Pensando la mente
 9788470307713

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Pedro Chacón Fuertes Mariano Rodríguez González [Eds.]

Pensando la mente Perspectivas en filosofía y psicología

BIBLIOTECA NUEVA

PEDRO CHACÓN FUERTES MARIANO RODRÍGUEZ GONZÁLEZ (Eds.)

PENSANDO LA MENTE Perspectivas en Filosofía y Psicología

BIBLIOTECA NUEVA

Cubierta: A. Imbert

La edición de esta obra se ha realizado en colaboración con el Departamento de Filosofía IV de la Universidad Complutense de Madrid

© Pedro Chacón Fuertes y Mariano Rodríguez González [Eds.], 2000 © Editorial Biblioteca Nueva, S. L., Madrid, 2000 Almagro, 38 28010 Madrid ISBN: 84-7030-771-1 Depósito Legal: M -17.918-2000 Impreso en Rogar, S. A. Impreso en España - P rinted in Spain

Indice P r e s e n t a c i ó n .....................................................................................................................

11

Pedro Chacón y M ariano Rodríguez L a s r a z o n e s p a r a e l d u a l i s m o ...........................................................................

27

M anuel G arcía-C arpintero R a z o n e s y o t r a s c a u s a s p e r d i d a s ...................................................................

121

M anuel Liz S o b r e e l c a r á c t e r ir r e d u c ib l e d e l a in t e n c io n a l id a d : l a o n TOLOGÍA DEL INCONSCIENTE Y LOS DOS CONCEPTOS DE TRASFONDO EN S e a r l e ..................................................................................................

167

Juan Hermoso y Pedro Chacón In t e n c io n a l id a d y s ig n if ic a d o

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195

Carlos J. M oya I n t e r n a lis m o , e x t e r n a lis m o y e c o lo g ía

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231

T e o r í a d e l a m e n t e y m e t a r r e p r e s e n t a c i ó n ........................................

271

Josefa Toribio Ángel Riviére P e rs o n a y c o s ific a c ió n

(A p r o p ó s i t o d e l s e n t i d o p r á c t i c o d e

LA REVOLUCIÓN COGNITIVA) .............................................................................

325

Vicente Sanfélix La

c o n c ie n c ia y l a a c c ió n

: o b s e r v a c io n e s s o b r e e l c o n c e p t o

d e p e r s o n a .................................................................................................................

M ariano Rodríguez

357

Dedicado a Ángel Riviére

In memoriam

Presentación P e d r o C h a c ó n y M a r ia n o R o d r íg u e z

Creencias y sentimientos, recuerdos y emociones, sensaciones y deseos constituyen ese multicolor mundo interior con el que iden­ tificamos el reino de nuestra intimidad como sujetos humanos. Sin embargo, desde que el mandato délfico instara a dirigir la mirada escrutadora de la razón hacia nosotros mismos, el ámbito de lo mental no ha dejado de suscitar interrogantes sobre su naturaleza, sobre sus relaciones con lo físico y hasta sobre su propia existencia. En no escasa medida, puede afirmarse que la forma como en cada época el hombre se ha interpretado a sí mismo ha quedado refle­ jada en sus respuestas a tales interrogantes. También en la nuestra. Entre los sueños inaugurales de la Modernidad, de cuyas ruinas vi­ vimos, se cuenta justamente el de un supuesto acceso inmediato del sujeto al reino de la mente, el de su irreducibilidad ontológica con respecto a la materia, y el de su privilegio epistémico con res­ pecto al resto de lo real. Desde la publicación en 1949 del libro de G. Ryle, El concepto de lo m ental, puede con facilidad reconocerse la continuidad y la fecundidad de un esfuerzo filosófico orientado a esclarecer los pro­ blemas teóricos de la mente humana. Es cierto que la filosofía de la mente contemporánea debe ser considerada la legítima heredera de la reflexión filosófica aplicada en siglos anteriores a dilucidar temas como el de la conciencia o el de las relaciones psicofísicas.

Pero no es menos cierto que en este ámbito se han producido sig­ nificativos cambios cualitativos en la forma de abordarlos. El resul­ tado constatable es la consolidación de un cuerpo teórico surgido de nuevos planteamientos y posibilitado por aportaciones de origen multidisciplinar, desde la lógica formal y la lingüística hasta la neu­ rología y la inteligencia artificial. No es de extrañar, por tanto, que a la reflexión contemporánea sobre lo mental vayan asociados no sólo los nombres de relevantes filósofos, de Wittgenstein a Dennett, sino también los de una pléyade de pensadores provenientes del ám­ bito de las ciencias empíricas. Con todo, es el fruto de una reflexiva labor colectiva cuya vitalidad se manifiesta con toda claridad en la fecundidad de las publicaciones que genera, y en la propia radicalidad de las propuestas teóricas alternativas que suscita. En la presente obra se recogen aportaciones originales que tie­ nen en común haber sido elaboradas por pensadores españoles. Tan sólo debe ser considerado un síntoma, pero en modo alguno reve­ lador de ningún rasgo nacionalista. Lo que tienen en común es su esfuerzo por pensar la mente, y hacerlo filosóficamente. Pero, jus­ tamente por ello, puede servir de expresión de que en estos pagos, tras años de una pasiva dependencia externa, resulta por fin posi­ ble pensar con voz propia. En todo caso, la obra se ha quedado corta. La inevitable selección ha impedido que pudieran formar parte de ella todos los que lo merecen, y algunas de esas ausencias no dejarán de provocarnos remordimientos. A fuer de respetuosos con la inteligencia de los lectores, nada añadiremos por nuestra parte pues nada tenemos que decir que no esté mejor dicho en las páginas que siguen, y ellas bastan para jus­ tificarse por sí mismas. Quedaría tan sólo agradecer a los autores haber pensado; y a ti, lector, tu disposición a pensar la mente. Con todo, alguna breve presentación debemos ofrecerte de los trabajos que te presentamos. Parten «Las razones para el dualismo», de Manuel García-Carpintero, del hecho de que los estados mentales poseen propiedades representacionales —la intencionalidad brentaniana— y propieda­ des fenoménicas. Para analizar las consideraciones que apoyan en la actualidad alguna forma de dualismo resulta esencial reconocer que, en uno de sus sentidos, los estados conscientes son precisa­ mente los que tienen un cierto carácter fenoménico. Porque el dua­ lismo es la tesis de que los estados mentales no son materiales. Este

trabajo, además de presentar el contenido básico de tesis semejante, se aplica a la crítica de los dos argumentos contemporáneos que con mayor contundencia desarrollan las intuiciones que nos lleva­ rían a mantenerla, los debidos a Nagel y a Jackson, por un lado, y a Kripke, por el otro. En relación con el primer objetivo se hace preciso examinar la naturaleza de las relaciones causales puesto que aclararla resulta im­ prescindible para entender el sentido en el que decimos que los su­ cesos materiales son físicos —el dualismo precisamente sostiene que los sucesos mentales no pueden serlo, y por eso no son mate­ riales. Efectuado tal examen, García-Carpintero se pondría del lado de quienes apuestan por tomar a la hipótesis fisicista —«todo acae­ cimiento está constituido por un acaecimiento físico»— como guía metodológica adecuada para enfrentarnos críticamente a los argu­ mentos dualistas. Por lo demás, esto es compatible con declarar falsa a la forma más extrema de fisicismo, el fisicismo reductivo. Cuando decimos que los sucesos mentales no son una excepción a la hipótesis fisicista estamos queriendo significar que están consti­ tuidos por sucesos materiales y por tanto físicos; el dualismo, por el contrario, defendería que la relación entre sucesos físicos y esta­ dos conscientes es en todo caso causal, o sea, contingente: éstos son epifenómenos de aquéllos. Para establecer su doctrina, los dualistas actuales apelarían a las peculiaridades de la consciencia fenoménica. En la percepción vi­ sual, por poner un ejemplo típico, nos encontramos con estados mentales mediadores, los «notares», paradigmas de la consciencia fenoménica, que suponen un conocimiento inmediato y privile­ giado de determinados particulares mentales estructurados, las «vi­ vencias». Percibimos formas coloreadas, o lo que quiera que sea, en virtud de que notamos nuestras vivencias, para ponerlo en la ter­ minología del autor. Esas vivencias son los datos sensibles de las teo­ rías tradicionales, pero concebidos más apropiadamente como acae­ cimientos, cuyas propiedades son los célebres qualia. Metido en la empresa de dar cuenta de la naturaleza de la consciencia feno­ ménica, García-Carpintero defenderá, frente al internismo antirreductivo y al intencionalismo reductivo, una variante teórica que adopta y rechaza aspectos de ambos, el externismo antirreductivo. Las vivencias sí que tienen un papel funcional, pero esto sería per­ fectamente compatible con una explicación del contenido percep­

tivo que compaginase el externismo con el reconocimiento para la introspección de un carácter privilegiado. Habría «algo más» que el papel funcional en la consciencia fenoménica. La teoría aquí defendida puede ir perfectamente de la mano de la refutación del dualismo, es decir, de las conclusiones de NagelJackson y Kripke. Cometemos un error al suponer que realmente podría haberse dado experiencia fenoménica sin estar constituida por un estado físicofuncional. Para arribar a este punto final, Gar­ cía-Carpintero se sirve muy convincentemente del análisis de Loar de la consciencia fenoménica en términos de conceptos recognoscitivos. Si nos abstenemos de profundizar filosóficamente en la causali­ dad y las explicaciones causales, la eficacia causal de lo mental nos parecerá obvia: a esta profundización que torna enigmático lo, en principio, más obvio se dedica el escrito de Manuel Liz. Se darían cuatro situaciones explicativas posibles que de distinto modo plan­ tean el problema de la eficacia causal de lo mental —la elimina­ ción, la identificación, la realización múltiple y la conciencia—, pero antes de proceder a su examen se aclaran aquí conceptos bá­ sicos relativos a la explicación y a la causalidad, en orden a resaltar la importancia del equilibrio entre relevancia explicativa y eficacia causal. También se menciona la tesis de que existe una experiencia directa de la causalidad. Según ella, si no constatáramos directa­ mente que nuestras intenciones tienen eficacia causal no seríamos capaces de tener ningún otro tipo de experiencia causal ni tampoco el concepto de causalidad, en consecuencia. Ahora bien, queda claro que tener experiencia de la eficacia causal de nuestras inten­ ciones no justifica en absoluto el que esas intenciones tengan la efi­ cacia causal que aparentan, nos manifiesta el autor, como tampoco justificaría nuestro empleo del concepto de causalidad. Vamos con ello a la conclusión de que sólo nuestras explicaciones causales nos pueden poner en la situación de decidir si lo mental es causalmente eficaz. Y a favor de una decisión negativa pesan los muy numero­ sos argumentos tradicionales que señalan las excesivas peculiaridades de las supuestas explicaciones que hacen uso de causas mentales, por ejemplo, que los estados mentales parecen ser múltiplemente realizables. Nos quedamos entonces con el hecho de que contamos con una práctica explicativa muy arraigada que apela a determina­ dos fenómenos mentales. Ahora bien, ¿hasta qué punto esta rele­

vancia explicativa de tipo causal es capaz de garantizar la eficacia causal de lo mental? Éste es el interrogante al que Liz querrá dar una respuesta. Está claro, por otra parte, que el establecimiento de la identi­ dad psicofísica, por mucho que haya que advertir que con ella no ganamos nada en relevancia explicativa de tipo causal, conquista­ ría para lo mental toda la realidad, la realidad causal, que conce­ demos a lo físico. Pero el problema es que de ordinario encontra­ mos que son muchos los mecanismos físicos susceptibles de realizar la eficacia causal que suponemos en un fenómeno mental. ¿Qué ocurre entonces, cuando las realidades concretas realizadoras del tipo de fenómeno mental no tienen nada en común aparte de ser físicas? Parece que nos enfrentamos al dilema eliminacionismo o dualismo. A juicio de Liz, escapar de este dilema supondría intro­ ducir un notable cambio en nuestra imagen metafísica corriente del mundo, imagen piramidal según la cual éste se hallaría jerárqui­ camente estructurado en diferentes niveles, de modo que las pro­ piedades de los niveles superiores dependerían de o estarían deter­ minadas por las propiedades de los niveles inferiores —aplicado esto a lo que aquí nos ocupa: como relación causal macrofísica, la causación mental sería una causación sobreveniente, determinada por otras relaciones causales más básicas, a saber, físicas. La modi­ ficación tendría que consistir en pensar que lo mental es algo físico novedoso, en el sentido de independiente de las eficacias causales preexistentes en los niveles inferiores de la pirámide. Y es que en la imagen piramidal son impensables las propiedades físicas nue­ vas. En este momento la propuesta de Liz se hace nítida, rotunda: sólo puede darse causación mental y múltiple realizabilidad si existe novedad física, si la imagen piramidal del mundo es falsa. Nuestro autor es consciente de lo arriesgado y en parte antiintuitivo de lo que propone, por mucho que contemos con la aparición de la vida y la aparición de la mente para obligarnos a mitigar nuestra extrañeza, pero lo propone siempre en la convicción de que las relacio­ nes causales son «patrimonio exclusivo de lo físico». Para terminar, ¿cómo concebir que las razones conscientes pue­ dan ser causalmente eficaces? ¿Ser consciente implica alguna dife­ rencia en las historias causales que son las biografías de las perso­ nas? Necesitamos una teoría causal de la conciencia porque ser agentes, obrar conforme a razones, requiere ser conscientes de ello.

La necesitamos porque en la medida de su ausencia quedaría en tela de juicio la misma realidad de la conciencia. En suma, a la cuestión de la eficacia causal de lo mental deberá contestarse con un decidido «depende», concluye Liz: depende de la naturaleza de cada uno de los cuatro supuestos básicos en que nos situemos para responderla. La contribución de Juan Hermoso y Pedro Chacón se concen­ tra en el análisis y la crítica de algunos de los puntos fundamenta­ les de la teoría de la mente que defiende uno de los pensadores nor­ teamericanos más influyentes de nuestra época, John Searle, la que acostumbra a denominarse «naturalismo biológico». En concreto, acapara el interés de los autores la crítica searleana a la noción de inconsciente cognitivo, esencial en la configuración y el desarrollo de la nueva ciencia de la mente, y su estrecha relación con ese Trasfondo searleano que «permite que toda representación tenga lugar». Es este concepto importantísimo el que será revisado en este tra­ bajo, atendiéndose a continuación a las modificaciones que el mismo sufre después de que el propio Searle se decida a introdu­ cir el Principio de Conexión, que también es expuesto en sus ras­ gos más generales, para finalizar señalando las limitaciones del po­ der explicativo del Trasfondo y proponiendo las líneas básicas de una ontología de lo mental ampliada en relación a la de Searle. No tenemos noción alguna del inconsciente, a no ser como lo que es potencialmente consciente: el llamado Principio de Cone­ xión niega que exista un inconsciente profundo inaccesible a la conciencia, de manera que intencionalidad y conciencia estarían esencialmente conectadas. Los estados intencionales inconscientes habría que entenderlos entonces como estados neurofisiológicos con la capacidad de generar estados intencionales conscientes. Finalmente, la consideración crítica a que los autores someten estas propuestas de Searle se mantiene en un plano interno a la pro­ pia teoría, absteniéndose de poner en tela de juicio ni la hipótesis del Trasfondo ni el Principio de Conexión en sí mismos. Lo que sí piensan es que la ontología de lo mental que está latente en todo esto resulta problemática, por lo que diseñan al final de su trabajo una propuesta de revisión que a la vez clarifica y hace más com­ pleja, librándola de algunas ingenuidades, la teoría searleana de la mente. En esta revisión juega un papel importante el cambio que el filósofo americano hiciera de la metáfora de la memoria como

inventario por la de la memoria como mecanismo. En definitiva, Searle lo que defiende es la irreducibilidad de la conciencia. Her­ moso y Chacón añadirían que una defensa semejante lleva necesa­ riamente consigo una ontología de lo mental comprometida tam­ bién con la irreducibilidad de la intencionalidad. Los artículos de Carlos Moya y Josefa Toribio están dedicados a tratar la cuestión de la intencionalidad de los estados mentales, cuestión clásica donde las haya que ha sido renovada en el pensa­ miento actual por la intensa discusión mantenida entre los teóri­ cos internistas y los externistas. La concepción tradicional de la in­ tencionalidad, nos recuerda Moya, sintonizaría con la posición internista. Otra forma de decirlo: la doctrina que recuperó Brentano, la que ponía la característica definitoria de los estados men­ tales en la «inexistencia intencional» u «objetividad inmanente», encaja en una semántica de orientación fregeana. Esto es, el con­ tenido mental sería independiente de los objetos que puedan exis­ tir en el mundo. Chisholm, como es bien sabido, elaboró la con­ cepción brentaniana en términos de las peculiaridades del lenguaje intencional frente al que describe fenómenos físicos. En este len­ guaje de lo psicológico no es válida la generalización existencial, por ejemplo, como tampoco se halla vigente el principio de sustituibilidad (lo que hace que el discurso intencional genere contex­ tos referencialmente opacos). Pues bien, Moya señala que la se­ mántica de Frege es capaz de dar cuenta de estos rasgos lingüísticos, por cuanto se corresponderían con la importancia que para el con­ tenido intencional tiene la perspectiva o modo de presentación. Y es que en esa semántica la intensión o sentido prima sobre la exten­ sión o la referencia: el contenido de las actitudes proposicionales, nos recuerda Moya, está constituido por los pensamientos o senti­ dos fregeanos; la referencia de la oración no formaría parte del con­ tenido de la actitud. Por eso la eclosión de las teorías de la referencia directa ha afec­ tado profundamente a nuestra concepción de la intencionalidad, porque supone un desafío radical a la semántica fregeana. Par­ tiendo de la obra capital de Kripke, las reflexiones de pensadores como Putnam, Kaplan, Perry o Burge conformarían propuestas se­ mánticas de carácter externista. Pero, pese a lo convincente de los experimentos mentales de sus defensores, la semántica externista encuentra muchas dificultades a la hora de dar cuenta de la deno­

minada «unidad semántico-causal» del contenido (un sujeto puede tener creencias con el mismo contenido, en el sentido de estar in­ dividuado por sus condiciones de verdad referenciales, y que estas creencias tengan efectos muy diferentes sobre su comportamiento). También están ahí los problemas de la no referencia y de la corre­ ferencia, o el de que un sujeto podría no saber cuál es el contenido de sus actitudes. La semántica externista, por último, tiene muchas dificultades a la hora de dar cuenta de la opacidad referencial del discurso intencional. Rechazando la posición de quienes, como Perry, Crimmins y Lycan, han optado por distinguir en el contenido de los estados men­ tales entre un componente psicológico y un componente semántico, este último con condiciones y valor de verdad y el primero con efi­ cacia causal, viendo en ella nada más que una transformación psico­ lógica del sentido fregeano, Carlos Moya remata su contribución ofreciéndonos en forma de propuesta un adelanto de lo que podría ser la solución del problema: la referencia de una expresión puede contribuir a determinar las condiciones de verdad de la oración en la que figura, y se evitarán todos los problemas de las teorías de la referencia directa especificando esas condiciones y tomando en cuenta toda la complejidad de los contextos en los que la oración puede ser usada. Ni Frege ni Kripke, denuncia Moya, tomaron en consideración esta complejidad, de ahí sus dificultades. Una misma oración, en definitiva, dará lugar a enunciados distintos, con dife­ rentes condiciones de verdad, en distintos contextos. Culmina el tra­ bajo con la demostración de cómo la propuesta de Moya permitiría resolver los problemas de la opacidad referencial, la no referencia y la no validez de la generalización existencial, y con la afirmación de que la misma no plantea el problema del autoconocimiento y res­ taura la unidad semántico-causal del contenido. Josefa Torihio abunda en este tema decisivo, exponiéndonos en primer lugar el desarrollo de la polémica entre los partidarios del contenido restringido y del contenido amplio como polos centra­ les de la explicación psicológica, los internistas y los externistas, res­ pectivamente, para depués llevar a cabo la contribución original del contenido ecológico, movida por la convicción de que ni el amplio ni el restringido constituyen una noción de contenido metodoló­ gicamente aceptable, desde el punto de vista, una vez más, de la explicación psicológica.

En relación con el internismo, llama la atención en este trabajo la claridad con que se lo define como «el punto de vista que sos­ tiene que el contenido de un estado mental sobreviene en propie­ dades intrínsecas de los estados físicos del sujeto y, por tanto, ha de ser individualizado sin referencia alguna al contexto físico y so­ cial en que el sujeto se encuentra». La utilización del concepto de sobreveniencia nos indica que ha sido el sesgo fisicalista de las cien­ cias de la conducta lo que ha privilegiado a la noción de contenido restringido, posibilitándole jugar el papel central en la formula­ ción de explicaciones psicológicas. Por el contrario, el externista de­ fiende que la individuación del contenido depende del contexto fí­ sico y social: como el así obtenido contenido amplio de un estado mental se halla conformado por rasgos externos al sujeto del mismo, queda excluida la posibilidad de que el contenido de los estados mentales de un sujeto sobrevenga en propiedades intrínse­ cas de los estados físicos del mismo. Para Toribio, la cuestión central que se dirime en torno a la no­ ción de contenido restringido es la de si éste puede cumplir la mi­ sión para la que ha sido diseñado. Es decir, a juicio de la autora re­ sultaría mucho más sensato y realista tomar como unidad explicativa básica en psicología a la dinámica conjunta del sujeto y su entorno local. ¿A la hora de dar cuenta de nuestra organización cognitiva no será más fructífero que partir de la estructura biológica del sujeto tomar como unidad explicativa básica la del «agente-más-su-entorno-local»? Los externistas han insistido en que es la propia psicología, in­ dependientemente de toda restricción que la física pretenda impo­ ner, la que tiene que determinar por sí misma lo que habrá de va­ ler como propiedades causalmente eficaces de los estados mentales. Es natural, porque en ello les va que su posición pueda ser tenida de verdad en cuenta. Según un autor como Peacocke, por ejemplo, el contenido amplio debe ser perfectamente capaz de asumir este papel causal-explicativo. Pero aquí la estrategia de Toribio no es otra que negar esta posición poniendo de manifiesto las diferencias entre el contenido amplio y el también externista contenido eco­ lógico. Este último no se define en términos de condiciones de ver­ dad, con lo que no se individualiza sino en función de propieda­ des de las que el sujeto puede tener evidencia, y que por tanto son conductualmente relevantes. La noción de contenido amplio

puede valer para la psicología natural o del sentido común, mien­ tras que el contenido ecológico estaría comprometido con la psi­ cología científica. Por lo demás, nuestra autora despliega una bri­ llante batería de argumentos en contra de las denominadas teorías de doble factor, las que han intentado compaginar las ventajas re­ lativas de internismo y externismo. Muy ilustrativo resulta sin duda el empeño de Toribio en rei­ vindicar un enfoque computacional no internista, inspirándose para ello, por ejemplo, en el campo de la vida artificial. Podemos entender los procesos computacionales em ergiendo del conjunto de las propiedades de un sistema que incluye no sólo al individuo sino también a (partes de) su entorno. Pero el apoyo para su propuesta del contenido ecológico lo va a recabar Toribio del ámbito de la psicología evolutiva. Ésta nos ha evidenciado que lo que llamamos conocimiento proposicional en sentido estricto aparece mucho más tarde que las habilidades y el saber-como que resultan necesarios para desenvolverse en un entorno cambiante. Pues bien, la noción de contenido ecológico pretende apuntar a ese tipo de conocer ori­ ginario: «las propiedades que constituyen el contenido ecológico de un estado mental incluyen aquellas propiedades del entorno que son relevantes para la conducta del sistema integrado agente-en­ torno pero que no están disponibles para el sujeto como conoci­ miento proposicional». Angel Riviére se propone con su trabajo investigar, desde un do­ ble punto de vista psicológico-filosófico, las condiciones de posibi­ lidad del hecho de que un organismo sea capaz de atribuir repre­ sentaciones a otros organismos. La mirada m ental sobre la conducta requeriría una intencionalidad de orden superior, derivada de una conciencia así mismo de orden superior. Los psicólogos experimen­ tales han venido haciendo uso del criterio dennettiano para la atri­ bución de una teoría de la mente: el denominado «engaño táctico». Esto significa que si X crea deliberadamente en Y una representa­ ción que no se corresponde con la situación real, y lo hace con el fin de aprovecharse de ello, entonces podemos decir que X sabe que Y tiene representaciones. Del mismo modo, la noción de falsa creencia se ha convertido en el criterio para fijar el momento evo­ lutivo, en torno a los cuatro años y medio o cinco, en que los ni­ ños desarrollan una teoría de la mente similar a la adulta. Resulta­ ría entonces que los conceptos de metarrepresentación y simulación

nos permiten dar cuenta de esa «mirada mental» que según mu­ chos (los partidarios de las «teorías de la teoría») habría que en­ tender como la aplicación de una teoría de la mente, pero que para otros (los que sostienen las «teorías de la simulación») habría que enfocar más adecuadamente como una actividad simuladora. Ri­ viére llega a sugerir la solución de aceptar un componente teórico y otro de simulación en la actividad mentalista de los humanos. Llama nuestra atención en todo este asunto la posición de al­ gunos psicólogos del momento presente, que consideran que el ac­ ceso a la mente en primera persona del singular está tan mediado por conceptos teóricos como lo está el acceso a las mentes de los demás. También nos sorprende la contundencia con la que Riviére se apresta a defender la entidad teórica supracultural de la psicolo­ gía natural, frente a los desvarios eliminacionistas: la m ente es an­ tes que nada la form a humana de ver ineludiblem ente la conducta hu­ mana. En definitiva, quedaría fuera de toda duda, en la contribución de Riviére, que la colaboración sistemática entre psicólogos de di­ versos campos (especializados en psicología evolutiva, autismo, psi­ cología animal, etc.) y filósofos de la mente nos proporciona resul­ tados extremadamente valiosos. Las aportaciones de Vicente Sanfélix y Mariano Rodríguez gi­ ran en torno al concepto de persona, otro de los núcleos significa­ tivos más relevantes de la filosofía de la mente contemporánea. «Persona y cosificación», como nos indica el subtítulo, está dedi­ cado a tratar el alcance práctico de la revolución cognitiva y su con­ cepción particular de las relaciones entre la mente y el cuerpo, me­ diante la estrategia de investigar el lugar en el que en ella quedaría el sujeto concebido como realidad personal. No en vano en la ca­ tegoría de persona tenemos un evidente componente axiológico. A lo que nos quiere llevar Sanfélix, en definitiva, es al hecho incon­ testable de que en el cognitivismo, y en el funcionalismo que es su basamento filosófico, las nociones de sujeto, yo o persona no sólo han perdido relevancia sino que incluso han llegado a desaparecer sin dejar casi rastro. Y aquí se impone la sospecha filosófica: no se­ ría en absoluto casual esta desaparición en el contexto del natura­ lismo radical que la revolución cognitiva lleva a consumación; no sería un accidente el que la metáfora computacional proceda a un análisis subpersonal de los estados y procesos mentales. Porque he­ mos de seguir teniendo en cuenta, ante esta imagen impersonal de

la mente humana que hoy triunfa en la filosofía funcionalista, la innegable dimensión moral de la noción de persona. Cuando re­ conocemos al otro como persona estamos con ello adoptando ante él cierta actitud. Y la cuestión se agrava todavía más en otra de las vertientes doc­ trinales de la filosofía de la mente, el eliminacionismo, que pre­ tende suprimir la psicología natural o del sentido común, ya que en este esquema conceptual nuestro la categoría de persona cons­ tituye un ingrediente básico y primitivo. Por eso encuentra Sanfélix justificación para advertirnos que la instauración de la nueva cultura, que los eliminacionistas llegan a entrever con franco en­ tusiasmo, implicaría algo así como una «reificación general de las relaciones humanas». El naturalismo radical se ve incapaz de re­ componer la dimensión normativa de la realidad social, sólo co­ noce estados de hecho y es lógico que así sea. A sus ojos los seres humanos no pueden ser personas, sino meros organismos. En cambio, la psicología natural sí que nos permite llevar a cabo discriminaciones normativas. Sanfélix localiza k razón de esto en el hecho de que las actitudes proposicionales con las que funciona esta teoría del sentido común siempre corren el riesgo de no enca­ jar en el mundo (las creencias pueden ser falsadas por la presión objetiva; los deseos pueden revelarse irrealizables...), lo que implica que pueden ser objeto de evaluación y de crítica. Es decir, la psi­ cología del sentido común nos invita a entender al sujeto de las ac­ titudes como un agente mínimamente racional, y libre dentro de ciertos límites, algo imposible en el enfoque puramente neurofisiológico. La com m onsensepsychology trabaja en el nivel decisivo de la acción humana. Por eso Sanfélix va a utilizar la distinción entre «molecular» y «molar» para delimitar el territorio legítimo que co­ rrespondería al proyecto de las neurociencias, lo que llama «elimi­ nacionismo tolerante». En suma, muchas esperanzas se habían puesto en la denomi­ nada «revolución cognitiva». Ejemplos en nuestro país los tenemos en Yela y Pinillos. Sanfélix cita otro, el de Bruner, uno de los pa­ ladines de la tal revolución, quien esperaba que, por su virtud, la psicología se iba a acercar definitivamente al conjunto de las cien­ cias humanas. Pero lo que ha ocurrido ha sido justo lo contrario, la deshumanización de la mente. El balance del autor concluye ha­ ciéndonos ver que si el cognitivismo y el eliminacionismo se pue­

den considerar retoños del proyecto ilustrado, su común natura­ lismo acrítico tornaría a este proyecto poco defendible. Una con­ clusión de amplio alcance, sobre todo porque no aisla el objeto de reflexión de su contexto historicofilosófico, algo que, por desgra­ cia, no viene siendo muy habitual en la filosofía de la mente. Las observaciones sobre el concepto de persona que realiza Ma­ riano Rodríguez comienzan comparando los conceptos de persona y ser humano, sobre el telón de fondo de las tesis de Wiggins y su ambición de conseguir una ciencia de las personas, en la discusión que este autor mantiene con el parecer mayoritario que continúa hoy la línea iniciada en la Modernidad por Locke. Podemos ad­ mitir incluso que «persona» y «ser humano» son equivalentes extensionalmente, y eso sólo de momento, por muy escandaloso que parezca, pero desde luego no lo serían intensionalmente. Otro enfrentamiento, y esta vez crucial, es el que se escenifica entre los reduccionistas a la Parfit y los defensores de la denomi­ nada «concepción simple», que parece estar incrustada en las es­ tructuras del lenguaje que hablamos. La pregunta a la que se in­ tenta dar respuesta es la que cuestiona la relación existente entre el yo y sus atributos, corporales y psicológicos. Y de lo que se trata es de afirmar o negar la existencia de un «residuo», una «chispa de yo» o un «hecho ulterior más profundo» que la mera continuidad psicofisiológica. La tesis que aquí se viene a defender es que esta pregunta no obtiene una respuesta clara si permanecemos vinculados a la tradi­ ción conciencialista que hace de las personas sujetos autoconscientes: la crítica que autores como Dennett y Wilkes han dirigido a toda la línea que se extiende de Locke a Nozick pondría bien de manifiesto, a juicio de Mariano Rodríguez, las grandes limitacio­ nes de esta tradición moderna. Así mismo, los últimos desafíos a la idea central de la unidad de las personas, provenientes de la refle­ xión filosófica sobre casos y situaciones reales de carácter más o me­ nos patológico, como los de los yoes múltiples, van a suponer sin duda un problema añadido, muy difícil de superar con los solos presupuestos de la tradición conciencialista. La unidad personal sí que resultaría en cambio un requisito imprescindible para el en­ tendimiento de las personas desde la idea de la capacidad de ac­ tuar, de las personas como agentes. En esto se vendría a coincidir, curiosamente, con una de las doctrinas centrales del budismo tal y

como lo han estudiado autores como Kolm: la persona o el yo des­ aparecen en cuanto abandonamos el plano de la acción. Las per­ sonas serían planners, en palabra de Carruthers, trazadores de pla­ nes, implementadores de estrategias. Es decir, contestando ahora a la pregunta que había servido de punto de partida de todo este dis­ curso, una persona se relacionaría con sus atributos como un agente con sus acciones. Por lo demás, la obra de autores como Taylor, Frankfurt y Harré viene muy bien para discernir la moda­ lidad de actuación que define a la condición de persona, la acción responsable que supone la libertad.

NOTA SOBRE LOS AUTORES: PEDRO C h a c ó n F u e r te s desarrolla su actividad docente en la Sección de Filosofía IV de la Facultad de Psicología de la Universidad Complutense de Madrid, orientándose sus intereses investigadores hacia los campos del psi­ coanálisis, la ciencia cognitiva, y la filosofía de la mente en general. A sus pu­ blicaciones en estos diversos campos podemos añadir la mención de estudios sobre filósofos como Husserl (Vicens Vives, 1983) y Bergson (Cincel, 1988). E-mail: [email protected] MANUEL G a r c í a - C a r p i n t e r o es profesor del Departamento de Lógica, Historia y Filosofía de la Ciencia de la Universidad de Barcelona. Ha cola­ borado en publicaciones periódicas especializadas de renombre internacional, preferentemente con trabajos de semántica filosófica y filosofía de la mente. Habiendo intervenido en la publicación que sobre esta última materia llevó a cabo la Enciclopedia Iberoamericana d e Filosofía, es además autor de Las p a ­ labras, las ideas y las cosas (Ariel, 1996). E-mail: [email protected] JUAN H e rm o s o DuRÁN es en la actualidad estudiante de doctorado en cien­ cias cognitivas en la Universidad Complutense de Madrid, por cuya Facultad de Psicología se licenció en 1996. Parte de su investigación doctoral, centrada en el análisis y evaluación de las críticas contemporáneas al cognitivismo, ha sido desarrollada en la Universidad de California en Berkeley. E-mail: [email protected] A n t o n i o M a n u e l L iz G u t i é r r e z imparte docencia en la Facultad de Filosofía de la Universidad de la Laguna, en el Área de Lógica y Filosofía de la Ciencia. Habiéndose dedicado sobre todo a la investigación en epistemo­ logía, filosofía del lenguaje y filosofía de la técnica, su interés en cuestiones de filosofía de la mente ha quedado de manifiesto en numerosas publicacio­

nes tanto nacionales como internacionales, colaborando en el volumen dedicado a la mente por la E nciclop ed ia Ib eroa m erica n a d e F ilosofía (Trotta/CSIC, 1995) . E-mail: [email protected] CARLOS J. M o y a desarrolla su labor como profesor de filosofía en el Depar­ tamento de Metafísica y Teoría del Conocimiento de la Universidad de Valen­ cia. Autor del libro The Philosophy ofA ction (Polity Press y Basil Blackwell, 1990), y de diversos artículos sobre filosofía de la mente y de la acción, meta­ física y teoría del conocimiento, aparecidos en revistas nacionales e interna­ cionales, es además presidente de la Sociedad Española de Filosofía Analítica. E-mail: [email protected] ANGEL RjvIÉRE es profesor de psicología en la Universidad Autónoma de Ma­ drid. Habiéndose especializado en la investigación del autismo dentro del marco general de la psicología cognitiva, entre sus numerosas publicaciones po­ demos resaltar Razonamiento y representación (Siglo XXI, 1986), El sujeto d e la psicología cognitiva (Alianza, 1987) y Objetos con m ente (Alianza, 1991), que constituyen verdaderos hitos de la reflexión psicológica en lengua española. M a r ia n o R o d r íg u e z G o n z á le z trabaja en la Sección de Filosofía IV de la Facultad de Psicología de la Universidad Complutense de Madrid. Su aten­ ción investigadora se ha venido centrando en problemas de filosofía de la ac­ ción y filosofía de la mente, ocupándose además del estudio de las obras de Nietzsche y Freud. Es autor de El niño acorralado: Freud y el discurso de la M odernidad (Libertarias, 1994) y de Una introducción a la filosofía de las em o­ ciones (Huerga y Fierro, 1999). E-mail: [email protected] VlCENTE S a n f é li x VlDARTE se dedica a la docencia de teoría del conoci­ miento y filosofía de la mente en la Universidad de Valencia. Ha colaborado en los volúmenes dedicados a la mente y al conocimiento de la Enciclopedia Iberoamericana de Filosofía. Editor científico de Las identidades d el sujeto (PreTextos, 1997), es además autor de diversos trabajos relacionados con su es­ pecialidad. E-mail: [email protected] JOSEFA T o r ib io M a te a s es en la actualidad profesora del Departamento de Filosofía de la Universidad de Washington en San Luis, realizando su activi­ dad investigadora en los campos de filosofía del lenguaje, filosofía de la mente y ciencia cognitiva. Ha publicado los resultados de la misma en revistas es­ pecializadas de vanguardia, norteamericanas y británicas sobre todo, así como en contribuciones a diversos volúmenes colectivos, como el dedicado a la mente por la Enciclopedia Iberoamericana de Filosofía. Es además coeditora de Conceptual Issues in A rtificial Intelligence an d Cognitive Science. E-mail: [email protected]

Las razones para el dualism o1 M

anuel

G a r c ía - C a r p i n t e r o

Los casos paradigmáticos de estados, procesos y acaecimientos mentales2 poseen dos tipos de propiedades distintivas: poseen pro­ piedades representacionales o —recurriendo al término acuñado por Brentano— intencionalidad; y poseen también propiedades fen o ­ ménicas, hay —ahora en la ya clásica frase de Thomas Nagel— algo como lo que es para'un sujeto ejemplificarlos3. Si cabe distinguir es1 Agradezco a Manuel Pérez, David Pineda, Daniel Quesada e Ignacio Vica­ rio sus comentarios y críticas a una versión anterior de este trabajo, comentarios y críticas que han contribuido notablemente a mejorarlo. La investigación nece­ saria para llevarlo a efecto ha sido parcialmente financiada por la DGICYT, como parte del proyecto PB96-1091-C03-03. 2 En lo sucesivo, utilizo estado mental’ o acaecimiento mental’ como térmi­ nos genéricos, aplicables tanto a estados propiamente dichos (una creencia) como a procesos (una inferencia) y acaecimientos propiamente dichos (la toma de una decisión). 3 Véase Nagel, 1974, ‘What is it like?’ (por ejemplo, to be a father), es en in­ glés una pregunta perfectamente común, que sólo acierto a traducir por el mu­ cho menos frecuente en español ‘¿cómo qué es?’ (serpadre, etc.). La expresión re­ sulta más forzada en español que en inglés, aunque el uso de Nagel es técnico también en inglés. ‘¿Cómo se siente...?’ (uno siendo padre, etc.), traducción apro­ piada en muchos casos, presenta problemas para el uso técnico. En primer lugar, Nagel quiere enfatizar el compromiso ontológico con los caracteres fenoménicos: hay algo como lo que es sentirse en un estado con carácter fenoménico. En se­ gundo lugar, aunque las sensaciones constituyan casos paradigmáticos de caracte­

tos dos tipos de propiedades (con antelación a un examen filosó­ fico concienzudo que quizá nos aboque a corregir estos datos in­ tuitivos de partida) es porque podemos pensar en casos más fron­ terizos de lo mental que poseen manifiestamente una de ellas, sin que parezcan por ello poseer también la otra. Así, hay, manifiestamente, algo bien distintivo como lo que es padecer ansiedad o estar deprimido, pero de buenas a primeras no acertaríamos a especificar un hecho que estos estados representen, una condición que habría de cumplirse para que fuesen «verdade­ ros» o «falsos», «satisfechos» o «insatisfechos», o, en general, de al­ gún modo «acertados» o «desacertados». En cuanto a ejemplos con las características opuestas, basta pensar en estados mentales «táci­ tos». Cuando un individuo forma conscientemente por la mañana la intención de ir por la tarde a una cierta librería, forma también intenciones más específicas: en qué lapso temporal del día va a ir a la librería, mediante qué medio de transporte, siguiendo qué ca­ mino, qué otras acciones posibles para él en ese tiempo pretende dejar de lado, etc. Tan necesario para explicar sus acciones durante el día es atribuirle la intención que articula conscientemente, como lo es atribuirle las otras; y, al igual que la primera tiene un claro contenido representacional (hay una específica situación posible, su ir a la librería esa tarde, cuyo no darse «frustraría» o dejaría in­ cumplida la intención), también lo tienen las otras intenciones: el individuo admitirá después, por ejemplo, que «había contado» con

res fenoménicos, no todas las cualidades fenoménicas son sensoriales. Hay, por ejemplo, algo distintivo como lo que es ser un suceso acaecido a una distancia temporal subjetivamente experimentada (que opongo a las distancias temporales objetivas, conocidas sin tener experiencia consciente de ellas). Así, el fin de la Se­ gunda Guerra Mundial y el comienzo del despuntar económico en la España de la posguerra están con respecto a mayo del 68 a una similar distancia objetiva que este último acaecimiento lo está respecto de la caída del muro de Berlín y la muerte de Franco, respectivamente; pero, mientras que en mi propio caso los tres últimos pertenecen al conjunto de acaecimientos de cuyas distancias temporales al presente tengo experiencia subjetiva (hay algo como lo que es experimentar ta­ les lapsos temporales), los dos primeros están para mí en el mismo grupo que el asesinato de César: para mí, son sucesos históricos de cuya distancia al presente carezco de experiencia subjetiva. A buen seguro, para mis lectores más jóvenes mayo del 68 y la muerte de Franco están también sólo ubicados en el tiempo his­ tórico objetivo, no a distancias por ellos vividas. Sólo en un sentido muy laxo cabe calificar de «sensorial» al distintivo carácter fenoménico de las distancias tempo­ rales subjetivamente vividas.

ir a la librería en autobús, pero hubo de ir en coche al descubrir que había una huelga ese día. En contraste con la intención de ir a la librería, sin embargo, el agente no se había hecho explícitas es­ tas otras intenciones; su articulación consciente es en todo caso me­ ramente potencial. Igualmente, en contraste con las creencias «ex­ plícitas» —las que formulamos al llevar explícitamente a cabo un juicio, como cuando damos en creer que una película se proyecta en un determinado cine al consultar a ese efecto la cartelera en un diario— muchas de nuestras creencias son sólo articulables poten­ cialmente; pero eso no las hace menos reales. No renovamos la fe en nuestras creencias cuando nos despertamos; preservamos du­ rante el sueño las que teníamos antes de irnos a dormir. Además, las creencias e intenciones explícitas se forman en parte a causa de la presencia en nuestro repertorio doxástico de otras creencias, tan reales como ellas, pero en absoluto explícitas —no juzgaríamos que la película se proyecta en el cine indicado en la cartelera si, por ejemplo, no creyéramos que la cartelera proporciona información fiable sobre el tema, o no tuviéramos creencias bien definidas so­ bre los significados de las palabras en que la información está ex­ presada. Estas creencias potenciales tienen, manifiestamente, con­ tenido representacional; pero no parece que (cuando menos mientras existen en tal estado potencial) tengan carácter fenomé­ nico alguno. Las creencias y deseos reprimidos de la psicología freudiana contarían como ejemplos del mismo tipo. En contra de estos datos intuitivos iniciales, algunos filósofos sostienen que ambos rasgos, la intencionalidad y el carácter feno­ ménico, son condiciones analíticamente necesarias de lo mental; el propio Brentano, y John Searle contemporáneamente, son tal vez casos representativos. La pertinencia de los contraejemplos antes aducidos podría ser descartada como resultado de un análisis filo­ sóficamente adecuado de los conceptos implicados, particular­ mente del concepto de contenido representacional. Así, podría verse que incluso los estados depresivos tienen un cierto contenido re­ presentacional (por ejemplo, que representan una condición gene­ ral del organismo que predispone a, y quizá requiere, reaccionar de ciertos modos); y cabría defender que los estados representacionales meramente potenciales deben ser analizados como disposicio­ nes a estar en estados explícitamente articulados, que a su vez sí ha­ brían de poseer un carácter fenoménico específico. Para los fines

de este trabajo, es suficiente la verdad de la afirmación menos con­ trovertida con la que comenzamos: a saber, que los casos paradig­ máticos de estados, procesos y acontecimientos mentales poseen ambos rasgos. Un suceso mental paradigmático es el juicio perceptual de un ser humano, en el sentido de que hay algo cuasiesférico, cuya superficie es roja, de un diámetro aproximado de un palmo, a una distancia de aproximadamente un palmo ante sus ojos. Este juicio tiene el contenido representacional que le acaba­ mos de atribuir; el juicio sería incorrecto (falso) si no hubiese ante él algo con las características indicadas. Además, siendo un juicio perceptual, posee indudablemente un cierto carácter fenoménico: el juicio debe haber sido producido en la presencia de ciertas sensa­ ciones visuales, y hay algo específico como lo que es tener sensa­ ciones visuales tales. El término conciencia’ se utiliza en muchos sentidos, más o menos vagamente relacionados; como Ned Block ha señalado, no es razonable insistir dogmáticamente en que sólo uno de los usos es apropiado4. Para empezar, cabe aplicar el término tanto a esta­ dos mentales como a los sujetos de estados mentales. Aunque otros usos son legítimos, nosotros tomaremos el primer uso como fun­ damental, entendiendo en adelante que un ser consciente es uno capaz de experimentar estados conscientes, y uno que está cons­ ciente es uno que ejemplifica algún estado consciente no mera­ mente potencial. También la noción fundamental de estado cons­ ciente puede ser entendida de diversos modos, todos ellos compati­ bles con el uso común. En uno de ellos, un estado consciente es uno que es objeto intencional de otro estado, él mismo no necesa­ riamente consciente (uno «de segundo orden» cuyo contenido re­ presentacional concierne explícitamente a otros estados mentales del mismo sujeto). Cuando evaluamos los motivos que tuvimos para llevar a cabo una cierta acción, por ejemplo, nuestros motivos son conscientes en este sentido. Nosotros utilizaremos en lo suce­ sivo estado autoconsciente’ para distinguir este uso. Es igualmente posible entender que un estado consciente es uno con un conte­ nido representacional rico, y lo suficientemente accesible en la eco­ nomía funcional de un sujeto en un momento dado como para ca­

4 Véase Block, 1995.

pacitarle para llevar a cabo una amplia y rica gama de acciones apropiadas (dado su entorno) y adecuadas para satisfacer los inte­ reses que el individuo pueda tener (incluyendo quizá acciones lin­ güísticas, tales como describir correctamente el entorno o respon­ der apropiadamente a preguntas, etc.), así como para que el sujeto pueda derivar inferencialmente a partir del mismo otros estados igualmente pertinentes para un comportamiento eficaz. Un estado consciente, en este sentido, es uno por estar en el cual el sujeto «está alerta» o «avisado» (en lo que respecta a hechos pertinentes a sus intereses). Siguiendo a Block, utilizaremos ‘estado de conscienúa.-acceso para este sentido. Hay, sin embargo, un tercer sentido de ‘estado consciente’, tan legítimo como los anteriores. Un estado consciente, en este tercer sentido, es uno que tiene un cierto carácter fenoménico. Nos difi­ cultaríamos calibrar cabalmente las posiciones dualistas, quizá sin remedio, si olvidáramos este tercer sentido, o si, sin más ni más, lo identificásemos (lo confundiésemos) con alguno de los anteriores; pues constituye el sentido clave para apreciar las consideraciones que parecen apoyar alguna forma de dualismo. A primera vista al menos, este sentido parece separable de los anteriores. Así, parece razonable atribuir a los animales y a* los niños pequeños estados mentales paradigmáticos —como la percepción de la esfera antes descrita, incluidos sus aspectos fenoménicos—; pero no parece tan razonable atribuirles los recursos conceptuales (un concepto de sí mismos y conceptos de estados mentales, como mínimo) necesa­ rios para poder considerarlos estados autoconscientes. Igualmente, parece al menos factible imaginar un robot que es como un ter­ mostato, aunque mucho más complejo; de modo que, a la manera del termostato (capaz en algún sentido de «actuar» promoviendo los fines para los que ha sido diseñado —mantener la temperatura en su entorno por encima de un cierto nivel— «tomando en con­ sideración» información sobre la temperatura en el entorno), el ro­ bot posee «creencias» con un rico contenido representacional sobre su entorno, sobre la base de las cuales es capaz de actuar eficaz­ mente (tanto quizá como pudiera hacerlo uno de nosotros, o más) para satisfacer los propósitos que le han asignado sus diseñadores. Este robot tendría estados de consciencia-acceso; pero no parece haber razón alguna para pensar que sus estados hubieran de ser fe­ noménicamente similares a los de un ser humano experimentando

estados con el mismo contenido representacional, ni siquiera que hubiera algo como lo que es experimentar los estados del robot. Nuestro examen preliminar ha puesto de relieve tres sentidos, a primera vista distintos, de estado consciente’: estados autoconscientes, estados de consciencia-acceso, y estados con un carácter fe­ noménico. Quizá el examen filosófico de todos estos conceptos nos lleve a establecer vínculos analíticos entre los mismos (con lo que se podría apreciar un sentido no inmediatamente obvio en el que usemos un mismo término para todos ellos); en este trabajo se de­ fiende de hecho (en contra de Block y otros) que ése es el caso. Pero sería un error omitir la consideración específica de la con­ ciencia en el tercer sentido, sin más ni más, sólo en razón de que tratamos ya la conciencia en los otros dos sentidos. El error sería aún más grave si de lo que se trata es de exami­ nar y evaluar los argumentos en favor del dualismo. El primer ob­ jetivo de este trabajo es presentar claramente el contenido de las te­ sis dualistas. Digamos, inicialmente, que el dualismo es la tesis de que, en un sentido de «identificar» y de «material» en que, ponga­ mos por caso, los estados meteorológicos y geológicos y los obje­ tos que se caracterizan por ejemplificarlos (las nubes, las borrascas, las montañas, las placas tectónicas) son estados y objetos materia­ les, los estados mentales y ciertos «particulares fenoménicos» espe­ cíficamente mentales en ellos involucrados no son materiales. En su forma más ambiciosa (y también humanamente más atractiva), el dualismo sostiene que las mentes, objetos enteramente consti­ tuidos por estados y particulares mentales, son «almas»: entidades que podrían existir sin cuerpo, desencarnadas, aunque contingen­ temente se las encuentre «gobernando» cuerpos. Un segundo obje­ tivo de este trabajo es presentar algunos argumentos aducidos en favor de las tesis dualistas. Me propongo examinar críticamente los dos argumentos contemporáneos que a mi juicio desarrollan de la manera más interesante las más poderosas intuiciones de las que emana (racionalmente, al margen del elemento de pensamiento desiderativo que pudiera haber en ello) la tentación de abrazar el dua­ lismo, debidos uno a Frank Jackson y Thomas Nagel, y otro a Saúl Kripke. No creo hacer con esta elección injusticia a la tradición, pues en mi opinión las grandes diferencias culturales entre nuestra época y las de Descartes o Platón afectan de un modo muy poco significativo a la argumentación filosófica: los filósofos contempo­

ráneos no hacen sino elaborar, invocando para ello instrumentos y presupuestos conceptuales teóricamente más adecuados, los mis­ mos datos intuitivos en que se ajpoyaron para sus conclusiones los grandes filósofos del pasado. Por último, me propongo ofrecer al­ gunas razones para concluir que no existe ninguna buena razón fi­ losófica en favor del dualismo; que, pese a las indudables dificul­ tades reveladas por los argumentos dualistas, existen buenas razones en su contra que combinan consideraciones filosóficas y re­ sultados científicos. Este es un trabajo extenso, en que se estudian en profundidad los problemas a mi juicio más estrechamente relacionados con la cuestión del dualismo, todos los cuales deben ser abordados cui­ dadosamente si queremos que una propuesta al respecto no deje demasiados cabos sueltos. Su estructura es la siguiente. En la pri­ mera de las cuatro secciones en que se divide el trabajo se ofrece la explicación a mi juicio más plausible de los sentidos de «identifi­ car» y de «entidad material» necesarios para enunciar con propie­ dad las tesis dualistas, y se presentan estas tesis en la forma a mi juicio filosóficamente más interesante. Es el dualismo así entendido el que se examinará críticamente en las siguientes secciones. En la segunda sección se examina con más detenimiento el papel y la na­ turaleza de la consciencia fenoménica. Para ello se analiza la per­ cepción, el proceso cuya comprensión requiere de una forma más clara postular estados conscientes con un cierto carácter fenomé­ nico. En la tercera sección presento la que considero la teoría más satisfactoria de la consciencia fenoménica, sus interrelaciones con la consciencia-acceso y con el contenido representacional de los es­ tados mentales, en contraste con dos propuestas rivales. En la sec­ ción final discuto críticamente, sobre la base del análisis precedente de la consciencia fenoménica y supuesta la formulación previa de las tesis dualistas, los dos argumentos en favor del dualismo antes mencionados. 1.

La

tesis dualista

El dualismo postula un contraste singular entre la mente y los acaecimientos en que participa, por un lado, y el cuerpo y sus es­ tados, por otro. Mientras que el cuerpo es esencialmente «mate­

rial», la mente no lo es, o no hay razones para creer que lo sea. Lo «material» incluye, en el contexto de una discusión de esta natura­ leza, todo lo que cabe contrastar con lo mental: acaecimientos, ob­ jetos y propiedades neurológicos, biológicos, meteorológicos o geo­ lógicos, por ejemplo, cuentan aquí como «materiales». El contraste que el dualista pretende establecer sólo puede elu­ cidarse con suficiente precisión filosófica mediante un examen de las relaciones causales. Tal y como yo lo entiendo, el dualista sos­ tiene que, mientras que hay buenas razones para pensar que los ob­ jetos y acaecimientos materiales se caracterizan por ser físicos, los acaecimientos mentales (o algunos de ellos) no pueden serlo, y por consiguiente no son materiales. Es con el fin de elucidar el sentido en que los objetos y acaecimientos materiales son físicos que se re­ quiere examinar la naturaleza de las relaciones causales; este exa­ men es también necesario para apreciar las razones puramente fi­ losóficas (las que trascienden los datos empíricos en el mismo sentido) por las que el dualismo no es aceptable, pese a la fuerza indudable de los argumentos en su favor. El término causa’ se usa, tanto en el lenguaje común como (desgraciadamente) en las recomendaciones de algunos filósofos (como John Searle, un filósofo con proclividades dualistas; tales in­ clinaciones no son ajenas a esta recomendación), en un sentido que subsume dos conceptos. Pese a que estos dos conceptos poseen evi­ dentes rasgos en común, un tratamiento filosóficamente apropiado de nuestros problemas exige distinguir la relación que prototípicamente se da entre acaecimientos temporalmente sucesivos, a la que denominaré causar’, y la relación cuyos términos son necesaria­ mente acaecimientos coincidentes en el tiempo, a la que denomi­ naré ‘constituir’. En lo sucesivo, usaré ‘relaciones nómicas’ (en vez de hablar de «relaciones causales») para referirme a ambas indis­ tintamente. En esta sección haré explícitos ciertos supuestos bási­ cos sobre las relaciones nómicas, presentaré el sentido específico en que cabe pensar que los acaecimientos materiales son físicos e in­ dicaré las razones para pensarlo así. De esta manera estaremos en disposición de exponer cabalmente el contenido de la tesis dualista. Entenderé que las dos relaciones a que nos referimos con el tér­ mino ‘causa’ se dan entre acaecimientos: particulares concretos, espacio-temporalmente ubicados; el tipo de entidad a que nos refe­ rimos con ayuda de nombres comunes de origen verbal, como la

iluminación de una bombilla, la excitación de una neurona, la vic­ toria en una carrera, etc. Incluyo estados (la presencia de una man­ cha de aceite en la carretera) y procesos (batallas, proyecciones ci­ nematográficas, etc.) entre los acaecimientos. Un dualista no aceptará que los acaecimientos mentales estén necesariamente ubi­ cados en el espacio; pero sí debe aceptar que lo pueden estar con­ tingentemente, a través de relaciones contingentes con acaeci­ mientos materiales, y esto es todo lo que necesitamos para ubicarlos espaciotemporalmente. En contra del bien conocido punto de vista de Davidson, supondré que los acaecimientos tienen estructura: consisten en un individuo —identificado en parte por su perte­ nencia a un género— ejemplificando una propiedad, o pasando de no ejemplificar a ejemplificar una propiedad o viceversa, dos indi­ viduos (también clasificados por su pertenencia a ciertos géneros) manteniendo una cierta relación, o pasando de no mantenerla a mantenerla, etc. Un tipo de acaecimiento se especifica indicando los géneros de los particulares y las propiedades o relaciones que ejemplifican. Aunque las relaciones causales se dan (como las otras relacio­ nes nómicas) entre acaecimientos particulares, el que se den entre el acaecimiento c y el acaecimiento e implica la verdad de tres pro­ posiciones que hacen referencia, directa o indirectamente, a tipos que los acaecimientos ejemplifican. Usaré letras mayúsculas para ti­ pos de acaecimiento, y dos puntos para la relación ejemplar-tipo. Las tres proposiciones son modales. La primera es una condición de suficiencia nómica: c:C causa e:E sólo si, si se ejemplificara un acaecimiento de tipo C en condiciones parejas a aquellas que se han dado de hecho a la vez que c, se ejemplificaría un acaecimiento de tipo E. Esta condición exige que causa y efecto ejemplifiquen una ley causal, en la que (en términos acuñados por Mackie) el tipo-causa es una condición NS del tipo-efecto: el tipo-causa es una parte Necesaria (parte que puede, o no, por sí misma ser suficiente) de una condición Suficiente (condición que puede, o no, ser tam­ bién necesaria) del tipo-efecto5. La segunda es una condición de

5 Véanse Mackie, 1974 y Bennett, 1988. Fumar es causa del cáncer de pul­ món, pero ni todos los que fuman contraen cáncer de pulmón, ni sólo los que fuman lo hacen. Lo que parece ocurrir más bien es que fumar, junto a otros fac­

necesidad contrafáctica de la causa: c:C causa e:E sólo si, si no hu­ biera ocurrido ese acaecimiento c de tipo C, no habría ocurrido ese acaecimiento e de tipo E. Esta segunda condición, a diferencia de la primera, hace refe­ rencia a los particulares; sin embargo, involucra también indirec­ tamente los tipos que ejemplifican, presuponiéndolos propiedades esenciales que los particulares mantienen en las circunstancias contrafácticas pertinentes. Estas proposiciones modales (así como la que recoge la condición de asimetría, que se enunciará después por conveniencia expositiva) son, como todas las de este tipo, contextualmente dependientes; son relativas a qué cuente como una cir­ cunstancia posible accesible (o «suficientemente próxima»), y esto puede variar, para una misma oración, con el contexto de profe­ rencia6. Esto no supone que para una oración dada puedan siem­ pre escogerse condiciones de accesibilidad que la hagan verdadera, ni que sólo las intenciones del hablante cuenten para ello. Qué ex­ prese una proferencia deíctica —como por ejemplo, una de ese hombre es un atleta’— depende también del contexto, y no cabe decir de una proferencia tal ni que siempre puedan contemplarse modos de dependencia contextual que la harían verdadera (si el ha­ blante señala ostensiblemente hacia alguien que no es atleta, su proferencia es falsa), ni que sólo las intenciones del hablante cuen­ ten para determinar de qué manera específica depende del contexto de proferencia lo significado (no afecta a la falsedad de la profe­ rencia en la anterior situación que el hablante tenga en «mente» a alguien bien definido, que es de hecho un atleta).

tores ahora desconocidos, basta para contraer cáncer de pulmón; los factores en cuestión, en ausencia de la práctica de fumar, no bastan para producir el cáncer de pulmón. E, indudablemente, el cáncer de pulmón es producido también por condiciones distintas del fumar. 6 ‘Ese atleta podría saltar cinco metros en longitud, yo no’ es verdadero, y también lo es ‘esa persona con una sola pierna no podría saltar cinco metros en longitud, yo sí’, sin que varíen para nada mis capacidades físicas de un contexto a otro. En el primer caso cuentan como suficientemente próximos los mundos en que la capacidad física de los sujetos es la que tienen en el mundo real, y varía sólo de uno a otro el que de hecho lleven a cabo o no ciertos saltos; en el segundo, el conjunto de mundos suficientemente próximos es más inclusivo: se aceptan también mundos posibles en que los sujetos se han sometido a un proceso de en­ trenamiento apropiado.

La condición de necesidad contrafáctica de la causa no es ade­ cuada tal y como ha sido formulada; así formulada, no es válida en general. Son excepciones los casos, relativamente infrecuentes, de sobredeterminación del efecto: la iluminación de una bombilla la ha causado el cierre simultáneo de dos circuitos independientes; cada cierre habría producido por sí solo la iluminación de la bombilla exactamente en la misma intensidad. La condición puede formu­ larse de manera más compleja, para tomar en consideración estas eventualidades; pero no nos molestaremos en hacerlo aquí. Esta despreocupación se explica en parte porque las condiciones no se proponen como parte de un análisis reductivo de las relaciones nó­ micas a otras entidades. Incluso si las diversas condiciones necesa­ rias que se pueden extraer de esta discusión (las dos precedentes, la condición de asimetría que se indica después, las que conciernen a las relaciones temporales entre los términos característicos de los dos tipos de relación nómica, los requisitos ontológicos implícitos o explícitos sobre los relata) bastasen también juntamente para es­ pecificar la extensión de ambas relaciones, queda todavía por ver si esas condiciones (particularmente, los subjuntivos en las mismas) podrían entenderse independientemente del concepto de las rela­ ciones causales y de constitución. A mi juicio, no es así7. Las con­ diciones que estamos proponiendo constituyen criterios que nos permiten reconocer las relaciones nómicas; son también las condi­ ciones que deben darse para que la aseveración de que se da una relación nómica sea legítima. Sin embargo, como en otros casos menos abstractos (como por ejemplo, en el caso del agua, y los cri­ terios que empleamos para reconocerla), queda abierta la cuestión de qué es ontológicamente anterior. En mi propia opinión, las dos relaciones a que nos referimos con ‘causa’ son, como el agua o la esfereidad, un ingrediente más del mobiliario objetivo del mundo, tan poco reductibles en términos de los criterios epistémicos que asociamos convencionalmente con los términos que las significan e invocamos para reconocerlas como lo son el agua o la esfereidad8.

7 Véase Jackson, 1977a para un análisis de algunos contrafácticos en térmi­ nos causales. 8 Un ingrediente empero que, por su generalidad y centralidad para el pen­ samiento y la representación en general, bien cabe considerar de naturaleza aná­

Existe a mi juicio una tercera condición que satisfacen las rela­ ciones causales (cuando menos, los casos paradigmáticos de re­ laciones causales que reconocemos cotidianamente) y es esencial para este trabajo, pero conviene exponerla después de introducir las otras relaciones nómicas a que en el lenguaje común nos referimos con causa. La diferencia más obvia entre unas y otras concierne prototípicamente al tiempo; en los casos usuales, hablamos de re­ lación causal sólo cuando c precede a e en el tiempo, mientras que sólo podemos decir que (en el sentido que expondremos de inme­ diato) c constituye a e cuando c y e suceden a la vez. (Ninguna de estas condiciones, por supuesto, es suficiente.) Pero ésta no es la única diferencia, ni la fundamental; algunos dualistas mantienen (sin que yo sea capaz de advertir en ello incoherencia alguna) que ciertos acaecimientos son perfectamente simultáneos a acaeci­ mientos materiales, sin mantener con ellos otra relación que la es­ trictamente causal. Para justificar mi empleo del término «consti­ tuir» y abundar en la naturaleza de esta segunda forma de lo que comúnmente denominamos causar —esencial para nuestra discu­ sión—, me remito primero (siguiendo a Yablo [1992]) a la relación de determ inable a determinante, que se da entre predicados (o, equi­ valentemente, entre los conceptos o modos de presentación a ellos asociados). Decimos que el predicado P (‘cúbico’ o ‘rojo’, por ejem­ plo) expresa un determinante del determinable expresado por Q (‘con forma’ o ‘coloreado’) cuando y sólo cuando (i) es concep­ tualmente necesario que todo lo que es P es Q, (ii) es conceptual­ mente posible que algo sea Q y no sea P, y (iii) si x es Q, entonces es conceptualmente necesario que haya algún predicado P’ de la fa­ milia a que pertenece P (quizá el propio P) tal que x es P\ (Doy por suficientemente bien entendido qué es, en cada contexto, un predicado o concepto de la misma fam ilia que uno dado; en el ejemplo, se trata de predicados que expresan, con la misma preci­ sión que ‘rojo’, matices de color.) Diré en estos casos que P deter­ mina a Q. El predicado ‘es un terremoto de intensidad 4 en la escala de Richter’ determina al predicado es un terremoto de in­

loga a rasgos como los de ser una propiedad monádica, una diádica, un género, un acaecimiento o un individuo: es decir, de la naturaleza de los «objetos lógicos».

tensidad entre 3 y 5 en la escala de Richter’, al igual que el segundo determina a es un terremoto de intensidad igual o superior a 2 en la escala de Richter. Sea ahora c un terremoto particular (el único sucedido en la ciudad A en 1995), causante de un cierto efecto específico e, di­ gamos el derrumbe de la catedral de A. La condición de suficien­ cia nómica que hemos impuesto sobre las relaciones causales puede conllevar que, si bien ‘es un terremoto de intensidad entre 3 y 5 en la escala de Richter’ expresa una propiedad de c en vir­ tud de la cual c causó e, es un terremoto de intensidad igual o su­ perior a 2 en la escala de Richter’ no lo hace. Esto ocurrirá si, por un lado, es el caso que un terremoto cualquiera de intensidad en­ tre 3 y 5 produciría, en circunstancias pertinentemente parejas a las que se dieron en A en 1995, un derrumbe pertinentemente si­ milar al del edificio en cuestión; pero, por otro, no es el caso que un terremoto cualquiera de intensidad de al menos 2 produciría en circunstancias igualmente parejas un derrumbe pertinente­ mente similar. Me parece innegable que ambas proposiciones sub­ juntivas pueden ser verdaderas. Lo serían, por ejemplo, si un te­ rremoto de intensidad 2 no produciría ningún derrumbe, o uno de 6 produciría uno relevantemente diferente al que estamos con­ siderando. Análogamente, la condición de necesidad contrafáctica de la causa puede conllevar que tampoco es un terremoto de intensidad 4 en la escala de Richter’ signifique una propiedad esencial del acae­ cimiento c que causó e. Esto ocurrirá si se dan dos condiciones. Primero, suponiendo que tener una intensidad entre 3 y 5 (o al­ guna otra más genérica, como tener una intensidad de al menos 2) sea una propiedad esencial de c, que mantiene por tanto en todos los mundos accesibles pertinentes para la evaluación del contrafáctico, es el caso que en las circunstancias concretas de A no se hu­ biera producido ese derrumbe si no se hubiera producido ese te­ rremoto c. Segundo, suponiendo ahora que una propiedad esencial de c es la más restrictiva (tener una intensidad de 4), no es el caso que en las circunstancias específicas pertinentes no se hubiera pro­ ducido el derrumbe si no se hubiera dado ese terremoto: hay mun­ dos accesibles en que se da un terremoto de intensidad 4,5 (otro te­ rremoto, por tanto, si tener una intensidad de 4 se toma como propiedad esencial del considerado), y el derrumbe se produce

igualmente. De nuevo, no veo qué impide que estas proposiciones subjuntivas sean en algunos casos verdaderas9. En abstracto, la situación que hemos presentado es de este tipo: P determina Q, que determina R; los tres predicados son de hecho aplicables a un mismo acaecimiento, c; sin embargo, Q, y sólo Q, recoge el tipo de acaecimiento ejemplificado por c causalmente esen­ cial para que de hecho se haya dado una específica relación causal entre c y e: pues Q significa la propiedad que, de las contempla­ das, es lo suficientemente específica como para satisfacer el requi­ sito de suficiencia nómica, sin serlo tanto como para violar el re­ quisito de necesidad contrafáctica. La más específica violaría el segundo requisito; la menos específica, el primero. Como estos re­ quisitos son modales, cabe decir que determinan las propiedades esenciales del acaecimiento causante del efecto en cuestión: las pro­ piedades en virtud de las cuales tiene su específico poder causal. Naturalmente, el hecho de que podamos eliminar la relevancia de algunos candidatos, por demasiado específicos o por demasiado poco específicos, no implica que siempre podamos hacerlo. No es preciso suponer que estas cuestiones están completamente deter­ minadas, y sería muy implausible hacerlo. Los acaecimientos son, esencialmente, particulares que inter­ vienen en relaciones causales. Así pues, a partir de las considera­ 9 En contra de la segunda podría quizá aducirse que cabe que los determi­ nantes causales del terremoto antecedentes al mismo requiriesen, nómicamente, un terremoto específicamente de intensidad 4. Pero si, para evaluar el condicio­ nal subjuntivo si en t se diera c, se daría e en t + n, exigimos considerar sólo mun­ dos idénticos al mundo real en todos los acaecimientos precedentes a t y tan pró­ ximos a t como un acaecimiento pueda serlo, y en los que además no se produce ninguna violación de las leyes naturales del mundo real, entonces muchos contrafácticos que son patentemente falsos serían vacuamente verdaderos. El condi­ cional: si se pulsara ese interruptor ahora , se encendería esa bombilla es falso, por­ que la bombilla está fundida. Ahora bien, si consideramos la situación real inmediatamente precedente al instante de proferencia, resulta que nadie ni nada podría haber presionado el interruptor sin que se violasen las leyes naturales (las personas que podrían hacerlo estaban demasiado lejos, etc.). Ejemplos como éste manifiestan que, para la evaluación de condicionales como los que consideramos, es preciso contemplar mundos accesibles que difieren del mundo real en acaeci­ mientos particulares necesarios para la verdad del antecedente y acontecidos en un cierto intervalo anterior al significado por el antecedente, pese a coincidir con él en todos los acaecimientos particulares que suceden antes de ese intervalo, con independencia de si conciliar ambos supuestos requiere o no admitir alguna vio­ lación de las leyes naturales (cfr. Lewis, 1979.)

ciones precedentes podemos concluir que la teoría de la causalidad que estamos defendiendo requiere identificar los acaecimientos en parte por los tipos causalmente esenciales que ejemplifican. Desde un punto de vista ontológico, pues, compartimos los puntos de vista defendidos, frente a Davidson, por Jaegwon Kim (cfr. Kim, 1973 y Kim, 1976). Esto no implica que aceptemos las tesis se­ mánticas de Kim; no sólo no lo hacemos, sino que hacerlo sería in­ consistente con todo lo que hemos dicho10. Como Davidson ha puesto claramente de manifiesto, el lenguaje dispone de modos de ha­ cer referencia a acaecimientos (incluso cuando se hacen afirmaciones causales) invocando para ello propiedades suyas causalmente acci­ dentales. Los llamados «nominales perfectos» (en español, descripcio­ nes definidas formadas a partir de nombres comunes para tipos de acaecimientos) son expresiones de este tipo. Así, si el terremoto en A en 1995 fue portada de El País del 1 de julio de 1995, entonces el terremoto que fue portada de El País del 1 de julio de 1995 causó el derrumbe de la catedral de A’ es verdadero, pese a que ‘terremoto que es portada de El País del 1 de julio de 1995’ de ningún modo expresa una propiedad de c causalmente necesaria para producir el efecto indicado, el derrumbe de la catedral. Dado que ‘es un terremoto de intensidad entre 3 y 5 en la es­ cala de Richter’ es un determinable, y es él mismo determinante de otros predicados, se sigue conceptualmente de que se aplique a c que a l mismo acaecimiento le deben ser también aplicables otros pre­ dicados, como nuestros anteriores es un terremoto de intensidad 4 en la escala de Richter’ y ‘es un terremoto de intensidad igual o superior a 2 en la escala de Richter. Pero, como hemos visto, esos predicados no expresan propiedades de c causalmente necesarias para el advenimiento de e. De manera que la corrección de las afir­ maciones anteriores requiere que haya modos de referirse a los aca­ ecimientos apelando a propiedades que tienen de hecho, pero que son causalmente accidentales. Las tesis semánticas de Davidson nos aseguran esto. Todas las consideraciones efectuadas hasta ahora, in­ cluidas las que siguen, son trasladables, mutatis mutandis, a los efec­ tos; nos centramos en las causas sólo por conveniencia expositiva.

10 Bennett, 1988, cap. V, muestra la independencia de las tesis ontológicas de Kim y las semánticas, y critica las segundas en términos que comparto.

Por otro lado, las construcciones causales con «nominales im­ perfectos» (en español, subordinadas nominales como ‘que se casa­ ran A y B’, ‘que A torpedeara a B’) son «intensionales». Las posi­ ciones sintácticas que esas expresiones ocupan son ‘referencialmente opacas’: ‘que ocurriera un terremoto de intensidad entre 3 y 5 en A en 1995’ no es sustituible salva veritate por ‘que ocurriera un te­ rremoto que fue portada en El País el 1 de julio de 1995’ ni por ‘que ocurriera un terremoto de intensidad 4 en A en 1995’ en ‘que ocurriera un terremoto de intensidad entre 3 y 5 en A en 1995 causó el derrumbe de la catedral de A’. Este dato lingüístico revela que con estos términos sí pretendemos referirnos a los acaecimientos identi­ ficando al hacerlo las propiedades causalmente esenciales relevantes de los mismos. A lo largo de esta discusión hemos supuesto que no cabe pre­ guntarse por las propiedades causalmente esenciales de un acaeci­ miento sino relativamente a los efectos que estemos considerando. (Así lo defienden Segal y Sober [1990] y Yablo [1992], entre otros.) Dado que ‘propiedad causalmente esencial’ es un término modal, esta relatividad contextual es consistente con la que afecta a otros términos modales. Así, con respecto a la causación de efectos dife­ rentes al derrumbe de la catedral de A, ‘es un terremoto de inten­ sidad 4 en la escala de Richter’ y ‘es un terremoto de intensidad igual o superior a 2 en la escala de Richter’, que significan propie­ dades accidentales de c (una propiedad esencial suya, pertinente para la causación del derrumbe, era como se recordará la de ser un terremoto de intensidad entre 3 y 5) pueden ser propiedades esen­ ciales de otros acaecimientos. Consideremos un acaecimiento c\ del que ‘es un terremoto de intensidad 4 en la escala de Richter’ es una propiedad causalmente esencial, y sea también de hecho este acaecimiento cf el terremoto acontecido en A en 1995, ese que fue portada en El País en julio de ese año. ¿Qué relación existe entre c y c? La relación modal de determinación entre los predicados que ambos ejemplifican esencialmente induce la verdad de dos pro­ posiciones modales sobre los acaecimientos, análogas a las que in­ duce la relación causal: (i) en toda circunstancia posible en que se diera un acaecimiento con las propiedades esenciales de c' se daría uno con las de c; (ii) fijadas las circunstancias concretas del caso (los antecedentes causales de c\ así como las otras circunstancias concretas causalmente necesarias para que se diera c), y salvo en ca­

sos infrecuentes de sobredeterminación, si no se hubiera dado cf, no se habría dado c11. Si P determina a Q, hay un sentido claro en que P significa una parte de lo que significa Q, y no sólo el que concierne a la in­ clusión de la extensión de primer predicado en la del segundo: ser P es ser en parte aquello que es ser Q, ser Q de un modo específico. La relación de determinación es así una relación de participación entre universales. Lo que con esto queremos indicar es una relación mereológica entre universales (que subsidiariamente induce otra entre los particulares que los ejemplifican, acaecimientos en la dis­ cusión presente), no una relación conjuntista entre sus extensiones; una relación análoga a la postulada por Platón entre las formas —de ahí la elección del término participación. Definimos antes P determ ina a Q mediante tres condiciones: (i) es conceptualmente necesario que todo lo que es P es Q; (ii) es conceptualmente posi­ ble que algo sea Q y no sea P, y (iii) si x es Q, entonces es con­ ceptualmente necesario que haya algún predicado P' de la misma familia a que pertenece P tal que x sea P'. De las tres, son la pri­ mera y la tercera las que implican una relación mereológica entre el universal significado por P y el significado por Q. Cuando se cumple además la segunda, el universal significado por P es una parte propia del significado por Q; si esta segunda condición no se cumpliera, el universal significado por P sería una parte impropia, coincidente con el universal significado por Q. La relación entre acaecimientos a la que denomino ‘constitu­ ción es una relación entre acaecimientos inducida, o bien por la relación conceptual de determinación, o bien por otra relación de participación entre los tipos causalmente esenciales que ejemplifi­ can. Esta otra relación de participación posee propiedades moda­ 11 No hay contradicción en esto con el argumento que dimos más arriba en favor de la tesis de que la característica más determinada, ser un terremoto de in­ tensidad 4, no identifica la propiedad esencial del acaecimiento que causó el de­ rrumbe. El contexto anterior era el de la evaluación de los factores causales efica­ ces en el derrumbe de la catedral de A. EÍ contexto de (ii) es diferente: exigimos ahora mantener fijos todos los antecedentes determinantes de la causa, con el fin de justificar que, de hecho, se dio en esas condiciones un acaecimiento de inten­ sidad entre 3 y 5 en virtud de que se dio un acaecimiento de intensidad 4. Como explicamos en la nota 9, para la evaluación de la satisfacción de la condición de necesidad contrafáctica no se exige que se mantengan fijos todos los anteceden­ tes que de hecho determinar^ la causa.

les análogas a las constitutivas de la relación determinante-determinable, excepto por lo que respecta a la salvedad crucial de que la modalidad es aquí puramente alética, metafísica, no concep­ tual12. Si P (es un conjunto de partículas con una cierta energía cinética media) y Q (es un gas con una cierta temperatura’) son predicados que significan tipos de acaecimiento en esa relación, el tipo significado por P participa propiam ente en el significado por Q si y solamente si (i') es necesario que todo lo que es P es Q, (iif) es posible que algo sea Q y no sea P, y (iii') si * es Q, entonces es necesario que haya algún predicado P' de la misma familia a que pertenece P tal que x es P'. La verdad de estas afirmaciones se establece a posteriori, no a priori. Si no puede establecerse si la segunda condición se cumple o no, cabe al menos decir que P es una parte de Q (dejando in­ determinado si es propia o impropia); si puede establecerse que no se cumple, entonces estamos ante una parte impropia, enteramente coincidente con aquello de lo que es parte. En el ejemplo anterior, P (es un conjunto de partículas con una cierta energía cinética me­ dia’) es un determinable físico que, ejemplificado en un caso par­ ticular, implica la ejemplificación de alguno de sus determinantes. Un tal determinante será un predicado que especifique la energía cinética de cada una de las partículas implicadas. Si no P, sí sería al menos el tipo significado por este determinante suyo una parte propia del tipo significado por Q. Una propuesta que aquí adop­ taremos identifica un tipo causalmente eficaz —como lo es para un gas tener una cierta temperatura— por una serie de leyes o re­ laciones nómicas con otras propiedades; por ejemplo, tener una cierta temperatura, para un volumen fijo de un gas, es tener una propiedad que aumenta proporcionalmente cuando aumenta la presión del gas13. Establecemos que un tipo participa en otro (pro­ pia o impropiamente) estableciendo que la ejemplificación del pri­ mero, dadas las leyes que su ejemplificación hace aplicables, per­ mite explicar las leyes y relaciones nómicas constitutivas del segundo. Esta es la idea central de la propuesta sobre la reducción 12 La distinción entre modalidad metafísica y epistémica o conceptual es, por supuesto, una de las ideas centrales introducidas por Kripke (1980). 13 La propuesta, sobre la que volveremos después, se debe a Shoemaker (1980 y 1998).

teórica elaborada por Ernest Nagel (1979) y desarrollada por él para el caso indicado de la energía cinética media y la temperatura. Todo acaecimiento c consistente en que un cierto conjunto de par­ tículas tengan una cierta energía cinética media constituye así un acaecimiento e consistente en que un cierto volumen de gas tiene una cierta temperatura. Como ocurría en el caso de las relaciones inducidas por la relación determinante-determinable, esto implica que c y e satisfacen las dos condiciones modales requeridas de las relaciones causales: c es nómicamente suficiente y contrafácticamente necesario para e. En términos de la relación de constitución podemos enunciar, de la única manera a mi juicio satisfactoria, la hipótesis fisicista. Para formularla, necesitamos indicar antes que cuenta como un acaeci­ miento físico. Naturalmente, un acaecimiento físico es uno cuyo tipo es físico; y un acaecimiento-tipo es físico si su ejemplificación consiste en la ejemplificación de una propiedad o relación física por objetos que pertenecen a géneros físicos. Ahora bien, ¿cuáles son los géneros, las propiedades y las relaciones físicas? Una respuesta clara sería decir que se trata de los géneros, propiedades y relacio­ nes postulados por las teorías físicas contemporáneas: ser un quark, tener masa, etc. Pero ésta no es una respuesta aceptable, porque no podemos estar seguros de que, al igual que ha ocurrido en el pa­ sado, estas entidades no hayan de ser descartadas, en favor de otras, por teorías físicas futuras. Ni siquiera podemos estar seguros, si nuestra metafísica es realista, de que esas entidades no hubieran de ser descartadas en favor de otras por un ser con capacidades cog­ noscitivas que nosotros no tenemos, pese a que no vayan a serlo por teorías físicas futuras por nosotros elaboradas. Lo que de co­ rrecto hay en la respuesta anterior es que las propiedades físicas son aquellas similares a las que postulan las teorías físicas contemporá­ neas; pero, ¿cuáles son los respectos pertinentes de similaridad? Mi propuesta es la siguiente. Hay una serie de fenómenos ob­ servables (acaecimientos concretos, así como acaecimientos-tipo) que son paradigmáticamente explicados por las teorías físicas con­ temporáneas; comprender cabalmente esas teorías requiere, en parte, comprender cómo esas teorías explican tales fenómenos. Se trata de hechos tales como que hace falta más esfuerzo para em­ pujar un objeto que pesa más que uno que pesa menos, que es más probable que se rompa un objeto si cae de más arriba que si cae de

más abajo, las mareas, el período del péndulo, la formación del arco iris y casos similares de refracción de la luz, fenómenos de magne­ tismo, etc. Digamos que estos son los fenóm enos físicos (ahora) ob­ servables. No podemos descartar que una teoría correcta capaz de explicar esos fenómenos no afirme que algunos de ellos son, en realidad, seudofenómenos; ni que una teoría correcta no amplíe el conjunto de fenómenos físicos observables. Ejemplos de ambas cosas se han dado en el pasado, cuando una teoría física ha sido abandonada en favor de otra. Mas contra la siguiente proposición sólo conozco argumentaciones insolventes: la mayoría de los fenó­ menos físicos (ahora) observables son acaecimientos reales, no seu­ dofenómenos; y cualquier teoría (cognoscible o no por nosotros) que, racionalmente, habría de ser adoptada en sustitución de las teorías físicas contemporáneas, los explica de manera análoga a como lo hacen las que ahora aceptamos. Diré, pues, que los géne­ ros, propiedades y relaciones físicos son aquellos que habrían de ser postulados para explicar la mayoría de los fenómenos físicos ob­ servables14. La tesis fisicista que yo encuentro no sólo no refutada, sino (al menos, cuando consideramos acaecimientos materiales) por el mo­ mento bien establecida empíricamente —y también prácticamente recomendable, en vista de que tomarla como guía metodológica ha dado lugar hasta aquí a grandes avances en el conocimiento— es ésta: (FIS) Todo acaecimiento está constituido por un acaeci­ miento físico. Consideremos acaecimientos materiales a los que suponemos cau­ salmente eficaces. Ha sido suficientemente bien establecido que fu­ mar causa cáncer de pulmón. Si esto es verdad, hay procesos con­ cretos consistentes en fumar, que causan procesos concretos consistentes en el desarrollo de un cáncer pulmonar: el proceso consistente en fumar Pablo más de veinte cigarrillos al día durante veinte años, pongamos por caso, causó el concreto cáncer de pul­

14 Esta propuesta permite dar buena cuenta de las principales objeciones for­ muladas por Crane y Mellor (1990) contra el fisicismo.

món por él padecido. Ahora bien, sólo consideramos establecida una ley causal como la anterior cuando conocemos un «mecanismo físico» que la explica, o creemos razonable pensar que hay uno. Los científicos suelen hacer afirmaciones como la siguiente (tomada de un prospecto farmacéutico): «aunque se ha observado que la in­ gestión del producto suele ir acompañada de efectos secundarios como insomnio y dolores de cabeza, no se ha establecido un nexo causal». Lo que con ellas quieren decir es que no se conoce, ni de manera al menos aproximada, un mecanismo físico que suponga la transición de la ingestión del producto, descrito este proceso en términos físicos, a los efectos secundarios, descritos igualmente en términos físicos. Si hay un tal mecanismo físico, por ejemplo en el caso del fumar y el cáncer de pulmón, ello significa que el proceso concreto consistente en el fumar de Pablo se puede describir tam­ bién en términos físicos (un primer paso sería describirlo como la incorporación a tales y cuales células de su organismo de tal y cual sustancia química). El proceso, pues, está constituido por un pro­ ceso físico. Tal como ha sido formulada, la hipótesis fisicista es compatible tanto con que los tipos físicos pertinentes sean partes propias de los tipos materiales, como con que sean partes impropias. El fisicism o reductivo es la tesis de que las relaciones de participación que esta­ blecen la verdad del fisicismo no cumplen la condición (ii'); todo tipo de acaecimiento material se identifica así con un tipo físico. El fisicismo reductivo es la forma más fuerte de fisicismo: si fuese ver­ dadero, en un sentido claro todos los objetos materiales existentes, sus propiedades y los géneros en que se clasifican serían físicos. Hay buenas razones para pensar que el fisicismo reductivo es falso. Por ejemplo, entre las entidades materiales hay superficies coloreadas. Como se explicará en la tercera sección, las entidades coloreadas intervienen de manera esencial en la causación de ciertos estados mentales (juicios perceptuales). Estas relaciones causales son tan le­ gítimas como cualesquiera otras; en particular, involucran ciertas leyes causales, y parece haber mecanismos físicos que explican es­ tas leyes. Sin embargo, sabemos que, en procesos concretos en que esas leyes se ejemplifican, los mecanismos físicos son diferentes; se conocen más de una decena de estados físicamente muy diferentes entre sí que pueden constituir la ejemplificación de un mismo co­ lor, y que darían lugar a un mismo tipo de juicio perceptual al res­

pecto15. Uno podría «identificar» el color con una propiedad con­ sistente en la disyunción de todas las propiedades físicas que pue­ den constituirlo (quizá una especificada como una disposición de cierto tipo). Pero esta propiedad no tiene por qué ser una propie­ dad física, en el sentido antes definido: una que un físico infor­ mado postularía para explicar fenómenos físicos observables. En la medida de lo que podemos juzgar, no lo es. Para nuestros fines presentes no es preciso comprometerse con una tesis tan discutible como el fisicismo reductivo. Incluso si re­ sultase ser verdadera, la forma de fisicismo que hemos presentado, más débil, es suficiente para presentar y examinar críticamente las tesis dualistas. Dicho de otro modo, si presentásemos las tesis dua­ listas como contradiciendo el fisicismo reductivo, entonces basta­ rían hechos sobre los estados mentales análogos al que acabamos de presentar para los colores para establecer el dualismo. Bastaría, por ejemplo, que el mecanismo físico que explica en un ser racio­ nal todos aquellos procesos causales en que participa esencialmente su creencia de que cinco es la raíz cuadrada de veinticinco fuese muy distinto al mecanismo que explica en otro los mismos proce­ sos («muy distinto» en el sentido que ya conocemos: a saber, en el de que la ciencia física no precisa reconocer ninguna comunidad entre ellos para explicar los fenómenos paradigmáticos que tal cien­ cia pretende explicar). En la literatura contemporánea sobre estos temas se discute esta forma de dualismo, bajo la etiqueta de ‘dua­ lismo de propiedades’. Mas no veo cómo esta forma de «dualismo» podría resultar ontológicamente interesante; incluso si pudiésemos establecer la verdad del dualismo de propiedades para el caso del cuerpo y la mente —lo que parece probable— cabe notar que un similar dualismo lo ilustran con similar probabilidad los colores, y seguramente también la mayoría de los fenómenos de que se ocu­ pan «ciencias especiales» como la meteorología o la geología. En todo caso, este dualismo de propiedades tiene poco o nada que ver con lo que dualistas como Descartes pretenden estar estableciendo al argumentar la existencia de una «diferencia específica» entre la mente y el cuerpo. Por consiguiente, en este trabajo me limitaré a discutir lo que considero una forma más interesante de dualismo.

15 Véase Nassau (1980).

Hemos visto hasta aquí cómo, excepto por lo que respecta a las relaciones temporales, tanto las relaciones causales como las de constitución tienen propiedades análogas. Hemos indicado, ade­ más, que en este contexto (con vistas al examen de las tesis dualis­ tas) no podemos tomar a la simultaneidad como una condición ne­ cesaria de las relaciones de constitución que las distingue de las relaciones causales; algunos dualistas, como el propio Descartes, es­ tán bien dispuestos a contemplar relaciones causales entre acaeci­ mientos simultáneos. La diferencia verdaderamente distintiva en­ tre dualistas y materialistas radica en una proposición modal. Hay una tercera condición de asimetría que las relaciones causales satis­ facen (cuando menos, las relaciones causales más comunes, las que se dan entre los acaecimientos macroscópicos más relevantes para nuestra vida cotidiana), pero no las de constitución: c causa e sólo si no es el caso que si e no hubiera ocurrido, no habría ocurrido c. Esta es una condición de no necesidad contrafáctica d el efecto, o, en vista de la anterior condición de necesidad contrafáctica de la causa, una condición de asimetría causal Es un hecho que una misma causa produce muy diversos efec­ tos. La emisión desde el repetidor de televisión (c) produce la re­ cepción en dos televisores diferentes, e y e'. En circunstancias de bi­ furcación causal como ésta, la suficiencia nómica de c para e y e ' puede conllevar la de e para ef; si, además, ef sucede después que e, podemos vernos inducidos a la errónea creencia de que e causa ef. Por ejemplo, cerrar un circuito (c) causa tanto el paso de corriente por un cierto cable (e) como el encendido de una bombilla (e'), de modo tal que e' sucede inmediatamente después de e; además, to­ dos los acaecimientos del tipo de e’ que observamos, repitiendo una y otra vez el proceso, suceden inmediatamente después que acaeci­ mientos del tipo de e. Esta situación puede llevarnos a creer que e causa e\ Pero no es así: de hecho, c causa independientemente e y e 1; e es causalmente irrelevante para que se haya producido e\ En lo que respecta a la causación de e, e’ es un mero epifenóm eno de c. (Si el impacto de la bola de billar a sobre la bola b causa la acele­ ración de b, la sombra del primer acaecimiento también parece causar la sombra del segundo; pero no es así: en lo que respecta a la causación de la sombra de la aceleración de b, la sombra del im­ pacto es un mero epifenómeno del impacto real, que es la verda­ dera causa de la aceleración de b y de su sombra.) La condición de

necesidad contrafáctica no se cumple en estos casos: aunque no hu­ biese ocurrido e, e' habría ocurrido igualmente (dicho de otro modo, e' podría haber ocurrido sin que ocurriera e). Que no se cumpla presupone que el contrafáctico converso al que expresa la necesidad contrafáctica de c para e no es verdadero —quizá por las razones que ha aducido David Lewis (1979)—: no es verdad que si no hubiera ocurrido e no habría ocurrido c; o, dicho me­ diante la parafrásis habitual, aunque no hubiese ocurrido e, po­ dría haber ocurrido igualmente c16. Que estos contrafácticos «retrocesivos» no son en general verdaderos es lo que establece la tercera condición que cumplen las relaciones causales, la condi­ ción de asimetría causal. Hay un argumento razonable en favor del contrafáctico retrocesivo si no hubiera ocurrido e no habría ocurrido c. Para evaluar este contrafáctico, como para evaluar el que constituye la condición de necesidad contrafáctica de la causa, hemos de considerar sólo mun­ dos suficientemente similares al real, en que se cumple el antece­ dente. En estos mundos, las circunstancias fácticas necesarias junto a c (digamos, la emisión del repetidor de TV) para que se produzca e (digamos, la recepción en mi aparato) e independientes de uno y otro (que mi aparato esté encendido, que no haya ninguna obs­ trucción entre el repetidor y el aparato, etc.) deben mantenerse. Ahora bien, si se mantienen, parece que el único modo de hacer que suceda c compatible con el supuesto de que e no se ha dado es suponer un «milagro», es decir, una violación de las leyes natu­ rales del mundo real. Pero eso conlleva que el mundo contemplado no es, después de todo, «suficientemente próximo» al real. Es un argumento así el que tiene en mente quien asevera un contrafác16 Por la misma razón, aunque consumir mucho café es una condición NS del cáncer de pulmón tanto como fumar más de diez cigarrillos diarios, y aunque la relación es posiblemente nómica (bien puede haber un factor psicológico u orgá­ nico que, nómicamente, predispone tanto a fumar como a tomar café), en cada caso concreto en que un consumidor de café contrae cáncer de pulmón, su inge­ rir café no causa su cáncer de pulmón. La condición de necesidad contrafáctica de la causa no se cumple, porque no podemos pasar válidamente de la ausencia contrafáctica del proceso de ingerir café, a la ausencia de la predisposición orgá­ nica o psíquica. Pues, si en contra de lo que estamos sosteniendo pudiésemos es­ tablecer esto, sí podríamos entonces inferir válidamente la ausencia del fumar y con ello la ausencia del cáncer; concluyendo, en contra de lo que es el caso, que un moderado consumo de café previene el cáncer.

tico aparentemente similar al que estamos discutiendo: si no hu­ biera ocurrido e no tendría que haber ocurrido c. Pero no creo que sea casual que usemos una perífrasis como ésta para enunciar tales afirmaciones modales. Que recurramos a ella manifiesta nuestra sospecha de que el contrafáctico original, el que habría de expresar una dependencia de la causa respecto del efecto exactamente aná­ loga a la dependencia del efecto respecto de la causa que enuncia la condición de necesidad contrafáctica de la causa, es (como sos­ tengo) falso17. Nuestra tesis es que los acaecimientos que están en la relación de constitución no satisfacen esta condición. La condición de asi­ metría no hace sino reflejar que, como señalara Hume, concebi­ mos a las causas y a sus efectos como «existencias distintas». En cambio, un acaecimiento material y el acaecimiento físico que lo constituye no son, en este sentido, «existencias distintas»; en esta medida, un acaecimiento material es el acaecimiento físico que lo constituye. Esto se supone compatible con nuestro rechazo del fi­ sicismo reductivo. Podríamos decir, con David Lewis, que un acae­ cimiento material y el acaecimiento físico que lo constituye nunca son distintos, aunque son diferentes si la propiedad esencial del pri­ mero no es idéntica a la propiedad esencial del segundo, sino que ésta es una parte propia de aquélla. La tesis se puede formular tam­ bién en términos de la noción de dependencia ontológica (una buena explicación de la cual la ofrece en mi opinión Fine [1995]):

17 Una razón podría ser la que proporciona Lewis: en un mundo en que c no hubiese sucedido, tampoco habrían sucedido todos los restantes efectos suyos (la recepción en todos los otros televisores conectados al repetidor). Como explica Lewis, la mayor similaridad en sucesos particulares del mundo que contemplamos cuando aseveramos la condición de asimetría con respecto al mundo real com­ pensa con creces discrepancias en las otras circunstancias fácticas necesarias junto a c para que se dé e, e incluso podrían compensar la existencia de algún que otro «milagro». Tal explicación (requerida por la teoría específica de los contrafácticos de Lewis), sin embargo, es innecesaria. Suponer que no se da el efecto (la recep­ ción en el televisor A) y que se mantiene fijo todo lo necesario para evaluar un contrafáctico, como el que expresa la necesidad contrafáctica de la causa, es com­ patible con que se dé la causa (la emisión desde el repetidor). Es compatible, por ejemplo, con una situación que es idéntica a la real hasta la emisión, e incluyén­ dola, y que posteriormente es idéntica en todos los otros efectos de la emisión in­ dependientes de la recepción en A; y ésta es una situación compatible con las con­ diciones propuestas, por consiguiente, una accesible. Que sean o no necesarios «milagros» para su existencia es irrelevante.

mientras que los efectos dependen ontológicamente de sus causas, las causas no dependen de sus efectos; en el caso de las relaciones de constitución, sin embargo, se dan ambas dependencias. La tesis resulta evidente, como ya hicimos notar, en los casos en que la relación de participación que induce la constitución es la relación determinante-determinable. Si no hubiera ocurrido, en las circunstancias del terremoto en A, un acaecimiento del que ‘es un terremoto de intensidad entre 3 y 5 en la escala de Richter’ signi­ fica una propiedad esencial, tampoco habría ocurrido uno del que es un terremoto de intensidad 4 en la escala de Richter expresa una propiedad esencial; no puede haber un mundo accesible en que no se da, en las circunstancias específicas que estamos consi­ derando, un acaecimiento con la primera propiedad, y se da, en cambio, uno con la segunda. Son las condiciones (i) y (iii) en la definición de la relación determinante-determinable las que con­ llevan esta consecuencia; hemos aseverado de manera general aná­ logas condiciones para la relación a posteriori de participación que induce la relación de constitución —con independencia de la na­ turaleza de la diferente modalidad, metafísica en vez de concep­ tual—, para recoger con ellas la propuesta de que la misma conse­ cuencia vale en estos casos. Naturalmente, podemos imaginar o concebir que se hubiera dado el acaecimiento constituido sin que se diera el constituyente; esto es una consecuencia previsible de que la relación de participación sea en estos casos a posteriori. Podemos concebir que se ejemplifique el que un gas tenga una cierta tem­ peratura, sin que estén presentes un enjambre de moléculas con una cierta energía cinética media. Pero, por imaginables que tales cosas sean, el acaecimiento constituido no podría realmente haberse dado sin que se diera el constituyente. Nuestra propuesta para distinguir entre las relaciones causales y las de constitución consiste en la generalización del modelo ofre­ cido por la relación determinable-determinado a todos los casos de la relación entre los tipos de los acaecimientos constituidos y los de los constituyentes. Existe, sin embargo, una diferencia que ya hemos hecho notar entre el modelo y el caso típico mediante él conceptualizado: mientras que nuestro conocimiento de los casos típicos de la relación de participación es a posteriori, el de las rela­ ciones determinable-determinado es apriori. En vista de ello, ¿qué justificación podemos aducir para nuestra generalización? ¿Qué

justificación tenemos, en otras palabras, para entender las relacio­ nes de participación sobre la base de un modelo que nos fuerza a ver los acaecimientos constituyentes como diferentes, pero no dis­ tintos de los por ellos constituidos? La justificación descansa en nuestros conceptos de las propie­ dades a las que proponemos considerar como determinables, que hemos propuesto entender (siguiendo la concepción propuesta por Shoemaker [1980 y 1998]) como esencialmente constituidas por sus vínculos nómicos (en especial, causales) con otras propiedades. Consideremos un ejemplo simple. La solubilidades una propiedad de la que tenemos un concepto disposicional: es una propiedad definicionalmente especificada como una por causa de la cual aque­ llo que la ejemplifica se disolvería en ciertas circunstancias. Disol­ verse es la m anifestación característica de la solubilidad, según nuestro concepto de la misma; las circunstancias o condiciones que ocasionan la manifestación en una sustancia soluble son, por ejem­ plo, caer en un líquido. Un objeto soluble bien puede no ejempli­ ficar de hecho nunca ni las propiedades que constituyen las con­ diciones de manifestación de la solubilidad, ni la manifestación misma; condiciones y manifestación pueden muy bien ser, para un objeto soluble, propiedades que el objeto tiene hipotética o contrafácticamente, es decir, en otros «mundos posibles». Una propiedad disposicional es, pues, un paradigma de pro­ piedad que, en nuestra concepción de la misma, está esencialmente constituida por las leyes (en especial, las leyes causales) en las que interviene: la solubilidad de un objeto es una parte necesaria de aquello que causa que el objeto se disuelva cuando cae en un lí­ quido. Caer en un líquido no es bastante para disolverse; además, el objeto debe ser soluble18. Ahora bien, las leyes que así caracteri­

18 Goza de cierto predicamento entre algunos filósofos contemporáneos (véase, por ejemplo, Block, 1990a y Fodor, 1991) una objeción de origen wittgensteiniano a considerar a las disposiciones propiedades genuinamente causales. De acuerdo con la misma, la solubilidad de un objeto no puede causar la disolu­ ción del objeto al caer en un líquido, porque solubilidad y disolución están con­ ceptualmente relacionadas («en condiciones parejas», que presuponemos ejempli­ ficadas al darse la disolución). La bien conocida réplica de Davidson al análogo argumento según el cual una acción racional y los estados mentales que la racio­ nalizan no pueden estar causalmente relacionados, pues están conceptualmente relacionados, es adecuada aquí. (Para quien adopte el compromiso mínimo con

zan la esencia a priori de la solubilidad no son leyes últimas; son leyes necesitadas de explicación. Hay diversas razones para esto. Una depende de que, como hemos hecho notar, la solubilidad está definida en términos de propiedades que un objeto soluble no tiene por qué ejemplificar «en acto» sino sólo potencialmente, en otros «mundos posibles». Parece razonable por ello pensar que una atri­ bución de solubilidad deba apoyarse en que el objeto ejemplifique en acto propiedades adicionales a la solubilidad misma (una «base categórica» de la disposición, como se suele decir); por ejemplo, poseer una determinada estructura química19. Al margen de esta consideración abstracta, las razones más in­ mediatas las origina el que las leyes definitorias de la solubilidad sólo valgan, como suele decirse, cateris paribus. Un objeto soluble se disuelve cuando cae en un líquido sólo si esto ocurre «en con­ diciones parejas» a aquellas en que de hecho ocurre habitualmente la disolución. Por un lado, esta apelación a condiciones parejas pro­ voca una seria sospecha de vacuidad —la sospecha de que uno siempre puede atribuir a los objetos propiedades disposicionales sin temor a que su atribución pueda ser puesta en cuestión pero, por ello mismo, sin decir nada al hacerlo. Esta sospecha será aliviada si somos capaces de especificar con precisión las «condiciones pare­ jas» en cuestión; mas hacerlo conlleva explicar las leyes caracterís­

una concepción funcionalista de la mente, más adelante esbozado, los problemas no sólo son análogos, sino uno y el mismo.) Tal y como yo la formularía, la ré­ plica es ésta: es dogmático suponer sin más que la existencia de una relación con­ ceptual entre dos propiedades (o entre dos acaecimientos que consisten en ejemplificaciones de las mismas) excluye la existencia de una relación causal. El dogma es un caso particular del prejuicio antirrealista que obtiene conclusiones ontológicas de premisas epistemológicas. La premisa correcta aquí es que la atribución de una propiedad disposicional en sus condiciones de manifestación (supuestas «condiciones parejas») no explica que se dé la manifestación conceptualmente vincu­ lada a la propiedad. Pues explicar es proporcionar información de que no se dis­ ponía; mas quienquiera capaz de entender la atribución ha de poseer el concepto disposicional y aplicarlo a la ocasión, por lo que no puede recibir información que no tuviera ya. Sin el prejuicio dogmático, sin embargo, de esto no se sigue que las propiedades (o sus ejemplificaciones en las circunstancias) no estén en una genuina relación causal. Como indicara Davidson, responder con «la causa de B» a la pregunta «¿qué causó B?» no es, sin duda, dar mucha información; pero tam­ poco es decir algo falso. 19 Este argumento se debe a David Armstrong. Véase la excelente exposición de Prior (1985).

ticas de la solubilidad en términos diferentes, proponiendo al ha­ cerlo «bases categóricas» para la disposición (estructuras químicas que, en condiciones químicamente precisas, producen el trasunto químico de la disolución en condiciones que son el trasunto quí­ mico de caer en un líquido). Quizá el proceso descrito no sea real­ mente necesario para aliviar la sospecha de vacuidad; quizá baste la evidencia inductiva de que los objetos de un cierto tipo observable se disuelven al caer en un líquido en condiciones habituales en nuestro entorno, aunque no lo hagan en otras, para atribuir solu­ bilidad a uno de ese tipo. Mas incluso si ello es así, es innegable que un proceso explicativo como el descrito ha podido ser llevado a cabo en muchos casos análogos al de la solubilidad, y que el pro­ ceso proporciona genuina explicación de las leyes que identifican esa propiedad y de sus aparentes excepciones. La justificación para aplicar a casos como el de la solubilidad y su base categórica el modelo de las relaciones entre casos de un de­ terminante y casos de su determinable deriva de la naturaleza de estas explicaciones. Sentimos como completamente inadecuado clasificar en estos casos la relación entre el acaecimiento que he des­ crito como «el trasunto químico de la disolución» y la disolución, o el que he descrito como «el trasunto químico del caer en un lí­ quido» y el caer en un líquido, como siendo del mismo tipo que la existente entre la parada cardíaca y la muerte cerebral que ésta ocasiona. Estos últimos son acaecimientos distintos, no sólo dife­ rentes. No se trata de que haya un mundo «metafísicamente posi­ ble» en que se produce el primero, pero no el segundo. Quizá el determinismo sea cierto, y sólo el mundo real sea una alternativa metafísicamente posible a sí mismo. Se trata más bien de que es parte de nuestro concepto de las relaciones causales (quizá por las razones indicadas por Lewis [1979]) que los efectos, si bien de­ pendientes de sus causas, son «existencias distintas» de ellos: po­ drían (en el sentido de «poder» contextualmente pertinente cuando decimos estas cosas) no existir, aunque se diesen aquéllos; su exis­ tencia es contingente, aun sentada la de sus causas. Mas no es parte de la concepción que tiene quien proporciona o entiende una ex­ plicación como la esbozada que el acaecimiento consistente en la disolución sea distinto del «trasunto químico» de la misma; antes bien, en ese mismo sentido contextualmente pertinente (que el fi­ lósofo sin duda debe elaborar), el primero no puede existir sin la

segunda. La elaboración filosófica de este dato intuitivo aquí des­ arrollada apela a la relación de participación, explicada sobre el mo­ delo determinable-determinado con el fin de incorporar la posibi­ lidad de que la solubilidad posea diferentes bases categóricas en diferentes sustancias solubles. Ahora bien, lo que vale para las condiciones de manifestación y para las manifestaciones, es válido también para la disposición misma; pues la disposición está conceptualmente especificada en términos de las condiciones de manifestación y las manifestaciones. Y, si la concepción de las propiedades de Shoemaker es la correcta (como aquí suponemos), lo que es válido para las disposiciones lo es también en rigor para todas las propiedades concebidas en virtud de su papel nómico/causal que requieran, o al menos admitan, ex­ plicaciones en términos de otras explicativamente más básicas. El materialismo, cuya viabilidad este artículo pretende exami­ nar, asevera así que los acaecimientos mentales son (están consti­ tuidos por) acaecimientos materiales, y por tanto físicos; que no son una excepción a FIS. La forma de monismo que voy a defen­ der es, pues, en términos contemporáneos, un «monismo de ejem­ plares». Podría verse en ello una similitud más estrecha de la que en realidad existe con los puntos de vista a este respecto de Donald Davidson. La diferencia fundamental está relacionada con discre­ pancias con los puntos de vista de este autor, que ya han sido men­ cionadas, relativas a las condiciones de identidad de acaecimientos. Como se ha señalado repetidas veces, la concepción «extensional» de los acaecimientos que tiene Davidson provoca que su variedad de monismo no pueda distinguir propiedades de un acaecimiento físico causalmente eficaces de propiedades causalmente irrelevan­ tes, y sea, por consiguiente, intuitivamente muy poco satisfactoria20. 20 He presentado mis reservas respecto a los puntos de vista de Davidson en García-Carpintero, 1991. La forma de monismo de ejemplares que aquí defiendo presupone que las propiedades mentales de los acaecimientos sobrevienen de sus propiedades físicas, en el sentido de la «superveniencia fuerte» de Kim. He de­ fendido la superveniencia de lo mental de objeciones habituales en García-Car­ pintero, 1993/4 y 1996a. Como Horgan (1993), Kim (1993) y Stalnaker (1996) han señalado, la mera relación de superveniencia no es suficiente para recoger la intuición que caracteriza al materialismo; nuestra apelación a las relaciones de par­ ticipación, y su justificación en la concepción nómica de las propiedades, pretende ofrecer el necesario suplemento. Coincidimos con Stalnaker en que el suplemento necesario es modal.

La tesis materialista es pues que si bien los acaecimientos men­ tales pueden ser diferentes de los acaecimientos físicos, no son dis­ tintos de ellos. El dualista sostiene, por contra, que la relación en­ tre acaecimientos físicos y acaecimientos mentales es, o bien contingente, o bien causal; en todo caso, los acaecimientos menta­ les no están constituidos por acaecimientos materiales (físicos). En el segundo caso, los acaecimientos mentales (o ciertos acaecimien­ tos mentales distintivos al menos, los estados conscientes) son epi­ fenóm enos de acaecimientos físicos, en el sentido antes expuesto; no causan otros acaecimientos psíquicos, ni tampoco acaecimientos fí­ sicos, sino que son las sombras de los sucesos físicos que los cau­ san, y causan también en verdad sus presuntos efectos. En el para­ lelismo, los acaecimientos mentales no dependen de ningún modo, ni siquiera causalmente, de acaecimientos físicos; sólo contingen­ temente ocurren de manera concomitante con ellos. El epifenomenalismo es, en mi conocimiento, la única forma de dualismo que se sostiene contemporáneamente; así lo hacen por ejemplo Chalmers (1996) y Jackson (1986), y suponerlo en Searle (1992) me parece el modo más caritativo de hacer consistentes sus afir­ maciones. En las dos próximas secciones introduciremos y exami­ naremos la consciencia fenoménica, cuyas peculiaridades ofrecen (como se verá en la última) el principal fundamento para esta te­ sis dualista. En la última sección defenderemos la forma de mate­ rialismo que hemos articulado hasta aquí. 2.

R e p r e s e n t a c ió n

y c a r á c t e r f e n o m é n ic o :

lo s e st a d o s pe r ce ptu a le s

Una vez formulada la tesis dualista, queremos ahora identificar los rasgos de lo mental que se invocan para establecerla: las pecu­ liaridades de la consciencia fenoménica. A tal fin, centraremos nuestras reflexiones sobre los estados perceptuales (visuales casi siempre). El objetivo de la discusión será el siguiente: perseguimos establecer que la percepción de objetos y acaecimientos materiales está mediada por estados igualmente mentales, no propiamente perceptuales, que constituyen un tipo de conocimiento inmediato y privilegiado de particulares mentales de común ricamente estruc­ turados; denominaremos a estos estados epistémicamente peculia­

res notares’, y a los particulares mentales en ellos conocidos ‘vi­ vencias’. La peculiaridad epistémica de estos estados —paradigmas de la consciencia fenoménica— consiste en que, tratándose de un conocimiento de particulares (lo que lo diferencia de otras formas de conocimiento cierto, como el conocimiento a priori de propo­ siciones matemáticas o lógicas), es generalmente no impugnable, cierto. Este conocimiento inmediato y privilegiado subyace al tipo de conocimiento privilegiado de nosotros mismos al que tradicio­ nalmente se ha denominado introspección (una forma de autoconsciencia), aunque no se identifica con él. Un objetivo subsidiario de la sección es contraponer los aspectos fenoménicos de los estados mentales prototípicos a los representacionales. Consideraremos primero los juicios perceptuales que atribui­ mos mediante formas de expresión como ‘S ve que p\ donde la le­ tra esquemática p está por una expresión proposicional: ‘Sergi ve que el lucero vespertino sale de Virgo’. Para simplificar aún más las cosas —y sin que ello suponga pérdida en la generalidad de nues­ tras afirmaciones— consideraremos solamente expresiones proposicionales, como la anterior, de las formas más simples, que ads­ criben una propiedad a un objeto o establecen una relación entre diversos objetos. Siguiendo a Fred Dretske (cfr. Dretske, 1969), nos referiremos a los estados perceptuales atribuidos mediante enun­ ciados de esa forma como estados perceptuales propiam ente cognos­ citivos (percepción/visión cognoscitiva, en breve). El contraste aquí presupuesto lo ofrecen los estados perceptuales atribuidos mediante enunciados de la forma ‘S ve (a) o, donde la letra esquemática está por términos singulares: ‘Sergi ve el lucero vespertino’ (visión/per­ cepción de objetos), y los atribuidos mediante enunciados de la forma CS ve a\ con la letra esquemática ocupando el lugar de una cláusula no-finita: ‘Sergi ve al lucero vespertino salir de Virgo’ (vi­ sión/percepción de acaecimientos); subsumiremos estos dos casos, que contrastan con la percepción cognoscitiva, bajo la etiqueta ‘per­ cepción simple’. La diferencia semántica fundamental entre los tres tipos de enunciados —que justifica el uso del epíteto ‘cognoscitivos’ para los primeros— está en que los enunciados que atribuyen los es­ tados perceptuales del primer tipo pueden ser «intensionales», mientras que los enunciados que atribuyen percepción de obje­ tos o de acaecimientos son «extensionales». En particular, la po­

sición sintáctica ocupada por los términos singulares en las atri­ buciones de percepción de objetos y de acaecimientos es, en la caracterización quineana, «referencialmente transparente»: la sustitución del término singular que la ocupa por otros con la misma referencia preserva el valor veritativo del enunciado, mientras que esto no ocurre generalmente así en el caso de la atribuciones de percepción cognoscitiva. Dado que ‘el lucero vespertino’ tiene la misma referencia que ‘el lucero de la ma­ ñana, las aseveraciones de ‘Sergi ve el lucero vespertino’ y ‘Sergi ve al lucero vespertino salir de Virgo’ han de tener el mismo va­ lor veritativo que ‘Sergi ve el lucero de la mañana’ y ‘Sergi ve al lucero de la mañana salir de Virgo’, respectivamente; sin em­ bargo, si Sergi ignora que el lucero vespertino es el lucero de la mañana, ‘Sergi ve que el lucero vespertino sale de Venus’ admite una lectura (la lectura de dicto) en que puede ser verdadero, a la vez que ‘Sergi ve que el lucero de la mañana sale de Venus’ es falso. Las atribuciones de percepción cognoscitiva, pues, com­ parten la intensionalidad con las atribuciones de actitudes proposicionales y con el discurso indirecto en general. En el su­ puesto —que yo tengo por correcto— de que algún tipo de tratamiento ‘fregeano’ explica este hecho semántico, el epíteto ‘cognoscitivos’ para tales estados perceptuales es merecido. Un tratamiento fregeano es uno de acuerdo con el cual los términos en estos contextos refieren a ‘modos de presentación’ o sentidos; tales sentidos conceptúan características o propiedades que se presume identifican unívocamente a un objeto, como ‘ser el ob­ jeto luminoso más brillante visible al atardecer en poniente’, para el caso de ‘el lucero vespertino’. Como Quine puso de manifiesto, sin embargo, las posiciones que ocupan los términos singulares en las atribuciones de actitudes proposicionales no siempre son ‘referencialmente opacas’; en las atribuciones de re, o ‘relaciónales’, son también transparentes, al igual que en las oraciones simples. En su uso más natural, la posi­ ción ocupada por ‘el amante de su mujer’ en ‘Jan cree que el amante de su mujer es su mejor amigo’ es referencialmente trans­ parente. Ahora bien, tal y como David Kaplan mostrara en su ya clásico ‘Quantifying Iri, esta diferencia semántica no tiene por qué reflejar una diferencia ontológica; desde un punto de vista ontológico, podemos suponer que las atribuciones de dicto representan el

caso básico, y las de re pueden analizarse a partir de ellas21. En las atribuciones de dicto, el término singular en las posiciones que es­ tamos considerando (el lucero vespertino’) contribuye a las condi­ ciones de verdad de la atribución, proporcionando alguna infor­ mación sobre el modo de presentación por medio del cual el sujeto de la atribución se representa al objeto; de ahí que no pueda sus­ tituirse salva veritate por otro término (‘el lucero de la mañana’) que podría contribuir proporcionando información diferente, y de ahí también que (al menos en algunos casos) no pueda generali­ zarse existencialmente la posición en cuestión. (‘Los científicos creían que Vulcano alteraba la órbita de Mercurio’ no implica que exista algo llamado ‘Vulcano respecto de lo cual los científicos creían que alteraba la órbita de Mercurio’.) En las atribuciones de re, por otro lado, el término singular sólo contribuye a las condiciones de ver­ dad de la atribución indicando cuál es el objeto presentado por al­ gún modo de presentación en el repertorio cognoscitivo del sujeto, pero no caracteriza ulteriormente el modo de presentación; de ahí que, en este tipo de adscripción, el término sea sustituible salva verítate por otros términos con la misma referencia, y de ahí que en estos casos la generalización existencial sobre la posición sintáctica que el término ocupa sea un modo de inferencia válido. (Tomo los precedentes como los criterios que distinguen a las atribuciones de re.) Las actitudes mismas, sin embargo, no se diferencian (según la propuesta de Kaplan) en nada por el hecho de que se use una ads­ cripción de dicto más bien que una de re para atribuirlas. Cuando son actitudes singulares, cuyas condiciones de verdad involucran a un objeto específico, una identificación completa de la actitud re­ queriría especificar un modo de presentación a través del cual el objeto se presenta al sujeto de la actitud. En esta misma línea, y en contra de Dretske22, yo supondré que los estados perceptuales cognoscitivos son ontológicamente bási­ cos, y que tanto la percepción de objetos como la de acaecimien­ tos los presupone; las atribuciones de percepción de objetos y de acaecimientos son analizables en términos de atribuciones de per­ cepción cognoscitiva, a la manera en que Kaplan analiza las atri­

21 Véase García-Carpintero, 1996, §§ VI, 3, y VII, 5. 22 Véase Dretske, 1995, para una exposición reciente de sus razones.

buciones de re en general. Más específicamente, supondré que S ve a o es una forma elíptica de S ve que o es P, donde el término que ocupa la posición de o funciona como en las atribuciones de re de acuerdo con el análisis de Kaplan. Algo análogo cabría decir de la percepción de acaecimientos, supuesto algún recurso semántico para extender el tratamiento kaplaniano de posiciones transparen­ tes a las ocupadas por predicados. Es útil ver la tesis de Dretske como una versión acorde con el auge contemporáneo de las concepciones causales del conoci­ miento —«Hablistas» o «externistas»— de las ideas tradicionales so­ bre la percepción de los empiristas británicos, de acuerdo con las cuales la percepción está basada en relaciones cognoscitivas (de acquaintance o familiaridad) con objetos particulares, sense data. Y la consideración principal en contra de Dretske es análoga a la que se usa generalmente para cuestionar su trasunto más tradicional (una lúcida exposición de la cual se encuentra en la primera sección del trabajo clásico de Sellars [1963]). La consideración es que, si bien las relaciones causales desempeñan un papel muy importante en el análisis del contenido representacional de los estados mentales —tal y como Dretske y otros filósofos han señalado— la representación no puede reducirse a relaciones causales entre sujetos y las entida­ des objetivas en términos de las cuales se especifican las condicio­ nes de verdad del estado representacional. Pues las relaciones causales que cuentan para la atribución de contenidos representacionales constituyen modos de conocim iento de las entidades obje­ tivas en cuestión, y sólo cuando hay modos de presentación invo­ lucrados existe el conocimiento requerido23. Un individuo ve el lucero matutino en virtud de que está en una cierta relación cau­

23 La idea fregeana de que una relación cognoscitiva con un objeto requiere conocer una propiedad potencialmente individuativa implica así que una relación cognoscitiva con un objeto involucra necesariamente una relación con una pro­ posición, en el sentido mínimo de algo que determina condiciones de verdad (una distinción entre circunstancias posibles compatibles e incompatibles con la co­ rrección del estado cognoscitivo). Se hace así patente la semejanza de esta obje­ ción a Dretske con la objeción de Sellars y otros a la teoría de la percepción de los empiristas británicos: para que el fundamento del conocimiento perceptual sea realmente cognoscitivo (para que esté en el «espacio de las razones», en la metá­ fora de Sellars), debe ser de naturaleza proposicional; meras relaciones de fami­ liaridad con objetos no proporcionan justificación.

sal con Venus. Pero la relación causal en cuestión involucra un modo de conocimiento de Venus de entre muchos posibles; un modo de conocimiento de Venus como teniendo tales y cuales pro­ piedades (i.e., como un objeto luminoso muy brillante que se ve a veces al atardecer en poniente, o quizá como un objeto luminoso muy brillante que se ve a veces al amanecer por levante), suscepti­ bles de permitir una identificación de Venus. Éste es un modo de conocim iento, además de ser un estado causalmente producido por algún acaecimiento en que Venus está involucrado, porque es el tipo de estado que interviene en la producción de conductas ra­ cionales relativas a Venus. Dos individuos pueden ambos ver el lu­ cero matutino, pese a ser diferentes los modos de conocimiento en virtud de los cuales es verdad de ambos que ven el lucero matu­ tino; esta diferencia se manifestaría en que ciertas acciones racio­ nales relativas a Venus, que son de esperar por parte del uno, no lo son por parte del otro. Por consiguiente, sabemos más de los esta­ dos mentales de un individuo cuando sabemos de él no sólo atri­ buciones de percepción simple, sino también las atribuciones de percepción cognoscitiva que las fundamentan. Estas observaciones no justifican apodícticamente la afirmación ontológica de que la percepción simple involucra percepción cog­ noscitiva (importante en nuestro argumento, pues algunos parti­ darios de lo que más adelante denominaremos intencionalismo re­ ductivo descansan en la tesis contraria). La justificación que ofrecen (justificación bastante, a mi juicio) es abductiva: la propuesta cons­ tituye la mejor explicación de nuestras más claras intuiciones se­ mánticas sobre las atribuciones de percepción simple. Si examina­ mos nuestras intuiciones, en todos los casos en que una atribución de percepción simple es verdadera, hay atribuciones de percepción cognoscitiva que lo son también, y cuyo conocimiento nos daría una mejor caracterización de la situación cognoscitiva del sujeto (de las conductas racionales que cabe y no cabe esperar de él) que la ofrecida por la mera atribución de percepción simple. En defensa de su tesis, Dretske acostumbra a aducir ejemplos en que alguien ve a o, pero no sólo no conoce a o mediante cua­ lesquiera modos de presentación que el uso del término Vpueda sugerir, sino que las propiedades individuativas cuyo conocimiento más obviamente podría contar como modo de presentación, y que el sujeto atribuiría a o, no se aplican de hecho a o: no lo identifi­

can realmente24. (S ha hecho una fotocopia del documento A; la fotocopia tiene una mancha que el original no tiene, etc. S ve el documento original A; pero cree erróneamente que ve la copia, cree erróneamente que el documento que ve tiene una mancha como la de la copia, etc.) Sin embargo, en todos esos casos el individuo al menos parece atribuir correctamente al objeto el tipo de propie­ dades que podríamos clasificar como manifiestas: propiedades cuyo darse se constata directamente mediante los órganos sensoriales. (En el caso anterior, S sin duda cree que el objeto que ve es rec­ tangular, de cierto tamaño, que está a cierta distancia de él, que es blanquecino, etc.; todas éstas, creencias correctas.) No se me ocu­ rre cómo una atribución de percepción simple podría ser apropiada si el sujeto estuviese también enteramente confundido en cuanto a estas propiedades. Es verdad que, en muchos casos, no estamos en disposición de hacer las atribuciones de percepción cognoscitiva a que estoy aludiendo, porque no estamos en posición de describir satisfactoriamente las propiedades «manifiestas» que el sujeto es ca­ paz de representarse perceptualmente. Puede ocurrir, por ejemplo, que sospechemos razonablemente que el sujeto tiene un aparato sensorial diferente del nuestro, que le hace manifiestas propiedades que no lo son para nosotros, propiedades que no podemos descri­ bir correctamente ni siquiera por analogía con aquellas a las que nuestro aparato sensorial nos permite acceder directamente. (Como cuando decimos que el perro «ve el hueso», o «a su amo».) Pero esto no implica que las propiedades en cuestión no existan, ni que no se puedan describir en un vocabulario teórico apropiado: el de la mejor teoría psicofísica del tipo de sujetos considerado, por ejemplo. S ve a o implica, pues, un enunciado de percepción cognosci­ tiva S ve que o es F; este enunciado puede ser de re, pero en tal caso hay un enunciado de dicto (para formular el cual quizá tendríamos que ampliar nuestro lenguaje) que describe correctamente el estado de S. La percepción cognoscitiva atribuida de dicto constituye por tanto el caso básico en que hemos de centrarnos. En rigor, es la percepción cognoscitiva prim aria el caso en que hemos de centrar­ nos. Es claro que un sujeto puede ver que o es F sin ver a o: S puede

24 Véase Dretske, 1979.

ver que el depósito de gasolina está lleno sin ver el depósito, sólo viendo la aguja indicadora en el panel de mandos. Este mismo caso muestra que un sujeto puede ver que o es i 7sin que haya algo que le parezca visualmente ser F Siguiendo a Dretske, Jackson distin­ gue la percepción cognoscitiva prim aria de la secundaria. Si S ve que o es F, refiere un caso de percepción primaria, S ve a o y a S le parece visualmente que algo es F. Otras condiciones necesarias poco problemáticas para la percepción, tanto primaria como se­ cundaria, que hemos de tener presentes son las siguientes: si S ve que o es F, o es F (la percepción es una forma de conocimiento, y como toda forma de conocimiento, implica que lo conocido se da) y S cree o juzga que o e s F (la percepción involucra la formación de creencias). Si S ve que o es F, pero o bien S no ve a o, o bien o no le parece visualmente i 7a S, estamos ante un caso de percepción se­ cundaria. La percepción secundaria presupone la primaria: Si S ve que o 'es F 'y éste es un caso de percepción secundaria (‘S ve que el depósito de gasolina está lleno’), hay o y átales que S ve que o es Fy y éste es un caso de percepción primaria (‘S ve que la aguja está en el extremo derecho del indicador’). Además, el percibir prima­ riamente S que o es Fdebe constituir en las circunstancias un buen fundamento epistémico para percibir que o ' es F': en las circuns­ tancias, la transición del juicio de que o es F al juicio de que o' es F' es racionalmente legítima. Esta transición racional al juicio de que o ' es F\ naturalmente, requiere ciertas condiciones cognosciti­ vas generales (es decir, condiciones requeridas y presentes también en casos en que ni o ni i 7están involucrados): que S posee los con­ ceptos apropiados de o 'y d e F', que atiende a que o es i 7, etc. Hay casos de percepción secundaria (S ve que el depósito está lleno) en que S ya había formado, a partir de fuentes de conoci­ miento independientes, el juicio implicado por la atribución de percepción (S sabe que acaba de llenar el depósito). Por esta razón, no puede decirse que el juicio de que o 'es F\ en todo caso de per­ cepción secundaria de que o' e s F\ se forme en virtud del juicio de que o es F implicado por la percepción primaría que necesaria­ mente debe también darse concurrentemente (S ve que la aguja está en el extremo derecho, pongamos por caso), si entendemos que en virtud de’ significa una relación causal que se materializa de hecho en todos los casos en que S percibe primariamente que o es F y se dan también las restantes condiciones cognoscitivas generales. Una

razón adicional para la misma conclusión es que un sujeto que per­ ciba primariamente que o es F puede resistirse a la legítima transi­ ción racional que le llevaría a juzgar que o ' es F ' (y de este modo no percibir que o ' es F\ al no cumplir la condición de formación de creencia antes enunciada), si tiene motivos de escepticismo (si tiene alguna razón para pensar que el indicador del nivel del de­ pósito no funciona bien, por ejemplo, por inadecuada que la ra­ zón sea). Ahora bien, el conocimiento u opinión independientes que en casos como los descritos lleva a la formación del juicio de que el depósito está lleno, o a prevenirla, es «información colate­ ral» en el sentido de que no tiene por qué estar necesariamente pre­ sente en todos los casos en que la percepción primaria concurrente en este caso (la percepción de que la aguja está en el extremo de­ recho) sí lo está; y, en los casos, posibles, en que la información co­ lateral está ausente pero se dan, sin embargo, las condiciones ge­ nerales necesarias, el juicio asociado a la percepción primaria habría dado lugar a la formación del juicio asociado a la secundaria, y lo habría justificado por sí sola25. (MED) S ve que o' es F' en virtud de que S ve que o es F syss (a) S ve que o es F; (b) S satisface las condiciones cognoscitivas ge­ nerales necesarias para que S vea que o ' es F'; (c) S carece de cre­ encias que le llevarían a suspender el juicio en cuanto a si o'es F\ y (d) en toda situación epistémica posible en que se dan (a), (b) y (c), y en que S carece de creencias que le llevarían independiente­ mente a juzgar que o ’es F\ el juicio perceptual de S de que o es F causa y justifica racionalmente el juicio de que o'es F\ El modo de razonar a que he apelado en esta definición lo apli­ camos a todas las relaciones causales, y no sólo a las que también constituyen procesos racionales. Es el modo de razonar que opera cuando se consideran modelos ideales, mundos «sin fricción». Cuando describimos cómo caerían los graves en un mundo sin fric­ ción, estamos poniendo de relieve ciertos factores causales que tie­ nen un papel explicativo destacado en el fenómeno que se ha de 25 Las consideraciones en este párrafo, como las consideraciones análogas que se ofrecen después, pretenden replicar a las objeciones en Jackson, 1977, passim, al tipo de análisis que suscribo. Lewis, 1980, pág. 274 ofrece una línea de réplica similar.

explicar, la caída de los graves; para ello, dejamos al margen —en nuestro modelo explicativo ficticio— factores que, aunque estén también de hecho presentes (y quizá hayan de estar de hecho siem­ pre presentes) cuando los factores en cuestión operan, son irrele­ vantes para explicar causalmente el fenómeno en cuestión, e in­ cluso podrían llevarnos a m alinterpretar lo que sucede. Análogamente, proponemos que la percepción secundaria de que o ' es F' siempre se da en virtud de una u otra percepción primaria, pongamos por caso la de que o es F: circunstancias cognoscitivas irrelevantes al margen (esto es, en «mundos sin fricción» en que el tipo de información colateral descrito en el párrafo anterior está ausente pero las condiciones generales de atención, posesión de conceptos, etc., están presentes), la necesaria percepción primaria concurrente produciría y legitimaría racionalmente la secundaria. Las circunstancias cognoscitivas tenidas por irrelevantes pue­ den, o no, acompañar de hecho siempre en el mundo real al fac­ tor explicativo, la percepción primaria en nuestro caso. Si lo hacen, no podremos probar nuestro aserto directamente mediante experi­ mentos, tan sólo consideraciones en parte experimentales y en parte teóricas nos permitirán hacerlo. Mas es al menos concep­ tualmente posible que las circunstancias cognoscitivas irrelevantes no acompañen siempre al factor propuesto como explicativo26. La percepción primaria desempeña por consiguiente, de acuerdo con la propuesta, un papel epistémicamente explicativo en la percep­ ción secundaria. Así, la percepción primaria es más básica, episté­ micamente, que la secundaria. Es una manifestación de esto que los juicios asociados a la percepción primaria entrañen típicamente un menor riesgo epistémico que los asociados a la secundaria: son más seguros, menos susceptibles de error. Centrémonos, por consiguiente, en casos de percepción pri­ maria: S ve que o' es F\ donde S ve a o 'y o'parece i 7'a S: S ve (de dicto) que el lucero matutino entra en Virgo, donde S ve el lucero matutino, y a S le parece visualmente que el lucero matutino en-

26 Afirmaciones como ésta están en contradicción con puntos de vista radi­ calmente holistas, como los de Quine, Davidson o McDowell, según los cuales no tiene sentido suponer que el mismo estado cognoscitivo (la percepción de que la aguja está al lado derecho) se da tanto cuando está presente lo que en el texto llamamos «información colateral» como cuando no lo está.

tra en Virgo. En el mismo sentido de en virtud de’ que MED pro­ porciona para la explicación de la percepción cognoscitiva secun­ daria, también en muchos casos de percepción primaria cabe decir que S ve que o 'es F' en virtud de que S ve que o es F, donde S ve que o es F es aún un caso de percepción primaria que se distingue de otros por cuanto tanto F como las propiedades individuativas recogidas en los modos de presentación en virtud de los cuales S se representa a o son propiedades manifiestas (en el sentido antes introducido) para S. Así, en nuestro caso quizá S ve que el lucero matutino entra en Venus en virtud de que S ve un cierto punto lu­ minoso moviéndose con respecto a otros puntos luminosos dis­ puestos en la forma de Virgo. Las observaciones anteriores respecto de este en virtud de’ siguen en vigor. Hay casos en que, aunque S ve que o es F, y S juzga que o 'es F\ no es el juicio de que o es Fe\ que le ha llevado a juzgar que o' es F' (S tiene razones indepen­ dientes para juzgarlo, como quizá que un amigo astrónomo con quien habla por teléfono y que a la vez está contemplando con sus aparatos el mismo cielo nocturno que S se lo está diciendo. Puede también ocurrir que, en ausencia de estas razones independientes, meramente ver que o es F no le hubiera llevado al juicio de que o ’ es F\ quizá porque tiene razones independientes para dudar de sus sentidos, abrigando dudas sobre que o (el punto luminoso) sea real­ mente i 7(entre en la configuración con la forma de Virgo), con lo que ni siquiera formaría este juicio. Hay por tanto casos en que, aunque S ve que o es F, y se dan las circunstancias cognoscitivas in­ dependientes (posesión de los conceptos implicados, etc.) como para que S juzgue que o' es F ’, esto no ocurre porque S se ve im­ pelido, quizá erróneamente, a dudar de sus impresiones visuales. Lo que importa es, una vez más, que sea conceptualmente po­ sible que S vea que o es F, que se den las circunstancias cognosci­ tivas suficientes para que S juzgue que o' es F', y que no esté pre­ sente la información colateral que en los casos anteriores llevaría independientemente a S a juzgar que o 'es F', o prevendrían su for­ mación de este juicio; y que, en casos así, S juzgaría que o 'es F', y el que S vea que o es i 7explicaría y justificaría racionalmente que S juzgase que o 'es F\ Cuando, de este modo, S ve que o 'es F 'en virtud de que S ve que o es F, el ver S que o' es F' está no menos mediado por su ver que o es i 7que en el caso anterior de la relación entre la percepción primaria y la secundaria: su ver que o es F es

epistémicamente más inmediato que su ver que o ' es F\ Una ma­ nifestación de esta mediación cognoscitiva es, como antes, que la percepción de que o ' es F ' sea un mayor logro epistémico que la percepción de que o es F; que haya más ocasiones en que cabe du­ dar de la verdad del juicio implicado por la primera, que de la ver­ dad del implicado por la segunda27. Llegamos así a la conclusión de que la percepción, simple o cognoscitiva, secundaria o primaria, está mediada por la percep­ ción de objetos caracterizados por propiedades manifiestas, en que se les atribuyen propiedades igualmente manifiestas. Llamaré obser­ vables a estos acontecimientos, objetos relativamente inmediatos de la representación perceptual. La explicación que hemos dado del concepto de mediación deja abierta la posibilidad de que no haya (para un sujeto, o especie de sujetos, porque el carácter manifiesto de una propiedad es relativo al tipo de sensaciones que un indivi­ duo o una especie de individuos tiene) un conjunto suficiente­ mente bien definido de estados perceptuales inmediatos, que me­ dian cognoscitivamente en todos los otros estados perceptuales sin darse ellos mismos en virtud de otros. La consecuencia de ello se­ ría que no habría tampoco un conjunto bien definido de aconte­ cimientos observables. Supondré que (con las necesarias concesio­ nes a la vaguedad que afecta a estos asuntos) no es así; supondré, por consiguiente, que hay una serie de casos relativamente bien de­ finidos que son perceptualmente fundamentales: la percepción de ejemplificaciones de propiedades manifiestas, y la de que objetos caracterizados por propiedades manifiestas tienen propiedades ma­ nifiestas. Antes introduje el concepto de propiedades manifiestas así: son propiedades cuyo darse se constata directamente mediante los órganos sensoriales. Con este ‘directamente’ aludía a la distinción entre objetos perceptuales mediatos e inmediatos que acabamos de suponer trazable con suficiente precisión. En el caso de los seres humanos, son propiedades manifiestas 27 Me aparto así, expresamente, de la caracterización de la idea de objeto p er­ ceptual mediato en el trabajo más influyente en esta sección de mi artículo, el de Jackson (1977), en favor de las caracterizaciones epistémicas más tradicionales que él cuestiona; véase el capítulo 1 de la obra. Los párrafos precedentes contienen el material necesario para replicar a las objeciones potenciales allí contenidas. El ar­ gumento por el que preferir la caracterización que ofrezco se puede inferir de la crítica previa a la tesis de Dretske sobre la percepción simple.

los colores, sonidos, olores, sabores, grados de solidez y penetrabilidad, la ubicación espacial en un «espacio egocéntrico» relativo a un eje de coordenadas centrado en el propio cuerpo, las formas (de­ finibles probablemente en términos de propiedades como las ante­ riores), la ubicación temporal de los sucesos en un «tiempo ego­ céntrico» centrado en torno al momento en que transcurre la representación, etc. Una definición precisa del carácter manifiesto de algunas propiedades sólo es posible tomando en consideración el hecho, del que enseguida pasamos a ocuparnos, de que si bien el acceso a estas propiedades es perceptualm ente inmediato, tal ac­ ceso está, sin embargo, cognoscitivamente mediado al igual que lo está nuestro acceso perceptual a Venus. En el mismo sentido de ‘en virtud de’ que hemos venido considerando hasta aquí, percibimos formas coloreadas, etc., en virtud de que notamos nuestras viven­ cia ^ . No se trata ésta de una mediación perceptual, porque notar vivencias no es una forma de percepción; pero sí hay mediación cognoscitiva. Veamos qué queremos decir con esto. Consideremos un estado perceptual de los que he supuesto fundamentales, mi percepción de que una esfera roja de más o me­ nos un palmo de diámetro se halla a más o menos un palmo ante mí, en mi línea de visión; llamemos p a este estado perceptual mío. Hemos de decir ahora algo más de lo dicho hasta aquí sobre las propiedades intencionales de los estados mentales. Para simplificar las cosas y abreviar la exposición, me limitaré a algunas considera­ ciones a propósito de este ejemplo; las consideraciones tienen, sin embargo, pretensión de generalidad. Dado que p es un estado per28 De nuevo me aparto aquí de Jackson. Como los partidarios tradicionales de la teoría representativista de la percepción (Descartes o Locke) o los fenomenalistas, Jackson sostiene que la mediación es aquí aún perceptual: percibimos for­ mas coloreadas en virtud de que percibimos objetos mentales («datos sensibles», en la terminología tradicional). Por razones que indicaré después, yo creo suma­ mente inadecuado, y susceptible de provocar confusiones, considerar perceptual el acceso que tenemos a los particulares mentales que median cognoscitivamente en nuestro acceso perceptual a particulares materiales. Esta diferencia no es termi­ nológica sino de sustancia ontológica, aunque menor que las que me apartan del punto de vista de reductivistas como Dretske, Tye o Harman, del que, presumo, Jackson quiere distinguirse al defender un acceso perceptual a los datos sensibles. Comparto con Jackson (y Descartes, Locke, Berkeley, Hume, Kant ...) la idea, contrapuesta a las tesis reductivistas, de que hay particulares específicamente men­ tales que desempeñan un papel cognoscitivamente básico en nuestro acceso per­ ceptual al mundo externo.

ceptual, hay un juicio o creencia actuante (uno «en ejercicio», no meramente potencial) que forma necesariamente parte del estado; el contenido representacional o intencional del estado perceptual es el de este estado doxástico necesariamente asociado. En sí mismo, el estado doxástico no es perceptual; el mismo juicio, con el mismo contenido, podría haberse formado de manera no per­ ceptual: teniendo los ojos cerrados, un «sexto sentido» podría ha­ ber producido en mí la convicción firme de la presencia a más o menos un palmo ante mí, en mi línea de visión, de una esfera roja de más o menos un palmo de diámetro. Los estados representacionales tienen un tipo y un contenido. Supondré que tanto el tipo del estado representacional (doxástico en el ejemplo, en contraste con el tipo conativo de los deseos e in­ tenciones, etc.) como el contenido intencional se pueden caracte­ rizar en términos funcional-teleológicos. Estados así caracterizados se pueden atribuir literalmente a instrumentos capaces de procesar información y de producir conductas apropiadas a sus intereses o a aquéllos de quienes los han diseñado. Así, podemos decir de un termostato, en esta concepción funcional-teleológica de las propie­ dades representacionales, que «cree que la temperatura ambiente es de menos de 20 grados Celsius», y que «pretende aumentar la tem­ peratura ambiente a 25 grados Celsius». Lo que queremos decir con ello es algo como lo siguiente (por mor de la brevedad, ofrezco una explicación específicamente cor­ tada al patrón del ejemplo en vez de una generalizable). Tanto el tipo de estado (doxástico o conativo) como el contenido dependen de propósitos para los que el aparato ha sido diseñado. Los conte­ nidos representacionales constituyen estados posibles del mundo externo, independientes de los estados representacionales del apa­ rato (es decir, acontecimientos que podrían darse o no indepen­ dientemente de que se den o no esos estados representacionales). Un estado conativo con el contenido de que p (el estado del ter­ mostato de pretender aumentar la temperatura ambiente a 25 gra­ dos Celsius) es uno diseñado para contribuir a que p se produzca (a que la temperatura ambiente aumente a 25 grados Celsius), lo que típicamente no ocurriría sin la intervención causal del estado, cuando los estados doxásticos que se requieren también para ello (en este caso, la «creencia» del termostato de que la temperatura ambiente es menor de 20 grados Celsius) se han ejemplificado co­

rrectamente. Un estado doxástico con el contenido de que p (como el indicado) es uno diseñado para producirse sólo si se da p (sólo si la temperatura ambiente es menor de 20 grados), y para contri­ buir a la satisfacción de los estados conativos conjuntamente con los cuales produce conductas del aparato (como el estado del ter­ mostato de pretender aumentar la temperatura ambiente a 25 gra­ dos Celsius, que en conjunción con el anterior produce típica­ mente la activación de la estufa) cuando la ejemplificación de estos últimos se ha producido correctamente. El carácter parcialmente causal de estas descripciones hace co­ herente contemplar situaciones en que los estados del aparato no se comportan causalmente como se espera de ellos (en algún caso concreto puede producirse la «creencia» del termostato de que la temperatura ambiente es menor de 20 grados, pese a que la tem­ peratura sea de hecho de 30 grados). Su carácter parcialmente teleológico permite caracterizar estas situaciones mediante términos evaluativos (el termostato fun cion a m al en el caso indicado: el pro­ pósito del estado correlativo de pretender elevar la temperatura a 25 grados, que junto con la errónea creencia causa la activación de la estufa, no se va a ver satisfecho en este caso, en contra de las in­ tenciones de los diseñadores del aparato). Naturalmente, los pro­ pósitos de los estados mentales no provienen de los intereses de ningún diseñador (suponer lo contrario llevaría a establecer la ver­ dad de las opiniones religiosas a priori); son propósitos naturales, análogos a los que los biólogos atribuyen a los organismos vivos. En una explicación teórica satisfactoria de las propiedades inten­ cionales, los conceptos teleológicos empleados deben también ser elucidados sin prejuzgar la existencia de un «diseñador»29. Pensaremos en las propiedades intencionales o representacionales de p en los términos que acabamos de dibujar. Son las de un estado doxástico con el contenido de que una esfera roja de más o menos un palmo de diámetro se halla a más o menos un palmo ante mí, en mi línea de visión, porque el que se produzca p de­ pende típicamente de que se dé el estado de cosas representado (la presencia de la esfera roja), y porque cuando se ha producido apro­ piadamente contribuye a la satisfacción de cualesquiera estados co-

29 Véanse García-Carpintero, 1995 y Quesada, 1995.

nativos junto con los cuales produce conductas del organismo (por ejemplo, a la satisfacción de mi intención de tocar algo esférico, o la de mi intención de atender la demanda del experimentador que me pide que señale a algo esférico en mi entorno). El aconteci­ miento observable representado en un estado perceptual es, por consiguiente, un estado de cosas objetivo, que podría haberse dado o no independientemente del estado doxástico que lo representa. Los estados de cosas representados en un estado perceptual son pues intersubjetivos, sustantivos y normativos, en los sentidos dados a es­ tos términos en una exposición anterior del material de esta sección (García-Carpintero, 1996, III, § 2) que se explicarán enseguida. Tal y como he indicado, estos aspectos intencionales del estado perceptual no lo distinguen como perceptual; esos mismos aspec­ tos podrían caracterizar creencias actuantes que no son juicios per­ ceptuales. El carácter perceptual de estados como p deriva más bien de que ese estado ha sido formado en la presencia de ciertos fen ó ­ menos o apariencias sensoriales, advertidos por el sujeto. La media­ ción cognoscitiva que, según estoy argumentando, existe incluso en los casos de percepción básica, consiste en que la percepción se da siempre en virtud de nuestro advertir (o, como diré para evitar ‘per­ cibir y términos análogos, nuestro notar) estos fenómenos: si yo he formado un juicio perceptual con el contenido representacional que acabamos de describir, es a causa de que he notado un cierto fenómeno visual, una cierta apariencia. Aunque en el ejemplo que estamos considerando el fenómeno o apariencia se ha producido a causa de la presencia de una esfera roja de un palmo situada a un palmo ante mí, un fenómeno exactamente análogo podría haberse producido en circunstancias anormales; por ejemplo, tras fijar la atención en una de esas imágenes planas estereoscópicas «3-D» pro­ ducidas por ordenador que han proliferado recientemente. El fe­ nómeno sería, en ese caso, alucinatorio; y, si —en ausencia de la información colateral sobre el carácter alucinatorio del estado, que lo hubiese prevenido— me hubiese llevado a la formación del jui­ cio, mi estado no podría haber sido descrito correctamente como la percepción de que una esfera roja de más o menos un palmo de diámetro se halla a más o menos un palmo ante mí, en mi línea de visión. Pues, como dijimos antes, la percepción es una forma de conocimiento, y en ese caso el acontecimiento observable repre­ sentado en el juicio perceptual no se daría.

De manera natural, sin parar mientes en ello, describimos fe­ nómenos como el descrito, que inicialmente suponemos sólo pre­ sentes en casos de alucinaciones (por ejemplo, el post-efecto de disco de un palmo de un verde poco saturado que se crea cuando, después de contemplar algún tiempo un disco rojo de un palmo de diámetro, miramos a una superficie enteramente blanca), en los mismos términos en que describimos los estados objetivos repre­ sentados en juicios perceptuales. La esfera puramente fenoménica es no menos «esférica», no menos «roja», está no menos «ubicada» a un palmo ante uno, etc. Sin embargo, esta presencia esférica que se da en una experiencia alucinatoria tiene características propias, que la distinguen claramente de la esfera real percibida en una ex­ periencia perceptual no alucinatoria. No sólo es que el estado con­ sistente en la presencia de la esfera fenoménica no tiene las tres pro­ piedades antes indicadas del estado de cosas real, asociadas a la objetividad del estado de cosas representado en un estado percep­ tual; es que, en cada caso, tiene propiedades contrapuestas. La pre­ sencia de la esfera real es intersubjetiva: dos sujetos diferentes pue­ den representarse ese mismo estado; la de la esfera fenoménica es privada, sólo yo puedo tener acceso a ella. La presencia de la esfera real es sustantiva: se podría haber dado sin ser objeto de la repre­ sentación de nadie; la de la esfera fenoménica es transparente: un fenómeno no puede darse sin ser notado por un sujeto. La pre­ sencia de la esfera real es normativa: podemos contemplar, contrafácticamente, que no se hubiese dado aunque se hubiese dado igualmente un estado experimentado por el sujeto como idéntico al estado perceptual, incluido el juicio perceptual que es parte cons­ titutiva suya (juicio que hubiese sido en ese caso incorrecto); su darse constituye una norma para la corrección del estado represen­ tacional, porque tiene sentido contemplar que la norma no sea sa­ tisfecha. La presencia de la esfera fenoménica es, en cambio, in­ corregible, no impugnable: el supuesto contrafáctico de que no se hubiese dado el fenómeno es incompatible con el de que el sujeto hubiera tenido el mismo tipo de experiencia, que de hecho tiene; no puede constituir (en el sentido indicado) ninguna norma, por­ que no cabe suponer que se incumple. En vista de estas diferencias, no podemos tomarnos al pie de la letra la aplicación de propiedades manifiestas, tanto a los aconte­ cimientos observables objetivos representados en juicios percep-

tuales, como a los fenómenos experimentados en casos alucinatorios30. Usaré un recurso análogo a la cita para distinguir la predi­ cación de propiedades manifiestas de objetos materiales, de la de las propiedades análogas de fenómenos: mientras que un objeto material es, literalmente, verde y circular, un post-efecto es más bien #verde# y #circular#; del mismo modo, las propiedades de los fenómenos análogas a las propiedades manifiestas serán en lo su­ cesivo propiedades ^manifiestas#. Existe una bien conocida equivocidad en los términos que usa­ mos para referirnos a sucesos mentales: usamos términos como co­ nocimiento’, ‘creencia’, ‘deseo’ o ‘intención’ a veces para referirnos al ‘acto’, al estado o suceso mental de conocer, creer o desear, y a veces para referirnos a su objeto, lo conocido, creído o deseado. Para evitar cualquier ambigüedad, introduciré términos técnicos. Me referiré con el término ‘vivencia al objeto de estados mentales como el de advertir un post-efecto #verde#, o un #calambre# alucinatorio #en la pierna izquierda# (amputada), y con ‘notar’ al es­ tado consistente en experimentar tales objetos. Cada uno de los tér­ minos flanqueados por ‘#’ designa una propiedad de la vivencia, un quale. Tan sólo estados tales como un estado depresivo o eufó­ rico (humores) consisten en la simple ejemplificación de un quale. Una vivencia no consiste, generalmente, tan sólo en la ejemplifi­ cación de un quale, un post-efecto no es meramente #verde#, sino también #circular#, #a un palmo ante uno#, quizá #se mueve a tra­ vés del campo visual#, etc. Un #calambre# es #en la pierna iz­ quierda#, #intenso#, #prolongado#, etc. Las vivencias tienen, ge­

30 Jackson sostiene que los datos sensibles visuales son tridimensionales, opi­ nión que comparto (los míos ciertamente lo son). Pero él sostiene además que las propiedades manifiestas se predican de los datos sensibles y de los objetos mate­ riales literalmente en el mismo sentido. (Cfr. Jackson, 1977, 103 y 74-81.) En ese caso, en la misma región del espacio podría haber al mismo tiempo una esfera ma­ ciza (un fenómeno alucinatorio de A), un cubo (un fenómeno alucinatorio de B) y ningún cuerpo real. Esta consecuencia es inaceptable. Cabría replicar que una cosa es el espacio físico, y otra el «campo visual» fenoménico: la esfera y el cubo en mi ejemplo se dan en los «campos visuales» respectivos de A y B, particulares espaciales diferentes del espacio físico, en el que no se da ninguna de esas formas (esta réplica me fue sugerida por Manuel Pérez). Pero esto es tanto como admi­ tir que las predicaciones fenoménicas y las físicas no se deben tomar en el mismo sentido: unas se predican de un objeto (el espacio físico), y otras se predican de otros. Éste es justamente el punto de vista que defiendo.

neralmente, la complejidad espacial y temporal de los acaecimien­ tos materiales. Las propiedades de las vivencias son qualia: aquello como lo que es estar en un estado como el descrito; y el conoci­ miento de ellas que se tiene notándolas es la conciencia fenomé­ nica. Las vivencias desempeñan el papel de los datos sensibles en las teorías tradicionales (cfr. Moore, 1922); en cierto sentido del término, son datos sensibles: entidades mentales particulares, con el mismo estatuto ontológico que los acaecimientos. Utilizo el tér­ mino Vivencia’ con el fin de evitar la connotación de que estos par­ ticulares mentales son objetos, más bien que acaecimientos. Aunque lo que hemos dicho hasta aquí puede ser objetado, es compatible con las tesis de teorías muy diferentes entre sí. He tra­ tado de introducir la consciencia fenoménica del modo que consi­ dero más apropiado: la consciencia fenoménica consiste en estados mentales que, paradigmáticamente, desempeñan un papel causal y epistémico en nuestro acceso perceptual al mundo externo. He de­ fendido que la percepción fundamental está cognoscitivamente mediada por estados consistentes en notar vivencias. Lo que hace a una creencia un juicio propiamente perceptual es justamente su darse en virtud d el darse el notar una vivencia, en el sentido espe­ cífico que en MED se da a en virtud de’; el conocimiento de vi­ vencias que tenemos al notarlas caracteriza paradigmáticamente a la consciencia fenoménica. El concepto de notar vivencias intro­ ducido hasta aquí es además lo suficientemente próximo a nocio­ nes comunes aplicables a estados alucinatorios («es como si viera algo verde», «hay la apariencia de algo verde ante mí», «tengo la sensación de algo verde») susceptibles de ser experimentados por cualquiera de nosotros, como para que su aplicación no haya de presentar dificultades. Distinguiremos ahora las tres propuestas filosóficas —contra­ dictorias entre sí, aunque compatibles con lo anterior— más plau­ sibles para explicar la naturaleza de los estados de notar vivencias y la aplicación a los fenómenos de propiedades análogas a las pro­ piedades manifiestas que atribuimos a los objetos materiales. La teoría tradicional, común a partidarios del realismo por represen­ tación de Descartes y Locke, a fenomenalistas como Berkeley, Hume o Leibniz y a fenomenalistas a todos los efectos como Kant o Russell, mantiene que los fenómenos tienen intrínsecamente pro­ piedades #manifiestas#, sólo en virtud de cómo aparecen al sujeto

de los estados conscientes dirigidos a ellos. Quizá tengan tales pro­ piedades en virtud de relaciones que mantienen con otros fenó­ menos, con otros elementos directamente accesibles a la conscien­ cia, si se trata de relaciones ellas mismas conscientemente experimentadas por el sujeto; pero nunca en virtud de relaciones nómicas que mantienen con objetos materiales. Ésta es una afir­ mación conceptual; no se niega que el que los fenómenos tengan propiedades #manifiestas# dependa nóm icam ente de las propieda­ des manifiestas de los objetos materiales (de hecho, Descartes y Locke no sólo no negarían esto, sino que lo suscribirían). Lo que se afirma es que, conceptualmente hablando, no hay tal depen­ dencia: es conceptualmente posible que los fenómenos posean las propiedades #manifiestas# que tienen, aunque no haya objetos ma­ teriales con propiedades manifiestas. Incluso si esta situación cons­ tituye una imposibilidad nómica, es cuando menos conceptual­ mente posible suponer que hay estados conscientes, caracterizados por las propiedades #manifiestas#, que su sujeto nota, aunque no hay ni ha habido nunca objetos materiales con propiedades mani­ fiestas. De entre los defensores de estos puntos de vista, los realis­ tas por representación mantienen que hay de hecho objetos mate­ riales, y la aplicación de propiedades manifiestas a ellos es conceptualmente explicable a partir de la aplicación de propieda­ des #manifiestas# a los fenómenos conscientemente experimenta­ dos, mientras que los fenomenalistas rechazan que haya objetos materiales; pero esta diferencia es irrelevante aquí31. Denominaré internismo antirreductivo a esta teoría. Aunque el diagnóstico es dis­ cutible, a mi juicio las ideas sobre la consciencia fenoménica de fi­ lósofos contemporáneos como Ned Block y Frank Jackson los co­ locarían en este mismo grupo. Las versiones más plausibles de las teorías reductivistas de la conciencia, que pretenden garantizar el fisicismo por la vía rápida (como la defendida anteriormente por David Lewis, en trabajos como «Mad Pain and Martial Pain» y en Lewis, 1980, y las defen­

31 Los cuasifenomenalistas, como Kant o Russell, mantienen que hay «algo» objetivo (una «materia» o «cosa en sí»), mas lo consideran informe por cuanto po­ demos saber. Comparten así con el fenomenalismo la idea de que no tiene sen­ tido atribuir a la «materia» propiedades manifiestas; éstas — o, mejor, sus contra­ partidas #manifiestas#— sólo caracterizan a las vivencias.

didas recientemente en Tye, 1995 y Dretske, 1995a), por otra parte, pretenden definir reductivamente la aplicación de propiedades #manifiestas# a los fenómenos en términos puramente funcionalteleológicos, mencionando las propiedades manifiestas de los obje­ tos materiales que típicamente los causan y las creencias sobre las mismas que ellos a su vez causan, sin invocar en ningún momento la experiencia consciente de propiedades #manifiestas# por parte de un sujeto de una manera no eliminable en los términos descri­ tos. Experimentar un post-efecto #verde# y #circular#, o un C a ­ lambre# #en la pierna izquierda# (en realidad amputada) es estar en un estado normalmente causado por objetos verdes y circulares, o por calambres en la pierna izquierda, y que normalmente causa (y ha sido naturalmente «diseñado» para causar) la creencia de que hay algo verde y circular, o la de que hay una condición muscular calámbrica en la pierna izquierda de uno. Sólo intencionalm ente hay, concurrentemente con estados como los descritos, algo «verde», «circular», «calámbrico» o «en la pierna izquierda» en es­ tos casos: el post-efecto «verde», o el «calambre» alucinatorio, tie­ nen exactamente el tipo de entidad que tienen Vulcano o El Do. rado: existen sólo como objetos intencionales de la representación de un sujeto. Denominaré intencionalismo reductivo a esta teoría. La propuesta que quiero defender, a la que denominaré externismo antirreductivo, adopta y rechaza elementos de las otras dos; quizá el más notorio defensor contemporáneo de ideas análogas a las que presentaré sea Sydney Shoemaker. Expondré en la próxima sección mi propia versión de esta teoría. Expondré y defenderé mi propuesta en contraposición con lo que considero problemas in­ superables de las otras dos. El intencionalismo reductivo invalida­ ría los argumentos en favor de la tesis dualista formulada en la pri­ mera sección, que se expondrán en la sección cuarta, pero a un coste excesivo: esta doctrina no ofrece un análisis de la consciencia fenoménica acorde con los datos que hemos comenzado a presen­ tar en esta sección. El internismo antirreductivo, por otro lado, que justificaría la tesis dualista, tampoco ofrece un análisis enteramente satisfactorio de la consciencia, aunque por otras razones.

3.

La n a t u r a l e z a d e l a c o n s c ie n c ia fe n o m é n ic a

Comenzaré examinando las dificultades del intencionalismo re­ ductivo. Una estrategia habitual entre los partidarios del intencio­ nalismo es el recurso a las teorías «adverbiales» contemporánea­ mente defendidas por filósofos como Chisholm y Sellars32. La idea de estas teorías es analizar las propiedades #manifiestas# notadas en las vivencias como significadas por adverbios que cualifican el acto de notar, con el fin de eliminar así la sugerencia de que la vivencia (el objeto del acto mental de notar, en el análisis aquí propuesto) sea una entidad concreta y rehuir de ese modo el compromiso con particulares de naturaleza específicamente mental. Así, la peculiar cojera de Luis, o el pronunciado tartamudeo de Eduardo parecen in­ troducir en nuestra ontología cojeras (particulares sustantivos, ca­ paces de existir por sí mismos) cualificadas por su peculiaridad o tartamudeos cualificados por su carácter pronunciado; pero esta su­ gerencia desaparece cuando las expresiones anteriores se transfor­ man en el que Luis cojea peculiarm ente o el que Eduardo tartamu­ dea pronunciadam ente: así referidos, no hay razón para pensar que los particulares en cuestión sean realmente sustantivos, que pudie­ ran existir sin que existieran Luis y Eduardo. De la misma manera, la intensa depresión de (notada por) Ramón se transformaría en el que Ramón note dep rim idamen te-en -grado-i n tenso. Una motivación plausible para esta propuesta es que proporciona una explicación puramente lógica de la transparencia de las vivencias, el que no puedan darse sin un sujeto que las note. Como, desafortunada­ mente, la propuesta es incorrecta, la explicación que proporciona de este hecho no es aceptable; más adelante indicaremos otra. En la mayoría de los casos, el verdadero objetivo de quienes proponen esta maniobra no es dar cuenta de la transparencia de las vivencias, sino la defensa de teorías reductivistas33. Es el objetivo

32 Tye, 1984 ofrece una exposición y defensa reciente de este tipo de teorías. 33 No en todos; Thomas Nagel presentó originalmente el argumento dualista que examinaremos después presuponiendo sólo una teoría adverbial, que defiende para explicar la transparencia de las vivencias. El que los argumentos dualistas se pudiesen formular igualmente incluso si las teorías adverbiales fuesen correctas, considerando vivencias que se prestan bien al análisis adverbial como estados de­

de Wittgenstein, cuando compatibiliza su aceptación a lo largo de las Investigaciones de la existencia de ideas, imágenes y otros entes «mentales» con su famosa negativa en Investigaciones Filosóficas, § 293 a contemplar objetos privados, «cortando por lo sano» la pre­ sunta presencia del escarabajo en la caja. Wittgenstein está dis­ puesto a aceptar imágenes mentales, pero sólo en la medida en que son reducibles analíticamente a disposiciones conductuales social­ mente sancionadas. El intencionalismo reductivista contemporá­ neo recurre generalmente a la maniobra adverbial, en la esperanza de analizar reductivamente notar una vivencia utilizando concep­ tos funcional-teleológicos. Una dificultad inicial de estas maniobras deriva de que las vi­ vencias poseen, generalmente, una rica estructura. Esto plantea dos problemas al adverbialista (cfr. Jackson, 1977, ch. 3): (i) distinguir, en términos adverbiales, el notar un post-efecto que incluye a la vez un disco verde y un cuadrado rojo, de notar uno que incluya un disco rojo y un cuadrado verde, en vista de que, si bien en am­ bos casos no se nota lo mismo, en ambos se nota «cuadradamente», «circularmente», «rojamente» y «verdemente»; (ii) explicar en tér­ minos adverbiales cómo es posible, a la vez, notar algo cuadrado y algo circular (no-cuadrado, por tanto), en vista de que en un caso así a la vez se nota «cuadradamente» y se nota «no-cuadradamente» (mientras que no parece que se pueda a la vez tartamudear pro­ nunciadamente y no pronunciadamente)34. En ambos casos, el re­ curso adverbialista es postular que se nota un «campo visual», que tiene propiedades espaciales (partes cuadradas y circulares)35. Pero este campo visual es en sí mismo un objeto fenoménico, una vi­ vencia; queda aún por explicar en qué sentido tiene, él mismo, par­

presivos o eufóricos, manifiesta lo vana que la estrategia adverbial resulta en úl­ timo extremo para los fines de la mayoría de sus partidarios. 34 Dado que la rica estructura de las vivencias no sólo es espacial, sino tam­ bién temporal, las dos dificultades apuntadas podrían elaborarse también consi­ derando hechos relativos a esa estructura temporal: así, por ejemplo, una viven­ cia puede consistir en el notar, en sucesión, un #fa# #intenso# seguido de un #re# #débil# (en contraste con notar más bien la sucesión de un #re# #intenso# se­ guido de un #fa# #débil#). 35 Véase como muestra el artículo de Tye citado anteriormente. En vista de lo apuntado en la nota anterior, habría que atribuir también propiedades tempora­ les al campo sensorial.

tes espaciales (y temporales). Si la estrategia adverbialista ha de ser­ vir a los propósitos del intencionalismo reductivista, por tanto, esta patente atribución de propiedades #manifiestas# a la vivencia no­ tada debe ser explicada reductivamente, apelando para ello a las propiedades espaciales de los acontecimientos materiales que típi­ camente causan los notares, junto con las propiedades espaciales de objetos materiales que aparecen en el contenido intencional de las creencias, causadas a su vez por tales notares de acuerdo con el di­ seño natural al que sirven. La única manera que conozco de hacer esto es la siguiente. En todo caso de percepción, incluidos los casos de percepción funda­ mental a que hemos reducido la discusión, el acaecimiento perci­ bido causa una vivencia, y el notar ésta causa una creencia cuyo contenido representa correctamente el acaecimiento. El acaeci­ miento percibido, caracterizado enteramente en términos de pro­ piedades manifiestas, posee una estructura espacial y temporal. Lo que esto significa es que hay un conjunto bien definido de otros acaecimientos posibles, que difieren del percibido de manera siste­ mática con arreglo a la distribución espacial y temporal de las pro­ piedades manifiestas: en lugar de estar la esfera a un palmo del su­ jeto, está a uno y medio, a dos, etc., sin que nada de lo demás varíe; en lugar de ser la esfera de un palmo, es de uno y medio, de dos, etcétera; en lugar de ser una esfera, es más o menos ovoide, etc.; en lugar de ser roja, es verde, azul, etc.; en lugar de moverse a una cierta velocidad, se mueve más deprisa o más despacio, etc. Por úl­ timo, no sólo es que el acaecimiento percibido causa la vivencia y ésta a su vez (de acuerdo con su diseño natural) la creencia; es que, además, cada uno de esos otros acaecimientos posibles diferentes habrían producido vivencias correspondientemente diferentes, que a su vez (de acuerdo con su diseño natural) habrían producido creen­ cias con contenidos correspondientemente diferentes36. 36 Tal como dice Jackson (cfr. cap. 7), éste es el único modo razonable de de­ finir el objeto perceptual en el marco de una teoría causal de la percepción (frente a propuestas implausibles, o excesivamente indefinidas como para resultar acep­ tables como la cíe Grice, 1961, 240). Lewis (1980) declara limitar su análisis a la percepción intransitiva (percibir algo). Pero lo que de hecho hace es analizar, p er­ cibir la escena ante nosotros, que es a mi juicio una forma de aludir a la percep­ ción (transitiva) fundamental; y lo hace siguiendo esencialmente la idea descrita en este párrafo, en el marco del intencionalismo reductivo. (Lewis ha abandonado

Esta idea equivale al abandono de los epiciclos de la teoría adverbialista, y nos proporciona una explicación más razonable —y aún compatible con el intencionalismo reductivo— del sentido en que cabe atribuir propiedades #manifiestas# a las vivencias. De acuerdo con ella, es esencial a las propiedades manifiestas que un sujeto capaz de percibir acontecimientos en que se ejemplifican pueda ubicarlas en un cierto espacio cualitativo. Los colores se pa­ recen entre sí más de lo que se parecen a los sonidos, y unos y otros a las propiedades espaciales, a los dolores, etc. Además de estas re­ laciones básicas de parecidos y diferencias, un sujeto capaz de per­ cibirlas puede ordenar las propiedades manifiestas a través de dife­ rentes dimensiones (las diferentes dimensiones permiten también partir las propiedades manifiestas en clases de equivalencia, corres­ pondientes a las diferentes modalidades sensoriales): altura e in­ tensidad en el caso de los sonidos; matiz, saturación y brillo en el caso de los colores; distancias relativas al presente en el caso del tiempo; ubicación en un espacio tridimensional centrado en el pro­ pio cuerpo en el caso del espacio, etc.37. La ubicación de una pro­ piedad manifiesta en el espacio cualitativo de un organismo es una condición sine qua non de la atribución a ese organismo de creen­ cias, perceptuales o no, en cuyo contenido representacional inter­ viene esa propiedad. Un organismo es capaz de estar en un estado doxástico con el contenido (de dicto) de que una esfera roja de un palmo de diámetro está a un palmo ante él, sólo si ese organismo tiene las creencias discriminatorias (sobre parecidos, diferencias y otras relaciones entre propiedades) que permiten ubicar la esfereidad de ese tamaño, así como el resto de propiedades manifiestas aquí invocadas, en un espacio cualitativo apropiado. Estas creen­ cias discriminatorias son ellas mismas estados funcional-teleológicos, manifestables en la conducta cuando se dan junto a los esta­ dos conativos apropiados. (Así, podemos condicionar a un perro

posteriormente este punto de vista, para tratar de acomodar la consciencia feno­ ménica de una manera compatible con el materialismo; en la próxima sección se alude a sus opiniones más recientes, a las que las tesis de este artículo están pró­ ximas. Cfr. Lewis, 1990 y 1994.) 37 Véase Clark, 1993, cap. 4, para la determinación del espacio cualitativo de un organismo. La idea proviene de Goodman (1977) y ha sido también propuesta por Quine en diversos escritos.

con el fin de tratar de determinar su espacio cualitativo; nos ase­ guramos así mediante el condicionamiento de que se dan en él los estados conativos que permitirán la manifiestación de las creencias discriminatorias que determinan el espacio cualitativo en que se si­ túan las propiedades que el perro puede observar.) Las capacidades discriminatorias en cuestión constituyen las verdades conocidas a p riori que identifican los conceptos implicados. Son ellas las que determinan la clase de escenas visuales alternativas que habrían producido creencias perceptuales con contenidos alternativos e igualmente correctos a que apelamos en el párrafo anterior. Ahora bien, las creencias a p riori que constituyen esas capaci­ dades discriminatorias son ellas mismas perceptuales. Esto significa que están sistemáticamente causadas por vivencias, en virtud de qualia que el sujeto nota en ellas. Las propiedades #manifiestas#, de acuerdo con la nueva propuesta, son análogas a las propieda­ des manifiestas en cuanto que las creencias introspectivas del su­ jeto sobre sus estados sensoriales permitirían ubicarlas en un es­ pacio cualitativo a grandes rasgos isomorfo al de las propiedades manifiestas (espacio al que nos referiremos como #espacio cualita­ tivo#). Una vivencia que constituye un post-efecto es #verde# no sólo en cuanto que es normalmente causada por objetos materia­ les verdes, y causa normalmente (y ha sido naturalmente diseñada para causar) la creencia de que hay algo verde, sino también en cuanto que tiene ella misma una propiedad que el sujeto que la experimenta sería capaz de ubicar, con respecto a propiedades de otros fenómenos, en un lugar estructuralmente correspondiente a aquél en el que este mismo sujeto ubicaría el verde en el espacio cualitativo de las propiedades por él observables. Es esta capaci­ dad de ubicar fas vivencias en un #espacio cualitativo# isomorfo al de las propiedades manifiestas la que tiene efectos conductuales inmediatos, cuando se dan los estados conativos necesarios para su manifestación conductual. Cuando experimentamos un post­ efecto «verde», por tanto, no hay meramente, en concurrencia con nuestro estado alucinatorio, un «objeto intencional» verde, sino que hay concurrentemente con él algo conocido (discriminado) como teniendo propiedades suficientemente análogas a las carac­ terísticas de las superficies materiales verdes, que desempeña un papel crucial en el hecho de que haya también un «objeto inten­ cional» verde.

Consideremos un caso en que no tenemos ninguna razón para pensar que estemos padeciendo una alucinación. Armados de los conceptos hasta aquí introducidos —que no hacen más que eluci­ dar filosóficamente lo ya contenido en los conceptos cotidianos de sensaciones, apariencias, etc.— podemos proceder a una «reduc­ ción fenomenológica» husserliana: podemos poner momentánea­ mente entre paréntesis las creencias a que nuestro estado sensorial nos lleva naturalmente, y describir la situación entonces del si­ guiente modo: «Noto una vivencia #verde#, #circular# y #a un palmo ante mí#. Es, por definición, una vivencia “diseñada” por la Madre Naturaleza para llevarme a creer que hay un disco verde a un palmo ante mi cuerpo (es decir, que se dan ahora objetivamente las propiedades manifiestas que ocupan en el espacio cualitativo los lugares correspondientes a los que ocupan en el #espacio cualita­ tivo# las tres antes indicadas, en cuanto que el darse objetivo de las primeras causas, en condiciones normales, la ejemplificación subsi­ guiente de las segundas y mi acto de notarlas y el darse de propie­ dades manifiestas alternativas habría causado, en condiciones nor­ males, la ejem plificación subsiguiente de las propiedades #manifiestas# correspondientes en mi #espacio cualitativo# y mi acto de notarlas); y no tengo ninguna razón para pensar que nada sea ahora “anormal”. Por tanto, es razonable creer que hay un disco verde a un palmo ante mi cuerpo. Así, hay un disco verde ante mi cuerpo.» El proceso que hemos descrito es uno en que se forma inferencialmente una creencia sobre el mundo externo a partir de creen­ cias introspectivas; éstas son creencias sobre nuestros propios es­ tados internos que tienen un estatuto epistémico privilegiado: no son revocables, son ciertas, evidentes. Un proceso así sólo es posi­ ble cuando se dan, al menos, estas condiciones: en primer lugar y principalmente, los conceptos precisos, filosóficamente elucidados, necesarios para hacer plenamente explícitas las reflexiones sobre nuestros propios estados internos (en particular, el de notar viven­ cias), han sido introducidos; además, el sujeto satisface condiciones cognoscitivas generales (inteligencia, disposición a la reflexión, tiempo para llevarla a cabo, atención al juicio perceptual involu­ crado, etc.) igualmente necesarias. La tesis de que incluso la per­ cepción básica está cognoscitivamente mediada por estados cog­ noscitivos no perceptuales es la tesis de que, en todo caso de

percepción (percibir un disco verde de más o menos un palmo a un palmo ante uno) un estado consistente en notar vivencias actúa tácitam ente de manera análoga a como actúan las creencias intros­ pectivas en el proceso explícitamente inferencial descrito arriba. Es «como si» el sujeto tuviese las creencias introspectivas; pero sólo «como si» las tuviese, porque no se dan, generalmente, las condi­ ciones antes reseñadas, requeridas para que de hecho las tenga. Mo­ delando lo que realmente sucede en los términos del proceso ra­ cional descrito, creencias introspectivas incluidas, recurrimos a una ficción explicativamante conveniente. Las creencias introspectivas sólo están de manera tácita, y el proceso inferencial mismo es tá­ cito (cfr. Crimmins, 1992, para el concepto de creencia tácita aquí invocado). Lo que está de manera genuina es el notar las vivencias; la idea es que este estado se parece a las creencias introspectivas en un aspecto crucial: es un estado de conocimiento, en cuanto que es capaz de intervenir en explicaciones racionales y de ofrecer justifi­ cación racional. Como he dicho, un reductivista ilustrado y un partidario del externismo antirreductivo podrían acompañar hasta aquí al inter­ nista antirreductivo (y el reductivista haría bien en hacerlo, si los argumentos ofrecidos son correctos). Los tres coinciden en esto: S percibe que una esfera roja de más o menos un palmo está a más o menos un palmo ante él en virtud de que S nota una vivencia de #esfera# #roja# #de más o menos un palmo# #a más o menos un palmo ante él#; mutatis mutandis, éste ‘en virtud de’ debe enten­ derse como se explicó anteriormente en la sección precedente en términos de MED. Los cambios más importantes que es preciso efectuar en MED son los siguientes: en (a) (y, consiguientemente, en el definiens) es preciso sustituir «S ve que o es F» por «S nota que v es #F#»> donde V refiere a una vivencia; en (d) es preciso sustituir «el juicio perceptual de S de que o es F causa y justifica racionalmente ...» por «el notar S que su vivencia v es #F# causa y justifica racionalmente ...» 38. Hay, sin embargo, algo crucial en que el reductivista ilustrado y el externista difieren del internista: notar vivencias, tanto para el

38 La segunda modificación encubre difíciles y disputadas cuestiones episte­ mológicas, en las que aquí no puedo entrar.

externista como para el reductivista, implica necesariamente estar en un estado con un papel funcional, definido por los aconteci­ mientos externos que lo causan normalmente, las creencias sobre estados externos que está diseñado para causar, y las creencias in­ trospectivas que podría producir si se diesen los requisitos cognos­ citivos adicionales necesarios. Para el reductivista, notar vivencias se reduce a esto; para el antirreductivista no (por las razones que da­ remos después), pero lo implica conceptualmente. Las situaciones contempladas en hipótesis de duda hiperbólica (como la del Genio Maligno cartesiano) son concebibles, o apa­ rentemente posibles, en el sentido mínimo de que han sido consi­ deradas coherentes por personas inteligentes, conceptualmente competentes y reflexivas. El propio Descartes hubiera admitido que, estrictamente hablando, no son conceptualmente posibles; pues se puede mostrar sólo mediante consideraciones teológicas a priori (que hoy nos parecen implausibles a casi todos) que no se dan. Abandonadas esas implausibles consideraciones de Descartes, el internismo antirreductivo haría conceptualmente posibles tales situaciones. El reductivismo y el externismo antirreductivo coinci­ den en considerarlas imposibles. Empleando los términos de Block presentados en la introducción, de acuerdo con ambas teorías, un estado fenoménicamente consciente es también un estado de cons­ ciencia-acceso (se reduce al mismo, según el reductivista). Dado que notar vivencias es un modo de conocerlas, y que, en la pre­ sencia de las condiciones cognoscitivas requeridas (posesión de los conceptos necesarios, atención, etc.), la presencia de una vivencia basta para la formación justificada de la creencia de que se tiene una vivencia tal, es razonable considerar también a un estado de consciencia fenoménica un estado autoconsciente. Estas relaciones entre los diversos sentidos de conciencia, reveladas por el análisis, explicarían su interrelación en el uso cotidiano irreflexivo de cien­ tíficos y legos. Filósofos con proclividades internistas, como Jackson y Block, ofrecen diversas razones en contra de que un estado fenoménica­ mente consciente sea también uno de consciencia-acceso. En con­ tra de que notar una vivencia #verde# conlleve conceptualmente la creencia de que hay algo verde (de que la creencia de que hay algo verde se forme en virtud de notar algo verde, en el sentido que he­ mos dado a esto), Jackson hace objeciones a las que ya he tratado

de anticiparme de manera genérica más arriba, cuando introduje con MED el concepto de mediación de un estado perceptual por otro estado cognoscitivo (cfr. Jackson, 1977, cap. 2, §§ 5-6). Jack­ son observa que, en situaciones típicas de la ilusión de Müller-Lyer, la vivencia de #una línea más larga que otra# no lleva a un indivi­ duo conocedor de la ilusión a formar la creencia de que una línea es más larga que otra. Ahora bien, adviértase que MED es compa­ tible con que un sujeto que note una vivencia #verde# (es decir, una que el sujeto ubicaría en el #espacio cualitativo# en el lugar correspondiente a aquél en el que ubicaría el verde en su espacio cualitativo) pueda no formar el juicio de que hay algo verde, si tiene motivos para dudar de sus impresiones sensoriales; y lo es también con que uno que sí lo haga pueda haber formado el juicio sobre otras bases. Lo que sostenemos es que debe ser conceptualmente po­ sible para alguien capaz de notar una vivencia #verde# formar el jui­ cio de que hay algo verde; que este juicio se formaría, y se formaría justificadamente sobre esa base, si no se diesen los juicios que pue­ dan suscitar la suspicacia en un caso dado; y que se formaría tam­ bién aunque estuviesen ausentes los juicios que puedan llevar en ca­ sos dados a formar independientemente el juicio de que hay algo verde. Esto no me parece objetable; ciertamente, no lo es sobre la base de ejemplos como el de la ilusión de Müller-Lyer39.

39 Evans, 1982, caps. 5-7, invoca consideraciones análogas a las de Jackson a propósito de la ilusión de Müller-Lyer para defender el carácter «no-conceptual» de la experiencia sensible. Quiero decir algo al respecto, dado que no-concep­ tual’ es un término lo suficientemente impreciso para ser un recurso socorrido de los reductivistas (cfr. Dretske, 1995 y Tye, 1995). Hay un elemento en la idea de Evans que cualquiera con convicciones a la vez materialistas y realistas sobre la mente debe compartir; a saber, el rechazo de un holismo hegeliano-davidsoniano según el cual un adulto humano y un animal o un niño pequeño no pueden com­ partir estados perceptuales literalmente del mismo tipo (holismo que parece de­ fenderse en McDowell, 1994, aunque la oscuridad de este texto hace que cual­ quier interpretación deba tomarse con muchas reservas). La propuesta que estoy haciendo simpatiza enteramente con este objetivo; el concepto de «mediación cog­ noscitiva» en que descanso presupone el rechazo de tal holismo. Pero la única de­ finición clara que conozco de no-conceptual’ implicaría que la experiencia no sea doxástica, en el sentido que aquí se defiende, y no conozco una buena razón para creer esto. (Una que suele darse es análoga a la de Jackson, discutida en el texto, y es rechazable por las mismas razones.) La experiencia implica (en el sen­ tido expuesto) estados doxásticos (juicios perceptuales), cuyo contenido se aco­ moda bien a un tratamiento fregeano. Los «modos de presentación» de los obje­

En contra de que una condición conceptualmente necesaria del carácter #verde# de una vivencia sea su ser normalmente causado por la presencia de superficies verdes, Jackson aduce la dificultad de definir «normalmente», así como la posibilidad de que para al­ gunas propiedades de los fenómenos no se ejemplifique de hecho (o incluso sea nómicamente imposible que se ejemplifique) una propiedad correspondiente en las cosas (ibíd., § 4). La réplica a lo segundo es que tal posibilidad existe, pero sólo sobre el trasfondo de un buen número de correspondencias causales y contrafácticas entre casos de propiedades manifiestas y casos de propiedades #manifiestas# en los respectivos espacios cualitativos. La réplica a lo pri­ mero la proporcionaría una elaboración del elemento teleológico de nuestro análisis, que aquí no hemos ofrecido. Block (1995), por su parte, aduce diversos ejemplos destinados a ilustrar la posibilidad de consciencia fenoménica sin conscienciaacceso. Sin embargo, si se tiene bien presente el carácter funcional y disposicional que hemos atribuido a la consciencia fenoménica, ninguno de los ejemplos parece establecer lo que Block quiere. Uno de los ejemplos es el de alguien que, absorbido en su trabajo, advierte repentinamente al mediodía el estrépito producido por un taladrado neumático, y advierte que el ruido ya se venía pro­ duciendo anteriormente, cuando él no le prestaba atención. Se su­ pone que antes del mediodía el sujeto notaba una vivencia #de ruido estrepitoso#, sin tener consciencia-acceso del ruido estrepi­ toso (sin tener, esto es, la disposición a actuar —incluida la acción verbal— y a inferir como si hubiese un ruido estrepitoso fuera).

tos y propiedades manifiestas representados en esos juicios (modos de presenta­ ción en los que las experiencias mismas desempeñan el papel fundamental) difie­ ren de los involucrados en otras creencias en al menos dos aspectos: son tácitos (pueden ser poseídos en ausencia de la capacidad de articular verbalmente de ma­ nera explícita su naturaleza, siendo además su naturaleza —por las razones antirreductivistas ofrecidas en la siguiente sección— parcialmente inefable), y son analógicos {representan en virtud de parecidos específicamente espaciales y tem­ porales). Éstas son razones para considerar a los constituyentes subjudicativos de los juicios perceptuales diferentes en aspectos relevantes a los constituyentes de otros juicios, y para distinguirlos quizá llamándoles «perceptos» y reservando «conceptos» para los segundos. Pero no soy capaz de ver por qué estas diferencias con otros estados doxásticos hayan de conllevar el carácter no-conceptual de la experiencia, en el sentido cuestionable de que notar una vivencia no implica la formación de un juicio cuyo contenido es un pensamiento fregeano.

A mi juicio, en la medida en que aceptamos que se daba la expe­ riencia consciente de la sensación ruidosa ya antes del mediodía, estamos igualmente prontos a aceptar que se daba todo lo preciso para formar el juicio de que hay un ruido estrepitoso fuera, y a ac­ tuar en consecuencia; es sólo que, al igual que en los ejemplos de Jackson discutidos antes, para producir sus manifestaciones conductuales típicas, los estados funcionales como éstos deben ejem­ plificarse en el contexto cognoscitivo requerido en su caracteriza­ ción: posesión de los conceptos necesarios para formar creencias introspectivas y describirlas, capacidad de reflexión y tiempo para llevarla a cabo, etc. No producirán ni los efectos ni las disposicio­ nes que normalmente producen, si se ejemplifican en casos en que algún elemento necesario de este contexto funcional no se da. Todo lo necesario es que sea conceptualmente posible que esas otras con­ diciones se den, aunque no se den de hecho ahora. La atención es a buen seguro parte del contexto cognoscitivo requerido; lo que falta en ejemplos como el de Block es la atención del sujeto a su vivencia “#de ruido estrepitoso#. Supongamos que S tiene la impresión visual de una esfera roja ante él, que las condiciones le parecen normales y cree consi­ guientemente que hay una esfera roja ante él; hay, efectivamente, una esfera roja ante él, que ha causado su impresión visual. De acuerdo con los puntos de vista comunes al externismo antirre­ ductivo y al reductivismo, no está conceptualmente garantizado por el episodio perceptual (la impresión y el juicio subsiguiente) que el estado de cosas externo se dé realmente. El mismo episodio perceptual podría haberse producido por causas anormales, sin la intervención de la presencia de la esfera roja. La presencia de la es­ fera roja y el episodio perceptual son así «existencias distintas»; el proceso es genuinamente causal. Sin embargo, la presencia de la es­ fera roja y el episodio perceptual en S están conceptualmente rela­ cionados; pues la impresión sensorial tiene las características por definición normalmente producidas por la presencia de un estado de cosas como ése. Ocurre aquí como ocurre con las disposiciones en general: la ejemplificación de una propiedad disposicional causa genuinamente la de sus manifestaciones típicas, cuando se dan las condiciones de manifestación oportunas; sin embargo, los tipos de acaecimiento en cuestión están conceptualmente relacionados. La relación conceptual es general, se da entre los tipos; la relación cau­

sal es particular, se da entre acontecimientos particulares que los ejemplifican. La relación conceptual general entre los genes que de­ terminan un cierto rasgo fenotípico y el rasgo fenotípico no ga­ rantiza que en casos concretos el rasgo fenotípico se produzca; pues otros factores independientes son necesarios. Por esta razón, cuando el rasgo fenotípico se produce normalmente, es perfecta­ mente adecuado (aunque no sea muy informativo) decir que el gen en cuestión lo ha causado. Por tanto, y en contra de los puntos de vista internistas, la re­ lación entre notar la vivencia y creer que se da el estado externo no es análoga a la relación entre percibir un punto luminoso movién­ dose de un cierto modo con respecto a otros, y percibir que Venus entra en Virgo. (No es análoga a la relación entre los objetos in­ mediatos de la percepción, las entidades manifiestas, y los objetos teóricos.) Pues no hay ninguna relación conceptual entre el primer estado cognoscitivo y el segundo; es posible percibir un punto lu­ minoso moviéndose de cierto modo, y poner en cuestión la exis­ tencia de planetas, etc. Sin embargo, si la explicación hasta aquí ofrecida es correcta, no es posible notar una vivencia (ni formar de manera plenamente reflexiva la creencia introspectiva de que nota­ mos la vivencia) y poner en cuestión a la vez la existencia misma de entidades manifiestas —el tipo de entidades presupuestas en el juicio al que la vivencia da lugar. Las consideraciones precedentes proporcionan la razón principal para no considerar perceptual a la relación entre la consciencia feno­ ménica y sus objetos (vivencias), ni a la relación entre las creencias introspectivas y sus objetos. Percibir es, en cualquier teoría, un logro cognoscitivo: lo que percibimos son acontecimientos sustantivos, que podrían haberse dado sin ser percibidos y que constituyen una norma para evaluar el estado cognoscitivo a ellos dirigido. Estos acontecimientos sustantivos percibidos pueden consistir meramente en la ejemplificación de una propiedad; habitualmente, sin embargo, involucran también objetos. En ambos casos son objetivos en tanto que (i) pueden ser identificados y reidentificados a través de modos de presentación distintos, y que (ii) podrían no existir pese a que jus­ tificadamente nos supongamos representándonoslo. (La posibilidad es conceptual en ambos casos.) Las vivencias, concebidas como aquí lo hemos hecho en virtud del papel que desempeñan en la percep­ ción, no son objetivas en este sentido.

El carácter no perceptual de la consciencia fenoménica y de la introspección ha sido defendido en diversos trabajos por S. Schoemaker (cfr. Shoemaker, 1994, para una elaboración reciente). En las teorías tradicionales de la percepción se distingue un «sentido externo» a través del cual se accede al mundo externo, y uno «in­ terno» a través del cual se accede a nuestros propios estados inter­ nos; la introspección sería, o estaría basada, en tal «sentido interno», y sería así de naturaleza perceptual. La tesis de Shoemaker, que com­ parto plenamente, es que este «sentido interno» que fundamenta la introspección difiere en aspectos sustanciales de los otros sentidos, por lo que es menos susceptible de provocar confusión desligarlo de cualquier forma de percepción. En una serie de muy interesantes ar­ tículos, Q. Cassam ha defendido en contra de Shoemaker una ver­ sión de la teoría tradicional (cfr. Cassam, 1994). Cassam descansa en la importancia del acceso perceptual al propio cuerpo, que pa­ rece presente en toda forma de percepción: está ya en la percep­ ción visual y auditiva (las propiedades manifiestas espaciales visual o auditivamente percibidas son egocéntricas, esto es, están definidas con respecto al cuerpo del perceptor) y de manera aún más pro­ minente en la propriocepción y otras formas de acceso sensorial a estados corporales (el dolor es una de esas formas). Todo esto es enteramente correcto; el sentido en que la mente no está en el cuerpo «a la manera en que el piloto está en su nave» es posible­ mente éste: mientras que la percepción que el piloto tiene de los límites espaciales de su nave no es fundamental (es decir, se perci­ ben los límites espaciales de la nave en virtud de que se perciben acontecimientos manifiestos más inmediatos), la percepción que tenemos de nuestro cuerpo sí es fundamental: aunque a veces per­ cibimos nuestro cuerpo en virtud de percibir acontecimientos más inmediatos (como cuando nos miramos en un espejo), toda forma de percepción fundamental involucra el acceso perceptual al pro­ pio cuerpo. Ahora bien, los sentidos de ‘interno’ y ‘externo’ relevantes para la cuestión de si el acceso a las vivencias es o no perceptual son mo­ dales, no espaciales. El acceso a las vivencias no es perceptual por­ que es «interno», en el sentido de que la consciencia de una vi­ vencia específica y de sus elementos implica necesariamente la existencia de esa vivencia específica y sus elementos. El acceso al cuerpo, en cambio, es «externo», en este mismo sentido, y por

tanto sí es perceptual. Uno puede sentir un calambre en su mano izquierda, sin tener tal mano izquierda; le puede parecer a uno ver una esfera ante sus ojos, sin tener ojos, ni cuerpo situado ante la esfera; puede uno sentir la sensación proprioceptiva característica de tener las piernas cruzadas, sin tener piernas. También en la propriocepción, y otras formas de acceso sensorial a los estados del cuerpo, percibimos el cuerpo en virtud de que notamos vivencias. El acceso al cuerpo, cuando se produce, sí es perceptual: es el ac­ ceso a un objeto intencional, ciertamente privilegiado en nuestra economía cognoscitiva, aunque no por ello menos objeto intencio­ nal, en cuya representación desempeñan las vivencias un papel fun­ damental. Pero no es perceptual ni el necesario acceso intermedio a las vivencias, ni a nosotros mismos como sujetos de las mismas40. Un sumario de lo que llevamos dicho hasta aquí puede ser útil en este punto. Siempre que percibimos, lo hacemos en virtud de que notamos alguna de nuestras vivencias. Esto es (véase MED), estamos en un estado que, en la presencia de las condiciones cog­ noscitivas genéricas necesarias (posesión de los conceptos de vi­ vencia, notar, atención, etc.) daría lugar a, y justificaría racional­ mente, las creencias introspectivas apropiadas. Tales creencias, en la presencia de los estados conativos y otras condiciones psíquicas necesarias, darían lugar a manifestaciones verbales y de otro tipo propias de las mismas. La experiencia consciente de la vivencia no se identifica con las creencias introspectivas que, satisfechas las con­ diciones genéricas indicadas, se podrían formar sobre ella; pero cumple, si bien de manera tácita, un papel en la formación del jui­ cio perceptual análogo al que podría cumplir la creencia explícita introspectiva correspondiente. Esto nos da una explicación de tipo fregeano de la naturaleza del juicio perceptual, en el que los

40 La correcta explicación de la transparencia y la privacidad de las vivencias (alternativa a la que intentaba proporcionar la teoría adverbial, que, cualesquiera que sean sus méritos, fracasa con el fracaso de esta teoría) ha de ser consiguiente a este privilegiado «acceso al yo como sujeto, no objeto, de las vivencias», y debe estar relacionada con la tesis funcionalista de que, conceptualmente, notar una vi­ vencia implica la capacidad de notar muchas más, de formar inferencialmente es­ tados doxásticos (incluidos estados introspectivos) y de producir conductas racio­ nales en la presencia de estados conativos. Hay aquí los elementos para conceder algo a las tesis de Hume y del Wittgenstein del Tractatus sobre el «yo como su­ jeto», sin conceder lo fundamental.

qualia notados en la vivencia son un componente fundamental de los modos de presentación de los objetos y propiedades percibidos, con las virtudes que tienen en general las explicaciones fregeanas: conocer los modos de presentación a través de los cuales un indi­ viduo se representa objetos y propiedades externos nos da un co­ nocimiento más completo de sus estados cognoscitivos, uno que permitiría predecir más adecuadamente los comportamientos ra­ cionales que cabe esperar de él. Por último, la relación en virtud de’ se ha explicado de manera compatible con que uno perciba algo blanco «en virtud de» notar la vivencia de algo #rojo#: uno puede formar un juicio perceptual distinto a aquel que está conceptual­ mente relacionado con el carácter de la sensación visual que nota (y gracias a cuya existencia su estado es perceptual), en la presen­ cia de la oportuna «información colateral» (por ejemplo, la de que una iluminación peculiar distorsiona las superficies blancas ha­ ciéndolas aparecer rojas); y puede también ocurrir que esa «infor­ mación colateral» incluya motivos de duda (por ejemplo, que la iluminación distorsiona los colores de una forma que impide en general predecir el carácter de la superficie a partir del de la apa­ riencia visual), que podrían llevar al sujeto a abstenerse de formar el juicio perceptual conceptualmente asociado a la vivencia de algo #rojo# que nota. Lo que hemos exigido es que, para que haya per­ cepción, el juicio perceptual debe haber sido producido en parte por el notar una vivencia; que el notar la vivencia podría haberse dado sin que se dieran los estados constitutivos de la «información colateral», y que, en tal caso, habría producido y justificado el jui­ cio perceptual conceptualmente asociado. Estas tesis pueden ser compartidas por el externismo antirre­ ductivo con el intencionalismo si éste se despoja, siguiendo nues­ tra sugerencia anterior, del implausible adverbialismo. En lo que si­ gue, recordaré primero las razones en contra del internismo, y examinaré después las razones para descartar el intencionalismo re­ ductivo. El externismo antirreductivo y el intencionalismo reductivo se apartan del internismo al analizar la consciencia fenoménica en tér­ minos, en el primer caso, parcialmente funcionales y exclusiva­ mente funcionales en el segundo. Para ambos, los qualia que ca­ racterizan las vivencias notadas se identifican presuponiendo conceptualmente la existencia de propiedades manifiestas y acón-

tecimientos objetivos en que se ejemplifican. Notar una vivencia con un determinado quale implica la capacidad de ubicar el quale #Q# en un #espacio cualitativo#, en el que #Q# ocupa un lugar correspondiente al que ocupa una propiedad manifiesta Q en un es­ pacio cualitativo necesariamente asociado a las capacidades representacionales de la vivencia. Esta «correspondencia» consiste ni más ni menos en que, en condiciones normales, variaciones estructura­ les en las propiedades manifiestas a lo largo del espacio cualitativo habrían causado análogas variaciones en las #propiedades mani­ fiestas#, que a su vez habrían causado diferencias en las creencias sobre las propiedades manifiestas que se dan en el entorno. La propuesta sobre la consciencia fenoménica común al intencionalismo reductivo y al externismo antirreductivo es capaz, como hemos visto, de responder a objeciones provenientes de concep­ ciones más cercanas a las teorías representativas de la percepción tradicionales, como las de Block y Jackson consideradas más arriba. Las razones más importantes en favor de la propuesta son suficiente­ mente bien conocidas; tales puntos de vista tradicionales se enfrentan a los problemas de las «otras mentes», y en general a las dificultades que revela el argumento de Wittgenstein contra la posibilidad de un lenguaje privado (cfr. García-Carpintero, 1996, cap. 11). Ofrezco a continuación una muestra de estas dificultades. La diferencia entre el estado de notar una vivencia y su objeto, por un lado, y un juicio perceptual y su objeto, por otro, es una diferencia epistémica: el primero es incorregible —su objeto no constituye una norma apropiada para evaluarlo— mientras que el segundo no lo es. Esta diferencia sólo se da si consideramos casos particulares; no existe al nivel de los tipos. Un juicio perceptualtipo cuyo contenido está enteramente caracterizado en términos de propiedades manifiestas es también «infalible», en el sentido de que, por definición, tales juicios son en condiciones normales co­ rrectos. Sin embargo, cada juicio perceptual concreto es impugna­ ble, mientras que cada estado concreto de notar una vivencia es aún incorregible. Ahora bien, se ha señalado repetida y correctamente que esta incorregibilidad distintiva de la consciencia fenoménica no es ab­ soluta; desaparece si caracterizamos los qualia implicados con un cierto grado de precisión (el grado varía con la modalidad senso­ rial y la experiencia del sujeto). Lo que voy a argumentar en los pá­

rrafos sucesivos (construyendo con ello una nada original variación sobre el tema de las consideraciones wittgensteinianas contra los lenguajes privados) es que el internismo tiene graves dificultades para dar cuenta de los casos en que los estados característicos de la consciencia fenoménica no son incorregibles. Consideremos la siguiente ilustración del fenómeno. Las pro­ piedades manifiestas presentan paradigmáticamente el fenómeno semántico de la vaguedad (esto está vinculado a su carácter mani­ fiesto, al hecho de que sean propiedades perceptualmente discriminables): hay casos potenciales de las mismas que no sabríamos cla­ sificar como cayendo efectivamente bajo ellas o como no cayendo bajo ellas. Podemos construir una serie de objetos (cien, pongamos por caso), comenzando por uno claramente esférico y finalizando con uno claramente ovoide (no esférico, por tanto), de manera que haya objetos intermedios que no sabemos clasificar de una manera determinada, no arbitraria, como esféricos o más bien como no es­ féricos. Supongamos que presentamos a un sujeto, en sucesión, los objetos de una serie tal, y le pedimos que juzgue si el objeto pre­ sentado es o no esférico. La siguiente situación suele producirse en casos así (imagine el lector sus intuiciones sobre sus propias reac­ ciones). Presentado el objeto 1, el sujeto juzga inequívocamente que es esférico. Paulatinamente, los juicios se van haciendo más tentativos (aunque se siguen haciendo), hasta que llega un mo­ mento en que el sujeto se siente excesivamente incómodo clasifi­ cando al objeto como esférico, y lo clasifica como ovoide (no esfé­ rico, por tanto). Supongamos que el objeto así clasificado es el número 54 en la serie. Una consecuencia habitual de esta decisión (digna de nota para la explicación del fenómeno de la vaguedad) es que el sujeto desea revisar, como consecuencia de ella, sus clasi­ ficaciones de los objetos inmediatamente anteriores en la serie; se siente ahora excesivamente incómodo considerando al objeto 53 esférico, después de haber clasificado como ovoide el 54. Ante esta reacción, podemos preguntarnos lo siguiente: ¿está justificada la re­ acción del sujeto, cuando menos en que el objeto 53 y el 54 no di­ fieren de hecho en cuanto a la dimensión en cuestión, o se debe su reacción meramente al cambio puramente contextual producido cuando da en juzgar que 54 es ovoide (de manera que se habría producido igualmente aunque el objeto 53 y el 54 difirieran de he­ cho en la dimensión en cuestión)?

Esta pregunta concierne a propiedades manifiestas, esto es, pro­ piedades intersubjetivamente accesibles, sustantivas y normativas, de modo que pueden diseñarse situaciones experimentales que permitirían responderla. Supongamos que (como parece intuitiva­ mente razonable pensar) la respuesta correcta consiste en que la re­ acción se produce sólo a consecuencia de la variación contextual, independientemente de la existencia o no de diferencias reales en las propiedades sobre las que se emite el juicio: constatamos que la reacción se produce también cuando el objeto que desempeña el papel de 53 y el que desempeña el papel de 54 difieren de hecho objetivamente tanto como cualesquiera otros dos inmediatos en la serie. Imaginemos ahora que remitimos la anterior discusión, no a las propiedades manifiestas, sino a las #manifiestas#; esto es, pedi­ mos al sujeto (convenientemente aleccionado sobre el significado de los conceptos que usamos) que clasifique los qualia de forma ejemplificados en las vivencias que experimenta. De hecho (como el lector puede imaginar) se produce una reacción análoga a la de antes (cfr. Raffman, 1994, donde se ofrece una aplicación intere­ sante de esta inestabilidad a la explicación del fenómeno semántico de la vaguedad). Es claro que podemos formularnos una pregunta análoga a la de antes: (*) ¿es la #forma# notada por el sujeto en la vivencia experimentada cuando se le presenta 53 distinta de la no­ tada por el sujeto en la vivencia experimentada cuando se le pre­ senta 54, de modo que su revisión del juicio que hizo ante 53 tras la presentación de 54 sólo es explicable por el cambio de contexto? Me parece también claro lo siguiente: (i) los hechos relativos a la consciencia fenoménica son hechos objetivos, al menos en cuanto que preguntas cómo (*) bien pueden tener una respuesta incluso si no podemos establecer cuál es, y (ii) si alguna vez podemos estar en disposición de ofrecer una respuesta razonablemente justificada, la justificación no provendrá de una apelación a la introspección; la introspección es tan poco fiable aquí como el juicio del sujeto sobre si la propiedad manifiesta del objeto 53 es o no la misma que la del 54. Por introspección observamos que, con antelación al jui­ cio sobre la #propiedad manifiesta# de la vivencia experimentada ante 54, la experimentada ante 53 nos parecía (inseguramente) de algo #esférico#, mientras que después de juzgar #ovoide# la expe­ rimentada ante 54 nos parece que la anterior debe haber sido más bien de algo también #ovoide#. Mas la introspección no es aquí

fiable; este juicio introspectivo bien podría ser razonablemente im­ pugnado, al igual que el juicio análogo sobre las propiedades ma­ nifiestas. Daniel Dennett invoca ejemplos con una estructura análoga a la del precedente para concluir la incoherencia del concepto de qualia y de consciencia fenoménica, propios del internismo anti­ rreductivo, y por consiguiente la inexistencia de tales entidades (cfr. el ejemplo de Chase y Sanborn, en Dennett, 1988, y los ejem­ plos de casos susceptibles de explicaciones «orwellianas» y «stalinianas» en Dennett, 1991). Dennett argumenta que el internista antirreductivo debe aceptar (i); pero, dado (ii), ello le habría de lle­ var a aceptar que los qualia no son intrínsecos, sino relaciónales, lo que es inconsistente con lo que Dennett considera una tesis cen­ tral de esa doctrina. La razón para esto es a primera vista inme­ diata; basta pensar en cómo podríamos alguna vez estar en dispo­ sición de ofrecer una respuesta justificada a preguntas como (*), dado que la introspección aquí no sirve. Lo que necesitamos es es­ tablecer una relación entre las propiedades externas que causan tí­ picamente los qualia en cuestión y propiedades objetivas (por ejemplo, estados del cerebro, o estados psíquicos caracterizados en los términos psicofuncionales de alguna teoría adecuada de las que ofrecen los psicólogos cognitivos) que puedan constituirlos. Una respuesta análoga a la ofrecida cuando eran las propiedades mani­ fiestas las que estaban en cuestión (que, a priori, parece una vez más la respuesta razonable) quedaría suficientemente bien justifi­ cada si pudiera establecerse que, como en ese caso análogo, (a) las propiedades manifiestas de los objetos 53 y 54 eran de hecho tan diferentes como las de cualquier otro par de objetos inmediatos en la serie, (b) los estados del cerebro (o psicofuncionales) que cons­ tituyen a los qualia implicados (por cuanto, digamos, estados de ese tipo son típicamente causados por esas propiedades manifies­ tas, y producen típicamente estados del cerebro constitutivos de los estados doxásticos asociados, así como las manifiestaciones exter­ nas correspondientes) fueron también distintos, y (c) los estados del cerebro fueron causados del modo apropiado por las ejemplificaciones de las propiedades manifiestas. Ned Block ha respondido a estos argumentos de Dennett in­ dicando que se malinterpreta en ellos la tesis internista. Esta tesis debe entenderse del siguiente modo: los qualia son conceptualm ente

intrínsecos (notar uno no implica conceptualmente estar en un es­ tado funcional caracterizado por sus causas externas, efectos exter­ nos, y los restantes estados psíquicos que participan con él en ta­ les cadenas causales); esto, afirma Block, es compatible con que los qualia sean empíricamente extrínsecos (cfr. Block, 1994)41. Pero esta respuesta no me parece satisfactoria. Si, como sostienen tanto intencionalistas reductivos como externistas antirreductivos y ha sido defendido hasta aquí, la satisfacción de ciertas condiciones funcio­ nales es conceptualmente necesaria para que se dé un estado de consciencia fenoménica (como el del sujeto en nuestro ejemplo cuando se le presenta el objeto 53), entonces la información neurológica a que hemos aludido antes ciertamente permite decidir la cuestión suscitada. Pero si ése no es el caso, no veo cómo la infor­ mación neurológica pueda ser relevante para decidirla. Concep­ tualmente hablando, según el internismo, qué qualia se experi­ mentó ante 53, si uno idéntico al experimentado ante 54 o uno diferente, sólo depende de los juicios introspectivos del sujeto; no depende en modo alguno de sus causas externas, sus otros efectos doxásticos y sus efectos en la conducta. Conceptualmente, por tanto, la información neurológica es irrelevante para decidir la cuestión; por todo lo que los términos en los que la cuestión ha sido planteada conllevan, la información neurológica es compati­ ble con cualquiera de las dos respuestas determinadas posibles. Para que la información neurológica sea relevante debe existir un vínculo conceptual entre los términos en que se plantea la pregunta y los términos en que se ofrece la información. Compárese un caso análogo: se plantea la cuestión de si un de­ terminado hueso perteneció a un tigre o no. Se establece científi­ camente que el ADN en las células del hueso habría dado lugar a un animal que presentaría una apariencia tigril, capaz de reprodu­ cirse con otros tigres, de vivir en un cierto entorno, etc. Estos da­ tos resuelven la cuestión, pero sólo porque existe un vínculo con­ ceptual entre ser un tigre y ser un objeto que (al menos en el

41 Es decir, es compatible con que un estado de consciencia fenoménica pueda ser reducido a (o al menos implique) uno funcional a la manera d el «funciona­ lismo psicológico» o «computacional», aunque no (como defienden reductivistas y externistas) a la manera del funcionalismo analítico (cfr. García-Carpintero, 1995 para una exposición de la diferencia).

entorno natural de la Tierra) presenta una cierta apariencia, es ca­ paz de reproducirse con otros tigres, etc. Si ese vínculo, por res­ tringido que sea a una cierta región de uno de entre otros muchos mundos posibles (el nuestro), o incluso a una cierta región del espacio-tiempo, no existiera; si tuviera sentido pensar que el término ‘tigre’ tiene aplicación, pese a que se aplica a entidades que no se reproducen de hecho típicamente con otros tigres, ni presentan tí­ picamente la apariencia externa que les suponemos, etc., la infor­ mación científica no podría haber decidido la cuestión: hubiera sido irrelevante para establecer una cosa u otra. (No cabe tampoco decir que, si no la hubiera decidido, sí al menos habría hecho más probable una respuesta que otra; porque para ello debe existir al menos un vínculo conceptual entre ser un tigre y la probabilidad de una apariencia, unos hábitos reproductivos, etc.)42. Pese a lo radical (intencionadamente provocativo) de sus de­ claraciones, no es razonable interpretar a Dennett como negando absolutamente la existencia de qualia o de la consciencia fenomé­ nica; Dennett parece más bien mantener, como Wittgenstein y como los partidarios del intencionalismo reductivo (aunque quizá de una manera menos perspicua en trabajos recientes; pero véase Dennett, 1979), un punto de vista reductivista. La única buena ra­ zón que conozco en favor de estos puntos de vista es que evitan las bien conocidas dificultades del internismo, un ejemplo de las cua­ les acabamos de considerar. Mas la posición que aquí defendemos nos da el mismo resultado, y no está sujeta a lo que me parecen ser objeciones insuperables por los reductivistas, de las que a conti­ nuación paso a ocuparme. La primera dificultad que quiero considerar no es la que tiene más peso para mí, pero es la más adecuada para introducir las di­ ferencias entre el intencionalismo reductivo y el externismo anti­ rreductivo. Se trata del bien conocido caso del «espectro invertido», introducido originalmente por Locke (cfr. Shoemaker, 1981, para una excelente discusión reciente, y Block, 1990b, para una intere­ sante variación). Estos ejemplos proponen situaciones aparente­ mente concebibles en que los qualia cromáticos que dos individuos

42 Cfr. Jackson 1994, para una posible justificación ulterior de estas conside­ raciones, aquí necesariamente reducidas a lo más elemental.

(o el mismo, en dos momentos diferentes) experimentan en res­ puesta a una misma propiedad que ubican en el mismo lugar del espacio cualitativo (los que experimentan, digamos, en la presen­ cia de rojo) son diferentes: el uno nota el quale que el otro nota en la presencia de verde, y viceversa. Sin embargo, en la economía cog­ nitiva de ambos sujetos los qualia en cuestión desempeñan exacta­ mente el mismo papel funcional, en todos los respectos que hemos considerado hasta aquí: los dos son causados por la misma propie­ dad manifiesta, y predisponen a la formación tanto de idénticas creencias sobre la ejemplificación de propiedades manifiestas, como de idénticas creencias introspectivas del tipo hasta aquí considerado. Estos casos ponen de relieve algo sólo implícito en el modo en que hasta aquí hemos introducido la consciencia fenoménica; a saber, que las creencias introspectivas hasta aquí consideradas, por con­ cernir sólo a la ubicación relativa de los qualia en el #espacio cua­ litativo#, son creencias con un contenido puram ente estructural: dos vivencias introspectivamente diferentes para sus sujetos pueden así ocupar la misma posición en la estructura relacional. Los reductivistas acostumbran a responder a estos argumentos buscando diferencias funcionales que, después de todo, distingan los qualia en cuestión. (Véase Tye, 1995, para una buena muestra de esta estrategia.) Por ejemplo, si uno de los sujetos tiende a con­ siderar más «cálido» el color de los objetos al que llama ‘rojo’, mien­ tras que el otro considera más bien «frío» ese color, ésta (dicen) es una razón puramente funcional para pensar que el segundo tiene el espectro invertido con respecto al de los demás. (Una buena ra­ zón para pensar, esto es, que nota #verde# cuando describe lo que nota con «#rojo#».) Ahora bien, la discusión previa sobre Block, Dennett, y las dificultades del internismo para acomodar la revocabilidad de algunas autoadscripciones de vivencias ha mostrado que el funcionalismo que está aquí en juego es el funcionalismo analítico. Estamos discutiendo una propuesta conceptual sobre cómo entender los conceptos de sensación, consciencia fenom énica, etcétera, capaz de dar cuenta de los límites de la introspección. La posibilidad de identificar a posteriori un qualia con un papel fun­ cional definido en términos de una teoría psicológica es irrelevante para esta empresa. Dado que, como este artículo intenta estable­ cer, no hay ninguna buena razón en contra del materialismo, y hay buenas razones en su favor, no me cabe ninguna duda de que si las

vivencias que en dos sujetos desempeñan un mismo papel funcio­ nal son sin embargo distintas, tales vivencias serán físicamente di­ ferentes; y es más que razonable pensar que tal diferencia física sub­ vendrá de diferencias funcionales y de potenciales manifestaciones externas también diferentes. Por lo que sabemos, el «sólido del co­ lor» (el parcial #espacio cualitativo# tridimensional determinado por las relaciones de saturación, matiz y brillo) es física y funcio­ nalmente tan asimétrico como los otros sistemas de sensaciones de los seres humanos y de otros animales. Pero esto es irrelevante para la cuestión en disputa. La cuestión es si tales manifestaciones po­ tenciales diferentes de las indudables asimetrías de los sustratos fí­ sicos de nuestras experiencias cromáticas de, pongamos por caso, #rojo# y #verde# pueden tomarse como dando lugar a dos concep­ tos funcionales diferentes de sensaciones y experiencias conscientes, que puedan razonablemente ser propuestos como un buen análisis de esas nociones. Los ejemplos de «espectro invertido» se miran generalmente con suspicacia, como ilustraciones de la bien demostrada capaci­ dad de los filósofos para pretender imaginar lo imposible. A mi jui­ cio, cuando la cuestión en litigio se entiende correctamente, no hay que imaginar demasiado para aceptar su posibilidad: casos de «es­ pectro invertido» enteramente pertinentes para la discusión son no sólo posibles, sino a ciencia (empírica) cierta reales. Mire el lector durante un minuto con un solo ojo a una superficie enteramente roja. Mire después de ese tiempo a la misma superficie, alternati­ vamente con el ojo acostumbrado y con el que tenía cerrado. Aun­ que el color de la superficie no tiene por qué haber cambiado en lo más mínimo, las sensaciones experimentadas con uno y otro ojo son perceptiblemente diferentes (o, mejor dicho notablem ente di­ ferentes). Estos qualia son también funcionalmente diferentes, si su papel funcional se caracteriza mediante recursos a posteriori, psicofísicos. Ahora bien, no hay ninguna razón para no pensar que qualia que difieren de una manera tan «notable» desempeñan en diferentes individuos, o en el mismo en diferentes momentos de su vida, exactamente el mismo papel funcional, en tanto en cuanto no pongamos en la caracterización de este papel funcional más que aquello que es razonable poner cuando de lo que se trata es de ofre­ cer una buena caracterización filosófica, a priori, de los conceptos im­ plicados. (Véase Clark, 1993, págs. 168-172, y Nida-Rümelin, 1996,

para una justificación empírica de las afirmaciones precedentes.) Como Jackson señala (en la parte de su discusión de los análisis reductivistas que yo acepto, sus críticas a la suficiencia de las condi­ ciones proporcionadas por tales análisis), es incluso imaginable que el papel funcional que en mí desempeña el qualia #rojo# lo des­ empeñe a la perfección en un sujeto incapaz de experimentar sen­ sación cromática alguna, lo que en mí es tan sólo la más bien triste sensación de un matiz de #gris# (cfr. Jackson, 1977, cap. 2). Si el reductivista insiste en aferrarse a la estrategia que acabo de discutir para replicar a las objeciones basadas en casos de «espectro invertido», podemos entonces proponer contra él lo que a mi jui­ cio sí es la consideración decisiva. La propuesta que he hecho asigna necesariamente un papel funcional a las vivencias. Se trata, sin embargo, de un papel funcional lo suficientemente modesto como para garantizar esta condición de carácter racionalista: supo­ ner que los qualia tienen conceptualmente tal papel funcional es compatible con una explicitación filosófica (de carácter fregeano) del contenido de nuestros juicios perceptuales que compagina las intuiciones externistas con la atribución a la introspección de un ca­ rácter epistémicamente privilegiado. No queremos garantizar (sería absurdo pretenderlo) que baste un poco de reflexión para aceptar una elucidación del contenido de nuestros juicios como la aquí propuesta («el hombre de la calle» no ha oído hablar de espacios cualitativos, y menos aún de #espacios cualitativos#); la filosofía es una empresa teórica. No existe ninguna buena razón para aceptar la absurda exigencia (que atribuiría a la actividad filosófica una simplicidad que está bien lejos de poseer) de que hayamos de ga­ rantizar tal cosa. Sí me parece necesario garantizar, empero, que baste la reflexión sobre casos claros de aplicación de nuestros con­ ceptos, junto con una práctica metodológica generalmente legiti­ mada, para ofrecernos a nosotros mismos una caracterización pre­ cisa, completa y satisfactoria del contenido de nuestros juicios; porque entiendo que tal cosa es una condición necesaria para que nuestras creencias introspectivas sean susceptibles de gozar del pri­ vilegio epistémico que es razonable atribuir a la autoconsciencia. La propuesta que el reductivista se vería obligado a hacer, siguiendo la estrategia descrita en el párrafo anterior, incumple esta condición; para describir adecuadamente el papel psicofuncional de los qua­ lia, revelando asimetrías en los casos de presunta inversión del es­

pectro, es necesario conocimiento manifiestamente a posteriori, el tipo de conocimiento empírico que esperamos de la psicología cog­ nitiva o la neurología. Este conocimiento, pues, no puede estar pre­ supuesto cuando nos atribuimos a nosotros mismos, de la forma más reflexiva y precisa de la que somos capaces, un cierto juicio perceptual. No estoy en condiciones aquí de justificar la exigencia racionalista (que muchos filósofos contemporáneos considerarán a buen seguro extrema) en que he apoyado esta segunda objeción, más que apelando a su plausibilidad intuitiva43. Una última (pero no menos decisiva) objeción al reductivismo se apoya en su incapacidad para recoger la distinción entre propie­ dades primarias y secundarias, cuya existencia parecen corroborar los hechos conocidos. Propiedades primarias como la esfereidadde-más-o-menos-un-palmo y propiedades secundarias como el ber­ mellón tienen esto en común: por definición, son propiedades cu­ yas ejemplificaciones, por así decirlo «por defecto», un ser humano es capaz de reconocer sin ninguna justificación ulterior que una apelación a que son percibidas (a sus sensaciones); y, también por definición, son propiedades sobre cuya ejemplificación en casos particulares siempre es posible el error (se juzga que se dan, aun­ que éste no es el caso) y la ignorancia (se dan, sin que se juzgue que se den). Estos rasgos están implicando en su ser propiedades manifiestas. Tanto unas como otras, además, están físicamente constituidas: son, por todo lo que sabemos, todas ellas propieda­ des materiales, en el sentido expuesto en la primera sección. En to­ dos esos respectos, unas y otras son igualmente «objetivas». Sin embargo, las propiedades secundarias difieren de las pri­ marias en un aspecto conceptualmente claro. Es esencial a un ma­ tiz determinado de rojez, como a todas las otras propiedades ma­ nifiestas, la posición que ocupa en el espacio cualitativo; en particular, le son esenciales las relaciones propiamente cromáticas que mantiene con otras propiedades cromáticas. Ahora bien, si consideramos cualquier propiedad física que constituya un candi­ dato plausible a constituir el bermellón (por ejemplo, una cierta reflectancia, la disposición de las superficies a reflejar y absorber, en

43 Peacocke (1998) ofrece argumentos en favor de una forma de racionalismo en sintonía con las consideraciones de este trabajo.

determinadas proporciones, la luz incidente de cada longitud de onda en el espectro de la luz visible), y nos preguntamos, ¿qué ra­ zón hay para dividir el conjunto de reflectancias en clases de equiva­ lencia, de modo que el bermellón sea una de ellas? nada en las pro­ piedades físicas de la propiedad o en las relaciones físicas que mantiene con otras propiedades físicas permite responder a esta pregunta. Tomando sólo en consideración la naturaleza física de las reflectancias y las relaciones físicas de unas reflectancias con otras, podríamos haber dividido las reflectancias en clases de equivalencia de muchos modos, todos ellos físicamente arbitrarios. De hecho, si construimos el espacio cualitativo necesario para dar cuenta de los juicios perceptuales de otros animales (las palomas o los peces, por ejemplo), hemos de dividir esas mismas propiedades físicas de mo­ dos muy diferentes. La única respuesta razonable a la cuestión plan­ teada, por consiguiente, requiere apelar a la clasificación de las sen­ saciones producidas por la propiedad física que los sujetos de las mismas son capaces de llevar a cabo (cfr. Hardin, 1988). Las propiedades cromáticas parecen así ser propiedades proyec­ tadas: aunque podrían haberse dado igualmente si no hubiese ha­ bido seres humanos que las experimentasen, sólo se habrían dado como disposiciones a ser experimentadas por tales seres. Una pro­ piedad proyectada es una entre cuyas propiedades esenciales, definitorias, está el modo en que afecta a las experiencias conscientes (u otros estados mentales) de seres racionales. Este no es el caso en lo que respecta a otras propiedades manifiestas, como la esfereidad o la solidez. Tenemos por tanto un modo de trazar la distinción tra­ dicional entre propiedades primarias y secundarias tal que ambas ca­ tegorías tienen extensiones no vacías (cfr. García-Carpintero, 1996, cap. 5). El reductivista, sin embargo, se ve obligado (so pena de caer en una circularidad ciertamente viciosa) a tratar todas las propieda­ des manifiestas como plenamente objetivas (cfr. Dretske, 1995 y Tye, 1995), por implausible que ello sea de hecho en muchos ca­ sos; adviértase que lo dicho para los colores se aplica a propiedades experimentadas mediante sensaciones térmicas, auditivas, etc. (cfr. las observaciones en Akins (1996) sobre «propiedades narcisistas»). En suma, por consiguiente, nos vemos abocados a aceptar una posición que concede algo al reductivismo (un estado de cons­ ciencia fenoménica es, a priori, un estado que desempeña un pa­ pel funcional) y concede también algo al internismo (un estado de

consciencia fenoménica no es sólo un estado funcional; hay «algo más» no funcional en su naturaleza). Hemos de ver, para concluir, cuán concesiva resulta esta concepción de la consciencia fenomé­ nica, que parece ofrecer el modo más razonable de acomodar los hechos para con las tesis dualistas. Clarificaremos de paso qué es ese «algo más» involucrado en la consciencia fenoménica. 4.

La r e f u t a c i ó n d e l d u a l i s m o

El primer tipo de argumento en favor de la tesis dualista (tal y como la elucidamos en la primera sección) que queremos conside­ rar es el famoso argumento d el conocimiento, desarrollado por Jack­ son a partir de su ejemplo de Mary, la científica del futuro que, no obstante haber pasado toda su vida en una habitación en que todos los objetos (incluido su cuerpo) presentan sólo matices en la gama del blanco al negro y acceder perceptualmente al mundo externo exclusivamente a través de una televisión en blanco y negro, conoce todos los hechos físicos pertinentes relativos a los colores (no a los #colores#) y a los estados físicos y funcionales de los seres humanos implicados en su detección. (Cfr. Jackson, 1986. Tanto el ejemplo como el argumento pueden plausiblemente tomarse como elabora­ ciones de las observaciones en Nagel, 1974, sobre la imposibilidad de conocer como qué es ser un murciélago, aun conociendo todos los hechos físicos y funcionales involucrados en el tipo de acceso sensorial al mundo que tienen los murciélagos.) Intuitivamente, toda esa información no proporciona a Mary conocimiento de la sensación que experimentamos ante la luz del semáforo que prohíbe el paso. Hasta que Mary no salga de su encierro y experimente por sí misma esa sensación, no poseerá tal conocimiento. (Del mismo modo, en la medida en que nos está vedado experimentar las sen­ saciones peculiares mediante las cuales los murciélagos se orientan en su entorno, no tenemos conocimiento de cuáles son esas sensa­ ciones. El conocimiento físico o funcional de los estados correlati­ vos en los murciélagos sí nos es accesible, pero no basta para dar­ nos aquél.) Esta es otra de las características distintivas que atribuí en el cap. 3 de García-Carpintero (1996) a las vivencias, en con­ traste con los acaecimientos materiales: hay un modo de conoci­ miento de ellas que sólo se adquiere notándolas.

El argumento a partir del ejemplo para concluir la tesis dua­ lista presentada en la primera sección es engañosamente simple: Mary conoce en qué consiste que se ejemplifique cualquier pro­ piedad física o funcional con que pudiéramos pretender identificar el #rojo#; pero Mary no conoce en qué consiste que se ejemplifi­ que el #rojo#, ni le basta su conocimiento de que se ejemplifican en una ocasión dada las propiedades físicas o funcionales en cues­ tión para saber que se ejemplifica #rojo# en esa ocasión. Por lo tanto, la ejemplificación de #rojo# no es, ni está constituida por, la ejemplificación de ninguna propiedad física o funcional: podría ejemplificarse #rojo# sin que se ejemplifique ninguna propiedad fí­ sica o funcional, y viceversa. Después de una tan larga preparación, este argumento dualista puede resultar al lector decepcionantemente falaz. Para ver qué está mal en él, puede pensarse, no hacían falta todas las distinciones hasta aquí introducidas. La falacia es bien simple, pues el argu­ mento es análogo a éste: Sergi, que se está iniciando en la química (apenas ha comenzado a oír hablar de elementos químicos como el oxígeno y el hidrógeno, y tiene una vaga idea de que extrañas sustancias que manipula su profesor están compuestas de ellos) co­ noce muy bien en qué consiste que se ejemplifique una cantidad de agua, pero no conoce en qué consiste que se ejemplifique un compuesto concreto de moléculas de H20 , ni le basta para saber que se ejemplifica H20 su conocimiento de que se ejemplifica agua. Por lo tanto, la ejemplificación del agua no es, ni está cons­ tituida por, la ejemplificación de moléculas de H20 : esta ejempli­ ficación particular del agua podría haberse dado sin la presencia de moléculas de H20 , o viceversa. La conclusión es falsa; y no es difícil diagnosticar la falacia. Esta reside en utilizar alternativamente dos sentidos distintos de conocer un acontecimiento. En un sentido (digamos, el «sentido intensional»), para conocer un acontecimiento es preciso conocerlo bajo un determinado modo de presentación. En otro (digamos, el «sentido extensional») lo único importante es conocerlo bajo uno u otro modo de presentación (no importa cuál). En la premisa del argu­ mento, se usa el sentido intensional; es en este sentido que Sergi no conoce que se ejemplifica H20 , aunque sabe que se ejemplifica agua. Conoce que se ejemplifica agua (y, por tanto H20 ), repre­ sentándose esa sustancia como un líquido incoloro, inodoro e in­

sípido; no conoce que se ejemplifica H20 , en cuanto que para ello ha de representarse la sustancia como una con una determinada composición química. Pero la conclusión requiere el sentido extensional; porque sólo así cabría concluir que los acaecimientos son distintos, que el uno podría darse sin el otro. La premisa no ga­ rantiza la conclusión, entendida en este sentido. Mas esto sólo constituye un diagnóstico superficial del pro­ blema. Para apreciar cabalmente el argumento del conocimiento en toda su fuerza debemos preguntarnos ahora cuál es el sentido intensional de conocer sensaciones, que permite diagnosticar como falaz mediante consideraciones análogas ese específico argumento. Consideremos un argumento dualista diferente, aunque relacio­ nado, debido a Kripke, para comprender lo superficial que sería contentarse con la réplica ofrecida hasta aquí. Sobre la base de las consideraciones en la primera sección, aceptamos que esta cantidad de agua ante mí es un concreto compuesto de moléculas de H20 , y que lo es necesariamente: no existe ninguna situación posible en que esté presente esta misma cantidad de agua, sin que lo estén tam­ bién estas mismas moléculas de H20 , y viceversa. Sin embargo, te­ nemos la impresión (errónea, desde luego), de que este hecho ne­ cesario es contingente. Esta ilusión de contingencia debe ser explicada; pues, como insistimos en la primera sección, es un as­ pecto fundamental de nuestros conceptos modales el que prim a fa cie, si algo nos parece posible, es posible: no hay mejor prueba (en principio) de que una condición es posible, que el que podamos «imaginarla» coherentemente. (A los mundos posibles «no se accede con telescopio», en expresión de Kripke.) Nuestras intuiciones mo­ dales son, «por defecto», una guía fiable a los hechos modales. En el caso del agua y el H20 , podemos ofrecer una explicación clara de la impresión ilusoria de contingencia. Llamamos agua a una sustancia muestras de la cual se pueden reconocer fiablemente en el mundo real por sus manifestaciones como un líquido inco­ loro, inodoro e insípido, que cae en forma de lluvia, está presente en los lagos, ríos, etc. Cualquier cosa que cumpla esta especifica­ ción es, en toda circunstancia posible, agua. Sucede de hecho que los compuestos químicos de moléculas de H20 cumplen esa espe­ cificación; por tanto, no hay ninguna situación posible en que al­ guien está ante agua, y no está ante un compuesto de H20 . Sin embargo, conceptualmente las propiedades que configuran el con­

cepto común del agua están tan sólo asociadas al agua de manera contingente: no constituyen su esencia, incluso aunque la conexión entre la esencia y las manifestaciones sea nómica, y aunque sea a priori que debe haber una conexión nómica tal. Es compatible con nuestra concepción (como muestran las consideraciones de Kripke y Putnam) que una sustancia diferente podría haberse manifestado así (aunque esto no sucede de hecho), y que las moléculas de H20 podrían haberse presentado de otra forma sensible (aunque, de nuevo, eso no sucede de hecho). Así, podemos imaginar una si­ tuación en que alguien está ante una sustancia que no es H20 , ni por tanto agua, pero que se manifiesta como de hecho lo hace el agua; si ese individuo compartiera nuestro concepto del agua, se sentiría inclinado a pensar que está ante agua, y estaría justificado al hacerlo. Esta no es una situación en que hay agua que no es H20 , porque ya sabemos que no existen tales situaciones; pero es una que invitaría a alguien con conceptos como los nuestros en sus aspectos «internos» a pensar que está ante agua, sin estarlo en rea­ lidad. Algo análogo cabe decir de la situación inversa, una en la que alguien con nuestros conceptos está ante una cantidad de H20 que no manifiesta las propiedades por las que reconocemos el agua. Tenemos así una explicación de la ilusión de la contingencia de la identificación de una cantidad de agua con determinadas molécu­ las de H20 , compatible con la necesidad de tal identificación. Ahora bien, supongamos que un determinado caso de #rojo# se identificase con un cierto estado físico, o funcional; supongamos que estuviese constituido de hecho, por tanto necesariamente, por la excitación de las neuronas X en el área V4 del cerebro. Es obvio que la misma ilusión de contingencia se produce a propósito de esta propuesta. El materialista está por consiguiente obligado a ex­ plicarla. ¿Cuál puede ser su explicación? La observación de Kripke (en ella reside la analogía de su ar­ gumento con el argumento del conocimiento) es que el tipo de ex­ plicación proporcionado para el caso del agua no sirve aquí. La ex­ plicación ha sido en definitiva ésta: el concepto ordinario nos permite acceder al agua a través de una «apariencia» del agua, una serie de propiedades que constituyen una manifestación de hecho fiable pero conceptualmente contingente de la sustancia. Podemos así pensar que podría darse la manifestación aparente, lo que nos llevaría a pensar que se da el agua, sin que en realidad se diera el

agua; y viceversa. Una explicación análoga tendría que postular una «apariencia» de #rojo#, una manifestación fiable pero conceptual­ mente no esencial de esa cualidad de nuestras vivencias, y preten­ der entonces que podemos concebir una situación en que se da la «apariencia» (lo que nos llevaría a pensar que se da tal y cual caso concreto de #rojo#) aunque tal conclusión sería errónea porque en realidad estas neuronas X en el área V4 no están excitadas, y por tanto en realidad no se da el caso de #rojo#. Y viceversa: una si­ tuación en que estas neuronas X en V4 están excitadas, por lo que se da el caso de #rojo#, pero no se da su «apariencia», con lo que pensaríamos erróneamente que no se da #rojo#. Mas ambos su­ puestos son absurdos. En el caso de las vivencias, «apariencia» (ma­ nifestación) y realidad se confunden: ser consciente de (la «apa­ riencia» de) que se dan basta para que se den, y sólo se dan si somos conscientes de (la «apariencia» de) que se dan. Dicho de otro modo, mientras que las «apariencias» del agua son accidentales al agua, las «apariencias» de las sensaciones les son esenciales: no hay sensación sin apariencia de sensación, ni apariencia de sensación sin sensación. Si Mary no conoce qué debe ocurrir para que se ejemplifique #rojo#, es porque no ha sentido ella misma la sensa­ ción, porque no se le ha «manifestado». Una situación en que se da la excitación de las neuronas X de V4, pero no se da la «apa­ riencia» de #rojo# (eso cuyo desconocimiento hace que Mary no conozca el #rojo#, porque no lo ha sentido nunca ella misma) no puede ser una en que se da #rojo#. Y una en que no se da la exci­ tación de las neuronas X de V4, y se da, sin embargo, esa «apa­ riencia», es una en que después de todo sí se da un caso de #rojo#. (Véase Kripke, 1980, lee. III. La sugerencia de una relación con el argumento del conocimiento no está en Jackson, aunque me pa­ rece patente.) Es inmediato que, como en el caso de Sergi y el agua, la estra­ tegia materialista para replicar al argumento del conocimiento debe pasar por distinguir los objetos del conocimiento, identificados in­ dependientemente de cómo se accede a ellos, de objetos de cono­ cimiento identificados de una manera más fina, no sólo en térmi­ nos de qué se conoce, sino también cómo. El materialista quiere decir que la plausibilidad de las consideraciones a que se apela en el argumento del conocimiento depende de tomar a las vivencias como estados a los que se accede de un cierto modo; mientras que

esto es compatible con suponer que el estado al que se accede cuando se experimenta una vivencia es un estado perfectamente objetivo, que admite igualmente una caracterización neurológica. El problema está en que el modelo más inmediato que se nos ocu­ rre para defender estas afirmaciones es el del agua y su apariencia contigente, y este modelo no es aplicable al caso de las vivencias. La diferencia crucial entre casos como el del agua y el caso de las vivencias está en que la naturaleza de entidades como las primeras se conoce de manera indirecta y, dado un modo indirecto de acce­ der a ellas, es concebible que no fuesen susceptibles de ser conocidas de ese modo. Con aquello que se conoce cuando se experimenta una vivencia no ocurre así; la naturaleza de las vivencias se conoce «directamente», estando en contacto con ellas (experimentándolas); y no se conoce apropiadamente cuando no se conoce de ese modo directo. En ausencia de una explicación de la impresión de con­ tingencia adecuada para este caso peculiar, por consiguiente, no hay ninguna razón para considerarla ilusoria; en tal caso, las bue­ nas razones generales para no considerar ilusorias nuestras intui­ ciones modales bastan para concluir que la identificación que el materialista requiere no se puede establecer en el caso de los esta­ dos de consciencia fenoménica. Estos estados, pues, no son estados físicos, ni están constituidos por estados físicos: podría darse un notar #rojo# sin que se diera ningún estado físico, y podría darse cualquier estado físico sin que se diera un estado de consciencia fe­ noménica. La réplica materialista a ambos argumentos (el de Jackson-Nagel y el de Kripke), si es que hay una, debe apoyarse en una expli­ cación alternativa de la impresión de contingencia, que vaya de la mano de una elucidación alternativa de la diferencia intensional en­ tre el acceso a los estados del cerebro que proporcionan la neurolo­ gía, la psicología y la psicofisiología y el que proporciona la expe­ riencia consciente. A mi juicio, Loar (1997) ofrece los elementos necesarios para una respuesta satisfactoria con estas características, que paso a exponer. Supongamos que hacemos salir a Mary de su mundo en blanco y negro, la ponemos ante una muestra paradigmática de azul ul­ tramar y una de azul celeste y le pedimos que nos diga (sin per­ mitirle recurrir —para darnos la respuesta— a sus ultramodernos instrumentos para medir reflectancias o para medir el estado de ex­

citación de las neuronas en el área V4 de su propio cerebro) cuál de las dos sensaciones que experimenta es, a su juicio, la que sien­ ten los seres humanos cuando contemplan el cielo despejado. Su­ pongamos que en esa tesitura Mary forma la firme convicción de que se trata de la sensación que experimenta ante la muestra de azul ultramar (y responde en consecuencia). Suponiendo adicio­ nalmente que las sensaciones producidas en Mary por las muestras de azul ultramar y azul celeste son las mismas que en la mayoría de los seres humanos, es evidente que Mary ha formado un con­ cepto erróneo de la sensación que designamos convencionalmente con «#azul celeste#». Por ejemplo, cada vez que, observando que un ser humano está mirando al cielo despejado, imagine qué sen­ sación está teniendo esa otra persona, se hará una idea equivocada. (Aunque ahora, después de experimentar esas sensaciones cromáti­ cas, Mary puede aproximarse mucho más a imaginar qué experi­ mentan los seres humanos ante el cielo despejado que antes de sa­ lir de su encierro. El argumento del conocimiento se apoya en la intuición de que su error no es de extrañar, porque Mary no tiene ningún elemento de juicio razonable para responder a nuestra pre­ gunta en un sentido o en el otro.) ¿De qué naturaleza es el concepto erróneo que Mary ha ad­ quirido? Una parte del mismo, si las consideraciones precedentes son correctas, no la ha adquirido, sino que la poseía ya. Se trata de los elementos puramente conceptuales del papel funcional del qua­ lia #azul celeste#, que Mary conoce puesto que conoce el sin duda mucho más rico papel funcional del mismo tal como lo caracteri­ zaría la mejor teoría psicofísica de la conciencia fenoménica. Mary sabe que se trata de un estado que ocupa una cierta posición es­ tructural en un espacio cualitativo isomorfo al de las propiedades cromáticas en el conjunto de las propiedades manifiestas, espacio que ella conoce mucho mejor que nosotros en términos de la des­ cripción física de tales propiedades; uno causado típicamente por la gama de reflectancias correspondientes al azul celeste, y que lleva a formar las creencias que llevan, por ejemplo, a decir «tengo una sensación de azul celeste», o, en seres menos reflexivos, «hay una superficie azul celeste ante mí», a levantar la mano si se le condi­ ciona a uno para hacerlo cuando se da una de esas reflectancias, etcétera. Esta parte la tendría igualmente si hubiera adquirido el concepto correcto de la sensación de azul celeste. ¿De qué natura­

leza es la otra parte, la que ha adquirido incorrectamente por el momento? Al serle presentada la muestra azul ultramar, y fijar su atención en su sensación, Mary ha adquirido una capacidad de discrimina­ ción, reconocimiento e imaginación de sensaciones. Mary puede dis­ criminar la sensación producida en ella por la muestra de cualquier otra sensación, cromática o de otro tipo, que experimente al mismo tiempo. Además, cuando en el futuro aprecie en ella sensaciones análogas, las reconocerá; podrá decirse, «¡ah, otra como aquélla!» (o algo análogo, «¡ah, otra vez esto!»; no es preciso, para que Mary reconozca en el futuro el tipo de sensación que ahora experimenta, que recuerde en qué ocasión particular experimentó por primera vez una de ese tipo). Por último, Mary ha adquirido también una capacidad para imaginar un cierto tipo de sensaciones. (Dicho sea de paso, el supuesto de que Mary adquiere estas capacidades con sólo experimentar una vez la sensación es probablemente una exa­ geración; pero la exageración no afecta a la discusión.) Estas capa­ cidades de discriminación, reconocimiento e imaginación no son meras habilidades prácticas (como la de mover el cuerpo siguiendo un patrón rítmico), sino que constituyen un genuino concepto que puede ser parte constitutiva de juicios complejos. Mary puede ha­ ber formado su errónea convicción razonando, quizá tácitamente, del siguiente modo: «esta sensación que ahora soy capaz de discri­ minar, reconocer e imaginar es mucho más intensa y bonita que aquella otra; si es la que experimentan los seres humanos ante el cielo despejado, se entiende que los poetas se refieran tan habi­ tualmente a ella; así que una inferencia en favor de la mejor expli­ cación me lleva a concluir que, de las dos, es ésta la que experi­ mentan los seres humanos en tal caso». En este razonamiento, la capacidad de discriminación, reconocimiento e imaginación que ha adquirido ante la muestra azul ultramar conforma un genuino componente conceptual de juicios que constituyen el antecedente de condicionales. El error de Mary consiste en que ha asociado con «#azul celeste#» la capacidad de discriminación, reconocimiento e imaginación incorrecta44. Si hubiese pensado en la sensación en 44 David Lewis desarrolla en Lewis (1990) la idea, original de L. Nemirow, de que ese «algo más» que el análisis reductivista de los qualia se deja fuera es una capacidad de reconocimiento e imaginación. Sigo a Loar al pensar que necesita­

términos de la otra habilidad conceptual de reconocimiento e ima­ ginación, la que ha adquirido al ser confrontada con la muestra azul celeste, entonces habría formado de una manera plenamente correcta el concepto reflexivo de la sensación en cuestión. O, al me­ nos, ésta es la propuesta que queremos mantener. Los conceptos recognoscitivos (como podríamos denominar­ los, para abreviar la más adecuada pero engorrosa descripción «discriminativo-recognoscitivo-imaginativos»), caracterizados porque un componente de los mismos es una capacidad para discriminar in situ, reconocer e imaginar casos de una propiedad, no se asocian exclusivamente a la consciencia fenoménica. Por ejemplo, un mé­ dico recién salido de la facultad (o de una facultad del futuro) puede poseer un concepto teórico tan adecuado como pueda pen­ sarse del hipertiroidismo, y ser, sin embargo, inexistente su capaci­ dad para discriminar, reconocer o imaginar casos de la enfermedad; y viceversa, naturalmente. Un aficionado concienzudo a la música puede poseer un concepto teórico tan preciso como sea posible enunciar de qué es un canon, sin ser capaz en absoluto de discri­ minar, reconocer o imaginar cánones; y al revés. Estos conceptos constituyen posiblemente un caso paradigmático de lo que Russell llamaba «conocimiento por contacto» o «familiarización» (\acquaintance), en contraste con el «conocimiento por descripción». Los dos ejemplos precedentes ilustran el tipo de diferencia intensional existente entre los casos de #azul celeste#, tal y como Mary podía representárselos antes de salir de su encierro, y esos mismos casos tal y como Mary podría representárselos si hubiese adquirido el concepto recognoscitivo apropiado; y lo hacen de ma­ nera suficiente para ofrecer la réplica que buscamos al argumento del conocimiento. Sólo en contacto con el quale #azul celeste# (si los qualia son estados del cerebro, sólo estando el propio cerebro en un cierto estado) se puede adquirir el concepto completo de la sensación en cuestión. Pues, por las razones que hemos visto, aun­ que este concepto incluye elementos funcionales, no se reduce a ellos: incluye también una capacidad para discriminar, reconocer e imaginar aspectos de las vivencias, adquirida en contacto con ellas;

mos algo más que una mera habilidad; veáse Loar (1997) para una elaboración más detallada de la idea expuesta brevemente en este párrafo.

una diferencia en este elemento adicional discriminativo-recognoscitivo-imaginativo basta para hacer que difieran los conceptos sen­ soriales de dos individuos, aunque los elementos funcionales ana­ líticamente asociados a ambos conceptos sean exactamente idénticos. (Al igual que cuando describimos anteriormente los ele­ mentos funcionales de la consciencia fenoménica, hemos de ad­ vertir que no defendemos la tesis absurda de que cualquiera capaz de experimentar el quale #azul celeste# posee el concepto recognoscitivo explícito de esa sensación; la tesis es sólo que lo posee de forma tácita, que es como si poseyera este concepto completamente explicitado, o que el concepto explicitado nos permite articular un buen modelo de los hechos cognitivos relevantes.) La idea de Loar nos proporciona así un modo de explicar la ilusión de contingen­ cia alternativo al adecuado para el contraste agua/H20 : la diferen­ cia entre las dos concepciones de los cánones o del hipertiroidismo, la teórica y la poseída «por contacto», es suficiente para explicar que sea concebible que se dé un caso de lo uno sin que se dé un caso de lo otro, incluso aunque lo que se discrimina, reconoce o imagina por familiarización no sean meras «manifestaciones» con­ ceptualmente accidentales de la propiedad reconocida sino más bien la naturaleza misma de la propiedad45. Esta posibilidad a priori de diferencia extensional que propor­ ciona la diferencia en las concepciones es compatible con el cono­ cimiento claro y reflexivo de que la posibilidad puede ser ilusoria, que puede no existir en realidad. Imaginemos el caso de uno de esos prodigios matemáticos, que ha adquirido a partir de ejemplos una capacidad de discriminar, reconocer e imaginar números pri­ mos (bajo la etiqueta número indiviso’) vedada a los demás mor­ tales: el prodigio es capaz de imaginar primos de cinco o seis cifras en los que nunca antes había pensado como primos en milésimas de segundos, así como de discriminar y reconocer sin error «a pri­ mera vista» primos igualmente hasta entonces no encontrados. Su­ pongamos que se introduce posteriormente al prodigio, bajo la eti­ queta usual de ‘número primo’, al concepto que tenemos los demás

45 Las más detalladas consideraciones de Hill (1997) pueden ser adaptadas para elaborar más esta propuesta basada en la concepción de los conceptos de qua­ lia ofrecida por Loar.

de los números primos (incluida la criba de Eratóstenes como el único algoritmo conocido para discriminar y reconocer primos). Un individuo así puede encontrar puramente accidental que un número caiga bajo ambos conceptos; le puede parecer concebible que un número caiga bajo uno de los conceptos y no bajo el otro, sin que, por lo demás, se le oculte que tales apariencias puedan ser enteramente ilusorias: pues su capacidad de discriminación y reconocimiento adquirida en contacto con ejemplos paradigmá­ ticos de números primos puede apoyarse en un algoritmo que, necesariamente, selecciona números primos y únicamente núme­ ros primos. El caso de los qualia y los estados de consciencia fenoménica es análogo, si el análisis anterior es correcto. En una parte esencial, el concepto que tenemos de nuestras sensaciones es un concepto recognoscitivo; nuestro concepto del #rojo# es el de esta sensación, la que notamos imaginándola o reconociéndola al sentirla y discri­ minarla de otras y hemos adquirido notando casos paradigmáticos. Este concepto incluye también analíticamente, como hemos visto, elementos funcionales46. Es también conceptualmente necesario al #rojo# desempeñar un determinado papel causal en nuestra eco­ nomía cognoscitiva. Por consiguiente, cometemos un error al su­ poner, sobre la base de las diferencias conceptuales entre ese con­ cepto y cualquier concepto funcional que nos pueda proporcionar la psicofisiología o cualquier concepto físico que nos proporcione la neurología, que realmente podría haberse dado una experiencia fenoménica sin estar constituida por un estado psicofimcional o por uno físico. Pues tenemos buenas razones para pensar que cual­ quier suceso que desempeñe un papel causal en transiciones que vengan de estados físicos (la afección de nuestras retinas por la luz, pongamos por caso) y vayan a estados físicos (la proferencia de so­ nidos indicativos de que tenemos una u otra sensación, por ejem­ plo) debe necesariamente estar constituido físicamente. Estas razo­ nes son de dos tipos: en primer lugar, los éxitos pasados del

46 Este aspecto fundamental de las tesis de este trabajo está ausente de las promestas de Loar. Sin él, por las razones que aduje cuando examiné anteriormente as dificultades de los internistas para dar cuenta de los casos en que los datos de la consciencia fenoménica sí son impugnables, no veo cómo se puede articular una defensa convincente del punto de vista materialista.

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supuesto fisicista, particularmente en casos, como el de la vida, que a priori parecían tan problemáticos como el de la consciencia. En segundo lugar, los abrumadores datos empíricos indicativos de que cuando nuestro cerebro padece problemas físicos, las capacidades funcionales conceptualmente asociadas a la consciencia fenomé­ nica se resienten. Hemos visto que no parece haber buenos argumentos en favor del dualismo, y estas últimas consideraciones nos recuerdan que hay buenos argumentos en contra. Por consoladora que sea la con­ jetura de que nuestra consciencia podría (podrá) continuar incluso si desaparece su soporte físico, tenemos muy buenas razones (que combinan elementos empíricos y elementos conceptuales, filosófi­ camente articulados) para descartar enteramente su verdad. Cuando menos, en los momentos reflexivos en que practicamos la filosofía. B ib l io g r a f ía A k in s , K athleen (1 9 9 6 ), « O f Sensory Systems and the ‘A boutness’ o f

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Razones y otras causas perdidas1 M

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«What the hell are you doing here? Oh, just thinking, I answerea, as we all answer when we don’t know what we have been doing.» N

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A River Runs Through it

Este trabajo se ocupa del problema de la eficacia causal de lo mental. Y lo primero que habría que señalar es que ni es un pro­ blema espontáneo ni siempre ha existido como tal problema. Como suele ocurrir en estos casos, se trata de un problema teórico cuya formulación requiere unas condiciones reflexivas muy espe­ ciales. Por un lado, parece como si tuviéramos experiencia directa de la eficacia causal de algunos de nuestros pensamientos, de algu­ nas de nuestras creencias, deseos, etc. Tenemos ganas de beber agua, creemos que encontraremos agua en el frigorífico e, inme­ diatamente, nos dirigimos hacia la cocina. Por otro lado, algunas de nuestras explicaciones mencionan fenómenos mentales y lo mental parece desempeñar en muchas de ellas un papel causal.

1 Agradezco a Sebastián Álvarez, Fernando Broncano, Antoni Gomila y Mar­ garita Vázquez sus comentarios a versiones anteriores de este trabajo.

Ciertamente, nuestra vida cotidiana está llena de este tipo de ex­ plicaciones. Y también lo están las ciencias humanas o sociales. ¿Que por qué fui hacia la cocina? Obviamente, porque quería be­ ber agua y porque creía que allí la encontraría. ¿Por qué la OTAN bombardea Servia con fines humanitarios y no se preocupa de los kurdos en Turquía? A poco que se busque, seguro que se encon­ trarán para todo ello causas repletas de razones e intereses. Pero si nos quedáramos aquí, no surgiría ningún problema. Desde estos puntos de vista, la eficacia causal de lo mental parece algo obvio. Sólo se vuelve problemática cuando ponemos en duda la existen­ cia de una experiencia directa de la causalidad y queremos profun­ dizar en nuestras explicaciones causales. Sólo entonces, cuando nuestra reflexión se empeña en sospechar de lo dado y quiere ir más allá de ciertas apariencias, la eficacia causal de lo mental comienza a tornarse esquiva. Siguiendo este camino de la reflexión, nos veremos siempre obligados a examinar cuidadosamente hasta dónde pueden llegar las explicaciones causales que mencionan fenómenos mentales. Y esto es lo que nos proponemos hacer a lo largo del presente tra­ bajo. Analizaremos cuatro posibles casos de situaciones explicativas en las que se sugiere una eficacia causal para lo mental. Algunos de estos cuatro supuestos nos presentarán situaciones en las que lo mental sí que resultará tener finalmente la eficacia causal que apa­ renta. En otros, sin embargo, será mucho más difícil admitirla. Al­ gunos de nuestros supuestos necesitarán abrir espacio a situaciones difícilmente compatibles entre sí. Otros, en cambio, describirán si­ tuaciones que pueden perfectamente darse de manera simultánea. En nuestras cadenas explicativas será posible encontrar combina­ ciones muy variadas de los cuatro supuestos. En el prim ero de nuestros cuatro supuestos, el descubrimiento de mecanismos físicos que prescinden por completo de las carac­ terísticas mentales que se han considerado causalmente eficaces en nuestras explicaciones, pondrá en cuestión la presunta eficacia cau­ sal y la relevancia explicativa de tipo causal de lo mental. Lo men­ tal podrá seguir teniendo aquí importantes relevancias explicativas, pero ya no de tipo causal. En el segundo supuesto, lo mental podrá tener claramente la misma eficacia causal que determinados fenó­ menos físicos sin que se pierda ninguna de las características men­ tales mencionadas en nuestras explicaciones. Tales características

mentales resultarán ser ahora idénticas a ciertas características físi­ cas. De esta forma, aunque lo mental pueda tener una peculiar re­ levancia explicativa, tal vez muy diferenciada de las relevancias ex­ plicativas que solemos obtener con lo físico, tal relevancia explicativa podrá ser también de tipo causal y su eficacia causal aso­ ciada podrá ser exactamente la misma que la de ciertos fenómenos físicos. El tercer supuesto será más difícil de tratar. Se originará cuando nuestras explicaciones causales tengan en cuenta la múlti­ ple realizabilidad de algunos fenómenos mentales. En este caso, pa­ recerá también necesario preservar para ciertas características men­ tales tanto una relevancia explicativa de tipo causal como una peculiar eficacia causal. Pero tal deseo entrará en serio conflicto con la relevancia explicativa de tipo causal y la eficacia causal típica­ mente asociada a lo físico. Exploraremos la conveniencia de enfo­ car este problema desde una perspectiva que describiremos como fisicalista pero no fundamentalista. La múltiple realizabilidad nos enfrenta a un dilema. En la medida en que asumamos que el único fundamento posible de cualquier relación causal sea algún meca­ nismo causal físico ya existente, la eficacia causal propia de lo men­ tal acabará desvaneciéndose. Y, asumiendo ese fundamentalismo fi­ sicalista, en la medida en que queramos preservarla, lo mental se situará fuera del orden natural del mundo. Las únicas opciones pa­ recen ser aquí el eliminativismo y el dualismo. Sin embargo, éstas son las únicas opciones sólo si aceptamos la anterior premisa fun­ damentalista. Cómo dar, en el caso de la múltiple realizabilidad, un sentido adecuado a la eficacia causal de lo mental desde otros enfoques fisicalistas realmente constituye, hoy día, una de las cues­ tiones abiertas más excitantes dentro del panorama de la filosofía de la mente. Otra de tales cuestiones es la de la conciencia. Y de ella nos ocuparemos en el cuarto supuesto. Examinaremos en él la eficacia causal de esos estados mentales que queremos cualificar muy especialmente como razones. Pero nos encontraremos aquí ante una situación sumamente compleja. Podría resultar plausible exigir que las razones de, por ejemplo, una acción deban ser razo­ nes conscientemente asumidas como tales. Pero, demasiadas veces, su ser conscientes no dejará ningún rastro causal apreciable. O eso quiero argumentar. Y en estas circunstancias, la aceptación tanto de la eficacia causal como de la relevancia explicativa de tipo cau­ sal de lo mental volverá a verse en graves dificultades.

A

p t i t u d e x p l ic a t iv a y a p t i t u d c a u s a l d e l o m e n t a l

Antes de analizar nuestros cuatro supuestos básicos son conve­ nientes, sin embargo, algunos comentarios y aclaraciones. Para em­ pezar, consideremos una línea argumental muy familiar. Una línea argumental como la desarrollada a través de las afirmaciones que vienen a continuación. Las creencias, los deseos, las percepciones, los recuerdos, los sentimientos, las decisiones, etc., son fenómenos mentales. A me­ nudo necesitamos hablar de ellos. La apelación a determinados fe­ nómenos mentales nos permite comprender mejor la realidad. En­ tre otras cosas, nos permite anticiparnos a ella, controlarla, racionalizarla y, también, explicarla. Atribuir estados y procesos mentales reduce considerablemente la incertidumbre respecto al comportamiento de muchos sistemas y posibilita cierto dominio de la situación. Así mismo, gran parte de las racionalizaciones que ofrecemos, tanto en nuestra vida cotidiana como en el ámbito de las llamadas ciencias humanas o sociales, involucran esencialmente descripciones muy específicas de determinados fenómenos men­ tales. Y muchas de esas racionalizaciones y explicaciones se llevan a cabo de manera que los fenómenos mentales mencionados en ellas acaban desempeñando un claro y explícito papel causal. De­ bemos reconocer, por consiguiente, que nuestros estados menta­ les son capaces de integrarse, de una u otra forma, en la trama cau­ sal del mundo. Nuestros estados mentales de creencia y deseo, por ejemplo, han de ser considerados a la vez razón y causa de nues­ tras acciones. Hasta las últimas frases, todo parece ir bien. Es prácticamente incuestionable la relevancia de lo mental en nuestra comprensión de amplias parcelas de la realidad. Y comprender significa, cierta­ mente, cosas como poder predecir, controlar, racionalizar y expli­ car. Es, por tanto, también aceptable cierta relevancia explicativa para lo mental. Sin embargo, dejando aparte lo que sea o pueda significar racionalizar algo, caben muchos tipos de relevancias ex­ plicativas. Algunos de ellos causales, pero otros no. Y el que lo men­ tal pueda tener una relevancia explicativa capaz de garantizar sufi­ cientemente su eficacia causal es ya un asunto muy diferente. Es más, no toda relevancia explicativa aparentemente causal consigue

en todos los casos encajar los fenómenos que menciona en la trama causal del mundo2. Es hora de aclarar algunos conceptos mínimos relativos a la ex­ plicación y a la causalidad. Entenderemos las explicaciones como respuestas a porqués. Explicar es siempre responder más o menos adecuadamente a un porqué acerca de algo. Lo que puede respon­ der a un porqué tiene relevancia explicativa. Pero los porqués pue­ den ser causales o no serlo. Y por ello, las relevancias explicativas pueden también ser de tipo causal o de un tipo no causal. Por otra parte, lo mental puede ser mencionado en nuestras ex­ plicaciones o bien como algo que se ha de explicar, un explanandum, o bien como un explanans que permite explicar otras cosas. En am­ bos casos, que no son excluyentes, existiría una aptitud explicativa de lo mental. Y algo será explicativamente relevante cuando, a modo de explanans, nos permita explicar otras cosas. La relevancia explicativa, sea o no de tipo causal, es siempre un caso de aptitud explicativa. Por otra parte, la eficacia causal es siempre un caso de aptitud causal. Lo mental podría intervenir en las relaciones causales o bien por el lado de las causas o bien por el lado de los efectos. En ambos casos, que tampoco son excluyentes, existiría una aptitud causal de lo mental. Y algo será causalmente eficaz cuando pueda causar otras cosas. Debemos distinguir entre la relevancia explicativa, incluso una relevancia explicativa de tipo causal, y la eficacia causal. Una cosa es aludir a algo en la respuesta a un determinado porqué y otra, a veces muy distinta, ser capaz de intervenir en un proceso real. Mientras que la relevancia explicativa es siempre un asunto epistémico dependiente de nuestros intereses y objetivos, la eficacia cau­ sal es un asunto netamente ontológico.

2 Hay que decir aquí que para algunos autores, por ejemplo para Davidson (1963), todo iría bien hasta el final de las anteriores afirmaciones. Y únicamente sería necesario completar los detalles y añadir matices. Como se irá viendo a lo largo del presente trabajo, no comparto completamente esta opinión.

C

ie r t a s p r i o r i d a d e s y e q u i l i b r i o s

Cabe argumentar que existe una cierta prioridad, por un lado, de la relevancia explicativa sobre la mera aptitud explicativa con­ sistente en ser un explanandum requiriendo una adecuada explica­ ción y, por otro lado, de la eficacia causal sobre la simple aptitud causal consistente en ser un efecto causal de algo. El sentido de ta­ les prioridades es el siguiente. Nos interesa explicar sólo aquellas co­ sas que pueden permitirnos explicar otras. No sólo es siempre po­ sible seguir preguntando el porqué, causal o no, de algo. Aquello acerca de lo cual nos preguntamos un porqué ha de poder ser siem­ pre la respuesta de otros posibles porqués. La cadena de los por­ qués nunca la agarramos por un extremo. Ni, como saben los ni­ ños, por el lado de los explanans ni, tampoco, por el lado de los explananda. Creo que éste es un importante hecho perteneciente a la pragmática de la explicación. Respecto a la causalidad ocurre algo semejante. Tendemos a no conceder realidad a aquellas cosas que sólo puedan ser efecto cau­ sal de algo sin tener la capacidad, a su vez, de causar nada. Las ca­ denas causales tampoco tienen extremos claros. Ni por el lado de las causas ni por el lado de los posibles efectos. Éste sería un prin­ cipio ontológico ampliamente asumible. En definitiva, no hay ex­ planandum que no pueda ser, a su vez, explanans. Y no hay efecto que no pueda ser, a su vez, causa. O, en otras palabras, nada tiene una aptitud explicativa que consista sólo en el hecho de ser un ex­ planandum y nada tiene una aptitud causal que consista sólo en el hecho de ser un efecto. Aplicando esto al caso de lo mental, podríamos preguntarnos, por ejemplo, por qué necesitamos una explicación de la semántica de los estados mentales intencionales. Y, de acuerdo con lo que aca­ bamos de decir, la respuesta sería que nos interesa tal explicación porque el contenido semántico de esos estados mentales nos per­ mite explicar otras cosas. Si la semántica de los estados mentales intencionales no nos permitiera explicar nada, no nos interesaría tampoco buscar una explicación de por qué y cómo se origina tal semántica. En relación con la causalidad, podríamos también pre­ guntarnos, por ejemplo, qué es lo que nos parece tan inadecuado del epifenomenalismo. Y la respuesta sería que si lo mental no

puede ser de ninguna manera causalmente eficaz, si sólo es un sub­ producto en la trama causal que articula la realidad, algo así como una sombra que acompaña a determinados fenómenos físicos, en­ tonces, seguramente, no se perdería nada importante si dejáramos de considerarlo una parte de esa misma realidad. Ha de poderse encontrar siempre una relevancia explicativa a las cosas que quere­ mos explicar y una eficacia causal a las cosas que consideramos efectos causales. Existen, pues, ciertas prioridades importantes. Dentro de la ap­ titud explicativa, la relevancia explicativa tiene la máxima impor­ tancia. Y dentro de la aptitud causal, esa máxima importancia le corresponde a la eficacia causal. Ahora bien, ¿qué vínculos se esta­ blecen entre ambas cosas? ¿Qué vínculos se establecen entre las rele­ vancias explicativas y las eficacias causales? La anterior pregunta es decisiva. No toda relevancia explicativa es de tipo causal. Ya lo hemos dicho. Sin embargo, a veces sí. Y cuando sí lo es, se produce una curiosa relación de equilibrio en­ tre las relevancias explicativas y las eficacias causales. Nuestras ex­ plicaciones causales siempre intentan seguir de cerca la pista de las diversas variedades de eficacias causales que hemos conseguido ya detectar en la realidad. Y, paralelamente, la identificación de efica­ cias causales pasa siempre por su supuesta relevancia explicativa en el contexto de ciertas clases frecuentes de explicaciones causales. En­ tre las relevancias explicativas de tipo causal y la determinación de eficacias causales se desarrolla un difícil equilibrio ayudado de abundantes consideraciones conceptuales y metafísicas. No hay re­ levancia explicativa de tipo causal para nada que resulte incompa­ tible con las eficacias causales que hemos conseguido ir identifi­ cando en la realidad. Y nada puede ser identificado como causalmente eficaz a menos que aludir a ello resulte ser explicati­ vamente relevante en el contexto de determinadas explicaciones causales. Si en algún punto se rompe una de estas cadenas, la ca­ dena explicativa o la causal, la otra cadena también sufre. Queremos evitar aquí, y lo seguiremos haciendo en todo el tra­ bajo, la mayoría de los problemas específicos ligados a las nociones de explicación y causalidad. Unicamente estamos asumiendo que las explicaciones responden a determinados porqués, que existen explicaciones causales y no causales, que algunas explicaciones apa­ rentemente causales pueden no serlo realmente, que existen ciertas

prioridades importantes tanto dentro de las aptitudes explicativas como de las aptitudes causales y, por último, que es necesario un equilibrio entre las relevancias explicativas de tipo causal y las efi­ cacias causales que conseguimos identificar en la realidad. Que este equilibrio requiera la mediación de leyes, de contrafácticos, de la transferencia de algo de la causa al efecto, etc., son cuestiones que dejamos abiertas3. Por supuesto, quien confíe en que existe una experiencia directa de la causalidad y, más concretamente, de aquellas relaciones cau­ sales en las que intervienen algunos de nuestros propios estados mentales, no concederá demasiada significación al anterior equili­ brio (ni tampoco al papel que en él puedan jugar las leyes, los con­ trafácticos, las transferencias, etc.). Podríamos tener experiencia di­ recta, por ejemplo, de la eficacia causal de lo mental aunque no dispusiéramos de explicaciones de ningún tipo. Éste es un camino posible. Tal vez un atajo. Sin embargo, como otros muchos atajos, fácilmente puede acabar siendo intransitable. Los problemas co­ mienzan siempre al considerar que cualquier supuesta experiencia directa de la eficacia causal de lo mental seguiría siendo exacta­ mente la misma en una situación en la que, sin que lo mental fuera de ninguna forma causalmente eficaz, existiera algún tipo de ar­ monía o correlación suficiente entre ciertos fenómenos mentales y ciertos fenómenos físicos (decido levantar mi brazo y mi brazo se levanta; pero no como resultado de mi decisión sino, por ejemplo, porque mis nervios y músculos son sistemáticamente activados por algo que nada tiene que ver con mis intenciones). Ninguna expe­ riencia, por sí misma, parece capaz de eliminar, por ejemplo, la po­ sibilidad de un paralelismo psicofísico. Y en un mundo donde se produzca tal paralelismo, lo mental carece por completo de efica­ cia causal. Estos problemas y posibilidades no sólo conciernen a la eficacia causal de lo mental. Asientan sus raíces en la crítica de Hume a la idea general de causalidad. Y pueden plantearse respecto a cualquier clase de pretendida relación causal. ¿Cómo sortearlos? Creo que Hume estaba básicamente en lo cierto. Sólo cabe acudir

3 Dos buenas compilaciones de trabajos clásicos y contribuciones recientes al tema de la explicación son Rubén (ed.)(1993) y Pitt (ed.)(1988). Respecto a la causalidad, recomendaría la compilación de Sosa y Tooley (eds.) (1993).

a otras vías diferentes de la propia experiencia desnuda. No pode­ mos apelar simplemente a la experiencia, a nuevas experiencias, a la hora de descartar posibilidades como las anteriores (que no haya una genuina relación causal sino, por ejemplo, meras correlaciones, etcétera). Cualquier experiencia sería tan sólo «más de lo mismo». Después de haber considerado esas posibilidades, lo único que puede permitirnos descartarla son nuestras explicaciones. En parti­ cular, diría yo, nuestras explicaciones causales, nuestras mejores res­ puestas a determinados porqués causales. La experiencia sin con­ ceptos es ciega. Y la experiencia causal sin explicaciones causales también. Como mucho, puede argumentarse que un ser sin capacidad alguna de tener experiencias causales en las que sus intenciones p a ­ rezcan tener eficacia causal, no podría tener ningún otro tipo de experiencias causales. Ni poseer siquiera el concepto de causalidad. Y no tendríamos nada que objetar a esto. Pero el tener tales expe­ riencias causales sobre la eficacia causal de las propias intenciones no bastaría para justificar que esas intenciones tienen realmente la eficacia causal que aparentan. ¡Aunque de hecho la tengan! ¡Ni bas­ taría para poseer el concepto de causalidad si poseer un concepto implica poder estar mínimamente justificado a la hora de aplicarlo! Aunque tener esas peculiares experiencias causales fuera necesario para disponer del concepto de causalidad, no es suficiente para po­ seer ese concepto porque no es suficiente para poder aplicarlo de manera mínimamente justificada. Se necesitan siempre explicacio­ nes de algún tipo que permitan distinguir casos de eficacia causal de casos, por ejemplo, de una mera correlación de fenómenos o de un armonioso paralelismo. En otras palabras, más allá de tener cier­ tas experiencias causales, para poseer el concepto de causalidad es necesario poseer también conceptos como los de mera correlación y paralelismo. ¡Y ser capaz de aplicarlos de manera diferenciada! Lo que ocurre es que no existen sujetos tales que siendo capaces de te­ ner experiencias causales sobre la aparente eficacia causal de sus in­ tenciones, no obstante, sean completamente incapaces de elaborar (siquiera internamente) explicaciones pertinentes acerca de por qué algunas de sus experiencias causales pueden ser experiencias de algo que realmente tiene eficacia causal. Pero esto es ya otra cosa. Y desde luego, no es experiencia directa de la causalidad. Así pues, con experiencia causal o sin ella, lo único que nos si­

gue quedando para evaluar si estamos ante casos de eficacia causal son nuestras explicaciones. En particular, ese difícil equilibrio del que hablábamos antes entre relevancias explicativas de tipo causal y eficacias causales. Son en definitiva nuestras mejores explicacio­ nes causales, algunas de ellas mencionando fenómenos mentales, las que deben permitirnos decidir si lo mental es o no causalmente eficaz y en qué condiciones. Los

PROBLEMAS DE LA EFICACIA CAUSAL DE LO MENTAL

Hemos asumido muy pocas cosas respecto a la explicación y a la causalidad. Sin embargo, no hace falta ir mucho más lejos para empezar a tener problemas. Dada la naturaleza generalmente asu­ mida, tanto para lo mental como para el resto de la realidad, suele considerarse que el que algo mental pueda ser reconocido como causalmente eficaz a través de nuestras explicaciones tiene que en­ frentarse a un buen número de problemas. Lo mental presentaría rasgos que harían difícil su aptitud causal, su integración en la trama causal del mundo. Las explicaciones que mencionan causas mentales son parte de nuestra psicología natural o folk psychology. La manera habitual de entendernos a nosotros mismos y a otras entidades de nuestro entorno como sujetos con una vida mental llena de sensaciones, creencias, deseos, recuerdos, ilusiones, etc., que condiciona su ma­ nera peculiar de estar en el mundo, hace constantemente uso de explicaciones que atribuyen a lo mental cierta eficacia causal. En estas explicaciones, lo mental suele presentarse como un explanans causal, sugiriendo su eficacia causal. Pero también puede presen­ tarse en el lado de los efectos como un explanandum o, simultá­ neamente, en ambos lados. Si la acción es el campo paradigmático donde se desarrolla el primer tipo de explicaciones causales, la per­ cepción y el razonamiento podrían ser, respectivamente, buenos ejemplos de los otros dos tipos. Según venimos diciendo, las cien­ cias humanas o sociales se nutren constantemente de estas estrate­ gias de comprensión de la realidad. Aparentemente se trata de ex­ plicaciones causales. Y hacen uso de leyes que muestran una dependencia causal entre ciertas clases de fenómenos. Sin embargo, no todo está claro. Tales dependencias son siempre muy relativas a

ciertas condiciones. En otras palabras, las explicaciones que men­ cionan causas mentales hacen uso abundante de leyes caeteris p ari­ bus. Así mismo, entre los explanans y los explanando, de las expli­ caciones en las que aparecen mencionados fenómenos mentales suelen surgir relaciones meramente conceptuales. Atribuimos, por otro lado, estados mentales de una manera muy holista y norma­ tiva, orientados por criterios de coherencia y racionalidad. Dema­ siadas veces, también se diría que nuestra vida mental y nuestra ac­ ción están sobredeterminadas. No es raro, por ejemplo, considerar que nos sobran razones para hacer lo que hacemos. Guardando cierta conexión con esto, muchos estados mentales parecen tener una realidad tremendamente virtual o disposicional. En particular, nuestras creencias y deseos. Parte de nuestra vida mental, aquélla caracterizada a través de determinados contenidos intencionales, aparenta tener así mismo un carácter fuertemente relacional o externalista. Nuestro entorno y nuestra historia determinarían en gran medida los contenidos de nuestros propios pensamientos. Los estados mentales, finalmente, parecen ser múltiplemente realizables. A primera vista, los anteriores rasgos están ausentes allí donde la causalidad se produce del modo más arrollador, en el mundo fí­ sico. En este ámbito, suele esperarse que las leyes caeteris paribus puedan ser, al menos en principio, reducidas y sustituidas en favor de leyes más básicas. Y en estas leyes más básicas pueden llegar a desaparecer las eficacias causales que antes se sugerían. En el mundo físico, la causalidad es un asunto abiertamente empírico, no conceptual. Los procesos causales parecen ser, también, indife­ rentes a nuestros criterios de coherencia y racionalidad. Y no se en­ cuentran fácilmente casos de sobredeterminación causal. Suele asu­ mirse, por último, que ni las causas ni los efectos pueden ser meramente virtuales o disposicionales, que su carácter relacional o externalista resulta ser inversamente proporcional a su misma ap­ titud causal y que no pueden ser múltiplemente realizables. Pero, no todas estas diferencias tienen igual peso. Algunas de ellas son sólo superficiales o, más o menos fácilmente, evitables. Menos la múltiple realizabilidad, de la que nos ocuparemos con de­ talle en otro apartado, el resto de los rasgos de lo mental que aca­ bamos de indicar podrían realmente dejar de ser sospechosos. Es cierto que muchas veces es posible reducir leyes caeteris paribus a través de otras leyes más básicas en las que desaparecen las eficacias

causales supuestas en un principio. Pero no es menos cierto que otras muchas veces no es posible hacerlo. O que, siendo posibles tales reducciones, las viejas eficacias causales siguen estando pre­ sentes, incluso con más fuerza que antes. Y podría también ocurrir que las explicaciones que mencionan causas mentales fueran revisables de manera que entre sus explanans y explananda no existie­ ran nexos meramente conceptuales. De igual modo, racionalidad y causalidad podrían en algunos casos llegar a coincidir, siquiera par­ cialmente. Muchos de los partidarios de un modelo computacional para la mente mantienen explícitamente esta aspiración4. La sobredeterminación y la virtualidad de lo mental podrían también deberse únicamente a un olvido de la diferencia entre la vida men­ tal que un sujeto puede llegar a desarrollar, en la situación en la que se encuentra, y la vida mental que realmente tiene. En el caso de la acción, la distinción entre las razones que pudo tener un su­ jeto para hacer lo que hizo y las razones que de hecho tuvo para hacerlo intenta hacer justicia a esta idea. Respecto al externalismo, habría un amplio abanico de posibles estrategias de conciliación. Desde una reformulación más internalista de los estados mentales relevantes hasta una aceptación plena de su carácter relacional y una reivindicación paralela del carácter relacional de ciertos tipos de causas. La literatura generada en torno a todos estos temas du­ rante los últimos años es inmensa. Y no nos detendremos en ello. Así pues, y sorteando convenientemente todas las dificultades que acabamos de mencionar, lo que de momento tendríamos es una supuesta eficacia causal para lo mental basada en una práctica explicativa en la que mencionar determinados fenómenos menta­ les parece ser explicativamente relevante en un sentido causal. Pero, con todo, la cuestión sigue siendo: ¿en qué condiciones esa relevan­ cia explicativa de tipo causal podría realmente asegurar la eficacia cau­ sal de lo m ental? Consideramos a continuación dos primeras for­ mas de responder a esta pregunta.

4 No todos, pero gran parte de ellos sí. Y a veces, más allá de complejas con­ sideraciones teleológicas, creo que con buenos argumentos. Tanto en relación con este punto como por lo que concierne a la cuestión del externalismo que men­ cionaremos un poco más adelante, véase, por ejemplo, el reciente trabajo de Fodor (1994).

P rim er su pu esto : elim in ación físic a EFICACIAS CAUSALES DE LO MENTAL

de presuntas

Decíamos que entre las relevancias explicativas de tipo causal y la determinación de eficacias causales se mantenía un difícil equi­ librio. En este supuesto examinaremos un caso particular de des­ estabilización y posterior restablecimiento de tal equilibrio. Mu­ chas supuestas relevancias explicativas de tipo causal pueden acabar convirtiéndose en relevancias explicativas de un tipo no causal cuando se descubre la existencia de mecanismos que hacen posible que todo el papel causal se realice sin la intervención de las pro­ piedades mencionadas en la explicación. Estas propiedades pueden simplemente ponernos sobre la pista de ciertas relaciones causales en las que, sin embargo, acaben no formando parte. Pensemos, por ejemplo, en la siguiente explicación: Este caballo es muy veloz porque sus padres fueron grandes campeones. Se trata, aparentemente, de una explicación causal. La causa de la gran velocidad de que es capaz el caballo está en ciertas caracte­ rísticas de sus padres. Explícitamente, nuestra explicación men­ ciona su ser campeones. Y esto es una propiedad relacional, una propiedad muy externalista. Sin embargo, como indicábamos hace un momento, existen muchas estrategias para intentar sortear este tipo de dificultades. En nuestro caso, no parece demasiado objeta­ ble reformular de un modo algo más internalista la propiedad. Po­ demos suponer que la explicación no quiere aludir a posibilidades como, por ejemplo, que las carreras que ganaron los padres del ca­ ballo estuvieran convenientemente amañadas, etc. Se trata, más bien, de que los padres también fueron muy veloces. Ésta es la ca­ racterística de los padres que hemos de suponer explicativamente relevante en un sentido causal. Considerando, ahora, que la velo­ cidad es una propiedad fenotípica de los individuos, podemos avanzar un paso más y pensar que la explicación de más arriba se basa, y a la vez presta apoyo, a una ley como ésta: Si el fenotipo de cierta pareja de individuos de una determi­ nada especie es X, entonces el fenotipo de su inmediata descen­ dencia será (caeteris paribus) también X. El valor explicativo y práctico de esta ley caeteris paribus es in­

dudable. Sin embargo, sabemos que los fenotipos de los individuos, su capacidad para correr muy rápido en nuestro ejemplo, carecen realmente de eficacia causal en relación con los fenotipos de su des­ cendencia. Dicha ley recoge cierta regularidad relevante, incluso muy importante a efectos prácticos, sin contrapartida directa con ninguna relación causal que responda a los términos en los que se describe tal regularidad. La gran velocidad de los padres de nues­ tro caballo, según esto, no puede tener ninguna eficacia causal di­ rectamente dirigida hacia la velocidad que manifiesta su descen­ dencia. Tenemos aquí, pues, una gran relevancia explicativa, pero no de tipo causal. No es de tipo causal al no existir ninguna efica­ cia causal asociada a ella que sea apropiada a nuestro caso. Existen una serie de complejas relaciones causales subyacentes, un m eca­ nismo, que hace posible que se mantenga la regularidad, pero los términos en los que se plantea la regularidad no juegan ningún pa­ pel causal decisivo en esas relaciones. Son, como mucho, meros ac­ tores secundarios. Algo exactamente igual puede ocurrir en muchas explicaciones que atribuyan eficacia causal a ciertos fenómenos mentales. Cuando, por ejemplo, decimos «aparté rápidamente la mano del fuego porque sentí un intenso dolor», estamos realizando una ex­ plicación aparentemente causal. Y atribuimos en ella una eficacia causal a ciertas sensaciones. Existen también leyes importantes acerca de cómo, caeteris paribus, se conectan sensaciones de ese tipo con ciertos tipos de movimientos corporales. Pero, esa eficacia cau­ sal queda puesta en cuestión al descubrir un mecanismo neurofisiológico que conecta el fuego con el movimiento de la mano sin la intervención de ningún estado mental caracterizable como una sensación de dolor. La conexión causal se establece entre la proxi­ midad del fuego a nuestra mano y ciertos movimientos bruscos de la mano. En este proceso, es habitual que surja una sensación de dolor. Y, tal vez, esa sensación de dolor podrá tener sus propias efi­ cacias causales. Pero el movimiento de la mano es automático y obedece a causas diferentes. La sensación de dolor incluso puede tener lugar un poco después de haber apartado bruscamente la mano. En este ejemplo, el descubrimiento de un mecanismo de m ovi­ m iento reflejo elimina la presunta eficacia causal que nuestra expli­ cación asignaba a la sensación de dolor. Realmente, el descubri­

miento de mecanismos como los reflejos ha restado gran parte de la eficacia causal supuesta en las sensaciones. Y no sería nada ex­ traño que lo mismo ocurriera respecto a la aparente eficacia causal de otras importantes parcelas de nuestra vida mental. S egun do su pu esto : eficacias causales de lo mental IDÉNTICAS A DETERMINADAS EFICACIAS CAUSALES DE LO FISICO

El ejemplo que acabamos de comentar nos ofrecía un caso de reduccionismo eliminativo. Pero existen también reduccionismos muy conservativos. Consideremos la explicación siguiente: El material explosionó debido a un aumento de temperatura. Se trataría, también aquí, de una supuesta explicación causal. El aumento de temperatura fue lo que causó la explosión. La ley que está en juego vuelve a ser, otra vez, una ley caeteris paribus. Algo así como: Si la temperatura de cierto tipo de sustancia aumenta más allá de cierto punto crítico, entonces (caeteris paribus) se producirá una explosión. Como en el caso anterior, es posible descubrir la existencia de un mecanismo que desarrolle buena parte de todo el juego causal. Pero, en contraste con el primer supuesto, aquí sí que parece claro que nuestra explicación, y la ley asociada a ella, consiguen detectar, bajo las condiciones impuestas por la cláusula caeteris paribus, ciertas re­ laciones causales en las que las causas pueden ser identificadas me­ diante el propio término «temperatura». En principio, aunque tal vez no en la práctica, nuestra explicación y nuestra ley podrían ser reformuladas en términos más precisos, en términos del aumento de la energía cinética molecular media existente en el material que ex­ plosionó. Esto podría añadir detalles a veces relevantes. Pero, al fin y al cabo, sabemos que la temperatura de un cuerpo es justamente su energía cinética molecular media. Sabemos por otras vías que, al medir la temperatura de un cuerpo, estamos midiendo precisamente eso. Y que al hablar de su temperatura, estamos hablando de eso. Seguramente no sea todo así de sencillo y el término «explo­ sión» requiera mayor discusión. Y las explosiones no sean tan fáci­ les de identificar con algo físico como lo son las temperaturas. Y de­ bamos hablar, más bien, de combustiones, emisión de gases,

presión en el aire circundante, aumento del volumen de un cuerpo, etcétera. Éstos serían los efectos apropiados de las subidas de tem­ peratura. Aquello sobre lo que la temperatura sí tiene eficacia cau­ sal. De cualquier forma, la eficacia causal de la temperatura de un cuerpo es la eficacia causal de su energía cinética molecular media. El que tengamos esta identidad, podemos preguntarnos ahora, ¿hace que la temperatura deje de ser causalmente eficaz? La res­ puesta debe ser negativa. Donde existe una identidad de este tipo, una identidad de propiedades, no puede perderse nada de valor ontológico. Las mismas razones que tendríamos para decir que, al darse tal identidad, la temperatura deja de ser causalmente eficaz servirían también para afirmar que la energía cinética molecular media pierde su eficacia causal. Una identidad como la que se da entre la temperatura de un cuerpo y su energía cinética molecular media no es una mera correlación. Entonces, sí que tendríamos un conflicto de competencias. Y nos podríamos preguntar dónde ra­ dica realmente la eficacia causal. Pero, en nuestro ejemplo, no hay ninguna diferencia ontológica entre la temperatura de un cuerpo y su energía cinética molecular media. Se trata simplemente de dos nombres para una y la misma cosa. El supuesto de una identidad entre ciertas propiedades menta­ les y ciertas propiedades físicas hace que la eficacia causal de lo mental resulte ser exactamente la misma que la eficacia causal de de­ terminados fenómenos físicos y que muchas de las relevancias ex­ plicativas de lo mental puedan ser, con pleno derecho, de un tipo causal. Sin embargo, esto no quiere decir que la relevancia expli­ cativa de lo mental resulte ser también idéntica a la relevancia ex­ plicativa de lo físico. La identidad de propiedades y la eficacia cau­ sal son cuestiones ontológicas que no tienen consecuencias epistémicas directas. Y la relevancia explicativa, incluso una rele­ vancia explicativa de tipo causal, sí es un asunto prioritariamente epistémico. La mención de ciertos fenómenos mentales podría res­ ponder a muchos porqués respecto de los cuales no sería en abso­ luto pertinente, o siquiera prácticamente posible, mencionar los fe­ nómenos físicos que de hecho son idénticos a ellos. Señalábamos antes que al hablar de la temperatura de un cuerpo estamos ha­ blando de su energía cinética molecular media. Pero en algunos contextos explicativos lo adecuado es mencionar las temperaturas. Y en otros, las energías cinéticas moleculares medias. Aunque este­

mos hablando de lo mismo, en las explicaciones son importantes las palabras concretas que utilizamos. Aunque en el fondo digamos lo mismo, en las explicaciones, como en las disculpas, los agrade­ cimientos o los conjuros, algunas palabras son adecuadas y otras, en cambio, no. Olvidar esto es el origen de una larga lista de mal­ entendidos acerca de lo que puede ganarse y perderse mediante la identificación de ciertos fenómenos mentales con determinados fe­ nómenos físicos y, más en general, acerca del valor del fisicalismo5. El fisicalismo pretende ser un conjunto de tesis acerca de cómo es la realidad, no acerca de cómo la explicamos. Por sí misma, nin­ guna afirmación acerca de la identidad de eficacias causales hace que tengamos más explicaciones causales de las que podíamos te­ ner antes (aunque tal vez sí haga que tengamos más explicaciones no causales). De toda nuestra vida mental, las sensaciones han sido repeti­ das veces consideradas los candidatos más cercanos a una identifi­ cación con algo físico. Si las sensaciones resultaran ser idénticas en este sentido con, por ejemplo, ciertos estados neurofisiológicos, su eficacia causal quedaría plenamente reivindicada. Las sensaciones tendrían justo la misma eficacia causal que esos estados neurofi­ siológicos. Tal vez, como señalábamos páginas atrás, el control de nuestros movimientos reflejos no esté dentro de su eficacia causal. Pero otras muchas cosas sí. Todas aquellas que pudieran ser un efecto causal de los estados neurofisiológicos con los que resultan ser idénticas. La realidad es que actualmente no disponemos de ninguna identificación completa de ningún tipo de fenómeno mental con ningún tipo de fenómeno físico claramente especifi­ cado (aparte, tal vez, de algunas patologías, pero incluso esto sería discutible). Sin embargo, una cosa debe quedar clara después de

5 Estamos diciendo que, aunque encontremos razones para afirmar que la eficacia causal de ciertos fenómenos mentales debe ser exactamente la misma que la eficacia causal de ciertos fenómenos físicos, ello no implica que las relevancias explicativas de tipo causal que mencionen los primeros fenómenos mentales de­ ban ser también las mismas que las relevancias explicativas de tipo causal que men­ cionen los segundos fenómenos físicos. Otra manera de expresar esta idea es di­ ciendo que, en contraste con la transparencia y extensionalidad de «x causa y», locuciones como «x explica causalmente y» generan contextos opacos o intensionales. Véase al respecto el clásico trabajo de Fllesdal (1985).

examinar este segundo supuesto. No existiría mayor eficacia causal para lo mental que la que podría obtener resultando ser completa­ mente idéntico a algo físico. Las identidades de este tipo serían lo que m ejor puede garantizar la eficacia causal de lo mental. Aunque de hecho nuestras capacidades explicativas de tipo causal puedan seguir siendo las mismas que antes, aunque no ganemos nada en relevancia explicativa de tipo causal, con estas identidades se gana para lo mental toda la realidad que concedemos a lo físico. En par­ ticular, toda su realidad causal6. T ercer su pu e sto : realización m últiple , la tmagen PIRAMIDAL DEL MUNDO Y NOVEDADES FISICAS

Pero, ¿qué ocurre cuando los mecanismos capaces de realizar el papel causal supuesto en una explicación que menciona causas mentales resultan ser múltiples? ¿Qué ocurre cuando no detecta­ mos un único mecanismo, sino muchos, de una variedad física muy indefinida, capaces de realizar la eficacia causal supuesta en un fenómeno mental? ¿Puede ser lo mental, en estas condiciones, causalmente eficaz? Un gran número de estados y procesos mentales parecen poder ser llevados a cabo por sistemas de tipo físico muy diferente. Tan diferente como que acaso no sea posible considerarlos pertene­ cientes a la misma clase natural, salvo por las características men­ tales que manifiestan. Lo importante es que se respete cierta orga­ nización o estructura fun cion al, pasando a un segundo plano cuáles

6 Quien compare el presente trabajo con mi anterior trabajo «Causalidad y contenido mental», incluido en Broncano (ed.) (1995), encontrará un tratamiento muy semejante en lo que respecta a los dos primeros supuestos que acabamos de examinar. Ciertamente, sigo creyendo que el constatar la no identidad de lo men­ tal con nada físico elimina completamente la supuesta eficacia causal de lo men­ tal y que constatar su identidad con algo físico es lo que mejor puede asegurar su eficacia causal. Entre medias de ambos extremos, sin embargo, se sitúan otros su­ puestos importantes. Son los que a continuación vamos a examinar. Los diferen­ tes trabajos que componen el libro mencionado, tomo octavo de la Enciclopedia Iberoamericana d e Filosofía, resultan, por lo demás, una excelente introducción a la filosofía contemporánea de la mente.

sean los materiales concretos que, en cada caso, tenga esa organi­ zación o estructura funcional. Se suele expresar esto diciendo que gran parte de nuestra vida mental es múltiplemente realizable. Si en algún momento llega a ser posible, por ejemplo, el implante qui­ rúrgico en nuestros cerebros de una prótesis electrónica capaz de hacer las veces de una memoria dañada, ello será debido entre otras cosas a la múltiple realizabilidad de nuestra memoria. En realidad, la mayoría de las funciones básicas de nuestros órganos son múlti­ plemente realizables. Y, más allá de los trasplantes, estamos ya a un paso de poder disponer de ojos electrónicos, corazones y riñones artificiales, etc., tan aptos y operativos como nuestros ojos, cora­ zones o riñones naturales. El caso es que la múltiple realizabilidad genera un conflicto grave de competencias respecto a la eficacia causal de lo mental. Po­ demos aceptar que los fenómenos mentales múltiplemente realiza­ bles se manifiestan siempre en realidades físicas concretas. Pero el problema se plantea cuando suponemos que el tipo de fenómeno mental múltiplemente realizable no es reducible a ningún tipo es­ pecífico de fenómeno físico y que esas realidades concretas podrían no tener nada relevante en común aparte de ser físicas y de mani­ festar tales fenómenos mentales. Entonces, por un lado, cada una de esas realidades físicas concretas tendrá una eficacia causal carac­ terística por ser el tipo de realidad física que es. Pero, por otro lado, si lo mental ha de ser causalmente eficaz, debería serlo por el tipo peculiar de fenómeno mental que se manifiesta en esas realidades físicas concretas. Y en estas condiciones, o bien lo mental no puede ser causalmente eficaz o bien existen eficacias causales no físicas. El dilema parece ser eliminativismo o dualismo. Otra manera de presentar este problema es la siguiente. Es plausible aceptar para el mundo físico un principio de clausura cau­ sal: Toda causa de algo físico ha de ser siempre una causa física. Por otra parte, ya hemos indicado que dentro del mundo físico no pa­ rece existir sobredeterminación causal. Podemos llamar a esta tesis el principio de no sobredeterminación causal de lo físico: Sólo puede haber una única causa suficiente e independiente para cada efecto físico, donde «suficiente» quiere decir que es capaz de producir el efecto e «independiente» quiere decir que no depende de ninguna otra causa suficiente. Por ejemplo, si el tener la propiedad F es causa suficiente de cierto efecto concreto, entonces tener la pro­

piedad disyuntiva FvG también será suficiente para obtener el an­ terior efecto concreto. Pero en este caso, que tener la propiedad FvG sea suficiente para el efecto depende de que tener la propie­ dad F lo sea. Y tener esta última propiedad sería, propiamente, la causa suficiente e independiente del efecto en cuestión. Al ejem­ plificarse cualquier propiedad, inevitablemente se ejemplifican también muchas otras propiedades. Y esto ocurre también con las propiedades causales suficientes para conseguir un efecto particu­ lar. De todas ellas, la causa suficiente e independiente estaría cons­ tituida por aquel conjunto de propiedades que, habiendo sido ca­ paces de producir el efecto al ejemplificarse, necesariamente han de ser ejemplificadas al ser ejemplificadas todas las otras causas sufi­ cientes para producirlo. El principio de no sobredeterminación causal de lo físico afirmaría que para cada efecto físico sólo hay una única causa suficiente e independiente. Este último principio, unido al anterior principio de clausura causal de lo físico, sugiere la adopción de cierto principio de exclu­ sión causal según el cual todo efecto físico tiene una única causa su­ ficiente e independiente y esa causa es física. Queda excluida cual­ quier otra eficacia causal que, no siendo física, sea suficiente e independiente para conseguir el efecto físico. Con estos elementos, el problema está servido7. Consideremos un fenómeno mental múltiplemente realizable y no reducible a ningún tipo específico de fenómeno físico, y una explicación causal que atribuya a tal fe­ nómeno mental cierta eficacia causal respecto a la producción de un efecto dado en una determinada situación concreta. Si asumi­ mos que la múltiple realizabilidad entraña la existencia potencial de diversos mecanismos capaces de realizar el trabajo causal, y asu­ mimos también que uno de esos mecanismos concretos ha sido el que de hecho ha producido en esas circunstancias concretas el efecto, sólo caben dos alternativas. O, por un lado, aceptamos el principio de exclusión causal y, con él, que la única causa sufi­ ciente e independiente de dicho efecto es la realidad física concreta

7 Puede que sea conveniente puntualizar aquí que ninguno de estos princi­ pios entraña la doctrina del determinismo en su sentido habitual. El determinismo afirmaría algo acerca de los efectos, acerca de cómo no pueden ser los efectos. Los principios que comentamos, sin embargo, sólo afirman algo acerca de las causas.

del mecanismo que, en esa situación particular, está operando; o, por otro lado, insistimos en la supuesta eficacia causal del propio fe­ nómeno mental y rechazamos el principio de exclusión. Este re­ chazo nos obligaría a rechazar también alguno de los otros principios, el de clausura causal de lo físico o el de no sobredeterminación fí­ sica. Y, de ellos, seguramente el primero. Resultaría muy poco jus­ tificado aceptar simplemente la sobredeterminación causal de cier­ tas parcelas de lo físico. Sobre todo, teniendo en cuenta que también nos sentimos incómodos con la aparente sobredetermina­ ción que a veces quiere invadir nuestra vida mental. Pero, llegados a este punto, tropezamos de lleno con el dilema antes mencionado. Con la primera alternativa nos enfrentamos a un eliminativismo. El fenómeno mental en cuestión no es aquí identificable con la reali­ dad física concreta que resulta ser causalmente eficaz. En último término, existen diferentes explicaciones y diferentes relaciones causales para cada tipo particular de realidad física capaz de inter­ venir en un proceso así. Y con la segunda alternativa, volvemos a caer en un dualismo que admite la eficacia de causas no físicas. ¿Tiene solución este problema? Pese a las anteriores dificulta­ des, creo que hay un interesante camino abierto. Pero tal solución implica cambios importantes en la imagen metafísica del mundo con la que acostumbramos a interpretar el fenómeno de la múlti­ ple realizabilidad. De acuerdo con tal imagen, el mundo estaría es­ tructurado jerárquicam ente en distintos niveles de una form a piram i­ dal. En cada nivel de la jerarquía se situaría un tipo característico de entidades y propiedades. Las entidades de los niveles superiores de la pirámide estarían compuestas por entidades de los niveles in­ feriores. Y las propiedades de los niveles superiores dependerían de, o estarían determinadas por las propiedades de los niveles inferio­ res, aunque no en un sentido causal. Los fenómenos múltiplemente realizables encontrarían sus realizaciones en los estratos inferiores de una jerarquía cimentada, en último término, por objetos físicos y propiedades físicas. La base de la pirámide ya está perfectamente consolidada. Y todo lo demás se erige a partir de ella8.

8 Un lugar clásico donde se presenta explícitamente esta imagen piramidal del mundo es Oppenheim y Putnam (1958). Aunque su coherencia interna ha sido a veces fuertemente cuestionada, véase por ejemplo Kim (1989), es induda­

En los últimos años, se ha recurrido a la noción de sobreveniencia para intentar precisar esa relación de dependencia, o incluso determinación, que se establecería entre propiedades pertenecien­ tes a diferentes niveles de la realidad. Simplificando las cosas, po­ demos decir que las propiedades de los niveles superiores de la je­ rarquía sobrevienen a las de los niveles inferiores en el sentido de que no hay cambios respecto al ejemplificar o no las primeras pro­ piedades que no vayan acompañadas de cambios respecto al ejem­ plificar o no las segundas. De esta forma, lo que ocurra en los ni­ veles superiores depende de, o está determinado por lo que ocurra en los niveles inferiores hasta llegar, en último extremo, a lo que ocurra en los cimientos proporcionados por el nivel físico. El mo­ delo de la causación mental como causación sobreveniente9 asume este planteamiento. Y realmente constituye uno de los intentos más recientes por apuntalar la imagen piramidal. Los problemas causa­ les planteados por la múltiple realizabilidad de lo mental se inten­ tan aquí sortear mediante la sobreveniencia de las propias relacio­ nes causales no fundamentales. La causación mental sería un caso particular de causación sobreveniente determinada por otras rela­ ciones causales más básicas. Como cualquier otra relación causal macrofísica, las relaciones causales que involucran fenómenos men­ tales se mantienen en virtud de las relaciones causales que se dan en los niveles más bajos de la pirámide, teniendo su último fun­ damento en relaciones causales físicas. Sin duda, el modelo es sumamente intuitivo. Tan intuitivo, al menos, como la propia imagen piramidal. Y en esto radica su fuerza. Sin embargo, en él volvemos a encontrar repetido el ante­ rior dilema. Finalmente, volvemos a tener que elegir entre un eliminativismo o un dualismo. O bien todo el trabajo causal lo rea­ lizan los niveles inferiores, lo cual nos conduce al eliminativismo de las causas sobrevenientes, o bien la causación sobreveniente ble la gran fascinación que actualmente ejerce esta imagen dentro de la propia ciencia. Todo el lenguaje asociado a la noción de sistema y a cierta concepción del mundo como un gran sistema de sistemas, cada vez más pequeños, hasta lle­ gar a lo microfísico, se inspira en ella. La imagen piramidal del mundo ha llegado a constituir, por decirlo así, parte de la «metafísica natural» de los científicos. Véase Pérez y Sabates (1995). 9 Véase Kim (1993) y Sosa (1984).

muestra alguna eficacia causal específica, lo cual entrañaría un dua­ lismo. Entender los casos de eficacia causal de un fenómeno men­ tal múltiplemente realizable en términos de sobreveniencia real­ mente no arregla mucho. Simplemente ha hecho que los mismos problemas surjan bajo una nueva terminología10. Decíamos que ciertos cambios radicales en la imagen piramidal del mundo podrían permitirnos sortear todos estos problemas. Pero, ¿qué cambios? Si los casos de supuesta eficacia causal de fenómenos mentales múltiplemente realizables pudieran ser directamente con­ vertidos en casos como los examinados en el segundo supuesto de más arriba, si los fenómenos mentales múltiplemente realizables simplemente resultaran ser idénticos a ciertos fenómenos físicos ya existentes en algún estrato inferior de la pirámide, o resultaran construibles lógicamente a partir de esos materiales previos, parece que tendríamos una posibilidad de escapar del dilema eliminativismo o dualismo. Pero, en realidad, se trata de una posibilidad ilusoria.

10 Este diagnóstico es compartido actualmente por el propio Jaegwon Kim, uno de los más indiscutibles promotores de la recuperación filosófica de esta no­ ción de sobreveniencia (o superveniencia; en inglés, supervenience). Los si­ guientes fragmentos de Kim (1993, 165-167) son especialmente reveladores: «In Essay 8, it was argued that the property covariation component of supervenience does not by itself entail the dependence of the supervenient properties on the subvenient base properties, and that the dependence relation involved in superve­ nience may differ from case to case. It was also suggested that a specific depen­ dence relation might be invoked to explain why property covariation holds in a given case. (...) I believe that these points, if correct, affect the possibility of using supervenience to build an explanatory account of something —say, of the mindbody relation. The thesis that the mental supervenes on the physical turns out to be a conjuntion of the following two claims: the covariance claim, that there is a certain specified pattern of property covariation between the mental and the phy­ sical, and the dependence claim, that the mental depends on the physical. But the thesis itself says nothing about the nature of the dependence involved: it tells us neither what kind of dependence it is, ñor how the dependency grounds or explains the property covariation. (...) If this is right, there is no such thing as “su­ pervenient dependence” as a kind of dependence. (...) There is no harm in using the term “supervenient dependence” to refer, indifferently or disjunctively, to one or another of the many dependence relationships that can underlie the property covariance involved in instances of supervenience. But it now seems to me a mistake, or at least misleading, to think of supervenience itself as a special and distinctive type of dependence relation, alongside causal dependence, mereological dependence, dependence grounded in semantic connections, and others.»

¿Se arreglaría algo, por ejemplo, simplemente convirtiendo en propiedad física la disyunción de las propiedades físicas relevantes de todas aquellas cosas capaces de manifestar un determinado fe­ nómeno mental múltiplemente realizable? Aparte de los conocidos problemas relativos a la construcción disyuntiva de propiedades11, la respuesta debe ser negativa por otras razones que vuelven a te­ ner que ver con el principio de exclusión. Supongamos que el tener la propiedad física F hace que cierto evento c sea causa suficiente de un efecto concreto e. Supongamos que G y H sean también pro­ piedades físicas capaces de actuar, en otros casos, como causas su­ ficientes de e. Y sigamos suponiendo, por hipótesis, que la propie­ dad disyuntiva FvGvH es una propiedad física. Al tener c la propiedad F, también tiene la propiedad disyuntiva FvGvH. Y el que c tenga FvGvH es también causa suficiente del efecto concreto e. Pero, sin embargo, no es una causa suficiente e independiente. En nuestro caso particular, el que el ejemplificar c la propiedad FvGvH resulte ser una causa suficiente del efecto concreto e de­ pende de que el ejemplificar c la propiedad F también lo sea. Y lo mismo podría decirse de los otros casos en los que se produce un efecto e al ejemplificarse G o H. Ejemplificar FvGvH volvería a ser causa suficiente de e, pero no la causa suficiente e independiente. A fin de asegurar la eficacia causal de lo múltiplemente realizable, no es posible una conversión directa de lo múltiplemente realiza­ ble en algo físico construido a partir de las propiedades físicas que en sus realizaciones tienen eficacia causal. En último término, el principio de exclusión acabará jugando siempre a favor de la efica­ cia causal suficiente e independiente de las realizaciones físicas con­ cretas de esos fenómenos múltiplemente realizables. Y nos veremos abocados al mismo dilema de más arriba. Lo que necesitaríamos es una identidad de lo múltiplemente realizable con algo físico que fuera en cierto sentido novedoso, que no fuera una simple construcción lógica de cosas que pudieran ser ya causas suficientes desde niveles inferiores de la jerarquía pira­ midal que describíamos antes. Al tratarse una identidad con algo físico, no tendríamos que elegir entre un eliminativismo y un dua­ lismo respecto a la eficacia causal de lo mental. Lo mental tendría

11 Véase toda la primera parte del libro de Kim (1993).

exactamente la misma eficacia causal que aquello con lo que resulta ser idéntico. Y al tratarse de algo físico novedoso, su eficacia cau­ sal podría resultar independiente de las eficacias causales existentes con anterioridad en los niveles inferiores de la pirámide. Y así evi­ taríamos las dificultades que acabamos de señalar. ¿Qué impide tener todo esto? Justamente la imagen piramidal. En la imagen piramidal del mundo no puede haber propiedades fí­ sicas nuevas. Toda propiedad física debe estar ya en los cimientos físicos del mundo o ser una construcción lógica de tales propieda­ des. No puede haber novedad en los cimientos físicos. Nuestro co­ nocimiento del mundo puede cambiar. Y puede cambiar el propio mundo dentro de los límites impuestos por el conjunto jerarqui­ zado de propiedades que lo estructuran. Es decir, algunas propie­ dades se ejemplificarán y otras dejarán de hacerlo. Pero lo que no puede cambiar es ese conjunto mismo de propiedades. De manera muy particular, el surgimiento de nuevas propiedades físicas haría tambalearse todo el edificio metafísico. La imagen piramidal del mundo es la imagen con la que el fisicalismo acostumbra a interpretar el fenómeno de la múltiple rea­ lizabilidad. El fisicalista que acepta esta imagen está acostumbrado a pensar la realidad como en una pirámide físicamente cimentada. Y en lo físico como en una clase de cosas constituidas por una se­ rie de propiedades establecidas de una vez p o r todas. Propiedades que las ciencias naturales, y en última instancia la física, van poco a poco descubriendo y catalogando. Considera que las propiedades físicas son sumamente básicas, y que ponen límites muy estrictos a lo que puede ser o no realmente posible. Planteadas las cosas en estos términos, ante cualquier otro tipo de propiedades surgirá en­ tonces siempre la cuestión de qué relación mantienen esas propie­ dades con las propiedades físicas ya existentes. Como si hasta que no se encuentre una conexión apropiada de subordinación a ellas, su realidad deba quedar en suspenso. Pero, ¿existe alguna razón de peso que impida que un fisicalista acepte la posibilidad de novedades en su inventariado de las pro­ piedades físicas? ¿Es aceptable la novedad física? ¿Es aceptable un rechazo de la imagen piramidal del mundo? ¿Es oportuno cam­ biar, no sólo en nuestra epistemología o en nuestra filosofía polí­ tica sino también en nuestra metafísica más básica, el fundamentalismo de una pirámide jerarquizada por la novedad? Pocos siguen

deseando hoy día una epistemología o una filosofía política fundamentalista. Sin embargo, ¿por qué sigue resultando tan atrayente una metafísica fundamentalista? ¿Ha de ser, más en particular, el fisicalismo una metafísica necesariamente fundamentalista en este sentido? Todas estas preguntas son inquietantes y difíciles de resEn definitiva, estoy sugiriendo que sólo puede haber causación mental en los supuestos casos de múltiple realizabilidad si existe al­ gún tipo de novedad física y, por lo tanto, si es falsa la imagen pi­ ramidal del mundo. No se trata, simplemente, de que algunas pro­ piedades físicas no actualizadas o no ejemplificadas pasen a estarlo. Lo que está en cuestión es la aparición de nuevas propiedades físi­ cas como tales. Esta hipótesis es arriesgada. Y choca con algunas in­ tuiciones profurtdamente asentadas no sólo en el fisicalismo sino, también, en nuestra concepción habitual del mundo como algo je­ rarquizado en diversos niveles y descansando, en último término, en lo físico. Pero merecería la pena explorarla. Y esto es lo que va­ mos a hacer a continuación. Nos vamos a preguntar en qué con­ diciones una propiedad puede convertirse en una nueva propiedad física.

Pero antes, debemos resaltar dos cosas importantes. La primera de ellas sería que, al implicar una identidad entre clases de fenó­ menos mentales y ciertas clases de fenómenos físicos, la aceptación de propiedades físicas nuevas es totalmente compatible con la ma­ yoría de las tesis clásicas del fisicalismo. Lo único especial es que podría haber propiedades físicas nuevas. Es compatible, por ejem­ plo, con su tesis mínima acerca de una identidad de tokens. Todo hecho concreto seguiría siendo un hecho físico. La novedad física es compatible también con las formulaciones más comunes de una relación de sobreveniencia hacia lo físico y con otros tipos de no­ ciones que intentan igualmente asegurar la primacía de la realidad física. El tener cualquier propiedad podría seguir dependiendo o estando determinado por las propiedades físicas que se tengan. Así mismo, es compatible con los principios de clausura causal de lo físico, de no sobredeterminación causal, de exclusión causal, etc. La segunda idea que quiero resaltar es que hay una parte de la múltiple realizabilidad que no plantea ningún problema respecto a la eficacia causal de los fenómenos que son múltiplemente realiza­ bles. En uno de nuestros ejemplos se hablaba de una explosión.

Y las explosiones aparentan tener eficacia causal. Pero, en buena medida, las explosiones también son múltiplemente realizables. Una misma explosión de cierto tipo puede realizarse a través de rea­ lidades concretas muy diferentes. Clasificamos explosiones de for­ mas muy variadas. Y muchas de estas clasificaciones pueden dar lu­ gar a importantes relevancias explicativas aparentemente causales sin tener en cuenta los materiales concretos que intervienen en la explosión. ¿Podemos tomar en serio toda la presunta eficacia cau­ sal de las explosiones que se desprende de esas relevancias explica­ tivas? ¿Podrían llegar a ser consideradas las explosiones tan estre­ chamente vinculadas a lo físico como resultan serlo las temperaturas? A modo de contraste, consideremos un poco más detenidamente el caso de las temperaturas. La propiedad física que identificába­ mos con la temperatura de un cuerpo era la energía cinética mo­ lecular media. Estrictamente, ésta es también una propiedad que podríamos suponer múltiplemente realizable. Las energías medias pueden ser tenidas de muchas formas. Distintas distribuciones de las energías locales en un cuerpo pueden dar lugar a la misma ener­ gía media sin que exista ninguna propiedad no disyuntiva, aparte de la energía media compartida y otras propiedades coextensivas, capaz de permitirnos identificar justamente esa clase de entidades. ¿No existen realmente las energías medias? ¿Son sólo meras atribu­ ciones? ¿Son únicamente disyunciones de ciertos estados físicos con unas determinadas energías locales? Creo que no. Piénsese qué quedaría de nuestra imagen del mundo físico si retiráramos de él todas las propiedades que, como la temperatura, podemos llegar a suponer múltiplemente realiza­ bles. La múltiple realizabilidad esconde un truco. Siempre que una propiedad pueda ser tenida por más de un objeto podremos llegar a tener múltiple realizabilidad. Podrá ocurrir que no haya otra ma­ nera no disyuntiva de identificar la clase de objetos que tienen di­ cha propiedad aparte de recurrir a ella misma o a otras propieda­ des coextensivas. Pero, justamente en este sentido, prácticamente todas las propiedades físicas, desde luego todas las propiedades físi­ cas fundamentales, son múltiplemente realizables. Y lo que las di­ ferencias de las propiedades mentales es su ser físicas, no su ser múl­ tiplemente realizables. El problema no estaría, pues, en si las propiedades en cuestión son o no múltiplemente realizables, sino en si son o no propiedades físicas. La múltiple realizabilidad, por

tanto, no es suficiente para hacer peligrar la realidad causal de lo mental frente a lo físico. Son necesarios, después de todo, otros in­ gredientes. Teniendo presentes las anteriores aclaraciones, podemos pre­ guntarnos ya cómo una propiedad p u ede llegar a convertirse en una nueva propiedad física. La respuesta que vamos a proponer se esca­ lonará en tres pasos. Y, curiosamente, cierta lectura del propio prin­ cipio de clausura causal del mundo físico podrá darnos el inicio de dicha respuesta. El principio nos dice que si el poseer una propie­ dad tiene efectos causales de un tipo físico determinado, esa propiedad ha de ser una propiedad física. La eficacia causal física de una pro­ piedad implica su carácter físico. Una consecuencia importante de esto sería que una propiedad múltiplemente realizable puede ser también una propiedad física en la medida en que sea capaz de te­ ner efectos causales de un tipo físico determinado. Como sugería­ mos en el segundo supuesto, el ser una explosión, por ejemplo, es una propiedad que por sí misma ni es un efecto causal de un tipo físico determinado ni tiene estrictamente efectos causales de un tipo físico determinado. Y, por consiguiente, no es catalogable como propiedad física. A pesar de lo fuerte y estruendosa que pueda ser una explosión, lo que en este caso tiene efectos causales de un tipo físico determinado son cosas como una rápida com­ bustión y emisión de gases, la presión en el aire circundante, el au­ mento de volumen de ciertos cuerpos, etc. Y sólo en la medida en que al tener lugar una explosión ocurran también estas otras cosas, tendremos algo capaz de producir efectos causales de un determi­ nado tipo físico. Efectos causales que seguirían teniendo otros efec­ tos causales de determinados tipos físicos. Podrían darse dos ex­ plosiones tales que, siendo exactamente iguales desde un punto de vista macroscópico, acabaran teniendo consecuencias causales físi­ cas muy diferentes al subyacer a ellas distintos procesos físicos. Por sus obras los conoceréis. Y la eficacia causal de las explosiones acaba siendo la misma que la eficacia causal de los fenotipos de los pa­ dres respecto a los fenotipos de los hijos. Se desvanece desde el punto de vista físico. En cambio, la elevación de la temperatura en un cuerpo sí parece poder tener efectos físicos pertenecientes a ti­ pos físicos determinados. Por ejemplo, su aumento de volumen. Y un aumento de volumen puede tener, a su vez, otros efectos per­ tenecientes a tipos físicos determinados y proyectables en la reali­

dad a través de leyes físicas. Los aumentos de volumen sí son pro­ piedades físicas causalmente eficaces. Y, por ello, la elevación de temperatura que los provoca ha de ser considerada también una propiedad física. Aquí es donde podemos comenzar a dar el siguiente paso de nuestra respuesta. Este segundo paso es el simple reconocimiento de la existencia de nuevos efectos físicos. El mundo físico cambia. Continuamente se producen nuevas cosas con características nue­ vas. Cosas que antes no existían. La evolución general de nuestro universo, y en particular la evolución geológica y biológica en nues­ tro pequeño planeta, son ejemplos claros de producción de nuevos efectos, algunos de ellos indudablemente físicos. En sus orígenes, nuestro universo no contenía entidades físicas supramoleculares re­ lativamente estables y con cierto grado de autonomía. Es más, ni tan siquiera existían moléculas. Las energías cinéticas moleculares medias eran pura abstracción. O, en cualquier caso, no eran pro­ piedades físicas. Pero, a partir de cierto momento, las moléculas y las energías cinéticas moleculares medias fueron cobrando poten­ cialidad causal y, con ella, realidad física. Las condiciones cambia­ ron. Se originaron los elementos químicos. Éstos se combinaron formando moléculas. Y algunas distribuciones de energías cinéti­ cas moleculares locales, algunas temperaturas, produjeron algunos nuevos efectos causales importantes y fueron causa suficiente de ellos. Aumentaron ciertos volúmenes. Y los cambios de volumen se convirtieron en efectos de un tipo físico muy determinado. En efec­ tos proyectables a través de leyes físicas. En efectos que también te­ nían una clara eficacia causal. El tercer y último paso es decisivo. Según el principio de ex­ clusión causal ya comentado, todo efecto físico debe tener una única causa física suficiente e independiente. La cuestión ahora es: ¿podemos suponer, después de haber dado nuestros dos pasos an­ teriores, que las energías cinéticas moleculares locales son las úni­ cas causas suficientes e independientes de los aumentos de volu­ men de los cuerpos? ¿No ocurre más bien al contrario? ¿No ocurre más bien que el que esas energías cinéticas moleculares locales sean causas suficientes de cierto tipo de efectos depende de que una energía cinética molecular media, una temperatura, lo sea? Unicamente en un universo constituido por cuerpos físicos es­ tables con energías cinéticas medias tiene sentido algo como que

ciertas distribuciones de energías cinéticas moleculares locales en esos cuerpos, las que supongan la misma energía cinética molecu­ lar media, la misma temperatura, den lugar a iguales efectos causa­ les de un determ inado tipo físico. En otras condiciones empíricas, las energías cinéticas moleculares medias, las temperaturas, serían sólo simples abstracciones, no propiedades físicas. Pero en nuestro mundo físico, algunas energías medias se han hecho responsables de ciertos tipos de efectos. En cierto momento, la historia de nues­ tro universo hizo que algunas propiedades como ciertas energías medias tuvieran un papel decisivo en la estructuración del mundo físico, y que otras propiedades no lo tuvieran. Y la temperatura es­ taba entre las primeras12. Ciertas distribuciones concretas de energías cinéticas molecula­ res locales realizan las energías cinéticas moleculares medias y, con ello, las temperaturas. Pero en las condiciones físicas en las que ahora se encuentra nuestro universo, o al menos la región que ac­ tualmente ocupamos, el que tener tal o cual distribución concreta de energías cinéticas moleculares locales cause un aumento de vo­ lumen depende de que la elevación de la temperatura lo cause. En condiciones físicas menos estables tal vez esta relación de depen­ dencia sea justo la inversa. Y las causas suficientes e independien­ tes sean las distribuciones concretas de energías moleculares loca­

12 En todo nuestro ejemplo estamos dando por supuesta la identidad de la temperatura de un cuerpo con su energía cinética molecular media. Alguien po­ dría decir que esto no es completamente correcto. En el modelo cosmológico del universo en expansión a partir de una explosión inicial, por poner un caso, nos encontramos con una temperatura insuperable en el primer instante, con una temperatura del orden de 1014 grados Kelvin para tiempos cercanos a 0,1 segundos, etcétera, ¡sin que existan por ninguna parte moléculas que puedan moverse! ¡Exis­ ten, pues, temperaturas sin existir aún energías cinéticas moleculares! Bueno, no entraremos a discutir cómo debe entenderse aquí el concepto temperatura. En cualquier caso, nuestra identidad habla de la temperatura de un cuerpo. Y, al fin y al cabo, no es más que un ejemplo. Si existiera algún problema grave con las temperaturas, podríamos sencillamente cambiar de ejemplo y utilizar en nuestro argumento directamente las energías cinéticas moleculares medias. En ciertas con­ diciones, según estamos diciendo, las energías cinéticas moleculares medias no son más que una abstracción; en otras condiciones, en cambio, no nos queda más re­ medio que considerarlas propiedades físicas genuinas. Y lo que permite ese cam­ bio es la aparición de nuevos efectos físicos.

les. Pero ahora, una causa suficiente e independiente del aumento de volumen de un cuerpo puede ser algo más general Puede ser, simplemente, el aumento de su temperatura. La idea que estoy queriendo defender es muy simple: Las dis­ tribuciones locales y concretas de energías cinéticas moleculares lo­ cales son realizaciones físicas de la temperatura que, en las condi­ ciones actuales, son causa suficiente pero no independiente del efecto consistente en que un cuerpo aumente de volumen. Y una consecuencia muy importante de esta idea sería que las realizacio­ nes físicas concretas de una propiedad no siempre son causa suficiente e independiente de aquello que puede ser un efecto causal físico del tener tal propiedad. Muchas veces, las condiciones en las que tie­ nen lugar tales realizaciones físicas hacen que cada una de ellas en particular dependa de otras causas suficientes de carácter más gene­ ral. La estrategia comentada más arriba (que consistía en convertir directamente en propiedad física la disyunción de todas las pro­ piedades físicas relevantes de aquellas cosas capaces de realizar una determinada propiedad, por ejemplo, el manifestar un determi­ nado fenómeno mental) no tenía en cuenta esto. Y, por ello, se veía envuelta en los problemas derivados del principio de exclusión cau­ sal. Se ve obligada a decidir entre un eliminativismo o un dualismo. Lo que estamos diciendo ahora, sin embargo, podría permitirnos sortear estas dificultades. Pero aún hay otra razón de peso para no asignar demasiado a la ligera eficacia causal suficiente e independiente sólo a las realiza­ ciones físicas concretas. Supongamos que las causas suficientes e in­ dependientes de un fenómeno únicamente pudieran ser sus reali­ zaciones físicas concretas, el tener esas realizaciones concretas algunas de las propiedades físicas que son capaces de distinguir esas realizaciones concretas de absolutamente todo lo demás. No cual­ quier propiedad física puede conseguir esto. Como indicábamos más arriba, toda propiedad que pueda ser tenida por más de un ob­ jeto podría acabar siendo múltiplemente realizable. Así pues, las propiedades físicas relevantes de las realizaciones físicas concretas deberían ser completamente individualizadoras. Y en consecuencia, las causas suficientes e independientes serían siempre últimamente inefables. No dispondríamos en nuestros vocabularios, ordinarios o científicos, de la capacidad expresiva adecuada para describir la causa suficiente e independiente de prácticamente ningún fenó­

meno. Unicamente podríamos hablar de las causas suficientes e in­ dependientes a través de demostrativos y otros recursos semejan­ tes. En otras palabras, el que podamos describir eficacias causales, y no sólo referirnos a ellas, exige que no sólo tengan eficacia cau­ sal suficiente e independiente las realizaciones físicas concretas. Recordemos brevemente los tres pasos que acabamos de dar. En el primero de ellos, aceptábamos el principio de que lo que puede causar efectos de un determinado tipo físico ha de ser también fí­ sico. En el segundo paso quedaba claro que algunas cosas resultan ser efectos causales físicos pertenecientes a tipos de efectos que no siempre han existido. Y, de acuerdo con el tercer paso, podemos decir que, una vez que existen, tales efectos pueden ser suficiente e independientemente causados de otras formas inéditas hasta el momento. Esto es lo que hace posible la novedad física, la exis­ tencia de nuevas propiedades físicas. Cuando unas cosas causan otras, se abre la posibilidad de que terceras cosas también puedan tener una eficacia causal física suficiente e independiente. La apa­ rición de nuevos efectos físicos origina la aparición de posibles nue­ vas causas físicas y, con ello, una reordenación de lo que puede ser causalmente suficiente e independiente para la producción de un determinado efecto. La aceptación de la novedad física permite hasta cierto punto entender cómo propiedades múltiplemente rea­ lizables pueden acabar siendo también propiedades físicas por su capacidad para volver a estructurar de este modo una realidad ya moldeada por otras propiedades físicas, por lo general así mismo múltiplemente realizables. Frente a la imagen piramidal del mundo, lo que aquí obten­ dríamos es una distinta imagen donde la múltiple realizabilidad y la aptitud causal se entremezclan. Y donde pueden llegar a hacerlo de formas novedosas. Seguramente las explosiones, por ejemplo, no lleguen nunca a esta situación. Y, para ellas, la única reconversión posible sea una similar a la examinada en nuestro primer supuesto. En el reparto de eficacia causal, las explosiones pueden colocarse al lado de las velocidades fenotípicas. Sin embargo, otra cosa muy di­ ferente puede haber ocurrido, o estar ocurriendo, con algunos fe­ nómenos mentales que solemos considerar múltiplemente realiza­ bles. Tal como ha sucedido con las temperaturas, pueden existir condiciones físicas en las que algunas propiedades mentales múlti­ plemente realizables lleguen a tener la eficacia causal suficiente e

independiente como para producir efectos causales de un determi­ nado tipo físico, convirtiéndose así en nuevas propiedades físicas que consiguen sortear los extremos del eliminativismo y del dualismo. Antes de acabar este apartado, no puedo dejar de comentar una posibilidad que seguramente ronde nuestras cabezas desde hace unas páginas. Esta posibilidad es la siguiente. Si las relaciones cau­ sales no se desarrollaran propiamente en el mundo físico, no sería necesario recurrir a la novedad física para resolver nuestro pro­ blema. Realmente, si el lugar propio de la causalidad fuera, por ejemplo, el mundo macroscópico ordinario, como a veces ha sido de­ fendido13, la eficacia causal de lo mental podría ser muy directa­ mente aceptable. Y también la eficacia causal de las explosiones. Como mucho, por poner alguna restricción fisicalista razonable, bastaría constatar que existen implementaciones o realizaciones fí­ sicas apropiadas para cada estado mental y para cada explosión que consideremos, por las razones aquí pertinentes, causalmente eficaz. ¿Por qué no considero seriamente esta posibilidad? Simplemente, porque creo que grandes parcelas de ese mundo macroscópico or­ dinario son parte del mundo físico. En el sentido de que no hay interacción causal en lo macroscópico que no acabe involucrando alguna interacción causal con algo físico. Y todo nuestro mundo macroscópico ordinario, que es capaz de interactuar causalmente con el mundo que nos describe la ciencia física, es también parte del mundo físico. Justamente en virtud del principio de clausura cau­ sal de lo físico. Al menos por lo que concierne a la causalidad, en­ tre lo macrofísico y lo microfísico sólo hay diferencias de dim en­ sión. Ésta es una trivialidad importante. Con independencia de la manera en que llegamos a tener conocimiento de las relaciones cau­ sales y con independencia de la manera en que haya llegado a for­ marse nuestro mismo concepto de causalidad, si aceptamos el prin­ cipio de clausura causal de lo físico y admitimos interrelaciones causales con lo físico, hemos de acabar reconociendo las relaciones causales como patrimonio exclusivo de lo físico. ¿Qué conclusión final cabe, pues, extraer de toda la larga dis­ cusión que hemos llevado a cabo en este tercer supuesto? ¿Puede

13 Algo así se sugiere, por ejemplo, en Álvarez (1990), donde pueden en­ contrarse también abundantes referencias bibliográficas sobre este punto concreto.

lo mental ser causalmente eficaz cuando es múltiplemente realiza­ ble? Creo que a esta cuestión se le debería dar, más o menos, una respuesta del siguiente tono. Mientras no se establezcan las identi­ dades psicofísicas apropiadas entre lo múltiplemente realizable y ciertas propiedades físicas nuevas, propiedades que no sean una mera construcción lógica de las propiedades que tipifiquen sus rea­ lizaciones concretas, los fenómenos mentales múltiplemente reali­ zables únicamente podrán tener una relevancia explicativa de tipo causal y una eficacia causal prestadas. Y tal préstamo sólo podrá concluir con una final asimilación de los casos que caigan bajo este tercer supuesto a casos que caigan bajo uno de los dos supuestos anteriores. No es bueno vivir a base de préstamos. Todos lo sabe­ mos. Y peor aún es tener que pedir nuevos préstamos para pagar los antiguos. Pero, a veces, no se puede hacer otra cosa14.

C

u a r t o s u p u e s t o : u n v i e j o e x p e d ie n t e

X

Hasta el momento, hemos examinado tres supuestos en los que se pretendía una eficacia causal para lo mental. Y los resultados han sido muy diversos. Pero aún hay más. Un cuarto supuesto. ¿Qué ocurriría si exigiéramos que esos estados mentales que llamamos «razones» tuvieran que ser siempre, en algún sentido decisivo, ra­ zones conscientes15? ¿Qué ocurriría si, aun aceptando la existencia de cosas como creencias inconscientes o deseos inconscientes, re­

14 La audaz hipótesis de la existencia de novedad en lo físico debe mucho a un examen, ciertamente angustioso, de las pocas opciones que caben ante los pro­ blemas suscitados por Kim (1993) y Kim (1996). Varios de esos problemas son ya detectados con gran sutileza también por Sosa (1984). Pero, después de todo, ¿por qué va a ser una hipótesis tan arriesgada? Si ha habido algo verdaderamente novedoso en la historia de nuestro universo son cosas como la aparición de la vida y la aparición de la mente. Y, si nos tomamos esto en serio, ¿por qué no admitir que esas novedades, una vez surgidas, pueden llegar a extenderse y afectar incluso a la propia realidad física ampliando el mismo conjunto de propiedades físicas ca­ paces de estructurar la realidad (o, dicho de un modo más formal, que pueden llegar a afectar a nuestra misma concepción de lo físico, de lo que deba contar como «propiedad física»)? Esta es la cuestión de fondo. 15 Algo así viene exigiendo desde hace años John Searle. Véase, por ejemplo, su último libro, Searle (1997).

chazáramos que, en sentido propio, pudieran existir razones in­ conscientes? ¿De qué manera podrían entonces las razones (las ra­ zones de una acción, las razones de nuestros pensamientos, etc.) ser causalmente eficaces? A fin de presentar con claridad el problema, utilizaremos una fantasía televisiva. Como todo el mundo sabe, los expedientes X del FBI relatan casos inexplicables. Bueno, inexplicables por el mo­ mento. Según cuentan, entre los más antiguos expedientes X hay uno que lleva un extraño título: «mecanismos y agentes». En él se trata explícitamente el problema de la eficacia causal de las razones, especialmente en la producción de acciones. Dicho expediente do­ cumenta numerosos casos de personas que intermitentemente pa­ recen llevar una doble vida. Algunas desaparecen de su casa y de su trabajo durante ciertos períodos de tiempo, y simplemente va­ gan por las calles en condiciones de total abandono hasta que vuel­ ven a reaparecer como si nada hubiera ocurrido. Otras llevan una doble vida muy activa y aparentemente indistinguible de la de cual­ quier persona normal. Inician viajes, practican deportes, forman nuevas familias, estudian, buscan distintos trabajos, etc. Algunas son asesinas. Como dato anecdótico acerca del carácter extrema­ damente heterogéneo del expediente, diremos que incluye desde informes sobre la producción literaria y científica en estado hip­ nótico hasta alusiones al fenómeno de la licantropía. Lo curioso en todos estos casos en los que parece llevarse una doble vida es que, al acabar esos períodos intermitentes, los sujetos no recuerdan ab­ solutamente nada de lo que les ha ocurrido. El expediente señala que estos casos son muy abundantes a lo largo de toda la historia de la humanidad. Y sugiere la sospecha de si no estaremos real­ mente rodeados de este tipo de personas. Más aún, si no seremos nosotros mismos, muchas veces, personas de esta clase. Nos interesa la interpretación de este expediente. Podemos ca­ racterizar el fenómeno de dos maneras muy diferentes. Podemos, en primer lugar, describir a esas personas como siendo conscientes de sus creencias, deseos, etc., durante los períodos problemáticos pero sufriendo, más tarde, cierta especie de amnesia parcial recu­ rrente. En segundo lugar, podemos decir que aunque esas personas puedan estar teniendo creencias, deseos, etc., no son en absoluto conscientes de tales estados mentales y están sufriendo cierta va­ riedad aguda de sonambulismo. Podríamos hablar también aquí de

posesión, pero será mejor dejar esto un poco al margen. Dada la información disponible, especialmente el hecho de que no recuer­ dan nada de lo sucedido, ambas interpretaciones son igualmente plausibles. Pero sus consecuencias son muy distintas si exigimos que las razones sean siempre razones conscientes. Si estamos ante un fenómeno de sonambulismo, no cabe decir propiamente que esas personas hayan estado movidas por razones. Su actividad no obedecía a razones de ningún tipo. Parecían estar haciendo cosas, pero lo único que ocurría es que les estaba pasando algo, inclu­ yendo aquí las creencias, deseos, etc., que podían estar teniendo. No eran responsables de los movimientos de sus cuerpos. Ni del curso de sus pensamientos. Tal vez, como insinuábamos antes, es­ tuvieran poseídas. Si, en cambio, se trata de un fenómeno de am­ nesia, sí ha habido razones. Y las personas en cuestión han sido res­ ponsables de lo que pensaban y hacían. Más tarde, olvidan completamente sus razones y lo que han hecho. Pero esto no hace que las razones que tuvieron dejen de serlo. Ni que sus acciones ya realizadas dejen de ser acciones. Optemos por la interpretación que optemos, lo que parece claro es que, tal como se nos presentan estos casos, la vida mental de tales sujetos durante esos períodos problemáticos podría seguir admitiendo una lectura en términos intencionales. Podríamos se­ guirles atribuyendo percepciones, creencias, deseos, intereses, razo­ namientos, decisiones, etc. Y, en virtud de esos fenómenos y pro­ cesos mentales, podrían seguir funcionando nuestras explicaciones y leyes habituales. Es más, si dispusiéramos de alguna clase de des­ cripción funcional o, en el caso límite, de reducción neurofisiológica, no es aventurado pensar que podríamos seguir detectando aquí, en los fenómenos y procesos mentales desarrollados durante tales períodos, los mismos tipos de sustratos funcionales o neurológicos que habitualmente encontramos en sujetos, digamos, nor­ males. Los dos momentos cruciales serían los correspondientes al inicio y al final de esos períodos de doble vida. Pero también co­ nocemos casos de personas normales que cambian, a veces muy ra­ dicalmente, de forma de vida y sabemos cómo explicar sus cam­ bios psicológicos. Unas veces, en virtud de sucesos de su entorno; otras veces en función de sus creencias, deseos, intereses, etc.; al­ gunas veces, también, en función de cambios neurológicos. Nues­ tro singular expediente X insiste en que aquí podríamos perfecta­

mente tener lo mismo. Más aún, de hecho se encuentra lo mismo en todos los casos que se documentan. La cuestión es si ser consciente tiene que implicar necesaria­ mente alguna diferencia detectable en las tramas causales que po­ demos descubrir en los sujetos. Porque lo que el presente expe­ diente X se empeña en mostrarnos es que la conciencia que parece mediar entre lo que es una razón y lo que no lo es, y entre lo que es una acción y lo que no lo es, puede no dejar ningún rastro cau­ sal apreciable. Y esto tiene implicaciones inmediatas a la hora de determinar tanto la eficacia causal de las razones como la relevan­ cia explicativa que puede tener el aludir a ellas. Para hacer más ex­ plícitas esas implicaciones, pensemos qué ayuda podría prestarnos en este punto el disponer de algo como una teoría causal de la con­ ciencia^ una teoría capaz de integrar la conciencia en una determi­ nada trama causal. ¿En qué trama causal? Primero deberíamos preguntarnos sobre qué cosas puede actuar causalmente la conciencia de una manera plausible. Y los dos efectos sin duda más directos de la eficacia cau­ sal de la conciencia parecen ser ciertas creencias y ciertos recuerdos. Podrían haber sido otros efectos muy distintos. El ser conscientes podría provocar de manera causal, por ejemplo, el erizamiento in­ mediato de nuestro cabello. Sin embargo, como un hecho empí­ rico, parece que no es así. Admitamos, pues, que ser consciente de lo que uno piensa o hace puede causar directamente estados men­ tales del tipo creer que uno es consciente de lo que piensa o hace. Y que puede causar, algo más indirectamente, estados mentales del tipo recordar que se ha sido consciente de ello. Y que estos estados si pueden tener, como cualquier otra creencia o recuerdo, una efi­ cacia causal específica que podemos detectar a través de nuestras explicaciones y leyes. El problema con el que nos vemos enfrentados en el anterior expediente X es que tales posibles eficacias causales de la concien­ cia muy pocas veces se actualizan. Rara vez tenemos explícitamente la creencia de que somos conscientes de algo. Simplemente lo so­ mos. En particular, muy pocas veces tenemos la creencia de que somos conscientes de hacer lo que hacemos mientras lo hacemos. Pero aún nos queda el recuerdo. Y, realmente, tendemos a admitir que el efecto causal más común de la conciencia es el recuerdo de haber sido conscientes. Es ese recuerdo de haber sido conscientes

de nuestras acciones y razones, de lo que hemos hecho y de por qué lo hemos hecho, lo que habitualmente utilizamos a la hora de distinguirnos e identificarnos a nosotros mismos y a los demás como agentes. El recuerdo genera la historia, la historia personal y la historia colectiva. El recuerdo nos responsabiliza de lo que ha­ cemos. Nos hace ver nuestras acciones pasadas justamente como acciones nuestras. Sin embargo, sabemos que la historia está llena de fábulas. Dicho de otro modo, ¿puede el recuerdo de haber sido conscientes permitirnos recuperar siempre, a través de nuestras ex­ plicaciones y leyes, la diferencia entre las razones y otras cosas que no son razones, estados incluso como las creencias y los deseos pero que no son razones por faltarles esa «pizca» necesaria de conciencia? Para la anterior pregunta, hay un tipo de respuesta negativa, di­ gamos, débil. Consistiría en decir que algo muy semejante al re­ cuerdo de haber sido conscientes puede ser también efecto de cau­ sas muy diferentes. Cierto constante sentimiento de culpa, por ejemplo, puede dar lugar a algo completamente similar a un re­ cuerdo de ser consciente de haber estado realizando, según nuestra perspectiva actual, una mala acción, y provocar el consiguiente re­ mordimiento, sin que realmente fuéramos conscientes en su mo­ mento de estar realizando tal acción. Sin embargo, el expediente X que estamos comentando sugiere una respuesta negativa mucho más radical. No se trata, tan sólo, de que algo muy similar al re­ cuerdo de haber sido conscientes pueda darse sin que realmente haya habido conciencia. Si se tratara únicamente de esto, habría una identidad en los efectos. Pero, aún podría establecerse una di­ ferencia causal. Al fin y al cabo, las causas del recuerdo de ser cons­ cientes y del aparente recuerdo de serlo son diferentes. Y, siendo diferentes, podrían tener otros efectos causales detectables. La respuesta negativa y radical suscitada por nuestro expediente es la siguiente: demasiadas veces, simplemente, no existe tal re­ cuerdo. Si ser agentes, pensar y actuar movidos por razones, requiere ser conscientes de ello, si para ser agentes no basta tener determi­ nadas creencias y deseos, ni siquiera pensar y actuar en virtud de ellos, sino que es necesario que esas creencias, deseos, etc., sean te­ nidos conscientemente, y si la eficacia causal de nuestra conciencia se concentra en la creencia de ser conscientes y, de manera muy es­ pecial, en el recuerdo de haberlo sido, entonces muchas veces el ser o no agentes, y no sólo cierta clase de meros mecanismos intencio­

nales, ha de resultar algo causalmente indeterminado. Dicho de otro modo, el ser o no agentes se escurre por los agujeros de nuestras más finas redes causales. Es necesario aclarar aquí un punto importante. La falta de re­ cuerdo respecto a las razones tendría explicaciones diferentes en la amnesia y en sonambulismo. Si nuestros sujetos sufren una amne­ sia, ha habido razones pero no hay recuerdo porque esas razones no han llegado a registrarse en la memoria. Si se trata de sonam­ bulismo, no hay recuerdo simplemente porque no hay razones que recordar. Pero, tal como estamos entendiendo la amnesia, se debe distinguir entre «que algo no quede registrado en la memoria» y «que algo haya quedado registrado en la memoria pero luego el su­ jeto no sea capaz de recordarlo». Para que las razones escapen a nuestras redes causales, la amnesia a la que nos hemos estado refi­ riendo en nuestra discusión ha de ser sólo del primer tipo. Y puede serlo en la medida en que, tengamos la teoría que tengamos sobre la conciencia, ser consciente sea algo diferente de cualquier clase de actitud proposicional que se almacene automáticamente en la me­ moria (cosas como creer que se es consciente, etc.). Si las razones para las que se requiere conciencia siempre quedaran registradas en la memoria como razones conscientes, aunque se produjera un pos­ terior olvido, seguramente ya se iniciarían cadenas causales que po­ drían llegar a ser detectables. El sujeto no recordaría sus razones, pero su conducta posterior (lingüística y no lingüística) podría verse influida por esas razones conscientes que, aunque no es ca­ paz de recordar, han estado o siguen estando almacenadas en su memoria. Podrían existir, por ejemplo, sesgos experimentalmente detectables en su interpretación de ciertos textos o situaciones, etc. Teniendo esto en cuenta, es ya más fácil apreciar la radicalidad de la segunda respuesta. Podemos suponer que aunque los sujetos de los que nos habla nuestro expediente X sean conscientes de sus creencias, deseos, etc. durante esos curiosos períodos de doble vida, nunca tienen la creencia de que son conscientes. Y, por lo demás, después de tales períodos, no ha quedado en su memoria ningún recuerdo de lo sucedido. Sus estados de conciencia, si es que exis­ tieron, no han dejado ningún rastro causal apreciable. La diferencia entre la amnesia y el sonambulismo, como la diferencia entre pen­ sar o realizar una acción y mover nuestra mente o nuestro cuerpo al compás de ciertas creencias y deseos, se pierde aquí dramática­

mente sin que pueda sernos de ayuda ni siquiera una teoría causal de la conciencia del tipo tan plausible como el que se esbozaba más arriba. Una teoría causal de la conciencia en la cual ser consciente de algo sea capaz de causar, muy directamente, estados como creer que se es consciente y, más indirectamente, estados como recordar que se ha sido consciente. No se trata, pues, simplemente de que los efectos causales de la conciencia se solapen, y puedan llegar a confundirse, con los efectos de otras eficacias causales. Se trata, más bien, de que las úni­ cas eficacias causales que parece tener la conciencia, la creencia de que estamos siendo conscientes y el recuerdo de haber sido cons­ cientes, pueden muchas veces no manifestarse. La realidad de la conciencia y, con ella, la realidad de nuestras razones y de nuestra acción, se vuelve así sumamente impenetrable para nuestras expli­ caciones y leyes causales. En otras palabras, al no tener la creencia de que estamos siendo conscientes respecto a la gran parte de las cosas que pensamos y hacemos, ni el más mínimo recuerdo de ha­ berlo sido, al no tener, por ejemplo, ninguna creencia ni recuerdo acerca de la conciencia con la que hemos pensado o hecho algo justo al salir de casa la mañana de ayer, aunque en su momento ha­ yamos sido conscientes de esas cosas, estamos siendo candidatos a engrosar las páginas del anterior expediente X. Esas creencias y re­ cuerdos no pondrían ni quitarían nada a nuestras razones ni a las acciones realizadas. Puede haber razones y acciones sin haber creí­ do, en su momento, que éramos conscientes ni recordar, más tarde, que lo hemos sido. Pero, incluso aunque hayamos sido conscien­ tes, sin haber creído que éramos conscientes y sin recordar que lo fuimos, somos una más de las amnésicas o sonámbulas personas in­ cluidas en tal expediente X. En la película de nuestras vidas, de nuestras vidas mentales, sin esas creencias o esos recuerdos no po­ demos ser actores. No podemos reconocernos como agentes res­ ponsables de nuestras razones y acciones. Sólo podemos ser meros espectadores16. 16 Aunque no sabría decir de qué forma concreta, el principal responsable de todas estas complicaciones surgidas a propósito de la realidad no demasiado cau­ salmente eficaz de la conciencia es Daniel Dennett, en particular con sus últimos libros Dennett (1991) y Dennett (1996). Como resulta obvio, la tesis paralela de que las razones como tales deban ser conscientemente asumidas por los sujetos

Una débil creencia a tiempo o un pequeño trazo de memoria bastarían para continuar la cadena causal de nuestras razones. Y para triangular causalmente la conciencia en nuestras tramas cau­ sales de tipo funcional o neurofisiológico. Pero, muchas veces, la conciencia no deja el más mínimo rastro causal que podamos de­ tectar. O, si lo deja, es insuficiente. Y, sin ningún rastro suficiente, son inútiles nuestros esfuerzos por reducir los casos que caen bajo este cuarto supuesto de eficacia causal de lo mental a casos que cai­ gan en alguno de los tres supuestos anteriores. Aunque la concien­ cia, por ejemplo, fuera de hecho idéntica a algo físico, sin poder conocer, manipular o controlar sus efectos con alguna amplitud mínima, no podríamos llegar a discrim inar qué fenómenos físicos pueden resultar idénticos a la conciencia. Aunque pendiente de una evaluación más ponderada, esto es sumamente importante. Si por un lado las razones son una variedad de causas mentales que re­ quieren conciencia y si, por otro lado, escasean los efectos causales detectables de la conciencia, entonces las razones se convierten en causas perdidas. Decíamos al comienzo de este trabajo que tendemos a no con­ ceder realidad a aquellas cosas que sólo puedan ser efecto causal de algo sin tener la capacidad, a su vez, de causar nada. La eficacia causal tenía cierta prioridad sobre la simple aptitud causal consis­ tente en ser un efecto causal de algo. Con la conciencia, no esta­ mos exactamente en esta situación. La conciencia no es meramente un epifenómeno. Al poder provocar su recuerdo, o en ocasiones la creencia de que uno es consciente de algo, la conciencia sí tiene cierta eficacia causal. Pero, a pesar de no estar en esa situación, es­ tamos muy cerca de ella. Tal vez, demasiado cerca. El problema es que esa eficacia causal de la conciencia es muy pobre, que puede no actualizarse y que, de hecho, muchas veces no se actualiza. La intervención de la conciencia también afecta aquí a la relevancia que las tienen choca frontalmente con planteamientos como el iniciado por Davidson (1963). Para bien o para mal, de hecho estoy convencido tanto de que la eficacia causal de la conciencia es bastante pobre como de que los agentes no son simples mecanismos intencionales, y que por consiguiente las razones sin con­ ciencia no son propiamente razones. Lo segundo me hace sentirme muy cerca de algunas posiciones defendidas por autores como Flanagan (1992). Lo primero, sin embargo, me aleja de ellas.

explicativa de tipo causal que puedan tener las razones. Si las pro­ pias explicaciones pretendidamente causales de la acción en virtud de razones muchas veces dejan fuera justamente lo que convierte a esas causas mentales en razones, la conciencia de tener tales razo­ nes, es también dudoso que estas explicaciones de la acción deban ser consideradas siempre explicaciones causales. O, en otras pala­ bras, cuando sí son causales, dejan de tratarnos propiamente como agentes. Y nos tratan únicamente como mecanismos intencionales movidos por determinadas creencias, deseos, etc., que para nada re­ quieren conciencia. Aunque por motivos distintos a los sugeridos en el primer su­ puesto que hemos examinado, aquí también volvemos a perder la eficacia causal y la relevancia explicativa de tipo causal de lo men­ tal. Es conveniente, sin embargo, tener presentes dos últimas co­ sas. La primera es que, aunque aceptemos que ser real sea tener po­ deres causales, eficacia causal, aptitud causal en definitiva17, esto no es lo mismo que aceptar que ser real sea tener poderes causales que nosotros podamos siempre constatar y catalogar en nuestras teorías. La segunda es que también hay otros muchos tipos no causales de importantes relevancias explicativas. Tal vez la conciencia de nues­ tras razones para pensar o hacer lo que pensamos o hacemos pueda ser prescindible en ciertos contextos. Y en ellos, podamos dejar de exigir que las razones sean siempre, en sentido propio, razones conscientes18. Pero la conciencia es sumamente importante allí

17 Una defensa clara y contundente de la tesis de que ser real es tener pode­ res causales se encuentra en Kim (1993) y Kim (1996). Tal afirmación es llamada por Kim el «dictum de Alexander». Samuel Alexander, emergentista inglés de la primera mitad de nuestro siglo, formula y defiende dicha tesis en oposición di­ recta al epifenomenalismo. 18 ¿Ha de ser uno de esos contextos justamente la ciencia cognitiva? Otra manera de plantear la pregunta: ¿Perderíamos algo importante si nos empeñára­ mos en que es uno de esos contextos? Considérense ahora los siguientes textos de Fodor (1994). Argumentando a favor de la hipótesis de que los procesos menta­ les han de ser computacionales, nos dice en la página 9: «(...) if you start out with a true thought, and you proceed to do some thinking, it is very often the case that the thoughts that the thinking leads you to will also be true. This is, in my view, the most important fact we know about minds1; no doubt it s why God bothered to give us any. A psychology that can’t make sense of such facts as that men­ tal processes are typically truth preserving is ipso facto dead in the wate». Todos

donde surge la necesidad de reconocer una responsabilidad sobre los pensamientos y acciones. Interviene de manera decisiva, por ejem­ plo, en muchas consideraciones de carácter moral. Con ello, tam­ bién conseguimos anticipar, controlar, racionalizar y explicar im­ portantes fenómenos de la realidad. En particular, conseguimos comprender mejor la realidad humana y su vecindario más próximo. Y es que, después de todo, ¿de qué puede ocuparse la moral si no es de las causas perdidas? P ero , después de t o d o , ¿tiene UNA EFICACIA CAUSAL?

o no tiene lo mental

La única respuesta sensata a la pregunta de si lo mental tiene o no eficacia causal sería un decidido «depende». Poniendo al mar­ gen la dudosa existencia de una experiencia directa de la causali­ dad, calibramos la eficacia causal de cualquier cosa en fynción de las explicaciones que de hecho llevamos a cabo y, cómo no, de cier­ tas consideraciones de carácter conceptual y metafísico. Pero las ex­ plicaciones presuntamente causales que mencionan fenómenos mentales son muy heterogéneas. Y, en muchas ocasiones, las dife­ rencias son mucho mayores que las similaridades. No nos encon­ tramos ante un único tipo de explicaciones. Hemos distinguido y sometido a examen cuatro supuestos bási­ cos de situaciones explicativas en las que se sugiere una eficacia cau­ sal para lo mental. Este fue nuestro punto de partida. El análisis de esos cuatro supuestos nos ha dejado un extraño sabor de boca. La

sabemos el lugar central que ocupan estas consideraciones computacionales en el pensamiento de Fodor. Pero, en este fragmento ha aparecido una nota. Y si va­ mos ahora a ella, nos encontramos con esto: «Well, the second most important. The really most important thing we know about minds is that their states are often conscious. About this, here as elsewhere, I maintain a gloomy silence. Whereof there is nothing to be said...» Pero, siendo consecuentes con Fodor, si de una psicología que no pueda dar sentido a lo que finalmente es el segundo hecho más importante sobre la mente, que los procesos mentales generalmente preservan la verdad, decimos que está «dead in the water», ¿qué decir de una psicología que no puede dar sentido a eso que realmente (¡y el énfasis era del propio Fodor!) es el hecho más importante sobre la mente: la conciencia?

eficacia causal de lo mental parecía estar jugando al escondite. En nuestras cadenas explicativas se mezclan profusamente estos cuatro supuestos. Y se superponen de manera similar a como también ocurría en los ejemplos que expusimos: las velocidades fenotípicas, las temperaturas, las explosiones o las razones de los amnésicos o sonámbulos sujetos de nuestro singular expediente X. Todo esto ocurre de hecho en nuestras explicaciones. Y, en consecuencia, esto es lo que cabe encontrar en las propias cadenas causales que detecta­ mos en la realidad. En algunos casos, como ocurría en nuestro pri­ mer supuesto, lo mental no encontrará sitio. Su pretendida efica­ cia causal se verá completamente eliminada o desplazada por la eficacia causal de ciertos mecanismos físicos. Y su relevancia expli­ cativa habrá de ser interpretada de un modo no causal. En otros casos, lo mental resultará claramente identificable con algo físico. Y, a pesar de nuestros prejuicios, al analizar el segundo supuesto vi­ mos que esta reducción de lo mental a lo físico puede perfecta­ mente asegurar la eficacia causal de lo mental y su relevancia ex­ plicativa causal. No sólo hay reducciones eliminativas. También existen reducciones de lo más conservadoras. En otras ocasiones, lo mental nos enseñará a mirar la realidad física desde nuevos y pro­ metedores puntos de vista. Según veíamos en el tercer supuesto, la múltiple realizabilidad de lo mental nos sitúa frente a un grave pro­ blema de exclusión. Pero, también, nos estimula a buscar urgente­ mente soluciones que vayan más allá de una imagen piramidal y jerarquizada del mundo. La existencia de novedad física , de nuevas propiedades físicas identificables con las propiedades mentales múltiplemente realizables, introduce importantes matices en el eliminativismo que encontramos en el primer supuesto y en el reduccionismo del segundo supuesto. Importantes matices que me­ recería la pena seguir estudiando con más detalle. Y habrá veces, por último, en las que lo mental pueda llegar a desaparecer sin de­ jar ningún rastro causal apreciable. Nuestro cuarto supuesto se cen­ traba en esta cuestión. Tal pérdida de rastro causal puede siempre ocurrir allí donde se sospeche que sin conciencia no hay propia­ mente razones ni agentes. Si la última diferencia entre ser agentes o no serlo se encuentra aquí, en la conciencia que hemos podido te­ ner de nuestras razones para pensar y hacer lo que pensamos e hi­ cimos, esa última diferencia puede perderse tan fácilmente como nuestra memoria. Los estados mentales que requieren conciencia

tienen muy poca eficacia causal, y su relevancia explicativa gene­ ralmente no es de un tipo causal. Una parte considerable de nues­ tros estados mentales pueden pasar por la vida sin dejar ninguna huella causal apreciable. Pero, sin embargo, estar ahí. Y ser para no­ sotros muy importantes.

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Sobre el carácter irreducible de la intencionalidad: la ontología del inconsciente y los dos conceptos de trasfondo en Searle Ju a n H

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In t r o d u c c ió n

E n este escrito in te n ta re m o s an a liz a r la fo rm a en q u e el c o n ­ cep to o rig in a l del T ra sfo n d o se v e m o d ific a d o p o r la c rític a de S e a r­ le a la n o c ió n d e in c o n sc ie n te c o g n itiv o y su p o stu la c ió n d el P rin ­ c ip io d e C o n e x ió n . A s í m is m o , a b o r d a r e m o s a lg u n o s d e lo s p ro b le m a s a los q u e el c o n c e p to revisa d o d el T ra sfo n d o h a de h a ­ cer fre n te , d ed ic a n d o especial a te n c ió n a las relacio n es e n tre in te n ­ c io n a lid a d y co n cien cia , y a la o n to lo g ía d e la m e n te resu ltan te, p u esto q u e en a m b os c a m p o s el a rg u m e n to a fa v o r d el P rin c ip io d e C o n e x ió n y el c o n c e p to revisa d o d el T ra sfo n d o c o n tra d ic e n , en ú ltim o té rm in o , alg u n o s aspectos básicos d e la te o ría de la m e n te del p ro p io Searle. P o r ú ltim o , tra ta re m o s d e esb ozar u n a o n to lo g ía de la m e n te m ás c o m p le ja qu e, a su m ie n d o el c a rác ter irre d u c ib le d e la in te n c io n a lid a d , ofrece, a n u e stro ju ic io , u n a so lu c ió n a estos p ro b lem as, al tie m p o q u e p erm a n e c e c o m p a tib le c o n la te o ría de Searle.

De acuerdo con Searle, «Los estados intencionales tienen úni­ camente las condiciones de satisfacción que tienen, y, por tanto, solamente son los estados que son, en contraste con un Trasfondo de capacidades que [no1] son ellas mismas estados intencionales» (Searle, 1983, pág. 143). No es sorprendente, pues, que pueda pro­ ponerse una afirmación paralela respecto a la propia teoría de la mente de Searle: sólo es la teoría que es en contraste con la noción del Trasfondo. En otras palabras, del mismo modo que lo mental descansa sobre el Trasfondo, la teoría searleana de lo mental des­ cansa sobre el concepto del Trasfondo. Los argumentos aportados por Searle para justificar la necesi­ dad del concepto del Trasfondo son bastante convincentes2 y se en­ cuentran estrechamente vinculados a su teoría sobre la intenciona­ lidad. El modo en que entendemos el significado literal y la metáfora, así como el modo en que desarrollamos y ejecutamos ha­ bilidades, son fenómenos que se resisten a una explicación en tér­ minos intencionales, mentalistas (Searle, 1983, págs. 144-153; 1992, págs. 178-186). Parece como si, por cerca que pudiéramos estar de una teoría de este tipo de fenómenos mentales en ese vo­ cabulario teórico, siempre sería bajo pena de caer en seudoexplicaciones homuncularistas de la conciencia, o simplemente de negar su papel en lo mental. Las afirmaciones de Searle sobre las funciones del Trasfondo otorgan un enorme peso explicativo al concepto. El Trasfondo «permite que la interpretación lingüística tenga lugar», «estructura

1 En las citas textuales que aparecen en este escrito utilizaremos generalmente las traducciones al castellano de las obras de Searle indicadas en la bibliografía y sólo recurriremos a nuestra propia traducción cuando no se disponga de ellas o así lo hagamos constar en nota. Las obras se datarán con el año de su publicación original, aunque los números de página se refieran, en su caso, a las ediciones tra­ ducidas. En la versión castellana del capítulo 5 de Intencionalidad. Un ensayo en la filosofía de la m ente (Searle, 1983), bajo el epígrafe I, se dice «[...] en contraste con un Trasfondo de capacidades que son ellas mismas estados Intencionales» (pág. 152), donde el texto inglés dice literalmente «[...] against a Background of capacities that are not themselves Intentional states» (pág. 143, las cursivas son nues­ tras). 2 En realidad, Searle no hablaría de «la necesidad del concepto del Trasfondo» sino del descubrimiento del Trasfondo (véase, por ejemplo, Searle, 1991, pág. 290).

la conciencia», «estructura la experiencia según categorías ‘dramá­ ticas’» y «motivaciones disposicionales», «facilita ciertos tipos de preparación» y «me predispone a ciertos tipos de conducta» (Sear­ le, 1995, págs. 132-137). En términos generales, el Trasfondo sim­ plemente «permite que toda representación tenga lugar» (Searle, 1983, pág. 143) Si un sólo concepto ha de rendir cuentas de to­ dos estos fenómenos en nuestra teoría de la mente, no cabe duda de que debemos dotarlo de un poder explicativo equiparablemente grande. Por todo ello, resulta especialmente significativo que, desde que se introdujera por vez primera (Searle, 1978), el concepto del Trasfondo haya registrado algunos cambios muy relevantes. En este es­ crito nos referiremos a la versión presentada en Intencionalidad (Searle, 1983) y a la versión presentada en El Redescubrimiento de la M ente (Searle, 1992). Las diferencias fundamentales entre am­ bas provienen de la introducción, en Searle (1989, 1990) del Prin­ cipio de Conexión, que generó un importante debate sobre sus im­ plicaciones para la ciencia cognitiva (en particular para los modelos cognitivos simbólicos que postulan la existencia de estados y pro­ cesos mentales inconscientes en un sentido profundo). Pero sus im­ plicaciones para el concepto del Trasfondo son igualmente impor­ tantes, aunque hayan sido mucho menos exploradas, y, menos aún, entendidas. Por supuesto, ambos temas están estrechamente rela­ cionados. En la primera parte del texto, revisaremos brevemente los as­ pectos básicos del concepto del Trasfondo tal y como fue presen­ tado en Searle (1983), es decir, con anterioridad a la formulación del Principio de Conexión, y en Searle (1992), es decir, tras que­ dar modificado por el Principio de Conexión. Dado su evidente papel crucial, el Principio de Conexión en sí y el argumento en que se apoya (Searle, 1989, 1990) también serán expuestos a grandes rasgos. En la segunda parte, abordaremos la cuestión de si el con­ cepto revisado del Trasfondo puede alcanzar el poder explicativo que requiere su posición en el aparato teórico de Seárle, y de algu­ nos problemas relativos a la ontología de lo mental que subyacen al argumento en favor del Principio de Conexión.

El

p r in c ip io d e c o n e x ió n y l o s d o s c o n c e p t o s

DEL TRASFONDO

El Trasfondo y la Red O rig in a lm e n te , la n e cesid a d e x p lic a tiv a d e l c o n c e p to d e T rasfo n d o a p arecía tras h a b e r re c o n o c id o la n ecesid a d d e l c o n c e p to de R ed . E n p alab ras de S earle, Los estados intencionales con una dirección de ajuste tienen contenidos que determ inan sus condiciones de satisfacción [...] Sin embargo, estos estados intencionales no funcionan de form a inde­ pendiente o atómica, sino que cada uno de ellos tiene su contenido y determ ina sus condiciones de satisfacción únicamente con rela­ ción a muchos otros estados intencionales. (Searle, 19 8 3 , pág. 150). E stos «m u ch o s o tro s estad os in te n c io n a le s» c o n fig u ra n lo q u e S earle lla m a la R ed , u n c o m p le jo h o lís tic o q u e so stien e el c o n te ­ n id o y las c o n d ic io n e s d e satisfa c ció n d e c u a lq u ie r estad o in te n ­ cio n a l. El s e n tid o en q u e el c o n c e p to d e R e d c o n d u c e al c o n c e p to d el T ra sfo n d o es el sig u ien te: [...] cualquiera que intente seriamente seguir los hilos de la Red, alcanzará a la larga un lecho de capacidades mentales que, en sí mismas, no consisten en estados intencionales (representaciona­ les) pero que, sin embargo, establecen las precondiciones para el funcionam iento de los mismos. (Searle, 19 8 3 , pág. 14 3 ). L os papeles q u e la R e d y el T ra sfo n d o d e se m p e ñ a n en el fu n ­ c io n a m ie n to d e los estad os in te n c io n a le s so n o b v ia m e n te paralelos. U n ié n d o lo s , se co n sig u e u n a e x p re sió n clara d e lo q u e, a efecto s de este escrito , d e n o m in a re m o s c o n c e p to o rig in a l d el T ra sfo n d o (p o r o p o s ic ió n al c o n c e p to revisad o ): U n estado intencional sólo determ ina sus condiciones de sa­ tisfacción «y solam ente así es el estado que es» dada su posición en una Red de otros estados intencionales y respecto de un Trasfondo de prácticas y supuestos preintencionales que ni son ellos mismos estados intencionales ni son parte de las condiciones de satisfac­ ción de los estados intencionales. (Searle, 1 9 8 3 , pág. 34).

Tres rasgos fundamentales de la Red resultarán decisivos una vez que se introduzca el Principio de Conexión. En primer lugar, a la vista del modo en que el concepto de la Red conduce a la pos­ tulación del Trasfondo, es predecible que las fronteras entre ambos irán tornándose borrosas. Cuando tratamos de «seguir los hilos de la Red» no nos encontramos súbitamente con el Trasfondo; más bien, pronto comenzamos a encontrar estados supuestamente in­ tencionales3, sobre los que parecería inadecuado decir que alguien cree inconscientemente tales cosas, «porque son, en algún sentido, demasiado fundamentales para ser calificadas como creencias, e in­ cluso como creencias inconscientes»4 (Searle, 1983, pág. 151). En segundo lugar, es obvio que los estados intencionales que forman la Red de intencionalidad son la mayor parte del tiempo incons­ cientes, o al menos no necesariamente conscientes, incluso cuando están determinando las condiciones de satisfacción de un estado intencional que acaece conscientemente. En tercer lugar, la razón última por la que la postulación del Trasfondo deviene necesaria es que, de otra manera, la interpretación de cada estado intencional estaría determinada por reglas que también serían en sí mismas es­ tados intencionales, lo cual supone una amenaza de regresión: «[...] la totalidad de la Red necesita un Trasfondo, puesto que los ele­ mentos de la Red ni se autointerpretan ni se autoaplican» (Searle, 1992, pág. 176). El Principio de Conexión

Presentado por primera vez en Searle (1989), y después en ver­ siones condensadas en Searle (1990) y Searle (1992), el Principio de Conexión constituye una afirmación ontológica fuerte sobre la naturaleza de lo mental: «la adscripción a un sistema de un fenó­ meno intencional inconsciente implica que dicho fenómeno es, en principio, accesible a la conciencia» (Searle, 1990, pág. 586). 3 El argumento de Searle se presenta en términos de creencias, pero sería fá­ cil traducirlo al caso de los deseos. La Red, después de todo, es a veces denomi­ nada «una Red que incluye [otras] creencias y deseos» (Searle, 1983, pág. 150). 4 Probablemente sea esto a lo que aludía Wittgenstein en algunas de sus re­ flexiones sobre la certeza (Wittgenstein, 1969).

Debe tenerse en cuenta que el mencionado Principio ocupa un lugar central en la teoría de la mente de Searle y, muy en par­ ticular, en su crítica a las insuficiencias teóricas de los modelos computacionales que asumen la posibilidad de explicaciones sobre los fenómenos mentales en que la referencia a la conciencia sea ex­ trínseca. Frente a las esperanzas teóricas depositadas por gran nú­ mero de filósofos de la mente y científicos cognitivos contempo­ ráneos en el análisis de las equivalencias funcionales entre las actividades llevadas a cabo por organismos vivos dotados de sis­ tema nervioso y por máquinas artificiales, Searle, como es bien sa­ bido, ha venido sosteniendo el carácter infranqueable de los lími­ tes con los que toparía cualquier intento de comprender la mente a partir de un enfoque meramente funcionalista que pretendiera obviar a la propia conciencia fenoménica subjetiva. El peculiar combate que viene librando contra el modelo computacional de la mente no es, de acuerdo con sus propias declaraciones, más que un aspecto parcial de la guerra general que ha entablado contra las diversas formas de materialismo reduccionista prevalecientes en el pensamiento contemporáneo. El «naturalismo biológico» propug­ nado por Searle vendría a reivindicar, a la vez, la irreducible exis­ tencia ontológica de los fenómenos mentales y su consideración como productos del funcionamiento de procesos neurológicos del cerebro. Por otro lado, los argumentos que Searle ha venido desple­ gando en esta cruzada cabe reconocerlos como ampliaciones pro­ gresivas y coherentes de su teoría sobre la intencionalidad de lo mental. Tras haber mostrado la imposibilidad de hacerse cargo de la comprensión del significado mediante la mera manipulación sin­ táctica de signos en su argumento de la «habitación china», Searle ha venido sosteniendo posteriormente que ni siquiera cabe la atri­ bución en sentido estricto de sintaxis a los procesamientos mecá­ nicos, por muy complejos que éstos sean, llevados a cabo por seres artificiales sin conciencia subjetiva. En este mismo contexto mili­ tante se inscriben sus críticas a cualquier teoría de la mente «in­ consciente» y a las propuestas de legitimar el dualismo entre mente computacional y mente fenoménica. También en este mismo con­ texto adquiere significación el Principio de Conexión, pues viene a negar uno de los presupuestos básicos de la ciencia cognitiva: que existan fenómenos mentales inconscientes, no por causas acciden­

tales, sino en principio, es decir, que exista un «inconsciente pro­ fundo» inaccesible a la conciencia. Admitir el Principio de Conexión implica reconocer que «no sólo no tenemos evidencia alguna a favor de su existencia (la de fe­ nómenos mentales en principio inconscientes), sino que la postu­ lación de su existencia viola una constricción lógica de la noción de intencionalidad» (Searle, 1992, pág. 180). Con independencia de las ventajas tecnológicas que puedan derivarse de la simulación de actividades mentales, seguir empleando un lenguaje en el que tenga cabida una mente inaccesible a la conciencia comportaría asumir las negativas consecuencias de un error categorial pues, a juicio de Searle, no tenemos noción alguna del inconsciente ex­ cepto como aquello que es potencialmente consciente. «Concien­ cia e intencionalidad están esencialmente conectadas en el sentido de que la noción de un estado intencional inconsciente solamente la entendemos en términos de su accesibilidad a la conciencia» (Searle, 1992, pág. 12). A la vista de la importancia de estas tesis, es fundamental en­ tender los pasos en que se desarrolla el argumento en favor del Principio de Conexión, algunos de los cuales jugarán además un papel decisivo en nuestro análisis de la fuerza explicativa del con­ cepto revisado del Trasfondo. El punto de partida del argumento es la distinción entre in­ tencionalidad intrínseca e intencionalidad como-si (que no es, en realidad, sino la atribución metafórica de intencionalidad a fenó­ menos no intencionales). La intencionalidad atribuida a los esta­ dos mentales inconscientes debe ser intrínseca pues, de lo contra­ rio, perderían todo poder explicativo al no entenderla de forma literal, por ejemplo, cuando atribuimos a una persona un odio in­ consciente hacia su padre. Por otra parte, un rasgo esencial de los estados intencionales intrínsecos, sean conscientes o inconscientes, es su contorno de aspecto: el objeto de un estado intencional in­ trínseco está siempre representado bajo un aspecto u otro relacio­ nado con los intereses y punto de vista del agente que percibe, piensa o experimenta. No resulta claro, sin embargo, cómo pueden tener un determinado contorno de aspecto estados mentales de los que el propio sujeto no es consciente. Resulta evidente para Searle que el contorno de aspecto de un estado intencional no puede ser adecuadamente descrito «en términos de predicados en tercera per­

sona, conductuales o, ni siquiera, neurofisiológicos» (Searle, 1990, pág. 587). Sin embargo, si un estado intencional dado es, de he­ cho, un estado mental inconsciente, entonces, ontológicamente, consiste tan sólo en fenómenos neurofisiológicos, ya que, por de­ cirlo de modo conciso, «[...] esto es todo lo que pasa dentro del ce­ rebro: procesos neurofisiológicos y conciencia» (Searle, 1992, pág. 175). Por tanto, parece que nos enfrentamos a una contradicción: en el cerebro de alguien que tiene un estado mental inconsciente no sucede nada excepto eventos neurofisiológicos, pero dicho estado mental inconsciente tiene un contorno de aspecto que no puede ser constituido por los eventos neurofisiológicos. La solución a este problema, de acuerdo con Searle, sólo puede consistir en un aná­ lisis disposicional de los estados intencionales inconscientes en el que éstos son descritos como estados neurofisiológicos con la ca­ pacidad causal de generar (los correspondientes5) estados intencio­ nales conscientes. Y esto es, precisamente, lo que viene a afirmar el Principio de Conexión: cualquier cosa que cuente como un estado intencional inconsciente debe ser «en principio» accesible a la con­ ciencia, es decir, capaz de causar el estado mental consciente corres­ pondiente. En palabras de Searle: H ay una gran cantidad de fenóm enos mentales inconscientes, pero hasta el punto en que son genuinam ente intencionales tienen que preservar, en algún sentido, su contorno de aspecto incluso cuando son inconscientes, y el único sentido que podem os dar a la noción de que preservan su contorno de aspecto cuando son in­ conscientes es que son posibles contenidos de la conciencia. (Searle, 19 9 2 , pág. 16 7 ).

En consecuencia, la única noción legítima de un estado inten­ 5 Asumimos que cuando Searle habla de la capacidad para causar estados in­ tencionales conscientes, se refiere a los estados mentales conscientes correspon­ dientes, es decir, un estado mental consciente que preserva el contorno de aspecto (contenido, condiciones de satisfacción, etc.) del estado intencional inconsciente. Aunque Searle no se pronuncia explícitamente a este respecto, lo contrario susci­ taría consecuencias indeseadas para la teoría. Por ejemplo, alguien podría estar tentado de decir, en defensa del inconsciente profundo, que un estado intencio­ nal inconsciente dado no puede generar el estado consciente correspondiente, pero es, aun así, mental puesto que puede generar otros estados conscientes.

cional inconsciente sería la de un estado que constituye un posible contenido de conciencia. En otras palabras, la noción de estado mental inconsciente implica necesariamente accesibilidad a la con­ ciencia, y carece por tanto de sentido la postulación llevada a cabo por científicos cognitivos y filósofos de la mente de estados men­ tales que, en principio, son inaccesibles a la conciencia y no guar­ dan relación con la experiencia subjetiva. El Concepto Revisado del Trasfondo

La postulación del Principio de Conexión tiene consecuen­ cias fundamentales para la teoría del Trasfondo, en particular para la distinción entre el Trasfondo y la Red. Resulta significativo que el tipo de estado intencional inconsciente que Searle elige, en su argumento en favor del Principio de Conexión, para demostrar que, puesto que su contorno de aspecto no puede estar consti­ tuido neurofisiológicamente, debe estar constituido por su capa­ cidad para causar el estado intencional consciente correspon­ diente (por ejemplo, la creencia de que Denver es la capital de Colorado en un hombre que no está pensando en ello en ese mo­ mento [Searle, 1990, pág. 586] o que está profundamente dor­ mido y sin soñar [Searle, 1990, pág. 588; 1992, pág. 159]), es precisamente el tipo de estado intencional en el que uno pensa­ ría como parte de la Red. Otra manera de decir esto es decir que, una vez que se acepta el Principio de Conexión, el problema de las fronteras difusas en­ tre la Red y el Trasfondo se convierte en una dificultad insoluble para la teoría original (tal como se presenta en Searle, 1983). Si lo que sucede en el cerebro sólo puede ser o conciencia o neurofisiología pura y dura, la Red, que está compuesta de estados intencio­ nales inconscientes, sólo puede ser neurofisiología pura y dura. Pero entonces, de acuerdo con Searle, debe ser parte del Trasfondo, ya que «la ontología ocurrente de aquellas partes de la Red que son inconscientes es la de una capacidad neurofisiológica, pero el Trasfondo consta enteramente de tales capacidades» (Searle, 1992, pá­ gina 194). El concepto revisado del Trasfondo comporta, en consecuen­ cia, una afirmación mucho más débil que la del concepto original:

Toda la intencionalidad consciente —todo pensamiento, per­ cepción, comprensión, etc.— determina condiciones de satisfac­ ción sólo relativamente a un conjunto de capacidades que no son y no pueden ser parte de ese mismo estado consciente. El conte­ nido efectivo por sí mismo es in jficiente para determinar las con­ diciones de satisfacción. (Searle, 1 9 9 2 , pág. 18 9 ). Tras haber formulado el concepto revisado de Trasfondo, Searle resume sus diferencias con el concepto original: De la intuición original de que los estados intencionales re­ quieren un Trasfondo no intencional queda esto: incluso si se ha­ cen explícitos todos los contenidos de la mente como un conjunto de reglas, pensamientos, creencias, etc., conscientes, aún se requiere un conjunto de capacidades de Trasfondo para su interpretación. Se ha perdido esto: no hay realidad ocurrente alguna en una Red inconsciente de intencionalidad, una red que apoya holísticamente a todos sus miembros, pero que requiere un apoyo adicional del Trasfondo. (Searle, 1 9 9 2 , pág. 19 5 ). Quizá el mejor modo de entender las diferencias es comparar las tesis que engloba el concepto del Trasfondo en su versión ori­ ginal (Searle, 1 9 9 2 , pág. 1 8 2 - 1 8 3 ) y en su versión revisada (Searle, 1 9 9 2 , pág. 1 9 6 ) . La primera de estas cinco tesis, 1.

«Los estados intencionales no funcionan autónomamente. No determinan aisladamente las condiciones de satisfac­ ción.»,

permanece prácticamente idéntica: 1.

[revisada] «Los estados intencionales no funcionan autó­ nomamente. No determinan sus condiciones de satisfac­ ción independientemente.»6

6 Suponiendo que haya realmente alguna diferencia entre estas dos afirma­ ciones, parece ser ésta: en la teoría original, los estados intencionales no determi­ nan sus condiciones de satisfacción «aisladamente» porque son parte de la Red de otros estados intencionales; mientras que en la teoría revisada los estados inten­ cionales como tal están, de hecho, aislados, pero no funcionan «independiente­

Las modificaciones fundamentales comienzan a aparecer en la segunda tesis. La afirmación defendida inicialmente: 2.

«Cada estado intencional requiere para su funcionamiento una Red de otros estados intencionales. Las condiciones de satisfacción se determinan sólo de manera relativa a la Red.»

se convierte, después de que la Red se funda en el Trasfondo, en: 2.

[revisada]. «Cada estado intencional requiere para su fun­ cionamiento un conjunto de capacidades de Trasfondo. Las condiciones de satisfacción se determinan sólo relati­ vamente a esas capacidades.»

En la tesis 3, los límites entre la Red y el Trasfondo son reformulados. La idea básica ya no es que la Red funciona de manera relativa al Trasfondo, sino que algunas de las capacidades del Trasfondo pueden generar estados intencionales conscientes: 3.

«Incluso la Red no es suficiente. La Red sólo funciona de manera relativa a un conjunto de capacidades de Trasfondo.»

se convierte en 3.

[revisada]. «Entre estas capacidades estarán algunas que son capaces de generar otros estados conscientes. A [estos otros]7 se aplican las condiciones 1 y 2.»

La cuarta tesis,

mente» de un Trasfondo de estados neurofisiológicos que no son en sí mismos es­ tados intencionales (aunque mantienen su contorno de aspecto en virtud de su capacidad para causar el estado intencional consciente [correspondiente]). 7 Pese a que la traducción castellana de Searle, 1992, dice «estas otras», no cabe duda de que es a los estados conscientes, y no a las capacidades de trasfondo, a los que se aplican las condiciones 1 y 2.

4.

«Esas capacidades no son y no pueden ser tratadas como meros estados intencionales o como parte del contenido de algún estado intencional particular.»,

es eliminada en la versión revisada. Sin embargo, tal decisión no está claramente justificada, ya que parece ser cierto que las capaci­ dades de Trasfondo, en la versión revisada, no son estados inten­ cionales ni parte del contenido de estados intencionales. A nuestro juicio, la razón por la que desaparece esta tesis es que, dado que los estados intencionales inconscientes se consideran parte del Trasfondo y conservan su contorno de aspecto (aunque sólo sea de modo disposicional), resulta difícil mantener que todas las capaci­ dades de Trasfondo sean no-intencionales. De hecho, parece que precisamente la más fuerte de las afirmaciones originales desapa­ rece en la versión revisada. Esta interpretación se ve avalada por la forma en que la teoría fue originalmente presentada: la afirmación de que los estados intencionales sólo funcionan de manera relativa a la Red se identificaba con el holismo, una idea considerada «bas­ tante común[es] en la filosofía contemporánea» (Searle, 1983, pá­ gina 35); la afirmación de que los estados intencionales sólo fun­ cionan de manera relativa a un Trasfondo no-representacional, por otro lado, se presenta como una «afirmación mucho más contro­ vertida», con importantes consecuencias. Las formulaciones revisa­ das de las cuatro tesis originales, sin embargo, no hacen ninguna referencia a la no-representacionalidad del Trasfondo. Por último, la quinta tesis, una extensión de la primera y la se­ gunda, 5.

«El mismo contenido intencional puede determinar dife­ rentes condiciones de satisfacción (tales como las condi­ ciones de verdad) (de manera relativa a diferentes Trasfondos), y con relación a algún Trasfondo no determina ninguna en absoluto.»,

aparece bastante refinada en la versión revisada, que distingue en­ tre tipos de contenidos intencionales (latentes) y casos de conteni­ dos intencionales manifiestos: 5.

[revisada]. «El mismo tipo de contenido intencional puede

determinar diferentes condiciones de satisfacción cuando se manifiesta en diferentes instancias [casos] conscientes, de manera relativa a diferentes capacidades de Trasfondo, y re­ lativamente a algunos Trasfondos no determina ninguna.» Debería ser obvio a estas alturas que la teoría de la mente de Searle queda radicalmente modificada por la introducción del Prin­ cipio de Conexión. Desde nuestro punto de vista, el concepto del Trasfondo es una de las áreas en que los cambios son cruciales. En lo que sigue, intentaremos evaluar dichos cambios en términos de la ontología de lo mental que implican, y de la extraordinaria carga explicativa que soporta el concepto de Trasfondo.

In t e n c io n a l id a d

y c o n c ie n c ia en el c e r e b r o

La propuesta del Principio de Conexión, y especialmente las implicaciones para la ciencia cognitiva que Searle deriva de él, han sido el objetivo de un buen número de críticas. Muchas de ellas eran objeciones al argumento en pro del Principio de Conexión, a su relevancia para los modelos cognitivos de explicación, y a la con­ clusión teórica que de él pretende extraerse sobre la inexistencia de estados mentales profundamente inconscientes. El propio Sear­ le (1990, pág. 594; 1992, pág. 170) recoge de forma explícita dos de las objeciones que le fueron planteadas: de acuerdo con la primera, sería posible imaginar un contraejemplo del Principio de Conexión si suponemos que, dotados de una ciencia completa del cerebro, descubriéramos que sujetos con idéntica configuración neurofisiológica a la que en otros sujetos causa un determinado estado cons­ ciente (por ejemplo, el deseo de beber agua) carecen, sin embargo, de esa determinada experiencia. A su juicio, tal posibilidad no anu­ laría la validez de la tesis defendida, por cuanto en esos casos po­ demos interpretar que los fenómenos siguen siendo «en principio» accesibles a la conciencia, sólo que, de hecho, no lo son por efecto de alguna otra causa que lo impide. Searle reitera en repetidas oca­ siones que su Principio de Conexión sólo necesita de la accesibili­ dad a la conciencia de los fenómenos inconscientes «en principio», y es plenamente compatible con el hecho de que el sujeto no pueda tener experiencia consciente de ellos, bien por una lesión orgánica

o, como en el caso freudiano, por represión. La segunda objeción le fue planteada por Block y se fundamentaba en la posibilidad de que existiera un zombi intencional completamente inconsciente. Searle rechaza de plano tal posibilidad por cuanto un contorno de aspecto determinado resulta esencial a todo estado intencional y ello implica justamente una conciencia ausente en el supuesto zombi. No pocas de las objeciones que fueron planteadas a la validez del Principio de Conexión se basaron (Searle, 1990, págs. 596 y sigs.) en la ambigüedad de la expresión «en principio» referida a la accesibilidad a la conciencia o, lo que es lo mismo, a la posibi­ lidad de causación de estados conscientes por parte de un deter­ minado estado neurofisiológico cerebral. En ello coinciden co­ mentaristas como Block, Chomsky y Clark, llegando a decir este último que la noción de accesibilidad en principio a la conciencia utilizada por Searle es demasiado liberal para que pueda resultar útil; hasta podríamos llegar a atribuir a un cactus el estado inten­ cional latente del modo como su propio crecimiento es estimulado por la luz del sol. En otras ocasiones, las críticas se centraron en mostrar que re­ sultaba absolutamente incorrecto extraer del Principio de Conexión conclusiones negativas sobre las explicaciones de la ciencia cognitiva. Como hemos indicado anteriormente, éste y no otro era el ob­ jetivo al que tendía su postulación: el Principio de Conexión resulta compatible no sólo con el sentido de inconsciente como-si, y con el sentido de inconsciente como preconsciente, sino también con el sentido de inconsciente mental freudiano como inconsciente repri­ mido; por el contrario, viene a negar radicalmente la posibilidad ló­ gica de fenómenos mentales inaccesibles a la conciencia tal como son propuestos por las teorías cognitivas: «Si estamos buscando fe­ nómenos que sean intrínsecamente intencionales pero inaccesibles en principio a la conciencia, no existen: ni seguimiento de reglas, ni procesamiento mental de la información, ni inferencias incons­ cientes, ni modelos mentales, ni dibujos originales, ni imágenes 2-D, ni descripciones tridimensionales, ni lenguaje del pensa­ miento, ni gramática universal» (Searle, 1990, pág. 589). Su admi­ sión, implicaría, a juicio de Searle, un funesto retorno a las antropomórficas y teleológicas explicaciones predarwinistas del mundo biológico aplicadas a la mente humana. Resultaba previsible que los

críticos del Principio de Conexión se centraran en recordar la plena validez de tales construcciones hipotéticas que contaban a su favor, no sólo con abundante material empírico, sino con la legitimidad otorgada por su valor explicativo. A estas alturas del debate, la cues­ tión inevitablemente giró sobre el problema de las explicaciones funcionales versus explicaciones causales y el estatus teórico de los modelos basados en el procesamiento de la información. Por ello, las réplicas de Searle a estas objeciones se centraron en mostrar el carácter extrínseco a la física, y necesariamente relativo al observa­ dor, de toda atribución de sintaxis o interpretación computacional, negando la existencia de un nivel intermedio de explicación causal de un sistema entre el de su implementación física y el intencional del observador (Searle, 1990, pág. 636). A pesar de su indudable interés teórico, ninguna de las perspec­ tivas enunciadas en torno al debate suscitado por el Principio de Co­ nexión será la elegida en el desarrollo posterior del presente trabajo, cuyo enfoque difiere de ellas, al menos, en dos sentidos. En primer lugar, las cuestiones a las que nos referiremos son internas a la teo­ ría de Searle. Sin poner en duda ni la hipótesis del Trasfondo ni el Principio de Conexión en sí, pretendemos examinar algunas dificul­ tades a las que, a nuestro juicio, ha de enfrentarse la teoría. Dichas dificultades se dividen en dos grandes áreas: una relacionada con el poder explicativo del concepto del Trasfondo ([i]), la otra con el mo­ delo searleano de la mente, y en particular de la memoria y la con­ ciencia ([ii]). En segundo lugar, no nos ocuparemos directamente de la necesidad de una inversión explicativa en la ciencia cognitiva, ni trataremos de refutar el Principio de Conexión, que constituían los temas principales de los comentarios mencionados. Sin embargo, creemos que la ontología de la mente que subyace al Principio de Conexión es problemática incluso en el marco de la teoría de Searle, y a la explicitación de esos problemas dedicaremos el apartado (iii). (i)

Dificultades explicativas d el concepto revisado d el Trasfondo

El concepto revisado del Trasfondo evita el problema de los lí­ mites entre la Red y el Trasfondo de la forma más expeditiva: in­ corporando aquélla a éste. Aun así, no es difícil detectar algunos residuos de la distinción original que tienen un carácter proble­

mático, algo de lo que el propio Searle es consciente y a cuyo tra­ tamiento destina cierto esfuerzo: La cuestión de cóm o distinguir entre Red y Trasfondo des­ aparece, porque la Red es aquella parte del Trasfondo que descri­ bimos en térm inos de su capacidad para causar intencionalidad consciente. Pero todavía no estamos fuera del cenagal, pues nos queda la cuestión siguiente: ¿en qué se ha de convertir la tesis de que la intencionalidad funciona respecto de un conjunto de capa­ cidades no intencionales? [...] ¿Y hemos de hacer una distinción entre el funcionam iento de la intencionalidad inconsciente y las ca­ pacidades no intencionales? M e parece que hem os cam biado el problem a de distinguir entre Red y Trasfondo p o r el problem a de distinguir lo intencional de lo no intencional dentro de las capaci­ dades del Trasfondo. (Searle, 1 9 9 2 , pág. 194).

Aparentemente, la respuesta de Searle a esta cuestión consiste en proponer algunas distinciones ulteriores: entre el centro y la perife­ ria, las condiciones de límite y de situación de la experiencia cons­ ciente, entre fenómenos mentales representacionales y no represen­ tacionales, entre capacidades y sus manifestaciones, y entre «aquello en lo que nos interesamos efectivamente [y] aquello que damos por sentado» (Searle, 1992, pág. 194). Es evidente que estas distincio­ nes no resuelven el problema: la primera es colateral, la última cier­ tamente demasiado vaga, y la segunda y la tercera no son más que reformulaciones del problema: «¿cuál es el papel, si es que hay al­ guno, de lo no representacional en el funcionamiento de la inten­ cionalidad?» y «¿cuáles de las capacidades del cerebro deberían pen­ sarse como capacidades de Trasfondo?» (Searle, 1992, pág. 194). La primera dificultad importante implicada en el concepto re­ visado del Trasfondo, así pues, es cómo diferenciar las capacidades de Trasfondo mencionadas en la tercera tesis revisada: «Entre estas capacidades estarán algunas que son capaces de generar otros esta­ dos conscientes.» (Searle, 1992, pág. 196). Éstas son, obviamente, residuos de la Red. Una respuesta posible debería ser descartada: no bastará simplemente reiterar que son diferentes de las otras ca­ pacidades de Trasfondo por cuanto son capaces de generar otros es­ tados conscientes. Es precisamente porque considera este tipo de respuesta como una petición de cuestión por lo que Searle tuvo que abandonar del concepto de la Red:

¿Cuál es la base de la distinción entre el Trasfondo y la Red? Bien, pidiendo la cuestión, puedo decir que el Trasfondo consta de fenómenos que no son estados intencionales, y la Red es una red de intencionalidad; pero ¿cóm o se supone que debe delinearse exactamente esta distinción [...]? (Searle, 1 9 9 2 , pág. 19 2).

Y del mismo modo que el problema de la borrosidad de los lí­ mites aparecía entonces, reaparece ahora si se pretende fundamen­ tar la distinción en la capacidad para generar otros estados cons­ cientes. Tomemos por ejemplo la presuposición de Trasfondo de que los objetos son sólidos (Searle, 1992, pág. 192): es obvio que es capaz de generar el (correspondiente) estado intencional cons­ ciente, a saber, la creencia de que los objetos son sólidos. De he­ cho, acaba de hacerlo mientras lo expresábamos por escrito, y pro­ bablemente también mientras usted lo leía. Como el propio Searle observa: Si se empieza a pensar sobre la solidez de los objetos, entonces uno puede formarse una creencia consciente de que los objetos son sólidos. La creencia en la solidez de los objetos se convierte en­ tonces en una creencia com o cualquier otra, sólo que m ucho más general. (Searle, 1 9 9 2 , pág. 195).

Aun así, debe haber alguna capacidad de Trasfondo que, al con­ trario que ésta, no pueda ser descrita como una presuposición (una descripción que evidencia su potencial intencionalidad), y que no pueda generar el (correspondiente) estado intencional consciente: «Además, algunas capacidades del cerebro no generan conciencia, sino que más bien funcionan para fijar la aplicación de los estados conscientes. Me capacitan para pasear, comer, escribir, hablar, etc.» (Searle, 1992, pág. 193). Si no hubiera ninguna capacidad de Trasfondo tal, habríamos vuelto a las dificultades que la hipótesis del Trasfondo trataba originalmente de resolver: la comprensión del significado literal y de la metáfora, y el modo en que desarrollamos y ejecutamos pericias. Estamos dando por sentado que los argumentos de Searle a fa­ vor de la necesidad del concepto del Trasfondo (o del «descubri­ miento» del Trasfondo) son robustos. De hecho, creemos que una observación wittgensteiniana sobre el carácter no autointerpretativo de las reglas (Wittgenstein, 1953, véase, por ejemplo, párrafo 217)

es suficiente para establecer algo parecido a la hipótesis de un Trasfondo no intencional de capacidades que sirve de soporte a todos los estados intencionales8. Como mencionamos con anterioridad, es precisamente el hecho de que «los elementos de la Red ni se autointerpretan ni se autoaplican» (Searle, 1992, pág. 182) lo que, en último término, hace necesario el Trasfondo. Sin embargo, no re­ sulta claro, a nuestro juicio, cómo la teoría revisada podría resol­ ver este problema. Se supone que una parte del Trasfondo (las ca­ pacidades no intencionales descritas en el párrafo anterior) posibilitan la interpretación de otra parte (la parte que consiste en capacidades que pueden causar el (correspondiente) estado men­ tal). Pero no tenemos una forma clara de distinguir ambas partes, puesto que la forma obvia, y la única que se nos alcanza como po­ sible (la diferencia entre lo representacional y lo no representacio­ nal), fue descartada cuando la Red fue unida al Trasfondo, y por­ que, de todos modos, todavía se vería afectada por el problema de la borrosidad de los límites. En el intento de rendir cuentas de la diferencia entre lo inten­ cional y lo no intencional dentro del Trasfondo, Searle propone también una distinción entre capacidades y sus manifestaciones. Pero todo el Trasfondo está definido en términos de capacidades en la versión revisada (véanse las tesis revisadas 2 y 3 supra, o en Searle, 1992, pág. 196), de modo que esa distinción no resulta de gran ayuda. Aun así, es interesante constatar que parece haber, en cierto sentido, varias nociones de capacidad funcionando dentro de la teoría revisada del Trasfondo: A lgu n a [s] de las capacidades que uno tiene nos capacitan para form ular y aplicar reglas, principios, creencias, etc., en las realizaciones conscientes que uno lleva a cabo. Pero necesitan to­ davía capacidades de Trasfondo para su aplicación. (Searle, 1 9 9 2 , pág. 19 5 ).

8 Searle, sin embargo, encuentra los problemas del significado literal, la me­ táfora y las pericias físicas, a los que prefiere llamar «consideraciones» más que ar­ gumentos, «más convincentes» que el argumento wittgensteiniano (Searle, 1983, págs. 160-161). Una posición más próxima a la nuestra ha sido expresada por Stroud, aunque su forma particular de argumento regresivo es ligeramente dife­ rente (Stroud, 1991, pág. 245).

De modo que tenemos, por un lado, estados neurofisiológicos que se caracterizan como capacidades para causar los (correspon­ dientes) estados intencionales conscientes y, por otro, estados neu­ rofisiológicos que se caracterizan como capacidades que posibilitan toda intencionalidad. Aunque Searle usa ambos términos de ma­ nera intercambiable, podría ser útil referirnos a las primeras como preintencionales y a las segundas como no-intencionales. En cual­ quier caso, está claro que la distinción crítica volvería a ser entre lo al menos potencialmente intencional y lo no intencional; pero, una vez más, éste es el problema que intentamos resolver, no su solu­ ción. Esta dicotomía capacidad/manifestación, sin embargo, apunta a lo que constituye otra dificultad para la teoría revisada del Trasfondo. Cuando Searle introduce esta distinción, se pregunta: «¿cuá­ les de las capacidades del cerebro deberían pensarse como capaci­ dades de Trasfondo?» (Searle, 1992, pág. 194). No será fácil trazar la línea divisoria. El argumento en favor de la unión de la Red y el Trasfondo era que la ontología ocurrente de los estados intencio­ nales inconscientes es, por el Principio de Conexión, la de puros eventos neurofisiológicos, y que ésta es la misma ontología del Trasfondo. Ahora bien, podría plantearse un argumento paralelo para cualquier estado o proceso neurofisiológico que no cause con­ ciencia como una propiedad de alto nivel, y eso inevitablemente incluirá muchos estados y procesos neurofisiológicos que no tienen ninguna relación directa con la intencionalidad, la conciencia o lo mental. El resultado es que ahora incluso las fronteras entre estados in­ tencionales inconscientes y fenómenos neurofisiológicos no men­ tales son difíciles de establecer: ¿Cóm o, por ejemplo, hemos de distinguir entre fenóm enos ce­ rebrales mentales /«conscientes y aquellos fenóm enos cerebrales no conscientes que no son mentales en absoluto, sino solamente pro­ cesos y estados neurofisiológicos brutos, ciegos? ¿Cóm o distingui­ mos, por ejemplo, entre mi creencia inconsciente, cuando no es­ toy pensando en ello, de que D enver es la capital de C olorado y la mielinización no consciente de mis axones? Am bos son rasgos de mi cerebro, pero uno es, en cierto sentido, mental y otro no. (Searle, 1 9 9 0 , pág. 586).

Para resumir, usando una cruda metáfora espacial, el concepto revisado del Trasfondo elimina sus borrosos límites superiores (es decir, entre el Trasfondo y la Red) que encontrábamos en el con­ cepto original, pero lo hace al precio de generar límites internos (es decir, entre lo intencional y lo no intencional) igualmente borro­ sos y límites inferiores (es decir, entre lo no intencional y lo no mental) prácticamente inexistentes, al menos por lo que respecta a procesos neurofisiológicos. Lo que resulta problemático en esta situación no es sólo la con­ fusión conceptual, sino también el peligro de trivialización de la teoría del Trasfondo. Al fin y al cabo, el Trasfondo parecería incluir todos los procesos neurofisiológicos que no sean actualmente cons­ cientes. Pero la afirmación de que nuestros estados mentales úni­ camente funcionan en contraste, o en relación con ciertos proce­ sos neurofisiológicos no es muy original. En estos términos, la hipótesis del Trasfondo es apenas distinguible de la hipótesis del «naturalismo biológico» que Searle propone como solución, o di­ solución, del problema mente-cuerpo (Searle, 1992, pág. 15).

(ii)

La conciencia y la intencionalidad intrínseca., o Metáforas de la M ente

Un cambio fundamental del modelo searleano de la mente, en particular de su visión de la memoria, subyace a los cambios en el concepto del Trasfondo y a la postulación del Principio de Cone­ xión. El giro básico va desde la metáfora de la memoria como un inventario a la metáfora de la memoria como un mecanismo: De acuerdo con m i punto de vista previo, yo pensaba en la m ente com o algo que contenía un inventario de estados mentales. En cualquier m om ento dado, algunos de ellos son conscientes y otros son inconscientes. (Searle, 1 9 9 2 , pág. 19 2 ).

Otros símiles relacionados son «un almacén de proposiciones e imágenes» o «un género de gran biblioteca o archivo de represen­ taciones» (Searle, 1992, págs. 192-193). Pero, por razones que se han examinado en detalle aquí, este modelo es incompatible con el Principio de Conexión: la única ontología ocurrente de los ítem

del inventario es la de una capacidad neurofisiológica de causar los (correspondientes) estados mentales conscientes. Pero deberíamos pensar en la m em oria más bien com o un m e­ canismo para generar las realizaciones que se van dando en cada m om ento, incluyendo los pensamientos y las acciones conscientes, basadas en experiencias pasadas. (Searle, 1 9 9 2 , pág. 193).

Es importante percatarse de que la metáfora de la mente como un mero inventario de representaciones ha quedado ya descartada por medio de los argumentos en favor del Trasfondo. Como diji­ mos, incluso el argumento wittgensteiniano por sí mismo nos pa­ rece suficiente para ese fin9. Ahora bien, sólo cuando la metáfora del inventario se complementa con el concepto del Trasfondo (como ocurría en la distinción original entre el Trasfondo y la Red) debe el argumento contra dicha metáfora asumir el Principio de Conexión para resultar efectivo. De nuevo, nuestro objetivo no es poner en tela de juicio la me­ táfora del mecanismo; en cualquier caso, parece ser lógicamente más adecuada que la metáfora del almacén, y probablemente re­ sultará ser también una mejor descripción de lo que sucede en el cerebro10. Sin embargo, su combinación con la afirmación de que «todo lo que pasa dentro del cerebro [es] procesos neurofisiológi­ cos y conciencia» (Searle, 1992, pág. 175), que constituye la base del Principio de Conexión y el concepto revisado del Trasfondo, produce algunos problemas interesantes. En su crítica de la noción freudiana de la vida mental incons­ ciente (véase especialmente Searle, 1992, págs. 174-178; también Searle, 1990, pág. 586), Searle ataca lo que parece ser otra versión de la metáfora del inventario:

9 La versión del argumento que propone Stroud, presentada en términos de una metáfora de la mente como un bolsillo repleto de tarjetas de plástico, apunta probablemente en esta dirección (Stroud, 1991, pág. 245). 10 Un punto de vista similar ha sido propuesto por la teoría de sistemas di­ námicos no lineales (véanse por ejemplo los comentarios de Freeman y Skarda a Searle [1990]). Sería interesante saber hasta qué punto esto ha tenido una in­ fluencia directa en el cambio de postura de Searle, si es que la ha tenido.

Es com o si los estados mentales inconscientes fuesen realmente algo así com o muebles que están en el desván de la m ente y, para traerlos a la conciencia, subiésemos al desván y los iluminásemos con el destello de nuestra percepción. Igual que los muebles «en sí mismos» no se ven, del m ism o m odo los estados mentales son «en sí mismos» inconscientes. (Searle, 19 9 2 , págs. 1 7 5 - 1 7 6 ) .

O, en términos menos metafóricos: Freud piensa aparentem ente que, además de cualesquiera ras­ gos neurofisiológicos que m i cerebro pudiera tener, hay también algún nivel de descripción en el que mis estados mentales incons­ cientes, aunque com pletam ente inconscientes, tienen todos y cada uno de los rasgos de mis estados mentales conscientes, incluyendo la intencionalidad y la subjetividad. El inconsciente tiene todo lo que tiene el consciente, sólo que sin la conciencia. (Searle, 1 9 9 2 , págs. 1 7 6 -1 7 7 ) .

Searle presenta dos poderosas líneas de ataque contra este mo­ delo. La primera es básicamente el argumento en pro del Principio de Conexión: no puede haber un ático donde se almacenen los es­ tados intencionales inconscientes, porque dichos estados son sólo estados neurofisiológicos capaces de causar (los correspondientes) estados intencionales conscientes. La segunda línea de ataque com­ prende varias objeciones a la analogía entre la conciencia y la per­ cepción que está implícita en la metáfora. Posiblemente alguna versión del modelo del mecanismo puede evitar con éxito la mayoría de estas objeciones. Sin embargo, si el modelo del mecanismo se combina con una ontología que, como la del Principio de Conexión y el concepto revisado del Trasfondo, sólo distingue neurofisiología y conciencia, entonces sólo podemos lograr un modelo muy similar al que Searle atribuye a Freud. Tiene que ser cierto que «el inconsciente tiene todo lo que tiene el cons­ ciente, sólo que sin la conciencia», porque no hay nada más de lo que pueda carecer. El núcleo del argumento en pro del Principio de Conexión es que «todo lo que pasa dentro del cerebro [es] pro­ cesos neurofisiológicos y conciencia», y por tanto la ontología de los estados intencionales inconscientes sólo puede ser la de estados neurofisiológicos. Pero entonces, trivialmente, los estados inten­ cionales inconscientes tienen todo lo que tienen los estados inten­

cionales conscientes, sólo que sin la conciencia; y eso equivale a una versión de la metáfora del inventario. Este es el dilema: si el contorno de aspecto y la subjetividad pueden ocurrir en ausencia de la conciencia, entonces el Principio de Conexión no es válido y la metáfora del inventario parece bas­ tante adecuada11; si el contorno de aspecto y la subjetividad no pueden ocurrir en ausencia de la conciencia, como mantiene el Principio de Conexión, entonces, de acuerdo con la ontología de Searle, los estados intencionales inconscientes tienen todo lo que los estados intencionales conscientes tienen, sólo que sin la con­ ciencia, pero el problema es que esto convertiría nuestro modelo en una versión refinada de la metáfora del inventario. En lugar de un ático donde los estados mentales inconscientes se almacenan a la espera de un homúnculo que ocasionalmente los ilumine con una linterna, la mente aparecería, para mantenernos dentro de la analogía con la visión, como una filmoteca dispuesta de manera que ciertas películas se proyecten ocasionalmente en una pantalla: o, en otras palabras, las capacidades de Trasfondo generen estados intencionales conscientes. Nuestro homúnculo no lleva una lin­ terna, simplemente se sienta y mira. Es evidente que éste no es el tipo de explicación que Searle desea, especialmente porque sus pro­ pios argumentos funcionarían contra ella. (iii)

La intencionalidad y la irreducibilidad de la conciencia, u Ontologías de la mente

Una parte fundamental de la teoría searleana de la mente es su defensa de la irreducibilidad de la conciencia: es, de hecho, lo que la distingue de algún tipo de teoría de la identidad. De acuerdo con Searle, hay un argumento estándar para demostrar que la con­ ciencia no es reducible a fenómenos neurofisiológicos:

11 Un modelo de inventario puro, sin embargo, todavía sería vulnerable a los argumentos en pro del Trasfondo. Pero en la medida en que estuviera comple­ mentado por el concepto del Trasfondo, como en la distinción original entre Trasfondo y Red, todo iría bien.

Supongamos que tratamos de reducir la sensación subjetiva, consciente, de primera persona, de dolor a los patrones objetivos, de tercera persona, de actividad neuronal. Supongamos que inten­ táramos decir que el dolor no es «nada más que» los patrones de ac­ tividad neuronal. Si intentáramos tal reducción ontológica, los ras­ gos esenciales del dolor se dejarían de lado. (Searle, 1992, pág. 127). De nuevo, nada habría que objetar a este argumento: hasta puede afirmarse, utilizando sus propias palabras, que «es ridicula­ mente simple y definitivo» (Searle, 1992, pág. 128). Sin embargo, no sirve como soporte adecuado para la ontología dicótica de la mente en que se basa el Principio de Conexión. Éste es un asunto obvio y crucial que subyace a las dificultades que venimos anali­ zando. Comparemos los dos párrafos siguientes: Ninguna descripción de hechos objetivos, fisiológicos, de ter­ cera persona, transmitiría el carácter subjetivo, de primera persona, del dolor simplemente porque los rasgos de primera persona son di­ ferentes de los rasgos de tercera persona. (Searle, 1992, pág. 127). y;

El contorno de aspecto no puede ser exhaustiva o completa­ mente caracterizado solamente en términos de predicados de ter­ cera persona, conductuales o, ni siquiera, neurofisiológicos. Nin­ guno de ellos es suficiente para proporcionar una caracterización exhaustiva del contorno de aspecto. (Searle, 1990, pág. 587). A mi modo de ver, ambos parecen estar expresando la misma afirmación sobre el dolor (como un ejemplo particular de estado consciente), en el caso del primero, y sobre el contorno de aspecto (como un rasgo particular de la intencionalidad), en el segundo. Sin embargo, el primer párrafo es parte del argumento en pro de la irreducibilidad de la conciencia, mientras que el segundo es parte del argumento en pro del Principio de Conexión, no de un argumento en pro de la irreducibilidad de la intencionalidad. Pero es preciso formular ese argumento, puesto que la intencionalidad ha de ser tan irreducible a procesos neurofisiológicos como lo sea la conciencia. Así que no hay justificación para decir que «todo lo

que pasa dentro del cerebro [es] procesos neurofisiológicos y con­ ciencia», en vez de decir que todo lo que pasa dentro del cerebro es procesos neurofisiológicos, intencionalidad y conciencia. Ahora bien, cabe pensar que esto dejaría al Principio de Cone­ xión sin base firme, puesto que ya no es posible mantener12 que «[...] la ontología de los estados mentales inconscientes, mientras son in­ conscientes, consiste enteramente en la existencia de fenómenos pu­ ramente neurofisiológicos». (Searle, 1990, pág. 588). Pero ése era un paso decisivo en el argumento en pro del Principio de Conexión. Aun así, es posible admitir una ontología de la mente que in­ cluya la neurofisiología, la intencionalidad y la conciencia sin que el Principio de Conexión se vea afectado. La valiosa intuición del Principio de Conexión es que no tenemos una noción clara de cómo un estado intencional podría ser inaccesible a la conciencia, o en palabras de Searle, que «[...] sólo entendemos la noción de es­ tado mental inconsciente como un contenido posible de la con­ ciencia» (Searle, 1992, pág. 163). Donde haya un estado intencio­ nal, puede «en principio» haber conciencia. En resumen: a nuestro juicio, el argumento searleano en pro de la irreducibilidad de la conciencia requiere el reconocimiento de una ontología de lo mental que acomode también la irreducibili­ dad de la intencionalidad. Necesitamos distinguir al menos entre: a) procesos neurofisiológicos que no tienen ninguna relación directa con fenómenos mentales, b) procesos neurofisiológicos que posibilitan la intencionali­ dad y la conciencia, pero que no son intencionales ni conscientes, c) procesos neurofisiológicos que causan estados intenciona­ les como rasgos de alto nivel de esos mismo procesos, d) procesos neurofisiológicos que causan estados conscientes como rasgos de alto nivel de esos mismos procesos, e) la manifestación actual de c) en un estado intencional in­ consciente, f ) la manifestación actual de d) en un estado no intencional consciente,

12 Al menos no en un sentido en que no pudiera mantenerse lo mismo so­ bre los estados mentales conscientes, es decir, no en un sentido trivialmente ma­ terialista.

g) la manifestación simultánea de c) y d) en un estado in­ tencional consciente. Un ejemplo de a) sería la mielinización de los axones mencio­ nada por Searle (1990, pág. 586). Un ejemplo de b) sería las ca­ pacidades no intencionales que forman el Trasfondo, como las capacidades que permiten que comprendamos el lenguaje o apren­ damos pericias físicas. Un ejemplo de c) o d) sería la totalidad de la Red de estados intencionales no ocurrentes, como la creencia de que Denver es la capital de Colorado en un hombre que duerme profundamente y sin soñar (Searle, 1990, pág. 586). Un ejemplo de d) pero no de c) serían los procesos neurofisiológicos que cau­ san el dolor o la excitación. Un ejemplo de e) sería cualquier es­ tado intencional inconsciente y ocurrente, como los descritos en la literatura psicoanalítica, la literatura sobre cognición implícita o so­ bre visión ciega. Un ejemplo de c) pero no de d) serían los proce­ sos neurofisiológicos que causen dichos estados mentales. Un ejem­ plo de f ) sería cualquier estado intencional consciente, como mi creencia actual de que Denver es la capital de Colorado, y quizá también la del lector. La razón por la que c ) y d) se solapan parcialmente es precisa­ mente el Principio de Conexión: cualquier estado intencional debe ser «en principio» accesible a la conciencia. La razón por la que no se solapan totalmente (por la que debemos conservar la distinción) es que puede haber estados conscientes que no sean intencionales, como el dolor o la excitación, y que son presumiblemente causa­ dos por (y rasgos de alto nivel de) diferentes capacidades neurofisiológicas, así como que puede haber estados intencionales que, por motivos que no consideraríamos de «principio», no sean conscien­ tes en un momento dado, y también éstos son presumiblemente causados por (y rasgos de alto nivel de) diferentes capacidades neurofisiológicas. Entre las ventajas de una ontología de la mente más compleja está que resuelve el problema de los límites del Trasfondo evitando la trivialización del concepto, y que, al mismo tiempo, es compa­ tible con un modelo de mecanismo para la Red en el que c) puede quedar caracterizado como capacidades en lugar de como un in­ ventario de estados intencionales inconscientes. No estamos forza­ dos a decir que esas capacidades «tienen todo lo que el consciente tiene, sólo que sin la conciencia», porque no hemos descartado pre­

viamente la diferencia de sentido común: en tanto que capacida­ des, no tienen el contenido intencional que tienen los estados in­ tencionales conscientes. Además, esta ontología expandida no hace el modelo de mecanismo incompatible con la ocurrencia de esta­ dos intencionales inconscientes, es decir, con la manifestación ac­ tual de esas capacidades, sin que la conciencia tenga necesaria­ mente que entrar en escena. Dichos estados intencionales inconscientes y ocurrentes tienen todo lo que tienen los estados in­ tencionales conscientes, excepto la conciencia, pero ello no implica un modelo de inventario porque estamos hablando sólo de estados ocurrentes, no de toda la Red. Tal propuesta es compatible con la intuición searleana de que el contorno de aspecto puede causar otros estados mentales o conductas, incluso cuando no se mani­ fiesta en un estado intencional que acaece conscientemente (Searle, 1990, pág. 634). Al mismo tiempo, es compatible con el Principio de Conexión porque cualquier estado intencional debe ser «en principio» accesible a la conciencia, con lo que el argumento de Searle contra el papel del «inconsciente profundo» en la ciencia cognitiva preserva toda su fuerza: si hay un «inconsciente pro­ fundo» debe ser, como el Trasfondo, no intencional. Aceptar la irreducibilidad de la intencionalidad, pues, parece disolver las dificultades para la teoría 4^1 Trasfondo y la ontología searleana de lo mental que hemos presentado a lo largo de estas pá­ ginas. Naturalmente, el problema que dicha aceptación pueda ge­ nerar constituye una cuestión diferente, y ampliamente debatida.

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Intencionalidad y significado1 C a r l o s J. M

oya

La discusión en tomo a la intencionalidad de los estados menta­ les ocupa un lugar central en la filosofía de la mente de orientación analítica. El surgimiento de teorías externistas del significado y, en particular, de las llamadas «teorías de la referencia directa» ha reno­ vado el debate sobre la naturaleza de la intencionalidad. Estas teorías semánticas han puesto en cuestión importantes supuestos de la con­ cepción tradicional, sustentada más bien en una semántica de orien­ tación fregeana. En este trabajo nos proponemos ofrecer una caracte­ rización de estas dos aproximaciones a la intencionalidad y de sus problemas respectivos, así como presentar las bases de una propuesta alternativa, capaz, eventualmente, de soslayar dichos problemas. 1.

La

d o c t r i n a c l á s i c a d e l a in t e n c i o n a l i d a d

En uno de los textos más citados en la filosofía de la mente de orientación analítica, el psicólogo y filósofo Franz Brentano escri­ bía lo siguiente:

1 El presente artículo apareció originalmente en la revista Quaderns de Filoso­ fía i Ciencia, 28, 1999. Se publica en este volumen con la amable autorización del Comité Editorial de la mencionada revista.

Todo fenóm eno m ental se caracteriza por lo que los escolásti­ cos de la Edad M edia llam aron la inexistencia intencional (y tam ­ bién mental) de un objeto y nosotros podríam os llamar, aunque en térm inos no totalm ente carentes de ambigüedad, la referencia a un contenido, una dirección hacia un objeto (por el que no hemos de entender una realidad en este caso) o una objetividad inm anente (Brentano, 1 9 2 5 , pág. 12 4).

Si el contenido al que Brentano alude puede ser evaluado se­ mánticamente en términos de verdad o satisfacción, es dudoso que esa referencia a un contenido caracterice a «todo fenómeno men­ tal». Hay fenómenos que espontáneamente clasificamos como mentales y que no poseen ese tipo de contenido: las sensaciones puras, los estados de ánimo y otros por el estilo. De hecho, no pa­ rece haber una característica general que delimite lo mental de lo no mental. Sin embargo, el contenido intencional caracteriza sin duda un importante grupo de fenómenos mentales: las llamadas «actitudes intencionales» o «actitudes proposicionales»: aquello que en cada caso es creído, deseado, anticipado, temido, pretendido, esperado, etc. constituye el contenido de las creencias, deseos, ex­ pectativas, temores, propósitos, esperanzas, etc., respectivamente. Diversos autores han visto en la posesión de contenido un rasgo central de la mente. Así, por ejemplo, Davidson escribe: ... El rasgo distintivo de lo m ental no es ser privado, subjetivo o inm aterial, sino exhibir lo que Brentano llam ó intencionalidad (Davidson, 19 8 2 , pág. 2 1 1 ) .

El modo en que Brentano caracteriza la intencionalidad de la mente puede calificarse, en una terminología actual, de internista. La concepción brentaniana se encuentra claramente encuadrada en el marco de la tradición cartesiana, según la cual el contenido de nuestra mente es constitutivamente independiente del entorno ob­ jetivo o de los objetos que puedan existir en el mundo. De ahí que Brentano matice cuidadosamente el sentido en el que se puede de­ cir que la intencionalidad consiste en una «dirección hacia un ob­ jeto». Por «objeto» no hemos de entender aquí, indica Brentano, «una realidad». Igualmente, la objetividad que es propia de la in­ tencionalidad es, para él, una «objetividad inmanente», no tras­ cendente al sujeto. En este sentido habla también Brentano de la

«inexistencia intencional» de un objeto en todo fenómeno mental. Como señala William Lyons, cuando pienso en golpear un balón, no m uevo m i pie en absoluto y no es preciso que haya un balón en los alrededores. D e hecho, no hace falta tam poco que haya un pie. D ebido a un desgraciado accidente, mis dos pies pueden haber sido amputados. En mi acto de pensamiento, el pie y la patada existen sólo en la medida en que son el contenido de m i actividad de pensar (Lyons, 1 9 9 5 , pág. 2).

El objeto de un fenómeno mental existe sólo «intencional­ mente» en el sentido de que su existencia no se ve afectada por la de un objeto extramental. Sin embargo, el término «intenciona­ lidad» incluye también el sentido original del verbo latino intendere: apuntar hacia algo, del que deriva nuestro término «inten­ ción». Sirviéndonos del ejemplo de Lyons, aunque la acción de gol­ pear el balón no existe en ese momento más que como contenido de mi pensamiento, al pensar en golpear un balón no estoy pen­ sando en mi representación mental de esa acción, sino en lo re­ presentado por ella, la acción misma, aun cuando en ese momento no la esté llevando a cabo, e incluso aunque no pueda llevarla a cabo. Dicho de otro modo, los fenómenos mentales incluyen re­ presentaciones o ideas, en el sentido que este término tiene en la tradición cartesiano-empirista, pero no versan sobre esas represen­ taciones e ideas, sino sobre lo representado por esas representacio­ nes o sobre aquello de lo que dichas ideas son ideas. Por ejemplo, el temor que alguien puede sentir de que una bruja le haya hechi­ zado no se ve afectado en absoluto por el hecho de que no haya brujas, pero ese temor es posible sobre el supuesto de otro fenó­ meno mental: su creencia en la existencia de las brujas. Ese temor se produce porque el sujeto concibe un aspecto del contenido in­ tencional de ese temor, las brujas, como algo distinto de su repre­ sentación del mismo, como algo distinto, por ejemplo, de las pa­ labras «las brujas». El carácter internista de la concepción de Brentano se muestra en que, para él, la naturaleza y la existencia del fenómeno mental, en cuanto fenómeno intencional, es in­ dependiente de la existencia o no existencia de lo representado en él. Si las brujas existen, podemos decir, desde fuera, que nuestro te­ meroso sujeto tiene miedo de algo real o que su miedo puede es­ tar justificado. Si no existen, diremos que nuestro sujeto tiene

miedo de algo meramente imaginario. Sin embargo, si nuestro su­ jeto cree que existen, esa descripción externa de su estado mental no afecta a su naturaleza y contenido, ni a sus efectos sobre la con­ ducta de nuestro personaje. Esto supone que el mundo externo y su naturaleza real son completamente ajenos al ámbito de lo in­ tencional, no intervienen de modo constitutivo en el contenido intencional, aun cuando puedan tener influencia causal en el mismo y determinen su verdad o falsedad. De ahí que Brentano considerase la intencionalidad como el signo definitorio de lo men­ tal y el fundamento de su distinción respecto del mundo físico. Aunque no es la representación, sino lo representado, lo que constituye el contenido intencional, lo representado forma parte de ese contenido únicamente en tanto que es representado de un modo determinado y no de otro en dicha representación. El con­ tenido del temor de nuestro sujeto no incluye meramente las pa­ labras «una bruja», sino lo que esas palabras significan, lo repre­ sentado por ellas, pero incluye esto último precisamente bajo alguna o algunas descripciones o perspectivas determinadas, entre las que se halla la descripción «una bruja». Así, aunque las brujas sean en realidad criaturas imaginarias o tal vez personas reales con falsos poderes maléficos, nuestro sujeto no las concibe de esa forma: teme haber sido hechizado por una de ellas precisamente en tanto que las concibe de otro modo, tal vez como personas reales con poderes maléficos no menos reales y en tanto que cree que hay seres con esas características. Que ningún objeto real tenga esas propiedades no hace que nuestro sujeto tenga un temor sin objeto alguno: parafraseando a Husserl, aquello que resta cuando pone­ mos entre paréntesis la existencia de algo que tenga las propieda­ des indicadas es precisamente el objeto intencional del temor de nuestro héroe. Si éste acepta que una bruja es una persona real con auténticos poderes maléficos, esta descripción caracteriza correcta­ mente un aspecto del contenido de su temor. Así, el modo en que el sujeto concibe o se representa aquello que teme es esencial a la naturaleza de ese contenido y es indispensable tenerlo en cuenta para caracterizar correctamente su estado mental.

2.

La

c o n c e p c i ó n c l á s i c a d e l l e n g u a je i n t e n c io n a l

Dada la caracterización anterior de la intencionalidad y del contenido intencional, la descripción verbal de ese contenido debe presentar también rasgos peculiares que la distingan de la descrip­ ción de fenómenos o situaciones físicas. El rasgo principal del len­ guaje intencional, del lenguaje que expresa o describe el contenido de las actitudes intencionales, es su carácter intensional, a diferen­ cia de la extensionalidad del lenguaje que describe el mundo. La intensión o el concepto asociado con un término, y no su exten­ sión o su referencia, ocupa ahora el lugar central. Así, a la doctrina clásica de la intencionalidad corresponde la concepción clásica del lenguaje o discurso intencional2. La intensionalidad del discurso intencional presenta las siguientes características, que lo distinguen del discurso extensional. En primer lugar, mientras que en el discurso extensional es le­ gítimo, desde un punto de vista lógico, deducir de una oración que atribuye una propiedad a un individuo una oración que afirma que hay al menos un individuo que tiene esa propiedad (generalización existencial), ese tránsito no es legítimo cuando la primera oración viene introducida por un verbo de actitud mental, de modo que esa oración describe el contenido de una creencia, deseo u otra ac­ titud mental de un sujeto. Así, si es verdad que Pío Baroja escribió La leyenda de Jaun de Alzate, ha de ser verdad que hay (o hubo) al­ guien que escribió La leyenda de Jaun de Alzate. Sin embargo, si Fé­ lix cree que Pío Baroja escribió La leyenda de Jaun de Alzate, no es necesariamente verdad (aunque sea verdad en este caso) que hay al­ guien que hizo tal cosa. En el contexto de la creencia de Félix, un término denotativo singular podría no tener referente. Así, si un individuo determinado tiene cierta propiedad, hay alguien que tiene dicha propiedad, pero si un sujeto cree que un individuo de­ terminado tiene cierta propiedad, no se sigue necesariamente que 2 Roderick Chisholm (Chisholm, 1957) formuló los criterios que distinguen el uso intensional del lenguaje en relación con el concepto de intencionalidad de Brentano. Para una exposición de estos criterios, véase Hierro (1995). Para la distin­ ción entre el lenguaje extensional y el lenguaje intensional, véase Hookway (1988), caps. 5 y 6.

haya alguien que la tenga. En términos formales, de Fa podemos deducir VxFx, pero de S cree que Fa no podemos deducir VxFx. Conversamente, si no hay nadie que tenga una determinada pro­ piedad, no puede ser verdad que un individuo determinado la tiene, es decir, la falsedad de VxFx implica la falsedad de Fa. En cambio, aunque no haya nadie que tenga una determinada pro­ piedad, puede ser cierto que un sujeto cree que una persona de­ terminada la tiene, es decir, la falsedad de VxFx no implica la fal­ sedad de S cree que Fa. Este rasgo del discurso intencional corresponde a la tesis de la «inexistencia intencional» del objeto, sostenida por Brentano. En segundo lugar, el valor de verdad de la oración subordinada que expresa el contenido de una actitud mental no afecta al valor de verdad de la oración principal. Así, «S cree que p» puede ser ver­ dad tanto si p es verdadera como si es falsa, es decir, el valor de verdad de «S cree que p» no es función del valor de verdad de p. Igualmente, la sustitución de p en la oración «S cree que p» por otra oración con el mismo valor de verdad que p puede hacer va­ riar el valor de verdad de la oración entera. Esto no sucede en un lenguaje extensional, en el cual una oración puede ser sustituida por otra con el mismo valor de verdad salva veritate. De otro modo, en un lenguaje extensional, de p se sigue p, pero esto no sucede en el lenguaje intencional: de «S cree que p» no se sigue p. En tercer lugar, a diferencia de lo que sucede en contextos extensionales, en el discurso intencional la verdad de una oración no queda garantizada cuando sustituimos, en su seno, un predicado por otro predicado coextensivo, es decir, que sea verdadero del mismo conjunto de individuos. Finalmente, en el discurso intencional no podemos sustituir li­ bremente expresiones denotativas correferenciales salva veritate. En otros términos, las expresiones denotativas en oraciones que des­ criben el contenido de una actitud mental son referencialmente opacas. Mientras que de Fa y de a=b podemos deducir Fb, de «S cree que Fa» y a=b no podemos deducir «S cree que Fb». Así, «Fé­ lix cree que Clarín es un escritor famoso» y «Félix cree que Leo­ poldo Alas es un escritor famoso» pueden tener valores de verdad distintos a pesar de que «Clarín» y «Leopoldo Alas» designen al mismo individuo. En cambio, si la oración «Clarín es un escritor famoso» es verdadera y «Clarín» y «Leopoldo Alas» designan al

mismo individuo, «Leopoldo Alas es un escritor famoso» ha de ser también verdadera. Conversamente, si Clarín es un escritor famoso y Leopoldo Alas no lo es, Clarín y Leopoldo Alas no pueden ser la misma persona, pero esto no se sigue del mero hecho de que Félix crea que Clarín es un escritor famoso y que Leopoldo Alas no lo es. Los tres últimos rasgos del discurso intencional que hemos in­ dicado corresponden, en el aspecto lingüístico, a la importancia central que para el contenido intencional poseen la perspectiva o el modo de representación en el marco de la concepción clásica de la intencionalidad. 3.

L a SEMANTICA CLASICA: LA TRADICIÓN FREGEANA

Tanto la concepción clásica de la intencionalidad como su ver­ sión lingüística admiten la posibilidad de que un sujeto crea que Fa aun cuando «a» no tenga un referente, así como la posibilidad de que un sujeto atribuya en el marco de sus actitudes mentales, propiedades incompatibles a una y la misma cosa o persona. Ad­ mitir estas posibilidades, sin embargo, no equivale a explicarlas. Y ciertamente requieren una explicación, puesto que, tras una so­ mera reflexión, plantean problemas importantes. Con respecto a la primera posibilidad, las preguntas que surgen son del siguiente te­ nor: si a no existe, si «a» no tiene un referente, ¿cómo puede un sujeto tener creencias o deseos acerca de ello? ¿Cómo podemos in­ formar con sentido del contenido de esas creencias o deseos si no hay nada acerca de lo cual versen? Decir, con Brentano, que tales creencias y deseos —y en realidad todas las creencias y deseos— versan, no sobre objetos reales, sino sobre objetos meramente in­ tencionales, equivale a reformular la dificultad, no a resolverla. Con respecto a la segunda dificultad, ¿cómo puede un sujeto racional creer que una y la misma cosa o persona tiene una propiedad y no la tiene al mismo tiempo? ¿Cómo es que, si «a» y «b» designan a la misma persona o cosa, no podemos sustituir una expresión por la otra salva veritate? Siguiendo a Perry, podemos denominar a la pri­ mera dificultad «el problema de la no-referencia» y a la segunda «el problema de la correferencia» (cfr. Perry, 1994). Una teoría semántica capaz de explicar estos fenómenos y re­ solver las dificultades que plantean es la semántica de inspiración

fregeana, en la que proponemos incluir, como es hoy habitual, no únicamente el pensamiento original de Frege, sino también deter­ minadas modificaciones desarrolladas por otros filósofos en el marco de la tradición iniciada por él. La orientación internista de la semántica fregeana resulta congenial con el internismo caracte­ rístico de la concepción clásica de la intencionalidad. Para Frege, una expresión lingüística, bien sea una expresión denotativa (un nombre propio o una descripción definida), un tér­ mino conceptual o predicado (que incluye los nombres comunes y los adjetivos) o una expresión oracional, tiene dos dimensiones se­ mánticas: el sentido (Sinn) y la denotación o referencia (Bedeutung). La distinción entre sentido y referencia fue introducida ori­ ginalmente por Frege en relación con el primer tipo de expresiones y fue posteriormente extendida a los otros dos tipos. Este origen se hace notar en la especial plausibilidad que tiene esta distinción para las expresiones denotativas, así como en los problemas a que da lu­ gar al ser aplicada a los predicados y oraciones. En el caso de una expresión denotativa, de un nombre propio o una descripción definida, la referencia de la expresión es el ob­ jeto denotado por ella. Su sentido es el modo en que dicha expre­ sión conduce al objeto denotado por ella, el modo de darse (dieA rt des Gegebenseins) ese objeto. La referencia de una expresión deno­ tativa viene determinada por su sentido, de modo que el referente de la expresión es aquel objeto único del que es verdadero el con­ junto de conceptos y descripciones que constituyen su sentido. El mismo referente puede darse o ser presentado por diversas expre­ siones denotativas de formas así mismo diversas, de modo que un sujeto puede no advertir que dos expresiones, con distintos senti­ dos asociados a ellas, refieren a la misma entidad. Así, el sentido que un sujeto asocia a una expresión denotativa es transparente para él de un modo en que su referencia puede no serlo: el sentido es aprehensible de modo inmediato por la mente del sujeto, pero no así la referencia. El sentido es una dimensión semántica intrín­ seca o esencial a una expresión denotativa, mientras que el objeto referido es extrínseco: una expresión de ese tipo sigue teniendo sig­ nificado aun cuando no tenga realmente un referente, aunque no haya un objeto único que satisfaga su sentido, con tal que conserve este último. En cambio, una expresión carente de sentido no tiene tampoco significado, ya que no puede determinar un referente. Por

otra parte, dos expresiones con el mismo referente pueden tener significados distintos si tienen sentidos distintos, pero dos expre­ siones con el mismo sentido no pueden tener significados distin­ tos, ya que deben determinar también el mismo referente para am­ bas. La orientación internista de la concepción fregeana es, pues, manifiesta. El sentido de las expresiones denotativas da cuenta del distinto valor cognitivo de determinados enunciados de identidad, como «el lucero de la mañana es el lucero de la mañana» y «el lucero de la mañana es el lucero de la tarde», o «Marco Tulio es Marco Tulio» y «Marco Tulio es Cicerón». El primer enunciado de cada uno de estos pares no tiene valor cognitivo puesto que, teniendo ambas expresiones el mismo sentido, no pueden sino tener el mismo re­ ferente. En cambio, el segundo enunciado tiene valor cognitivo en la medida en que afirma que, aunque las expresiones tienen senti­ dos distintos, tales sentidos son satisfechos de modo único por el mismo objeto. Con respecto a los términos predicativos, sería natural esperar que Frege hubiera considerado como el sentido de un término de ese tipo el concepto mismo que expresa, y como su referencia, su extensión: el conjunto de objetos que caen bajo ese concepto. El propio Frege admite que es tentador sostener que la referencia de un término predicativo es su extensión, pero se resiste a ello ale­ gando que, mientras que la extensión de un concepto son objetos, la referencia de un término predicativo, esencialmente incompleto y necesitado de un término singular para expresar un pensamiento completo, no puede ser un objeto (cfr. Bell, 1984). La referencia de un predicado, según Frege, es el concepto mismo que expresa, una entidad no saturada, una función que, aplicada a los objetos de­ notados por nombres propios como argumentos, da como resul­ tado un valor de verdad. Teniendo esto en cuenta, sin embargo, es correcto decir que dos términos predicativos tienen la misma refe­ rencia (nombran el mismo concepto) si, y sólo si, los conceptos co­ rrespondientes tienen la misma extensión. Es decir, la identidad de la referencia de dos términos predicativos (los conceptos denota­ dos por ellos), refleja la identidad de la extensión de tales concep­ tos (cfr. Bell, 1984). De este modo, aunque supone una modifica­ ción del pensamiento original de Frege (una modificación que debemos a Carnap), es congruente con el espíritu de su pensa­

miento sostener simplemente que la referencia de un término pre­ dicativo es su extensión, el conjunto de objetos de los que ese predicado es verdadero. Como en el caso de los términos denota­ tivos, esa referencia vendría determinada por el sentido del término predicativo. Este sentido sería entonces el modo en que su exten­ sión es determinada por el término, el «modo de darse» dicha ex­ tensión o referencia. En este marco, los predicados «criatura con corazón» y «criatura con riñones» tendrían la misma referencia (la misma extensión) pero distinto sentido, determinarían el mismo conjunto de individuos mediante distintos modos de presentación de ese conjunto. Con respecto a las expresiones oracionales, Frege sostuvo que su referencia era un valor de verdad, lo Verdadero o lo Falso3, mien­ tras que su sentido era un pensamiento o proposición. Tomemos el predicado «ser un planeta». Se trata de una expresión incompleta que, como tal, no expresa un pensamiento. Cuando esta expresión es completada por una expresión denotativa da lugar a una oración cuyo sentido es un pensamiento. Por ejemplo, completada por la expresión denotativa «el lucero de la mañana», da lugar a la ora­ ción «el lucero de la mañana es un planeta», que expresa un pen­ samiento completo o proposición. El predicado «ser un planeta» es, en el marco de la semántica fregeana, una función que, aplicada a un objeto como argumento, da como resultado un valor de ver­ dad. En este caso, aplicada al objeto denotado por «el lucero de la mañana», da como resultado el valor Verdadero. La tesis de Frege es, entonces, que este valor de verdad es la referencia de la oración. Pensemos ahora en la oración «el lucero de la tarde es un planeta». Puesto que el lucero de la mañana es el lucero de la tarde, esta ora­ ción tiene también como referencia lo Verdadero. Sin embargo, su sentido, el pensamiento o proposición que expresa, es distinto del de la oración «el lucero de la mañana es un planeta». Ambas ora­ ciones tienen la misma referencia, pero distinto sentido. La refe­ rencia de las expresiones denotativas «el lucero de la mañana» y «el 3 Buena parte del importante artículo de Frege «Sobre sentido y referencia» esta destinada a defender esta tesis. Véase este artículo en Frege (1971), págs. 49-84. Sobre la noción fregeana de proposición o pensamiento, el texto de referencia es «El pensamiento: una investigación lógica». Véase este artículo en Frege (1984), págs. 49-85.

lucero de la tarde» es su contribución a la referencia de la oración respectiva en la que figuran, es decir, a su valor de verdad. Siendo su referencia la misma, podemos intercambiarlas salva veritate. En cambio, el sentido de ambas expresiones es su contribución al sen­ tido de la oración en la que figuran, es decir, al pensamiento ex­ presado por ella. Así, como el sentido de ambas expresiones es dis­ tinto, el pensamiento expresado por las oraciones respectivas es también distinto, a pesar de que ambas tengan la misma referen­ cia, a saber, lo Verdadero. La tesis fregeana según la cual la referencia de una oración es un valor de verdad ha sido frecuentemente criticada y a menudo abandonada por distintos pensadores fregeanos. Según esta tesis, por ejemplo, todas las oraciones verdaderas tendrían la misma re­ ferencia, y otro tanto cabría decir de todas las oraciones falsas, lo que resulta al menos muy extraño. Una modificación natural de la posición original de Frege, análoga y añadida a la propuesta para las expresiones predicativas, consiste en sostener que la referencia de una oración es una situación o estado de cosas determinado por su sentido. Así, la referencia de la oración «el lucero de la mañana es un planeta» es el estado de cosas consistente en que el objeto de­ notado por «el lucero de la mañana» forme parte de la extensión del predicado «ser un planeta». Lo mismo sucedería con la refe­ rencia de la oración «el lucero de la tarde es un planeta». Ahora bien, como el objeto denotado y la extensión del predicado son las mismas en ambos casos, la referencia de ambas oraciones, el estado de cosas que denotan, es también la misma. Su sentido, sin em­ bargo, el pensamiento que expresan, es distinto: el mismo estado de cosas es presentado por ambas oraciones de manera distinta, co­ rrespondiendo al distinto sentido de las expresiones denotativas. La posición original de Frege, no obstante, no es tan extraña como puede parecer, ni tan alejada de esta propuesta, porque reconocer que la referencia de la oración «el lucero de la mañana es un pla­ neta» es lo Verdadero no es sino juzgar que el objeto denotado por «el lucero de la mañana» cae bajo el concepto denotado por «ser un planeta» (cfr. Wiggins, 1984, pág. 130), lo cual no es a su vez muy distinto de reconocer que el objeto en cuestión forma parte de la extensión del predicado. En el caso de las oraciones que nos ocupan, el estado de cosas al que se refieren es un hecho. Pero si, como Frege sostiene, «un hecho es un pensamiento que es verda-

clero» (Frege, 1984, pág. 79), vemos aún con más claridad la cer­ canía entre la posición fregeana y la propuesta de modificación se­ ñalada. Aunque los argumentos en favor de la posición original de Frege con respecto a los predicados y las oraciones son más sólidos de lo que se suele pensar, en lo sucesivo entenderemos por «se­ mántica fregeana» o «semántica de Frege» la teoría de Frege modi­ ficada en los aspectos señalados. 4.

El

c o n t e n id o in t e n c io n a l y l a s e m á n t ic a fr e g e a n a

Para Frege, los pensamientos o proposiciones que constituyen el sentido de las oraciones son el contenido de las actitudes inten­ cionales. Como señala Noonan, los pensamientos son psicológicamente reales: son los objetos de las actitudes proposicionales y las acciones racionales de un agente han de ser explicadas por referencia a sus actitudes proposiciona­ les. Así, los pensamientos actúan sobre el m undo m aterial al ser captados y considerados verdaderos (N oonan, 1 9 8 4 , pág. 20).

La referencia de una oración, el estado de cosas «externo» de­ notado por ella, sea o no un hecho, no forma parte del contenido de una actitud. Tampoco forma parte de dicho contenido la refe­ rencia de los componentes de la oración, el objeto denotado por un nombre o la extensión de un predicado. Sólo el sentido de di­ chos componentes interviene en el contenido intencional. Así, pues, a pesar de que Frege, preocupado por el lenguaje intersubje­ tivo de la ciencia y por la búsqueda de la verdad, insistía en la ne­ cesidad de ocuparse y tratar de asegurarse de la referencia de nues­ tras expresiones lingüísticas, éstas no dejan de tener significado cuando no tienen un referente, ni, por tanto, nuestras actitudes mentales carecen de contenido en ese caso. La intensión, el pensa­ miento, el concepto, son los elementos esenciales, constitutivos, del contenido intencional. Para Frege, como Noonan indica, la existencia de un pensam iento no es nunca dependiente de la de un objeto contingentem ente existente sobre el que versa el pensa­ m iento, i.e., que sea determ inado com o referencia por algún sen­ tido com ponente del pensam iento (N oonan, 1 9 8 4 , pág. 20).

Esta orientación internista de la semántica fregeana se ajusta adecuadamente a la visión internista del contenido en la concep­ ción clásica de la intencionalidad y resulta así mismo capaz de dar cuenta de los criterios lingüísticos de la intencionalidad y de los problemas que plantean los rasgos lógicos del discurso intencional. La primacía de la intensión y el sentido sobre la extensión y la re­ ferencia en la semántica de Frege la sitúan en una excelente posi­ ción para afrontar la intensionalidad que caracteriza la descripción de las actitudes intencionales. La distinción fregeana entre sentido y referencia puede dar cuenta del hecho de que un sujeto pueda tener actitudes acerca de cosas o personas que no existen. Un niño puede creer sinceramente que el rey Gaspar vendrá de Oriente y le traerá muchos juguetes aun cuando el rey Gaspar no exista. La expresión denotativa «el rey Gaspar», como cualquier otra expresión denotativa, tiene un sen­ tido. En este caso, este sentido no determina un referente, pues no hay nada en el mundo que satisfaga ese sentido. Sin embargo, para que el niño tenga seriamente esa creencia, es necesario que asuma que dicha expresión tiene de hecho un referente. Como señala Frege: El enunciado Ulisesfue dejado en Itaca profundamente dormido, tiene, evidentem ente, un sentido. Pero, com o es dudoso que el nom bre «Ulises» que aparece en ella tenga una referencia, también es dudoso que la tenga el enunciado entero. Pero lo que es seguro, no obstante, es que alguien que crea en serio que el enunciado es verdadero o falso, tam bién atribuirá al nom bre «Ulises» una refe­ rencia, y no sólo un sentido (Frege, 1 9 7 1 , págs. 5 8 -59 ).

Así, la atribución de referencia a una expresión forma parte del contenido de una creencia, pero no la posesión o no posesión efec­ tiva de referencia. Esto último no afecta al pensamiento: «El pen­ samiento sigue siendo el mismo, tanto si el nombre “Ulises” tiene una referencia como si no» (Frege, 1971, pág. 59). Así, pues, el pensamiento, el sentido de la oración, está ahí para ser objeto de una actitud aun cuando alguno de sus componentes carezca de re­ ferencia. En este contexto cabe explicar también la ilegitimidad de la ge­ neralización existencial en el seno del discurso intencional. Si el enunciado «el rey Gaspar vendrá de Oriente y traerá muchos ju­

guetes» es verdadero, entonces también lo es «hay alguien que ven­ drá de Oriente y traerá muchos juguetes». Pero aunque el enun­ ciado «Ana cree que el rey Gaspar vendrá de Oriente y traerá mu­ chos juguetes» sea verdadero, el enunciado «hay alguien que vendrá de Oriente y traerá muchos juguetes» puede no serlo. Mientras que, en el primer caso, la falta de referencia de «el rey Gaspar» priva también de referencia, y con ello de valor de verdad al enunciado entero, en el segundo caso esa falta de referencia no tiene esa con­ secuencia: el enunciado «Ana cree que el rey Gaspar vendrá de Oriente y traerá muchos juguetes» no sólo tiene sentido, sino que puede ser también verdadero. La razón es que en este caso no es­ tamos describiendo el mundo, sino el contenido de la creencia de Ana, su pensamiento. Y este pensamiento es el sentido de la ora­ ción «el rey Gaspar...», y no su referencia. De ahí que, en este caso sí sea legítimo deducir de «Ana cree que...», «hay algo que Ana cree». Esto nos conduce a la tesis de Frege según la cual, en la ora­ do oblicua, la referencia de una expresión es lo que en un contexto ordinario sería su sentido. La referencia de la expresión oracional que describe el contenido de la creencia de Ana es el sentido que esa expresión tiene cuando se usa como oración principal. Y lo mismo cabe decir de otras expresiones que la componen, como «el rey Gaspar». Sobre esta base podemos también dar cuenta del otro problema central que plantea el discurso intencional: el hecho de que en él no podamos sustituir libremente expresiones correferenciales salva veritate. La explicación fregeana de este hecho consiste, en realidad, en poner de manifiesto su carácter meramente aparente. Una vez que establecemos la referencia real de una expresión en la oratio oblicua propia del discurso intencional, vemos que el principio de sustituibilidad de expresiones correferenciales salva veritate es tam­ bién aplicable en ese discurso. Tomemos como ejemplo las oracio­ nes «el lucero de la mañana es un planeta» o «Cicerón fue un gran orador.» Si estas oraciones son verdaderas y si la referencia de «el lucero de la mañana» y de «Cicerón» es la misma que la de «el lu­ cero de la tarde» y «Marco Tulio», respectivamente, entonces «el lu­ cero de la tarde es un planeta» y «Marco Tulio fue un gran orador», que resultan de sustituir en las primeras expresiones correferencia­ les, han de ser también verdaderas. ¿Por qué no queda asegurada la verdad cuando estas oraciones van precedidas por una expresión del

tipo «Juan cree que...»? Intuitivamente, la razón es que ahora no estamos hablando del mundo, sino del pensamiento de Juan sobre él, del contenido de sus creencias. Consiguientemente, con «el lu­ cero de la mañana» o «Cicerón» no nos estamos refiriendo ahora a los objetos denotados ordinariamente por estas expresiones, sino a la manera o la descripción bajo la cual nuestro sujeto los piensa, es decir, a su sentido. Así, puesto que el sentido de estas expresio­ nes no es, presumiblemente, el mismo, la referencia de esas ex­ presiones en el discurso intencional no es tampoco la misma. Si el sentido de «Marco Tulio» y de «Cicerón», por ejemplo, fuera el mismo para Juan, la sustitución sería legítima y preservaría la ver­ dad en el contexto de la descripción de sus creencias. El principio de sustituibilidad salva veritate es legítimo, pues, también en el discurso intencional: sólo es preciso determinar con exactitud la referencia de las expresiones en el marco de este discurso. Algo se­ mejante podría decirse respecto de la sustitución de predicados y oraciones extensionalmente equivalentes o, en el sentido de Frege, correferenciales. 5.

El

d e s a f ío d e l a r e f e r e n c ia d ir e c t a

y

el e x t e r n ism o

La semántica de Frege relaciona a los sujetos con el mundo y sus objetos sólo de modo indirecto, a través de la captación men­ tal directa de entidades abstractas. De ahí que la relación directa con el mundo de determinadas expresiones, defendida por diver­ sas teorías de la referencia directa, haya constituido una conmoción para la semántica de Frege, afectando también a la concepción clá­ sica de la intencionalidad y del discurso intencional. La tesis según la cual el significado de los nombres propios incluye tanto sentido como referencia fue puesta en cuestión por las cruciales investiga­ ciones de Saúl Kripke sobre modalidad y referencia4. Para Kripke, el significado de los nombres propios se reduce al objeto o persona denotado por ellos. Kripke recupera así la concepción de Mili so­ bre este tipo de expresiones. No se trata de negar que de hecho aso­

4 Cfr. Kripke (1980) (primera edición 1972), que recoge las conferencias da­ das por Kripke en la Universidad de Princeton, en 1970.

ciemos con los nombres propios un determinado conjunto de des­ cripciones o creencias identificadoras sobre su referente. Aunque lo hagamos así, estas descripciones o creencias no forman parte del significado del nombre propio en cuestión. El referente del nom­ bre propio no es la única persona de la que estas descripciones o creencias sean verdaderas, aunque en ocasiones puedan coincidir. De hecho, podemos concebir casos en que estas descripciones no son verdaderas de una única persona, o lo son de una persona dis­ tinta de la que suponíamos, sin que ello haga que el nombre pro­ pio deje de tener referente o que pase a denotar a otra persona. Su­ pongamos que asociamos con el nombre «Winston Churchill» las descripciones «el Primer Ministro de Inglaterra durante la Segunda Guerra Mundial», «el artífice de la resistencia de Inglaterra frente a la Alemania nazi» y «el autor de La Segunda Guerra Mundial». En el marco de la semántica fregeana (y en el marco de la concep­ ción de Russell sobre los nombres propios del lenguaje común, que serían en realidad abreviaturas de descripciones) la persona deno­ tada por el nombre «Winston Churchill» sería la única persona de la que son verdaderas estas descripciones. Imaginemos ahora que realizamos un descubrimiento sorprendente, a saber, que Anthony Williams, un primo de Winston Churchill, mantuvo encerrado a éste en la torre de un apartado castillo escocés durante toda su vida y suplantó su personalidad, llevando a cabo todo lo que atribuía­ mos a Winston Churchill. En realidad, fue Anthony Williams la persona de la que son verdad todas las descripciones mencionadas. En esta situación, lo correcto sería decir que la mayoría de nues­ tras creencias sobre Winston Churchill eran falsas, que no fue él, sino Anthony Williams, el Primer Ministro de Inglaterra, etc. y que Winston Churchill, a quien atribuíamos todo eso, pasó en realidad su triste vida encerrado en la torre de un castillo. Sin embargo, si la semántica de los nombres propios fuese fregeana, tendríamos que decir que nuestras creencias sobre Winston Churchill seguirían siendo verdaderas, puesto que, en esa situación, «Winston Chur­ chill» designaría en realidad a Anthony Williams, la persona de la que son verdaderas esas descripciones: Winston Churchill sería Anthony Williams. Pero éste es un resultado absurdo, una viola­ ción flagrante del principio de identidad. Tampoco diríamos que «Winston Churchill» no tiene referente si descubriéramos que al­ gunas de las descripciones asociadas con este nombre, por ejemplo,

«el autor de La Segunda Guerra Mundial», es en realidad verdadera de otra persona, de modo que no hubiera una única persona de la que fuesen verdad todas esas descripciones. Lo que sería correcto decir, en este caso, es sencillamente que Winston Churchill no fue en realidad el autor de dicha obra. Kripke sugiere que un nombre propio designa a una persona determinada, no a través de un con­ junto de descripciones o de un sentido fregeano, sino en virtud de una cadena causal que conduce, desde el uso actual del nombre, a la persona que fue «bautizada» con ese nombre. Mientras que, para Frege, la semántica de los nombres propios y de las descripciones definidas es sustancialmente la misma, para Kripke es muy distinta. Los nombres propios designan rígida­ mente: designan al mismo individuo en todos los mundos posibles en los que ese individuo existe. En la situación contrafáctica ima­ ginada en nuestro ejemplo, «Winston Churchill» seguiría desig­ nando a Winston Churchill, y no a Anthony Williams. En cam­ bio, en esa situación, las descripciones «el Primer Ministro...», etc., designarían a Anthony Williams y no a Winston Churchill. Las descripciones definidas designan de manera no rígida: designan a distintos individuos en distintos mundos posibles. La semántica fregeana puede ser correcta para las descripciones definidas, pero no para los nombres propios. Consecuencias antifregeanas semejantes pueden desprenderse de los experimentos mentales de Putnam para la semántica de los térmi­ nos de clases naturales, como «agua», «oro» o «tigre» (Putnam, 1975), o de los análisis de Kaplan y Perry sobre los demostrativos y los lla­ mados «índices» («yo», «aquí», «ahora») (Kaplan, 1989 y Perry, 1993). Hay razones para sostener, como reconoce el propio Kripke, que estos tipos de términos son también, como los nombres pro­ pios, designadores rígidos. Frente al internismo de la semántica fregeana, las propuestas semánticas mencionadas tienen carácter externista. En el caso de los nombres propios, los demostrativos y los índices, su significado consiste fundamentalmente en el objeto denotado por ellos, sal­ vando las diferencias relativas a la independencia del contexto de la emisión en el caso de los nombres propios y a la dependencia del contexto en el caso de los demostrativos y los índices. La refe­ rencia de estos términos, en la que consiste su significado, viene fi­ jada por una relación externa, concebida en general como una re­

lación causal, con un objeto particular, no por las descripciones, imágenes o conceptos que un individuo asocie con esos términos. En el caso de los términos de clases naturales, dos individuos pue­ den tener en su mente las mismas descripciones, imágenes o con­ ceptos en relación con uno de esos términos y, sin embargo, ese término, en boca de uno y otro, puede designar sustancias o espe­ cies distintas en función de diferencias en el entorno externo con el que se relacionan. En todos estos casos, es la relación con un fac­ tor externo, de cuya naturaleza el individuo puede no ser cons­ ciente, la que determina el significado. Si a ello añadimos las re­ flexiones de Burge sobre la influencia de las reglas semánticas de una comunidad lingüística en la determinación del significado de los términos usados por sus miembros individuales (Burge, 1979), el externismo semántico se convierte en una alternativa casi gene­ ral a la semántica fregeana clásica. El externismo semántico descansa sobre bases sólidas y da cuenta de poderosas intuiciones sobre el significado de ciertas ex­ presiones lingüísticas, en especial los demostrativos, índices y nom­ bres propios. Sin embargo, sus consecuencias sobre el contenido intencional nos han obligado a volver sobre este concepto y han replanteado el tratamiento de determinados problemas relaciona­ dos con él. 6.

R e f e r e n c ia ,

c o n t e n id o y c o n d ic io n e s d e v e r d a d

En la expresión lingüística de nuestros pensamientos intervie­ nen con frecuencia lo que las teorías externistas denominarían ex­ presiones directamente referenciales: índices, demostrativos, nom­ bres propios. Pensamos con frecuencia en términos demostrativos e indéxicos acerca de objetos particulares. Hay razones importan­ tes para sostener que este tipo de pensamiento es insustituible por otro basado exclusivamente en conceptos generales y que desem­ peña un papel indispensable en nuestro trato con el mundo y en la influencia causal de nuestras actitudes en nuestro comporta­ miento. John Perry puso de manifiesto la decisiva importancia cau­ sal del pensamiento en términos de índices sobre nuestro compor­ tamiento, en contraste con el pensamiento de carácter conceptual. Un ejemplo del propio Perry será suficiente:

... Un catedrático que desea asistir a tiempo a la reunión de su departamento y cree correctamente que esa reunión comienza a las doce, se encuentra sentado tranquilamente en su despacho en ese momento. De repente, comienza a moverse. ¿Qué explica su acción? Un cambio de creencia. Él creía en todo momento que la reunión del departamento empezaba a las doce; y pasa a creer, como él lo habría expresado, que empieza ahora (Perry, 1979, pág. 4). La mera creencia general de que la reunión comienza a las doce no tiene fuerza causal hasta que incluye en su contenido un índice, es decir, hasta que el sujeto cree que ahora son las doce5. Los ejem­ plos podrían multiplicarse, como es obvio. Es también plausible sostener que los pensamientos en términos de demostrativos o de nombres propios no son, en última instancia, sustituibles por pen­ samientos expresados mediante descripciones o conceptos genera­ les. Pero si la semántica de estos términos no es fregeana, si su sig­ nificado consiste fundam entalm ente en su referencia, la comprensión del contenido intencional de las actitudes cuya ex­ presión involucra esos términos no puede sino verse modificada. Veamos ahora en qué consistiría dicha modificación. Pensemos en los siguientes pares de oraciones, cuyo segundo miembro resulta de la sustitución en el primero de una expresión por otra expresión con la misma referencia: A. A’. B. B\

El lucero de la mañana es un planeta. El lucero de la tarde es un planeta. Cicerón fue un gran orador. Marco Tulio fue un gran orador.

En un marco fregeano, las diferencias entre los miembros de ambos pares serían analizados del mismo modo. Las expresiones denotativas que en ellos aparecen tienen tanto sentido como refe­ rencia. Para los dos miembros de cada par, la referencia es la misma, pero el sentido es distinto. En este marco, la referencia de la ex­ presión contribuye a determinar el valor de verdad de la oración en la que figura, pero no su sentido, no el pensamiento expresado 5 Esta formulación del contenido de la creencia, en realidad alternativa a la de Perry, no deja de tener consecuencias, como luego veremos.

por ella. Así, A y A’ tienen el mismo valor de verdad, pero no el mismo sentido, no expresan el mismo pensamiento, y lo mismo sucede con B y B\ Un sujeto puede así, racionalmente y sin con­ tradicción, adoptar actitudes cognitivas distintas hacia A y A’, así como hacia B y B\ La interpretación del sentido de una oración, en la semántica de Frege, como sus condiciones de verdad es con­ trovertida6. En cualquier caso, si la interpretación es correcta, las condiciones de verdad de A y A’ serían distintas, así como las de B y B\ Podemos denominar fregeana o intensional una concepción de las condiciones de verdad que asigna a oraciones como A y A’, y B y B’, condiciones de verdad distintas. En este marco, un sujeto puede creer sin contradicción que Cicerón es un gran orador y que Marco Tulio no lo es: ambas creencias tienen un contenido se­ mántico distinto, individuado en términos de condiciones de ver­ dad fregeanas. Igualmente, a esta diferencia en condiciones de verdad puede corresponder una diferencia en los efectos de ambas creencias sobre la conducta del sujeto. En un marco fregeano, la clasificación semántica de las actitu­ des mentales en términos de sus condiciones de verdad (o de sa­ tisfacción, en el caso de actitudes como el deseo o la intención) y su clasificación en términos de su influencia causal en la conducta guardan una clara correspondencia7. De este modo, la concepción fregeana del contenido intencional nos permite salvaguardar una importante convicción, que podríamos denominar la convicción de la unidad semántico-causal del contenido. Según esta convic­ ción, aquello que un sujeto cree y desea, es decir, el contenido de sus actitudes, que puede ser verdadero o falso, explica (junto con la actitud hacia ese contenido) que actúe como lo hace. Pero es plausible considerar este contenido como las condiciones de ver­ dad o de satisfacción de dichas actitudes: lo que cree es aquello que, de darse, haría verdadera su creencia; lo que desea es aquello que, de darse, satisfaría su deseo. Y es también lo que cree y desea lo que causa que actúe como lo hace. De este modo, tendemos a cla­

6 Dummet consideraría correcta esta interpretación. Cfr. Dummet (1984). 7 El análisis del contenido intencional en términos de condiciones de satis­ facción que lleva a cabo Searle en su estudio sobre la intencionalidad (Searle 1983) es básicamente fregeano. Cfr. González Castán (1992), esp. pág. 103.

sificar las actitudes, desde un punto de vista representativo o se­ mántico, del mismo modo que desde un punto de vista causal. Considero que la convicción de la unidad semántico-causal del contenido y la armonía entre las clasificaciones derivadas de ambas dimensiones del mismo es un aspecto importante de nuestro con­ cepto de acción racional. En el marco de las teorías de la referencia directa, sin embargo, el análisis del par A, A’ y del par B, B’, sería distinto. En los miem­ bros del primer par de oraciones figuran descripciones definidas, en las cuales podemos distinguir entre el concepto o la propiedad expresada por los predicados que las componen y su referencia, el objeto único que posee esta propiedad. Estas propiedades son dis­ tintas, de modo que distintos objetos podrían poseerlas en distin­ tos mundos posibles, con lo que estas descripciones podrían desig­ nar también distintos objetos, aunque de hecho designen el mismo objeto en el mundo real. En cambio, en los miembros del segundo par figuran nombres propios, cuyo significado se reduce a su refe­ rencia, el individuo denotado por ellos. Como nombres propios, designan rígidamente al mismo individuo en todos los mundos po­ sibles. Y como el individuo designado es el mismo en ambos ca­ sos, y la propiedad asignada a él es también obviamente la misma, las oraciones B y B’ tienen exactamente el mismo significado, ex­ presan la misma proposición. A diferencia del análisis fregeano, ambas oraciones tienen las mismas condiciones de verdad: aquello que, de darse, las haría verdaderas es exactamente lo mismo, a sa­ ber, que el individuo particular denotado por los nombres, que es el mismo en todos los mundos posibles, tenga la propiedad de ser un gran orador. En el marco de estas teorías, a diferencia de las teo­ rías fregeanas, el objeto o individuo denotado por una expresión referencial es la contribución de esta expresión a las condiciones de verdad (y no sólo al valor de verdad) de la oración en la que figura. Estas condiciones de verdad son, en el caso de B y B\ singulares, y la proposición expresada por estas oraciones es, en términos de Kaplan, una proposición o pensamiento singular, formado por un individuo particular y una propiedad. Así, B y B’ expresan la misma proposición singular, que, siguiendo las convenciones habi­ tuales, podemos representar así: «Ser un gran orador; Cicerón.» Po­ demos denominar referencial o extensional una concepción de las condiciones de verdad que asigna a las oraciones B y B’ (aunque

no necesariamente a las oraciones A y A’) las mismas condiciones de verdad. Aunque A y A’ pueden tener valores de verdad distin­ tos en otros mundos posibles, en los que «el lucero de la mañana» y «el lucero de la tarde» designan objetos distintos, B y B’ tienen el mismo valor de verdad en todos los mundos posibles. Pero la concepción extensional o referencial de las condiciones de verdad parece entrar en conflicto con la convicción de la uni­ dad semántico-causal del contenido, pues es claro que un sujeto puede tener creencias con el mismo contenido, individuado por sus condiciones de verdad referenciales, pero con efectos muy distin­ tos sobre su comportamiento. Por ejemplo, un sujeto que cree que Cicerón fue un gran orador porque pronunció las Catilinarias y que Marco Tulio fue también un gran orador porque oyó hablar a alguien del gran orador Marco Tulio, sin advertir que son la misma persona, podría asentir a «Cicerón se enfrentó a Catilina en el Se­ nado» y disentir de «Marco Tulio se enfrentó a Catilina en el Se­ nado.» Igualmente podría suceder que un sujeto tuviese creencias con distintas condiciones de verdad referenciales que tuviesen en su comportamiento los mismos efectos. Esto sucedería, por ejem­ plo, si un sujeto tuviese creencias que involucrasen nombres dis­ tintos que él supone que designan a la misma persona o cosa cuando en realidad designan a personas o cosas distintas. 7.

I n te n c io n a lid a d y r e fe r e n c ia d ir e c ta

La aparente incompatibilidad de la semántica externista con la unidad semántico-causal del contenido, es en realidad un aspecto de sus dificultades para afrontar los problemas de la no referencia y de la correferencia. No es sencillo para esta doctrina hacer com­ prensible que un sujeto pueda tener una creencia que involucra una expresión referencial sin referente. Puesto que, para esta concep­ ción, el significado de este tipo de expresiones se agota en su refe­ rencia, no pueden recurrir a algún aspecto del significado (como el sentido fregeano) que permanecería cuando la expresión en cues­ tión no tiene un referente. Así, una creencia del tipo mencionado sería una creencia sin contenido y, con ello, no sería una creencia en absoluto. Así mismo, esta concepción tiene dificultades para dar cuenta de los casos en que un sujeto cree que Fa y no cree que Fb

cuando a=b. Si el significado de a y b se reduce a su referencia, el sujeto en cuestión parece tener creencias contradictorias. En cone­ xión con esta cuestión, la semántica externista tiene problemas para dar cuenta de la opacidad referencial en el discurso intencional. La solución fregeana, consistente en sostener que, en este tipo de dis­ curso, una expresión refiere a su sentido, no puede ser adoptada por la semántica externista en el caso de las expresiones referenciales, ya que no atribuye a estas expresiones un sentido al que pu­ dieran referir. Otra consecuencia de esta carencia de sentido es que un sujeto puede no saber cuál es el contenido de sus actitudes: en el marco fregeano, el conocimiento que un sujeto tiene del conte­ nido de sus actitudes resulta de su pleno acceso consciente al sen­ tido de sus expresiones, aunque este acceso no se extiende a la re­ ferencia de las mismas. Pero si el significado se reduce a la referencia, y un sujeto no tiene especial autoridad sobre ella, dicho sujeto puede no saber cuál es el contenido de un pensamiento cuya expresión involucre un término referencial. Así, un sujeto puede pensar que su creencia de que Fa tiene un contenido distinto que su creencia de que Fb cuando, siendo a=b, su contenido sería el mismo. Cabría concebir este cúmulo de dificultades como un argu­ mento por reducción al absurdo contra esta perspectiva semántica y en favor del internismo semántico e intencional, y así ha sido de hecho concebido por algunos pensadores8. Sin embargo, el exter­ nismo tiene importantes argumentos en su favor, algunos de los cuales ya han sido expuestos más arriba, y, por otra parte, la se­ mántica fregeana no está exenta de dificultades en su tratamiento de las expresiones denotativas. Sencillamente no parece cierto que los nombres propios sean semánticamente equiparables, en nues­ tro lenguaje, a conjuntos de descripciones. Es claro, por ejemplo, que distintos individuos asocian diversas descripciones con el mismo nombre propio, de modo que, bajo esa equiparación, re­ sulta difícil explicar que un individuo pueda comunicar a otro un pensamiento que involucre una expresión de este tipo. Recordemos

8 Éste es, en mi opinión, el caso de Paul Boghossian. Cfr. Boghossian (1989 y 1992).

también las observaciones sobre la importancia del pensamiento demostrativo en nuestro comportamiento y la aparente imposibi­ lidad de sustituirlo por un pensamiento puramente conceptual. Nos encontramos, pues, ante un dilema. Las teorías de la refe­ rencia directa dan cuenta de importantes intuiciones sobre el sig­ nificado de las expresiones denotativas y su función en el lenguaje y en la conducta, pero no dan cuenta de otras importantes intui­ ciones, como la unidad semántico-causal del contenido, la autori­ dad de un sujeto sobre el contenido de sus actitudes y la opacidad referencial del discurso intencional. Por otra parte, la semántica fre­ geana puede integrar estas últimas pero tiene dificultades con las primeras. Frente a esta situación, los partidarios de la semántica externista han adoptado distintas posiciones, dependiendo de aquello que estén dispuestos a sacrificar en aras de su compromiso semán­ tico. Una opción frecuente ha consistido en renunciar a la unidad semántico-causal del contenido, procediendo a distinguir en él un componente psicológico-causal y un componente semántico. Es este último el que tiene condiciones y valor de verdad, siendo el primero el que tiene eficacia causal. Entre los partidarios de esta opción podemos citar a John Perry, Mark Crimmins y William Lycan. Crimmins y Perry distinguen, en una creencia, entre su con­ tenido semántico y lo que ellos denominan «ideas» y «nociones», estructuras psicológico-cognitivas particulares en la mente (o en el cerebro) del sujeto de la creencia. Estas últimas son aquello a lo que se refiere, implícitamente, el discurso intencional, lo que da lu­ gar a una explicación parcial de algunos de los fenómenos proble­ máticos para el externismo, como el pensamiento sin referente y la opacidad referencial. Sin embargo, el conocimiento que un sujeto tiene del contenido de sus actitudes no queda adecuadamente ex­ plicado: un sujeto puede tener acceso a sus ideas y nociones, pero no a lo representado por ellas, que viene fijado por una relación causal externa (cfr. Crimmins y Perry 1989). Para las teorías de la referencia directa, pero no para Frege, la referencia forma parte de las condiciones de verdad, de modo que un sujeto puede no saber qué es lo que haría verdadero su pensamiento y, con ello, cuál es ese pensamiento. En mi opinión, las «nociones» e «ideas» de Crim­ mins y Perry son el resultado de una especie de transformación psi­ cológica del sentido fregeano, que queda privado de sus propieda­

des semánticas relacionadas con las condiciones y el valor de ver­ dad. Estas propiedades semánticas corresponden únicamente a la proposición, que es desprovista así de realidad psicológica y efica­ cia causal. La estrategia ejemplificada por Crimmins y Perry in­ forma también la distinción de Perry, en un trabajo anterior, entre el objeto de la creencia, o proposición que se cree, y el estado de creencia, que desempeña realmente el papel causal (Perry, 1979), o la distinción de Lycan entre dos esquemas de individuación de las creencias, el esquema de las condiciones de verdad y el esquema causal: «El esquema condicional-veritativo se impone típicamente cuando lo que nos concierne son los valores de verdad u otros as­ pectos semánticos de las creencias; el esquema computacional se impone cuando lo que nos preocupa son los efectos causales» (Ly­ can 1988, pág. 86)9. Otra estrategia consiste en aceptar que un su­ jeto puede sostener creencias contradictorias, puede creer a la vez que p y que no-p. Este sería el caso, por ejemplo, de un sujeto que cree que Cicerón es un gran orador pero que Marco Tulio no lo es, o el caso de Pierre, en el enigma planteado por Kripke, que acepta la oración Londres estjolie, pero rechaza la oración London is pretty, con lo qüe, dados ciertos principios aparentemente plausibles, cree y no cree a la vez que Londres es bonita (Kripke 1979). La ame­ naza de irracionalidad que parece plantear la aceptación de que un sujeto pueda sostener creencias contradictorias se intenta conjurar de distintas formas. Un modo de hacerlo consiste en sostener que las proposiciones contradictorias son objeto de creencia bajo «ro­ pajes» distintos, de modo que el sujeto no advierte que está asin­ tiendo a una proposición y disintiendo a la vez de ella10. Otro modo de hacerlo, propuesto por Joseph Owens (cfr. Owens, 1995), consiste en negar que un sujeto tenga, en cualquier caso, conoci­ miento directo de la identidad y diferencia del contenido de sus creencias y otros estados mentales, restringiendo así, en mi opinión de modo inaceptable11, el alcance del autoconocimiento. Los cos­ tes de todas estas propuestas parecen sin duda demasiado elevados.

9 Para una discusión más detallada de las propuestas de Perry y Lycan, cfr. Grimaltos y Moya, en prensa. 10 Ésta parece ser la estrategia de Nathan Salmón. Cfr. Salmón (1986). 11 He expuesto las razones de esta opinión en Moya (1996).

8.

U na

propuesta sobre el con ten ido in ten cion al

Trataré en este apartado de construir una concepción del con­ tenido intencional en términos de condiciones de verdad que no se vea expuesta a las dificultades de las teorías de la referencia di­ recta, pero que no consista meramente en un retorno a la semán­ tica fregeana. En armonía con las teorías de la referencia directa, sostendré que la referencia de una expresión puede, en ocasiones, contribuir a fijar las condiciones de verdad de la oración en la que figura, y no simplemente su valor de verdad. Los problemas que plantea esta concepción de las condiciones de verdad pueden sos­ layarse, sin embargo, mediante una especificación cuidadosa de ta­ les condiciones y de la referencia de los términos, que tome en cuenta la complejidad de los contextos en que una oración o ex­ presión puede ser usada, emitida o expresar el contenido de una actitud. La escasa atención prestada a esta complejidad tanto por la semántica de Frege como por la semántica de Kripke se halla, sospecho, en la raíz de las dificultades de ambas teorías. Para subrayar la importancia del contexto concreto del uso o emisión de una oración, será conveniente llamar «enunciado» a la oración emitida, usada o pensada en una circunstancia o contexto particular, contexto que puede incluir una actitud intencional. Son en realidad los enunciados, las oraciones en contextos concretos, y no las oraciones abstractamente consideradas, lo que tiene condi­ ciones de verdad y expresa un pensamiento o proposición. Cuando asignamos condiciones de verdad a oraciones, estamos implícita­ mente presuponiendo un contexto de uso, que incluye normal­ mente ciertos requisitos, más o menos ideales, de competencia lin­ güística y de conocimiento relevante por parte del emisor. La definición de las condiciones de verdad que proponemos es la si­ guiente: las condiciones de verdad de un enunciado consisten, sen­ cillamente, en aquello que, de darse, lo haría verdadero. Cuando el enunciado es el contenido de una creencia, las condiciones de ver­ dad del enunciado son las condiciones de verdad de la creencia. Sostendremos que el contenido de una creencia se reduce a sus con­ diciones de verdad, frente a las teorías de la referencia directa, que necesitan añadir componentes no semánticos para dar cuenta de las dificultades que hemos mencionado. Una misma oración, sin­

tácticamente considerada, puede dar lugar a enunciados distintos, con distintas condiciones de verdad, en distintos contextos. Atendamos ahora a creencias cuya expresión lingüística invo­ lucra nombres propios. Imaginemos el siguiente caso. Un sujeto ha oído hablar a un erudito de la oratoria de Cicerón con gran entu­ siasmo. Este erudito se ha referido a Cicerón únicamente con el nombre «Cicerón». En otro momento y lugar, nuestro sujeto ha oído hablar también a otro erudito del gran orador Marco Tulio, aunque sólo bajo este nombre. Nuestro sujeto no advierte que am­ bos eruditos están hablando de la misma persona. Supone, más bien, que hablan de personas distintas. Confiando en la autoridad de estos eruditos, nuestro sujeto pasa a creer que Cicerón fue un gran orador y que Marco Tulio fue, así mismo, un gran orador. ¿Cuáles son las condiciones de verdad de estas creencias? Las teorías de la referencia directa asignarían a las oraciones: B. Cicerón fue un gran orador. B\ Marco Tulio fue un gran orador. las mismas condiciones de verdad. Ambas serían verdaderas en los mismos mundos posibles, puesto que «Cicerón» y «Marco Tu­ lio» designan rígidamente al mismo individuo. Ambas oraciones expresan la misma proposición, la proposición singular: «Ser un gran orador; Cicerón», que constituye sus condiciones de verdad. Las teorías fregeanas, por su parte, asignarían a ambas oraciones distintas condiciones de verdad debido a su distinto sentido, a pe­ sar de reconocerles la misma referencia. Para estas teorías, el mismo estado de cosas se presenta de modos distintos. En el marco de nuestra propuesta, no asignamos condiciones de verdad a oracio­ nes, sino a enunciados. No nos pronunciamos sobre las condicio­ nes de verdad de B y B’ sin conocer el contexto concreto en el que estas oraciones se presentan. Las teorías de la referencia directa, al asignar a estas dos ora­ ciones las mismas condiciones de verdad singulares, constituidas por un individuo particular y una propiedad, tienden fácilmente a atribuir a un sujeto creencias contradictorias. Supongamos, en efecto, que otro sujeto, A, oye a un erudito alabar la oratoria de Cicerón y a otro denostar la oratoria de Marco Tulio. Sobre esta base, y confiando en los juicios de estos eruditos, A cree que Ci­

cerón fue un gran orador y no cree que Marco Tulio lo fue. Si se asigna a las oraciones B y B’ las mismas condiciones de verdad, constituidas por Cicerón mismo y la propiedad de ser un gran ora­ dor, A está teniendo creencias contradictorias: cree y no cree a la vez que uno y el mismo individuo particular fue un gran orador. En el marco de nuestra propuesta, en cambio, no estamos obliga­ dos a asignar a A creencias contradictorias. Hemos de atender al contexto en el que las oraciones B y B’ son pensadas por A como contenido de sus creencias, atribuyendo entonces condiciones de verdad a estas creencias: a los enunciados expresados por estas ora­ ciones en ese contexto, no a las oraciones abstractamente conside­ radas. El resultado de esta recomendación en el caso que nos ocupa es el siguiente: dado el proceso por el que A ha adquirido estas creen­ cias, lo que cree es verdad si, y sólo si, hubo un individuo llamado «Cicerón» que fue un gran orador y otro individuo, llamado «Marco Tulio», que no lo fue. Estas condiciones de verdad no son, pues, singulares, sino que tienen un carácter general. Y ciertamente no son contradictorias. Hay mundos posibles en los que «Cicerón» y «Marco Tulio» designan a personas distintas, la primera de las cuales es un gran orador y la segunda no. En estos mundos posi­ bles se satisfacen las condiciones de verdad de las creencias de A: en ellos estas creencias son verdaderas. Un kripkeano objetaría que estamos abandonando la tesis se­ gún la cual los nombres propios son designadores rígidos y vol­ viendo a una concepción fregeano-russelliana de los nombres como abreviaturas de descripciones. La respuesta que quisiera dar es la si­ guiente. El valor semántico de un nombre propio depende de con­ textos concretos. Del mismo modo que no son realmente las ora­ ciones, sino los enunciados, las oraciones en contextos concretos, lo que tiene condiciones de verdad, los nombres tienen también valor semántico en contextos particulares. Y hay contextos en los que un nombre propio no es usado como un designador rígido. Supongamos que casualmente oigo hablar a alguien de una persona llamada «Susana Soler» como de una mujer de extraordinario ta­ lento, belleza y simpatía y que le digo a un amigo que me acom­ paña en ese momento: «Vaya, me gustaría casarme con Susana So­ ler.» Este caso particular del tipo de expresión «Susana Soler» no está funcionando como un designador rígido. Lo que estoy di­ ciendo podría expresarse del siguiente modo: «Me gustaría casarme

con la persona llamada “Susana Soler”, sea quien sea esta persona.» Pensemos en este otro ejemplo. Supongamos que estoy en unos grandes almacenes con una amiga y que escucho por los altavoces «María José Muñoz acuda a la sección de discos», sin que tenga la menor idea de quién es María José Muñoz. Mi amiga me pregunta qué han dicho por los altavoces y yo le respondo: «Han dicho que María José Muñoz acuda a la sección de discos.» Aquí estoy usando «María José Muñoz» con una referencia aún más indefinida. Po­ dría haber contestado a mi amiga: «Han dicho que una tal “María José Muñoz” acuda a la sección de discos.» Mi sugerencia es que, en el contexto de las creencias de A, los nombres propios no están funcionando como designadores rígidos, sino de un modo análogo a como funcionan en estos ejemplos. Este uso concede cierto sentido o contenido descriptivo a los nom­ bres propios. Este sentido, sin embargo, es mínimo, a saber, algo así como «la persona llamada “N”»12. Este carácter mínimo de su sentido permite a esta concepción del valor semántico de los nom­ bres propios en ciertos contextos eludir las objeciones a la teoría fregeano-russelliana. Una de las principales objeciones a esta teoría es su tendencia a convertir en necesaria y trivialmente verdaderos enunciados dotados de contenido informativo y cuya verdad es cla­ ramente contingente. Por ejemplo, si el significado de «Aristóteles» incluye la descripción «el autor de la Metafísica», entonces «Aris­ tóteles escribió la Metafísica» sería un enunciado analítico y nece­ sariamente verdadero, lo que resulta inaceptable. Pero si el sentido mínimo que posee el nombre «Aristóteles» en ciertos contextos es «la persona llamada “Aristóteles”», enunciados como el anterior conservan su contenido informativo y su carácter contingente. Sin embargo, este mínimo sentido es suficiente para evitar la atribu­ ción de creencias contradictorias a A, que cree que Cicerón fue un gran orador y que Marco Tulio no lo fue. La propiedad de llamarse «Marco Tulio» y la de llamarse «Cicerón» son, en el mundo real, propiedades de una sola persona, pero podrían haberlo sido de per­ sonas distintas. En realidad, aunque este aspecto no es filosófica­ mente esencial, el ejemplo de Cicerón ilustra especialmente bien nuestra propuesta, ya que pudo ocurrir, según señala Plutarco, que

12 Esta sugerencia la he utilizado en Grimaltos y Moya, en prensa.

Marco Tulio heredase el sobrenombre «Cicerón» de un antepasado suyo cuya nariz tenía una hendidura semejante a la de un gar­ banzo13. Es obvio que podría no haber sido llamado así. Nuestra propuesta no excluye que los nombres propios sean, en determinados contextos, designadores rígidos, cuya contribu­ ción a las condiciones de verdad del enunciado en el que figuran sea un individuo particular. Lo que negamos es que esta cuestión pueda ser decidida haciendo abstracción de los contextos particu­ lares en que una oración es usada, emitida o pensada como expre­ sión de una actitud intencional. En algunos de estos contextos, los nombres propios no designan rígidamente. En otros, pueden ha­ cerlo. Sólo en este último caso las condiciones de verdad del enun­ ciado son singulares.

9.

C a u sa l id a d ,

o p a c i d a d r e f e r e n c ia l

y

d e m o st r a t iv o s

La sugerencia de Kripke sobre la referencia de los nombres pro­ pios adopta la forma de una teoría causal. Distintos teóricos exter­ nistas han optado así mismo por diversas formas de teorías causa­ les de la referencia. Para Kripke, la referencia de un nombre propio, usado en un momento dado, estaría determinada por una cadena causal, seguramente muy complicada en ciertos casos, que con­ duce, desde la emisión actual, a la persona que fue «bautizada» con ese nombre (cfr. Kripke, 1 9 8 0 , págs. 9 1 - 9 7 ) . Así, en nuestro ejem­ plo, «Marco Tulio» y «Cicerón», en el contexto de las creencias de A, se remontan causalmente a la misma persona, que, si esta teo­ ría es correcta, sería el referente de ambos nombres. Sin embargo, hay razones, independientes de la defensa de nuestra propuesta, para pensar que las teorías causales de la referencia son incorrectas o, al menos, insuficientes. La noción de causalidad no recoge el as­ pecto normativo implícito en la noción de referencia. El hecho de que un determinado objeto o conjunto de objetos cause, incluso de manera continuada y sistemática, la emisión de un término no convierte ese objeto o conjunto de objetos en la referencia o la ex­

13 «Cicer», en latín, significa garbanzo. Agradezco a Jordi Pérez y Durá la in­ formación que me ha facilitado acerca del sobrenombre «Cicerón».

tensión del término. Como ha visto Fodor, las teorías causales tien­ den a dar significado disyuntivo a términos que claramente no tie­ nen ese significado14. Así, por ejemplo, la emisión de «vaca» puede ser sistemáticamente causada por vacas, pero también, suponga­ mos, por caballos en la oscuridad, pero esto no hace que «vaca» sig­ nifique vaca o caballo en la oscuridad. Igualmente, podría suceder que en el origen de la cadena causal que conduce a nuestro uso ac­ tual de un nombre hubiera más de una persona. Esto podría haber sucedido con nuestro uso de «Marco Tulio Cicerón», ya que así se llamaba también el hijo del gran orador romano. Supongamos que ambos individuos, padre e hijo, se hallan en el origen de la cadena causal que conduce a nuestro uso actual. Esto haría que «Marco Tulio Cicerón» tuviese una referencia ambigua cuando alguien afirma, en la actualidad, que Marco Tulio Cicerón pronunció las Catilinarias, lo que sin duda no es el caso. La propuesta que presentamos (aunque necesitada, sin duda, de mayor elaboración) contiene ya elementos para dar cuenta del problema de la opacidad referencial del discurso intencional. Al describir las creencias de A, no podemos intercambiar «Marco Tu­ lio» y «Cicerón» salva veritate. La razón es que estos nombres no funcionan semánticamente, en el contexto de las creencias de A, como expresiones directamente referenciales, sino como des­ cripciones con el sentido mínimo antes aludido, y estas descrip­ ciones («la persona llamada “Marco Tulio”», «la persona llamada “Cicerón”») podrían ser verdaderas de personas distintas, como de hecho A, erróneamente, supone. En cambio, si estos nombres fun­ cionan como designadores rígidos en el contexto de las creencias de un sujeto, la sustitución puede ser perfectamente adecuada y preservar la verdad de la atribución inicial. Al mismo tiempo, en la medida en que nuestra propuesta permite asignar, en determi­ nados casos, un sentido mínimo a los nombres en ciertos contex­ tos, puede afrontar también adecuadamente el problema de la no referencia y el eventual fracaso de la generalización existencial en 14 Éste es el «problema de la disyunción» descubierto por Fodor en este tipo de teorías. Cfr. Fodor (1990). La solución propuesta por Fodor, basada en la no­ ción de dependencia asimétrica entre las relaciones nómicas, no está exenta de problemas. Véase, por ejemplo, la crítica de Putnam a esta propuesta de Fodor en Putnam (1994), cap. 3.

el discurso intencional. Finalmente, me parece obvio que esta pro­ puesta no plantea problemas para el autoconocimiento y restaura la unidad semántico-causal del contenido, la armonía entre las con­ diciones de verdad de las creencias y su eficacia causal. Cabría pensar que nuestra propuesta puede tener plausibilidad en el tipo de ejemplos que hemos utilizado, que involucran nombres propios en contextos ampliamente separados de sus re­ ferentes, pero que no la tiene cuando se trata de creencias que in­ volucran demostrativos o índices, cuya relación con los referen­ tes es inmediata. Trataré de mostrar que también estos casos pueden ser afrontados adecuadamente por la propuesta en cues­ tión. Vamos a utilizar libremente un ejemplo de Kaplan. Supon­ gamos que veo a una persona cuyos pantalones están ardiendo y que en realidad, sin que me dé cuenta de ello, esa persona soy yo mismo reflejado en un espejo. Me digo entonces: «Sus pantalo­ nes están ardiendo.» Al descubrir que esa persona soy yo, paso a decirme: «Mis pantalones están ardiendo.» La creencia que tengo en el primer momento es distinta de la que paso a tener a conti­ nuación, pero, al parecer, puesto que esa persona de la que digo «sus pantalones están ardiendo» soy yo, sus pantalones son mis pantalones y ambas creencias tienen las mismas condiciones de verdad, como defienden las teorías ortodoxas de la referencia di­ recta. Además, puesto que estoy empleando, al menos implícita­ mente, demostrativos, expresiones puramente denotativas, y mi intención al usarlas es también referencial, mis creencias son sin­ gulares, involucran objetos particulares, a saber, yo mismo y mis pantalones, estos pantalones que llevo ahora. Pero no hay ningún mundo posible en el que yo no sea yo mismo, ni en el que estos pantalones no sean estos pantalones. Mis creencias, pues, tienen los mismos valores de verdad en todos los mundos posibles. Pero es obvio que hay una diferencia en su contenido. Por tanto, las condiciones de verdad no agotan el contenido de mis creencias. Por otra parte, puesto que lo que distingue ambas creencias es lo que explica la diferencia en mi conducta en el momento en que paso a tener la segunda creencia, el contenido semántico, condicional-veritativo, no es causalmente eficaz. Desde el punto de vista de sus condiciones de verdad, ambas creencias deberían cla­ sificarse juntas, pero desde el punto de vista causal hemos de si­ tuarlas en casillas diferentes.

Trataré de mostrar, en el espíritu de mi propuesta, que, incluso en este caso, las condiciones de verdad de mis dos creencias son distintas. Tratemos de describir mi situación mental. Supongamos que no advierto que estoy frente a un espejo. Desde mi punto de vista, pues, estoy viendo a una persona que no soy yo situada a cierta distancia de mí y cu yos pantalones están ardiendo. Al de­ cirme a mí mismo «sus pantalones están ardiendo», tengo una creen­ cia que sería verdadera, grosso modo, si esa persona de la que digo «sus pantalones...» fuese distinta de mí, se encontrase en el lugar en el que creo estar viéndola y sus pantalones estuviesen ardiendo. Mi diagnóstico, pues, es que mi primera creencia es falsa, ya que esas condiciones no se cumplen en el mundo real, aunque podrían cumplirse en otra situación o mundo posible. Cabría objetar que, puesto que la persona que estoy viendo soy yo mismo, con mi ex­ presión «sus pantalones» o «los pantalones de esa persona» me es­ toy refiriendo, sépalo o no, a mí mismo y a mis propios pantalo­ nes. Pero creo que esto es un error. Ciertamente puedo referirme a mí mismo con un demostrativo, señalando a algún lugar distinto de aquel en el que me hallo, pero las condiciones en que puedo ha­ cer tal cosa son bastante exigentes. Incluyen, a mi entender, imá­ genes u otras representaciones de mí mismo, la creencia de que se trata de imágenes y no de personas de carne y hueso y la concien­ cia de que la imagen o representación a la que estoy señalando es una imagen o representación de mí mismo. Puedo, por ejemplo, decir, señalando a la imagen de una fotografía: «Este soy yo.» Pero si, como sucedería en nuestro ejemplo, creo que aquello a lo que estoy señalando no es una imagen, sino una persona de carne y hueso, no puedo estar refiriéndome a mí mismo con «ése» o «esa persona», pues yo no puedo estar en dos lugares al mismo tiempo y sé que no puedo estarlo. Ciertamente, en nuestro ejemplo soy yo mismo quien está causando la experiencia visual que me lleva a de­ cirme a mí mismo «esa persona...», pero esto sólo muestra, como ya hemos sugerido, que las teorías causales de la referencia son in­ satisfactorias. Pero, ¿y si suponemos, en nuestro ejemplo, que soy consciente de estar frente a un espejo cuando me digo «sus panta­ lones están ardiendo» sin emprender acción alguna? En este caso, «sus pantalones» funciona, en el contexto de mi creencia, como una descripción definida; equivale a algo así como «los pantalones de la persona cuya imagen se refleja en ese espejo» acompañado de un

«no los míos». En este caso el contenido condicional-veritativo de mi creencia es distinto del caso en que, no siendo consciente de es­ tar mirando a un espejo, creo estar viendo a una persona de carne y hueso. Mi creencia es ahora verdadera si hay una persona, dis­ tinta de mí mismo, cuya imagen se refleja en el espejo y cuyos pan­ talones están ardiendo. En uno y otro caso, las condiciones de ver­ dad de mi creencia difieren de las de mi segunda creencia, aquella que expreso diciéndome: «Mis pantalones están ardiendo.» La con­ dición de verdad de esta última es que mis pantalones estén ar­ diendo. Así, pues, la interpretación de este ejemplo, en el marco de nuestra propuesta, mantiene las virtudes de la interpretación del caso de los nombres propios: asigna al sujeto creencias no contra­ dictorias, con condiciones de verdad distintas, en armonía con su distinta eficacia causal sobre el comportamiento, manteniendo, pues, la unidad semántico-causal del contenido; concede al sujeto la posibilidad de un conocimiento inmediato, no inferencial, del contenido de tales creencias; y da cuenta de la opacidad referen­ cial. Estas virtudes de la propuesta que defendemos aquí hacen que, aunque necesitada, como ya se ha indicado, de mayor elaboración, merezca, en mi opinión, ser tomada en serio como un posible ca­ mino hacia la comprensión de la intencionalidad de la mente y un tratamiento satisfactorio de los problemas que plantea. Pero, como se suele decir en estos casos, los detalles de esa elaboración debe­ rán quedar para otra ocasión. B iblio g rafía B ell , D. ( 19 8 4 ), «Reference and Sense: A n Epitome», en W rig ht (19 8 4 ). B o g h o s s ia n , P. (1 9 8 9 ), «C ontent and Self-Knowledge», Philosophical To-

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Internalismo, externalismo y ecología Jo sefa T

o r ib io

In t r o d u c c ió n

Nuestra vida está llena de explicaciones y predicciones de la conducta que se caracterizan esencialmente por su apelación a es­ tados mentales con contenido —deseos, creencias, miedos, inten­ ciones, intuiciones y, en general, estados psicológicos construidos en términos proposicionales— como causas de tal conducta. Una explicación típica de este tipo es la de que Pedro llegó tarde a su cita con Manuel porque creía que habían quedado a una hora di­ ferente. Es tal creencia —con ese contenido o significado particu­ lar— la que constituye la causa interna de la conducta de nuestro amigo. Cuando yo predigo que Lola abrirá la nevera en función de de su deseo de comer un pedazo de tarta y su creencia de que la tarta se encuentra en la nevera, también utilizo esa herramienta predictiva. El deseo de Lola, en las condiciones descritas, nos per­ mite predecir su acción y hacerlo tomando tal deseo y tal creencia —con sus contenidos específicos— como los elementos causales de la misma. Este artículo está dedicado a la presentación de una importante discusión en la filosofía del lenguaje y la filosofía de la mente con­ temporáneas sobre la noción de contenido (o significado) de un enunciado o un estado mental. La discusión tiene su origen en la

histórica distinción fregeana entre sentido y referencia y recoge ade­ más algunas de las tesis básicas de la denominada teoría causal de la referencia. El debate se centra en torno a las nociones de conte­ nido «restringido» (narrow contení) y «contenido amplio» (wide content) y a los puntos de vista que hacen de uno y otro el con­ cepto central en los procesos de explicación psicológica, puntos de vista denominados, respectivamente, internalismo y externalismo. Mi intención en las páginas siguientes no es exclusivamente ex­ poner los aspectos principales de la discusión internalismo/externalismo. De hecho, esa discusión es sólo el telón de fondo sobre el que pretendo proyectar la defensa de lo que constituye la principal tesis de este artículo. La tesis puede formularse como sigue: si el objetivo es caracterizar una noción de contenido metodológica­ mente plausible en el contexto de la explicación psicológica de la conducta, se necesita una noción de contenido que no se deje en­ casillar en la distinción amplio/restringido. La justificación y argumentación en favor de esta tesis se lle­ vará a cabo del modo siguiente. En primer lugar, explicaré el ori­ gen de la noción de contenido restringido y presentaré a los prin­ cipales contendientes en la polémica (Sección 1). En segundo lugar, caracterizaré de un modo más preciso la naturaleza y función de la noción de contenido restringido y presentaré algunos argumentos que muestran su inadecuación teórica (Sección 2). En tercer lugar, caracterizaré la noción de contenido amplio y argumentaré que esta noción, al estar definida en términos de condiciones de verdad, no es tampoco apropiada como instrumento de explicación psicoló­ gica (Sección 3). En cuarto lugar (Sección 4), introduciré una po­ sición dual y ecléctica que defiende la necesidad de integrar ambos aspectos del contenido sin establecer una relación teórica entre ellos —las denominadas teorías de doble factor— y argumentaré que tal independencia explicativa convierte este tipo de propuesta en alta­ mente implausible. En la Sección 5 comenzaré mi reivindicación de lo que consi­ dero una noción de contenido metodológicamente apropiada en psicología con una digresión sobre el concepto de computación en­ tendida como constitutivamente dependiente de propiedades que son externas al sistema. Esta reivindicación se prolongará en la Sec­ ción 6, pero esta vez mi herramienta teórica será la introducción de ciertos resultados empíricos en el campo de la Psicología Evo­

lutiva. La investigación en este campo está así mismo encaminada a mostrar el tremendo avance explicativo que supone la considera­ ción del sujeto, no de forma aislada, como simple aparato cogni­ tivo, sino como sistema integrado en su entorno. Con estas dos herramientas en mano, defenderé, en la última parte (Sección 7), una noción de contenido que no responde a la distinción restringido/amplio. Es una noción básicamente externalista, i.e., individualizada en términos de propiedades externas al sujeto y constituida en términos de habilidades discriminativas. Para referirme a ella utilizaré el término «contenido ecológico». La

p o l é m i c a in t e r n a l i s m o /e x t e r n a l i s m o .

O

r ig e n d e l a n o c i ó n d e c o n t e n i d o

«r e s t r in g id o »

El contenido «restringido» (narrow content) de un estado men­ tal se caracteriza en términos de las propiedades intrínsecas a la mente de la persona que se encuentra en tal estado mental. Se de­ nomina internalismo al punto de vista que sostiene que el conte­ nido de un estado mental sobreviene1 en propiedades intrínsecas de los estados físicos del sujeto y, por tanto, ha de ser individuali­ zado sin referencia alguna al contexto físico y social en el que el su­ jeto se encuentra. La noción de contenido «restringido» (narrow content) tiene una historia ciertamente interesante. Aunque su origen ha de bus­ carse en la noción fregeana de sentido (Cfr. Frege, 1892), la ver­ sión psicológica que aparece en la discusión contemporánea puede ser tratada como el indeseado efecto secundario de un argumento desarrollado, en un principio, para justificar justo la tesis externa-

1

La noción de sobreveniencia (o superveniencia) se usa aquí en el sentido

fu erte utilizado por Kim: «la sobreveniencia de una familia de propiedades A so­ bre una familia de propiedades B puede explicarse como sigue: necesariamente, para cualquier propiedad F de la familia A,'si cualquier objeto X tiene F, enton­ ces existe una propiedad G en B tal que X tiene G, y necesariamente cualquier cosa que posea la propiedad G, tiene también la propiedad F. Cuando las pro­ piedades F y G están relacionadas de la manera especificada en esta definición, podemos decir que F superviene en G, y que G es la base de sobreveniencia de F» (Kim, 1984, 262).

lista contraria, a saber, que el contenido de un estado mental no es una propiedad intrínseca a la mente del sujeto que está en ese es­ tado mental (meanings airit in the head). El argumento al cual me estoy refiriendo es el desarrollado por H. Putnam a través del ex­ perimento mental de la Tierra Gemela (Cfr. Putnam, 1975). Las razones por las que el contenido restringido aparece como un efecto secundario de la cura para la enfermedad contraída tras el experimento de la Tierra Gemela pueden resumirse del modo si­ guiente. Por una parte, mi gemelo y yo somos microfísicamente idénticos. Compartimos exactamente los mismos pensamientos y esos pensamientos causan exactamente la misma conducta. Sin em­ bargo, arguye Putnam, la propiedad de tener una creencia acerca de la sustancia agua es una propiedad diferente en mí y en mi ge­ melo, porque las propiedades relaciónales que individualizan esas creencias, como creencias acerca de la sustancia agua, son diferen­ tes en la Tierra y en la Tierra Gemela. Cuando quiera que mi ge­ melo o yo tenemos sed, ambos intentamos alcanzar el vaso de agua que se encuentra enfrente de nosotros. La diferencia es que el que yo tenga una creencia sobre el agua en ese vaso es una propiedad relacional acerca de H20 , mientras que la creencia de mi gemelo es una creencia acerca de XYZ. Por otra parte, el diseño mismo de este experimento muestra claramente que aquellas propiedades del contenido que son rele­ vantes desde un punto de vista psicológico, i.e., aquellas propieda­ des que explican causalmente tanto mi conducta como la de mi ge­ melo, no pueden ser propiedades relaciónales. Si fuera así, la conducta resultante tendría que ser diferente y, en virtud de la si­ tuación creada por el experimento mental, se presupone, desde un principio, que tanto la conducta de mi gemelo como la mía son exactamente la misma. De esta manera encontramos el efecto secundario de la medi­ cación externalista. Incluso si Putnam (o, mejor, porque Putnam) tiene razón y una dimensión del contenido de nuestros pensa­ mientos es relacional o externa,, por ejemplo, la dimensión del con­ tenido que se toma en consideración a la hora de fijar las condi­ cion es d e verd a d de las oraciones usadas para expresar esos pensamientos, debe haber, se arguye, alguna otra dimensión del contenido que es interna o no-relacional, una dimensión del con­ tenido que puede ser individualizada independientemente de cual­

quier propiedad o relación causal que pueda encontrarse en el mundo actual. Es esa dimensión «restringida» del contenido, la que juega un papel primordial en la formulación de explicaciones psi­ cológicas (Cfr. Fodor, 1987, capítulo 2). El mismo tipo de estrategia es propuesta por Fodor en su ar­ tículo clásico «Methodological Solipsism Considered as a Research Strategy in Cognitive Psychology» (Fodor, 1980). En ese artículo, sin embargo, la reivindicación del contenido restringido se presenta unida a la naturaleza sintáctica de los procesos computacionales y a la caracterización de las explicaciones psicológicas como explica­ ciones computacionales (véase más abajo). Así, el debate internalismo/externalismo abre sus puertas a todo tipo de consideraciones sobre la relación entre semántica y psicología. De los dos contendientes en esta polémica, el lado internalista no es normalmente un contendiente puro. Con ello quiero decir que incluso los defensores de la noción de contenido restringido re­ conocen a veces la necesidad de invocar además otra dimensión del contenido de los estados mentales particulares, una dimensión que se caracteriza en términos de condiciones de verdad. El lado inter­ nalista del debate está así representado tanto por las teorías internalistas puras como por las denominadas teorías de fa cto r dual o de doble factor (deleátur). Desde el punto de vista de estas teorías, las condiciones de verdad de los enunciados utilizados en la expre­ sión de los pensamientos particulares se determinan independien­ temente del papel que esos enunciados juegan en la arquitectura cognitiva del sujeto al que se le adscriben esos pensamientos (Cfr., por ejemplo, McGinn, 1982 y Block, 1986). Esa misma arquitectura, sin embargo, juega un papel primordial a la hora de determinar el contenido semántico de esos mismos enunciados cuando son evaluados en un contexto psicológico. Es así característico de las teorías de doble factor defender que los conceptos centrales de esta estructura semántica doble —el concepto a-epistémico de verdad y el concepto epistémico de probabilidad subjetiva— son irreconciliables. Las teorías de factor dual aparecen como contendiente en el lado internalista por su invocación del conte­ nido restringido como noción apropiada para la psicología. De momento, podemos ignorar el hecho de que también invoquen un concepto que, como el de condiciones de verdad, es básica­ mente externalista (véase Sección 4).

El segundo contendiente en el debate mantiene una caracteri­ zación puramente externalista del contenido. El externalista de­ fiende que la individuación del contenido de los estados mentales depende esencialmente del contexto físico y social en el que el su­ jeto se encuentra. El contenido «amplio» (wide content) de un es­ tado mental está constituido por propiedades externas al sujeto que sustenta tal estado mental. Se caracteriza como un objeto abstracto que tiene asociado un conjunto de condiciones de verdad. Se de­ nomina externalismo al punto de vista que niega que el contenido de los estados mentales de un sujeto sobreviene en propiedades in­ trínsecas de los estados físicos de ese sujeto. Antaño uno de los grandes promotores de la dimensión res­ tringida del contenido, el mismo Fodor parece haberse pasado al bando opuesto. En una serie de conferencias pronunciadas du­ rante 1993, Fodor ha defendido que podemos alcanzar todo aque­ llo que la noción de contenido restringido parecía proporcionar (leyes psicológicas intencionales y sus correspondientes implementaciones computacionales) sin necesidad de introducir esta noción tan problemática (Fodor, 1994). Sin embargo, es Tyler Burge el filósofo más representativo de la posición externalista (Burge, 1979, 1982, 1986a, 1986b, 1986c, 1989 y 1993). Este enfoque es defendido además, y entre otros, por Putnam (1975), Peacocke (1983, 1993), Egan (1991) y Wilson (1992). Si el en­ foque externalista es correcto, tendremos que concluir que la no­ ción de contenido amplio puede jugar el papel causal-explicativo que ha sido tradicionalmente asignado a la noción de contenido restringido, a pesar de estar definida en términos de condiciones de verdad.

Pa r a C

q u é d e l a n o c ió n d e c o n t e n id o

« r e s t r i n g i d o ».

r ít ic a s a l a p o s ic ió n in t e r n a l ist a

Hay al menos dos características de la noción de contenido res­ tringido sobre las que casi todo el mundo está de acuerdo. La pri­ mera es que el contenido restringido sobreviene en propiedades que son intrínsecas, no-intencionales, por ejemplo, propiedades físicas del sujeto. Aunque, como dije anteriormente (véase nota 1), la no­ ción de sobreveniencia que juega el papel predominante en esta

discusión es la noción de sobreveniencia fuerte, la siguiente burda caracterización es suficiente para entender el requisito de sobreve­ niencia en este contexto: no existe una diferencia en contenido res­ tringido sin una diferencia en los estados internos del sujeto al que se le adscribe2. Es precisamente esa característica la que hace de esta dimensión del contenido una dimensión restringida. La segunda característica fundamental del contenido restringido es que esta dimensión del contenido es relevante principal, si no exclusivamente, en la explicación y predicción de la conducta. Así, incluso sin invocar ninguna teoría particular acerca de lo que el contenido restringido sea realmente, la siguiente presuposición es sostenida de forma generalizada por los defensores de la posición internalista: el contenido restringido de un estado mental es la no­ ción central en las explicaciones científicas de carácter psicológico, por ejemplo, el contenido restringido juega un papel causal-expli­ cativo de la conducta lingüística y no lingüística del sujeto. Sólo esa dimensión del contenido que se individualiza de acuerdo con las propiedades intrínsecas del sistema puede formar parte de las explicaciones científicas de la conducta del mismo. La justificación última de este punto de vista proviene de un cierto sesgo fisicalista preponderante en la metodología científica, i.e., la idea de que los poderes causales de cualquier evento están completamente determinados por sus propiedades físicas. La con­ secuencia inmediata de ello es que sólo el contenido que se indivi­ dualiza en términos de las propiedades intrínsecas de un sistema se considera adecuado para la explicación científica de su conducta. Si a esto se le añade un cierto giro computacional, la naturaleza del contenido restringido emerge finalmente. De acuerdo con el para­ digma clásico computacional de la mente, las capacidades cogniti-

2

La noción de sobreveniencia fue introducida originalmente por G.E. Moo­

re en su caracterización de las relaciones existentes entre propiedades evaluativas y descriptivas. Que las propiedades evaluativas sobrevienen en propiedades des­ criptivas quiere decir que no puede haber una diferencia en las primeras sin que la haya también en las segundas. En este sentido la noción de sobreveniencia es una variación de la tesis general de que los hechos físicos determinan todos los hechos. Jaegwon Kim es, sin duda, el filósofo que ha dedicado mayor atención al análisis de la noción de sobreveniencia. Buenas obras de referencia son Kim (1984) y (1988).

vas son tratadas como operaciones de procesamiento de informa­ ción y se caracterizan en términos computacionales. Los procesos computacionales se definen, a su vez, en términos de operaciones sobre representaciones. Las representaciones de entrada (input) constituyen los argumentos de una función. Las representaciones de salida (output) constituyen los valores de la función una vez computada. Una representación es así una clase muy especial de configuración física: una configuración física que tiene un vehículo sintáctico y un contenido semántico. El punto importante es que, aunque los procesos computacionales son sólo sensibles a la sinta­ xis, el sistema que computa puede ser diseñado de tal manera que la producción de estados sintácticos respete la interpretación se­ mántica. De acuerdo con el paradigma clásico de esta imagen computa­ cional, los estados intencionales se interpretan en términos de es­ tados que contienen símbolos de un lenguaje mental o Lenguaje del Pensamiento (Fodor, 1975). Así, por ejemplo, mi creencia de que hay una tarta de fresas en el frigorífico conlleva que estoy en una cierta clase de relación computacional con los símbolos de este lenguaje (denominado algunas veces mentalese) correspondientes a «Hay una tarta de fresas en el frigorífico.» El contenido de tal es­ tado intencional es el contenido de esa cadena de símbolos en m en­ talese y el hecho de que es una creencia —en lugar de un deseo o una duda— se determina en función de la naturaleza de su rela­ ción computacional con el resto de mis estados mentales y/o mi conducta. Los símbolos de mentalese poseen una sintaxis combi­ natoria y son implementados físicamente por el cerebro. No ha de resultar extraño pues que, dentro de esta metáfora computacional, la distinción intencional/físico se haga equivalente a la distinción entre semántica y sintaxis. Esto es así porque los procesos que subyacen a las relaciones entre estados intencionales, por ejemplo, es­ tados semánticamente interpretables, se consideran en definitiva procesos físicos. La idea de que los poderes causales de cualquier evento están completamente determinados por sus propiedades fí­ sicas/sintácticas se convierte así en el eje central de cómo el conte­ nido restringido pueda ser una dimensión explicativa de la con­ ducta.

El Requisito de Sobreveniencia A pesar de la primera presuposición mencionada anteriormente en términos de sobreveniencia en propiedades no intencionales, se ha argumentado conclusivamente que el contenido restringido de un estado mental no puede consistir en algo como las propiedades sintácticas de ese estado. Incluso asumiendo la existencia de un Lenguaje del Pensamiento á la Fodor, las propiedades sintácticas no parecen jugar ningún papel filosóficamente relevante en este punto. En palabras de Block: «objetos sintácticamente idénticos pueden jugar papeles funcionales muy diferentes, y pueden asociarse con capacidades de reconocimiento también muy diferentes» (Block, 1991, pág. 39). En la misma línea, Stalnaker afirma: (Las propiedades físicas o sintácticas de un pensam iento parti­ cular [thought token]) son ciertam ente insuficientes a la hora de de­ term inar el contenido restringido de ese pensam iento particular. Presumiblemente, el m ismo evento o estado físico particular que es un pensamiento específico acerca de que el agua es la m ejor be­ bida para mitigar la sed, podría tener, si la organización funcional del sujeto fuera suficientem ente diferente, no sólo un contenido amplio distinto, sino tam bién un contenido restringido distinto. (Stalnaker, 1 9 9 0 , pág. 135).

En otras palabras, las propiedades que parecen caracterizar el contenido restringido de un estado mental, esas propiedades que justificarían su papel semántico para el internalista, no pueden ser propiedades sintácticas de ejemplares individuales de pensamientos (thought tokens). El resultado de esto es que, aunque aceptemos que los estados mentales deben sobrevenir sobre las propiedades físicas (intrínsecas) de un sistema, debemos admitir además que esos es­ tados mentales específicos no están constituidos por propiedades sintácticas. En lugar de ello, la individuación del contenido (in­ cluso el contenido restringido) depende de otros factores relacio­ nados con la organización funcional a gran escala del sistema. Tal concesión, sin embargo, abre inmediatamente el camino a una pro­ puesta más radical: la propuesta de extender la base de sobreve­ niencia para incluir no sólo hechos acerca de los detalles de la eco­ nomía interna general, sino también para incluir hechos acerca de

los que podría denominarse la ecología local del sistema. Ésta in­ cluiría tanto al organismo mismo como ciertos aspectos de la es­ tructura de su entorno local. Ésta es la propuesta que desarrollaré más adelante. De momento, concentrémonos en otros problemas con la noción tradicional de contenido restringido. Si el requisito de sobreveniencia no es teóricamente adecuado, sólo el componente explicativo expresado en la segunda presupo­ sición puede resultar un parámetro relevante en la reivindicación de la noción de contenido restringido. De hecho, necesitamos es­ tablecer una dimensión de contenido que no es puramente refe­ rencial —una noción de contenido como la de contenido restrin­ gido— sólo porque queremos que una teoría del contenido sea capaz de explicar causalmente cómo es posible que un sujeto actué de manera diferente cuando cree que Fa en lugar de Fb —dado que a = b. La tesis fregeana sobre el diferente valor cognitivo de enun­ ciados como «Héspero es Héspero» y «Héspero es Fósforo» toda­ vía se mantiene como una razón poderosa en la reivindicación de una dimensión no-referencial del contenido, aceptemos o no la ca­ racterización platónica que Frege hace de esa dimensión3. La cues­ tión esencial es, entonces: ¿puede el contenido restringido realizar apropiadamente la función para la que ha sido creado? En otras pa­ labras, ¿puede consistir la explicación causal de la conducta de un sujeto en la especificación del papel que juegan sus representacio­ nes internas conceptualizadas como descripciones internalistas de contenido?4 El Requisito de Función Explicativa La expresión «descripción internalista de contenido» se refiere al tipo de descripción que se utilizaría en la individuación del con­ tenido restringido. Pero, si el contenido restringido sobreviene ex­ clusivamente en propiedades no-relacionales del sistema, ¿en vir­ tud de qué propiedades podríamos individualizar el contenido 3 Argumentos a favor del contenido restringido pueden encontrarse, e.g., en Fodor (1987), Lewis (1994), Loar (1988) y White (1982). 4 Tomo prestada esta expresión de Peacocke, quien en 1993 introduce la no­ ción de descripción computacional externalista de contenido.

restringido de un estado mental para constituirlo en explicativa­ mente relevante? Como he puesto de manifiesto anteriormente, las propiedades sintácticas no parecen ser el mejor candidato para in­ tervenir en esas descripciones. Ahora bien, si las propiedades no son sintácticas, cuando quiera que intentemos formular esas des­ cripciones, perderemos lo específico del contenido que estamos tra­ tando capturar, perderemos, en otras palabras, el aspecto interno del mismo. Como se ha dicho en ocasiones: si existe algo como el contenido restringido de un estado mental, ese algo es inexpresa­ ble porque, en cuanto intentamos expresarlo, perdemos su carác­ ter intrínseco —interno. La tesis que parece imponerse es que la individuación del con­ tenido de un estado mental sólo puede alcanzarse apelando a pro­ piedades de objetos y eventos externos al sujeto. Pero, si esto es así, las descripciones de contenido no pueden ser descripciones internalistas de contenido, no pueden ser descripciones de contenido restringido. Un momento de pausa es necesario. Argumentar como en el párrafo anterior equivale simplemente a pedir la cuestión. Un in­ ternalista sensato estaría de acuerdo en que, para explicar la con­ ducta, hemos de saber que, en el entorno externo al sujeto, es re­ presentado por el sujeto. Pero, independientemente de ello, el internalista insistirá en que son los estados internos del sujeto —y no lo que está fuera de su cabeza— los que determinan el tipo de conducta que interesa en psicología. En otras palabras, el inter­ nalista sensato todavía mantendrá que los estados internos del su­ jeto, individualizados restringidamente, determinan sus creencias y, por tanto, que son esos estados los que explican su conducta. De­ nominará a esta posición internalista débilmente invocadora del entorno, una posición de Tipo I. Mi respuesta al internalista sensato es la siguiente. Recuerden que mi propósito en concentrarme en la pregunta sobre qué no­ ción de contenido es explicativamente adecuada en psicología. No niego, en principio, que la base de sobreveniencia de tal noción pueda tener un carácter internalista. Lo que defiendo es que las re­ laciones interactivas entre sujeto y entorno pueden ser tan com­ plejas, y la dinámica total del sistema así acoplado tan diferente de la dinámica de cada componente por separado, que es m etodológi­ camente mucho más fructífero tomar la dinámica del todo (sujeto

cum entorno local) como la unidad explicativa básica en psicología y, como tal, tal unidad explicativa no responde a las características del contenido restringido. Denominará a esta posición externalista fuerte, una posición de Tipo II. Para ver ahora qué argumentos sostienen cada una de estas po­ siciones, concentrémonos en la psicología computacional como re­ presentante científicamente aceptable de la psicología general. El reto del internalista sensato apunta aquí al carácter de los concep­ tos involucrados en explicaciones computacionales adecuadas de la conducta de un sujeto. Ese problema, por ejemplo, el de saber si los conceptos que aparecen en esas explicaciones computacionales han de tener un carácter internalista (basado en la noción de con­ tenido restringido) o externalista no podrá resolverse, probable­ mente, sin proporcionar al mismo tiempo una caracterización de­ tallada de la noción de adecuación explicativa y una descripción de cómo esa caracterización encaja en el marco de la psicología com­ putacional. Sin embargo, incluso sin ese informe detallado, se pue­ den proporcionar algunos ejemplos interesantes que ayuden a dis­ tinguir los diferentes puntos de vista que conllevan las posiciones de Tipo I y II5. Piensen, por ejemplo, en las estrategias que seguimos cuando jugamos a formar palabras —el juego que se conoce popularmente como Scrabble6. Al jugar, organizamos y reorganizamos física­ mente las fichas que contienen las letras con el fin de desencade­ nar esta o aquella palabra candidata que se ajusta a las posibilida­ des existentes en cada momento del juego. Una psicología computacional preocupada por la explicación de esta clase de con­ ducta podría caracterizar esa manipulación externa como un me­ dio de proporcionar inputs apropiados para desencadenar el re­ cuerdo de un patrón (una palabra) particular (como si la palabra hubiera sido expuesta previamente en una pantalla de fichas inter­ nas). Un tipo de análisis como éste es, sin embargo, perfectamente compatible con un modelo débil de Tipo I. Todo lo que el inter­ nalista sensato necesita es conceptualizar el mundo en términos de una fuente de inputs y una arena para la acción. El teórico de Tipo I 5 Cfr. Wilson (1994b) para una posible caracterización de adecuación expli­ cativa. 6 El ejemplo está tomado de Kirsh (1995).

estará de acuerdo en que la posibilidad de individualizar los esta­ dos computacionales de los sistemas cognitivos es relativa a las pro­ piedades del mundo que habitan, pero, a diferencia de un teórico de Tipo II, no considerará una consecuencia de esta tesis que tales características externas jueguen un papel constitutivo, i.e., que for­ men parte de lo que sean esas creencias para el sujeto. En otras pa­ labras, para un teórico de Tipo I, hay una diferencia importante entre el mundo, considerado como fuente de información y el mundo considerado como parte del aparato cognitivo del sujeto. La intuición que subyace al análisis externalista fuerte de las es­ trategias del juego de las palabras es que el papel computacional de los estados internos del sujeto no puede ser entendido en absoluto al margen de los factores externos al jugador (la manipulación fí­ sica de las fichas). El teórico de Tipo II busca mostrar fundamen­ talmente que, en muchas ocasiones, la división entre agente y mundo no es productiva; que no es metodológicamente apropiada para los intereses explicativos en psicología. Piensen, por ejemplo, en la actividad de nadar. No es sólo que al movernos en el agua des­ encadenamos una cierta rutina que nos permite seguir moviéndo­ nos. Es más bien lo siguiente: efectuamos un movimiento, el agua se adapta a ese movimiento, esa alteración produce un ajuste nuevo en nuestro cuerpo que desencadena otro cambio en la superficie del agua y así indefinidamente. Ahora bien, quizá se podría estu­ diar el fenómeno de nadar como una compleja combinación de inputs desencadenando estados internos que desencadenan acciones que, a su vez, desencadenan más estados internos, etc. Pero parece mucho más fructífero, desde un punto de vista metodológico, tra­ tar aquí el cerebro, el cuerpo y el agua como un todo ajustado y complejo con su propia dinámica. El meticuloso análisis de la ejecución del famoso juego de or­ denador Tetris llevado a cabo por Kirsh y Maglio (1994) nos pro­ porciona otro ejemplo de la posición externalista fuerte que he de­ nominado de Tipo II. Para aquellos que no estén familiarizados con este popular juego, dejénme resumir la estrategia que se ha de seguir. Los jugadores de Tetris tienen que encajar bloques de for­ mas geométricas diferentes que «caen» desde la parte superior de la pantalla de un ordenador en superficies compactas que van apare­ ciendo por filas en la parte inferior de la pantalla. Cuando se com­ pleta una de estas filas, desaparece de la pantalla y bloques nuevos

comienzan a caer de nuevo a una velocidad que se incrementa a medida que se superan exitosamente distintas fases del juego. Mientras los bloques van cayendo, el jugador puede operar sobre ellos, i.e., el jugador puede rotar el bloque, moverlo hacia la dere­ cha, hacia la izquierda, o simplemente dejarlo caer directamente hacia la fila de bloques que se encuentra en la parte inferior. El ob­ jetivo del juego es hacer coincidir las formas geométricas de los blo­ ques que caen con las formas de los bloques que ya han caído y forman una fila en la parte inferior de la pantalla, y hacerlo ade­ más en el menor tiempo posible. Lo que Kirsh y Maglio han mostrado es que los jugadores ex­ pertos de Tetris, aunque son capaces de rotar mentalmente los blo­ ques que descienden para determinar mejor su forma geométrica y evaluar así en qué posición han de colocarse, prefieren a menudo rotar los bloques físicam ente (existe esta opción en el juego) porque la manipulación externa no sólo es más rápida, sino también más precisa7. Lo que estos experimentos sugieren es que algunos de nuestros estados intencionales pueden verse mejor caracterizados en térmi­ nos de habilidades que involucran el mundo de alguna manera fí­ sica que en términos de las estructuras cerebrales internas que subyacen a tales habilidades. En estos casos, la clase de fenómenos que la psicología busca explicar conlleva un tipo de causalidad recíproca y compleja entre el agente y su entorno. El intercambio causal no se produce además en intervalos temporales discretos, sino en una continua co evolución de estados. Y es entonces cuando es mucho más fructífero concentrarse en la dinámica del sistema como un todo en lugar de en las propiedades internas de sus partes. La cuestión principal es pues si la mejor unidad de análisis para la comprensión de nuestra organización cognitiva es siempre la simple estructura biológica del sujeto o si, al menos para ciertos procesos cognitivos, es mucho más plausible optar por una expli­ cación en la que la unidad explicativa básica es el agente-más-su7 El ejemplo lo proporcionan Kirsh y Maglio como una manera de ilustrar la diferencia existente entre lo que caracterizan como acción epistemológica, i.e., una acción cuyo propósito primario es alterar la naturaleza de nuestros propios estados mentales, y acción pragmática, a saber, una acción que se realiza porque necesitamos alterar el mundo para conseguir algún objetivo de carácter físico.

entorno-local. La línea de investigación que acabamos de discutir sugiere que, al menos algunas veces, la segunda de las opciones es mucho más apropiada. Estos resultados abren una nueva posibili­ dad teórica, la posibilidad de que no existan principios básicos en las explicaciones psicológicas que impliquen necesariamente una noción de contenido como la defendida por el internalista. La tesis de Tipo II no es así una tesis acerca de la naturaleza de los procesos computacionales involucrados en las explicacio­ nes psicológicas. Es una tesis acerca de las ventajas metodológi­ cas que proporciona la elección de la dinámica total del agente cum entorno como unidad explicativamente central en psicolo­ gía. Como el lector puede ya imaginar y como haré explícito en la parte final de esta contribución, la noción de contenido que yo defiendo conlleva una caracterización de los procesos com­ putacionales que es externalista en el sentido de la tesis de Tipo II, por ejemplo, que captura las íntimas relaciones dinámicas en­ tre lo interno y lo externo. Para que esa noción de contenido juegue el papel explicativo que se espera de ella en psicología, hemos de caracterizarla de tal manera que no pueda ser adscrita a un agente excepto en tanto en cuanto el agente es considerado como localizado en un entorno y en una constitución física par­ ticular. Pero, obviamente, tal noción no será una noción res­ tringida en el sentido requerido por el internalista. Y ésa es pre­ cisamente mi propuesta: defender una noción de contenido (contenido ecológico) que no es ni el tradicional contenido res­ tringido ni el tradicional contenido amplio y que, sin embargo, se adecúa mejor que ninguno de estos dos al ámbito de la ex­ plicación psicológica. Hasta aquí he expuesto de qué manera la noción de contenido restringido puede resultar menos fructífera que otro tipo de noción externalista, i.e., una noción ecológica, de momento sólo caracte­ rizada negativamente, en términos de sus diferencias con la noción de contenido restringido. Esa noción externalista, como veremos a continuación, no es tampoco la noción de contenido amplio tra­ dicional.

Durante el curso de los últimos quince años, Tyler Burge (1979, 1982, 1986a, 1986b, 1986c, 1989 y 1993) ha proporcio­ nado argumentos que constituyen un ataque a la posición internalista8. De acuerdo con Burge, una explicación completa de la na­ turaleza de los estados mentales hará uso esencial de relaciones medioambientales de uno u otro tipo. El punto de vista internalista de que los estados mentales de un sujeto pueden individuarse independientemente del medio ambiente físico y social en el que los sujetos están situados, se arguye, es un punto de vista equivo­ cado. La línea de defensa principal contra los ataques internalistas es que la psicología ha de ser capaz de determinar por sí misma lo que ha de contar como propiedades causalmente eficaces de los es­ tados mentales. La física no ha de imponer sus restricciones in­ trínsecas en la individuación psicológica de propiedades causales. Es central en el pensamiento de Burge que nuestras predilec­ ciones metafísicas están siempre guiadas por nuestra práctica ex­ plicativa (Cfr. Burge, 1993). Su propuesta está basada en el hecho de que muchas de las denominadas ciencias especiales individuali­ zan estados y entidades relacionalmente. Este punto de vista se ve también reflejado en Egan (1991, pág. 190) y Wilson (1992, pág. 133). Si la individuación relacional de las propiedades causa­ les lleva el sello de la aprobación científica, la individuación exter­ nalista del contenido queda garantizada. Burge cita distintos ejem­ plos para justificar su punto de vista. La geología, afirma, individualiza sus clases relacionalmente. Las masas de tierra se in­ dividualizan por su relación con otras masas de tierra. Si esas rela­ ciones fueran diferentes —por ejemplo, si no se deslizaran alrede­ dor de la superficie terrestre— no serían individualizadas como masas de tierra (Cfr. Burge, 1989, pág. 309). La misma lección puede aprenderse de la biología. Órganos, como el corazón, se in­ dividualizan respecto del papel que juegan dentro del sistema en

8 El grupo de filósofos que puede considerarse representativo de esta posi­ ción incluye además y entre otros a Putnam (1975), Peacocke (1983, 1993), Egan (1991) y Wilson (1992).

el que participan. Un corazón es precisamente la clase de objeto que bombea sangre. Un órgano microestructuralmente idéntico que bombeara horchata, no sería un corazón. Wilson (1992, págs. 116-121) introduce nuevos ejemplos pro­ venientes de campos como la antropología, la sociología o la bio­ logía evolutiva. En antropología, la individuación de tabúes es re­ lacional (ibíd., pág. 117). En sociología, la individuación de crimina­ les es relacional (ibíd., pág. 118). En biología evolutiva, la indivi­ duación de especies es relacional (ibíd., pág. 118). Egan (1991, pág. 189) proporciona el mismo tipo de ejemplos. Esas propieda­ des relaciónales, por ejemplo, externalistas, son causalmente efica­ ces en esas ciencias. Puesto que una explicación psicológica del con­ tenido en términos externalistas participa de la misma tradición, los estados mentales individuados relacionalmente que constituyen esa explicación pueden considerarse causalmente eficaces en la misma medida. Así pues, si la única razón por la que se reivindica la noción de contenido restringido es la de tener una dimensión de contenido que pueda jugar un papel causal-explicativo de la conducta lingüística y no lingüística del sujeto, ese papel causal-explicativo puede y ha de ser desempeñado por esta noción relacio­ nal o externalista de contenido «amplio» (wide contení) (Cfr. Peacocke, 1983, 1993). Inadecuación explicativa de la noción de contenido amplio El contenido amplio, como se explicó en la Introducción, es básicamente un instrumento semántico para la individuación de actitudes proposicionales. Es el componente semántico que se re­ quiere para fijar las condiciones de verdad de los enunciados utili­ zados para expresar nuestras creencias. Este es el factor esencial en las explicaciones externalistas que acabo de mencionar. Ahora bien, aunque estoy de acuerdo con el externalista en que la noción de contenido restringido no es un ingrediente necesario en el entramado general de la explicación psicológica, creo, sin em­ bargo, que la noción de contenido amplio no es relevante tampoco en este contexto de explicación psicológica. La tesis que defenderé en esta sección es que las nociones de contenido ecológico y con­ tenido amplio no compiten por el mismo ámbito explicativo. De

nuevo, mi propuesta de contenido ecológico se perfilará aquí sólo negativamente, en virtud de las diferencias entre éste y el conte­ nido amplio. Las razones por las que estas dos nociones externalistas pertenecen a ámbitos explicativos diferentes son las siguientes. La razón primera y principal por la que no es posible identifi­ car las nociones de contenido amplio y contenido ecológico es que este último no es caracterizable en términos de condiciones de ver­ dad. La individuación del contenido que propongo, aunque vincu­ lada a las propiedades externas al sujeto, no permite distinguir entre diferencias medioambientales que el sujeto no puede detec­ tar (o, para ser más precisa, que el sujeto no puede detectar sin con­ tar con un cierto bagaje de conocimiento científico). El contenido amplio de un estado mental se individualiza en función de pro­ piedades del contexto físico y social que rodea al sujeto, propieda­ des que son dependientes de una teoría científica —por ejemplo, agua/H20 — y que son también, normalmente, propiedades microfísicas. Esas son precisamente las propiedades relevantes a la hora de establecer las condiciones de verdad de los enunciados que utilizamos para expresar el contenido de un pensamiento. El con­ tenido ecológico, por otra parte, no se define en términos de condi­ ciones de verdad y, por tanto, no se individualiza en función de esas propiedades teórico-dependientes, sino en función de propie­ dades evidenciales, conductualmente relevantes, a las que el sujeto tiene acceso en su práctica lingüística. En segundo lugar, el defensor de la noción de contenido am­ plio está interesado —como he puesto de manifiesto más arriba— no sólo en la tesis constitutiva acerca de qué sea lo que confiere a un estado mental particular un contenido específico, sino también, y principalmente, está interesado en mostrar el carácter relacional de los explananda de la denominada Psicología Popular (Folk Psychology), por ejemplo, la psicología que se ocupa de las relaciones entre actitudes proposicionales y acciones. En este sentido, la noción de contenido amplio camina enlazada con la de explicación en el contexto de la Psicología Popular. Sin embargo, el tipo de explica­ ción psicológica que es relevante en mi caracterización del conte­ nido ecológico de un estado mental no es del tipo «popular». La explicación psicológica que a mí me interesa es la explicación cien­ tífica. Los dos ámbitos quedan así bien diferenciados, sin que nin­ guno constituya una amenaza para el otro. La noción de contenido

amplio representa una herramienta teórica adecuada para la Psico­ logía Popular. La noción de contenido ecológico representa una he­ rramienta teórica más apropiada para la Psicología Científica. En tercer lugar, podría argumentarse que la verdad o falsedad de una creencia es realmente importante. Importa siempre que queremos explicar por qué un agente consigue o no alcanzar un cierto fin. David Papineau, por ejemplo, ha argumentado, en este sentido, que los valores de verdad de las creencias son centrales a la hora de explicar el éxito conductual y ha propuesto una conceptualización de la noción de verdad precisamente en estos tér­ minos: garantía de éxito (Papineau, 1990). Ahora bien, incluso si aceptáramos la posición de Papineau, su tesis no conlleva ninguna implicación con respecto al carácter explicativo de la noción de contenido amplio. Como dije, el contenido amplio es un recurso semántico con el que fijamos condiciones de verdad, pero no pro­ porciona valores de verdad. Debe quedar claro que con esto no niego que la noción de ver­ dad juegue un papel importante como parte de la explicación del éxito o fracaso de un agente al intentar conseguir un objetivo de­ terminado. Lo que niego es que la noción de verdad juegue nin­ gún papel cuando lo que queremos explicar no es el éxito o el fra­ caso sino —para utilizar la terminología de Papineau— los medios adoptados por el agente al intentar conseguir tal objetivo. En cuarto y último lugar, para finalizar con las razones para no confundir las nociones de contenido amplio y contenido ecológico, y justificar así su independencia teórica, me gustaría añadir lo si­ guiente. Insistir en la necesidad de contar con un recurso semán­ tico como el de contenido amplio, no implica necesariamente que hayamos de prescindir de la noción de contenido restringido (mientras que aceptar la noción de contenido ecológico sí conlleva tal exclusión). Así, por ejemplo, las denominadas teorías de doble factor intentan proporcionar una explicación del contenido de nuestras proferencias y de nuestros estados mentales en términos que abarcan dos nociones diferentes. La noción de contenido res­ tringido —considerada como la psicológicamente relevante— se utiliza para dar cuenta del aspecto explicativo-causal de los enun­ ciados o estados mentales con contenido. La noción de contenido amplio se utiliza para dar cuenta de las condiciones de verdad de esos estados (cfr. McGinn, 1982, Block, 1986). Así, al menos en

principio, la reivindicación de una noción de contenido diseñada para jugar un papel explicativo en psicología no entra en conflicto necesariamente con la noción de contenido amplio, sólo representa un reto para el otro miembro del par, es decir, el contenido res­ tringido. Dada la importancia otorgada últimamente a estas teorías, las presentaré de manera más pormenorizada a continuación, para mostrar que tampoco en las teorías de doble factor se puede en­ contrar un enfoque satisfactorio en relación con las explicaciones psicológicas, si bien por razones distintas a las expresadas hasta aquí.

T

e o r ía s d e d o b l e f a c t o r

Las denominadas teorías de doble factor, aunque con peculia­ ridades propias que explicaremos a continuación, pueden conside­ rarse herederas de una tradición típicamente fregeana, a pesar de que en ellas la noción de contenido tiene un carácter claramente psicológico. La explicación de por qué ello es así es, sumariamente, la siguiente. De acuerdo con Frege, el sentido de un enunciado es el pensa­ miento que expresa, donde este pensamiento se conceptualiza como algo objetivo y completamente independiente de nuestras ideas (Vorstellungen) en sentido psicológico. Su referencia es un va­ lor de verdad —verdadero o falso. El concepto de verdad que surge al postular este reino de pensamientos objetivos es, Frege defiende, la herramienta mediadora entre los símbolos y las entidades de las que el mundo está compuesto. La posibilidad de una explicación científica del mundo sólo puede ser garantizada apelando a leyes científicas objetivas que, como los pensamientos, son inmunes a presiones relativistas. Pero, al mismo tiempo, para que este reino de pensamientos objetivos pueda jugar un papel mediador entre lenguaje y realidad, es necesario introducir una idea esencial, pero nueva en la teoría. La idea es que no sólo podemos aprehender esos pensamientos, sino que, en ese proceso de aprehensión, su conte­ nido objetivo —su sentido— permanece inalterable. Hay así una doble caracterización de la noción de sentido. Por una parte, el sentido de un enunciado son sus condiciones de ver­

dad y, en esa medida, se concibe como aquello que fija la referen­ cia, aquello que determina la verdad o falsedad del enunciado. Por otra parte, el sentido de un enunciado es aquello que tiene un va­ lor cognitivo; es aquello que contiene algún tipo de información. Frege acentúa la primera lectura de la noción de sentido. Pero, al hacerlo así, Frege tiene que enfrentarse al problema de explicar cómo es posible para el usuario del lenguaje esa aprehensión de las condiciones de verdad; por ejemplo, una vez que la objetividad de los pensamientos se ha establecido de esa manera completamente a-epistémica, Frege se enfrenta al problema de explicar, desde un punto de vista cognitivo, cómo esa apropiación de las condiciones de verdad es posible. Las teorías de doble factor mantienen la distinción sentido/referencia á la Frege, pero acentúan la segunda caracterización de sen­ tido, i.e., la caracterización cognitiva. Los teóricos defensores de este punto de vista (por ejemplo McGinn) mantienen que este componente cognitivo ha de ser desarrollado en el marco de la de­ nominada semántica d el papel conceptual (Cfr. Field, 1977, Block, 1986, McGinn, 1982 y 1989). Las condiciones de verdad referenciales, sin embargo, han de ser constituidas y determinadas inde­ pendientemente, en función, exclusivamente, de cómo el hablante está situado en el mundo. El sentido no determina la referencia. Ambos componentes del significado son —y han de mantenerse— completamente independientes. El rechazo de cualquier puente conceptual entre sentido y re­ ferencia hace que las teorías de doble factor tengan que enfrentarse con una versión diferente del problema fregeano, i.e., el problema de explicar cómo es posible que el mundo llegue a ser conocido y cómo es posible que los pensamientos del sujeto sean pensamien­ tos acerca del mundo. McGinn, por ejemplo, insiste en la distin­ ción de las dos dimensiones del significado de manera tal que hace de su independencia explicativa el punto central de su propuesta. Desde mi punto de vista, sin embargo, a menos que queramos ter­ minar con los mismos viejos problemas metafísicos, necesitamos invocar alguna suerte de puente conceptual entre las dimensiones de sentido y referencia.

Argumentos en contra de las teorías de doble fa ctor De acuerdo con McGinn —tomado aquí como representante de los teóricos de doble factor—, la noción de estructura semán­ tica es una noción dual y por tanto la teoría del significado tiene dos subproyectos diferentes: «[...] deseamos saber cómo las condi­ ciones de verdad de un enunciado dependen de la referencia de sus partes, y cómo el papel cognitivo de un enunciado se determina en función del papel cognitivo de sus partes» (McGinn, 1982, pág. 231). De hecho, la posición de McGinn es que la teoría de la referencia tomará la forma de una teoría tarskiana de verdad y la teoría del contenido mental tomará la forma de alguna versión de la semántica del papel conceptual, en su caso, la semántica probabilística de Field (Cfr. Field, 1977). Puesto que el concepto epistémico de probabilidad subjetiva y el concepto a-epistémico de ver­ dad no pueden reconciliarse, las dos teorías se presentan como afortunadamente independientes. Ahora bien, tal independencia teórica no es, desde mi punto de vista, tan afortunada. A continuación presentaré dos argumen­ tos diferentes contra la inteligibilidad de tal división (Para un aná­ lisis más exhaustivo de este tema, véase Toribio, en prensa). Argumento 1. Por una parte, McGinn sostiene que «aquello que es comprendido por alguien que conoce el significado de un enun­ ciado es lo mismo que es creído por alguien cuya creencia se espe­ cifica por medio de ese enunciado» (McGinn, 1982, pág. 217). Lo creído por alguien no es otra cosa que una actitud proposicional. Es precisamente esta identificación la que ofrece a McGinn la po­ sibilidad de transferir problemas y conclusiones desde el área mentalista de la creencia al área semántica del significado. Por otra parte, McGinn admite que la independencia de los dos factores in­ volucrados en su teoría tiene como consecuencia la necesidad de rechazar la existencia de proposiciones, por ejemplo «[...] no hay una sola noción que sea a la vez la portadora de un valor de ver­ dad y la que determina la relevancia cognitiva de un enunciado» (McGinn, 1982, pág. 257, nota 29). Al menos en una lectura inicial, una perspectiva sobre el con­ tenido de las creencias que incorpora como noción fundamental la de actitud proposicional y que, a l mismo tiempo, rechaza la idea de

proposición parece autocontradictoria. Si la razón por la que la no­ ción de proposición se rechaza es la independencia de los factores cognitivo y referencial, tal independencia ha de ser cuestionada. Pero esta lectura inicial puede ser un poco apresurada. Lo que McGinn quiere señalar es, probablemente, que lo que determina la relevancia cognitiva de un enunciado se individualiza de manera más precisa que las proposiciones. El hecho de que las teorías de doble factor proporcionen una caracterización diferente de estos dos parámetros se ve así como una ventaja. Pero incluso si ésta es la lectura apropiada, todavía existe una cuestión sin contestar: cómo se relacionan esas dos dimensiones, la relevancia cognitiva y el componente referencial. No es difícil darse cuenta de la necesi­ dad de establecer una conexión entre esos dos aspectos del conte­ nido cuando situamos a las teorías de doble factor en el contexto psicológico apropiado. Nuestra comprensión psicológica de la conducta de un sujeto depende crucialmente de nuestra apreciación de cómo los frutos del aprendizaje individual pueden afectar a la adaptación del sujeto en formas que son relevantes en el análisis de los procesos evoluti­ vos. Sin embargo, sin un puente teórico que conecte la relevancia cognitiva de los estados internos del sujeto y el componente refe­ rencial del mundo real, no podremos dar cuenta de la adaptación psicológica de esos estados internos considerados como estados cognitivos que alcanzan de alguna manera el mundo y que se adap­ tan en formas que conllevan una evolución de tipo psicológico. Para poder dar sentido psicológico a las raíces internas de la con­ ducta de sistemas complejos, hemos de tratar sus estados internos como estados con dimensiones semánticas conectadas con el mundo de una forma altamente interactiva. En otras palabras, he­ mos de proporcionar una explicación de cómo las propiedades re­ ferenciales que constituyen el mundo llegan a formar parte de los estados internos del sujeto cognitivo y de cómo las propiedades de esos estados internos le ayudan, a su vez, a construir ese mundo. Los teóricos de doble factor no sólo son incapaces de proporcionar una explicación de este tipo, sino que además, sorprendentemente, intentan convencernos de lo ventajoso que es carecer de tal expli­ cación. Argumento 2. El hecho de que McGinn defienda la indepen­ dencia de las teorías de la referencia y del papel cognitivo no re­

sulta sorprendente si tenemos en cuenta que, para él, tener una creen­ cia y com prender una creencia son también dos cuestiones distintas: «[...] una creencia establece una relación con el significado de un enunciado, aunque no necesariamente un enunciado que el sujeto de la creencia comprende» (McGinn, 1982, pág. 217). Ahora bien, creencia —y significado— son nociones que están internamente relacionadas con la noción de comprensión y, por tanto, cualquier principio de independencia que tome las nociones de creen­ cia y comprensión como separables resulta teóricamente implausible. La justificación de esta tesis es fácil una vez que apreciamos lo si­ guiente. Rechazar la idea de que la referencia viene determinada por el papel cognitivo no implica necesariamente que una teoría del sig­ nificado —una teoría comprometida con la explicación del fenómeno de la comprensión del significado— no pueda encontrar un puesto legítimo para condiciones de verdad referenciales. Siempre podremos decir, con Putnam, que la solución a ese problema es, más bien, que los significados no están en la cabeza. Alternativamente, podemos de­ cir que los significados están en la cabeza, por ejemplo, que el papel cognitivo es realmente esencial, pero que las propiedades referencia­ les de las creencias sobrevienen en propiedades internas, cognitivamente caracterizadas, de esas mismas creencias. Estamos interesados en la relación de referencia entre expresio­ nes y cosas porque necesitamos explicar cómo es posible que siste­ mas cuya conducta es, al menos parcialmente, lingüística, son ca­ paces de sobrevivir en su medio. Si no hubiera una profunda relación entre la noción de creencia —o significado— y la noción de comprensión, no podríamos explicar este fenómeno, porque no habría manera de dar cuenta del hecho de que ciertas conductas tienen éxito mientras otras conductas no. Por tanto, parece correcto decir que una teoría plausible del contenido de nuestras creencias —a diferencia de las teorías de doble factor— ha de explicar (a) cómo las propiedades referenciales de esas creencias —el medio en el que el sujeto está situado— llegan a formar parte de lo creído por el sujeto y (b) cómo aquello que es creído por el sujeto deter­ mina esas propiedades referenciales. Mi propuesta ecológica de contenido pretende recoger estos as­ pectos de relación dinámica entre agente cognitivo y medio, pero an­ tes de pasar a la caracterización final de esta noción, es necesario efec­ tuar una pequeña digresión sobre el concepto de computación.

C

o m p u t a c i ó n y e x p l ic a c i ó n

La estrategia básica en el famoso artículo de Fodor (1980) y la razón principal que subyace a la reivindicación de la noción de con­ tenido restringido como el único tipo de contenido que puede ser invocado en una psicología científica es la convicción de que las explicaciones psicológicas científicas tienen un carácter computa­ cional. Como los procesos computacionales no son sensibles a las propiedades externas al sistema, las explicaciones psicológicas sólo pueden involucrar propiedades internas. Sin embargo, si esto es verdad, una tesis como la que se defiende aquí, que pretende, a la vez, destruir el papel asignado a la noción de contenido restringido en psicología y mantener el papel funda­ cional de la noción de computación en Ciencia Cognitiva, ha de ve­ nir acompañada de un enfoque diferente, si no sobre la naturaleza de los procesos computacionales, sí, al menos, sobre la mejor manera de conceptualizar las explicaciones computacionales, de manera que puedan proporcionar una metodología más fértil en psicología. La cuestión que está sobre el tapete es así si la clase de propie­ dades que resulta más fructífera al conceptualizar explicaciones com­ putacionales de la conducta debe ser del tipo internalista o externalista. Parafraseando el problema en términos comparativos, la cuestión es si un enfoque externalista de las propiedades computa­ cionales que explican la conducta puede ser mejor que un enfoque internalista. Una manera de argumentar a favor de tal posibilidad es la de defender una noción de estado computacional tal que su indi­ viduación sea sensible a las propiedades externas en el sentido de que, sin invocar tales propiedades, no podríamos especificar la organiza­ ción causal del sistema (cfr. Peacocke, 1993, 1994). En lugar de op­ tar por esta línea, me gustaría comenzar mi argumento a favor de un computacionalismo externalista de Tipo II resumiendo la que con­ sidero razón principal por la que el enfoque computacional internalista clásico ha sido mantenido con tanto afán hasta ahora9. 9 Robert Wilson, en su artículo sobre «computacionalismo amplio», apunta en la misma dirección. La posición de Wilson es, concisamente, que «el argu­ mento computacional a favor del individualismo [léase internalismo] debe recha­ zarse porque... la presuposición de que los procesos computacionales en general son internalistas es falsa a la luz de la posibilidad y plausibilidad de un computa-

El factor esencial a la hora de entender el (inmerecido) éxito del enfoque computacional clásico es el de que, hasta hace muy poco tiempo, el estudio de los fenómenos cognitivos se ha des­ arrollado completamente al margen del entorno físico y medioam­ biental del individuo. Tal enfoque aislacionista y centralizado en «la cabeza», no sólo tiene limitaciones propias, sino que ha contri­ buido además a la defensa y mantenimiento de una noción de des­ cripción computacional que margina las propiedades del medio en el que el sistema se encuentra localizado a la hora de lograr la com­ prensión computacional de su organización causal interna. Un enfoque computacional de tipo aislacionista (por ejemplo, concentrado exclusivamente en los estados internos del sujeto) no parece adecuado, para explicar la conducta desde un punto de vista biológico porque la conducta de cualquier sistema está determi­ nada tanto por el entorno físico y biológico del sistema como por las relaciones dinámicas que el sistema establece con su entorno. Los modelos aislacionistas de los procesos cognitivos están conde­ nados al fracaso cuando el fenómeno que se ha de explicar es esta estructura híbrida de relaciones porque no están diseñados para capturar la constante retroalimentación que tiene lugar en los pro­ cesos diacrónicos de cambio. Estos modelos no pueden dar cuenta, por ejemplo, del tipo de conducta que es más común en el reino animal: conducta altamente adaptativa y conectada al entorno en tiempo real. Aunque importante todavía en ciertos ámbitos restringidos de la Inteligencia Artificial, el enfoque computacional aislacionista ha dejado de ser, desde hace algunos años, el único modelo computa­ cional en psicología y en filosofía de la mente. Otros modelos para el análisis de la cognición pueden encontrarse en Ciencia Cogni­ tiva. El campo de la Vida Artificial (especialmente trabajos en robótica y teoría de agentes autónomos) es uno de estos ámbitos (véase, por ejemplo, Ackley y Littman, 1992, Beer, 1990, Brooks, 1991, Harvey y cois., 1993, Hinton y Nowland, 1987). La noción de re­ presentación que se emplea en estos modelos computacionales de­ cionalismo amplio en psicología cognitiva» (Wilson, 1994, 370). El computacionalismo amplio es, sucintamente, la tesis (una tesis de Tipo II), de que los siste­ mas computacionales que son interesantes para la psicología cognitiva van más allá del individuo e incluyen partes de su entorno.

termina una clase de descripción computacional que conlleva una noción de contenido externalista de Tipo II. En primer lugar, por­ que la cognición se caracteriza básica y fundamentalmente en tér­ minos de acciones, por ejemplo, en términos de las relaciones en­ tre las características biológicas/físicas de un organismo y las características del entorno en el que el organismo está inmerso. En segundo lugar, porque las descripciones computacionales que se consideran apropiadas para la explicación de la conducta del indi­ viduo invocan una noción de contenido que depende de las capa­ cidades contingentes de los sistemas para interactuar de manera es­ pecífica con el mundo en el cual se encuentran inmersos. Como tal, no necesitan constituir una réplica exacta o un modelo com­ pletamente objetivo del mundo. Lo que sí necesitan reflejar son aquellas propiedades del entorno que el sistema necesita reconocer para su supervivencia. Es importante señalar que cuando hablo de descripciones com­ putacionales externalistas de los procesos cognitivos, el término externalista’ no se aplica aquí en el sentido de que tales procesos com­ putacionales tienen su origen en determinadas propiedades del mundo. Tal afirmación sería simplemente trivial. Lo que estoy in­ tentando defender es que puede resultar metodológicamente más fructífero tratar los procesos computacionales, en tanto en cuanto relacionados con la explicación de la conducta, como emergiendo del complejo de propiedades dinámicas de un sistema que incluye no sólo al individuo sino también partes del entorno en el que está inmerso. La noción de representación que se emplea dentro de este nuevo enfoque computacional determina un tipo de contenido que puede caracterizarse en términos de las habilidades contingentes del sistema para interactuar de maneras específicas con el entorno en el que se encuentra situado. Mi tesis es que sólo una noción de contenido desarrollada en este contexto no-aislacionista puede ser­ vir a los propósitos para los cuales la noción de contenido restrin­ gido se introdujo en primer lugar. Mi argumento hará uso del so­ porte empírico proporcionado por ciertas líneas de investigación actuales en Psicología Evolutiva.

Ev o l u c ió n

c o g n it iv o - pe r c e pt u a l

Algunos de los experimentos psicológicos y psicofísicos des­ arrollados últimamente en el campo de la Psicología Evolutiva pa­ recen descalificar la tesis del filósofo internalista de que «la uni­ dad integral de sujeto más entorno no constituye un sistema computacional integrado» (Segal, 1991, pág. 492). Esta línea de investigación subraya así mismo el hecho de que la dimensión del contenido que es adecuada para jugar un papel explicativo en psi­ cología no puede ser conceptualizada independientemente de las propiedades de los objetos y eventos con los cuales el sujeto man­ tiene ciertas relaciones. Un ejemplo ayudará a aclarar estas ideas. Los niños pequeños siguen con la vista objetos en movimiento, mueven el cuerpo en actitud de defensa, paran objetos en movimiento e intentan alcan­ zar objetos de formas y pesos diferentes. Todos estos son casos de conducta típica de interacción con el entorno (Rutkowska, 1990, 1991, 1993a, 1993b). Podríamos intentar explicar esta clase de conducta haciendo referencia exclusivamente a estados internos de representación y computación, pero si lo hiciéramos, Rutkowska defiende, estaríamos olvidando uno de los principales ingredientes del proceso perceptual, a saber, el componente conductual. En pa­ labras de Rutkowska, las historias puramente internalistas [...] no tienen los recursos suficientes para considerar de form a ade­ cuada el papel del com ponente conductual de la acción en los pro­ cesos perceptuales [...] En su lugar [la explicación de estos proce­ sos perceptuales] ha de considerarse de form a más pragm ática en térm inos de programas de acción: mecanismos virtuales cuya ope­ ración explota selectivam ente aspectos relevantes para una tarea particular de entre m últiples descripciones [...] para justificar la in­ vocación directa de procedim ientos conductuales [...] Hacer explí­ cito un aspecto del m undo físico, com o el de una superficie, de en­ tre muchas situaciones diferentes, no conlleva ninguna habilidad para representarlo com o una propiedad que es com ún a todo ese ám bito de situaciones y aún menos conlleva la capacidad de apli­ carlo potencialm ente a otras (Rutkowska, 19 9 3 a , 9 7 1).

Si optamos por este segundo enfoque, un enfoque orientado a

la acción, tendremos que reconocer que las representaciones visua­ les no pueden conceptualizarse independientemente de los proce­ sos conductuales en los que tienen lugar. La razón de ello descansa en el hecho de que estos procesos pueden alterar la relación del ob­ servador con su entorno, lo cual, a su vez, altera la información dis­ ponible para ser procesada visualmente. Como esos procesos diacrónicos de cambio son el resultado de las interacciones locales de los sistemas sensomotores del agente con el entorno, sólo pueden explicarse desde el punto de vista de una explicación computacio­ nal de la acción. Este enfoque computacional de la acción no puede desarrollarse sin incluir como explananda descripciones que invo­ lucran propiedades que pertenecen al entorno y que son, por tanto, externas al sistema. El desarrollo de esta estrategia computacional requiere un en­ foque interactivo (y radicalmente opuesto al enfoque tradicional) de la percepción visual, un enfoque en el que «sistemas ostensible­ mente “extrínsecos” a los involucrados en la visión literal del mundo, tales como el sistema motor y otros sistemas sensoriales (auditivo, somatosensorial), juegan de hecho un papel significativo en la visión literal del mundo» (P. S. Churchland, Ramachandran y Sejnowski, 1994, pág. 23). La hipótesis que subyace a este enfo­ que alternativo de la organización y dinámica computacional de la visión en los mamíferos es que el sistema visual se encuentra ínti­ mamente integrado con otros sistemas, tales como el motor, el au­ ditivo y los sistemas somatosensoriales (Véase también Gibson, 1979). Esta integración, sin embargo, no es un proceso jerárquico en el que la conexión con, por ejemplo, el sistema motor tiene lu­ gar sólo después de que la representación se haya constituido com­ pletamente. La idea es más bien que [...] la conexión m otora comienza a partir de un análisis prelim inario y mínim o. Algunas de las ‘decisiones’ m otoras, tales com o los m ovim ientos del ojo, los de la cabeza o el esfuerzo por m antener el cuerpo en com pleto reposo, son tomadas a m enudo sobre la base de un análisis m ínim o, precisamente para poder conseguir una re­ presentación visuom otora más reciente y com pletam ente elaborada (P. S. Churchland, y cois., 19 9 4 , pág. 27).

Si esta hipótesis es correcta —y numerosos experimentos psicofísicos como los desarrollados por Rutkowska parecen apoyar su

plausibilidad—, entonces necesitamos repensar nuestras ideas acerca de los conceptos de computación y representación para po­ der capturar esta interpenetración esencial de lo que se siente, lo que se piensa y cómo se actúa. Para que las descripciones compu­ tacionales encajen en esta estrategia, han de conceptualizarse en tér­ minos de descripciones de contenido externalistas. La razón es que los parámetros que fijan el contenido de esas descripciones perte­ necen al ámbito de las relaciones entre el sistema y las propiedades de su entorno. De hecho, una gran parte de nuestros procesos cognitivos con­ lleva el reconocimiento de propiedades en objetos de manera tal que las representaciones internas de esos objetos no son represen­ taciones de los objetos en sí mismos. En su lugar, esas representa­ ciones lo son del modo de presentación del objeto bajo una pers­ pectiva determ inada y dentro de un contexto conductual específico. El enfoque interactivo para la comprensión del sistema visual propuesto por Patricia Churchland y cois., ilustra este punto. De acuerdo con este nuevo paradigma, la idea de «visión pura» —que lo que vemos es una mera réplica del mundo producida sólo p o r el sistema visual— es una simplificación de la clase de estrategias com­ putacionales usadas por el cerebro. El sistema responde de forma muy diferente a situaciones en las que el objeto es visto desde un ángulo distinto, a una distancia diferente o en un contexto no fa­ miliar, porque la representación interna del objeto está siempre me­ diatizada por su modo de presentación y por el contexto conduc­ tual en el que se percibe. Si éste es el patrón general de explicación de los procesos cog­ nitivos básicos, entonces tendremos que reconocer que esas expli­ caciones han de apelar a una noción de contenido mental que (a) no se individualiza de forma restringida, porque esto excluiría las relaciones del sistema con su entorno y (b) no se individualiza de forma amplia tampoco, porque las relaciones entorno-agente no pueden caracterizarse en términos de propiedades teórico-dependientes de las que el agente puede no tener ningún conocimiento. Así, si el objetivo es proporcionar buenas explicaciones psicológi­ cas, los términos en los que una caracterización del contenido de nuestros estados mentales han de desarrollarse incluyen habilida­ des prácticas —no habilidades conceptualizadas científicamente— adquiridas por los agentes y reflejadas en su conducta lingüística y

no lingüística. Estas habilidades son, básicamente, habilidades discriminativas y de reconocimiento.

H a c ia

u n a t e o r ía e c o l ó g ic a d e l c o n t e n id o

La idea de recurrir a habilidades discriminativas para la indivi­ duación del contenido de nuestros pensamientos no es nueva. Está presente en algunos de los escritos del último Wittgenstein y es central en la caracterización que lleva a cabo Dummett de lo que haya de ser una teoría del significado (Dummett, 1975, 1976). Más cercana al debate que aquí nos ocupa, la distinción —intro­ ducida por Gareth Evans (1982) y desarrollada de forma porme­ norizada por, entre otros, Christopher Peacocke (1983, 1986) y Adrián Cussins (1992)— entre contenido conceptual y no con­ ceptual representa un paso importante en la dirección externalista que pretendo defender. Otras líneas relevantes en esta dirección son los programas de investigación que se centran en la idea de cogni­ ción como parte del entorno del sujeto (cfr. McClamrock, 1995). Mi intención es la de aceptar estas intuiciones protoecológicas —sucintamente, aceptar que una caracterización adecuada de la cognición depende de que las acciones y los pensamientos que la constituyen se circunscriban contextualmete de manera especí­ fica— para pasar a reivindicar una noción de contenido caracteri­ zada en términos de nuestras habilidades discriminativas —como seres con una dimensión corporal y medioambiental concreta— para interactuar con el mundo. Las doctrinas de Frege están de nuevo en el origen de esta ten­ dencia o, para ser más exactos, la interpretación que del análisis de Frege sobre los enunciados de identidad lleva a cabo Gareth Evans en términos de lo que él denomina «criterio intuitivo de diferencia» (Evans, 1982, págs. 152-154). La información que nos llega a tra­ vés de una cierta cadena (causal) de información tiene sentido, in­ dependientemente de nuestra ignorancia respecto a si estamos co­ nectados con la fuente de esa información a través de alguna otra cadena causal. El carácter básicamente intuitivo del criterio de di­ ferencia es importante porque muestra que pensamientos que han sido individualizados de acuerdo con cadenas de información di­ ferentes no pueden ser sustituidos por una mera descripción con­

ceptual. La noción de cadena de información es la clave explicativa del hecho de que podamos establecer distinciones en contenido allí donde no hay objetos diferentes (de nuevo el caso de Frege) y, al mismo tiempo, garantiza que nos estamos refiriendo a esos obje­ tos. Cada cadena de información sólo muestra al objeto bajo un modo de presentación. Lo que realmente cuenta es nuestra habilidad para sostener actitudes diferentes hacia ese objeto. Depende de ciertas capacidades que el sujeto tiene para interactuar con ese ob­ jeto. La individuación del contenido de nuestros pensamientos/ enunciados depende así de nuestra capacidad para desarrollar cier­ tas habilidades discriminativas y de reconocimiento. Dummett, en sus comentarios de Frege, se mueve en la misma dirección cuando afirma que «todo lo que es necesario para que los sentidos de dos nombres que tienen la misma referencia difieran es que dispongamos de una manera diferente de reconocer un objeto como la referencia de cada uno de los dos nombres: no hay nin­ guna razón para suponer que los medios a través de los cuales lle­ vamos a cabo ese reconocimiento hayan de ser expresables en tér­ minos de una descripción definida o cualquier otro término singular» (Dummett, 1973, pág. 98). En la misma línea, aunque esta vez concentrándose en el ca­ rácter experiencial de nuestra capacidad para mantener actitudes diferentes hacia un objeto, Cussins señala que: [...] las habilidades no están disponibles para el sujeto en tanto que referencia del contenido, sino que están disponibles para el sujeto com o el conocim iento-basado-en-la-experiencia que el sujeto tiene sobre cóm o actuar sobre el objeto y responder a él. El teórico puede especificar canónicam ente el contenido refiriéndose a las habilida­ des porque la relevancia cognitiva del contenido consiste en el acceso experiencial que de estas habilidades tiene el sujeto en tér­ minos de saber-cómo. (Cussins, 1 9 9 2 , págs. 6 5 5 -6 5 6 ).

Utilizando uno de los ejemplos favoritos de Evans, podríamos de­ cir que aquello que fija el contenido de la experiencia de oír un so­ nido que viene «de allí» es la habilidad particular del sujeto para ne­ gociar el dominio en el que está inmerso (Cfr. Evans, 1982, pág. 154). Negociar un dominio es simplemente ser capaz de desenvolverse en situaciones específicas, especialmente en un medio continua­ mente cambiante. Negociar un dominio es tener el conjunto de

destrezas, habilidades y otros saber-como necesarios para alcanzar un objetivo específico en cada situación y hacerlo sin ningún tipo de conocimiento teórico. Incluso si, en el ejemplo del sonido, el venir «de allí» pudiera ser sustituido salva veritate por «del Norte», esto no implicaría que po­ demos describir la experiencia del sujeto como la experiencia de es­ cuchar un sonido que viene del Norte, por ejemplo, no implicaría que el sujeto posee el concepto NORTE ALLI o cualquiera de los conceptos involucrados en las relaciones espaciales. En otras palabras, no implicaría que el sujeto posee el concepto NORTE en ninguna manera que pueda ser asimilada a la posesión de una propiedad que es teórico-dependiente. Las propiedades que cuentan en la explica­ ción de la conducta del sujeto son propiedades sensoriales que fun­ cionan de manera estructurada a la hora de realizar los diferentes mo­ vimientos que conlleva la identificación del sonido como viniendo de un lugar particular. La adscripción de estas propiedades está ga­ rantizada por el uso exitoso de estas habilidades dirigidas hacia el ma­ nejo de los parámetros observables de un ámbito específico. Si sustituimos la palabra «concepto» por la palabra «contenido» en el párrafo anterior, tendremos una idea bastante clara de dónde si­ tuar mi noción de contenido ecológico. A lo que intento apuntar con el uso de esta noción es al conjunto de destrezas, habilidades y sabercomo, en general, que el sujeto exhibe en un medio continuamente cambiante. Las propiedades que constituyen el contenido ecológico de un estado mental incluyen aquellas propiedades del entorno que son relevantes para la conducta del sistema integrado agente-entorno pero que no están disponibles para el sujeto como conocimiento proposicional. Desde el punto de vista de la Psicología Evolutiva, el co­ nocimiento proposicional aparece mucho más tarde que las habilida­ des para desenvolverse en situaciones específicas en un entorno variable. De acuerdo con esto, el énfasis se pone en la capacidad del sujeto para adaptarse a sus circunstancias inmediatas en el mundo, en lugar de en las descripciones objetivas que un teórico podría intro­ ducir como representaciones de esas circunstancias10. La presuposi­ 10 De hecho, la propia estructura del medio proporciona algunas veces solu­ ciones a problemas con los que se enfrenta el sujeto que resultarían mucho más complejos si concibiéramos esas soluciones como el resultado exclusivo de sus ca­ pacidades internas (Cfr. Ballard, 1991).

ción que subyace a mi intento de caracterizar una noción de con­ tenido apropiada para la psicología es que la idea de cognición se entiende mucho mejor cuando se la trata como cognición integrada en el medio y, por tanto, que tal noción de contenido ha de des­ arrollarse en los términos externalistas y pragmáticos explicados an­ teriormente. Recuerden a Herbert Simón y su fábula sobre la hormiga que camina a lo largo de una playa de arenas onduladas por la brisa (Si­ món, 1969). Las marcas que la hormiga deja en la arena forman una línea compleja. Si tomamos esa compleja geometría de la línea como un aspecto importante de la conducta de la hormiga, un aná­ lisis de tal línea hecho exclusivamente en términos de lo que pasa por la cabeza de la hormiga será completamente inadecuado. La complejidad de la línea se debe (al menos parcialmente) a la es­ tructura física de la playa. La moraleja de esta historia (de Tipo II) es que una explicación de la conducta de la hormiga será inade­ cuada si prescindimos de las características del entorno particular en el que se produce la conducta. La fábula no es nueva. Lo que es nuevo —como ha señalado John Haugeland (1995)— es la conclusión a la que hemos de lle­ gar desde aquí, i.e., la idea de que, si queremos entender la con­ ducta de un individuo, hemos de considerar las representaciones internas de ese individuo y el medio en el que está inmerso como una unidad explicativa integrada. Para decirlo con sus palabras, te­ nemos que considerar la Mente «no como incidental sino como ín­ timamente integrada con las características físicas del individuo (intimately em bodied) e íntimamente integrada con las característi­ cas físicas del mundo (intimately embedded)» (Haugeland, 1995, pág. 36). La noción de contenido ecológico recoge esta unidad de carácter más amplio como noción central en las explicaciones psi­ cológicas de carácter científico. Un ejemplo interesante en esta línea es el que proporciona McClamrock en el campo de la percepción fonética o, para ser más precisos, en lo que se denomina normalización de vocales. El ejem­ plo es especialmente relevante porque conlleva una tesis constitu­ tiva del tipo que he estado intentando expresar a través de la no­ ción de contenido ecológico. El caso está tomado de un estudio fonético llevado a cabo por Nusbaum y DeGroot (1991) y se cen­ tra en el hecho de que «el patrón acústico que se considera como

un fonema de un tipo particular depende significativamente del con­ texto fonético que rodea a tal patrón» (McClamrock, 1995, pág. 96). Lo que hace que un patrón acústico sea considerado esta o aque­ lla vocal, por ejemplo, lo que hace que tenga una propiedad foné­ tica específica, es algo externo a ese patrón particular; depende de los patrones acústicos que rodean tal sonido. De la misma manera, propiedades externas a un individuo, propiedades que son depen­ dientes del medio y altamente contextúales, constituyen parámetros clave para la individuación del contenido ecológico. Estas propie­ dades son el resultado de un intercambio constante de información entre los ámbitos interno y externo, pero tal información no puede caracterizarse en términos de conocimiento proposicional. No es in­ formación explícita para el sistema. Es la clase de información que conlleva una diferencia computacional en el sistema sin que sea ne­ cesariamente representada explícitamente por él. Si volvemos ahora la mirada al experimento de la Tierra Gemela expuesto al principio, la situación puede analizarse como sigue. Si mi gemelo y yo pudiéramos dar cuenta de la diferencia entre H20 y XYZ, entonces el contenido de nuestros pensamientos reflejaría tal diferencia y, por tanto, estaríamos hablando de contenido res­ tringido. Si mi gemelo y yo no pudiéramos dar cuenta de la dife­ rencia entre H20 y XYZ, entonces el contenido de nuestros pensa­ miento no la reflejaría y, por tanto, estaríamos hablando de contenido amplio. Pero —y éste es el punto principal de mi argu­ mento— existe una tercera posibilidad, la posibilidad que estoy tra­ tando de capturar a través de la noción de contenido ecológico. Tal posibilidad surge cuando nos damos cuenta de las consecuencias que se desprenden de nuestro uso de la expresión «diferencia que se refleja en el contenido de nuestros pensamientos» en el párrafo an­ terior. Esta idea de «reflejo» nos lleva, erróneamente, a concebir los procesos cognitivos en términos de conocimiento explícito. Mi propuesta es que debemos evitar esta metáfora visual y fa­ vorecer en su lugar una interpretación del problema de acuerdo con la cual el tipo de diferencia que es relevante en este contexto es una diferencia computacional (implícita) que no conlleva necesaria­ mente una diferencia en conocimiento proposicional (explícita). Si, por ejemplo, la densidad del H20 fuera diferente a la de XYZ, de tal forma que los movimientos de mi gemelo y los míos tuvieran que ajustarse a esa densidad diferente al nadar, habría una diferen­

cia computacional de tipo ecológico. En este caso, los estados men­ tales del sujeto no conllevan ninguna representación explícita de la diferencia, porque no existe ninguna fórmula proposicional ads­ crita a tal representación. Las representaciones que se invocan en mi perspectiva ecológica no son explícitas. Se individualizan en función de habilidades discriminativas específicas y, en tanto tales, no necesitan encajar en ningún formato de tipo lingüístico. Estas habilidades, además, se circunscriben a dominios y tareas concre­ tos, de tal manera que la individuación del contenido que propor­ cionan no conlleva necesariamente todo el cúmulo de disposicio­ nes a actuar relacionadas, por ejemplo, con el agua, sino sólo aquellas disposiciones relacionadas —en mi ejemplo— con el agua en tanto substancia en la que desarrollo una tarea específica, por ejemplo, nadar. Están constituidas, al menos en parte, por las inte­ racciones del sujeto con las propiedades de su entorno local. Para finalizar, permítanme recalcar que, con mi propuesta, no he tratado de hacer desaparecer todas las dudas del internalista. Probablemente, nuestro internalista sensato de la Sección 2.2 to­ davía pueda argumentar a favor de una caracterización restringida del contenido (una posición de Tipo I) que es compatible con el reconocimiento de esta dimensión ecológica. Ahora bien, incluso si una interpretación restringida es siempre posible, no será siem­ pre tan fructífera, desde un punto de vista explicativo, o tan apro­ piada para exhibir la dinámica de los aspectos cognitivos, como lo es la alternativa ecológica. En el examen de la noción de contenido desarrollado aquí, el propósito ha sido repensar la noción de contenido semántico en términos que van más allá de la distinción contenido amplio/contenido restringido. El planteamiento propuesto apunta a una no­ ción de contenido que no es puramente referencial porque —a di­ ferencia del ámbito de objetividad en el que se sitúa la noción tradicional de contenido amplio— conlleva una dimensión que es dependiente de nuestras habilidades contingentes para interactuar con el mundo. La noción de contenido propuesta no es tradicio­ nalmente internalista tampoco, porque las propiedades relevantes para su individuación no son meramente micropropiedades del ce­ rebro del sujeto, sino macropropiedades conductualmente relevan­ tes del dominio en el que el sujeto tiene que negociar su actividad cognitiva.

Permítanme añadir además que, con este examen, no he pre­ tendido proporcionar una teoría desarrollada del contenido. Lo que espero es haber presentado algunas claves sobre un estilo dife­ rente de pensar acerca de la noción de explicación psicológica, un estilo que acentúa mucho más las dimensiones pragmáticas, la in­ clusión del entorno y la primacía del saber-hacer no-proposicional de nuestra vida cognitiva. En tanto tal, mi proyecto es indepen­ diente de (y podría incluso ser compatible con) una caracterización del contenido en términos de condiciones de verdad —o en los tér­ minos del instrumento semántico que más les atraiga. Queda por ver si los dos proyectos pueden o no reconciliarse. Pero ésa es ta­ rea para otro artículo. B iblio grafía A ckley , D. y L it t m an , M . (19 9 2 ), «Interactions between Learning and

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Teoría de la mente y metarrepresentación1 Á ngel R i viere

¿Qué representaciones mentales debe tener un organismo que no sólo «tiene representaciones» sino que «sabe que las tiene» y es capaz de atribuirlas a otros? En las explicaciones que los hombres dan de la propia conducta humana, las representaciones son ubi­ cuas. Forman parte del entramado de conceptos que sirven para in­ terpretar y predecir las acciones propias y ajenas, para comprender el comportamiento, para explicarlo o juzgarlo moralmente. Abra­ mos cualquier novela por cualquier página y es muy probable que encontremos representaciones, y representaciones de representa­ ciones. Veamos, por ejemplo, una página al azar de En busca del tiempo perdido de Marcel Proust: Pero Swann pensaba que, no consintiendo en verla hasta des­ pués de cenar, haría ver a O dette que existían para él otros place­ res preferibles al de estar con ella, y así no se saciaría en mucho tiem po la simpatía que inspiraba a O dette. Además, prefería con m ucho a la de O dette la belleza de una chiquita de oficio, fresca y

1 Este trabajo ha sido realizado gracias a la financiación por la DGICYT es­ pañola de un proyecto de investigación (PB92-0143-C02-01) desarrollado en la Universidad Autónoma de Madrid y dirigido por el autor. En él se mencionan re­ sultados de investigaciones realizadas con cargo al proyecto indicado.

rolliza com o una rosa, de la que estaba por entonces enam orado y le gustaba más pasar con ella las prim eras horas de la noche, por­ que estaba seguro de que luego vería a O dette. Por lo m ism o, no quería nunca que O dette fuera a buscarle para ir a casa de los Verdurin (pág. 3 2 9 , ed. esp. de 1 9 9 6 , orig. de 1 9 1 7 ).

El lector perdonará que realicemos una disección lamentable y muy poco estética del precioso texto de Proust para poner sobre la mesa de operaciones su enmarañado y complejo tejido de repre­ sentaciones: «Pero Swann pensaba (“tenía una representación deri­ vada de una inferencia, potencialmente verdadera o falsa”) que, no consintiendo en verla (“tener una representación perceptiva con in­ formación sobre un estado real del mundo”) hasta después de ce­ nar, haría ver (en este caso, ver significa “comprender”, es decir, “te­ ner una representación resultante de un proceso de interpretación, que desvela relaciones antes no establecidas”) que existían para él otros placeres (¿también “representaciones”?)..., etc.». Los signifi­ cados representacionales son omnipresentes en el texto: Swann p en ­ saba que, si se daban determinadas condiciones, Odette compren­ dería que él preferiría otros placeres. Además, estaba seguro de ver a Odette, y no quería que ésta le buscara mientras engañaba a Odette con esa chiquita de oficio, «fresca y rolliza como una rosa». No es posible pensar, ni comprender, ni preferir, ni estar seguro, sin representar. En una síntesis todavía más antiestética, pero más reveladora: «El lector se representa la representación de Proust de la representación de Swan acerca de lo que debía hacer para con­ trolar la representación de Odette y sacar beneficio de ello.» ¡Así somos los humanos! Todos esos verbos y sus significados, que definen la trama in­ visible con que se interpretan las interacciones humanas y el len­ guaje explícito con que se explican, todos esos verbos tales como «pensar», «hacer ver», «preferir», «querer»... y hasta «estar enamo­ rado», remiten a representaciones (forma parte del saber popular incluso la idea de que nos enamoramos de nuestras representacio­ nes, ¡sólo así pueden explicarse algunos enamoramientos aparente­ mente incomprensibles!). Son las representaciones del pobre señor Swann acerca de las de Odette las que determinan las tribulacio­ nes de Swann, las maravillosas páginas de Proust y las delicias del lector. Como ha señalado alguna vez Jerry Fodor (1985), en un ar­

tículo muy lúcido, la desaparición de las interpretaciones representacionales o intencionales de la acción y la conducta humanas, sería una tragedia intelectual mucho más profunda que la desapa­ rición del teísmo. En realidad, nos dejaría ciegos y mudos ante las conductas de nuestros congéneres, sin saber cómo interpretarlas ni qué decir de ellas. En un sentido más riguroso, y desgraciadamente nada metafórico, nos dejarla «autistas» (Baron-Cohen, Leslie y Frith, 1985; Frith, 1989; Baron-Cohen, 1995). Dennett (1987) ha denominado The intentional stance, la «ac­ titud intencional», a esa posición fundamental del hombre respecto a la conducta, que impone una perspectiva inevitablemente representacional a su interpretación. Decir que el hombre tiene una ac­ titud intencional o interpreta la acción en términos representacionales equivale naturalmente a decir que el hombre basa sus interacciones en la atribución de mente, porque el concepto de mente lleva el sello ineludible de la noción de representación. Con independencia de que las explicaciones científicas del comporta­ miento humano y animal tengan que renunciar (tal como preten­ den los eliminacionistas) o no al lenguaje representacional y a los supuestos intencionales esenciales en que se basa el modo natural de interpretación de la conducta humana al que muchas veces se denomina inadecuadamente folk psychology; lo cierto es que la mi­ rada humana a la conducta es, diríamos que de forma inevitable, compulsiva, casi automática, una mirada mental (Riviere y Núñez, 1996): una mirada representacional. La ecuación mente-representación no es una novedad en la his­ toria del pensamiento filosófico y psicológico. Si bien se ha pro­ fundizado a partir de los modelos computacionales de la mente propuestos en los últimos treinta años, la constatación de la rela­ ción entre mentes y representaciones es tan vieja como la especu­ lación sobre la mente en particular y sobre los fenómenos psicoló­ gicos en general. Así, en la P sicología desde un p u n to d e vista empírico, una obra capital en el intento de dilucidar conceptual­ mente de forma rigurosa las nociones de «mente» y «fenómeno psi­ cológico», Francisco Brentano (1874) dice que «podemos conside­ rar como una definición indudablemente justa de los fenómenos psíquicos la de que, o son representaciones o descansan en repre­ sentaciones que les sirven de fundamento» (pág. 25, ed. esp. de 1926). Esa definición se profundiza luego en las dos «marcas» caracterís­

ticas que delimitan, para Brentano, el ámbito de los fenómenos psi­ cológicos jen contraposición a los meramente físicos: la intencio­ nalidad y la accesibilidad interna. La primera implica que «todo fe­ nómeno psíquico se caracteriza por aquello que los escolásticos de la Edad Media llamaron la inexistencia intencional (o mental) del objeto y que nosotros llamaríamos, aunque con expresiones no to­ talmente inequívocas, relación con un contenido, dirección hacia un objeto (aunque no ha de ser interpretado como algo real) u ob­ jetividad inmanente. Todo fenómeno psíquico contiene dentro de sí algo a modo de objeto, aunque no todos lo hagan de la misma ma­ nera» (ibíd., pág. 76). La segunda significa que los fenómenos psi­ cológicos «son percibidos por la conciencia interna» (ibíd., pág. 78). Estas observaciones breves nos permiten dar un paso más en nuestra reflexión acerca de qué representaciones se requieren para que un organismo atribuya representaciones, es decir, vea la con­ ducta con una «mirada mental». Si decimos que la intencionalidad y la conciencia interna son las marcas de lo mental, aceptaremos que el organismo que atribuye mente presenta esa marca en el más alto grado, en el sentido primero de que tal organismo deberá po­ seer una intencionalidad recursiva o de orden superior, y segundo que sólo puede derivarse esa intencionalidad recursiva de una con­ ciencia interna también de orden superior. Éstas son dos tesis sus­ tantivas, que se irán desarrollando a lo largo de este artículo pero que requieren de entrada una explicación aclaratoria. Cuando el señor Swann piensa que hará ver a Odette que exis­ ten otros placeres preferibles al de estar con ella y que ello evitará que Odette se sacie y le dará algunas horas para pasar el rato con su chiquita fresca y rolliza como una rosa, el contenido de la rela­ ción intencional particular que tiene el señor Swann («pensar») es también una relación intencional («ver» en el sentido epistémico de «comprender») que, en una tercera vuelta de tuerca, podría te­ ner a su vez como contenido una nueva relación intencional («com­ prender» Odette que Swann puede tener representaciones más agradables que las que la propia Odette proporciona). Tenemos así una intencionalidad de tercer orden, de estructura (II [12 (13)]), que es recursiva y tiene la capacidad potencial de generar una ex­ presión sin límite: (I[1(1 [I....])]).... En Linguistic Behavior, Jonathan Bennett (1976) desarrolla la idea inicial de Grice (1957) de que, para el desarrollo de un artefacto simbólico capaz de cumplir fun­

ciones ostensivas o declarativas tal como el lenguaje humano, es imprescindible esa intencionalidad de tercer orden (que es como decir recursiva). Para que ese desarrollo sea posible, tiene que serlo también que el que realiza la acción simbólica crea, suponga, sepa, etcétera, que el receptor puede saber, suponer, desear, creer, etc, que él mismo supone, sabe, cree, desea, etc. Es obvio que, a partir de la «tercera vuelta» de intencionalidad, ésta es completamente re­ cursiva y requiere también una conciencia recursiva o de orden su­ perior: la conciencia diferenciada de uno mismo como «interpre­ tado por la mirada mental del otro» y «leído en términos de representaciones» que, a su vez, pueden tener como «objeto inma­ nente» relaciones representacionales. Sin duda, esas capacidades recursivas de intencionalidad y con­ ciencia, que permiten realizar funciones ostensivas con un medio simbólico como el lenguaje, se dan en el ser humano adulto y ha­ blante competente de un lenguaje. Basta con abrir cualquier no­ vela para comprobarlo. Pero, ¿qué decir de otros organismos? ¿Atri­ buyen y se atribuyen otros animales mente o sólo el hombre posee esa «mirada mental»? ¿Tiene algún otro organismo, aparte del hombre, esa «actitud intencional» de que habla Dennett? Y, en cuanto al hombre, ¿cómo y cuándo se define esa capacidad «mentalista» a lo largo del desarrollo ontogenético?, ¿cómo aparece y se desarrolla en el niño? ¿Qué competencias cognitivas son necesarias para su desarrollo? ¿Cómo tiene que ser una mente capaz de atri­ buir mente, un sistema representacional competente para atribuir representaciones a otros? En los últimos veinte años, la psicología ha hecho progresos enormes en los intentos de dar respuesta a es­ tas preguntas. Esos intentos han definido algunos de los capítulos más brillantes y productivos de los progresos recientes de discipli­ nas como la psicología comparada, la psicología evolutiva y la psi­ cología cognitiva. Por razones de espacio, debemos referirnos a esos progresos de forma muy sintética antes de continuar nuestras re­ flexiones sobre qué capacidades representaciones son las requeridas por la «actitud intencional» (pueden encontrarse más referencias y aclaraciones sobre el tema en Astington, Harris y Olson, 1988; Weliman, 1990; Whiten, 1991; Baron-Cohen, Tager-Flusberg y Co­ hén, 1993; Baron-Cohen, 1995; Riviére y Núñez, 1996). Paradójicamente, la tradición cognitiva de investigación expe­ rimental de la intencionalidad de orden superior, de la «mirada

mental», no se originó en estudios con humanos sino en un fasci­ nante estudio realizado por Premack y Woodruff (1978) con una chimpancé ampliamente conocida en el ámbito de la exploración de las posibilidades de enseñar sistemas simbólicos a antropoides: Sarah. En un provocativo estudio que presentaron con un no me­ nos provocativo título («Does the chimpanzee have a Theory of Mind?»), Premack y Woodruff demostraron que, cuando veía pe­ lículas cortas en que un humano se encontraba en una situación problemática (por ejemplo, estar encerrado y querer salir de una jaula, estar sentado tiritando de frío junto a un radiador eléctrico desenchufado, etc), Sarah era capaz de elegir entre varias alternativas aquella que constituía la solución d el problem a que tenía el humano (una llave en el primer caso, un enchufe en el segundo, etc), lo cual parecía indicar que la chimpancé no sólo era capaz de encontrar la respuesta correcta al problema, sino de comprender que el humano tenía un problema que intentaba resolver. Premack y Woodruff (1978) emplearon el término «teoría de la mente» para referirse a la capacidad de comprender un estado mental de otro organismo, tal como el de «percibir un problema» e «intentar resolverlo». La justificación aparente de ese término, muy equívoco en el fondo, era sin embargo clara: al fin y al cabo, las entidades men­ tales tales como las creencias, los deseos, las intenciones, no son ob­ jetos empíricos accesibles a una observación externa e intersubje­ tiva (aunque quizá sean, en un sentido más radical, los estados mentales los únicos contenidos empíricos directos de la experien­ cia inmediata, o de la conciencia interna, como pretendían muchos psicólogos del siglo pasado y principios de éste). En el plano ex­ terno, las nociones mentales son inferencias mediatas que permiten entrelazar y relacionar conductas y situaciones del mundo, dar cuenta de las relaciones de aquéllas y éstas, y predecir las conduc­ tas. De forma parecida a como las entidades teóricas de la física —la masa, la energía, la aceleración, etc.— definen algorítmica­ mente redes de conceptos que permiten predecir fenómenos físi­ cos, así también esas entidades tales como las creencias, las inten­ ciones o los deseos delimitan tramas de relaciones que sirven para comprender y predecir la conducta a esos psicólogos naturales que somos los humanos y quizá también —como pretendían Premack y Woodruff— los chimpancés u otros antropoides superiores. Así, la naturaleza no empírica y predictiva de las categorías mentalistas

sirvió de justificación primera del nombre que se dio a la capaci­ dad que permite tenerlas: «Teoría de la mente.» En el interesante debate a que dio lugar el artículo de Premack y WoodrufF (1978), se hicieron algunas aportaciones de gran im­ portancia para el análisis teórico y la definición de criterios empí­ ricos para justificar la atribución a un organismo no verbal de una «teoría de la mente». Así, un importante científico cognitivo, Zenon Pylyshyn (1978) destacaba que la «teoría de la mente» implica, en términos cognitivos, la capacidad de tener relaciones represen­ tacionales acerca de relaciones representacionales o, dicho de otro modo, la «capacidad de tener metarrepresentaciones». Por su parte, un influyente filósofo de la mente, Daniel Dennett (1978) refle­ xionaba sobre los criterios para poder atribuir realmente la pose­ sión de una «teoría de la mente»: si un organismo al que llamare­ mos X, crea deliberadamente en otro, Y, una representación sobre una situación que no se corresponde con la situación real con el fin de sacar provecho de esa representación falsa, ello quiere decir que X sabe que Y tiene representaciones. O, lo que es decir lo mismo, que X posee una teoría de la mente. De este modo, el en­ gaño táctico (Mitchell, 1986) se convertía, desde los primeros pa­ sos para su estudio, en un criterio decisivo de atribución al que lo realiza de una «mirada mental». En respuesta a este desafío, Woodruff y Premack (1979) demostraron experimentalmente que, en condiciones en que pueden perder un estímulo gratificante si lo lo­ caliza un competidor, los chimpancés no sólo pueden ocultar in­ formación a éste sino que desarrollan la habilidad de proporcionar positivamente información engañosa al competidor. Como suele suceder con los problemas que se plantean en tér­ minos científicos, la cuestión de si los chimpancés y otros antropoides poseen o no una teoría de la mente se ha complicado y ma­ tizado tanto en las ya más de dos décadas transcurridas desde el artículo pionero de Premack y Woodruff (1978) que hoy no ad­ mite una solución simple. Una razón de ello es que, en la investi­ gación con humanos, el desarrollo de la capacidad de detectar ex­ plícitamente que alguien tiene una creencia falsa se ha constituido en el criterio básico para determinar cuándo tienen realmente los niños una «teoría de la mente desarrollada». Naturalmente los chimpancés no pueden explicitar lingüísticamente sus inferencias mentalistas, si es que las hacen, y además es discutible que las no-

dones mentalistas de organismos no simbólicos, que no poseen lenguaje —si es que tienen tales nociones—, puedan incluir la ca­ tegoría de creencia. En un sentido estricto, «tener creencias» im­ plica poseer representaciones (simbólicas) capaces de ser verdade­ ras o falsas. Representaciones además «apofánticas», como diría Aristóteles: representaciones con la función de «mostrar declarati­ vamente análisis del mundo», construidas del material de los sím­ bolos, capaces de explicitar predicados acerca de argumentos, y con pretensiones de verdad. Es posible que, sin menospreciar sus for­ midables capacidades, los chimpancés no tengan esa clase de re­ presentaciones, sino otras que tienen una «pretensión de practicidad», más que de verdad (que no deja de ser una practicidad muy mediata e indirecta), con un matiz más imperativo que declarativo, pero suficientes para producir conductas equivocadas en situacio­ nes de «engaño táctico». Como se ha demostrado en la investiga­ ción con niños (Riviére y Núñez, 1996), el engaño puede ser una ruta ontogenética para la comprensión de la falsa creencia más que un resultado de esa comprensión. Además, suponiendo que los chimpancés tengan una «teoría de la mente», la suya será naturalmente una «teoría de la mente chim­ pancé», que podría ser tan compleja como la humana pero no ne­ cesariamente compuesta de las mismas clases naturales. Podría, por ejemplo, carecer de la noción de creencia, pero incluir conceptos complejos relacionados con jerarquías sociales, relaciones de afilia­ ción, intenciones motoras muy complejas o motivaciones tales como la de expulgar que pueden tener en los grupos de chimpan­ cés un significado (por ejemplo, asociado a una función social de reconciliación) diferente al que tienen en los humanos. La pers­ pectiva simiocéntrica es más adecuada que la antropocéntrica para comprender cómo podría ser la teoría de la mente de un chim­ pancé o un gorila, así como los requisitos representacionales y cognitivos de esa teoría de la mente, que no tienen por qué ser los mis­ mos de la capacidad mentalista humana. Esta reflexión nos conduce a una idea importante, a saber: la «teoría de la mente», la «mirada mental», es antes que nada un de­ licado mecanismo de adaptación intraespecífica. Lo que sucede es que la compulsión mentalista humana y la propensión a adoptar pers­ pectivas autocéntricas son características, al mismo tiempo, tan hu­ manas y penetrantes, que los hombres tendemos a comprender a

otros animales, e incluso fenómenos naturales no biológicos, en nuestros términos mentalistas. El animismo en las explicaciones na­ turales, que resulta ser tan universal en los niños pequeños (Delval, 1975) como en las culturas (Geertz, 1973) no determinadas por las sucesivas revoluciones mecanicistas de la cosmología y la fisiolo­ gía (en que se ha basado en gran parte la construcción de una vi­ sión científica no-animista del mundo natural), podría ser la con­ secuencia de un mundo cognitivo humano intraespecíficamente sesgado, cuya evolución pudo depender más de las exigencias de co­ adaptación a los miembros de la propia especie que de la necesidad de «comprender fríamente el mundo». La versión antropocéntrica de un mundo regido por seres o procesos con intenciones, deseos y creencias ha sido tan poderosa que la historia de la ciencia es, en gran parte, la de la oposición a ese obstáculo epistemológico. Dada la insidiosa propensión antropocéntrica del modo hu­ mano de ver el mundo, no es extraño que los estudios recientes so­ bre la teoría de la mente en antropoides se hayan visto encallados en la antropocéntrica pregunta de si los chimpancés serán o no ca­ paces de «comprender la noción de falsa creencia», que está entre las más humanas de las nociones humanas. Se trata de una pre­ gunta que quizá carezca de sentido cuando se realiza el esfuerzo de reconstruir el Umwelt que resulta de la historia adaptativa de los primates no humanos y que, en cambio, es completamente perti­ nente si se tienen en cuenta las circunstancias concretas de especiación humana: el desarrollo, específico del hombre, de las capa­ cidades instrumentales de orden superior (hacer unos instrumentos con otros) implica, por ejemplo, la evolución de motivaciones de análisis de e interés «desinteresado» por los objetos en general que subyacen a funciones comunicativas ostensivas o declarativas, y és­ tas a su vez se realizan a través de un tipo muy especial de media­ dores o instrumentos que son los símbolos. Además exige la com­ petencia de diferenciar claramente las intenciones y las acciones de los congéneres, ya que éstos pueden realizar sus intenciones a tra­ vés de múltiples mediaciones instrumentales que imponen relacio­ nes jerárquicas entre acciones discretamente diferenciadas y entre las que existe solución de continuidad. Pero todo esto no tendría por qué ser así en los orangutanes, bonobos, chimpancés o gorilas, que, en caso de tener «teorías de las mentes», las tendrían de «sus mentes» respectivas y no de las nuestras.

Lo que sí es cierto es que la teoría humana de la mente humana incluye la noción de falsa creencia. Hay una razón metodológica importante para que esta noción se haya convertido en un criterio evolutivo muy importante, utilizado para delimitar en qué mo­ mento desarrollan plenamente los niños una teoría de la mente de estructura semejante a la adulta. Cuando una persona, A, señala explícitamente que otra B tiene una creencia falsa, debido por ejemplo a que B no conoce un cambio producido en un estado de cosas, y comprende que B se comportará con arreglo a su creen­ cia «falsa» y no al estado de cosas «verdadero», es claro que esa per­ sona, a la que hemos llamado A, diferencia sus propias represen­ taciones de las ajenas, y distingue éstas de los estados de hechos. Es decir, comprende que las relaciones representacionales pueden implicar esa nota de «dirección a un objeto» o contenido que no necesariam ente debe ser interpretado com o algo real que señalaba Brentano en su conocida definición de los fenómenos psicológi­ cos como caracterizados por una nota de intencionalidad. Las si­ tuaciones en que una persona predice la conducta de otra en fun­ ción de la atribución de una «creencia verdadera» no pueden diferenciarse objetivamente a no ser en términos de explicaciones verbales muy complejas acuñadas ellas mismas en un lenguaje in­ tencional de aquellas otras en que se predice la conducta sencilla­ mente en función de la situación, sin mediación ninguna de re­ presentaciones. De modo que las situaciones de «creencia verdadera» no son buenos «tests» de teoría de la mente en orga­ nismos no verbales o con capacidades lingüísticas limitadas. En cambio, las situaciones de falsa creencia son las únicas que per­ miten evaluar inequívocamente la capacidad de atribuir mente, en el sentido preciso en que «atribuir mente» equivale a «atribuir re­ presentaciones». Ésta es la lógica subyacente a un ingenioso diseño experimental del que se sirvieron dos psicólogos evolutivos, Heinz Wimmer y Joseph Perner (1983), para probar las capacidades mentalistas de ni­ ños en edad preescolar. Mostraban y explicaban a los niños una si­ tuación en que había dos personajes en una habitación. Uno de ellos guardaba un objeto en un lugar o recipiente y se marchaba de la ha­ bitación en que estaban ambos. El otro cambiaba el objeto de lugar, en ausencia del primero. En el episodio siguiente, se hacía volver al primer personaje a la habitación, indicándole al niño que deseaba el

objeto y haciéndole la pregunta crítica: «¿Dónde buscaría el perso­ naje el objeto?» La investigación evolutiva ha demostrado, de forma muy consistente, que hacia los cinco años, o pocos meses antes, los niños normales diferencian claramente el estado real de hecho («el objeto está en el armario», por ejemplo) de la representación del per­ sonaje («Juan cree que está en el cajón en que lo metió») y predicen la conducta del personaje, no en función del estado de hecho sino de la representación mental que le atribuyen. A diferencia de los ni­ ños más pequeños, que tienden a confundir las representaciones «rea­ les» que ellos mismos tienen, después de percibir un cambio en una situación, con las «falsas representaciones» de personas o personajes que no han visto el cambio, los niños de más de cuatro años y me­ dio o cinco diferencian bien sus representaciones de las ajenas en si­ tuaciones de «falsa creencia de primer orden», como la clásica de los dos personajes que hemos mencionado. La capacidad de comprender relaciones representacionales de falsa creencia hacia los cuatro años y medio parece ser universal e independiente de la cultura (Quintanilla, Riviére y Sarriá, en pre­ paración), y forma parte de un «síndrome evolutivo» más general, que parece indicar que hacia esa edad los niños normales desarro­ llan la estructura esencial del sistema de conceptos e inferencias mentalistas al que se denomina «teoría de la mente». Por ejemplo, los niños normales se hacen capaces también por esa edad de pre­ decir las emociones que tendrá un personaje en situaciones en que éste o bien obtiene un objeto preferido o bien otro no preferido, en función de los deseos del personaje, aun cuando éstos sean con­ trarios a los propios (Riviére, Arias y Sarriá, en preparación). Es de­ cir, son capaces de «descentrarse» de sus propios deseos para pre­ decir adecuadamente relaciones entre deseos y emociones ajenas. También desarrollan la capacidad de engañar sistemáticamente a un competidor en situaciones experimentales (Peskin, 1992; Sodian, 1991). No es casual que el momento de dominio de una ló­ gica mentalista completa, que incluye la noción de falsa creencia, coincida con la etapa en que el lenguaje se define estructuralmente con arreglo al sistema de reglas propio del lenguaje adulto. A los cinco años, los niños normales poseen un lenguaje de verbos men­ tales ya muy desarrollado (Sotillo y Riviére, en prensa) y, como luego comentaremos, desarrollan la capacidad de comprender enunciados metafóricos en situaciones experimentales.

Naturalmente, la lógica mentalista de los niños de cinco años no es tan elaborada como la adulta, de forma semejante a como el lenguaje no es tan elaborado como lo es el lenguaje adulto. Así, hasta dos años después los niños no se hacen capaces de compren­ der «situaciones de falsa creencia de segundo orden». Cuando en la tarea de los dos personajes se incluye un episodio en que el que abandona la habitación ve el cambio que realiza el otro, sin que éste lo advierta, y se realiza la pregunta crítica: «¿Dónde cree el perso­ naje X (que ha hecho el cambio) que buscará el objeto el personaje Y?», los niños de cinco años responden «como si X supiera que Y sabe» (Núñez, 1993; Riviére y Núñez, 1996). Los de seis y me­ dio dicen adecuadamente que X creerá que Y buscará el objeto en el lugar equivocado, aunque de hecho lo buscará en el correcto (puesto que ahora Y tiene una creencia verdadera y no falsa). El sis­ tema mentalista del niño de cinco años, que ya es inherentemente recursivo, tarda por consiguiente un cierto tiempo en desplegar del todo las consecuencias de esa propiedad recursiva, de forma seme­ jante a como el lenguaje se despliega en formas cada vez más ela­ boradas a partir de un núcleo estructural que, en un sentido pro­ fundo, puede considerarse esencialmente constituido a los cinco años. La gran facilidad, y la aparente falta de esfuerzo, con que los adultos realizamos una lectura mentalista de la actividad humana que presupone capacidades cognitivas muy complejas y un pode­ roso sistema de conceptos e inferencias, no deberían llevarnos a sub­ estimar las importantes competencias de atribución de mente de los niños pequeños. Del mismo modo que resulta impresionante que en poco más de tres años los niños sean capaces de desarrollar una estructura formal tan endiabladamente compleja como la de cualquier lenguaje natural (y destacar razonadamente ese hecho y sus consecuencias es una de las grandes aportaciones de Chomsky, 1980, en su reflexión sobre el lenguaje), también lo es que un niño de cinco años sea capaz de comprender que si una persona tiene una representación de una situación, llamemos a esa representación «x», y dicha situación cambia (x a x’) sin que la persona perciba di­ cho cambio, entonces mantendrá la creencia «x» (ahora falsa), que no se corresponde ni con la situación ni con la representación de ella que tiene el propio niño pequeño, y realizará en consecuencia una conducta objetivamente equivocada. ¿Y qué decir de los niños

de poco menos de siete años?... A esa edad, los niños normales comprenden que si una persona A tiene una creencia sobre la creen­ cia de otra B, y no sabe que ésta ha recibido información que ha modificado su creencia, entonces A cree falsamente que la creencia de B es falsa, a pesar de ser objetivamente verdadera. De ese tejido de deseos, creencias, creencias (¡tantas veces fal­ sas!) sobre creencias, está hecho el drama humano, el drama de En busca del tiempo perdido, por ejemplo. O por lo menos el drama de nuestro viejo conocido Swann y de sus vicisitudes amorosas. Me­ rece la pena que volvamos de nuevo a alguno de los meandros de ese drama: «Pero un día en que pensó sin gusto en aquel inevitable retorno con ella, llevó hasta el bosque de Bolonia a su obrerita para retrasar el momento de ir a casa de los Verdurin, y llegó allí tan tarde que Odette, creyendo que aquella noche ya no iría Swann, se había marchado. Cuando vio que no estaba en el salón, Swann sintió un dolor en el corazón; temblaba al verse privado de un placer cuya magnitud medía ahora por vez primera, porque hasta entonces ha­ bía estado seguro de tenerla cuando quisiera, cosa ésta que no nos deja apreciar nunca lo que vale un placer» (ibíd., 341). De modo que Swann, que realiza la acción x (irse con la otra y llegar tarde sistemáticamente al encuentro con Odette en casa de los Verdurin) para sacar el doble provecho de pasar un buen rato con la chica trabajadora y hacerse el displicente y el interesante con Odette, no valora lo suficiente el amor de Odette desde el mo­ mento en que lo tiene asegurado y ello hace que se exceda un día, lo que hace creer equivocadamente a Odette que Swann no irá a casa de los Verdurin, lo cual a su vez hace creer equivocadamente a Swann que Odette no desea verle y (¡lo más profundamente hu­ mano de todo!) dar un valor a lo que creía equivocadamente per­ dido que no daba a lo supuestamente conseguido. La formidable finura psicológica de Proust está aquí jugando con una intrincada maraña de relaciones entre creencias verdade­ ras o falsas, deseos, emociones y sentimientos, que definen los «di­ mes y diretes» de que se compone en realidad una de las obras li­ terarias más eminentes de nuestro siglo. Pues sucede que ese sistema mentalista recursivo, que se compone de elementos tales como las creencias, deseos y emociones, ese sistema que ya tienen tan desarrollado los niños de cinco a siete años, es en realidad una especie de «juego infinito» que, del mismo modo que el lenguaje

permite crear infinitas oraciones gramaticales a partir de un con­ junto finito de reglas, permite crear un número infinito de «histo­ rias humanas», de «chismes» y «chismorreos» sin límites, a partir de una arquitectura subyacente de atribuciones de representacio­ nes, y de representaciones acerca de representaciones. Sin duda, Proust es un representante eminente de las dos ca­ pacidades humanas a las que nos estamos refiriendo, y cuya com­ paración resulta esclarecedora: por una parte, la capacidad lingüís­ tica de utilizar un sistema finito de reglas, que posee la propiedad de ser recursivo, para crear oraciones gramaticales potencialmente infinitas; por otra, la capacidad mentalista de utilizar un sistema de conceptos y reglas de inferencia intencional, que también tiene la propiedad de recursividad, para definir historias humanamente sig­ nificativas potencialmente infinitas. Sin embargo, en un plano cog­ nitivo abstracto, el mérito de Proust consiste en «desplegar», tanto en un caso como en otro, posibilidades maravillosas de sistemas (podríamos denominar al uno (0 (0 (0 )...), o de oraciones sobre oraciones, y al otro (1(1(1)...), o de contenidos intencionales so­ bre contenidos intencionales), cuyas bases esenciales están estable­ cidas en los niños de cinco años y se desenvuelven de forma muy significativa entre esa edad y los siete años. Así como los psicólogos evolutivos del lenguaje han investigado de forma sistemática los pasos que da el niño en la constitución del sistema (0 (0 (0 )...), los investigadores de la teoría de la mente han dedicado en los últimos años muchos esfuerzos a conocer cómo se desarrolla y qué requisitos evolutivos tiene el sistema (1(1(1)...). Aunque no podamos resumir aquí la enorme cantidad de investi­ gaciones sobre los precursores, requisitos y primeros desarrollos de la teoría de la mente en el niño, sí es necesario que dibujemos un boceto de los contornos generales de ese desarrollo que pueda ser­ nos de utilidad para comprender luego qué clase de representacio­ nes son necesarias para poder tener una intencionalidad recursiva, para poder «representar representaciones en tanto que tales». De nuevo, la comparación con el lenguaje puede resultar ilu­ minadora para hacer frente a una pregunta básica para poder com­ prender ese desarrollo. La pregunta es ésta: ¿podría resultar el des­ arrollo de la teoría de la mente sólo de la experiencia del niño o bien requiere componentes innatos o madurativos, endógenos en cualquier caso, que no implican una mera incorporación de juicios

o evaluaciones mentalistas que los niños tomaran de la experiencia de interacción? Parece evidente que sin interacciones con personas los niños no podrían desarrollar nunca una teoría de la mente, de forma semejante a como no podrían desarrollar el lenguaje en un mundo carente de «figuras de crianza parlantes». También requie­ ren «figuras de crianza mentalistas» para hacerse ellos mentalistas. Pero la mera observación de contingencias empíricas entre antece­ dentes, conductas y consecuencias nunca sería capaz de producir una teoría de la mente, como tampoco lo es (recordemos la céle­ bre crítica de Chomsky, 1959, a Skinner, 1957) de producir un lenguaje. El desarrollo de la teoría de la mente tiene que depender, en último caso, de experiencias intersubjetivas primarias, por las que los bebés de dos o tres meses comparten a través de gestos ex­ presivos experiencias emocionales internas con sus figuras de crianza,... de experiencias que no pueden resultar, como ha argu­ mentado persuasivamente Trevarthen (1982) de procesos de apren­ dizaje sino de la existencia de un sistema motivacional primario «de cooperación y comprensión» prefigurado en el hardware cerebral con el que el bebé nace. La teoría de la mente no es algo que los niños aprendan de forma parecida a como aprenden a multiplicar. Hunde sus raíces en una organización biológica que, dadas unas condiciones míni­ mas de crianza entre figuras mentalistas, despliega una forma men­ talista de conceptualizar a las personas y las interacciones. Esa mi­ rada mental es el resultado de la organización «meliorativa» de patrones de intersubjetividad, diferenciación causal, conciencia re­ flexiva y diferenciación creciente entre el mundo mental y el físico. En el segundo semestre de su primer año de vida, los bebés se fi­ jan cada vez más en las acciones de las personas, empiezan a dife­ renciar entre procesos que sugieren causación material y otros que sugieren causación intencional o final. Hacia el final del primer año desarrollan una forma de intersubjetividad (a la que Trevarthen y Hubley, 1978, denominan «intersubjetividad secundaria») que im­ plica capacidades de detectar relaciones intencionales de las perso­ nas en relación con los objetos, y de comunicarse con fines pura­ mente ostensivos. Las formas de comunicación «protodeclarativas», que muestran los niños normales desde el último trimestre de su primer año de vida, tienen que implicar la noción de primer orden de que «los otros son sujetos». ¿Cómo se explicaría si no que los

bebés de un año muestren objetos a las personas con el mero pro­ pósito de compartir con ellos la experiencia con relación a los ob­ jetos? En el período emblemático del desarrollo en que se produce el paso del período sensoriomotor al preoperatorio, hacia los 18 me­ ses, los niños no sólo desarrollan la noción de objeto permanente, sino que demuestran a través de sus acciones, emociones y gestos comunicativos que de forma no explícita se conciben a sí mismos como sujetos y conciben como tales a los demás. Muchos de los juegos que los adultos desarrollan con los bebés, en el segundo año de la vida de éstos, consisten en «juegos de diferenciación entre in­ tenciones y acciones». «Bromas para bebés» tales como mostrar un gesto anticipatorio de una acción de forma muy evidente, a veces sin efectuar, sin embargo, luego la acción, o realizar una acción cuya intención no se anuncia expresivamente, constituyen ejercicios en torno al tema esencial de la diferenciación mente-conducta, o si se quiere intención-acción, que los adultos realizan con los niños «de forma natural». Los adultos que hacen esos juegos son tan incons­ cientes de sus profundas implicaciones evolutivas como lo son las madres que emplean estrategias de segmentación, ampliación co­ rrectiva implícita, recombinación de elementos en formas grama­ ticales y sinónimas alternativas, etc, en las interacciones lingüísticas con sus hijos. En el caso de funciones universales, genéticamente previstas, específicamente humanas, como el lenguaje y la teoría de la mente, los adultos son excelentes canalizadores de cursos evolu­ tivos que conducen a la humanización. El período que se extiende entre el comienzo de la «inteligen­ cia representacional» (al año y medio) y la organización de las es­ tructuras básicas de actividad mentalista y lenguaje (a los cuatro y medio) es evolutivamente muy dinámico: en él, los niños desarro­ llan capacidades crecientes de suspensión de las acciones y de las representaciones del mundo en el juego simbólico y el lenguaje, se hacen capaces de pequeños engaños y bromas que reflejan con se­ guridad una mirada «cada vez más mental», constituyen arquitec­ turas narrativas básicas que definirán la forma propia de la expe­ riencia biográfica humana y de comprensión de las vivencias, etc. A los dos años, los niños son capaces de razonar acerca de accio­ nes humanas en función de una lógica de relación entre deseos sim­ ples y acciones. A los tres, desarrollan ya elementos de un conoci­

miento representacional de los estados mentales, que incluye, por ejemplo, la distinción entre representaciones ficticias y no ficticias, o entre ignorancia y conocimiento, aunque no la comprensión de falsas creencias en situaciones contrafácticas como la prototípica de los dos personajes (Weliman, 1990). No diferencian aún explíci­ tamente las ficciones de las falsas creencias, pero tienen una cierta noción representacional de la mente, que se expresa en el concepto al que Perner, Baker y Hutton (1994) denominan prelief, una especie de amalgama de la que luego se diferencian representacio­ nes explícitas de preten d y belief. Este desarrollo puede conceptualizarse como un proceso evolutivo que implica un doble vector de diferenciación progresiva de elementos cada vez más refinados y discriminativos de la lógica mentalista, por una parte, y por otra de redescripción representacional cada vez más explícita y autoconsciente de los elementos de esa misma lógica (KarmiloffSmith, 1992). Los conceptos de metarrepresentación y simulación han sido esenciales para explicar la génesis y la naturaleza de las competen­ cias cognitivas que permiten al hombre tener una «mirada men­ tal», y al niño desarrollarla. La pregunta alrededor de la cual se ar­ ticulan las posiciones teóricas fundamentales propuestas en los últimos años para explicar las capacidades mentalistas es ésta: ¿hasta qué punto implican esas capacidades una actividad que se pueda entender en algún sentido preciso como teórica o semejante a una actividad teórica y que permita hablar de una «teoría de la mente»? ¿No será más bien la actividad mentalista una actividad de «simulación»? Los enfoques que defienden la primera opción, a los que se ha denominado redundantemente «teorías de la teo­ ría», suponen que para explicar las competencias mentalistas hay que postular la existencia de un conjunto de conceptos y princi­ pios, que permiten la realización de una actividad básicamente inferencial. Postulan además que esa actividad inferencial implica el empleo de un tipo particular de representaciones, a las que se da el nombre de metarrepresentaciones, que se definen por ser a su vez «representaciones de relaciones representacionales en tanto que tales» (Perner, 1991) o, en un análisis alternativo, por la im­ portante propiedad de «dejar en suspenso las relaciones ordinarias de referencia y verdad entre las representaciones y el mundo»(Leslie, 1987, 1988).

Los otros enfoques explicativos, basados en la idea de simula­ ción, tienden a criticar el dibujo de la actividad mentalista que nos presentan los «teóricos de la teoría», y a considerar abusivo el pro­ pio término de «teoría de la mente». ¿Es una teoría en realidad lo que pone en juego el señor Swann cuando llega tarde para mante­ ner el interés de Odette, interpreta equivocadamente como des­ afecto la ausencia de ésta una noche en que llega «demasiado» tarde, valora entonces como valioso a través de la ausencia lo que antes no apreciaba suficientemente en la presencia de Odette? ¿Es ésa una historia que se deriva indirectamente de alguna clase de teoría que tengamos los humanos acerca de nosotros mismos y de los demás, y de la realización inferencial de las consecuencias de esa teoría? ¿No será más bien la capacidad del señor Swann de acceder introspecti­ vamente a sus propios estados mentales y/o de identificarse imagi­ nativamente o empáticamente con los de Odette lo que cuenta aquí? Los que defienden enfoques de simulación creen que esas ac­ tividades mentalistas, que permiten que «las vidas transcurran como novelas», son en esencia procesos de acceso interno a la propia mente y proyección simulada de cómo se experimenta, concibe, re­ presenta el mundo más allá de las fronteras de las pieles ajenas. En realidad, la oposición entre estas dos clases de enfoques es mucho más sutil de lo que parece. No sería difícil establecer alguna conciliación aparente entre ellos. ¿Qué duda cabe por ejemplo de que en la predicción, interpretación y explicación de las conductas propias y ajenas se emplea un sistema inferencial, que presupone una especie de «teoría de cómo son las personas»? Una teoría que establece proposiciones que nos parecen de Perogrullo tales como las siguientes: «Si alguien desea X, y cree que X es posible, tenderá a realizar acciones encaminadas a X», «si alguien cree Z, y Z se co­ rresponde con la situación Z’ y Z’ cambia a F’, sin que el que cree Z perciba el cambio, entonces el creyente en Z mantendrá la creen­ cia falsa Z y realizará conductas equivocadas derivadas de esa creen­ cia», «si alguien no desea que otra persona tenga la creencia W, que se corresponde con la situación W\ procurará evitar que la otra persona perciba W ’», etc. A pesar de su humildad aparente y de su trivialidad manifiesta, esa teoría de la mente ha tenido un éxito enorme en la regulación cotidiana de los intercambios sociales y la predicción idiográfica de las conductas ajenas, al menos desde que tenemos noticias por escrito de cómo ven la conducta humana los

propios sapiens sapiens. En tanto en cuanto el sistema contiene ele­ mentos teóricos (deseos, intenciones, creencias, etc.) que permiten hacer predicciones que nunca se derivarían de una lectura mera­ mente «conductista» o «fisicalista» de la conducta, es un sistema teórico y mental, y parece difícil negarlo. Por otra parte, ¿cómo negar que en la actividad mentalista real se activan procesos de «simulación»? Seguramente los enunciados teóricos que acabamos de establecer, y que nos parecen tan trivia­ les, se fundamentan en otros supuestos algo más sustantivos y que, aun pareciendo también triviales en un primer vistazo superficial, lo son mucho menos cuando se someten a un análisis filosófico ri­ guroso. Me refiero a enunciados tales como estos dos: 1) «El otro es como yo. La estructura esencial de su experiencia interna es como la estructura esencial de la mía. Si yo tengo deseos, senti­ mientos, creencias, recuerdos, intenciones, él tiene intenciones, re­ cuerdos, creencias, sentimientos, deseos», 2) «los contenidos de esos estados intencionales no tienen por qué ser como los conte­ nidos de los míos. De este modo, la estructura de su experiencia es esencialmente idéntica a la estructura de la mía, pero los conteni­ dos son distintos. Su experiencia es su experiencia. No la mía». Esos supuestos aparentemente (sólo aparentemente) paradójicos de identidad esencial y separación radical de las experiencias humanas de lo mental sólo pueden derivarse de experiencias intersubjetivas previas a la constitución de cualquier sistema de nociones; tienen que proceder de experiencias anteriores al desarrollo de ese entra­ mado de conceptos e inferencias al que se da el nombre equívoco de «teoría». Un ser que no fuera capaz de «simular-se» en el otro, que no hubiera tenido nunca experiencias de «sentir-con» o no fuera capaz de «sentir» que los demás son seres con experiencias, nunca llegaría a constituir principios como 1) y 2), que constitu­ yen el fundamento de los otros principios particulares y más espe­ cíficos («si alguien desea X y cree...», etc.) que permiten que «co­ rran» los programas del software mentalista con que está dotada la mente humana. ¿Por qué no reconocer entonces que la actividad mentalista hu­ mana, al menos en los mentalistas muy competentes de más de cinco años de edad, tiene al tiempo un componente teórico y otro de simulación? Probablemente, una explicación psicológica cohe­ rente y completa de la actitud intencional, de la mirada mental

propia del hombre, terminará por incluir ambos componentes y por dar cuenta de sus complejas interpelaciones (Stone y Davies, 1996). Pero en la fase actual de la investigación la oposición entre los dos enfoques alternativos está siendo fructífera. Por ejemplo, Robert Gordon (1996), uno de los defensores de un «simulacionismo radical», destaca una fuerte diferencia de acento entre los teó­ ricos de la teoría y los simulacionistas: los primeros tendrían una «visión fría», «una metodología que se centra principalmente en nuestros procesos intelectuales, que pasarían por medio de infe­ rencias de unos conjuntos de creencias a otros, y no harían uso esencial de nuestras capacidades de emoción, motivación y razo­ namiento práctico» (pág. 11). Frente a ellos, los simulacionistas tendrían una «mirada cálida», «que saca provecho de los propios recursos motivacionales y emocionales y de la capacidad propia de razonamiento práctico» (ibíd.). Otra diferencia esencial es que los «teóricos de la teoría» suponen que la actividad mentalista se basa en un cuerpo de conocimiento, más o menos comparable al que se contiene en una teoría del tipo de las científicas, acerca de cómo son y se comportan las personas. Por el contrario, los defensores de los enfoques simulacionistas fundamentan la actividad mentalista en una experiencia no-teórica. Para los simulacionistas, la situación epistemológica con que nos enfrentamos al dominio de lo mental, como propiedad de las personas por ejemplo, es del todo diferente a aquella con que afron­ tamos otros dominios, tales como el del mundo físico. La identi­ dad esencial entre el interpretante y el interpretado sitúa a aquél en una perspectiva que hace posible realizar procesos que implican si­ mularse en la posición del otro, pero con todo el andamiaje experiencial que proporciona la experiencia íntima de lo mental en pri­ mera persona de singular. Lo que hacemos al comprender a las personas no es esencialmente situar su conducta en un curso de no­ ciones e inferencias nomotéticas, sometidas a generalizaciones se­ mejantes a las que realizan las teorías científicas, sino dar sentido a las personas en un plano idiográfico y vivencial (Heal, 1986). Es evidente, así, que en el debate actual entre las «teorías de la teoría» y las «teorías de la simulación» resuenan los ecos de un debate mu­ cho más antiguo acerca de la especificidad de aquellos conoci­ mientos que versan sobre vivencias humanas (Collingwood, 1946) frente a los de otros dominios. En lo que respecta al saber psicoló­

gico, la célebre polémica entre Ebbinghaus y Dilthey, entre expli­ cación y comprensión, o saber nomotético frente a «simulación idiográfica» de vivencias, es un ilustre antecedente histórico del de­ bate actual en torno a cómo caracterizar no ya la psicología como saber científico sino como capacidad básica de ese primate al que Humphrey (1983) ha denominado homo psychologicus. Un buen ejemplo de enfoque simulacionista es el propuesto por Goldman (1989, 1992, 1993). Se trata de una aproximación a las capacidades mentalistas que tiene un aroma inevitablemente cartesiano y que quizá plantee muchos de los problemas filosóficos que se derivan del cartesianismo. Por ejemplo, y en primer lugar, la cuestión de la primera persona de singular concebida como el núcleo originario de la posibilidad de «mentalizar». El acceso de cada sujeto a su experiencia interna no es primariamente teórico. Y eso quiere decir que no se definen prim a fa cie los estados men­ tales, en la experiencia subjetiva primaria del yo, en tanto que su­ cesos que jueguen un papel causal en el curso de la conducta o que satisfagan una determinada descripción teórica, sino más bien como qualia inmediatamente accesibles y diferenciados (como cua­ lidades intrínsecas que el sujeto puede reconocer). La primera per­ sona de singular es la sede última, el marco de referencia previo a cualquier elaboración teórica, de lo mental. Ahí es donde se pro­ duce el autorreconocimiento de experiencias internas diferenciadas que luego pueden proyectarse en otros en una actividad de simu­ lación. Paul Harris (1989, 1991, 1992, 1993) ha definido de forma precisa cuatro estadios de desarrollo de las competencias de simu­ lación e imaginación que permiten a los niños normales llegar a re­ solver a los cuatro años y medio o cinco la tarea clásica de falsa creen­ cia. 1) En el primero, alrededor del último trimestre de su primer año de vida, los niños empiezan a ser capaces de reproducir, en su propio sistema perceptivo o emocional, las intenciones de otras personas en relación con objetivos o metas presentes. Esa limitada capacidad de «ponerse emocional o perceptivamente en el lugar de» alguien con relación a algo permite el desarrollo de formas de co­ municación intencional tales como los «protodeclarativos», con los que el niño trata de compartir su experiencia acerca de los objetos. 2) El segundo paso se produce en torno al año y medio: consiste en una elaboración por la cual lo que antes era mera «reproduc­

ción» empieza a convertirse en «atribución» de estados internos ha­ cia referentes presentes. Ahora es cuando se produce un comienzo de «simulación», que implica un grado mayor de diferenciación de la experiencia subjetiva propia y la ajena. Se trata de una capaci­ dad simuladora primitiva sobre lo inmediato o, como dice Harris (1992), on line. 3) El tercer momento es decisivo: la simulación se desliga progresivamente, desde el final del segundo año de vida, de los objetos presentes e inmediatos. Es ya «imaginación». El niño no necesita que las metas estén presentes para simular actitudes in­ tencionales de otros. Puede realizar una simulación offlin e, imagi­ nando metas o situaciones ficticias. 4) Sólo cuando el desarrollo de la imaginación es tal que permite al niño simular o fflin e actitudes intencionales en relación con objetivos contrafácticos (contrarios a los que él mismo percibe), el niño puede resolver la tarea clásica de falsa creencia, hacia los cuatro años y medio. El modelo de Harris es quizá la teoría simulacionista más ca­ paz de explicar un curso ontogenético, bien conocido y universal en nuestra especie, que incluye hitos significativos tales como la aparición de la comunicación intencional al final del primer año, de patrones de juego simbólico desde el segundo año de vida, el desarrollo de una «psicología natural» de deseos, acciones, percep­ ciones, acciones, etc., hacia los tres años, y la resolución desde la mitad del cuarto año de pequeños problemas mentalistas que pre­ suponen la noción de que las personas pueden tener creencias fal­ sas. Además, proporciona una explicación muy coherente y eco­ nómica al hecho, también bien conocido, de que las alteraciones y deficiencias en el desarrollo de la comunicación y de las compe­ tencias mentalistas se asocian sistemáticamente a limitaciones y trastornos de las capacidades de juego de ficción, cosa que sucede por ejemplo no sólo en los cuadros pro totípicos de Síndrome de Kanner, sino en todos aquellos problemas de desarrollo que se acompañan de rasgos propios del espectro autista (Wing, 1978; Wing y Gouid, 1979; Harris, 1993). Desde los supuestos básicos de los enfoques de la simulación, resulta tentadora la hipótesis de que esos trastornos podrían de­ berse, en último término, a un fallo en la constitución de los pro­ cesos de acceso inmediato de la conciencia en primera persona de singular, sobre los que pivotaría la posibilidad misma de esos otros procesos de simulación-imaginación que permiten «ponerse en la

piel del otro». Podríamos decir que esa facultad mentalista de po­ nerse en piel ajena consiste para los simulacionistas en «simular desde dentro el mundo en la perspectiva del otro», y en ese enun­ ciado la cualificación «desde dentro» es esencial (al menos en los modelos de Goldman, 1992, y Harris, 1992). Lo es porque ahí re­ side la diferencia sutil, pero esencial, entre los modelos de la si­ mulación y los de la «teoría de la teoría»: aquellos niegan enfática­ mente que el autoacceso a la propia experiencia mental pueda tener un carácter «teórico», inferencial y mediato. Es, por el contrario, empírico, experiencial e inmediato. O, al menos, lo es originaria­ mente. Y es esa experiencia originaria inmediata de lo mental, que el sujeto realiza en el reducto ineludiblemente privado de la pri­ mera persona de singular, la que permite dar desde ahí el salto de la simulación de las otras mentes, imaginadas como otras expe­ riencias en otras pieles, pero a las que nunca se accedería si no hu­ biera un acceso inmediato a la interioridad propia. En el extremo contrario, algunos defensores de las «teorías de la teoría», como Alison Gopnik (1993), han defendido la idea muy poco intuitiva de que el acceso a la mente en primera persona de singular es tan mediato, inferencial y «teórico» como en tercera per­ sona. La inmediatez fenoménica no es, para estos investigadores, más que una «ilusión». El acceso a la propia mente está, en reali­ dad, tan mediado por conceptos teóricos como lo están las infe­ rencias sobre las mentes de los demás. La experiencia interna pro­ pia es tan atribuida y está tan modulada por conceptos teóricos como la ajena. Para comprender rápidamente esta posición tan contraintuitiva puede servirnos un nuevo ejemplo de nuestro for­ midable psicólogo natural, Marcel Proust, y de las elucubraciones amorosas de su entrañable «snob», el señor Swann. Cuando éste por fin logró formar una relación más estable con Odette «sentía que desde que Odette podía verle con toda clase de facilidades, ya no tenía tantas cosas que decirle como antes, y tenía miedo de que los modales, un tanto insignificantes y monótonos, sin movilidad ya, que adoptaba Odette cuando estaban juntos, no acabaran por matar en él esa esperanza romántica de un día en que ella le de­ clarara su pasión, esperanza que era el motivo y la razón de exis­ tencia de su amor. Y para renovar algo el aspecto moral, harto pa­ rado de Odette, y que tenía miedo que le cansara, de pronto le escribía una carta llena de fingidas desilusiones y de cóleras disi­

muladas, y se la mandaba antes de la cena. Sabía Swann que Odette se asustaría, que iba a contestar, y esperaba que de aquella con­ tracción que sufriría el alma de Odette, por miedo a perderle, bro­ taran palabras que nunca le había dicho» (págs. 339-340). Realmente, resulta difícil encontrar una relación más mediata, tortuosa, inferencial y modulada conceptualmente que la que el se­ ñor Swann tiene con su propia experiencia interna. Es verdad que de lo que sufre el pobre Swann es sobre todo de sus imaginaciones, y que podría parecer que no hay ejemplo más ilustrativo del enfo­ que de la actividad mentalista como proceso de experiencia inmediata-simulación que la imaginación. Pero también lo es que esas imaginaciones están, por así decirlo, acuñadas en los términos de un sistema inevitablemente conceptual y que presupone aparente­ mente una especie de modelo teórico acerca de «cómo somos las personas». Swann se tiene miedo a sí mismo, es decir, tiene miedo a terminar por perder su amor por Odette, y emplea la treta de mandar a ésta cartas llenas de «fingidas desilusiones» y «cóleras di­ simuladas», porque sabe cómo son las personas. Actúa así en tanto que «se conoce» y «conoce a Odette», lo que le permite, por ejem­ plo, predecir que ésta se asustará y temerá a su vez perder su amor cuando reciba esas cartas llenas de ficciones y disimulos. Y ese co­ nocimiento es una especificación de otro más abstracto y general acerca de las personas como «dispositivos mentales»: una especifi­ cación, en suma, de una teoría de la mente, que no se limita a so­ breponerse a la experiencia para dar de ella una «interpretación de segunda mano», sino que literalmente define la naturaleza misma de las experiencias que tiene el señor Swann. Éstas son resultantes de una actividad tan teórica, abstracta, inferencial, interpretativa, como lo es la actividad que nos permite atribuir mente a otros y ponernos en su piel. Las preocupaciones de Swann nos llevan así, una vez más a nuestras propias preocupaciones: nos sirven para adentrarnos en los otros enfoques (los dominantes) en los últimos años en el estudio de las capacidades mentalistas: las «teorías de la teoría». Inmunes a la que algunos suponen engañosa, y al tiempo deslumbrante y cá­ lida, inmediatez de la experiencia interna propia, los teóricos de la teoría tienden a situarse en una perspectiva efectivamente más fría y lejana. Más cercana a la tradición de la psicología cognitiva y la ciencia cognitiva tradicionales. En una perspectiva de tercera per­

sona desde la que se destacan sobre todo dos temas importantes: 1) en primer lugar, la naturaleza, desarrollo y constitución estruc­ tural de un sistema conceptual (y teórico) que permite interpretar y predecir la conducta en términos mentales 2) en segundo lu­ gar, el carácter especial de las representaciones mentales que son necesarias para que ese sistema, «la psicología natural de creenciasdeseos», llegue a constituirse. A esas representaciones mentales —recordemos— se les ha dado el nombre muy adecuado de metarrepresentaciones. En sentido estricto, sólo pueden tener «teoría de la mente» los organismos capaces de tener metarrepresentaciones. Éstas constituyen la base cognitiva del sistema mentalista hu­ mano. En el examen de los modelos cognitivos a los que se ha de­ nominado de «teoría-teoría» o (mejor) «teorías de la teoría» se plantean entonces tres temas esenciales a los que nos referiremos ordenadamente: 1) ¿Qué quiere decir que el sistema mentalista es una teoría?, 2) ¿en qué consiste y cómo se desarrolla esa teoría en la ontogénesis?, 3) ¿qué clase de representaciones contiene? Existen dos alternativas muy diversas en la respuesta a la pri­ mera de nuestras tres preguntas: ¿qué quiere decir que el sistema mentalista humano es una «teoría»? Para una de ellas, la que de­ fienden, por ejemplo, Weliman (1990), Perner (1991) y Gopnik (1996), la teoría de la mente puede entenderse como teoría en un sentido semejante, y en un plano no trivial, a como se entienden por teorías las teorías científicas. La idea de que los niños tienen «teorías implícitas del mundo», que abarcan dominios tales como el mundo físico, la realidad biológica, la organización social, etc., es una metáfora comúnmente aceptada entre los psicólogos evolu­ tivos y de la educación actuales. Para algunos se trata de algo más que una metáfora: los niños forman sistemas de creencias sustan­ tivas acerca de diferentes dominios que les ayudan a interpretar y predecir los fenómenos de esos dominios. La teoría de la mente se­ ría uno de los sistemas más profundos, exitosos y universales: es el modelo conceptual representacional, la teoría implícita que des­ arrolla el niño para afrontar el dominio de las relaciones interper­ sonales. La otra alternativa emplea el término «teoría» en un sentido di­ ferente, inspirado en la formulación de Chomsky (1980) cuando define tanto la competencia inicial para desarrollar el lenguaje como la competencia final que posee el hablante en términos de

una «teoría del lenguaje»: un conjunto de principios, completa­ mente inconscientes, que delimitan constrictivamente en el primer caso la gama de gramáticas posibles, y que definen específicamente la gramática de un lenguaje en particular en el segundo caso. Como ha destacado Gopnik (1996), el término «teoría» en este segundo sentido suele asociarse a una versión «modular» de la capacidad mentalista o «teoría de la mente». Para Leslie (1987, 1988), por ejemplo, la teoría de la mente implica el despliegue madurativo de un módulo cognitivo definido por la capacidad de formular metarrepresentaciones. Cuando en otras partes de este artículo compa­ rábamos el desarrollo del sistema (1(1(1)...) con el de la competen­ cia sintáctica (0(0(0)...), nos inspirábamos en esa sugerente comparación entre teoría de la mente y lenguaje, abonada además por hechos que merecen tenerse en cuenta: parece ser idéntico el período crítico de adquisición de las funciones mentalistas y gra­ maticales, iguales algunas propiedades importantes de ambos siste­ mas (por ejemplo, la recursividad, de que ya hemos hablado), y los mismos algunos rasgos interesantes de su desarrollo. Por ejemplo, ambos son sistemas que requieren interacciones con personas para desarrollarse, pero que no implican procesos de aprendizaje deri­ vados de una enseñanza deliberada o de una fase declarativa y cons­ ciente inicial, previa a la «proceduralización». En una síntesis muy rápida, podemos establecer cuatro dife­ rencias importantes entre el primer tipo de «teorías de la teoría», a lo que podría llamarse de la «metáfora de la ciencia», y el segundo tipo, el basado en la «metáfora del lenguaje»: 1) Las primeras presuponen que la «teoría de la mente» im­ plica de algún modo un cierto «compromiso ontológico», o por de­ cirlo de otro modo, que podría especificarse en un conjunto de enunciados sustantivos (y supuestamente falsables) sobre lo real, pero este compromiso no parece implicado por los enfoques «neochomskianos» del mentalismo, como el de Leslie o el que defen­ demos en este artículo. Por el contrario, los componentes de la teo­ ría de la mente, en la perspectiva de la metáfora del lenguaje, son más comparables a principos de operación de un sistema de pro­ cesamiento que a sistemas de creencias sustantivas sobre el mundo. 2) La segunda diferencia consiste en que los enfoques de la «metáfora de la ciencia» tienen un estilo más constructivo por lo general, y más innatista los enfoques de la «metáfora del lenguaje».

3) La tercera diferencia es que la metáfora del lenguaje sugiere que la teoría de la mente puede funcionar de forma completamente automática, «compulsiva» e inconsciente, mientras que la metáfora de la ciencia parece sugerir que para poseer una teoría de la mente es necesaria alguna conciencia explícita, por parte de quien la tiene, de que él es un ser con representaciones y los demás lo son. 4) La última diferencia importante es que, mientras que la me­ táfora de la ciencia sugiere que existe una estrecha solidaridad cog­ nitiva entre la teoría de la mente y las otras representaciones y ex­ plicaciones que los niños construyen sobre el mundo, la metáfora del lenguaje sugiere un carácter autónomo y relativa o completa­ mente independiente («modular») de la teoría de la mente. Si tuviéramos que decirlo en dos palabras, diríamos que, para la metáfora de la ciencia, la teoría de la mente es esencialmente un sistema de creencias. Para la metáfora del lenguaje, es sobre todo un sistema de procesamiento. Wellman (1990) ha hecho una de las defensas más persuasivas de la metáfora de la ciencia. Desde luego la «teoría de la mente» no es, ni para él ni para nadie, una teoría científica, y eso debe que­ dar claro. Pero posee propiedades que hacen que se pueda hablar propiamente de «teoría» en el ámbito de la actividad mentalista na­ tural en un sentido que recuerda a aquel en que hablamos de «teo­ rías» cuando nos referimos a los modelos científicos del mundo. El concepto de teoría es en sí mismo muy controvertido, pero hay al menos tres rasgos esenciales que definen a un cuerpo de conoci­ miento como una teoría: 1) las teorías contienen conjuntos de con­ ceptos y proposiciones interrelacionados, que definen totalidades sistemáticas, 2) implican distinciones o compromisos ontológicos específicos, y 3) definen marcos causales-explicativos que permiten predecir y explicar fenómenos de sus ámbitos de dominio. Esas tres propiedades se dan en el ámbito del conocimiento acerca de lo mental con el que las personas regulamos nuestras re­ laciones. La psicología de creencias-deseos constituye un sistema de conceptos interrelacionados (tales como los que se reflejan en los verbos mentales «desear», «querer», «suponer», «creer», «recordar», «pensar», «pretender», «sospechar», etc.) que se derivan de «una dis­ tinción ontológica básica y fundamental: la existente entre entida­ des y procesos mentales internos por un lado y objetos y aconteci­ mientos físicos por otro. En nuestra concepción cotidiana, las

entidades y procesos mentales, como las ideas y los sueños, son ti­ pos de cosas categóricamente diferentes de los objetos y aconteci­ mientos físicos externos, como las piedras y las tormentas; y de ac­ ciones manifiestas observables tales como correr. La presencia de esta división ontológica en el pensamiento adulto se hace evidente en muchas distinciones naturales del lenguaje: idea-cosa, psicológico-físico, fantasía-realidad, mente-cuerpo, mental-real» (Wellman, 1990, pág. 26). El conjunto de conceptos y enunciados que se derivan de la distinción ontológica esencial entidades mentalesfísicas define finalmente un marco causal-explicativo y que sirve para predecir en el dominio de los fenómenos consistentes en ac­ ciones e interacciones de las personas (y frecuentemente de otros seres). De este modo, la «teoría de la mente» o por lo menos la que tienen los adultos humanos es teórica en tanto que comparte al­ gunas propiedades esenciales (carácter sistemático, compromiso ontológico, naturaleza causal-explicativa) con las teorías prototípicas, es decir, con las explicaciones científicas del mundo. La descripción que realiza Weliman (1990) del desarrollo de la teoría de la mente en el niño es consecuente con la metáfora de la ciencia y con los supuestos de sistematicidad, compromiso ontoló­ gico y naturaleza causal-explicativa a que acabamos de referirnos. Si la teoría de la mente es una teoría, entonces su desarrollo debe consistir esencialmente en un proceso de cambio conceptual y la comprensión de ese desarrollo puede verse iluminada por el cono­ cimiento de los fenómenos de esa clase que se dan en la historia de la ciencia. Weliman acepta la idea de que, a lo largo de la historia de la ciencia, los procesos de cambio teórico raramente (o nunca) implican la sustitución de unas teorías por otras radicalmente in­ conmensurables (una tesis que defienden Kuhn, 1983, y Kitcher, 1988, entre otros, frente a posiciones como la de Feyerabend, 1962). Del mismo modo, a lo largo del desarrollo del niño se pro­ ducen procesos por los cuales se producen sistemas conceptuales cada vez más poderosos para interpretar intencionalmente la con­ ducta, y esos sistemas conceptuales pueden ser sustancialmente di­ ferentes unos de otros, pero no radicalmente inconmensurables. Por ejemplo, los niños nunca son conductistas radicales en su in­ terpretación de la conducta y la acción humana, ni tampoco «rea­ listas» —como pretendía Piaget (1929)—, o al menos no realistas radicales, en el sentido de que otorguen «realidad física» a los pro­

cesos y estados mentales. Wellman (1990; Estes, Wellman y Woolley 1990; Wellman y Estes, 1986) demuestra que los niños de tres años son ya capaces de servirse de criterios como la visibilidad o tangibilidad para diferenciar fenómenos mentales de físicos, se dan cuenta de que las entidades mentales «no son reales» y sólo pueden transformarse por procesos mentales, no las confunden con enti­ dades físicas intangibles o invisibles (el humo, el sonido), com­ prenden que son privadas, etc. Es decir, poseen una «visión dua­ lista», una base del compromiso ontológico fundamental de distinción entre lo físico y lo mental. El desarrollo de la teoría de la mente se nos presenta, desde la visión de Wellman, como un proceso de diferenciación conceptual progresiva en un sistema teórico cada vez más refinado y poderoso, cuyos supuestos son en todo momento mentalistas. Así, los niños de dos años ya poseen un sistema preteórico que es una especie de «psicología del deseo simple». «Hay un período temprano —alre­ dedor de los dos años— en que los niños aún carecen de una con­ cepción de las creencias o representaciones, pero de todas formas conciben a las personas en términos mentalistas y subjetivos» (Wellman y Bartsch, 1994). Prácticamente desde sus primeras combinaciones lingüísticas, los niños hablan de deseos, aunque no de representaciones. A los tres años, la teoría de la mente del niño ya incluye, en la descripción de Wellman, un componente repre­ sentacional. Es decir, los niños de tres años son capaces de «repre­ sentarse que ellos mismos y los otros poseen representaciones». Re­ suelven con gran solvencia tareas que exigen diferenciar creencias de deseos, y tener en cuenta las creencias «verdaderas» para prede­ cir la conducta (Wellman y Bartsch, 1988; Wellman, 1990), aun­ que aún no las que exigen tener en cuenta creencias falsas. Well­ man (1990) propone que tienen una concepción «figurativa», una especie de «teoría de la representación como copia» y no aún como interpretación dependiente de una perspectiva. El desarrollo posterior, que permite por ejemplo la resolución de la tarea clásica de falsa creencia, implica la construcción de una teoría cada vez más compleja y que implica la noción de que «las representaciones mentales son construcciones interpretativas de la realidad» (1990, pág. 260). Este proceso tiene un momento crítico en la fase del desarrollo que se extiende aproximadamente entre los tres y los seis años.

De este modo, si bien la teoría de la mente sufre cambios sus­ tanciales a lo largo de la ontogénesis, presenta también elementos invariantes que se derivan de supuestos ontológicos esenciales tales como el de dependencia intencional de la conducta y distinción entre el ámbito de lo físico y el de lo mental. Quizá el mejor resu­ men de la idea de Wellman sea decir que el desarrollo de la teoría de la mente consiste en el refinamiento progresivo, a través de un proceso de cambio y diferenciación conceptual, de una psicología de cuño intencional e inherentemente (aunque no sustancial­ mente) dualista. Cuando Wellman se refiere al dualismo como «compromiso ontológico» no presupone obviamente que el niño parta de una hipótesis de «teoría de las dos sustancias» como si fuera un pequeño Descartes. Sin embargo, en algún momento se pregunta hasta qué punto no es su propia descripción de la teoría de la mente y de la naturaleza de ésta universalmente aplicable o resultante de los presupuestos ontológicos de una determinada cul­ tura, no necesariamente compartidos por otros culturas (Rosaldo, 1982). Sin embargo, no existen —que sepamos— culturas que de un modo u otro no incluyan en sus términos nociones tales como la de que la conducta puede ser prepositiva, la de que pueden exis­ tir deseos y creencias, y éstas pueden ser falsas, etc. Parece difícil ad­ mitir que principios como el de dependencia perceptiva de las re­ presentaciones mentales, o el de que pueden existir representaciones falsas, puedan ser específicas de determinadas culturas y no de otras. La observación que acabamos de hacer desvela una dificultad importante en la que pueden encallar las «teorías de la teoría» ba­ sadas en la metáfora de la ciencia. Desde el momento en que pre­ suponen que la teoría de la mente es esencialmente un sistema de creencias que implica, por ejemplo, determinados «compromisos ontológicos» (como el compromiso dualista), desde el momento en que acentúan el carácter «conceptual» de la teoría de la mente, se ven fácilmente abocados estos modelos a una discutible versión del niño como un ser más semejante a un científico (sesudo aunque quizá incompleto) que a un artesano pragmático de las interaccio­ nes en que participa. Y esa visión un tanto «hiperracionalizada» del niño se encuentra entonces con el peligro de tener que admitir, por coherencia, que la teoría de la mente debería ser más permeable culturalmente de lo que parece serlo de hecho. En mi opinión, el poeta griego Teognis de Megara, alrededor de seiscientos o sete­

cientos años antes de Cristo, tenía en un sentido profundo la misma teoría de la mente que tiene el autor de estas páginas —aun­ que no necesariamente los mismos criterios morales— cuando de­ cía cosas como ésta: «Adula bien a tu enemigo. Y cuando esté a tu alcance, dale su castigo, sin darte para eso pretexto ninguno», o ésta: «Toma el carácter del pulpo que, muy flexible, se muestra igual a la piedra a que se ha pegado. Ahora asimílate a ésta, y luego varía el color. La astucia es mejor, en verdad, que ser intransigente.» La distinción entre la teoría de la mente, como un sistema de procesamiento que define una competencia básica y universal hu­ mana para «mentalizar», y «psicología popular», o conjunto de in­ terpretaciones culturalmente variables acerca de lo mental, parece absolutamente necesaria para resolver algunas anomalías extrañas en los debates filosóficos acerca del papel y la posibilidad de susti­ tución de los conceptos mentales. ¿Cómo pueden afirmar algunos filósofos (por ejemplo, Fodor, 1985) que la desaparición de la «psi­ cología folk» sería un desastre, y otros (por ejemplo, Churchland, 1981, 1988) que esa misma psicología contiene un conjunto de ideas falsas y que debería ser abandonada y sustituida lo antes po­ sible? Probablemente porque no están hablando de la misma psi­ cología, sino de dos cosas diferentes: de una capacidad natural de hacer interpretaciones intencionales, atribuciones e inferencias de la conducta en términos de una psicología universal de creen­ cias-deseos, por una parte. Y de los muy variados y diversos con­ juntos de interpretaciones acerca de los estados mentales, comple­ tamente modulados por y derivados de la cultura, por otra. Parece que los niños de diferentes culturas resuelven exactamente a las mis­ mas edades las tareas clásicas de teoría de la mente de primer y se­ gundo orden (Quintanilla, Riviére y Sarriá, en prensa) y eso se deriva de una capacidad básica humana, y no de un sistema de conceptos particular de ésta o la otra cultura. Pero los niños de algunas culturas son, por ejemplo, más animistas que los de otras, o creen que los sue­ ños son predictivos o que la envidia produce enfermedades, mientras que los niños de otras culturas no creen esas cosas, y esto si es «psi­ cología folk»..., interpretación cultural de lo mental. La asimilación metafórica de la teoría de la mente a las teorías científicas tiende a ignorar que las teorías científicas son artefactos culturales, mientras que la teoría de la mente forma parte del con­ junto de competencias básicas que permitieron en la filogénesis la

especiación humana, y en la ontogénesis la «humanización» de cada niño. De nuevo en este aspecto surge un paralelismo muy revela­ dor entre la teoría de la mente y el lenguaje: ambas son compe­ tencias que se definen en el gozne mismo en que la biología se con­ vierte en cultura. Ambas capacidades tienen una peculiar y misteriosa naturaleza híbrida biológico-cultural. Las dos implican un «despliegue» de posibilidades biológicas que sólo se desvelan cuando las crías de nuestra especie se crían entre adultos de la es­ pecie, o lo que es lo mismo entre ciertos primates muy peculiares, que son al tiempo parlanchines y mentalistas. De forma semejante a como todos los lenguajes adultos, como el griego clásico y el cas­ tellano actual, contienen elementos léxicos que pertenecen a cate­ gorías gramaticales tales como las de «sustantivo» o «verbo». Todos los sistemas conceptuales mentalistas, el de Teognis de Megara y el mío, contienen elementos conceptuales que pertenecen a las clases metarrepresentacionales de las creencias y los deseos. Y de forma semejante a como no es posible decir que el lenguaje que tienen los niños de tres años que aprenden chino mandarín es más com­ plejo que el de los niños de tres años que aprenden italiano, tam­ poco sería correcto decir que la teoría de la mente de aquéllos es más compleja —o más simple— que la de éstos. Si Proust era un mentalista más hábil que el padre de la céle­ bre familia televisiva Simpson (cuya finura psicológica ha quedado inmortalizada en una frase contundente: «¡Eh... que yo también tengo sentimientos: ...A veces me duele el estómago!»), ello no era por el hecho de ser de distinta cultura. Su capacidad de teoría de la mente era mayor, más compleja y refinada, como lo era su com­ petencia lingüística, con absoluta independencia del origen cultu­ ral. Ello no quiere decir que esa capacidad no se viera modulada ineludiblemente por una determinada cultura en particular, con unas ciertas ideas morales sobre la conducta, un modo particular de definir las premisas valiosas para la construcción de la autoidentidad, una forma determinada de ver las relaciones humanas, etc. Las elucubraciones y sentimientos de nuestro querido Swann, por ejemplo, reflejan constantemente hasta qué punto el sistema conceptual básico y universal, al que hemos llamado «teoría de la mente», se ve condicionado en sus interpretaciones e inferencias de la conducta por valores culturales. Por ejemplo, los sentimientos de Swann que se manifiestan en este párrafo se derivan de forma

muy directa de valores culturales tales como la percepción de la re­ lación hombre-mujer en los ambientes «chic» del París alegre de la segunda década de nuestro siglo: Aunque Swann nunca tuvo envidia seriamente de las pruebas de amistad que daba O dette a uno o a otro de los fieles, sintió una gran dulzura al oírla confesar así, delante de todos y con tan tran­ quilo impudor, sus citas diarias de por la noche, la posición privi­ legiada de que gozaba en casa de O dette y la preferencia que esto implicaba hacia él. Verdad es que Swann había pensado muchas ve­ ces que O dette no era, en m odo alguno, una m ujer que llamara la atención, y la supremacía suya sobre un ser tan inferior no era cosa para sentirse halagado cuando se la pregonaba a la faz de los fieles; pero desde que se fijó en que O dette era para muchos hom bres una m ujer encantadora, y codiciable, el atractivo que para ellos ofrecía su cuerpo, despertó en Swann un deseo de dom inarla enteram ente, hasta en las más recónditas partes de su corazón (pág. 4 0 4 ).

Tanto Proust como Swann, Ali Mohammed como el señor Simpson, Teognis de Megara como un noble español del xvn, 1) tienen y reconocen cualitativamente sentimientos tales como los celos y la envidia, 2) cualifican negativamente esa clase de senti­ mientos, 3) integran las nociones que los representan en sistemas integrados de nociones que sirven para explicar y predecir la con­ ducta. Lo que ya varía es, por ejemplo, el hecho de que la envidia se considere como productora de enfermedades físicas (tal como piensan, por ejemplo, los zapotecas mejicanos, véase Quintanilla, Riviére y Sarriá, en prensa) o no, el que la envidia sea o no con­ tingente a que potenciales rivales amorosos reciban palabras ama­ bles de la mujer amada, el que se considere positivo o negativo (¿qué dirían Ali Mohammed o el noble español del x v ii ?) que la amada cuente «con tranquilo impudor» sus citas amorosas de por la noche, etc. De este modo, el sistema conceptual básico que sirve para interpretar las acciones humanas es metainterpretado por la propia cultura y modulado en su funcionamiento por valores cul­ turales. Pero, de forma semejante a como las diferencias léxicas en­ tre los diferentes lenguajes en los términos de color no condicio­ nan decisivamente los procesos de categorización y discriminación del color, sino que reflejan a pesar de su diversidad ciertos aspec­ tos universales de la cognición humana (Berlin y Kay, 1969; Hei-

der, 1972; Heider y Oliver, 1972), así también es posible aceptar la existencia de un sistema universal y abstracto de categorías mentalistas que subyacen a las muy diversas formulaciones sobre lo men­ tal moduladas explícitamente por los diferentes lenguajes y culturas. Una «teoría de la teoría», afín a la metáfora de la ciencia pero que podría dar solución al problema de la universalidad, es la pro­ puesta por uno de los inventores de la tarea de falsa creencia, Joseph Perner (1991, 1993). Hemos insistido, a lo largo de este artículo, en la idea de que las actividades que implican atribución de mente exigen necesariamente atribuir representaciones, puesto que la mente es un dispositivo representacional o intencional. De este modo, la actitud intencional presupone una habilidad «metarrepresentacional»: la capacidad de tener representaciones sobre representa­ ciones. Para decirlo de un modo más preciso, la actitud intencio­ nal exige la competencia de representar relaciones representacionales en tanto que tales. Ésa es la competencia a la que Perner (1991, 1993) denomina «metarrepresentación», y que constituye el núcleo central de su explicación del desarrollo de la teoría de la mente. Para explicar el galimatías de las «representaciones sobre repre­ sentaciones» y las «representaciones sobre relaciones representacio­ nales», permita el lector que le presentemos dos enunciados. Son los siguientes: 1) «El retrato del príncipe Baltasar Carlos, a caballo, realizado por Velázquez, representa a un niño serio y rubio de al­ rededor de seis años, con altas botas de montar, ricos ropajes, banda rosa cruzando el pecho y sombrero ladeado. Tiene en la mano de­ recha una bengala y con la izquierda controla firmemente las rien­ das de un grueso caballo que galopa. Al fondo, se alza la sierra de Madrid, bajo el cielo intensamente azul»; 2) «Pedro cree que el príncipe Baltasar Carlos era hijo de Felipe IV e Isabel de Francia.» El primero de esos enunciados es una (torpe) representación ver­ bal de una representación, a saber: la representación del príncipe Baltasar Carlos en el célebre retrato ecuestre de Velázquez. En sen­ tido estricto, ese enunciado no es metarrepresentacional. En cambio, sí lo es el segundo: «Pedro ¿7r