnster, que me aseguraba que ya no podía seguir creyendo, le escribí brevemente en un libro: «No olvides por completo las fragancias divinas de tu infancia. Con ellas puedes también decir rezando que ya no crees». Si es importante que la pedagogía de la oración empiece por los mismos educadores, no lo es menos —para mí— que uno no destruya plenamente la relación entre infancia y oración, que la vea con suficiente claridad, y que la pedagogía cristiana no se convierta en un adiestramiento para la resignación del ser humano a esos sentimientos «medianos» o «planos» con los que intentamos salvar el carácter humano de una racionalidad sin sentimiento. A este respecto, permítase modificar una famosa frase de Ernst Bloch (cuyo origen se debe a la ancestral sabiduría india) para concluir este apartado sobre la oración: rezar se parece a veces a soñar con esa patria cuya luz ilumina nuestra infancia y en la que aún no habitaba nadie. VI Como último punto, quisiera hablar de la oración como de un acto de resistencia: la oración como actitud enfrentada a nuestra rutina personal y social. El lenguaje de la oración es un lenguaje de resistencia frente a

la banalidad amenazadora de nuestra vida, frente al total desistimiento de la vida en una sociedad de puro intercambio y de puras necesidades, en la que la capacidad de entristecerse y de festejar va en constante disminución porque ya no se puede festejar o celebrar las necesidades sino solo satisfacerlas y porque ya no se recibe nada por la tristeza como tal. Como se ha dicho antes, la oración no es un juego de preguntas y respuestas, ni tampoco un «intercambio». Dios habla, sin duda, pero no contesta ni se repite. La oración torna cuestionables nuestras preguntas, enajena nuestros deseos, revisa nuestros intereses. Nos aparta, aunque solo sea un poco, del área de influencia de las preguntas y las respuesta, de los medios y los fines, de los do ut des. Rezar es prestar resistencia contra la apatía reinante, tras la que intentamos tornar nuestras almas cada vez más invulnerables, menos decepcionables y, en definitiva, inasibles. A la vista de los temores por la identidad que actualmente no dejan de propagarse, yo veo perfilarse un nuevo estoicismo, que niega la vida como resistencia para no seguir experimentándola como algo doloroso. Insensibilidad es el nombre de esta nueva cultura. Pero para la religión y la oración, la apatía es peor que el odio; como también es peor para las personas mismas y para su futuro en una comunidad humana de sujetos más libres y más solidarios. Aquí son de poca ayuda los «sentimientos a medio gas» de nuestra vida cotidiana; lo que necesitamos es una tormenta de sentimientos grandes,

inconformistas; necesitamos una oración que no reprima estos sentimientos, sino que los admita, que los suscite y movilice contra el intento de dominio de la apatía. Es malo que en nuestro lenguaje de la oración al uso apenas haya una forma para expresar esto. ¿Dónde, por ejemplo, podemos encontrar un lenguaje de la tristeza en el que el triste no tenga que decir adiós a su tristeza, sino que pueda expresarla literal y plenamente; un lenguaje en el que el triste pueda poner en valor su resistencia contra el discurrir inalterado de la vida en una sociedad alejada de la tristeza e hiperacelerada («es que la vida debe seguir adelante»)? Rezar es, finalmente, resistir contra esa especial falta de expectativas y esa resignación que operan en el ámbito de nuestra conciencia avanzada, aun cuando llamemos esto mil veces con los adjetivos «científico-racional» y «pragmático». Pues esta falta de expectativas es precisamente la condición sine qua non para nuestra especie de racionalidad técnica y pragmática; su razón planificadora y calculadora presupone una idea del tiempo como un contínuum interminable y carente de sorpresas. Pero ¿no se puede decir que la sensación de estar encerrados en un tiempo vacío e interminable, en el que todo se va de manera anónima, tal y como llegó, no se puede decir que esa sensación nos ha robado desde hace tiempo cualquier expectativa sustancial? ¿Seguimos sabiendo realmente lo que significa esperar algo, no solo para los individuos «dentro de» este tiempo y de este mundo, sino también «para» este tiempo y este

mundo?56 ¿Quién de nosotros no ha experimentado esto ya? He aquí un ejemplo: un locutor de radio anuncia de manera escueta y aséptica una catástrofe escalofriante, y acto seguido continúa leyendo el texto, y suena la música; como un «paso del tiempo» tornado audible que arrambla con todo de manera implacable, que no se interrumpe por nada ni se detiene por nada. ¿O sí? «También el gran reloj del mundo guarda en algún rincón una alarma» (J. P. Hebel). Pensando en la piedad del hombre moderno, R. Schütz, el prior de Taizé, ya fallecido, expresó esto mismo de la siguiente manera: «Rezar es ante todo esperar, aguardar. Significa dejarse embarcar día a día en sí del “Ven, Señor Jesús” del Apocalipsis. Ven para los seres humanos, ven para mí también». ¿Entendemos aún que uno se pregunte hoy con inquietud si tal vez él no viene porque no se le añora lo suficiente? La plegaria es un lugar de resistencia, de «interrupción», un lugar de rebelión contra la continuidad inmisericorde cuya experiencia nos torna tan apáticos y tan apolíticos (el futuro tecnocrático de nuestras sociedades se encargará de dejarlo bien claro) y, naturalmente, tan incapaces de esperar algo. La obra de Samuel Beckett Esperando a Godot es una obra que los teólogos no pueden transformar fácilmente en un drama escatológico de la espera de Dios; en ella no se habla de «Dios». Pero sí se habla de «esperar» o, mejor, de una trascendental «incapacidad para esperar algo». ¿No hemos caído los cristianos también bajo el campo de radiación de

esta falta de expectativas? «Una y otra vez afirmamos que velamos y que estamos esperando al Maestro. Sin embargo, si quisiéramos ser sinceros, deberíamos reconocer que ya no esperamos nada» (Teilhard de Chardin). La oración puede y debe convertirse en un principio de renovación de dicha esperanza, en un clamor contra la cada vez más extendida falta de expectativas y la insidiosa destrucción de cada compromiso no rentable. Pues bien, de eso trata precisamente la más antigua oración de la cristiandad, que es a la vez sumamente actual: «Ven, Señor Jesús!» (Ap 22,20). «No debemos creer simplemente, sino velar; no debemos amar simplemente, sino velar; no obedecer simplemente, sino velar. ¿Pero velar para qué? Para ese gran acontecimiento que es la venida de Cristo» (John H. Newman). No es una venida «al» tiempo, sino el fin de la temporalidad del tiempo.

Valor para interrumpir Tesis pentecostales I La definición más breve del espíritu pentecostal es: interrupción. Y el don de este espíritu, que los cristianos llamamos gracia, es también y ante todo esto: capacidad para la interrupción y valentía para soportar las experiencias de dolor e impotencia de tales interrupciones. Pentecostés, envío del Espíritu. Fue una gran historia de dolorosa interrupción frente a la sinagoga de entonces y frente a su praxis religiosa; frente a Roma y su cesarista religión política del dominio; frente a Atenas y al incuestionado primado de su logos. A partir de entonces, los que estaban animados por este espíritu pentecostal pregonan «escándalos para los judíos y necedades para los gentiles» (1 Cor 1,23). Para que nos entendamos bien y no nos quedemos conformes antes de tiempo a costa de una decepción semántica, conviene dejar claro que el espíritu que capacita para esta interrupción, que empuja para esta historia de resistencia, no es una energía psíquica que discurra por debajo de la razón dominante y en cierta medida pertenezca a la constante definición del ser humano o del colectivo humano. Pentecostés no es la clave para la invocación de una fuente

de energía disponible a discreción. Semejante comprensión del espíritu puede funcionar más pragmáticamente, más económicamente y tal vez más modestamente también que la definición cristiana del espíritu pentecostal. Pero ¿no somos tal vez demasiado optimistas, demasiado «crédulos» a la vista del constante acopio de energía y de fantasía de la humanidad, es decir, a la vista de las inagotables reservas de partida? ¿No se pueden terminar, no se pueden consumir históricamente? ¿No puede la humanidad quedarse rezagada? ¿Quién garantiza la repetibilidad de la interrupción pentecostal? ¿Acaso las reservas de resistencia están escritas en nuestros genes? ¿O provienen de determinadas experiencias históricas de la humanidad consigo misma, de una experiencia que no se puede repetir simplemente, sino que ha de ser recordada, de manera que de la fuerza de este recuerdo se produzcan nuevos comienzos e interrupciones? Entonces habría que hablar de Pentecostés, del espíritu pentecostal, como de un recuerdo arriesgado y un estímulo para la interrupción. II Ahí donde la violencia se transforma en liberación, y no solo para las élites sino también para todo el mundo (y en especial para los más expuestos a la violencia, también a una violencia invisible, casi

ya tornada cotidiana), ahí acontece Pentecostés, ahí triunfa el espíritu con el que creen los cristianos. Pero ¿qué es lo que rompe entonces y finalmente el círculo infernal de la violencia y la contraviolencia? ¿No se necesita una interrupción que incida, que caiga en vertical? El espíritu pentecostal tiene que ver con semejante interrupción de las relaciones de violencia terrenales. Tiene que ver con la noviolencia, abierta o cifrada, en la vida de los humanos. Insiste en la dialéctica de los medios y los fines en el trabajo político para la paz. Los objetivos sublimes de la paz y de la no-violencia no planean simplemente sobre los medios políticos, con los que se persiguen. Estos objetivos tienen que surgir, que nacer de los medios empleados. El espíritu interrumpe la resignación política a la violencia. Por lo demás, existe otra palabra que, según la Biblia, goza de favor tanto en el cielo como en la tierra y que significa precisamente esta interrupción. Es el amor, una palabra que (al igual que otra palabra de interrupción: pecado) hace tiempo que parece no existir en nuestro vocabulario político al uso. Por mi parte, yo procuro emplear a menudo esta palabra (que también entre los cristianos es abundantemente y mal empleada), de manera descarnada y sin sentimentalismos, en la lucha por la paz y la justicia; yo la empleo de nuevo cuasi en clave mística y política, pues también la he oído de boca de cristianos que, para romper el fatalismo de las

interrelaciones violentas, han dado su vida por los más pobres: de boca de un tal arzobispo Romero, por ejemplo, y de todos los Romeros desconocidos de América Latina y otros países. Tal es para mí la espiritualidad política que emana del espíritu pentecostal.57 III Resulta difícil dudar de que hoy estamos sufriendo unas «grandes transformaciones». Piénsese, por ejemplo, en los cambios que se deben abordar a la vista de la pobreza mundial, de la problemática ecológica y de la configuración de la paz en un mundo cada vez más globalizado. Si no queremos hacer valer estas exigencias a espaldas de los más pobres y desvalidos, se impone un cambio profundo en nosotros mismos, un vuelco en todo nuestro mundo de necesidades. En cierta ocasión yo llamé esto con el nombre de «revolución antropológica», una nueva formación de la identidad social que no esté simplemente garantizada por los patrones de identidad burguesa al uso. Esta revolución antropológica no tiene parangón en la historia de las revoluciones modernas. La podríamos denominar como el proceso de formación de una nueva índole de sujeto. Pero esto podría a su vez inducir a error. En cualquier caso, se trata de un proceso liberador. Así, la teología que aspire a este proceso

liberador sería esa «teología de la liberación», que aquí, en este país, nos es exigida para que tengamos en cuenta la necesaria lucha por un mundo «en pie de igualdad». Este proceso liberador de la revolución antropológica es, tanto en sus contenidos como en el sentido de su dirección, distinto de las ideas al uso acerca de las revoluciones sociales. Esta revolución antropológica consiste en una liberación no de la pobreza y la miseria sino de una riqueza y un bienestar cada vez más superfluos; se trata de una liberación no de nuestras carencias sino de nuestro consumo, en el que acabamos consumiéndonos a nosotros mismos; se trata de una liberación no de nuestra situación de oprimidos sino de la praxis inmutada de nuestros deseos; se trata de una liberación no de nuestra impotencia sino de nuestra particular prepotencia; se trata de una liberación no de nuestra situación de seres dominados sino de nuestra apatía; se trata en fin de una liberación no de nuestra culpa sino de nuestra inocencia o, mejor, de esa ilusión de inocencia que amenaza con convertirse en el fundamento de nuestra conciencia cotidiana. La orientación de esta revolución antropológica contradice asimismo las habituales ideas al respecto. Karl Marx describió en su día las revoluciones como las locomotoras de la historia universal. Walter Benjamin comentó, desde un punto de vista crítico y reflexivo, lo siguiente: «Tal vez sea completamente distinto. Tal vez las revoluciones sean el accionamiento del freno de emergencia por

parte del género humano que viaja en estos trenes». Una revolución, por tanto, no como historia del progreso que se acelera de manera dramática, no como optimismo por un desarrollo belicosamente aguzado; una revolución, antes bien, como punto de arranque contra la postura de que «las cosas sigan como están», una revolución como… interrupción. Tal sería la orientación o dirección a tomar por la revolución antropológica. Para denominar esto los cristianos tenemos unas palabras fundamentales: espíritu y gracia, las cuales nos animan siempre a emprender esta clase de interrupción. Asimismo, enseñan a nuestros corazones la manera de detenerse y dar media vuelta allí donde el Adán natural siempre quiere seguir haciendo lo mismo. Se manifiestan como una fuerza viva para la resistencia allí donde la presión general de las reproducciones sociales no quiere permitir resistencia alguna, aunque la catástrofe consista posiblemente en que «todo siga igual». ¿Existe semejante clase de «revolución» también en el seno de la Iglesia? IV El espíritu pentecostal «interrumpe» en nuestra actual situación eclesial el intento por reformar estrictamente (en los denominados «grandes espacios pastorales») la imagen de comunidad manifiestamente caída en crisis en nuestras Iglesias centroeuropeas

según el consabido principio parroquial territorial, en las grandes parroquias en las que los creyentes, reunidos cada vez menos, descubren la historia fundacional del cristianismo como la de una comunidad del recuerdo y del relato reunida en torno a la Eucaristía a imitación de Jesús y pueden repetirla en las circunstancias de esta época tardo-o posmoderna. Son irrenunciables unas nuevas experiencias comunitarias que animen a actuar a imitación del espíritu de Cristo. Con este espíritu, los cristianos se ven inmersos una y otra vez en situaciones en las que tienen que actuar etsi Christus daretus, como si Cristo estuviera «ahí», es decir, en situaciones en las que puedan llamar «hermano» a él, el Hijo, y reclamarlo con la fuerza de ese Espíritu que una y otra vez les recuerde el mensaje indiviso de Jesús (cf. Jn 14,26). A quienes estén interesados en un recuerdo de la vida eclesial con este espíritu pentecostal y dispuestos a pagar el precio necesario por él les será dicho una vez más: el espíritu de Cristo no actúa como una medida de seguridad personal desde el punto de vista organizativosociológico de la institución eclesial sino como un estímulo para la interrupción de los acontecimientos que puedan convertirnos en espectadores apáticos de una ruina calculable.

La historia mesiánica como historia del sufrimiento

La siguiente meditación pretende acercarse —y hacer frente— a lo que puede considerarse el principal interés del Evangelio de Marcos, y que aparece de manera particularmente clara y terminante en el capítulo 8, versículos 31-38; a saber, la pregunta por el misterio mesiánico, y más concretamente la pregunta por la historia mesiánica como historia del sufrimiento. I «Entonces comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre tenía que padecer mucho, que sería reprobado por los ancianos, por los pontífices y por los escribas, y que sería llevado a la muerte, pero que a los tres días resucitaría; y les hablaba con toda claridad de estas cosas. Pedro, llevándoselo aparte, se puso a reprenderlo. Pero él, volviéndose y mirando a sus discípulos, reprendió a Pedro, diciéndole: “Quítate de mi presencia, Satanás, porque tu pensamiento no es divino, sino humano”» (Mc 8,31-33). «El Hijo de Dios tiene que padecer mucho…». Jesús, así nos lo asegura Marcos, pronuncia estas palabras «sin contemplaciones». La historia mesiánica no es una historia de éxitos ininterrumpidos sino una historia de sufrimiento, rechazo y hundimiento; solo en esta, y a

lo largo de esta, se puede saber y hablar de salvación y de vida. La disensión no se hace esperar: «Pedro, llevándoselo aparte, se puso a reprenderlo». Está bien que los exégetas nos aseguren que este pasaje no está dictado a partir de un acto de animosidad contra Pedro. Pues es manifiesto que Pedro habla y argumenta aquí para todos nosotros y en nombre de todos nosotros. Jesús se lo confirma. «Porque tu pensamiento no es […] sino humano». «El pensamiento humano»: no exactamente el pensamiento inmodesto, soberbio, despreciable, sino simplemente los pensamientos más obvios de los hombres, los cuales están agobiados y humillados por su propia historia de sufrimiento ¡Cómo iban a pensar ellos también de manera distinta a Pedro…, de manera alejada de categorías de victoria! Así, no podrán reconciliarse nunca con estas palabras, siempre se disociarán de ellas y al final solo se rendirán a la promisión incomprendida en contradicción con ellas. En el propio Pedro, como se sabe, la dura reprimenda de Jesús tampoco surte mucho efecto: al final, negará al que está padeciendo, mientras los otros discípulos, testigos de esta discusión entre Jesús y Pedro, dormirán o huirán justo cuando la historia del sufrimiento se está acercando a su momento álgido. Y la Iglesia, que procede de estos mal comprendedores, tampoco comprenderá a su vez. Para ella está compuesta en especial esta escena de Marcos: para que no convierta bajo cuerda la historia mesiánica, que ella recuerda en los textos narrados, en una historia de vencedores y no se mantenga viva con

poca fe ni con falsas coaliciones con los vencedores de la historia sin tomar en consideración, de manera suficientemente radical, lo mucho que depende de un «vencido», del que, según «los pensamientos de los hombres», siempre se puede decir: Vae victis! «Satanás», lanza Jesús a Pedro, marcando sin remisión la fatalidad e incorregibilidad del malentendido latente. Este texto de la primera profecía del sufrimiento nos insta a una clarificación de los propios malentendidos, a una revisión del propio punto de vista en nuestro trato con el Mesías sufriente, muerto, vencido. «El Hijo del hombre tiene que padecer mucho…». Semejante historia del sufrimiento mesiánico cada vez nos aparta más, cada vez actúa más para nosotros de manera sospechosamente mitológica. Pues cada vez caemos más profundamente bajo el hechizo de una incomprensión general, de un extraño miedo al contacto con los sufrientes. Alimentados por la ilusión de una sociedad completamente libre de sufrimiento, nos damos a la huida. Para dar un paso en dirección del Hijo del hombre sufriente, debemos romper antes el hechizo, anónimamente decretado, del olvido del dolor, volvernos capaces de sufrir por el sufrimiento de los demás con nuestra propia capacidad para el sufrimiento y acercarnos así al misterio de su sufrimiento mesiánico. Sin esta capacidad de sufrimiento, puede que haya progresos en la técnica, en la civilización. Pero con respecto a la verdad y la libertad, no podremos dar un paso adelante sin ella, no podremos acercarnos al Hijo del hombre ¡ni siquiera medio

palmo! «El Hijo del hombre tiene que padecer mucho». La profecía del sufrimiento se perfila y agudiza todavía más: «El Hijo del hombre será reprobado y llevado a la muerte». ¡El Mesías, entre los muertos! La salvación, en el abismo: descendit ad inferos. El escándalo es perfecto, la sospecha mitológica se confirma definitivamente. Pues en honor del progreso, de la Ilustración y de la liberación, el reino de los muertos no puede ni debe preocuparnos. ¡Dejad que los muertos entierren a sus muertos! Ciertamente, también a nosotros nos queda sufrimiento, tristeza, melancolía, el sufrimiento estupefacto por el dolor desconsolado del pasado, por el dolor de los muertos. Pero más fuerte, me parece, se muestra nuestro miedo al contacto, nuestra insensibilidad hacia los muertos, la volatilidad de nuestra conciencia infeliz. Estos se han convertido entretanto en la maleza de nuestras expectativas y esperanzas actuales, en el secreto principio de construcción de nuestra propia historia de la salvación, que en definitiva es una historia de éxito y de vencedores. En ella, como en la naturaleza, rige la ley del más fuerte, el principio de la selección, de la supervivencia y del éxito. Avanza a espaldas de la massa damnata de los muertos. En ella rige un cinismo objetivo respecto al dolor pasado y a la libertad de los propios muertos: vae victis! Ya estuvo muy mal nuestro silencio en la época de la guerra del Vietnam (1973); pero peor y más tremendo, más inhumano me parece aún el silencio subsiguiente, la manera

como pasamos al orden del día olvidando a estos muertos, a estos apaleados, a estos quemados, olvidando estos campos de ruina. ¡Olvidar! ¿Quién busca ya amigos, hermanos entre estos muertos? Quién descubre huellas de su descontento? Sin embargo, cabe preguntar a dónde nos conducen estas preguntas. La sociedad sabe también protegerse contra ellas; el psiquiatra espera a la puerta de quienes siguen preguntando obstinadamente. Pues en nuestras sociedades avanzadas rigen por doquier estas prohibiciones de estar triste, abierta o secretamente decretadas por el arrogante optimismo de los que tienen éxito aquí y allí: «Es que la vida debe seguir adelante». Sí, claro, pero ¿no debería al menos variar un poco su ritmo? ¿La humanidad no puede correr el riesgo de quitarse también la vida con esta aceleración ininterrumpida? ¿Interés por los muertos? ¿Un Mesías entre los muertos? ¡Dejad que los muertos entierren a sus muertos! Sin embargo, es inhumano olvidar y reprimir la pregunta por la vida de los muertos, pues ello significa olvidar y reprimir los dolores pasados y aceptar sin rechistar el sinsentido de estos sufrimientos. Finalmente, la felicidad de los nietos tampoco repara el sufrimiento de los padres, ni ningún progreso social afecta propiciatoriamente a la injusticia que les tocó en desgracia a los muertos. Si nos sometemos durante demasiado tiempo al sinsentido de la muerte y de los muertos, al final solo tendremos preparados para los vivos misterios manidos. No solo es limitado el crecimiento de nuestro potencial económico, como se

nos recuerda hoy insistentemente; también parece limitado el potencial de sentido; es como si sus reservas estuvieran tocando a su fin y como si existiera el peligro de que a las grandes palabras con las que hacemos avanzar nuestra propia historia —libertad, justicia, felicidad— se les estuviera agotando, secando el sentido. Está bien que en semejante situación seamos más dóciles que Pedro respecto a la profecía del sufrimiento de Jesús. Está bien que escuchemos con más atención y precisión el final de estas profecías: «Y al tercer día resucitará». Es una frase corta, y que puede pasar fácilmente desapercibida. Pero no se añadió para tranquilizarnos. La victoria del Hijo del hombre sobre la muerte implícita en esta frase remite a los sometidos, a los vencidos, a los mortalmente enmudecidos y olvidados; es una frase contra nuestro historial humano de victorias. No habla desde el punto de vista del que ha llegado a la meta, sino del que desempeña un papel menor en nuestro teatro público universal: Deus semper minor. Y es una frase de protesta contra cualquier intento de demediar la vitalidad de la vida, eso que aquí hemos llamado su «sentido», y de reservarla en cualquier caso para los que llegan a la meta, los que han sobrevivido, para —por así decir— los últimos vencedores de nuestra historia. Mirando el ejemplo del Mesías sufriente y muerto, esta vitalidad pertenece a los muertos y por ello mismo también a todos nosotros. Si el mensaje cristiano de hoy quiere seguir hablando de una

«cultura de la vida», entonces debe querer decir con ello una gran coalición entre vivos y muertos. Al mostrar disposición a esta coalición, los vivos están practicando una solidaridad «pura», no calculable desde el punto de vista final-racional, y, en este sentido, «inútil». La justicia divina que en ella se manifiesta no consuela, antes bien agudiza la solidaridad también entre los vivos. II Y llamando junto a sí al pueblo, juntamente con sus discípulos, les dijo: «El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, cargue con su cruz y sígame. Pues quien quiera poner a salvo su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el evangelio, la pondrá a salvo. Porque, ¿qué aprovecha a un hombre ganar el mundo entero, y malograr su vida? Pues, ¿qué daría un hombre a cambio de su vida? Porque si alguno se avergüenza de mí y de mis palabras en esta generación adúltera y pecadora, también el Hijo del hombre se avergonzará de él cuando venga en la gloria de su Padre con los santos ángeles». (Mc 8,34-38)

Quisiera comentar este denominado «sermón del seguimiento» haciendo especial referencia a la situación histórica en la que Marcos (según la opinión exegética más defendible) compuso su Evangelio; a saber, con la mirada puesta en la Galilea de las guerras de conquista romanas. Este marco del relato sin duda no agota todas las dimensiones de dicho sermón, pero sí explicita una dimensión fundamental, insoslayable. … Galilea, en los años que van del 66 al 70 después de Cristo, la época inmediatamente anterior a la destrucción de Jerusalén (en el

año 70). El país se halla devastado por la guerra. Hay tropas romanas por doquier. Los zelotes judíos presentan ante la superpotencia de los conquistadores romanos una encarnizada resistencia. En cada aldea del país hay pequeños grupos de cristianos. Muchos proceden de las primitivas comunidades de Jerusalén. Galilea, un país desgarrado, enemistado consigo mismo, desgraciado, es para ellos el país de la Parusía, el país del retorno del Hijo del hombre. La lealtad para con el que ya vino y la esperanza en el que ha de venir los empuja fuera de sus escondrijos, les prohíbe ser circunspectos, miedosos, e inhibirse a la vista de la tierra en llamas de su esperanza. Se ponen manos a la obra para predicar su buena nueva de paz, «sin avergonzarse de sus palabras». Eso los lleva hasta todos los frentes establecidos, hasta el fuego cruzado de la enemistad. No se les concede la inocencia política. Se mueven entre los sistemas, el de la religión política de los zelotes y el de la religión estatal imperial de los romanos. Pero su palabra es pequeña e impotente. Su calvario es previsible; su ruina, calculable. Su voluntad de imitar a Jesús los lleva a una existencia de sufrimiento político entre los distintos frentes. Pero nada los detiene, y las palabras de Jesús resuenan en sus oídos como un mandato apostólico: El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, cargue con su cruz y sígame. Pues quien quiera poner a salvo su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el evangelio, la pondrá a salvo. Porque, ¿qué aprovecha a un hombre ganar el mundo entero, y malograr su vida? Pues, ¿qué daría un hombre a cambio de su vida? Porque si

alguno se avergüenza de mí y de mis palabras en esta generación adúltera y pecadora, también el Hijo del hombre ser avergonzará de él cuando venga en la gloria de su Padre con los santos ángeles. (Mc 8,34-38)

Galilea, 1973. Muchas de nuestras ilusiones cristianas se han venido abajo. El gran empequeñecimiento del cristianismo va en aumento. El cristianismo, se oye decir, ya no es ni siquiera un asunto privado. Las coaliciones protectoras se rompen. Ya no existe ningún «sistema» cristiano que garantice un cobijo ni otorgue a la Iglesia una plenitud de poderes paraestatal. ¿A dónde nos lleva el camino si no nos avergonzamos de las palabras del Hijo del hombre? ¿A dónde conduce su seguimiento? ¿Al gueto? ¿Detrás de puertas cerradas a cal y canto, enclaustrados en cierta medida entre amigos, acobardados e inhibidos frente a los padecimientos y conflictos del mundo, frente al país de su Parusía? ¿O entre los sistemas, a una existencia política de sufrimiento entre los frentes? Siempre, como dice Albert Camus, ha habido leones y mártires; pero siempre ha habido también un gran número de espectadores, la mayor parte de los cuales se hallan sentados en las gradas. Sin embargo, la posibilidad de una neutralidad va disminuyendo, las reservas también van tocando a su fin, la zona interior del país va desapareciendo, el frente se halla ahora por doquier, y la cobertura que proporcionan los sistemas cristianos, la colocación de cristianos en la escena social es cada vez más difícil. ¿A dónde nos lleva el seguimiento de Jesús, la esperanza en su Parusía? Los sistemas que

hoy ponen a prueba nuestra lealtad y nuestra esperanza se han vuelto más tolerantes, pero también más vastos y más impermeables. La religión cristiana tiene en ellos un lugar: para la absorción de desengaños dolorosos, para la neutralización de angustias inimaginables, para la congelación de recuerdos arriesgados y de esperanzas recalcitrantes. Allí donde la religión cristiana contradice este reparto de funciones, experimenta enseguida su impotencia; entonces da paso a menudo a la mística de la gran negativa y calla pronto en todos los gremios de la sociedad. ¿A dónde, pues, nos lleva entonces el seguimiento de Jesús, hoy? III Para concluir, conviene hablar, al menos brevemente, de algo de lo que nuestro texto no habla expresamente, del sufrimiento que no se menciona: de la historia de sufrimiento anónimo del mundo; es decir, de las numerosas cruces junto a una cruz, de los numerosos tormentos junto a una pasión, de las incontables ruinas anónimas, de los sufrimientos ahogados, mudos, de los niños perseguidos desde los tiempos de Herodes hasta nuestros días. Aquí, el texto da pie para la intranquilidad, para la intranquilidad por los sufrientes que no son nombrados expresamente en la historia del sufrimiento del Hijo del hombre ni en la historia de sufrimiento de sus seguidores. Se dirá que, mirando

más de cerca, este sufrimiento anónimo no está excluido y que hay textos en los que la mirada se dirige claramente hacia allí. De acuerdo. Pero no es menos cierto que la interpretación bíblica que hemos hecho en la historia del cristianismo y de la Iglesia, la exégesis de la Pasión de Jesús y de aquellos que lo imitan nos debe volver más prudentes. ¿No hemos interiorizado demasiado su sufrimiento y el nuestro? ¿No hemos creado, al personalizar el sufrimiento en el Hijo del hombre terrenal y en los que le siguen, unos inmensos espacios intermedios para los que sufren invisiblemente, anónimamente? Y ¿no hemos infravalorado el precio de este sufrimiento histórico, no lo hemos tasado demasiado a la baja? ¿No nos hemos hecho respecto a ellos terriblemente insensibles e indiferentes? ¿No teníamos ojos para los que sufren en las calles de nuestra historia? ¿No hemos mirado muchas veces a otro lado, como si su inocente sufrimiento cayera en cierto modo en un ámbito «puramente profano», como si este sufrimiento no tuviera ninguna virtud propiciatoria y como si nosotros no viviéramos también a costa de estos sufrimientos? ¿Cómo, si no, se podría entender finalmente esa historia del sufrimiento que nosotros los cristianos le hemos reservado al pueblo judío a lo largo de los siglos (en el contexto de nuestro mundo y nuestra cultura)? Al menos desde Auschwitz, sabemos que, después de tales horrores, tampoco los cristianos podemos pronunciar el nombre de Dios con gazmoñería alguna, pues hubo incontables personas anónimas que

también lo nombraron y llamaron en medio de tamaño espanto (los judíos, los primeros). La vida cristiana a costa de la dignidad de una historia del sufrimiento desde el punto de vista cristiano no fácilmente alcanzable: esta ecúmene de los que sufren no debería quedar aquí sin mención. Con lo cual, no quisiera cometer ninguna indiscreción respecto a estas personas que sufren. No se debe cobrar ni reclamar con ello nada que no se deba cobrar ni reclamar. Solo se debería hacer una alusión a una profundidad a menudo disimulada, reprimida, y a una amplitud de esa historia del sufrimiento que llamamos la historia del sufrimiento del Hijo del hombre. ¿Es casual que en ningún otro pasaje encuentren los exegetas tanta dificultad como en la perífrasis e identificación precisa del «Hijo del hombre»? «El Hijo del hombre tiene que padecer mucho…». Los datos o indicaciones sobre este sujeto del sufrimiento resultan un tanto borrosos y equívocos. Su historia de sufrimiento aún no ha terminado. Quien despache esto en nombre de diferenciaciones teológicas o de ortodoxias pragmáticas con el nombre de mala mística del sufrimiento es que apenas si ha comprendido nada. Solo cuando los cristianos tengamos oídos para la oscura profecía de los sufrientes desconocidos, ignorados, desdeñados, solo entonces habremos oído bien el mensaje cristiano. Solo teniendo ojos también, como imitadores de Jesús, para estas historias de sufrimiento podremos mirar esperanzadamente a la historia de sufrimiento de Jesús: «Señor, ¿cuándo te vimos

sufrir…?».58

La Pascua como experiencia Breves observaciones sobre textos neotestamentarios I «[…] se apareció a Cefas y luego a los Doce; más tarde se apareció a más de quinientos hermanos juntos, de los cuales la mayor parte viven todavía, aunque algunos han muerto. […] Al último de todos, como un aborto, se me apareció también a mí» (1 Cor 15,5-8). ¿Cuándo es Pascua? ¡El tercer día después de Viernes Santo! ¿El tercer día? ¿Para todos? La experiencia de que el Señor ha resucitado es un acontecimiento asincrónico. Pablo dice: «[…] primero se apareció a Cefas y más tarde a los Doce, después a los hermanos, luego a Santiago […], y finalmente a mí». Finalmente a mí también. La Pascua, la experiencia de que él vive y nosotros tenemos un futuro en su nueva vida, no se da a la misma hora para todos. Conviene reparar de antemano en esta asincronía de la experiencia pascual para no llamarnos a engaño a nosotros mismos ni a los demás. Cuando a Cefas, o a las mujeres, le llegó la luminosidad de esta nueva vida, para los otros, los Doce y los muchos anónimos, aún reinaban las tinieblas de Dios de Viernes Santo. Cuando ya era Pascua para María Magdalena, los dos hombres aún no habían llegado a Emaús, Tomás seguía sumido en el infierno de sus dudas y de una extraña desesperanza y Damasco

quedaba aún muy lejos para Saulo. Pues no para todos es ya «el tercer día», el resplandeciente Domingo de Resurrección. La tiniebla divina dura a menudo mucho, mucho más, y el Señor parece a menudo muerto durante mucho tiempo pese a llevar también mucho tiempo resucitado del abismo de nuestra historia mortal. En el momento menos pensado puede encontrarse con cualquiera, en el momento menos pensado puede ser Pascua para cualquiera. A veces, tarde, muy tarde. «Finalmente, se me apareció también a mí». En el momento menos pensado entra él, el resucitado, en el camino de cada persona, al igual que se apareció intempestivamente a Saulo, más tarde, a medio camino entre Jerusalén y Damasco. Así pues, no es fácil contestar a la pregunta de cuándo es Pascua para cada uno de nosotros. ¿Contamos con esta asincronía, con esta economía temporal de nuestra experiencia pascual? ¿Contamos con ella también cuando se ciernen sobre nuestras almas durante demasiado tiempo las sombras de Sábado Santo? Y ¿hacemos extensivo esto también a tantas personas que amamos pero que sin embargo permanecen mudas a nuestro saludo pascual, que dice: «El Señor ha resucitado de verdad»? Existen muchos rostros de Sábado Santo; existe asimismo una cristología de Sábado Santo. En la experiencia de la Pascua, también hay todavía algo que esperar. II

«Le dicen ellos: “Mujer, ¿por qué lloras?”. Ella les responde: “Porque se han llevado a mi Señor […]”» (Jn 20,13). ¿Quién tiene la experiencia pascual? ¿Quién tiene la experiencia de la victoria del Señor sobre la muerte, para vida de todos nosotros? Unas líneas antes, se dice: «Muy de mañana, cuando todavía estaba oscuro», cuando la ciudad aún dormía, María acudió al sepulcro. ¡No se cruzó con nadie en el camino! Todos dormían. Los otros no se perdían nada, pues él estaba muerto. Pero, tras su muerte, María se había quedado completamente pobre. Para ella, la vida misma había perdido todo sentido. Parecía como si el suelo de su vida se hubiera abierto y todo se hubiera precipitado en el vacío. Semejante pobreza hace que Jesús se apresure y se le muestre en todo el esplendor de su victoria. Él se aparece a quienes, cuando él no está, no poseen nada más que el desconsuelo tenebroso de su corazón por la muerte de Dios, por el comienzo de una demencia, de un frenesí, en sus vidas. Él se muestra a aquellos que quieren verlo. ¿Queremos nosotros verlo realmente, queremos encontrarlo realmente? ¿Qué ven nuestros ojos? ¿Lo necesitamos? ¿Somos pobres sin él? ¿Sentimos solo desesperación cuando él no está? ¿O somos desde hace tiempo demasiado ricos, demasiado «ricos de espíritu»? ¿No poseemos demasiadas cosas, las cuales nos consuelan de su muerte, nos dejan dormir cuando él permanece en la muerte? ¡Tres piedras sellando su sepulcro!

Si al final no ha salido a nuestro encuentro —y por eso (aún) no lo hemos visto—, ¿no es porque no lo hemos echado de menos realmente? Dios se acerca a aquellos que lo echan de menos. Pero ¿quién lo echa de menos realmente? Al final, son muchos más de lo que pensamos: aquellos que siempre tienen una pregunta de más para cada respuesta que les da su entorno vital; aquellos que también sienten nostalgia en casa, que prefieren vivir infelices con grandes esperanzas que contentos con pocas; y tal vez muchos de aquellos a los que, en algún momento, la vida los arroja repentinamente entre los bastidores de su rutina cotidiana y que ahora recorren los caminos asendereados de su mundo cojeando, como en su día Jacob, y se encuentran en algún lugar entre Damasco y Jerusalén. III «El que pretenda conservar su vida la perderá; y el que la pierda la conservará» (Lc 17,33). ¿Cómo discernir que somos hombres de Pascua, que estamos del lado de la nueva vida de Jesús? Las palabras de Lucas, hasta tal punto importantes para la Iglesia primitiva que las encontramos repetidas en otros tres lugares del Nuevo Testamento (cf. Mt 10,39; 16,25; Jn 12,25), son unas palabras que Jesús formula con la vista puesta en sí mismo y luego en aquellos que lo quieran seguir: «Quien pierda su vida por mí, la encontrará». Una antigua tradición

teológica hace especial hincapié en la pobreza de Jesús. Habla de la pobreza con la que finalmente burla a la muerte: él lo dio todo y se quedó sin nada que la muerte hubiera podido robarle. Así, pudo arrancarle su presa a la muerte. Él se había expuesto del todo y no se guardó nada. «Por lo cual Dios, a su vez, lo exaltó y le concedió el nombre que está sobre todo nombre» (Flp 2,9). Vivir la Pascua significa entrar en esta pobreza, significa no conservar angustiadamente la propia alma sino entregarla —por amor a él, movidos por su amor—. Solo así podremos pasar al lado de su nueva vida. Hay una vieja lápida sobre la que se formula así esta ley de la Pascua —del «tránsito» de la muerte a la vida—: «Uno solo puede llevarse lo que ya no posee». Pero ¿no nos hemos llevado nuestra alma bajo la dictadura del tener y el poseer? ¿No la consideramos como una propiedad privada, que guardamos con miedo? ¿No la tenemos así guardada sobre todo para que permanezca libre de cualquier desengaño o ataque? ¿No hemos caído desde hace tiempo en una especie de capitalismo psicológico, en un capitalismo del alma? ¿Nos interpretamos realmente nosotros mismos en el juego de nuestra vida o solo estamos interpretando un papel? ¿No está disminuyendo cada vez más la disposición a exponer el alma en las batallas de la vida social y política y a comprometernos con «los más pequeños de los hermanos»? Sin embargo, solo así nos salvaríamos, solo así ganaríamos la nueva vida de Jesús…, a tenor del axioma pascual: «Nosotros sabemos

que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos. El que no ama permanece en la muerte» (1 Jn 3,14, citado en «Nuestra esperanza», i.3; véase el Apéndice, p. 232). IV «Si no hay resurrección de los muertos, ni siquiera Cristo ha sido resucitado» (1 Cor 15,13.16). ¿En qué contexto debe leerse la experiencia de la Pascua? Este punto de vista definitorio merece ser tratado algo más detenidamente. Pablo asocia estrechamente su testimonio de la Resurrección de Cristo a la espera —acorde con la tradición— de la resurrección de los muertos en general. Es decir que asocia el destino del Señor muerto al destino de los muertos, de nuestros muertos, a nuestro propio destino —nosotros que mañana perteneceremos también al «reino de los muertos»—. «Si no hay resurrección de los muertos, ni siquiera Cristo ha sido resucitado» (1 Cor 15,13). ¿Qué importancia tiene esta asociación o relación, en la que Pablo insiste en su mensaje de Pascua? Podemos, dice Pablo, no tener fe en Cristo, en su victoria sobre la muerte, si no tenemos esperanza alguna en la resurrección de los muertos, si no tenemos esperanza alguna para los muertos en general. Esta esperanza para los muertos presupone un interés por los muertos. Pero ¿no hemos anulado desde hace tiempo toda comunidad

de sentido y de intereses con los muertos? ¿No nos hemos vuelto desde hace tiempo unos sujetos «realistas», unos «realistas» que solo desearían seguir la equívoca recomendación bíblica de que los muertos deben enterrar a sus muertos? ¿No nos ocupa y preocupa un extraño miedo al contacto con los muertos, una insensibilidad abstracta respecto a su destino? ¿No tenemos aún amigos entre los muertos? ¿No notamos algo de su descontento, de su muda protesta contra nuestra indiferencia? ¿No se ha vuelto demasiado débil nuestra esencia «condoliente»? ¿No hemos reducido desde hace tiempo el luto a una medida «razonable» porque «no reporta nada», porque no recibimos nada a cambio de llorar a los muertos y porque en nuestra sociedad del intercambio es insoportable hacer algo sin ninguna contraprestación, algo literalmente «de balde»? ¿No nos inquieta la pregunta por una justicia para todos y, por tanto, también para los muertos en general? ¿No nos intranquilizan las injusticias cometidas, los ahogados sufrimientos de los muertos, durante mucho tiempo enmudecidos y olvidados? ¿O tal vez nos hemos unido al grupo de quienes ante semejantes preguntas solo se encogen de hombros? Sin embargo, minimizar o reprimir estas preguntas tiene graves consecuencias. Significa olvidar este sufrimiento y abandonarnos sin rechistar al sinsentido de los sufrimientos pasados. Con ello, ponemos en peligro también cualquier sentido viable para los vivos presentes y los que están por

venir. Pues este sentido no puede demediarse; no puede reservarse solo a los que están por venir, a los supervivientes. Si no esperamos para los muertos ningún sentido, no podremos reclamar tampoco ninguno para los que están por venir, un sentido merecedor de dicho nombre. Respecto al sufrimiento de los abuelos, no nos podemos consolar con la felicidad venidera de los nietos. La felicidad futura nunca repara el sufrimiento pasado, como ningún progreso, por enorme que sea, borra tampoco una sola injusticia infligida a los muertos. Pues ¿qué felicidad sería la que se alimentara del sufrimiento de los antepasados, una felicidad que, por así decir, viviera de la explotación de los muertos? Quien oponga resistencia a tales preguntas, quien no se venga abajo demasiado pronto y quien se intranquilice ante ellas una y otra vez, ese podrá barruntar la importancia de lo que los cristianos profesamos con nuestra fe en la resurrección de los muertos. Para nosotros no existe solo una revolución hacia delante, a favor de las generaciones futuras, sino también una revolución hacia atrás, una revolución para los muertos, un poder transformador de una justicia que es más fuerte que la muerte y que lleva el nombre de nuestro Dios, de nuestro Dios que en los dos Testamentos de nuestra fe una y otra vez es llamado el «Dios de los vivos y de los muertos». Pablo relaciona su mensaje pascual de la Resurrección del Señor con esta resurrección de los muertos. «Si no hay resurrección de los muertos, ni siquiera Cristo ha sido

resucitado». La Pascua habla de él, en el horizonte de nuestra esperanza en una «justicia para los muertos». Para percibir de manera adecuada el acontecimiento pascual «en» el tiempo, debemos mirar con Pablo anticipadamente, esperanzadamente, a un «fin» del tiempo que no se produzca como final en y hacia la nada sino como una resurrección universal.59

Sobre la vuelta de la pregunta de la teodicea al lenguaje de la oración de los cristianos

Hace ya varios años que intento someter el lenguaje de la teología a la pregunta de la teodicea y presentar al cristianismo como una religión capaz de justificarse también en nuestro mundo pluralista. Pero debemos andarnos con cuidado y recordar que hay dos tipos de teodicea: por una parte, la pregunta de la filosofía griega acerca de la justificación de un Dios todopoderoso y bueno a la vista de tanto sufrimiento y de tanto mal en el mundo, y, por la otra, la pregunta de la teodicea de inspiración bíblica, que lleva el dramatismo de esta pregunta a la situación vital de los creyentes, no para contestarla de una vez por todas sino para convertirla de manera inolvidable en «la» pregunta escatológica. Esta pregunta de la teodicea, en la que la historia de la fe de los cristianos enlaza con la historia de la pasión de la humanidad, aparece como un punto de discordia en la propia historia de la fe. Finalmente, no deberíamos olvidar tampoco que el lenguaje de la fe es elemental e inevitablemente también un lenguaje de sufrimiento y de crisis. El grito no es, en este sentido, la expresión del no creer sino en realidad la expresión última, y más radical, de la propia fe. Ya para los israelitas, el Dios bíblico, en su lejanía misteriosa respecto a su historia de sufrimiento, se aproximaba tanto que lo podían llamar a gritos.

¿Por qué esta pregunta es hoy irrenunciable para el cristianismo? A mí me parece lo más importante, por una parte, entender la pregunta de la teodicea como una pregunta dentro de la historia de la fe de los cristianos y de todas las tradiciones bíblicas, y, por la otra, reconocer en ella misma una gran oportunidad para abrir el núcleo cristológico del anuncio cristiano a las experiencias de la humanidad que esta ha tenido, y sigue teniendo, en sus historias de pasión. Esto es el punto de enlace básico para mí, como teólogo fundamental, y como tal intento, desde el centro del cristianismo, inmiscuirme en los conflictos espirituales de nuestro tiempo. Si aquí ya no se puede esperar cierta afinidad en las respuestas, es importante al menos trabajar en una especie de «ecúmene» de las preguntas y potenciar una «conciencia común de lo que falta», de lo que «clama al cielo».60 El cristianismo echó a andar en su día en las márgenes del Imperio romano, como una pequeña comunidad de recuerdo y de relato, a imitación de Jesús. Acto seguido, los cristianos se extendieron por todo el mundo, convencidos como estaban de tener algo que decir a todos los demás hombres. ¿Y hoy? Bueno, hoy los cristianos ya se hallan de hecho presentes en toda la faz de la tierra. Pero ¿siguen intentando presentar su cristianismo de manera que todavía tenga algo que decirles a todos? ¿No se ha codificado todo demasiado desde entonces, al convertirlo, por así decir, en un misterioso lenguaje eclesial? ¿Se le puede llamar a esto la

continuación del impulso inicial? Aquí intentaré abrir esta memoria passionis cristológicamente codificada a la temática inmanente de la teodicea y así llamar nuevamente la atención sobre el Dios del mensaje cristiano. Sinceramente, ¿los cristianos no hemos roto entretanto los puentes que nos podían unir a todos los hombres, es decir, no hemos dado la espalda a la pregunta intranquilizadora por las víctimas que sufren inocentemente e incluso también por los culpables que sufren por sus culpas a lo largo de la historia de la humanidad? Pues si se echa un vistazo a la historia de la teología, se puede sacar la impresión de que, en ella, la pregunta por la justicia para con los que sufren, pregunta que caracteriza a las tradiciones bíblicas, se hubiera convertido demasiado deprisa, y demasiado unilateralmente, en otra pregunta no formulada, a saber, la pregunta por la redención de los culpables. Esto se debe seguramente a que se tenía la impresión de que existe una respuesta a esto desde el punto de vista cristológico. Pero ¿debemos sacrificar sin más la teodicea a favor de la soteriología en nuestro discurso de la fe? ¿Debemos descuidar la sensibilidad mesiánica hacia el dolor de las tradiciones bíblicas a favor de una simple sensibilidad hacia los pecados? Esta pregunta en modo alguno pretende cuestionar la importancia básica del pensamiento redentor. Sin embargo, ¿no tenemos en el cristianismo un exceso de pensamiento soteriológico? Al difuminar tanto la pregunta por el sufrimiento, ¿no estamos poniendo en peligro

el tema de la redención? ¿No parece a veces la nuestra una cristología hemipléjica, paralizada de un lado, ya como cristología soteriológica y redentora ya como cristología puramente mesiánica y salvadora? Contra dicha unilateralidad intento yo luchar siempre correctivamente. La compasión y la conciencia de pecado y de culpa corren paralelas, y ello precisamente también a la vista de ese mito de la inocencia que a mí me parece que predomina sin discusión en la situación social actual. No lo olvidemos: la memoria passionis, el recuerdo del sufrimiento, del sufrimiento de los demás, es la expresión del amor del que habló Jesús; se halla profundamente anclada en las tradiciones bíblicas, en la forma singular de la relación estrecha entre el amor a Dios y el amor al prójimo. Si uno entiende esta unidad de manera sobria, no patética ni sentimental —incluido el amor a los enemigos que Jesús nos exigió—, entonces descubrirá que la pasión divina y la compasión, la pasión divina y la empatía con los demás, se hallan indisolublemente unidas. Naturalmente, también me pregunto a menudo: ¿no pertenece a la manera «específicamente cristiana» de abordar la pregunta de la teodicea el contestarla y «domesticarla» con motivos de la teología trinitaria, es decir, «sublimando» el sufrimiento humano en Dios mismo, en la historia divina intratrinitaria? Sin embargo, si la historia de la humanidad, su historia del sufrimiento, es interpretada trinitariamente, me asalta el temor a que entonces no tomemos ya

más en serio realmente la objeción a la historia del sufrimiento, tal y como esta también nos es legada a partir de los textos de oración bíblicos, pues con esto estaremos minimizando onto-teológicamente tanto el tema de la trinidad divina como el de la historia del sufrimiento humano, con lo que no estaremos ya en la pista ni del misterio divino ni del misterio negativo de los que sufren. Mi amigo Jürgen Moltmann me dijo en cierta ocasión: «Un Dios que no sufra no te puede entender bien». Y yo le contesté: «Como sufriente, más que ser entendido deseo ser salvado». Los sufrientes no gritan, en definitiva, por una aquiescencia, sino por la salvación. ¿Puede uno pensar en un Dios sufriente como Dios salvador y, al mismo tiempo, tomar completamente en serio el sufrimiento de los que sufren? Se trata ante todo de tomar completamente en serio la futilidad, la condición mortal del sufrimiento humano más allá de toda idealización teológica. Nadie puede suprimir de nuestra vida la experiencia de la negatividad, el desgarro, la ruptura, el dramatismo en general. Existen situaciones de sufrimiento en las que Dios solo está «ahí» en el abandono divino de su Hijo: «Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Amor, ¿por qué me has abandonado? ¿No existe un sufrimiento que sufra por no poder seguir amando? ¿Qué grita semejante sufrimiento cuando aún grita? Todas estas son preguntas que me han dado pie para enunciar frases como esta: «Se trata del respeto teológico al intransferible misterio negativo del sufrimiento humano, que no deberíamos ceder a Dios por amor a

Dios y al hombre». El discurso teológico sobre el Dios sufriente para mí está expuesto sobre todo a la sospecha de que se exime demasiado deprisa de la pregunta por el sufrimiento. Pues si el propio Dios padece, nuestro sufrimiento que clama al cielo no es para él ya ningún obstáculo. Pero ¿no está lleno de semejantes objeciones nuestro lenguaje de la oración? ¿El sufrimiento no es, por tanto, un problema para hombres crédulos? ¿Cómo, si no, entender, por ejemplo, el lenguaje de la crisis y el sufrimiento, el lenguaje de la tristeza, los suspiros y el grito de las grandes tradiciones bíblicas? Las tradiciones bíblicas nos recuerdan una y otra vez de manera insistente la pregunta de la teodicea, aquí suscitada. La teodicea que se expresa, por ejemplo, en Job atraviesa la relación habitual entre actos y consecuencias, que, como se sabe, entiende todo sufrimiento como castigo por los pecados cometidos. Pero en Job ¡el que padece es un inocente! Con ello, la tradición bíblica plantea con especial intensidad una pregunta que básicamente se encuentra en el centro mismo de la fe. Tampoco en la cristología esta pregunta permanece silenciada. Como cristianos, nos convendría recordar que la última palabra de Jesús en la cruz fue precisamente —algo no disputado por la historia de la tradición— un grito. En nuestra cristología, no podemos ignorar sin más este grito apocalíptico de Jesús. ¿Tienen que ver nuestras oraciones con este grito? ¿Significa algo para la concepción fundamental de nuestro lenguaje de la oración? Y ¿dónde

empieza y dónde acaba este lenguaje entre los hijos de los hombres? La pregunta de la teodicea es imprescindible para calibrar la importancia del carácter apocalíptico de nuestra fe. Pues aquí se muestra una forma de la ex-sistencia de Dios entre nosotros que se torna accesible en el camino de la experiencia —que se supone que es puramente negativa— del grito. Este grito pertenecerá también al trasfondo de nuestro lenguaje de la fe cristiano, hasta que se calme el hambre y la sed por la gran justicia divina; no es, por ejemplo, un desmayo de la fe sino la expresión dramática de una fe que no evita mirar a un mundo penosamente desgarrado. Para el cristianismo, la pregunta de partida ante el mundo no es «¿quién habla?» sino «¿quién sufre?». Eso pregunta la religión cuando pregunta por los sujetos, y también por el lenguaje del hombre. Pues para ella el lenguaje no pertenece en primer lugar a los que discuten sino a los que sufren. El aquí reclamado retorno de la pregunta de la teodicea al lenguaje de la fe de los cristianos ¿no podría contribuir a que la Iglesia, a que el cristianismo, asuma esta pregunta y se convierta así en la objeción, yo diría más bien, por mi parte, en el correctivo profético, en nuestra situación mundial actual, en la que en modo alguno se ha conjurado el peligro de unos terribles conflictos culturales y religiosos? Finalmente, el Dios bíblico de la Iglesia exige que, en su representación de la autoridad divina, también encarne y anuncie su propia subordinación a la inmarcesible autoridad de los que sufren.61

¿Hace feliz la religión?

En mi opinión, todo depende de lo que se entienda por «feliz» y por «religión». «Feliz es quien puede olvidar lo que ya no se puede cambiar». Esta frase sacada de la opereta El murciélago, responde a una especie de moral popular. Pero, para las personas religiosas, se trata de una frase harto cuestionable; en cualquier caso, para aquellas personas para las que la religiosidad también tiene algo que ver con Dios, al ser una religiosidad que apuesta decididamente por Dios. Allí donde no hay Dios, la capacidad para olvidar puede ser la única condición para una felicidad sin sobresaltos. ¿Semejante felicidad crea una religión sin Dios? Pero allí donde se profesa a Dios —lo que evoca los nombres bíblicos de Abrahán, Isaac, Jacob…—, y por tanto allí donde se profesa al Dios Jesús, se está asumiendo algún quebrantamiento de los propios deseos y sueños de felicidad preconcebidos, un quebrantamiento ocasionado por la infelicidad de los demás. Para mí, este es el mensaje principal de algunas parábolas de Jesús, que se han quedado grabadas en la memoria de la humanidad (no solo en la de la Iglesia). ¿Fue Jesús feliz con su Padre? Es esta una pregunta que me he hecho a menudo. Mi respuesta ha sido muy debatida y en modo alguno aceptada por todos. Una cosa sí me parece importante: la historia de Jesús se concentra en cualquier caso en su historia de la

Pasión, no en su historia feliz como vencedor. Su situación es fundamentalmente esta: la de un hijo que por su parte no ha abandonado nunca a su padre y que ahora, al final, se cree abandonado por dicho padre: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Pero es un hijo que no desespera por sentirse abandonado por Dios. ¿Se le debe, se le puede llamar «feliz» por esto? En el discurso sobre la felicidad debemos tener en cuenta la semántica del lenguaje ordinario, de lo contrario no tendría mucho sentido a este respecto. Así, yo contestaría: no, no se puede decir propiamente que Jesús fuera feliz con su Padre. Y dicho tal vez de manera más fundamental: si se piensa en Jesús y en toda su trayectoria vital, en ningún otro sitio queda más claro que aquí que la felicidad —en la semántica habitual— es una categoría interpersonal muy importante, pero que, propiamente hablando, apenas está relacionada con Dios. La religión bíblicamente interpretada —que no se puede confundir literalmente con la piedad — no es nada fácil. Y la unidad bíblicamente proclamada entre el amor a Dios y el amor al prójimo, que se propone a los cristianos no con los ojos cerrados sino con los ojos bien abiertos, en mi opinión no favorece primariamente nuestra percepción de la felicidad, sino que pone a prueba nuestra pasión divina como empatía, como compasión. Quien llame a esto experiencia de felicidad, que lo llame así si lo desea; en tal caso, se trataría de un concepto de la felicidad del más alto nivel: de la felicidad que incluye el

sufrimiento. Y, llegados a este punto, me pregunto de nuevo: ¿por qué no aparece en los escritos bíblicos la palabra griega que significa felicidad: eudaimonía? Tal vez porque esta eudaimonía insiste demasiado en una felicidad orientada a la identidad, algo que de por sí nos tranquiliza y «deja satisfechos». Los personajes de la Biblia, en cambio, aparecen al final —así yo lo entiendo yo, al menos— como angustiados por una pregunta o un grito, lo que no les permite ser felices sin una cierta nostalgia. No conocen ninguna felicidad que no eche de menos algo. Por eso el Israel bíblico se erige siempre al final —por decirlo con una expresión de Nelly Sachs, cara a mí— como la «tierra del grito». Por cierto, también el Nuevo Testamento, esa primera biografía de la cristiandad, termina con un grito, con un grito ahora cristológicamente modulado: «¡Maranatha!». Si se quiere llamar a esto felicidad… Ciertamente, todos los hombres buscan la felicidad, de donde se puede deducir un imperativo categórico que, a su vez, se podría formular así: todos buscan la felicidad, pero, precisamente por eso, no a costa de la felicidad de los demás. Este imperativo recuerda la búsqueda innata, individual, de una felicidad que a menudo opera demasiado mediante estrategias de evitación de la tristeza y del sufrimiento, casi siempre también en medio de la desdicha ajena. En este sentido, el proclamado derecho a la felicidad habla al mismo tiempo de un deber; del deber de los felices para con los no felices.

Así entendido, este derecho pertenece a los fundamentos del bien común, y en este sentido debería servir también de fundamento para una ambiciosa política de la felicidad.

¿Un mensaje alegre?

I La teología es también siempre un intento por describir nuevas experiencias a fin de articular de manera simpático-crítica nuevos estados de ánimo no comprendidos y transformarlos en una pregunta por la vida eclesial y social. En este esfuerzo por una criteriología práctica de nuevas experiencias y «estados de ánimo», la propia teología se muestra particularmente buscadora, hipotéticamente experimental y sin embargo no arbitraria, pues se propone captar estas nuevas experiencias como actualizaciones de la memoria arriesgadamente liberadora de Jesucristo, de la que nuestra vida cristiana busca siempre identificar y conseguir de nuevo una fuerza orientadora. Lo que es importante o no para una teología dispuesta a aprender no está establecido a priori de manera inequívoca. La teología se ve aquí obligada al experimento, a practicar la recherche du temps; no para adaptarse «al tiempo» de manera exitosa ni para someterse a él de manera no conceptualizada sino para poner sobre el tapete experiencias auténticamente nuevas y no solo conceptos de experiencias anteriores en el ámbito del logos de la teología (que siempre está aprendiendo también), y ello «a tiempo y a destiempo», crítica y autocríticamente. En nuestro entorno vital, ¿no caemos una y otra vez, a pesar de

todas las prácticas de distracción posmodernas, bajo el dictado de una racionalidad insensible (apática)? ¿No existe algo así como una desconfianza constitucional respecto a la fantasía, el «sentimiento», el sufrimiento, la compasión, etcétera? ¿No dominan por eso también, cada cual con una motivación particular, sucedáneos completamente nuevos en nuestras sociedades avanzadas: «logradas» imitaciones de la alegría y la hilaridad, por ejemplo en el mundo de la televisión, trufado de series cómicas y románticas? ¿Qué se está reprimiendo aquí? ¿Qué consecuencias tiene semejante represión? ¿Qué importancia se da a las dimensiones «páticas» de nuestra vida? Y, sobre todo, ¿con qué pathos está sintonizado el mensaje divino y cristiano? II Tomemos como ejemplo la «alegría». La alegría no se puede decretar ni tampoco simular durante mucho tiempo. Por su parte, la alegría cristiana no es simplemente un optimismo existencial de base. La alegría, el placer «terrenal» por Dios y su reino prometido, nos puede llevar fácilmente por eso a una ingenuidad interpretada de manera artificial o desesperada, al menos en nuestras latitudes centroeuropeas, dada su relación demasiado intensa con la religión en general. Sin embargo, ¿esta alegría cristiana no es siempre un hijo de la mística, de una mística del día a día, que consigue sus

experiencias piadosas con los ojos bien abiertos? La alegría cristiana: tal vez se pueda decir de ella que es la capacidad para reconocer este mundo deletéreo, enemistado consigo mismo y penosamente desgarrado, sin cinismo ni infantilismo, como algo capaz de consenso, como una ocasión oculta para la gratitud. Un tratado sobre la alegría cristiana sería entonces un tratado sobre la dificultad para decir que sí, allí donde, sin embargo, hay tantas cosas reprobables, donde, sin embargo, no todo es bueno para nosotros, tal y como es. Por eso la alegría cristiana deberá protegerse siempre también, más que otras virtudes cristianas, contra la posibilidad de ser utilizada por intereses e ideologías de corte reaccionario. Su disposición al consenso no significa en modo alguno una afirmación simplemente acrítica de las actuales circunstancias terrenales. Incluye más bien la disposición a dar la cara decididamente para que la vida de los demás parezca capaz de consenso y pueda convertirse, por su parte, en fuente de gratitud. La alegría cristiana no carece de compasión. ¿Cómo preservar esta frágil identidad de la alegría cristiana? «Haceros como niños», nos aconseja Jesús según los testimonios neotestamentarios (cf. Mt 18,3; 19,14b; Mc 10,15; Lc 18,16b-17). Pero esta instrucción parece producir una nueva perplejidad, pues, como ocurre con tantos otros símbolos religiosos, la simbología infantil parece estar perdiendo cada vez más su fuerza original. En efecto, nos viene enseguida a la mente que no solo existen cosas

«facilísimas», no solo «preguntas fáciles incluso para un niño», sino también preguntas «engañosamente fáciles» (es decir, «difíciles para un niño»), y un arte «engañosamente fácil» (es decir, «difícil también para un niño»), como la música de Mozart, y tal vez al final la cualidad de la alegría cristiana no se pueda definir mejor que con esta expresión: «engañosamente fácil» (la inimitable alegría de un niño). Pero ¿podemos «ser como niños» sin ser infantiles? ¿Podemos correr el riesgo de mostrar una gran ingenuidad sin caer en regresiones psíquicas ni simular una sabiduría que «come una segunda vez del árbol de la ciencia del bien y del mal» (Kleist)? ¿Podemos persistir sin cinismo en nuestra inocencia en un mundo en el que se crucifica y se tortura, se odia mucho y se ama poco? ¿Y podemos ser agradecidos sin esa dureza de corazón que hace oídos sordos al grito del sufrimiento ajeno? El enigma irresuelto de la teodicea ¿no entenebrece de nuevo cualquier tratado sobre la alegría?62 III En cualquier caso, no podemos ni debemos celebrar la «fiesta de la alegría» de espaldas a la (exitosamente excomulgada) historia del sufrimiento del mundo. Pero ¿cómo traspasar entonces, como cristianos, la mística de la alegría cristiana a la impotencia del desconsuelo y de la tristeza, pero también al ardor de la cólera y de

la resistencia, que hierve en nosotros cuando vemos de cerca el sufrimiento y la injusticia? Esto no se puede contestar ni explicar ya con definiciones ni deducciones, sino solo con datos y relatos de una alegría experimentada por uno mismo. Pero ¿quién lee, por ejemplo, nuestras historias de santos como historias de verificación de la alegría cristiana, como relatos sobre la «alegría de una persona cristiana» (cuya imitación es recomendada)? ¿Y si miramos a él, a Jesús mismo? ¿Qué sabemos de su alegría? ¿Qué se nos cuenta de ella? ¿No parece lo menos evidente en él? ¿No estamos reducidos aquí, más que en cualquier otra cosa, a meras conjeturas? Sin duda, nos han llegado algunos documentos sobre su tristeza, sobre su ira. Pero ¿y sobre su alegría? ¿Qué se nos dice de su júbilo? ¿No tendrá finalmente razón Gilbert K. Chesterton con lo que escribe al final de s u Ortodoxia (1908)? Yo no sé qué decir, aunque mi duda pueda acarrearme algún rapapolvo por parte de más de un exégeta bíblico: La tremenda figura que llena los Evangelios se eleva a este respecto, como en cualquier otro, por encima de todos los pensadores que se han creído grandes alguna vez. Su pathos era natural, casi espontáneo. Los estoicos, antiguos y modernos, estaban orgullosos de ocultar sus lágrimas. Pero él nunca ocultó las suyas: las mostraba a cara descubierta en cualquier momento del día, como ocurrió, por ejemplo, al divisar su patria chica. Sin embargo, sí ocultó algo. Los superhombres y los diplomáticos de porte imperial se muestran orgullosos de saber contener su ira. Él nunca reprimió su ira. Arrojó los muebles del templo escaleras abajo al tiempo que interpelaba a los circundantes cómo pensaban escapar a la condena del infierno. Su ira, no; pero sí reprimió algo. Y digo esto con toda la reverencia del mundo. En su fascinante personalidad, había un rasgo que se podría calificar de timidez. Había algo que él ocultaba a todos los hombres cuando subía a un monte a orar. Había algo que encubría constantemente con absoluto silencio o con

un afán de aislamiento impetuoso. Había algo que era demasiado grande para que Dios no lo mostrara mientras anduvo por nuestro mundo: a veces he pensado que se trataba de… su júbilo.

Jesús, que aquí mira a la totalidad, al final de los tiempos,63 ¿es un apocalíptico jubiloso? ¿Y nosotros, a los que no puede alcanzar la proximidad a su júbilo soberano (unos, tal vez componiendo o escuchando música; otros, cantando en compañía, conversando animadamente o también en medio de un silencio de repente no buscado… tal vez)? ¿Qué es de nosotros? ¿Qué es de nuestros ojos? Nosotros podemos contemplar las nubes que se desmenuzan en el horizonte al atardecer. Podemos, sobre todo, y una y otra vez, mirar a los niños a los ojos, sin ninguna condición previa, a todos los niños.64 Y entonces podemos actuar etsi Jesus daretus, como si él estuviera «ahí», el hijo con el rostro del hermano, del amigo.

Etsi Deus daretur: oración de un creyente

Con este título no pretendo exigirle nada a nadie sino solo sugerir que el lenguaje de la plegaria puede ser más abarcador que el lenguaje de la profesión de fe de los creyentes, que es un lenguaje humano que no tendría ningún nombre si no existiera de por sí la palabra «oración». Entre un montón de notas, viejos recortes de periódico, etcétera, encontré hace poco un trozo de papel del semanario Die Zeit del 6 de mayo de 1999, en el que, con relación a una serie de artículos titulados «Recordando el (pasado) siglo», aparecía también citado el periodista científico Thomas von Randow. Este hablaba de un episodio del año de guerra 1942: Recuerdo un gran enfado mezclado con una gran desesperación. La ocasión fue una llamada telefónica. Declarado no apto para la guerra, fui destinado como ordenanza (es decir, como camarero) a la sala de oficiales de la comandancia general de Berlín. Esta servía a veces también de lugar para realizar evaluaciones de la situación bélica. En una de tales ocasiones, me ordenó el jefe de estado mayor que no lo molestara bajo ningún concepto. Sonó el teléfono: un capitán que quería hablar con el jefe de estado mayor. Tras comunicarle que no le podía pasar la llamada, el oficial me gritó: «¡Vamos, hombre, compréndelo, que estoy llamando desde Stalingrado!». A la sazón, todo el mundo sabía que Stalingrado era un auténtico infierno. Pero a los jefazos esto no les afectaba de cerca. Cuando, temeroso, entré en la sala, el jefe de estado mayor me echó una bronca descomunal y me amenazó con un juicio por incumplimiento de la orden recibida. Desconcertado, tomé de nuevo el teléfono y transmití la orden. «Entonces, ¡dejad que nos pudramos aquí!», recibí como respuesta. A lo que yo respondí, para mi propia

sorpresa: «Yo rezaré por ti, compañero». Yo, un no creyente, hice eso.

«Yo, un no creyente, hice eso». Él quería rezar. ¿Lo hizo, de hecho? ¿O fue solo un malentendido? ¿O tal vez también una excusa por la impotencia a la vista de una situación «infernal» (también para él mismo)? ¿No fue una escapatoria no confesada ante una responsabilidad que lo habría hecho volver al «jefe del estado mayor» para gritarle a la cara (a él y a «los otros mandos») su menosprecio por su cinismo y falta de compasión? Pero ¿acaso habría sido este grito la verdadera «oración de un no creyente»? Pero ¿acaso puedo yo juzgarlo, sentado tranquilamente en mi escritorio? ¿Mi escritorio no debería parecerme la sede habitual de una apatía disfrazada de «objetividad»? ¿Puedo, por tanto, exigirle yo a él este grito, un grito que tal vez le habría costado la vida? «Yo, un no creyente, hice eso». ¿Cómo reza quien barrunta la osadía de la oración, quien sabe que rezar siempre significa dejar que Dios sea el Dios no llamado y no degradarlo de antemano al rango de depositario de los propios deseos e intereses (por muy nobles que estos puedan ser)? «Yo, un no creyente, hice eso». ¿Cómo pudo ocurrir eso? Ahí, uno entra en una situación a la que él ya no puede reaccionar verbalmente, ni siquiera jurando y perjurando, pero él reza. Este lenguaje de la oración, de manera distinta a la desesperanza pasmada y al enfado pasmadamente estancado, conduce hasta los límites, hasta el trasfondo —sit venia verbo— «místico» de una situación entre el infierno de Stalingrado y

la seguridad de la comandancia general. Este lenguaje lo convierte en un «chiflado por la posibilidad» (Søren Kierkegaard),65 por una posibilidad imposible. Su lenguaje no grita para la victoria, ni siquiera para la «supervivencia» de los soldados, sino para su salvación en general: Sis eis Deus! Sé Dios para ellos. Sé para ellos una posibilidad imposible.

La cristología del seguimiento y su mística

En el núcleo de la cristología no hay una idea, sino una historia, una historia arriesgada que invita al seguimiento de Cristo y que solo en dicho seguimiento manifiesta su fuerza salvadora. Cristo no es solo una «cima» digna de adoración, sino también un «camino» (Jn 14,6). Y todo intento por «conocerlo», por «comprenderlo», es siempre un «ir», un enfilar, un seguir. El seguimiento de Cristo no es, por tanto, solo una aplicación adicional de la cristología cristiana a nuestra vida; la praxis del seguimiento es una pieza central fundamental de la cristología si no se quiere equiparar el logos de esta cristología, y sobre todo el cristianismo, simplemente con el logos (puramente contemplativo) de los griegos, para cuyo dios ideal el Dios histórico bíblico, con su Cristo en cabeza, solo podía ser una «necedad». I Cristo debe pensarse siempre de tal manera que nunca sea solo pensado. La cristología no solo enseña sobre el seguimiento (no representa ningún saber sistemático sin sujeto), sino que se alimenta, por mor de su propia verdad, de experiencias de seguimiento; expresa esencialmente un saber práctico. Siguiendo a Cristo, los cristianos saben a quién se han confiado y quién los salva. Porque el

conocimiento cristológico se transmite principalmente a través de historias de seguimiento; además, tiene, de manera indispensable, una proyección narrativo-práctica. Así, la cristología que argumente sistemáticamente solo tendrá su «objeto» en su punto de mira cuando no lo ponga fuera de sí en el conocimiento cristológico adquirido en la experiencia de seguimiento y articulado en historias de seguimiento, sino cuando lo considere como un «material» genuino que se ha de difundir y proteger (en el contexto tradicional de toda la Iglesia). ¿Cómo? Haciendo visible en qué poca medida las historias de seguimiento —por ella públicamente recordadas y protegidas— son simples historias entretenidas y en qué gran medida son «historias arriesgadas»; y finalmente haciendo ver que la cristología que argumenta sistemáticamente se elabora en la dialéctica teoríapraxis (a ella intrínseca) como invitación e introducción al seguimiento y que, lo que no es menos importante, con ello acredita en la Iglesia y la sociedad su fuerza genuinamente crítica. Por último, la teología crística se debería entender, en mi opinión, en cuanto —según el lenguaje de los filósofos— representa en su logos el primado «lógico» de la razón dialéctica —en una dialéctica histórica de teoría y praxis, de recuerdo y olvido (más allá de Kant)—.66 Este primado de la razón dialéctica (según el cual el hombre que reflexiona se encuentra en un mundo conductual interpersonal) garantiza —en la forma de la memoria passionis— la resistencia a tendencias deshumanizadoras de una razón sin sujeto,

puramente abstractas. En mi libro Memoria passionis no solamente pongo la memoria passionis cristológica debajo de la memoria passionis «práctica» de la historia humana, sino que procedo al revés: intento acercar la cristología al horizonte de una memoria passionis universal y abrirla de nuevo (la cristología y la escatología) a la pregunta de la teodicea, es decir, a una pregunta en la que la dificultad de la fe del hombre moderno se expresa, según mi entender, de la manera más inolvidable. II El seguimiento de Cristo presenta una doble estructura permanente: tiene un componente místico y otro «situacional», práctico-político. Dos componentes que no se oponen en su radicalidad, sino que son directamente proporcionales. La radicalidad del seguimiento es mística y política al mismo tiempo. Ciertamente —y con toda intención—, la palabra «política» se emplea aquí en sentido comprensivo:67 para indicar que la mística del seguimiento nunca está libre de una situación, nunca se da con una ausencia de destino social o con una ausencia de situación política que pudieran ahorrarle los antagonismos y sufrimientos del mundo y le permitieran conservar su inocencia propia mediante la apatía. La mística del seguimiento es en su núcleo una «mística de ojos abiertos».

Si no se considera esta doble concepción místico-política del seguimiento de Jesús, se impone entonces una idea del seguimiento que aboca a una praxis de «seguimiento demediado»: un seguimiento como acto de pura interioridad, de un lado, y, del otro, como idea exclusivamente reguladora, como concepto meramente humanistapolítico. Con ello, o bien se reduce el seguimiento a una dimensión de acción político-social o bien a una espiritualidad puramente privada. En ese caso, no se da el seguimiento en el que la manera particular de Jesús de responsabilizarse de la gloria de Dios persiste en medio de las contradicciones individuales y públicas de la vida. Este seguimiento demediado tiene sus correspondencias teológicas en el peligro de un monofisismo moderno, el cual buscaría legitimarse a partir solo de Cristo, aunque de hecho no lo siga, y en el peligro de una Jesulogía sin misterio, en la que el seguimiento casi siempre se convierte en copia de patrones de acción o bien rebuscados o bien aplicables. III «Cristo, en los días de su vida mortal, presentó, a gritos y con lágrimas, oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte […]. Y aun siendo Hijo, aprendió, padeciendo, a obedecer» (Heb 5,7-8). Yo describo la obediencia de Jesús como la raíz de la mística de su Pasión.

La comprensión de su padecimiento no se puede ni se debe hacer al estilo comparatista. Pues la pregunta por la medida de su sufrimiento se decide por la pregunta de si nos puede doler Dios mismo, él, el intransferible e incomprensible. El padecimiento de Jesús fue un dolerle Dios y su «impotencia en el mundo»; y la radicalidad de su obediencia, de su sí, se evalúa precisamente según la medida de este dolor. De semejante dolor participa su obediencia —«haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Flp 2,8)—. En plena situación de radical desesperanza y contradicción, se yergue su sí, su asentimiento, su obediencia. Aquí, en la comprensión de esta obediencia, se separan los caminos. Aquí, al final queda claro si uno dice «Dios» pero en realidad quiere decir «Utopía», a la que en realidad nadie reza ni grita. Aquí, en la comprensión de esta obediencia, el seguimiento es también lo más vulnerable y en definitiva lo más fácil de emplear mal. ¿Al final, el Dios silencioso y sin rostro de la obediencia de Jesús no es un Dios tirano, «malo», que «domina» desde una «cúspide» señorial, a la cual nuestra nostalgia y nuestros padecimientos no tienen acceso?68 ¿Cómo es que esta mística de la obediencia de Jesús, que no se quiere desmarcar de su carácter absoluto ni tampoco dejar que se interprete como una rebelión impotente contra las circunstancias dominantes, cómo es que no desemboca finalmente en un masoquismo misántropo? ¿Cómo es que no envenena una y otra vez esta obediencia nuestra conciencia de la

libertad, tan duramente peleada, con arcaicas angustias y presiones? A la vista de tales preguntas, de las propias angustias y dudas, es conveniente mirar de nuevo a la obediencia de Jesús. Es una obediencia manifiestamente indivisible. En la mirada mesiánica de Jesús se deja ver la filantropía de Dios. En ella se refleja no la imagen de un Dios tirano y humillador, no la imagen de Dios como la sublimación del dominio y la autoridad terrenal, sino antes bien la imagen luminosa de un Dios que eleva y libera. Así, el seguimiento de Jesús en su obediencia conduce a un Dios que sustrae a dicha obediencia cualquier equivocidad. ¡No se debe obedecer de manera apática o indiferente, dando la espalda a los que padecen! El Dios de esta obediencia no empuja a una nerviosa búsqueda de la identidad, no absorbe la imaginación para el dolor ajeno que anida en nosotros; antes bien, la despierta y alimenta. IV Llegados a este punto, conviene preguntarse algunas cosas. ¿No he hablado yo aquí sobre el Cristo del seguimiento desde el típico cristianismo «de cabeza» o cerebral, con un lenguaje profesoral, de una manera demasiado excogitada, monopolizadora, en vez de tomar realmente en serio a unos sujetos en situación, es decir, no lo he hecho de una manera más erudita que viva? Quiero insistir sobre esto: si el seguimiento de Jesús es la praxis fundacional básica del

cristianismo, entonces como profesor de teología burgués estoy incurriendo en una situación particularmente preclara a la vista de esta cuestión de la justificación. Finalmente, en el profesor de teología se nota sobre todo la típica división del trabajo de nuestra sociedad, de la que participa también el cristianismo. Sus condiciones laborales, su situación vital privilegiada y protegida respecto de las experiencias sociales de sufrimiento y alienación no hacen sino subrayar esto que estoy diciendo. ¿En qué sentido le es posible y le está permitido al teólogo de profesión ser sujeto solidario del seguimiento? Para mí, en cualquier caso, y para mi relación intelectual con el cristianismo, esto plantea al menos una dificultad fundamental. Ciertamente, para el cristianismo de nuestros días es imprescindible una teología públicamente responsable si no queremos ir a parar a priori en la soledad cognitiva de una secta. Esta teología obtiene su competencia cristiana no simplemente de sí misma sino de un solidario cristianismo de seguimiento, sin cuyo testimonio tampoco yo mismo podría hacer teología. Al orientar la pregunta por la cristología a la praxis del seguimiento, no pretendo buscar excusas piadosas en eventuales dificultades de justificación en el plano intelectual, toda vez que ya se vio la ingenuidad teórica de la teología cuando esta adoptaba patrones de justificación científicos, ratificados por nosotros, y luego intentaba ser crítica y práctica a partir de dicha «teoría no dialécticamente pura». El

bíblico agradecimiento divino es de por sí un pensamiento de carácter práctico y crítico.69 No se puede pensar sin cuestionar y vulnerar los intereses y necesidades creados de aquellos que buscan pensar dicho pensamiento. La conversión y la puesta en marcha no son solo categorías de ethos sino también de logos. Conducen al encuentro divino en la conversión y la comunidad itinerante de la religión judía y al encuentro divino en la comunidad de seguimiento de la religión cristiana. En ellos no hay solo algo que oír, sino también mucho que experimentar y que ver. «Señor, ¿cuándo te vimos […]? Os lo aseguro […]». Esta cristología del seguimiento busca un conocimiento de Cristo Jesús que no nos empuje a refugiarnos en el escritorio o la estantería sino a salir al encuentro de los rostros, y sobre todo de los rostros de quienes sufren, para poder informar y finalmente escribir de manera argumentativa sobre este encuentro ojo frente a ojo, de esta experiencia rostro frente a rostro. El mundo de fe cristiano y el entorno vital cotidiano deben fusionarse. Tampoco la cristología carece de una biografía mística; pero es místico-biográfica no en el sentido de un autorreflejo reflexivo del cristiano sino «en el sentido de un vis-à-vis diferenciado» (François Jullien). Las tradiciones de las que bebe la teología cristiana conocen una responsabilidad nacida del recuerdo del sufrimiento. Esta memoria passionis se convierte en la base de esta responsabilidad en la medida en que siempre toma en consideración los sufrimientos de

los demás y, bíblicamente hablando, incluso los de los enemigos, y no los olvida al juzgar su propia historia de sufrimiento. Semejante responsabilidad universal (que no se debe a la universalidad abstracta de una idea sino a una experiencia histórica) no surge, por así decir, sobre la base de un mínimo consenso moral sino, en cualquier caso, sobre la base de un consenso básico, que hay que conseguir de nuevo, entre los pueblos y las culturas. Existe una autoridad reconocida en todas las grandes religiones y culturas: la autoridad del que sufre. Respetar el sufrimiento ajeno es la condición de toda cultura. Hablar del sufrimiento ajeno es una condición sine qua non de cualquier pretensión de verdad. También es una condición sine qua non de la teología y de su cristología. El cristianismo no formula ante todo una moral, sino una esperanza. Sin embargo, su fuerza radica precisamente en ello, como también en la impotencia, presunta o real, para abandonar o rebajar las escalas de responsabilidad. El contenido determinante de esta responsabilidad universal reza así: no existe ningún sufrimiento en el mundo que no nos afecte. Esta frase no debería entenderse como la expresión de unas fantasías de omnipotencia teológica sino como el giro imperativo de la frase sobre la universalidad de los hijos de Dios, la cual, en su giro político, es la frase sobre la igualdad fundamental de todos los hombres, es decir, una frase a la que obligan no solo las tradiciones bíblicas sino también las constituciones de los modernos Estados de derecho democráticos. El

que este universalismo adopte o no compromisos serios será decisivo para saber si nuestro mundo actual se convertirá en una tierra floreciente o devastada, en una tierra de paz o en una tierra de conflictos culturales y religiosos cada vez más enconados. Un universalismo, en suma, que no debe quedarse a las puertas de la universitas, de esa institución en la que nuestras ciencias se sienten perfectamente en casa.

¿Una cristología de Sábado Santo?

En mi opinión, en nuestra teología cristiana necesitamos un poco de lo que he dado en llamar «una cristología de Sábado Santo». ¿No se nos pierde en la cristología, si puedo expresarlo así, el camino que va del Viernes Santo al Domingo de Resurrección? ¿No tenemos demasiada cristología de Domingo de Resurrección? ¿No debe contarse más con una atmósfera de Sábado Santo dentro de nuestra cristología? Hace tiempo que el Domingo de Resurrección ya no es para todos «el tercer día» después del Viernes Santo. La experiencia de la Resurrección es un acontecimiento sumamente asincrónico.70 Si la cristología es una historia del camino, a las experiencias de Sábado Santo le pertenece una especie de lenguaje de Sábado Santo, que no sea un mero lenguaje de victoria, como ocurre con los mitos. ¿No hemos sacado muchas veces de la cristología afirmaciones apocalípticas que le pertenecen propiamente para meterlas en la enseñanza de las «últimas cosas»? Por ejemplo, la denominada enseñanza del retorno (de la parusía), que es manifiestamente poco clara en cuanto a su terminación, pero que no por ello es irrenunciable. Esta enseñanza del retorno es una afirmación sobre el Hijo del hombre, sobre el Cristo de Dios. Pertenece al centro de la propia cristología. Pero esto muestra que la teología cede a veces a la tentación de quitarse de encima lo que nos pueda seguir irritando

de la cristología (eso que yo he denominado «el camino»), de silenciar lo no cumplido con respecto al Hijo de Dios así como su autoocultación (a causa de la «Ascensión»), de reprimir el conocimiento de la añoranza, cristológicamente irrenunciable. En una cristología de Sábado Santo, ¿no debería desplegarse ese conocimiento sobre la ocultación de Cristo, esa añoranza de Cristo que ha fundado y marca nuestra conciencia cristiana de su presente que permanece y espolea «después de» la Resurrección y «desde» la Ascensión? Exigir esto me parece a mí el desiderátum de una cristología que no remita a su mundo conceptual, sino que busque rostros, como le viene exigido por sus raíces bíblicas. Al trasfondo místico de esta cristología pertenece también el grito; hasta que toda hambre y toda sed de justicia queden saciadas en esa Resurrección de los muertos que nos es prometida al final de los tiempos, cual superación definitiva de la no identidad. También nosotros vivimos aún en zonas de claroscuro, en situaciones de eclipse parcial; también nosotros somos, en este sentido, personas de Sábado Santo, personas que en un sentido completamente temporal aún tienen algo que esperar, no solo para sí mismas, sino también para los demás, para la humanidad. Aún existe, a mis ojos, otro peligro, que apunta en la misma dirección. Cuanto más viejo se hace el cristianismo más «afirmativo» parece volverse también, menos teología negativa

parece soportar con las experiencias a ella subyacentes de la no identidad, y tanto más «cerradamente» busca salvarse con el paso del tiempo. Ahí radica, para mí, la razón por la que ha ido desapareciendo gradualmente de nuestra cristología la temporalización apocalíptica del tiempo. Quien siga hablando del desconsuelo de la esperanza seguirá dando pie a la duda. Pero apelar a una presencia sacramental sustraída al tiempo (en la Eucaristía) solo puede ser defendido por una teología que vea una relación indisoluble entre esta anamnesis cúltica («la noche en que era entregado…») y esa cultura anamnética en la que los celebrantes litúrgicos también son reconocidos como una comunidad intrahistórica de recuerdo y relato. Tanto la anamnesis como la cultura anamnética permanecen recíprocamente orientadas para que el culto sacramental no solo festeje un mito alejado de la historia, y por tanto la comunidad cristiana de recuerdo y relato no se convierta en víctima de una creciente amnesia cultural para la que no existen pasados inacabados. Hace poco, un periodista me preguntó qué le aconsejaría yo a Roma para Pentecostés, y yo le contesté que necesitábamos más lenguaje de Sábado Santo en nuestras oraciones, a fin de encontrar un lenguaje creíble frente a las dudas, las incertidumbres y las inseguridades de aquellos que creen o intentan creer. Ello depende de hacer ver que la religión cristiana no está ahí para contestarnos a todas las preguntas sino para que nos resulten inolvidables algunas

preguntas incontestables. En este sentido, los creyentes no tienen incondicionalmente una respuesta sino precisamente una pregunta tan grande que pueden transformarla en plegaria, en una plegaria que no solo puede desembocar en júbilo sino también en un (silencioso) grito. Quien en medio del jubiloso lenguaje del Domingo de Resurrección no echa de menos nada, no está escuchando verdaderamente el mensaje de Pascua sino un antiguo mito de victoria. Me viene a la mente de nuevo una frase de Pablo: «Si no hay resurrección de muertos, ni siquiera Cristo ha sido resucitado» (1 Cor 15,13). Por eso es tan importante el lenguaje de la añoranza, porque el rescoldo de este lenguaje todavía no se ha apagado hoy y porque la necesidad de «velar» sigue perteneciendo a la fe de los cristianos.

Dice la teodicea: «Señor Metz, usted me ha hecho demasiadas preguntas…». Alego yo: «Tómeselo usted como la expresión de mi cariñosa impaciencia con Dios».

Semblanza de un teólogo: Karl Rahner

Karl Rahner: no, él no habló personalmente de una «mística de ojos abiertos». Pero yo he utilizado siempre los ojos para ver que él no fue solo para mí un profesor de teología sino un «padre de la fe». «Pues aunque hayáis tenido muchos pedagogos en Cristo, padres no tenéis muchos» (1 Cor 4,15). El siguiente texto se divide según los siguientes cuatro puntos de vista: • Karl Rahner: su figura. • Karl Rahner: «padre de la fe». • Karl Rahner: el añorado. • Sobre la lealtad a Karl Rahner. Extracto de una carta.

© Adolf Waschel

Karl Rahner: su figura

Un verdadero luchador, que nunca alzó la voz ni atosigó a nadie con su gran pasión por Dios; antes bien, fue una persona tímida y siempre reflexiva en su infatigable lucha teológica por el tema de la divinidad en un mundo moderno presuntamente vacío de misterios. Para él, el Dios de las tradiciones bíblicas y eclesiales no fue solo un tema eclesial sino un tema para toda la humanidad. En su «giro antropológico» del discurso sobre Dios, se propuso llevar la teología y la Iglesia a una discusión productiva y crítica con el espíritu de la modernidad para así contrarrestar los síntomas de una desesperanza intraeclesial respecto de la dotación divina del hombre moderno. Cuando Karl Rahner murió, en 1984, el mes de su octogésimo cumpleaños, para muchos fue el teólogo católico más importante e influyente de su tiempo a la par que una fuente de inspiración y de nuevos retos para su Iglesia. El jesuita Karl Rahner se hallaba profundamente enraizado en su Iglesia. Sin duda, consiguió cambiarle el aire a la teología hasta el punto de que nada será ya como lo era antes de él. Y, sin embargo, tocó —como prueba de una superación personal excepcional— todos los temas conservados en la memoria de la Iglesia, como el tema de los ángeles y los santos, de la bula y el purgatorio, etcétera. Ciertamente, en sus Escritos de teología no encontramos el clásico

canon temático. Su teología se abre al canon de las cuestiones vitales actuales; no solo a cuestiones cautamente elegidas, sino a otras más incómodas, apremiantes y a menudo terriblemente profanas, las cuales trata con ardor hasta el agotamiento, pues no quiere encontrar a los que dudan por debajo del nivel de sus dudas. Karl Rahner nunca criticó a su Iglesia desde fuera; sus objeciones siempre llevan la marca de una crítica salvadora. El lema de esta es: quien quiera salvarse debe atreverse. Así hay que juzgar, por ejemplo, su fidelidad hacia el Concilio Vaticano II, a cuya teología él hizo una contribución importantísima. Pero la suya es, por así decir, una fidelidad ofensiva. Él supo ver en este concilio el «principio de un principio». Con respecto a la valiente y fundamental reestructuración que supuso dicho principio, Karl Rahner fue, y sigue siendo, un «ejemplo teológico para todos los católicos».

Karl Rahner: «padre de la fe»

Este texto reproduce, en forma ligeramente revisada, el sermón que pronuncié en 1982 el día de san Ignacio, con motivo de las bodas de oro sacerdotales de Karl Rahner, en la iglesia de los jesuitas de Innsbruck, en presencia del homenajeado y de muchos de sus compañeros de Orden y amigos. La forma de este discurso de agradecimiento, su carácter directo y personal, se ha conservado a conciencia; pertenece —como, por lo demás, tantos otros textos— a la sustancia misma de este libro. Pues solo así este agradecimiento puede comunicar algo común más allá de la ocasión presente; a saber, cómo se debe experimentar, aprender y enseñar la fe.71

Su talante de base: salvar. En la celebración de este jubileo, no se debe hablar solo del Rahner sacerdote, sino también del religioso y del teólogo. Su obra total es el reflejo de una serie de aspectos juntos: el jesuita, el sacerdote, el teólogo y el cristiano piadoso. Karl Rahner ha configurado el trasfondo teológico sobre el que todos nosotros —sí, todos nosotros— hacemos teología católica en la actualidad. Incluso los que lo critican o rechazan viven de sus intuiciones, de sus percepciones, afiladas pero siempre amables, hechas en el mundo de la vida cotidiana y de la fe. Y los que lo

ignoran, ignoran mucho más que una simple postura teológica. Karl Rahner ha lavado la cara a nuestra teología. Nada será ya como lo era antes de él. Y, sin embargo, ahí permanecen todos los rasgos habituales de la memoria de la Iglesia. Pues el talante básico de su teología no es la crítica, sino la salvación. ¿Por qué no llamarlo entonces un «apologeta», para devolverle a la palabra su sentido bueno y creativo a la vista de un rasgo fundamental de toda teología, un rasgo profundamente dañado y, sin embargo, imprescindible? En su teología, Rahner se nos muestra siempre más como abogado que como juez, más como defensor que como fiscal, más como protector que como desenmascarador, y, al final, su crítica más apasionada es siempre una crítica salvadora.

Experimentar y buscar a Dios. Hace 25 años, con motivo de sus bodas de plata sacerdotales, algunos antiguos alumnos le regalamos un reloj de pulsera, que él lleva puesto todavía hoy. En él está grabado: «1 Cor 4,15». En esa cita dice Pablo: «Pues aunque hayáis tenido muchos pedagogos en Cristo, padres no tenéis muchos». No solo un profesor de teología, sino un padre de la fe, y ambas cosas en una: en eso se ha convertido Karl Rahner para mí. Aún recuerdo mis tempranas impresiones en las aulas y seminarios. En ellos se hablaba de Dios y de la gracia, de la salvación y de los sacramentos, no con el lenguaje de enseñanzas

sutiles y argumentaciones dogmáticas sino con un lenguaje prudente y, sin embargo, muy preciso, que apuntaba a la experiencia de la fe e instruía en ella. No se nos enseñaba e instruía en una fe prefabricada sino en una fe que despertaba a la vida. Yo, con mis propias experiencias contradictorias, me vi de repente inmerso en el discurso sobre la gracia y sobre la muerte vista a lo lejos de una vida ciega frente a la gracia. El discurso sobre Dios entró de lleno en mí e hizo el camino de vuelta entre lo conceptual y una vida llena de contradicciones. Yo no he experimentado nunca a Karl Rahner como a un gran erudito, como una especie de maestro del pensamiento teológico, por lo que muchos lo tienen, pero que a él le daría auténtico pavor. Él fue y es para mí, como para tantos otros, un teólogo experimentador y explorador de Dios. Antes a estos se los había llamado con el nombre de «teólogos místicos». En él hemos ido descubriendo poco a poco que esta caracterización es, en realidad, pleonástica, como decir tronco de madera, y hemos aprendido que la experiencia de Dios, de la que se trata siempre y que Karl Rahner ha desmenuzado en su teología para nosotros —y a menudo con nosotros—, no es algo propio de una mística elitista sino la expresión de una mística popular; no es algo esotérico sino algo cotidiano. Es la mística que se confía a todos, pero que a todos exige. Karl Rahner ha sido siempre un universalista. Ha borrado las fronteras de la comprensión de la gracia, que ha explicado como un ofrecimiento a todos, empezando por los pequeños, los más

desesperados y desvalidos. Ha invitado a la experiencia de Dios, encerrada en las elevadas torres de la mística, a entrar en la vida cotidiana, profana, de nuestro tiempo. Él ha confiado a todos esta experiencia del misterio inenarrable, en la profunda «aquendidad» de sus vidas. Y ha conseguido así que muchos sigan las huellas mesiánicas de Dios en medio de la rutina cotidiana.

Un abogado —crítico— de su Iglesia. A este universalismo divino arrastra él también a la Iglesia, a la Iglesia como servidora de esa salvación, que les es concedida a todos. Y puesto que él entiende y ama a su Iglesia no como un fin en sí sino como la herramienta escatológica de Dios, puede serle también obediente sin patetismo alguno y sin oponerle resistencia. Somos muchos los que sabemos cuán a menudo y en qué gran medida él ha verificado sus teorías con y en la práctica real. Asimismo, siempre ha antepuesto la experiencia colectiva del espíritu divino de la Iglesia a la suya propia. Tampoco ha criticado nunca a la Iglesia desde fuera, en los planos ya sean filosófico, sociológico, político o como se quiera, sino desde dentro, con la vista puesta en su propio compromiso personal. Esta crítica inmanente está movida por la pregunta apasionada sobre si, y cómo, Dios ha dejado su misterio inenarrable en la Iglesia —y mantiene el poder en ella—, una crítica que arremete contra los intentos de la Iglesia por traicionar su provisionalidad escatológica y por sustituir el misterio de Dios por

ella misma. Para Karl Rahner hay un criterio fiable para saber si este misterio inenarrable de Dios mantiene su poder en ella, es el criterio del amor, tal y como aparece formulado en el primer mandamiento bíblico.

Místico, concreto. La imbricación entre el amor a Dios y el amor al prójimo ha sido siempre para él la forma más trascendental de nuestra experiencia de Dios en la modernidad. Ha afirmado y reafirmado el amor al prójimo hasta en su aspecto más contradictorio, es decir, el del amor político. Pues para Rahner, la mística del piadoso en el seguimiento de Jesús pobre y sufriente puede ser precisamente esto: una mística divina en pugna con un mundo en el que viven hombres como si no fueran hijos de hombre y en el que el rostro humano se destruye etsi Deus non daretus, como si no existiera Dios ni ningún misterio divino en la vida de los hombres. Así, Karl Rahner ha sabido entender los sufrimientos y luchas de sus compañeros de Orden en las Iglesias pobres de esta tierra —por ejemplo en América Central y en las Filipinas— como una variedad actual de la mística divina ignaciana, enfrentándose al dualismo barato de mística y política.

Rebelión contra la ausencia de misterio en la modernidad. Siempre encontramos en él el pathos de un Dios próximo —en su proximidad, a la vez oculto y fácilmente apreciable—, un pathos

divino que Rahner enlaza con el de su padre de Orden, Ignacio, y con el de Martín Lutero, cuya pasión divina solo en el tópico parece tan opuesta a la de Ignacio de Loyola. Karl Rahner ha vivido y desplegado ese pathos divino, esa pasión divina, en las circunstancias de nuestro tiempo, que nosotros llamamos modernidad tardía. Su teología es una sublevación singular contra la falta de misterio, percibida y pregonada, de nuestra modernidad. Es así como aborda el misterio de Dios en la vida del hombre y lo propone consoladoramente a estos tiempos. A unos tiempos en los que incluso los teólogos creen tener que hablar de la «muerte de Dios». A unos tiempos en los que nuestras almas cada vez están más «colonizadas» por estructuras y sistemas anónimos en los que esta ausencia de misterio parece haberse autoentronizado. A esa caja de acero que es la modernidad, en la que se consuma la muerte por congelación del sujeto. A unos tiempos cuyo espíritu objetivo se entiende como la tardía liquidación de todos los misterios y como la producción de un hombre «perfecto» vacío de misterio, proyectado sobre el trasfondo oscuro del sufrimiento, de la culpa y de la muerte. Rahner habla de la penuria de esta reconocida ausencia de misterio: del hombre carente de misterio, incapaz de confiar y de dejarse consolar, cada vez más incapaz de recordar y por eso mismo más manipulable que nunca, y feliz solo en el sentido de una felicidad sin añoranza ni sufrimiento. Lo cual equivale a una infelicidad vacía de deseos.

A la vista de dicho peligro, a la vista de la apoteosis de la ausencia de misterio y de la banalidad que quiere acogotar al mundo y llevarlo bajo el nivel de la creación, Rahner busca en todos los hombres, sí, en todos, el eco de un misterio divino plenamente experimentable, a pesar de ser inenarrable, y eso lo hace no como un fiscal sino como un abogado del hombre amenazado. Su discurso sobre una rebelión crítica no carece de cierto tinte de tristeza. Sin embargo, su crítica nunca es denunciadora, sino (permítaseme decir) socrática. Nada funciona mejor que el intento de introducir misterio cuasi desde arriba en unas almas perplejas, desconcertadas; todo parece, antes bien, la invitación a un viaje de descubrimiento, a un viaje a territorios apenas explorados de la propia vida, a dos pasos de los abismos de la existencia humana, que permanecen inaccesibles a la reflexión absoluta y en los que el hombre moderno parece un ser anónimo y enigmático para sí mismo.

Un padre de la fe, pero él mismo un apátrida. Eso es para mí Karl Rahner, alguien a quien descubrí desde el primer momento como un profesor de teología y a la vez como un padre de la fe. Ciertamente, en esto solo debo decir «yo», solo debo hablar por mí mismo; no obstante, estoy convencido de que son muchos los que pueden decir también lo mismo de él. Un padre de la fe, pero él mismo un apátrida. Así fueron, así son, todos los padres de la fe, los siervos de Dios —en las tradiciones

abrahámicas, en las tradiciones paulinas, en las tradiciones ignacianas—. En ellas se descubren las huellas de esa carencia de patria mesiánica del Hijo que nos es transmitida por los Evangelios, del desarraigo mesiánico del Hijo, que fue fiel durante su vida terrenal a su Dios y que al final se sintió abandonado por ese mismo Dios, y sin embargo consiguió resistir a la oscuridad divina. Karl Rahner no nos ha hablado nunca del cristianismo como de una especie de religión burguesamente asentada, de la que se ha extirpado toda esperanza mortalmente amenazada, toda nostalgia vulnerable y renuente. Su comprensión de la fe nunca me ha parecido una especie de ideología de la seguridad, una sublimación festiva del alcanzado estamento de las circunstancias, por avanzadas que estas fueran. Su vida entera ha estado permeada por un desarraigo y por una nostalgia que para mí nunca han estado teñidos de sentimentalismo ni de panglossianismo; su voz, más que un rugido titánico, ha sido como el gemido silencioso de la criatura, como un grito sin palabras en pos de luz ante el oculto rostro de Dios. Con la edad, esta nostalgia no le resulta, bien mirado, ni más fácil ni más eufórica. Antes bien, es aún más inenarrable, más melancólica, más onerosa. Sí, es una nostalgia onerosa, un desarraigo desvalido. Porque el camino no se ha acabado y el cansancio es grande; porque hay ya demasiada ceniza para tan poco rescoldo de vida y ninguna tormenta del paraíso la solivianta de nuevo; porque una sensación latente de lo superfluo puede revelar

toda la gravedad de esta nostalgia de Dios… Rahner nunca se ha opuesto a este desarraigo. Y no porque haya formado en torno suyo una comunidad de personas que piensan igual que él, una hueste de seguidores íntimos. No, nunca se le ha pasado por la cabeza fundar una escuela teológica en el sentido tradicional del término. «Yo no tengo discípulos», se le escapó al parecer en cierta ocasión, una pizca desabrido. Bueno, pero no puede impedirnos decir que tal vez por eso se nos ha convertido en algo más, en algo mucho más que un mero profesor de teología.

Gracias. En fin, quisiera invitarlos a todos ustedes a expresar su agradecimiento en este momento especial. El agradecimiento con motivo de este jubileo es, en definitiva, un agradecimiento a Dios. Gracias a Dios, pues, por habernos regalado a un Karl Rahner, por poder disfrutar de una persona como él, de un cristiano así en esta época de ausencia de misterio —sentida y pregonada—. Gracias a Dios por habernos dado la Orden de Ignacio, que ha marcado a Karl Rahner hasta sus mismas raíces. Gracias a Dios por la comunidad eclesial en la que estamos haciendo hoy esta celebración. Y gracias finalmente a Dios… por Dios. Pues tal vez Karl Rahner siempre haya hablado solo de esto: de que semejante gratitud puede configurar vida y salvar vida, de que sin ella la vida acaba siendo una ruina y de que esta gratitud es posible y real en formas incontables, que a menudo se autoocultan, también en estos tiempos.

Karl Rahner: el añorado

A su muerte, a los ochenta años de edad, nos legó una obra difícilmente comparable en cuanto a dimensiones y sustancia, pero también en esa obra nos legó a sí mismo, pues en él resultaba difícil separar entre la vida y la obra. Pero ¿vamos a quedarnos varados en el recuerdo, en el recuerdo de la Iglesia, de la teología y de quienes siguen llorando por él, porque su muerte cayera como un eclipse parcial sobre la vida de todos? ¿No llevó todo a término, estrujado cual racimo en el lagar de una vida teológica obediente y apasionada? Y sin embargo, al Rahner fallecido no solo debemos honrarlo, admirarlo, no solo debemos imitarlo, mostrarnos de acuerdo o en desacuerdo con él; también debemos añorarlo. La añoranza es sin duda la forma más intensa del pensamiento. Apunta más a la persona que a la cosa, pero, en Rahner, también a ambas a la vez, a él en su obra y a su obra en él. ¿Qué sería entonces para nosotros añorar, recorriendo los caminos que él desbrozó junto con nosotros? ¿Qué sería entonces, en qué nos falta él, su consejo, su asistencia, en una palabra, él mismo, con ese talante teológico suyo tan característico? Intentaré aportar al respecto unas pocas anotaciones. Añorar a Karl Rahner significa, por ejemplo, echar de menos lo que yo llamaría su arte de heredar. Esto se puede explicar

enseguida. Se trata de su capacidad para salvar las tradiciones de una manera no tradicionalista. Como se sabe, su labor teológica abarcó la totalidad de la teología católica; nada es ya como lo era antes de él, y sin embargo, ahí permanecen todos los rasgos más característicos de la memoria de la Iglesia. Él consiguió heredar de manera ejemplar las tradiciones clásicas de los Padres y de la escolástica, sin esconderse en ningún momento ante los retos de la modernidad europea. Hoy se enfrentan diferentes ideas —que en parte parecen opuestas— sobre el futuro de la Iglesia en nuestra modernidad tardía y sobre la manera de permanecer fieles al último concilio. ¿Se impondrá una visión orientada hacia atrás, que mire al Occidente cristiano anterior a la Reforma, o una visión que busque salvar la herencia irrenunciable de la Iglesia occidental en paralelo con los nuevos cambios eclesiales? ¿Aprenderá la Iglesia a entenderse como una Iglesia universal (como Rahner la llamaba), como ese espacio de aprendizaje culturalmente policéntrico en el que también hoy hay suficientes indicios de que nuestros cristianos se están aferrando a sus raíces a la vista de grandes peligros? ¿Se abrirá el centro de la Iglesia a la profecía de las Iglesias pobres? ¿Será defensiva u ofensiva la estrategia que se imponga respecto a la salvación de las tradiciones? Rahner ha denominado «tutiorismo del riesgo» a esta estrategia ofensiva de la tradición y la ha recomendado a este país ante el «cambio estructural de la Iglesia» —con una perspicacia

especial hasta los más pequeños detalles—. Aunque hay que decir que en esto no ha encontrado mucho eco. ¿Cómo vamos a avanzar nosotros hacia una crítica salvadora sin su tesón combativo y su ejemplo constante? ¿No amenaza hoy todo con replegarse en un tutiorismo defensivo? La Iglesia de las Órdenes —con la que Rahner se sabía profundamente comprometido y de la que surgen actualmente en el cristianismo no europeo unos impulsos importantes para la renovación eclesial— ¿no necesita también un abogado teológico creíble para esta visión ofensiva de la salvación y la transmisión de la herencia cristiana? Y, finalmente, ¿no necesitamos de teólogos si queremos ir más allá de un determinado idealismo alemán (que también sigue envolviendo demasiado a la teología de Rahner) y, en la aventura de una teología posidealista, no necesitamos su consejo y su ejemplo sobre la manera de salvarla? Añorar a Karl Rahner significa echar de menos lo que yo llamaría su capacidad para la reducción creativa , algo que echaremos de menos en una época de pluralismo desbordante no solo a nuestro alrededor sino también dentro de nosotros, un pluralismo que tienta a la teología demasiado fácilmente o bien para un no-pensamiento superespecializado o bien para un «cortocircuitismo» trivial. Por una parte, en Rahner apreciamos esta reducción creadora en cuanto que sus preguntas y argumentos se infiltran en la inculcada división del trabajo teológica. Eso que no pocos de sus colegas teológicos le reprocharon (es decir, derribar y

sobrepasar una y otra vez las fronteras de las disciplinas teológicas, como por ejemplo, entre la teología sistemática y práctica, entre la teología dogmática y espiritual, o entre dogma y exégesis), eso mismo se daba en él desde una especial capacidad de superación, desde una reducción no regresiva de la hipercomplejidad y la hiperespecialización de la teología, en las que la crisis de la teología y de la fe no se reprimen ni ocultan «al modo de la división del trabajo», es decir que no se delegan al tuntún impunemente. Y esto se daba en él porque en su teología no solo regía el canon de preguntas clásico, ni porque él buscara contestar solo a preguntas preestablecidas y admitidas por el sistema teológico, sino porque se sometió al canon de las preguntas vitales; no a las esotéricamente elegidas, sino a las incómodas, a las más peliagudas. Lo cual nos lleva a la otra parte de la fuerza creadora y reductora de Rahner. Nos lleva a su no trivial capacidad de reducción de la enseñanza a la vida, de la doxografía a la biografía; nos lleva a ese gran movimiento reductor que se inserta en la obra de Rahner, un movimiento reductor que, como a menudo se suponía, no pretendía retrotraer una enseñanza teológica a otra, sino que suponía un esfuerzo excepcional por unir enseñanza y vida, mística y cotidianidad, en la gran complejidad y anonimato no sensoriales de nuestra circunstancia posmodernista. Si al final el logos de la teología siempre apunta a una forma de conocimiento como forma de vida, ¿cómo no vamos a echar de menos esa tan creadora fuerza

reductora?72 Dicha fuerza reductora caracteriza asimismo otro rasgo de Karl Rahner, en virtud del cual no solo tendríamos que admirarlo de nuevo sino también echarlo de menos; a saber, por la manera como supo hacer teología no solo para teólogos y por cómo trabajó cariñosa y acríticamente los «pequeños temas» de una piedad popular, que se tomó muy en serio, no como una vaga o vagarosa fe en la trascendencia. ¿Conocemos ya todas las cosas sobre las que escribió, habló, predicó? ¿Sabemos ya cómo en su teología se acercó asimismo a quienes, atrincherados en la caja de acero de la modernidad, parecían unas víctimas, cada vez más perplejas e indefensas, del crepúsculo de un mundo vacío de misterio? Rahner se sintió constreñido de manera increíble por los apuros, las preguntas, las dudas y la desesperanza de muchos. Y la voluminosa multiplicidad de su obra tuvo incluso un «sistema»: en él se da una excepcional «repatriación», una reunificación de la experiencia de la vida y de la experiencia de Dios profanas. Esto cada vez se puede afirmar menos de un solo teólogo; hoy deben hacer su aparición nuevos lugares y nuevos temas del quehacer teológico para que se consiga esta reunificación. Rahner dejó huellas en la conciencia eclesial para que nos animáramos a creer que cada cristiano se puede conceptuar a sí mismo como un teólogo y que existe también una autoridad teológica de los creyentes. Es en este camino que abre el futuro de la Iglesia y de la teología donde lo echaremos

particularmente de menos. Añorar a Karl Rahner significa también echar de menos lo que a mí (aunque él seguramente protestaría) me gustaría llamar su autoridad, que atrajo a tanta gente distinta: a jóvenes y mayores, a creyentes y no creyentes, a personas con autoridad y sin ella. Esta autoridad no es algo fácil de describir. Me refiero, en cualquier caso, a una autoridad que no se «tiene» (por cargo o condecoraciones), sino que se «es». En Rahner, dicha autoridad no se alimentó solo de un gran reconocimiento, de una gran competencia en cuanto a la formación y argumentación. Eran múltiples los elementos que confluían en él. Ahí está, por ejemplo, un «gran» teólogo en el que se nota cuán exactamente sabe y percibe (por emplear una palabra cara a Karl Barth) que ningún teólogo es realmente grande en relación con su temática. No se percibe la típica pose de un maestro de pensar teológico (de un maestro del pensamiento), ningún autoproclamado profetismo, ningún esoterismo, nada de elitismo y prácticamente nada de ironía… Así fue esa autoridad comprensiva que corre pareja con una gran —y a menudo muy desvalida— modestia y con integridad y fiabilidad intelectuales extremas. Si no me equivoco, esta suave, discreta autoridad estaba enraizada en lo que yo llamaría la ingenuidad de Rahner. Pues la verdadera ingenuidad —no desesperadamente simulada ni infantilmente imitada— no se basa en la inseguridad ni en la desenvoltura sino en una forma especial de

soberanía. Esta le permitía formular —en medio tanto de disputas eruditas cuanto de inolvidables conversaciones privadas— preguntas (engañosamente) fáciles, le permitía cambiar relaciones de comprensión familiares y también lo capacitaba para entender mejor las preguntas de sus críticos, e incluso también para dignificarlas a veces. Sé de qué hablo. Sin duda, hablar de la autoridad de Rahner, de una autoridad que no solo admiramos, sino que también tendríamos que añorar, es remitir todavía a algo más. En Karl Rahner recordamos no solo a un profesor de teología eximio, sino que echamos de menos también a quien yo llamaría un «padre de la fe». Para conservar nuestras grandes tradiciones en una época en la que los recuerdos cada vez se diluyen más como poder vital potenciador, no necesitamos solo a profesores de teología sino a padres de la fe. Para salvar nuestras visiones en una época que precisamente —y esto en todos los ámbitos de la vida— parece caracterizarse por la pérdida de grandes visiones, no necesitamos solo a profesores de teología sino a padres de la fe. Como tal padre de la fe añoramos a Karl Rahner. Y como tal lo echan de menos, y creo que no me equivoco, muchos jóvenes también. Añorar a Karl Rahner significa finalmente echar de menos su rostro. La fe no se difunde ya solo a través de una palabra sin rostro, como un cristianismo de la modernidad algo debilitado —abstracto, no sensorial— quisiera hacernos creer. Para Rahner, siempre debe dejarse también algo a la vista, rostros, por ejemplo, rostros de los

hombres de Dios. También por eso echaremos de menos a Karl Rahner. En su semblante se traslucía eso de lo que él hablaba: un hombre que daba la cara por lo que decía. Este semblante delataba que a él sus conocimientos teológicos y todas sus experiencias no lo habían convertido en un hombre blando, insulsamente equilibrado. Sus miradas, llenas de impaciencia combativa, en las que no se borraba fácilmente el dolor por muchas decepciones —también con su propia Iglesia—, se combinaban con miradas de amable entrega a la causa de la fe en su Iglesia. Lo que uno no podía oírle decir lo podía leer mirándolo a los ojos: ¡cuántas dosis de vulnerabilidad desprotegida, de desarraigo desvalido! Uno veía en su rostro anciano las huellas de una nostalgia de Dios nada sentimental, la nostalgia melancólica de Dios de un cristiano sencillo. ¿No deberíamos añorar ese rostro?

Sobre la fidelidad teológica a Karl Rahner Extracto de una carta

Mi fidelidad teológica a Karl Rahner echa sus raíces en la afirmación de su «giro antropológico» del discurso cristiano sobre Dios, con el que hizo que la teología católica abordara una disputa productiva y crítica con la modernidad como nadie antes lo había hecho. Yo ya me había sumergido en este «giro» —preparado merced a mi elaboración de las nuevas ediciones de sus dos obras tempranas, Espíritu en el mundo y Oyente de la Palabra— en mi «antropocentrismo cristiano», que ya en Tomás de Aquino encuentra pistas que hacen reconocible el mundo no ya solo como cosmos sino —desde el principio— como historia, lo que debería permitir también una nueva mirada de la teología a la tardía escolástica y sobre todo a la «interrupción» de la metafísica clásica por parte del denominado nominalismo.73 Es para mí importante dejar bien claro cómo uno puede permanecer fiel a la intención teológica básica de Rahner, hasta en su mismo núcleo místico, con una potenciada presencialidad, precisamente abandonando su pensamiento de la identidad («trascendental»), junto con la conciencia filosófica de que este se halla impregnado, y condescendiendo de manera consecuente a la entrada del «tiempo» y de la «historia» en su logos teológico

orientado a la experiencia y preparado para la enseñanza. Con ello podría romperse también el predominio categorial de un logos greco-helenista alejado de la historia y olvidado del sufrimiento, un logos que a mis ojos dificulta e incluso impide un acceso teológico a la historia fundacional del cristianismo como comunidad de recuerdo y de relato reunida en torno al culto, a imitación de Jesús. Para decirlo con una brevedad equívoca, la recuperación teológica del núcleo temporal e histórico del cristianismo se da, en mi opinión, no a través de una escatología vaciada —por efecto de una lógica identitaria— de toda experiencia de interrupción histórica, sino a través de una apocalíptica bíblica y de su teodicea (apoyada en el lenguaje de crisis de los profetas y el lenguaje de dolor de los salmos), predispuesta a prestar al grito de los hombres una memoria y al tiempo su temporalidad, es decir, su plazo, y cuyos testimonios literarios puedan despejarnos hoy la mirada hacia la legibilidad del mundo como historia de la pasión de la humanidad.74 Atenernos incondicionalmente al lenguaje cristiano sobre Dios pertenece al pathos básico de la teología rahneriana. En última instancia, Karl se defendió —como, por lo demás, yo mismo— contra el peligro de encriptación eclesiológica del tema de la divinidad. Para él —como, por lo demás, también para mí—, el Dios de las tradiciones bíblicas y eclesiales no solo fue un tema de la Iglesia sino también de la humanidad. Y ello todavía hoy, precisamente hoy. No se trata ya del «mundo» o de la «humanidad»

en su universalidad abstracta, alejada de la historia, sino de nuestro mundo en la vertiente pública de su situación histórica. En este sentido, yo he intentado, por ejemplo bajo la rúbrica de la «compasión», formular un «programa universal del cristianismo» a la vista de los procesos de globalización contemporáneos.75 Como este «programa universal» intenta dirigirse a todos los hombres de hoy, tanto religiosos como seglares, se me preguntará por el concepto racional, por el logos que propone dicho programa. Esta pregunta aborda un problema axial de la teología cristiana, a saber, el problema de la relación entre razón y fe, un problema que nunca dejó de interesar a Rahner. El concepto racional de «programa universal» no es ni metahistórico ni moralmente indiferente. Tener en cuenta el sufrimiento ajeno es algo que le es inmanente y asegura el carácter humano de su racionalidad. Por eso, este logos contradice también una racionalidad que se afirma para asegurar su vinculación general por encima o por fuera del mundo histórico y moral, con lo que, en su discurso sobre «el» hombre, pierde de vista cualquier relación entre la génesis histórica y la validez normativa.76 Pero este énfasis mío en un mundo conceptual sensible a la historia y al tiempo ¿qué significa para el debate acerca de los dogmas del cristianismo primitivo de la cristología? En definitiva, estos dogmas fueron formulados bajo el influjo categorial de una metafísica greco-helenística alejada de la historia y del sujeto, a cuya interpretación antropológicamente empleada Karl Rahner hizo

una contribución valiosísima. En cuanto a mi énfasis en la constitución fundamental anamnética y narrativo-práctica del cristianismo, en modo alguno pretende restar importancia a estos dogmas. Pero sí insiste en que, en cierto modo, estos se deben entender en su núcleo como historias conceptualmente abreviadas, como fórmulas de una arriesgada y salvadora memoria de la Iglesia, fórmulas que también se deben volver a contar en el contexto de las historias bíblicas de ruptura y conversión, de resistencia y de sufrimiento, y, no menos importante, en el contexto de las historias de seguimiento de Jesús. Esta forma reminiscente y narrativopráctica pertenece, a mi entender, a la constitución básica de un discurso cristiano sobre Dios y su Cristo. Personalmente, yo veo en ella una continuación del mencionado «giro antropológico» de la teología. En 1974, con motivo de un discurso laudatorio para conmemorar el septuagésimo cumpleaños de Rahner, intenté caracterizar su obra teológica como «la biografía mística de un cristiano».77 Sin embargo, ya en 1966 había formulado él una frase que (con unas cuantas modificaciones traicioneras) se ha convertido en una de sus afirmaciones más citadas: «El piadoso de mañana o bien será un “místico”, una persona que ha “experimentado” algo, o no será nada». Aquí habría que saber que esta mística no es propiamente un asunto elitista de individuos predilectos en el plano espiritual, sino un asunto popular de todos los piadosos. Y que se trata de una

experiencia para que al cisma, cada vez más extendido, entre historia de la fe e historia de la vida, entre profesión de fe y experiencia de la vida, entre lenguaje de la fe y lenguaje de la experiencia, se lo dote de contenido y para que además se tenga en cuenta el «hambre de experiencias» de los creyentes. Yo siempre he intentado corresponder también a este impulso de Rahner. Sí, todos los cristianos piadosos son también para mí unos místicos, pero ante todo unos «místicos de ojos abiertos», como los vengo caracterizando desde hace tiempo. Son hoy los místicos de una «compasión» que, a mis ojos, se ha convertido en una palabra importante para la praxis del seguimiento de Jesús, para una praxis sin la cual la teología cristiana tampoco puede permanecer fiel a su logos. Pero esta mística no es precisamente una espiritualidad sin rostro, como yo la imagino, por ejemplo, en algunas formas básicas de la piedad del Lejano Oriente. Esta mística conduce preferentemente al encuentro con los rostros de los que sufren, para no perder de vista el rostro del Dios bíblico en su Cristo. En su caracterización, Karl habla de la mística de «experimentar algo». Yo intenté hacer una precisión en el sentido de una continuación de su «giro antropológico» de la teología; a saber, «la experiencia de sacar a la luz la “semblanticidad” de Dios preferentemente en el rostro de los que sufren». En suma, esto significa para la mística cristiana «experimentar el rostro del Dios bíblico en su Cristo».

Nota bene: Me gustaría añadir a este extracto de mi carta al señor Vorgrimler dos observaciones suplementarias. Por una parte, que aquí se da una «diferencia antropológica» entre Rahner y mis reflexiones sobre la mística. Yo intento introducir la experiencia de la no identidad (a través del tiempo y de la historia) en el logos de la teología sobre la base de una antropología que se caracteriza por la humanidad y la interpersonalidad y que excluye de antemano todo pensamiento de identidad individualista (carente de tiempo o de historia).78 Por otra parte, me gustaría aludir a una diferencia —a mis ojos— importante entre la mística de las religiones monoteístas y la espiritualidad de las religiones no monoteístas. La semblanticidad que trasparece en la mística bíblica de ojos abiertos (su «personalidad», su «rostro oculto») condiciona también en sentido contrario la condición «de sujeto» de la experiencia mística en sentido monoteísta. Esta experiencia mística no apunta a una autodisolución escalonada de la condición de sujeto en un todo cósmico. Véase, a este respecto, el texto «Busco tu rostro»).79

TERCERA PARTE ¿UNA IGLESIA QUE NO QUIERE APRENDER?

De qué se trata

¿Una Iglesia que no quiere o no puede aprender? Recurriendo al concepto de sistema, ¿la Iglesia católica no funciona cada vez más, no solo para la generalidad de la gente sino también para un gran número de creyentes, como un sistema docente incapaz de aprender y jerárquicamente distante, para el que no hay prácticamente ya nada que experimentar ni aprender, sino solo algo que predicar? 80 ¿No habíamos avanzado ya bastante más a nivel de teología y de Iglesias regionales? ¿No fueron tachados demasiado deprisa los intentos de apertura del anterior concilio —y, sobre todo, después de él— de «minimización liberalizadora», de «traición a la tradición», etcétera? Y ¿no fueron defendidos demasiado poco por Roma los intentos de aprender por parte de las conferencias episcopales regionales? ¿No se han inclinado nuestros obispos más gustosamente por reformas regresivas del Vaticano (o por unas reformas solo superficiales)? Entre otras cosas, abordar los problemas de una Ilustración política es una tarea que concierne a todas las sociedades y religiones. Ante los recientes acontecimientos ocurridos en el cinturón árabe del Norte de África, Roma debería darse cuenta también de que, si queremos encontrar modelos eclesiales supuestamente libres de crisis no podemos remitirnos simplemente a Iglesias del hasta ahora denominado «Tercer Mundo», frente a un

desdeñable «modelo obsoleto de Iglesia europea». ¿No debemos, entonces, mirar hacia atrás para percatarnos de nuestra situación y consiguientemente orientar la mirada hacia una Iglesia dispuesta a aprender? ¿Mirar hacia atrás o mirar buscando una visión más panorámica? Me apoyaré al respecto en dos textos, el primero de los cuales remite al Concilio Vaticano II (1961-1965) y el segundo al denominado «Sínodo de Wurzburgo» (1971-1975). La mirada al concilio (¡la primera versión es de 1991!) llama la atención sobre los espacios de aprendizaje culturales en la Iglesia universal de hoy y hace hincapié sobre todo en la «sujetización» de los creyentes —impulsada por el propio concilio— y en la autoridad de estos en los procesos de aprendizaje de la Iglesia. Por su parte, el texto «Aufstand der Hoffnung» [«El resurgir de la esperanza»] (¡la primera versión es de 1982!) tiene en cuenta sobre todo, para estas tareas eclesiales, la situación de las Iglesias regionales; tampoco aquí se olvidan las obligaciones de las autoridades eclesiásticas, al tiempo que se tienen especialmente presentes los peligros de una «religión burguesa» ultraconformista en la vida eclesial.81 Aprovecho la ocasión para añadir un pequeño texto mío (del 152-2011) que, como carta al director, iba dirigido al Frankfurter Allgemeine Zeitung, si bien no llegó a publicarse: En su toma de posición sobre el «Memorándum de los católicos sobre la crisis de la Iglesia» (11-2-2011), el cardenal Walter Kasper critica, haciendo

una breve referencia a mis afirmaciones sobre la actual crisis de Dios, la falta de sustancia teológica de dicho texto. Yo considero esta «crisis de Dios» como una auténtica crisis histórica que no podemos minimizar generalizándola ahistóricamente, por ejemplo, al estilo de: «Donde hay fe hay también duda, donde se habla de Dios existen también crisis de Dios», etcétera. Yo conozco bien a los «defensores de la fe» de este estilo. El memorándum no exhibe ese estilo. Antes bien, pone la mano en una herida de la Iglesia que tampoco menciona el por mí apreciado Walter Kasper en su alusión a la «crisis de Dios»; a saber, la pregunta por las causas de esta crisis. Yo lamento enormemente que, por su parte, el Vaticano no avale el pensamiento de que él mismo puede, por su propia conducta, ser cómplice de esta «crisis de Dios» y de la crisis de fe de tantos católicos de hoy.82

¿Principio de un principio? Con la mirada puesta en el Concilio Vaticano II I ¿Fidelidad atrevida o pensamiento tranquilizador y defensivo? La lucha actual (¡1991!) por el futuro de la Iglesia la presiden unas visiones muy diferenciadas, que en parte parecen incluso contradictorias. A la vista de la crisis masiva de identidad eclesial en nuestro tiempo, ¿se impondrá antes una postura que mira claramente hacia atrás, que en definitiva remite a un Occidente cristiano premoderno, o se afirmará y confirmará —lenta, pero persistentemente— una visión que busque salvar la herencia irrenunciable de la Iglesia occidental en sintonía con los nuevos cambios eclesiales, cosa que por cierto a veces cuesta trabajo apreciar desde el último concilio? No es casual que esta pregunta, en principio aún muy abstracta, se centre sobre cómo se debe mantener fidelidad a este concilio, cómo se debe salvar la herencia del Vaticano II. Ciertamente, los temas y problemas de dicho concilio no son solo los temas y problemas de la Iglesia posconciliar. Pero no es menos cierto que la lucha por los caminos futuros de la Iglesia decidirá la manera como este concilio permanecerá presente en la vida de la Iglesia. ¿Será ofensiva o defensiva la forma de fidelidad a este concilio que se imponga y la

forma de salvación de las tradiciones eclesiales? Karl Rahner, un teólogo que influyó poderosamente en el concilio, se refirió precisamente a él en términos de «principio de un principio», es decir, como el cambio embrionario hacia una nueva época de la historia de la Iglesia, que había que tener en cuenta con una fidelidad atrevida. Esta ofensiva fidelidad al concilio se basa, por lo demás, en un principio católico clásico sobre la valoración y aplicación de la tradición eclesial. Para esta, no se trata solo de realizar, apelando a textos conciliares arbitrariamente elegidos —es decir, en virtud de una abstracta fe textual—, una modernización igualmente arbitraria. Tiene en cuenta más bien, por lo que se refiere a su comprensión de la fidelidad al concilio, la manera en que la Iglesia ha hecho suyo entretanto y concretamente este concilio, la manera en que —lo que no es menos importante— las grandes Iglesias parciales han intentado que este concilio resulte fructífero en sus situaciones respectivas. En otras palabras, esta fidelidad ofensiva toma como medida de su comprensión del concilio la historia intraeclesial de él o, si se quiere, la tradición conciliar ya fundada intraeclesialmente. Si miramos a las resoluciones de las reuniones de los obispos latinoamericanos en Medellín y Puebla, a los documentos posconciliares de las conferencias episcopales asiáticas, a los sínodos de los obispos de nuestra República Federal o a otros actos comparables, por ejemplo en los Países Bajos, Francia y ee uu,

descubriremos que por doquier el concilio se ha interpretado como el impulsor de un cambio y una autorreforma valientes. ¿La fidelidad ofensiva no sería, por tanto, según la comprensión católica habitual, esa actitud, o si se quiere esas lentes hermenéuticas con las que se deberían leer e interpretar los textos conciliares? ¿No era esto propiamente una «hermenéutica canónica» con relación al concilio? Entretanto, las oscilaciones del cambio y de la disposición a la reforma se hallan paralizadas. Un tranquilizador pensamiento defensivo, una forma marcadamente defensiva de salvar las tradiciones parece haberse extendido, partiendo de Roma, por toda la Iglesia. Este tutiorismo defensivo se afianza confusamente también en medio de las dificultades y contradicciones que surgen en semejante situación de cambio y que tampoco se pueden negar. Entre la Iglesia y la denominada modernidad se advierten tensiones latentes desde hace siglos; asimismo, una Ilustración reprimida, que se pretende haber superado sin ni siquiera haberla rozado, llama a la puerta una y otra vez, etcétera, etcétera. No solo existen posibilidades,83 sino también las tragedias de la asincronía del catolicismo, las cuales deben vivirse y sufrirse. Pero ¿cómo? ¿Con un pensamiento tranquilizador marcadamente defensivo y cerrado, o con esa fidelidad atrevida que ve en el concilio el «principio de un principio»? En lo que sigue voy a extenderme sobre dos situaciones básicas de la vida eclesial que tienen que ver con la medida en que este

concilio se puede considerar el «principio de un principio» y que hay que tener en cuenta teológica y pastoralmente con una fidelidad atrevida: primero, a la vista de la situación de toda la Iglesia (aquí, el concilio señala el cambio a una eclesialidad mundial culturalmente policéntrica, cuyo éxito depende en definitiva del reconocimiento de la dignidad y autoridad de cada Iglesia particular); y después, a la vista de la situación de los creyentes en la Iglesia (aquí se trata de una nueva dignidad y autoridad que se atribuye a los creyentes precisamente en la línea del concilio). II Hacia una Iglesia universal policéntrica: el reconocimiento de los demás. La nueva fase de la historia de la Iglesia que se perfila embrionariamente en el último concilio se puede caracterizar, de manera escueta, así:84 tras la época del cristianismo judío (desde el punto de vista temporal, relativamente breve, pero para la identidad teológico-histórica de la Iglesia, verdaderamente fundamental), la Iglesia, a lo largo de casi dos mil años, se ha identificado con un espacio cultural relativamente unitario, es decir, el europeooccidental. Pero hoy se ha convertido en una Iglesia universal, con múltiples raíces en el plano cultural. En este sentido, está viviendo quizá la cesura más profunda desde los tiempos del cristianismo primitivo. Está en trance de pasar de una Iglesia culturalmente más o

menos unitaria, es decir, una Iglesia europea culturalmente monocéntrica, a una Iglesia universal con múltiples raíces desde el punto de vista cultural, deviniendo, en este sentido, en una Iglesia culturalmente policéntrica. Este paso trascendental encuentra su primera expresión institucional en el último concilio:

• en su composición: por primera vez, con un episcopado originario de países no europeos; • en una nueva apreciación de la idiosincrasia y autonomía de las Iglesias regionales, «en las cuales y a base de las cuales se constituye la Iglesia», como se asegura en la «Constitución Dogmática sobre la Iglesia». • ante todo, en la reforma litúrgica sancionada en la «Constitución sobre la sagrada liturgia», con su introducción de las lenguas vernáculas en la liturgia, cuya verdadera trascendencia solo se puede infravalorar si se desconoce la importancia de los actos y símbolos litúrgicos para la identidad religiosa y eclesial; • finalmente, también en distintas declaraciones doctrinales, tanto en la «Declaración sobre la relación de la Iglesia con las religiones no cristianas» (sobre lo que volveremos a hablar aquí) como en la «Declaración sobre la libertad religiosa», donde la Iglesia se quiere mostrar como la institución de una religión de la libertad, que en el anuncio y difusión de sus convicciones renuncia expresamente a todos los medios de poder preexistentes a esa

libertad.

Todos estos son síntomas e impulsos que en el último concilio remiten al paso a una eclesialidad universal culturalmente policéntrica: principios de un principio que hay que tener en cuenta en los planos teológico y pastoral, también cuando las dificultades se acumulan de manera manifiesta. A este respecto, me gustaría abordar más de cerca una problemática teológica que se desprende de este impulso conciliar hacia una Iglesia universal culturalmente policéntrica. Como es sabido, el discurso teológico actual trata esta cuestión bajo la rúbrica de «inculturación». Aquí no puedo abordar toda la importancia que tiene este concepto para el uso eclesial y teológico. Me limitaré a subsanar un malentendido que corre parejo muy a menudo con la cuestión del enraizamiento del cristianismo en las culturas no europeas. La alusión a este malentendido me parece imprescindible si no queremos tratar por debajo de su nivel las tareas que el impulso conciliar impone a la teología europea: en efecto, hoy existen muchos intentos bienintencionados por proteger al cristianismo de sofismas etnocéntricos e impedir, a la vista de tantos pueblos y culturas extraños, una segunda y tardía toma del poder de Europa en el ámbito del cristianismo universal. Estos intentos no pocas veces van acompañados de propuestas como la siguiente: el cristianismo debe quitarse por fin su vestimenta

europea, debe liberarse definitivamente de su envoltorio europeooccidental. Manifiestamente, detrás de esto se esconde la idea de un cristianismo sin historia, de un cristianismo apartado de la cultura y étnicamente inocente, cuya identidad se elucubra a la manera de las ideas de Platón. Yo podría también decir: detrás se esconde la idea de un cristianismo «puro» o «desnudo», que cambia a posteriori las distintas vestimentas culturales por una preconcebida identidad desprendida de cultura y de historia. Sin embargo, esta idea es una ficción que se alimenta del discurso metafórico no verificado sobre «hechos desnudos» o sobre una supuesta «verdad pura».85 Pues no existe un cristianismo preexistente a la cultura y a la historia, un cristianismo culturalmente desguarnecido, culturalmente desnudo. La cultura de la que el cristianismo no puede desembarazarse fácilmente, como si de un vestido o traje se tratara, es la cultura europeo-occidental formada a partir de las tradiciones judía y greco-helenista. Con lo cual se plantea la siguiente pregunta: si el cristianismo no puede desprenderse fácilmente de este ropaje históricamente contingente, para luego revestirse con este o aquel atuendo cultural, ¿cómo puede existir entonces un cristianismo universal con múltiples raíces culturales? ¿Cómo puede existir entonces una inculturación del Evangelio que no sea solo una expansión occidental tácticamente embozada? El intento por contestar a estas preguntas constituye uno de los retos más importantes ante los que se ve enfrentada la teología

europea-occidental tras el gran impulso que supuso el último concilio. Es posible una multiplicidad étnico-cultural si la Iglesia, que ahora quiere volverse una Iglesia universal y que sin embargo no puede desprenderse de su historial europeo-occidental, recuerda dos rasgos básicos de su herencia bíblica dentro del mundo cultural europeo y les da el realce que merecen. Por una parte, debe recordar y actualizar la herencia bíblica como fermento de una cultura política que busque la libertad y la justicia para todos. Y, por la otra, debe recordar y actualizar la herencia bíblica como fermento de una cultura hermenéutica, es decir, de una cultura del autorreconocimiento en el reconocimiento de los demás en su alteridad, tal y como se nos debería haber confiado a partir de la historia primitiva del cristianismo. Estos dos rasgos básicos están íntima y recíprocamente imbricados. Sin embargo, aquí me gustaría aludir brevemente a la cuestión de hasta qué punto la Iglesia tiene que conservar y actualizar la herencia bíblica como fermento de una cultura política. De ello se ha hablado ya más detalladamente en la «Mística de la justicia divina» y en la contribución —con ella relacionada— del cristianismo a una globalización humanizadora del mundo en el espíritu de una mística de la «compasión».86 Aquí quisiera subrayar ante todo que una Iglesia que está madurando en la dirección de un policentrismo cultural universal debe recordar y actualizar la herencia bíblica como fermento de una cultura hermenéutica, de una

cultura de la convivialidad, cuyo núcleo se haya liberado de toda «voluntad de poder» y que se aventure en el movimiento intercultural no con una idea preconcebida sobre los demás, sino con los ojos bien abiertos. Desde sus comienzos, el cristianismo ha luchado por esta cultura del reconocimiento. En la negativa del judeocristiano Pablo a imponer la circuncisión a los cristianos provenientes del paganismo (cf. Gál 2,11s.), este reconocimiento de los demás se expresa claramente en su otredad y recuerda que el trato benévolo con los extraños es una actitud bíblica primitiva que también se readopta constantemente en las historias de Jesús. Muchas parábolas de Jesús aluden al carácter de promisión que, en el reconocimiento de los extraños, de los otros en su otredad, subyace a la autocomprensión cristiana. En las raíces de la tradición judeocristiana subyacen también los impulsos para una cultura hermenéutica que quedó demasiado oscurecida en la historia de Europa, pasando a un segundo plano. Tampoco es que en la historia de la Iglesia dicha cultura haya tenido demasiada importancia, como habría cabido esperar, teniendo en cuenta sus orígenes bíblicos. Exempla docent. En este sentido, me gustaría hablar muy brevemente acerca de dos hipótesis sobre cómo se pudo llegar en el cristianismo a este escamoteo histórico de la cultura del reconocimiento en los planos tanto teológico como eclesial. Si no me equivoco, el despliegue de la hermenéutica del reconocimiento se ha impedido tan

obstinadamente en la teología comoquiera que en la teología cristiana se llegó muy pronto a un principio de reconocimiento que proviene del pensamiento griego sobre la identidad —a partir de Parménides—. En el gnosticismo mediterráneo también estuvo muy presente en el plano religioso. Finalmente, a través de Plotino penetró en la teología cristiana, marcando después, desde el platonismo hasta el idealismo alemán, toda la Gestalt del pensamiento cristiano y de la filosofía cristiana de la religión. Me refiero a ese axioma del reconocimiento según el cual lo igual solo puede ser reconocido por lo igual. Pero si no se sigue el pensamiento ontológico griego sino el pensamiento de la alianza de las tradiciones bíblicas, si seguimos a Pablo en vez de a Pedro (en el conflicto que ambos mantuvieron vivo), entonces deberíamos formular otro principio teológico del reconocimiento; a saber, lo desigual también se reconoce mutuamente —con ojos abiertos, con una actitud reconocedora—. Solo practicando este axioma hermenéutico se puede, en mi opinión, configurar prometedoramente el problema de la «unidad en la diversidad», tal y como se nos propone hoy teológicamente a la vista de una Iglesia universal culturalmente policéntrica. ¿Qué es lo que condujo eclesialmente a la suspensión de la hermenéutica del reconocimiento bíblico? Pues está claro que la Iglesia sigue cayendo en la tentación de confundir la universalidad de su misión —a ella encomendada— con la universalidad del reino

de Dios y de descuidar —o ignorar— la diferencia escatológica entre Iglesia y reino de Dios. Por eso su misión ha ido acompañada las más de las veces no por una hermenéutica del reconocimiento sino por una hermenéutica de la equiparación, por no decir, incluso, del sometimiento. La tragedia de los judíos en la historia del cristianismo echa aquí (también) una de sus raíces. Con tanta mayor seriedad conviene tomar entonces los textos del último concilio en los que se invita a una cultura del reconocimiento (buscada por la propia Iglesia). Así, en la «Declaración sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas» (na), contrariamente a la postura hasta ahora puramente apologética y defensiva hacia estas religiones y sus culturas, se recomienda por primera vez una valoración positiva de ellas. Sin duda, nos habría gustado que se dijera con mayor detalle si, y en qué medida, la Iglesia tiene que prestar oído (por su propio bien) a la profecía extraña de estas religiones no cristianas. Pero ¡en fin! En la «Declaración sobre la libertad religiosa» (dih), la Iglesia del concilio aparece articulada como institución de una religión de la libertad, que no (que ya no) quiere ser regida por un derecho abstracto de la verdad sino por el derecho de la persona (extraña) en su verdad. Tenemos buenos motivos para proseguir con estos impulsos en el marco de una ofensiva fidelidad al concilio. A este respecto, deberíamos también recordar que, en su «Constitución Dogmática sobre la Iglesia» (lg), el anterior concilio

ensalzó ante todo el modelo escatológicamente motivado de la Iglesia como «pueblo de Dios peregrinante». Amén de que este modelo eclesiológico puede hacer nuevamente hincapié en la cercanía entre la Iglesia e Israel, hay sobre todo dos puntos de vista de la comprensión eclesial que son importantes para la lenta maduración hacia una Iglesia universal policéntrica: la Iglesia como pueblo de Dios peregrinante recuerda una y otra vez la provisionalidad escatológica de la Iglesia, que le prohíbe identificar su propio universalismo con el del reino de Dios y, en nombre de esta identificación, llevar a cabo su misión con una hermenéutica de homologación y sometimiento más o menos sublimada. Este modelo recuerda además a una Iglesia como «comunidad de camino», como una Iglesia «en camino», en el camino de la historia y la sociedad, no «cerca» ni «sobre» la historia y la sociedad sino comprometida con ellas y con el discurrir del mundo. El modelo escatológicosocialmente motivado de la Iglesia como pueblo de Dios peregrinante, tal y como lo hace valer el concilio, se vuelve así contra un peligro que se está insinuando en la vida eclesial actual. A este peligro volveré a referirme al final de las reflexiones sobre la propuesta conciliar de una Iglesia universal culturalmente policéntrica. Toda la Iglesia se halla hoy inmersa en un proceso sumamente complejo, que presenta dos caras distintas: por una parte, está cambiando hacia una Iglesia universal real en la que se ve por

primera vez de manera histórico-eclesial, como le fuera prometido en los primeros años de su historia: «Seréis testigos míos […] hasta los confines de la tierra» (Hch 1,8); por la otra, en este mismo proceso resulta evidente que la Iglesia está cayendo, en el mundo en general y en Europa en particular, en una situación minoritaria, en una situación de diáspora. Pero no es la minoría sino la mentalidad lo que define a una secta en sentido teológico. La Iglesia no tiene por qué temer su situación minoritaria —ni avergonzarse de ella—, a menos que se la considere la definitiva ejecutora intramundana de la historia de la salvación universal, confundiéndola así con una ideología histórica religiosa que se sustituya a su propia esperanza, en la que haya desaparecido la diferencia escatológica entre Iglesia y reino de Dios. Pero la Iglesia debe temer sobre todo dos cosas. Por una parte —y a pesar de la eclesialidad universal—, los síntomas crecientes, a nivel intraeclesial, de una insidiosa mentalidad de secta; es decir, la tendencia a un fundamentalismo, a un tradicionalismo adialéctico; la creciente renuencia o incapacidad para aprender, para tener nuevas experiencias y para incorporarlas, con una asimilación dolorosa y crítica, en su propia autocomprensión; y, en este sentido también, la tendencia a mantener, en los debates intraeclesiales, un discurso zelote y una militancia incapaz de comprender; la confusión de la eclesialidad con una actitud zelote sin alegría ni humor; la difusión de una excesiva presión por la lealtad o signos de un exceso

de angustia en la vida eclesial; el empeño por relacionarse solo con los que piensan igual y por mantener con los otros una conducta de estupor; el peligro de un aislamiento artificial del lenguaje de la predicación, de que este se convierta en un lenguaje interno, puro, con una consiguiente semántica sectaria, etcétera. Por otra parte, la Iglesia debe temer un «cisma» en el que muchos creyentes no se entiendan y, decepcionados, o bien se aparten completamente de ella o bien simplemente «ya no le presten oídos», al no poder reconocer en el mensaje eclesial la disposición a «compartir la crisis de fe de los hombres de hoy» (K. Rahner). ¿Se muestra realmente la Iglesia de hoy como la que se describe en el concilio de esta manera: «Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón»?87 ¿Es esta entonces la medida con la que nuestros obispos intentan resolver las crisis actuales de la Iglesia, unas crisis que parecen realmente históricas? III De caminar asistidos a caminar erguidos: la autoridad de los creyentes. El Concilio Vaticano II fue —y aquí me remito una vez más a una frase de Karl Rahner— «un concilio de la Iglesia sobre la

Iglesia». Todas las afirmaciones conciliares sobre Dios y el mundo, sobre la fe y la razón, sobre la revelación y la historia, etcétera, se exponen en clave eclesiológica. Sobre esta particularidad y los peligros que conlleva, por ejemplo el de un narcisismo eclesiológico alejado del mundo y de la historia, habría sin duda mucho que hablar. ¿Qué dice el concilio, por ejemplo, acerca de la pregunta sobre Dios en la medida en que no es solo una pregunta sobre la Iglesia? ¿Qué dice, por ejemplo, acerca de la teodicea, del discurso sobre la creación por parte de un Dios bondadoso, a la vista de la historia del sufrimiento abisal del mundo? Sin embargo, tomaré cierta distancia respecto de tales preguntas acerca del concilio para aludir a otra situación básica de la vida eclesial para la que el último concilio puede considerarse, en mi opinión, como el «principio de un principio». Mientras que el modelo eclesial del Concilio Vaticano I se caracteriza claramente por la relación entre soberanía y sometimiento, en la comprensión de la Iglesia del último concilio, como se ha dicho, ocupa un primer plano el modelo bíblico del pueblo de Dios peregrinante. Y, desde este concilio, dicho pueblo de Dios está probando —con buenas razones bíblicas— la manera de andar erguido. Es sin duda difícil de aprender y de conseguir sin que uno se caiga, por no decir, incluso, sin que uno se precipite, en un espacio sin caminos, en el absurdo. Pero así como a un niño no se lo puede convencer para que no aprenda a correr por lo difícil que

es no caerse en el intento, la Iglesia no debe renunciar a que los creyentes anden erguidos solo por el riesgo que ello pueda comportar. Con esta metáfora de «andar erguidos en la Iglesia», y la hipótesis teológica a ella asociada de que solo los que caminan erguidos pueden también arrodillarse voluntariamente y mostrarse piadosos y bien dispuestos, se abre paso una pregunta que irrita a la vida eclesial aquí, en Europa, desde hace bastante tiempo, y que se puede describir con la constelación temática (convertida ya en tópico) de «autoridad y madurez». Para que se vea en qué medida el último concilio se convirtió aquí en el «principio de un principio», conviene recordar que la relación entre autoridad eclesial y pueblo creyente puede resultar relevante desde dos perspectivas distintas: en primer lugar, desde una perspectiva acentuadamente crítica con la autoridad, que, desde la Ilustración política, las más de las veces ha conducido a un antagonismo abstracto entre autoridad y madurez, a una concepción puramente funcional de la autoridad y la tradición; y, en segundo lugar, desde la pregunta —que va más bien en sentido contrario— de si, y en qué medida, podría —por no decir que debería— haber en la vida eclesial algo así como una autoridad ineluctable de los creyentes, es decir, algo así como una autoridad de su madurez. Proseguiremos con esta pregunta desde el segundo punto de vista, que a mi entender pone mejor de manifiesto el mensaje conciliar —con su importante contenido—.

El concilio, con su modelo eclesiológico del pueblo de Dios, ofrece por primera vez una comprensión marcadamente «sujetual» de la Iglesia en su totalidad. Los creyentes no son tenidos primordialmente como objetos sino como sujetos, no solo como destinatarios sino sobre todo como portadores de la fe y del recuerdo de Dios. La autoridad de los creyentes gana así mucho peso. Con relación al discurso sobre la Iglesia como «pueblo de Dios», el concilio, al menos en su planteamiento de base, subrayó el papel activo de los creyentes en la articulación y el desenvolvimiento de la fe, haciendo particular hincapié en que la autoridad doctrinal de los responsables de la Iglesia se basa en el testimonio de la fe de toda la Iglesia. La Iglesia es, en su conjunto, una Iglesia que enseña y aprende. Sin duda, al igual que en la relación entre el papa y el colegio episcopal, también con respecto a la relación entre el oficio docente de la Iglesia y la autoridad de los creyentes constatamos que en el concilio se quedan sin formular muchas preguntas. Sin embargo, sí me parece inequívoco el impulso que supuso en dirección de una Iglesia marcadamente orientada al sujeto. Ahí están, para demostrarlo, sobre todo los textos de la «Constitución Dogmática sobre la Iglesia» (lg 12, 37; 35 y 51), de la «Constitución Dogmática sobre la divina revelación (dv 10), del «Decreto sobre el apostolado de los laicos» (aa 2, 3) y finalmente de la «Constitución Pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual» (gs 44).

En la misma línea, en la teología posconciliar existen planteamientos que —a mi entender, acertadamente— abogan por una autoridad docente formal de los creyentes en la Iglesia, y ello no para tornar superfluo el oficio docente de la Iglesia sino más bien para, a la vista de las crisis de fe imperantes, obligar al estamento magisterial a una nueva actitud oyente respecto a los creyentes; y no para desagregar simplemente la dualidad, ya fijada bíblicamente, entre ministerio y comunidad, sino para infundirles a ambas cosas una nueva vitalidad, es decir, para hacer realidad lo que hoy también en Roma gustan de describir como «comunión» y «participación» en la vida eclesial (aunque con estas dos cosas resulta difícil explicar la praxis romana actual de los nombramientos de obispos y su relación con las Iglesias particulares). ¡La renovación eclesial no puede organizarse solo verticalmente, desde arriba hasta las almas de los creyentes, en la parte baja! Ciertamente, el concilio no habla expresamente de una autoridad o competencia docente de los creyentes. Sin embargo, respecto de las demás afirmaciones conciliares, y en el contexto de ellas, esta formulación me parece legítima y plena de sentido. Esta autoridad de los creyentes en la Iglesia exige una creciente «sujetización» de dichos creyentes, un proceso de creciente madurez (¡en sentido literal!), en virtud del cual los creyentes también deben convertirse en sujetos de su lenguaje de fe, deben madurar precisamente también en sus crisis de fe. ¡Aquí hay mucha tarea de alfabetización por

hacer, y no solo en los países del denominado Tercer Mundo! Desde el cambio, auspiciado por el propio concilio, de una simple conducta asistencial de los creyentes, existe un movimiento de búsqueda, un movimiento hacia una Iglesia del espacio vital y del aprendizaje, y ello no solo con respecto a las denominadas tareas «puramente mundanas» de los cristianos sino también con respecto al mundo de la fe. Finalmente, la «verdadera fe» no solo se expresa en el lenguaje aleccionador de los pastores, ni tampoco solo en el lenguaje argumentativo de los expertos en teología; se expresa también, de manera vinculante e irrenunciable, en el lenguaje del recuerdo y del relato de los «creyentes de a pie». Pues la ortodoxia eclesial ¡no es ni una ortodoxia elitista ni una pura ortodoxia para expertos! Solo así puede haber para la Iglesia de hoy una manera de compartir la crisis de fe, la urgencia de fe de los creyentes. En este sentido, el impulso conciliar para una «sujetización» en la Iglesia es un importantísimo principio de un principio. En una época de hundimiento de tradiciones intactas, es decir, determinantes, en una época en la que el ordenador, que no sabe recordar nada, porque tampoco puede olvidar nada, está sustituyendo cada vez más a la memoria humana, en una época (posmoderna) en la que la historia choca de nuevo con intereses, pero no porque los comprometa sino porque los distiende, convertidos en literatura, en semejante época, la denominada crisis de la transmisión de la fe cristiana pierde prácticamente toda

esperanza. Al final, esta solo podrá superarse mediante una creciente «sujetización» de todos los creyentes. Nadie cree para sí solo. La reunificación del mundo de la fe y el mundo de la vida, de la mística y la cotidianidad profana, de la enseñanza y de la vida se vuelve cada vez más difícil, y son muchos los que huyen, bajo clave cristiana, a la psicología y la mitología. La reconciliación entre el mundo de la fe y el mundo de la vida puede volverse cada vez menos «pretendida» o «fingida». Cada vez debe ser más combatida, sufrida y expresada por los creyentes, con una recíproca confianza y exigencia. Sin duda, para ello debe disminuir en la vida eclesial la mentalidad asistencial y provisora. No obstante, esto me parece a mí que se ha vuelto cuestionable hoy de una nueva manera; cuestionable no solo con respecto a la tendencia regresiva en la vida eclesial sino también respecto a nuestro mundo vital y social. ¿No se está extendiendo en dicho mundo, favorecida por la halagüeña tentación de nuestra industria cultural moderna, una nueva privatización, una especie de cansancio del sujeto, un pensamiento «nicho» aplicado a la adaptación, una mentalidad de espectadores sin obligación alguna de percepción crítica, una relación con las crisis sociales y políticas que tiene más de voyerista y escamoteadora que de participante con ojos dolorosamente abiertos? ¿No hay muestras en nuestro mundo secularizado e ilustrado de una nueva inmadurez, en cierto modo secundaria, que se alimenta de la

experiencia de que hoy más que nunca estamos informados de todo, particularmente también de lo que nos amenaza y de todos los espantos del mundo, y de que el paso del saber al hacer, de la conciencia de crisis a la subsanación de la crisis nunca pareció tan grande ni tan desesperanzado como hoy…? ¿No predispone semejante experiencia a una resignación alejada de la acción, a una nueva predisposición a la asistencia y a la provisión? Y si esta tendencia penetra en la vida eclesial, asegurará de nuevo una Iglesia asistencial orientada a la tradición, una Iglesia de la provisión desde arriba… contra todas las promesas de cambio del concilio. Por eso nadie puede engañarse con respecto a las circunstancias y con respecto a las dificultades que tienen que afrontar quienes intenten ver el concilio todavía, y de nuevo, como el «principio de un principio». Pero ¿no habíamos avanzado ya un trecho con este «principio de un principio», a pesar de los pesares? En el catolicismo de Alemania existe una «religión burguesa» socialmente hiperconformista, que, dando la espalda a los conflictos intraeclesiales, hace tiempo que ha encontrado la paz con respecto a las actuales circunstancias sociales y eclesiales, y que por eso no quiere verse particularmente «atosigada» por ningún tipo de reformas. Entretanto, el católico solo suele servirse de su Iglesia cuando la «necesita». En un mundo posmoderno tan difuso como confuso, van en aumento las necesidades del espacio vital privado. La Iglesia como representante de semejante marco vital privado

seguirá asegurándose una clientela con sus liturgias. Pero ¿qué posibilidades tiene como representante de la configuración de la vida en nuestra vida pública con una cosmovisión pluralista? ¿No deben aprender urgentísimamente todos sus miembros de manera crítica pero también autocrítica? En esta tercera parte, repito la pregunta inicial: ¿la Iglesia católica es solo un sistema docente jerárquicamente escalonado y distante o un sistema dispuesto a aprender? ¿Es solo una Iglesia que enseña o también una Iglesia que aprende (y que enseña a partir de sus experiencias de aprendizaje)? Y ¿no habíamos avanzado ya un poco a este respecto en la vida eclesial? Me gustaría perfilar esta pregunta con la mirada puesta en nuestra situación europea. Ciertamente, nuestra Iglesia y, sobre todo, el cristianismo están por así decir estructuralmente incardinados en la historia y en las culturas de Europa. Pero ¿cómo sustraernos hoy a la impresión de que el cristianismo eclesial pertenece a presupuestos históricos y culturales de Europa pero no a sus actuales contenidos vitales? ¿Cómo conseguir que la Iglesia y el cristianismo europeos se liberen de sus insidiosas historización y culturización?88

Un resurgir de la esperanza Recordando un documento sinodal I En los Hechos de los Apóstoles, capítulo 23, nos encontramos en un tribunal. El acusado es Pablo de Tarso. ¿Y de qué se le acusa? Él mismo lo dice: «Por la esperanza […] estoy siendo juzgado» (Hch 23,6). Actualmente, ya no nos acusan por nuestra esperanza, ni para el caso nos preguntan tampoco por ella. Durante mucho tiempo, se nos exigieron pruebas. Pero nos habíamos declarado inocentes, amén de alegar circunstancias atenuantes. Estas se nos reconocieron desde hace ya mucho tiempo: «La esperanza, la esperanza mesiánica… ¡de acuerdo, siempre y cuando no pase de ser un asunto privado!». He aquí el gran consenso moderno, el único, por cierto, en el que la burguesía y el marxismo se han puesto de acuerdo: la religión es un asunto estrictamente privado… «Tal vez», formula el documento de la esperanza de nuestra Iglesia, «tal vez entretanto nos hayamos acomodado demasiado, ocupando o desempeñando ese puesto y esa función que no nos han conferido y dictado la voluntad de Dios sino la misteriosa voluntad del yo, que emana de nuestro instinto de conservación y está sancionada por nuestra sociedad de necesidades y el interés porque esta funcione sin sobresaltos» (iii.1).89 Sí, tal

vez. Ahora bien, existe una palabra en la que «la esperanza que está en nosotros» y las «cuentas» que tenemos que rendir por ella se funden en una misma cosa. Es una palabra de camino, «seguimiento». «Nos basta con el seguimiento», dice el documento sobre la esperanza con bastante atrevimiento, cuando busca caracterizar nuestra identidad cristiana (cf. iii). Con esto, la definición del cristianismo no se minimiza ni se abrevia. Pues esta praxis del seguimiento afecta a la verdad fundamental del propio cristianismo. Es la escuela superior para el estudio de la voluntad de Dios. Finalmente hemos de decir que los contenidos de la doctrina y de la profesión de nuestra fe son unos contenidos prácticos. Quieren, por mor de su verdad, estar siempre en pie de acción. La fe cristiana es un caminar, un seguir andando, como dicen los sinópticos; un correr, como lo formula Pablo; o, cuando menos, un arrastrarse, como deberíamos decir de nosotros mismos. Siempre hay un camino y un movimiento en los que «aprendemos Dios», así como el antiguo Israel aprendió la voluntad de Dios en historias de ruptura, resistencia, conversión y liberación. Y siempre hay un camino y un movimiento en los que «aprendemos Cristo»: el misterio de una historia en la que algo se pone en movimiento para todos nosotros en torno a Dios. No es una historia divertida sino una historia arriesgada; no nos invita simplemente a la meditación sino a ponernos en camino, y solo en el riesgo de este camino manifiesta su

poder salvador. Es el camino y el movimiento de nuestra esperanza, a la cual llamamos esperanza mesiánica. ¿A dónde nos conduce, a dónde nos empuja «nuestra esperanza»? «Por la esperanza […] estoy siendo juzgado», dijo Pablo. ¿Cómo se pudo llegar a eso? ¿No había facilitado precisamente él una solución para el camino de nuestra esperanza, que evitaba toda colisión con el mundo y sus prejuicios? En su Carta a los romanos, dice categóricamente con relación al estudio de la voluntad de Dios: «No os amoldéis a las normas del mundo presente» (Rom 12,2). ¿Significa esto, entonces, mantenerse al margen, no involucrarse? Ya nos hemos curado demasiadas veces de semejante interpretación de nuestra esperanza. Sin embargo, «este mundo», al que nuestra esperanza no debe equipararse ni someterse, es siempre un mundo muy concreto y determinado, y en cierta medida también una universalidad histórica. Uno no puede sustraerse a sus mitos sin oponerse también a ellos. No se los puede superar sin atacarlos. La esperanza de los cristianos es siempre también, por tanto, la resistencia a una determinada concepción del mundo, una rebelión en una determinada situación del mundo. Como también es, y debe seguir siendo, una esperanza a la vista del peligro… Los caminos de nuestra esperanza no conducen a una ausencia de destino social y político. El no conformismo de la esperanza mesiánica no apunta a una placidez cuasi elitista ni a una laxitud frente a todo el mundo. ¡Los cristianos no somos unos

estoicos! Y, mucho más que una religión de élites, el evangelio es una religión de los esclavos, cuya esperanza mesiánica eleva y libera porque contradice tanto al poder terrenal como a la idolatría de nuestra impotencia también terrenal. II El documento sobre la esperanza habla de las «experiencias sociales en contraste» con nuestra esperanza. No solo debemos tenerlas en cuenta; también debemos oponerles resistencia, la rebelión de nuestra esperanza. Mencionaré algunas cosas contra las que se debe dirigir esta rebelión, tal y como aparecen explicitadas en el documento sobre la esperanza. 1) La rebelión de nuestra esperanza se dirige contra un mundo de ausencia de misterio sentida o declarada; apunta, por tanto, al corazón de lo que podríamos llamar adialécticamente «la modernidad». Se dirige contra un mundo cuyo espíritu objetivo se concibe como salvación mediante una Ilustración adialéctica, como la solución tardía de todos los misterios y como la producción de un hombre vacío de misterio, incapaz de llorar y de dejarse consolar, cada vez más incapaz de recordar y, por tanto, más manipulable que nunca, cada vez más indefenso contra la amenazadora apoteosis de la banalidad, y feliz al final solo en el sentido de una infelicidad sin nostalgia ni sufrimiento (cf. i.1).

Esta rebelión de nuestra esperanza es iconoclasta y crítica para con los mitos. Critica ese modelo de hombre sin cuya transformación no puede haber una cultura de la paz en el mundo; ese modelo de hombre que hoy predomina en todos los bloques, ese modelo en el que el hombre está esbozado sin el oscuro trasfondo de la tristeza y el sufrimiento, de la culpa y la muerte. La rebelión de nuestra esperanza es también una rebelión crítica para con los mitos. Apunta a los mitos solapados de nuestro mundo moderno: al mito del intercambio, del do ut des, que hace tiempo que se apoderó de los fundamentos anímicos de nuestra sociedad y que está arruinando todas las virtudes por las que no se recibe nada a cambio, como son el sacrificio y el agradecimiento, la amabilidad y la tristeza, el consuelo y el perdón; apunta al mito de la inocencia, que no produce ya libertad sino solo más apatía; a ese mito, finalmente, que se cierne sobre nuestra lógica europea del desarrollo, como si fuéramos la culminación de la historia del género humano, el cénit de la evolución social.90 2) La rebelión de nuestra esperanza se dirige contra un mundo de pura angustia por el futuro. Hace tiempo que la esperanza es una palabra que no está de moda entre nosotros. Tal vez por eso podría considerarse como la palabra más importante de los cristianos. Quien utilice hoy la esperanza solo desde un punto de vista progresivo-optimista se estará engañando a sí mismo. Hay muchas razones por las que podemos venirnos abajo si todo sigue como

hasta ahora: por la explosión de la pobreza y de la opresión en el mundo; por la explosión armamentista y el rearme; por la explosión de nuestro medio ambiente, por la implosión de la espiral demográfica… Una angustia colectiva está royendo las almas. La melancolía está paralizando el compromiso, que se ha vuelto más timorato, y el otrora ciudadano amante del progreso siente a menudo tanto horror ante su propio futuro que —como le ocurrió a una generación prácticamente anterior— no le gustaría ser su propio descendiente. Este adiós de los adultos al mundo del futuro, esta desolidarización frente al peligro, está afectando a nuestra juventud con particular virulencia, por no decir que la está fatalizando cada vez más. Cómo extrañarse entonces de que los jóvenes se sientan una no-future-generation, rodeados como están por un témpano de hielo, pero también por la desolación social… A dicha angustia debe apuntar la rebelión de nuestra esperanza. En esta rebelión, no se debe reprimir la angustia de una manera rutinaria, sino que se la debe más bien admitir y confesar con la fuerza que da una esperanza que finalmente no cree en sí misma sino en Dios, y que por eso mismo cree que el mundo es susceptible de consenso (cf. i.7). Nuestra esperanza no niega ni minimiza la angustia, sino que la elabora. Lucha contra una estabilización fatal de las circunstancias mediante la represión pública del miedo, pues esta desemboca finalmente en una asertividad sin miramientos ni

perspectivas. Nosotros no podemos ni debemos seguir viviendo como hasta ahora —y cuando digo nosotros me refiero a todos, no solo a los jóvenes—. La palabra conversión, esa palabra mesiánica gemela de la esperanza, tiene hoy una intención práctica y política, así como también nuestra vida pública necesita de manera muy especial un trasfondo de esperanza si tanto la religión como la política no quieren quedarse por debajo del nivel del reto histórico. 3) La rebelión de la esperanza se dirige contra un mundo de injusticias larvadas. Por su parte, la esperanza cristiana quiere dotarnos de nuevos ojos. Ella, cuya mirada está adiestrada para la justicia de Dios con respecto a los vivos y a los muertos, a los vencedores y a las víctimas, ella nos enseña a vernos a nosotros, y a nuestra propia circunstancia, no solo con nuestros propios ojos sino con los de nuestras invisibles víctimas. Y por eso ella no deja que consideremos nuestra relación con la miseria del mundo como una mera cuestión de desarrollo sino también, y sobre todo, como una cuestión de justicia, que se levanta contra nosotros mismos y nos quiere empujar a la conversión (cf. iv.4). A una conversión, por lo demás, en todos los niveles, en todos los ámbitos, sin olvidar el ámbito de la carrera armamentista, porque precisamente por ella mueren los pobres de este mundo, porque en definitiva no somos nosotros sino estos sumamente pobres y necesitados los que están pagando los platos rotos a costa de su propia vida, y ello día tras día.

Así, aquí surge de nuevo la palabra «conversión» como palabra gemela de la esperanza. Solo si es práctico el sentido de la justicia de nuestra esperanza en dicha conversión, la esperanza se convierte en resistencia contra la injusticia solapada del mundo, contra las injusticias entre el Primer Mundo y el Tercer Mundo pero también dentro de nuestro propio Primer Mundo. Semejante resistencia no pertenece solo al servicio exterior social sino también al servicio interior espiritual de nuestra esperanza. Finalmente, echa sus raíces en la fe en la resurrección de los muertos y en la justicia que hará en el Juicio final el Dios salvador (cf. i.4)… La esperanza encierra aquí muchas preguntas. ¿En qué radica realmente nuestro ser cristianos? ¿No nos hemos sometido demasiado a «este mundo»? ¿Hemos salvado un trozo de desarraigo mesiánico frente a este mundo burgués? ¿Nos queda aún algo de lo que el Evangelio denomina «alma» y «vida» frente a este mundo del tener y del poseer? ¿O estamos tan orientados a la propiedad, a su vigilancia y su defensa, que no nos hemos percatado de cómo se nos robó hace tiempo el «alma» y la «vida»? ¿Por qué los cristianos tememos mucho más al ateo Marx que al ateo Freud? ¿Tal vez porque Marx quería nuestra propiedad y Freud «solo» acechaba nuestra alma? Como decimos, la esperanza guarda muchas preguntas que formular al respecto. La esperanza protesta. Se convierte en rebelión en medio de nuestra vida cristiana y eclesial.

III «¿Somos eso que profesamos en el testimonio de nuestra esperanza?», se pregunta el documento sobre la esperanza (ii.2). ¿O somos solo la Iglesia de las grandes palabras de la esperanza, pero no una Iglesia de los numerosos lugares de la esperanza? ¿Somos una Iglesia de las grandes palabras de libertad, pero al mismo tiempo no somos una Iglesia de los numerosos lugares de la libertad, en los que nos sentimos liberados por Cristo, libres y liberando a otros de la servidumbre de un mundo vacío de misterio, saciado de angustia, de un mundo injusto y que se autoidolatra en el consumo? «Y si invocarlo a él no nos debe llevar a la más dura crítica a nosotros mismos, esta libertad debe también irradiar a nuestra vida eclesial» (iii.3). ¿Irradia la libertad? ¿Florece entre nosotros la esperanza mesiánica? ¿Somos una Iglesia de la esperanza mesiánica? ¿Podríamos serlo —corriendo, caminando, arrastrándonos—? El carácter especial de nuestra situación, para el que no tenemos propiamente ningún modelo y que por eso nos precipita en la inseguridad, en la perplejidad y en la angustia, es el hecho de que la exigencia de radicalidad, como se manifiesta en la esperanza mesiánica —la exigencia del seguimiento, la exigencia del Sermón de la Montaña—, no puede ser ya un asunto esotérico ni elitista de unos pocos cristianos, sino que se debe convertir en un asunto «vulgar», en un asunto de todos los cristianos. El imperativo

paulino: «No os amoldéis a las normas del mundo presente» en modo alguno puede ser hoy asunto de una mística esotérica. Debe ser cada vez más asunto de una mística popular, de una «mística de ojos abiertos», de una mística política de la resistencia de todos dentro de la «profunda aquendidad» de un mundo vacío de misterio, hiperangustiado y desgarrado por injusticias que claman al cielo. Esto es algo que se debe intentar, no queriendo organizar la exigencia radical de la esperanza mesiánica de arriba abajo — donde está el pueblo—, sino buscando y afianzando las huellas de lo mesiánico en el pueblo, en la gente. IV 1) ¿Cómo se puede producir este cambio en nosotros? En cualquier caso, debe producirse a partir de y con nosotros, con nuestros obispos, nuestros sacerdotes, nuestro pueblo eclesial. «Los hechos no ocurridos desencadenan a menudo una catastrófica falta de consecuencias» (Stanislaus Lec). Pero ¿están bien pertrechadas nuestras actuales comunidades por término medio para ser el lugar y las portadoras de este cambio? ¿Los fieles pueden madurar en ellas hasta convertirse en los sujetos de la esperanza? «Nadie espera para sí solo», dice el documento sinodal (i.8). Nadie sigue o imita solo, nadie se convierte solo, nadie resiste solo. Nadie está solo radicalmente, en el sentido de la

radicalidad de la esperanza mesiánica, que no solo quiere envolver nuestra vida sino también empujarla para que se aleje del conformismo generalizado. «Solo donde y cuando nuestra esperanza […] adopta la forma repentina y el movimiento del amor y de la comunión, deja de ser pequeña y asustadiza y de reflejar desesperadamente nuestro egoísmo» (i.8). ¿Forman esta comunión nuestras comunidades en su gran mayoría? ¿Se superan en ellas solidariamente la extendida falta de relación, el frío y el aislamiento, de manera que la esperanza pueda trabajar en nosotros y arriesgarse juntamente como conversión y seguimiento en este mundo? ¿O no actúa cada cual por sí solo —no pocas veces agotado y vaciado— en las celebraciones eucarísticas dominicales para entrar por unos momentos en una relación débil con la eternidad, que caduca rápidamente, cuando vuelven a apoderarse de él los sueños cotidianos, tristones o risueños? ¿Nuestra experiencia media de la esperanza cristiana no es una esperanza que no solo apunta a la vida después de la muerte sino también a la vida antes de la muerte, para que le sea sustraída a la muerte su mortal ausencia de promisión? Y ¿no se potencia esto cada vez más a medida que las comunidades van escaseando entre nosotros? Y ¿no se potencia esto cada vez más al no querer hacer frente a la situación con nuevos modelos comunitarios y con conceptos igualmente comunitarios, pues queremos dominarlos las más de las veces según el principio parroquial clásico, estrictamente

territorial, el cual —en la forma de «grandes parroquias» o de nuevas asociaciones de parroquias— cada vez amenaza más con alejarse de una comunión viva, expresiva? Aquí podrían y deberían formularse muchas preguntas. No todas ellas son de carácter recriminatorio. Tampoco son un alegato abstracto contra la vida en las comunidades parroquiales ya existentes ni contra el trabajo en los denominados «gremios». Pero sí me gustaría, con la mirada puesta en la urgente necesidad de reforma, romper una lanza a favor de que se permitan y fomenten formas de comunidad en las que las divisiones de trabajo al uso al menos se esquiven parcialmente. Además, la Iglesia no puede ni debe partir de la idea de que tiene su base social activa solo en un catolicismo organizado como hasta ahora, ni de que los miembros de la Iglesia que no se hallan comprometidos con él no podrían ser a priori destinatarios de las exigencias mesiánicas o portadores de la esperanza mesiánica. Por eso me gustaría orientar la atención hacia l o s tímidos planteamientos de comunidades de base que surgen también entre nosotros y que en muchos aspectos siguen buscándose a sí mismos. Aun cuando pueda haber para las comunidades de base muchas preguntas teológicas y pastorales abiertas, y aun cuando resulte particularmente evidente en ellas la falta de una cultura de base en nuestro país, deberían ser consideradas —y tomadas en serio— como un experimento de la esperanza en nuestra Iglesia. Pero ¡no nos enzarcemos en guerras semánticas dentro de la Iglesia

sobre las comunidades de base! Hace muchos años que Karl Rahner adoptó ya la expresión «comunidad de base» en sus propuestas para un «cambio estructural de la Iglesia», propuestas que, a decir verdad, se han quedado sin respuesta hasta el día de hoy por parte de la jerarquía. Y el dominico Yves Congar, también asesor conciliar al igual que Rahner, habló asimismo de la necesidad de experimentar una «nueva Iglesia a partir del pueblo», algo que se está desarrollando sobre una base comunitaria en su país de origen, Francia. Estos planteamientos de reforma de los modelos comunitarios no apuntan a una Iglesia de los pocos, de unos pocos escogidos, a los que les gustaría gozar y brindar en una especie de narcisismo de la esperanza; no apuntan a una Iglesia en la que, a rebufo de la expresión «pequeño rebaño», acaba convirtiéndose en una secta, sino a la Iglesia que se ofrece como una «invitación a la alegría» (iii.4), no solo declarada sino también hecha realidad, también para los que no tienen esperanza. Se podría descartar, por erróneo o utópico, lo que aquí hemos expuesto con suma brevedad. Pero entonces habría que explicar cómo se debería producir la renovación, de qué otra manera se deberían tomar en serio las palabras de renovación del documento sobre la esperanza y cómo acabar con la sospecha de que estas son en definitiva solo el testimonio verboso de un radicalismo estético. ¿Qué significa entonces el llamamiento a «una suficiente movilidad

interna en la vida eclesial» (i.8)? ¿Qué significa «debemos ser una comunión en la esperanza que conozca muchas formas vividas de “estar juntos en su nombre” y que también las despierte y fomente» (i.8)? ¿A qué remiten este y otros llamamientos a la renovación en este documento, si no es a la susodicha dirección? 2) También se dirigen expresamente a los cargos eclesiales. En efecto, en el «nosotros» del documento sobre la esperanza se encuentran también incluidas las autoridades eclesiásticas, sobre todo los obispos, en la medida en que todos ellos tendrían que agotar todas las posibilidades jurídicas que les ofrece su mandato eclesiástico. En «Nuestra esperanza» se cita (iii.2) la famosa frase de Pablo: «[…] todo es vuestro: Pablo, Apolo, Cefas […], todo es vuestro. Y vosotros, de Cristo; y Cristo, de Dios» (1 Cor 3,21-23). «Todo es vuestro: Pablo, […] Cefas»: los obispos, como se desprende fácilmente de esto, pertenecen de manera destacada al pueblo fiel. ¿Pertenecen en la práctica? ¿O no producen a menudo la impresión de pertenecer en primer lugar a ellos mismos, a la conferencia episcopal, a la curia romana? ¡Pero los obispos no deben sintonizar en primer lugar entre sí, sino con el —su— pueblo eclesial! A ese pueblo pertenecen ellos —como «pastores» de los fieles—. De ser así en la práctica, se producirían presumiblemente más conflictos entre los propios obispos y en el marco de las conferencias episcopales. Pero ¿sería esto malo? ¿Se volvería poco

creíble el pastoreo de los obispos si también se debatieran entre ellos temas controvertidos? ¿Por qué nos tienen a nosotros, entonces? ¿No deberíamos dejar ya de ser un pueblo tutelado para convertirnos en un pueblo adulto en el seno de la Iglesia? Pero la madurez es ante todo también desconfianza hacia un consenso que está por debajo del nivel de espinosos conflictos y preguntas. Pero los fieles adultos tampoco quieren obispos simplemente «populares». Pues en esta «popularidad» barruntan, no siempre sin razón, el encanto de una autoridad cuyo interés de fondo sigue siendo la inmadurez de los fieles. ¿No deberían entonces esperarse in situ tanto los fieles como los sacerdotes una pugna apasionada con la curia romana? Sobre todo en las cuestiones ya abordadas sobre la transformación y el reajuste de las comunidades y sobre el lugar que han de ocupar los sacerdotes en ellas; en las cuestiones de la ecúmene, por ejemplo, con respecto a las cuales el documento sobre la esperanza nos reserva una misión especial en el contexto de toda la Iglesia (iv.1). O en las cuestiones sobre una nueva praxis de la penitencia, no pensando en una liberalización barata sino en una ilusión de la inocencia, de la que habla también el documento (i.5), y que se alimenta de todas nuestras almas, no solo con confesionarios vacíos sino más bien para encontrar una nueva configuración de la praxis de la penitencia eclesial, una nueva configuración que tal vez también incluya una respuesta a la pregunta dolorosa de la relación con los

divorciados que se vuelven a casar por nuestra Iglesia. El documento sobre la esperanza exige también claramente a las autoridades eclesiásticas una especial sensibilidad hacia lo nuevo, hacia los nuevos cambios, hacia las huellas mesiánicas en el pueblo de Dios, hacia todos los indicios de que también los propios tutelados están empezando a cambiar. A la jerarquía no se le puede andar mendigando unas nuevas formas de vida, «un lugar en el que madure una esperanza vivaz, un lugar en el que la podamos aprender de los hermanos y festejarla» (i.8), unas iniciativas de cogestión por parte de Iglesias de base, etcétera. No es así como trabaja el espíritu de Dios. En cualquier caso, ¡no solo así! V «Hay un tiempo, pero no un camino. Lo que llamamos camino es un titubeo» (Franz Kafka). ¿Titubeamos nosotros? La profesión de Iglesia pecadora, que también recoge el documento sobre la esperanza (cf. ii.3), no puede devenir en la justificación de un titubeo, de manera que todo quede al final tal y como está… Que no se diga que quien exige esta renovación… no conoce al creyente sencillo. Pero, por una vez, no tomemos como creyente sencillo a un confirmando o al padrino de la confirmación, sino a jóvenes iniciados en el consumismo antes de poder reflexionar sobre él, y tan frustrados por la arbitrariedad de la

libertad que se les ofrece como por coacciones anónimas… Tomemos como creyentes sencillos a los padres perplejos y a los profesores impotentes; tomemos como creyentes sencillos a las personas mayores y enfermas, achacosas, aisladas y demasiado desconsoladas por el derrumbe masivo de la confianza religiosa: a estos sí los conozco también yo… También yo sé de la merma de la virtud consoladora de nuestra esperanza, de la que habla el documento en su introducción. Así, la invocación a los creyentes sencillos es un asunto un tanto cuestionable. Finalmente, al ser los más indefensos, son también los más afectados por el déficit de esperanza que se está viviendo y experimentando en nuestra Iglesia (cf. ii.2). «Hay un tiempo», pero no un camino. Este no es un tiempo de grandes dirigentes carismáticos de la Iglesia, no es un tiempo de grandes profetas; es el tiempo de la «sujetización» eclesial de los creyentes, por así decir, el tiempo de las pequeñas protestas y, en este sentido, también, el tiempo de la «base». Esta palabra sirve para hacer una alusión importante: la alusión a ese criterio al que toda renovación eclesial está sometida en el espíritu de Cristo: en ella la Iglesia debe poder descubrirse y experimentarse en su situación básica, es decir, como la comunidad del recuerdo y del relato reunida en torno a la Eucaristía a imitación de Jesús, cuya marcha en pos de la justicia divina mesiánica siempre la preservará de convertirse en una secta a los ojos del mundo.

Este no es un tiempo para la oposición entre lo conservador y lo progresista, pues ¿qué significa esta oposición en una situación en la que la salvación —después de todo, algo profundamente conservador— solo se logra con el riesgo, con la rebelión y con un coraje que impele hacia delante? «Quien quiera salvarse debe atreverse», gustaba de decir Karl Rahner. Este no es un tiempo para la oposición entre religión mística y política, sino el de la oposición entre una religión que se empeña en la asistencia y la religión mesiánica del seguimiento. Ciertamente, a partir del Evangelio, y también de la historia de nuestra fe, sabemos que donde florece la esperanza mesiánica se propaga también el peligro. Pero a la vista del peligro surge la pregunta por el tiempo y por el fin del tiempo. El tiempo pertenece a Dios, dice la esperanza.91 ¿Qué motivo tendríamos entonces para titubear y no ponernos en marcha?

Referencias bibliográficas

No se mencionan todos los textos hasta ahora inéditos; solo las contribuciones para las que existen primeras versiones publicadas, que fueron revisadas por el autor para este volumen y ampliadas en parte de manera considerable. Mystik der Gottesgerechtigkeit. Zum messianischen Profil der christlichen Spiritualität. Inédito en esta versión; aparecieron algunas partes en Die Zeit del 15-4-2010. «Wachen, aufwachen, die Augen öffnen…». Con extractos sobre todo de J. B. Metz, «Das Christentum und die Fremden. Perspektiven einer multikulturellen Religion», en F. Balke, R. Habermas, P. Nanz y P. Sillem (eds.), Schwierige Fremdheit. Über Integration und Ausgrenzung in Einwanderungsländern, Frankfurt, 1993, pp. 217-228. «Augen-Blicke im Bann der Bilderwelt», extraído de «Was ist mit der Gottesrede geschehen?», en Herder Korrespondenz 45/9 (1991), pp. 418-422. «Blickschärfung: Passion und Passionen», extraído de J. B. Metz, Armut im Geiste. Passion und Passionen, Múnster, 2007. «So viele Antlitze, so viele Fragen», con extractos de J. B. Metz y H.-E. Bahr, Augen für die Anderen. Lateinamerika – Eine theologische Erfahrung, Múnich, 1991. «Mit den Augen des Feindes», aparecido en Die Zeit del 21-3-2002. «Angesichts erloschener Antlitze», extraído de J. B. Metz, «In der Spur des Lebens», en A. Angenendt y H. Vorgrimler (eds.), Sie wandern von Kraft zu Kraft (obispo Reinhard Lettmann), Kevelaer, 1993, pp. 293-299. «Ermutigung zum Gebet», versión adaptada a este contexto a partir de J. B. Metz y K. Rahner, Ermutigung zum Gebet, Friburgo de Brisgovia, 1977, pp. 9-39. «Messianische Geschichte als Leidensgeschichte», versión adaptada a este contexto a partir de J. B. Metz y J. Moltmann, Leidensgeschichte, Friburgo de Brisgovia, 1974, pp. 39-58. «Ostern als Erfahrung. Kleine Beobachtungen zu neutestamentlichen Texten», extraído de F. Kamphaus, J. B. Metz y E. Zenger, Gott der Lebenden und der Toten , Maguncia, 1976, pp. 19-28. «Macht Religion glücklich?», de una entrevista con J. Manemann («Über Gott und das Glück»), en Theologie der Gegenwart 49.2 (2006), pp. 124s. «Antlitz eines Theologen: Karl Rahner». «Karl Rahner – das Bild» (extraído de Die Bilder

der Katholiken, Friburgo de Brisgovia, 2008, pp. 44s.); «Karl Rahner – ein “Vater des Glaubens”» (extraído de Den Glauben lernen und lehren. Dank an Karl Rahner, Múnich, 1984); «Karl Rahner zu vermissen» (extraído de P. Imhof y H. Biallowons [eds.], Karl Rahner – Bilder eines Lebens, Friburgo de Brisgovia, 1985). «Über theologische Treue zu Karl Rahner. Ein Briefauszug» (extraído de «Geschichte wagen. Ein Brief über Treue zu Karl Rahner», en R. Miggelbrink, D. Sattler y E. Zenger [eds.], Gotteswege. Für Herbert Vorgrimler, Paderborn, 2009, pp. 63-67; con apéndice y notas suplementarias sobre las diferencias en el «giro antropológico»). «Anfang eines Anfangs? Im Blick auf das Zweite Vatikanische Konzil», extraído de «Das Konzil – “der Anfang eines Anfangs?”», en K. Richter (ed.), Das Konzil war erst der Anfang. Die Bedeutung des II. Vatikanums für Theologie und Kirche , Maguncia, 1991, pp. 11-24. «Aufstand der Hoffnung – Erinnerung an ein Synodendokument», exposición con motivo del Día Católico de 1982 (Dússeldorf), extraído de una reimpresión, ligeramente abreviada, en Herder Korrespondenz 10 (1982), pp. 503-508.

Abreviaciones bibliográficas

Publicaciones del autor aquí utilizadas ggg Glaube in Geschichte und Gesellschaft. Studien zu einer praktischen Fundamentaltheologie, Maguncia, 1977, 1992 (trad. cast.: La fe en la historia y la sociedad, Madrid, Cristiandad, 1979). Christliche

Christliche Anthropozentrik. Über die Denkform des Thomas von Aquin, Múnich, 1962 (trad. cast.: Antropocentrismo cristiano , Salamanca, Sígueme, 1972). Jenseits Jenseits bürgerlicher Religion. Reden über die Zukunft des Christentums, Maguncia, Múnich, 1980, 1984. Memoria passionis Memoria passionis. Ein provozierendes Gedächtnis in pluralistischer Gesellschaft (en colaboración con Johann Reikerstorfer), Friburgo de Brisgovia, 2006; 4.ª ed. corregida y provista de índice de materias, Friburgo de Brisgovia, 2011 (trad. cast.: Memoria passionis. Una evocación provocadora en una sociedad pluralista, Santander, Sal Terrae, 2007). Theologie der Welt Zur Theologie der Welt, Maguncia, 1968, 1985 (trad. cast.: Teología del mundo, Salamanca, Sígueme, 1970). Unterbrechungen Unterbrechungen. Theologisch-politische Perspektiven und Profile, Gütersloh, 1981. Zeit der Orden? Zeit der Orden? Zur Mystik und Politik der Nachfolge, Friburgo de Brisgovia, 1977, 1986 (trad. cast.: Las órdenes religiosas , Barcelona, Herder, 21988). Zum Begriff Zum Begriff der neuen Politischen Theologie, 1967-1997, Maguncia, 1997 (trad. cast.: Dios y tiempo. Nueva teología política, Madrid, Trotta, 2002).

Documentos conciliares aa Decreto sobre el apostolado seglar (Apostolica Actuositatem). dih Declaración sobre la libertad religiosa (Dignitatis Humanae).dvConstitución Dogmática sobre la revelación divina (Dei Verbum). gs Constitución Pastoral sobre la Iglesia en el mundo de hoy

lg na

(Gaudium et Spes). Constitución Dogmática sobre la Iglesia (Lumen Gentium). Declaración sobre la relación de la Iglesia con las religiones no cristianas (Nostra Aetate).

Documento sinodal «Nuestra esperanza» «Unsere Hoffnung. Ein Bekenntnis zum Glauben in dieser Zeit. Ein Beschluss der Gemeinsamen Synode der Bistümer in der Bundesrepublik Deutschland en Gemeinsame Synode der Bistümer in der Bundesrepublik Deutschland. Beschlüsse der Vollversammlung», Gesamtausgabe, vol. i, Friburgo de Brisgovia, 1976, pp. 85-111 (trad. cast.: «Nuestra esperanza. Resolución del sínodo colectivo de las diósesis de la República Federal Alemana», véase el Apéndice que sigue, pp. 223-260).

APÉNDICE

Nuestra esperanza Resolución del sínodo colectivo de las diócesis de la República Federal Alemana Introducción «Dar cuenta de nuestra esperanza», tarea de la Iglesia

Una Iglesia que desee renovarse debe saber quién es y hacia dónde tiende. Nada exige tanta fidelidad como un cambio vivo. Por eso un sínodo que desee servir a la reforma deber hablar también de quiénes somos como cristianos y miembros de esta Iglesia y qué es lo que subyace a todos los esfuerzos en orden a conseguir una Iglesia viva en nuestro tiempo. En una palabra, debemos dar cuenta, a nosotros mismos y a las personas con las que vivimos, «de nuestra esperanza» (cf. 1 Pe 3,15). Debemos procurar que las múltiples cuestiones e iniciativas individuales no terminen abrumando y ocultando las cuestiones que surgen explosivamente entre nosotros y en el seno de la sociedad en que vivimos, y que siguen en el candelero: sobre todo la pregunta por el sentido de ser cristianos en este tiempo. Ciertamente, sobre esto habrá al final tantas respuestas concretas como hay formas de cristianismo vivo entre nosotros. No obstante, no debemos dejar

solo al individuo en la prueba de fuego que suponen tales preguntas si no queremos correr (ulteriormente) el riesgo de una soledad desvalida, de la indiferencia y de una apostasía tácita, y si no queremos actuar de manera tan indolente que nuestra distancia interior respecto a la Iglesia vaya cada vez más en aumento. Finalmente, no debemos cerrar los ojos ante el hecho de que cada vez son más los que hacen un uso puramente festivo y menos serio, incisivo y vivencial de los misterios de nuestra Iglesia. Plantear públicamente tales preguntas «radicales» en el seno de la Iglesia forma parte de la radicalidad de la situación pastoral en la que se encuentra nuestra Iglesia en la actualidad, y en la que sigue dando testimonio de su esperanza. Solo si nuestra Iglesia consigue tener bien presentes estas preguntas —al menos en su planteamiento — evitará producir la impresión de que a menudo solo da respuestas que no surgen de ninguna pregunta, o de que dirige su mensaje a los hombres del pasado. Solo así podrá echar por tierra el prejuicio de que, mediante reformas en definitiva fútiles, está en realidad intentando enmascarar el sentido y la fuerza consoladora de la fe cristiana. Asimismo, no debe solo hablar de reformas intraeclesiales particulares cuando tiene que enfrentarse todos los días a la sospecha de que el cristianismo solo sigue contestando con palabras y fórmulas manidas a las preguntas y angustias, a los conflictos y esperanzas de nuestro universo humano, al sinsentido fatigosamente disimulado de nuestra vida mortal y a nuestras historias de pasión

públicas e individuales. Es preciso hablar públicamente de nuestra esperanza, fundada en la fe; esta, en efecto, parece ser retada y buscada inconscientemente bajo múltiples nombres. Renovarnos en ella y extraer de ella para nuestro tiempo la «manifestación del espíritu y de la potencia» deberá constituir en definitiva el interés que enhebre todas las menciones e iniciativas individuales de este sínodo colectivo. Así, hablaremos de la virtud consoladora y provocadora de nuestra esperanza ante nosotros mismos, ante y para todos los que viven con nosotros en la comunidad de esta Iglesia pero también para todos los que se topan con dificultades con esta Iglesia, para los inquietos y los decepcionados, para los heridos y los amargados, para los que buscan, los que no se han plegado a la sospecha amenazante del sinsentido de la vida y que, por tanto, no consideran la religión de antemano como una ilusión desenmascarada, como el residuo de etapas pretéritas de la cultura y del desarrollo de la humanidad. Con esta disposición y estas miras, nos sabemos también unidos al Consejo Ecuménico de las Iglesias, que asimismo y por su parte ha exigido cuentas de su esperanza a todos los cristianos.

Parte I

Dar testimonio de la esperanza en nuestra sociedad Si queremos hablar del contenido y el motivo de nuestra esperanza, solo podremos hacerlo mediante alusión y elección; pero los contenidos elegidos estarán permeados en toda su plenitud por el credo eclesial, que también conforma los fundamentos de este texto sobre la profesión de fe. No será ni el gusto ni el capricho lo que nos guíe en dicha elección, sino la inaplazable tarea de responder de nuestra esperanza en este tiempo y para este tiempo. Queremos hablar de lo que aquí y ahora parece más necesario, sobre todo a la vista de nuestro universo humano en la República Federal Alemana. Pero también sabemos que a no pocos podrá parecerles demasiado subjetiva la elección de estas declaraciones y la manera concreta de su exposición. Nuestro mundo ya no es el de una sociedad obviamente religiosa. Antes bien, al contrario, las «obviedades» que se dan en ella actúan a menudo como humores colectivos antitéticos a nuestra esperanza. Por eso hacen que resulte particularmente difícil conjugar el mensaje de esta esperanza con las experiencias del mundo en que vivimos y refuerzan en muchos la impresión de que ya no son alcanzados, abordados, consolados o espoleados por este mensaje en medio de

su situación vivencial. Por eso queremos dirigir el testimonio de nuestra esperanza precisamente hacia estas presuntas «obviedades» de nuestro entorno social. La nuestra no pretende ser una autodefensa obstinada sino también, y permanentemente, un autointerrogatorio crítico; todo debe apuntar a la unidad de sentido y acción, de espíritu y praxis, para que nuestro testimonio se convierta en una verdadera invitación a la esperanza. 1. El Dios de nuestra esperanza

El nombre de Dios se halla profundamente enraizado en la historia de la esperanza y del sufrimiento de la humanidad. En ella sale permanentemente a nuestro encuentro este nombre iluminador y oscurecido, reverenciado y negado, mal utilizado, vilipendiado, pero nunca olvidado. El «Dios de nuestra esperanza» (cf. Rom 15,13) es el «Dios de Abrahán, Isaac y Jacob» (Éx 3,6; Mt 22,32), «hacedor de los cielos y la tierra» (Sal 121,2), y al que nosotros profesamos y confesamos junto con el pueblo judío y junto con la religión del islam, de manera que seguimos rezando con el antiguo grito de la esperanza: «Yo me agito en mi lamento, me confundo ante la voz del enemigo, ante el apremio del malvado. […] Mi corazón trepida en mi interior, y terrores de muerte se abaten sobre mí: el temor y el temblor me han penetrado y el espanto me envuelve. […] Quién me diera alas de paloma […]. Por mi parte, yo clamo hacia el Señor, y el Señor me liberará» (Sal 55,3-7a.17). Si nosotros

seguimos pronunciando hoy estas palabras de esperanza, ya no estaremos solos ni aislados; entonces, a la historia de la humanidad, que hasta el presente sigue siendo historia de la religión, le reconoceremos, por así decir, un derecho a voto, un derecho a ser consultada sobre cómo conducirnos y en qué fundar legítimamente nuestra confianza. El Dios de nuestra fe es el motivo de nuestra esperanza, no un cajón de sastre para nuestros desengaños. Actualmente, la sociedad en la que vivimos se entiende cada vez más como una sociedad de necesidades, como un entramado de necesidades y de la satisfacción de estas. Pero allí donde los intereses sociales y públicos están exclusivamente caracterizados por esta estructura de necesidades, nuestra esperanza cristiana solo tiene una existencia muy reducida. Pues en esta esperanza se expresa una nostalgia que sobrepasa a todas nuestras necesidades. Quien no pueda liberarse de la presión de un pensamiento de la pura necesidad criticará en definitiva al «Dios de nuestra esperanza» como vana ficción, como ilusorio cumplimiento de necesidades en realidad frustradas, como engaño y falsa conciencia, y probablemente considerará la religión de la esperanza como una fase demasiado bien conocida y ya superada en la historia de la autoconfiguración humana. El anuncio divino de nuestra esperanza cristiana se contradice con una imagen vacía de misterio del hombre, que solo muestra a un mero sujeto de necesidades, a un sujeto sin nostalgia, lo que significa también sin

capacidad para llorar y, por tanto, sin capacidad para dejarse consolar realmente y comprender el consuelo de distinta manera que como puro «confort». El mensaje divino de nuestra esperanza resiste a la total adaptación de la nostalgia del hombre a su ámbito de necesidades. Por lo tanto, el nombre de Dios no deviene en la expresión convencional de una pacificación peligrosa ni en una reconciliación precipitada con nuestra realidad dolorosamente desgarrada. Pues precisamente esta esperanza en Dios es, indudablemente, lo que nos hace sufrir una y otra vez por los sufrimientos sin sentido. Es lo que nos prohíbe pactar con el sinsentido de este sufrimiento. Es lo que despierta en nosotros una y otra vez el hambre de sentido, la sed de justicia para todos, para los vivos y los muertos, los que vienen y los ya presentes, y lo que nos pone en guardia para no instalarnos exclusivamente dentro de las reducidas dimensiones de nuestro mundo de necesidades. 2. La vida y la muerte de Jesucristo

Nuestra esperanza es Jesucristo. Nosotros confiamos en ser salvados si lo llamamos con fe (Rom 10,13). En él se ha revelado el Dios de nuestra esperanza como Padre y se ha comprometido a serlo de manera irrevocable: la palabra eterna de Dios se ha hecho hombre, se ha hecho uno de nosotros. De una nueva manera, hoy ha aumentado entre muchas personas

el interés por la vida y la conducta de Jesús, por su cordial amistad hacia el hombre, por su participación desinteresada en los destinos de los extraños, de los proscritos, por la manera como posibilitó a los que lo escuchaban una nueva y prometedora comprensión de su propia existencia, por cómo los libera del miedo y la obcecación y al mismo tiempo les abre los ojos sobre sus prejuicios desdeñosos y misántropos, sobre su egolatría y obstinación frente al sufrimiento ajeno, y finalmente por cómo intenta en todo esto transmutarlos continuamente de oyentes en actores de sus palabras. De tales encuentros con Jesús se pueden obtener importantes impulsos e indicaciones para una vida desde la esperanza. Y reviste una trascendental importancia el que estos impulsos impregnen la vida pública de la Iglesia, así como la acción de cada cristiano. Solo entonces podrá superarse caritativamente el conflicto en el que hoy viven no pocos cristianos: el conflicto entre orientar la vida hacia Jesús u orientarla hacia una Iglesia cuya imagen pública no está suficientemente impregnada del espíritu de Jesús. Ciertamente, este conflicto no puede evitarse dejando en un segundo plano o diluyendo el misterio de Dios en Jesús para dar mayor resalte a su mensaje de amor, supuestamente más comprensible o más práctico. Pues, al final, sin el misterio de su filiación divina, el amor que Jesús anunció caería en el vacío. En su radicalidad —hasta llegar al amor a los enemigos—, parecería en última instancia una grotesca hiperexigencia con respecto a los hombres.

La historia de la esperanza de nuestra fe se ha vuelto invencible con la Resurrección de Jesús. Gana al reconocerle al «Cristo de Dios» (Lc 23,35) su poder sobre nosotros, vitalmente decisivo y liberador. Esta historia de la esperanza, en la que Jesús se muestra como el hijo vivo de Dios, no es una ininterrumpida historia de éxito, una historia de la victoria según nuestros baremos al uso. Es antes bien una historia de sufrimiento, y solo en ella y mediante ella los cristianos podremos hablar de esa felicidad y esa alegría, de esa libertad y esa paz que el hijo nos ha prometido en su anuncio sobre el «Padre» y el «reino de Dios». El sentido de semejante historia de esperanza parece estar oscureciéndose poco a poco para el hombre de nuestra sociedad del bienestar. ¿Esta no está cayendo cada vez más profundamente bajo el hechizo de una ausencia de comprensión general, de una creciente falta de sensibilidad con el sufrimiento? Abrumados a diario desde todas partes por informaciones sobre muertes, catástrofes y sufrimientos, y constantemente expuestos a nuevas imágenes de brutalidad y atrocidad, buscamos inmunizarnos —las más de las veces de manera inconsciente— contra impresiones que no podemos elaborar en medio de esta plétora. Unos intentan «asegurarse» contra las desgracias de cualquier clase. Otros huyen hacia estados anestésicos. Otros todavía buscan la salvación en la utopía de una sociedad libre de sufrimiento. El sufrimiento es hoy para ellos solo la prehistoria de la victoria definitiva de la libertad humana, y a

menudo se identifica demasiado y sin más con la historia de una opresión social susceptible de ser abolida. Pero estas utopías han perdido su fuerza desde que un mundo supertecnificado está mostrando unos profundos desgarrones. Así, el sufrimiento se ha convertido para muchos en un bochorno vacío de sentido o en la causa de una angustia vital difícilmente disimulable. Para aproximarnos un poco al sentido de nuestra historia de la esperanza cristiana, debemos por tanto transgredir antes la prohibición de sufrimiento anónimamente decretada por nuestra sociedad «avanzada». No se trata de impedir la lucha necesaria contra el sufrimiento. Se trata, antes bien, de capacitarnos de nuevo a nosotros mismos para el sufrimiento, para así poder sufrir también con el sufrimiento de los demás y al mismo tiempo acercarnos al misterio del sufrimiento de Jesús, que se hizo obediente hasta la muerte (Flp 2,8) para posibilitar la conversión a Dios y, por ende, la verdadera libertad. Sin esta capacidad de sufrimiento, puede que haya avances en la técnica y en la civilización. Pero si pasamos al plano de la verdad y de la libertad, sin ella no podremos dar un paso adelante. Y menos acercarnos a una esperanza que mira a un Mesías sufriente, crucificado. Por eso, los cristianos solo podremos dar testimonio de nuestra esperanza desde una pertenencia crítica, caritativa y dispuesta a la acción con respecto a nuestro tiempo. Sin duda, el mensaje de Jesús se vuelve enseguida y también contra nosotros, los que miramos con esperanza su cruz. Pues este

mensaje no nos permite olvidar, con la excusa de recordar su historia de sufrimiento, la historia de sufrimiento anónima del mundo; no nos permite elevarnos por encima de su cruz para no ver las numerosas cruces del mundo, ni callar junto a su pasión las muchas angustias, las incontables ruinas sin nombre, el sufrimiento mudo y ahogado, la persecución de innúmeros hombres que a causa de su fe, raza u orientación política han sido torturados en nuestro siglo hasta la muerte por parte de sistemas de poder fascistas o comunistas, los que persiguieron a niños desde los tiempos de Herodes hasta Auschwitz (y hasta estos mismos días). ¿No se puede decir que, en la historia de nuestra Iglesia y del cristianismo, hemos dado demasiado realce al sufrimiento de Jesús —que sin duda es la fuente de nuestra esperanza— frente a una historia del sufrimiento humano? ¿No se puede decir que, al referir exclusivamente el pensamiento del sufrimiento cristiano a su cruz y a nosotros, que la seguimos, hemos creado en nuestro mundo una zona aparte, desprotegida, para el sufrimiento ajeno? ¿Los cristianos no nos hemos mostrado a menudo terriblemente insensibles e indiferentes ante este sufrimiento? ¿No lo hemos arrojado al «ámbito puramente profano»… como si no hubiéramos oído decir nunca que aquel al que mira nuestra esperanza saldrá a nuestro encuentro precisamente desde esta historia del sufrimiento «profano» para poner a prueba la seriedad de nuestra esperanza: «“Señor ¿cuándo te vimos sufriendo […]?”. Y él les contestó: “Os lo aseguro: todo lo que hicisteis con

uno de estos hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25,31-46). Solo cuando los cristianos prestemos oído a la oscura profecía de este sufrimiento y nos volvamos a él con espíritu de servicio, estaremos prestando oído y adhesión auténtica al mensaje esperanzador de su sufrimiento. 3. La resurrección de los muertos

Jesús experimentó hasta el final, en su pasión y en su cruz, el abismo del sufrimiento más amargo. Pero Dios sostuvo a este Jesús crucificado también a través del extremo sufrimiento y el extremo abandono y lo sustrajo para siempre a la noche de la muerte. Esto lo profesamos junto con el credo del cristianismo primitivo: «Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras, fue sepultado y al tercer día fue resucitado según las Escrituras; se apareció a Cefas y después a los Doce» (1 Cor 15,3-5). El crucificado se convirtió así en la muerte de la muerte y, para todos, en el «autor de la vida» (Hch 3,15; 5,31; cf. Heb 2,10). A la vista de este Jesús crucificado y resucitado, esperamos también para nosotros mismos la resurrección de los muertos. A nuestro mundo de hoy, este misterio de nuestra esperanza le parece una cosa distante. Manifiestamente, todos nosotros estamos bajo la presión anónima de una conciencia social que cada vez nos aleja más del mensaje de la resurrección de los muertos, comoquiera que ya nos ha separado antes de la comunidad de sentido con los

muertos. Ciertamente, también los hombres de hoy nos vemos aún afligidos por el dolor y la tristeza, por la melancolía y por sufrimientos inauditos, por el sufrimiento desconsolado por el pasado y, en fin, por el sufrimiento por los muertos. Pero más fuerte, me parece a mí, es nuestro miedo al contacto con la muerte, nuestra insensibilidad hacia los muertos. ¿Quién conserva, por no decir quién se busca, amigos, hermanos, entre estos muertos? ¿Quién nota algo del descontento, de la muda protesta de estos contra nuestra indiferencia, contra nuestra disposición demasiado apresurada a pasar al orden del día olvidándonos de ellos? Nosotros sabemos protegernos enérgicamente contra estas preguntas y otras parecidas: las reprimimos o las tachamos de «irrealistas». Sin embargo, ¿qué es lo que define nuestro «realismo»? ¿Tal vez solo la superficialidad de nuestra conciencia infeliz y la banalidad de muchas de nuestras cuitas? Pero semejante «realismo» tiene asimismo sus propios tabúes; por ejemplo, la represión de la tristeza, de la melancolía, que se impone a nuestra conciencia social, lo que hace que resulte sospechosa, ociosa y carente de sentido la pregunta por la vida después de la muerte. Sin embargo, olvidar y reprimir esta pregunta por la vida de los muertos es algo profundamente inhumano. Pues significa olvidar y reprimir los sufrimientos pasados y entregarnos al sinsentido de este sufrimiento sin rechistar. A fin de cuentas, la felicidad de los nietos no repara el sufrimiento de los abuelos, ni el progreso social anula

la injusticia que se cometió con los muertos. Si nos sometemos durante demasiado tiempo al sinsentido de la muerte y a la indiferencia respecto a los muertos, al final a los vivos solo nos quedarán promesas banales. No solo el crecimiento de nuestro potencial económico es limitado, como se nos recuerda hoy con especial urgencia; también el potencial de sentido parece limitado: es como si las reservas estuvieran a punto de agotarse y como si existiera el peligro de que a las grandes palabras con las que hacemos avanzar nuestra historia —libertad, emancipación, justicia, felicidad— al final solo les quedara, les correspondiera, un sentido extenuado, acartonado, ajado. En esta situación, los cristianos profesamos nuestra esperanza en la resurrección de los muertos. Esta no es ninguna utopía venturosamente hallada; echa sus raíces, antes bien, en el testimonio de la Resurrección de Cristo, que desde el principio constituye el meollo de nuestra comunidad cristiana. Lo que los discípulos testimoniaron no fue producto de sus ilusiones sino de una realidad que se impuso contra todas sus dudas y los hizo confesar: «¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado!» (Lc 24,34). Las palabras sobre la esperanza en la resurrección de los muertos, que se fundan en este regalo pascual, hablan de un futuro para todos, para los vivos y para los muertos. Y precisamente porque hablan de un futuro para los muertos, de que ellos, los olvidados durante mucho tiempo, son inolvidables en el pensamiento del Dios vivo y viven en él para

siempre, estas palabras de esperanza hablan de un futuro verdaderamente humano, que no siempre es arrastrado por el oleaje de una evolución anónima, ni tragado por un destino natural indiferente. Precisamente porque habla de un futuro para los muertos son unas palabras de justicia, unas palabras de resistencia contra cualquier intento de demediar simplemente el siempre anhelado y buscado sentido de la vida humana y de reservarlo para los que vendrán después y para los ya llegados, en cierto modo para los venturosos vencedores y beneficiarios finales de nuestra historia. La esperanza en la resurrección de los muertos, la fe en la ruptura de la barrera de la muerte, nos torna libres para una vida contra la simple autoafirmación, cuya verdad es la muerte. Esta esperanza nos empuja a estar ahí para los demás, a transformar la vida de los demás mediante el sufrimiento solidario y vicario. Con esto hacemos que nuestra esperanza sea manifiesta y viva, y nos experimentamos y damos a conocer como hombres pascuales. «Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos. El que no ama permanece en la muerte» (1 Jn 3,14). 4. El Juicio

Estrechamente ligada a nuestra esperanza en la resurrección de los muertos está la esperanza cristiana como espera del Juicio de Dios al final de los tiempos, un juicio a nuestro mundo y su historia, para

cuando vuelva el Hijo del hombre. Pero ¿se deja articular el mensaje del Juicio de Dios como expresión de nuestra esperanza? Ciertamente, esta puede contradecir nuestros sueños de progreso y armonía, con los que nos gusta asociar la idea que tenemos hecha de la «salvación». Sin embargo, en ese mensaje se expresa un pensamiento prometedor de nuestro mensaje cristiano; a saber, el pensamiento específicamente cristiano de la igualdad de todos los hombres, la cual no se resuelve en un puro igualitarismo, sino que recalca la igualdad de todos los hombres en su responsabilidad vivencial ante Dios, el cual asegura también a todos los que padecen injusticia una esperanza sólida. Este pensamiento cristiano de la igualdad es el de una justicia para todos y no invalida en absoluto la bondad de la lucha histórica por la justicia para todos; antes bien, despierta de nuevo la conciencia de responsabilidad para esa justicia. ¿Cómo, si no, íbamos a salir airosos en el Juicio de Dios? Pero ¿en la Iglesia no hemos oscurecido a menudo este sentido liberador del mensaje sobre el Juicio de Dios al final de los tiempos al proclamar este mensaje en voz alta y con suma urgencia ante los pequeños e indefensos pero al mismo tiempo anunciarlo con voz demasiado baja y con la boca demasiado pequeña ante los poderosos de la tierra? Pero si alguna palabra de nuestra esperanza debe hacerse conocida valientemente «ante gobernadores y reyes» (cf. Mt 10,18) ¡no hay duda de que es claramente esta! Entonces también se mostrará toda su fuerza para consolar y animar, pues

habla del poder de Dios dispensador de justicia, de que nuestra añoranza de justicia no naufraga precisamente con la muerte, y de que no solo el amor sino también la justicia es más fuerte que la muerte. Habla, en fin, de ese poder dispensador de justicia de Dios que destrona la muerte como señora de toda nuestra conciencia, garantizando con ello que con la muerte no se selle el dominio de los señores ni la servidumbre de los siervos. ¿No debería ser esta una garantía para nuestra esperanza, que nos dé libertad para pagar personalmente por esta justicia, de manera ya oportuna, ya inoportuna? ¿No debería ser un acicate que nos permita resistir a las injusticias que claman al cielo, una norma que nos prohíba cualquier pacto con la injusticia y nos obligue una y otra vez a clamar contra ella, si no queremos desvirtuar nuestra propia esperanza? Con ello no negamos que el mensaje del Juicio de Dios también habla del peligro de la perdición eterna. Este nos prohíbe contar de antemano con una reconciliación y una remisión para todos y para todo, para lo que hacemos y para lo que dejamos de hacer. Precisamente así, cambiando una y otra vez, engranará este mensaje en nuestra vida y aportará seriedad y dramatismo a nuestra responsabilidad histórica. 5. La remisión de los pecados

Jesucristo es nuestro redentor, que nos acerca el perdón de Dios y nos libera de los pecados y de la culpa. «En él tenemos la redención

por medio de su sangre, el perdón de los pecados según la riqueza de su gracia» (Ef 1,7). Esta profesión de nuestra esperanza parece indicada para una sociedad que busca liberarse cada vez más del pensamiento de culpa. Con su discurso sobre el pecado y la culpa, el cristianismo resiste a esa oculta ilusión de inocencia que se extiende por nuestra sociedad y con la que buscamos todo rastro de culpa y fracaso, si es que lo buscamos, siempre y solo en «los demás», en los enemigos y adversarios, en el pasado, en la naturaleza, en los genes y en el entorno. La historia de nuestra libertad parece desentonar consigo misma, actúa como algo demediado. En ella funciona un extraño mecanismo exculpatorio: los éxitos, los logros y las victorias de nuestro hacer nos los adjudicamos a nosotros mismos; pero en lo demás cultivamos el arte de reprimir, de negar nuestra responsabilidad, y buscamos coartadas siempre nuevas a la vista del lado tenebroso de la vida, a la vista de la catástrofe, del lado aciago de la historia hecha y escrita por nosotros mismos. Esta secreta ilusión de inocencia afecta también a nuestra conducta interpersonal. No fomenta, sino que pone en peligro cada vez más una relación responsable con los demás hombres. Pues somete las relaciones interpersonales al cuestionable ideal de una libertad que se jacta de un inocente egoísmo de índole natural. Pero semejante libertad no hace libres a los hombres, sino que antes bien potencia su soledad y su falta de relaciones interpersonales.

La experiencia de esta voluntad de inocencia, que se mueve subrepticiamente, nos enfrenta finalmente a los cristianos una y otra vez ante la pregunta por Dios. A este respecto, cabe preguntar si no miramos a la cara a Dios tal vez solo porque no conseguimos mirar a la cara al abismo de nuestra experiencia de culpa y de nuestra desesperanza, porque nuestra conciencia infeliz se achata cada vez más, porque no queremos ver la presagiada profundidad de nuestra culpa —esa «trascendencia hacia abajo»—, porque preferimos desahogar nuestra culpa recurriendo a las ideologías o al psicoanálisis. La seriedad de esta pregunta múltiple no nos debe impedir, por ejemplo, superar la fijación en falsos sentimientos de culpa, que hacen enfermos y no libres a los hombres; se trata más bien de reconocer y aceptar la culpa personal, a menudo reprimida. El «Dios de nuestra esperanza» está cerca de nosotros, se nos ofrece sobre el abismo de nuestra culpa reconocida y confesa como juzgador de nuestras decisiones y al mismo tiempo como perdonador de nuestras culpas. Y así nuestra esperanza cristiana no nos lleva por encima ni al margen de nuestra experiencia de culpa; antes bien nos invita a atenernos realistamente a ella, también y precisamente en una sociedad que lucha con razón por más libertad de principio y de ejercicio para todos y que por eso es particularmente sensible al abuso que pueda hacerse con el discurso sobre la culpa (como ha ocurrido, de hecho, en la historia del cristianismo). ¿La praxis de nuestra Iglesia no ha alimentado a veces la impresión de que se

debería combatir la predicación de la culpa eclesial si se quiere servir a la verdadera libertad del hombre? Y ¿no participó, por su parte, la praxis eclesial en el surgimiento de esta fatal ilusión de inocencia en nuestra sociedad? En cualquier caso, nuestra predicación cristiana sobre la conversión debe resistir siempre a la tentación de intimidar e inhabilitar a los hombres recurriendo al miedo. Debe luchar contra todo intento de abusar del discurso cristiano sobre la culpa y el pecado para legitimar una funesta opresión de los hombres por los hombres, de manera que no se agrave finalmente a los desposeídos con más culpa y se exonere de ella a los más poderosos. Pero también se debe tener valor para despertar —y mantener despierta— la conciencia de culpa, precisamente también a la vista de la imbricación social cada vez mayor entre nuestro quehacer y nuestra responsabilidad, que hoy trasciende con mucho la esfera de un prójimo que se pretende «vecino». El discurso cristiano sobre la culpa y la conversión debe abordar precisamente esta imbricación estructural de la culpa, en la que hoy caemos mediante los entramados y dependencias globales a la vista de la miseria y la opresión de pueblos y grupos alejados, extraños. Debe insistir en que no solo podemos culpabilizarnos mediante lo que hacemos o dejamos de hacer con los demás sino también mediante lo que permitimos que les ocurra a los demás; cada cual está llamado a reconocer esta imbricación en la culpa y a oponerle resistencia,

según sus fuerzas. Como se ve, nuestro discurso cristiano sobre la culpa y la conversión en modo alguno es un discurso que ponga en peligro la libertad; es precisamente un discurso descubridor de la libertad, un discurso salvador de la libertad. Pues se atreve a reclamarla también allí donde solo se ven en acción condicionamientos de índole biológica, económica o social y donde se exonera de la respectiva responsabilidad invocando estos condicionamientos de manera un tanto arbitraria. La fe en el perdón divino, que encuentra su expresión en las múltiples formas del servicio eclesial, y sobre todo en la penitencia sacramental, no nos conduce a la alienación respecto de nosotros mismos. Antes bien, presta la fuerza necesaria para mirar de frente nuestra culpa y nuestro fracaso y para aceptar nuestra vida, que se ha vuelto culpable, mirando un futuro de santidad, un futuro mejor. En suma, la fe en el perdón divino nos hace libres. Nos libera de una angustia existencial profunda, que nos corroe por dentro y una y otra vez devora nuestro corazón humano en su misma esencia. No nos permite capitular ante el secreto recelo de que nuestro poder para destruir y humillar es en definitiva siempre mayor que nuestra capacidad para aceptar y amar. Pero el perdón ofrecido a través de Jesús también diferencia al cristianismo de todos los tétricos sistemas que esgrimen un moralismo riguroso, ególatra y tristón. Nos redime de esa pretensión, tan exagerada como estéril, que nos

empuja a una ilusión de perfección moralmente exasperada, que finalmente destruye cualquier brote de alegría ante una responsabilidad concreta. El pensamiento del perdón cristiano, por el contrario, regala precisamente la alegría de ser responsables; regala la alegría por esa responsabilidad personal con la que también la Iglesia debe contar cada vez más, que cada vez debe invocar y cultivar más en medio del creciente anonimato de nuestra vida social, con sus situaciones complejas, difíciles de apreciar y abarcar. 6. El reino de Dios

Los cristianos esperamos el nuevo hombre, el nuevo cielo y la nueva tierra que vendrán como cumplimiento del reino de Dios. De ese reino de Dios solo podemos hablar con imágenes y parábolas, tal y como se nos cuenta y testimonia en el Antiguo y el Nuevo Testamento de nuestra esperanza, sobre todo por parte del propio Jesús. Estas figuras, imágenes y alegorías de la gran paz entre los hombres y la naturaleza a la vista de Dios, de la comunidad o comunión del amor, de la patria y del Padre, del reino de la libertad, de la reconciliación y la justicia, de las lágrimas enjugadas y la risa de los hijos de Dios…, todas son precisas e insustituibles. No podemos «traducirlas» sencillamente, solo podemos protegerlas, serles fieles y resistirnos a su disolución en el lenguaje vacío-demisterio de nuestros conceptos y argumentaciones, que gusta de

abordar nuestras necesidades y nuestros planes, pero no nuestra nostalgia ni nuestras esperanzas. Las promesas del reino de Dios, que Jesús inauguró entre nosotros de manera irrevocable y que está activo en la comunidad de la Iglesia, nos introducen de lleno en nuestro entorno vivencial, con sus planes de futuro y utopías propios. En ellos se desmenuzan y aclaran—también en nuestro tiempo de ciencia y técnica— estas promisiones de grandes transformaciones sociales y políticas. ¿Nuestra conciencia pública no ha estado modulada durante demasiado tiempo por un ingenuo optimismo desarrollista, por nuestra disposición a abandonarnos sin resistencia a una supuesta gradualidad en el progreso de la Ilustración y de la civilización tecnológica y con ello también a consumir ahí nuestras esperanzas? Hoy parece que nos vamos despertando lentamente del sueño de un dominio ilimitado sobre la naturaleza orientado a satisfacer las necesidades de manera igualmente ilimitada y multiplicable. Al mismo tiempo, estamos percibiendo más claramente la cuestionabilidad y secreta falta de promesa que se oculta en un futuro de la humanidad tecnocráticamente planificado y agenciado. ¿Crea esto realmente a un «nuevo hombre», o solo a un hombre plenamente adaptado, al hombre con patrones de vida prefabricados, con sueños nivelados, encajonado en una sociedad informática carente de sorpresas, exitosamente insertado en los condicionamientos anónimos y en los mecanismos de un mundo

construido por una racionalidad insensible, reeducado, por así decir, para convertirse finalmente en un animal con alta capacidad de adaptación? Y ¿no se ve también cada vez más claramente en el destino de los individuos que este «nuevo mundo» produce vacío interior, ansiedad y ganas de huir? ¿No deben entenderse como señales la sexualización, el alcoholismo y el consumo de drogas? ¿No señalan una nostalgia de cariño, sí, un hambre de amor, que no se pueden acallar mediante las promesas de la técnica y de la economía? Estas preguntas en modo alguno se dirigen contra la ciencia y la técnica, ni pretenden disminuir su particular importancia para la configuración de un entorno vital digno del hombre. Se dirigen solo contra una fe de promisión en la ciencia y la técnica que a muchos (¡a los propios científicos a menudo menos que a los demás!) mantiene subliminalmente prisioneros, dejando su conciencia ciega hacia la virtud promisoria original de nuestra esperanza y hacia la virtud esclarecedora de las figuras y parábolas del reino de Dios, y de la nueva humanidad que este contiene. Ciertamente, la imagen de la esperanza cristiana del nuevo hombre en el reino de Dios está profundamente enhebrada en esas imágenes de futuro que han movido y mueven las historias de libertad y liberación políticas y sociales en la Edad Moderna; y tampoco se puede ni debe separar de ellas. Pues las promesas del reino de Dios no son indiferentes al horror y al terror de la injusticia y la falta de libertad terrenales que destrozan el rostro del hombre.

La esperanza en esta promisión despierta en nosotros y exige de nosotros una libertad y una responsabilidad críticas con la sociedad, que tal vez nos parezcan por eso tan difusas, tan no vinculantes y posiblemente incluso tan «no-cristianas», es decir, por haberlas practicado tan poco en la historia de nuestra vida eclesial y cristiana. Y dado que la opresión y la miseria están aumentando en todo el planeta, esta responsabilidad práctica de nuestra esperanza en la consumación o cumplimiento del reino de Dios también puede abandonar los límites de lo privado y lo vecinal. El reino de Dios no es indiferente a la marcha del comercio mundial. Sin embargo, sus promesas no son idénticas al contenido de las utopías sociales y políticas, que esperan y apuntan a un nuevo hombre y una nueva tierra, un cumplimiento de la humanidad como resultado de luchas y procesos sociales e históricos. Nuestra esperanza espera un cumplimiento de la humanidad desde la potencia transformadora de Dios, como acontecimiento escatológico cuyo futuro ha empezado ya irrevocablemente para nosotros en Jesucristo. A él pertenecemos, en él estamos como implantados. A través del bautismo estamos bautizados en su nueva vida, y en la comunión con él recibimos la «garantía del señorío que viene». Mientras nos pongamos bajo la «ley de Cristo» (Gál 6,2) y vivamos a imitación de él, nos estaremos convirtiendo, en medio de nuestro entorno vivencial, en testigos de este poder divino transformador: como hombres fundadores de paz y misericordiosos, como hombres íntegros y pobres de corazón, como

afligidos y combatidores, con un hambre y una sed de justicia insaciables (cf. Mt 5,3s.). Esta imagen que la esperanza cristiana nos da del futuro de la humanidad no nos aparta ilusoriamente de las luchas de nuestra historia humana. Está solo impregnada de un realismo profundo sobre el hombre y su realización en la historia. Muestra al hombre como alguien que siempre será cuestionador y sufriente; un ser cuya nostalgia lo enemista de nuevo respecto de sus necesidades colmadas; un ser que buscaría y esperaría aun cuando debiera vivir en un futuro carente de destino político y social para todos los hombres; pues precisamente entonces se vería confrontado de manera radical —en cierto modo, casi sin escapatorias posibles— consigo mismo y con la pregunta por el sentido de su vida. Este realismo de nuestro pensamiento sobre el reino de Dios no cercena nuestro interés por padecimientos individuales y sociales concretos. Critica solo esas secularizaciones de nuestra esperanza cristiana que se olvidan por completo del mensaje del reino de Dios como tal, pero sin querer renunciar a las medidas desmesuradas que este mensaje ha impuesto al hombre y su futuro. 7. La creación

Nuestra esperanza presupone la fe en el mundo como creación de Dios. Y nuestra fe en la creación alcanza su fin en la esperanza en el nuevo cielo y la nueva tierra. La esperanza y la fe en la creación

están íntimamente unidas, como las dos caras de una moneda. Por eso a nuestra esperanza le pertenece, sin cinismo ni descerebrada ingenuidad, la predisposición a reconocer este mundo deletéreo, enemistado consigo mismo y penosamente desgarrado como algo en definitiva capaz de consenso, como ocasión oculta para la gratitud y la alegría: como creación de Dios. A nuestra esperanza le pertenece por tanto la capacidad para decir que sí, y la predisposición para celebrar y alabar, aunque haya tantas cosas dignas de nuestro «no» y aunque en modo alguno todo sea bueno, tal como está. La predisposición a asentir al mundo, que se oculta en nuestra esperanza, porque está sustentada por la fe en la creación, no significa en modo alguno una afirmación acrítica de las circunstancias existentes; no autoriza a levantar una cortina de incienso ante las injusticias que predominan de hecho en nuestro mundo y que deforman a menudo poderosamente la bondad de la creación, que invita a la alegría y a la acción de gracias. Nos hace antes bien receptivos hacia los dolores de parto de la creación, hacia el gemir de las criaturas; y esta capacidad de consenso de nuestra esperanza puede no quedarse en nosotros si no nos empeñamos en que también la vida de los demás se vuelva digna de consenso y pueda ser por su parte una fuente de gratitud y alegría. Ciertamente, la aceptación y la acción de gracias, la alabanza del Creador y la alegría por la creación no son las virtudes más solicitadas por una sociedad cuya conciencia pública se halla

profundamente enredada en el juego universal de intereses y conflictos que, por su parte, favorece a los fuertes y poderosos, mientras que los que viven en la acción de gracias y en la apertura a los demás son sencillamente ignorados o marginados. En un universo humano para el que solo vale como actividad socialmente importante del hombre lo que se puede demostrar como dominio de la naturaleza o satisfacción de las necesidades, lo primero en el interés de lo segundo, desaparece tanto la capacidad para celebrar como para llorar. ¿En qué medida nos hemos sometido sin resistencia, desde hace ya tiempo, a estos procesos? Y ¿a dónde nos están llevando? ¿A la apatía? ¿A la banalidad? Por ilimitado que pueda parecer el potencial de rendimiento entre los humanos, no parecen ser inagotables las reservas de capacidad para dar sentido a las cosas ni la resistencia a la banalidad amenazante. ¿Podremos darnos cuenta de los límites de la explotación de la naturaleza, que cada vez se están viendo más claramente? ¿Podrían estos darnos una nueva posibilidad para volver a apreciar el mundo como creación? ¿Y si entonces otros modos de conducta práctica del hombre, como la oración y la celebración, la alabanza y la acción de gracias, perdieran de nuevo su aspecto triste, oscuro, insignificante e impotente? ¿O si tuviéramos que ser disuadidos definitivamente respecto de todas estas actitudes por ser expresiones de un modo superado de esperar que la realidad se dote de sentido, que sea la mera consecuencia de falsas tradiciones y de una falsa educación?

En cualquier caso, los cristianos no debemos dejar de celebrar nuestra esperanza como una fiesta que ilumina el mundo en que vivimos y en el que también trasparece algo de la solidaridad de toda la creación, dentro de la cual el hombre fue puesto para el dominio, pero no para la arbitrariedad. Aprender el sufrimiento en un mundo apático que rehúye el dolor, pero aprender también la alegría, la terrenal complacencia en Dios y sus promisiones en un mundo hiperansioso. Esto pertenece en definitiva a las misiones de nuestra esperanza en este mundo y para él. 8. La comunión de la Iglesia

Lo que cuenta para la «nueva creación» es la comunión de la Iglesia (cf. Gál 6,15s.), la cual es una comunión de la esperanza. Y la memoria del Señor, en la que celebramos juntos el presente operativo de su acción salvadora, «hasta que vuelva», debe convertirse una y otra vez para nosotros y para el mundo en que vivimos en un recuerdo arriesgado de nuestra provisionalidad. La Iglesia no es en sí el reino de Dios, sino que este está «presente en ella en el misterio» (lg 3). Por eso no es una simple comunión ideológica ni tampoco una asociación de intereses orientada al futuro. Se funda en la obra y en la donación de Jesucristo. Su Espíritu Santo es la base viva de su unidad. Él, el Espíritu Santo del Señor ensalzado, es la fuerza más íntima de nuestra confianza: Cristo en nosotros, la esperanza de la gloria (cf. Col 1,27). Por eso la

comunión de la esperanza de nuestra Iglesia no es una asociación que pueda estar siempre disponible; es, en su forma de comunión, un pueblo…, el pueblo de Dios peregrinante, que se identifica —y comprueba su identidad— contando su historia como historia de la salvación de Dios con los hombres, celebrándola una y otra vez y buscando vivir de ella. La vitalidad de este pueblo y de las experiencias de comunión en él atesoradas depende de la vida de esta esperanza. Nadie espera para sí solo. Pues la esperanza que nosotros profesamos no es una confianza vagarosa ni un optimismo existencial innato; es tan radical y tan exigente que nadie puede esperar para sí solo ni mirándose a sí solo. Si nos consideráramos solo a nosotros mismos, ¿nos quedaría al final algo más que melancolía, desesperanza mal camuflada u optimismo egoísta, ciego? Atreverse a esperar el reino de Dios significa siempre esperarlo a la vista de los demás y, junto con ellos, para nosotros mismos. Solo donde y cuando nuestra esperanza espera con y para los demás, adoptando por ende la forma repentina y el movimiento del amor y de la comunión, deja de ser pequeña y asustadiza y de reflejar desesperadamente nuestro egoísmo. «Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos. El que no ama permanece en la muerte» (1 Jn 3,14). Así, a partir de la esperanza vivida se pueden desplegar formas cada vez más vivas de comunión eclesial, y, por otra parte, la

comunión eclesial experimentada puede convertirse de nuevo en un lugar en el que madure una esperanza vivaz, el lugar en el que la podamos aprender de los hermanos y festejarla. Pero nuestras formas de vida eclesiales ¿nos muestran a nosotros mismos, y también a los hombres de nuestro entorno vivencial, los rasgos de una comunión de la esperanza en la que se despliega una nueva vida rica en relaciones y que por eso puede convertirse en fermento de una comunión viva en una sociedad de creciente ausencia de relaciones? O ¿no está nuestra vida eclesial pública demasiado oscurecida y desnortada por el miedo y la pusilanimidad, demasiado empeñada en mirarse a sí misma, demasiado preocupada por automantenerse y autorreproducirse, todo lo cual no ayuda a romper las omnipresentes formas de la ausencia de relación y del aislamiento, sino que antes bien las confirma y potencia? Por doquier se barrunta hoy algo así como un movimiento de huida de la sociedad hacia nuevas formas de comunidad, hacia «grupos». Ciertamente, estas tendencias no son fáciles de valorar en sí mismas; pero sin duda están permeadas por un anhelo de nuevas experiencias comunitarias en nuestra compleja vida social, que crea múltiples maneras de comunicación interpersonal hiperespecializadas e hiperorganizadas y que precisamente por eso crea nuevos espacios artificiales de aislamiento y soledad, que a su vez fomentan la falta de relaciones entre las personas y pueden desencadenar nuevos mecanismos para el control de su vida individual.

Entonces, somos deudores ante nosotros mismos y ante nuestro entorno del testimonio de una comunión en la esperanza que conozca muchas formas vividas de «estar juntos en su nombre» y que también las despierte y fomente. Para ello es necesario que sobre todo las autoridades eclesiásticas, pero también los miembros de los consejos y los representantes de las asociaciones, sean conscientes de los peligros que emanan de la estructura organizativa jerárquica de la Iglesia, de su aparato administrativo y de los condicionamientos institucionales anejos para una experiencia comunitaria vivida. En efecto, son muchos los que sufren hoy esta imagen autoritaria de nuestra Iglesia y se sienten en ella impotentemente abandonados a los mismos condicionamientos y mecanismos sociales existentes en todo su ámbito vital. Y la reacción es el rechazo o la resignación. Por eso, hoy necesitamos más que nunca en nuestra Iglesia una sensibilidad especial para con este peligro. Solo si valoramos correctamente las especializaciones y organizaciones burocrático-jerárquicas en su función de servicio imprescindible y no convertimos sus imágenes fenoménicas concretas en una expresión inmutable de la Iglesia —inmutables por derecho divino—, solo entonces lograremos también una suficiente movilidad interna en la vida eclesial para poder hacer realidad en ella el testimonio de una comunión en la esperanza viva en medio de un mundo devenido impersonal por su hipertrofia organizativa.

Parte II

Un testimonio único y múltiples portadores de la esperanza 1. En medio del mundo en que vivimos

La situación en la que queremos testimoniar nuestra esperanza viviendo en la comunión de la Iglesia y renovarnos a partir de ella hace tiempo que ya no es la de una sociedad religiosamente imbuida. Temerosa por la pérdida de sentido interna y la creciente pérdida de importancia, nuestra vida eclesial se halla entre, por una parte, el peligro de la autosegregación por escasez de fe (o también por el espíritu elitista en un mundo religioso peculiarmente esotérico) y, por la otra, el peligro de la hiperintegración con una realidad mundana en cuya definición y configuración apenas ejerce ya influjo alguno. El camino de nuestra esperanza y de nuestra renovación eclesial nos debe conducir centralmente a través de esta realidad mundana, con sus experiencias y recuerdos, con su indiferencia o también su calculada benevolencia respecto a la Iglesia y con sus rechazos a esta por considerarla como una especie de residuo antiprogresista de nuestra sociedad, en el que un presunto saber y una curiosidad productiva se usurparían adrede y en el que el interés, la libertad y la justicia solo serían puros simulacros.

2. El testimonio de la esperanza vivida

El camino de la Iglesia en esta situación es el camino de la esperanza vivida; es también la ley de toda renovación eclesial. Un camino que nos conduce a la única respuesta que podríamos dar en última instancia a todas las dudas y decepciones, a todos los rechazos y a toda la indiferencia. ¿Somos eso que profesamos en el testimonio de nuestra esperanza? ¿Nuestra vida eclesial está impregnada del espíritu y la fuerza de esa esperanza? Una Iglesia que marche al paso de esa esperanza marchará también al paso de hoy, y si no marcha al paso de esta esperanza no le ayudará ningún expediente, por aggiornato que este sea. El «mundo» no necesita que la religión le duplique su falta de esperanza; necesita y busca (si tal fuera el caso) el contrapeso, la fuerza explosiva de la esperanza vivida. Y lo que nosotros le debemos a ella es esto: equilibrar el déficit de esperanza manifiestamente vivida. En este sentido, la pregunta por nuestra responsabilidad por el presente (y por la importancia del presente) es la misma que la pregunta por nuestra identidad cristiana; a saber: ¿somos eso que profesamos en el testimonio de nuestra esperanza? 3. En sintonía con Jesucristo

La crisis de la vida eclesial no consiste en última instancia en las dificultades de adaptación respecto a nuestra vida ni en las sensaciones sobre la vida moderna, sino en las dificultades de

adaptación respecto a ese en quien nuestra esperanza echa sus raíces y de quien obtiene su altura y profundidad, su camino y su futuro: Jesucristo, con su mensaje del «reino de Dios». En nuestra praxis ¿no lo hemos amoldado demasiado a nuestra estatura, no hemos apagado su espíritu, como un fuego, para que no se propague? Entre tanta angustia y rutina, ¿no hemos adormecido el entusiasmo de los corazones para despertarlo después respecto a alternativas peligrosas: Jesús, sí; Iglesia, no?, o ¿por qué él parece «más moderno», «más actual» que nosotros, que somos su Iglesia? Así, una ley de nuestra renovación eclesial consiste en superar ante todo la dificultad de adecuación a ese al que invocamos y del que vivimos, y entrar de manera más consecuente en su seguimiento para acortar la distancia entre él y nosotros y vivificar nuestra comunión de destino con él. Entonces sí habrá un camino y un futuro. Entonces sí habrá una posibilidad de ser actuales, completamente presentes…, de compartir los problemas, preguntas y sufrimientos generales sin someternos a su secreta desesperanza. La fuerza para ello la obtendremos de la certeza de la fe, de que la vida de Cristo mismo empapa a nuestra Iglesia, de que estamos bautizados en la muerte y victoria de Cristo y de que es su espíritu el que nos conduce, el único que nos hace proclamar con fe: «Jesús es Señor» (cf. 1 Cor 12,3). Pero esta certeza nos hace también libres para, a tenor de las declaraciones del último concilio, comprendernos como una Iglesia de los pecadores, sí, profesarnos

una Iglesia pecadora. Asimismo, nos hace libres para, a la vista de la crisis de nuestra vida eclesial, no caer ni en inútiles ceremoniales de autoinculpación ni, con la mezquina falta de fe propia de un fariseo, buscar la culpa del indiferentismo y la apostasía solo en «los demás», en el «mundo malvado», y así reprimir la llamada a la conversión y al cambio doloroso o ahogarla con bonitas palabras de aliento. Si nos volvemos críticamente contra nosotros mismos, no debemos hacerlo para rendir homenaje a un criticismo a la moda sino para no restar importancia a la magnitud e incoercibilidad de nuestra esperanza. Los cristianos no nos esperamos a nosotros mismos, y por eso no necesitamos tampoco demediar nuestro propio presente ni nuestra propia historia una y otra vez, ni exhibir constantemente el lado soleado de las cosas, como hacen esas ideologías que no tienen otra esperanza que la que fundan en ellas mismas. En este sentido, la disposición a la autocrítica es un testimonio de nuestra esperanza específicamente cristiana, que la Iglesia somete una y otra vez a un examen de conciencia ofensivo. 4. El pueblo de Dios como portador de la esperanza

Todos estamos obligados a este testimonio de la esperanza viva en el seguimiento de Jesús porque todos estamos situados en este camino de esperanza, porque todos estamos llamados a este seguimiento, llamados a la comunión de los fieles, capacitados y

conducidos a través del espíritu de Dios, que él ha prometido a su Iglesia (cf. Jn 14,26; Rom 8,14.26). Por eso también debemos ser — y hacernos íntimamente— partícipes de la renovación viva de nuestra Iglesia. Esta renovación no puede ciertamente ser ordenada: no se agota en medidas de reforma sinodales particulares. El único seguimiento debe tener muchos seguidores, el único testimonio debe tener muchos testigos, la única esperanza debe tener muchos portadores. Solo así a partir de un intento de renovación de nuestra Iglesia puede venir su auténtica renovación. Solo así podremos, en nuestra manifiesta situación de cambio, pasar de una Iglesia protectora del pueblo a una Iglesia viva del pueblo, en la que todos se sepan partícipes —y a su manera responsables— del destino de esta Iglesia y de su testimonio público de esperanza. Solo así evitaremos también la impresión de ser una Iglesia sostenida por un entorno fuerte (que solo poco a poco va disgregándose) pero no por un pueblo propiamente tal. Todo esto significa sin duda también que, hoy más que nunca, los que ostentan el ministerio de nuestra Iglesia, los «testigos preordenados», le deben al pueblo de Dios una especial predisposición a acoger y comprender las distintas formas y a los distintos portadores de una esperanza vivida, de un seguimiento vivido en el seno de nuestra Iglesia, y no raras veces también en sus zonas marginales respecto de las instituciones. Ciertamente, ellos tendrán que verificar, separar y clasificar siempre, pero no solo

mostrando una afilada actitud crítica, sino también animados por una especial sensibilidad hacia todo lo que nos haga posible proponer nuestra esperanza de manera manifiesta y contagiosa, y no solo hablar de ella. El mandato en la Iglesia, que está bajo la ley del espíritu divino, no tiene solo la obligación de resistir al falso espíritu, de distinguir los espíritus, sino también de buscar el espíritu y contar siempre de nuevo con su espontaneidad incalculable, que a veces puede resultar también incómoda.

Parte III

Los caminos del seguimiento Profesar a Jesucristo implica hablar de su seguimiento, hablar del precio de nuestra unión con él, el precio de nuestra ortodoxia; solo el seguimiento de Jesús caracteriza el camino hacia la renovación de la Iglesia. No encontraremos nuestra identidad como cristianos y como Iglesia en programas ni en ideologías de carácter extraño. Nos basta con el seguimiento. Hay tantas formas de testimonio de la esperanza vivida, tantos caminos de renovación eclesial como caminos para este seguimiento. Aquí solo podemos hablar de algunos, cual señales de ruta para nuestra presente vida eclesial. La obediencia a Jesús ocupará aquí la parte central del seguimiento. De ella proceden todas esas otras actitudes que a menudo no se tienen en suficiente consideración —o en suficiente lealtad— en nuestra vida eclesial; a saber, la pobreza, la libertad y la alegría. 1. Camino a la obediencia de la cruz

El seguimiento de Jesús conduce siempre a la obediencia al Padre, la cual impregna toda la vida de Jesús, la cual a su vez sería sin ella completamente incomprensible. En esta obediencia radica también

la «filantropía» de Jesús, su cercanía a los excluidos y humillados, a los pecadores y perdidos. Pues la imagen divina que aparece en la pobreza de la obediencia de Jesús, en el total abandono de su vida al Padre, no es la imagen de un Dios tirano, humillador, así como tampoco es la sublimación de la idea terrenal de poder y autoridad. Es la imagen luminosa de Dios, que eleva y libera, que restituye a los deudores y humillados un nuevo futuro prometedor y les sale al encuentro con los brazos abiertos de su misericordia. Una vida en el seguimiento de Jesús es una vida orientada a esta pobreza de la obediencia de Jesús. En la oración nos atrevemos a esta pobreza, a la entrega sin cálculos de nuestra vida al Padre. De esta actitud nace —y crece— el testimonio vivo del Dios de nuestra esperanza en medio de nuestro particular entorno vital. El precio de este testimonio es alto, y el riesgo de esta obediencia es grande: conducen a una vida entre muchos frentes. Jesús no fue ni un loco ni un rebelde; pero manifiestamente se pareció a ambas cosas, hasta el punto de que efectivamente lo tomaron por una y otra. Al final, fue tachado y ridiculizado por Herodes como un loco, y condenado y entregado a la cruz por sus paisanos como un rebelde. Quien lo siga, quien no se asuste de la pobreza de su obediencia, quien no aparte de sí el cáliz, deberá contar con ser víctima de este quid pro quo y con caer en todos los frentes, una y otra vez, y cada vez más. Si nuestra vida eclesial recorre estos caminos hacia el

seguimiento, deberá tener también sus propias experiencias de cruz. Pero tal vez en la vida eclesial de nuestro país estemos ya demasiado metidos —e inmovilizados— en los sistemas e intereses de nuestra vida social. Tal vez entretanto nos hayamos acomodado demasiado ocupando o desempeñando ese puesto y esa función que no nos han conferido y dictado la voluntad de Dios sino la misteriosa voluntad del yo, que emana de nuestro instinto de conservación y está sancionada por nuestra sociedad de necesidades y el interés porque esta funcione sin sobresaltos. Tal vez estemos dando ya demasiado la impresión de ser una institución social destinada a curar las heridas de los desengaños, a neutralizar ansiedades incomprendidas y a paralizar recuerdos arriesgados y expectativas exageradas. El peligro de semejante acomodación a las expectativas sociales, el peligro de devenir de religión de la cruz en religión del bienestar, es un peligro que debemos tener siempre bien presente. Pues si incurrimos en él, al final no estaremos sirviendo a nadie, ni a Dios ni a los hombres. 2. Camino a la pobreza

El camino hacia el seguimiento conduce siempre a otra forma de pobreza y libertad: a la pobreza y la libertad del amor, en la que al final Jesús «engañó» a la misma muerte, al no poseer nada que esta le pudiera arrebatar. Él lo había dado todo, para todos. El seguimiento llama a semejante pobreza y a semejante libertad del

amor, el cual se sabe enviado para todos. Esta pobreza nos convoca asimismo a una relación solidaria — sobre todo— con los más pobres y débiles de nuestro entorno vital. Una comunidad eclesial en el seguimiento de Jesús puede permitirse el lujo de ser despreciada por los «sabios y poderosos» (1 Cor 1,19-31). Pero no se puede prestar —por mor de este seguimiento— a ser despreciada por los «pobres y los pequeños», por esos que no «tienen a nadie» (cf. Jn 5,7). Pues como estos son los privilegiados para y en Jesús, deben también ser los privilegiados para y en su Iglesia. Sobre todo, deben saberse representados por nosotros. Por eso en nuestra Iglesia tienen una grandísima importancia esas iniciativas para el seguimiento que se enfrentan al peligro de que, en medio de nuestras disparidades sociales, nos convirtamos en una religión aburguesada, a la que el verdadero sufrimiento de la pobreza y la miseria, del fracaso social y de la proscripción social le resulta ya demasiado extraño, una religión que mira a este sufrimiento solo con las gafas y las medidas de una sociedad del bienestar. En el fondo, nuestros inquisitivos intelectuales nos resultarán menos fatales que la duda no proferida de los pobres y los pequeños y que su recuerdo del fracaso de la Iglesia. Y ¿cómo, con la fama de una Iglesia que se ha vuelto rica, podríamos encarnar de manera creíble y eficaz esa resistencia que el mensaje de Jesús opone a nuestra sociedad del bienestar? 3. Camino a la libertad

El seguimiento para la renovación de nuestra vida eclesial y para el testimonio vivo de nuestra esperanza es siempre también un caminar hacia la libertad, hacia esa libertad de Jesús que surgió de la plena entrega de su vida al Padre y que a él mismo lo liberó a su vez para salir al encuentro de los prejuicios e ídolos sociales y para comprometerse con los destruidos por el poder de dichos prejuicios e ídolos. El brillo de esta libertad ilumina todo su camino terrenal. Y si invocarlo a él no nos debe llevar a la más dura crítica a nosotros mismos, esta libertad debe también irradiar a nuestra vida eclesial. «Como si fuéramos moribundos, aunque seguimos viviendo; como castigados, aunque todavía no muertos; como entristecidos, pero siempre gozosos; como pobres, pero enriqueciendo a muchos; como quienes nada tienen, pero todo lo poseen» (2 Cor 6,9s.). En la oración nos insertamos en esta libertad. Pues rezar torna libres, libres de esa angustia que marchita la imaginación de nuestro amor y nos vuelve a enfrascar poderosamente en las preocupaciones por nosotros mismos. La libertad que nos regala la comunión con Cristo y con el Padre lanza nuestra vida eclesial a la aventura de la libertad de los hijos de Dios: «Todo es vuestro: Pablo, Apolo, Cefas, el mundo, la vida, la muerte, lo presente, lo futuro; todo es vuestro. Y vosotros, de Cristo; y Cristo, de Dios» (1 Cor 3,21-23). Esta aventura totalizadora de la libertad también se vuelve concreta allí donde, en el seguimiento de Jesús, los hombres renuncian a la consumación de

su amor en el matrimonio y la familia, porque la nueva vida de Dios los empuja a ello. Esta vida relativiza nuestras necesidades y logros humanos y permite liberarlos para su esperanza más profunda, para una esperanza que al superar lo provisional explica lo distintivamente cristiano de la libertad. En la conciencia de esta libertad liberada deberíamos aprender finalmente a valorar esa historia moderna de la libertad social de cuyos frutos todos nosotros, también en el plano eclesial, disfrutamos hoy, y que por cierto se debe a los impulsos históricos del mensaje liberador de Jesús, aun cuando estos impulsos se hayan plasmado muchas veces sin la Iglesia e incluso en contra de ella en el decurso histórico. A la vista de esta libertad de los hijos de Dios, podremos entonces seguir desplegando valientemente los procesos tímidamente emprendidos de una libertad intraeclesial, la anunciada disposición a vivir con las preguntas y observaciones de la libertad crítica, sin exponernos al peligro de someter la libertad de Jesús a los ideales de libertad socialmente dominantes. Se nos ofrece con ello oponer resistencia a esa comprensión de la libertad que subestima o privatiza la realización de la libertad en la lealtad y el compromiso personal, y que precisamente por eso también pone en peligro el reconocimiento público de los fundamentos de la verdadera comunión. 4. Camino a la alegría

Los caminos del seguimiento, los caminos de la renovación de nuestra vida eclesial, al final son siempre caminos que conducen la alegría que llegó a nuestro mundo mediante la vida y el anuncio de Jesús y se proclamó invencible a través de su Resurrección. Esta alegría está emparentada con el sentido infantil de nuestra esperanza, pero precisamente por eso está tan alejada de una ingenuidad artificial —o desesperadamente afectada— como de un optimismo existencial ingenuo. Es difícil hablar de ella, al igual que es fácil decir una palabra de más. Solo se puede contemplar o experimentar en quienes emprenden el seguimiento y siguen en él el camino de la esperanza. Sobre todo es experimentada allí donde los bautizados celebran «con alegría» (Hch 2,46) el recuerdo de Jesús y en él celebran los actos salutíferos de Dios, en los que se funda. La Iglesia contempla esta alegría desde tiempos antiguos en aquellos que venera como a santos y cuyas historias ejemplares considera realizaciones de la alegría cristiana, como relatos sobre la alegría de un cristiano. De esta misma manera entona también el magníficat de María, la madre de nuestro Señor, a lo largo de los siglos, pues, para decirlo con el concilio, «en ella, como en una imagen pura, ve con alegría lo que ella misma desea y espera ser». Esta alegría es especialmente hoy un testimonio destacado de la esperanza que alienta en nosotros. En una época en la que la fe y su esperanza están cada vez más expuestas a la sospecha pública de la ilusión y la proyección, esta alegría actúa sobre todo de manera

convincente, pues uno puede simularla, al menos a largo plazo, para sí mismo y para los demás. Así, toda renovación de nuestra vida eclesial está finalmente enfocada a que esta alegría se refleje, en incontables refracciones, en el rostro de nuestra Iglesia, de modo que el testimonio de la esperanza en nuestra sociedad se convierta en una auténtica invitación a la alegría.

Parte IV

Misiones para la Iglesia y la sociedad en su conjunto Nuestra Iglesia de la República Federal Alemana se sabe y profesa parte de la Iglesia católica. Por eso está también involucrada en la situación y en las tareas de la Iglesia en su conjunto. Ninguna Iglesia particular vive para sí, y hoy menos que nunca. Si habla de su propio camino y su propia misión, debe siempre levantar también la cabeza sobre su propia situación para mirar a la Iglesia en su conjunto. Debe orientarse de manera «católica»; es decir, medirse siempre según las medidas de la Iglesia universal. Por eso nuestra Iglesia alemana debe ser consciente de las misiones especiales que le impone aquí y ahora su situación histórica y social en el marco de la Iglesia global. Debe luchar ante Dios por esos carismas históricos y sociales que precisamente tiene que aportar como contribución a la «reconstrucción del cuerpo de Cristo». Y en una época en la que el mundo cada vez va abandonando más sus espacios históricos y sociales separados en orden a una unidad rica en relaciones y contradicciones, también nuestra Iglesia debe rendir cuentas sobre esas tareas que, en el marco de una sociedad humana global, le competen en base a su situación de partida. Así, para terminar queremos hablar de algunas misiones y obligaciones especiales de

nuestra Iglesia de la República Federal al servicio de la Iglesia total y de la sociedad en su conjunto. Tareas que podrían ser sendos bancos de prueba con respecto al verdadero espíritu de nuestra esperanza, y sendas ocasiones para «manifestar el espíritu y la potencia». 1. Para una unidad viva de todos los cristianos

Somos la Iglesia del país de la Reforma. La historia de la Iglesia de nuestro país se caracteriza por la historia de la gran escisión de la fe en el seno de la cristiandad occidental. Por eso nos sabemos obligados de manera preferente a esa tarea de toda la Iglesia, propiamente «católica», de luchar por una nueva unidad del cristianismo en la verdad y en el amor. Por eso los impulsos del último concilio en esta dirección los entendemos también como itinerarios e instrucciones especiales para nuestra Iglesia de la República Federal Alemana. Queremos que las expectativas de unidad nuevamente despertadas no se queden en agua de borrajas. No queremos que se minimice ni se silencie el escándalo que constituye una cristiandad desgarrada, sobre todo en el actual contexto de un mundo cada vez más globalizado. Y no queremos tampoco ignorar ni infravalorar las posibilidades y planteamientos concretos para una realización responsable de esa unidad. Una unidad que surge del hecho de la acción unificadora de Dios, pero también como fruto de nuestro quehacer en su espíritu, de la

renovación viva de nuestra vida eclesial en el seguimiento del Señor. Finalmente, la sinceridad y la vitalidad de nuestra voluntad de unidad se deben plasmar y atestiguar en una especial vinculación espiritual y en una solidaridad práctica con todos los cristianos del mundo, y sobre todo con los que padecen persecución por causa del nombre de Jesús. 2. Para una nueva relación con la historia de la fe del pueblo judío

Somos un país cuya reciente historia política está oscurecida por el intento de hacer desaparecer del mapa, de manera sistemática, al pueblo judío. Durante la época del nacionalsocialismo, y a pesar de la conducta ejemplar de personas y grupos particulares, en conjunto fuimos una comunidad eclesial que vivió dando la espalda al destino del pueblo judío perseguido; fuimos una comunidad cuya mirada se dejó impresionar demasiado por una potencial amenaza a sus propias instituciones y que calló ante los crímenes cometidos contra los judíos y contra el judaísmo. Muchos se volvieron culpables por puro miedo a perder la vida. El hecho de que los cristianos colaboraran también en esta persecución es algo que nos resulta particularmente difícil de digerir. En la práctica, la sinceridad de nuestra voluntad de renovación depende también de la confesión de esta culpa y de la disposición para aprender dolorosamente de esta historia culpable de nuestro país y también de nuestra Iglesia; lo que

demostraremos solo si nuestra Iglesia alemana está alerta frente a todos los intentos por abolir los derechos humanos y por abusar del poder político, y si se presta a ayudar a todos los que hoy son perseguidos por motivos de raza o de ideología; pero sobre todo si acepta una obligación especial respecto a la espinosa relación de toda la Iglesia con el pueblo judío y su religión. Sobre todo aquí, en Alemania, no deberíamos negar ni minimizar la relación salutífera entre el pueblo de Dios veterotestamentario y el neotestamentario, algo que supo ver y reconocer de manera especial el apóstol Pablo. Pues también en este sentido nuestro país es deudor para con el pueblo judío. Finalmente, a la vista de un horror tan grande como el de Auschwitz, la credibilidad de nuestro discurso sobre el «Dios de la esperanza» está ligada a una certeza: la de que hubo innumerables personas, judías y cristianas, que una y otra vez nombraron e invocaron a este Dios incluso en medio de semejante infierno (e incluso tras la experiencia de semejante infierno). Aquí nuestro pueblo tiene también una tarea a la vista de la postura de otros pueblos y de la opinión pública mundial sobre el pueblo judío. Creemos que es una obligación especial de la Iglesia alemana, en el seno de la Iglesia en su conjunto, trabajar en orden a lograr una nueva relación de los cristianos con el pueblo judío y su historia de fe. 3. Para una comensalidad con las Iglesias pobres

Nosotros somos evidentemente la Iglesia de un país comparativamente rico y económicamente potente. Por eso queremos y debemos asumir una obligación y una misión especial en el contexto de la Iglesia universal a la vista de las Iglesias del Tercer Mundo. Es una obligación que no brota solo del dictado de un programa social o político, sino que tiene también unas profundas raíces teológicas y eclesiales. Finalmente, frente al mundo y a nosotros mismos tenemos la obligación de dar una imagen viva del nuevo pueblo de Dios, reunido en torno a la gran comunidad de mesa del Señor. Por eso, no se trata solo de dar algo de lo que sobra sino de renunciar también a algunos deseos y planes justificados. Por tanto, al servicio de la Iglesia una, no debemos permitir que en el mundo occidental la vida eclesial haga pensar cada vez más en una religión del bienestar y de la saciedad y que en otras partes del mundo actúe como una religión del pueblo de los desventurados, cuya falta de pan los excluye literalmente de nuestra comensalidad y comunión eucarística. Pues de lo contrario surgirá ante los ojos del mundo el escándalo de una Iglesia que en sí reúne a desventurados y espectadores de la desventura, a muchos que sufren y a muchos Pilatos, y que después tiene el valor de llamar a esta totalidad con el nombre de una «comunidad eucarística de los creyentes», o de llamarla el único nuevo pueblo de Dios. Finalmente, la Iglesia una y universal no debe seguir reflejando en sí los contraste sociales de nuestro mundo, pues entonces daría pie, desconsideradamente, a que

interpreten la religión y la Iglesia solo como una transposición o sublimación de las circunstancias sociales presentes. En nuestro país, debemos compartir y repartir desde la conciencia de un común pueblo de Dios llamado a ser sujeto de una nueva historia de promisión y a participar en una comensalidad del Señor como el gran sacramento de esta nueva historia. Lo que esto nos exige no tiene que ver con una limosna que no soluciona nada; tiene que ver con nuestra catolicidad, con nuestra condición de pueblo de Dios; es el precio que nos exige nuestra ortodoxia. 4. Para un futuro digno de la humanidad

Somos la Iglesia de un país industrial y tecnológicamente muy desarrollado. Hoy estamos viendo con una claridad cada vez mayor que este desarrollo no es ilimitado, antes bien los límites de la expansión económica, los límites del consumo de materias primas y de energía, los límites del espacio vital, los límites de la explotación del entorno y de la naturaleza no permiten un desarrollo económico de todos los países a ese nivel de bienestar que actualmente tenemos y disfrutamos. A la vista de esta situación, se nos exige —en interés de una digna supervivencia de la humanidad — un cambio drástico de nuestro patrón de vida, de nuestras prioridades de vida económicas y sociales, y todo esto dentro de un plazo de tiempo breve, tanto que no se puede esperar un proceso de aprendizaje y de adaptación lento, libre de conflictos. Se nos exigen

nuevas orientaciones de nuestros intereses y planes de rendimiento pero también nuevas formas de autolimitación, en cierta medida a modo de ascesis colectiva. ¿Vamos a poder utilizar sin agresión la pretensión contenida en esta situación? En cualquier caso, esta situación se convertirá en un banco de pruebas para las reservas morales, para una disposición a la responsabilidad de alcance universal en nuestras sociedades altamente desarrolladas. ¿Quién pondrá en marcha, y motivará permanentemente, el trascendental cambio de nuestra conciencia, de nuestra praxis concreta, que ello exige? Nuestra Iglesia no debe aquí permanecer al margen, complaciéndose en un «cuanto peor tanto mejor» apocalíptico, aunque de su parte hará bien en seguir atentamente la situación de toda la sociedad para ver si hay algo que por casualidad está empezando a convertirse en experiencia pública, en lo que hasta ahora solo parecía dirigirse a la experiencia privada, aislada, del individuo mortal, es decir, a los límites que empujan, que sofocan desde fuera de nuestro ámbito vital. No obstante, la Iglesia debe dirigir las fuerzas morales adormecidas en el cristianismo hacia las grandes tareas que se plantean en esta nueva situación social; debe movilizar esas fuerzas en interés de los pueblos económica y socialmente desfavorecidos y en contra de un colonialismo económico inconsiderado por parte de las sociedades más fuertes, en el interés de la habitabilidad de la tierra para las generaciones

venideras y en contra de un robo egoísta del futuro por parte de las generaciones actuales. Ante estos problemas globales, los cristianos de la República Federal Alemana —especialmente— no debemos cerrar los ojos si no queremos reducir o distorsionar las dimensiones de nuestra esperanza. Estas nos exigen también decir sí a una vida plena de esperanza para cada vida humana en una época en la que reina subliminalmente el miedo. No obstante, en todo niño está vivamente encarnada la esperanza en el futuro. Cada niño que llega, como un regalo de Dios, trae consigo un nuevo rayo de esperanza para el pueblo y para la Iglesia. Las dimensiones de nuestra esperanza exigen también una intervención para la protección pública de la vida humana a la vista de un desarrollo en el que las posibilidades y los peligros no dejan de crecer, de que la última identidad comprensible de nuestras condición de humanos, es decir, la propia vida biológica, está cada vez más cayendo en poder de nuestras manipulaciones hasta convertirse en criatura de nuestras propias manos. La amenaza a una vida humana digna alcanza hoy también a nuestra condición de mortales. Muchos mueren, en efecto, rodeados de una perfecta atención médica, pero carentes del mínimo calor humano en ese instante supremo. De esta situación surge para los cristianos una tarea urgente: nadie debe morir solo. Nuestra disposición para asumir las obligaciones sociales se pone a prueba en nuestro compromiso por la justicia, la libertad y la

paz en el mundo. En esto, el mandato de nuestra esperanza nos acerca también a otros que buscan tales metas con un compromiso desprendido y que se oponen a cualquier forma de opresión que deforme el rostro del hombre. Todas nuestras iniciativas se miden en última instancia según el baremo de «la esperanza a la que hemos sido llamados» (cf. Ef 4,4). Esta esperanza no surge de incertidumbres ni nos empuja a lo aproximativo. Echa sus raíces en Cristo y reclama también a todos los cristianos que vivimos en este cambio de siglo la expectativa, la espera de su regreso. Asimismo, nos convierte nuevamente en unos hombres que, en medio de sus experiencias y luchas históricas, levantan la cabeza para contemplar el mesiánico «día del Señor»: «Vi luego cielo nuevo y una tierra nueva […] Oí una gran voz que procedía del trono, la cual decía: “Aquí está la morada de Dios con los hombres. Morará con ellos, ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos. Enjugará toda lágrima de sus ojos y la muerte ya no existirá, ni existirán ya ni llantos ni lamentos ni trabajos […]. El que estaba sentado en el trono dijo: “Mirad, todo lo hago nuevo”» (Ap 21,1.3-5).

Notas

1. Véase a este respecto la tercera parte: «¿Una Iglesia que no quiere aprender?», p. 185. 2. Véase, más abajo, el capítulo «Tiempo y temporalidad. Sobre un problema fundamental de la teología cristiana», p. 27. 3. Cf. mi prólogo a J. D. Prinz, Endangering Hunger for God. Johann Baptist Metz and Dorothee Sölle at the Interface of Biblical Hermeneutik and Christian Spirituality, Múnster, 2007, pp. xv-xx. 4. Cf. Memoria passionis, passim, especialmente excursus sobre § 11. 5. Quien manifiesta de antemano, a favor de la filantropía de Dios, la sospecha de que no todo es redimible está manifestando también a un Dios redentor. Pues la suposición de que todo se redime expresa una última suposición de inocencia para todos los hombres que torna superfluo todo mensaje de redención. Esta suposición sustrae a nuestra libre responsabilidad histórica toda seriedad y todo dramatismo (cf. «Nuestra esperanza», i.4). 6. En caso de que (en la posmodernidad paternalista) la teología aún deba preguntar por sus intereses, ya el Nuevo Testamento contesta a eso con «el hambre y la sed de justicia», y de una justicia indivisa para todos; y el interés por esta justicia divina indivisa pertenece de hecho a las premisas de la teología. 7. La «interrupción» que se activa en la situación rostro-con-rostro es el fundamento experimentable de que Dios es el Dios más grande, la mayor posibilidad (cf. la fórmula de la analogía en el IV Concilio de Letrán sobre la maior dissimilitudo en todo teomorfismo humano). 8. Sobre el empleo del concepto de «mística política», véase, más abajo, el capítulo «¿Una mística política? Sobre el concepto de lo político en la nueva teología política», p. 35. 9. Véanse al respecto numerosos pasajes de Memoria passionis, en especial desde § 14. 10. La muerte no consuma la visión de la igualdad de todos los hombres. Es solo la trascendencia de la justicia divina, en su juicio definitivo. Ella sola garantiza la igualdad elemental de todos los hombres en su dignidad y también en su responsabilidad biográfica, una igualdad que no está reservada a los tardíos vencedores de una historia de éxito humana, sino a todos los hombres en la gran coalición de los vivos y los muertos, una igualdad de todos los hombres con respecto a las distintas condiciones de vida y de acción, una igualdad que por eso no debe invalidar ni ignorar la concreta responsabilidad vital del individuo. Las

tradiciones bíblicas y eclesiales hablan de una visión de esta igualdad fundadora, de esta justicia divina, no vengadora sino salvadora. 11. Esta frase fue ya formulada por Peter Rottländer, un antiguo asistente que tuve y que sigue siendo un buen amigo. 12. Aquí no se abordó una aproximación a la «mística de la justicia divina», que echa sus raíces en la Biblia, sobre varias partes centrales de la bibliografía veterotestamentaria. Se prevé una contribución al respecto. 13. Véase, por ejemplo, N. Cohn, Die Erwartung der Endzeit. Vom Ursprung der Apokalypse, Frankfurt, 1997. Cohn hace hincapié en la cesura cualitativa que existe en los apocalipsis judíos respecto a ciertos síntomas que se pretenden apocalípticos —¡Zaratustra! — en el viejo Oriente; en especial, pp. 216s. 14. Pues la comprensión de la historia de las tradiciones bíblicas no está caracterizada en su núcleo de manera dualista. No existe propiamente una historia del mundo «natural» y, adicionalmente, una historia de la salvación «sobrenatural». Solo existe una historia, y la historia de la salvación es esa historia universal en la que se defienden los pasados incompletos y una esperanza definitiva para todos. Véase también al respecto la contribución de E. Jüngel (nota 7). 15. Véase H. Blumenberg, Säkularisierung und Selbstbehauptung. Erweiterte und überarbeitete Neuausgabe von «Die Legitimität der Neuzeit», primera y segunda parte, Frankfurt, 1974. 16. Véase al respecto el trabajo —que a mí me sigue pareciendo muy importante— de J. Goldstein, Nominalismus und Moderne. Zur Konstitution neuzeitlicher Subjektivität bei Hans Blumenberg und Wilhelm von Ockham, Friburgo de Brisgovia, Múnich, 1998. Con respecto a Goldstein, véase también la siguiente nota 5. 17. En mi Christliche no he intentado explicar este giro nominalista como un derrumbe desde el punto de vista de la historia del pensamiento sino como el síntoma de la historia de una irrupción bíblicamente inspirada. Véase «Ein sekundärer Nominalismus?», en Memoria passionis, pp. 44-48. Ya antes, «Verzeitlichung von Ontologie und Metaphysik», en Zum Begriff § 8, excursus. Respecto a la totalidad, véase también J. Goldstein, «Bemerkungen zur nominalistischen Tiefengeschichte der Neuen Politischen Theologie», en Jahrbuch Politische Theologie 2 (1997), pp. 173-187. Sobre la importancia de estos análisis desde el punto de vista de la historia conceptual véase asimismo, y sobre todo, los trabajos de R. Koselleck, en especial Begriffsgeschichten, Frankfurt, 2010 (col. Suhrkamp Taschenbuch Wissenschaft, n.º 1926); sobre esto, véase también H. Joas y P. Vogt (eds.), Begriffene Geschichte – Beiträge zum Werk Reinhard Kosellecks, Frankfurt, 2010 (col. Suhrkamp Taschenbuch Wissenschaft, n.º 1927), donde se encuentra también el texto de H. Joas, quien comenta críticamente que, en Koselleck, a pesar de su «radical comprensión de la historia teniendo en cuenta la contingencia […] se encuentra el concepto simplificador de un proceso

secularizador en curso» (pp. 330s.). Para mí, esto depende de que Koselleck no emplea el concepto de «dialéctica» (como crítica a la ausencia de tiempo e historia). Sobre la «dialéctica de la secularización», véase, más abajo, el capítulo «¿Una mística política? Sobre el concepto de lo político en la nueva teología política», p. 35. 18. Véanse también al respecto las reflexiones plasmadas en el capítulo «“Tu Dios es también mi Dios”. Sobre la “pervivencia” de Dios en la muerte del hombre», p. 39. Sobre el tema «rezar y velar» véase también sobre todo la nueva versión de mi texto «Estímulos para la oración», más abajo, en la segunda parte, p. 102. 19. Citado por E. Jüngel, «Wirkung durch Entzug. Eine theologische Anmerkung zum Begriff der Wirkungsgeschichte», en Internationales Jahrbuch für Hermeneutik, vol. 7, Tubinga, 2008, pp. 23-38. 20. Véase Memoria passionis § 2,2; § 16; §§ 7-10. Es una lástima que M. Heidegger, en su obra fundamental Ser y tiempo, no tuviera in mente la apocalíptica bíblica sino (sobre todo) los escritos de los presocráticos. 21. Véase al respecto el discurso del primado de la razón dialéctica tratado en el capítulo «La cristología del seguimiento y su mística», en la segunda parte, p. 153. 22. Extraído de Befreiendes Gedächtnis Jesu Christi, Maguncia, 1970, pp. 12-16. 23. Más detalles sobre este tema en Memoria passionis § 18. 24. Citado por R. Spaemann, «Legitimer Wandel der Lehre», en Frankfurter Allgemeine Zeitung, 1-10-2009, p. 7. 25. Véase, más abajo, en el capítulo «Semblanza de un teólogo: Karl Rahner», la sección «Sobre la fidelidad teológica a Karl Rahner. Extracto de una carta», p. 163. 26. Deutsche Zeitschrift für Philosophie 58 (2010), cuaderno 1, pp. 3-16, aquí p. 16. 27. J. Habermas, Ein Bewußtsein von dem, was fehlt, en M. Reder y J. Schmidt (eds.), Ein Bewußtsein von dem, was fehlt. Eine Diskussion mit Jürgen Habermas, Suhrkamp, Frankfurt, 2008, pp. 26-36, aquí p. 31; véase también al respecto Memoria passionis § 5. 28. Véase mi obra Jenseits. 29. Sobre este tema se hablará más detenidamente en la tercera parte. 30. Ibíd., nota 4. 31. Aunque ya en este contexto había buenos motivos para hablar de «musulmanes y musulmanas en Alemania» en vez de «islam en Alemania». Véase también al respecto la entrevista de E.-W. Böckenförde, «Freiheit ist ansteckend», en Frankfurter Rundschau, 211-2010, p. 32. 32. gs 21.

33. Sobre la diferenciación entre procesos de Ilustración europeos-continentales y anglosajones-norteamericanos (con respecto a la religión), véase mi libro Zum Begriff, § 10. 34. Me pregunto cómo se casan las recientes manifestaciones idealizadoras y ahistóricas sobre la libertad religiosa en Benedicto XVI (en su mensaje «Para la celebración del día de la paz» del 1 de enero de 2011) con lo que ha manifestado con motivo de la recepción navideña a la curia romana en diciembre de 2006 con respecto al diálogo con el islam, a saber, «que el mundo islámico se encuentra hoy, con gran urgencia, ante una tarea muy parecida a la que se han enfrentado los cristianos a partir de la Ilustración, una tarea que el Concilio Vaticano II llevó a término como fruto de un largo empeño porque la Iglesia católica diera soluciones concretas. Se trata de la postura de la comunidad de los fieles frente a las visiones y exigencias planteadas por la Ilustración […]» (citado por E.-W. Böckenförde, «Die Reinigung des Glaubens», en Frankfurter Allgemeine Zeitung, 16-9-2010, p. 32). Sobre el tema de la capacidad docente de la Iglesia y de su teología, véase el capítulo «Tiempo y temporalidad. Sobre un problema fundamental de la teología cristiana», en esta primera parte, p. 27. 35. h. Sobre este decreto conciliar, y sus repercusiones, véanse los textos correspondientes en la obra fundamental de E.-W. Böckenförde. Este brevísimo documento conciliar ha suscitado las controversias más virulentas y perdurables hasta hoy en la Iglesia católica. 36. Véase al respecto «In der Zeit der Gotteskrise», en Memoria passionis §§ 3-6. 37. Véase, más arriba, el capítulo «¿Una mística política? Sobre el concepto de lo político en la nueva teología política», p. 35. 38. Este tema se trata más detalladamente en Memoria passionis § 2. 39. Véase Memoria passionis §§ 7-10. 40. Véase la nota 5 del capítulo «¿Una mística política? Sobre el concepto de lo político en la nueva teología política», en esta primera parte, p. 37. 41. París, Seuil, 1982 (trad. cast.: Madrid, Siglo XXI, 2010).

* Augenblick significa a la vez «instante» y «golpe de ojo» o «vistazo», es decir, instantes de mirada o instancias instantáneas de visión. (N. del T.) 42. No pude visitar Argentina a causa de la intervención del entonces arzobispo de Córdoba. 43. Véase el capítulo anterior, «Tantas preguntas como rostros». 44. Sobre el amor al enemigo en el plano político véase, más arriba, el capítulo «¿Una mística política? Sobre el concepto de lo político en la nueva teología política», p. 35. 45. Véase el capítulo «¿Una mística política? Sobre el concepto de lo político en la nueva teología política», p. 35.

46. Véase, más arriba, el capítulo «¿Miedo al propio perfil en el cristianismo? Unas palabras sobre la libertad religiosa», p. 42. 47. Véase, más arriba, el ejemplo de los trapenses, en el capítulo «¿Una mística política del amor al enemigo?», p. 76. 48. Véase mi libro Zeit der Orden? 49. Esta noticia biográfica se encontrará desarrollada en un contexto más amplio en Memoria passionis § 5 («Zur Gottbegabung des Menschen: der Schrei»). 50. Véase el capítulo «Estar alertas, despiertos, con los ojos bien abiertos», p. 52. 51. Sobre la fundamentación de esta «prudencia», véase el capítulo «Mística de la justicia divina. Para un perfil mesiánico de la espiritualidad cristiana», p. 18. 52. Sobre la superación —buscada en el budismo «clásico»— de la oposición dolorosa entre el yo y el mundo mediante una «autodesprendimiento» sustraído a la moral, véase, por ejemplo, A. C. Danto, Mystik und Moral. Östliches und westliches Denken, Múnich, 1999. 53. Sobre cómo se dogmatizó esto en el lenguaje sin rostro de la metafísica helenística para con el misterio de la encarnación de Dios, véase una observación de J. Rawls (sacada del manuscrito de J. Habermas, Das Politische – Der vernünftige Sinn eines zweifelhaften Erbstücks der Politischen Theologie, p. 26): «El dogma cristiano de la resurrección de la carne muestra una considerable profundidad en esta cuestión. La doctrina sostiene que seremos resucitados con nuestra personalidad y nuestra particularidad al completo (!), y que la salvación supone la restauración íntegra de la totalidad de la persona, no la supresión de la particularidad. La salvación integra la personalidad en la comunidad, no destruye la personalidad para disolverla en cierto “Uno” misterioso y carente de sentido». 54. Véase, más arriba, el capítulo «Tiempo y temporalidad. Sobre un problema fundamental de la teología cristiana», p. 27. 55. Este tema se encuentra explicado con más detalle en Memoria passionis § 5. 56. Véase, más arriba, el capítulo «Tiempo y temporalidad. Sobre un problema fundamental de la teología cristiana», p. 27. 57. Véase al respecto el capítulo «¿Una mística política del amor al enemigo?», p. 76. 58. Véase al respecto la profesión mesiánica del centurión romano a la vista de Jesús moribundo en Mc 15, y aquí en el capítulo «“Busco tu rostro”. Hipótesis sobre la visión beatífica de Dios», p. 94. 59. La imposibilidad de pensar en la nada ¿no apoya un pensamiento-de-Dios según el cual Dios «es» el más allá del hombre, el más allá de su tiempo temporalizado? 60. Véase la nota 5 del capítulo «¿Una mística política? Sobre el concepto de lo político en la

nueva teología política», p. 37. 61. Véanse mis «Bemerkungen zum “katholischen Prinzip” der Repräsentation», en Jahrbuch Politische Theologie, vol. 2, Múnster, 1997, pp. 303-307. 62. Sobre la pregunta de la teodicea a este respecto, véase Memoria passionis § 1. 63. Véase, más arriba, el capítulo «Tiempo y temporalidad. Sobre un problema fundamental de la teología cristiana», p. 27. 64. Véase, en esta segunda parte, el capítulo «Tantas preguntas como rostros», p. 68. 65. Véase J. B. Metz y T. R. Peters, Gottespassion. Zur Ordensexistenz heute, Friburgo de Brisgovia, 1991, p. 15, nota 4. «Estar chiflados por la posibilidad», según la posibilidad de Dios en nuestro mundo, en el que otro «hombre loco» —el «hombre loco» de La gaya ciencia de Friedrich Nietzsche— ha anunciado desde hace tiempo la «muerte de Dios» con la ayuda de una hermenéutica psicologizante. 66. Véase al respecto Memoria passionis § 2 y § 14 (en especial sobre el carácter dialéctico de la razón anamnética). 67. Véase, más arriba, el capítulo «¿Una mística política? Sobre el concepto de lo político en la nueva teología política», p. 35. 68. Véase actualmente, por ejemplo, Philip Roth, Némesis. 69. Véase ggg, passim. 70. Véase, más arriba, el capítulo «La Pascua como experiencia. Breves observaciones sobre textos neotestamentarios», p. 132. 71. Sobre la conversación que siguió a esta predicación, véase, más abajo, el capítulo «Sobre la fidelidad teológica a Karl Rahner. Extracto de una carta», p. 180, nota 2. 72. Precisamente ya destaqué este rasgo de la existencia teológica de Karl Rahner en mi discurso con motivo de su septuagésimo aniversario (1974): «Karl Rahner – ein theologisches Leben. Theologie als mystische Biographie eines Christenmenschen heute», en Stimmen der Zeit 192 (1974), cuaderno 5, véase Unterbrechungen, pp. 43-57 y ggg § 12 (excursus «Theologie als Biographie?»). 73. Véase, más arriba, el capítulo «Tiempo y temporalidad. Sobre un problema fundamental de la teología cristiana», p. 27. 74. En una celebración con motivo de las bodas de oro como sacerdote de Karl Rahner (véase mi sermón, aquí recogido bajo el título de «Karl Rahner: “padre de la fe”», p. 167, nota 1), me encontré con Johannes Lotz, sj, quien, junto con Max Müller y otros, ha marcado la nueva filosofía en el entorno católico. «Se me acercó y me dijo con toda la intención de mundo: “Pero, hombre, ¿qué le pasa a usted? ¿Qué objeciones críticas tiene que hacerle a su querido amigo y profesor Rahner?”. Entonces yo le contesté: “Padre Lotz, mire una cosa:

cuando Rahner llegue al cielo, el buen Dios le dirá: querido y gran Karl Rahner, ¿qué has hecho con la apocalíptica de mi Hijo?”. Entonces se nos acercó Rahner y me dijo: “¿Qué andáis diciendo por ahí? ¿De qué estáis hablando?”. Yo le referí lo que acababa de decirle al padre Lotz. Y él dijo solamente: “Pero eso Lotz no lo va a entender”. Entonces yo le pregunté: “De acuerdo, pero ¿qué dice usted mismo?”. Y él me respondió: “¡Eso te toca hacerlo a ti ahora!”» (tomado de J. B. Metz, «Intellektuelle Leidenschaft und spirituelle Courage», en: A. R. Batlogg y M. E. Michalski [eds.], Begegnungen mit Karl Rahner, Friburgo de Brisgovia, 2006, pp. 116-133). Después, he intentado elaborar un concepto teológico del tiempo que no prescinda de la dialéctica negativa de la apocalíptica bíblica (véase el segundo y el tercer capítulo de la primera parte de este libro). 75. Véase Memoria passionis § 11. 76. Véase al respecto sobre todo el tratamiento acerca de «tiempo y temporalidad», con hincapié especial en un logos de la teología sensible al tiempo y al dolor. 77. Véase la nota 1 del capítulo anterior («Karl Rahner: el añorado»), p. 173. 78. Véanse al respecto mis propuestas formuladas en las notas de la revisión de Oyente de la palabra, de Rahner (1941), en las siguientes ediciones (a partir de 1963, en la editorial Kösel, de Múnich [trad. cast.: Barcelona, Herder, 1976]). Sobre el juicio de Rahner acerca de mi revisión, véase el «prólogo» correspondiente y actualmente la sinopsis entre la primera edición de Rahner y el texto revisado por mí a partir de la segunda edición junto con una carta mía a estas ediciones sucesivas: K. Rahner – Sämtliche Werke, vol. 4, Friburgo de Brisgovia, 1997. Sobre mi intento de proseguir el «giro antropológico» de Rahner en todas sus implicaciones, me gustaría hacer aún dos precisiones. En primer lugar: la subjetización del hombre (en su imbricación histórica y social) pertenece al programa básico de mi trabajo teológico. Esta comprensión del sujeto se funda en una antropología en la que el sujeto va por sí mismo a los demás, con los demás y solo así se conoce también a sí mismo —en la profundidad de su yoidad—. Pues allí donde se trata de una mismidad, nunca se trata solo de uno mismo. «La individualización mediante la socialización»; así llamó Hegel a esto de manera sumamente abstracta (véanse mis notas al capítulo «“Busco tu rostro”. Hipótesis sobre la visión beatífica de Dios», p. 94). Este yo «político» se debería diferenciar del yo idealista de la teología (atemporal, sin destino, igual en todos los sujetos), así como del yo interpersonal (que llega a sí exclusivamente a través del otro tú) y del yo (profundamente) psicológico, tal y como este yo se entiende en primer lugar en su identidad ante los demás y sin los demás. La aquí aludida «diferencia antropológica» respecto a Rahner ya se muestra, al menos indirectamente, en mi breve texto Armut im Geiste (1961), donde ya se subraya la indisoluble unidad del amor a Dios y al prójimo. En segundo lugar: sobre las implicaciones de la «diferencia antropológica» respecto de Rahner en el tratamiento de la pregunta de la teodicea, véase Memoria passionis §§ 26s. 79. Véase más arriba, en esta segunda parte, p. 94.

80. Sobre el trasfondo teológico, puedo remitir sobre todo al capítulo «Tiempo y temporalidad. Sobre un problema fundamental de la teología cristiana», más arriba, en la primera parte, p. 27. 81. Véase también al respecto mi texto «Der unpassende Gott», en Wir sind Kirche. Das Kirchenvolksbegehren in der Diskussion, Friburgo, 1995, pp. 200-203. 82. http://www.theologie-und-kirche.de/leserbrief-metz.pdf. 83. Véase J. B. Metz, Produktive Ungleichzeitigkeit, primera aparición en J. Habermas (ed.), Stichworte zur «Geistigen Situation der Zeit», vol. 2: Politik und Kultur (Suhrkamp 1000), Frankfurt, 1979, pp. 529-538. 84. Véase K. Rahner, «Theologische Grundinterpretation des II. Vatikanischen Konzils», en Schriften zur Theologie xiv, Zúrich, Einsiedeln, Colonia, 1980, pp. 287-302; véase al respecto mi contribución «Im Aufbruch zu einer polyzentrischenWeltkirche», en F. X. Kaufmann y J. B. Metz, Zukunftsfähigkeit. Suchbewegungen im Christentum, Friburgo de Brisgovia, 1987, pp. 93-123. 85. Véase al respecto las reflexiones ad hoc (fenomenológicas) del (joven) Hans Blumenberg. 86. Véase Memoria passionis § 11 y § 18. 87. Véase gs 1. 88. Véase al respecto, más arriba, en la primera parte, el capítulo «¿Miedo al propio perfil en el cristianismo?», p. 42. 89. Los números entre paréntesis remiten a «Unsere Hoffnung. Ein Bekenntnis zum Glauben in dieser Zeit. Ein Beschluß der Gemeinsamen Synode der Bistümer in der Bundesrepublik Deutschland», en Gemeinsame Synode der Bistümer in der Bundesrepublik Deutschland. Beschlüsse der Vollversammlung, Gesamtausgabe, vol. i, Friburgo de Brisgovia, 1976, pp. 85-111 (véase el Apéndice, pp. 223-260); los números romanos remiten a las partes del documento, y los arábigos a las secciones correspondientes. 90. Véase al respecto, más en nuestros días, por ejemplo, D. Chakrabarty, Europa als Provinz. Perspektiven postkolonialer Geschichtsschreibung, Frankfurt, 2010. 91. Para mayor esclarecimiento de esta afirmación, véase, más arriba, el capítulo «Tiempo y temporalidad. Sobre un problema fundamental de la teología cristiana», p. 27.

Ficha del libro El propósito de la presente obra es incidir, desde una perspectiva teológica, en el discurso de la espiritualidad y las espiritualidades, un discurso tan generalizado como poco o mal definido en muchas ocasiones. En esta propuesta de una mística de ojos abiertos, el autor no hablará solo del perfil irrenunciable de la espiritualidad cristiana, sino que también irrumpirá en el debate actual, marcado por la crisis, sobre Dios y la Iglesia, sobre las religiones y los ámbitos seculares. Según Metz, la espiritualidad cristiana no debe rehuir dicho debate ni neutralizar las decepciones ocasionadas por las fallidas reformas de la Iglesia. Estas decepciones, muy arraigadas ya en gran parte de la sociedad, degeneran a menudo en una gran indiferencia con respecto a la vida de la institución. ¿Puede contribuir una espiritualidad teológicamente imbuida a que la Iglesia recupere lo que ha perdido a lo largo de la historia? El autor ha escrito estas páginas porque cree en esa posibilidad y no considera sustituible el perfil católico del cristianismo eclesial —en el sentido más ecuménico de la palabra— cuando se trata de enfrentarse finalmente con los ojos abiertos a los retos de una crisis (de Dios) histórica. «La fe cristiana es, a no dudarlo, una fe buscadora de justicia. Ciertamente, los cristianos deben ser místicos, pero no exclusivamente en el sentido de una experiencia individual espiritual, sino en el de una experiencia de solidaridad espiritual. Han de ser “místicos de ojos abiertos”. […] Son ojos bien abiertos […] los que nos hacen volver a sufrir por el dolor de los demás: los que nos instan a sublevarnos contra el sinsentido del dolor inocente e injusto; los que suscitan en nosotros hambre y sed de justicia, de una justicia para todos.»

Johann Baptist Metz (1928), destacado teólogo católico alemán, es profesor emérito de Teología fundamental de la Universidad de Münster, así como cofundador y editor de la revista teológica internacional Concilium. Entre su producción escrita traducida al castellano destacan, entre otras, las siguientes obras: Esperar a pesar de todo (junto con Elie Wiesel), La provocación del discurso sobre Dios, Dios y tiempo y Memoria passionis. Otros títulos de interés: Karl Rahner El concilio, nuevo comienzo Curso fundamental sobre la fe La Gracia como libertad Oyente de la palabra Sentido teológico de la muerte Sobre la inefabilidad de Dios

Tolerancia, manipulación y libertad Karl Lehmann, Philip Endean, Jon Sobrino y Günther Wassilowsky Karl Rahner Nicolás Castellanos Resistencia, profecía y utopía en la Iglesia hoy Peter Hünermann Cristología William Johnston Teología mística Rudolf Schnackenburg La persona de Jesucristo Juan José Tamayo Otra teología es posible

Índice Portada Créditos Índice Introducción Primera parte. Perspectivas teológicas De qué se trata Mística de la justicia divina Para un perfil mesiánico de la espiritualidad cristiana Tiempo y temporalidad Sobre un problema fundamental de la teología cristiana ¿Una mística política? Sobre el concepto de lo político en la nueva teología política «Tu Dios es también mi Dios» Sobre la «pervivencia» de Dios en la muerte del hombre ¿Miedo al propio perfil en el cristianismo? Unas palabras sobre la libertad religiosa

2 3 4 7 11 12 12 13 25 25 34 34 39 39 42 42

Segunda parte. La mística del rostro. Intentos de aproximación

50

De qué se trata «Estar alertas, despiertos, con los ojos bien abiertos»

51 52

III Instantes de mirada (Augen-blicke)* bajo el hechizo del mundo de las imágenes Aguzar la vista: la Pasión y las pasiones I II III IV V Tantas preguntas como rostros I II III IV ¿Una mística política del amor al enemigo? Con los ojos del enemigo Invitación a todos a mirar al rostro I II La vida de las órdenes religiosas «con los ojos abiertos» I II A la vista de rostros apagados I II «Busco tu rostro» Hipótesis sobre la visión beatífica de Dios

52 56 62 65 65 67 69 71 72 75 75 79 82 85 87 91 95 95 97 100 101 102 104 104 106 111 111

«Oh Salvador, ábrenos los cielos…» I II III IV V Estímulos para la oración I II III IV V VI Valor para interrumpir Tesis pentecostales I II III IV La historia mesiánica como historia del sufrimiento I II III La Pascua como experiencia Breves observaciones sobre textos neotestamentarios I II

114 114 115 117 118 121 123 123 127 131 135 138 141 146 146 146 147 149 151 153 153 159 162 166 166 166 167

III IV Sobre la vuelta de la pregunta de la teodicea al lenguaje de la oración de los cristianos ¿Hace feliz la religión? ¿Un mensaje alegre? I II III Etsi Deus daretur: oración de un creyente La cristología del seguimiento y su mística I II III IV ¿Una cristología de Sábado Santo? Semblanza de un teólogo: Karl Rahner Karl Rahner: su figura Karl Rahner: «padre de la fe» Karl Rahner: el añorado Sobre la fidelidad teológica a Karl Rahner Extracto de una carta

169 171 175 182 186 186 187 189 192 195 195 197 198 200 205 209 211 213 222 230 230

Tercera parte. ¿Una Iglesia que no quiere aprender? 236 De qué se trata ¿Principio de un principio? Con la mirada puesta en el Concilio Vaticano II

237 240 240

III III Un resurgir de la esperanza Recordando un documento sinodal I II III IV V Referencias bibliográficas Abreviaciones bibliográficas

Apéndice Nuestra esperanza. Resolución del sínodo colectivo de las diócesis de la República Federal Alemana Introducción. «Dar cuenta de nuestra esperanza», tarea de la Iglesia Parte I. Dar testimonio de la esperanza en nuestra sociedad 1. El Dios de nuestra esperanza 2. La vida y la muerte de Jesucristo 3. La resurrección de los muertos 4. El Juicio 5. La remisión de los pecados 6. El reino de Dios 7. La creación 8. La comunión de la Iglesia Parte II. Un testimonio único y múltiples portadores de la

240 243 253 262 262 262 265 270 271 277 280 282

284 285 285 288 289 291 296 299 301 306 310 313 317

esperanza 1. En medio del mundo en que vivimos 2. El testimonio de la esperanza vivida 3. En sintonía con Jesucristo 4. El pueblo de Dios como portador de la esperanza Parte III. Los caminos del seguimiento 1. Camino a la obediencia de la cruz 2. Camino a la pobreza 3. Camino a la libertad 4. Camino a la alegría Parte IV. Misiones para la Iglesia y la sociedad en su conjunto 1. Para una unidad viva de todos los cristianos 2. Para una nueva relación con la historia de la fe del pueblo judío 3. Para una comensalidad con las Iglesias pobres 4. Para un futuro digno de la humanidad

Notas Información adicional

317 318 318 320 323 323 325 326 328 331 332 333 334 336

340 348