Pescadores de atún y otros cuentos proletarios costarricenses [1 ed.]
 978-9968-680-57-8

  • Commentary
  • Selección, prólogo y notas de Iván Molina Jiménez
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Pescadores de atún y otros cuentos proletarios costarricenses

CR863.5 M722p Molina, Iván

Pescadores de atún y otros cuentos proletarios costarricenses / Iván Molina Compilado por Grupo Nación GN S.A. 1ª ed. - San José, C.R. Grupo Nación GN S.A., 2012. 64 p. ; il. ; 27 cm. (Colección Leer para disfrutar)

ISBN:

978 - 9968 - 680 –57–8

1. Literatura costarricense 2. Cuentos 3. Colección Leer para disfrutar I. Grupo Nación GN SA, Comp.

II. Título

© Grupo Nación GN, S. A. San José, Costa Rica, 2012. Quedan reservados todos los derechos sobre la presente edición. Se prohíbe su reproducción sin el permiso previo de la editorial. Edición número: 200 Diseño: Laura Vásquez Alvarado, Libros para Todos Ilustración de portada: Juan Julio Rojas Ilustraciones internas: semanario Trabajo. Edición: Iván Molina y Diego Jiménez

Índice Prólogo Escritores proletarios Iván Molina Jiménez

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Las buenas obras de don Prudencio As de espadas

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Viendo vivir Ricardo Coto Conde

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Niños que no son niños Ricardo Coto Conde

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Un solo día en la vida de un obrero desocupado Un trabajador

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Necesidades del trabajador Un trabajador

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Pescadores de atún Matías el aventurero

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A los trabajadores del Cocal Matías el aventurero

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Los leñateros Matías el aventurero

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El pago Abromo y Román

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Prólogo

Escritores proletarios

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a expansión de la alfabetización popular y el ascenso de diversas corrientes políticas radicales (socialistas, anarquistas y comunistas) fueron dos condiciones que favorecieron, durante el siglo XIX, la constitución de nuevas categorías de escritores que formaban parte de las clases trabajadoras, especialmente urbanas. Los periódicos y revistas fueron los medios principales por los cuales estos autores dieron a conocer sus producciones intelectuales –sobre todo, ensayos cortos, poemas y cuentos–, pero algunos también elaboraron novelas y obras de teatro que circularon como libros y folletos. El ruso Máximo Gorki (1868-1936) fue una de las figuras más reconocidas y emblemáticas de estas nuevas corrientes. El triunfo de la revolución bolchevique en 1917 fue la base para que, en la futura Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), la dirigencia comunista promoviera, especialmente durante el decenio de 1920, la formación de una nueva intelectualidad de origen campesino y obrero. El esfuerzo precedente pronto fue complementado por corrientes estéticas que enfatizaban que la tarea del arte y la literatura era denunciar la explotación de los trabajadores y exaltar sus formas de organización y de lucha, en los países todavía dominados por el capitalismo, y contribuir a la

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construcción del socialismo en las áreas del planeta en que ese proceso ya estaba en marcha. La evidencia disponible demuestra que, aún en 1932, existían en la URSS diversas concepciones del llamado “realismo socialista”; pero, a partir de 1934, fue institucionalizado el enfoque defendido por Gorki y, en particular, por Andréi Zhdánov, este último emparentado con José Stalin (1878-1953). El contexto sociopolítico de esa época, caracterizado por el avance del fascismo y del nazismo en Italia y Alemania, y por el estallido de la guerra civil en España (1936-1939), condujo a los comunistas, en los distintos países de Occidente en que operaban de manera legal, a formar alianzas (“frentes populares”) con diversos sectores identificados con la democracia liberal. La nueva teoría estética, en estas circunstancias, fue aplicada de manera bastante laxa.

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Las investigaciones realizadas por los historiadores Rodrigo Quesada y Mario Oliva dejan en claro que, desde finales del siglo XIX, la prensa obrera se convirtió en un medio para que escritores de extracción trabajadora empezaran a dar a conocer sus creaciones literarias (especialmente ensayos y poemas) en Costa Rica. El factor fundamental que posibilitó esta experiencia fue el crecimiento de la población con algún grado de alfabetización, sobre todo en el mundo urbano: en la ciudad de San José, las personas de diez años y más que satisfacían tal condición ascendieron de 50,1 a 93,8 por ciento entre 1864 y 1892, un aumento que permite comprender mejor la expansión experimentada por la cultura impresa en ese período. Los escritores de origen obrero, en las primeras décadas del siglo XX, mantuvieron su colaboración con periódicos y revistas vanguardistas, y fueron atraídos en particular por el movimiento reformista, encabezado por Jorge Volio Jiménez (1882-1955) a inicios de la década de 1920. El cambio principal, sin embargo, ocurrió diez años más tarde: en junio de 1931, a medida que el país se abismaba en la profunda crisis económica mundial de esos años, fue fundado el Partido Comunista de Costa Rica (PCCR). La

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nueva organización, que pronto dispuso de un periódico propio denominado Trabajo, ya en octubre del año indicado inauguró una sección llamada “cuentos proletarios”. La dirigencia comunista, aunque enfatizó en las labores electorales y de formación de sindicatos, no dejó de lado la promoción de actividades literarias asociadas con la denuncia de la pobreza y la explotación, y el énfasis en que los trabajadores debían organizarse para luchar mejor por sus derechos. La reconocida maestra y escritora María Isabel Carvajal (Carmen Lyra) fue una de las principales impulsoras de estos esfuerzos, que originaron informales talleres de creación literaria. La experiencia más exitosa fue, sin duda, la de Carlos Luis Fallas Sibaja (1909-1966), cuya obra Mamita Yunai (1941), traducida a numerosos idiomas, se convirtió en la novela emblemática de la producción bananera (una actividad dominada por la transnacional estadounidense United Fruit Company).

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Los relatos incluidos en este fascículo fueron publicados en Trabajo entre 1931 y 1939 (las fechas exactas se consignan al final de cada cuento), en su mayoría de manera anónima o con un pseudónimo. Los materiales que se apartan de esta tendencia son “Viendo vivir” y “Niños que no son niños”, escritos ambos por el joven estudiante de Derecho y cofundador del periódico comunista Ricardo Coto Conde, fallecido prematuramente (19081931). El otro texto que al parecer incorpora por lo menos los apellidos de sus autores es “El pago” –el único que tuvo su origen en la colaboración entre dos personas–, aunque tal información resultó insuficiente para identificarlos. La categoría de escritor proletario ciertamente no aplica al caso de Coto Conde, ni a As de espadas, cuyo cuento, “Las buenas obras de don Prudencio”, evidencia un dominio del idioma, de las técnicas narrativas y de la ironía, que parecen más propios de Carmen Lyra que de un obrero. El resto de los relatos, en contraste, sí muestran, en la parte formal, un nivel más acorde con la cultura trabajadora; además, a diferencia de los tres

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primeros materiales, que se limitan a la denuncia de difíciles condiciones de vida y laborales vistas desde afuera, enfatizan en la experiencia vivida, con detalles precisos al respecto (incluidas las especificidades técnicas y sociales de ciertas ocupaciones) y un llamado a la organización y a la lucha. Los tres cuentos escritos por alguien que utilizaba el pseudónimo de “Matías el aventurero”, así como el de “Abromo y Román”, son de particular interés por la información que proporcionan acerca de mundos laborales hasta ahora muy poco conocidos, a saber, la pesca del atún, el cargamento del banano, la corta de mangle y las actividades asociadas con los remolcadores en el Pacífico costarricense. El grado en el cual Carlos Luis Fallas participó en esta tradición de escritores proletarios es un tema fascinante que quizá algún día se pueda aclarar; pero, por el momento, es claro que Mamita Yunai fue parte de una experiencia colectiva, orientada a la producción de narrativas proletarias, mucho antes de la publicación de esta novela en 1941. La recuperación de estos cuentos es importante para aproximarse no sólo a dimensiones poco exploradas del pasado literario costarricense, sino a cómo fue vivida la crisis de 1930 por diversas categorías de trabajadores, en la Costa Rica anterior al inicio de las reformas sociales (1940-1943); se trata, por tanto, de relatos de carácter testimonial, en los que el desempleo, la pobreza, la diferenciación social y étnica, la formas de resistencia a la explotación y las estrategias de sobrevivencia, entre otros aspectos, se convirtieron en la base sobre la cual fueron construidas las distintas narrativas. El resultado final es un conjunto de textos que, desde diversas perspectivas, interpela a la sociedad costarricense de comienzos del siglo XXI.

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Los materiales aquí reunidos fueron recolectados en el curso de un proyecto de investigación realizado en el Centro de Investigación en Identidad y Cultura Latinoamericanas (CIICLA) y financiado por la Vicerrectoría de Investigación, ambas instancias de la Universidad de Costa Rica. La ortografía original fue actualizada,

se corrigieron algunos errores de puntuación y de impresión, y se uniformaron aspectos de forma como el uso de guiones y de comillas. Las ilustraciones que acompañan los relatos proceden también de Trabajo, y evidencian el esfuerzo de los comunistas por promover la producción del arte proletario. Agradezco la colaboración de Daniel Bonilla Matamoros, estudiante del Posgrado Centroamericano en Historia, quien se encargó digitar y revisar preliminarmente los cuentos. El suscrito, sin embargo, es el único responsable de los errores y omisiones que esta obra contenga. Iván Molina Jiménez

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Las buenas obras de don Prudencio As de espadas

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os rayos del Sol, después de jugar en las hojas de la enredadera, se colaron por la ventana y le avisaron a don Prudencio el renacimiento de un nuevo día. Después de tomarse dos vasos de leche acabada de ordeñar, se levantó el dichoso don Prudencio y se dirigió al balcón para contemplar una de sus tantas fincas que poseía; esta se llamaba La Maravilla. Era una hermosa finca que la había hecho como todas, con puro trabajo; hombre religioso a carta cabal, era caballero mariano y de los de copete, se confesaba todos los sábados y comulgaba los domingos, y cuando había turnos se distinguía ayudando a explotar a los ignorantes; tenía un gran corazón, les alquilaba las tierras a los agricultores y aquellos tenían que darle la mitad de las cosechas; a los peones les pagaba un mísero salario con el cual no podían vivir, y a la hora de la liquidación, como el bueno de don Prudencio les adelantaba alguito para tenerlos seguros, les salía con que cinco y cinco son diez, cero es cero, cero grande se come al chiquito y, aunque quedaban en paz, siempre quedaban debiéndole. Bajó don Prudencio para hablar con Juan que estaba enyugando los bueyes: —Hombre, Juan, ese buey está enfermo, desenyúgalo y ponlo en el establo. Juan hizo lo que le mandó don Prudencio tan misericordioso con los animales y cambió de buey. Después de que don Prudencio se bañó, tomó café, huevos,

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mantequilla, natilla, pan y jalea, se dirigió donde estaba el buey, advirtió que la canoa estaba sin pasto y colérico reservó una buena regañada a Juan, por no tener en buen cuido a los bueyes. Don Prudencio tenía un completo botiquín para animales y cogió lo necesario para curar al buey. Después de un suculento almuerzo, que ya se lo puede imaginar el lector por lo del desayuno, y de haberle propinado a Juan la regañada del siglo, en momentos en que éste se tragaba el último bocado de frijoles y tortilla, que ayudaba a bajar con agua dulce y de advertirle que el buey enfermo necesitaba un mes de descanso, se deslizó don Prudencio en su Packard, por esas lindas carreteras, que sólo se han hecho para los bienaventurados, rumbo a San José, donde tenía que vigilar la reparación de una casa que le había quedado en una hipoteca, dejando a la intemperie a una viuda con tres niños. En la reparación trabajaba un albañil enfermo. Era un esqueleto humano, que con grandes sacrificios llegó ese día a la labor, pues tenía dos hijos pequeños y uno de cinco días de nacido; él era el único amparo; su esposa había quedado en cama y una hermanita de ella la cuidaba y hacía los alimentos para todos, “frijoles y plátanos”, pues no alcanzaba para más; lo práctico de los discursos del Congreso del Niño,1 tan dulces para los ricos, jamás podría entrar en aquel hogar humilde. Don Prudencio entró a su casa, que como otras muchas, del mismo modo había adquirido, premiando Dios de ese modo su buen corazón; de un vistazo abarcó a todos los que trabajaban. Don Prudencio amaba a su prójimo como a sí mismo, y como él era tan bueno con los animales como con la humanidad, observó que el albañil, por su debilidad física, no reunía las condiciones de poderlo explotar. Llamó entonces al capataz para que lo despidiera, alegando que era perezoso y de ese modo el caballero mariano de don Prudencio le daba las gracias al Todopoderoso por haberlo despertado con vida aquel día y haberlo colmado de beneficios. 28 de octubre de 1931, p. 2.

1 El Primer Congreso Nacional del Niño fue organizado por el Patronato Nacional de la Infancia en 1931.

Trabajo, 12 de septiembre de 1942, p. 1

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Viendo vivir Ricardo Coto Conde

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l Sol brilla en el cenit con todo el esplendor que le da un cielo sin nubes, de un azul profundo. Sus rayos diríanse aceradas y candentes agujas que taladran la carne. Nada empaña la limpidez azulosa de los cielos inmensos. La vía en reparación es intransitable. Sobre ella la tierra amontonada dibuja caprichosas montañas en miniatura, de un color amarillento que se torna rojo al recibir los dardos de Febo; los zanjones estrechos y profundos semejan abiertas tumbas de un cementerio de aldea. Visto a cierta distancia, el cuadro tiene una rudeza agreste que cautiva. Pero de cerca tiene un no sé qué de triste y doloroso. Es una de las tantas páginas del libro de la vida, en la cual podemos leer la miseria de ciertos monigotes que se llaman hombres. Da lástima ver a esos seres, encorvados desde la mañana hasta la tarde sobre el ardoroso suelo levantando el pesado pico con un movimiento mecánico, monótono, cansado. Cae este sobre las piedras y al chocar con ellas parece que lanza un grito de rebeldía impotente, de que es incapaz el individuo que lo maneja; la pala al rebotar sobre el duro pavimento imita la queja continua e inescuchada del trabajador, y las piedras, golpeadas por los aceros, chispean en un arranque de insubordinación. Pero los hombres inconscientes de su miseria, e incapaces de comprenderla y remediarla, golpean sin cesar. El sudor corre por sus polvorientas frentes; el polvo obscurece sus vistas; los labios apretados sostienen el puro, formando un rictus amargo y doloroso; sobre la espalda doblada el sol deja caer implacable sus rayos de fuego. Si fatigados de su incómoda posición descansan unos instantes, la voz brusca del capataz los llama de nuevo a su tarea; son los galeotes de la tierra.

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¡Pobres gentes, parias de una sociedad disoluta y despilfarradora, que irrisoriamente se titula democrática. Nadie al pasar al lado de ellos piensa que alguno puede estar enfermo; que muchos probablemente desfallecen debido a una alimentación inadecuada, y a pesar de eso tienen que matarse trabajando como bestias. Quizá en la casa de alguno, en su humilde y obscura vivienda, se encuentra enfermo el hijito de su alma; y ansía estar a su lado un momento siquiera; y llevarle medicinas para curarle su mustio cuerpecito y juguetes con qué arrancar una sonrisa a los macilentos labios! Cuántos al salir de sus casas dejaron postrada en el duro lecho a su anciana madre sufriendo los achaques de la miseria. En los oídos de muchos resuenan todavía las duras palabras del dueño de la miserable covacha que les sirve de habitación increpándolos por un atraso. ¿Cuál diversión, cuál distracción tienen esos hijos del dolor? Ninguna. Y sin embargo, cuán duro castiga la sociedad sus faltas, sin tomar en cuenta que la causa de ellas es ella misma que no los protege. Si se embriagan les arrebatan parte de un jornal tan duramente obtenido, sin comprender que el peón toma para olvidar lo árido y cruel de su vida. Que en él, los efectos del licor no constituyen un placer, sino un lenitivo a sus dolores. Sus padres fueron peones; ellos son peones, y sus hijos también manejarán la pala y el pico, deslizándose su vida de un modo mecánico, triste y doloroso. 28 de octubre de 1931, p. 3.

Trabajo, 12 de septiembre de 1942, p. 1

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Niños que no son niños Ricardo Coto Conde

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odo ríe en el parque; el sol inunda de alegría las anchas alamedas, el agua de la fuente modula su canción eterna. Niños de caras sonrosadas corren sobre las baldosas multicolores bañadas por los rayos del Sol; tenue brisa discurre entre el esmeraldino ramaje, refrescando la tibieza estival del ambiente. He dicho que todo ríe; pero no; ese cuadro de alegría está nublado por una pincelada de dolor, que incita a la reflexión. Sentados en semicírculo sobre pequeños cajones están otros niños. ¡Pero qué diferencia tan notable existe entre los antes citados y estos! Aquellos son niños en la verdadera acepción de la palabra; tienen sus alegrías íntimas de chiquillos; sus risas son canciones de optimismo; el trato que reciben es el de una planta delicada propensa a estropearse al menor descuido. En cambio contemplad a estos otros; vedles los ojos, y en la mirada de todos encontraréis una tristeza profunda, infinita, que ellos mismos no pueden comprender; vedles la boca, y encontraréis en el pliegue de sus labios la huella que deja la copa ya escanciada del dolor; ved esos cuerpos raquíticos, sucios y mal cubiertos, y pensaréis con tristeza en esos árboles nacientes expuestos a las inclemencias, que no tienen una mano amiga que enderece su tronco. Al verlos reír, os extrañaréis; no es la risa cristalina y modulada del niño, que brota alegre y espontáneamente; no; es la risa que sale forzada, siendo el cuerpo y no el alma quien ríe. ¡Ah! ¡Cuánta diferencia existe entre la risa del niño y la risa del hombre! ¡Cuánta diferencia existe entre un día despejado, en que el Sol brilla placentero, en que se escucha por doquiera el murmullo de

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las fuentes y el canto de los pájaros, y esas noches de invierno, tristes, grisáceas, glaciales alumbradas por una Luna blanca y fría, cual el ojo de un cíclope muerto! En el niño la espiritualidad satisfecha manifiesta su contento por medio de la risa; en el hombre, ya que el alma no puede reír, ríe engañosamente la materia. Así ríen esos pobres chiquillos; hombres a los diez años, no tienen el consuelo de haber sido niños; su vida es un continuo batallar. ¡Qué difícil es que un chiquillo de esos vea la vida color de rosa! ¡Qué difícil es hacerlos diferenciar lo bueno de lo malo! No conocen lo que es bueno, pues nadie usa la bondad para con ellos, no comprenden lo que es malo pues la maldad es su ambiente. Los gérmenes de las ruines pasiones están latentes en ellos. Envidian la dicha de los otros niños al verlos gozando de una felicidad imposible para ellos. Aborrecen la fuerza oprobiosa de la autoridad que los deprime, y en cuyas garras caerán más adelante. ¡Oh pobres chiquillos que siendo niños sois hombres! ¡Pobres seres para los cuales se construyen las cárceles, que tenéis obligaciones para con la sociedad, y no gozáis de ninguna protección de ésta! Se construyen escuelas; se crean instituciones de beneficencia; se elevan templos y se hacen ofrendas, y no se cuida de vosotros. Se publican libros, muchos libros en los cuales se habla de los derechos de los niños, y a vosotros se os excluye de esas prerrogativas. ¡Qué hipócrita y miserable es el hombre! ¡Cómo reina el egoísmo en este miserable género humano! Si pudieran los individuos obtener provecho de estas pobres criaturas relegadas al olvido, entonces sí se ocuparían de ellas; si sus padres fueran millonarios; entonces brotarían los protectores por millares. 28 de octubre de 1931, p. 3.

Trabajo, 12 de septiembre de 1942, p. 1

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Un solo día en la vida de un obrero desocupado Un trabajador

Un trabajador nos ha traído este relato. Carece de vestiduras literarias. Tiene una dolorosa sencillez. Es más que un cuento, si por esto entendemos un trabajo literario donde la imaginación colabora con la realidad; es un trozo de realidad misma. Aquí, por esta página, vemos desfilar un día de la vida de un trabajador desocupado, a quien la miseria desmoralizó y condujo hasta la mendicidad callejera. Es posible que si un capitalista lee este relato frunza el gesto, con desdén incrédulo. Pero los trabajadores, los obreros y campesinos de Costa Rica, saben por propia, amarga experiencia, que cualquiera de ellos podría contarnos pedazos de sus vidas que tengan mucha semejanza con la del trabajador desocupado de este sencillo y doloroso relato.

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as seis de la mañana; es decir, un nuevo día, ¡un día más de lucha! ¡Llevo quince meses de estar sin trabajo y amanezco vivo todavía! Sin embargo, vamos a la calle a ver qué conseguimos. De nada sirve que yo tenga brazos, inteligencia, habilidades, honradez… ¡No hay trabajo! ¡No hay! —¿Hay café, esposa mía? Anoche vendí mis espejuelos y creo haberte dado veinte céntimos. ¿No es así? —Sí hay, José, pero sin pan. Nuestros cinco chiquillos se van acostumbrando a desayunarse sin pan ya. Aquí está, tómalo. —¡Sabroso café, María! ¿Qué tienes? ¿Estás triste? —No, José; tengo, por el contrario, el presentimiento de que hoy

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sí encontrarás ocupación. El día está alegre, como de Navidad. Te comunico que anoche compré por fin el hilo blanco, para remendar las ropas de los niños. ¿Sabes con qué? Mandé a vender tres libras de papel periódico al dueño de la pulpería. —¡Adiós, María! —Adiós, José, ¡que la suerte te proteja! —Bien; iré por el lado de la plaza. Me encuentro tan débil… —Hola, José, ¿qué andas haciendo? —¿Qué hay, Pascual? Ando siempre en busca de trabajo. ¿Estás bien? —Óyeme, José; en casa del doctor M. para allá de La Sabana, me parece que necesitan albañiles. —¿De veras, Pascual? ¡Voy enseguida! ¡Gracias amigo! Del Barrio Luján a La Sabana, unos dos kilómetros… ¡Vamos! Paso por una agencia de automóviles. Un individuo entrega al cajero un cheque y le dice: “Aquí tienes el cheque por ocho mil colones. No me hubiera importado haber comprado el de nueve mil, pero me parece que ese regalo de bodas va a gustar mucho. ¡Es suficiente!” Yo me siento desfallecer, los ojos se me humedecen, estoy confundido. ¡¡Cuánto dinero para un regalo de bodas!! Y sigo… Recojo una colilla de cigarro que arroja en la acera un abogado. Fumo y camino. La mañana es hermosa; el sol tiñe de amarillo naranja, los techos, las calles, las cosas. Buenos cigarros… ¡¡¡finos!!! Un periódico en el pavimento. Lo recojo y leo: “Avisos económicos”. ¿Habrá algún “chance”? Nada… nada que me interese. “Notas de sociedad”. “El té danzante de ayer en el Hotel Costa Rica”. “La comida del lunes en el Club Unión”, “el suntuoso baile en el Club Katharina”, “el banquete de anoche en el hotel Rex”. A ver… a ver… viajeros distinguidos… Procedentes de Nueva York a donde habían ido en viaje de recreo, saludamos a los esposos M. y C. De Europa regresó Fulano. Pasará sus vacaciones en la república Argentina, don Zutano. Recepción brillante en casa del ministro tal. ¡Oh, cómo derrocha dinero la gente chic! Me hacen falta mis espejuelos. ¿Qué es ahí? ¡Ah!, Sastrería Social. Unas damas elegantísimas salen de esa casa comercial diciendo una a la otra: “No; quedaron de enviarme el sobretodo a casa. Yo no podía aceptar el de color gris, porque es de muy bajo precio; no te figuras querida, que sería un ridículo que yo me

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pusiera un sobretodo de trescientos colones? Tomemos un carro. Me duelen los pies”. Y yo, por darles la acera, tropiezo con un cañamito. Qué calamidad es ésta. Pues señor, ¿cuánto le habrá costado el otro sobretodo a esa dama? Busco en mis bolsillos… ni un cinco. Estoy abatido. ¿Le llevo, señora? No señor; esta valija es de mi patrona y yo soy quien la llevo. En eso, dos jóvenes apuestos, en el cruce de la Avenida Central. “Pero no seas bobo; si nosotros vivimos precisamente de la especulación; ¿que el cambio sube? ¡Mejor para nosotros! ¡La bolsa!” Me detengo en la vitrina de una botica. Un anuncio; entro: —Perdone, ¿a cómo venden ese remedio contra las amebas? (Mi hijo tiene amebas). No me atienden. Mi traje mugriento, sucio, deshilachado, indica al dependiente que nada he de comprarle. ¿Qué le vamos a hacer? Esperaré. Una joven bellísima, ataviada de joyas entrega un billete de cien colones al dependiente y habla así: “Sí señor; envuélvalo; lo llevo porque es conocido y es de París; veo que ahora vale treinta y dos colones”. —Sí señorita; como es mercadería extranjera. Suena la registradora; cuentan unos billetes y luego, las inclinaciones de cabeza de esa gente acomodada. —¿Decía usted? Ah, el remedio ese vale a tres colones el frasco. Y el dependiente se retira. Yo hago lo mismo. Ando… camino… cruzo. Llego donde el doctor M. —¿Me pueden dar trabajo como albañil? —No señor; el personal está completo. Y el capataz cierra el portón de entrada. A lo lejos, La Sabana, verde, plana… Regreso; voy a casa; estoy desalentado, aturdido, maltrecho, pero… ¿Qué llevo a casa? —Señora, ¿usted tiene que limpiar las ventanas? Yo podría… —No señor; nosotros tenemos sirvientes… —Oiga, patrón; ¿le desyerbo el frente de la casa, por lo que me dé? —¿Y eso? No moleste usted. Me estaciono en la esquina. Son las diez de la mañana. El sol pica. Dos tipos extraños toman whisky en la cantina. Oigo el diálogo así: —Anoche, te digo Alberto, que no me fue mal; gané jugando, seiscientos colones.

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—Yo —dice el otro— perdí como doscientos, pero no importa, mi padre tiene dinero. Ahora está comprando ganado. Tomemos. Y absorto, con los ojos abiertos, tímido, acaso llorando sin lágrimas, digo al de semblante menos severo: —Disculpen ustedes caballeros. ¿No podrían hacerme la caridad de… —¡Maldita sea! —dijo el “caballero”—. Ya no puede uno con tanta pedidera. —Retírese —me grita el cantinero. Y me retiro. Estoy casi sordo; dos kilómetros. Mis espejuelos… Me siento como un autómata, sin acción, sin voluntad, sin vida. Camino. Entro a una pulpería donde atiende una señora. —¿Me obsequiará usted un vaso de agua, mi buena señora? —Ahí tiene usted. Y a sorbos, tomo. —¡Aló! —Habla un hombre regordete por teléfono—. Sí, eso es; ¿no entienden ustedes? Tengan embodegado ese cargamento de maíz que de aquí al domingo subirá el precio; hay poca oferta; con eso, nos ganaremos unos dos colones más en cada saco. Y digan, ¿son quinientos sacos?… Ajá… Yo dejo el vaso; salgo diciendo en voz baja: —¡¡Bandidos, criminales…!! —¡Adiós José! —Hola Cipriano, ¿qué hay de nuevo? —Nada, José; te quería contar que ayer conté en un entierro treinta y cuatro coronas, entre ellas, algunas de veinticinco colones. Vieras qué regio, cuántas flores. —Sí, amigo Cipriano. Cuántas flores… Que te vaya bien. —¿Siempre sin trabajo José? —Siempre… amigo. —Toma, ayúdate. Adiós. Y una moneda de diez céntimos cae en mi mano derecha. ¡Qué bueno es Cipriano! —Toma, esposa, diez céntimos. No he conseguido nada hoy. —Estamos de suerte José. Lucía, la chiquitilla, encontró esta cajetilla vacía de cigarrillos y tiene un premio de a cinco céntimos. ¿Ves? Bueno, ya son quince céntimos. La vecina me regaló estos plátanos. Vaya, Julio, traiga un cinco de arroz, un cinco de galleta

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y un cinco… un cinco… un cinco de leche. Pero, óyeme, José. ¿Y la leña? —Espera, María; picaremos el cajón de Julio, donde guarda los cuadernos de la escuela. —¡No papá! Mi cajón. —Déjalo, hijo, es que no hay leña. Julio sale llorando. El fuego comienza a arder. Yo estoy ardiendo… Toma el cuchillo, María, que me dan tentaciones de no sé qué… con él. Y me retiro exasperado a la puerta. Perros de la aristocracia… ¿Cómo queréis que estemos contentos nosotros los miserables, si vosotros nos estáis matando a nuestros hijos? ¿Cómo queréis que no nos volvamos unas fieras, enloquecidos por el torcedor del hambre? ¡Burguesía asesina, sanguinaria y depravada! ¡No hacéis más que daros gusto, aumentando la carne de presidio con vuestra conciencia encallecida! ¿Y habrá, a estas horas algún imbécil que pretenda quitar la razón de la existencia del Partido Comunista? —José, ven a almorzar ya está todo listo. —Sí, María. Una cucharada de arroz, una galleta y dos plátanos. 26 de mayo de 1935, p. 3.

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Trabajo, 21 de abril de 1935, p. 4

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Necesidades del trabajador Un trabajador

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ola, José, ¿qué tal? —Pues bien y mal, Tobías. —¿Por qué así? —Porque de salud estoy bien y de trabajo estoy mal, pues no tengo trabajo. —¿Por qué estás sin trabajo, vos que sos tan buen carpintero, cumplido y sin vicios? —Amigo, ahora no me ha valido eso, pues hay tanta mala fe, mira lo que me pasó con Juan Corrales. Se fue donde mi jefe; yo ganaba ¢6.00, él se ofreció por ¢4.00 y el jefe, como quiere congraciarse con el patrón, me cortó el rabo y le dio a ese mala fe mi trabajo. Si fuera yo solo menos mal, pero con seis güilas, dos que tengo en la escuela, voy a tener que sacarlos, por no poder comprarles útiles y en la escuela no se los dan, pues saben que son hijos de un carpintero. A más de eso necesito la ayuda de ellos que, camaroneando, algo se ganan los pobres, y con eso voy mal pasando. —¡Qué raro! A mí lo que me extraña es que Juan haya hecho eso. Hace nueve años, por él fue que estuvimos ganando diez colones, con aquel patrón que nos habló para ir a trabajarle a [¿ocho?] colones. Entonces Juan se paró valientemente y le dijo que sí íbamos, pero a diez colones o de lo contrario no íbamos. Como el patrón necesitaba nuestro trabajo aceptó; por cierto que duramos bastante tiempo; así es que no convengo con que sea mala fe del individuo, sino de las circunstancias del mismo. —Cállate, allá viene. Hablando del rey de Roma y él que se asoma. —Magnífico, estaba deseando verlo, ahora verás lo que le voy a

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decir, cuatro verdades. Juan: —Hola muchachos, ¿cómo están? — y les tendió la mano como amigos que eran. José: —No acepto la mano de un hombre que no se puede llamar amigo. —No te enojes. Yo sé por qué estás resentido. Pero razonemos un poco; vos tenés familia y yo también la tengo y en peores condiciones que la tuya, pues tenía tres meses de andar buscando trabajo y todos los esfuerzos fueron vanos, y para completar mi desgracia se me murió el más güila. Y como si esto aún no fuera nada se me enfermó la vieja. Yo estaba loco, imagínate de qué no hubieras sido capaz en mi lugar. Ahora vos estás en dificultades. La pobreza nos hace estar en lucha constante entre nosotros mismos. Sólo que nos organicemos nos podremos defender; los invito para que nos reunamos esta noche con treinta compañeros más en la casa de mi tío Terencio. 30

10 de julio de 1937, p. 4.

Trabajo, 6 de marzo de 1943, p. 2

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Pescadores de atún Matías el aventurero Trabajo comienza a publicar hoy una serie de cuadros vividos por un compañero en la pesquería del atún, entre las olas del Pacífico. Han sido escritos sin pensar en quedar bien con la literatura, por una mano joven y fuerte que se ha endurecido tirando del peje de más de cien libras de peso y de la red de sardinas. Al leerlos se tiene la impresión de que son carne viva empapada en el sudor del esfuerzo hecho bajo el sol tropical, en pleno mar. Son el recuerdo desnudo y palpitante de lo que acaba de ocurrir en cualquier barco pesquero dirigido por la sed de ganancias, del que ha sido prescrito todo sentimiento de humanidad. Nosotros los hemos leído con la emoción con que hemos leído los cuadros de Ehrenburg.2 Nota: de nuevo publicamos la parte primera de esta serie. A ello nos ha obligado la protesta de muchos de nuestros lectores, quienes no pudieron materialmente leer la publicación anterior debido al gran número de errores con que apareció. Nos place por tanto atender esa amable solicitud, al mismo tiempo que presentamos excusas al autor por nuestra involuntaria actitud.

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e acercaba la puesta del Sol. Al suroeste de Cabo Blanco, varios hombres pescaban a bordo de un pequeño barco. Eran tres parejas de pescadores. El barquito no tenía esos enrejados de hierro con su barandita para apoyar la rodilla como los otros, que los tienen a estribor, fijos en la parte externa de la borda y que sirven para defender a los pescadores. Pescaban dentro de la borda. Todos tenían los tobillos hinchados por los coletazos desesperados de los peces que caían sobre cubierta, agonizando 2 El escritor ruso Ilya Ehrenburg (1891-1967).

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frenéticos fuera de su elemento y cubriendo de sangre, escamas y baba a los seis hombres. —Capitán —dijo uno de ellos—, este pescado es demasiado grande para sólo dos hombres. Es de tres cañas. Los atunes se precipitaban velocísimos sobre los agudos ganchos cubiertos de plumas que les ofrecían los pescadores, entreverados con sardinas vivas. Golpeaban violentamente a los hombres al ser detenidos bruscamente en mitad de su carrera. Era demasiado peso para dos hombres. Podrían pesar alrededor de cien libras cada uno. Más bien más que menos. Corrientemente se usan dos cañas para atún hasta de ochenta libras de peso, y tres para pescado arriba de ochenta, hasta ciento veinte. —¡Vamos, vamos! ¡Ese anzuelo al agua! —fue la respuesta— ¡Nosotros los americanos cogemos eso a una caña…! De pronto una de las tres parejas fue arrancada violentamente de su puesto. Un atún gigantesco los había lanzado al agua como si hubieran sido por una mano invisible o por un oculto resorte. Uno de ellos logró asirse de la borda y con presteza se embarcó de nuevo. El otro no tuvo igual suerte y como el barco iba caminando, pronto quedó rezagado, agitando desesperadamente los brazos. Se dio la vuelta lo más a prisa que se pudo. Todavía faltaban algunas decenas de metros para desandar lo andado desde que el hombre cayó al agua, cuando, de repente, se vio surgir junto a él una enorme aleta. En menos tiempo del que se tarda en decirlo, el infortunado desapareció arrastrado al fondo de los mares en las fauces de un enorme tiburón. El agua se tornó rojiza, como si reflejara el crepúsculo sangriento que perezosamente invadía el espacio. Los peces tomaban su revancha. El pescador muerto tenía madre y también tenía su novia. El capitán dice que lo siente mucho. Lo quería como a un hijo. Sin embargo, se niega a indemnizar a la madre desamparada… El triste suceso ocurrió fuera del límite que señala la ley a las aguas costarricenses. Además, el muerto ganaba por tonelada y no se le podría considerar como asalariado. Era más bien un socio. Sí, eso es, un socio, y los socios comparten todos los riesgos. La ley habla de asalariados y además es una ley para Costa Rica. Costa Rica no es alta mar. Pero, ¿y las ganancias? Hagamos números, como si fuéramos

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americanos. Una tonelada de atún representa alrededor de setenta dólares de gastos distribuidos así: veinticinco por cogerla, veinte para refrigerarla y veinte para transportarla a San Diego. Pero en San Diego vale ciento veinte dólares. El desaparecido había cogido varias toneladas, pero sólo había recibido cinco colones por cada una desembarcada en el puerto. Sin embargo, los americanos son consecuentes y generosos… Para que no se diga que están explotando a los costarricenses, el capitán se dignó dar una indemnización. Que conste que no lo ha hecho porque tenga obligación de hacerlo. Es porque al fin y al cabo él no es mal hombre. La madre recibió… cuatro mil colones… El capitán venía a Costa Rica “to make some money”. Su barco no estaba del todo acondicionado. Faltaban los enrejados de pescar o “racks” como ellos los llaman. Pero “time is money”. Eso se podía hacer poco a poco, en ratos desocupados. Por el momento era menester pescar sin ellos. Había que apresurarse. ¿Por qué? Tal vez alguna peste misteriosa eliminara el atún de los mares. O algún cataclismo inesperado… Lo importante era pescar. Lo único es que si hubiera habido enrejados, el muchacho no hubiera muerto, ni sus tobillos hubieran sido cruelmente azotados por los peces agonizantes. Su madre no estaría llorando, ni su novia tampoco. Además, el dinero estaría en la bolsa del capitán. Pero, ¿para qué pensar en eso? Nadie se muere la víspera… Pudo haberse muerto de otra cosa. Hay que olvidarlo y seguir viendo la manera de acumular monedas… *** En el Golfo de Nicoya se coge la carnada. No la hay sino en ciertos lugares de México y en el Golfo de Fonseca. Pero allí es muy cara. Hay que pagar impuestos prohibitivos, dicen los pescadores. En cambio, en Costa Rica sólo hay que pagar ciento veinticinco dólares anuales y se puede coger toda la sardina que se quiera. Además en Costa Rica hay mano de obra barata. Se les pagará a los nativos una pequeñez, que para ellos resultará mucho, en vez de traer pescadores americanos que sólo trabajan a base de dividendos y no de salarios como los ticos. Hay que recordar que a bordo de cualquier pesquero se come mejor que en cualquier lugar de Puntarenas. Esto y el salario, en todo caso mejor que

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en tierra, será un gran incentivo para los trabajadores criollos. Además, es una industria nueva. Ellos vienen a enseñar a los costarricenses a pescar atún. Así algún día ellos podrán hacerlo por su cuenta y entonces les estarán agradecidos a los forasteros que les enseñaron. ¿Y el precio del aprendizaje? Ellos, generosos, no lo cobran. Decididamente, ellos son el progreso y la civilización y hacen bien en no pagar demasiado. Así razonan. Olvidan que sin sardina no hay atún y que la mano de obra barata aumenta las ganancias. Tratan de convencer de que son favorecedores y no favorecidos. ***

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Varios hombres trabajan acomodando la red para hacer un nuevo lance. La acaban de remendar porque los tiburones destrozaron la bolsa llena de sardinas. El calor es sofocante. El sudor pone un brillo en las pieles, tostadas por el sol. Hay cuatro costarricenses y dos americanos. Todos están casi desnudos y contrastan vivamente entre sí. Los unos altos y rubios. Los otros más bajos y morenos. Todos son fuertes y musculosos. Dan la impresión de sobriedad y resistencia, los ticos. Tal vez por ser morenos… Se hace el nuevo lance. Seis hombres, tres a cada lado, tiran apresuradamente de cada una de las alas larguísimas de la red. Pesa mucho con sus quinientos metros de largo. No se puede descansar, porque puede irse la sardina. Un pescador no se cansa nunca, no puede cansarse cuando trabaja. Los costarricenses no son menos que los americanos, y tampoco se cansan. Antes morirán. Hay una secreta rivalidad entre ellos, desde que pereció el compañero. De pronto, la corriente lanza la red bajo el barco y se pega en la hélice. El lance se echa siempre contra corriente, pero esta vez se equivocó el capitán. “En el norte, dice, no hay corrientes”. “Bueno, no las hay”, repite, “pero se necesita un hombre que baje a despegar la red”. Todos se estremecen involuntariamente. Recuerdan el compañero muerto y los destrozos causados por los tiburones. Los americanos esperan a que se decida uno de los costarricenses. Ellos son los patrones y no es digno ni lógico que lo hagan todo. Ellos administran el barco, lo dirigen. Es justo que los nativos traten de compensar lo que no pueden hacer. Además, esa gente está acostumbrada a jugarse la vida y, por otra parte, es

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de esperar que harán por donde congraciarse con ellos para no perder su puesto. Deben estar acostumbrados a inclinarse ante el forastero. Son tan atrasados… —Capitán —dice uno de ellos—, ¿por qué los americanos no bajan a despegar la red? ¿Es que no saben nadar? ¿No dice usted que pesca a una caña cuando nosotros necesitamos de dos y que vale por dos de nosotros uno de ustedes? Tienen miedo de los tiburones, ¿verdad? Pues bien, yo iré. Así somos nosotros. No hay respuesta. Están avergonzados. Pero de allí no pasan. Baja el muchacho costarricense. Vuelve a la superficie. “Falta poco”, dice. Se sumerge de nuevo. —Ya está, americanos. Recalca la palabra “americanos”. Sube al barco, e, indiferente a las palmaditas en la espalda y a las sonrisas de aprobación servil de los extranjeros, reanuda su trabajo. Otro barco. El capitán es un bruto ferocísimo. Mide casi siete pies y pesa como 240 libras. Su barco tiene la fama de un barco negrero o de un presidio; mal trato y trabajo abrumador casi insostenible. Sin embargo, paga cincuenta dólares, casi trescientos colones. Además, se come muy bien en su barco. Es el único motivo por el cual hay gente trabajando a bordo. Hay varios japoneses y tres o cuatro panameños, con seis costarricenses. Los japoneses expertos pescadores, ganan un dólar por tonelada. Obtienen alrededor de doscientos dólares mensuales. Costarricenses y panameños ganan los mismos cincuenta dólares. *** Las islas Galápagos. Cielo azul sin una nube. Rocas peladas y lava por doquier. Hacía cuatro semanas que habían salido de Panamá. La sardina escaseaba. Después de cada lance había que unir las dos líneas de plomo de la red. Era necesario bucear para ello en medio del cardumen prisionero, siempre patrullado por las blancas algas y plantas marinas de diversas formas y matices. Los mejores nadadores eran los costarricenses. Sólo ellos podían o mejor dicho se atrevían a unir los plomos con trozos de alambre de cobre para que no escapara la sardina. Los animaba, en aquellos remotos lugares, el orgullo de ser ticos. El mismo capitán confesaba que sin ellos no podría trabajar

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por falta de carnada. Los trataba distinto de los demás, aunque siempre era grosero. ***

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Los peces se mostraban reacios a coger el anzuelo y enfurecían al monstruo americano. Buscaba un pretexto para desahogar su cólera y lo encontró al ver un grupo de pescadores formando un corrillo. Estaban mirando la herida que uno de ellos se hizo con un anzuelo y se aprestaban para ayudarlo. —¡Hijos de puta! —aulló en inglés—. ¡A sus puestos! ¡Estamos pescando y no conversando! Tres costarricenses hablaban inglés. Comprendieron la injuria, aumentaba por el tono despectivo y humillante con que fue proferida. Sintieron todos arder en su sangre su orgullo de hombres libres. Una llamarada de protesta y de rebelión les invadió el alma. Varios volvieron a sus puestos refunfuñando. Tres costarricenses y un panameño no se movieron. Se veía en sus ojos que dentro de sus corazones se cernía una tempestad. —¡Vamos qué esperáis, desgraciados! Uno de los ticos dijo, con los dientes apretados y mal contenida cólera: —Aquel hombre está herido de cuidado. Pensábamos auxiliarlo. —¿A ti qué te importa? ¡A tu puesto! ¿O es que eres sordo? El hombre no se movió. Antes bien, cruzó los brazos sobre el pecho y dijo: —A mí no se me habla así. Soy un hombre libre y aunque sea un simple marinero, tengo mi dignidad de varón y todo el mundo, incluso los extranjeros, están obligados a respetarme. Soy subalterno, pero no esclavo. No trabajo más… —¿Con que esas tenemos? Ya verás—dijo. E hizo ademán de abalanzarse sobre aquel que osaba desafiarlo. Lo golpearía hasta dejarlo sin sentido, como hiciera con otros. Pero algo lo detuvo en el arranque, y era la mirada fríamente resuelta de aquel semblante adusto y momentáneamente empalidecido ante la inminencia de la pelea. Se veía la decisión inquebrantable de no dejarse humillar, aunque perdiera la vida. Contempló breves instantes al hombre que tenía enfrente. Era fuerte y alto, magníficamente arrogante y sobrio. Tal vez un metro ochenta y

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ciento setenta y cinco libras de músculos macizos y elásticos. Todo él inspiraba fuerza y agilidad. Era un Apolo de bronce. Parecía en aquel momento simbolizar el grito de rebelión de todos los pueblos humillados y oprimidos, de los esclavos… Su pelo demasiado crespo acusaba algunas gotas de sangre negra. Lo vio retroceder unos pasos e inclinarse rápidamente para recoger de la cubierta una llave de tubos, que conservó en sus manos. Sabía lo que significaba aquel ademán. Ya no lo podía aplastar con su cuerpo de gigante. Además, había cerca otros hombres que fingían arreglar unas cañas de pescar, pero que esperaban el momento de intervenir con sus herramientas empuñadas. En aquel momento diríase que resonaban en los oídos de aquellos hombres, como un torrente las palabras del himno que decían: “verás a tu pueblo valiente y viril, la tosca herramienta en arma trocar”. Acudieron dos americanos a la par del capitán. Eran también corpulentos. Serían tres contra cuatro. Hubo un momento de indecisión. El gigante se llevó maquinalmente la mano a la barriga. Palpó una cicatriz larga en su costado izquierdo. Recordó que años atrás en circunstancias parecidas un nicaragüense lo había puesto al borde del sepulcro. Sin embargo, no podía retroceder, porque era el capitán y tenía que conservar la dignidad de su cargo. Todavía era tiempo de evitar la pelea. Se vio por un momento tendido sobre cubierta con el cráneo destrozado por aquella siniestra llave de tubos. Tuvo miedo. Además, si dejaban de trabajar aquellos hombres, ¿quién bajaría a unir los plomos? —Bueno, muchachos —dijo en tono moderado—, no sabía que había un herido. Tráiganlo para curarlo. No hay necesidad de excitarse… Trató de sonreír: —Sigan trabajando. —Está bien —dijo el que hasta el momento había tomado la palabra—, pero es la última vez que sucede esto. No queremos groserías de ninguna especie. No nos importa trabajar como bestias, pero aspiramos a ser considerados siempre como hombres. Soltó la llave. La arrojó sobre cubierta. —Vamos, compañeros —dijo—. Sigamos trabajando. Y se dirigieron a sus puestos de pesca con sonrisas despectivas en los labios. ***

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Todos los pueblos adelantados económicamente han sido siempre pueblos de invasores. Han sojuzgado a los pueblos que les van a la zaga en el desarrollo de las fuerzas productivas ya sea por medio de la fuerza de las armas o por medio de la penetración económica, creando en éstos un complejo de inferioridad y al mismo tiempo un sentimiento de rencor latente contra el extranjero. Por su parte éstos, los invasores, adquieren una psicología especial, de dominación y de desprecio hacia el vencido. Este sentimiento, que, con perdón del psicoanálisis podríamos llamar complejo de dominación, muchas veces, o la mayor parte de ellas, está como si dijéramos a la vista y es fácilmente apreciable en la conducta grosera y despectiva de los alemanes y americanos, por ejemplo, para con los nativos. Sucede, sin embargo, que individuos cultos se portan de manera diferente y los vemos tratar indulgentemente a los latinos, como de igual a igual. Sin embargo, tarde o temprano, el complejo de dominación que en este caso podríamos considerar como inconsciente o como reprimido, aflora y el individuo extranjero que se hacía notar como “gente” se convierte de pronto en el hombre “civilizado” ante el “nativo”. Es así como en los pesqueros vienen a veces individuos bondadosos que parecen olvidarse de su calidad de capitanes o de dueños de una embarcación. Los vemos convivir con los pescadores costarricenses como con iguales. Hay barcos que son un verdadero paraíso. Casi nunca se oyen palabras ásperas ni insultos. Se diría que trabaja uno en su casa. Sin embargo, un rato de malhumor, un desengaño amoroso en el puerto, son suficientes para que salga a relucir el dominador, el traficante de esclavos, el sojuzgador de pueblos débiles. El extranjero que viene de un país económicamente desarrollado, en el fondo desprecia al nativo. De ahí el antagonismo entre latinos y sajones. Hemos visto deserciones en masa de tripulantes ticos, por motivos al parecer baladíes, pero es que la tradición democrática, hondamente arraigada en nosotros, nos hace susceptibles y celosos de nuestra dignidad. Y es así como más de un extranjero pescador ha sentido en su carne algún feroz puñetazo, un garrotazo o una cuchillada que le han hecho cambiar, por experiencia dolorosamente adquirida, su actitud hacia el criollo. Han aprendido que el costarricense no siempre tiene alma de esclavo.

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En las duras jornadas de pesca se ve a costarricenses y extranjeros luchar silenciosamente por la primacía en el rendimiento del trabajo. Triunfa el ancestro formidable de nuestra sangre indígena mezclada con los gigantes que de España vinieron a esclavizar América. Si bien ellos pueden ser más corpulentos y realizar momentáneamente esfuerzos mayores que nosotros, a la larga triunfa la resistencia tenaz y dolorosamente adquirida por generaciones y generaciones en lucha contra la naturaleza hostil y primitiva, con su paludismo, sus lluvias, sus animales feroces, sus amebas y la mala alimentación. Los trabajos de la pesca se paralizan. Se alega que las plantas empacadoras tienen demasiado pescado en existencia. Que hay superproducción de atún. Que hay 800.000 cajas con varios millones de latas sin vender. En Estados Unidos hay once millones de desocupados. En el interior de ese inmenso país hay gentes que no saben cómo es un atún… Y todavía se habla de superproducción. ¡Esos son los milagros del capitalismo…! ¡Superproducción en medio de la miseria! Como resultado, varios barcos regresan a sus puertos de origen y de los que se quedan, dos o tres siguen pescando por virtud de algún convenio especial. El resto paraliza las operaciones. Los pescadores costarricenses despedidos buscan trabajo… Menos mal, dicen. Ahora estamos en tierra. Cada día en el mar es un día que se pierde. Si al menos pudiera uno embarcarse con la mujer que le gusta… 24 de diciembre de 1938, p. 2; 7 de enero de 1939, p. 3; 14 de enero de 1939, p. 3.

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Trabajo, 1.° de mayo de 1937, p. 1

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A los trabajadores del cocal, de uno que con ellos ha sufrido y trabajado, que viene a ser lo mismo

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l muelle del Cocal es un galerón vulgar, como tantos otros. A la par hay un barco grande atracado. Es el Palo Seco. Tiene el casco gris, el puente blanco, los mástiles anaranjados y las bocas de las ventoleras rojas. Una muchedumbre de hombres morenos, con trajes descoloridos por el trabajo, sucios, andrajosos, descalzos unos, calzados otros, con caites de cuero aquellos, entran al barco en fila, pasan por las bocas de las escotillas donde dos hombres robustos les ponen racimos de bananos verdes en las espaldas, siguen su camino y bajan del barco a entregar su carga en uno de los tantos carros amarillos de una fila larga, que aguarda. A la par de la fila de hombres morenos, de trajes descoloridos por el trabajo, hay varios hombres blancos y pieles rosadas, vírgenes de sol. Vigilan el trabajo y de vez en cuando dan órdenes a dos capataces para que ellos a su vez las trasmitan a los peones. Entonces se oye un “¿Qué estás haciendo jodido?” o un “Vamos, vamos, no son botones lo que están ganando”. Los cargadores ganan por hora. En ellos se desenvuelve una contradicción que es algo así como una tragedia del color de sus trajes, vulgar, desapercibida, pero que es la tragedia de los que trabajan, de los explotados, de la humanidad entera. Hace treinta y seis horas consecutivas que trabajan subiendo y bajando del barco con los racimos verdes al hombro. Treinta y seis horas sin dormir

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y comiendo aprisa, al pie de los carros, la pobre comida que sus esposas, hermanas, o sus hijos les traen para que sostengan un poco sus energías. Todos y cada uno de ellos, involuntariamente, piensan en su lecho, los que lo tienen, o en la blanda arena de la playa los que en ella duermen. Sienten las articulaciones de la rodilla flaquear dolorosamente y los hombros magullados por los verdes racimos. La voluntad comienza a flaquear y a luchar más duramente cada minuto que pasa con los monstruos silenciosos y terribles de la fatiga y del agotamiento, entes siniestros que despiertan la rebeldía en las almas y las mueven a reclamar los derechos del ser humano. Pero cada uno de aquellos que marchan incesantemente en fila india, cabizbajos, como los zombies del Hawaii, tiene madre, esposa, hijos, hermanos, en fin, bocas que mantener, o una novia que representa la ilusión de la mujer deseada y que solamente será poseída a través del matrimonio. Por eso hay que maltratarse a sí mismo y acerar más y más la voluntad para que obligue al organismo rebelde a seguir adelante quién sabe hasta dónde. —Llegaron diez mil racimos más —exclama el capataz. Entre sí murmuran todos lo mismo, exactamente lo mismo: —¡Maldita sea! ¡Si yo fuera solo, mandaba esto a los infiernos de una vez! Pero la imagen silenciosa de los seres queridos hace el milagro de sacar fuerzas de donde no hay. Diez mil racimos son diez horas más de sufrimiento. Si al menos fueran los últimos… Pero no se sabe si luego llegarán más… La fatiga del trabajo a largo plazo es algo así como una neblina que se hace cada vez más densa, hasta terminar en tinieblas cerradas, impenetrables e infinitas; el fin de la conciencia, la pérdida del conocimiento, el agotamiento supremo. Todos aquellos hombres están muy adentrados en esa niebla gris. Para algunos de ellos está el fin muy próximo. Al verlos pasar parece que se van a derrumbar de un momento a otro, súbitamente. Uno de ellos cae desvanecido. Traía un racimo grande, de doce manos a la espalda. La fruta verde se llevó el último soplo de energía que le quedaba y, cruel, lo tumbó en el suelo cayéndole encima, rompiéndole las narices y la boca. La sangre roja del hombre moreno manchó el pavimento del muelle y el color verde de la fruta, simbolizando una realidad.

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—¡Vamos, vamos! —grita un capataz—. ¡Quiten ese hombre de allí! ¿No ven que está estorbando el carguío? No sé por qué diablos un mierda de estos que no es ni hombre viene a pedir trabajo que no puede hacer… Que le den de una vez su tiempo. Del sueldo de aquel hombre se descuenta un dos por ciento para el servicio médico. Pero es echado a la calle con la boca y las narices rotas y el cuerpo desfallecido. Que venga el lunes por su dinero porque hoy sábado es imposible, se le dice en cuanto recobra el conocimiento. Su tragedia es vulgar, del color de su traje. Es la tragedia de la humanidad entera, resumida en un alma humilde. En efecto, Juan García, de Desamparados, vino a Puntarenas atraído por los mejores salarios de la región bananera. Tiene apenas diez y siete años y su cuerpo en transición es todavía débil. Vino a pie y llegó al Cocal con el estómago vacío un día viernes. Vio hombres agrupados alrededor de uno que, libreta en mano, los anotaba cuidadosamente, para darles enganche. Se acercó. —¿Cómo te llamás vos? —le dijo el hombre de la libreta. —Juan García, su servidor. —Bueno. Vamos a comenzar inmediatamente. —Pero mire patrón… —sugirió Juan García. —¿Qué es la cosa? ¿Vas a trabajar o no? —Está bien patrón. Así comenzó Juan García, sin conocer a nadie, sin un céntimo en el bolsillo, con el estómago horriblemente vacío. Pronto se adentró en la neblina gris hasta que la oscuridad lo rodeó, sumiéndolo en la nada. Cuando despertó y le dijeron que viniera el lunes por su dinero maldijo la hora en que había nacido y al mismo tiempo le dieron ganas de llorar. ¿Cómo haría para pasar dos días más sin dinero, sin amigos? Qué lejana le parecía la fecha en que tendría en sus manos esos doscientos colones para casarse con María, la hija de ñor Celestino. Luego, paulatinamente, uno por uno, varios hombres se acercan humildes donde los capataces a pedirles por favor que los dejen ir a a sus casas. Es la obra de la fatiga. —Vea, don Chame, hace días me pegan las calenturas que cogí en Parrita y me siento muy débil. —Don Chame, me siento muy cansado y este brazo no lo puedo ya ni mover del jodido reumatismo.

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—Patrón, tengo una chiquita muy enferma y a yo se me pone que algo grave sucede porque Nicolasa no me vino a traer almuerzo. Déjeme ir a casa, por favor. La respuesta es siempre la misma. “Si quiere irse, váyase. Costa Rica es un país libre y aquí nadie trabaja a la fuerza. Pero si se va tenga presente que no volverá a tener más chance aquí. ¡Bonito está! Necesitan de la Compañía y cuando la Compañía los necesita para que le carguen su fruta, comienzan con mariconadas”. Ese hombre poseído del orgullo de los imbéciles salió de las filas de los peones. Fácilmente olvidó cuando andaba cabizbajo con racimos a la espalda. Unos se van. Otros se quedan. Estos esperan la hora de irse a dormir o el momento en que la voluntad se retire derrotada, y ceda su campo a los derechos del ser humano. Al cabo de cuarenta y nueve horas largas, terminó el carguío. Es domingo en la tarde. Sin embargo, a cada uno de ellos le parece como que ha estado trabajando hace años. ¡Hace tanto tiempo que dormían y comían en sus casas con sus familias…! 46

*** Al día siguiente tendrán que trabajar cargando durmientes creosotados que queman la piel y producen llagas con su creosota. Luego irán a cargar lanchones con cal y cemento, llenándose las narices y la garganta de polvo fino que produce tos y que se petrifica adentro. Después a cargar rieles… Se preguntarán a las doce del día, hora de comenzar la jornada de la tarde, si aquellos que [sic: de] allá adentro en las oficinas saben lo que es ese sol enorme, implacable, que aniquila y anonada, que paraliza la voluntad y que parece querer aplastarlo a uno contra el suelo ardiente del patio del Cocal. O si sabrán con sus trajes blancos lo que es beber tibia el agua de un balde en que beben todos, porque pierden tiempo si van al tubo donde el agua es algo más fresca. ¡Qué vario es el dolor de trabajar! Es como Proteo y como los trajes descoloridos de los proletarios: multiforme y desapercibido, porque es tan corriente, que lo es todo; es todas las cosas posibles. ¡Pobres de los paleros que agotan toda la fuerza de su rabadilla! ¡Pobres de los cargadores de fruta y de los muelles que trabajan de día y de noche sin descansar! ¡Pobres los marineros que allá

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en alta mar se desvelan en largas horas de guardia y viven lejos de todo solos consigo mismo! ¡Pobres todos aquellos que trabajan siendo explotados! El trabajo es imprescindible. Pero hay que libertarlo y convertirlo de un fin en un medio. Hay que hacerlo, en suma, humano. Es tan enorme el dolor de trabajar que casi nadie lo siente. “¡Ay! ¡El dolor infinito de los que no sienten!” 4 de febrero de 1939, p. 2.

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Trabajo, 2 de diciembre de 1939, p. 2

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Los leñateros Matías el aventurero A Venero y Lolo, trabajadores de la maraña verde

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os trabajadores de los manglares son seres sombríos y solitarios, carne hecha silencio. Luchan en la soledad de la maraña verde y espesa, contra el lodo, los insectos y la madera durísima que mella las mejores hachas y cuyas astillas cortan como cuchillos. Su trabajo es de lo más rudo e ingrato que imaginarse pueda. Además, ganan muy poco. En Puntarenas es el oficio de los “muertos de hambre”, de los que no tienen otra que hacer. Los que entre esta pobre gente pueden conseguir un hacha y, además, tienen ánimo para ello, se van al manglar. Los otros a buscar chuchecas en los bajos del otro lado del estero, chapoteando lodo fétido y blando, hasta la rodilla, como autómatas, bajo un sol sin sombras, incansables, sedientos, tanteando con los pies hasta dar con un bulto que, si es una concha viva representa un pobre centavo ganado. En una marea pueden coger varias docenas, a lo sumo seis o siete, porque escasean. Ya sólo quedan en Abangares y para ir allá se necesita, cuando menos, un bote. Uno de los de hacha es Encarnación. Tiene un ranchito tapado con hojas de coco y latas viejas a la orilla del estero, allá por el Depósito de Gasolina. En él se alberga –si a eso se llama albergarse– con su mujer, vieja y enferma, quizás tísica, y seis chiquillos sucios, mocosos y panzones. De él son cuatro, sobrevivientes de nueve, y dos de un hermano que se tragó el manglar, sin que nadie supiera cómo. Chón –así lo llaman familiarmente– trae “leña de pueblo”.

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Trabaja dentro del Estero Real, sin salir de él. La “leña de pueblo” es leña de mangle caballero, verde, cortada en rajas. Es lo único que se puede conseguir en el Estero, pues la madera gruesa, buena para carbón, casi ha desaparecido. Sólo quedan escasísimas varas, a lo más de cuatro pulgadas de grueso. Chón y los demás leñateros que trabajan dispersos por el laberinto de canales que se entrecruzan, las cortan y las traen a sus chozas, donde primeramente las dividen en tucas, para partirlas a lo largo luego, en rajas, que deben ser descascaradas a golpes, en el picadero. La mujer de Chón se encarga de ello con sus chiquillos desgarbados y panzones, mientras su marido duerme unas miserables horas hasta que llega la marea inexorable a lanzarlo a la maraña verde, a ganar el pan cotidiano. En octubre y noviembre los leñateros, cuando hay temporal se quedan en sus casas durmiendo o ayudando, pues es preferible el hambre al frío. Sin embargo, Chón, como tenía un niño grave, con los intestinos ulcerados por las amebas, se vio obligado a tomar su bote viejo y remendado para cortar algo de leña. Eran por ese tiempo mareas grandes y la creciente lo podría llevar muy lejos, hasta un lugar que él conocía, un rincón donde había una mancha o un “gardumen”, como él decía, de varas delgadas y largas de mangle caballero, apenas aparentes para “leña de pueblo”. Con dos o tres mil rajas que sacara podría comprar las medicinas y tal vez su niño podría salvarse. Ojalá se salve, pensaba. ¡Si tiene los mismos ojos de Juana cuando se casó conmigo! En aquel tiempo Juana era joven y optimista. Todavía no habían venido las miserias en forma de hijos, de hambre y de enfermedades. Eran pobres ambos, pero jóvenes y sencillos, llenos de vida y de ilusiones ingenuas que ponían en sus ojos el brillo de la esperanza. Mientras deshilachaba sus recuerdos, a las tres de la mañana, bajo una lluvia fina y helada y casi desnudo, echaba el bote al agua, haciéndolo resbalar sobre el lodo que le quería aprisionar succionando los pies a cada paso que daba. Una vez a flote, el viejo cascarón, que otrora fue orgulloso espavel, echó dentro su cuchillo y su hacha gastadísimos, un calabazo de agua y unos bananos maduros. Esas frutas con pianguas, conchas rugosas y oscuras que abundan en el lodo del manglar, serían su almuerzo y su comida, como lo habían sido siempre en su vida de porteño pobre y miserable. Luego se embarcó y después de lavarse los

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pies, comenzó a bogar con su canalete que armonizaba con su bote viejo, tardo y remendado. Se dirigió al Estero del Encanto, a favor de corriente, con prisa, pues la marea completaba a las cinco y media y a esa hora debería estar en el “gardumen” de mangle. Lo sorprendió una aurora triste y pálida, gris, con la lluvia arreciando cruel que le ponía la carne de gallina y le rizaba toscamente la piel rugosa, sacudiéndole en largos estremecimientos el viejo cuerpo cansado, harto de fatigas y de sufrimientos incontables. Las aguas verdosas y calmas del Estero, salpicadas por multitud de pequeños círculos, fueron haciéndose más y más estrechas, hasta llegar a lugares donde las ramas de mangle gateador rozaban el bote al pasar. Pronto se hizo imposible el paso. Chón apartó dos ramas y cortó otras. Luego, apoyándose en ellas, jaló su bote hasta llegar a una picada que él había hecho en medio del manglar, cuya salida, o entrada, por precaución egoísta y definitiva, había dejado oculta para que no la usaran y se llevaran su “gardumen” de mangle caballero. A lo largo de la picada, donde apenas cabía el bote, siguió Chón por espacio de una hora larga, al cabo de la cual el mangle gateador comenzó a interrumpirse por una que otra vara de caballero. Chón se detuvo, ya de día, con la marea completa. Tomó su hacha y su cuchillo y, como un mono, agarrándose de ramas y raíces, se introdujo en la vegetación espesa. Una a una fue cortando sus varas de leña, penosamente, porque como llovía, el cabo del hacha se mojaba y resbalaba en la mano. Además, la lluvia le había mojado su tabaco y su pipa y no podía fumar para ahuyentar a los jejenes, que, en nubes, casi invisibles se lanzaron sobre Chón a los primeros hachazos, como atraídos por el ruido a chuparle la sangre, picando ferozmente. Sobre todo esto, la lluvia incesante y el frío, unidos al hambre, pues Chón no había desayunado nada más que un banano, con dos o tres tragos de agua pura. La marea bajaba y a eso de las nueve quedó el fondo del manglar descubierto. Entonces apareció la verde maraña tal cual era. Del fondo lodoso como patas de araña en confuso desorden, se elevaban, entrecruzándose en todas direcciones, las raíces o “ñangas”, sobre las cuales crecían, donde ya no llega el nivel máximo de la marea, las ramas restantes del mangle, gateador,

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también ellas entrecruzadas y confusamente desordenadas sin dejar un claro, pero interrumpidas a veces por otras clases de mangle, como el caballero, que en vez de trepar crece erecto sobre las ñangas coronado allá arriba por unas pocas ramas, o el piñuela que crece en terrenos un poquito más firmes y que se diferencia de toda otra clase de mangle en que no tiene ñangas, sino una especie de base ancha, de forma piramidal, que da nacimiento al tronco. En ese infierno verde, Chón trabajaba febrilmente, lo más aprisa que podía, pensando en su niño enfermo. A veces se olvidaba hasta de los feroces jejenes y del hambre que le atenazaba, imperiosa el estómago. Las manos le dolían al no poder asir bien el hacha, ésta mordía mal la madera, no completamente de filo, sino ladeada, golpeándole dolorosamente las manos. Sólo los hacheros o los que han trabajado en el manglar, lloviendo, saben lo que es esto. Después de haber cortado varias “matas” de caballero, Chón se dirigió a una manchita de cuatro o cinco que le pareció entrever a través de la maraña. Llegó allí y tomó su cuchillo para limpiar la más próxima a fin de dejar el tronco libre para que, al cortarlo, no se le enredara el hacha en una rama y fuera a herirlo. Atolondrado por la prisa y turbado por el sufrimiento y la impaciencia, no reparó bien donde puso el cuchillo filoso y no limpió bien la vara de caballero. Al comenzar a dar los primeros golpes, cedió un poco la ñanga en que estaba parado. Con este movimiento se desequilibró y pegó el hacha en una rama, en el momento de lanzarla hacia el tronco. La vieja herramienta se desvió y le fue a caer en un pie, el izquierdo, todavía convaleciente de otra herida de esa índole. Al sentir la punzada del hachazo, instintivamente retiró el pie, perdiendo el apoyo y cayendo con la mano sobre el filo del machete que, sobre las ñangas, lo esperaba con el filo para arriba, cortándole la carne hasta el hueso. —¡Maldita sea! —murmuró incorporándose y viendo caer la sangre de ñanga en ñanga hasta confundirse allá abajo con el lodo negruzco. El dolor de las heridas no le preocupaba tanto como el verse imposibilitado de trabajar. Sin embargo, probaría. Empuñó el hacha, llenándola de sangre también. Probó a blandirla, pero le fue imposible. Pensó con angustia en su hijo enfermo, tal vez agonizante. Un desconsuelo infinito le invadió su pobre alma sencilla de leñatero, llenándolo de profunda congoja. Sintió ganas de llorar, de sentarse a llorar allí bajo la lluvia, en medio de la

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verde desolación, con su lodo y sus nubes de jejenes, para que le sirviera de mudo espectador a una muerte triste y lenta, lenta y triste que lo hiciera descansar de una vez por todas. Luego calló. Tuvo miedo de sus palabras y recapacitó. Había que salir de allí de alguna manera para ver a su hijo, su pobre hijo. Recogió con grandes trabajos las pocas varas que había logrado cortar y las metió en su bote, manchadas de sangre. Serían las doce a lo sumo y la marea estaría apenas comenzando a subir. El bote estaba en el aire, suspendido sobre las raíces del mangle gateador. Apenas con la marea completa, como a las seis de la tarde si acaso, podría salir de allí. Cogió media docena de bananos y los comió acompañándolos con grandes tragos del agua de su calabazo. Hoy no comería pianguas. Tenía una mano herida y si bajaba al lodo le costaría mucho subir de nuevo a las ñangas. Por fin vino la marea a poner el viejo cascarón a flote. Como si fuera poco, la lluvia arreciaba aún más, haciendo tiritar de nuevo al pobre Chón que hecho un ovillo, con su torso cobrizo desnudo, yacía en su bote esperando, esperando… Tomó su canalete y emprendió su camino. Las aguas fueron haciéndose paulatinamente más y más anchas, a medida que avanzaba el bote. El crepúsculo gris cubría de sombras densas la maraña verde, convirtiéndola poco a poco en una masa negra apenas distinta de las aguas tersas que iba cortando la vieja proa al deshacer el silencio y la tersura con un gluglú monótono, al ritmo del canalete enrojecido por la sangre que chorreaba gota a gota, desde la empuñadura, hasta perderse en las aguas. Desde la boca del Estero del Encanto, Chón pudo ver, ya completamente de noche, a lo lejos, las luces de Puntarenas, rutilantes, a flor de agua. Estaba casi desfallecido. La fatiga lo iba invadiendo, inexorable. La vaciante, lenta, lo ayudaba. Con un último esfuerzo de su cuerpo y de sus manos, una de las cuales se iba poniendo violácea y deforme a eso de las diez de la noche, pudo llegar a su casa, con el bote medio vacío, herido, débil y hambriento. En el rancho había un tenue resplandor y murmullos confusos. “¡Qué raro!” pensó Chón. “!Gente en mi casa!” Amarró el bote y renqueando se llegó hasta el rancho y se asomó por la puerta. Su mujer, su pobre mujer vieja y fea, sollozaba monótonamente cansada. Sobre una pobre mesa hecha de pedazos de tabla

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recogidos en los caminos, estaba su hijo muerto, ataviado con un sudario de manta. Dos mujeres y dos hombres, tal vez los únicos amigos de Chón, silenciosos y caritativos, ayudaban a velar el difunto. ¡Pobre Chón! ¡Otra de sus míseras ilusiones, muerta! ¿No sería mejor morirse de una vez? Dos lágrimas rodaron por las rugosas mejillas del viejo leñatero. Humilde, se arrodilló y rezó. Había cinco chiquillos más y una pobre mujer miserable que lo obligaban a tener paciencia y seguir viviendo, esclavo y triste. Al día siguiente, muy de mañana, un pobre hombre lleno de dolor y de tristeza, aplastado por el desaliento y la miseria, seguido de varios chiquillos mocosos y sucios y de varios compañeros con una cajita informe, tosca, al hombro, emprendía, renqueando, el camino hacia la Chacarita, de donde lo separaban cuatro largos kilómetros, a enterrar a su hijo, aquel cuyos ojos se parecían a los de Juana… ***

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Chón es uno de tantos leñateros que trabajan en la maraña verde con botes viejos y hachas gastadas. Como él hay muchos; todos tienen mujeres miserables e hijos famélicos que mantener. Es la tragedia que al generalizarse se desdibuja se hace imponderable para los pocos que se libran de ella. Es la ignorancia sombría base de la explotación continua, la que al acrecerse pierde en la inmensidad sus contornos y sus posibles perspectivas de redención. Y entonces el cómodo, aunque tenga ojos, no ve. Y seguirá ignorando mientras el que sufre no levante la voz en resonante clamor hecho protesta…

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II Otro de ellos es Juan. Soltero, enamorado de Clarita, la bella morena hija de la señora que le da de comer, a peso el día. Se van a casar y él quiere regalarle algo para Noche Buena, en señal de compromiso. La “leña de pueblo” no paga. Es imposible venderla a peso el cien. Las viejas regatean mucho y siempre quieren ferias y vendajes. Se iría a cortar leña gruesa para carbón, de mangle caballero. Para eso alquiló un bote grande e hizo varios viajes, solo, a los esteros de las Ramas y de Chomes viejo. Pero tampoco así pudo hacer el dinero que quería acumular. Salía de madrugada, con la vaciante, para que al salir del Estero Real la creciente le ayudara. A eso de las nueve estaba en su lugar de destino, cortando leña. Trabajaba una marea y regresaba en la tarde. Pero así no le resultaba, porque en la tarde soplaba el sur, fresco, y le daba a la proa, atrasándolo, aunque tuviera la vaciante a su favor. Probó a salir de Puntarenas en la tarde empujado por el viento sur, con el auxilio de una vieja vela remendada y medio podrida, para dormir en la boca del estero y comenzar a trabajar de madrugada. Tampoco así obtuvo el resultado apetecido. No podía dormir en toda la noche, achicando el bote, que hacía mucha agua. Además, le era imposible hacer la carga de leña en la mañanita, para regresar al puerto antes de desatarse el sur. Por otra parte, en la carbonera le pagaban, como a todos los leñateros, desde luego, once colones por cordada de leña. Él podría traer, a lo sumo, dos cordadas y media a la semana aunque trabajara doce, catorce o diez y ocho horas diarias. Los propietarios de la carbonera sacan catorce sacos, por término medio, de cada cordada, y los venden a dos colones cada uno. Con dos peones, que ganan dos colones por día, pueden quemar de diez a veinte cordadas diarias, en sus hornos, si es que a un hueco en la arena donde se pone la leña para cubrirla y quemarla luego se le puede llamar horno. Ya se acercaba Noche Buena y Juan tenía que hallar el medio de hacerle su regalo a Clarita. De pronto tuvo una idea. En la Chacarita, a la par del cementerio, hay un resto de manglar virgen, con grandes “matas” de caballero. En unas cuantas noches podría

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cortar varias cordadas y hacerse de dinero. Era prohibido, pero de todas maneras él tenía que regalarle algo a su novia. Además, ¿por qué diablos van a prohibirle al pobre ganarse el pan y tener ilusiones? Y rubricó su pensamiento encogiendo los anchos hombros. Una noche de luna cogió su bote y se dirigió a la Chacarita. Allí lo amarró y tomó su hacha, internándose en el verdor tupido. La mar estaba vacía y la luna, al entrar a retazos por entre las copas de los árboles, lo poblaba todo de siniestras arañas gigantescas, sombrías y salpicadas a trechos de luz plateada. Comenzó a trabajar y derribó dos árboles. Con ello sería suficiente para la semana. Comenzó a dividir uno en tucas. De pronto oyó un disparo y una bala vino a hundirse en una gruesa ñanga, salpicándole la cara con trozos de corteza. Alguien gritó: —¡Si te movés te mato! ¡Vas a ver lo que cuesta desobedecer la ley! Tras de la voz vino un hombre descalzo, saltando ágilmente de ñanga en ñanga. Algún estúpido compañero proletario, con la cabeza perdida por un puestecillo de guarda: noventa colones mensuales y una promesa de ascenso. —Te venís conmigo, bandido —aulló, con voz sibilante—. ¡Bien sabés que es prohibido cortar leña aquí! ¡Vamos, andando! —Pero, ¿y mi bote? ¿Y mi hacha? ¿No ve que casi no traigo ropa? —¿Con que querés resistirte a la’utoridá? ¡Te venís a como estés porque lo mando yo! Si no… ya sabés —añadió, sonriendo con su boca desdentada, y desenfundando un revólver niquelado que brilló siniestramente alcanzado por un rayo de luna. Juan dudó unos instantes. En ese momento pasaron por su mente muchas cosas. Pensó en la sonrisa luminosa de su morena, en sus caderas, en sus carnes, en el olor fragante de sus cabellos. Se imaginó la satisfacción de ella al recibir su pobre regalo. Algún humilde corte, quizás… o una botella de perfume barato, o el anillo de compromiso. ¡Se vio en la cárcel! Tras unas rejas, prisionero, por el delito de desear una mujer joven y guapa. No, eso no podría ser. ¡Imposible! Ese hombre que tenía delante sonriendo socarronamente lo quitaría de en medio, lo mataría si fuera preciso. Él no era malo, pero quería a Clarita y la deseaba. ¿Cómo iba a tolerar que un suceso como ese pospusiera su boda, la hora ansiada de estrecharla entre sus brazos, a solas, para

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siempre? Un vendaval de rebeldía lo sacudió, poniéndole un brillo siniestro en la pupila y aprestándole los recios músculos al combate inminente. Sintió el corazón latir apresurado y la cara arder. Pero, en el momento de lanzarse sobre el hombre del revólver, oyó un ruido que lo hizo detenerse como galvanizado, como si bruscamente hubiera despertado de un sueño. El guarda había montado el revólver en un crac siniestro, ante la amenaza que vio en los ojos del leñatero. —¡Andando, condenao! Retrocedió un paso, agarrándose con la mano que le quedaba libre. Juan se contuvo, pero no por miedo. Recapacitó instantáneamente. Si aquel hombre lo mataba, sus ojos no volverían a ver a Clarita. Sí, necesitaba vivir, por ella, por esa ilusión que lo ataba al manglar y lo impulsaba formidable en todos sus actos. Sufriría la humillación de la cárcel pero, luego volvería a ver a Clarita y se lo explicaría todo. Ella debería comprender, si lo quería. “¡Oh! ¡La desgracia de ser pobre!”, pensó, invadido por el desaliento. ¡Cuántos seres del vasto e imponente ejército proletario murmurarían llenos de odio, esas mismas palabras en esos mismos momentos, en las selvas, en los talleres, en los campos, en las minas! Las siniestras arañas gigantescas, salpicadas de luz plateada que entraba por las copas de los árboles, vieron pasar por sus lomos y sus patas a un hombre moreno, silencioso, casi desnudo, delante de otro que revólver en mano, lo insultaba y de vez en cuando lo empujaba, haciéndolo caer sobre las ñangas, sin saber que, no lejos de allí, una morena llamada Clarita quizá le salvaba la vida al encadenar con el fuego de sus ojos la cólera de aquel vencido sin lucha que humillaba sin compasión. *** La aurora vio una ambulancia a la par del Cementerio engullir a un hombre, esposado, con la piel rasguñada y rota a trechos por las ñangas del manglar prohibido, para transportarlo rauda, con otro, su guardián, a Puntarenas, a la presencia de un agente de policía. —¿Y este? ¿Qué ha hecho?

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—Vea, jefe. Lo agarré cortando leña en el manglar de la Chacarita. Quiso resistirse y lo traje. —Bueno. Cincuenta colones de multa o veinticinco días. Que pase otro. ¡Cincuenta colones! ¡Veinticinco días! Juan, ya en su celda, mesándose los cabellos. Él tenía dieciocho guardados. Los pagaría y entonces descontaba nueve días. Pero quedaban dieciséis. ¡Más de dos semanas y faltaba sólo una para Noche Buena! Volvió a contar con los dedos. Tal vez estuviera equivocado. Pero los números, fríos, implacables, le dijeron lo mismo: dieciséis días y dieciocho colones. ***

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Esa noche buena, así con minúscula, sorprendió a un hombre asomado a unas rejas, contemplando el cielo estrellado, triste, lleno de impaciencia y de rabia sorda, crispando los dedos en los barrotes y, allá lejos, al lado del estero, con sus aguas tersas, en una casita de Pueblo Nuevo, a una morena hermosa derramando lágrimas por su ilusión agonizante. Chón y Juan son leñateros que trabajan en manglares gastados, monótonos, casi triviales, donde sus hachas han causado estragos derribando los colosos otrora imponentes, dejando sólo la maraña tediosa del mangle gateador, que repta sobre las aguas quietas y verdosas del laberinto de esteros, y por milagro casi las jóvenes varas, cada día más escasas, del caballero y del mariquita. Los tinteros, por el contrario, le arrancan las cortezas a gigantes formidables en los manglares vírgenes de las bocas del río Térraba o en los rincones quietos de Golfo Dulce. Allí los mangles caballeros alcanzan hasta treinta metros de altura y crecen erectos, absolutamente rectos, uno al lado del otro, quietos, inmóviles, contemplando desde allá arriba muy alto, las aguas quietas de Sierpe, Naranjo, Boca Brava, Guarumal, El Rincón, Las Esquinas, Coto. Parecen desde lejos un solo enrejado, sombrío por debajo y coronado de ramas verdes arriba, donde están prisioneros el lodo y sus pianguas, los jejenes y las arañas gigantescas de las ñangas, las serpientes coral, las garzas blancas y rosadas los cangrejillos, pasto del gato manglanero o mapachín que deja sus dedos largos pintados en el lodo, durante la marea

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baja… Pero también los tinteros se cortan con sus hachas y sufren hambres y pasan fríos en los temporales. También los devoran los jejenes y las calenturas. También tienen hijos, mujeres y novias que los lanzan a la maraña ingrata. Trabajan en lugares remotos, casi destierros, que los hacen tal vez, más silenciosos, más taciturnos. Son explotados asimismo, al vender a precios ridículos el producto de sus penas y rudos trabajos por el sólo delito de haber nacido pobres e ignorantes. ¡Pobres leñateros! Un compañero que ha sufrido con vosotros las rudezas del manglar, os dedica estas líneas sinceras y pobres, como vosotros, a vosotros que trabajáis y sufrís sin saberlo, porque habéis trabajado y sufrido desde niños, desde antes de nacer casi, al mamar del pecho de vuestras madres estoicas el sufrimiento mismo de las miserias de ellas y de vuestros padres, a veces ignorados. Leñateros anónimos y grises, que cortáis la leña con hachas gastadísimas y la cargáis en botes viejos y remendados, con trajes harapientos; soy de los vuestros porque soy proletario. ¡Cuánto quisiera infundir en vuestras almas ciegas y oscuras la poca luz que a mí ha llegado para sacaros de vuestra quieta y monótona miseria, al grito de PROLETARIOS DE TODOS LOS PAISES, UNÍOS! 18 de febrero de 1939, pp. 3-4; 25 de febrero de 1939, pp. 2 y 4.

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Trabajo, 23 de septiembre de 1934, p. 4

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El pago Abromo y Román Dedicamos este relato a nuestros compañeros trabajadores del mar como nosotros.

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s lunes, 15 del mes, y estamos esperando que sea la una de la tarde para ir a recibir el pago de la quincena. Sopla en el estero de Puntarenas una ligera brisa que mueve suavemente la embarcación. Nos sentamos sobre la borda de popa, formamos un corrillo, siendo la plática más animada que de costumbre en nuestra vida de trabajadores del mar. Es el regocijo indiscreto de recibir unas pocas monedas para cubrir los gastos del hogar o ir, los solteros, a pasar una noche agradable en el puerto. Menudean las bromas, se piensa en los “polacos”3 y en los alquileres de casa. Hay un pensamiento fijo: el pago, el destino de aquellos dineros que tanto cuesta ganarlos y que tan poco duran en las manos de un asalariado. —Dinero maldito que no “rinde” —dice uno. —No he visto dinero más salado que el de los marinos. Es como el agua de mar —replica otro. Lo mismo dicen aquí y allá: en el muelle, en la planta de atún, en todas partes. El dinero es el mismo; no rinde porque los salarios son míseros. Antes de recibirla, se fija el destino de cada moneda. Lo que no sabemos es el nuestro, el que podrán fijar de un momento a otro los de “arriba”. —Hay que virar anclas. 3 Forma de referirse a los inmigrantes judíos, procedentes de Europa oriental (sobre todo de Polonia), que vendían ropa y otros artículos a plazos.

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—¿Y el pago?, capi. —La marea no da tiempo para esperar más. Debemos entrar a Palo Seco. Además, de la oficina dicen que el viaje será corto. Vamos a dejar unos lanchones con traviesas. Regresaremos dentro de dos días. Proponemos a uno de los “machos” de la oficina que se nos pague antes de salir. —No es posible —contesta—. La oficina tiene horas determinadas para el pago. Las planillas aún no están terminadas. Pensamos en las obligaciones del hogar. El chino de la pulpería protestará por el atraso; el “polaco” y otros prójimos vinculados a nosotros a través de nuestras necesidades. No habrá, tampoco, para las medicinas del enfermo. Y la sangre se enciende de rabia al sentir que nada vale nuestra voluntad; que no se nos trata como a “hombres”, sino como a cosas que sólo interesan en las operaciones aritméticas de las ganancias capitalistas. Viramos ancla; salimos del estero y enfilamos la proa hacia Los Negritos. Pasamos frente a Herradura, cuyo fanal nos ha guiñado el ojo tantas veces en la oscuridad de la noche, casi sin darnos cuenta. Otrora alegre, la tripulación se ha vuelto taciturna, y cada hombre de mar frunce los labios como si quisiese lanzar una protesta. —¡“Maldita” sea! —como dicen los cholos de mi pueblo. La propela sigue revolucionando el agua. Punta Mala es un nombre más en el camino. Luego, después de buen batir agua salada entramos a la boca de Palo Seco. Boca brava que ha querido tragarnos muchas veces; barra de encrespadas olas cuya furia inaudita eleva la espuma a diez metros de altura, amenazando el pequeño remolcador cuya máquina “Benz” opone su potencia mecánica a las fuerzas de la naturaleza. Entonces sentimos nuestro orgullo de hombres; pensamos en aquellos obreros desconocidos, ¡camaradas!, que luchan por mejorar la vida del trabajador, nuestra vida. Un hombre está en el timón como un centinela. El maquinista espera sus órdenes. Hay un instante de calma, “el seguido”. El capitán, con la mano en el estambay, pide “full” y el exos truena a la velocidad de 400 revoluciones por minuto, lanzando el pequeño remolcador con impulso suicida. Estando ya en Palo Seco recibimos orden de remolcar dos

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lanchones hasta Sierpes, pese a la escasez de petróleo y de víveres. El viaje es largo y pesado; veinticuatro horas de marcha, seguido de una espera de tiempo igual que dura el “carguillo” de banano, hasta dirigirnos nuevamente hacia el puerto. La provisión escasea. Hay solamente 12 libras de arroz, 6 de frijoles y 1 de carne, faltando el azúcar. Al salir por boca Guarumal divisamos un remolcador grande, el Burton O’Brien, que nos da la señal de parar, nos quita los lanchones y nos trasmite la orden de ir a El Pozo a remolcar en el Térraba un martinete. Después de dos días de trabajo zarpamos hacia Puntarenas. Ha pasado una semana más. Por no sufrir un atraso de pocas horas y esperar el pago, nuestros hogares han pasado una semana de zozobra. ¿Hasta cuándo? —El hecho está consumado. —¿Cuál hecho? —La entrega del Pacífico a la United Fruit Company.4 4 de marzo de 1939, pp. 3-4.

4 Se refiere a los contratos de 1934 y 1938 entre el gobierno de Costa Rica y la United Fruit Company, que permitieron a esta empresa trasladarse al Pacífico sur.

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Trabajo, 13 de marzo de 1943, p. 2