Orígenes de la prosa

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R. de la Fuente (ed.)

Historia de la Literatura Española 4

Orígenes de La Prosa

M&.J. Lacarra F. López Estrada

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EDICIONES JUCAR

Diseño de cubierta: UM CHI PHUI Ilustración de portada: Libro del Ajedrez, de los Dados y de las Tablas: «A l­ fonso X con corona y manto real, dictando el Libro de los Dados» (detalle) Biblioteca, Monasterio de El Escorial Primera edición: Febrero 1993

© M.a J. Lacarra y F. López Estrada © Ediciones Júcar, 1993 Fernández de los Ríos, 18. 28015 Madrid. Alto Atocha, 7. 33201 Gijón ISBN: 84-334-8405-2 Depósito legal: B. 4.356 -1993 Compuesto en AZ Fotocomposición, S. Coop. Ltda. Oviedo Impreso en Romanyá/Valls, Verdaguer, 1. Capellades (Barcelona) Printed in Spain

HISTORIA DE LA LITERATURA ESPAÑOLA JÚCAR PRESENTACIÓN

Hace algunos años asistimos al prematuro entierro de la historia literaria por la creciente boga, entonces, de los diversos tipos de neoformalismos. Estos todavía no han terminado, ni la ansiedad de los que practican la «deconstrucción», inmersos en el desmoche de las estructuras de las obras literarias, y contrarios per se a cualquier tipo de historicismo. La primacía por el estudio de la obra —que comparto—, llevó a oscurecer todo lo relativo al con­ texto, que era visto, con frecuencia, como un empañador de la lente crítica del estudioso. Si bien todo esto fue muy enriquecedor para el pulimento de las armas críticas de los estudiosos de la literatura, por contra trajo cierta desidia y despego para el aspecto puramente histórico de la literatura. Los formalismos nos enseñaron la importancia de estudiar la obra con todos los instrumentos que estuviesen a nuestro alcance, en especial los lingüísticos, pues no en balde la obra literaria es una obra del lenguaje; por otro lado, la crítica positivista no era un simple almacenar datos, sino que también era una crítica de raigambre filológica. El hecho era fundamental, pues se había lle­ gado a abusos como el hacer historias de autor, con banalizaciones explicativas de las obras emitidas por un autor a través de la biografía del mismo, sin más. De la misma manera, cualquier obra se podía explicar por el momento histórico en que se había producido. De aquí el descrédito de la historia literaria y el deseo de muchos de centrarse exclusivamente en la obra sin tener que hacer referen­ cia para nada a todo lo que fuese externo a ella, incluido el que la había escrito. Hay que tener en cuenta que la historia de la literatura se ha

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ido formando poco a poco, a través de diferentes métodos y de un corpus que ha ido creciendo, no sólo por extenso, sino también intensivamente —imaginemos lo que un hombre del XVIII, como Tomás Antonio Sánchez, conocía de la literatura medieval—. Has­ ta el siglo XVIII la historia literaria es una práctica histórica que se limita a ofrecer la vida de los escritores o a realizar repertorios bibliográficos —así las obras de Alfonso García Matamoros, Ro­ drigo Caro, Nicolás Antonio o Tamayo Vargas—. Este modelo historiográfico no es otra cosa que una fichero en el que la selec­ ción no existe ni tampoco un juicio sobre la calidad de la obra. Durante el siglo de las luces, si bien se impone una crítica, ésta es canónica y estricta, subordinando la obra al encaje o no de la misma dentro de una concepción de lo que es la obra de arte. A pesar de esto, el enciclopedismo del dieciocho permite la crea­ ción de las primeras historias literarias, que nacen como una pri­ mera clasificación de los materiales que se habían ido acumulando; apareciendo obras como las de Luis Josef Velázquez, Sarmiento, Rafael y Pedro Mohedano, Juan Andrés, Lampillas, catálogos como los de Sempere y Guarinos, Latassa, Fray José Rodríguez, Gallar­ do, y antologías como las de Sedaño, Mendíbil y Silvela, García de la Huerta, Capmany, Tomás Antonio Sánchez, ... La historia de la literatura en sentido estricto parte de la historiografía román­ tica, anticipadora del método positivo, con Herder a la cabeza —literatura nacional, historicismo, biografismo, espíritu de la época—. La manía entomológica del positivismo y su historicismo determinista llevará al historiador a conectar la literatura con el medio —se establece una ley de causalidad entre literatura y la sociedad en la que se desarrolla—, a estudiar la técnica y las for­ mas. A partir de la segunda mitad del siglo XIX las historias de la literatura española se multiplican, básicamente a causa de la renovación de los planes de estudio que la exigen como materia obligatoria (Bello, Cano, Deniz, Fernández Espino, Fillol, Fitzmaurice-Kelly, García Aldeguer y Giner de los Ríos, Gil de Zárate, Milá y Fontanals, Menéndez y Pelayo, Mudarra, Manuel de la Revilla y Alcántara García, José Amador de los Ríos, Rodrí­ guez Miguel, Sánchez de Castro, Federico Schwarz, ...), hasta nues­ tra época en que, si bien los manuales y colecciones de esta mate­ ria han seguido pululando, la crítica contra este tipo de trabajos hizo pensar que peligraba su existencia. Crítica a la que no faltaba razón por envejecimiento metodológico que se deja sentir en algu­ na de estas obras y por el concepto diverso de la obra literaria en nuestro siglo, entre otras razones, también, por la manía del positivismo por imponer una distancia entre el historiador y la

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obra enjuiciada, por prurito cientifista, que llevaba a la no emisión de juicios de valor sobre la materia en cuestión. El problema básico consiste en determinar el objeto de la histo­ ria de la literatura, que en nuestro caso se manifiesta como dual. A saber: en primer lugar, toda obra literaria es una obra histórica y como tal determinada por el momento en que se crea, amén de otras mediatizaciones, como son las derivadas de la biografía del escritor, clase social, ideología, modelos genéricos, escuelas, generaciones, grupos...; por otro lado, la obra literaria es un mo­ delo comunicativo y un artefacto, una obra de arte del lenguaje. Lo cierto es que una historia de la literatura actualizada no puede seguir líneas ya trasnochadas. De ahí que la Historia de la literatu­ ra española Júcar trate de dar, a través de sus 50 volúmenes, una cabal cuenta de lo que ha sido el discurrir en el tiempo de nuestra literatura. Por supuesto que esta obra no estará libre de errores, o que faltarán autores, o que el tamaño en el tratamiento de un tema puede ser insuficiente o excesivo. Pero lo fundamental no es esto, sino tratar de dar cuenta de los diversos aspectos relati­ vos a la obra literaria a través de una perspectiva eminentemente filológica, destacando el aspecto institucionalizador de la literatu­ ra, sus géneros y, consecuentemente, su diverso modelo y forma de funcionar. Esta historia de la literatura no pretende ser autorcéntrica, no va a ser un simple banco de datos, ni se van a estudiar con intensi­ dad autores y obras de ínfima calidad, siempre habrá que trazar una jerarquía. De esta manera, la biografía es considerada en fun­ ción de su interés explicativo de la obra, de manera que ésta tome la primacía, lo que se ha intentado cumpliendo un requisito básico de la práctica pedagógica, presentando textos comentados. No se ha deseado incorporar un comentario de textos escolar, clásico, sino a través de los textos seleccionados clarificar aspectos tratados en la parte explicativo-discursiva. Obviamente, no todos los libros ofrecerán estos fragmentos, pues el autor, por ejemplo, en los volúmenes introductorios ha podido pensar que son innecesarios, ya que pueden repetirse en los que traten más particularmente este tema, o por la línea básicamente institucional que se puede presentar otras veces. En otras ocasiones, estas obras seleccionadas remitirán directamente al punto o capítulo al que se refieren, pu­ diéndose separar el comentario del texto, siendo éste simplemente un ejemplo de lo antes mostrado. De la misma manera, la perspectiva crítica de esta historia se ha querido mantener a través de la inclusión de una bibliografía selecta y comentada, útil fundamental para posteriores exploraciones.

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Dentro de la búsqueda de una óptica pluridisciplinar está el intento de que esta historia de la literatura sea realmente moderna, de forma que los autores puedan incorporar puntos de vista como la historia literaria del lector, la historia de la recepción, u otras perspectivas críticas que incidan en la globalidad de la apuesta hermenéutica. Esta obra quiere ser un instrumento que reconduzca nuestra historia literaria hacia las fuentes filológicas, para que na­ die pueda decir que no existe una historia de la literatura sino una historia de los literatos. Una obra literaria, una obra de arte, es un universo de significa­ ciones, es una «obra abierta»; las lecturas que pueden realizarse son múltiples, dependiendo mucho de la perspectiva —método— que se utilice al acercarse a ella. La lectura total es una lectura hipotética, pues se correspondería a la suma de lecturas posibles o parciales. De aquí la necesidad de que reivindiquemos, también, un método plural, que nos pueda aproximar a esta lectura ideal, o que nos permita acceder al estudio del corpus de un autor de la forma más rentable. R.F.B.

INTRODUCCIÓN

La búsqueda de los orígenes de la prosa puede convertirse en una labor apasionante, aunque en muchas ocasiones desazonadora, porque el investigador tiene que realizar trabajos de arqueólogo, desenterrando restos con los que difícilmente puede reconstruir un sistema. Los escollos con los que se enfrenta el estudioso son múl­ tiples y no siempre fáciles de sortear. La tarea exige primero recor­ dar las peculiaridades lingüísticas de la Península durante los siglos XII y XIII, y discernir con claridad entre lengua coloquial y lengua escrita. El latín será, y no sólo durante este periodo, la lengua utilizada para la prosa literaria, de la cual disfruta un público culto cada vez más amplio. Paralelamente el hebreo, y especial­ mente el árabe, comparten con el latín, por necesidades históricas, la categoría de lenguas literarias, vehículos expresivos para las ma­ nifestaciones más complejas, tanto en el terreno religioso, como en el histórico o científico. Junto a estas lenguas de erudición en la Península se hablaban el vasco y cinco dialectos de origen latino (gallego-portugués, leonés, castellano, navarro-aragonés y ca­ talán). De estos cinco, el romance castellano en la norma toledana será el elegido por la corte alfonsí, lo que implicará su ingreso en la categoría de lengua literaria. Aunque el paso del romance, lengua coloquial, al rango de lengua literaria es un proceso para el que no puede señalarse una fecha, los primeros desarrollos se documentan en el reinado de Fernando III (1217-1252) y, sobre todo, en el de Alfonso X (1252-1284). Las siguientes distinciones resultan bastante más complejas. La fijación por escrito de un mensaje en romance castellano no conlle­ va automáticamente el nacimiento de nuestra literatura, por muy interesante que esto sea para la historia de la lengua y de la cultu­ ra. Las fronteras entre obra escrita y obra literaria resultan borro­ sas en estos primeros momentos, y especialmente cuando nos ocu­ pamos de la prosa. Dejando al margen las polémicas jarchas, pare­

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ce innegable la intención estética de los poetas del «mester de clerecía» o la maestría del anónimo autor del Cantar de Mió Cid. Es más difícil, sin embargo, acumular ejemplos paralelos y coetá­ neos cuando tratamos de los orígenes de la prosa. Los primeros documentos redactados íntegramente en romance son contratos o diplomas, de carácter particular, que reflejan las dificultades de comprensión que planteaba el latín escrito. A estos les preceden otros en los que, ya desde el siglo X, voces en romance se van intercalando en la redacción latina. El innegable interés lingüístico de estos testimonios no supone que los consideremos fundamento de la prosa literaria. Razones políticas pueden explicar, desde finales del XII, la nece­ sidad de fijar por escrito unas normas jurídicas en una lengua comprensible para la mayoría. Esto, especialmente en las poblacio­ nes reconquistadas, supondrá el uso de una lengua vulgar. Del mismo modo, para que todos los cristianos tengan acceso a la Biblia no puede seguir circulando sólo en latín o en hebreo. Estos datos nos indican la existencia de un sector de la población, capaz de leer, pero con escasos conocimientos del latín, algo que no ocurría en los siglos pasados donde aprender a leer implicaba saber latín. Los autores de los fueros o de los primeros anales trataban simplemente de «informar», en su lengua más habitual. En el laco­ nismo de muchos de estos tempranos ejemplos no es fácil descubrir preocupaciones artísticas. Ciertamente tampoco los autores de es­ tos primeros testimonios prosísticos perseguían en ningún momen­ to una finalidad estética. Frases como ésta del Fuero de Guadalajara: «Pescador o conejero que vendiere pescado o conexos en sus casas, pechen sendos maravedís» (Ed. Hayward Keniston, Elliott Monographs, Princeton University Press, 1924, p. 4) son caracte­ rísticas de la fase primitiva de los fueros, y tienen poco de estricta­ mente literarias. Sin embargo, con el paso del tiempo, algunos textos jurídicos, sin abandonar la finalidad práctica del rigor expositivo, acogen entre sus páginas ciertos recursos narrativos. En el Fuero General de Navarra, como en el Fuero de la Novenera o en el Fuero de Jaca, se incluyen algunos exempla, para ilustrar la práctica de una normativa social sancionada en la moraleja. Así en el pri­ mero de los textos citados nos encontramos con esta «fazaña»: «Un ombre iva por una carrera e trobó muitas serpientes, padres et madres i ermanos et otros parientes, et mató-las todas fueras la menor, et crió-la; quoando fo grant criada adormió-sse est orne, et esta serpient entró-sse entre sus vestidos et enbolvió-sse en so garganta d’est orne, et quíso-lo matar. Et est orne disso a esta

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serpient: «No me mates que crié-te, e grant bien t’é feito». Res­ pondió la serpient: «Si me críest, sí me matest mi padre et mi madre et ermanas et parientes, et yo dévo-te matar». Sobre estas razones vinieron ante Palcalde, et como l’ombre avía escondida la serpient dixo su razón cómo avié criado un orne e grant bien feito, et querié-lo matar. Et dixo 1’alcalde que non daría a eyll solo a una razón iuizio, et escubrió la serpient, et disso eilla su razón como est orne avía muerto so padre et so madre et sos ermanas et otros parientes, et disso 1’alcalde que non daría iuizio el orne estando preso, et desoltó-s la serpient; el alcalde et est orne matáron-la a esta serpient. Et esta fazania es de la iusticias et de sos vezinos et de los alcaldes» ( Ed. Juan Utrilla Utrilla, Pamplona, Gobierno de Navarra, 1987, vol. í, p. 395, fazaña 512). El testimonio resulta de innegable valor para estudiar la historia de esta difundidísima fábula de origen esópico, cuya presencia en nuestra Península se atestigua desde la Disciplina Clericalis, obra escrita en latín por Pedro Alfonso en el siglo XII, hasta la tradi­ ción oral, todavía viva en Castilla. Ejemplos como el anteriormente comentado obligan a replantear los límites de la prosa literaria, pues en obras no específicamente literarias, como puede ser también el caso de los primeros testimo­ nios históricos, se recogen informaciones muy valiosas, incluso para el estudio de otros géneros. Francisco Rico descubrió el nacimiento de un cantar en la Castilla del XII al estudiar la Crónica de Avila, al igual que en la Crónica de España de Lucas de Tuy resuenan los cánticos tras la derrota de Almanzor: «En Calatañagor perdió Almangor el atambor». Del mismo modo conviene subrayar el importante papel desem­ peñado por las traducciones. El término siempre aparece asociado a las versiones latinas y romances de obras orientales, tarea inicia­ da en Toledo por el arzobispo don Raimundo y continuada des­ pués con el patrocinio del rey Sabio, pero habría que introducir matizaciones. En primer lugar, en otros centros, en especial a lo largo del Valle del Ebro, se lleva adelante una labor similar; en segundo lugar, no sólo se traduce del árabe o del hebreo. Un elevado porcentaje de las obras que .estudiemos serán versiones procedentes de otras lenguas. Basta con recordar la importancia de los modelos latinos para el nacimiento de la historiografía caste­ llana o, ya a finales del siglo, los influjos de la cultura francesa, visibles en el romanceamiento del Libro del Tesoro o de la Gran Conquista de Ultramar. La abundancia de traducciones, muchas de ellas fieles a sus fuentes en lo que hoy podemos comprobar, no implica ninguna merma del indudable esfuerzo realizado. Del

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ejercicio lingüístico que supone la adecuación de unas estructuras sintácticas o léxicas, surgirá una lengua más flexible y más rica. Sólo tras ese largo camino de traducción queda preparado el terre­ no para la labor creadora que tendrá en prosistas de la talla de don Juan Manuel su máximo representante. Ello hace que estas obras traducidas deban formar parte con derecho propio de una historia del nacimiento de la prosa. Razones políticas, religiosas o prácticas ayudan a comprender la aparición de los primeros testimonios de prosa romance, pero las colecciones sapienciales o las naraciones orientales no satisfacen exclusivamente una necesidad primaria. Esa literatura responde al mismo modo de vivir y de entender el saber del hombre medieval que nos explica algunas de las creaciones de la clerecía. Las causas sociológicas que sustentan este fenómeno nos llevarían a recordar la importancia creciente de la cultura en los albores del siglo XIII, cuando por fin parecen darse en España las condiciones adecuadas para el renacimiento cultural que se había fraguado en otras partes de Europa desde el XII. El gusto por aprender el saber, y el orgullo por difundirlo que se percibe en los autores del llamado «mester de clerecía», no está muy lejos del tono que transmiten las colecciones sapienciales. En el XIII se va ampliando el público lector en lengua vulgar, lo que posibilita un incremento progresivo de los textos literarios vernáculos. Se crean las universidades, con un modelo educativo más libre y abierto que el representado por las escuelas catedralicias y por las monásticas. La enseñanza y la cultura salen de los monasterios y encuentran nuevos centros de irradiación. El saber laico se difunde desde las nuevas universi­ dades, como la de Palencia, y encuentra un medio social adecuado en las cortes de los reyes y de los grandes señores. Surge un públi­ co nuevo al que hay que escribirle en lengua vernácula y la litera­ tura que emerge es motivada por las necesidades de una formación profana. Por su contenido y por su peculiar disposición estas obras orientales responden adecuadamente a las necesidades y a los gus­ tos de ese nuevo público. A ello habrá que sumar la confluencia entre la literatura sapiencial y la nueva conciencia monárquica que renueva, a partir del XIII, la discusión de los deberes éticos del rey. Ni el afán por el saber ni el interés por justificar la ética monárquica son preocupaciones exclusivas del ámbito peninsular. Pero cabe pensar que, ciertas peculiaridades históricas, propician su mayor intensidad en el ámbito hispano. De estas traducciones arranca la literatura sapiencial. Sin embargo, no pueden extrapolarse estos datos como impre­ sión generalizable para todo el siglo. La Iglesia castellana, a lo

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largo del siglo XIII, manifiesta muchas veces su incultura y su escaso afán reformista, y los decretos del Concilio de Letrán no parecen haber afectado a muchos miembros del clero. La Universi­ dad de Palencia desaparece a mediados del siglo, después de déca­ das de penuria, las proyectadas de Sevilla y Murcia fracasan, y sólo la de Salamanca sigue arrastrando una vida lánguida al falle­ cimiento de Alfonso X. La presencia de un nuevo público, amante de la lectura en lengua vulgar, parece una realidad, pero no es cuantificable. Ignoramos en gran medida a quiénes irían dirigidas estas obras en prosa romance, especialmente aquellas desvinculadas de la corte alfonsí. Una realidad, sin embargo, se impone. Si estas obras han llegado hasta nosotros, descontando los códices regios, ha sido gracias a las copias manuscritas realizadas en el siglo XV. Otras muchas sólo forman ya parte del «Catálogo de textos medie­ vales perdidos». Otras dificultades, como los problemas planteados con la datación de las obras o con su atribución, no son específicas del géne­ ro, aunque revisten en él ciertas peculiaridades. La gran labor desempeñada en torno a la corte de Alfonso X ha supuesto un auténtico imán, atrayendo hacia su reinado obras de difícil datación, como ocurre con toda la literatura sapiencial. El brillo de la etapa alfonsí ha servido para iluminar débilmente el periodo precedente, correspondiente al reinado de su padre, Fernando III, pero ha oscurecido por completo la labor prosística de los últimos años del siglo, los del reinado de Sancho IV (1284-1295). Estos problemas impiden abordar con rigor un panorama de los orígenes de la prosa organizado cronológicamente, lo que lleva a combinar en este volumen dos criterios diferentes. La prosa historiográfica, la religiosa o la sapiencial se agrupa de acuerdo con planteamien­ tos genéricos y temáticos que permiten ver su evolución a lo largo del siglo. El afianzamiento de la prosa literaria se produce durante el reinado de Alfonso X el Sabio y como consecuencia directa de su política cultural. Ello autoriza a deslindar toda la producción surgida de su entorno, de la que se ocupará el Dr. D. Francisco López Estrada. Por último, y pese a las dificultades para conocer el grado de participación de Sancho JV en las obras atribuibles a su periodo, es innegable que a finales del siglo algo está cam­ biando, lo que puede captarse mejor estudiando coordinadamente todo el conjunto de obras que surgen en esos años. Desde las primeras Crónicas navarras, de fines del XII, hasta los Castigos e documentos ordenados por Sancho IV se ha recorrido un largo camino que ha supuesto el nacimiento de la prosa literaria en castellano.



CAPÍTULO I LOS ORÍGENES DE LA PROSA HISTÓRICA

Durante el siglo XII y hasta mediados del XIII la historia se redacta fundamentalmente en latín. El paso definitivo para el uso del romance se dará con Alfonso X, aunque con anterioridad se habían ido marcando unas pautas, sin las cuales tampoco sería posible la obra alfonsí. Como señala Fernando Gómez Redondo (1988), «la historiografía latina de los ss. XII y XIII parte de una compleja contradicción: los hechos históricos referidos, formadores de la materia argumental, reflejan una realidad nueva, que no se corresponde con el código lingüístico empleado para expre­ sarla» (p. 305). Este rechazo de la norma lingüística se irá acen­ tuando a lo largo del XIII y, cuando se consolide, implicará tam­ bién transformaciones más profundas. 1. LA PROSA DE LOS ANALES En los orígenes de la prosa histórica en romance encontramos registros escuetos en forma de anales. Se supone que el uso de las tablas de Pascua, «cuyos espacios en blanco, dispuestos año por año, ofrecían una evidente tentación al comentario analítico», como señala B. Sánchez Alonso, contribuyó a la difusión de este género, especialmente en los monasterios. La forma en que nos han llegado denuncia en algunos casos una redacción sucesiva, probablemente de diversos monjes de un mismo convento, que irían consignando las noticias según eran recordadas o conforme acaecían los sucesos. Lo que es seguro es que tales escritos, cuya brevedad invitaba a la copia, total o parcial, gozaron de una am­ plia transmisión. Así ocurrió con los llamados Anales toledanos

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primeros, interpolados y continuados hasta 1219. Las noticias has­ ta empezar el siglo XIII son escuetas y de toda España; las del XIII son muy seguidas y bastante extensas, como las referencias a la batalla de las Navas de Tolosa. Los Anales toledanos segun­ dos, escritos entre 1244-1250, no guardan relación con sus homóni­ mos y sus noticias se relacionan casi siempre con los musulmanes, omitiendo importantes victorias cristianas, entre ellas la de las Na­ vas. Estos datos, sumados a la torpeza en el uso del castellano y al empleo de vocablos extraños, han hecho pensar que fueran obra de un morisco. Anteriores son las Crónicas navarras o Anales navarro-aragoneses, también de escaso mérito literario, pero importantes para la histo­ ria literaria en cuanto contienen la primera referencia española al tema artúrico, en las mismas notas historiográficas que aluden así mismo a Carlomagno y al infante García: «Era DLXXX aynos fizo la bataylla el rey Artuyss con Modret Equibleno. Era DCCC et LXXXVI aynos morió Carie Magne. Era MLVII aynos mataron al yfant García en León» (Ed. A. Ubieto Arteta, 1964, p. 40). Alan Deyermond considera estas menciones como testimonio de la temprana presencia en España de la Historia Regum Britanniae de G. de Monmouth. Este interés peninsular por la obra de Monmouth puede explicarse por el matrimonio entre Alfonso VIII de Castilla y Eleanor, hija de Enrique II de Inglaterra, sin olvidar la proximidad de Navarra con los dominios ingleses en Francia. Desde una perspectiva histórica, los anales interesan por su mi­ nuciosidad en fechar todos los sucesos (las crónicas descuidan estos datos, si no se trata del comienzo o final de reinado) y en añadir otras noticias, como años de hambre, precios de artículos, prodi­ gios,...; así mismo descubrimos en ellos el germen de la prosa historiográfica en romance. 2. EL LIBER REGUM La historiografía en lengua vulgar se inicia en Navarra con un cronicón genealógico escrito en romance navarro, el llamado Líber Regum o Cronicón Villarense, de finales del XII o comienzos del XIII. Se trata de un recuento genealógico, muy cercano a los ana­ les, expresado en una prosa muy simple. Sin embargo, el proyecto es ambicioso, pues constituye una historia genealógica universal, sagrada (genealogía de Adán a Cristo) y profana (sucesión regia en los imperios persa, griego y romano, hasta Eraclius y Mahoma), más unas genealogías de los reyes godos y asturianos (hasta Alfon­

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so II), de los jueces, condes y reyes de Castilla, de los reyes de Aragón, de los reyes de Francia y del Cid (hasta el presente). El linaje del Cid ocuparía posiblemente unos folios perdidos. El estilo, con abundantes copulativas y frases breves, se va ha­ ciendo menos esquemático conforme se acerca al linaje de los reyes de Navarra, como se refleja al describir el apodo de don García, hijo de Sancho Abarca: «E fo muit buen rei e muit franc e muit esforzado, e fizo muitas batallas con moros e venciólas. Mas cuan­ do vinié a grant cueita, tremblava todo, o quando odia algunas grandes nuevas; e por esto le dixeron ‘el rei don García el trembloroso’» (p. 36). También asoma la tradición legendaria al hablar de los reyes de Francia: «El rei Charle Marthel ovo filio a Pepín lo Petit. Est rei Pepín lo Petit priso muller la reina Bertha con los grandes pedes, qui fo filia de Floris e de Blancha Flor, et ovo en ela filio a Charle Mayne» (p. 39). Aunque se ignora la identidad de su autor, un monje de Fitero (B. Sánchez Alonso), o un natural de Borja (A. Ubieto), conviene destacar, como hace Diego Catalán, sus esfuerzos por legitimar la nueva dinastía de reyes navarros y separarse así de la interpreta­ ción de la historia de España que venían divulgando las crónicas latinas leonesas. En ello puede residir en algún momento la razón de su éxito, sin olvidar otros factores, como el uso de la lengua vulgar y el empleo de un esquema casi exclusivamente genealógico de la historia de España. La enorme difusión que alcanzó, con refundiciones y traduccio­ nes, aparte de su empleo como fuente histórica en poemas castella­ nos, la convierten en la obra histórica más importante del periodo. Una versión portuguesa se incluyó en el Livro dos Linhagens del conde don Pedro de Barcelos y una refundición castellana fue utilizada en la Historia Gothorum o De rebus Hispaniae del arzo­ bispo Jiménez de Rada. También fue aprovechada por Alfonso X para su Estoria de España. Pero su influjo alcanza a textos poéti­ cos. El monje de San Pedro de Arlanza que compuso el Poema de Fernán González prefirió el esbozo del Liber Regum a la histo­ ria leonesa de Lucas de Tuy, porque en éste se confirmaban los orígenes castellanos de la monarquía española. El éxito del libro no disminuyó con el paso del tiempo. En pleno siglo XV Juan de Mena se atuvo a su esquema histórico para cantar en su Labe­ rinto las glorias de los reyes de Castilla. La más interesante de todas las refundiciones del Liber Regum es el Libro de las generaciones (hacia 1260), nueva versión realiza­ da en Navarra por un monje de Fitero y, segúnparece,basada en la primera versión de hacia 1200. Sigue un esquema muy simi­

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lar, pero entre la genealogía de Adán a Cristo y la de los reyes paganos de Persia interpola una historia de los reyes de Troya y Bretaña, basada, en parte, en el Román de Brut de Wace (1155), según D. Catalán, y no en la Historia Regum Britanniae de Geoffrey de Monmouth, como había sugerido W. J. Entwistle. Este sumario de historia bretona entró, pues, en la península por Nava­ rra, entonces tan en contacto con el mundo inglés a través de Bayona. Ello lleva a la inclusión de un material próximo al folclo­ re como la historia de Leyr, rey de Bretaña. «Este Leyr no ovo fijo, mas ovo tres fijas. E metiólas un día en razón quoal dellas lo amava más. Dixo la mayor que res del seglo no amava tanto como a él. Dixo la mediana quel’ amava tanto como a sí misma. DixoP la tercera, que era menor, que lo amava tanto como filia devía amar a padre; e quoanto valía atanto e ella tanto lo amava. Lo qu’esta dixo pesó al padre e quísole mal. E casó la filia mayor con el duc de Cornualla, e casó la otra con el rey de Escocia, e no pensó de la menor. Et ella, por so ventura, casó mejor que todas las otras: Nantós della el rrey de Frangía e prísola por mu­ ger. Et a la vielleza fallieron li al rey Leyr sos dos yernos e fo mal andant. E fo a tornar a la merced del rrey de Frangía e de la fija menor a qui non quiso dar part en el reismo. E ellos regeviéronlo gent, e dieron lo que ovo menester, e morió en lur poder (D. Catalán-S. de Andrés, pp. 252-253). La relación de obras históricas en romance anteriores a Alfon­ so X no es muy extensa, como hemos visto, y sus testimonios se caracterizan por la brevedad y el esquematismo con el que dis­ ponen los hechos. La nómina puede alargarse con algunas crónicas parciales, como la Toma de Exea, la Conquista de Almería o la interesante Crónica de la población de Avila (vd. comentario), a las que sería deseable poder añadir algún día algunas obras per­ didas, de las que no tenemos más que imprecisas referencias. Se cree que Bernardo de Brihuega, clérigo protegido de Alfonso X, compuso una Crónica de España, que Serrano y Sanz conjetura anterior a la que el rey mandó escribir. También se atribuye a otro colaborador del rey Sabio, Jofré de Loaysa, arcediano de Toledo, luego abad de Santander, una historia de los reyes de Castilla del periodo 1248-1305, que nos ha llegado en versión lati­ na de Armando de Cremona. Todo ello prueba que la labor alfonsí se asienta sobre una tradición cronística previa, en la que, sin embargo, el papel fundamental quedará reservado a los romanceamientos de la historiografía latina.

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3. LAS CRÓNICAS DE LUCAS DE TUY Y RODRIGO JIMÉ­ NEZ DE RADA Y SUS VERSIONES ROMANCES Lucas de Tuy (el Tudense), leonés, viajero por Italia y comba­ tiente contra los albigenses, puede considerarse el más directo here­ dero de la tradición de San Isidoro. Su obra, Chronicon mundi, consta de cuatro libros y fue completada en 1236. Su proyecto de historia universal se abre con un «Laus Hispaniae» y se cierra narrando sucesos coetáneos, para los que apela con frecuencia a su propio testimonio. Se entronca claramente con la tradición leo­ nesa, con todo lo que ello supone. Desdeña, por ejemplo, a Fernán González y acepta, sin discusión, la historicidad de diversos poe­ mas épicos próximos a su ambiente. Aunque la versión editada corresponde a mediados del XV (J. Puyol, 1926, XXIV), otros manuscritos testimonian una traducción mucho más temprana. Pese a que se utilizó como fuente para la Estoria de España, su influen­ cia sería menor comparada con la huella que dejó la obra de otro cronista latino, don Rodrigo Jiménez de Rada. Este arzobispo de Toledo (el Toledano) completó su obra más importante, De rebus Hispaniae o Historia Gothica, hacia 1243. A diferencia del Tudense, en la obra del arzobispo de Toledo se descubre una nueva concepción histórica, completamente perso­ nal, y una nueva forma de aprovechar sus fuentes, tanto orales como escritas, latinas o árabes. La originalidad de la obra de don Rodrigo Jiménez de Rada explica su popularidad a lo largo de toda la Edad Media, como lo atestiguan no sólo las numerosas copias conservadas sino sus romanceamientos y su utilización por la historiografía posterior hasta bien adentrado el siglo XV. La versión más importante es la conocida como Toledano romanzado, constituida, entre otras obras, por la Ystoria de los Godos, Anales hasta la conquista de Jaén (1246), Crónica de los emperadores romanos, Historia de los romanos Historia de los árabes... Esta Ystoria de los godos desempeñó un importante papel en la histo­ riografía castellana de fines de la Edad Media. Ofrecía el atractivo de ser mucho más simple que la Estoria de España, sobre todo por carecer de la historia romana de España y del envés musulmán de la historia medieval española. Para lectores ajenos al afán enci­ clopédico de Alfonso X y alejados de la concepción de España que había presidido la compilación alfonsí, tal simplicidad tenía que ser muy grata. Asunto discutido ha sido la datación, en función de la cual podría argumentarse su aprovechamiento o no por Alfonso X. Para J. Gómez Pérez (1962, pp. 359-361) la versión se habría

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hecho entre 1249 y 1252. Por el contrario, Diego Catalán concluye que Alfonso X no usó el Toledano romanzado y adelanta como hipótesis que «la traducción del Toledano romanzado tendría que ser de tiempos post-alfonsíes» (p. 24). Al margen de esta discusión, las obras del Toledano y el Tudense, fuera en latín o en castellano, figuran entre las fuentes principales de la Estoria de España de Alfonso X, como se proclama desde el mismo prólogo: «... et tomamos de la crónica dell Arzobispo don Rodrigo que fizo por mandado del rey don femando, nuestro padre, e de la de Maestre Luchas, Obispo de Tuy...» (p. 4). Los romanceamientos de las crónicas latinas servirían de puente, como ha mostrado F. Gómez Redondo (1988, p. 316), para que la historiografía romance capta­ ra sus novedades. 4. LA PROSA HISTÓRICA POSTALFONSÍ «La Estoria de España de Alfonso X, a pesar de haber quedado inacabada, revolucionó completamente la historiografía medieval española. La nueva concepción enciclopédica de la historia y la idea de hacer de España, del solar hispánico, el sujeto de la histo­ ria, quizá no fueron bien comprendidas por las generaciones subsi­ guientes; pero la decisión de abandonar el latín y entronizar, como lengua de una nueva cultura laica, el «castellano drecho», fue un paso decisivo en el proceso de secularización y vulgarización de la historia nacional; desde entonces, la historiografía dejó de estar confinada a un público restringido de eruditos, para conver­ tirse en la rama más viva de la cultura medieval española» (D. Catalán, 1966, p. 9). A su muerte quedaron, sin embargo, incompletos sus dos ambi­ ciosos proyectos historiográficos. La Estoria de España quedó inte­ rrumpida. La continuación se hizo durante el reinado de Sancho IV. En el cap. 633 (que trata del rey Ramiro I) se incluye un párrafo que expresa la casi finalización de la reconquista y añade: «et es esto ya en el regnado del muy noble et muy alto rey don Sancho el quarto, en la era de mili et CCC et XXVII» (es decir, en 1289). En su primitivo estudio, que acompañaba a la edición de 1906, Menéndez Pidal repartió equitativamente la obra entre Alfonso X y Sancho IV. Pero las opiniones últimas de R. Menén­ dez Pidal, así como las de Diego Catalán, se inclinan a pensar que Alfonso X trazó todo el plan en borrador y minimizan la actuación de Sancho IV, dejándola reducida a «unos retoques ac­ tualizantes». Los cronistas castellanos de tiempos de Sancho IV

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manejan, como ha señalado D. Catalán (1969) con gran libertad el tesoro historiográfico que heredan del pasado. Un breve resumen del panorama historiográfico postalfonsí per­ mite percibir cómo se van intensificando las tendencias que hemos visto asomar desde el siglo XII. Por un lado, se prosigue con la técnica de composición basada en fundir hábilmente diversas fuentes, tanto escritas, latinas o árabes, como orales, lo que con­ vertirá a la historia en una vía de información sobre trasuntos épicos. Paralelamente se afianza el empleo de la lengua vulgar, que va arrinconando al latín hasta que llegue la moda humanística. La multiplicidad de formas que confluían en la historiografía se va delimitando, en función de los nuevos gustos. Así se desligan la historia universal y la nacional y, junto a las crónicas, generales y de reinados, asoman dos géneros nuevos: la historia local y la extranjera. Como señala D. Catalán (1969), «la prosa histórica de los últimos años del siglo XIII había abandonado las normas de Alfonso X y se había lanzado por el camino de la invención». Sin embargo, la «decadencia historiográfica» de finales del XIII y principios del XIV resultará enriquecedora para la ficción; sin ella no hubiéramos contado con obras como la Gran Conquista de Ultramar, estudiada en el capítulo correspondiente a Sancho IV.

CAPÍTULO II LITERATURA RELIGIOSA

La literatura de los siglos XIII y XIV, y más aún la que inclui­ mos dentro del apartado específico de «religiosa», no puede des­ vincularse de los decretos del IV Concilio de Letrán convocado por Inocencio III en 1215. Con el nombre «reforma laterana» se alude al amplio movimiento de educación religiosa que se puso en marcha como consecuencia del Concilio. Derek W. Lomax (1969) se propuso llamar la atención sobre la importancia de la reforma en la literatura medieval castellana. Los testimonios conservados en romance de literatura doctrinal, o devocional, etc., así como las vulgarizaciones de la Biblia, responderían a ese amplio movi­ miento educativo emanado de los decretos conciliares. Sin embar­ go, el planteamiento exige ciertas matizaciones al aplicarse a la Castilla del XIII. El mismo D. Lomax señala que los efectos de la reforma comenzaron a notarse ‘en serio’ a partir de 1290. Ello coincide con las conclusiones de otros trabajos, que insisten en el fracaso de la reforma, lo que no impide que descuellen algunos arzobispos reformistas, como es el caso de Pedro Albalat, arzobis­ po de Tarragona, muerto en 1251 (P. Linehan 1975). Los escasos ejemplos de literatura catequética del siglo XIII no hacen sino confirmar que los efectos del IV Concilio de Letrán fueron prácticamente nulos en este periodo. Sólo a finales de siglo el mayor número de textos conservados puede ser un indicio de que algo está empezando a cambiar. Por el contrario, en la parte oriental de la Península la preocupación por la enseñanza de la doctrina cristiana fue relativamente alta durante el siglo XIII, debi­ do, no a que llegaran antes los efectos del concilio, sino al proble­ ma de la presencia de herejes, especialmente albigenses, que obligó a una mayor preocupación catequética (J. Sánchez Herrero, 1986,

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p. 1053). La mayoría de los textos que vamos a comentar tienen una huella lingüística oriental, acusada en los Diez mandamientos, o más velada en la Fazienda o en la Disputa entre un cristiano y un judío, explicable también por la impronta del copista, como será el caso del romanceamiento bíblico de El Escorial (E-8). 1. LOS ROMANCEAMIENTOS BÍBLICOS La literatura religiosa de la primera mitad del siglo está clara­ mente presidida por los romanceamientos bíblicos. La Biblia repre­ senta para el hombre religioso de la Edad Media el libro de mayor importancia, y para que todos tuvieran acceso a él no podrá seguir circulando sólo en latín o en hebreo (la Biblia griega era casi desconocida). Las vulgarizaciones acaban imponiéndose, cuando el latín deja de ser comprensible para todos. A partir del siglo XII la Biblia va traduciéndose a las distintas lenguas vulgares y de este modo muchos laicos y religiosos, que no dominaban el latín, pudieron acceder a la Sagrada Escritura. Las traducciones podían contribuir a hacer más comprensible y provechosa la litur­ gia, o bien usarse simplemente como lectura edificante, lo que implica una mayor libertad en la elección de textos y en la forma de utilizarlos. Pero también es cierto que la lectura de la Biblia en la lengua materna favorecía las tendencias de los movimientos heréticos, lo cual provocó varias condenas eclesiásticas. Así, por ejemplo, el sínodo de Tarragona de 1233 prohibió la posesión de las biblias escritas en «romancio». Sin embargo, las numerosas traducciones de la Biblia que nos han llegado parecen demostrar que la prohibi­ ción no surtió mucho efecto. La prosa castellana se enriquecerá considerablemente gracias a estos tempranos «romanceamientos» bíblicos. 7.7. LA FAZIENDA DE ULTRAMAR Este curioso texto, cuya datación y autoría suscitan todavía bas­ tantes dudas entre la crítica, habría que considerarlo como una de las más tempranas traducciones romances de la Biblia. Su editor, M. Lazar, dedujo los datos de composición de la obra a partir de dos cartas que figuran al principio del único manuscrito conservado. En la primera un tal «don Remont» pide a un amigo de juventud que redacte una descripción histórico-

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geográfica de Tierra Santa, a partir de fuentes latinas y hebreas: «Remont, por la gracia de Dios, arzobispo de Toledo, a don Alme­ ne, argidiano de Antiochía, con grant amor, salut e amidtad. Priégot mucho que te miembre del amor e de la compannía que yo e ti oviemos en nuestra mancebía, que más y acrescamos, que yo loar me pueda de ti en mi vejez assi cuerno me loé en mi juventud. Ont te ruego tú me enbies escripto en una carta la Fazienda de Ultramar e los nombres en latín e en ebraico, e quanto a la de una cibdat e la otra, e las maravillas que Nuestro Señor Dios fezo en Jerusalem e en toda la tierra de ultramar...». La otra carta sería la respuesta: «El mió sennor don Remont, arzobis­ po de Toledo, el to clérigo Almerich, argidiano de Antiochía,...; ont io fago saber que yo me metré a saberlo quanto yo meior podiere e la demandaré en las Sanctas Scripturas de latín e de hebreo...» (p. 43). Moshé Lazar identificó a «don Remón» con don Raimundo, arzobispo de Toledo desde 1126 hasta 1151, e impulsor de las traducciones orientales. «Almerich» podría tratarse de Aimeric Malafaida, lemosín, Patriarca de Antioquía a partir de 1142 y muerto a finales del siglo XII. De las identificaciones deduce también la posible datación de la obra, ya que «si este Aimeric es el autor de La Fazienda de Ultramar, la obra habría sido compuesta entre 1126 (nombramiento de don Raimundo como arzobispo de Toledo) y 1142 (nombramiento de Almerich como patriarca de Antioquía). De fecharse la obra a mediados del siglo XII, sería un ejemplo tempranísimo de prosa romance y la primera traducción bíblica a una lengua vulgar. Sin embargo, existen serias dudas para aceptar la veracidad de las cartas en cuestión; resulta extraño que un gascón (don Raimun­ do) y un lemosín (Aimerich) escriban su correspondencia en caste­ llano y no en latín o en francés. También parece sorprendente que un clérigo lemosín que ha transcurrido toda su existencia en Oriente redacte una obra en castellano (A. Várvaro). Más fácil es suponer que el original se escribiera en latín, lemosín o gascón y que conservemos una traducción castellana. La fecha debería, pues retrasarse, de acuerdo con R. Lapesa (1981, p. 233) hacia 1220. De la misma opinión es J. J. de Bustos Tovar, quien tras estudiar los cultismos del texto, piensa que debe datarse a princi­ pios del XIII e incluirse en el mismo momento cultural que las primeras biblias romanceadas (1974, p. 224). La obra no refleja el testimonio de un viajero. Habrá que consi­ derarla más bien como un libro inspirado en libros (itinerarios a Tierra Santa y textos bíblicos en hebreo y latín) e, incluso, en

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mapas, por su interés en la geografía bíblica. El autor no sigue un itinerario concreto, sino con un recorrido zigzagueante, y algu­ nas repeticiones, va mencionando lugares en función de un aconte­ cimiento bíblico o en función de la proximidad. Pese a su clara inclinación hacia el Antiguo Testamento, a veces un nombre geo­ gráfico le sugiere alguna leyenda pagana. Así en Melida: «iazen ii paganos, Píramus e Tisbe, que se amaron mucho. Aquel amor tornos a mal. Acordáronse que saliessen fueras de la villa e fue el [la] adelant e trobo. i. león, e ella fuxó e entrós en una cueva. E fincó el palio que cubrié fueras e présolo el león e ensuziólo e ensangrentólo e ronpiólo todo. Quando vino Píramus, cuedó que era muerta su amiga e ovo grande duelo; e echós sobre su espada e murió a cabo de piega. Salió Tisbe e vio su amigo muerto e fizo grande duelo e priso el espada e metiól a tierra e la punta al corazón; e dexós caer sobrella, e murió por duelo de so amigo. Estos paganos fueron soterrados en la Melida» (p. 119). 1.2. LAS BIBLIAS ESCURIALENSES La conexión entre la Fazienda de Ultramar y la Biblia hebrea será algo excepcional en el panorama de los «romanceamientos» bíblicos del siglo XIII, más inclinados a seguir los pasos de la Biblia de los cristianos, la Vulgata, por lo que se deduce del estu­ dio de los tres manuscritos bíblicos conservados en El Escorial (E-8, E-6, E-2). La única excepción sería el incompleto Salterio (ms. E-8) debido a Hermann el Alemán, traductor de Aristóteles y Averroes en la Escuela de Traductores de Toledo, y procedente del hebreo, de aceptar el Incipit: «Esta es la traslación del psalterio que fizo maestre Hermán el Alemán segund cuerno está en el ebraico» (p. 295; aunque Littlefield, 1983, x, pone en duda estos datos). La traducción va acompañada de glosas interlineadas. Así por ejem­ plo, en el salmo VIII: «De la boca de los infantes, y de los de lech, fundeste honra por tus adverssarios, por que sea mudo el enemigo y el vengador. Maguer que los ninnos de teta no ayan voz con que puedan loar a Dios, en su crianga y en su nudrimiento demuestran las grandes obras del que los faze» (p. 297). Ninguno de estos manuscritos nos transmite una Biblia comple­ ta, pero dado que entre sí se complementan, han sido considerados por algunos estudiosos (Morreale, Llamas) como testimonios de una traducción bíblica pre-alfonsina, aunque el asunto suscite con­ troversias (Littlefield). La complejidad del estudio bíblico viene, en parte, justificada con estas palabras de Montgomery-Baldwin:

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«Para explicar cómo una Biblia puede venir de tradiciones textua­ les tan diversas, hay que remontar a una época en que los varios libros de lo que hoy se llama Biblia solían andar sueltos (tal era la costumbre durante gran parte de la Edad Media). Cada uno de estos libros tenía su propia historia textual, y cada ejemplar tenía las características de la región, la época y las circunstancias de su creación» (p. 62). En un momento dado se encuadernaban juntos y desde ese momento tenemos lo que hoy se llama Biblia con libros individuales que representan diversas tradiciones. Desde el punto de vista filológico interesan por el gran esfuerzo que supone verter al romance unos textos tan complejos. Se perci­ be un afán por facilitar la comprensión del texto sustituyendo palabras abstractas o difíciles por concretas; se trata de convertirlo en accesible a los laicos y expresivo, como en este pasaje del Evan­ gelio de San Mateo: «E de vestidura ¿por qué estades cueidando? Tenet mientes a las yerbas del campo, cuerno crecen que no trabaian ni filan; mas yo digo a vos que no fue cubierto Salomón en toda su gloria assí como una de estas cosas. Si Dios viste al feno, que oy es, e eras es metudo en el fuego, ¡quánto más vistrá a vos que sodes de poca fe! Non seades pues en pensamiento, diziendo: ¿Qué com­ bremos, o qué bevremos, o qué vistremos?» (p. 32). La complejidad del tema no permite todavía aventurar muchas conclusiones. Pero de aceptarse las propuestas de los principales estudiosos, habría que pensar que durante el reinado de Fernando III se realizó un esfuerzo traductor sin precedentes. Posiblemente la más antigua biblia castellana (reflejada casi íntegra en los tres manuscritos de El Escorial) corresponda a la primera mitad del siglo XIII y sería aprovechada por los equipos alfonsíes para re­ dactar la General Estoria. 2. LITERATURA DOCTRINAL Existían numerosas instrucciones para confesores escritas en la­ tín, pero el desconocimiento de esta lengua por los clérigos debió de obligar a hacer las correspondientes traducciones, especialmente cuando el IV Concilio de Letrán había establecido la obligatorie­ dad para todos los cristianos de la confesión anual. Los Diez Man­ damientos constituyen probablemente el más antiguo tratado doc­ trinal y uno de los primeros textos en prosa en dialecto aragonés. El catecismo recuerda a los confesores el sentido del Decálogo y sirve de guía para indicar las preguntas que el sacerdote debe

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hacer al penitente. Pese a la brevedad del texto y a su rigidez en seguir los esquemas, ofrece notas de interés, especialmente por desvelar algunas costumbres de la época. En primer lugar se repa­ san y glosan los mandamientos: «El primero es: Non avrás otro Dieos si a mi non. En est mandamiento pecan los que fagen encan­ taciones o conjurios por mulleres, o getan suertes por las cosas perdidas, o catan agüeros, o van a devinos» (p. 379). Luego los cinco sentidos, como puerta para los pecados: «Del odir: si ode de buena mientre cantares o otros omnes que digen paraulas feas, que los pecadores enujan se de odir la misa e las paraulas de Dios, e de los cantares de la[s] cagurias non se enuyan» (p. 380-381). Se incluyen recomendaciones de tipo práctico, como la necesidad de la penitencia, su gravedad, etc. Precisamente esa vertiente utili­ taria del catecismo se plasma también en el lenguaje fosilizado, sin que el redactor se permita ningún tipo de comentario personal. Una parte de los textos religiosos refleja la peculiar situación de la Península. La necesidad de refutar los argumentos de los adversarios en la fe dio origen, desde el siglo XII, a una amplia corriente de literatura apologética, escrita habitualmente en latín, y en la que destacarán, por su mejor conocimiento de los argumen­ tos, los autores conversos. Como excepción, dentro del XIII, habrá que considerar la breve Disputa entre un cristiano y un judío. Se trata, en palabras de su editor, A. Castro, de «un fragmento de una obrita de carácter popular, en el que un judío renegado ha recogido los tópicos que los cristianos esgrimían contra los israelitas» (p. 175). Propone datarla en el primer tercio del siglo XIII y subraya ciertos rasgos aragoneses, sin embargo para G. Giménez no hay argumentos suficientes para precisar la fecha del texto ni para afirmar su carácter dialectal. La situación de los cautivos en tierra de infieles o su liberación es el trasfondo de los Milagros de Pero Marín y de las obras atribuidas a San Pedro Pascual. Muy poco se sabe del primero y la figura del segundo todavía sigue envuelta en la controversia. De la lectura del milagro 4(1205) se deduce que en 1256 Pero Marín ya era monje de Silos. En él se lee: «et la missa fue cantada XXVII días e cantóla Pero Marín monge del monasterio». Los milagros van fechados, desde 1232 hasta 1287, aunque el orden cronológico no es exacto. Un gran número de ellos (hasta 51) se refieren al año 1285. Se incluyen un total de 91. Varios relatos se atienen a un mismo esquema: comienzan indicando la era y finalizan señalando el día en el que el liberado se presenta en Silos. Esta mención inicial y final a Silos forma un marco, texto del cronista, que encuadra el relato, texto del liberado. Su moder­

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no editor, Karl-Heinz Antón, piensa, dadas las referencias cronoló­ gicas del texto, que una parte fueron redactados hacia 1284. Esta fecha nos llevaría a los últimos años del siglo XIII cuando las cosas empiezan a cambiar en el ámbito eclesiástico. Parece como si la debilidad de la corona supusiera una mayor libertad para la Iglesia, que comenzará a desarrollar la enseñanza, siguien­ do así, aún con retraso, el espíritu laterano. D. Lomax (1977) ha relacionado estos cambios con un auge de escritores religiosos, algunos de los cuales desarrollarán su producción en el siglo XIV. En la segunda mitad del XIII cabría incluir a San Pedro Pascual, del que se supone que nació en Valencia (1227), fue mercedario, obispo de Jaén y murió encarcelado en Granada en 1300. Su pro­ ducción estaría compuesta por casi una veintena de obras, mitad en catalán, mitad en castellano. Sus escritos se dirigirían a los miles de cristianos que se encontraban cautivos en Granada para fortalecerles en la fe; de ahí la elección de los temas, perceptible ya en los títulos: Impugnación de la seta de Mahoma, Tratado del libre albedrío... En el primero se reúnen leyendas cristianas sobre el profeta y musulmanas, estas últimas maliciosamente tergi­ versadas. A juicio de D. Lomax estaríamos ante «un Berceo de la prosa, con mayores conocimientos lingüísticos y teológicos» (1977, 85). Sin embargo, de admitirse las recientes investigaciones de Jaume Riera i Sans (1985 y 1986), deberían de modificarse totalmente estas conclusiones. Durante los reinados de Felipe III y Felipe IV de Castilla los mercedarios conocieron un periodo de esplendor y quisieron tener santoral propio. Hasta ahora la orden no contaba con ningún santo y la época era propicia con la fiebre de falsifica­ ciones e invenciones históricas. Poco antes de 1629, partiendo del dato cierto de un obispo de Jaén, de nombre Pere, del cual consta­ ba que había muerto hacia el 1300, estando en poder del rey moro de Granada, se produjo la invención del santo. Para canonizarlo se dio por cierto que el obispo había muerto sufriendo martirio, cosa incomprobable; para hacerlo mercedario se le dio el nombre completo, que correspondía a un compañero del fundador de la orden, que no fue jamás obispo, inventando que fue a Granada para redimir a los cautivos y se había quedado allí cumpliendo el cuarto voto de la orden de los mercedarios. Para acabar de redondear el personaje se le atribuyen ciertas obras catequéticas del siglo XV, en catalán y en castellano, que aparecían escritas por un cierto obispo de Jaén, anónimo, que estaba preso en poder del rey de Granada. De esta forma se esta­ blecía la figura inventada del futuro santo canonizable: Pedro Pas­

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cual, mercedario, obispo de Jaén, autor de obras catequéticas es­ critas en Granada y finalmente mártir. En 1653 la curia episcopal incoó proceso informativo sobre la fama de santidad del persona­ je. Con documentación expresamente falsificada, y con notorias irregularidades de procedimiento, el 31 de marzo de 1655 se dictó sentencia declaratoria de la constancia del culto inmemorial tribu­ tado al mercedario Pedro Pascual. En 1675 fue inscrito en el mar­ tirologio como beato.

CAPÍTULO III LITERATURA SAPIENCIAL

La literatura sapiencial aparece en castellano a lo largo del siglo XIII. Los numerosos problemas que plantean los textos, todavía no resueltos, impiden datar con exactitud las obras, pero podemos afirmar que desde el reinado de Fernando III (1217-1252) se mani­ festará un interés constante por las colecciones de sentencias. Des­ de la propia corte se impulsará la traducción de este tipo de obras procedentes de originales árabes, así como la composición de otras, directamente en castellano. 1. LA TRADICIÓN ORIENTAL Y SUS CONTINUACIONES Se ha subrayado muchas veces el importante papel desempeñado por los árabes en la transmisión del pensamiento griego. Pero jun­ to a las cuidadas traducciones de textos auténticos, los árabes trans­ miten también un amplísimo caudal de apócrifos, o al menos, así considerados hoy por la actual investigación. A Platón o a Aristóteles, por citar los casos más señalados, se les atribuyen tratados de magia, de alquimia..., y, sobre todo sentencias y epís­ tolas en las que aparece condensado y, por supuesto modificado, su pensamiento filosófico o político. Ambas corrientes circulan por los mismos cauces. Así, por ejemplo, el nombre de Ishaq ibn Hunain (convertido en «Joanigio, fijo de Ysaacc», en el texto castellano), importante médico y traductor del siglo IX, no solo va asociado a cuidadas versiones al árabe de las obras de Galeno o de Aristóteles, sino a una recopilación de sentencias atribuidas a sabios griegos, el Kitab adab al-falasifa (origen del Libro de los buenos proverbios). Al mismo círculo pertenecería Yuhanna

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ibn al-Bitriq (siglo IX), conocido como traductor de obras clásicas, pero también su nombre va asociado al apócrifo aristotélico titula­ do Sirr al-asrar (origen de la Poridat de las poridades). Lo mismo podemos decir de la obra de otro médico, del siglo XI, al-Mubassir, quien compila hacia 1048-49 otra colección de dichos, en parte basada en la del ya citado Hunain, el Mukhtar al-hikam (origen de los Bocados de oro). Desde un principio aparecen interrelacionadas estas colecciones, algo que se mantendrá en las versiones romances. Una vez más las circunstancias históricas de la Península harán que se conozcan muy tempranamente estas obras de amplia popu­ laridad en el mundo oriental y que surjan aquí las primeras traduc­ ciones a lenguas occidentales, en las que los judíos tendrán una participación muy importante. De la compilación pseudoaristotélica se realizó ya a principios del XII (h. 1125) una incompleta traducción al latín atribuida a Juan Hispano, judío converso cola­ borador de Dominico Gundisalvo. A principios del XIII, Judah al-Harizi traduce las colecciones de al-Mubassir y al-Bitriq al he­ breo. Huellas de estas obras se descubren en El Collar de perlas de Ibn Gabirol, en el Libro de las delicias de Ibn Sabarra o en la Disciplina Clericalis del converso aragonés Pedro Alfonso. Y posiblemente serían también judíos quienes contribuyeron a su di­ fusión por la Corona de Aragón. Así ocurre con el Llibre de paraules e dits de savis e filosofols, compilados por Jafuda Bonsenyor para Jaime II (1291-1327). El Llibre de doctrina del rey Jaume d ’Arago , muy próximo al Libro de los buenos proverbios y a la Poridat de poridades, podría haberse traducido para el mismo monarca, aunque, según J. Solá-Solé (1977, p. 14), su pa­ trocinador sería Jaime I. Ambos son sólo una muestra de cómo los mismos textos orientales interesaban en el Reino de Aragón. A lo largo del siglo XIII también se traducen al castellano. La compilación de Hunain recibirá el nombre de Libro de los Buenos Proverbios, la de al-Mubassir se conocerá bajo el título de Bocados de oro y el tratado pseudoaristotélico será la Poridat de las poridades. Las circunstancias que rodean estas traducciones son todavía un problema no resuelto por la crítica. Para un sector mayoritario de los estudiosos se trata de versiones realizadas direc­ tamente a partir de originales árabes, sin prestar excesiva credibili­ dad a afirmaciones como ésta que sirve de pórtico al Libro de los buenos proverbios: «Y traslaudó este libro Joanigio, fijo de Ysaac, de griego a arávigo y traslaudámosle nós agora de arávigo a latín» (p. 41). J. Solá-Solé (1977, pp. 27-29) ha apuntado la posibilidad de una versión latina intermedia, hoy desconocida, que

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hubiera contribuido a aminorar el impacto estilístico y sintáctico del árabe. Tampoco existen datos concretos que nos permitan fechar estas traducciones. La mayoría nos han llegado en copias manuscritas realizadas en el siglo XV, pero por sus características los críticos han remontado su génesis hasta el siglo XIII. La utilización del Libro de los buenos proverbios y la Poridat de las poridades por el compilador catalán del Llibre de doctrina, algo evidente para Lloyd Kasten (1934, p. 73) y discutible para J. Solá-Solé (1977, p. 28), quien piensa en una hipotética versión latina desconocida, no sirve de mucho, mientras no sepamos tampoco con exactitud la fecha del texto catalán. La crítica se ha venido apoyando en el empleo que pudo hacer el rey Sabio de estas compilaciones, desde que lo observó J. Amador de los Ríos (1863, III, p. 546). En su edición de los Bocados de oro, H. Knust (1879, p. 558) llamó la atención sobre el estrecho paralelismo existente entre los Bocados y la Segunda Partida (tít. V, ley XVII), lo que ha llevado a la mayoría de los estudiosos a fechar la traducción castellana en torno al año 1260 (W. Mettmann, 1963, p. 119); así mismo la traducción del Libro de los buenos proverbios podría haberse realizado antes de 1280, puesto que unos diez capítulos aparecen intercalados en la IV parte de la General Estoria (Walsh, 1976, pp. 369-375). Todos estos datos hay que tomarlos con cautela, salvo que los paralelismos sean evidentes; en caso contrario, habrá que coincidir con Lloyd Kasten cuando señala para la Poridat de poridades que «tampoco se pueden indicar otras obras del siglo XIII que hayan empleado este texto», puesto que resulta «difícil determinar con certeza la fuente utilizada en cada caso» (1957, p. 11). No es tarea fácil precisar la fecha en la que se realizaron las traduciones de estas obras árabes, pero hay cierta unanimidad en­ tre los estudiosos en localizarlas en torno a los reinados de Fernan­ do III o Alfonso X. En ese caso una vez más las versiones castella­ nas serían las primeras traducciones a una lengua vulgar, pero no siempre este adelanto tuvo destacada importancia en la divulga­ ción de estos textos en el resto de Occidente. El Secretum secreto­ rum alcanzó una amplísima difusión a través del texto latino de Felipe de Trípoli, quien retomaba una versión tardía más extensa, conocida por la crítica como rama oriental, frente al texto breve, o rama occidental, dividido en ocho tratados, que refleja la Pori­ dat de las poridades. La recopilación de Hunain no tuvo gran repercusión, apagada quizá por la obra de al-Mubassir. La traduc­ ción castellana de esta última, los Bocados de oro, es la única

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que pudo haber servido de puente hacia otras lenguas al conservar­ se una versión latina, Liber Philosophorum Moralium Antiquo­ rum,, estrechamente emparentada con ella. A juicio de Mechthild Crombach (1971, p. XVII) podría incluso haberse tratado de una doble traducción, romance y latín, como se había realizado en otros casos en tiempos de Alfonso X. Pero sí queda claro que gozaron pronto de una amplia populari­ dad dentro de la Península y se trasvasaron o utilizaron en obras posteriores. Bastaría con recordar los numerosos manuscritos con­ servados en bibliotecas españolas, algunos de ellos no utilizados en las ediciones modernas, y, en el caso de los Bocados de oro, las ediciones impresas (Sevilla, 1495; Toledo, 1510; Valladolid, 1527) que prolongan su éxito más allá de la Edad Media. Los Bocados se usan en el Libro del consejo, y en obras de don Juan Manuel (Crónica abreviada, Libro de los estados, y las partes III-IV del Conde Lucanor) o en el prólogo de la Gran Conquista de Ultra­ mar. El Libro de los buenos proverbios fue utilizado por el compi­ lador de la Floresta de philósophos y del pseudo Séneca (Walsh, 1976, p. 357), etc. Ante el interés por la literatura sapiencial surgieron un gran número de obras que no parecen traducciones directas de ningún original árabe, aunque mantengan a veces paralelismos evidentes con las obras orientales. Será el caso del Libro de los doze sabios, las Flores de filosofía, el Libro de los Cien Capítulos o el Libro de los consejos, etc. Las bibliotecas españolas guardan todavía un amplísimo número de manuscritos con dichos de sabios, que plantean numerosos problemas de edición y estudio. Las peculiari­ dades formales y el contenido ético, tan universal, de las recopila­ ciones orientales las hacían fácilmente adaptables a nuevos contex­ tos culturales. Las más directamente vinculadas con los modelos orientales son las Flores de filosofía y el Libro de los Cien Capítulos, cuyas relaciones han suscitado cierto debate. Las Flores pueden ser, como su mismo título indica, una selección de dichos extraídos de obras árabes, con escasa elaboración. La época de composición ha sido un asunto discutido. José Amador de los Ríos (1863, III, p. 438) las sitúa en el reinado de Fernando III, tesis que terminó suscri­ biendo H. Knust en su edición del texto (1878, pág. 3, n. 1). Como recuerda Maria Lacetera Santini, «en los estudios más re­ cientes la supuesta época de composición de nuestro tratado oscila desde los tiempos de Fernando III el Santo hasta los de Sancho IV, o aparece colocada en el XIII sin más detalles (...) En reali­ dad, faltan todavía investigaciones cuidadosas y pormenorizadas

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que permitan fechar la obra con relativa seguridad» (p. 164). Indu­ dablemente las Flores estarían compuestas en el XIV cuando se integraron parcialmente (faltan cinco leyes), pero con fidelidad, a la parte III del Zifar («Los castigos del rey de Mentón»). Asunto discutido ha sido la relación de la obra con el Libro de los Cien Capítulos. Este texto, también de fecha incierta, fue descubierto por Miguel Artigas en 1924. Miguel Zapata y Torres expuso el parentesco entre el Libro de los Cien Capítulos y Flores. Según este crítico Flores deriva de los Cien, opinión aceptada ple­ namente por A. Rey en su edición (A. Rey, 1960, p. XIII). Por el contrario, tanto W. Mettmann (1960) como, más ampliamente, Maria Lacetera Santini han sostenido lo contrario. Los Cien Capí­ tulos, aunque en realidad no tengan más que cincuenta, son una recopilación más extensa que las Flores. A juicio de estos últimos críticos, no estaríamos ante un ejemplo de versión abreviada sino amplificada y enriquecida con mayor número de comparaciones. J. Gimeno Casalduero (1972, pp. 67-68) sitúa el texto entre 1285-1300, considerando la influencia, a su juicio indudable, del Regimine principum de Egidio Romano (1280-1285?). De Egidio Romano proviene la obligación de los súbditos a obedecer al tirano apoyada en el provecho de la república y en los bienes que del príncipe derivan («Más vale al pueblo que viva en poder del rey sin justicia que non que viva sin rey en guerra e en miedo», p. 5); o los intentos por colocar sobre la ley al soberano. El Libro de los doze sabios no deriva directamente de textos orientales, aunque se inspira en ellos para el modelo del «ayunta­ miento» de sabios. El texto consta de un prólogo, unos sesenta y cinco capítulos sucesivamente más breves, y un epílogo. Para su editor, J. K. Walsh, el autor pudo ser un consejero de la corte de Fernando III, a quien el rey le mandaría hacia 1237 la redac­ ción de este espejo de príncipes. El capítulo LXVI fue añadido con posterioridad, quizá hacia 1255, en tiempo de Alfonso X. Cada consejero tiene que recitar un dicho digno de ser grabado en oro en la sepultura del rey Santo en un claro recuerdo del tema de la sepultura de Alejandro. Pese a que el material senten­ cioso y el motivo de la reunión de sabios procedan de la literatura gnómica oriental, no parece que estemos ante una mera recopila­ ción más. Su autor estaba familiarizado tanto con las traducciones de obras árabes como con las máximas y fábulas de la corriente occidental. El resultado será un temprano ejemplo de simbiosis literaria. Si para J. K. Walsh la obra responde a un plan rigurosa­ mente trazado, recientemente H. Oscar Bizarri (1989) ha observado cómo, a partir del capítulo veintiuno se produce un cambio pro­

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fundo en la forma expositiva del libro. Esa fractura podría separar una versión primitiva, realizada hacia 1237, de una versión ampli­ ficada posterior. A partir del estudio de un ms. de la Biblioteca Menéndez y Pelayo en el que unos versos de El Conde Lucanor preceden a la copia del Libro de los doze sabios, James R. Chatham aventuró una hipótesis bastante arriesgada. El Libro de los doze sabios pudo ser escrito por don Juan Manuel para la instruc­ ción de Alfonso XI. Se identificaría así el texto con el Libro de los sabios, dado por desaparecido. El Libro del consejo e de los consejeros se ha atribuido a Pedro Gómez Barroso, clérigo protegido de Sancho IV, a finales del siglo XIII. La base para esta atribución, poco sólida, parte de una frase del prólogo: «E yo, Mastre Pedro,... fiz este libro» (p. 20), sumado al hecho de que se incluya en los manuscritos junto con los Castigos. M. Zapata y Torres destacó la vinculación de la obra con la didáctica europea, con los Tratados morales de Albertano de Brescia y especialmente con el Liber consolationis et consilii (1246). Sin embargo, «Maestre Pedro» reelabora su fuente, in­ troduciendo materias de otras partes del libro y de otras obras, como las orientales, para alcanzar las seis razones o citas que ha de aportar en prueba de cada uno de sus conceptos. A diferen­ cia de otras colecciones de sentencias, el libro responde a un tema particular al cual está sujeta la coordinación de sus materias: las virtudes del consejo. 2. ORGANIZACIÓN DE LAS COLECCIONES En los modelos orientales, especialmente en el Libro de los bue­ nos proverbios y en los Bocados de oro, se recurre a la convención de la reunión de sabios para engarzar las distintas máximas. Así mismo el esbozo de unas biografías anecdóticas permite captar mejor, por la vía del ejemplo, la vertiente ética de sus palabras. Sin embargo, la difusión de estas colecciones permite ver cómo mientras se trasvasan sus dichos a otras obras, van desapareciendo estas semblanzas. Literariamente ello conlleva una pérdida de unidad. Los prólogos o capítulos iniciales suelen desempeñar también una función integradora del conjunto. Particularmente interesante resulta el comienzo de los Bocados, según se recoge en algunos manuscritos y en la edición impresa en Valladolid (1527). Bonium, rey de Persia, emprende un viaje hasta la India en busca del saber. Recorre un misterioso palacio en el que se hallan reunidas figuras del pasado, acompañado por un tal Juanicio, tras el que parece

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encubrirse el propio Hunain. El resultado de aquel viaje es el libro que a continuación sigue. Desde un punto de vista literario, el recurso sirve para engarzar los distintos capítulos. Pero en el motivo se confunde la realidad con la leyenda, de modo que resul­ tan difíciles de deslindar. Al igual que en las reuniones de sabios es visible un eco de las convenciones herméticas o de las escuelas socráticas, el viaje hasta las fuentes del saber puede tener también su transfondo real. Muchas de estas máximas han recorrido un camino desde Grecia hasta el mundo islámico, pasando por Siria y Persia. Es posible incluso que las colecciones orientales de dichos se basen en obras similares de la época helenística. Los mismos traductores, como es el caso de Hunain, formaron parte de expedi­ ciones a Bizancio en busca de manuscritos griegos. Ello no impide que la mención al libro escondido y finalmente hallado tenga ya un marcado sabor tópico, como ocurre en la presentación de la Poridat de las poridades: «non dexé templo de todos los tenplos o condensaron los philósophos sos libros de las poridades que non buscasse, nin omne de horden que yo sopiesse que me conseiasse de lo que demandava a quien no preguntasse fasque vin’ a un templo quel dixen Abdexenit que fizo Homero el mayor pora sí, e demandé a un hermitaño sabio et roguél e pedíl merged fasta que me mostró todos los libros del templo; et entrellos fallé un libro que mandó Almiramomelin buscar, escripto todo con letras doro...» (p. 31). La meta del viaje en este último caso es el hallazgo de un libro, cuya apariencia lujosa, denota externamente el valor de su conteni­ do. La ficción de hallar libros escondidos en templos forma parte también de la tradición hermética árabe. El mismo nombre de Homero, a quien se atribuye en la versión castellana el origen del templo, se corresponde con Hermes en varios manuscritos ára­ bes. La transmisión del saber puede hacerse, pues, a través de cauces orales o escritos, aunque esta última forma parece predomi­ nar. Las palabras pronunciadas por los sabios reunidos se recogen luego en libro. La escritura, como repetirán los medievales, garan­ tiza la pervivencia del legado de la antigua sabiduría. En el co­ mienzo del Libro de los buenos proverbios el autor se presentará como traductor de «libros antiguos escriptos en pargamino rosado con oro y con plata y en pargamino^ cárdeno escripto con oro y con otras muchas colores fermosas. E en el comiendo del libro avié figura del philósopho illuminado y assentado en su siella y la figura de los philósophos antel deprendiendo de lo que dizié» (p. 41). La alusión a las ilustraciones nos llevará a lo que será también

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un importante camino de difusión del saber, la imagen, y brindará la clave para comprender unas enigmáticas palabras de los Boca­ dos de oro. El autor de los Bocados en árabe, al-Mubassir, tendría a su alcance algunos de los muchos libros que transmitían noticias biográficas de los filósofos clásicos, con datos procedentes del mundo griego, pero ampliamente modificadas por escritos apócrifos, resú­ menes siriacos, etc. El «Capítulo de los fechos de Aristóteles» (pp. 98 y ss.) se inicia con la etimología de su nombre («Aristótiles tanto quiere dezir en el lenguaje de los griegos como ’conplido de bondat’... »), noticias de su padre («E avía su padre nombre Nicómacus...») y de su linaje e indicación de su lugar de nacimien­ to («E nasció Aristótiles en una villa que le dizién Estaguira...»). Seguidamente se contarán sus estudios en Atenas desde los ocho a los diecisiete años con retóricos, versificadores y gramáticos y el ataque de Pitágoras y Pícoras a esos maestros. Esta etapa equi­ valdría al aprendizaje del trivium e iría seguida de una estancia con Platón para aprender «las sciencias éticas [e] quadruviales e las naturales e las teologales». A la muerte de Platón se desplaza hasta Macedonia llamado por Filipo y se convertirá en el preceptor de Alejandro. A la marcha de este último, regresará el filósofo a Atenas donde permanecerá enseñando hasta su traslado a Estagira. Sus últimos años transcurrirán preocupándose por «fazer bien a los ornes, e alimosnar a los pobres, e casar las huérfanas, e governallas, e dar algo a los que querién aprender quales quier que fuesen e qual quier sciencia quisiesen aprender». Las noticias biográficas suelen continuarse con una breve des­ cripción del físico del personaje. Así, por ejemplo, «Sócrates [fue] de bermeja color, e de buen grandez, e covo e fermoso de rostro, e espaldudo, e osudo, e de poca carne, e avié los ojos prietos, e vagaroso de su palabra, de mucho callar, de mienbros quedos, quando andava catava a la tierra, de mucho pensar, quando fablava movié el dedo que es dicho índice» (p. 48). Rasgos similares se repiten en otras semblanzas: rostro hermoso, cabeza grande, ojos negros... Harriet Goldberg ha vinculado la tendencia al retra­ to físico en los Bocados a las limitaciones que imponía el mundo musulmán al arte figurativo. Sin embargo, no conviene olvidar que la mayoría de estas colecciones derivan de ámbitos cristianos nestorianos. Los retratos enlazan claramente con la ciencia fisiognómica, que, en palabras de Al-Razi, «consiste en deducir del aspecto externo la interna constitución» (Viguera, 1977, p. 81). La imagen de Sócrates nos llevaría, de acuerdo con estos tratados árabes, a deducir, por el color del rostro, que se trataba de un hombre de temperamento caliente— húmedo, de «excelente inteligencia,

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por más que su reflexión tiene perfección mayor que su memoria» (Viguera, 1977, p. 107). Los ojos negros serían indicio de su «afi­ ción por considerar lo oculto y por resolver los misterios» (p. 48); su mucho callar «demuestra atención al acontecer de la sabi­ duría» (p. 49); su gesticulación al hablar es prueba «de absoluta y recta perspicacia» (p. 45), etc. Finalmente algunas descripciones concluyen con una mención de lo que cada uno llevaba en la mano: Rabión, una pértiga (p. 26), Hipócrates, una lanceta (p. 30), Medargis, una vara culminada por una figura de la luna (p. 158) y Aristóteles «tenía sienpre en la mano el estrumento de las estrellas» (p. 101). Estas alusiones a objetos emblemáticos permiten deducir que Al-Mubassir se inspi­ rara en algunas ilustraciones concretas. Como recuerda J. Kraemer (1956, p. 288) se conservan manuscritos árabes de los Bocados con ilustraciones que representan a los sabios y la práctica puede remontar hasta los códices bizantinos. 3. LOS FILÓSOFOS Y EL SABER El tema que preside y vertebra todas las colecciones orientales es el saber. Se trata, como ya señaló el profesor José Antonio Maravall, del saber entendido como un sistema acabado, comple­ to, al que no se puede añadir nada. No plantea problemas de investigación, sino de localización, transmisión y, por último, apli­ cación práctica. Es un saber estático, que está depositado en las mentes de los sabios o en los libros que ellos escribieron. El lugar del que arranca el cauce de comunicación es un gran sabio antiguo o sus libros y el sabio por antonomasia es el filósofo, como se lee en el Libro de los buenos proverbios: «Los philósophos son los sabios sesudos y entendidos y dellos aprenden toda la buena sapiencia y todo buen seso» (p. 46). Las colecciones directamente vinculadas a los modelos árabes, como el Libro de los buenos proverbios y los Bocados de oro, atribuyen las máximas a una pléyade de sabios entre los que se incluyen, junto a Aristóteles, Platón o Sócrates, poetas, dioses, héroes o personajes legendarios, como Adán, Homero, Alejandro, Hermes o el sabio Lucumán. El recurso de los nombres famosos es una de las claves de su éxito. La Edad Media basaba su noción de saber en la referencia a unos antiguos en quienes la sabiduría tuvo un desarrollo incomparable; ello explica el auge de la literatu­ ra ejemplar y de la literatura proverbial. Hasta tal punto estaba arraigada esta idea que ningún avance era seguro si no estaba

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garantizado por un precedente en el pasado. Y qué mejor que el pasado clásico para la difusión de la sabiduría. La popularidad de un libro de consejos de gobierno, como es la Poridat de las poridades, queda asegurada si es el mismo Aristó­ teles quien enseña a Alejandro. Y aún más si el lector piensa que, gracias a los desvelos del traductor, consigue tener entre sus manos un libro secreto, en el que el filósofo descubría los misterios del arte de gobierno sólo para conocimiento de su discípulo. Los tres sabios más veces citados en las obras de origen oriental son Sócrates, Platón y Aristóteles. Desde un punto de vista históri­ co, el Libro de los buenos proverbios sigue una base cierta: Sócra­ tes enseña a Platón y éste a Aristóteles. Pero el contenido y las circunstancias de esa enseñanza se exponen de forma extravagante; algunos datos se corrigen en los Bocados de oro, pero otros se mantienen y continúa así la difusión distorsionada de estos sabios. Las anécdotas que se cuentan de ellos pueden despertar hoy cierta sonrisa, pero no conviene olvidar que durante muchos años en el recuerdo de los grandes personajes de la antigüedad la historia se fundía con la leyenda. Lejos la conciencia cronológica, en el tratamiento que se da a las figuras de estos filósofos se percibe el mismo afán aproximador que explica la leyenda del Aristóteles hispano. Pese a que había existido en la España árabe un conoci­ miento más directo de Platón o de Aristóteles, no es aquí hacia donde los castellanos dirigen su mirada. Las figuras de los tres filósofos citados se distorsionan de acuer­ do con unas prácticas habituales en la Edad Media, ampliamente estudiadas. En primer lugar, muchas de sus palabras aparecen lle­ nas de sentido cristiano. Los esfuerzos por salvar la antigüedad pagana dieron como resultado una tendencia cristianizadora del mundo clásico, bien sea directa, considerando a algunos de sus representantes como precristianos, inspirados directamente por el Espíritu Santo, bien indirecta, recurriendo a la alegorización. Estas colecciones orientales, compiladas dentro de círculos cristianos nestorianos nos ofrecen un primer paso de esta asimilación. Una vez establecida la cristianización de los antiguos, es posible convertirlos en paradigmas para la propia conducta. En segundo lugar, las semblanzas de los tres filósofos coinciden en presentarlos como maestros del ascetismo, propugnando en vida la renuncia a todo lo que pudiera suponerles distracción del ejercicio de la virtud. De ahí a la reputación medieval de la castidad de Platón y Sócra­ tes, y la tradicional misoginia de los tres no hay más que un paso, que se dará en las mismas colecciones y reiterarán hasta la saciedad los autores medievales (.Libro de los buenos proverbios,

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pp. 70-82). Finalmente, a los tres, aunque en mayor medida a Platón y Aristóteles, se les suponen saberes esotéricos, posiblemen­ te recuerdo en algunos casos de tradiciones herméticas. No hay tampoco notables divergencias entre los dichos atribuidos a los distintos sabios, que nos permitieran llegar a diferenciarlos. Todos ellos coinciden en exponer unas normas éticas muy similares. La asimilación de las tres figuras a unos valores similares pueden también justificar su confusión. Si Sócrates podía aparecer en un tonel, morada habitual de Diógenes, Platón suplantará en ocasio­ nes a Aristóteles y aparecerá como maestro de Alejandro (LBP, p. 103). Una vez localizado el saber en los grandes filósofos, el segundo problema que se plantea es el de la transmisión. El saber no com­ porta problemas de investigación sino de comunicación. Para la divulgación se elegirá un método que facilite el aprendizaje y la retención de lo aprendido. En un intento por lograr estos fines se recurre a compilar proverbios o ejemplos, dos recursos clara­ mente conectados y que suelen combinarse en las mismas obras. Los proverbios constituyen una forma condensada de saber, que muchas veces, desde su misma presentación formal, parecen predi­ car una verdad intemporal («Non murió qui buen nonbre dexó», LBP, p. 67); o conminan a una práctica concreta: «Faz bien si quieres que te lo fagan» (LBP, p. 50). Esto refuerza la impresión de que se trataba de preceptos de obligado cumplimiento. Otras veces surgen de una breve situación dialogada como respuesta a la previa pregunta de un discípulo. Finalmente, también las colec­ ciones de proverbios incorporan numerosas anécdotas, a través de las cuales se pueden extraer los consejos sapienciales. El complejo proceso hasta llegar a adquirir la sabiduría no se cierra con la lectura, ya que es imprescindible que quien ha adqui­ rido el saber lo lleve a la práctica. Ese saber sirve para ordenar la conducta del hombre desde un plano moral. El fin último es conseguir regirse a sí mismo y, una vez conseguido esto, resultará más fácil llevar a la práctica los preceptos expuestos y poder cono­ cer a los demás: «El que se connosge non se pierde ante los omnes» (LBP, p. 60); «Conviene que comencemos en saber dont so­ mos ante que puñemos en saber donde son los otros» (LBP, p. 63); o «Mal está aquel que está en manera de saber quién es» (Ibid. ); «Non puede mandar a muchos el que non puede mandar a sí, que es uno» (Bocados, p. 24). Pero en estas citas no debemos ver la afirmación del hombre individual, que anunciará el cambio de mentalidad renacentista, sino más bien un reflejo de la concep­ ción del saber que transmiten estas obras. El hombre que se com­

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porta de acuerdo con sus normas se convierte a sí mismo en un paradigma del que podrán sacar provecho otros. Se reiteran los avisos sobre la moderación en el comer y en el beber y, sobre todo, en el contacto con las mujeres; continua­ mente se asocia la mujer al mal, hasta el punto de desear su desaparición o, por lo menos, no lamentar su muerte. La pruden­ cia dicta las normas de conducta personal y social. Es mejor callar antes que decir algo de lo que no se está seguro. Se propugna ser manso, justo, sufridor... En relación con el prójimo es necesa­ ria siempre la precaución, puesto que el excesivo trato con los hombres llevará también al contacto con los malos. Para ello se insiste en la necesidad de probar a los amigos, y especialmente a quienes van a ejercer de consejeros regios, para conocer sus cualidades. Se rechazan la saña, la avaricia, la codicia, la hipocre­ sía; por el contrario, la renuncia a los placeres conduce al elogio de la pobreza, al conformismo con todas las circunstancias de la vida y, por supuesto, con el tránsito hacia la muerte. En conclusión, la sabiduría que pretenden transmitir estas colec­ ciones orientales consiste en aceptar voluntariamente lo inevitable. La única virtud, y por lo tanto la única felicidad, se consigue por el camino de la razón; y ese camino pasa por el dominio de las pasiones. En estas ideas es fácil percibir las huellas del estoicismo clásico, claramente visibles entre los pensadores musul­ manes cuando tratan sobre la moral. Ningún obstáculo hay, en un principio, para que las mismas sentencias circulen en un contexto cristiano. Sólo cuando se dirigen especialmente a un público de religiosos, como ocurrirá con los Dichos de los santos padres en el siglo XIV, serán necesarias más modificaciones. Sin embargo, en las adaptaciones occidentales, los dichos atribuidos a los filósofos clásicos o a personajes legendarios del mundo oriental se combinan con los pensamientos de San Ber­ nardo o de Séneca. Especialmente importante es este último. La asociación era fácil de establecer, si recordamos que los dichos apócrifos de Séneca en la Edad Media comprendían tanto senten­ cias de carácter moral como de pura estrategia política (Blüher, pp. 73 y ss.). La asimilación es tan evidente que en el prólogo de las Flores de filosofía se le menciona como autor, pese a que no se vea que se hayan usado sus obras. Tampoco debe olvidarse la mención que se hace de Córdoba como patria de Séneca, ciudad que conservaba todavía en el siglo XIII la aureola de su espléndido pasado árabe. Igualmente se atribuye a Séneca el componente mi­ sógino que habían tenido los clásicos, en especial Sócrates, en las colecciones orientales.

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En las adaptaciones y nuevas compilaciones se percibe también un mayor interés por los temas de gobierno. En las obras orienta­ les se incorporaban máximas especialmente dirigidas al rey; si­ guiendo la misma línea, las compilaciones hispanas traslucen clara­ mente las luchas por el poder en la España del XIII. Como ha señalado J. Gimeno Casalduero (1972, pp. 51-54), en el Libro de los Cien Capítulos se exalta al rey sin disimulo. Comienza por presentarlo como delegado de Dios («El rey es senescal de Dios, que tiene su vez e su poder», Cien, p. 1). Se advierte de los peligros que supone la superioridad de los vasallos («e si pudiere el pueblo más que el rey, piérdese el rey e el pueblo», Cien, p. 49) y se insiste en la obediencia debida al monarca, hasta el punto de impedirse cualquier disconformidad («Non deven ningunos del reino reprehender al rey de las cosas que fiziere para enderes^ar su reino, maguer se les antoje que con derecho le pueden redrar», Cien, p. 4).

CAPÍTULO IV LOS ORÍGENES DE LA PROSA DE FICCIÓN

La literatura de ficción surgirá a mediados del siglo XIII con obras cuyos modelos remontan al mundo oriental, aunque no siem­ pre las versiones conservadas procedan de textos árabes. Dos son las colecciones de cuentos que llegan a la Península a través del mundo árabe: el Calila e Dimna, mandado traducir por el infante Alfonso, y del que se hablará en el apartado correspondiente a dicho rey, y el Sendebar (1253), del que encargó la traducción el infante don Fadrique. A partir de originales en latín, se traduci­ ría en fechas todavía sin precisar otro libro de procedencia hindú: el Barlaam e Josafat. Pero la lista no estaría completa sin incluir otros textos, emparentados tanto con las colecciones de cuentos como con la literatura sapiencial: La historia de la Doncella Teo­ dor, que se traducirá del árabe, y otras dos obritas que tendrán modelos latinos: La Historia del filósofo Segundo y El infante Epitus. 1. SENDEBAR El Sendebar es una colección de cuentos procedente de Oriente, aunque la crítica todavía no haya podido determinar si la obra se gestó en la India o en Persia. Se conservan numerosísimas ver­ siones, que se agrupan en dos ramas. La denominada rama orien­ tal representa el estado más arcaico; de ella nos han llegado ocho textos (en siriaco, griego, castellano, árabe, hebreo y tres en pahlevi, persa literario), entre los cuales se encuentra la traducción al castellano encargada por el infante don Fadrique. La denominada rama occidental tiene su punto de partida en una traducción latina

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realizada en el siglo XII, y es mucho menos respetuosa con el modelo. Habitualmente se emplea el nombre de Siete Sabios para agrupar a las numerosas versiones occidentales, entre las que tam­ bién habrá que incluir las castellanas posteriores. En el prólogo de la primitiva traducción castellana se lee que fue «el infante don Fadrique, fijo del muy noble aventurado e muy noble rey don Fernando, [e] de la muy santa reina, conplida de todo bien, doña Beatriz», quien mandó traducir el libro «en noventa e un años» (Lacarra, 1989, p. 63). La identificación de don Fadrique con el personaje histórico, hijo de Fernando III el Santo, y hermano, por consiguiente, del rey Sabio, lleva también a concluir que la fecha aludida es el año 1291 de la Era Hispánica, equivalente al 1253, según el cómputo cristiano, tras restarle 38 años. No conservamos ninguna otra traducción más atribuida a este infante al que su hermano, Alfonso X, mandó matar en 1277, acusándole de intento de rebelión. Sabemos, sin embargo, que pasó largas temporadas en Sevilla, tras la reconquista de esta ciudad, y es posible que allí intentara promover un mecenazgo cultural similar al emprendido por el rey Sabio. Como apuntó A. D. De­ yermond, en el libro pudo encontrar don Fadrique un fiel reflejo de las tensiones e intrigas palaciegas que él mismo conocía muy bien. La obra se inicia siguiendo unas pautas claramente folclóricas y análogas a otros muchos relatos de la tradición oral y escrita: «Avía un rey en Judea que avía nonbre Alcos. E este rey era señor de gran poder, e amava mucho a los omnes de su tierra e de su regno e manteníalos en justicia. E este rey avía noventa mugeres. Estando [con] todas, según era ley, non podía aver de ninguna dellas fijo» (p. 65). La alegría por el nacimiento del ansia­ do heredero, quedará enturbiada pronto por las predicciones que harán los sabios, tras observar el horóscopo del niño: «fiziéronle saber que era de luenga vida e que sería de gran poder, mas a cabo de veinte años que 1’ avía de contener con su padre por que sería el peligro de muerte» (p. 67). Quizá como un síntoma del peligro que se avecina, cuando el infante alcance la edad de quince años, se producirá el primer conflicto al descubrirse que no es capaz de aprender nada nuevo. Ello motivará una nueva reunión de sabios y la elección de £endubete para que se encargue de resolver el problema. Éste se encerra­ rá con el niño en un extraño palacio edificado a propósito para estos fines. En las paredes «escrivió todos los saberes que l’avía de mostrar e de aprender: todas las estrellas e todas las feguras e todas las cosas» (p. 72). El joven aprenderá muy rápidamente, pero, esta alegría se truncará con la realización de un nuevo horós­

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copo que precisará lo que el anterior dejó inconcreto: el peligro anunciado consistirá en un gravísimo enfrentamiento entre el in­ fante y su padre, el rey, que sólo el total silencio del joven durante los siete días próximos logrará conjurar. La conexión entre el siete y el silencio recuerda a los rituales pitagóricos, pero las relaciones son múltiples en un texto que va a jugar deliberadamente con la simbología numérica. El regreso del infante al palacio sigue de nuevo los caminos marcados por la tradición. Para tratar de averiguar la repentina mudez del joven, una de las esposas del rey decidirá encerrarse a solas con él y aprovechará la ocasión para tratar de seducirle. La negativa del infante, quien así rompe parcialmente su silencio, será utilizada por la mujer para contar al rey que el joven quiso seducirla. Nos encontramos ante el conocido motivo de la «acusa­ ción falsa», sin que las numerosas leyendas que lo tratan, como la historia de José con la mujer de Putifar, Peleo y Astidamía, Fedra e Hipólito, etc., tengan que guardar conexión directa con nuestro texto. A su vez, la acusación servirá para poner en peligro la vida del infante —como había anunciado el horóscopo—, pues el rey decidirá condenarlo a muerte. Pero la ejecución se verá aplazada cada vez por la presencia de un consejero, hasta un total de siete, que con dos cuentos trata de convencer al rey para que modifique su sentencia. Cada intervención se contrarrestará con las palabras de la malvada mujer, quien, también con cuentos, trata de convencer al rey de lo contrario. Transcurridos los siete días será el propio infante quien aclare lo ocurrido y pase a con­ vertirse así mismo en narrador de cinco cuentos. En total se inclu­ yen 23 cuentos (aunque deberían de ser 24, pero del tercer conseje­ ro solo se conserva uno por fallos en la transmisión). Todos ellos contados por personajes de la narración principal, quienes tratan así de modificar el curso de la historia. Se trata del mecanismo conocido con el nombre de marco narrativo, que la literatura oriental usó con frecuencia y habilidad y que también se adoptó por narra­ dores occidentales. En el origen del recurso subyace una gran fe en el poder persuasivo de los cuentos, pues con ellos se espera modificar la conducta de quienes los escüchan. En este caso, como en Las mil y una noches, contar es salvar la vida, bien sea la del joven condenado o la de su acusadora, quien sabe que su salvación depende de la muerte del príncipe. Podrían diferenciarse tres grupos de personajes narradores: los consejeros, la mujer y, finalmente, el propio infante. De los tres, la mujer es la que soporta mayor tensión, pues conoce la transitoriedad del mutismo del infante. De ahí su creciente impaciencia

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al transcurrir los días, que le llevará a abandonar el discurso para pasar a la acción el sexto día y preparar una hoguera en la cual anuncia que va a quemarse. Con sus cuentos pretende ahondar en un tema que contaba con cierto apoyo en la tradición: los peligros de seguir los dictados de los malos consejeros. Con esa intención parece que narra los cuentos 6 y 8; sin embargo, los elementos sobrenaturales y míticos acaban por sepultar la crítica hacia los privados. La actuación de los consejeros viene justificada por la necesidad de asumir la defensa del infante silencioso, a lo que se suman intereses propios. Si la sentencia se ejecutara, el rey podría arre­ pentirse cuando ya no hubiera remedio y se volvería entonces con­ tra ellos. Con sus cuentos inciden en dos temas tópicos en la época: con el primero de cada intervención tratan de evitar que el rey actúe movido por la «saña»; con el segundo, insisten en la maldad de las mujeres. El consejo de no actuar precipitadamen­ te es una de las normas éticas más repetidas en los textos didácti­ cos de la época. Con ello se vincula la colección oriental a la literatura de espejo de príncipes. Los privados centran la segunda de sus intervenciones en con­ vencer al rey de la maldad de las mujeres y recurren en varios casos al tradicional relato triangular (2, 5, 10 y 13). En el tema subyace la idea de la naturaleza engañadora de la mujer, que le imposibilita para mantener el pacto de fidelidad implícito en la relación matrimonial, y su tendencia irrefrenable hacia la lujuria. La necesidad de satisfacer sus deseos le llevará a engañar al marido para mantener ocultas sus relaciones. Éste, en una serie de cuentos cómicos, emparentados con los fabliaux, se convierte en una doble víctima; primero porque es suplantado por otro y luego porque la astucia de su esposa le llevará a borrar toda sombra de sospecha y terminará incluso alabando su honestidad. La imagen de la mu­ jer que brindan estos cuentos coincide con la importancia creciente que la temática misógina está adquiriendo en la literatura del siglo XIII, algo a lo que no será ajena la literatura sapiencial. Concluido el plazo de siete días el infante puede explicar por sí mismo lo ocurrido. Con ello podría darse por finalizada la obra; sin embargo, será preciso todavía que dé muestras de su sabiduría. Con sus cuentos va a dejar claro que es sabio, pues es capaz de reconocer humildemente sus propios límites. Los protagonistas de sus cuentos, dos niños y un anciano, todos ellos ciegos, son ejemplo de un conocimiento secreto, intuitivo y esotérico. Final­ mente llegará el veredicto irrevocable del rey, condenando a la mala mujer a morir quemada en una «caldera en seco» (p. 155).

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La traducción, a la que la crítica suele llamar Libro de los engaños por una frase del prólogo, supone un hito importante por su fidelidad al modelo oriental. Con ella aparece en la literatu­ ra castellana una forma literaria, el marco narrativo, y unos cuen­ tos, como el de «La perrilla» o «La espada», de gran popularidad en la Edad Media. Sin embargo, no es fácil suponer que esta versión alcanzara amplia difusión. El texto, bastante defectuoso, se conserva en un solo manuscrito del siglo XV que no vio la luz hasta que lo editó D. Comparetti a finales del siglo pasado. 2. BARLAAM E JOSAFAT Al igual que veíamos en el Sendebar, también la historia de Barlaam y Josafat se inicia en la India, con un rey, Avenir, preocupado ante la falta de heredero. La alegría por el nacimiento de Josafat se enturbiará cuando uno de los astrólogos de la corte haga la siguiente predicción: «Mi señor, segund que yo puedo conosger por lo que a mí mostraron los cursos de las estrellas, sepas que la onra e el provecho deste infancte que agora nasció no será en el tu reino mas en otro más alto que no se puede enparejar a el este tuyo en ninguna manera; ca segund yo creo, rey, rescibirá este niño la ley de los cristianos e a ti tornará a ella» ( KellerLinker, p. 22). Su padre «mandó fazer un palacio muy grande e muy fermoso en cabo de la cibdat; e mandó fazer en él muchas cosas por grand arte e sotileza; e mandó allí poner el infante por que aquella fuese la su morada» (p. 24). El palacio donde el niño recibirá sólo las visitas de sus maestros recordará también al que mandó hacer £endubete en la historia del Sendebar. Pero los para­ lelismos concluyen aquí, porque los móviles son distintos. El rey Avenir desea así preservar a su hijo del cristianismo y evitarle cual­ quier contacto con la fealdad o la vejez. Pero el príncipe, en una de sus escasas salidas, tendrá tres encuentros, con un enfermo, un leproso y un anciano, que le harán reflexionar sobre la fugacidad de los bienes terrenos. La llegada del ermitaño Barlaam, disfrazado de mercader, le permitirá ser instruido* por medio de cuentos y parábolas, en el cristianismo. Finalizada la conversión con el bautis­ mo, se retoma la acción principal para narrar las desventuras que esperan al joven príncipe. Su padre, decidido a someter al infante, le enviará un falso ermitaño y astrólogo, y el hijo deberá participar en una disputa teológica y padecer tentaciones, pero logrará salir victorioso de todas estas pruebas y terminará, tras convertir a sus oponentes, marchándose como penitente.

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El marco narrativo, de ascendencia oriental, ha sufrido tal cris­ tianización que afecta a su propia estructura. Los cuentos y pará­ bolas surgen del sermón de Barlaam como auténticos exempla para ilustrar el dogma ante Josafat. Con sus cuentos, Barlaam no trata de modificar o detener la marcha de la acción principal; contar no es salvar la vida o luchar contra ningún plazo inexorable. Es la actitud del predicador que recurre al lenguaje alegórico para enseñar una doctrina. Frente a la brevedad de la moralización en el Sendebar, aquí el sabio Barlaam se detiene explicando con morosidad la adecuación entre la historia y el discurso religioso, los elementos de la anécdota son sometidos a un proceso exegético, mostrando sus correspondencias alegóricas. Así, al concluir el rela­ to de «El rey por un año» (que inspirará el ejemplo XLIX de El conde Lucanor) Barlaam se detiene en una meticulosa interpre­ tación: «Esta cibdat se entiende por este mundo, vano e engaña­ dor; e los gibdadanos e poderosos son los diablos que son governadores de las tinieblas deste siglo, que nos falagan con sus deleites e con sus engaños, etc.» (p. 123). La profunda cristianización de la obra originó una de las confu­ siones más curiosas de la historia literaria. La historia de Barlaam y Josafat fue considerada un relato hagiográfico y sus protagonis­ tas todavía se conmemoran en la Iglesia Ortodoxa. Sin embargo, hacia el año 1851 M. Steinschneider descubrió que la leyenda cris­ tiana del príncipe Josafat y su maestro Barlaam era transforma­ ción de una historia del siglo VI antes de J. C. que contaba la conversión del príncipe indio Siddharta Gautama en un «buda» o iluminado. La filiación de los eslabones es asunto complejo, aunque parece aceptarse que, antes de revestirse de una forma cristiana, el texto indio tuvo una versión maniquea escrita en turco y fue traducido al árabe en Bagdad, por las mismas fechas en que lo eran el Calila y el Sendebar. El momento clave para la transformación de la leyenda correspondió, entre los siglos VIII y IX, a las versiones georgiana y griega, de donde a su vez pasaría al latín (siglo XI), abriéndose así las puertas del Occidente euro­ peo. La inserción en el siglo XIII en dos obras de amplísima popularidad, el Speculum historíale de Vicente de Beauvais y la Legenda aurea de Jacobo de Vorágine, le aseguraron su difusión. Los tres manuscritos catellanos, de finales del XIV y del XV, recogerán testimonios de versiones más tempranas, posiblemente del siglo XIII, realizadas a partir de originales latinos. Como ocu­ rrirá con la Historia del filósofo Segundo, también la obra de Beauvais será el antecedente directo, al menos para uno de los manuscritos, de la traducción castellana. A estos tres manuscritos

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habría que añadir las traducciones del capítulo 175 de la Legenda Aurea. La influencia del Barlaam e Josafaí en la literatura españo­ la persiste hasta el siglo XVIII, aunque habría que estudiar deteni­ damente cada caso (desde el Libro de los estados de don Juan Manuel hasta La vida es sueño calderoniana) para poder calibrar las deudas. 3. LA HISTORIA DE LA DONCELLA TEODOR La Historia de la Donzella Teodor cuenta con una amplísima tradición en la Península, como lo demuestran los cinco manuscri­ tos conservados, todos ellos del siglo XV, y las más de cuarenta impresiones, tanto en castellano como en portugués, sin sumar las recreaciones, como la de Lope de Vega. Desde la primera edi­ ción de H. Knust se viene aceptando que el texto pudo ser traduci­ do del árabe en la segunda mitad del siglo XIII. Aunque pronto se integró la obra en las Mil y una noches (noches 436-462), los arabistas piensan que tuvo un origen independiente. Es posible que se gestara en Bagdad, pasara a Egipto y finalmente acabara por incluirse en el famoso ciclo novelístico. La obra circularía en Al-Andalus como historia independiente, como lo prueban los dos manuscritos árabes actualmente conservados en España. La historia, tal y como se recoge en las Mil y una noches, está muy centrada en la doctrina religiosa islámica. Sin embargo, la peculiar organización formal permite su fácil adecuación a nuevos contex­ tos culturales. En este sentido, los cinco manuscritos castellanos son un perfecto ejemplo del cruce entre la tradición oriental y la occidental: el califa Harun al-Rasid pasa a convertirse en Almanzor, la acción se traslada de Bagdad a Babilonia, nombre con claras resonancias bíblicas, aunque los cambios más profundos se producirán en el debate. Estas modificaciones contrastan con la fidelidad de las traducciones de otras obras, como el Calila e Dim­ na o el Sendebar, e inducen a pensar que estamos ante una versión alejada de los circuitos cortesanos. La obra se inicia con una historia preliminar que ejercerá una función similar a la del marco narrativo. Un mercader arruinado se lamenta de su triste situación, cuando su única esclava, la joven Teodor, se ofrece para solucionar su problema, proponiéndole a su amo un plan de acción. Quiere que la lleve ante el califa y la ofrezca en venta por una suma astronómica. Ante el asombro de Almanzor por el elevado precio, ella se encarga de anunciar sus múltiples conocimientos: «Señor, yo aprendí la Ley o el Libro

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de Dios, e aprendí más los quatro vientos e las siete planetas e las estrellas e las leyes e los mandamientos e el traslado, e los prometimientos de Dios e las cosas que crio en los gielos. E apren­ dí las fablas de las aves e de las animalias, e la física e la filosofía e la lógica e las cosas provadas. E aprendí más el juego del axedrez, e aprendí tañer laúd e cañón e las treinta e tres trobas. E aprendí las buenas costumbres de leyes, e aprendí bailar e cantar e sotar, e aprendí texer paños de peso, [e] aprendí labrar paños de seda, e aprendí labrar de oro e de plata e todas las otras artes e cosas nobles» (Mettmann, p. 148). Cerrada así la situación inicial, el núcleo del texto estará forma­ do por las sucesivas pruebas a las que será sometida la doncella, a cargo de tres sabios de la corte: un alfaquí, «sabedor de justicias e de leyes», un médico y un «sabidor de la gramática e de la lógica e de la buena fabla» (p. 149). La doncella tiene que respon­ der a diversas cuestiones. Tras la considerable reducción del mate­ rial islámico, el interrogatorio de Teodor en los manuscritos medie­ vales se centra en adivinanzas y en algunas materias seudocientíficas que formarían parte del saber común. Cuando el sabio médico pide a Teodor que recite las condiciones físicas que debe reunir la mujer ideal, ella responde recordando dieciocho atributos, re­ partidos en grupos de seis adjetivos, cada uno referido a tres par­ tes del cuerpo: «Luenga en tres: que sea luenga de estado, e que aya el cuello luengo, e los dedos luengos; e blanca en tres: el cuerpo blanco, e los dientes blancos, e lo blanco de los ojos blan­ co; e prieta en tres: cabellos prietos, e pestañas prietas, e lo prieto de los ojos prieto; e bermeja en tres: mexillas bermejas, e be?os bermejos, e enzías bermejas; e pequeña en tres: boca pequeña, e nariz pequeña, e los pies pequeños; e ancha en tres: ancha de caderas, e ancha de espaldas, e ancha la frente; e que sea muy plazentera a su marido e muy ayudadora, e que sea pequeña de hedat» (pp. 152-153). Este canon se ha conectado con el retrato de la bella ideal que se incluye en el Libro de Buen Amor a partir de la estrofa 432. Tras resolver todas las adivinanzas y contestar a todas las pre­ guntas, se retomará la narración principal. El rey accede a pagar la suma exigida y aún suele aumentarla con regalos, y le ofrece a la joven la satisfacción de un deseo. Ella dará muestra, una vez más, de su agudeza, pidiendo como favor volver con su amo, pero, por supuesto, con sus ganancias. La victoria de Teodor lleva implícita la derrota de sus interrogadores, como bien lo adelanta el tercero de los sabios: «[que] si vos me respond[i]é[r]des cierta­ mente a todo lo que yo vos preguntare, que yo que vos dé todos

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los mis paños; e [que] si vos non me respond[i]é[r]des ciertamente, que vos que me dedes los vuestros paños» (p. 153). El trato dará pie, al concluir el interrogatorio, a un incidente jocoso, cuando el sabio se vea obligado a pagar a la doncella diez mil doblas de oro a cambio de conservar puestos sus paños menores. La historia principal esconde, al igual que el Sendebar, un reme­ do de aventura iniciática. La joven va superando una a una todas las pruebas y, al final, tras mostrarse digna de acceder al mundo cerrado de los sabios, recibe como recompensa el bien más valioso: su libertad. El iniciado suele ser un ser inferior por su edad, a lo que se añade, en este caso, su condición de mujer y esclava. Todo ello motivará el tono despectivo de los sabios y, en particular del último, quien en el incunable toledano, se reirá de sus compa­ ñeros «porque se dexaron así vencer de aquella donzella tan simple e tan pequeña, niña de tan pocos días» (Mettmann, p. 120). A su vez, estas condiciones acentúan la magnitud de su triunfo y explican la popularidad de la obra durante tantos siglos. 4. LA HISTORIA DEL FILÓSOFO SEGUNDO. DIÁLOGO EN­ TRE ADRIANO Y EPICTETUS Ambas obras, muy similares, parecen remontar a originales grie­ gos surgidos en los siglos II y III después de Cristo. En los dos textos el emperador Adriano plantea diversas preguntas y un filó­ sofo, Segundo, o un joven, Epicteto, le responden con laconismo. La ficción no hace más que recoger lo que debió ser un hábito del emperador, quien era aficionado a plantear problemas similares a los profesores de la escuela de Atenas e incluso a resolverlos él mismo. Posiblemente en el momento de su génesis la obra pudo verse con desprecio por los cultos, pero gozó en cambio de gran popularidad durante la Edad Media. Segundo aprende en la escuela la maldad de las mujeres y, al concluir sus estudios, decide probar a su propia madre. Para ello se presentó en su tierra «a manera de pelegrino, e con su esclavina, e con su esportilla, e con su blao e-los cabellos de la cabeca luengos e la barba muy luenga» (ed. M. Morrás, p. 282). La madre accederá a compartir el lecho con el peregrino, pero éste «metióle la cabeca entre las tetas, e dormiérase toda la noche bien asi commo acerca de su madre» (p. 282). La prueba tendrá trágicas consecuencias: la madre muere al conocer la identidad del visitante y Segundo decidirá a partir de entonces sumirse en el más profundo mutismo. El emperador Adriano tendrá noticias

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del obstinado filósofo y mandará a uno de sus guardas que lo busque con unas secretas instrucciones: matarle, si habla renegan­ do de su situación, y salvarle, en caso contrario. Por supuesto, esto último es lo que sucede y el emperador logra que responda, por escrito, a una serie de preguntas: «¿qué es el mundo?,¿qué es el mar? ¿qué es Dios?... El mundo es gerco que da cobertura fermosa de catar, formamiento que ha en si muchas formas» (p. 282). La imprecisión de las respuestas y el gusto por las paradojas hacen difícil la adscripción de Segundo a ninguna corriente filosó­ fica concreta, aunque se le ha vinculado al neopitagorismo, posi­ blemente por el voto de silencio, y a los cínicos. La historia de Segundo está también estrechamente conectada con el marco narra­ tivo del Sendebar, a través de dos motivos principales: la misoginia y el silencio. Este último tema cobra también un sentido trascen­ dente, pues hablar ante Adriano le supondría la muerte. La difusión de la obra se bifurca en una rama oriental (con versiones siriaca y armenias, muy antiguas, y otras más recientes, en árabe y etíope) y otra occidental. La versión árabe amplifica considerablemente tanto el marco narrativo como las preguntas, y cristianiza el texto, por haberse difundido en círculos religiosos. La rama occidental arranca de la traducción latina realizada en el siglo XII por «Willelmus medicus». Este médico, que llegó a ser abad de St. Denis, tradujo al latín diversos manuscritos griegos adquiridos en Constantinopla, entre otros la Historia del filósofo Segundo y el Diálogo entre Adriano y Epictetus. Las similitudes entre las dos obras se acentuaron más al interpolarse a partir de este momento material de uno en otro. La historia latina del filó­ sofo Segundo gozó de enorme popularidad como lo prueban el centenar de manuscritos conservados, las traducciones a diversas lenguas y su inclusión en crónicas, latinas y vulgares, y obras enciclopédicas. La inserción en el Speculum historíale de Vicente de Beauvais (1190-1264) será determinante para su difusión. Las versiones manuscritas castellanas derivan de la rama occi­ dental: el «Capítulo de las cosas que escribió por respuestas el filósofo Segundo a las cosas que le preguntó el enperador Adria­ no» procede del Speculum historíale y coincide con el capítulo 196 de la Estoria de España alfonsí; y hay también traducción castellana de una versión del siglo XV incluida en el capítulo 122 del Liber de vita et moribus philosophorum de Walter Burley (siglo XIV). A estos dos manuscritos, editados por H. Knust, hay que sumar otro, incluido en el ms. 1763 de la Universidad de Salaman­ ca editado por M. Morrás.

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Las versiones más antiguas conservadas del «Diálogo entre Adria­ no y Epictetus» son latinas, del siglo X, aunque la obra puede remontarse al mismo contexto histórico y cultural que originó la historia de Segundo. De nuevo el interrogador es el emperador Adriano al que responde el joven Epictitus, en cuyo nombre se ha visto un recuerdo del filósofo griego Epicteto. La serie de preguntas-respuestas va precedida de una breve introducción narra­ tiva, aunque en algunas ocasiones el interrogatorio ha podido di­ fundirse de modo independiente. El texto nos ha llegado conservado en versiones manuscritas del siglo XV, en castellano y catalán, e impresas del XVI, aunque, al igual que ocurriría con la Historia de Segundo cabe suponer que ambas obras aparecerían en castellano a mediados del siglo XIII. En opinión de W. Suchier, la mayoría de las versiones ro­ mances derivarían de una traducción provenzal de mediados del siglo XIII. La historia preliminar, según la reflejan los manuscri­ tos, es muy breve, y reúne todas las características de lo que en el folclore se conoce por encadenamiento: «En Roma avía un in­ fante llamado Epitus. Y este fue encomendado a un príncipe. E este príncipe encomendólo a un obispo. E este obispo encomendólo a un conde. E este conde encomendólo a un rey. E este rey enco­ mendólo a un emperador. Y este enperador encomendólo a un duque, el qual era grand sabio. El qual era más entendido en sabiduría que fue en todas las partes de oriente. E aqueste infante Epitus fue a una gibdat a dó era aquel duque tan sabio, el qual infante no quiso ir antel, e dixeron tres cavalleros de aquel sabio duque:— Vamos a ver aqueste infante, pues no quiere acá venir e saludallo emos...» (Severin, p. 26). El asombro que causa con sus respuestas a los tres caballeros motivará que el emperador lo mande llamar. En este punto se inicia la serie de preguntas de Adriano. En el interrogatorio se recogen temas muy diversos. Curiosida­ des bíblicas («¿quántos fijos e quántas fijas ovo Adán?»), quiénes fueron los inventores de las cosas («¿quién fizo primero letras?»), etc., con un predominio por la temática religiosa que asimila la obra a los catecismos («¿quántos son lós pecados principales?», «¿por quántas maneras tienta el diablo al onbre?»). La historia preliminar en las versiones impresas (Las preguntas que el emperador Adriano fizo al infante Epitus, s. a, s. 1.; El libro del infante Epitus, Burgos, Juan de Junta, 1540) está consi­ derablemente ampliada, siguiendo unas pautas muy conocidas del folclore y de la tradición heroica. El niño Epitus nace de «noble generación», pero de una relación ilegítima, lo que origina su aban­

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dono en una isla. De allí será recogido por unos pescadores, quie­ nes viendo la riqueza de sus paños, lo conducirán hasta el rey y éste a su vez se lo entregará a un arzobispo para que lo eduque. Tan rápido será su aprendizaje que la fama de su sabiduría llegará hasta el emperador Adriano. Primero deberá responder a tres pre­ guntas que le plantean unos caballeros de la corte y finalmente será conducido a su presencia. Concluido el largo interrogatorio, considerablemente más extenso que en las versiones manuscritas, pasará a convertirse en consejero imperial. Los tres últimos textos, Teodor, Epitus y Segundo, tienen una estructura narrativa más débil que las coleciones de cuentos, próxi­ ma a los catecismos didácticos hispanoárabes. Coinciden en pre­ sentar un prólogo narrativo y una serie de preguntas-respuestas. La tensión de la disputa se fundamenta siempre en el mismo esque­ ma: «un personaje en una situación social inferior, incluso la del esclavo, que es confrontado una y otra vez con personajes podero­ sos o con amos de los que se libra con su ingenio o a los que pone en posición embarazosa» (Rodríguez Adrados, p. 310). La situación es similar en otros muchos textos de remoto origen grecolatino, como la Vida de Esopo, el Asno de oro, «La disputa entre Alejandro y los gimnosofistas», etc., y se prolonga en la literatura folclórica. En la Edad Media esta estructura didáctica, claro refle­ jo de la enseñanza escolar, acompañada de un prólogo novelesco, se asociaría a los Joca Monachorum, breves diálogos con los que se ejercitaban los saberes bíblicos de los clérigos. Así mismo la forma dialogada recuerda a la que se encuentra en numerosas obras de carácter enciclopédico, como los Lucidarios. Las semejanzas que mantienen internamente pudieron originar las contaminaciones e interrelaciones. En el incunable toledano de 1498, las adivinanzas que resuelve la doncella Teodor proceden del diálogo entre Adriano y Epicteto, a las que vendrán a sumarse otros préstamos en la impresión realizada en Zaragoza, 1540. En sentido contrario, los préstamos son menores, pero curiosos. El famoso canon de belleza femenina pasa a interpolarse en las ver­ siones impresas del Epicteto, de forma poco justificada, dentro de una extensa divagación sobre el matrimonio. De los cinco ma­ nuscritos conservados de la Doncella Teodor, cuatro se incluyen en el mismo códice que los Bocados de oro. Esta última obra también se acompaña en manuscritos de la Historia del filósofo Segundo.

CAPÍTULO V LA PROSA EN TIEMPOS DE SANCHO IV

El primogénito de Alfonso X, Fernando de la Cerda, murió en Ciudad Real (1275), cuando se preparaba para salir al encuen­ tro de los benimerines. Según las disposiciones adoptadas por Al­ fonso X en las Partidas, sus nietos tenían más derechos sucesorios que su hijo segundo, pero Sancho, apodado el Bravo, reclamó para sí la corona, ofreciendo grandes mercedes a los nobles. Esta es a grandes rasgos la problemática cuestión dinástica que se plan­ teó al morir Alfonso X (1284). Su último testamento, en el que daba la corona al hijo mayor de Fernando de la Cerda, no se cumplió y Sancho IV (1284-1295) asumió el trono de Castilla. En el prólogo al Lucidario el propio Sancho da las gracias a Dios porque «tolliónos todos aquellos que nasgieron ante que nos por darnos este logar, e fue la su merced de nos escoger para en este logar como escogió a David entre quantos fijos avía Jesse...». Además, «quiso dar a entender a todos los del mundo que avía sabor él de llegar la nuestra fazienda al estado en que somos, en aver el su nombre que es nombre de rey...» (R. Kinkade, 1968, p. 81). Este tono soberbio contrasta con la humildad que adopta en los Castigos , quizá en un indicio de que esta obra corresponda a un periodo distinto de su vida: «E nós el rey don Sancho, que fezimos este libro, heredamos los regnoS que avié nuestro padre el rey don Alfonso, porque el infante don Fernando [que] era mayor que nos, seyendo él casado e aviendo fijos murió grand tienpo ante que el rey nuestro padre finase, ca si él un día visquie­ ra más que nuestro padre non oviéramos nos ningund derecho al regno. Mas ordenamiento fue de Dios que fuese así.» (Ed. A. Rey, 1952, pp. 100-101). Este pasaje conecta más con sus últimas palabras, tal y como nos las trasmite don Juan Manuel en el

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Libro de las armas: «Ca bien cred que esta muerte que yo muero non es muerte de dolengia, mas es muerte que me dan mios peca­ dos, et sennaladamente por la madigión que me dieron mios padres por muchos meregimientos que les yo meregí» (Obras Completas de don Juan Manuel, ed. José Manuel Blecua, Madrid, Gredos, 1982, vol. I, p. 137). La historiografía oficial contribuyó a despres­ tigiar la figura del infante rebelde. Modernamente historiadores y filológos han iniciado su reivindicación, aunque las opiniones siguen encontradas. La autorizada opinión de Diego Catalán lleva a pensar en el desinterés de Sancho IV por continuar la labor histórica emprendi­ da por su padre: «La subida al trono de Sancho IV significó, a lo que creo, la paralización —si no la disolución— de las escue­ las alfonsíes; una vez interrumpidos por el nuevo rey los pagos literarios (según parecen asegurar las cuentas de su reinado), pron­ to cesaría toda labor historiográfica verderamente creadora» (p. 357). Sin embargo, «la muy pobre y muy discutida actividad inte­ lectual de Sancho IV», en palabras de Ramón Menéndez Pidal (1955, p. XXXII), deberá orientarse a la luz de otros trabajos (M. Gaibrois de Ballesteros, I, p. 25; R. Kinkade, 1972; C. Alvar, Actas). De atenernos a los colofones, muchas veces contradicto­ rios, de manuscritos e impresos, en tiempos de Sancho IV, se habrían escrito los Castigos , la Gran Conquista de Ultramar, el Lucidario y la versión castellana del Libro del tesoro de Brunetto Latini; a la lista podrían añadirse, sin total seguridad, dos libros sapienciales, el Libro de los Cien Capítulos y el Libro del consejo e de los consejeros, ya estudiados en otro apartado. En unos mo­ mentos en los que las relaciones entre el rey y la nobleza eran bastante conflictivas, los Castigos coinciden con el Libro de los Cien Capítulos, el Libro del consejo y con páginas del Libro del tesoro en idealizar la monarquía. En los Castigos se insiste en el carácter divino de la investidura («¿Quién metió los regnos en tu mano, sinon Dios?», p. 42) y en exigir obediencia ilimitada a sus vasallos («ca por él derecho tienen de morir o venger por tal de guardar a su sennor el rey», p. 80). Las relaciones entre la corte castellana y la monarquía francesa se estrecharon con los pactos de amistad firmados en 1290 entre Sancho IV y Felipe el Hermoso. Al año siguiente se presenta en la corte para rendir homenaje a Sancho IV don Juan de Acre, hijo del rey de Jerusalén (Gaibrois, 11,94). Este ambiente, sumado al renacer del espíritu de Cruzada, que llevó a Sancho IV a tomar Tarifa (1292), puede explicar su interés por continuar la traducción de la Gran Conquis­ ta de Ultramar, tarea quizá iniciada por su padre. Por último,

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el Lucidario coincide en su carácter enciclopédico con el Libro del tesoro. Indudablemente en la biografía de Sancho IV queda poco espacio para tanta actividad literaria, pero existen también argumentos a favor para pensar en cierta labor de mecenazgo, tradicional en las cortes de la época. Recordemos las conocidas palabras de Alfonso X: «El rey faze un libro, non por quel escriva con sus manos...». Los libros de contabilidad de la corte registran diversos pagos a maestros que podrían haber ejecutado unas obras (Gaibrois de Ballesteros, I, 51), que los colofones atribuirían a Sancho IV. Alguna huella podrían haber dejado en Sancho IV las enseñanzas de Juan Gil de Zamora, franciscano, confesor y colaborador de Alfonso X, cuya obra más conocida, De preconiis Hispaniae la escribió para Sancho, y donde expresamente se llama «scriptor suus». Sea o no todo debido a la voluntad del monarca, lo indudable es que la producción prosística aumenta en los últi­ mos años del siglo. La categoría literaria de algunos de los textos que seguidamente estudiaremos permite considerar a «Sancho IV, puente literario entre Alfonso X y don Juan Manuel» (R. Kinkade, 1972). 1. LA GRAN CONQUISTA DE ULTRAMAR 1.1. D A T ACIÓN La obra se conserva en cuatro manuscritos y un impreso (Sala­ manca, 1503) cuyos controvertidos colofones suscitan no pocos enigmas. El códice conservado en la Biblioteca Universitaria de Salaman­ ca, así como el prólogo de la edición impresa atribuyen la obra a Alfonso X: «Aquí se acaba la estoria de la conquista de Ultramar, que fue fecha sobre la razón del Cavallero del Cisne de los sus bien aventurados nietos e visnietos, que fue su comiendo de la grande hueste de Antiocha, Gudufre de Bullón con sus hermanos. E man­ dóla sacar del francés en castellano el muy noble rey don Alfon de Castilla, el seteno rey de los que fueron en Castilla e en León, que ovieron así nombre, fijo del muy noble e esforzado rey don Fernando, e de la reina doña Beatriz que Dios perdone» (Ms. 1698; P. Gayangos, p. XII). «Por ende, nos, don Alfonso, rey de Castilla, de Toledo, de León e del Andaluzía, mandamos trasladar la istoria de todo el fecho de Ultramar, de como passó, según lo oímos leer en los

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libros antiguos, desque se levantó Mahoma hasta que el rey Luis de Francia, hijo del rey Luis e de la reina doña Blanca, e nieto del rey don Alfonso de Castila, passó a Ultramar e punó en servir a Dios lo más que él pudo. El prólogo se acaba, y comienza el primero libro» (ed. Cooper, 1,2). Pese a las omisiones en los títulos y la distinta numeración, ambos colofones parecen referirse al mismo rey: Alfonso X el Sabio (C. Alvar, Actas). Sin embargo, los otros dos manuscritos restantes contienen informaciones que permiten atribuir la obra a su hijo, Sancho IV, Así lo hace el colofón del manuscrito más antiguo y mejor conservado: «Este libro de la grant estoria de Ultramar, que fue fecho sobre los nietos e los bisnietos del Cavallero del Cisne, que fue su co­ miendo de la grant hueste de Antiocha, Godofre de Bullón con sus hermanos, mandó sacar de franceses en castellano, el muy noble don Sancho, rey de Castiella, de Toledo, de León, de Gallicia, de Sevilla, de Córdoba, de Murcia, de Jahen e del Algart; sennor de Mollina, e sesto rey de los que fueron en Castiella e en León, que ovieron así nombre, fijo del muy noble rey don Alfonsso el Onzeno e de la muy noble reina donna Violant» (Ms. 1187; ed. L. Cooper, 1989, p. 258). Por último, en el folio 204v. del ms. 1920 el compilador indica: «Ca yo, [... ], que saqué esta estoria de francés en castellano por mandado del rey don Sancho, rey de Castiella e de León, e ove [de] buscar por su mandado todos [los li]bros que pud’fallar que fab [lasen] de las conquistas de Ultramar [e de] acordarlas en uno desde la pre[sa] de Antiocha» (A. Blecua, p. 162). A la luz de estos datos caben, en un principio todas las posibili­ dades, puesto que el texto no contiene alusiones internas a ninguno de los dos monarcas. Podemos aceptar sólo la atribución a Alfon­ so X o sólo las atribuciones a Sancho IV; descartarlas todas por contener errores u omisiones; o pensar que la obra se inició con Alfonso X y se continuó con Sancho IV. Los dos manuscritos que atribuyen el texto a Sancho IV no abarcan el principio de la obra. Puede ser que el libro I y parte del II sean de tiempos de Alfonso X y desde la prisión de Antioquía (como parece enten­ derse en el ms. 1920), sea de Sancho IV. Esta tesis, ya sostenida por Ticknor en 1882, ha sido recientemente defendida por Cristina González, para quien «no es imprudente concluir que Alfonso X pudo haber comenzado la Conquista, lo que justificaría las cláusu­ las de atribución del prólogo de la edición príncipe y del manuscri­ to 1698, y Sancho IV pudo haberla continuado, lo que justificaría las cláusulas de atribución de los manuscritos 1187 y 1920» (1986,

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p. 81). La misma autora piensa «que Alfonso X ordenó la compo­ sición de la Conquista en los últimos años de su vida para promo­ ver la idea de una cruzada hispano-francesa con participación in­ glesa, expresada en sus cartas y en sus testamentos, en los que se ve claramente su obsesión por las cruzadas» (Tamesis). En los últimos años del reinado de Sancho vuelve a la actualidad el tema con la caída de San Juan de Acre en poder de los infieles (1291), lo que podría haber llevado al rey a encargar la continuación del proyecto. La obra tendría una finalidad propagandística, en favor de la nueva cruzada que mandó predicar Nicolás IV. Esto implicaría que la obra habría recibido el mismo tratamiento que una crónica histórica. Numerosos datos parecen avalar esta interpretación. Las divergencias entre los manuscritos recuerdan, en opinión de Alberto Blecua, el método de trabajo del taller historiográfico alfonsí. La versión más primitiva (como la reflejada en el ms. 1920) sería aquella en la que todavía no habían interveni­ do los «ajustadores». Los lectores recibirían la obra como un rela­ to histórico, con independencia de sus ingredientes legendarios, por lo que interesaría a sucesivos monarcas, como puede verse en esta carta del rey Jaime II (1291-1327) a su hija doña María (Giménez Soler, 439). En este documento (1313, 1314), no siempre bien interpretado por los críticos, se menciona un libro «que fue del Rey de Castiella de las istorias de la conquista de Antiocha e de istorias de los signos (¿cisnes?) en el qual livro ha istorias del Rey Godofler e del Comte de Bellmont e del Comte de Tolosa e del Comte que hovo VII infantes con set collares dargent» y le ruega a su hija «quel dicho livro fagades translatar e escrevir en paper»; es decir, manda traducir al catalán y copiar un libro que perteneció a un rey de Castilla, anterior al entonces reinante, Fernando IV, que bien puede ser Sancho IV. También Rodríguez de Montalvo, en el prólogo del Amadís, considera a la Gran Con­ quista de Ultramar como un relato histórico, pese a algunos «gol­ pes espantosos», fruto más de la imaginación que de la realidad. G. de Bouillon pasará a la literatura ejemplar, asociado a su carác­ ter virtuoso que explica la fuerza de su brazo, como se ve en las páginas de los Castigos. 1.2. CONTENIDO La primera cruzada de ultramar (1096-1099), en la que Jerusalén cayó en poder de los cristianos, fue uno de los acontecimientos que causaron más viva impresión en Europa. Cuando la lucha

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se llevó a tierras lejanas y los ejércitos tomaron Jerusalén, estos acontecimientos se transformaron en tema propio de canción de gesta. El eco hispano de todo ello es la Gran Conquista de Ultramar\ El núcleo lo constituye una obra de Guillermo de Tiro, la Historia rerum in partibus transmarinis gestarum que alcanza hasta 1184; pos­ teriormente traducida al francés y continuada por varias manos en cuatro etapas, hasta el año 1291. En la Gran Conquista se entremez­ clan con la Historia de Guillermo, en su versión francesa, y sus continuadores, hasta la tercera etapa, algunas interpolaciones de ex­ tensión variable, que parecen prosificaciones del llamado «ciclo de las cruzadas», hasta constituir cerca de un tercio del texto. En este «ciclo» se incluyen cinco poemas en estrofas alejandrinas monorrimadas, «La Canción de Antioquía», «Los Cautivos», «La conquista de Jerusalen», «Helias» y «Juventud de Godofredo de Bouillon», más el poema de la «Canción de Antioquía» en provenzal, «Berta» y «Mainete». No sabemos si el traductor español partió de una ver­ sión francesa en la que ya se habían producido estas combinaciones o si fue él quien compiló las fuentes. El cuadro trazado por Northup muestra un complejo sistema, que podría resumirse así: Primer libro: inclusión de «Helias» (Historia del Caballero del Cisne) y la «Juventud de Godofredo de Buillon». Segundo libro: numerosas interpolaciones. El capítulo 43 integra la historia de «Berta» y «Mainete»; del 208 al 258 se incluyen «Los Cautivos»; las interpolaciones de la «Canción de Antioquía» se pre­ sentan fragmentadas, sin que se vea un método claro de inserción. Tercer libro: pocas interpolaciones, salvo la referida a la con­ quista de Jerusalén. Cuarto libro: sin interpolaciones. Incluye la obra de Guillermo de Tiro y sus continuadores. Frente a la crónica de las cruzadas de Guillermo de Tiro, la versión española se caracteriza por un diseño bastante más comple­ jo. Es posible que ello responda a una consideración historiográfica de la obra, según la cual, dentro de un cañamazo cronológico, podrían irse integrando distintas historias, procedentes de poemas épicos franceses, que reciben un tratamiento novelesco. Entre éstas destacan dos relatos: los orígenes míticos de Godofredo de Boui­ llon y las «mocedades» de Carlomagno. 1.3. EL CABALLERO DEL CISNE Entre los capítulos 47 al 188 del libro I de la Gran Conquista de Ultramar se incluye la historia del Caballero del Cisne, «segura­

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mente uno de los más poéticos textos de la literatura española» (Bonilla y San Martín, 1908, p. 26). Pese a que el relato tenga un origen independiente, su inserción está motivada dentro del texto. Como indica C. González (Tamesis) los capítulos anteriores han demostrado lo que puede pasar cuando no hay caudillos. Sólo un cruzado excepcional, como Godofredo de Bouillon puede dirigir la empresa y, como presentación del personaje se narra primero la historia de su extraordinario antepasado: el Caballero del Cisne. También la vida de Godofredo se contará desde su nacimiento hasta la muerte, siguiendo algunas pautas comúnes a los héroes legendarios. En la narración parecen fundirse dos tramas, con técnicas narra­ tivas bastante distintas, y abundancia de motivos folclóricos. La parte primera, de marcado carácter familiar, destaca por la suce­ sión de elementos narrativos que imprimen un ritmo rápido a la acción. Se inicia la historia contando la huida de la infanta Isonberta que no quiere acceder al deseo de sus padres que la apremia­ ban para que contrajera matrimonio. Navega en una extraña bar­ ca, «sin remos e sin vela e sin otro governador» (1989, p. 27), que la conduce hasta un desierto donde está a punto de ser devora­ da por los perros de caza del conde Eustacio, señor de aquellas tierras. Isonberta huye y se esconde en una encina hueca. El conde se enamora de la Infanta y se casa con ella contra la voluntad de su madre, la condesa Ginesa. La caza que termina en un en­ cuentro amoroso es un tema recurrente en la literatura. Desde un principio se nos presenta el personaje de la infanta Isonberta rodeado de ciertas particularidades que lo hacen misterioso, cerca­ no al mundo de las hadas: el motivo del extraño navio, retomado, por ejemplo, en el Libro del Caballero Zifar, su escondite en la encina, que recuerda al romance de «La infantina», etc.; no sor­ prenderá al lector que más adelante dé a luz a siete hijos en un solo parto. La madre del conde aprovechará la ausencia de su hijo, para hacerle creer que su esposa ha tenido siete podencos de una sola vez, cuando en realidad habían nacido siete niños con una extraño collar de oro al cuello. La condesa Qinesa modifica las cartas que envía su hijo y hace otra en la que manda matar a Isonberta y a sus siete hijos. Pero el caballero encargado de ejecutar la orden se apiada y abandona a los infantes en un desierto donde, primero una cierva y finalmente un ermitaño se encargarán de cuidarlos. Todo parece dispuesto para que, de acuerdo con la tra­ dición, se prepare el linaje de un futuro héroe. Las circunstancias anómalas del parto, la agresión que sufren

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los recién nacidos que los lleva al borde de la muerte, el abondono y, finalmente, su educación en un ambiente alejado de la corte nos recuerda a los inicios de muchos héroes caballerescos, como será el caso de Amadís de Gaula. Las diferencias que separan ambos comienzos acercan todavía más nuestra leyenda al transfon­ do folclórico. La suegra que recela de la nuera, quizá por su misterioso origen, se comporta como las madrastras de tantos rela­ tos tradicionales. La acusación falsa de adulterio se sustenta en el parto múltiple, como ocurre en muchas leyendas germánicas, pero se explica también por el extraño hecho de que los niños hayan nacido con unas marcas de nacimiento. Al indicarle a su hijo que han nacido podencos en lugar de niños se está prenun­ ciando su transformación posterior. Pasado el tiempo, el ermitaño mendigará en compañía de los seis hermosos niños, dejando uno al cuidado de la casa. Las noti­ cias llegarán a oídos de la condesa Ginesa, quien los mandará llamar. Una vez en su presencia, encargará a dos escuderos que les quiten los collares de oro y los degüellen. Apenas les hubieron quitado los collares, los infantes «fueron fechos cisnes e saliéronseles entre manos» (p. 51). Los collares cumplirán la función de talismanes protectores. Consciente del papel que desempeñan estos objetos maravillosos, la condesa dispondrá que se fundan para hacer con ellos una copa para su mesa; sin embargo, al crecer prodigiosamente, la plata de un collar (oro, en el texto impreso en Salamanca, 1503) le será suficiente al joyero y guardará los otros cinco. La metamorfosis de humano en animal anuncia ya la conexión íntima con otra leyenda medieval, la de Melusina. La elección del cisne conectaría, a jucio de Luis Bonilla, con el ave sagrada que persiste, a través de los milenios, en un gran ciclo de leyendas. Después de diecisiete años de ausencia, regresa el conde Eustacio y se entera de lo ocurrido. Para cumplir las leyes de su país, deberá condenar a su mujer como adúltera, si no hay antes caba­ llero que la defienda. Dios inspira entonces al ermitaño y éste envía al infante que le queda, para que lidie por su madre. El infante vence al caballero de la acusación y es reconocido como hijo del conde. Éste manda emparedar a su madre y hace luego traer a los seis cisnes. Conforme les vuelven a poner los collares recuperan su forma humana, pero, al haberse fundido un collar, uno de ellos queda con apariencia animal pero entendimiento hu­ mano. El infante que lidió por su madre recibirá la gracia de vencer en todas las batallas que se hagan contra dueña inocente. Su hermano menor, que conserva la apariencia animal, será su

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guía y lo llevará tirando de una barca por los diferentes lugares. A partir de ahora el joven será llamado el Caballero del Cisne. La segunda trama se inicia como si fuera un nuevo relato y discurre con un ritmo narrativo mucho más lento. Se trata de subrayar las cualidades bélicas del Caballero del Cisne como perso­ na iniciadora de un linaje ilustre. Se presenta para defender las tierras de la duquesa de Bullón, injustamente ocupadas por el du­ que de Sajonia y como recompensa obtiene la mano de Beatriz, hija de la condesa. Celebrado el matrimonio, el Caballero del Cis­ ne hace prometer a su esposa que «nunca me preguntedes quién só nin de quál tierra nin cómmo he nonbre, ca esto vos digo que sería contra mi voluntad e perderme íades así» (p. 130). Trans­ currido el tiempo, la duquesa Beatriz no podrá resistir el deseo de preguntarle a su marido de dónde viene. «Cuando el Cavallero del Cisne oyó aquella pregunta que su muger le ovo fecha, ovo tan grand pesar que perdió la color así que, de muy blanco que era, toda la cara se le tornó negra...» (p. 247). Poco después el Caballero se alejará del lugar en compañía del cisne. Una vez más, como en el viejo mito de Psiquis o en las historias medievales de Melusina o del caballero Partinuplés, la curiosidad lleva a in­ cumplir una prohibición con los consiguientes resultados. Su nieto será el cruzado Godofredo de Bouillon, que llevará como recuerdo en las armas la figura de un cisne. Las dos tramas, aunque conecten con fuentes francesas distintas, mantienen ciertos paralelismos entre sí. G. París demostró cómo la historia incluida dentro de la Gran Conquista se divide en dos partes: la primera (cap. 47 al 68) responde a una canción de gesta francesa, hoy perdida, a la cual G. París da el nombre de «Isomberta»; la segunda (caps. 68 a 185), es «traducción exacta de las dos canciones del ‘Chevalier au Cygne’ y de las ‘Enfances de Godefroi de Bouillon’». Los lazos entre los dos personajes más miste­ riosos, Isonberta y el Caballero del Cisne, se refuerzan por sus orígenes que ambos desean mantener ocultos. Ello provocará, en el caso de Isonberta, los recelos de su suegra; el misterio que rodea al Caballero del Cisne acabará despertando la curiosidad de su mujer. En ambos casos, el elemento acuático parece separar sus dominios originales, una especie de reino del más allá, de las tierras que momentáneamente visitan. Los extraños medios que utilizan para desplazarse desde sus tierras de origen parecen avalar esta interpretación. Si la madre, Isonberta, había llegado a territo­ rios del conde Eustacio por mar, navegando en un barco sin velas ni timón, su hijo surcará los dominios acuáticos en busca de aven­ turas arrastrado por un hermoso cisne.

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Los componentes maravillosos de la leyenda son, pues, numero­ sísimos y de orígenes difíciles de determinar. Sin embargo, apare­ cen claramente cristianizados, como corresponde a una historia que se inserta para ensalzar la genealogía de Godofredo de Bouillon, activo personaje de las Cruzadas que llegó a ser rey de Jerusalen. Así los niños recibirán los collares de manos de un ángel; otro, se encargará de notificar al ermitaño el futuro duelo judicial, finalmente, la esposa del Caballero del Cisne conocerá por el mis­ mo conducto que ha quedado embarazada y sabrá el futuro de su hija, en unas escenas que retoman el esquema de la Anunciación. 1.4. BERTA, LA DE LOS GRANDES PIES, Y MAINETE La juventud de Carlomagno es tema de varios poemas épicos franceses, con múltiples refundiciones. Según transmiten las versio­ nes más antiguas, Berta, hija de los soberanos de Hungría, Flores y Blancaflor, se casó con Pepino el Breve; la noche de bodas, una sierva la suplanta y engendra dos hijos, Rainfroi y Heudri. Más adelante, de la unión entre Berta y el rey Pepino, nacerá Carlomagno. Otro poema, el Mainet, cuenta cómo los dos bastar­ dos persiguen al joven Carlos y éste debe refugiarse en Toledo. En el libro II de la Gran Conquista de Ultramar (Cooper, 1979, cap. XLIII) se inserta una versión resumida de los tres temas: Flores y Blancaflor, Berta y Mainete. Posiblemente estos tres can­ tares épicos formarían parte ya en el siglo XIII de un ciclo narrati­ vo sobre la juventud de Carlomagno, que se difundiría en los textos cronísticos medievales. La inserción está poco motivada. El punto de partida es la presencia en el bando cristiano que combate contra el sultán Aliadán de un caballero francés, Folquet, el cual descendía de Mayugot de París, famoso por haber pegado a uno de los hermanastros de Carlos. Sólo una vez concluida la historia se vuelve a mencionar a este cruzado, quien en el transcur­ so de la batalla, le cortó la cabeza al sultán. La narración, algo desordenada y confusa en sus inicios, comienza con la historia de Flores y Blancaflor, para centrarse luego en la de su única hija, Berta. Los famosos amantes Flores y Blancaflor no son, como en las narraciones francesas, reyes de Hungría, sino «de Almería, la de España» y Flores «conquerió muy gran tierra en Africa e en España» (p. 561). Una vez descubierta la verdadera Berta, Blan­ caflor dará a su nieto Carlos «el reino de Córdova e de Almería, e toda la otra tierra que havía nombre España» (p. 571) y, cuando la reina muera, «ganáronla los reyes moros, que eran del linaje

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de Abenyumaya» (p. 572). Como ha mostrado José Gómez Pérez este pasaje de la Gran Conquista remite a una redacción española de Flores y Blancaflor, anterior a la que se recoge en los impresos. El gran parecido físico que guarda Berta con la hija de su ama es la causa de sus desgracias. Primero es suplantada por ella la noche de bodas y después, amparándose en esta semejanza, el ama y su hija consiguen que Berta sea acusada de asesinato. El mismo rey la manda matar, convencido de que condena a la hija del ama y no a la reina. El relato sigue los derroteros del folclore: «el ama mesma la dio a dos escuderos, que la fuessen a matar a una floresta do el rey cagava; e mandóles que traxiessen el cora­ zón della. E ellos, con gran lástima que della ovieron, no la quisie­ ron matar; mas, atáronla a un árbol, en camisa e en cabello, e dexáronla estar así. E sacaron el corazón a un can que traían en lugar de su fija, e leváronlo al ama traidora en lugar de su fija, e desta manera creyó el ama que era muerta su señora e que quedava su hija por reina de la tierra» (p. 562). Al igual que le ocurre a Isonberta en la Historia del Caballero del Cisne, también a Berta le salva la piedad del verdugo. El rey Pepino convivirá con la hija del ama, creyendo que es la reina Berta, y engendrarán dos hijos: Manfré y Carlón, en el texto castellano. Mientras tanto, Berta es rescatada por un monte­ ro del rey, quien la criará con sus hijas. Sólo transcurridos tres años, dará la casualidad de que el rey se aloje en casa del montero y, tras pernoctar con Berta, a quien él no reconoce como su espo­ sa, engendra a Carlos Mainete. La suplantación, sin embargo, no será descubierta hasta más tarde, cuando Blancaflor, una vez muerto Flores, viaje a Francia. Allí descubrirá que la reina no es su hija; la clave se la proporcionarán los pies. Berta tenía los dos dedos centrales de los pies unidos y «quando Blancaflor travo dellos, vio ciertamente que no era aquella su hija» (p. 566). Los grandes pies de las versiones francesas y francoitalianas se convierten ahora en un defecto, los «pies de oca», que vincula al personaje a tradi­ ciones legendarias más antiguas (A. M. Mussons, 1990, p. 50). Pepino averiguará toda la historia y localizará a Berta con su hijo Carlos, ya de seis años. Este se comportará como «un niño sabio» aconsejando a su padre cómo castigar a las dos malvadas mujeres. Al ama mandó «que la arrastrasen», pero a su hija, que estaba preñada del rey, «que la guardassen hasta que fuesse libre de aquel parto, e dende adelante la metiessen entre dos pare­ des, e que le diessen a comer pan e agua hasta que muriesse» (p. 571). A continuación se enlaza con otro tema épico: la historia del

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joven Carlos, «Mainete». Muertos sus padres y su abuela, Carlos, que sólo contaba con doce años de edad, se ve sometido a sus hermanastros, mayores que él. Sin embargo, «era tan largo de cuerpo como cada uno de sus hermanos, aunque havían acerca de veinte años; e porque cresciera tan bien e tan aína, pusiéronle nombre Mainet» (p. 573). El desmesurado tamaño de Carlomagno, rasgo común a otros héroes tradicionales, se destaca ya en sus más tempranas biografías. Un día de fiesta los caballeros decidie­ ron jugar a la tabla redonda, llamada así porque la víspera comen en mesas dispuestas alrededor del campo, «que no por la otra que fue en tiempo del rey Artus» (p. 576), y, antes de finalizar, juegan a «los votos del pavo». Los hermanastros disponen que sea Carlos, en lugar de una doncella, como era tradición, quien saque a la mesa el pavo, con la intención de deshonrarlo. La fiesta termina en un campo de batalla. Parece interesante recordar que estas prácticas caballerescas tenían su reflejo en la realidad histórica. Los tratados de amistad entre Sancho IV y Jaime II se completan con un festejo excepcional: la celebración de una «tabla redonda» en Calatayud (Gaibrois, II, p. 145). Los partidarios de Carlos, viendo su inferioridad e ignorando los sucesos ocurridos en España, deciden que el joven se dirija, con treinta caballeros, a las tierras de su abuelo Flores, con la idea de acrecentar su ejército. Las aventuras de Mainete en España le llevan hasta Toledo donde el rey moro estaba en guerra con los reyes de Córdoba y Zaragoza. El rey hizo posar a los cristianos «en su alcázar menor, que llaman agora los palacios de Galiana, que él entonce havía hecho muy ricos a maravilla, en que se toviesse viciosa aquella su hija Halia. E este alcázar, e el otro mayor, eran de manera hechos, que la Infanta iva encubiertamente del uno al otro quando quería» (p. 580). Carlos vencerá al rey moro de Zaragoza y se casará con la hija del rey moro de Toledo, la cual, tras bautizarse, recibió el nombre de Sevilla. De regreso a Francia, vence a sus hermanastros y es coronado rey. Finalmente el rey de Toledo dispone que toda su tierra sea para Carlos, quien «según cuenta la istoria antigua» iba a España para recibir sus nuevos dominios cuando de camino se entera de que el rey de Sajonia ha entrado en Colonia y decide regresar. Como señaló M. Milá y Fontanals (p. 427) en este relato se recuerdan cuatro asuntos carolingios: I. La narración de la reina Berta a quien se sustituye traidora­ mente por una sierva sigue un poema francés de finales del siglo XIII. II. La historia de Mainete, ya prosificada en la Primera Crónica General (cap. 597).

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III. La falsa acusación de la esposa de Carlomagno, sólo aludi­ da. El autor de la crónica fusiona la historia de las dos esposas de Carlomagno calumniadas, Galiana y Sevilla, y las identifica suponiendo que fueron una sola. El mismo asunto se trata en El noble cuento del emperador Carlos Maynes de Roma e de la buena emperatriz Sevilla, su mujer, relato en prosa de la segunda mitad del XIV. Sin embargo, no parece que derive directamente de la Gran Conquista sino de una canción de gesta francesa. IV. La guerra de Sajonia, por influencia de los cantares france­ ses, ha dejado su huella en la épica. Básicamente son tres temas épicos, Flores y Blancaflor, Berta y Mainete, los que aparecen unidos en la Gran Conquista de Ultra­ mar, aunque sólo los dos últimos se desarrollan. La narración presenta numerosas variantes frente a las versiones francesas, que parecen remontar a versiones primitivas (así, por ejemplo, cuando la hija del rey de Toledo sale hacia Francia para reunirse con Carlos manda herrar los caballos al revés para despistar a sus perseguidores). Los ecos hispanos han llamado la atención de los investigadores. R. Menéndez Pidal ya destacó cómo Galiana, nom­ bre de los palacios y de la princesa toledana, es de origen hispano y procede de la «via Galliana», esto es, vía o calzada que conduce a las Galias (p. 89). El nombre de Halia, que recibe en la Gran Conquista, reflejaría un intento por arabizar a los personajes. El lugar donde Carlos vence al rey moro de Zaragoza y gana a Durandarte, «el val Somorián», nos asegura «que el primitivo Mainet situaba su hecho de armas capital... en una localidad real de la región de Toledo» (p. 101). En conclusión, para R. Menéndez Pidal toda esta leyenda podría haber surgido en Toledo durante el siglo XII, bien en la nutrida colonia francesa, bien obra de un juglar español. Trabajos más recientes, como los de Jacques Horrent, llevan a pensar en una adaptación hispánica del poema francés. En el caso de la Gran Conquista nos encontraríamos ante un cantar de gesta que habría sufrido diversas adaptaciones para novelizar los rasgos épicos. 2. EL LUCIDARIO El título de esta obra, Lucidario, es una pista, no del todo exacta, para conducirnos a su fuente y ayudarnos a entender la intención de su autor. La etimología remite en última instancia hacia la «luz», la claridad con la que un maestro espera disipar las dudas de un discípulo. Formalmente el libro se organiza de

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acuerdo a una estructura múltiples veces utilizada en la Edad Me­ dia: el diálogo entre un maestro y un discípulo, en claro reflejo de los sistemas escolares medievales. «Porque este libro es todo razón de preguntas e de respuestas que vienen sobre aquellas pre­ guntas, seméjanos de lo ordenar en manera de un digípulo que estudiese ante su maestro, e sobre cada cosa que le preguntase, el maestro quel respondiese a ello e comentase así» (R. Kinkade, 1968, p. 82). El sistema, próximo al de los catecismos, recuerda también al usado en los diálogos entre Adriano y Epicteto o al interrogatorio de la Doncella Teodor. Al igual que ocurrió con estos textos, con el paso del tiempo el esquema pudo mantenerse, pero modificarse los contenidos del interrogatorio, hasta confluir con la literatura popular. Este proceso llevó a la contaminación entre el Lucidario latino y algunas de estas obras con las que guarda tantas similitudes. «El maestro Lucidario», venerable ermi­ taño, acaba respondiendo, en las versiones alemanas tardías, a las más peregrinas cuestiones. Sin embargo, la tradición hispana parece en este sentido más fiel y no incurre en tales tergiversacio­ nes: «Este libro es llamado Lu?idario no porque fue así llamado el maestro que lo fizo...» (p. 67). El resultado es un conjunto de preguntas y respuestas considera­ blemente más desarrolladas que en otras versiones. El discípulo se muestra a veces preocupado por el excesivo número dé pregun­ tas realizadas y se justifica «porque querría aprender de ti porque llegase a grant lugar e bueno que fuese digno para ser llamado maestro» (p. 144); el miedo a agobiar a su maestro le llevará también a intercalar alguna pregunta por «solaz» (p. 230). Por el contrario el maestro es consciente de «que poco a poco levarás de mí todo lo que yo sé» (p. 95), pero, lejos de preocuparse le satisface, «porque a ti tengo yo por mi fijo» (p. 96). Todo ello hace que estos dos personajes estén más cerca de las parejas creadas por don Juan Manuel en sus diversos libros que de los hieráticos «discipulus» y «magister» de las versiones latinas. Las concisas respuestas de las versiones latinas dejan paso tam­ bién a unas exposiciones mucho más desarrolladas (J. Nachbin, 1936, p. 12), que abarcan hechos teológicos (La Sagrada Escritura, Padres de la Iglesia, Evangelios) y «científicos», entre los que se incluyen curiosidades como: «Si los sueños que sueñan, si son verdaderos o mentirosos» (cap. LXXVII); «Por qué razón la pulga e el piojo an muchos pies, el caballo, el orifant non an más de quatro» (cap. LXII); «Por qué parte an los homnes negros los dientes más blancos que los otros» (cap. XCIX). Esta división bipartita, entre asuntos espirituales y naturales, recuerda también

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al orden seguido en el Libro Enfenido o en el Libro del cavallero et del escudero de don Juan Manuel. Aunque el reparto de los temas no se haga de forma simétrica, quizá debido a deturpaciones en la transmisión, el discípulo del Lucidario alude en una ocasión a las «^inquenta demandas» que ya ha expuesto (p. 185), lo que también nos lleva a los cincuenta capítulos de los Castigos e docu­ mentos. El núcleo del Lucidario parece hallarse en el Elucidarium, obra latina de Honorius Augustodunensis (Honorio de Autun), escrita hacia 1095, en la que recogió la enseñanza verbal de San Anselmo de Canterbury. A este corpus básico se añadiron informaciones procedentes de otros enciclopedistas medievales, como Vicente de Beauvais o Brunetto Latini. El carácter tópico de los datos maneja­ dos hace difícil delimitar las fuentes, a las que se añaden las modi­ ficaciones introducidas por copistas y traductores en cada una de las numerosas versiones. La traducción castellana se conserva en cinco manuscritos, todos ellos del XV o de principios del XVI. Epílogos y colofones dejan claro que el libro lo «ordenó» el rey don Sancho, y desde el prólogo, conservado sólo en tres manuscritos, se explican los moti­ vos para emprender esta tarea. El afán natural por saber ha lleva­ do a algunos hombres a no conformarse con los conocimientos a su alcance y querer escudriñar en aquello que «Dios non quiso que sopiesen» (p. 77) hasta el punto de caer en herejía: «E de aquí se toma un ramo de una pregunta que fazían los omnes de que nas?ió grand eregía. E me demandava que pues el gielo e la tierra non eran fechos, que estonce los criava Dios, que ante que lo oviese fecho, que dó estava. E otrosí, ay otra demanda de qual voz agora diremos: que dizen que pues son tres personas e se encierran en un Dios, e Él quiso seer encerrado en santa María quel en el tienpo de aquellos nueve meses quel andido en el su vientre encerrado, e de como fincó el ?ielo e la tierra vagado o quién fincó en so logar para mantenerlo, que non paresgiese. E estas preguntas tales, como quier que sean de grand sotileza, son a pedimiento de tiempo de aquellos que las fazen e nas?e dellas mucho mal porque toman ende los omnes malos entendi­ mientos» (p. 78). Para R. Kinkade la situación aludida en el prólo­ go «probablemente se refiere a la preexistencia de la materia y a la eternidad del universo, tema predilecto de los platónicos» (p. 14). Sin embargo, F. Márquez Villanueva destaca que estas vacilaciones de los platónicos quedaban muy lejos en la Península. En su opinión «el ramo de herejía que amenaza extenderse por los reinos españoles es, sencillamente, el averroísmo, con su inevi­

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table conflicto entre razón y revelación... Muchas de las preguntas del confuso escolar son oportunidades para que el maestro afirme, de modo harto significativo, el concepto de creación divina frente al de la eternidad del mundo» (p. 484). Según este último plantea­ miento, Sancho IV recurre a un manual teológico, científico, esco­ lar y ortodoxo para polemizar contra la nueva filosofía de naturas. Al mismo Honorio de Autun se atribuye una obra muy influyen­ te en toda la Edad Media, la Imago Mundi, inspirada en muchos momentos en las Etimologías de S. Isidoro. Este texto fue traduci­ do al castellano en el siglo XIII, con el título de Semeianga del mundo, sin que podamos precisar la fecha, aunque es más proba­ ble que sea de mediados de siglo. La similitud entre estas dos obras didácticas, de carácter enciclopédico, también fue captada por los copistas, emparejándose en algún códice la Semeianga con el Lucidario. El punto de partida de ambas es la estrecha correla­ ción entre los elementos que componen el mundo y los humores del cuerpo humano. A partir de ahí la Semeianga discurre más por caminos geográficos, mientras que el Lucidario combina la teología con cuestiones naturales varias. 3. EL LIBRO DEL TESORO Es bastante posible que en los últimos años del siglo se tradujera del francés al castellano el Libro del tesoro. Su autor, Brunetto Latini, había nacido en Florencia hacia 1220. Personaje de relevan­ cia política, viajó a España en 1260, formando parte de una emba­ jada a la corte de Alfonso X. Al regresar a Italia se enteró de la derrota de los güelfos, lo que le llevó a exilarse en Francia donde compuso, antes de 1269, el Libro del tesoro. Las huellas que pudo dejar esta estancia en su obra, así como el influjo que él mismo pudo ejercer sobre el rey sabio es un tema que conven­ dría investigar; pero al margen de ello, puede ayudarnos a explicar la gran popularidad del Tesoro en la Península, con más de quince manuscritos castellanos conservados, a lo que hay que sumar las traducciones al catalán y al aragonés. La obra es un compendio, en la línea de Marciano Capella (siglo V) o Isidoro de Sevilla (siglo VI), pero como ha señalado Spurgeon Baldwin (1986, p. 185) hay una serie de rasgos en ella, la imagen del tesoro, el estilo o la insistencia en que la máxima aspiración del hombre es mejorar su categoría social, que claramente denotan un punto de vista burgués. También en la distribución de la mate­ ria, aunque teóricamente pretenda abarcarlo todo, se percibe la

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distancia entre el enciclopedismo de la alta edad media y una obra escrita a mediados del XIII. En la primera parte trata diversas materias, desde un compendio de historia universal hasta un intere­ sante bestiario, en el que han desaparecido las habituales moraliza­ ciones cristianas; la segunda parte, dedicada a «quáles son las cosas que onbre deve fazer e quáles non», está próxima a la Ética de Aristóteles y a la literatura sapiencial; la tercera, incluye un tratado retórico, cercano al De Inventione de Cicerón, seguido de un tratado político. De atenernos a lo que indican dos de los manuscritos castella­ nos, la obra se habría traducido por encargo del rey don Sancho IV: «Aquí se comienza el libro del thesoro, que trasladó Maestre Brunet de latín en romance francés. Et el muy noble rey don Sancho, fijo del muy noble rey don Alfonso e nieto del santo rey don Fernando, et 7o rey de los que regnaron en Castiella et en León que ovieron asi nonbre, [don Sancho] mandó trasladar de francés en lenguaje castellano a Maestre Alonso de Paredes, físico del Infante don Fernando su fijo primero heredero, e a Pascual Gomes escrivano del rey sobredicho» (Baldwin, 1989, p. 11). Al margen del error que supone atribuir a Brunetto el papel de traductor de una obra latina, quiza explicable por una confu­ sión basada en su propio nombre, los datos que aporta este incipit son muy interesantes para valorar el papel de Sancho IV en la evolución de la prosa de fin de siglo. De ser exactos, la versión, como indica Carlos Alvar, debió llevarse a cabo entre el 6 de diciembre de 1285 (fecha del nacimiento de don Fernando) y prin­ cipios de 1295, fecha de la muerte de Sancho IV. C. Alvar recuer­ da un dato ya señalado por Amador de los Ríos (1863, IV, p. 21, n. 1), según al cual Maestre Alfon, físico, y Pero Gómez, escribano del rey, figuran en las cuentas de la casa de Sancho, correspondientes a los años 1292-1293, «con diferentes partidas mensuales para libros, pergamino, papel y tinta». 4. LOS CASTIGOS La obra nos ha llegado conservada en cuatro manuscritos com­ pletos, de los cuales uno de ellos contiene 90 capítulos y el resto, con ciertas oscilaciones, sólo alcanzan los 50. La transmisión ma­ nuscrita de esta obra indujo a algunos estudiosos al error. Hasta que en 1952 publicó Agapito Rey la edición hasta ahora más fia­ ble, el texto se conocía sólo a través de la publicación de P. Gayangos quien se había servido del códice más extenso. En esta

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versión, las reiteradas atribuciones de la obra a Sancho IV contras­ taban llamativamente con otros datos que hacían imposible su datación a finales del XIII, como mostraron P. Groussac y R. FoulchéDelbosc. En realidad este manuscrito transmitía una versión inter­ polada a mediados del XIV, en la cual las adiciones siguen muy de cerca el Regimiento de príncipes en su versión castellana de 1345 aproximadamente. Por el contrario la versión en 50 capítulos sería la primitiva, la cual actualmente los críticos no dudan en atribuir a Sancho IV. En cuanto a la fecha de esta redacción parece situarse en torno a 1292-1293. En el capítulo XXXVI se recuerda la gesta de Godofredo de Bullón, aprovechando la ocasión para lamentar que de nuevo se hayan perdido las ciudades de Jerusalén y Antioquía, «la qual fue después de cristianos fasta el tienpo de agora que, por los nuestros pecados, es perdida. E acabóse de se perder en el anno que andava la era en la encarnación en mili e dozientos e noventa e dos años» (p. 173). El colofón se fecha en 1293 y el prólogo y el anteprólogo, escritos según parece con posteriori­ dad, vinculan la fecha de composición de la obra a la conquista de la plaza de Tarifa. Las conclusiones de Agapito Rey siguen, en sustancia, teniendo validez: «La versión interpolada contenida en el manuscrito A con la glosa de Castrojeriz no puede ser ante­ rior a mediados del siglo XIV. En cuanto a la versión primitiva, nada hay que justifique el rechazo de la fecha de su compilación indicada en el texto, ya sea 1292 ó 1293» (p. 18). Para Derek Lomax, tratando de precisar aún más, la obra «se compuso entre enero y septiembre de 1293» (p. 397). La atribución a Sancho IV se sustenta en numerosas referencias no solo desde el anteprólogo, prólogo y colofón, sino internas (capítulos XV, XIX, XXXIV, XLVI). En el prólogo leemos que «con ayuda de científicos sabios ordené fazer este libro para mi fijo» «acatando que todo omne es obligado de castigar, regir e ministrar sus fijos» (pp. 32-33). La cita es importante para valorar la participación del rey en la tarea y para insertar la obra en una larga tradición. En el recurso estructurador del padre que amonesta al hijo con­ fluye la tradición didáctica oriental y occidental, baste recordar la Disciplina Clericalis de Pedro Alfonso, con la de los manuales de educación de príncipes. En la obra se recoge esta doble perspec­ tiva: un narrador («Nos, Don Sancho»), en el que reconocemos la voz del rey, castiga a su hijo, el futuro Fernando IV, a la sazón de seis años. La inoportunidad de sus palabras, dirigidas a un niño de tan corta edad, fue destacada por la crítica a princi­

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pios de este siglo, que no supo reconocer en ello el peso de la tradición. También Don Juan Manuel argumentará haber com­ puesto el Libro Infinido a petición de su hijo, cuando éste contaba dos años de edad. La literatura didáctica siempre escoge la voz de la experiencia, vital y cultural, el padre, el maestro, el ancia­ no..., frente al discípulo o al hijo. No estamos, pues, muy lejos, del modelo del Lucidario. Sin embargo, en la voz del padre conflu­ ye la del «padre celestial» y la del rey, lo que sirve para justificar la doble vertiente de los castigos: espirituales, en especial hasta el capítulo VIII, y de gobierno, hasta el final. Entre los primeros irán advertencias contra el mundo, demonio y carne; entre los segundos se incluirán los consejos habituales en la literatura sa­ piencial a favor de la mesura, la paciencia, la verdad, la castidad, y contra los lisonjeros, mentirosos, traidores, mestureros, etc. El ideal ético de moderación coincide tanto con el expuesto en los catecismos político-morales de inspiración oriental como con la tradición senequista medieval. El capítulo primero y el último, dedicados a ensalzar la importancia de los «castigos», sirven de marco a un conjunto muy variado de consejos. Esa ficción se apoya en un estilo oral, con abundante uso de fórmulas de abreviación: «Mió fijo, ¿qué te diré más? E sin estos juizios que te he contado te podría contar otros muchos, mas déxolo de fazer porque se faría luenga cosa si se oviese todo de dezir. E por ende tengo que abonda esto e sin todos los otros que en el tiempo de ante pasaron, quantos buenos e quand fermosos te podría contar de menos tienpo que dieron enperadores e reyes e cristianos, mas déxolo por non te enojar» (p. 72). Por el contrario, la información facilitada por el padre es habitualmen­ te libresca («leemos», «fallamos escrito»...). Como señala Carlos Alvar, «el sistema de elaboración de la obra sigue de cerca el método alfonsí: sobre la base de las enseñanzas del Antiguo Testa­ mento, fundamentalmente, se acumulan los comentarios y las glo­ sas procedentes de los orígenes más variados» (1991, p. 106). Entre las fuentes parece probable la consulta de las obras de Alfonso X (Primera Crónica General, General Estoria y las Parti­ das), a las que los colaboradores de Sancho IV tendrían fácil acce­ so, junto con Boecio, Pedro Lombardo o San Gregorio Magno. Otras muchas autoridades citadas, Séneca, Bartolomeo Anglicus, Jacques de Vitry, pueden proceder de otras compilaciones simila­ res. Todo ello ilustrado con exempla, leídos o escuchados, como la aventura milagrosa vivida por Juan Corbalán en tiempos del rey don Sancho y contada directamente por su protagonista al monarca (p. 121). La voz del transmisor («E nós, el rey don San-

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cho, escrivimos aquí este miraglo segund que Iohán Corvalán, a quien acaesgiera, nos lo contó por su boca», p. 123) recuerda a Don Juan mandando escribir en su libro los buenos ejemplos del ayo Patronio.

COMENTARIO I LA HISTORIA DE ENALVIELLOS (CRÓNICA DE LA POBLACIÓN DE ÁVILA)

La llamada Crónica de la población de Avila destaca entre los escasos ejemplos de prosa prealfonsí por la sorprendente agilidad de su autor. Su primer editor, M. Gómez-Moreno, pensó que pudo redactarse a mediados del siglo XIII, pues en 1256 Alfonso X concedió a la ciudad de Avila un privilegio. Con este motivo pro­ bablemente se escribieran los méritos del concejo, o mejor dicho de su clase dirigente, ya que en la obra se exalta a los caballeros «serranos», encargados de la defensa de la ciudad, en contra de los «ruanos» y de los vecinos leoneses. Gómez-Moreno supone por ello que el autor sería un laico, posiblemente un miembro de la clase dirigente del concejo. El resultado es una crónica breve y muy atractiva, en la que se encuentran algunos pasajes de la mejor prosa histórica prealfonsí. Texto admirable por su «capaci­ dad de capturar el color y el matiz del ambiente, reflejar a la vez el detalle opotuno y las notas mayores que puntean el tono de la vida en el entorno del cronista», en palabras de F. Rico (p. 537), sorprende, sin embargo, el escaso interés que ha desperta­ do entre los estudiosos de nuestra literatura medieval. Una obra impresa a principios del siglo XVII, la Historia de las grandezas de la ciudad de Avila de Luis Ariz, supuestamente basada en docu­ mentos antiguos, atrajo, sin embargo, lá atención de los críticos y originó diversas polémicas hasta que se descubrió su dudosa historicidad. Especialmente sugerente en la Crónica resulta el episodio de Enalviello (Nalviello o Nalvillos, según las versiones), supuesto hijo de Ximén Blázquez, uno de los primeros pobladores de la ciudad. Amparo Hernández Segura, tratando de precisar el posible origen

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histórico del episodio, lo remonta hasta 1111, fecha en la que Talavera estaba en poder de los musulmanes. Todo el pasaje guar­ da innumerables conexiones con el folclore, ya intuidas por su primer editor. Gómez Moreno pensó que esta historia, «arranque de nuestra gestas fronterizas», pudo haberla oído el cronista «a los narradores ambulantes que divulgaban de pueblo en pueblo el acervo internacional de poesía anónima» (p. 15). Un estudio más pormenorizado del pasaje servirá para descubrir, bajo el ropa­ je histórico, los ecos hispanos de un vieja leyenda. 1. TEXTO Acaesgió otra vez, que un lunes día de Sanct Leonardo, o ivan a Sant Leonardo en romería, vino el señor de Talavera con muy gran compaña de moros e corrió Avila e fallólos seguros, e levaron quanto fallaron de fuera e señaladamente levó la muger de Enalviello e casósse el moro con ella. E aquella sazón non se acertó Enalviello en Avila e, quando vino, rogó al concejo de Avila que fuessen con él en cavalgada contra Talavera, e fueron con ele cincuenta cavalleros de Avila. E Enalviello era muy buen agorador e guiávanse los otros por él e ovo muy buenas aves, e entendió en ellas que avríen muy buen acavamiento de aquello por que ellos ivan, e como avié de ser presso por falsedad que su muger le faría, pero en cavo que avié él de salir e avrié en su poder el moro e a ella. E quando llegaron a las atalayas gerca de Talave­ ra, metió los cavalleros todos en una gelada e rogóles e mandóles que non saliesen de allí de aquí a que oyesen a él tañer su bobina; e dexó y el cavallo e las armas e fuesse contra Talavera, e segó yerva e fizo un faz e echól a sus cuestas, e iva demudado de sus paños; e entró por la villa e pusso en tal pregio aquella yerva que ninguna se la querié comprar, e assí ovo de llegar gerca del alcázar; e su muger estava en las finiestras e él descubrióse por quel conociese; e conogiól la muger e embió una su criazón que ge le levase e quel metiesse allá, e la criazón fízolo ansí; e quando él entró a ella, díxol ella: —Ya Enalviello, ¿quién te hecho aquí? Ca sepas en verdad que si el señor de Talavera te cogiere en su mano, non le escaparas a vida por quanto oro en el mundo. E dixo él: —Señora, bien sé yo que ansí es, mas tan grande es el amor que yo he de ti que si te aver non puedo, más querría ser muerto que vibo. E en esto seyendo entrava el moro por el alcázar, e mandól

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ella esconder en cavo del palacio, e el moro echósse con ella en la cama; e en faziendo sus deportes olvidó el amor de Enalviello, e por fazer plazer al moro díxol assi: —Señor, ¿qué daríes a quien te diesse el Enalviello en tu poder? E él con gran miedo que avié del Enalviello, porque era buen agorador e corriél toda la tierra e se iva en salvo, dixo que cómo podrié ella aver al Enalviello que tanto savié de agüero, que assi se savié guardar que ninguno no se lo podrié dar. E dixo ella: —Si me algo dieres, yo te lo daré. E él, cuidando que non podría ser e queriéndolo mucho si ser pudiese, dixo que el darié la mitad de su señorío. E ella mostrógelo e prissiéronle. E dixo el moro al Enalviello: —Non te valieron tus a vi ellas e morrás; mas, conjúrote por la ley en que tú eres, que me digas quál muerte me dariés si me tuvieses en tu poder. E dixo el Enalviello: —Pues a morir, e non te negaré la verdad, tan grande es la desonra que me tú feziste, que si te yo en Avila ansí te toviesse, mandarte-ía sacar fuera al más alto lugar que y oviesse, e mandarié dar pregón por toda la villa que fuessen todos, varones e mugeres, a ver gran venganza de ti, e faría levar mucha leña e fazerte-ía vibo quemar. E dixo el moro: —Por la ley que yo creo, essa muerte morrás tú. E mandó levar mucha leña al más alto lugar que falló cerca las atalayuelas, e mandó dar pregón que varones e mugeres fuesen todos a ver venganza del Enalviello que les avié fecho mucho mal, e fueron todos allá, e el moro con su muger. E quando fueron en somo dixo Enalviello al moro: —Pídote merced, que me mandes poner aquella bozina a la boca e tañerla é ante que muera. E el moro mandógelo ansí fazer, e salieron los cavalleros de la celada do los él dexó e vinieron ferir en los moros; e como avién salido en alegría e desarmados ovieron y a morir todos, e tomaron al moro e quemáronle en aquel fuego mismo, e tomaron a ella e cogiéronse para la villa e entráronla e mataron e captivaron quantos fallaron. E después, quando se ovieron de venir, tráxola Enalviello a su muger fasta un lugar que dizen agora Alvacova, e quemáronla allí; e quando la pussieron cerca del fuego, tolliél el fuego la toca, e avié ella muy buena fruente e muy blanca, e dizen que dixo un pastor: —¡Santa María! ¡Qué alva cova! E dizen que por esso á nombre aquel lugar Alvacova (Ed. M. Gómez-Moreno, pp. 32-34).

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El pasaje, presentado como una unidad independiente, se abre con unas indicaciones espacio temporales (Ávila, día de San Leo­ nardo) y se cierra con la exclamación del pastor. Internamente la unión queda reforzada por la interpretación profética del vuelo de las aves realizada por el héroe («e entendió en ellas que avrién...»). Este adelanto de los hechos futuros, lejos de restar interés al relato, lo acentúa, como viene siendo habitual en la narrativa tradicional, al mismo tiempo que contribuye a ensalzar las cualidades sobrehumanas del protagonista. Desde las primeras líneas conocemos los antecedentes, narrados en pasado, que justifi­ can la acción principal: el moro, señor de Talavera, se apodera de la esposa de Enalviello. El rapto se encuadra dentro de una acción bélica que implica el saqueo completo de la ciudad de Avi­ la, posibilitado por una circunstancia ajena que deja a salvo el honor de sus defensores: la romería de San Leonardo. Es una doble afrenta, social y familiar, a la que deberá responder Enalvie­ llo separadamente. La trama se centra en su venganza, para la cual se desplazará hacia el mismo palacio del moro. Los preparati­ vos también manifiestarán la astucia y precaución del héroe, gra­ cias a las cuales conseguirá obtener éxito en su aventura. El em­ pleo del disfraz de mercader para atravesar el campo enemigo es un claro motivo folclórico (K2357. 10: «Disfrazado de mercader para adentrarse en terreno del enemigo»), que le permitirá obtener su objetivo. La narración alcanza su máxima tensión con los tres personajes principales (mujer, moro y cristiano) en un mismo espacio. Entre ellos se establece una relación triangular que propicia una paradó­ jica situación, muy próxima a la de los fabliaux. El cristiano, pese a ser el legítimo esposo, deberá esconderse ante la llegada inesperada del moro, pues su posición, en ese contexto, no deja de ser la de un intruso. Esta inversión posibilitará que la esposa acepte al moro como amante, mientras el marido permanece escon­ dido. Ese cambio de actitud de la mujer, ya profetizado por el héroe, le llevará incluso a ofrecer al moro la vida de Enalviello a cambio de la mitad del reino. El pasaje reúne una serie de motivos folclóricos, comúnes a la rica tradición misógina medieval: T 458: «La mujer disfruta al ser raptada por el enemigo», K 1514. 6: «La adúltera encierra al marido y se reúne con el aman­ te», K 2213. 3: «Mujer infiel trama con el amante la muerte del marido». El héroe sabrá salir de la situación, gracias a sus cualida­ des. El moro le dejará escoger la forma de morir (motivo J216), lo cual le servirá a Enalviello para llamar a sus rescatadores. El motivo, múltiples veces reiterado en los cuentos tradicionales (K551.

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3: «La víctima se salva de la muerte cuando toca tres veces el cuerno»), permite enlazar el final con las precauciones tomadas al inicio de su aventura por el héroe. Pero ante la doble traición padecida por Enalviello debe haber también un doble castigo: pri­ mero para los moros y su caudillo y, finalmente para la mujer. La exclamación del pastor convierte todo el relato en una leyenda etiológica, con la que trata de explicarse un extraño topónimo. 2. LA LEYENDA EN LA PENÍNSULA La historia protagonizada por Nalvillos resulta muy similar a la leyenda del rey Ramiro, especialmente fructífera en la tradición portuguesa Las versiones más antiguas conservadas se remontan a principios del XIV (testimonios de los «Livros de linhagens») y alcanzan hasta autores románticos del siglo XIX (Foulché-Delbosc y Krappe, 1930; Menéndez Pidal, 1951). Un breve resumen de estas versiones nos permite descubrir las numerosas concomitancias que mantienen con la leyenda de Nalvillos. El rey Ramiro II de León enamorado de una mora, hermana del caudillo moro Alboagar, la solicita en matrimonio, aunque él ya estaba casado, y, como Alboagar se niega a entregársela, la rapta y la bautiza con el nombre de Artiga. Enterado del asunto el caudillo moro, rapta a su vez a la esposa de Ramiro II, doña Aldorá. Cuando el rey Ramiro II conoció lo ocurrido preparó unas naves cubiertas de verde y partió por las orillas del Duero con su hijo y sus mejores vasallos. Por la noche desembarcó y mandó a los suyos que no se moviesen hasta escuchar el cuerno, mientras tanto él, disfrazado de pobre, se fue a ocultar cerca del castillo, junto a una fuente. Cuando bajó la doncella de la reina, el rey le pidió de beber y ocultó en el cántaro un camafeo. La reina, al reconocer el objeto, mandó traer al pobre hasta su presen­ cia. Cuando se reúnen, la reina le recrimina su olvido y le manda ocultarse en una cámara próxima, pues se acerca el moro Alboacer. Estando el rey escondido, llega el moro y el rey finge haber llegado hasta allí para cumplir la penitencia de su pecado. El moro le deja cumplir sus desos y, al sonar ef cuerno, acuden los suyos y se inicia una gran batalla. De regreso hacia León, la reina llora por la suerte del moro y el rey manda entonces arrojarla al mar, casándose finalmente con doña Artiga. Coinciden las versiones portuguesas con la Crónica de Avila en la trama principal: El moro rapta a la cristiana, el marido va disfrazado en su búsqueda, y cae en una trampa tendida por

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su propia esposa, de la que logra salir victorioso gracias a su astucia. Sin embargo, existen también notables divergencias. Sin entrar en motivos mínimos, la principal modificación reside en el episodio preliminar, tal y como se recoge en el nobiliario del conde don Pedro de Bar celos. Al iniciar la trama el rey Ramiro, raptando a la hermana del moro, se da un giro sustancial a todo lo que a continuación se narre. Si en la Crónica no había dudas respecto a la oposición moro/cristiano, equivalente a negativo/positivo, esta polaridad se matiza en las versiones portuguesas. El personaje del moro resulta así mucho más noble, pues actúa sólo en defensa de su honor. Por el contrario, el rey cristiano, siendo el único desencadenante de la tragedia, carece después de legitima­ ción moral. Poco conmovedora resultará su tristeza, cuando quede doce días sin sentido al conocer la noticia del rapto de su esposa, pues en líneas precedentes había dicho al moro que podía casarse con su hermana, puesto que iba a separarse de su mujer. Las diferencias en los personajes masculinos se acentúan más al com­ parar el papel desempeñado en una y otra versión por la esposa cristiana. En esta versión portuguesa se explica el comportamiento vengati­ vo de doña Aldorá porque se ha sentido postergada y utilizada por su marido. Su figura recuerda a la de tantas otras mujeres que asumen su venganza en la épica primitiva. Por el contrario, la traición de la esposa de Enalviello es sólo asimilable a los rasgos negativos que atribuye a la mujer la tradición misógina medieval. Las diferencias quedan explícitas en el diálogo que sostienen los esposos en el palacio del moro. Así, mientras la mujer de Enalvie­ llo finge una actitud amorosa, Aldorá desde el primer momento le reprocha a Ramiro su actitud, y es él quien resulta falso al insistir en el amor que siente por ella. 3. LA LEYENDA DE SALOMÓN Ya en 1880 el erudito francés Gastón París destacó los numero­ sos paralelismos que existían entre esta leyenda del rey Ramiro y un relato folclórico conocido como «El cuento de la mujer de Salomón». Esta historia, de origen oriental, penetraría en Europa a través de Bizancio, y dejó huellas en el folclore ruso y en la literatura medieval de Francia y Alemania. Frente a otros muchos cuentos en los que Salomón destaca por su capaciad para resolver adivinanzas o por sus dotes mágicas, en éste se asimila a los nume­ rosos sabios, que como Virgilio o Aristóteles, también cayeron

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víctimas de la maldad de una mujer (K 1501. 1: «Salomón engaña­ do por su mujer»). Según esta historia la esposa de Salomón se dejó seducir por un rey pagano, quien para obtenerla se sirvió de una extraña pócima que le hacía parecer muerta. Salomón, antes de enterrarla, arrojó un líquido ardiente, plomo u oro, sobre la mano de su esposa, lo que le originó un agujero. Posteriormente el rey pagano desenterró a la mujer y, tras reanimarla, se la llevó a sus tierras. Enterado con el tiempo Salomón de que su mujer vive, pues ha sido reconocida por la marca (H 56. 1: «Reconocida por la mano quemada cuando se quita el guante»), fue en su búsqueda. A continuación el cuento repite los motivos ya analiza­ dos: acceso de Salomón al palacio disfrazado, falsedad de la mu­ jer, aviso con el cuerno y muerte de los traidores. La primera parte de la historia, ajena a las versiones portuguesas y a la Cróni­ ca, es mucho más fantástica Una comparación entre la leyenda de Salomón y las distintas versiones ibéricas muestra numerosísimos puntos de contacto y al­ gunas discrepancias. Entre éstas últimas habría que señalar toda la trama inicial con la falsa muerte y la marca identificatoria. Estos motivos de «la enterrada viva» se recogen, sin embargo, en una versión aragonesa (Foulché Delbosc y Krappe, 1930; Riquer, 1945). La leyenda ocupa los últimos folios de una crónica aragonesa de tiempos de Juan II, aunque, a juicio de Martín de Riquer, la redacción de este episodio pudiera remontarse a finales del siglo XIV o principios del XV (Riquer, 1945, p. 242). La esposa cristiana, infiel al marido, manda un mensaje al moro indicándole que está enamorada de él. El moro, con artes mágicas, la deja dormida durante ocho días, y el esposo, para probar si está muerta, le arroja plomo en la palma de la mano, antes de enterrarla. El moro encarga que la desentierren y se la llevan a su palacio. Finalmente se descubre su identidad por la marca de la mano y enterado el conde, va en su busca, disfrazado de pobre y dejando a los suyos a las afueras con el encargo de acudir a su llamada. El resto sigue los mismos pasos, comúnes a todas las versiones. Como puede verse el texto aragonés, incluido tam­ bién en una crónica, se amolda casi exactamente a la «Leyenda de la mujer de Salomón». A modo de conclusión podríamos ver cómo las diversas versio­ nes mantienen entre sí concomitancias y divergencias. Todas coin­ ciden en repetir los motivos de la «venganza del esposo desposeí­ do». A esta parte se superpone en el nobiliario del conde de Barcelos el motivo del «rapto de la mujer» y en la leyenda de Salomón, el tema de «la muerte aparente de la esposa infiel». Las conclusio­

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nes de los diversos estudiosos parecen inclinarse por remitir el origen a Bizancio y pensar que esta leyenda oriental fue sufriendo diversas transformaciones en su migración. Se deduce, pues, que carece de origen histórico, aunque en un momento dado haya sido atribuida a un personaje histórico o seudo histórico, como Nalvi­ llos, Ramiro II o el conde Rodrigo. La eliminación de la interven­ ción mágica y la muerte aparente de la mujer se considera una mutilación respecto al conjunto, como deduce V. García de Diego. Sin embargo, cada versión debe analizarse como un relato indepen­ diente, que funciona de acuerdo con sus propias leyes. En este sentido hemos querido mostrar cómo la versión de la Crónica de Avila, al carecer de algunos motivos que sí se dan en otras versio­ nes, acentúa la maldad de la mujer, cuya traición sorprende por inesperada. Así mismo se subrayan más en ella los rasgos heroicos del caudillo cristiano, frente a Salomón, ignorante de su adulterio pese a sus dotes mágicas, y sobre todo de Ramiro II, culpable en gran medida de la tragedia. Cada una de estas versiones se adecúa al contexto histórico en el que se inserta y en función de él habría que tratar de explicarse las modificaciones.

COMENTARIO II «LA HUELLA DEL LEÓN» (SENDEBAR, CUENTO 1)

En el Libro de los engaños, versión castellana del Sendebar, los privados del rey asumen la defensa del príncipe, condenado a muerte por la acusación falsa de una mujer. Ante el silencio del joven, uno de los privados se acerca al rey y narra este cuento con el que tratará de mostrarle los peligros que corre si se deja llevar por la ira momentánea: El privado dixo:— Oí dezir que un rey que amava mucho las mugeres e non avía otra mala manera sinon esta. E seié el Rey un día encima de un soberado muy alto e miró ayuso e vido una muger muy fermosa e pagóse mucho d’ella. E enbió a deman­ dar su amor e ella dixo que non lo podría fazer seyendo su marido en la villa. E quando el Rey oyó esto, enbió a su marido a una hueste. E la muger era muy casta e muy buena e muy entendida e dixo:— Señor, tú eres mi señor e yo só tu sierva e lo que tú quesieres, quiérolo yo, mas irme he a los vaños afeitar. E quando tornó, dioP un libro de su marido en que avía leyes e juizios de los reyes, de cómmo escarmentavan a las mugeres que fazían adulterio. E (e) dixo:— Señor, ley por ese libro fasta que me afeinte. E el Rey abrió el libro e falló en él primer capítulo cómmo devía el adulterio ser defendido, e ovo gran vergüenza e pesól’ mucho de lo qu’ él quisiera fazer. E puso el libro en tierra e sallóse por la puerta de la cámara e dexó los arcorcoles so el lecho en que estava asentado. E en esto llegó su marido de la hueste, e quando se asentó él en su casa, sospechó que y durmiera el Rey con su muger, e ovo miedo e non osó dezir nada por

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miedo del Rey e non osó entrar do ella estava, e duró esto gran sazón. E la muger díxolo a sus parientes que su marido que la avía dexado e non sabía por quál razón. E ellos dixiéronlo a su marido:— ¿Por qué non te llegas a tu muger? E él dixo:— Yo fallé los arcolcoles del Rey en mi casa e he miedo, e por eso non me oso llegar a ella. E ellos dixieron:— Vayamos al Rey e agora démosle enxenplo de aqueste fecho de la muger, e non le declaremos el fecho de la muger e, si él entendido fuere, luego lo entenderá. E estonces entraron al Rey e dixiéronle:— Señor, nós aviemos una tierra e diémosla a este omne bueno a labrar, que la labrase e la desfrutase del fruto d’ella. E él fízolo así una gran sazón e dexóla una gran piega por labrar. E el Rey dixo:— ¿Qué dizes tú a esto? E el omne bueno respondió e dixo:— Verdat dizen, que me dieron una tierra así commo ellos dizen e quando fui un día por la tierra, fallé rastro del león e ove miedo que me conbrié. Por ende dexé la tierra por labrar. E dixo el Rey:— Verdat es que entró el león en ella, mas no te fizo cosa que non te oviese de fazer nin te tornó mal dello. Por ende, toma tu tierra e lábrala. E el omne bueno tornó a su muger e preguntóle por qué fecho fuera aquello. E ella contógelo todo e díxole la verdat commo le conteniera con él, e él creyóla por las señales queP dixiera el Rey e después se fiava en ella más que non d’ante. (ed. Lacarra, pp. 79-81). Los preliminares del cuento nos sitúan ante un tema conocido de la tradición literaria y folclórica: el del rey, o personaje impor­ tante, enamorado de la esposa de su vasallo y dispuesto a obtener sus favores a toda costa, pese al rechazo de la mujer. La vía para resolver el escollo, enviar al marido a la hueste, ha recordado a los críticos la historia bíblica del rey David, quien enamorado de Betsabé tras observarla desde lo alto del terrado, mandó a Urías al campo de batalla (2o Samuel, 11, 2-17). El motivo folcló­ rico K 978: «La carta de Urías» recuerda la pervivencia del tema en la tradición oral. El esquematismo y brevedad de este tipo de relatos hace que todas las observaciones sean funcionales. La presentación de los personajes ya permite catalogarlos: la mujer, hermosa, casta, bue­ na y entendida, cualidades todas ellas que tendrán su funcionali­ dad en la historia. La belleza ha sido causa del enamoramiento regio, pero su entendimiento le servirá para mantener la castidad.

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En el monarca, su «amor por las mujeres» resulta una mera tacha que no altera sus restantes virtudes, lo que le permitirá arrepentirse a tiempo de su acción. La posición de superioridad que mantiene en relación a la familia de su vasallo queda gráficamente expresada al indicar las circunstancias del enamoramiento: «seié el Rey un día engima de un soberado muy alto e miró ayuso...» El cuento se subdividirá en dos partes simétricas que girarán en torno a un objeto real abandonado. La primera parte pondrá en juego la astucia y el entendimiento de la mujer para mantener su castidad, sin ofender al rey. Esta actitud de la esposa fiel con­ trasta con la temática frecuente en otros cuentos de la misma colección en los que las mujeres se caracterizan por su infidelidad amorosa (Motivos J 816. 4. «Una mujer consigue que el rey de­ ponga su actitud amorosa»; T 320. 4. «Una mujer consigue aver­ gonzar al rey y librarse de su asedio»). La diferencia social entre ambos hace que el tema se plantee en otros términos. La mujer entrega al rey un libro, «en que avía leyes e juizios de los reyes, de cómmo escarmentavan a los maridos que fazían adulterio», antes de ausentarse. El libro, obje­ to que pertenecía al marido ausente, recuerda al rey la presencia invisible del dueño de la casa y le hace reflexionar sobre sus obli­ gaciones jerárquicas. Con ello se despierta su vergüenza, sentimien­ to imprescindible para ejercer dignamente su cargo, y se marcha, olvidándose los zapatos bajo el lecho en el que estaba sentado. A este respecto resultan apropiadas las palabras de los Castigos e documentos: «Tal es la vergüenza en el rey commo el panno blanco en que non ha manzilla ninguna. E tal es el rey quando pierde vergüenza en aquellas cosas que la deve aver commo el gafo que por gafedat ha perdido los begos e las nariges. E si el rey oviere vergüenza en sí non errara con la muger de su vasallo, e vergüenza avrá de su marido que bive con él, e de sí mesmo» (Ed. A. Rey, p. 60). El sultán Saladino también renuncia en el cuento L de El conde Lucanor a cortejar a la mujer de su vasallo por vergüenza. Ambos cuentos han sido conectados por la crítica, aunque el relato del Sendebar se prolonga con el descubrimiento por parte del marido de los zapatos del rey. En otras versiones el rey olvida un anillo, un cinturón, etc." siempre algo muy perso­ nal que levanta las sospechas del marido. La segunda parte gira en torno al temor del marido por el ha­ llazgo del objeto real, junto a su propio lecho. Pensando que su intimidad ha sido violentada, se negará a acercarse a su mujer, pero no querrá desvelar sus recelos por miedo a la autoridad. Para salir de la situación serán los parientes de la mujer quienes

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planteen al rey un enigma, por medio del cual se aclara la situa­ ción. El núcleo de este segunda parte del cuento responde a una tradición folclórica que puede hundir sus raíces en costumbres an­ tiguas: explicar la culpa o la inocencia de una persona mediante enigmas. En este caso el planteamiento alegórico es lo que da nombre al motivo: «La huella del león». Al encubrir la mención al rey bajo la figura del león no hacen más que seguir una conven­ ción secular, pero lo más curioso resulta su conducta, contraria a la codificada por los bestiarios. Según el Fisiólogo,, el león «adon­ dequiera se dirija va borrando con la cola sus huellas para que el cazador no siga su rastro» (Trad. N. Guglielmi, p. 39). En cuanto a la asimilación de la mujer a la tierra aparece en numero­ sas civilizaciones primitivas. El rey, que supo avergonzarse a tiem­ po, también sabrá interpretar el «enxenplo», como tiene que hacer­ lo el rey Alcos. Así este cuento, único protagonizado por una mujer honesta, cumple perfectamente su función preliminar. El caso es análogo al del cuento 1 de El Conde Lucanor. También en las parejas que forman el rey y su privado y el privado con el cautivo se ha visto una relación especular del binomio LucanorPatronio. La importancia concedida en nuestro cuento al libro y al lenguaje figurado lo convierten en un pórtico perfecto para una serie de historias en las que figuradamente el rey va a recibir lecciones.

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1 En todas las citas he recurrido a regularizar el uso de las grafías medie­ vales (j, y, con valor vocálico, =i; u, con valor consonántico =v; v, con valor vocálico, = u ) y a acentuar con criterios actuales para facilitar su lectura.

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1. BIOGRAFÍA

El caso de Alfonso X, «rey de Castilla, de Toledo, de León, de Galicia, de Sevilla, de Córdoba, de Murcia, de Jaén y del Algarbe» (como aparece en algunos documentos) resulta excepcio­ nal en la historia de la literatura española. La historia política, sin embargo, lo ha considerado como un rey de ingenio vario, mudable, doblado e inconstante. La opinión de que Alfonso X fue un sabio teorizador (algo así como un distraído científico, ajeno a la realidad), poco dispuesto para la gobernación de un Reino, se desvanece cada día más; el cuento de que casi se le cayera la corona de tanto mirar a los cielos estudiando las estrellas queda como una fábula propia de quienes le conocieron poco y lo consideraron mal; lo mismo ocurre con aquel dicho de que se sentía tan seguro de su ciencia, que hubiera enmendado la plana a Dios en algunos aspectos de la creación del mundo (ambas atri­ buidas en B. Gracián [1944] el primero en El Político, p. 35, y el segundo en el Criticón, p. 443). Este juicio está cambiando en los últimos estudios, realizados con motivo del Séptimo Cente­ nario de su muerte (1984) y después, algunos de los cuales rehabili­ taron su figura histórica, y señalaron que su gobierno estuvo en relación con las circunstancias a las que hubo de hacer frente con esfuerzo y dificultades. En lo que en los historiadores del pasado fue insistir en una separación entre teoría y práctica, la actual corriente de la interpretación de la política del Rey es encon­ trar posible la relación entre los principios expuestos y defendidos en los libros y la realidad de sus intenciones como gobernante, en cuanto a los logros obtenidos. Un balance inmediato de los hechos en sí puede parecer pesimista (y aun, en sus últimos tiem­ pos, el rey pudo preguntarse si había acertado, sobre todo en su política familiar), pero una consideración de amplias perspecti­ vas establece que su función fue positiva e importante en el con­ junto de la historia del Medievo español, pues dio al Reino un

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sentido cultural que le sobrevivió por mucho tiempo. Nació en 1221; fue hijo de Fernando III, que había incorporado al Reino grandes espacios en Andalucía, y sus ciudades: Córdoba (1236), Jaén (1246) y Sevilla (1248), así como Murcia (1243). La madre de Alfonso fue doña Beatriz de Suabia, y por vía materna se vio implicado en el «fecho del Imperio», consistente en la aspira­ ción a la corona imperial de Alemania, que para él acabó por convertirse en una frustración. Después de un intenso entrenamien­ to militar y político durante el reinado de su padre, ascendió al trono en 1252; entonces hacía ocho años que estaba casado con doña Violante, hija de Jaime I de Aragón, rey que fue su amigo, y cuyo paralelo histórico se estudia (véase R.I. Burns [1985]). En Andalucía y Levante prosiguió la labor de reconquista asegurando el poder de Castilla en el amplio espacio ganado al Islam, en el que tuvo que sofocar una fuerte rebelión mudéjar. Los años de su reinado fueron difíciles; tuvo enfrente una nobleza rebelde y poderosa, y hubo de tratar con los reyes moros de Granada y de Fez, aliándose con ellos unas veces, combatiéndolos otras. La economía del Reino estaba en trance de transformación, y la devaluación de la moneda, en los últimos tiempos de su gobierno, resultó para el rey una traba social. Creó el Concejo de la Mesta que desde 1273 organizó la trashumancia de la ganadería, y esto favoreció la hacienda de la nobleza. Los últimos años de su vida estuvieron amargados por el pleito sucesorio tenido con su hijo don Sancho, que le sucedió en 1284 cuando el Rey murió en Sevilla. Alfonso X está enterrado en la gran catedral gótica que se levan­ tó sobre la iglesia que los conquistadores de la ciudad sobrepusie­ ron a la mezquita; junto al templo cristiano, permanece aún en­ hiesto el alminar que luego recibió, cuando se convirtió en campa­ nario, el nombre de Giralda. Se dice que, durante la violencia de la toma de la ciudad en 1248, no fue derribado porque el Rey Sabio, entonces príncipe de veintiún años, se opuso al intento. Esto es una prueba temprana de la sensibilidad del monarca por el arte; durante su vida dio impulso a diversas manifestaciones artísticas (arquitectura y escultura) que R. Cómez Ramos define como una yuxtaposición: «en él coinciden el momento de la madu­ ración de las formas góticas importadas de la escuela champañesa con la incorporación del arte de los musulmanes sometidos que conserva intactos los elementos peculiares del estilo almohade» ([1979] p. 212); y añade: «Junto a esta simultaneidad y perfecta simbiosis de estilos, el refinamiento formal, la distinguida elegan­ cia...» (Idem, p. 213). Su relación con la música, se establece por su condición de poeta (estudiada en otra parte de esta Histo-

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ría) y por la gran acogida que dio a los intérpretes en su corte, demostración de una gran afición al arte musical. Ante esta recep­ tividad estética, cuando en páginas sucesivas nos ocupemos de la literatura que acogió el nombre de Alfonso X, no hemos de olvidar que es un aspecto más de una compleja personalidad artística que obtuvo otras muchas manifestaciones, y una de ellas será la afición por el arte de la miniatura como ilustración de los libros, la más inmediata a la letra como manifestación cultural. Sus biógrafos (la más amplia historia es la de A. Ballesteros Beretta [1963]) ponen siempre de relieve el contraste entre la suce­ sión de hechos que cuenta la historia de su reinado político, y su función cultural, que fue de primer orden en la Europa de su tiempo, y que aportó a su Reino una obra escrita que representa un legado fundamental en muy diversos aspectos. El resultado fue la promoción de una labor enciclopédica en parte, de muy vario contenido, puesta de manifiesto en unas obras que examinaremos en capítulos sucesivos y que representaron el patrimonio sobre el que desde entonces se asegurarían la lengua y la «literatura» (en el sentido que precisaremos) siguientes. Alfonso X es representa­ ción de un Renacimiento cultural, realizado en la lengua vernácula (el castellano para la prosa, y el gallego para la lírica), en la segunda mitad del siglo XIII. Y esto ha llegado hasta su misma denominación como Rey: como nota de la singularidad de su com­ portamiento histórico, diré que a su padre Fernando III, al que los historiadores pusieron el título de gracia de «el Santo», por sus virtudes personales y trato familiar y social, le sucede Alfonso, que se gana con creces el de «el Sabio». Y estas denominaciones son algo más que un tópico socorrido, pues representan de manera concisa un juicio apretadísimo, establecido en un solo término, que es signo de la vida del Rey. La obra del Rey se incluye en las historias de la literatura espa­ ñola contando con el adecuado entendimiento de su condición de autor, aunque sus libros sean de contenidos que después quedarían fuera de la consideración de la estricta área literaria. Dada su complejidad y el número de estudios que se le han dedicado, se encuentra dispersa en varios campos. Una información bibliográfi­ ca inicial puede hallarse en la Bibliografía de J. Simón Díaz [1986], y aquí daré una orientación somera sobre los estudios y ediciones más recientes relativas a su vida, acción cultural y la obra que se pone bajo su nombre. He de indicar también que esta obra y, sobre todo, sus ilustraciones son el fondo básico para una ex­ ploración de la vida de la época, según realiza G. Menéndez Pidal [1986], en la que hay ocasión de mostrar un gran número de

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aspectos de la existencia cotidiana y de la actividad de las diversas clases sociales. La obra de Alfonso X es un testimonio de primer orden para conocer la vida de la época.

2. ALFONSO X COMO AUTOR; a) EL IMPERATOR LITTERATUS

La historia de la literatura considera que la obra, de cualquier clase que sea, es el resultado de la actividad poética de un autor; según este criterio, la obra es personal, consecuencia de la creación de un autor que conoce los procedimientos para lograr su composi­ ción, y sabe cuál es el público a la que la dirige. A veces se puede haber perdido la noticia de quién haya sido el autor, pero esto es sólo un inconveniente para su estudio. Hay otro grupo de obras en las que la personalidad del autor se encuentra inmersa dentro de una corriente creativa de orden tradicional; entonces la obra entra en esta tradición, y allí se mantiene. El primer grupo comprende fundamentalmente las obras mantenidas por la vía de la escritura, y el segundo, las conservadas por la oralidad. Pero esto no abarca todos los casos posibles, y la consideración de Alfonso X implica una peculiaridad, y representa un determinado orden de intervención en las obras puestas a su nombre, activo y eficaz, que hay que estudiar en relación con su personalidad humana, política y social. En algunos casos, como ocurre en el de la obra lírica, su intervención en el proceso poético pudo ser personal (esta parte se trata en otro lugar de esta Historia de la literatura), y entonces se estudia mediante los criterios aplicables a la obra del autor a que me refería en un principio; pero en otros casos, sobre todo en sus tratados en prosa, su función es de un orden diferente en el proceso de la «creación literaria». Para comprender esta función conviene partir de una considera­ ción que se refiere a la tipología de los gobernantes, tal como se venía definiendo desde la Antigüedad. En esta línea se había constituido lo que hoy consideramos como un tópico de la cultura europea, aplicable a los emperadores, reyes, príncipes y señores que, al mismo tiempo que ejercían el poder político y militar,

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cuidaban también del desarrollo de las letras y las artes; este tópi­ co, (registrado en el libro de E.R. Curtius, [1955] pp. 241-262) se conoce con la denominación de imperator litteratus o gobernan­ te ilustrado). Y de acuerdo con el mismo, dentro de esta voluntad política, Alfonso X quiso reunir las virtudes provenientes de la acción con las que procedían del saber. En la realidad social de su reino, ambos aspectos estaban comúnmente separados: la cien­ cia y los saberes estaban radicados en la clerecía, y el poder políti­ co que procedía de las armas estaba al arbitrio de la nobleza. Y esto fue para el Rey un obstáculo para el ejercicio del gobierno; su labor política se llevó a cabo en tiempos difíciles para poder asegurar la función de un poder real efectivo frente a una tradición social que favorecía los privilegios de los nobles, a algunas pobla­ ciones por los fueros, y también las prebendas de la Iglesia, al menos en determinados grados del clero. Por eso el tópico que indico fue una aspiración de Alfonso X que deducimos del curso de su vida comparando lo que hizo en la política y la obra cultural que dejó a su nombre. La oposición que pudiera existir entre el clérigo (mantenedor y artífice de la ciencia, de condición pasiva por su labor, impulsor de Universidades y situado, sobre todo, en los medios de la Iglesia y del Derecho) y el hombre de las armas (perteneciente a la nobleza civil, activo socialmente como defensor del Reino y de sus propios privilegios de clase) se sobre­ pasa en su personalidad, y se funden los propósitos de ambos en el mismo Rey, de acuerdo con un sentido religioso de predesti­ nación divina. La aspiración de los reyes por poseer una gran formación cultural, patente ya en Constantino, continuó en la Edad Media, y sobre ella se fundamentan los designios de estos reyes que en el siglo XIII encarnan el viejo tópico europeo del imperator litteratus: Federico II de Sicilia, de la dinastía suaba, y Alfonso X de Castilla. Federico en la primera mitad de este siglo, y Alfon­ so X, en la segunda, ambos situados en zonas críticas para la cultura europea, hacen suyo el afán de manifestarse como gober­ nantes sabios, y el resultado fue decisivo para el Reino del castella­ no. Menéndez Pidal perfila así una comparación entre ambos reyes europeos: «Los propósitos de Alfonso X son más ambiciosos que los de Federico II; su interés se extiende a todos los ramos del saber que juzga importantes para la nación. Su espíritu lo mismo se preocupa de difundir la ciencia y la literatura de los viejos pueblos orientales, que se adelanta hacia el futuro renacimiento, abriendo franca entrada al Derecho romano, y renovando el re­ cuerdo de olvidados escritores históricos y literarios de la antigüe­ dad clásica, o se vuelve hacia el pasado próximo medieval, reco­

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giendo análogas reliquias de los siglos inmediatos» (Alfonso el Sabio, Primera Crónica General..., [1955] prólogo, p. XV; véase también E.S. Procter [1980]). Un testimonio artístico de esta voluntad de ser un gobernante letrado se encuentra en las ilustraciones que representan a Alfonso X como un autor con la peculiaridad que indico. Así, en el Lapi­ dario (A. Domínguez [1982 y 1984]), una obra de comienzos de la empresa real, en cabeza y de un tamaño mayor figura Aristóte­ les, figurado según la tradición del retrato del sabio que procede de la Antigüedad; y luego en otra, de menor tamaño, la del Rey que recibe el libro. En otras obras más tardías, la figura del Rey suma la representa­ ción del «sabio iluminado» y la del gran señor que promueve la obra. El Rey entonces representa a todos los sabios, antiguos y modernos, clericales, moros y orientales, de los que proceden los materiales con los que se compone la obra; el Rey es así el sumo autor, el gobernante ilustrado que ampara con su prestigio la obra en lengua vernácula.

3. ALFONSO X COMO AUTOR: b) EL ESCRITORIO REAL

Dejando de lado la actuación de Alfonso X como gobernante del Reino, me ocuparé sólo del aspecto de su política que se refiere a esta otra acción cultural. El conjunto de libros que se sitúa bajo el nombre del Rey no pudo ser escrito por él, ni siquiera al dictado, al menos en su mayor parte. Fueron necesarios los sabios o grupos de ellos, conocedores de los diferentes contenidos, para lograr la realización de las diferentes obras. Para comprender esta acción del Rey en su época, hay que contar con el factor económico, implícito en la elaboración de estos libros: lo que cos­ taba reunir y mantener a los sabios y su labor, el material de la escritura, la ilustración de las obras, la biblioteca necesaria para extraer la materia de los contenidos respectivos (de la que L. Ru­ bio [1985] ha publicado algunas noticias), etc. Sólo estaba en con­ diciones de juntar los elementos adecuados para estos logros quien estaba en la cabeza del Reino, y por este motivo contaba con los medios adecuados, y además sabía organizados para el logro de sus fines. De entre los diferentes órganos de la administración del Reino que pudieran aportar sus medios al propósito indicado, la Cancillería real (estudiada por E.S. Procter [1934]) es el que resulta más apropiado para encontrar los medios propios de lo que más específicamente se llama el «escritorio real», en donde pudo llevarse a cabo la preparación del contenido de las obras propuestas, su redacción y la escritura consiguiente que había de fijar los textos en unos libros manuscritos. A cargo de la Cancille­ ría corrían los documentos de la función política y administrativa de la corte, en su mayor parte formularia, mientras que el escrito­ rio tendría la compleja misión de preparar y escribir los libros según las indicaciones recibidas del Rey: allí se seleccionaron las fuentes de información y aseguraron las autoridades convenientes,

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se pudo disponer de los manuscritos que las contuvieran, y elegir qué partes eran convenientes en cada caso, traducirlas si estaban en otra lengua, con el fin de elaborar los contenidos de las obras, organizados en libros mediante su redacción y consecuente escritu­ ra. Esto lo hicieron entendidos en la materia expuesta, y el Rey los eligió de entre los sabios que lo rodeaban (y suponemos que los mandaría buscar, si fuera preciso). Sobre este proceso de la redacción de las obras de Alfonso X, véanse los estudios de A. García Solalinde [1915], G. Menéndez Pidal [1951], F. Lázaro Carreter [1961], D. Catalán [1963], relativos sobre todo a los libros históricos; el de A. J. Cárdenas [1982], acerca de los libros científi­ cos. Lo que nos queda de esta labor del escritorio real está reunido por Ll. Kasten, J. Nitti y J. Anderson. (Alfonso X, Concordances... [1978].) Alfonso X, prosiguiendo una tradición asegurada por la reunión de los sabios que en Toledo había obtenido brillantes resultados culturales mediante la comunicación de los cristianos con los ára­ bes y los judíos, se valió también de los sabios de estas otras leyes para llevar a cabo su cometido. Este criterio enriqueció el legado cultural del Rey Sabio, aunque en su legislación (Partidas VII, 24 y 25) siguiese las normas de discriminación hacia moros y judíos, habituales en el derecho foral y en el Fuero Juzgo, y comunes también en otros lugares de Europa. La obra resultante del escritorio real representó una aportación importante y sorpren­ dente en el Renacimiento medieval del siglo XIII, en el que la nota oriental aparece señalada con intensidad, prosiguiendo lo que había representado el grupo de los traductores de Toledo como crisol de culturas, irradiante hacia Europa.

4. LA PROSA DE ALFONSO X

Dejando de lado la cuestión de las Cantigas de Alfonso X, el instrumento más necesario para el logro del propósito real fue la afirmación y el ejercicio progresivo de una prosa que le sirviese como medio de expresión de los diferentes contenidos que trataba de manifestar literariamente (o sea, por medio de la letra escrita). Y conviene notar que, aunque parezca paradoja, resultó más difícil y complejo el proceso del desarrollo y arraigo de la prosa literaria que el del verso, que aparentemente requiere una mayor elabora­ ción artística; sin embargo, la poética de procedencia provenzal aseguraba unos contenidos y una vía expresiva para la lírica cortés, y la poética del verso tradicional estaba estatuida en un formulis­ mo que cubría la canción épica y lírica; y el menester poético de los clérigos en lengua vulgar había comenzado. En el estudio de la literatura medieval, hay que tener, como dije, en cuenta los factores que proceden de la oralidad (obras que se transmiten por la vía de la palabra oral) y los que proceden de la escritura (obras que se conservan en textos escritos), y también aquellas situaciones en que pudo darse una relación entre la oralidad y la escritura para pasar contenidos de la una a la otra en un proce­ so en que la imagen oral y la escrita de un texto pudieran haberse implicado. Para la escritura hubo siempre el modelo que procedía del latín, que era la lengua común de la clerecía europea y que era la que se aprendía con este fin en las escuelas y universidades. El amplio desarrollo de la literatura *en latín en los siglos XII y XIII demuestra que esta lengua era suficiente para las manifesta­ ciones literarias en el amplio dominio cultural de la religión, la historia, la ciencia y las diversas manifestaciones de la poesía y la prosa, representación del más alto grado de la intelectualidad europea; tenía la ventaja de ser una lengua común para todos, con una gramática y un léxico relativamente concordes, establecida sobre contenidos que, en sus diferentes variantes, eran compartidos

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por la clerecía que sostenía el entramado ideológico de la época (véase F. López Estrada [1983], pp. 117-164). El aprendizaje de este fondo cultural se realizaba mediante las siete artes liberales (Comentario n.° 4). Junto a esta firme organización de una litera­ tura escrita en latín, hemos de establecer otro amplio cuadro de una literatura en las diferentes lenguas vernáculas de Europa, de carácter oral y basada en la tradición folclórica (lírica, cuentos, refranes, etc.) y en la de difusión juglaresca (cantares de gesta y otras manifestaciones); y que por otra parte, en el aprovecha­ miento de la Iglesia de este medio para la afirmación de la religio­ sidad popular (sermones y teatro). Aparte de glosas y notas marginales, los primeros usos de una escritura de la lengua vernácula procedieron de la actividad política destinada a la redacción de documentos y cuadernos de fueros y leyes locales. Esta corriente tuvo su paralelo en el lenguaje nota­ rial que, en sus manifestaciones más modestas, se valió de un latín formulario por entre el que aparecían cada vez en mayor número las palabras calcadas de las formas vulgares. De la Canci­ llería de Alfonso VIII (1158-1214) se han conservado ocho docu­ mentos en lengua castellana; aumenta su número en la época de Fernando III. D.W. Lomax [1970] sitúa en 1252 el uso de la len­ gua vernácula como «oficial» en la Cancillería, y poco después la Iglesia también aprovecha las crecientes ventajas de esta lengua, y las actas de los sínodos en Palencia desde 1286 están en castella­ no. Los diferentes redactores de las obras, encaminado el criterio por Alfonso X, fueron estableciendo para el uso de esta prosa una conciencia lingüística con el objeto de lograr una relativa uni­ formidad (como se estudia en H.J. Niederehe [1985 y 1987] y R. Lapesa [1982]). Esta prosa de las obras alfonsíes recibió diver­ sas denominaciones, y se la llamó nuestro romance (en donde el término se aplicó a la lengua vernácula, en estos casos sin compro­ miso con ninguna forma literaria), «nuestro romance de Castilla,», «nuestro lenguaje de Castilla y castellano» y hasta el lenguaje de España y español; el canciller previsto como figura jurídica en las Partidas (II, 9, 4) tiene que leer y escribir en latín (esto era lo que se esperaba de él según la tradición clerical), y también en la lengua vernácula o vulgar o en romance (esto era lo nuevo). Este grupo de «escritores» (es decir los que saben leer y escribir en latín, y en árabe y en hebreo algunos, y pueden aplicarse a la lengua vernácula) con Alfonso X en cabeza, dando nombre a las obras, selecciona de entre la variedad de formas de la lengua común las que estima mejores, y añade las necesarias, sacándolas del latín o del árabe, para que la lengua escrita pueda servir para

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esta diversidad de contenidos; y con esta labor maduran la impara­ ble experiencia del castellano, destinado a convertirse en la que luego será la lengua de la nación española. Cuando el redactor de la obra estima que la palabra usada puede suscitar dudas, reali­ za una definición de la misma en el mismo curso del texto (y estos términos se hallan reunidos en el Diccionario de H.A. van Scoy [1986]), de tal manera que las obras alfonsíes, además de su diverso contenido, representan un enriquecimiento del léxico, indispensable para que la prosa se convierta en un instrumento de difusión cultural en la nueva lengua.

5. LA PARTICIPACIÓN DE ALFONSO X EN LA COMPOSICIÓN DE SUS OBRAS

La participación del Rey Sabio en la realización de sus obras ha sido objeto de estudios (como el de J. Montoya Martínez [1970], así como los que antes cité al tratar del proceso de la redacción); en primer lugar conviene fijar el significado que esta palabra, autor, tiene en el castellano medieval. Autor es un término culto por su naturaleza etimológica (tomado del latín auctor-auctóris, deriva­ do de augére, «aumentar», «hacer progresar») que acoge un am­ plio campo semántico, pues en su significado caben el creador, el inventor, el instigador y el promotor. Esta última acepción de «promotor» resulta conveniente para nombrar la actividad de Al­ fonso X, como se desprende de la cita más repetida de los estudios sobre esta cuestión. Pertenece a la General Estoria, y no se estable­ ce la explicación del caso de una manera directa, sino por medio de un segundo término, a través del desarrollo de una comparación como figura retórica aclaratoria del sentido de lo que se está tra­ tando. El motivo por el que se plantea indirectamente la cuestión aparece en la General Estoria en una parte en que el texto alfonsí se apoya en la Biblia: se trata de la cuestión de quién escribió las Tablas de la Ley, tal como aparece en los libros del Exodo (20, 21, 34) y Deuteronomio (10), si Dios o Moisés. Entonces aparece un comentario del narrador de la obra (...«así como dixie­ mos nos [o sea, el Rey] muchas vezes...»), que se sobrentiende que es el mismo Rey o quién por él redacta, y que se aclara enseguida con una mención impersonal de sí mismo: «...el rey faze un libro, non por quel el escriua con sus manos, mas porque compone las razones del, e las enmienda et yegua [iguala] e enderes?a, e muestra la manera de como se deuen fazer, e desi escriue las qui el manda, pero por esto, dezimos por esta razón que el faze el libro». Y por si acaso no quedara suficientemente claro

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para los que no estuviesen al tanto del trabajo que se pudiera desarrollar en el escritorio real, añade otra comparación, más sen­ cilla, referida también en forma impersonal al Rey promotor; y aplicada a una actividad más accesible para cualquier lector u oyente de estas líneas, que también experimentó el Rey, impulsor asimis­ mo de otras obras artísticas de la arquitectura religiosa y civil: «Otrossi quando dezimos que el rey faze un palacio o alguna obra, non es dicho por quelo el fiziesse con sus manos, mas por quel mando fazer e dio las cosas que fueron mester para ello. E qui esto cumple, aquel a nombre que faze la obra, e nos assi ueo que usamos de lo dezir» (General Estoria [1930], I a parte, libro XVI, cap. XIV) La relación existente entre el Rey como patrocinador con los que convertían en realidad creada la propuesta real tiene que mati­ zarse según sea la especie de la obra: en la construcción de una obra arquitectónica el Rey queda más lejos que en la redacción de una obra literaria, y aún dentro de estas, depende de su conteni­ do; lo que era común en todas era la intención de que la obra resultase accesible mediante la lectura (personal o pública) del tex­ to redactado según sus instrucciones. Creo que, para entender la intención del Rey, resulta clarificador comparar la actividad del escritorio real con los centros en que se difunde la enseñanza en esta época: el Estudio General o Universidad. Independientemente del apoyo del Rey al Estudio General (tratado por A.J. Cárdenas [1980]) en el escritorio real los sabios, guiados por Alfonso X, componen las obras y las escriben en castellano; en los estudios y universidades se enseña a los jóvenes, y se les prepara para sus funciones religiosas, jurídicas, científicas, etc., en libros de textos latinos. El objetivo del Estudio General previsto en las Par­ tidas (II, 31, 1, 11) es de orden pedagógico y establece una relación entre discípulos y maestros. Distinta es la actividad del escritorio real en todo cuanto le estaba encomendado para el servicio de la política del rey; lejos del formulismo propio de la Cancillería, los contenidos de las obras reales requieren un gran esfuerzo en la redacción para que queden expuestos con claridad. El Rey tenía cerca a los que escribían los libros que él fomentaba; y en este caso el criterio de su redacción era diferente del universitario, pues sus libros habían de poseer entidad propia, en el sentido de que no tenían que requerir maestro que los explicara; y para eso el redactor se valía de los libros de la biblioteca real, de donde ex­ traía la información magistral que le era conveniente, y exponía los contenidos completos por sí mismos, accesibles directamente al lector o al oyente a través del texto que el Rey consideraba

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como propio para esta inteligencia que él propugnaba. Los libros promovidos por Alfonso X suelen llevar las glosas (o explicaciones de cualquier orden, sobre todo las lingüísticas) en el mismo curso del texto; y esto implicaba un doble plano en la enseñanza: el que correspondía al contenido de la obra, y el que resultaba de estas desviaciones ilustradoras. He aquí algunos ejemplos de las explicaciones del vocabulario: Cocatriz: es el cocodrilo: «La cocatriz [...] es bestia et pescado et esta es fecha como lagarto, et cría en las aguas dulces, et sennaladamente en el grant río que llaman Nilo» (Libro del Axedrez..., fol. 81 v.). Descubridor: es el explorador o batidor del campo: «[A los] caballeros que [van] todavía delante a diestro et a siniestro [...], llaman descubridores» {Segunda Partida, II, 23, 18). Poetria: es la poética normativa: «...onde poetria tanto quiere mostrar commo libro que fabla de los yerros que los poetas et los trobadores pueden fazer en sus dezires» {General Estoria, V, fol. 261 a). Túnica: «Diz la Biblia [...] túnica a aquella vestidura a que nos dezimos camisa en lenguaje de Castiella entre las otras vesti­ mentas de los clérigos...» {General Estoria, I, fol. 205 v.). El catálogo de estas voces comentadas está en el citado Dicciona­ rio de H.A. van Scoy [1986].

6. EL PÚBLICO DE LA LITERATURA ALFONSÍ

La obra de Alfonso X (como cualquier otra) estaba destinada a un público determinado, y el que le corresponde en este caso estaba situado en el ámbito de la corte del Rey. La palabra corte acoge una amplia significación que conviene precisar para estable­ cer esta función que le asignamos como público de una obra litera­ ria (véase el artículo de F. López Estrada [1991]). La Corte es el grupo que rodea al Rey o al gran señor; cuando se trata de las cortes reales, estas pueden ser cortes pregonadas, en las que el Rey reúne a determinados súbditos de relieve social con un fin determinado (cuestiones económicas, de legislación, justicia, sucesión, etc.) en un lugar y tiempo establecidos, y que acaban su cometido cuando el fin de la convocatoria se ha resuelto. Y la Corte es permanente cuando se trata de la compañía que habi­ tualmente convive con el Rey y su familia, y en donde se encuentra la administración del gobierno del Reino, y desde donde el Rey promueve su política y se relaciona con la nobleza, sus vasallos y súbditos, y con los otros reyes. Esta Corte viene descrita en las Partidas (véase comentario n° 1), y en ella se establece un orden de relación social que recibió el nombre de cortesía. Alfonso X quiso convertir esta cortesía en un instrumento políti­ co, y para esto su intención fue que la nobleza recibiese los benefi­ cios de la cultura mediante las obras que él promovió en primer lugar para su difusión en la Corte. Si lograba que los nobles fue­ sen cada vez más «corteses», podría establecer con ellos relaciones de otro orden que no fuesen las procedentes del poder de las armas o de las riquezas heredadas o logradas por la fuerza y la ambición. De ahí que el abanico de los contenidos de estas obras alfonsíes cubra en parte este cometido de la cortesía; y en parte también el conocimiento de las ciencias naturales, en tanto que estas puedan servir para la ciencia de los astros en lo alto, y la de las piedras en lo bajo, y sus relaciones, útiles para la

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predicción, porvenir, como la historia lo era para rememorar el pasado, y las leyes para asegurar la convivencia en el presente vivido por el Rey y sus súbditos.

7. LA OBRA PUESTA BAJO EL NOMBRE DE ALFONSO X

Indicadas las características generales de la obra que la historia literaria sitúa bajo el nombre de Alfonso X, pasaré a una clasifica­ ción de la misma según sus condiciones genéricas. Me referiré sólo a las escritas en prosa, que es lo que está siendo el objeto de este capítulo. El propio Rey (y su cuerpo de colaboradores) tenía una concepción suficiente de la variedad existente en la obra litera­ ria que entonces podía leerse y de la que estaban realizando una exploración parcial (establecida sobre la Primera Crónica General como refiere en su estudio F. Gómez Redondo [1989] que ha en­ contrado treinta y tres modelos genéricos). Considerando una ordenación actual de la obra literaria del Rey Sabio, encontramos que en su conjunto quiso afirmar en los lecto­ res y oyentes de sus libros una cosmovisión ordenada que les valie­ se para la vida social y el establecimiento de una convivencia en el orden político dentro de unas normas de justicia dentro del reino. La secuencia cronológica de los libros de Alfonso X es difícil de establecer; he aquí la propuesta de Menéndez Pidal para ordenar la producción alfonsí: «esta actividad... se reparte en dos períodos bien característicos, separados por un intervalo de varios años. El primero de estos períodos es de 1250 a 1260, y el otro va desde 1269 hasta el fin del reinado, 1284. El primer período se caracteriza por la labor de simple traducción, trabajo que conti­ nuaba la tradición de la escuela toledana, salvo la importante no­ vedad de no traducir al latín sino al romance. A este primer tiem­ po pertenecen diferentes versiones, principalmente del árabe, como el Calila e Dimna, diversos libros de Astronomía, diversos libros de la Biblia, etc. [...] Sólo en 1269 se inicia un segundo período de la actividad científico-literaria de las escuelas alfonsíes, el cual se distingue porque, más que traducciones, produce obras compila­

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torias elaboradas con originalidad. A este segundo período perte­ necen, entre otras, la Grande Estoria, 1275, 1280, las principales obras astronómicas, 1276, etc., el Libro de Ajedrez, 1283». (Al­ fonso X, Primera Crónica General... [1955] prólogo, p. XVI.) Los lugares donde pudiera haberse llevado a cabo esta labor tampoco se conocen con exactitud. La corte real, que es el núcleo en donde se sitúa el escritorio del Rey, fue cambiante en el curso del reinado, y el mismo Menéndez Pidal establece así estos lugares en relación con las escuelas de saber de donde pudieran proceder los maestros y los contenidos de las obras: «En tiempos de Alfon­ so X diversas poblaciones del reino de Castilla contaban con escue­ las de traductores o colaboradores, para la elaboración de las nu­ merosas obras científicas, históricas y literarias escritas bajo la dirección del Rey Sabio. Toledo tenía una larga tradición traducto­ ra que remontaba a la época del arzobispo don Raimundo, 1126-1152; Alfonso X establece en 1254 ‘estudios e escuelas gene­ rales de latín e de arávigo» en Sevilla; y en 1269 pone al Ricotí al frente de la escuela de Murcia; finalmente, por las mismas obras alfonsíes sabemos que se trabajaba también en Burgos» (Idem, pp. XV-XVI). Ordenando por asuntos la obra de Alfonso X, encontramos en primer lugar el propósito de proveer a sus súbditos de una ley civil común, a todos ellos, en concordancia con la ley religiosa (Grupo Io: Obras legislativas). También quiso que su gente tuviese una memoria de lo que había sucedido en los dominios geográficos del Reino y su ámbito peninsular desde los orígenes al presente (Grupo 2o: Obras históricas). Para aquellos que quisieran estudiar las causas lejanas procedentes del mundo físico de su contorno, les proveyó de libros sobre los cielos y sobre las piedras de la tierra (Grupo 3o: Libros científicos). Asimismo sus súbditos, sobre todo en la corte, necesitaban entretenimiento para el ocio, y así tradujo libros sobre los deportes (cetrería) y sobre los juegos de mesa (Grupo 4o). Y finalmente hemos situado la intención que le pudo mover para ordenar la versión del libro de cuentos Calila e Dimna (Grupo 5o). El público de este arco de obras resultaba de por sí minoritario, y en cierto modo el Rey tenía que estimular la curiosidad de los lectores y oyentes hacia estos libros. No era el caso de los que conocían el latín y vivían en un ámbito clerical y universitario, pues este público tenía una literatura abundante y adecuada, pri­ mero para su formación intelectual, y después para su progreso en el conocimiento. Para ellos la lectura era habitual, y cada grupo se dirigía a una determinada clase de libros. La otra literatura

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que propone y realiza Alfonso X está escrita en la lengua vulgar, el romance común al que se aplica una elaboración «filológica» para obtener una relativa uniformidad en su escritura. Y esta lite­ ratura no comienza con libros modestos y de factura apurada, sino con volúmenes escritos con gran riqueza de medios, provistos de artísticas ilustraciones; el «taller caligráfico» del Rey inicia una obra de alta categoría artística, destinada parece que al mismo Rey, que así se convierte en su principal lector, y junto con él a los que en la corte comparten estos mismos propósitos. (Sobre la ilustración de los libros medievales, véase J.E. Keller y R. Kinkade [1983] y A. Domínguez [1992].) Frente a la difusión, que hay que estimar relativamente amplia, de los libros para maestros y discípulos, destinados para el estudio y lección en las escuelas y universidades, el escritorio real produce manuscritos, muchos de ellos ilustrados con gran riqueza de medios, propios sólo para las bibliotecas de grandes señores, y, en consecuencia, de un públi­ co limitado. La intención del Rey era la de asegurar la perpetua­ ción de su obra en estas ricas piezas, y estimular también a los que lo rodeaban para que las conocieran y recibieran sus benefi­ cios, participando en su intención de convertir la lengua común en literaria dentro del círculo de la Corte. El problema que se discute es reconocer qué especie dialectal del castellano sirvió como fondo de esta labor de escritura. La cuestión se ha situado en parte sobre lo que puede entenderse por la expresión castellano drecho (que en un manuscrito de la obra aparece como derecho, según se estudia en el artículo de R. Cano Aguilar [1985]). La opinión más común sitúa en Toledo la guía de esta norma (como indicaron A. Alonso [1958] y F. González Ollé [1987]). Otros, como es el caso de H.J. Niederehe [1985], no creen que haya que buscar un modelo lingüístico determinado, sino un orden de expresión que se esfuerce por lograr con efectividad el fin co­ municativo. Por las razones indicadas, la obra alfonsí tuvo una difusión limitada, pero lo que quiso hacer con la prosa estaba en la misma corriente de la poesía clerical vernácula,.dirigida a un público más amplio por su condición de propaganda religiosa hacia el pueblo, y también hacia la clase caballeresca en los poemas de condición épica. Berceo escribe sus libros en la primera mitad del siglo XIII; el Libro de Apolonio (cuya materia literaria se integra en la parte quinta de la General Estoria) se sitúa en la primera mitad o en el centro del mismo siglo; el Libro de Alexandre (a cuyo asunto me referiré después, pues su materia está en la parte cuarta de

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la misma General Estoria) se data para algunos a comienzos del siglo; el Poema de Fernán González (otro asunto de la historia) en el centro del mismo. O sea que la labor del escritorio real pudo haber contado con esta práctica de la escritura de los poemas clericales, de diverso origen. Se trataría, pues, de una confluencia entre esta corriente clerical que se manifiesta en la lengua vernácu­ la de una manera cada vez más creciente, y las aspiraciones del Rey, que se situaban también en el uso de la misma lengua para estos menesteres de la corte. No hay, pues, propiamente una nove­ dad radical en este propósito, sino un aspecto más de la madurez de la clerecía, abierta hacia las nuevas lenguas europeas, que en el caso de los reinos hispánicos ofrece su peculiar aportación al acervo común de la Cristiandad; Alfonso X verifica casi de golpe una contribución que fue decisiva en este propósito, y la dota de una ejemplaridad única por ser el mismo rey el promotor. No ha de olvidarse la presión creciente que procedía de la poesía fol­ clórica y tradicional, y de los cantares de los juglares integrados por el Rey en el entretenimiento de los caballeros, y que también penetraban en las páginas de las historias reales como fuentes de información, unos y otros igualados para Alfonso X en este come­ tido (véase F. López Estrada, en relación con el Poema del Cid [1991]). Alfonso X puso el sello real a esta corriente; la prosa aún permanecería en estos altos círculos en sus manifestaciones más extensas; y esto lo demuestra el que el escritor que prosigue esta labor literaria (limitado a determinados aspectos de la misma, y más renovador, y más autor en el sentido de escritor por su cuenta) sea el príncipe Juan Manuel (1282-1349), un noble, sobrino del Rey Alfonso X. Los libros del Rey Sabio permanecieron en las estanterías de las bibliotecas reales, señoriales o monásticas, y (salvo la excepción de las legislativas) allí las consultaban histo­ riadores, gentes de leyes y hombres de ciencias, hasta que G. Ticknor y sobre todo la monumental obra de Amador de los Ríos las incorporaron a la Historia de la literatura española, como ha estudiado D. Seniff [1986]. Finalmente añadiré que el número de estudios sobre Alfonso X es tan grande que hay una revista dedica­ da sólo a su reseña: el Noticiero alfonsí, actualmente radicado en la Universidad de Wichita State (1982...). Grupo Io: Obras legislativas Este grupo de obras es el que mejor representa una aspiración del Rey Sabio, la destinada a establecer la línea teórica de su

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política de gobierno; esta línea, tan claramente expuesta en estas obras, a lo largo de su vida se desvió por diversas circunstancias que acabaron por ser contrarias a su fin. Una de ellas fue la aspiración al Imperio de Alemania; esto, que representaba un alto propósito en relación con la situación de la cultura europea de la época, acabó por ser una rémora en el gobierno de su reino. El Imperio quedaba lejos, los medios diplomáticos del Rey eran escasos y la política interior del reino resultaba cada vez más acu­ ciante en sus necesidades inmediatas. Otro obstáculo para lograr una congruencia entre las leyes fue la oposición de villas y nobleza a una unidad legislativa que les parecía contraria a sus intereses económicos inmediatos. Las obras inscritas en el ámbito del Dere­ cho que patrocina el Rey Sabio son varias y, aunque de diferente contenido, coinciden con este fin de establecer una cierta cohesión entre las leyes. Por su contenido, estas obras forman parte de una literatura legislativa, propia de un ámbito limitado; sin embar­ go, por lo que iré notando, dentro de este grupo encontraremos determinadas características que las sitúan también dentro de una historia literaria, en un sentido general. La situación geográfica e histórica de los reinos españoles en la Europa medieval hizo que sus leyes resultasen privativas y pecu­ liares de los mismos, como muestran los estudios de E.N. van Kleffens [1968]; geográficamente, por la situación extrema de la península ibérica en relación con el núcleo central de Europa, e históricamente, por la guerra de Reconquista en que los reinos hispánicos estaban empeñados desde siglos, y sus consecuencias políticas y sociales. De manera muy resumida, cabe decir que hasta Alfonso X había llegado un cuerpo legal muy vario, que arrastraba leyes desde los últimos tiempos del Imperio romano, otras visigo­ das y otras establecidas en el curso de la Reconquista. Esta situa­ ción quiso ordenarse con la implantación de leyes inspiradas en el derecho romano, sobre todo en la obra de Justiniano, objeto principal del estudio en las escuelas de leyes de Bolonia que inter­ pretaban y glosaban los textos latinos de Justiniano y su tradición, y en las escuelas del Sur de Francia, que quisieron sistematizar estas leyes en una organización razonable que reuniese el aristotelismo con la luz de la doctrina cristiana. Alfonso X apoyó esta corriente renovadora del derecho romano, conveniente para su po­ lítica, pues con la ley de inspiración romana se reforzaba el poder real y su autoridad como monarca. Además, esto pudo tener una repercusión social, pues estaban del lado del Rey en esta preferen­ cia los que querían un ámbito legal más amplio que el que ofrecían las leyes locales de los fueros y la casuística de los viejos códigos,

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como podían ser los mercaderes y comerciantes, y los que inicia­ ban la burguesía en las ciudades, aunque poco pudiesen contar ante el poder de la nobleza. a) El Fuero Real Una primera obra es estrictamente jurídica: se trata de un fuero local concebido como ejemplar en su modalidad, y que había de servir en su sucesiva implantación para unificar por la base la legislación de los municipios. Se llamó el Fuero Real, y su conteni­ do es como un compromiso entre las instituciones forales de la tradición y el espíritu unificador del Rey Sabio, pues era un fuero que Alfonso X otorgaba a sus poblaciones (véase Alfonso X, Fue­ ro Real [1988]); G. Martínez Diez, su último editor, sitúa la obra antes de 1255, y puede también que de 1252 (Idem, p. 103), o sea en los primeros años del reinado de Alfonso X, y con ello se indica que esta solicitud por las leyes le venía de la educación y recomendaciones de su padre Fernando III. b) El Espéculo La otra obra, inacabada, fue el Espéculo, en la que se establece un fundamento teórico, de carácter doctrinal, para urdir sobre él una legislación razonada. El título procede del encabezamiento de un manuscrito (n° 10123 de la Biblioteca Nacional de Madrid): «...el qual (libro del fuero) es llamado Espéculo que quiere tanto dezir commo espeio de todos los derechos». Se trata de una obra incompleta, al menos en su conservación textual; como indica G. Martínez Diez, su editor y prologuista, ya se menciona en 1255 (Espéculo [1985], p. 28). Es posible que el comienzo de las aspira­ ciones de Alfonso X al Imperio interrumpieran la obra. Según indica G. Martínez Diez, «el Espéculo se proyectaba como obra de vigencia universal para todos los territorios y naturales de los reinos de Alfonso X [...], tanto para los alcaldes de la corte como para los jueces de las villas» (Idem, p. 28). Su intención y el material jurídico pasó a las Partidas. c) El Setenario El Setenario es un libro de difícil clasificación; lo mismo que

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las Partidas, es un libro constituido en una disposición septenaria que domina su desarrollo. La obra procede de la inspiración de Fernando III, y está en la intención de los Espejos de príncipes, como se dice en él que se escribió para que los reyes «...sse viessen ssienpre commo en espeio...», (Alfonso X, Setenario [1984], p. 25, ley X) a través de una sucesión de menciones de siete elementos que forman unidad en cada caso. Así, cuando se trata de ilustrar en dónde los emperadores y reyes han de actuar ennobleciendo y honrando sus hechos, dice que esto ocurre: EN RRA ZON DE ENPERIO

EN SU CORTE

EN SU CONSE­ JO

EN SUS OFFICIALES

EN TO- EN DAR EN JUS­ LLER DE LAS TICIA LOS SSOLLA MALOS DAS FUEROS

Y esto es un anuncio de que después se extendería con el mismo asunto en las Partidas, pero su contenido resulta más complejo desde un punto de vista literario por el enorme esfuerzo que repre­ senta descubrir las relaciones setenarias del Universo. R. Lapesa dice de la obra: «El mundo está, pues, concebido como un inmen­ so libro en clave por su Hacedor. Hay que esforzarse por desci­ frarlo, por desentrañar su gran metáfora, preñada de metáforas parciales, cuyo sentido último ha de coincidir con la verdad revela­ da» (Idem, prólogo, p. XVI). d) Las Siete Partidas La obra fundamental, acabada al menos en lo que nos parece hoy una unidad de exposición legal, fueron las Siete Partidas, que absorbe los fundamentos y la doctrina de las otras dentro del cauce de la formulación de un código general para el Reino. El estudio de las Partidas se encuentra facilitado por la bibliogra­ fía de J.R. Craddock [1986], que reúne'’la mención de los manus­ critos y ediciones de la obra, así como de los estudios sobre la misma. No disponemos aún de una edición total, impresa con un criterio filológicamente fiable, con indicación de fuentes, ni de la de un manuscrito, con carácter crítico; no obstante, la obra ha alcanzado un gran número de ediciones (unas cuarenta, totales o parciales, según el cómputo de Craddock, además de las antolo­ gías), y su contenido obtuvo una gran difusión desde su origen,

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y ha sido objeto de ediciones antiguas, al menos dos reproducidas en ediciones facsímiles que las hacen accesibles (así, la de Gregorio López, de 1555 [1986] y la de la Real Academia de la Historia, de 1807 [1972], que son las más comúnmente usadas en la consulta jurídica del texto). Las Partidas están organizadas como un código jurídico, y si­ guen la estructura propia de los tratados medievales, semejante (por citar el ejemplo más conocido) a las Etimologías de San Isido­ ro. Esta organización fue debida probablemente a los colaborado­ res del Rey en su escritorio o en sucesivos escritorios reales que pusieron los títulos a las partes redactadas por los diferentes juris­ tas de las distintas materias; el Setenario pudo haber servido como norma para aplicar este número a las divisiones interiores de la obra, cuyo contenido y secuencia son los siguientes: Primera Partida: de contenido religioso; trata de las cosas que pertenecen a la fe. Segunda Partida: de contenido político; trata de los emperado­ res, reyes, señores y vasallos. Tercera Partida: de contenido tocante a la justicia. Cuarta Partida: relativo a los desposorios, matrimonios y a las relaciones familiares y por linaje. Quinta Partida: se refiere al derecho mercantil y tratos del co­ mercio. Sexta Partida: es la relativa a las últimas voluntades, testamen­ tos y herencias. Séptima Partida: corresponde al derecho penal, a los trámites judiciales, condenas y penas. Esta división no es estricta, pues, por ejemplo, en la Partida primera precede una teoría jurídica de la ley, uso y costumbre; la Partida segunda se extiende hacia las guerras por tierra y por mar y la institución de las escuelas; y al fin de la Partida séptima hay una parte con unas reglas de derecho o máximas legales. Cada Partida, según dijimos, está dividida en títulos generales (en número de 182) y estos, a su vez, en leyes (en número de 2479) encabezadas por un epígrafe sobre su contenido, también aproximado. Esta división en tres órdenes expositivos es común a los tratados medievales, y representaba una disposición adecuada para la consulta de los libros, que es propia de una enciclopedia o código. Sobre el proceso de esta estructura en la división de la obra, véase el artículo de J.R. Craddock [1986b]. Las Siete Partidas son, por tanto, la obra en la que se pone de manifiesto el cuerpo legal que Alfonso X había preparado para que sirviera como «Libro del fuero de las leyes» aplicable al con­

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junto de su Reino. Esta preparación no había llegado a tener vi­ gencia legal, y el propio texto de la obra no se vio terminado en una versión única y que podamos dar por firme. Esto se debe, en parte, al proceso común de los textos medievales conservados a través de una tradición manuscrita, a la que me refiero más adelante al tratar de la Crónica General; y de ahí las hipótesis de las diversas redacciones y su relación entre sí, como la de A. García Gallo [1951-1952 y 1984]. El proceso de la obra es sumamente complejo, y esperamos que una edición crítica nos ofrezca, si no la solución, sí una orienta­ ción sobre lo que haya pasado en el curso de las sucesivas redac­ ciones. Por de pronto, están apareciendo ediciones de diversos manuscritos, fiables desde un punto de vista filológico, como ha ocurrido con la Primera Partida, publicada según un manuscrito de la British Library [1975], y también según otro de la biblioteca de la Hispanic Society of America [1984]. La cuestión de la validez legal de las Partidas aparece en el llamado «Ordenamiento de Alcalá» que recoge los acuerdos legales de las Cortes celebradas en Alcalá de Henares en 1348, bajo el reinado de Alfonso XI (1312-1350). Según G. Sánchez «Las leyes promulgadas en 1348 en las Cortes de Alcalá de Henares desempe­ ñan [...] un papel capital en la evolución de la Historia del Dere­ cho español» ([1922] p. 353). En este Ordenamiento se reúne un complejo grupo de leyes (que nos han llegado al menos en dos versiones), que según este historiador del Derecho representa el triunfo del criterio del establecimiento de una legislación territorial sobre la multiplicidad de las locales, que es, en último término, la intención de la política legislativa del Rey Sabio. En este Orde­ namiento aparece el acuerdo que tanto importa para nuestro fin; ocurre en el capítulo 64, al referirse a cómo se debían guardar los fueros: «Et los pleitos e contiendas que se non podieren librar por las leyes deste libro e por los dichos fueros, mandaremos que se libren por las leyes contenidas en los libros délas Siete Partidas que el Rey don Alfonso nuestro visauuelo mandó ordenar, commo quier que fasta aqui non se fabla que fuesen publicadas por man­ dado del Rey nin fueron auidas nin rresgibidas por leyes; pero nos mandamos las rrequerir e concertar e emendar en algunas cosas que cumplía» [...] ([1861], I, p. 541). En otros textos, que recoge en nota la edición académica, se lee: «...por las quales leyes deste nuestro libro mandamos que se libren primera mente todos los pleitos giuiles e criminales; et los pleitos e contiendas que se non podieron librar...» (Idem, p. 541, nota 4) que se inter­ cala en la nota 1 del trozo citado.

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Por lo tanto, las Partidas quedan como un último recurso legal, válido para casos determinados, pero la obra, como cuerpo de exposición legal, seguía subsistiendo con la significación que mere­ ce por su cuidadosa elaboración; esto es lo que hace que G. Sán­ chez diga que no son un código, «sino un ‘tratado de ciencia del Derecho» ([1922], p. 353). En la categoría de tratado he inten­ tado una valoración literaria de la obra, tanto en su contenido como en su constitución [1990], posible por la consideración histó­ rica de la obra. Sin embargo, la obra persistió también en su función como texto legal, y se tuvo en cuenta en el tiempo de los Reyes Católicos, en el estudio que precedió a las Leyes de Toro de 1505, en especial por parte de un renombrado legalista, el doctor Alfonso Díaz de Montalvo, el mismo que en 1491 publicó en Sevilla las Siete Partidas (reiterada en Venecia, 1501 y otras más), a la que seguiría la edición de Gregorio López (Salamanca, 1555), también reiterada, a la que nos hemos referido. Sobre esta aplicación posterior, se dice en las notas finales de la edición facsí­ mil de la G. López, que se usaron en «...el núcleo fundamental del Derecho privado, especialmente en materia civil; era, asimismo, aplicable en gran medida en materia penal y mantenía su carácter de Derecho general supletorio para todo el ordenamiento jurídico, por lo que en la práctica de los Tribunales eran ampliamente apli­ cadas» ([1986], III, pp. finales). Y en aspectos concretos de la legislación, como son los referentes a los títulos nobiliarios y a la llamada acción de jactancia, las Partidas aún hoy poseen vali­ dez, y se mencionan como argumentos legales probatorios, como lo prueban las sentencias que se mencionan en la nota poco antes citada. Un estudioso del Derecho, José Manuel Pérez-Prendes, resume así su juicio sobre la obra desde el punto de vista de la aportación jurídica que representa la obra: «La actitud de Alfonso X hacia el Derecho es de creación doctrinal y legal. Aparece impregnada ante todo por la. mantenida intención de reflexionar sobre el senti­ do y coherencia de las normas, a diferencia del tono generalmente inspirador de los textos jurídicos medievales que le antecedieron, donde simplemente se amontonan materiales muy diversos, reuni­ dos por acarreo o recopilación, que aunque luego se integren en un libro, quedan individualizados e insertos en él. Alfonso el Sabio será nuestro primer monarca medieval preocupado por trazar tex­ tos que sean fruto de métodos nuevos para su tiempo, como la meditación científica y la construcción intelectual crítica aplicada a la elaboración jurídica, dimensiones casi olvidadas en los prime­ ros siglos de la Edad Media». En estos libros «lo verdaderamente

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nuevo no es la letra de los preceptos sino el talante y las ideas con las que los aborda el jurista, que no abandona en su esencia lo consuetudinario, sino que lo reelabora introduciendo, a modo de levaduras, ideas romano-canónicas y del neoaristotelismo» ([19841, p. 49) Si este es el juicio de un conocedor de la obra desde un punto de vista legal, como jurista, podemos añadir que las Partidas so­ brepasan esta intención inicial de ser el gran código jurídico de Alfonso X. Desde el punto de vista de un historiador de la literatu­ ra, el libro está compuesto siguiendo las normas del tratado doctri­ nal; su redacción está cuidada con esmero y se aplicó a ellas el arte de la retórica. Dentro del libro hay abundancia de semejanzas y comparaciones que elevan su estilo. Aseguran el contenido los autores que se citan como autoridades. La materia del contenido pertenece en su mayor parte al campo del derecho, y sus fuentes son de una amplia variedad: por una parte recogen aspectos del derecho consuetudinario, procedente de la tradición jurídica (fueros, usos y costumbres); y, por otra, que es la innovadora, abren el paso a las doctrinas de los juristas de la escuela de Bolonia, basada en el derecho romano de Justiniano y sus glosas. Las Partidas comienzan con la primera, que se refiere a las cuestiones religiosas, y se apoya en la literatura canó­ nica de la Iglesia. La segunda Partida es como un espejo de prínci­ pes, y traza las figuras del Rey, su familia y los oficiales de su corte, así como la función de la caballería y la enseñanza, y es la más elaborada desde un punto de vista literario; las otras resul­ tan más técnicas, e incluso, parte de la tercera Partida es una suma de formularios para documentos. Las fuentes de las Partidas> como corresponde a un contenido tan amplio, son muy diversas y numerosas; se encuentran declara­ das de una manera general en el comienzo de la obra en el prólogo del manuscrito de la British Library: «E tomamoslas de los buenos fueros e de las buenas costumbres de Castiella e de León, e del derecho que fallamos que es mas comunal e mas prouechoso para las gentes en todo el mundo» (Alfonso X, Primera Partida [1975], Prólogo, p. 4). Fueros y costumbres locales, y derecho en un senti­ do universal, o sea el religioso y civil, propio de los reinos euro­ peos; en las fuentes se reúnen los llamados derechos canónico, romano y lombardo-feudal; y a esto se agregan los dichos de los sabios antiguos (Aristóteles, Séneca, Cicerón, Vegecio, Boecio), y las glosas y comentarios a los derechos y a las obras de los Santos Padres y a la literatura de los autores antiguos y medievales, tan abundantes en las bibliotecas medievales. Así resulta un libro muy

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vario, cuyo contenido recoge tanto lo que toca a la Iglesia como administradora de la religión, como lo que se refiere a las relacio­ nes en la sociedad en sus diversos grados. Para ilustrar sobre esta variedad, he escogido una antología de la obra en la que comento las leyes que mejor la representan, y me refiero a sus fuentes (Alfonso X, Antología [1990]). De esta manera las Partidas en su origen fueron un libro del Derecho, propio para los juristas y, al mismo tiempo,una obra que pudo ser leída junto con los tratados de moralidad y de bue­ nos consejos, tan abundantes en esta época, destinados a los reyes, príncipes, grandes señores y caballeros que quisieran conocer los principios del trato en las relaciones políticas y sociales de las cortes. Y en algunos aspectos fomentaba entre los caballeros un determinado conocimiento de la literatura (como puede verse en el comentario n° 2), tanto en lo que sí convenía que leyesen u oyesen (los relatos de caballerías), como en lo que no debían ni escribir ni oír (las cantigas de escarnio). Así se llegaba a formular, entre las menciones propiamente legales, los principios de una vir­ tud cortés, de carácter civil, en lo que esta inclinaba hacia una conducta personal y política, establecida en el cauce de unas nor­ mas de justicia y pacífica convivencia social, que era el límite propio de la libertad de esta clase social de la caballería, la más activa en la política de la época. Este fue el propósito de Alfonso X, y su intención de promover el orden social por medio de un código de esta naturaleza se vio obstaculizada por la nobleza de su tiempo, que detuvo la promulgación del código, pero no pudo impedir que la obra, en los escritorios del Rey Sabio y en el de los sucesivos, fuese objeto de una continua elaboración y, de ma­ nera paralela a su influjo en la ciencia del Derecho, se extendiese más allá del ámbito jurídico, por un cierto número de escritores que tuvieron en cuenta la obra en muy diversas ocasiones, y la citaron y se valieron de ella hasta nuestros días, como lo demues­ tran los estudios de J.L. Bermejo [1971] (en una proyección sobre el conjunto de la literatura) y los recogidos en el prólogo de la edición antológica de F. López Estrada y M.T. López García Berdoy (Alfonso X [1990]). Las obras jurídicas pueden ser consideradas como las que el Rey dedicó a la ordenación de la vida en su tiempo; en ellas se reúnen desde las cuestiones que tocan a las relaciones del hom­ bre con Dios a través de la Iglesia, hasta la mención de los usos y costumbres cotidianos, convenientemente convertidos en «leyes», que no sólo señalan el castigo para el delito, sino también la vía para la convivencia de acuerdo con unos principios «derechos»,

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esto es rectos, para conducir hacia la justicia y el bienestar socia­ les. De ahí que por esta variedad resultan una fuente de informa­ ción inapreciable sobre numerosos aspectos de la vida de la época; sin embargo, algunos historiadores estiman que hay que contrastar con cautela esta información, pues las prescripciones de las Parti­ das en algunos casos pueden ser más teóricas que reales. Y esto porque el código de Alfonso X tiende en algunos casos a presentar una situación «ideal», procedente de los libros, más bien que refle­ jar estrictamente los cauces de una realidad social. Hay una cierta participación de la utopía política de la obra (véase mi artículo [1990]) y, por otra parte, no están bien aseguradas las fuentes librescas de la obra, pues carecemos de una edición crítica de la misma que fije la procedencia de la doctrina aplicada en cada caso para su contraste con los datos documentales. Grupo 2o: Obras históricas En otro de sus propósitos, Alfonso X quiso establecer un corpus histórico que sirviese para perpetuar la memoria de los hechos acontecidos en el solar de su reino, hasta donde le fuese posible alcanzar. Lo común hasta entonces había sido que la escritura de la historia se hubiese considerado como un menester clerical de condición eclesiástica; así había ocurrido con don Lucas, obispo de Tuy (conocido como el Tudense) que en 1236 terminó su Chronicon Mundi, obra que pertenece a una historia de tipo mixto, universal y nacional, y con Rodrigo Jiménez de Rada (¿1180-1247), arzobispo de Toledo (por lo que se le llamó el Toledano), con un contenido de orden nacional, y al que Fernando III encomendó esta tarea de escribir la historia. Esta historia latina cercana valió para la nueva experiencia (véase F. Gómez Redondo [1988]), que acabó imponiendo la Crónica real (Idem [19892]). Considerando el criterio que se asignó a este género de narracio­ nes «reales», hemos de hacer patente que la historia que propugna­ ba Alfonso X carecía aún de un sentido crítico básico, y acepta las noticias de los libros sin efectuar comprobaciones sobre lo que se contaba. Esto se debe, en parte, a que se concede a la «letra» un crédito suficiente en cuanto que se implica en ella una verdad; un verso del Libro de Alexandre formula esta sentencia que es aplicable al criterio seguido en la formación de la historia de Al­ fonso X: «en escripto yaz esto, es cosa verdadera» (est. 1998, ms. O; 2161). La Biblia era el libro más representativo de este criterio por su inspiración divina. La literatura antigua de proce­

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dencia gentil entró también entre las fuentes, aplicando el otro criterio agustiniano de «spoliare Aegyptios» (Exodo, 12, 35-36; a su salida a Egipto los hebreos piden a los egipcios objetos de plata y oro y vestidos, para después enriquecer los templos), y así las fábulas de los libros antiguos pasaron a integrar la historia, hermoseándola al mismo tiempo (véase D. Eisenberg [1973]). Otra concepción que actúa en la historia alfonsí procede del llamado evemerismo, palabra que deriva de Evémero (o Euhemerus, alrededor de 300 a.C.), autor del que muy poco se sabe, pero al que se atribuyó una interpretación de los Dioses antiguos a los que consideraba como resultado de la exaltación de los hé­ roes y bienhechores de una comunidad. Se lee en la General Estoria lo siguiente, que expone la misma interpretación: «Déos dezi­ mos otrosí en latín por los dioses de los gentiles, que nin son dioses nin lo fueron, mas que fallamos que fueron omnes buenos, poderosos e más sabios que los otros al su tiempo» (Alfonso X, General Estoria [1930], p. 409). Esto permitió recoger en el caudal de la cultura medieval cristiana la Mitología antigua de los genti­ les, sin que padeciesen los principios religiosos. Y aún se extendió a los autores gentiles a los que se tuvo como filósofos o sabios. De esta manera se asegura la recepción de los antiguos y su uso literario en los contenidos y en las formas de las obras contempo­ ráneas, contando con la adaptación propia en cada caso (véase F.J. Diez de Revenga [1988]). Con los propósitos expuestos en los prólogos, Alfonso X em­ prende la labor de una historia realizada de una manera más cons­ cientemente literaria en la preparación y en la forma expositiva. Las crónicas anteriores se habían limitado a reunir y ordenar las noticias, tomándolas de las obras precedentes. El Toledano ya ela­ bora mejor sus fuentes, y pretende coordinar las informaciones. Alfonso X, según Menéndez Pidal, va más allá que cualquiera de sus predecesores: «La Primera Crónica marca después un ade­ lanto sensible: el plan es mucho más amplio que en ninguna obra anterior, y el trabajo de información complementaria y de coordi­ nación de fuentes cronológicas y narrativas es lo bastante compli­ cado y personal para que podamos decir que por primera vez se ve en ella un intento de verdadera construcción histórica» (Al­ fonso X, Primera Crónica General de España [1955], prólogo, p. XLVIII). La labor de reunir los materiales que sirviesen para establecer la conveniente redacción sería compleja. En esta conjun­ ción de actividades dentro del escritorio real, Menéndez Pidal dis­ tinguía la labor de los trasladadores (o traductores) para el caso en que fuese necesario pasar al castellano una obra o parte de

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ella desde otra lengua (el latín o el árabe); ayuntadores (o redacto­ res), que reunían el material acopiado en una exposición continua según el propósito de cada libro; y capituladores, que establecían las divisiones en el curso de la exposición y ponían a título a los capítulos para que pudiera seguirse mejor la continuidad de la obra (Alfonso X, Primera Crónica General de España... [1955], prólogo, p. XVI). Los dos grandes libros históricos del Rey Sabio van precedidos de sendos prólogos, y luego tienen otros prólogos interiores al comienzo de algunos de los «libros» o partes de la obra. Es proba­ ble que el mismo Rey interviniera en su redacción de los mismos como indica A. Porqueras [1957] (p. 187-188), pues estos prólogos resultan ser piezas más extensas y explicativas que los breves epí­ grafes de los capituladores. Estos prólogos suelen componerse en­ samblando tópicos precedentes y valiéndose de otros anteriores (como el de Jiménez de Rada), pero aún así sirven como indicios del criterio del Rey, pues de la elección del material adecuado depende su sentido. La historia es el esfuerzo del hombre frente al tiempo en el que transcurre la vida por establecer un conocimiento del pasado; es un tiempo que desde el presente se recuerda en el pasado y que vale para prever el porvenir: «e entendiendo por los fechos de Dios, que son espirítales, que los saberes se perderien muriendo aquellos que los sabien et no dexando remenbranga, porque no cayessen en oluido, mostraron manera por que los sopiessen los que auien de uenir empos ellos; et por buen entendimiento conoscieron las cosas que eran estonces, et buscando et escondrinnando con grand estudio, sopieron las que auien de uenir» (ed. Solalinde [1955], prólogo, p. 3.). La escritura se convierte entonces en la actividad más importante para que pueda crecer la memoria del hombre, que así se convierte en conciencia de sí mismo; representa la sabiduría más alta porque dentro de ella las acoge a todas: «Ca si por las escripturas no fuesse ¿qual sabiduría o engenno de omne se podrie menbrar de todas las cosas passadas, aun que no las fallasen de nueuo que es cosa muy mas grieue?» (Idem). En la Crónica General de España había establecido la necesidad de la historia, no sólo para evitar el daño del olvido, sino también para prevenir el deterioro en la memoria de los hechos. Alfonso X defiende un criterio muy amplio en cuanto al contenido de la historia; propone sobrepasar los límites del campanario (la curiosi­ dad limitada a lo que está cerca y nos es cotidiano), y también quiere conocer lo que procede de cualquier fuente de información y se refiera tanto a sabios como a «locos», clérigos y legos, prínci­

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pes buenos y malos: «Mas por que los estudios de los fechos de los omnes se demudan en muchas guisas, fueron sobresto apercebudos los sabios ancianos, et escriuieron los fechos tan bien de los locos cuerno de los sabios, et otrosí daquellos que fueron fieles en la ley de Dios et de los que no, et las leys de los santua­ rios et las de los pueblos, et los derechos de las clerezias et los de los legos; et escriuieron otrossi las gestas de los principes, tan bien de los que fizieron mal cuerno de los que fizieron bien, por que los que despues uiniessen, por los fechos de los buenos castigassen de fazer mal, et por esto fue enderezado el curso del mundo de cada una cosa en su orden» (Idem). En último término y por cualquier vía, de la historia se deduce una lección para el hombre, un «castigo» (o sea un aviso y una consciente ejemplaridad); el propósito de estimular a los hombres a que sigan el buen camino es semejante al que mueve también al conocimiento de la obra legislativa del Rey Sabio, sólo que en esta la bondad y la justicia se razonan y luego la ley obliga, mientras que en las historias es el despliegue de los hechos mismos el que muestra «el curso del mundo», y del que se deduce la lección en la cabeza de otros para experiencia de los lectores y oyentes. Sirviendo como fundamento de esta obra histórica, lo mismo que en el caso de la obra legislativa hallamos la función de una biblioteca necesaria para que los libros puedan componerse; y esto lo corrobora el mismo Rey usando en este caso la primera persona gramatical: «E por end Nos don Alfonso [...] mandamos ayuntar quantos libros pudimos auer de istorias en que alguna cosa contassen de los fechos d’Espanna» (Idem, p. 4). El desarrollo de la historia se establece o por la sucesión de los hechos de los pueblos («estoria departida») o por un curso común y general («historia unida»); ambas formas ocurren en las dos historias al Rey Sabio, más acusado el primer criterio en la Crónica de España, y el se­ gundo en la General Estoria, como estudia I. Fernández Ordóñez [1988]. a) La Primera Crónica General de España La obra histórica del Rey Sabio (lo mismo que la legislativa) ofrece dos variaciones fundamentales dentro de la misma inten­ ción: la primera de ellas recibe el título de Primera Crónica Gene­ ral de España, y está dentro de la orientación de una historia de España; la segunda, a la que me referiré más adelante es la

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Crónica General. B. Sánchez Alonso ([1947], pp. 206-208) señala cuatro corrientes que confluyen en esta primera tarea historiográfica de Alfonso X: a) fusión armoniosa de los anteriores elementos más o menos dispares, de diversa procedencia, integrándolos en un cuerpo histórico; b) añadir a los datos librescos las noticias procedentes de los cantares de gesta; c) utilización de fuentes ára­ bes, que completan y contrastan las cristianas; y d) empleo de la lengua vernácula, que antes se había usado sólo en los anales. La obra alfonsí inicia la historia desde los orígenes, traspasando el criterio de San Isidoro, que situaba su comienzo en el reino visigodo. Dice B. Sánchez Alonso: «Es Alfonso el primero que concibe la historia de España como una unidad desde la edad primitiva y que da a lo pregodo, sobre todo al período romano, la importancia que le corresponde» (Idem, p. 209). Se cree que esta historia de España se empezó hacia 1270, y en su primera parte, hasta los árabes, se terminaría hacia 1280; la parte II, hasta Fernando III, se compuso —creía Menéndez Pidal— en el escrito­ rio de Sancho IV, muerto en 1295. El texto presenta una gran complejidad porque la transmisión manuscrita de una obra es muy intrincada y diferente de lo que ocurre después, cuando la impren­ ta fija y uniformiza los textos. Menéndez Pidal caracteriza así esta variabilidad textual, propia de las obras medievales: «...en la lentísima publicación manuscrita cada ejemplar producido tiene su individualidad: el autor retiene, corrige y modifica su manuscri­ to original, y de él hace sacar copias discrepantes según los distin­ tos tiempos en que se sacaron, conforme a la demanda de los amigos o del público; y aun en el caso en que la copia se saque de alguno de los manuscritos lanzados por el autor a la publicidad, tendrá discrepancias, porque el copista medieval solía arrogarse facultades de colaborador. Por esto, de un modo o de otro, cuan­ do de una obra medieval se conservan diversos manuscritos, suelen estos ser bastante diversos entre sí» (Alfonso X, Primera Crónica General... [1955], Prólogo, p. XXIX). Precisamente prosiguiendo el estudio de estos manuscritos, Die­ go Catalán ha puesto de manifiesto que el manuscrito escurialense E2 del que se había valido Menéndez Pidal para su edición de la segunda parte, es más tardío, de la época de Alfonso XI, y resultado de una acumulación contrastada de diversas versiones, en las que es patente la preferencia por fuentes poéticas (Véase el artículo de D. Catalán «La versión regia...» [1962], pp. 17-94). Por tanto, ante esta incertidumbre hay que tener en cuenta esta sucesiva redacción de la historia que aparece bajo el nombre de Alfonso X y matizar debidamente la sucesión de textos. La pro­

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puesta de D. Catalán es la siguiente: «...el científico respeto a la letra de las fuentes y el racionalismo didáctico, característicos de las escuelas alfonsíes, presuponían la absoluta sumisión de la expresión al contenido histórico, e impedían toda expansión pura­ mente literaria. En cambio al desaparecer el mecenazgo alfonsí, la decadencia del rigor científico permitió a la historiografía caste­ llana de las últimas décadas del s. XIII y primeras del XIV ensayar nuevas formas de historiar, en que el retoricismo, la oratoria, la no velación, el anecdotismo, tienen creciente cabida» («Poesía y novela...» [1969], pp. 423-424). De ahí que, según D. Catalán: «Las nuevas redacciones tienden a transformar la compilación al­ fonsí en una historia novelesca» (Idem, p. 429). Pero esta es cues­ tión que sobrepasa los límites del estudio de Alfonso X, aunque esté relacionada con el mismo. Alfonso X, por su parte, siguiendo a Jiménez de Rada, para él autoridad indiscutible en la materia, comienza su historia de España declarando en parte las fuentes (entre otros, Osorio, Lucano, Ovidio, Fio rio, Justino, Eutropio, Hugucio de Pisa, etc.; véase el prólogo de Menéndez Pidal a esta edición pp. LXXIII-CXXXII, con la indicación de las mismas). En la segunda parte, que es la escrita por varios copistas, los compiladores dispusieron de un repertorio más variado; contando con el Tudense y el Toledano, usan fuentes árabes (en especial, para la cronología) y, sobre todo, otras de procedencia épica. Me­ néndez Pidal propugna la hermandad entre historia y «epopeya» (o cantares de gesta, en la forma de la literatura medieval vernácu­ la de Castilla). Por tanto, esta fuente supuso un enriquecimiento en los contenidos de la historia, sobre todo por dar entrada por extenso a personajes «rebeldes» como Fernán González, Bernardo del Carpió, Rodrigo Díaz de Vivar. Además de la brillantez narra­ tiva que estas fuentes traspasan al curso de la prosa, Menéndez Pidal otorga al Rey Sabio una función muy importante en la histo­ ria literaria, como se dice en el estudio de la poesía épica, que es la de conservadora de este fondo épico; por esto escribe: «Entre las muchas empresas culturales que llevó a cabo este rey, debe colocarse como más señalada el haber salvado en esa recopilación los restos únicos de la épica española desaparecida en total ruina. La crónica no sólo conservó esos restos, sino que consagró para el futuro el valor de esa poesía en su esencial carácter épico, como historia poética de la nación; así que después de extinguirse la vida de la epopeya tradicional, pudieron en la crónica inspirarse los poetas de las edades siguientes para renovar los temas heroicos, por ios cuales en el cultivado vergel de la literatura española la

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epopeya perduró como planta perenne» (Alfonso X, Primera Cró­ nica General [1955], Prólogo, p. XLV). El esfuerzo por reconstruir este pasado épico a través del Romancero y de la historia está reunido, en la parte que fue posible salvar de la Guerra Civil, en el volumen Reliquias de la épica [1980], cuestión que debe estudiarse en el capítulo de la épica. Sin embargo hay que contar también con esta inmersión de la épica en la historia alfonsí cuyo estudio no está aún completo, como indica J.M. Caso [1981]. b) La General Estoria La otra gran obra histórica de Alfonso X se conoce con el título de General Estoria, y pertenece a la tradición de la historia universal; si bien la Primera Crónica General de España sobrepasa a veces su propósito y participa en formulaciones más amplias, esto ocurre en forma episódica. El propósito de escribir una histo­ ria más amplia pudo ocurrírsele a Alfonso en el mismo curso de la redacción de su historia de España; la amplitud de su concep­ ción historiográfica le inclinaba hacia una consideración universal de la historia. Cuando en 1274 se detuvo la elaboración de la crónica de España, la intención del Rey se deslizó hacia el propósi­ to de universalizar el espacio del curso narrativo de la historia, y entonces emprendió la labor de la General Estoria. Considerando que la Biblia es el sustento de esta intención, pues el criterio de su universalidad es propio de un cristiano del medievo europeo (véase el artículo de M. Morreale [1982]), no por eso, como indica F. Rico, hemos de considerar esta obra alfonsí como una «biblia historial» ni su estructura cree que proceda de la Historia Scholastica de Pedro Coméstor; Alfonso X usó por extenso ambas fuen­ tes, pero su obra resultó renovadora, y la intención del Rey fue elaborar una visión del mundo, establecida desde la transcendencia del saber; F. Rico rastrea en la General Estoria: «...una imagen del saber como totalidad, como conocimiento coherente de un uni­ verso jerarquizado, como círculo que enlaza al hombre con el mundo y con Dios y que puede trazarse desde cualquiera de ellos, en cualquier sentido, para llevar a los restantes y reemprender el pro­ ceso» [1972], p. 142). Por los motivos expuestos, el Rey se esfuer­ za por comprender la vida del pasado, en la medida en que puede vencer la tendencia a la concepción del anacronismo temporal pro­ pio de su época. Esto lo pretende haciendo referencia a lo que tiene a su alrededor, de manera que la obra a menudo se convierte, como dice F. Rico: «en espejo de la España del siglo XIII» (Idem,

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p. 95). Esto es paralelo con lo que dije en relación con las Siete Partidas, también pendiente de la realidad cotidiana, aun contando con su inspiración libresca. Así esta historia es la conciencia que el hombre (microcosmos) puede tener (y expresar adecuadamente) del mundo universo, creación de Dios (macrocosmos); esta adecua­ ción es el saber que logra el hombre con el esfuerzo intelectual: «Mundo y saber perfectamente homólogos, presentan el mismo diseño unitario», escribe F. Rico (Idem, p. 128). Alfonso X reúne el material que le sirve como información y lo elabora; F. Rico ha resumido esta labor así: «La General Estoria no es tanto una traducción (de los textos en que se basa) cuanto una enarratio (exposición) de los auctores (autores de los que se desprendía autoridad)» (Idem, p. 178). En esta clase de exposición, hubo de intervenir el arte literario, no tanto para ase­ gurar una estricta fidelidad al texto emisor de la información, como en cuanto a asegurar la comprensión del lector u oyente, contando con la suficiente elevación literaria que se aplica a la prosa de la obra. Con el fin de que esto se comprenda sobre el mismo texto alfonsí he realizado el comentario n° 3. (Véanse también los estudios sobre la figura de Dido en la General Estoria, como el de O.T. Impey [1982].) c) El Alejandro de Alfonso X De entre los textos que aún se conservan inéditos de la General Estoria en su parte IV, T. González Rolán y P. Saquero (Alfon­ so X, La historia novelada de Alejandro el Magno [1982] han ex­ traído los que se refieren a Alejandro Magno, el héroe antiguo más nombrado en la Edad Media, y los han publicado, en un volumen, acompañados de su fuente, la Historia de Preliis (resención J 2). La presencia de Alejandro en la literatura castellana (que nos ha dejado el espléndido poema clerical sobre el héroe, tratado en otra parte de esta Historia literaria) ha sido estudiada por M.R. Lida [1975]. Los compiladores de la General Estoria se valieron de una historia novelada de Alejandro, compuesta posiblemente por un escritor alejandrino al que se llama Pseudo-Callístenes (siglo III), que es una versión mítico-fabulesca del asunto; para esto utilizaron la recensión 32 (siglo XII), reelaboración procedente de la Historia de Preliis, traducción latina del Arcipreste León de Nápoles (952). El compilador real formó, con su versión al castellano, una Estoria de Alexandre el Grand, título parcial que se publica independiente­ mente en esta edición de T. González y P. Saquero, con el texto

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latino enfrente; los editores consideran que es «la más importante traducción vernácula de esta recensión» (p. 22). Grupo 3o: La obra científica Incluimos bajo este epígrafe los libros que en el escritorio real se redactaron, bajo la indicación del rey, sobre diferentes materias de orden natural, muchas veces traducción acomodada de diversos libros árabes de astronomía (véase J. Samsó [1984]). El término natural lo usamos referido a una naturaleza que está históricamen­ te entre Dios y el hombre; la creación del universo es obra de Dios, y la naturaleza fue su resultado y el hombre, su centro. La naturaleza posee una armonía en su ser que el sabio filósofo pretende descubrir, pues este conocimiento ha de beneficiar a to­ dos; y esta armonía tiene su centro irradiante en el hombre, que es núcleo en esta naturaleza. En el prólogo del tratado Libro de la ochava espera, uno de los que forma este grupo, Alfonso X, hablando por sí mismo dice que lo hizo trasladar y componer «cobdiciando que las gran­ des uertudes et maravillosas que Dios puso en las cosas que el fizo, que fuessen conoscidas et sabudas de los ornes entendudos de manera que se podiessen aiudar dellas...» (Prólogo, en la anto­ logía de J.A. Sánchez Pérez [1935], p. 246). El espacio de este conocimiento aparece así descrito en el programa de los propósitos del Rey, que es el prólogo de la Primera Crónica General: «...et por que pudiessen otrosí connoscer el saber dell arte de geometría, que es de medir et los departimientos de los grados et las alongan?as de los puntos de lo que a dell uno all otro, et sopiessen los curssos de las estrellas et los mouimientos de las planetas et los ordenamientos de los signos et los fechos que fazen las estrellas, que buscaron et sopieron los astronomianos con grand acucia et cuydando mucho en ello; et por qual razón nos aparecen el sol et la luna oscuros, et otrossí por qual escodrinnamiento fallaron las naturas de las yeruas et de las piedras et de las otras cosas en que a uirtud segund sus naturas» ([1955], prólogo p. 3). Como podrá observarse, no hay un plan unitario para el logro de estos saberes, y el propósito del Rey se diversificó en la escritura de diversos tratados sobre asuntos determinados, a veces reunidos en libro o sueltos; faltan muchas cuestiones: la medicina (salvo lo que puede aparecer en el curso de estos libros, como la materia de Dioscórides en el Lapidario) y la farmacia (también suelta), pero no expuestas sistemáticamente, la geografía, etc. No obstante

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su reducida área, promover una obra de esta naturaleza mereció loores y gracias, como se expresan en forma impersonal en El Libro conplido en los judizios de las estrellas en el que esta labor del Rey hizo que lo calificasen como «amador de verdat, escodrinnador de sciencias, requiridor de doctrinas e ensennamientos...» (Aby Aben Ragel [1954], p. 3) y esto lo hizo porque él «ama e allega a ssí los sabios e los que’s entremeten de saberes e les faze algo e mercet porque cada uno d’ellos se trabaia espaladinar (poner en claro) los saberes en que es introducto, e tornar-los en lengua castellana» (Idem, p. 3). Alfonso X, según este mismo prólogo, «sempre desque fue en este mundo amo et allego a ssi las sciencias e los sabidores en ellas e alumbro e cumplió la grant mengua que era en los ladinos por defallimiento de los libros de los buenos philosophos e prouados...» (Idem, 3). Estos ladinos (los que hablan la lengua común) eran precisamente los lectores y oyentes de estas obras. Con palabras procedentes de los prólogos de los libros científi­ cos, ha quedado señalada la función del Rey y la manera de llevar­ la a cabo; la procedencia exótica (muchos de ellos, árabes) de los libros no fue obstáculo para esta labor, porque en estos mis­ mos prólogos se subraya enseguida que todo se hace en servicio de Dios. En el del tratado Libro de la ochava espera se lee a continuación de la anterior cita: «...porque Dios fuese dellos (los sabios) loado, amado et temido» (J.A. Sánchez Pérez [1935], p. 246). Y en el prólogo del libro de Aby Aben Ragel sigue esto otro: «...a laudor e a gloria del nombre de Dios...» ([1954], p. 3). Esta concepción de un sentido divino final resulta compatible con las creencias de orden mágico y supersticiosas, unidas a la intención científica del Rey Sabio, estudiadas por A. Garrosa Resi­ na [1978], y a las que me referiré. El contenido de este grupo de obras presenta dificultad para el lector actual, pues se requiere una gran formación en las ciencias históricas correspondientes. No obstante, la recomendación del Rey a los traductores es siempre que viertan los textos con claridad, y así se manifiesta en el mencionado prólogo del tratado Libro de la ochava espera: «et despues lo endregó, et lo mandó compo­ ner este Rey sobredicho, et tollo las razones que entendió eran soueianas, et dobladas et que non eran en castellano drecho, et puso las otras que entendió que complian; et quanto en el lengua­ je, endrególo él por sise. Et en los otros saberes ouo por ayuntadores a maestre Joan de Mesina, et a maestre Joan de Cremona, et a Yhuda el sobredicho, et a Samuel...» (J.A. Sánchez Pérez [1935], p. 245).

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Resulta curioso que este párrafo, que se aplica a la labor general de Alfonso X, y se ha citado en numerosas ocasiones, proceda precisamente de un libro científico. Para que los libros fuesen más eficaces, ordenó que los ilustradores cooperasen en esta clari­ dad con su obra; así en el prólogo del Libro del saber de astrología se dice: «et fizólas otrossí figurar, porque los que esto quisiessen aprender lo podiessen mas de ligero saber, non tan solamientre por entendimiento, mas aun por uista» (Idem, p. 243). En el prólogo del tratado Libro de las armellas (o armillas, un instrumento parecido a la esfera armilar, representación de los círculos del cielo, propio para resolver problemas de trigonometría esférica) el Rey dice, en primera persona, lo siguiente: «et por ende mandamos a nuestro sabio Rabigag (Isaac Ben Sid), el de Toledo, que le fiziese bien complido, et bien llano de entender, en guisa que pueda obrar con él qual orne quier cate en este libro» (Idem p. 254). Pocos serían los que, con el Rey, pudiesen entender estos libros por su complejidad científica y mucho menos «cualquier hombre que lo vea», pero Alfonso X insiste en que tales obras se escriban con claridad; cierto es que esto puede consi­ derarse como un tópico en el prólogo de esta clase de libros, pero aun así, su formulación reiterada indica una voluntad de estilo de gran trascendencia en el arraigo de la lengua literaria: con estas obras de Alfonso X se asegura un orden de expresión para la ciencia en la lengua vernácula, cualquiera que sea el origen del contenido expuesto, y se la habilita para una formulación de estas ciencias desde dentro del español (véase el estudio de G. Bossong [1982]). a) Los libros de los cielos El Libro del saber de astrología es un gran manuscrito del escri­ torio real que contiene dieciséis tratados «más astronómicos que astrológicos, aunque el tratar de separar estos dos campos de co­ nocimiento en obra de esta época es empeño anacrónico e inútil» escribe A.J. Cárdenas ([1986a], p. 113J; por desgracia la edición de esta obra, hecha en el siglo XIX, carece de rigor (Alfonso X [1863-1867], véase el artículo antes citado de A.J. Cárdenas [1986b]). El Libro conplido en los judizios de las estrellas es «una adapta­ ción española del celebrado y enaltecido tratado de Ibn ar-Rigal» («Aly Side Aben Ragel»), como indica A. Steiger en el prólogo a la edición de G. Hilty ([1954], p. VII); el editor propone la

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fecha del 12 de marzo de 1254 para el inicio de la traducción que realizó Yehuda Ben Mose. El contenido se refiere a los signos y sus naturalezas, los planetas y sus cualidades, y los movimientos de los cielos y su influencia en los hombres. Este aspecto «prácti­ co» de la ciencia de los astros nos causa desconcierto frente a la consideración científica del tratado en otros aspectos. Para que se pueda conocer esta cuestión, doy aquí un corto capítulo de la obra sobre un peregrino asunto: el sabio puede prever las inten­ ciones de un visitante con sólo dejar que escoja la posición en que se sienta, en relación con los astros: «El XVIIo capitulo fabla que uoluntat te a el qui entra a ti. Quando alguno entrare a ti e quisieres saber con que uoluntat te uiene, dexa’l assentar como quisiere e despues para mientes: si’s assentare en parte de Júpiter o de Venus, sepas que te quiere bien e que’s loa de ti e que te es uerdadero e que te faz buena fama. E si’s assentare en la parte de Saturno, sab que te uiene con mala uoluntat e con sanna e que te quiere fazer mal por sus dichos e guarda te d’el. E si’s assentare en parte del Sol, sabe que te a mala uoluntat e dize de ty mala fama. E si’s assentare en parte de Mercurio, sab que te tiene sanna encubierta e mostrar-t’a que te ama e te faz bien. E si’s assentare en parte de Mars, non as en el bien ninguno e guarda-te d’el muy fuerte, con el plazer de Dios». * Libros científicos editados con garantías filológicas son: el Libro de las Cruzes, por Ll.A. Kasten y L.B. Kiddle [1961], obra de la astrología judiciaria; y Los cánones de Albateni han sido publi­ cados por G. Bossong [1978], traducción del astrónomo árabe Ibn Yabir Al-Battani. Sobre el Picatrix, libro sobre magia helenística de concepción neoplatónica, del que se conservan algunos restos de la versión castellana, otra árabe y otra latina, véase esta última en la edición de D. Pringee [1986]. Alfonso X encargó que se hicieran unas Tablas astronómicas con arreglo a las coordenadas de Toledo, que obtuvieron una gran difusión por Europa, como lo demuestran los muchos manuscritos e impresiones de las mismas; en contraste con la aplicación que ilustré sobre aspectos risibles de la astrología, estas tablas suponen una gran labor de amplia repercusión, que J. Samsó valora así: «Estas Tablas suponen el comienzo de la madurez de la astrono­ mía europea ya que por vez primera, un monarca no musulmán subvenciona un programa de observaciones que cristalizará en la elaboración de unas tablas astronómicas, una labor que será conti­ nuada desde fines del siglo XIII y, sobre todo, a lo largo del siglo XIV en Francia mientras, en España, se realizará una labor similar en Cataluña durante el reinado de Pedro el Ceremonioso

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(1336-1387). Según señala el prólogo al Libro de las Tablas las observaciones tuvieron lugar en Toledo, probablemente durante un período de diez años (1263-1272) y estuvieron a cargo de Yehudá b. Moshe y de Isaac b. Sid» ([1984], p. 100, ed. E. Poulle [1984]); una información sobre los tratados científicos del Rey Sa­ bio se encuentra en el artículo de A.J. Cárdenas (1982). b) Los libros de las piedras Si la curiosidad por el espacio celeste mueve los libros anterio­ res, el Lapidario se refiere a un conocimiento de la naturaleza de las piedras. El contenido del Lapidario es múltiple; refiriéndose al mismo M. Brey Mariño (que vertió a la lengua moderna el manuscrito escurialense h-I-15) lo resume así: «Cuanto halaga o repugna a los sentidos, lo que cura y lo que mata, los trabajos, ambiciones y miserias humanas, la astrología misteriosa, la alqui­ mia envuelta en secretos y el puro deporte de saber y enseñar surgen y se esfuman entre las páginas del lapidario con los fulgores y opacidades de sus piedras» {Lapidario [1968], Prólogo, p. X). El libro ha tenido una gran fortuna editorial en estos últimos años; además de la mencionada modernización de M. Brey Mari­ ño, lo han publicado L.W. Winget y R.C. Diman [1980] y S. Rodríguez M. Montalvo [1981]: en facsímil [1982], por M. Brey, A. Domínguez Rodríguez y J.L. Amorós [1984]. El Lapidario fue la primera obra astrológica que hizo traducir el Rey Sabio, y se conserva el original del escritorio regio, hermo­ samente ilustrado. El estudio de las piedras implicaba el de la astronomía y de la medicina, como se dice en el prólogo de la obra; el lector de ella ha de saber astronomía (en el amplio sentido que hemos considerado): «...que sea sabidor de astronomía, por que sepa connoscer las estrellas, en qual estado están, et en qual sazón uiene mayor uertud a las piedras dellas, segund la uertud que reciben de Dios»; después tiene que «connosger las piedras et las colores, et las faiciones dellas», y dónde se encuentran y distinguir la contrahecha de la natural; y también «que sea sabidor de la arte de física» (medicina) pues la virtud de las piedras puede aprovecharse con este fin. No se conocen las bases textuales de este Lapidario, que pudo proceder de libros de la época helenística, de los que los árabes hicieran traslado; como ocurre con otras obras científicas, la obra es una suma de tratados, y por eso S. Rodríguez entiende que «...el auténtico compositor del Lapidario [...] fue Yhuda Mosca,

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médico del rey [...] y eminente astrónomo de la época» (Alfonso X, Lapidario [1981], prólogo, pp. 15-16). Está por establecer la relación entre el Lapidario y un fragmento de catorce folios del Libro de las formas et de las ymágenes; la opinión de J.A. Cárde­ nas [1986] es que este Libro pudo existir, que no son la misma obra, pero sí muy cercanas. Grupo 4o: La obra de entretenimiento Dentro de la mencionada vida cortés, el Rey favoreció la rela­ ción social con los entretenimientos que eran propios de la clase noble que lo rodeaba. El primero de estos entretenimientos era el deporte de la caza. Gracias a una reciente compra de la Bibliote­ ca Nacional de Madrid, se ha incorporado en 1985 a ella un códice titulado Libro de los animales que cagan, que es un libro de cetre­ ría de Moamín; se trata de la versión castellana de un tratado del halconero árabe del siglo IX Muhammad Ibn Allah Ibn UmarAl-Bayzar. Es, pues, una novedad en el conocimiento de esta labor traductora, que tiene que ser objeto de estudio (véanse las edicio­ nes [1987a] y [1987b]; los estudios de A.J. Cárdenas [1987] y D.P. Seniff [1988]; información bibliográfica en J.M. Fradejas [1991]). En la corte se podían hacer juegos cabalgando y otros a pie para entretenimiento y para reforzar el cuerpo; es lo que luego se llamó deporte, pero el Rey quiso también mostrar otros juegos como «agedrex et tablas et dados et otros trebejos de muchas maneras». Con este fin hizo componer un libro de los juegos, cuyo objetivo explica así: son «juegos que se fazen seyendo (estan­ do sentados)», tanto de día como de noche; y añade en este prólo­ go: «et porque las mugieres que non cavalgan et están encerradas an a usar desto, y otrossí los omnes que son viejos et flacos...»; y sigue: «o los que son en poder ageno, assí como en prisión o en cativerio o que van sobre mar, et comunalmente todos aque­ llos que han fuerte tiempo (temporales) por que non puedan cavalgar nin yr a caga ni a otra parte...». Alfonso X con esta obra atiende también estas horas de ocio de los felices y los desventura­ dos y provee a los suyos de estos entretenimientos; el prólogo pone de manifiesto este rasgo de la humanidad del Rey, ofrecien­ do, junto a los libros de leyes, historia y científicos, estos juegos de puertas para adentro, propios para mujeres, viejos, enfermos, y gente a la que sobre el tiempo en prisión o navegando o aún más, previendo las largas estancias del mal tiempo meteorológico. No son todos iguales pues establece una gradación entre estos pa­

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satiempos: los había «de seso» (ejercicio de la inteligencia), «de ventura» (azar) y «de lo uno y lo otro». El primero era el ajedrez (que «es más noble y de mayor maestría que los otros»); el segun­ do, los dados; y el tercero, los tableros que reúnen los dos, las tablas en donde se sitúan las fichas y en los que se mueven los dados. Editaron los libros de juegos del Rey Sabio A. Steiger [1941], P. García Morencos [1977] y M. Crombach, L. Vázquez de Parga, A. Domínguez y R. Calvo [1987]. El «Calila» Queda por mencionar el libro que más conviene con lo que se entendería por «literatura» de entre los muchos puestos debajo del nombre de Alfonso X: el titulado Calila e Dimna. Esta obra pertenece al género de los cuentos, y es una colección de ellos, establecida en un marco narrativo. La materia de la narración procede de la literatura oriental, y en parte se encuentra en el Panchatantra, compuesto por un brahmán (alrededor del 300 d.C.); por la vía del persa llegó a los árabes, donde lo tradujo Ibn AlMuqaffa en el siglo VIII, versión que llegó a España, donde este género de libros era ya conocido desde comienzos del siglo XII por la versión latina del Disciplina clericalis; dentro de la «discipli­ na clerical», estos libros de cuentos que vienen de Oriente por la vía árabe coincidían con las fábulas procedentes de la antigüe­ dad griega y romana y su continuidad medieval (véase el estudio de M.J. Lacarra [1979]). De entre la variedad de estos libros, este del Calila e Dimna se relaciona más directamente con Alfonso X por lo que diré del colofón del manuscrito A, pero el género es más amplio y se estudia en otra parte de esta Historia de la literatura, y se asocia sobre todo con el Sendebar; ambos libros y otros más son cuentos que proceden de las formas primarias de la narración ejemplar, mantenidas unos por vía oral (folclóri­ cas) y otras, ingresadas en diversas épocas en la literatura escrita. El Calila (Calila e Dimna o Dina o Digna) se nos dice en el colofón de uno de los manuscritos (el A) «fue sacado de arávigo en latín, et romaneado por mandado del infante don Alfonso...»; como fue una versión muy fiel, esto hace descartar el uso de una versión intermedia latina, como indica el colofón. El colofón dice también que se escribió en 1261 (1299 de la era hispánica, como figura en el manuscrito A), y en esa fecha Alfonso ya era rey; otra hipótesis sitúa la traducción en 1251. De una manera u otra, es una de las primeras obras que impulsó el Rey. Por

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desgracia no conservamos el códice del escritorio real; el códice A (h-III-9, de la Biblioteca del Escorial) parece que es del primer tercio del siglo XV, y tiene diversas ilustraciones de buena calidad, pero que son diferentes de la riqueza propia del escritorio real. No hay un prólogo del Rey que relacionara el libro más directa­ mente con él; algunos manuscritos traen una introducción del tra­ ductor árabe citado Ibn al-Muqaffa, que conviene con las intencio­ nes de la obra alfonsí. En esta introducción se dice que los filóso­ fos «...posieron enxenplos et semejanzas en la arte [...] por alonga­ miento de nuestras vidas et por largos pensamientos et por largo estudio»; esto lo hicieron «con palabras apuestas (es decir, hermo­ sas, gratas de leer u oír) et con razones sanas et firmes», o sea con un arte de la forma y del contenido. Y para esto «posieron et conpararon los más destos enxenplos a las bestias salvajes et a las aves». Estas enseñanzas decían encubiertamente lo que pre­ tendían, y con ello les crecía a los oyentes o lectores la sabiduría; tal procedimiento resultaba una comunicación como «por juglaría a los discípulos et a los niños». Con esto se señala el público de la obra, gente joven que aprende con el entretenimiento, y que después recibirá los beneficios del tesoro de la sabiduría. El prologuista insiste en que el libro requiere una cierta agudeza por parte del lector: «si el entendido alguna cosa leyere deste libro, es menester que lo afirme bien, et que entienda lo que leyere, et que sepa que ha otro seso encubierto». El objeto de este esfuer­ zo por alcanzar el sentido escondido es un beneficio para el lector, «ca el enseñamiento mejora su estado de aquel que quiere apren­ der». La actitud del sabio es la desconfianza y la insistencia en la verdad: «Et el omne entendido deve sienpre sospechar en su asmamiento (juicio, pensamiento), et non creer a ninguno, maguer verdadero sea et de buena fama, salvo de cosa que le semeje verdat». La actitud del sabio es la inquisitiva: «Et quando alguna cosa dudare, porfíe et non otorgue fasta que sepa bien la verdat». Estas son las propuestas que hemos puesto de manifiesto para mostrar la concordancia con el propósito del Rey, que podría sus­ cribir muchas de ellas cuando propuso verter este libro al castella­ no; como he dicho, el colofón del libro trae la mención de «infan­ te» para don Alfonso; y (cualquiera que sea la solución de las fechas allí mencionadas) esto coincide con el orden de lectores u oyentes de una obra de esta clase, propia de los años en que Alfonso pudo gustar «por juglaría» (o sea por juego, sobre todo para reírse de lo que les ocurre a los que obran mal) de esta participación con el saber que procedía de las enseñanzas expues­ tas. Luego vino el fomento de otras obras en las que la ley, la

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ciencia y la historia se manifestaban con la gravedad que les era propia. La versión al castellano de Calila supone una experiencia litera­ ria que impulsa el arte de la narración propio del género; así implica el marco de la narración que encierra la suma de los cuen­ tos. Hay un relato principal, que son las conversaciones entre un rey y su filósofo o sabio o maestro, figuras carentes de individuali­ dad. El rey inicia la conversación con el planteamiento de un asun­ to, y al responder el sabio intercala el ejemplo, que constituye por sí mismo una unidad expositiva aislable y, al mismo tiempo, ilustra el caso que se está tratando y orienta su solución en uno u otro sentido con una eficacia que no siempre es contundente; a veces la estructura es la de la «caja china», unos cuentos dentro de otros. Abundan los monólogos introspectivos, y se usan los diálogos en cierto modo «dramáticos», y la acción es más bien escasa y con una localización muy esencial. La ejemplaridad de la obra resulta así bifurcada en dos sentidos: como un espejo de príncipes (no olvidemos que la Partida II coincidía con esto) en lo que toca al rey, inquieto por obrar bien, y su sabio maestro que le muestra el consejo conveniente, expuesto generalmente y con los ejemplos adecuados a cada situación; y el otro sentido es el que resulta propio de cada uno de los ejemplos como piezas didácticas. En la parte primera puede entreverse la voluntad de sabiduría que guiaría las propuestas culturales de Alfonso X; y la segunda representa un paso más en el desarrollo de la ficción vernácula, cuando aún sigue de cerca esta novelística oriental. Los protagonistas de la ficción son animales, que poseen una determi­ nada función ética y estética (véase C. Galley [1984]), y hombres y mujeres, que representan aspectos parciales de la condición hu­ mana, virtuosos y pecadores, precavidos siempre en su moral. Lo que allí se cuenta se dirige sobre todo a lectores u oyentes seglares (civiles), pues los religiosos tienen otros libros más adecuados para su situación social. Por otra parte, el material fabulístico, al rodar de versión en versión, se había transformado en más o menos; en esta ocasión, desde la versión de Ibn Al-Muqaffa (matizada a su vez en relación con las precedente^ puede leerse en francés: A. Ibn Almonqaffa [1985]) pasa al público amplio de la corte, más extenso que el de las otras obras puestas a nombre del Rey por participar en la intención lúdica antes mencionada. En el do­ minio de esta amplitud sus pretensiones son más generales, y por eso se dice en el prólogo: «Et dizen que en tres cosas se deve el seglar emendar: en la su vida, et afiar (asegurar) la su ánima por ella; et la segunda es por la fazienda (las cosas que se hacen,

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los asuntos) deste siglo (de la época contemporánea) et por la fazienda de su vida; et bivir entre los hombres». (Las diferentes citas que vengo haciendo proceden del prólogo según la ed. del Calila e Dimna, de J.M. Cacho Blecua y María Jesús Lacarra [1984], pp. 89-98.) Tenemos, pues, expuesto el programa de los asuntos del Calila: la vida de los personajes (humanos o humaniza­ dos) proyectada en el siglo, o sea en la contemporaneidad, aunque el material narrativo proceda de una tradición secular que renace en la época alfonsí; el propósito es lograr una convivencia (aspecto social heredado) que asegure por los buenos cauces en que esta transcurre la salvación del alma (aspecto asumible por el cristianis­ mo clerical). Aunque no haya referencia inmediata a las circuns­ tancias vividas dentro de los relatos imaginados, este orden de relatos como el Calila abre el camino a la ficción narrativa, en la que se halla el germen de la futura novela europea.

8. LEYENDAS DE ULTRATUMBA

Se atribuye al círculo alfonsí la versión al castellano de un Tractatus de Purgatorio Sanctii Patricii, que se supone de Henricus Salteriensis o de Saltrey. El contenido es una leyenda irlandesa, muy extendida por Europa (véase el estudio de H.R. Patch [1956]), en la que se cuenta la visita de un caballero, Owein, hizo al pozo de San Patricio, que el santo quiso que siempre estuviese cerrado; en la visita el caballero pasó por el infierno hasta el cielo, donde «vio mas de delectes et mas alegrías que omne non pudría ver nin oír nin dezir». El texto latino aparece traducido en un castella­ no con algunos rasgos leoneses, y según Antonio G. Solalinde «bien pudiera pertenecer al grupo de colaboradores de Alfonso X» ([1924], p. 34). La leyenda también pasó al catalán (Fr. Ramón de Ros de Tárrega, 1320), y se valió de ella Ramón de Perellós para una narración autobiográfica (fines del siglo XIV). En poste­ riores traducciones sirvió para argumento de una novela de Juan Pérez de Montalván y sendas comedias de Lope y Calderón, y se difundió en pliegos sueltos. También en relación con las leyendas de ultratumba, hay noti­ cias de que podía haberse redactado un libro dentro del escritorio real en 1264, del que quedaría una versión francesa titulada Livre de l’eschiele Mahomet (según el prólogo), aunque otros creen que la base pudo ser un texto latino. La obra, de condición legendaria, contiene una visión que tuvo Mahoma del cielo y del infierno, y su importancia es grande en los estudios de las relaciones de literatura comparada entre el Islam y la Cristiandad, pues, según M. Asín Palacios [1943], podría haber sido fuente de la Divina Comedia de Dante.

9. VALORACIÓN LITERARIA DE LA OBRA DE ALFONSO X

Es indudable que la aportación de Alfonso X a la literatura resulta asombrosa. Desde cada uno de los puntos de vista de los respectivos géneros y materias con las que se asocia el nombre del Rey Sabio, los críticos e historiadores están de acuerdo en que su obra resulta un impulso imparable hacia el uso de la lengua castellana como medio de expresión literaria; representa el fin del período «primitivo», con el que hay que contar como base para la nueva obra (como se ha dicho en capítulos anteriores) y el ingreso en el período ya inicialmente maduro del desarrollo de la literatura medieval; con Alfonso X se pone de manifiesto una conciencia plena del hecho literario en cuanto que opera con una teoría que disciplina el curso lingüístico con vistas a su eficacia como medio de comunicación hacia un público que el propio Rey se cuida de precisar en sus escritos. Todos estos factores actúan conjuntamente, como he hecho notar en el estudio de la produc­ ción alfonsí. Juan Manuel fue el que ya puso de relieve esta fun­ ción: «Entre muchos conplimentos et buenas cosas que Dios puso en el rey don Alfonso [...], puso en el su talante de acresgentar el saber quanto pudo, et fizo por ello mucho; assi que non se falla que, del rey Tolomeo aca, ningún rey nin otro omne tanto fiziesse por ello commo el. Et tanto cobdigio que los de sus regnos fuessen muy sabidores, que fizo trasladar en este lenguaje de Castiella todas las sgiengias, tan bien de theologia commo la lógica, et todas las siete artes liberales...» (prólogo del Libro de la Caza, Obras Completas [1982], I, p. 519). Obsérvese que Juan Manuel no se refiere ya sólo a los círculos de la cortesía según lo entendió el Rey Sabio, sino que interpreta al público de una manera más amplia: «los de sus regnos». Y un poco más adelante considera así a su tío: «Non podria dezir ningún omne quanto bien este

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noble rey fizo sennaladamente en acresgentar et alunbrar el saber» (Idem, I, p. 520). Y en el prólogo de la Crónica abreviada explica desde una relativa cercanía cronológica el procedimiento por el que se lleva a cabo de esta obra: «Et por ende el muy noble rey don Alfonso [...] que ninguno non podría y mas dezir nin avn tanto ni tan bien commo el. E esto por muchas razones: la vna, por el muy grant entendimiento que Dios le dio; lo al, por el grant talante que auie de fazer nobles cosas e aprouechosas; lo al, que auia en su corte muchos maestros de las ciencias e de los saberes a los quales fazia mucho bien, e por leuar adelante el saber e por noblesger sus regnos. E lo al, por que auia muy grant espacio para estudiar en las materias que quería conponer algunos libros...» (Idem, II, p. 575). Precisamente este proceso de elaboración de las obras alfonsíes, al que me referí en páginas anteriores, fue objeto en nuestro siglo de una polémica, en cierto modo espectacular, entre A. Castro y C. Sánchez Albornoz. Castro, buen conocedor y catador de la literatura medieval, expuso que la «súbita aparición» de estas obras alfonsíes «es un fenómeno insuficientemente explicado»; y añadía: «En ninguna corte de la Europa del siglo XIII podía ocurrírsele a nadie redactar en idioma vulgar obras como las del Rey Sabio» ([1948], p. 478). Y dentro de su teoría histórica de España formuló la tesis que habría de ser discutida: «Tal hecho ha de entenderse como una expresión de la contextura cristiano-islámico-judía, como un resultado de la importancia alcanzada por los hispano-hebreos y de su interés por poner la sabiduría moral y científica al alcance de la sociedad cortesana y señorial sobre la cual descansaba su poder y prestigio» (Idem. p. 480). En su libro insiste sobre esta aportación: «Judíos muy doctos figuraban en la corte de Alfonso X, y su palabra y su pluma no estaban ociosas; su labor consistió en hacer asequible una cultura apetecida e ignorada por los gran­ des señores» (Idem. p. 482-483). Castro sitúa en los judíos el énfa­ sis en el uso de la lengua castellana, que no es el latín, la lengua clerical europea, sino un nuevo vehículo de expresión, «neutro» en cierto modo para las pretensiones judías. La tesis expuesta es una pieza más en el conjunto de la teoría histórica de Castro. Enfrente de ella se alzó el historiador C. Sán­ chez Albornoz, y quiso rebatir las bases de la teoría de Castro. En lo que nos importa, los dichos y hechos de Alfonso X estuvie­ ron en un primer término en la obra de Sánchez Albornoz, hasta el punto de que en el índice de personas es el nombre con mayor número de referencias, claro que la mayor parte tomadas en un sentido histórico. Este historiador dedicó un capítulo entero a la

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«Aportación hebraica al pensamiento y a las letras españolas» ([1956] pp. 260-297), y allí se encuentra la réplica a Castro. Sánchez Al­ bornoz reconoce, como era de esperar, la colaboración de algunos judíos en la obra de Alfonso X, «pero tal colaboración no autoriza a suponerle dejándose arrastrar por ellos a realizar sus magnas empresas de cultura» (II, p. 265). Conocemos la nómina de estos colaboradores (véase el estudio de N. Roth [1985], y todos ellos se relacionan con libros científicos. Por otra parte, la lengua ro­ mance que pudieran utilizar los judíos convienen los filólogos en que habría de ser un dialecto arcaizante, y es frecuente encontrar la mención de clérigos y maestros junto a los sabios judíos, los cuales, además del árabe, sabían latín, al menos en algunos casos. Es difícil precisar qué pudo haber más allá de estos datos, pero es patente que la obra impulsada por el Rey se extiende, en cuanto a los contenidos, por otros dominios que los científicos, como hemos considerado en páginas anteriores. En las obras legales no pudo haber relación entre los sabios judíos y el Rey, pues ya se dijo que el gran código es como los demás fueros de la época, y está en la línea común de la separación de las leyes. En las historias, el armazón bíblico de la sucesión histórica es de orden clerical. En las Cantigas (como se puede deducir de su estudio) existe una tradición lírica de raíz religiosa y provenzal, que queda lejos de una posible relación básica con los judíos. La cuestión se ha mencionado aquí por cuanto la personalidad de Alfonso X se ha visto implicada en este enfrentamiento; la voluntad del Rey por impulsar el uso de la lengua vernácula hacia la literatura es paralela a la de los otros Reinos europeos, si bien se ha querido matizar que la participación en el ritmo europeo resulta un tanto retardada. Un historiador de la literatura medie­ val, A. Deyermond, nota que «los rasgos típicos del renacimiento del siglo XII no aparecieron en España hasta el siglo XIII» ([1973], p. 104), reconociendo, sin embargo, la importancia de la labor de las traducciones. De una manera u otra es el signo de los tiempos, y por eso el mismo historiador sitúa la obra de Alfonso X bajo el epígrafe general del «despertar cultural del siglo XIII». Pero este ritmo es también el de otras Tenguas románicas, en que hubo un gran cultivo del latín; así lo hace notar E. Asensio: «Su rumbo enciclopédico está perfectamente anclado en el siglo XIII, época de Sumas y sus empresas de romanizar tienen corresponden­ cia en la misma Italia culta y latinizada donde la segunda mitad del siglo ve vulgarizados escritos de retórica, moral, política, etc.» ([1966], p. 616). Un testimonio de esta relación paralela lo consti­ tuye la difusión del Libro del Tesoro (Li livres dou Tresor) de

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Brunneto Latini, contemporáneo de Alfonso X, escrito en francés en la década de 1260 y difundido desde esa lengua por toda Euro­ pa, y que también se tradujo después al castellano (véase la edición de S. Baldwin [1989]). No falta, sin embargo, alguna voz discrepante en esta valoración de la obra alfonsí; así ocurre con V. Cantarino, que no le cree comparable con Federico II, al tiempo que estima que el horizonte de su obra «no se abre bajo la influencia árabe o judía, sino que permanece tradicional y latina» ([1978], p. 255); y por ello no la cree innovadora ni en las leyes ni en la historia. Destaca las limitaciones de su horizonte científico, reducido a la astrono­ mía y astrología, acusándole de falta de sentido enciclopédico. Con sus limitaciones, que ya se indicaron, la obra de Alfonso X no tiene par en los reinos hispánicos en su pretensión por verter sobre sus súbditos un gran caudal de conocimientos en la misma lengua vernácula, a la que atribuye una función literaria irreversi­ ble, estableciendo las condiciones de una escritura de múltiples (pero no totales) contenidos que estimó, a su juicio, adecuados para el hombre de su tiempo. Ya mostraré en los comentarios de qué manera pretende que su esfuerzo cultural recaiga sobre las cortes reales y señoriales; Juan Manuel se refiere a «los sus regnos» de manera amplia, y esto tendría que manifestarse sobre todo en las partes del Sur, por Andalucía, donde, con el avance de la conquista del dominio político árabe que realizó Fernando III, se estaba creando una sociedad dinámica y activa sobre las tierras conquistadas. El cultivo literario de la lengua es un aspecto de esta conmoción, que obedece a múltiples factores que se cruzan y reúnen y a veces se oponen, si los consideramos desde un punto de vista de una razón actual, como puede ser (y ya lo destaqué antes) el que el Rey amigo de los sabios judíos sitúe a la «ley» o creencia de estos bajo las imperativas normas del código alfonsí. Teniendo en cuenta lo que aquí importa, la labor del Rey represen­ tó un gran (incluso desmesurado) ejercicio destinado a constituir un arte de narrar la historia (del que se aprovecharía la materia de ficción, a veces con límites confusos, por ejemplo en la mitolo­ gía evemérica), un arte para escribir la ley (por encima de la estric­ ta funcionalidad de los fueros), un arte para lograr una escritura científica, contando además el apoyo del Rey a la literatura ejem­ plar y de entretenimiento. Son muchos los factores para atribuir a uno solo la preponderancia, pero hay que contar siempre con el debido reconocimiento a cada uno de ellos con lo que resulta más propio de sus conocimientos y atribuciones. La línea de la investigación actual deja de lado las grandes concepciones históri­

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cas y pretende ir cubriendo lo mucho que aún ignoramos de esta compleja obra alfonsí: hace falta promover ediciones cuidadas, poner en claro las fuentes utilizadas por los redactores y su uso en los diferentes libros, desde la traducción (en un grado de fideli­ dad que hay que precisar) y la reconversión de un material prima­ rio mediante amplificación o reducción o libre interpretación. Esta es una labor que ha de perfilar mejor la intervención en la literatu­ ra de Alfonso X, un «autor» tan peculiar como hemos querido mostrar.

10. COMENTARIOS

Comentario n° 1: La corte, según Alfonso X el Sabio Ley XXVII. Qué cosa es corte, e por qué a así nonbre, e quál deve ser. [a] Corte es llamado el lugar do es el Rey e sus vasallos e sus oficiales con el que an cotidianamente de consejar e de servir; e los otros del Regno que se llegan y o por obra dél o por alcanzar derecho o por fazer recabdar las otras cosas que an de beer con él. [b] E tomó este nonbre de una palabra de latín que dizen [coh] ors, en que muestra tanto como ayuntamiento de conpañas, ca allí se allegan todos aquellos que an a onrar e aguardar al Rey e al Regno. E otrosí a nonbre en latín curia, que quiere tanto dezir como lugar do es la cura de todos los fechos de la tierra, ca allí se a de cortar lo que cada uno a de aver segunt su derecho o su estado. E otrosí es dicho corte según lenguaje de España porque allí es la espada de la justicia con que se an de cortar todos los males, tan bien de fecho como de dicho, así como los tuertos e las fuerzas e las sobervias que fazen los omnes e dizen, que se muestran por atrevidos e denodados, e otrosí los escarnios e los engaños e las palabras sobervias e [e]natías que fazen a los omnes envilesger a seer rafezes. [c] E los que desto se guardaren, e usaren de las palabras buenas e apuestas, llamáranlos buenos (en la edición: e apuestos) e enseñados; e otro sí llamáranlos corteses porque las bondades e los"otros buenos enseñamien­ tos a que llaman cortesía, sienpre los fallaron e los preciaron en las cortes, [d] E, por ende, fue en España siempre acostumbrado de los omnes onrados enbiar a sus fijos a criar a las cortes de los Reyes por que aprendiesen a seer corteses e enseñados e quitos de villanía e de todo yerro, e se acostunbr[as]en bien, así en dicho como en fecho, por que fuesen buenos, e los señores oviessen razón de les fazer bien, [e] Onde los que atales fueren, deve el

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Rey allegar a sí e fazerles mucha de onra e mucho de bien; e a los otros arredrarlos de la corte e castigarlos de los yerros que fezieren, porque los buenos tomen ende fazaña para usar del bien, e los malos se castig[u]en de no fazer en ellas cosas desaguisadas, e la corte fincar quita de todo mal e abondada e conplida de todo bien. Texto: Procedente de las Siete Partidas, II, 9, 27. Edición de Francisco López Estrada, basada en el manuscrito 12974 de la Biblioteca Nacional de Madrid; aplico las normas medias que indi­ co en mi Introducción... ([1987], pp. 61-62), y uso los signos mo­ dernos de puntuación, salvo en el caso de una pronunciación ambi­ gua. Comentario: Esta ley de las Partidas contiene una descripción de lo que es la corte, etimología de la palabra y funciones políticas de la institución; no es, pues, propiamente una ley (la ley es la disposición legal sobre un aspecto específico del código) con un contenido jurídico determinado, sino más bien señala cuál ha de ser la significación de la corte en la vida pública del reino, o sea un objetivo de carácter social. [a] La corte descrita es la que tiene el rey en su centro, y en torno suyo, concéntricamente, se ordenan los que le aconsejan y sirven de una manera cotidiana; es decir, el gobierno y la admi­ nistración del reino. A este núcleo político acuden los demás del reino o en busca de honra o para una cuestión de pleitos; las Partidas representan la formulación del código común, en el que desde el rey hasta el último de los vasallos tienen señalada su condición legal en el concierto de las relaciones sociales. [b] Como en tantas ocasiones, aquí el legislador indica el origen de la palabra según el sentido de la etimología, que se establece tanto desde el significante (la etimología latina cohors,-tis está aquí bien señalada), como desde el significado; para este último acude a la palabra latina curia, que servía para dar nombre a la adminis­ tración, en este caso real; el orden asociativo conduce de curia a cura (cuidado, solicitud), y lo enlaza con cortar, verbo con el que se relaciona corte (resultado de cortar, «sajar»). Entonces vie­ ne la formulación de la función de la corte: cortar los males, así de fecho (acción) como de dicho (palabras); es, por tanto, un fin de condición ética, radicado en una organización civil. [c] Para el fecho sirven las leyes previsoras, y para el dicho se abre entonces una vía del significado, muy importante para la literatura; el signo que sirve para marcar la condición cortés

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se sitúa en la palabra, que así se presenta en dos vertientes: una negativa: escarnios, engaños, palabras soberbias y enatías («torpes, groseras, necias») que envilecen a los hombres; y otra positiva: buenas, en cuanto a contenido, y apuestas, en cuanto a la forma. La apostura es el indicativo del embellecimiento, el adorno, aplica­ ble a la lengua, como luego diría Juan Ruiz en el Libro del Buen Amor que su dezir hermoso estaba constituido por «razón más plazentera, fablar más apostado» (est. 15, d). La palabra (referida por extenso en la Partida II, 24, un término muy general en el que cabe la amplitud que hoy entendemos por comunicación lin­ güística) usada en la corte, a través de esta postura puede llegar a los procedimientos del arte poético, si se aplica en un sentido literario; por de pronto esta palabra cortés es diferente de la usada en la conversación común, pues tiene que sostener la condición de la cortesía y, por tanto, la obliga una disciplina. [d] En la corte, pues, se aprende a ser cortés, y se insiste en las dos vertientes de dicho y fecho, complementarias por ser la una indicativa de la otra, con todos los compromisos sociales que se implican en su logro. [e] Y entonces el Rey reúne en torno de sí a estos que son corteses, y aleja a los otros. La cortesía así es una fuerza social de carácter cohesivo, y los que la siguen el Rey quisiera que se atuviesen al código de las Partidas, y también que se valgan como signo de su condición de esta palabra cortés, dentro de cuya apos­ tura se engendran tanto el uso diario de una comunicación conve­ niente para la cortesía, como el establecimiento del uso artístico en los cauces genéricos de una literatura vernácula adecuada a esta intención. Todo esto sirve para que los buenos tomen fazaña de ello; fazaña es un término genérico y específico que significa el ejemplo que se deduce de un caso expuesto, bueno o malo, como precedente jurídico, válido como máxima. Por el contrario, los malos, han de ser alejados de la corte, y se castigan («amones­ tan») para que no obren mal. Así la corte queda como el lugar idóneo para lograr allí el bien social que ampara el derecho, y por este cauce, el lugar donde prospere la literatura que es propia de este medio social aquí descrito tan" puntualmente. Comentario n° 2: La literatura propia de los caballeros Ley XX. Cómo ante los cavalleros deven leer los grandes fechos de armas quando comieren. [a] Apuestamiente tovieron por bien los antiguos que faziesen

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los cavalleros estas cosas que dichas avernos en la ley ante desta. E por ende ordenaron que assí como en tienpo de guerra aprendie­ sen fecho d’armas por vista e por prueva, que otrosí en tienpo de paz lo aprisiesen por oída e por entendimiento, [b] E por esto acostunbravan los cavalleros quando comien, que les leyesen las estorias de los grandes fechos d’armas que los otros fazieran, e los sesos e los esfuerzos que ovieren para saberlos vencer, e acabar lo que querien. [c] E allí do non avie tales escripturas, fazienselos retraer a los cavalleros buenos ancianos que se en ello agertavan. [d] E sin todo esto, aun fazien más, que los juglares, que non dixiesen ant’ellos otros cantares sinon de gesta o que fablasen de fecho d’armas. [e] Esso mesmo fazien: que quando non podien dormir, cada uno en su posada se fazie leer e retraer estas cosas sobredichas. E esto era porque oyéndolas les crecen los corazones e esfor^ávanse faziendo bien e queriendo llegar a lo que los otros fazieran o pasaran por ellos. Texto: Como en el anterior, procedente de las Siete Partidas, II, 21,20. Comentario: Este comentario prosigue el examen de la cortesía, aplicada esta vez más específicamente a los libros que sirven para asegurar la condición bélica de los caballeros del reino, en cierto modo relacionada con la cortesía explicada en la ley anterior. [a] Observemos que la primera palabra de la ley es Apuestamiente; es decir, seguimos bajo el mismo signo de la apostura señalada en el comentario anterior, propia de la cortesía, que aquí esta vez se aplica a la vida privada del caballero, reproducción a escala menor de la de la corte. Y no ha de descaminarnos esta indicación de antiguos, que no son precisamente los griegos o romanos, sino un pasado que se siente propio y que representa la tradición recibi­ da por la vía del patrimonio. El legislador considera aquí el fecho d ’armas como propio de la clase social de la caballería y culmina­ ción de la conducta política al servicio del Rey; en la práctica la guerra se aprende por vista (viéndolo a los otros valientes) y por prueba (intentándolo), pero en la paz esto se hace por oída y por entendimiento. Y ahí es donde entra la función de la literatura. [b] Sabemos muy poco de cómo se percibía la obra literaria primitiva, y en esta ocasión las Partidas nos informan de lo que oían los caballeros en las comidas; la vía de la percepción es aquí la lectura, y esto implica la existencia de tres modalidades de re­ cepción de esta literatura: la primera es la de las estorias de los grandes fechos d ’armas. Estoria es la obra que, para el caso de

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la historia romana, realiza el ystoriógrapho (Primera Crónica Ge­ neral, ed. citada de M. Pidal [1955], I, p. 87 b, contrasto los términos de las Partidas con los reunidos por F. Gómez Redondo, art. cit., pp. 53-75). Cuando llega al punto de nombrar a los que intervienen en la redacción de la historia de Roma, escribe esto que coincide con lo que se indicó en los prólogos generales: «Et por que los buenos fechos, tan bien de las otras gentes, cuerno los suyos dellos, et las marauillas que contescien por las tierras se non pudiessen por mingua de escreuir los, dieron por ello escriuanos que los escriuiessen et los ayuntassen a las estorias roma­ nas» {Primera Crónica General, Idem, I, p. 87 b). Obsérvese que en este caso a los buenos fechos se han unido las maravillas, término más personal que indica una apreciación del asombro; por entre los varios préstamos del latín que allí reúne el redactor, se encuentre este de ystoriógraphos, y está en el plural de la lengua común; la palabra queda en las páginas de la Historia alfonsí pendiente de su definitivo arraigo para designar a los que escriben cualquier historia, incluso los que acompañan al Rey Sabio y a los que después copiarán con un criterio activo estos textos históri­ cos. Y lo importante es que la estoria puede deslizarse hacia la múltiple maravilla; en el caso de la ley, sin embargo, se elige lo que corresponde a los hechos de armas. De dónde pudiera ir a buscar estas lecturas el encargado de ellas, se abre un amplio campo: para esto están en prosa las páginas bélicas de las propias historias reales y en verso los poemas épicos del menester clerical: el Libro de Alexandre, en primer lugar, el de Fernán González; y si el público era femenino se podía matizar con el Apolonio, etc. Y obsérvese como junto al esfuerzo está el seso o capacidad intelectiva, reuniendo así acción y pensamiento para este caballero cortés que cuenta con esta literatura. [c] La vía del retraer apenas ha sido tenida en cuenta; el propio legislador le dedica una ley (II, 9, 30), y conviene con un relato de cuyas condiciones me ocupo en un estudio; este retraer pudo ir desde una relación testimonial a una presentación de la misma ya organizada, de manera que equivale a contar los episodios más notables de un suceso, bélico en este caso. Aporta una memoria inmediata del suceso desde el punto de vista caballeresco, realizada por los que se hallaron en él o, pienso, por los que tuvieron noticias ciertas de él. Representa un grado intermedio entre un pasado que llega sólo por la letra y la acción del presente que ya fluye hacia la historia cercana. [d] Este es un testimonio de gran importancia, como destacó Menéndez Pidal {Poesía juglaresca..., ob. cit., pp. 291-292); abun­

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dan las noticias sobre los intérpretes de la poesía lírica de condi­ ción cortés o juglaresca, pero son muy escasas las que tenemos de los de poesía épica; y este es uno de ellos, y vemos que la mención radica en el círculo cortés de los caballeros estas audicio­ nes. En esta ocasión los juglares, según la ley, se han de limitar a los cantares de gesta o que hablasen de hecho de armas; quedan, por tanto, excluidos los otros contenidos de la juglaría que expone en su libro Menéndez Pidal. Esta misma exposición se usa en relación con los poemas épicos (véase F. Gómez Redondo, art. cit., p. 67); así en relación con el cerco de Zamora: «et dizen en los cantares de gesta...» (II, 509 a). Junto con cantar está fablas de gesta, que se corresponde con el uso del verbo fablar de la ley comentada. Con esto, pues, la recepción del cantar de gesta se limita a los caballeros, e implica tenerlo en cuenta en relación con la igualdad que se establece con este fin de entretener la comida mediante la audición de la historia (prosa leída), el retraer (narración contada) y los cantares de gesta (épica interpre­ tada por el juglar), en cuanto al sentido de verosimilitud de los relatos, y lo que después sería su proceso de novelización, que si bien representa una degradación en cuanto a la verdad, supone un enriquecimiento en el proceso de la literatura de ficción caballe­ resca. Este testimonio no prejuzga que hubiera otras vías de difu­ sión hacia otros públicos diferentes, de condición distinta de la caballeresca, pero afirma un uso probado de las mismas y justifica el que, por ejemplo, se conserve un manuscrito del Poema del Cid, válido para estos usos y también como fuente de información histórica. [e] La parte final de la ley es afirmar todavía más la función ejemplar de esta literatura: oyendo los sucesos leídos (y queda abierta la cuestión de la lectura propia, que será la gran amplia­ ción que ha de tener la difusión literaria), crecía el esfuerzo perso­ nal del caballero, conveniente para la armonía de la sociedad que promovía la ley alfonsí. Y no sólo durante las comidas, sino tam­ bién en el desvelo de las noches podía continuar la lección ejemplar de la literatura, cubriendo así otras partes de la vida del buen caballero. Y en este punto conviene recordar que la presencia de la mujer en los hechos del caballero será un motivo fundamental de esta cortesía, como reconoce el propio código de las Partidas: «...et porque se esforzasen más, tenien por cosa guisada que los que hobiesen amigas, que las ementasen en las lides, porque les cresciesen mas los corazones et hobiesen mayor vergüenza de errar» (II, 21, 22). Y estas «amigas» son el motivo básico de la poesía lírica, de la que aquí no nos ocupamos, pero que hemos citado

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para notar esta confluencia de situaciones que abocan en el hecho literario, tanto desde la épica como desde la lírica. Comentario n° 3: Narciso en la General Estoria Jueces [XXXIV] Duna prophecia de Thiresias a Liriope sobre Narciso, so fijo. [...] Este Narciso, fijo daquel Cepheso e de la duenna Liriope, llego a ueynt e un anno de quando nasciera, et segund cuenta ell autor esto era en la edat en que el omne puede semeiar ninno aun, e pero que se ua legando a querer semeiar mancebo ya; et cobdiciauan muchos mancebos e muchas mancebas e doncellas auer su companna, mas tan grant fue e tan estranna la su soberuia en la fermosura daquella su edat e su mancebía, que nin pudieron llegar a el ningunos mancebos, nin mancebas, nin ningunas donzellas. Pero con tod esta lozanía era Narciso dotra guisa buen uaron, e salie omne de ca^a; et un dia que fue a ca