Pensar la historia del trabajo y los trabajadores en América, siglos XVIII y XIX 9783954876815

Conjunto de ensayos relativos a la producción historiográfica sobre el mundo del trabajo en América Latina en el tránsit

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Spanish; Castilian Pages 204 [203] Year 2016

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Pensar la historia del trabajo y los trabajadores en América, siglos XVIII y XIX
 9783954876815

Table of contents :
ÍNDICE
PRESENTACIÓN REFLEXIONES SOBRE EL ESTUDIO DEL TRABAJO Y LOS TRABAJADORES
HISTORIOGRAFÍA SOBRE LAS RELACIONES ENTRE LAS INSTITUCIONES COLONIALES Y LOS ARTESANOS DE HISPANOAMÉRICA A FINALES DE LA COLONIA
TRABAJO CONCENTRADO VS. TRABAJO DOMÉSTICO: PARA UNA HISTORIOGRAFÍA SOBRE EL TRABAJO EN LOS OBRAJES ANDINOS Y NOVOHISPANOS
ENTRE O DEFEITO MECÂNICO E A ASCENSÃO SOCIAL. TRABALHO ARTESANAL E HOMENS DE COR LIVRES NA HISTORIOGRAFIA SOBRE O BRASIL COLONIAL
EL MUNDO DEL TRABAJO EN LA HISTORIOGRAFÍA COLONIAL NOVOHISPANA
LOS ARTESANOS DEL SIGLO XVIII EN LA HISTORIOGRAFÍA CHILENA: UNA HISTORIA EN FRAGMENTOS
EL TALLER DEL ARTESANO: ESPACIO PRODUCTIVO Y RELACIONES SOCIALES EN EL MONTEVIDEO DE LA PRIMERA MODERNIZACIÓN (1870-1914). UNA PERSPECTIVA DESDE LA PRODUCCIÓN HISTORIOGRÁFICA Y SUS “CUENTAS PENDIENTES”
HISTORIA SOCIAL DEL TRABAJO CON PERSPECTIVA DE GÉNERO EN ARGENTINA: ASPECTOS DE UN ENTRAMADO EN CONSTRUCCIÓN
SOBRE LOS AUTORES

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Sonia Pérez Toledo y Sergio Paolo Solano D. (coordinadores) Pensar la historia del trabajo y los trabajadores en América, siglos xviii y xix

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Estudios AHILA de Historia Latinoamericana N.º 13

Editor General de AHILA: Manuel Chust (Universitat Jaume I, Castellón) Consejo Editorial: Ivana Frasquet (Universitat de València) Pilar González Bernaldo de Quirós (Université Paris 7, Denis Diderot) Luigi Guarnieri Calò Carducci (Università degli Studi di Roma III) Allan J. Kuethe (Texas Tech University, Lubbock) Stefan Rinke (Freie Universität Berlin) Natalia Sobrevilla (University of Kent, Canterbury)

Estudios AHILA de Historia Latinoamericana es la continuación de Cuadernos de Historia Latinoamericana

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Asociación de Historiadores Latinoamericanistas Europeos

PENSAR LA HISTORIA DEL TRABAJO Y LOS TRABAJADORES EN AMÉRICA, SIGLOS XVIII Y XIX Sonia Pérez Toledo y Sergio Paolo Solano D. (coordinadores)

AHILA - IBEROAMERICANA - VERVUERT 2016

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Reservados todos los derechos Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (http://www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47) © AHILA, Asociación de Historiadores Latinoamericanistas Europeos www.ahila.nl © Iberoamericana, 2016 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 [email protected] www.iberoamericana-vervuert.es © Vervuert, 2016 Elisabethenstr. 3-9 – D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.iberoamericana-vervuert.es ISBN 978-84-8489-966-2 (Iberoamericana) ISBN 978-3-95487-500-9 (Vervuert) Depósito Legal: M-39378-2016 Cubierta: a.f. diseño y comunicación Impreso en España The paper on which this book is printed meets the requirements of ISO 9706

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ÍNDICE

Presentación. Reflexiones sobre el estudio del trabajo y los trabajadores . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9 Sonia Pérez Toledo Historiografía sobre las relaciones entre las instituciones coloniales y los artesanos de Hispanoamérica a finales de la Colonia . . . 19 Sergio Paolo Solano D. Trabajo concentrado vs. trabajo doméstico: para una historiografía sobre el trabajo en los obrajes andinos y novohispanos. . . . . . 61 Manuel Miño Grijalva Entre o defeito mecânico e a ascensão social. Trabalho artesanal e homens de cor livres na historiografia sobre o Brasil colonial. . 95 Fernando Prestes de Souza y Priscila de Lima Souza El mundo del trabajo en la historiografía colonial novohispana . . Enriqueta Quiroz Los artesanos del siglo xviii en la historiografía chilena: una historia en fragmentos.. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Hugo Contreras Cruces

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El taller del artesano: espacio productivo y relaciones sociales en el Montevideo de la primera modernización (1870-1914). Una perspectiva desde la producción historiográfica y sus “cuentas pendientes” . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Alcides Beretta Curi

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Historia social del trabajo con perspectiva de género en Argentina: aspectos de un entramado en construcción.. . . . . . . . . . . . . 185 Valeria Silvina Pita Sobre los autores . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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PRESENTACIÓN REFLEXIONES SOBRE EL ESTUDIO DEL TRABAJO Y LOS TRABAJADORES

Sonia Pérez Toledo Universidad Autónoma Metropolitana Iztapalapa El interés común de los autores que participan en este libro por la historia del mundo del trabajo es el motivo principal que nos impulsó a reunir un conjunto de ensayos relativos a la producción historiográfica en la materia. Para la elaboración de los capítulos, nos planteamos como objetivos no solo conocer el estado de la cuestión en algunos aspectos del amplio abanico de posibilidades analíticas de este campo de estudio en distintas latitudes de América durante los siglos xviii y xix, sino también plantear algunos de los problemas que habría que afrontar para avanzar en el conocimiento del mundo del trabajo en ese periodo. Si bien es cierto que esta reflexión se inserta en el contexto más amplio de la evolución historiográfica de cada uno de los espacios, periodos y grupos estudiados por cada autor, como es lógico, en tan reducido espacio es natural que presentemos un relato historiográfico incompleto, pues es imposible tender todos los puentes que sin duda existen entre la historiografía sobre el trabajo o los trabajadores respecto de la historiografía general de cada uno de los países estudiados, así como los distintos puntos de contacto con, por ejemplo, la historiografía europea o estadounidense. El camino recorrido por un importante número de especialistas al que se hace referencia en los capítulos de esta obra muestra que, al menos desde la cuarta década del siglo xx en el marco de la naciente historia “profesional” (desarrollada en las jóvenes academias americanas), hubo historiadores preo-

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cupados por estudiar el mundo del trabajo del periodo al que se atiende aquí: los siglos xviii y xix. Aunque la labor emprendida y los resultados han sido desiguales y se ha avanzado en direcciones diversas no siempre de forma sistemática, la lectura de los ensayos permite constatar que a pesar de que algunos autores con razón afirmen la prevalencia de un conocimiento fragmentario y acotado a ciertos temas, problemas, aspectos o grupos específicos, lo cierto es que resulta importante reconocer que el esbozo historiográfico que presentamos arroja algunos saldos positivos, por más que una preocupación legítima sea la falta de continuidad y, quizá más relevante aún, el relativo menor interés en este campo de reflexión histórica entre los jóvenes que se inician en la historia académica. Sin embargo, esta no es una situación que predomine solo en los países o regiones sobre los que se reflexiona en este libro −Argentina, Brasil, Chile, Colombia, México y Paraguay−, ya que, como subraya John Womack (2007), prevalece desde hace casi dos décadas un desinterés por la historia del trabajo industrial y el movimiento obrero en la academia estadounidense.1 Asimismo, el desplazamiento de la historia social −“impasee” como lo define Patrick Joyce (2004: 34)− e incluso de la tradicional desarticulación entre historia social y económica frente al empuje de la historia cultural trasladó el centro de interés hacia actores, problemas y enfoques que en buena parte dejaron de lado a los trabajadores y el mundo productivo propiamente dichos (Berlanstein 1993; Joyce 1997, 2004; Sewell 1987, 1992, 2006, 2011; Piqueras 2008). No obstante, en las tres últimas décadas, desde miradas y enfoques diversos algo se ha avanzado en el estudio del mundo del trabajo, o tal vez debiéramos decir sobre el mundo de los trabajadores, con la finalidad de atender la heterogeneidad que le es característica; una muestra de ello es la perspectiva de género, cuya mirada ha introducido elementos que nos acercan a grupos específicos de trabajadores (Scott 2008). Otra, sin duda, tiene que ver con el estudio del lenguaje del trabajo, como lo ha mostrado William Sewell Jr. (1987, 2011), o bien las reflexiones sobre los trabajadores ingleses, sus organizaciones, movimientos y sus vínculos con la política (Berger 2002, McIlroy 2010, Navickas 2011a). Aspectos sobre los cuales no han sido ajenos los estudiosos

1   El debate en los Estados Unidos sobre el avance de la historia cultural apareció en diversas publicaciones en la década de los 1990: Mukerji y Schudson 1991, así como en la Hispanic American Historical Review.Véase Haber 1999, Dean-Smith y Jhosep 1999, Chase 1995.

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Presentación

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del continente americano, pero cuyas reflexiones atienden principalmente al periodo que corresponde al surgimiento de las organizaciones modernas de los trabajadores en el último tercio del siglo xix y su vinculación con el poder, a través de las elecciones o frente a los intentos de control de las élites (Sowell 1992, Gayol 2000, Lida y Pérez 2001, Remedi 2013, Solano y Flórez 2011, entre otros).2 De hecho, como se puede ver en el libro, preocupaciones de distinta índole que tienen su explicación en el contexto histórico del que formaron parte los estudiosos del trabajo y los trabajadores, han llevado en distintos momentos a los especialistas a centrar la atención en los aspectos institucionales, en la naturaleza del trabajo, en las características de trabajo en ciertos sectores productivos o regiones y hasta en el estudio de grupos específicos, sus organizaciones y vínculos con otros grupos, así como en relación con el desenvolvimiento político. Pero de ningún modo podemos decir que el estudio del mundo del trabajo se ha agotado. Es claro que en esta obra el artesanado urbano es una de las figuras centrales en las reflexiones sobre la producción historiográfica debido principalmente al periodo de estudio, por lo que los estudios sobre los trabajadores agrícolas constituyen otra línea de reflexión sobre la que habría que avanzar en otro momento. No obstante, las mujeres y la perspectiva de género ocupan la pluma de Valeria Pita y el estudio sobre los trabajadores migrantes, entre otros muchos grupos laborales, está presente en el capítulo de Alcides Beretta sobre el Uruguay. Aquí conviene tomar en cuenta que, para el caso de América Latina, un gran tema por explorar y que merece atención frente a la situación actual es el de la movilidad geográfica de los trabajadores, pues los fenómenos migratorios de larga data pueden ofrecer elementos para entender el complejo mundo del trabajo, así como la formación y transformación de estos grupos sociales. Como señalé en otro trabajo, “hacer las Américas”, buscar “mejor destino” o aspirar a alcanzar “el sueño americano” son expresiones   La literatura disponible sobre las organizaciones de trabajadores, en especial a partir del surgimiento de los sindicatos, a finales del siglo xix y comienzos del xx, para el caso mexicano es amplia y amerita una reflexión aparte (Lear 2001, Illades 1996, Gutiérrez 2011, entre muchos otros que les antecedieron). Ese es el caso también de los estudios sobre sociabilidad urbana y violencia en América Latina, aunque para estos temas así como para las reflexiones sobre la adscripción étnica hay estudios que se ocupan del periodo colonial (Deans-Smith 1992 y 1994, Arrom y Ortol 2004, Pérez Toledo 2011, Castro Gutiérrez 2012, Pérez Toledo 2012 y 2014). 2

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que están íntimamente ligadas al mundo del trabajo (Pérez Toledo 2012). Sin ello no podríamos incluso explicar a cabalidad el desarrollo de núcleos urbanos o la articulación entre los centros mineros y el trabajo agrícola o artesanal, entre otras actividades productivas; así como la relación espacial que se tejió entre el mundo del trabajo en América y el comercio de esclavos emprendido y dominado por europeos, y que ha sido estudiado para Brasil y Cuba. En el fondo de esta reflexión, me parece una de las discusiones que hay que emprender y que fue objeto de análisis en el congreso de 2008 “A World of Labour: Transnational and Comparative History” (Kirk 2010). Concluyo esta breve presentación formulando tres conclusiones que se derivan de una primera evaluación a la que me conduce la lectura de los ensayos comparativos de Sergio Paolo Solano D. y Manuel Miño, quienes, al igual que Enriqueta Quiroz, recorren un espectro historiográfico amplio, así como la de los capítulos de Fernando Prestes de Souza y Priscila de Lima Souza sobre el lugar del trabajo calificado y artesanal en Brasil, sobre de la historia del trabajo femenino a cargo de Valeria Pita o del artesanado colonial chileno y los trabajadores uruguayos sobre los que se ocupan Hugo Contreras y Alcides Beretta, respectivamente. Primero, la necesaria interlocución entre las investigaciones relativas al mundo del trabajo colonial con la correspondiente al siglo xix, que son los grandes periodos sobre los que aquí nos ocupamos.3 Segundo, la necesidad de articular nuevamente los estudios de historia económica y social para avanzar en espacios de estudio descuidados hace ya largo tiempo, pues la historia material sí importa (Piqueras 2008), así como el estudio de los procesos productivos o el trabajo propiamente dicho (Womack 2007); y, tercero, la necesidad de impulsar el trabajo de sistematización y análisis de fuentes y acervos documentales, tareas que pareciera han perdido la importancia atribuida otrora a la investigación histórica; esta centralidad inherente a nuestro quehacer ha disminuido frente a la actualidad de perspectivas que subrayaron la decadencia de la historia social y no solo las limitaciones del determinismo económico. Finalmente, sobre los cortes cronológicos quiero señalar que la división en historia colonial y del siglo xix (la de la etapa nacional de los países de América Latina) corresponde a un criterio de clasificación sin duda útil y válido en muy diversos aspectos, pero como indicó hace ya más de dos décadas Magnus Mörner (1992), la independencia como punto de inflexión   Por supuesto que esos vínculos debieran establecerse con otros periodos si queremos comprender el complejo mundo del trabajo. 3

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y con ella las grandes transformaciones de orden político impulsado por la “crisis de la monarquía española”, o la independencia brasileña respecto de la monarquía lusitana, se han convertido en un obstáculo que nos impide justipreciar la relación cambio/continuidad de lo que denominamos “cambio social”, diagnóstico que hago mío en lo que se refiere al mundo del trabajo. Así, la independencia política o como otros señalan, la emergencia del nuevo orden político, surgió (qué duda cabe) naturalmente con gran centralidad en la historiografía latinoamericana del siglo xx y creo que también en lo que llevamos del siglo xxi, pero, en contraste, los estudios sobre el trabajo, los trabajadores y su mundo durante el siglo xviii y xix requieren mayores reflexiones por parte de los estudiosos y especialistas de este periodo. De hecho, me permito una reflexión particular sobre la producción novohispana y mexicana (que sugiero puede extenderse a algunos otros países del continente americano) y esta se refiere a que la otrora prolífica historiografía sobre el trabajo novohispano, con fuertes vínculos con la historia económica disponible para el periodo colonial, no tiene una contraparte similar para el periodo comprendido entre 1821 y 1860-1870. Pareciera que la caracterización de estos años, como el periodo formativo de las naciones modernas cuya principalísima preocupación se ha centrado en la vida política, ha contribuido a desatender otras áreas y problemas históricos, como el que se refiere a intentar periodizaciones diferentes que nos permitan pulsar la evolución del mundo del trabajo sobre el que incluso, para las primeras décadas del siglo xx, aun con los grandes cambios y rupturas, a veces se vislumbran herencias antiguas o su reformulación, es decir, que si reflexionamos dentro de marcos cronológicos más amplios buscando explicaciones a problemas que articulen sectores y modalidades laborales diferentes, probablemente avanzaremos más en el conocimiento sobre el mundo del trabajo y de los trabajadores.4 Una conclusión adicional que se obtiene al evaluar la producción historiográfica es que mientras para los trabajos novohispanos diversos especialistas se ocuparon de buscar, reunir, organizar e incluso publicar un grupo importante de documentos, para el estudio del mundo del trabajo decimonónico aún tenemos mucho que hacer en los acervos documentales, pues formular nuevas preguntas a la documentación histórica es fundamental (Hobsbawm 1968;Thompson 2001), pero al mismo tiempo resulta igualmente importante   Esta misma observación la ha planteado Pablo Piccato respecto del Porfiriato y la Revolución (Piccato 2010). 4

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interrogar al material empírico, que no siempre está tan a la mano y en la superficie con se quisiera para la elaboración de nuevos trabajos académicos: obstáculos para la originalidad y la contribución al conocimiento del pasado. Finalmente, solo me resta agradecer a los autores su buena disposición y todo el trabajo realizado para elaborar los capítulos de este libro, así como todo el apoyo e interés de Manuel Chust, quien de manera diligente se interesó en este proyecto. Igualmente, agradezco el apoyo de Artemio Álvarez, quien desde la Universidad Autónoma Metropolitana Iztapalapa de la Ciudad de México contribuyó con la revisión de los trabajos, así como a AHILA y a todos los que participaron en la edición e impresión de este libro. Bibliografía Arrom, Silvia (2000): Containing the Poor. The Mexico City Poor House, 1774-1871. Durham: Duke University Press. Arrom, Silvia y Servando Ortoll (2004): Revuelta en las ciudades. Políticas populares en América Latina. México: Universidad Autónoma Metropolitana/El Colegio de Sonora/Miguel Ángel Porrúa. Barbosa Cruz, Mario (2008): El trabajo en las calles. Subsistencia y negociación política en la ciudad de México a comienzos del siglo xx. México: El Colegio de México/Universidad Autónoma Metropolitana Cuajimalpa. Castro Gutiérrez, Felipe (2012): Historia social de la Real Casa de Monedas en México. México: Universidad Nacional Autónoma de México. Chase, Malcom (1995): “Labour History in the Mainstream: Not Drowning but Waving?”. En: Labour History Review, LX, 3. Deans-Smith, Susan (1992): Bureaucrats, Planters, and Workers. The Making of Tobacco Monopoly in Bourbon Mexico, Austin, University of Texas Press. — (1994): “The Working Poor and the Eighteenth Century Colonial State. Gender, Public Order and Work Discipline”. En: Rituals of Rule, Rituals of Resistance.Wilmington: Scholarly Resources, pp. 47-72. Deans-Smith, Susan/Joseph, Gilbert M. (1999): “Source The Arena of Dispute”. En: The Hispanic American Historical Review, vol. 79, núm. 2, Special Issue: Mexico’s New Cultural History: Una Lucha Libre, pp. 203-209. Gayol, Sandra (2000): Sociabilidad en Buenos Aires. Hombres, honor y cafés, 1862-1910. Buenos Aires: Ediciones del Signo. Gutiérrez, Florencia (2011): El mundo del trabajo y el poder político. Integración, consenso y resistencia en la Ciudad de México a finales del siglo xix. México: El Colegio de México.

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Haber, Stephen (1999): “Anything Goes: Mexico’s ‘New’ Cultural History”. En: The Hispanic American Historical Review, vol. 79, núm. 2, Special Issue: Mexico’s New Cultural History: Una Lucha Libre, pp. 309-330. Hobsbawm, Eric (1991):“De la historia social a la historia de la sociedad”. En: Historia Social, 10 (primavera-verano), pp. 5-26. Joyce, Patrick (1997): “Refabricating Labour History, or, from Labour History to the History of Labour”. En Labour History Review, LXII, 2. Joyce, Patrick (2004): “¿El final de la historia social?” En: Historia Social, núm. 50, pp. 25-46. Illades, Carlos (1996): Hacia la república del trabajo. La organización artesanal en la ciudad de México, 1853-1876. México: Universidad Autónoma Metropolitana/El Colegio de México. Kirk, Neville (2010): “Challenge, Crisis, and Renewal? Themes in the Labour History in Britain, 1960-2010”. En: Labour History Review, LXXV, núm. 2, pp. 162-180. Lear, John (2001): Workers, Neighbors, and Citizens:The Revolution in Mexico City. Lincoln: University of Nebraska Press. Lida, Clara E. /Pérez Toledo, Sonia: “Trabajadores urbanos, empleo y control en la ciudad de México”. En: Clara E. Lida y Sonia Pérez Toledo (coords.), Trabajo, ocio y coacción. Trabajadores urbanos en México y Guatemala en el siglo xix. México: Universidad Autónoma Metropolitana Iztapalapa/Miguel Ángel Porrúa, pp. 157-196. Lorenzo Río, María Dolores (2011): El Estado como benefactor. Los pobres y la asistencia pública en la Ciudad de México, 1877-1905. México/Toluca: El Colegio de México/El Colegio Mexiquense. McIlroy, John/Campbell, Alan/Halstead, John/Martin, David (eds.) (2010): Making History: Organizations of Labour Historians in Britain since 1960. 50th Anniversary Supplement of Labour History Review. Leeds: Maney Publishing. Mörner, Magnus (1992): “Historia social hispanoamericana de los siglos xviii y xix: algunas reflexiones en torno a la historiografía reciente”, en Historia Mexicana, XLII: 2 (166) (octubre-diciembre), pp. 419-472. Mukerji, Chandra/Schudson, Michael (eds.) (1991): Rethinking Popular Culture. Contemporary Perspectives in Cultural Studies. Los Angeles: University of California Press. Navickas, Katrina (2011a):“Capitan Swing in the North: the Carlisle Riots of 1830”, En: History Workshop Journal, LXXI, pp. 5-28. — (2011b): “What Happened to Class? New Histories of Labour and Collective Action in Britain”. En: Social History, vol. 36, núm. 2, pp. 192-204. Pérez Toledo, Sonia (2001): “Trabajadores urbanos, empleo y control en la ciudad de México”. En: Clara E. Lida y Sonia Pérez Toledo (coords.), Trabajo, ocio y coacción. Trabajadores urbanos en México y Guatemala en el siglo xix. México: Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa/Miguel Ángel Porrúa, pp. 157-196. — (2011): Trabajadores, espacio urbano y sociabilidad en la ciudad de México, 1790-1867. México: Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa/Miguel Ángel Porrúa.

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Sonia Pérez Toledo

— (coord.) (2012): Trabajo, trabajadores y participación popular. Estudios sobre México, Guatemala, Colombia, Perú y Chile, siglos xviii y xix. Madrid/México: Anthropos/ Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa. — (2012): “Trabajo, trabajadores y participación popular. Una introducción”, en Sonia Pérez Toledo (coord.), Trabajo, trabajadores y participación popular. Estudios sobre México, Guatemala, Colombia, Perú y Chile, siglos xviii y xix. Madrid/México: Anthropos/Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa, pp. 9-16. — (2014): “Calidoscopio espacial y temporal. Estudios sobre trabajadores manuales en España y América”. En: “Dossier. Artesanos: formas de trabajo, sociabilidades, movilidad social y cultura política en Hispanoamérica, siglos xvi-xx”. En: El Taller de la Historia, vol. 6, núm. 6, pp. 5-17. Pérez Toledo, Sonia/Miño Grijalva, Manuel/Amaro, René (coords.) (2012): El mundo del trabajo urbano. Trabajadores, cultura y prácticas laborales. México/Zacatecas: El Colegio de México/Universidad Autónoma de Zacatecas. Piccato, Pablo (2010): Ciudad de sospechosos: Crimen en la ciudad de México 1900-1931. México: Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social/ Consejo Nacional Para la Cultura y las Artes. Piqueras Arenas, José Antonio (2008): “El dilema de Robinson y las tribulaciones de los historiadores sociales”. En: Historia Social, núm. 60, pp. 59-90. Remedi, Fernando J. (2013): “Grupos e identidades sociales en la historia social argentina de las últimas tres décadas. Un abordaje teórico-metodológico”. En: Trashumante. Revista Americana de Historia Social, núm 1, enero-junio, pp. 9-30. Schmidt-Nowara, Christopher (2009): “Las platillas rotas de la historia: ¿qué viene después del giro lingüístico?” En: Historia Social, núm. 63, pp. 169-173. Scott, Joan W. (2008): “Revisiting Gender: A Useful Category of Historical Analysis”. En: The American Historical Review, núm. 91, pp. 1053-1075. Sewell Jr., William (1987): Work and Revolution in France. The Language of Labor from the Old Regime to 1848. Cambridge/New York: Cambridge University Press University Press. — (1992): “Los artesanos, los obreros de las fábricas y la formación de la clase obrera francesa”. En Historia Social, 12 (invierno), pp. 119-140. — (2006): “Por una reformulación de lo social”. En: Ayer, núm. 62, pp. 51-72. — (2011): “Líneas torcidas”, en “Dossier. De la historia cultural a la historia social”. En: Historia Social, núm. 69, pp. 93-118. Slatta, Richard W. (1991):“Bandits and Rural Social History:A Comment on Joseph”. En: Latin American Research Review, vol. 26, núm. 1, pp. 145-151. Solano D., Sergio Paolo / Flórez, Roicer (2011): La infancia de la nación. Colombia en el primer siglo de la república. Cartagena de Indias: Ediciones Pluma de Mompox. Sosenski, Susana, (2010): Niños en acción. El trabajo infantil en la ciudad de México, 19201942. México: El Colegio de México.

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Sowell, David (1992): The Early Colombian Labor Movement: Artisans and Politics in Bogotá (1832-1919). Philadelphia: Temple University Press. Thompson, E. P. (2001): “La lógica de la historia”, en Obra esencial de Thompson. Barcelona: Crítica, pp. 509-526. Varios autores (2011): “Dossier. De la historia cultural a la historia social”. En: Historia Social, núm. 69, pp. 91-142. Womack Jr., John (2007): Posición estratégica y fuerza obrera. Hacia una nueva historia de los movimientos obreros. México: Fondo de Cultura Económica/Fideicomiso Historia de las Américas/El Colegio de México.

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HISTORIOGRAFÍA SOBRE LAS RELACIONES ENTRE LAS INSTITUCIONES COLONIALES Y LOS ARTESANOS DE HISPANOAMÉRICA A FINALES DE LA COLONIA

Sergio Paolo Solano D. Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa

Presentación En este artículo analizaré el progreso de algunas investigaciones que se han referido a las relaciones entre los artesanos y las instituciones del gobierno colonial en Hispanoamérica, para el periodo comprendido entre mediados del siglo xviii, cuando se intensificó la implementación de las reformas borbónicas, hasta 1808, cuando se inició la crisis del imperio español, abriendo curso a las transformaciones políticas que en el caso de Hispanoamérica terminaron en el decenio de 1820. El estudio de esas relaciones es importante por varias razones. Una de ellas es que a lo largo de la Colonia las instituciones político-administrativas coloniales, incluyendo a distintas corporaciones como eran los gremios de artesanos, tuvieron una importante función autorreguladora y reguladora del orden y de la jerarquía social (Rojas 2007: 45-84). Otra es que para la segunda mitad del siglo xviii algunas instituciones administrativas tuvieron crecientes necesidades de la fuerza laboral de hombres libres, ya fuese en el campo de las construcciones públicas, las factorías de tabacos y los sistemas defensivos mi-

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litares.1 En consecuencia, los nexos que pudiera establecer el artesanado con las instituciones políticas determinaban ciertas posibilidades laborales, económicas y políticas que podían incidir en el protagonismo social y político que alcanzaron algunas franjas de los menestrales, y en los procesos de diferenciación social entre ellos. La última razón tiene que ver con algunos aspectos de la configuración social de las colonias hispanoamericanas que, para el caso de los artesanos, solo es posible observar cuando vamos más allá de la historia estrictamente laboral y nos preocupamos por analizar variables como la raza y las milicias, entre otras. En este sentido, cualquier modificación de los nexos entre las instituciones y los sectores subalternos debió incidir positiva o negativamente en la posición de estos últimos en el orden social. A finales del siglo xviii se operaba un replanteamiento de esas relaciones como resultado de la combinación de las reformas institucionales implementadas bajo el dominio de los Borbones y de los cambios sociales que se venían operando desde mucho tiempo atrás, los cuales incidieron en importantes aspectos de la vida social de los artesanos, como era la valoración del trabajo manual y la prestancia social. El artículo está organizado en tres partes. En la primera analizo los contextos en que surgió el interés por las ordenanzas de gremios, así como las consecuencias negativas del escaso diálogo entre las historiografías laboral y del arte en torno al estudio de los gremios y de sus ejercitantes. En la segunda reflexiono sobre los consensos a los que han llegado los historiadores en torno a las principales características de los gremios, la naturaleza de las relaciones entre cabildos y gremios, así como las diferentes interpretaciones existentes sobre las consecuencias de las políticas borbónicas sobre los gremios. En la tercera parte expongo lo que se viene avanzando de forma incipiente por parte

1   De distintas maneras se vienen refiriendo a esas relaciones los nuevos estudios sobre los gremios de artesanos, los obrajes de textiles, los trabajadores del tabaco, de los puertos, de algunas obras públicas en la capital virreinal (Olmedo 1997, 2002, 2009; Amaro 2002; Miño 1998: 79-184, 2009: 67-103, 2012: 35-43;Thomson 2002; Deans-Smith 2014: 371-423; Pinzón 2011: 75-212, 2014; Quiroz 2012a: 39-60). También lo han hecho las investigaciones acerca de las relaciones de los trabajadores con el espacio urbano y las formas de sociabilidad (Pérez 2011: 57-86). Así como quienes desvelaron las formas y los mecanismos de la transmisión de los conocimientos y destrezas de los oficios (Amaro 2003: 133-168; García 1999: 83-98). Y, finalmente, los que han estudiado el peso y la representatividad del artesanado entre la población laboriosa (Pérez/Klein 2004: 163-175; Miño 2004: 147-191; Olmedo 2009: 11-80).

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de algunos historiadores sobre las relaciones institucionales de los artesanos, distintas a las que siempre habían mantenido con los cabildos, como era el caso de las milicias disciplinadas de finales del siglo xviii. Se trata de un tema que ofrece muchas posibilidades para analizar las actuaciones políticas del artesanado novohispano, en especial en aquellas ciudades y villas en las que la defensa militar contra potencias enemigas era un hecho de significativa importancia. Para intentar develar las características de estas relaciones expondré los cuestionamientos que en los últimos años se hacen a las ideas tradicionales sobre la naturaleza de la monarquía española y de las instituciones políticas coloniales, mostrando el peso del artesanado en las milicias urbanas, la concentración de los cargos de la oficialidad por parte de los maestros artesanos y algunas disputas simbólicas que entablaron al interior de las milicias. Las ordenanzas de gremios y los estudios sobre el artesanado Las relaciones entre las instituciones político-administrativas coloniales y los artesanos ha sido objeto de estudio de una abundante historiografía sobre los artesanos y sus gremios. Esto porque para la regulación de la vida cotidiana de las poblaciones los cabildos expedían las ordenanzas de los gremios de los distintos oficios manuales con el fin de reglamentar las actividades laborales de los artesanos. Por eso las ordenanzas se han convertido en la principal fuente de información para el estudio de esas relaciones, despertando el interés de los investigadores desde finales del siglo xix. Por lo menos seis razones explican ese interés: 1) los estudios de las instituciones municipales, concretamente de los cabildos, como también de la historia de las artes; 2) la influencia del ascenso de los movimientos sociales de los trabajadores urbanos modernos, el reclamo de derechos sociales y laborales de los siglos xix y parte del xx; 3) muy ligada a la anterior, los debates sobre las funciones reguladoras del Estado moderno de las economías nacionales y de las relaciones entre los distintos grupos sociales y sus conflictos; 4) el fortalecimiento de la historiografía marxista, que enfrentó la hegemonía de una historiografía política centrada en el individuo y en los funcionarios del Estado, preocupada por estudiar la economía y la sociedad, impulsando en especial la historia del trabajo (Kaye 1989: 121-198; Hobsbawm 1996: 61-80; Kocka 1992: 101-118, 2002: 139-152;Vovelle 1991: 79-94); 5) Esos contextos sociales y políticos internacionales colocaron en un primer plano la búsqueda

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de los antecedentes de las organizaciones obreras y las relaciones que existieron entre aquellas formas organizativas y las instituciones estatales de su época; y, 6) porque teniendo como sustrato la ideología ilustrada del progreso, se estudiaron las condiciones que favorecieron y/o retrasaron el desarrollo de la moderna economía capitalista. En consecuencia, llamó la atención el estudio de los gremios de artesanos, ya fuesen de la Edad Media europea o de la Hispanoamérica colonial, tanto como una fase de la economía y de la sociedad de su época, como también por considerar que representaron un factor de resistencia al advenimiento de la modernidad económica, social y política.2 Estas inquietudes se hicieron presentes de forma desigual y en distintos órdenes en los países latinoamericanos desde comienzos del siglo xx acorde con sus peculiaridades políticas. Uno de sus resultados más significativos fue que en varias ciudades se empezaron a publicar documentos sobre el trabajo en general y compilaciones de las ordenanzas de los gremios de ciudades y villas coloniales (Barrio 1920: 1-187; Carrancá 1932; Vásquez 1938; Zavala/ Castelo 1939-1943; Zavala 1947; Chinchilla 1953: 29-52; Muro 1956: 337372; Anderson 1956 [1941]; Konetzke 1953: t. I, 326; t. II-1, 189-190; t. II-2, 644; Santiago 1960).3 En el sentido estricto de la historiografía social-laboral el estudio de las ordenanzas de gremios recibió un impulso del trabajo de síntesis que realizó Richard Konetzke (1949: 483-524), el cual tuvo cierto nivel de difusión en Latinoamérica.También llamaron la atención sobre las ordenanzas los trabajos del mexicano Manuel Carrera Stampa, quien desde la década de 1940 empezó a publicar artículos sobre diversos aspectos de los gremios de artesanos, recogiéndolos en el libro que publicó en 1954 (Carrera 1945: 69-72, 19471948: 157-173, 1954).4 Konetzke tuvo la ventaja de estar al tanto de los debates adelantados por los historiadores sociales sobre las guildas y gremios de la Europa medieval y en tránsito al capitalismo, lo que le permitió comparar y extraer las especificidades de los gremios hispanoamericanos. Pero Carrera conocía a detalle toda la producción historiográfica sobre las artes y oficios de México y Latinoamérica. Tanto el artículo de Konetzke como la obra   Esta idea estaba presente en la obra de Marx y fue reproducida de forma acrítica por los historiadores que seguían esa forma de pensamiento. Para puntos de vista críticos véanse: Hobsbawm (1999: 91-111); Illades (2001: 10-26). 3  Véanse más detalles en la bibliografía de Carrera (1954: 332-356); Samayoa (1962: 213-358) y Quiroz/Quiroz (1986). 4   Una bibliografía más detallada en Konetzke (1949: 489-491). 2

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de Carrera establecieron una agenda investigativa sobre diversos temas (por ejemplo, orígenes de los gremios por oficios, sus relaciones con el cabildo, las elecciones de alcaldes y veedores de gremios, reglamentación de los oficios y de la comercialización de los productos, relaciones entre gremios y cofradías, las relaciones conflictivas entre gremios y castas, y la evolución de los gremios durante los tres siglos de dominio colonial), la cual se fue desarrollando de forma desigual en estudios posteriores. Sin embargo, durante los primeros decenios del siglo xx estas atrajeron poco la atención de los investigadores, y luego fueron los historiadores de las artes nobles (pintura, arquitectura, escultura y platería)5 los que mostraron mayor interés por el estudio de las ordenanzas de gremios de arquitectos, orfebres y pintores, debido a que los artistas produjeron objetos que perduraron a través del tiempo, así como muchos registros escritos de sus creadores, los cuales permiten una concepción del trabajo manual heredada del Siglo de las Luces.6 Esas artes concentran el mayor número de investigaciones sobre las regulaciones de la vida gremial, de los procesos de diferenciación al interior de esta, como también la mayor cantidad de biografías de algunos artistas. Mas no ha sucedido así por el lado de la llamada historia social y laboral de las gentes comunes y corrientes, quienes apenas dejaron huellas escritas y materiales, y que producían artefactos con materiales no considerados nobles y para el uso cotidiano, los cuales no lograron perdurar, al igual que los nombres e informaciones de sus productores; o que podían estar vinculadas con los trabajos de las obras que permanecieron, pero en calidad anodina. El interés de esta tendencia ha gravitado más en torno a una historia social del artesanado como colectivo y sus vínculos con el resto de la sociedad. En esta dirección escasamente ha existido una preocupación continuada por investigar los gremios por oficios, sus dinámicas a lo largo del tiempo, así como tampoco por sus ejercitantes. Estas historiografías siguieron rumbos diferentes, en parte porque quienes se ocupan de ellas las conciben como excluyentes. Esto ha traído como consecuencia que la historia social laboral mexicana y latinoamericana en general no haya   Una muestra de esa concepción de las artes nobles distintas a los oficios puede verse en la selección bibliográfica sobre el arte novohispano hecha por que José Guadalupe Victoria (1995), de la que se excluyeron las publicaciones referidas a los gremios de arquitectos, pintores, escultores y plateros. 6   Sobre los orígenes de esta diferencia véase Sennett (2009: 11-28). La creación en 1935 del Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM consolidó los estudios de historia del arte. 5

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sacado el debido provecho de la historia del arte. Una proximidad en sus estudios hubiese permitido a la historiografía laboral prestar atención a los distintos niveles de diferenciación entre los oficios, como sí lo ha hecho la historiografía sobre las artes.También cabe preguntarse sobre las razones que impidieron que el pensamiento ilustrado novohispano permitiera que la arquitectura, pintura, escultura y orfebrería se escindieran de los demás oficios y se elevaran a la condición de las llamadas artes nobles.Y de igual forma observar con detenimiento las formas como se percibían los ejercitantes de estas y en qué medida se diferenciaron de sus congéneres de gremios y de los demás oficios artesanales. Se trata de problemas de distintos órdenes, pero a su vez relacionados, que tienen sus implicaciones en los estudios sobre las ordenanzas y acerca del artesanado novohispano. Los estudios sobre el tema han mostrado que a diferencia de lo que sucedía en Europa y en España, donde esa separación fue efectiva (Sewell 1992: 41-50, 100-109), en Nueva España se quedó a medio camino pese a los esfuerzos de los ejercitantes de la arquitectura y de la pintura para distinguirse con relación a los demás oficios. Aunque arquitectos, pintores, orfebres y escultores siempre se comportaron como trabajadores totalmente distintos al resto de los oficios artesanales (Moyssén 1965: 15-30; Ruiz 1990: 27-46; Ramírez 2001: 103-112; Maquívar 2002: 89-99), nunca recibieron un reconocimiento legal como tal. Esos procesos de diferenciación son evidentes en el caso de los arquitectos. En un comienzo la ordenanza los agrupaba en el gremio de la albañilería, pero para mediados del siglo xviii, veedores del gremio, maestros mayores y otros maestros prestantes presentaron un proyecto de ordenanza para reformar la emitida en el siglo xvi, cambiando el nombre de albañiles por el de arquitectos (Fernández 1986a: 49-68, 1986b: 17-28; Migniot 2001: 122-135). Sin embargo, ni aun la creación de la Academia de San Carlos de las Nobles Artes logró conferirles un estatus diferenciado de los demás oficios, y la dicotomía entre gremio y academia no logró desarrollarse hasta alcanzar la total separación (Pérez 2007: 189-214). Los consensos entre los historiadores En términos generales los historiadores de distintas formaciones coinciden en señalar los siguientes aspectos. 1) Los gremios de artesanos fueron corporaciones propias de una sociedad del Antiguo Régimen que otorgaban a los maestros el privilegio del mono-

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polio sobre la producción, las formas productivas y la comercialización de los artículos de competencia de sus oficios, como también el control de las formas de promoción laboral (el ingreso a los oficios, quiénes podían aspirar a ser maestros y los requisitos que debían cumplir para lograrlo) y para determinar las condiciones socio-raciales de sus miembros (Carrera 1954: 148155; Konetzke 1949: 488; González 1983: 24-47; Castro 1986: 36-46, 71-138; Pérez 1999: 89-106). Entre sus diversas funciones sobresalían las laborales que regulaban los conocimientos, técnicas empleadas, materias primas utilizadas, formas de producir y de comercializar, y hasta las características de los talleres artesanales, el empleo de mano de obra (número de trabajadores por talleres, formas de promoción laboral, jornales), y la jerarquía entre los trabajadores de los talleres (Domínguez 1982: 3-26, 1987: 75-106). Aunado a lo anterior, también tenía funciones sociales y políticas, reglamentando las relaciones de los miembros del oficio con la sociedad a través del intento de formalizar el comportamiento de los maestros artesanos, de los oficiales y aprendices de acuerdo con los ideales de los buenos vecinos y fieles vasallos; además de funciones religiosas al desdoblarse muchas veces en cofradías. Como bien anotó Sonia Pérez Toledo (2005: 67) el gremio era una institución legal y a la vez moral.Y otra característica a la que usualmente se le ha prestado escasa atención: sirvió para que durante varios siglos sus miembros construyeran una visión sobre la sociedad, la economía y las instituciones administrativas de las ciudades. En fin, la diversidad de derechos y deberes lo convertían en una corporación privilegiada en la medida que le otorgaba unas atribuciones y mecanismos para la defensa de estas, de los que estaban excluidos otros sectores (Pérez 2007: 195).Y a la vez determinaba lo que muchos historiadores han llamado una conciencia vertical de grupo acorde con los distintos oficios. La mejor definición quizá la dio Richard Konetzke, para quien, además de una organización artesanal, los gremios representaban una estructura social de orden jerárquico basado en los oficios y en sus ejercitantes, que tenían distintos rangos sociales. Cada gremio constituía un orden de privilegios (Konetzke 1949: 488). 2) El origen de los gremios se debió a los propósitos de las administraciones municipales de garantizar y controlar el abasto de los habitantes.Y desde el punto de vista de los maestros agremiados, como una forma de defender sus oficios y prerrogativas en contra de los competidores o del desmedro de la fama pública del oficio. La expedición y constantes reediciones y reformas de las ordenanzas (Reyes 2004: 41-49; Tovar 1984: 5-40; Mayorga 2004; Ochoa

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2012; Torres 2011) tenían como objeto mantener organizada a la sociedad en corporaciones, forma de encuadrar a los distintos sectores sociales de acuerdo a sus esferas sociales (Carrera 1954: 24-47).7 Sin embargo, al lado de las iniciativas de los cabildos, hubo sectores de artesanos que también tuvieron interés en su creación para alcanzar privilegios, copiando y adaptando ordenanzas de otras ciudades, y luego presentándolas a los cabildos para que las aprobaran, como lo demostraron Richard Konetzke (1949: 494-496) y otros historiadores. Hasta cierto punto, este aspecto pasa desapercibido en los estudios generales sobre los gremios, que solo se basan en la compilación de las ordenanzas realizada por Francisco del Barrio Lorenzot, debido a que este suprimió los preámbulos (Konetzke 1949: 490) (iguales a las consideraciones que llevaban a emitir una ordenanza) que contienen los datos sobre las razones que llevaban a expedir una ordenanza, y por tanto registraban las iniciativas de los artesanos.Y solo cuando los historiadores consultan las ordenanzas en los archivos o cuando consultan la compilación de Genaro Vásquez (1938) es que se percatan de esas iniciativas, aunque desafortunadamente han sido menos consultada que la de F. del Barrio Lorenzot. 3) Los controles de los cabildos sobre los artesanos agremiados se ejercían desde tres niveles jerarquizados. Uno estaba representado en el maestro mayor de cada gremio; le seguían los maestros que estaban al frente de los gremios, y otro más estaba constituido por los veedores de gremios. 4) Los gremios eran organizaciones verticales, dominados por círculos de maestros. Los procesos de designación de maestros mayores y de veedores, como también las formas de examinar a los nuevos maestros, de amparar a otros con talleres o de solucionar los conflictos entre estos, demuestran que en ellos cristalizaban redes de dominio. Por ejemplo, los veedores eran nombrados por los cabildos durante la colonia temprana. Luego, los gremios pasaron a controlar la designación de este funcionario, remitiéndose el cabildo solo a ratificar la voluntad de aquellos (Carrera 1954: 129-156; Sagastume 2008: 185).Y para finales del siglo xviii, y en el marco de las políticas borbónicas, preocupadas por desvertebrar ciertos privilegios y asumir el control político de las sociedades coloniales sin causar conmociones populares, nuevamente su designación pasó a manos de las autoridades de los cabildos mediante el nombramiento de un veedor general (Castro 1986: 36-46). En los oficios que trabajaban con metales preciosos o en construcciones, las altas esferas de las autoridades eran las que   Para el caso de Lima, véase Quiroz (1995: 77-96).

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hacían esas designaciones (Carrera 1947-1948: 157-173; Muro 1956: 337-372; González 1983: 20; Heredia 2010: 305-318; Abad 2010: 21-44). 5) Algunos historiadores atribuyeron a las medidas reformadoras de los Borbones sobre los gremios un efecto uniforme en todas las geografías virreinales, hasta que con el advenimiento de las repúblicas fueron abolidas formalmente al declararse la libertad de trabajo. También les negaron a los artesanos cualquier capacidad para incidir sobre esas disposiciones. Relaciones entre cabildos y gremios de artesanos Sobre la relación de los gremios con los cabildos los historiadores han planteado puntos de vista distintos. Unos los conciben como parte de la estructura administrativa de los municipios, concretamente como una especie de aditamentos de los cabildos, y por tanto solo ven en ellos un mecanismo de control social de las autoridades sobre la población. Jorge González advirtió que una característica del gremio era la falta de autonomía con relación a las autoridades municipales debido a que se trataba de un cuerpo de una sociedad estamental que no había avanzado en la individualización (González 1983: 20, 98-99; Aguirre 1983: 10; Olmedo 1995: 77-90; Castro Gutiérrez 1986: 43-44, Pérez 2005: 61). Otros les otorgan cierto grado de autonomía con relación a las autoridades, ya que, a pesar de que eran entidades creadas por estas, al mismo tiempo, podían adquirir derechos, bienes y constituir las cofradías de los santos patronos de sus oficios (Carrera 1954: 142).Y aun otros ven en esas relaciones una situación contradictoria, pues al tiempo que eran creados y controlados por los cabidos, por su propia naturaleza se transformaron en mecanismos de defensa de los maestros artesanos agremiados y en muchas ocasiones alcanzaron cierto grado de autonomía, la cual se ponía en evidencia en los momentos de los conflictos que se escenificaban, ya fuese con otros grupos de artesanos del mismo oficio (no agremiados, pertenecientes a indios y castas) o con otros gremios artesanales, como ocurría muchas veces en las festividades públicas por motivo de los lugares de preeminencia en los desfiles. Varios problemas afrontan estas interpretaciones. El primero es que esas distintas características que le endosan los historiadores estaban presentes en los vínculos entre gremios y cabildos, y dependiendo de la coyuntura esos nexos podía acentuarse en una dirección o en otra. Como bien anota Francisco

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Quiroz en su estudio sobre los artesanos y gremios de Lima, al ser una pieza en el engranaje del funcionamiento ordenado de unas sociedades corporativas, el nivel de control por parte del cabildo iba a depender de la capacidad de este para lograr una aplicación real de las disposiciones que emitía para ejercerlo (Quiroz 1995: 76). En consecuencia, el estudio de los grados de autonomía que pudieran alcanzar los gremios no puede ser determinado a priori por los historiadores, sino que se establecerá acorde con los casos que se investiguen. El segundo problema es analizar esas relaciones solo a partir de lo que se dice en las ordenanzas, sin tener en cuenta que esta es una fuente de información limitada porque es un conjunto de prescripciones sobre cómo deberían ser las actividades artesanales, mas no constituye un cuerpo de descripciones sobre cómo funcionaban de forma real. Como normatividad representa un buen indicio sobre temas que preocupaban a las autoridades y a sectores de maestros de artesanos que se las apropiaron, y que tenían que ver con aspectos importantes de la vida real. En este sentido, es una especie de agenda de investigación sobre temas que deben estudiarse en otras fuentes de información. Además, tampoco tienen presente las situaciones específicas por las que atravesaron los gremios de los distintos oficios, a no ser que esto pueda inferirse del cotejo de ordenanzas sobre un mismo gremio. Por eso puede decirse que, por muy útil que sea la información contenida en esos documentos, si no se acude a otro tipo de fuentes que permitan cotejar las normas con el funcionamiento real de los gremios y de los agremiados, aquellos terminan siendo una especie de prisión historiográfica que determina el curso de las investigaciones (Guevara 1993; Ruiz 2001; Lorenzo 2003: 153-177; Recio 2012a: 13-38; 2012b: 17-36). Y el tercer problema es que la mayoría de los estudios están circunscritos a la fase colonial tardía, y se carece de elementos y de juicios referidos a los siglos xvi y xvii que permitan realizar comparaciones.8 En conclusión, los avances de la historiografía de los últimos decenios nos han brindado mejores herramientas para entender que no existió una relación uniforme en todas las colonias ni al interior de estas, ni entre los artesanos y las instituciones. También existieron diferencias en concordancia con la posición de las poblaciones en las jerarquías político-administrativas del poblamiento, las políticas imperiales y con el orden jerárquico institucional, las coyunturas económicas por las que estas atravesaron, los rangos entre   Se exceptúa el trabajo de Francisco Quiroz (1995: 75-110), quien hizo un estudio comparado de las ordenanzas de gremios de Lima desde el siglo xviii. 8

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los distintos oficios, las transformaciones en la mentalidad colectiva en torno al desprecio o la valoración del trabajo manual, las condiciones socio-raciales de los trabajadores y las características de las distintos estratos que integraban el artesanado.9 De igual forma, han subrayado el fracaso de las políticas de las autoridades y de los sectores sociales interesados en mantener una separación entre los artesanos acorde con ese factor entre sus integrantes. Más que una entidad homogénea, ahora los gremios empiezan a ser vistos como unos espacios de disputas (García 1989: 87-112; Amaro 2002: 63-89, 117-153). Asimismo, le conceden un papel central en el desarrollo de una identidad corporativa (García-Bryce 2008: 61-62; Pérez 1996: 226-227; 1999: 93; Illades 1996: 67-76; Amaro 2002: 64). Reformas borbónicas y gremios de artesanos Desde la década de 1930 en adelante buena parte de la producción historiográfica latinoamericana tomó una dirección parecida a la asumida por las investigaciones de los historiadores europeos y sus debates sobre las relaciones inversas entre el desarrollo económico del capitalismo y los gremios (Tanck de Estrada 1979: 311-331; Castro 1986: 36-46, 71-138; Olmedo 1997: 77-90; Mayor 1993: 18-68). El modelo lo daban los estudios sobre aquel continente, y solo bastaba con hallar algunos datos para corroborarlo. Por ejemplo, Luis Chávez Orozco aplicó tres ideas del modelo marxista: una señala que el artesanado del Antiguo Régimen y sus gremios eran un obstáculo al progreso económico del capitalismo. Las mejores pruebas las dieron las críticas a los gremios y otras corporaciones que escribieron los ilustrados de finales del xviii, y las quejas que elevaron los artesanos del siguiente siglo ante la implementación de la política librecambista (Chávez 1934, 1977). Otra indica que el desarrollo de la manufactura, de la industria y del libre comercio representaba la condena a muerte del artesanado (Chávez 1936: 9-11).Y la tercera anota que el capitalismo encontró apoyo en las tendencias centralizadoras del Estado a través de las monarquías absolutistas interesadas en terminar con la sociedad de privilegios corporativos. 9   Sobre Buenos Aires sabemos que los gremios se intentaron reglamentar de forma tardía, con un rotundo fracaso (Arata 2010). Y en el Nuevo Reino de Granada se pretendieron reintroducir a finales del siglo xviii (Mayor 1993: 17-68; Franco 2014: 81-97).

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Esos argumentos se repitieron hasta la saciedad por las diferentes historiografías de los países latinoamericanos. Tanto el posterior desinterés por esos temas, como por el modelo de la historia económica y social que inspiró muchos de esos estudios en Europa y Latinoamérica, han dejado incólume esos argumentos y, en mayor o menor medida, los historiadores continuaron repitiéndolos. Como la mayoría de los estudios abocaron a los gremios hispanoamericanos durante la transición a la república y al nacimiento y desarrollo de las modernas formas de la economía capitalista, aquellos quedaron condenados por argumentos lapidarios, establecidos más por modelos teóricos de la sociología y de la economía que por investigaciones históricas con generosos soportes empíricos extraídos e interpretados a partir de la información de archivos.10 Frente a estas tesis hubo dos voces disonantes pero con escasa audiencia. Richard Konetzke (1949: 488-489) se distanció de la idea en boga entre los historiadores europeos que concebía al naciente Estado moderno opuesto al orden social de privilegios, arguyendo que la monarquía absolutista se basó en las corporaciones y las reforzó para garantizar el buen gobierno. Escasos años después, en 1954, Manuel Carrera señaló que en el caso de Nueva España no se aplicaba de manera automática el argumento de una relación inversamente proporcional entre desarrollo de la economía moderna y la crisis de las guildas, usado para explicar la decadencia de los gremios europeos (Carrera 1954: 279-295). Al menos hasta donde la documentación y la historiografía consultada permiten deducir, para la segunda mitad del siglo xviii, los gremios artesanales estuvieron sometidos a distintas presiones. Por un lado estaban los intereses   Los historiadores europeos están volviendo a revisar el tema a la luz de las discusiones que algunos han llamado “el retorno de los gremios”, debates suscitados por las publicaciones de Stephan Epstein (1998: 684-713, 2008: 155-174), y las repuestas de Ogilvie (2004: 286-333, 2008: 175-182). Para un seguimiento a las líneas centrales de este debate y una bibliografía amplia sobre las discusiones en Europa, véanse Nieto/Zofío (2014) y Lucassen/Moor/Luiten van Zanden (2008). Aunque el epicentro de la discusión ha estado en torno a la pregunta sobre la eficiencia de los gremios artesanales desde el punto de vista de la economía en transición entre el Antiguo Régimen y el capitalismo, las distintas intervenciones han revisado algunos aspectos sobre los que se creía tener consensos. Ese retorno a este tema y a las discusiones de la historiografía económica europea ha estado acompañado por el resurgir de estudios sobre las relaciones entre aprendizaje y la tecnología en los gremios, la movilidad laboral, el protagonismo político de los gremios en las municipalidades, las familias artesanas. 10

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de sectores de las élites e instituciones que tiraban en distintas direcciones. Asimismo, los artesanos tuvieron distintas actitudes frente a los gremios.Y, por último, aparecieron nuevas oportunidades de relación con las instituciones que deterioraron la importancia de los gremios. Por una parte las autoridades y las élites ilustradas no tenían una posición homogénea frente a estas corporaciones, pues mientras que algunos sectores eran partidarios de su abolición,11 otros proponían reformarlos para garantizar un mayor control de las autoridades,12 y aun otros opinaban sobre la necesidad de su recreación allí donde no existían, ya fuese porque nunca hubiesen tenido vida o porque habían desaparecido. Asimismo, franjas de artesanos defendían el fortalecimiento y/o su creación donde no existían o habían desaparecido, como mecanismo para enfrentar a los artesanos empujadores, que por distintas razones tenían sus talleres sin cumplir las normas estipuladas en las ordenanzas de los gremios. Para ello se revivieron ordenanzas de gremios de oficios que habían caído en desuso o se logró que las autoridades locales reformaran las antiguas o que aprobaran otras nuevas. Otras franjas de ciertos oficios abogaban por que se les permitiera tener sus propios gremios para poder diferenciarse de sectores con los que consideraban deshonesto seguir compartiendo vida gremial. Otros sectores privilegiaban razones de tipo raciales para crear gremios y diferenciarse de los artesanos identificados con las castas. Y otros artesanos no mostraban interés en la vida gremial por diversos motivos, entre estos porque no se habían sometido a los requerimientos establecidos por las ordenanzas de los gremios en lo que se refería a las normas para poder tener taller público. Otros porque tenían contratos con algunas instituciones administrativas y los militares, y eso les permitían muchos márgenes de libertad con relación a las disposiciones gremiales (Guzmán 1997: 235-252; Solano 2016).13 Y otros porque desem11   Los argumentos de los abolicionistas los proveían las obras de Pedro Rodríguez de Campomanes (1777), Bernardo Ward (1779) y Gaspar de Jovellanos (1859: 33-45), en las que se defendía la idea de suprimir los gremios artesanales en nombre de la libertad de industria. 12   Las ideas de los reformadores eran tomadas de diversas fuentes, sobresaliendo Valladares (1800 [1776]; este opúsculo se reprodujo en Guatemala en 1800) y Palacio (1778). 13   En el Ramo de Bienes Nacionales del Archivo General de la Nación de México aparece información detallada sobre las actividades de los maestros mayores de los oficios ligados a la construcción (arquitectos, carpinteros, herreros). Véanse los listados de esas labores en González/Olvera/Reyes (1994).

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peñaban las maestrías mayores de algunos oficios, desplazando y relegando la vida corporativa de los gremios (Castro 1976: 137-144; Fernández 1985, 1986b: 17-28, 1986c; Tovar/Garza 2006: 80-97). En fin, lo que se pueda ir poniendo en limpio de esta diversidad de actitudes dependerá de los avances de la historiografía acorde a cada sector de artesanos y de que involucremos variables que van más allá de los oficios, y de acuerdo con las coyunturas y poblaciones que se estudien. Investigaciones de los últimos años sobre del artesanado de finales de la Colonia se han interesado en analizarlo en el contexto de las continuidades y de los cambios que se fueron introduciendo desde finales de esa centuria y a lo largo del siguiente siglo (Pérez 1999: 89-106; Amaro 2002: 63-89, 117153; Sagastume 2008: 165-237). Frente a las historias de los trabajadores interesadas en ver una relación inversa entre el crecimiento de la industria fabril y de los obreros modernos, la total decadencia de los talleres artesanales y la desaparición de los artesanos, o solo en establecer los antecedentes del sector manufacturero y fabril, y en sus luchas y formas organizativas, los nuevos estudios han argumentado la idea de la continuidad de sus artesanos y de su importancia en el conjunto de la población económicamente activa del siglo xix (González 1983: 7-9; Pérez 2005: 17-21). Esta idea hoy día tiene consenso entre los historiadores que se dedican a investigar el mundo social y del trabajo. Sonia Pérez Toledo, Jorge González Angulo, René Amaro Flores, Jorge Olmedo y Francisco Quiroz (para el caso de Lima), entre otros, han sostenido puntos de vista contrarios a la idea de la extinción de los gremios como resultado de las medidas reformistas de los Borbones y de los efectos corrosivos del capital comercial que medió entre la producción artesanal y su comercialización, tesis esta que había sido defendida por Felipe Castro Gutiérrez (1986), en parte tomada de lo que había demostrado de forma fehaciente los estudios de Manuel Miño Grijalva sobre los obrajes textiles (1998: 197-261). Sonia Pérez Toledo propone que más que abolicionistas, las medidas de los Borbones sobre los gremios fueron reformadoras y carecieron de efectos homogéneos, y que sus resultados en la vida gremial no solo hay que verlos en el plano institucional (tal como se registra en las distintas ordenanzas), sino en los hábitos que aquella creó entre los artesanos. Se trata de una idea capital, pues saca el estudio de los gremios de la interpretación meramente normativa para ponerla en el plano social y de la cultura laboral de los artesanos. Algo parecido se ha sugerido para el artesanado de Zacatecas (Amaro 2002: 117-153)

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y para el caso de Cartagena de Indias (Solano 2011: 51-58). Al mismo tiempo, la idea de la prolongación de las prácticas sociales y culturales de los gremios es clave en el trabajo de Sonia Pérez Toledo (1999: 89-106) para explicar, mediante lo que considera como una operación de resignificación contextual, la demanda de proteccionismo por parte de los artesanos en el contexto del liberalismo económico del siglo xix. La mayoría de los autores que he mencionado son de la idea de que a lo largo de su existencia los gremios vivieron varios periodos de auge y de crisis, y que pese a los reclamos de algunos funcionarios ilustrados de finales del siglo xviii para que estas corporaciones desaparecieran al verlas como opuestas al progreso económico, lo más corriente fue que las autoridades realizaran varios esfuerzos por reformarlas, y para someterlas a un mayor control, quitándoles a los artesanos agremiados el recurso de elegir a sus veedores. Es decir, en algunas poblaciones, como fue el caso de Ciudad de México, los maestros artesanos perdieron el habitual espacio de negociaciones que hacían periódicamente al elegir a las autoridades de sus gremios, y esta pasó a manos del cabildo (Pérez 1999: 89-106). Las actitudes de los artesanos frente a los gremios variaron de acuerdo con sus intereses y circunstancias. La historiografía sobre distintas ciudades hispanoamericanas indica que para el siglo xviii muchos aspectos de la vida gremial institucional estaban en crisis. En algunas poblaciones había decaído o desaparecido. En otras no funcionaban debido a las características que había tomado el trabajo artesanal como presencia de maestros artesanos pertenecientes a las castas, la acción de los empujadores, la apertura de obras que, para llevarse a cabo y contratar mano de obra, pasaban por encima de consideraciones de tipo gremial, por los enfrentamientos entre sectores de artesanos y por el surgimiento de nuevas posibilidades organizativas más atractivas por las implicaciones políticas que tenían. En el siglo xviii los maestros artesanos examinados revivieron el interés por las ordenanzas de los gremios. Muchas de estas habían caído en desuso, pero la competencia era de tal magnitud que obligaron a aquellos a intentar ponerlas en práctica mediante denuncias a los cabildos. Por eso en ese siglo muchas ordenanzas fueron desempolvadas y reactualizadas. Las ordenanzas de herreros creaban especializaciones entre estos con base en las técnicas y pericias en que presentaban los exámenes los oficiales para ascender a maestros. Además, si se quería producir otros artículos, debían someterse a nuevos exámenes. El control se ejercía mediante la licencia que le

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otorgaba el cabildo, en la que constaba en que área de la herrería era especialista el examinado. Esto permitía que fueran de dominio público las especialidades laborales de los herreros y las de todos sus congéneres de oficios (Muro 1956: 340-341). De hecho, estas normas, al igual que las de otros gremios, eran violadas en las partes referidas a la apertura de talleres sin haberse examinado; el poseer más de un taller mediante el procedimiento de “amparar” a otro oficial; la producción de objetos que no estaban contemplados en las licencias; el no tener marcas (herrete) en los productos; algunos practicaban el oficio de forma ambulante; la competencia de otros gremios que utilizaban metales duros (como el de los carroceros) que abrían fraguas (lo que solo era potestad de los herreros) con oficiales no examinados; que se le permitiera a los veedores hacer cumplir las normas de las ordenanzas y que se evitaran los obstáculos que muchas veces ponían los maestros mayores; y en la presencia de mulatos, indios, mestizos y negros libres en las maestrías del oficio. Las dificultades para hacer cumplir las ordenanzas de los herreros los llevó en 1809 a solicitar a la Corona que los agregara al gremio de Madrid (Muro 1956: 342-346). Desde dentro de las instituciones: milicias y maestros artesanos en las ciudades portuarias En los últimos años algunas investigaciones vienen develando que los artesanos contaron con otras formas de relacionarse con las instituciones, y que se trató de unos vínculos más políticos que laborales que en algunas ciudades desplazaron a los gremios. Un factor que hay que tener presente en los nuevos estudios sobre las relaciones, que son el objeto de este balance, son las recientes reconsideraciones historiográficas sobre la institucionalidad y la vida política colonial, mismas que pueden ayudar a reflexionar de mejor forma sobre las relaciones de los trabajadores con estas, como también a entender las luchas de sectores del artesanado urbano por mejorar sus espacios de reconocimiento social apoyándose muchas veces en ellas. Se trata de dos aspectos que de alguna manera guardan relación. Por una parte están las actuales discusiones sobre las características de la monarquía española y de las instituciones coloniales, de las que quiero retener tres ideas por considerarlas útiles para indicar los posibles rumbos que puedan tomar los estudios sobre los vínculos entre los artesanos y las instituciones.

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La primera es la propuesta de William Taylor de considerar la gobernabilidad colonial como algo distinta a la moderna, fundamentada en instituciones estatales universales, abstractas y autónomas de otras esferas de la vida social. En el gobierno colonial lo político, lo social y lo religioso no estaban separados, lo que conllevaba que las personas que tenían funciones de poder se comportaran como unos cuerpos que interactuaban frente a otros (Taylor 2003: 53-93). Estos estaban constituidos por una diversidad de corporaciones sociales y políticas que tenían privilegios asimétricos y capacidad de control sobre sus miembros. La segunda es la idea de Annick Lempérière, quien ha explorado con más detalles la idea de Taylor y ha argumentado la existencia de un “gobierno sin Estado”, y en consecuencia la necesidad de “Extender la noción de gobierno al conjunto de la estructura corporativa o, dicho de otro modo, al ordenamiento de lo social [… y] cuestionar la existencia de una potestad pública homogénea y unificada” (Lempérière 2013: 72). La sociedad colonial, en especial la urbana, se autorregulaba a partir de sus corporaciones, y por eso había un interés en que todos sus miembros, acorde con sus calidades y en sus respectivas esferas, estuvieran incorporados en los cuerpos políticos que les correspondía (Lempérière 2013: 90-103). La tercera idea, situada en parecida dirección a las anteriores, es la de JeanFrédéric Schaub (2012: 211-221), quien define a la monarquía española del siglo xviii como de carácter compuesto, con una estructura institucional plural y compleja, y por tanto distante del Estado moderno, que tiende a ser todo lo contrario. Un imperio de esas características, cuya monarquía se mantuvo en medio de una prolongada guerra de casi ocho siglos practicando una constitución histórica pactista, llevó a fragmentar y a delegar parcelas del poder en una diversidad de corporaciones a las que concedió privilegios. Una de las funciones del rey era garantizar el tejido de relaciones contractuales entre los distintos cuerpos que formaban la sociedad. En consecuencia, los vínculos de las instituciones y del monarca con sus vasallos se empiezan a estudiar de forma distinta a las relaciones del Estado moderno con los ciudadanos. La metáfora de la sociedad como un cuerpo (estamentos, órdenes y corporaciones) cuya cabeza era el rey tenía implicaciones en la vida real, y demandaba que las diferentes partes guardaran armonía en sus ubicaciones en el orden social, en sus atribuciones y en el desempeño de sus funciones. Cada miembro, representado en una corporación (o excluido de estas) que a su vez encuadraba a las familias, personas y grupos sociales, se autorregulaba gracias a la jurisdicción y privilegio que le otorgaba

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la normatividad, y a las normas que establecía el rey. Además, a diferencia de la sociedad moderna, en el imperio español las instituciones y la sociedad no estaban separadas, y podían confundirse en ciertos grupos sociales (Pietschmann 1998a: 32-52). Por tanto, de ahí devenían obligaciones y derechos que en principio no se podían transgredir. La relación de los gobernantes con los vasallos estaba regulada por un principio de justicia, que a diferencia del moderno, no intentaba igualar, sino conservar las diferencias (Pietschmann 1991: 167-205, 1998b: 52-83; Rojas 2007: 45-84; Sánchez 2010: 164-224). Ahora bien, ese ejercicio autorregulatorio de la autoridad por parte de las corporaciones funcionaba en términos reales gracias a que entre ellas y en su interior se establecían relaciones de dominantes/dominados, y de construcción de la subordinación a través de vasos comunicantes con sectores subalternos. En su balance sobre la historiografía consagrada a los cabildos de ciudades y villas, Michel Bertrand cita diversos estudios sobre ciudades europeas e hispanoamericanas en los que se evidencia que en las disputas por segmentos del poder entre familias de las élites, eran muy importantes tantos los vínculos que se establecían entre ellas como las alianzas puntuales que construyeran con sectores sociales inferiores en torno a ciertas contraprestaciones de carácter clientelista (Bertrand 2014: 35-36; Lempérière 2013: 281-304; Calvo 2014: 309-320). Téngase en cuenta que el cabildo pretendía regular la vida cotidiana de ciudades y villas, y por tanto sus formas de poder y de regulación de la vida diaria se daban a un nivel micro, de lo que son una muestra sus ordenanzas y sus bandos de buen gobierno.14 Asimismo, las relaciones entre la oficialidad militar profesional y los milicianos operaban en un nivel micro pese a existir regulaciones sobre el tema. En consecuencia, el ejercicio del gobierno se daba mediante la fuerza de las instituciones, las cuales, a su vez, podían operar como una especie de encadenamiento jerárquico descendiente de poderes que se negociaban o se imponían de acuerdo con las circunstancias y los intereses. Aquí, el modelo de las redes sociales empieza a desempeñar un papel de primer orden debido a que permite analizar los encuadramientos de familias y personas de distintas índole, de acuerdo con los intereses y las circunstancias para generar bases de apoyo a círculos de poder y a propuestas negociadas. 14   Los bandos de buen gobierno de la Ciudad de México del periodo 1697-1820 pueden consultarse en la página web del Instituto Nacional de Antropología e Historia de México: .

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Estos novedosos argumentos conllevan replantear en varias direcciones lo que hasta ahora se ha tenido por un hecho historiográfico incuestionable, y en especial a concebir a las instituciones coloniales de forma distinta a como se ha hecho hasta ahora. Quizás el campo mejor explorado sea el de las milicias disciplinadas creadas a partir de la reforma militar que se implementó después de la toma de La Habana y Manila por los ingleses en 1763. Para ver lo que pueden significar esos replanteamientos es necesario salir de Ciudad de México y concentrar el interés en las ciudades portuarias que desempeñaron funciones destacadas en el tráfico comercial y en la defensa militar del imperio español durante la segunda mitad del siglo xviii. En estas los artesanos de color vinculados con las labores en los distintos sistemas militares defensivos tuvieron unas relaciones peculiares con las instituciones coloniales (ordinarias y militares), si se les compara con lo que sucedía con sus congéneres de las ciudades de tierra adentro.Y eso tuvo que ver tanto con su vinculación con las milicias disciplinadas como con sus trabajos en baluartes, sistemas amurallados, talleres de artillería y armerías, así como con la construcción y refacción de embarcaciones mercantes y de guerra. De la misma forma guarda relación con el acceso que tuvieron a privilegios como el ingreso a los grados de la oficialidad de las milicias, la estabilidad en sus contratos laborales, el logro de contratos de asentistas15 y el monopolio sobre la producción de algunos objetos para la defensa.Y, sobre todo, una relación con el alto mando militar de origen ibérico, en contraposición a las autoridades ordinarias que estaban en manos de las élites locales. El caso de las milicias es muy sugerente porque los fondos militares y de la marina (Indiferente de Guerra en el caso de México) de los archivos nacionales de los países latinoamericanos cuentan con la suficiente información para estudiar los vínculos entre los artesanos, el sector subalterno del mundo urbano que más aportó a las milicias, y esta institución. A continuación pondré algunos ejemplos que pueden servir para ilustrar lo afirmado. Según los listados de las ocho compañías que en 1790 integraban la Segunda División de Pardos Tiradores de Campeche, las dos primeras tenían 128 milicianos y de estos el 67,2% eran artesanos. Sin embargo, las seis compañías

15   En ejercicios comparativos recientes sobre obras “públicas” en Santiago de Chile y en la Ciudad de México, Enriqueta Quiroz (2009: 211-264, 2012a: 39-60, 2012b: 91-122) ha mostrado que en contra de la idea que sugiere una inestabilidad laboral de los artesanos, algunas franjas de estos sí lograron permanecer en sus contratos por largos tiempos.

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restantes, que pertenecían a las zonas rurales, en su mayoría estaban integradas por labradores, representando el 93% del total.16 Igual acontecía con las compañías de voluntarios blancos, pues la de granaderos y las tres primeras estaban formadas por hombres de aquella ciudad, con un total de 287 milicianos. De estos, el 60% eran artesanos. Las cinco compañías blancas restantes pertenecían a las poblaciones aledañas, con un total de 372 hombres, de los que solo el 14,5% eran artesanos.17 Cuando el subinspector del ejército propuso, en agosto de 1789, que se destinara una compañía miliciana de pardos y morenos para custodiar el fuerte y presidio de San Juan de Ulúa (Veracruz), debido a que eran más aptos para resistir las insalubridades que las tropas españolas, el virrey Flórez objetó aduciendo que “…ocasionaría perjuicios al público, a los mismos interesados, y a sus familias a causa de ser los individuos que las componen artesanos, y gente dedicada al acarreo de efectos de aquel basto comercio”.18 El padrón de 1792 de la ciudad de Puebla muestra que los artesanos componían el 94% de los milicianos de color (Vinson III 1996: 239-250). En 1793, Pedro Gorostiza, inspector del ejército de Nueva España, también afirmaba que las milicias de Ciudad de México estaban formadas por artesanos.19 A primera vista puede pensarse que se trata de una relación apenas obvia, pues el artesanado era un sector social urbano y por lo general representaba   Archivo General de Simancas (España), Secretaría de Despacho de Guerra (en adelante AGS, SDG), leg. 7299, exp. 8. 17   AGS, SDG, leg.7299, exp.5, ff. 15r.-49r.; leg. 7299, exp. 6; exp. 3. 18  AGS, SDG, leg. 6963, exp. 24, ff. 2v.-6r. 19   AGS, SDG, leg. 6965, exp. 18, f. 8v. En Cartagena de Indias las milicias disciplinadas de hombres libres de color creadas a partir de 1773 estaban integradas por seis compañías (una de granaderos, tres de infantería, y dos de artilleros, a su vez formada por una de pardos y otra de morenos). El total rondaba los 600 hombres de color alistados. De esta cifra, según los censos de artesanos de los cinco barrios que integraban la ciudad, 409 eran artesanos, representando el 68,2% del total de los alistados. Cifras para varios años en AGS, SDG, leg. 7089, exp. 1, f. 205r.; Archivo General de la Nación, Sección Colonia (en adelante AGN, SC), fondo Milicias y Marina (MM), leg. 57, ff. 485r., 488r.; leg. 66, f.403r. Los censos de artesanos pueden consultarse en: AGN, SC, fondo Miscelánea, leg. 31, ff. 148r.-154v. y 1014r.-1015v.; AGN, SC, CR-CVD, leg. 6, ff. 615r.-619v.; 259r.-260v.; leg. 8, ff. 75r.-131v.; AGN, SC, MM, leg. 48, ff. 725r.-734v. La mayoría de los que no pertenecían a esa institución era porque estaban por debajo de los 15 años o por encima de los 45, edades establecidas para quedar exentos de prestar el servicio (AGN, SC, MM, leg.40, f.156r.), o también porque trabajaban para las reales obras de fortificaciones, en el apostadero de la marina, en los talleres de la artillería o como armeros del batallón del regimiento fijo (Solano, 2015, pp. 80-105; 2016). 16

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un tercio de las gentes que trabajaban en las ciudades. También es indiscutible que si integraban la mayoría de las milicias urbanas, los oficiales por lo regular tenían que ser de esta condición social.20 Sin embargo, un análisis más pormenorizado muestra que los maestros artesanos tuvieron un protagonismo en distintos planos que da pie para realizar un análisis aparte, lo que es igualmente válido para otros aspectos de la vida social. Asimismo, ese protagonismo no lo encontramos entre otros sectores sociales que formaron parte de las milicias de las ciudades.Veamos. 1) Algunos maestros artesanos crearon compañías milicianas, comprometiendo sus medianos caudales en vestirlas y dotarlas de tambores, trompetas y banderas.21 2) Tanto la creación como el reclutamiento de nuevos milicianos lo hacían trasladando al interior de las compañías las redes clientelares que habían construido entre sus congéneres de oficios y de condiciones socio-raciales. Para esto utilizaban las condiciones que les ofrecían el ser propietarios de talleres, tener la condición de maestro mayor en sus oficios, estar al frente de cofradías religiosas, el compadrazgo y las relaciones de ascendencia sobre los familiares de los aprendices que tenían a su cargo. 3) Quienes ingresaban a las milicias de color eran los que poseían los mejores capitales simbólicos (jerarquía en sus oficios, contratos con las instituciones militares, ascendencia social y política, redes clientelares y mediadores culturales con las élites, distintas condiciones socio-raciales, recursos materiales para “llevar con decencia el empleo”). Esto se traducía en posibilidades diferenciadas de promoción en la oficialidad, en la ascendencia política, en la posibilidad de constituirse en interlocutores de la oficialidad blanca y en proyectar esos logros en el entorno social.

20   Esa relación es evidente en varios documentos. Por ejemplo, en las hojas de vida de 1793 de los oficiales de milicias pardas de Campeche. AGS, SDG, leg. 7211, exp.38, ff. 11r.-14v., 20r.-22v., 28r.-30r. 21   En 1758 ya existía la Compañía de Orfebres, dos compañías de caballería de tocinería, panadería y curtiduría de Ciudad de México, y una de igual condición que la anterior en Puebla (McAlister 1982: 100). La compañía del gremio de panaderos de Ciudad de México se había fundado en 1692, y las de los curtidores y los tocineros en 1741. Sus impulsores eran maestros artesanos con solvencia económica que empleaban a sus dependientes en la prestación del servicio miliciano. Su existencia se prolongó más allá de 1790. AGS, SDG, leg. 6988, exp. 5, ff. 1r.-89v.; Magallanes (2012: 127-163);Vinson III (1995: 170-182).

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4) Los artesanos estuvieron al frente de las disputas al interior de las compañías de milicianos para lograr que la prestación del servicio se tradujera en la mejora del estatus social. Para ello acudieron a recursos institucionales con la finalidad de reclamar lo que consideraban sus derechos en virtud de ser leales vasallos del rey y buenos vecinos. Un incipiente campo investigativo muestra que, para finales del siglo xviii, los artesanos, al margen de sus gremios, intentaron unir sus intereses a los de las milicias. Al estudiar los intentos para crear gremios por parte de los zapateros y plateros españoles recién llegados a Buenos Aires a finales del periodo colonial, y la reacción que tuvieron otros ejercitantes de esos oficios que pertenecían a las castas, Lyman Johnson ha mostrado que los artesanos bonaerenses eran más libres al no estar constreñidos por el sistema de gremios, como sí sucedía con sus congéneres de otros virreinatos. Y que resistieron a la creación de unos gremios que los excluían, activaron mecanismos sociales y políticos como las redes de poder a las que estaban adscritos en calidad de subordinados, y procedieron a crear sus propios gremios, de corta vida frente a la actitud del cabildo de la ciudad que los desconoció. Según Lyman Johnson (1987: 73-84; 2013), el fracaso de estas iniciativas también se debió a que los artesanos de color hallaron otras formas (alianzas con criollos y milicias) para conseguir sus objetivos. Algo parecido argumenta María Magallanes sobre los artesanos de Zacatecas de finales del siglo xviii, los cuales hallaron en las milicias una alternativa distinta a los gremios para conseguir sus propósitos (Magallanes 2012: 127-163). De igual forma se ha pronunciado José Rojas analizando casos de artesanos de algunas ciudades de Nueva Galicia, quienes al formar parte de la oficialidad de las milicias de pardos se negaban a cumplir con las obligaciones de los gremios cobijándose en el fuero militar (Rojas 2016: 151-153). Ambos trabajos revelan un creciente interés de los artesanos por estar vinculados al servicio miliciano en desmedro de la vida gremial (Magallanes 2012: 127-163; Rojas 2016: 151-153).22 Ciertos contratos laborales con las instituciones ordinarias y militares también brindaban oportunidades a algunos artesanos que rompían las regla-

 También Hugo Contreras en el caso de Santiago de Chile y Fernando Prestes en el de São Paulo (Contreras 2011: 51-89; Prestes de Souza 2014). En igual sentido se han referido Sergio Paolo Solano y Roicer Flórez para el caso de Cartagena de Indias, en el Nuevo Reino de Granada, afirmando que ante la inexistencia de gremios, los artesanos hallaron refugio en las milicias (2012: 11-37). 22

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mentaciones gremiales o actuaban con plena libertad porque esas normas no operaban (Sandrín 2014: 1-21; Solano, 2016). A su vez, el interés en este nuevo vínculo tuvo que ver con las características socio-raciales de muchos artesanos, las cuales, en algunas ocasiones, aparecían como un factor de discordia entre los artesanos agremiados. Como se puede ver a partir del caso de Buenos Aires, Santiago de Chile, Zacatecas, São Paulo y Cartagena, para avanzar en la exploración de las relaciones de los artesanos con las instituciones se requiere, en primer lugar, superar el reduccionismo racial de las milicias llevado a cabo por la historiografía militar23, que ha prestado poca atención al análisis de la composición socio-ocupacional de aquellas. Pero también se necesita que la historiografía del trabajo vaya más allá de los estudios de la condición laboral de los artesanos, que integre de manera más decidida el tema de la raza,24 y que las investigaciones analicen las cofradías religiosas de gremios tanto como elementos que formaron parte de la identidad vertical de los ejercitantes de los oficios como expresiones de otras formas de movilidad social y política de los trabajadores, como lo evidencian investigaciones sobre Brasil. Para ello se necesita manipular un concepto de artesano que, conservando lo que lo define como tal, evite al mismo tiempo su difuminación en categorías sociales mucho más amplias (por ejemplo, plebe), lo que a su vez estará en función de la forma en que estos trabajadores se percibían en distintas esferas de la vida social y política. En efecto, las obras más representativas de la historiografía sobre las milicias (véase nota 17) han expuesto las relaciones entre esa institución vecinal-militar y las distintas condiciones socio-raciales de sus integrantes, los conflictos entre las jurisdicciones militar y ordinaria en torno al control de la población

23   Hasta hace algunos años toda la historiografía sobre las milicias reformadas creadas de 1762 en adelante descansaba única y exclusivamente sobre la valoración de la raza (McAlister 1982;Vinson III 1995: 170-182, 2000: 87-106, 2001, 2005: 47-60; Serna 2005: 61-74; Suárez 1984; Ruiz 2009; Marchena 1982; Kuethe 1993; Kuethe/Marchena 2005; Chust/Marchena 2007). 24   Recientes estudios sobre las características de las relaciones entre los artesanos de color, los oficios y los gremios, muestran la necesidad de concederle mayor importancia a las relaciones entre el trabajo, la raza y el protagonismo social y político de los maestros artesanos (Velásquez 1998; Contreras 2014: 20-33; Luna 2012: 87-126; González 1979: 148-159; Pérez 2007: 189-214; Sánchez 2008: 4-15; Maldonado 2008). Para el caso de la capitanía de Venezuela, véase Pérez Vila (1986: 325-341); para Lima, Quiroz (1995: 48-56).

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libre de color, las continuas luchas de los milicianos de color por mantener el fuero militar y la ascendencia alcanzada sobre el resto de la población por la oficialidad de color de las milicias. Aunque esos aportes historiográficos son significativos, recientes investigaciones demuestran que es posible acercarse al estudio del vínculo entre gentes libres de color, milicias y sociedad con nuevas preguntas. Aceptando esta condición de las milicias como un vehículo para lograr el reconocimiento y la movilidad social, para el caso de las milicias de las costas novohispanas del Golfo de México, Ben Vinson III (2001) se ha preguntado si el disfrute de esas prerrogativas que los colocaba aparte del resto de la población libre de color, y si los conflictos escenificados al interior de esa institución militar, tuvieron consecuencias en el desarrollo de una conciencia racial entre los milicianos. Recientes estudios también exploran nuevos campos de análisis al combinar la variable racial con la laboral, y haciendo de esta última el ámbito de análisis de los actores que participaron en las milicias (Barcia 2009a: 303-310; Magallanes 2012: 127-163; Contreras 2011: 51-89, 2014: 20-33; Prestes de Souza 2014; Puentes 2013: 173-210; Solano/Flórez 2012; Solano 2012: 5-60). Para avanzar en nuevas direcciones y comprender de mejor forma las relaciones de los maestros artesanos con la institución miliciana debe prestarse atención a las características de la oficialidad militar que estuvo al frente de las reformas del sistema de las milicias, como también a sus necesidades de contar con una base social de apoyo en sus enfrentamientos con las élites locales y las autoridades ordinarias. Sobre lo primero, se trató de hombres de mentalidad ilustrada, formados en España luego de que se consolidara la reforma militar española de 1734, y convertidos en puntales del reformismo borbónico en Hispanoamérica. Esta mentalidad, como lo han señalado algunos autores, intentó uniformar el sistema miliciano, otorgándole mayores prerrogativas a la Corona sobre una tradición de milicias locales creadas por ayuntamientos y otras corporaciones con ciertos privilegios como eran los gremios de comerciantes, artesanos y de otras ocupaciones (Corona 2009: 437-459; Morelli 2009: 417-436; Kuethe 1993; Marchena 1982, 1992). La mayoría de esos militares llegó a las colonias hispanoamericanas luego de la guerra de 1762 con Inglaterra, que había llevado a la pérdida de la isla de Cuba y a negociar el siguiente año el cambio de esta por la Florida. A la cabeza de esta joven oficialidad militar estaban los ingenieros militares que habían dado origen a una élite técnica y militar de gran significado para el Imperio español (Cátedra “General Castaños” 1999, 2003: 157-308). Avanzar

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en esta dirección también implicó el diseño de políticas de mejoramiento de la organización y del mando militar, en especial de las milicias como forma de encuadramiento institucional de las gentes comunes y corrientes. Ahí surgió el interés simplificador por parte de esos militares que pretendía mejorar las condiciones de la defensa militar sobre la base de un mando fuerte y de una vida de soldado basada en los méritos. En no pocas ocasiones las decisiones de los oficiales los enfrentaron a las élites y a los poderes locales. A veces esas pugnas podían asumir formas directas, como la suscitada en torno al fuero militar de los milicianos. Este fue un punto central de las discordias con la jurisdicción ordinaria, pues los oficiales militares debilitaban la cobertura y el poder de las élites sacando a las gentes del común del control de estas allí donde aquellas no podían controlar las instituciones militares. Como consecuencia los militares crearon una base social de apoyo para sus medidas. El logro de estos propósitos dependía del peso de los militares en las ciudades costeras, epicentros de las reformas militares. Donde los regimientos fijos eran significativos debido a que la supervivencia de los puertos y del comercio dependía de los militares, estos entraron en conflictos con las élites locales, pero donde el ejército era débil, las élites podían imponer sus condiciones. En algunas ocasiones los conflictos fueron directos, como sucedió, por ejemplo, en 1773, cuando los oficiales de la compañía de milicianos de mercaderes de Cartagena se quejaron porque José Pérez Dávila, encargado de organizar las milicias en la provincia, convocó a los hombres blancos para crear las compañías de esa condición social, y obligó a alistarse en estas a milicianos mercaderes, quienes demandaban un fuero especial, salir de la jurisdicción militar y quedar en una relación directa con el gobernador de la provincia.25 Al año siguiente, ese oficial explicaba al virrey del Nuevo Reino de Granada por qué los comerciantes no podían gozar de excepciones.26 A lo largo de esos años, José Pérez Dávila mantuvo conflictos con los comerciantes de la ciudad, que exigían privilegios y milicias aparte de las de blancos, como también salir de la jurisdicción militar y quedar en una relación directa con el gobernador de la plaza.27

  AGN, SC, MM, leg. 13, ff. 1016r.-1058v.   AGN, SC, fondo Miscelánea, leg. 76, ff. 871r.-874v. 27  AGN, SC, MM, leg. 32, ff. 1021r.-1028v.; leg. 59, ff. 860r.-888v.; leg. 68, ff. 87r.-102v.; AGN, SC, Miscelánea, leg. 90, ff. 186r.-208v. 25 26

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En buena medida las decisiones de los oficiales ilustrados y los conflictos que estas suscitaron estuvieron determinados por las especificidades de las sociedades coloniales, pues a diferencia de España, donde existía cierta uniformidad social que facilitaba la creación de las milicias, en las colonias lo que más sobresalía eran unas configuraciones socio-raciales muy complejas originadas por múltiples mestizajes. Estos, en muchos casos hacían difusas las fronteras entre los distintos grupos, o bien generaban recelos entre los milicianos de distintos sectores sociales, que se resistían a ser mezclados con quienes consideraban por debajo de sus posiciones sociales. Por un lado, esto se expresó en varios conflictos, consultas y decisiones de los oficiales que estuvieron al frente de la creación de las milicias disciplinadas; y, por otra parte, obligaba a tratar de vencer resistencias impuestas por la compleja configuración social de las colonias, y a integrar a diversos sectores sociales en una institucionalidad que demandaba que actuaran de consuno. Pero lo cierto es que no tengo una idea detallada acerca de si cada compañía miliciana se empecinó en mantener las diferencias con relación a los que eran vistos por debajo de sus respectivas condiciones socio-raciales, o al menos organizar milicias propias para salir de condiciones en las que eran discriminados. Las disputas políticas entabladas por los maestros artesanos (oficiales de color) al interior de la institución miliciana estuvieron dirigidas a lograr que se les otorgara el uso de símbolos y que se les permitiera usufructuar ciertos rituales que solo eran potestad de los oficiales blancos. Poco a poco fueron adscribiendo a sus personas y a sus familiares algunos capitales simbólicos de prestancia, tales como las indumentarias (vestidos, pelucas, espadines, medallas de oro y plata con busto del rey, uso de uniformes luego de pensionarse), como también ciertos rituales militares y sociales (honras fúnebres para los oficiales de color, formas de juramentos, defensas por sus propios oficiales en los juicios ante la justicia militar, trato respetuoso de parte de la oficialidad blanca en los sitios públicos, ubicación en determinados espacios de los rituales y fiestas públicas), estilos de vida y formas de cortesía social. Los maestros artesanos de color diseñaron estrategias para conseguirlos, convirtiendo a las milicias en unos espacios de conflictos con sectores de la oficialidad blanca y con las autoridades ordinarias, que consideraban que por su condición racial los oficiales de color no tenían derecho a acceder a las prerrogativas que reclamaban. Poco a poco obtuvieron algunas ganancias que hasta entonces había sido solo atributos de los notables y de la oficialidad blanca, generándose continuos enfrentamientos con sus correlativos avances y

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retrocesos. Las estrategias desarrolladas por la oficialidad miliciana de color y los alcances de sus disputas trascendieron la institución miliciana y reforzaron viejas aspiraciones e introdujeron otras nuevas entre franjas de la población. Si para estos sectores los logros habían tenido dificultades, pues podían perderlos, ahora, las solicitudes de los oficiales milicianos de color llegaban hasta las altas esferas virreinales y aun a Madrid, lo que de alguna manera les garantizaba cierto respaldo institucional. El estudio de sus aspiraciones y logros evidencia que sin proponérselo entre algunos sectores sociales existió una especie de acciones sincronizadas en el tiempo, como también emplearon parecidos recursos para ir logrando pequeñas conquistas que mejoraran sus condiciones sociales y políticas. Se trató de una tendencia común entre muchos sectores subalternos de esta parte del mundo atlántico, gracias a los procesos de mestizaje que se operaban en las distintas colonias europeas, a la apertura de canales de mejoramiento en los niveles de bienestar material de ciertos sectores gracias a los nuevos frentes de explotación de riquezas, como también a las transformaciones que se operaban en el mundo de las valoraciones sociales. Esos cambios, que sucedían a lado y lado del océano, circulaban gracias al intenso tráfico de gentes entre los puertos marítimos, y se convirtieron en factores que estimularon la afirmación positiva de la condición de las personas (Meriño/Perera 2001: 137253; Barcia 2009b: 232-307; Belmonte 2007: 37-52; Contreras 2011: 51-89; Prestes de Souza 2014). Conclusiones provisionales Es mucho lo que queda por investigar de las relaciones entre artesanado e instituciones, así como las implicaciones de estas en la vida social y política de ese sector social. Los avances que se logren dependerán de que seamos capaces de repensar a los actores de esta relación en varias dimensiones. La primera es que, como lo ha venido reclamando Sonia Pérez Toledo, es necesario colocar el tema del trabajo en el epicentro de las reflexiones sobre las gentes comunes y corrientes. Desafortunadamente, en los últimos decenios se han impuesto en la historiografía unos modelos de historia desde abajo que privilegiaron el estudio de los momentos de crisis social y política en los que los sectores subalternos aparecen como un solo bloque enfrentado a las instituciones de poder y a las élites. También ha primado una concepción del Estado para

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cualquier época y sociedad por fuera del contexto de las relaciones sociales28 y solo como un simple instrumento de poder en manos de los sectores sociales dominantes. Una idea de esa naturaleza dificulta ver en qué medida los sectores subordinados formaban parte de las redes sociales y políticas, y las presiones que ejercían para lograr prerrogativas. Por eso, la mayoría de las alusiones a las relaciones de los artesanos con las instituciones siempre señalan la subordinación total y la imposibilidad de concebir que pudieran influir en las decisiones de estas. La segunda es que reelaboremos las representaciones de la sociedad colonial como un entramado de relaciones indiferenciadas entre lo social, lo racial, lo político y lo religioso. Esto porque durante mucho tiempo hemos cometido el error de compartimentar esas realidades siguiendo los patrones de la sociedad moderna. Es necesario reflexionar sobre esas relaciones a partir de la consideración de las instituciones coloniales no como un Estado en el sentido moderno, sino en las direcciones que se vienen planteando en los últimos años. Si las vemos como unos entramados de vínculos entre relaciones sociales y de poder, estaremos en mejores condiciones para entender los vínculos políticos entre autoridades, élites y sectores subordinados. Y la tercera es que estudiemos a los artesanos tanto en lo estrictamente laboral como en sus múltiples relaciones con las instituciones. Solo así estaremos en condiciones de explorar la acción política de los artesanos en calidad de vecinos y como miembros de redes políticas en las que negociaban la subordinación de acuerdo con intereses específicos. Esto demanda avanzar en investigaciones sobre la heterogeneidad laboral, la prestancia social, lo racial, las desigualdades de los vínculos con las instituciones, la pertenencia a redes sociales y políticas, los distintos niveles de vida institucional (gremios, cofradías, milicias). Es decir, es imprescindible analizar los procesos de movilidad social, la construcción de una franja de artesanos como un sector medio en una sociedad cuyos factores de ubicación en la estructura social eran diversos (castas, estamental y de clase). Una buena vía para explorar estos temas sería la de estudiar a los artesanos que laboraban en los sistemas defensivos y que eran milicianos. Existe una documentación abundante en los fondos militares de los archivos y en los parroquiales de las iglesias que permite avanzar en la reconstrucción de esas relaciones. Esto  Véanse los análisis de E. P. Thompson (1984: 13-30, 51-60) sobre las expresiones institucionales de las relaciones de clases en la Inglaterra del penúltimo tránsito finisecular. 28

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porque es necesario explorar relaciones distintas a los conocidos vínculos que habían mantenido los artesanos con las autoridades locales a través de los gremios reglamentados por las ordenanzas expedidas por los cabildos de ciudades y villas. Al lado de lo que se ha logrado en investigaciones sobre el artesanado en las grandes ciudad, es imprescindible abordar el estudio de la normatividad que regía a los trabajadores vinculados a la construcción y el mantenimiento de los sistemas militares defensivos de las ciudades portuarias, de las instalaciones de estas (astilleros, puertos y talleres) y de la marinería de los barcos. Estas ciudades portuarias vivieron durante la segunda mitad del siglo xviii un intenso proceso de militarización (aumento de los pies de fuerza de los regimientos de soldados profesionales y la reorganización de los sistemas milicianos), y su población libre fue integrada de manera activa en la prestación de servicios en los sistemas de defensa militar. En el aspecto político, en estas ciudades se escenificó una especie de dualidad entre el gobierno ordinario y el militar, por lo regular centralizado bajo el mando de un gobernador provincial que por ser militar cumplía ambas funciones, pero que al mismo tiempo muchas veces chocaban con las autoridades ordinarias (ayuntamientos, alcaldes, procuradores, jueces) y las eclesiásticas. Estos conflictos crearon espacios que fueron aprovechados por los trabajadores libres, en su mayoría hombres de color. La historiografía militar que estudia las reformas de los sistemas defensivos luego de que los ingleses tomaran Manila y La Habana (1762) ha colocado su énfasis en las implicaciones sociales y políticas del fuero militar miliciano, mas no ha visto la relación de carácter institucional al interior de las milicias, ni le ha prestado atención a las relaciones de estas con el ejército profesional, las redes de relaciones personales e institucionales que construyeron los milicianos, y cómo las milicias terminaron convirtiéndose en una especie de escuela de confrontación política de disputas simbólicas. En el caso concreto de los artesanos puede decirse que en la segunda mitad del xviii pasaron de una relación con los organismos de administración municipales que eran controlados por las élites locales a otra relación con los organismos centrales de los virreinatos y con la oficialidad militar, que como es bien sabido, tenía su propia jurisdicción por fuera de la justicia ordinaria. En el proceso de militarización de la sociedad como consecuencia de las continuas guerras inter-imperiales y de las reformas militares borbónicas, y por los detrimentos que sufrió el poder las élites locales, al menos en las ciudades donde esas reformas tuvieron mayor importancia, como eran las portuarias,

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se generaron conflictos entre las jurisdicciones ordinaria y militar, los cuales serían aprovechados por maestros artesanos para mejorar sus capacidades de negociación política. Lo que va quedando en limpio de las recientes investigaciones sobre las milicias es que el análisis del factor racial debe acompañarse con otras variables para poder explicar tanto los procesos que escenificaron los hombres de color al interior de esa institución, como las ascendencias que alcanzaron sobre sus congéneres. Pero para conocer lo primero, que escasamente ha sido estudiado, se requiere concentrarse en analizar la vida al interior de las milicias para resaltar que en esta institución los maestros artesanos que concentraban los grados de la oficialidad supieron negociar la subordinación y la defensa de la Corona, convirtiendo las milicias en un espacio de disputas para mejorar el reconocimiento social a finales del periodo colonial en las ciudades portuarias del Caribe continental hispánico. Archivos Archivo General de la Nación (Colombia), Sección Colonia (AGN, SC), fondos: Censos Redimibles-Censos Varios Departamentos (CR-CVD), Milicias y Marina (MM) Miscelánea. Archivo General de Simancas (España), Secretaría de Despacho de Guerra (AGS, SDG).

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TRABAJO CONCENTRADO VS. TRABAJO DOMÉSTICO: PARA UNA HISTORIOGRAFÍA SOBRE EL TRABAJO EN LOS OBRAJES ANDINOS Y NOVOHISPANOS

Manuel Miño Grijalva El Colegio de México A José Ignacio Urquiola Introducción Mucho se ha caminado en la explicación del funcionamiento y desarrollo del sector textil, particularmente del obraje como institución social, económica e institucional, aunque el análisis ha sido más bien regional y temporalmente muy desigual. De todas formas, un balance por general que pudiera ser, es importante para tener una idea más o menos cabal de su historiografía. Brevemente diré que he tratado de analizar los tipos de análisis sobre el trabajo obrajero sin dejar de mencionar los corpus documentales, aunque sea de forma sucinta y a nota de pie, porque finalmente son y han sido de mucha utilidad para los diferentes trabajos. A lo largo de estas páginas, la idea que quiero dejar en la mente del lector es que el trabajo en el obraje y fuera de él está regido por dos ejes vertebradores: la dinámica demográfica en el caso novohispano y la propiedad agraria en el andino, evidentemente sin dejar de lado las aproximaciones institucionales, discutidas, pero presentes. Tampoco he dejado de mencionar lo que llamo la “perspectiva social antropológica”, lo cual resulta interesante en términos de la explicación del pasado prehispánico. La fórmula que acompañó en los

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primeros siglos en el caso novohispano fue la de población + coacción + encierro; en los obrajes de Quito, por el contrario, el crecimiento demográfico fue importante y la coacción fue mayor solo cuando las unidades se ubicaban fuera de las unidades agrarias. El trabajador debía compartir el trabajo textil con los principales ciclos agrarios. En general, la manufactura textil hispanoamericana absorbió la racionalidad que caracterizó a las formas de producción europeas. La reciprocidad indígena fue remplazada por la verticalidad y la compulsión; los salarios se impusieron de manera arbitraria, con las disposiciones de la ley como simple referencia. La explotación del trabajo, lejos de disminuir, como podría suceder en un ámbito de plena competencia, se agudizó, aunque existen claras muestras de movilidad y migración de trabajadores hacia unidades que presentaban mejores opciones de vida. De todas formas, así no se evitaron las deplorables condiciones de trabajo en donde los azotes fueron frecuentes aunque, como subraya Tyrer, se supone que estos eran dados con amor. Sin duda, el trabajo textil tuvo a lo largo del periodo virreinal o colonial un factor de tipo cultural que parecería importante para explicar la naturaleza de la organización del trabajo, el cual tiene que ver con la actividad doméstica dirigida por el capital comercial, hecho que fue poco comprensible para el indígena. Nada le decía el trabajo a domicilio, muy extendido por entonces en el entorno europeo. Las unidades campesinas entendían en la etapa formativa que la lana entregada para su trabajo y elaboración del tejido era para ellos, de su propiedad, como lo era el dinero anticipado, por lo que una de las soluciones del propietario obrajero fue su encierro. No hay duda de que a este factor vino aparejada la especialización de un arte que el mundo prehispánico no conoció. Finalmente se impuso el trabajo abierto, doméstico, que resultaba más económico, pues hacía recaer los costos en los hombros de la familia campesina y era judicialmente menos conflictivo. La historiografía institucional Los trabajos clásicos de Luis Chávez Orozco (1936) y Manuel Carrera Stampa (1954, 1961: 148-171) están siempre presentes en el contexto de la historiografía textil. Por sí mismos constituyen el primer periodo que puede observarse en las investigaciones sobre el obraje textil. Entonces su construcción analítica estaba regida por fuentes jurídicas que como resultado produ-

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jeron una perspectiva un tanto superficial y hasta rígida de la organización y funcionamiento del obraje, aunque ciertamente no por ello del todo inválida, pues parece claro que la existencia de un gran conjunto de normas dictadas con el fin de regular el trabajo indígena, si bien no significó que en la práctica se cumplieran, en cambio revelan una realidad determinada y, efectivas o no, se refieren a ella.1 De alguna manera, si bien hubo poca coincidencia cronológica en términos de las primeras ordenanzas que se promulgaron tanto en Nueva España como en Perú, no la hubo necesariamente en sus contenidos. De todas formas, en la América Hispana se trató de implantar un sistema legal que tenía como contexto de referencia la situación que prevalecía en la península –como la idea de promover un relación regida por un contrato de trabajo–, más que por aquello que venía sucediendo en tierras conquistadas, particularmente en términos de la curva demográfica descendente, que obstaculizó la creación de un mercado libre. Por ello, lo inédito fue la creación de una nueva forma de 1   No sería correcto dejar de lado en este balance las aportaciones documentales que han sido célebres para el estudio sobre el trabajo obrajero tanto en Mesoamérica –concretamente en México– como en los Andes, pues sin estas habrían sido limitadas las aportaciones historiográficas que se conocen. Al iniciar la década de 1940, Edmundo O’Gorman publicó las célebres visitas a los obrajes de Coyoacán, que permitieron penetrar en las condiciones de trabajo de sus operarios y sin duda ir más allá del predominante papel que entonces desempeñaba la legislación en la explicación del funcionamiento interno de las unidades manufactureras (O’Gorman 1940). Sin embargo, Zavala mostró que esta no se limitaba a las reales cédulas expedidas para regular los excesos en las relaciones laborales, particularmente en la segunda mitad del siglo xvi y primera del siglo xvii y que de alguna manera el problema era más complejo que distinguir entre trabajo compulsivo y asalariado. En este sentido, su extensa recopilación con María Castelo (Zavala/Castelo 19391943) de las Fuentes para la historia del trabajo en Nueva España marcan un hito importante sobre el tema, concluido más tarde con las Ordenanzas del trabajo para los siglos xvi y xvii (1947). Pero Zavala continuará con su esfuerzo hasta conformar el corpus documental más importante conocido hasta hoy: por una parte, con información nueva saca a luz en la década de los años ochenta siete volúmenes sobre el servicio personal de los indios de Nueva España (1984) y por otra, extiende su trabajo y tema hacia los Andes al editar tres volúmenes importantes sobre el servicio personal de los indios en el virreinato peruano (1979-1980). Son, como él mismo bautizara a sus volúmenes, extractos de información legal-institucional sobre los diversos sistemas que adquirió el uso de la fuerza de trabajo en los sectores económicos. En este orden de cosas también han sido útiles las ediciones documentales de Hanke (1976-1978) o las ordenanzas publicadas por Ortiz de la Tabla (1976) y Segundo Moreno Yáñez (1979).

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organización, el obraje, así como la inexistencia de la moneda, referente básico del salario, y que los pueblos indios no llegaron a usar sino con el arribo de los europeos. En el virreinato septentrional el cuerpo de ordenanzas más compacto fue promulgado por el virrey Martín Henríquez en 1588 y, luego, por Luis de Velasco, hijo, en 1595. En Perú, el encuadre normativo giró en torno a las ordenanzas del virrey Francisco de Toledo, dictadas en 1576, y del propio Luis de Velasco, en 1597. Estas normaron la relación laboral dentro de las manufacturas; se suponían de orden general, pero en el caso peruano hubo ordenamientos que tuvieron tanto o más peso, y que se rigieron por ordenanzas que, evadiendo la problemática laboral, pasaron a ser básicamente técnicas, lo que era más común en el ámbito de las ordenanzas gremiales, que normaban más bien la calidad de la obra, como lo fueron las ordenanzas de Matías de Peralta de 1621 (Ortiz de la Tabla 1976), que siendo un estatuto provisional estuvo vigente por más de un siglo, hasta cuando la Real Audiencia de Quito elaboró un “Formulario de las ordenanzas de Indios” en 1737, que sirvió de marco general para el salario del trabajador de las haciendas-obrajes (Moreno 1979: 247-268). La profusión de medidas contra las malas condiciones de trabajo en los obrajes, finalmente, fue un obstáculo importante para la sobrevivencia del sector, que orilló al comerciante y empresario a la producción doméstica y a domicilio, es decir, al trabajo doméstico y artesanal, para el cual no hubo tanto control ni oposición (Miño 1983: 128-154). Pero como dijo el fiscal de Quito Juan Luján, en 1737, las ordenanzas de Matías de Peralta “no habían sido impuestas ni por la Audiencia ni por presidente alguno, pues sólo eran dictámenes de un juez visitador, y no tuvieron más que carácter provisional” (Villalba 1986: 168). Por otra parte, considero que es importante señalar el carácter abiertamente proteccionista de la legislación sobre el trabajador indígena, dejando desamparados a las otras clases de operarios que servían en estas “oficinas” llamadas obrajes. No existe en las ordenanzas ninguna disposición que de manera directa o indirecta defienda al trabajador mulato, negro libre o blanco asalariado. No existe una respuesta explícita sobre este problema, pero es posible aventurar una explicación, partiendo del hecho real de que la parte vertebral, casi total del trabajo, la realizaban operarios indígenas y esclavos negros. Esta condición persistió predominantemente hasta el siglo xviii, lo cual demuestra también los pocos cambios que sufrió la legislación del tra-

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bajo para obrajes, e incluso sugiere un ritmo casi estático de transformaciones durante la larga vida de estos (Correa 1980). De todas formas, es claro que en el caso textil, como en el del conjunto de las actividades del trabajador, las medidas planteadas constituía en sí mismas un “todo antitético”, en general contrario a la apropiación del trabajo por hechos de guerra, pues ante la compulsión y la coacción propia de toda conquista, el Estado opuso el trabajo voluntario como la base del orden económico (Villalba 1986). El problema fue que, en la práctica, juristas como Solórzano, Acosta, Matienzo o Agia eran del parecer de que el repartimiento o trabajo compulsivo se podía “tolerar” “remediando los excesos y agravios que ella [la cédula de 1601] refiere” (Bonnett 2006: 245-264). Particularmente para los Andes, es muy probable que el indígena, agobiado por repartos y tributos, abandonara sus comunidades, se fuera a los montes o se refugiara en el anonimato de las ciudades. Asimismo, caducaron sus derechos comunitarios y el desarraigo le condujo a ser responsable de sus actos y, obviamente, de su destino (Sánchez-Albornoz 2006: 209), desarraigo y migración, que, por lo menos en la Real Audiencia de Quito, pudieron hacer cambiar la masa potencial de trabajo de los pueblos, ya que las principales unidades de producción se ubicaron en el mundo rural, por lo menos en el largo tránsito de los siglos xvi hasta mediados del xvii, cuando empieza la recuperación del colapso demográfico. Evidentemente, en este punto hay una gran diferencia entre los dos virreinatos: en el caso peruano, pareciera que la primera etapa, marcada por el servicio personal y la encomienda, duró exactamente hasta su supresión, entre 1542 y 1704-1718. En Nueva España, la encomienda y la organización económica general fue pulverizada desde un inicio, tal vez porque las ciudades, aún en formación, muestran una presencia mucho más fuerte que en el sur. El factor demográfico negativo que fue determinante en la organización económica general, y del trabajo en particular, tuvo un impacto mucho más fuerte en las poblaciones novohispanas. De todas formas, 1542 y la supresión del servicio personal marcan un hito en términos de una nueva concepción del Estado respecto a la contratación voluntaria; y en el otro extremo, después de 1650, cuando los pueblos y sus gentes comenzaron a transitar por el camino de la recuperación demográfica general, empezó en realidad a constituirse un mercado de trabajo con un salario y una contratación de tipo personal, cultural y colectivamente comprensible para el indígena; es decir, fue el camino del mestizaje –en un entorno mayoritariamente indígena– el que poco

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a poco abrió las puertas para la contratación salarial, ya que fue el que dotó de realidad y comprensión, culturalmente hablando, al pago de un jornal por una obra realizada. Pero debo hacer dos advertencias: la primera es que, evidentemente, estoy tratando de escapar de la discusión acerca de si fue el pago en especie o en dinero el que predominó en el funcionamiento económico general. No creo que sea importante, porque de todas formas prevalece un contrato previo, verbal o escrito, y en ambos casos cumplieron con la función esencial: la reproducción de la fuerza de trabajo. La segunda, que si bien es cierto que la recuperación demográfica y la supresión del servicio personal fueron fundamentales en la evolución del sistema de trabajo, me interesa mostrar que es el mestizaje –que implica el permanente recurso de movilidad y migración– el factor cultural que detona la apertura hacia una ampliación del mercado libre. El nivel de conocimientos que hay en la actualidad, tanto en relación al funcionamiento obrajero como al sector de tejedores, agremiados o independientes, es mucho más amplio y complejo y, por qué no decirlo, ha superado la idea de que el obraje llevó una “vida secularmente raquítica e ilegal” y que “su producción no iba más allá que a satisfacer la demanda de zonas restringidas por las limitaciones geográficas”, es decir, que el consumo estaba limitado a zonas determinadas (Chávez 1936: 6-7). Parece claro ahora que también la idea del proteccionismo estatal hacia la industria de la metrópoli padece de serias limitaciones, así como la polémica caracterización del obraje como embrión de la fábrica moderna en donde, según Carrera Stampa, “la Revolución Industrial encontró un campo abonado mucho mejor y más amplio en qué crecer y desarrollarse que el que podía brindarle el gremio, que languidecía en bancarrota” (Carrera 1961: 167). Estas ideas, al parecer, están destinadas al olvido. Pero, en cambio, Carrera Stampa comprendió perfectamente que el obraje no fue una continuación del trabajo textil indígena y que se trató de una “técnica nueva, de una industria nueva” (Carrera 1961: 164), aunque confundió la organización del trabajo obrajero con el trabajo doméstico y a domicilio, de naturaleza distinta a aquel, y cuya comprensión es fundamental para entender la organización del trabajo textil en el contexto de la economía colonial. Nueva fue también la presencia de la seda, el lino y el cáñamo, que no tuvieron en Hispanoamérica, por diferentes causas, una extensa difusión (Borah 1943; Serrera Contreras 1974).

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Al finalizar la década de 1960, Richard Greenleaf, con nuevos datos, aunque todavía con un fuerte contenido jurídico, en el primero de sus dos trabajos (Greenleaf 1967: 227-250) esboza una periodización de la vida del obraje. El primer periodo lo encuadra entre 1530 y 1680; correspondía, según él, a la etapa de emergencia del obraje, mientras que en el segundo, de 1680 hasta 1805, observa rasgos de madurez. Las preocupaciones de Greenleaf sobre el primer tiempo están centradas en el cuerpo legislativo impuesto por la Corona con el objetivo de regular el trabajo en los obrajes, ante la resistencia de los propietarios, y en la política mercantilista trazada por el Estado para evitar toda competencia con la producción de la metrópoli. Un mecanismo eficaz para lograr su cometido habría sido limitar el abastecimiento de fuerza de trabajo con el pretexto de proteger a los indígenas, hecho que a su vez repercutía en el control de la industria. Greenleaf (1967) no logra vislumbrar en el periodo de madurez del obraje las transformaciones que para entonces se estaban produciendo, a pesar de que Potash (1959) y Bazant (1964) ya lo habían hecho con claridad. Confunde la organización manufacturera del obraje con el sistema de trabajo a domicilio y doméstico; identifica obraje con tejedores y subraya que “la iniciativa privada y el capitalista colonial habían logrado una posición ascendente para 1805” (Greenleaf 1967: 240). Pero la perspicacia inicial y los nuevos datos que aportó Greenleaf pronto fueron olvidados, pues se dedicó luego a describir los avatares por los que atravesaron los obrajes del Marquesado del Valle por más de cien años, y cuyo conflicto con la Corona lo explica nuevamente como una lucha por proteger las manufacturas españolas en detrimento de las novohispanas, a pesar de que los Borbones fueron tolerantes con los obrajes y sus abusos durante el último siglo de dominación colonial (Greenleaf 1967: 365-379). Por su parte, Hans Pohl, con quien termina la etapa de un notorio predominio de la explicación a través de la legislación, coincide con Luis Chávez Orozco en sus apreciaciones sobre el obraje colonial. Sin aportar nuevos elementos, argumenta que la naturaleza regional de la economía colonial, la política proteccionista de la Corona, la desarticulación geográfica, la falta de un capital industrial y la mano de obra, mayoritariamente indígena, no especializada, atentaron contra el crecimiento de la industria americana. A esto suma “la mentalidad de los emigrantes españoles que buscaban oro en gran cantidad, sin trabajo” (Hans Pohl 1971: 445), al menos para el siglo xvi. Para Pohl, entonces, el español estaba destinado a ser un consumidor ocioso

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y, como una consecuencia lógica, estaba incapacitado para organizar empresas mercantiles destinadas al abastecimiento de un mundo en formación. Sin embargo, los estudios posteriores revelarán una situación completamente distinta. El mismo Pohl, con Haenisch y Loske años después, abandona sus inquietudes centrales en torno al funcionamiento obrajero y se aboca al análisis de la legislación sobre el trabajo y los trabajadores de los obrajes de Puebla (Pohl 1971: 359-477; Pohl/Haenisch/Loske 1978: 41-45). La perspectiva social y antropológica Este gran esfuerzo por explicar y comprender el funcionamiento de uno de los sectores económicos más importantes de la economía colonial culminará a mediados de la década de los ochenta y principios de la década siguiente con la contribución de Carmen Viqueira y José Ignacio Urquiola (1985; 1992) sobre diversos problemas que se ubican en el primer siglo de dominación colonial. Pensar sobre los orígenes y formación de la industria colonial es una primera virtud de su trabajo, como lo es la incorporación de conceptos nuevos, particularmente tomados de la antropología industrial y, sobre todo, la articulación del sector textil al funcionamiento de la economía colonial. Sus puntos de vista traen a discusión un elemento central del funcionamiento obrajero la explotación, que estoy entendiendo en dos vertientes: a) la coerción del trabajo y b) el pago del salario. Carmen Viqueira ha tratado de demostrar que la coerción hacia el trabajador textil, particularmente del obrajero, no existió, “sino que de hecho fue mano de obra asalariada” (1985: 77). Pero el salario, suponiendo que fuera generalizado, estuvo de acuerdo al mercado, basándose en el punto de vista de la antropología industrial considera que el problema no se encuentra en “la explotación de los indios”, ya que la legislación modificó y legitimó la institución de la esclavitud prehispánica, pues la mano de obra fue reclutada por los empresarios españoles desde el momento del contacto y a partir de las instituciones vigentes en la sociedad prehispánica. De esta manera, quienes trabajaban a perpetuidad en aquella sociedad, y a quienes los españoles confundieron con esclavos, los llamados tlacotin, “eran los que contrataban los dueños de obrajes” (Viqueira 1985: 39-40). Así, la legislación española “sobre mano de obra tomó como punto de partida la condición de estos trabajadores” (Viqueira 1985: 39-40). La cédula real de 1567

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ordenaba que el indio “preso por deudas” debía ser entregado a su acreedor para que le sirviera, guardando las “leyes de estos reinos que acerca de estos disponen”, o sea, las leyes y la costumbre que al respecto se siguió en la época prehispánica. Este “asalariado libre” encontraría su expresión legal en las ordenanzas de 1569, que reglamentaban el anticipo al momento de realizarse el contrato de trabajo, forma que también se derivaba de la “esclavitud prehispánica” y que, a través de este mecanismo, se transformaba en “asalariado” (Viqueira 1985: 40-42). Esta interpretación encuentra varios obstáculos insuperables históricamente. Por una parte, la antropología industrial poco puede decir si se ve forzada a admitir como real solo aquello que la legislación establece como tal; por otra, no parece correcto extrapolar métodos y fuentes correspondientes a tiempos incomparablemente distintos y, por supuesto, a procesos y situaciones también distintos. Sin embargo, a pesar de estas limitaciones, el sugestivo punto de vista de Carmen Viqueira merece otras consideraciones, ya que existe la tendencia a identificar la organización manufacturera del obraje como un desprendimiento que reconoce antecedentes prehispánicos, lo cual resulta falso. Pero ubiquémonos en el razonamiento de Viqueira y Urquiola: el trabajo obrajero es igual a trabajo esclavo prehispánico, con lo cual, por lo menos culturalmente, la sociedad indígena vería como normal un trabajo coercitivo y, por otro lado, la legislación, al legitimarlo, excluiría cualquier tipo de consideración explotadora. El problema es que ni la esclavitud fue un hecho generalizado ni intenso ni la legislación se cumplió en sus mismos términos. Por su parte, John Super (1983: 95-97) encuentra dos momentos importantes en la conformación de la fuerza de trabajo: a principios del siglo xviii y a mediados del siglo siguiente. En la primera coyuntura, la existencia de suficiente mano de obra y el corto número de obrajes posibilitó un abastecimiento sin problemas de trabajadores a través de mecanismos conocidos como la contratación libre “y una especie de esclavitud económica de los peones”, además de aquellos que entraban como aprendices o como delincuentes enviados para purgar su condena en los obrajes. Sin embargo, no se detiene a analizar el contenido de esa llamada contratación libre, que al parecer esconde tras de sí gérmenes de coerción que podrían explicar la ulterior “esclavitud económica” de los trabajadores superficialmente identificados como “peones”, la cual es más bien una denominación característica del sistema agrario. Este problema del trabajo y los trabajadores ha recibido mayor atención en investigaciones realizadas después de 1976. Un análisis minucioso debido a

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Kagan (1979) y el de las visitas que se practicaron a los obrajes de Coyoacán a partir de 1660 (O’Gorman 1940) han mostrado que la composición de la fuerza de trabajo obrajera, al menos en este caso, estaba dominada por indígenas y que, en general, se estructuró con base en el trabajo libre, el esclavo y el de los convictos. Sin embargo, hubo obrajes en los que predominó el trabajo esclavo y que incluso unidades familiares permanecían al servicio del obrajero. Se conoce, asimismo, que los prisioneros significaron una parte reducida de la fuerza de trabajo y estuvieron adscritos a tareas secundarias. Esta escasa participación de convictos también es observable en los casos novohispanos de Tlaxcala, Puebla y Cholula e incluso en Querétaro al caer el siglo xvi y a principios del xvii, hecho que parece cuestionar, según Urquiola, la extendida idea de que en esta fase se empleó fuerza de trabajo condenada por delitos en cantidad significativa (Urquiola 1987: 259). En general este conjunto de visitas muestra que tanto los trabajadores libres como los esclavos y prisioneros tuvieron condiciones similares, aunque era notorio que el encerramiento producía conductas sociales desviadas o que, en términos de la perpetuación del trabajador en los obrajes, los empresarios acentuaron el endeudamiento a través de varios mecanismos que en la práctica convirtieron en puramente legal la distinción entre convictos y trabajadores endeudados (Kagan 1977: 201-214). La deuda ocupa un lugar importante en las discusiones sobre la incorporación y retención del trabajador en el obraje. Como en el caso de Querétaro, para Tlaxcala, Szewczyk, siguiendo a Gibson, muestra evidencias de que, en la mayoría de los casos, los operarios ingresaron al obraje voluntariamente, hecho que también ha sido confirmado por Lewis para Texcoco y por Urquiola para Querétaro, Tlaxcala y Cholula (Gibson 1967: 155-156; Szewczyk, 1976: 146; Urquiola 1985: 12, 19, 36). Incluso Carmen Viqueira aduce que la legislación sobre fuerza de trabajo muestra un proceso de transformación de la esclavitud prehispánica en mano de obra asalariada, en razón de que la incorporación del trabajador al obraje debió realizarse a partir de las instituciones prehispánicas existentes al momento del contacto. Tipificarían este caso los reos y quienes recibían anticipos al momento de celebrar el contrato de trabajo (Viqueira 1985: 40-42; Lewis 1976: 129, 1978: 86-87). Urquiola retoma la idea de que las relaciones de trabajo se derivan de la “forma que tenían los indios antes de la conquista de servirse los unos a los otros” (1987: 189) y contrasta los casos judiciales de aquellos con los notariales suyos. Así, de 461 casos, el 73,52% “cae dentro del tipo voluntario” y 166, es

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decir, el 26,48%, en “las diversas formas del servicio obligatorio”. Urquiola encuentra, lo que es muy interesante, que los 966 trabajadores por él computados se habían contratado por una cantidad que llegaba a 30.969 pesos, de los cuales, como adelanto, se desembolsaron 21.849,4 pesos. Concluye entonces, que este desembolso significaba “un riesgo más que una seguridad”. En consecuencia “una táctica más eficaz para asegurar la retención del operario sería el pago posterior [como se hacía en Segovia durante el siglo xvi] y no anterior de todo o parte del salario concertado. Por ello estos datos hablan de una medida congruente con una costumbre, más que de una táctica empresarial” (Urquiola 1987: 198). Ubiquemos estos problemas en el tiempo y veámoslos con ojos de historiadores. El hecho de que pudiera persistir el sistema de que los indios se servían los unos a los otros es sin duda probable y seguro, pero en el caso de la manufactura colonial, el problema es que “unos indios” fueron remplazados por españoles, entonces la relación simétrica se vuelve asimétrica y cambia absolutamente toda su racionalidad. Por otra parte, la fuerte inversión que supuso la cantidad de casi 22.000 pesos, de gran riesgo, si la dividimos entre 35 años, periodo computado, apenas habría significado el desembolso de 624 pesos anuales y si a estos 624 pesos los dividimos entre 40 obrajes, suponiendo que solo son los de Puebla, dejando de lado Tlaxcala, se tendría entonces que se desembolsaron apenas 15 pesos o poco más por obraje. Posiblemente la manera de computar deba ser distinta. Si se toma la cifra que da Riego de 2.200 trabajadores para el año en que él realiza su visita y suponemos que estos recibieron un adelanto como mínimo de 10 pesos, el desembolso que habrían realizado los 40 obrajeros llegaría a 22.000 pesos por los 2.200 trabajadores y 550 por obraje, cifra más creíble. Pero ciertamente no todos los manufactureros registraron sus contratos. Regresando a la hipótesis que trató de demostrar Carmen Viqueira acerca de que la coerción hacia el trabajador obrajero no existió, sino que de “hecho fue mano de obra asalariada”, esta es más discutible. Efectivamente, basándome en el punto de vista de la antropóloga industrial, Viqueira considera que el problema no se encuentra en “la explotación de los indios”, ya que la legislación modificó y legitimó la institución de la esclavitud prehispánica, pues la mano de obra fue reclutada por los empresarios españoles desde el momento del contacto y a partir de las instituciones vigentes en la sociedad prehispánica. Los datos existentes muestran que la dimensión de la fuerza de trabajo alcanzó cifras muy importantes, al menos para finales

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del siglo xvi, y que fue lo suficientemente heterogénea como para llegar a la conclusión de que fue mano de obra asalariada, pura y simplemente. En segundo lugar, ninguna real cédula u ordenanza habla del asalariado como ex tlacotin o ex esclavo, como tampoco de que estos fueran el punto de partida de la legislación sobre mano de obra. ¿Qué pasó con la mayor parte de la población indígena que no fue tlacotin ni esclava y a la que le tocó servir en estas como en el resto de empresas españolas? Por otra parte, los casos de prisión por deudas o por delito en el momento de la incorporación al obraje, como lo han mostrado Szewczyk (1976), Lewis (1978) y el propio Urquiola (1986), son significativamente inferiores a los voluntarios y, particularmente, no tuvieron ninguna relevancia los condenados por delitos tales como homicidio, agresiones o amancebamiento. De la misma forma, la concepción jurídica que implica el contrato, tal cual se practicaba en España, no tuvo un equivalente americano. Por ello, Vasco de Quiroga decía, con razón, que el alquiler o venta de obra que “nosotros tenemos y usamos entre nosotros, lo cual ellos no tenían ni usaban entre sí ni habían hallado hasta ahora que se les ha dicho” (citado por Viqueira 1987: 80). Además, este pacto no podía ser fácilmente entendido por el indígena, pues sus niveles de reciprocidad fueron distintos y casi nunca contemplaron el encerramiento y la prisión de la forma en que se dio en el obraje. Son muchos los problemas sobre esta cuestión. Simplemente me interesa mostrar que en cuanto al problema del abastecimiento de fuerza de trabajo hacia el obraje, la coerción no admite cuestionamiento; en cambio, sí lo admite el problema del salario de manera extendida a las relaciones sociales que engendró su funcionamiento. Por otra parte, el mandamiento que se cita como prueba principal se refiere más bien a la prisión por deudas, lo que no es identificable con el estatus de tlacotin. En cuanto a la esclavitud se sugiere que los ahora asalariados libres fueron antes esclavos, o lo que es peor, que antes de la conquista todos los indígenas eran esclavos o se confundían con estos. El problema del trabajo obrajero no puede ser comprendido únicamente a través de fuentes normativas o formales que presentan una visión unilateral de un proceso de incorporación y retención muy complejo sin antes analizar documentos que muestren las diversas formas que otros testimonios apuntan, pues los registros notariales y la legislación así tratada no se revelan como las fuentes más idóneas para analizar este problema. Si Charles Gibson viviera, posiblemente contestaría que los contratos registrados, cuando así sucedió, solo fueron parte de las formas legales que había que cumplir.

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Sin duda, el problema medular del trabajo durante el periodo colonial fue la deuda, aunque es importante distinguir la deuda como un mecanismo o “táctica empresarial” para incorporar trabajadores y como un mecanismo de retención de estos en el obraje. ¿Qué fueron los adelantos y qué consecuencias se desprendían de ellos? Por una parte, los adelantos han sido vistos como una táctica utilizada por los obrajeros por la cual el indígena se comprometía a pagar con su trabajo personal. Las ordenanzas de 1569 dejan entrever que fue frecuente su utilización y que incluso comprometían no solo al indígena contratante, sino hasta a terceros, quienes quedaban como fiadores. Así, el adelanto del salario realizado dentro de los parámetros legales fue el inicio de un sistema que se caracterizó por la completa subordinación del trabajador al propietario y que dentro de la unidad se encaminó a un sistema de consumo que reproducía la sujeción y, consecuentemente, reproducía la deuda de manera permanente, hecho que constituía “una práctica corrosiva de lo que tradicionalmente ha sido aceptado como trabajo libre”. Pero más allá de la deuda, la coerción es algo incontrovertible. Tal vez se discutan los niveles que alcanzó y su extensión, pero las condiciones de vida estuvieron en los límites de la resistencia humana, lo cual ha sido formulado en la perspectiva de la New Economic History señalando que la permanencia del trabajo forzado se debió a su eficiencia. Es posible, pero se debió posiblemente a la necesidad de trabajo especializado, aunque su permanencia no habla solo de su eficiencia, sino de la fuerza que adquirió la formación y reproducción del sistema. El testimonio de Santiago de Riego presentado por Carmen Viqueira es elocuente al respecto. Como en ninguna parte explica que en […] los obrajes que hasta ahora están visitados se bajan a los indios bien cerca de treinta mil pesos porque se los dieron contra las ordenanzas. Porque cada año se les quedaron con el salario de noventa y cinco días. Porque les quitaron de la comida. La mitad porque les hicieron trabajar domingos y fiestas sin paga porque además de sus tareas les hicieron trabajar en otros ministerios sin paga maltratándolos [...] porque les cargaron cantidad de dinero demás (Viqueira 1987: 109-111).

Esto se desprendía de la cuenta que “hasta ahora” se había realizado a “más de dos mil y doscientos indios” (Viqueira 1987: 109-111). Es evidente que ninguno de estos rasgos que caracterizó al trabajo manufacturero tuvo un origen prehispánico, ni puede argumentarse que no es coerción.

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Sin embargo, casi todas estas evidencias se basan en registros notariales, que no son las fuentes más idóneas para analizar el problema de la incorporación, al menos solo son parte de un conjunto más complejo que demanda la utilización combinada de varias clases de fuentes, ya que vistos parcialmente los registros solo eran parte del formalismo legal que había que cumplir, pues posiblemente existen más evidencias de que el adelanto del salario, si bien siguió las normas impuestas por la Corona como ideal de trabajo voluntario, no fue más que el inicio de un sistema del cual prácticamente no escapó la generalidad de los trabajadores obrajeros; pues a través de él se creaba no solo la subordinación al propietario, sino que se reproducía un circuito de consumo al interior del obraje. Así, el sistema de trabajo que se reproducía de manera permanente estaba muy lejos de las aparentes formas de contratación libre (Sandoval 1979: 131). Es claro que la coacción colonial no pudo con los incentivos del mercado y que la mano de obra asalariada libre pudo satisfacer de forma suficiente a los obrajes, aunque la fuerza de trabajo varió de un lugar a otro y de una época a otra (Salvucci 1987: 150). Sin embargo, no hay duda de que el trabajo por deudas rompió todas las barreras y límites, y se extendió por todas las regiones hispanoamericanas donde funcionaron obrajes, pero no así la definición de peón o peón endeudado para el trabajador obrajero que servía sin libertad para desquitar una deuda o un crédito. Esta definición, empleada por Super por primera vez para el caso de la industria textil, resulta inapropiada porque, si bien fue empleada por el corregidor Domínguez para referirse a los trabajadores de Querétaro, su uso fue privativo del sector agrario, pues peón era igual a servidumbre, dos categorías con connotaciones históricas propias. En todo caso, si se utiliza el término peón a todo aquel que servía en los obrajes, debe extenderse a todos: maestros, aprendices y en general a los trabajadores, endeudados o no. De hecho, lo que sucedía en la práctica es que por lo general el trabajador siempre estuvo endeudado. De manera artificial el término peón se quiere también extender al trabajador condenado legalmente, haciéndole perder esta connotación que resulta de su propia naturaleza. Igualar peón a servidumbre es querer adaptar dos términos agrarios a un mundo de racionalidad distinta. El corregidor Domínguez se preguntaba sabiamente por qué los peones de las haciendas que siempre estuvieron endeudados no permanecían encerrados, por qué una inmensa cantidad de operarios que trabajaban en una multitud de talleres artesanales no habían perdido su libertad. Porque sencillamente en el primer caso eran peones, endeudados, pero no encerrados

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ni presos y en el segundo, porque trabajaban por un salario, pero tampoco estaban encerrados. Un obraje incluyó todo tipo de trabajo y trabajadores, pero nunca incluyó al siervo ligado al señor al interior de sus dominios, que en el caso americano fue la tierra. ¿Por qué, en cambio, el taller doméstico sí pudo obtener fuerza de trabajo, endeudada o no, sin tener la necesidad del encierro? Por dos razones: la primera está ligada con el parentesco, que articuló alrededor de la familia el trabajo de sus miembros nucleares o extendidos ante una clara opción de trabajo; la segunda razón está ligada a las condiciones de vida de los trabajadores obrajeros. Para Super, posición que implícitamente comparte Salvucci, estas no correspondían a las visiones sombrías proporcionadas por observadores de la época o lo que se podía deducir de la legislación. Eran “mejores”, dice (1976: 216); sin embargo, no explica por qué los indígenas luchaban continuamente por su libertad aprovechándose de las instituciones jurídicas, como tampoco se explica el extendido mecanismo de buscar fiadores que reemplazaran a los que obtenían la libertad. Es posible que la sombría observación de Humboldt estuviera más apegada a la realidad, que aquellas que realizaban los visitadores, dado el funcionamiento del sistema colonial, pues el hecho de desempeñar un cargo, así como las asociaciones transitorias entre los dueños y los funcionarios, significaba que la mayoría de la legislación colonial relacionada con la manufactura de las telas se aplicaba en forma selectiva (Salvucci 1987: 103). No en vano, cuando Iturrigary decretó la libertad de los trabajadores, estos salieron despavoridos de los obrajes a posesionarse de las calles y las tabernas, libres de aquellas oficinas que, según el corregidor Domínguez, “se miran con horror, que sólo su nombre infunde miedo” (Brading 1970: 283). No creo que a estas alturas de nuestro conocimiento sobre el funcionamiento de estas unidades productivas quede la menor duda sobre este problema. Se podrá discutir el grado de eficiencia productiva y otros problemas, pero no el de las condiciones de trabajo. Por otra parte, esto explica la preferencia del trabajador por el taller doméstico, la propia comunidad o la hacienda. Pero el problema del peonaje, más allá del problema conceptual, es que induce a tener una concepción errónea de la fuerza de trabajo, porque parece claro que el obraje trabajó con una dotación de operarios libres, casi siempre de manera temporal y estrechamente ligada a los ciclos de la agricultura, pero la naturaleza del peonaje, según Salvucci, es la de ser una servidumbre no voluntaria, no libre, cualquiera que fuese su condición pasada o futura. Esto es incongruente con lo que sucedió en la práctica, a pesar de que resultara,

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a primera vista, “irracional mantener una fuerza de trabajo permanente de peones endeudados” (Brading 1970: 174). Como en los obrajes de Quito, el peón es teóricamente libre, pero la realidad era muy diferente. Existen multitud de testimonios, similares al del duque de Linares (17101716), de que los trabajadores expiraban antes que sus deudas; los mismos testimonios de Santiago de Riego para Puebla son contundentes al respecto. El obraje fue económicamente rentable porque su inversión demandaba un único desembolso, que en caso de pagarse, además, demoraba hasta tres y cuatro años. Por ello es falsa la idea de que el obrajero −que escatimó siempre el pago y, cuando lo hizo, muchas veces, solo fue en género− tuvo siempre el dilema de “contratar más trabajadores u obtener más materia prima”. No hay nada que pruebe esto. La deuda era el fundamento jurídico de la coacción y sin coacción no había trabajadores permanentes. Durante el primer siglo de dominio colonial y hasta la mitad del segundo, la curva de población en el mundo indígena se mantuvo a la baja. Sin operarios endeudados los obrajes, como argumentaban los obrajeros, tendían a desaparecer. Esto implica que su presencia era permanente y fundamental, pero tampoco me inclino a creer que el trabajador encerrado representaba la totalidad de la fuerza de trabajo obrajera. Por supuesto, las cuadrillas indígenas que hilaban fuera del obraje y los trabajadores que salían libremente terminaban por configurar una estructura laboral heterogénea. Tyrer (1988) muestra para Quito que el trabajo se realizaba durante la mitad del año en las unidades agro-manufactureras. La perspectiva económica Prácticamente hasta mediados de la década de los años setenta, el análisis sobre el sector textil de la economía colonial parecía condenado a no escapar de la perspectiva jurídica que imponía la abundante legislación colonial, situación que puede explicarse por la carencia de una nueva perspectiva metodológica que orientara el rumbo y el interés de los historiadores hacia la estructura y funcionamiento de la economía colonial. Ciertamente mucho ha pesado el hecho de que, de todas maneras, el sector textil no tuvo la importancia ni el rango que se reconoce a la agricultura o la minería, aunque también es claro el hecho de que la formación predominantemente institucional de los investigadores y un alejamiento de los problemas más comunes que planteaba el desarrollo del capitalismo les impidió buscar nuevas fuentes

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y datos que mostraran la realidad que había vivido la industria textil, particularmente después de que dos trabajos mostrarán el camino a seguir en la explicación del desarrollo de la industria textil colonial: las primeras ideas o “el legado colonial” de los multicitados trabajos de Robert Potash (1959) y Jan Bazant (1964). Con nuevas fuentes y nuevos planteamientos dejan esbozado para el caso poblano la diversidad de intereses que intervinieron en la organización y funcionamiento del trabajo textil colonial. Así, para mediados de la década de los años sesenta, desde diversas perspectivas se habían llegado a plantear las bases en torno a las cuales funcionó la industria, pero a las que había que dar forma, contenido y mayor precisión. Potash y Bazant sugirieron la complejidad del sector en relación con lo que comúnmente la visión jurídica había enseñado. También parecía necesario ahondar en estudios regionales e incluso volver la vista hacia viejos materiales que permanecían olvidados en espera de nuevas hipótesis por investigar. En 1976 John Super, con base en un nuevo tipo de fuentes representado por una importante serie de visitas y de correspondencia personal, traza una imagen más detallada y real sobre la organización y crecimiento de los obrajes de Querétaro entre 1600 y 1810 (1976: 197-216). Define mejor las características sociales y económicas de los propietarios, así como los cambios fundamentales que se observan en la industria queretana a lo largo de los siglos xvii y xviii. Profundiza en aspectos relacionados con el capital, el abastecimiento de materias primas, la distribución y la fuerza de trabajo, y realiza una estimación tentativa sobre la magnitud del sector obrajero para el último siglo de dominación colonial. En los Andes, particularmente para la Audiencia de Quito, la tesis de Robson Tyrer (1976) marcará un hito en el análisis y reconstrucción demográfica y el desarrollo de la producción textil, aunque lamentablemente el tema del trabajo quedó relegado en su estudio a solo unas pocas menciones (Tyrer 1988). Al finalizar la década de los años noventa del pasado siglo, la historiografía ha asistido a la aparición de estudios significativos en torno a la organización manufacturera hispanoamericana, particularmente de la textil. Ahora el panorama es más amplio, pero también es más complicado; sin embargo, se dispone de generalizaciones importantes que nos permiten hacer un balance de lo realizado. En este marco se pueden definir las principales contribuciones a partir de 1980, cuando se revela de manera más consistente la complejidad de la organización del trabajo textil colonial. Más allá del análisis separado de gremios, tejedores domésticos y obrajes, por vez primera se plantea la posibilidad

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de articular ambos sistemas en un solo movimiento capaz de mostrar el funcionamiento histórico de este marginado sector de la historiografía colonial. Esta nueva perspectiva permitió distinguir entre las dos ramas fundamentales del trabajo textil: el tejido del algodón y el de la lana, circunstancia que marcó procesos productivos diferentes, así como estrategias distintas en la organización del trabajo, demanda de materias primas e, incluso, mercados diferenciados. Por supuesto, su evolución a lo largo del tiempo mostraba también diferencias importantes. El análisis aislado de ambos sectores no permitía conciliar el hecho de una baja en la producción obrajera con las necesidades de un mercado interno en crecimiento. Era evidente también que, pese a los problemas, la población crecía. Los datos, por otro lado, ofrecían pruebas de que, más allá de la organización obrajera, de manera casi invisible había funcionado una extensa organización doméstica, aunque de distinta intensidad, por lo menos claramente comprobable en los periodos iniciales y finales del periodo colonial. Como mencioné al inicio del apartado, el análisis sobre el sector textil de la economía colonial hasta mediados de la década de los años setenta se mantuvo por la visión impuesta por la abundante legislación colonial debido a la carencia de una nueva metodología que orientará el rumbo y el interés de los investigadores hacia la estructura y funcionamiento de la economía colonial. Además, mucho pesó el hecho de que el sector textil no tuviera la importancia ni el rango que se le reconoce a la agricultura o a la minería, así como el hecho de que la formación predominantemente institucional de los historiadores y el alejamiento de los problemas más comunes que planteaba el desarrollo del capitalismo, les impidió buscar nuevas fuentes y datos que mostraran la realidad que había vivido la industria textil. En los Andes, todos los estudios anteriores han cambiado completamente el panorama del que se disponía sobre el obraje colonial, hasta ese momento centrado en el clásico estudio de Fernando Silva Santisteban (1964) y en el menos conocido de Maximiliano Moscoso (1962-1963). Desde entonces, el problema de una concepción marcada por los rumbos de la legislación había ubicado al obraje como una unidad de origen prehispánico, dada la amplia difusión y complejidad del tejido incaico; acosada, además, por una política metropolitana agresiva y contraria al desarrollo manufacturero colonial. Sin embargo, pese a que el obraje era estudiado como la manifestación más acabada de la producción textil, los resultados de tales investigaciones no alcanzaban a mostrar la importancia que, de hecho, multitud de testimonios presentaban.

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Moscoso presenta una visión que la historiografía no pudo aprovechar por la poca difusión que tuvo su meritorio trabajo realizado sobre fuentes notariales. Sin embargo, ninguno de ellos arribó a problemas de orden general y teórico como lo hicieron para Nueva España Luis Chávez Orozco y, en menor medida, Manuel Carrera Stampa, quienes desde diversas perspectivas complicaron la organización manufacturera con la organización artesanal congruente con una realidad local, más regional, de autoconsumo, aislada entre sí; es decir, congruente con una realidad feudal de profundas raíces. Nadie en el mundo andino estudió el obraje en función del sistema económico sino hasta 1976. Ni siquiera era una preocupación el estudio de otras formas de trabajo, particularmente de la artesanal. En general, esto era fruto del retraso que se observaba en la historia económica en su conjunto. Así, en el caso andino, y el resto de Hispanoamérica, la forma de producción artesanal-gremial no ha tenido la suficiente explicación y tal pareciera que el gremio fue muy poco significativo. ¿Por qué tan sustancial diferencia? ¿Qué hizo que la formación y reproducción del sistema económico demandara o determinara una organización distinta o desigual en este aspecto? Es claro que el obraje andino se vio cobijado y determinado por el proceso agrario; los trabajos de Cushner (1982), y de Kennedy Troya/Fauria (1987) muestran esta clara dependencia e interacción. Tal vez las diferencias en el consumo y hábitos de la población indígena y mestiza tuvieron algo que ver si se mira el asunto en la perspectiva del tipo de tejido, pues el uso del algodón pareciera más extendido en el mundo mexica que en el incaico, en donde la lana de auquénidos parece haber marcado la preferencia, por lo menos en las regiones situadas a mayor altitud. Sin embargo, esto todavía nos dice poco, pues la organización gremial descansó principalmente sobre la lana de Castilla y no sobre el algodón. Posiblemente el mundo urbano novohispano haya sido más fuerte que el andino e hispanoamericano en general, en donde el mundo rural fue absolutamente predominante. Nuevamente no hay una explicación, aunque vale aventurar que la catástrofe demográfica tuvo variaciones regionales y temporales de distinto alcance, pues mientras que el mundo mesoamericano terminaba en torno a Guanajuato, a partir de donde se arma un complejo agrario y minero de funcionalidad distinta al del centro y el sureste del virreinato, que es fundamentalmente agrícola y ligado al mundo de la encomienda, el mundo indígena centro y sudamericano, de mayor extensión geográfica y menor población, presenta posibilidades y alternativas de movimiento a lo largo de su espacio, con el consecuente fortalecimiento de comunidades que no conocieron el

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fuerte nivel de concentración que tuvieron las congregaciones novohispanas ni la caída espectacular de su población. A pesar de cualquier epidemia o crisis económica, es claro el fortalecimiento del mundo rural andino, en donde las ciudades coloniales dependían más del campo como productor de bienes manufacturados y agrarios para su abastecimiento que en el caso novohispano, de fuerte raigambre corporativa y mercantil. Sin duda, la fuerza de la organización gremial, además de la fuerza que pueden representar las ciudades en la estructuración del espacio económico, puede significar también un mayor poder de los gobiernos locales y, en general, del gobierno virreinal novohispano, mientras que en el caso andino, el control político parece haber sido supeditado a terratenientes-obrajeros y comerciantes. En buena medida el propio proceso andino omitió la necesidad de contar con un sector artesanal-formal, reunido en torno al gremio, de estructura cerrada y vertical. Tal vez la ausencia de este nivel intermedio de organización del trabajo dignificó en la práctica las posibilidades de una mayor explotación que en el caso novohispano. Más allá del orden gremial y su expresión regional, se sabe mucho menos sobre el tejedor indígena o mestizo ubicado en las áreas rurales o urbanas. No se sabe nada sobre sus condiciones de vida, salario, etcétera, y su modo de articularse al mercado.Tal vez el reconocimiento de que el obraje fue remplazado y superado por el sistema doméstico de producción y aquel formado por lo que la historiografía conoce como ‘trabajo a domicilio’, en prácticamente toda Nueva España (Miño Grijalva 1983) constituye uno de los hallazgos más importantes de los últimos tiempos. Ciertamente Potash y Bazant habían discutido antes el problema de la dependencia o no del tejedor al comerciante para el caso poblano y luego González Angulo y Sandoval (1980), Castro Gutiérrez (1986), Salvucci (1987) y Thomson (1986) realizaron precisiones para este y otros casos, pero ninguno apuntó las causas que dieron lugar a este reordenamiento para el conjunto del espacio colonial ni explicó el nuevo esquema en el que funcionaba la producción textil colonial, esquema, por otro lado, que está muy bien documentado, tanto para Nueva España como para los principales centros textiles hispanoamericanos. Sin duda, sus aportes son ya clásicos en la historiografía textil mexicana. Para la segunda parte del siglo xviii, la competencia obrajera determinó que los propietarios no solo utilizaran los mecanismos conocidos hasta entonces, sino que ampliaran su radio de acción hacia un sector aún no explotado por ellos: el campo. Los trabajadores de las fincas agrícolas y los pastores que

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contraían deudas con el dueño se enfrentaban ahora a la posibilidad de prestar trabajos forzados en los obrajes (Brading 1970). El sector textil se había extendido hasta el punto en que su presencia no solo influía, sino que alteraba el sistema económico regional, aunque en un siglo en el que el crecimiento de la población es claro, no parece posible la competencia con otras empresas urbanas, pues si esta situación fuera correcta, en Querétaro ocurría algo contrario a lo que estaba sucediendo en el país, o lo que es más probable, existía una resistencia clara a ingresar en los obrajes. Nuevas investigaciones han mostrado distintas facetas de la captación y reproducción de la fuerza de trabajo. Por ejemplo, parece que en el caso poblano, según Carabarín, fue práctica usual que la deuda sirviera como gancho para forzar, o como se decía entonces, “heredar” la carga a familiares de trabajadores que habían muerto en el obraje o que habían logrado escapar de él, como sucedía en Puebla a principios del xviii (Carabarín Gracia 1984:33). A esta práctica se sumó el ‘trocado’ o remplazo de trabajadores o el simple traspaso físico de estos de un obraje a otro. No estuvo ausente, sobre todo en los primeros tiempos, el secuestro de indios fuera de la encomienda y del repartimiento (Gibson 1966: 247), y más tarde el secuestro so pretexto de vagancia y ociosidad (Carabarín Gracia 1984: 35; Sandoval 1980: 130). No parece haber duda de que la coerción fue factor clave en la conformación de la fuerza de trabajo, aunque tampoco fue exclusiva, pues ahora se sabe que hubo trabajadores que se movieron libremente (Salvucci 1987: 111-112); en especial aquellos sectores de hiladores que no estaban formalmente en los obrajes pero que, como en los casos de San Miguel o Querétaro, eran parte sustancial del contingente que complementaba las operaciones técnicas del mismo con las famosas “cuadrillas de indios”, hecho que también es conocido para los primeros tiempos en los casos de Puebla y Tlaxcala. En términos generales, el eje vertebral del funcionamiento obrajero novohispano fue el trabajo de trabajadores “libres, empeñados de su voluntad”, debido en parte a la caída demográfica de los siglos xvi y primera mitad del xvii, pues durante el siglo xviii la única transformación observable fue la casi desaparición del trabajo esclavo y la extendida utilización del trabajo forzado, lo cual se debió al agotamiento del mercado de esclavos y a la incapacidad del obraje para competir exitosamente con la mina y la hacienda (González/ Sandoval 1980: 219). Los trabajadores chinos no tuvieron ninguna representatividad en el conjunto de la fuerza de trabajo, aunque su presencia es evidente en las actividades urbanas (Seijas 2014).

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Sin embargo, otros estudios sugieren que la eficiencia del obraje no estuvo ligada a una condición de aguda sobreexplotación de la fuerza de trabajo, en relación a lo que se encuentra en otras empresas, hecho que parece congruente con la movilidad que se observa al comparar las listas de operarios de obrajes similares en años diferentes (Urquiola 1992: 260-262). Sea ello lo que fuere, solo nuevas investigaciones podrán arrojar mayor luz sobre un problema que fue inherente al obraje, aunque, sin duda, movilidad significó mejores condiciones de trabajo. Por otra parte, si bien por ahora se conoce con más detalle no solo los rasgos generales que caracterizaron al sistema de trabajo, sino también las dimensiones de la fuerza laboral para ciertas unidades y periodos, la rutina y el movimiento interno que realizaban los operarios en las diversas actividades destinadas a producir los diferentes tipos de tejidos, así como la distribución espacial y las tendencias que caracterizaron a la fuerza de trabajo novohispana, la historiografía en general muestra que el trabajo forzado o involuntario en el siglo xviii tuvo una localización regional, pues fue más dominante en el Bajío que en el Valle de México, debido sobre todo al crecimiento productivo y a la competencia entre obrajeros, a pesar de ser un siglo de recuperación demográfica. Sin embargo, esta situación se vivió también en los obrajes de Puebla y Tlaxcala a finales del siglo xvi y principios del xvii, cuando el trabajo forzado acompañó a la prosperidad de la industria (Salvucci 1987: 120-121). ¿Qué explica esta nueva organización del trabajo? Por una parte, que la frontera agraria productora de lana se recorrió hacia el norte y con ella los obrajes, que tuvieron su expresión en Querétaro, Acámbaro y San Miguel; por otra parte, la nueva economía textil para Puebla y Tlaxcala se había acentuado en torno al algodón y al trabajo doméstico y a domicilio (Miño 1983), tomando a la comunidad indígena y su recuperación como el nuevo eje de la producción. Sin embargo, las coyunturas para la población novohispana entre el xvi y el xviii son completamente distintas. Durante el siglo xviii no hay duda de que la oferta de fuerza de trabajo se incrementó notablemente, pero esto, en vez de beneficiar al sector obrajero, fue su tumba. La presión que ejerció la caída demográfica del siglo xvi se había revertido, pero ahora en favor de las unidades familiares, que en el caso novohispano y particularmente en el de Querétaro se plasmó en los conocidos trapiches que, como antes, producían un tipo de tejido distinto al que fabricaban los obrajes, solo que ahora, más que antes, lo hacían para un mercado popular en expansión. Esta diferencia en la producción (tejidos anchos contra tejidos angostos) es otra explicación de

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la decadencia obrajera, a pesar de que el obraje en Querétaro, aún en el siglo xviii, seguía manteniendo su ventaja en términos de una mayor capacidad de producción no obstante la escasa oferta de trabajo, y ello por su mayor capacidad tecnológica. En el caso de la lana, el obraje tuvo un mercado bien diferenciado, por lo general se ubicó en regiones distintas a las productivas, mientras el producto del trapichero queretano encontraba su realización en el mercado local. En este punto parecería haber una contradicción entre población en ascenso y fortalecimiento del trabajo forzado en el Bajío y el desplazamiento general de este sector por el del algodón, como propuse en 1983. La nueva historiografía no se explica el por qué en los obrajes, contra toda teoría, parecen coexistir con facilidad “movilidad y explotación persistente” (Salvucci 1987: 196), pero durante los siglos xvi y xvii no hay movilidad, por lo menos en los obrajes urbanos, el caso de los obrajes de Coyoacán en 1660 da fe de ello. En general, la explicación no se encuentra en el perímetro del obraje, sino nuevamente en la ampliación notable del sistema doméstico y a domicilio, que incorporó dos grandes contingentes de tejedores e hiladores que se movían entre el campo y la ciudad. Este sistema les aseguraba no solo su libertad, sino la posibilidad de compartir el trabajo textil con la agricultura. Esta opción de trabajo libre es precisamente lo que explica la resistencia del trabajador a ingresar voluntariamente a un obraje, por lo menos para el caso novohispano. En cuanto a la tecnología, la manufactura textil hispanoamericana participará de una suerte de combinación entre las antiguas técnicas utilizadas por el indígena y las europeas trasladadas particularmente para el trabajo de la lana, con toda la complejidad de entonces. Esta constitución tecnológica perdurará en Hispanoamérica durante todo el periodo colonial, pero esto no significa que exista “indigencia tecnológica”, como tampoco el hecho de que hubiese un “estancamiento” tecnológico, pues en la propia industria europea las grandes transformaciones empezarán en 1733 y en general en la segunda mitad del siglo xviii, y si bien de manera más tardía todo el adelanto que supuso la fabricación de telas estampadas, pintadas o indianillas también se conoció en América, aunque solo se sepa por ahora del caso novohispano (Miño 1984; 1993). El problema radica en que se exigen todos los requerimientos del sistema capitalista a una industria que aun en el mundo europeo no había completado tal proceso. Aun así, también parece anacrónico pedir respuestas iguales a las que se dan para el caso de Europa. Posiblemente se necesita introducir más criterios históricos que puramente económicos para evitar desfases y extrapolaciones incongruentes con la realidad hispanoamericana.

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El problema de los salarios no ha estado ausente en la discusión, pues este es un punto frecuente de fricción. No obstante, parece acentuarse la idea de que si bien el obrajero pagaba el jornal muchas veces en ropa, tlacos o tejoletas y que la tienda benefició más al propietario que al trabajador, también realizaba fuertes desembolsos de dinero, incluso desde el inicio de la relación laboral, ya que además existieron asignaciones distintas de salario de acuerdo al tipo de trabajo y categoría, como lo muestran los registros contractuales (Salvucci 1987: 127-129; Urquiola 1992: 256, 260 y 261). No hay duda de que a pesar del pago en especie generalizado en los obrajes hispanoamericanos, los propietarios cancelaron parte del salario en dinero. Sin embargo, no se conocen ni las proporciones reales ni su evolución. Ahora solo se pueden comparar con las demás ocupaciones, comparación que resulta desfavorable para la generalidad de los operarios textiles. Por lo menos para el siglo xviii hay datos que demuestran que ganaban menos que los oficios no cualificados, con excepción de los tejedores, cuyos salarios eran más competitivos. La nueva historiografía ratifica la idea de que el trabajo forzado redujo la elasticidad de la oferta de trabajo por la reducción de los salarios reales y dejó caer sus costos sobre las espaldas de hiladores, cardadores y de la mayor parte de los trabajadores cualificados (Salvucci 1987: 189). Pero esta afirmación debe ser matizada, pues el encierro no atentó contra determinados oficios, no fue selectivo; fue el trabajo obrajero en general el que padeció la reducción de los salarios reales en relación con las demás ocupaciones de la economía colonial. Esta reducción pudo ser otra causa para que el trabajador haya preferido el taller doméstico y artesanal al obraje. El sector dinámico de la producción obrajera se trasladó al Bajío, por ello es obvio que la demanda de trabajo por parte de sus obrajes fuera superior a la del Valle de México, en donde prácticamente apenas sobrevivían, hecho que determinó que los salarios vigentes fueran suficientes para satisfacer la mano de obra de México pero no la del Bajío; consecuentemente, los obrajeros de Querétaro reaccionaron incrementando los salarios a través de un anticipo mayor o invirtiendo en una mayor seguridad. Así, halago y amenaza fueron dos mecanismos usados por los queretanos para enfrentarse a la principal consecuencia de la escasez: la fuerza de trabajo forzada (Salvucci 1987: 191). Salvucci, sin embargo, reconoce que era “imposible conseguir más trabajadores simplemente elevando los salarios”, sencillamente porque los negocios no estaban en bonanza. De todas formas su propia comprobación desecha la idea de que el problema de la fuerza de trabajo novohispana fuera un puramente económico.

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Los precios subieron y los salarios se mantuvieron estancados, se dice, y parece cierto hasta principios del xix, cuando hay indicios de un incremento. Pero este no creo que sea el problema central para la composición del salario –por lo menos nominal– agrario y rural, tasado en patrón monetario pero siempre dividido y pagado en su mayor parte en bienes. El salario urbano, según las fuentes, aquel que se pagaba en los servicios y construcción de obras, era siempre monetario, aunque entre ambos no se sepan las proporciones. El salario se pagaba en reales o mixto, reales y carne, en el caso, por ejemplo, de los trabajadores municipales. Romano generaliza la situación del siglo xvi y del artesanado gremial o formal para el siglo xviii, asumiendo de manera implícita que el obraje tuvo igual importancia durante aquellos siglos, y que en cuestión de salarios solo en el trabajo artesanal “indiscutiblemente vemos una preponderancia de trabajo realmente libre, [situación que] no debe hacernos olvidar que se trata de un fenómeno netamente minoritario en el conjunto de la economía novohispana” (Romano 1996: 204). De todas formas, es importante señalar la coincidencia con el salario que se pagaba en la Ciudad de México hacia 1804, cuando los salarios tenían niveles que reconocían básicamente el trabajo a medio tiempo y a tiempo completo. De igual forma, en la construcción de una casa, el sobrestante ganaba un peso diario; los oficiales, entre cinco y seis reales diarios; y los peones, tres reales (González 1994: 21-22). En este caso el salario se pagaba en reales. Por otra parte, la coincidencia de salarios con Zacatecas nos habla de la existencia de un mercado más integrado de lo que se piensa y de que, para entonces, por lo menos nominalmente, estos habían subido. ¿Qué sucedía en relación con el trabajo obrajero? El problema de los salarios en los obrajes casi siempre estuvo ligado al que entrañó el funcionamiento de la tienda de raya. Sobre este punto es difícil cuantificar su impacto sobre el salario, pero se puede pensar que el sistema funcionó reduciendo los salarios reales entre un 25 y un 50%, aunque Salvucci está de acuerdo con que “no puede saberse con mucha claridad cuánto valor tenían los artículos que ofrecían las tiendas de raya, o cuánto aumentaban la ‘paga’ de los obreros” (1992: 195). Lo que sí es claro es que fue un mecanismo importante para retener y disminuir parte del salario del trabajador, pagado en especie o en metálico. Sin duda, fue también un mecanismo que sirvió para controlar el acceso del operario al mercado, hecho que implicaba que la tienda de raya era un conducto sensible a las variaciones del mercado local, porque por obvias razones este impuso a la larga la referencia o el margen en el que se movieron los precios

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de los artículos adelantados, fiados o pagados. No tenía nada que ver la tienda con la movilidad de los operarios; presuponía simplemente su existencia. La tienda de raya y el trabajo forzado fueron los ejes fundamentales en torno a los cuales se movió el sistema obrajero en su conjunto y que con pocas excepciones conoció un amplio y generalizado funcionamiento en todas las ciudades o centros en donde el obraje llegó a alcanzar importancia, hecho que a la larga incidió en la posible o potencial movilidad del operario que podía migrar para optar por una “vida mejor”. Como puntualicé antes, la migración y la movilidad de finales del siglo xviii no estuvieron relacionadas con el funcionamiento obrajero, que prácticamente es inexistente si se exceptúa el caso de Querétaro y México. Esta tuvo que ver más bien con las posibilidades que le abrió un mercado en expansión, un mercado laboral cuyo eje central fue el trabajo doméstico, que es el sector en donde se observa mejor este cambio y nada tiene que ver los costos de información para una población analfabeta o las “persistentes tasas de desempleo” que conocieron expresiones regionales de distinto alcance. Salvucci está de acuerdo con la hipótesis sobre la caída de la producción obrajera, aunque como él afirma, “no hay prueba de un cambio en la productividad de los obrajes en el siglo xviii”, así como “estimaciones del total de producción de artículos de lana” (1987). Sin embargo, intenta explicar los cambios observados en relación al ingreso fiscal por concepto de alcabalas de Ciudad de México usando tres argumentos: la relación entre las variaciones de producción y los precios del maíz de Florescano; la existente entre producción y comercio trasatlántico y, finalmente, la relación entre la producción de los tejidos de lana y la de la plata. Por otra parte, no parece prudente aplicar toda una generalización sobre los cambios en la producción textil del siglo xviii a un solo segmento de la producción total, dejando de lado al más importante, el de la producción de tejidos de algodón. Si se reorientan los argumentos hacia el algodón, las respuestas que se obtienen toman un sentido histórico más que técnico o metodológico. En el primer caso las variaciones del precio del maíz y la crisis agrícola en particular, sobre todo la de 1786, tuvieron un efecto visible sobre el sector de tejedores domésticos rurales al atentar contra la base de su subsistencia y la consecuente pérdida de su capacidad económica, hecho que incrementó la migración y la desarticulación del trabajo de hilado y tejido en las comunidades. En el segundo caso, desde hace mucho se conoce que los problemas bélicos causaron un efecto de sustitución de importaciones y que, por tanto, la producción interna se expandió de manera notable en esas coyunturas. Finalmente, la producción de plata crece sin duda alguna, pero crece también la producción de tejidos de

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algodón si se observa el claro movimiento y multiplicación de tejedores domésticos y artesanales a lo largo del reino. Esta multiplicación también es observable en relación al tejido de los trapicheros. El problema de la producción ejemplifica bastante bien la trama económica y social de la región. Si se empieza por el abastecimiento y suministro de lana, nos percataremos de que esta procedía en más de un 90% de curas, corregidores y comerciantes. Puede ser que las haciendas hayan sido las encargadas de este abastecimiento, pero hay un fuerte olor a comunidad indígena, si bien curas, corregidores y comerciantes eran propietarios de haciendas y estancias. Después de 1781 el cambio es radical, pues desaparecen los segmentos tradicionales, y entre 1780 y 1792, el sector encargado del abastecimiento de lana será básicamente el constituido por comerciantes. Este posiblemente puede ser también el tiempo de la reconstitución de los grupos locales. El trabajo de la comunidad y su producción, serán también articulados de manera más directa y formal por el sector mercantil, aunque persista la “influencia” espiritual y política del sistema anterior; de hecho, será el sector doméstico indígena el eje de la producción textil regional. Entre 1775 y 1800 la dinámica que marcó Pichuichuro es ilustrativa. Este obraje compró “ropa en jerga” o tela en urdimbre originada en la comunidad o el medio rural, en una cantidad que fluctuó entre el 44,9% en relación a la ropa producida, hasta el 100% (1.070 varas compradas por 806 producidas entre 1786 y 1787; Escandell-Tur 1994: 186), cómputo que si bien no se puede extrapolar al conjunto del sector obrajero, sí se puede presumir que no había razón para que fuera el único que realizaba estos encargos. De hecho, esto pasó también en los obrajes de Huancaro, Taray, Quispicanchis y Lucre. En este punto es claro que el trabajo de comunidad y los requerimientos del mercado textil obrajero se combinaron para abastecer la demanda interna. Conclusión En conclusión, dadas las condiciones demográficas prevalecientes en ambos virreinatos en el curso del siglo xvi, es evidente que el trabajo libre en los obrajes estuvo lejos de ser una realidad, y no por “torcidas” razones; fue imposible por una problema que se ubica en la base de la comprensión del indígena, de su experiencia y comportamiento anterior a la conquista; en suma, por una problema de índole cultural. Por otra parte, y para una valoración históricamente

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correcta, hay tener en cuenta los problemas jurídicos e institucionales acordes con el tiempo y las circunstancias en las que se produjeron: lo contrario es anacrónico. El obraje en el siglo xviii solo se circunscribió a ciertas regiones de Hispanoamérica; la libertad del trabajo vino por el tejedor independiente, cuya producción era doméstica y articulada por el sector mercantil, como he expuesto en reiteradas ocasiones, rompió el trabajo concentrado del obraje y superó a la corporación gremial, extendiéndose por pueblos y ciudades hasta ser mayoritario. Lo que es claro es que no se puede generalizar los procesos y los sistemas de trabajo textil tanto en su variante artesanal como en la obrajera, como si tuvieran igual importancia durante el periodo virreinal. De todas formas es posible pensar que en el sector artesanal el trabajo era preponderantemente libre. Los problemas de la contratación voluntaria y el pago de un salario acorde con el trabajo realizado implicaron el inicio de un camino que había que recorrer en la instauración de un sistema laboral. La deuda funcionó de manera generalizada en casi todos los sectores productivos, pero no se la puede trasladar a los pueblos, cuya expresión de trabajo libre y pagado es evidentemente mayoritaria, además de que su relación con el trabajo estacional en la hacienda fue diferente de la que se conoció para gañanes y peones. Muchos problemas han quedado en el tintero, o no han sido resueltos, para mi gusto, satisfactoriamente, como el del salario; la medición de la productividad es otra deuda permanente, pero todo lo que se ha realizado desde 1976 hasta ahora por diversos investigadores es sin duda relevante. Este conjunto de ensayos escritos en diferentes épocas y con preocupaciones teóricas distintas, creo que allanan el camino para la comprensión de un sector económico importante en la vida de los pobladores mexicanos y andinos. El problema institucional para la comprensión de la organización obrajera, y en particular del trabajo, no ha sido olvidado (Miño 2009), como tampoco la reconstrucción microrregional de la empresa (Salas Olivari 1998 o Cárdenas 2002), porque creo que contribuyen a una mayor profundización de la temática. Bibliografía Bazant, Jan (1964): “Evolución de la industria textil poblana (1544-1845). En: Histo­ ria Mexicana, XIV, 1 (53), pp. 131-143. Bonnett, Diana (2006): “Juan de Solórzano y Pereira, el servicio personal y la servidumbre indígena”. En: Heraclio Bonilla et al.: Juan de Solórzano y Pereira. Pensar la colonia desde la colonia. Bogotá: Universidad de Los Andes, pp. 245-264.

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ENTRE O DEFEITO MECÂNICO E A ASCENSÃO SOCIAL. TRABALHO ARTESANAL E HOMENS DE COR LIVRES NA HISTORIOGRAFIA SOBRE O BRASIL COLONIAL

Fernando Prestes de Souza / Priscila de Lima Souza Universidade de São Paulo-Fundação de Amparo à Pesquisa do Estado de São Paulo Historiografia sobre o trabalho e os trabalhadores no Brasil é marcada por um desajuste evidente: conta-se com uma significativa produção voltada para o contexto de fins do século xix e primeiras décadas do século xx ao passo que as pesquisas que circunscrevem seus objetos ao período colonial e primeiras décadas do império figuram em proporções ainda muito acanhadas. Os trabalhos vinculados ao primeiro grupo têm como temática central a transição do trabalho escravo para o trabalho livre e a processual formação da classe operária. O desenvolvimento da história social do trabalho no Brasil deve-se sobremaneira a essas pesquisas, as quais se inserem no movimento de renovação historiográfica iniciado na década de 1980 sob uma forte influência da historiografia social britânica, especialmente das obras de Eduard Palmer Thompson. Apesar de criticada por concentrar-se excessivamente na história dos trabalhadores imigrantes europeus e, assim, negligenciar a experiência do trabalhador nacional, a historiografia social do trabalho encontra-se atualmente consolidada. Existem grupos de pesquisa que são referenciais, como é o caso do Programa de Pós-Graduação em História Social do Trabalho da Universidade Estadual de Campinas e o GT Mundos do Trabalho, este vinculado à Associação Nacional de História. Por sua vez, os simpósios e revistas especializadas cumprem o papel de divulgar as novas pesquisas na área. Dispõe-se, inclusive, de bons balanços historiográficos (Eisenberg 1989: 153-173; Lara 1998; Negro/Gomes 2006).

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Tendo em vista essa configuração da historiografia sobre o trabalho e os trabalhadores no Brasil, percebe-se que há a necessidade de investigações que se proponham a sistematizar a produção historiográfica sobre o tema relativa ao período colonial. Nosso objetivo aqui é apresentar as principais linhas de pesquisa que analisam a história do trabalho artesanal no Brasil colonial. Especificamente, examina-se como a historiografia abordou as relações entre as variáveis “trabalho” e “cor” e as implicações daí decorrentes para a interpretação do lugar social ocupado pelos homens livres de cor na estrutura da sociedade escravista brasileira. É consensual na historiografia o fato de que parte significativa dos trabalhadores urbanos do Brasil colonial e imperial descendia de escravos. Tratar-se-ia de homens e mulheres libertos ou nascidos livres que formavam um grupo social heterogêneo. Sem desconsiderar esse aspecto, eles podem ser inseridos na categoria analítica dos homens livres de cor (Klein 1978). Assim, partiremos de obras extremamente impactantes para a história do Brasil elaboradas nas décadas de 1930 e 1940, chegando ao contexto dos últimos quinze anos, momento em que se evidencia um crescente interesse pela história do trabalho e dos trabalhadores dos períodos colonial e início do imperial. Defeito mecânico e trabalho livre na sociedade escravista brasileira Que melhor prova da terrível influência da escravidão? Durante séculos ela não consentiu mercado de trabalho, e não se serviu senão de escravos; o trabalhador livre não tinha lugar na sociedade, sendo um nômade, um mendigo [...] porque são milhões que se acham nessa condição intermédia, que não é escravo, mas também não é cidadão (Nabuco 2003 [1883]: 147).

Essa contundente reflexão sobre os efeitos do sistema escravista na sociedade brasileira integra uma das mais emblemáticas obras do movimento abolicionista. Publicada em 1883 por Joaquim Nabuco, expoente daquele movimento, ela reflete o momento histórico em que foi produzida, no qual a causa da abolição havia se tornado uma importante bandeira política, chegando a transcender a fronteira dos diversos partidos. Em O Abolicionismo, a escravidão é concebida como um sistema social cuja influência era sentida na economia, na política e na cultura do Brasil. Sendo, pois, a causa estrutural do atraso brasileiro, defendia-se a abolição como condição primordial para a modernização do país ou, em termos da época, para inseri-lo nos quadros da

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civilização (Nabuco 2003 [1883]: 107-111). Nesse modelo interpretativo, a indigência tornou-se o referencial caracterizador da camada social composta por pessoas livres que não eram detentoras de terras e escravos. Daí o axioma conforme o qual “o trabalhador livre não tinha lugar na sociedade”. O significado estrutural da escravidão para o desenvolvimento da sociedade brasileira seria retomado e discutido a partir de abordagens metodológicas e teóricas inovadoras inscritas nos primeiros trabalhos que propuseram interpretações globais sobre a história do Brasil, os quais foram produzidos entre as décadas de 1930 e 1940. Trata-se dos estudos de Sergio Buarque de Holanda e Caio Prado Júnior, nos quais o trabalho e o trabalhador livre figuram como elementos dissonantes no interior da estrutura social escravista de modo semelhante à argumentação de Nabuco. Suas obras mesclam abordagens sociológicas e históricas, uma vez que o processo histórico é encarado como a chave para identificar e compreender os traços mais profundos da sociedade brasileira contemporânea. Nos anos trinta e quarenta do século xx, o campo intelectual brasileiro encontrava-se imerso em dois problemas fundamentais: a modernização do país e a descoberta da genuína identidade brasileira. A percepção do Brasil como país arcaico, tanto em termos políticos como econômicos, era partilhada por intelectuais e estadistas do período (Iglésias 1982: 11-12). De forma mais ou menos acentuada, esse conjunto de questões também estava presente nas obras de Holanda e Prado Júnior. Em suas narrativas a problemática do arcaísmo brasileiro ganhou relevo, vindo a se tornar, por quase meio século, o ponto de partida e de chegada das reflexões sobre o desenvolvimento histórico do Brasil. Para ambos, um dos sintomas do desajustamento da sociedade brasileira em relação à modernidade era a baixa capacidade para o trabalho sistemático. Essa seria uma herança proveniente do sistema social desenvolvido durante a colonização portuguesa, no qual a predominância do labor escravo impedia o pleno desenvolvimento de formas livres de trabalho. Em Raízes do Brasil, Holanda destacava a repulsa “a toda moral fundada no culto ao trabalho” como uma das características da mentalidade ibérica, aspecto que constituiria um traço persistente da mentalidade imperante no Brasil contemporâneo e que obstava sua modernização (1995 [1936]: 38). Com Caio Prado Júnior, a permanência das atitudes relutantes em relação ao trabalho sistemático e o culto ao ócio desde os tempos coloniais integrariam a “psicologia coletiva”, conformando um “traço profundo e inerraigável do caráter brasileiro” (1994 [1942]: 348).

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Nas interpretações sobre a formação histórica do Brasil propostas por Holanda e Prado Júnior as considerações sobre o trabalho livre confluem para uma tese comum, a da desarmonia do trabalho livre no interior do sistema social dominado pela escravidão. Ao tratar, de forma pioneira no Brasil, dos quadros mentais que informaram a expansão e a colonização portuguesa, Holanda defendia que a mentalidade ibérica pautava-se em ideais ligados a uma “ética da aventura”, a qual era contraposta a uma “ética do trabalho” comum aos “povos do norte”. Decorria daí o pouco apreço dos ibéricos pelo trabalho ordenado e gradual, de um lado, e a valorização da conquista de “posições e riquezas fáceis”, de outro; suas ações visavam sempre à obtenção de recompensas imediatas e a elevação do aventureiro a posições de nobreza (Holanda 1995: 44-46). Os traços mais elementares da estrutura social do Brasil colonial, inclusive a hierarquização entre brancos e não-brancos, decorreriam desse quadro mental prévio. Desse modo, a posição privilegiada dos brancos no universo dos homens livres não era fundamentada em percepções de “exclusivismo racial”, mas sim em critérios firmados nas tradicionais divisões entre nobres e mecânicos:“muito mais decisivo teria sido o labéu tradicionalmente associado aos trabalhos vis a que obriga a escravidão e que não infamava apenas quem os praticava, mas igualmente seus descendentes” (Holanda 1995 [1936]: 5556). Propunha-se, pois, o papel elementar da escravidão na definição do lugar social daqueles que não eram escravos, mas também não eram senhores. Aos homens e mulheres livres de cor destinava-se um lugar social marcado pelo desprestígio advindo da condição escrava, fosse esta passada ou recente, a qual os associava inexoravelmente ao mundo do trabalho. Escravidão e monocultura latifundiária constituíam as bases de um sistema econômico que gerava poucos espaços para o pleno desenvolvimento do trabalho exercido por pessoas livres (Holanda 1995 [1936]: 57). A preponderância do trabalho praticado por escravos seria responsável pela debilitação dos ofícios mecânicos, impedindo o desenvolvimento de uma estrutura artesanal semelhante à encontrada na Europa. Não obstante as poucas evidências empíricas, o panorama traçado por Holanda representa um cenário urbano monopolizado pelos chamados escravos de ganho. Aos homens e mulheres livres restariam, portanto, espaços restritos de atuação. Haveria, conforme Holanda, escasso número de artesãos livres nas cidades coloniais e sua situação no mundo dos ofícios caracterizar-se-ia pela carência de infraestrutura e coerência: a estrutura de ensino deficitária geraria

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poucos artesãos de fato habilitados para funções especializadas; teria sido comum o desempenho de diversos ofícios por um mesmo trabalhador; o sucesso material via atividades manuais continuamente deslocava parte desses trabalhadores para outro grupo social, provocando o abandono da atividade em prol da conquista e manutenção da condição de nobreza (Holanda 1995 [1936]: 57-59). Em resumo, sufocado pelo trabalho escravo, o artesanato no Brasil colonial nunca teria chegado a se desenvolver plenamente o que, em última instância, sugere o desajustamento do trabalho livre em uma sociedade escravista. O caráter estrutural da escravidão para a configuração do sistema social do Brasil colonial seria analisado de forma sistemática por Caio Prado Júnior em Formação do Brasil Contemporâneo (1942). O impacto dessa obra, cujo objeto de análise é o sistema colonial imposto ao Brasil e sua bancarrota no início do século xix, é notório nas interpretações posteriores sobre a formação histórica do país. Além da vanguarda no desenvolvimento de tese sistêmica sobre a história do Brasil, Prado Júnior destaca-se pelo pioneirismo no emprego do materialismo histórico no Brasil como base teórica para a análise do processo histórico (Iglésias 1982: 21-32). Na obra de Prado Júnior, pensar o Brasil colonial significava, em primeiro lugar, considerá-lo parte integrante de um sistema de colonização cuja função primordial era fornecer gêneros agrícolas para o mercado europeu em um comércio voltado para o proveito econômico exclusivo da coroa portuguesa. Essa constituía a condição de base a partir da qual todos os demais traços da sociedade colonial seriam desenvolvidos. No modelo interpretativo em tela, a monocultura latifundiária e a escravidão conformariam os pilares de um sistema econômico responsável por moldar a própria estrutura social. Esta era composta por uma multidão de escravos, de um lado, e pelo pequeno grupo dos senhores, de outro, sendo tais grupos integrados na “obra da colonização” através de suas funções no sistema econômico (Prado 1994 [1942]: 281). Aqueles que não se encaixavam em um dos dois extremos, especificamente por não desempenharem função definida no sistema econômico, foram pensados por Prado Júnior a partir das noções “desclassificação social”, “inutilidade” e “inadaptação”. Este grupo compreenderia desde sujeitos empregados em serviços temporários de baixa remuneração até os mendigos e vagabundos e seu número foi avultando-se ao longo dos três séculos de colonização.Tratava-se, sobretudo, de pretos e pardos forros, índios não sujeitos aos

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mecanismos de controle coloniais e mestiços de todas as origens. Eram, pois, os sujeitos de “condição intermédia” a que se referiu Joaquim Nabuco. Os problemas sociais decorrentes da situação de “desclassificação social” vivenciada por esse expressivo contingente humano estariam na raiz da violência e turbulência da sociedade colonial (Prado 1994 [1942]: 281-284). As “causas profundas” desse quadro social ligavam-se ao sistema econômico e à escravidão. Conforme Prado Júnior o panorama econômico foi de tal modo marcado pelo domínio da monocultura exportadora que, para além de seu campo de influência, nenhuma outra atividade pôde se desenvolver plenamente. Já a escravidão, esta dominava todas as instâncias da vida colonial, pois o “escravo é onipresente” e seu emprego como a principal mão de obra restringia as ocupações disponíveis aos homens livres (1994 [1942]: 278-285). Além dessas condições objetivas, a quase total monopolização das atividades produtivas pelos escravos teria originado um ideário pejorativo em relação ao trabalho, concebendo-o como desabonador ao homem livre. Em contraposição à condição servil, o ócio emergiria como um ideal capaz de afastar o homem livre da vinculação com a condição degradante da escravidão bem como de afirmar a própria condição senhorial (Prado 1994 [1942]: 278-279; 346-349). Em Formação do Brasil Contemporâneo, o espaço reservado à análise da estrutura dos ofícios mecânicos na colônia é deliberadamente sucinto, opção justificada devido a pouca expressividade dessas atividades no interior do sistema econômico dominante. Assim como Holanda, Prado Júnior destacara a falta de profissionalização e os desvios em relação aos padrões de organização vigentes na Europa. A menção mais direta ao contingente humano ligado às ocupações mecânicas indicava que elas eram geralmente desempenhadas por mulatos (1994 [1942]: 220-221). Dentre os autores da “geração de 1930”, Gilberto Freyre destaca-se por ter elaborado um modelo interpretativo sobre o desenvolvimento histórico do Brasil em muitos aspectos distinto das principais teses defendidas por Holanda e Prado Júnior. Casa-grande e senzala e Sobrados e mucambos, publicadas respectivamente em 1933 e 1936, são suas principais obras. A primeira analisa a formação do Brasil colonial a partir do sistema patriarcal e do desenvolvimento da monocultura latifundiária e a segunda tem como tema o processo de desintegração desse sistema social. Em ambas, o fenômeno da miscigenação é abordado como componente estrutural e peculiar à formação social do Brasil, notadamente por produzir a aproximação dos dois extremos antagônicos

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da estrutura social – senhores e escravos, casa-grande e senzala – e possibilitar a “democratização social no Brasil” (Freyre 2003: 33; 2004: 475). O sentido da democracia social em Freyre ligava-se à ideia conforme a qual as hierarquias sociais pautavam-se primordialmente em distinções de classe, sobretudo a econômica, e menos em critério racial:“mais forte que a condição de raça, como condição de base para o prestígio, eram [...] a condição de classe e a própria condição de região de origem ou residência do indivíduo” (2004: 474, 493, 509). Nesse modelo, a camada social localizada entre escravos e senhores seria o indicativo explícito do movimento de “democratização social”. Tratava-se de “subgrupos” da estrutura social dominante, “classes ou grupos intermediários” ligados ao desenvolvimento das áreas urbanas. Como classe, seu principal distintivo era o exercício de ofícios mecânicos (Freyre 2004: 493). Parte significativa desses mecânicos, ou seja, pessoas que obtinham o sustento por meio de trabalhos manuais e/ou artesanais, era conformada por mestiços das diversas estirpes. Nas regiões onde a presença de escravos africanos era substancial, como era o caso, por exemplo, do Nordeste desde o século xvii e de Minas Gerais a partir do século seguinte, os mulatos destacavam-se dentre os mestiços livres (Freyre 2004: 497-498). O trabalho livre na obra freyreana refere-se, essencialmente, aos trabalhadores mecânicos e aos pequenos comerciantes. Em uma sociedade dominada pela escravidão e gerida por referenciais de nobreza europeus, as atividades mecânicas eram reputadas vis, o que obstava a ascensão dos indivíduos ao topo da hierarquia social caracterizada pelo status de nobreza. Porém, também nesse âmbito sobressaíam as acomodações e tolerâncias características do Brasil colonial: era possível a um mecânico enobrecer caso obtivesse certo sucesso material. Sugeria Freyre que, logo que o trabalhador livre mecânico acumulasse pecúlio significativo, a atividade vil era abandonada e frequentemente transferida para mãos escravas (2004: 493-498). Dessa forma, apesar de o trabalho mecânico ser considerado desonroso, ele era um dos caminhos para o processo de enobrecimento de mestiços bem-sucedidos. Em síntese, conjuntamente ao fenômeno da mestiçagem, o exercício de ofícios mecânicos destaca-se na obra freyreana como um dos componentes fundamentais do movimento de mobilidade social peculiar ao Brasil colonial e imperial. Esse movimento resultava na “transferência de indivíduos e até de famílias inteiras de uma classe para outra”, o que, estruturalmente, garantiu a estabilidade do sistema social por meio do “processo de equilíbrio de antagonismos” (Freyre 2003: 116-117; 2004: 474, 497-498).

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Ao analisarmos conjuntamente os modelos interpretativos de Freyre, Holanda e Prado Júnior evidencia-se o peso das atribuições de “classe” como o fator primordial no estabelecimento da posição social dos homens livres pobres. Embora levassem em conta as implicações das diferenças de cor entre os indivíduos, eles partilhavam da noção de que a sociedade escravista brasileira, distintamente do quadro histórico desenvolvido na porção escravista dos Estados Unidos, apresentava-se mais flexível quanto às divisões raciais. É nesse sentido que o trabalho assume lugar de destaque nas análises, estruturando as distinções entre nobreza e povo comum e definindo posições na estrutura econômica colonial. De forma mais ou menos explícita, o problema da relação entre “classe” e “raça” continuaria a ser um importante fio condutor das análises posteriores sobre as camadas livres pobres do Brasil colonial. O “descobrimento” dos homens de cor e dos trabalhadores livres A interpretação freyreana relativa aos fundamentos da sociedade brasileira demonstrou imediatamente a sua força: além da recepção obtida no meio intelectual brasileiro, impactou sensivelmente no pensamento social norte-americano. De fato, a sugestão de que o Brasil escravista constituía-se em uma “democracia racial” em contraste à rígida organização social que caracterizava o escravismo estadunidense foi logo reiterada por sociólogos da tradição norte-americana tais como Donald Pierson (1942) e Frank Tannenbaum (1944). Ela também subsidiou a noção vinculada pela UNESCO, especialmente no pós-segunda guerra, conforme a qual o Brasil era capaz de fornecer ao mundo um modelo de sociedade racialmente harmoniosa. Cabia, então, desvendar cientificamente os segredos dessa sociedade paradigmática. Com esse objetivo, aquela instituição internacional encomendou aos recém-formados núcleos acadêmicos de sociologia no Brasil1 o desenvolvimento de pesquisas sobre as relações raciais brasileiras. Em um desses estudos, Pierson (1942) alinhou-se à tese da democracia racial brasileira e defendeu que, embora existente, o preconceito racial no Brasil era subordinado ao fator classe, este mais decisivo na definição do lugar social 1  A Escola Livre de Sociologia e Política (1933) e a Seção de Sociologia e Ciência Política da Faculdade de Filosofia da Universidade de São Paulo (1934) estavam situadas no polo econômico mais dinâmico e pujante do país, a cidade de São Paulo.

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de indivíduos e grupos, de tal modo que a elevação econômica possibilitava uma supressão parcial das marcas da cor ao mulato. Vai daí que a inserção do mulato na esfera do trabalho especializado, ou artesanal, figure dentre os elementos que teriam desempenhado papel favorável à sua ascensão social na sociedade escravista brasileira. Apesar da frágil base empírica empregada, o argumento de Pierson encontrou alguma sustentação através da comparação. O acesso do mulato livre ao trabalho artesanal expressaria uma diferença substancial da sociedade escravista brasileira em relação ao caso norte-americano, uma vez que no Brasil ele se distinguia dos escravos ao mesmo tempo em que se via em condições de competir com uma parcela de brancos pobres impossibilitados de desprezar inteiramente o trabalho manual (1942). As críticas mais sistemáticas à “democracia racial” surgiram, curiosamente, em outra pesquisa financiada pela UNESCO e desenvolvida mediante a parceria estabelecida entre os sociólogos Roger Bastide e Florestan Fernandes. A reunião de dados empíricos, sobretudo para o fim do século xix e primeiras décadas do xx, permitiu-lhes argumentar que os negros livres de São Paulo foram historicamente preteridos em relação aos brancos nas mais diversas esferas da vida social. A predominância de afrodescendentes nas ocupações profissionais de menor status, qualificação e remuneração correlatamente ao reduzido peso numérico dos negros nas ocupações tidas como socialmente superiores configurar-se-iam índices seguros de que a afamada democracia racial brasileira não passaria de uma construção ideológica, um mito (Bastide/ Fernandes 2008 [1955]). A partir de então, Fernandes esmiuçou essa interpretação conduzindo um grupo de jovens sociólogos que se notabilizou no Brasil – a “escola paulista”. A discussão em torno do caráter benevolente ou não do escravismo brasileiro passou rapidamente a integrar as preocupações de pesquisadores anglo-saxões que mantiveram a comparação entre diferentes impérios coloniais ou sistemas escravistas. Essa problemática esteve intrinsecamente conectada às questões presentes às décadas de 1950 a 1970, tais como à luta movida pelos negros norte-americanos pela conquista de direitos civis e o contexto de pressões pelo desmantelamento do colonialismo português na África. Integraram esse quadro os estudos de Charles R. Boxer referentes às relações raciais no âmbito do império colonial português (1988 [1963]) e os trabalhos de Herbert Klein (1978 [1969]) e A. J. Russell-Wood (2005 [1982]), estes relativos exclusivamente à presença de “homens livres de cor” e “escravos e libertos” na sociedade escravista brasileira. Embora Klein e Russell-Wood

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acenassem para a presença maciça de negros livres nas várias dimensões do trabalho manual, eles, que não dispunham de bases empíricas sólidas e abrangentes sobre o tema, divergiram quanto ao grau de acesso dos negros livres ao topo da hierarquia profissional no artesanato. Klein sugeriu que o predomínio numérico de pardos e pretos livres nos ofícios mecânicos manifestava a vigência de processos de mobilidade social em conformidade com o caráter “aberto” daquela sociedade (1978 [1969]: 18-23); em sentido oposto, Russell-Wood destacou os preconceitos e barreiras sociais a ela inerentes, argumentando que o peso da ancestralidade escrava influenciaria qualitativamente ao reduzir de forma drástica as possibilidades dos negros livres chegarem ao topo da hierarquia dos ofícios artesanais (2005 [1982]: 92-94). De modo geral, a despeito de o mundo do trabalho e os trabalhadores livres não constituírem temas exclusivos, eles figuraram como tópicos centrais nos debates acerca da natureza da sociedade escravista brasileira promovidos, a partir dos anos 1940, tanto por suas nascentes instituições sociológicas como por eminentes historiadores brasilianistas.2 Por outro lado, o tema obteve tratamento bastante distinto por parte de um grupo de pesquisadores vinculados à Universidade de São Paulo, o qual esteve em atividade intensa entre as décadas de 1950 e 1970, inclusive mantendo pontos de intersecção com o grupo coordenado por F. Fernandes. Fundamentados no referencial teórico estrutural-marxista e em boa medida retomando aspectos do já referido modelo de Prado Júnior, procuravam evidenciar as consequências das heranças colonial e escravista no Brasil contemporâneo, sobretudo em termos de desenvolvimento social e econômico do país. Em termos gerais, ao acentuar a noção de que a escravidão tornara-se uma instituição ou modo de produção orgânico ao sistema colonial, sugeriu-se que ela impedira a emergência do trabalho e dos trabalhadores livres no Brasil dos séculos xvi a xix. Ao tratar do processo de abolição da escravatura no Brasil e da transição entre o trabalho escravo para o livre, Emília Viotti da Costa, em seu clássico Da senzala à Colônia (1966), propunha que o “escravo negro foi, em algumas regiões, a mão de obra exclusiva desde os primórdios da colônia”. Contudo, o relativismo inscrito nessa afirmação cederia lugar à generalização de que 2   São considerados brasilianistas aqueles intelectuais estrangeiros que elegem o Brasil como foco de estudo e constroem suas interpretações a partir de um lugar social situado em instituições estrangeiras.

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“durante todo esse período, a história do trabalho é, sobretudo, a história do escravo” (Costa 1998 [1966]: 14). Está implícita aí a noção de que o trabalhador livre sofria, no Brasil colonial, uma atrofia produzida pela escravidão. Conjugada aos elementos estruturais daquela configuração sócio-econômica, a ideologia a ela associada e assimilada pelos diferentes grupos sociais operaria no mesmo sentido. Ora, “o trabalho que deveria ser o elemento de distinção e diferenciação na sociedade [...] torna-se, no sistema escravista, dissociador e aviltante”. É interessante acompanhar como, nesse modelo, se processa a relação entre a cor, condição social e a percepção social relativa ao trabalho. De um lado, “para o branco, o trabalho, principalmente o trabalho manual, era visto como obrigação de negro, de escravo”; de outro lado, “também para o negro, o trabalho, fruto da escravidão, aparecia como obrigação penosa, confundia-se com o cativeiro”, de tal modo que “a liberdade deveria, necessariamente, aparecer-lhe como promessa de ausência de obrigações e de trabalho” (Costa 1998 [1966]: 15-16). Uma decorrência da formulação em questão que vale reter é a de que o homem de cor, uma vez livre da escravidão, seria compelido a afirmar sua liberdade, e o fazia mediante o ato de negar-se a trabalhar. Logo, se os brancos desprezavam o trabalho, no que seriam seguidos por negros livres e libertos, o labor ficaria a cargo, quase que exclusivamente, dos escravos africanos ou afrodescendentes. Igualmente pertinente para a compreensão do paradigma atinente ao mundo do trabalho e dos trabalhadores livres em tela é Homens livres na ordem escravocrata (1969), de Maria Sylvia de Carvalho Franco. Tal como em Costa, toma-se como base a posição colonial vivenciada pelo Brasil nos quadros do sistema capitalista e na qual a escravidão, entendida como instituição, desempenhava função central. Abordando particularmente o mundo rural conformado pelas fazendas de café do interior de São Paulo ao longo do século xix, propõe-se a elucidar a razão pela qual a vasta “população livre” interna ao Brasil, posto que disponível, era preterida face à mão de obra escrava. Sugere, então, uma definição do “tipo humano” identificado como “homens livres e expropriados” correspondente a todo o período de vigência da escravidão. É fundamental a consideração de que a “produção para o mercado”, sendo “o objetivo para o qual esteve basicamente orientada a sociedade brasileira”, localizou os “homens livres e pobres” na “estrutura social e definiu o seu destino”. Significa dizer que a incapacidade daquele segmento em ter acesso a terras, escravos e crédito, e, portanto, à propriedade dos fatores de produção, por um lado, e o diferencial proporcionado pela condição de homens livres

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em relação aos cativos, por outro lado, situava-os numa posição intermediária entre senhores e escravos e atribuía-lhes funções sociais secundárias naquela estrutura. Tratar-se-ia de “um conjunto de homens livres e expropriados que não conheceram os rigores do trabalho forçado e não se proletarizaram”. Nada mais que “uma ‘ralé’ que cresceu e vagou ao longo de quatro séculos: homens a rigor dispensáveis, desvinculados dos processos essenciais à sociedade” (Franco 1997 [1969]: 14-15). Basta aqui destacar a inferência direta de acordo com a qual o homem livre e pobre, não sendo proprietário de uma unidade agro-exportadora, estaria necessariamente “vagando”. Nesse esquema, nem mesmo a condição de trabalhador lhe cabia. Finalmente, em Trabalho e vadiagem: a origem do trabalho livre no Brasil (1994), do sociólogo Lúcio Kowarick, examina-se a transição do trabalho assentado em mão de obra escrava para o trabalho livre nas regiões paulistas produtoras de café entre fins do século xix e começos do xx. Esse ensaio, composto originalmente entre 1975 e 1976 (1994: 17-18), parte dos mesmos pressupostos estruturais das obras anteriormente referidas, tais como a posição colonial brasileira e o escravismo, e de semelhante concepção acerca do trabalho livre naquela sociedade. De modo que em uma das primeiras definições presentes à obra se lê que, no Brasil, até as últimas décadas do século xix, “quem não tivesse sido escravo nem senhor não havia passado pela ‘escola do trabalho’”. A associação material e ideológica entre trabalho e a condição escrava produzira de tal forma o aviltamento do labor que “para os livres e pobres trabalhar para alguém significava a forma mais aviltada de existência”. Como resultado, a universalização do trabalho livre no Brasil não se processou “sobre a destruição de um campesinato e artesanatos solidamente enraizados”, pois estes segmentos não tinham lugar na sociedade escravista; antes, deparou-se com “uma massa de indivíduos de várias origens e matizes sociais que não se transformaram em força de trabalho” (Kowarick 1994: 12). A despeito das diferenças existentes entre as três obras aqui em questão, é conveniente destacar seus traços comuns na medida em que eles expressam os elementos constitutivos de um paradigma específico acerca do trabalho e dos trabalhadores livres do Brasil colonial. Primeiramente, tomam como objeto de análise as relações sociais de uma região rural específica do Brasil na segunda metade do oitocentos e, mediante a referência aos quadros mais amplos da sociedade colonial e escravista, produzem generalizações referentes à estrutura social e à posição e funções sociais de seus grupos. A mínima atenção dispensada às formas de trabalho livre e, no limite, a própria negação da existência

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do trabalhador livre, apresentam-se, de certa forma, como uma continuidade do modelo proposto por Prado Júnior, de acordo com o qual o homem livre seria um sub-produto ou elemento não-orgânico de uma sociedade formatada com base na relação orgânica senhor-escravo. Esta exposição um tanto alongada considerou basicamente duas linhas de reflexão atinentes ao passado colonial e escravista brasileiro, situadas entre as décadas de 1940 e 1970 e produzidas em jovens instituições científicas, extraindo delas as decorrências mais relevantes para o campo da história do mundo do trabalho e dos trabalhadores livres no Brasil colonial. Em uma dessas linhas, o exame superficial à variável trabalho esteve submetido ao debate em torno das relações raciais. Já a outra linha conduzia-se mais pela questão das raízes históricas dos problemas sociais e do subdesenvolvimento brasileiro. Ali trabalho e trabalhadores livres foram negligenciados diante dos determinismos do escravismo. De certo modo, e no tocante especificamente ao tema que nos interessa, essas abordagens se inserem num continuum formado pelas modalidades de análise ensaístas e científicas. Seria sobretudo no âmbito dos programas de pós-graduação em história, formados no Brasil a partir de 1971, que novos discursos sobre o tema teriam condições de ser produzidos. De fato, situam-se aí os primeiros estudos que elegem aspectos do mundo do trabalho ou os próprios trabalhadores como objetos específicos de análise. Ao elaborar problemas de pesquisa mais circunscritos, apropriarem-se de metodologias e dados empíricos adequados, tais estudos avançaram notavelmente no exame da organização institucional do artesanato e da presença dos trabalhadores manuais no interior de uma estrutura populacional. Em realidade, há uma produção intelectual incipiente sobre o artesanato colonial a ser considerada. Ela consistiu, resumidamente, em levantamentos de fontes primárias e exercícios elementares, a partir desse material, de síntese e organização tipológica (Vasconcelos 1940; Santos 1942; Trindade 1955), bem como em sondagens bibliográficas relativas ao histórico das corporações de ofício na Europa (Fazenda 1919: 131-136; Gonçalves 1950). Essa produção fragmentária e analiticamente acanhada fora marcada pelo lugar social de sua elaboração e veiculação, em geral institutos históricos e órgãos públicos voltados à preservação da memória e suas revistas e periódicos. Portanto, a afirmação de que a criação e organização do artesanato conformavam “um capítulo mal conhecido da história do Brasil colonial” era absolutamente plausível em 1967, quando formulada em um dos primeiros estudos que examinaram de modo mais sistemático os trabalhadores livres em

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uma localidade específica do Brasil colonial e imperial (Marcílio 1973 [1967]: 133).3 A introdução das então modernas técnicas da demografia histórica no Brasil, como também em toda a América Latina, entre fins da década de 1960 e começos da seguinte, forneceu contribuições importantíssimas para o estudo do mundo do trabalho e dos trabalhadores. Isso se deveu, em primeiro lugar, pelo recorte de um espaço ou região específica – vilas, cidades ou capitanias/províncias – imposto pelo modelo de análise de estruturas e movimentos de população. Em segundo lugar, pela característica abrangente das fontes de natureza estatística e igualmente pelos métodos de tratamento quantitativo utilizados. Em sua forma mais refinada, tais estudos propuseram e testaram modelos de classificação sócio-profissional aplicáveis às populações do mundo agrário e pré-industrial (Marcílio 1973 [1967]: 128-136; 2000 [1974]: 57-61, 105116; Rabello 1980 [1973]; 1977; 1986). Buscava-se, através desses constructos, situar as ocupações antigas em meio aos três setores clássicos de atividades produtivas, contabilizando-se a população agrupada em cada ramo de atividade, de modo a tornar viável tanto a visualização das mudanças estruturais de uma região em particular quanto a sua comparação com outras localidades. Com o passar do tempo, a comunidade científica revelou-se menos entusiasmada com esse esforço por enquadrar as atividades profissionais tradicionais em categorias modernas e mais propensa a explorar outras potencialidades desse ramo do saber, como é o caso da história da família. De qualquer modo, pode-se afirmar que a mera verificação empírica das ocupações exercidas pelos conjuntos populacionais examinados na ótica da demografia histórica tornou-se um aspecto decisivo para a revisão dos discursos hegemônicos atinentes ao objeto aqui em questão. Ora, os dados demonstravam, incontestavelmente, que em fins do período colonial brasileiro havia vastos contingentes populacionais vinculados a múltiplas formas e especialidades de trabalho. Esta constatação permitiu matizar o pressuposto conforme o qual a estrutura colonial e escravista vigente teria atrofiado completamente as modalidades de trabalho livre. Ainda que lentamente, o artesão urbano do Brasil colonial obteria maior visibilidade científica a partir de então. Os estudos de Flexor (1974; 1985; 2002 [1993]) inauguraram efetivamente 3   A reiteração do argumento quase duas décadas depois (Flexor 1985: 14) sugere que a transformação desse quadro no interior da historiografia brasileira se processou em ritmo consideravelmente lento, como se verá mais adiante.

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o exame, como objetos autônomos e plenamente delimitados, da organização institucional das corporações de ofício e da história social dos trabalhadores artesãos das cidades coloniais de Salvador e São Paulo. Embora recentemente tenha-se observado, com alguma razão, que “a autora mal se afasta de suas fontes primárias e não se arrisca em especulação ou abstração” (Libby 2006: 61-62), é necessário situar a obra em questão em seu contexto científico. O esforço notório de mapeamento institucional das corporações de ofício e de organização de amplos corpus documentais – registros das câmaras municipais e recenseamentos populacionais – visando a produção de narrativas históricas coesas, característico desse primeiro conjunto de trabalhos desenvolvido nos programas de pós-graduação, revela a vigência de novas tendências na abordagem do trabalho livre. Embora a capitania/província de São Paulo permanecesse como localidade de observação científica hegemônica, as atividades profissionais urbanas conquistaram um nível mais elevado de interesse acadêmico ao mesmo tempo em que, em tais abordagens, as formulações teóricas cederam diante da empiria (Flexor 1974; 1985; Barros 1982; Rabello 1977; 1986). Ademais, fazia-se premente, então, passar a tratar das diversas atividades e ocupações como integrantes de um mundo social não reduzido à faceta econômico-mercantilista (Flexor 1985: 14-15). Em pouco tempo essa então jovem historiografia do trabalho incorporou as mais recentes contribuições da história social, mormente a opção de examinar as minorias como agentes sociais. É nessa conjuntura que se examinou, por exemplo, o quadro ocupacional e os bens dos libertos e libertas de Salvador (Oliveira 1988 [1979]: 31-51), as atividades e modos de ganhar a vida das mulheres pobres da cidade de São Paulo (Dias 1984) e, finalmente, a distribuição ocupacional do amplo segmento populacional composto pelos “não-proprietários de escravos” (Costa 1992). Trabalho e educação artesanal como formas de controle social Embora estivesse inserida no movimento de renovação da historiografia ocorrido nos anos 1980, durante muito tempo ainda a história social do trabalho concentrou-se no processo de transição para o trabalho livre ocorrido em fins do século xix e na formação da classe operária brasileira ao longo do século seguinte. Remonta aos últimos quinze anos um crescente interesse pelos trabalhadores livres do período colonial. Nesse campo, destaca-se a

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temática do trabalho atrelada à questão do controle social e, sobretudo, aos caminhos da ascensão social. A ingerência do Estado na configuração do lugar social destinado às populações livres e pobres no Brasil colonial ganhou força como temática específica apenas na década de 1980. Observou-se que, nas interpretações anteriores, predominava a ideia conforme a qual os únicos setores sociais de fato organizados eram aqueles constituídos, de um lado, por escravos, e de outro, pelos senhores. Embora produzidas em momentos distintos, as obras Desclassificados do Ouro: a pobreza mineira no século xviii (Souza 1982) e Fragmentos Setecentistas: escravidão, cultura e poder na América portuguesa (Lara 2007) são importantes referências dessa perspectiva renovada. Apoiadas em farta documentação, geralmente proveniente da burocracia colonial e das crônicas de viajantes estrangeiros, argumentam que o crescimento demográfico da população livre, em grande parte afrodescendente, ocorrido ao longo do século xviii, passara a ser concebido pelas autoridades locais e metropolitanas como problema social. Este decorria diretamente da falta de ocupações estáveis e mesmo da vivência em estado de marginalidade extrema como era o caso dos denominados “vadios”, associados a toda sorte de distúrbios. Trabalha-se, portanto, com a tese clássica que concebia os homens livres pobres como “desclassificados” e “inúteis”. Grosso modo, a distinção das teses de Souza e de Lara em relação aos paradigmas tradicionais consiste na demonstração da intervenção estatal como fator constante da administração colonial de fins do século xviii, a qual se dava mediante mecanismos de controle social. Na ótica das autoridades, controlar significava subordinar, o que, na prática, consistia em tornar essa camada social útil ao Estado. É a partir dessa dimensão que a problemática do trabalho ganha peso em tais análises, pois por meio do trabalho é que essas populações seriam integradas à ordem colonial. Apesar de enfrentarem a temática do trabalho, não há uma imersão nesse universo no sentido de evidenciar sua estruturação interna. Ademais, reiteram-se as leituras tradicionais conforme a qual o trabalho era alvo de um imaginário depreciativo, por ser associado à condição escrava, o que corroborava a opção pela desocupação por parte dos libertos e seus descendentes livres (Souza 1982: 89; Lara 2007: 170-171). Ora ociosos, ora ocupados compulsoriamente, defende-se que a integração social dos homens livres pobres dependia exclusivamente das diretrizes provenientes do Estado. Assim, a agência que lhes cabia no processo histórico é apresentada desde a perspectiva das expectativas das elites.

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A compreensão dos mecanismos de controle social que incidiam sobre a população livre pobre do Brasil colonial avançou significativamente com as contribuições dos trabalhos vinculados à história da educação. O foco nas relações de ensino-aprendizagem estabelecidas no interior das oficinas artesanais foi um passo importante em direção a um conhecimento mais aprimorado acerca da função de controle social cumprida pelas corporações no mundo do trabalho urbano. Examinou-se preliminarmente o ensino profissional vigente no Brasil escravista ainda na década de 1970 (Cunha 2000). Embora mantivesse a percepção clássica de que o escravismo e a ideologia do aviltamento do trabalho manual estrangularam o setor artesanal composto por trabalhadores livres (Cunha 2000: 2, 16-17), este estudo pioneiro teve, paradoxalmente, o mérito de considerar as relações sociais tecidas pelos próprios trabalhadores livres. É verdade que ainda subsiste a “necessidade de aprofundar os estudos sobre a aprendizagem [artesanal] no contexto do Brasil colonial” (Libby 2006: 70), mas essa carência vem sendo paulatinamente remediada através das recentes revisitações ao tema da “pedagogia artesanal” (Martins 2007: 108-131; Meneses 2011). Tais estudos acenam para a tipicidade dessa modalidade de ensino como prática de Antigo Regime. Nesse sentido, busca-se romper com uma visão ideológica assentada no preconceito ao trabalho manual que concebe as relações ensino-aprendizagem como exclusivas do ambiente escolar; sugere-se ainda que as modalidades de ensino mais comuns aos setores populares eram associadas ao exercício de uma profissão especializada (Fonseca 2006), e que não raro eram acompanhadas da iniciação dos aprendizes nas primeiras letras e em noções básicas de cálculo e desenho técnico (Paiva 2003; Morais 2007). Em decorrência, os laços estabelecidos entre mestre e aprendiz de ofício visando à transmissão dos mistérios e segredos profissionais passam a ser compreendidos não apenas como relação de trabalho, mas como síntese de um emaranhado de relações sociais. Estas foram definidas como “relações patriarcais e de cunho autoritário” (Martins 2007: 118). Ora, “o estatuto do aprendiz é de ampla dependência de seu Mestre, não apenas no ambiente de trabalho – a oficina – mas, de modo geral, na sua inserção no mundo da cidade” (Meneses 2011: 252). Desse modo, ao mestre artesão era incumbida a responsabilidade de introduzir o aprendiz nas técnicas profissionais e, não menos importante, formar um trabalhador disciplinado e vassalo útil.Vai daí o reconhecimento estatal do papel desempenhado pelas corporações de ofício em termos de exercício de controle social sobre a população livre pobre.

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A despeito dos avanços nessa área, persiste ainda uma tendência em abordar o exercício de controle social mediante a disciplina exigida pelo trabalho artesanal predominantemente a partir da ótica do Estado e dos intelectuais vinculados à governança. Há um vasto campo a ser investigado no que diz respeito à compreensão do papel dos diversos atores sociais envolvidos na configuração das relações da aprendizagem profissional, principalmente quando se trata de mestres e aprendizes de cor. Uma perspectiva teórica que parece importante para o exame do mundo do trabalho urbano, ainda pouco explorada pela historiografia, é considerar as corporações de ofício em suas relações com outros âmbitos, instituições e práticas sociais, de tal modo que se reconheça que o “trabalhador” ou “artesão” é apenas um recorte, dentre tantos outros possíveis, efetuado na vida de um indivíduo. Um bom exemplo é o exame de Luiz Geraldo Silva às sociabilidades existentes entre corporações profissionais, comunidades étnicas e religiosas formadas por homens de cor livres e escravos em ambiente urbano da América portuguesa. Demonstram-se as hierarquias e articulações entre tais nichos de sociabilidade. Ao ressaltar o aspecto relacional inerente a todos os vínculos humanos, sugere-se o controle social como compromisso firmado entre o Estado e os súditos de cor, de forma que a reiteração da ordem social implicaria no reconhecimento e legitimidade das comunidades étnicas, profissionais e religiosas bem como da autoridade e prestígio de seus líderes (Silva 1999). Ascensão social no mundo do trabalho artesanal Após longo período de relativa marginalidade como tema de investigação, os processos de ascensão social vigentes no Brasil colonial compõem atualmente uma das principais questões investigadas pela historiografia. Tal fenômeno guarda estreita relação com a emergência de estudos mais pormenorizados sobre o mundo do trabalho, que, como se observou, foram produzidos principalmente ao longo dos últimos quinze anos. Essas pesquisas são responsáveis por um movimento de reabilitação do trabalho que conduz ao questionamento das teses tradicionais que advogavam a inadequação do trabalho livre em uma sociedade escravista além de matizar a ideia de aviltamento do trabalhador mecânico. Com respaldo em amplo corpo documental e em metodologias como a da micro-história, retoma-se a noção de que a sociedade do Brasil colonial era

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caracterizada pela fluidez, o que remete, em certa medida, para teses clássicas como a da “flutuação social” de Freyre (2004: 474) e da “plasticidade social” de Holanda (1995 [1936]: 54-55). Permeia essas discussões, mesmo que de forma não explícita, o debate clássico sobre o peso das distinções de raça e de classe para a configuração dos grupos sociais nas sociedades coloniais ibero-americanas. Para o caso do Brasil, admite-se a cor como um aspecto importante para as delimitações da posição social dos indivíduos, mas as condições étnicas ou raciais são analisadas conjuntamente a outros fatores, tais como as relações familiares e o status econômico. É no interior desse conjunto de questões que a problemática do trabalho se insere, sendo apontado como um meio de construir distinções sociais e, portanto, como propiciador de mudança de status. Dentre os estudos que abordam a questão do estatuto do trabalho na sociedade colonial e sua relação com a posição social dos sujeitos, constituem importantes referências os que procuram compreender a formação da nobreza no mundo americano e as possibilidades de aquisição dessa condição por plebeus. Neles sugere-se que a estrutura social do Brasil colonial tinha como base os padrões vigentes na Europa, destacando-se especialmente o ideal que cindia nobreza e povo comum, o qual estabelecia o exercício ou não de ofícios mecânicos como critério fundamental (Silva 2005: 19, 104). Nesse campo, começam a ganhar notoriedade teses que analisam processos de enobrecimento de afrodescendentes, comumente via recebimento de títulos das ordens militares portuguesas (Dutra 1999; 2010; Raminelli 2012). De modo geral, defende-se que a vinculação a antepassados mecânicos constituía impedimento mais relevante para a habilitação desses candidatos do que critérios assentados meramente na cor; a condição mecânica advinda do cativeiro é que se configurava em um possível óbice para a concessão da graça aos negros, mas tal “defeito” era passível de dispensa régia e, assim, o candidato de cor poderia ser condecorado. Portanto, sem ignorar as barreiras provenientes da cor, tais modelos destacam a condição de classe, manifestada na vinculação ou não ao trabalho mecânico e nos níveis de riqueza, como fator significativo na construção das hierarquias sociais no Antigo Regime português. Entretanto, o exame pormenorizado do mundo do trabalho artesanal deve-se sobretudo às teses e dissertações desenvolvidas nos programas de pós-graduação das universidades brasileiras (Lima 1998; Bonnet 2009 [1996]; Barreto 2002; Martins 2007; Silva 2007; Pereira 2009; Precioso 2010; Silva 2010; Siqueira 2011; Alfagali 2012; Santos 2013). Comumente elegendo como

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objeto ofícios artesanais específicos, esses estudos romperam com postulados profundamente enraizados na historiografia brasileira, conforme os quais o trabalho artesanal seria um setor carente de ordenamento e fragilizado; por outro lado, avançaram em relação aos primeiros esforços de sistematização do conhecimento sobre a estrutura do trabalho urbano iniciados na década de 1970, nos quais os trabalhadores mecânicos foram analisados a partir de seu peso demográfico no conjunto da sociedade, não se atentando, dessa forma, para as diversas especializações do mundo artesanal. Herdeiros da renovação historiográfica que fez entrar em cena a agência dos indivíduos, nesses estudos o trabalhador livre deixa de ser abordado pela ótica da subordinação às estruturas econômicas e suas ações passam a ser consideradas igualmente importantes para a configuração dos ofícios. Outro aspecto notável é o emprego de amplo e diversificado corpo documental, composto por listas de população, papéis produzidos pelas câmaras locais, por irmandades religiosas vinculadas ao artesanato, registros paroquiais relativos aos artesãos e seus familiares, seus inventários e testamentos e fontes notariais referentes às transações econômicas efetuadas por eles. Porém, parte substancial dessa produção concentra-se nos casos das regiões urbanas das capitanias de Pernambuco, Minas Gerais e Rio de Janeiro e raramente se explora o período anterior ao século xviii. De forma geral, observa-se um campo comum quanto ao repertório de temas abordados em tais trabalhos. Por meio do exame da gestão dos ofícios, demonstra-se o papel central assumido por câmaras municipais e corporações religiosas na regulamentação e administração dos ofícios; alguns estudos destacam o processo de transição entre os modelos de organização social corporativo para o liberal e os conflitos daí decorrentes (Martins 2007; Siqueira 2011); elaboram-se perfis dos trabalhadores, agrupando-os de acordo com suas condições sociais e étnicas; revelam-se aspectos técnicos ligados à dinâmica das oficinas, tais como os tipos de ferramentas, as matérias-primas e a duração das obras; concede-se alguma atenção ao ensino dos ofícios e às relações estabelecidas entre mestres-aprendizes; por fim, um objetivo de primeira ordem consiste em reconstruir perfis e trajetórias individuais dos trabalhadores e identificar, a partir daí, redes de sociabilidade e solidariedade. É possível afirmar que a reconstituição das trajetórias individuais conflui para a temática da ascensão social, aspecto que frequentemente conforma o ponto alto de suas narrativas. Não se trata, porém, de ascensão pensada em termos de passagem de um grupo social para outro, tal como propõem as in-

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terpretações que analisam processos de enobrecimento de pessoas comuns; os sujeitos que obtém destaque social ainda permanecem ligados ao mundo dos ofícios manuais, o lugar social é delineado pela ocupação exercida. É a partir do trabalho especializado que se diferenciavam dos demais indivíduos livres pobres bem como da camada de escravos, da qual muitos deles descendiam. Assim, são múltiplos os fatores considerados indicativos de ascensão social do trabalhador urbano: aqueles de ordem material, relacionados à posse de escravos, ao acesso a crédito e à condição de fiador; os ligados à estima pública, como os que tornavam o artesão preferido para apadrinhar filhos de outros trabalhadores ou mesmo de escravos; os signos de distinção pública, indicados pela posse de roupas refinadas e objetos de valor presentes nos inventários. As distinções relacionadas diretamente ao mundo dos ofícios contribuem significativamente para uma delimitação mais rigorosa ao conceito de ascensão social. É o caso da menção à especialização técnica dos artesãos, a qual distinguia mestres, oficiais e aprendizes. Aqueles, além de monopolizarem o ensino e posse das lojas artesanais, ocupavam os cargos corporativos mais prestigiosos, como o de juiz e escrivão dos ofícios, além de estarem presentes em posições de destaque em outras instituições, como as religiosas e militares. Dentre os trabalhos dessa nova geração de estudos, Egressos do Cativeiro: trabalho, família, aliança e mobilidade social (Porto Feliz, São Paulo, c.1798-c.1850), de Roberto Guedes, destaca-se por problematizar o aspecto que aqui mais nos interessa, ou seja, a relação entre artesanato e cor na delimitação do lugar social de pardos forros na sociedade escravista brasileira. Sua perspectiva integrada demonstra os vínculos entre o exercício de ofícios mecânicos, os arranjos familiares e as alianças com elites locais na configuração dos processos de ascensão social possíveis aos pardos. A base analítica que sustenta a tese são as trajetórias de famílias identificadas com a categoria social dos pardos, acompanhando-as desde a obtenção da alforria por parte dos antepassados até a conquista de um status social diferenciado no interior do heterogêneo grupo dos afrodescendentes. Um de seus principais argumentos é o de que o trabalho mecânico não constituía óbice intransponível à ascensão social de homens livres de cor; ao contrário, era um dos principais caminhos para a mobilidade na estrutura social escravista (Guedes 2006; 2008). Essa mobilidade se dava tanto em termos de afastamento paulatino do ascendente escravo como pelo acúmulo de recursos econômicos via dedicação aos ofícios mecânicos; além disso, advoga-se que frequentemente o sucesso material era acompanhado pela mudança na atividade

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profissional, abandonando-se o artesanato em prol de ocupações mais estimadas socialmente, como era o caso do comércio e da grande lavoura (Guedes 2007; 2008). Embora enfatize a ascensão intragrupal, o sentido de sua narrativa põe em relevo a passagem de homens de cor livres e mecânicos para posições sociais de estima semelhantes a dos brancos, ou mesmo o fenômeno da mudança de cor. Estruturalmente, trata-se de uma tese ampla na qual a noção de fluidez é apresentada como o fator responsável pela estabilidade e reprodução do sistema escravista brasileiro. A mobilidade social dos afrodescendentes confluiria para um estado de “consenso social” (Guedes 2007: 340) ou “harmonia social”, na expressão já clássica de Gilberto Freyre (2003: 116-117). Considerações finais Ao longo dessas páginas demonstrou-se que a historiografia sobre o trabalho urbano no Brasil colonial caracteriza-se por três fases principais. Até a década de 1970 predominaram os modelos analíticos que defendiam a incompatibilidade do trabalho livre na sociedade escravista. Com a formação dos primeiros programas de pós-graduação em história naquela década deram-se os passos iniciais em direção ao descobrimento do trabalhador artesanal. Desse momento resultaram duas conclusões importantes: os artesãos compunham parcela significativa das populações urbanas e grande parte deles descendia de escravos. Foi, porém, com a produção recente que de fato o mundo do trabalho passou a ser investigado de forma pormenorizada e muitas das teses tradicionais puderam ser questionadas. Se durante muito tempo reproduziu-se a ideia conforme a qual o artesanato era desestruturado e frágil, reconhece-se atualmente que as vilas e cidades do Brasil colonial eram movidas também a partir da labuta dos trabalhadores livres; que, portanto, a escravidão não asfixiou o trabalho livre e ambos os regimes conviviam de forma integrada; que os homens livres pobres não eram compelidos ao trabalho apenas pela via da repressão estatal, pois muitos deles eram conduzidos ao mundo artesanal por outras formas, inclusive por opção própria. Ademais, passou-se a relativizar a degradação associada ao labor. A despeito da divisão entre nobres e povo comum ser reconhecida como fator importante para a alocação social dos indivíduos, o “defeito mecânico” não é mais considerado intransponível. Antes, ressaltam-se possibilidades de mudança de status via processos de ascensão social.

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Essa perspectiva surge como referencial emblemático da nova historiografia sobre o trabalho no período colonial. A emergência da ascensão social como tema de primeira ordem nas análises recentes contribuiu para retirar os homens e mulheres livres pobres do estado de indigência ao qual tradicionalmente eram associados. Essa perspectiva renovada relaciona-se diretamente às mudanças ocorridas na historiografia desde a década de 1980, as quais, dentre outros aspectos, consolidaram a agência dos indivíduos e provocaram o enfraquecimento da hegemonia do paradigma marxista-estruturalista. Se durante muito tempo as ingerências do sistema macroeconômico foram fundamentais para a compreensão dos processos históricos, atualmente cresce o número de pesquisadores interessados em desvendar as dinâmicas econômicas locais. A historiografia sobre o Brasil colonial insere-se nesse movimento, o que pode ser constatado na ênfase atualmente conferida ao dinamismo comercial interno. Dessa forma, a estrutura econômica colonial passa a contemplar outros setores que não estavam diretamente ligados à monocultura para exportação. Com isso, novos espaços de integração social disponíveis ao homem livre pobre começam a ser investigados, dentre os quais a esfera do trabalho ocupa lugar de destaque. Assim, a historiografia recente posiciona-se contrária às teses tradicionais que circunscreviam os homens livres pobres exclusivamente a um lugar de marginalização. Defende-se que por meio das ocupações profissionais aqueles homens e mulheres tornavam-se indivíduos classificados, integrados à ordem social. Essa classificação, porém, não é pensada em termos de uma estrutura estamental estática. Antes, o que se quer ressaltar é o dinamismo da sociedade colonial, representado pelos processos de ascensão social. Nesse quadro, investiga-se a inserção social dos homens livres de cor a partir de suas experiências como trabalhadores; a despeito da ascendência escrava ser notada como um diferenciador, o que parece ter peso decisivo são as classificações provenientes do mundo do trabalho. Correndo o risco de incorrermos em certa generalização, é possível sugerir que nas leituras atuais o trabalho figura como o elemento que unia tanto homens livres de cor como os brancos pobres em um nicho social comum, porém hierarquizado. As distinções no interior do grupo eram reproduzidas através de processos de ascensão social individual que operavam de acordo com múltiplas variáveis, tais como níveis de riqueza e de estima social. O campo de estudos sobre a história do trabalho e dos trabalhadores no Brasil colonial ainda encontra-se em estágio inicial. A despeito dos avanços obtidos, é preciso tomar algum cuidado com o aparato teórico e conceitual

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empregado, a exemplo da noção de “estratégia”, comumente referenciada para visualizar os trabalhadores artesãos como agentes nos processos de ascensão social. Seu uso irrestrito pode levar a interpretações que ressaltem demasiadamente a plena consciência e domínio do processo social por parte dos indivíduos somada a uma perspectiva quase teleológica das trajetórias de vida, tendência comum nas pesquisas que enfrentam a difícil e apreciável tarefa da reconstrução de trajetórias (Bourdieu 1998 [1986]). Ademais, tal perspectiva incorre no risco de se negligenciar a importância de fatores externos aos indivíduos que igualmente influenciam no delineamento de suas experiências, tais como crises econômicas, políticas ou guerras. Relativamente aos homens de cor livres, mesmo quando detentores de situação econômica privilegiada e estima social provenientes do trabalho, não era raro que em situações de concorrência com homens brancos o critério racial aflorasse desfavorecendo-os. Em estudos futuros certamente a problemática da alocação social dos trabalhadores artesãos na sociedade colonial será enfrentada buscando compreendê-los também como atores políticos, dimensão essa ainda pouco explorada (Silva 1999, Silva/Souza 2014, Santos 2010). Um caminho promissor nesse sentido é o exame desses indivíduos a partir da atuação em diversos espaços sociais, uma vez que além de trabalhadores mecânicos muitos deles eram também membros de irmandades religiosas e de corpos militares. O certo é que a história do artesanato e dos artesãos do Brasil colonial reserva muitas possibilidades de avanços, sejam eles temáticos ou interpretativos. Bibliografia Alfagali, Crislayne Gloss Marão (2012): Em casa de ferreiro pior apeiro: os artesãos do ferro em Vila Rica e Mariana no século xviii. Dissertação de mestrado. Campinas: PPGH/IFCH da Universidade Estadual de Campinas. Barreto, Daniela Santos (2002): “A despeito do defeito. Artesãos na cidade do Rio de Janeiro, c. 1690-c. 1750”. Em: Acervo, 15, 2, pp. 69-86. Barros, Daisy Ribeiro de Morais (1982): Um século dos ofícios mecânicos na vila de São Paulo. Dissertação de mestrado. São Paulo: PPGHE/FFLCH-Universidade de São Paulo. Bastide, Roger/Fernandes, Florestan (2008 [1955]): Brancos e negros em São Paulo: ensaio sociológico sobre aspectos da formação, manifestações atuais e efeitos do preconceito de cor na sociedade paulistana. São Paulo: Global.

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EL MUNDO DEL TRABAJO EN LA HISTORIOGRAFÍA COLONIAL NOVOHISPANA

Enriqueta Quiroz Instituto Mora, Ciudad de México Avanzar en el conocimiento histórico depende, en gran medida, de conocer las preguntas historiográficas que cada generación se ha ido planteando. Por tanto, este capítulo pretende hacer un recorrido sobre los escritos de diversos investigadores que desde fines del siglo xix e inicios del siglo xx comenzaron a incursionar en el estudio del mundo del trabajo; algunos recogiendo tendencias historiográficas europeas vinculadas con el nacimiento de las llamadas ciencias sociales; otros con propuestas nacidas de la propia contingencia nacional y latinoamericana. Esto habría obligado a realizar un ejercicio retrospectivo que remontó a los especialistas al estudio del pasado colonial, el cual, con más de 300 años de historia, sin duda habría configurado ciertas permanencias en el México independiente. El estudio del mundo del trabajo nació vinculado con la historia social y la sociología; ambas disciplinas fueron practicadas en Europa desde el siglo xix, bajo una preocupación o denuncia por el deterioro de las condiciones de vida de los obreros a raíz del surgimiento de la industrialización. Entre sus primeros exponentes se puede mencionar a Le Play, que hacia 1855 realizó los primeros estudios empíricos sobre el problema social que arrastraba la explotación de los trabajadores, bajo un sistema cada vez más mecanizado, prolongado y mal pagado en Europa entre 1828 y 1855 (Kula 1977: 187). El siglo xix fue de gran efervescencia para los movimientos sociales, los cuales apelaron por mejores condiciones laborales y el pago justo de un salario; de tal forma que, a inicios del siglo xx, los historiadores ingleses habían

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logrado desarrollar un gran debate sobre los beneficios de la Revolución Industrial y el despegue económico de esa nación, como contrapartida del deterioro de los niveles de vida de la población trabajadora. Estas formas de hacer historia tardaron varios años antes de que en América Latina y particularmente en México se prendieran como una necesidad historiográfica. Las guerras y los avatares políticos en el nuevo continente eran todavía, a fines del siglo xix y comienzos del xx, el mejor y principal tema elegido por nuestros historiadores. Por su parte, en México la Revolución Mexicana como acontecimiento histórico aún no tomaba distancia por sus actores como para ser analizada. De acuerdo con algunos autores (Illades 1987), los estudios realizados en México en las primeras décadas del siglo xx estaban aún muy apegados a lo contingente, producto de problemas propios del proceso revolucionario. A su juicio, más bien hubo estudios preocupados por las relaciones de los trabajadores con el Estado, leyes laborales y formación de los sindicatos, que no sobre los trabajadores en el pleno sentido de la palabra (Pérez 1996). En esa línea más jurídica destacan las investigaciones elaboradas por los propios actores de las luchas de los trabajadores y por intelectuales, tales como las de Vicente Lombardo Toledano, José C.Valadés, Marjorie Ruth Clark (Illades 1987: 32). Fue dentro de ese contexto político donde aparecieron las primeras contribuciones documentales sobre la historia del trabajo para el periodo colonial; estas fueron en primer lugar, la compilación de las ordenanzas de gremios realizada por Juan Francisco del Barrio Lorenzot, abogado de la Real Audiencia y contador del cabildo de la Ciudad de México durante el siglo xviii. Fue publicada en 1920 por la Secretaría de Gobernación, con prólogo de Genaro Estrada, bajo el título de El trabajo en México durante la época colonial. Ordenanzas de gremios de la Nueva España. Compendio de los tres tomos de la compilación nueva de la muy noble e insigne y muy leal e imperial ciudad de México (Barrio 1920). En ese momento, Genaro Estrada señalaba que las ordenanzas de gremios escritas durante el periodo colonial eran una muestra de una experiencia consuetudinaria en México, cuando eran “desconocidos […] los problemas del trabajo y el capitalismo que son en nuestra época quizá la más alta y a la par complicada labor de los hombres de estado” (1920: 3). Lo cierto era que en ese tiempo aún se desconocía en México el funcionamiento económico del virreinato y particularmente los mecanismos bajo los cuales se habían establecido los sistemas de trabajo. Realmente la

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complejidad del tema laboral y su vínculo con un sistema económico como era el capitalista comenzó a ser estudiado en México apenas hacia 1938 por historiadores como Luis Chávez Orozco, año en que publicó la recopilación documental conocida como Historia económica y social de México. Ensayo de interpretación (1938). Su afán se asimila a la de aquellos autores europeos que mencioné al comienzo, al interesarse por la investigación de la industrialización y la formación de la clase obrera. Es decir, los estudios de Chávez Orozco inauguran desde ese momento en México una preocupación por el estudio sistemático de la historia económica mexicana. Se sabe que en Europa destacados historiadores como François Simiand y Ernest Labrousse iniciaban en esos mismos años sus cátedras de lo que hoy se conoce como uno de los campos de la historia: la historia económica. De tal forma que Chávez Orozco también se inclinó por reunir en México las bases de una nueva historia que pretendía medir con “objetividad” el crecimiento del capital y su distribución en los sistemas de producción. En ese sentido, Chávez Orozco fue el precursor de la historia económica en México, de tal forma que hizo propia la preocupación de estudiar los orígenes y el funcionamiento del capitalismo como sistema económico imperante. Precisamente en esos años, cuando se vivía la traumática experiencia del quiebre de la Bolsa en los Estados Unidos y el consiguiente impacto de la recesión de los años treinta, se sintió por primera vez la fragilidad del sistema económico imperante. En ese sentido, el autor se preocupó por estudiar los orígenes de la industrialización y de los sistemas salariales en México; por tal razón, sus compilaciones de fuentes se remontaron a la época colonial. Entre ellas, las referidas a los obrajes constituyeron sus ejes de estudio a través de las cuales se valió para analizar el grado de industrialización que existía en la Nueva España. Consideró que los obrajes, como primeras fábricas textiles coloniales, constituían la transición del sistema económico feudal al capitalista, ya que postuló que en el virreinato se dieron ambas formas de producción, caracterizando a los talleres artesanales como sistemas semi-feudales y a los obrajes, como capitalistas. Por tal motivo denominó a estos centros de trabajo como “el embrión de la fábrica”, especificando que gracias a ellos la producción capitalista no fue nula en el virreinato (Chávez 1986: 132-133). Se sabe que Edmundo O’Gorman, como buen teórico de la historiografía mexicana, también contribuyó al estudio de los obrajes, especialmente dando

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a conocer fuentes sobre pleitos judiciales como “El trabajo industrial en la Nueva España a mediados del siglo xvii. Visita a los obrajes de Coyoacán” (1940). El autor desarrolló, según Eugenia Meyer, una postura desafiante ante la historia positivista y se identificó con una interpretación más bien historicista, no conformándose ni con los que promovían el hispanismo ni el indigenismo (2009: 25-39). A esas alturas, el indigenismo científico tomaba fuerza en México, ya que en los años cuarenta había surgido como respuesta al racismo y los horrores de la Segunda Guerra Mundial. Es decir, a este lado del Atlántico, el problema social era analizado desde los orígenes étnicos y se comenzaba a buscar por primera vez un camino identitario en búsqueda de las particularidades sociales del “nuevo continente”. En esos mismos años fue cuando surgieron los estudios de Silvio Zavala sobre la encomienda indiana (1935), los cuales sin duda inauguraron las primeras páginas de la historiografía social del periodo colonial. El autor, formado como jurista y con estudios de posgrado en España, pudo diferenciar por primera vez las particularidades de la historia medieval española de la historia del virreinato novohispano (1948a y 1948b). A través de sus estudios clásicos de la encomienda indiana pudo precisar, por ejemplo, que los títulos de los encomenderos sobre los indios no implicaban una cesión de tierras, tal como habría sido bajo un sistema de carácter feudal; además de observar por primera vez que la conquista española había sido realizada por empresas particulares, las llamadas huestes, dándole a la conquista un carácter económico más moderno. Ciertamente es conocida la polémica de Edmundo O’Gorman (1937) con Zavala (1937) sobre la supuesta modernidad de los conquistadores españoles, que en el fondo deja entrever una profunda disidencia entre los autores −que pese a tener ambos formación de juristas− estaban enfrentando un problema ideológico como era el definir el sistema económico imperante en la colonia; de ese modo estaban trasladando los debates de su presente al pasado; es decir, esto era estudiar los mecanismos de funcionamiento del capitalismo en una sociedad pluriétnica como la mexicana del siglo xx. Así, el meollo historiográfico del asunto se centraba para muchos investigadores del primer tercio del siglo pasado en definir las “relaciones de producción” o las relaciones laborales que se atenían a un sistema económico determinado. Por su parte, Zavala respondió con una amplia labor de investigación, compilando un sinnúmero de documentos que tituló Fuentes para la historia del trabajo en la Nueva España, además de enfocar sus estudios a definir los orígenes de las relaciones laborales, identificando los sistemas de trabajo

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impuestos por los españoles a los indígenas (1939-1947). De tal forma que, hacia los años cuarenta, la historiografía mexicana estaba intentando agrupar en los estudios del trabajo, el trasfondo histórico económico y social, vistos como un mismo problema. No obstante, hubo que esperar hasta los años de posguerra para que en México se retomaran realmente los estudios sobre el mundo del trabajo. Las investigaciones de José Miranda (1952) y de Manuel Carrera Stampa (1954a), retomaron de manera específica los sistemas de trabajo colonial. Para el primero fue de particular importancia el trabajo indígena y resaltó la importancia económica de la encomienda al establecer su enlace con el sistema tributario y el trabajo forzado de los indios. Para el segundo, el desempeño en los talleres de artesanos fue particularmente importante por las relaciones laborales que allí se gestaban y la normatividad gremial que en definitiva interesaba por la forma como se organizaban los trabajadores y se regían por una “junta”, una “asamblea” o una “mesa directiva” (Carrera 1954b: 157).También estableció un vínculo de apoyo social entre las cofradías como corporaciones religiosas y la actividad laboral de los gremios. Siguiendo esa misma línea de investigación, Francisco Santiago Cruz publicó en 1960 el libro titulado Las artes y los gremios en la Nueva España, acentuando a través de ciertos documentos la cooperación entre las organizaciones gremiales y las cofradías durante el periodo colonial, especialmente como entidades de socorro y subsidio social (Cruz 1960). A nivel regional sobresalían los estudios de Jan Bazant sobre la industria textil poblana, donde abordaba el periodo colonial como la base del desarrollo de esta manufactura en México (1964). Por su parte, estas y otras investigaciones permitieron que en el mundo historiográfico de los años sesenta la historia colonial se consagrara como subdisciplina histórica; proceso que se dio de forma paralela al surgimiento del movimiento tercermundista y al conocido boom latinoamericano en la literatura; de tal forma que la historia colonial surgía como una necesidad explicativa, primero analizada como una continuidad de la historia del colonialismo europeo y posteriormente como el espacio de dependencia económica europea, postergado como tal (Pietschmann 1989: 102-105). A partir de esta preocupación internacional se impulsó la investigación sobre América Latina canalizada a través de organismos internacionales, tales como la CEPAL (Comisión Económica para América Latina). Dentro de ese proyecto, los Estados Unidos apoyaron la fundación de centros de investigación histórica sobre América Latina y sin duda la escuela más

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importante fue la de Berkeley (Pietschmann 1989: 102-105).1 El sistema hispano colonial sería analizado especialmente por los investigadores de Berkeley, los cuales, como el matrimonio Stein (1970), plantearían abiertamente que los orígenes del subdesarrollo latinoamericano se encontraban en ese periodo histórico.2 Dentro de esa escuela surgieron los estudios de Charles Gibson (1967), que retomó el tema de los sistemas de trabajo indígena iniciados por Zavala y Miranda, los cuales profundizó particularmente para los pueblos del Valle de México desde la perspectiva del impacto de la colonización sobre los indígenas. Gibson vio la encomienda como el instrumento de desintegración de aquella sociedad nativa (1967: 63-100). Se podría decir que hasta ese momento se había practicado en México una historia con perspectiva social del trabajo referida al periodo colonial; no obstante, el rigor de la cuantificación propuesta por la historia económica aún no había prendido para analizar, a través de registros contables, el estancamiento económico colonial propuesto por los norteamericanos. En Latinoamérica fue el historiador Marcello Carmagnani (1963) quien se dio por primera vez a la tarea de sistematizar la información salarial para el periodo hispano colonial, particularmente del salariado minero, con el objeto de trascender el tema del análisis puramente social y acoger el enfoque económico, porque a su juicio lo económico “está fuertemente vinculado a lo social y en cierta medida lo dirige. Ello contribuirá a mostrar lo social en toda su perspectiva”. Era un llamado para que los historiadores latinoamericanos comenzaran a poner atención en las explicaciones de base económica para muchos problemas que la historia social, particularmente la de Nueva España, había señalado −especialmente porque había logrado identificar y caracterizar ciertos regímenes de trabajo−; sin embargo, aún no había precisado para aquella época la existencia de un sistema salarial. A raíz de estas apreciaciones, en México se desarrolló una fuerte crítica a la efectividad de los sistemas salariales del pasado colonial porque aparecían viciados por el mecanismo de adelantar dinero a los trabajadores; es decir,

  En Berkeley surgieron, entre otras muchas, las investigaciones de Sherburne F. Cook y Woodrow Borah, así como las de Charles Gibson, François Chevalier, Pierre Chaunu y David Brading, entre otros. 2   El trabajo de Stanley J. Stein y Barbara H. Stein (1980 [1970]) marcó en gran medida una línea a seguir para los historiadores estadounidenses de los años setenta. 1

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por el endeudamiento o el crédito concedido por los patrones a los trabajadores, lo que los mantenía en una situación de pobreza y estancamiento. Al respecto, Enrique Florescano (1981b) explicó el endeudamiento de los trabajadores por la “insuficiencia de los jornales” coloniales. Los salarios mantenían a los trabajadores en un nivel precario de subsistencia. Por esta razón, argumentaba que era comprensible que ante crisis o eventualidades el peón se viera obligado a “solicitar un préstamo, que se comprometía a pagar con su trabajo, de manera que las deudas lo obligaban a permanecer en la hacienda indefinidamente” (Florescano 1981b: 107). No obstante, Enrique Florescano reafirmó lo que había indicado Gibson respecto de que en los últimos tiempos coloniales el peonaje por deuda afectaba a menos de la mitad de la mano de obra de las haciendas y que su deuda solo alcanzaba tres semanas o menos (Florescano 1981b: 108). Así, también Enrique Florescano retomó el análisis económico salarial de Carmagnani (1963: 78-88), en tanto que discutió los términos de salario nominal y real empleados por aquel autor.3 Especialmente en torno a determinar si junto a la remuneración en dinero habría existido un pago en especies, que podía involucrar parte o toda su alimentación, ropa o ciertos enseres, a los que sin embargo Florescano prefirió llamar “compensaciones” que complementaban el reducido salario de los peones: “[…] debe recordarse que la hacienda, además de una vivienda, proporcionaba a los trabajadores permanentes un salario reducido pero constante [...] o sea , les aseguraba al menos su existencia y la de sus familias” (1981b: 108). Pese a las discusiones iniciadas en esos años, la reconstrucción de series salariales era un proyecto que había comenzado por iniciativa de Chávez Orozco. No obstante, este autor privilegió el estudio salarial del siglo xviii novohispano, quizá porque era la época que marcaba con mayor claridad ciertos parámetros comparativos entre Europa y la Nueva España respecto del surgimiento de la industrialización y la existencia de centros de trabajo mecanizado, donde laboraban operarios con diversos niveles de especialización a cambio de un salario. Chávez reprodujo bandos, ordenanzas, reales cédulas del periodo borbónico, especialmente de la segunda mitad del siglo xviii, relacionadas con los sistemas de trabajo y explotación minera, agrícola e industrial (1978a; 1978b).   Un salario monetario que a su vez era complementado con un salario natural (especies); a la conjunción de ambos la denominó salario nominal. 3

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Hacia los años ochenta del siglo xx, quizá con el afán de rescatar los avances de investigación documental realizada por Chávez Orozco o con el propósito de escribir por primera vez una historia social con una visión de la investigación académica de largo aliento, comenzaron a publicarse varios textos, entre ellos los coordinados por Sonia Lombardo (1979) y Enrique Florescano (1981a y 1981b), que hasta el día de hoy son de consulta obligada para conocer la historia del trabajo y los trabajadores en México. La obra colectiva de Sonia Lombardo de Ruiz Organización de la producción y relaciones de trabajo en el siglo xix y la titulada La clase obrera en la historia de México, coordinada por Enrique Florescano, reunieron por primera vez estudios sobre los trabajadores de México que contemplaban el periodo colonial como parte del proceso histórico nacional. Dentro del libro de Sonia Lombardo, se destacan entre los estudios coloniales el de Roberto Sandoval Zaraus referido a las condiciones materiales de los trabajadores de obrajes en Querétaro durante el siglo xviii. El autor discutió nuevamente el tema de la transición o no transición del sistema capitalista de los obrajes a las fábricas, pero tomando como base empírica la realidad del Bajío. No obstante, desde un punto de vista más social que económico, planteó que no era posible inferir del modo de producción la condición de clase de los trabajadores coloniales (1979: 126-145). En el mismo libro, el capítulo de María Amparo Ross, “La fábrica de puros y cigarros de México (1770-1800)”, se refiere, desde la perspectiva del estudio del incremento de la producción de tabacalera en el último cuarto del siglo xviii, a la existencia desde ese siglo de una división del trabajo relacionada con la especialización de la mano de obra dentro de la importante Real Fábrica, junto con la descripción de los niveles de sueldos y salarios de sus trabajadores, además del reglamento interno que debían seguir (1979: 52-67). En el capítulo escrito por Isabel González fueron investigados los trabajadores agrícolas. La autora analizó la división del trabajo en haciendas de Tlaxcala durante el siglo xviii, así como el tipo de jerarquización que tenían los trabajadores, y distinguió entre ellos al mayordomo, al guardatierra y a los trabajadores especializados dentro de las haciendas, tales como los herreros, y los gañanes. Siendo estos últimos los más afectados por el endeudamiento de su salario hasta caer en un sistema prácticamente de esclavitud. La autora describió atentamente los conflictos que los gañanes tuvieron con los hacendados por sus derechos y las medidas que tomaban los gobernadores de Tlaxcala para mantener el sistema sobre estos trabajadores (1979: 101-125).

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Por su parte, en el libro coordinado por Enrique Florescano, La clase obrera en la Historia de México, la historia colonial del trabajo era abordada por este autor y otros como Alejandra Moreno Toscano, Jorge González Angulo, Roberto Sandoval y Cuauhtémoc Velasco. Tales autores analizaron bajo una perspectiva de larga duración los sistemas de trabajo y las condiciones laborales en el campo, la industria textil y la minería. En sus estudios dejaron ver que en el periodo colonial se había producido una desintegración del artesanado para iniciar el siglo xix con la formación de un proletariado moderno. Especialmente el texto de Alejandra Moreno Toscano se preocupó de analizar a los trabajadores urbanos en una transición a un sistema de clases propiamente dicho. La influencia del estructuralismo todavía era notable en esta historiografía, porque a través de las relaciones de producción se intentaba definir la estructura social del virreinato. No obstante, ya se dejaba ver de alguna manera el deseo de considerar el actuar de la gente común en la historia, propuesta que ya había sido planteada hacia la década de 1960 en la obra de Edward P. Thomson La formación de la clase obrera en Inglaterra, que como se sabe, abrió brecha desde aquellos años para escribir una nueva historia social; debido a que las estructuras y las categorías preestablecidas resultaban insuficientes para analizar el concepto de clase, el cual a juicio de Thomson nacía más bien de las relaciones sociales de naturaleza plenamente histórica (1977). En México, Jorge González Angulo publicó en 1983 la primera obra escrita con fuentes primarias sobre el artesanado en la Ciudad de México en los albores de la independencia. Señalaba que la historiografía mexicana siempre había preferido referirse hasta ese momento al trabajador minero o textil, por asemejarse más a la imagen histórica del proletariado. Sin embargo, él optaba por realizar un estudio referido al “artesanado”, porque consideraba que este sector laboral también era parte de la historia obrera; en tanto que argumentó que el artesanado nunca fue un grupo homogéneo ni mucho menos estático. Planteaba que si entendíamos las formas de organización del artesanado en el periodo colonial se podrían comprender las formas de pensar y de enfrentarse de los trabajadores al capital productivo y comercial. Más que el desempeño económico de los artesanos le interesaba su dinámica social y las mermas que podría haber experimentado al llegar la independencia. De tal forma que a través de la obra de González Angulo, los problemas sociales del mundo del trabajo pasaban a sobresalir cada vez más por sobre las estructuras económicas.

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Desde su análisis, el tema de la formación de las clases sociales desde fines del siglo xviii mexicano estaba latente: […] en esta época la singularidad radica en que es una etapa básicamente germinal y formativa de las clases sociales. No es una formación socioeconómica claramente orientada en sus relaciones sociales; en esa época las relaciones sociales pasaban por una fase conflictiva de transición y reacomodamiento (González 1983: 225).

En esa misma década de los años ochenta, en México comenzaba a marcarse cada vez más la especialidad en los campos de la investigación histórica, de tal forma que la historia económica y la social empiezan a distanciarse notablemente. Podría señalar que para un grupo de historiadores interesó mucho más determinar los orígenes de la clase trabajadora y, para otros, era de mayor interés definir el sistema económico imperante durante el periodo colonial y su transición hacia el periodo independentista. Dentro de esa diferencia de enfoques, Felipe Castro planteó en su libro La extinción de la economía gremial (1986) que era fundamental conocer el desempeño de los artesanos novohispanos en diversas manufacturas desde fines del siglo xviii para poder situarlos dentro de un contexto de surgimiento de un sistema económico de carácter capitalista, pero el cual habría sido impulsado −a su juicio− no por los artesanos que se industrializaban, sino por la incidencia del propio capital mercantil. De tal forma que su preocupación esencial se fijaba más en cómo había operado el sistema económico sobre los trabajadores y de manera particular el efecto del capital en las relaciones de trabajo artesanal. Hacia los años noventa del siglo xx, el estudio de los obrajes se retomó desde el punto de vista económico con la finalidad de analizar la política productiva de la monarquía hispánica. En tal sentido, Carmen Viqueira e Ignacio Urquiola (1990) desarrollaron una extensa investigación sobre los obrajes en la Nueva España. Intentaron describir el funcionamiento interno de los obrajes en el virreinato para comprobar la aplicación de una política de bajos precios sobre las manufacturas novohispanas, la cual había sido planificada por la Corona hispana para evitar un mayor flujo de plata hacia la metrópoli (Viqueira/Urquiola 1990: 15). En esta misma obra, Urquiola centró su estudio en las condiciones laborales de aquellos trabajadores textiles, para más tarde preocuparse específicamente del comportamiento de sus salarios y de su capacidad adquisitiva; es decir, el autor estableció por primera vez relacio-

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nes entre precios de mercancías y niveles salariales (Viqueira/Urquiola 1990; Urquiola 1995). En esa misma década sobresalieron otros estudios sobre los obrajes, vistos desde diversos ángulos. No obstante, fueron las investigaciones de Manuel Miño las que contribuyeron al estudio de su desempeño fabril y su tránsito al proceso industrial desde su constitución técnica, a la vez que resaltaron, además, el papel de los talleres artesanales como parte de la industrialización textil experimentada por la Nueva España (1993; 1998). Precisamente cuando la historia económica parecía haber aceptado el paradigma de un funcionamiento económico protocapitalista en el virreinato novohispano, los historiadores económicos orientaron el debate a detectar o no un crecimiento de la economía novohispana, tal como si el crecimiento implicara por sí mismo la disminución automática de los niveles de pobreza; el objetivo era distanciar la realidad virreinal de un proyecto económico cercano al capitalista. Autores como John H. Coatsworth, por ejemplo, se inclinaron por describir el sistema imperial hispano como deprimido y atrasado, particularmente por su régimen fiscal, que había ahogado el crecimiento productivo. Dentro de esa línea interpretativa, era explicable que los trabajadores se hubieran mantenido en el límite de la subsistencia aún en el siglo xviii. A este respecto, Eric van Young, a partir del examen de datos salariales, argumentó que si se tenía en consideración la interpretación recurrente de la historiografía norteamericana respecto de las tendencias de alzas de precios para todo ese siglo, el aumento de las migraciones y del desempleo, esto permitiría sostener más bien un deterioro en los “salarios reales” con el consecuente desmedro en las condiciones de vida durante el siglo xviii (1992: 213). Hacia mediados de los años noventa, cuando la historia del trabajo parecía exclusivamente abordada desde el enfoque productivo, apareció el libro de Sonia Pérez Toledo que reflexionaba sobre el mundo laboral desde las características de las relaciones de los trabajadores. Desde el ángulo de la nueva historia social fundada por Thompson, cuestionaba el concepto de clase como una “categoría” inamovible, por lo que hacía necesario retomar su estudio a partir de las relaciones sociales de naturaleza propiamente histórica. El libro Los hijos del trabajo: los artesanos de la ciudad de México, 1780-1842, publicado en 1996, introdujo a la historiografía mexicana en el debate sobre la pervivencia de los gremios de artesanos más allá del periodo colonial. La autora, a través del análisis de la estructura organizativa de las corporaciones de artesanos, del estudio

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de sus formas de aprendizaje y de su participación en celebraciones religiosas, asentó una continuidad real del sustrato trabajador, al que denominó “artesanos” desde los últimos años de la colonia hasta mediados del siglo xix mexicano. El interés de la autora estuvo precisamente en captar la continuidad de un sector de trabajadores que desde el siglo xviii conformaron una base social, de tal forma que se deslindaba de las esferas de la historia económica porque no le interesaba, como a aquella, fijar la estructura económica imperante para luego identificar a los sectores sociales. Por el contrario, la reflexión de Pérez Toledo partía de la especificidad y originalidad de las relaciones laborales que se dieron en la Ciudad de México con el único propósito de identificar los vínculos entre las clases trabajadoras desde fines del siglo xviii hasta mediados del siglo xix (1996). La nueva historia social del trabajo sobre Nueva España tuvo también otros importantes exponentes que salieron del ámbito de estudio capitalino, precisamente con la intención de diferenciar la realidad urbana de la Ciudad de México del resto del espacio rural que la circundaba. En ese sentido, Brígida von Mentz publicó en 1999 la obra Trabajo, sujeción y libertad en el centro de la Nueva España, que permitió conocer la condición de los trabajadores en el Valle de México durante todo el periodo colonial. A juicio de la autora, en dicha zona coexistieron trabajadores libres y no libres en diferentes labores agrícolas, textiles y mineras. Lo más original de su estudio es que reconocía entre la sociedad indígena un sector importante de asalariados; es decir, de trabajadores que vivían exclusivamente de un salario y bajo un régimen de contrato; estos vendrían a constituir para Von Mentz “el embrión” de la clase trabajadora industrial y, por tanto, también eran elementos de movilidad social. La autora destacó además el poder de negociación que desarrollaron estos grupos a nivel de relaciones entre trabajadores y contratistas (1999). Otro estudio importante dentro de lo que se ha denominado la nueva historia social mexicana sería la investigación realizada por John Tutino, primero sobre la región del Bajío y posteriormente sobre el Valle de México. En 1998, el autor publicó La estructura agraria del valle de México, 1600-1800, estudio donde revisó libros de cuentas de algunas haciendas del mencionado valle, asentando que la gran mayoría de la mano de obra (un 75%) que trabajaba en las haciendas tenían un carácter temporal, recibían efectivamente un jornal monetario de dos reales diarios, pero en cambio solo laboraban alrededor de 20 días al año en una misma hacienda (1976). Esta realidad tenía ventajas, si se considera que el trabajador tenía la suficiente movilidad como para trabajar

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temporalmente en varias haciendas a la vez y, además, atender el cultivo de sus propias tierras. Esta situación se entiende en una zona como el Valle de México, donde la productividad agraria, se había revelado como una actividad económica importante: Esta mayoría de trabajadores temporales invirtieron muy poco en la compra de maíz de la hacienda de Pilares; aparentemente eran hombres y niños de familias de la villa que todavía tenían capacidad para producir la mayor parte de lo que requerían para subsistir y acudían a las fincas para obtener suplementos en efectivo. Sus patrones irregulares de trabajo, tomando un día libre aquí, una tarde allá, con frecuencia según las condiciones de la cosecha, sugieren el hecho de que eran trabajadores con economías familiares suficientemente fuertes como para permitirles trabajar cuando querían (Tutino 1998: 349).

Por su parte, en los últimos 10 años se han desarrollado nuevos estudios sobre las relaciones sociales en Ciudad de México a partir de la identificación de las actividades laborales practicadas y declaradas por sus habitantes en el censo de 1790 (Miño/Pérez Toledo 2004). Sin duda, el libro La población de Ciudad de México en 1790. Estructura social, alimentación y vivienda es de las revisiones más completas del censo realizado por el segundo virrey Revillagigedo, y con ello se contribuye al conocimiento de la estructura ocupacional de la capital novohispana a fines del siglo xviii. Dentro de la misma obra, Sonia Pérez y Herbert S. Klein (2004) analizaron el comportamiento demográfico, la distribución étnica y algunas características de la estructura social y ocupacional en los cuarteles 1, 20 y 23 de la Ciudad de México, estudio que permite un acercamiento socioétnico y socioeconómico de los grupos que habitaban la capital. Bibliografía Barrio Lorenzot, Juan Francisco del (1920): El trabajo en México durante la época colonial. Ordenanzas de gremios de la Nueva España. Compendio de los tres tomos de la compilación nueva de la muy noble e insigne y muy leal e imperial ciudad de México. México: Secretaría de Gobernación. Bazant, Jan (1964): “Evolución de la industria textil poblana (1544-1845). En: Historia Mexicana, XIV, 1 (53), pp. 131-143. Carmagnani, Marcello (1963): El salariado minero en Chile colonial. Santiago de Chile: Universidad de Chile.

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LOS ARTESANOS DEL SIGLO XVIII EN LA HISTORIOGRAFÍA CHILENA: UNA HISTORIA EN FRAGMENTOS

Hugo Contreras Cruces Universidad Academia de Humanismo Cristiano, Santiago de Chile En la historiografía chilena los artesanos coloniales han ocupado un lugar secundario. Los estudios dedicados a este grupo social y económico en principio corresponden a perspectivas descriptivas o bien están centrados en algunos gremios o incluso en individuos. Tales propuestas, en general y salvo algunas excepciones, tienen como característica que los investigadores han llegado a los artesanos buscando problemas más generales o de índole distinta a su reconstrucción histórica, pero estos problemas al involucrar central o tangencialmente a los menestrales han permitido que su historia y los procesos sociales, económicos y recientemente culturales que les tocó enfrentar sean analizados por los historiadores, aunque de modo fragmentario. Así, algunos investigadores se han centrado en la historia del arte chileno, en la cual es evidente la presencia de artífices; otros han trabajado los prejuicios de las élites de fines del siglo xviii, algunos de los cuales atañían directamente a quienes ejercían oficios mecánicos; también se han trabajado conceptos como el honor y el prestigio social entre los sujetos que no pertenecían a las élites coloniales, entre ellos los artesanos; por último, se han publicado investigaciones sobre los procesos de militarización del periodo tardocolonial y de los primeros años de la república, en las que se han reconstruido los sistemas de reclutamiento y las acciones de las milicias formadas por gran número de menestrales. De tal modo, la presencia histórica de los artesanos coloniales en Chile ha estado mezclada con la reconstrucción de una serie de procesos que si

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bien fueron importantes para ellos y significaron un impacto para sus vidas y las de sus familias, al mismo tiempo no han permitido generar una o más imágenes históricas de conjunto respecto de los mismos. No obstante, dichas imágenes son incompletas, no solo por las limitaciones de la disciplina histórica y de las ciencias sociales en general, sino porque los mismos artesanos representaban una diversidad constituida por sujetos diferentes étnica, racial, profesional, social y económicamente. En el siglo xviii no era lo mismo ser maestro platero y español que oficial de herrador, negro y esclavo, aun cuando los dos formaban parte del mundo de las artesanías. No obstante, esa diversidad es lo que convierte a los artesanos en interesantes para el estudio historiográfico, pero al mismo tiempo complejiza su consideración como un sujeto histórico colectivo, pues la diversidad tanto de sus condiciones materiales y laborales como de su inserción social e, incluso, de sus aspiraciones en estos ámbitos podían llegar a ser muy distintas entre sí, incluso dentro de un mismo oficio. Quizás por lo anterior es que en Chile no se cuente con una historiografía dedicada específicamente a ellos, pues los procesos de investigación deberían contemplar una gran serie de variables y una inversión importante en la recolección del material documental, disperso no solamente en distintos fondos documentales y colecciones, sino también residente en variadas instituciones tanto públicas como privadas. Este es un desafío para el futuro y no es la intención de este texto asumirlo. Lo que sí se considera pertinente es llevar adelante una discusión respecto de lo que se ha escrito sobre los maestros artesanos y sus dependientes para el siglo xviii y los primeros años del siglo xix. En general, para llevar adelante esta exposición he trabajado cronológicamente la historiografía, lo que ha permitido verificar tanto la evolución del discurso historiográfico como su complejización; esto último al incorporar nuevos elementos a considerar, pasando de perspectivas centradas en los objetos, como sucede en la historia del arte colonial y sus productores, a otras donde se considera el contexto social y económico, así como las relaciones sociales o de otros tipos que los artesanos y en ocasiones sus organizaciones establecieron con otros grupos o sujetos sociales. Por último, este capítulo concluirá con algunas reflexiones de hacia dónde podría derivar esta o estas historiografías, para de ahí interrogarse tanto por los futuros problemas a investigar como por la posibilidad de construir un cuerpo investigativo donde la figura de los artesanos esté mucho más presente.

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Los artesanos coloniales: una historia en fragmentos Según Diego Barros Arana, autor de la Historia general de Chile y uno de los intelectuales más influyentes de su época, en este pequeño reino a fines del siglo xvii se vivía un estado de pobreza generalizado que contrastaba con la pasión con que los habitantes del país, aunque en realidad se refiere a la élite habitante de Santiago, buscaban lucir sus elegantes trajes y adornar sus casas con caros y ostentosos muebles, cuadros y vajillas. En esta, que Barros Arana califica como la colonia más alejada y pobre del imperio castellano, […] si bien es cierto que sus habitantes no vivían en casas de ostentosa construcción, ni poseían menajes ni obras de arte de gran valor, que habría sido imposible procurarse en el país o hacer llegar del extranjero, gastaban gran lujo en sus trajes y tenían vajillas de plata de valor verdadero, aunque de escaso mérito artístico... (Barros 1999 [1886]: 226).

Estas consideraciones, muy del estilo de este autor, en alguna medida resumían su concepción historiográfica, en la cual la élite era el motor de la sociedad, mientras que el resto de los habitantes del país y su producción acompañaba los procesos protagonizados por los hispano-criollos descendientes de los conquistadores y encomenderos de mediados del siglo xvi. Entre aquellos que formaban parte de esta suerte de comparsa social estaban los artesanos, que casi no son mencionados en su obra, a excepción de cuando se refiere al aporte de la orden jesuita y fundamentalmente al del padre Carlos Haymhausen, quien en 1748 llegó a Chile trayendo junto a él a un grupo de siete artífices, entre los que había plateros, fundidores y herreros, carpinteros, relojeros y tejedores (Barros 1886: 253-256). Estos hicieron algunas importantes obras, como un reloj que le fue obsequiado a la reina Ana de Portugal, e influyeron a través de su enseñanza en los artesanos locales,1 aunque esto último Barros Arana lo menciona solo al pasar, como superficiales van a ser sus palabras para lo que llamó la “industria”, compuesta por curtidurías, obrajes   La llegada de Haymhausen y sus compañeros será uno de los hitos más mencionados por quienes posteriormente trabajaron o hicieron mención de la actividad tanto de los artesanos jesuitas como respecto de su influencia a otros menestrales tanto en términos técnicos como estéticos, aunque hasta el momento no se cuenta con ningún estudio que dé cuenta de cómo se ejerció dicha influencia. Véanse Márquez de la Plata (1933: 261285); Pereira Salas (1965); Grez (2007 [1997]). 1

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de telas y molinos que llevaban “una vida lánguida, casi sin avanzar un solo paso de la rutina de los primeros tiempos” (1999 [1886]: 218). Pasaron los años y la historiografía chilena colonial avanzaba gracias a obras generales y a estudios centrados en el acontecer político y militar del reino. Llegado el siglo xx van a ser algunos investigadores del arte los que hagan mención a la actividad artesanal o mejor dicho a las obras de los artífices coloniales, pues no serán sus ejecutores los objetos de su interés, sino su producción, sobre todo la pictórica, aunque también es posible encontrar un trabajo dedicado a los muebles de los siglos xvi, xvii y xviii. Este texto, escrito por Fernando Márquez de la Plata, se encuentra en el primer número del Boletín de la Academia Chilena de la Historia, que se publica hasta hoy, y que en un momento fue el principal difusor de la producción historiográfica nacional. Márquez de la Plata, como parece ser natural al hablar de la materialidad colonial, plantea como hipótesis de trabajo que los hogares chilenos estaban tan finamente amueblados como sus homónimos europeos e incluso más las iglesias, que contaban con tallistas notables; afirmación que hubiera causado polémica si alguien hubiera contestado su artículo. Nuevamente responsabiliza a los jesuitas de establecer una verdadera industria del mueble en el país, haciendo avanzar tanto el refinamiento como el gusto de la élite local. Sin embargo, no hace mención de los carpinteros, mueblistas y ebanistas que, bajo influencia jesuita o no, hicieron dichos objetos ni tampoco hace gran referencia a otros modos de proveerse de muebles, como sería la exportación de estos desde el Perú u otros territorios americanos (Márquez de la Plata 1933: 261-285). Quien sí hace referencia a la llegada de artículos de arte desde el virreinato limeño es Luis Álvarez Urquieta en su libro sobre la pintura en Chile colonial, quien destaca que si bien en el país había gran cantidad de obras propiedad de la élite y de las órdenes religiosas residentes, estas en general provenían de los talleres cuzqueños y quiteños, así como la poca producción local, que casi no se identifica con algún pintor en particular y que copiaba dichos modelos desde los tempranos años de la conquista hasta entrado el siglo xviii. De hecho, uno de los pocos pintores que Álvarez analiza es el suizo José Ambrosi, quien llegó a Chile en 1754, donde realizó numerosas obras y dejó varios discípulos, aunque critica su recargamiento propio del Barroco. Uno de aquellos discípulos fue el criollo Ignacio Andía y Varela, educado en un seminario jesuita, quien trabajó como pintor, escultor y arquitecto, y falleció a comienzos de la década de 1820, conservándose algunas obras hasta la actualidad. Aparte de estos, este autor solo

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menciona a algunos pintores y escultores, manifestando que no conoce muchos datos de estos y en algunos casos ni siquiera una de sus obras, por lo cual sus referencias son solo documentales (Álvarez 1933: 42-45). Contemporáneo a estas aproximaciones nacidas desde la historia del arte es el texto de Jaime Eyzaguirre, historiador con formación inicial en derecho, quien en el Boletín del Seminario de Derecho Público de la Universidad de Chile del año 1935 publicó un pequeño trabajo que denomina “Notas para la crónica social de la Colonia. El gremio de zapateros de la ciudad de Santiago”, en el cual lejos de describir la conformación de este gremio o sus actividades profesionales se concentró en las décadas de 1750 y 1760 para reconstituir los conflictos que los maestros zapateros tenían tanto con el cabildo de Santiago, que siguiendo su costumbre intentaba imponerles un arancel, como con aquellos oficiales no examinados ni adscritos al gremio que vendían zapatos y chinelas extramuros de la ciudad sin sujetarse a ninguna reglamentación y, peor aún, a precios más bajos que los que los maestros agremiados cobraban. Esta era una lucha por mantener sus precios y con ello los privilegios de autodeterminación que ellos y los maestros de otros gremios, como los sastres, habían ganado por el simple uso de la costumbre. En tal sentido, Eyzaguirre destaca, como lo harán posteriormente otros autores, que en Chile los gremios no estaban formalizados, o al menos no se ha encontrado la documentación que dé cuenta de un proceso en tal sentido, pero que aun así los maestros de cada oficio o al menos de los considerados más importantes por el número de sus cultores o el volumen de sus encargos, se reunían para ciertas fiestas públicas o para defender sus derechos y privilegios en caso de sentirse amenazados, que era precisamente lo que había sucedido en esta oportunidad. Lo anterior justifica el título del texto, pues efectivamente más que el estudio de este gremio en particular, lo que Eyzaguirre escribió fue una pequeña monografía, muy específica en cuanto a su temática y a los problemas que analiza, pero no por ello menos interesante. No solo es la primera vez que un historiador chileno se ocupó de un gremio artesanal en particular, sino que al variar su base documental desde las fuentes de tipo administrativo o las actas del cabildo de Santiago hacia los expediente judiciales que daban cuenta de la oposición tanto al alza de aranceles como de la competencia desleal de los oficiales no examinados, Eyzaguirre realizó un trabajo que abrió las puertas para investigaciones posteriores, pero que en alguna medida se quedó atrapado en una mera narración. Para profundizar habría necesitado de un mayor bagaje documental, al preocuparse

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de verificar efectivamente el grado de organización gremial que poseían los zapateros o si esta era solo reactiva frente a los problemas que los aquejaban y, por otro lado, hubiera sido un aporte el seguir, prosopográfica o biográficamente, a los maestros que incluye en una lista de 28, en la cual, con un análisis minucioso, se hubiera dado cuenta de que incluía a mulatos y zambos, como lo era Lorenzo Santelices, capitán de la compañía de milicias de zambos en 1760 (Eyzaguirre 1935: 45-56). Tendrán que pasar más de 20 años para que otro historiador, asimismo formado como abogado y en su tesis de grado, luego convertida en libro, se refiriera a los artesanos. Nuevamente en una obra cuyo objetivo era bastante más amplio que dar cuenta de un grupo socio-laboral en particular, pues lo que interesaba a Gonzalo Vial Correa era realizar una monografía sobre la presencia negra en Chile. En ella, y basado en la información proporcionada por algunos cronistas del siglo xviii, entre ellos el militar Vicente Carvallo y Goyeneche, afirma que para estos años los morenos dominaban la artesanía chilena, estando presentes no solo en la mayoría de los oficios, sino participando por igual tanto hombres libres como esclavos, aunque solo los primeros habían llegado a integrar las compañías de pardos y morenos que al menos desde principio del siglo xviiii existían en Santiago (Vial 1957: 52). Esta primera afirmación, que hubiera sido muy importante verificar, no es comprobada por Vial con los antecedentes con que cuenta y más bien se trata de una impresión inverificable pues no existen o, al menos no se conocen, censos o padrones de artesanos para el siglo xviii en Chile. Asimismo, afirma el autor, había gran presencia afromestiza entre los trabajadores de las obras públicas, entre ellas la construcción del llamado Puente de Cal y Canto, que atravesaba el río Mapocho hacia el norte de la capital chilena, o entre los empleados de la Casa de Moneda santiaguina, creada en 1748 (Vial 1957: 55-56). Tales afirmaciones, como ya se debería esperar, no son acompañadas con cifras o al menos con nombres, aparte de algunos mencionados en una u otra página, por lo cual si bien pueden convertirse en pistas para futuras investigaciones, difícilmente permiten ir más allá.2

  Por su parte, Ernesto Greve, en el tomo II de su Historia de la Ingeniería en Chile hace referencia a las obras públicas del siglo xviii y a los trabajadores, entre ellos los artesanos, que laboraban en las mismas. Destaca no solo la construcción del Puente de Cal y Canto, sino también del Canal San Carlos, del Palacio de los Gobernadores y del Palacio de la Real Audiencia (Greve 1938-1944). 2

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Será el mismo Vial el que algunos años más tarde, y nuevamente de manera secundaria, haga referencia tanto a los artesanos como a los afrodescendientes. En un artículo dedicado a analizar los prejuicios sociales de los españoles a finales del siglo xviii a través de los casos de disenso matrimonial, dicho autor manifiesta que tanto el ejercicio de oficios mecánicos, considerados viles por la élite hispanocriolla, así como de segundo orden, como el pertenecer a uno de los grupos de casta, desataban fuertes andanadas judiciales en los padres o tutores de quienes perteneciendo a este grupo querían contraer matrimonio, ello con el objeto de impedir una unión que consideraban deshonrosa. Tal situación lo llevó a revisar estos expedientes cuyo origen estaba en la Real Pragmática de Matrimonios dictada en 1776, la cual si bien no tenía el objeto de impedir las uniones “interraciales”, sí fue aducida en América y particularmente en Chile para estos fines. En el texto, como se puede apreciar, los artesanos ocupaban un lugar central como objeto de las querellas de padres y tutores, así como de protagonistas de matrimonios que sin discutir las diferencias étnico-raciales de los novios intentaban, bien disfrazando al querellado como español o planteando que los artesanos también eran sujetos honorables, llevar adelante una unión que en general involucraba a sujetos urbanos, pero que aún aparecían desdibujados por la historiografía (Vial 1957: 14-29). De tal modo, hasta aquí solo se tenían trazos imprecisos a la vez que imperfectos de los artesanos coloniales. Si bien estos y otros autores reconocían que había una producción local importante, que sustentaba el reino de muebles, ropa, cueros curtidos e infinidad de objetos y servicios, no había ni grandes planteamientos sobre la calidad de dichos productos, más allá de algunas impresiones que no detallan de donde son extraídas, ni tampoco respecto de quienes eran sus creadores. Se planteaba que estos se organizaban gremialmente, que estos gremios eran similares a los medievales, aunque menos organizados y que en general actuaban de manera reactiva frente a las regulaciones de las autoridades, pero había muy poco respecto de quienes los formaban y si de ello se derivaban otras organizaciones como las milicias o las hermandades y cofradías. De hecho, la descripción más detallada que se ha podido rescatar en torno a la organización gremial y a la vida interna de los talleres artesanales coloniales es la realizada en una nueva “Historia de la Ingeniería en Chile”. Esta es una obra colectiva dirigida por Sergio Villalobos, en la cual y en una perspectiva casi atemporal se manifiesta que los talleres chilenos estaban integrados por un maestro, dos o tres oficiales y varios aprendices, que se contrataban

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por dos años, vivían en la casa y taller del maestro y trabajaban a cambio de la enseñanza del oficio, para luego ascender a oficiales y seguir más tarde al grado superior; descripción general que no dista en lo sustancial de lo que se sabe para la actividad artesanal colonial y que aporta más bien una descripción con fines de difusión más que otra cosa (Villalobos 1990: 36). De tal modo, las interrogantes derivadas de los trabajos iniciales todavía no eran resueltas, aunque se había avanzado en ello, pero más para ciertos oficios artesanales que para otros. De ello han sido grandes responsables las aproximaciones desde la historia del arte, aunque al mismo tiempo estas limitan su reconstrucción a los artífices, principalmente pintores, escultores, ebanistas y plateros. En la segunda mitad del siglo xviii y a comienzos del siglo xix algunos de ellos comenzaron a ser reconocidos socialmente y alcanzaron cierto prestigio, tanto entre la élite como entre las autoridades eclesiásticas y administrativas de la monarquía, a la vez que dejaron huellas materiales únicas de su actividad, algunas de las cuales aún se conservan, lo que permitió tanto evaluar materialmente la sociedad colonial chilena, o al menos su sector más pudiente, que era el consumidor de parte importante de los artículos que han llegado a nuestros días, como situar estética y en ocasiones socialmente a sus realizadores. En ese contexto, la gran obra de Eugenio Pereira Salas titulada Historia del Arte en el reino de Chile incluye y examina detalladas descripciones a la producción artística local desde el siglo xvi en adelante, a la vez que da cuenta de las obras y las influencias llegadas a Chile tanto desde Europa como de los centros regionales de producción artística situados en el virreinato peruano. Pereira Salas, no solo reproduce fotográficamente muchas obras en su texto, sino que visibiliza el nombre de distintos artífices, lo que abre perspectivas para futuras investigaciones, precisamente siguiendo a dichos sujetos en archivos, lo que en parte este autor realiza. Asimismo, pone en contexto las obras artísticas dando cuenta de los procesos de migración que trajeron, por ejemplo, a un grupo de marinos franceses a las costas de Concepción, donde con la complicidad de las autoridades se dedicaron a la tonelería, la tornería y la arquitectura, como también lo hace respecto de la influencia jesuita en las artes nacionales, a lo que antes había hecho referencia Barros Arana, pero que ahora es ahondado por Pereira (1965: 118 y 146). Precisamente la contextualización que hace le permite llevar adelante un análisis del arte colonial chileno que va más allá de los discursos de los intelectuales del país, de los viajeros del siglo xix y de algunos historiadores que

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han visto en estas obras una muestra más de la rudeza de la sociedad chilena del siglo xviii, al producirse obras poco refinadas y tendientes a la imitación. Lo último, si bien operaba con fuerza en la pintura, donde la copia de los modelos cuzqueño y quiteño era evidente, no sucedía lo mismo en otras artes, como la ebanistería, que sin necesariamente romper demasiados moldes al menos había desarrollado una propuesta con cierta originalidad. Ahora bien, en la medida que este es un libro que busca la historia del arte y no de los artesanos, es que estos si bien aparecen retratados entre sus páginas, al mismo tiempo el autor no está demasiado preocupado de explicar las complejidades de la organización gremial o su formalización. Aunque sí da cuenta del surgimiento de maestros mayores en gran parte de los gremios del último cuarto del siglo xviii, a la vez que algunas profesiones fueron especializándose tanto que derivó en su separación en distintos oficios, los cuales comenzaron a contar con su respectiva agrupación. Al mismo tiempo, sus referencias detallan ciertos tópicos antes ausentes, como las prácticas poco honestas de los plateros al tasar los objetos dejados por los jesuitas tras su expulsión, pero no por ello centra su mirada específicamente en los cultores de cada especialidad (Pereira 1965: 289). De más está decir que aquellas disciplinas artesanales que no caen dentro de lo que hoy se denominaría en forma amplia “las artes” se encuentran ausentes de su análisis. Ahora bien, si es pertinente hablar de una historia de los artesanos coloniales hecha a trazos, pocos textos cumplen mejor esa condición que el artículo que en 1971 publicó Rafael Reyes, en el cual sigue biográficamente a una familia de carpinteros, los Oliva, desde fines del siglo xvii hasta comienzos del xix. En primera instancia identifica a un español llamado Juan de Oliva entre los maestros carpinteros de la ciudad de Santiago, el cual se convirtió en el fundador de una familia en la que gran parte de sus descendientes estuvieron ligados a la artesanía a través de este oficio, llegando varios de ellos a ser maestros mayores, pero también dedicándose a otras actividades, entre los que se encuentran pequeños propietarios rurales, médicos, eclesiásticos y militares. Esto es precisamente lo que hace interesante a este estudio, y si bien hubiera merecido un mayor desarrollo, lo hecho por el autor permite vislumbrar, si no una estrategia familiar de posicionamiento social transgeneracional, al menos sí una serie de vidas en las cuales tanto su posición étnica como su inserción en un oficio artesanal que contaba con cierto prestigio, el cual les permitía tener posibilidades tanto para adquirir bienes materiales, entre ellos la tierra, como para que algunos pudieran ser miembros de la Iglesia o del

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ejército. Asimismo, este estudio muestra cómo los artesanos, al adquirir grado de maestros, podían acceder a fuentes de prestigio personal y familiar, como eran las maestrías mayores o su participación en el aparato estatal de defensa como oficiales o suboficiales de milicias, sobre todo en el siglo xviii y durante las guerras de independencia; coyunturas en las cuales lo militar adquirió un estatus nunca antes alcanzado en Chile y que bien podía ser aprovechado por quienes, como ellos, tradicionalmente habían estado marginados o participaban secundariamente de tales instancias sociales. Aun así, este artículo se restringe a la reconstrucción genealógica, laboral y social de los Oliva sin analizar el contexto en que estas se desarrollaron, lo que no permite insertarlos en el marco mayor de la sociedad colonial chilena y sus procesos de cambios y permanencias, más aún en el periodo tardío colonial. Esos análisis ya quedan como tarea para otros historiadores, pues tampoco se le puede pedir demasiado a un artículo de una decena de páginas, que como mérito tiene el abrir posibilidades analíticas y caminos de reconstrucción histórica, así como llevar a plantearse la interrogante de si esas vías de escribir la historia solo valen para los españoles o son posibles de aplicar a otros grupos o personas. Tales vacíos historiográficos han sido difíciles de llenar, más aún cuando en Chile no ha existido una historiografía cuya dedicación preferente, a excepción de los historiadores del arte colonial con los bemoles ya indicados, hayan sido los artesanos. De hecho, casi terminando la década de 1990, Sergio Grez escribió una de sus más importantes obras dedicada a lo que llama la “regeneración del pueblo” y en la cual los artesanos tienen una figuración central para la medianía del siglo xix, pero que para el siglo xviii o antes su historia solo será escrita como un contexto preparatorio para el futuro. Con todo, los capítulos que Grez dedica a los menestrales coloniales permiten ordenar lo que se sabe hasta el momento, aunque quedan muchas aporías en el camino, pues esta primera parte del libro se hace con base a lo trabajado anteriormente por otros autores y a la documentación publicada de conocimiento común entre los investigadores chilenos. Asimismo, a partir de esta década parte importante de los historiadores del país se plantean el estudio del pasado desde la historia social, concebida como un campo amplio de investigación en cuanto a sujetos históricos a reconstruir, a los procesos y las temporalidades que serán trabajadas y de las metodologías a usar en este esfuerzo (Salazar 1990; Contreras 2014b: 7-136). Volviendo al libro de Grez, quizás uno de sus aportes más interesantes es visualizar los talleres como esfuerzos productivos colectivos, aunque estratificados tanto interna como externamente. Es decir, no solo existía la estratifi-

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cación generada por la división interna de la gestión y el trabajo expresada en los grados de maestro, oficial y aprendiz, sino también aquella que concedía a ciertos oficios mayor prestigio que a otros y en que estaba incluido el fenotipo de los involucrados, lo que se traducía no solo en mejor consideración social, sino también en la posibilidad de obtener mayores ganancias y con ello sostener y hasta aumentar este estatus. Así, el escalafón más alto del artesanado colonial estuvo integrado por barberos, pintores y plateros, mientras que más abajo se situaban herreros, carpinteros, panaderos, sastres, albañiles y zapateros. Por último, los oficios de menor estatus eran los de curtidores, herradores y otros ligados a las tareas rurales. Como se esperaría, según Grez, los oficios de alta consideración tendían a ser ocupados por españoles pobres y mestizos, quedando los de estatus más bajos en manos de indígenas, negros y castas (Grez 2007 [1997]: 61). Esta catalogación general permite ir desentrañando el mundo artesanal chileno al situar más allá de su calidad de oficiales mecánicos a los menestrales, pero al mismo tiempo hace preguntarse tanto por los modos en que cada sujeto accedía a ciertos oficios o si a otros se les negaba el aprendizaje de alguno en particular, lo que necesariamente implica ocupar registros documentales distintos a los que hasta ese momento había analizado la historiografía, entre ellos los archivos de escribanos o notarios, pues de otra manera no es posible sostener tal hipótesis y solo se estaría cayendo en un lugar común que limita de entrada la posibilidad del cambio en la sociedad colonial. Más todavía cuando hoy se sabe que la formación en una especialidad artesanal estaba abierta a todos los grupos etnorraciales coloniales. Como la propia historiografía lo ha destacado, el funcionamiento de las organizaciones gremiales era bastante informal y más bien una respuesta frente a las presiones fiscales o a la competencia de quienes no participaban de dichas instancias. Habrá que esperar algunos años para que efectivamente se comience a trabajar esas interrogantes, aunque nuevamente se hará a partir de procesos de investigación que no buscaban centralmente a los artesanos, sino que más bien llegaron a ellos. Grez, siguiendo su meta de ir construyendo la historia de los artesanos del siglo xix y sus procesos de ciudadanización y participación política, planteó por vez primera a los oficiales como parte del grupo de los trabajadores, alejándolos de la figura tradicional de sus maestros, afirmando que, aunque se encuentra poco respecto de ellos en la historiografía, es sabido que eran trabajadores asalariados dentro de una economía precapitalista en la cual una fracción de sus remuneraciones se percibía muy probablemente bajo la forma

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de productos del mismo taller u otras regalías y en donde el factor étnico fue un elemento diferenciador de primer orden, lo que asimismo brindaba o negaba oportunidades para ascender laboralmente, sobre todo a los negros, más todavía si eran esclavos, y a los indios, cuyo salario, por muy calificada que fuera la mano de obra, tendía a mantenerse al mínimo de subsistencia y se expresaba en pagos en vestuario y alimentación (Grez 2007 [1997]: 61). Aunado a lo anterior, a finales del siglo xviii todo ello también estuvo influido por las medidas liberalizadoras de la economía que fueron adoptadas por la Corona, que en el caso de ciertos sectores productivos como el manufacturero compuesto por obrajes textiles, astilleros, curtidurías, fundiciones y talleres metalúrgicos, redundará en la aceleración del proceso de protoindustrialización y división del trabajo por especialidades. El autor afirma, citando a Luis Vitale, que los propietarios de estas empresas exigían a las autoridades la supresión de las corporaciones que limitaban sus posibilidades de obtener mano de obra abundante y barata (Grez 2007 [1997]: 67). Ello marcaba un contraste fundamental con el trabajo hecho por encargo en los talleres, muchos de los cuales estaban situados en las mismas casas de sus dueños. Con dichos oficiales asalariados, así como el resquebrajamiento de los lazos simbólicos que ataban a maestros, menestrales y aprendices como un cuerpo, lleva a plantear que para comienzos del siglo xix las asociaciones gremiales pasaban por una fuerte crisis, que influía tanto en los procesos de formación de nuevos artesanos como en la examinación de quienes querían arribar al grado superior y también en la estabilidad del propio sistema artesanal, de modo que muchos menestrales llegaban a abandonar a sus maestros, concurrían a los talleres solo por temporadas o se instalaban autónomamente sin haber sido examinados. Asimismo, Alejandra Araya trabajando el problema de la vagancia detecta que un 21,5% de los casos que revisa (sobre un total de 171) correspondía a hombres que ejercían ocupaciones en lo que ella llama “artes y oficios”. Entre estos, carpinteros y zapateros representan en conjunto un 49% del total. En sus declaraciones muchos de los ellos declararon, al igual que los peones del sector agropecuario, una doble ocupación, a la vez que parte importante de los mismos eran aprendices.3 Los oficios más comunes,

3   A este respecto Jorge Rojas Flores señala que se podía ingresar como aprendiz por tres vías: voluntariamente, conducido por los padres o tutores del candidato o por disposición de un juez, lo que generalmente operaba en el caso de niños huérfanos, vagos o abandonados. De cualquier modo el aprendiz tenía que permanecer 30 días en casa de

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constituidos por herreros, sastres y zapateros, según lo que analiza esta autora, podían caracterizarse como grupos que deambulaban −algo muy común entre los sectores populares chilenos, de donde la mayoría de los artesanos procedía−, los cuales recorrían los campos ofreciendo sus servicios, lo que tampoco es extraño dada la dispersión espacial de la población chilena y era, al parecer, una muestra más de la situación crítica por la que pasaban los oficios urbanos (Araya 1997: 12). Esa misma crisis es la que analiza Armando de Ramón, quien si bien hace una historia general de Santiago, en ella los sectores artesanales casi no se mencionan (sobre todo aquellos maestros que tenían su tienda en las calles de la traza de la ciudad). Al referirse a la sociedad santiaguina en el cambio de siglo entre el xvii y el xviii solo hace referencia a la élite, mientras que ciertos sectores artesanales no aparecen en el horizonte de estudio del autor. De Ramón retoma el conflicto de los zapateros trabajado varias décadas antes por Eyzaguirre, aunque su preocupación no eran las peticiones de los maestros por bajar el arancel, sino los problemas de orden público que creaban quienes fuera de toda regulación vendían sus zapatos y chinelas extramuros de la ciudad o en la plaza mayor de la misma al caer la noche, a menores precios que los maestros establecidos y cuyo mercado eran los pobres urbanos y rurales. Tal discusión, por lo demás muy puntual, puede considerarse un intento de comenzar a desentrañar la conformación de los sectores urbanos populares dieciochescos, pero no pasa más allá, aunque aporta al menos un dato interesante, cual era que los oficiales mecánicos eran pobres, vivían extramuros de la ciudad y no podían mantener una tienda pública (De Ramón 2000: 97). Ello podría poner en la palestra la discusión respecto de la conformación social interna del artesanado chileno, como también podrían hacerlo los datos que recoge Araya; sin embargo, De Ramón no avanza en esa dirección y más bien introduce a estos oficiales en el conjunto de lo que se ha llamado la “plebe urbana”, un tema que ha sido trabajado por otros autores más bien desde el punto de vista del conflicto entre esta y la élite o el patriciado chileno (León 1998: 47-75, 2000: 183-194, 2002: 61-94, 2005: 337-368, 2007: 67-90).

su maestro con el fin de fijar el tiempo de aprendizaje, que oscilaba entre cuatro y ocho años y, una vez ingresado, quedaba obligado a permanecer allí aunque lo hubiera hecho voluntariamente. En caso de deserción era obligado a regresar, a menos que el maestro hubiera fallado en el cumplimiento del proceso de formación, lo que debía ser acreditado ante un tribunal (2010: 76).

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Tal crisis, significada ahora desde la disolución del sistema gremial así como antes lo fue desde la disputa por el honor y la inserción de los sujetos de casta dentro de las artesanías, tuvo, según varios de los autores citados, un intento de solución desde la acción de la Corona que, por una parte, declaró que las artes mecánicas no eran oficios viles y, por lo tanto, sus cultores podían reclamar honor para sí; y de otra, que en 1797 se creó la Real Academia de San Luis, una escuela técnica que daba clases en horario vespertino y en la cual se enseñaba dibujo lineal, geografía y otra serie de conocimientos técnicos cuyo fin era mejorar los oficios artesanales. Dicha academia fue puesta a cargo de Manuel de Salas, uno de los intelectuales más influyentes de principios del siglo xix y también uno de quienes opinaba que el trabajo de los maestros chilenos era burdo y poco elegante, imagen que ha dominado la visión de las artesanías chilenas al menos hasta la publicación del libro de Eugenio Pereira Salas antes referido, que sin caer en las exageraciones de Márquez de la Plata respecto de los muebles, ofrece una visión ponderada de las obras y de la actividad de los artífices (Pereira 1965). De más está decir que no se han evaluado historiográficamente los logros, si es que los hubo, de la Real Academia de San Luis, la cual más bien se ha concebido como un antecedente de la Escuela de Artes y Oficios, creada en 1849. Nuevamente tendrían que pasar algunos años para que los historiadores chilenos retomaran el estudio de los artesanos y, en un fenómeno que he comprobado continuamente en estas páginas, persiste el hecho de que su presencia en tales estudios aparece subsumida en procesos más amplios que los incluyen muchas veces de modo tangencial. Sin embargo, ello no obsta para que aun con cierta dificultad al hacer un ejercicio sintético se pueda ir configurando una imagen histórica de los menestrales coloniales más sólida cada vez, al mismo tiempo que más compleja, pero todavía carente de una integración efectiva que ya no solo brinde representaciones puntuales sino que permita reconstituir sus procesos históricos de manera más global o inclusiva. Serán ahora posturas nacidas de una nueva historia política, así como de perspectivas socioculturales, las que van a hacerse presentes. En ese sentido, Jaime Valenzuela, al trabajar las proclamaciones reales borbónicas en Chile, manifestó que en ellas aparecieron con fuerza los gremios artesanales, encargados de parte de la decoración y la organización de algunos de los eventos complementarios a la proclamación, con lo que las liturgias políticas que se desplegaban cada vez que los funcionarios y autoridades monárquicas organizaban un acto público como las proclamaciones, el cumpleaños del rey o

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la celebración de un parlamento con los indígenas de guerra se ampliaron como espacio de integración festiva, el cual, durante el siglo anterior se había mantenido restringido a dichas autoridades, la Iglesia y la élite, incorporando al artesanado urbano en el marco de la identidad sociocorporativa vigente en el Antiguo Régimen.4 Desde el punto de vista de los artesanos, ello les dio la oportunidad de mostrarse ante las autoridades monárquicas como un cuerpo, y uno leal, organizado y formal, el cual fue ampliando su participación con más gremios a medida que avanzaba el siglo xviii, participación que interesaba sobremanera a aquellos, como los plateros, a quienes interesaba mostrarse prósperos, decentes y distintos de los sectores populares, identificados con el delito y la marginalidad, como antes se ha visto (Valenzuela 2005: 61-65). Lo anterior, inmediatamente lleva a otro problema, que es el de la identidad corporativa e individual de los artesanos coloniales, quienes vivían inmersos en una serie de relaciones que cruzaban su pertenencia a algún oficio y gremio, su grupo étnico o racial y su realidad económica y material, lo que debía complementarse con sus pretensiones individuales y grupales. En dicha identidad un factor que ahora surgía, aunque probablemente venía de antiguo y necesita ser investigado más profundamente, era la posibilidad de que estos rescataran para sí y su familia honor y prestigio social. En tal sentido, Verónica Undurraga plantea que durante el siglo xviii se desencadenaron profundas y lentas mutaciones que permitieron la existencia de vías de promoción económica y social de sujetos antes relegados a la base de la pirámide social, al mismo tiempo que se generaron dinámicas defensivas de las elites destinadas a mantener las distancias y las barreras estamentales. En ese contexto, el desarrollo de disputas por honor pone en evidencia un área gris, donde las categorías no eran absolutas y ciertas prerrogativas podían ser negociadas. Quienes se manifestaron expertos en ello fueron precisamente los artesanos (Undurraga 2007: 54). Estos en vez de optar por defenderse de las ofensas en plena calle y armados con cuchillos u otras armas, en lo que Undurraga denomina expresiones propias de lo que llama honor agonal propio de los sectores populares y muestra ostensible de masculinidad, lo hacían a través de la presentación de querellas ante los tribunales, donde hacían todo lo posible por mostrarse como personas con domicilio fijo y conocido, con una entrada económica más que suficiente para vivir decentemente e integrados en gremios, cofradías u otras 4

  Sobre la ritualidad política en Chile, véase Valenzuela (2001, 2014).

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instituciones y, por lo tanto, como sujetos de honor, aunque este era distinto al aducido por la élite y se basaba en valores burgueses entre los que se contaba el trabajo responsable y la bonhomía (Undurraga 2013). Dichos aportes, si bien reconocían la variedad interna de los artesanos coloniales, no solo en lo referido al ejercicio de oficios a veces muy distintos entre sí, sino también en cuanto al acceso al prestigio social y a la prosperidad económica que debía acompañarlo y sostenerlo, dejaban de lado o solo mencionaban un elemento que paulatinamente se ha ido mostrando como importante, aunque no suficientemente trabajado para todo el espectro social colonial, cual es el factor étnicorracial, es decir, el grupo de procedencia de los menestrales, pues si bien las artesanías estaban abiertas a quienes quisieran o pudieran formarse en ellas sin importar el origen étnico como antes se señalara, no era lo mismo ser un platero español que uno mulato o negro, como tampoco lo era ser un curtidor rural indígena. Por lo anterior es que distintos investigadores se han preguntado el papel que desempeña el ejercicio artesanal en las estrategias vitales de los sujetos coloniales, sobre todo de aquellos que pertenecían a los sectores menos favorecidos de la sociedad colonial, por ejemplo, los esclavos o las castas.5 Así, Claudio Ogass, al trabajar lo que denomina las estrategias de manumisión de los esclavos de la primera mitad del siglo xviii señala que para estos, especialmente en el caso de los varones, la adquisición de un oficio o el ejercicio de un trabajo fuera de la casa de sus amos les proporcionaba no solo el acceso a la calle, sino capacidad de ahorro, pues muchas veces lograban mayores remuneraciones que aquellas que debían entregar a sus dueños; asimismo les brindaba autonomía y una excelente oportunidad de extender sus vínculos sociales, en un momento en que Santiago experimentaba un crecimiento urbano hacia los arrabales, donde era posible encontrar sitios baratos para comprar o simplemente ocupar, y con ello, además, independizarse residencialmente (2009: 155). Por su parte, Celia Cussen reconstruyó parte de la vida un esclavo procedente de Guinea llamado Miguel de Marigorta, quien había adquirido el   Para un periodo anterior al estudiado en estas páginas, véanse los trabajos de Emma de Ramón, quien en uno de ellos reconstituye la vida de tres artesanos en Chile a fines del siglo xvi y principios del xvii, de los cuales uno era español y los otros dos, mestizos; mientras que otro lo dedica a explorar, a través de archivos notariales, la presencia de artesanos negros, mulatos y pardos en Santiago colonial para la misma temporalidad (2004: 95-112; 2006: 59-82). 5

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oficio de zapatero y el que luego de liberado por vía testamentaria en 1725 y gracias a su esfuerzo en hacerse una clientela y conseguir abrir una tienda pública había logrado un importante grado de inserción social, traducida en una red de vínculos, deudas y acreencias, además de un correlato material que expresaba su posición en la sociedad santiaguina, que Cussen concibe como relativamente tolerante, lo que se habría visto facilitado por la disposición a la integración que esta autora atribuye a Marigorta (2009: 120-121). Por lo que a nosotros toca, el estudio de las milicias de pardos y morenos libres de Santiago durante la segunda mitad del siglo xviii y más tarde en el proceso de independencia de Chile nos llevó a preguntarnos quiénes, por su condición etnorracial en principio, conformaron estos cuerpos armados. La respuesta fue precisamente que parte importante de los mismos eran artesanos negros o afrodescendientes libres, de lo que partían nuevas interrogantes, pues las milicias, al ser cuerpos cívicos no contaban con financiamiento de la Corona y, por lo tanto, sus integrantes debían adquirir sus uniformes, armas, fornituras y estandartes, lo que implicaba que al menos parte de ellos debían tener entradas económicas suficientes para hacerlo. La pregunta más relevante era por qué estos hombres se hacían milicianos y, más aún, por qué muchos de ellos continuaban sirviendo por décadas en estos cuerpos y su respuesta es que, efectivamente como se había planteado para México y para otras regiones americanas, la participación miliciana aumentaba su prestigio frente a las autoridades, los situaba como leales súbditos de la Corona y les entregaba beneficios y exenciones, como lo era el fuero militar.6 Efectivamente entonces, las milicias se habían constituido como eficientes medios de integración social para los artesanos mulatos, así como lo eran para quienes pertenecían a otros grupos etnorraciales coloniales y particularmente para los que estaban en un proceso de ascenso social personal o grupal (Contreras 2006: 93-117, 2011: 51-89). No obstante, más allá del ámbito militar había que interrogarse por el conjunto de relaciones que estos sujetos habían establecido para conseguir elevar sus niveles de consideración social, pues lo castrense era una expresión de ello, pero no podía ser lo único ni era autónomo de otros, por lo tanto, en un par de trabajos nos preguntamos por los contextos específicos en que estos sujetos se movían, descubriendo que muchos se emparentaban con miembros de otras familias artesanas y con fuerte presencia de milicianos en ellas y en las cuales, si bien la mayoría era de afrodescendientes, ello no era exclusivo; parti6

  Sobre estos planteamientos para México, véase Vinson III (2001).

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cipaban de las mismas cofradías donde varios aparecieron como mayordomos y apoderados; en sus respectivos oficios otros tantos figuraban como maestros mayores. Más allá de su especialidad laboral, pugnaban por adquirir bienes muebles e inmuebles, vestirse con ropa considerada decente, mantener un taller o una tienda bien provistos de herramientas e instrumentos de trabajo y formar a sus hijos como artesanos o pequeños comerciantes e, incluso, pugnaban porque algunos de sus vástagos fueran aceptados en órdenes religiosas, aunque fuera entre las monjas de velo blanco o los hermanos legos. En suma, parecían llevar adelante una apuesta social grupal con ciertas características identitarias que se afirmaban en su inserción militar y de cofradía, su prosperidad económica y sus relaciones con los altos funcionarios de la Corona (Contreras 2013: 43-74, 2014a: 20-33). Dicha apuesta, sin embargo, fracasó cuando Chile se independizó, pues tanto para ellos como para el conjunto de los artesanos las condiciones sociales, culturales y económicas cambiaron, al menos desde lo institucional, de manera abrupta, pues los antiguos grupos etnorraciales coloniales, si alguna consideración habían logrado ganar o algún privilegio les concedía la ley, estos ya no operaban en la nueva “comunidad imaginada” de ciudadanos que inauguró la república chilena. Esto afectó al conjunto de los artesanos que en la década de 1820 vieron abrirse a las manufacturas extranjeras el mercado chileno, lo que bajó fuertemente el consumo de su producción, inaugurándose una nueva crisis que llevará a que en pocas décadas las características del artesanado chileno cambiaran para siempre y ello dentro del contexto de los procesos de ciudadanización y participación popular, que es en lo que se concentrará la historiografía dedicada a ellos para el siglo xix (Romero 1978; Salazar 1991: 180-231; Gazmuri 1998 [1992]: 47-56; Grez 2007 [1997], 1998: 89-99; Illanes 2003: 264-272). Consideraciones finales La historiografía de los artesanos coloniales ha desarrollado una historia en fragmentos. Indudablemente hoy se sabe mucho más de ellos, sus familias y sus actividades económicas, sociales y políticas que cuando Márquez de la Plata, Álvarez y Eyzaguirre escribieron sus trabajos, pero aún es una historia hecha de retazos. La pregunta entonces es por dónde seguir, pues si bien en pequeña o gran medida todos los textos que se han revisado han logrado am-

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pliar el conocimiento de los menestrales chilenos y algunos han brindado pistas o han abierto caminos de investigación, también es correcto afirmar que hay una serie de procesos e incluso de sujetos que esperan por su inserción en esta historia. Ello no está exento de dificultades, incluso cuando los artesanos formaron parte de los sectores populares y medios coloniales, que muchos de ellos eran indios, mestizos y castas, que participaron secundariamente de la vida política de la colonia chilena y que todo ello afecta su presencia en los repositorios documentales chilenos así como en aquellos, como el Archivo General de Indias, que resguardan documentación procedente de Chile. Tomando en cuenta lo anterior es que se puede comenzar a concluir que para seguir esta historia, llenar al menos algunas de sus aporías y profundizar en los procesos ya reconstituidos, así como en la vida de algunos de estos sujetos, se necesitan nuevas estrategias de investigación y “nuevas” fuentes o, para decirlo de otra manera, documentos cuya consulta en general se ha orientado a otros fines. Entre ellos los más decidores serán los archivos de escribanos y notarios, pobremente catalogados en Chile como probablemente lo están en muchas otras partes de América, que en su interior no solo guardan testamentos y codicilos de artesanos y de sus mujeres e hijos, sino que también contienen fundaciones de cofradías, poderes de cobro, préstamos, constituciones de compañías comerciales y de explotación de bienes, contratos de trabajo y actuaciones de los gremios. Estos son documentos puntuales, quizás solo un pálido reflejo de los que alguna vez se firmaron, pero al hacer una revisión detallada de dichos repositorios documentales permiten, como han permitido, ir encontrando a estos sujetos y sus organizaciones, así como estableciendo relaciones económicas y sociales. Por otra parte, los archivos judiciales tanto civiles como criminales han sido fuentes ricas para encontrar a los artesanos, bien porque uno de ellos introducía una querella por injurias, disputaba una herencia o era acusado de algún delito; mientras que otros aparecen en calidad de testigos en algunos casos porque formaban parte de un grupo de milicianos que rondaban la ciudad o en su defecto porque eran vecinos del barrio en donde sucedieron los hechos objeto de la persecución judicial. Como estas, las alternativas son prácticamente infinitas, pero tras ellas se esconden nombres y relaciones familiares que bien se pueden buscar en los archivos parroquiales, en donde cada matrimonio, bautismo o defunción deja registros de testigos, padrinos, padres y madres. Estos son nuevos fragmentos, pero tienen como diferencias con otros que apuntan directamente a los sujetos y, si bien hay mediatizaciones y estructuras

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legales o burocráticas que se despliegan con sus propias lógicas sobre ellos, asimismo permiten arribar a una historia más rica en detalles, sutilezas y complejidades. Muchas preguntas quedarán sin responder como no se han podido contestar antes, por ejemplo el efectivo nivel de formalidad de los gremios chilenos, de los que al parecer no quedan registros que permitan arribar a su historia, pero aun así con nuevas preguntas y con una lectura más acuciosa de estas y otras fuentes, entre las que se cuentan los registros administrativos contables, se podrá revisitar la historia de los artesanos coloniales del siglo xviii y sus sucesores de la centuria siguiente. Bibliografía Álvarez Urquieta, Luis (1933): La pintura en Chile durante el periodo colonial. Santiago de Chile: Academia Chilena de la Historia. Araya Espinoza, Alejandra (1997): “Trabajo y mano de obra en el valle central de Chile en el siglo xviii: un acercamiento desde el problema de la vagancia”. En: Última década, 6, pp. 1-20. Barros Arana, Diego (1886): Historia Jeneral de Chile. Tomo VI. Santiago de Chile: Rafael Jover Editor. — (1999) [1886]: Historia General de Chile.Tomo V. Santiago de Chile: Editorial Universitaria/Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos. Contreras Cruces, Hugo (2006):“Las Milicias de pardos y morenos libres de Santiago de Chile en el siglo xviii, 1760-1800”. En: Cuadernos de Historia, 25, pp. 93-117. — (2011):“Artesanos mulatos y soldados beneméritos: El batallón de Infantes de la Patria en la guerra de Independencia de Chile, 1795-1820”. En: Historia, 44, I, pp. 51-89. — (2013): “Oficios, Milicias y Cofradías. Éxito económico, prestigio y redes sociales afromestizas en Santiago de Chile, 1780-1820”. En: Revista de Historia Social y de las Mentalidades, 17, 2, pp. 43-74. — (2014a): “Contextos sociales y culturales de un pintor mulato a principios del siglo xix”. En: Natalia Majluf (ed.), José Gil de Castro. Pintor de Libertadores. Lima: Museo de Arte de Lima, pp. 20-33. — (2014b): “Historia e historiografías de lo colonial en Chile, 1990-203”. En: Álvaro Góngora (ed.), 25 años de historiografía chilena. Análisis de una disciplina. Santiago de Chile: Ediciones Universidad Finis Terrae, pp. 7-136. — (2015): “Historia e historiografías de lo colonial en Chile, 1990-2013”. En: Álvaro Góngora (coord.), Anatomía de una disciplina. 25 años de historiografía chilena. Santiago de Chile: Ediciones Universidad Finis Terrae, pp. 7-141. Cussen, Celia L. (2009): “La ardua tarea de ser libre: manumisión e integración social de los negros en Santiago de Chile, 1565-1792”. En: Celia Cussen (ed.), Huellas de

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EL TALLER DEL ARTESANO: ESPACIO PRODUCTIVO Y RELACIONES SOCIALES EN EL MONTEVIDEO DE LA PRIMERA MODERNIZACIÓN (1870-1914). UNA PERSPECTIVA DESDE LA PRODUCCIÓN HISTORIOGRÁFICA Y SUS “CUENTAS PENDIENTES”

Alcides Beretta Curi Centro de Estudios Interdisciplinarios Latinoamericanos “Profesora Lucía Sala”Universidad de la República, Montevideo Los estudios sobre el artesanado en la América Latina remiten a una categoría que Clara E. Lida define como “formas de trabajo y modos de producción previos a la revolución industrial y propios de las corporaciones gremiales del antiguo régimen” (Lida 1998: 68). El caso y periodo histórico que analizo escapa un tanto a esta caracterización ya que, en la segunda mitad del xix, un sector creciente de los talleres de Montevideo se presenta como un conjunto de pequeñas unidades cuyos titulares se reconocen como emprendedores en un mercado capitalista.1 La breve historia colonial de Uruguay –Montevideo fue fundada a comienzos del siglo xviii– y la lenta ocupación del territorio –permanentemente disputado a la Corona española por la portuguesa– no permitieron la consolidación de estructuras económico-sociales sustentadas en el trabajo in La historiadora Lucía Sala acuñó el término “burguesía pequeña” –diferente de “pequeña burguesía”– para identificar a este sector de propietarios de talleres que “despegaba” de sus orígenes asalariados y que, en su mayoría, no llegó a constituir una fracción de la burguesía industrial. El concepto fue parte de las discusiones teóricas en el seminario de investigación que desarrolló en el CEIL entre los años 1998-1999. 1

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dígena, no se otorgaron títulos de nobleza y los territorios que luego conformaron Uruguay eran una gran pradera con muy baja densidad de población. Durante la colonia, la organización gremial fue muy débil –y limitada prácticamente al puerto de Montevideo–, de modo que los primeros gobiernos constitucionales no tuvieron necesidad de desmontar una estructura corporativa como sucedió en España y las nuevas repúblicas latinoamericanas. En síntesis, el artesanado uruguayo presenta una marcada singularidad en América Latina. Breve relación sobre el tema en la historiografía uruguaya La historiografía uruguaya del siglo xix, al igual que la latinoamericana, reveló un marcado interés por la historia política –encarnada en héroes y caudillos–, la formación del Estado y de los partidos políticos. Cuando se abrió al tratamiento de otros temas, no incluyó el artesanado ni a los trabajadores que, como sujeto histórico, serían objeto de estudio más tardío. En su historia sobre Uruguay −libro estructurado sobre el eje cronológico de las sucesivas presidencias−, Eduardo Acevedo aporta información importante sobre los trabajadores, condiciones de vida, salarios, protestas y huelgas, sus primeras formas de organización. Si bien esa información es breve, fue resultado de la compulsa de muy diversas fuentes, principalmente de la prensa de época. No obstante, el autor no configura el tema en sí ni permite seguir su desarrollo: el mundo del trabajo, los trabajadores, sus reivindicaciones y luchas son presentados como datos secundarios de un proceso histórico general (Acevedo 19331934). Del mismo modo, diversas obras posteriores han incorporado registros del mundo del trabajo, la actividad artesanal o la incipiente industria, pero sin ocupar centralidad en sus estudios. Jorge Grünwaldt Ramasso, en el periodo comprendido entre la constitución del Estado uruguayo (1830) y la Guerra Grande (1839-1851), considera aspectos de la vida material en Montevideo, con breves referencias a algunas actividades artesanales (Grünwaldt 1970). La crisis de Uruguay y la renovación de los estudios históricos La crisis del modelo industrialista hacia fines de la década de 1950 y la crisis política posterior (1968-1973) generaron el incremento de las luchas

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sociales, a la vez que fueron un poderoso acicate que impactó sobre la literatura y los estudios históricos.Varios autores encararon trabajos más ambiciosos sobre los obreros y el desarrollo de las ideas socialistas, como los realizados por Carlos Rama sobre el utopismo, las luchas y el proceso de organización de los trabajadores en la América Latina (1976, 1977, 1990), y un pionero tratamiento del caso uruguayo (1972). La renovación de los estudios históricos desde la década de los sesenta abrió espacio para nuevos análisis y problemas. La Facultad de Humanidades y Ciencias (creada en 1945) operó en esa década como el principal centro de formación de historiadores. También da cuenta de este proceso la formación del grupo “Historia y Presente”, integrado por los historiadores Juan Antonio Oddone y Blanca París de Oddone, Roque Faraone, Benjamín Nahum, José Pedro Barrán, Julio Millot, Luis Carlos Benvenuto, Lucía Sala de Tourón, Julio C. Rodríguez y Nelson de la Torre. No obstante, los aportes renovadores de estos historiadores no incluyeron el mundo del trabajo como un “nuevo” objeto de estudio en su producción. La extensa obra de José Pedro Barrán y Benjamín Nahun sobre el Uruguay rural (1967-1978) −que inició en ese contexto− dio lugar a los problemas sociales que introdujo la primera modernización, obra donde no faltan las referencias al programa industrialista, pero los autores no ingresan en la dimensión social urbana y sus problemas.2 La relación estrecha entre artesanado, industria e inmigración europea remite, obligadamente, a la obra de Juan Antonio Oddone, iniciador de los estudios históricos sobre la inmigración en Uruguay. El trabajo que realizó en archivos europeos −que completó con otras fuentes uruguayas−, le permitió rastrear las raíces regionales y los problemas económico-sociales de la Europa mediterránea que determinaron la emigración, emigración que aportó numerosos artesanos y obreros al Río de la Plata. Oddone incluyó algunos aspectos de Uruguay de la primera modernización, en la que no estuvieron ausentes informadas referencias a los sectores populares (1965; 1966a; 1966b; 1967). Oddone fue un renovador de los estudios históricos y figura principal en la formación de una nueva generación de investigadores desde sus seminarios de la Sección de Historia de la Cultura, donde “no solo los temas eran 2   Los autores dedicaron un tomo a la problemática social surgida tras el alumbramiento de las estancias y la expulsión de la mano de obra excedentaria, que se expresó en la guerra civil de 1904 (Barrán/Nahum 1972: tomo IV).

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nuevos, también era renovada la forma de trabajo” (Rodríguez 2012: 313). En el seno de este seminario iniciaron líneas de investigación varios historiadores considerados en este artículo (Óscar Mourat, Silvia Rodríguez Villamil, Graciela Sapriza, Raúl Jacob, Adela Pellegrino, Alcides Beretta Curi). La irrupción de la corriente marxista La historiografía marxista tuvo un breve desarrollo, si bien sus aportes fueron ricos e importantes, su irrupción tuvo por contexto la crisis de Uruguay de finales de la década de 1950 y buscó aportar –desde el estudio del pasado− a la comprensión de algunos problemas estructurales de larga duración, como el peso del latifundio ganadero y la gravitación de los terratenientes y la burguesía mercantil-financiera. Estuvo precedida por la labor de Francisco Pintos −principal iniciador de esta corriente historiográfica−, con varios trabajos publicados y en los que persiguió el objetivo de reinterpretar la historia de Uruguay a partir de la producción historiográfica precedente (1966). Su obra más importante fue una historia del movimiento obrero (1960), en la que recurrió a diversas fuentes (prensa obrera y documentación sindical sin referenciar). Constituye un primer aporte original sobre los sectores subalternos, centrándose en su organización gremial y la constitución de las principales centrales sindicales. Las preocupaciones del autor apuestan a una caracterización del proceso creciente de concientización y organización de los trabajadores, y son muy generales las referencias a sus condiciones de vida y al mundo del trabajo. El equipo de investigación integrado por Lucía Sala de Tourón, Nelson de la Torre y Julio Rodríguez realizó un trabajo minucioso en archivos, incluyendo aspectos sustanciales de la historia agraria uruguaya durante la colonia, el ciclo de la revolución de independencia y las primeras décadas del Uruguay independiente. En relación al tema aquí analizado, al considerar el periodo colonial, los autores analizaron la producción en el medio urbano, el desarrollo del saladero y la producción artesanal. Al respecto, precisaron que si bien los artesanos no fueron numerosos y la mayoría no quedó encuadrada en gremios, gozaron de cierto bienestar y dispusieron de recursos propios. Incluso los esclavos con conocimiento de oficios y taller encontraron la posibilidad de ahorrar y comprar su libertad. Sin embargo, no fue objetivo de este emprendimiento historiográfico desarrollar un estudio sobre el mundo

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del trabajo (1967). Sala de Tourón, Rodríguez y De la Torre constituyeron el grupo “Praxis”3 y, desde allí, Sala alentó el estudio de la clase obrera y del movimiento sindical, tarea incipiente que fue desbaratada por el exilio de su promotora cuando el golpe de Estado cívico-militar de junio de 1973. En una investigación posterior, Lucía Sala y Rosa Alonso Eloy analizaron las primeras décadas del Uruguay independiente (1830-1851).4 Las autoras se detienen en los beneficios que generó un breve momento de paz luego de la independencia, apreciable en el incipiente movimiento inmigratorio europeo y el crecimiento de la actividad comercial, acompañado por la demanda creciente de un mercado interno que se expandía. Rápidamente proliferan pequeños talleres a cargo de artesanos-inmigrantes (italianos, franceses y españoles), a la vez que algunos concretaron instalaciones de mayor porte (fábrica de velas y jabones, los ya tradicionales saladeros). Este nuevo paisaje urbano sería afectado por una prolongada guerra (1839-1851) que de nacional devino regional e internacional, y afectó muy seriamente la producción del país. El estudio presenta una caracterización general del sector artesanal, pero como un aspecto de la amplia temática de la obra y no incluye un tratamiento particular del mundo del trabajo, el taller, las técnicas u otros temas vinculantes (Sala de Tourón/Alonso 1986, 1991). Desde una perspectiva similar a la de Pintos, a inicios de la década del setenta, Julio A. Louis se propuso una reinterpretación del Uruguay de José Batlle y Ordóñez, pero sin recurso a la investigación ni aportes sustantivos respecto a los trabajadores y sus organizaciones (Louis 1972). Historia y militancia política La historia de los trabajadores, las corrientes ideológicas y estrategias de sus luchas, las organizaciones por rama y la formación de las centrales han sido el interés de varias obras de corte historiográfico, y de otras escritas desde la experiencia y memoria sindical. Estas publicaciones tuvieron la virtud de presentar un tema que, hasta el momento era ajeno al campo de la investigación histórica,

3   El grupo Praxis estuvo integrado, además, por los investigadores Rosa Alonso, Raúl Jacob, Silvia Rodríguez Villamil, María del Carmen de Sierra y Selva López. 4  Redactado entre 1972-1974, el material fue parcialmente confiscado durante la dictadura y recién fue publicado en los años siguientes al retorno de Lucía Sala a Uruguay.

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e intentaron una síntesis con fines didácticos y de divulgación (D’Elía 1969),5 o respondieron a las necesidades políticas y sindicales de los años previos al golpe de Estado de 1973, y no fueron producidas en el ámbito académico ni por historiadores. Por otra parte, la mayoría de estas obras no se centran en el siglo xix, y las referencias al mismo fueron las imprescindibles para comprender las luchas sindicales en el siglo xx (Errandonea/Costabile 1969). La persistencia de una perspectiva política La personalidad y obra del presidente uruguayo José Batlle y Ordoñez6 y la fuerza política que lideró −el batllismo− marcaron profundamente a Uruguay debido a los cambios asociados a su liderazgo, lo cual se proyectó en el desarrollo de una historiografía donde la historia política y la persona de José Batlle y Ordóñez ocuparon un lugar central.

Manifestación de trabajadores en Montevideo (1905) Fuente: Archivo Nacional de la Imagen del Sodre.

  Década y media más tarde, Germán D’Elía asociado con Armando Miraldi retomó el tema en Historia del movimiento obrero en el Uruguay. Desde sus orígenes hasta 1930 (1985). 6  José Batlle y Ordoñez (Montevideo, 1856-1929), pensador, polemista y político, fundador del diario El Día, fue presidente de la república en dos ejercicios (1903-1907 y 1911-1915). Su personalidad y su programa dominaron la escena política hasta su muerte, dando origen a un movimiento político, el batllismo. Su gestión presidencial está asociada a la instauración de una república democrática, una temprana legislación social, la extensión de la enseñanza, un ambicioso programa de nacionalizaciones y estatizaciones, la profundización de la secularización, entre otras reformas. 5

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Esa perspectiva también se aprecia en la obra de los pocos historiadores extranjeros que se han ocupado de Uruguay. El sueco Göran Lindahl (1971) no ingresa en los aspectos sociales –pese a la importancia del tema en el programa del presidente– y el norteamericano Milton Vanger, si bien aporta interesante información sobre los trabajadores, sus luchas y organizaciones, esa información ocupa un segundo plano, funcional a la figura de José Batlle y Ordóñez y su obra (Vanger 1968; 1983). Una excepción fue el americano Robert J. Alexander, quien en su estudio sobre el movimiento obrero en varios países de la América Latina, al estudiar a Uruguay, considera los antecedentes de las primeras organizaciones de trabajadores surgidas en la década de 1860, la fundación del Partido Socialista y el peso del anarquismo hasta iniciado el siglo xx. Sin embargo, el mundo del trabajo, al igual que en otras obras contemporáneas, porfiadamente se mantiene ajeno a las preocupaciones historiográficas (2005). Una nueva historiografía La dictadura cívico-militar (1873-1985) intervino la universidad, expulsó a la mayoría de sus investigadores y clausuró la investigación histórica en su seno. Varios historiadores se exiliaron (Lucía Sala de Tourón, Juan Oddone, Blanca París de Oddone, Roque Faraone, entre otros); unos pocos conservaron su independencia de toda institución a través de becas de varias fundaciones, como José Pedro Barrán y Benjamín Nahum; y unos terceros encontraron un espacio para su desarrollo y para la formación de investigadores en varios centros de investigación7 que fueron surgiendo en esos años, con financiamiento de organismos internacionales y diversas fundaciones (Brunner/Barrios 1987). En este contexto se generaron varios proyectos de investigación que fueron plasmando en obras de referencia sobre el tema de este artículo. En otra de las grandes obras de la historiografía uruguaya −“Batlle, los estancieros y el imperio británico” (Barrán/Nahum 1979-1987)−, José Pedro Barán y Benjamín Nahun concedieron a los trabajadores urbanos un lugar

7  Destacaron por su labor los siguientes: Centro Latinoamericano de Economía Humana (CLAEH), Centro Interdisciplinario de Estudios sobre el Desarrollo-Uruguay (CIEDUR), Centro de Informaciones y Estudios del Uruguay (CIESU), Grupo de Estudios sobre la Condición de la Mujer en el Uruguay (GRECMU).

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privilegiado. El primer tomo analiza a la sociedad montevideana de la década de los noventa y los niveles de vida de los sectores populares. A partir del censo de 1908, los autores revisan y correlacionan las cifras alcanzando una aproximación más exacta de esos sectores, su adscripción urbana y condiciones de vida (1978). Raúl Jacob, Graciela Sapriza, Silvia Rodríguez Villamil y Alcides Beretta Curi reunieron en un libro varios artículos sobre el sector industrial, con referencias a los establecimientos y talleres, la primera asociación de talleristas e industriales (la Liga Industrial), el rol de la inmigración en la formación del empresariado industrial, la estructura de los establecimientos y la legislación proteccionista (1978). Raúl Jacob –uno de los pioneros en los estudios de historia económica de Uruguay y con una larga trayectoria en los estudios de empresa– realizó importantes aportes a los estudios sobre la industria uruguaya anterior a 1930, y en una síntesis sobre el sector, se detiene en algunos aspectos de la vida material de los trabajadores y características de los establecimientos fabriles (1981). Juan Rial hizo de los sectores populares objeto de su estudio en varios trabajos sobre alimentación y vivienda, a partir de la revisión de diversas fuentes –no únicamente estadísticas–, proyectos empresariales y filantrópicos, y el seguimiento de las políticas de Estado (1984; 1982a; 1982b). En tanto, el estudio de Carlos Zubillaga y Jorge Balbis aportó nuevas perspectivas respecto a la producción de las dos décadas anteriores, que habían respondido, más que a preocupaciones académicas, a una tarea militante. Zubillaga y Balbis realizaron el relevamiento de diversas fuentes de las que resultó un primer acercamiento a las condiciones de vida y los salarios, la informalidad del mercado laboral, así como las formas de organización de los trabajadores (desde el mutualismo a los sindicatos), presentándose como uno de los primeros estudios sistemáticos sobre el tema (Zubillaga/Balbis: 1985: tomo I; 1986: tomo II; 1988: tomo III; 1992: tomo IV). Posteriormente, Zubillaga ha ahondado en las formas de lucha del incipiente proletariado de Montevideo –tanto el mutualismo, los gremios y los primeros ensayos por crear entidades que los aglutinaran (1997)– así como en diversas expresiones de su cultura (2011). La apertura democrática y la reubicación del sindicalismo uruguayo en un nuevo sistema democrático generaron algunos trabajos ajenos al campo historiográfico, tanto en la academia, como el de Jorge Lanzaro (1986), o desde el campo de la política, como el de Enrique Rodríguez (1988), ubicándose ambos en un escenario contemporáneo.

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La obra de Yamandú González Sierra –interrumpida por una muerte temprana– incursionó en el proceso formativo de la clase obrera, su ideología, las condiciones de vida de los sectores populares y el uso del ocio a inicios del siglo xx (1986; 1996: 201-228; 1990; 1994). Contemporáneamente, Universindo Rodríguez realizó un estudio sobre los sectores populares, con fuerte impronta en las corrientes ideológicas y los procesos organizativos (1989; 1994). La inmigración europea está estrechamente vinculada al desarrollo de las actividades productivas urbanas que se expandieron y diversificaron (Rodríguez/ Sapriza 1983). Las posibilidades de ahorro que brindó la economía uruguaya durante las últimas décadas del xix e inicios del xx concurren a explicar el inicio de actividades independientes por parte de muchos asalariados, y ha sido uno de los temas privilegiados por el autor de este artículo (Berreta 1978; 1987; 1993; 1996; Berreta/García 1995). El tema está asociado a los desempeños de estos inmigrantes al frente de talleres y pequeñas empresas industriales, la formación de la mano de obra de reemplazo –la educación de los hijos–, la organización del taller y la renovación de las técnicas y destrezas individuales (Berreta 2001; 2003; 2011; 2014). Los estudios históricos sobre la mujer, y en particular los referidos a la mujer trabajadora, se desarrollan a partir de la década de 1980 y reconocen el papel de un centro de investigación, el Grupo de Estudios sobre la Condición de la Mujer en el Uruguay (GRECMU).Allí fueron pioneras las historiadoras Graciela Sapriza y Silvia Rodríguez Villamil con sus investigaciones sobre la irrupción de la mujer en diversas actividades productivas urbanas y su involucramiento en las luchas sociales de fines del xix y las primeras décadas del xx (Rodríguez 1983; Sapriza 1985; 1988; 1989).

Mujeres empaquetando tabaco en la fábrica “La Republicana”, del francés Jules Mailhos (aprox. 1910). Fuente: Archivo La Republicana.

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El artículo de Camou y Pellegrino (1992), a partir del estudio de un padrón y un censo para la ciudad de Montevideo, realiza importantes aportes sobre la realidad social de mediados del xix, rescata la presencia artesanal en una sociedad que aún conserva rasgos precapitalistas, e incorpora una importante información sobre la presencia femenina en las actividades productivas urbanas. Rodolfo Porrini es otro de los investigadores de referencia sobre los temas relacionados con la formación de la clase obrera y el mundo del trabajo. Si bien su aporte principal remite al siglo xx, en sus numerosas publicaciones no ha eludido un retorno a los orígenes del movimiento sindical a fines del xix (Porrini 2004; 2005; 2007; Porrini/García 2010)8. Por su parte, desde la historia económica, María Camou (1996) y Leonardo Calicchio (1996) avanzaron en temas relacionados con el trabajo y el salario, niveles de vida y canasta familiar de los trabajadores urbanos (Camou/Porrini 2006). Esta breve relación sobre el tema en la historiografía uruguaya ilustra suficientemente sobre el escaso interés que ha despertado, al menos hasta muy avanzado el siglo xx. Por otra parte, el ingreso tardío del tema en la agenda de trabajo de los historiadores privilegió aspectos relacionados con la organización sindical y las corrientes ideológicas que se debatieron en su seno. Corresponde a un tiempo relativamente reciente –concretamente las últimas tres décadas–, que el taller y el artesano, los trabajadores urbanos y el mundo del trabajo se posicionen, con creciente interés, como objeto de estudio por parte de los historiadores. Taller, artesanos, trabajadores y organizaciones: historiografía y cuentas pendientes La producción historiográfica de las últimas décadas reconoce importantes vacíos que, parcialmente, se esbozan como campos “visitados” recientemente y anuncian el desarrollo de nuevas líneas de investigación. En otros casos, y no son pocos, se señalan como tareas pendientes en el hacer de los historiadores sin que se avizore su tratamiento en un futuro inmediato. De este campo temático consideraré cuatro temas y problemas. 8  En un trabajo reciente, Porrini se remite al año 1900 en un interesante trabajo titulado “Formas asociativas de los asalariados y (posibles) tensiones entre clase obrera y artesanado en Montevideo del Novecientos” (2014).

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1. El nacimiento del taller: inmigración europea, salario, ahorro y capitalización Las vertientes formativas del capital para la instalación del taller forman una línea de investigación a privilegiar y profundizar. El surgimiento del taller luego de la constitución de Uruguay como Estado y, principalmente, desde la década de 1870, está asociado a flujos de inmigración europea con alta participación de artesanos, que revelan durante el periodo en consideración cierta capacidad de ahorro a partir del salario. Los estudios de Hatton y Williamson (1998) y de O’Rourke y Williamson (2006) brindan un marco adecuado, al reparar que los flujos migratorios se orientaron desde las áreas con sobre oferta de mano de obra y bajos salarios (Europa mediterránea) a las regiones con baja disponibilidad de mano de obra y salarios más altos (Estados Unidos, Río de la Plata, Brasil, Chile, Australia), entre fines del xix e inicios del xx. Los estudios de Luis Bértola (2000) sobre convergencia de salarios en cuatro países de Sudamérica (Argentina, Brasil, Chile y Uruguay), y los ya citados de Camou y Calicchio sobre salarios y canasta familiar para trabajadores urbanos de Montevideo en igual periodo se articulan con algunas fuentes de la época (Bordoni 1885), y permiten explicar el proceso de ahorro a partir del salario para algunos sectores de trabajadores urbanos con importantes niveles de cualificación y/o experiencia en el sector.

Retratos de dos empresarios exitosos: el francés Jules Mailhos (tabacos y cigarrillos) y el español Antonio Barreiro y Ramos (librería e imprenta). Fuentes: izqda. Archivo La Republicana; dcha. Archivo ex Librería Barreiro y Ramos S. A.

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Esta perspectiva de estudio sobre la actividad artesanal y de la mediana empresa industrial en Montevideo se ha sustentado en fuentes diversas pero acotadas (prensa, publicaciones industrialistas, varios archivos privados). Se hace necesario un tratamiento sistemático de otros dos recursos: a) los repositorios privados (archivos de empresas, archivos en manos de familiares luego del cierre del taller) para las diversas ramas de actividad; b) otras fuentes no utilizadas hasta el presente como los archivos notariales y que, en una primera exploración, han permitido ubicar información sobre establecimientos de carpintería, herrería, tabaco, imprentas y litografías. Esta fuente es principal para el estudio de aquellos talleres que incorporaron mano de obra asalariada y registraron procesos de acumulación (algunos de ellos transitaron hacia establecimientos fabriles).

Taller imprenta de La Nacional (hacia 1914) Fuente: Archivo ex Librería Barreiro y Ramos S. A.

Aún está pendiente la confección de series de larga duración sobre salarios en las distintas ramas de la actividad productiva urbana, así como un tratamiento más completo sobre canasta familiar, consumo y niveles de vida de los sectores medios y de los asalariados urbanos. La articulación de estos dos registros permitirá verificar la capacidad de ahorro de los inmigrantes que se instalaron en el sector artesano-industrial. Los censos y otros registros (patentes, contribución inmobiliaria, etc.) para la segunda mitad del xix, y la escasa información que ofrecen, hacen imprescindible la construcción de una base de datos –a partir de la prensa, registros corporativos, etc.– de los establecimientos artesanales e industriales. Estos registros deberían incluir al menos los siguientes datos: a) nacionalidad

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del fundador y sus antecedentes en el oficio; b) actividad laboral anterior a la instalación del taller, c) estimación del “ahorro” sobre el salario y monto del capital invertido; d) organización de la producción (secciones y división del trabajo si corresponde, herramientas, máquinas y técnicas aplicadas) y destino de la misma; e) registros de innovación; f) año(s) en que los establecimientos fueron reestructurados (edificios más amplios, incremento de mano de obra contratada, incorporación de máquinas, etc.) y si constituyeron el antecedente principal para la expansión de la empresa. La base de datos reuniría la información necesaria para una descripción y caracterización más afinada y real de la actividad artesano-industrial en el periodo considerado (1870-1914). 2. El taller como espacio de trabajo y relaciones sociales Resultaría de especial interés conocer el espacio de trabajo en el taller de fines del siglo xix e inicios del xx, al menos en dos dimensiones. La primera refiere al espacio y la organización del trabajo, los procesos productivos, las materias primas y productos sustitutos, las técnicas, el equipamiento en herramientas y máquinas. Atendiendo a la relevancia de la inmigración europea en el desarrollo de estas actividades, es evidente la necesidad de precisar el origen de esas técnicas, su adaptación local y su desarrollo posterior. Técnicas, habilidades manuales, materias primas, tienen sellos particulares que remiten a la geografía y la sociedad de origen de estos artesanos. Insertos en una nueva realidad, estos inmigrantes debieron “repensar” el taller para hacerlo funcional y viable en Montevideo. La investigación ha analizado estos problemas desde la exploración de fuentes editas9 –pero no ha sido un trabajo exhaustivo y metódico–, en tanto no se han utilizado otras, ya citadas, que pueden aportar sustantivamente a la investigación (archivos familiares, de empresa, corporativos). En segundo lugar, la investigación debe reparar en las relaciones sociales dentro del taller: tanto las relaciones de autoridad entre patrón y trabajadores, como las relaciones de horizontalidad entre estos últimos. En muchos talleres,  Durante el siglo xix, la actividad editorial fue importante en Montevideo y en algunas ciudades capitales de los departamentos. Diarios, periódicos, folletos son fuentes privilegiadas por la información que contienen, tanto en textos como grabados y fotografías. Desde fines de la década de 1880 se editaron varias publicaciones periódicas especializadas –Liga Industrial, Industria y Comercio, La Industria, entre otras– que contienen descripciones muy detalladas y precisas sobre talleres, herramientas y máquinas, procesos de elaboración de muy diferentes productos para el consumo. 9

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el personal presentaba cierta homogeneidad porque los patrones preferían contratar mano de obra de la región –pueblo, ciudad– o al menos de su país de origen por las afinidades culturales –inclusivas del trabajo–, buscando reproducir y usufructuar los beneficios generados en las tramas étnicas. No pocas veces propiciaban la llegada de familiares y vecinos, facilitando alojamiento y comida, y lo más importante para el inmigrante: trabajo. En no pocas oportunidades, el patrón fue garante de las deudas de viaje (pasajes, gastos iniciales de instalación, etc.), lo que le permitía obtener ciertas ventajas (condiciones más exigentes en el trabajo, mayor docilidad de los trabajadores ante situaciones abusivas).

Interior de la Herrería Artística y Fundición en Hierro y Bronce, del alemán Andrés Mang (hacia 1914). Fuente: catálogo “Talleres de Andrés Mang”, Montevideo, s/d, aprox. 1910

El patrón también medraba en las relaciones horizontales entre sus trabajadores castigando (trabajo a destajo, despido) o premiando (trabajo estable, amparo ante situaciones de crisis económica, mejores oportunidades, contratación de los hijos en el taller) a quienes eran más dóciles, permitiéndoles mejorar los ingresos familiares. Cuando los trabajadores provenían de pueblos, con bajos niveles de alfabetización y formación, y ausencia de experiencias organizativas para defensa de sus intereses, el patrón interactuaba con relativo éxito en las relaciones horizontales. Estas relaciones podían estar cargadas de tensiones entre los trabajadores, por competencias (diferentes niveles de cualificación, disposición ante el trabajo, productividad), rivalida-

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des personales fruto de aspiraciones encontradas en un escenario pequeño que no ofrecía grandes oportunidades. En este contexto, la formación de los primeros gremios de trabajadores afectó las relaciones horizontes. Cuando la cultura y experiencias de origen eran más desarrolladas, permitían a los trabajadores asumir niveles crecientes de independencia personal frente al patrón y constituirse como un cuerpo más exitoso en sus reivindicaciones. Esta situación explicaría que en la década y media anterior a la aprobación de las leyes que regularon el trabajo, en muchos talleres ya se habían conquistado estos derechos por la vía de los hechos. El problema merece una atención especial si se tiene en cuenta que la industria uruguaya se sustentó en la mediana empresa industrial y el taller artesanal. Es cierto que estos derechos arrancados en coyunturas especiales gozaban de la precariedad que otorga la ausencia de legislación al respecto. Indudablemente constituyó un antecedente y generó una base social para que el proyecto de legislación social impulsado por el presidente José Batlle y Ordóñez durante su segunda presidencia (1911-1915) plasmara en un amplio espectro de normas que daba satisfacción a las principales reivindicaciones de las clases trabajadoras urbanas: jornada de ocho horas, descanso semanal, indemnización por accidentes de trabajo, jubilaciones en el sector privado. A pesar de la importancia de estas dos dimensiones, las relaciones sociales al interior del taller –en el periodo anterior a 1914– es un tema escasamente visualizado y, consiguientemente, casi ausente en la historiografía uruguaya. 3. El taller como formador de mano de obra Si no hay duda del papel del taller en la formación de la mano de obra no es menos cierto que, al menos para Uruguay, es totalmente desconocido. Se reitera del inciso anterior la importancia de precisar el lugar de origen de los propietarios de talleres, porque el conjunto de saberes y prácticas fue trasplantado por los artesanos, quienes debieron adaptarlo a una sociedad diferente. La documentación en manos privadas no es escasa, a la vez que relativamente variada. A la vez, es importante distinguir la enseñanza práctica brindada al grupo familiar (particularmente a los hijos) respecto a los jóvenes aprendices: los primeros estaban en condiciones de acceder al conocimiento pleno del oficio; los segundos recibían una preparación más elemental y confinada a tareas específicas, que no implicaban necesariamente la comprensión global y cabal del proceso productivo.

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La deuda de la historiografía uruguaya con el tema trasciende el ámbito del taller y se extiende a los primeros centros de formación de mano de obra, como lo fueron la Escuela de Artes y Oficios (EAYO), fundada a fines de la década de 1870; la Universidad del Trabajo; la Escuela Industrial y las escuelas religiosas (en particular las de la orden salesiana) constituidas a inicios del siglo xx. La relación entre taller, empresa y EAYO constituye otro nudo temático débilmente tratado por la historiografía.10 4. La relación entre arte y taller Montevideo fue la capital del país, y también un puerto que controló, hasta fines del siglo xix el “comercio de tránsito” sobre un amplio hinterland (Uruguay, provincias argentinas sobre el río Uruguay, sur de Brasil y Paraguay). Se conformó en la ciudad una próspera burguesía mercantil y se registró un temprano desarrollo de las clases medias. La ciudad-puerto recibió importantes contingentes de inmigrantes, lo que estimuló la expansión urbana desde fines de la década de 1860. La actividad económica y financiera, más la especulación inmobiliaria en la década de 1880 fueron determinantes en la creación de barrios nuevos con emprendimientos edilicios para los sectores medios y las primeras iniciativas para la vivienda popular. En el espacio urbano se desarrolló una arquitectura costosa para atender las necesidades de la llamada “clase alta” que demandó un trabajo artesanal muy diversificado: herrerías y fundiciones de hierro y bronce; marmolerías; talleres de escultura en mármol y madera, y otros de trabajo en yeso; talleres de tratamiento del vidrio: vitrales, grabado sobre cristal; fabricación de cerámicas para revestimiento; “frentistas” (especializados en el tratamiento artístico de las fachadas de los edificios), y otras actividades afines. Los talleres requirieron artesanos muy competentes, con conocimientos en arte y diseño, para responder a las diversas corrientes artísticas que se expresaron en la arquitectura y artes anexas (art nouveau, arts & crafts, art decó, etc.). Numerosos artesanos y artistas egresados de centros de formación europeos de primer nivel radicaron en Montevideo, como fueron los casos de Arturo Marchetti, Angelo Somaschini y Godofredo Sommavila. Estos y otros talleres pertenecieron a artesanos con alta cualificación y también a artistas que aportaron sus prestigiosas firmas. Estos artesanos y artistas, así como   Entre los escasos trabajos merece mencionarse a Cristina Heuguerot (2002) y Alcides Beretta Curi (1996). 10

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sus talleres, no han sido objeto de estudio, pese a que fueron numerosos y, en conjunto, involucraron importantes dotaciones de trabajadores. Otro tanto sucedió con los talleres litográficos e imprentas artísticas que requirieron de artesanos con mayor cualificación. La actividad de estos talleres estuvo asociada a la presencia de artistas de paso o instalados en Montevideo. También ingresan en este rubro los talleres de grabado artístico como el que inició el italiano Tammaro para la realización de placas, monedas artísticas y medallas. 5. Otros temas pendientes La temprana conquista de algunas reivindicaciones de los trabajadores, completada con una legislación social avanzada, generó a inicios del siglo xx tiempos de ocio en varias ramas de la actividad artesanal e industrial. El tema provocó inquietud en los círculos dirigentes de las organizaciones sindicales –el peligro de la alienación, la frecuencia a la taberna y el alcoholismo, entre otros “peligros”– alentaron tanto una cultura en favor del contacto con la naturaleza, la vida familiar, las prácticas deportivas y también un empeño educativo tanto por la alfabetización como de una educación para los trabajadores. Al respecto, la investigadora Luce Fabbri abrió camino al estudio del “autodidactismo obrero” y la “universidad obrera” (1986-1993), entendida como el ámbito natural donde completar la formación de los trabajadores e involucrando a personalidades de la cultura. El taller y las formas asociativas de los patrones conforman otra línea a desarrollar. En 1888 se había fundado la Liga Industrial, asociación patronal integrada por propietarios de talleres artesanales y medianas empresas. Si bien estaban presentes varios individuos que representaban un embrión de burguesía industrial, la casi totalidad de los adherentes eran artesanos y talleristas. En distintos momentos, varios autores (Rodríguez Villamil, González Sierra, Beretta Curi) han incursionado en el tema, pero es aun extensa la agenda de problemas que esperan por su análisis: la relación entre cultura étnica y cultura de clase al interior de la Liga Industrial, las tensiones entre artesanos y pequeños industriales, las vertientes formativas de un primer “programa” sectorial previo a la creación de la Unión Industrial Uruguaya (1898), la relación entre artesanado e ideología, entre otros. Respecto a las relaciones sociales al interior del taller, está pendiente el estudio sobre la mano de obra familiar, con particular atención al papel de la

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mujer y al trabajo de los menores, tanto los aprendices, los menores asalariados y los hijos del patrón como mano de obra a disponibilidad del padre. Los estudios sobre las luchas del proletariado y sus formas de organización han dejado sin atención el papel de los artesanos y su fuerte penetración por el pensamiento anarquista en el Montevideo anterior a 1914. Indudablemente, se presenta a la historiografía uruguaya un vasto campo de investigación futura sobre el artesano y el mundo del trabajo. Su desarrollo se verá enriquecido a la luz de los estudios latinoamericanos y europeos sobre el tema –que cuentan con una más extensa y rica trayectoria– y por los debates teóricos y metodológicos que ellos vienen generando. Bibliografía Acevedo, Eduardo (1933-1934): Anales históricos del Uruguay. Montevideo: Casa Barreiro y Ramos S. A., 5 vols. Alexander, Robert J. (2005): A history of organized labor in Uruguay and Paraguay. Westport: Greenwood Publishing Group. Barrán, José Pedro/Nahum, Benjamin (1967-1978) Historia rural del Uruguay moderno. Montevideo: Ediciones de la Banda Oriental, 7 vols. — (1972): Historia rural del Uruguay moderno. Tomo 4: Historia social de las revoluciones de 1897 y 1904. Montevideo: Ediciones de la Banda Oriental. — (1979): El Uruguay del novecientos. Montevideo: Ediciones de la Banda Oriental. — (1979-1987): Batlle, los estancieros y el imperio británico. Montevideo: Ediciones de la Banda Oriental, 8 tomos. Beretta Curi, Alcides (1978):“De nuestras industrias”. En: Alcides Beretta Curi et al., La industrialización del Uruguay, 1875/1925. Montevideo: Fundación de Cultura Universitaria, pp. 133-224. — (1987): “Desarrollo industrial del Uruguay y formación de un capital en el sector (1875/1930)”. Ponencia presentada en el “VII Simposio de Historia Económica”. Buenos Aires: Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales. — (1993):“Il contributo dell’emigrazione italiana allo sviluppo economico dell’Uruguay, 1875/1918”. En: Fernando Devoto et al.: L’emigrazione italiana e la formazione dell’Uruguay moderno. Torino: Fondazione Giovanni Agnelli, pp. 171-231. — (1996): El imperio de la voluntad. Una aproximación al rol de la inmigración europea y al espíritu de empresa en el Uruguay de la temprana industrialización, 1875-1930. Montevideo: Fin de Siglo. Beretta Curi, Alcides/García Etcheverry, Ana (1995): Los burgueses inmigrantes. El desempeño de los italianos en la formación del empresariado urbano uruguayo. Montevideo: Fin de Siglo.

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HISTORIA SOCIAL DEL TRABAJO CON PERSPECTIVA DE GÉNERO EN ARGENTINA: ASPECTOS DE UN ENTRAMADO EN CONSTRUCCIÓN

Valeria Silvina Pita Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas-Universidad de Buenos Aires En las últimas décadas, la historiografía argentina atravesó por profundas transformaciones. Dichas mutaciones se gestaron en los años que siguieron al derrumbe de la dictadura militar (1976-1983) como parte de un complejo y nada lineal proceso de rearticulación de la vida intelectual y académica en este país sudamericano. Así, en la medida en que los historiadores retornaban de los exilios internos o externos para insertarse en las universidades públicas y en los centros de investigación nacionales, y ambas instancias institucionales se convertían en usinas para la producción de nuevos relatos sobre el pasado, las formas de hacer historia y los tópicos que hasta entonces habían organizado la reflexión fueron sometidos a revisión. Este momento, denominado por algunos historiadores con el nombre de profesionalización, implicó en un corto plazo la adopción de una serie de reglas, criterios y acuerdos colectivos sobre las convenciones y las prácticas del trabajo intelectual en torno al pasado.1 Estas redefiniciones del campo disciplinar impactaron directamente en los problemas e interrogantes que se entablaron en los periodos revisitados, en los diálogos historiográficos y en las referencias conceptuales adoptadas. Tal como

 Sobre el tema de la profesionalización véanse Romero (1996: 91-106) y Zeitler (2010). 1

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se ha señalado en diversas oportunidades, la agenda historiográfica que se fue delineando desde la década de 1980 fue socia activa de las necesidades de un clima político en el cual estudiar la democracia, los ensayos republicanos, la sociedad civil o los procesos de resistencia al autoritarismo se tornó un desafío2. La historia social, como gran abanico para restituir la cara humana del pasado, estuvo presente en esos años formativos, articulando preguntas sobre las relaciones sociales, las experiencias de clase o de grupos sociales particulares, los procesos de transformación social y las formas de la protesta, entre otras. Las investigaciones de historia social del trabajo y de historia social de las mujeres también formaron parte de esos aires de renovación. Originariamente se denominó historia de las mujeres o historia social de las mujeres a aquella línea historiográfica que abordó centralmente las huellas en el pasado de las mujeres. Luego, la noción de género se introdujo para despojar de toda connotación biológica a los sexos y reflexionar acerca de un amplio universo de prácticas, discursos, imaginarios, políticas y normativas que entrecruzan las relaciones entre varones y mujeres. Algunas de las principales obras sobre la historia de las mujeres o perspectiva de género en Argentina son Barrancos (2002; 2007), Bravo (2007), Gil Lozano, Pita e Ini (2000) y Lobato (2007), aunque ninguna concitó la atención central de la comunidad historiográfica. En las décadas anteriores, la historia del trabajo había tenido un desarrollo en el ámbito local. El papel de los obreros en la vida económica y política de Argentina, sus organizaciones y posiciones ideológicas fueron los principales tópicos afrontados por historiadores y militantes obreros. En cambio, la historia de las mujeres carecía de una trayectoria previa a los años ochenta. Los interrogantes sobre el pasado de las mujeres estuvieron vinculados con las expectativas e inquietudes de historiadoras o sociólogas que volvieron del exilio o que se sumaron al campo de la investigación en el momento en que se desplegaban públicamente demandas por derechos desde el colectivo feminista. En la década de 1980, el feminismo en Argentina atravesó por un periodo de intensa vitalidad. Se fundaron agrupaciones, ámbitos de reunión y debate. Tanto la movilización en las calles como la demanda por derechos fueron las principales características de aquel movimiento. Con gran acuerdo, las diferentes expresiones del feminismo reclamaban la sanción de leyes sobre patria potestad, divorcio vincular, derechos reproductivos e interrupción voluntaria del embarazo (Pita 2007).  Algunos de estos trabajos son Lobato (2008: 29-45), Pita (1998: 72-82) y Sarlo (1984: 79-80). 2

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A finales de la década de 1980, mientras las formas de hacer historia y los problemas historiográficos eran resignificados en el peculiar marco del retorno democrático, el lugar que ambas líneas de pesquisa ocuparon en la comunidad académica argentina fue el resultado de un contexto político e institucional. También fue el corolario de ciertas decisiones acerca de qué problemas y qué perspectivas tenían entidad para ingresar al campo de la historia o al menos cuáles eran los temas relevantes para la historiografía.3 La intención de este artículo no es la de analizar el proceso de profesionalización de la disciplina en Argentina o la de exponer las diferencias internas de una corporación profesional que se fue asentando a partir de la consolidación del sistema democrático. Es necesario, no obstante, reconocer que el punto de partida que da origen a este balance se dio en ese terreno de contiendas y desafíos en el cual la historia del trabajo y la historia de las mujeres delinearon ciertos problemas, se encontraron y se desencontraron para, finalmente, anudar nuevos retos. El propósito de este escrito es revisar un conjunto de investigaciones significativas en el campo de la historia social del trabajo con perspectiva de género, centradas en la segunda mitad del siglo xix, a fin de reconocer algunas de las principales líneas problemáticas, interpretativas y analíticas. La segunda mitad del siglo xix en Argentina se caracterizó por ser un periodo de profundas mudanzas e innovaciones que dieron como resultado la formación de un sistema de relaciones capitalistas en la región, regido por un mercado de trabajo libre, en el cual el país se incorporó a la división internacional del trabajo como agroexportador.4 En rasgos generales, la historiografía sobre el trabajo tiene ciertas características en este periodo. En primer lugar, se cuenta con una producción acotada, pues en las últimas décadas los historiadores del trabajo se detuvieron preferencialmente en el siglo xx. A su vez, el peso de los estudios está inclinado hacia el cierre de la centuria, momento en el que se puede observar la gran incidencia del movimiento inmigratorio trasatlántico y la presencia masiva de los trabajadores y trabajadoras de diversos orígenes nacionales en las calles, los talleres, la agroindustria o los servicios

3  Véanse: Andújar/D’Antonio/Eidelman (2009: 108-116) y Andújar/D’Antonio (2008). 4   Existe una variedad de trabajos que dan cuenta de la formación capitalista en la región. A modo de ejemplo pueden consultarse Bonaudo (1999) y Lobato (2000).

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públicos, entre otros.5 También es en las últimas décadas del siglo xix cuando se registran con fuerza las primeras organizaciones, idearios y modos de lucha y negociación obrera. La irrupción de anarquistas y socialistas en las filas del movimiento obrero se llevó también las preferencias de los historiadores, cuyas narrativas con frecuencia han tendido un puente entre los últimos años del siglo xix y las primeras décadas del siglo xx.6 Por otro lado, existen aún hoy vacíos regionales de peso. Se conoce más, por ejemplo, sobre trabajo en los centros urbanos y rurales vinculados con las actividades agroexportadoras que del resto de las regiones que componen la República Argentina. La falta de un balance en la producción historiográfica entre las primeras décadas de la segunda mitad del siglo xix y las más cercanas al siglo xx se reitera en este punto. El resultado de dicho hincapié permitió reconocer aspectos del mundo del trabajo finisecular en los ingenios azucareros en Tucumán y en Jujuy, en los viñedos de la zona de Cuyo o en las primeras estancias patagónicas.7 Un examen sobre la producción historiográfica que entrecruza los estudios de trabajo y los de género requiere de recortes en torno a problemas específicos. Así, este ensayo plantea una aproximación a partir de dos entradas de diferente tenor y espesor. Una primera centrada en los trabajos que describen y analizan el lugar de las mujeres en el mercado de trabajo, ponderando su participación y el curso que esta ha tenido en el largo plazo. El segundo ingreso problemático desvía su atención hacia una línea más reciente y menos explorada historiográficamente: los significados sobre el trabajo y cómo estos estuvieron permeados por la construcción jerárquica de la diferencia sexual. ¿Dónde están las trabajadoras? “No sé por qué te preocupas por las mujeres en el trabajo y en el sindicato, no están y si no están, no hay nada que explicar” Mirta Lobato (2007: 15).   Una de las pocas obras con las que se cuentan para el lapso 1850-1880 y para el caso de Buenos Aires es Sábato/Romero (1992). Para el caso cordobés, véanse: Viel (2005) y Remedi (2011). Sobre inmigración y trabajadores véanse Cibotti/Sabato (1986), Falcón (1986) y Devoto (2003). 6  Véanse Pianetto (1972, 2010), Godio (1972) y Nari (1994). 7  Véanse Campi (1993), Campi/Lagos (1995) y Richard (2007: 31-69, 2009: 1-28, 2010: 69-98). 5

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Con estas palabras, hacia finales de la década de 1980, un historiador del trabajo respondió a las inquietudes que una joven historiadora había formulado en una reunión académica cuando recién iniciaba su pesquisa sobre las obreras fabriles de Buenos Aires. El comentario, según interpretó posteriormente la protagonista de este relato (y actualmente una de las especialistas más reconocidas en historia del trabajo con perspectiva de género), era un síntoma de época, donde la incorporación de las mujeres como sujetos históricos era todavía resistida por la disciplina. Sin embargo, la respuesta del académico puede hoy en día guiarnos en otra dirección, la de captar un momento de la historiografía en el cual la visibilidad de las mujeres, pero también de otros sujetos sociales, era un problema y a la par un desafío a desentrañar. En consonancia con ello, un grupo de investigadoras que buscaba las huellas de las mujeres en el pasado entendió que se trataba, al menos en parte, de retomar las tareas de rastrear, contabilizar, clasificar y medir lo que los expertos en estadísticas habían comenzado a realizar en la segunda mitad del siglo xix. El reto era hallar a las trabajadoras en las fuentes estadísticas y censales.8 Investigaciones provenientes del campo de la sociología y de la demografía abordaron hacia finales de los años setenta algunos de los determinantes de la participación de las mujeres en el mercado laboral argentino. A partir de los censos nacionales de población, las demógrafas Catalina Wainerman y Zulma Recchini de Lattes se preguntaron por la cantidad y los atributos de la participación femenina en el mercado laboral a lo largo de más de una centuria. En una serie de pesquisas desglosaron los determinantes de la participación femenina en el mercado de trabajo, tales como la edad, el estado civil, el nivel educativo, la condición de migración, el asentamiento urbano-rural y las diferencias ocupacionales por sexo. Analizaron también cómo ciertas decisiones asumidas por los especialistas afectaron a la definición y a la medición del trabajo femenino a lo largo del tiempo.9 Al poner de relieve una serie de problemas en torno a los instrumentos de las mediciones censales sobre la mano de obra femenina, cuestionaron los marcos conceptuales con los que se había operado para comprender las dinámicas del mercado de empleo, la mano de obra, el trabajo remunerado y el trabajo doméstico.   En la República Argentina, en el periodo analizado en este artículo, se llevaron adelante dos censos nacionales. El primero en 1869 bajo de presidencia de Domingo Faustino Sarmiento y el segundo en 1895 durante la presidencia de José Evaristo Uriburu. 9  Algunos de los principales trabajos demográficos de esta época se encuentran en Wainerman/Navarro (1979),Wainerman/Recchini de Lattes (1981) y Recchini de Lattes (1980). 8

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Los análisis socio-demográficos permitieron reconocer que las fuentes de observación y registro sobre las que se apoyaron diagnósticos y evaluaciones estadísticas llevaban las marcas de las jerarquías y desigualdades entre los sexos. Por ello, las tareas domésticas de las mujeres no habían sido consideradas como trabajo. Simultáneamente, estos estudios pusieron de relieve que los instrumentos diseñados tampoco permitían fácilmente reconocer la relevancia de las actividades económicas de las mujeres. Aunque mayoritariamente las pesquisas de este tipo se orientaron hacia el siglo xx, también la historiografía del trabajo del siglo xix se nutrió de ciertas investigaciones empíricas que examinaron la participación de las mujeres en el mundo laboral. Para el caso del interior del país, a comienzos de la década de 1980, la historiadora norteamericana Donna Guy (1981: 65-89) registró, al revisar materiales censales para la provincia de Tucumán, distintas situaciones de trabajo femenino que convivían en la por entonces floreciente agroindustria azucarera, entre las que se destacaban el trabajo coercitivo o conchabo y el asalariado. Años después, María Beatriz Blanco (1998: 465-475) continuaría indagando en el mismo sentido, acentuando la presencia de mujeres en el servicio doméstico. Desde entonces, la información censal ha sido sometida a nuevos escrutinios que pusieron de relieve alcances y limitaciones para estudiar los mundos del trabajo en el siglo xix. En el censo nacional de 1869, el primero en realizarse como nación independiente, quienes lo confeccionaron no diferenciaron el rubro ocupaciones laborales de acuerdo al sexo de los trabajadores. Estas aparecieron consignadas como masculinas a excepción de algunas como la costura, el lavado, el planchado, la prostitución y aquellas vinculadas al servicio doméstico, que eran compartidas por varones y mujeres (Otero 2006: 263). Los análisis de los contemporáneos y de quienes posteriormente estudiaron ese censo en la primera mitad del siglo xx no percibieron lo que el historiador y demógrafo Hernán Otero definió como una “situación de invisibilidad estadística femenina”, derivada de los rasgos culturales en torno a la diferencia jerárquica entre los sexos propios de la época (Otero 2006: 262). Por el contrario, dieron como concluyente el hecho de lo acotado de la participación de las mujeres en el mercado laboral a nivel nacional. Sin embargo, en las últimas décadas, diversas investigaciones examinaron nuevamente el peso de las mujeres en ese mundo del trabajo, intentando reconocer qué profesiones u oficios ejercían, en qué sitios las ejercían y cómo

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las llevaban adelante.10 En esa dirección, la historiadora Mirta Lobato señaló que fue necesario entrecruzar y confrontar evidencias censales con otros registros. Así, “la combinación de datos y los estudios sobre cédulas censales, cuando se tienen, permiten volver sobre el tema de la subestimación e invisibilidad de ciertas ocupaciones y actividades para producir su efecto contrario” (Lobato 2008: 34). Esta autora, en su obra Historia de las trabajadoras en la Argentina (18691960) (2007), se afana en dicho sentido para reconstruir a nivel nacional la participación de las mujeres en el trabajo rural y urbano. Asienta su mirada prestando particular atención a la industria, el comercio, los servicios, el trabajo a domicilio y el doméstico; sectores que estudia de manera desagregada y concentrándose en las peculiaridades de cada uno. Sus principales documentos son los censos de población y las cédulas preservadas, a los que sumó otras bases de datos estadísticos como los censos municipales, los censos económicos e industriales, y materiales recabados por otras agencias estatales. Simultáneamente, su investigación se respaldó sobre otra base de evidencias cualitativas, tales como balances institucionales, prensa diaria, memorias personales, relatos de viajeros; materiales que le permitieron registrar de modo complejo y diverso la incorporación de las mujeres al trabajo asalariado en el contexto de la concentración de capital en las industrias y la diversificación económica urbana. Irrumpen así las sirvientas, las cocineras, las maestras y monitoras, las obreras en los talleres y plantas industriales, las empleadas de comercio, en las ocupaciones rurales, y otras asalariadas ocupadas en las industrias nacidas al calor de la expansión del mercado interno. Las implicancias historiográficas de la investigación de la doctora Lobato son diversas. En primer lugar, es un estudio empírico que condensa tras de sí los grandes interrogantes, los principales diálogos y debates de las últimas décadas acerca de los análisis cuantitativos sobre la participación de las mujeres en el mercado laboral. En otro sentido, es una obra que se sostiene en un largo plazo. Posibilita de este modo divisar los cambios y las continuidades en torno a las experiencias y los modos en que las mujeres se incorporaron al mundo del trabajo. Asimismo, esta pesquisa permitió poner de relieve la fortaleza metodológica que la perspectiva de género ha aportado para la historia social, al combinar estrategias de investigación complejas con fondos documentales de distinto  Véase Guy (1981: 65-89).

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tipo y rango. Pero, además, luego de los cuestionamientos hacia la historia social sucedidos en la década anterior en distintas academias europeas y americanas, este trabajo permite entrever la vitalidad de la perspectiva. A varias décadas de aquel intercambio entre el especialista en historia del trabajo y la joven historiadora que dio inicio a esta sección, es difícil sostener la certeza del primero. Por el contrario, se puede afirmar que las trabajadoras sí estaban, y porque estaban fue necesario mensurar su participación y explicar sus experiencias. Hoy, con esa base compartida, las investigaciones cuantitativas se orientan hacia espacios y experiencias más acotadas. En particular, estas producciones están asentadas en la última década del siglo xix y abordan talleres o fábricas para examinar cómo los puestos de trabajo, las calificaciones y los salarios fueron atravesados por construcciones sociales en torno a la diferencia sexual.11 Queda como desafío a futuro plantear investigaciones comparativas que permitan evaluar el movimiento de aquellas dimensiones no solo por ramas productivas, sino también frente a las demandas de los trabajadores, los cambios en las políticas empresariales y en la posición de las autoridades públicas frente al trabajo de las mujeres en los ámbitos fabriles. Los significados históricos del trabajo en clave de género “Conchabada se precisa una en la calle Lima al lado del número 170 en el café”. El Nacional, 24 de febrero de 1855 “Conchabos: se necesitan mucamas, mozos de café, cocineras. A los patrones se les sirve gratis. Potosí 412”. La República, 9 de marzo de 1871

Hasta hace unos años, los avisos clasificados de los periódicos que solicitaban trabajadores y trabajadoras no eran las fuentes documentales más recurridas por quienes investigaban sobre los mundos del trabajo en la ciudad de Buenos Aires en la segunda mitad del siglo xix. En parte, se entendía que existían una variedad de fondos documentales cardinales para el estudio de los trabajadores y sus mundos laborales. Las secciones de avisos de la prensa habían sido empleadas por aquellos especialistas en historia del consumo o

 Véanse Lobato (2005) y Rocchi (2000).

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semiólogos interesados en reconocer en esos breves escritos, discursos, representaciones y estrategias de ventas o de mercado.12 A la ausencia de interés sobre estos escritos debería sumarse también que estos reflejaban un universo de ofertas y demandas laborales que se alejaba de ciertas ideas sobre las características que debían portar el mercado de trabajo urbano decimonónico. En otras palabras, las prácticas de conchabo que aparecían en los clasificados de los diarios porteños remitían a un tipo de experiencia y de relación social extraña a una sociedad urbana entendida como liberal y burguesa y, por lo tanto, regulada por un mercado de trabajo libre. La comprensión de que Buenos Aires era en los inicios de la segunda mitad del siglo xix una ciudad cosmopolita y republicana, con una intensa sociabilidad burguesa, con clubes de esparcimiento, habitada por más de 200.000 almas y gobernada por una élite política guiada por los principios del liberalismo político, llevó a suponer que el conchabo u otras formas de trabajo coactivo formaban parte de un pasado que había sido desplazado por la consagración de las relaciones de trabajo libre y asalariadas. En términos generales, se lo asociaba con disposiciones contra la vagancia, en las cuales la exigencia de un documento escrito, la papeleta de conchabo, era empleado como amarra a un sitio y a un patrón. Esta documentación, a su vez, había sido un requisito de una existencia legal en los ámbitos rurales para quienes no poseían propiedad, renta u oficio reconocido. En ocasiones, también se lo vinculaba con otras prácticas e instituciones coactivas, como el llamado peonaje por deudas, cuya extensión se podía rastrear en diversas naciones de América Latina.13 En la década de 1990, el historiador Daniel Campi (1993; Campi/Lagos 1995) expuso que el conchabo había funcionado a lo largo de la segunda mitad del siglo xix en Tucumán. Según su estudio, la necesidad de contar con una fluida oferta de mano de obra para los campos e ingenios azucareros habilitó a las élites locales a reelaborar una disposición legal que obligaba a hombres y mujeres a trabajar en ciertos sitios y ocupaciones asociados con la agroindustria azucarera. Su investigación puso en tensión la idea de que la evolución de las fuerzas productivas era impulsada en una única dirección hacia el establecimiento de relaciones de trabajo libre. Es decir, su trabajo permitió comprender la convivencia entre instituciones y mecanismos coactivos que pervivieron y la  Véanse Steimberg/Traversa (1981) y Traversa (1997).  Véanse Bauer (1991) y Djenderedjian (1997-98).

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formación de una economía regional capitalista. Años después, Rodolfo Richard Jorba (2007) investigó el problema del trabajo coercitivo para el caso de la agroindustria vitivinícola mendocina y llegó a conclusiones semejantes. Aunque el tema de las formas de trabajo coactivo en el interior del país fue expuesto hace más de dos décadas, ha sido en tiempos recientes cuando otros historiadores retomaron el tema como un problema para pensar históricamente las relaciones de trabajo en la segunda mitad del siglo xix. Así, hoy existen distintas investigaciones en curso en la Ciudad de Buenos Aires que invitan a examinar las interpretaciones historiográficas consagradas sobre el conchabo y el trabajo coactivo. Al volver sobre este problema se intenta comprender la diversidad de experiencias de trabajo en contextos históricos situados en los términos en que sus contemporáneos lo significaron, y directamente desde una mirada histórica que contemple las marcas que el género fue delimitando en tales experiencias laborales. Un ejemplo de esta nueva línea de exploración resulta de las pesquisas llevadas a cabo en torno al servicio doméstico en la Ciudad de Buenos Aires. Estas han puesto de relieve el intrincado grupo socio-ocupacional que constituía el mismo y cómo entre 1850 y 1900 estuvo atravesado por diferentes situaciones laborales y contractuales, entre las cuales el conchabo o la colocación eran parte de ese universo (Allemandi 2012: 385-415). La investigación de Cecilia Allemandi es central en esta dirección, al advertir que en ocasiones las palabras son persistentes a lo largo del tiempo, pero sus usos y sentidos sociales cambian. De esta manera, al hacer uso de una serie de fuentes poco exploradas como los avisos clasificados, Allemandi observó cómo, en la segunda mitad del siglo xix, el conchabo remitió a una variedad de significados sociales, cómo tras su diversidad y ambigüedad este estuvo asociado con el mundo del trabajo. Se denominaba de esta manera, por ejemplo, a los trabajadores y a las trabajadoras que eran ubicadas en puestos de trabajo por agencias privadas a ese respecto. Estas eran las que publicaban el tipo de avisos que dio comienzo a esta sección. El negocio de estas agencias era conseguir empleo y empleados para quienes se lo solicitaran, quedándose a cambio con un porcentaje del salario percibido por los contratados o los conchabados. Este tipo de conchabo no se regulaba por disposiciones legales o reglamentarias de sujeción que habían funcionado en la campaña bonaerense o para los viñedos mendocinos o la agroindustria azucarera; tampoco requería de papeletas o de otro tipo de documento semejante con obligación de presentarlo ante las autoridades públicas que lo demandaran.

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La investigación de Marta Aversa (2010) también aportó a esta reflexión acerca de cómo los contemporáneos del siglo xix utilizaban el término conchabo para dar cuenta de las colocaciones rentadas o no de niños y niñas como sirvientes en casas de familia. Estas eran llevadas adelante por los defensores de menores o ministerio pupilar y por las administradoras de ciertas instituciones de beneficencia pública. Era igualmente común que estas fuesen practicadas por las familias de los y las pequeñas. Según lo señala Allemandi (2014): “Se trató de un recurso temporal y convenido, una alternativa para las familias pertenecientes a las clases trabajadoras que debían hacer frente a conflictos familiares, a penurias económicas y a las condiciones de vida y de trabajo de la ciudad”. La historiografía del trabajo del Río de la Plata se preocupó por conocer acerca de arreglos de colocación y los contratos que estos conllevaron. Sin embargo, lo hizo para el periodo tardocolonial. Se sabe así que los hijos de las familias pobres de la Ciudad de Buenos Aires ingresaban a los talleres de los artesanos a una corta edad, que dicho ingreso se acordaba mediante la firma de un contrato y que constaba de un grupo de cláusulas que cada parte debía cumplir. También se ha estudiado cómo en esos ámbitos los muchachos aprendían de otros hombres no solo un oficio, sino también valores y conductas, es decir, aprendían a trabajar y también a ser hombres. Las niñas también ingresaban al mundo del trabajo de manera temprana. Aprendían a trabajar en las calles o en el mercado, en los huertos o las cocinas de las casas, lavando pisos, cuidando a los niños del patrón o la patrona. Como en el caso de los niños, las niñas aprendieron a trabajar y a su vez a convivir con patrones y otros hombres y mujeres de diversos orígenes raciales y estatus legales.14 Estas lejanas experiencias de aprendizaje y trabajo, tan vinculadas con el mundo del trabajo en la colonia y atravesadas por jerarquías, tensiones, construcciones genéricas y relaciones de poder no quedaron indemnes a través del tiempo. Sin embargo, la institución y algo de sus formas permanecieron y fueron resignificadas por otros hombres y mujeres. La reciente historia del trabajo doméstico con perspectiva de género consigue acercar la posibilidad de examinar el interjuego entre las persistencias, los cambios y las nuevas invenciones que tales dinámicas de trabajo plantearon. Al profundizar en estos singulares mundos del trabajo, las investigaciones han permitido reconocer cómo, a lo largo de la segunda mitad del siglo xix, niños y niñas, jóvenes y hombres y mujeres adultos de las clases pobres y  Véanse Johnson (1985, 1986, 1987, 2013) y Johnson/Lipsett-Rivera (1998).

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trabajadoras se vieron involucradas en las relaciones laborales que se gestaron debido a las colocaciones, el conchabo, distintos contratos y arreglos varios. Pero, también, estas nuevas producciones permiten reevaluar la centralidad del servicio doméstico en los mundos del trabajo de aquella época. En suma, al contar con nuevas investigaciones empíricas, es posible redefinir históricamente el heterogéneo universo laboral que fue contenido en el concepto de servicio doméstico. Este consistió en una amplia serie de prestaciones de servicios personales en tareas asociadas con la reproducción cotidiana de ciertos individuos o de las familias. A partir de las investigaciones recientes se reconoce que estos trabajadores y trabajadoras dependían de sus patrones para alimentarse, vestirse y tener un techo, estando de modo continuado a disposición de aquellos. También ha quedado expuesto cómo las tareas domésticas, aunque socialmente atribuidas a las mujeres, fueron compartidas con varones, si bien ambos tenían inserciones diferentes al interior del denominado rubro del servicio doméstico. De este modo, era frecuente que las mujeres se desempeñaran como amas de leche, nodrizas, amas de llave, costureras o niñeras, mientras que los varones ejercieran como jardineros, mayordomos, mucamos, mozos y porteros. En tal sentido, la asociación entre sirvientes y mujeres ha comenzado a desnaturalizarse para pensar este singular mundo del trabajo en la segunda mitad del siglo xix. Justamente, este tipo de estudios históricos permite desarmar ciertos sentidos comunes sobre lo que es trabajo en ese periodo, y a la par también posibilitan reconocer la heterogeneidad a un sector del trabajo poco explorado. Es preciso aún profundizar en el conocimiento de este heterogéneo, complejo y cambiante universo de los servidores domésticos, para escudriñar en los ámbitos en que desarrollaban sus tareas, siguiendo las huellas que dejaron cuando salían de la colocación o quedaban desempleados por los achaques de la vejez, las enfermedades o las acusaciones de los patrones sobre robos o hurtos, entre otras situaciones (Pita 2014).Tales dimensiones permitirían reconocer las experiencias de un importante sector de la clase trabajadora que no surgió en la fábrica o la planta industrial. A modo de cierre Este ejercicio de revisión de la historia del trabajo con perspectiva de género ha buscado poner de relieve el camino trazado y algunos de los desafíos

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presentes que estos generan. A grandes rasgos, también al poner en perspectiva una serie de producciones significativas de corte cuantitativo y cualitativo, estas dejan ver sus aportes a la historia social del trabajo en la Argentina. En un sentido, tales narrativas invitan a superar ciertas dicotomías que en un pasado reciente pensaron la historia del trabajo como una historia de varones. Asimismo, estas producciones empíricas, que han indicado las maneras en que las mujeres estuvieron presentes en los mundos del trabajo en el siglo xix, consienten en formular nuevos interrogantes sobre aspectos y experiencias laborales que antes no habían sido razonadas. De igual forma, al desarmar ciertos sentidos culturalmente construidos sobre el trabajo, la historiografía laboral con mirada de género posibilita revisar las teorías y los marcos conceptuales que han separado el trabajo de las mujeres del de los hombres, el trabajo de los dependientes del trabajo libre, entre otros, sin pensar en sus posibles conexiones a partir de sus experiencias y vivencias. En otro sentido, la deconstrucción de las representaciones naturalizadas en torno a la diferencia sexual en el mundo del trabajo ha arrojado una mirada mucho más compleja y heterogénea del mismo. Pero, a la par, hace posible la pregunta por otras representaciones naturalizadas tales como la etnia, la raza, el lugar de nacimiento, la edad, entre otras. Por último, vale destacar el esfuerzo metodológico de las pesquisas de historia social del trabajo con perspectiva de género. La utilización de nuevas fuentes o de fondos documentales poco explorados para el mundo del trabajo y la relectura de documentos conocidos bajo el amparo de novedosas preguntas ha permitido contar tanto con evidencias como con indicios que habilitan nuevas interpretaciones y animan a continuar explorando por aquellas sendas menos conocidas. Bibliografía Allemandi, Cecilia L. (2012): “El servicio doméstico en el marco de las transformaciones de la ciudad de Buenos Aires, 1869-1914”. En: Diálogos (Universidade Estadual de Maringá), 16, 2, pp. 385-415, . — (2014): “Niños sirvientes, entre el trabajo y el refugio”. Ponencia presentada en “Jornada Sociedad, delito y fuerza pública. Diálogos entre la historia y la antropología”. Buenos Aires: IDES, 9 de mayo.

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SOBRE LOS AUTORES

Alcides Beretta Curi. Licenciado en Ciencias Históricas (Universidad de la República, Montevideo), doctor en Historia de América (Universidad de Barcelona), investigador nivel III del Sistema Nacional de Investigadores (ANII). Profesor titular en régimen de dedicación total en el Centro de Estudios Interdisciplinarios Latinoamericanos “Pofesora Lucía Sala” (Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, Universidad de la República) y director de ese centro (2005-2012). En las tres últimas décadas viene desarrollando proyectos I+D financiados por la CSIC-Udelar y líneas personales de investigación sobre inmigración europea e innovación en la agricultura, el artesanado y la industria en el período histórico de 1870-1930. Hugo Contreras Cruces. Doctor en Historia con mención en Historia de Chile por la Universidad de Chile. Profesor de la Escuela de Historia de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano; miembro del Laboratorio de Historia Colonial de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Ha sido investigador responsable y coinvestigador de proyectos Fondecyt y profesor en distintas universidades chilenas. Ha centrado sus investigaciones en la historia de las comunidades originarias de Chile central desde el siglo xvi en adelante, en las fuerzas militares de castas en Chile durante el siglo xviii y los años de la independencia americana y en la esclavitud mapuche y la guerra de Arauco durante los siglos xvi y xvii. Priscila de Lima Souza. Mestre em História pela Universidade Federal do Paraná, Brasil (2011). Doutoranda pelo Programa de Pós-Graduação em História Social da Universidade de São Paulo, Brasil. Bolsista da Fundação de Amparo à Pesquisa do Estado de São Paulo (FAPESP). Investiga temas rela-

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Sobre los autores

cionados à atuação política dos pardos livres na América portuguesa e no Caribe espanhol durante a segunda metade do século xviii até a conjuntura das Independências. Dissertação de mestrado: De libertos a habilitados: interpretações populares dos alvarás anti-escravistas na América portuguesa (1761-1810). Manuel Miño Grijalva es doctor en Historia por El Colegio de México (1984). Profesor-investigador de El Colegio de México (Centro de Estudios Interdisciplinarios). Ha publicado, entre otras obras: La protoindustria colonial hispanoamericana (1993), El mundo novohispano. Población, ciudades y economía. Siglos xvii y xviii (2001) y, con Sonia Pérez Toledo, La población de la ciudad de México en 1790. Estructura social, alimentación y vivienda (2004). Es codirector del vol. VI de la Historia General de América Latina. La construcción de las naciones latinoamericanas, 1820-1870 (2003) y fue coordinador del volumen México I, Crisis imperial e independencia de la colección Historia Contemporánea de América Latina (2011). Sonia Pérez Toledo. Doctora en Historia por El Colegio de México, miembro del Sistema Nacional de Investigadores de México y de la Academia Mexicana de Ciencias. Profesora de la Universidad Autónoma Metropolitana Iztapalapa, especialista en historia social y urbana de México. Autora de los libros: Los hijos del trabajo. Los artesanos de la ciudad de México, 1780-1853 (1996); Población y estructura social de la ciudad de México, 1790-1842 (2004); y Trabajadores, espacio urbano y sociabilidad en la ciudad de México, 1790-1867 (2011). Ha coordinado, entre otras obras, Trabajo, trabajadores y participación popular. Estudios sobre México, Guatemala, Colombia, Perú y Chile siglos xviii y xix (2012); El mundo del trabajo urbano en México, trabajadores, cultura y prácticas laborales (2012). Es directora de Signos Históricos, revista del Departamento de Filosofía de la UAM. Fernando Prestes de Souza. Mestre em História pela Universidade Federal do Paraná, Brasil (2011). Doutorando pelo Programa de Pós-Graduação em História Social da Universidade de São Paulo, Brasil. Bolsista da Fundação de Amparo à Pesquisa do Estado de São Paulo (FAPESP). Pesquisa o universo dos homens livres de cor na sociedade escravista luso-brasileira através de exame aos corpos milicianos de pardos e pretos. Dissertação de mestrado: Milicianos pardos em São Paulo: cor, identidade e política (1765-1831).

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Sobre los autores

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Enriqueta Quiroz es doctora y maestra en Historia por El Colegio de México y licenciada en Humanidades con Mención en Historia por la Universidad de Chile. Profesora-investigadora titular de tiempo completo en el Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora y miembro del Sistema Nacional de Investigadores de México. Se ha desempeñado, además, como directora editorial de la revista América Latina en la Historia Económica. Es autora de diversos artículos y capítulos de libros publicados en México, Colombia, Brasil, Chile, España y Estados Unidos. Entre sus libros destacan Entre el lujo y la subsistencia. Mercado, abastecimiento y precios de la carne en la ciudad de México, 1750-1812 (2005) y El consumo como problema histórico. Propuestas y debates entre Europa e Hispanoamérica (2006). Junto a Diana Bonnett es coordinadora de Condiciones de vida y de trabajo en la América Colonial: Legislación, prácticas laborales y sistemas salariales (2009). Valeria Silvina Pita. Profesora de Historia (2000) y licenciada en Trabajo Social (1992) por la Universidad Nacional de Buenos Aires (UBA). Especialista en historia social argentina y latinoamericana con perspectiva de género, siglos xix y comienzos del xx. Ejerce la docencia en la Universidad de Buenos Aires, en la carrera de Historia y en la de Sociología. Desde el año 2011 es miembro de la Carrera de Investigador Científico del CONICET, donde se desempeña como adjunta con sede en el Instituto Interdisciplinario de Estudios de Género (FyL-UBA). Coordina desde el año 2009 el Grupo de Trabajo Historia Social y Género perteneciente al mismo instituto. Entre sus publicaciones se encuentra: La casa de las Locas. Una historia social del manicomio de mujeres. Buenos Aires 1852-1890 (2012). Sergio Paolo Solano D. es profesor titular del Programa de Historia de la Facultad de Ciencias Humanas de la Universidad de Cartagena de Indias. Ha publicado varios libros y capítulos en libros editados en Colombia, México y Uruguay. Sus artículos han aparecido en revistas especializadas de historia de instituciones universitarias y de investigación de España, Holanda, Alemania, Cuba, Costa Rica, Venezuela, Brasil, Uruguay, Argentina, Chile y Colombia. Ha dirigido la revista El Taller de la Historia (Programa de Historia de la Universidad de Cartagena de Indias, Colombia), de la que continua integrando su comité editorial. Su campo de investigación es la historia social, cultural y política de Colombia y Latinoamérica, entre los siglos xviii y xix, analizando variables como trabajo, razas, estilos de vida, movilidad social y las relaciones entre los trabajadores y las instituciones.

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