Los Origenes De La Cultura

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Los orígenes de la cultura Conversaciones con Pierpaolo A ntonello y Joáo Cezar de Castro Rocha René G irard

Traducción de José Luis San Miguel de Pablos

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Esta o b ra se be n e fic ió del RA.R G a rc ía Lorca, P rogram a de P ublicación del Servicio de C o o p e ra c ió n y de A c c ió n C ultu ra l de la E m ba ja da de Francia en España y de l M in is te rio francés de Asuntos Exteriores

C O L E C C IÓ N E S T R U C T U R A S Y P R O C E S O S S e r i e C ie n c ia s S o c ia le s

Título o rig in a l: Les o rig in e s de la culture © E ditoria l Trotta, S.A., 2 0 0 6 Ferraz, 5 5 . 2 8 0 0 8 M a d rid Teléfono: 91 5 4 3 0 3 61 Fax: 91 5 4 3 14 8 8 E -m a ii: e d ito ria l@ tro tta .e s h tt p : / / www. tro tta .es © René G ira rd , P ie rp a o lo A n to n e llo , Jo á o C e za r de C astro Rocha © D esclée d e Brouwer, 2 0 0 4 , pa ra la tra d u c c ió n francesa, revisada y a u m e n ta d a p o r René G ira rd © José Luis San M ig u e l de Pablos, 2 0 0 6 ISBN: 8 4 -8 1 Ó 4-854-X D epósito Legal: M . 3 8 .9 8 1 -2 0 0 6 Im presión Fernández C iu d a d , S.L.

CONTENIDO

Introducción. «Una larga argumentación, de principio a fin»...............

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I. La «vida del espíritu».................................................................... 23 II. «Una teoría con la que se puede trabajar»: el mecanismo mimético....................................................................................... 51 III. El escándalo del cristianismo...................................................... 83 IV El hombre, «animal simbólico»................................................... 111 V Fuentes y crítica de la teoría:de Frazer a Lévi-Strauss................ 141 VI. Método, evidencia y verdad....................................................... 157 Conclusión. «Con los medios comunes». Respuesta aRégis Debray.... 187 índice...................................................................................................... 211

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Introducción «UNA LARGA ARGUMENTACIÓN, DE PRINCIPIO A FIN»

«Algunos críticos han dicho de mí: ‘Sí, es un buen ob­ servador, pero no es capaz de razonar’. No encuentro, por mi parte, justificada esta crítica, dado que El ori­ gen de las especies no es, de principio a fin, más que una larga argumentación, y que ha podido convencer a más de una persona competente.» (Charles Darwin, Autobiografía) En La ruina de Kasch, Roberto Calasso dice que René Girard es uno de los últimos «erizos», haciendo referencia a la tipología de Isaiah Berlin, inspirada a su vez en un verso de Arquíloco: «El zorro es un animal que sabe muchas cosas; el erizo en cambio no sabe más que una sola, pero importante»1. Esa «única cosa importante» sería, para René Girard, el chivo expiatorio. Pero Calasso sólo tiene razón en parte, porque Girard conoce al menos una segunda cosa importan­ te: el deseo mimético. Y ha sido partiendo de estas dos asunciones como ha ido desplegando, en más de cuarenta años, «una sola lar­ ga argumentación», como podríamos decir parafraseando a Darwin. Este pensamiento, que parte del origen del mundo, consigue teori­ zar la complejidad que caracteriza nuestra época. Y el presente ensa­ yo constituye un intento de reconstruir, en el curso de una serie de diálogos desarrollados de form a sistemática, ese hilo conductor que Girard ha tenido asido a lo largo de toda su vida, hasta sus últimas 1. Cf. R. Calasso, La ruine de Kasch, Gallimard, París, 1 9 8 7 (reed. 2 0 02, en la colección «Folio», por la que se cita) [existe versión en castellano: La ruina de Kasch, trad. de J. Jord á, Anagrama, Barcelona, 22 0 0 1 ].

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elaboraciones de la teoría mimética. El resultado es una síntesis abier­ ta a nuevos interrogantes y a nuevas interpretaciones, que espera­ mos pueda contribuir a situar esta teorización en el centro del debate científico y filosófico actual. Algunas de las conversaciones que contiene este libro — cuya realización ha llevado varios años— han sido publicadas ya en Italia y en Brasil. La versión en lengua francesa ha sido corregida y au­ mentada por el mismo René Girard. Cuando los responsables del libro le han presentado algunas de las críticas que han recibido sus obras nada más ser publicadas, lo que ha hecho el autor ha sido volver a centrarse en los aspectos más interesantes de su pensamien­ to, reform ulando sus ya conocidas tesis para lanzarse, a partir de ahí, a otras reflexiones sobre diferentes dificultades de orden teórico o metodológico, así como para proponer algunas líneas de análisis inéditas hasta ahora, como las contenidas en unas cuantas páginas, apasionantes y sugerentes, sobre la India védica. Convencidos los entrevistadores, como lo estamos, de que este nuevo examen de las tesis girardianas no puede dejar de lado el en­ foque existencial, hemos decidido dar a estos diálogos — a menudo muy densos y precisos— el tono que es propio de una autobiografía intelectual (la cual nos ha parecido equiparable a la de Charles Dar­ win, y esperamos que tal cosa no desagrade a Girard). Por supuesto que no pensamos que la vida de nadie se pueda «leer» únicamente a la luz de la obra, o de las ideas, que esa persona ha producido, pero la opción de contar una historia personal enmascara la convicción íntima de que la vida misma y los acontecimientos que la jalonan tienen también su participación en el «largo razonamiento» que la obra desarrolla. Que Darwin subiese a bordo del Beagle «por espíritu aventurero» no es desde luego razón suficiente, pero sí — sin duda— una razón necesaria para que la «larga argumentación» que desplegó siguiera su curso. Lo que más nos llama la atención cuando segui­ mos el recorrido biográfico de Girard — tratando de ir, claro está, un poco más allá de lo que es probable que no se diga en una confesión personal— es el hecho de que, al preservar su libertad sin dejarse en­ casillar en una escuela, moda académica o compromiso institucional alguno, su relación con el mundo se ha transformado en un método de investigación. Lejos de ignorar los mecanismos miméticos y las rivalidades que tanto abundan en los campus universitarios, Girard se las ha apañado para hacerse con un espacio de libertad asombro­ samente amplio dentro de las instituciones en las que ha desarrollado su labor.

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Dada su «transversalidad», la teoría mimética no ha sido siempre captada en toda su complejidad. Quizás no se ha acabado de en­ tender hasta qué punto potencia las--relaciones interdisciplinares, cómo apunta hacia unas dinámicas intersubjetivas con importantes consecuencias a escala social, ni tampoco el hecho de que, a fin de cuentas, nos propone un relato que remite a los orígenes violentos de nuestra propia cultura, cuyo motor primero fue precisamente el mimetismo, es decir, la imitación. Hay que entender, por lo demás, esta última en sentido antropológico. René G irard ha llevado hasta sus últimas consecuencias una afirmación de Aristóteles en su Poéti­ ca: «El hombre se diferencia de los demás animales en que es el ser que más tiende a imitar» (48b, 6-7). En lugar de tirar por la borda el concepto de mimetismo (como se ha tendido a hacer en la cultura moderna, con la irrupción del Romanticismo, primero, y luego de las vanguardias), René G irard ha devuelto a la imitación su signifi­ cado más amplio, tanto antropológico como social. Se ha esforzado por explicar esa especie de «domesticación» que se le ha impuesto en el mundo contem poráneo al concepto de mimetismo, mostrando que éste implica procesos artísticos y sociales que se llevan a cabo a través de configuraciones cada vez más complejas, basadas siempre en un mecanismo relacional idéntico. Esta hipótesis nos obliga a repensar ciertas nociones modernas, como las de «sujeto» y «deseo». Dice Girard que nuestro deseo surge siempre de la imitación del deseo de otro, tomado como modelo. Y si la sociedad misma no logra introducir una cierta jerarquización entre el sujeto deseante y sus modelos, la imitación tiende entonces a vo l­ verse antagonista. La consecuencia de este «mimetismo de rivalidad» es un conflicto potencial entre el modelo y el sujeto, de cara a obte­ ner su objeto común de deseo, un objeto que pierde así importancia al mismo tiempo que la rivalidad se acrecienta. Esta hipótesis, bas­ tante sencilla en el fondo, no sólo permite estructurar las dinámicas relaciónales del individuo, y las distintas configuraciones psicopatológicas que se relacionan con la definición de su identidad, sino tam­ bién percibir las funestas consecuencias del mimetismo a nivel social, donde llega a convertirse en la matriz de numerosos conflictos que desembocan en resentimientos y violencias colectivas. La posibilidad misma de la emergencia de la cultura presupone el descubrimiento del mecanismo de control de la violencia que nace de la «mimesis de apropiación». Como estamos viendo, pensar el mimetismo equivale, en último extremo, a pensar la condición humana. 11

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Pero si, en sus libros anteriores, René Girard había puesto de relieve sobre todo las consecuencias negativas de un deseo que com­ porta una dimensión de apropiación antagonista, en éste evoca mu­ cho más explícitamente el valor liberador de la imitación, y el estatus fenomenológico del objeto sobre el que, durante un cierto tiempo, se enfocan todos los individuos que experimentan el deseo. Ya que si el objeto es motivo de conflicto y rivalidad, también puede transfor­ marse en el instrumento que permite apaciguar esa misma rivalidad. Y así, de acuerdo con la concepción girardiana, un mismo principio da cuenta tanto de los aspectos positivos como de los negativos de un determinado fenómeno. La imitación lleva a l conflicto, pero también es el fundamento de toda transmisión cultural. El otro es a la vez el modelo y el rival. El chivo expiatorio es lo inmundo y lo puro a la vez, el mal que hay que expulsar y, al mismo tiempo, el elemento trascendente, ya que el equilibrio social únicamente se recupera a través de su muerte, que viene seguida de su divinización. La teoría mimética trata, de este modo, de conciliar los elementos bipolares de fenómenos surgidos a partir de una estructura única aunque am­ bivalente, como es la imitación. La base cognitiva y comportamental de la cultura humana se halla, en efecto, contenida en esta facultad. Es el mecanismo del chivo expiatorio, acontecimiento sistémico que se produce por la canalización o focalización de la violencia colec­ tiva, el que acabará permitiendo — a fuerza de víctimas— levantar el precario edificio de nuestras instituciones y de esas normas éticas que, al poner freno a las derivas demasiado conflictivas y posesivas, favorecen los aspectos positivos del mimetismo (educación, conoci­ miento, arte).

Evolución y victimización Como la comprensión de la obra de Girard pasa principalmente por el desarrollo de un debate de carácter filosófico, se olvida fácilmente que la teoría mimética es una de las pocas hipótesis antropológicas que intentan explicar los fenómenos culturales y sociales remontán­ dose a sus orígenes. Los antropólogos, los historiadores, los sociólo­ gos y hasta los científicos que tratan de juzgar y catalogar una teoría social que trate de «la fundación del mundo» y que, en principio, sea compatible con una visión científica, suelen acabar remitiéndose a las teorizaciones de Durkheim. Pero entre uno y otro se alza un siglo de vacío programado, que ha desterrado cualquier consideración sobre el origen de la cultura y de las instituciones, puesto que el momento 12

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originario se considera, por definición, inalcanzable. Y si a alguien se le ocurre referirse a ello, es siempre para ocultar los orígenes vio ­ lentos de esa misma cultura, ya que, según Girard, el motor de todo nuestro saber, de toda nuestra ciencia y de toda nuestra tecnología, es el sacrificio. De modo que el presente, ensayo subraya la pertinencia antropológica y epistemológica de la teoría mimética, tanto de cara a una relectura del mundo contemporáneo como a otra del primitivo. Partiendo de las premisas contenidas en La violence et le sacre2( 1972 ), René Girard esbozó, en Des choses cachées depuis la fondation du monde3 (19 7 8 ), una hipótesis sobre la emergencia de la cul­ tura a partir de datos etológicos y etnológicos. En cuanto a insertar la explicación mimética en una visión que era, en un principio, es­ trictamente naturalista y darwiniana, no lo hace explícitamente hasta su reciente libro Celui par qui le scandale arrive4 (2001). Así que nos ha parecido oportuno volver en éste que el lector tiene en sus manos sobre el tema, refiriéndonos a otros aspectos del desarrollo cognitivo y simbólico del Homo sapiens susceptibles de corroborar la hipótesis de la transición de una fase «animal» a otra «cultural». En efecto, en su lenta ascensión evolutiva, el hombre encuentra en el mecanismo victimario un instrumento para controlar la escalada mimética, que podría llegar a expandir la sed de venganza hasta el paroxismo, en el interior del grupo. Canalizar la violencia colectiva y enfocarla sobre un solo individuo considerado responsable de una determinada crisis social (nacida, por lo demás, de causas totalmente contingentes, como pueden ser el hambre o las epidemias) permite a la comunidad reducir el caos al que periódicamente se ve arrastrada. De la ritualización de ese «proto-acontecimiento» surgirían, según Girard, todos los mecanismos de estructuración social: tabúes, n or­ mas e instituciones. Es oportuno poner de relieve que el mecanismo sacrificial como motor originario de nuestra cultura no tiene, en puridad, nada de «mecánico», sino que se trata más bien de un evento sistémico con­ tingente, debido «al azar y la necesidad», por utilizar una expresión de todos conocida. Debido, en efecto, al azar, ya que se trata de un modo eficaz de comportamiento que ha sido descubierto acciden­ talmente por la comunidad primitiva, para canalizar y controlar la 2. Grasset, París. En lo sucesivo esta edición será citada como Violence. [Cf. en castellano La violencia y lo sagrado, trad. de J. Jord á, Anagrama, Barcelona, 52 0 0 5 .] 3. Grasset, Paris. En lo sucesivo, citado com o Choses. [Cf. la versión castellana El misterio de nuestro mundo. Claves para una interpretación antropológica, trad. de A. Ortiz, Sígueme, Salamanca, 1982.] 4. Desclée de Brouwer, Paris. En lo sucesivo, citado com o Scandale.

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violencia en su seno; pero debido también a la necesidad, puesto que resulta ser el mecanismo estructurante que, partiendo de cier­ tas características etológicas básicas, procura el mejor tipo posible de adaptación a las comunidades primitivas. Pues tanto las formas simbólicas (lenguaje y ritos) que el ser humano necesita para prote­ gerse de la creciente complejidad de los grupos sociales, como los nuevos instrumentos cognitivos y las técnicas de adaptación social y cultural, se desarrollan partiendo de este mecanismo. Ahora bien, René Girard no pretende en modo alguno que una necesidad estricta preceda al hallazgo del mecanismo victim ario, y es éste, ciertamente, un punto que se presta a malentendidos en relación a la teoría que comentamos. Lo que sí es verdad es que sin el descubrimiento «acci­ dental» de este mecanismo, los grupos sociales primitivos, dominados por estallidos de múltiples rivalidades miméticas, habrían corrido un grave peligro de autodestrucción. Este control sistémico de la violen­ cia llega, por tanto, a ser crucial en un momento en el que coincide con la creación de los mecanismos protoculturales. Importa aclarar este punto si se quiere estar en condiciones de responder a una de las críticas a las que más a menudo se enfrenta la obra girardiana, a saber, que estaría sobredeterminada por la opción religiosa de su autor, lo cual introduciría una vinculación entre su postulado de la universalidad del mecanismo expiatorio y la provi­ dencia divina. En realidad, como queda bien claro en el capítulo «El hombre, ‘animal simbólico’», la aparición «fortuita» de lo sagrado en las culturas primitivas refuta esta crítica, mostrando que se trata de un fenómeno totalmente natural... No dar con el mecanismo en cuestión (y no hacer uso, por tanto, de él) implicaría la destrucción de cualquier grupo humano primitivo, o al menos pondría trabas muy serias al pleno desarrollo de su complejidad. Bajo esta perspec­ tiva, se llega a recuperar el concepto evolucionista de selección de grupo que, tras años de ostracismo, ha sido visto nuevamente como digno de consideración por ciertos filósofos y biólogos, para explicar la emergencia del comportamiento altruista en el mundo animal, y asimismo para justificar la persistencia histórica de creencias y com­ portamientos religiosos en los grupos humanos. Se trata, de todos modos, de un planteamiento que resulta a priori poco evidente para el rígido racionalismo de no pocos científicos y especialistas en cien­ cias sociales. Pese a ciertas limitaciones en su formulación (debidas sobre todo a la formación, muy clásica, de René Girard), la teoría mimética aporta dos contribuciones de gran importancia al debate en curso. En primer lugar, un principio genésico capaz de dar cuenta del naci­ 14

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miento de la cultura humana con gran economía de hipótesis. En se­ gundo lugar, un nuevo paradigma antropológico de tipo generativo, que explica ciertos aspectos, de apariencia paradójica, del desarrollo cultural y tecnológico de la humanidad (nacimiento de la agricultura, domesticación de animales e impulso^ altruistas de donación). René Girard bien podría, pues, ser considerado «el Darwin de las ciencias humanas», como ha sugerido Michel Serres5. Si la hipótesis de la selección natural explica los mecanismos que regulan la evolución de las especies, por su parte la teoría del chivo expiatorio da cuenta del mecanismo que se encuentra en la base del nacimiento y evolución de la cultura. Por supuesto que todas estas formulaciones no tienen, de momento, más valor que el de meras hipótesis, y que exigirían un mayor espacio, una metodología más afinada y, sobre todo, otras investigaciones ulteriores. Aun así, el diálogo que presentamos per­ mite a René Girard precisar las implicaciones científicas de la inves­ tigación que ha emprendido, y desarrollar los importantes temas de la continuidad evolutiva que se da entre naturaleza y cultura, y del mecanismo de selección que pone en juego el chivo expiatorio, de cara al desarrollo simbólico del ser humano.

El crimen no fue perfecto El modo de teorizar, a base de hipótesis y ulteriores comprobaciones, que Girard adopta de forma explícita en sus textos, ha exigido en esta ocasión una reflexión más general, no sólo sobre la metodología, sino también acerca de la epistemología que subyace a sus propues­ tas. Se trata de un planteamiento antipopperiano, no falsable (como, por lo demás, pasa también con el evolucionismo), que se apoya en una utilización de datos antropológicos y etnológicos (comprendidos los mitos y los rituales) basada en la pura evidencia y en la compara­ ción. Tales datos son entendidos por Girard como auténticos «restos fósiles» de la evolución cultural de la humanidad, en medio de los cuales se transparentan sutilmente las huellas del crimen fundacio­ nal. Ahora bien, el hecho de seguir este tipo de metodología, unido a la utilización de las fuentes como indicios, es lo que precisamente constituye el obstáculo principal para la comprensión de la teoría

5. «Por lo que se refiere a los grupos humanos, [René Girard] sería a Darwin lo que Georges Dumézil es a Linneo, dado que propone una dinámica, pone de manifies­ to una evolución y suministra una explicación universal» (M. Serres, A tlas, Julliard, Paris, 19 9 4 , p. 2 2 0 [Atlas, trad. de A. Martorell, Cátedra, M adrid, 1995]).

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mimética, especialmente en los medios antropológicos. René Girard se ocupa de los mitos, los ritos y la misma literatura como si fuesen los «indicios racionales» que se toman en consideración ante los tri­ bunales, como si se tratase de pruebas, de evidencias de esas «cosas ocultas desde la fundación del mundo». El hecho de que, tras la fan­ tasmagoría de los mitos y de la literatura, se esconda nada menos que la verdad, a saber, que todos nosotros deseamos miméticamente (o, lo que es lo mismo, que la sociedad ha sido fundada sobre la ritualización de la muerte sacrificial de un chivo expiatorio), puede parecer, a ojos de «especialistas», una formulación fantasiosa o, en el mejor de los casos, un planteamiento un tanto reduccionista. Pero se estaría ol­ vidando que todo nuevo paradigma impone una cierta simplificación — a veces incluso un poco exagerada— de los hechos que considera, sobre todo si a través de él se pretende form ular toda una explicación de alcance histórico con numerosas implicaciones teóricas. El núcleo de la teoría mimética (el deseo mimético, unido al me­ canismo sacrificial) se halla igualmente en el corazón del método girardiano. Se pueden alimentar reservas en lo que se refiere a esa instrumentalización de los textos literarios y mitológicos, pero entonces no se llegará a entender la radicalidad de la apuesta intelectual de Girard, que puede resumirse en la idea de que tales textos revelan el más profundo m otor de las relaciones humanas. Y, a tal respecto, es importante destacar que, precisamente en una época como la nuestra en que la teoría dominante tiende a negar la existencia de cualquier referente exterior al discurso, Girard siempre ha apuntado en la di­ rección opuesta, insistiendo con firmeza en el carácter realista de su argumentación. Su pensamiento es operativo tanto en antropología como en la historia comparada de las religiones y de las culturas. Se aplica a las constantes que son capaces de explicar por qué los mitos cuentan siempre la misma historia, la de un asesinato originario o fundacional real, aunque ocultado dentro una estructura mitológica, que se halla, por su parte, en el origen de la cultura. Naturalmente, ese crimen tiene que ser disimulado puesto que la cultura y el orden de la sociedad se niegan a contemplar cara a cara un linchamiento que se halla en su fundación misma. No obstante, en opinión de Girard, el asesino vuelve con frecuencia excesiva al lugar del crimen, repitiendo hasta la saciedad los gestos que conform aron su acción original y dejando, por ello, demasiadas pruebas, excesivos indicios... Es éste un dato que recuerda la moraleja que Edgar Alian Poe deja planear en La carta robada: la sobreabundancia de pruebas impide que nos demos cuenta de la universalidad del deseo mimético y del mecanismo sacrificial. 16

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Epistemología y conversión Los hay que han visto en la apologética cristiana — que no dejan de sugerir las prolongaciones religiosas de la teoría mimética— el esla­ bón más endeble de la «catedral girardiana», el aspecto que sería con­ veniente eliminar de una teoría que, de no ser por su presencia, sería perfectamente compatible con el escepticismo que impregna nuestro medio social. Pero Girard muestra aquí que su discurso es más com­ plejo, ya que la teoría mimética se opone al prejuicio dominante, desde la Ilustración hasta hoy en día, según el cual el fenóm eno de la religión no puede tener, en modo alguno, la pertinencia que esta teoría le atribuye de cara a la emergencia de la cultura. Para sus de­ tractores, la hipótesis girardiana no es sino un producto derivado de su opción religiosa, considerada como un vicio ideológico de base. Eso, claro está, es olvidar — o querer deliberadamente ignorar— la incontestable presencia de la religión y de las instituciones en la cons­ trucción de las primeras formas conocidas de civilización y, de un modo más general, en la historia de todas las culturas del mundo. Semejante manera de aproximarse al fenómeno religioso siem­ pre ha resultado molesta. Entre los diversos cortocircuitos concep­ tuales que activa René Girard, uno de los más provocadores, so­ bre el que además vuelve una y otra vez en estas conversaciones, lo constituye la idea de «conversión», la cual ya no se concibe como un simple acontecimiento existencial privado, sino que pasa a ser vista como un verdadero presupuesto científico. Desterrada, desde hace mucho, de cualquier reflexión filosófica, esta palabra llega a ser epis­ temológicamente crucial, sin embargo, en el contexto de la teoría mimética. Como ya podíamos leer en Mensonge romantique et vérité romanesque6 (1962), esta noción se impone ante todo com o crítica explícita del sujeto, es decir, de la presunta autonomía del individuo de la M odernidad, en relación con la plétora de modelos con los que está obligado a interaccionar. Por mucho que este presupuesto — a la vez idealista y rom ánti­ co— de la autonomía del sujeto haya sido ampliamente analizado y deconstruido por un siglo entero de discusiones críticas y filosóficas (estructuralismo, post-estructuralismo, hermenéutica...), permane­ ce todavía muy anclado en nuestros comportamientos individuales, dado que siempre tenemos tendencia a creernos libres en nuestras elecciones y convicciones, y a no admitir nuestras propias relaciones 6. Grasset, París. En lo sucesivo, citado como Mensonge. [Cf. en castellano M en­ tira romántica y verdad novelesca, trad. de J. Jordá, Anagrama, Barcelona, 1985.]

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íntimas de rivalidad. Lo deconstruimos, pues, todo... salvo nuestra certeza de que somos autónomos y de que los perseguidores son y serán siempre los otros. El individualismo metodológico no se aplica sólo en las ciencias económicas, sino también en muchas otras dis­ ciplinas. «Racionalizar» la posición del sujeto es una práctica harto frecuente, hacia la cual apunta una crítica global que parte de la teo­ ría mimética. «Convertirse» significa entonces ser plenamente cons­ ciente de que siempre se experimenta el deseo mimético, y de que las elecciones propias no son tan libres como creemos. La teoría mimética posee pues una dimensión ética, gracias a la cual percibimos los límites de nuestros comportamientos y de nuestro conocimiento. Como vemos, el concepto de conversión se opone a toda simpli­ ficación, desde el momento que cuestiona la separación ficticia entre sujeto y objeto en la investigación antropológica, afirmando que so­ mos a l mismo tiempo sujetos y objetos de deseo mimético. Reco­ nocer la teoría girardiana supone aceptar una serie de presupuestos que tienen consecuencias muy directas para quien se ocupa de ellos, e implica utilizar el bagaje de experiencia propio para sondear en los hechos la plausibilidad de la hipótesis en cuestión. Pero ocurre que la autoindulgencia hacia nuestros comportamientos miméticos, junto con nuestras historias de persecuciones personales, a menudo nos impide iniciar, ni siquiera en privado, la discusión de estas pers­ pectivas.

Cristianismo y postmodernidad La misma paradoja aparece al abordar el impacto del cristianismo en la historia de Occidente, otro gran «escándalo» de la teoría gi­ rardiana, especialmente desde el punto de vista identificado con la «alergia» a lo religioso que se manifiesta, desde siempre, en el inte­ rio r de las ciencias, tanto sociales como naturales. Y por mucho que éstas hayan sido levantadas sobre ese mismo rechazo, René Girard no tiene demasiada dificultad en mostrar hasta qué punto el cristia­ nismo es la ciencia humana más fecunda. Recuperando una frase de Simone Weil, para quien «antes de ser una teoría sobre Dios, una teología, los Evangelios constituyen una ‘teoría del hom bre’, una an­ tropología», sostiene que el cristianismo no es otra cosa que «la toma de conciencia cultural y moral de la naturaleza sacrificial de nuestra cultura y nuestra sociedad». Los Evangelios permiten pues, leer, en la mitología y en las Escrituras, la toma de conciencia progresiva del origen violento del orden cultural. El sacrificio de Cristo representa 18

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e¡ momento de ruptura del equilibrio que mantenía estable, recurren­ te y mítico el mecanismo simbólico y religioso sobre el que se funda­ ban las sociedades arcaicas. El cristianismo es el punto culminante de una fase de desarrollo antropológico en la que el ser humano tiene que vérselas con el peligro contagiosp-de la violencia interna de la comunidad, un peligro al que no puede poner remedio sino encon­ trando más y más chivos expiatorios, que son juzgados culpables, pero que son, de hecho, inocentes: «Más vale que uno solo muera, que no que perezca la comunidad entera», dice la lógica del sacrifi­ cio; «Sin causa me aborrecieron» (Juan 1 5 , 25). De modo que el cris­ tianismo representa, para la evolución cultural de la humanidad, lo mismo que representó la cultura para el proceso de selección natural, cuando el hombre dejó de ser víctima del mecanismo selectivo ciego y empezó a liberarse de él. La secuencia histórica del nacimiento del cristianismo representa el instante en que el ser humano se libera de la necesidad de recurrir a la inmolación de chivos expiatorios para cerrar los conflictos y crisis de las comunidades, el instante en que el hombre se hace consciente de la inocencia de las víctimas. René G irard pone de relieve una llamativa paradoja: en tanto parece que quisiera liberarse definitivamente de todas las ataduras re­ ligiosas y confesionales mediante una «expulsión» racionalista de lo religioso, la cultura occidental está revelando actualmente sus raíces profundamente cristianas. Pues, en efecto, todo el horizonte ideoló­ gico de la cultura contemporánea se halla construido en torno a la víctima y a su carácter central: víctimas del Holocausto, víctimas del capitalismo, víctimas de las injusticias sociales, de las guerras y per­ secuciones, del desastre ecológico, de las discriminaciones raciales, sexuales, religiosas... ¿Y qué otra visión, sino el cristianismo, pone en el centro a la víctima inocente? Sin embargo, desde el momento en que el mecanismo sacrificial ya no puede funcionar, habiendo sido puestas de manifiesto su injus­ ticia y su arbitrariedad, habría que concluir que, desde un punto de vista evolutivo, la sociedad moderna ha entrado en una nueva fase. Ya que, en efecto, la historia ha pasado a ser una especie de laboratorio en el que se investigan y preparan mecanismos nuevos de equilibrio y estabilidad. La ruptura de todo dharma *, de toda jerarquía y de toda segmentación social rígida basada en presupuestos religiosos o de carácter sagrado, introduce de nuevo al ser humano en la fluidez mi­ mética de lo social, de los escándalos y de las oscilaciones del deseo Término hindú que significa tanto religión o religiosidad asumida, como lí­ nea de conducta derivada de esa misma asunción. [N. del T.]

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y del odio. Si el mercado y el capitalismo avanzado, las instituciones democráticas, la difusión de lo tecnológico y mediático muestran que el modo cristiano de entender la realidad se ha impuesto en todas partes y ha impuesto la secularización, también es verdad que to­ dos estos rasgos encarnan un tiempo en el que la falsa trascendencia ha dejado de proteger al hombre. De ahí la necesidad de hacer uso de «estructuras de contención» que, basándose en formas seculariza­ das de trascendencia (ideología democrática, tecnología, espectáculo mediático, mercantilización de las relaciones individuales), consigan retrasar el acontecimiento apocalíptico, único horizonte del proceso de disolución del orden religioso. Como veremos en las páginas siguientes, René G irard no pro­ pone, a la vista de todo esto, ningún esquema que haga referencia al destino próximo de la humanidad. No elabora ninguna gran novela profética. Todo lo contrario: previene contra toda interpretación de la realidad contemporánea que no tenga en cuenta las ambigüedades del desarrollo social y político. Este no puede quedar reducido a fórmulas o palabras lapidarias (postmodernidad, nihilismo, o «fin de la historia»). Los conflictos actuales y la deriva fundamentalista de quienes protagonizan el terrorism o internacional, tanto en Occidente como en Oriente, constituyen una prueba de la validez antropológica —todavía escasamente reconocida— de la teoría mi­ mética. A este respecto, las ideas de G irard son una piedra de toque inevitable en orden a la comprensión del mundo contemporáneo, especialmente en lo concerniente a la cada vez más espinosa cuestión de la violencia colectiva, sea política o religiosa. Habría que añadir, para concluir, que no se puede eludir la constatación del hecho de que el pensamiento de nuestro autor ha adquirido matices nuevos en estos últimos años, unos matices que es preciso tener en cuenta para estar en condiciones de captar la obra de Girard en toda su dimen­ sión. Es así, por ejemplo, como durante mucho tiempo el autor de La violencia y lo sagrado ha venido sosteniendo que el cristianismo definía un espacio no sacrificial, la constitución de un orden exen­ to de violencia. En sus últimos libros, Je vois Satan tomber comme l ’éclair7 (1999), Celui par qui le scandale arrive y en la presente obra más claramente aún, sopesa de nuevo esa posición anterior suya, a través de una lectura atenta del «juicio de Salomón»: la vida de todos se desarrolla en el interior de dinámicas miméticas y conflictivas, por

7. Grasset, Paris. En lo sucesivo citado com o Satan. [Cf. en castellano Veo a Satán caer como el relámpago, trad. de F. Diez del C orral, Anagrama, Barcelona, 22 0 0 2 .]

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lo que resulta ilusoria la definición de un espacio no sacrificial. Lejos de sernos ajeno, el conflicto es la cosa más cercana a nosotros. Evi­ dentemente no hay que ver en estas afirmaciones una justificación ingenua de la violencia, sino más bien una lúcida constatación de su carácter radical. Porque sólo a partir de la plena conciencia de ello, podremos convivir con algo que es, a la vez, definitorio del ser humano y causa de su fracaso. PlERPAOLO A N T O N E L L O Joáo C

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ezar de

Castro R o c h a

I LA «VIDA DEL ESPÍRITU»

1.

«Desde el principio...»

—Profesor Girard, nos gustaría empezar evocando su biografía perso­ nal e intelectual. ¿Podría contarnos algo de su infancia? —Nací en Aviñón, el 25 de diciembre de 1 9 2 3 . Mis padres me pusieron por nombre René Noel Théophile. Viví una infancia sin lujos pero francamente feliz, en el seno de una familia normal del sur de Francia. Tenía cuatro hermanos, varones y mujeres, y yo era el segun­ do. Mi padre era el conservador de la biblioteca y del museo de Avi­ ñón, y más adelante llegó a ser conservador del Palacio de los Papas. Había estudiado en la Escuela Nacional de Archiveros Paleógrafos, y era historiador local, autor del libro más serio y erudito existente sobre la ciudad de los papas: Évocation du vieil Avignon, publicado por la editorial Minuit. En cuanto a mi madre, era asimismo perso­ na de perfil intelectual, muy aficionada a la música y a la literatura. Creo que fue la primera mujer — o una de las primeras— que cursó el bachillerato en el departamento de Dróme. Las raíces familiares de mi padre se encontraban, por un lado, en la ciudad de Aviñón, y por otro, en la región del centro de Francia. El occitano no se habla ya en Aviñón, y yo sólo sé algunas palabras sueltas. M i padre era republicano y anticlerical, de tendencia radicalsocialista (en el sentido de la Tercera República, o sea, que en realidad era un moderado). M i madre, por su parte, era católica y procedía de una familia con mayor estatus social y más conservadora. En aquella época, en el sur de Francia, no existía cosa más corriente que encon­ trarse con un padre de familia anticlerical y una madre monárquica y de tendencias políticas cercanas a Action Frangaise, pero sin que, por 23

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lo demás, hubiese fanatismo ni por un lado ni por el otro. Por otra parte, mi padre era un observador sumamente lúcido, hasta el punto de que, al declararse la guerra, nos anunció que Francia combatiría prácticamente sola y que sería derrotada. Lo cual, por cierto, no le impidió ser todo un patriota, y desde el mismo día 18 de junio de 1 9 4 0 toda la familia se volvió ardientemente «gaullista», y escuchá­ bamos todos la emisora de Londres. — éNo recibió usted una educación religiosa? — Mi madre era una buena católica, ortodoxa en cuanto a creen­ cias, pero liberal, una persona de espíritu libre. Yo personalmente dejé de ir a la iglesia a los doce o trece años, y no volví a pisar una hasta los treinta y ocho. Pese a haber ido a los jesuítas de Aviñón, mi padre mandó a sus hijos a estudiar al liceo republicano, si bien es verdad que hacíamos cursillos de catecismo. A mi madre le gustaba mucho Fran^ois Mauriac, y además sabía italiano y nos leía Los no­ vios de Manzoni. Nosotros le pedíamos que nos leyera una y otra vez el episodio de la peste, que nos resultaba especialmente fascinante. — ¿Podría evocar sus años de estudiante? —Aprobé el bachillerato en 19 4 0 , y en el 4 1 quise ingresar en la Ecole Nórmale Supérieure. Para preparar el examen de ingreso, me fui a vivir a Lyon, donde mi hermano estudiaba medicina. Pero no aguantaba aquella vida. En la Francia supuestamente no ocupada, las condiciones materiales eran muy duras. Así que regresé a Aviñón, y mi padre me propuso intentar que me admitieran en la Escuela Nacional de Archiveros Paleógrafos, de la que guardaba muy buen recuerdo. Y yo, que no tenía otro deseo que retrasar lo más posible el momento de abandonar el nido familiar, acepté. Enseguida me di cuenta de que París era mil veces peor que Lyon, y habría vuelto a Aviñón encantado, pero no me era posible: el corte de Francia en dos zonas (que se mantuvo a todos los efectos, incluso después de la ocupación de la zona «libre» por los alemanes) implicaba, para los meridionales, la prohibición de volver a casa salvo para las vacacio­ nes escolares. De modo que fue gracias a los alemanes como obtuve el diploma de archivero y paleógrafo. No puedo decir que fuese precisamente feliz en la Escuela de A r­ chiveros que era, para mi gusto, demasiado erudita. Además, vivir le­ jos de la familia era francamente complicado por entonces, sobre todo durante los dos últimos años de la guerra. Y yo, al mismo tiempo, no acababa de «encontrarme», porque no tenía una conciencia clara de es­ tarme aburriendo, incapaz como era de comparar mi experiencia con 24

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ninguna otra. La m ayor parte de los cursos no consistían nada más que en presentarnos una sucesión de hechos de form a totalmente árida. — ¿Le interesaba, ya por entonces, la literatura? —A algunos amigos míos del liceQ de Aviñón sí que les interesa­ ba, y mucho, aunque sus gustos se orientaban hacia el último perío­ do del surrealismo. Dominándolo todo estaba René Char que era, por entonces, coronel de los FTP («Francotiradores y Partisanos»), la rama comunista de la resistencia, y los más jóvenes de los que le rodeaban literalmente le idolatraban. Yo no participaba, sin embargo, de ese culto. M i primer auténtico interés por lo literario se enfocó sobre Proust, pero el grupo del que formaba parte consideraba al género novelístico en general, y a ese autor en particular, espantosa­ mente démodés, totalmente superados. A Char no le gustó nada mi decisión de irme a Estados Unidos, aunque no tuviese intención de quedarme allí más que un par de años. Interpretó esa decisión mía como una especie de traición, y bien mirado, no dejaba de tener su parte de razón. Pero lo cierto es que el ambiente intelectual y estético en que me movía me era un tanto ajeno. Así que, sin admitirlo abier­ tamente, y quizá sin ni siquiera saberlo al cien por cien, yo quería escaparme de aquello. — ¿Mantenían contactos con otros escritores o intelectuales? — René Char era muy amigo de Yvonne Zervos, la mujer de Christian Z ervos1, un gran especialista en las artes plásticas, tanto antiguas como contemporáneas, que también era marchante de arte en París. Además era amigo de Picasso, Braque y Matisse. Gracias a René Char, fui invitado —junto con mi mejor amigo de entonces— a casa del matrimonio Zervos, un piso magnífico en la rué du Bac, en donde había algunos cuadros cubistas de grandes dimensiones, de Picasso y de Braque, junto con otras obras pictóricas de la escuela de París. Por supuesto nos quedamos muy impresionados. Mi amigo era un joven poeta discípulo de Char, y su padre un político comunista que, tras la Liberación, se convirtió en el adjunto responsable del área de cultura y arte del alcalde de Aviñón. Ya les dije que mi padre era el conservador del Palacio de los Papas, y resulta que Zervos que1. Christian Zervos es autor de importantes estudios sobre el arte antiguo y p re­ histórico: Uart de la Mésopotamie de la fin du quatriéme millénaire au xv* siécle avan t nolre ere (1 9 3 5 ) ; L'art en Gréce des temps préhistoriques au début du XVIW siécle (1936); L’a rt de la Créte néolithique et minoenne (1 9 5 6 ); L’a rt des Cyclades (1957). Es asimismo autor de un libro sobre Constantin Brancusi (1957).

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ría exponer cuadros allí. Así que nos convirtió, a mi amigo y a mí, en los organizadores oficiales de la exposición a fin de asegurarse la colaboración de nuestros padres respectivos, que le era indispensable para poder realizar su proyecto. Para que acudieran más visitantes a la exposición de Aviñón, a Zervos se le ocurrió otra idea: proponerle a Jean Vilar que organi­ zase un festival de teatro en el mismo Palacio de los Papas. Y todo se llevó a cabo tal como se había previsto. La exposición fue un éxito y el festival de teatro también. ¡Y tanto! ¡Como que existe todavía! La idea de participar en un proyecto de tamaña envergadura nos hizo entrar, a mi amigo y a mí, en una auténtica borrachera mimética. M e acuerdo muy bien de nuestra visita al estudio y taller de Picasso, en el quai des Grands-Augustins en plena Rive gauche, y de haber estado cargando, con mis amigos, doce cuadros en una camioneta que luego llevamos hasta Aviñón. A Picasso, por cierto, le encantaba contar cómo fue la primera vez que pasó por allí. Viajaba de España a París, quiso visitar el Palacio de los Papas y, como tenía muy poco dinero, le propuso a la conserje pagarle los cinco francos de la entra­ da con un retrato, a lo que ella se negó. Recordando aquella primera exposición, Picasso deseaba, hacia el final de su vida, acabar su aluci­ nante carrera en la Gran Capilla del Palacio de los Papas, y pudo de hecho realizar su sueño. Lo único que le preocupaba era que Matisse cediese el mismo número exacto de cuadros que él, e igual de importantes. Por cierto, recuerdo haber sido algo torpe al manejar uno de los lienzos de M a­ tisse, con el resultado de un hermoso agujero en una Blusa rumana, que afortunadamente enseguida se pudo reparar. En el curso de aquel verano, Picasso se acercó a Aviñón en un coche conducido por su chófer. Con un cierto toque humorístico, pero también con bastante insistencia, estuvo quejándose, por el ca­ mino, de la ausencia de publicidad de la exposición en la carretera que va de París a Aviñón. Braque pasó por entonces un mes entero en Aviñón, y Fernand Léger visitó la exposición. Una de las cosas que hacían que aquel encargo se nos subiese un poco a la cabeza era el he­ cho de estar en contacto cotidiano con actrices como Silvia M onfort y Jeanne Moreau, quien, por cierto, acababa de terminar sus estudios de arte dramático y era todavía una perfecta desconocida. — Volvamos a ocuparnos de su formación. Después de su paso por la Escuela Nacional de Archiveros Paleógrafos, ipensaba hacerse conservador de algún museo o biblioteca, como su padre? — Habría podido ser, pero no me atraía nada la idea de pasarme 26

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toda la vida rodeado de archivos medievales. Tenía auténticas ganas de escapar a ese destino. La primera ocasión me la proporcionó la oferta de un puesto de profesor asistente de lengua francesa en los Estados Unidos, que acepté enseguida. Podía, por lo demás, elegir en­ tre dos posibilidades, porque también-habría podido trabajar en la bi­ blioteca de la ONU. Este último trabajo aparecía rodeado de un halo de mayor prestigio, pero enseguida vi que se trataba de desarrollar sobre todo tareas de documentalista, al servicio de las delegaciones nacionales. Un trabajo totalmente ajeno, en suma, a cualquier labor personal de investigación. — éNunca pensó en regresar a Francia? — Sí, claro que lo pensé, pero la rigidez de la administración fran­ cesa me obligaba a ceñirme estrictamente a las salidas profesionales previstas para los archiveros-paleógrafos, y nada más. Algo después, Lucien Goldmann me proporcionó una ocasión. Yo habría podido obtener un puesto en la Ecole des Hautes Etudes. De hecho, Goldmannn me ayudó mucho tras la publicación de mi primer libro. Pues, en efecto, publicó un artículo de título un tanto llamativo: «Marx, Lukács, G irard y la sociología de la novela»2. Este artículo, unido a un excelente análisis de Michel Deguy en Critique3, tuvo por efecto impedir que mi prim er libro, Mentira romántica y verdad novelesca, pasara totalmente desapercibido en el escenario parisino del año 6 1. El poder que tenía en el ámbito académico, y también el prestigio, de Lucien Goldmann fueron, no obstante, rápidamente aniquilados por el estructuralismo en ascenso. De hecho, se encontraba en la cumbre de su carrera y pasó, de golpe, a hallarse fuera de juego, completamente pasado de moda... Eso ocurrió al principio de todo el inmenso lío que se formó con lo que los americanos dieron en llamar «la teoría». El otro ofrecimiento que estuve a punto de aceptar venía de la Universidad de Friburgo, tranquila, no excesivamente grande y ade­ más cercana a Francia. Pero yo estaba entonces en la Johns Hopkins, tenía allí excelentes alumnos y mis investigaciones me interesaban y me absorbían demasiado como para robarles tiempo con una mudan­ za de tal calibre.

2. En Méditations 2 (1 9 6 1 ), pp. 1 9 4 3 -1 9 5 3 . Cf. también L. Goldmann, Pour une sociologie du rom án, Gailimard, Paris, 1 9 6 1 , pp. 19 -57, «Introduction aux probléines d’une sociologie du román». [Cf. en castellano Para una sociología de la novela, Ciencia Nueva, M adrid, 1964.] 3. M. Deguy, «Destin et désir du román»: Critique 17 6 (1962), pp. 19 -3 1.

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